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El Vizconde Demediado - Italo Calvino

Este documento resume la trama de la novela El vizconde demediado de Italo Calvino. Narra cómo el vizconde Medardo de Terralba es partido a la mitad por un cañonazo turco durante una guerra, y cómo cada mitad continúa viviendo por separado. Mientras cabalga hacia el campamento cristiano, Medardo y su escudero observan los estragos de la guerra, incluyendo campos de batalla llenos de cadáveres humanos y caballos muertos.

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El Vizconde Demediado - Italo Calvino

Este documento resume la trama de la novela El vizconde demediado de Italo Calvino. Narra cómo el vizconde Medardo de Terralba es partido a la mitad por un cañonazo turco durante una guerra, y cómo cada mitad continúa viviendo por separado. Mientras cabalga hacia el campamento cristiano, Medardo y su escudero observan los estragos de la guerra, incluyendo campos de batalla llenos de cadáveres humanos y caballos muertos.

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El

vizconde demediado es la primera incursión de Italo Calvino en lo fabuloso


y lo fantástico. Cuenta Calvino la historia del vizconde de Terralba, quien fue
partido en dos por un cañonazo de los turcos y cuyas dos mitades
continuaron viviendo por separado. Símbolo de la condición humana dividida,
Medardo de Terralba sale a caminar por sus tierras. A su paso, las peras que
colgaban de los árboles aparecen todas partidas por la mitad. Cada
encuentro de dos seres en el mundo es un desgarrarse, le dice la mitad mala
del vizconde a la mujer de quien se ha enamorado. Pero ¿es seguro que se
trate de la mitad mala? Esta magnífica fábula plantea la búsqueda del ser
humano en su totalidad, quien suele estar hecho de algo más que de la suma
de sus mitades.

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Italo Calvino

El vizconde demediado
ePUB v1.1
Doña Jacinta 15.09.11
Corrección de erratas por jugaor

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Título original: Il visconte dimezzato

Primera edición: febrero de 1952, Editorial Einaudi, Turín

Presente edición: Editorial Bruguera


Traducción: Francesc Miravitlles

Nota preliminar: tomada de la cuarta edición de Ediciones Siruela, octubre de 2000

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Nota preliminar
A continuación se reproducen extractos de una entrevista con los estudiantes de
Pésaro del 11 de mayo de 1983 (transcrita y publicada en Il gusto dei contemporanei,
cuaderno número 3, Italo Calvino, Pésaro 1987, pág, 9).

Cuando empecé a escribir El vizconde demediado quería ante todo escribir una
historia entretenida para entretenerme yo mismo, y, acaso, para entretener a los
demás; tenía la imagen de un hombre partido en dos, del hombre demediado, era un
tema significativo, con significación contemporánea: todos nos sentimos, de algún
modo, incompletos, todos realizamos una parte de nosotros mismos y no la otra. Para
lograrlo procuré crear una historia congruente, una historia con simetría, con ritmo de
cuento y de aventura a la vez, pero también como de ballet. Para diferenciar las dos
mitades, me pareció que con una mala y otra buena conseguía el mayor contraste. Se
trataba de una elaboración narrativa basada en los contrastes. Por lo tanto, la historia
se basa en una serie de efectos sorpresa: en el hecho de que, en lugar del vizconde
entero, regrese al pueblo un vizconde demediado muy cruel, vislumbré el mayor
efecto sorpresa posible; y en el de que luego, en un momento dado, se descubra un
vizconde absolutamente bueno en lugar del malo, otro efecto sorpresa. Que esas dos
mitades fuesen igualmente insoportables, la buena y la mala, era un efecto cómico y a
la vez significativo, porque a veces los buenos, las personas demasiado
programáticamente buenas y llenas de buenas intenciones, son terribles chinches. En
algo así, lo importante es lograr una historia que funcione precisamente como técnica
narrativa, que se apodere del lector. Por lo demás, siempre presto mucha atención a
los significados: procuro que al final la historia no se interprete al revés de como la
concebí; por tanto, también los significados son muy importantes, aunque en un
cuento como éste el aspecto de funcionalidad narrativa y, por qué no decirlo, de
diversión tiene gran importancia. Yo creo que divertir es una función social, encaja en
mi moral; siempre pienso en el lector que tiene que aguantar todas esas páginas, es
necesario que se divierta, que tenga también una gratificación; ésa es mi moral: uno
compra el libro, le cuesta dinero, invierte su tiempo, se tiene que divertir. No soy el
único que piensa así; también un escritor muy preocupado por los contenidos como
Bertolt Brecht, por ejemplo, decía que la primera función social de una obra de teatro
era la diversión. Yo creo que la diversión es una cosa seria.

A continuación se reproduce parte de una carta de fecha 7 de agosto de 1952 que


Calvino escribió a Carlo Salinari en respuesta a una reseña publicada por éste en
L’Unità el 6 de agosto de 1952.

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A mí me importaba el problema del hombre contemporáneo (del intelectual, para
ser más exacto) demediado, es decir, incompleto, «alienado». Si opté por demediar a
mi personaje siguiendo la línea de fractura «bien-mal», fue porque eso me permitía
plasmar mejor las imágenes contrapuestas, y se enlazaba con una tradición literaria ya
clásica (por ejemplo, Stevenson), de modo que podía jugar con ella sin temor. En
cambio, mis guiños moralizantes, por llamarlos así, apuntaban menos al vizconde que
a los personajes marginales, que son los que mejor ejemplifican mi enfoque: los
leprosos (esto es, los artistas decadentes), el doctor y el carpintero (la ciencia y la
técnica desvinculadas de la humanidad), los hugonotes, contemplados un poco con
simpatía y un poco con ironía (que son, en cierta medida, una alegoría autobiográfica-
familiar, una especie de epopeya genealógica imaginaria de mi familia), y también
una imagen de toda la línea del moralismo idealista de la burguesía. (Carta a C.
Salinari del 7 de agosto de 1952, publicada en I. Calvino, I libri degli altri, Lettere
1947-1981.)

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I
Había una guerra contra los turcos. El vizconde Medardo de Terralba, mi tío,
cabalgaba por la llanura de Bohemia hacia el campamento de los cristianos. Le seguía
un escudero de nombre Curcio. Las cigüeñas volaban bajas, en blancas bandadas,
atravesando el aire opaco e inmóvil.
—¿Por qué tantas cigüeñas? —preguntó Medardo a Curcio—, ¿adónde vuelan?
Mi tío era un recién llegado, habiéndose enrolado hacía muy poco, para
complacer a ciertos duques vecinos nuestros comprometidos en aquella guerra. Se
había provisto de un caballo y de un escudero en el último castillo en poder de los
cristianos, e iba a presentarse al cuartel imperial.
—Vuelan a los campos de batalla —dijo el escudero, lúgubre—. Nos
acompañarán durante todo el camino.
El vizconde Medardo había aprendido que en aquel país el vuelo de las cigüeñas
es señal de buena suerte; y quería mostrarse contento de verlas. Pero se sentía, a pesar
suyo, inquieto.
—¿Qué es lo que puede llamar a las zancudas a los campos de batalla, Curcio? —
preguntó.
—Ahora también ellas comen carne humana —contestó el escudero—, desde que
la carestía ha marchitado los campos y la sequía ha resecado los ríos. Donde hay
cadáveres, las cigüeñas y los flamencos y las grullas han sustituido a los cuervos y los
buitres.
Mi tío estaba entonces en su primera juventud: la edad en que los sentimientos se
abalanzan todos confusamente, no separados todavía en mal y en bien; la edad en que
cada nueva experiencia, aun macabra e inhumana, siempre es temerosa y ardiente de
amor por la vida.
—¿Y los cuervos? ¿Y los buitres? —preguntó—. ¿Y las otras aves rapaces?
¿Adónde han ido? —Estaba pálido, pero sus ojos centelleaban.
El escudero era un soldado huraño, bigotudo, que no levantaba nunca la mirada.
«A fuerza de comer apestados, la peste también les ha alcanzado», e indicó con la
lanza unas matas negras, que a una mirada más atenta se revelaban no de ramas, sino
de plumas y de descarnadas patas de rapaces.
—No se sabe a ciencia cierta quién debe haber muerto primero, si el pájaro o el
hombre, y quién debe haberse lanzado sobre el otro para quitarle el pellejo —dijo
Curcio.
Para huir de la peste que exterminaba a la población, familias enteras se habían
puesto en camino por los campos, y la agonía les había cogido allí mismo. Esparcidos
por la yerma llanura, se veían montones de despojos de hombres y mujeres,
desnudos, desfigurados por los bubones y, cosa que en principio parecía inexplicable,

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emplumados: como si de sus macilentos brazos y costillas hubieran crecido negras
plumas y alas. Era carroña de buitre mezclada con sus restos.
Ya iban apareciendo en el suelo señales de batallas pasadas. La marcha se había
hecho más lenta porque los dos caballos se paraban a menudo, o bien se encabritaban.
—¿Qué les ocurre a nuestros caballos? —preguntó Medardo al escudero.
—Señor —contestó—, no hay nada que disguste tanto a los caballos como el olor
de sus propias entrañas.
Aquella parte de la llanura que atravesaban aparecía en efecto recubierta de
carroña equina; unos restos estaban supinos, con los cascos vueltos al cielo, otros en
cambio, con el hocico enterrado en el suelo.
—¿Por qué tantos caballos caídos en este lugar, Curcio? —preguntó Medardo.
—Cuando el caballo cree que va a despanzurrarse —explicó Curcio—, trata de
retener sus vísceras. Algunos ponen la panza en el suelo, otros se dan la vuelta para
que no les cuelguen. Pero la muerte no tarda en llegarles igualmente.
—¿Así que en esta guerra son sobre todo los caballos los que mueren?
—Las cimitarras turcas parecen hechas expresamente para hendir de un solo
golpe sus vientres. Más adelante verá los cuerpos de los hombres. Primero les toca a
los caballos y después a los jinetes. Pero he allí el campamento.
En el límite del horizonte se alzaban los pináculos de las tiendas más altas, y los
estandartes del ejército imperial, y el humo.
Siguieron galopando y vieron que los caídos de la última batalla habían sido casi
todos apartados y sepultados. Sólo podía descubrirse algún miembro desparramado,
especialmente dedos, entre los rastrojos.
—De vez en cuando hay un dedo que nos indica el camino —dijo mi tío Medardo
—. ¿Qué significa?
—Dios les perdone: los vivos mutilan los dedos a los muertos para sacarles los
anillos.
—¿Quién vive? —dijo un centinela con un capote recubierto de moho y musgo
como la corteza de un árbol expuesto a la tramontana.
—¡Viva la sagrada corona imperial! —gritó Curcio.
—¡Y muera el sultán! —replicó el centinela—. Pero os ruego que cuando lleguéis
al mando les digáis que se decidan a mandarme el relevo, ¡que estoy echando raíces!
Los caballos ahora corrían para huir de la nube de moscas que envolvía el campo,
zumbando sobre las montañas de excrementos.
—El estiércol de ayer de muchos valientes —observó Curcio— todavía está en la
tierra, y ellos ya están en el cielo —y se santiguó.
A la entrada del campamento, flanquearon una hilera de baldaquines, bajo los
cuales mujeres gruesas con tirabuzones, con largos vestidos de brocado y los senos
desnudos, los acogieron con gritos y risotadas.

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—Son los pabellones de las cortesanas —dijo Curcio—. Ningún otro ejército las
tiene tan bellas.
Mi tío cabalgaba con el rostro hacia atrás, para mirarlas.
—Tenga cuidado, señor —agregó el escudero—, son tan sucias y están tan
apestadas que no las querrían ni los turcos como presa de un saqueo. No están
solamente cargadas de ladillas, chinches y garrapatas, sino que ya anidan en ellas los
escorpiones y los lagartos.
Pasaron ante las baterías de campaña. Por la noche, los artilleros cocinaban su
rancho de agua y nabos en el bronce de las espingardas y de los cañones, encandecido
por los muchos disparos del día.
Llegaban carros llenos de tierra y los artilleros la pasaban por un tamiz.
—Ya escasea la pólvora —explicó Curció—, pero la tierra en donde se han
desenvuelto las batallas está tan impregnada que, si se quiere, puede recuperarse
alguna carga.
Luego venían las cuadras de la caballería, donde, entre las moscas, los
veterinarios remendaban sin descanso la piel de los cuadrúpedos con cosidos, cinchas
y emplastos de alquitrán hirviente, relinchando y dando coces todos, hasta los
doctores.
El campamento de la infantería venía a continuación por un buen trecho. Era el
ocaso, y los soldados estaban sentados delante de cada tienda con los pies descalzos
sumergidos en tinajas de agua templada. Acostumbrados como estaban a imprevistas
alarmas de día y de noche, también cuando se lavaban los pies mantenían el yelmo en
la cabeza y la pica pronta. En tiendas más altas y aderezadas como pabellones, los
oficiales se empolvaban los sobacos y se daban aire con abanicos de encaje.
—No lo hacen por afeminamiento —dijo Curcio—, más bien quieren demostrar
que se encuentran completamente a sus anchas en las asperezas de la vida militar.
El vizconde de Terralba fue conducido enseguida al emperador. En su pabellón
todo tapices y trofeos, el soberano estudiaba sobre los mapas los planes para futuras
batallas. Las mesas estaban repletas de mapas desenrollados en donde el emperador
clavaba alfileres, sacándolos de un acerico que uno de los mariscales le tendía. Los
mapas estaban ya tan cargados de alfileres que no se entendía nada, y para leer algo
se tendrían que quitar los alfileres y luego volverlos a colocar. En este quita y pon,
para tener libres las manos, tanto el emperador como los mariscales sujetaban los
alfileres con los labios y podían hablar sólo con gruñidos.
Cuando vio al joven que se inclinaba ante él, el soberano emitió un gruñido
interrogativo y se quitó enseguida los alfileres de la boca.
—Un caballero recién llegado de Italia, majestad —lo presentaron—, el vizconde
de Terralba, de una de las más nobles familias del Genovesado.
—Que sea nombrado inmediatamente teniente.

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Mi tío hizo sonar las espuelas en posición de firmes, mientras el emperador hacía
un amplio gesto regio y todos los mapas se enrollaban y resbalaban al suelo.

Aquella noche, aunque cansado, Medardo tardó en dormirse. Caminaba arriba y abajo
cerca de su tienda y oía las llamadas de los centinelas, el relinchar de los caballos y el
entrecortado hablar de algún soldado mientras dormía. Contemplaba en el cielo las
estrellas de Bohemia, pensaba en el nuevo grado, en la batalla del día siguiente, y en
la patria lejana, en el rumor de las cañas en los torrentes. En el corazón no sentía ni
nostalgia, ni duda, ni aprensión. Las cosas todavía eran enteras e indiscutibles tal
como era él mismo. Si hubiese podido prever la terrible suerte que le esperaba, quizá
también la habría encontrado natural, y perfecta, aun en todo su dolor. Tendía la
mirada al límite del horizonte nocturno, en donde sabía que se encontraba el
campamento de los enemigos, y con los brazos cruzados se apretaba con las manos
los hombros, contento de la certidumbre conjuntamente de realidades lejanas y
distintas, y de su propia presencia en medio de ellas. Sentía la sangre de aquella
guerra cruel, derramada en mil riachuelos sobre la tierra, llegar hasta él; y se dejaba
lamer por ella, sin experimentar ira ni piedad.

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II
La batalla comenzó puntualmente a las diez de la mañana. Desde lo alto de su silla, el
lugarteniente Medardo contemplaba la amplitud de la formación cristiana, preparada
para el ataque, y tendía el rostro al viento de Bohemia, que levantaba olor de tamo
como de una era polvorienta.
—No, no vuelva la vista atrás, señor —exclamó Curcio que, con el grado de
sargento, estaba a su lado. Y, para justificar la frase perentoria, agregó, quedo—:
Dicen que da mala suerte, antes del combate.
En realidad, no quería que el vizconde se desalentara, reparando en que el ejército
cristiano consistía casi únicamente en aquella hilera allí dispuesta, y que las tropas de
refuerzo eran apenas algunos escuadrones de infantes debiluchos.
Pero mi tío miraba a lo lejos, a la nube que se aproximaba en el horizonte, y
pensaba: «Sin duda aquella nube son los turcos, y éstos que a mi lado escupen tabaco
son los veteranos de la cristiandad, y esta corneta que suena ahora es la orden de
ataque, el primer ataque de mi vida, y este retumbo y temblor, el bólido que se
incrusta en el suelo observado con aburrimiento por los veteranos y los caballos es
una bala de cañón, la primera bala enemiga con que me encuentro. Que no venga el
día en que tenga que decir: “Y ésta es la última.”»
Con la espada desenvainada, se encontró galopando por la llanura, los ojos en el
estandarte imperial que desaparecía y volvía a aparecer entre el humo, mientras los
cañonazos amigos volaban en el cielo por encima de su cabeza, y los enemigos ya
abrían brechas en el frente cristiano y caían sombrillas de mantillo. Pensaba: «¡Veré a
los turcos! ¡Veré a los turcos!» No hay nada que guste tanto a los hombres como tener
enemigos y comprobar después si son verdaderamente como se los imaginaron.
Los vio, a los turcos. Precisamente llegaban allí dos de ellos. Con los caballos
protegidos con bardas, el pequeño escudo redondo, de cuero, vestidos a rayas negras
y azafrán. Y el turbante, la cara de color ocre y los bigotes como uno que en Terralba
llamaban «Miqué el turco». Uno de los dos turcos murió y el otro mató a otro. Pero
estaban llegando quién sabe cuántos y el combate era de arma blanca. Vistos dos
turcos era como haberlos visto a todos. También ellos eran militares, y todo aquello
era dotación del ejército. Los rostros eran de obstinados y estaban curtidos como los
campesinos. Medardo, lo que era verlos, ya los había visto; podía regresar a casa, a
Terralba, a tiempo para el paso de las codornices. En cambio, se había alistado para la
guerra. Así que corría, esquivando los golpes de las cimitarras, hasta que encontró a
un turco bajo, a pie, y lo mató. Visto cómo se hacía, fue a buscar uno alto a caballo, e
hizo mal. Porque los peligrosos eran los pequeños. Iban hasta debajo de los caballos,
con aquellas cimitarras, y los descuartizaban.
El caballo de Medardo, perniabierto, se paró.

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—¿Qué haces? —dijo el vizconde.
Curcio le alcanzó indicando hacia abajo:
—Mire ahí.
Tenía las entrañas por el suelo. El pobre animal miró hacia arriba, a su dueño,
luego bajó la cabeza como si quisiera ramonear los intestinos, pero sólo era un alarde
de heroísmo: se desvaneció y luego murió. Medardo de Terralba debía seguir a pie.
—Coja mi caballo, teniente —dijo Curcio, pero no consiguió pararlo porque cayó
de la silla, herido por una flecha turca, y el caballo se alejó.
—¡Curcio! —gritó el vizconde y se aproximó al escudero que gemía en el suelo.
—Ni piense en mí, señor —dijo el escudero—. Esperemos que en el hospital haya
todavía aguardiente. Le dan una escudilla a cada herido.
Mi tío Medardo se lanzó al combate. La suerte de la batalla era incierta. En
aquella confusión parecía que vencían los cristianos. En efecto, habían roto la
formación de los turcos y rodeado algunas posiciones. Mi tío, con otros valientes,
había avanzado hasta situarse debajo de las baterías enemigas, y los turcos las
desplazaban, para tener a los cristianos bajo su fuego. Dos artilleros turcos hacían
girar un cañón con ruedas. Lentos como eran, barbudos, embozados hasta los pies,
parecían dos astrónomos. Mi tío dijo: «Ahora llego hasta ellos y van a ver.»
Entusiasta e inexperto, no sabía que a los cañones sólo hay que aproximarse de lado o
por detrás. Él se abalanzó frente a la boca de fuego, con la espada desenvainada, y
creía que iba a asustar a aquellos dos astrónomos. En cambio le dispararon, dándole
en el pecho. Medardo de Terralba saltó por los aires.

