Triunfo Arciniegas
CUERPO DE VIEJO
1
R
enata distinguió el bulto en la penumbra, estremecida y
descalza, embutida en un suéter viejo y raído que sólo
le cubría el principio de los muslos, cruzó los brazos
bajo los senos y se acercó a las piedras del fogón. Toda la noche
extrañó al viejo que ahora, recogido y exangüe, como lamiendo una
de las piedras, más parecía un animal sin nombre, una valija
abandonada de prisa, un tronco seco que el verano pudre a la orilla
del camino, más parecía todo eso que el reciente marido de Renata
Morantes. Durante la noche, entre un sueño y otro, Renata lo
imaginó en sus últimos vagabundeos, solo, arrastrando el perro de
la desdicha. Después no volvió a despertar y no se enteró de su
regreso. Dormida, le brindaba el amor que le asqueaba en la vigilia:
le mataba los piojos, le extraía las espinillas o le lavaba los pies con
agua tibia al caer la tarde. Abrió los ojos y se vio ovillada, sola, en el
lecho revuelto, espiada por la luz a través de las rendijas de la
ventana que daba al patio. Rodó hacia la orilla y se sentó. Hizo un
círculo con la cabeza y se desperezó como una gata. Se levantó y
estiró el suéter hasta los muslos. Se acarició los brazos mientras se
alejaba de la tibieza de la cama, y penetró al cuarto que hacía las
veces de sala, comedor y cocina. Dos puertas mal encajadas, una a
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la calle y otra al patio
descubierto donde acababa la
casa, impedían a medias el
impetuoso paso de la luz. La
saliva, cuerda lodosa, se enredó
en la garganta de Renata, se le
enroscó como alimaña: el bulto,
junto a las piedras del fogón,
tomó forma y nombre. La lástima
cedió el sitio al espanto cuando Renata haló la cabeza del viejo por
los cabellos. La sangre ya no fluía de la herida del cuello, boca
absurda. Vio o imaginó el pozo en el piso de tierra, vio la camisa
mojada, vio los ojos abiertos. Se arrodilló para tocar el pozo, pero la
uña sólo rascó una mancha seca: la tierra había absorbido la
sangre. Una rata husmeante, tímida, el rabo en el aire y el terror en
el agua viva de sus ojos, atravesaba el cuarto. Renata localizó el
ruido y le arrojó con rabia el pocillo de lata untado de hollín, luego
abrió la ventana como si pretendiera espantar las moscas de la
desgracia y maldijo la intensidad de la luz.
Qué porquería soy, dijo el viejo en su taller de zapatería,
sentado frente al cajón de las herramientas y junto al promontorio
de zapatos desdibujado por la oscuridad. Levantó la cabeza.
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Aunque la noche entraba por la puerta abierta, se negó a encender
la luz. La vida es puta, dijo. El hijo de Renata. El hijo de La Cabra.
De su carne y de su sangre. La rabia y la pena de imaginar al
cabrito en el patio de sol, brincando, sudoroso y feliz, luego
corriendo hacia unos brazos abiertos, luego el rostro hundido en
unos senos de muchacha. El hijo suyo solamente. Con gemidos de
perro apedreado, el viejo desgastó las imágenes. Esperó que la
noche espesara, esperó como toda la vida, árbol que ahuyenta los
pájaros. Herido por la visión del cuerpo habitado de Renata, el viejo
deslizó el desgastado cuchillo del oficio en el bolsillo del saco,
maldita sea, se levantó limpiándose los ojos y desde entonces se
aferró a su destino, cometa al hilo que se pudre, hilo a los dedos
que sangran, dedos al cuerpo estremecido por el viento. Salió a la
calle, vacía en ese instante, aseguró la puerta con la herrumbre del
candado, se ensalivó y frotó las manos, se estiró las hebras sobre el
cráneo desde la frente hasta la nuca, una mano después de la otra,
traqueó el esqueleto al echar hacia atrás los hombros,
acomodándose a la tibieza del saco, zapateó para espantar el polvo
y, por último, mordió y masticó la uña de turno: frágiles rutinas
como talismanes en la maraña cotidiana.
