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Wood, G.S. La Democracia y La Revolución Americana

Este documento discute cómo la Revolución Estadounidense creó la democracia en los Estados Unidos al establecer gobiernos republicanos basados en la igualdad de todos los ciudadanos y expandir el derecho al voto. También explica cómo, en el siglo 18, la democracia se refería al gobierno del pueblo a través de la representación en asambleas como la Cámara de los Comunes. Los revolucionarios estadounidenses crearon versiones republicanas de este sistema de gobierno mixto en las nuevas constituciones
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Wood, G.S. La Democracia y La Revolución Americana

Este documento discute cómo la Revolución Estadounidense creó la democracia en los Estados Unidos al establecer gobiernos republicanos basados en la igualdad de todos los ciudadanos y expandir el derecho al voto. También explica cómo, en el siglo 18, la democracia se refería al gobierno del pueblo a través de la representación en asambleas como la Cámara de los Comunes. Los revolucionarios estadounidenses crearon versiones republicanas de este sistema de gobierno mixto en las nuevas constituciones
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DEMOCRACIA

El viaje inacabado (508 a.C.-1993)


bajo la dirección de. John Dunn

Traducción de Jordi Fibla

Ensayo
La democracia
y la Revolución norteamericana

Gordon S. Wood

La Revolución norteamericana es el acontecimiento más importante


en la historia de Norteamérica. No sólo creó legalmente los Estados
Unidos, sino que definió la mayor parte de los valores permanentes
y los ideales más nobles del pueblo norteamericano, incluidos sus com-
promisos con la igualdad y el constitucionalismo. Lo más importante
es que la Revolución creó la democracia norteamericana, que hizo de
los estadounidenses, a pesar de la persistencia contradictoria de la es-
clavitud hasta las décadas centrales del siglo XIX, el primer pueblo del
mundo moderno que poseía un gobierno y una sociedad verdadera-
mente democráticos. Con la Declaración de Independencia de 1776, los
norteamericanos prescindieron de la monarquía hereditaria, con su je-
rarquía aristocrática de sangre y lazos familiares, y establecieron rá-
pidamente nuevos gobiernos republicanos que daban por sentada la
igualdad de todos los ciudadanos. Los revolucionarios no sólo esta-
blecieron gobiernos cuyos miembros, incluidos en algunos casos hasta
los jueces, eran elegidos por el pueblo, sino que pronto extendieron
el derecho de voto hasta un grado apenas concebido por la mayoría
de los europeos. Pero hay otro aspecto aún más importante para .la
democracia que esta expansión del sufragio: la manera en que los nor-
teamericanos de la era revolucionaria hicieron que el pueblo llano par-
ticipara en los asuntos del gobierno, no tan sólo como votantes sino
también como verdaderos dirigentes. Lo cierto es que, como conse-
cuencia de la Revolución, los norteamericanos concedieron a la gente
corriente una importancia cultural y social que hasta entonces jamás
había tenido en la historia. Al final, esta incorporación del pueblo llano
al gobierno y la sociedad se convirtió en la esencia de la democracia
norteamericana. A principios del siglo XIX, la democracia en expansión
y activa creadora de riqueza que había surgido de la Revolución nor-
teamericana era nueva y tan increíble que sorprendía al mundo, y no
pasó mucho tiempo antes de que aquellos intelectuales europeos cuya
curiosidad había sido suscitada, y entre los que Tocqueville fue uno
de los más famosos, empezaran a atravesar el Atlántico para investigar
lo que acababa de forjarse en el Nuevo Mundo.

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En el mundo angloamericano del siglo XVIII, la democracia se refe-
ría, como siempre, al gobierno del pueblo, no sencillamente el gobier-
no establecido por el pueblo mediante el proceso electoral, lo cual era
una república, sino el gobierno realmente administrado por el pueblo.
Era, como señaló James Otis, de Massachusetts, ''un gobierno de todos
sobre todos», en el que los gobernados se convertían en gobernadores
y viceversa. Los británicos ilustrados de ambos lados del Atlántico po-
dían convenir en que lo ideal sería que el pueblo se gobernara a sí
mismo directamente, pero comprendían que la democracia en este sen-
tido literal sólo se había dado de un modo aproximado en las ciu-
dades-estado griegas y en las poblaciones de Nueva Inglaterra. El ver-
dadero autogobierno o democracia simple no era factible en una
comunidad de gran tamaño. Como afirmó en 1776 un polemista nor-
teamericano, incluso el gran radical whig Algernon Sidney había es-
crito que no conocía «ninguna democracia pura, en sentido estricto,
donde el pueblo lleva a cabo por sí mismo todo cuanto corresponde
al gobierno», y si había existido alguna en el mundo, él no tenía «nada
que decir en su favor». En realidad, la mayoría de los británicos del
siglo XVIII en Europa y América se sentían tan inquietos por la im-
practicabilidad y la inestabilidad de la democracia pura, que ésta era
usada generalmente en sentido peyorativo para desacreditar cualquier
funesta tendencia hacia el gobierno popular.
Sin embargo, todos los británicos estaban convencidos de que el
pueblo tenía que desempeñar un papel necesario en el gobierno,
puesto que, sin la presencia del pueblo, el gobierno se convertiría ine-
vitablemente en una tiranía. Pero ¿cómo se baria sentir su presencia
en un gran Estado moderno? Se creía que la imposibilidad de reunir
a todo el conjunto de la sociedad había dado lugar al gran descubri-
miento británico de la representación, de «Sustituir a los muchos por
unos pocos», como decían algunos norteamericanos. ·Por medio de su
representación en la Cámara de los Comunes y, en el caso de los co-
lonos, su representación en las asambleas provinciales, los británicos
en el Viejo y Nuevo Mundo creían disponer de unos baluartes insti-
tucionales para proteger sus libertades, algo que para otros pueblos era
tan sólo un sueño. Por limitado que fuese el sufragio, considerado
desde el criterio moderno, y por poco representativas de la sociedad
que fuesen la Cámara de los Comunes y las asambleas coloniales, en
su época eran los organismos gubernamentales más populares del
mundo. Constituían, y la gente así lo entendía, lo que llamaban «las
partes democráticas» de sus constituciones mixtas o equilibradas.
Así, los ingleses de la madre patria participaban en el gobierno me-
diante su Cámara de los Comunes, de la misma manera que los co-
lonos participaban en sus gobiernos provinciales, sus «modelos re-
ducidos de la constitución inglesa», por medio de sus cámaras bajas
de representantes. Esto era lo que el mundo de habla inglesa del siglo