Por la noche, durante la tregua, dos carros iban recogiendo los cuerpos de los
cristianos por el campo de batalla. Uno era para los heridos y el otro para los muertos.
La primera selección se hacía allí en el campo. «Éste lo cojo yo, aquél lo coges tú.»
Donde parecía que había algo todavía salvable, lo metían en el carro de los heridos;
donde sólo había trozos y pedazos, éstos iban al carro de los muertos, para tener
sepultura bendecida; lo que ni siquiera era un cadáver se dejaba de pasto a las
cigüeñas. Por aquellos días, en vista de las pérdidas crecientes, se había dado la orden
de no exagerar en los heridos. Por lo que los restos de Medardo fueron considerados
un herido y colocados en aquel carro.
La segunda selección se hacía en el hospital. Después de las batallas el hospital de
campaña ofrecía un espectáculo aún más atroz que las mismas batallas. En el suelo
había la larga hilera de camillas con aquellos desventurados dentro, y a su alrededor
se afanaban los doctores, arrebatándose de las manos pinzas, sierras, agujas,
miembros amputados y ovillos de bramante. Muerto a muerto, a cada cadáver hacían
lo imposible para devolverlo a la vida. Sierra aquí, cose allí, tapona heridas, volvían
las venas como guantes, y las ponían otra vez en su sitio, con más bramante dentro

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que sangre, pero remendadas y cerradas. Cuando un paciente moría, todo aquello que
tenía de aprovechable servía para recomponer los miembros de otro, y a otra cosa. Lo
que más se enredaba eran los intestinos: una vez desenrollados ya no se sabía cómo
meterlos de nuevo.
Quitada la sábana, el cuerpo del vizconde apareció horriblemente mutilado. Le
faltaba un brazo y una pierna, y también toda la parte de tórax y abdomen
comprendida entre aquel brazo y aquella pierna había desaparecido, pulverizada por
aquel cañonazo recibido de lleno. De la cabeza quedaba un ojo, una oreja, una
mejilla, media nariz, media boca, media barbilla y media frente: de la otra mitad de la
cabeza no había más que una papilla. En pocas palabras, se había salvado sólo la
mitad, la derecha, que por otra parte estaba perfectamente conservada, sin ningún
rasguño, exceptuando aquel enorme desgarrón que lo había separado de la parte
izquierda saltada en pedazos.
Los médicos: todos satisfechos. «¡Huy, qué caso!» Si no moría entretanto, hasta
podían intentar salvarlo. Y se pusieron a su alrededor, mientras los pobres soldados
con una flecha en un brazo morían de septicemia. Cosieron, aplicaron, emplastaron:
quién sabe lo que hicieron. El caso es que al día siguiente mi tío abrió el único ojo, la
media boca, dilató la nariz y respiró. La robustez de los Terralba había resistido.
Ahora estaba vivo y demediado.

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III
Cuando mi tío regresó a Terralba, yo tenía siete u ocho años. Fue por la tarde, ya a
oscuras; era octubre; el cielo estaba cubierto. Durante el día habíamos vendimiado y a
través de las hileras de cepas veíamos acercarse por el mar gris las velas de una nave
que enarbolaba la bandera imperial. Por entonces, a cada nave que alguien veía se
decía: «Éste es maese Medardo que regresa», y no porque estuviéramos impacientes
por su regreso, sino por tener algo que esperar. Aquella vez habíamos acertado:
estuvimos seguros por la noche, cuando un chico llamado Fiorfiero, pisando la uva en
lo alto de la tina, gritó: «¡Oh, allí!» Estaba casi oscuro y vimos encenderse en el
fondo del valle una hilera de antorchas por el camino; y luego, cuando pasó por el
puente, distinguimos una litera transportada a hombros. No había duda: era el
vizconde que volvía de la guerra.
La noticia se difundió por los valles; en el patio del castillo se reunió mucha
gente: familiares, criados, vendimiadores, pastores, gente de armas. Sólo faltaba el
padre de Medardo, el viejo vizconde Ayulfo, mi abuelo, que desde hacía tiempo ya no
bajaba ni al patio. Cansado de los asuntos del mundo, había renunciado a las
prerrogativas del título en favor de su único hijo varón, antes de que éste partiese para
la guerra. Ahora su pasión por los pájaros, que criaba dentro del castillo en una gran
jaula, se había ido haciendo más exclusiva: el viejo se había llevado su cama a
aquella pajarera; allí se encerró, y no salía ni de día ni de noche. Le pasaban la
comida con la de los volátiles a través del enrejado, y Ayulfo compartía todas las
cosas con aquellas criaturas. Y pasaba las horas acariciando a los faisanes, las
tórtolas, mientras esperaba el regreso de su hijo de la guerra. En el patio de nuestro
castillo yo nunca había visto a tanta gente: ya había pasado la época, de la que sólo he
oído hablar, de las fiestas y de las guerras entre vecinos. Y por primera vez me di
cuenta de lo desmoronados que estaban los muros y las torres, y cenagoso el patio,
donde acostumbrábamos dar la hierba a las cabras y llenar el cuenco de la comida a
los cerdos. Todos, esperando, discutían de cómo regresaría el vizconde Medardo;
hacía tiempo que había llegado la noticia de graves heridas recibidas de los turcos,
pero nadie sabía todavía exactamente si estaba mutilado, tullido, lisiado, o sólo
deformado por las cicatrices.
Pero después de haber visto la litera nos preparábamos para lo peor.
Y ya la litera era puesta en el suelo, y entre la sombra negra se vio el brillo de una
pupila. La anciana nodriza Sebastiana hizo ademán de acercarse, pero de aquella
sombra se levantó una mano con un áspero gesto de denegación. Luego se vio al
cuerpo agitarse en la litera en un esfuerzo anguloso y convulso, y ante nuestros ojos
Medardo de Terralba quedó de pie, apoyándose en una muleta. Una capa negra con
capucha le llegaba hasta el suelo; por la parte derecha estaba echado hacia atrás,

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descubriendo la mitad del rostro y del cuerpo agarrado a la muleta; mientras que la
izquierda parecía que estaba escondida y envuelta entre los rincones y repliegues de
aquel amplio ropaje.
Se detuvo a mirarnos, nosotros en círculo en torno a él, sin que nadie dijese nada;
pero quizá con aquel único ojo fijo no nos miraba precisamente, quería sólo alejarnos
de él. Una ráfaga de viento subió del mar y una rama quebrada en lo alto de una
higuera lanzó un quejido. La capa de mi tío ondeó, y el viento la hinchaba, la tensaba
como una vela, y se habría dicho que le atravesaba el cuerpo, mejor, que este cuerpo
no existía, y la capa estaba vacía como la de un fantasma. Después, fijándonos bien,
vimos que se adhería como a un asta de bandera, asta que eran el hombro, el brazo, el
costado, la pierna, todo aquello que de él se apoyaba en la muleta. Y el resto no
existía.
Las cabras observaban al vizconde con su mirada fija e inexpresiva, todas en
posición distinta y apretadas, con los lomos dispuestos en un extraño dibujo de
ángulos rectos. Los cerdos, más sensibles y espabilados, chillaron y huyeron,
embistiéndose entre ellos con las panzas, y entonces ni siquiera nosotros pudimos
disimular nuestro pavor. «¡Hijo mío!», gritó la nodriza Sebastiana y levantó los
brazos. «¡Pobrecillo!»
Mi tío, contrariado por haber suscitado en nosotros tal impresión, avanzó la punta
de la muleta por el suelo y con un movimiento de compás se dio impulso en dirección
a la entrada del castillo. Pero en los escalones del portal se habían sentado con las
piernas cruzadas los portadores de la litera, unos tipejos medio desnudos, con
pendientes de oro y el cráneo rasurado en el que crecían crestas o colas de caballo. Se
levantaron, y uno con una trenza, que parecía el cabecilla, dijo:
—Esperamos nuestra retribución, «señor».[1]
—¿Cuánto es? —preguntó Medardo, y se habría dicho que se reía.
El hombre de la trenza dijo:
—Ya sabéis cuál es el precio por el transporte de un hombre en una litera…
Mi tío sacó una bolsa de la cintura y la echó tintineante a los pies del portador.
Éste apenas la sopesó, y exclamó:
—¡Pero esto es mucho menos de la suma pactada, «señor»!
Medardo, mientras el viento le levantaba el borde de la capa, dijo:
—La mitad.
Dejó atrás al portador y dando pequeños saltos sobre su único pie subió los
escalones, entró por la gran puerta abierta de par en par que daba al interior del
castillo, empujó a golpes de muleta los dos pesados batientes que se cerraron con
estruendo, y aún golpeó el portillo que había quedado abierto, desapareciendo de
nuestra vista. De dentro nos continuaba llegando el traqueteo que alternativamente
producían el pie y la muleta, mientras se dirigía por los pasillos hacia el ala del

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castillo donde estaban sus aposentos privados, y también de allí oímos golpear y
atrancar puertas.
Inmóvil tras el enrejado de la pajarera, le esperaba su padre. Medardo ni siquiera
había ido a saludarle: se encerró en sus habitaciones solo, y tampoco quiso mostrarse
o responder a la nodriza Sebastiana que permaneció mucho tiempo llamando a la
puerta y compadeciéndole.
La vieja Sebastiana era una corpulenta mujer enlutada y con velo, con la cara
sonrosada sin una arruga, salvo la que casi le escondía los ojos; había amamantado a
todos los jóvenes de la familia Terralba, y había ido a la cama con todos los más
viejos, y había cerrado los ojos a todos los muertos. Ahora iba arriba y abajo por las
galerías de un encerrado a otro, y no sabía cómo ayudarles.
Al día siguiente, como Medardo continuaba sin dar señales de vida, nos pusimos
a vendimiar de nuevo, pero sin alegría, y en las viñas no se hablaba de otra cosa que
de su estado, no porque nos apenase mucho, sino porque el asunto era atrayente y
oscuro. Sólo la nodriza Sebastiana se quedó en el castillo, espiando con atención cada
ruido.
Pero el viejo Ayulfo, casi adivinando que su hijo volvería tan triste y arisco, hacía
tiempo que había amaestrado a uno de sus animales más estimados, un alcaudón, para
que volara hasta el ala del castillo donde estaban los aposentos de Medardo, entonces
vacíos, y entrara por la ventana de su habitación. Aquella mañana el viejo abrió la
portezuela al alcaudón, siguió su vuelo hasta la ventana de su hijo, y luego volvió a
esparcir la comida a las urracas y a los paros, imitando sus trinos.
Al poco rato, oyó el ruido de un objeto arrojado contra la alambrera. Se asomó, y
sobre una cornisa estaba su alcaudón rígido. El viejo lo retuvo entre el hueco de las
manos y vio que un ala estaba destrozada como si hubiesen intentado arrancársela,
una patita estaba rota como oprimida por dos dedos, y un ojo lo tenía arrancado. El
viejo apretó el alcaudón contra el pecho y se puso a llorar.
Se encamó aquel mismo día, y los sirvientes desde el otro lado del enrejado veían
que estaba muy mal. Pero nadie pudo ir a asistirlo porque se había encerrado dentro
escondiendo las llaves. En torno a su cama volaban los pájaros. Desde que se había
acostado todos revoloteaban y no querían posarse ni cesar de batir las alas.
A la mañana siguiente, la nodriza, asomándose a la pajarera, vio que el vizconde
Ayulfo estaba muerto. Los pájaros se habían posado todos en su cama, como sobre un
tronco que flotara en medio del mar.

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IV
Tras la muerte de su padre, Medardo empezó a salir del castillo. También fue la
nodriza Sebastiana la primera en darse cuenta, una mañana, al encontrar las puertas
abiertas de par en par y las habitaciones desiertas. Se envió una cuadrilla de criados
por el campo a seguir el rastro del vizconde. Los criados corrían y pasaron bajo un
peral que habían visto, aquella noche, cargado de frutos tardíos, aún sin madurar.
«Mira allí», dijo uno de los criados: vieron las peras que colgaban bajo el cielo
blanquecino y al verlas se atemorizaron. Porque no estaban enteras, todas estaban
cortadas a lo largo y colgadas aún cada una de su propio tallo: de cada pera sólo había
la mitad derecha (o la izquierda, según desde donde se mirara, pero todas eran de la
misma parte) y la otra mitad había desaparecido, cortada o quizá mordida.
—¡El vizconde ha pasado por aquí! —dijeron los criados. Sin duda, después de
haber estado encerrado tantos días sin comer nada, aquella noche le había entrado
hambre, y había subido al primer árbol a comer peras.
Caminando, los criados encontraron sobre una piedra media rana que saltaba, por
la virtud de las ranas, aún viva: «¡Seguimos la pista buena!», y prosiguieron. Se
extraviaron, porque no habían visto medio melón entre las hojas, y tuvieron que
volver atrás hasta que lo encontraron.
De los campos pasaron al bosque y vieron una seta cortada por la mitad, un
boleto, luego otro, un boleto rojo y venenoso, y así, caminando por el bosque,
siguieron encontrando, de vez en cuando, estas setas que brotaban de la tierra con
medio tallo y que abrían sólo media sombrilla. Parecían divididos con un corte neto,
y de la otra mitad no se veía ni siquiera una espora. Eran setas de todas las especies,
pedos de lobo, níscalos, agáricos; y había casi tantas venenosas como comestibles.
Siguiendo este rastro difuso los criados llegaron al prado llamado «de las
Monjas» donde había un estanque entre la hierba. Era la aurora y en el borde del
estanque la figura exigua de Medardo, envuelta en la capa negra, se reflejaba en el
agua, donde flotaban setas blancas o amarillas o de color de tierra. Eran las mitades
de las setas que se había llevado, y ahora estaban esparcidas sobre aquella superficie
transparente. En el agua las setas parecían enteras y el vizconde las miraba: y también
los criados se escondieron en el otro extremo del estanque y no se atrevieron a decir
nada, fijándose también ellos en las setas que flotaban, hasta que se dieron cuenta de
que sólo había setas buenas para comer. ¿Y las venenosas? Si no las había tirado al
estanque, ¿qué había hecho con ellas? Los criados se alejaron corriendo por el
bosque. No tuvieron que ir muy lejos porque en el sendero encontraron a un niño con
un cesto: dentro estaban todas las medias setas venenosas. Aquel niño era yo. De
noche jugaba solo en torno al Prado de las Monjas a darme miedo apareciendo de
repente entre los árboles, cuando encontré a mi tío que saltaba sobre su pie por el

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prado al claro de luna, con un cesto al brazo.
—¡Hola, tío! —grité. Era la primera vez que conseguía decírselo.
Él pareció contrariado al verme.
—Voy por setas —me explicó.
—¿Y has cogido alguna?
—Mira —dijo mi tío y nos sentamos a la vera de aquel estanque. Iba escogiendo
las setas y algunas las tiraba al agua, otras las dejaba en el cesto.
—Ten —dijo dándome el cesto con las setas escogidas por él—. Fríetelas.
Habría querido preguntarle por qué en su cesto sólo había la mitad de cada seta;
pero comprendí que la pregunta hubiese sido poco adecuada, y me alejé después de
haberle dado las gracias. Iba a freírmelas cuando encontré la cuadrilla de los criados,
y supe que todas eran venenosas.
La nodriza Sebastiana, cuando le contaron la historia, dijo:
—La mitad de Medardo que ha regresado es la mala. Veremos hoy en el
proceso…
Aquel día debía tener lugar un proceso contra unos bandoleros arrestados el día
anterior por los esbirros del castillo. Los bandoleros eran gente de nuestro territorio y
por lo tanto era el vizconde quien debía juzgarlos. Se hizo el juicio y Medardo se
sentaba en el sillón encorvado y se mordía una uña. Vinieron los bandoleros
encadenados: el cabecilla de la banda era aquel chico llamado Fiorfiero que había
sido el primero en ver la litera mientras pisaba la uva. Vino la parte ofendida y eran
unos caballeros toscanos que, dirigiéndose a Provenza, atravesaban nuestros bosques
cuando Fiorfiero y su banda les asaltaron y robaron. Fiorfiero se defendió diciendo
que aquellos caballeros habían venido furtivamente a nuestras tierras, y que él les
había dado el alto y desarmado creyéndoles precisamente cazadores furtivos, en vista
de que no lo hacían los esbirros. Hay que decir que por aquellos años los asaltos de
bandoleros eran una actividad muy difundida, por lo que la ley era clemente. Aparte
de que nuestra región era particularmente adecuada para el bandolerismo, de modo
que incluso algún miembro de nuestra familia, sobre todo en tiempos revueltos, se
unía a los bandoleros. De la caza furtiva ya no hablo, era el delito más leve que se
pudiera imaginar.
Pero los temores de la nodriza Sebastiana estaban fundados. Medardo condenó a
Fiorfiero y a toda su banda a morir ahorcados, como reos de rapiña. Pero como los
robados eran a su vez reos de caza furtiva, también condenó a éstos a morir en la
horca. Y para castigar a los esbirros, que habían intervenido demasiado tarde, y no
habían sabido prevenir ni las fechorías de los cazadores furtivos ni las de los
bandoleros, también para ellos decretó la muerte en la horca.
En total eran una veintena de personas. Esta cruel sentencia produjo
consternación y dolor en todos nosotros, no tanto por los gentileshombres toscanos

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que nadie había visto hasta entonces, como por los bandoleros y los esbirros que eran
por lo general estimados. A Maese Pietrochiodo, albardero y carpintero, se le encargó
construir la horca: era un trabajador serio e inteligente, que ponía interés en su
trabajo. Con gran dolor, porque dos de los condenados eran parientes suyos,
construyó una horca ramificada como un árbol, cuyas sogas subían todas al mismo
tiempo maniobradas por un solo árgano; era una máquina tan grande e ingeniosa que
se podía ahorcar con ella de una sola vez incluso a más gente de la condenada, de
modo que el vizconde aprovechó para colgar diez gatos alternados cada dos reos. Los
cadáveres rígidos y la carroña de gato se bambolearon durante tres días, y al principio
nadie se atrevía a mirarlos. Pero pronto nos dimos cuenta del aspecto imponente que
ofrecían, y también la cabeza se nos iba en disparatados pensamientos, de tal forma
que incluso nos desagradó decidirnos a descolgarlos y a deshacer la gran máquina.