En vez de comprar el pan y volver a casa como en los últimos
meses, el viejo se detuvo en La Esquina de Rosa, donde tantas
veces bebió el primer café del día. Dándole la espalda, Rosa lavaba
unos pocillos y tarareaba algo de la radio. El viejo contempló sus
brazos gordos y flojos sin atreverse a entrar. Quería contarle su
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desgracia y despedirse, quería decirle: "No me ruegues, Rosa, no
hay otro camino". Rosa, siempre tan mal hablada, acudiría entonces
al consejo de los vecinos para espantar la torpeza del viejo, su
estupidez, su terquedad. Unos pedirían detalles, otros se
encogerían de hombros. Rosa se volteó y le pidió que entrara, qué
se le ofrecía, el viejo dijo que nada, gracias. Cogió una calle al azar
y tropezó con la prisa de un chico en patines, de rasgos femeninos y
cabellos largos. La pared sostuvo al viejo mientras el chico rodaba
al piso como una pelota. El viejo balbuceó unas disculpas y ofreció
su mano. El chico se limpió las rodillas, rechazó la ayuda y se alejó
entre maldiciones. Los cabellos como una cometa. La misma boca
de Renata, reconoció el viejo.
Al doblar la esquina, manoteó al viento y padeció su aspereza
en la garganta. Imaginó un animal en su cuerpo, navegando y
bebiendo en su sangre. Un animal cansado que se asomaba a sus
ojos. Que lo devoraba desde dentro, por costumbre, por hastío, y
terminaría por no dejar nada, primero las tripas, luego todas las
vísceras, el tuétano de sus huesos, el reguero de venas y, al final
los ojos. Los ojos como postre. Imaginó una mosca en la lustrosa
superficie de su ojo muerto. Sabía que al morir los ojos conservan la
luz un breve instante. Luego nada más que ojos muertos.
Vagó hasta el cementerio. Detrás, en una calle escondida del
escándalo del viento, dos hombres le hacían el amor a la muchacha
que los había invitado: las sombras que se unían, los gemidos de la
muchacha crucificada en el ansia, contra las ruinas de una pared de
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adobe, la hierba pisoteada, la sombra tendida que observaba
mientras esperaba el turno y se consolaba con su propia mano. El
viejo casi pudo sentir la tierra que se desmoronaba entre las uñas
de la muchacha. Se alejó con prudencia. Mucho después, un
hombre elegante, con sombrero y bastón, redondeaba la esquina,
escribiendo un lenguaje de golpes para nadie. Dos perros
escuálidos se perseguían sin ladridos, oliéndose. Un auto a paso de
cacería, con las luces apagadas, bestia de metal y vidrios ahumados
que busca en el bosque de cemento la víctima de líquidos, texturas
y olores embriagantes. De uno y otro lado de la calle, los hombres
vaciaban las rebosantes canecas en el carro del aseo municipal y
las devolvían al desgaire, entre la columna de cemento del
alumbrado público y un árbol maltratado, y se iban, callados, el
trapo amarrado a la cara, bandidos sin delito, sin audacia. El
borracho que regresa al hogar como si la mujer lo halara desde la
cama mediante una cuerda invisible, el mendigo que acomoda el
sueño, los gatos lascivos y los ladrones muertos del susto en los
tejados, la novia que cierra la ventana, un taconeo nervioso que se
aleja: coreografía de la noche sin Dios. El resto era silencio. La luna,
redonda y pura, única, recién parida por la montaña. Un poco de
cielo gris al otro lado. Qué noche más rara. Sin mirar, el viejo se
desprendió de los escapularios y los arrojó a una caneca húmeda y
vacía, hembra abierta y usada, desentrañada. Como desvestirse,
como decir me entrego: arrojarlo todo, hasta las tripas. Nunca fumó
en su vida. Robó una sola vez. Bebió un poco, maltrató al perro que
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desplumó a Roberta, pobre lora, pero borracho. Su único maltrato.
