Por Qué El Populismo Destruye El Estado de Derecho - Agustín Laje
Por Qué El Populismo Destruye El Estado de Derecho - Agustín Laje
Derecho?
I. Introducción
Así pues, para cumplir con nuestro objetivo, resultará ineludible, en primer
término, efectuar un veloz repaso en el proceso de ideación del Estado de
Derecho. En concreto, nos embarcaremos en un viaje a través de la historia de
las ideas políticas que, desde la antigüedad hasta la contemporaneidad, nos
permitirá advertir los orígenes remotos de la idea de someter el poder político a
la Ley, y lo complejo de su configuración. Aunque la expresión “Estado de
Derecho” es la traducción de la palabra alemana Rechtsstaat, utilizada por
primera vez por Robert von Mohl en el siglo XIX, estamos convencidos de que
la concepción del Estado de Derecho corresponde a un proceso histórico-
político cuyos orígenes, idas y vueltas, pueden rastrearse hasta la antigüedad.
1
Dados los límites de extensión que todo ensayo supone, un recorte de gruesa
magnitud será inevitable en nuestro recorrido. Si bien no podremos abordar la
producción intelectual de muchos pensadores de gran relevancia para la idea
del Estado de Derecho, e incluso es probable que recortemos
considerablemente la producción de los pensadores efectivamente abordados,
nuestro objetivo no es presentar aquí una historia de las ideas políticas de
manera acabada y omnicomprensiva, sino apenas dar un rápido vistazo que
nos permita entender que la noción de Estado de Derecho está atravesada por
una intención bien concreta: limitar el poder político en beneficio de la libertad.
2
Comoquiera que sea, siempre que de pensamiento político occidental se trata,
parece ineludible, en el intento por hallar los gérmenes de nuestras teorías
políticas, arrancar en la Grecia clásica1 y, fundamentalmente, en Platón y
Aristóteles, quienes enfrentaron muchos problemas que aparecen ante
nosotros ciertamente como intemporales.
Tanto el uno como el otro, en efecto, vivieron en una época de decadencia para
la democracia ateniense, tras haber perdido la guerra del Peloponeso contra
Esparta a finales del siglo V a.C. Si bien en esta instancia se apaga lo que
Sabine denomina “la gran época de la vida pública ateniense”, inicia lo que el
mismo autor llama “la gran época de la filosofía política”2 ateniense. Y es en
ellos dos donde, por primera vez y con semejante ímpetu, aparece
sistematizado el problema de la sujeción del gobierno al derecho.
Su última obra –más realista que la República, pero sin dudas menos conocida
por el gran público–, Las Leyes, como su título lo indica, es el intento de Platón
por regresar al primer plano aquello que estaba en la estima moral de los
atenienses y que él había intentado desplazar anteriormente: la ley como
soberana y fuente de libertad.3 En efecto, si en la República se exige “el
gobierno de los instruidos –la sofocracia”4 como dice Karl Popper–, en Las
Leyes la ley es suprema, y tanto el gobernante como el gobernado están
regidos por ella en razón de la imposibilidad de hallar una inteligencia humana
omnisciente como para entronar al filósofo-rey. En su Epístola VII, aconsejando
a los partidarios de Dión, Platón afirma: “Que ni Sicilia, ni ninguna otra ciudad,
1
Esto no es mera casualidad, toda vez que fue precisamente en la Grecia clásica donde
empezó a diferenciarse la política de la religión, y la ciencia del mito.
2
George, Sabine. Historia de la teoría política. México, Fondo de Cultura Económica, 1998, p.
44.
3
Eurípides ya decía: “No tiene la polis peor enemigo que el déspota, bajo quien, en primer
lugar, no puede haber leyes comunes, sino que uno gobierna teniendo en sus manos la Ley”.
Por su parte, Protágoras adjudicaba a las leyes una inspiración divina.
4
Popper, Karl. La sociedad abierta y sus enemigos. México, Paidós, 2010, p. 146.
3
esté sometida –tal es mi doctrina– a señores humanos, sino a las leyes”. Tal
cambio no era una rectificación del ideal primigenio, sino apenas una visión
más realista de la política.5 La ley reaparecía, paradójicamente, para poner un
freno al despotismo ilustrado tan característico del pensamiento político
platónico.
5
El cambio de esquema no supone un abandono del ideal de la República. En efecto, Platón
presenta su propuesta en las Leyes como un estado segundo en orden de preferencia.
6
Aristóteles. La política. Buenos Aires, Centro Editor de Cultura, 2007, p. 84.
7
Ibíd., p. 214.
8
Ibíd., p. 108.
9
Constant, Benjamin. “De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos”
(1988). En Del Águila, Vallespín y otros, La democracia en sus textos. Alianza Editorial, 2003.
10
Aristóteles. Op. cit., p. 184.
