La reproducción digital de este material es para fines de investigación y docencia de los cursos
académicos que im parte El Colegio de Michoacán (COLMICH), conforme a lo establecido en:
Lev Federal de Derechos de Autor, Título VI De las Limitaciones del Derecho de A utor y de los
Derechos Conexos, Capítulo II De la Limitación a los Derechos Patrimoniales, Artículo 148
A p artad o V:
Reproducción de partes de la obra, para la crítica e investigación científica, literaria o artística.
Louis D u m o n t
Ensayos sobre el
individualismo
Una perspectiva antropológica sobre
la ideología moderna
Versión española
Rafael Tusón Calatayud
Alianza
Editorial
SOBRE LA IDEOLOGÍA MODERNA
Capítulo 1
GÉNESIS, /. DEL INDIVIDUO-FUERA-DEL-
M UNDO AL INDIVIDUO-EN-EL M UNDO *
Este estudio consta de dos partes. La parte principal trata de los
primeros siglos del cristianismo. Contemplamos en ella las primeras
etapas de una evolución. U n complemento o epílogo muestra, a lar
go plazo, el desenlace de esta evolución de Calvino **.
* Publicado en L e D e b a t, 15, septiembre-octubre 1981, con el título de «la genèse
chrétienne de l’individualisme moderne, une vue modifiée de nos origines» (en inglés,
Religion, 12, 1982, pp. 1-27, cf. la discusión en ibid., pp. 83-91).
La primera parte es una version francesa de la Deneke Lecture dada en la Lady
Margaret Hall de Oxford en mayo de 1980 (cf. anteriormente A n n u a ir e de VEcole p ra
tiq ue des hautes études, sección 6.', para 1973-1974). La hipótesis general fue suscitada
por un coloquio en D aedalus sobre el primer milenario A .C , y les debo mucho a sus
participantes, especialmente a Arnaldo Momigliano, Sally H um phreys y Peter Brown,
por sus críticas y sugerencias (cf. D aedalus, primavera de 1975, para una primera pre
sentación de la hipótesis, que los críticos han contribuido a modificar y ampliar).
El com plemento sobre Calvino fue propuesto en un seminario sobre «la categoría
de persona» (Oxford, Wolfson College, mayo de 1980).
Los comienzos cristianos del individualismo
Durante los últimos decenios, el individualismo moderno nos ha
parecido cada vez más, a algunos de nosotros, un fenómeno excep
cional en la historia de las civilizaciones. Pero, si bien la idea de in
dividuo es tan idiosincrática como fundamental, aún falta mucho para
que nos pongamos de acuerdo acerca de sus orígenes. Para ciertos au
tores, sobre todo de aquellos países en los que el nominalismo sigue
teniendo fuerza, ha estado presente siempre en todas partes. Para
otros, aparece con el Renacimiento, o con el ascenso de la burguesía.
Aún con mayor frecuencia, sin duda, y de acuerdo con la tradición
descubrimos las raíces de esta idea en nuestra herencia clásica y ju-
deo-cristiana, en variadas proporciones. Para ciertos clasicistas, el
descubrimiento en Grecia del «discurso coherente» debe atribuirse a
hombres que se concebían a sí mismos como individuos: las tinieblas
del pensamiento confuso se habrían disipado bajo el sol de Atenas,
el mito rendido ante la razón y este acontecimiento marcaría el prin
cipio de la historia propiamente dicha. Sin duda hay algo de verdad
en esta afirmación, pero resulta demasiado limitada, tan limitada que
en el mundo actual cobra cierto aspecto provinciano. Seguramente
exige, como mínimo, ser modificada. Para empezar, el sociólogo ten
dería, en esta materia, a anteponer la religión a la filosofía, ya que la
religión actúa sobre toda la sociedad y está en relación directa con la
acción. Esto es lo que hizo Max Weber.
Dejemos de lado, por nuestra parte, toda consideración de causa
y efecto y estudiemos solamente configuraciones de ideas y valores,
tramas ideológicas, para tratar de llegar a las relaciones fundamenta
les que las subtienden. Esta es, en términos aproximativos, mi tesis:
algún aspecto del individualismo moderno se encuentra ya presente
en los primeros cristianos y en el mundo que los rodea, pero no es
exactamente el individualismo que nos resulta familiar. En realidad,
la antigua forma y la nueva aparecen separadas por una transforma
ción tan radical y compleja que fueron necesarios nada menos que
diecisiete siglos de historia cristiana para completarla, y quizás toda
vía prosigue en nuestros días. La religión ha sido el fermento prin
cipal, primero en la generalización de la fórmula y después en su evo
lución. Dentro de nuestros límites cronológicos, la genealogía del in
dividualismo moderno es, por así decirlo, doble: un origen o acce
sión de cierta especie y una lenta transformación en otra especie dis
tinta. Dentro de los límites de este ensayo, debo conformarme con
caracterizar el origen y destacar algunas de las primeras etapas de la
transformación. Espero que me disculpen la condensada abstracción
de lo que sigue.
Para poder contemplar nuestra cultura dentro de su unidad y es
pecificidad, es necesario que la pongamos en perspectiva, contrastán
dola con otras culturas. Sólo así podemos cobrar conciencia de lo
que, por otra parte, resulta evidente: el fundamento familiar e implí
cito de nuestro discurso ordinario. Así, cuando hablamos del «indi
viduo», designamos dos cosas a la vez: un objeto que está fuera de
nosotros y un valor. La comparación nos obliga a distinguir analíti
camente estos dos aspectos: por un lado, el sujeto empírico, que ha
bla, piensa y quiere, es decir, la muestra individual de la especie hu
mana, tal como la hallamos en todas las sociedades; por otro, el ser
moral independiente, autónomo y, en consecuencia, esencialmente no
social, portador de nuestros valores supremos y al que encontramos,
en primer lugar, en nuestra ideología moderna del hombre y de la so
ciedad. Desde este punto de vista, hay dos tipos de sociedades. Allí
donde el Individuo es el valor supremo hablaré de individualismo;
en el caso opuesto, en que el valor reside en la sociedad como un
todo, hablaré de holismo.
El problema de los orígenes del individualismo consiste grosso
modo en saber cómo, a partir del tipo general de las sociedades ho-
listas, pudo desarrollarse un nuevo tipo que contradecía esencialmen
te la concepción común. ¿Cómo fue posible esa transición? ¿Cómo
podemos concebir una transición entre estos dos universos antitéti
cos, estas dos ideologías irreconciliables?
La comparación con la India nos sugiere una hipótesis. Desde
hace más de dos mil años, la sociedad india está caracterizada por dos
rasgos complementarios: la sociedad impone a cada persona una es
trecha interdependencia que sustituye al individuo — tal como lo co
nocemos— por unas relaciones constrictivas, pero, por otra parte, la
institución del renunciamiento al mundo permite alcanzar la plena in
dependencia a cualquiera que escoja esta vía '. Accidentalmente, esta
persona, el renunciante, es responsable de todas las innovaciones re
ligiosas que ha conocido la India. Además, vemos claramente en cier
tos textos antiguos cuál es el origen de esta institución y la compren
demos fácilmente: el hombre que busca la verdad última abandona
la vida social y sus constricciones para consagrarse a su propio p ro
greso y destino. Cuando mira tras él el mundo social, lo contempla
a distancia, como algo carente de realidad, y el descubrimiento de sí
mismo se confunde para él ya no con la salvación en sentido cristia
no sino con la liberación respecto a los obstáculos de la vida tal como
es vivida en este mundo.
El renunciante se basta a sí mismo, no se preocupa más que de sí
1 Cf. D u m ont, «Le renoncement dans les religions de l’Inde» (1959), en H H , apén
dice B.
mismo. Su pensamiento es similar al del individuo moderno, con una
diferencia esencial, sin embargo: nosotros vivimos dentro del mundo
social, mientras que él vive fuera. Por eso he definido al renunciante
indio como un «individuo-fuera-del-mundo». En comparación, no
sotros somos «individuos-en-el-mundo», individuos mundanos,
mientras que él es un individuo extramundano. Voy a hacer un uso
intensivo de esta noción de «individuo-fuera-del-mundo» y quisiera
llamar la atención sobre esa extraña criatura y su característica rela
ción con la sociedad. El renunciante puede vivir en una ermita soli
taria o juntarse con un grupo de colegas de renunciamiento bajo la
autoridad de un maestro-renunciante, que representa una «disciplina
de liberación» particular. La similitud con los anacoretas occidenta
les o entre monasterios budistas y cristianos puede ir todavía más le
jos. Ambos tipos de congregación, por ejemplo, inventaron indepen
dientemente aquello que llamamos el voto mayoritario.
Lo que resulta esencial para nosotros es el abismo que separa al
renunciante del mundo social y del hombre-en-el-mundo. En primer
lugar, el camino de la liberación está abierto únicamente para aquel
que abandona el mundo. La distanciación respecto al mundo social
es la condición indispensable para el desarrollo espiritual individual.
La relativización de la vida en el mundo es el resultado inmediato de
la renuncia al mundo. Sólo unos occidentales pudieron cometer el
error de suponer que ciertas sectas de renunciantes habían tratado de
cambiar el orden social. La interacción con el mundo social adoptaba
otras formas. En primer lugar, el renunciante depende de este m un
do para su subsistencia y, normalmente, se encarga de instruir al hom-
bre-en-el-mundo. Históricamente, se ha desencadenado toda una dia
léctica específicamente india que debemos pasar por alto aquí. Re
cordemos solamente la situación inicial tal como la encontramos to
davía en el budismo. Si no se incorpora a la congregación, al laico
sólo se le enseña una ética relativa: que sea generoso con los monjes
y que evite las acciones excesivamente degradantes.
De todo esto, lo que resulta especialmente valioso para nosotros
es que el desarrollo indio se comprende con facilidad y parece real
mente «natural». A partir de él, podemos formular la siguiente hipó
tesis: si el individualismo ha de aparecer en una sociedad de tipo tra
dicional, holista, será como oposición a la sociedad y como una es
pecie de suplemento en relación a ella, es decir, en forma de indivi
duo-fuera-del-mundo. ¿Cabe acaso pensar que, en Occidente, el in
dividualismo se inició de este modo? Es precisamente lo que voy a
tratar de demostrar; cualesquiera que sean las diferencias en el con
tenido de las representaciones, el mismo tipo sociológico que nos he
mos encontrado en la India — el individuo-fuera-del-mundo— está
indudablemente presente dentro del cristianismo y en torno a él a co
mienzos de nuestra era.
N o cabe duda respecto a cuál es la concepción fundamental del
hombre nacida de las enseñanzas de Cristo: como dijo Troeltsch, el
hombre es un individuo-en-relación-a-Dios, lo cual significa, para
nuestro uso, un individuo esencialmente fuera del mundo. Antes de
desarrollar este punto, me gustaría intentar plantear una afirmación
más general. Podemos sostener que el mundo helenístico, al menos
en lo que respecta a las gentes instruidas, estaba tan penetrado de esta
misma concepción que el cristianismo no hubiese podido triunfar a
la larga en este medio si hubiera ofrecido un individualismo de dis
tinta clase. Es esta una tesis muy atrevida que parece, a primera vista,
contradecir ciertas concepciones fuertemente asentadas. En realidad,
no hace más que modificarlas, y nos permite reunir mejor que con
la visión usual numerosos datos dispersos. Se admite generalmente
que la transición, en el pensamiento filosófico, de Platón y Aristóte
les a las nuevas escuelas del período helenístico presenta una discon
tinuidad («a great gap» 2): la repentina emergencia del individualis
mo. Mientras que en Platón y Aristóteles la polis era considerada
como autosuficiente, ahora es el individuo el que se supone que se
basta a sí mismo (ibid. p. 125). Este individuo es, o bien considerado
como un hecho, o bien planteado como un ideal por epicúreos, cí
nicos y estoicos todos a la vez. Para ir directamente a la cuestión que
nos interesa, está claro que el primer paso dado por el pensamiento
helenístico fue el de relegar el mundo social. Podríamos citar amplia
mente, por ejemplo, la clásica Historia del pensamiento político de Sa-
bine, de la que hemos reproducido ya algunas fórmulas y que cata
loga de hecho las tres escuelas como si fueran distintas variantes de
«renunciación» (p. 137). Estas escuelas enseñaban la sabiduría, y para
convertirse en un sabio hay que renunciar primero al mundo. Un ras
go crítico recorre todo el período bajo diferentes formas; se trata de
una dicotomía radical entre la sabiduría y el mundo, entre el sabio y
los hombres no iluminados, que siguen siendo víctimas de la vida
mundana. Diógenes opone el sabio a los locos; Crisipo afirma que el
alma del sabio sobrevive más tiempo después de la muerte que la de
los mortales ordinarios. Al igual que en la India, la verdad no puede
ser alcanzada más que por el renunciante, asimismo, según Zenón,
sólo el sabio sabe lo que es bueno; las acciones mundanas, incluidas
las del sabio, no pueden ser buenas, sino solamente preferibles a otras:
la adaptación al mundo se obtiene mediante la relativización de los
valores, el mismo tipo de relativización que he señalado en la India.
■ Georges H. Sabine, A H isto ry o f Political T h e o ry , Londres, 1963, 3.' ed., p. 143.
La adaptación al mundo caracteriza desde el principio al estoicis
mo y, cada vez más, al estoicismo medio y tardío. Esta adaptación
seguramente contribuyó a alterar, en opinión de intérpretes posterio
res, el carácter extramundano de la doctrina. Los estoicos de Roma
ejercieron importantes cargos en el mundo antiguo, y un Séneca ha
sido considerado como vecino próximo por ciertos autores de la Edad
Media e incluso por Rousseau, que le debe mucho. Sin embargo, no
resulta difícil detectar la persistencia del divorcio original: el indivi
duo que se basta a sí mismo sigue siendo el principio, incluso cuan
do actúa en el mundo. El estoico debe permanecer distanciado, indi
ferente incluso ante la pena que intenta aliviar. Com o dice Epicteto:
«Bien puede suspirar [con aquel que sufre] mientras su suspiro no
proceda del corazón» .
Este rasgo tan sorprendente para nosotros demuestra que, inclu
so cuando el estoico ha vuelto al mundo de manera ajena al renun
ciante indio, no se trata para él más que de una adaptación secunda
ria: en el fondo, sigue definiéndose como extranjero al mundo.
¿Cómo podemos comprender la génesis de este individualismo fi
losófico? El individualismo constituye para nosotros una evidencia
tal que, en el caso presente, lo consideramos sin más como una con
secuencia de la ruina de la polis griega y de la unificación del mundo
— griegos y extranjeros o bárbaros mezclados— bajo la égida de Ale
jandro. Sin duda se trata de un acontecimiento histórico sin prece
dentes que puede explicar muchos rasgos, pero no, al menos desde
mi punto de vista, la emergencia, la creación ex nihilo, del individuo
como valor. Hay que mirar ante todo del lado de la propia filosofía.
N o sólo los maestros helenísticos utilizaron, llegado el caso, elemen
tos tomados de los presocráticos, no sólo los herederos de los sofis
tas y de otras corrientes de pensamiento que aparecen subyacentes
en época clásica, sino que la actividad filosófica, el ejercicio conti
nuado de búsqueda racional realizado por generaciones de pensado
res, debe haber nutrido por sí mismo el individualismo puesto que
la razón, si bien es universal en principio, actúa en la práctica a tra
vés de la persona particular que la ejerce y se sitúa en primer plano
ante las demás cosas, al menos de manera implícita. Platón y Aristó
teles, después de Sócrates, habían sabido reconocer que el hombre es
esencialmente un ser social. Lo que hicieron sus sucesores helenísti- 9
eos fue, en el fondo, plantear como un ideal superior el del sabio dis- '
3 Citado en Edwyn Bevan, Stoïciens et Sceptiques París, 1927, p. 63, trad. del in
glés. Este autor ha visto la similitud con el renunciamiento indio. Cita ampliamente
el Bhagavad Gita para mostrar el paralelismo con las máximas de los estoicos acerca
del desapego (ib id ., pp. 75-79). D e hecho, el Gita contiene ya la adaptación del renun
ciamiento al mundo. Cf. «Le renoncement...», loe. cit., sección 4.a.
tanciado de la vida social. Si tal es la filiación de las ideas, el vasto
cambio político, el nacimiento de un Imperio universal que provoca
relaciones intensificadas en toda su extensión, debió favorecer sin
duda este movimiento. .Señalemos que, en este entorno, la influencia
directa o indirecta del tipo indio del renunciante no puede ser exclui
da a priori; incluso si los datos resultan insuficientes.
Si fuera necesaria una demostración del hecho de que la mentali
dad extramundana reinaba en general entre las gentes instruidas en
tiempos de Cristo, la encontraríamos en la persona de un judío, Fi
lón de Alejandría. Filón les enseñó a los futuros apologistas cristia
nos cómo adaptar su mensaje religioso a un público pagano instrui
do. Expresó calurosamente su ferviente predilección por la vida con
templativa del que está recluido, a la que ansiaba retornar, y que sólo
interrumpió para servir a su comunidad en el terreno político — la
bor en la que, por otra parte, se distinguió— . Goodenough demos
tró precisamente cómo esta jerarquía de los dos tipos de vida y aque
lla otra de la fe judía y la filosofía pagana se reflejan en el doble jui
cio político de Filón, a veces exotérico y apologético y otras esoté
rico y hebraico 4.
Volviendo ahora al cristianismo, debo señalar en primer lugar que
mi principal guía será el historiador-sociólogo de la Iglesia Ernst
Troeltsch. En su voluminoso libro, Las doctrinas sociales de las Igle
sias y grupos cristianos, publicado en 1911 y que puede considerarse
como una obra maestra, Troeltsch había presentado ya una visión re
lativamente unificada, en los términos adecuados, de «la historia de
la Iglesia cristiana en toda su extensión» 5 (p. VIII). Si bien la expo
sición de Troeltsch puede requerir ser completada o modificada en
algunos puntos, mi esfuerzo se centrará esencialmente en tratar de al
canzar, gracias a la perspectiva comparativa que acabo de esbozar,
una visión del conjunto aún más unificada y simple, aunque, de m o
mento, no nos ocupemos más que de una parte de este conjunto 6.
4 E. R. G ood en ou gh, A n Introduction to Philo Ju daeus, N e w Haven, 1940.
5 Ernst Troeltsch, D ic Soy.iallebrcn der chrisdichen Kirchen u n d G r u p p e n , en G e-
sam m elte Sckriften, t. 1, Tübingen, 1922; Aalen, 1965. Trad. ingl.: The Social Teacbing
of tbe Cbristian Cburcbes, N e w York, Harper Torchbooks, 1960, 2 vols. (La traduc
ción, más accesible, conserva la numeración de las notas de Troeltsch y no siempre es
segura). Las referencias a las páginas dadas en el texto remitirán a esta obra, salvo in
dicación contraria.
6 La distancia entre el sentido general del libro de Troeltsch y la formulación pre
sente es pequeña. Así, un penetrante sociólo go, Benjamín N elso n, al notar que el in
terés, no sólo de Troeltsch sino de los principales pensadores alemanes de los siglos XIX
y XX, a partir de Hegel, se ha centrado en la «institucionalización de la cristiandad pri
mitiva», ha enunciado el problema de dos maneras, entre ellas esta: «¿Cóm o ha pod i
do una secta ultramundana dar origen a la Iglesia romana?» («Weber, Troeltsch, Jelli-
nek as com parative historical sociolo g ists», Sociological A n a ly sis, 36-3, 1975,
pp. 229-240; cf. n. p. 232).
La materia nos resulta familiar, por lo que aislaré esquemática
mente algunos rasgos críticos. De las enseñanzas de Cristo y, des
pués, de San Pablo, se desprende que el cristiano es un «individuoen-
relación-a-Dios». Hay, como dijo Troeltsch, «individualismo abso
luto y universalismo absoluto» en relación a Dios. El alma individual
adquiere valor eterno a través de su relación filial a Dios, y en esta
relación se basa asimismo la fraternidad humana: los cristianos se reú
nen en Cristo, del que son los miembros. Esta extraordinaria afirma
ción se sitúa en un plano que trasciende el mundo del hombre y de
las instituciones sociales, pese a que también estas proceden de Dios.
El valor infinito del individuo supone al mismo tiempo el rebajamien
to, la devaluación del mundo tal como es: de este modo, se plantea
un dualismo, se establece una tensión que es constitutiva del cristia
nismo y que atravesará toda la historia.
Detengámonos en este punto. Para el hombre moderno, esa ten
sión entre verdad y realidad se ha convertido en algo muy difícil de
aceptar, de evaluar positivamente. Hablamos a veces de «cambiar el
mundo» y está claro, si partimos de sus primeros escritos, que el jo
ven Hegel hubiera preferido ver a Cristo declarar la guerra al mundo
tal como es. Sin embargo, vemos restrospectivamente que si Cristo,
como hombre, hubiera actuado de este modo, el resultado hubiese
sido pobre en relación con las consecuencias que sus enseñanzas tu
vieron a través de los siglos. En su madurez, Hegel enmendó hono
rablemente la impaciencia de su juventud al reconocer plenamente la
fecundidad del subjetivismo cristiano, es decir, de la tensión congè
nita al cristianismo 7. De hecho, si la consideramos de manera com
parativa, la idea de «cambiar el mundo» parece tan absurda que aca
bamos comprendiendo que sólo pudo aparecer en una civilización
que, durante mucho tiempo, mantuvo de modo implacable una dis
tinción absoluta entre la vida prometida al hombre y aquella que, de
hecho, es la suya. Esta locura moderna tiene sus raíces en aquello que
se ha llamado el absurdo de la cruz. Recuerdo a Alexandre Koyré
cuando oponía en una conversación la locura de Cristo a la sensatez
de Buda. Tienen sin embargo algo en común: la preocupación exclu
siva por el individuo, unida a, o más bien basada en, una devaluación
del mundo 8. Es por esta razón por la que ambas religiones son ver-
7 Cf. Hegels theologische ]ngendschriften, Tübingen, 1907, pp. 221-230, 327 y ss.,
trad. franc.: L ’Esprit dit christiamsmc ct son destín, París, Vrin, 1971. El joven Hegel
se veía arrastrado por su ímpetu revolucionario y su fascinación por la polis ideal (ih id .,
pp. 163-164, 297-302, 335). Para sus opiniones en la madurez, cf. Michael Theunissen,
Hegels Lehre vorn absoluten Geist als theologisch-politischer T r a k ta t , Berlin, 1970,
pp. 10-1 1.
s El hecho de que la devaluación sea relativa en un caso y radical en el otro es otro
daderamente religiones universales y, por tanto, misioneras, que se
han extendido en el espacio y el tiempo y han aportado el consuelo
a innumerables hombres. Y es por esto — si se me permite llegar a
este extremo— por lo que ambas son verdaderas, al menos en el sen
tido de que los valores deben ser mantenidos fuera del alcance del
acontecimiento si queremos que la vida humana sea soportable, es
pecialmente para una mentalidad universalista.
Lo que ninguna religión india ha alcanzado plenamente y que está
presente desde el principio en el cristianismo, es la fraternidad del
amor en Cristo y por Cristo, y la igualdad de todos que resulta de
ella; una igualdad que, Troeltsch insiste en ello, «existe meramente
en presencia de Dios». En términos sociológicos, la emancipación del
individuo a través de una trascendencia personal y la unión de indi-
viduos-fuera-del-mundo en una comunidad que tiene los pies en la
tierra pero el corazón en el cielo quizá pueda ser una definición acep
table del cristianismo.
Troeltsch destaca la extraña combinación de radicalismo y de con
servadurismo que se sigue de esto. Conviene estudiar la cosa desde
un punto de vista jerárquico. N os encontramos con toda una serie
de oposiciones similares entre este mundo y el más allá, el cuerpo y
el alma, el Estado y la Iglesia, el Antiguo y el nuevo Testamento, a
las que Caspary denomina «parejas paulinas». Remito para el análisis
a su reciente y excelente libro sobre la exégesis de Orígenes 9. Está
claro que en estas oposiciones los dos polos aparecen jerarquizados,
incluso cuando no lo parece a primera vista. Cuando Jesucristo en
seña a dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios,
la simetría no es más que aparente, ya que sólo en función de Dios
debemos plegarnos a las pretensiones legítimas del César. La distan
cia creada de esta manera es en cierto sentido mayor que si las pre
tensiones del César fueran simplemente rechazadas. El orden m un
dano es relativizado al estar subordinado a los valores absolutos. Es
tamos ante una dicotomía ordenada. El individualismo extramunda-
no implica reconocimiento y obediencia a las potencias de este m un
do. Si trazase una figura, representaría dos círculos concéntricos, el
más grande de los cuales simbolizaría el individualismo-en-relación-
con-Dios y el más pequeño la aceptación de las necesidades, deberes
asunto. Está claro que el paralelismo más limitado establecido por Edward C o n ze en
tre «Buddhism (Mahayana) and Gnosis» descansa en la presencia, subyacente en am
bas partes, del individuo-fuera-del-mundo. (Cf. especialmente la conclusión y la últi
ma nota en L e O rigini dello Gnosticism o, C o lloquio di Messina, 13-18 de abril de
1966, Leyde, 1967, pp. 665 y ss.
Gerard Caspary, Politics a n d Exegesis: O rigen a n d tbe T w o Sw ords, Berkeley,
University o f California Press, 1979.
y consuelos de este mundo, es decir, la inserción en una sociedad pa
gana, y después cristiana, que no ha dejado de ser holista. Esta figura
en la que la referencia primaria, la definición fundamental, engloba
como si fuera su antítesis a la vida mundana, en la que el individua-
lismo-fuera-del-mundo subordina al holismo normal de la vida so
cial, es capaz de integrar cómodamente todos los principales cambios
subsiguientes, tal como Troeltsch los ha formulado. Lo que ocurrirá
históricamente será que el valor supremo ejercerá una presión sobre
el elemento mundano antitético que encierra. La vida mundana será
así contaminada, por etapas, por el elemento extramundano hasta que,
finalmente, la heterogeneidad del mundo desaparezca completamen
te. Entonces, el campo entero será unificado, el holismo desaparece
rá de la representación, se concebirá la vida en el mundo como algo
que puede acomodarse enteramente al valor supremo y el individuo-
fuera-del-mundo se habrá convertido en el individuo-en-el-mundo.
Esta es la prueba histórica del extraordinario poder de la disposición
inicial.
Quisiera añadir al menos una observación acerca del aspecto mi-
lenarista del cristianismo en sus comienzos. Los primeros cristianos
vivían a la espera del inminente retorno del Mesías, que establecería
el reino de Dios. Esta creencia tuvo probablemente un carácter fun
cional, en el sentido de que ayudaba a las gentes a aceptar, al menos
de forma provisional, la incomodidad de una creencia que no afec
taba de manera pertinente a su situación de hecho. Ahora bien, ocu
rre que el mundo ha conocido en nuestros días una extraordinaria
proliferación de movimientos milenaristas, a menudo llamados cargo
cults, en unas condiciones muy semejantes a las que prevalecían en
Palestina bajo la dominación romana. Sociológicamente, la diferencia
fundamental estriba precisamente en el clima extra-mundano del pe
ríodo y, particularmente, en la orientación extra-mundana de la co
munidad cristiana, que predominó de forma duradera sobre las ten
dencias extremistas, tanto las de los judíos rebeldes como las de los
autores apocalípticos, gnósticos o maniqueos. Visto desde este ángu
lo, el primer cristianismo parece haberse caracterizado por la combi
nación de un elemento milenarista y un elemento extramundano, con
predominio de este último 10.
Por muy esquemático e insuficiente que resulte este resumen, es-
10 Sir Edmund Leach ha llamado la atención sobre el aspecto milenarista, pero lo
ha visto, un poco rápidamente, co m o un m odelo de «subversión» (Leach, «Melchise-
dec and the emperor: Icons of subversion and orthodoxy», Proceedings of the R o y a l
Anthropological Institute f o r 1972, Londres, 1973, pp. 5-14; cf. también infra n. 18.
Trad. fr. en L 'U n ite de l ’h o m m e et A u tres Essais, Paris, Gallimard, «Bibliothèque des
sciences humaines», 1980, pp. 223-261).
pero que haya hecho verosímil la idea de que los primeros cristianos
se encontraban, a fin de cuentas, más cerca del renunciante indio que
de nosotros mismos, instalados como estamos en un mundo que cree
mos haber adaptado a nuestras necesidades. De hecho — ¿quizás haya
que decir «también»?— ha ocurrido a la inversa: nos hemos adapta
do a él. Este va a ser el segundo punto de este estudio, en el que con
sideraremos sucesivamente algunas etapas de esta adaptación.
¿Cómo ha podido el mensaje extra-mundo del Sermón de la m on
taña influir en la vida de este mundo? En el plano de las institucio
nes, la relación es establecida por la Iglesia, a la que podemos consi
derar como una especie de punto de apoyo o cabeza de puente de lo
divino y que no se extendió, unificó ni estableció su imperio más que
lentamente y por etapas. Pero hacía falta también un instrumento in
telectual que permitiese pensar en las instituciones terrestres a partir
de la verdad extramundana. Ernst Troeltsch ha insistido mucho so
bre el hecho de que la idea de Ley de Naturaleza de los primeros Pa
dres fue tomada de los estoicos. ¿En qué consistía exactamente esa
«Ley de Naturaleza ética» de los paganos? Cito a Troeltsch: «La idea
directriz es la idea de Dios como Ley de Naturaleza universal, espi-
ritual-y-física, que reina uniformemente sobre todas las cosas y, como
ley universal del mundo, ordena la naturaleza, conforma las diferen
tes posiciones del individuo dentro de ésta y de la sociedad y se con
vierte, en el hombre, en ley de la razón, la cual reconoce a Dios y se
hace de esta manera una con él... La Ley de Naturaleza ordena así,
de una parte, la sumisión al curso armonioso de la naturaleza y al pa
pel asignado a cada uno dentro del sistema social, y de otra, la ele
vación interior por encima de todo eso, la libertad ético-religiosa y
la dignidad de la razón que, al ser una con Dios, no podría ser alte
rada por ningún suceso exterior o sensible.» (p. 52.)
Podríamos objetar respecto a la relación especial con el estoicis
mo afirmada por Troeltsch que estas concepciones se habían difun
dido ampliamente en la época y que Filón, así como, dos siglos más
tarde, los Apologistas tomaron tanto o quizás más de otras escuelas
de pensamiento. A esto respondió Troeltsch por adelantado que «el
concepto de una Ley de Naturaleza ética de la cual derivan todas las
reglas jurídicas y las instituciones sociales es una creación de la
Stoa M, y será en el plano de la ética donde construirá la Iglesia su
doctrina social medieval, «una doctrina sin duda imperfecta y confu
sa desde el punto de vista científico, pero que iba a cobrar en la prác
tica la más alta significación cultural y social y convertirse en algo así
como el dogma de civilización de la Iglesia» (p. 173). Este préstamo
11 Troeltsch, «Das stoisch-christliche Naturrecht und das moderne profane N a t u
rrecht», G esam m . Schriften, t. IV (pp. 166-191), pp. 173-174.