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V
Aquéllos eran para mí tiempos felices, siempre por los bosques con el doctor
Trelawney buscando conchas de animales marinos petrificados. El doctor Trelawney
era inglés: había llegado a nuestras costas tras un naufragio, encima de un tonel de
burdeos. Había sido médico en los barcos durante toda su vida y había realizado
viajes largos y peligrosos, entre ellos unos con el famoso capitán Cook, pero nunca
había visto nada del mundo porque se quedaba siempre bajo cubierta jugando a las
cartas. Naufragado aquí, se aficionó enseguida al vino llamado «cancarone», el más
áspero y grumoso de los nuestros, y no sabía pasarse sin él, hasta el extremo de llevar
siempre en bandolera una cantimplora llena. Se quedó en Terralba y se convirtió en
nuestro médico, pero no se preocupaba de los enfermos, sino de sus descubrimientos
científicos que le hacían dar vueltas —y a mí con él— por campos y bosques día y
noche. Primero una enfermedad de los grillos, enfermedad imperceptible que sólo
tenía un grillo entre mil y con la que no sufría nada; y el doctor Trelawney quería
buscarlos todos y encontrar el remedio adecuado. Luego los restos de cuando nuestra
tierra estaba recubierta por el mar; y entonces íbamos cargándonos de guijarros y
sílices que el doctor decía que habían sido, en otro tiempo, peces. Finalmente, su
última gran pasión, los fuegos fatuos. Quería encontrar la manera de cogerlos y
conservarlos, y con este propósito pasábamos las noches haciendo correrías en
nuestro cementerio, esperando que entre las tumbas de tierra y hierba se encendiera
alguno de aquellos vagos resplandores, y entonces intentábamos atraerlo hacia
nosotros, tratábamos de capturarlo, sin que se apagase, en recipientes que
experimentábamos cada vez: sacos, botellas, garrafones sin paja, estufas, coladores.
El doctor Trelawney había montado su habitáculo en una casucha cercana al
cementerio, que servía anteriormente de casa del sepulturero, en aquellos tiempos de
fasto y guerras y epidemias en que convenía tener a un hombre para hacer
únicamente ese trabajo. Allí el doctor había instalado su laboratorio, con botellas de
todos los tipos para poner los fuegos y redes como las de pesca para atraparlos; y
alambiques y crisoles en los que él escrutaba cómo de las tierras de los cementerios y
de las miasmas de los cadáveres nacían aquellas pálidas llamas. Pero no era hombre
de quedarse mucho tiempo absorto en sus estudios: los dejaba pronto, salía e íbamos
a la caza de nuevos fenómenos de la naturaleza.
Yo era libre como el aire porque no tenía padres y no pertenecía a la categoría de
los siervos ni a la de los amos. Formaba parte de la familia de los Terralba sólo por
tardío reconocimiento, pero no llevaba su nombre y nadie se cuidaba de educarme.
Mi pobre madre era hija del vizconde Ayulfo y hermana mayor de Medardo, pero
había manchado el honor de la familia huyendo con un cazador furtivo que fue más
tarde mi padre. Yo nací en la cabaña del cazador, en los terrenos incultos bajo el

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bosque; y poco después mi padre murió en una pelea, y la pelagra acabó con mi
madre que se había quedado sola en aquella mísera cabaña. Fui entonces acogido en
el castillo porque mi abuelo Ayulfo se apiadó de mí, y crecí al cuidado de la
corpulenta nodriza Sebastiana. Recuerdo que cuando Medardo era todavía un
muchacho y yo tenía pocos años, a veces me dejaba participar en sus juegos como si
fuéramos de igual condición; luego la distancia creció entre nosotros, y me quedé de
la parte de los siervos. Ahora en el doctor Trelawney encontré a un compañero como
nunca había tenido.
El doctor tenía sesenta años, pero era de mi estatura; tenía una cara arrugada
como una castaña pilonga, bajo el tricornio y la peluca; las piernas, que las polainas
enfundaban hasta medio muslo, parecían más largas, desproporcionadas como las
patas de un grillo, también a causa de las grandes zancadas que daba; y llevaba una
casaca de color tórtola con adornos rojos, sobre la que colocaba en bandolera la
cantimplora del vino «cancarone».
Su pasión por los fuegos fatuos nos empujaba a largas marchas nocturnas para
alcanzar los cementerios de los pueblos vecinos, donde se podían ver a veces llamas
más hermosas de color y tamaño que las de nuestro camposanto abandonado. Pero
¡ay si los campesinos descubrían este ajetreo nuestro!: confundidos con ladrones
sacrílegos fuimos perseguidos una vez durante varias millas por un grupo de hombres
armados con podaderas y tridentes.
Estábamos en un lugar escarpado y torrentoso; el doctor Trelawney y yo
corríamos sin poner los pies en el suelo por las rocas, pero oíamos a los campesinos
enfurecidos acercarse por detrás de nosotros, a nuestras espaldas. En un sitio llamado
Salto de la Mala Cara, un puentecillo de troncos atravesaba un precipicio muy
profundo. En lugar de pasar por el puentecillo, el doctor y yo nos escondimos en un
escalón de la roca en el mismo borde del precipicio, apenas a tiempo porque ya
teníamos a los campesinos pisándonos los talones. No nos vieron, y gritando:
«¿Dónde están esos bastardos?» corrieron directamente hacia el puente. Un
chasquido, y chillando fueron engullidos por el precipicio hasta el torrente que corría
allá abajo en el fondo.
El espanto de Trelawny y mío por nuestra suerte se transformó en alivio por el
peligro desaparecido y luego de nuevo en espanto por el horrendo fin que habían
tenido nuestros perseguidores. Apenas nos atrevimos a asomarnos y a mirar abajo a la
oscuridad donde los campesinos habían desaparecido. Alzando los ojos vimos los
restos del puentecillo: los troncos estaban todavía bien sólidos, sólo que partidos por
la mitad, como si los hubiesen serrado; de ninguna otra manera podíamos explicarnos
cómo aquella gruesa madera pudo ceder con una rotura tan neta.
—Aquí ha intervenido quien yo sé —dijo el doctor Trelawney, y también yo ya lo
había comprendido.

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En efecto, se oyó un rápido galopar y sobre el borde del barranco aparecieron un
caballo y un jinete medio envuelto en una capa negra. Era el vizconde Medardo, que
con su helada sonrisa triangular contemplaba el trágico resultado de la trampa, quizá
también imprevisto para él mismo: seguro que había querido matarnos a nosotros
dos; en cambio ocurrió que nos salvó la vida. Temblorosos, lo vimos alejarse sobre
aquel enjuto caballo que saltaba por las rocas como si fuese hijo de una cabra.

En aquel tiempo mi tío paseaba siempre a caballo: se había hecho construir por el
albardero Pietrochiodo una silla especial a uno de cuyos estribos podía asegurarse
con correas, mientras al otro se le ataba un contrapeso. Al lado de la silla había
sujetado una espada y una muleta. Y así el vizconde cabalgaba con un sombrero en la
cabeza de alas anchas y con plumas, cuya mitad desaparecía bajo la capa agitada por
el viento. Donde se oía el ruido de cascos de su caballo todos escapaban peor que
cuando pasaba Galateo el leproso, y se llevaban a los niños y animales, y temían por
las plantas, porque la maldad del vizconde no perdonaba a nadie y podía desatarse de
un momento a otro en las acciones más imprevisibles e incomprensibles.
No había estado nunca enfermo y por lo tanto no había tenido nunca necesidad de
los cuidados del doctor Trelawney; pero en un caso parecido no sé cómo el doctor se
las habría arreglado, con todo lo que hacía para evitar a mi tío y para ni siquiera oír
hablar de él. Cuando aludían al vizconde y su crueldad, el doctor Trelawney meneaba
la cabeza y hacía muecas murmurando: «¡Oh, oh, oh!… ¡Tse, tse, tse!», como cuando
se le decía alguna inconveniencia. Y, para cambiar de tema, empezaba a contar viajes
del capitán Cook. Una vez intenté preguntarle cómo, según él, podía vivir mi tío tan
mutilado, pero el inglés no pudo decirme otra cosa que aquel «¡Oh, oh, oh!… ¡Tse,
tse, tse!» Parecía que desde el punto de vista de la medicina, el caso de mi tío no
suscitaba ningún interés en el doctor; pero yo empezaba a pensar si no se había
convertido en médico sólo por imposición familiar o conveniencia, y que quizás esta
ciencia no le importaba en absoluto. Posiblemente su carrera de médico de a bordo se
debía sólo a su habilidad en los juegos de naipes, por lo que los más famosos
navegantes, el primero de todos el capitán Cook, se lo disputaban como compañero
de partida.
Una noche el doctor Trelawney pescaba con la red fuegos fatuos en nuestro viejo
cementerio, cuando vio ante él a Medardo de Terralba que hacía apacentar su caballo
sobre las tumbas. El doctor estaba muy confundido y asustado, pero el vizconde se le
acercó y le preguntó con la pronunciación muy defectuosa de su boca demediada:
—¿Busca usted mariposas nocturnas, doctor?
—Oh, milord —respondió el doctor con un hilo de voz—, oh, oh, no mariposas
precisamente, milord… Fuegos fatuos, ¿sabe?, fuegos fatuos…
—Ya, los fuegos fatuos. A menudo también yo me he preguntado su origen.

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—Desde hace tiempo, modestamente, son objeto de mis estudios, milord… —dijo
Trelawney, un poco animado por aquel tono benévolo.
Medardo retorció en una sonrisa su media cara angulosa, con la piel tensa como
una calavera.
—Como investigador es usted merecedor de todas las atenciones —le dijo—.
Lástima que este cementerio, abandonado como está, no sea un buen terreno para los
fuegos fatuos. Pero le prometo que mañana mismo intentaré ayudarle tanto como me
sea posible.
El día siguiente era el establecido para la administración de la justicia, y el
vizconde condenó a muerte a una decena de campesinos, porque, según sus cálculos,
no habían entregado toda la parte de cosecha que debían al castillo. Los muertos
fueron sepultados en la tierra de la fosa común y el cementerio hizo salir cada noche
fuegos en abundancia. El doctor Trelawney estaba muy asustado por esta ayuda, si
bien la encontraba muy útil para sus estudios.

En esta trágica coyuntura, Maese Pietrochiodo había perfeccionado mucho su arte de


construir horcas. Ahora eran verdaderas obras maestras de carpintería y mecánica, y
no sólo las horcas, sino también los potros, los árganos y los otros instrumentos de
tortura con los que el vizconde Medardo arrancaba las confesiones a los acusados. Yo
estaba a menudo en el taller de Pietrochiodo, porque era muy hermoso verle trabajar
con tanta habilidad y pasión. Pero un tormento martirizaba siempre el corazón del
albardero. Aquello que él construía eran patíbulos para los inocentes. «¿Qué puedo
hacer —pensaba— para que me hagan construir algo tan bien maquinado, pero con
otra finalidad? ¿Y cuáles pueden ser los nuevos mecanismos que yo construiría más a
gusto?» Pero al no poder contestar estos interrogantes, trataba de desalojarlos de la
cabeza, obstinándose en hacer los montajes tan bellos e ingeniosos como podía.
—Tienes que olvidarte de la finalidad a la que servirán —me decía también a mí
—. Obsérvalos sólo como mecanismos. ¿No ves lo bellos que son?
Yo miraba aquellas arquitecturas de maderos, aquel subir y bajar de cuerdas,
aquel encadenamiento de árganos y poleas, y me esforzaba en no ver encima los
cuerpos desgarrados, pero cuanto más me esforzaba más obligado estaba a pensar en
ello, y le decía a Pietrochiodo:
—¿Qué puedo hacer?
—¿Y qué es lo que hago yo, muchacho —replicaba él—, qué te parece que hago
yo?

Pero a pesar de amarguras y temores, aquellos tiempos tenían su parte de alegría. La


hora más hermosa era cuando el sol estaba alto y el mar era de oro, y las gallinas tras

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poner el huevo cantaban, y por los senderos se oía el sonido del cuerno del leproso.
El leproso pasaba cada mañana a hacer la colecta para sus compañeros de desventura.
Se llamaba Galateo, y llevaba colgado del cuello un cuerno de caza, cuyo sonido
advertía desde lejos su presencia. Las mujeres oían el cuerno y ponían sobre el canto
de la tapia huevos, o calabacines, o tomates, y a veces un conejo pequeño
despellejado; y luego escapaban a esconderse llevándose a los niños, porque nadie
debe quedarse en las calles cuando pasa el leproso: la lepra se contagia desde lejos e
incluso verlo era peligroso. Precedido por los toques del cuerno, Galateo caminaba
despacio por los senderos desiertos, con el largo bastón en la mano, y el vestido
rasgado que le llegaba al suelo. Tenía largos cabellos amarillos resecos y una redonda
cara blanca, ya un poco descompuesta por la lepra. Recogía los donativos, los metía
en su cuévano, y voceaba agradecimientos hacia las casas de los campesinos
escondidos, con su voz suave, y añadiendo siempre alguna alusión graciosa o
maligna.
En aquella época en las regiones cercanas al mar la lepra era una enfermedad
extendida, y había cerca de nosotros un pueblecito, Pratofungo, habitado sólo por
leprosos, a los que estábamos obligados a entregar donativos, que precisamente
recogía Galateo. Cuando alguien, de la parte del mar o de la montaña, cogía la lepra,
dejaba parientes y amigos y se iba a Pratofungo a pasar el resto de su vida esperando
que el mal le devorase. Se hablaba de grandes fiestas que acogían a cada recién
llegado: desde lejos se oían ascender de las casas de los leprosos, hasta la noche,
sones y canciones.
Se decían muchas cosas de Pratofungo, aunque ninguna persona sana había
estado nunca allí; pero todos estaban de acuerdo en que allá la vida era un continuo
jolgorio. El pueblo antes de convertirse en asilo de leprosos había sido un cubil de
prostitutas a donde acudían marineros de todas las razas y religiones: y parecía que
las mujeres todavía conservaban las costumbres licenciosas de aquella época. Los
leprosos no trabajaban la tierra, salvo una viña con una uva cuyo vinillo los mantenía
todo el año en estado de sutil ebriedad. La gran ocupación de los leprosos era tocar
extraños instrumentos inventados por ellos, arpas de cuyas cuerdas colgaban
campanillas, y cantar en falsete, y pintar los huevos con pinceladas de todos los
colores como si siempre fuera Pascua. Así, disipándose entre músicas dulces, con
guirnaldas de jazmines en torno a los rostros desfigurados olvidaban el consorcio
humano del que la enfermedad los había alejado.
Nunca ningún médico nuestro había querido cuidarse de los leprosos, pero
cuando Trelawney se estableció entre nosotros, alguien esperó que quisiera dedicar su
ciencia a sanar aquella plaga de nuestra región. También yo compartía estas
esperanzas a mi manera infantil: desde hacía tiempo tenía un gran deseo de llegarme
hasta Pratofungo y asistir a las fiestas de los leprosos; y si el doctor se hubiese

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dedicado a experimentar sus fármacos con aquellos desventurados, me habría quizá
permitido acompañarlo alguna vez hasta dentro del pueblo. Pero nada de esto
aconteció: apenas oía el cuerno de Galateo, el doctor Trelawney echaba a correr y
nadie parecía tener más miedo que él del contagio. Alguna vez intenté interrogarle
sobre la naturaleza de aquella enfermedad, pero dio respuestas evasivas y confusas,
como si la sola palabra «lepra» bastase para incomodarle.
En el fondo, no sé por qué nos obstinábamos en considerarle un médico: para los
animales, especialmente los más pequeños, para los fenómenos naturales estaba
siempre vigilante, pero los seres humanos y sus enfermedades le llenaban de
repugnancia y espanto. La sangre le horrorizaba, tocaba sólo con la punta de los
dedos a los enfermos, y ante los casos graves se tapaba la nariz con un pañuelo de
seda mojado con vinagre. Púdico como una chica, al ver un cuerpo desnudo se
sonrojaba; si además se trataba de una mujer, mantenía los ojos bajos y balbuceaba;
mujeres, en sus largos viajes por los océanos, parecía que no las había conocido
nunca. Por suerte entre nosotros en aquella época los partos eran asunto de
comadronas y no de médicos, si no quién sabe cómo habría salido del apuro.

A mi tío le vino la idea de los incendios. Por la noche, de repente, un henil de


campesinos miserables ardía, o un árbol, o todo un bosque. Estábamos hasta la
mañana, entonces, pasándonos de mano en mano cubos de agua para apagar las
llamas. Las víctimas eran siempre infelices que se las habían habido con el vizconde,
por alguna de sus ordenanzas cada vez más severas e injustas, o por los tributos que
había doblado. No contento con incendiar los bienes, la emprendió con los poblados:
parecía que se acercaba de noche, que lanzaba yescas encendidas sobre los techos, y
luego escapaba a caballo; pero nunca se conseguía que alguien le pillara en su acción.
Una vez murieron dos viejos; otra, un chico apareció con el cráneo como
despellejado. En los campesinos el odio contra él crecía. Sus enemigos más
obstinados eran las familias de religión hugonota que habitaban los caseríos de Col
Gerbido; allí los hombres montaban guardia turnándose durante toda la noche para
prevenir incendios.
Sin ninguna razón plausible, una noche se acercó hasta las casas de Pratofungo
que tenían los techos de paja y lanzó contra ellos brea y fuego. Los leprosos tienen la
virtud de que abrasados no sienten dolor, y, si les hubiesen cogido las llamas durante
el sueño, con seguridad que ya no se habrían despertado. Pero alejándose al galope, el
vizconde oyó que del pueblo se alzaba el son de un violín: los habitantes de
Pratofungo velaban, ocupados en sus juegos. Se quemaron todos, pero no sufrieron y
se divirtieron como solían. Apagaron pronto el incendio; también sus casas, quizás
porque incluso ellas estaban impregnadas de lepra, sufrieron pocos daños por las
llamas.

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La maldad de Medardo se dirigió también contra su propio haber: el castillo. El
fuego comenzó en el ala donde vivían los criados y flameó entre fuertes chillidos de
quien había quedado prisionero, mientras se vio al vizconde alejarse cabalgando por
el campo. Era un atentado que había tendido a la vida de su nodriza y casi madre
Sebastiana. Con la obstinación autoritaria que las mujeres pretenden mantener sobre
aquellos que han conocido de niños, Sebastiana no dejaba nunca de regañar al
vizconde en cada nueva fechoría, incluso cuando ya todos se habían convencido de
que su naturaleza estaba abocada a una irreparable, insana crueldad. Sacaron a
Sebastiana maltrecha de los muros carbonizados y tuvo que guardar cama muchos
días, para curarse de las quemaduras.
Una noche, la puerta de la habitación en la que yacía se abrió y el vizconde
apareció junto a la cama.
—¿Qué son esas manchas en vuestra cara, nodriza? —dijo Medardo, indicando
las quemaduras.
—Un rastro de tus pecados, hijo —dijo la vieja, serena.
—Vuestra piel está afeada; ¿qué mal tenéis, nodriza?
—Un mal que no es nada, hijo mío, comparado con el que te espera en el infierno,
si no te corriges.
—Deberíais curaros pronto: no querría que se supiera por ahí este mal que
padecéis…
—No tengo que tomar marido, para cuidar de mi cuerpo. Me basta la conciencia
tranquila. Si pudieras decir tú lo mismo…
—Y sin embargo, vuestro esposo os espera, para llevaros consigo, ¿no lo sabéis?
—No ridiculices la vejez, hijo, tú que has tenido la juventud agraviada.
—No bromeo. Escuchad, nodriza: vuestro novio está tocando bajo la ventana…
Sebastiana aguzó el oído y oyó fuera del castillo el son del cuerno del leproso.
Al día siguiente Medardo mandó llamar al doctor Trelawney.
—Manchas sospechosas han aparecido no se sabe cómo sobre el rostro de una
vieja sirvienta nuestra —dijo al doctor—. Todos tememos que sea lepra. Doctor,
confiamos en las luces de su sabiduría.
Trelawney se inclinó balbuceando:
—Mi deber, milord…, siempre a sus órdenes, milord…
Dio media vuelta, salió, huyó fuera del castillo, cogió consigo un barrilete de vino
«cancarone» y desapareció en los bosques. No se le vio durante una semana. Cuando
regresó, la nodriza Sebastiana había sido enviada al pueblo de los leprosos.
Dejó el castillo un atardecer, vestida de negro y con velo, llevando bajo el brazo
un paquete con sus cosas. Sabía que su suerte estaba echada: tenía que tomar el
camino de Pratofungo. Dejó la habitación donde la habían tenido hasta entonces, y no
había nadie ni en los pasillos ni en las escaleras. Bajó, atravesó el patio, salió al

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campo: todo estaba desierto, a su paso todos se apartaban y se escondían. Oyó un
cuerno de caza modular una llamada de sólo dos notas: ante ella en el sendero estaba
Galateo que alzaba al cielo la boca de su instrumento. La nodriza se encaminó a
pasos lentos; el sendero seguía la dirección del sol del ocaso; Galateo la precedía un
buen trecho, de vez en cuando se paraba como contemplando los avispones que
zumbaban entre las hojas, alzaba el cuerno y elevaba un triste acorde; la nodriza
miraba los huertos y las riberas que estaba abandonando, sentía detrás de los setos la
presencia de la gente que se alejaba de ella, y volvía a tomar el camino. Sola,
siguiendo de lejos a Galateo, llegó a Pratofungo, y las puertas del pueblo se cerraron
tras ella, mientras las arpas y los violines comenzaron a sonar.