4
***
El Estado es, para Cicerón, una comunidad que comparte el mismo derecho, y
de ahí que el pensador romano lo haya designado como res publica, esto es,
“la cosa pública”: “la república es la cosa del pueblo –sentencia Cicerón–; y el
pueblo no es el conjunto de todos los hombres reunidos de cualquier modo,
sino reunidos por un acuerdo común respecto al derecho y asociados por
causa de utilidad”.12
Así, Cicerón nos dirá que el rey que no respeta el derecho es un déspota, “la
criatura más apestosa y más repelente imaginable”.13 No podía ser de otra
manera, pues violar el derecho natural que se encuentra por sobre todos es lo
mismo que negar la naturaleza humana; es faltar a la propia condición de
hombre: “El derecho es entonces la distinción de las cosas justas e injustas,
expresada con arreglo a la naturaleza, la más antigua y más importante de
todas las cosas”.14
5
días, existe entre el derecho como límite al poder y el derecho como producto
del poder, visión esta última que dominará a Roma algunos siglos después de
Cicerón, de la mano de Justiniano I y su Código que prescribía que “lo que
place al príncipe tiene fuerza de ley”.
Al igual que sus predecesores griegos, Cicerón hizo explícito el hilo conductor
de la libertad que atravesaba la idea de estar regidos por leyes y no por
hombres, cuando contrastó una sociedad sujeta a un rey arbitrario con la vida
conforme a “leyes para pueblos libres”;15 para el pensador romano, una
sociedad regida por una ley que estaba en concordancia con el derecho natural
era fuente de libertad.
***
15
Ibíd., Libro III.
16
La concepción estatal de san Agustín es deudora del pensamiento ciceroniano. Ver al
respecto Rossi, Miguel Angel. “El estado y su condición de posibilidad en el pensamiento
agustiniano”. En Borón, Atilio (compilador). Teoría y filosofía política. La tradición clásica y las
nuevas fronteras. Buenos Aires, CLACSO, 2001.
17
Tamanaha, Brian. En torno al Estado de Derecho. Historia, política y teoría. Bogotá,
Universidad Externado de Colombia, Edición E-Book, pos 396 de 5832.
18
Sabine, George. Op. cit., p. 161.
6
esta visión: “La idea de la libertad igual de todo lo que tiene rostro humano es
una idea de origen específicamente cristiano”.19
19
Heller, Hermann. Teoría del Estado. México, Fondo de Cultura Económica, 1942, p. 134.
20
Evangelios según san Marcos: 12, 13-17; según san Lucas: 20-25; según san Mateo: 22, 15-
21.
21
Barbará, Jorge Edmundo. Estado de Derecho y autonomía de la voluntad. Córdoba,
Advocatus, 2008, p. 32.
22
Prelot, Marcel. Historia de las ideas políticas. Buenos Aires, La Ley, 1986, p. 95.
7
impulso a partir del descubrimiento de las perdidas obras de Aristóteles, a
23
comienzos del siglo XIII. Es ineludible recordar al respecto que la obra
maestra de Benozzo Gozzoli, expuesta en el Louvre, ilustra precisamente a
santo Tomás de Aquino junto a Aristóteles y Platón.
Lo relevante del pensamiento agustiniano, para el estudio que aquí nos ocupa,
está dado por el hecho de que a partir de él se apuntaló una concepción de la
Iglesia como institución organizada que debía estar naturalmente diferenciada
del poder político. La ciudad de Dios, publicada a comienzos del siglo V, es la
materialización de este esfuerzo por construir una filosofía de la historia que
nos presenta al hombre como ciudadano de dos ciudades diferentes: la terrenal
y la espiritual, es decir la regida por la política y la regida por Dios. A todas
luces, el quiebre del poder que propugna su pensamiento es evidente. Y tanto
es así, que la llamada “doctrina de las dos espadas” impulsada por el papa
Gelasio I, según la cual, en resumidas cuentas, en asuntos religiosos el
emperador debe subordinar su voluntad al clero, tiene base en la filosofía del
Hiponense. “Los emperadores cristianos –decía Gelasio I en su Tractatus–
necesitan de los pontífices para la vida eterna, y los pontífices emplean las
disposiciones imperiales para ordenar el curso de los asuntos temporales”.
23
La traducción directa del griego que hiciera Guillermo de Moerbeke hacia 1260, guarda gran
relevancia para el pensamiento político de aquellos tiempos.
24
Citado en Sabine, George. Op. cit., p. 163.
25
Citado en Prelot, Marcel. Op. cit., p. 111.
8
su hermano Remo, el Estado romano se fundó en el afán de mando, el poder, y
la injusticia”.26 Tal conclusión no reviste menor importancia que las anteriores.
Y ello así, porque trae a primer plano la idea de que la política de un Estado
debe estar articulada por un derecho basado en la justicia y no en las
exigencias del poder.
Así, santo Tomás pensó un sistema normativo que contemplaba cuatro tipos de
leyes, a saber: ley eterna, ley natural, ley divina y ley humana. En extremada
síntesis, la primera era casi el equivalente a la razón de dios; la segunda era la
materialización de la primera en las cosas creadas; la tercera era,
fundamentalmente, la revelación (la Escritura por ejemplo); y la última era la
que debía ser descubierta, con arreglo a la razón, para regir la vida humana
tendiente al “bien común”. El Aquinita definía este último tipo de ley como
26
Rossi, Miguel Angel. “El estado y su condición de posibilidad en el pensamiento agustiniano”.
En Borón, Atilio (compilador). Op. cit., p. 75.
27
Sabine, George. Op. cit., p. 206.
28
Summa Theologiae. Citado en Tamanaha, Brian. Op. cit., pos 490 de 5832.