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XVIII entendía esencialmente por democracia, la cual no era todavía
una fe ni una ideología ni una ética, sino un término técnico de la
ciencia política que describía la participación popular en el gobier-
no de una manera que no se diferenciaba mucho de la manera en que
los antiguos griegos la habían usado. Para los británicos, como para
Aristóteles o Plutarco, esta participación popular constituía idealmente
sólo una parte de su gobierno. Por más que el pueblo británico va-
lorase su participación en la Cámara de los Comunes y en sus asam-
bleas coloniales, pocos creían que esa participación popular bastara
por sí misma para elabora:i; una constitución apropiada y para la pro-
tección de la libertad. Se necesitaba alguna suerte de mezcla de de-
mocracia con monarquía y aristocracia.
En realidad, los británicos del siglo XVIII usaban el término «de-
mocracia» casi siempre conjuntamente con los de (<monarquía» y «aris-
tocracia», es decir, como una parte esencial de la constitución mixta
o equilibrada de Gran Bretaña. La teoria del gobierno mixto o equi-
librado era tan antigua como los griegos y. se había impuesto durante
siglos en el pensamiento político occidental. Se basaba en la antigua
categorización de las formas de gobierno en tres tipos ideales: mo-
narquía, aristocracia y democracia, una disposición clásica derivada
del número y el carácter del poder clirigente: el único, los pocos o los
muchos. Cada una de estas formas simples poseía cierta cualidad ex-
celente: para la monarquía, se trataba del orden o la energía; para la
aristocracia, era la sabiduría; y para la democracia, la honestidad o
la bondad. No obstante, el mantenimiento de estas cualidades pecu-
liares dependía de que las formas de gobierno mantuvieran la firmeza
en un supuesto ejercicio del poder, pero la experiencia había enseñado
trágicamente que ninguna de estas formas simples podía permanecer
estable por sí misma. Si se las aislaba, cada una de ellas caía en for-
mas perversas, dada la ansiosa persecución del poder por parte de los
dirigentes, ya fuera uno, unos pocos, o muchos. La monarquía se aba-
lanzaba hacia su punto extremo y terminaba en el despotismo. La aris-
tocracia, que ocupaba una posición intermedia en la franja de po-
der, tiraba en ambas direcciones y creaba facciones y divisiones. Por
último, la democracia, al buscar más poder para el pueblo, degeneraba
en anarquía y tumultos. La política mixta o equilibrada tenía la fi-
nalidad de impedir estas perversiones, mecliante la inclusión de cada
una de las clásicas formas simples de gobierno en la misma consti-
tución. Así las fuerzas que tiraban en una dirección tendrían su con-
trapeso en otras fuerzas y el resultado seria la estabilidad. Sólo esta
manera de compartir recíprocamente el poder político por parte del
único, los pocos y los muchos permitía la preservación de las cuali-
dades deseables de cada uno.
Esta teoria del gobierno equilibrado consiguió, al ser expresada en
la constitución británica del siglo XVIII, una vitalidad y preeminencia

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que no tenía desde la Antigüedad. La división de la sociedad británica
en los tres estamentos de rey, nobleza y pueblo, y su encamación cons-
titucional en la Corona, la Cámara de los Lores y la Cámara de los
Comunes parecía .realizar de forma casi milagrosa el antiguo sueño de
equilibrar las formas simples de monarquía, aristocracia y democracia
dentro de una sola constitución. El Estado y la sociedad se unificaron.
No es de extrañar que los teóricos de otros países, entre ellos Mon-
tesquieu, expresaran su admiración y respeto hacia la Constitución bri-
tánica del siglo XVIII.
La mayoría de los revolucionarios norteamericanos de 1776 no te-
nían la menor intención de abandonar esta célebre teoría del gobierno
mixto o equilibrado, aun cuando renunciaran a la monarquía y es-
tablecieran repúblicas. Todavía creían que sus nuevos gobiernos es-
tatales republicanos, aunque ahora fuesen electivos, debían encarnar
los principios clásicos de monarquía, aristocracia y democracia. En
consecuencia, en casi todas sus nuevas constituciones estatales redac-
tadas en los años 1776 y 1777, los revolucionarios crearon versiones
republicanas de una constitución equilibrada, con gobernadores sin-
gulares, aunque de poder considerablemente debilitado, que eran la
expresión del único; con cámaras altas o senados que expresaban a
los pocos; y con poderosas y extensas cámaras de representantes o
diputados que expresaban a los muchos. De hecho, la concesión de
tanto poder a las cámaras populares de representantes fue lo que con-
dujo a algunos norteamericanos, como Richard Henry Lee, de Virginia,
a concluir, en 1776, que sus nuevos gobiernos eran «en gran medida
de índole democrática», aun cuando admitieran «Un gobernador y una
segunda rama legislativa».
En varios estados, sobre todo en Pennsylvania, algunos revolucio-
narios rechazaron deliberadamente la incorporación de la teoría del
gobierno equilibrado a sus nuevas constituciones estatales. En 1776,
las fuerzas radicales de Pennsylvania razonaron que un gobierno mixto
que incluyera un gobernador y un senado implicaba la existencia de
elementos monárquicos y aristocráticos en su sociedad que la Revo-
lución republicana supuestamente había abolido. Los radicales de
Pennsylvania argumentaban que «no hay más que una clase de hom-
bres en América, y por lo tanto ... debería haber una sola represen-
tación de ellos en el gobierno». Advertían que la creación de un senado
conduciría a la existencia de una Cámara de los Lores. En conse-
cuencia, los redactores de la constitución en Pennsylvania, emulando
a la que consideraban <da antigua constitución sajona», establecieron
un gobierno simple, compuesto por un único cuerpo legislativo, sin
ningún gobernador y sin senado ni cámara alta. Esta era la versión de
la democracia que, en el siglo XVIII, parecía factible para una gran
comunidad.
La Constitución democrática de Pennsylvania en 1776 produjo un

