Al Tifasi Esparcimiento de Corazones
Al Tifasi Esparcimiento de Corazones
Esparcimiento de corazones
ePub r1.0
Titivillus 06.12.16
Título original: Nuzhat al-albab fi ma la yuyad fi kitab
Al-Tifasi, 1253
Traducción: Ignacio Gutiérrez de Terán
Ilustración de cubierta: Mujeres en un baño, Fazil Hüseyin’s Zenname, 1793, Biblioteca de la Univ. de
Estambul
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
INTRODUCCIÓN
1. VIDA Y ÉPOCA DE AL-TIFASI
Debido a que Esparcimiento de corazones y otros escritos de corte erótico atribuidos a al-
Tifasi han pasado durante siglos desapercibidos para investigadores y gran público, el
principal reconocimiento de nuestro autor ha venido de la mano de sus estudios sobre
minerales y piedras preciosas, especialidad en la que también destacó su padre, Yusuf. Su
libro Azhar al-afkar fi yawahir al-ahyar (Pensamientos de rosas sobre piedras
maravilllosas), terminado en 1242, se ha convertido en uno de los tratados de referencia
de la mineralogía árabe. Aquí, el criterio de clasificación seguido por al-Tifasi reviste una
gran importancia porque revela el cuidado y afán metódico con el que analizaba todas
aquellas materias que merecían su atención. No extrañe pues que Esparcimiento de
corazones refleje también una pulcritud digna de un opúsculo enciclopédico, pulcritud y
método que, por otra parte, brillan por su ausencia en numerosas obras descriptivas de la
literatura árabe clásica. En este tratado de minerales y piedras preciosas, traducido al
italiano en 1818 con el título de Fior di pensieri sulle Pietri Preziose, se hace recuento
minucioso de 25 «hayar» en otros tantos capítulos.
Dejando a un lado la obra anterior y el texto que nos ocupa, no disponemos de escritos
sobre los que podamos certificar sin ningún género de dudas la autoría de al-Tifasi[19]. En
algunos casos, porque el manuscrito no ha llegado a nosotros y sólo tenemos noticias de él
a través de las alusiones de quienes lo citan en sus obras o se embarcaron en la tarea de
compendiarlo. En otros, porque el escrito en cuestión fue atribuido durante siglos a otro
escritor y sólo en tiempos recientes se ha señalado la posible autoría de al-Tifasi. En el
primer grupo habría que incluir al-Durra al-fa’iqa fi mahasin al-afariqa (Perlas de
grandezas sobre los africanos y sus proezas), extraviado, y Fasl al-jitab fi madarik al-
hawass al-jams (Relato detenido sobre los cinco sentidos), un tratado de miscelánea que
englobaría todos los escritos de al-Tifasi, en cuarenta volúmenes, y que Ibn Manzur, hijo
de uno de los mejores amigos egipcios de al-Tifasi, Yalal al-Din Mukarram Manzur, y
autor del célebre diccionario Lisan al-‘arab (La lengua de los árabes), redujo y mutiló a
discreción en Surur al-nafs bimadarik al-hawass al-jams (Alegría de espíritus apercibidos
en el disfrute de los cinco sentidos). De este epítome, hoy, sólo nos quedan dos de los diez
volúmenes de los que estaba compuesto: Nizar al-azhar fi al-layl wa al-nahar
(Fragmentos de flores en los días y las noches) y Till al-ashar ‘ala al-yulannar fi al-hawa
wa al-nar (Sombra fascinante de flor de granado sobre el aire y el fuego alado). Se trata
de un intento de aglutinar definiciones, alusiones e incluso poemas sobre los astros, los
planetas, los cuatro elementos, aves diversas, etc.[20] Al-Tifasi hace gala una vez más de
su saber enciclopédico y se permite adobar algunos apartados con composiciones poéticas
propias, circunstancia apreciable también en Esparcimiento de corazones. Ibn Sa‘id al-
Magribi, coetáneo suyo, lo incluye en su antología de poetas andalusíes y magrebíes (El
libro de las banderas de los campeones)[21]. Empero, aun cuando quepa suponer que Ibn
Manzur —famoso por epitomar también Kitab al-agani (El libro de las canciones) de Abu
al-Faray al-Isfahani o la Yatima de Abu Mansur al-Ta‘alibi— se limitó a cortar y suprimir,
resulta complicado hacerse una idea fidedigna de la estructura original de esta vasta
floresta.
En el segundo grupo habría que mencionar el conocido Ruyu‘al-Shayj ila sibahu fi al-
quwwa‘ala al-bah (Retorno del anciano a su juventud en la fuerza de su venérea virtud),
asignado secularmente a Ibn Kamal Pacha (s. XVI) y escrito, a decir de la versión
tradicional, a instancias del sultán otomano Selim II; sin embargo, en el primer tercio del
siglo pasado, fue remitido a al-Tifasi gracias a C. Brockelmann[22] y G. Sarton. Además de
recordar que algunas fuentes bibliográficas no muy posteriores a la muerte de al-Tifasi así
lo hacen[23], quienes atribuyen el Retorno del anciano a nuestro alfaquí se basan en
cuestiones estilísticas y en el hecho de que en el exordio del manuscrito se especifica que
Ibn Kamal Pacha recibió el encargo de hacer una taryama, que puede significar tanto
biografía y descripción como traducción. Ibn Kamal se limitó pues a traducir el original
turco al árabe y, con el tiempo, la expresión «Ibn Kamal, autor de la taryama…» daría
lugar al malentendido de que el literato turco era el autor de la «singladura» del anciano
que retorna a su juventud. En cualquier caso, el estilo, obsceno en algunos pasajes, y la
tendencia compilatoria de este tratado sobre los órganos sexuales, la coyunda y la
voluptuosidad de la mujer que enjareta asimismo recetas, adoctrinamientos y relatos
picantes, por mucho que recuerden a al-Tifasi, no permiten dar por sentada la autoría de
éste, máxime cuando circulan numerosas copias de este manuscrito deformadas por un
sinfín de añadidos y alteraciones[24]. Con todo, y en el caso de que tanto Retorno del
anciano a su juventud como Qadimat al-yinah fi adab al-nikah, otro estudio sobre el arte
del ayuntamiento carnal del que no tenemos noticias hoy[25], hubiesen sido redactados por
el artífice de Esparcimiento de corazones, debería considerarse a al-Tifasi como el
máximo exponente de la erotología árabe[26].
3. NUZHAT AL-ALBAB FI MA LA YUYAD FI KITAB
Esparcimiento de corazones por donde libros no dan razones ha conocido una fama tardía
debido, entre otras razones, a la absurda pacatería que viene enseñoreándose de las
sociedades araboislámicas desde hace tiempo. Hubo que esperar hasta 1992 para ver la
primera edición crítica del texto en árabe, obra de Yamal Yum‘a y publicada en…
Londres. En ella se consultan los tres manuscritos conocidos: los dos que se encuentran en
la Biblioteca Nacional de París (Arabe 5943 y Arabe 3055) y otro más en la Biblioteca
Real de Copenhague (COD. Arab CCXII). Las dos primeras copias están fechadas en
1563 y 1687 respectivamente; la tercera no está datada, si bien Yum‘a la remite al primer
cuarto del siglo XVIII. Además de fijar el texto y hacer las correcciones pertinentes, el
editor árabe añade un índice de personajes y otro de versos incluidos en el libro al tiempo
que localiza y determina la procedencia de numerosas referencias, anécdotas y aleyas
coránicas.
Antes, en 1971, René Khawam, un reputado traductor sirio afincado en Francia, vierte
la obra al francés (Les Délices des coeurs par Ahmad al-Tifachi (1184-1253), París,
Jerôme Martineau). La traducción se reeditaría, revisada y con una nueva distribución de
los capítulos, en 1981 (París, Éditions Phébus) con el título Les Délices des coeurs. (Ou ce
que l’on ne trouve en aucun livre). Khawam afirma en la primera página que la suya es
una traduction intégrale sur les manuscrits originaux pero no especifica de cuáles se trata.
En todo caso, no se aprecian diferencias notables entre la edición árabe y la traducción
francesa salvo que la primera se basa en el manuscrito 5943 de la Biblioteca de París (de
hecho reproduce el colofón del copista) y a partir de ahí realiza un cotejo con las otras dos.
Este mismo manuscrito es el único que cita Brockelmann en su Geschichte der Arabischen
Litteratur.
5. CRITERIOS DE ESTA EDICIÓN
Abu Nuwas, Le vin, le vent, la vie, selección y trad. de Vincent Monteil, París, Sindbad,
1979.
A. Arjona, La sexualidad en la España musulmana, Servicio de Publicaciones de la
Universidad de Córdoba, 1990.
J. Bellamy, «Sex and society in Islamic popular literature», en A. al-Sayyid Marsot (ed.),
Society and the sexes in medieval Islam, Malibu (EE. UU.), Undena, 1979.
Ben Sahl de Sevilla, Poemas, trad. de Teresa Garulo, Madrid, Hiperión, 1983.
R. Blachère, «Les principaux thèmes de la poésie érotique au siècle des umayyades de
Damas», Annales de l’Institut d’Études Orientales d’Alger, V (1939-41), 82-128.
J. Boswell, Cristianismo, tolerancia social y homosexualidad, Barcelona, Muchnik
Editores, 1997.
A. Bouhdiba, La sexualité en Islam, París, PUF, 1975.
G. Bousquet, La morale de l’Islam et son éthique sexuelle, París, G. P. Maisonneuve et
Larousse, 1966.
M. Chebel, El espíritu del serrallo. Estructuras y variaciones de la sexualidad magrebí,
Barcelona, Bellaterra, 1997.
S. Fanjul, «Mujer y sociedad en el Ta’rij al-mustabsir de Ibn al-Muyawir», Alqantara,
VIII, 1987, págs. 165-189.
E. García Gómez, El libro de las banderas de los campeones de Ibn Sa‘id al-Magribi,
Barcelona, Seix Barral, 1978.
H. Grotzfeld, Das Bad im arabisch-islamischen Mittelalter, Wiesbaden, 1970.
E. Heller y H. Mosbahi, Tras los velos del islam, Barcelona, Herder, 1995.
Ibn Hazm, El collar de la paloma, versión de E. García Gómez, Madrid, Alianza Editorial,
1997.
Ibn Kamal Pasha, Le livre de volupté pour que le viellard recouvre sa jeunesse, trad. de A.
Ibn Soleimán, París, La Sycomore, 1979.
Ai-Jahiz, Éphebes et Courtisanes, trad. de M. Kabbal e introducción y notas de
M. Chebel, París, Payot & Rivages, 1997.
L. López-Baralt, Un kamasutra español, Madrid, Siruela, 1992.
G. Mahmud, al-Mut‘a al-mahzura. Al-Sudud al-yinsi fi tarij al-‘arab (El placer prohibido.
La homosexualidad en la historia de los árabes), Londres, Riad el-Rayyes, 2000.
P. Martínez Montávez, «Poesía árabe clásica oriental», Litoral, 177.
S. al-Munayyid, al-Hayat al-yinsiya ‘inda al-‘arab (La vida sexual de los árabes), Beirut,
1958.
O. Murray and W. Roscoe (eds.), Islamic Homosexualities. Culture, History and
Literature, New York University Press, 2000.
Nafzawi, El jardín perfumado, a partir de la trad. de 1886 de R. Burton, Madrid, La
Fontana Libertaria, 1975.
J. Norment Bell, Love Theory in Later Hanbalite Islam, Albany, State University of New
York Press, 1979.
J. Rikabi, La poésie profane sous les ayyubides, París, Librairie Orientale et Américaine,
1949.
Al-Tiyani, M., Tuhfat al-‘arus wa mut‘at al-nufus (Regalo de la amada y placer del alma
delicada), Londres, Dar al-Rayyis, 1992.
J. C. Vadet, L’esprit courtois en Orient dans les cinq premiers siècles de l’Hégire, París,
G. P. Maisonneuve et Larousse, 1968.
J. W. Wright and E. K. Rowson (eds.), Homoeroticism in Classical Arabic Literature,
Nueva York, Columbia University Press, 1997.
ABREVIATURAS:
Agani Kitab al-agani de al-Isfahani.
EI2 Encyclopaedia of Islam, 2.ª edición.
ESPARCIMIENTO DE CORAZONES POR DONDE LIBROS NO DAN RAZONES
INTRODUCCIÓN DEL AUTOR
Lo que diferencia al inteligente del ignorante es que aquél procura lo que le beneficia y se
aleja de todo lo perjudicial mientras que el ignaro anda errante y sin rumbo, subyugado
por sus taras. Dios nos libre de los achaques de la sinrazón y las lacras de la necedad.
Nuestro Señor ha encomendado a los sabios la tarea de instruir a los que no saben y a los
inteligentes avivar la razón de los que no pueden comprender, ya que si todo aquel que
aprende algo se niega a difundirlo y mostrárselo a los demás las ciencias se extinguirían y
la razón se extraviaría. Desde los tiempos de Adán, sobre él sea la paz, hasta nuestros días,
todos los que han recibido de Dios algún conocimiento se han encargado de difundirlo,
expandirlo y airearlo, dejándolo por escrito en manuscritos, pliegos y láminas para que
quien venga después se beneficie de su guía y pondere su justo valor.
Yo, que he descubierto la verdad de las ciencias, aprendido el curso de las estrellas y
leído todos los libros que de los distintos saberes tratan, os digo que nada hay cuyo
beneficio sea tan perenne y de efectos siempre útiles, nunca contrario a los preceptos de la
religión ni a las leyes de este mundo, liviano a los corazones e inocuo a los cuerpos, de
tanta utilidad y tan exiguo menoscabo, consagrado por los argumentos y las evidencias,
tan robusto frente a las objeciones, críticas y desprecios como el safa‘. A continuación,
pasaré a exponer las propiedades de la palmada o manotazo, todas ellas dignas de
alabanzas y huérfanas de motivos de reprensión. Para empezar, diré que hay dos tipos de
manotada: aquella cuyo objetivo no es otro que provocar placer y deleite, y la que se
ejecuta con ánimo de castigar y corregir. Cada tipo tiene sus peculiaridades específicas y
sus significados sabios.
LA GUANTADA PLACENTERA
El regocijarse con los amigos, holgarse con los bebensales y solazarse con las esclavas
cantoras y los mancebos alivia al que se siente solo, revive al deprimido, provoca el
alborozo del pesaroso y alegra los corazones. Además, diluye los pesares de la aflicción,
reconstituye al frágil, ameniza el dulce libar y aviva el espíritu del perezoso, amén de
aliviar la violencia de la resaca, fortalecer los nervios de la cabeza, endurecer las
yugulares del cuello y rebajar la humedad del cerebro.
Todas estas cosas merecen sólo elogios y jamás reprobaciones. Yo he visto a muchos
dispensar dineros ingentes, otorgar valiosas joyas y disipar parte de sus haciendas por una
jornada de asueto y una noche de diversión sin llegar a disfrutar siquiera de la centésima
parte del placer que sentirían si tuviesen la oportunidad de asistir a un buen manotazo
dado como Dios manda y a la algarabía de risas y chanzas que de ella seguirían. Y mucho
mejor sería si el que ha recibido la manotada se revuelve hacia su contertulio de la derecha
y se toma cumplida satisfacción. Entonces el regocijo habría de circular como lo hace la
copa repleta de dulce vino. Nada hay que despierte tanto alborozo ni espante los pesares
con mayor contundencia que esta acción que acabo de describir.
En el acto de la palmada hay grandes muestras de humildad hacia Dios, ensalzado y
alabado sea, y un ánimo evidente de rehuir la soberbia. Esto es porque el personaje
egregio e ilustre aparece ante sus inferiores, cuando se deja llevar por la senda de la
prepotencia y la soberbia, hábitos execrables a ojos de Dios y las buenas gentes, como
alguien odioso, aborrecible y de poco fiar. Pero si se regocija con quienes le desmerecen
en rango, guanteándolos y jugando con ellos, estos vicios desaparecen, disipándose sus
hábitos reprobables y granjeándose la amistad de todos. Así abundarían los amigos y
decrecería el número de los que mal lo quieren, hasta quedar libre de ofensas y
humillaciones, a salvo de perjuicios y entregado al disfrute de los placeres de la vida. Hay
que añadir además a estas virtudes el escaso estipendio de dineros y la gran dicha obtenida
sin que ello suponga quebranto alguno de su estado ni freno a su goce. Has de saber que
todos los reyes sin excepción disponen de un bufón que recibe guantadas en su presencia y
les sirve de diversión. Y tanto se solazan con él que por mucho que lo colmen de dádivas y
favores no dejarán de pensar que se quedan cortos[2].
Si los amigos que se complacen con este juego se reúnen y lo ponen en práctica sin
restricción ni temores, tened la seguridad de que cada uno de ellos experimentará un
placer mucho mayor aún que el de los reyes y, además, sin gasto alguno, ya que ellos no
tienen la necesidad de conceder generosas recompensas, ropajes valiosos ni tesoros
fabulosos a bufón alguno. Y si hubiésemos de calcular el dispendio en dineros y
posesiones que un monarca puede llegar a hacer en aras de un buen cogotazo tendríamos
que fijarlo en mil dinares anuales como poco y una finca en el campo tasada en no menos
de cincuenta mil dinares, con todas las comodidades incluidas y la ventaja de no tener que
sufrir los excesos del sultán, las exacciones de los gobernadores o los desmanes de los
agrimensores; un terreno en el que uno sólo tiene que sentarse a esperar a que sus
empleados, cuyo esfuerzo él tampoco debe costear, le siembren las tierras y le recojan las
cosechas. Decidme de qué otro modo más sencillo y placiente podría conseguirse una
finca y un reino así.
La manotada sirve, asimismo, de cura para enfermedades diversas, como la hemiplejía,
la parálisis facial, la apoplejía, las convulsiones provocadas por el frío, los resfriados
agudos y el exceso de flemas en el cerebro. Además, combate los ardores de estómago y
las indigestiones, constriñe al estreñido, aumenta la temperatura del hígado y calienta la
sangre, que es el fundamento del cuerpo, y también protege de la lepra, el vitiligo alba y la
elefantiasis. De utilizarla el comedor de pescado y carne de vaca notará que ejerce idéntico
efecto en él que el secácul, el jengibre, la pasta de almizcle, el yawaris[3], las semillas de
determinadas plantas, el atrifil[4] y el isqunqur[5].
Y si los habitantes de la campiña hicieran otro tanto quedarían libres de los efectos
nocivos de determinados alimentos fermentados como la leche agria, los encurtidos, las
grasas y sustancias parejas, y podrían así robustecer su salud y equilibrar su
temperamento. Y es que la manotada aclara el entendimiento, refina la inteligencia,
refuerza la memoria y reprime el olvido, despeja la estupidez y afirma la perspicacia.
Corrobora esto que digo el hecho de que nunca verás a uno de los aficionados a esta
práctica que carezca de agudeza de espíritu, buen carácter, hablar cortés, natural refinado y
cuerpo bien formado. Más bien lo hallarás desenfadado, paciente, prudente, cereño, poco
dado al desliz, de ideas recias y firme resolución.
En la guantada también hay lugar para proveer al individuo de prez, ya que si
transciende que en él se resumen estas cualidades se le considerará digno de entrar en el
palacio del sultán y convertirse en personaje principal, abandonando así el grupo de los
ciudadanos normales y accediendo a donde no puede hacerlo ni el gran general ni el
insigne secretario. De este modo dispone de la oportunidad de dominar las artes del
refinamiento y el hablar jocoso, de burlar a sus enemigos y hacerse temer por quienes le
aborrecen y vituperan, de merecer, en suma, el mayor respeto de quien hable con él. Todo
girará a su alrededor: las miradas centradas en él, las esperanzas empeñadas en su persona,
las cervices y los rostros vueltos hacia su presencia… Por encima de este estado eximio no
hay cumbre ni, detrás de él, límite.
La práctica del safa‘ tiene, por añadidura, cierto componente de ternura y
amartelamiento. ¿No es cierto que los enamorados se dan pellizquitos y palmaditas en la
cara, se intercambian punzaditas y mordisquitos en las mejillas y se golpean dulcemente
los brazos, los tobillos y las piernas? Algunos se palmean los hombros, los costados e
incluso las posaderas. Todas estas prácticas pertenecen al género de lo que conocemos por
safa‘.
Y si uno tiene a bien dejarse golpear la espalda, no ha de considerar reprobable que el
otro alce la mano y la descargue sobre el cuello. Si la colleja fuera digna de condena,
habría que considerar la bofetada como una modalidad de ta‘zir[6], habida cuenta de las
lesiones que puede llegar a deparar, como el derrame del ojo, la inflamación del globo
ocular, la oftalmía o el lagrimeo constante. Nada hay de malo, pues, en dejar que la mano
se llegue a la nuca ya que de tal acción no puede derivarse daño alguno. En verdad, la
colleja es más propia de la ternura y el galanteo que otros tipos de guantadas.
Hasta aquí un breve resumen de las razones y naturaleza de la manotada placentera.
Aquí me detengo porque caso de extenderme en este propósito y entrar a fondo en la
materia no podría garantizar el entretenimiento del lector ni el provecho de mis palabras.
Los sabios y eruditos ya dejaron dicho que nada hay más explícito que lo conciso ni más
hermoso y agradable que la contención. A Dios doy gracias si ha tenido a bien vestir mi
parlamento con tales dones.
EL SAFA‘ COMO CORRECTIVO O CASTIGO
Esta aplicación del safa‘ encierra utilidades evidentes así como motivaciones sabias e
indiscutibles. Ya los sabios doctores de la religión y los cuatro califas bien guiados se
habían percatado de que cada infracción exige un castigo diferente, según su gravedad, ya
que no es razonable imponer al autor de un delito menor el mismo suplicio que el
reservado a los que cometen crímenes reprobables. Esto equivaldría sin duda alguna a ir
en contra de los preceptos de Dios.
De ahí que hicieran corresponder a cada falta un castigo acorde y proporcionado. Así,
decretaron el correctivo del bofetón a quienes no les habría de servir de nada el látigo u
otro tipo de pena más severa como es el caso de los chicos, mozalbetes y todos aquellos
que no disponen de plena capacidad de discernimiento. Excepción hecha de determinados
casos de los que hablaremos a continuación, a los que son responsables de sus actos y
plenamente conscientes de ellos este castigo no les afecta en absoluto ni les hace
refrenarse de delinquir de nuevo. En tales circunstancias procede usar de medios más
severos como el palo, las varillas o la fusta.
Si hubiese una pena más suave y ligera que el safa‘, las gentes la emplearían para
educar y corregir las faltas de sus hijos y siervos más jóvenes, por los que sienten aprecio
y cuidado. Hemos tenido oportunidad de ver al hombre instruido, justo y ecuánime
abofetear a su hijo toda vez que éste cometía una falta. Así, la guantada corrige y castiga
al mismo tiempo.
Dejando a un lado a los menores de edad, no hemos visto nunca castigar con este
procedimiento más que a algunos malhechores contumaces y recalcitrantes. Ya pueden
darle a uno de ellos mil azotes con el látigo que no has de verlos inmutarse, lo que suscita,
a la fuerza, la admiración y orgullo de sus compinches. No obstante, un solo sopetón basta
para que el mundo se le caiga a los pies, confiese la verdad e implore perdón.
Se dice que el «joven que lleva una vida digna y honrada prefiere que le corten el
cuello a soportar la humillación de andar recibiendo collejas y cogotazos». Esto no es en
absoluto cierto ni razonable, puesto que si el safa‘ rebajara la dignidad del personaje
ilustre y humillara al hombre principal, qué habría que decir de la flagelación sino que es
acto que despoja a quien lo padece de su condición humana y lo convierte en poco menos
que un perro. De modo que si los valedores de esta teoría hiciesen gala de un mínimo de
clarividencia y discernimiento deberían admitir que algo que desgarra la carne, quebranta
los huesos, destroza la fortaleza del individuo, deja el cuerpo magullado, suscita
enfermedades y hace preciso rodearse de médicos para paliar su mucho estropicio debe
provocar mayor temor y levantar mayores cuidados que algo que ni hace mal ni acarrea
consecuencias perniciosas.
La aplicación de esta disciplina a los malhechores más ensoberbecidos y altaneros
constituye un castigo ejemplar para sus actos y resulta más eficaz que un tormento
doloroso, debido a que su mucha ignorancia y escaso conocimiento les impelen a
considerar vejatoria una sanción que difiere con mucho de la gravedad de su delito y es a
todas luces inocua para su integridad física. En efecto, jamás hemos sabido de nadie que
haya perdido la salud, contraído enfermedad grave, quedado cojo, maltrecho o con lacras
incurables o haya fallecido a consecuencia de este castigo.
Algunos ignaros e insensatos afirman que esta práctica provoca ceguera. Cuando se les
pregunta por sus argumentos para sostener esta teoría, que nadie ha sido capaz de verificar
ni comprobar, repiten el siguiente dicho: «Te voy a dar de sopapos hasta que te quedes
ciego». Ahora bien, no se trata más que de una exageración con la que únicamente se
pretende atemorizar al aludido y darle a entender que le van a zurrar hasta vete a saber
cuándo. De este tipo de expresiones hay miríadas en el hablar de la gente. Un ejemplo
inmejorable lo tenemos en las palabras dirigidas por Dios, loado sea, a Moisés, sobre él
sea la paz, cuando éste Le dijo: «Dios, permíteme que Te contemple». Él respondió: «No
me verás, pero mira hacia el monte, y si él permanece en su lugar, entonces me verás»[7].
El Señor sabía que el monte no habría de permanecer en su lugar puesto que Él mismo
había decretado, antes de pronunciar estas palabras, que la montaña sería reducida a polvo
instantes después. Así, lo que en verdad quería dar a entender con esta imagen era: «No
habrás de verme». Algo parecido se quiere dar a entender cuando amenazamos a alguien
con hacerle perder la vista a manotadas: que no va a parar de recibir guantadas nunca,
puesto que es imposible que se quede ciego.
Sí es cierto que la guantada puede provocar una hemorragia nasal, la cual constituye el
efecto externo más palmario de aquélla. Algunos de los que se oponen a la manotada han
esgrimido esta circunstancia como pretexto para rebatir a los que defendemos la utilidad
del safa‘ y sus virtudes, poniendo de manifiesto una vez más cuán extraviados andan
respecto de la razón justa y el argumento válido. Y de este modo, les parece que por
coincidir con ellos en que esta hemorragia se produce como consecuencia de la manotada
estamos contraviniendo nuestras propias teorías y socavando nuestros principios.
Mas nosotros, con el auxilio de Dios, les hemos de responder lo siguiente: los médicos
y filósofos han llegado a la conclusión de que la sangre, cuando se coagula en el cerebro,
fomenta la aparición de abundantes vapores flemáticos que pueden extenderse a algunos
órganos cercanos como el cuello o los oídos. Esto origina la aparición de escrófulas,
tumores cancerígenos y quistes que obligan a sajar y extirpar las partes afectadas, lo cual
es fuente de grandes pesares y angustias, despierta la desgana y repulsión hacia toda
bebida y comida y alimenta el temor de que la muerte pueda hacer su aparición en
cualquier momento, ya que en ocasiones el afectado no le presta la debida importancia y
las heridas no terminan de cicatrizar, sumiéndolo de tiempo en tiempo en renovados
tormentos. Pudiera ocurrir también que este flujo se desplazase hacia la boca y las encías
para dar lugar, entre grandes sufrimientos y pesares, a una enfermedad incurable que acaba
por hacer preferible la muerte.
Ahora bien: unos cuantos cogotazos no demasiado fuertes bastan para motivar en la
nuca del afectado una agradable sensación de calidez equivalente al segundo grado de
calor del cuerpo, lo que licúa a su vez la sangre coagulada.
Hipócrates, Galeno y otros sabios doctores afirmaron que la sangre, si se condensa
debido a los vapores fríos, vuelve a su estado líquido si queda expuesta a lo que origina el
calor natural. Luego mana por las narices, con lo que se pone fin a la enfermedad y se
asegura una salud longeva. De este modo vemos que la manotada exime de sangrar las
yugulares, aplicar ventosas en la cabeza o completar cualquiera de los tratamientos que
suelen realizarse en lo alto de esta parte del cuerpo. Tampoco hace falta beber el ayariy[8]
ni el quqiya[9] ni hacer gárgaras con el ayariy qiqra[10] ni untarse la coronilla y las sienes
con flores de alhelí amarillo maceradas en aceite ni frecuentar los baños ni rociarse agua
hirviendo sobre la cabeza.
En consecuencia, las supuestas impugnaciones presentadas por ciertos badulaques
contra nosotros a propósito de la manotada se han convertido en reconocimiento del juicio
ponderado y el argumento preciso. Yo, por mi parte, pido a Dios que nos conceda a mí y a
vosotros el favor de agradarle con nuestros actos y que nos dé la constancia suficiente para
seguir aprendiendo. Quiera inspirarnos paciencia y agradecimiento por habernos otorgado
sus favores y permitido aplicarlos y extenderlos. Él es el único digno de loor y alabanza.
CAPÍTULO II
DONDE SE DA CUENTA DE LAS FIGURAS DE ALCAHUETAS Y RUFIANES Y DIVERSAS ANÉCDOTAS Y
VERSOS SOBRE ELLOS
Hay 22 figuras de mediadores, de las cuales veinte trabajan exclusivamente con mujeres y
dos con hombres. Diez de ellos son alcahuetas y otros diez, rufianes. Los dos restantes no
son ni hombres ni mujeres ya que pertenecen al género de los juddam (eunucos) y los
mujannatin (afeminados e invertidos).
En cuanto a los proxenetas especializados en las mujeres, éstos son[11]:
LOS RUFIANES
1. LA PIADOSA: dícese de la vieja que se viste con ropas de devota y creyente pía, se cuelga
un rosario del cuello y se pasa el día entre oraciones y postraciones. Visita a las mujeres en
sus casas y cada dos por tres estalla en imprecaciones por el bien de sus clientes femeninas
y los señores de las casas donde entra. Esta cobejera es más dañina para las mujeres
guardadas que el lobo para los corderos; y su labor de destrucción, más celérea que la que
acomete la polilla en la lana.
2. LA PEREGRINA: alcahueta que revela su comercio fuera de su lugar de residencia y que
borra la animosidad surgida contra ella en los espíritus con su falsa contrición. A veces
habita en una región que no es la suya, en la que bien la acaban conociendo. Su tarea
principal consiste en visitar los hogares con el pretexto de que se encuentra realizando el
viaje de peregrinación a La Meca. No es inusual que lleve consigo algunas supuestas
reliquias del Hiyaz[16] como un trozo de seda negra del que dirá que es un jirón del lienzo
que recubre la Kaaba, un puñado de tierra según ella tomada de la tumba del Profeta y así.
En cuanto ve posibilidad de aprovechar una ocasión puede ser motivo de gran corrupción,
escudada tras la excusa de su peregrinar.
3. La diligente: vieja tercerona que entra en las casas con el pretexto de hacerles los
recados a las señoras y traerles del zoco o donde proceda todo lo que precisaren, maniobra
ésta muy a propósito para concertar tratamientos entre hombres y mujeres.
4. LA TRAPERA: va por las casas vendiendo a sus moradoras trapos y zapatillas, gozando
así de vía franca para establecer su verdadero comercio sin exponerse a castigo alguno.
Después tenemos otros seis tipos de alcahuetas que son:
5. LA PARTERA.
6. LA PEINADORA.
7. LA BAÑADORA.
8. LA CIRCUNCISORA DE NIÑAS.
9. LA SUFÍ.
10. LA SANGRADORA.
Todas ellas acceden a las de su mismo sexo valiéndose de la necesidad que se tiene de sus
servicios y favorecidas por la facultad de las damas de requerirlas cuando así lo precisen.
Mas su objetivo no es otro que predisponer a la mujer para recibir con favores a quien
desea gozar de ella y concertar encuentros entre ambos.
Estas alcahuetas, dadas a llegarse a donde están las mujeres respetables y decentes,
acaban por provocar la corrupción de éstas de tanto tratarlas y parlamentar con ellas a
solas aun cuando no se hayan hecho propósito alguno de procurar su perdición. Has de
saber que casi siempre que una de esas viejas que tratan con hombres se queda a solas con
una señora honrada acaba por estropearla con todo lo que le cuenta de lo que hace su
marido, ya se lo diga con intención de viciarla o no. Por lo tanto, imaginaos si no habrá de
corromperla por completo si así se lo propone, describiéndole la hermosura de este o aquel
hombre, o su agradable carácter y prodigalidad o cualquier virtud de las que carece el
marido, de tal forma que al fin doblega la firmeza de ella y la empuja a la infidelidad. Por
ende, a todo hombre libre y celoso de la honra de su esposa le debería causar tanto recelo
el que su mujer se vea a solas con una de estas viejas celestinas como el que lo haga con
un extraño.
En cuanto a los juddam (eunucos y siervos castrados) y los mujannatin (afeminados e
invertidos): también pueden favorecer la entrada de extraños en las casas ajenas si bien no
caben dentro del grupo de celestinas ni en el de los rufianes ya que son una mezcla de los
dos sexos. Son los más alcahuetes de todos los que hemos visto puesto que muestran una
inclinación desmedida a promover el fornicio y a incitarlo con sus palabras, aun cuando
ellos sean de todo punto incapaces de acometer el acto carnal y hallar satisfacción alguna
en él.
Hasta este punto hemos descrito los tipos de alcahuetas y proxenetas más conocidos
sin pasar a citarlos todos habida cuenta de su gran número y la imposibilidad de pintarlos
a todos aquí[17].
ANÉCDOTAS Y RELATOS REFERIDOS A LOS PROXENETAS
Hamdan ibn Bisr rufianeaba a Abu Nuwás[27] cuando éste, de joven, se dedicaba a alquilar
su cuerpo. Abu al-Hatim al-Siyistani[28] refiere que una vez que paseaban los dos por una
calle de Basora se encontraron con un grupo de personas y sintieron vergüenza de que los
viesen juntos, por lo que Hamdan dijo a Abu Nuwás: «Ve tú que yo ya iré». Pero Abu
Nuwás respondió: «No, vayamos juntos y tú un punto por delante de mí». Después recitó
estos versos:
Me dice Hamdan cubriéndose el rostro
cuando las miradas se clavan en nosotros:
«Ve tú delante; que yo iré al rato».
mas yo le respondo sin reparar en las gentes:
Anda tú primero y que se sepa nuestro asunto,
que tú haces de rufián y yo hago de puto.
Hablando de Abu Nuwás, Ibn Hafas[29] narra lo siguiente: «En cierta ocasión que fui a la
mezquita a hacer la oración del alba me topé en la puerta del templo con Abu Nuwás, que
estaba conversando con una mujer. Yo que le conocía de algunas reuniones literarias y
tertulias le espeté:
—Alguien como tú no puede hacer nada bueno en un sitio como éste.
Al escucharme, abandonó el lugar, pero poco después me hizo llegar estos versos:
Con la que me viste hablar al alba
es apóstol que me ha dado nuevas
por las que mi alma casi desfallece,
unos ojos lánguidos, una cintura repleta; unas nalgas poderosas, cimbreadas
por un arco de juventud en bandolera.
Sus flechas disparaba sin apuntar a nadie,
¡si hubieras podido oír nuestro coloquio!
Lo que allí te pareció que era para mal
habrías descubierto que era para bien.
Muhammad ibn Muzaffar, ayudante de Ibn Subayh[30], narra que el califa Harun al-
Rasid[31] pidió un buen día a su señor:
—Isma‘il, tráeme una esclava espabilada y de buen talle para que me escancie, que el
vino sabe mejor si es vertido por la mano de una mujer tal.
—Señor, estoy a tu disposición mas desearía que me describieses exactamente cómo la
quieres.
—Toma los versos del disoluto ese como guía —repuso el califa en alusión a Abu
Nuwás.
—¿Cuáles son pues, señor?
Y entonces Harun al-Rasid declamó esta estrofa:
Escanciadora como ella nunca hallarás,
tal es su gracia, belleza y ciencia.
Tan diestra que a su dueño, alcahuete de esclavas, llegó a dominar y superar en
el arte del rufianeo.
Entre sus compañeras se hizo señera
y se convirtió en mensajera de sus cuidados.
Muchos la requebraban y ella se dejaba
mas sus promesas eran tan ciertas como huecas.
Cuando su arte y ciencia alcanzaron su culmen
nadie pudo igualársele en este mundo de Dios.
Al oír esta descripción, el escribano exclamó: «¡Jamás podré dar con nadie que reúna una
sola de estas cualidades!».
Un tal al-Saltu expone la siguiente noticia, también relacionada con Abu Nuwás:
«Estábamos en casa de Ibn ‘Uyayna[32] cuando alguien recordó lo que dijera Ibn Dinar[33]
en referencia al demonio: «Por Dios, cuando se rebeló no hizo mal alguno pero cuando se
sometió no hizo ningún bien». Al hilo de esto, otro pidió venia para recitar unos versos del
«iraquí» (Abu Nuwás) sobre esta misma cuestión, que pintan así:
Admirado estoy de Satanás,
por su soberbia y la maldad de sus propósitos.
Se negó a postrarse ante Adán
pero se convirtió en rufián de toda su prole[34].
A Ibn ‘Uyayna le hizo mucha gracia, tanto que dijo a quien había declamado estos versos:
—A fe mía que tiene razón. No dejes de recitarnos cualquier dicho agudo que nos
llegue de este poeta.
VERSOS SOBRE RUFIANES
Decía al-Ta‘alibi que los mejores versos que nunca había oído sobre la materia eran de al-
Mawsili[35], en referencia a un chulo de mancebía llamado Idrís:
Hay quienes censuran el rufianismo de Satanás,
pero yo no puedo menos que dar gracias a Idrís.
Le habló a un mozo, antes esquivo, sobre mí,
lo tornó más dócil conmigo que Adán con Satán,
y me lo trajo con la misma celeridad que Asaf
portara en volandas el gran trono de Balquís[36].
OTROS VERSOS SOBRE LA ALCAHUETERÍA
El primer requisito a cumplir por quien quiera darse al fornicio es gozar de juventud y
lozanía, ya que de lo contrario se expondría al escarnio y a que le arranquen los bigotes.
Debe ser barbilampiño o de barba exigua; y si fuera de natural peludo y proclive a la barba
tupida, ha de procurar mantenerla reducida e igualada. Esto es debido a que las mujeres
prefieren a los hombres mozos y jóvenes. De ahí que los desbarbados tengan más facilidad
para conquistar su corazón y convertirse en centro de sus desvelos.
A este respecto, dijo Abu Tammam[51]:
El hombre más apetecible a ojos de una mujer
es aquel cuyas mejillas lisas como las suyas son.
Si se trata de alguien ya muy entrado en años, de barba espesa, puede intentar recrear su
juventud usando de tintes y depilándose el vello de las mejillas. Otrosí, el uso de bálsamos
y afeites es condición indispensable para asegurarse el éxito, puesto que el aroma que
desprenden excita la concupiscencia de la mujer y acrecienta su deseo venéreo. Otro
requisito: vestir ropas limpias y rozagantes, de la mejor calidad si es posible, dado que la
fémina ama al varón que se adereza con vestimentas que realcen su belleza. Bañarse
asiduamente y tintarse el pelo con alheña, he ahí otras condiciones para ser buen
fornicario. Ya lo decían los médicos: «El olor de la alheña prendida en el cabello incita las
fuerzas del amor». Y es que su aroma es harto penetrante, más aún que el del almizcle.
Además, ha de utilizar mondadientes y óleo, así como llevar siempre consigo alguna
baratija mona y curiosa que dar como regalo en cuanto se presente la ocasión. También
hay que contar con una alcahueta adiestrada con dádivas y trato afable. Es preciso,
asimismo, ser de corazón tierno y pronto a la lágrima hasta el punto de poder derramarse
en fácil llanto en presencia de la amada y dolerse del tormento que nos causa esta pasión.
Si el hombre usa de este recurso cuando está a solas con la mujer, sobre todo si lo hace
ateniéndose a lo anteriormente expuesto, la verá caer rendida a sus pies, más dócil que sus
propios sentidos y más cercana a sus propósitos que su aliento.
Sobre esto, dejó dicho Ibrahim al-Mawsili[52]:
La cana y la hetaira juntas en un sitio
casan menos aún que el negro y el blanco;
si el de la barba canosa fuera lampiño,
seguro que Asma no se habría alejado de él.
El mismo al-Mawsili confirma lo anterior con este suceso: «Cierta vez me topé en la calle
con una mujer de muy buen ver. La requebré mas se apartó de mí sin prestarme siquiera
atención. La seguí hasta que llegó a la puerta de un palacio de altos muros. Allí se giró y
desvelando un rostro de luna recitó estos versos:
Ahora que la calvicie preside tu sien
y las canas se enseñorean de tu barba,
ahora que la juventud en ti anda marchita
y te adentras en el curso de la senectud
¿te haces el joven y requieres beldades?
¡Quita! ¡Harto difícil es lo que pretendes!
Dicho lo cual entró cerrando la puerta tras de sí y dejándome a mí corrido y como penado
en el averno.
Otros versos:
¿Qué me ha deparado la venida de la senectud?
El peor de todos sus males es la cana insinuante:
cuando a una muchacha pido el favor de un beso,
mis bigotes le espetan impertinentes «¡no lo hagas!».
Otros sobre el mismo asunto:
Me vio una cana que yo olvidé segar
y las manos de los tinteros disfrazar.
Preguntó: «¿Acaso es cana lo que veo?»,
repuse: «No, que tan sólo es una peca».
Pues —me dijo— esa peca te ha hecho
pecador mortal a ojos de los amantes.
En definitiva, al viejo que desee embarcarse en este menester no le queda más refugio que
abusar de los tintes, darse al fingimiento y aparentar una nueva juventud. Se cuenta que
una mujer pidió a Ibn al-Jasib[53] un favor hablándole así: «Si me lo haces, te haré un
regalo muy valioso». Una vez que Ibn al-Jasib satisfizo su demanda, le dio una faltriquera
repleta de polvos de tintura y le dijo. «Altera con esto la blancura de tu barba, pues nos es
más llevadero que se jiñen sobre nuestros pechos que aguantar una barba blanca».
Un beduino describía de este modo a un fornicario:
¿Qué se pensará de Salma si un buen día le viene
uno bien peinado, de cabellera espesa y festivo,
de dulce donaire, tocado con sedoso turbante
y sabedor de las argucias del mismo demonio?
En cuanto a los rasgos de las mujeres fornicarias:
Se las puede reconocer por su inclinación hacia los extranjeros: cuando uno les dirige
la palabra, se lo quedan mirando con gran detenimiento. Cuando caen en una de estas
pasiones, les da por bostezar, juguetear con los faldones de la túnica o darle la vuelta al
manto, rascar el suelo con los dedos del pie o levantar ligeramente este último y
mantenerlo apoyado sobre el dedo gordo. También, se dedican a limpiar y vestir a su hijo
con esmero, peinándolo y dándole alcohol en los ojos, para mostrárselo después al
extranjero. Cuando están con vecinas o amigas no cesan de hablar sobre él; y si acontece
que no saben nada de este hombre durante un tiempo, se les agria el carácter de forma
repentina. Si el extranjero tiene esposa, harán todo lo posible por entablar amistad con ella
y así poder rendirle visitas en su casa; y si reparan en algún objeto personal del marido las
verás, ansiosas, cogerlo con las manos. Incluso, llegan a tumbarse en su cama, donde se
quedan retozando un rato.
CAPÍTULO IV
SOBRE LAS RAMERAS CORRIENTES Y LOS MÁS SABROSOS RELATOS Y VERSOS A ELLAS REFERIDOS
Una fornicaria llegó a la ciudad y entró en la tienda de un viejo que vendía leche. Abrió un
odre y probó de su líquido para después dárselo al vendedor y decirle: «No lo cierres aún».
Acto seguido, tomó otro, bebió de él y se lo dio al tendero, que lo tomó con la otra mano.