29
Ídem.
9
sigue: “una ordenación de la razón para el bien común, hecha por quien tiene a
su cargo el cuidado de la comunidad y promulgada solemnemente”.30
***
10
político. El “viaje” propuesto sólo debe interpretarse en el sentido de que el
Estado de Derecho ha venido dado por un proceso más complejo del que suele
admitirse, y que sus raíces pueden ser rastreadas hasta tiempos remotos. Así,
Lucas Verdú entiende –al igual que nosotros– que “la Antigüedad griega
mantuvo el ideal del dominio de la ley frente al capricho despótico”.33 Por su
parte, Legaz y Lacambra asevera respecto de la Edad Media que
Salvo algunas excepciones –como la Carta Magna del rey Juan II de Inglaterra
de 1215–, el Estado de Derecho aparece en estos momentos históricos más
como idea que como realidad; más como deber ser que como ser; más como
horizonte a alcanzar que como institucionalización efectiva. En rigor, los límites
y los controles religiosos y filosóficos de estos periodos no cristalizan a menudo
en límites y controles materiales, institucionalizados, sino que –como dice Elías
Díaz– “se trata siempre de limitaciones y controles de carácter más bien ético-
religioso e iusnaturalista que no autorizan en modo alguno a hablar todavía de
Estado de Derecho”.35
***
33
Verdú, Lucas Pablo. Estado liberal de Derecho y Estado social de Derecho. Salamanca, Acta
Salmanticensia, 1955, pp. 8 y 9.
34
Legaz y Lagambra, Luis. “Estado de Derecho e idea de la legalidad”, en Revista de
Administración Pública, I.E.P., Madrid, núm. 6 (septiembre-diciembre 1951). Citado en Díaz,
Elías. Estado de Derecho y sociedad democrática. Madrid, Taurus, 1998, pp. 35-36.
35
Díaz, Elías. Op. cit., p. 36
11
burguesas”. El Bill of Rights inglés de 1689, la Declaration of Rights del estado
de Virginia, Estados Unidos, de 1776, y la Déclaration des droits de l’homme ey
du citoyen de 1789, en Francia, constituyen el corolario material de estas
revoluciones que contribuyeron a apuntalar institucionalmente al Estado de
Derecho como nunca antes en la historia política del hombre.
36
Carlos Alberto Montaner ha propuesto considerarlo como “el hombre del milenio”. Ver Las
columnas de la libertad, Buenos Aires, Edhasa, 2007, pp. 18-20.
37
Locke, John. Segundo tratado sobre el gobierno civil. Madrid, Alianza Editorial, 2002, p. 43.
12
interpretadas”.38 Como la vida, la libertad y la propiedad son leyes naturales,
toda ley positiva que atente contra estos derechos es lógicamente injusta. Para
Locke, el gobierno existe para resguardar los derechos individuales de los
ciudadanos, y son ellos, por tanto, los que constituyen el límite del gobierno.
Naturalmente, un gobierno que viola los derechos individuales está yendo a
contramarcha de su función esencial y, dado que con ello se niega a sí mismo,
existen argumentos para su disolución. He aquí una de las conclusiones más
novedosas del pensamiento lockeano: el derecho a resistir la tiranía.
38
Ibíd., p. 43.
39
Ibíd., p. 212.
40
Ibíd., p. 213.
41
Ibíd., p. 196.
42
Ibíd., pp. 198-199.
13
extenso pocos años después por Montesquieu. No es ocioso recordar, acaso,
que la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano –deudora del
pensamiento de estos y otros hombres– estableció entre otras cosas que: “La
finalidad de toda asociación política es la conservación de los derechos
naturales e imprescriptibles del hombre” (artículo 2); “Lo que no está prohibido
por la ley no puede ser impedido. Nadie puede verse obligado a aquello que la
ley no ordena” (artículo 5); “Una sociedad en la que la garantía de los derechos
no está asegurada, ni la separación de poderes determinada, no tiene
Constitución” (artículo 16).
***
Permítasenos dar un salto hacia tiempos más cercanos a los nuestros, para
terminar con esta pincelada sobre ideas que contribuyeron a dar forma a la
noción de Estado de Derecho. Y es que, a estas alturas, la evolución de la
conciencia humana sobre la importancia de sujetar el gobierno a la ley
continuaba resultando insuficiente para cumplir con su objetivo fundamental:
limitar el poder. De otra manera no puede interpretarse el esfuerzo de Friedrich
Hayek –ya en el siglo XX– por traer nuevamente a la superficie la importancia
de la libertad individual frente a, por un lado, el “Estado socialista” y, por el otro,
el “Estado de bienestar”, que representaban, cada uno a su manera,
precisamente la hipertrofia del poder estatal frente a la debilitada sociedad
civil.43
43
“Se podría escribir una historia del ocaso de la supremacía de la Ley, de la desaparición del
Rechtsstaat, siguiendo la introducción progresiva de aquellas vagas fórmulas en la legislación y
la jurisprudencia y la creciente arbitrariedad e incertidumbre de las leyes y la judicatura, con su
consiguiente degradación, que en estas circunstancias no pueden menos de ser un
instrumento de la política”. Hayek, Friedrich. Camino de servidumbre. Madrid, Alianza Editorial,
2011, p. 140.