El doctor Trelawney me había defraudado mucho. No haber movido ni un dedo para


que la vieja Sebastiana no fuera condenada a la leprosería —sabiendo además que sus
manchas no eran de lepra—, era señal de vileza y experimenté por primera vez un
impulso de aversión por el doctor. Añádase que cuando escapó a los bosques no me
llevó consigo, aun sabiendo lo útil que le habría sido como cazador de ardillas y
buscador de frambuesas. Ahora ir con él a la caza de fuegos fatuos ya no me gustaba
como antes, y a menudo paseaba solo, en busca de nuevas compañías.
La gente que más me atraía ahora eran los hugonotes que vivían en Col Gerbido.
Habían escapado de Francia donde el rey hacía cortar en pedazos a todos los que
seguían su religión. En la travesía de las montañas habían perdido sus libros y sus
objetos sagrados, y ahora ya no tenían ni Biblia que leer, ni misa que oficiar, ni
himnos que cantar, ni oraciones que recitar. Recelosos como todos los que han pasado
por persecuciones y que viven entre gente de fe distinta, no habían querido recibir
ningún libro religioso, ni escuchar consejos sobre la manera de celebrar sus cultos. Si
alguien llegaba hasta ellos diciéndose hermano hugonote, temían que fuese un
emisario del Papa disfrazado, y se encerraban en el silencio. Así se habían puesto a
cultivar las duras tierras de Col Gerbido, y se reventaban trabajando hombres y
mujeres desde antes del alba hasta después del atardecer, en la esperanza de que la
gracia les iluminara. Poco expertos de lo que fuera pecado, para no equivocarse
multiplicaban las prohibiciones y se habían reducido a mirarse unos a otros con ojos
severos espiando que algún mínimo gesto indicase una intención culpable.
Recordando confusamente las disputas de su iglesia, se abstenían de nombrar a Dios
y cualquier otra expresión religiosa, por miedo de hablar de ello de forma sacrílega.
Así no seguían ninguna regla de culto, y probablemente ni siquiera osaban formular
pensamientos sobre cuestiones de fe, aun conservando una seriedad absorta como si
pensaran siempre en todo ello. En cambio, las reglas de su penosa agricultura habían
adquirido con el tiempo un valor parecido al de los mandamientos, y lo mismo los
hábitos de parsimonia a los que estaban constreñidos, como las virtudes domésticas

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de las mujeres.
Eran una gran familia llena de nietos y nueras, todos altos y nudosos, y trabajaban
la tierra vestidos siempre de fiesta, negros y abotonados, con el sombrero de alas
anchas y caídas los hombres y con la cofia blanca las mujeres. Los hombres llevaban
largas barbas, e iban siempre con el fusil en bandolera, pero se decía que ninguno de
ellos había disparado nunca, salvo a los gorriones, porque lo prohibían los
mandamientos.
De los bancales calizos donde a duras penas crecían alguna mísera vid y un trigo
escaso, se alzaba la voz del viejo Ezequiel, que chillaba sin descanso con los puños
levantados al cielo, temblorosa la blanca barba de chivo, bailándole los ojos bajo el
sombrero en forma de embudo: «¡Peste y carestía! ¡Peste y carestía!», e increpando a
los familiares encorvados en su trabajo: «¡Dale con esa azada, Jonas! ¡Arranca la
hierba, Susana! ¡Tobías, esparce el estiércol!», y daba mil órdenes y reprimendas con
el rencor de quien se dirige a una pandilla de ineptos y destrozones, y cada vez
después de haber gritado las mil cosas que tenían que hacer para que el campo no se
arruinase, se ponía a hacerlas él mismo, echando fuera a los que le rodeaban, y
siempre gritando: «¡Peste y carestía!»
Su mujer, en cambio, no gritaba nunca, y parecía, a diferencia de los demás,
segura de una religión suya secreta, fijada hasta en los mínimos detalles, pero de la
que no decía palabra a nadie. Le bastaba con mirar fijamente, con sus ojos todo
pupila, y decir, con los labios tensos: «Pero ¿os parece bien, hermana Raquel? Pero
¿os parece bien, hermano Aarón?», para que las raras sonrisas desaparecieran de las
bocas de los familiares y las expresiones pasaran a ser graves y absortas.
Llegué una noche a Col Gerbido mientras los hugonotes estaban rezando. No es
que pronunciasen palabras y estuvieran con las manos juntas o arrodillados; estaban
de pie en fila en la viña, los hombres a una parte y las mujeres a otra, y al fondo el
viejo Ezequiel con la barba sobre el pecho. Miraban delante de ellos, con las manos
recogidas que colgaban de los largos brazos nudosos, pero aunque parecían absortos
no perdían el conocimiento de lo que les rodeaba, y Tobías alargó una mano y quitó
un gusano de una vid, Raquel con la suela claveteada aplastó un caracol, y el mismo
Ezequiel se quitó de repente el sombrero para espantar a los gorriones que habían
bajado hasta el trigo.
Después entonaron un salmo. No recordaban la letra, solamente la melodía, y
terminada una estrofa comenzaban otra, siempre sin pronunciar las palabras.
Sentí que me tiraban de un brazo y era el pequeño Esaú que me hacía señas para
que callara y fuera con él. Esaú tenía mi edad; era el último hijo del viejo Ezequiel;
de los suyos tenía sólo la expresión de la cara dura y tensa, pero con un fondo de
astucia y picardía. A gatas nos alejamos por la viña, mientras me decía: «Tienen para
media hora; ¡qué lata! Ven a ver mi guarida.»

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La guarida de Esaú era secreta. Se escondía para que los suyos no le encontrasen
y no le mandasen a pastorear las cabras o a quitar caracoles de las hortalizas. Pasaba
allí días enteros ocioso, mientras su padre le buscaba chillando por el campo.
Esaú tenía una provisión de tabaco y, colgadas de una pared, dos largas pipas de
mayólica. Llenó una y quiso que fumara. Me enseñó a encenderla y echaba grandes
bocanadas con una avidez que no había visto nunca en un muchacho. Yo era la
primera vez que fumaba; me encontré mal enseguida y lo dejé. Para reanimarme Esaú
sacó una botella de «grappa» y me llenó un vaso que me hizo toser y retorcer las
tripas. Él la bebía como si fuera agua.
—Para emborracharme necesito mucha —dijo.
—¿Dónde has cogido todas estas cosas que tienes en la guarida? —le pregunté.
Esaú hizo un gesto con los dedos como si agarrara algo:
—Robadas.
Se había convertido en el cabecilla de una banda de chicos católicos que
saqueaban los campos de los alrededores; y no sólo despojaban los árboles de fruta,
sino que entraban también en las casas y los gallineros. Y blasfemaban más fuerte y
más a menudo que Maese Pietrochiodo: sabían todas las expresiones soeces católicas
y hugonotas, y las intercambiaban entre ellos.
—Pero hago también muchos otros pecados —me explicó—, levanto falsos
testimonios, me olvido de echar agua a las judías, no respeto al padre y a la madre,
regreso a casa tarde por las noches. Ahora quiero cometer todos los pecados que
existen; también esos que dicen que no soy lo bastante mayor para comprender.
—¿Todos los pecados? —le dije—. ¿Incluso matar?
Se encogió de hombros:
—Ahora matar ni me conviene ni me sirve para nada.
—Dicen que mi tío mata y hace matar por gusto —dije yo, para tener algo de mi
parte que oponer a Esaú.
Esaú escupió.
—Un gusto de estúpidos —dijo. Luego tronó y fuera de la guarida empezó a
llover.
—En casa te buscarán —dije a Esaú. A mí nunca me buscaba nadie, pero veía que
a los otros chicos les buscaban siempre sus padres, especialmente cuando hacía mal
tiempo, y creía que era una cosa importante.
—Esperemos aquí a que cese de llover —dijo Esaú—, mientras tanto jugaremos a
los dados.
Sacó los dados y un montón de dinero. Como yo no tenía dinero, me jugué
silbatos, navajas y hondas y lo perdí todo.
—No te desanimes —me dijo al final Esaú—, sabes: hago trampas.
Fuera: truenos y relámpagos y lluvia a cántaros. La gruta de Esaú se fue

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inundando. Puso a salvo el tabaco y sus otras cosas y dijo:
—Diluviará toda la noche: será mejor correr a guarecernos a casa.
Estábamos empapados y enfangados cuando llegamos al caserío del viejo
Ezequiel. Los hugonotes estaban sentados alrededor de la mesa, a la luz de una
lamparilla, e intentaban recordar algún episodio de la Biblia, tratando de contarlos
como algo que les parecía haber leído en otro tiempo, de significado y verdad
inseguros.
—¡Peste y carestía! —gritó Ezequiel dando un puñetazo en la mesa, que apagó la
lamparilla, cuando su hijo Esaú apareció conmigo en el hueco de la puerta.
Empezaron a castañetearme los dientes. Esaú se encogió de hombros. Fuera
parecía como si todos los truenos y relámpagos se descargasen sobre Col Gerbido.
Mientras encendían de nuevo la lamparilla, el viejo con los puños alzados enumeraba
los pecados de su hijo como los más nefandos que ningún ser humano hubiese
cometido nunca, pero no conocía de ellos más que una pequeña parte. La madre
asentía sin decir nada, y todos los otros hijos y yernos y nueras y nietos escuchaban
con la barbilla en el pecho y el rostro escondido entre las manos. Esaú mordisqueaba
una manzana como si aquel sermón no le concerniese. Yo, entre aquellos truenos y la
voz de Ezequiel, temblaba como un junco.
La reprimenda fue interrumpida por el regreso de los hombres de guardia, con
sacos por capuchas, todos empapados de lluvia. Los hugonotes hacían guardia por
turnos durante toda la noche, armados con fusiles, podaderas y horcas de heno, para
prevenir las incursiones traicioneras del vizconde, que ya era enemigo declarado
suyo.
—¡Padre! ¡Ezequiel! —dijeron aquellos hugonotes—. Con esta noche tan mala
seguro que el Cojo no vendrá. ¿Podemos retirarnos a casa, padre?
—¿No hay rastro alguno del Manco, alrededor? —preguntó Ezequiel.
—No, padre, si exceptuamos la peste a quemado que dejan los rayos. No es noche
para el Tuerto, ésta.
—Quedaos en casa y cambiaos de ropa, entonces. Que la tempestad traiga paz al
Roto y a nosotros.
El Cojo, el Manco, el Ciego, el Roto eran algunos de los apelativos con los que
los hugonotes nombraban a mi tío: nunca oí que le llamaran por su verdadero
nombre. Ostentaban en estas conversaciones una especie de confianza con el
vizconde, como si supieran mucho sobre él, casi como si fuera un antiguo enemigo.
Se lanzaban entre sí breves frases acompañadas de guiños y risitas: «Je, je, el
Manco… Precisamente así, el Medio Sordo…», como si todas las tenebrosas locuras
de Medardo fueran para ellos claras y previsibles.
Estaban hablando así, cuando en la tormenta se oyó el golpear de un puño sobre
la puerta.

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—¿Quién llama con este tiempo? —dijo Ezequiel—. Pronto, que se le abra.
Abrieron y en el umbral estaba el vizconde, de pie sobre su única pierna, envuelto
en la negra capa que goteaba, con el sombrero de plumas empapado por la lluvia.
—He atado mi caballo en vuestra cuadra —dijo—. Dadme hospitalidad también a
mí, os lo ruego. La noche es mala para el caminante.
Todos miraron a Ezequiel. Yo me había escondido bajo la mesa, para que mi tío
no descubriera que frecuentaba aquella casa enemiga.
—Sentaos al fuego —dijo Ezequiel—. El huésped en esta casa siempre es bien
venido.
Cerca del umbral había un montón de sábanas de las que se extienden bajo los
árboles para recoger las aceitunas; Medardo se tendió en ellas y se durmió.
En la oscuridad, los hugonotes se juntaron en torno a Ezequiel.
—¡Padre, lo tenemos en nuestras manos, ahora, al Cojo! —murmuraron—.
¿Debemos dejarlo escapar? ¿Vamos a permitir que cometa otros delitos contra los
inocentes? ¿No ha llegado, Ezequiel, la hora de que pague el Desnalgado?
El viejo alzó los puños contra el techo.
—¡Peste y carestía! —gritó, si puede decirse que grite quien habla sin emitir casi
sonido alguno pero con toda su fuerza—. En nuestra casa ningún huésped ha sido mal
recibido. Montaré guardia yo mismo para proteger su sueño.
Y con el fusil en bandolera se colocó junto al vizconde acostado. El ojo de
Medardo se abrió.
—¿Qué hacéis ahí, Maese Ezequiel?
—Protejo vuestro sueño, huésped. Muchos os odian.
—Lo sé —dijo el vizconde—, no duermo en el castillo porque temo que los
criados me maten durante el sueño.
—Tampoco en mi casa os amamos, Maese Medardo. Pero esta noche seréis
respetado.
El vizconde calló durante un momento, luego dijo:
—Ezequiel, quiero convertirme a vuestra religión.
El viejo no dijo nada.
—Estoy rodeado de gente infiel —continuó Medardo—. Querría deshacerme de
todos ellos, y llamar a los hugonotes al castillo. Vos, Maese Ezequiel, seréis mi
ministro. Declararé Terralba territorio hugonote e iniciaré la guerra contra los
príncipes católicos. Vos y vuestros parientes seréis los jefes. ¿Estáis de acuerdo,
Ezequiel? ¿Podéis convertirme?
El viejo estaba rígido e inmóvil con el amplio pecho atravesado por la correa del
fusil.
—He olvidado demasiadas cosas de nuestra religión —dijo— para que pueda osar
convertir a alguien. Yo me quedaré en mis tierras según mi conciencia. Vos en las

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vuestras según la vuestra.
El vizconde se alzó sobre el codo:
—¿Sabéis, Ezequiel, que todavía no he dado cuenta a la Inquisición de la
presencia de herejes en mi territorio? ¿Y que vuestras cabezas enviadas como regalo
a nuestro obispo me devolverían enseguida el favor de la curia?
—Nuestras cabezas aún están unidas a nuestros cuellos, señor —dijo el viejo—,
pero hay algo que todavía es más difícil arrancarnos.
Medardo se levantó y abrió la puerta.
—Dormiré mejor bajo aquel roble de allí, que en casa de enemigos.
Y salió bajo la lluvia. El viejo llamó a los demás:
—Hijos, estaba escrito que el primero en venir fuera el Cojo. Ahora se ha
marchado; la senda de nuestra casa está despejada; no desesperéis, hijos: quizá un día
pasará un caminante mejor.
Todos los barbudos hugonotes y las mujeres con sus cofias bajaron la cabeza.
—Y aunque no venga nadie —añadió la mujer de Ezequiel—, nosotros
permaneceremos en nuestro sitio.

En aquel momento un rayo rasgó el cielo, y el trueno hizo temblar las tejas y las
piedras de las paredes. Tobías gritó:
—¡El rayo ha caído sobre el roble! ¡Ahora arde!
Corrieron fuera con las linternas, y vieron que la mitad del árbol estaba
carbonizado, de la cima a las raíces, y que la otra mitad estaba intacta. Lejos bajo la
lluvia oyeron el trote de un caballo y con un relámpago vieron la figura encapotada
del sutil jinete.
—Tú nos has salvado, padre —dijeron los hugonotes—. Gracias, Ezequiel.
El cielo se despejaba por levante y era el alba.
Esaú me llamó aparte.
—Dime si no son tontos —me dijo bajito—, mira lo que he hecho yo mientras
tanto —y me enseñó un puñado de objetos brillantes—, he quitado todos los tachones
de oro a la silla, mientras el caballo estaba atado en la cuadra. Dime si no han sido
tontos en no pensar en ello.

Esta forma de comportarse de Esaú no me agradaba, y la de su gente me turbaba. Por


lo que prefería ir por mi cuenta y en la playa coger lapas y cangrejos. Mientras desde
un escollo intentaba sacar un cangrejuelo, vi reflejarse en el agua en calma una
espada sobre mi cabeza, y del susto caí al mar.
—Agárrate aquí —dijo mi tío, porque era él que se había acercado por detrás. Y
quería que me aferrase a su espada, por la parte de la hoja.

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—No, puedo salir sin ayuda —respondí, y trepé a un espolón que un brazo de
agua separaba del resto de la escollera.
—¿Buscas cangrejos? —dijo Medardo—, yo, pulpos —y me dejó ver su presa.
Eran grandes pulpos negruzcos y blancos. Estaban partidos por la mitad por su
espada, pero continuaban moviendo los tentáculos.
—Si pudieran partirse todas las cosas enteras… —dijo mi tío tendido boca abajo
sobre el escollo, acariciando aquellas convulsas mitades de pulpo—, si cada uno
pudiera salir de su obtusa e ignorante integridad… Estaba entero y todas las cosas
eran para mí naturales y confusas, estúpidas como el aire; creía que lo veía todo y no
era más que la corteza. Si alguna vez te conviertes en la mitad de ti mismo, y te lo
deseo, chico, comprenderás cosas más allá de la común inteligencia de los cerebros
enteros. Habrás perdido la mitad de ti y del mundo, pero la mitad que quede será mil
veces más profunda y preciosa. Y también tú querrás que todo sea demediado y
desgarrado a tu imagen, porque belleza y sabiduría y justicia existen sólo en todo lo
que está hecho a pedazos.
—¡Oh, oh! —decía yo—, ¡qué cantidad de cangrejos aquí! —y fingía interés sólo
por mi pesca para mantenerme lejos de la espada de mi tío.
No volví a la orilla hasta que no se hubo alejado con sus pulpos. Pero el eco de
sus palabras continuaba turbándome y no encontraba defensa para este furor suyo
demediador. Hacia cualquier parte que me volviera, Trelawney, Pietrochiodo, los
hugonotes, los leprosos, todos estábamos bajo el signo del hombre demediado, era él
el amo a quien servíamos y del que no conseguíamos liberarnos.