Cuando vio que éste tenía ambas manos ocupadas, le levantó con el pie el faldón de la
túnica y comenzó a frotarle con el empeine el culo y los testículos mientras le decía:
«¡Venganza para la de los dos zaques!»[55]. El viejo se puso a gritar pero la mujer no dejó
de apretarle el trasero y los cataplines. A todo esto, la tienda se había ido llenando de gente
que celebraba la escena con gran jolgorio a expensas del comerciante, quien no pudo
librarse del acoso de la mujer sino tras gran esfuerzo.
En cierta ocasión díjole un fornicario a una:
—Quiero catarte para saber quién es más sabrosa, tú o mi mujer.
—Pregunta a mi marido si salir de dudas quieres, pues él a ambas bien nos ha probado.
Un beduino envió a su joven sirviente a cierta mujer con el objeto de apañar una cita. Así
lo hizo el chico; sin embargo, ella no deseaba darle a entender a las claras al muchacho lo
que entre ella y el hombre iba a darse, por lo que le habló así:
—Vive Dios que como te agarre de la oreja he de estrujarla con saña tal que te nazca el
llanto y te quedes dolorido y sin sentido bajo ese árbol de ahí hasta bien entrada la noche.
El sirviente, que no había entendido nada, le refirió cuanto había oído a su señor, quien
comprendió que la cita tendría lugar bajo el árbol «bien entrada la noche».
Refiere al-Mada’ini: Uno de la tribu de Qurays tenía una esposa bienamada. Un día que el
hombre se disponía a partir de viaje, la mujer le dijo: «Salgo a despedirte». Después le
acompañó para decirle adiós. Cuando el esposo estaba ya lejos, ella habló así a su esclava:
«Tráeme una bosta de camello, una sirle de cabra y un guijarro». A continuación tomó la
plasta de camello y la arrojó sobre el camino por donde había partido el esposo y dijo:
«Así se emplasten tus nuevas». Después hizo lo propio con la sirle de cabra exclamando:
«Así se tuerza tu senda». Por último, lanzó el guijarro mientras decía. «Así se pierda tu
rastro»[56]. Un viajero que acertó a pasar por el mismo camino escuchó estas palabras y
cuando llegó, al cabo de un tiempo, a la altura del marido le preguntó: «¿Qué hay entre esa
mujer y tú?». «Es mi esposa y el ser por mí más querido». Entonces el otro le relató
cuanto había oído. El Quraysí se detuvo y cuando atardeció regresó a su tienda. Allí se
encontró a su mujer con otro hombre y los mató a los dos.
Al-Asma‘i[57] relata: En cierta ocasión le pregunté a una esclava donosa si tenía trabajo
entre manos.
—No, que lo tengo entre las piernas —contestó.
Cierta gorrona de las de ahora metió una vez a un hombre en su casa. Al rato llamó el
marido a la puerta y no le quedó otro remedio que esconderlo en la alhacena. Como quiera
que el esposo se sentó frente a la alhacena y la mujer temió que en cualquier momento le
diera por entrar a coger algo, llamó a una vecina y le pidió que le prestase su manto pues
deseaba ir a los baños. Al venir la otra con la prenda, la mujer le dijo: «Me gustaría
compararla con la mía, a ver cuál está mejor». Así que desplegó ambas túnicas enfrente
del marido de tal modo que tapó por completo la alhacena y se las arregló para que el otro
saliese de su escondite sin ser sentido por el esposo.
Una de las trapazas de las putonas: si alguna se topa con uno en la calle y acuerdan
comercio mas no encuentran lugar propicio, se lo lleva a las afueras de la ciudad, donde
pide ver alguna casa en alquiler, aparentando que el otro es su esposo. En cuanto entran en
una casa vacía, supuestamente para inspeccionarla, se aprestan a satisfacer su deseo.
Después la abandonan, bien expresando su intención de volver más tarde para alquilarla,
bien excusándose por no haberla encontrado de su agrado. A guisa de ilustración, diré que
hallándome en la ciudad de Túnez tuve oportunidad de presenciar un suceso que viene a
cuento con lo anterior. Había allí un hombre ya entrado en años, respetable, adinerado y
potentado, de andadura y natural tan curiosos como extraordinarios. Era también falto de
luces, un tanto simple y de suyo tacaño; no obstante, se podía confiar en él. El cadí nunca
dejó de considerarlo digno de la máxima credibilidad y por eso recababa sus servicios
como notario; y el propio sultán lo tenía como persona principal. A pesar de que utilizaba
el árabe clásico con corrección, adolecía de una incultura manifiesta y no destacaba
precisamente por su perspicacia. De él se contaban relatos e historias harto curiosas, de las
cuales expondremos una que refleja su naturaleza excéntrica y nos servirá de exordio a la
noticia que nos interesa.
Cabe la puerta de su casa había un poyo donde gustaba de sentarse. En la otra acera,
había una tienda de comestibles de su propiedad —como casi todos las viviendas y
comercios de la zona—, la cual tenía arrendada. Su dieta diaria se componía
principalmente de huevos, que llegaban al colmado por las mañanas y una sierva, ducha
en guisos, se encargaba de aderezarle. Tratábase de una morena donosa y de linda
presencia que respondía al nombre de Sa‘ida, la cual, además, se encargaba de recoger los
huevos. Por las mañanas temprano él montaba su caballería y se encaminaba a donde se
hallaba el cadí, a quien abandonaba a la hora del almuerzo. Entonces se llegaba a su casa y
sin traspasar el umbral se informaba con grandes voces sobre si ya habían dispuesto la
comida. Si ésta estaba lista, hacía que se la sacasen afuera; si no, aguardaba sentado en el
poyo.
En ocasiones se ponía de pie sobre el banco de piedra, y llamaba al tendero por su
nombre para preguntarle a grito pelado si habían llegado ya los huevos. El de la tienda le
respondía: «Señor, no he estado aquí en toda la mañana y el mozo ha salido. Pregunta a
Sa‘ida». Tras oír esto, se giraba hacia la casa y llamaba a Sa‘ida. Si ésta respondía le
preguntaba con gran vozarrón: «¿Han llegado ya los huevos?». A veces la esclava
respondía afirmativamente y él decía «muy bien» y entraba a comer; otras, la esclava le
respondía que aún no habían llegado, con lo que el viejo se giraba hacia la tienda y le
gritaba al hombre: «Sa‘ida me ha dicho que los huevos no están todavía; tráelos pues». El
tendero respondía: «Cuán grato me es escucharte y obedecerte, señor». Mientras discurría
este curioso parlamento, los viandantes iban y venían. Muchos reían; algunas mujeres se
alejaban apresuradas, otras se detenían. A veces, los niños se chanceaban y se decían unos
a otros: «¡Han llegado los huevos!».
Así hacía el viejo todos los días; empero, nadie osaba decirle nada al respecto, habida
cuenta de su aprensión a relacionarse con la gente y su ánimo huraño. Muy rara vez
hablaba con los demás, ya fueran grandes o pequeños, lo que explica su poco
entendimiento, pues poco ha de saber de las cosas del mundo y sus gentes quien apenas
traba contacto con sus congéneres. Hay gran cantidad de anécdotas sobre este viejo, en las
que también aparecen Sa‘ida y un hijo muy parecido a él en cuanto a aspecto, carácter y
poca disposición a relacionarse con los demás. Lo único que nos impide reseñarlas, aun
siendo tan extraordinarias, es el temor de desviarnos del propósito de nuestro libro. De ahí
que nos veamos compelidos a destacar sólo una mínima parte de los sucesos magníficos y
los curiosísimos relatos que sobre él se cuentan.
Y es que sus peripecias daban gran juego, como podrá apreciarse ahora. En la misma
ciudad (Túnez), vivía un músico de gran oficio y mejor voz asiduo de las veladas
musicales organizadas por reyes y principales. Cuando en una de estas reuniones dejaba de
entonar sus melodías, divertía a los presentes con relatos de sumo artificio, cuyo
protagonista no era otro que el viejo susodicho. Conocía las andanzas del hombre y las
contaba con gran industria, de modo que era capaz de hacer reír al más sieso. Sus relatos
acababan por ser más solicitados que el tañido del laúd y la flauta, llegando a convertirse
en guión principal de buena parte de las tales veladas. Pues bien, y aquí llegamos ya al
lance con el que deseábamos ilustrar las tretas de las regalonas, este músico me confió lo
que sigue:
Un día me enteré de que este viejo había sufrido una caída y que guardaba reposo en
su casa, donde había recibido visita de todos los principales y subordinados del sultán. Yo
lo conocía desde que mi padre intercediera por él ante el sultán en cierta ocasión. Decidí,
por tanto, ir a reconfortarlo. Me lo encontré en compañía de otros conocidos suyos,
postrado boca arriba sobre el lecho y cubierto de vendas. Sa‘ida se encargaba de cuidarle y
atender a las visitas. En ocasiones anteriores, cuando le visitaba y nos quedábamos los tres
a solas, preguntaba a Sa‘ida sobre los pormenores de su relación con él y procuraba
reconciliarlos si los encontraba malavenidos, bien porque él se mostraba quejoso de la
poca disposición y solicitud de ella, bien porque ésta protestaba por los recortes que de
vez en cuando le imponía el viejo en sus gastos.
Esta vez, cuando ya había salido de la habitación y me disponía a abandonar la casa,
Sa‘ida me alcanzó en el patio y me preguntó: «¿Conoces el motivo de su caída?». Yo dije
no saberlo.
—Entonces —prosiguió— no te vayas aún. Vuelve adentro y espera hasta que se
vayan los demás. Cuando estés a solas con él, inquiérele y conocerás la razón. Es tan
pintoresca y curiosa que vas a tener motivo de risa durante mucho tiempo.
—Ahora no puedo regresar; ya lo haré otro día.
Pero no pude aguantar tanto tiempo y esa misma noche volví a visitar al viejo. Los
otros ya se habían ido, así que le pregunté sin mayor dilación: «¿Cuál es la causa de tu
dolencia?». Y él me respondió:
«Ayer me hallaba yo bajo el soportal de la casa, sentado al calor de un braserillo y
cubierto por una pelliza y una bufanda, pues hacía mucho frío, leyendo el Corán sobre un
pequeño atril, cuando una mujer —no me cabe duda de que fue el mismo diablo quien me
la envió— se detuvo frente a la puerta. Tenía aspecto de ser esposa de soldado; era joven y
vestía ropas limpias. Me preguntó si había por aquí alguna casa en alquiler.
—Pues sí, ahora mismo tengo muchos sitios vacíos, ya que he echado a sus antiguos
inquilinos, que no eran sino solteros depravados y corrompidos. Están aquí cerca y no es
otro mi cuidado que verlos ocupados por personas honradas en quien se pueda confiar.
—Señor, no he venido sola, que mi marido me acompaña. Yo me encargo de ver la
casa y él firma el alquiler a su nombre.
Después dijo: «Oye, Fulano», y apareció un joven soldado bien vestido al que
demandó: «Ven a coger la llave».
—Dios esté de ti cumplida —exclamé yo—, ahora sí que no hay motivo de recelo.
Acto seguido, tomé el manojo de llaves colgado sobre mi cabeza y tras escoger la de
una casa que quedaba enfrente justo de la nuestra, se la alargué. Ellos cogieron la llave,
abrieron la puerta y entraron. Yo me quedé leyendo el Libro Sagrado. Pero cuando ya me
había leído tres secciones y media me extrañé de que aún no hubieran salido. Mas como
había arreciado la lluvia me dije: «Estarán esperando a que escampe». Sin embargo, al rato
amainó y ellos seguían sin salir. Entonces pensé: «A lo mejor no les agradó la casa y han
salido sin que yo los haya sentido». Convencido de esto último, me levanté a cerrar la
puerta y recoger la llave. Pero cuando esto me proponía hacer escuché un ruido en el
interior. Me asomé y he aquí que el soldado había arrancado la puerta de la habitación y la
había puesto en el suelo. Sobre ella, la mujer yacía abierta de piernas mientras él se movía
entre sus muslos (ya puede uno imaginarse que «mover» quiere decir entre los magrebíes
«ir y venir»). Me quedé atónito, preguntándome cómo podía pasar eso que veía, y exclamé
para mis adentros: «Vive Dios, que si ésta fuera de verdad su esposa no habrían dejado su
casa y venido aquí para perpetrar esto que perpetran. Éstos no son más que unos viciosos».
Le grité al soldado: —¡Tú, depravado, enemigo de Dios!, ¿no podías encontrar otro lugar
más propicio para faltar a la Ley de Dios que este mi lar, fruto heredado lícitamente de mis
antepasados?
Sálveme Dios que ni él se volvió ni ella se levantó sino que siguieron a lo suyo como
si no hubiese nadie observándolos, hasta que, me pareció, él se derramó. Entonces, se alzó
los zaragüelles y se vino hacia mí. Me agarró de la bufanda y la amarró al cuello,
apretando con tal fervor que los ojos querían abandonar sus cuencas y el alma salírseme
del cuerpo. Luego, me cogió del taylasan[58] y me arrastró fuera de la habitación mientras
conminaba a la maldita esa a salir. Cada vez me oprimía el cuello con más fuerza y yo,
viéndome como me veía en el último trance, comencé a suplicarle:
—Por Dios te lo suplico, no lo hagas. ¿No te ha sido suficiente haber desobedecido la
Ley de Dios, ensalzado y loado sea, que también quieres quitarme la vida, crimen éste
asimismo prohibido por nuestro Señor?
Por el rostro de Dios, ni me hizo caso ni se dejó mover por compasión. Cuando se
aseguró de que la mujer había salido, me arrastró hacia el interior de la casa, donde había
una pequeña alberca rota y desvencijada, llena de piedras, barro y agua. Después me
empujó en ella y se dio a la fuga… Yo me debatía en el lodo como pez fuera del agua, con
los costillares y espalda quebrados, las ropas enfangadas, la aljuba de cuero descarnada
por el agua y el barro y el turbante perdido entre el cieno. Casi al borde del
desfallecimiento, pude incorporarme en un estado que sólo Dios conoce y salí de la
alberca. Me guarecí tras la puerta para que nadie pudiese sorprenderme en tan miserable
condición. Así quedé un rato, mirando por la rendija de la puerta, hasta que pasó un
hombre y le dije: «Dile a Sa‘ida que venga, pero a ti no se te ocurra entrar». La llamó y
vino. Nada más verme de esa guisa tan lastimosa prorrumpió la muy condenada a reír,
como si sólo me faltase eso para completar el suceso. Esta mofa me escarneció más que
todo lo otro. Después volvió con ropa limpia y me trajo a casa. Y aquí me tienes,
deslomado y sin poder moverme siquiera».
Este chiste hace alusión a las mujeres que dicen ser afines a la vía sufí:
Mientras una de éstas estaba postrada rezando, vino un hombre por atrás y la penetró.
Ella no se movió hasta que el sujeto no hubo culminado su acto. Entonces, dio por
terminadas sus oraciones exclamando «la paz esté con vosotros» y se volvió hacia el otro
diciéndole: «Maldito, ¿acaso te pensabas que puede haber algo que me impida acabar mis
oraciones?».
Mas puedo relatar otro suceso, ocurrido en este nuestro tiempo, mucho más extraordinario
y que alguien digno de toda confianza me reveló que se lo había oído a un miembro de
una cofradía sufí. Helo aquí:
«Coincidí en una reunión con una mujer conocida por su ascetismo y sobriedad.
Ocurrió que nos quedamos a solas, circunstancia que aproveché para hablarle sobre
algunos fundamentos místicos como el “método” y la “realidad de Dios”. Mis palabras la
emocionaron hasta el punto de levantarse y besarme la boca. Yo, al ver esto, continué
tratando el asunto. Ella me atrajo hacia sí, me besó y, juntando sus labios a los míos, me
hizo recostarme a su lado. De este modo permanecimos algún tiempo, tras el cual
desanudé sus zaragüelles. Mas ella me atajó: “¿Qué haces? ¡No oses destruir lo que hay
entre tú y Él! Toca, arrímate pero no entres”. Estas palabras vinieron a encender más aún
mi deseo. La manoseé durante un buen rato hasta que comprendí que la lujuria la
embargaba. Entonces la penetré y ella musitó: “Temía que destruyeses lo que hay entre tú
y Él, mas si tanto quieres, toma”. Y se abrió por completo al tiempo que exclamaba: “Yo
soy el que entre Él y yo media un vergel fértil donde nadie puede entrar”»[59].
Un gorrón se encontró con una puta en Marraquech y se detuvo a entablar concierto con
ella. El hombre calzaba una bota con la puntera agujereada, de manera que el dedo gordo
le quedaba a la vista. Para convencerla y sabiendo de la debilidad de las mujeres de
Marraquech para con el vino, único medio para domeñar su voluntad, le dijo el putañero a
la fulana: «Señora mía, ¿no quieres beber esta noche en mi casa?». Mas ella, señalándole
la bota agujereada, le respondió: «No lo haré a menos que des de beber a este perro que
lleva la lengua fuera de tanta sed como tiene».
En Bugía (Bejaia), otra ciudad del Magreb, un putañero pobre requebró a una de las del
gremio que estaba asomada a una ventana. Ésta, sabedora de los pocos medios del
hombre, lo rechazó; empero, el otro no se movió de su sitio. Era tiempo de calor y el
hombre llevaba una túnica raída y deshilachada de tanto usarla y lavarla, la cual apenas si
se mantenía compacta gracias al almidón. Debajo de ella no llevaba más que unos
zaragüelles. La mujer se reía de él sin recato, con lo que no hacía sino excitar su ardor.
Tomando una manzana, hizo ademán de lanzársela. El fornicario se apresuró a ponerse
bajo la ventana estirándose los faldones a modo de capacho donde recoger la fruta. Pero
ella, en vez de la manzana, le lanzó una piedra grande que vino a rajarle lo que le quedaba
de túnica y a dejarle semidesnudo, vestido únicamente con los zaragüelles. El putañero,
corrido, recogió entre las manos los jirones de ropa y se fue cuan presto pudo, vejado por
las risas de la gente.
En El Cairo, un alejandrino requebró a una furcia camino del cementerio. Ésta iba a lomos
de un burro alquilado de buen porte, de esos que las rameras suelen montar, de gran precio
y más veloces que los caballos. El alejandrino, por su parte, iba en un borrico de albarda.
Por lo común, los de Alejandría no visten zaragüelles, y éste no era una excepción. Y a
pesar de que la mujer hacía oídos sordos a sus requiebros y seguía su camino, el putañero
no dejaba por ello de porfiar en su insistencia. Cuando vio que el otro no cejaba en su
tozudez, la mujer comenzó a dar muestras de fingido interés con el objeto de alancear su
ardor. Así, se le arrimó tanto que acabaron por entablar conversación hombro con hombro.
De esta manera anduvieron un rato, hasta dar a una calle en cuyas orillas había mucha
gente sentada. En ese momento, la fulana le metió el pie debajo de la pierna a modo de
palanca, la impulsó hacia delante y volcó al hombre de espaldas. Éste cayó de su montura
hacia atrás y con los pies por alto, de tal modo que el faldón de la túnica se le bajó hasta el
rostro y sus vergüenzas quedaron expuestas ante los allí presentes. La mujer aprovechó la
ocasión para hacerse con las riendas del borrico y desaparecer como si la tierra se la
hubiese tragado o el cielo sustraído, sin que el fornicario volviese a saber nunca más de
ella.
Otro trató en cierta ocasión de cortejar a una de ellas en una calle de Bagdad sin éxito.
Para mostrarle la bonanza de su condición, se llevó la mano al turbante y se sacó de él una
bolsa de buen tamaño en cuyo interior había una onza de oro. Después le dijo: «Dame el
placer de aceptar esto». Y ella respondió: «Aquí no tomamos kamaj», dando a entender
que su cabeza se asemejaba a una calabaza, y es que la gente de Bagdad toma el kamaj o
aperitivo en una calabaza vacía.
Abu Nuwás, un día que estaba en la casa de al-Natifi[60], dijo a la esclava de éste, ‘Anan,
al verla con un vestido verde: «¿Sabes interpretar los sueños?», «Sí», repuso ella.
Entonces le contó con toda la intención: «Ayer soñé que cabalgaba una yegua cenicienta
cubierta por un manto verde». Pero ella respondió: «Si tu visión es veraz, te vas a meter un
rábano por el culo y las hojas se te van a quedar fuera». Abu Nuwás quedó corrido y los
presentes celebraron la ocurrencia con estruendo de risas[61].
Un beduino me relató esta anécdota:
Entré en Bagdad con el objeto de vender un camello y, cuando llegué a cierta calle, el
animal se negó a entrar en ella. Lo azoté con fuerza repetidas veces pero no había manera
de hacerlo andar. Una mujer que había estado siguiendo la escena desde una ventana dijo:
«Si quieres que tu camello entre, échale agua en la frente». Mas yo no le paré mientes y
seguí atizándole con la fusta. Ahora bien, cuando vi que la bestia seguía sin obedecerme,
me dije: «Nada me cuesta probar». Así que pedí un poco de agua y la vertí sobre la cabeza
y tronco del camello, el cual se dejó guiar como si fuera el más dócil de los animales.
Admirado, pregunté a la mujer cómo sabía lo del agua y me dijo: «Ya lo he comprobado
con los carajos, y me he dicho que cualquier cosa, si le mojas la cabeza, ha de acabar por
entrar, y he aquí que ha resultado ser cierto».
Refiere Ibn al-Hayyay, el poeta bagdadí: Un principal de Bagdad, a quien apenas conocía,
me invitó en cierta ocasión a beber a su casa. Me ofreció gran cantidad de viandas,
rematadas por un dulce de trigo tan exquisitamente elaborado que comí de él
copiosamente. A continuación trajeron de beber. Al poco, sentí el estómago revuelto y la
necesidad de evacuar. Pero me daba vergüenza levantarme así de repente, con la velada
recién comenzada y en la residencia de un hombre con quien no había mantenido
demasiado trato hasta entonces. Por lo tanto, aguardé un poco, con la esperanza de que
alguien se viese en mi misma urgencia y me precediera. Mas no ocurrió así. En éstas,
comenzó la música y entre canto y canto, el anfitrión me dirigía la palabra, secundado por
un grupo de literatos y prohombres también invitados a la reunión. No me quedaba más
remedio que atender a sus razones y entablar conversación con ellos. Y cuando retornaba
el canto, no me cabía sino prestar atención y permanecer en mi sitio a pesar de mi
tormento y el grande esfuerzo que debía hacer para contenerme. Dios no dispuso que
nadie se levantase para ir al excusado, pues todos permanecieron en sus lugares. Así que
cuando la situación se me hizo insostenible y el dolor inaguantable, azotado el vientre por
vientos y tormentas, sacudido el costado por punzadas lacerantes, solicité venia para
marcharme, mas tanto el anfitrión como el resto de invitados juraron que tal cosa no
habría de ser y me volvieron a ofrecer copas rebosantes. Esto no vino sino a acrecentar mi
suplicio. Tan cercana de mí veía la muerte que me dije: «De ésta sólo la astucia me puede
librar». Permanecí a la espera hasta que el cantante entonó un poema, momento que
aproveché para fingirme arrebatado y extasiado por sus palabras, desmesurándome en el
beber. No tardé en dejarme caer al suelo como si estuviese completamente ebrio. Ellos me
hablaban sin yo responderles, hasta que acabaron por dejarme donde me hallaba,
convencidos de que estaba beodo. Así permanecí un rato, al cabo del cual me incorporé y,
haciéndoles ver cuán avergonzado estaba por haberme excedido en la bebida en su
presencia, me dirigí, sin dejar de tambalearme, a la salida, a pesar de que ellos trataban por
medio de ruegos e insistencias de hacerme volver a mi asiento. A estribos ya de mi
caballería, se me llegó el dueño de la casa con un criado provisto de antorchas que habría
de alumbrarme el camino.
No fue sino cuando cerraron la puerta y volvieron a donde transcurría la velada cuando
me vi cual resucitado en su tumba. Espoleé mi montura y me lancé a todo galope en busca
de lugar propicio para satisfacer mi apremiante necesidad. Por fin llegué a un descampado
donde había una casa habitada por rameras. Me encaminé hacia la pared de la casa
seguido por el criado, quien permaneció a un lado cuidando de la mula e iluminando el
lugar. Y he aquí que, tras desanudarme los zaragüelles y desahogarme, y mientras
permanecía en cuclillas descansando del esfuerzo, vi cómo desde una de las ventanas
bajaba un cubo prendido de una cuerda. Al tocar el cubo el suelo, me sorprendí de verlo
tan rebosante de agua y me admiré de la gentileza extrema de los moradores del lugar.
Introduje las manos en el cubo y haciendo cuenco con ellas saqué agua con la que
humedecí la parte escocida. Después me pasé la mano izquierda una vez y luego otra por
el mismo sitio. Tan ocupado estaba con esta tarea que no me di cuenta de que habían
alzado el cubo sino cuando éste estaba ya a media altura de la pared, camino de la ventana.
Confuso, tomado por la sorpresa, no supe cómo obrar, con la mano y los muslos
manchados. Mi aspecto era lamentable en verdad. En ese instante, me llegaron voces de
risas desde la ventana y no dudé de que las rameras me habían reconocido a la luz de la
antorcha y habían decidido escarnecerme. No vi otra forma de limpiarme que utilizar los
zaragüelles. Así, después de restregar la mano por la pared, me la froté, lo mismo que el
ano, con los zaragüelles, con lo que éstos quedaron como trapo hediondo. Después, hice
un lío con ellos, me los guardé en la manga de la túnica y me monté en la mula para
dirigirme a mi casa. Allí no tuve tiempo más que para tirar los zaragüelles al pie de la
cama y tenderme sobre ésta de tan agotado como estaba por las penurias de la velada, los
tormentos del dolor de las primeras horas de la noche y el escarnio de la burla pasada.
Tenía una esposa, madre de mis hijos y antítesis de mí en todo: donde ella destacaba
por su recato, yo lo hacía por mi impudicia; donde en ella relucía la castidad, en mí regía
la lascivia. Por lo tanto, no bien me vio sacar los zaragüelles de la manga se escamó y
pensó que algo malo había hecho por el camino. En viéndome dormido, cogió los
zaragüelles y los examinó a la luz de la lamparilla. No le cupo duda alguna de que me
había detenido a mantener coyunda con un mozuelo y que luego me había limpiado con
los calzones[62]. Furiosa, se acercó a la cama, rasgó los cortinajes que la cubrían y, sin yo
sentirlo, cogió la ropa y la hizo trizas. Luego se sentó a horcajadas sobre mi pecho
mientras me restregaba las heces de los zaragüelles por las mejillas, barbas y bigotes
diciendo: «Esta barba maldecida y estos bigotes pestilentes son más merecedores de portar
la mierda que los zaragüelles». Me desperté y quise contestarle mas toda vez que intentaba
abrir la boca me embutía los calzones en ella y me hacía tragar la porquería sin dejar de
decir «¡Cómela, y buen provecho!». Gritaba como fuera de sí y privada de todo tino: «¿Ya
no te quedan falsos juramentos, mentiras y excusas fingidas? ¡Hasta dónde llega tu
desfachatez! ¿Te atreves a venir con la mierda del mozo imberbe prendida en los
zaragüelles para que la lave en mi propia casa?».
Supe entonces que su ira estaba justificada y me dije: «Aquí no cabe sino armarse de
paciencia». Por lo tanto, aguardé a que acabase de decirme y hacerme todo lo que le
pareció. Al fin, se sentó aparte y rompió a llorar al tiempo que se daba de bofetadas y
rasgaba el pelo y las vestimentas. En eso me levanté y le hablé así: «Mujer, teme a Dios y
sabe que todo lo que te haya llegado sobre mí, desde el día en que te vi y tú me viste a mí
es cierto, pues yo he sido el causante de todo mal; ahora bien, de este suceso, por Dios te
lo digo, yo no tengo culpa». Y pasé a narrarle todo cuanto me había acontecido aquella
noche, añadiendo: «Manda a tu siervo a ver la huella de mi mano sobre la pared y el lugar
donde me acomodé». Le juré que mis palabras eran ciertas y ella acabó por creerme. Se
arrepintió de cuán injustamente me había tratado y se levantó a poner agua a calentar para
después traerme un peine y afeites. Luego, me dispuse a limpiarme la barba y perfumarme
con incienso y aromas, con lo que me ocupé hasta el amanecer… ¡Y es que toda la noche
se me había ido a la mierda!
Este relato anónimo ejemplifica asimismo los escarnios de las tales gorronas:
«Tenía un amigo en Basora que era comerciante de buena posición y fines rectos.
Cierto día viajó a Bagdad y desde entonces no volví a saber de él hasta que me lo encontré
años después. Estaba en muy pésima condición y sin gobierno alguno; empero, no me
atrevía a preguntarle por la razón de la mudanza de su estado. Eso sí, me fijé en que cada
vez que veía pasar una mujer se le alteraba el rostro y desviaba la mirada, dándose a
suspirar y resoplar, sin dejar de maldecirla hasta que desaparecía. Le inquirí acerca de tal
actitud y contestó:
—Me proponía hablarte del motivo de mi desgracia y la causa de nuestra separación
mas sentí rubor. Sin embargo, puesto que tú me has preguntado, escucha: como bien
sabes, tras separarme de ti marché a Bagdad, donde, embelesado con lo que se decía de la
finura y donaire de sus mujeres, decidí probar suerte. Me dije: «Bien está que invierta la
mitad de los beneficios de este viaje en disfrutar de mi estancia en Bagdad». Con esta
resolución, alquilé una casa, la amueblé y vendí mis telas. Con el dinero recaudado por
esta venta salí a ver qué me encontraba. Lo primera que me deparó la voluntad de Dios y
el destino fue una mujer de belleza completa, gruesa, de estructura perfecta. Le hice una
señal, me respondió y volví a entrar en casa con ella tras de mí. Ya dentro se fue a un
rincón, se desarmó los zaragüelles y, agarrándose a una estaca que había clavada en la
pared comenzó a retorcerse. Yo le pregunté: «¿Qué haces?». Ella repuso: «Has de saber
que estoy a punto de romper aguas. Había ido a los baños para hacerme más llevadero el
parto pero nada más salir me sorprendieron los dolores en plena calle, donde estuve a
punto de dar a luz sino fuera porque Dios te envió para permitirme traer a mi hijo en tu
morada». El mundo se me vino encima cuando escuché esto y le grité a la mujer: «Sal de
mi casa y vete a parir a la tuya». Mas ella repuso: «Señor, no hay ya manera de volver a
mi casa. Soy una mujer respetable. Por Dios, tengo medios para favorecerte, mi marido y
familia son ricos. Ni te perjudicaré ni te causaré mal. Vive Dios que si me das cobijo no te
he de abandonar mientras residas en Bagdad ni aceptaré dinero alguno de ti. Al contrario,
mi familia y yo misma te colmaremos de mercedes». Yo la creí; y vino a fundamentar mi
engaño el que tanto su estado como porte y condición se conjugaban con lo que decía. Al
fin le dije: «Está bien, que Dios nos asista con su gracia».
—Sólo resta una cosa —dijo ella.
—¿Cuál? —respondí.
—Que me traigas una partera, pues una mujer en mi estado ha mucho menester de ella
en un trance como éste.
—Pero soy de fuera y no conozco a nadie en Bagdad.
—Yo te diré dónde puedes encontrar a una —y comenzó a darme indicaciones para
llegarme a un lugar muy conocido cuyo nombre mencionó. Después añadió: «Apresúrate,
no vaya a morir en tu casa. En cuanto esté aquí la partera y salga de mi cuidado nos
iremos todos, la criatura, la partera y yo. Y tú tendrás todo cuanto te he prometido».
Dejé la casa atolondrado, aturdido, en dirección a donde me había dicho la mujer. Allí
encontré a la matrona, quien se hizo acompañar por dos vecinas para llevarle los
utensilios. Al llegar a la puerta de la casa escuché el llanto de un recién nacido. Entré
apresurado, antecediendo a la comadrona, y me topé con la criatura… pero de la madre, ni
rastro. Me invadió el estupor y me abandonó el ánimo: no sabía qué hacer ni qué decir. En
eso, la comadrona me preguntó: «¿Dónde está la madre de la criatura?». Entre
tartamudeos, sin saber apenas qué decir, repuse: «Quizás se la haya llevado algún vecino,
al ver que tardabas, y se han dejado aquí al niño». La partera tomó al recién nacido en sus
brazos, le pintó los ojos con alcohol y lo enfundó en un pañal. Luego le pagué sus
servicios, no viendo la hora en que abandonase la casa. Cuando así lo hizo, empecé a darle
vueltas al asunto. No sabía cómo obrar. En un principio, pensé incluso en matar a la
criatura mas pronto me retraje diciéndome: «¿Cuál es la culpa de éste para que me libre de
mi pesar matándolo?». Por fin, me resolví a dejarlo en la calle y que tuviese el destino de
los expósitos. Ya no me cupo duda alguna de que la madre era una fulana «respetable»,
como ella misma dijo, que había conseguido disimular su estado hasta sentir los primeros
dolores del parto. Entonces salió de su casa en busca de un lugar donde alumbrar y, para
mi infortunio y desgracia, fue a parar a mí.
Ya entrada la noche, puse al niño en un cestillo y dormido como estaba salí con él a la
calle. Me alejé de la casa llevándolo escondido y lo dejé cabe un muro; pero en ese
instante se despertó y rompió a llorar. Una mujer se asomó a la ventana a conocer el
suceso y yo, al verla, me eché a correr. La mujer se me puso a gritar, lo que provocó gran
alboroto: otras mujeres se asomaron y se le unieron en estridente batahola. Los de la ronda
escucharon el estruendo y acabaron por prenderme. La mujer explicó a los guardias que
me había sorprendido abandonando a la criatura. Inmediatamente, me llevaron ante el valí,
quien me interrogó; yo no tuve más remedio que contarle toda la verdad. No obstante, no
me creyó ni una sola palabra y me dijo: «Eso no puede ser. Con toda seguridad tú eres el
asesino de la madre de este niño. Dime quién es la muerta». Mas yo seguía firme en mi
versión y así seguí haciéndolo a pesar de que me desnudaron y azotaron para hacerme
confesar mi supuesto crimen. El valí seguía convencido, empero, de que la madre había
sido asesinada o de que al menos la criatura había sido fruto de una relación ilícita entre
quien la engendró y yo. Por lo tanto, me envió a prisión y mis dineros fueron confiscados,
quedándose el juez con una parte y los notarios presentes en el juicio con otra cantidad. Se
decidió también comprar una esclava que diese de mamar al niño, corriendo todos los
gastos a mi cuenta.
Cuatro años en total pasé en la cárcel porque el valí fue depuesto y nadie se acordó de
mí por ser extranjero y carecer de quien tuviera a bien interceder por mi persona. Mi
estancia en ella resultó como sigue: al cabo de un tiempo, llegó el destete del niño y se
vendió a la esclava. Los beneficios de esta venta se me disiparon en la cárcel. Al tercer
año murió el chico. Después me vi obligado a mantenerme en la cárcel con lo que mis
compañeros de reclusión tenían a bien darme. Así hasta que transcurridos cuatro años
ascendió al trono el califa al-Muqtadir, quien ordenó de inmediato una suelta de presos[63].
Cuando salí no tenía un dírham. Me conjuré a no mirar jamás a una mujer mientras
siguiese con vida. Y así, toda vez que me cruzo con una desvío los ojos para no verla.
Ibn Makram[64] dijo en cierta ocasión:
«No hay nadie más inteligente en este mundo que la puta: disfruta de los mejores
manjares y bebe los más sabrosos néctares, consigue tanto o más placer que el hombre y,
además, se lleva dinero por todo ello».
Entonces, Abu al-‘Ayna[65] le preguntó con no poca retranca: «¡Ah! ¿Y cómo era tu
madre?».
Aquél respondió: «Como la vieja que tú conoces», dando a entender: como tu madre.
Y a modo de colofón, paso a referir el siguiente suceso, relatado en Alejandría por un
amigo con quien mantuve cierta discusión sobre las viejas y su salacidad:
Siendo yo joven fui a pasar una noche a casa de un amigo que de tanto en tanto venía a
la mía a beber o a jugar al ajedrez. Él tenía una madre ya entrada en años lo mismo que
yo. Un anochecer fui a verlo como de costumbre para compartir la velada y no lo hallé.
Había ido a visitar a otro amigo y éste lo había convencido para quedarse con él. Yo me
senté a esperar hasta bien entrada la noche. Como quiera que llovía y hacía frío decidí
dormir en casa de mi amigo y esperar al día siguiente. La vieja, que para mí era como una
segunda madre, se tumbó en un rincón y así dormimos.
Cuando se espesaron las sombras de la noche y me había reconfortado con el calor del
lecho sentí una súbita voluptuosidad y se me pasó por la cabeza la posibilidad de fornicar
con la vieja. Entonces comprendí cuán veraces eran las palabras del Profeta cuando
afirmó: «No habrá de permanecer un hombre a solas con una mujer sin que el demonio se
una a ellos». Maldije a Satanás y traté de alejar tales pensamientos y dormir. Pero no
podía, mi cuerpo ardía, incitado por la circunstancia de hallarme a solas con una mujer
bajo el mismo techo. No habrá de censurárseme, por tanto, que, movido por un impulso
incontenible, abandonase el lecho y me acercara a ella. Le levanté la ropa y toqué con la
mano su coño, peludo y ensortijado como el caparazón de un erizo replegado en sí
mismo[66]. Disgustado, me maldije a mí mismo y recuperé el buen tino. Volví a mi sitio e
intenté conciliar el sueño. Mas no pude: tenía el miembro vigorosamente erecto. Traté de
alejar de mí la tentación de los pensamientos y reprimirlos con el dormir. Pero al poco el
deseo me golpeó con más fuerza todavía que antes y no podía dejar de pensar en él. Estiré
la mano, me froté y a continuación volví a acercarme a ella resuelto a tener juntanza con
ella a pesar de todos los pesares. Pero cuando volví a tocar su vulva topé con una
superficie lisa y suave como la palma de la mano, sin asomo de vello y pelo. En ese
momento comprendí que, tras mi primer renuncio, se había dado cuenta de que su mata de
pelo me había empujado a desistir de mi empeño[67]. No he alcanzado nunca a saber cómo
pudo desprenderse de toda esa pelambre con tamaña brevedad y pulcritud, como si nunca
hubiera tenido un solo pelo. Yo ya no pude contenerme y animado por un deseo
desenfrenado y con toda la vehemencia de que era capaz copulé con ella hasta que rompió
la mañana. Entonces abandoné la casa de mi amigo y me apresuré hacia la mía, donde lo
primero que hice nada más llegar fue cerrar la puerta a mi madre. Y a partir de ese día me
mostré tan celoso con ella como lo estaría con una apuesta mujer de pechos abundantes.
VERSOS AL RESPECTO
Al-Farazdaq[68] declamó estos versos al califa Sulayman[69]:
Tres mujeres y dos más hacen cinco
y la sexta tenía querencia a los besos;
así quedaron ellas a mi lado tendidas
mientras yo iba abriendo sus secretos:
parecían rojas semillas de granada
o ascuas sobre las que tomaran asiento.
Al oírlos, dijo Sulayman: «¡Estás pidiendo a gritos la sanción que la Ley reserva a los
adúlteros! ¡Y más cuando lo haces ante mí, que soy el imán de la fe! ¡He de aplicarte el
castigo!». Al-Farazdaq respondió: «¿En qué te basas para ello?». «En el libro de Dios»,
respondió Sulayman. «Entonces, el Libro me exime de culpa, pues Dios afirmó: “Sólo los
extraviados siguen a los poetas. ¿No ves acaso que desbarran en todo, que andan perdidos
por los valles y que dicen lo que no hacen?”[70]… Así yo también digo lo que no hago»,
respondió al-Farazdaq.
Una mujer le pidió permiso a su marido para hacer la peregrinación a La Meca. Éste se lo
dio y la encomendó al cuidado de su hermano. Cuando volvieron, el esposo preguntó a su
hermano por ella y respondióle así:
Solo un pero pondré, su vínculo con el camellero:
si, agotados, parábamos, ellos rehacían la montura
aun cuando ésta no necesitaba apaño alguno,
y cuando descansábamos solían apartarse a solas
y dejaban rastros de haberse lavado con agua;
¡sólo Dios sabe qué asuntos se traerían entre manos!
De un poema de Abu Nuwás:
Me solicita lo que yo tantas veces le diera,
mas esta vez lo hace de la mano de su rufián.
Toma, le dije, toma y métete esta verga
y he aquí que metió mi larga «i» en su ancha o».
Tras la coyunda la recibió en sus manos
acariciándola con ternura como si fuera su hijo.
De otro autor:
Pregúntales, Zaynab, qué opinión les merece
persona que dice adorar a dos dioses a la vez;
¿creerán que es práctica lícita y provechosa
o que a Dios dos credos no le han de agradar?
Bástete, Zaynab, este vicio al que te entregas
que a Dios ruegas con dos nombres diferentes.
Y tal cosa es algo que no se puede combinar,
pues qué funda alberga espadas de par en par.
Encomiéndate a uno y no busques dos esposos,
que nunca verás a dos en un mismo almimbar,
ni que dos dueños tengan una única posesión,
que la mala costumbre, si sojuzga al hombre,
es peor que una deuda que no lo deja en paz
y le martiriza con el recuerdo de lo que debe.
Espabila, pues el amor, así sea fino y hermoso,
repartido entre dos se torna mal de carcoma.
Nada me satisface que otro también te ordeñe,
que para mí las cabras no son de dar y tomar.
Otro:
El albergue empequeñece ante tanto huésped,
mas tu corazón a todos ellos y más puede albergar.
Todos los días se entrega a cincuenta distintos;
¡qué digo yo, a mil, a dos mil y a un millón más!
Unos versos que pintan de modo semejante:
Tú que no te contentas con un único amante
ni mil ni cien mil ya sea en orden y concierto.
Para mí que procedes de esa grey de Moisés
incapaz de esperar a que le pongan la mesa.
A tu señor rufián acudí a presentar mi queja,
mas no triunfé: ¡un tumulto lo mismo pedía!
De Ibn al-Rumi:
Las gentes imploran perdón con las manos
mientras que ellas lo hacen con sus piernas.
Qué comportamiento tan sublime y egregio
que Dios, luego, ha hecho ascender hacia abajo.
Cuenta al-Riyasi:
Un día que había salido con un amigo por los alrededores de Basora vi, entre las
tiendas de los beduinos, a una mujer de rostro hermosísimo que llevaba un cántaro sobre
la cabeza con el que daba de beber a las gentes. Fui a ella y le pedí que aplacase mi sed.
Me dio el cántaro y yo me senté en el suelo para poder observarla mejor. Ella,
percatándose de mi gesto, declamó estos versos:
Dos personas veo que algo esconden
y que no dicen lo que de verdad pretenden.
Sin tener sed, han pedido de beber
para admirar a gusto a quien les abreva.
En respuesta, dije yo: «Por Dios, que has sabido lo que queremos. ¿Tienes apetencia?».
Pero ella atajó burlándose de mí: «Si así fuera se rompería el corazón del otro y serías tú
quien me rufianease y no él».
CAPÍTULO V
ANÉCDOTAS Y VERSOS JUGOSOS SOBRE LOS FORNICARIOS
La primera condición que debe reunir un buen sodomita activo o bujarrón[90] es tener
siempre a mano la llave de una casa dispuesta en exclusiva para él y bien provista de salas
de baño y jaulas de aves canoras. Además, debe contar con un tablero de ajedrez y una
buena colección de poemas y relatos amorosos amén de libros ilustrados que versen sobre
leyendas, conjuros y sortilegios. Por supuesto, no deben faltar el vino y una faltriquera
llena de dírhames si desea triunfar en su empresa.
Se cuenta que un sodomita preguntó un día a otro: «¿Cuál es la razón de que haya siempre
tantos mancebos imberbes a tu alrededor todos ellos dispuestos a complacer tus deseos?».
El otro contestó:
—Ahora mismo te voy a mostrar la razón de mi éxito.
Y dicho esto, procedió a sacarse de debajo del turbante una bolsa repleta de monedas y
le dio un puñado de ellas. A continuación, tomó un pañuelo que llevaba sujeto a la cintura
y sacó de él dulces y frutos secos. Después se llevó la mano a la faltriquera y le enseñó
otras cosas de valor que en ella había. El otro, a la vista de los pertrechos regios de su
amigo, no acertó sino a decir:
—Basta, no sigas, no vaya a ser que acabes ensartándome aquí mismo.