VZ iV-TCKüÄCilD
parece completamente natural desde el momento en que admitimos
que el estoicismo y la Iglesia estaban ambos vinculados a la concep
ción extra-mundana y a la relativización concomitante de la vida en
el mundo. Después de todo, el mensaje de Buda al hombre-en-el-
mundo como tal era de la misma naturaleza: la moralidad subjetiva
y la ética constituyen la articulación entre la vida en el mundo y los
imperativos sociales por un lado y la verdad y los valores absolutos
por otro.
Encontramos en el fundador de la Stoa, tres siglos antes de Cris
to, el principio de todo el desarrollo posterior. Para Zenón de Citio
— más profeta que filósofo, según Edwyn Bevan 12— el Bien es lo
que hace al hombre independiente de todas las circunstancias exte
riores. El único Bien es interior al hombre. La voluntad del indivi
duo es la fuente de su dignidad y de su integridad. Mientras adapte
su voluntad a todo lo que el destino pueda reservarle, se encontrará
a salvo, al abrigo de todos los ataques del mundo exterior. Com o en
el mundo reina Dios, o la Ley Natural, o la razón — al tornarse la
naturaleza razón en el hombre— , este mandato es lo que Troeltsch
llama la Ley de Naturaleza absoluta. Además, pese a que el sabio per
manece indiferente a las cosas y a las acciones exteriores, puede sin
embargo distinguirlas por su mayor o menor conformidad respecto
a la naturaleza o a la razón: ciertas acciones son relativamente reco
mendables en comparación con otras. El mundo es relativizado como
debe ser y, sin embargo, se le pueden atribuir ciertos valores, valores
relativos. Esta es en esencia la Ley de Naturaleza relativa que será
tan ampliamente utilizada por la Iglesia. Estos dos niveles de la Ley
se corresponden con dos imágenes de la humanidad, en el estado ideal
y en el estado real. La primera es el estado de naturaleza — como en
la cosmópolis ideal de Zenón o, más tarde, en la utopía de Yámbu-
lo 13— que los cristianos identificaron con el estado del hombre an
tes de la Caída.
En cuanto al estado real de la humanidad, conocemos bien el es
trecho paralelismo existente entre la justificación por Séneca de las
instituciones como resultado de la maldad de los hombres y, al mis
mo tiempo, como remedio para ésta, y las opiniones similares de los
cristianos. Lo que Troeltsch considera esencial es el aspecto racional,
es decir, el hecho de que la razón pueda aplicarse a las instituciones
reales, bien sea para justificarlas teniendo en cuenta el estado presen
te de la moralidad, bien para condenarlas como contrarias a la natu
12 Cf. n. 3 supra.
J. Bidez, «La cité de monde et la cité du soleil chez les stoïciens», Bulletin de
l ’académie de B elgique, Lettres, serie V, vol. 18-19, pp. 244 y ss.
raleza, o también para moderarlas o corregirlas con la ayuda de la ra
zón.
Así defendió Orígenes contra Celso que las leyes positivas que
contradicen a la ley natural no merecen recibir el nombre de leyes
(Caspary, op. cit., p. 130), lo cual justificaba el rechazo de los cris
tianos a rendir culto al emperador o a matar a su servicio.
Hay un punto acerca del cual el libro de Troeltsch requiere un
addendum. Le faltó reconocer la importancia de la realeza sacra a par
tir de la época helenística. La ley natural, como ley «no escrita» o
«animada» (empsychos), está encarnada en el rey. Está claro en Filón,
que habló de «leyes encarnadas y racionales», y en los Padres. Para
Filón, «los sabios de la historia antigua, los patriarcas y padres de la
raza presentan a lo largo de sus vidas una serie de leyes no escritas,
que Moisés escribió más tarde... En ellos, la ley se cumple y se hace
personal (Hirzel in Troeltsch, n. 69). Y Clemente de Alejandría es
cribía que Moisés estaba «inspirado por la ley y era por lo tanto un
hombre regio» 14. Este rasgo es importante, ya que estamos aquí ante
el tipo primitivo, sagrado, de soberanía, el del rey-divino o rey-sa
cerdote, representación muy extendida que estaba presente en el m un
do helenístico y, más tarde, en el mundo bizantino 15 y que volve
remos a encontrarnos.
Las opiniones y actitudes de los primeros Padres en materia so
cial — sobre el Estado y el príncipe, la esclavitud, la propiedad pri
vada— son estudiados normalmente por los modernos separadamen
te y desde un punto de vista interior al mundo. Los comprendere
mos mejor desde un punto de vista extra-mundano, si recordamos
que todo era percibido a la luz de la relación del individuo con Dios
y su concomitante, la fraternidad de la Iglesia. Parece como si el fin
último consistiese en una relación ambivalente respecto a la vida en
el mundo, ya que el mundo por el cual peregrina el cristiano en esta
vida es a la vez un obstáculo y una condición para su salvación. Lo
mejor es considerar todo esto jerárquicamente, puesto que la vida en
el mundo no es directamente rechazada o negada, sino solamente re-
lativizada en relación con la unión con Dios y la beatitud en el más
allá a la que está destinado el hombre. La orientación ideal hacia el
fin trascendente, al igual que un imán, produce un campo jerárquico
en el cual debemos esperar encontrarnos situada a cada cosa m unda
na en su sitio.
La primera consecuencia tangible de esta relativización jerárquica
M Arnold A. T. Ehrhardt, Politische M etaphysik vo n Solon bis A u g u stu s, Tübin
gen, 1959-1969, 3 vol., t. II, p. 189.
15 F. Dvornik, Early Christian a n d B y za n tin e Political P hilosophy, O rigins a n d
B ackground, Washington, 1966, 2 vol.
es un notable grado de libertad en la mayoría de los asuntos de este
mundo. Como estos no son importantes por sí mismos sino sólo en
relación con el fin, pueden producirse amplias variaciones según el
temperamento de cada pastor o autor y, sobre todo, según las cir
cunstancias. Más que buscar reglas fijas, conviene situar en cada caso
los límites de la variación permitida. Estos están claros en principio:
por un lado, el mundo no puede ser pura y simplemente condenado,
como ocurre con los heréticos gnósticos; por otro, no debe usurpar
la dignidad que sólo a Dios le corresponde. Y podemos suponer que
en aquellas materias relativamente más importantes, la variación será
menor que en las demás.
Un autor reciente ha destacado la especie de flexibilidad que está
en juego. Al estudiar la exégesis de Orígenes, Caspary ha mostrado
admirablemente cómo (lo que para mí constituye) la oposición fun
damental actúa a diferentes niveles y con distintas formas y consti
tuye una red de significación espiritual, una jerarquía de correspon
dencias 16. Aquello que resulta verdadero para la hermenéutica bíbli
ca puede aplicarse también a la interpretación de los datos brutos de
la experiencia. Decía hace un instante que podemos jerarquizar las co
sas de este mundo según su relativa pertinencia para la salvación. Sin
duda esto último no está sistemáticamente expuesto en nuestras fuen
tes, pero sí hay al menos un ángulo desde el cual la relativa diferen
cia de valor debe ser tomada en cuenta. H e demostrado en otro lugar
que el mundo moderno ha sustituido la tradicional primacía de las
relaciones entre los hombres por la de las relaciones entre hombres
y cosas. Con respecto a este punto, la actitud de los primeros cris
tianos no deja lugar a dudas, ya que las cosas no pueden constituir
más que medios o impedimentos en la búsqueda del reino de Dios,
mientras que las relaciones entre los hombres tienen lugar entre su
jetos hechos a imagen y semejanza de Dios y destinados a la unión
con él. Quizás sea aquí donde el contraste con los modernos aparece
más marcado.
Podemos por lo tanto suponer, y comprobamos, que la subordi
nación del hombre dentro de la sociedad, bien sea en el Estado o en
la esclavitud, plantea unas cuestiones más vitales para los primeros
cristianos que la atribución permanente de posesiones a determina
das personas, es decir, la propiedad privada de las cosas. Las ense
ñanzas de Jesús sobre la riqueza como impedimento y la pobreza
como ayuda para alcanzar la salvación se dirigen a la persona de ma-
Caspary distingue, de hecho, cuatro dimensiones de contraste o «parámetros»,
entre los cuales retiene sólo uno com o jerárquico (op. cit., pp. 113-114), pero es fácil
adivinar que la jerarquía se extiende a todos.
nera individual. En el plano social, la regla secular de la Iglesia es
bien conocida, y es una regla de uso y no de propiedad. Poco im
porta a quién pertenece la propiedad mientras ésta sea utilizada para
el bien de todos y, en primer lugar, de todos aquellos que están ne
cesitados, puesto que, como dice Lactancio (D iv . Inst., III; 21, con
tra el comunismo de Platón), la justicia es un asunto del alma y no
de las circunstancias exteriores. Troeltsch expresó en términos acer
tados cómo el amor en el seno de la comunidad traía consigo el des
prendimiento con respecto a los bienes (n. 57 y p. 114 y ss., 131 y
ss.). Por lo que sabemos, podemos suponer que, debido a la falta de
insistencia dogmática en esta materia, las jóvenes Iglesias, pequeñas
y, en gran medida, autónomas, pudieron variar su tratamiento de la
propiedad, poniendo quizás algunas de ellas todo en común en un
momento determinado mientras que sólo era uniforme la exhorta
ción a ayudar a los hermanos desfavorecidos.
Los estoicos y otros habían proclamado la igualdad de los hom
bres como seres razonables. Quizás estaba más profundamente arrai
gada en el mismo corazón de la persona, la igualdad cristiana, pero
era asimismo una cualidad extramundana. «No puede haber ni judío
ni griego... ni esclavo ni hombre libre... ni varón ni hembra, puesto
que todos vosotros sois un hombre en Jesucristo», como dice Pablo,
y Lactancio dirá: «Nadie es, a los ojos de Dios, ni esclavo ni amo...
Todos somos... sus hijos». La esclavitud era cosa de este mundo, pero
constituye un indicio del abismo que nos separa de estas gentes el he
cho de que aquello que para nosotros vulnera el principio mismo de
la dignidad humana era para ellos una contradicción inherente a la
vida en este mundo, que el mismo Cristo había asumido para redi
mir a la humanidad, haciendo así de la humildad una virtud cardinal
para todos. Todo el esfuerzo para alcanzar la perfección estaba vol
cado hacia el interior, como corresponde a un individuo-fuera-del-
mundo. Esto se aprecia muy bien, por ejemplo, en el plano «tropo
lògico» de la exégesis de Orígenes, en el que todos los sucesos bíbli
cos son interpretados como si tuvieran por teatro la vida interior del
cristiano (Caspary, op. cit.).
Por lo que respecta a la subordinación política, el tratamiento que
le da Troeltsch puede sin duda mejorarse. Este sigue a Carlyle: la ac
titud con respecto a las leyes aparece determinada por las concepcio
nes de la Ley de Naturaleza, pero el poder que dicta las leyes es vis
to de distinta forma y concebido como divino 17. De hecho, la ley
17 En una obra clásica, por otra parte, A. J. Carlyle ha tratado, en dos capítulos
separados, acerca de la «igualdad natural y del gobierno» y de la «autoridad sagrada
del príncipe». R. W. y A. J. Carlyle, A H istory of M ed ia eva l Political Theory in the
natural y la realeza sacra no eran tan ajenas la una respecto a la otra.
H e aquí otro caso en el que conviene adoptar un enfoque jerárquico.
El punto esencial lo encontramos en Pablo: todo poder procede de
Dios. Pero en el marco de este principio global hay espacio para la
restricción o la contradicción. Está claro en un comentario sobre Pa
blo del gran Orígenes en su Contra Celsum :
El dice: « N o hay más p o de r que el de D ios.» E ntonces alguien podría
alegar: ¿ C ó m o ? ¿También ese p o d er que persigue a los servidores de
Dios... es de Dios? R esponderem os brevem ente a esto. El d o n de D ios,
las leyes, son para el uso, no para el abuso. H a b r á en verdad un juicio
de D ios contra aquellos que adm inistran el p o d e r que han recibido se
gún sus im piedades y no según la ley divina... El [Pablo] no habla de
esos poderes que persiguen a la fe, ya que en ese caso debem os afir
mar: «Conviene obedecer a Dios, y no a los h om bres», sino sólo del
p o d e r en general (Troeltsch, n. 73).
Vemos claramente aquí cómo una institución relativa ha sobrepa
sado sus límites y ha entrado en conflicto con el valor absoluto.
Al ser contraria al valor último de los cristianos, la subordinación
política resultaba de la Caída, y encontraba su justificación en la Ley
de Naturaleza relativa. Ireneo dice: «Los hombres han caído [lejos]
de Dios... [y]... Dios le ha impuesto el freno del miedo a otros hom
bres... para impedirles que se devoren unos a otros como peces.» La
misma opinión fue aplicada, un poco más tarde, por Ambrosio a la
esclavitud, quizás porque ésta era considerada como un asunto indi
vidual, mientras que el Estado constituía una amenaza para toda la
Iglesia. (Resulta sorprendente que no se haya dado una explicación
de la propiedad privada, salvo por parte de Juan Crisòstomo, que era
un personaje excepcional.) Aquí, de nuevo, conviene introducir al
guna variación. Por una parte, el Estado y el emperador son queri
dos por Dios como cualquier cosa sobre la tierra. Por otra, el Estado
es a la Iglesia lo que la tierra al cielo, y un mal príncipe puede signi
ficar un castigo enviado por Dios. Generalmente, no hay que olvidar
que, desde la perspectiva exegética, la vida sobre la tierra después de
Cristo es una mezcla: él abrió una etapa de transición entre el estado
de los hombres aún no redimidos del Antiguo Testamento y el pleno
cumplimiento de la promesa esperada con el retorno del Mesías (Cas-
pary, op. cit., pp. 176-177). En el intervalo, los hombres no poseen
el reino de Dios más que dentro de sí mismos.
Hemos expuesto ya de manera somera las opiniones de los Pa
W cst, t. I, por A. J. Carlyle, «The Second Century to the Ninth », Edimburgo y L o n
dres, 1903.
dres de los primeros siglos en materia social y política, a excepción
de san Agustín, al que hemos de considerar aparte 1S. N o sólo po r
que nos situamos con él en pleno siglo V , en un Imperio cristianiza
do, sino sobre todo porque la originalidad del pensador renueva el
marco conceptual heredado por él. C om o sabemos, san Agustín ex
presó el cristianismo con una intensidad de pensamiento y sentimien
to absolutamente nueva. Con él, el mensaje cristiano de Pablo ad
quiere toda su profundidad, toda su paradójica grandeza. Agustnrele-
vó su religión a un nivel filosófico sin precedentes, y, al hacerlo, an
ticipó al mismo tiempo el porvenir, hasta tal punto coincide su ins
piración personal con la fuerza motriz, el principio cardinal del de
sarrollo subsiguiente. En lo que a nosotros se refiere, la historia exi
ge que saludemos aquí al genio. Sin duda nuestro sentimiento es tan
to más fuerte cuanto que sabemos por los escritos de Agustín qué lí
mites humanos, qué sufrimientos y esfuerzos tuvo que atravesar para
elevarse tan alto. Esto es en todo caso lo que hace que sea difícil ha
blar dignamente de él, formarse una idea adecuada de la amplitud y
profundidad de su pensamiento; es necesario, sin embargo, incluso
en este breve ensayo, que le dediquemos un pequeño hueco — diga
mos una capilla en la que, al honrarlo, podamos beneficiarnos de su
extraordinaria penetración— .
Agustín es un hombre de su tiempo y, sin embargo, prefigura,
apunta infaliblemente lo que va a ocurrir. Así es como su influencia,
o su línea intelectual, se extenderá a lo largo de la Edad Media y m u
cho más allá. Piénsese en Lutero, en los jansenistas e incluso en los
existencialistas. En consecuencia, corremos el peligro de malinterpre-
tarlo, aunque quizás la perspectiva esbozada aquí nos permitirá si
tuarlo mejor, comprenderlo mejor.
Así, por lo que se refiere a lo que nos ocupa directamente aquí,
no basta con decir que, en comparación con sus predecesores, Agus
tín restringe el campo de aplicación de la Ley de Naturaleza y am
plía el de la Providencia, el de la voluntad divina. Introduce un cam
bio más radical. En vez de aceptar la realeza sagrada, subordina ab
solutamente el Estado a la Iglesia, y es en este marco donde la Ley
de Naturaleza conserva un valor limitado.
Así, observamos claramente un doble desarrollo del tema del Es
tado en la Ciudad de Dios (cf. Troeltsch, n. 73). Tras admitir con C i
18 N o s apartamos así un poco de Troeltsch, a la vez que utilizamos principalmen
te sus citas, y más aún de Carlyle, en el que Troeltsch se apoyaba. N o he tenido ac
ceso a la obra que Troeltsch consagró, por otra parte, a Agustín (A g u s tín , die christ
liche A n ti k e u n d das M itte lalter, Munich, 1915). Otras referencias: Etienne Gilson, I n -
troduction a l ’étude de saint A u g u s tin , Paris, 1969; Peter Brown, L a Wie de saint A u
g u stin , trad. J. H . Marrou, Paris, 1971.
cerón que el Estado está basado en la justicia, Agustín comienza afir
mando con fuerza que el supuesto Estado que no rinde justicia a Dios
y a la relación del hombre con Dios no conoce la justicia y, en con
secuencia, no es tal Estado. Dicho de otra forma, no puede haber jus
ticia allí donde la dimensión trascendente de la justicia brilla por su
ausencia. Es este un juicio normativo, una cuestión de principio
(C D , XIX; 21). Más adelante, retomará la cuestión: una vez sentado
este principio, ¿cómo podemos reconocer pese a todo que el pueblo
romano posee cierta realidad empírica si no es tal pueblo, o tal Es
tado, en el sentido normativo? Pues bien, podemos reconocer que el
pueblo romano está unido en torno a algo, incluso si este algo no es,
como debería ser, la verdadera justicia. Empíricamente hablando, un
pueblo es una reunión de seres razonables unidos por el amor co
mún a algo, digamos que por valores comunes, y es mejor o peor se
gún estas razones sean mejores o peores (CD, XIX, 24). N o com
prendemos cómo Carlyle pudo decir de Agustín que su concepción
de la justicia era insuficiente (p. 175); en general, el comentario de
Carlyle ronda la incomprensión sistemática (op. cit., pp. 164-170).
Mirémoslo más detenidamente. Hasta entonces, los cristianos ha
bían concebido el Estado, y el mundo en general, como congénita-
mente opuesto e independiente con respecto a la Iglesia y al dominio
de la relación del hombre con Dios. Lo que hace Agustín es reclamar
que el Estado sea juzgado desde el punto de vista trascendente al
mundo de la relación del hombre con Dios, que es el de la Iglesia.
Hay en ello una pretensión teocrática, un paso adelante en la aplica
ción de los valores supramundanos a las circunstancias de este m un
do. Agustín anuncia aquí el desarrollo general de los siglos venide
ros. En el lenguaje de Gregorio el Grande: «Que el reino terrestre
sirva al reino celeste» (o sea su esclavo: fam uletur) (Ep. 65).
Lo que sucede aquí es característico de la actitud global de Agus
tín, de su reivindicación radical, revolucionaria. Cristianizar de este
modo la justicia no sólo supone obligar a la razón a inclinarse ante
la fe, sino conminarla a que reconozca un parentesco en relación con
ella, e implica ver en la fe algo así como la razón elevada a una p o
tencia superior. Esto representa nada menos que una nueva forma de
pensamiento que corresponde a la mmanencia-y-trascendencia de
Dios. Tal ha sido la pretensión aparentemente extravagante de Agus
tín: filosofar a partir de la fe, situar la fe — la experiencia de Dios—
en la base del pensamiento racional. Seguramente los antiguos pudie
ron ver en ello una hybris; nosotros podemos sostener sin embargo
que todos los filósofos hacen lo mismo, en el sentido de que toda fi
losofía parte de una experiencia personal y de una tendencia, si no
de una intención, personal. El acontecimiento, el hecho que debemos
reconocer en el plano de la historia universal es que aquí comienza,
bajo la invocación del Dios cristiano, la era moderna, a la que pode
mos considerar como un esfuerzo gigantesco por reducir el abismo
inicialmente abierto entre la razón y la experiencia. (Debo reconocer
que la inmensidad del fenómeno desborda mis conceptos habituales
y me obliga a emplear la retórica.) Agustín inaugura una lucha mile
naria, siempre renaciente, proteiforme y existencial, entre la razón y
la experiencia que, a fuerza de propagarse de un nivel a otro, modi
ficará a fin de cuentas la relación entre lo ideal y lo real, y de la que
somos en cierto modo un producto.
Esta sorprendente mutación tiene una serie de consecuencias en
el dominio restringido que nos ocupa. En primer lugar, una acentua
da insistencia en la igualdad: Dios «no ha querido que la criatura do
tada de razón hecha a su imagen y semejanza ejerciera su domina
ción sobre otras criaturas que no fueran aquellas que están despro
vistas de razón, no (ha situado) al hombre por encima del hombre,
sino al hombre por encima de los animales. Así, hizo a los primeros
hombres justos pastores de rebaños, y no reyes de hombres». He aquí
una afirmación que prácticamente podría ser estoica, pero el vocabu
lario y el tono nos hacen pensar casi en John Locke. Le sigue inme
diatamente la afirmación del pecado, tan categórica como la del o r
den natural ya que «naturalmente, la esclavitud es justamente impues
ta al pecador», resultando el castigo de la propia Ley de Naturaleza
infringida por el pecado (C D , XIX, 15). Es justo que el hombre que
se ha hecho esclavo del pecado se convierta en esclavo del hombre.
Esto último se aplica tanto a la dominación política como a la escla
vitud, pero resulta sorprendente que la consecuencia sólo sea explí
citamente sacada para la esclavitud; sin duda porque es ahí donde la
sujección del hombre por el hombre resulta más flagrante, y la igual
dad natural querida por Dios más directamente contradecida. Al amo,
se le recuerda que el orgullo puede serle tan funesto como la humil
dad saludable para el servidor. (Vemos aquí cómo la subordinación
en las relaciones sociales no es rechazada en principio.)
Agustín se interesa poco por la propiedad. Sólo trata de ella in
cidentalmente en su lucha contra los donatistas. Estos hacían valer
frente a la confiscación de sus iglesias por el gobierno imperial que
habían adquirido sus propiedades mediante el trabajo — anticipándo
se así al futuro argumento de Locke, como ha señalado Carlyle— .
Está claro que para Agustín la propiedad privada es exclusivamente
un asunto de «derecho hum ano y positivo» (Carlyle, op. cit.
pp. 140-141).
Creo que Troeltsch, siguiendo a Carlyle, no le hace justicia a la
originalidad del pensamiento de Agustín, por lo que haré algunas ob
servaciones a propósito de aquellos mismos pasajes a los que se re-
lieren. Recordemos primero que, como para la mayoría de los anti
guos, griegos o romanos, el hombre es para Agustín una criatura so
cial. Él mismo era, por otra parte, una persona eminentemente so
ciable en su vida cotidiana. Además, la idea de jerarquía no le era en
absoluto ajena. H ay una jerarquía del alma y del cuerpo, tanto más
marcada cuanto que el cuerpo posee para Agustín un valor, una dig
nidad, que ciertamente no poseía en, pongamos por caso, Orígenes 19.
Es a través del alma como nos relacionamos con Dios; existe por lo
tanto una cadena de subordinación, de Dios al alma y del alma al cuer
po. Agustín escribe lo siguiente a propósito de la justicia y de su re
lación con el Estado: «... cuando un hombre no sirve a Dios, ¿qué
cantidad de justicia podemos suponer que existe en él? Porque si un
alma no sirve a Dios, no puede en justicia gobernar al cuerpo, al igual
que la razón de un hombre no puede controlar los elementos que hay
en el alma» (C D , XIX; 21; XIX; 23).
Creo sin embargo que podemos detectar detalladamente, en Agus
tín, un sutil avance del individualismo. El Estado es un conjunto de
hombres unido por un acuerdo en torno a los valores y a la utilidad
común. La definición procede de Cicerón, pero no es tan individua
lista en éste como en la traducción. En un pasaje que cita Agustín al
referirse por primara vez a la cuestión en la Ciudad de Dios, la con
cordia de la multitud dentro del Estado es la de los diferentes tipos
de gente, alto, bajo, mediano, y se la compara con los diferentes so
nidos dentro de la música (CD, II; 21); pero esta referencia a un con
junto no es mantenida por Agustín, y nos da la impresión de que
para él el Estado se compone de individuos, mientras que sólo la Igle
sia constituiría un organismo.
La definición en Contra Faustum (XXII; 7, Troeltsch, n. 69) de
lo que llamamos generalmente Ley de Naturaleza se acerca a aquella
de Cicerón que fue celebrada por Lactancio (Troeltsch, ibid.), y sin
embargo difiere de ella sutilmente: «La ley eterna es la razón divina
o voluntad de Dios, que exige que se preserve el orden natural y p ro
híbe que se altere». Todo lo anterior está en Cicerón, salvo las pala
bras «voluntad» y «orden natural». Si no me equivoco, la introduc
ción de estas palabras tiene como resultado dividir en dos lo que era
para Cicerón la Ley de Naturaleza: por una p ane está el orden, es
tablecido por Dios, y por otra la ley, que también procede de Dios
pero que únicamente está en manos de los hombres. ¿Quizás no su
ponga ir demasido lejos afirmar que se hace más netamente hincapié
u Sobre la actitud respecto al grupo, com o diferente, asimismo, de la de los filó
sofos paganos, ver ahora el interesante estudio de Maria Daraki, «L’émergence du su
jet singulier dans les Confessions d ’Augustin», Esprit, febrero de 1981, pp". 95-115, es
pecialmente pp. 99 y ss.
a la vez en la trascendencia de Dios y en el dominio distinto del hom
bre?
Ocurre algo semejante a propósito del orden y de la justicia. Los
dos aparecen definidos en el lenguaje de la justicia distributiva. El or
den es (C D , XIX; 13) «aquella disposición que sitúa en su respectivo
lugar a las cosas semejantes y diferentes»; la justicia es «aquella vir
tud que distribuye a cada uno lo que se merece» (CD, XIX; 21). En
otro texto {De. Div. Quest., 31, Troeltsch, n. 73), «la justicia es aque
lla disposición de ánimo que, una vez asegurada la utilidad común
(conservata), confiere a cada uno su dignidad». C om o cosa sorpren
dente, la justicia opera aquí en relación con los individuos en el in
terior de un orden o un todo (la utilidad común), pero al margen de
este orden o todo — en el sentido de que no se dice que la justicia
sirva al mismo tiempo mediante esta operación— .
Me parece que basta con relacionar estos tres pasajes para perci
bir que indican en cierto modo una dirección que nos resulta fami
liar a nosotros los modernos: una creciente distancia entre la natura
leza y el hombre, una tendencia a aislar, bajo la égida de un orden
querido por Dios, un mundo de hombres considerados esencialmen
te como individuos y que no mantienen más que una relación indi
recta con el orden.
Algo semejante viene con frecuencia a la mente del lector de la
Introducción al estudio de san Agustín de Etienne Gilson. Así, per
cibimos un deslizamiento sutil entre la teología de Plotino y la de
Agustín, desde una estructura jerárquica hasta una jerarquía algo sus-
tancializada. Gilson señala que las sucesivas entidades engendradas
por el Uno en Plotino son cada una un poco inferior a la precedente,
de manera que forman una escala descendente regular, empezando
por la Inteligencia, seguida del Alma. En Agustín, el Hijo y el Espí
ritu Santo son iguales al Padre y forman uno con él; después, por de
bajo de ellos hay un intervalo, el intervalo existente entre generación
y creación (Gilson, pp. 143-144).
Pero volvamos a las implicaciones del estatuto dependiente del Es
tado: ciertos bienes terrestres reales, como la paz, no pueden ser p ro
curados independientemente de los bienes superiores: la paz no se ob
tiene, como imaginan los soberanos, a través de la guerra y de la vic
toria (CD, XV; 4). Esta distanciación permite a Agustín contemplar
con frialdad los horrores de la historia: los Estados tienen su origen
la mayoría de las veces en el crimen y en la violencia; Rómulo, al
igual que Caín, mató a su hermano (C D ; XVIII, 2). Esto nos hace
pensar en Hume. Al mismo tiempo, Agustín tiene confianza en las
todavía virtuales posibilidades del cristianismo, como en el desarro
llo sin precedentes que le espera. Frente al quietismo de los donatis-
tas, recomienda dinamismo y audacia. En aquellos años ensombrecí-
dos por la caída de Roma, se muestra intelectualmente lleno de en
tusiasmo, al aplicar la visión de Plotino al orden que la historia pone
progresivamente de manifiesto: está inspirado por un sentimiento de
progreso tan anacrónico que resulta por ello prodigioso, como cuan
do escribe: «Trato de estar entre aquellos que escriben progresando
y progresan escribiendo» (Brown, p. 419 etpassim). Con Agustín, pa
rece como si la visión escatológica bajo cuya influencia trabajaron los
primeros Padres y cuyo curso está lejos de haber acabado comenzase
ya a transformarse en algo así como la creencia moderna en el p ro
greso (Brown, pp. 473 y ss.).
Con Agustín, la Iglesia de Occidente avanza por el camino que
la conduce dentro del mundo y que la aleja cada vez más de su her
mana oriental, por muy bienaventurada y edificante que ésta sea, y
por muy satisfecha que esté de su solitario aislamiento en el seno del
Imperio.
Agustín compara en algún lugar la unión del alma y del cuerpo
a la del caballero y su caballo (C D , XIX, 3; Gilson, p. 58). La propia
alma es concebida como una realidad viva, y Gilson habla del eude
monismo de Agustín (pp. 58-59, 66). Aquí, en esta identidad de la ra
cionalidad y de la vida, en la garantía o promesa divina de la recon-
cialiación, reside quizás el mensaje central del cristianismo contem
plado a través de su historia, un mensaje que lo opone absolutamen
te al budismo.
Finalmente, si tomamos todo esto junto, cuando fe y sentimiento
invaden el dominio de la razón, cuando la historia adquiere una for
ma determinada, el futuro de la historia se llena de esperanza, y cree
mos asistir a una rehabilitación de la vida en el mundo, como si ésta
estuviese siendo redimida por la afluencia de una luz de otro mundo.
Una vez que hemos pasado revista a las ideas de los Padres de la
Iglesia relativas a nuestro tema, estudiaremos la evolución de la rela
ción entre Iglesia y Estado, especie de resumen del m undo, hasta la
coronación de Carlomagno en el 800. Mi tarea principal consistirá en
destacar una interesante fórmula de esta relación, y mostraré cómo
fue modificada en lo sucesivo.