14
por tanto, es también más que el constitucionalismo y requiere que todas las
leyes se conformen con ciertos principios”.44
De manera sintética, es dable decir que la ley para Hayek debe tener carácter
general y abstracto;45 debe ser conocida y cierta;46 debe estar revestida de
igualdad formal,47 y debe siempre contemplar “el reconocimiento del derecho
inalienable del individuo, de los derechos inviolables del hombre”48. Y dado que
“sería humanamente imposible separar de modo efectivo la promulgación de
nuevas normas generales y su aplicación a casos particulares, a menos que
dichas funciones fueran realizadas por cuerpos o personas distintas”49, un
esquema de separación de poderes resulta intrínseco al ideal del Estado de
Derecho.
44
Hayek, Friedrich. Los fundamentos de la libertad. Madrid, Unión Editorial, 2008, p. 282.
45
“Las normas generales y abstractas que constituyen las leyes en sentido sustantivo son,
esencialmente, como hemos visto, medidas a largo plazo referentes a casos todavía
desconocidos y carentes de referencia a personas, lugares u objetos particulares”. Hayek,
Friedrich. Los fundamentos de la libertad, p. 287.
46
“El punto esencial es la posibilidad de predecir las decisiones de los tribunales”. Hayek,
Friedrich. Los fundamentos de la libertad, p. 288.
47
“El Estado de Derecho requiere no solamente que el gobernante haga cumplir la ley a los
otros y que tal función constituya auténtico monopolio, sino que actúe de acuerdo con la misma
ley y, por lo tanto, esté limitado de la misma manera que una persona privada. El hecho de que
las leyes se apliquen igualmente a todos, gobernantes incluidos, es lo que hace improbable la
adopción de reglas opresivas”. Hayek, Friedrich. Los fundamentos de la libertad, p. 290.
48
Hayek, Friedrich. Camino de servidumbre, p. 148.
49
Hayek, Friedrich. Los fundamentos de la libertad, p. 291.
15
para la consecución de objetivos políticos particulares, sino como norma que
define los límites de acción de los individuos (“reglas de juego”) de manera lo
suficientemente abstracta y general como para que resulte imposible prever las
consecuencias particulares de su aplicación; allí donde los individuos tienen
conocimiento no sólo sobre lo que les es permitido y lo que no, sino también
sobre las consecuencias de infligir aquello que no se permite y, en función de
este conocimiento, trazar sus planes privados; allí donde los individuos son
tratados frente a la ley con igualdad, de modo que la lege –tal su denominación
en latín– no devenga en privi-lege – “privilegio” en latín– y por tanto, la
legislación no se constituya en un instrumento para beneficiar a unos y
perjudicar a otros; y allí, finalmente, donde distintos poderes tienen
separadamente la facultad de elaborar la ley, ejecutarla y llevar adelante
procesos de revisión judicial, puede concluirse que allí y sólo allí, el imperio de
la ley está al servicio de poner límites al poder político y no al servicio de
hipertrofiarlo bajo un maquillaje formalmente legalista.
La libertad era, para Hayek, una resultante del Estado de Derecho así
comprendido. La vieja disyunción libertad vs. ley no tiene sentido siempre que
esta última responda a los requisitos planteados. Montesquieu había concluido
algo parecido cuando sostuvo, con arreglo a su visión típicamente jurídica, que
“la libertad es el derecho de hacer todo lo que las leyes permiten”.50 Hayek da
un paso más allá al aseverar:
la afirmación de que la ley nos hace libres tan sólo es cierta si por ley
se entiende la norma general abstracta o bien cuando se habla de la
‘Ley en sentido material’, lo que difiere de la ley en el mero sentido
formal por el carácter de las reglas y no por su origen. Una ‘Ley’ que
contenga mandatos específicos, una orden denominada ‘Ley’
meramente porque emana de la autoridad legislativa, es el principal
instrumento de opresión”.51
***
Hasta aquí este breve recorrido –recortado e incompleto sin lugar a dudas– por
la historia de las ideas políticas que dieron lugar al Estado de Derecho como
50
Montesquieu. El espíritu de las leyes. Libro XI.
51
Hayek, Friedrich. Los fundamentos de la libertad, p. 204.
16
ideal político. Ahora intentemos, a la luz de lo anterior, sintetizar en qué
consiste el Estado de Derecho.
Y aquí debemos ser bien claros: el valor último que subyace al ideal del Estado
de Derecho es el de la libertad individual que resulta de fijar límites estrictos al
poder político. Si el Estado fuese la fuente de toda la felicidad y el bien para la
humanidad, entonces la idea de limitar al Estado por medio del derecho no
tendría razón de ser. ¿Para qué querrían los hombres limitar, pues, semejante
instrumento concedido a su entero servicio? Es evidente que ni el Estado es la
fuente de toda la felicidad y el bien de la humanidad, ni ha sido siempre un
instrumento puesto al servicio del hombre. Al contrario, si los hombres han
pensado durante tantos siglos sobre la necesidad de poner frenos al Estado,
ello fue así precisamente por la opresión que a menudo este ejercía sobre
ellos. De ahí que sea lógico deducir que, en rigor, el hecho de poner límites al
Estado en virtud de la libertad es el sentido último del Estado de Derecho,
como ha quedado registrado en las ideas de los hombres que desde la
17
antigüedad hasta nuestros días –aun sin saberlo– han pensado el Estado de
Derecho, algunas de las cuales hemos mostrado en estas páginas.