Relata Yáhiz en «El libro de los ladrones» que un viejo fue llevado cierto día ante el valí
acusado de robo, asesinato y otros crímenes abominables. El valí decretó que se le metiera
en la cárcel hasta serle aplicado el castigo pertinente. Poco tiempo después, fue a parar al
mismo presidio un muchacho que pertenecía a la banda del viejo y con el que éste
mantenía relaciones carnales.
Y ocurrió que un día sacaron a algunos de los malhechores que había en la cárcel —y
entre ellos al viejo y su querido— para llevarlos a presencia del valí y someterles a
suplicio. Cuando le llegó su tumo, el muchacho aguantó con entereza admirable los cien
latigazos a pesar de la fragilidad y juventud de su cuerpo. Este hecho no pasó inadvertido
a los presentes, quienes no pudieron por menos que admirar la hombría del joven. El
mismo valí dijo a su séquito:
—Lo que más me sorprende de este muchacho aguerrido y valeroso es que se deje
hacer por este viejo.
Y al decir esto señaló al anciano, de aspecto escuálido y repulsivo, que había seguido
la flagelación del chico con muestras evidentes de temor y desasosiego que el valí y sus
acompañantes habían interpretado como señal inequívoca de pánico. Así que cuando llegó
el tumo del viejo el valí ordenó que se le eximiese de los latigazos diciendo:
—Devolvedle a su celda pues no habría de aguantar ni siquiera cinco azotes.
Pero el anciano se revolvió hacia él con los ojos enrojecidos por la rabia y le espetó
con furia:
—No sólo puedo aguantar cinco latigazos sino cinco mil también. Que mi vigor no
reside en mi cuerpo sino en mi espíritu, mi ánimo y mi corazón.
—Desnudadlo —ordenó el valí acto seguido.
Los verdugos trataron de amarrarlo al poste de tortura pero el viejo se revolvió
diciendo:
—No hay necesidad de atarme.
Así que se quedó de pie, descubiertos el dorso y la espalda, recibiendo vergazos por
doquier. Hasta quinientos latigazos soportó el valeroso anciano, fustazos tan terribles que
ora lo encorvaban hacia delante ora lo estiraban cuan largo era. Pero nunca movía los pies
del suelo… ¡Parecían estacas hundidas en la tierra! El que se sentaba junto al valí comentó
con tono admirado:
—¿Y tú reprobabas al muchacho por dejarse empalar por este viejo? ¡Por Dios que si
me lo pidiera a mí tampoco me negaría!
Y el valí rió y rió hasta que se le saltaron las lágrimas.
Había en Marruecos uno de esos embaucadores que, si veía un grupo de mozalbetes
reunidos en un lugar, iba a ellos y comenzaba a hablarles y contarles mentiras como: «Una
vez nos sorprendieron a varios en plena faena y a Fulano le dieron cien azotes de los que
se desmayó y así sin sentido se lo llevaron. Mengano, al llegar a setenta latigazos, se cagó.
Pero yo, yo recibí setecientos y me pasé el resto del día en la cárcel jugando a los
naipes…». Luego seguía abundando en su supuesta fortaleza hasta que uno de los
muchachos, con intención de irritarlo, le decía: «Nadie puede aguantar tanto. A uno que
resiste mucho le dieron una vez setenta y lo dejaron para el arrastre». «Pues yo tengo
cabida para setecientos», decía él. «No mientas, que a ti nunca te han dado más de
setenta». «Me hayan azotado o no, a quien flagelan de viejo algo de beneficio le queda» y
acto seguido abandonaba el lugar.
Y ahora, hablemos de los muchachos que alquilan sus cuerpos:
Gajes de los mozos putos:
Si van por ahí y notan que alguien les sigue con la mirada se detienen y lo miran muy
fijamente. Si sienten que el otro esboza una ligera sonrisa o que en sus ojos se dibuja
cierto embeleso, echan a andar y te preceden a la casa que tú les indiques.
De sus rasgos y señales:
Barbiponientes y de tersas mejillas, con las piernas depiladas con polvos de calcio y
piedra pómez[91]. Se arrancan el pelo que despunta en la barbilla y los carrillos. Al andar
no dejan de mirarse, observándose todas las partes del cuerpo; y si se les ve reparar en las
piernas más que en otra cosa se tendrá por máximo indicio de su impúdica industria. Esto
último se debe a que los bujarrones suelen afirmar que «la pierna es el segundo rostro», ya
que primero se fijan en la cara del mozo y después en sus piernas. El cuidado de los putos
por sus extremidades inferiores refleja mejor que cualquier otra evidencia su depravación
y deshonra. Y por el contrario, los muchachos que no prestan ninguna atención a este
punto pueden considerarse honestos y decentes.
En ocasiones, cuando no han podido rasurarse las piernas o las tienen muy finas,
visten un traje largo hasta los tobillos. Si son de piernas gruesas y sin pelo, se tocan con
ropas cortas. En fin, aquí termina este capítulo y sólo Dios, ensalzado sea, conoce lo
cierto.
CAPÍTULO VII
NOTICIAS PINTORESCAS DE LOS MOZALBETES IMBERBES PUTOS Y LOS VERSOS MÁS JOCOSOS A
ELLOS REFERIDOS
Una estrofa en la que uno, Dios le perdone, muestra su preferencia por los impúberes:
No pidáis otras gacelas que las pequeñas,
dulces y tiernas como la mantequilla fresca.
El médico de siempre me lo ha recetado:
copular con los retoños es una cura segura.
Otro prefiere resaltar las virtudes de los negros:
A quienes por necedad censuran la negritud,
y cuánta es la gente que afea y envidia a los negros,
yo respondo: ¿el defecto de la noche es su oscuridad
aun cuando el más puro almizcle también es negro?
¡Ay oquedades negras de cuerpos sublimes al tacto
cuyo trato ansian las manos que adoran su trazo!
Dios ha dispuesto que negros y morenos sean mi ley,
objetos del deseo y ansias de mi ardiente corazón.
Si al-Mahdi hubiese sabido de un color más egregio
habría teñido con él sus estandartes puestos al viento[138].
Y abundando en lo mismo:
Si el lunar al surgir en mejilla cristalina
reviste la piel con hermosa delicadeza,
¿cómo puede baldonarse a un hombre
por tener la piel toda de lunar negro?
Éste, en cambio, alaba la blancura:
Mi condición es la blancura y no quiero a otros
que no sean cual ramas espigadas y tiernas.
No me agradan los morenos, hinchados, de sebo,
sino los blancos, suaves como tallos tiernos.
Abu Tammam a propósito de los velludos:
Dijo un delator: en la mejilla tiene estigma;
dije yo: no difaméis, que no es demérito.
La beldad, según yo la he comprobado,
precisa de la custodia del vello para hacerla cierta.
Más destaca el primor de sus encantos
si florece su mejilla y se intuyen sus bigotes.
También de Abu Tammam:
Cuando sus nalgas sin igual apuntalaron su causa
y sobre la boca de sus perlas despuntó el bigote,
cuando las rosas hicieron juramento solemne
de seguir pintando con carmín sus mejillas,
le hablé con párpados que no pronuncian
y él me respondió con el arqueo de sus cejas.
Abu Nuwás se pronuncia así al respecto:
Un narciso surgió, rodeado de rosas,
en la mejilla de quien aún me rehúsa.
Solicité me diese su favor por entero
y porfié: de lo que pido he menester.
Mas repuso: alto, que ya me crece barba
y ahora me doy a la busca de lampiños.
Yo le expuse: sólo se trata de un narciso
en mejilla que sigue siendo todo rosas.
Has de saber que de los hombres maduros,
sólo me interesan los que pasan de cincuenta.
Les pregunto: ¿cuántas mujeres tienes
y cuántos pequeños yacen ya en tus cunas?
Eso es lo que procuro, ése es mi placer:
saber qué frutos podré obtener más tarde.
También de Abu Nuwás:
Bebe el jugoso y apetecible vino
al solaz de un buen compañero.
No rehúses una buena coyunda
si la verga se te pone enhiesta.
Me dijo cuando me tendí sobre él
mientras dormitaba en el lecho:
¿No reparas en mi altura y anchura?
Dispénsame de charlas, repuse yo.
Mi halcón poderoso caza en su vuelo
toda clase de aves, cebras y gacelas.
Y del propio Abu Nuwás:
No te apenes por quienes abandonan este goce
y llora sólo a quien te diera placer verdadero.
Jode con quienes sigan asiduos a esta industria,
que sólo han de arrepentirse quienes la dejan.
De otro:
En su culo deposité mi verga
y tras ello su lengua metí en mi boca.
Lo uno por lo otro y el otro por lo uno,
que ser justo y equitativo es gran virtud.
Se cuenta que el demonio juntó a todos los imberbes y les hizo ascender por una escala a
un habitáculo de gran altura. Después quitó la escala y les dijo: «No os dejaré libres ni os
daré de beber o comer hasta que emitáis un juramento que no habéis de quebrantar».
«¿Cuál es?», respondieron ellos. «Que rechacéis a quien os solicita y procuréis a quien os
rechace». Ellos así lo juraron y bien que cumplieron su promesa.
En efecto, tal actitud se ha convertido en norma en ellos. Así, suele acontecer que un
pederasta porfíe y porfíe por un efebo imberbe sin que éste muestre consideración ninguna
y que, de súbito y al cabo de un tiempo, acuda a aquél sin haber mediado solicitud ni
dispendio alguno. Y si no estáis convencidos, leed este relato que a continuación os
presento y que tiene que ver con un hecho acaecido en estos nuestros días:
Me refirió un literato damasceno de gran ingenio que reinando el sultán ayyubí al-
Mu‘azzam, Dios lo tenga en Su gloria, apareció por Damasco un efebo, hijo del
gobernador de Baalbek[139], tan hermoso y bien dispuesto como no se hubiera visto otro
igual por aquel tiempo. Vivía con gran recato y discreción y apenas si abandonaba la casa
para acudir a la mezquita en su cabalgadura y acompañado de algunos siervos. Aun así, y
a despecho de su mucho pudor, era un muchacho altanero, insensato y agrio de carácter.
No bien posaba en él sus ojos este cadí o aquel alfaquí le correspondía con una mirada
resentida; y en cuanto algún personaje principal u oficial le saludaba, él respondía con
reconvenciones y monsergas.
Con todo, a su vera siempre había revoloteando un nutrido grupo de hombres notables
y de gran posición que, a pesar de su denuedo, no conseguían hacerse con sus favores. Por
el contrario, él prefería pasar el rato sentado en un rincón de la mezquita hablando con
unos alfaquíes amigos de su padre.
Un buen día apareció por la mezquita un hombre, natural de la ciudad, que tenía
reputación de sodomita y al cual yo mismo llegué a conocer mientras compilaba el
presente libro. Bien, este hombre acudía al rincón donde se sentaba el muchacho y hablaba
con los alfaquíes, con los que tenía trato, sobre sus andanzas con los imberbes que iban a
visitarlo y su comercio con ellos. Una vez les relató el caso de uno al que pagó medio
dírham y a quien, según les contaba, dijo «estira y recoge» dándole a entender que debía
estirar una pierna y recoger la otra para permitirle gustar mejor de él. Luego, cuando
satisfizo su deseo, le dijo: «Besa este miembro que tanto honor te ha hecho»… Y cosas de
este jaez. Algunas veces, estando el muchacho presente, sus amigos le conminaban a
abundar en tales relatos, cosa que él hacía con mucho gusto. El chico se escandalizaba y
ora se mofaba de él ora lo reprendía, llegando a abofetearle y arrancarle pelos de la barba.
Empero, el otro tomaba todo esto con gusto por considerarlo primera recompensa de su
esperanza en poder llegar a conseguir del mancebo lo que en aquellos momentos parecía
de todo punto improbable.
Pues bien, un día salía el hombre de su casa cuando vio ante sí al muchacho, el cual
habitaba no lejos de él. Acompañado de un criado y dos esclavos, iba tocado con una
túnica muy fina y llevaba una ballesta de bodoques con la que cazaba pájaros junto a los
muros de su casa. No bien lo vio le llamó para chancearse de él pero el hombre salió
corriendo para evitar su daño. El chico salió detrás disparándole con la ballesta para que se
detuviese. El hombre se paró amedrentado y temeroso de su perfidia. Cuando llegó a su
altura, el mozo lo atrajo hacia sí y le lanzó el turbante al rostro diciendo:
—¿De dónde vienes, putón lujurioso?
—De donde vivo —dijo el hombre apuntando con el dedo en dirección a su vivienda.
—¿Quién estaba contigo?
—Nadie había conmigo.
—Vamos a ver tu morada.
El hombre se negó todo lo que pudo y más, pues seguía receloso del muchacho y sus
ganas de escarnecerle. Así hasta que el mozo tuvo que mandar que lo llevasen a rastras
hasta el lugar donde vivía y una vez allí ordenó a los suyos que esperasen junto a la puerta.
Acto seguido subió con el nefandario a su habitación y tomó una vasija y la rompió.
Después cogió otra y derramó su contenido. Por último agarró al hombre de las barbas y lo
sentó diciendo: «Ahora cuéntame cómo obras con los garzones». Pero él rehusaba,
rogándole que saliese de la casa, mientras el chico reía y reía y no cesaba de conminarle a
hablar.
Tras un largo tira y afloja, el chico sacó la cabeza por la ventana y se puso a hablar con
sus siervos. Después se tendió boca abajo y le dijo: «Ahora, enséñame lo que haces con
ellos». En ese momento, el hombre se vio muerto y enterrado pues no dudaba que si
tocaba al chico, éste le haría matar de inmediato. Por lo tanto, salió lanzado de la
habitación tratando de huir de la casa pero el otro corrió tras él, lo agarró y le hizo volver a
entrar en el aposento. Echó el cerrojo a la puerta, metió la mano bajo el faldón de la túnica
del hombre, le desanudó los zaragüelles y le apretó el pudendo hasta dejarlo tenso. Luego
se desbarató los zaragüelles, se tumbó y se descubrió las posaderas diciendo: «Te falta una
cosa por hacer: ven y muéstrame cómo actúas. Hazme a mí lo que les haces a ellos, ni más
ni menos».
El hombre, resignado, se tumbó sobre él e hizo lo que pedía el chico. Éste se revolvía
de tanto en cuanto y lo abofeteaba diciendo: «Dime lo que les dices a ellos». El otro
satisfacía todos sus deseos y desempeñaba su mandato con la mejor diligencia. Así hasta
que se derramó. Entonces el muchacho se sentó y, tras zaherirle a su gusto, le pidió que lo
repitiese. Repitieron la escena y después él dejó la casa. El suceso pronto llegó a oídos de
todos en Damasco, con lo que el joven se echó a perder ya de manera definitiva, y se
redoblaron los bríos y esperanzas de quienes lo deseaban tanto como lo temían.
En Bagdad, también en nuestros días, tuvo lugar otro suceso que entra dentro de la misma
categoría. Había en la ciudad un mozo de sangre árabe y turca que irradiaba una belleza
sin parangón. Principales y notables de todo signo lo solicitaban, pero sólo los que
aflojaban cientos y cientos de dinares tenían acceso a él. Sucedió que un sufí quedó
prendado del chico mas, como es norma entre quienes hacen del ascetismo y la austeridad
norma de vida, se daba por satisfecho amándolo con la mirada. De este modo, lo esperaba
a la puerta de la casa y reconfortaba su espíritu viéndolo montar a caballo o andando por la
calle. El hombre, bordador de menester, tenía una modesta habitación donde vivía y a
cuya puerta se sentaba a bordar. Una mañana que el hombre había salido a la puerta y la
calle aparecía desierta vio pasar por delante al mozo en compañía de una esclava de suma
belleza y gran recato por la que el joven sentía gran pasión y a la que había ido a esperar a
la salida de unos baños cercanos. Al verse juntos quisieron entablar conversación en la
misma calle pero, para evitar las miradas de la gente, decidieron buscar un lugar retirado
donde nadie pudiese importunarlos, mas no sabían dónde. El mozo reparó en la presencia
del hombre y enseguida sintió vergüenza, pues pronto reconoció en él a quien tantas veces
fuera a contemplarlo a su casa, y tomando a la mujer hizo ademán de alejarse de allí a toda
costa.
El pobre bordador, en cuanto comprendió las intenciones del joven, se acercó
presuroso a donde estaban y con los ojos anegados en lágrimas se postró ante ellos
diciendo: «Señor, he aquí tu lar. Nadie hay dentro». Oír esto y parecerles que se les habían
abierto las puertas del paraíso fue una. Entraron y vieron una estancia ordenada y limpia
con el suelo recién asperjado de agua. Había además un pequeño lecho que parecía
dispuesto precisamente para ellos. El bordador los dejó dentro y salió cerrando la puerta
tras de sí. Cuando lo vi allí —contaba el hombre— en mi propia casa, comencé a temblar
de la excitación y a pensar que no podía ser, que yo no estaba en mis cabales, que estaba
viviendo un sueño o que sufría una alucinación provocada por los genios. Tantas cosas
pensé que al final acabé por perder el discernimiento y con él la razón entera. Traté de
recapacitar, me froté la cara, cerré los ojos y los abrí al momento, invoqué la protección de
Dios, me mordí los dedos hasta que me sangraron y después volví a mirar con atención y
allí seguía él, sentado como antes. En ese momento me convencí de que lo que veía era
verdad y de que yo estaba despierto. Me sobrevino tal alborozo que me desmayé. Al poco
me desperté y rompí a llorar de tanta alegría que sentía. Otra vez perdí el sentido y caí
postrado al suelo. Al cabo me reincorporé y di gracias a Dios entre lloros y gemidos. Ellos
dos, dentro de la habitación, no tardaron en oír mi llanto y al poco salió ella a la puerta y
me preguntó:
—¿Ay de ti, desgraciado, qué tienes?
Yo alcé la mirada hacia ella y repuse:
—Señora mía, a Dios y los ángeles y los portadores de Su trono pongo por testigos de
que seré vuestro humilde servidor hasta el fin de los tiempos. Amo a éste desde hace años
y jamás recibí otra cosa de él que una mirada inopinada cierto día en un camino. Estaba
muerto y tú me has revivido.
—No te preocupes y confía en que todo irá bien.
En ese momento salió el mozo y preguntó:
—¿Qué hacéis?
—Este pobre hombre muere de amor por ti.
Él se mordió el labio en señal de disgusto y me miró de reojo:
—Por Dios que si articulas tu lengua para hablar sobre este asunto me voy y jamás
volveré a este lugar.
Yo me callé y él volvió a entrar. Al poco fui a la calle y compré frutas, a un precio que
alguien como yo pudiese afrontar, así como viandas y bebidas ligeras y agradables.
Regresé al habitáculo y puse todo entre sus manos y de inmediato volví a salir y les cerré
la puerta. Me senté en el umbral y me dispuse a seguir con mis bordados, como solía ser
norma, sin saber aún si me hallaba en la tierra o en el cielo.
De repente oí batahola dentro con polémica de reproches y censuras. La mujer se
resistía y juraba y perjuraba que el otro no habría de ponerle la mano encima. A mí se me
hizo insufrible esta repentina discrepancia y me asomé a ver la causa del desconcierto, con
mucho sigilo para que no me sintieran. Ella mantenía litigio con él sobre mi asunto:
—Este pobre hombre te ama con pasión desde hace tantos años y nunca ha obtenido
otra cosa de ti que una fugaz mirada en un callejón. Él ha sido el proveedor de nuestro
encuentro; si no hubiera sido por él no habrías conseguido de mí más que unas palabras en
la calle, eso como mucho. Ahora bien, a algunos no les haces tantos ascos. El emir Fulano
te dio tantos dinares, telas y caballos y tú bien solícito que acudiste a él.
Y comenzó a hacer recuento de todos los prohombres con los que había mantenido
trato y los presentes que había recibido en recompensa.
—Pero a éste, por ser pobre, lo desprecias. Haz con él como hiciste con los otros,
hazlo por mí, por mi intercesión y por el recato que por ti he sacrificado. ¿Qué te parece
más valioso: mi persona o todo lo que te dieron los otros?
—Por Dios que no. ¡Jamás!
Entonces ella se levantó, se puso el manto y las sandalias e hizo ademán de salir; mas
al ver que a él le resultaba más liviano dejarla partir que acceder a su ruego, volvió y se
abrazó a su cuello derramando sobre él las palabras y carantoñas más dulces que yo jamás
viera. Así estuvo hasta que consiguió calmar su enfado y despertar su deseo. Él extendió la
mano con intención de acariciarla pero ella se apartó y habló de nuevo en mi favor. No
obstante, el mozo no cejaba en su negativa y ella se levantó con intención de abandonar la
estancia. En este que no que sí que se enfrascaron un buen rato hasta que por fin él dijo:
«Llámalo. Ella salió y me habló del siguiente modo: «Entra y obtén de él lo que ansias».
Acto seguido me hizo sitio y ella se quedó afuera junto a la puerta. El mozo, al verme,
dijo: «Confórmate, maldito, con frotarme la pierna; y no pidas más, pues si así lo haces no
volverás a tenerme nunca».
Yo asentí. ¿Qué mayor gozo podía esperar? Me postré sobre sus piernas restregando
mi rostro en ellas y sorbiéndola a besos mientras la mujer observaba la escena sin que
nosotros reparásemos en ella. Al cabo, salí y viéndola fuera le dije:
—Ya he satisfecho mi deseo.
—De eso nada. He hecho un juramento que para mí supone más que mi propia vida.
No ha de verme nunca como pretende ni conseguirá de mí nada, así se acabe el mundo, ni
habremos de reunimos bajo un mismo techo a partir de este día si no obtienes de él, ante
mis ojos y en mi presencia, el objeto de tu anhelo.
Luego entró a hablar con el mozo y éste, al comprobar su obstinación, se sometió y le
pidió que nos volviese a dejar solos. Yo entré de nuevo y él me recibió con estas palabras:
«Toma lo que Dios ha tenido a bien concederte». Yo obtuve de él mucho más de lo que
jamás habría podido soñar. Por fin, entró ella y se le entregó. Cerca ya del anochecer,
cuando ya estaban a punto de partir, ella me llamó y me conminó a mantener, en un plazo
próximo, un nuevo encuentro con el mozo diciendo: «Hoy, por ser la primera vez, te has
dejado llevar por la sorpresa y la turbación». Él, sin ánimo ya para contrariarla, dio su
asentimiento. Después ella dijo: «Vendremos aquí dos veces al mes coincidiendo con mis
visitas a los baños».
De este modo conservamos nuestro acuerdo: yo los acogía dos veces por mes en mi
casa y él venía a verme dos veces al día. Así durante tres años en los cuales nadie en
Bagdad, por rico y poderoso que fuera, dejó de suspirar por él y recabar, sin éxito, sus
favores.
Uno de los dichos de los sodomitas reza: «La felicidad del pederasta es que lo tengan por
pasivo», ya que al expandirse esta fama, los muchachos no lo rehúyen y luego él puede
obtener de ellos lo que desee.
A continuación, un relato que ejemplifica lo anterior:
Un hombre requebró a un mancebo de bella presencia, pero éste lo rechazó. Entonces,
aquél le hizo creer que lo que en realidad prefería era tomar y no dar. El mozo cambió de
opinión y lo acompañó a su casa. Una vez allí, le instó a acometer su asunto pero el
pederasta le descubrió la estratagema y le dijo que había mentido para atraerlo a su casa.
El mancebo se negó y se levantó, y cuando ya se disponía a salir vio en el zaguán un
manto que, con disimulo, se llevó consigo. Al poco el dueño de la casa quiso ir a la calle y,
al echar mano del manto, vio que faltaba. Corrió a donde vivía el mozo y llamó a su
puerta. Cuando apareció, le dijo: «Hijo mío, te hice venir en la idea de que eras un garzón
digno de gozo pero te dejé ir, loado sea Dios, libre. Viniste convencido de mi impotencia e
incapacidad y también te fuiste, y, loado sea Dios, he aquí que soy todo un semental.
Ahora bien, el manto, si nada ha habido entre nosotros, ¿por qué se ha ido?». Y así le
habló durante un tiempo hasta que consiguió recuperar su prenda.
Algunos embaucan a los mozos y se los llevan a su casa haciéndoles pensar que les gusta
el toma y no el daca. Pero cuando se tumban, enseñan las antífonas y sienten que el
muchacho, con los zaragüelles bajados, se ha emplazado encima de ellos, le agarran de los
cataplines con fuerza tal que el otro, paralizado, no puede oponer resistencia alguna.
Entonces le dan la vuelta y se encorvan sobre su espalda, tomando cumplido goce de él sin
dejar de apretarle los testículos e impidiéndole pronunciar siquiera una palabra.
Una historia a fe mía pintoresca y sin igual, que refleja el fragor de esta disputa entre
los unos y los otros, referida por un natural de Alejandría:
Un amigo mío amaba a un garzón cuyo padre era tenido en la villa por persona de
respeto y mucho mérito. Durante años buscó su favor y atención, pero sólo obtuvo
insultos, desaires y asperezas. Entonces, buscó a alguien que se hiciese pasar por pasivo y
se insinuase al muchacho. Al oír esto, las reticencias del joven remitieron y no hizo ascos
a las solicitudes del supuesto bardaje. De este modo, un día concertaron un encuentro en
al-Raml, un lugar en la costa de Alejandría con numerosas cuevas de suelo arenoso por
donde salían a pasear los jóvenes de la ciudad. Allá fueron los dos, el mozo con lo puesto
y el supuesto tomante con un hatillo de comida y un odre con agua dulce.
El pretendido pasivo había descrito el lugar a mi amigo añadiendo: «Después de que
nos veas entrar, espera un poco y luego goza de él». «¿Cómo pretendes hacerlo?». «No te
preocupes». Mi amigo se encaminó al lugar y cuando los vio entrar en la gruta señalada
fue hasta ella y tomó asiento a la entrada. No bien acababa de hacerlo cuando salió el
supuesto bardaje dando gritos con grandes signos de turbación: «Entra y satisface tu deseo
antes de que vuelva en sí». Y acto seguido abandonó el lugar a toda prisa. En ese
momento —me contaba mi amigo— yo no comprendí el significado de sus palabras pero
me introduje en la cueva, en cuyo interior yacía el muchacho tendido de bruces, inmóvil,
con las posaderas al aire y como sin alma. Me acerqué y no tuve duda de que estaba
muerto. Entonces me sentí desfallecer y no supe cómo obrar. Me dije: «Pudiera ser que
alguien me haya visto sentado a la entrada de esta gruta; y también pudiera ser que hayan
visto entrar al chico y sepan que ahora yo estoy aquí. Por lo tanto, si encuentran el cadáver
en este mismo lugar me acusarán a mí y será mi muerte segura». A todo esto yo seguía sin
imaginarme la causa de la muerte del joven ni qué le habría sucedido con el otro.
Me desvestí y cavé en la arena un hoyo grande en forma de tumba. Después arrastré el
cuerpo y lo arrojé en la oquedad y con él el hatillo de comida y el odre de agua. Éste, al
dar en su pecho, se abrió y vertió su contenido sobre el rostro. Yo, que me había dado la
vuelta para acarrear arena, no me di cuenta de que el mozo, espabilado por el agua, había
recobrado el sentido y se había medio incorporado. Al girarme y verlo de esta guisa me
llevé tal impresión que se me demudó el rostro y caí al suelo sin sentido. El chico, con
gran esfuerzo, logró salir de su precipitada tumba y, tomándome entre sus brazos, me alzó
la cabeza y comenzó a hablarme con palabras dulces hasta que volví en mí. Entonces me
preguntó: «¿Cómo me has hallado? ¿Quién me ha depositado en esta tumba?». Yo le referí
toda la historia sin obviar un solo detalle y después le pregunté qué había sucedido con el
hombre, a lo que él respondió:
—Entramos en la cueva y yo comí un poco. Después él se puso en pie y tras aflojarse
los zaragüelles se tumbó boca abajo. Yo tomé asiento sobre su espalda pero él extendió los
brazos por entre mis muslos y me agarró con fuerza los compañones, estrujándolos con
una mano y golpeándolos repetidas veces con la otra. Con tanta violencia apretó y
manoteó que yo perdí el sentido y ya no volví a reparar en mí, hasta que sentí el frescor
del agua en mi rostro y te vi a ti, que has sido quien me ha devuelto a la vida. No temas
pues.
Yo volví a Alejandría y busqué al pasivo fingido mas no lo hallé. Más tarde supe que
había abandonado la ciudad, a la que no regresó sino cuatro años después.
Otra estratagema propia de los sodomitas con los púberes es la de hacerse pasar por mujer.
Y es que los muchachos, cuando alcanzan la edad de la adolescencia, se sienten atraídos
por fuerza hacia el género femenino. Y si sus progenitores no disponen de medios para
asegurarles casamiento cabal o no pueden comprarles una esclava que haga de concubina,
acaban cayendo sin remisión en la tentación del fornicio, sobre todo cuando son de natural
mujeriego. Y si el padre cree, por ignorancia, que a tal edad no hay que temer por la
integridad del hijo o dilata y renegocia, por tacañería, el concierto de matrimonio, termina
por estropear al joven, que entonces se convierte en presa fácil de quienes, disfrazados de
mujeres, lo incitan y a base de engaños consiguen dominarlo y embaucado.
Y si no, leed el siguiente suceso:
Un homófilo del Magreb bebía los vientos por un imberbe que, empero, le devolvía
sus galanterías con denuestos, improperios y amonestaciones. El efebo pertenecía a una
familia conocida por su valor y audacia y él mismo estaba habituado a rechazar con fuerza
y autoridad cualquier ofrecimiento que no fuese de su agrado. Así que cuando sus insultos,
afeamientos y afrentas arreciaron, el pederasta ya no vio otra salida que recurrir a su
propia hermana, mujer de gran belleza y con fama de honesta y guardada. Le contó su
cuita y le habló de su pasión por el mancebo, diciéndole que en su amor nada de
pecaminoso había, pues sólo perseguía tenerlo cerca y deleitarse con su vista, añadiendo
que, si no obtenía su propósito, moriría sin duda alguna. Ella, enternecida, le prometió
socorro y al momento vistió sus mejores galas y, en compañía de una vieja alcahueta, fue a
buscar al mozo a la calle, donde hizo por insinuársele. El mancebo, lanceado por su
belleza, la siguió y acabó hablando con ella. Concertaron una cita en lugar y hora precisas
y después se lo comunicó a su hermano. Éste fue presto a solicitar los servicios de quince
sujetos, de los de peor catadura que había en la ciudad, entre los que se contaban
portadores de antorchas, palafreneros y negros de esos que hacen bailar a los monos por
las calles. El día de la cita, los hizo entrar en la vivienda sin que se diese cuenta la
hermana, la cual había ido en compañía de la vieja a buscar al efebo al lugar convenido
con intención de traerlo a la casa. Cuando la mujer regresó con el joven, lo llevó a una
habitación y alegando que debía hacer un recado lo dejó a solas. Después abandonó rauda
la casa y entonces el hermano hizo salir a la cuadrilla de rufianes de su escondite y todos
juntos entraron en la habitación y mantuvieron coyunda con el pobre mancebo. Esta
afrenta infirió gran deshonra al joven, pues la ciudad entera no tardó en saber del suceso y
su reputación quedó desfigurada para siempre.
En cuanto a las relaciones exitosas y placenteras que muchos de estos jóvenes mantienen
con las mujeres no podríamos enumerarlas de tantas que son; sin embargo, hemos traído a
colación este vil suceso para que sirva de advertencia a los mancebos precavidos y no
caigan en este tipo de embustes. Del mismo modo, deben guardarse mucho de quienes se
hacen pasar por tomantes y pretenden embaucarlos con ese fingimiento, tal y como hemos
expuesto con anterioridad.
Hay una ciudad en el Magreb de nombre Túnez que cuenta con ocho puertas y,
también, con ocho viejos bujarrones conocidos por los «viejos de los caminos». Todos
ellos, entrados ya en años y barbicanos, tienen asignada una puerta y, en cuanto alborea el
día, se encaminan a la puerta en cuestión, salen por ella de la ciudad, se alejan un poco y
toman asiento junto al camino para ver venir las comitivas de viajeros. Raro es el día en
que la ruta no acoge numerosas cáfilas que, desde todos los puntos cardinales, afluyen a la
ciudad; y si se da el caso, bastante frecuente por otra parte, de que una de esas comitivas
incluya a un mancebo de aspecto apetecible, verás al viejo salir a su paso y mirarle
detenidamente como si le recordase a alguien. Luego le pregunta por su país y su linaje y
acto seguido le espeta dando a entender que ya ha caído en la cuenta:
—¿Tienes padre?
—Sí.
—Eso es, no se me ha ocultado el vínculo de la sangre, en cuanto te vi supe que eras
su hijo, el hijo de mi bien amado amigo, la persona que yo más quiero en este mundo.
O pudiera ser que, en vez de padre, tuviese un hermano:
—Ajá, bien que lo decía yo. ¡Cómo te pareces a tu hermano! Tu hermano que es como
un hijo para mí y a quien he criado con mis propias manos.
Entonces comienza a narrar las excelencias de la persona que supuestamente conoce, y
bien pudiera ser que se tratase de alguien que él ha visto alguna vez pasar en este camino o
aquel zoco y cuyos rasgos y ademanes pudiese describir con precisión. En ese caso, el
mancebo queda convencido de que en efecto el viejo conoce a quien dice conocer y de
inmediato deposita en él su confianza. A continuación le pregunta qué le ha traído a la
ciudad, y si resulta que el efebo se dedica al comercio y viene provisto de, por ejemplo,
telas, lo lleva a la medina y lo hospeda en la mejor fonda que en ella haya, encareciéndole
mucho al dueño que cuide como es debido de él. Luego le manda porteadores que carguen
los fardos a precio muy conveniente y lo lleva a donde el funcionario de aduanas, que es
conocido del viejo, y le encomienda que dé buen trato al joven alegando que es hijo del
pariente Fulano o del amigo Mengano. Acto seguido convoca a un comisionista y le habla
así: «Esta tela es de gran calidad y su dueño debe ser servido como merece». Luego le
pide a ese mismo corredor que disponga una colación para el joven. En fin, de esta guisa
va obrando el viejo, colmando al mancebo de grandes favores que convencen a éste de que
aquél sólo procura su provecho. Todo esto lo acompaña con grandes agasajos de comida
que el huésped cree son fruto del dispendio del viejo cuando en realidad ha sido costeada
con el dinero obtenido arteramente con las transacciones de sus propias mercancías.
Asimismo, lo lleva al zoco para tratar de compras y ventas, lo presenta a alamines y
notarios, urgiéndoles a ellos a tratarlo con deferencia y advirtiéndolo a él de timadores y
apañadores de básculas, señalándole quién es de fiar y quién no y designándole las fuentes
de su posible beneficio y potencial perjuicio. Hasta tal punto se muestra solícito con el
efebo que éste acaba pensando que le ha caído una bendición del cielo —no lo pensara así,
pues más bien se trata de una maldición— y termina por creer y acometer los dictados del
anciano venerable a pies juntillas.
Con el muchacho ya vencido, el viejo lo llama a su casa y le ofrece de comer y beber
sin agasajo alguno ni añadir nada a lo que suele ser su frugal yantar cotidiano. Comen,
beben y el viejo aprovecha la ocasión para poner la mano en el joven y gozar de él a
discreción durante su estancia en la ciudad. Y si el comercio del mancebo no prospera y
no encuentra apaño, el propósito resulta más sencillo aún para el viejo: no tiene más que
cogerlo de la mano y llevarlo a su casa.
Estos ocho viejos observan una serie de costumbres en su trato con los efebos que
cumplen a rajatabla:
Ninguno debe hacer dispendio de un solo dírham en ellos ni hacerles regalos ni
ofrecerles, si los invitan a sus casas, nada de comida ni bebida que no tuviesen ellos en su
despensa ni formase parte de su colación habitual, a menos que el efebo ponga de su
bolsillo y corra con los gastos. Si veían la posibilidad de beneficiarse de los bienes del
joven así lo hacían: por ejemplo, convenían con el comisionista repartirse los réditos de
sus mercancías; o aprovechaban su inexperiencia para conchabarse con un comerciante y
estafarlo en las medidas y los pesos o, en fin, cualquier otro tipo de trapaza. De tal modo
que si, al cabo, no conseguían gozar de su huésped tampoco podían lamentarse de haber
perdido nada en el envite.
Asimismo, tienen hecha promesa de no monopolizar a los efebos ni reservarse en
exclusiva sus ganancias. Por el contrario, si uno de ellos cazaba a un mancebo y lo llevaba
a su casa, los demás acudían a verlo con su ración estricta de comida y bebida, así como
con su copa y sus condumios, sin añadir ni restar, y hacían tertulia recordando al hermano
o el padre del mozo y diciendo: «Sí, Fulano, ese con el que hicimos noche en tal lugar y le
ocurrió esto y lo otro…», como si todos, o casi todos al menos, hubieran sido amigos
suyos en verdad. Todo esto sin que el cándido huésped llegue a sospechar siquiera que los
tales ancianos venerables no son más que una caterva de bribones, falsarios y
embrolladores. Alguien me contó que en sus veladas se registran usos harto curiosos que
revelan el alcance de su avaricia. Por ejemplo, la copa de la que beben tiene un círculo
dibujado que marca la cantidad de líquido que puede albergar y ninguno debe sobrepasar
su ración. Además, todos han de beber según un tumo riguroso y no se permiten más que
una pequeña cantidad de cosas de picar y sólo después de beber lo que les toca. Los trozos
de carne, los volátiles asados y otras suculentas viandas se las reparten a tenor de un
estricto sorteo. Ahora bien, los bienes del incauto ya son otro cantar: ahí sí que derrochan
sin tasa. Entre ellos no se permiten licencia alguna salvo en lo que concierne al mancebo,
que se convierte así en camero desvalido ante jauría de fieras. Y es que, en efecto, quien
de ellos le echa la mano encima acaba devorándolo sin clemencia.
En la misma ciudad tenemos a otra comunidad de viejos bujarrones conocidos por los
«peineros». Cada uno de ellos se abastece de gran cantidad de peines de ínfima calidad, de
esos que se venden por veintenas o más a un solo dírham. Los colocan en cestas y después
se hacen con un poco de la arcilla de frotar que se suele utilizar en los baños del Magreb si
bien no utilizan la del país sino otra procedente de al-Ándalus, mucho menos costosa en
tanto en cuanto la carga de un borrico no excede de medio dírham. Con esta arcilla llenan
otra cesta y salen ya de noche a cazar uno de esos garzones que comercian con su cuerpo.
Si topan con uno lo llevan a casa, donde no le ofrecen ni comida ni bebida alegando que el
muchacho ya habría cenado con toda seguridad habida cuenta de la hora tardía en que
estaban. Además, ya se las habrán compuesto ellos para no dejar a la vista nada a lo que se
pueda echar el diente, lo que les sirve de excusa para aducir que no son horas de cenas ni
refrigerios y que tampoco hay menester de prepararlos.
Después pasan la noche entera juntos y el bujarrón le promete que al despuntar el día
le agasajará con grandes manjares y le compensará por la frugalidad de la víspera. Al oír
la llamada a la oración del alba, momento en el que los tales tienen por costumbre
levantarse, dice al mancebo: «Por lo general, suelo levantarme a rezar a estas horas de la
madrugada pero vayamos a los baños y no regresemos a casa hasta que haya oscurecido».
Luego le da un peine y una bolsita con arcilla y le dice: «Mientras me visto, ve al
hammam tal, que ahora te alcanzo». El puto así lo hace y ocupa su sitio en el hammam.
Ésta será la última vez que vea al hombre; y lo peor de todo es que tiene que pagar de su
bolsillo la estancia en los baños, eso en el caso de poder hacerlo, puesto que algunos no
llevan dinero encima y se ven obligados a empeñar la ropa que visten.
Y por fin: el siguiente documento de investidura procede del máximo comendador de los
libertinos y va dirigido a su vicario en Alejandría, llamado al-Wahrani, Dios le perdone
sus excesos. Contiene muchos donaires concernientes a la materia presente y por ello lo
hemos creído conveniente para concluir el presente capítulo:
«Alabado sea Dios que ha disculpado todo extravío y prometido a todo mortal la
gracia de su perdón, pues como dijera en Su Libro: Mi compasión lo abarca todo[140]. A Él
dirijo mis loas lo mismo que la tierra alaba la lluvia que la riega y el amante el objeto de
su pasión; doy fe de que no hay más Dios que Él, el Único, el que no puede asociarse con
nada, y quiera Él que este testimonio me granjee el favor de los mozuelos y la dicha del
paraíso, en donde gozaré de la compañía de los imberbes. Doy fe de que Mahoma es su
siervo y enviado, fiel cumplidor de Su cometido y valedor de los miembros de su
comunidad que han pecado, que Dios le bendiga y salve a él y a su descendencia.
»He aquí lo que dispone el juez de jueces de los licenciosos, sostenedor de la grey de
los amantes apasionados, imán de díscolos y simuladores, belleza de tabernas y casas de
recreo, adorno de descampados y garzones putos, orgullo de jovenzuelos y bufones;
bicorne contemporáneo, risible empinavergas del Comendador de los Creyentes, quiera
Dios conservarlo en su función de regidor y le ayude a cumplir los preceptos de su cargo y
escoger los más preciados dones de su mando. Que nunca deje de favorecer el trato de los
sodomitas con sus mancebos abriendo lo que permanece cerrado y que asegure el
comercio de las rameras y ensanche sus dominios. Si así lo hiciere que sea tenido por cadí
supremo del libertinaje en tierras del islam, ejecutor de lo prescrito en almas y cuerpos y
gran juez en el Magreb, Siria y el Iraq.
»A ti juez bien amado, orgullo y estandarte de todos los jueces, perfume y soporte de
los pecados, pilar y sostén de garzones, yesca y eslabón de pederastas, belleza y venero de
calaveras, honor y oropel de adúlteros, alargue Dios tus alegrías y venturas, y expanda el
dominio de tus pecados. Que Él te aporte muchachos en abundancia y que tus cuidados
sigan procurando el bien de los amantes, que tus hombros sean poyales donde sostenerse
puedan los pies de las putas y tu hogar hervidero de mancebos, y que tus mejillas
conserven el color azafranado de los afeites fragantes. Así emitas tus veredictos en pleno
derecho y refrenes los actos de desobediencia, hasta el día en que hayan de vibrar las
trompas del Juicio Final.
»Estimado juez, que Dios alargue tus cuernos y empeñe en el vino tus prendas, que te
mantenga firme en tu depravación, el extravío de tu senda y tu pecador denuedo. Quiera Él
que continúes batiendo compañones y pervirtiendo a propios y extraños. Tú que eres el
más embustero y perspicaz de las gentes, el más tacaño en los dineros, diestro recitador de
embauques y pecador impenitente cual lobo desenfrenado: tras pedir a Dios Todopoderoso
que me inspirase la decisión más conveniente, te encomiendo los asuntos secretos de la
región de Alejandría. Cuídate, pues, de la persecución, haz uso ponderado de tu colegio
para aplicar las leyes y no dejes sin atar los cabos de la disoluta licencia ni te olvides de
abrir cualquier puerta que conduzca al vicio.
»Lo primero de lo que te prevengo, querido juez, es del excesivo temor de Dios y el
reparo a no hacer lo que Él prohibió. Si eliges la senda pía habrás de acelerar el tormento
en este mundo y sufrir el declive y la destrucción, desposeído de tus placeres y su
diversión; evítala, pues, como al sanguinario león y tenía por enemigo cruel; no te asomes
a ella más que de lejos ni la procures siquiera en los días significados ni fiestas de guardar
y piensa bien de Dios Todopoderoso y confía en el perdón del Clemente, el Magnánimo,
que a su paraíso sólo da acceso Su gracia y de Su tormento sólo libra la recompensa de Su
perdón. Si Él desea que algo sea, así lo favorece; mas si lo repudia, así lo entorpece. Trata,
por lo tanto, de retomar cuantas infracciones cometiste y solicita en lo que puedas la
intercesión de tu Profeta; y si ves que no te queda otro remedio que la devoción y la
piedad, haz del arrepentimiento tu última solución, pues ya sabes lo que rezan los versos:
Si sabes que tu juez será generoso y magnánimo
comete sin tasa cuantos más pecados puedas.
