Esta
Historia de la Literatura Universal pretende acercarnos a las diversas
producciones literarias mediante una exposición clara pero rigurosa de sus
correspondientes tradiciones. Habiendo optado por el estudio a través de las
literaturas nacionales, al lector se le ofrece, al tiempo que mayor amenidad y
variedad, una estructuración más acorde con los criterios de divulgación que
presiden la obra. No se olvida, por otra parte, agrupar las diferentes
tendencias como, menos aún, insertarlas decididamente en su determinante
marco histórico.
Con el desarrollo de la Literatura durante el siglo XVIII en Europa, entramos ya
de lleno en la consideración de los autores y las producciones
contemporáneas. Tras un largo período de interpretación clasicista, la
Literatura Universal sabe superar sus propios modelos para dar forma a
moldes totalmente renovados y, en muchos casos, completamente originales;
la irrupción y difusión de la ideología burguesa, que llevó a cabo una labor de
Ilustración en todos los órganos de difusión culturales, determinó la puesta al
día de una nueva sensibilidad cuya novedad revolucionó la Historia
Universal. Por ello, frente a lo que muchas veces se ha dicho, el máximo
logro del siglo XVIII no fue la actualización de los postulados racionalistas,
sino, por el contrario, la disgregación de éstos en el irracionalismo que
anegará, hasta nuestros días, la literatura contemporánea.
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Eduardo Iáñez
La literatura en el siglo XVIII:
Ilustración, Neoclasicismo y
Prerromanticismo
Historia de la literatura universal - 5
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Título original: La literatura en el siglo XVIII: Ilustración, Neoclasicismo y Prerromanticismo
Eduardo Iáñez, 1990
Diseño de cubierta: Antonio Ruiz
Editor digital: jaleareal
ePub base r1.2
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A Mary Jose
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La literatura en el siglo XVIII
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Introducción al siglo XVIII
El panorama cultural europeo se complica en el siglo XVIII con la entrada en un
nuevo momento histórico: la contemporaneidad. El logro máximo de esta nueva
etapa, que se alarga hasta nuestros días, es la definitiva aclimatación y difusión del
subjetivismo como máxima ideológica que impregna cada una de las producciones
culturales; si, a grandes rasgos, el arte culto sólo había sido hasta ese momento un
intento de emulación y superación del arte clásico, el siglo XVIII forja un nuevo estilo
librándose decididamente de su deuda clasicista.
La disolución del mundo moderno, que sentaba sus bases en el Renacimiento, es
en realidad un proceso continuamente dilatado hasta este siglo XVIII, cuando por fin
podemos descubrir, como generalizadas, las fórmulas de pensamiento que el
humanismo renacentista había puesto en marcha; un largo proceso, pues, de más de
tres siglos, que sienta en el siglo XVIII las bases del nuevo mundo contemporáneo.
Como característica de él habremos de señalar la complejidad del panorama
ideológico, que, dominado ya definitivamente por la burguesía —ahora como sector
capitalista—, se diversifica a la par que los intereses de la nueva clase dominante.
Recordemos, en este sentido, que la burguesía se hace de hecho con el poder
ideológico entre los siglos XV y XVI; pero que, en realidad, la ideología encargada de
legitimarlo no queda establecida hasta hacerse tal clase —ahora, insistimos, por vía
del capitalismo— con un poder económica y políticamente efectivo.
Las sociedades francesa e inglesa son las primeras en realizar —esto es, en
traducir a la realidad— ese cambio social habido en el siglo XVIII; ambas conocen en
este momento la destrucción del absolutismo monárquico, especialmente debida a la
difusión del mismo racionalismo que en un principio había legitimado el despotismo
entre los siglos XVII y XVIII: la ideología racionalista, llevada a su extremo, que había
hecho posible la monarquía absolutista de Luis XIV en Francia, justifica en este caso
la negación de la «divinidad» del poder real que había cimentado la construcción de
los Estados europeos desde los inicios de la Edad Moderna. Las consecuencias
últimas del antiabsolutismo las llevan a la práctica Francia e Inglaterra: aquélla,
mediante la primera revolución burguesa que conoce la historia: la Revolución
Francesa (1789); Inglaterra, mediante la creación de un sistema parlamentario —
donde se inserta tanto la vieja nobleza como la joven burguesía capitalista— que
limite y coloque en su justo lugar el poder de la Corona inglesa.
Ideológicamente —y, por tanto, literariamente—, la toma de conciencia por parte
de la burguesía de su «conquista del poder» es prácticamente imperceptible, de donde
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proviene la actual confusión sobre la denominación del momento cultural del XVIII.
Debemos decir, en este sentido, que el siglo XVIII acoge en su seno corrientes
culturalmente diversas, cuando no aparentemente contrapuestas. Por regla general, se
han agrupado todas estas corrientes bajo el denominador común de Ilustración,
cuando no toda la literatura del siglo XVIII es ilustrada. Así pues, entenderemos por
Ilustración el momento de justificación y difusión doctrinal de la nueva ideología
burguesa, progresista y liberal; su base filosófica es el racionalismo y su fin la
moralización de la vida humana en clave burguesa materialista. Existe, con todo, un
momento de transición, que vive prácticamente toda la cultura europea, en el cual,
expresando ideas ilustradas, la literatura no sabe servirse aún de las nuevas formas de
difusión burguesa, sino de las clasicistas heredadas de la tradición culta; tal momento
se ha dado en llamar Rococó, y supone la prácticamente última pervivencia del
clasicismo, cifrado ahora en unos tonos aburguesados que ya podíamos entrever en
determinadas producciones literarias del siglo XVII: preciosismo, intimismo y
sentimentalismo son sus notas más acusadas, aunque traducidas en un esquematismo
arquetípico que impide en gran medida la expresión del subjetivismo que impregnará
la literatura posterior.
Con la toma del poder económico por la burguesía, la literatura se convierte, ya
decididamente y hasta nuestros días, en una forma de producción y consumo inserta
en el mercado capitalista. Aparecen en Europa los llamados «literatos libres» —
dependientes de la venta de su trabajo literario como medio de subsistencia— y las
primeras compañías de comercialización y distribución librera. La difusión de la
cultura fue por ello decisiva para la Ilustración, que veía en la literatura un arma
idónea tanto para la ampliación de la moral y la estética burguesa como para la
justificación y legitimación de su propio poder social. El nuevo público lector,
integrado en su mayoría por burgueses acomodados, se lanzó ávidamente a la
consecución de una «cultura» como símbolo de prestigio social y, en consecuencia,
tanto autores como lectores burgueses se hicieron con el dominio de los distintos
géneros literarios: caso sintomático es el adueñamiento, por parte de la burguesía, de
un molde literario cuya forma moderna aparece en el siglo XVIII: la novela,
justamente diferenciada con respecto a la anterior como «novela burguesa». El
intimismo psicológico que venía desarrollándose desde finales del siglo XVII
presupone una actitud vital y espiritual que el nuevo gusto burgués desarrollará de
forma preferente en la novela moderna. Frente a moldes anteriores, la novela
burguesa sabe descubrir la individualidad como expresión de la nueva ideología
dominante, así como el subjetivismo en tanto que principio filosófico que sustenta tal
ideología. El verismo psicológico propio del género, individualista e intimista por
definición, hará de la pasión amorosa terreno de definición y conformación del ser
humano, cuya lucha contra una sociedad hostil encontró en el amor el punto de
convergencia —y de reconciliación entre clases— necesario para sus esfuerzos por
implantar unas nuevas formas de relación social.
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Sin embargo, la lucha de clases con la cual toma la burguesía el poder en el
siglo XVIII encuentra una expresión más clara, directa y significativa en el género
dramático. Ya desde finales del siglo XVIII la escena se había convertido en
determinados países europeos en tribuna de opinión que, por su objetivismo, permitía
la expresión inmediata de los nuevos ideales burgueses. La lucha establecida en las
tablas entre los héroes de la clase media y la sociedad aristocrática determinó la
aparición de nuevos géneros dramáticos dominados por un eticismo a la búsqueda de
la educación humana según la moral burguesa a imponer; la concepción materialista
y sociologista del hombre eliminó de la escena teatral europea la conflictividad
interna propia de la tragedia clásica —o clasicista—, sustituyéndola por un
naturalismo dramático que traduce en clave realista la problemática social burguesa:
aparece así, como propia de este siglo XVIII —pero con pervivencias hasta nuestros
días— la llamada «tragedia doméstica», cuya conflictividad externa, medioambiental
por así decir, conforma la acción y la lleva a una ejemplificación moralista y a su vez
moralizada por la ideología dominante. Será, por tanto, la verdad moral —en clave
burguesa— la conformadora de la verdad artística que los ideales ilustrados se habían
encargado de proponer, exaltando la virtud humana, libre y racionalmente acogida,
como lugar de entendimiento entre las diversas clases sociales.
La novela y el drama burgueses se encargan, por tanto, de marcar la evolución
hasta el posterior Romanticismo. No se ha insistido aún lo suficiente en lo que el
siglo XVIII conlleva de determinante configuración del subjetivismo romántico como
forma de entendimiento con el mundo (una vez emancipada la literatura del carácter
racionalista propio del burguesismo ilustrado). También se ha olvidado el carácter
igualmente superador del racionalismo moderno implícito en el Neoclasicismo, un
movimiento que se desarrolla prácticamente a la par del Prerromanticismo del XVIII.
Ambos son movimientos casi estrictamente poéticos, posiblemente por una definición
«aristocrática» del arte que en algo los aleja de su época —lo que explicaría las
posturas conservadoras de algunos de estos autores—, y suponen el primer brote
antirracionalista de la cultura contemporánea; téngase en cuenta que prácticamente
idéntico sentimentalismo impregna tanto las producciones neoclásicas como las
prerrománticas; es más: el sentimiento reflexivo y teorético que domina la literatura
neoclásica responde en realidad a una consideración romanticista del arte que
pretende, eso sí, expresarse en clave clasicista. El empeño neoclásico por recuperar el
pasado grecolatino —con su insistencia en el idilio, en la égloga, en la oda, etc.—
evoluciona a la par que el tan traído y llevado recurso romántico al pasado remoto: si
el Romanticismo traduce el mundo en clave de misterio, prefiriendo por ello el
«bárbaro» pasado medieval, el Neoclasicismo contempla la Antigüedad de forma
nostálgica e idealista —mítica, en suma—, poniendo en realidad las bases de la
recuperación historicista propia de determinados géneros modernos.
La complicación del panorama literario puede resultar así máxima en países como
Alemania, cuyo primer avance del Romanticismo, el «Sturm und Drang», aparece en
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pleno siglo XVIII para ser absorbido temporalmente por el clasicismo goethiano. La
muy concreta situación alemana, caracterizada por el auge de la burguesía que había
perdido el poder entre los siglos XVI y XVII, es determinante para la aparición de los
ya antes citados «literatos libres» en las grandes ciudades; su desprecio del
cortesanismo del siglo anterior se tradujo en un espíritu de rebeldía y libertad
idealista que se enfrentó radicalmente al racionalismo absolutista y a su secuela
burguesista. Frente al eticismo ilustrado alemán —que desembocó en la serena
excepción de Goethe, el genio de su siglo en Europa—, el «Sturm und Drang», junto
a otros movimientos intelectuales europeos de finales de siglo, aboga por un
esteticismo intuitivo y sentimental continuador en gran medida de los presupuestos
ideológicos de la burguesía ilustrada con la que convive. Sin embargo, su
interpretación irracional del mundo está ya decididamente orientada al posterior
Romanticismo decimonónico al que el siglo XVIII había dado forma y aliento.