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VI
Sujetado a la silla de su caballo saltador, Medardo de Terralba subía y bajaba por los
riscos de mañana, y se asomaba hacia abajo escrutando con ojo de rapaz. Así vio a la
pastorcilla Pamela en medio de un prado junto a sus cabras.
El vizconde se dijo: «Entre mis agudos sentimientos no tengo nada que
corresponda a lo que los enteros llaman amor. Y si para ellos un sentimiento tan
estúpido tiene, sin embargo, tanta importancia, aquello que para mí pueda
corresponder a él, será, seguro, magnífico y terrible.» Y decidió enamorarse de
Pamela que, gordita y descalza, con un simple vestidillo rosa encima, estaba boca
abajo sobre la hierba, dormitando, hablando con las cabras y oliendo las flores.
Pero los pensamientos que había formulado fríamente no deben engañarnos. A la
vista de Pamela, Medardo había sentido una confusa conmoción en la sangre, algo
que no notaba desde hacía tiempo, y había acudido a aquellos razonamientos con una
especie de prisa acobardada.
Durante el camino de regreso, a mediodía, Pamela vio que todas las margaritas de
los prados tenían sólo la mitad de los pétalos y que la otra mitad había sido
deshojada. «¡Ay de mí —se dijo—, tenía que sucederme precisamente a mí, de todas
las chicas del valle!» Había comprendido que el vizconde se había enamorado de ella.
Cogió todas las medias margaritas, las llevó a casa y las metió entre las páginas del
libro de misa.
Por la tarde fue al Prado de las Monjas a apacentar los patos y a que nadaran en el
estanque. El prado estaba tapizado de blancas pastinacas, pero también estas flores
habían corrido la suerte de las margaritas, como si parte de cada corimbo hubiese sido
cortado de un tijeretazo. «¡Ay, ay de mí —se dijo—, precisamente soy yo la que él
quiere!», e hizo un manojo con las pastinacas partidas, para ensartarlas en la moldura
del espejo de la cómoda.
Luego no pensó más en ello, se ató la trenza alrededor de la cabeza, se quitó el
vestido y tomó un baño en el laguito junto a sus patos.
Por la noche, regresando a casa por los prados, todo estaba lleno de milanos,
llamados también «molinillos». Y Pamela vio que habían perdido el plumón sólo de
una parte, como si alguien se hubiese tendido en el suelo para soplarles hacia arriba
por una parte, o con media boca solamente.
Pamela cogió algunas de aquellas medias bolas blancas, sopló sobre ellas y su
mórbido plumón voló a lo lejos. «Ay, ay, ay de mí —se dijo—, seguro que me quiere.
¿Cómo acabará todo esto?»
La casucha de Pamela era tan pequeña que una vez hechos entrar los patos en la
planta baja y las cabras en el primer piso ya no se cabía. Por todas partes estaba
rodeada de abejas, porque también tenían colmenas. Y el suelo estaba lleno de

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hormigueros, y bastaba con posar una mano en cualquier lugar para sacarla negra y
hormigueante. Estando así las cosas, la mamá de Pamela dormía en el pajar, el papá
dormía en una barrica vacía, y Pamela en una hamaca suspendida entre una higuera y
un olivo.
En el umbral Pamela se detuvo. Había una mariposa muerta. Un ala y la mitad del
cuerpo habían sido aplastados por una piedra. Pamela lanzó un grito y llamó al papá y
a la mamá.
—¿Quién ha venido aquí? —dijo Pamela.
—Ha pasado nuestro vizconde hace poco —dijeron papá y mamá—, ha dicho que
estaba corriendo tras una mariposa que le había picado.
—¿Y desde cuándo pican las mariposas? —dijo Pamela.
—Bueno, también nosotros nos lo preguntamos.
—La verdad es —dijo Pamela— que el vizconde se ha enamorado de mí y
tenemos que estar preparados para lo peor.
—Venga, venga, no pierdas la cabeza, no exageres —respondieron los viejos,
como acostumbran a responder siempre los viejos, cuando no son los jóvenes los que
les responden así.
Al día siguiente, cuando llegó a la piedra donde acostumbraba a sentarse
apacentando las cabras, Pamela soltó un grito. Unos restos horribles ensuciaban la
piedra: eran la mitad de un murciélago y la mitad de una medusa, una vertiendo negra
sangre y la otra viscosa materia, una con el ala desplegada y la otra con los blandos
ribetes gelatinosos. La pastorcilla comprendió que era un mensaje. Quería decir: cita
esta noche en la orilla del mar. Pamela hizo de tripas corazón y fue.
En la orilla del mar se sentó sobre los guijarros y escuchaba el rumor de las olas
blancas. Y enseguida unos chasquidos sobre los guijarros y Medardo galopaba por la
orilla. Se detuvo, se desató, bajó de la silla.
—Yo, Pamela, he decidido estar enamorado de ti —le dijo.
—¿Y es por esto —soltó ella— por lo que despedazáis todas las criaturas de la
naturaleza?
—Pamela —suspiró el vizconde—, no tenemos ningún otro lenguaje para
hablarnos sino éste. Cada encuentro de dos seres en el mundo es un despedazarse.
Ven conmigo, conozco este mal y estarás más segura que con ningún otro; porque yo
hago el mal como todos lo hacen; pero, a diferencia de los otros, tengo la mano
segura.
—¿Y también me desgarraréis a mí, como a las margaritas o a las medusas?
—Yo no sé lo que haré contigo. Sin duda que el tenerte me hará posibles cosas
que ni siquiera imagino. Te llevaré al castillo y te tendré allí y nadie más te verá y
tendremos días y meses para comprender lo que tengamos que hacer e inventar
siempre nuevos modos de estar juntos.

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Pamela estaba tendida sobre la arena y Medardo se había arrodillado a su lado.
Hablando gesticulaba rozándola todo alrededor con la mano, pero sin tocarla.
—Pues bien: antes debo saber qué me haréis. Podéis hacerme ahora una prueba y
yo decidiré venir o no al castillo.
El vizconde lentamente acercó su mano sutil y retorcida a la mejilla de Pamela.
La mano temblaba y no se comprendía si se tendía para una caricia o para un arañazo.
Pero aún no había llegado a tocarla, cuando retiró la mano de repente y se levantó.
—Es en el castillo donde te quiero —dijo alzándose al caballo—, voy a preparar
la torre en la que vivirás. Te dejo un día más para pensarlo y luego tendrás que
haberte decidido.
Y al decir así espoleó y se alejó por aquellas playas.
Al día siguiente Pamela subió como acostumbraba al moral para coger moras, y
oyó gemir y aletear entre las frondas. Por poco se cae del susto. En una rama alta
había un gallo atado por las alas, y gruesas orugas azules y peludas lo estaban
devorando: un nido de procesionarias, insectos dañinos que viven en los pinos, le
había sido colocado en la cresta.
Era sin duda otro de los horribles mensajes del vizconde. Y Pamela lo interpretó:
«Mañana al rayar el alba nos veremos en el bosque.»
Con la excusa de llenar un saco de piñas Pamela subió al bosque, y Medardo
apareció de repente desde detrás de un tronco apoyado en su muleta.
—Entonces —preguntó a Pamela—, ¿te has decidido a venir al castillo?
Pamela estaba tendida sobre las agujas de pino.
—Me he decidido a no ir —dijo volviéndose apenas—. Si me queréis, venid a
verme aquí en el bosque.
—Vendrás al castillo. La torre donde vivirás ya está preparada y tú serás su única
dueña.
—Vos queréis tenerme allí prisionera y después tal vez hacerme quemar en un
incendio o roer por los ratones. No y no. Os lo he dicho: seré vuestra si lo queréis
pero aquí, sobre las agujas de pino.
El vizconde se había puesto en cuclillas junto a la cabeza de ella. Tenía una aguja
de pino en la mano; la acercó a su cabello y se la pasó en torno. Pamela sintió que se
le ponía carne de gallina, pero se quedó quieta. Veía el rostro del vizconde inclinado
sobre ella, aquel perfil que era perfil incluso visto de frente, y aquella media cara de
dientes descubierta en una sonrisa amarga. Medardo apretó la aguja de pino en el
puño y la quebró. Se levantó.
—¡Te quiero tener encerrada en el castillo, encerrada en el castillo!
Pamela comprendió que podía atreverse, y movía en el aire los pies descalzos
diciendo:
—Aquí en el bosque, no digo que no; encerrada, ni muerta.

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—¡Ya sabré yo cómo llevarte allí! —dijo Medardo poniendo la mano en el lomo
del caballo que se había acercado como si pasara por allí por casualidad. Subió al
estribo y se alejó por los senderos de la floresta.
Aquella noche Pamela durmió en su hamaca suspendida entre el olivo y la
higuera, y por la mañana, ¡horror!, se encontró una pequeña carroña en el regazo. Era
una media ardilla, cortada como de costumbre a lo largo, pero con la leonada cola
intacta.
—Ay, pobre de mí —dijo a sus padres—, este vizconde no me deja vivir.
El papá y la mamá se pasaron del uno al otro la carroña de la ardilla.
—Pero —dijo el papá— la cola la ha dejado entera. Quizá es una buena señal…
—Quizá está comenzando a volverse bueno… —dijo la mamá.
—Siempre lo corta todo en dos —dijo el papá—, pero lo que la ardilla tiene más
hermoso, la cola, lo respeta…
—Este mensaje quizá quiera decir —dijo la mamá— que cuanto tú tienes de
bueno y de hermoso él lo respetará…
Pamela se llevó las manos a la cabeza.
—¡Qué es lo que tengo que oír de vosotros, padre y madre! Aquí hay gato
encerrado: el vizconde os ha hablado…
—Hablado no —dijo el papá—, nos ha hecho llegar que quiere venir a vernos y
que se interesará por nuestras miserias.
—Padre, si viene a hablarte quítale la cubierta a las colmenas y le echas encima
las abejas.
—Hija, quizá Maese Medardo se está volviendo bueno… —dijo la vieja.
—Madre, si viene a hablaros, atadle sobre el hormiguero y dejadle allí.
Aquella noche el pajar donde dormía la mamá ardió y la barrica donde dormía el
papá se deshizo. Por la mañana los dos viejecitos contemplaban los restos del
desastre cuando apareció el vizconde.
—Me disgusta haberos asustado esta noche —dijo—, pero no sabía como entrar
en materia. El hecho es que me gusta vuestra hija Pamela y quisiera llevármela al
castillo. Por esto os pido formalmente que me la entreguéis. Su vida cambiará, y
también la vuestra.
—¡Figúrese lo contentos que estaríamos, señoría! —dijo el viejecito—. ¡Pero si
supiera el carácter que tiene mi hija! Imagínese que ha dicho que soltáramos las
abejas de las colmenas contra usted…
—Imagínese, señoría… —dijo la madre—, figúrese que ha dicho que le atáramos
sobre el hormiguero…
Menos mal que aquel día Pamela volvió a casa pronto. Encontró a su padre y a su
madre atados y amordazados uno sobre la colmena, la otra encima del hormiguero. Y
menos mal que las abejas conocían al viejo y que las hormigas tenían otra cosa que

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hacer que morder a la vieja. Así pudo salvarlos a los dos.
—¿Habéis visto lo bueno que se ha vuelto el vizconde? —dijo Pamela.
Pero los dos viejecitos tramaban algo. Y al día siguiente ataron a Pamela y la
encerraron en casa con las bestias; y fueron al castillo a decirle al vizconde que si
quería a su hija fuera a buscarla, que ellos estaban dispuestos a entregársela.
Pero Pamela sabía hablar a sus bestias. A picotazos los patos la liberaron de las
ataduras, y a cornadas las cabras derribaron la puerta. Pamela echó a correr, cogió
consigo la cabra y el pato preferidos, y se fue a vivir al bosque. Vivía en una gruta
conocida sólo por ella y por un niño que le llevaba la comida y las noticias.
Aquel niño era yo. En el bosque con Pamela todo era una delicia. Le llevaba
fruta, queso y pescado frito y ella me daba a cambio alguna taza de leche de la cabra
y algún huevo de pato. Cuando se bañaba en los estanques y los riachuelos yo
montaba guardia para que nadie la viese.
Por el bosque pasaba a veces mi tío, pero se mantenía alejado, aunque
manifestando su presencia de la triste manera de costumbre. A veces un derrumbe de
piedras rozaba a Pamela y a sus bestias; a veces un tronco de pino en el que ella se
apoyaba cedía, minado por la base a fuerza de hachazos; a veces una fuente aparecía
inficionada por restos de animales muertos.
A mi tío le dio por ir de caza, con una ballesta que conseguía manejar con el
único brazo. Pero todavía se había vuelto más lóbrego y sutil, como si nuevas penas
royeran lo que quedaba de su cuerpo.
Un día, el doctor Trelawney iba por los campos conmigo cuando el vizconde nos
salió al encuentro a caballo y casi le embistió haciéndole caer. El caballo se había
parado con el casco sobre el pecho del inglés, y mí tío dijo:
—Acláreme esto, doctor: tengo una sensación como si la pierna que no tengo
estuviera cansada por una gran caminata. ¿Qué puede ser?
Trelawney se confundió y balbució como acostumbraba, y el vizconde se alejó.
Pero la pregunta tuvo que haber impresionado al doctor, porque se puso a reflexionar,
sujetándose la cabeza con las manos. Nunca había visto en él tanto interés por una
cuestión de medicina humana.

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VII
En torno a Pratofungo crecían matas de menta y setos de romero, y no se sabía si eran
de naturaleza salvaje o bancales de un huerto de plantas aromáticas. Yo vagaba con el
pecho cargado de un aire dulzarrón y buscaba el camino para reunirme con la vieja
nodriza Sebastiana.
Desde que Sebastiana había desaparecido por el sendero que llevaba a la aldea de
los leprosos, yo recordaba más a menudo que era huérfano. Me desesperaba por no
saber nada de ella; le preguntaba a Galateo, gritando desde lo alto de un árbol cuando
él pasaba; pero Galateo era enemigo de los niños que a veces le arrojaban lagartos
vivos desde lo alto de los árboles, y daba respuestas burlonas e incomprensibles con
su voz melosa y retumbante. Y ahora a la curiosidad de entrar en Pratofungo se
añadía la de volver a encontrar a la robusta nodriza y correteaba sin descanso entre
las matas olorosas.
Y de pronto, de un matorral de tomillo, se alzó una figura vestida de claro, con un
sombrero de paja, y caminó hacia el pueblo. Era un viejo leproso y yo quería
preguntarle por la nodriza, y acercándome lo necesario para hacerme oír, pero sin
gritar, dije: «¡Ea, señor leproso!»
Pero en aquel momento, quizá despertada por mis palabras, otra figura se sentó,
justamente a mi lado, y se desperezó. Tenía el rostro lleno de escamas como una
corteza seca, y una lanosa y escasa barba blanca. Sacó del bolsillo un pito y me lanzó
un trino, como si se mofara de mí. Reparé entonces en que la tarde soleada estaba
llena de leprosos tumbados, escondidos entre las matas, y ahora se iban levantando
con sus claros sayos, y caminaban a contraluz hacia Pratofungo, sosteniendo en la
mano instrumentos musicales o herramientas de jardinero, con los que hacían ruido.
Yo me había apartado para alejarme de aquel hombre barbudo, pero casi di con una
leprosa sin nariz que se estaba peinando entre las ramas de un laurel, y por mucho
que saltaba por el campo siempre encontraba a otros leprosos y me daba cuenta de
que los pasos que estaba dando sólo podían ser en dirección a Pratofungo, cuyos
techos de paja adornados con festones de cometa ya estaban cerca, al pie de aquel
declive.
Los leprosos me prestaban atención sólo de vez en cuando, con guiños y acordes
de organillo, pero me parecía que en el centro de su marcha estaba precisamente yo y
que me estaban acompañando a Pratofungo como a un animal capturado. En la aldea
las paredes de las casas estaban pintadas de lila y en una ventana una mujer medio
desvestida, con manchas lilas en el rostro y el pecho, que tocaba la lira, gritó:
—¡Han regresado los jardineros! —y tocó la lira.
Otras mujeres se asomaron a las ventanas y a las azoteas haciendo sonar
cencerros y cantando:

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—¡Bien venidos, jardineros!
Yo procuraba mantenerme en medio de aquella callejuela y no tocar a nadie; pero
me encontré como en una encrucijada, con leprosos por todos lados, hombres y
mujeres sentados en los umbrales de sus casas, con los sayos harapientos y desteñidos
en los cuales se entreveían bubones y vergüenzas, y entre los cabellos flores de
espino albar y anémonas.
Los leprosos daban un concierto que habría dicho que era en mi honor. Algunos
inclinaban los violines hacia mí con exageradas dilaciones del arco, otros apenas les
miraba croaban como las ranas, otros me mostraban extraños muñecos que subían y
bajaban por un hilo. El concierto se componía de muchos y muy discordes gestos y
sonidos, pero había una especie de estribillo que repetían de vez en cuando:
—El polluelo sin manchitas, con las moras se manchó.
—Busco a mi nodriza —grité—, la vieja Sebastiana: ¿sabéis dónde está?
Se echaron a reír, con aquel aire suyo engreído y maligno.
—¡Sebastiana! —grité—. ¡Sebastiana! ¿Dónde estás?
—Hela aquí, chico —dijo un leproso—, buen chico —e indicó una puerta.
La puerta se abrió y salió una mujer olivácea, quizá musulmana, semidesnuda y
tatuada, con colas de cometa encima, que empezó una danza licenciosa. No
comprendí bien lo que sucedió después: hombres y mujeres se arrojaron unos sobre
otros e iniciaron aquello que más tarde supe que debía ser una orgía.
Me hice chico, chico, cuando de pronto la corpulenta y vieja Sebastiana se abrió
paso por aquel círculo.
—¡Puercos asquerosos! —dijo—. Un poco de miramiento por un alma inocente al
menos.
Me cogió de la mano y me sacó afuera mientras ellos cantaban:
—¡El polluelo sin manchitas, con las moras se manchó!
Sebastiana estaba vestida con ropas de color violeta claro de forma casi monacal
y ya alguna mancha afeaba sus mejillas sin arrugas. Yo me sentía feliz por haber
encontrado a la nodriza, pero desesperado porque me había cogido de la mano y
contagiado con seguridad la lepra. Y se lo dije.
—No tengas miedo —respondió Sebastiana—, mi padre era un pirata y mi abuelo
un eremita. Conozco las virtudes de todas las hierbas, tanto contra nuestras
enfermedades como contra las moriscas. Ellos se entonan con orégano y malva; yo,
en cambio, a la chita callando con borraja y berro me hago unos potingues que la
lepra no la pillaré mientras viva.
—Pero ¿y esas manchas que tienes en la cara, nodriza? —le pregunté muy
aliviado pero no convencido aún del todo.
—Pez griega. Para hacerles creer que también yo tengo la lepra. Ven conmigo que
te haré beber una de mis tisanas calentita calentita, porque cuando se anda por estos

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parajes toda prudencia es poca.
Me había llevado a su casa, una cabañita un poco apartada, limpia, con ropa
tendida; y conversamos.
—¿Y Medardo? ¿Y Medardo? —me preguntaba ella, y cada vez que yo hablaba
me quitaba la palabra de la boca—. ¡Pero qué granuja! ¡Qué bandido! ¡Enamorado!
¡Pobre muchacha! Pues aquí, ¡no os lo podéis imaginar! ¡Si supierais las cosas que
despilfarran! Todo lo que nos quitamos nosotros de la boca para dárselo a Galateo,
¿sabes qué hacen con ello aquí? Ese mismo Galateo de bueno nada, ¿sabes? Un mal
sujeto, ¡y no es el único! ¡Las cosas que hacen por la noche! ¡Y durante el día,
también! Y estas mujeres, ¡tan desvergonzadas no las había visto nunca! Si al menos
supieran remendar la ropa, ¡pero ni eso! ¡Desordenadas y andrajosas! Ah, yo se lo he
dicho en la cara… Y ellas, ¿sabes qué me han contestado ellas?

