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Triunfo Arciniegas - Cuerpo de Viejo

Este documento cuenta la historia de un viejo zapatero que recuerda su pasado y reflexiona sobre su vida mientras camina solo por la noche.

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Triunfo Arciniegas

CUERPO DE VIEJO
1

R
enata distinguió el bulto en la penumbra, estremecida y

descalza, embutida en un suéter viejo y raído que sólo

le cubría el principio de los muslos, cruzó los brazos


bajo los senos y se acercó a las piedras del fogón. Toda la noche

extrañó al viejo que ahora, recogido y exangüe, como lamiendo una

de las piedras, más parecía un animal sin nombre, una valija

abandonada de prisa, un tronco seco que el verano pudre a la orilla

del camino, más parecía todo eso que el reciente marido de Renata

Morantes. Durante la noche, entre un sueño y otro, Renata lo

imaginó en sus últimos vagabundeos, solo, arrastrando el perro de

la desdicha. Después no volvió a despertar y no se enteró de su

regreso. Dormida, le brindaba el amor que le asqueaba en la vigilia:

le mataba los piojos, le extraía las espinillas o le lavaba los pies con

agua tibia al caer la tarde. Abrió los ojos y se vio ovillada, sola, en el

lecho revuelto, espiada por la luz a través de las rendijas de la

ventana que daba al patio. Rodó hacia la orilla y se sentó. Hizo un

círculo con la cabeza y se desperezó como una gata. Se levantó y

estiró el suéter hasta los muslos. Se acarició los brazos mientras se

alejaba de la tibieza de la cama, y penetró al cuarto que hacía las

veces de sala, comedor y cocina. Dos puertas mal encajadas, una a

Triunfo Arciniegas 2
la calle y otra al patio

descubierto donde acababa la

casa, impedían a medias el

impetuoso paso de la luz. La

saliva, cuerda lodosa, se enredó

en la garganta de Renata, se le

enroscó como alimaña: el bulto,

junto a las piedras del fogón,


tomó forma y nombre. La lástima

cedió el sitio al espanto cuando Renata haló la cabeza del viejo por

los cabellos. La sangre ya no fluía de la herida del cuello, boca

absurda. Vio o imaginó el pozo en el piso de tierra, vio la camisa

mojada, vio los ojos abiertos. Se arrodilló para tocar el pozo, pero la

uña sólo rascó una mancha seca: la tierra había absorbido la

sangre. Una rata husmeante, tímida, el rabo en el aire y el terror en

el agua viva de sus ojos, atravesaba el cuarto. Renata localizó el

ruido y le arrojó con rabia el pocillo de lata untado de hollín, luego

abrió la ventana como si pretendiera espantar las moscas de la

desgracia y maldijo la intensidad de la luz.

Qué porquería soy, dijo el viejo en su taller de zapatería,

sentado frente al cajón de las herramientas y junto al promontorio

de zapatos desdibujado por la oscuridad. Levantó la cabeza.

El jardín del unicornio y otros lugares para hombres solos 3


Aunque la noche entraba por la puerta abierta, se negó a encender

la luz. La vida es puta, dijo. El hijo de Renata. El hijo de La Cabra.

De su carne y de su sangre. La rabia y la pena de imaginar al

cabrito en el patio de sol, brincando, sudoroso y feliz, luego

corriendo hacia unos brazos abiertos, luego el rostro hundido en

unos senos de muchacha. El hijo suyo solamente. Con gemidos de

perro apedreado, el viejo desgastó las imágenes. Esperó que la

noche espesara, esperó como toda la vida, árbol que ahuyenta los
pájaros. Herido por la visión del cuerpo habitado de Renata, el viejo

deslizó el desgastado cuchillo del oficio en el bolsillo del saco,

maldita sea, se levantó limpiándose los ojos y desde entonces se

aferró a su destino, cometa al hilo que se pudre, hilo a los dedos

que sangran, dedos al cuerpo estremecido por el viento. Salió a la

calle, vacía en ese instante, aseguró la puerta con la herrumbre del

candado, se ensalivó y frotó las manos, se estiró las hebras sobre el

cráneo desde la frente hasta la nuca, una mano después de la otra,

traqueó el esqueleto al echar hacia atrás los hombros,

acomodándose a la tibieza del saco, zapateó para espantar el polvo

y, por último, mordió y masticó la uña de turno: frágiles rutinas

como talismanes en la maraña cotidiana.