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Los ideólogos del siglo XVIII francés
1. Nuevas tendencias en el siglo XVIII
Aunque el siglo XVIII está muy apartado en su caracterización general del XVII
francés, el uno es en realidad continuación del otro, ya que la ruptura que va a
suponer este XVIII, rematada justamente con la Revolución Francesa (1789), sólo
puede ser entendida como resultado del enfrentamiento directo de las nuevas ideas
revolucionarias contra las heredadas de un Antiguo Régimen que tiene su máxima
expresión en la Francia del XVII. Es decir, que en el espacio de unos cien años,
Francia conoce su plena modernidad, su contradicción y la entrada en la
contemporaneidad.
Contradicción por originarse este siglo XVIII, justamente, en la toma de conciencia
de los desajustes del sistema monárquico absolutista; por otra parte, «contradicción»
en cuanto que, sin ese siglo XVII normativo, riguroso y racionalista, habría sido
imposible el siglo XVIII francés. Resumiendo: el Clasicismo francés, cuyo dinamismo
se alarga hasta el siglo XVIII, conoce un momento de difusión y otro de oposición; en
ambos períodos funciona como norma a seguir o a rechazar, mientras que el modelo
«neoclasicista» francés es imitado en el resto de Europa y, a su vez, como en el país
galo, puesto en entredicho.
La causa del proceso histórico que va de la afirmación a la negación se halla en el
seno mismo de la conformación de la literatura clasicista: puesto que la ideología
absolutista había propuesto como norma suprema la razón humana, ésta habrá de
acabar en justificación única de cualquier producción humana. El resultado final será,
frente a lo que se había propuesto en el XVII, la absoluta independencia de la razón
individual; la aparición en escena del relativismo filosófico y moral, del pragmatismo
y del cientifismo; en definitiva: la incorporación de lo literario a categorías
estrictamente contemporáneas que habrán de hacerse realidad con la Revolución
Francesa y los valores románticos que conllevará (embrionariamente desarrollados ya
en este siglo XVIII).
Esta referencia a la razón individual hace que se debiliten definitivamente los
valores tradicionales defendidos por determinados sectores de la sociedad francesa:
nos referimos, especialmente, a la monarquía, la Iglesia y la nobleza. El principio
racional que había dado lugar a la monarquía absolutista, es atacado desde el
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racionalismo extendido a todas las esferas de la vida social francesa: la noción de la
monarquía como rectora de los destinos de la nación repugna a la razón por confiar el
gobierno en manos de un solo hombre, no el más capacitado, sino quien lo hereda
arbitrariamente. El sentimiento de superioridad que se desprende entonces desde la
burguesía, que ha fraguado estas ideas, hace que la alianza entre nobleza y
monarquía, que había sido rota ya en el XVII, sea imposible en este XVIII donde la
burguesía hace suyo el poder. Por su parte, la Iglesia no puede ser ya portavoz de una
fe que no practica desde hace tiempo y que es rechazada por heredada y falta de
sustento racional: el politicismo, la intolerancia y las querellas de la Iglesia francesa
no hacen sino dar la razón a los ideólogos del XVIII, materialistas, panteístas,
agnósticos o laicistas en la mayoría de los casos, quienes presentaban ya unas ideas
religiosas, espirituales o simplemente morales mucho más racionalizadas, teorizadas
y justificadas que las eclesiásticas, ancladas aún en demostraciones medievalistas.
Por todo ello, este siglo XVIII es, en Francia, el siglo de los «filósofos»: si por tal
término entendiéramos «intelectuales», podríamos hacernos una idea de lo que tales
filósofos significaron en el panorama de la literatura francesa del XVIII.
Independientes por su sola sujeción a la razón individual, critican las ideas heredadas
y reclaman tolerancia para cualquier fórmula de pensamiento; y, en tanto que
filósofos, abandonan las cuestiones metafísicas para dedicarse a cuestiones políticas y
sociales, llevados por un pragmatismo que quiere ver reflejados en la realidad los
cambios que propugnan. No faltan los que, a su vez, están interesados por las
ciencias, aunque no tanto por los resultados de sus descubrimientos cuanto por el
método experimental al que se ciñen a partir de Pascal. La posibilidad de expresar por
medio de leyes principios de conducta y de pensamiento, es sólo parangonable a su
interés por la ley social, que hará de algunos de ellos intelectuales preocupados tanto
por el Derecho como por la Moral y la Ciencia, todo ello con tintes universalistas:
mientras que los autores del XVII francés llegan a ser universales intentando ser, ante
todo, franceses, los del XVIII tienden a ser universales por principio. Para ellos, la
«Ilustración» es de todos los países, y por tanto se abren a influencias de todo tipo, en
un espíritu ecléctico muy propio de este siglo XVIII en Francia.
2. Los iniciadores
Dos pensadores de comienzos de este siglo XVIII hubieron de hacer del
librepensamiento estandarte de las nuevas ideas: con ambos, el racionalismo a
ultranza, el empirismo escéptico y el descreimiento se hicieron propios de
prácticamente todos los autores franceses del momento.
a) Fontenelle
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Bernard Le Bovier de Fontenelle (1657-1755), sobrino de Corneille y natural,
como él, de Rouen, fue personaje influyente en la definición de la «modernidad».
Efectivamente, participó con sus Diálogos de los muertos en la «Querella de antiguos
y modernos» (véase el Capítulo 13 del Volumen 4), argumentando sobre la
superioridad de los autores modernos franceses frente a los antiguos clásicos.
Pero nos interesa aquí en tanto que uno de los más influyentes pensadores de la
época y eminente divulgador, papel reforzado por su extraordinaria longevidad: muy
estimado en los salones galantes de la época, fue, además, miembro de la Academia
Francesa y secretario perpetuo de la Academia de Ciencias. Obras admiradas fueron
sus Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos, diálogo literario
entremezclado con saber astronómico; y sus Elogios, exposición de descubrimientos
y descubridores de la modernidad entre los que sobresalen Leibniz y Newton.
Quizá más sintomática de su época habría de ser su Historia de los oráculos
(1687), entresacada de un tratado latino del holandés Van Dale. Como tesis, la obra
defendía la posibilidad de que los oráculos no cesaran con la llegada del cristianismo,
sino que hubieran desaparecido junto con el paganismo. Analiza Fontenelle los
factores humanos que puedan dar lugar a la aparición de los oráculos; los relaciona en
su aparición con la clase sacerdotal que se sirve de ellos; y concluye las verdades que
puedan entresacarse del estudio de los oráculos. En definitiva, una obra de escaso
interés que suscitó la polémica no tanto por su tema —que podía, sin embargo, poner
en peligro dogmas cristianos—, sino, sobre todo, por su estructura razonada y
críticamente escéptica frente a las verdades religiosas heredadas.
b) Bayle
Pierre Bayle (1647-1706) va más allá que su contemporáneo Fontenelle, y si éste
se sirvió de la razón como método, Bayle hace de ella verdad única e indiscutible. Por
ello, en la obra de Bayle no encontraremos en ningún momento afirmaciones o
negaciones, sino insinuaciones de ambas: es decir, un eclecticismo total que acaba en
la duda y la ambigüedad, en el descreimiento y la falta de fe.
Católico y calvinista, la fluctuación en sus creencias religiosas puede hacernos
comprender su adaptación a cualquier verdad razonable, su duda última ante toda
manifestación humana. Fue profesor de historia y de filosofía, pero sus ideas en el
seno de la «católica» Francia le valieron el destierro a Holanda, país en el que se
movió con mayor desenvoltura y en el que terminó su Diccionario histórico y crítico
(1696-1697).
Con esta obra, según él mismo afirmó, se propuso llenar las lagunas existentes en
otros diccionarios anteriores (tengamos en cuenta que, justamente hasta el XVIII, el
término «diccionario» se aplicaba a obras misceláneas de saber humanista). Ello le
ofrece ocasión para renovar los puntos de vista sobre diversos problemas de moral,
teología, exégesis bíblica, etc. A todo ello, indistintamente, le aplica su espíritu
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crítico, sin aceptar nada que no esté documentado y, lo que es más importante, sin ir
más allá de lo documentable: es decir, en todo ve el pro y el contra, suspendiendo
todo juicio y sin afirmar en ningún momento. Bayle, con esta obra, es el punto de
arranque del librepensamiento en Francia, haciendo nacer la duda y desterrando toda
clase de creencia —moral, religiosa, ética…—.
3. Montesquieu
a) Biografía
El barón de Montesquieu Charles-Louis de Secondat nació en 1689 en el castillo
de La Brède, antiguo feudo de la familia; en Burdeos estudió Derecho, carrera a la
que se sintió especialmente inclinado y que determinó la orientación de muchas de
sus obras. Sin embargo, la legislación a la que se dedicó desde el Parlamento de
Burdeos como presidente —cargo legado por un tío suyo que le dejó, también, el
título de barón— no era la única vocación a la que se sentía llamado: fue
Montesquieu, además, un excelente conocedor de la ciencia de su tiempo
(especialmente la anatomía, la física y la botánica).
El éxito de sus Cartas persas (Lettres persannes) en 1721 le valió una gran
notoriedad de la que se sirvió para vender su cargo y dedicarse por entero a la
literatura: pasó a París, donde frecuentó el salón de madame de Lambert e ingresó en
la Academia. Comienza después su período de viajes, como hombre interesado más
en las costumbres de su época que en el pasado arqueológico de Occidente: Italia,
Alemania, Holanda, Austria e Inglaterra son, para Montesquieu, lugares de
observación de la naturaleza humana, indispensable para el perfeccionamiento de su
saber.
Después de tres años, regresa a Francia y se retira a su castillo de La Brède para
volcarse en la composición de la gran obra que había ido madurando en este período
de viajes por Europa: tras veinte años de composición, en los cuales sólo había dado a
la luz sus Consideraciones (1734), publica en 1748 su magna obra El espíritu de las
leyes (L’esprit des lois). Cansado de tan larga y penosa composición, medio ciego y
anciano ya, abandona la literatura y muere en 1755.
b) Las «Cartas persas»
Sin ser la más rica ni compleja de sus obras, la más influyente literariamente
hablando fueron las Cartas persas, adaptación al estilo epistolar de los antiguos
diálogos renacentistas, tomados a su vez del Clasicismo de la Antigüedad.
Estructuralmente, la «carta» presentaba la posibilidad de ofrecer mayor riqueza,
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frente al monotemático diálogo del siglo XVI; como éste, sin embargo, ofrece por
medio de unos pocos personajes la opinión del autor sobre un tema determinado.
Las Cartas persas de Montesquieu, aparecidas anónimamente en 1721, presentan
un argumento simple: dos persas, Usbeck y Rica, se han establecido en Francia para
escapar de una rebelión en su país; desde Europa mantienen correspondencia con
amigos de Persia y entre ellos, pues mientras que Usbeck se retira al campo parisino,
Rica permanece en los salones de la capital.