En primer lugar, la conversión al cristianismo del emperador
Constantino a principios del siglo IV, además de obligar a la Iglesia
a unirse más estrechamente, trajo consigo un temible problema:
¿Cómo debía ser un Estado cristiano? De buen o mal grado, la Igle
sia se veía situada frente al mundo. Se alegró al ver que se ponía pun
to final a las persecuciones y se convirtió en una institución oficial
ricamente subvencionada. Ya no podía seguir devaluando el Estado
tan libremente como lo había hecho hasta ahora.
El Estado, en definitiva, había dado un paso fuera del mundo en
dirección a la Iglesia pero, al mismo tiempo, la Iglesia se hizo más
mundana de lo que había sido hasta entonces. Sin embargo, la infe
rioridad estructural del Estado se mantuvo, aunque con matices. La
libertad acerca de la cual yo llamaba la atención creció en el sentido
de que se hizo posible juzgar al Estado más o menos favorablemente
según las circunstancias y los temperamentos. Los conflictos no es
taban excluidos pero, a partir de ahora, iban a ser internos, tanto para
la Iglesia como para el Estado. La herencia de la realeza sagrada he
lenística debía inevitablemente chocar en su momento con la preten
sión de la Iglesia de seguir siendo la institución superior. Las friccio
nes que se produjeron en lo sucesivo entre el emperador y la Iglesia
y, en especial, con el primero de los obispos, el de Roma, giraron
principalmente en torno a problemas doctrinales. Mientras los empe
radores, preocupados por conseguir la unidad política, insistían en
proclamar compromisos, la Iglesia, los consejos ecuménicos y, espe
cialmente, el Papa querían, por su parte, definir la doctrina como fun
damento de la unidad ortodoxa, y soportaban mal la intromisión del
príncipe en el dominio de la autoridad eclesiástica. Una serie de di
vergencias doctrinales obligaron a la Iglesia a elaborar una doctrina
unificada. Estos debates acabaron con la condena de herejías como
el arrianismo, el monotelismo y el monofisismo, activas sobre todo
en Oriente, en torno a las antiguas Iglesias de Alejandría y Antio-
quía. Resulta sorprendente que la mayoría de estos debates hayan es
tado centrados en la dificultad de concebir y formular correctamente
la unión de Dios y del hombre en Jesucristo. Ahora bien, es esto lo
que nos aparece retrospectivamente como el meollo, el secreto del
cristianismo considerado a lo largo de toda su evolución histórica,
esto es, en términos abstractos, la afirmación de una transición efec
tiva entre el más-allá y este mundo, entre lo extra-mundano y lo in-
tra-mundano, la Encarnación del Valor. La misma dificultad aparece
más tarde en el movimiento iconoclasta, donde quizás fue catalizada
por una influencia puritana musulmana (lo sagrado no puede ser re
presentado). Al mismo tiempo, había tanto en el arrianismo como en
la iconoclastia un claro interés político imperial. N o obstante, Peter
son demostró que la adopción del dogma de la Santísima Trinidad
(concilio de Constantinopla, 381) había acabado de hecho con el m o
noteísmo político 20.
Alrededor del 500, cuando la Iglesia había existido oficialmente
dentro del Imperio durante aproximadamente unos dos siglos, el papa
Gelasio concibió una interesante teoría acerca de la relación entre la
20 Erik. Peterson, «Der Monotheism us als politisches Problem», Theologische
T raktake, Munich, 1951, pp. 25-147. Leach ha ligado arrianismo y milenarismo (cf.
supra, n.“ 10).
Iglesia y el emperador que fue, en lo sucesivo, recogida por la tradi
ción y ampliamente utilizada. Sin embargo, los intérpretes modernos
parecen no haber valorado plenamente a Gelasio. A menudo se in
terpreta su declaración noble y clara como un exponente de la yux
taposición y cooperación de los dos poderes o, como prefiero llamar
los yo, de las dos entidades o funciones. Se admite en cierto modo
que contiene un elemento jerárquico, pero, como los modernos no
se encuentran a gusto en esta dimensión, la suelen presentar mal o
no saben valorarla en todo su alcance. Por el contrario, la perspecti
va comparativa que es la nuestra debe permitirnos restaurar la estruc
tura lógica y la dignidad de la teoría de Gelasio.
Su declaración está contenida en dos textos que se complementan
mutuamente. En una carta dirigida al emperador, dice (Epístola
12) 21:
Existen principalm ente dos cosas, A u gu sto em p erado r, a través de las
cuales es g obernado este m u n d o : la autoridad sagrada de los p o ntífi
ces y el p o d e r real. D e estas dos, los sacerdotes llevan una carga tanto
más grande cuanto que han de dar cuenta de los reyes ante el m ism o
Señor en el juicio divino... [Y un poco más adelante]: D e b e inclinarse
sum isam ente ante los ministros de las cosas divinas y... debe recibir
de ellos los medios para su salvación.
La referencia a la salvación indica claramente que se trata en este
caso de un nivel supremo o último de consideración. Señalemos la dis
tinción jerárquica entre la auctoritas del sacerdote y la potestas del
rey. Tras hacer un breve comentario, Gelasio prosigue:
E n aquellas cosas que conciernen a la disciplina pública, los jefes re
ligiosos entienden que el p o de r imperial le ha sido conferido desde lo
alto, y ellos mismos obedecerán a sus leyes p o r te m o r de que parezca
que van en contra de su voluntad en los asuntos de este m u n d o .
El sacerdote está por lo tanto subordinado al rey en aquellos asun
tos mundanos que atañen al orden público. Lo que los comentaristas
modernos no acaban de ver plenamente, es que el nivel de conside
ración se ha desplazado desde las alturas de la salvación a la bajeza
de las cosas de este mundo. Los sacerdotes son superiores, ya que
sólo son inferiores en un plano inferior. N o estamos ante una simple
«correlación» (Mornson), ante una simple sumisión de los reyes a los
sacerdotes (Ullmann), sino ante una complementariedad jerárquica 22.
Los textos de Gelasio han sido tomados de Carlyle, op. cit. pp. 190-191 (pero
cf. n. 24). La traducción sigue más bien la de Dvornik, op. cit., II, PP- 804-805.
Karl F. Morrison, Tradition a n d A u th o r ity in the Western C hurch, 300-1140,
Y sucede que he encontrado la misma configuración en la antigua
India, la védica. Allá, los sacerdotes se consideraban como religiosa
o absolutamente superiores al rey, pero materialmente sometidos a
él 23. Si bien los términos son diferentes, la disposición es exactamen
te la misma que en Gelasio. Este hecho resulta sorprendente, dadas
las importantes diferencias entre los respectivos trasfondos. Del lado
indio, los fieles no formaban un cuerpo unido, el sacedocio no esta
ba organizado de forma unitaria y, ante todo, no se trataba de indi
viduos (el renunciante, del que he hablado antes, no había aparecido
todavía). Acabamos suponiendo de manera audaz que la forma co
mún, la configuración en cuestión es simplemente la fórmula lógica
de relación entre las dos funciones.
El otro texto fundamental de Gelasio se encuentra en un tratado,
De Anathematis Vinculo. Su principal interés radica para nosotros en
la explicación que da a la diferenciación de las dos funciones como
algo instituido por Cristo. Antes que él, «existían de hecho — aun
que en un sentido prefigurativo— hombres que fueron a la vez reyes
y sacerdotes», como Melquisedek. Después, «vino aquél que verda
deramente era rey y sacerdote», y fue él, Cristo, quién, «a la vista de
la fragilidad humana... separó los oficios de los dos poderes 24 por
medio de funciones y dignidades distintivas... con la intención de que
sus propias [gentes] se salvaran gracias a una humildad redentora...».
Sólo el demonio imitó la mezcla precristiana de las dos funciones, de
manera que, como dice Gelasio, «algunos emperadores paganos se hi
cieron llamar sagrados pontífices». Esta podría ser una alusión a aque
llo que en Bizancio seguía subsistiendo de realeza sagrada. Por lo de
más, podemos ver en este texto una hipótesis completamente plausi
ble sobre la evolución de las instituciones. N os parece razonable su
poner que la soberanía sagrada original, por ejemplo la del faraón o
la del emperador de China, se diferenció en dos funciones en ciertas
culturas, como en el caso de la India.
Sería interesante discutir las dificultades de los comentaristas de
estos textos. Tengo que elegir. U n autor reciente, el padre Congar 25,
considera la fórmula jerárquica autoridad/poder como algo puramen
Princeton University Press, 1969, pp. 101-105; Walter Ullmann, The G r o w tb o f Papal
G o v e r n m e n t in the M iddle /4gcs, Londres, 1955, pp. 20 y ss.
' 3 Cf. «La concepción de la realeza en la India antigua» (especialmente § 3), H H ,
apéndice C.
Sobre este punto, los textos proporcionados por nuestros autores parecen (di
versamente) corrompidos. Leemos con Sclnvartz: officia potestatis utriusq ue (E.
Schwartz, «Publizistische Sammlungen», A b b a n d l. der Bayer. A k a d e m ie , Philol-H is-
tor. A b te ilu n g , N .F . 10, Munich, 1934, p. 14).
2S Yves-M.-J-Congar, O .P. L ’Ecclésiologie du b a u t M o yen A ^ e , Paris, Ed. du Cerf,
1968.
te ocasional; y de hecho, hemos visto a Gelasio hablar, a propósito
de la diferenciación, únicamente de «dos poderes». ¿Pero acaso no
constituye esta distinción la mejor expresión de toda la tesis de G e
lasio? Por otra parte, Congar seguramente tiene razón cuando dice
(p. 256) que aquí la Iglesia no tiende a una realización temporal de
la «Ciudad de Dios». Como en el caso indio, la jerarquía se opone
lógicamente al poder: no pretende, como hará más tarde, trasladarse
ella misma al plano del poder. Pero he aquí que Congar sostiene
(pp. 255-256) que Gelasio no subordina el poder imperial al «poder»
sacerdotal, sino solamente el emperador a los obispos por lo que res
pecta a las res divinae, y concluye que, si bien el emperador como
creyente estaba dentro de la Iglesia, la propia Iglesia estaba dentro
del Imperio (como subraya). Mantengo que no conviene introducir
aquí una distinción entre la función y su gente que, por otra parte,
echaría a perder la argumentación de Gelasio, y que Carlyle recono
cía a su manera como ignorada a menudo por nuestras fuentes
(p. 169). De hecho, el Imperio culmina en el emperador, y hay que
interpretar a Gelasio como afirmando que, si bien la Iglesia está den
tro del Imperio para los asuntos de este mundo, el Imperio está den
tro de la Iglesia para los asuntos divinos. En general, parece como si
los comentaristas aplicasen a una proposición del año 500 una forma
de pensar más tardía y totalmente diferente. Reducen el uso estruc
tural, rico y flexible de la oposición fundamental sobre la cual Cas-
pary ha llamado nuestra atención a un asunto unidimensional del tipo
bien/o bien, en blanco y negro. Ahora bien, según Caspary, estas for
mas sólo aparecieron cuando, «con la fijación de las posiciones polí
ticas resultantes de la querella [de las investiduras] y, sobre todo, de
bido al hecho del lento desarrollo de las formas de pensar escolástica
y jurídica, la segunda mitad del siglo XII perdió esa especie de flexi
bilidad... e insistió más en la claridad y en las distinciones que en las
interrelaciones» (p. 190).
Hemos estudiado una importante fórmula ideológica. N o debe
mos imaginarnos que la sentencia de Gelasio reguló todos los con
flictos entre los dos principales protagonistas, ni que puso a todos de
acuerdo, de forma duradera o no. El mismo Gelasio fue llevado a for
mular su declaración debido a una aguda crisis que tuvo lugar tras la
promulgación por parte del emperador de una fórmula, el H enoti-
ko n , destinada a apaciguar a sus súbditos monofisitas. En general, los
patriarcas de la Iglesia oriental no seguían ciegamente al vicario de
San Pedro y, ante todo, el emperador tenía su propio punto de vista
en la materia. Ciertos rasgos indican que siempre subsistió en Bizan-
cio algo de la realeza sagrada helenística (cf. supra, n. 15), al menos
para uso propio del emperador y en el ámbito del palacio imperial.
Además, algunos emperadores pretendieron concentrar en sus manos
la supremacía espiritual al mismo tiempo que la temporal, y lo con
siguieron en ocasiones. N o sólo Justiniano, antes que Gelasio, sino
también Carlomagno y O tó n I, después y en Occidente, asumieron
cada uno a su manera las funciones religiosas supremas como parte
integrante de su reinado.
Sería difícil concebir una contradicción más evidente de la doc
trina de Gelasio que la política adoptada por el papado a partir de
mediados del siglo VIII. En los años 753-754, el papa Esteban II, to
mando una decisión sin precedentes, abandonó Roma, cruzó los Al
pes y fue a visitar al rey franco, Pipino. Lo confirmó en su realeza
y le otorgó el título de «patricio de los romanos», además del papel
de protector y aliado de la Iglesia romana. Cincuenta años más tar
de, León III coronaba emperador a Carlomagno en San Pedro de
Roma, el día de Navidad del año 800.
Si partimos de su situación general, podemos comprender cómo
fueron llevados los papas a adoptar una línea de acción tan radical.
Casi podríamos afirmar, al igual que Carlyle, que les fue impuesta
por las circunstancias. En un plano inmediato, podemos resumir lo
que sucedió en dos puntos. Los papas pusieron fin a una situación
de humillación, opresión y peligro dando la espalda a Bizancio y sus
tituyendo un protector lejano, civilizado pero molesto, por otro más
cercano, más eficaz, menos civilizado y que, por esta razón, podía es
perarse que fuera más dócil. Al mismo tiempo, aprovechaban el cam
bio para reivindicar la autoridad política soberana sobre una parte de
Italia. Los emperadores occidentales podrán más tarde mostrarse me
nos dóciles de lo que se esperaba y Carlomagno, para empezar, pro
bablemente veía los derechos políticos que garantizaba al papa como
si únicamente constituyesen una especie de autonomía bajo su p ro
pia supremacía. N o sólo afirmó su deber de proteger a la Iglesia, sino
también el de dirigirla.
Para nosotros, lo esencial es el hecho de que los papas se arro
guen una función política, como queda claro desde el principio. Se
gún el profesor Southern, cuando comentaba el pacto con Pipino,
«por primera vez en la historia, el papa había actuado como una au
toridad política suprema al autorizar la transferencia de poder en el
reino franco y había destacado su papel político como sucesor de los
emperadores al disponer de tierras imperiales en Italia». La apropia
ción de territorios imperiales en Italia no es del todo explícita al prin
cipio: el papa obtiene de Pipino y, más tarde, de Carlos el reconoci
miento de unos «derechos» y territorios de la «república de los ro
manos», sin que se distingan claramente los derechos y poderes pri
vados de los públicos, pese a que el exarcado de Ravena estaba in
cluido en ellos. Todavía no podemos hablar de Estado papal, aunque
exista una entidad política romana. U n documento falso, quizás algo
posterior, la llamada donación de Constantino, expresa claramente la
pretensión papal. En este texto, se le atribuye al primer emperador
cristiano la donación al obispo de Roma, en el 315, no sólo del «pa
lacio» de Letrán, de extensas tierras patrimoniales y del «principado»
religioso sobre todos los demás obispos como «papa» universal, sino
también el poder imperial sobre la Italia romana y las insignias y pri
vilegios imperiales 2 .
Desde nuestro punto de vista, lo que importa aquí, en primer lu
gar, es el cambio ideológico que vemos iniciarse de esta forma y que
se desarrollará plenamente más tarde, de manera totalmente indepen
diente con respecto al destino reservado de hecho a la pretensión pa
pal. Con la reivindicación de un derecho inherente al poder político,
se introduce un cambio en la relación entre lo divino y lo terrestre:
lo divino pretende ahora reinar en el mundo a través de la Iglesia, y
la Iglesia se hace mundana en un sentido en que no lo era hasta en
tonces. Los papas anularon, con una decisión histórica, la formula
ción lógica expresada por Gelasio de la relación entre la función re
ligiosa y la función política y optaron por otra diferente. La diarquía
jerárquica de Gelasio es sustituida por una monarquía de un tipo sin
precedentes, una monarquía espiritual. Los dos dominios o funcio
nes se juntan, y su distinción es relegada desde el nivel fundamental
a un nivel secundario como si no diferiesen en su naturaleza, sino so
lamente en su grado. Es la distinción entre espiritual y temporal tal
como la hemos conocido desde entonces, y se unifica el campo de ma
nera que podemos hablar de «poderes» espiritual y temporal. Resul
ta característico que el espiritual se conciba como superior a este úl
timo, incluso en el plano temporal, como si fuese un grado superior
de temporal o, por así decirlo, de temporal elevado a una potencia
superior. Siguiendo este eje es como el papa podrá concebirse más tar
de «delegando» el poder temporal en el emperador como si fuera su
representante.
En contraste con la teoría de Gelasio, se acentúa aquí la superio
ridad a expensas de la diferencia, y me arriesgaría a calificar este cam
bio como una perversión de la jerarquía. Al mismo tiempo, sin em
bargo, se llega a un nuevo tipo de coherencia. La nueva unificación
representa la transformación de una antigua unidad. Al recordar el
modelo arquetípico de la realeza sagrada, vemos cómo es sustituida
aquí por lo que podríamos llamar un sacerdocio regio.
Esta nueva configuración aparece llena de sentido y de futuros de
6 R. W. Southern, W estern Society a n d the C hurch in the M id d le A ges, Londres,
Penguin Books, 1970, p. 60; cf. Peter Partner, T he L a n d s o f St. Peter, Londres, 1972,
p p . 21-23.
sarrollos históricos. Resulta evidente que, en sentido general, el in
dividuo cristiano estará, a partir de ahora, más intensamente impli
cado en el mundo. Para seguir en el plano de las instituciones, este
movimiento, al igual que otros movimientos similares que le han pre
cedido, tiene un doble sentido: si la Iglesia se hace más mundana, el
dominio político, a la inversa, participa ahora más directamente de
los valores absolutos, universalistas. Por así decirlo, es consagrado de
manera totalmente nueva. Podemos así vislumbrar una virtualidad
que se realizará más tarde, a saber, el hecho de que una unidad po
lítica particular pueda a su vez emerger como portadora de valores
absolutos. Y tal es el Estado moderno, ya que no supone una conti
nuidad con respecto a otras formas políticas; se trata de una Iglesia
transformada, como constatamos por el hecho de que no aparece
constituido por diversos órdenes o funciones, sino por individuos
— un punto que el mismo Hegel no llegó a admitir -—.
Resulta imposible realizar aquí aunque sólo sea un esquema de
este futuro desarrollo. Digamos solamente que a este deslizamiento
que acabo de señalar le seguirán otros en la misma dirección, y que
esta larga cadena de deslizamientos desembocará finalmente en la
completa legitimación de este mundo, a la vez que en la transferencia
completa del individuo a este mundo. Esta cadena de transiciones
puede considerarse, al igual que la Encarnación del Señor, como la
progresiva encarnación en el mundo de esos mismos valores que el
cristianismo había reservado inicialmente al individuo-fuera-del m un
do y a su Iglesia.
Concluyendo: he propuesto que nos abstengamos de proyectar
nuestra idea familiar del individuo sobre los primeros cristianos y su
entorno cultural y que, por el contrario, reconozcamos una notable
diferencia entre las concepciones respectivas. El individuo como va
lor se concebía entonces como situado en el exterior de la organiza
ción política y social dada, estaba por fuera y por encima de ella, era
un individuo-fuera-del-mundo en contraste con nuestro individuo-
en-el-mundo. Con la ayuda del ejemplo indio, he sostenido que el
individualismo no hubiera podido desarrollarse de otra forma, apa
recer bajo otra forma a partir del holismo tradicional, y que los pri
~7 Cf. Principios de la filosofía del D erecho, 3.J parte, sección III, y su impaciencia
en 1831 ante la idea de que la revolución podría recomenzar (cf. «The English Reform
Bill», en H e g e l’s Political W ritings, Oxford, 1964, in fin e , y ia correspondencia; cf. la
nota final de Habermas en Hegel, Politische Schriften, Francfort, Suhrkamp, 1966,
pp. 364-365, y m uy especialmente la referencia al § 258 de la Filosofía del D e r e c h o :
«Si el Estado es confundido con la sociedad civil...»).
meros siglos de historia de la Iglesia mostraban los comienzos de la
adaptación al mundo de este ser extraño. Al principio, hemos subra
yado la adopción de la Ley de Naturaleza de los estoicos como un
instrumento racional para la adaptación a la ética mundana de los va
lores extramundanos. Seguidamente, nos hemos vuelto hacia una di
mensión muy significativa, la dimensión política. Inicialmente, el Es
tado es a la Iglesia lo que el mundo es a Dios. Por esto es por lo que
la historia de la concepción por parte de la Iglesia de su relación con
el Estado es fundamental en la evolución de la relación entre el p o r
tador de valores, el individuo-fuera-del-mundo, y el mundo. Des
pués de que la conversión del emperador y, más tarde, del Imperio,
impusiera a la Iglesia una relación más estrecha con el Estado, Gela-
sio desarrolló una fórmula lógica de esta relación a la que podemos
llamar diarquía jerárquica. Sin embargo, la verdad de esta fórmula no
debe ocultarnos el hecho de que no tiene nada que ver con el indi
vidualismo, como nos demuestra el paralelo indio. Después, en el si
glo VIII, se produjo un cambio dramático. Mediante una decisión his
tórica, los papas rompen sus lazos con Bizancio y se arrogan el po
der temporal supremo en Occidente. La situación tan difícil en la que
se encontraban les incitó a cometer este acto cargado de consecuen
cias, pero no sabría explicarlo por sí sola. Se produce con ello un des
lizamiento sutil pero fundamental. La Iglesia pretende ahora reinar,
directa o indirectamente, sobre el mundo, lo cual significa que el in
dividuo cristiano se encuentra a partir de ese momento sumido en el
mundo en un grado sin precedentes. Seguirán otras etapas en la mis
ma dirección, pero ésta es decisiva en general, y particularmente en
lo que se refiere a los desarrollos políticos venideros. Hemos pasado
así revista a algunos de los estadios de la transformación del indivi-
duo-fuera-del-mundo en individuo-en-el-mundo.
La principal lección sobre la que debemos meditar quizás sea que
la más efectiva humanización del m undo surgió a la larga de una re
ligión que lo subordinaba de la manera más estricta a un valor tras
cendente.
Calvino
Uno de los puntos débiles del presente estudio es el hecho de que
se detenga en el siglo VIII. La tesis se vería reforzada si pudiésemos
presentar el desarrollo subsiguiente hasta la Reforma. N o estoy en
condiciones de hacerlo por el momento, pero para compensar en cier
ta medida esta falta, propongo considerar brevemente el estadio final
del proceso tal como aparece representado en Calvino 28. Tomare
mos como base la interpretación llevada a cabo p o r Troeltsch y tra
taremos de mostrar que resulta ventajoso reformularla en el lenguaje
utilizado aquí 29.
¿En qué sentido puede considerarse que Calvino marca el fin de
un proceso? El desarrollo general continúa después de él. El indivi-
duo-en-el-mundo progresará con las sectas, con las Luces y en lo su
cesivo. Pero desde el punto de vista que hemos escogido, el de la re
lación conceptual entre el individuo, la Iglesia y el m undo, Calvino
marca un punto final: su Iglesia es la última forma que la Iglesia p o
día adoptar sin llegar a desaparecer. Además, cuando hablo de Cal-
vino, es teniendo en cuenta la Reforma tal como culmina — desde
nuestro punto de vista— en Calvino. Calvino construyó a partir de
Lutero. El sólo era consciente de que explicitaba, articulaba la posi
ción de Lutero y extraía las conclusiones lógicas de ella. Podemos
por lo tanto, para abreviar, evitar considerar el luteranismo en sí, re
tener solamente aquellas posiciones de Lutero que están presupues
tas en Calvino y dejar de lado sus demás puntos de vista como algo
que ha sido superado o sustituido por los de Calvino.
La tesis es sencilla. Con Calvino, la dicotomía jerárquica que ca
racteriza a nuestro campo de estudio deja de existir: el elemento m un
dano antagónico, al que el individualismo había reservado hasta en
tonces un sitio, desaparece totalmente en la teocracia de Calvino. El
campo está absolutamente unificado. El individuo se encuentra aho
ra en el mundo, y el valor individualista reina sin restricción ni limi
tación. Tenemos ante nosotros al individuo-en-el-mundo.
En realidad, el reconocimiento de este hecho no es nuevo, ya que
está presente en cada página del capítulo de Troeltsch sobre Calvino,
pese a que aparece expresado en un lenguaje algo diferente. Desde el
principio del libro, al final del capítulo sobre Pablo, Troeltsch dirigía
ya la mirada hacia esa unificación (pp. 81-82): «Este principio de sim
ple yuxtaposición de las condiciones dadas y de las pretensiones idea
les, es decir, la mezcla de conservadurismo y de radicalismo, sólo será
roto con el calvinismo».
2S Espero realizar en lo sucesivo una exposición completa.
29 Este epílogo no es, por tanto, más que un simple ejercicio sobre el texto de
Troeltsch. Si hace falta disculparse por no haber considerado una literatura más vasta,
diré que, si partimos de algunas incursiones, al igual que en los libros de C hoisy a los
que remite Troeltsch o en los propios Institutes de Calvino, encontramos que las pre
guntas planteadas reciben fácilmente una respuesta unívoca: no existe ninguna penum
bra, ninguna zona que requiriese otro punto de vista u otro enfoque; los contornos
han sido trazados con mano firme y no p odem os equivocarnos respecto a ellos. In
cluso hay algo un poco inquietante en la decidida seguridad de Calvino. En esto com o
en todo lo demás, es completamente moderno: el m undo rico, complejo y fluctuante
de la estructura ha sido desterrado.
El contexto sugiere la posibilidad de una alternativa: como con
secuencia de la unificación, o bien el espíritu anima toda su vida,
como ocurre en Calvino, o bien, a la inversa, la vida material domina
la vida espiritual. El dualismo jerárquico es sustituido por un conti-
nuum llano gobernado por una alternativa.
Calvino cree seguir a Lutero y, sin embargo, crea una doctrina di
ferente. Esto nos invita a partir de su carácter o temperamento par
ticular. Como dice Troeltsch, Calvino tiene una concepción muy sin
gular de Dios. Esta concepción corresponde precisamente a la incli
nación de Calvino y, en general, este proyecta en todas partes su ins
piración personal profunda. Calvino no tiene un temperamento con
templativo, sino que es un pensador riguroso cuyo pensamiento está
volcado hacia la acción. De hecho, reinó en Ginebra como un sólido
hombre de Estado y existe en él una vertiente legalista. Le gustaba
promulgar reglas y someter a su disciplina a sí mismo y a los demás.
Está poseído por la voluntad de actuar en el mundo y descarta me
diante razonamientos coherentes las ideas adquiridas que podrían im
pedírselo.
Esta disposición personal aclara los tres elementos estrechamente
ligados que son fundamentales en la doctrina de Calvino: las concep
ciones de Dios como voluntad, la de la predestinación y la de la ciu
dad cristiana como objeto al que se dirige la voluntad del individuo.
Para Calvino, Dios es esencialmente voluntad y majestad. Esto
implica una distanciación. Dios aparece aquí más lejano que antes.
Lutero había expulsado a Dios del mundo al rechazar la mediación
institucionalizada por la Iglesia católica 30, en la que Dios estaba pre
sente por delegación en una serie de hombres distinguidos como in
termediarios (dignatarios de la Iglesia, sacerdotes investidos de pode
res sacramentales, monjes consagrados a un tipo superior de vida).
Pero para Lutero, Dios era aún accesible para la conciencia indivi
dual a través de la fe, el amor y, en cierta medida, la razón. En Cal-
vino, el amor pasa al último plano, y la razón no se aplica más que
a este mundo. Al mismo tiempo, el Dios de Calvino es el arquetipo
de la voluntad, en el que podemos ver la afirmación indirecta del p ro
pio hombre como voluntad, y, más allá, la m ayor afirmación del in
dividuo, como opuesto o superior a la razón, si es preciso. Eviden
temente, el hecho de que haga hincapié sobre la voluntad es funda
30 Este rasgo parece haber sido bastante ignorado en la historia de las ideas. Tal
tipo de trascendencia parecerá más tarde insoportable a los filósofos alemanes. Colin
Morris constrasta afortunadamente el dicho de Karl Barth, según el cual no hay nin
gún punto de acuerdo entre D ios y el hombre, con la cercana presencia de D io s en
san Bernardo y con el esfuerzo cisterciense «de descubrir D io s en el hombre y a tra
vés del hombre» ( The D iscovery o f the In d ivid u a l, 1050-1200, Londres, 1972, p. 163.).
mental en la historia de toda la civilización cristiana, desde san Agus
tín hasta la filosofía alemana moderna, por no hablar ya de la liber
tad en general y de la conexión con el nominalismo (Occam).
La supremacía de la voluntad aparece dramáticamente expresada
en el dogma de la predestinación. Aquí, el punto de partida se sitúa
en el rechazo por parte de Lutero de la salvación a través de las obras,
que tendía ante todo a la destrucción del edificio católico, del ritua
lismo de la Iglesia y del dominio que ejercía sobre el individuo. Lu
tero había sustituido la justificación por las obras por la justificación
por la fe y, en lo esencial, se había detenido ahí, dejando al individuo
un margen de libertad. Calvino fue más lejos, afirmando con una co
herencia implacable la completa impotencia del hombre frente a la
omnipotencia de Dios. A primera vista, podríamos considerar esto
como una limitación del individualismo más que su progreso.
Troeltsch ve al calvinismo como si fuera una forma particular de in
dividualismo, más que un individualismo intensificado (n. 320). Q u i
siera demostrar que se produce una intensificación en lo que concier
ne a la relación del individuo con el mundo.
La inescrutable voluntad divina inviste a ciertos hombres con la
gracia de la elección y condena a los demás a la reprobación. La mi
sión del elegido es contribuir a la glorificación de Dios en el mundo,
y la fidelidad a esta misión constituirá la señal y la única prueba de
la elección. De esta manera, el elegido ejercita sin descanso su volun
tad en la acción. Ahora bien, al realizar esto en absoluta sujeción con
respecto a Dios, participará efectivamente de él al contribuir a la ma
terialización de sus designios. Trato de captar, sin duda alguna de ma
nera muy imperfecta, la combinación de sujeción y exaltación del yo
presente en la configuración de ideas y valores de Calvino. En este
nivel, es decir, en la conciencia del elegido, volvemos a encontrarnos
con la dicotomía jerárquica que nos resulta familiar. Troeltsch nos
previene contra una interpretación que vería en Calvino un indivi
dualismo atómico desefrenado. Es verdad q.ue la gracia divina, la gra
cia de la elección, es un punto central de su doctrina, y que a Calvi
no le importa poco la libertad del hombre. Sostiene que «el honor
de Dios está a salvo cuando el hombre se inclina bajo su ley, sea su
sumisión libre o forzada» (Choisy, citado por Troeltsch, n. 330). Sin
embargo, si vemos en esto la emergencia del individualismo-en-el-
mundo y si somos conscientes de la dificultad intrínseca de esta ac
titud, acabamos considerando la sujeción del elegido a la gracia de
Dios como la condición necesaria para la legitimación de esta transi
ción decisiva.