En vez de comprar el pan y volver a casa como en los últimos

meses, el viejo se detuvo en La Esquina de Rosa, donde tantas

veces bebió el primer café del día. Dándole la espalda, Rosa lavaba

unos pocillos y tarareaba algo de la radio. El viejo contempló sus

brazos gordos y flojos sin atreverse a entrar. Quería contarle su

Triunfo Arciniegas 4
desgracia y despedirse, quería decirle: "No me ruegues, Rosa, no

hay otro camino". Rosa, siempre tan mal hablada, acudiría entonces

al consejo de los vecinos para espantar la torpeza del viejo, su

estupidez, su terquedad. Unos pedirían detalles, otros se

encogerían de hombros. Rosa se volteó y le pidió que entrara, qué

se le ofrecía, el viejo dijo que nada, gracias. Cogió una calle al azar

y tropezó con la prisa de un chico en patines, de rasgos femeninos y

cabellos largos. La pared sostuvo al viejo mientras el chico rodaba


al piso como una pelota. El viejo balbuceó unas disculpas y ofreció

su mano. El chico se limpió las rodillas, rechazó la ayuda y se alejó

entre maldiciones. Los cabellos como una cometa. La misma boca

de Renata, reconoció el viejo.

Al doblar la esquina, manoteó al viento y padeció su aspereza

en la garganta. Imaginó un animal en su cuerpo, navegando y

bebiendo en su sangre. Un animal cansado que se asomaba a sus

ojos. Que lo devoraba desde dentro, por costumbre, por hastío, y

terminaría por no dejar nada, primero las tripas, luego todas las

vísceras, el tuétano de sus huesos, el reguero de venas y, al final

los ojos. Los ojos como postre. Imaginó una mosca en la lustrosa

superficie de su ojo muerto. Sabía que al morir los ojos conservan la

luz un breve instante. Luego nada más que ojos muertos.

Vagó hasta el cementerio. Detrás, en una calle escondida del

escándalo del viento, dos hombres le hacían el amor a la muchacha

que los había invitado: las sombras que se unían, los gemidos de la

muchacha crucificada en el ansia, contra las ruinas de una pared de

El jardín del unicornio y otros lugares para hombres solos 5


adobe, la hierba pisoteada, la sombra tendida que observaba

mientras esperaba el turno y se consolaba con su propia mano. El

viejo casi pudo sentir la tierra que se desmoronaba entre las uñas

de la muchacha. Se alejó con prudencia. Mucho después, un

hombre elegante, con sombrero y bastón, redondeaba la esquina,

escribiendo un lenguaje de golpes para nadie. Dos perros

escuálidos se perseguían sin ladridos, oliéndose. Un auto a paso de

cacería, con las luces apagadas, bestia de metal y vidrios ahumados


que busca en el bosque de cemento la víctima de líquidos, texturas

y olores embriagantes. De uno y otro lado de la calle, los hombres

vaciaban las rebosantes canecas en el carro del aseo municipal y

las devolvían al desgaire, entre la columna de cemento del

alumbrado público y un árbol maltratado, y se iban, callados, el

trapo amarrado a la cara, bandidos sin delito, sin audacia. El

borracho que regresa al hogar como si la mujer lo halara desde la

cama mediante una cuerda invisible, el mendigo que acomoda el

sueño, los gatos lascivos y los ladrones muertos del susto en los

tejados, la novia que cierra la ventana, un taconeo nervioso que se

aleja: coreografía de la noche sin Dios. El resto era silencio. La luna,

redonda y pura, única, recién parida por la montaña. Un poco de

cielo gris al otro lado. Qué noche más rara. Sin mirar, el viejo se

desprendió de los escapularios y los arrojó a una caneca húmeda y

vacía, hembra abierta y usada, desentrañada. Como desvestirse,

como decir me entrego: arrojarlo todo, hasta las tripas. Nunca fumó

en su vida. Robó una sola vez. Bebió un poco, maltrató al perro que

Triunfo Arciniegas 6
desplumó a Roberta, pobre lora, pero borracho. Su único maltrato.