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aluvión de controversias que no remitieron hasta quince años después,
cuando la Constitución fue modificada. El debate sobre esta Constitu-
ción estatal radical dio origen a algunas de las ideas más iluminadoras
de toda la era revolucionaria y ayudó a transformar el pensamiento
norteamericano acerca del gobierno mixto y la democracia. Los ad-
versarios de la Constitución de Pennsylvania pensaban que el Estado
había creado un monstruo político al que seria preciso dar muerte pia-
dosamente. Eran incapaces de imaginar un gobierno sin un único jefe
ejecutivo y una cámara alta del poder legislativo. Pero al mismo
tiempo, en la atmósfera igualitaria de la Revolución republicana, los
adversarios de la Constitución de Pennsylvania comprendieron ense-
guida que no podían justificar fácilmente el establecimiento de un go-
bernador y un senado en las condiciones tradicionales del gobierno
mixto o equilibrado: como encarnaciones de la monarquía y la aris-
tocracia. Una y otra vez se veían obligados a negar que su propuesta
de creación de un senado significara que querían establecer una aris-
tocracia hereditaria en Pennsylvania. Decían que no deseaban una Cá-
mara de los Lores, sino tan sólo un organismo que incorporase en el
gobierno la sabiduría de la elite natural de la sociedad y ayudara a
mantener un equilibrio en la república mixta. Pero resultaba difícil
mantener esta distinción, y al final, los adversarios de la Constitución
de Pennsylvania tuvieron que abandonar por completo la teoría del
gobierno equilibrado y justificar la existencia de una cámara alta sobre
la base de que en modo alguno era una aristocracia, sino tan sólo (<una
doble representación del pueblo». Así, el bicameralismo se explicaba
no como la encarnación de estados sociales diferentes o de las formas
de gobierno simples de Aristóteles, sino como la división en dos ra-
mas de un poder legislativo en el que se desconfiaba.
Las implicaciones de semejante argumento eran inmensas. Si se
creía que los senados eran simplemente una clase más de represen-
tación del pueblo, entonces se hacía posible que otros elementos del
gobierno -gobernadores y jueces, por ejemplo- fuesen considerados
igualmente como representantes del pueblo. De ser así, la distinción,
en otro tiempo clara, entre una república, donde toda la autoridad
procedía del pueblo, y una democracia, en la que los miembros del
pueblo eran los dirigentes, dejaria de existir.
En 1776, cuando empezaron a redactar sus constituciones, los nor-
teamericanos no habían pensado que sus gobernadores y senados, aun-
que elegidos por el pueblo (en ocasiones de la misma manera y por
el mismo electorado que las cámaras bajas del poder législativo) eran
por esa razón considerados representantes del pueblo. La elección era
incidental a la representación, y no se suponía que fuera su origen.
La reciprocidad de intereses entre el representante y aquellos en nom-
bre de los que hablaba era la medida apropiada de la representación.
Aunque los magistrados jefes elegidos obtenían su autoridad del pue-

108
blo, presumiblemente no compartían una reciprocidad de intereses con
el pueblo y, por lo tanto, no lo representaban. Ese privilegio corres-
pondía en exclusiva a las adecuadamente llamadas cámaras de repre-
sentantes, cuyos miembros supueStamente compartían intereses co-
munes con el pueblo. Pero el desarrollo de sus ideas sobre la
representación, reveladas ya en el debate imperial con Gran Bretaña
a partir de 1760, habían preparado a los norteamericanos para un im-
portante cambio en su manera de pensar.
En 1765, como justificación del derecho que tenía el Parlamento
a exigir impuestos a los colonos, los portavoces del gobierno británico
argumentaron que todos los ingleses, tanto si votaban como si no.para
elegir a los miembros del parlamento, estaban implícitamente repre-
sentados en la Cámara de los Comunes y, por lo tanto, sometidos al
pago de impuestos. Los colonos rechazaron de inmediato esta afir-
mación de que estaban representados en el parlamento de la misma
manera que lo estaban en Inglaterra quienes no votaban. En 1765,
James Otis, de Massachusetts, preguntó qué finalidad tenían los re-
petidos intentos de los ingleses de justificar la falta continuada de re-
presentación en el Parlamento, citando los ejemplos de las nuevas y
florecientes ciudades de Manchester y Birmingham, que no designaban
miembros para la Cámara de los Comunes. <<Si esos lugares, ahora tan
notables, no están representados, deberian estarlo.» Por la experiencia
que tenían del Nuevo Mundo, los norteamericanos habían llegado a
creer en una clase de representación muy distinta a la de los britá-
nicos: una clase de representación efectiva que convertía a la elección
y el voto en elementos no accesorios sino centrales del proceso. En
América los derechos e intereses de una persona parecían tan parti-
culares y personales, y la desconfianza hacia los superiores estaba tan
arraigada, que sólo podrian bastar los vínculos más fuertes entre la
persona y el representante que hablaba en su nombre en el gobierno.
Si bien el voto por ese representante era el menor de tales vínculos
(otros vínculos eran los requisitos de residencia en la localidad del re-
presentante y la formación de éste), el derecho a votar adquirió ine-
vitablemente una importancia cada vez mayor para los norteameri-
canos.
Hacia la década comprendida entre 1780 y 1790, muchos nortea-
mericanos se habían convencido de que sólo votando realmente a los
cargos públicos podía una persona tener la garantía de que estaba re-
presentada. Esto tuvo el efecto de convertir la elección en el único
criterio de la representación. James Wilson lo expresó afirmando que
«el derecho de representación se confiere por el acto de elegir». En
consecuencia, los norteamericanos se habían acostumbrado de forma
gradual a considerar a todos los elementos de sus repúblicas sometidos
a elección como representantes, de una u otra manera, del pueblo. Los
funcionarios federales y estatales, el presidente, los senadores naciona-