De niño jamás apedreó los pájaros. Remendó y alimentó al más
pobre de los pájaros del mundo, un copetón, hasta que levantó
vuelo; lo imaginó comiendo de su mano el día menos pensado, pero
no: una hembra, una pedrada, el hambre o el frío de una noche
interminable impidieron el regreso. Los años se habían cumplido en
vano. La certeza de que la vida pudo ser mejor. La dolorosa presión
de las uñas en las palmas le recordó un sacapuntas verde,
desgastado, que le arrancaba la mina a los lápices. Robó ese
sacapuntas en la escuela y su madre le golpeó las manos hasta casi
inutilizárselas. Todavía me duelen. Gabriela Archila, la maestra de
primer grado, le calentó a vara las nalgas porque no acertó a
escribir en el tablero un verso de Rafael Pombo. Quiso arrancarse el
pellejo como un guante, como piel de naranja. Luego su madre hizo
algo terrible. Lo llevó de la mano a la escuela y ordenó que
devolviera el sacapuntas, delante de toda la clase. En un silencio de
piedra, el dueño, una criatura cuyos cabellos desconocían el peine,
con ojos de ratón y orejas de murciélago, se levantó y rehusó el
sacapuntas porque ya estaba de botar a la basura y, además, le
habían comprado otro. Con una sonrisa de regocijo enseñó el
sacapuntas de metal, brillante como una moneda, dentro de una
cajita de plástico. Sólo le faltó agregar que contaba con dos hojillas
de repuesto. Gabriela Archila guardó el cuerpo del delito en el cajón
del escritorio. "Dele palo, profesora, hasta que se le quite la maña",
dijo la madre, y Gabriela Archila se esmeró en la tarea. Dos
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pestañas en cruz en cada mano aliviaban la violencia del impacto e
incluso podían quebrar la regla. Todos lo decían pero nunca lo
presenció. Un mediodía se escapó con otros tres niños a bañarse en
el río, y en la jornada de la tarde, acusados por el sapo que nunca
falta, los cuatro delincuentes fueron colocados en el pelotón de
fusilamiento frente a la directora. Sin tiempo de arrancarse una
pestaña, extendieron las manos para recibir los correspondientes
reglazos. En el último instante retiró la mano y la directora se
golpeó el muslo con la regla. Vio su rostro encendido por la ira, sus
cabellos erizados, la mano temblorosa que elevaba la regla hasta el
cielo entre maldiciones de verdulera. Entonces recibió la peor tanda
de su vida y, aunque no lloró, se orinó en los pantalones delante de
todo el mundo. Sus manos se abultaron como un pan. El pellejo de
la cara, arrancárselo para ser otro. El otro, el que ya nunca. Años
después, muchísimos años después, volvió a ver a Gabriela Archila.
Vestida de negro, vieja, temblorosa y encorvada, como si buscara
una moneda en las gradas del atrio de la iglesia. "Joven, deme la
mano", dijo. Le prestó ayuda hasta la puerta de la iglesia, por
supuesto, pero ni siquiera entonces pudo perdonarla. "¿Lo conozco,
joven?" Dijo que no y, atemorizado como un niño, corrió a buscar un
café. Qué estúpido, estoy rindiendo cuentas. Recuerdos perdidos
acudieron en tropel: el hombre que traía astromelias a casa y le
obsequiaba una moneda, la boca hambrienta de Teresa Orihuela,
los desvelos de su adolescencia, el tío que llegaba a caballo y le
enseñaba el rosario de cicatrices de cuchillo. El sol enceguecía en el
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espejo de las cicatrices. El tío llegó con Roberta y dijo: "Cuídala,
muchacho, que ya vuelvo". El tío jamás volvió. Años después
alguien habló de una venganza. El hombre de las astromelias
tampoco volvió. Cuidaba a Roberta como a una novia, sopas de
chocolate todos los días, la cuidaba de Tarzán, que batía la cola y la
miraba con tanto deseo. Una mañana amaneció desplumada,
agonizante, y él no pudo hacer nada. Tarzán había desaparecido del
mapa. Él, entonces un muchacho que se destripaba los primeros
barros, enterró a Roberta en una caja de cartón junto al durazno y,
con la rabia amarrada, bebió, besó en el bar una boca
embadurnada de colorete, un lunar en el cuello, tocó unos senos,
poseyó un cuerpo de prisa, volvió a beber, y la rabia siguió ahí,
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hasta que pudo sacársela a patadas con Tarzán, que aulló, escapó
con una pata al aire, volvió al otro día y recibió la sopa de maíz. Su
madre no le reprochó la paliza, sólo dijo que el perro y él tenían la
misma mirada. Quiso hablar de la mujer del bar pero su madre hizo
un gesto de fastidio, como si lo supiera. Nunca le mentí. Su madre