De niño jamás apedreó los pájaros. Remendó y alimentó al más

pobre de los pájaros del mundo, un copetón, hasta que levantó

vuelo; lo imaginó comiendo de su mano el día menos pensado, pero

no: una hembra, una pedrada, el hambre o el frío de una noche

interminable impidieron el regreso. Los años se habían cumplido en

vano. La certeza de que la vida pudo ser mejor. La dolorosa presión

de las uñas en las palmas le recordó un sacapuntas verde,


desgastado, que le arrancaba la mina a los lápices. Robó ese

sacapuntas en la escuela y su madre le golpeó las manos hasta casi

inutilizárselas. Todavía me duelen. Gabriela Archila, la maestra de

primer grado, le calentó a vara las nalgas porque no acertó a

escribir en el tablero un verso de Rafael Pombo. Quiso arrancarse el

pellejo como un guante, como piel de naranja. Luego su madre hizo

algo terrible. Lo llevó de la mano a la escuela y ordenó que

devolviera el sacapuntas, delante de toda la clase. En un silencio de

piedra, el dueño, una criatura cuyos cabellos desconocían el peine,

con ojos de ratón y orejas de murciélago, se levantó y rehusó el

sacapuntas porque ya estaba de botar a la basura y, además, le

habían comprado otro. Con una sonrisa de regocijo enseñó el

sacapuntas de metal, brillante como una moneda, dentro de una

cajita de plástico. Sólo le faltó agregar que contaba con dos hojillas

de repuesto. Gabriela Archila guardó el cuerpo del delito en el cajón

del escritorio. "Dele palo, profesora, hasta que se le quite la maña",

dijo la madre, y Gabriela Archila se esmeró en la tarea. Dos

El jardín del unicornio y otros lugares para hombres solos 7


pestañas en cruz en cada mano aliviaban la violencia del impacto e

incluso podían quebrar la regla. Todos lo decían pero nunca lo

presenció. Un mediodía se escapó con otros tres niños a bañarse en

el río, y en la jornada de la tarde, acusados por el sapo que nunca

falta, los cuatro delincuentes fueron colocados en el pelotón de

fusilamiento frente a la directora. Sin tiempo de arrancarse una

pestaña, extendieron las manos para recibir los correspondientes

reglazos. En el último instante retiró la mano y la directora se


golpeó el muslo con la regla. Vio su rostro encendido por la ira, sus

cabellos erizados, la mano temblorosa que elevaba la regla hasta el

cielo entre maldiciones de verdulera. Entonces recibió la peor tanda

de su vida y, aunque no lloró, se orinó en los pantalones delante de

todo el mundo. Sus manos se abultaron como un pan. El pellejo de

la cara, arrancárselo para ser otro. El otro, el que ya nunca. Años

después, muchísimos años después, volvió a ver a Gabriela Archila.

Vestida de negro, vieja, temblorosa y encorvada, como si buscara

una moneda en las gradas del atrio de la iglesia. "Joven, deme la

mano", dijo. Le prestó ayuda hasta la puerta de la iglesia, por

supuesto, pero ni siquiera entonces pudo perdonarla. "¿Lo conozco,

joven?" Dijo que no y, atemorizado como un niño, corrió a buscar un

café. Qué estúpido, estoy rindiendo cuentas. Recuerdos perdidos

acudieron en tropel: el hombre que traía astromelias a casa y le

obsequiaba una moneda, la boca hambrienta de Teresa Orihuela,

los desvelos de su adolescencia, el tío que llegaba a caballo y le

enseñaba el rosario de cicatrices de cuchillo. El sol enceguecía en el

Triunfo Arciniegas 8
espejo de las cicatrices. El tío llegó con Roberta y dijo: "Cuídala,