»Lo primero que te mando es que cumplas los preceptos del buen libar: a quien beba el
vino puro sin mezclar concédele concierto en tus asuntos y a quien lo tome con agrado
hazlo de los tuyos; mas a quien lo adultere o estafe en sus medidas, tírate una ventosidad
en sus bigotes y echa su familia a los perros. Te ordeno que dispongas en este asunto
según tu parecer y que no se siga por nadie otro proceder y te conmino a no sentar a tu
mesa a pesados ni tediosos ni tampoco a pendencieros. No transijas en ninguna cuestión y
seca el sudor del ebrio con las manga de tu camisa y muéstrate siempre presto a sacrificar
por él a tu madre y a tu padre. Jamás reprendas al compañero de libaciones si se expande
en su ardor ni le reconvengas si se te muestra afectuoso en exceso. Corre el velo del vino y
cubre así los excesos que con él puedan acaecer.
»También te ordeno que regules la grey de los garzones y en especial la de los más
imberbes y retoños, pues de quien te llegue que hace de menos o no ve lo que debe,
enderézalo con buen trato, avísale de las consecuencias del desacato y métele el meñique y
luego el anular. Y si aun así persiste en su corrupción y embustes agárrale los huevos y
llénaselos de piedras.
»Asimismo, te mando que tomes a todos éstos, grandes y pequeños, los lleves a las
alcaicerías y les vetes cualquier pendencia con sus clientes al tiempo que los proteges de
zafios y mezquinos. Insísteles en que en el mercadeo de su cuerpo radica su sustento y que
debe ser el puterío su máxima aspiración, que así se contenta el hábito de reyes y personas
principales.
»Te conmino, por lo mismo, a arreglar los asuntos de los que copulan tumbados y de
los mancebos de barba hermosa. Prevén a los amantes apasionados contra quienes se
depilan el vello de las piernas, se rasuran las mejillas con cristal, imponen precios
abusivos a los bujarrones o exceden el límite de lo consabido. Haz pública su
desvergüenza a los libertinos e inscribe su bajeza en los registros de simuladores y
falsarios.
»Te prescribo que te ocupes de los enemigos de la religión de entre los rufianes
versados y a quien sepas que ha sisado un dírham a un amante o ha hecho espuria
hermandad con un libertino para después dar falso testimonio contra él o engañarlo con
ardides, dale un buen cogotazo y escarmiéntalo del modo y forma más convenientes.
»Otrosí, te encargo que regules la materia de la palmada y el azote precisando lo que
en ella hay de beneficio en tanto en cuanto disipa los malos humores y alivia las
flatulencias. Exhorta, pues, a tus compañeros a hacer uso de ella y a tus súbditos a
soportarla sin pesar, clarifica sus beneficios y clasifica sus rangos. Regula cómo y en qué
condiciones debe darse la elección entre los amantes y vela por que el comercio sólo se
lleve a cabo en su lugar correspondiente y que los abrazos y señales de amor sean
mostrados en su sitio preciso. Dicho esto, no delegues este asunto en ignorantes, pues tú, a
Dios gracias, eres persona de entendimiento en todas estas materias. Adminístralas por
tanto con tu ciencia y mejor diligencia y dispon en ellas a tenor de tu ponderado criterio.
»También te mando que tomes en consideración a las tríbadas y rameras que observan
trato amoroso entre ellas, ya que si se las deja hacer y no se pone coto a su afición
terminan por valerse las unas a las otras y abandonan su comercio para entregarse por
completo a esta innecesaria pasión, con lo que se produce gran corrupción y se menoscaba
el mercado de mujeres debido a que nadie muestra interés en comprar tales mercancías.
Hazles recobrar el tino con el escarmiento y, en fin, encomendémonos a Dios nuestro
Supremo Protector».
CAPÍTULO IX
El primer precepto para ser un buen «dabbero»[142]: tener un pene pequeño, ya que si éste
es grande, el acto del dabb no puede llevarse a cabo. Quien pretenda darse a este menester
provisto de verga gruesa y larga sólo ha de conseguir que lo abrumen a collejas y
pescozones. Y si no, mirad lo que le aconteció a uno, dueño de un nabo considerable, que
quiso poseer a un imberbe gallardo mientras dormía. Éste, no más sintió el contacto de
cosa tan gruesa, se despertó y agarróselo con ambas manos mientras prorrumpía en gritos
de alarma. Al momento aparecieron gentes con linternas y se encontraron al chico con el
carajo del hombre aún entre sus manos. ¡Parecía el miembro de un borrico de tan enhiesto
que estaba! Entonces dijo el mozo: «Amigos, por Dios os conmino a decirme si con este
vergazo puede uno dedicarse al dabb. ¿Creéis acaso que yo o cualquier otro podría
soportarlo despierto? ¿Pues cómo habría de ser dormido?». No fue acabar de decir esto
cuando una lluvia de manos se cernió sobre el dabbero desde todos los lados[143].
Además, el buen dabbero debe proveerse de estos diez utensilios:
Abu Ishaq al-Kufi recitó ante unos contertulios esta estrofa en honor de un adolescente
que se dejó hacer al calor de la oscuridad nocturna y no se movió hasta que el hombre no
hubo satisfecho su deseo:
Lo vi despierto entre los bebensales
cuando todos los de la casa dormían.
Corrí a gozar de él y sentí que se encogía
y que estremeciéndome yo él crepitaba.
Si durmiese de veras no la tendría tiesa
ni abrazaría mis piernas en plena jodienda.
Del mismo:
Oh noche del encuentro con los amados, vuelve,
que la tristeza está ajando el curso de mis días.
No be regado mi noche y los delatores duermen,
pues en la somnolencia yacen muchas virtudes.
En el dormir hay momentos de gran importancia
durante los cuales anhelo cumplir mis deseos.
Oh noche de la unión, vuelve a este enamorado;
ilusión del tiempo, danos a los seres queridos.
Yalal al-Dîn Makram ibn Abu al-Hasan al-Ansari[148] escribió al respecto:
A un amado solicité anhelante la unión
o una promesa que aliviase mi baticor.
Rehusó y hube de pedir auxilio al vino,
el cual lo domeñó y le dio generosidad.
Entonces volví a requerirlo pero él se negó
exponiendo con denuedo los motivos de su no.
Yo lo dejé estar y le ofrecí más y más vino
hasta que cayó sumido en un sueño profundo.
Así obtuve mi propósito estando él dormido
sin que me contrariase con sus digos y redigos.
Después sentí nueva inclinación y volví a él
aprovechando que la ruta seguía expedita.
Mas temí su soberbia si volvía a despertar
y fui reanimándolo muy quedo y despacito.
Entonces vio lo que acaeció y ya despierto
comprendió sin que yo tuviera que hablar.
Así obran los enamorados con sus amados
si éstos racanean con el goce de la unión.
Abu Tammam dejó escrito lo que sigue:
Cuando la ebriedad veló su entendimiento,
durmió y con él los ojos de los guardianes.
Me acerqué a él desde mi puesto lejano,
cual amigo que sabe bien lo que procura:
disfrutar de él entre los vapores del sueño
y aspirar en su cuerpo el hálito del alma.
La noche entera se me fue en su disfrute
hasta que la aurora resplandeció de luz.
Besé el poso de saliva de entre sus labios
y sorbí embriagado la rojura de su boca.
Ibn al-Suli[149] cuenta que Ibn Bassam[150] le refirió el suceso que a continuación se
expone:
Amaba yo a uno de los criados de mi tío materno Ahmad ibn Hamdun y una noche que
me hallaba en su casa me levanté y fui hacia él con intención de ensartarlo. No estaría a
dos pasos de él cuando sentí la picadura de un escorpión y grité dolorido. Mi tío despertó
y preguntó:
—¿Qué haces aquí?
—Quería orinar.
—¿Ibas a orinar en el culo de mi criado?
Y entonces yo, por toda respuesta, recité estos versos:
Me deslicé entre las sombras para acudir a una cita
acordada con un embaucador de palabra incierta.
En la espalda del efebo esperaba un negro aguijón
que sabía muy bien el momento en que vendría.
No bendiga Dios a un escorpión tal que así lancea
al lancero que estaba a pique de su lanza clavar[151].
A esto respondió mi tío: «Así te maldiga Dios, sólo con escarmientos como el de esta
noche has de renunciar a tu depravación».
CAPÍTULO X
DE LO QUE ESCRITO ESTÁ A PROPÓSITO DE COMETER AYUNTAMIENTO CON LA MUJER A MODO DEL
HOMBRE CON EL HOMBRE, O EL COITO ANAL
Sobre este asunto han dicho los médicos que abusar del coito anal cuando la mujer está
embarazada hace que el niño nazca con inclinaciones pervertidas. Yo mismo he oído decir
a una persona de gran sabiduría lo siguiente, que no viene sino a sustentar esta teoría:
«Quien toma a su mujer por detrás y acaba teniendo de resultas un hijo invertido y
tomante no debe buscar otro culpable que él mismo».
Este acto se llama también el del «rito malikí», recibiendo la mujer que colabora en él
el nombre de «malikiya». Esta denominación se debe a que Malik[152], Dios se apiade de
él, declaró lícito este tipo de coyunda o eso afirman al menos algunas fuentes. Y es que se
cuenta que cuando el califa Harun al-Rasid lo mandó llamar para hacerle algunas
preguntas teóricas le inquirió acerca del coito anal y Malik respondió: «Muhammad ibn
Sahnun y otros compañeros del Profeta afirmaron que era lícito». También se dice que ya
en las postrimerías de su vida, cuando gran número de alfaquíes habían expresado su
disconformidad con él a este respecto, alguien le preguntó: «¿Vamos, no te desdices?».
Mas él repuso: «¡Cómo habría de hacerlo si todos los jinetes lo ponen en práctica!».
Muhammad ibn Sahnun aprueba esta práctica en una epístola basándose en el dicho
del Profeta trasmitido por ‘Abd al Rahman ibn al-Qasim de Malik, Dios se apiade de él, el
cual se lo había oído a Nafi‘[153] y éste a Ornar ibn al-Jattab, Dios esté satisfecho de él, en
el que se relata lo siguiente: «Un hombre fue a ver al Profeta, Dios le bendiga y salve, y le
dijo: “Enviado de Dios, he cambiado de sitio la silla de montar”. El Profeta le preguntó:
“¿Qué quieres decir?”. “He copulado con mi mujer por detrás”. Entonces, el Enviado de
Dios recitó este versículo: “Vuestras mujeres son campo fértil para vosotros. Disfrutad,
pues, de vuestro campo fértil como os plazca”[154]». Y Nafi‘ está considerado entre los
estudiosos de los dichos y hechos del Profeta como transmisor digno de toda confianza.
Además, hasta ahora no he encontrado otro hadiz que se oponga a éste o venga a decir lo
contrario. También podemos llegar a la misma conclusión por analogía, partiendo en este
caso de las palabras del Profeta, Dios le bendiga y salve, sobre la mujer en periodo de
menstruación: «Atad el delantal y dedicaos a la parte de arriba», es decir, que mientras
dure el flujo de sangre todo menos las dos «hendiduras» (la vulva y el ano) se puede tocar.
Ahora bien, cuando éste desaparece, también esos dos son lícitos.
El cadí Abu Muhammad ‘Abd al-Haqq ibn ‘Atiya afirma en su libro «Breve tesoro
sobre la exégesis del Libro de Dios» que algunos de los que interpretaron la aleya
«Disfrutad de vuestro campo fértil como os plazca» coincidieron en permitir la cópula por
detrás. Sibawayhi[155], por su parte, explicando el significado de annà, incluida en la
azora, afirma que esta partícula puede dar el sentido de «donde» y «como». Es decir, que
podría quedar también: «Disfrutad de vuestro campo fértil por donde queráis».
Ibn Abu Malika y Muhammad ibn al-Munkadir fueron los primeros en señalar la licitud de
esta práctica. Parece ser que Malik tomó esta versión de Qadd ibn Ruman que a su vez la
había escuchado de Salim y éste de Omar ibn al-Jattab. Malik dice: «Algunos compañeros
del Profeta refieren que un hombre cometió este acto en época de aquél y que la gente
empezó a hablar del hecho, por lo que fue revelada la aleya en cuestión».
En fin, esto es lo que se refiere sobre la posición de Malik al respecto. En cuanto al
asunto en sí, todavía sigue siendo motivo de polémica[156].
CHASCARRILLOS Y AGUDEZAS AL RESPECTO
Una mujer compareció ante el gran cadí ‘Abd al-Yabbar[157] y acusó a su marido de
mantener ayuntamiento con ella por detrás. El cadí hizo venir al hombre, que por un
casual había sido en su mocedad garzón del juez, y le pidió que expusiese el caso.
Entonces, el marido habló así: «Es cierto, le doy por detrás y ésta es mi costumbre y
también la del señor juez». Éste se arreboló al oír las palabras de su antiguo querido y no
supo qué decir.
Un hombre presentó una queja ante el cadí Ibn Samhun, que se ocupaba en persona de
los asuntos de sus súbditos. El demandante expuso: «Mi hija ama a Fulano el turco y éste
le da por detrás». El juez convocó al demandado y éste, que era un esclavo del mismo Ibn
Samhun, dijo: «Has de saber que esta costumbre la he adoptado de las gentes con las que
he tratado, las cuales han tenido el hábito de darme por el culo y ensartarme hasta la vejiga
e incluso el vientre. Después pasé a tu servicio y tú también me ensartas. No sabía, por
tanto, que tal cosa no se podía hacer». Ibn Samhun sintió grandísima vergüenza de resultas
de su parlamento y dirigiéndose al hombre le ordenó: «Anda, vete de aquí, badulaque, y
que Dios te perdone».
Un hombre le pidió a su mujer:
—Deja que goce de ti por detrás.
—No, que no permitiré que mi culo perjudique a mi coño por muy cerca que estén.
Preguntaron a un alfaquí sobre el hábito del coito anal y respondió: «Dios, ensalzado sea,
dijo “vuestras mujeres son campo fértil para vosotros”, y el trasero es el prado de la vulva,
así que si uno puede entrar en la alquería también puede hacerlo en el huerto».
Y ahora una anécdota referida por Ibn ‘Ayad al-Humsi:
Entré en la ciudad de la paz (Bagdad) con un cargamento de mercancías de Siria. Me
llegué al zoco y allí compré, vendí y obtuve mis buenas ganancias. Mientras deambulaba
por un callejón vino hacia mí una anciana y me dijo: «Hijo mío, aquí al lado hay una joven
que desea hablarte». La acompañé a una casa y al entrar vi a una mujer tan bella como la
media luna, rozagante y adornada de las joyas más rutilantes que jamás había visto. Su
apostura, beldad y perfección de formas me cautivaron hasta tal punto que me quedé
anonadado sin hacer otra cosa que recorrer con mis ojos los finos trazos de su rostro y el
dibujo de su hermoso y esplendoroso cuerpo. Ella, tras reparar en mi turbación, preguntó:
—¿Sabes por qué te he llamado?
—No, por Dios que lo ignoro, señora mía.
—Te vi orinando en un lugar y cómo te limpiabas el glande con agua. Comprobé así
que tu herramienta es pequeña y sólo podría servir para taponar mi ano. ¿Estás dispuesto a
venderla?
—Paréceme que estamos en una operación de venta al por menor. Pero tú has visto ya
mi género y yo sin embargo no conozco el tuyo. Enséñame pues lo tuyo y si me place lo
que veo no rechazaré tu petición.
Al oír mis palabras dijo la vieja: «Tiene razón el hombre».
La joven se tumbó boca arriba y alzó las piernas pegando los muslos a su pecho y
rostro todo cuanto pudo. Entonces dijo:
—Trae que la coja con la mano y la encamine hacia mi oquedad. Y si le conviene, te la
compraré.
—Sea como dices.
Acto seguido se descubrió unas asentaderas albas como la leche recién ordeñada y yo
miré la fina línea que dividía sus nalgas, las cuales exhalaban un delicado aroma de
almizcle mezclado con agua de rosas. Comprendí que se había frotado el trasero, a
excepción de la raja misma, con un perfume de suave fragancia. Ante tal visión no pude
refrenarme y besé con frenesí sus glúteos, embargado por una lascivia y una pasión que
nunca antes sintiera. Ella, al verme en tal estado, tomó un poco de aceite y engrasó con él
la entrada de su ano. Después tomó mi miembro entre sus manos y lo dispuso a la puerta
de la gruta diciendo: «Empuja, señor mío». Yo empujé y ella comenzó a hacerme vibrar
con un movimiento sinuoso de las nalgas de tal forma que la verga entera desapareció en
sus adentros y sentí un gran calor y estrechura en su interior. Ella emitía unos resoplidos y
contoneos que nunca pude imaginar propios de mujer ninguna. Así continuamos un
tiempo y no me desprendí de ella hasta que hube completado el cuarto envite. Entonces
abandoné la casa en compañía de la vieja pero yo no hacía más que volverme hacia atrás
aguijoneado por la curiosidad. Por fin, pregunté a mi guía de quién se trataba.
—Es una mujer de palacio y no se dedica a otra cosa que ésta que has visto. Dispone
de una gran fortuna.
—¿Es casadera?
—Sí.
Entonces volví a ella y la pedí en matrimonio. Ella aceptó y nos casamos,
permaneciendo juntos en armonía y placer continuos.
Cuenta al-Ziyadi[158] esta anécdota:
Andaba yo prendado de una hermosa mujer en Tabaristán a la que requerí durante un
buen tiempo. Por fin accedió a mis solicitudes si bien sólo me permitía solazarme con ella
una vez cada tantos días. Yo tenía una vecina a la que trataba con regalo y delicadeza por
si podía precisar de su ayuda y, en este caso, disponer de su casa para aparejar mis
encuentros con la mujer. Un buen día esta vecina me hizo llegar que la otra se hallaba en
su casa. Yo hice acopio de bebida y comida y me fui a verla presuroso. Cuando llegué
comimos y bebimos. Estando así ella se levantó a hacer un cometido y al darse la vuelta
en su ligera túnica pude apreciar la bondad de sus formas postreras. En verdad tenía el
culo más hermoso que yo jamás hubiese visto. La pasión se apoderó de mí y me sobrevino
un irrefrenable deseo de ensartarla por detrás. Mas no dije nada y me afané en darle de
beber hasta que sintió cansancio y se recostó. En ese momento me acerqué a ella y tras
ponerla boca abajo le descubrí las posaderas. Tan jugosas parecían que no pude por menos
que extraer mi instrumento y restregarlo en su orificio un buen rato para después hundirlo
en su interior. Parecía que mi verga navegaba en un homo de ensoñadora y delicuescente
calidez. Entonces, ella resopló, gritó, resolló por las narices y yo me cerní sobre ella
arreciando el empuje de mis acometidas. Al poco se calmó y copé toda la travesía de su
ano, que se amoldaba con estrecho vigor a mi herramienta, tras hundirme con fuerza en
ella. La embestí con ardimiento hasta derramarme. Entonces me puse en pie arrepentido
de lo que había cometido con ella, sospechando que mi exceso habría de significar el fin
de nuestra relación, y abandoné el lugar.
Al caer las primeras sombras de la noche la vecina me envió a alguien para pedirme
que volviese a su casa. Yo así lo hice y al llegar me dio un vestido bordado en oro, un
jubón de seda fina y una faja de Egipto con delicados motivos impresos mientras me
decía: «Te hace saber que ésta es tu recompensa por haberla tomado por detrás; y si te
mantienes constante en el placer que hoy nos has procurado también serán constantes
nuestras dádivas». Válgame Dios que a partir de ese día no hube de poner un solo dírham
de mi bolsillo para afrontar los costes de nuestra relación ni ella lo aceptó. Al contrario,
ella era quien me entregaba todo cuanto tenía y, desde entonces, disfruté con ella de la más
placentera existencia colmada de mil regalos.
Una mujer dijo a otra: «Si probases la coyunda por detrás te olvidarías del coño».
Otra mujer, Wuhayba Ibnat ‘Umayr al-Taglabiyya, dijo sobre la excelencia de esta
práctica: «El coito anal es la columna vertebral de la pasión amorosa».
Una mujer llevó a su esposo ante el juez y dijo:
—Dios te dé vigor, mi esposo come sobre la mesa puesta del revés cuando le llevo la
comida.
—La comida, la mesa y la casa son suyas; déjale obrar a su antojo, pues.
—No me refiero a eso sino a que no actúa de forma lícita y permitida.
—¿En qué te va a ti el asunto? Déjale andar por donde le plazca que todos los caminos
son de Dios, ensalzado sea.
—¡Te digo que no me refiero a eso sino a que este hombre me da por el culo!
—Magnífico, por Dios. ¿Qué puede haber mejor que eso?
Entonces la mujer se alzó con gran irritación y le espetó al juez: «Menudo juez estás
hecho, así te deslome Dios. ¿Qué le digo yo a mi marido después de esto?».
—Una mujer y un hombre comparecieron ante Abu Damdam[159]. Ella tenía el rostro
magullado y expuso que él la había rasguñado y herido. Empero, el marido manifestó:
«Que Dios conserve al señor juez muchos años. Esta mujer miente. Todo cuanto hice fue
arrimarme a mi esposa para ensartarla por el trasero mas ella, que estaba a cuatro patas, se
vino abajo y se dio de bruces con el suelo». Oídas las dos partes, el juez decretó: «Mujer,
la responsabilidad de lo que te ha acaecido es sólo tuya. A partir de ahora debes apretar
con más fuerza las rodillas para que no caigas de cara. Y en cuanto a tu marido, nada veo
en su conducta que merezca mi reprobación».
VERSOS Y RIMAS OCURRENTES SOBRE ESTE PARTICULAR
De Hammam[160]:
Temerosa vino sin que mediase cita alguna;
la cacé con las estrellas a punto de asomarse.
Le dije cuando su parlamento se prolongaba
y yo sólo pensaba en una parte de su cuerpo:
¿dime, estás conforme con el rito de Malik?
que yo soy ardiente entusiasta de la Malikiya.
Ella repuso: sí, me cuento entre sus fieles,
pues su rito se me antoja justo y convincente.
Así, pasamos la noche aclamando a Malik
y dando pruebas de que surcamos su senda.
Ibn al-Hayyay:
Menstruo y yo tenía desde hacía tiempo
deudas pendientes contraídas con su trasero.
Así que me abalancé raudo hacia su ano,
pues el otro lado pagaba su precio de sangre.
De Yalal al-Din Makram al-Ansari son los versos que siguen:
Sólo te solicito algo que para otros muchos resulta lícito
y si preguntásemos a Malik nos daría certero veredicto.
Aún no me has concedido cumplida respuesta mas todos
nos baldonan por cometer lo que aún no hemos hecho.
¿Qué te parece, pues, si confirmamos sus suposiciones
y evitamos que cometan pecado al acusamos sin razón?
Y, también de él, con idéntico significado:
Supone la gente en nosotros y también las lenguas
una costumbre que los corazones dan por segura y cierta.
Mas sólo se malician, y a veces pensar tal es pecado,
pues al hablar así de nosotros cometen falta inexcusable.
Acércate a mí y hagamos verdades de sus calumnias,
librándolos de la gran culpa que, por nosotros, soportan.
Y de al-Warraq[161] sobre un virago:
Pensó que vestidos de mancebo son más vistosos
y recomendables para el desenfreno y la lujuria.
Se alisa el pelo y se lo deja crecer a ambos lados
arremangándose la túnica tal como hacen ellos.
Practica cada día el juego de la maza y la pelota[162]
y arroja flechas y bodoques con gracia extrema.
¿Mas qué ardid ha de llenar la oquedad de su coño,
hondo y profundo que nada tiene de planicie?
CAPÍTULO XI
SOBRE EL SAFISMO O SIHAQ: ANÉCDOTAS, CHANZAS Y VERSOS. ELOGIO Y DIATRIBA DEL
LESBIANISMO
Los médicos dejaron dicho que el origen de esta desviación es ingénito, si bien no se
ponen de acuerdo en cuanto a sus causas. Algunos sostienen que la vagina se parece a una
horma, siendo por lo tanto muy semejante al pene en aspecto, con la salvedad de que el
miembro masculino está proyectado hacia el exterior y la vagina hacia el interior. Durante
la cópula, el pene se ajusta completamente al conducto de la vagina ocupándolo por
completo: es este hecho, precisamente, el que provoca el placer del contacto de ambos
miembros durante el coito.
Ahora bien, los médicos reconocen que así como hay penes grandes y pequeños, finos
y gruesos, también la vagina puede ser más o menos amplia y profunda. Y si a la sazón se
da la integración perfecta del uno al otro, se produce la unión placentera; pero si no se da
tal integración la mujer siente repulsión. Si coinciden, por ejemplo, una vagina angosta y
un pene grueso, la mujer tenderá a aborrecer a los hombres y a procurarse placer entre las
de su propio sexo. Al mismo tiempo, los hombres se alejan de las mujeres de vaginas
prietas, lo que empuja todavía más a éstas al tribadismo. Lo contrario —la travesía de un
pene reducido en una vagina extensa— también produce la repulsión de la mujer y le hace
desear trato únicamente con los miembros capaces de sondear sus profundidades.
Sobre este asunto comentó Ibn Masawayh[163]:
En los Libros antiguos he leído que el lesbianismo se origina durante la época de la
lactancia, si la madre consume grandes cantidades de apio, oruga y trébol, ya que las
materias nocivas que contienen estas plantas se concentran en los labios de la vagina de la
lactante y dan lugar a un picor constante en el interior de la vulva, algo similar al bagá o
picor que desazona el ano masculino[164].
Otra causa de safismo es la costumbre de utilizar a las esclavas desde su más tierna
infancia como proveedoras de placer para sus damas de tal modo que, en su época de
madurez, terminen por aficionarse a este hábito. Algo parecido ocurre con la lascivia y el
apetito sexual desmedido, como ya se verá más adelante. Toda tendencia sáfica derivada
de un hábito adquirido puede desaparecer con el transcurso del tiempo, pero no así la
ingénita, difícil de sanar e incluso tratar médicamente[165].
Otro galenos sostienen que el lesbianismo es un apetito natural producido por un
furúnculo invertido que nace entre los labios de la vagina y del que emanan unos vapores
calientes que producen agudo picor en las raíces del vello. Esta irritación únicamente
desaparece si se frota con otra vagina y cae sobre ella el «agua de la mujer». Ésta es la
única manera de sofocar el picor, puesto que el líquido, que sólo emana de la vagina de la
mujer durante el acto lésbico, es frío, al contrario que el cálido semen masculino, que no
hace sino redoblar el picor.
Has de saber, asimismo, que las proclives a este trato suelen llamarse a sí mismas «las
del gracejo». De este modo, si Fulana dice de otra que tiene «gracejo» habremos de
entender que se refiere a una tríbade. Despliegan una pasión pareja o mayor incluso a la de
los varones que mantienen relaciones con los de su mismo sexo. E invierten las unas en las
otras grandes sumas de dinero, tanto o más que los hombres con sus amantes, cantidades
que se cuentan por cientos e incluso millares. Yo mismo vi a una de ellas en Marruecos,
acaudalada y titular de abundantes posesiones, colmar sin tasa a su querida de oro y plata.
Y cuando se agotó su caudal le cedió, a despecho de las reconvenciones y protestas de la
gente, todas sus pertenencias, que alcanzaban un valor de cinco mil dinares.
Otro de los rasgos que las definen: el abuso de perfumes y afeites así como la extrema
pulcritud en el vestir y la procura de los mejores tejidos, instrumentos y viandas que los
lugares y los tiempos depararles puedan.
Sobre el acto lésbico:
La «amante» ha de colocarse siempre encima de la «amada», excepto en el caso de
que aquélla sea más delgada que ésta: de darse este último supuesto no habría más
remedio que invertir la posición para permitir que sea la de mayor peso la que dirija el
proceso de frotación.
Así que la menos corpulenta se tiende boca arriba con una pierna extendida y la otra
recogida. Después se descubre la vulva y se gira levemente hacia un costado. La otra se
sitúa entonces encima colocando uno de los labios de su vagina entre los de la que está
tendida y comienza a frotarla de arriba abajo. A la vista de esta práctica no es de extrañar
que se haya comparado el acto lésbico con el prensado (sahq)[166] del azafrán.
Si la de arriba comienza la fricción con el labio derecho, al cabo de un tiempo se
incorporará para dejar vía libre al labio izquierdo y así sucesivamente hasta que ambas
queden saciadas. En cuanto al frotamiento de los cuatro labios vaginosos a la vez en lugar
de colocar uno entre dos, ni es de provecho ni depara satisfacción alguna puesto que la
fuente del placer queda sin que nadie beba de ella. No está de más, por otra parte, utilizar
durante estas sesiones un poco de aceite de nuez moscada.
Hay otros requisitos que debe observar una tríbade que se precie: la coquetería, el
dominio del arte del gemir y el emitir sonidos armónicos con la garganta y la nariz, amén
de las palabras tiernas y dulces que avivan el fuego de la pasión. Esto último alcanza el
rango de arte entre las sáficas, las cuales rivalizan por demostrarse unas a otras sus
habilidades. Del mismo modo, las menos avezadas en el cultivo de la palabra ardiente y
delicada procuran con ruegos e insistencias que las maestras las instruyan en esta materia.
Se cuenta que Hubba al-Madaniya, una de las tríbades más conspicuas de su tiempo, le
dio un día a su hija el siguiente consejo: «Has de rugir con toda tu alma cuando alcances el
culmen del estremecimiento. Una vez, estando yo en el desierto, emití un rugido tal que
los camellos de Utman[167], Dios esté satisfecho de él, se dispersaron despavoridos y nadie
ha podido reagruparlos desde entonces».
Un literato de Damasco me contó no hace mucho lo que le narrara un juez egipcio de gran
autoridad y personaje preclaro entre los suyos:
Una noche, después de cerrar la casa y tomar algo de comida y ropa junto a otras cosas
que precisaba para pasar la noche fuera de ella, me dirigí montado sobre mi mula al
Qarafa, que no es sino como se denomina a los cementerios en Egipto. En estos lugares se
reúnen las gentes de Egipto con sus amigas con entera libertad y sin exponerse a molestia
alguna, pues tratándose de un recinto consagrado a la memoria de los muertos no se
impide a las mujeres que vayan allí a congregarse todas las semanas e, incluso, pasen la
noche en él, dentro de ciertos habitáculos construidos por personas piadosas con el objeto
de guarecer a quienes desean elevar sus plegarias nocturnas. Precisamente en uno de esos
habitáculos pensaba yo pasar la noche en compañía de mi familia.
Poco después de la puesta del sol pasaba yo por uno de los confines del cementerio
cuando me pareció escuchar un murmullo de respiraciones entrecortadas, resoplidos y
suspiros como nunca antes hubiera podido oír o imaginar siquiera. ¡Qué admirable la
armonía de sus ritmos y el equilibrio de sus melodías! ¡Cuán portentoso el tañido de unos
susurrados versos que acompañaban a aquéllos y excedían en dulzura los acordes del laúd
y los silbidos de la flauta! Intrigado, me acerqué a la turba[168] de la que procedían los
gemidos y me alcé sobre el estribo de la mula para ver lo que había detrás del muro.
Y he aquí que me encontré con dos mujeres tendidas sobre el suelo. La de abajo era
una esclava turca de talle esbelto cuya belleza haría palidecer a la luna… ¡Tal era el
candor de su piel y la esbeltez de sus senos! La que estaba encima, una mujer madura
entrada en carnes vestida con ropajes distinguidos, de buen ver y ciertamente coqueta,
aunque no tanto como la otra. Frotaba a la esclava y le musitaba palabras tiernas a las que
la otra, que sin duda alguna era su discípula, respondía entre jadeos.
Yo, al ver lo que acabo de describir, no pude contenerme y grité:
—¡Levantaos, malditas!
Acto seguido me dirigí a la puerta de la turba con la intención de cerrarla e impedir
que saliesen mientras yo iba a buscar a quien me ayudase a propinarles un buen
escarmiento. Mas cuando estaba llegando a la puerta, la que estaba amiba se levantó y,
como viera que la otra pensaba hacer lo mismo, le espetó: «¡No te muevas!». La esclava
turca se quedó tendida tal y como estaba, desprendiéndose de la túnica azul que la recubría
para dejar al descubierto un pecho de mármol y unos senos que más bien parecían
granadas. El vientre era un valle de nieve en cuyo centro destacaba un ombligo como
frasco de perfume y a cuyos pies se erguía la vulva, con sus labios entreverados de rojo y
blanco. Mientras me deleitaba con tal paisaje me dijo la tríbade:
—¿Qué me dices, bellaco inoportuno, habías visto antes algo parecido?
—A fe mía que no —respondí yo azorado.
—Aquí tienes a tu disposición un botín único dispuesto por Dios para que hagas uso
de él. Goza y después sigue tu camino.
Al escuchar tal invitación se me nubló el seso y, dejando a un lado los preceptos
religiosos, me dejé vencer por la tentación.
—¿Y qué se hace de la mula? —le pregunté.
—Yo me ocupo de ella —me respondió.
Así que desmonté y le di las riendas de la montura. ¡Por Dios que no sabía lo que
hacía! Entré en la turba y tras echarme el manto hacia atrás y desatarme los zaragüelles,
me levanté los faldones de la túnica y me tumbé sobre la esclava. Pero cuando ya mi
glande rozaba su vulva escuché el trote de la mula y los gritos de la mujer que repetía:
«¡Se ha escapado la mula, se ha escapado la mula!». Yo me levanté cuan rápido pude,
ardiente como estaba, para salir de la turba y correr en pos de la bestia, que brincaba como
loca por entre las sepulturas en la oscuridad de la noche. Yo corría tras sus pasos con el
pene enhiesto, los zaragüelles bajados y los ropajes trastocados, tropezando una y otra vez
con lápidas y tumbas.
Así estuvimos algún tiempo, la acémila de aquí para allá y yo detrás sin poder hacerme
con ella. Como la condenada de la bollera la había fustigado con saña cuando la soltó, la
mula no dejaba de cocear a quien osara acercársele. Y yo componía espectáculo tal que, si
ya de por sí provocaría la hilaridad del más desdichado de los mortales y haría demorarse
al mayor de los apresurados, caso de ser retratado sobre un papel, imaginaos el alborozo
que sin duda habría de causar a quien pudiera presenciarlo con sus propios ojos.
Y coincidió que la mula sintió hambre, pues ya había pasado la hora de su forraje, y
saliendo del cementerio tomó el camino de la ciudad conmigo detrás. No quería perderla
de vista no fuera a tragársela la oscuridad o se la llevase alguien. Durante mi carrera me
cruzaba con gentes diversas que al verme de esta guisa me llamaban, pero yo no paraba
mientes. Y mientras me desmandaba en pos de la montura podía escuchar la voz de la
maldita que de mí se había burlado, acompañada por las risas de su compañera:
—Vuelve, señor juez, ¿adónde vas tan deprisa?
La mula no paró de trotar hasta que no llegó a la puerta de la casa. Grande fue el
oprobio: muchos, algunos de ellos conocidos, me vieron correr en el modo y manera que
ya he descrito.
Un personaje de rango hablaba con un libertino y al suscitarse el asunto del tribadismo
dijo: «Ya me gustaría a mí ver a dos en plena faena». A lo que el otro respondió: «Si tanto
lo deseas, no tienes más que volver a tu casa y entrar muy, pero que muy despacito».
ELOGIO Y JUSTIFICACIÓN DEL SAFISMO
Algunos sostienen que las mujeres se dieron al tribadismo por miedo a la preñez y sus
afeamientos. En este parecer, narra Isma‘il ibn Muhammad que una alcahueta le dijo un
día a una joven:
—Fulano te quiere.
—Y yo a él.
—Entonces, ¿por qué no lo visitas?
—Por miedo a que pasemos a ser tres.
Le dijeron a un hombre: «Tu mujer tribadea». Pero él contestó: «Siempre y cuando me
libre de los estragos que causa la preñez, por mí que haga lo que le plazca».
Exactamente lo mismo contaron a otro, el cual respondió:
—Así es, yo se lo he mandado.
—¿Por qué?
—Porque resulta más saludable para los labios de su vagina, más puro para su clítoris
y de mayor utilidad para ella misma, pues así sabrá valorar en su justa medida las virtudes
de la verga cuando ésta realice su tarea.
Decía Warda, gran comendadora de bolleras:
«Nosotras las sáficas nos arrejuntamos con las de blanca y suave piel y de cuerpo
tierno y lozano cual caña de bambú. Nos gustan las que tienen boca de margarita,
mechones como la seda negra, mejillas como amapolas y manzanas de Líbano, senos que
parezcan granadas, vientres ondulados en finos pliegues, vulvas de fuego recóndito con
labios más gruesos que la vaca de los hijos de Israel[169] y clítoris tan protuberante como
la joroba de la camella de Tamud[170], y una hendidura tan grande como la de los cuartos
traseros del ternero de Ismael, alba como el marfil y tersa como el terciopelo, depilada y
perfumada de afeites de azafrán y almizcle como los que usaba Cosroes[171] en mitad de su
palacio. Mujeres con las sienes cubiertas de rizos y cuellos ornados de perlas y zafiros,
vestidas con túnicas del Yemen y velos de Egipto. Con ellas nos recogemos, haciéndoles
tiernos reproches amorosos y deleitándolas con melodías suaves que desvelen sus
párpados y arrebaten su corazón. Después, cuando ponemos nuestros pechos sobre los
suyos juntando nuestros cuellos y los labios de la vulva. Y cuando nos acoplamos y
unimos entremezclándonos, retumban nuestros gemidos y se enardecen los sentidos, el
ardor nos inunda las sienes y toda medida y criterio desaparecen para dejar paso a un amor
visceral y desbocado, a una pasión desbordada de gestos arrebolados, lametazos y
pellizcos, estremecimientos y sacudidas, suspiros y gemidos, resoplidos, resuellos y
rugidos, de tal modo que si fueran oídos de las gentes, éstas gritarían despavoridas: «¡Son
las trompetas del Juicio Final!». Alzándonos y bajándonos entre guiños y muecas, abrazos,
estrujamientos y apretones, besos, envites y vuelcos y revuelcos que en ningún momento
resultan incómodos o molestos.
Todo ello con hábito egregio y murmullos excelsos hasta que, habiendo llegado la hora
del éxtasis y cesado el alboroto, puedes oler una fragancia semejante al perfume de las
rosas blancas de marzo y un aroma embriagador cual vino de taberna mientras nuestros
miembros yacen trémulos y renqueantes como las ramas del sauce azotado por la lluvia. Si
los filósofos contemplasen este nuestro proceder se quedarían sumidos en la perplejidad al
tiempo que los que gustan del regocijo y las emociones sublimes volarían de placer».
VERSOS AL RESPECTO
De al-Ma‘arri[172]:
De las cosas más admirables de nuestra época,
y no la dispuso Dios por olvido o débil promesa,
dos que a la noche yacen en un lecho juntos
y amanecen al cabo con un tercero a su vera.
De una:
Bebí el vino por ley del amor y el galanteo
y me refugié en el tribadeo por miedo a la preñez.
En la intimidad tuve juntanza con mi amada
y fui más diestra en la tarea que cualquier hombre.
Si al tribadear me siento cómoda y dichosa
no tengo menester de varón o cualquier otra cosa.
Además:
Cuántas veces habremos bolleado, hermana:
setenta razones pesan más que la visita de un glande
y la preñez cuya presencia agrada al enemigo
y despierta las agrias reconvenciones de las gentes.
Con lo nuestro no nos castigarán por adulterio
y eso que el tribadeo resulta mucho más placentero.
Y por último:
Con mi amada me basta y dejadme de vergas,
que los estragos de éstas bien los sabe el destino.
Si oigo decir a algunos: «Fulana está preñada»,
mi pecho sufre gran dolor por la criatura ilegítima.
Ninguna excusa hallo para los padres de ésta,
porque el adulterio se me antoja algo inaceptable.
DIATRIBA DEL SAFISMO
Una escribió a una antigua amada que se había casado: «Hermana, si todas las que ven un
bastón se apoyan en él porque sienten flaqueza y se complacen con su sostén nada tendría
que reprocharte. Pero no porque te agrade lo uno deberías abandonar tu costumbre de
caminar en la noche, lo cual le es más necesario a tu cuerpo y espíritu». Pero la ex amante
repuso: «Hermana, bien me regocijaba yo con el tañido de los panderos hasta que oí el
silbido de la flauta. Entonces brotó en mi corazón una determinación que no ha de
desbaratar más que la muerte. No te abrumes, pues, porque deje de ir a ti y se me haga tan
liviano prescindir de tu presencia a la vista de los beneficios de que ahora disfruto».
A otra le ocurrió algo similar con una amante que un buen día probó placer con varón
y ya no lo dejó: «Si el almuédano no descendiese del almimbar nadie se pondría de pie
para rezar. ¿Por qué entonces esta súbita fascinación por un cubo que ya ha bajado a
cientos de pozos y ahora tiene los bordes mellados y la cuerda roída? Vuelve a tu tino y te
convencerás de que en verdad pasear por las floridas praderas es más sencillo y dulce que
hacerlo por los recovecos de la montaña». Y he aquí la respuesta: «Hermana mía, antes mi
vida eran sopas de cebolla y no sabía ni de guisos de carne ni de pescado. Mas cuando los
probé juré no comer jamás otra cosa. No, por tu vida y por la mía que jamás volverás a
poner el pie en mi casa; saca, por lo tanto, de tu corazón el amor que por mi sientas,
puesto que en el mío ya no hay cabida para tu estima, ahora que otra cosa anida en él y
sólo con la muerte ha de partir».
Una vez preguntaron a una bollera empedernida: «¿Cómo pasaste la noche?». «Llevaba
deseando catar la carne desde hacía veinte años y por fin, ayer por la noche, me quedé
saciada».
Otra reparó en un hombre dotado de considerable herramienta y se dijo: «¿Un almirez
como ése en el mundo y yo batiendo mi mortero con la mano? Quiá». Y sin mayor
dilación corrió a casarse.
Versos sobre la materia:
Que Dios maldiga al prensado y al azafrán,
que las de su género han corrompido a las mujeres libres.
Declararon la guerra sin lanzas ni jabalinas,
mas tan sólo con el repiqueteo de escudos sobre escudos[173].
Del mismo jaez:
Por Dios, no dudes que si mi carajo topa contigo
entre la madrugada y el último estertor de la noche,
sabrás que todo eso del tribadeo es pura falacia
y que la verdad reside en la punta de un buen nabo.
Otros:
Ay de ti, puta putona, traidora felona,
cómo te place frotar vello con vello.
¿No sabes que toda casa con techo
debe tener una columna en el centro?
Asimismo:
Vosotras que gustáis de los friccioneos
despertad: follar da más placer que frotar.
Espabilad, que el pan a secas no sacia:
precisáis de condumio y no de más miga.
Queréis abrir agujeros con cosas huecas,
¿qué persona cabal querría una cosa tal?
¿De qué puede servir un cincel sin punta
si algún día se precisa de él para hender?
Y estos que pintan de forma pareja:
Abandona este tribadeo que te cautiva con embustes,
que nunca se ha visto a nadie saciado con sólo frotar.
Procura aferrarte con denuedo a vara larga y gruesa,
que con ella bien hondo y hasta el fondo te surcarán.
¿Cuándo has visto, así te maldigan, que la oquedad
pretenda rellenar su interior con la huera vaciedad?
Y por último:
Decid a quien anhela con ardor el tribadeo,
prohibido por Dios, pues nada tiene de bueno:
te equivocas, mujer de hermosura plena, si
pones a doña Bollera en el lugar de don Cipote.
CAPÍTULO XII
PARTE PRIMERA: Sobre las causas del afeminamiento según los filósofos.
Si el carácter natural del individuo tiende en la infancia a la frialdad y la humedad hasta el
punto de debilitar la participación de uno de los tres órganos fundamentales en la
constitución del cuerpo que son el cerebro, el hígado y el corazón, o bien de dos o de
todos a la vez, se produce una anomalía en la constitución del varón y la hembra, en la
disociación del alma racional y la animal y en el sistema reproductor, con todo lo que
pueda derivarse de cada una de estas circunstancias o de dos o tres de ellas a la vez.