El tiempo y la experiencia han mostrado a los hombres que la ley positiva, por
sí misma, no es garantía de libertad y, al contrario, puede constituirse en un
instrumento opresivo más o menos disimulado y legitimado. Decir que un
ciudadano es libre dentro del espacio contemplado por el derecho, nada nos
dice sobre las dimensiones concretas de ese espacio y, por tanto, nada nos
dice sobre la libertad en sí. Benjamín Constant respondía a la visión jurídica de
la libertad que mantenía Montesquieu, esgrimiendo que “no hay duda de que
no existe libertad cuando las personas no pueden hacer todo lo que las leyes
les permiten hacer, pero las leyes pueden prohibir muchas cosas hasta abolir
52
Ejemplos históricos al respecto sobran, y quizás el más elocuente y conocido por todos sea
el del régimen nacional-socialista que, en función de una visión estrictamente positivista, cabría
concluir que llevó adelante su genocidio de “forma legal” porque dispuso las leyes para que
permitieran sus matanzas.
18
totalmente la libertad”.53 ¿Cuál fue la función del derecho divino y del derecho
natural, si no la de poner límites a la ley humana? ¿Cuál es en nuestros
tiempos la función del constitucionalismo, si no la de sujetar los poderes
constituidos y las normas jurídicas que de ellos emanan a un conjunto de
principios inalienables? Va de suyo que la mejor forma para defender las
libertades individuales es, en efecto, incluyéndolas en una Constitución de la
cual dependa el resto del ordenamiento jurídico. Y al respecto no hay que
soslayar que fue precisamente la Constitución la que sustituyó la función de
limitar la ley humana que tomaron principalmente las ideas del derecho divino,
el derecho natural y el consuetudinario durante los periodos de la Grecia
clásica, la República romana y la Edad Media.
53
Citado en Tamanaha, Brian. Op. cit., pos. 962.
54
Ver Constant, Benjamin. Op. cit.
19
“la idea sustantiva de la supremacía de la Constitución es la limitación de las
facultades del Estado, que representa a mayorías circunstanciales”.55
Esto último nos da pie para establecer nuestro tercer requisito, subrayando que
las leyes del ordenamiento jurídico deben ser de carácter general, abstracto y
cierto, haciendo de aquel un simple marco de “reglas de juego” que de ninguna
manera puede pensarse para dirigir objetivos o intereses particulares sino que,
en virtud precisamente de su abstracción y generalidad, resulte imposible
determinar a quién beneficiará concretamente la legislación al modo,
insistimos, de cualquier juego que se precie de imparcial. No nos explayaremos
55
Lousteau, Guillermo. Democracia y control de constitucionalidad. Los fundamentos filosóficos
de la Judicial Review. Miami, InterAmerican Institute for Democracy, 2009, p. 39.
20
más al respecto, puesto que ya lo hemos hecho antes al revisar el pensamiento
de Hayek.
Bajo estos cuatro requisitos, el derecho pasa a funcionar como una guía que
colma las expectativas sociales del individuo, haciéndolo capaz de prever qué
podrá hacer no sólo él con respecto de los demás, sino los demás con respecto
de él y, a la postre, facilitar sus planes de vida con el indispensable elemento
de la previsión de sus acciones.57 Pero, además de este aspecto más o menos
utilitario, es dable remarcar que, bajo un ordenamiento jurídico que contemple
tales requisitos, el individuo podrá mantener una considerable esfera de
autonomía y la sociedad civil podrá florecer, frente a un Estado que será
56
Debemos aclarar que la revisión de constitucionalidad no es función exclusiva del Poder
Judicial. En el “sistema continental” típicamente francés, el control de constitucionalidad se ha
estructurado de otra manera. Al respecto, una buena comparación entre Estados Unidos y
Francia en esta materia, lo ofrece Guillermo Lousteau en op. cit.
57
“Las leyes sirven o deberían servir para ayudar a los individuos a formar planes de acción
cuya ejecución tenga probabilidades de éxito”. Hayek, Friedrich. Los fundamentos de la
libertad, p. 207.
21
reconocido más como un garante de la libertad que como un instrumento de
opresión: tal Estado será denominado, con toda razón, “Estado de Derecho”.
Si algo ha demostrado la vuelta del populismo a América Latina, eso es que las
tesis optimistas –primero con Daniel Bell y su “fin de las ideologías”58, y luego
con Francis Fukuyama y su “fin de la historia”59– han sido muy poco acertadas,
al menos en lo que respecta a la realidad de nuestra región.