Este simple procedimiento le sirve a Montesquieu para ofrecer cierta variedad de
temas y tonos: por una parte, la contemplación por dos orientales del «summum» de
la civilización occidental del XVIII: Francia; por otra, la consideración de tal realidad
desde Persia o a través de dos conocedores mediatizados: el reflexivo y meditabundo
Usbeck, o el mundano y curioso Rica.
La reflexión sobre la realidad francesa no alcanza gran profundidad en lo que se
refiere a caracteres y personajes; los momentos reflexivos, a su vez, no dejan de ser
los menos logrados, estando reservados los mejores a la sátira y la burla. Pero, sin
embargo, las consideraciones de Montesquieu sobre las instituciones y el derecho
francés son acertadísimas y nos anticipan ya El espíritu de las leyes; el recurso al
«orientalismo» le permite al autor examinar realidades y emitir juicios audaces que
serían impensables en boca de occidentales «civilizados». Por ello, Montesquieu no
deja de sentirse a sus anchas en una producción en la cual el orden y encadenamiento
de ideas no son estrictamente necesarios: con un estilo limpio y claro, a veces incluso
tajante, el autor logra una de las más esclarecidas producciones del siglo XVIII francés.
c) Otras obras
Menos interesantes para la historia de la literatura, no podemos dejar de hacer
referencia a sus Consideraciones y a su gran obra, El espíritu de las leyes.
Las Consideraciones sobre las causas de la grandeza de los romanos y de su
decadencia es un ensayo de filosofía de la historia sobre un tema que había sido del
agrado de autores anteriores. En él tiende a probar que las instituciones, las
costumbres y las leyes son suficientes para explicar los hechos históricos, sin
intervención de lo sobrenatural. Estudia las causas de la grandeza y decadencia de
Roma, anotando que el ideal de libertad en el interior y de guerra y expansión en el
exterior fueron las claves de la grandeza romana; el período de «pax romana» y la
tiranía por medio de la cual se llevó a cabo introdujo el desorden en las finanzas y en
las Provincias, a la vez que la religión se convertía en un rito, llegándose así a la
desmembración del Imperio y a su ocupación por otros pueblos de ideales guerreros.
Pero su obra más importante fue El espíritu de las leyes, de gran influencia en la
historia del derecho francés; en ella, analiza diversas consideraciones que la
legislación debe tener en cuenta a la hora de ser aplicada sobre un pueblo en
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concreto. Es decir, se trata de un estudio de derecho natural en el que se presentan los
factores de la realidad que la ley debe considerar antes de ponerse en funcionamiento
y que explican, en definitiva, el porqué de la diversidad de las leyes aun persiguiendo
siempre una idéntica justicia ideal. Así, anota Montesquieu que se debe tener en
cuenta el tipo de gobierno (democracia, monarquía o tiranía); el clima (pues éste
influye sobre el carácter de los habitantes); la religión (que conforma las costumbres
y se hace poder sociopolítico en la mayoría de las naciones); etc.
4. Voltaire
a) Biografía
François-Marie Arouet nació en 1694 en París; era hijo de un notario de clara
extracción burguesa, lo cual siempre le habría de incomodar dada su tendencia a
sobresalir no ya dentro de su clase, sino entre las más altas jerarquías de la sociedad
francesa. Estudió con los jesuitas, quienes le descubrieron la literatura y encontraron
en el joven Arouet una malicia y perspicacia inusual; de ella habría de valerse el
muchacho no sólo en el colegio, sino también entre los «libertinos» que conoció en su
estancia en la Universidad.
Su experiencia de un encierro en la cárcel de la Bastilla durante once meses lo
llevó a la conclusión de que debía encauzar su ingenio: cambia su nombre por el
seudónimo de Voltaire, escribe varias obras de juventud y se gana la admiración de la
alta sociedad francesa por su facilidad para el verso y el drama; al mismo tiempo,
invierte inteligentemente en varios negocios y consigue la fortuna necesaria para su
independencia. Pero su situación vuelve a darle alas para la impertinencia e, insultado
por un caballero, lo reta a un duelo que le vale su ingreso en la Bastilla y el destierro
a Inglaterra.
En el país vecino descubre la validez de las libertades políticas y de las
discusiones filosóficas, así como la pertinencia del método experimental en el
progreso no ya sólo de las ciencias, sino de la humanidad en su conjunto. A los tres
años de estancia en Inglaterra vuelve a Francia, donde publica las Cartas filosóficas
(Lettres philosophiques) que supondrán un nuevo escándalo y su marcha a Cirey,
donde se refugia protegido por madame de Châtelet. Tras diez años de estancia allí,
regresa a París en olor de multitud: nombrado académico, historiógrafo real,
gentilhombre, etc., todos lo respetan a la vez que muchos lo consideran un
advenedizo entre la alta sociedad.
Quizá debido a tales reticencias, Voltaire acepta el ofrecimiento de Federico II,
rey de Prusia, para trasladarse a su corte; ambos —rey y poeta— resultaron ser más
ingeniosos, lúcidos e irrespetuosos de lo debido: el resultado final fue la enemistad,
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que dificultó a Voltaire su salida de Prusia después de tres años de estancia en el país.
La veleidad de los poderosos empujó a Voltaire a cubrirse las espaldas de forma
decididamente burguesa: compró dos residencias en Suiza y otras dos en Francia,
todas ellas cerca de la frontera entre ambos países; este clima de seguridad y sosiego
lo aprovechó nuestro autor para, desde una de sus residencias en un diminuto pueblo
francés, lanzarse a la conquista de un público amplio y a la vez selecto a quien hacer
partícipe, ante todo, de la idea del librepensamiento, una forma bajo la cual esconde
Voltaire su genio desigual, inconstante y caprichoso.
En estos momentos a Voltaire se le admira tanto como se le odia, pero, en
cualquier caso, se le considera uno de los espíritus más influyentes no sólo de
Francia, sino de la Europa del momento. Aunque su obra resulta desigual y en ella no
existen grandes títulos, Voltaire sabe llenarla con su figura. Por ello, su regreso a
París en 1778 es un síntoma del reconocimiento por parte de toda la sociedad
francesa del siglo XVIII: ya no se le persigue, sino que se le idolatra. Quizá demasiado
tarde: sólo tres meses después, Voltaire moría en el París que le vio nacer.
Voltaire se dedicó a todos los géneros, pero sobresalió de forma especial en la
prosa, por cuya producción merece un lugar entre los grandes escritores franceses. Se
dice de él que nadie escribió mejor en francés: su frase es corta y rápida, su expresión
precisa y sencilla; escribe sirviéndose de la lengua común, pero con una naturalidad y
facilidad difícilmente igualable en la historia literaria francesa.
b) Obras históricas
Escritor en los diversos géneros literarios, en la actualidad se recuerda de forma
especial a Voltaire por sus obras históricas; pero, como intelectual al tanto de los
sucesos de su época, como inteligente y agudo observador, fue incapaz en muchas
ocasiones de poner coto a su agudeza, lo que llevó su obra a la dispersión. No sucede
así en su lectura de la historia, acertada hasta el punto de convertirse en acaso lo más
logrado de su producción literaria.
Su Historia de Carlos XII (1731) es un relato novedoso y lleno de vida, a la vez
que exacto, sobre la política exterior del monarca sueco. Voltaire adopta un criterio
cronológico y sincrónico, de forma que la historia se traslada, con los hechos, de
Suecia a Polonia, a Rusia o a Turquía. Carlos XII derrota sucesivamente a daneses,
polacos y rusos, pero éstos lo vencen a su vez en Pultava, de forma que los suecos se
ven obligados a refugiarse en Turquía; en lugar de pactar, el monarca decide armar
una expedición contra los rusos: grava de impuestos a sus súbditos, destroza el país a
fuerza de guerras, imposibilita el comercio… En contraposición, Rusia se engrandece
gracias al pacífico y conciliador esfuerzo de desarrollo intelectual del zar Pedro el
Grande.
El siglo de Luis XIV (1751), una de sus obras maestras, presenta sin embargo un
plan defectuoso; en lugar de mostrar la relación entre las diversas instituciones del
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Estado y los aspectos que lo conforman, Voltaire los trata aisladamente: es decir, en
lugar de presentar un vasto cuadro de conjunto, nos ofrece visiones parciales. A la
obra hay que reconocerle su perfecta relación de causas y efectos históricos, así como
su excelente documentación: la agudeza de Voltaire pudo desentrañar y ordenar las
complejas relaciones de la historia del momento; además, el autor había conocido los
años finales del reinado de Luis XIV, se había puesto en contacto con personajes
relevantes de la época y, finalmente, como historiador real, había tenido a su
disposición los archivos del Estado.
El Ensayo sobre las costumbres fue publicado en 1757 como una historia
universal de la que El siglo de Luis XIV formaba remate en lo que a historia
contemporánea se refería. Voltaire sigue en esta ocasión a Bossuet, corrigiendo su
interpretación de la historia universal: el tinte providencialista que había impregnado
la obra de su predecesor es sustituido en Voltaire por un positivismo que cree ver en
todo suceso histórico la fuerza del progreso humano, incontenible e inexplicable, y
equiparable por ello en su inmaterialidad a la Providencia de Bossuet. Acaso sea en
esta obra donde mejor se compruebe la generalizada falta de profundidad de la
producción de Voltaire: civilización y religión son, en este caso, las dos grandes ideas
que nuestro autor es incapaz no sólo de comprender, sino menos aún de relacionar.
De ahí los frecuentes errores a la hora de interpretar civilizaciones fuertemente
marcadas por la historia de su religión: las Cruzadas quedan reducidas a una fiebre
excitada por el papado; la Reforma, a una disputa seudoteológica entre órdenes
religiosas; o, en general, la religión, a una empresa de astutos pillos seguida por una
masa de crédulos.
c) Obras filosóficas
En el sentido último del término, Voltaire no es un filósofo, sino, como ya se
advirtió al hablar de la apropiación de la cultura por la clase burguesa, un intelectual
según hoy habría de entenderse. En su obra no se expone un sistema filosófico, sino
que se estudian y defienden ideas propias que Voltaire preconizó como uno de los
vulgarizadores más notables de todos los tiempos. En este sentido, fue uno de los
teorizadores primeros del Estado contemporáneo: independiente, tolerante, liberal,
dispensador de las libertades políticas y civiles de sus ciudadanos, etc. Todo ello fue
desarrollado en una serie de escritos que podríamos decir «filosóficos» en tanto que
esbozaban ideas de progreso y perfeccionamiento social y humano extrañas a la
época, y que hubieron de marcar el comienzo de una nueva etapa histórica.
Las Cartas filosóficas (1726) son una de las primeras obras de Voltaire, y acaso la
que habría de suponer el primer puntal en su carrera hacia la fama literaria, hacia lo
que habría de conocerse como «volterianismo», una forma de entender y entenderse
con el mundo circundante. En ellas intenta recoger su experiencia de libertad en
Inglaterra —por lo cual también se las conoce con el título de Cartas inglesas
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(Lettres anglaises)—, oponiéndole el régimen político francés, intransigente y guiado
por el más rancio catolicismo (en el cual habría de ver siempre Voltaire al más
encarnizado enemigo de la libertad política y civil francesa). En ellas se refiere a la
religión inglesa; a su régimen político, capaz incluso de someter a la realeza; al
comercio, regentado por una laboriosa clase media; al progreso de la ciencia (Bacon,
Locke y Newton son sus figuras señeras en la Inglaterra del momento): y al cultivo de
su literatura. Todo ello lo contrasta Voltaire con la fuerza absurda y «sin ilustración»
del despotismo francés, que impide, junto con el galicanismo, el desarrollo de una
Francia grande y moderna.