Por ello, cuando el frío y la humedad dominan el carácter del niño hacen que éste no
se desarrolle de forma natural y acabe teniendo un temperamento y constitución similares
al de los eunucos en tanto en cuanto que el resto de sus rasgos permanecen intactos y sin
daño por lo que se refiere a la virilidad. Es sabido que el varón, si carece de alguno de los
elementos corporales característicos del sexo masculino, entra dentro de la categoría de los
eunucos o capones y no en el de las mujeres, ya que la feminidad viene dada por la
presencia de los órganos reproductores femeninos mientras que el capón no tiene nada en
su apariencia que le distinga del varón salvo la incapacidad para cometer el acto venéreo
y, por lo general, la imposibilidad de que le crezca barba.
Si esta lacra se manifiesta únicamente en el alma animal, tendremos un individuo
invertido, afectado y afeminado que tendrá las mismas apetencias que las mujeres aun
cuando su aspecto externo sea el de un hombre y mantenga intacta su capacidad mental y
de gobierno. Si lo que resulta dañado es únicamente el alma racional, el sujeto mostrará
propensión al gangueo, la molicie y la fragilidad de carácter, la coquetería y los melindres,
la procacidad en sus actos y la búsqueda de lo reprobable en detrimento de su hombría y
sin que le importe su estima ni el quebranto de su dignidad como persona, ya que ésta y su
honra, cuerpo y bienes se convertirán en simples medios para sustentar su afición.
En el caso de que sean dos los órganos de los antes referidos los afectados por esta
anomalía podremos apreciar resultados similares y peores aún; y lo mismo puede decirse
en el caso de que todos los órganos se vean perjudicados. Y es que el temperamento del
invertido no se asemeja al del hombre, sino que debe englobarse en el de la mujer, si bien
cada individuo registra un grado mayor o menor de afeminamiento según sea la incidencia
de la anomalía citada.
PARTE SEGUNDA: Sobre los nombres de los invertidos pertenecientes a los asociacionistas
de entre la tribu de Qurays y los cantantes del Hiyaz, y quienes de entre ellos llegaron a
ser notorios y conocidos de todos.
En este grupo cabe destacar a: al-Hakam ibn Abi al-‘Asi, Masafi‘ ibn Siba (de los bani
‘Abd al-Dar ibn Qusay), Abu Yahl ibn Hisam (de la familia del Profeta), Habbar ibn al-
Aswad, Hisam ibn al-Walid ibn al-Mugira, Ya‘far ibn Ruba‘a al-Aidi (de los Bani
Majzum), al-Garid ibn Wail al-Sahmi, Jálid ibn Usayd ibn al-‘Ays y al-Nadr ibn Harit ibn
Kalda (de los Bani ‘Abd al-Dar), el cual ganó prez como tañedor de laúd[175].
En cuanto a los que se convirtieron en personajes proverbiales:
Se solía decir que «eres más invertido que Hayt o que Tuways» o «más que Dalal» o
«más que el del culo amarillo».
Hayt: vivió en el época del Profeta (Dios lo bendiga y salve). Era un esclavo liberto de
‘Abd Allah ibn Abu Omayya al-Majzumi, quien a su vez era el hermano de Umm Salma,
mujer del Profeta (Dios lo bendiga y salve). Éste se regocijaba mucho con las ocurrencias
de Hayt y debe decirse que sus mujeres no se ponían el velo cuando había invertidos en
casa, al contrario de lo que estaban obligadas a hacer en presencia de cualquier otro
hombre[176]. Una vez, el propio Hayt entró en casa de Umm Salma y el Profeta (Dios lo
bendiga y salve) y allí se encontró con su antiguo señor ‘Abd Allah, a quien habló así:
«Señor, si Dios tiene a bien concederte que conquistes al-Taif, te recomiendo que reclames
como parte de tu botín a Badiya, la hija de Gilan ibn Salma al-Taqafi, ya que se trata de
una joven esbelta, donosa y de ojos grandes y hermosos. Cuando habla extasía y cuando se
pone en pie fascina. Si toma asiento parece un edificio egregio de sólidos cimientos.
Recibe con cuatro y se da la vuelta con ocho. Su boca es una amapola y entre las piernas
alberga una gran copa vertida».
Entonces, el Profeta (Dios lo bendiga y salve) le dijo: «Me parece que has perdido el
juicio, enemigo de Dios», pensando que, en efecto, el hombre no andaba en sus cabales.
Por lo tanto, enseguida mandó que no le dejasen visitar a sus mujeres y que lo llevasen a
un lugar situado a las afueras de la ciudad en el que sólo se permitía la entrada de los
rebaños que allí pastaban. El hombre vivió desterrado hasta que Utman ibn Affan fue
nombrado califa. Algunos sostienen que el Profeta también le dijo: «Te tenía por uno de
esos impedidos que nada precisan de las mujeres y por lo tanto no ponía reparo alguno en
que vieses a mis esposas». Y al momento, sospechando que Hayt no era tan inocuo como
parecía, dispuso su destierro. En cuanto a alguna de las oscuras descripciones realizadas
por Hayt en su parlamento con ‘Abd Allah, la comparación con un «edificio egregio»
redunda en la excelencia de las posaderas de la aludida; «recibe con cuatro y se da la
vuelta con ocho» quiere decir que cuando la mirabas de frente veías cuatro pliegues en su
vientre y cuando se giraba, cuatro más, los cuales sumados a los otros cuatro dan
ocho[177].
Tuways: era, además de pauta de invertidos, prototipo de personaje funesto y de mal
agüero[178]. Y es que vino al mundo la noche en que se fue de él el Enviado de Dios (Dios
lo bendiga y salve), dejó de mamar del pecho de su madre justo el día en que falleció Abu
Bakr, Dios esté satisfecho de él, fue circuncidado el día que mataron a Utman, Dios esté
satisfecho de él, y tuvo un hijo el día que acabaron con la vida de ‘Ali ibn Abi Talib, Dios
esté satisfecho de él. Tuways fue quien comenzó a cantar en árabe clásico en Medina y el
primero en darse a conocer como invertido.
Se cuenta que en Medina había un afeminado llamado al-Naqasi que, según le dijeron
al gobernador de la ciudad, Marwan ibn al-Hakam[179] no recitaba el Corán. El gobernador
ordenó que lo trajeran a su presencia y le habló así: «Recita la madre del Libro»[180]. Al-
Naqasi respondió: «Por Dios, que ni siquiera tengo trato con las hijas cómo voy a recitar a
su madre». El gobernador mandó que lo prendieran y lo hizo matar. Acto seguido dispuso
una recompensa de diez dinares para todo aquel que llevase a un invertido ante él. Cuando
Tuways tuvo conocimiento de esto, exclamó: «Me temo que no me va a dispensar a mí
mejor trato que a los otros». Y de inmediato abandonó la ciudad y se instaló en al-Mirbad,
a dos noches de Medina, donde murió ya en época del califa Walid[181].
Dalal: natural de Medina, su verdadero nombre era Mayid pero todos le conocían por este
apodo, dalal, que significa el «coquetón», pues era el más hermoso de rostro de entre
todos los invertidos de su tiempo, así como el más garboso y rozagante en el vestir[182].
Dalal fue uno de los invertidos de Medina que sufrió la castración y se cuenta que al cabo
de la operación exclamó: «Ahora sí que me han invertido del todo». Otros afirman que
Tuways, quien también sufrió la amputación de sus órganos genitales, comentó: «Ahora
nos han hecho la gran circuncisión, la cual nos era tan precisa. ¡Ojalá lo hubieran hecho
desde el principio!». A lo que Dalal añadió: «Sí, he aquí la gran circuncisión, necesaria
para cualquier invertido demediado que se precie». Como quiera que las razones de esta
emasculación aparecen consignadas en los libros de historia, nosotros no entraremos en
más detalles al respecto y no nos saldremos de la senda que hemos venido siguiendo hasta
ahora, a saber, exponer las historias más curiosas y picantes sobre las diversas materias,
relatos que no habréis de hallar o a muy duras penas en los libros de quienes nos
precedieron[183].
Así, se cuenta que Dalal fue sorprendido en cierta ocasión con un mancebo y que
ambos fueron llevados a presencia del emir. Éste le reprendió:
—¡Depravado, lascivo!
—Que las palabras de tu boca se eleven hasta las puertas del cielo.
—Enemigo de Dios, ¿es que no disponías de espacio suficiente en tu casa y has tenido
que salir al desierto a dar rienda suelta a tu lujuria con este muchacho?
—Si hubiese sabido que el emir iba a sentir tales celos y que le habría gustado ser él
quien se regocijase con el chico no habría salido de mi casa.
Al oír estas palabras, el emir ordenó a sus guardias:
—Desnudadlo y aplicadle la sanción que dispone la ley.
—¿Pero qué más sanciones me queréis aplicar si no hago más que recibirlas día tras
día?
—¿Y quién te las impone?
—Los musulmanes con sus vergas.
El emir, volviéndose de nuevo a los guardias, les conminó:
—Vamos, tumbadlo y sentaos sobre su espalda.
—Se me antoja que el emir desea ver cómo me folian.
—¡Ponedlo en pie, así lo maldiga Dios, y paseadlo por toda Medina en compañía del
chico para que lo escarnezcan las gentes!
Los servidores del emir así lo hicieron. Uno que los vio pasar de esta guisa preguntó a
Dalal: «¿Qué es esto?». «El emir tenía deseo de unir a dos hombres y me ha arrejuntado a
mí con este muchacho. Luego nos ha hecho salir a la calle y ordenado que se difunda
nuestro asunto. Y no se te ocurra decir que actuando así se ha convertido en un perfecto
alcahuete, que ya verás cómo se enfada». Tal parlamento no tardó en llegar a oídos del
emir, el cual, convencido de que no había forma de escarmentar al hombre sin que lo
pusiese en evidencia, ordenó: «¡Soltad a los dos, malditos sean!».
El del culo amarillo: conocido también como «Abu Yahl» (el ignorante). Cuentan que
tenía por costumbre untarse las antífonas con azafrán para perfumarse y complacer a su
jinete. Otros, no obstante, niegan este extremo y apuntan a que «culo amarillo» es una
expresión que los árabes del desierto dirigían a las personas que vivían en el lujo y la
opulencia. También se rumoreaba que Abu Yahl, cuando lo acuciaban las arremetidas de
su enferma lujuria, se desnudaba, se subía a un dromedario y se restregaba con la joroba.
También, iba a buscar guijarros a los pedregales en las horas de mayor calor y se frotaba el
culo con los que estaban más calientes mientras decía: «Por el rostro de Lat[184],
conténtante con esto mientras no haya un hombre a mano».
De lo que acaeció a un invertido con el califa omeya Omar[185]:
Vivía en Medina un invertido que había expandido su vicio por entre los habitantes de la
ciudad. El asunto no tardó en llegar a oídos del califa, que ordenó a su gobernador en
Medina que se lo enviase. Cuando se lo llevaron, el califa comprobó que se trataba de un
viejo con la barba tintada de blanco y con los pies y las manos teñidas del mismo color, tal
y como solían tener por costumbre las mujeres de la ciudad. Omar lo examinó con
atención y luego le dijo:
—Avergüénzate de tus canas. ¿Sabes el Corán de memoria?
—No, padrecito mío.
—¡Cómo que «padrecito mío»! ¡Que Dios demedie a tu padre y a ti con él!
El califa guardó silencio unos momentos y luego le volvió a preguntar
—¿Sabes recitar al menos algo del collar de perlas?
—¿Y qué es el collar de perlas?
—Son las azoras más breves del Corán.
—Sí, sé la del «Alabado sea Dios…»[186] pero siempre me equivoco en dos sitios.
También puedo recitar «Me refugio en el Señor de la aurora»[187], pero aquí cometo tres
errores. Ahora bien, la de «Di que Él es el único Dios»[188] me fluye como agua de
manantial.
—¡Llevadlo a prisión y asignadle un maestro que le enseñe el Corán y los preceptos
del rezo y la ablución! Dadle cada día tres dírhames y otros tantos al maestro y no lo
soltéis hasta que no haya memorizado el Corán.
Así se hizo. Pero el viejo, cada vez que se aprendía una azora, olvidaba la anterior.
Cuando se cansó de tal situación, hizo llegar al califa la siguiente petición: «Príncipe de
los Creyentes, envíame a alguien que te vaya transmitiendo paulatinamente lo que
aprendo, pues no soy capaz de asimilarlo todo de una vez». Omar se dio cuenta de que sus
esfuerzos no servirían de nada y exclamó: «Me temo que los dírhames empleados hasta
ahora se han gastado en vano. Si con ellos hubiésemos saciado a un hambriento, vestido a
un desnudo o asistido a un necesitado habríamos hecho mejor inversión». Después lo
mandó llamar.
—Recita: «Di: vosotros los infieles…».
—Ay, que Dios nos dé salud. Has metido la mano en el zurrón para sacar precisamente
lo más correoso y duro que hay en él.
Omar, al oír esto, ordenó que le zurrasen en la nuca y la espalda y que después lo
devolviesen a su celda. Camino de ésta última, el viejo comenzó a cantar la coplilla que
dice:
Desvíate de tu camino y ven a darme una buena noticia…
Esta cancioncilla era muy conocida y está registrada en el Kitab al-agani (Libro de las
canciones). Los guardianes que lo custodiaban, admirados de su bella voz, lo dejaron ir
diciéndole: «Ve a donde te plazca en buena lid».
PARTE TERCERA: Semblanzas de los invertidos contumaces más conocidos de los periodos
omeya y abbasí.
Suhayl ibn Mahindar el kurdo, médico de Bagdad, refiere el siguiente suceso:
Un afeminado, conocido por su agudeza y tenido por adalid de los suyos en la ciudad
de Bagdad, vino a verme un día y me dijo:
—Señor, mucho me han encomiado tu saber y ciencia y por eso he recurrido a ti, para
que me recetes un medicamento que me contenga y me mantenga firme. La relajación de
mi ano ha llegado a un extremo que contradice mis años y mi estado, ya que no deja de
hacerse más y más grande. Y me sospecho que todo es producto de cierta contingencia que
me sobrevino hace algún tiempo, aunque, todo debe decirse, qué dulce contingencia.
—¿Cuándo comenzaste a padecer lo que dices? ¿Qué contingencia es ésa?
—Hace tres meses me hallaba yo paseando por unos jardines cuando vi a un hombre
muy bien plantado y hermoso de rostro. Me las arreglé para quedarme a solas con él y le
pedí que me tomase allí mismo. Le di el dinero que llevaba y aceptó. Al momento sacó
una verga inmensa que parecía la pata de una cría de camello, con un capullo rojo como
un cachorro de perro recién nacido. Me la hincó con tanto ímpetu que no dudé que había
llegado al fondo de mis entrañas. Cómo lo sentía: se me antojaba inmenso como la pierna
de un toro debatiéndose en mi interior. Así estuvo tres horas y más, acometiendo y
horadando mientras yo me sentía desfallecer, extasiado por su buen follar, su mejor
aguante, la habilidad de que hacía gala para llegar a todos los recovecos de mi interior y la
abundancia y premiosidad con que se vertía y me inundaba dando de beber a mi corazón y
escanciando todos los órganos de mi cuerpo. Luego se desprendió de mí y al hacerlo me
aflojó el vientre y me produjo gran flujo de sangre sin que yo me diese cuenta en ese
momento. Yo, de tanto placer y gozo como tenía, no reparé en mis heridas ni sentí
incomodidad alguna durante todo ese día. Pero cuando remitió mi excitación y se calmó
mi deseo comencé a padecer gran dolor y comprobé que aquello se me había relajado y no
se ponía tenso, que no dejaba de abrirse en vez de cerrarse y que sangraba y sangraba sin
cesar.
Tras oír su explicación, le receté lo que a las doncellas cuando las desvirgan: refriegas
con vino, mirto y otras sustancias astringentes. Puesto que su modo de describir tales
dolencias me había admirado le pregunté con el ánimo de prolongar la conversación:
—Y te ordeno que no vuelvas a hacerlo.
—Por muy dolorido y quejoso que puedas verme, estoy resuelto a probarlo de nuevo
en cuanto vea a ese hombre. ¿Cómo voy a soportar no tenerlo otra vez si aún conservo en
mi recuerdo la grandeza y excelsidad de nuestro encuentro y la memorable salida de su
miembro? No, que es algo que no puedo olvidar así me muera, esa largura que excede
cualquier medida, ese grosor, esa plenitud sin par. Y, en el momento de verterse, su cabeza
que se hincha y comprime, su rostro que se ensancha, con los rasgos trastocados, la nariz
que se alza, la saliva copiosa que inunda la boca, el occipucio prominente, las yugulares a
flor de piel, todas las venas encendidas y la piel dibujada por mil pliegues, las entrañas
entumecidas y la piel de su cuello tensa y estirada. Y no creas que tanto esfuerzo lo agotó
ni que el verterse lo relajó o marchitó, sino que le dio nuevas fuerzas y lo excitó aún más.
Y si bien es cierto que el dolor me ha derrengado y que me veo abrasado de resultas de
este suceso, mi alegría al reparar en mi estado y mi dicha al comprender la bendición de
aquel encuentro superan con creces el caudal de este padecer que me aflige.
—¿Pero qué alegría y dicha son ésas que redoblan tu mal y acrecientan tu dolor?
—Alegría y dicha de poder albergar en mis entrañas esa sublime verga, a la que tengo
en la más alta consideración, y haber sido escenario de sus travesías por lo más recóndito
de mi placer. Alegría y dicha por tener la capacidad de soportar su descomunal presencia,
su horadar incesante, su hinchazón y la copiosidad de su escanciado.
—No te asista Dios, que no te prescribiré nada para que sacies tu pasión ni para que
rehabilites el órgano que te da placer.
Dicho esto, lo dejé y eché a andar.
PARTE CUARTA: Donaires y gracias de los invertidos de nuestra época.
Un hombre de letras de Egipto, donde este mal afecta a un buen número de personas, da
cuenta de este suceso:
Había en nuestra ciudad un viejo versado en medicina tocado por este vicio. Era
hombre engreído, de natural soberbio y dado a la altanería en su oficio. Tenía una tienda
adonde iba a sentarse. De vez en cuando iban a ella los personajes principales de la ciudad
pero él ni se dignaba ofrecerles asiento y apenas si les dirigía la palabra con cierto desdén.
Solía sentarse en un banco pequeño cubierto por una colcha en el que sólo cabía una
persona. Un buen día que el viejo se hallaba recostado en su banco acertó a pasar por el
lugar un hombre egipcio que le preguntó:
—Buen hombre, desearía preguntarte algo.
—Habla pues.
—Sufro una terrible comezón y escozor en la boca de las posaderas.
El viejo, no bien oyó tal cosa, le prestó gran atención y le pidió más detalles:
—¿Desde cuándo persiste tal padecimiento?
—Desde hace una temporada; sin embargo, me daba vergüenza hablar del asunto.
—Estimado señor, ¿acaso se trata de algo de lo que debamos sentimos avergonzados?
Por Dios, que es únicamente ahora cuando soy consciente de los bienes con los que
nuestro Señor ha tenido a bien distinguirte. Se me antoja por el aspecto, los rasgos, los
síntomas y las circunstancias de esto que me cuentas que debes ser persona distinguida,
pues tal beneficio sólo alcanza a las gentes selectas y excelsas. Toma asiento, amigo mío,
toma asiento.
Diciendo esto se levantó de su banco y con muchos ademanes y miramientos urgió al
hombre a que se sentase en él, en ese asiento que jamás ofreciera a ministros ni sabios de
renombre. Él tomó asiento enfrente y con grandes muestras de hospitalidad le preguntó:
—Pues sí, querido amigo, esta comezón de la que hablas, Dios te guarde, ¿se aliviará
si la tratas con agua caliente o con agua fría?
El hombre pensó un tanto y después repuso:
—No por Dios, que sólo ha de remitir con agua fría.
Entonces, el viejo le puso la mano en el pecho y le dio un empujón con fuerza tal que
le hizo caer al suelo sobre la espalda mientras le decía con voz tronante y grandes señales
de disgusto:
—¡Qué chapucero!
Acto seguido se sentó en su sitio habitual e hizo como si el hombre que yacía en el
suelo no estuviese allí. El otro se levantó anonadado y, habiendo estado a pique de
desnucarse, no alcanzaba a explicarse la causa de tanta hospitalidad primero y tanta
hostilidad después. Al fin, preguntó:
—Señor, válgame Dios, ha faltado poco para que me descalabre. ¿Qué te ha ocurrido?
¿Qué te ha sobrevenido? ¿Qué mal te he hecho, qué de reprobable has apreciado en mi
conducta?
A todo esto el viejo le había dado la espalda y actuaba como si nadie le estuviese
dirigiendo la palabra. El otro siguió porfiando en demanda de una explicación hasta que el
viejo tomó un espantamoscas, lo introdujo en una vasija con agua que servía para limpiar
las copas y los vasos, y cuando vio que se había humedecido lo sacó y se lió a darle
zurriagazos con él en el rostro, la barba y el cuerpo hasta desastrarlo por completo y
obligarlo a huir despavorido para ponerse en cobro de su vesania.
Las andanzas de este viejo componen materia feraz y espléndida para cualquiera que desee
conocer a fondo las peculiaridades de la cuestión que nos ocupa en este capítulo. He
tenido la ocasión de hablar con muchos que mantuvieron trato con él en Egipto y todos me
refieren mil maravillas y portentos sobre él, similares al que acabamos de relatar. Así, se
cuenta que en su época había un viejo, uno de los secretarios principales de la ciudad y
personaje asimismo relevante y conocido de todos. Rivalizaba con nuestro viejo en esta su
industria, tratando siempre de destacar por encima de él y sin importarle las
reconvenciones y aspavientos de la gente. Se reunían con harta frecuencia y poco era el
tiempo que podían permanecer lejos el uno del otro. Se disputaban los favores de todo el
que estuviese dotado con una herramienta considerable y para ello no dudaban en invertir
cuantos dineros y regalos fuesen precisos con tal de ganarse la partida el uno al otro.
De entre los relatos que ilustran los ardides de este secretario cabe reseñar éste,
referido a un día que se hallaba el susodicho cumpliendo su cometido en presencia del
visir al-Fadil[189]. El viejo sabía muy bien que la gente de palacio solía censurar su actitud
ante el visir y que incluso le solicitaban que tomara cartas en el asunto. Pues bien: al-Fadil
le había hecho llamar para escribir una misiva dirigida a cierto reino y el viejo se había
hecho a un lado para realizar su encargo, escribiendo en un brevísimo espacio de tiempo
una misiva de gran elocuencia, decir cuidado e insuperable caligrafía. Cuando lo hubo
terminado se postró a los pies del visir y le dijo: «Contempla este escrito». Al-Fadil lo
tomó entre sus manos y quedando satisfecho de su contenido y su aspecto, comentó:
—Has hecho muy bien tu trabajo.
—Señor, tengo algo que decir.
—Habla.
—Si cumplo con mis obligaciones para contigo y el sultán con tal fidelidad y celo que
cuando llegas me ves en el diván y cuando sales me dejas en él; si cuando me ordenas un
escrito cumplo el mandado con la diligencia que has podido comprobar, y si es una cuenta
o cálculo ejecuto tus deseos con no menos rigor; si en encomendándome cualquier
cometido me ves ponerme a ello con aplicación y denuedo sin igual entre el resto de
vuestros secretarios, y si me confías un alto secreto de estado lo guardo y registro con gran
cuidado sin que nadie tenga conocimiento de él, teniendo en cuenta todos estos
merecimientos para con tu persona y la de nuestro sultán, ¿qué hay de menoscabo para
vuestros asuntos en que, en retirándome a mi residencia, disponga de quien me otorgue
placer dándome como conviene por detrás?
—No, por Dios, ninguno.
Dicho esto, el viejo besó el suelo a los pies del visir y se dio la vuelta para salir. Pero
al traspasar la puerta de la estancia dio con un nutrido grupo de hombres de palacio,
escribanos, contables y demás, que estaban esperando audiencia, y les gritó lo más alto
que pudo:
—Estimados colegas, quien desee de entre vosotros confiar al gran visir al-Fadil,
guárdelo Dios, que Fulano o Mengano son tomantes, que lo haga: ya tiene venia.
Dicho lo cual siguió su camino y abandonó el palacio.
Cuentan muchas anécdotas sobre las reuniones de estos dos venerables ancianos. Por
ejemplo, el médico fue un buen día a ver al secretario en su casa y he aquí que éste estaba
departiendo con un hombre conocido por la magnificencia de su herramienta. El médico,
que había oído mil maravillas sobre el tal semental, mas no había podido arreglar
concierto con él, casi cae fulminado al suelo de la envidia al verlo allí sentado. Raudo
corrió a colocarse a su lado haciéndole grandes mimos y regalos por ver si podía
convencerlo de ir a visitarlo en su casa en un momento futuro. Mas el escribano no tardó
en comprender su propósito y sintiendo celos tomó al hombre de la mano y lo condujo a
una estancia que quedaba contigua a la habitación. Tras franquear el paso al semental, que
le había seguido con grandes muestras de coquetería, cerró la puerta con llave en las
narices del médico. Éste se descubrió las posaderas y comenzó a restregarlas en la puerta
de la salita mientras recitaba: «Entre ambos se elevó una muralla con una puerta en ella:
dentro estaba la misericordia; fuera, el suplicio»[190].
Y de esta guisa estuvo un buen rato hasta que le sobrevino languidez y relajamiento en
sus miembros de tanto como oía el ardoroso trajinar de los dos de dentro y al cabo cayó al
suelo cual víctima de desmayo. Cuando hubo satisfecho su deseo, el secretario abrió la
puerta y salió seguido del hombre.
También se dice de este cortesano que había comprado a un mozo imberbe griego de
nombre «Perla», de fina estampa y gallarda presencia, al que utilizaba de cebo para cazar,
con múltiples argucias, a los tenedores de grandes vergas. Por ejemplo, le hacía salir al
paso de los bujarrones para incitarlos con sus encantos. Y cuando lo requerían les pedía
que le siguiesen a un lugar desierto antes de dirigirse a la casa. Allí les decía: «Enséñame
tu herramienta». Si la encontraba mezquina lo despachaba con viento fresco mas si veía en
ella la abundancia de que gustaba su maestro le decía: «Mi hogar está vacío, ven conmigo,
pues». Y entonces lo llevaba a la casa y allí lo dejaba en presencia de su dueño.
Este siervo se había hecho acreedor a todas las consideraciones y estimas del
escribano, con cuyos dineros y posesiones obraba a su antojo. Sin embargo, no acababa de
sentirse satisfecho con el trato de su señor y su perenne insistencia en que le enflautase
diestros jinetes. Y lo que es peor, cuando no acertaba a dar con quien cumpliese el encargo
le tocaba a él hacerlo, lo cual le causaba gran desagrado. Por eso, estaba dispuesto a dar lo
que fuese con tal de encontrar voluntarios bien dispuestos a ir a la casa. Otra de las
artimañas utilizadas por el chico para engatusar a los sementales consistía en confundirse
en los círculos y tumultos de contadores de cuentos y prestidigitadores y en las bodas
nocturnas embutido en una túnica muy ligera. Inmerso en la algarabía de gentes, se
dedicaba a restregar el culo en la pelvis de éste o de aquél esperando a calibrar el alcance
de su erección. En el caso de hallarla conveniente sacaba al interesado del tumulto y lo
conducía a la casa; de lo contrario, lo dejaba y se iba a por otro.
He aquí que un día el viejo le dijo: «Perla, si me traes a uno que disponga de una verga
como jamás haya visto te concedo la libertad sin contraprestación ninguna, y sabes muy
bien que no soy dado a mentir. Nunca me has traído aparejo que no hayas visto tú antes y
sabes bien que, hasta ahora, no he tenido motivos para renegar de nada que tú me hayas
traído». El esclavo salió de la casa alborozadísimo y acariciando la posibilidad de librarse
del viejo si cumplía con eficiencia el mandado. Se dirigió a un embarcadero y se sentó a
esperar junto al Nilo. Cuando vio venir un barco de Qus[191] con gente del Alto Egipto se
puso en pie y observó con atención, pues sabía que los que venían a bordo del barco
tendrían que remangarse las túnicas para saltar a la orilla y no mojarse, poniendo al
descubierto así, aun de forma subrepticia, el volumen de lo que albergaban los pliegues de
sus ropajes.
De este modo, reparó en un hombre de aspecto rudo, gran corpachón y piel morena
que, al recogerse los faldones de la túnica, había dejado al descubierto un bulto entre sus
rodillas que parecía la pata de un camello. En cuanto lo vio corrió hacia la orilla y
tomando de la mano al hombre, que no portaba otro equipaje que el hatillo que sostenía en
la mano, le dijo:
—Deseo que esta noche seas mi huésped, señor.
El otro pensó que era el chico el que iba a hacerle de cabalgadura y contestó con gran
contento:
—Me siento muy honrado.
Se pusieron en marcha y a mitad de camino le espetó el mozo:
—¿Cómo te llamas, señor?
—Maymun.
Y siguieron su camino hasta llegar a la casa. El escribano se hallaba en ese momento
asomado a una ventana que daba a la calle en espera de lo que habría de traerle el joven
esclavo, y cuando los vio aparecer gritó dirigiéndose al forastero:
—¡Albricias, mi amigo Maymun, bienvenido, bienvenido! Sube, hoy es día bendito y
noche dichosa.
El hombre se giró hacia el mozo y le preguntó:
—¿Eres tú el siervo de mi amigo el escribano Fulano, hijo de Mengano? ¿Sí? A tu
señor lo conozco desde hace por lo menos veinte años.
El esclavo, al saber de su amistad y sus vínculos, dijo al hombre: «Sube» y lo
acompañó a donde estaba su amo, a quien habló así:
—Señor, ya puedes encomendarme el noble cuidado de tu descendencia pues, mucho
me temo, he de seguir a tu servicio hasta el día que resuenen las trompetas del juicio final.
Dicho lo cual salió de la estancia y los dejó solos.
Dícese también que estando este secretario departiendo animadamente con unos cuantos
colegas, alguien propuso que todos dijesen en voz alta cuál era su mayor anhelo, tal y
como solía hacerse en este tipo de reuniones. Cada uno fue expresando su mayor
aspiración:
—Quisiera que Dios me abriese las puertas del paraíso.
—Desearía ser ministro.
—Ojalá me encomendasen recaudar el tributo de al-Fayum[192].
—¡Cuánto me gustaría gozar de buena salud, no tener que trabajar, contar con mil
dinares todos los días y vivir cien años!
Así hasta que llegó el tumo de nuestro escribano:
—Pues a mi me agradaría poder disponer de una verga en mi casa, siempre al alcance
de mi mano y tan grande como el alminar de la mezquita de Ibn Tulun[193].
Los otros, al oír tal petición, le reconvinieron diciendo:
—Por Dios, que pides algo sin sustancia, tonto, ofensivo y reprobable. Nada de placer
hay en eso y además a ti no te hace ninguna falta.
—¡Cuánta ignorancia! ¿Acaso no os habéis percatado de que la dote de la novia
siempre comprende una jarra de latón de cuatro quintales de peso así como una bacía de
dos? Y tanto la una como la otra, ¿son para usar o para disfrutar con ellas?
—Pero se trata de objetos de adorno y ajuar que sirven para dar nombre y lujo a quien
las posee.
—Pues yo también lo quiero para eso, para que decore y adecente mi casa, para que
ensalce mi nombre y agrande mis posesiones. Y para que digan: «Fulano posee algo de
este género que nadie más tiene y que ningún otro puede llegar a poseer».
Sus contertulios, dándole por imposible, sentenciaron:
—En fin, tú sabrás qué deseos y aspiraciones te convienen.
También en Egipto, se cuenta que había un viejo, de familia patricia y gran influencia,
conocido por este mismo vicio pero que sin embargo trataba de actuar con la mayor
discreción posible. Este viejo, según me contaron, solía ir a unos baños donde disponía de
una sala reservada a la que hada venir a los servidores del hammam con la excusa de
solicitar sus servicios. Como quiera que éstos tenían que desnudarse muchas veces para
hacer su trabajo, el viejo podía comprobar de primera mano sus atributos y confiar su
oculto deseo a quien más le agradase. Mas todo esto lo hada con sumo cuidado por no
disponer de un intermediario fiable que le ayudase. Por lo tanto, sólo los que se
arrejuntaban con él conocían su asunto. No obstante, tanto abusó de esta estrategia que no
tardó en correrse la voz de que el hombre disponía de gran fortuna y que estaba dispuesto
a favorecer a todo aquel que mantuviese coyunda con él, hasta el extremo de que
numerosos buscavidas provistos de instrumentos de cierta consideración trataron de
hacerse emplear en el hammam.
Y ocurrió un día que el viejo entró en su sala de siempre y al momento se le presentó
uno, que se había incorporado hacía muy poco, dando grandes muestras de querer servirlo
con deferencia. Mientras así obraba, hizo como que se tenía que recomponer la tela que le
cubría las vergüenzas y mostró una cosa gigantesca que en nada desmerecía la siguiente
descripción:
Largo como un turbante enhiesto sobre la testa,
ancho como la boca de una jarra o el cuello de un jubón.
Cuando los ojos del viejo se posaron en tamaña monstruosidad, que ni hombre ni bestia
irracional serían capaces de hospedar, giró el rostro hacia el lado derecho y con él el
cuerpo entero para no verla. Pero no se pudo contener y volvió a echarle un vistazo.
Nuevamente horrorizado, desvió la vista esta vez hacia el lado izquierdo, girando al
mismo tiempo su cuerpo. Por fin, volvió a mirarlo de frente y le habló así: «Hermano, lo
que te han contado es cierto pero no hasta este punto. Eso que tienes tú no hay forma de
soportarlo». Y tras darle unas cuantas monedas lo despachó[194].
Algunos invertidos dicen preferir a los negros por encima de todos los demás y ello por
múltiples razones, entre ellas: que los negros reúnen tres virtudes que no se dan en los
blancos, a saber, que tienen los labios más húmedos, los falos más grandes y eyaculan más
tarde[195].
Otros sostienen que nada puede semejarse a los mozalbetes imberbes, con los que
practican el toma y el daca por igual. En este punto podemos exponer un suceso
ciertamente jocoso: un viejo, que se contaba entre los defensores de esta preferencia, llegó
a un acuerdo con un efebo con la condición de que combinase el cometido de agente con
el de paciente. Cuando estaban en plena faena el viejo se giró hacia el mozo, que en ese
momento hacía de jinete, y le dijo: «Baja». Entonces el viejo se subió a lomos del otro y
comenzó a faenar. Mas al momento se revolvió y le dijo al mozo: «Sube». Cambiaron las
tomas pero de inmediato el viejo le pidió al otro: «Baja». Así hasta que el garzón se cansó,
se anudó los zaragüelles y disponiéndose a salir dijo: «He venido a joder y a que me
jodan, no a hacer de noria».
Un magrebí de mucho gracejo y donaire me confió el siguiente suceso:
Estaba yo una noche bebiendo en casa de un reputado escribano de quien se
comentaba su inclinación por el vicio pasivo. Le servía un muchacho de muy buen ver y
ya con bozo en las mejillas. Aquella noche formaba con nosotros un cantante conocido por
su jovialidad y propensión a la chanza y cuyos chascarrillos eran siempre bien recibidos
en cualquier reunión. Cuando el beber comenzó a ejercer sus efectos embriagadores nos
dispusimos a dormir y el escribano subió al piso de arriba e hizo llamar al muchacho de un
modo que quería dar a entender que él habría de desempeñar la función de activo. Al
momento se apagaron las luces y los dos de arriba empezaron a bregar con nosotros abajo
sin perder detalle de sus movimientos.
Así se les fue buena parte de la noche; empero, cuando el cantante perdió la paciencia
ante tanto trajín, alzó la cabeza en medio de las penumbras de nuestra habitación y gritó:
«Que Dios maldiga al mentiroso que quiere hacemos creer que aquí la jodienda es cosa de
un único culo».
Un miembro de una familia muy honorable, dado asimismo al hábito del toma, solía
sentarse a la puerta de su casa y allí acogía a gentes adscritas a su vicio y otros muy
distintos. Un buen día acertó a pasar un hombre a lomos de un mulo del cual pendía una
verga considerable. Justo en ese momento el tomante y sus cofrades estaban poniendo a
cierta persona de chupa de dómine y uno de los presentes exclamó: «Ojalá que la verga de
este mulo vaya a parar al culo de Fulano». Pero el dueño de la casa repuso contrariado:
«No eres justo con nosotros: vienes a sentarte a nuestra vera y ¿no se te ocurre nada mejor
que desear el bien a todo el mundo menos a nosotros?».
Un invertido estaba observando cómo un burro se aprestaba a cubrir a una borrica pero su
picha, gorda y gruesa, erró el camino y acabó emplazada en el culo del animal. Pensando
que el burro obraba con toda la intención y plenamente consciente de su acto, exclamó:
«Alabado sea Dios, qué inteligente es este animal y qué bien está lo que hace. Por Dios,
que es más listo que muchos humanos».
Vivía en el Magreb un hombre de mucho poder e influencia, adinerado, de noble familia y
gran prez, que también estaba adscrito a la hermandad de los pasivos. Tenía, a la puerta de
su residencia, un establo donde guardaba un hato de caballos al cuidado de un grupo de
palafreneros de raza blanca y negra, los cuales parecían demonios de lo grandes y fornidos
que eran. Un día los convocó a todos ellos y les encomendó lo siguiente: «Me ha llegado
la noticia de que andurrea por aquí una mujer licenciosa que por las noches se aposta a la
puerta del establo para corromper a los muchachos con los que se encuentra. Pertenece a
una casa de mucho fuste y por lo tanto procura siempre que no se le vea el rostro, para
evitar el escándalo. Deseo que, si advertís que merodea por aquí, apaguéis los candiles, la
introduzcáis en el establo y, sin despojarla de su velo, la coloquéis boca abajo y le deis por
el culo cuanto más fuerte mejor, uno por uno hasta que la muy lasciva se arrepienta de su
pérfido proceder con los chicos y no vuelva a las andadas. Hacedlo así y yo habré de
recompensaros con generosidad».
Ese mismo día, cuando cayeron las espesuras de la noche y se aseguró de que los
palafreneros estaban bien servidos y bebidos de vino, vistió ropas de mujer, se cubrió con
un velo y salió afuera sin haberse puesto zaragüelles. Llegó a la puerta del establo y se las
arregló para que los de dentro sintieran su presencia. Al momento, salieron y sin más lo
metieron dentro, lo colocaron de bruces y lo ensartaron con todo el ímpetu y el frenesí de
que fueron capaces, poniendo buen cuidado en no ir más allá del ano tal y como les habían
encomendado. Cuando quedaron saciados dejaron a la mujer fingida. Y a partir de ese día
tal fue la costumbre del viejo con sus empleados.
La tendencia al acto pasivo puede darse también entre los seres irracionales. Yo mismo vi
una vez a un burro dando a otro por detrás. El pasivo se ponía delante del otro y abría las
patas para que el activo lo acometiese y proporcionase placer. Cuando el burro bujarrón
sacó la verga le desgarró el ano y dejó parte de éste al descubierto, a resultas de lo cual el
fodidencul murió días después. Asimismo, puedo dar constancia de que, asimismo,
algunos gatos son proclives a este hábito. Fue en una reunión celebrada en casa de un gran
secretario magrebí aficionado a la poesía y el arte de escribir. La conversación discurría
por los derroteros del vicio pasivo y el secretario, que precisamente tenía fama de tomante,
comentó señalando a un gato que había allí cerca: «Pues he aquí mi gato, que no hace
ascos al asunto». Nosotros nos quedamos admirados de sus palabras y le expresamos con
muchas razones que tal cosa no podía ser, mas él tomó una rama de anís que había por allí
y empezó a meterla y sacarla del ano del gato, el cual no hacía más que abrir las patas y
alzar el trasero regodeándose de placer y pidiendo más. Nosotros, por nuestra parte, no
podíamos dar crédito a lo que veíamos.
PARTE QUINTA: De algunas cuestiones sobre las que requerí información en este apartado
y las repuestas que se me dieron.
Suhayl Ibn Mahindar, el médico kurdo de Bagdad a quien ya hemos hecho alusión, da
cuenta de lo siguiente:
Un día me reuní con uno de los más famosos y respetados invertidos de Bagdad, gran
conocedor además de sus asuntos, doctor en sus secretos, sabedor de sus circunstancias, y
le hablé así: «Deseo preguntarte acerca de algunas cuestiones relacionadas con vuestros
apetitos camales y el modo en que satisfacéis vuestras pasiones».
—Pregunta cuanto quieras —repuso él— que yo bien he de responderte, pues conozco
la materia. Te concedo, además, licencia para que anotes nuestro coloquio.
Yo pedí papel y pluma y, tras darme la venia, inicié mi interrogatorio.
Primera pregunta: ¿Qué tipo de hombres preferís? ¿Cuáles os parecen más deseables?
—No tenemos una opinión única en este asunto, ya que algunos de nosotros dicen preferir
a los rubios de piel blanca, más en concreto a los griegos jóvenes; otros anteponen
también a éstos pero sólo a los adolescentes y algunos colocan a los juzíes[196] por encima
de todos los demás. Otros se decantan por los abisinios y otros por los nubios y negros del
África Oriental. Ahora pasaré a explicarte los argumentos dados por cada grupo para
justificar sus preferencias:
Los valedores de los griegos jóvenes afirman que éstos son los que tienen más fuerza,
determinación, potencia y maestría en comparación con el adolescente, el cual se vierte
con rapidez, y el viejo, que ya está muy debilitado.
No obstante, los defensores de los griegos adolescentes dicen que al estar éstos a
medio camino entre la pubertad y la joven madurez beben tanto de la fogosidad de aquélla
como de la potencia de ésta.
Los que prefieren a los juzíes justifican su elección alabando su buen hacer, su
aguante, su gran capacidad de eyaculación y su semen copioso. Has de saber que el
aguante y la demora a la hora de verterse es a nuestro parecer la cualidad más valiosa, así
como consideramos la abundancia de semen uno de los rasgos más agradables.
Los que dicen preferir a los abisinios, nubios y negros orientales, ponderan el tamaño
de las vergas de los abisinios, las más grandes, las más rápidas en la erección y las más
remisas en la flacidez. En cuanto a los otros tipos de negros, cuentan con los miembros
más abundantes y lujuriosos: sus falos son los más rellenos y redondeados y sus glandes
los más diestros. Éstos gozan además de una virtud que les distingue del resto: cuando nos
ensartan y se derraman sentimos cómo su semen nos inunda y se desparrama por nuestro
interior mientras sus miembros crepitan en nuestras entrañas como si fueran pichas de
bestias de carga. Tan pletóricos son sus instrumentos que pueden permanecer dentro de
nosotros toda una eternidad.
La segunda pregunta: ¿Cuáles son los carajos que más placer y deleite os proporcionan?
—Hay cuatro tipos de vergas: las gruesas y extensas; las gruesas y exiguas; las finas y
largas; las finas y cortas. Entre nosotros hay divergencias entre cuál es mejor, la
gruesicorta o la gruesilarga. Los que ponderan las virtudes de la primera insisten en que la
gruesilarga tiene poco vertido, muchas excrecencias, se duerme y encoge con facilidad,
tarda en alzarse, mientras que la gruesicorta se yergue con mayor frenesí, permanece
enhiesta más tiempo y se vierte con mayor potencia. En cambio, los que alaban la minga
prolongada y gorda dicen que la otra, aun cuando se le reconozcan todos los méritos que le
suponen sus partidarios, no podrá nunca llegar adonde alcanza la gruesilarga pues le falta
la longitud necesaria para ello.