En efecto, lo cierto es que tras la caída del Muro de Berlín y el derrumbe del
comunismo a finales del siglo XX, los enemigos de la libertad en América
Latina, lejos de hundirse junto a este fracaso de dimensiones globales, lograron
reestructurarse en derredor de renovadas concepciones ideológicas y
aggiornados lineamientos estratégicos. A tal maniobra se la bautizó como
“socialismo del siglo XXI”, que sería, estrictamente hablando, un socialismo de
raigambre populista. El propio Ernesto Laclau –a quien en breve nos
referiremos con mayor detenimiento– ha admitido que “el marxismo moderno,
en su giro hacia el ‘joven Marx’, ha pasado a ser populista”.60
58
“[…] la ideología, que antes fue el camino de la acción, ha venido a ser un término muerto
[…] la era de las ideologías ha concluido”. Bell, Daniel. El fin de las ideologías. Madrid, Editorial
Tecnos, 1964, pp. 542-547.
59
Francis Fukuyama, con su best-seller El fin de la historia y el hombre nuevo, ilustró el
sentimiento compartido por los sectores liberales tras la derrota del comunismo: el mundo
había arribado al fin de la historia, “la última y definitiva forma de gobierno humano”, en
palabras de Fukuyama. Una buena crítica liberal a esta tesis puede encontrarse en Novillo
Corvalán, Sofanor. “El liberalismo” en Juárez Centeno, Carlos Alfredo; Bonetto de
Scandogliero, María Susana (comps.). La ideología contemporánea. Córdoba, Advocatus,
1992.
60
Laclau, Ernesto. La razón populista. Buenos Aires, FCE, 2013, p. 22.
22
***
61
En la década de 1960, Andrzej Walicki, experto en el populismo ruso, confesaba: “No me
siento competente para afirmar si es posible o no elaborar una definición del populismo que
abarque todas las ideologías y movimientos, de distintos lugares del mundo, que por algún
motivo han sido designados con ese nombre”. “Rusia”. En Ionescu, Ghita; Gellner, Ernest.
Populismo. Sus significados y características nacionales. Buenos Aires, Amorrortu, 1970, p.
120.
62
Wiles, Peter. “Un síndrome, no una doctrina: algunas tesis elementales sobre el populismo”.
En Ionescu, Ghita; Gellner, Ernest. Op. cit., p. 204.
63
Bobbio, Norberto. Matteucci, Nicola. Diccionario de política. L-Z. México, Siglo XXI, 1986, p.
1281.
23
Otra gran confusión respecto del populismo deviene de una caracterización
economicista que promueve su interpretación en términos de un programa
económico específico, signado por una intromisión exacerbada del Estado en el
mercado, como algunos autores han entendido.64 Pero describir al populismo
en estos términos no nos permite diferenciarlo, por ejemplo, del llamado Estado
de bienestar, que no necesariamente es populista. El hecho de que, en
general, los populismos hayan sido dirigistas, no parece por sí solo suficiente
como para configurar una definición de populismo lo acabadamente sólida
como para resultar diferente de otras categorías políticas.
24
populistas, sino porque muestra una determinada lógica de articulación
de esos contenidos –cualesquiera sean estos últimos–.67
Así pues, concluye Laclau que “el populismo es, simplemente, un modo de
construir lo político”.68
67
Laclau, Ernesto. “Populismo: ¿Qué nos dice el nombre?”. En Panizza, Francisco (comp.). El
populismo como espejo de la democracia. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2009,
p. 52.
68
Laclau, Ernesto. La razón populista, p. 11.
69
Ídem., pp. 103-104.
25
trazando con ello la frontera antagónica que postula Laclau como precondición
del populismo.
70
Hofstadter, Richard. “Estados Unidos”. En Ionescu, Ghita; Gellner, Ernest. Op. cit., p. 26.
71
Minogue, Kenneth. “El populismo como movimiento político”. En Ionescu, Ghita; Gellner,
Ernest. Op. cit., p. 241.
72
Hennessy, Alistair. “América Latina”. En Ionescu, Ghita; Gellner, Ernest. Op. cit., p. 42.
26
construcción discursiva del enemigo”,73 concluye Laclau, apoyándose en la
concepción de la política como una dicotomía amigo/enemigo teorizada por el
jurista nacional-socialista Carl Schmitt.74
73
Laclau, Ernesto. “Populismo: ¿Qué nos dice el nombre?”. Op. cit., p. 52.
74
“La específica distinción política a la cual es posible referir las acciones y los motivos
políticos es la distinción de amigo [Freund] y enemigo [Freind]”. Schmitt, Carl. El concepto de lo
“político”. México, Folio Ediciones, 1985, p. 23. La izquierda populista ha encontrado en Schmitt
un enemigo de la democracia liberal, del sistema republicano y del parlamentarismo. Schmitt
fue, además, el gran teórico del decisionismo, concepción completamente opuesta al ideal del
Estado de Derecho.
75
Sebreli, Juan José. El malestar de la política. Buenos Aires, Sudamericana, 2011, pp. 360-
361.
76
Laclau, Ernesto. La razón populista, pp. 107-108.
77
Como enseña Hans Kelsen: “Sólo puede considerársele como unidad en sentido normativo,
pues la unidad del pueblo como coincidencia de los pensamientos, sentimientos y voluntades y
como solidaridad de intereses, es un postulado ético-político afirmado por la ideología nacional
o estatal mediante una ficción […] la unidad del pueblo es sólo una realidad jurídica”. Esencia y
valor de la democracia. México, Ediciones Coyoacán, 2005, p. 30
78
Agrega Laclau: “[…] es mediante la demonización de un sector de la población que una
sociedad alcanza un sentido de su propia cohesión”. La razón populista, p. 94.