muchacho, que ya vuelvo". El tío jamás volvió. Años después

alguien habló de una venganza. El hombre de las astromelias

tampoco volvió. Cuidaba a Roberta como a una novia, sopas de

chocolate todos los días, la cuidaba de Tarzán, que batía la cola y la

miraba con tanto deseo. Una mañana amaneció desplumada,

agonizante, y él no pudo hacer nada. Tarzán había desaparecido del

mapa. Él, entonces un muchacho que se destripaba los primeros

barros, enterró a Roberta en una caja de cartón junto al durazno y,

con la rabia amarrada, bebió, besó en el bar una boca

embadurnada de colorete, un lunar en el cuello, tocó unos senos,

poseyó un cuerpo de prisa, volvió a beber, y la rabia siguió ahí,

El jardín del unicornio y otros lugares para hombres solos 9


hasta que pudo sacársela a patadas con Tarzán, que aulló, escapó

con una pata al aire, volvió al otro día y recibió la sopa de maíz. Su

madre no le reprochó la paliza, sólo dijo que el perro y él tenían la

misma mirada. Quiso hablar de la mujer del bar pero su madre hizo

un gesto de fastidio, como si lo supiera. Nunca le mentí. Su madre

repitió el gesto cuando quiso hablar de Teresa Orihuela, casada y

bastante mayor, la misma que lo recogió de un baile, lo devoró a

besos y lo bebió detrás de una puerta, y en su locura le propuso la


fuga. El muchacho que era entonces apareció puntual a la cita, con

el morral de lona y una foto de su madre en la billetera. Dos horas

después regresó a casa con el sobre de Dolex. "Se me estalla la

cabeza y te vas a vagabundear", dijo la madre. Puso dos pastillas

en la mano, las arrojó a la boca y bebió el agua. "Olvídate de esa

zorra", dijo. El muchacho la vio pasar cuatro o cinco días después,

seria y lejana, entre el marido y los niños, y se quedó con el saludo

en la mano. Se revolcó como un perro, tragó tierra, cabeceó las

paredes, puteando a Teresa Orihuela de Maldonado, y el dolor

permaneció largos meses. La imagen de sus piernas infinitas lo

acompañó el resto de vida. Volvió a dormir con la mujer del lunar en

el cuello unas cuantas noches, y cuando anunció que no regresaría,

ella propuso amores gratuitos, él repitió que no regresaría, y así

fue. Se casó con Albertina Vargas, una amiga de su madre, casi sin

pensarlo. Recordó sus tontas historias y sus locas esperanzas. Las

enfermedades que comieron su cuerpo de prisa y le abrieron un

espacio entre la tierra. La mujer desapareció sin dejar rastro. Nunca

Triunfo Arciniegas 10
la engañé, nunca le mentí. Estoy rindiendo cuentas, qué estúpido.

Ponerse otra piel, otra carne, otros huesos. Otro nombre. He pasado

en vano. Los años vinieron y no dejaron nada.

Entonces vio al caballo. Lo vio primero, recortado contra la

noche, blanco y puro, surgiendo de la llamarada de luz de su crin,

luego escuchó el galope de piedra, que se confundió con el tambor

de su corazón. El galope aumentaba hasta casi el estruendo, pero el

caballo parecía detenido en su propio e incesante movimiento.


Demoró mucho tiempo en pasar. Era una criatura de una belleza

terrible, hiriente, que al fin se alejó y se extravió en el pozo de la

noche. Luego se vio a sí mismo, pálido y viejo, mirándose,

palpándose incrédulo. "Vete", le dijo al hombre que era él. El otro se

alejó por el mismo sendero del caballo. Vio su propio ojo, luminoso y

monstruoso, vio y sintió las patas de la mosca sobre la piel

luminosa del ojo. Perdió las luces y se derrumbó.

Saboreó la sangre del labio roto al despertar. Se apoyó en las

manos para levantar el tronco, permaneció a gatas y luego de

rodillas. Se levantó sin sacudirse el polvo, sin limpiarse el rostro ni

las manos. En un bar de hombres solos que se le atravesó en el

camino y donde pidió una cerveza que apenas probó, quiso

preguntar si habían visto al caballo pero nadie estaba para

conversaciones. Los atendía con esmero una rubia falsa, envejecida

y gorda, de grandes párpados pintados que la acercaban al sueño,

pronunciado escote y brazos ahogados de pulseras. Alguien pidió

fuego. En cada mesa, en cada rincón ceniciento, un hombre

El jardín del unicornio y otros lugares para hombres solos 11


esperaba a quien no vendría, como en un templo abandonado de

dioses. La serpiente de la música los adormecía y hería sin lástima.

De la calle vino una mujer gorda y bizca, brillante de maquillaje, y

se le ofreció casi por nada. El viejo, tímido y avergonzado, se

disculpó y esbozó una sonrisa, que la mujer borró de una risotada.