Hasta ese momento, en efecto, el individuo se veía obligado a re
conocer en el mundo un factor antagónico, un otro irreductible que
no podía suprimir, sino solamente subordinar, englobar. Esta limita
ción desaparece con Calvino, y la encontramos en cierto m odo reem
plazada por esa sujeción tan especial a la voluntad divina. Si esta es
realmente la génesis de lo que Troeltsch y Weber han llamado «as-
cetismo-en-el-mundo», preferiríamos invertir los términos y hablar
de una intra-mundamdad ascética o condicionada 31.
Podemos también contrastar la participación activa de Calvino en
Dios con la participación tradicional, contemplativa, que sigue sien
do la de Lutero. Parece como si, en vez de encontrar en otro mundo
un refugio que nos permita arreglárnoslas mejor o peor con las im
perfecciones de este, hubiésemos decidido encarnar nosotros mismos
ese otro mundo en nuestra decidida acción sobre este. Estamos ante
el modelo del artificialismo moderno en general, ante la aplicación sis
temática a las cosas de este mundo de un valor extrínseco, impuesto,
lo cual tiene una enorme importancia. N o se trata ya de un valor ex
traído de nuestra pertenencia al mundo, de su armonía o de nuestra
armonía con él, sino de un valor arraigado en nuestra heterogeneidad
con respecto a él: la identificación de nuestra voluntad con la volun
tad de Dios (Descartes: el hombre se convertirá en «amo y señor de
la naturaleza»). La voluntad aplicada de esta manera al m undo, el fin
perseguido, el motivo o resorte profundo de la voluntad nos resultan
extraños. Dicho de otra forma, son extramundanos. La extramunda-
nidad está ahora concentrada en la voluntad individual. Esto se co
rresponde bien con la distinción hecha por Toennies entre voluntad
espontánea y voluntad arbitraria, Naturwille y Kürwille, y vemos
aquí dónde tiene su origen lo arbitrario, o Willkür. Desde mi punto
de vista, esta disposición se encuentra asimismo subyacente bajo lo
que Weber ha llamado la racionalidad de los modernos.
Además, esta visión de Calvino nos permite corregir y profundi
zar el paradigma utilizado hasta este momento. Si la extramundani-
dad aparece ahora concentrada en la voluntad del individuo, pode
mos pensar que el artificialismo moderno como fenómeno excepcio
nal en la historia de la humanidad no puede comprenderse más que
31 Max Weber dijo aproximadamente lo mism o en 1910, en una discusión que si
guió a la conferencia de Troeltsch sobre el Derecho natural: oponía las formas cíe sen
timiento religioso que rechazaban el mundo» al «sentimiento religioso calvinista que
halla la certidumbre de ser hijo de D io s en el hecho de probarse a sí mism o (B e w a h -
rung ) que se triunfa... en el m undo dado y ordenado», y, además, oponía la «com u
nidad» de amor acósmica, característica de la Iglesia oriental y de Rusia, a la «socie
dad» o «formación de la estructura social sobre una base egocéntrica» («Max Weber
on Church, Sect and Mysticism», ed. por N elson , Sociological Analysis, 34-2, 1973,
p. 148).
Benjamin N elso n dice en otro lugar que el m isticism o-en-el-mundo requiere ser
más explícitamente reconocido de lo que Weber y Troeltsch han hecho (Sociological
Analysis, 36-3, 1975, p. 236, cf. supra, n. 6). esto parece confirmar el hincapié hecho
aquí mismo sobre la intramundanidad más que sobre el ascetismo.
como una lejana consecuencia histórica del individualismo-fuera-del-
mundo de los cristianos, y que aquello que llamamos el moderno «in-
dividuo-en-el-mundo» posee dentro de sí mismo, escondido en su
constitución interna, un elemento desapercibido pero esencial de ex-
tramundanidad. Existe por lo tanto una m ayor continuidad entre los
dos tipos de individualismo de lo que habíamos supuesto en princi
pio, con la consecuencia de que una hipotética transición directa en
tre el holismo tradicional y el individualismo moderno ya no sólo re
sulta improbable, sino imposible 32.
La transición hacia el individuo-en-el-mundo o, si se me permite
llamarlo así, la conversión a la intramundanidad, tiene en Calvino no
tables concomitantes. Hemos señalado la recesión de aspectos místi
cos y afectivos. N o están totalmente ausentes en los escritos de Cal-
vino pero sí, de manera muy espectacular, en su doctrina. La misma
Redención aparece concebida desde un punto de vista estrictamente
legalista, como la reparación de una ofensa al honor de Dios. Cristo
es el jefe de la Iglesia (en lugar del papa), el paradigma de la vida cris
tiana y el sello que da autenticidad al Antiguo Testamento. Las p ro
pias enseñanzas de Cristo no se adecuaban a la reglamentación de
una ciudad terrestre cristiana, y el Sermón de la montaña es, en suma,
eclipsado por el Decálogo. El pacto entre Dios y la Iglesia reproduce
el antiguo pacto entre Dios e Israel. Choisy ha insistido en la tran
sición de la «cristocracia» de Lutero a la «nomocracia» o «logocra-
cia» de Calvino.
Asimismo, la mayoría de los rasgos que le corresponden a la ex-
tramundanidad pierden su función y desaparecen. Hacía mucho tiem
po que el retorno del Mesías había perdido gran parte de su urgen
cia. Podemos afirmar que el reino de Dios, a partir de ahora, debe
construirse poco a poco sobre la tierra mediante el esfuerzo de los
elegidos. Para cualquiera que luche sin descanso contra los hombres
y las instituciones tal como son, el estado de naturaleza o de inocen
cia y la distinción entre Leyes de Naturaleza absoluta y relativa re
sultan vanas especulaciones.
Se nos plantea una cuestión: ¿podemos realmente afirmar que el
32 Las dos partes de nuestro paradigma inicial habían sido primero introducidas
más o menos independientemente y parecía que se contradecían. En dos palabras: la
distinción holismo/individualismo supone un individualismo-en-el-mundo, mientras
que, en la distinción intramundano/extramundano, el polo extramundano no se opone
al holismo (al menos de la misma manera que el polo intramundano). D e hecho, el
individualismo extramundano se op on e jerárquicam ente al holismo: al ser superior a
la sociedad, la deja intacta, mientras que el individualismo intramundano niega o des
truye la sociedad holista y la sustituye (o pretende hacerlo). La continuidad que aca
bamos de percibir entre los dos tipos, especialmente en el ejemplo de Calvino, refuer
za su unidad y matiza su diferencia. El paradigma inicial es así confirmado.
valor individualista reina ahora sin contradicción ni limitación? A pri
mera vista, parece que no es así. Calvino conserva la idea medieval
según la cual la Iglesia debe dominar al Estado (o al gobierno polí
tico de la ciudad), y ante todo piensa siempre en la Iglesia como algo
que se identifica con la sociedad global. Troeltsch ha subrayado cui
dadosamente este punto: mientras que numerosos rasgos del calvi
nismo le inclinaban hacia la secta, y pese a los desarrollos que se die
ron en esa dirección o en la de las «Iglesias libres», Calvino defendió
siempre el estricto control por parte de la Iglesia de todas las activi
dades que tienen lugar en el interior de la comunidad social entera
y, más aún, llevó a la práctica de manera estricta tal control en Gi
nebra. Podemos por lo tanto suponer que no ha desaparecido todo
rastro de holismo y que, para Calvino, al igual que ocurría antes, el
individualismo se vio hasta cierto punto compensado por las necesi
dades de la vida social. Troeltsch sostiene que no sucede nada de eso:
«La idea de comunidad no se desarrolló a partir de la concepción de
la Iglesia y de la gracia, como en la Iglesia luterana; al contrario, de
riva del mismo principio del que surge la independencia del indivi
duo — conocer el deber ético de preservar la elección y de hacerla
efectiva— y de un biblicismo abstracto» (pp. 625-626).
Troeltsch cita a Schneckenburger (n. 320): «No es la Iglesia la que
hace de los creyentes lo que son, sino los creyentes los que hacen de
la Iglesia lo que es», y añade: «La concepción de la Iglesia se sitúa
en el marco de la predestinación». A través de la predestinación, en
suma, el individuo supera a la Iglesia. H e aquí un cambio fundamen
tal, que comprenderemos mejor si recordamos que Lutero, a la vez
que creía mantener inalterada la idea de la Iglesia, la vaciaba en rea
lidad de su núcleo vital. Subsistía entonces como una institución de
gracia o de salvación (Heilsanstalt), pero la predestinación de Calvi
no la privaría incluso de esta dignidad, de hecho si no en principio.
La Iglesia permaneció como un instrumento de disciplina que actua
ba sobre los individuos (tanto los elegidos como los reprobados, ya
que resultaba imposible distinguirlos en la práctica) y sobre el go
bierno político. Más exactamente, era una institución de santificación
(.Heiligungsanstalt) que resultaba eficaz para la cristianización de la
vida de la ciudad. Toda la vida, en el interior de la Iglesia, la familia
y el Estado, en la sociedad y la economía y en todas las relaciones
privadas y públicas, debía ser modelada por el Espíritu y la palabra
divinos transmitidos por los ministros de la Iglesia (y eventualmente
confirmados por el Consistorio en el que estaban representados los
laicos). De hecho, la Iglesia era ahora el órgano mediante el cual los
elegidos debían reinar sobre los reprobados y cumplir su tarea para
mayor gloria de Dios. Conservaba algunos rasgos de la antigua Igle
sia y se distinguía así de la secta, pero al mismo tiempo se había con
vertido en la práctica en una asociación compuesta de individuos
(cf. n. 31).
En definitiva, Calvino no reconocía ni en la Iglesia ni en la socie
dad o comunidad, la república o ciudad de Ginebra — las dos coin
cidían en cuanto a sus miembros— , ningún principio de carácter ho-
lista que hubiese limitado la aplicación del valor individualista. Sólo
reconocía imperfecciones, resistencias u obstáculos a los que había
ue tratar de modo apropiado y un campo unificado para el ejercicio
3 e la actividad del elegicfo, es decir, para la glorificación de Dios.
Sin olvidar el vasto hiato cronológico que hay en este estudio, me
atreveré a formular una conclusión provisional. C on Calvino, la Igle
sia que engloba al Estado desapareció como institución holista.
Y, sin embargo, la reforma, estoy tentado de decir la revolución,
operada por Calvino — la unificación del campo ideológico y la con
versión del individuo al mundo— sólo fue posible gracias a la acción
secular de la Iglesia. Está claro que, hasta la Reforma, la Iglesia había
sido el gran agente de la transformación que estamos estudiando,
como una especie de mediador activo entre el individuo-fuera-del-
mundo y el mundo, es decir, la sociedad y, en particular, el Imperio
o el Estado.
Podríamos pues, en principio, sustituir nuestro modelo inicial por
otro más preciso, pero debo conformarme con un esquema. Entre el
valor englobante — el individuo-fuera-del-mundo— y las necesidades
y consuelos terrestres, hay que situar a la Iglesia. La vemos a través
de los siglos activa en dos frentes, afirmándose frente a la institución
política y también, en líneas generales, contra el individuo. La Igle
sia, en efecto, se engrandeció de dos formas: por un lado, subordi
nando, al menos en principio, al Imperio y por otro, a través de la
reforma gregoriana y, en particular, de la doctrina de los sacramen
tos (entre ellos la penitencia), al atribuirse ciertas funciones y capa
cidades que le permitían allanar para el común de los fieles el camino
de la salvación pero que, con la Reforma, el individuo quiso ensegui
da recuperar. Lutero y Calvino atacan a la Iglesia católica ante todo
como institución de salvación. En nombre de la autosuficiencia del
individuo-en-relación-con-Dios, ponen fin' a la división del trabajo
instituida por la Iglesia en el plano religioso. Al mismo tiempo acep
tan, o por lo menos Calvino acepta de manera muy clara, la unifica
ción lograda por la Iglesia en el plano político.
Con esta doble actitud, el individualismo-en-el-mundo de Calvi
no se apropia de golpe del terreno previamente unificado, en gran me
dida, por la Iglesia. La Reforma recoge el fruto madurado en el seno
de la Iglesia.
Dentro de la continuidad del proceso en general, la Reforma cons
tituye una crisis marcada por la inversión en un plano preciso: la ins
titución que había sido cabeza de puente del elemento extramundano
y que había conquistado el mundo se encuentra ahora condenada a
sí misma por haberse hecho mundana en el intervalo.
Capitalo 2
GÉNESIS, II. LA CATEGORÌA POLÌTICA Y EL
ESTADO A PARTIR DEL SIGLO XIII *
Introducción
En tanto en cuanto trata acerca de la concepción moderna del in
dividuo, el estudio siguiente es muy limitado en relación con el que
recomendaba Max Weber a principios de siglo 1. Es comparativo en
su origen y en su objetivo. Expresiones tales como «individualismo»,
«atomismo» y «secularismo» sirven a menudo para caracterizar a la
sociedad moderna en comparación con las sociedades de tipo tradi
cional. En particular, es un lugar común oponer la sociedad de castas
y la sociedad occidental moderna. De un lado, libertad e igualdad,
del otro, interdependencia y jerarquía, ocupan el primer plano. P o
* Este ensayo, publicado en 1965, marca el inicio de la investigación. D e ahí que
su título original fuera m uy general: «The M o d e m Conception o f the Individual. N o
tes on its genesis and that of concomitant institutions», C ontributions to Indian So-
ciology, VIII, octubre de 1965. En francés en Esprit, febrero de 1978: «La conception
moderne de l’individu. N o t e s sur sa genèse, en relation avec les conceptions de la po-
liti que et de l'État, à partir du X I I I e siècle».
«El término «individualismo» reviste las más heterogéneas nociones que poda
mos imaginarnos [...] un análisis radical de estos conceptos sería ahora, de nuevo [des-
ués de Burckhardt], enorm em ente valioso para la ciencia { L ’Ethique protestante et
F Esprit du capitalisme, Paris, Pion, 1964, p. 122, n. 23).
demos alinear parejas de contrarios: la permanencia frente a la m o
vilidad, la abstracción frente a la realización, etc... Podemos también
preguntarnos si hay tanta diferencia entre las prácticas sociales de
aquí y las de allá, como observamos en las respectivas teorías socia
les, explícitas o implícitas, y subrayaría, llegado el caso, que la socie
dad occidental no ignora absolutamente las actitudes e incluso las
ideas que caracterizan a la sociedad de castas. N o obstante, van a ser
las concepciones, y únicamente las concepciones predominantes, las
que centrarán aquí nuestra atención. Trataremos de expresar de m a
nera más precisa el marco ideológico occidental comparándolo con
el caso de la India tradicional.
Encontramos un contraste similar en nuestra propia teoría polí
tica entre las teorías antiguas (y algunas modernas), en las que el todo
(social y) político es lo primero, y las teorías modernas en las que
son los derechos del hombre individual los que se anteceden y los
que determinan la naturaleza de las buenas instituciones políticas. P o
demos oponer con Weldon las teorías «orgánicas», representadas por
la República de Platón — la cual recuerda fuertemente la teoría india
de los varnas o, más bien, la tripartición indoeuropea de las funcio
nes sociales— o también por el Estado de Hegel, y por otra parte,
las teorías «mecánicas» 2, como la doctrina del contrato social y la
del trust 3 político de Locke. Para distinguirlas, nos preguntaremos
cuál es el concepto prioritario o principal en que se basa la valora
ción fundamental, si es el todo, social o político, o el individuo hu
mano elemental. Hablaremos así, según sea el caso, de «holismo» y
de «individualismo». Esto nos lleva a distinguir dos sentidos en la pa
labra «individuo»:
2 T. D . Weldon, States a n d M oráis, Londres, 1946. Karl Popper ha opuesto asi
mismo sociedad «abierta» y sociedad «cerrada» (T he O p en Society a n d its E nem ies,
Londres, 1945, 2 vols.; trad. fran. L a Société o u verte et ses en n e m is, París, Ed. du
Seuil, 1979. En una dirección algo diferente, recorremos aquí un terreno clásico de la
sociología («comunidad» y «sociedad» de Toennies y, en Durkheim, divisiones mecá
nica y orgánica del trabajo). El uso de los mismos términos en W eldon y Durkheim
no es contradictorio si los comparamos, ya que estos se refieren a niveles diferentes,
y la aparente inversión remite a una relación de complementariedad: la misma socie
dad moderna que ha desarrollado hasta un grado sin precedentes la división orgánica
del trabajo y la interdependencia, de hecho, entre los hombres ha afirmado también
en el plano moral y político al ser humano particular co m o independiente e idealmen
te autosuficiente, y adoptado de manera predominante teorías mecánicas (individua
listas) del Estado. La afirmación ideológica del Individuo va acompañada empírica
mente de un grado inusitado de interdependencia (cf. H A E / , p. 195 y n. 10; H A E I,
tr., p. 205 y n. 10). Podemos suponer que un quiasma tal entre niveles diferentes acom
paña siempre a una diferenciación ideológica. H ay razones por lo tanto para situar a
Durkheim dentro de Toennies (y Weldon), y no a la inversa.
T r u s t: confianza que se otorga a una persona a la que se convierte en propietario
legal de una propiedad o de un poder con el fin de que lo use en beneficio de otra
persona (Shorter O x fo r d Dictionnary).
1) el sujeto empírico de la palabra, el pensamiento y la voluntad,
especimen indivisible de la especie humana, tal como el observador
lo encuentra en todas las sociedades;
2) el ser moral, independiente, autónomo y, por tanto, (esencial
mente) no social, tal como lo encontramos ante todo en nuestra ideo
logía moderna del hombre y de la sociedad.
Nuestro problema aquí, consiste en tratar de recoger una serie de
etapas en la constitución o en el desarrollo del individuo, en el se
gundo sentido del término, partiendo de la sociedad medieval, que
parece a primera vista más cercana a la sociedad holista de tipo tra
dicional que a la sociedad individualista de tipo moderno.
¿Es acaso factible realizar una investigación de esta amplitud? ¿No
correrá quizás el que lo intenta el peligro de ser tachado de incom
petente y presuntuoso? H e averiguado que autoridades reconocidas
como Figgis, Gierke y Elie Halévy habían respondido, de hecho, a
algunas de estas preguntas para periodos y aspectos diferentes del de
sarrollo histórico. Era por tanto posible presentar un esquema, sin
duda incompleto pero general y, si tenemos en cuenta el estado ac
tual de la cuestión, útil, entrelazando los temas centrales o las con
clusiones principales de estos especialistas y completándolos llegado
el caso.
Tomás de Aquino y Guillermo de Occam
Resulta cómodo partir de la combinación de revelación cristiana
y de filosofía aristotélica en Tomás de Aquino. Pese a su estrecha
unión, podemos distinguir los dos elementos si afirmamos que, mien
tras en el plano de la religión, de la fe y de la gracia cada hombre es
un todo viviente, un individuo privado en relación directa con su crea
dor y modelo, en el plano de las instituciones terrestres, por el con
trario, es un miembro de la comunidad, una parte del cuerpo social.
Si, por una parte, cada persona se basta a sí misma, este hecho está
fundado en los valores últimos revelados, está arraigado en la intimi
dad de la persona con Dios, al contrario que sus relaciones terres
tres. Por otra parte, la comunidad terrestre está legitimada, con la
ayuda de Aristóteles, como un valor secundario en tanto en cuanto
es una institución racional, en contradicción con la doctrina anterior
que no la admitía más que como un remedio que el pecado original
había hecho necesario 4.
4 En términos generales, este es un lugar común. Este punto aparece claramente
La concepción de la universitas, es decir, del cuerpo social como
un todo del que los hombres vivos no constituyen más que las par
tes, pertenece obviamente a las concepciones tradicionales de la so
ciedad. (Pero aparece aquí englobada dentro del individualismo cris
tiano, cf. H A E I, p. 24; H A E I, tr., p. 26). A partir de este estado,
la evolución va a consistir en un debilitamiento progresivo de esta
concepción en favor de otra, la de societas, o asociación pura y sim
ple. Dentro de este proceso, nos conformaremos con aislar algunas
etapas parciales del cambio.
Guillermo de Occam, el gran escolástico franciscano de la prime
ra mitad del siglo X IV , ocupa aquí un lugar como el heraldo del es
tado espiritual moderno. A primera vista, parece sin embargo retor
nar al pasado, ya que representa por una parte una revuelta contra la
legitimación del orden mundano, una vuelta a los Padres fundadores
y a la exclusiva primacía que estos daban a la revelación. (Dos siglos
más tarde, Lutero apelará igualmente a san Agustín frente a Aristó
teles.) Pero Occam es también aquel que expone sistemáticamente el
nominalismo frente al realismo de santo Tomás, así como el funda
dor del positivismo y del subjetivismo en Derecho, y todo esto re
presenta una invasión espectacular del individualismo, como vamos
a ver5.
Para Tomás de Aquino, los seres particulares como Pedro o Pa
blo eran «sustancias primeras», es decir, entidades autosuficientes de
la primera categoría, pero los «Universales», como el género y la es
pecie, y las categorías o clases de seres se concebían también como
realmente existentes en sí mismas y eran, de este modo, denomina
das «sustancias segundas» 6. Occam, con m ayor precisión que Duns
Scoto, antes que él, ataca este punto de vista. Para él, como lógico
experto que creía seguir a Aristóteles, debe establecerse una distin
ción neta entre las cosas (res) de un lado y los signos, palabras y uni
versales, de otro; «Las cosas no pueden ser por definición más que
«simples», «aisladas», «separadas»; ser, supone ser único y distinto...
En la persona de Pedro, no hay más que Pedro, y ninguna otra cosa
expresado en Ernst Cassirer, The M yth o f the S tate, N . Haven, 1946, cap. IX. Cf. tam
bién Michel Villey La Formation de la pensée ju ridiqu e m oderne. L a Franciscanisme
et le D roit (Cours d ’histoire et de philosophie du droit), Paris, Les Cours de droit,
1963, copia a multicopista.
5 Lo que sigue es un simple resumen de Villey, op. cit., pp. 147-275.
6 lb id ., p. 204: «El m undo exterior no sólo es una nube de átomos en desorden,
una nube de individuos, sino que comporta él mism o un orden, unas clases en donde
vienen a ordenarse cada uno de los seres singulares (de las «causas formales») y de las
naturalezas (de las «causas finales»); y todo un sistema de relaciones entre individuos,
por encima de los individuos. To d o esto existe objetivamente, independientemente del
intelecto que lo descubre en las cosas.»
que se distinga «realmente» ni «formalmente». El animal o el hom
bre — así como tampoco la animalidad o la humanidad— no son co
sas, no son «seres» (Villey, op. cit., p. 206). N o existen «sustancias
segundas», como para santo Tomás. C om o diríamos hoy en día, no
debemos reificar nuestras clases o ideas. Occam en su polémica con
tra el papa, llega incluso a negar que exista realmente algo como «la
orden franciscana»: hay solamente monjes franciscanos desperdiga
dos a través de Europa 7. Los términos generales poseen algún fun
damento a la realidad empírica, pero no significan nada en sí mis
mos, a no ser un conocimiento imperfecto e incompleto de aquellas
entidades reales a las que bien podemos llamar aquí entidades indivi
duales.
La consecuencia más importante que de ahí se deriva es que no
podemos extraer de los términos generales que utilizamos conclusio
nes normativas. En particular, no existe una ley natural deducida de
un orden ideal de las cosas; no hay nada más allá de la ley real esta
blecida, bien por Dios, bien por el hombre con permiso de Dios, la
ley positiva. En primer lugar, sería contrario al «poder absoluto» de
Dios (plenitudo potestatis) el estar limitado por otra cosa que no fue
ra él mismo. Veremos cómo esta referencia al poder de Dios se re
fleja en las instituciones humanas. La ley, que en su aspecto más esen
cial era una expresión del orden descubierto en la naturaleza por el
espíritu humano, se convierte toda ella en la expresión del «poder»
o de la «voluntad» del legislador. Además, mientras que antes se con
cebía el Derecho como una relación justa entre seres sociales, ahora
se convierte en el reconocimiento social del poder (potestas) del in
dividuo. Occam aparece aquí como el fundador de la «teoría subje
tiva» del Derecho, que es, en realidad, la teoría moderna del Dere
cho 8.
7 ¿C ó m o no reconocer aquí a O ccam, a título m uy particular, co m o el padre es
piritual de los anglosajones modernos? U n a típica controversia tiene lugar, hasta cier
to punto, entre Gierke y su distinguido traductor, Sir Ernest Barker (cf. más lejos,
n. 16). Gierke: «La mirada dirigida hacia lo “real” se niega a reconocer, en la unidad
de existencia viva y permanente de un pueblo, algo más que una apariencia sin sus
tancia, y rechaza co m o una “ficción jurídica” el hecho de elevar esta unidad hasta el
rango de una persona.» Barker (en una nota): «El lector puede m uy bien simpatizar
con la “mirada dirigida hacia lo real”, y puede así verse llevado a dudar si lo que Gier
ke llama la D aseinseinheit eines Volkes es realmente una sustancia en el sentido de un
ser o de una persona. Podem os sostener que la unidad de existencia que encontramos
en un pueblo es la unidad de conten ido com ún a numerosos espíritus, o de una meta
común, pero no la unidad de un Ser de Grupo o de una persona colectiva» (op. cit.,
p. 47, L X X X I y ss. La traducción de Barker fue publicada en 1934, o sea, un año des
pués de la llegada de Hitler al poder, y p od em os pensar que sus reservas se vieron re
forzadas por los acontecimientos contemporáneos.
8 Esto concuerda naturalmente con el nominalismo y el positivismo jurídicos de
N o podemos suponer que Occam haya influido directamente en
el desarrollo moderno del Derecho, ya que sus escritos jurídicos no
parecen haber sido muy conocidos. Toda su obra, sin embargo, re
sulta enormemente significativa. Hablar po r un lado de nominalismo
y por otro de positivismo y subjetivismo jurídicos, supone simple
mente marcar el nacimiento del Individuo en la filosofía y el D ere
cho. Cuando ya no hay nada ontológicamente real más allá del ser
particular, cuando la noción de «Derecho» se vincula, no ya con un
orden natural, sino con el ser humano particular, este ser humano par
ticular se convierte en un individuo en el sentido m oderno del tér
mino. U n corolario inmediato de esta transformación lo constituye
el hecho de que se haga hincapié en la noción de «poder» (potestas),
que aparece así como un equivalente funcional moderno de la idea
tradicional de orden y de jerarquía. Resulta sorprendente que esta no
ción de poder, que juega un papel tan considerable y oscuro en la teo
ría política de nuestro tiempo, aparezca así desde los comienzos de
la era individualista. Si bien Occam no trata acerca de la política p ro
piamente dicha, sí deja entrever las nociones de soberanía del pueblo
y de contrato político 9.
Occam, pero llega a estas conclusiones de una manera indirecta que es m uy curiosa e
instructiva. El no era jurista, sino lógico. Fue la polémica entre el papa y los francis
canos la que le llevó a tratar sistemáticamente el Derecho. La orden que su fundador,
san Francisco de Asís, había dedicado a la pobreza se hizo m uy rica y, finalmente, los
papas decidieron obligarla a que aceptara la propiedad de los bienes que, de hecho,
disfrutaba. Fue contra esta política, y para impedir que los franciscanos fueran, co n
trariamente al deseo de su fundador, atrapados por los asuntos mundanos, co m o O c
cam desarrolló sus nuevas definiciones de la ley y el Derecho.
«Traslada a la teoría jurídica de la propiedad su amor por la vida cristiana y fran
ciscana comunitaria: esto le lleva a dar una imagen del derecho de propiedad volu n
tariamente empobrecida y peyorativa, trazada desde el punto de vista del monje y sólo
para justificar que los monjes se abstuvieran de ella». (Villey, op.cit., p. 257).
Su intención era la de restringir la esfera jurídica, pero la hizo aún más indepen
diente y, debido a su individualismo y su positivismo, más absoluta y apremiante de
lo que nunca había sido. Por oposición a la simple facultad de usar una cosa, un de
recho sobre esa cosa se caracteriza por su sanción, es decir, por la posibilidad de ha
cerlo reconocer por un tribunal. «Un derecho es un poder reconocido por la ley p o
sitiva», así habla el abogado de la pobreza, anunciando de hecho la era de la propiedad
privada. Se objetará que la idea moderna de propiedad deriva del D erecho romano.
Es poco probable, en realidad, que sean los interpretes m odernos del D erecho roma
no los que la han impuesto, com o sostiene nuestro autor a lo largo de un desarrollo
que, si bien no pone de acuerdo a los romanistas, es al menos m uy significativo para
el sociólogo (ib id ., p. 230 y ss.).
; Se espera en este período una referencia a la L e x Regia: «Lo que place al prín
cipe tiene fuerza de ley, ya que a través de la L e x Regia... el pueblo le na concedido
todo su dominio y poder» (ibid., p. 223, cf. John N eville Figgis, Studies in Political
T h o u g h t fr o m Gerson to G rotius, 1414-1625, Cambridge, 1907. Cito a partir de la ed.
de Harper Torchbooks, N e w York, 1960, pp. 25-26). A sim ism o, el poder legislativo
es considerado com o una delegación de poderes, «de manera que todo el derecho se
com pone de poderes individuales» (Villey, op. eit., p. 258).
En general, y concretamente en el plano social, ya no hay lugar
para la idea de comunidad. Esta es suplantada por la libertad del in
dividuo, que Occam extiende desde el plano de la vida mística al pla
no de la vida en sociedad. Hemos sustituido, al menos de manera im
plícita, la comunidad por una sociedad, y las raíces religiosas de esta
primera transición, tan decidida como decisiva, son evidentes.
De la supremacía de la Iglesia a la soberanía política
(siglos XIV-XVI)
Una serie de conferencias dadas en 1900 por J. N . Figgis sobre el
nacimiento del Estado moderno, cuyo tema principal no parece ha
ber sido seriamente cuestionado, desde entonces, nos proporciona
una obra básica irremplazable, tanto más valiosa para nosotros cuan
to que permite que la comparación con la India se desarrolle sin obs
táculos. Figgis había encontrado el origen de la teoría del Derecho
divino de los reyes en el Derecho de los papas. En sus «Estudios so
bre el pensamiento político de Gerson a Grotius», señala el origen,
en el pensamiento medieval, de las ideas políticas y describe la revo
lución a través de la cual se emanciparon; el nacimiento de la teoría
moderna del Estado, en definitiva.