Al día siguiente, muy contento por esta visita a la nodriza fui a pescar anguilas.
Lancé el sedal en un laguito del torrente y esperando me dormí. No sé cuánto
duró mi sueño; un ruido me despertó. Abrí los ojos y vi una mano alzada sobre mi
cabeza, y en esa mano una peluda araña roja. Me volví y era mi tío en su negra capa.
Di un salto lleno de espanto, pero en ese momento la araña mordió la mano de mi
tío y desapareció rápidamente. Mi tío se llevó la mano a los labios, chupó ligeramente
la herida y dijo:
—Dormías y he visto una araña venenosa que corría velozmente hacia tu cuello
desde aquella rama. He puesto delante mi mano y ya ves, me ha picado.
No creí ni una palabra: por lo menos, ya había atentado contra mi vida otras tres
veces con sistemas parecidos. Pero no había duda de que ahora esa araña le había
mordido la mano y la mano se le hinchaba.
—Tú eres mi sobrino —dijo Medardo.
—Sí —respondí un poco sorprendido porque era la primera vez que demostraba
reconocerme.
—Te he reconocido enseguida —dijo. Y añadió—: ¡Ah, araña! ¡Sólo tengo una
mano y tú quieres envenenármela! Pero claro, es mejor que le haya tocado a mi mano
que no al cuello de este chico.
Que yo supiera, mi tío nunca había hablado así. El pensamiento de que estaba
diciendo la verdad y de que se había vuelto bueno de repente me pasó por la cabeza,
pero enseguida lo rechacé: simulaciones y engaños eran habituales en él. Desde
luego, parecía muy cambiado, con una expresión ya no tensa y cruel, sino lánguida y
afligida, quizá por el miedo y el dolor de la picadura. Pero era también la vestimenta
polvorienta y de hechura un poco distinta de la habitual lo que daba esa impresión: su
capa negra estaba un poco despedazada, con hojas secas y erizos de castaña pegados
a los faldones; tampoco la ropa era del acostumbrado terciopelo negro, sino de un dril

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gastado y desteñido, y la pierna ya no iba enfundada en la alta bota de cuero, sino en
una media de lana a rayas azules y blancas.
Para demostrar que no me interesaba por él, fui a mirar si por casualidad había
picado alguna anguila en mi sedal. Anguilas no había, pero vi que en el anzuelo
brillaba un anillo de oro con diamantes. Lo saqué fuera y sobre una piedra estaban las
armas de los Terralba.
El vizconde me seguía con la mirada y dijo:
—No te sorprendas. Al pasar por aquí he visto una anguila que se agitaba cogida
al anzuelo y me ha dado tanta lástima que la he liberado; luego, pensando en el daño
que con mi gesto había ocasionado al pescador, he querido recompensarle con mi
anillo, último objeto de valor que me queda.
Yo estaba boquiabierto. Y Medardo continuó:
—Aún no sabía que el pescador eras tú. Después te he encontrado dormido en la
hierba y el gusto por verte se ha convertido enseguida en aprensión por aquella araña
que te caía encima. El resto ya lo sabes —y así diciendo se miró con tristeza la mano
hinchada y amoratada.
Podía ser que todo fuera una sarta de crueles engaños; pero yo pensaba en lo
hermoso que habría sido un imprevisto cambio en sus sentimientos, y cuánta alegría
habría dado a Sebastiana, a Pamela, a todos los que sufrían por su crueldad.
—Tío —dije a Medardo—, espérame aquí. Voy corriendo a ver a la nodriza
Sebastiana que conoce todas las hierbas y me dará la que cura las picaduras de las
arañas.
—La nodriza Sebastiana… —dijo el vizconde, tendido con la mano en el pecho
—. ¿Cómo está, pues?
No me atreví a decirle que Sebastiana no había cogido la lepra y me limité a
decir:
—Bueno, así así. Me voy.
Y me marché corriendo, con el deseo más que nada de preguntarle a Sebastiana
qué pensaba de estos extraños fenómenos.
Encontré a la nodriza en su pequeña cabaña. Estaba deshecho por la carrera y la
impaciencia, y le hice un relato un poco confuso, pero la vieja se interesó más por la
mordedura que por las buenas acciones de Medardo.
—¿Una araña roja, dices? Sí, sí, conozco la hierba adecuada… A un leñador se le
hinchó un brazo, una vez… ¿Se ha vuelto bueno, dices? Pues, qué quieres que te
diga, siempre fue así, también a él hay que saber cómo tratarle… Pero ¿dónde he
puesto esa hierba? Sólo hay que hacer una compresa. Un bribón desde pequeño,
Medardo… He aquí la hierba, sabía que tenía guardado un saquito… Siempre lo
mismo: cuando se hacía daño venía llorando a la nodriza… ¿Es profunda esa
mordedura?

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—Tiene la mano izquierda hinchada así —dije.
—Ah, ah, niño… —rió la nodriza—. La izquierda… ¿Y dónde la tiene, Maese
Medardo, la mano izquierda? La dejó en Bohemia, allá entre los turcos, que el diablo
se los lleve, la dejó allá, toda la mitad izquierda de su cuerpo…
—Sí, ya —dije yo—, y sin embargo… él estaba allí, yo aquí, tenía la mano vuelta
así… ¿Cómo puede ser?
—¿Ya no distingues la derecha de la izquierda, ahora? —dijo la nodriza—. Sin
embargo, lo aprendiste a los cinco años…
Ya no entendía nada. Sin duda, Sebastiana tenía razón, pero yo lo recordaba todo
al revés.
—Llévale esta hierba, entonces, venga —dijo la nodriza y salí corriendo.
Llegué sin aliento al torrente pero mi tío ya no estaba. Miré por todas partes:
había desaparecido con su mano hinchada y envenenada.
Se hacía de noche y caminaba yo entre los olivos. Y de pronto lo veo, envuelto en
la capa negra, de pie en una orilla apoyado en un tronco. Me daba la espalda y miraba
hacia el mar. Sentí que volvía a tener miedo y, a duras penas, con un hilo de voz,
conseguí decir:
—Tío, aquí tienes la hierba para la picadura…
La media cara se volvió enseguida, contrahecha en una mueca feroz.
—¿Qué hierba, qué picadura? —gritó.
—La hierba para curar… —dije.
Aquella expresión dulce de antes había desaparecido, había sido un momento
pasajero; ahora quizá lentamente le volvía, en una sonrisa tensa, pero se veía que la
fingía.
—Sí… muy bien… métela en el agujero de aquel tronco… la cogeré más tarde…
—dijo.
Obedecí y metí la mano en el agujero. Era un nido de avispas. Se me echaron
todas encima. Arranqué a correr, perseguido por el enjambre, y me arrojé al torrente.
Nadé bajo el agua y conseguí desperdigar las avispas. Levantando la cabeza, oí la
oscura carcajada del vizconde que se alejaba.
Una vez más había conseguido engañarnos. Pero no entendía muchas cosas, y fui
a ver al doctor Trelawney para comentárselas. El inglés estaba en su casita de
sepulturero, a la luz de una lamparilla, inclinado sobre un libro de anatomía humana,
cosa rara.
—Doctor —le pregunté—, ¿se sabe de algún hombre que haya salido indemne de
una picadura de araña roja?
—¿Araña roja, dices? —contestó el doctor—. ¿A quién ha mordido la araña roja,
ahora?
—A mi tío el vizconde —dije—, y ya le había llevado la hierba de la nodriza

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cuando de bueno que parecía se hubiese convertido se ha vuelto malo y ha rechazado
mi ayuda.
—Ahora mismo he curado al vizconde de la picadura de una araña roja en la
mano —dijo Trelawney.
—Y dígame, doctor: ¿le ha parecido bueno o malo?
Entonces el doctor me contó lo que había pasado.
Después de que yo había dejado al vizconde tumbado en la hierba con la mano
hinchada, pasó por allí el doctor Trelawney. Se percata del vizconde, y atemorizado
como siempre, trata de esconderse entre los árboles. Pero Medardo ha oído los pasos
y se levanta y grita:
—Eh, ¿quién anda por ahí?
El inglés piensa: «Si descubre que soy yo el que se esconde, ¡quién sabe lo que
trama en contra de mí!», y huye para que no le reconozca. Pero tropieza y cae al
laguito del torrente. Aun habiendo pasado la vida en barcos, el doctor Trelawney no
sabe nadar, y se debate en medio del laguito, y pide ayuda.
Entonces el vizconde dice:
—Espera un poco —y va a la orilla, baja hasta el agua colgándose, con su mano
dolorida, de una raíz de árbol que resale, se estira hasta que a su pie se puede aferrar
el doctor. Alto y delgado como es, le sirve de cuerda para que él pueda alcanzar la
orilla.
Y ya están a salvo y el doctor balbucea:
—Oh, oh, milord… gracias, de verdad, milord… cómo puedo… —y estornuda en
su cara, porque ha cogido un resfriado.
—¡Jesús! —dice Medardo—, pero cúbrase, por favor —y le pone su capa sobre
los hombros.
El doctor se echa atrás, confundido como nunca. Y el vizconde le dice:
—Tenga, es suyo.
Entonces Trelawney se da cuenta de la mano hinchada de Medardo.
—¿Qué animal le ha picado?
—Una araña roja.
—Deje que le cure, milord.
Y le lleva a su casita de sepulturero, en donde se ocupa de la mano con fármacos
y vendas. Mientras, el vizconde charla con él lleno de humanidad y cortesía. Se
separan con la promesa de volverse a ver pronto y fortalecer la amistad.
—¡Doctor! —dije yo, tras haber escuchado su explicación—. El vizconde que
usted ha curado se ha vuelto a entregar poco después a su cruel locura y me ha
echado una nube de avispas encima.
—No el que he curado yo —dijo el doctor y guiñó un ojo.
—¿Qué quiere decir, doctor?

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—Lo sabrás enseguida. Ahora no digas nada a nadie. Y déjame con mis estudios,
que se avecinan tiempos difíciles.
Y el doctor Trelawney no se ocupó más de mí: se volvió a meter en aquella
insólita lectura suya del tratado de anatomía humana. Debía tener un proyecto en la
cabeza, y durante todos los días que siguieron permaneció reticente y absorto.

Pero por muchos sitios empezaban a llegar noticias de una doble naturaleza de
Medardo. Niños perdidos en el bosque eran encontrados, con mucho miedo por su
parte, por el medio hombre de la muleta que los devolvía de la mano a casa y les
regalaba brevas y buñuelos; pobres viudas eran ayudadas por él a transportar haces de
leña; perros mordidos por una víbora eran curados, regalos misteriosos eran
encontrados por los pobres en los alféizares y los umbrales, árboles frutales
arrancados por el viento eran enderezados y afianzados en sus glebas antes de que los
propietarios se hubiesen asomado a la puerta.
Pero al mismo tiempo, las apariciones del vizconde medio envuelto en la capa
negra indicaban sombríos acontecimientos: niños raptados eran después encontrados
prisioneros en cuevas tapadas con piedras; derrumbes de troncos y rocas caían sobre
las viejecitas; calabazas aún sin madurar eran hechas pedazos únicamente por espíritu
malvado.
La ballesta del vizconde desde hacía tiempo sólo alcanzaba golondrinas; y de tal
modo que no las mataba, sino que sólo las hería y mutilaba. Pero, ahora empezaban a
verse en el cielo golondrinas con las patitas vendadas y atadas con palitos, o con las
alas encoladas o emplastadas; había toda una bandada de golondrinas bien aparejadas
que volaban con prudencia todas juntas, como convalecientes de un hospital pajarero,
e inverosímilmente se decía que el mismo Medardo era el doctor.
Una vez un temporal cogió a Pamela en un lejano lugar baldío, con su cabra y su
pato. Sabía que por allí cerca había una cueva, aunque pequeña, una cavidad apenas
insinuada en la roca, y se dirigió hacia ella. Vio que asomaba una bota vieja y
remendada, y dentro estaba, acurrucado, el medio cuerpo envuelto en la capa negra.
Hizo ademán de huir, pero el vizconde ya la había distinguido y saliendo bajo la
lluvia le dijo:
—Refúgiate aquí, chica, ven.
—No, yo ahí no me refugio —dijo Pamela—, porque apenas cabe uno, y vos
queréis aplastarme ahí.
—No tengas miedo —dijo el vizconde—. Me quedaré fuera y así podrás estar a
tus anchas bajo cubierto, junto con tu cabra y tu pato.
—La cabra y el pato pueden estar bajo el agua.
—Verás como también los ponemos al abrigo.
Pamela, que había oído contar los extraños accesos de bondad del vizconde, se

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dijo: «A ver qué pasa», y se acurrucó en la cueva, estrechándose entre los dos
animales. El vizconde, de pie allí delante, extendía la capa como un toldo de manera
que no se mojaran ni siquiera el pato y la cabra. Pamela miró la mano que sostenía la
capa, quedó un momento pensativa, se puso a mirar sus propias manos, comparó la
una con la otra, y luego estalló en una gran carcajada.
—Estoy contento de que estés alegre, muchacha —dijo el vizconde—, pero ¿por
qué te ríes, si puede saberse?
—Río porque he comprendido lo que trae locos a mis paisanos.
—¿Cómo?
—Que vos sois un poco bueno y un poco malo. Ahora todo está en su sitio.
—¿Y por qué?
—Porque me he dado cuenta de que sois la otra mitad. El vizconde que vive en el
castillo, el malvado, es una mitad. Y vos sois la otra, que se creía desaparecida en la
guerra y ahora, en cambio, ha regresado. Y es una mitad buena.
—Muy amable. Gracias.
—Oh, es así, no es por haceros un cumplido.
Y ésta es la historia de Medardo, como Pamela la conoció aquella tarde. No era
cierto que la bala de cañón hubiese desmenuzado parte de su cuerpo: había sido
partido en dos mitades; una fue encontrada por los que recogían a los heridos del
ejército; la otra permaneció sepultada bajo una montaña de restos cristianos y turcos y
nadie la vio. De noche cerrada pasaron por el campo dos eremitas, no se sabe si fieles
a la verdadera religión o nigromantes, los cuales, como les ocurre a algunos en la
guerra, se habían visto constreñidos a vivir en las tierras desiertas entre los dos
campos, y quizá, se dice ahora, intentaban abrazar al mismo tiempo la Trinidad
cristiana y el Alá de Mahoma. En su estrambótica piedad, aquellos eremitas, una vez
encontrado el cuerpo partido de Medardo, se lo llevaron a su covacha, y allí, con
bálsamos y ungüentos preparados por ellos, le curaron y salvaron. Apenas
restablecidas las fuerzas, el herido se despidió de sus salvadores y, renqueando con su
muleta, recorrió durante meses y años las naciones cristianas para volver a su castillo,
maravillando a todos a lo largo del camino con sus actos de bondad.
Tras haber contado su historia a Pamela, el medio vizconde bueno quiso que la
pastorcilla le contase la suya. Y Pamela explicó cómo el Medardo malvado la
asediaba y cómo había huido ella de casa y vagaba por los bosques. Ante el relato de
Pamela el Medardo bueno se conmovió, y dividió su piedad entre la virtud perseguida
de la pastorcilla, la tristeza sin consuelo del Medardo malvado, y la soledad de los
pobres padres de Pamela.
—¡Ésos! —dijo Pamela—. Mis padres son dos viejos bergantes. No viene al caso
que les compadezcáis.
—Pero piensa en ellos, Pamela, qué tristes deben estar ahora en su vieja casa, sin

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nadie que les cuide y les haga los trabajos del campo y de la cuadra.
—¡Ojalá les aplastara, la cuadra! —dijo Pamela—. Empiezo a comprender que
sois demasiado blando, y en lugar de tomarla con vuestro otro pedazo por todas las
maldades que comete, casi parece que también tengáis piedad de él.
—¿Y cómo no tenerla? Yo sé lo que quiere decir ser la mitad de un hombre, no
puedo dejar de compadecerle.
—Pero vos sois distinto; también un poco chiflado, pero bueno.
Entonces el buen Medardo dijo:
—Oh, Pamela, esto es lo bueno de estar partido: el comprender de cada persona o
cosa del mundo la pena que cada uno y cada una tienen por su propia incompletez.
Yo estaba entero y no entendía, y me movía sordo e incomunicable entre los dolores y
las heridas sembrados por todas partes, allí donde uno, entero, menos se atreve a
creer. No sólo yo, Pamela, soy un ser dividido y desarraigado, sino también tú y
todos. Ahora tengo una fraternidad que antes, entero, no conocía: con todas las
mutilaciones y faltas del mundo. Si vinieras conmigo, Pamela, aprenderías a sufrir los
males de cada uno y a curar los tuyos curando los suyos.
—Esto es muy hermoso —dijo Pamela—, pero yo me encuentro en un gran
apuro, con aquel otro pedazo vuestro que se ha enamorado de mí y no se sabe lo que
quiere hacerme.
Mi tío dejó caer la capa porque el temporal había terminado.
—También yo estoy enamorado de ti, Pamela.
Pamela salió de un salto fuera de la cueva:
—¡Qué bien! Hay el arcoiris en el cielo y yo he encontrado a un nuevo
enamorado. Partido también éste, pero con un alma buena.
Caminaban bajo ramas todavía goteantes por senderos enfangados. La media boca
del vizconde se arqueaba en una dulce, incompleta sonrisa.
—Entonces, ¿qué hacemos? —dijo Pamela.
—Yo diría que fueras a casa de tus padres, pobrecitos, para ayudarles un poco en
sus quehaceres.
—Ve tú si tienes ganas —dijo Pamela.
—Yo sí que tengo ganas, querida —dijo el vizconde.
—Y yo me quedo aquí —dijo Pamela y se detuvo con el pato y la cabra.
—Hacer buenas acciones juntos es la única manera de amarnos.
—Lástima. Creía que había otras maneras.
—Adiós, querida. Te traeré tortas de miel —y se alejó por el sendero a saltos de
muleta.
—¿Qué dices de esto, cabra? ¿Y tú, patito? —dijo Pamela, sola con los animales
—. ¿Sólo deben caerme tipos así?

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VIII
Desde que todos supieron que había regresado la otra mitad del vizconde, tan buena
como mala era la primera, la vida en Terralba fue muy distinta.
Por la mañana acompañaba al doctor Trelawney en su ronda de visitas a los
enfermos; porque el doctor poco a poco había reanudado la práctica de la medicina y
se había dado cuenta de cuántos males padecía nuestra gente, a quienes las largas
carestías de tiempos pasados les había consumido el vigor, males de los que nunca se
había cuidado.
Íbamos por los caminos de la campiña y veíamos las señales de que mi tío nos
había precedido. Mi tío el bueno, claro, el cual cada mañana daba también una ronda,
no sólo de visitar a los enfermos, sino también a los pobres, los viejos, quienquiera
que tuviese necesidad de ayuda.
En el huerto de Bacciccia, el granado tenía los frutos maduros envueltos cada uno
con un pañuelo anudado. Comprendimos que a Bacciccia le dolían las muelas. Mi tío
había envuelto las granadas para que no se abrieran y desgranaran ahora que la
enfermedad impedía al propietario salir a cogerlas; pero también como señal para el
doctor Trelawney, para que pasase a visitar al enfermo y llevase las tenazas.
El prior Ceceo tenía un girasol en la terraza, tan marchito que nunca florecía.
Aquella mañana encontramos tres gallinas atadas allí, a la barandilla, comiendo a
todo pasto y descargando estiércol blanco en el tiesto del girasol. Comprendimos que
el prior debía de tener diarrea. Mi tío había atado las gallinas para abonar el girasol,
pero también para advertir al doctor Trelawney de aquel caso urgente.
En la escalera de la vieja Giromina vimos una hilera de caracoles que subían
hacia la puerta: caracoles grandes de esos que se comen. Era un regalo que mi tío le
había traído del bosque a Giromina, pero también una señal de que la enfermedad del
corazón de la pobre vieja había empeorado y para que el doctor entrara despacio, para
no asustarla.
Todas estas señales de comunicación eran usadas por el buen Medardo para no
asustar a los enfermos con un requerimiento de los cuidados del doctor demasiado
brusco, pero también para que Trelawney tuviera inmediatamente una idea de qué se
trataba, incluso antes de entrar, y venciera así su resistencia a poner los pies en las
casas ajenas y a acercarse a enfermos que no sabía lo que tenían.
De pronto, por el valle corría la alarma:
—¡El Amargado! ¡Que viene el Amargado!
Era la mitad amarga de mi tío que había sido vista cabalgando por aquellos
parajes. Entonces todos corrían a esconderse, y el primero el doctor Trelawney,
conmigo detrás.
Pasábamos ante la casa de Giromina y en la escalera había una hilera de caracoles

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aplastados, todo baba y pedacitos de concha.
—¡Ya ha pasado por aquí! ¡Deprisa!
En la terraza del prior Ceceo las gallinas estaban atadas al cañizo donde habían
sido puestos a secar los tomates, y estaban ensuciando todo aquello.
—¡Deprisa!
En el huerto de Bacciccia las granadas estaban todas por el suelo, destrozadas, y
de las ramas colgaban los pañuelos vacíos.
—¡Deprisa!