Otra de las obras de Voltaire en la cual el clero resulta la clase social más atacada
es el Diccionario filosófico (1764); esto se debe a que nuestro autor no puede
arremeter contra otras clases como la nobleza o la burguesía, puesto que a ambas
podía adscribirse él mismo, burgués ennoblecido a fuerza de fortuna y fama; por otro
lado, y como intelectual de la época, sus miras fueron estrechas en lo que a campo de
acción social se refiere, prefiriendo centrarse sobre un solo aspecto de la realidad
francesa. El Diccionario filosófico es, ante todo, un libro de controversia religiosa,
por más que en sus páginas aparezcan, además, artículos literarios y culturales en
general. La obra se ordena alfabéticamente, estando guiadas todas las entradas del
«diccionario» por el ideal de combate de la religión.
Similares planteamientos de irreligiosidad guían el Tratado sobre la tolerancia de
1763; en él discute y reflexiona sobre el caso de Jean Calas, acusado de haber dado
muerte a su hijo por su intención de abjurar del protestantismo; los jueces del caso,
inflexibles e irreflexivos, condenaron al acusado a pesar de la falta de pruebas.
Voltaire veía en el crimen y en el proceso el fanatismo de un pueblo dominado por la
intolerancia, tanto si se examinaba la actitud del padre como la del jurado; revisa la
historia francesa en busca de otros casos similares y enumera las desdichas
provocadas por la Reforma religiosa, ejemplo de intolerancia suprema en la historia
de Occidente. La obra termina con un alegato en favor de la tolerancia, la paz
religiosa y el librepensamiento.
d) Las cartas de Voltaire
Voltaire, por su curiosidad infatigable y su imperiosa necesidad de hallarse
siempre de actualidad, fue uno de los grandes cultivadores del género epistolar en la
literatura universal. Se conservan en la actualidad más de diez mil cartas firmadas por
él, desde la primera escrita a sus 19 años, hasta la última, fechada cuatro días antes de
su muerte.
Cualquier interlocutor es válido para su correspondencia, de forma que
encontramos reflejados en las Cartas (Lettres) todos los temas de actualidad del
momento, más aún si tenemos en cuenta que Voltaire escribía según las necesidades
del personaje al que se dirigía, y no según las suyas propias; es decir, sabe adaptarse a
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los tonos y temas propios de cada uno de sus interlocutores, sin que por ello deje de
traslucir su correspondencia su propia personalidad. En todas ellas se muestra
completamente sincero, reflejando fielmente tanto sus ideas como sus emociones y
pasiones, arrolladoras las más de las veces.
5. Rousseau
a) Biografía
Jean-Jacques Rousseau nació en 1712 en Ginebra, ciudad que abandona a los sólo
16 años de edad para vivir una vida errante y codiciosa de saber. Madame de Warens
se encarga entonces de su formación, pero nuevamente Rousseau abandona la
seguridad por una vida curiosa dedicada a diversos menesteres; cuando echó de
menos el hogar, volvió con ella a pasar tres años en los que afianza su formación y
ordena y racionaliza sus saberes. Tras este intervalo de vida tranquila, se lanza a la
conquista de París con un nuevo sistema de notación musical que fue rechazado por
la Academia de las Ciencias.
Un primer éxito lo hace repentinamente célebre cuando se presenta al concurso de
la Academia de Dijon sobre el tema del progreso humano en base a las ciencias y las
artes. La tesis rousseniana fue desarrollada en su Discurso sobre el restablecimiento
de las ciencias y de las artes, y es en todo contraria a la propia de la época: para el
recién estrenado filósofo, el progreso humano no supone sino decadencia y
deshumanización. Esta tesis será común a toda la obra posterior de Rousseau, y según
ella la civilización es la responsable de la corrupción del hombre, quien posee un
espíritu bondadoso por naturaleza («mito del buen salvaje»). El posterior Discurso
sobre la desigualdad, igualmente singular en sus planteamientos, refuerza la fama de
Rousseau, quien abrumado por la vida cortesana, enfebrecida y decadente, abandona
París.
Madame d’Epinay pone a su disposición un pabellón de su castillo de La
Chevrette, en L’Ermitage, donde pasa una temporada escribiendo hasta que ciertos
malentendidos amorosos ponen fin a la relación y a la estancia. Se quedó en las
cercanías del castillo, en Montmorency, hospedado por el mariscal de Luxembourg;
allí terminó algunos trabajos y compuso otros, entre ellos el Emilio, por el cual se
dictó en 1762 auto de prisión contra él. Refugiado en Inglaterra, su acendrada
hipersensibilidad le jugará esta vez una mala pasada: acosado por los políticos y otros
ideólogos, se creerá blanco de una inmensa conjura; huye de Inglaterra y, con
nombres falsos, pasa a Francia. En 1770 se encuentra ya en París, donde subsiste,
debatiéndose en la miseria, como copista de música; por fin acepta la hospitalidad del
marqués de Girardin, en cuya residencia de Ermenonville muere en 1778.
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b) Los «Discursos»
En el seno de una sociedad avanzada como la francesa del XVIII, el «discurso» era
el molde idóneo de expresión de las opiniones propias, en un estilo más claramente
expositivo y menos libre que el del «ensayo» ya propuesto por Montaigne.
Rousseau se sirvió del género para expresar sus ideas propias sobre la civilización
moderna, una de sus preocupaciones fundamentales y eje de muchas de sus ideas. De
ella participa la primera de sus producciones, el Discurso sobre el restablecimiento de
las ciencias y de las artes (Discours sur le rétablisement des sciences et des arts,
1750), obra presentada a concurso para el tema propuesto por la Academia de Dijon.
Según la tesis mantenida por Rousseau, la naturaleza es esencialmente buena, pero la
civilización, el progreso humano, la pervierte; el conocimiento, ampliado
progresivamente por el género humano, ha dado lugar a una sociedad pagada de sí
misma y atenta sólo a sus intereses, tan desmesurados que se convierten en vicios.
Tales vicios engendran nuevos conocimientos, pues el afán de poseer lleva al ser
humano a conocer como forma solapada de avaricia —de lo cual se desprende que la
virtud antigua haya sido sustituida por el «ingenio» contemporáneo—. La tesis de la
bondad natural del ser humano y de la Naturaleza disgustó a diversos sectores
sociales, entre ellos a los puritanos (pues Rousseau negaba la maldad humana innata)
y a los enciclopedistas (por negar los frutos de la Ilustración).
En su posterior Discurso sobre el origen y el fundamento de la desigualdad entre
los hombres (Discours sur l’origine et le fondement de l’inégalité parmi les hommes,
1754), Rousseau insiste en tal tesis, desarrollando ahora sus consecuencias sociales.
Para el filósofo francés, el hombre sin razón es un animal, mientras que el hombre
que desarrolla su razón es un hipócrita; históricamente, debió de existir un momento
intermedio, en el cual el hombre, libre de su sujeción a la Naturaleza, participaba de
ella como ser racional inserto en su marco natural. La civilización, la aplicación de
las normas racionales a la convivencia humana, ha traído todos los males a la
sociedad moderna: la propiedad privada, la explotación laboral, la división del
trabajo…, raíces a su vez de la desigualdad humana.
Como una de las formas más refinadas y, por ello, falseadas de «civilización»
señala Rousseau el teatro. Su Carta sobre los espectáculos (Lettre a d’Alembert sur
les spectacles, 1758) ataca el artículo para la Enciclopedia sobre el género dramático,
en donde d’Alembert proponía la creación de un local para representaciones en
Ginebra. Rousseau, como ginebrino e interesado en la cuestión, respondió que eran
dignos de elogio quienes no poseían tal teatro, puesto que las representaciones
favorecen las pasiones, denostan la virtud e inducen a las gentes sencillas a la
falsedad y la apariencia.
c) Otras obras
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I. EL «CONTRATO SOCIAL». Rousseau no pudo llevar a cabo su obra de mayor
alcance filosófico, pero de ella nos queda el fragmento que habría de conocerse con el
nombre de Contrato social. Se trata de un libro que parte de una idea abstracta y
apriorística de «igualdad» para configurar una sociedad ideal sobre el modelo de
ciudades antiguas: la obra lleva el subtítulo de «Principios de Derecho Político», y
analiza la constitución de la sociedad y sus leyes, la aplicación de éstas por el poder
ejecutivo y el funcionamiento del sistema resultante.
Esta obra tuvo escasa repercusión en la sociedad de su tiempo, aunque más tarde
habría de constituirse en «catecismo» de los revolucionarios franceses; en líneas
generales, se le puede tachar de utópica e inconcreta, aunque como teoría del sistema
político puede ser tenida por obra de gran influencia en el pensamiento
contemporáneo: antepone la propiedad comunitaria a la privada; subraya la función
social del legislador, quien debe traducir el sentir social; y teoriza sobre el papel de
moderador de la Corona frente a un Gobierno de representación social. Sin embargo,
a la Corona se le reserva la propiedad última de todos los bienes y las personas, como
resabio aristocrático de Rousseau y como síntoma de su confianza en la fórmula del
«despotismo ilustrado».
II. LAS «CONFESIONES». Escritas entre 1765 y 1770, y publicadas entre 1782 y
1790, las Confesiones de Rousseau resultan una autobiografía lírica de resabios
indudablemente románticos: Rousseau, profeta de la Naturaleza y embajador de una
sociedad nueva, quiere probar en esta obra que sus ideas no eran pura utopía, y que al
menos habían sido realizadas alguna vez en algún hombre: en él. Es cierto que,
llevado por este afán, el autor «reforma» en gran medida su propia realidad; pero se
debe al pleno convencimiento de que cualquier hombre que viviera acorde con la
naturaleza, estaba en realidad reformando el mundo en un sentido positivo.
Rousseau es sincero en las Confesiones; tanto, que llega a acusarse con una
intemperancia casi cínica de sentimientos bajos y acciones deshonrosas habidas en su
vida. Pero es que, como demostración de un sistema filosófico, las Confesiones tienen
poco interés; al lector moderno que se acerca a ellas le cautiva, ante todo, el lirismo
subjetivista e íntimo del relato de Rousseau.
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2
La prosa francesa en el siglo XVIII
1. La prosa no narrativa
a) Diderot y los Enciclopedistas
I. DIDEROT. Denis Diderot nació en 1713 en el seno de una familia humilde de
Langres; comenzó sus estudios con los jesuitas y los terminó en París, aunque no se
dedicó a profesión alguna, empeñado en vivir de la literatura. Su vida, hasta los 32
años de edad, fue precaria: trabajó como preceptor y realizó algunos trabajos
editoriales de poca monta. En 1745 se le encargó la publicación de la Enciclopedia,
lo que le supuso, además de un desahogo económico, la difusión de sus ideas; a la
vasta obra le dedicó toda su vida, luchando afanosamente contra las múltiples
dificultades que surgieron ante el «peligro» de tal publicación. Diderot muere a los
pocos años de la finalización de la Enciclopedia, en 1784.