En cuanto a los falos largos y delgados, ninguno de nosotros los procura salvo que esté
enfermo. Por ejemplo, los que padecen de almorranas y que por lo tanto no habrían de
soportar una verga gruesa sino con dolor y desgarro, las prefieren por su entrar dulce y sin
dolor y su capacidad para llegar a la fuente del deseo y saciarlo con su largura, todo esto
sin producir empeoramiento alguno de la dolencia. Por lo que respecta a los miembros
cortos y finos, a ninguno de nosotros se nos pasa siquiera por la mente tratar con ellos;
sólo los que pretenden pasar por uno de nosotros y no pueden soportar lo que nosotros sí
podemos dicen aceptarlas.
La tercera pregunta: Las vergas tienen todas ellas un tamaño distinto que vosotros decís
dividir en grandes y pequeñas. Mas, ¿cuáles son en concreto las que os son más gratas y
sirven mejor a vuestros deseos?
Sí, tienen diversas medidas y calibres que nosotros bien conocemos. Las más pequeñas no
exceden los seis dedos, contando con que sean los dedos de su dueño, y no aportan
beneficio ni consuelo alguno. Las que pasan de está media y llegan hasta los nueve dedos
deben ser calificadas de aceptables. Luego, puede considerarse que una media de doce
dedos es muy gozosa y provechosa para cualquier persona que haya aprehendido los
fundamentos de nuestra ciencia. En cuanto a las que sobrepasan este punto y se resisten a
cualquier descripción y acotamiento, rondan los dieciséis dedos, medida que sólo pueden
soportar los principales, los más duchos y los más avezados de entre nosotros. Por lo
tanto, sólo unos pocos hacen uso de ellas, los que tienen los sentidos algo abotargados, un
ano en exceso relajado o una capacidad mayúscula para diferir y prolongar el goce. Para
nosotros, la más digna de alabanza y estima, la más eficaz contra la comezón, la de mayor
remedio, la más placentera al alma, la procurada en todo momento, es la verga gruesa y
pletórica, la de buen ancho y carnes repletas, la que puedes abarcar con los dedos de la
mano cuando está dormida pero que, al despertarse, te transciende por su llenez y plenitud
reforzadas. Y estas vergas serán más meritorias, loables y eficaces en su significado si se
pone el techo de su beneficio únicamente en su plétora y anchura, pues es éste y no otro el
anhelo por el que suspiran nuestros corazones.
En cuanto a las largas, aun siendo encomiables, no pueden compararse con las rollizas.
Y es que las prolongadas han de aposentarse en un lugar que convenga a su largura según
lo que la naturaleza haya tenido a bien conceder, y esta capacidad de albergue no crece por
medio del hábito adquirido. Y, a nuestro parecer, los que disponen de habitáculo capaz de
cobijar una verga harto extensa no tienen mérito alguno ya que se trata de una distinción
de la naturaleza y una facultad innata que no tiene nada que ver con el trabajo y la labor de
la práctica continua. En cambio, las gruesas y rollizas, aun cuando en un principio no
encuentren habitáculos capacitados para darles alojamiento, acaban recibiendo el
beneplácito del asilo permanente gracias al hábito y el mucho visitar, dos prácticas que
llegan a moldear el receptáculo hasta dotarlo del ancho preciso para contenerlas y
asumirlas de la forma más apropiada. Además, quienes adquieren esta capacidad de
asimilación terminan por hacer gala de un carácter más jovial y alegre que el de quienes
únicamente pueden pagarse de tener un conducto largo y prolongado. En resumen, he aquí
nuestras preferencias en punto a falos; y cualquier herramienta que quede al margen de los
supuestos tratados carece para nosotros de todo valor.
La cuarta pregunta: Cierto compañero vuestro me dijo cuando le pedí, en virtud de su
mucha experiencia y mayor oficio, que me revelase cómo se puede presumir que alguien
dispone de una gran verga: «Son de piel clara, de rostro suave y terso, de formas
equilibradas, de andar garboso y finas extremidades». ¿Es acaso como él dijera o no?
Cuídate mucho, señor mío, de parar mientes en los desbarres de ese ignaro de escaso
entendimiento y menor industria, pues si así lo haces te acarrearás perdición cierta, ruina
económica, enfermedades sin cuento y quebranto perenne del espíritu. Cuántos se han
dejado llevar por su intuición y su supuesta capacidad de transcender la realidad a través
de los semblantes para acabar chafados y acometidos por un arrepentimiento que, a la
postre, en nada les sirve. Convéncete de que los falos son perlas y joyas escondidas,
yacimientos ocultos que en nada se diferencian de las minas de oro, plata y zafiros. Por lo
tanto, pudiera ser que el hombre de figura más burda y desgarbada, repulsivo en su
aspecto, desastrado y sucio en el vestir, soez en su comportamiento, repelente, en fin, en
todo y digno de menosprecio, albergue, si buscas en su interior y recabas sus secretos, una
valiosísima gema que alegra los corazones con su hermosura y deslumbra la vista con su
relumbre, una verga noble y egregia cual monarca aposentado en su trono.
Y por el contrario, cuántos has de ver de exterior dulce y hermoso, tocados con ropas
pulcras y de calidad, de formas cultivadas en los que, tras mucho porfiar, solicitar,
perseguir y esperar, acabas descubriendo, frustrado y desalentado, que donde esperabas
oculta riqueza no hay más que nimiedad, lo que contraría todas tus suposiciones
convirtiendo tus desvelos en nada y sumiéndote en la desesperación. Y para que te
convenzas de la verdad de mis palabras, presta atención al siguiente suceso del que yo
mismo fui protagonista:
Me hallaba yo cierto día en Bagdad paseando por el zoco de perfumes y telas de
al-Karj en compañía del emir Abu al-Naym Badr y seguido por alguna de mis «hermanas»
y he aquí que fuimos a dar con un efebo tan esbelto como un ciprés, de agradabilísimos
rasgos, de gracioso porte, con un rostro que reverberaba y unas mejillas redondeadas que
irradiaban tersura; con un bozo tan bien perfilado, finamente vestido con una túnica de
seda que despuntaba bajo un manto dispuesto sobre la cabeza y unos zaragüelles que le
llegaban a los pies y del que colgaban unos cordones de seda. Calzaba zapatillas de piel de
burro sin teñir anudadas por lazos e iba secundado por una cohorte de jóvenes siervos.
Fue verlo y desprendérseme el seso, el corazón y el entendimiento. Me vi obcecado
por una pasión desatinada y de repente no supe adónde iba ni de dónde venía. Mis
hermanas no tardaron en comprobar mi turbación y al instante comprendieron el motivo y
se resolvieron a conseguirlo. Lo siguieron y preguntaron a quien se les ofreció de quién se
trataba y así supimos que descendía, de la noble familia de los hachemíes[197] y que su
padre era uno de los cortesanos más próximos al sultán. Yo hice uso de cuantos ardides
pude, solicité el auxilio de quien conocía y quien no conocía e hice, en fin, mil gestiones
que depararon tantos éxitos como fracasos. Todo esto me supuso una inversión de cerca de
dos mil dírhames hasta que al cabo conseguí atraerlo a casa, con su comitiva de siervos
adolescentes con los que yo había trabado concierto y que bien conocían mis intenciones.
A lo largo de la velada, no escatimé esfuerzo alguno para ganarme el favor de mi invitado,
denodándome por halagarlo y regalarlo con mis actos y mis palabras.
Y cuando el vino aturdidor asentó sus reales en él, comenzó a mostrar grande alegría
por hallarse entre nosotros y tras dejar a un lado sus recatos y miramientos se sumió en un
plácido sueño. Sus acompañantes, sabiendo mi propósito, salieron entonces de la estancia
y nos dejaron a solas. Yo alargué la mano en pos de su instrumento para agarrarlo con las
manos, seguro como estaba —¡ay ingenuo de mí!— de que hallaría un tesoro inmenso,
magnífico y extenso; mas he aquí que mis manos sólo hubieron de aprehender una
insignificancia tal que al momento me vi presa del desencanto, el abatimiento, el oprobio
y la más profunda de las contrariedades. Me puse en pie y corrí a otra casa que tenía donde
aguardaban mis hermanas y compañeras y allí me lancé a dar gritos y aspavientos
maldiciendo mi suerte y mi ceguera y lamentando el despilfarro de unos bienes invertidos
en tamaña decepción. Mis comadres oían mis sentidas quejas en silencio, compartiendo mi
dolor, compadeciendo el pesar de mi corazón y temiendo las consecuencias de mi
desgracia. En esto, el funesto invitado despertó de su sopor y no encontrando a nadie en el
lugar decidió esperar un buen rato, al cabo del cual abandonó la casa seguido de sus
servidores. Que Dios lo maldiga, que por su culpa perdí mis dineros y mis desvelos y dejé
de procurar mi sustento para centrarme en su persona. Y todo ello para obtener nada. He
aquí, pues, un ejemplo de cómo el aspecto de alguien puede empujamos a suponer
certezas que en realidad no son más que espejismos.
Por lo que hace a quienes provocan repulsión e invitan al pesimismo a la vista de su
aspecto y formas reprobables, de su mal vestir y su pésima condición, hasta el punto de
llegar a pensar que nada bueno podría esperarse de ellos, he de relatarte otra noticia, cuyo
desarrollo y conclusión difieren en todo de la anterior. Un mancebo griego de piel cobriza
solía venir todas las mañanas al establo para recoger las inmundicias. Unas veces lo
acompañaba un hombre, el cual, según me dijeron, era su maestro, y otras venía solo. Yo
casi nunca le prestaba atención: mis ojos no veían en él nada que pudiera resultar de
provecho ya que me repugnaban su aspecto y sus modales y en consecuencia jamás lo
incluí en mis objetivos. Mas un buen día que estaba yo apostado cabe el ventanuco que da
al establo, observando el estado de mis caballos y supervisando las faenas de los
palafreneros sin que ellos pudiesen verme a mí, reparé en el mozo este de piel cobriza, que
andaba ocupado a la sazón en la recogida de inmundicias. Se cubría el cuerpo con una tela
a modo de delantal, de la cual se desprendió de repente para sacudirla y limpiarla. Al
hacerlo así dejó al descubierto su cuerpo y yo no pude por menos que reparar en su carajo,
como un brazo de grande, suave y esponjoso, dorado, brillante y de bálano esplendoroso,
terso y lozano. Ante tal revelación ordené a gritos a mis sirvientes que me trajesen de
inmediato al mozo. Al comparecer ante mí lo observé detenidamente, estudiando sus
rasgos y sus gestos con detenimiento por primera vez, ya que antes, como he dicho, jamás
le hubiera prestado atención. Así me percaté del hermoso tono cobrizo de su piel, de sus
cejas finas, sus ojos coquetos, las delicadas mejillas, el cuello esbelto, los labios húmedos
ligeramente rollizos, los dientes como perlas de tan blancos y limpios, las manos de
mármol y las guedejas ensortijadas relucientes, suaves y con destellos rubios. Debía de
rondar los diecisiete o dieciocho años, tenía las carnes densas y su piel tiraba a rojiza
oscura. Le pregunté dónde había nacido y me respondió que en Basora y que su maestro,
basurero de profesión, lo había convertido en su querido hacía ya tres años y que después
lo había traído a Bagdad.
Yo le mandé que se desprendiese de la tela que le cubría el vientre mas él rehusó
dando muestras de recato y pudor. Entonces ordené a mis sirvientes que se la quitasen
ellos, tras lo cual dejaron al descubierto una verga tan grande como la del borrico cuando
pende lánguida antes de ponerse erecta. Pedí a los criados que tomasen el miembro en sus
manos para excitarlo y al poco pude contemplar los suaves movimientos de su verga
tensándose, progresando, arqueándose más y más a medida que crecía la intensidad de la
erección, hasta que el bálano se inundó pletórico y toda ella emergió inmensa, altiva,
crepitante y esplendorosa. Al verlo en semejante condición de magnificencia, con
atributos de tamaña distinción y significados tan sublimes, dispuse que lo llevasen a los
baños y lo limpiasen a conciencia, que lo cubriesen con ropas limpias de las mías, una
túnica bordada y unos zaragüelles de seda con finas ataduras. Le puse en la cabeza un fino
pañuelo de Egipto, lo calcé con mis sandalias y lo perfumé con mi incienso. Luego
comimos juntos, le di de beber y le hice tumbarse a mi lado. Me estuvo empalando el resto
del día y toda la tarde y la noche. En total me regaló con quince envites todos ellos
excelentes, placenteros y enjundiosos, con movimientos enérgicos y ritmo continuo,
demorándose en cada sesión y conteniendo siempre el momento del verterse, regándome
con abundante líquido en todo final.
A la mañana siguiente le di todo cuanto tenía y pasó a contar para mí más que mi
propia vida. Ambos vivimos complacidos y felices y yo lo consideré de mi única posesión
y no permití que nadie más tuviese acceso a él. Así hasta que el tiempo vino a imponer su
cuña entre nosotros y la muerte se lo llevó desgarrando mi corazón e inundándome de un
pesar que jamás hube de sentir por cualquier otra persona. En su honor organicé unas
exequias tan grandiosas que aún hoy en día la gente sigue haciéndose lenguas de ellas, y
por él vestí luto y no participé en ceremonia festiva alguna por periodo de un año.
Después, mis comadres me convencieron de romper el luto y volver a mi vida normal aun
cuando mi corazón, sigue conservando las encendidas ascuas de su amor… Unas ascuas
que permanecerán incandescentes hasta el fin de mis días.
En fin, te he explicado, amigo mío, todo esto para que sepas que la verdad del asunto
que has suscitado no puede medirse con el entendimiento ni aprehenderse con la razón,
puesto que los carajos y sus atributos son algo que la fortuna distribuye a sus siervos
según los merecimientos y facultades de cada uno. Así pues, cuántos que te parecen
contrahechos disponen de un miembro repleto. Y es que a nadie le ha sido concedido el
don de conocer este secreto con el recurso a la sabiduría ni tampoco al entendimiento, que
sólo la vista puede aportar fiel veredicto.
Sexta pregunta: ¿Cuáles son las vergas más recomendables para quien jamás ha tenido
conocimiento de esta ciencia y por lo tanto carece de práctica y experiencia en estas lides?
Los que se inician en esta ciencia sin haber tenido en su juventud quien se la inspirase, si
se les revela el deseo y la pasión una vez alcanzada la edad adulta y maduro ya su cuerpo,
sólo deberían optar por los miembros pequeños y delicados que se levantan firmes y son
de tardo dormir, con el tallo fino, el glande reducido, la raíz gruesa, muy tierno, para que
así su entrada sea como la sonda con la que el cirujano rastrea el fondo de la herida,
deteniéndose si nota que provoca daño, continuando su senda con mucho cuidado si no ve
rechazo. Cuando el interesado se asegura de que los falos de este jaez penetran en él
dóciles y livianos, puede pasar de lo pequeño a algo más grande y así sucesivamente hasta
adquirir el conocimiento, el manejo y la habilidad precisas para formar parte de nuestra
comunidad. Empero, nunca podrá compararse con nosotros en cuanto a la amplitud de
nuestros recipientes y nuestra habilidad para cobijar, en un tiempo breve, las tallas
descomunales en grosor, plenitud y largura. Y es que cualquiera de nosotros, ya senectos,
jamás ha dejado de practicar esta industria desde su primera juventud, lo que nos ha
permitido adquirir un hábito y una capacidad óptima de albergue. Otro consejo que me
permito darles: que se ayuden del libar para domeñar a los carajos magnos, puesto que la
ebriedad relaja el ano y los intestinos al tiempo que embota los sentidos. Y si tras una
noche de envites y ensayos amanecen al día siguiente con múltiples estrías, afligidos por
los estragos causados por el inquilino nocturno y con el ano tumefacto y las entrañas
revueltas, que se apliquen friegas con agua y aceite muy calientes de tal manera que
recobren con toda celeridad su lascivia, se vean libres de su padecimiento y consigan
franquear el paso a lo que de otro modo habría de abrirse camino con suma dificultad.
Séptima pregunta: ¿Cuáles son los ungüentos que mejor y más convenientemente
contribuyen a la penetración?
Para bisoños y recién iniciados debe recomendarse el extracto de semillas de membrillo y
cilantro diluido en agua. En cuanto a los de nuestro rango, si se les hace arduo lidiar con
magnitudes que nos desbordan, que se lubriquen con aceite. Y en el caso de no contar con
membrillo o cilantro, utilícese linaza, la cual es de gran utilidad para dulcificar y lubricar
el conducto y diluye las asperezas así como cura las llagas.
—¿Y el malvavisco?
Puede usarse en casos de necesidad pero no es aceitoso y el aceite es el elemento más
apropiado para esto. Por lo que hace a los que han alcanzado el estadio máximo, lo único
que les sirve son los sesos, de uso obligado por su condición viscosa y oleaginosa.
Dejando a un lado el aceite, los mejores medios para facilitar la penetración son la
rijosidad y la concupiscencia, puesto que si uno de nosotros o cualquier otro procura con
celo y vehemencia la verga deseada no podrá por menos que sentirse inundado por una
lujuria desmedida al ver cómo el falo se alza e infla poco a poco, con la venas y las
arterias nítidamente dibujadas, mostrando su dorso arqueado por la violencia del empuje.
Y lo mismo cabe decir si se siguen las evoluciones de un buen nabo que entra y sale del
culo de otro, croando cual rana en estanque o crujiendo como la harina al amasarla. En
cualquiera de los dos casos, se ha de sentir una sublime excitación y un irrefrenable deseo
de tomar en sus manos la verga en cuestión y frotar con su glande el ojo del culo, lo que
redundará a su vez en la relajación del ano y el ensanche de su conducto. De este modo,
cuando el otro introduzca su miembro con fuerza, no se ha de padecer dolor ninguno así
sea la contundencia del envite, ya que su cachondez le abotargará el corazón, el ardor le
nublará el entendimiento y la pasión embotará sus sentidos. Yo mismo viví algo muy
similar a lo que acabo de describirte con un mozo rijoso en suma con quien tuve trato.
—¿Pues de qué suceso se trata?
—Temo que, por ser una historia extensa, termines por aburrirte.
—Al contrario, que en los discursos extensos residen grandes beneficios mientras que
en los breves el provecho es menos.
—Escucha aun cuando se te haga largo, ya que de este modo podré darte recuento
preciso, sin olvidar ni ocultar un solo detalle, mas revelando todos los significados
recónditos de lo que nos ocurrió al muchacho y a mí.
—Habla pues, gran entendedor y filósofo de la materia, comendador de procaces e
inmorales.
Y he aquí el suceso que me revelara el viejo:
Has de saber, hermano mío, que uno de los servidores del sultán de nombre Safi‘ me
envió un día un mensaje en el que me conminaba, con la mayor urgencia posible, a acudir
a su casa. Yo había estado un buen tiempo sin tratar con él por cierto agravio que me
infirió. Nuestra enemistad se mantuvo durante meses, hasta que un día volví a verlo en el
palacio del sultán y, tras pedirme disculpas, nos reconciliamos. Así pues, cuando llegó el
mensajero reuní mi séquito de sirvientes y nos pusimos en marcha hacia su residencia.
Entre mis acompañantes venía un mancebo de alcurnia perteneciente a la familia del Wahb
ibn Sulayman. El tal mancebo había mostrado querencia por el afeminamiento y acabado
por comportarse como un invertido. Tras la muerte de su padre fue expulsado de la casa
paterna y su familia renegó de él. Entonces decidió venir con nosotros y vestirse a nuestra
usanza. Era de hermoso rostro, fina coquetería y en sus entrañas albergaba más lascivia y
salacidad que cualquiera de nosotros. Ahora bien, en más de una ocasión nos había
confiado que en su infancia nadie le había instruido en esta ciencia ni le había descosido
los remiendos ni abierto los cerrojos ni ensanchado las estrecheces. También sabíamos que
sus padres y demás familiares lo habían tenido encerrado en casa y que le habían
prohibido pisar la calle, impidiéndole además hablar con extraños y tratando, en fin, de
evitar que se corrompiese y cayese en lo que finalmente acabó cayendo. Y es que la
naturaleza siempre acaba imponiéndose, pues nada puede hurtarse a la ley del destino. Por
todo ello y a despecho de su rijosidad y lujuria perentorias, tenía, gracias a su falta de
adiestramiento, el conducto estrecho y angosto. Muchas veces nos veía cabalgados por
nuestros diestros jinetes y rompía a llorar al comprobar con qué facilidad y liviandad
asimilábamos el naufragio de aquellos egregios estiletes en nuestros adentros. Entonces
suspiraba dolorido, quejoso y rezumaba lascivia por los cuatro costados. Todos sentíamos
gran lástima por él y le prometíamos de continuo que nos ocuparíamos de su asunto y
trataríamos de instruirlo, al tiempo que nos comprometíamos en invertir cuantos dineros
fueren precisos con tal de hallarle quien hubiera de ensancharlo. Él reconocía nuestros
propósitos y desvelos con grandes muestras de agradecimiento.
Así que fuimos a la residencia de Safi‘, donde pasamos un día muy ameno con juegos,
alegrías, erecciones de vergas y mucho calavereo. De vez en cuando acertaba a dejarse ver
en la sala en la que nos hallábamos un joven esclavo griego que hablaba el árabe con gran
elocuencia. Como nunca antes lo había visto en la mansión deduje que había entrado al
servicio de Safi‘ justo después de producirse nuestra desavenencia. Guapo como la luna,
con unas cejas finamente arqueadas, dos ojazos hechiceros y cautivadores con pestañas
que parecían alas de águila; unos dientes como perlas ensartadas, mejillas suavemente
sonrosadas, un liviano mechón sobre la frente y las guedejas ceñidas a las sienes como
espigas. Sus miembros eran delicados y de muy noble constitución. Vestía un fino
sobretodo de color rojo y llevaba la cabeza cubierta con un turbante de seda bordado de
oro. Los zaragüelles le llegaban hasta los pies, y de su oreja colgaba un pendiente de oro
con una perla incrustada tan grande como una avellanita. Se llamaba Fatin[198] y a fe mía
que el nombre hacía honor a la verdad.
A mí me cautivó de inmediato su belleza, su apostura y sus suaves y coquetas maneras,
y eso que a mí no me suelen llamar la atención los de sus especie, pues soy de natural
partidario de los hombres antes que de los adolescentes y de los grandes sementales antes
que de los jóvenes. Yo no apartaba la vista de él, deleitándome con todos los pormenores
de su belleza y el esplendor de sus gestos. Y he aquí que en uno de sus ires y venires Fatin
reparó en nuestro joven y afeminado discípulo y comenzó a intercambiar con él efusivos
ademanes, guiños y señales mientras trababan acuerdo para un postrer encuentro. Cuando
se levantó la reunión, expresamos el deseo de regresar a casa mas nuestro anfitrión se
negó en redondo y dispuso que adecentasen una habitación para permitirnos pasar la
noche. Cuando hubieron alfombrado la estancia, entramos, y el dueño de la casa nos pidió
que durmiésemos. Nosotros andábamos enfrascados en nuestras conversaciones y en
ningún momento se nos había ocurrido sospechar que entre nuestro amigo y Fatin había
surgido atracción ninguna. Más tarde, cuando nuestros ojos comenzaban a relajarse, entró
Fatin en la habitación, sin zaragüelles y vestido únicamente con un camisón de seda y un
suave aroma de perfume. Nosotros dijimos que no nos parecía bien que viniese a vemos a
esas horas pero nuestro compañero se levantó, lo abrazó y le hizo sentar a su lado.
Entonces, yo inquirí:
—¿Qué tenéis pensado hacer? ¿Qué os traéis entre manos?
A lo que ambos respondieron:
—Que Dios te dé fuerza. Lo que queremos es joder.
Yo sabía que el receptáculo del chico, habida cuenta de su estrechez, no estaba
capacitado para soportar una estaca de cierta magnitud; mas luego me dije que tratándose
de alguien como Fatin sí podría ser, puesto que éste también era joven y de cuerpo
delicado y, por lo tanto, su verga iría en consonancia con sus años y su talla. Por lo tanto,
les di mi bendición:
—Haced lo que más os plazca.
Mas al momento se me iluminó el raciocinio y me dije que antes de dejarles hacer
debía cerciorarme de los atributos del otro y sopesarlos a la luz de lo que nuestro amigo
era capaz de soportar y no de lo que anhelaba su lascivia. Por lo tanto añadí:
—Sea pero con una condición.
—¿Cuál es?
—Que lo hagáis ante mí y a la luz de las velas, para que pueda veros y regocijarme
con vosotros. De lo contrario, no os daré licencia.
Los dos, al comprobar que no les quedaba otra opción, aceptaron mi premisa.
Entonces Fatin dejó al descubierto un falo de un brazo de largo o poco menos y tan ancho
como un muslo, con un bálano del color de un higo. Un cipote de tallo rubio blanquecino
y lisa piel, de bordes delicados, suave y tierno, reluciente y puro, de nítidas venas y
cimbreado en la base por un grácil vello que parecía recién despuntado. En fin, una verga
sublime como nunca antes hubiera tenido el gusto de contemplar a pesar de mi dilatada
ciencia en carajos y la miríada de ellos que habían desfilado hasta ese momento por mis
manos y ojos. Admirado, le pregunté:
—¿De dónde has sacado todo eso?
Jamás, como he dicho, había visto yo tamaña herramienta en hombre alguno, y eso que
siempre he sido persona de gusto exigente y dada a pedir lo más excelso. No, nunca habría
imaginado que tal cosa podría pender de nadie. En éstas, me di cuenta de que la lujuria me
vencía y que mis carnes ardían de pasión. Mi discípulo se hallaba en un estado idéntico
pero por respeto a mi persona y rango no decía nada, por lo cual me decidí a concederme
la prioridad e hice que Fatin me cabalgase. Él enseguida me enfundó su instrumento con
un envión tan vehemente y fogoso que me hizo disfrutar como nunca había gozado y
extasió mi corazón como nunca nadie lo había cautivado. Me quemaba con el ardor de su
verga, el frenesí de sus meneos, el vigor de sus arremetidas y su habilidad para hallar el
enclave de mi placer. Todo ello sin arredrarse ni avergonzarse por la presencia del
muchacho. En verdad, palabra ni recato alguno habrían sido capaces de detenerlo. Primero
la introducía y la hacía desaparecer hasta la misma raíz; luego la extraía hasta el capullo. Y
después volvía a enfundarla con solemne parsimonia, sin premura ni miedo, hasta hundirla
otra vez. Mi joven muchacho seguía toda la operación, viendo cómo toda ella entraba y
toda ella volvía a salir, oyendo su restallido en mis entrañas según iba y venía,
restregándose por el suelo, sentándose, levantándose, muriéndose de deseo y lujuria,
pidiendo con insistencia que se le permitiese probar la misma suerte.
Luego que Fatin se vertió, dejándome, de tanto placer como tenía, fuera de mí, extrajo
su verga. Ésta compareció enhiesta cual tronco de plátano, firme y mórbida a la vez,
reverberante cual hoja de espada, relumbrante como un tizón, redondeada, rolliza,
extendida como una serpiente. El muchacho ya no pudo más y abalanzándose sobre ella la
tomó entre sus manos y se puso a cuatro patas, decidido a consumar su propósito a
despecho de prohibiciones y censuras. Cuando yo lo vi en tal estado de lascivia y frenesí,
obcecado por su salaz pasión, comprendí que había perdido la razón y que había dejado de
ser dueño de sus actos. Me compadecí de su desdichada condición y su incapacidad para
soportar lo que yo había soportado, inhábil como era para albergar la magnífica polla,
sultana poderosa, que acababa de abandonar mi cuerpo. Sentí lástima por él y a la vez me
asusté, pues sabía que no sería capaz de asimilar ni esa verga ni una mucho más pequeña.
De hecho, temía que una jodienda en tales condiciones resultase funesta para la integridad
del muchacho. Por lo tanto, me dirigí a Fatin con estas palabras:
—¡Ten piedad, infortunado de él! Cuídate de que nada de esto tuyo entre en él.
Conténtate en satisfacer tu deseo y el suyo frotándola entre sus muslos, y no se te ocurra ir
más allá, pues de lo contrario acabarás matándolo y harás que abandonemos esta casa con
un difunto a cuestas. Míralo al pobre, al desdichado: no ha de resistirlo pues carece de
hábito e industria. Sólo su mucha lascivia y su natural rijoso han podido empujarlo al
estado en que lo ves.
Pero el muchacho me atajó diciendo:
—Ni hablar, arreméteme a mí, señor, tal y como has arremetido a mi maestro,
métemela a mí lo mismo que se la has metido a él, párteme, estríame, resquebrájame y
desfóndame, rasga el velo que me recubre y empuja hasta el fondo sin compasión, por la
vida de tu señor. Déjame oír el eco de sus rugidos en mis entrañas y mátame con ella si
quieres, que te concedo mi vida y mi sangre.
Hasta tal punto estaba a merced del deseo y la lujuria que ni siquiera sabía lo que decía
ni las consecuencias de sus actos. Y fue en aquel momento, querido amigo, cuando Fatin
echó mano de su herramienta nuevamente enhiesta cual brazo o tronco de un árbol,
escupió repetidas veces sobre el bálano, dejó que la saliva lubricase todo su tallo y, cuando
éste refulgió destelleante, se acercó a la parte trasera de nuestro amigo y la dispuso a la
entrada del ano. A continuación arrimó el bálano al orificio hasta asegurarse de que estaba
perfectamente acoplado. Entonces comenzó a empujar con suavidad, muy despacio, hasta
hacer desaparecer parte de la cabeza. De inmediato la sacó y, como hiciera antes, la
lubricó con saliva. Entre salires y entrares miraba yo con atención el culo del chico y veía
cómo su orificio se estremecía, abría y cerraba como si fuera el de una yegua. Fatin no
tardó en volver a la carga y esta vez introdujo la estaca con un poco más de fuerza y hasta
casi enfundar el bálano por completo. Enseguida la extrajo y repitió la operación del
lubricado y engrasado hasta dejarla radiante, rosada y encendida de venas bajo una capa
de pringosa saliva. Todo ello lo hizo con gran cuidado y detenimiento, dando muestra de
una maestría y habilidad tales para hallar el remedio más eficaz a la dolencia planteada
que parecía un médico ducho en su oficio y compasivo para con su paciente, agradable en
el trato, presto a aliviarlo de su dolor y a eximirlo de tratamientos y medicinas gravosas y
molestas. Volvió a apretar y esta vez la cabeza quedó dentro. Entonces siguió en su brega
hasta que desapareció el cuello y, a continuación, los hombros. Llegados a este punto se
preparó a meter el tronco, sin cejar en su parsimonioso, meticuloso y escalonado método.
Mas he aquí que el chico comenzó a gritar quejoso y a debatirse con grandes señales de
padecimiento. Parecía el relincho de un caballo enardecido. El otro seguía con su empeño
y cuando ya se había echado al coleto la mitad del tallo, empezó a fluir sangre del ano. No
obstante, el orificio del chico seguía ensanchándose y abriéndose, haciendo sitio a la verga
del jinete y lidiando con su grandeza, mientras la sangre manaba cada vez más rápido y
con mayor virulencia. La verga quedó por fin completamente sepultada, topó con sus
intestinos y su vientre e irrumpió en los confines de sus entrañas.
Inmersa la verga en su receptáculo, desde la raíz a la cabeza, reparé en que el chico
parecía ido y cerca de exhalar el último suspiro. Yo le llamé para rescatarlo de su
desfallecimiento y traté de reconfortarlo con dulces y alegres palabras:
—Ten el alma bien puesta, hijo mío, que has obtenido lo que tú y todos nosotros tanto
ansiábamos. Alégrate y deja que nosotros nos alegremos contigo, pues te la ha metido
hasta el fondo. ¡Toda ella la atesoras en tu vientre! Confórtate, alíviate y muéstrate gozoso
pues has logrado lo que más querías y lo que nosotros tanto anhelábamos.
Al oírme hablar en estos términos recuperó el hálito que parecía retenido y retomando
a la vida me dijo con la mirada de quien acaba de despertarse de súbito:
—Ay, maestro, de ésta no salgo vivo.
—No, hijo mío, ahora es cuando empiezas a vivir y a disfrutar la vida. ¡Si sólo
pensases en el tesoro que tienes en tu vientre!
Dicho esto por mi parte, Fatin sacó la herramienta sin meneo ninguno y volvió a
introducirla con toda rectitud moviéndose con dulzura y presionando sin hacer daño. En
ese momento, el muchacho se percató de lo que le estaba acaeciendo y comenzó a darse
cuenta de lo que tan alegremente retozaba y relinchaba en sus entrañas, lo que insufló en
él nuevas fuerzas reconfortado como estaba por haber sido capaz de domeñarlo. Mas eso
no hizo que dejase de gemir y gritar ni que la sangre detuviese su continuo discurrir. Al
contrario, las piernas terminaron por teñírsele de rojo y lo mismo cabe decir de las ropas.
En cualquier caso, él no sabía de esta sangría y yo no había querido decírselo para no
desanimarlo y quebrar su fortaleza. Fatin siguió con la misma operación hasta que eyaculó
y el muchacho, cuando sintió fluir el líquido en su vientre, dio un suspiro prolongado. El
otro desenfundó y se desprendió y aquello fue un manar impetuoso de excrementos junto
con sangre, todo ello brotando a discreción sin contención ni impedimento. Las heces no
tardaron en desaparecer para dejar el campo expedito a la sangre sola. Fatin se dirigió al
excusado a limpiarse de las inmundicias que le habían sobrevenido a él y a su instrumento
mientras que nosotros llevamos en volandas al chico al baño y lo lavamos con agua
caliente de una caldera que allí había. Le aplicamos fomentos de aceite en el ano y
rellenamos el orificio de lana. Después lo cerramos comprimiéndolo con fuerza y pedimos
a Fatin que permaneciese un rato junto a él para reconfortar su corazón y aliviar sus
padecimientos, mas repuso:
—Mucho me he demorado y temo que mi señor me eche en falta, pues me sustraje de
su lecho con mucho sigilo aprovechando que dormía, y si despierta y no me halla me
expongo a su castigo.
Pero nosotros, con ruegos e insistencias, conseguimos convencerlo:
—Oh señor de los jodientes y orgullo de los sementales, príncipe de los maestros, no
puedes abandonar a este discípulo al que tú has abierto, este muro que tú has derribado.
Entonces tomó asiento junto al muchacho, el cual le dijo con voz apagada y sin fuelle:
—Quien observa tu rostro no muere. Si un muerto se aferrase a ti resucitaría. Oh señor
del buen trato y regalo del alma, te mego que me ofrezcas a quien me ha dado muerte para
mostrarle mi gozo por haberme conquistado. Déjame contemplarla para regocijo de mi
corazón y alegría de las entrañas que le han dado alojamiento.
Fatin dejó ver una cosa que llenaba los ojos y animaba el corazón. Yo saqué unas
esencias que llevaba conmigo y las rocié sobre aquel miembro esplendoroso. Después,
tomé un poco de almizcle y lo embadurné con él. Fatin puso su tesoro entre las manos del
chico mientras éste exclamaba:
—Si he tenido resuello para resistir esto que veo a pesar de su inmensidad, puedo
considerarme sin duda portador de un triunfo sin par, beneficiario de dones máximos y
cumplidor de todos mis deseos. Ahora, puesto que he alcanzado este sumo placer y se han
completado en mí esta dicha y privilegio, no me importa si vivo o muero. Acércala a mi
boca.
El chico la cubrió de besos y lamidos. Luego la abrazó con ternura y, colocándola ante
sus ojos, rompió a llorar por tener que separarse de ella. Pero Fatin corrió presto a
consolarlo:
—La tendrás siempre que quieras. Considérala un habiz puesto a tu nombre y tu
servicio. Y si Dios te concede salud, ven a verme, que te daré por ella lo que quieres y
requieres una vez que se te ha hecho liviano darle paso y guiarla, a ella y a cualquier otra,
hasta donde deseas.
—Que seas recompensado con creces por tu buen acto y llegues a ocupar el rango que
merece tu fortaleza. Y que yo reciba el auxilio necesario para alcanzar tu reconocimiento.
Fatin se puso en pie y fue a donde dormía su señor. En cuanto a mis comadres y todos
los componentes de mi séquito que estaban allí, cuando vieron todas estas cosas sintieron
una poderosa excitación y, sin poder resistir la fuerza de la concupiscencia, salieron
corriendo en busca de los criados de la casa, en especial de los más dotados, y con ellos
sosegaron su turbación. El muchacho, por su parte, pasó toda la noche entre dolores,
desasosiegos, ardores y desmayos. A la mañana siguiente lo llevé a mi casa, lo traté con
los medicamentos indicados para los de su dolencia y le puse vendas y apósitos. Después,
lo senté en un estrado y lo unté con azafrán e hice por que a partir de ese momento pudiese
soportar cualquier envite sin padecimiento. Llamé a todos nuestros amigos y organizamos
fiestas y saraos que se fueron sucediendo hasta que quedó completamente repuesto. A
partir de entonces se convirtió en un experto en recibir, hasta el punto de que ya no le
importó lo más mínimo el tamaño de los carajos que llamaban a las puertas de su ano.
En fin, amigo mío, si te he narrado de forma prolija la historia de este muchacho es para
que te convenzas de que la lascivia, la cachondez y el deseo tienen más utilidad que
cualquier aceite o ungüento, ya que la facultad de acoger y albergar se potencia
sobremanera.
Yo, a modo de colofón a nuestra plática, le dije: «Que siempre conozcas el bien y estés
libre de todo mal puesto que me has revelado lo que me estaba oculto y me has aclarado lo
que se me antojaba oscuro; gracias a ti que me has instruido en lo que antes era lerdo y
torpe, tú que me has abastecido de respuestas precisas con las que responder a quien desee
preguntar». Dicho lo cual abandoné el lugar.
Hasta aquí el relato de mi amigo, transmitido con sus mismo términos, expresiones
licenciosas e imágenes escandalosas para que sirvan de recreo a los corazones y aporten
buen trato.
PARTE SEXTA: Anécdotas y chascarrillos acerca de los invertidos.
‘Ubada el invertido le guiñó un ojo a un hombre en una calle y éste le esperó a la puerta de
una casa, ante la cual se dispuso a darle por detrás. Mas cuando estaban en pleno trajín
apareció una mujer por una ventana y gritó: «¡Ladrones!». ‘Ubada alzó hacia ella la
cabeza y chilló: «Fíjate bien, pelandusca, ¿están picando en tu pared o en la mía?».
Un invertido solicitó a un hombre pero se desencantó al ver su miembro. Entonces
exclamó: «Qué carajo tan pequeño tienes». El otro repuso: «No me ha sido factible tener
las medidas de un burro». «Pues si no las de un burro, sí podrías haberte procurado las de
un pollino al menos».
Una mujer le dijo a un invertido: «Dios os demedie por ser el origen de todas las
desgracias». Pero éste repuso: «Calla, zafia, que el único mérito que conozco en vosotras
es el de parir a los hombres de grandes pollas».
Un invertido que tenía un carajo inmenso solía emitir el siguiente lamento: «Cuán
necesario me es que alguien me dé placer con esta verga mía».
Dijo un invertido cuando sus iguales le afearon por depilarse la barba: «Algo que tú no
querrías para tu culo y por lo tanto depilarías con una cuchilla o con cera, ¿cómo quieres
que lo lleve yo en mi cara?».
Uno que estaba jodiendo a un invertido exclamó: «Qué feo es tu culo». Y el pasivo
contestó: «Ya ves, sólo sirve para la mierda».
El gobernador de Medina mandó dar diez azotes a un invertido y éste soltó once
ventosidades. El gobernador le preguntó: «¿Maldito, te azoto diez veces y tú te pees
once?». Él repuso: «Dios guarde al gobernador muchos años. Es que había empezado yo
primero». El gobernador echó a reír y lo dejó libre.
‘Ubada hizo la peregrinación a La Meca con uno de sus compadres y en una de las paradas
del camino cocinaron arroz. Cuando fueron a servirlo el acompañante trazó una raya en
medio del arroz y lo dividió en dos partes. Hecho esto, tomó un poco de azúcar y lo
espolvoreó sobre su mitad, ‘Ubada le preguntó: «¿Qué haces?». «Quieto comer mi parte
con azúcar», ‘Ubada se levantó y se desanudó los zaragüelles. «¿Qué haces?», preguntó el
otro. «Quiero mear en mi parte». «Pero por Dios, ¿es que quieres echar a perder mi
porción y la tuya?». «No hay otro remedio». Y así estuvieron porfiando hasta que el otro
accedió a mezclar todo el arroz con el azúcar para que ambos pudiesen comer lo mismo.
Un hombre se irritó con Dubays el invertido y le amenazó: «Como me levante te voy a
entrar por donde tú evacuas». Dubays escrutó con atención al otro y al verlo fornido y
robusto repuso: «Si así lo haces te consideraré mi amigo».
Un invertido iba en una caravana que se adentró en un camino infestado de bandoleros y
dijo a sus compañeros: «Dadme vuestros dineros para que yo los guarde». Ellos
accedieron y él los escondió en el fondo de los zaragüelles. Uno que iba en la cáfila oyó
este parlamento y se acercó con un hatillo de ropa que no sabía dónde ocultar: «Haz el
favor de esconder también estas ropas». El invertido repuso: «Hermano, éste es el trasero
de Fulano el invertido no la tienda de Mengano el ropero».
Un afeminado entró en unos baños donde vio a un hombre dotado de un carajo muy
estimable pero con un vello feraz que le cubría la mitad del mismo. El afeminado se
lamentó entre lloros: «He visto al califa pero estaba dormido en su camisa».
Un invertido le espetó a otro: «Las noches que me depilo soy capaz de comprar un carajo
por quinientos dinares».
Unos maleantes se abalanzaron sobre un muchacho junto a la muralla de la ciudad de
Siyistán y lo sodomizaron a placer. La madre, cuando la noticia llegó a sus oídos, salió a la
calle chillando y gritando, lamentando la desgracia de su hijo. Un invertido que andaba
por allí le preguntó: «¿Qué tienes?». «Veintidós hombres han asaltado a mi hijo y abusado
de él». «¡Qué noticia tan estupenda! ¿Dónde está ese lugar en el que las vergas asaltan y
abusan? ¡Yo también quiero ir!».
Había en Hamadán[199] un invertido que compartía habitación con uno que no era de su
grey. Una noche bajaron los dos al mismo tiempo a evacuar. El invertido acabó enseguida
gracias a la amplitud de su esfínter y regresó a la habitación. El otro se quedó afuera
haciendo mil y un esfuerzos para vaciarse. Estando así apareció la ronda y creyéndole un
ladrón se lo llevó a prisión donde le dieron cincuenta azotes. A la mañana siguiente el
invertido fue a recogerlo a la cárcel y dijo a su amigo: «Tú me censuras por mi culo
extenso pero si lo tuviera tan estrecho como el tuyo ahora me verías aquí preso contigo».
Muhammad ibn al-Sabah le habló así a Hilana el invertido en Siyistán. «Tengo el
estómago revuelto». «Cómete una verga». «¿Cómo?». «Alabado sea Dios, qué admirable
es tu asunto. No sabes cómo se come una verga. ¿Tú qué crees? ¿Cocida, asada, majada o
triturada?».
Un invertido le contó a otro en son de queja que se había metido una verga grandísima que
lo había dejado dolorido. Su compañero le espetó: «¡Qué dulce y hermoso morir por tal
atracón!».
Había en Siyistán un viejo al que llamaban Abu ‘Anan ibn al-Yasa‘. Una noche que
caminaba hacia su casa, sita en un estrecho callejón, vio junto a la puerta a uno que estaba
encimando a un pasivo. Cuando la pareja sintió la inminencia de al-Yasa‘, el jinete se
aprestó a desenfundar su herramienta con la intención de huir. Pero el invertido gritó:
«¿Qué ocurre? ¿Es que en vuestro país no se da por el culo a la gente? La que se ha
armado por una simple verga, ni que se haya venido el mundo abajo. ¿Qué tenéis en contra
de la fodidenculia? ¿Qué tiene de extraordinario?». Y al-Yasa‘ respondió: «Oye, tú, no he
dicho nada en contra de lo que haces, sólo me propongo recogerme en mi lar, que ya es
tarde. Por mí, que Dios bendiga tus jodiendas y a quien te las procura». Y dándole la
espalda, entró en la casa.