repitió el gesto cuando quiso hablar de Teresa Orihuela, casada y
bastante mayor, la misma que lo recogió de un baile, lo devoró a
besos y lo bebió detrás de una puerta, y en su locura le propuso la
fuga. El muchacho que era entonces apareció puntual a la cita, con
el morral de lona y una foto de su madre en la billetera. Dos horas
después regresó a casa con el sobre de Dolex. "Se me estalla la
cabeza y te vas a vagabundear", dijo la madre. Puso dos pastillas
en la mano, las arrojó a la boca y bebió el agua. "Olvídate de esa
zorra", dijo. El muchacho la vio pasar cuatro o cinco días después,
seria y lejana, entre el marido y los niños, y se quedó con el saludo
en la mano. Se revolcó como un perro, tragó tierra, cabeceó las
paredes, puteando a Teresa Orihuela de Maldonado, y el dolor
permaneció largos meses. La imagen de sus piernas infinitas lo
acompañó el resto de vida. Volvió a dormir con la mujer del lunar en
el cuello unas cuantas noches, y cuando anunció que no regresaría,
ella propuso amores gratuitos, él repitió que no regresaría, y así
fue. Se casó con Albertina Vargas, una amiga de su madre, casi sin
pensarlo. Recordó sus tontas historias y sus locas esperanzas. Las
enfermedades que comieron su cuerpo de prisa y le abrieron un
espacio entre la tierra. La mujer desapareció sin dejar rastro. Nunca
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la engañé, nunca le mentí. Estoy rindiendo cuentas, qué estúpido.
Ponerse otra piel, otra carne, otros huesos. Otro nombre. He pasado
en vano. Los años vinieron y no dejaron nada.
Entonces vio al caballo. Lo vio primero, recortado contra la
noche, blanco y puro, surgiendo de la llamarada de luz de su crin,
luego escuchó el galope de piedra, que se confundió con el tambor
de su corazón. El galope aumentaba hasta casi el estruendo, pero el
caballo parecía detenido en su propio e incesante movimiento.
Demoró mucho tiempo en pasar. Era una criatura de una belleza
terrible, hiriente, que al fin se alejó y se extravió en el pozo de la
noche. Luego se vio a sí mismo, pálido y viejo, mirándose,
palpándose incrédulo. "Vete", le dijo al hombre que era él. El otro se
alejó por el mismo sendero del caballo. Vio su propio ojo, luminoso y
monstruoso, vio y sintió las patas de la mosca sobre la piel
luminosa del ojo. Perdió las luces y se derrumbó.
Saboreó la sangre del labio roto al despertar. Se apoyó en las
manos para levantar el tronco, permaneció a gatas y luego de
rodillas. Se levantó sin sacudirse el polvo, sin limpiarse el rostro ni
las manos. En un bar de hombres solos que se le atravesó en el
camino y donde pidió una cerveza que apenas probó, quiso
preguntar si habían visto al caballo pero nadie estaba para
conversaciones. Los atendía con esmero una rubia falsa, envejecida
y gorda, de grandes párpados pintados que la acercaban al sueño,
pronunciado escote y brazos ahogados de pulseras. Alguien pidió
fuego. En cada mesa, en cada rincón ceniciento, un hombre
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esperaba a quien no vendría, como en un templo abandonado de
dioses. La serpiente de la música los adormecía y hería sin lástima.
De la calle vino una mujer gorda y bizca, brillante de maquillaje, y
se le ofreció casi por nada. El viejo, tímido y avergonzado, se
disculpó y esbozó una sonrisa, que la mujer borró de una risotada.
Labios abultados, diente de oro, tetas inmensas, barriga. “Puedes
hacerme lo que te dé la gana, aunque lo que tú necesitas es una
enfermera”, dijo, bebió hasta el fondo la cerveza del viejo, luego
avanzó a otra mesa y salió abrazada por un hombre gordo casi
dormido. El viejo pagó y salió tras ellos. Los vio besarse con
hambre. La mujer descendió la mano por el pecho, por la
permanente preñez del hombre, entre un botón y otro de la camisa,
hurgando, por la bragueta, y apretó. El hombre gordo mugió. El
viejo se alejó acosado por los lamentos del placer, en la esquina
giró el rostro y ya no estaban. Al mirar de nuevo al frente, encontró,
casi rozándolo, una mujer descalza y despeinada que lo miraba con
lástima, la blusa abierta, los pechos brillantes de sudor. "Nunca
más", dijo la mujer. El viejo la apartó para continuar. Volvió a ver a
la pareja recién salida del bar: el hombre gordo se inclinaba hacia la
mujer arrodillada que lo lamía, embadurnándolo de colorete. Le
tocaba la cabeza como despiojándola. El viejo había dado la vuelta
a la manzana porque ahora estaba otra vez frente al bar.