Labios abultados, diente de oro, tetas inmensas, barriga. “Puedes

hacerme lo que te dé la gana, aunque lo que tú necesitas es una

enfermera”, dijo, bebió hasta el fondo la cerveza del viejo, luego


avanzó a otra mesa y salió abrazada por un hombre gordo casi

dormido. El viejo pagó y salió tras ellos. Los vio besarse con

hambre. La mujer descendió la mano por el pecho, por la

permanente preñez del hombre, entre un botón y otro de la camisa,

hurgando, por la bragueta, y apretó. El hombre gordo mugió. El

viejo se alejó acosado por los lamentos del placer, en la esquina

giró el rostro y ya no estaban. Al mirar de nuevo al frente, encontró,

casi rozándolo, una mujer descalza y despeinada que lo miraba con

lástima, la blusa abierta, los pechos brillantes de sudor. "Nunca

más", dijo la mujer. El viejo la apartó para continuar. Volvió a ver a

la pareja recién salida del bar: el hombre gordo se inclinaba hacia la

mujer arrodillada que lo lamía, embadurnándolo de colorete. Le

tocaba la cabeza como despiojándola. El viejo había dado la vuelta

a la manzana porque ahora estaba otra vez frente al bar.

En el largo regreso de tres horas, ya no pensaba, no quedaba

qué: molino que muele las mismas aguas, río que vuelve a pasar.

Por un momento se sintió plácido, barco sin lastre, nada más por un

Triunfo Arciniegas 12
momento. Una mujer y tres hombres pasaron arrastrando un

herido: la cabeza chorreante, la mujer apretándose las orejas en un

solo e inacabable grito, uno de los hombres vestido de payaso. El

grito se regó por largo rato. Ya en el silencio, pegado a la esquina

como al borde del fusilamiento, el viejo soportó el tropel de las

imágenes: los dedos temblorosos de la mujer aplastando las orejas,

el rostro desgarrado de la víctima, la cojera del payaso. Todo se fue

alejando, el viejo se desprendió de las imágenes y volvió a sentirse


solo, de una vez y para siempre. La vida sí que es puta, Cabrita, se

da a quien mejor le pague.

Un piquete de soldados pasó sin verlo.

El viejo imaginó que dispararían al caballo de luz y no podrían

herirlo porque no era de este mundo.

Frente a la casa, supo que había llorado. Esta puerta necesita

una mano de pintura, también las ventanas. Por un momento quiso

aplazar su destino para remediar el descalabro de la madera.

Empujó la puerta, la puerta crujió, la puerta dejó de crujir, la puerta

cerrada ahora. "Me recordarás, Cabrita", dijo el viejo sin rabia. Se

sentó junto al fogón apagado, el café de la olleta se le derramó en

los zapatos, frío y espeso, mientras Renata dormía un poco más

allá, en la piecita, al otro lado de la pared y junto a una fotografía

de la madre del viejo. Entonces hundió la mano en el bolsillo y esa

misma mano fue al cuello y siguió siendo un buey manso, que se

retorcía mansamente, mientras el galope de su corazón encontraba

el sosiego.

El jardín del unicornio y otros lugares para hombres solos 13


3

El viejo se va. Lerdo, penando. Veo sus espaldas llenas de sol.

No volverá a mirarme, es orgulloso. O tal vez mire. Brega por cargar

el cuerpo. Cuerpo de viejo. Seguiré sentada hasta que cuente las

tres cuadras y tuerza a la derecha. Tal vez lo veo más viejo de lo

que es, será porque no lo quiero. Me dejé tender esa tarde porque
no podía hacer otra cosa. El viejo, henchido de deseo. Los ojos

luminosos de lujuria. La boca sedienta que mordía. Y el temblor de

las manos. Había jugado con su mansedumbre y ahora estaba

hecho una fiera, dispuesto a destrozarme. Grité al principio. Luego

me quedé quietecita bajo el peso de su cuerpo. También me moría

por saber lo que se siente cuando un hombre se le echa encima a

una y entra. Y me quedé ahí, desalentada, hasta que abrí los ojos y

en la oscuridad no encontré al viejo. Fui a la cocina y me lavé la

boca, los brazos, las piernas: su olor no se me quitaba no sólo de

ahí sino de todo el cuerpo, su olor como aire pegajoso, como lengua

de perro. Restregué con un trapo toda mi piel hasta enrojecerla, me

puse ropa limpia y lavé la sucia. Arrojé a la basura los calzones

desgarrados. Su olor permanecía hasta en las cosas. Barrí la casa,

ordené la cocina, tendí las camas, que ya estaban tendidas, de

prisa, como si un visitante estuviese a punto de llegar. Nadie

apareció. Estuve en la puerta hasta que los niños abandonaron la

calle. Mi taita no llegaba todavía. Preparé café y calenté el arroz

Triunfo Arciniegas 14
sobrante del almuerzo. Nunca le conté nada a mi taita, pero desde

entonces nos miramos distinto. Después, unos días después, me

anunció el asunto del casamiento. El viejo, ya que me había jodido,

se encargaba de mí. Ahora mi taita podía conseguirse otra mujer.