Un invertido tenía la costumbre de no dejarse empalar más que por otro de su mismo
género. Alguien le preguntó por el motivo y él repuso: «Los invertidos saben muy bien
por dónde y adónde deben ir y por ello siempre acaban llegando. Los otros, por el
contrario, sólo saben introducirla, lo cual no basta».
Un invertido tomó asiento junto a un calavera y éste le previno: «No te sientes a mi vera
porque padezco un mal que a lo mejor te perjudica». «¿Cuál es?». «Una polla gigante que
nunca duerme». «Qué dices, eres desde lo primero hasta lo último un cúmulo de
provechos y bondades y no lo sabes».
Un afeminado fue a un hammam y se dio de bruces con un hombre con la herramienta
enhiesta. «Así pudiera dar mi vida por ti, ¿qué le pasa a ésta que se yergue entre las
piernas?». «Se ha acordado de un amigo de Iraq». «¿Me permites acercarme a ella para
darle un beso? Se lo merece, pues ya son pocos los que, como ella, se mantienen fieles a
sus amigos».
Un invertido de Medina tenía el hábito de colocarse la cosa entre las piernas y apretarla
con fuerza. Nadie era capaz de desprenderla y así siguió hasta que un buen día vino un
hombre y le apostó que él sí podría hacerlo. Cuando el invertido juntó las piernas y
aprisionó lo que pendía entre ellas, el otro despertó su verga, de gran porte, y se abalanzó
sobre el pasivo, el cual se destensó y, preso de la excitación, abrió las piernas. Entonces,
alguien hizo un comentario y el invertido repuso: «¿Decidme, caterva de viciosos, creéis
acaso que un candado puede abrirse a martillazos?». «No». «¿Y si utilizas la llave?». «Por
supuesto». «Pues yo lo mismo, al ver que venían con la llave, no fui capaz de resistirme».
Un hombre que sentía una acendrada pasión por un mozo invertido invitó a un grupo de
amigos suyos a su casa. Allí los emborrachó y les pidió que se solazasen con el mancebo
mas ellos rechazaron la propuesta porque sabían lo mucho que lo estimaba y, además,
sospechaban que el alcohol lo había empujado a obrar así y que a buen seguro se
arrepentiría a la mañana siguiente. Sin embargo, el efebo se hacía el dormido, deseando
que fueran a por él; y cuando los vio negarse con tanto empecinamiento se sentó y dijo:
«Hay que hacer lo que se manda». Los otros se echaron a reír y trataron de reconfortar a
los dos amantes.
Al-Siyistani refiere el siguiente donaire:
Un turco de poquísimas luces que vivía cerca de mí me habló así un día: «Necesito
que me aparejes una ramera». Yo le respondí que no tenía trato alguno con mujeres
públicas y que, por lo tanto, nada sabía ni de sus asuntos ni de cómo conseguirlas. Mas él
me insistió tanto que yo salí a la calle sin saber por dónde empezar. En esto que di con un
invertido que yo conocía y le dije: «Ay de mí, mira, que me ha pasado esto y lo otro». Él
repuso: «Ven con él a verme, que yo le daré veinte géneros, cada uno de ellos mejor que el
anterior». Así que le llevé al turco, el cual era pura lujuria, y me encontré al invertido
echado de espaldas con ropas de mujer y el culo en pompa. Cuando el turco se puso sobre
el invertido, la verga de éste se empinó de súbito al sentir el suave tacto del vientre de
aquél. El turco, extrañado, preguntó: «¿Qué es esto?». El afeminado, sin inmutarse,
repuso: «Un coño con empuñadura. ¿A que nunca habías visto uno así antes?». El
bobalicón del turco no le dio más vueltas al asunto y siguió a lo suyo, con lo que yo di por
cumplido el encargo y pude librarme de él.
Uno llamado Abu al-Hasan se reunió en cierta ocasión con unos conocidos y
permaneció con ellos siete días bebiendo y libando. Al cabo de ese tiempo regresó a su
casa y en el camino vio a un amigo que le preguntó: «¿Cómo estás, Abu al-Hasan? ¿Te
has divertido con tus amigos?». Y él contestó: «No, que son los peores amigos del mundo.
Siete días con ellos y ni siquiera han tenido la deferencia de lancearme una sola vez».
Un ladrón entró en casa del mismo Abu al-Hasan y se puso a meter en un hatillo todo lo
que veía a mano. Abu al-Hasan, que había reparado en su presencia, lo contemplaba
escondido sin decir nada. Pero cuando el caco hizo ademán de salir, le gritó: «Dime, por tu
vida, ¿cómo te llamas?». «Provechoso». «Pues serás provechoso para ti mismo porque
para mí, hasta ahora, no estás resultado en absoluto de provecho».
Un invertido fue a ver a un tratante de esclavos y le habló en los términos siguientes:
«Véndeme un mozo de hermoso rostro y de buena verga». El tratante le preguntó: «¿Y
cómo sé yo el tamaño de su verga?». «Por la nariz». «¿Y si lleva la cara cubierta?». «Por
el grosor de los tobillos». «¿Y si calza borceguíes?». «¡Vaya por Dios! Diríase que, en
lugar de algo que se expone a examen para su posible compra, me estuvieses hablando de
un espía camuflado en las filas del enemigo».
Un músico tomó como esposa a una plañidera y en plena celebración alguien gritó: «¡Que
Dios os dé todas las cosas!». Un invertido lo oyó y exclamó: «Ya lo ha hecho, ya les ha
dado todo, la alegría y la desolación. Si hay motivo para estar alegres, él cantará. Y si
pintan horas de desolación, ella plañirá. ¿Qué más se les puede dar?».
Llevaron a presencia de Ibn Abu ‘Adad, valí de Jurasán, a un invertido acusado de
alcahuete, corruptor de doncellas y valedor de rateros. El cadí dijo que debían matarlo; el
jefe de la policía sugirió que se le cortasen las manos y los pies; y el valí propuso: «Tengo
setecientos palafreneros y criados, haré que todos ellos arremetan contra él». El invertido,
admirado, alzó el rostro y exclamó: «Sigue conservando el valí, por lo que veo, el sentido
de la ecuanimidad y la facultad de hacer cumplir de la forma más precisa las leyes en ésta
y otras cuestiones». Al valí le hizo gracia esta ocurrencia y ordenó que lo dejasen libre sin
recibir castigo.
Un invertido que había puesto los ojos en un hombre que tenía la cara cubierta de pelos
exclamó: «Ni que en tu rostro hubieran plantado un huerto de pelos como el que te cubre
la sesera».
Un hombre observó a un invertido que se estaba depilando el vello de la cara y le inquirió:
«¿Por qué lo haces?». «Por lo mismo que las mulas del servicio de correos se reconocen
por no tener cola».
Un tropel de afeminados ebrios salía de una boda con un cestón lleno de pollos, arroz,
dulces y otras viandas y fueron a dar con la ronda. El oficial que iba al mando de ésta
ordenó a sus hombres: «Comeos lo que llevan y metedlos en prisión, que mañana ya nos
procuraremos diversión a su costa». Los condujeron a la cárcel y los dejaron allí a dormir
la mona. Poco antes del alba, uno de ellos se despertó y tras sentarse, vio a su alrededor un
grupo de personas cargadas de grilletes. Horrorizado, se llevó las manos al rostro y gritó:
«¡Dios mío!» y dirigiéndose al que tenía más cerca: «¡Ay, despierta compañera, levanta
hermana mía, qué desgracia!». El otro despertó y preguntó: «Si ya ha amanecido levanta y
vamos al baño». Pero otro, que también acababa de despertar, añadió: —Ay de nosotros,
estamos muertos y nos han enviado al infierno. Y si no me creéis, mirad en derredor a los
infieles e incrédulos cargados de cadenas». Mas otro apostilló: «Si de verdad estamos en
el averno, ¿por qué no sentimos el calor del fuego?». Y otro terció: «Ay, pobre mía, nos
han llevado a una zona fría porque saben de nuestra debilidad y que no podemos aguantar
el frío.
Los carceleros, al oír este singular diálogo, fueron a buscar al oficial: «Que Dios
conforte a nuestro superior, los afeminados han perdido la razón y no hacen más que
desbarrar». El oficial ordenó que los trajesen ante él y los soldados entraron en la celda
con las espadas desenvainadas y los llevaron a empellones ante su superior. Los invertidos
miraban a diestro y siniestro y uno de ellos, al verse rodeado de soldados y guardias
armados de mazas y espadas musitó al que tenía al lado: «¿No te decía yo que la hora del
Juicio Final es llegada y que éstos que ves aquí son los ángeles del infierno?». El
comandante ordenó que agarrasen a uno y le diesen un zurriagazo. Al oír el chasquido otro
que estaba en el grupo gritó «ay» y el oficial le preguntó: «No te hemos azotado a ti sino a
éste. ¿Por qué gritas, pues?». «¿Es que acaso no vas a hacer lo mismo conmigo?», dijo el
invertido y al momento recibió un latigazo que le hizo exclamar: «Desgraciado de mí,
cómo crepita mi corazón». El que estaba junto a él le preguntó. «¿Cómo te ha sentado,
hermana?». «Si me llegan a atizar otro caigo muerto. ¡Alabado seas, Señor, a Ti te doy
gracias!». «Pero qué dices, desgraciada, vas a hacer que nos azoten más. ¿No dejó dicho
nuestro Señor: Si me dais gracias he de daros más?[200]». El comandante rió y dijo a sus
hombres: «Dejad a éste y azotad al otro». Éste, al sentir el vergajo, gritó: «Señor, te lo
ruego por tu madre». Pero le volvieron a azotar. «Por sus ojos os lo pido». Mas le arrearon
de nuevo. «Por sus ubres». Y otro zurriagazo. «Por su ombligo». Entonces el oficial
ordenó: «Dejadlo y así lo maldiga Dios, no vaya a ser que siga bajando y se le ocurra
decir: «¡Por su coño!».
Un invertido oyó que un hombre pegaba a su mujer, la cual rogaba: «¡Piedad, por los
cuarenta años que llevamos juntos!», y exclamó a su vez: «¡Mira a ésta! Si tu coño fuera
un mortero en el que han estado majando durante cuarenta años ya estarías desfondada.
Me parece que el único pecado que has cometido es, precisamente, tener tantos años».
Una mujer coincidió con un viejo invertido embutido hasta las orejas en una capa de
terciopelo y se burló de él. «¡Ay, petulante!, si yo tuviese el fogón que guardas tú entre las
piernas me bastaría una túnica de seda», respondió el invertido.
Estaba un afeminado reunido con una gente en una azotea y se levantó a hacer una
necesidad con tan mala fortuna que resbaló y cayó por el tragaluz a una algorfa. De ésta
cayó rodando al piso de abajo y de aquí siguió rodando hasta caer por unas escaleras al
sótano y de aquí fue a parar a un pozo, desde el que gritó: «Vosotros, los que vivís aquí,
hideputas felones, ¿es que vuestra casa no tiene suelo?».
Mención de algunos de los términos y apelativos utilizados por los invertidos:
El seno: significa en su jerga «méntula»; el odre: el hombre semental y viril con el que
se juntan para que les dé de beber y apague su sed. También, según la región, pueden
referirse a lo mismo utilizando la palabra «pícaro». Así, en el occidente árabe dicen
«Fulano es el odre de Mengano», y en el oriente, «Fulano es el pícaro de Mengano».
El sueño: depilarse el vello del rostro. Despellejar: rasurar los pelos de las piernas con
una cuchilla o depilarlos con polvos. A la cuchilla, por cierto, la llaman «adoquín». El
agujereo: arrancarse los pelos que están en el interior del ano. En unos versos de Ibn al-
Hayyay aparece descrita esta operación:
Si hay mucho pelo depila
o arranca con el agujereo.
Los garzones también practican este método del siguiente modo: se hace una bola de cera
muy redonda y apelmazada, de un tamaño que dependerá de la amplitud o estrechez del
ano. Se ata esta pelotilla a un hilo grueso y a continuación el invertido o el garzón se
ponen a cuatro patas y viene el compañero del invertido o el rufián del puto y les introduce
la bola en el conducto. Luego van tirando de la cuerda poco a poco y así va sacando hada
fuera la piel interior del esfínter, lo que permite arrancar los pelos que pueda haber en él
con la pinza. Así van haciendo hasta que se deja la zona libre de pelos y ya se puede sacar
la bola del todo. He aquí la técnica del «agujereo», usada por los invertidos de entre los
árabes.
PARTE SÉPTIMA: Versos mordaces y joviales sobre esta gente trufados de múltiples
argumentos en su favor y en su contra.
Uno de los afectados por esta enfermedad salió una vez a la calle por la noche en busca de
una buena herramienta, grande y gruesa. No tardó en ver a un muchacho cuya nariz
pronunciada le hizo suponer un carajo tan largo como ella. Se le acercó y tanto le insistió y
porfió que le convenció para que le siguiese a su casa a cambio de unos dírhames. Mas
cuando se dispuso a holgarse con él, el mozuelo descubrió una picha pequeñita como
grano de arroz y el invertido se quedó tan desencantado que declamó estos versos:
Cuando te vi andando como caído del cielo
con una nariz tan larga como la pata de mi catre,
pensé: «Aprovecha tu suerte, es lo que buscas»,
pero cuando mostraste esa verga tan despreciable
deseé que tu miembro fuese como tu nariz
y que tus abundantes napias estuviesen en mi culo.
Otros:
Vi, cuando ya abandonaba mi ronda
a un beduino esbelto, de talle de gacela.
Entre sus piernas diríase que pendía
una jabalina portentosamente enfundada.
Dije cuando me montó en el desierto:
¡gran verga, sólo Dios puede recompensarte!
Refiere Ibn Tahir que Abu Nuwás fue a la cancillería del barrio bagdadí de Rusafa y entró
a ver al secretario Salama ibn ‘Amru al-Anbari. Allí vio a su púber esclavo, Zaydan,
sentado a su vera y preso de amor como estaba por él, no pudo contenerse y allí mismo
escribió un papel con los versos que a continuación se exponen:
A Salama, Señor, sálvalo, Tú que serás el gran juez
de lo que se ha de temer el Día del Juicio Final.
Por Dios, que no tengo motivos para arrepentirme
ni por qué temer ninguna censura ni reproche.
Por detrás, su cuerpo me dio presto y solícito,
mas yo Te suplico que le des Tu salvaguardia.
A continuación arrojó el escrito hacia donde se hallaban el mancebo y su señor y les
conminó a leerlo. Salama montó en cólera y al momento comprendió lo que quería dar a
entender Abu Nuwás a partir del encabezamiento de cada verso («A Salama», «Por Dios»
y «Por detrás») y lo echó con cajas destempladas y un aluvión de improperios. Mientras
salía, Abu Nuwás declamó estos versos:
Si Dios bendice a sus siervos yo Le pido
que jamás derrame su bendición sobre Salama.
Cuando ve pasar a un imberbe lo aparta
y lo lleva a lomos de un caballo como el viento.
Salama, cuando ese garzón tu culo horada
¿dónde quedaron tus ínfulas de magnificencia?
A esta enfermedad suelen referirse, metafóricamente, con la frase: «A Fulano le cabe un
cayado». O: «Fulano es como el cayado de Moisés, que engulló todo lo que ellos habían
metamorfoseado»[201]. Acerca de esto, comenta al-Ta‘alibi que el maestro Abu Mansur al-
Tabari le declamó en referencia a uno que era carnicero:
No vi en el alma y carácter del carnicero tal
poesía alguna ni por símil ni por paronomasia.
Orgullo faraónico no podrá alegar; si acaso
sólo maestría en blandir el bastón de Moisés.
Puede que también se asemeje a Satanás
mas éste nunca se postró y él se deja tomar.
En relación con la imagen de la postración, hay gente que para denostar a un bardaje le
suelta: «Te posas más que las abubillas». Veáse esta coplilla:
Pedí en ayuda de un amigo nuestro
algún remedio para el fincarse de hinojos.
Es bello, como un pavo real egregio,
mas, a solas, se aferra cual abubilla al suelo.
También se dice: «Es más custodio que un cuervo», porque no deja que nadie descubra el
vicio de su hermano. A este propósito, dejó dicho el alfaquí Abu Mansur:
En la singladura de un tal Ahmad ibn al-Tahawi
y en la historia de su boda hay cosas admirables.
Su esposa se divorció un día antes de la boda
y se dio a él con toda su dote y derechos legales.
Cuando le preguntaron por su vida con él dijo:
es un cuervo y yo otro, y así nos cubrimos ambos.
Más:
En el diván un viejo hay
que ansia un huésped en su interior.
Sulayman ibn Wahab,
tienes un tizón en la parte de atrás.
Y:
Elevé a Qasim mi asunto
y él mi asunto con interés vio
Díjele «Dios te bendiga,
honra la memoria de mi chorra».
Dijo: «¡Muerta es!», y lloró;
en su antífona la enterramos.
Estas estrofas son de Ibn al-Rumi:
A la mezquita acudía con alma compasiva,
todos pensaban que lo hacía por religiosidad.
Mas, por Dios, que si tantas veces acudía
sólo era por contemplar columnas tan altivas.
Otros:
Por Dios, que ése es escribano de profesión
sólo por el placer de tratar con pliegos y plumas.
Y éstos de Di‘bil[202]:
Tú que acuñas y diseñas pliegos,
¿qué recibes de tu amor a los escritos?
¿No será que te recuerdan algo
igual de largo y también así de redondo?
Y de al-Tabari:
Por qué alegas aversión a la religión
si sé que eres fiel y acólito devoto.
Rechazas y desprecias la oración
pero ¡vaya si te postras con fruición!
También de al-Tabari:
Me encontré con una verga carente de un compañón
que preguntaba angustiada por la casa de Abu al-Qayd.
«¿Para qué lo quieres con tanto ardor?», díjele yo;
«olvidé en su culo el otro cojón», respondió con dolor.
Escribió Abu al-’Ayna’[203]:
Se quejó de lo endeble de las vergas
y nosotros le dimos respuesta presta:
Las vergas no son ahora más enjutas,
es tu culo que cada día más se estrecha.
Otro:
Que Dios condene a este pérfido viejo,
egregio de linaje, noble familia del Profeta.
¿No te da vergüenza, gran obsceno,
deshonrar a tu Señor por sitio incorrecto?
No, que este depravado que ensarto
el buen nombre de ‘Ali había mancillado.
Y:
Este Abu Amad, de tan altivo que es,
camina contoneándose como suave rama al viento.
No has visto a Rustum puesto sobre él
metiéndole lo que parece un apreciable puerro.
Rustum, menuda cría de gacela tienes,
que tan pronto sirve para dar como para tomar.
Y sobre el mismo personaje:
Abu Ahmad padece un orgullo tal
que solícito se da a quien lo quiera follar.
Y luego te hace creer, altanero él,
que fue él quien entró y no quien tomó.
Otros:
De ambiciones y grandes anhelos carece,
mas todo cambió al ver la picha del burro.
Entonces pensó al verla tan firme y recia:
ojalá tal cosa se me pudiese dar o prestar.
O, al menos, si ni uno ni otro puede ser,
que se me conceda acariciarla con amor.
Al-Buhturi[204]:
Si Dios tuviese a bien concederte un deseo
pedirías que las vergas creciesen sin cesar.
Ibn al-Rumi:
Ibn Suraiy me dijo aquella vez,
viendo mi lanza surcar sus adentros,
«esta verga tuya fina y delgada
parece un esqueleto de cementerio».
Sus palabras me ofendieron y salí
cuando él ya vislumbraba el placer.
Así que exclamó triste y pesaroso
por ver trocado en desdicha su festejo:
«Más que su enemigo, al ignorante pesa
su propia ignorancia y falta de concierto».
Del mismo:
Cuentan que Abu Hamid
es coyundador de mucho fuste.
Mas el verlo con barbados mozos
prueba que más bien es lo contrario.
Y ahora unos versos míos:
Mientras los otros suspiran por imberbes,
tú anhelas a barbados que te son esquivos.
Me da que, por mucho que pretendas,
no disciernes bien entre el toma y el daca.
Asimismo de mi propia composición:
De gramática domina una materia:
cómo combinar el sujeto paciente y el agente;
y de derecho, otro tanto diremos:
que es lícito perfumarse con barras de incienso.
Muhammad ibn Su‘ayb le dedicó estos versos a un marica calvo que se dejaba tomar por
un esclavo suyo de nombre Sa‘id:
Fui, añorante, a visitar a ‘Abd al-Hamid,
mas él me despachó con desabrimiento,
como si yo quisiera robarle el turbante
o castrarle a su amado y querido Sa‘id.
De al-Ya‘ifarani:
De Isa y sus mancebos, si me preguntas,
te daré gustoso la respuesta que deseas.
Ellos le son fieles y él lo mismo con ellos,
y así no tienen necesidad de nadie más.
En cuanto a los versos en los que justifican y argumentan su proceder:
Decidme qué es la vida sino un gozoso y dulce yacer
entre el vientre de una mujer y el dorso de un mancebo.
Con ella copulo y a él tan pronto jodo como me jode,
y de este modo disfruto dichoso por detrás y por delante.
Por vuestra vida, yo os lo ruego, no me vituperéis
porque no he de parar mientes en tales denuestos.
Si los placeres tienden siempre hacia el corazón,
entrar en el vientre los acercará con mayor razón.
Qué otra cosa es la vida sino
follar y que te folie quien tú follas.
Procúrate un nabo regio y abundante
y deja que desbarren todos esos necios y sandios.
¿Qué diferencia a este placer de aquél,
si ambos nacen de frotar dos miembros a la vez?
PARTE OCTAVA: Causas de la inversión y su tratamiento según al-Razi[205].
A continuación paso a exponer, sin quitar ni poner una sola palabra, un escrito que yo
mismo encontrara del insigne galeno al-Razi sobre el vicio pasivo. Si así obro es para
hacer de este libro compendio de burla y seriedad y centón equilibrado de decires ligeros y
de otros más sesudos y esmerados. En fin, he aquí su diagnóstico:
«Como ya hemos dejado dicho en muchos de nuestros libros, el hombre de hoy debe
solicitar el saber en aquellas materias que sus antepasados no desarrollaron bien por
ignorancia, bien por falta de interés o de tiempo. A él corresponde desvelar lo que aquéllos
obviaron, reunir cuanto dispersaron, abundar en donde apenas dijeron y clarificar si es que
promovieron confusión. Una de las materias que nuestros predecesores dejaron sin
abordar es la de la sodomía pasiva. No he podido encontrar en ninguno de ellos una sola
referencia detallada o incluso una simple mención al asunto, excepción hecha de un único
autor, el cual redactó un libro titulado «La enfermedad oculta»; empero, no incluyó
explicaciones ni razones suficientes ni tampoco remedios ni tratamientos de provecho. De
ahí que yo me permita ahora abordar la cuestión con el comedimiento y la medida que
considero necesarias, si Dios quiere.
»Debemos retomar, en primer lugar, los principios que ya hemos detallado
suficientemente en obras anteriores sobre la constitución del hombre y la mujer. La
naturaleza de uno y otra viene definida por los dos líquidos fertilizadores, de tal forma que
si uno se impone al otro en cantidad y calidad a él corresponderá definir la identidad del
feto, resultando éste varón si prevalece el líquido masculino o hembra si es el líquido
femenino el que vence. La validez de este aserto ya la hemos consignado en escritos
anteriores y otro tanto cabe decir de numerosos autores antiguos que hablaron con
profusión de la materia. Bien, siguiendo con lo anterior, puede darse en ciertos casos que
el semen del hombre sea mucho más fuerte y vigoroso que el líquido de la mujer, con lo
que el niño presentará, sin ningún género de duda, rasgos viriles. Quiero decir que los
atributos de su condición de hombre aparecerán nítidamente definidos, que sus
extremidades y miembros serán notorios, grandes y consistentes, y que estará cubierto de
pelo abundante; que tendrá pulso recio, respiración firme, articulaciones marcadas, huesos
grandes así como que presentará las cualidades inherentes a quienes son de temperamento
ardiente y seco, a saber, la valentía, el verbo fácil, la irascibilidad y otras. Si, por el
contrario, es el agua de la mujer la que domina con rotundidad al semen tendremos que la
recién nacida presenta todos los signos de la feminidad, que son justo los opuestos a los
que acabamos de referir. Ahora bien, puede ocurrir que, en determinadas ocasiones, el
encuentro de un líquido con otro no depare resultados tan firmes e indistintos y que la
criatura carezca de una constitución femenina o masculina plena, dándose el caso, por
ejemplo, de que la hembra no reúna todos los rasgos que determinan el carácter y aspecto
de la mujer. Por lo tanto, no es extraño encontrar viragos entre las mujeres ni afeminados
entre los hombres, hasta el punto de que aquéllas no menstrúan, o lo hacen muy poco, y
llegan a tener barba. Yo mismo he visto ligeros bigotes y vellos en el rostro de muchas
mujeres, y en una ocasión recuerdo haber contemplado la barba espesa de una kurda que
fue llevada a presencia del califa al-Mu‘tadid[206] como si fuera un prodigio. Y, por último,
pudiera darse que ninguno de los dos líquidos se imponga al otro o lo hiciese de modo
apenas perceptible, circunstancia ésta que da origen a los afeminados y, en casos
extremos, a los hermafroditas, dotados de pene y vagina.
»Los recuentos históricos dan noticia de admirables, únicos y horribles portentos en
este punto que no retratamos aquí por antojársenos extemporáneos. Disponemos, por
ejemplo, del testimonio de un cirujano que encontró un útero dentro del cuerpo de un
hombre; o de esa historia que muchos refieren acerca de una mujer a la que creció un pene
después de haber dado a luz a un niño. En fin, muchas son las noticias de este cariz de que
disponemos, mas nosotros, con independencia de su veracidad, no tenemos necesidad de
ellas; nos basta nuestra propia experiencia y la palpable realidad. De este modo, sabemos
que no todos los varones son por entero hombres ni las hembras mujeres, lo que explica la
existencia de afeminados y viragos. En consecuencia, no ha de resultar complicado, tras
esta breve introducción, comprender la propensión de algunos hombres a la práctica
sodomítica, puesto que si el nacido presenta signos de afeminamiento debido a la
debilidad del semen frente al líquido de la mujer, lo más corriente es que el pene, los
testículos, los conductos seminales y los vasos no estén todo lo bien formados que
debieran ni que, en el caso del pene y los testículos, pendan como los de los demás. En ese
caso, los atributos sexuales externos tendrán un tamaño harto reducido y tenderán a
inclinarse hacia arriba, en dirección a los pliegues del bajo vientre y la zona donde crece el
vello del pubis, como consecuencia de su poca consistencia y vigor. Y si los órganos
reproductores femeninos se encuentran en el interior del vientre y presentan una tendencia
natural hacia dentro, lo mismo que el pene se desarrolla en la parte externa del vientre y
tiende hacia el exterior, en el caso de los invertidos la ecuación se trastrueca, puesto que la
excitación que en ellos produce la afluencia del semen, con sus diversas calidades y
cantidades, se produce en la zona del recto, esto es, detrás, y no en la pelvis, delante. Por
lo tanto, los vasos y conductos seminales, en lugar de encaminarse hacia el exterior,
apuntan hacia el interior, lo que provoca que los testículos sean muy pequeños y débiles,
habida cuenta de la escasez de líquido concentrado en ellos, y se levanten hacia el lado
derecho. En el invertido es muy raro encontrar, pues, testículos grandes, desprendidos y
cimbreantes y otro tanto cabe decir del falo, el cual habréis de hallar, tal y como dicta la
experiencia, parvo y mezquino.
»Si el nacido es un varón afeminado cuyos órganos sexuales adolecen de cuanto
acabamos de exponer, se verá afectado por un picor, muy parecido al cosquilleo, en la
región del recto debido a la abundancia de semen en él. Es decir, un escozor similar al que
siente el hombre en la zona capilar de la pelvis y la base del pene cuando atesora una
excesiva cantidad de semen. Y si, a la sazón, la persona que ha venido al mundo con estos
condicionantes descubre, ora por puro deseo ora por una casualidad sobrevenida en su
infancia o madurez, que gracias al contacto y roce de algo la boca del recto se le enfría y
calma, le es revelado asimismo que en tal maniobra subyace un placer comparable al que
siente quien se rasca con el dedo la nariz o el oído para aliviar el picor o adormecer el
cosquilleo. De esta manera, la confluencia del anhelo de placer con la necesidad de aliviar
la picazón aumenta la gravedad de este síntoma, cuyo alcance dependerá del grado de
cosquilleo y ebullición del semen en el citado individuo, así como su amaneramiento y su
grado de afeminamiento.
»Hasta aquí las causas de esta enfermedad, expuestas de forma harto sucinta y
compendiada; hablemos ahora del tratamiento más apropiado y provechoso para
combatirla. Digamos en primer lugar que el vicio pasivo resulta muy difícil de conjurar si
su hábito está acendrado y si el individuo es amanerado en exceso y siente gran
inclinación a parecerse a las mujeres y obrar como ellas. Por el contrario, esta corrupción,
por muy aguda que sea, puede tratarse si el sujeto en cuestión no presenta rasgos aparentes
de afeminamiento y no siente una gran querencia hacia esta práctica por mucho placer que
le pueda reportar, mas desea y anhela librarse de ella. Para este segundo caso podemos
aconsejar el siguiente tratamiento: aplicarse frecuentes masajes en el pene y los testículos
estirando suavemente éstos hacia abajo. Puede encargarse tal menester a esclavas de gran
belleza y afición al acto carnal, las cuales habrán de poner redoblado esfuerzo a la hora de
friccionar las zonas sensibles de su señor llegando incluso a tenderse sobre ellas para
cumplir mejor su cometido. Luego se untan las nalgas, el pubis, el pudendo y los testículos
con aceite de nuez moscada que se ha dejado macerar con un poco de bórax, euforbio y
almizcle. De vez en cuando, pueden mezclarse unas gotas de leche con el aceite y frotarse
con él el pene o verterlo dentro del conducto urinario. Esta operación debe efectuarse a
intervalos y, entremedias, el paciente ha de sentarse sobre agua caliente para darse masajes
en el pene y los testículos, para lo cual utilizará, una vez a la semana, brea, uno de los
mejores recursos para mantener una alta temperatura en la zona afectada. Y si el pene se
agranda y empina, los testículos comienzan a pender gráciles y el placer aumenta, he aquí
la muestra de que el tratamiento ha tenido éxito.
»En cualquier caso, conviene perseverar en el tratamiento sin obviar ni un solo
requisito y sin saltarse una sola etapa. Como ya hemos dicho, se debe empezar por los
masajes administrados por las bellas sirvientas para pasar después al ungüento de aceite y,
por último, a la brea embadurnada. Todo ello ha de hacerse sin descuidar la importancia de
que el vientre, las vértebras y el intestino estén siempre fríos. Esto es fácil de asegurar
tendiéndose en un suelo mojado o poniéndose en el estómago un trozo de tela humedecido
con agua helada, al tiempo que debe ponerse mucho cuidado en no sentarse ni tumbarse
sobre superficies calientes así como en vestir ropas y cintos holgados durante mucho
tiempo. También, se aplicarán lavativas de agua de rosas. Ésta puede ponerse a cocer con
vinagre hasta que adquiera un color blanco. En definitiva: la manera más eficaz de
asegurar el éxito de la empresa consiste en mantener el vientre frío y los órganos sexuales
calientes. Por otro lado, resulta de todo punto evidente que no hay nada más perjudicial
para el paciente que abstenerse del coito, por lo que habrá de poner todos los medios a su
alcance para copular cuantas más veces mejor.
»Hasta aquí los remedios más usuales y efectivos para tratar esta enfermedad. Mas
contamos también con otros tratamientos adicionales que pueden ser de gran utilidad,
verbigracia, los enemas preparados con licores de mucho alcohol. Más de uno ha sanado
gracias a una o dos lavativas de éstas. Otro modo de aliviar y reducir los síntomas de este
mal es tumbarse sobre pétalos de rosa y darse friegas con agua de ángeles. O aplicarse
enemas elaborados con clavo cocinado o tenderse sobre un lecho trenzado con las hojas de
la flor del clavero. Yo mismo le receté este último remedio a uno que me había revelado el
secreto de su dolencia y debo decir que resultó de grandísima utilidad. Este hombre
padecía de agudos ataques de comezón en su ano toda vez que se echaba en su catre
después de almorzar, y yo le aconsejé que se hiciese estas lavativas. Él así lo hizo y no
tardó en poder dormir la siesta con placidez y sin tener que recurrir a cuanto había venido
haciendo hasta entonces para calmar la picazón. De este modo, enfiló el camino de la
curación y a buen seguro que habría sanado del todo si hubiese sido capaz de contener sus
impulsos y no se hubiese dejado llevar por su salacidad.
»Sirva lo anterior para jóvenes y primerizos, que por lo que hace a adultos y viejos no
convienen más que sangrías, ayunos y abstinencia de vinos y dulces así como pan con
vinagre y mantener el vientre frío siempre y cuando sea posible.
»Ciertos medicamentos son útiles para reducir y condensar el semen, sobre todo el
frío, como los que llevan raíces de nenúfar, rosas, hojas de alcanforero y cohombro de la
India, según unas fórmulas expuestas por nosotros en libros precedentes. Un efecto similar
consíguese por lo mismo con determinados alimentos como cereales prensados,
escabeches de aves y carne de ternera así como calabaza encurtida. Conviene además
abstenerse de toda bebida embriagadora, sudar a modo en los baños, poner los pies a
remojo en agua fría y rehuir las veladas y convites báquicos. Es aconsejable dedicarse con
sincera resolución a la vida contemplativa y el estudio de las verdaderas ciencias que
apasionan los corazones y alimentan los espíritus como la geometría, la lógica y, sobre
todo, las ciencias de la religión, ya que el análisis y el ahondamiento en los fundamentos
de éstas contribuyen a debilitar los apetitos concupiscentes.
»Por último, y para evitar que quien lea este apartado tenga que remitirse a cuanto los
antiguos y yo mismo hemos escrito con anterioridad al respecto, paso a describir la forma
de elaboración del medicamento para reducir la cantidad de semen cuya composición ya
hemos revelado: se cogen diez dracmas[207] de raíz de nenúfar desecada, cinco de pétalos
de rosa machacados, otros dos y medio de sándalo blanco y cinco daniq[208] de
alcanforero. Todo ello se mezcla bien y se toma en diez dosis. Otra receta apropiada para
los de complexión fría y edad avanzada: diez dracmas de semillas de clavero, cinco de
poleo griego seco y otras dos y medio de hojas desecadas de ruda. Se hacen dosis de tres
dracmas, se mezclan con un poco de vinagre y se ingieren. A quien le siente mal el vinagre
puede utilizar en su lugar agua fría o agua de rosas.
»En fin, ya hemos hablado con suficiente profusión sobre este asunto. Pedimos
disculpas por los términos que aparecen en este escrito; sin embargo, no teníamos otro
remedio si queríamos hacer de este libro compendio de todos los significados que esta
materia encierra. Nada más. Damos gracias y alabanzas a Quien nos dio el uso de la
razón».
Hasta aquí el estudio de al-Razi sobre la sodomía paciente y, con él, también este nuestro
libro, el cual hemos completado con la gracia de Dios, alabado y ensalzado sea.
(Este manuscrito fue terminado de copiar por Muhammad ibn ‘Abd al-Baqi al-Rasi a
primeros del mes santo de Du al-Qi‘da del año de 972 de la Hégira / 1573 d. C.).
ÍNDICES
ÍNDICE DE NOMBRES Y MATERIAS
Abbasíes,
Abd al-Mu‘min,
Abd ‘al-tabbár,
Abderrahmán III,
Abū al-‘Atāhiya,
Abū al-‘Aynā’,
Abū Bakr,
Abū Damdām,
Abū Du‘ayb, al-Hudalī,
Abū Nuwás,
Abū Samaqmaq,
Abū Tamahān,
Abū Tammām,
Abū ‘Ubayd,
Abū Ŷahl (culo amarillo),
Abū Zakariya Yahyā,
Adán,
Acto pasivo, en animales, intercambio de cometidos, pasivo fingido, ungüentos,
Afeminados (mujannathin), castigos, castración, causas del afeminamiento, disfrazados de
mujeres, elogio y diatriba de vergas, remedios, sementales preferidos, sistemas de
depilación,
África,
Afrodisíacos,
Al-Ajfaš,
Alejandría,
Alepo,
‘Alī ibn Abī Tālib,
‘Alí ibn Nasr,
Almohades,
Amīn (califa abbasí),
‘Anān,
Al-Ándalus,
Al-‘Arŷī,
Arafat,
Armenia,
Ars amandi,
Asaf,
Al-‘Askarī, Abu Hilāl,
Al-Asma‘ī, ‘Abd al-Malik,
Averroes,
Ayyubíes,
Baġā’ (picor del ano),
Bagdad,
Bāb (Libros del coito),
Bahā’ al-Dīn Zuhayr,
Bakkār ibn Riyāh,
Balquís,
Baños (Hammam),
Barqa,
Basora,
Ben Quzmán,
Ben Sahl,
Brockelmann, Carl,
Buendía, Pedro,
Bugía,
Al-Buhturī,
Burton,
Coito anal, «rito malikí», litigios esposa-marido,
Collar de la paloma,
Corán (Alcorán, Libro, etc),
Córdoba,
Cosroes,
Cristianos,
Dabb (sodomía subrepticia y nocturna), utensilios,
Dalāl,
Di‘bil,
Dīwān al-inšā,
Damasco,
Dubays,
Efebos (garzones, mancebos, etc.), mozos invertidos, mozos putos, argucias de mozos
putos, efebos sufíes, en el paraíso,
Egipto,
El Cairo,
Erotología árabe,
Esclavas (concubinas), polémica esclavas-efebos, sáficas, viragos,
Eunucos (juddām),
Al-Fāḍil,
Fanjul, Serafín,
Al-Farazdaq,
Fatimíes,
Fātin (historia de),
Al-Fayum,
Fornicarias, venganza de los zaques, tretas, el marido fingido, sufíes fornicarias,
Fornicarios, barbados, estratagemas, los zaques, diatriba fornicarios-sodomitas,
Galeno,
Gafsa,
Hafsíes,
Hama,
Hamadán,
Hamdān ibn Bisr,
Ḥammām (v. baños),
Hammām ibn Gālib,
Hārūn al-Rašīd,
Ḥasan ibn ‘Alī,
Hāšimiyya,
Ḥātim,
Hayt,
Al-Ḥaŷŷaŷ (cúpula de),
Hīlāna,
Hind,
Hipócrates,
Ḥiŷaz,
Homosexualidad, femenina (v. lesbianismo); masculina (v. sodomía),
Homs,
Ḥubbà al-Madaniyya,
Ḥusn,
Ibn ‘Abbād, al-Sāhib,
Ibn Aktam,
Ibn al-Atīr,
Ibn al-Dahhāk,
Ibn al-Farīd,
Ibn al-Ḥaŷŷaŷ, al-Husayn,
Ibn al-Jaṣīb, Ahmad,
Ibn al-Jaṭṭāb, ‘Umar,
Ibn al-Mu‘tazz,
Ibn al-Rūmī,
Ibn al-Sūlī,
Ibn al-Ṭufayl, ‘Amir,
Ibn al-Ŷahm, ‘Alī,
Ibn ‘Anān, ‘Ali,
Ibn ‘Aṭiyya,
Ibn Bassām,
Ibn Burd, Baššār,
Ibn Dáwud al-Iṣbahānī,
Ibn Dīnār, Mālik,
Ibn Ḥafaṣ,
Ibn Ḥazím,
Ibn Ḥazm,
Ibn Kamal Pacha,
Ibn Mā‘id Yakrab, ‘Amrū,
Ibn Makram,
Ibn Manzūr,
Ibn Masawayh, Yaḥyà,
Ibn Matrūḥ,
Ibn Mujāriq,
Ibn Qayyim al-Ŷawziya,
Ibn Qutayba,
Ibn Saḥnūn,
Ibn Sa‘īd al-Maġribī,
Ibn Samhūn,
Ibn Ṣubayh, Isma‘il,
Ibn Ṭufayl,
Ibn Ṭulūn,
Ibn Tumart,
Ibn ‘Uyayna,
Ibn Yaġmūr, Mūsà,
Ibn Wahab, Sulaymān,
Ibn Zuhr,
Iraq,
Al-Iṣfahānī,
Islam,
Ismael,
Israel,
Jardín perfumado,
Al-Jaṣib, ‘Abd al-Hamīd,
Jawwāt ibn Ŷubayr,
Judíos,
Jurasán,
Kaaba,
Kaf,
Kafur,
Kamasutra,
Al-Kāmil,
Khawam, René,
Kitāb al-‘aġānī,
Lat,
Lesbianismo (safismo), acto lésbico, castigo, causas, diatriba de, elogio de, en la literatura,
Ley Islámica (Shari‘a),
Líbano,
Liseux,
Al-Ma‘arrī, Abū ‘Alā’,
Al-Madā’inī,
Magreb,
Al-Mahdī,
Mahmūd de Gazna,
Mahoma (Muhammad, Profeta),
Maimónides,
Al-Majzūmī,
Mālik ibn Anas,
Al-Ma’mūn,
Mamelucos,
Al-Mansūr,
Al-Mansūra,
Marraquech,
Marruecos,
Martínez Montávez, Pedro,
Marwān ibn al-Ḥakam,
Al-Mawṣilī, Ibrāhīm,
Al-Mawṣilī, al-Sirrī,
Meca, La,
Medina,
Mirbad,
Mirbad (cerca de Medina),
Moisés,
Mu‘āḏ (compañero del Profeta),
Mu‘āwiya,
Al-Mu‘aẓẓam,
Al-Mubarrad,
Al-Muġīra ibn Šu‘ba,
Muhammad ibn Muẓaffar,
Mujannaṭ (v. afeminados),
Munà,
Al-Muqtadir,
Murcia,
Al-Mustanṣir,
Al-Mu‘taḍid,
Al-Mu‘tamid,
Al-Mutanabbī Abū al-Tayyib,
Al-Mutawakkil,
Mu‘tazilíes,
Mu‘tazz ibn Rand,
Náfi‘ al-Qāri’,
Al-Nafzāwí,
Al-Nāṭifī,
Nikāh (Libros del coito),
Nilo,
Omar ibn ‘Abd al-‘Azīz,
Persia,
Plutarco,
Prostitución femenina, tipos,
Prostitución masculina,
Proxenetismo (alcahuetería, rufianería, etc.),
Pubis rasurado,
Al-Qāḏī al-Fāḍil,
Qarāfa (cementerio),
Qurayš, tribu de,
Qus,
Razes (al-Rāzī),
Regalo de la amada (Tuḥfa),
Retorno del viejo a su juventud (Ruŷū ‘al-šayj),
Al-Riyāšī, Abu Faḍl,
Ruṣāfa,
Al-Šáfi‘ī, ibn Suraŷ,
Saḥq (prensado del azafrán),
Saladino,
Al-Ṣāliḥ,
Samŷa,
San Luis,
Sanā’ al-Mulk,
Sarton, G.,
Satanás,
Selim II,
Sevilla,
Sexualidad,
Sībawayhi,
Ṣiffīn,
Siria,
Sirte,
Siŷistán,
Al-Siŷistānī, Abū Ḥātim,
Sodomía, condiciones de la, en la literatura, castigo,
Sodomitas (pederastas, bujarrones, etc.), contemplativos, estratagemas con los efebos,
litigios con efebos, sufíes, alfaquíes, jueces,
Suhayl ibn Mahindār,
Sulaymān ibn ‘Abd al-Malik,
Al-Suhrawardī,
Sulaymān ibn Wahab,
Al-Suyūṭi,
Tabari, Abu Mansūr,
Tabaristán,
Al-Ta‘ālibī, Abu Manṣūr,
Al-Ṭá’āif,
Tamūd,
Ta‘zir,
Tifás (Tipasa),
Al-Tiŷānī,
Túnez,
Turba (tumba),
Ṭuways,
‘Ubāda,
‘Ukāẓ,
‘Umar al-Rašid,
Umm Salma,
‘Utba,
‘Utmān ibn ‘Affān,
Viragos,
Wāliba ibn Hubāb,
Walīd,
Wallāda,
Warda,
Al-Warrāq,
Wuhayba bint ‘Umayr,
Yáhiz,
Ŷalāl al-Dīn Makram,
Al-Ŷammāz,
Ŷanān,
Ya‘qūb al-Manṣūr,
Ŷarīr,
Al-Ŷarraḥ, ‘Alí,
Yemen,
Ŷum‘a, Ŷamāl,
Ẓāhir al-Gāzī I,
Zaynab,
Al-Zaytuna,
Al-Ziyādī, ‘Abd Allah,
Ẓulma,
Zuna (sunna).