En el largo regreso de tres horas, ya no pensaba, no quedaba
qué: molino que muele las mismas aguas, río que vuelve a pasar.
Por un momento se sintió plácido, barco sin lastre, nada más por un
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momento. Una mujer y tres hombres pasaron arrastrando un
herido: la cabeza chorreante, la mujer apretándose las orejas en un
solo e inacabable grito, uno de los hombres vestido de payaso. El
grito se regó por largo rato. Ya en el silencio, pegado a la esquina
como al borde del fusilamiento, el viejo soportó el tropel de las
imágenes: los dedos temblorosos de la mujer aplastando las orejas,
el rostro desgarrado de la víctima, la cojera del payaso. Todo se fue
alejando, el viejo se desprendió de las imágenes y volvió a sentirse
solo, de una vez y para siempre. La vida sí que es puta, Cabrita, se
da a quien mejor le pague.
Un piquete de soldados pasó sin verlo.
El viejo imaginó que dispararían al caballo de luz y no podrían
herirlo porque no era de este mundo.
Frente a la casa, supo que había llorado. Esta puerta necesita
una mano de pintura, también las ventanas. Por un momento quiso
aplazar su destino para remediar el descalabro de la madera.
Empujó la puerta, la puerta crujió, la puerta dejó de crujir, la puerta
cerrada ahora. "Me recordarás, Cabrita", dijo el viejo sin rabia. Se
sentó junto al fogón apagado, el café de la olleta se le derramó en
los zapatos, frío y espeso, mientras Renata dormía un poco más
allá, en la piecita, al otro lado de la pared y junto a una fotografía
de la madre del viejo. Entonces hundió la mano en el bolsillo y esa
misma mano fue al cuello y siguió siendo un buey manso, que se
retorcía mansamente, mientras el galope de su corazón encontraba
el sosiego.
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3
El viejo se va. Lerdo, penando. Veo sus espaldas llenas de sol.
No volverá a mirarme, es orgulloso. O tal vez mire. Brega por cargar
el cuerpo. Cuerpo de viejo. Seguiré sentada hasta que cuente las
tres cuadras y tuerza a la derecha. Tal vez lo veo más viejo de lo
que es, será porque no lo quiero. Me dejé tender esa tarde porque
no podía hacer otra cosa. El viejo, henchido de deseo. Los ojos
luminosos de lujuria. La boca sedienta que mordía. Y el temblor de
las manos. Había jugado con su mansedumbre y ahora estaba
hecho una fiera, dispuesto a destrozarme. Grité al principio. Luego
me quedé quietecita bajo el peso de su cuerpo. También me moría
por saber lo que se siente cuando un hombre se le echa encima a
una y entra. Y me quedé ahí, desalentada, hasta que abrí los ojos y
en la oscuridad no encontré al viejo. Fui a la cocina y me lavé la
boca, los brazos, las piernas: su olor no se me quitaba no sólo de
ahí sino de todo el cuerpo, su olor como aire pegajoso, como lengua
de perro. Restregué con un trapo toda mi piel hasta enrojecerla, me
puse ropa limpia y lavé la sucia. Arrojé a la basura los calzones
desgarrados. Su olor permanecía hasta en las cosas. Barrí la casa,
ordené la cocina, tendí las camas, que ya estaban tendidas, de
prisa, como si un visitante estuviese a punto de llegar. Nadie
apareció. Estuve en la puerta hasta que los niños abandonaron la
calle. Mi taita no llegaba todavía. Preparé café y calenté el arroz
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sobrante del almuerzo. Nunca le conté nada a mi taita, pero desde
entonces nos miramos distinto. Después, unos días después, me
anunció el asunto del casamiento. El viejo, ya que me había jodido,
se encargaba de mí. Ahora mi taita podía conseguirse otra mujer.