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les, los gobernadores, los senadores estatales, incluso los jueces, cual-
quier organismo que recibiera su autoridad del pueblo, eran conside-
rados ahora como distintas clases de representaciones del pueblo. Desde
luego, se creía que los miembros de las cámaras de representantes eran
los «más inmediatos representa_ntes», pero ya no eran los únicos y ex-
clusivos representantes del pueblo, el cual estaba representado en to-
das partes y por todos los funcionarios de los gobiernos norteameri-
canos.
Al extender la representación a todos los elementos de sus gobier-
nos, los norteamericanos pudieron justificar su nuevo sistema federal,
con su multiplicidad de funcionarios estatales y nacionales: ahora todos
eran agentes, aunque limitados, del pueblo que permanecía al margen
del sistema completo de gobierno. Puesto que las llamadas cámaras
de representantes habían perdido su papel exclusivo de encamar al
pueblo en el gobierno, la democracia, tal como la habían entendido
los norteamericanos en 1776, desapareció de sus constituciones. El
pueblo gobernaba en todas partes o, desde una perspectiva diferente,
no gobernaba en ninguna. Daba la impresión de que el pueblo ya no
participaba realmente en los gobiernos norteamericanos como seguía
haciéndolo, por ejemplo, en la Cámara de los Comunes. Los norte-
americanos habían separado por completo al pueblo, como Estado so-
cial, del gobierno, y por lo tanto destruido la identidad entre estado
y sociedad que tanto habían apreciado los teóricos desde Aristóteles.
James Madison escribió en el n.º 63 de The Federalist que la «verdadera
distinción» de los gobiernos norteamericanos, el elemento que los se-
paraba de las antiguas repúblicas «radica en la exclusión total del pue-
blo, en su capacidad colectiva, de toda coparticipación» en el gobierno.
Añadió que en Estados Unidos no existía la menor democracia. Era
una república de parte a parte, y, para Madison, una república era un
gobierno (<en el que tiene lugar un sistema de representación».
Ahora los norteamericanos se decían a sí mismos que ningún pue-
blo antes que ellos, ni siquiera los británicos, habían comprendido ja-
más el principio de la representación en la forma que ellos lo habían
hecho. En 1788 James Wilson decía que el mundo había «concedido
a América la gloria y la felicidad de formar un gobierno en el que la
representación proporcionará enseguida la base y el cemento de la su-
perestructura ... difundiendo este principio vital a través de todas las
divisiones y departamentos diferentes del gobierno». Madison afirmó
en The Federalist que la representación era «el eje» sobre el que se
movía todo el sistema norteamericano de gobierno.
Debido a que sus gobiernos eran ahora tan nuevos y caracteristicos,
los norteamericanos buscaban a tientas términos adecuados para des-
cribirlos. Muchos dieron la vuelta a la perspectiva de Madison y, como
el pueblo estaba representado en todas partes, describieron el nuevo
sistema como absolutamente democrático. John Stevens, de Nueva Jer-