En principio, el libro comienza con el Concilio de Constanza, en
1414. Pero podemos situar el punto de partida en el siglo X IV , ya que,
en la introducción, el autor esboza la situación medieval en general
y menciona a los autores del siglo XIV . Subraya el triple aspecto de
su estudio: la supremacía de la Iglesia en la Edad Media, la revolu
ción que lleva a la primacía del Estado y la continuidad subyacente
a la transformación. Me limitaré esencialmente a los dos primeros as
pectos.
Si tratamos de hacer un paralelismo entre la situación cristiana me
dieval y la situación india tradicional, la primera dificultad estriba en
que, mientras en la India los bramanes se conformaban con la supre
macía espiritual, en Occidente la Iglesia ejercía también un poder tem
poral, centrado ante todo en la figura de su jefe, el papa. Mirando
las cosas grosso modo, la Edad Media parece haber conocido una d o
ble autoridad temporal. Además, puesto que la instancia espiritual no
desdeñaba investirse del poder temporal, podríamos incluso pregun
tarnos si la temporalidad no gozaba ya de hecho de cierta preemi
nencia. En contraste con estas suposiciones, la afirmación central de
Figgis nos acerca mucho más al panorama indio.
En la E dad Media, la Iglesia no era un Estado, sino el Estado; El Es
tado, o más bien la au toridad civil (ya que no se reconocía una socie
d ad civil separada) era simplemente el departamento de polícia de la
Iglesia. Esta últim a había to m ad o del Im perio ro m a n o su teoría de la
jurisdicción absoluta y universal de la au toridad suprem a, y la desa
rrolló en aquella o tra de la p lenitud de p o d e r (plenitudo potestatis) del
papa. El papa era el dispensador su p rem o de la ley, la fuente del h o
nor, incluido el h o n o r real, y la única fuente terreste legítima de p o
der, el fu n d ad o r legal, si no de hecho, de las órdenes religiosas y de
los grados universitarios, el sup rem o «juez y divisor» entre las nacio
nes, el guardián del D erecho internacional y el,vengador de la sangre
cristiana (Figgis, op. cit., p. 5).
Interpretaré aquí la primera frase, que he puesto en cursiva, como
portadora de dos significados: en primer lugar, que la Iglesia, o cris
tiandad universal, abarcaba todas las instituciones particulares y cons
tituía la única sociedad, la sociedad global en sentido m oderno; en
segundo lugar, que esta comunidad universal de los cristianos asumía
en su jerarquía espiritual aquellos poderes que llamaríamos de otra
forma políticos, incluso si los delegaba, o delegaba parte de ellos, a
instancias temporales. El primer rasgo, según el cual los valores últi
mos determinan las fronteras de la sociedad global, nos lo encontra
mos también en el caso indio; el segundo diferencia los dos casos,
aunque subsista una cierta similitud en la subordinación de las ins
tancias temporales a las espirituales 10.
¿Pero acaso no habría que matizar? La doctrina de la supremacía
de la Iglesia no fue ni permanente, a partir de los primeros siglos, ni
carente de oposición alguna. Figgis, en el pasaje citado, afirma que
esta supremacía fue «desarrollada», y se muestra más explícito en su
«Derecho divino de los reyes» (cap. III). La plenitudo potestatis del
papa fue proclamada por Inocencio III (1198-1216), y la doctrina pa
pal se desarrolló sin ninguna duda desde la lucha de Gregorio VII
contra el emperador Enrique IV, alrededor de 1080, hasta el absolu
tismo de la bula Unam Sanctam de Bonifacio VIII, en 1302. Para al
gunos autores, la relación entre los dos principios o poderes, el ecle
siástico o papal y el secular o imperial, no se elaboró de manera pre
cisa hasta el último cuarto del siglo XI n .
Desde entonces, resultaría tentador para el espíritu m oderno con
siderar el crecimiento en precisión y autoritarismo de las pretensio
nes papales como la expresión de la creciente rivalidad entre papa y
emperador, o quizás incluso como una consecuencia de la impacien
10 Subrayamos que Figgis pensaba, gracias a su sentimiento religioso, «entrar en
el espíritu, y no sólo anotar los hechos exteriores, del m undo medieval.» (cf. sobre el
método, Figgis, op. cit., pp. 35-36).
11 Ver Jean Rivière, L e P roblèm e de l ’Église et de l ’É ta t au tem ps de Philippe de
Bel, Lovaina, 1962, introducción.
cia creciente de los emperadores ante las pretensiones papales. Ade
más, la doctrina papal no deja de tener, en este período, alguna opo
sición: los emperadores, en cierto modo, constituyen una propia. Hay
que reconocer, sin embargo, que esta doctrina secular no resulta nada
impresionante en medio de la orientación general de los espíritus, la
influencia de los teólogos — todos del lado eclesiástico— y frente a
la articulación coherente de la doctrina opuesta. Sólo una parte de
los legistas la apoyavTodo esto se deduce claramente del tratado clá
sico de Gierke 12, sobre todo si reservamos para más adelante a los
campeones imperiales del siglo X IV , Occam y Marsilio de Padua. Los
partidarios del Imperio no negaban en lo esencial la superioridad de
la Iglesia ni la independencia y soberanía de esta en su terreno, pero
sí se adherían a la doctrina de los primeros tiempos de la Iglesia y a
su reconocimiento del sacerdocium y del imperium como dos esferas
independientes instituidas por el mismo Dios, como dos poderes que
debían coordinarse. Rechazaban las pretensiones de la Iglesia frente
al poder temporal y al emperador: la Iglesia debía limitarse a los asun
tos espirituales. El procedimiento mediante el cual trataban estos ju
ristas de unificar los dos poderes, de realizar la ordinatio ad unum,
ideal universal de la época, revela, sin embargo, la debilidad de su cau
sa. N o obstante, proponían a veces una relación que recuerda a la del
hinduismo: el Estado debía subordinarse a la Iglesia en materia espi
ritual, y la Iglesia al Estado en materia temporal *. Podemos, por lo
tanto, concluir que la doctrina papal, tal como la resume Figgis, fue,
pese a su desarrollo tardío, la doctrina predominante y la más cohe
rente de la Edad Media. En realidad, parece haber resultado necesa
riamente de la superioridad generalmente admitida de la Iglesia y de
la expresión de esta superioridad en forma de dominio real. Respecto
a este punto, Gierke está en el fondo de acuerdo con Figgis, ya que,
si bien reconoce la existencia de dos doctrinas diferentes, añade en
seguida que únicamente constituían dos variantes del espíritu medie
val, y que la verdadera oposición fue aquella existente entre estos dos
puntos de vista por una parte y lo que él llama tendencia «antiguo-
moderna» por otra, término este último con el que designa un enfo
que basado en la antigüedad pero de espíritu moderno, cuyas prim e
ras manifestaciones, según él, se encuentran en la tendencia al abso
lutismo papal y en los argumentos imperiales sacados del estudio del
Derecho romano (p. 4-5).
12 O tto Gierke, Political Theories o f the M id d le A g e, Cambridge, 1900, p. 7 y ss.,
16-18, 20-21 (trad. ingl. de F.W . Maitland).
* [N o ta 1983: Lo que se dice acerca de Gelasio y la política papal subsiguiente en
el cap. 1 debería permitir aclarar el controvertido problema de «la querella de las inves
tiduras».]
En cuanto a la revolución que iba a instalar al Estado en el lugar
de la Iglesia como institución soberana y sociedad global en Europa
occidental, fue un proceso largo y complejo. Me conformaré con mar
car algunas etapas sucesivas, siguiendo y simplificando a Figgis.
A comienzos del siglo X IV , mientras que el emperador ha fraca
sado, el rey de Francia resiste a las pretensiones del papa y le impone
su dominio. Un abogado de Coutances, probablemente m uy vincu
lado a la Corte, Pierre Dubois, en un panfleto supuestamente consa
grado a la conquista de Tierra Santa (De Recuperatione Terrae Sanc-
tae), contempla entre otras sugerencias de una sorprendente m oder
nidad la confiscación a beneficio del rey de todas las propiedades ecle
siásticas, incluidas las del papa, y su conversión en pensiones desti
nadas a aquellos que tuviesen derecho a ellas. Más tarde, con ocasión
del conflicto entre Juan XXII y Luis de Baviera, Marsilio de Padua
afirma, en su Defensor Pacis: «1) la completa autoridad del poder ci
vil y la naturaleza puramente voluntaria de la organización religiosa;
2) la consecuente iniquidad de la persecución por parte de la Iglesia;
3) la soberanía original del pueblo, que implica la existencia de un sis
tema de gobierno representativo...» 13. El último punto recuerda la
frecuente referencia a la Lex Regia en los autores de finales de la Edad
Media (Gierke, n. 142). (El Derecho romano se estudiaba asiduamen
te desde el siglo XI bajo la égida de la teología cristiana y de la filo
sofía).
El siglo X V presenció el movimiento conciliar, que era en cierto
modo la aplicación a la Iglesia de la doctrina de la soberanía del pue
blo. La Iglesia atravesaba una grave crisis, y el papado estaba en pe
ligro desde hacía algunas décadas, con tres personas aspirando simul
táneamente a esta función. El concilio que se reunió en Constanza
en 1414 , y en el que brillaron eruditos de tendencia occamista, trató
en primer lugar de poner remedio a la enfermedad, y lo consiguió.
El concilio consideró a la Iglesia como un sistema político de la es
pecie llamada monarquía limitada o «mixta» en el que, como repre
sentante de la comunidad cristiana, compartía el gobierno con el papa.
Para remediar el mal, había que afirmar la autoridad del concilio por
encima de la del papa. Se pensaba que la autoridad del papa derivaba
de la del pueblo y no era legítima más que cuando era fiel a su fin,
la edificación, mientras que se destruía a sí misma en cuanto se la veía
contribuir a la destrucción.
13 Figgis, op. cit., pp. 31-33 (cf. también Dante, D e M o n a rch ia , etc...); sobre P. D u
bois, cf. J. Rivière, op. cit. Mientras que Figgis, considerando el contenido, ve a Mar
silio de Padua com o más moderno que Occam , compañero suyo junto a Luis de Ba
viera; por el contrario, Villey considera, desde el punto de vista de los m étodos, a Mar
silio com o más escolástico y a Occam com o más moderno (op. cit., pp. 217 y ss.).
El concilio debía ayudar y controlar al papa de manera perma
nente, pero la autoridad monárquica, enseguiaa restaurada, se m os
tró más absolutista que nunca y el concilio, manipulado, sólo pudo
sobrevivir vanamente durante algún tiempo. Había abierto la vía, no
sólo a la futura reafirmación de la soberanía del pueblo, sino también
a un largo período de absolutismo, tanto en la Iglesia como en la ma
yoría de los países de Europa.
Gracias a Etienne Gilson 14, podemos considerar los dos fenóme
nos paralelos del Renacimiento y de la Reforma como la expresión
de una diferenciación entre dos preocupaciones que, en términos ge
nerales, habían coexistido pacíficamente en el espíritu medieval: la
preocupación religiosa, con Lutero, se subleva frente al compromiso
con el m undo y la sabiduría mundana de los antiguos; la preocupa
ción por la Antigüedad se afirma en el nuevo humanismo como in
dependiente de la tutela de la religión. Este acontecimiento debía cau
sar necesariamente un impacto revolucionario en la relación entre au
toridad espiritual y temporal.
Del lado de los humanistas, Maquiavelo descubre en Tito Livio
el modelo de la ciudad-estado republicana y, con la ayuda de ejem
plos tomados de la antigua Roma, consigue liberar la reflexión polí
tica, no sólo de la religión cristiana y de todo modelo normativo,
sino incluso de la moral privada. Liberada de esta forma de toda tra
ba exterior, una ciencia práctica de la política reconoce como su úni
co principio la razón de Estado. Para Figgis, este nuevo absolutismo,
que debía influir de manera tan profunda a políticos y hombres de
Estado durante los siglos siguientes, sólo pudo concebirse debido a
que la Iglesia, y en particular, ciertas órdenes religiosas, habían de
sarrollado un absolutismo similar y porque en Italia, de hecho, el «po
der» se había convertido en el único fin verdadero de la acción, de
manera que le bastaba a Maquiavelo con analizar fríamente la situa
ción tal como era. Podemos afirmar quizás que la primera ciencia
práctica que se emancipó de la red holista de los objetivos humanos
fue la política de Maquiavelo 15.
El rechazo radical por parte de Maquiavelo de los valores con
temporáneos predominantes le apartó durante algún tiempo de la
principal corriente de pensamiento, ya que el ascenso del poder tem
poral debía realizarse gracias a agentes principalmente religiosos. La
Reforma luterana asestó un golpe decisivo a lo que quedaba del o r
den medieval y del Sacro Imperio romano-germánico. La sociedad
14 Étienne Gilson, Heloise et A b éla rd , París, 1938, p. 187 y ss., 217-224.
15 Lo que la comparación entre Maquiavelo y el indú Kautilya sugiere a primera
vista, es una relación necesaria entre política y religión (cf. H H , p. 373; H H , tr.,
p. 384).
global iba a ser a partir de ahora el Estado individual, mientras que
lo más esencial de la religión tendría su santuario en la conciencia de
cada cristiano individual. El poder laico se convirtió en supremo y
fue elevado hasta una especie de santidad gracias a la teoría del de
recho divino de los reyes. Todo esto se basaba en la presuposición
de la homogeneidad religiosa del Estado, al compartir gobernantes y
gobernados la misma fe: cujus regio ejus religio (cf. en Inglaterra los
«Acts o f Uniformity»). Hasta este punto, Lutero, fuesen cuales fue
sen sus intenciones, acabó llevando a la práctica parte de la teoría de
Marsilio de Padua e incluso ciertas tendencias del partido conciliar.
Pero, salvo Alemania, los Estados no eran homogéneos, y un nue
vo cambio iba a resultar de ello. Diferentes confesiones coexistían en
el interior de un mismo Estado, y de ahí las guerras de religión. Esto
llevó a los políticos a recomendar en provecho del Estado (¡Maquia-
velo!) que se tolerase la «herejía» cuando los intereses de este lo acon
sejaban. En cuanto a las confesiones beligerantes, tendían a una su
premacía sin compromiso; pero allí donde se hallaban amenazadas
por ser minoritarias, adoptaron otros puntos de vista. Partiendo del
derecho a resistir a la persecución de un tirano, que se fundaba en la
idea de un contrato entre gobernante y gobernados, el desarrollo con
dujo a afirmar el derecho del individuo a la libertad de conciencia.
La libertad de conciencia.constituye así, cronológicamente hablando,
el primero de los aspectos de la libertad política y la raíz de todos
los demás. Los teóricos jesuítas del Derecho natural desarrollaron la
teoría moderna que basa el Estado en un control social y político,
que considera a la Iglesia y al Estado como dos sociedades distintas,
independientes y exteriores la una con respecto a la otra. Finalmente,
«todas o casi todas estas ideas, realizadas en la práctica durante la re
sistencia contra el rey de España, conformaron en los Países Bajos,
en sus pensadores y universidades, un brillante centro del que surgió
en gran medida la educación política del siglo XV II (Figgis, op. cit.
p . 38).
El Derecho natural moderno
El Derecho natural y la Teoría de la sociedad, tal es el título pues
to por Sir Ernest Barker a su traducción de parte del cuarto tom o de
la monumental obra de O tto Gierke sobre el Derecho de las com u
nidades (Genossenschaftsrecht) 16. Resumir este libro, aunque sea so
16 Gierke, N a tu r a l la w a n d the T heo ry o f Society, 1500 to 1800, w ith a lecture by
E rnst Troeltsch. Translated w ith an introduction by E rnest B arker, Cambridge, 1934,
meramente, es la mejor forma de llamar la atención sobre un aspecto
importante de la génesis de la idea moderna del hom bre y de la so
ciedad. En el período que estudiamos, la teoría del Derecho natural
domina el campo de la teoría política y, podríamos añadir, del pen
samiento social. El papel de los juristas es tan esencial como el de los
filósofos en el desarrollo de las ideas que conducen a la Revolución
francesa y a la Declaración de derechos del hombre.
La idea de Derecho natural es la garantía, la justificación filosó
fica, de la investigación teórica sistemática y deductiva del Derecho,
tan floreciente e importante en la época. Podemos hacerla remontar
a la Antigüedad y a santo Tomás, pero sufre en los tiempos m oder
nos un profundo cambio, de manera que oponemos frecuentemente
dos teorías del Derecho natural, la antigua o clásica y la moderna. La
diferencia entre las dos es del tipo que hemos aprendido a reconocer
al oponer representaciones tradicionales y modernas. Para los anti
guos — a excepción de los estoicos— el hombre es un ser social, la
naturaleza un orden, y aquello que podemos percibir, más allá de las
convenciones de cada polis particular, como constitutivo de la base
ideal o natural del Derecho, es un orden social en conformidad con
el orden de la naturaleza (y por lo tanto, con las cualidades inheren
tes a los hombres). Para los modernos, bajo la influencia del indivi
dualismo cristiano y estoico, aquello que llamamos Derecho natural
(por oposición al Derecho positivo) no trata de seres sociales, sino
de individuos, es decir, de hombres que se bastan cada uno a sí mis
mo al estar hechos a imagen y semejanza de Dios y al ser deposita
rios de la razón. De ahí resulta que, desde el punto de vista de los
juristas, en primer lugar, los principios fundamentales de la consti
tución del Estado (y de la sociedad) deben extraerse, o deducirse, de
las propiedades y cualidades inherentes al hom bre considerado como
un ser autónomo, independientemente de todo vínculo social o po
lítico. El estado de naturaleza es aquel estado, lógicamente primero
en relación con la vida social y política, en el que sólo se considera
al hom bre individual; además, al confundirse la prioridad lógica con
la anterioridad histórica, el estado de naturaleza es aquel en que se
supone que los hombres han vivido antes de la fundación de la so
ciedad y del Estado. Deducir de este estado de naturaleza lógico o
hipotético los principios de la vida social y política puede parecer una
tarea paradójica e ingrata. Esto es sin embargo lo que han empren
dido los teóricos del Derecho natural moderno, y al hacerlo han sen
tado las bases del Estado democrático moderno. Com o dijo Gierke:
2 vol. (citado en la edición de Beacon Press, Boston, 1957, en un volumen; las citas
de Gierke han sido revisadas sobre el texto alemán).
El E stado ya no deriva com o un to d o parcial de la arm onía, deseada
p o r D ios, del to d o universal. Se explica sim plem ente p o r sí m ism o. El
p u n to de partida de la especulación no es ahora el co n ju n to de la h u
m anidad, sino el E stado soberano individual autosuficiente, y ese m is
m o E stad o individual está basado en la unión, orden ad a p o r el D e re
cho natural, de los ho m bres individuales d en tro de una c o m u n id ad in
vestida del p o d e r suprem o (§ 14, p. 40; texto alemán, p. 285).
En una palabra, la comunidad cristiana jerárquica se atomizó en
dos niveles: fue reemplazada por numerosos Estados individuales,
cada uno de los cuales estaba constituido por hombres individuales.
Dos concepciones de la sociedad-Estado se enfrentan en la term ino
logía del período.
D eb em ós distinguir universitas, o unidad orgánica (corporate), y so-
cietas, o asociación (partnership), en la cual los m iem bro s siguen sien
do distintos a pesar de su relación y en la que la unidad es p o r tanto
«colectiva», y no orgánica (corporate). (N o ta de Barker, G ierke, N a
tural Lai^>, p. 45).
Societas — y otros términos similares: asociación, consociatio—
posee aquí el sentido limitado de asociación, y evoca un contrato m e
diante el cual los individuos que la componen se han «asociado» den
tro de una sociedad. Esta forma de pensar corresponde a la tenden
cia, tan difundida en las ciencias sociales modernas, que considera a
la sociedad como algo consistente en individuos, individuos que se
anteponen a los grupos o relaciones que constituyen o «producen»
entre sí más o menos voluntariamente 17. La palabra con la que de
signan los escolásticos la sociedad, o las personas morales en conjun
to, universitas o «todo», le convendría más que «sociedad» al punto
de vista opuesto, que es el mío, según el cual la sociedad, con sus ins
tituciones, valores, conceptos y lengua es sociológicamente anterior
a sus miembros particulares, que sólo se convierten en hombres a tra
vés de la educación o adaptación a una sociedad determinada. Pode
mos lamentar que tengamos que hablar de «sociedad» en vez de uni
versitas para designar a la totalidad social, pero este hecho constituye
una herencia del Derecho natural m oderno y de sus consecuencias.
Gierke refiere con gran detalle la creciente preponderancia de la re
17 Bentham dice de uno de los campeones del individualismo moderno: «Locke...
olvidaba que no era adulto cuando vino al mundo. Según él, los hombres vienen al
mundo completamente constituidos y armados enteramente, co m o los productos de
los dientes de serpiente sembrados por Cadm o en las esquinas de su campo de pepi
nos» (Elie H alévy, L a Form ation du radicalisme pkiloso phiqu e, t. I, apéndice III,
pp. 417-418).
presentación de societas frente a la de universitas. Al mismo tiempo,
demuestra a lo largo de su exposición que el punto de vista opuesto
no desaparece nunca del todo: «La idea del Estado como un todo or
gánico, heredada del pensamiento antiguo y medieval, jamás se ex
tinguió totalmente». Y es que resultaba muy difícil prescindir de ella
cuando se quería considerar el cuerpo social o político en su unidad.
D e esta m anera, es una interpretación p u ram ente colectiva de la p e r
sonalidad del p ueblo la que p re d o m in a de hecho en la teoría del E s
tado según el D erecho natural. El pu eb lo coincide con la sum a de los
m iem bros del p ueblo y, sin em bargo, al m ism o tiem po, cuando se sien
te la necesidad de un p o rta d o r (Träger) único de los derechos del p u e
blo, este es tratad o en lo esencial com o si fuese una unidad englobante
(Inbegriff). T o d a la diferencia entre u n id ad y m ultiplicidad del c o n
ju n to reside en una simple diferencia de enfoque, según se considere
«omnes ut universi» u «omnes ut singuli»... (sigue el pasaje citado más
arriba, n. 7: «La m irada dirigida hacia lo real»...) (pp. 46-47; texto ale
m án, p. 298-299).
N o sólo autores eclesiásticos como Molina y Suárez, sino tam
bién los más grandes autores del Derecho natural sintieron la nece
sidad de acudir a la concepción holista. Althusius, al construir un or
den federalista mediante una serie de asociaciones (consociationes) en
planos sucesivos, definió a su consociatio complex et publica como
una universitas o consociatio política (p. 70 y ss.). Grotius es ensalza
do entre otros, por haber comparado el gobierno con un ojo como
«órgano corporativo». Hobbes, según nos dice Gierke, habló del Es
tado como si fuera el cuerpo de un gigante, pero «acabó transfor
mando su supuesto organismo en un mecanismo... un autómata con
cebido y construido con arte» (p. 52). Pufendorf introdujo el térmi
no de persona moralis simplex et composita, con el fin de reunir en
una misma categoría jurídica a todos los grupos o entidades colecti
vas (nuestras «personas morales») y a los individuos físicos. Final
mente, el mismo problema volvió a aparecer, en su forma más aguda,
en Rousseau, que contribuyó más que nadie a transmitir al conoci
miento del público instruido las construcciones de los juristas y a col
mar — sin quererlo— el foso existente entre la especulación especia
lizada y la acción revolucionaria.
Todos estos esfuerzos para expresar la unidad del grupo social y
político responden al problema principal de la teoría del Derecho na
tural: establece la sociedad o el Estado ideal a partir del aislamiento
del individuo «natural». El instrumento principal es la idea de con
trato. Después de 1600, la transición requiere al menos dos contratos
sucesivos. El primero, o «contrato social», introduce la relación ca
racterizada por la igualdad o compañerismo (Genossenschaft). El se
gundo, o contrato político, introduce la sujeción con respecto a un
gobernante o gobierno (Herrschaft). Los filósofos redujeron esta
multiplicidad de contratos a uno solo: H obbes al hacer del contrato
de sujeción el punto de partida de la misma vida social, Locke al reem
plazar el segundo contrato por un trust y Rousseau al suprimir todo
agente distinto de gobierno. Todo esto es bien sabido, y lo recuerdo
únicamente para introducir una observación sobre la relación entre
«social» y «político», y acerca del sentido de uno y otro términos en
relación a esto. El contrato «social» es el contrato de asociación: se
supone que entramos en la sociedad como en una asociación volun
taria cualquiera. Estamos aquí por lo tanto ante las asociaciones, y
quizás ante la «sociedad», en el sentido de los sociólogos behaviou-
ristas. Pero la sociedad en sentido amplio, la universitas en el sentido
de un todo en cuyo interior nace el hom bre y al cual pertenece, pase
lo que pase, que le enseña su lengua y que, al menos, siembra en su
espíritu el material con el que se construirán sus ideas — esta socie
dad— estará ausente. En el mejor de los casos, la «sociedad» impli
cada aquí es la «sociedad civil» del economista y del filósofo, y no
la sociedad de la sociología propiamente dicha. H ay que insitir en
ello para evitar una confusión frecuente. Com o afirma en otro lugar
Barker, un clasicista que habla aquí — cosa sorprendente— como un
sociólogo:
La sociedad no está constituida, y no lo ha estado nunca, sobre la base
de un contrato. La sociedad es una asociación para to d o s los fines
— «para to d a ciencia... para to d o arte... para toda v irtu d y para tod a
perfección»— que trasciende la n oció n de D erech o y qu e ha crecido
y existe p o r sí misma. E n el sentido estricto del térm in o «social» no
hay, ni ha habido jamás, contrato so c ia l18.
De hecho, la noción profundizada de sociedad ha sufrido un eclip
se parcial en el periodo y la escuela de pensamiento que estamos tra
tando, como atestigua el destino de la palabra universitas. C on el pre
dominio del individualismo sobre el holismo, lo social, en ese senti
do, ha sido sustituido por lo jurídico, lo político y, más tarde, por
lo económico.
18 Barker, p. X X V de su introducción al Social Contract, Essays b y Locke, H u m e
an d Rousseau, Londres, «The W orld’s Classics, 511», 1947. Las palabras citadas son
de Burke en sus Reflexiones sobre la Revolución en Francia (W orks, I, p. 417). Burke
emplea la palabra partnership, y añade que esta asociación incluye a los muertos, a los
vivos y a los miembros que todavía están por nacer.
Las implicaciones del individualismo: igualdad y propiedad.
Antes de ocuparnos de algunas de las primeras manifestaciones
del aspecto igualitario del individualismo, debemos recordar y pro
fundizar un poco en una distinción bien conocida. El individualismo
implica a la vez igualdad y libertad. Así pues, con razón se distin
guen una teoría igualitaria «liberal», que recomienda una libertad
ideal, igualdad de derechos y oportunidades que es compatible con
la máxima libertad de cada uno, y una teoría «socialista» que quiere
realizar la libertad en los hechos, aboliendo p or ejemplo la propiedad
privada 19. Lógicamente, e incluso históricamente, puede parecer que
se pasa del derecho al hecho mediante una simple intensificación de
la reivindicación: no basta con la igualdad en principio, sino que se
reivindica una igualdad «real». Sin embargo, en la perspectiva en la
que nos situamos aquí, la transición encierra una discontinuidad, un
profundo cambio de orientación. Al alegar, por ejemplo, que no to
dos los ciudadanos participan igualmente de la propiedad, privamos
al individuo de ese atributo, la propiedad privada — restringimos en
consecuencia el campo de su libertad— , y atribuimos al todo social
las correspondientes funciones nuevas.
Para ver mejor la relación en este punto entre liberalismo y so
cialismo podemos recurrir a nuestra perspectiva comparativa. El sis
tema de castas es un sistema jerárquico orientado hacia las necesida
des de todos. La sociedad liberal niega estos dos rasgos a la vez: es
igualitaria y se remite a las leyes del intercambio mercantil y a la
«identidad natural de los intereses» para asegurar el orden y la satis
facción general. En cuanto a la sociedad socialista, mantiene la nega
ción de la jerarquía — al menos en principio e inicialmente— , pero
vuelve a introducir cierta preocupación por el todo social. Combina
así un elemento de individualismo y otro de holismo, es una forma
híbrida, nueva. D entro del conjunto de las doctrinas y movimientos
socialistas o comunistas, la igualdad ocupa en suma un lugar secun
dario, ya no constituye un atributo del individuo sino de la justicia
social. Se comprenderá por tanto, que al limitarnos aquí exclusiva
mente a la ascensión del individualismo, dejemos de lado las formas
extremas de igualitarismo que traducen la emergencia de una tenden
cia opuesta (cf. n. 21).
Hem os tratado ya anteriormente acerca de la igualdad al hablar
de la distinción entre Genossenschaft, «gremio» o asociación de indi
viduos iguales, y Herrschaft, asociación o grupo que incluye un ele
19 Sanford A. Lakoff, E q u a lity in Political Philosophy, Harvard University Press,
1964.
mentó de «maestría», superordenación o autoridad. Gierke llama la
atención sobre las oposiciones correspondientes entre «unidad colec
tiva», que corresponde al «gremio», y «unidad representativa» (sien
do el representante necesariamente superior a los miembros del gru
po que representa), así como entre societas aequalis y societas inae-
qualis. Cuando los teóricos del Derecho natural sitúan en el origen
del Estado dos contratos sucesivos, un contrato de asociación y otro
de sujeción, revelan la incapacidad del espíritu m oderno para conce
bir sintéticamente un modelo jerárquico del grupo y la necesidad que
este tiene de analizarlo mediante dos elementos: un elemento de aso
ciación igualitaria y un elemento por el cual esta asociación se subor
dina a una persona o entidad. En otros términos, a partir del m o
mento en que ya no es el grupo sino el individuo el que se concibe
como ser real, la jerarquía desaparece, y con ella la atribución inme
diata de la autoridad a un agente de gobierno. N o nos queda ya más
que una colección de individuos, y la construcción de un poder por
encima de ellos no puede justificarse más que suponiendo el consen
timiento común de los miembros de la asociación. Se ha ganado con
ciencia e interioridad, pero se ha perdido realidad, ya que los grupos
humanos tienen jefes independientemente de un consenso formal,
siendo su estructuración una condición de su existencia como todos.
La comparación entre las tres grandes filosofías del contrato de
los siglos XVII y XVIII confirma que el contraste entre asociación y
subordinación constituye realmente un tema central. Veremos más
adelante como Hobbes fuerza hasta el máximo posible la visión in
dividualista y mecanicista a fin de poder reintroducir el modelo sin
tético de subordinación; Locke evade esta dificultad al adoptar en D e
recho privado la noción de trust; Rousseau se niega a ir más allá de
la asociación y la transforma en una especie de super-ordenación me
diante la alquimia de la «voluntad general». Estos tres autores tienen
en común el reconocimiento de la dificultad que supone combinar in
dividualismo y autoridad, conciliar la igualdad y la necesaria existen
cia de diferencias permanentes de poder, si no de condición, en la so
ciedad y en el Estado.