Así, entre la caridad y el terror, transcurrían nuestras vidas. El Bueno (como llamaban
a la mitad izquierda de mi tío, en contraposición al Amargado, que era la otra) era
tratado ahora como un santo. Los lisiados, los pobrecillos, las mujeres traicionadas,
todos los que estaban apenados corrían junto a él. Habría podido aprovecharse y
convertirse él en vizconde. Pero continuaba como un vagabundo, dando vueltas con
su raída capa negra, apoyado en la muleta, con las medias a rayas llenas de
remiendos, haciendo el bien tanto a quien se lo pedía como a quien lo trataba mal. Y
no había oveja que se quebrara una pata en el barranco, ni bebedor que sacara la
navaja en la taberna, ni esposa adúltera que corriera de noche junto a su amante, que
no lo vieran aparecer allí como llovido del cielo, negro y enjuto y con la dulce
sonrisa, para socorrer, dar buenos consejos, y prevenir violencias y pecados.
Pamela se estaba siempre en el bosque. Había instalado un columpio entre dos
pinos, luego uno más sólido para la cabra y otro más ligero para el pato, y pasaba las
horas columpiándose con sus animales. Pero a cierta hora, renqueando entre los
pinos, llegaba el Bueno, con un fardo al hombro. Era ropa para lavar y remendar que
recogía de los mendigos, los huérfanos y los enfermos solos en el mundo; y se la
hacía lavar a Pamela, dándole oportunidad también a ella de hacer el bien. Pamela,
que se aburría de estar siempre en el bosque, lavaba la ropa en el río y él le ayudaba.
Después lo tendía todo para que se secara en las cuerdas de los columpios, y el
Bueno, sentado en una piedra, le leía «Jerusalén Liberada».
A Pamela la lectura no le importaba lo más mínimo y estaba tumbada a la bartola
sobre la hierba, despiojándose (porque de vivir en el bosque había cogido algunos
bichitos), rascándose con una rama, bostezando, levantando piedras en el aire con los
pies descalzos, y mirándose las piernas que eran rosadas y regordetas. El Bueno, sin
alzar la vista del libro, continuaba declamando una octava tras otra, con la intención
de civilizar las costumbres de la rústica muchacha.
Pero ella, que no seguía el hilo y se aburría, sin decir nada incitó a la cabra a que
lamiera la media cara del Bueno y al pato a que se le colocara sobre el libro. El
Bueno se echó hacia atrás y levantó el libro, que se cerró; y precisamente en ese
momento el Amargado apareció de entre los árboles al galope, blandiendo una gran

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hoz tendida contra el Bueno. La hoja de la hoz dio con el libro y lo cortó netamente
en dos mitades a lo largo. La parte del lomo quedó en la mano del Bueno, y la otra se
desparramó en mil medias páginas por el aire. El Amargado desapareció al galope;
sin duda había intentado segar la media cabeza del Bueno, pero las dos bestias habían
llegado allí en el momento justo. Las páginas de Tasso con los márgenes blancos y
los versos partidos volaron al viento y se posaron en las ramas de los pinos, sobre la
hierba y el agua de los torrentes. Desde el borde de un cerro, Pamela miraba aquel
blanco vuelo y decía:
—¡Qué bonito!
Alguna media página llegó hasta el sendero por el que pasábamos el doctor
Trelawney y yo. El doctor cogió una al vuelo, le dio la vuelta una y otra vez, intentó
descifrar aquellos versos sin principio o sin final, y sacudió la cabeza:
—Pues no se entiende nada… Tsé… Tsé…

La fama del Bueno había llegado también a los hugonotes, y el viejo Ezequiel había
sido visto a menudo deteniéndose en el rellano más alto de la viña amarilla, mirando
el camino pedregoso que subía del valle.
—Padre —le dijo uno de sus hijos—, os veo mirar al valle como si esperaseis la
llegada de alguien.
—Es propio del hombre esperar —respondió Ezequiel—, y del hombre justo,
esperar con fe; del injusto, con temor.
—¿Es al Cojo-de-la-otra-pierna a quien esperáis, padre?
—¿Has oído hablar de él?
—En el valle no se habla de otra cosa que del Manco-zurdo. ¿Pensáis que vendrá
hasta nosotros aquí arriba?
—Si la nuestra es tierra de gente que vive en el bien, y él vive en el bien, no hay
razón para que no venga.
—El camino es empinado para quien tiene que hacerlo a fuerza de muleta.
—Ya hubo un Despiadado que encontró un caballo para subir.
Oyendo hablar a Ezequiel, los otros hugonotes se habían reunido a su alrededor,
saliendo de entre los viñedos. Y al oír aludir al vizconde, se estremecieron en
silencio.
—Padre nuestro, Ezequiel —dijeron—, cuando vino el Sutil, aquella noche, y el
rayo incendió medio roble, vos dijisteis que quizás un día nos visitaría un caminante
mejor.
Ezequiel asintió, bajando la barba hasta el pecho.
—Padre, éste de quien se habla es un Renco igual y opuesto al otro, tanto de
cuerpo como de alma: piadoso como cruel era el otro. ¿Será el visitante anunciado
antes por vuestras palabras?

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—Cualquier caminante de cualquier camino puede serlo —dijo Ezequiel—, por lo
tanto, también él.
—Entonces, esperemos todos que lo sea —dijeron los hugonotes.
La mujer de Ezequiel avanzaba con la mirada fija en el suelo, empujando un
carretón con sarmientos.
—Nosotros esperamos siempre lo bueno —dijo—, pero aun si quien cojea por
estos montes nuestros es sólo algún mutilado de guerra, con el alma buena o mala,
nosotros debemos continuar obrando siempre según la justicia y cultivando nuestros
campos.
—Esto lo sabemos todos —respondieron los hugonotes—, ¿hemos dicho algo que
signifique lo contrario?
—Bien, si todos estamos de acuerdo —dijo la mujer—, podemos volver a las
azadas y las bieldas.
—¡Peste y carestía! —estalló Ezequiel—. ¿Quién os ha dicho que dejarais de
cavar?
Los hugonotes se dispersaron entre los viñedos para alcanzar las herramientas
abandonadas en los surcos, pero en ese momento Esaú, que viendo a su padre
distraído se había encaramado a la higuera para comer los frutos primerizos, gritó:
—¡Allí abajo! ¿Quién va sobre aquel mulo?
En efecto, se veía subir un mulo con un medio hombre atado a la albarda. Era el
Bueno, que había comprado aquel viejo animal despellejado cuando estaban para
ahogarlo en el torrente, porque estaba en tan mal estado que ya no servía ni para el
matadero.
«Ya que peso la mitad de un hombre —se dijo—, el viejo mulo podrá aguantarme
todavía. Y teniendo también mi cabalgadura, podré ir más lejos a hacer el bien.» Así,
como primer viaje, iba a ver a los hugonotes.
Los hugonotes le acogieron alineados y como postes, cantando un salmo. Luego
el viejo se le acercó y le saludó como hermano. El Bueno, apeado del mulo,
respondió ceremoniosamente a aquellos saludos, besó la mano a la mujer de Ezequiel
que estuvo seca y ceñuda, se informó de la salud de todos, alargó la mano para
acariciar la hirsuta cabeza de Esaú que se echó atrás, se interesó por las
preocupaciones de cada uno, se hizo contar la historia de sus persecuciones,
conmoviéndose y recriminando. Naturalmente, hablaron de ello sin insistir en la
controversia religiosa, como de una secuela de desgracias imputables a la general
maldad humana. Medardo pasó por alto el hecho de que las persecuciones venían de
la iglesia a la que él pertenecía, y los hugonotes por su parte no se aventuraron en
afirmaciones de fe, también por temor a decir cosas teológicamente equivocadas. Así
acabaron en una vaga conversación caritativa, desaprobando cualquier violencia y
exceso. Todos de acuerdo, pero en conjunto fue un poco frío.

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Después el Bueno visitó los campos, les compadeció por la escasa cosecha, y se
puso contento porque al menos habían tenido un buen año de centeno.
—¿A cuánto lo vendéis? —les preguntó.
—A tres escudos la libra —dijo Ezequiel.
—¿A tres escudos la libra? Pero los pobres de Terralba se mueren de hambre,
amigos, ¡y ni siquiera pueden comprar un puñado de centeno! ¿No sabéis que el
granizo ha destruido la cosecha del centeno, en el valle, y que vosotros sois los únicos
que podéis sacar a tantas familias del hambre?
—Lo sabemos —dijo Ezequiel—, y es justamente por esto que lo podemos
vender bien…
—Pero pensad en la caridad que sería para esos pobrecitos, si rebajaseis el precio
de la cebada… Pensad en el bien que podríais hacer…
El viejo Ezequiel se colocó ante el Bueno con los brazos cruzados y todos los
hugonotes le imitaron.
—Hermano, hacer caridad —dijo— no significa perder en los precios.
El Bueno iba por los campos y veía a viejos hugonotes esqueléticos cavar bajo el
sol.
—Tenéis mal aspecto —le dijo a un viejo con la barba tan larga que cavaba sobre
ella—, ¿quizá no os encontráis bien?
—Tan bien como puede sentirse uno que cava diez horas a los setenta años con
una sopa de nabos en el estómago.
—Es mi primo Adán —dijo Ezequiel—, un trabajador excepcional.
—Pero vos debéis reposar y alimentaros, ¡con lo viejo que sois! —estaba
diciendo el Bueno, pero Ezequiel lo alejó de allí con brusquedad.
—Aquí todos nos ganamos el pan muy duramente, hermano —dijo con un tono
que no admitía réplicas.
Antes, desmontado apenas del mulo, el Bueno había querido atar él mismo su
animal, y había pedido un saco de cebada para reanimarlo de la subida. Ezequiel y su
mujer se habían mirado, porque según ellos para un mulo así podía ser suficiente un
puñado de achicoria silvestre; pero estaban en el momento más cálido de la acogida
del huésped, y habían hecho traer la cebada. Pero ahora, al pensar sobre ello, el viejo
Ezequiel no podía admitir que aquel enflaquecido mulo comiera la poca cebada que
tenía, y cuidando de que el huésped no le oyera, llamó a Esaú y le dijo:
—Esaú, vete a escondidas hasta donde está el mulo, quítale la cebada y dale
cualquier otra cosa.
—¿Un potingue para el asma?
—Corontas de maíz, vainas de garbanzos, lo que quieras.
Esaú fue, le quitó el saco al mulo y recibió una coz que le hizo cojear un rato.
Para desquitarse escondió la cebada sobrante para venderla por su cuenta, y dijo que

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el mulo ya se la había comido toda.
Era el atardecer. El Bueno estaba con los hugonotes en medio de los campos y ya
no sabían qué decirse.
—Todavía nos espera una buena hora de trabajo, huésped —dijo la mujer de
Ezequiel.
—Entonces no molesto más.
—Buena suerte, huésped.
Y el buen Medardo regresó con su mulo.
—Un pobre mutilado de guerra —dijo la mujer cuando se hubo alejado—.
¡Cuántos hay en esta región! ¡Pobrecitos!
—Pobrecitos, sí —convinieron todos los familiares.
—¡Peste y carestía! —chillaba el viejo Ezequiel vagando por los campos, con los
puños alzados ante las labores mal hechas y los destrozos de la sequía—. ¡Peste y
carestía!

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IX
Por la mañana yo iba a menudo al taller de Pietrochiodo a ver las máquinas que el
ingenioso maestro estaba construyendo. El carpintero vivía con angustias y
remordimientos cada vez mayores, desde que el Bueno venía a verle por la noche y le
reprochaba el triste fin de sus inventos, y le instigaba a construir mecanismos puestos
en marcha por la bondad y no por la sed de crueldades.
—Pero así, ¿qué máquina debo construir, Maese Medardo? —preguntaba
Pietrochiodo.
—Ahora te lo explico: podrías por ejemplo… —y el Bueno empezaba a
describirle la máquina que le habría encargado él, de haber sido el vizconde en lugar
de su otra mitad, y se ayudaba en la explicación trazando confusos dibujos.
A Pietrochiodo primero le pareció que esta máquina debía de ser un órgano, un
gigantesco órgano cuyas teclas hicieran brotar música dulcísima, y ya se disponía a
buscar la madera adecuada para los tubos, cuando de otra conversación con el Bueno
volvió con las ideas más confusas, porque parecía que quería hacer pasar por los
tubos harina en lugar de aire. En fin, tenía que ser un órgano, pero también un
molino, que moliera para los pobres, y también, posiblemente, un horno para hacer
las tortas. El Bueno cada día perfeccionaba más su idea y emborronaba con dibujos
papeles y papeles, pero Pietrochiodo no conseguía seguirle; porque este órgano-
molino-horno también tenía que sacar el agua de los pozos ahorrándoles fatiga a los
asnos, y desplazarse sobre ruedas para contentar a los distintos pueblos, y aun en días
de fiesta suspenderse en el aire y atrapar, con redes alrededor, mariposas.
Y al carpintero le venía el pensamiento de que construir máquinas buenas estaba
más allá de las posibilidades humanas, mientras que las únicas que realmente podían
funcionar en la práctica y con exactitud eran los patíbulos y las de aplicar tormentos.
Y en efecto, apenas el Amargado le exponía a Pietrochiodo la idea de un nuevo
mecanismo, enseguida se le ocurría al maestro el modo de realizarlo y ponía manos a
la obra, y cada detalle les parecía insustituible y perfecto, y el instrumento acabado
una obra maestra de técnica e ingenio.
El maestro se angustiaba:
—¿Estará quizá en mi ánimo esta maldad que me hace acertar sólo en las
máquinas crueles?
Pero mientras tanto seguía inventando, con celo y habilidad, otros tormentos.
Un día le vi trabajar con un extraño patíbulo, en el que una horca blanca
enmarcaba una pared de madera negra, y la cuerda, también blanca, corría a través de
dos agujeros en la pared, en el punto del nudo corredizo.
—¿Esta máquina qué es, maestro? —le pregunté.
—Una horca para ahorcar de perfil —dijo.

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—¿Y para quién la habéis construido?
—Para un solo hombre que condena y es condenado. Con media cabeza se
condena a sí mismo a la pena capital, y con la otra mitad entra en el nudo corredizo y
exhala el último suspiro. Me gustaría que se confundiera entre las dos.
Comprendí que el Amargado, sintiendo crecer la popularidad de la mitad buena
de sí mismo, había determinado suprimirla lo antes posible.
Y en efecto, llamó a los esbirros y les dijo:
—Un vagabundo airado daña nuestras tierras sembrando cizaña desde hace
demasiado tiempo. Antes de mañana, capturad al agitador y matadle.
—Así se hará, señoría —dijeron los esbirros y se fueron. Como era tuerto, el
Amargado no se dio cuenta de que al responderle se habían guiñado el ojo entre sí.
Hay que saber que se había urdido, por aquellos días, una conjura en palacio, de la
que también formaban parte los esbirros. Se trataba de coger preso y suprimir al
actual medio vizconde y de entregar el castillo y el título a la otra mitad. Pero ésta
nada sabía. Y por la noche, en el henil donde vivía se despertó rodeada por los
esbirros.
—No tengáis miedo —dijo el cabecilla—, el vizconde nos ha ordenado
degollaros, pero nosotros, cansados de su cruel tiranía, hemos decidido degollarle a
él, y poneros a vos en su lugar.
—Pero ¿qué oigo? ¿Y ya lo habéis hecho? O sea, al vizconde, ¿ya lo habéis
degollado?
—No, pero lo haremos sin duda esta madrugada.
—Ah, ¡alabado sea el Señor! No, no os manchéis con más sangre, que ya se ha
derramado demasiada. ¿Qué bien podría traer un señorío que naciera del delito?
—No importa; le encerramos en la torre y podemos estar tranquilos.
—No le pongáis las manos encima, ni a él ni a nadie, ¡os lo suplico! También a
mí me duele el desafuero del vizconde; y sin embargo no hay más remedio que darle
buen ejemplo, mostrándonos amables y virtuosos con él.
—Entonces debemos degollaros a vos, señor.
—¡Ah, no! Os he dicho que no debéis degollar a nadie.
—¿Pues qué, entonces? Si no suprimimos al vizconde, debemos obedecerle.
—Tened este frasco. Contiene algunas onzas, las últimas que me quedan, del
ungüento con el que los eremitas bohemios me curaron y que me ha sido hasta ahora
de gran ayuda cuando, al cambiar el tiempo, me duele la desmesurada cicatriz.
Llevádselo al vizconde y decidle solamente: es el regalo de uno que sabe lo que
significa tener las venas que terminan en un tapón.
Los esbirros fueron hasta el vizconde con el frasco y el vizconde les condenó al
patíbulo. Para salvar a los esbirros, los otros conjurados decidieron sublevarse.
Desmañados, descubrieron los nexos de la revuelta, que fue sofocada con sangre. El

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Bueno llevó flores a las tumbas y consoló a viudas y huérfanos.

Quien nunca se dejó conmover por la bondad del Bueno fue la vieja Sebastiana.
Yendo hacia sus celosas empresas, el Bueno se detenía a menudo en la cabaña de la
nodriza y se estaba de visita, siempre amable y atento. Y ella cada vez se ponía a
sermonearle. Debido quizás a su indistinto amor materno, o porque la vejez
empezaba a ofuscarle los pensamientos, la nodriza no tenía muy en cuenta la
separación de Medardo en dos mitades: reprendía a una mitad por las fechorías de la
otra, daba consejos a una que sólo la otra podía seguir, y así sucesivamente.
—¿Y por qué les has cortado la cabeza al gallo de la abuela Bigin, pobrecita, si
sólo tenía ése? Con lo mayor que eres, y haces estas locuras…
—Pero ¿por qué me lo dices a mí, nodriza? Sabes que no he sido yo…
—¡Ésta sí que es buena! Y a ver, ¿quién ha sido?
—Yo. Pero…
—¡Ah! ¿Lo ves?
—Pero no exactamente yo…
—¿Y porque soy vieja crees que tengo que ser también tonta? Cuando oigo contar
alguna pillería enseguida sé si es una de las tuyas. Y digo para mí: juraría que aquí
tiene algo que ver la pata de Medardo…
—¡Pero os equivocáis siempre!
—Que me equivoco… Los jóvenes nos decís a los viejos que nos equivocamos…
¿Y vosotros? ¿No le has regalado la muleta al viejo Isidoro…?
—Sí, éste sí que he sido yo…
—¿Y te jactas de ello? La utilizaba para golpear a su mujer, pobrecita…
—Él me dijo que no podía caminar a causa de la gota…
—Lo simulaba… Y tú enseguida le regalas la muleta… Pues la ha roto en la
espalda de su mujer y tú andas apoyándote en una rama horcada… ¡No tienes cabeza!
¡Siempre el mismo! ¿Y cuando emborrachaste al toro de Bernardo con aguardiente?
—Ése no era…
—Ah, sí, ¡no eras tú! Si lo dicen todos: ¡siempre es él, el vizconde!