110
sey, afirmó que la elección por parte del pueblo, y no la fuerza de las
cámaras bajas en el poder legislativo, convertían a «nuestros gobiernos
en los más democráticos que hayan existido jamás. en cualquier país».
No obstante, otros comprendían que «democracia», tal como la ciencia
política del siglo XVIII había entendido el término, no era una palabra
del todo exacta para describir a sus nuevos gobiernos. Seria más pre-
ciso darles la denominación de «repúblicas democráticas», lo cual sig-
nificaba, como dijo Alexander Hamilton en 1788, «Una democracia re-
presentativa».
Aunque en años posteriores los conservadores temerosos siguieron
usando peyorativamente la palabra «democracia», cada vez era mayor
el número de norteamericanos no sólo dispuestos a aceptar, sino tam-
bién a celebrar la democracia como la manera más precisa de carac-
terizar su sistema político. En 1809, el líder baptista renegado Elias
Smith dijo a sus compatriotas: «El gobierno adoptado aquí es una DE-
MOCRACIA. Es preciso que comprendamos esta palabra, tan ridicu-
lizada por los enemigos internacionales de nuestro amado país. La
palabra DEMOCRACIA está formada por dos palabras griegas, una de
las cuales significa e/ pueblo y la otra el gobierno, que radica en el
pueblo... ¡No nos avergoncemos nunca de la DEMOCRACIA, amigos
míos!». Para muchos norteamericanos, a principios del siglo XIX la de-
mocracia se había identificado con la nación, era la fe en la que ha-
bían llegado a creer.
Sin embargo, este rápido análisis de la manera en que la demo-
cracia cambió de significado no hace justicia al pleno significado de
lo que ocurrió. Tal vez es demasiado formal y teórico, se interesa de-
masiado por los significados de palabras e instituciones, y se muestra
demasiado preocupado por las elecciones y el voto para captar los
cambios considerables ocurridos en la sociedad y la política que hi-
cieron de los Estados Unidos posteriores a la Revolución la nación más
democrática del mundo. Aunque los mismos norteamericanos son con
frecuencia los últimos en darse cuenta de este hecho, la democracia
ha llegado a significar mucho más que el recuento de votos y la elec-
ción de representantes. Por debajo de la transformación de las cons-
tituciones, el aumento del número de elecciones y la ampliación del
sufragio en la era revolucionaria, se produjeron unos cambios más fun-
damentales en la manera en que los norteamericanos organizaban su
política y su sociedad, y esos cambios crearon las fuentes auténticas
y sustentadoras de la democracia estadounidense.
Al principio, en 1776, los dirigentes revolucionarios tenían una con-
cepción republicana, no democrática, del liderazgo político. Se pro-
ponían destruir la confianza monárquica en la familia y los lazos de
saI)gl'e, y admitir en el gobierno a quienes no sólo poseían talento sino
que eran virtuosos. Ser virtuoso significaba tener la buena voluntad
necesaria para sacrificar los intereses particulares en aras del ,bien pú-

111
blico, una buena voluntad que no podían mostrar todos los miembros
de la sociedad. Para ser virtuosos de esa manera, los hombres tenían
que ser independientes y estar libres de las ocupaciones y los triviales
intereses de la plaza pública. El dirigente político ideal desde la Anti-
güedad era siempre alguien capaz de elevarse por encima de los in-
tereses comerciales egoístas y que no sobrellevara la carga de tener que
ganarse Ja vida. De ahí que, como dijera Aristóteles, quienes tenían
que «llevar una vida mecánica o comercial» no podían ser líderes po-
líticos, puesto que tales líderes necesitaban «ocio para desarrollar su
virtud». En el mundo anglonorteamericano del siglo XVIII se había lle-
gado a la conclusión de que los mejores dirigentes y los ciudadanos
más virtuosos para servir a la república provenían de la nobleza pro-
vinciana que, según Adam Smith, no tenía que esforzarse para obtener
beneficios, y los agricultores independientes que, como proclamó Jef-
ferson, estaban libres de «las contingencias y los caprichos de los clien-
tes».
Algunos llegaron a la conclusión de que en un mundo republicano
ideal los dirigentes públicos deberían ser lo bastante virtuosos como
para servir sin salario alguno. Ser titular de un puesto público, co-
mo dijo Jefferson, deberla conformarse al <<principio romano>>: «En un
gobierno virtuoso ... los cargos públicos son lo que deben ser, respon-
sabilidades para quienes han recibido los nombramientos, los cuales
harían mal en rechazarlos, aunque prevean que les causarán mucho
trabajo y grandes pérdidas personales». Recibir beneficios de lo pú-
blico olía a interés y manchaba la virtud de quien ostentaba un cargo.
Por este motivo la Constitución radical de Pennsylvania de 1776 abolió
todos los «cargos de provecho» en el gobierno. Por las mismas razones
clásicas George Washington deseaba no recibir salario alguno en su
calidad de comandante en jefe o como presidente.
Esta insistencia, de raíces tan antiguas, en el liderazgo de una no-
bleza rural ociosa que no tenía necesidad de ganarse la vida se hallaba
en el corazón del republicanismo clásico norteamericano: sólo quienes
eran capaces de alzarse por encima del torbellino de los intereses par-
ticulares de la plaza pública podrían realizar juicios desinteresados a
favor del bien común. En consecuencia, el objetivo ideal del republi-
canismo norteamericano de 177 6 consistía en separar esos intereses
privados de la política o, por lo menos, en crear un sistema político
que permitiera a los dirigentes de la pequeña nobleza trascender esos
intereses.
No obstante, este republicanismo contenía las semillas de su propia
transformación en una democracia. La igualdad, que era tan crucial
para la ciudadanía republicana, adquirió en Estados Unidos una signi-
ficación garantizada que no podía ser restringida, y la gente corriente,
cuya inferioridad y necesidad de trabajar la había hecho despreciable
para sus superiores desde los comienzos de la historia, encontró en