Una de las grandes fuerzas motrices activas en el desarrollo m o
derno ha sido una especie de protesta indignada contra las diferen
cias o desigualdades sociales como algo fijo, heredado y prescrito
—procedentes como dicen los sociólogos, de la «atribución» y no de
la «realización» individual— , sean estas diferencias en materia de au
toridad, privilegios e incapacidades o bien, en el caso de movimien
tos externos y desarrollos tardíos, en materia de riqueza. Ahora bien,
el movimiento comienza una vez más en la Iglesia, con Lutero. T o
memos del libro de Lakoff los rasgos pertinentes de las doctrinas de
Lutero. N o hay ninguna diferencia entre los hombres «espirituales»
y los «temporales», todos los creyentes tienen la misma autoridad en
materia espiritual; a todo hombre, sea sacerdote o seglar, se le atri
buye una dignidad semejante; la doctrina jerárquica de la Iglesia no
es más que un instrumento del poder papal; la dualidad del alma y
del cuerpo constituye un problema para todo cristiano, pero no pue
de servir de modelo a la organización de la Iglesia y de la comunidad
(indicación clara del rechazo que se siente a considerar las institucio
nes como si fueran estructuras); la igualdad aparece, por primera vez,
como algo más que una cualidad interior: como un imperativo exis-
tencial; toda autoridad, toda función especial, no puede ser ejercida
más que por delegación o representación: los sacerdotes son «minis
tros elegidos entre nosotros, que todo lo hacen en nuestro nombre».
Está claro que todos estos rasgos están relacionados: estamos ante el
rechazo de la jerarquía, entre la súbita transición del universo holista
al individualista. Y encontramos disposiciones psicológicas m uy se
mejantes en el otro extremo del desarrollo que nos interesa, en R ous
seau. Allí donde Nietzsche habló de «resentimiento», estamos tenta
dos de ver la envidia como el acompañamiento psicológico de la rei
vindicación igualitaria. H ay más bien una percepción esencial en ello:
su calidad de cristianos hace a todos los hombres iguales y sitúa, por
así decirlo, toda la esencia del hombre dentro de cada uno de ellos.
Por eso es por lo que consideran justificado, mejor dicho, se ven lla
mados a oponerse a toda afirmación de humanidad que no derive de
su propia interioridad 20. Así ocurre al menos con Lutero en el plano
de la religión y de la Iglesia; por lo que respecta a la sociedad y al
Estado, sigue anclado en un holismo medieval: «Su imagen de la so
ciedad era orgánica y funcional, y no atómica y adquisitiva», dice La-
koff 21.
La reivindicación igualitaria fue extendida de la religión a la po-
20 N o s falta naturalmente comprender cóm o puede un sentimiento que podem os
atribuir a los cristianos desde el principio desarrolla esta implicación en el siglo XVI
[Cf. cap. 1].
21 Thomas Müntzer, el jefe revolucionario de la Guerra de los Campesinos, c o n
temporáneo y enem igo de Lutero, afirma la igualdad en su forma más extrema. Según
Lakoff, «Müntzer resume numerosas tendencias del com unismo sectario... y, al m is
mo tiempo, anuncia la futura aparición de movimientos seculares socialistas militantes
que intentarán transformar el m undo derrotando por medio de la violencia a las fuer
zas de dominación» (op. cit., p. 54). P odemos estudiar a Müntzer, con toda seguridad,
com o un ejemplo extremo de la invasión de la conciencia religiosa en los asuntos m u n
danos. H e dicho más arriba por qué tales movimientos comunistas (com o los Diggers
del siglo X V I I inglés, o el de Babeuf) no son considerados aquí. En una ordenación
más amplia, ocuparían un lugar, junto a supervivencias de la universitas tradicional,
com o fragmentos de tendencias no individualistas sumergidas. En el caso de Müntzer,
el hecho de que el movimiento no sea igualitario en su esencia se nota en que depen
día de la santificación de la acción violenta por los elegidos.
lítica en el curso de lo que podemos llamar la revolución inglesa
(1640-1660). Y m uy particularmente por aquellos a quienes se ha lla
mado los Levellers («niveladores»). Fueron rápidamente derrotados,
pero tuvieron tiempo de sacar plenamente las consecuencias políticas
de la idea de igualdad de los cristianos. La propia revolución consti
tuye un ejemplo del movimiento a través del cual la verdad sobrena
tural viene a aplicarse a las instituciones terrestres. Citamos a un his
toriador al que no se puede acusar de exagerar el papel de la religión:
La esencia del puritanism o co m o fe revolucionaria consistía en la
creencia de que la m ejora de la vida del h o m b re sobre la tierra form a
p arte de las intenciones de D ios, y que los h o m b res p u eden c o m p re n
d er los objetivos de D io s y colaborar con él en su realización. Así
pues, los deseos más íntim os de los ho m b res, si eran fu ertem ente sen
tidos, p o dían tom arse com o la volu n tad de D ios. A través de u n a dia
léctica que form aba parte de la naturaleza de las cosas, aquellos que
estaban más convencidos de co m b atir del lado de D ios d em o straro n
ser los com batientes más eficaces 22.
Los Levellers presentan tres rasgos significativos para este estu
dio. En primer lugar, la combinación en su ideología de base de ele
mentos religiosos y elementos procedentes de la teoría del Derecho
natural —tal como observamos a partir de la vida y las lecturas de
Lilburne— muestra cómo la conciencia religiosa sustituye a la for
mulación tradicional de los derechos de los ingleses, en términos de
precedente y privilegio, por la afirmación de los derechos universales
del hombre:
Los Levellers pasaron de la creencia de que to do s los cristianos nacen
de nuevo libres e iguales a la afirm ación de que, prim ero , todo s los
ingleses y, después, todos los hombres nacen libres e iguales 23.
En tercer lugar, y frente a toda la tradición inglesa hasta nuestros
días, se saca la consecuencia de que debe existir una Constitución es
crita situada fuera del alcance de la ley ordinaria. Esta se propuso en
forma de un «Acuerdo del pueblo», e Inglaterra iba a tener de he
cho, durante un breve período, tal constitución con el «Instrumento
de gobierno» del protectorado de Cromwell 24.
~2 Christopher Hill, The C entury o f R evolution, 1603-1714, Edimburgo, 1961,
p. 168; sobre la definición del puritanismo, cf. Lakoff, op. cit., p. 249, n. 1.
23 William Haller, «The Levellers», en Lyman Bryson et. al., Aspects o f H u m a n
Equality, N u eva York, 1956.
“4 Lakoff demuestra que hay una continuidad de espíritu entre Lutero, los L e v e
llers y Locke (con influencias calvinistas), y entre Calvino y H o b b es (op. cit., pp. 47-48,
Los Levellers, al mismo tiempo que proponían extender amplia
mente el derecho de voto suprimiendo el censo electoral, se lo nega
ban a los servidores, asalariados y mendigos, debido a que estas gen
tes no eran verdaderamente libres a la hora de ejercer su derecho,
sino que dependían de alguien al que no podían desagradar. Esta li
mitación aparece desde el mismo momento en que el derecho de voto
es seriamente discutido, en los debates del ejército en Putney
(1647) 25. Macpherson señaló las similitudes existentes entre las teo
rías de los Levellers y la doctrina más sistemática de Locke, especial
mente en el Segundo Tratado de Gobierno (1690). Incluso teniendo
en cuenta que este autor lo exagera un poco, la sorprendente simili
tud entre unos pobres artesanos revolucionarios y, cuarente años más
tarde, el rico filósofo que venía de pasar algunos años en Holanda,
demuestra hasta qué punto estaba extendido el individualismo. Con
su doctrina del trust, Locke evita de manera característica el proble
ma de la sujeción política y mantiene la idea de una sociedad de igua
les gobernada por consentimiento mutuo. Según él, la propiedad pri
vada no aparece como una institución social, sino como una impli
cación lógica de la noción del individuo autosuficiente. Cualquiera
que haya podido ser para ellos la significación exacta de esta fórm u
la, los Levellers habían afirmado ya que los hombres eran «iguales...
nacidos con derecho a la misma propiedad y libertad» (property, li-
berty and freedom). Locke transfiere la propiedad privada al estado
de naturaleza, limitándose a rodearla, en su origen, de limitaciones
que procura retirar, siempre dentro del estado de naturaleza, en lo
que respecta al desarrollo subsiguiente, como ha demostrado Mac
pherson 26.
El «Leviatán» de Hobbes
Deducimos fácilmente, en relación con lo que la ha precedido y
lo que la ha seguido, hasta qué punto es significativa la obra de H o b
bes dentro de la historia del pensamiento político. De un lado, hay
una ruptura total con la religión y la filosofía tradicional (el hombre
62 y ss.). La cuestión de la influencia indirecta de Calvino es complicada y controver
tida. La organización de la Iglesia presbiteriana y su sustitución de los obispos por c o n
sejos más o menos representativos de la comunidad son una típica combinación de je
rarquía e igualdad.
~5 C. B. Macpherson, The Political Theory o f Possessive Individualism , H o b b es to
L ocke, O xford, 1962; trad. fr.: Théorie politique de Uindividualisme possessif, París,
Gallimard, 1971.
26 H e insistido sobre la propiedad en Locke en H A E I, pp. 70-75; H A E /, tr..
pp. 73-78, p. 135, n. 11; cf. también p. 247, n. 11.
no es un animal sociopolítico), y de ahí que la especulación sobre el
estado de naturaleza y el Derecho natural sea elevada hasta el' abso
luto, a una intensidad sin precedentes, mientras que la perspectiva ma
quiavélica se enriquece y sistematiza. De otro lado, está la profunda
paradoja que supone una visión mecanicista del animal hum ano que
lleva a la contundente demostración de la necesidad de la soberanía
y de la sujeción; en otros términos, la instauración del modelo de
Herrschaft sobre una base puramente empírica, atómica e igualitaria
que trae como resultado la identificación del Individuo con el sobe
rano, identificación que estará en el mismo corazón de la teoría de
Rousseau y de Hegel. Tachar a H obbes de conservador resulta p o r
lo tanto insuficiente y engañoso. Es verdad que exaltó la Herrschaft
cuando la corriente principal del desarrollo político tendía hacia la
Genossenschaft, y en este sentido fue ciertamente un conservador.
Pero esta afirmación no posee ninguna significación comparada con
la cuestión de averiguar quién tenía razón. Espero que lo que sigue
demostrará en qué sentido podemos sostener que Hobbes tenía ra
zón. Se trata de la naturaleza misma de la filosofía política. Podemos
estudiar la política como un nivel particular de la vida social cuyos
restantes componentes se dan por adquiridos; desde este punto de vis
ta, la tesis fundamental de Hobbes puede perfectamente ser rechaza
da. Si, por el contrario, la filosofía política es, siguiendo la de los an
tiguos, una manera de considerar a la sociedad en su totalidad, hay
que afirmar que tenía razón frente a los partidarios del igualitaris
mo 27.
N o pretendo demostrar ahora esta afirmación. Espero que la te
sis se aclarará en la sección dedicada a Rousseau, ya que Rousseau
captó de manera más completa que H obbes la naturaleza social del
hombre. N o es por ello menos cierto que el reconocimiento por par
te de Hobbes de la sujeción dentro de la sociedad implica la natura
leza social del hombre, pese a todas las protestas del propio Hobbes:
este último consideraba siempre claramente a la sociedad, incluso
cuando no hablaba más que ael «hombre» y del Estado (Com m on-
wealth). H e de ser breve, y únicamente puedo invitar al lector a que
ponga a prueba las observaciones siguientes.
Para empezar, ¿acaso hay en el Levitán un estado de naturaleza?
¿y en qué consiste este? Parece como si la práctica totalidad de la pri
mera parte, «Sobre el hombre», fuese la descripción de este estado de
17 El segundo punto de vista tendría la ventaja de explicar la paradoja de n um e
rosos escritos sobre H ob b es, que lo consideran falso y detestable pero que no pueden
ocultar su grandeza y su influencia. Se le atribuye generalmente una lógica sin fallos,
pero, ¿no será esto una escapatoria? La referencia aquí es ante todo al L e v ia tá n . H e
utilizado a Raymond Polin, P olitique et Philosophie chez T b om as H o b b e s , París, 1953.
naturaleza. La justicia brilla por su ausencia, ya que es asunto de so
ciedad y no de naturaleza. Y sin embargo, están presentes el poder,
el honor e incluso el lenguaje, así como la razón, fundada en este úl
timo. Resulta evidente que se trata aquí del estado social menos
algo 28. Por lo demás, Hobbes afirma de manera explícita que razo
nar consiste en sumar y sustraer. Ese algo que se sustrae del estado
social en la descripción del «hombre» como tal es simplemente la su
jeción. En efecto, desde el momento en que el contrato (covenant)
introduce la sujeción, pasamos del «hombre» a la Commonwealth,
es decir, al cuerpo político, al Estado o, como también podríamos lla
marlo, a la sociedad global, incluido su aspecto político. O tro rasgo
del estado de naturaleza es que las relaciones entre los hombres co
rresponden exactamente a lo que sabemos en realidad de las relacio
nes entre los Estados, de los que se dice que están siempre dentro del
estado de naturaleza. Aquí, Hobbes continúa a Maquiavelo en un pla
no diferente: la guerra de intereses excluye toda trascendencia de n or
mas o valores. Un tercer e importante aspecto es que el estado de na
turaleza contiene todo aquello relativo al hombre que puede ser des
crito en un lenguaje mecanicista: el animal humano, el individuo hu
mano como sistema de movimientos, de deseos y de pasiones, con
todas las modificaciones y complicaciones introducidas por el len
guaje y el pensamiento. Estos tres aspectos corresponden al princi
pio según el cual Hobbes consideró posible y provechoso separar en
el hombre, tal como lo observamos de hecho en sociedad, dos nive
les diferentes. Para nosotros, estos dos niveles serían más bien pre-
político y político que presocial y social. Rousseau llegará más lejos
en la investigación de los aspectos propiamente sociales y, debido a
esto, la discontinuidad entre los dos niveles se acentuará aún más en
él.
Si tratamos de captar el núcleo de la doctrina y de resumir para
2S Macpherson razona de la misma manera (op. cit.) pero, para él, la escena de la
que parte H ob b es en su sustracción no es la escena política, incluida la guerra civil,
sino más bien la escena económica. Esta suposición, poco verosímil, está basada sobre
todo en un pasaje titulado: «Del poder, del valor, de la dignidad, del honor y de la
estima (w h o rth in ess)» (L e v ia tá n , cap. X). El poder es concebido de una manera muy
general por H obbes. Incluye, entre otras cosas, las riquezas. C o m o todo lo demás, el
valor es definido por H ob b es com o algo tangible, relativo al juicio de los otros y de
pendiente de él: «El valor (va lu é , or w o rth ) de un hombre es, com o para todas las d e
más cosas, su precio; es decir, lo que se daría por el uso de su poder...» Está claro,
según el contexto, que no hay en ello más que una metáfora económ ica. Cuando H o b
bes trata de econom ía, lo hace desde un punto de vista completamente distinto
(cap. X X IV , «D e la nutrición y procreación de la C o m m o n w e a ltb » ). La etiqueta de
«individualismo posesivo» no le conviene a la filosofía de H obbes, que no tiene nada
de especialmente posesivo y que, tomada en su conjunto, tampoco es individualista,
ni en nuestro sentido del término ni en el de Gierke (cf. n. siguiente).
nuestro uso la imagen del «hombre» dibujada por H obbes y de verla
en relación con la constitución de la Commonwealth, resulta difícil
evitar la sensación de que existe un dualismo entre las pasiones y la
razón, entre un lado animal y otro racional. Y, en efecto, ¿acaso no
es la contradición entre ambos la que hace necesario el paso al estado
político, a la sujeción? De hecho, lo que diferencia en el Leviatán al
nombre de la bestia es el lenguaje y la razón, basada en el lenguaje.
Con esta reserva, el dualismo se mantiene: la racionalidad se da en el
hom bre como una forma impura, combinada con la animalidad, y no
se convertirá en pura racionalidad más que con la construcción de
una «Commonwealth» artificial. Admitir con Aristóteles que el hom
bre es naturalmente social y/o político supondría marcarse la im po
sibilidad de alcanzar la racionalidad pura.
¿Hobbes es individualista u holista? N i una cosa ni otra. En su
caso, nuestra distinción se derrumba, pero el hecho resulta interesan
te y caracteriza estrictamente a Hobbes. N o cabe duda respecto a su
punto de partida: es el ser humano particular, el individuum hum a
no. Pero, en el estado prepolítico, la vida de este ser no puede ser
juzgada más que de manera negativa: «solitaria, pobre, sucia, animal
y corta» (¿pero cómo podríamos traducir el inimitable «solitary, poor,
nasty, brutish and short»?) Desde el m omento en que este ser entra
en el estado político, siguiendo el consejo de la razón y su propio de
seo de conservación, se desprende de parte de sus poderes. El hom
bre es entonces capaz de lograr la seguridad, la comodidad y el de
sarrollo de sus facultades, pero pagando el precio de la sujeción. N o
se ha convertido en un individuo autosuficiente, al igual que tam po
co existía antes de manera satisfactoria, como tal, en el estado de na
turaleza. Así es como, mediante un paso que puede parecer extrema
damente «individualista», se hace fracasar al individualismo 29. La
buena vida no es la del individuo, sino la del hom bre que depende
estrechamente del Estado, tan estrechamente que se identifica por ne
cesidad en parte con el soberano. Si bien Hobbes nos prohíbe que
digamos que el hombre es político por naturaleza, nos permite no
obstante afirmar que lo es de manera artificial pero necesaria; el In
dividuo no entra «completamente armado», como decía Bentham, en
29 D e ahí la alabanza de H o b b es por parte de Gierke, siempre buscando el reco
nocimiento de la unidad moral del cuerpo social: «Partiendo de premisas arbitrarias,
pero armado de una lógica implacable, obligó a la filosofía individualista del Derecho
natural a revelar una personalidad única del Estado... Había convertido al individuo
en todopoderoso con el fin de forzarlo a destruirse a sí m ism o al instante» (op. cit.,
p. 61). Polin muestra el progreso de la idea de «persona» en H o b b es de 1642 a 1651
(cap. XVI del L evia tá n ) (op. cit., cap. X).
la vida política. Este es el rasgo crítico que distingue a H obbes de tan
tos-otros teóricos políticos modernos y lo aproxima a Rousseau.
N o podemos afirmar por ello que Hobbes sea holista. El orde
namiento jerárquico del cuerpo social está ausente en él, puesto que
el Estado no está orientado hacia un fin que lo trasciende, sino que
sólo se somete a sí mismo. Según un último análisis, el modelo de
Herrschaft se vacía de la virtud jerárquica que le es inherente y no se
adopta más que como indispensable dispositivo de poder; es, en de
finitiva, como una cáscara sin su núcleo: el valor. Sin embargo, nos
queda que Hobbes reconoce que la igualdad no puede reinar como
tal y sin obstáculo, y que el hom bre es un ser social — y no un indi
viduo— en relación con el plano político. En este sentido, Hobbes
puede ser considerado, al contrario que Locke, como un precursor
de la sociología, aunque sólo trate acerca de política y no de la so
ciedad como universitas. Es precisamente este rasgo el que lleva a
aquellos que sólo se interesan por el aspecto político, tomado por se
parado, a tacharlo de conservador. Para el sociólogo, las enseñanzas
de H obbes tomadas en su conjunto son válidas, aunque incompletas.
Este tiene cierta idea de lo que es una sociedad, mientras que los teó
ricos intransigentes de la igualdad no tienen ninguna.
Y sin embargo, hemos tenido que admitir que, para Hobbes, lo
social se limita a lo político. A fin de cuentas, es porque considera a
la sociedad desde un punto de vista político por lo que se ve obliga
do a introducir la sujeción, es decir, ni la jerarquía ni la igualdad pura
y simple. Tocamos aqui un punto que creo es esencial para compren
der la profunda variedad de la teoría política, especialmente en rela
ción con la sociología. Según esta teoría, lo social se reduce en suma
a lo político ¿Por qué? La razón de ello aparece m uy clara en H o b
bes; si partimos del individuo, la vida social se considerará necesa
riamente en el lenguaje de la conciencia y de la fuerza (o del «po
der»). En primer lugar, no podemos pasar del individuo al grupo más
que a través de un «contrato», es decir, de una transacción conscien
te, de un designio artificial. Será después una cuestión de «fuerza»,
ya que la fuerza es lo único que los individuos pueden aportar en
esta transacción: lo contrario de la fuerza sería la jerarquía, idea de
orden social y principio de autoridad, y esto, los individuos contra
tantes tendrán que producirlo sintéticamente, de manera más o me
nos inconsciente, a partir de la puesta en común de sus fuerzas o vo
luntades. La jerarquía es el anverso social y la fuerza el reverso ató
mico de la misma moneda. Así, una primacía de la conciencia y del
consentimiento produce inmediatamente una primacía de la fuerza o
del poder. En el mejor de los casos, y en su variedad más significa
tiva, la teoría política en una manera individualista de tratar la socie
dad. Implica un reconocimiento indirecto de la naturaleza social del
hombre. Tendremos que recordar esto para percibir claramente las
paradojas que todavía nos reservan Rousseau y Hegel.
El «Contrato social» de Rousseau
Desde el punto de vista formal, la política de Rousseau se encuen
tra en las antípodas de la de Hobbes. La teoría de Hobbes es repre
sentativa, absolutista e insiste en la sujeción. La de Rousseau es co
lectiva, nomocrática e insiste en la libertad. Esta diferencia evidente
no debe sin embargo ocultarnos una similitud más profunda, que se
aprecia en la propia textura de las dos teorías. Las dos plantean una
discontinuidad entre el hom bre natural y el hom bre político, de ma
nera que, para ambas, el «contrato social» marca el nacimiento real
de la humanidad propiamente dicha (de ahí muchas semejanzas en el
detalle). Ambas parten de premisas muy «individualistas» en aparien
cia — de acuerdo con las concepciones del entorno contemporáneo—
y llegan, siguiendo una estricta lógica, a conclusiones «anti-indivi-
dualistas». Ambas se preocupan sumamente de asegurar la trascen
dencia del soberano — de un lado el gobernante (ruler) y de otro la
«voluntad general»— en relación con los súbditos, a la vez que su
brayan la identidad del soberano y del súbdito. En suma: las dos quie
ren fundir en un cuerpo social o político a gentes que se consideran
a sí mismos como individuos. De ahí que estas teorías tengan en co
mún un aire extremo y paradójico. Com o podemos afirmar lo mis
mo — mutatis mutandis— de la teoría del Estado de Hegel, es que
estamos aquí frente a una impresionante continuidad dentro del pen
samiento político que merece nuestra atención.
Se ha censurado frecuentemente a Rousseau a causa de la Revo
lución francesa y se le toma a menudo, incluso en nuestros días, por
responsable del jacobinismo y de aquello que se ha llamado, en ge
neral, la «democracia totalitaria» 30. Es verdad que Rousseau y la Re
volución pertenecen a un mismo desarrollo extremo del individualis
mo, que consideramos, retrospectivamente, un poco como si fuera
un hecho histórico necesario, pero que algunos prefieren condenar.
30 U n a condena reciente de este tipo es la J. L. Talmon, O rigins o f Totalitarian
D em ocracy, Londres, 1952 (cap. III). Este autor lee a Rousseau co m o pudo hacerlo
un Montañés de 1793, y condena la «presunción revolucionaria» que pretende que «la
debilidad humana es capaz de producir un estado de cosas de significación absoluta y
final» (cap. I, § c) ¿Pero de dónde viene este artificialismo extremo? ¿Acaso no es la
consecuencia inevitable de un individualismo que Talmon conserva en un estado no
desarrollado para su propio uso, sin duda sabiamente, pero no lógicamente? Por lo
demás, caricaturiza el pensamiento de Rousseau, que es para él un psicópata cuyas
preocupaciones morales le llevan a una política totalitaria.
Sin embargo, la marea revolucionaria barrió claramente varios p un
tos fundamentales de las enseñanzas de Rousseau, por muy grande
que pudiera ser su influencia general. Los aspectos totalitarios de los
movimientos democráticos no derivan de la teoría de Rousseau, sino
del proyecto artificialista del individualismo enfrentado con la expe
riencia. Es cierto que se encuentran prefigurados en Rousseau, pero
es justamente en la medida en que este era profundamente consciente
de la insuficiencia del individualismo puro y simple y trataba de sal
varlo trascendiéndolo. H ay mucho de verdad en la teoría de Vaug-
han, según la cual el Contrato social es en el fondo «anti-individua-
lista», aunque esto no sea más que parte de la verdad 31. El mismo
Rousseau nos dice al principio de la primera versión de su obra, en
un capítulo primeramente titulado «Del Derecho natural y de la so
ciedad general» (del género humano):
Esta perfecta independencia y esta libertad sin regla, au nque hubiese
perm anecido unida a la antigua inocencia, hubiera tenido siempre un
vicio esencial y perjudicial para el progreso de nuestras cualidades más
excelentes, a saber, el defecto de esa u n ió n de las partes que c o n stitu
ye el to d o 32.
Vemos aquí cómo Rousseau va más lejos que Hobbes en la «sus
tracción filosófica» que, aplicada al hombre tal como lo vemos en so
ciedad, nos revela al hombre natural. En el Discurso sobre el origen
de la desigualdad había hecho un retrato del hom bre partiendo de la
naturaleza, libre e igual, en cierto sentido, y dotado de piedad, pero
cuyas facultades aún no estaban desarrolladas ni diferenciadas, un
hombre inculto y, por tanto, ni virtuoso ni malvado. Deploraba el
hecho de que, más allá de cierto grado de desarrollo, el progreso de
31 C. E. Vaughan, The Political Writings o f Jean Jacques Rousseau, Cambridge,
1915, 2 vols. (Oxford, 1962), t.I, p. 111 y ss. Resulta reconfortante ver cóm o, en este
siglo, varios autores anglosajones han sacado la teoría política de Rousseau de la total
incomprensión de la que había sido víctima entre ellos. Citaré a Sir Ernest Barker, en
la ya mencionada introducción a Gierke y en su Social C ontract , op. cit., p. 47 y ss.
George Sabine titula el capítulo sobre Rousseau de su H istory o f Political Theory, op.
cit., «El redescubrimiento de la comunidad». La referencia a Rousseau se halla en la
edición de las O eu vres completes, París, Gallimard, «La Pléiade», 1964. El Contrato
social será abreviado com o CS en adelante. Cf. también Robert Derathc, Jean-Jacques
Rousseau et la Science politique de son tem ps, París, 1950.
32 Rousseau, op. cit., t. III, p. 283. Esta capítulo es una replica a Diderot (Derathc,
ibid., pp. L X X X V II-L X X X V III): la idea del género humano com o «sociedad gene
ral» es una abstracción, «no es sino del orden social establecido entre nosotros de d o n
de extraemos las ideas sobre aquel que imaginamos..., y no com enzam os propiamente
a hacernos hombres más que después de haber sido ciudadanos (ibid., p. 287); cf. en
las Considérations sur le gou vernem en t de Pologne: ubi patria , ibi bene (ibid..., pp. 963,
960 y n.).
la civilización viniese acompañado de un aumento de la desigualdad
y de la inmoralidad: «El desarrollo de las Luces y de los vicios se p ro
ducía siempre por la misma razón, no en los individuos sino en los
pueblos» (Carta a Ch. de Beaumont, 1763). En su Contrato social,
Rousseau trata de legitimar el orden social y de liberarlo de sus taras.
La empresa es atrevida, y Rousseau la limita de manera estricta: su
Estado es pequeño, es una sociedad del cara a cara. Si esta tarea no
es totalmente imposible es porque, como decía en el prefacio del N a r
ciso (1752), «todos estos vicios no corresponden tanto al hom bre
como al hombre mal gobernado» 33.
Los liberales acusan a Rousseau de haber realizado un injerto to
talitario en un tronco democrático. Es normal que encontraran utó
pico el planteamiento del problema, debido a su afirmación absoluta
de la libertad:
«H allar una form a de asociación que defienda y proteja con to d a la
fuerza co m ú n la p erso na y los bienes de cada asociado, p o r la cual
cada un o , uniénd ose a todos, no obedezca, sin em bargo, más que a sí
m ism o y siga siendo tan libre com o antes». Tal es el p ro b le m a fu n d a
m ental... (CS, libro I, cap. VI, p. 360).
Pero no pueden por menos que echarse a temblar ante la solu
ción que se propone inmediatamente:
T odas estas cláusulas, bien entendidas, se reducen a u n a sola, saber la
alineación total de cada asociado con to d o s sus derechos a to d a la co
m unidad.
El pueblo es soberano, y una vez asociados sus miembros reina
una extraña alquimia. De la voluntad individual de todos surge una
voluntad general, que es algo cualitativamente diferente de la volun
tad de todos y que posee propiedades extraordinarias. Sin duda no
estamos muy lejos de la persona moralis composita de Pufendorf, tam
bién ella completamente diferente de las personae morales simplices
que la constituyen. Pero, por otra parte, la voluntad general es el so
berano, y como tal trasciende la voluntad individual de los súbditos
tan estrictamente como el gobernante de H obbes se situaba por en
cima de los gobernados. Aquello que comenzó siendo una societas o
asociación se convierte en una universitas; hemos pasado según la ex
33 Las dos citas han sido tomadas de Derathé (Rousseau, ib id ., t. III, p. X CIV ).
Sobre la experiencia de la desigualdad en Rousseau y su impaciencia con respecto a
toda dependencia, ver la penetrante y elevada introducción de Jan Starobinski al 2.°
Discurso (ibid., pp. XIII y ss.). «Todo poder viene de D io s, lo reconozco; pero tam
bién toda enfermedad» (GS, lib. I, cap. III).
presión de Weldon de un sistema «mecánico» a un sistema «orgáni
co» o, según Popper, de una sociedad «abierta» a una sociedad «ce
rrada». Rousseau va más lejos todavía, con el fin de liberar la volun
tad general de sus voluntades constituyentes. Recordemos aquel pá
rrafo tan citado:
C u a n d o se p ro p o n e un a ley en la A sam blea del P ueblo, lo que se les
pide n o es precisam ente si aprueban la propo sición o la rechazan, sino
si es conform e o no a la voluntad general que es la suya; [...] A u n q u e
gane la o pin ió n contraria a la mía, esto únicam ente dem uestra que me
había equivocado, y que lo que y o estim aba era la v o luntad general
no lo era en realidad. Si mi opin ió n particular hubiese triunfado, h u
biera hecho algo distinto de lo que quería, y entonces no hubiese sido
libre 34.