Dino no quería esperarme, no quería, y era feliz porque el

aire parecía arrancarle los cabellos. El sol despedazaba en destellos

los radios de la bicicleta. Dejamos las bicicletas tendidas en la

hierba y corrimos a abrazarnos. Mi cuerpo contra su cuerpo, entre


los tréboles y su cuerpo. Desperté y vi que mi taita dormía

tranquilo, al otro lado de la pieza, y me dio rabia, mucha rabia.

-Te jodió, mensa –dijo mi taita.

En el parque, sentados, Dino me recorría el cuerpo con sus

manos locas. Le gustaba morderme los senos cuando no aparecía

nadie. Todo era oscurito, las hojas se movían. Te sentía como un

hijo, Dino. Entonces me decía mamá, Dino nunca la tuvo. Dino

quería poseerme y me llamaba mujercita, mamita linda. Ay, Daniel

Montes, tú sí eres. Me dejaba toda mojada.

Vieron a Daniel con Mónica, que le daba lo que él quería.

Dije que sí, qué otra cosa podía decir. Mi taita y yo salimos a

comprar con dinero del viejo el vestido blanco y un ramo de flores

artificiales. Mi taita me dio los zapatos. El viejo se puso furioso con

el color del vestido, el testimonio de la hipocresía, tenía razón, pero

lo aceptó cuando permití al fotógrafo en la boda, el testimonio del

testimonio de la hipocresía, qué tonto. ¿Por qué no nos íbamos a

vivir juntos y ya? Nos juntábamos y ya. Por mi taita, claro, por él

El jardín del unicornio y otros lugares para hombres solos 15


también. Y por mí, creo que me gustaba eso de hacerme señora.

Tú sí eres loco, Daniel Montes. Alguna vez tuve el valor de

acompañarlo a una pensión de mala muerte. Pero una vez ovillada

en la cama, casi desnuda, sentí

pánico y le negué el virgo, no lo

hagas, Dino, y él me hizo caso y

después quise que hubiera

hecho lo suyo aunque llorara, lo


habría perdonado. Es cierto,

lloré, le dije que no quería verlo

más, que sólo buscaba

aprovecharse de mí, las cosas

que se dicen, y él me acompañó

hasta la esquina sin una

palabra, un gato con una oreja

mordida, las cinco de la tarde,

viernes, el viento de agosto que confundía mi vestido con las

cometas, me acuerdo tanto. Estaba lista para el viejo: me casé.

Pero antes me acosté mucho con Dino, quien nunca habló de

casarnos, y supe lo que era la vida, la bebimos toda. ¿Qué más te

hace Mónica? Dino quería un hijo, se lo prometí. Ahora lo tengo, me

toco la barriga suavecito mientras el viejo concluye la primera

cuadra. El viejo va a morirse y entonces Dino y yo haremos lo que

debimos hacer desde el principio de las cosas, vivir juntos. Primero

creí que me mataría o me dejaría medio muerta de la muenda, que

Triunfo Arciniegas 16
te mataría, Dino, si te dejabas, ahora resulta que el único muerto

será el viejo. Aparte de orgulloso, cobarde. No debe permitirse el

orgullo a los cobardes. ¿Pero entonces qué debe permitírseles?

Ciertamente, Dino, hicimos daño. Pero lo hicimos, quiero decir, ya

está hecho. No debiste venir de todos modos. Qué brutos. Cualquier

pensión hubiera servido para revolcarnos.

Dino vino a jurarme que

Mónica sólo era una


diversión. En realidad, la

diversión del barrio. Era la

primera vez que nos

veíamos en mi vida de

casada y tenía el cuerpo

sediento. Qué tediosa vida.

Le supliqué que se largara,

que el viejo podía volver en

cualquier momento.