112
la igualdad republicana una poderosa justificación para su amor pro-
pio y para la afirmación de sí misma. En consecuencia, la importante
y ancestral distinción entre caballeros ociosos y vuJgo trabajador, que
los dirigentes revoluciofiarios seguían intentando honorar, se fue di-
fuminando hasta quedar finalmente disuelta. Al mismo tiempo, el pue-
blo norteamericano, como origen republicano de toda autoridad, no
estuvo dispuesto a verse representado exclusivamente por dirigentes
señoriales, por muy educados, acomodados o ilustrados que fuesen.
Insistieron en que deseaban que su consentimiento fuese continuo y
explícito, como venían afirmándolo desde los mismos comienzos del
debate imperial. De hecho, el inicial énfasis norteamericano en la re-
presentación efectiva, más que en la virtual, fue en 1765 un inesperado
heraldo del futuro desarrollo democrático.
Las concepciones de la representación real y virtual que surgieron
a partir de 1760 suponían dos clases de sociedad muy diferentes. La
representación virtual sólo era comprensible en una sociedad orga-
nizada jerárquicamente, en la que quienes ocupaban la cúspide podían
hablar de manera justificada en nombre de quienes estaban por de-
bajo. Daba por sentado que el pueblo era un cuerpo homogéneo cuyos
intereses podían ser discernidos por una elite ilustrada como una to-
talidad: como un bien público unitario. Pero a pesar de las esperanzas
puestas por numerosos dirigentes revolucionarios en que América pu-
diera estar representada por caballeros desinteresados que trascendie-
ran a los distintos intereses y grupos y promovieran el bien común,
la sociedad norteamericana se reveló demasiado diversa y plural, las
líneas de la autoridad eran demasiado vagas y tenues, y el liderazgo
mismo de la pequeña aristocracia, demasiado vulnerable a la impug-
nación desde abajo para que fuese posible mantener cualquier clase
de representación virtual. Esta podía ser todavía significativa en la
aristocrática y jerárquica Gran Bretaña, pero tenía cada vez menos
sentido en la Norteamérica igualitaria.
Como evidenció finalmente el debate sobre la constitución en 1787
y 1788, la sociedad norteamericana, incluso en el interior de un solo
estado, aparecía crecientemente, no como una entidad unitaria con un
único interés común sino, según afirmó un ciudadano de Maryland en
1788, como una mezcla heterogénea de <<muchas clases u órdenes di-
ferentes de personas, mercaderes, granjeros, plantadores, técnicos y
hombres acomodados», cada. uno de ellos igual a los demás. Si bien
la nueva constitución federal tenía la finalidad de crear un sistema
político que permitiera a los dirigentes ilustrados y virtuosos situar-
se por encima de esos intereses encontrados, los adversarios de la
constitución comprendieron agudamente que el pluralismo y el igua-
litarismo de la sociedad norteamericana impediría a cualquier elite,
por grandes que fuesen su talento e ilustración, hablar en nombre de
la totalidad. Decían que los hombres de una clase o con unos intereses

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determinados nunca podían estar al corriente de la «Situación y las
necesidades» de otros. Los intereses de la sociedad eran tan diversos
y discretos que sólo los individuos que compartían un interés parti-
cular o parcial podían hablar por ese interés. El concepto de la re-
presentación real que estaba implícito en la vida norteamericana desde
el comienzo se aproximaba ahora a su plenitud.
Los adversarios de la constitución perdieron la batalla por el nuevo
gobierno nacional creado en los años 1787 y 1788, pero su visión de
la necesidad de lograr la más explícita forma posible de consenso sin-
tonizó más con la futura dirección de la política norteamericana que
la postura de los defensores de la constitución. Consideraban absurdo
decir a la gente, como hacían los proponentes de la constitución, que
deberían dejar de lado sus intereses personales y locales, cuando éstos
eran todo lo que contaba. James Winthrop, de Massachusetts, decía
en 1788: «Ningún hombre, al ingresar en la sociedad, lo hace con el
fin de promover el bien ajeno, sino que lo hace por su propio bien».
El Granjero Federal, el más distinguido de los escritores contrario a
la constitución, afirmaba que, como todos los individuos y grupos de
la sociedad eran igualmente egoístas, la única «representación justa»
en el gobierno debería establecerse de tal manera que «pudiera com-
partirla cada grupo de hombres que componen la comunidad». En
consecuencia, todo gobierno norteamericano debería «permitir que los
profesionales, mercaderes, comerciantes, técnicos, etcétera, aportaran
respectivamente al poder legislativo una justa proporción de sus hom-
bres mejor informados». La única manera en que una persona podía
estar justa y exactamente representada en el gobierno consistía en que
alguien como él, con sus mismos intereses, hablara en su nombre; no
podía confiar en que nadie más lo hiciera. De hecho, esa desconfianza
constituyó un gran impulso para el desarrollo de la democracia nor-
teamericana. Así pues, los ciudadanos llegaron a la conclusión de que
sólo una forma explícita de representación que permitiera a alemanes,
baptistas, artesanos, granjeros, etcétera, enviar delegados de su propia
clase a la arena política podía encarnar el particularismo democrático
de su sociedad.
En definitiva, la lógica de esta forma extrema de representación
real determinó que nadie podía estar representado en el gobierno a
menos que tuviera por lo menos derecho al voto. Por ello, la expansión
del sufragio llegó a ser una de las principales reformas al principio
de la República. En la época en que los europeos se debatían todavía
con los problemas de incorporar a los estamentos y otros grupos so-
ciales en el gobierno, los norteamericanos se apresuraron a conceder
el voto a casi toda la población blanca, masculina y adulta. Hacia
1825, la mayor parte de los estados de la Unión habían obtenido el
sufragio universal para los varones de raza blanca.
Pero esta forma extrema de representación real tuvo otras canse-