Las frecuentes visitas del Bueno a Pratofungo se debían, aparte de a su apego filial
por la nodriza, al hecho de que en esa época se dedicaba a socorrer a los pobres
leprosos. Inmunizado al contagio (al parecer por las curaciones misteriosas de los
eremitas), iba por el pueblecito informándose minuciosamente de las necesidades de
cada uno, y sin darles tregua hasta que no se había prodigado en ellos de todas las
maneras. A menudo, a lomos de su mulo, iba y venía de Pratofungo a la casucha del
doctor Trelawney, pidiendo consejos y medicinas. No era que el doctor ya tuviese el

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valor de acercarse a los leprosos, pero parecía que comenzase, con el buen Medardo
como intermediario, a interesarse por ellos.
Pero la intención de mi tío iba más lejos: no se había propuesto curar sólo los
cuerpos de los leprosos, sino también las almas. Y estaba siempre con ellos
amonestándoles, metiendo las narices en sus asuntos, escandalizándose y echándoles
sermones. Los leprosos no lo podían aguantar. Los tiempos felices y licenciosos de
Pratofungo habían terminado. Con este flaco tunante erguido sobre una sola pierna,
vestido de negro, ceremonioso y sabelotodo, nadie podía obrar a sus anchas sin verse
recriminado en el pueblo suscitando malignidad y despechos. Incluso la música, a
fuerza de oírsela reprobar como fútil, lasciva y no inspirada en buenos sentimientos,
acabó fastidiándolos, y sus extraños instrumentos se cubrieron de polvo. Las mujeres
leprosas, sin ya aquel desahogo de estar de jaleo, se encontraron de pronto solas
frente a la enfermedad, y pasaban las noches llorando y desesperándose.
—De las dos mitades es peor la buena que la amarga —se empezaba a decir en
Pratofungo.

Pero no era sólo entre los leprosos que había ido menguando la admiración por el
Bueno.
—Menos mal que la bala de cañón lo partió sólo en dos —decían todos—, si lo
hubiese hecho en tres pedazos, quién sabe qué nos quedaría aún por ver.
Los hugonotes hacían ahora los turnos de guardia para protegerse también de él,
que ya había perdido todo respeto hacia ellos e iba a todas horas a espiar cuántos
sacos había en sus graneros y a sermonearles sobre los precios demasiado altos, y
luego lo contaba por ahí perjudicando sus ventas.
Así transcurrían los días en Terralba, y nuestros sentimientos se hacían incoloros
y obtusos, puesto que nos sentíamos como perdidos entre perversidad y virtud
igualmente inhumanas.

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X
No hay noche de luna en que en las almas malvadas las ideas perversas no se
enmarañen como nidadas de serpientes, y en que en las almas caritativas no nazcan
lirios de renuncia y dedicación. Así, entre los despeñaderos de Terralba, las dos
mitades de Medardo vagaban atormentadas por rencores opuestos.
Tomada por ambos una decisión, por la mañana se dieron prisa para ponerla en
práctica.
La madre de Pamela, yendo a por agua, cayó por un escotillón y se precipitó al
pozo. Colgada de una cuerda, gritaba: «¡Socorro!», cuando vio en el círculo del pozo,
contra el cielo, el perfil del Amargado que le dijo:
—Sólo quería hablaros. He aquí lo que he pensado: en compañía de vuestra hija
Pamela se ve a menudo a un vagabundo demediado. Debéis obligarle a desposarla; ya
la ha comprometido y si es un caballero tiene que repararlo. Esto es lo que he
pensado; no me pidáis que os explique más.
El padre de Pamela llevaba al molino un saco de aceitunas de su olivo, pero el
saco tenía un agujero, y un reguero de aceitunas le seguía por el sendero. Al sentir la
carga más ligera, el papá se quitó el saco del hombro y advirtió que estaba casi vacío.
Pero detrás vio que venía el Bueno: recogía las aceitunas una por una y las metía en
la capa.
—Os seguía para hablaros y he tenido la suerte de salvaros las aceitunas. Os diré
lo que he pensado. Desde hace tiempo creo que la infelicidad ajena, que es mi
intención socorrer, quizás está alimentada justamente por mi presencia. Me iré de
Terralba. Pero sólo si mi partida puede devolver la paz a dos personas: a vuestra hija
que duerme en una guarida mientras le corresponde un noble destino, y a mi
desdichada parte derecha que no debe quedarse tan sola. Pamela y el vizconde tienen
que unirse en matrimonio.
Pamela estaba amaestrando una ardilla cuando se encontró con su madre que
fingía ir por piñas.
—Pamela —dijo la mamá—, ha llegado la hora de que ese vagabundo llamado el
Bueno se case contigo.
—¿De dónde ha salido esta idea? —dijo Pamela.
—Él te ha comprometido, debe pues casarse. Es tan amable que si se lo dices no
querrá decir que no.
—Pero ¿cómo se te ha metido en la cabeza este cuento?
—Cállate; si supieras quién me lo ha dicho no harías tantas preguntas: el
Amargado en persona me lo ha dicho, ¡nuestro ilustrísimo vizconde!
—¡Demonio…! —dijo Pamela dejando caer la ardilla del regazo—, quién sabe
qué trampa quiere tender.

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Al poco rato, estaba aprendiendo a silbar con una hoja entre las manos, cuando se
encontró con su padre que simulaba ir por leña.
—Pamela —dijo el papá—, es hora de que digas que sí al vizconde Amargado,
con la única condición de que te despose en la iglesia.
—¿Es una idea tuya o te lo ha dicho alguien?
—¿No te gusta convertirte en vizcondesa?
—Contéstame a lo que te he preguntado.
—Bien; piensa que lo dice el alma mejor intencionada que existe: el vagabundo
que llaman el Bueno.
—Ah, no tiene nada más en que pensar ése. ¡Verás lo que voy a preparar!
Yendo con el flaco caballo entre la maleza, el Amargado reflexionaba sobre su
estratagema: si Pamela se casaba con el Bueno, ante la ley era la esposa de Medardo
de Terralba, o sea que era su mujer. Con el derecho de su parte, el Amargado podría
quitársela fácilmente al rival, tan dócil y poco combativo.
Pero se encuentra con Pamela que le dice:
—Vizconde, he decidido que si estáis de acuerdo, nos casamos.
—¿Tú y quién? —dice el vizconde.
—Yo y vos, e iré al castillo y seré la vizcondesa.
El Amargado esto no se lo esperaba, y pensó: «Entonces ya no es necesario
montar toda la comedia de hacerla casar con mi otra mitad: me caso yo con ella y
asunto terminado.»
Así que dijo:
—De acuerdo.
Y Pamela:
—Entendeos con mi padre.

Al poco rato, Pamela se encontró al Bueno en su mulo.


—Medardo —dijo ella—, he comprendido que estoy enamorada de ti y si quieres
hacerme feliz debes pedir mi mano.
El pobrecillo, que por el bien de ella había hecho aquella gran renuncia, se quedó
con la boca abierta. «Pero si es feliz casándose conmigo, ya no puedo hacerla casar
con el otro», pensó, y dijo:
—Querida, corro a prepararlo todo para la ceremonia.
—Ponte de acuerdo con mi madre, te lo ruego —dijo ella.

Terralba toda fue un desbarajuste, cuando se supo que Pamela se casaba. Había quien
decía que se casaba con uno, y quien que con el otro. Los padres de ella parecía que
lo hicieran a propósito para confundir a la gente. Ciertamente, el castillo lo estaban

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limpiando y adornando como para una gran fiesta. Y el vizconde había encargado un
traje de terciopelo negro con un gran ahuecado en la manga y otro en el calzón. Pero
también el vagabundo había hecho almohazar el pobre mulo y remendar el codo y la
rodilla. Finalmente, en la iglesia brillaron todos los candelabros.
Pamela dijo que no pensaba dejar el bosque hasta el momento del cortejo nupcial.
Yo hacía los encargos para el ajuar. Se cosió un vestido blanco con velo y una cola
larguísima y se hizo una corona y un cinto con espigas de espliego. Como le sobraban
algunos metros de velo, hizo un vestido de novia para la cabra y otro para el pato, y
corrió así por el bosque, seguida por los animales, hasta que el velo se desgarró entre
las ramas, y la cola recogió todas las agujas de pino y los erizos de castaña que se
secaban por los senderos.
Pero la noche antes del casamiento estaba pensativa y un poco asustada. Sentada
en lo alto de una colina sin árboles, con la cola enrollada en torno a los pies, la
coronita de espliego torcida, apoyaba la barbilla en una mano y miraba los bosques de
alrededor suspirando.
Yo estaba siempre con ella porque tenía que hacer de pajecillo, junto con Esaú
que sin embargo nunca se dejaba ver.
—¿Con quién te casarás, Pamela? —le pregunté.
—No lo sé —dijo—, no sé qué ocurrirá. ¿Saldrá bien? ¿Saldrá mal?
De los bosques se elevaba ya una especie de grito gutural, ya un suspiro. Eran los
dos pretendientes demediados que, presa de la excitación de la vigilia, vagaban por
quebradas y peñascos del bosque, envueltos en las negras capas, el uno en su flaco
caballo, el otro en su mulo pelado, y bramaban y suspiraban apresados en sus
anhelantes desvaríos. Y el caballo saltaba por peñas y derrumbes, el mulo trepaba por
pendientes y declives, sin que los dos caballeros se encontraran nunca.
Hasta que, al alba, el caballo galopando se cayó por un barranco; y el Amargado
no pudo llegar a tiempo a la boda. El mulo en cambio andaba poco a poco, y el
Bueno llegó puntual a la iglesia, justo en el momento en que lo hacía la novia con la
cola sostenida por mí y Esaú que se hacía el remolón.
Al ver llegar como novio sólo al Bueno, que se apoyaba en su muleta, la
muchedumbre quedó un poco desilusionada. Pero el matrimonio se celebró
regularmente; los novios dieron el sí y se cambiaron la alianza, y el cura dijo:
—Medardo de Terralba y Pamela Marcolfi, yo os uno en matrimonio.
En esto, del fondo de la iglesia, sosteniéndose en la muleta, entró el vizconde, con
el traje nuevo de terciopelo con ahuecados, empapado y desgarrado. Y dijo:
—Medardo de Terralba soy yo y Pamela es mi mujer.
El Bueno renqueó hasta él.
—No, el Medardo que se ha casado con Pamela soy yo.
El Amargado tiró la muleta y echó mano a la espada. El Bueno no podía hacer

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sino lo mismo.
—¡En guardia!
El Amargado se lanzó abiertamente; el Bueno se cerró en defensa, pero ya habían
rodado los dos por el suelo.
Convinieron que era imposible batirse manteniendo el equilibrio con una sola
pierna. Había que aplazar el duelo para poderlo preparar mejor.
—¿Y sabéis lo que hago yo? —dijo Pamela—. Me vuelvo al bosque.
Y salió corriendo de la iglesia, ya sin pajecillos que le sostuvieran la cola. En el
puente encontró la cabra y el pato que la estaban esperando y se colocaron junto a
ella trotando a pasos cortos.

El duelo fue fijado para el día siguiente al amanecer en el Prado de las Monjas.
Maese Pietrochiodo inventó una especie de pata de compás, que fijada a la cintura de
los demediados les permitía mantenerse erguidos y moverse y también inclinar el
cuerpo hacia adelante y hacia atrás, con la punta clavada en el suelo para estar firmes.
El leproso Galateo, que antes de caer enfermo había sido un gentilhombre, hizo de
juez; los padrinos del Amargado fueron el padre de Pamela y el jefe de los esbirros;
los padrinos del Bueno dos hugonotes. El doctor Trelawney aseguró su asistencia, y
llegó con un fardo de vendas y una damajuana de bálsamo, como si tuviera que curar
una batalla. Lo que fue bueno para mí que, teniendo que ayudarle a llevar todo
aquello, pude asistir al encuentro.
El alba era verdusca; en el prado los dos sutiles duelistas negros estaban firmes
con las espadas prontas. El leproso hizo sonar el cuerno: era la señal; el cielo vibró
como una membrana tensa, los lirones en sus madrigueras hundieron las uñas en la
tierra, las urracas sin sacar la cabeza de debajo del ala se arrancaron una pluma de la
axila produciéndose dolor, y la boca de la lombriz comió su propia cola, y la víbora
se mordió con sus dientes, y la avispa rompió su aguijón en la piedra, y cada cosa se
volvía contra sí misma, la escarcha de los charcos se helaba, los líquenes se volvían
piedra y las piedras líquenes, la hoja seca se volvía tierra, y la resina espesa y dura
mataba sin salvación los árboles. Así el hombre se lanzaba contra sí mismo, con
ambas manos armadas con una espada.
Una vez más Pietrochiodo había trabajado como un maestro: los compases
dibujaban círculos sobre el prado y los esgrimidores se lanzaban al asalto escurridizos
y torpes, con alardes y simulaciones. Pero no se tocaban. En cada acometida, la punta
de la espada parecía dirigirse segura hacia la capa flotante del adversario, cada uno se
obstinada en tocar la parte en la que no había nada, o sea la parte donde habría tenido
que estar él mismo. Ciertamente, si en lugar de medios duelistas hubiesen sido
duelistas enteros, se habrían herido quién sabe cuántas veces. El Amargado se batía
con rabiosa ferocidad, y sin embargo no conseguía nunca llevar sus embates hasta

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donde de verdad estaba su enemigo; el Bueno tenía la correcta maestría de los zurdos,
pero no hacía más que agujerear la capa del vizconde.
En cierto punto se encontraron puño a puño: las puntas de compás estaban
clavadas en el suelo como traillas. El Amargado de repente se soltó y ya estaba
perdiendo el equilibrio y rodando al suelo, cuando consiguió encajar un terrible
sablazo, no justamente sobre el adversario, pero casi: un sablazo paralelo a la línea
que interrumpía el cuerpo del Bueno, y tan próximo a ella que no se supo al punto si
era más acá o más allá. Pero pronto vimos cómo el cuerpo bajo la capa se enrojecía
desde la cabeza hasta la juntura de la pierna y ya no hubo ninguna duda. El Bueno se
desplomó, pero cayendo, en un último movimiento amplio y casi piadoso, abatió la
espada también él muy cerca del rival, de la cabeza al abdomen, entre el punto en que
el cuerpo del Amargado no existía y el punto en que empezaba a existir. Ahora
también el cuerpo del Amargado arrojaba sangre por toda la enorme antigua
hendidura: los sablazos de uno y otro habían roto de nuevo todas las venas y abierto
otra vez la herida que los había dividido, en sus dos caras. Ahora yacían de espaldas,
y la sangre que ya había sido de uno solo volvía a mezclarse por el prado.
Sobrecogido por esta horrible escena yo no había parado mientes en Trelawney,
cuando me di cuenta de que el doctor estaba brincando de alegría con sus patas de
grillo, batiendo palmas y gritando:
—¡Está salvado! ¡Está salvado! Dejadme a mí.
Media hora más tarde llevamos en camilla al castillo un único herido. El
Amargado y el Bueno estaban vendados estrechamente; el doctor se había afanado en
unir todas las vísceras y las arterias de una y otra parte, y luego, con un kilómetro de
vendas los había atado tan juntos que parecía, más que un herido, un antiguo muerto
embalsamado.
Mi tío fue velado día y noche entre la muerte y la vida. Una mañana, mirando
aquel rostro que una línea roja atravesaba desde la frente a la barbilla, continuando
también por el cuello, fue la nodriza Sebastiana quien dijo:
—Se ha movido.
Un destello de expresividad estaba recorriendo en efecto la cara de mi tío, y el
doctor lloró de alegría al ver que se transmitía de una mejilla a otra.
Al final Medardo despegó los ojos, los labios; al principio su gesto aparecía
trastornado: tenía un ojo fruncido y otro suplicante, la frente aquí ceñuda y allá
serena, la boca sonreía en un ángulo y en el otro rechinaban los dientes. Luego poco a
poco se volvió simétrico.
El doctor Trelawney dijo:
—Ya está curado.
Y Pamela exclamó:
—Al fin tendré un marido con todos los atributos.

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Así mi tío Medardo volvió atrás y fue hombre entero, ni bueno ni malo, una mezcla
de bondad y maldad, esto es, aparentemente no diferente del que era antes de ser
demediado. Pero tenía la experiencia de las dos mitades refundidas en una sola, por
esto tenía que ser muy sabio. Tuvo una vida feliz, muchos hijos y un gobierno justo.
También nuestra vida mejoró. Quizá esperábamos que, con el vizconde entero otra
vez, se abriese una época de felicidad maravillosa; pero está claro que no basta un
vizconde completo para que se vuelva completo todo el mundo.
Mientras tanto Pietrochiodo no construyó más horcas sino molinos; y Trelawney
descuidó los fuegos fatuos por los sarampiones y las erisipelas. Yo, en cambio, en
medio de tanto fervor de entereza, me sentía cada vez más triste e imperfecto. A
veces uno se cree incompleto y es solamente joven.
Había llegado a los umbrales de la adolescencia y todavía me escondía entre las
raíces de los grandes árboles del bosque para contarme historias. Una aguja de pino
podía representar para mí un caballero, o una dama, o un bufón; la hacía mover
delante de mis ojos y me exaltaba con relatos interminables. Después me
avergonzaba de estas fantasías y escapaba.
Y llegó el día en que también el doctor Trelawney me abandonó. Una mañana en
nuestro golfo entró una flota de naves empavesadas, que enarbolaban bandera
inglesa, y se colocó en la rada. Todo Terralba fue a verlas a la orilla, salvo yo que no
lo sabía. Los parapetos de los costados y las arboladuras estaban llenos de marineros
que mostraban piñas americanas y tortugas y desenrollaban carteles en los que había
escritas máximas latinas e inglesas. En la toldilla, en medio de los oficiales con
tricornio y peluca, el capitán Cook miraba con el anteojo la orilla y luego que divisó
al doctor Trelawney mandó que le transmitieran con las banderas el mensaje:
«Venga a bordo enseguida, doctor, tenemos que continuar aquella partida.»
El doctor saludó a todos en Terralba y nos dejó. Los marineros entonaron un
himno: «¡Oh, Australia!» e izaron al doctor a bordo a horcajadas de un tonel de vino
«cancarone». Después las naves levaron anclas.
Yo no había visto nada. Estaba escondido en el bosque contándome historias. Lo
supe demasiado tarde y eché a correr hacia la playa, gritando:
—¡Doctor! ¡Doctor Trelawney! ¡Lléveme con usted! ¡No puede dejarme aquí,
doctor!
Pero las naves ya estaban desapareciendo en el horizonte y me quedé aquí, en este
mundo nuestro lleno de responsabilidades y fuegos fatuos.

(1951)

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Notas

[1] En castellano en el original.

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