Resulta fácil ver en esto una prefiguración de la dictadura jacobi
na, de los procesos de Moscú e incluso de la Volkseele («alma del pue
blo») de los nazis. La verdadera cuestión, sin embargo, reside en sa
ber lo que quiere decir Rousseau cuando plantea que la voluntad ge
neral preexiste a su expresión en un voto mayoritario 35. Mantengo
que no podemos comprenderlo si permanecemos confinados en un
plano puramente político. U n crítico reciente identifica la voluntad
general de Rousseau con otra misteriosa entidad, la conciencia colec
tiva de Durkheim, y las precipita a ambas en el infierno de la dem o
cracia 36. H e aquí lo que escribió Durkheim al respecto:
P uesto que la v o lu ntad general se define principalm ente p o r su o b je
to, esta n o consiste única ni incluso esencialmente... en el p ro p io acto
del querer colectivo... El principio de R ousseau difiere p o r tanto de
aquel m ediante el cual se na q uerido a veces justificar el despotism o
de las m ayorías. Si la co m un idad quiere ser obedecida, no es p o rq u e
gobierna el bien com ún... E n o tros térm inos, la voluntad general no
está con stituida p o r el estado en que se en cu en tra la conciencia colec
34 CS, lib. IV, cap. II, pp. 440-441. El paralelismo con H ob b es es evidente. En
cuanto a Hegel, si rechaza explícitamente la necesidad de fundar la ley en el voto de
los ciudadanos reunidos, no plantea menos por ello una relación m uy semejante entre
la voluntad privada del ciudadano y la ley del Estado, en la medida en que encarna,
por definición, la verdadera libertad y voluntad del ciudadano, de manera que aquel
que va contra la ley va contra su propia voluntad (Filosofía del D erech o, cf., infra,
n. 51).
3 El principio del voto mayoritario no es fácil de aplicar a cuestiones importantes
en una asociación estrechamente solidaria, y Rousseau, probablemente sin saberlo re
produce unas preocupaciones que nos encontramos en el Corpus Iuris y en el D ere
cho canónico, cf. Gierke, D as aeutsche Genossenschaftsrecht, t. III. pp. 153, 522 y ss.
36 Marcel Brésard, «La “voluntad general” según Simone Weil», el C o n tra t social ,
París, VII-6, 1962, pp. 358-362.
tiva en el m o m e n to en que se to m a la resolución; esta no es la parte
más superficial del fenóm eno. Para com pren d erlo bien, hay que des
cender más abajo, a las esferas m enos conscientes, y llegar hasta los
hábitos, las tendencias y las costum bres. Son las costum bres las que
hacen la «verdadera constitución de los E stados» (CS, libro III,
cap. X II). La v o luntad general es p o r ta n to u n a orientación fija y co ns
tante de los espíritus y de las actividades en un sentido determ inado,
en el sentido del interés general. Es una disposición crónica de los su
jetos individuales 37.
Para Durkheim, por lo tanto, la voluntad general de Rousseau se
concibe como el surgimiento a nivel político y en el lenguaje de la
democracia de la unidad de una sociedad determinada en tanto en
cuanto preexiste a sus miembros y está presente en sus pensamientos
y acciones. Dicho de otra forma, la universitas en la que parece trans
formarse de repente la societas de Rousseau le es preexistente y sub
yacente. Rousseau oscurece el hecho al partir de la abstracción del in
dividuo natural y al presentar la transición al estado político como
una creación ex nihilo de la universitas. Así sucede en este párrafo.
A quel que se atreva a intentar establecer un pueblo debe ser capaz de
cam biar, p o r así decirlo, la naturaleza hum a n a; de convertir a cada in
dividuo, que p o r sí m ism o es un to d o perfecto y solitario, en p arte de
u n to d o más am plio del que este individuo [ = este ho m b re] recibe en
cierto m o d o su vida y su ser; de alterar la con stitució n del h o m b re
para reforzarla; de sustituir la existencia física e independ iente que to
dos hem os recibido de la naturaleza p o r una existencia parcial y m o
ral. H ace falta, en una palabra, que despoje al h o m b re de sus propias
fuerzas para darle unas que le sean ajenas y de las que no pu ed a hacer
uso sin la ayuda del pró jim o 38.
Estamos aquí ante la más clara percepción sociológica, expresada
en un lenguaje artificialista, tan magnífico como engañoso, que es tí
37 Émile Durkheim, Montesquieu et Rousseau, précurseurs de la sociologie, Paris,
1953, pp. 166-167. Aunque sólo fue publicado después de la muerte de Durkheim (R e
vu e de métaphysique et morale, t. X X V , 1918), el estudio sobre el Con trato Social es
un trabajo de juventud en el que la primera versión del Contrato no se utiliza apenas
y en donde el «individualismo» de la obra es, en ocasiones, exagerado (por ejemplo,
p. 163). H ay que leer la última parte del CS, libro II, cap. XII, que recuerda a M o n
tesquieu: «Hablo de hábitos, de costumbres, y sobre to do de la opinión; parte des
conocida para nuestros políticos, pero de la que depende el éxito de todas las demás...»
Ver también la necesidad de la «religión civil». (CS, libr. IV, cap. VIII) y, en los tra
bajos concretos de Rousseau sobre Córcega y Polonia, la preocupación por el patrio
tismo, por la religión, por los juegos y pasatiempos, etc...
3S GS, lib. II, cap. VII, pp. 381-382. Este párrafo ha sido recuperado por mí en
H H , p. 25, y en H A E I, p. 151 y 250; H H , tr., p. 15 / H A E I, tr., p. 158 y n. 6 (a
proposito de la incomprensión de Marx).
pico del Contrato social, es decir, ante ei reconocimiento del hombre
como ser social, opuesto al hombre abstracto e individual de la na
turaleza 39. Realmente, si nos trasladamos con el pensamiento al cli
ma intelectual en el que estaba inmerso Rousseau, difícilmente p o
dríamos concebir una afirmación tan rotunda.
Los críticos que acusan a Rousseau de haber abierto las puertas
a las tendencias autoritarias le recriminan en realidad que haya reco
nocido el hecho fundamental de la sociología, verdad que ellos, por
su parte, prefieren ignorar. Esta verdad puede aparecer como un mis
terio, véase como una mítificación, en una sociedad en la que predo
minan las representaciones individualistas — como ya ha ocurrido a
propósito de Hegel y de Durkheim— ; puede parecer peligrosa o per
niciosa e incluso llegar a serlo mientras no haya sido propiamente re
conocida, y el problema que se plantea en este sentido no puede re
solverse con la reacción del avestruz ante el peligro.
Algunos preferirían que Rousseau se hubiese deshecho del indi
viduo abstracto y de la idea arbitraria del contrato y que hubiese des
crito su Estado, sin rodeos, en términos «colectivistas». Pero supon
dría ignorar la libertad como preocupación central de Rousseau: este
percibía en sí mismo al individuo como ideal moral y reivindicación
política irreprimible, y mantuvo este ideal al mismo tiempo que su
contrapartida real: el hombre como ser social. Sir Ernest Barker veía
a Rousseau como una especie de Jano vuelto a la vez hacia el pasado
— el Derecho natural (moderno)— y hacia el futuro — la escuela his
tórica alemana y la idealización romántica del Estado nacional, — o
también aquel que comienza con Locke y termina con la República
de Platón— . Rousseau hizo un gran esfuerzo para reconciliar el D e
recho natural moderno y el antiguo, con el fin de reintegrar al indi
viduo de los filósofos dentro de una sociedad real. La acertada crítica
de Barker explica su fracaso sin alterar su grandeza:
... hubiera evitado la confusión y el inexplicable milagro de una re
pentina emergencia, a través del contrato, desde una condición p rim i
tiva y estúpida hasta el estado civilizado de las Luces, si se hubiese
p reo cu p ad o de distinguir la sociedad del Estado. La sociedad que cons
tituye la nación es un resultado de la evolución histórica que no se
crea m ediante un co ntrato social cualquiera, sino que sim plem ente está
presente. El E stado fu n dado sobre esta sociedad puede ser, o puede
llegar a ser en un m o m e n to determ inado (com o lo intentó Francia en
V) Otros párrafos de Rousseau muestran que este es para el un pensamiento per
manente y central. Por ejemplo, C S, l . J versión, lib. 1, cap. II; E m ile, I (O e u v r e s, t.
I, p. 249); «Lettres sur la vertu et le bonheur», en O eu vres et Correspondances inéd i
tes, ed. Streickeisen-Moultou, Lettre I, pp. 135-136, etc..., Lettre a d ’Alembert, O e u
vres, Paris, Hachette, t. I, p. 257.
1789), el resultado de u n acto cread o r de los m iem bros de la sociedad
(Social Contract, op. cit., p. X L II-L X IV ).
Jean-Jacques Rousseau acometió la tarea grandiosa e imposible de
tratar en el lenguaje de la conciencia y de la libertad no sólo de la
política, sino de la sociedad entera; trató de combinar la societas, ideal
y abstracta, con lo que pudo salvar de la universitas como nodriza
de todos los seres pensantes. Seguramente su abrupta identificación
del individualismo y del holismo se hacía peligrosa una vez que se
tomaba como una receta política, pero constituía ante todo un diag
nóstico genial de lo que no puede dejar de producirse siempre que la
sociedad como un todo es ignorada y sometida a una política artifi-
cialista. De este modo, Rousseau no sólo fue el precursor de la so
ciología en el pleno sentido del término. Planteó al mismo tiempo el
problema del nom bre m oderno convertido en individuo político, a la
vez que seguía siendo, al igual que sus congéneres, un ser social. Y
este es un problema que sigue estando presente.
La Declaración de derechos del hombre
La Declaración de derechos del hom bre y del ciudadano adopta
da por la Asamblea Constituyente en el verano de 1789 marca en cier
to sentido el triunfo del Individuo. Había sido precedida por procla
maciones similares en varios de los Estados Unidos de América, pero
fue la primera que se tomó como fundamento de la Constitución de
una gran nación, impuesta a un monarca reticente po r manifestación
popular y propuesta como ejemplo a Europa y al mundo. Aunque
su principio fue juiciosamente criticado desde sus comienzos, espe
cialmente por Bentham, estaba destinada a ejercer una poderosa in
fluencia, realmente irresistible, a lo largo de todo el siglo XIX y hasta
nuestros días.
Se inicia, tras un preámbulo, con los siguientes artículos:
Art. 1. Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en de
rechos. Las distinciones sociales no pueden fundarse más que en la
utilidad común.
Art. 2. La meta de toda asociación política es la conservación de
los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Estos derechos
son la libertad, la propiedad^ la seguridad y la resistencia a la opresión.
Vemos inmediatamente cómo el artículo 2 contradice la estipula
ción central del Contrato social de Rousseau que ya hemos citado:
«la alienación total de cada asociado con todos sus derechos a toda
comunidad».
N o bastaría con ver en la Declaración el resultado de las doctri-
ñas modernas del Derecho natural puesto que, como observó Jelli-
nek, el punto esencial es la transferencia de los preceptos y ficciones
del Derecho natural al plano de la ley positiva: la Declaración era con
cebida como la base solemne de una Constitución escrita, juzgada y
sentida ella misma como necesaria desde el punto de vista de la ra
cionalidad artificialista. Se trata de fundar un nuevo Estado sobre el
único consenso de los ciudadanos y de situarlo fuera del alcance de
la propia autoridad política. La Declaración proclamaba los solem
nes principios que la Constitución debía poner en práctica. Al mis
mo tiempo, se tomaba prestado de América de manera absolutamen
te consciente. Así, un informe presentado en la Asamblea el 27 de ju
lio de 1789 aprueba «esa noble idea, nacida en otro hemisferio», y el
hecho aparece ampliamente documentado. Más que a la Declaración
de Independencia de 1776, Jellinek remite, como fuente particular, a
los Bills o f Rigbts adoptados por algunos de estos Estados, particu
larmente el de Virginia en 1776, que era conocido en Francia antes
de 178 9 40.
Los puritanos que fundaron algunas colonias en América habían
dado el ejemplo del establecimiento de un Estado a través de un con
trato. Así, los famosos peregrinos del M ayflower concluyeron un
Pacto de establecimiento antes de fundar N ew Plymouth en 1620, y
40 Cf. George Jellinek, La Déclaration des droits de l ’bo m m e et du citoyen, París,
1902, pp. 14 y ss., 29 y ss.; La Déclaration des droits..., París, 1900, p. 34 y ss .; Ha-
lévy, op. cit., t. II, p. 50; H enry Michel, L ’Idée de l'État, París, 1895, p. 31 (cita a Cour-
not y a Ch. Borgeaud, que remite al A greem en t o f the People de los Levellers). La
influencia de Rousseau no se hallaba completamente ausente, ya que, si bien el C o n
trato social, a diferencia del Emilio, era p o co leído anteriormente, fue «meditado y
aprendido de memoria por todos los ciudadanos» (Sébastien Mercier, 1791) durante
la Revolución. D e hecho, el 17 de agosto, Mirabeau propuso en nombre de una c o
misión especial un proyecto que era claramente rousseauniano en su artículo 2, que
fue rechazado. U n o de los secretarios de Mirabeau, Etienne D u m on t, era discípulo de
Bentham y debió persuadir a sus colegas de que los derechos naturales eran una «fic
ción pueril» (Halévy, op. cit. y n. 98). Sobre la crítica de Bentham, cf. H alévy, loe. cit.,
t. I, apéndice III y t. II, cap. I: las declaraciones francesas son sofismas anarquistas,
el sistema de igualdad y de independencia absolutos es físicamente imposible, «la su
jeción, y no la independencia, es el estado natural del hombre». N o nemos querido
aquí hacer el recuento de todas las influencias que denotan la Declaración de 1789 y
las siguientes, así com o los debates que preceden a su adopción. V. Marcaggi ha m o s
trado la concordancia en numerosos puntos (ver supra, la propiedad) entre la doctrina
fisiocrática y las declaraciones e intenciones de los Constituyentes (Les Origines de la
Déclaration des droits de l ’h om m e, París, 1904), pero minimiza la influencia americana
y su tesis es unilateral; los fisiócratas partían del todo, y no del elemento (cf. H A E I,
pp. 52-53; H A E I, tr., pp. 55-56). La Revolución adoptó sucesivamente cuatro D ecla
raciones, la primera de las cuales estuvo en vigor durante un año, la de 1793 unos m e
ses y la de Thermidor del año III, Declaración de Derechos y de D eberes (subrayo),
cinco años.
otros hicieron lo mismo 41. Hemos visto cómo los Levellers fueron
más lejos en 1647 e insistieron en los derechos del hom bre como tal,
y, ante todo, en su derecho a la libertad religiosa. Este derecho había
sido introducido de manera temprana en varias colonias americanas:
en Rhode Island por una carta de Carlos I (1643) y en Carolina del
N orte a través de la Constitución redactada por Locke (1669). La li
bertad de conciencia fue el derecho esencial, el núcleo alrededor del
cual iban a constituirse los derechos del hom bre mediante la integra
ción de otros derechos y libertades. La libertad religiosa, nacida de
la Reforma y de las subsiguientes luchas, fue el agente de la trans
formación de las especulaciones del Derecho natural en una realidad
política. Los franceses únicamente podían retomar a su vez la afir
mación abstracta del individuo como superior al Estado, pero fueron
los puritanos los primeros en pronunciar esta afirmación.
La transición estuvo encarnada en un hombre, Thomas Paine, ten
dero inglés que, siendo cuáquero, emigró a América y alcanzó allí la
fama antes de participar en la Revolución francesa como diputado de
la Convención y miembro, junto con Condorcet, de la comisión en
cargada de preparar la Constitución Republicana de 1793. Paine es
cribió dos volúmenes para defender los derechos del hom bre en In
glaterra, y E. Halévy señala la diferencia entre los dos. En la primera
parte, Paine defiende frente a Burke la racionalidad y simplicidad de
la política de la Constituyente. Su individualismo es espiritualista: «A
través de él, el cristianismo revolucionario de los protestantes ingle
ses de América se aproxima al ateísmo revolucionario de los sans-cu-
lottes franceses». El segundo libro, que versa acerca de la aplicación
del principio, es utilitarista. Partiendo de la identidad natural de los
intereses, Paine «aplica las ideas de Adam Smith a la solución..., por
añadidura, de los problemas políticos 42. La transición es típica de la
revolución de las ideas que llevaría al imperio del utilitarismo en In
glaterra durante las primeras décadas del siglo X IX .
El segundo libro de Paine se publicó en 1792, y C ondorcet tra
bajó con él en 1793. Podemos por tanto suponer que las ideas de Pai
ne se reflejan en aquel elemento de la Constitución americana que
Condorcet subrayó para condenarlo. Matemático y filósofo, desem
peño un notable papel en las asambleas, y fue mandado arrestar bajo
41 Texto en Chronicles o f tbc Pilgrim Fathers, N e w York, D u tto n , s.d., p. 23. O b
servamos que la mención del Ser supremo presente también en el preámbulo de la D e
claración de 1789, es más central y apremiante en los Pactos de los puritanos. T o c
queville ha citado el Pacto de 1620 e insistido en la combinación de la religión y de
la teoría política (D e la dém ocratie en A m é riq u e , París, 1961, t. I, p. 34 e introd. y t.
II, cap. V, cf. infra).
el Terror. En su retiro — moriría poco después— Condorcet escribió
a modo de testamento su breve y denso Bosquejo de los progresos del
espíritu humano, inspirado de cabo a rabo en la idea de la perfecti
bilidad del espíritu. Esta obra concluye con una imagen del porvenir,
la «décima época», y, en el último párrafo, el revolucionario que ve
su vida amenazada proclama su inquebrantable fe en el progreso 43.
La historia ha confirmado muchas de las predicciones de C o n
dorcet, pero lo que nos interesa aquí es la distinción que hace entre
las Constituciones americana y francesa. Su igualitarismo era m ode
rado. Predijo la total desaparición de la desigualdad entre las nacio
nes, incluidos los pueblos colonizados de otro continente, pero sólo
una disminución ae la desigualdad en el interior de un pueblo deter
minado: los efectos de la diferencia de dotes naturales entre las per
sonas se reducirían, pero sin desaparecer totalmente, lo cual sería con
trario al interés común. Sin embargo, Condorcet ve la manera dis
tintiva de la Constitución francesa y la razón de su superioridad so
bre la americana en el reconocimiento de la igualdad de derechos
como su supremo y único principio. Afirma los derechos naturales
del hombre (a la vez que elogia a Rousseau). Reprocha a los ameri
canos el haber seguido buscando el equilibrio de poderes en el inte
rior del Estado y, ante todo, el haber insistido en principio más en
la identidad de los intereses que en la igualdad de derechos 44. Evi
dentemente, C ondorcet piensa en la Constitución en la que trabajo
y en la de los Montañeses de 1793 que la suplantó, más que en la de
1789, que todavía era monárquica. La Declaración de 1789 se encuen
tra aún muy cerca de los Bills americanos; la igualdad es allí invoca
da (art. 1) frente a las «distinciones sociales» hereditarias, pero no fi
gura en la lista de los derechos sustanciales (art. 2, ver supra). En to
das las Declaraciones subsiguientes, la igualdad se sitúa junto a la li
bertad entre los propios derechos 45. Vemos en el Bosquejo que Con-
43 Condorcet, Esquisse d ’un tablean historique des progres de l ’csprit humaui
(1795), ed. Prior, París, 1933. Condorcet dice de sí mism o en la conclusión: «Es en
la contemplación de este cuadro donde recibe el premio de sus esfuerzos... es ahí d o n
de existe verdaderamente con sus semejantes, en un eliseo que su razón ha sabido crear
se...» El proyecto artificialista se ha convertido en una fe al trascender el destino de
la persona y los horrores del tiempo. Auguste C om te no se encuentra muy lejos.
44 Esquisse..., 9.a época, op. cit., p. 169. El Bill de Virginia hace referencia en su
artículo 3 al «bien común» y añade: «el mejor gobierno es aquel que es capaz de p ro
ducir la mayor cantidad de felicidad y de seguridad» (ib id .). Para la igualdad, el arti
culo 1 dice solamente «que todos los hombres son por naturaleza igualmente libres c
independientes» (Jellinek, op. cit., p. 29).
45 Leemos en el proyecto de Declaración preparado por la comisión y presentado
a la C onvención el 15 de febrero de 1793: «Art. 1. Los derechos naturales civiles y
políticos de los hombres son la libertad, la igualdad, la seguridad, la propiedad, la ga
dorcet no se preocupa solamente po r la igualdad formal, sino tam
bién por la igualdad de hecho, en la medida en que esta parece prac
ticable y útil. Escribe que la Revolución ha hecho «mucho por la glo
ria del hombre, algo por su libertad, casi nada todavía por su felici
dad»; deplora la ausencia de una historia de «la masa de las familias»
y reclama un estudio no sólo de las normas sino también de los he
chos, de los «efectos... para la fracción más numerosa de esta socie
dad» y de los cambios y disposiciones legales (p. 199 y ss.) sobre el
que pueda basarse una política orientada hacia el progreso de la espe
cie.
C ondorcet es, sin embargo, un liberal, un Girondino, que no si
túa el ideal igualitario por encima de todos los demás. O tros sí lo hi
cieron, durante la misma Revolución, como atestigua la conspiración
de Babeuf —movimiento comunista que, como tal, desborda nuestro
propósito— . Babeuf fue ejecutado, pero la democracia francesa si
guió preocupándose por la igualdad en un grado desconocido en otros
lugares. Tosqueville se dio cuenta de ello, y vio también que la Re
volución francesa fue en el fondo un fenómeno religioso, como m o
vimiento que quería ser absoluto y que pretendió remodelar toda la
vida humana y, a diferencia de la Revolución americana, en la que la
teoría política siguió confinada dentro de su propio dominio, com
pletada y sostenida por una estricta fe cristiana. Resulta por ello to
davía más interesante observar que los adeptos franceses del hom bre
como Individuo fueron ayudados en la formulación de los derechos
abstractos del hom bre por los puritanos del N uevo M undo. U na vez
más, la religión cristiana había colocado al individuo en primera fila.
La consecuencia de la Revolución: renacimiento de la
«universitas»
Los comienzos de la sociología en Francia se han considerado a
menudo impregnados de «reacción» política. Auguste Comte, si bien
se presentaba ante todo como un discípulo de Condorcet, no ocul
taba la deuda que tenía con respecto a los teócratas de Maistre y de
Bonald. Un pensador contemporáneo, Marcuse, tacha su positivismo
rantía social y la resistencia a la opresión.» Quitando la adición de la «garantía social»,
la formulación general parece indicar que los «derechos naturales» estaban a la defen
siva, lo cual es confirmado por su desaparición de las redacciones subsiguientes (¿se
ñal de una influencia rousseauniana?). Así, la Declaración adoptada el 29 de mayo
(pero modificada un mes más tarde tras la adopción de la Constitución montañesa)
comienza así: «Art. 1. Los derechos del hombre en sociedad son la igualdad, la liber
tad...» (la continuación com o en la precedente; la igualdad ha pasado a primera fila).
de conservador en nombre de la filosofía esencialmente crítica de He-
gel y de Marx 46. Quisiera demostrar que esta es, por numerosas ra
zones, una visión superficial. En primer lugar, el nacimiento de la so
ciología está estrechamente vinculado al del socialismo en otro de los
maestros de Comte, quizás el más cercano a él, el genial y tum ultuo
so Saint-Simon, así como en sus discípulos. El mismo crítico nos ofre
ce la explicación siguiente del desarrollo socialista:
Los prim eros socialistas franceses hallaron los m otivos de su doctrina
en los conflictos de clase que cond icio n aro n el fu tu ro de la R evolu
ción francesa. La industria avanzaba rápidam ente, las prim eras c o n
m ociones socialistas se hacían sentir y el proletariado com enzaba a
consolidarse (M arcuse, op. cit., p. 328, cf. p. 335 y ss.).
Se opone así a menudo el m undo artesanal y de la pequeña in
dustria del siglo XVIII y el m undo de la gran industria del X IX . La ex
plicación es, al menos, insuficiente. Incluso si se pudiese aplicar al
cambio de talante de los economistas, desde el optimismo de Adam
Smith hasta el pesimismo de Malthus y Ricardo en Inglaterra y de
Sismondi y Marx en el continente, no explicaría la preocupación so
ciológica ni, de manera más general, la orientación global ae los pen
sadores de la época, que se ha definido acertadamente como una
«reacción anti-individualista 47».
Para los pensadores franceses del período que va de 1815 a 1830
y más allá, está claro que la Revolución y el Imperio dejaron tras
ellos un vacío que los mejores espíritus se esfuerzan en rellenar. Si
bien la Revolución había marcado el triunfo del individualismo, apa
recía ahora, p o r el contrario y de forma retrospectiva, como un fra
caso. Y de ahí no sólo una decepción crónica, sino también el resur
gimiento de valores e ideas contrarias a aquellas que la Revolución
había exaltado. Los ideales revolucionarios, raramente condenados en
bloque, como hicieron los teócratas —cuya tajante reafirmación de
la tradición y del holismo tuvo una amplia audiencia— ; eran más a
menudo, o bien rechazados en parte, o bien aceptados pero conside
rados como insuficientes, lo cual exigía una investigación para com
pletarlos. La afirmación inaudita y absoluta de la societas por parte
de los revolucionarios tuvo éxito, y la necesidad de una universitas
fue sentida más hondamente que nunca por el individuo romántico
46 Herbert Marcuse, Reason a n d R e v o lu tio n , Beacon Press, 1960, pp. 340 y ss.
47 Michel, op. cit. El autor de este estudio tan cuidadoso, que escribía a finales del
siglo xix, trataba de defender el «individualismo» (tomado en un sentido algo dife
rente del nuestro) contra sus críticos del siglo X I X francés. Piensa que los errores c o n
ciernen a los medios, y no a los fines. H em o s utilizado aquí la visión general dada por
Maxime Leroy, H istoire des idées sociales en France, París, 1946-1962. 3 vol.
que heredaba la Revolución. Tal es la explicación global de la inver
sión general que percibimos, del optimismo al pesimismo, del racio
nalismo al positivismo, de la democracia abstracta a la búsqueda de
la «organización», de la acentuación política a la acentuación econó
mica y social, del ateísmo o de un vago teísmo a la búsqueda de una
religión real, de la razón al sentimiento, de la independencia a la co-
m um on 48 .
Para Saint-Simon y los saint-simonianos, la Revolución, los de
rechos del hombre y el liberalismo habían tenido un valor puram en
te destructivo; había llegado el mom ento de organizar la sociedad,
de regenerarla. El Estado es una asociación industrial y debe estar je
rarquizado; por debajo de los sabios vendrían los banqueros, que son
responsables del principal medio de regulación: el crédito. Las re
compensas deben ser desiguales, al igual que las obras, pero la p ro
piedad hereditaria es una supervivencia que debe suprimirse. A de
más, sobre todo para los saint-simonianos, una nueva religión, el nue
vo cristianismo, debe unir a los hombres a través del «sentimiento».
La época crítica, que no insistía más que en el individuo y en la ra
zón, debe dar paso a una nueva época orgánica. De esta forma, se res
taurarán en el espíritu de los hombres el equilibrio y la unidad, pues
to que, según Saint-Simon, «la idea de Dios no es más que la iaea de
la inteligencia humana generalizada». Al mismo tiempo, la explota
ción impía del hom bre por el hom bre habrá desaparecido 49.
Los saint-simonianos presentan así un contraste casi tan perfecto
como los teócratas, aunque más moderno, en relación con los ideales
de la Revolución francesa. Ahora bien, la misma preocupación fun
damental es compartida por espíritus muy diferentes, como Lamen-
nais y Tocqueville. En su Ensayo sobre la indiferencia (1817), La-
mennais buscaba la verdad dentro de la propia sociedad, al tom ar lo
que él llama «el sentido común», es decir, las tradiciones de todas las
sociedades conocidas, como la fuente y marca de la verdad. En otro
lugar escribía: «El hom bre solo no es más que un fragmento de ser;
el ser verdadero es el ser colectivo, la humanidad, que no muere ja-
'50
mas ».
En cuanto a Tocqueville, liberal y aristócrata sinceramente adhe
48 Proudhon escribía: «El hombre más libre es aquel que más relaciones mantiene
con sus semejantes» (Leroy, op. cit., t. II, p. 50).
49 Esta somera apreciación ha sido sacada de Bouglé y Halévy, L a D o ctrine de
S ain t-Sim o n, Exposition, 1." a nnce, 1829, nueva ed., París, 1931; Michel, op. cit.', Le
roy, op. cit.
30 Leroy, op. cit., t. II, p. 437 y ss., 451. P odem os considerar una herencia de las
Luces el hecho de que la referencia en este párrafo, al igual que en C om te, se da con
respecto a la especie humana, ahí donde Rousseau había remitido a lá sociedad concre
ta.
rido a la democracia, le llamaba la atención el desafortunado desa
rrollo de la democracia en Francia, y fue a América para estudiar com
parativa y directamente las condiciones que permitían que los Esta
dos Unidos democráticos gozasen de paz y felicidad, con el fin de
extraer de ello las conclusiones referentes a su propio país.
Dentro de esta perspectiva, Hegel se aproxima a los pensadores
franceses contemporáneos. Cualesquiera que fuesen las diferencias
— evidentes— y teniendo en cuenta que la política de Hegel tiene
otros aspectos, podemos afirmar que, históricamente, la tarea que se
propuso Hegel en la Filosofía del Derecho es la misma que la que
Comte y Tocqueville tenían ante sí: rescatar los ideales de la Revo
lución de la condena que la historia había formulado contra ella en
su manifestación de hecho o bien construir una teoría política y so
cial que los recuperase de manera viable. Clasificar simplemente a H e
gel y a Marx, juntos, bajo la etiqueta de filósofos «críticos» de la so
ciedad supone olvidar la significación histórica fundamental de la Fi
losofía del Derecho, que es una tentativa de reconciliar todos los
opuestos dentro de una vasta síntesis y de demostrar al mismo tiem
po que esta síntesis está presente en el Estado moderno, aunque este
sea el prusiano. El Estado moderno, desde el punto de vista del fi
lósofo, aparece como la consumación de todo lo que le ha precedido.
H ay por tanto en esta filosofía política un aspecto positivista im por
tante. La filosofía del Derecho propiamente dicha es positivista: la
ley es mandato, «voluntad», como hemos visto en Occam (además
de «libertad»). Es verdad que Hegel critica el positivismo de la es
cuela alemana histórica del Derecho (Savigny), pero también critica
paralelamente la idea puramente negativa y destructiva de la libertad
de los revolucionarios franceses; y esta doble crítica conduce a la fu
sión de los dos opuestos: la ley no sólo es dada en oposición a la li
bertad del individuo, sino que también es racional, al constituir la
más honda expresión de la libertad del hombre. Se conserva en esta
síntesis la verdad del positivismo al igual que la del libertarismo, a la
vez que se suprimen sus defectos. Si bien se llevan a cabo otras re
conciliaciones en este libro, esta no deja de ser una de las más im
portantes 51. Esto está claro en la propia obra. También está claro si
seguimos la posteridad inmediata de Hegel, que se divide entre una
«derecha» y una «izquierda» que sólo aceptan, respectivamente, el as
pecto positivista y el racionalista (o crítico) de la doctrina. Este he
cho ilustra el fracaso de Hegel, pero la verdad es que intentó a su ma
nera realizar algo parecido a aquello que se propusieron Tocqueville
51 Filosofía d el Derecho, op. cit., § 4, 5, 15, 259 y ss. (y adiciones); cf. en la F eno
menología del espíritu, la sección sobre «libertad absoluta y terror» (VI, Be).
y Comte. Los paralelismos con los saint-simonianos son asimismo
evidentes 52.