En Diderot encontramos, más que las cualidades de un escritor, las de un
conversador; él mismo afirma: «yo no soy autor; yo leo o converso, pregunto o
respondo». Su estilo es llano y natural; escribe como habla, en gran medida por evitar
une falta de comedimiento que pudiera empujar a la prohibición definitiva de la
Enciclopedia. Pero también de ahí su estilo desigual, a veces caprichoso y otras
descuidado, siempre apasionado y vigoroso.
II. CONTENIDO DE LA «ENCICLOPEDIA». La Enciclopedia es un diccionario alfabético
de los conocimientos humanos: en ella tienen cabida matemáticas, crítica, música,
filosofía, teología…, y sobre cada disciplina los enciclopedistas creen marcar la
cúspide del conocimiento al que había llegado la humanidad. Se trataba, pues, de
resumir todos los conocimientos que se poseían hasta mediados del siglo XVIII,
haciendo concurrir a un mismo objeto los diferentes artículos debidos a diversos
autores. Diderot no llegó a realizar completamente su deseo, pues, como obra de tal
envergadura, la Enciclopedia presenta errores evidentes: «Vuestra obra es una
Babel;» —le escribía Voltaire— «lo bueno, lo malo, lo verdadero, lo serio, lo ligero,
todo está confundido. Hay artículos que se dirían redactados por un fatuo que recorre
los corredores; otros por fámulos de sacristía; se pasa de las más valientes audacias a
las ñoñeces más desconcertantes».
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Como ya se ha dicho, Diderot fue quien participó de forma más activa en la
redacción de la Enciclopedia, componiendo diversos artículos relativos a filosofía y
artes mecánicas, y animando con su ejemplo y entusiasmo a otros autores. Entre éstos
merecen destacarse Condillac y Helvetius, audaces defensores, respectivamente, del
sensualismo y del materialismo; Rousseau, encargado durante diez años de los
artículos sobre música; e incluso Montesquieu, Voltaire y Buffon, que participaron
con algún artículo.
III. HISTORIA DE LA «ENCICLOPEDIA». En 1745, el librero Le Breton quiso hacer
traducir al francés una Enciclopedia de las ciencias y las artes publicada en Londres
en 1727 por Chambers. Comprendió poco más tarde que, debido al esfuerzo de la
traducción tanto como al avance de las ciencias, era preferible emprender una obra
totalmente nueva: ésta fue confiada a un matemático de reconocido prestigio,
d’Alembert, y a un escritor y filósofo prácticamente desconocido, Diderot.
Ellos se repartieron el trabajo y se buscaron sus respectivos colaboradores; en
1750 Diderot publicaba un «Prospecto» en el que exponía el plan de la obra, y en
1751 aparecía el Discurso Preliminar de d’Alembert, donde se trazaba un cuadro de
los progresos del espíritu humano y una clasificación general de las ciencias.
Seguidamente se publicaron los dos primeros volúmenes, y entre 1752 y 1757
aparece hasta el cuarto de ellos; los acontecimientos políticos interiores y exteriores
interrumpen la publicación, amenazada ya por los sectores más ranciamente
conservadores de la sociedad francesa.
Se creyó que la obra no tendría continuidad y d’Alembert se retiró de la empresa;
pero Diderot no cejó: buscó colaboradores de prestigio, removió las conciencias de
personajes influyentes de la época y consiguió que los volúmenes continuaran
publicándose en París, aunque llevando la indicación de «Neufchatel» como si se
imprimieran en Suiza. Gracias a tal ardid, la Enciclopedia fue llevada a término hasta
su volumen vigésimo octavo, publicado en 1772; los índices y suplementos vieron la
luz en 1780: al poco tiempo toda la edición estuvo vendida por suscripción y la obra
se imitaba en el extranjero.
La difusión de la Enciclopedia fue fácil y rápida, pues, paradójicamente, con la
censura de Luis XV el comercio clandestino de libros estaba excelentemente
organizado, e incluso favorecido por la policía, entre algunos de cuyos miembros se
contaban ardientes partidarios de las nuevas ideas. La Revolución de 1789 se debe, en
gran medida, a los enciclopedistas: sin los ideólogos del siglo XVIII, cuyo
pensamiento encontró en la Enciclopedia un poderoso órgano de difusión, la
Revolución habría sido puramente política y económica, pero no se habría
manifestado como una nueva concepción de la vida.
b) Buffon
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I. BIOGRAFÍA. Georges-Louis Leclerc (1707-1788), más tarde conde de Buffon,
nació en Montbard y realizó sus primeros estudios en el colegio de los jesuitas de
Dijon, donde pronto destacó por su aptitud para las matemáticas. Como a sus
contemporáneos Voltaire y Montesquieu, un viaje por Inglaterra le incrementó su
interés hacia ciertas disciplinas positivas; más tarde se ocupa del Jardín del Rey y de
la creación del Gabinete de Historia Natural. Aislado en Montbard, se dedica a la
lectura y al estudio y clasificación de documentos ajenos y propios: al cabo de diez
años de intensa labor, aparecen en 1749 los tres primeros volúmenes de su gran
Historia Natural. Llevado a la Academia Francesa, prosigue, sin embargo, su intensa
producción, que abarca más de treinta volúmenes.
II. LA «HISTORIA NATURAL». Estimando que una clasificación sistemática de los
seres vivos sería prematura, Buffon se esfuerza en su Historia Natural general y
particular en hacer conocer las características externas de las especies vivientes; por
ello, confía su obra al método descriptivo y de observación.
Separa en primer lugar los reinos animal, vegetal y mineral y, puesto que ha
distinguido, además, tierra, agua y aire, clasificará los animales en cuadrúpedos,
peces y aves. Más tarde señala analogías entre ellos (distinguiendo lo esencial de lo
accesorio), experimenta para eliminar algunos errores heredados y elabora un plan
explicativo fundado en la combinación de las relaciones, exponiéndolo siempre en el
orden más natural.
La sección más celebrada de su obra es la referente a la descripción de los
cuadrúpedos y de las aves: son exactas, ingeniosas, útiles y brillantes; pero esta
brillantez no pertenece ya a Buffon, sino a sus colaboradores, entre los que destaca el
médico Louis Daubenton (1716-1800), a quien confió el puesto de experimentador en
el Gabinete de Historia Natural del Jardín del Rey.
III. EL «DISCURSO SOBRE EL ESTILO». Recibido por la Academia Francesa, Buffon
pronunció en ella su célebre Discurso sobre el estilo (Discours sur le style), que
contiene sus ideas sobre el lenguaje científico. Al estilo lo define como «el orden y el
movimiento que se pone en los pensamientos»; le importa especialmente evitar toda
afectación, ya sea literaria o simplemente tecnicista, así como cuidar el orden, el
correcto planteamiento de la obra: escribir bien es, al mismo tiempo, pensar bien,
sentir bien, expresar bien; en definitiva, tener «alma» y «gusto», extremos ambos tan
propios de la sensibilidad dieciochesca.
Su estilo ha sido frecuentemente criticado: a veces resulta demasiado cuidado y
brillante, si bien debemos recordar que estas páginas deslumbradoras pueden deberse,
más bien, a sus colaboradores. Se le ha tachado también de vulgar, pues,
efectivamente, era la intención de Buffon llegar a toda clase de público con su obra
científica; existen, sin embargo, momentos en los cuales su frase llega al lirismo,
extasiado ante determinados espectáculos que la naturaleza le ofrece.
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2. Novela francesa del siglo XVIII
El género novelístico había sido fundamentalmente olvidado por la literatura
clásica francesa del siglo XVII: sólo moldes de novela «preciosista» como La Astrea, o
satírica como la Novela cómica, habían puesto de relieve lo que podía dar de sí el
género. Distinto es el caso de La princesa de Clèves, que por algo debió publicar La
Fayette como anónima: este tipo de novela «moderna», realista y psicologista por
definición, triunfará en la Francia del siglo XVIII, donde el género encontró grandes
cultivadores.
Las diversas variantes de esta narrativa acusan la tendencia a la
«contemporaneidad»: salvo la «novela filosófica», el género se orienta decididamente
a la aventura vital de un protagonista que lucha contra su propia circunstancia; el
gusto de la literatura por la aventura psicológica, especialmente si ésta reviste
caracteres sentimentales, fue muy acusada en la Francia del momento, y de hecho en
tal literatura «sentimental» descubrimos las características de un género que llega
hasta nuestros días.
Las primeras novelas del XVIII salen de la pluma de Lesage, un autor que en gran
medida debe su producción a la novela tradicional francesa: su narrativa tiene aún
mucho de sarcástico, en un estilo cercano al farsesco que la literatura había heredado
del medievalismo; contiene además un elemento moralista más propio del siglo XVII
que de este neoclasicismo ilustrado. El ambiente sentimental impregnará la novela
francesa a partir del abate Prévost, con quien alcanza un original estilo conmovedor y
lacrimoso, sintomático a su vez de la nueva ideología burguesa que está aflorando
para el siglo XVIII. De este sentimentalismo a la pintura de la clase burguesa a la que
se intenta conmover existe sólo un paso: éste habría de darse, en gran medida, por la
influencia del inglés Richardson, cuyas obras fueron muy traducidas al francés
(incluso por el mismo Prévost; de él tomó la inclinación a la pintura de las
costumbres burguesas, a la que unió la aventura amorosa que el público exigía). Por
fin, el exotismo de cierta corriente novelística, que nos indica el camino a seguir por
el género en el posterior Romanticismo, es consecuencia de ese idealismo amoroso
que desplaza la aventura del interior psicológico a una naturaleza desbocada que es
símbolo y trasunto de la pasión amorosa.
3. Novela realista: Lesage
Alain René Lesage (1668-1747), reseñable además en el género dramático, es
más un personaje del siglo anterior que de este XVIII en el que se localiza su
producción literaria: así se nos revela, por ejemplo, en la recurrencia al tono
sarcástico deudor de la farsa de Molière o de la novela de Scarron, superada esta
última por el realismo de que se sirve Lesage; o en la predilección por unas fuentes
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españolas —concretamente, la picaresca— de las que fueron partícipes algunos
autores del «Grand Siècle» francés.
Como conocedor de la literatura española, a Lesage se le deben las versiones
francesas de El diablo cojuelo (Le diable boîteux, 1707), del Guzmán de Alfarache y
del Quijote de Avellaneda; en todas ellas Lesage actúa con gran libertad creadora, de
forma que a veces resulta difícil reconocer en las versiones francesas las fuentes
españolas: suprime los tratados «morales» del Guzmán o refunde en el Quijote de
Avellaneda elementos de la segunda parte del Quijote cervantino. En cuanto a El
diablo cojuelo, Lesage reconoce la deuda con el original, aunque por otra parte
advierte que lo ha modificado por no resistir el gusto francés esa artificiosidad
conceptual de la que hizo gala gran parte de la literatura española durante el
siglo XVII.