114
cuendas, aparte de la expansión del sufragio. Finalmente justificó la
participación de personas comunes y conientes en el gobierno, no
como meros votantes, sino como dirigentes. En l<;>s primeros tiempos
de la República de Norteamérica, y sobre todo en el poder legislativo
estatal, ttivieron acceso al liderazgo político los mismos mercaderes,
artesanos y hombres de negocios de quienes los teóricos, desde Aris-
tóteles en adelante, habían dicho que estaban mal preparados para
adquirir tales responsabilidades debido a su involucración en la plaza
pública y la falta de ocio para desarrollar su virtud. Se suponía que
tales hombres de clase baja, que trabajaban para ganarse la vida, es-
taban excluidos del gobierno porque eran parciales, de miras estrechas,
y tenían intereses privados que promover. Sin embargo, incorporar
tales intereses privados directamente a la actividad del gobierno cons-
tituiría un elemento central para el significado de la democracia nor-
teamericana.
Uno de los momentos cruciales en la historia de la política de Es-
tados Unidos, tal vez el más crucial, tuvo lugar en 1786, durante el
debate que se prolongó varios días en la asamblea de Pennsylvania
para dotar de una nueva carta de privilegio al Banco de Norteamérica.
El debate se centró en el papel del interés privado en los asuntos pú-
blicos.
Los principales participantes en este debate fueron William Findley,
un antiguo tejedor de origen escocés e irlandés, procedente de Pennsyl-
vania occident"1 y promotor de los intereses de adeudo y papel mo-
neda en el Estado, y Robert Morris, el comerciante más rico del esta-
do, el cual tenía aspiraciones aristocráticas y apoyaba firmemente la
concesión al banco de una nueva carta de privilegio. En su empeño
de conseguir otra carta para el banco, Morris y sus distinguidos con-
géneres de Filadelfia trataban continuamente de pasar por caballeros
desinteresados a la manera clásica, que estaban por encima de los tos-
cos intereses de la plaza pública y sólo les interesaba el bien público.
Pero Findley y sus plebeyos colegas occidentales, quienes desde luego
tenían que trabajar para vivir, se negaron a permitir que Morris y sus
aristocráticos partidarios siguieran adelante con esa pose. Findley
atacó diciendo que aqt1ellos partidarios de la concesión de una nueva
carta al banco eran hombres interesados, directivos o accionistas del
banco, por lo que no tenían derecho alguno a afirmar que eran unos
árbitros neutrales y desinteresados que sólo decidían lo que era bueno
para el Estado. Los abogados del banco «Se sienten interesados per-
sonalmente en él y, por lo tanto, al promoverlo actúan como jueces
en su propia causa».
No había nada nuevo en estas acusaciones. En los debates del siglo
XVIII, acusar a un adversario de egoísmo era una estrategia retórica
convencional, pero Findley emprendió otra clase de argumentación que
resulta nueva y asombrosa: aceptó los intereses de Morris y Sus par-

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-~

tidarios en el banco y afirmó que no había nada insólito o impropio


en el hecho de que apoyaran la concesión de una nueva carta de pri-
vilegio a la entidad. Al fin y al cabo, eran directivos y accionistas del
banco, y era de esperar la promoción que hacían de éste. «Cuales-
quiera otros en su situación harian lo mismo», afirmó Findley. Morris
y los demás inversores del banco tenían «pleno derecho a defender su
causa en esta sala». Pero puntualizó que no tenían derecho alguno a
protestar cuando otros comprendían «que abogan por su propia causa;
y dan crédito a sus opiniones y piensan, de acuerdo con ello, en sus
votos». En otras palabras, no tenían ningún derecho a intentar que el
apoyo a su causa personal pasara por un acto desinteresado de virtud
patricia. Según Findley, la promoción de los intereses particulares en
la política era del todo legítima, siempre que se realizara de una ma-
nera abierta y franca, sin disfrazarla con afirmaciones engañosas de
desinterés. Debido precisamente a que ningún miembro de la sociedad
era capaz de promover un interés público exclusivo que fuese distin-
guible de los intereses particulares de la gente, Findley sugeria que la
promoción de tales intereses constituía necesariamente la finalidad de
la política electoral norteamericana.
Findley no se contentaba tan sólo con exponer y justificar la rea-
lidad de la política de los grupos de interés en el poder legislativo re-
presentativo. Advertía algunas de las implicaciones importantes que
tendria esa política de grupos de interés, y con unas pocas observa-
ciones puso en tela de juicio toda la tradición clásica de liderazgo pú-
blico desinteresado y expuso el razonamiento fundamental de una po-
lítica democrática competitiva que nunca ha sido mejorado. Si los
representantes eran elegidos para promover los intereses particulares y
las causas privadas de sus votantes, entonces la idea de que tales re-
presentantes no eran más que unos caballeros desinteresados, aristó-
cratas a quienes el deber exigía que aceptaran la carga del servicio
público, resultaba arcaica. En el pasado, cuando realmente existieron
tales hombres virtuosos, el hecho de que un representante tan desin-
teresado no hiciera esfuerzo alguno en su propio beneficio y se li-
mitara a presentarse como candidato a las elecciones pudo tener sen-
tido. Pero ahora, según Findley, en la América democrática de
múltiples intereses, donde el candidato al poder legislativo «tiene una
causa propia que defender, el interés dictará la idoneidad de solicitar
votos para obtener un escaño». Esta política de grupos de poder sig-
nificaba que hombres con ambiciones políticas, incluso los que tenían
intereses y causas que defender, podían ahora competir legítimamente
en las elecciones para los cargos y convertirse así en lo que Madison
(en The Federalist, n.º 10) más temía: partes que eran al mismo tiempo
jueces de sus propias causas.
Con esta única sugerencia radical efectuada en 1786, Findley se
anticipaba a todos los avances políticos democráticos y modernos de