27
El populismo construye al pueblo sobre la base de premisas organicistas que
subordinan al individuo a aquella entidad mítica superior. El pueblo sería, como
en las concepciones románticas e irracionalistas,79 comparable a un organismo
corporal y psíquico concreto del cual los individuos –no todos, sino
simplemente algunos– serían sus partes; quienes se encuentran por fuera de
los márgenes populares aparecen, al contrario, como una infección que impide
la plenitud del cuerpo populista. De tal suerte que la interpelación al ‘pueblo’
como un todo sin discontinuidades (la infección es externa a él) sea un rasgo
característico del discurso populista. Pero, como dice Sebreli, la verdad es que
el pueblo “no tiene las características de una persona, carece de órganos de
los sentidos, de mente; no puede, por lo tanto, emitir sentimientos,
pensamientos, ni voliciones; estas son propiedades del individuo”.80 En
consecuencia, la reificación del pueblo pone en jaque la libertad del individuo,
ya sea que esté dentro o fuera, pues desvanece su autonomía en favor de un
inexistente “organismo colectivo” que pasa a identificarse, más pronto que
tarde, con su “espíritu”: el Estado.
***
79
Herder, uno de los precursores del romanticismo alemán, hablaba de Volkgeist (espíritu del
pueblo) y entendía en clave organicista que el volk (pueblo) es una “planta de la Naturaleza”.
80
Sebreli, Juan José. El asedio a la modernidad. Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1995,
p. 170.
81
Bobbio, Norberto. Estado, gobierno y sociedad. México, Fondo de Cultura Económica, 2001,
p. 39.
82
Barbará, Jorge. Op. cit., p. 148.
28
La otra cara del culto al pueblo es el culto al líder que lo encarna e interpreta.83
Aleardo Laría sostiene que “esta visión del pueblo como un cuerpo unido puede
explicar el apoyo a un liderazgo fuerte en una persona carismática que esté
disponible para personificar los intereses de la nación”.84 Es paradójico que,
aunque niega la centralidad de los individuos, el populismo acabe por identificar
al pueblo con una única individualidad: el líder. En efecto, no hay populismo sin
aquello que Max Weber denominó mistagogos: personas a las que se les
atribuyen poderes mágicos; en este caso, el poder de interpretar y conducir al
pueblo. Lo curioso es que, en la sociedad postindustrial, de increíbles avances
tecnológicos y comunicacionales, de una laicización creciente de la vida, los
artilugios mágicos retornan en el discurso político del populismo en boca de
líderes mesiánicos –cuyo estilo retórico se asemeja al de los predicadores
religiosos85– que apelan a hacer de la política una maniquea cruzada entre el
bien y el mal, encarnados por el ‘pueblo’ y el ‘antipueblo’ respectivamente. El
populismo, después de todo, parece ser una forma de religiosidad profana que
contradice el “desencantamiento del mundo” weberiano.
83
Perón sentenciaba: “Para conducir un pueblo la primera condición es que uno haya salido del
pueblo, que sienta y piense como el pueblo”. Hugo Chávez aseveraba: “Soy un poco de todos
ustedes”.
84
Laría, Aleardo. La religión populista. Una crítica al populismo posmarxista. Buenos Aires,
Grupo Editor Latinoamericano, 2011, p. 394.
85
Eva Perón, en su libro La razón de mi vida, anotó: “Muchos hombres reunidos, en vez de ser
millares de almas separadas, son más bien una sola alma. Para que esa alma se manifieste es
necesario que el conductor tenga la sensibilidad suficiente como para poder oír las voces del
alma gigantesca de la multitud. Es necesario para eso poseer un alma extraordinaria para ser
conductor”. Se refería, claro, a su esposo.
86
Wiles, Peter. Op. cit., p. 204.
87
Panizza, Francisco. Op. cit., p. 33.
29
Como ya vimos, el populismo depende de un proceso de constitución
discursiva de una cadena equivalencial que gradualmente anida demandas
particulares que, en el marco de este proceso, pasan a representar algo más
que ellas mismas. Dicha cadena es consolidada a partir de un elemento que le
otorga coherencia y la significa como totalidad; tal elemento es denominado por
Laclau como “significante vacío”; esto, para ponerlo en forma por demás
resumida, consiste en un significante que condensa la identidad popular,
representando en él la totalidad de la cadena equivalencial. El discurso
populista no implica, pues, la expresión de un pueblo sino su construcción.88 Y
la construcción del pueblo populista –es decir la fijación de la cadena
equivalencial edificada a partir de una enemistad y condensada a través de
significantes que representan la cadena como totalidad– no puede darse como
un proceso espontáneo, sino a cargo de alguien bien concreto: el líder
populista. Laclau admite que “este proceso llega a un punto en que la función
homogeneizante es llevada a cabo por un nombre propio: el nombre del
líder”.89
88
Minogue se extrañaba respecto del populismo norteamericano del siglo XIX diciendo que este
“no poseía ideología en ninguno de los sentidos válidos del término, sino una retórica”. Op. cit.,
p. 255.
89
Laclau, Ernesto. “Populismo: ¿Qué nos dice el nombre?”. Op. cit., p. 60.