Lo que, por el contrario, distingue aquí a Hegel es que, conti
nuando a Rousseau y a la tradición clásica de la filosofía política, si
gue considerando la universitas desde un punto de vista exclusiva
mente político. Su «Estado» corresponde a lo que podríamos llamar
la sociedad global incluido el Estado propiamente dicho (cf. H A E I,
pp. 148 y ss.; H A E I, tr., pp. 155 y ss.). Com o de costumbre, Hegel
concentra su atención en los fenómenos conscientes. N o faltan en este
libro las expresiones despreciativas a propósito de aspectos de la cons
titución social que no han alcanzado una expresión consciente, es de
cir, una expresión escrita en la práctica, como la costumbre en gene
ral o la Constitución inglesa. Al igual que en H obbes y Rousseau, el
individuo consciente se ve abocado repentinamente a reconocer en el
Estado su yo superior, y en el dominio del Estado la expresión de
su propia voluntad y libertad. La presentación indirecta de la socie
dad en forma de Estado 53 conduce a una especie de religión del Es
tado, que Marx vio como una mitifición. Este rechazo de la univer
sitas por parte del joven Marx constituye un acontecimiento im por
tante. La posición de Marx con respecto a los socialistas franceses es
interesante. Mientras que por un lado les debe mucho, y llega hasta
reclamar la abolición ae la propiedad privada, por otro no comparte
en absoluto sus reservas en lo que concierne al Individuo, ni sus es
fuerzos por lograr una idea más profunda del hombre. Para Marx, al
igual que para los revolucionarios de 1789, la criatura del Derecho
natural, que los grandes filósofos habían intentado transmutar con
ocasión cíe su transición a la vida social, entra en la sociedad com
pletamente armada y segura de bastarse a sí misma. El socialista Marx
cree en el Individuo hasta un punto que no tiene precedentes en H o b
bes, Rousseau, Hegel e incluso nos atreveríamos a decir, en Locke.
Es posible que un socialismo así, un ascenso tan grande del indivi
dualismo tras la Revolución, no hubiese sido factible antes de los años
1840-1850. A primera vista, esta teoría es contradictoria y se encuen
tra muy empobrecida sociológicamente en relación con las percep
ciones y divagaciones de los saint-simonianos 54.
Si Tocqueville contrasta con todo esto, es porque se sitúa en la
52 Cf. J. H yppolite, In tro d u ctio n á la philosophie de l ’histoire de H e g e l, París, 1948,
p. 59, etc...
53 La cosa está clara en la P ropedéutica de Nurem berg, en la que H egel no sólo
habla del Estado sino de la «sociedad del Estado» (Staatsgesellschaft) o, co m o lo ha
traducido M. de Gandillac de la «sociedad que constituye el Estado» (trad. fr. : Pro-
p éd eu tiq u e philosophique, Denoël-G onthier, coll. «Médiations» ).
54 Sobre las relaciones en Marx entre individualismo, proyecto artificialista y eco-
nomicism o, cf. H A E 1, 2.a parte.
tradición de Montesquieu, que había estudiado la Constitución de
los Estados en relación con las costumbres y hábitos de los pueblos.
Tocqueville, a su vez, estudió la política en relación con su contexto
social general, y muy particularmente las ideas y valores. Por lo que
respecta a la relación entre religión y política, si las comparamos con
su identificación parcial pero tosca, además de un poco oscura, en He-
gel y con la sobreestimación de la Humanidad frente a la sociedad
global concreta en Comte, las conclusiones de la investigación rela
tivamente modesta de Tocqueville en América aparecen hoy en día a
fin de cuentas como más profundas y cercanas a la realidad, quizás
porque sólo él se dedicó a una verdadera comparación sociológica.
Tocqueville concluye que un sistema político democrático no es via
ble más que si se cumplen ciertas condiciones sociales. El dominio
político no puede absorber al de la religión o, en general, a valores
últimos. Al contrario, debe ser completado y sustentado por él (H H ,
p. 29; H H , tr. pp. 18-19).
En suma, los pensadores franceses de la primera mitad del si
glo X I X fueron llevados a considerar al hombre como un ser social y
a insistir en los factores sociales que constituyen la materia prima de
la personalidad y que explican en última instancia que la sociedad no
se pueda reducir a una construcción artificial a base de individuos.
El más evidente de estos factores, la lengua, fue destacado por Bo-
nald, que atribuía su origen a Dios. La religión era altamente apre
ciada p or los saint-simonianos como fuente de cohesión social: in
sistían en ella y en el sentimiento con vistas a la reconstrucción del
cuerpo social. El ridículo en el que cayeron — al igual que el misti
cismo de Comte, que quizás solamente fuese prematuro— no debe
ocultarnos la profundidad de su percepción. El esfuerzo de todos es
tos pensadores tendía, al menos en parte, a descubrir por debajo de
la evidente discontinuidad de las conciencias humanas las raíces so
ciales del ser humano. Dentro de esta perspectiva, el Estado m oder
no no corresponde más que a una parte de la vida social, y no hay
una discontinuidad absoluta entre la política consciente de sí misma
de los modernos y otros tipos de sociedad que el filósofo político
tiende a situar por debajo del umbral de la humanidad adulta.
H ay por lo tanto aquí, y en especial en el surgimiento paralelo y
parcialmente conjunto de la sociología y del socialismo en Francia,
bastante más y algo muy distinto a una simple consecuencia de la re
volución industrial. Esta, además, aún está en lo esencial por llegar,
y sólo a partir de 1830 podemos hablar seriamente de ella. En el p ro
fundo vacío que sigue a la marea revolucionaria de 1789, vemos emer
ger algo de estas representaciones holistas, dominadas pero no total
mente ausentes, que hemos detectado a lo largo de la ascensión del
individualismo 55. Comparativamente, este hecho aproxima en cierto
m odo la sociedad moderna, que se aparta de ellas debido a sus valo
res específicos, a las sociedades tracficionales; este hecho es im por
tante a la vez para la comprensión de la sociología y del socialismo.
La sociología presenta, en su nivel de disciplina especializada, la con
ciencia del todo social que encontrábamos en el plano de la concien
cia común dentro de las sociedades no individualistas. El socialismo,
fuerza nueva y original, recupera la preocupación p or el todo social
y conserva un legado de la Revolución, a la vez que combina aspec
tos holistas y aspectos individualistas. N o podemos hablar de un re
torno al holismo puesto que la jerarquía es rechazada, y está claro
que el individualismo está también disociado de él, conservado en
ciertos aspectos y rechazado en otros 56.
Sin duda no es esta más que una caracterización ideológica some
ra, desde un punto de vista histórico y comparativo. Pero la fórmula
aclara ya, a mi modo de ver, la situación del «crítico» que he citado.
Podría resultar igualmente útil para el estudio de los desarrollos ideo
lógicos de los siglos X I X y X X , pero esto último desborda ya nuestro
objetivo: sólo pretendíamos, en esta última sección, completar el es
quema de la ascensión del individualismo en el plano político y so
cial, destacando las consecuencias ideológicas de la Revolución y re
gistrando lo que la historia nos transmite, en cierto modo, de manera
inmediata, acerca de la relación entre la ideología de 1789 y la reali
dad social en su totalidad.
55 O bservemos el paralelismo entre el hecho global — la R evolución y su conse
cuencia— y las doctrinas paradójicas de H o b b es y Rousseau: en definitiva, la historia
ha dado la razón a estos autores.
56 Ver supra, p. 895. La gran variación que tiene lugar en los socialistas franceses
de entonces en torno a la importancia dada a la igualdad — m uy grande en Proudhon
por oposición a Saint-Simon y Fourier— es un indicio de la actitud confusa con res
pecto a la Revolución de 1789.
Capítulo 3
GÉNESIS, III. LA EMERGENCIA
DE LA CATEGORÍA ECONÓMICA
En la genealogía de los conceptos modernos, después de lo polí
tico viene lo económico. Al igual que la religión dio origen a lo p o
lítico, en una fase subsiguiente lo político originaría lo económico.
Esta nueva etapa en la diferenciación de los conceptos modernos ha
sido objeto de un libro distinto *, pero hemos querido que esté re
presentada aquí de manera abreviada para marcar el sitio que ocupa
dentro del conjunto de la investigación y permitir una visión más
completa de la perspectiva histórica general. Es por esto por lo que
reproduzco seguidamente, precedida de otros dos breves extractos,
la parte de H om o aequalis I relativa a las condiciones de diferencia
ción de la categoría económica (cf. Ediciones Taurus, pp. 34-36,
16-17, 45-52).
Se empieza por observar que en apariencia no es fácil definir lo
económico. En su monumental Historia del análisis económico,
Shumpeter no da definición: define el análisis económico pero admi
te sin más como datos lo que llama los «fenómenos económicos'»
* H o m o A eq ua lis I, Genèse et épanouissem ent de l ’idéologie éco n o m iq u e, Paris,
Gallimard, 1977 (H o m o aequalis I, Génesis y apogeo de la ideologia econôm ica, IVla
drid, Taurus ediciones, 1982).
(1954). Es difícil proponer una definición que sea universalmente
aceptada, sobre todo si se la quiere poder imputar tanto a los econo
mistas del pasado como a los contemporáneos. Por ejemplo, Ricardo
ciertamente no se ocupaba de «recursos escasos». Esa es quizás una
razón del silencio de Schumpeter. Por lo demás, tenemos afquí un
caso particular de un fenómeno extendido: lo dicho no sólo es sin
duda verdadero para las ciencias en general, sino que puede asimis
mo decirse del hom bre m oderno que sabe lo que hace (el «análisis»)
pero no de lo que trata realmente (lo económico). Schumpeter escri
be de Adam Smith y de otros:
N o han acertado a ver que su filosofía ética y su doctrin a política no
eran lógicam ente pertinentes para la explicación de la realidad eco n ó
mica tal com o es... N o tenían aún u n a concepción clara de los fines
distintivos del análisis — pero, ¿la tenem os nosotros?...
La dificultad de la definición se ve aún acrecentada desde un p un
to de vista comparativo. Así, los antropólogos tienen una fuerte ten
dencia a identificar en todas las sociedades un aspecto económico,
pero ¿dónde comienza y dónde termina? En el pasado reciente dos
tendencias se han enfrentado. La tendencia «formalista» define lo eco
nómico por su concepto y pretende aplicar a las sociedades no m o
dernas sus propias concepciones de los usos alternativos de recursos
escasos, de la maximización de la ganancia, etc. La tendencia «sus
tantiva» alega que tal actitud destruye lo que es realmente la econo
mía como dato objetivo universal, es decir a grandes rasgos las for
mas y los medios de subsistencia de los hombres. Situación ejemplar,
puesto que el divorcio entre el concepto y la cosa demuestra con toda
evidencia la inaplicabilidad del punto de vista: lo que tiene un senti
do en el mundo m oderno no lo tiene allí. Karl Polanyi tom ó la se
gunda posición, y rechazó lo «económico» en su versión contem po
ránea para retener la «economía». El lenguaje es incómodo, pero so
bre todo la decisión representa un lamentable paso atrás por parte de
un autor a quien tanto debemos. Es cierto que Polanyi se apresura a
añadir, en conformidad con la tesis fundamental de su libro The Great
Transformation, que por oposición a nosotros las otras sociedades no
han segregado los aspectos económicos, que en ellas se los encuentra
únicamente mezclados o embutidos (em hedded) en el tejido social
(Polanyi, 1957b, pp. 243 y ss.).
Si hay un punto sobre el que todo el m undo está de acuerdo, es
que para aislar los «fenómenos económicos» el antropólogo debe des
gajarlos del tejido en que están insertos. Y m uy bien puede pensarse
que dicha tarea es un tanto arriesgada, incluso destructiva. Es parti
cularmente difícil — y por añadidura vano— separar los aspectos po
líticos y económicos. N o hay en ello nada de sorprendente, puesto
que observaremos en nuestra propia cultura la emergencia muy re
ciente del punto de vista económico desde el interior del punto de
vista político. Distinguir de modo cada vez más estricto, como algu
nos proponen, una «antropología política» y una «antropología eco
nómica» carece de sentido para el progreso del conocimiento, signi
fica únicamente ceder a la tendencia moderna a una compartimenta-
ción y especialización crecientes, mientras que la inspiración antro
pológica consiste m uy por el contrario en religar, ¡en re-unir\
Debería ser evidente que no hay nada que se parezca a una eco
nomía en la realidad exterior, hasta el momento en que construimos
tal objeto. U na vez hecho esto, podemos descubrir en todas partes
en alguna medida aspectos más o menos correspondientes que en es
tricto rigor debiéramos llamar «cuasi económicos» o «virtualmente
económicos». Naturalm ente deben ser estudiados, pero la restricción
(«cuasi») es importante para el caso: el lugar de tales aspectos en el
conjunto no es el mismo aquí y allá, y esto es esencial a su natura
leza comparativa.
Ahora, si el objeto, la «economía», es una construcción, y si la
disciplina particular que lo construye no puede decirnos cómo lo
hace, si no puede darnos la esencia de lo económico, las presuposi
ciones de base sobre las que es construido, entonces no es preciso en
contrarlas en la relación entre el pensamiento económico y la ideolo
gía global, es decir en el lugar de lo económico en la configuración
ideológica general.
El individualismo tal como acaba de ser definido va acompañado
de dos o tres características de gran importancia que más adelante se
rán evidenciadas y que conviene introducir inmediatamente. En la
mayoría de las sociedades, y en primer lugar en las civilizaciones su
periores o, como las llamaré con más frecuencia, las sociedades tra
dicionales, las relaciones entre hombres son más importantes, más al
tamente valorizadas que las relaciones entre hombres y cosas. Esta
primacía se invierte en el tipo moderno de sociedad, en el que, por
el contrario, las relaciones entre hombres están subordinadas a las re
laciones entre los hombres y las cosas. Marx, como veremos, ha di
cho esto mismo a su manera. Estrechamente ligada a esta inversión
de primacía, encontramos en la sociedad moderna una nueva concep
ción de la riqueza. En las sociedades tradicionales en general, la ri
queza inmobiliaria se distingue con nitidez de la riqueza mobiliaria;
los bienes raíces son una cosa; los bienes muebles, el dinero, otra
muy distinta. En efecto, los derechos sobre la tierra están imbricados
en la organización social: los derechos superiores sobre la tierra
acompañan al poder sobre los hombres. Esos derechos, esa especie
de «riqueza», al implicar relaciones entre hombres, son intrínseca
mente superiores a la riqueza mobiliaria, despreciada como una sim
ple relación con las cosas. Este es un punto que Marx percibió con
claridad. Subraya el carácter excepcional, especialmente en la anti
güedad, de las pequeñas sociedades comerciantes en las que la rique
za había alcanzado un estatuto autónomo:
La riqueza no aparece com o un fin en sí m ism a más qu e en algunos
pueblos com erciantes... que viven en los poros del m u n d o antiguo
com o los judíos en la sociedad medieval (Grundrisse, p. 387, sobre las
form aciones económ icas precapitalistas).
C on los modernos se produce una revolución en este punto: roto
el lazo entre la riqueza inmobiliaria y el poder sobre los nombres, la
riqueza mobiliaria adquiere plena autonomía, no sólo en sí misma,
sino como la forma superior de la riqueza en general, mientras que
la riqueza inmobiliaria se convierte en una forma inferior, menos per
fecta; en resumen, se asiste a la emergencia de una categoría de la ri
queza autónoma y relativamente unificada. Unicamente a partir de
aquí puede hacerse una clara distinción entre lo que llamamos «po
lítico» y lo que llamamos «económico». Distinción que las socieda
des tradicionales desconocen.
Com o recordaba recientemente un historiador de la economía, en
el Occidente m oderno ha ocurrido que el «soberano (the ruler) aban
donó, voluntariamente o no, el derecho o la costumbre de disponer
sin más diligencias de la riqueza de sus súbditos» (Landes, 1969,
p. 16). De hecho, ésta es una condición necesaria de la distinción que
tan familiar nos es (cf. H .H ., pp. 384-385; H .H ., tr., pp. 396-397).
Condiciones de emergencia de la categoría económica
La era moderna ha sido testigo de la emergencia de un nuevo
modo de considerar los fenómenos humanos y de la delimitación de
un dominio separado que evocamos corrientemente con las palabras
economía, económico. ¿Cóm o ha aparecido esta nueva categoría, que
constituye al mismo tiempo un compartimiento separado en la m en
talidad moderna y un continente abierto a una disciplina científica, y
a la que el mundo m oderno atribuye en apariencia un gran valor? Re
sulta cómodo, y no excesivamente arbitrario, tom ar la publicación
por Adam Smith en 1776 del libro titulado Una indagación sobre la
naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones como acta de na
cimiento de la nueva categoría que aquí designo como lo «económi
co» (por oposición a lo político, etc.). ¿Qué es lo que ha sucedido
con la Riqueza de las naciones y en qué relación se halla este libro
con lo que le precedió?
Insistiendo en la continuidad entre los escolásticos y los autores
posteriores hasta el siglo XVIII, y en las contribuciones de los teólo
gos y canonistas de los siglos XIV al X V II, escribía Schumpeter que
en las obras de estos últimos «lo económico adquiere una existencia
definida si no separada» (1954, p. 97). N uestro problema se centra
precisamente en la «existencia separada», en la separación frente a los
puntos de vista y las disciplinas existentes mediante la cual lo econó
mico empezó a existir como tal, se haya o no designado la cosa con
el vocablo de «economía política».
Para que una tal separación tuviera lugar, era preciso que la ma
teria particular fuera vista o sentida como un sistema, como consti
tuyendo de algún modo un todo distinto de las otras materias. Esta
condición puede analizarse bajo dos aspectos: el reconocimiento de
una materia prima, y una manera específica de considerarla. El pri
mer aspecto se hallaba presente desde m uy temprano, el segundo apa
reció más tarde: así nos lo dice Schumpeter cuando habla de un es
tado intermedio caracterizado por una existencia definida pero no se
parada de lo económico. Los canonistas planteaban una serie de cues
tiones relativas al bien público, que giraban en torno a lo que noso
tros llamamos materias «económicas». Pero estas cuestiones apare
cían en sus obras sin relación o sólo débilmente ligadas entre sí, y
eran tratadas no desde un punto de vista especial, sino desde una pers
pectiva más amplia. Asimismo, los autores de los siglos X V II-X VIII lla
mados «mercantilistas» mezclan lo que nosotros llamamos fenóme
nos económicos y políticos. Consideran los fenómenos económicos
desde el punto de vista de la política. El fin que casi siempre persi
guen es la prosperidad y el poder del Estado, y la «economía políti
ca» aparece en este período como una expresión que designa al estu
dio de medios particulares, de medios «económicos» para ese fin, es
decir, aparece como una rama particular de la política (Heckscher,
1955). Es cierto que la sumisión general de la riqueza al poder en este
período ha sido puesta en cuestión recientemente (Viner, 1958). Sin
embargo, yo pienso que se puede admitir sin peligro que, si bien las
dos cosas se veían como estrechamente interdependientes, la riqueza
permanecía en conjunto englobada en el poder.
Abramos un breve paréntesis comparativo. En otro lugar he se
ñalado que la civilización india que había desligado jerárquicamente
lo político de lo religioso, nunca ha desligado a nivel conceptual lo
económico de lo político. El «interés» ha continuado siendo allí asun
to del rey (H .H ., pp. 366 y 368-369; H .H ., tr., pp. 376 y 378-379).
Además, se ve con claridad que el hecho está ligado al mantenimien
to de la configuración anteriormente señalada, en la que la riqueza
inmobiliaria está ligada al poder sobre los hombres y es la única ver
daderamente reconocida como tal.
Comparativamente pues, las preocupaciones relativas al comercio
y a la moneda de nuestro mercantilismo son pertinentes. Sin duda,
es cierto que no ha habido nunca «sistema comercial o mercantil»
como Adam Smith lo presentó más tarde. En particular, sabemos que
por la autoridad de Schumpeter que ningún autor serio ha creído nun
ca que la riqueza de un Estado o de una nación consistiera en la acu
mulación de un tesoro (1954, pp. 361-362). Lo que parece haber ocu
rrido es que la economía política, una vez que hubo alcanzado la in
dependencia, empezó a mirar desde arriba sus humildes comienzos
y a despreciar todo lo precedente hasta el punto de dejar escapar un
buen número de apreciaciones válidas. Schumpeter lamenta la dis
continuidad (ibid. p. 376), pero ésta tiene sus razones; en particular
era natural que los adeptos de lo que se conoció, popularmente en
cualquier caso, como el libre comercio (Free Trade) miraran por en
cima del hom bro a sus precedesores, que partían del punto de vista
de la intervención del Estado. Pero entonces se plantea otra cuestión:
si los escritos de quienes por comodidad continuaremos llamando
«mercantilistas» no están enteramente desprovistos de mérito, ¿hasta
qué punto es cierto que únicamente presentaban proposiciones sin li
gazón y carecían de sistema? Considerando correctamente la cues
tión, puede hablarse todo lo más de sistemas parciales en curso de rea
lización (Schumpeter, loe. cit., cf. también el plan mismo de Hecks-
cher, 1955 y su objeción en Coleman, 1969, p. 34). Para ser sucintos,
consideremos solamente un aspecto que es crucial en lo que concier
ne a la ausencia de unificación del campo: la estrecha relación con el
Estado tiene como consecuencia que las transacciones internacionales
son consideradas de una manera, y las transacciones en el interior del
Estado o del país de otra.
Así, lo que Schumpeter destaca como el m ayor éxito del período,
el «mecanismo automático» de Malynes, es una teoría parcial, una
teoría del equilibrio en el comercio internacional, que debía recibir
su formulación definitiva de Cantillon y H um e (1954, p. 365). Para
ver más claro en este asunto, cabe tener en cuenta un cambio ideo
lógico fundamental que se produjo en ese período. La idea primitiva
era que en el comercio el beneficio de una parte implicaba la pérdida
de la otra. Esta idea era popular y acudía espontáneamente incluso a
un espíritu agudo como Montaigne. Me siento tentado a considerarla
un elemento ideológico de base, un «ideologema» a situar m uy p ró
ximo al desprecio general del comercio y del dinero que caracteriza
a las sociedades tradicionales en general. Considerar el intercambio
como ventajoso para las dos partes representa un cambio fundamen
tal, y señala la emergencia de la categoría económica. Pues bien, este
cambio se produce precisamente en el período mercantilista, no de
repente, sino progresivamente (Barbón). El viejo «ideologema» con
tinúa aún vivo; mientras que retrocede en el terreno del comercio in
terior (aunque sólo fuera porque, consideradas globalmente, las ga
nancias y las pérdidas de los agentes particulares se anulan las unas
a las otras), se le encuentra boyante en el terreno del comercio inter
nacional. Se halla en la raíz de lo que Heckscher llama el «estatismo»
de la economía, al que opone el dinamismo del Estado: la suma de
riqueza presente en el mundo se considera constante, y el fin de la
política para un Estado particular es obtener la mayor parte posible
de esa suma total y constante de riqueza. Así lo dice Colbert (Hecks
cher, 1955, II, pp. 24 y ss.).
A un nivel diferente, resulta sorprendente encontrar en un pen
sador de la dimensión de Locke una huella clara de la concepción he
terogénea de las transacciones internas y externas y de la incapacidad
de unificar el terreno a través de las fronteras nacionales. Razonando
acerca de la cantidad óptima de moneda que un país debería poseer,
Locke ve el precio de las mercancías en el comercio internacional
como algo determinado únicamente por las condiciones internas, es
decir, por el precio de la mercancía en el interior del país exportador.
Consiguientemente no concibe el comercio exterior como una varie
dad de comercio existente por sí misma, sino únicamente como una
adición al comercio interior, no como un fenómeno económico en
sí, sino como un conjunto de transacciones de otro tipo, en las cua
les el precio está determinado por los fenómenos propiamente eco
nómicos (internos) (ibid., II, pp. 239-242).
De este m odo la literatura mercantilista muestra que, para que un
dominio separado pudiera ser reconocido un día como económico,
debía ser arrancado del dominio político; el punto de vista económi
co podía ser emancipado del punto de vista político. Eso no es todo.
La historia subsiguiente nos dice que había otro aspecto en esta eman
cipación: lo económico tenía que emanciparse también de la morali
dad. (La fórmula es inexacta pero por el momento bastará.)
La cosa puede parecer extraña en un primer momento, pero pue
de comprenderse su necesidad, o al menos podemos llegar a familia
rizarnos con el clima que rodea a la cuestión, mediante una breve re
flexión. Podríamos empezar por preguntarnos, de manera completa
mente general, si puede haber una ciencia social o humana que no
sea normativa. Los especialistas en ciencias sociales pretendemos co
múnmente o suponemos, no sólo que tal puede, sino que debe ser el
caso; a imitación de las ciencias de la naturaleza, sostenemos que la
ciencia excluye todo juicio de valor. Pero el filósofo puede declarar
a priori que una ciencia del hombre es por definición normativa, y
en apoyo de esta proposición puede negar o bien que nuestra ciencia
social sea verdaderamente una ciencia, o bien que se halle verdade
ramente libre de juicios de valor. Podemos dejar abierta la cuestión
en lo que concierne a una ciencia global hipotética del hom bre en so
ciedad, pero la duda del filósofo se ve fuertemente reforzada si con
sideramos el caso de una ciencia social particular, una ciencia social
que estudia únicamente ciertos aspectos de la vida social y no otros,
como ocurre en el caso de la economía política.
Aquí el filósofo preguntará si el postulado inicial por el que una
tal ciencia se separa idealmente, es decir se constituye, puede de al
guna manera hallarse libre de un juicio de valor. Más que discutir la
cuestión en abstracto, lo que observo es que la historia de la génesis
de la economía política y de su primera fase o fase clásica confirma
plenamente la suposición del filósofo. G unnar Myrdal ha mostrado
que un aspecto normativo se adhiere a la ciencia económica a lo lar
go de todo su desarrollo. En cuanto a su génesis misma, veremos con
algún detalle que el carácter distinto del dominio económico reposa
sobre el postulado de una coherencia interna orientada al bien del
hombre. Esto es fácil de comprender dadas las circunstancias: la
emancipación respecto a lo político reclamaba la suposición de una
coherencia interna, pues de otro modo el orden habría debido ser in
troducido desde fuera. Pero esto no era del todo suficiente, pues en
el supuesto de que se hubiera demostrado que tal coherencia interna
tenía efectos perniciosos, entonces de nuevo el político o el hombre
de Estado habría tenido ocasión de intervenir. Podemos observar de
paso que esta supuesta coherencia puede ser enfocada como el resi
duo, en el interior de una ciencia social que se quiere puramente des
criptiva, de su fundación normativa o teleológica. En el apresura
miento con que los fundadores de la economía se han amparado de
manera absolutamente acrítica de cualquier correlación que se pre
sentaba inmediatamente a su espíritu, vemos un reflejo de esta con
dición sine qua non. Cuando Schumpeter se extraña de tales suposi
ciones arbitrarias, como por ejemplo de la noción muy extendida de
que el alimento por su sola existencia produce la población para con
sumirlo, olvida simplemente la necesidad fundamental que engendró
tales creencias, la necesidad de que leyes inmanentes garantizaran la
independencia del dominio y de la consideración que a él se aplicaba.
Así James Mili escribió:
La p ro ducción de mercancías... es la causa única y universal que crea
un m ercado para las mercancías producidas.... (y más adelante) la can
tidad de una m ercancía cualquiera (producida) p uede ser fácilmente
elevada más allá de la p ro p o rc ió n requerida; pero esta circunstancia
mism a implica que alguna otra com o d id ad no es entonces ofrecida en
cantidad suficiente. (Mili, 1808, pp. 65-68.)
Q ue la independencia de lo económico en relación a lo político
no se ha dado de m odo inmediato, sin combate o contradicción, se
ve también indirectamente: alegatos a favor de la reintegración o la
subordinación de lo económico se hallan no sólo en nuestra época o
en los círculos políticos, sino que a lo largo de todo el desarrollo y
en los propios círculos económicos la cuestión estaba presente en al
gunos espíritus.
En cuanto al segundo aspecto: que la coherencia interna del do
minio económico es tal qu¡e resulta benéfico si se le abandona a sí mis
mo, es algo que aparece expresado de modo transparente en el axio
ma que Elie Halévy ha bautizado como «armonía natural de los in
tereses». N o sólo los intereses de las dos partes en una transacción
no se oponen como inicialmente se creyó, sino que el interés parti
cular coincide con el interés general. Tendremos que indagar en la gé
nesis de esta destacable noción y su lugar en el mapa ideológico ge
neral. La mayoría de las veces se vio acompañada por la noción no
tablemente diferente de la «armonía artificial de los intereses», y el
hecho ilustra el punto precedente.
La impresión inmediata es que no fue cosa fácil cumplir estas con
diciones. Admitiremos que tocias ellas se hallan reunidas por vez pri
mera en La riqueza de Las naciones. Ello explica la posteridad, la im
portancia histórica única del libro de Adam Smith, incluso para quie
nes admiten con Schumpeter que hay en él muy poco de original y
que en diversos aspectos la compilación habría podido ser más com
pleta o mejor (1954, pp. 184-186, etc.).
Por lo que a la coherencia interna del campo se refiere, se reco
noce por lo general que el paso decisivo lo dieron el doctor Quesnay
y los Fisiócratas, y hay buenas razones para pensar cpe sin ellos La
riqueza de las naciones no habría visto la luz o habría sido un libro
muy diferente. Hay que apresurarse a añadir que Adam Smith diver
ge de Quesnay tanto como depende de él. Este punto puede ponerse
en relación con lo que hemos llamado las condiciones externas: con
Quesnay lo económico no se ha vuelto aún radicalmente indepen
diente cíe lo político ni se ha separado tampoco de la moralidad: es
de destacar que no puede decirse que para el todos los intereses eco
nómicos se armonizan por sí mismos, mientras que para Adam Smith
sí que lo hacen, en principio al menos ya que no siempre de hecho.
Para dar cuenta de este aspecto de La riqueza de las naciones, es pre
ciso que nos volvamos hacia obras que p o r lo general no son consi
deradas como monumentos en la historia del pensamiento económi
co. Es natural, pues se trata de las relaciones entre lo económico y
lo no económico. En mi opinión, los Dos tratados sobre el gobierno
de Locke resultan muy esclarecedores en lo que concierne a la rela
ción con lo político, y lo mismo ocurre con la famosa Fábula de las
abejas de Mandeville en lo concerniente a la moralidad. La relación
con Adam Smith, admitida en el caso de Mandeville, es asimismo
muy clara en el caso de Locke, bien sea directa o indirecta, y piense
Schumpeter lo que piense.