Comenzó a acariciarme y

nunca pude pelear con las

caricias de Dino. Me hurgó a su antojo y me perdí sin pudor en el

inmenso mundo de nuestros cuerpos juntos. La puerta se abrió para

vomitar al viejo, alguien le avisó, maldita sea. Dino se quedó

pasmado, el horror me heló las palabras en la garganta, y ese

asqueroso silencio que nos engrudaba. El viejo nos miraba como un

animal manso y se mordía las uñas. Salió callado. Por dentro me

El jardín del unicornio y otros lugares para hombres solos 17


dije que iba a quedarme con el viejo pasara lo que pasara. Nos

pusimos la ropa sin mirarnos. En la cocina el viejo examinaba el

fuego que él mismo había encendido. Había tres pocillos alrededor

de sus zapatos. Siguió con los ojos a Dino, que abrió la puerta y se

alejó sin cerrarla, como un ladrón. Así quedó la puerta hasta la

noche, casi toda la noche, golpeada por el viento. El viejo no dijo

nada, no me maltrató, no hizo reproches ni lamentos. Quemó las

fotografías de la boda una tras otra. Me exasperó su calma, me


puso furiosa, me quitó el arrepentimiento y las ganas de que me

apaleara. Volvió a la madrugada y no me hizo el amor, la puerta

dejó de golpear, no me hizo el amor nunca más.

El viejo va despacio, con la noticia de mi preñez, va

terminando otra cuadra. Esta tarde no remendará zapatos, tratará

de remendarse el alma. Como siempre que no puede con el mundo,

pondrá los antebrazos sobre las rodillas y dejará caer la cabeza

sobre los antebrazos, a ratos se escarbará entre los cabellos con la

araña de su mano. Así esperará la noche, esperará como toda la

vida. Ya no tengo rabia ni pena sino lástima. El sol me abriga las

piernas, es un sol débil pero me abriga. Tres mocosos juegan al

balón sobre este polvo amarillo. Uno de ellos exhibe el trasero por

un roto. Otro orina sobre el polvo. La sed del polvo. El polvo que da

sed. Alguien pasa silbando en bicicleta. El viejo ha dado el rostro,

que siento untado de polvo, mira hacia acá, hacia donde estoy

sentada, y es una mirada de despedida.

Triunfo Arciniegas 18
4

Renata y su padre arreglaron el cuerpo. Largo, curtido por los

años, apolillado por los años, envuelto en una piel amarillenta, con

toda la dignidad que puede prodigar la muerte a los viejos. Lo

lavaron, le pusieron ropa usada pero limpia y lo acomodaron en el

cajón como acomodan a todos los muertos, los brazos cruzados


sobre el pecho, los dedos engarzados en una camándula de pepas

de madera, después de recortarle a tijerazos los cabellos que

crecían inútilmente, y con algunos hombres, amigos del padre de

Renata y del viejo, que no parecía tener amigos, se fueron a

enterrarlo. La tarde gris amenazaba lluvia. Cuando salieron del

cementerio se encontraron de súbito con un solecito breve que, con

las primeras gotas, se borró de un manotazo. Olvidando la

solemnidad, corrieron a refugiarse. Renata, bajo un repentino

montón de años, se agarró del brazo de su padre y contempló la

lluvia. Sacudió la cabeza enseñando la blancura del cuello y con los

dedos se secó el rostro. Imaginó el cuerpo del viejo, frío y dormido

en la oscuridad del aire del cajón, imaginó que la tierra pronto

rompería la madera para cubrirlo, imaginó que se le entraría por la

boca y las orejas, por todos sus orificios, como un animal

enloquecido. Entonces vio al caballo entre los árboles, blanco y

brioso, en el regocijo de la lluvia. Brincaba con gracia de bailarina,

la crin como una bandera, derramando gotas de placer. Se imaginó

El jardín del unicornio y otros lugares para hombres solos 19


pegada a su cuerpo, empapada y desnuda, y se estremeció.

-Se mató solo, ¿no es cierto?

Era la voz de su padre. Renata tuvo que abandonar al caballo

y la lluvia y descifrar la pregunta.

-Solo -dijo.

Cerró los ojos para espantar las imágenes y, al abrirlos, su

padre la observaba con dureza. Quiso explicar pero no encontró el

impulso ni la necesidad. Las palabras no alterarían los hechos.


Cuando regresó los ojos a los árboles, todavía agarrada del brazo, el

caballo había desaparecido.

-¿Por qué te llamaba La Cabra? –escuchó que decía su padre.

Otra noche, Daniel Montes dijo lo mismo:

-¿No lo mataste tú?

Y Renata se puso a llorar en silencio, poquito a poco. Qué

porquería eres, maldito Dino. Fue la última noche porque Daniel

Montes no volvió a verla. Tampoco Renata vio al hijo: se le murió en

la barriga y cuando lo preguntó ya estaba en la basura del hospital.

Triunfo Arciniegas 20

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