Dino no quería esperarme, no quería, y era feliz porque el
aire parecía arrancarle los cabellos. El sol despedazaba en destellos
los radios de la bicicleta. Dejamos las bicicletas tendidas en la
hierba y corrimos a abrazarnos. Mi cuerpo contra su cuerpo, entre
los tréboles y su cuerpo. Desperté y vi que mi taita dormía
tranquilo, al otro lado de la pieza, y me dio rabia, mucha rabia.
-Te jodió, mensa –dijo mi taita.
En el parque, sentados, Dino me recorría el cuerpo con sus
manos locas. Le gustaba morderme los senos cuando no aparecía
nadie. Todo era oscurito, las hojas se movían. Te sentía como un
hijo, Dino. Entonces me decía mamá, Dino nunca la tuvo. Dino
quería poseerme y me llamaba mujercita, mamita linda. Ay, Daniel
Montes, tú sí eres. Me dejaba toda mojada.
Vieron a Daniel con Mónica, que le daba lo que él quería.
Dije que sí, qué otra cosa podía decir. Mi taita y yo salimos a
comprar con dinero del viejo el vestido blanco y un ramo de flores
artificiales. Mi taita me dio los zapatos. El viejo se puso furioso con
el color del vestido, el testimonio de la hipocresía, tenía razón, pero
lo aceptó cuando permití al fotógrafo en la boda, el testimonio del
testimonio de la hipocresía, qué tonto. ¿Por qué no nos íbamos a
vivir juntos y ya? Nos juntábamos y ya. Por mi taita, claro, por él
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también. Y por mí, creo que me gustaba eso de hacerme señora.
Tú sí eres loco, Daniel Montes. Alguna vez tuve el valor de
acompañarlo a una pensión de mala muerte. Pero una vez ovillada
en la cama, casi desnuda, sentí
pánico y le negué el virgo, no lo
hagas, Dino, y él me hizo caso y
después quise que hubiera
hecho lo suyo aunque llorara, lo
habría perdonado. Es cierto,
lloré, le dije que no quería verlo
más, que sólo buscaba
aprovecharse de mí, las cosas
que se dicen, y él me acompañó
hasta la esquina sin una
palabra, un gato con una oreja
mordida, las cinco de la tarde,
viernes, el viento de agosto que confundía mi vestido con las
cometas, me acuerdo tanto. Estaba lista para el viejo: me casé.
Pero antes me acosté mucho con Dino, quien nunca habló de
casarnos, y supe lo que era la vida, la bebimos toda. ¿Qué más te
hace Mónica? Dino quería un hijo, se lo prometí. Ahora lo tengo, me
toco la barriga suavecito mientras el viejo concluye la primera
cuadra. El viejo va a morirse y entonces Dino y yo haremos lo que
debimos hacer desde el principio de las cosas, vivir juntos. Primero
creí que me mataría o me dejaría medio muerta de la muenda, que
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te mataría, Dino, si te dejabas, ahora resulta que el único muerto
será el viejo. Aparte de orgulloso, cobarde. No debe permitirse el
orgullo a los cobardes. ¿Pero entonces qué debe permitírseles?
Ciertamente, Dino, hicimos daño. Pero lo hicimos, quiero decir, ya
está hecho. No debiste venir de todos modos. Qué brutos. Cualquier
pensión hubiera servido para revolcarnos.
Dino vino a jurarme que
Mónica sólo era una
diversión. En realidad, la
diversión del barrio. Era la
primera vez que nos
veíamos en mi vida de
casada y tenía el cuerpo
sediento. Qué tediosa vida.
Le supliqué que se largara,
que el viejo podía volver en
cualquier momento.