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Ja siguiente generac10n en Estados Unidos: la política orientada gra-
dualmente a las campañas electorales y la competencia, la franca pro-
moción de los intereses particulares en la legislaciQn, la aceptación de
Ja legitimidad de las facciones políticas, la ampliación de la represen-
tación real y directa de grupos particulares en el gobierno y la eventual
debilitación, si no el repudio, del ideal republicano clásico, según el
cual los legisladores tenían que promover desinteresadamente un bien
público que era independiente de los intereses mercantiles de la so-
ciedad.
Bajo la presión de estos avances democráticos tenía que cam-
biar el carácter de los funcionarios públicos norteamericanos. Aun-
que numerosos dirigentes revolucionarios deseaban idealmente
considerar sus cargos como obligaciones por las que no deberían
recibir ninguna recompensa económica (como hicieran Jefferson y
Washington), carecían de las grandes plantaciones y los centenares
de esclavos para mantenerlas que poseían Jefferson y Washington.
En consecuencia, desde 177 6 en adelante muchos de ellos se en-
contraron en la embarazosa situación de tener que instar a sus
gobiernos republicanos para que no sólo les pagaran salarios sino
que los aumentaran con regularidad. Si bien a los miembros del
Parlamento no se les pagó honorarios hasta 1911, los miembros
de los gobiernos norteamericanos recibieron salario desde los ini-
cios de la República, lo cual surtió un enorme efecto en el carácter
del liderazgo político norteamericano.
A fin de justificar sus salarios, los funcionarios norteamericanos
empezaron a argumentar que servir en el gobierno no se diferenciaba
de ejercer la abogacía, la medicina o incluso dedicarse a los nego-
cios. Era otra manera de ganarse la vida. Pero considerar un cargo
público sólo como otra ocupación remunerada estaba muy lejos del
pensamiento clásico republicano, era algo que realmente destruía la
bimilenaria inhibición del servicio en el gobierno de técnicos, hom-
bres de negocios y otras personas innobles y con intereses comer-
ciales.
Ya a principios de la década comprendida entre 1780 y 1790, una
serie de ambiciosos personajes, que trabajaban por dinero, como el
arribista pero rico hombre de negocios Matthew Lyon, originario de
Vermont, empezó a atacar el ocio que proporcionaba a los caballeros
educados el tiempo y la responsabilidad necesarios para dedicarse al
servicio público. El ocio, entendido como no tener que trabajar para
ganarse la vida, había sido durante mucho tiempo una marca distintiva
de la aristocracia y la base de la obligación que ésta tenía <\e servir
en el gobierno sin recibir honorarios. En las décadas posteriores a la
Revolución, esta ociosidad fue interpretada como indolencia y fue
sometida a una crítica mordaz, una crítica que iba más allá de lo
que se experimentaba en Gran Bretaña y el resto de Europa hacia

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la misma época. Antes de que cesara por completo esa crítica, en las
primeras décadas del siglo XIX, no quedaba nadie, por lo menos en
la mitad norte de Estados Unidos, que se atreviera pública y orgullo-
samente a afirmar que no trabajaba para ganarse la vida. Y, como los
visitantes extranjeros descubrían con asombro, esto incluía también a
los funcionarios públicos.
Tocqueville afirmaba que, en América, no sólo todo el mundo tra-
bajaba para vivir, sino que todo el mundo consideraba el trabajo como
honorable, incluso «el trabajo realizado específicamente para ganar di-
nero». En Europa la tradición republicana clásica del liderazgo político
por parte de una aristocracia ociosa y desinteresada seguía muy viva.
Según Tocqueville, en Europa «apenas hay un solo funcionario público
que no afirme servir al Estado sin motivos interesados. Su salario es
un detalle en el que a veces piensan un poco y en el que fingen no
pensar jamás». Pero en Estados Unidos el servicio público y el be-
neficio estaban <<visiblemente unidos». Michael Chevalier, compatriota
francés de Tocqueville, obseivó que «las ideas de servicio y salario es-
tán conectadas de un modo tan inseparable» en el pensamiento de los
norteamericanos que «en sus almanaques se ve con frecuencia el
monto de la paga adjunto a las listas de los cargos públicos».
Todo este hincapié en el hecho de que, como decía Tocqueville,
«cada hombre trabaja para vivir», tuvo enormes consecuencias en la
gestación del sentimiento de igualdad. La igualdad en el trabajo a fin
de consumir bienes, que hasta entonces había estado reservada a una
minoría de ociosos propietarios rurales, era lo que proporcionaba a los
norteamericanos las satisfacciones en sus ocupadas vidas: «Cada día
concede una serie de pequeños goces a cada hombre)), Y Tocqueville
añadió que, cuando todos trabajaban por igual para obtener un pro-
vecho, nadie, ni siquiera los criados, tenía que «Sentirse degradado por
el hecho de trabajar». ¿A quién podria humillarle trabajar por una
paga cuando hasta el presidente de la nación «trabaja a cambio de un
salario»?
Es posible que nada separase más a los norteamericanos de los
europeos, a principios del siglo XIX, que su actitud hacia el trabajo y
su criterio igualitario y democrático de que todo el mundo debía tra-
bajar. Como todos trabajaban, y no sólo una clase obrera, no es sor-
prendente que se inhibiera el desarrollo de un movimiento socialista
en Estados Unidos. Allí parecía que todo el mundo debía tener una
ocupación, y, a partir del censo de 1820, a todo varón adulto se le
preguntaba su actividad. Todos los ciudadanos se convirtieron en tra-
bajadores y la finalidad de todas las actividades, incluidos los cargos
públicos, quedó reducida a la de ganarse la vida, una nivelación pro-
funda y sin precedentes que ninguna otra sociedad en el mundo mo-
derno llegaría a igualar del todo. Esto dio a la democracia nortea-
mericana un poder social básico que jamás habría logrado la simple

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extensión del voto y el mero recuento de manos alzadas. En última
instancia, esta preocupación común de los norteamericanos por ga-
narse la vida y consumir bienes, muchos dirian que por buscar su fe-
licidad personal, ha hecho que incluso hoy su sociedad, a pesar de las
grandes diferenciá.s de riqueza, sea una de las más democráticas que
han existido jamás en el mundo.

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