Lesage debe ser citado entre los novelistas franceses por su novela original Gil
Blas (Histoire de Gil Blas de Santillane), publicada en tres partes en 1715, 1724 y
1735; aunque está basada en la Vida del escudero Marcos de Obregón de Espinel y en
otras novelas picarescas españolas, la transformación de las fuentes correspondientes
es en este caso tan radical, que bien puede hablarse de «originalidad». En Gil Blas se
nos presenta la aventura vital del joven protagonista español, sucesivamente pícaro,
criado de burgueses, nobles y sacerdotes; y su entrada en la Corte hasta llegar a
confidente ministerial. Aunque Gil Blas pone fin a su vida de pícaro, al ponerse a
servir llega a un círculo de influencias en medio del cual se convierte en vanidoso y
ambicioso; logra hacerse un lugar en la Corte, pero es detenido por alcahuete del hijo
del rey: curado de todas sus ambiciones, se retira al campo y se casa, pero a la muerte
de su mujer vuelve a la vida política, hasta alcanzar el favor del conde-duque de
Olivares; cuando éste cae en desgracia, regresa Gil Blas a sus posesiones en el
campo, se casa nuevamente y en sus tierras y entre su familia muere como burgués
tranquilo.
Lesage aprovecha al máximo las aventuras del protagonista para hacer una
revisión de las clases y del medio social de su época y señalar sus defectos. En su
novela hay originalidad en base a las observaciones sobre tal sociedad, pero no
aciertos narrativos, pues el personaje, disgregado en la aventura, carece de
consistencia; su individualización frente a sus circunstancias es prácticamente nula,
de forma que en Gil Blas el protagonista queda subordinado a la acción, muy cercana
ésta al dramatismo. Tendremos que concluir que el realismo de Lesage no es,
justamente, un realismo psicológico, sino costumbrista, del cual es maestro.
4. Novela sentimental
a) Marivaux
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Las primeras obras narrativas de Pierre Carlet de Chamblain de Marivaux son
parodias de la novela consagrada en su época: así, sobre el Quijote, la novela pastoril,
La Astrea o incluso sobre la Ilíada y la Odisea. Se debe ello a la decidida filiación de
Marivaux a los «modernos» y a su iconoclastismo frente al clasicismo heredado;
efectivamente, Marivaux pretende poner los cimientos de una novela moderna, para
lo que se sirve del psicologismo propio del drama —género al cual también se dedicó
(véase el Epígrafe 3.b. del Capítulo 3)—.
Cuando nos referimos al Marivaux novelista, considerarnos sus dos grandes
novelas: La vida de Mariana (La vie de Marianne, 1731-1741) y El campesino
enriquecido (Le paysan parvenu, 1735-1736), ambas inacabadas y reveladoras de su
audaz sentido de la novela. Frecuentemente han querido ser vistas como un díptico
sobre idéntico tema: Mariana trata del amor joven, puro y sin prejuicios, espiritual y
doloroso, analizado desde la madurez de la protagonista; mientras que El campesino
enriquecido describe el triunfo social de Jacob, un muchacho humilde, gracias a su
prestancia amorosa de la que se sirve amoralmente. El paralelismo entre las
asechanzas a las que se expone la bella huérfana Mariana, y que resiste
ardorosamente, y el sensualismo en el que cae un joven al que todas las mujeres
desean, resulta evidente, y ello explicaría que Marivaux abandonara la redacción de
Mariana para dedicarse a la de El campesino enriquecido, pues en realidad una
historia sería contrapunto necesario de la otra.
El análisis de los sentimientos, más profundo en La vida de Mariana que en El
campesino enriquecido, es quizá lo más sobresaliente de ambas obras; la presentación
de la vida sentimental «a posteriori», analizada y reflexionada desde la madurez,
prestan a la historia de Mariana una vivacidad y realismo psicológicos que hicieron
de esta obra precedente literario de la escritura novelesca romántica; sobran, sin
embargo, como propios a la literatura sentimental de la época, los matices patéticos y
lacrimosos tan del gusto de la sensibilidad burguesa del siglo XVIII.
b) Prévost
I. VIDA Y OBRA. Antoine-François Prévost (1697-1763), hijo de burgueses, estaba
llamado por su extracción al ejército o la Iglesia; entre ellas se debatió en la primera
etapa de su vida, agitada y cambiante, a caballo entre los jesuitas, los benedictinos y
la milicia. Es ordenado en 1726, y a los dos años abandona su monasterio para pasar
a Inglaterra y a Holanda, donde se enamora de una tal Lenki, quien le sorbió el seso y
la bolsa; acosado por los acreedores, vuelve a Inglaterra y en 1734 lo encontramos de
nuevo en Francia. Pero, acusado de escribir un libelo, debe refugiarse en Bruselas y
en Frankfurt en 1741; instalado en Chaillot (Francia) en 1746, comienza un momento
de gran actividad literaria; de sus últimos años, sabemos que obtuvo un priorato y que
falleció de un ataque de apoplejía en 1763.
Aunque en su época el abate Prévost debió de ser conocido, tanto como por su
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conducta, por una extensa obra literaria —varios tomos de las Memorias de un
hombre de calidad, otros tantos de Cleveland y de El deán de Killerine y
traducciones del inglés Richardson—, en la actualidad se le reconoce por una obra
influyente en la literatura posterior, la Historia del caballero Des Grieux y de Manon
Lescaut, más tarde conocida escuetamente como Manon Lescaut.
II. «MANON LESCAUT». En Manon Lescaut es el caballero Des Grieux, y no la
protagonista, quien conforma la novela: además de asumir el papel de narrador, como
personaje se enfrenta a su destino y lo vence para estar constantemente unido a su
amante. Este amor, que se remonta a la juventud de los protagonistas, lo conocemos
en todo momento por medio del narrador, lo que contribuye a potenciar la
imaginación del lector al forjarse una idea de Manon Lescaut, de quien poco más
sabemos aparte de que era del «aspecto mismo del Amor». Ambos personajes son
nobles y virtuosos al comienzo del idilio, pero, llevados por su pasión, irán
envileciéndose: Des Grieux consentirá en su amada cualquier conducta,
caracterizándose ésta, justamente, por la irregularidad y la inconstancia. Ambos se
convertirán, respectivamente, en un pillo y en una buscona, pero tendrán la excusa
del amor; este noble sentimiento, según asegura la tesis de la novela, puede disculpar
las conductas más bajas.
Porque, efectivamente, y pese a todo, Manon Lescaut es una novela sentimental:
en ella se trata de un amor sublime, pero también atormentado y apasionado, en el
cual confía Des Grieux ciegamente y por el cual es capaz de abandonarlo todo,
incluso la moral que le dicta lo contrario de su comportamiento. Justamente por ello
la acción comienza con la deportación de Manon a América, a donde la seguirá Des
Grieux: con este comienzo, Prévost nos ofrece ya una idea de la calidad amorosa del
protagonista, a quien se le confía el análisis de una relación que, por otra parte, está
llegando ya a su final: pues, llegados a América, Des Grieux y Manon se prometerán
una nueva vida que no podrán disfrutar por la muerte de la mujer.
A pesar de las múltiples aventuras de los protagonistas y de los rasgos de
exotismo que algunas veces incluye la novela, la narración se orienta decididamente
hacia el sentimentalismo: las aventuras están al servicio de la intriga amorosa, como
regidas por la fuerza de un destino ajeno a los amantes. No puede hablarse, por ello,
de inmoralidad en la novela, sino de amoralidad, puesto que no existe en los
protagonistas más intención que la de vivir según les dicta su propia pasión, en plena
libertad amorosa.
c) Saint-Pierre
Bernardin de Saint-Pierre (1737-1814) fue uno de los más ingenuos espíritus de
su época, fruto de su utopismo humanitarista y de su sensiblería: en su juventud
embarcó en una expedición que buscaba la isla de Robinsón, convencido de que
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podría vivir en un estado natural; más tarde decidió llegado el momento de regenerar
la humanidad, se alistó en lo que creía una empresa colonizadora y consistió en una
trata de negros; desembarcó en la Isla de Francia y allí se dedicó al estudio y
observación de la naturaleza, de los cuales surgió una obra poco profunda pero de
hondo lirismo, los Estudios de la Naturaleza (1784).
De esta obra formaba parte una novela que se publicó más tarde separadamente,
Pablo y Virginia (Paul et Virginie, 1788), y que alcanzó un resonante éxito debido al
exotismo del que hacía gala: aparte del sugerente escenario natural, deben subrayarse
las notas sensibleras, de sobra conocidas por el público de la época, cuya inmediatez
y sinceridad emotivas preludian ya un mundo romántico donde el yo íntimo, sin
mediatizaciones ni paliativos, se ofrece al mundo como grito de rebeldía frente a la
sociedad.
Hay, efectivamente, en Pablo y Virginia notas de novedad, además del exotismo
apuntado: la historia de los amores de los jóvenes, separados y nuevamente unidos
sólo tras la muerte de Virginia, se acerca a la tesis roussoniana, y minoritaria en este
siglo XVIII, de la bondad natural del hombre. Según Saint-Pierre, la sociedad será
mejor cuanto más se acerque al estado natural —como en el que inserta a Pablo y
Virginia, habitantes de una isla en el Pacífico—, pues sólo fuera de la sociedad
encontrará el hombre la verdadera felicidad. Este alegato contra la vida urbana, unido
a la ingenuidad de los amores de los jóvenes y a la deslumbrante presencia de la
naturaleza, hicieron de Pablo y Virginia una de las novelas más leídas del siglo XVIII
francés: como afirmó el propio autor, «me he propuesto poner en evidencia varias
grandes verdades, entre otras ésta: que nuestra dicha consiste en vivir según la
naturaleza y la virtud».
5. Novela filosófica
a) Voltaire
A Voltaire no le agradaba el apelativo de «novelista», puesto que, dada la
trayectoria del género en el siglo XVIII, entendía por tal un molde extravagante,
realizado a base de amoríos y aventuras, y consideraba al narrador como charlatán,
vano y mentiroso. Sin embargo, hoy día el público mayoritario conoce a este autor
como novelista y como creador de un género característico del siglo XVIII: el cuento
filosófico.
La producción narrativa de Voltaire no es abundante, aunque al género se dedicó
por espacio de unos treinta años; todos los relatos presentan acusadas diferencias
entre sí, tanto por ambientación como por argumento e intención. Pese a ello, la
mayoría de sus cuentos y novelas presentan una evidente carga filosófica; ofrecen,
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además, ambientes exóticos, pues la presentación de una realidad alejada de la
nuestra permite juzgar ésta distanciadamente. Gracias a tal distanciamiento Voltaire
vuelve a hacer suya una de las características de su estilo: la sátira. El ingenio y la
ironía propios de Voltaire encuentran en la novela o en el cuento el molde idóneo de
expresión, el lugar donde volcarse plenamente para la difusión de sus ideas
filosóficas.
I. «ZADIG». En 1747 Voltaire se anima a publicar como independiente uno de sus
cuentos, Memnón, que más tarde se reeditará con el título de Zadig o el destino; a
diferencia de relatos anteriores, se trata de una obra extensa y que reconoce como
suya por tratarse de algo más que de una «fruslería filosófica». Zadig gira en torno a
dos temas fundamentales distintos: la felicidad y la providencia o destino; como
relato, está estructurado en dos partes bien diferenciadas que ponen de relieve,
respectivamente, ambos temas. Zadig («justo», en hebreo) es un joven de natural
bondadoso e inteligente, pero que no alcanza la felicidad por verse continuamente
asaltado por la desgracia: primero su infortunio proviene de las mujeres, que lo
traicionan o minusvaloran; después, de su perspicacia, peligrosa cuando se está
rodeado de la falta absoluta de observación y estudio; cuando, por fin, alcanza la
felicidad en el desempeño de altos cargos, la caída en desgracia le acarrea
nuevamente su infelicidad…
A partir de este momento, el tema predominante del relato será el de la
providencia: el destino le parece al protagonista caprichoso, puesto que no
recompensa sus esfuerzos por practicar el bien; la reflexión sobre la idea de la
providencia divina llegará a su final con la conclusión de que el bien y el mal forman
parte de un mismo orden providencial: aunque el hombre no pueda comprender las
intenciones divinas, Zadig se pone a su disposición para alcanzar finalmente la
felicidad, pues todo contribuye, a la larga, a un bien que está oculto a los ojos de los
mortales.