Comenzó a acariciarme y
nunca pude pelear con las
caricias de Dino. Me hurgó a su antojo y me perdí sin pudor en el
inmenso mundo de nuestros cuerpos juntos. La puerta se abrió para
vomitar al viejo, alguien le avisó, maldita sea. Dino se quedó
pasmado, el horror me heló las palabras en la garganta, y ese
asqueroso silencio que nos engrudaba. El viejo nos miraba como un
animal manso y se mordía las uñas. Salió callado. Por dentro me
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dije que iba a quedarme con el viejo pasara lo que pasara. Nos
pusimos la ropa sin mirarnos. En la cocina el viejo examinaba el
fuego que él mismo había encendido. Había tres pocillos alrededor
de sus zapatos. Siguió con los ojos a Dino, que abrió la puerta y se
alejó sin cerrarla, como un ladrón. Así quedó la puerta hasta la
noche, casi toda la noche, golpeada por el viento. El viejo no dijo
nada, no me maltrató, no hizo reproches ni lamentos. Quemó las
fotografías de la boda una tras otra. Me exasperó su calma, me
puso furiosa, me quitó el arrepentimiento y las ganas de que me
apaleara. Volvió a la madrugada y no me hizo el amor, la puerta
dejó de golpear, no me hizo el amor nunca más.
El viejo va despacio, con la noticia de mi preñez, va
terminando otra cuadra. Esta tarde no remendará zapatos, tratará
de remendarse el alma. Como siempre que no puede con el mundo,
pondrá los antebrazos sobre las rodillas y dejará caer la cabeza
sobre los antebrazos, a ratos se escarbará entre los cabellos con la
araña de su mano. Así esperará la noche, esperará como toda la
vida. Ya no tengo rabia ni pena sino lástima. El sol me abriga las
piernas, es un sol débil pero me abriga. Tres mocosos juegan al
balón sobre este polvo amarillo. Uno de ellos exhibe el trasero por
un roto. Otro orina sobre el polvo. La sed del polvo. El polvo que da
sed. Alguien pasa silbando en bicicleta. El viejo ha dado el rostro,
que siento untado de polvo, mira hacia acá, hacia donde estoy
sentada, y es una mirada de despedida.
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4
Renata y su padre arreglaron el cuerpo. Largo, curtido por los
años, apolillado por los años, envuelto en una piel amarillenta, con
toda la dignidad que puede prodigar la muerte a los viejos. Lo
lavaron, le pusieron ropa usada pero limpia y lo acomodaron en el
cajón como acomodan a todos los muertos, los brazos cruzados
sobre el pecho, los dedos engarzados en una camándula de pepas
de madera, después de recortarle a tijerazos los cabellos que
crecían inútilmente, y con algunos hombres, amigos del padre de
Renata y del viejo, que no parecía tener amigos, se fueron a
enterrarlo. La tarde gris amenazaba lluvia. Cuando salieron del
cementerio se encontraron de súbito con un solecito breve que, con
las primeras gotas, se borró de un manotazo. Olvidando la
solemnidad, corrieron a refugiarse. Renata, bajo un repentino
montón de años, se agarró del brazo de su padre y contempló la
lluvia. Sacudió la cabeza enseñando la blancura del cuello y con los
dedos se secó el rostro. Imaginó el cuerpo del viejo, frío y dormido
en la oscuridad del aire del cajón, imaginó que la tierra pronto
rompería la madera para cubrirlo, imaginó que se le entraría por la
boca y las orejas, por todos sus orificios, como un animal
enloquecido. Entonces vio al caballo entre los árboles, blanco y
brioso, en el regocijo de la lluvia. Brincaba con gracia de bailarina,
la crin como una bandera, derramando gotas de placer. Se imaginó
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pegada a su cuerpo, empapada y desnuda, y se estremeció.
-Se mató solo, ¿no es cierto?
Era la voz de su padre. Renata tuvo que abandonar al caballo
y la lluvia y descifrar la pregunta.
-Solo -dijo.
Cerró los ojos para espantar las imágenes y, al abrirlos, su
padre la observaba con dureza. Quiso explicar pero no encontró el
impulso ni la necesidad. Las palabras no alterarían los hechos.
Cuando regresó los ojos a los árboles, todavía agarrada del brazo, el
caballo había desaparecido.
-¿Por qué te llamaba La Cabra? –escuchó que decía su padre.
Otra noche, Daniel Montes dijo lo mismo:
-¿No lo mataste tú?
Y Renata se puso a llorar en silencio, poquito a poco. Qué
porquería eres, maldito Dino. Fue la última noche porque Daniel
Montes no volvió a verla. Tampoco Renata vio al hijo: se le murió en
la barriga y cuando lo preguntó ya estaba en la basura del hospital.
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