ÍNDICE DE NOMBRES Y MATERIAS DE LAS NOTAS[*]
‘Abbās, H.*,
‘Abbās, I.*,
‘Abd al-‘Azīz, H.*,
‘Abd al-Hamīd, A.*,
Abū al-‘Atāhiya,
Abū al-Tamahān,
‘Abd al-Wahhāb, H.*,
Abū al-Šīṣ,
Abū Bakr,
Abū Dāwud,
Abu Nuwás,
Acto pasivo; ambivalencia (bidāl),
Adán,
Afeminados (mufannaṭin), castración de,
Afrodisíacos,
Al-Ajṭal,
Alepo,
‘Alí ibn Abí Tālib,
‘Allām, A.*,
Amīn (califa abbasí),
‘Anān,
Arafat,
Arjona, A.*,
Asaf,
Al-Aṣma‘í,
Astarté,
‘Aṭiya, Y.*,
Autobulo*,
Al-‘Awfī, Husayn,
Ayyubíes,
Baġā* (picor del ano),
Bagdad,
Bāh (Manuales eróticos)*,
Balquís,
Baños (Hammam),
Basiūnī, M.*,
Basora,
Bidāl,
Al-Bokhari*,
Boswell, J.*,
Bouhdiba, A.*,
Brockelmann, Carl*,
Buendía, Pedro*,
Burton,
Cahen, Claude*,
Chebel, M.,
Coito anal,
Collar de la paloma, El*,
Corán (Alcorán); citas coránicas*,
Cruz Hernández, Miguel*,
Cufa,
Dabb (sodomía subrepticia y nocturna), dabbero,
Damasco,
David*,
Ecbatana,
Efebos (garzones, mozos)*, esclavos mozos, pasión desmedida por,
Egipto*,
EI2 (Enciclopaedia of Islam), 2.ª edición*,
El Cairo,
Esclavas (concubinas)*,
Fanjul, Serafín*,
Al-Farazdaq,
Fornicarios (adúlteros)*,
Freud, S.*,
Gafsa*,
García Gómez, Emilio*,
García Valdés, M.*,
Garulo, Teresa,
Gaudefroy-Demombynes, M.*,
Grotzfeld, H.,
Ġulāmiyyāt (viragos),
Guzmán de Alfarache,
Ḥaddād*,
Al-Ḥakam,
Al-Ḥallā,
Ḥammūd, M.,
Hārūn al-Rašīd,
Ḥasan Jān, M.*,
Ḥasan, M.*,
Al-Háŷŷāŷ,
Heller, E.,
Herat,
Al-Himyarī, ‘Abd al-Mu’min*,
Homosexualidad femenina (v. lesbianismo),
Homosexualidad masculina (v. sodomía y afeminados),
Ḥurriyatānī, S.*,
Ibn Akṭam, Yaḥyà,
Ibn al-Aṭir,
Ibn al-Haŷŷaŷ,
Ibn al-Muŷāwir*,
Ibn al-Ŷawzī,
Ibn Daniyāl,
Ibn Dāwud al-Isbahānī*,
Ibn Hazm*,
Ibn Kamal Pacha*,
Ibn Manẓūr*,
Ibn Māŷa,
Ibn Qayyim al-Ŷawziya,
Ibn Sa‘īd al-Maġribī*,
Ibn ‘Ulāta, ‘Alqama,
Ibn Yaġmūr*,
Idrís (profeta),
Al-Idrīsī, Šarif,
Irán,
Jardín perfumado,
Jarkas, A.*,
Jonás,
Jorasán,
Juynboll, A.*,
Juzistán,
Kabbal, M.*,
Kafur,
Kaḥḥāla, ‘Umar Riḍà*,
Khawam, René*,
Khawwam, S.*,
Kitāb al-’aġánī,
Kufa,
Lammens*,
Le Torneau,
Lesbianismo*, castigo*, causas,
Levy-Provençal,
Ley Islámica (Shari’a),
Líbano,
Lisān al-‘arab,
Magreb,
Al-Mahdī,
Mahfūz, M.*,
Mahmūd, I.,
Mahoma (Profeta)*,
Maimónides*,
Al-Malik al-‘Azīz,
Malikí (rito),
Mamelucos,
Al-Ma’mūn,
Martos Montiel, J. F.*,
Marwān ibn al-Hakam,
Meca, La,
Medina,
Millet-Gérard, D.*,
Mirbad,
Moisés,
Monteil, V.,
Mosbahi, H.,
Mosul,
Mu‘āwiya,
Al-Mubarrad,
Muġīra al-ibn Šu‘ba*,
Al-Muhtadī,
Mujannaṭin (v. afeminados),
Al-Muqtadir,
Murray, S.,
Mūsà ibn Bāġa,
Al-Mu‘taṣim,
Al-Mutawakkil,
Mu‘tazilíes,
Al-Nafzāwī,
Nilo,
Nisapur,
Noé,
Norment Bell, J.,*
Omán,
Pareja, Félix,
Pellat, Charles*,
Peñarroja Torrejón, L.*,
Persia,
Proxenetismo,
Pubis rasurado (istiḥdād),
Al-Qāhir,
Al-Qarḍāwí, Y.*,
Qazwín,
Qena,
Qurayš,
Raven, W.*,
Rayy,
Razes*,
Regalo de la amada (Títḥfat al-arūs)*,
Retorno del viejo a su Juventud (Ruŷā al-šayj)*,
Rikabi, J.*,
Roscoe, W.,
Rowson, I.,
Ruska, J.*,
Al-Ṣafadī*,
Sihāq (acto lésbico),
Saladino,
Al-Siŷistānī,
Salomón*,
Samaw‘al ibn Yaḥyà*,
Sarton, G.*,
Satanás,
Sodomía, castigo*, sufíes, contemplativos, sodomía menor, jueces,
Sujf (verso grosero),
Al-Suhrawardī,
Tabaristán,
Al-Tā’if,
Al-Ta‘ālibī, Abū Manṣūr,
Tajfiḍ (relación sexual sin coito),
Tamam, A.*,
Tamūd,
Tanawwur (depilación),
Tawīs (Ṭuways),
Ta‘zīr,
Teherán,
Tifás (Tipasa)*,
Al-Tiŷánī*,
Tribas (frictrix),
Túnez*,
Vernet, Juan*,
Vida del escudero M. de Obregón,
Walther, W.,
Wasīṭ,
Al-Waššā’,
Wright, M.,
Ŷanān,
Ŷarīr,
Ŷum‘a, Ŷamāl,
Al-Ŷurŷānī, al-Qāḍī,
Al-Ziriklī, J.*,
Zubayd.
Notas
[1] Véase Surur al-nafs bimadarik al-hawass al-jams (Alegría de espíritus apercibidos en
el disfrute de los cinco sentidos), edic. crítica de I. Abbás, Beirut, al-Mu’assa al-‘Arabiyya
li-l-Dirasat wa an-Nasr, 1990, pág. 9. De todos modos, suele designarse Tifás como patria
chica del autor. Véase U. Rida Kahhala, Mu‘yam al-mu‘allifin (Diccionario de autores),
Damasco, Matba‘at al-Taraqqi, 1957, vol. II, pág. 208. <<
[2] Véase Abd al-Mun’im al-Himyari, al-Rawd al-mi‘tar fi jabar al-aqtar (Noticias
fragantes del mundo y sus confines y asuntos), edic. crítica de H. Abbás, Beirut, Dar al-
Qalam li-l-Tiba‘a, 1975, pág. 146. Según otra versión, el gentilicio «al-Qafsi» haría pensar
que, en realidad, se trata de un pueblo, también llamado Tifás, próximo a la ciudad de
Qafs (Gafsa, Túnez). Véase A. Al-Tîfâchî, Les Délices des coeurs, trad. de R. Khawam,
París, Phébus, 1961, pág. 14. <<
[3] M. Mahfuz, Tarayum al-mu’allifin al-tunisiyyina (Biografías de autores tunecinos),
122. <<
[17] Véase H. ‘Abd al-Wahhab, Muymal tarij al-adab al-tunisi (Semblanza y antología de
flores en los días y las noches), edic. crítica de A. Tamam, Beirut, Mu’assasat al-Kutub al-
Taqafiyya, 1990, págs. 5-9. <<
[21] Ibn Sa‘id, o. cit., págs. 291-293. Sobre la poesía de al-Tifasi, v. H. ‘Abd al-Wahhab, o.
Baltimore, Williams & Wilkins Company, 1931, vol. II, parte II, pág. 650. <<
[23] Véase J. al-Zirikli, al-A‘lam (Encilopedia bibliográfica), Beirut, Dar al-‘Ilm li al-
vicios y beneficios del mismo sobre el que no aporta más datos. <<
[27] Sobre la denominación Kutub al-bah, véase Yáhiz, Libro de la cuadratura del círculo,
islam), Beirut, al-Maktaba al-Islamiya li-l-Matba‘a wa al-Nasr, 1969, pág. 169. <<
[30] Ibn Maya, al-Kutub al-sitta. Mawsu‘at al-hadit al-sarif (Enciclopedia de hadices),
Si teméis no ser equitativos, hacedlo con una sola o con lo que posean vuestras diestras
(las esclavas)». El señor podía hacer uso indiscriminado de la concubina y, siempre y
cuando no hubiese dado a luz un hijo suyo, cedérsela después a quien quisiera sin que se
le pudiese acusar de adulterio. Por otro lado, la esclava no tenía que cumplir las
obligaciones de las «mujeres libres» como llevar velo y tampoco se le podía aplicar la
pena de lapidación en caso de fornicio. Véase S. Hurriyatani, al-Yawari wa al-qiyan
(Esclavas y siervos cantoras), Damasco, Dar al-Hasad, 1997, págs. 70-71. <<
[34] Sobre la poliginia islámica y la condición de la mujer en el s. XIII, v. S. Fanjul, «Mujer
generalmente indio. Un ejemplo muy tardío: M. Hasan Jan, Naswat al-sakran min sahbat
tidkar al-gizlan (Éxtasis de dulce ebriedad al recuerdo de las gacelas de beldad),
Constantinopla, al-Yawa’ib, 1878. <<
[37] I. Abbas, prólogo de Surur al-nafs, o. cit., pág. 23. Abbas sostiene que, al contrario de
lo que afirman todas las biografías modernas de al-Tifasi, éste nunca tuvo un empleo fijo
(de cadí) en Egipto. Por ello, hubo de procurar su sustento, quizás, en el comercio y el
patrocinio de ciertos magnates. <<
[38] Caso de las citadas por Ibn al-Nadim (s. X) en su Fihrist. Véase B. Dodge, The Fihrist
of al-Nadim, 2 vols., Nueva York, Columbia University Press, 1970, vol. II, págs. 735-736.
En A. Bouhdiba, La sexualité en Islam, París, PUF, 1975, págs. 171-193, se comenta
alguna de las que han perdurado. <<
[39] M. al-Tiyani, Regalo de la amada, o. cit, pág. 28. <<
[40] R. Khawam tradujo al francés parte de estos comentarios eróticos: Nuits de noces et
Les branches robustes de la fôret dans les cas extraordinaires de conjonction, París, Albin
Michel, 1988. <<
[41] Véase Razes, al-Bah (El coito), edic. crítica de H. Abd al-‘Aziz y A. Abd al-Hamid, El
trad. de M. Kabbal, París, Payot & Rivages, 1997, pág. 109 y sigs. con el extenso
parlamento de Autobulo en Obras morales y de costumbres (Moralia), edic. de M. García
Valdés, Madrid, Akal, 1987, págs. 280-341. <<
[43] Véanse varios ejemplos en Esparcimiento de corazones, págs. 148-150. <<
[44] Empero, se conserva una breve risala en la que muestra sus preferencias por el
«vientre» antes que el «dorso» y denigra a los sodomitas. Véase Ch. Pellat, «Risala fi
tafdil al-batn ‘ala al-zahr», Hawliyyat de l’Université de Tunis, XIII, 1976, págs. 183-192.
<<
[45] Esta utilización sui generis de las azoras coránicas sobre los efebos del paraíso (El
que nosotros sepamos al menos— los extractos recogidos por al-Tiyani. <<
[48] Cf. las causas del safismo analizadas por Freud en Tres ensayos sobre teoría general
con el capítulo (XI) de al-Tifasi. Para más detalles, v. I. Mahmud, al-Mut’a al-mahzura. Al-
Sudud al-yinsi fi tarij al-‘arab (El placer prohibido. La homosexualidad en la historia de
los árabes), Londres, Dar al-Rayyis, pág. 290. <<
[49] Esparcimiento de corazones, págs. 255-262. <<
[50] Surur al-nafs, ed. de I. Abbas, o. cit, pág. 20. <<
[51]
Véase al respecto J. Boswell, Cristianismo, tolerancia social y homosexualidad,
Barcelona, Biblioteca Atajos/Muchnik Editores, 1998, págs. 218-224. <<
[52] En el Corán hay siete referencias a las «gentes de Lot» (sodomitas) pero en tan sólo
una se habla de un castigo, que no se especifica (Las mujeres/IV, 16). En cuanto a los
hadices, en dos al menos se prescribe la muerte de los sodomitas («Matad al pasivo y al
activo»; «Lapidad al sodomita»). Véase «Hadices de Abu Dawud», al-Kutub al-sitta.
Mawsu‘at al-hadiz al-sarif (Enciclopedia de hadices), 3.ª ed, Beirut, 2000, pág. 1549; Ibn
Hazm, El collar de la paloma, versión de Emilio García Gómez, Madrid, Alianza
Editorial, 1997, págs. 291-292. Sobre el lesbianismo, el Corán no incluye ninguna alusión
—si exceptuamos la controvertida aleya de Las mujeres/IV, 15; no obstante, algunos
alfaquíes la equipararon a la sodomía y adujeron un dicho del Profeta según el cual el acto
lésbico es fornicio. Véase J. Norment Bell, Love Theory in Later Hanbalite Islam, Albany,
State University of New York Press, 1979, pág. 31. <<
[53] Véase W. Raven, Ibn Dawud al-Isbahani and his Kitab al-Zahrat Amsterdam, 1989,
págs. 32-57. Ibn Dawud, ulema de la escuela zahirí (la misma de Ibn Hazm), defendió la
veracidad del hadit al-‘isq o el hadiz de la pasión según el cual era lícito mirar a un mozo
siempre y cuando no mediase deseo. En Esparcimiento de corazones tenemos varios
ejemplos de este amor casto (págs. 142-143). <<
[54] J. W. Wright, «Masculine Allusion and the Structure of Satire», en Wright & Rowson
Nafzawi en al-Rawd al-‘atir (El jardín perfumado): «Tenía el califa al-Ma‘mun (s. IX) un
bufón llamado Bahlul del que solían burlarse príncipes y visires. Un día, Bahlul
compareció ante el califa y éste, tras hacerlo sentar a su vera, le dio una palmada en el
cogote…». (al-Rawd al-‘atir, edic. crítica de Y. Yum‘a, Londres, Dar al-Rayyis, 1990,
pág. 34). En una de las versiones españolas, basada en la traducción inglesa de R. Burton,
se omite el detalle de la colleja. El jardín perfumado, Madrid, La Fontana Libertaria,
1975, pág. 38. <<
[3] Del persa kawaris («digestivo»). Preparado medicinal compuesto de granos
machacados que ayudaba a hacer la digestión. Se tomaba sin diluir en líquido alguno y
tenía un sabor dulce. <<
[4]
Del griego Triphyllon («de tres hojas»), planta de la familia de las medicagos
luminosas. <<
[5] Término griego («cocodrilo salvaje»). Algunos comentaristas opinan que se trata de
una planta quizás desconocida hoy. No obstante, en el libro anónimo Ruyu’ al-sayj ila
sibahu (Regreso del anciano a su juventud) se cita el riñón del isqunqur junto con el
jengibre y el secácul como afrodisíacos, lo que podría hacer suponer que se trata, si no de
este reptil, sí de otro animal. (Ruyú‘…, El Cairo, s. d., págs. 21-22). <<
[6] Sensu lato, se denomina así al castigo reservado a aquellas infracciones que no son
consideradas hudud o delitos cuya pena aparece delimitada con toda precisión en el
derecho islámico como el asesinato (penado con la muerte). Por ta‘zir se puede hacer
referencia también al acto de golpear a alguien con extrema violencia, que es el sentido
utilizado aquí. <<
[7] Azora coránica del A‘raf (El muro, azora 7), aleya 143. <<
[8] Del griego hierá («pócima divina»). <<
[9] Término de significado incierto. <<
[10] Hierà picrâ («pócima divina amarga»). <<
[11] A pesar de que alude a diez tipos de rufianes, el autor sólo hablará de ocho. <<
[12] Arpa de entre 13 y 40 cuerdas. Hay dos clases, la egipcia y la persa. <<
[13] Según la tradición popular, la ganga, ave gallinácea parecida a la perdiz, emite un
continuo gorjeo muy característico que permite al cazador dar con ella sin excesivo
esfuerzo. De ahí que se la asocie con la sinceridad y la sencillez. <<
[14] Palabra de etimología oscura. Quizás sea la combinación de dos términos persas (dak
Harun al-Rasid en la que aparecen tres tipos más de alcahuete: «Cuenta al-Asma‘i que un
día fue a ver a al-Rasid y éste le preguntó qué cosa era ser alcahuete. Él le respondió que
había tres tipos: el shaqqas (el rufián pobre que cede su casa a cambio de que se le permita
también gozar de la mujer), el dannas (el que gentilmente pone sus esclavas a disposición
del huésped) y el qannas (el que hospeda a cambio de una gratificación). El califa,
entonces, comentó: “Pues vaya, he aquí que yo hago de dannas y no lo sabía”». Al-
Yuryani, al-Muntajab min kinayat al-udaba’ wa irsadat al-bulaga‘, Beirut, Dar al-Kutub
al-‘Ilmiya, 1984, pág. 58. <<
[18] Hadiz (dicho atribuido al Profeta) garib: aquél que incluye términos o expresiones
inusuales o «extrañas» (garib), que no aparecen o apenas lo hacen en otros hadices, como
es el caso aquí de los dos sinónimos de rufián. <<
[19] Una de las esposas del Profeta, hija de Abu Bakr (primero de los califas bien guiados
del Sacrificio, que se inicia el décimo día del último mes lunar. <<
[21] Una de las estaciones de la peregrinación a La Meca, muy próxima a Arafat. <<
[22] Abu al-Tayyib al-Mutanabbi (915-965): uno de los grandes poetas árabes de siempre.
Permaneció un tiempo en la corte de Kafur, el sultán negro de Egipto, a quien dedicó una
serie de panegíricos. <<
[23]
Ibn al-Mu‘tazz (861-908): hijo del decimotercer califa abbasí, ocupó el trono de
Bagdad un día antes de caer asesinado a manos de una facción rival. Escribió numerosos
poemas y una antología de poetas abbasíes (Tabaqat al-su‘ara‘). <<
[24] Abu al-Mansur al-Ta‘alibi (961-1038): insigne literato, lingüista e historiador nacido
en Nisapur. <<
[25] Abu al-Hasan al-Mada’ini (752-839): historiador nacido en Basora y especializado en
capítulo séptimo se hace alusión a la pasión platónica que sentía al-Siyistani por al-
Mubarrad. <<
[29] Ibn Hafas ibn Omar: juez de Bagdad coetáneo de Abu Nuwás y otros poetas que
aparece casi siempre vinculado a al-Rasid y Abu Nuwás. Véase Ibn Manzur, Ajbar Abi
Nuwas (Noticias de Abu Nuwás), edic. de Ibrahima al-Abyari, supl. de Kitab al-agani, El
Cairo, Dar al-Sa‘b, 1979, vol. 29, pág. 9911 y sigs. <<
[31] Harun al-Rasid (786-809): cuarto califa abbasí. Bajo su reinado florecieron las artes y
de alcahuete». Véase la historia de dos pueblos descendientes de Adán, entre las épocas de
los profetas Noé e Idrís, incitados por el demonio a cometer fornicio en Ruyu‘ al-sayj ila
sibahi, o. cit., pág. 158. <<
[35]
Al-Sirri al-Mawsili (m. 967): nacido en Mosul, destacó como poeta en Alepo y
Bagdad. <<
[36] Según una tradición, Asaf era el secretario de Salomón que, tras invocar el más
excelso de los nombres de Dios, hizo que el trono de Balquís, reina de Saba, apareciera
ante el monarca. A decir de algunos, es el nombre del genio que, según el Corán (Las
hormigas,/XXVII, 38-40), trajo ese mismo trono. <<
[37] Batallas de Siffin y del Camello: en ellas se enfrentó Ali ibn Abi Talib, yerno del
Profeta, con los miembros de la tribu de Qurays opuestos a su mando, entre ellos
Mu‘awiya, primer califa omeya. <<
[38] Abu Fadl al-Riyasi (793-871): gramático de Basora. <<
[39] Abu Du’ayb al-Hudali (m. 649): poeta convertido al islam poco antes de la muerte del
califa Amin. Con él se funda Bayt al-Hikma, institución educativa de gran importancia en
la época. <<
[41] Ali ibn al-Yahm (m. 863): poeta bagdadí asiduo de la corte del califa abbasí al-
Mutawakkil. Pederasta acreditado, su biografía puede verse en agani, XXII, 203-234. <<
[42] Abu Hilal al-Hasan al-‘Askari (m. 1005): poeta y lingüista de la época abbasí. <<
[43] Abu Abd Allah al-Husayn ibn al-Hayyay (m. 1001): nacido en Bagdad, se convirtió en
uno de los poetas de su época con mayor reputación de calavera y juerguista. Como
ocurriera con otros muchos, sus poemas licenciosos han sido censurados
sistemáticamente. <<
[44] Cúpula del palacio de Wasit, ciudad iraquí situada entre Cufa y Basora. Fue construida
innovador del estilo poético de la época y dado, como otros, a los poemas licenciosos. <<
[46] Ibn Hamdun: contertulio habitual de los saraos de los califas abbasíes a finales del
s. VIII. <<
[47] Hatim al-Ta’i: personaje proverbial, paradigma de generosidad entre los árabes. <<
[48] Sulayman ibn Wahab (m. 885): llegó a ser escribano y visir de varios califas abbasíes.
<<
[49] Esta historia aparece en el Kitab al-agani (XXIII, ed. de Beirut, Dar al-Taqafa, 1955,
pág. 3) con la diferencia de que el visir para el que trabaja Ibn Wahab en tiempos del califa
al-Muhtadi es Musa ibn Baga. Éste debe de ser el nombre correcto e «Ibn Mu‘ad» un error
de los copistas del manuscrito. <<
[50] Al-Sahib ibn ‘Abbad (935-995): literato nacido en Qazwín (Persia) que llegó a ser
visir de los buyíes. Conocido por su ánimo licencioso, protegió a Ibn al-Hayyay, el poeta
del sujf (verso grosero). <<
[51] Habib ibn Aws Abu Tammam (788-845): uno de los poetas abbasíes más notorios,
frecuentó la corte del califa al-Mu‘tasim y escribió la célebre Hamasa, antología de poesía
árabe (agani, XVI, 203). <<
[52] Ishaq ibn Ibrahim al-Mawsili (742-804): músico famoso que frecuentó la corte abbasí
picaresca española. Vid. dos ejemplos, que guardan no poco paralelismo con nuestro texto,
en la noche toledana de Guzmán de Alfarache, ed. de Francisco Rico, Barcelona, Planeta,
1983, pág. 324, y Vida del escudero Marcos de Obregón, ed. de Soledad Carrasco Urgoiti,
Madrid, Castalia, vol. ÍI, 1972, pág. 31. <<
[55] Vid este episodio en la pág. 121. <<
[56] La protagonista invierte aquí la finalidad del rito aún practicado en algunos países
árabes de arrojar agua u otras sustancias sobre la senda trazada por el recién partido con el
objeto de asegurar su retorno. <<
[57] ‘Abd al-Malik al-Asma‘í (740-828): lingüista de Basora y autor de una antología de
poeta místico al-Hallay (m. 922) en el que se dice: «Ojalá que lo que hay entre Tú y yo sea
un vergel / y que lo que medie entre el mundo y yo sea un yermo». Véase al-Tifasi, Nuzhat
al-albab, pág. 115. <<
[60] Abu Hafs al-Natifí: dueño de la esclava ‘Anan y amigo de Abu Nuwás. Véase ‘Anan,
en evidencia a Abu Nuwás. Por esta razón la quiso comprar Harun al-Rasid, para acallarlo.
Veamos si no esta otra singular disputa poética entre ambos, en la que la ‘Anan, en
respuesta a un nuevo requiebro del poeta, da pie a este parlamento:
—A mí no me digas; menéatela tú mismo.
—Por Dios, temo que sientas celos de mi mano.
—¿Por qué? Si la tienes chocha y vieja.
(M. Hammud, Abu Nuwas, sa‘ir al-fati‘a wa al-gufran (Abu Nuwás, el poeta del pecado y
el perdón), Beirut, Dar al-Markaz al-Lubnani, 1994, pág. 95). <<
[62] Como ya se verá en los capítulos dedicados a sodomitas e invertidos, el coito anal
908. <<
[64] Ibn Makram: poeta de Basora muerto a principios del s. IX. <<
[65] Ibn al-Qasim Abu al-‘Ayna (m. 896): literato ciego, famoso por su ingenio y sus
una mujer anciana «copiosamente dotado de pelo. Hoy en día, «erizo» refiere a la vagina
en el habla popular de algunos centros urbanos del Magreb. Véase M. Chebel, El espíritu
del serrallo. Estructuras y variaciones de la sexualidad magrebi, Barcelona, Edicions
Bellaterra, 1997, págs. 66 y 100-101. <<
[67] Es habitual en determinadas sociedades araboislámicas que tanto hombres como
mujeres se depilen el pubis, lo cual es señal de higiene y sirve de acicate venéreo. Sobre
este último, véase la descripción que refiere un viajero árabe del s. XII: «… ¿Qué va a
hacer de su carnosa, blanca, depilada y fragante vagina?». Véase S. Fanjul, «Mujer y
sociedad en el Ta’rij al-Mustabsir de Ibn al-Muyawir», Alqantara, VIII, 1987, pág. 183.
Tal costumbre, denominada istihdad, aparece consignada en varios hadices del Profeta.
Por ejemplo: «Nos disponíamos a entrar en Medina pero el Profeta dijo: “Esperad a que
caiga la noche porque así daréis tiempo a vuestras mujeres para que se peinen y se
rasuren el vello del pubis”». El-Bokhari, Les traditions islamiques, París, P. G.
Maisonneuve, 1977, vol. III, pág. 549. <<
[68] Hammam ibn Galib al-Farazdaq (m. 733): uno de los más grandes poetas del periodo
omeya. <<
[69] Sulayman ibn ‘Abd al-Malik (m. 717): séptimo califa omeya. Únicamente reinó dos
años. <<
[70] Alc., Los poetas/XXVI, 224-226. <<
[71] Basar ibn Burd (m. 784): otro de los grandes vates abbasíes. Era ciego y de origen
persa. Famoso por sus versos galantes y sus sátiras. Murió ajusticiado por el califa al-
Mahdi, acusado de herejía. Véase agani, III, 135-250. Por cierto, la mayor parte de este
capítulo está basado en las semblanzas de Kitab al-agani. <<
[72] Muhammad ibn al-Mansur al-Mahdi (m. 785): tercer califa abbasí. <<
[73]
Los árabes solían llamar a las cosas por su opuesto para resaltar las cualidades
verdaderas de la persona descrita. <<
[74] Para las andanzas de Yanan y Abu Nuwás, v. agani, XX, 60-73. <<
[75] Abu ‘Abd Allah al-Yammaz (m. 868): poeta coetáneo de Abu Nuwás y tenido también
por calavera, asiduo a las juergas organizadas por el califa al-Mutawakkil. <<
[76] Recordemos que el nombre de pila de Abu Nuwás era «Hasan» (bello), de ahí la
imagen del primer verso. El poema original, incluido en los divanes canónicos del poeta,
purgados de obscenidades», incluyen dos versos (intermedios) más que nosotros añadimos
para clarificar el significado. <<
[77] Véase pág. 99. <<
[78] Isma‘il ibn al-Qasim Abu al-‘Atahiya (m. 825): El «cabeza loca». Insigne poeta abbasí
que destacó, antes de su época ascética, por sus composiciones báquicas y amorosas.
Véase agani, IV, 1-112. <<
[79] Husayn ibn al-Dahhak (m. 863): de origen jurasaní pero criado en Basora, como Abu
Nuwás. De poesía delicada, se dice que Abu Nuwás plagió alguna de sus excelentes
imágenes báquicas. Véase agani, 146-226. <<
[80] Abu Samaqmaq (m. 810): también de origen jurasaní, coincidió en Basora con un
animado grupo de poetas «bohemios». Destacó en los versos satíricos y solía participar en
las orgías califales. <<
[81] Abu ‘Utman al-Yahiz (m. 868): uno de los clásicos de la prosa árabe, nacido en
Basora. <<
[82] Abu Hazra Yarir (m. 733): con Farazdaq y al-Ajtal forma la gran tríada poética del
periodo omeya. Destacó por sus sátiras, sobre todo las dedicadas a su rival al-Farazdaq.
Véase agani, VIII, 3-89. <<
[83] ‘Abd Allah al-‘Aryi (m. 738): poeta de la familia de los omeyas, recordado por sus
al-Kutub al-‘Ilmiya, 1990, pág. 25, si bien en su versión Abu al-Tamahan fornica con la
ermitaña misma y no con su hija, cosa que parece más lógica. <<
[88] Poeta calavera preislámico convertido en estrecho colaborador de Mahoma. <<
[89] Localidad de la Península Arábiga, famosa por su mercado y las justas de poesía
sodomía activa, y bardaje, tomante y puto, a la pasiva. Nosotros haremos uso de ellos. <<
[91] Se refiere a la práctica del tanawwur o el uso del nura, «una pasta pegajosa que se
aplicaba a los correspondientes lugares y que luego se retiraba, juntamente con los pelos
adheridos a ella». (E. Heller y H. Mosbahi, Tras los velos del islam. Erotismo y sexualidad
en la cultura árabe, Barcelona, Herder, 1995, pág. 303). <<
[92]
Waliba ibn al-Hubab (m. 786): poeta natural de Kufa dado a las composiciones
galantes y licenciosas. Véase agani, XVIII, 99-108. <<
[93] El árabe clásico tiene tres casos (nominativo, acusativo y genitivo). <<
[94] Alc., Los Partidos / XXXIII, 25. <<
[95] Ciudad siria (la antigua Emesa), situada entre Damasco y Alepo. <<
[96] Alc., Las filas / XXXVII, 89. <<
[97] Ib., aleya 90. <<
[98] Su padre fue cocinero de la corte del califa al-Ma’mun y él heredó este oficio. Uno de
caravanas de muy variada procedencia y allí solían hacer los lexicógrafos y literatos
noveles sus encuestas lingüísticas entre los beduinos, considerados como los custodios del
árabe más puro y delicado. Véase P. Buendía, Introducción a Yáhiz, Libro de la
cuadratura del círculo, Madrid, Gredos, 1996. <<
[103] Al-Siyistani representa pues a la escuela de la «mirada casta» exenta de lujuria que
declaraba que nada había de malo en regalarse la vista con la beldad de los mozos
donosos. Sin embargo, algunos alfaquíes, como el hanbalí Ibn al-Yawzi (m. 1200),
sostuvieron, en Damm al-bawa (Vituperio de la pasión), que era de todo punto imposible
mirar a un mozo hermoso sin sentir deseo. Véase J. Norment Bell, Love Theory in Later
Hanbalite Islam, Albany, State University of New York Press, págs. 19-28. <<
[104] Abu al-Abbas ibn Suraiy al-Safi‘i: reputado jurista muerto en Bagdad en 918. <<
[105] Abu al-Hasan ‘Ali ibn ‘Isa al-Yanah (m. 946): visir que fuera de los califas al-
Nuwás. <<
[113] Al-Mu‘azzam ‘Isa ibn Ahmad (m. 1227); nieto de Saladino y tercer sultán ayyubí de
Damasco. <<
[114] Yahya ibn Aktam ibn Muhammad (m. 857): jorasaní, fue gran cadí con el califa
abbasí al-Ma’mún. Junto con Husayn al-‘Awfi (m. 817) y otros, representa en la literatura
árabe tradicional el prototipo de juez sodomita. De hecho, solía decirse «ése es de la grey
de Yahya ibn Aktam» para referirse a los pederastas. Véase Abu Mansur al-Ta‘alabi, al-
Kinaya wa al-ta‘rid (Libro de metonimias), Beirut, Dar al-Kutub al-‘Ilmiya, 1984, pág. 25.
<<
[115]
Sihab al-Din al-Suhrawardi (m. 1191): místico persa adalid de la teoría de la
iluminación. <<
[116] Alc., Arrepentimiento (IX), 120. <<
[117] Íd., Los Profetas (XXI), 25. <<
[118] Íd., Los Poetas (XXVI), 74. <<
[119] Íd., La Mesa (V), 113. <<
[120] Íd., La Peregrinación (XXII), 28. <<
[121] Íd., La Familia de Imrán (III), 92. <<
[122] Íd., Qaf (L), 23. <<
[123] Íd., Las Mujeres (IV), 22. <<
[124] Al-Ajfas al-Awsat (m. 850): célebre gramático de la época abbasí. <<
[125] Escuela teológica que se basaba en la razón y la analogía a la hora de exponer sus
postulados doctrinales. Defendían el libre albedrío y que el Corán había sido creado.
Véase F. M. Pareja, La religiosidad musulmana, Madrid, BAC, 1975, pág. 115. <<
[126] Alc., El Hierro (XVII), 13. <<
[127] Alc., Saba (XXXIV), 31. <<
[128] Íd., La Familia de Imrán (III), 92. <<
[129] Íd., Las Hormigas (XXXVII), 35. <<
[130] Íd., Las Hileras (XXXVII), 61. <<
[131] Íd., Los Enviados (LXXVII), 30. <<
[132] Según lo prescrito por algunos códigos islámicos, en este tipo de escarnios públicos el
agente tenía que llevar al paciente sobre los hombros para que la gente supiese del papel
de uno y otro. El pasivo, que solía ser un invertido, afeminado o un mozo, solía recibir
mayores muestras de desprecio que el activo, cuya masculinidad no quedaba en entredicho
(sí su «honorabilidad» social). Empero, los dichos atribuidos al Profeta son explícitos a la
hora de reclamar el mismo castigo (la muerte) para ambos. Véase «Sunan Abi Dawud»
(Hadices de Abi Dawud) en al-Kutub al-sitta, mawsu‘at al-hadiz al-sarif (Enciclopedia de
hadices), 3.ª ed., Beirut, Dar al-Salam, 2000, pág. 1549. Como ya se ha apuntado, estas
reglamentaciones sólo se aplicaron en casos muy contados y, por lo general, los castigos
aplicados a activos y pasivos se limitaron a escarmientos como los descritos en este libro.
<<
[133] Poeta de la época anterior al islam (m. 635). Famoso por sus poemas épicos y su
rivalidad con el también poeta y miembro de su tribu ‘Alqama ibn ‘Ulata. <<
[134] Poeta preislámico de la tribu yemení de los Zubayd (m. 641). Convertido al islam,
1186. <<
[137] Cómo contrasta aquí el «licencioso comportamiento de nuestro cadí con las discretas
percate. Solía practicarse en las casas donde se celebraban saraos nocturnos en los que no
faltaba el vino o en los funduq (Magreb) y en los jan (Oriente árabe), especie de ventas
donde pernoctaban bestias y viajeros. Éstos solían hacerlo en habitaciones colectivas.
Véase El2, s. v. ‘Funduk’, II, art. de Le Torneau. <<
[142] Dabbero: término forjado por nosotros a partir de dabb para designar a quien lo
ejerce. <<
[143] En otras ocasiones la aventura tiene un fínal mucho peor. Un poeta, Abu al-Sis, fue
sobre el dabb en la época mameluca que constituye, junto a éstas de al-Tifasi, una de las
fuentes principales para documentar esta práctica. Él también, a partir de unos versos de
Ibn Danial (m. 1310), establece una lista de utensilios imprescindibles para el dabb. Véase
al-Safadi, al-Gayth al-musyam fi sarh lamiyat al-‘ayam (Comentario al lamiyat al-‘ayam
de al-Tugra‘i), Beirut, Dar al-Kutub al-‘Ilmiya, 1990, vol. II, págs. 5-9. <<
[145] Alc., Los Partidos (XXXIII), 25. <<
[146] Íd., El Relato (XXVIII), 14. <<
[147] Alc., Las Filas (XXXVII), 143-144. Alusión a Jonás y su estancia en el vientre de la
ballena. <<
[148] Gran amigo de al-Tifasi fallecido en El Cairo en 1256 y, a tenor del tono de este
poema, dado como al-Tifasi a las humoradas y las veladas licenciosas. Su hijo, Ibn
Manzur, autor del diccionario Lísan al-‘arab, se encargaría de hacer un epítome sobre la
obra de al-Tifasi. <<
[149] Muhammad Abu Bakr ibn al-Suli (873-946): poeta de la época abbasí y compañero
de la casa: «En mi casa, cuando se duerme, el escorpión impone las penas / si la gente no
aplica las sanciones, el escorpión de ello se encarga». <<
[152] Malik ibn Anas (m. 795): alfaquí de Medina autor de al-Muwatta‘, fundamento de la
escuela jurídica malikí hoy imperante en el Magreb. Recordemos que el propio al-Tifasi
era malikí y que otro de los grandes representantes de la erotología árabe, al-Tiyani, malikí
también, dedicó un capítulo de su libro al mismo asunto. Véase Tuhfat al-‘arus, o. cit.,
págs. 385-391. Véase además Retorno del anciano a su juventud, o. cit., págs. 131-140.
<<
[153] Nafi’ al-Qari’ (m. 780): uno de los siete relatores canónicos del texto coránico. <<
[154] Azora de La Vaca (II), aleya 223. <<
[155] ‘Amru ibn ‘Utman Sibawayhi (m. 796): célebre filólogo de la época abbasí. <<
[156] A este respecto persiste cierta confusión entre los dos grandes grupos del islam. Los
chiíes consienten el coito anal aduciendo que la aleya referida (vuestras mujeres…) así lo
permite y únicamente lo prohíben durante la menstruación. Sin embargo, gran parte de los
sunníes consideran que el versículo alude a la posibilidad de introducir el pene en la
vagina «entrando desde atrás». La mayor parte de las escuelas sunníes, que llaman a esta
práctica «sodomía menor», se basan en dos dichos del Profeta que rezan: «Penetra la vulva
de frente o desde atrás, pero abstente de ésta si hay flujo, y del ano»; «No toméis a
vuestras esposas por detrás». Véase Y. al-Qardawi, al-Halal wa al-haram fl al-islam (Lo
lícito y lo prohibido en el islam), Beirut, Mansurat al-Kutub al-Islamiya, 1969, págs. 189-
190. <<
[157] ‘Abd al-Yabbar al-Asadi al-Qadi (m. 1025): teólogo mu‘tazilí. Fue gran cadí de Rayy
personaje, más bien novelesco, solía aparecer como juez dado a emitir veredictos un tanto
peculiares. <<
[160] Puede que se trate del poeta omeya Hammam ibn Galib ibn Sa‘sa‘a (m. 729). <<
[161] Muhammad ibn Hasan al-Warraq (m. 830): poeta conocido por el tono sentencioso de
semántica con el término griego tribas que inspiró el calco latino frictrix y derivó en
nuestro «tribadismo». En época romana, servía asimismo para aludir a la masturbación
femenina y el coito artificial. <<
[167] Utman ibn ‘Affan (m. 656): tercer califa del islam tras la muerte de Mahoma. <<
[168] Tumbas rodeadas por un murete que a veces disponen de un habitáculo a modo de
cúpula. <<
[169] Vaca que según el Corán (La Vaca/II, 63-71) fue sacrificada por la gente de Moisés.
<<
[170] Alusión a la camella entregada por Dios a la tribu de Tamud. Véase Alc., El Muro /
travestido. En este capítulo se aplica a aquellos hombres que «se sienten y actúan como
mujeres» y que tienen una propensión afectiva y no sólo carnal hacia los de su sexo. Por lo
general, los mujannatin desempeñaban la función de pasivos en el acto sexual (ya por
insuficiencias congénitas ya por haber sido castrados o por otras razones); sin embargo, tal
y como expone al-Tifasi aquí, algunos podían hacer de activos y pasivos. <<
[175] Para no importunar al lector con una referencia biográfica de cada uno de estos
mujannat. Véase Ibn Maya, al-Kutub al-sitta (Enciclopedia de hadices), o. cit, pág. 2634.
<<
[178] Abu ‘Abd al-Mun‘im Tuways, tañedor de adufe. Vid. Kitab al-agani, o. cit., vols. 3
(págs. 27-44) y 4 (219-222). Su nombre original era Tawis; no obstante, según una
costumbre extendida entre los mujannatin de su tiempo, adoptó el diminutivo («tuwais»).
<<
[179] Marwan ibn al-Hakam (623-685): luego se convertiría, en el 683, en el cuarto califa
omeya. <<
[180] Referencia a la azora de al-Fatiba o la «que abre», primer capítulo del Corán. <<
[181] Al-Walid ibn ‘Abd al-Malik (m. 715): sexto califa omeya, nieto de Marwan. <<
[182] Dalal, Abu Zayd. Vid. Kitab al-agani, o. cit., vol. 4, págs. 269-301. <<
[183] Para más detalles sobre esta castración colectiva, llevada a cabo siendo gobernador de
Medina Ibn Hazm, vid. Kitab al-agani, o. cit., vol. 4, págs. 269-301. <<
[184] Diosa preislámica que tenía un santuario en la localidad de al-Taif. Era la Astarté
fenicia. <<
[185] Omar ibn ‘Abd al-Aziz (681-720): octavo califa omeya famoso por su piedad y celo
religioso. <<
[186] Se refiere a al-Fatiha o primera azora del Libro. <<
[187] Alc., El alba/CXIII, 1. <<
[188] Íd, El culto/CXII, 1. <<
[189] Abd al-Rahman al-Fadil (m. 1200): visir de Saladino y después de su hijo al-Malik
al-‘Aziz. <<
[190] Alc., El hierro/LVII, aleya 13. <<
[191] Ciudad del Alto Egipto que da al Nilo y pertenece a la región de Qena. <<
[192] Región regada por El Nilo de notable feracidad y situada al sudoeste de El Cairo. <<
[193] Una de las mezquitas más antiguas y bellas de El Cairo, construida en 879. <<
[194] Los baños o hammam eran considerados en aquella época un «coto de caza
privilegiado para los pederastas», así como un «lugar fuertemente erotizado». Véase Abu
Nuwás, Le vin, le vent, la vie, selección y trad. de V. Monteil, París, Sindbad, 1979, págs.
179-180. <<
[195] Los hombres y mujeres de raza negra, en especial los nubios, tenían fama de rijosos y
«Galeno de los árabes». Razes dedicó gran atendón a las tendencias homofílicas del
individuo en su obra Mafatib al-gayb, donde trata de la facultad sensual (quwwa
sabwaníya) y «las influencias corruptas que emanan de ella: zina, liwat y sabq (adulterio,
sodomía y lesbianismo)». Véase EI, s. v. ‘sihaq’, ait. de G. Juynboll. <<
[206] Al-Mu‘tadid bi al-Allah (m. 902): decimosexto califa abbasí. <<
[207] Octava parte de una onza o 3.594 miligramos. <<
[208] Medida persa equivalente a un sexto de dracma. <<
[*] Las del prólogo llevan un asterisco y preceden a las del texto. <<