II. «CÁNDIDO». Será Cándido (Candide ou l’optimisme, 1759) la novela más
personal de Voltaire, la que más se ajuste a su propia vivencia, constituyéndose en
una especie de confesión sobre una cuestión que le obsesionaba sobremanera: la
imposibilidad de imponer el optimismo filosófico a la realidad de la vida. El éxito de
la obra fue inmediato, a pesar de la prohibición que pesó sobre ella tanto en París
como en Ginebra, donde se publicó.
Cándido se dispone sobre la trama de un viaje que lleva al protagonista a lugares
tan distantes como París, Venecia, Alemania o Buenos Aires. El motivo del viaje es
doble: por una parte, posibilita el aprendizaje moral y vital de Cándido, quien de ser
impulsivo e irreflexivo al principio del relato, pasa a ser al final cauto y tranquilo; por
otra, pone de relieve que el mal es general en todas partes del mundo, por lo cual no
es posible que existan motivos para el optimismo, al menos en este mundo, que es «el
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mejor de los posibles». Esta teoría, que había sido mantenida por Leibniz y su
discípulo Wolff, no quiere ser refutada en el Cándido con otra teoría, sino con la
ironía y el sarcasmo de la realidad a la que el protagonista asiste en su viaje.
El último capítulo de la obra es una conclusión sobre las ideas adquiridas por
Cándido en su peregrinar; se reúnen todos los personajes aparecidos anteriormente,
tanto para quejarse de su suerte como para, sin hacerlo, mostrarnos su realidad
empobrecida con respecto a la anterior. Por ello, la boda entre Cándido y la fea
Cunegunda resume la aceptación de los límites del optimismo sobre el mundo que
nos rodea: puede que el protagonista no alcance la felicidad entrevista en sus sueños,
ahora que ha perdido su «candidez», pero al menos sí ha hallado cierto tranquilo
recogimiento y un decidido freno a sus desgracias pasadas, especialmente una vez
que se dedica a su trabajo —resumen de la invitación a la acción propio de la
filosofía de Voltaire—.
III. «EL INGENUO». Con El ingenuo (L’ingénu, 1767) asistimos a la llegada de un
«salvaje» a la refinada y «civilizada» Francia del siglo XVIII; la obra podría así
acercarse a la tesis roussoniana del «buen salvaje»: efectivamente, para Voltaire el
viajero exótico es la personificación de la ley natural y del instinto, de la absoluta
carencia de convenciones y prejuicios sociales. Pero la «naturalidad» del salvaje
presenta también sus deficiencias: sus modales son groseros, sus conocimientos más
que rudimentarios y su civismo inexistente. Aunque por ello es un crítico excelente
de los desajustes del sistema civilizado francés y, en general, europeo, el hurón
americano debe someterse a un proceso de mínima educación. Y aquí es donde
Voltaire se aparta de Rousseau: no existe término medio, no hay civilización posible
para el hombre, pues ésta corrompe totalmente. Una vez que el viajero es educado, se
vuelve tan hipócrita y desnaturalizado como cualquiera de los franceses de la época,
y termina por adaptarse a la civilización que antes denunciaba.
b) Diderot
Posiblemente, Denis Diderot habría sido un buen narrador de no haber dedicado
prácticamente toda su vida a la composición de la Enciclopedia (Epígrafe 1.a. de este
Capítulo). Diderot, que consideró «frívola» su producción narrativa por su falta de
definición clásica, nos ha dejado algunos relatos de corte exotista y licenciosa, así
como otros realistas —imitados de Richardson—: pero hoy se le recuerda como autor
de dos novelas que le proporcionaron gran éxito ya en su tiempo: El sobrino de
Rameau (Le neveu de Rameau) y Jacques el fatalista (Jacques le fataliste et son
maître).
I. «EL SOBRINO DE RAMEAU». No existe prácticamente acción en El sobrino de
Rameau, reducida a una conversación entre el autor (Yo) y el sobrino del músico
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francés Rameau (Él); el personaje, excéntrico y de sobra conocido en la época por su
actitud bohemia, resultaba un interlocutor excelente para el intercambio de las
diversas ideas que tienen cabida en la novela: la genialidad, la música, la moral, la
educación, la corrupción de la sociedad, etc. En cualquier caso, Diderot no ofrece
nunca respuestas, sino nuevos interrogantes; antidogmático por naturaleza, no
impone, sino propone, de lo que resulta una obra problemática —incluso en su misma
forma, «abierta» por necesidad—.
Esta apertura llega hasta el lector, pues si Diderot nos presenta una conversación
entre Yo y Él, su intención es la de formar un triángulo que cierra en realidad el Tú-
lector, indispensable para la comunicación final. Esta invitación traspasa al lector al
campo de lo lúdico, pues el personaje del sobrino de Rameau se presta a ello:
estrafalario, aristocrático tanto como popular, su forma de hablar, sus opiniones
extravagantes y sinceras invitan a la participación en el debate, casi como si de una
acción teatral se tratase.
II. «JACQUES EL FATALISTA». La idea de la composición de esta novela pudo venirle a
Diderot sobre 1765, una vez leído el Tristram Shandy del inglés Sterne (véase el
Epígrafe 5.a. del Capítulo 5). Jacques el fatalista (1778-1780) presenta, bajo su
apariencia caótica, dos ejes en torno a los cuales se dispone la novela: el viaje de
Jacques y su amo y la presentación retrospectiva de los amores del criado. La
narración del viaje queda interrumpida por los sucesos que durante él puedan acaecer,
además de por el relato de los amores de Jacques y del amo y por otras historias
interpoladas, algunas de ellas de gran relevancia en el conjunto de la novela, no sólo
ya por su extensión, sino también por la calidad de la narración. En cualquier caso, no
puede dudarse de la amenidad de Jacques el fatalista, conseguida a base de un
diálogo excelentemente construido del que Diderot es maestro.
En tanto que «viaje», existe en Jacques el fatalista una evidente intención de
presentación de la sociedad; es más, la relación misma entre amo y criado presenta un
carácter reivindicativo extraño a otras novelas basadas en idéntica contraposición de
personajes: Jacques, el criado, es lúcido e inteligente, y le proporciona a su amo una
visión de la vida de la que éste carece en absoluto. En este sentido, la crítica a la
inconsistencia de los nobles no se dirige exclusivamente al amo de Jacques, puesto
que en la novela aparecen otros nobles que son igualmente criticados por Diderot en
base a su conducta. Crítica parecida le reserva al clero, libertino e intrigante las más
de las veces, y en cualquier caso con una conducta en todo contraria a su vocación
pretendidamente religiosa. Sin embargo, el pueblo se presenta con tintes realistas
pero desprovistos de sátira; su situación es ya desesperante de por sí: empobrecido,
famélico, arbitrariamente atacado por un sistema social que le niega todo.
En la presentación del sentimiento amoroso hay, como en anteriores momentos
literarios, una nueva contraposición entre las manifestaciones nobles y las populares:
el amor cortesano, galante, presenta aún una carga idealista de la que no ha podido
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desembarazarse; pero, al mismo tiempo, una convencionalidad y arbitrariedad que lo
convierten en una maquinación por la cual los amantes pasan de apasionados a fríos e
hipócritas. El amor de la gente del pueblo, por el contrario, se presenta como natural
y carente de convenciones; erótico hasta el goce e incluso algo «salvaje»,
plasmándose en la novela con tintes que los contemporáneos tacharon de obscenos y
que aún hoy resultan escabrosos según la moral imperante.
Pero Jacques, además de «pueblo», es «filósofo»; es decir, no adopta sus actitudes
por desconocimiento de otras, sino que reflexiona sobre sus actos y elige aquél que su
conciencia le dicta como acertado. Ese vivir despreocupado, al margen en ocasiones
de la moral aceptada, proviene justamente de su «fatalismo», de una particular
filosofía determinista según la cual toda nuestra vida está ya escrita; Jacques sabe
dejar a un lado la teoría cuando se trata de vivir, resultando de ello un personaje
estrictamente optimista, vitalista y sensualista.
c) Rousseau
Si la novela filosófica es vehículo de las ideas propias de un autor, quizás a
Rousseau le corresponda el mayor grado de responsabilidad en el desarrollo del
género, dado que sus novelas resultan las más directamente deudoras de sus ideas
filosóficas (véase el Epígrafe 5 del Capítulo 1).
I. LA «NUEVA ELOÍSA». El extraordinario éxito de la Nueva Eloísa (Nouvelle
Hélloïse, 1761), no sólo en Francia, sino en toda Europa, se debe a lo que esta novela
tiene de ruptura con respecto a las líneas imperantes en el Neoclasicismo y a su
decidido adelanto de los ideales románticos: en ella triunfa la franqueza, la libertad y
la virtud; la institución matrimonial se sobrepone al adulterio, y la fuerza natural a la
social, como ya preconizara Rousseau en su filosofía.
La novela adopta la forma epistolar por posibilitar tal molde una mayor
efectividad en la comunicación de la vida propia, una más directa presentación de los
sentimientos individuales. La Nueva Eloísa narra, en un estilo a veces efectista y
ampuloso, los amores de la joven Julie d’Etange con su preceptor Saint-Preux —al
igual que en la Edad Media sucediera con los célebres Abelardo y Eloísa, y de ahí el
título de la obra—; pero el padre de la joven le propone el matrimonio con otro
conocido suyo, a quien debe la vida: el señor de Wolmar. Éste es de natural
bondadoso y ello, unido a la obediencia paterna, aconseja a la joven aceptar tal
matrimonio. Poco después, y conocidos los amores de los jóvenes, el mismo Wolmar
aceptará que Saint-Preux conviva con los esposos y los hijos en la casa familiar,
donde el joven actuará como preceptor de los niños. En todo momento, Julie resistirá
sus propias pasiones y encauzará las de Saint-Preux hacia la más espiritual de las
fraternidades, hasta que, durante uno de los viajes del joven, Julie muere. El mismo
Wolmar le entrega al enamorado una carta de su amada: en ella confía en que la
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misma virtud que los separó en la vida terrenal los unirá en la eternidad.
II. EL «EMILIO». Emilio o de la educación es, más que una novela, un ensayo de
Rousseau, si bien adopta una forma novelada al ejemplificar su método pedagógico
sobre la vida de un niño imaginario, Emilio. La tesis de este peculiar ensayo fue
tachada de ingenua por confiar en la bondad natural del niño y en su inclinación al
bien, así como por propugnar un clima de artificiosa libertad educativa. De cualquier
forma, Rousseau tuvo la valentía de proponer una educación integral que potenciara
la formación del niño como ser humano, antes que como simple «escolar».