90
Puede pensarse como ejemplo contemporáneo al líder populista Hugo Chávez expropiando
indiscriminada y sistemáticamente ante las cámaras de televisión.
30
de decretos de necesidad y urgencia.91 Los checks and balances propios del
sistema republicano que robustecen al Estado de Derecho quedan, por cierto,
desmantelados en el camino.
El populismo hace de la política, como vimos, una cruzada del bien que
representa el pueblo contra el mal que representan quienes quedan excluidos
de la frontera popular. No debe extrañar, entonces, que el populismo termine
por afectar las libertades políticas. Sebreli ha anotado al respecto que
91
Un ejemplo ilustrativo lo brindó Néstor Kirchner, inequívocamente populista, que firmó
durante su presidencia (2003-2007) un total de 270 decretos de presunta urgencia, es decir, un
promedio de cinco por mes. Recordemos al respecto lo que decía Aristóteles: “La demagogia,
en que todo se decide por decretos, no es una verdadera democracia, porque el decreto no
puede estatuir sino en los casos particulares”. Op. cit., p. 160.
92
Sebreli, Juan José. El malestar de la política, p. 219.
93
“Aprista por siempre adelante, aprista debemos luchar. La oligarquía finalmente será
derrotada, y habrá felicidad en nuestra patria”, reza una canción popular del APRA de Perú.
31
‘antipueblo’ que, en consecuencia, deja de ser general y abstracta, tal los
requisitos de la normativa inherente al Estado de Derecho que ya hemos visto.
Bajo el populismo, opera una lógica que identifica al pueblo con el líder y al
líder con el Estado; este último se transforma así en posesión del líder
populista y los recursos públicos devienen en recursos personales. De tal
suerte que el clientelismo sea una derivación del populismo pero no, como se
ha confundido en análisis reduccionistas, su esencia misma. Hay clientelismo
cuando la asistencia estatal es presentada como el fruto de una decisión
personal del líder populista: es él quien gentilmente ofrece sus bienes a los
necesitados, a cambio de apoyo político, por supuesto.94 Y dado que el líder
populista está llamado a llevar adelante una misión de proporciones
monumentales que requiere de plazos indefinidos –pues la misma misión es
indefinible en términos concretos–, los populismos suelen promover la
perpetuación del líder en el poder y evitan la alternancia republicana. De ahí
que las relaciones clientelares constituyan un rasgo tan resaltable del
populismo, y que las caprichosas reformas constitucionales en orden a
posibilitar reelecciones indefinidas hayan sido características en los gobiernos
populistas regionales contemporáneos. El resultado es bien claro: la
Constitución, como instrumento elemental de un Estado de Derecho que
procure consagrar principios fundamentales que limiten la legislación ordinaria,
deviene en un material desechable y reconfigurable en virtud de los intereses
de la persona del líder y su perpetuación en el poder.
94
Un ejemplo arquetípico de esto lo constituyó la Fundación de Ayuda Social María Eva Duarte
de Perón cuyo origen privado se contradecía con el origen de sus fondos. Los formularios de
petición de ayuda social consistían en cartas personales dirigidas a la propia Eva Perón, como
si los recursos salieran de sus propios bolsillos.
32
de establecer el líder con el pueblo.95 Pero dado que el pueblo no es nunca una
entidad homogénea –como pretende el populismo– sino profundamente
compleja, discontinua y altamente volátil, un hombre o incluso un conjunto de
hombres jamás podrían establecer una relación directa con el pueblo, ni mucho
menos conocerlo, como el líder carismático pretende que conoce. Y como
pretende que conoce, también pretende que es capaz de pergeñar un orden
deliberado, más o menos centralizado, al modo de la ingeniería social que
caracterizó al racionalismo francés, aunque esta vez no basado en la
entronización de la razón humana, sino más bien en un componente afectivo
que habitaría en el líder y lo haría capaz de conducir, casi instintivamente, al
pueblo en la senda de un “bien común” nunca definido ni definible.
IV. Conclusión
95
En este sentido, y como lo han reconocido varios académicos, el nacional-socialismo y el
fascismo tenían elementos populistas claros.
33
feroz peligro para el Estado de Derecho, dado que barre con todos sus
requisitos fundamentales, ordenadamente, de la siguiente manera:
96
Aristóteles. Op. cit., p. 59.
34
sociedad civil, conjunto de relaciones estas últimas que el Estado de Derecho
busca proteger. Así, el pluralismo que está en el núcleo del Estado de Derecho
se ve amenazado cuando el Estado empieza a borrar los límites que lo separan
de la sociedad civil, siendo esta, precisamente, el marco donde la pluralidad
aparece como posibilidad.
Bibliografía
35
Heller, Hermann. Teoría del Estado. México, Fondo de Cultura Económica,
1942.
Locke, John. Segundo tratado sobre el gobierno civil. Madrid, Alianza Editorial,
2002.
Popper, Karl. La sociedad abierta y sus enemigos. México DF, Paidós, 2010.
Prelot, Marcel. Historia de las ideas políticas. Buenos Aires, La Ley, 1986.
36
Szewach, Enrique. La trampa populista. Riesgos de una economía a corto
plazo. Buenos Aires, Ediciones B, 2011.
37