6. Una novela «licenciosa»: Las amistades peligrosas
La producción de novelas licenciosas era usual en la Francia del siglo XVIII, cuya
sociedad estaba curada de espanto. Pero el hecho de que una novela de este tipo
pudiese alcanzar el éxito de Las amistades peligrosas, así como la comprensión de
que los lectores se encontraban ante una verdadera obra literaria —y no ante un
folletín de corte inmoral—, fue lo que en definitiva incorporó la obra de Choderlos de
Laclos a la historia literaria francesa. Hoy en día está considerada como claro síntoma
de lo que el siglo XVIII, hipócrita y sensual, podía dar de sí, y más de la pluma de un
burgués perteneciente al Ejército, autor sólo de esta novela y de una opereta que fue
representada con estrepitoso fracaso.
Las amistades peligrosas (Les liaisons dangereuses) fue escrita por Laclos
mientras se hallaba con la guarnición que fortificó la pequeña isla de Ré en el
Atlántico. La intención de Laclos era, evidentemente, abandonar los caminos trillados
de la novela dieciochesca para producir una obra de corte escandaloso: el éxito, tras
su publicación en 1782, fue tan grandioso que razones políticas justificaron que
Laclos debiera abandonar París para incorporarse a su regimiento.
La estructura del relato toma forma epistolar, según un molde que hubo de tener
gran fortuna en el siglo XVIII desde la publicación de las Cartas persas de
Montesquieu. La obra es, ante todo, un ataque frontal a las costumbres de la nobleza
francesa de finales del siglo XVIII; para ello, Laclos se sirve de la presentación de la
conducta sexual de tal clase, enfrentándola en concreto a la ya naciente «moralidad
burguesa», todo ello mediante la urdimbre de un complicado triángulo amoroso
nacido de una apuesta y destruido en un final donde se mezclan burla, orgullo, amor y
muerte.
Pero Las amistades peligrosas no es una obra simplemente erótica; ya hemos
apuntado lo que de «moral» tiene la producción de Laclos, lo cual no quiere decir que
se trate de una obra —nada más lejos de su intención— «edificante»; en Las
amistades peligrosas el erotismo está puesto al servicio de la confirmación de una
tesis: la de que, en cualquier caso, el erotismo es una fuerza destructora, incluso si se
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ha preservado la «pureza sexual» con una educación femenina totalmente ineficiente.
Nos referimos con esto al desencadenante mismo de la acción: el desconocimiento
más absoluto de lo sexual en que vive la joven hija de Mme. de Volanges, será el
primer punto de mira de la enrevesada acción entre la marquesa Merteuil y el
experimentado Valmont. Pero no será la joven la presa de Valmont —demasiado
fácil, como más tarde demostrará el conquistador—; sino la presidenta Tourvel,
felizmente casada y de reconocida virtud y fidelidad. Todos los participantes en este
círculo amoroso —una y otra vez complicado— acabarán en la destrucción no ya de
sus pasiones, sino del mundo que los rodea (un mundo ya en descomposición para las
fechas en que Laclos compone su novela); terminarán aceptando que, por hacer del
erotismo un juego, han jugado consigo mismo: las «amistades peligrosas» no son en
definitiva las de Valmont y la Merteuil, sino las del conjunto de una sociedad en la
cual la fidelidad —justamente un valor estrictamente burgués, clase a la que
pertenecía Laclos— está ausente como modo de comportamiento social.
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3
Teatro y poesía en el XVIII francés
1. El teatro francés en el siglo XVIII
Hasta la mitad del siglo, el teatro francés se esfuerza por frenar la decadencia del
género mediante la renovación de los moldes cómicos y, especialmente, trágicos, que
habían degenerado de forma patente tras la desaparición de los grandes autores del
siglo XVII, «le Grand Siècle» de la literatura francesa.
La tragedia del siglo XVIII nos resulta, frente a la del XVII, excesivamente rígida y
reglamentada, sometiéndose con evidente falta de imaginación a las leyes literarias
que el Clasicismo francés hubo de imponer en el siglo anterior. De esta forma,
aunque la tragedia del XVIII se acerca en cierto modo a gustos más populares, y
especialmente a la sensibilidad burguesa, no alcanza la altura de la producción de los
grandes trágicos franceses, ni siquiera en el caso de un autor como Voltaire, que
obtendría el favor del público, pero no unos méritos literarios mínimos.
La comedia, al contrario que el género trágico, evoluciona buscando el favor de
clases más elevadas: se aparta de lo farsesco y burlesco para tratar asuntos más serios
e instructivos, influenciada por las ideas enciclopedistas en su afán de llevar la
Ilustración a capas sociales lo más amplias posibles. En esta elevación del género
cómico y su captación de la burguesía pujante en el XVIII francés hay que situar la
aparición de una nueva modalidad teatral: el drama burgués, un género en cierto
modo novelesco, cercano a lo que de sí estaba dando la narrativa dieciochesca. La
aparición de la «sensibilidad» —que desembocará más tarde en el Romanticismo—
está claramente unida a la conciencia cultural de la nueva burguesía europea, que ya
desde el siglo XVII estaba reclamando para sí un espacio en el arte del momento; este
espacio habría de ocuparlo la burguesía mediante la justificación de la ideología
«sentimental» —incluso «lacrimosa»—, a la que responde tanto la novela como,
posteriormente, este drama «burgués».
2. La tragedia
Una vez que desaparecieron las condiciones materiales que habían hecho posible
la tragedia clásica francesa el género declinó rápidamente. Recordemos que la
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uniformización a la cual se sometió la tragedia francesa, se debía a la racionalización
de todos los aspectos de la vida social del Clasicismo; tal racionalización era, a su
vez, fruto de una ideología determinada que encontró su máxima justificación en la
Corona misma, especialmente con Luis XIV. Es decir: la reglamentación de la
tragedia respondía de forma determinante a un estado de cosas de la sociedad
francesa.
Pero esta situación se enquistaría en el siglo XVIII, cuando las forzadas relaciones
sociales y el convencionalismo lastraron decisivamente el género trágico.
Efectivamente, la puesta en escena de la realidad íntima de los protagonistas trágicos,
de su psicología, su carácter, así como la presentación de conflictos pasionales
humanos, era difícil de llevar a la práctica en una sociedad donde la apariencia y la
insinceridad eran la tónica dominante. Por otra parte, la falta absoluta de autores que
supieran interpretar su época en clave trágica; de autores que, en definitiva, supieran
hacerse en este siglo XVIII con la libertad necesaria como para tratar nuevos temas,
imposibilitó el desarrollo de la tragedia francesa, a la que tan magistral remate habían
puesto autores de la talla de Corneille y Racine.
Así pues, tras los grandes autores franceses, la tragedia neoclasicista no da más
que obras mediocres y de escaso interés, salvando la producción de Crébillon y
Voltaire (aunque pueda reseñarse, además, el clamoroso éxito que obtuvo una obra de
La Motte-Houdar, Inés de Castro, pieza revestida de toques sentimentales que
agradaron al público de la época).
a) Crébillon
Por un momento, el censor real Prosper Joylot de Crébillon (1674-1762) parece
devolverle a la tragedia francesa cierta vida gracias a una idea que habría de acercarlo
a la tragedia clásica antigua: pretende que la pieza trágica excite la piedad por el
terror.
Por ello, existe en el teatro de Crébillon una tendencia tan acusada a la truculencia
y a lo terrorífico, que llega a cansar. Sólo en Atreo y Triestes, de cierto renombre pese
a su ampulosidad, este «horror trágico» se encuentra disminuido por cierta trama
amorosa que, con su intriga rebuscada, llega a hacerse ridícula.
b) Voltaire
Aunque Voltaire merece un lugar de honor en la literatura francesa por su
producción en prosa (Epígrafes 4 del Capítulo 1 y 5.a. del Capítulo 2), su producción
dramática resulta de poca calidad y desigual en los logros. En medio de un panorama
de clara desolación, la tragedia de Voltaire representa el fracaso de un género del cual
es máximo exponente en este siglo XVIII.
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Escribió más de cincuenta tragedias, de las cuales muy pocas son hoy reseñables;
su Edipo es una obra de imitación clásica que intenta emular sin conseguirlo tanto a
los clásicos griegos como a su predecesor francés Racine. De igual modo, de
imitación shakespeareana son Bruto y La muerte de César (La mort de César),
diluidas interpretaciones del trágico inglés de escasa imaginación y corto alcance,
especialmente por la rigidez de su esquema clasicista. Se tienen por sus mejores obras
la tragedia Zaira (Zaïre, 1732) y Mérope (1743), la primera inspirada en el Otelo de
Shakespeare y la segunda en una obra de idéntico título del italiano Scipione Maffei.
A pesar de su declarada aversión al drama, Voltaire no consigue de estas tragedias
más que un acercamiento a tal género burgués, sentimentaloide y lacrimoso por
naturaleza: a la búsqueda de resolver la falta de calor humano de la tragedia del XVIII,
Voltaire enfatizó hasta tal grado las pasiones, que no consiguió más que un género
«sentimental» por definición.
A pesar de sus aportaciones —efectos para llamar la atención y suscitar la
curiosidad; mayor movimiento y acción—, la obra de Voltaire nos parece hoy muerta.
Le falta conocimiento del corazón humano, le resulta imposible la efectiva
representación escénica de las potencias pasionales; su sensibilidad es viva, pero muy
poco profunda. En definitiva, carece Voltaire de la necesaria observación psicológica
que le proporcione vigor a los caracteres puestos en escena, y aunque comprendió lo
que la tragedia necesitaba para renovarse, le faltó la capacidad creadora con que
lograrlo.
3. La comedia
La comedia francesa del siglo XVIII presenta mejores producciones, y más
diversificadas, que la tragedia; quizá se deba ello a la libertad con la cual tratan los
comediógrafos los temas a los que se aplican, como ya hiciera Molière. Estamos ante
un género que consigue su altura a base de interpretar su propia época con
imaginación y alcance crítico, en ocasiones con un descaro que asombró a la vez que
se ganó a los contemporáneos.
a) Comedia satírica
Según lo anteriormente dicho, no es de extrañar que las más tempranas
producciones cómicas tengan un marcado carácter satírico; se trata de obras que,
influidas por la obra de su predecesor, Molière, continúan su tradición cómica
abandonando el carácter psicológico y reforzando los valores de sátira social que,
hasta cierto punto, Molière había tratado sólo de pasada.
Jean-François Regnard (1665-1709) es, entre los imitadores de Molière, el
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primero situado cronológicamente; nacido en París, viajó por varios países de Europa
y, si hemos de creer sus palabras, estuvo prisionero en Argel. Escribió, entre otras
comedias, El jugador (Le Joueur), quizá la mejor de ellas; El distraído, El regreso
imprevisto y Las locuras amorosas. En toda su obra es patente la influencia de
Molière: las mismas intrigas, acaso más movidas; semejante estudio de caracteres; el
estudio de la sociedad, más corrompida según Regnard que en opinión de Molière.
Pero bien pronto los comediógrafos se esfuerzan por remozar a Molière, por
proporcionar nuevas orientaciones a la producción cómica; el primer medio que se
propone es la decidida sátira social que ya en otros géneros se había impuesto.
Aunque se podría citar aquí a Philippe Néricault-Destouches (1680-1754), con su
obra L’Irrésolu (1713), el más influyente de los cómicos aplicados a la sátira social
habría de ser Alain René Lesage (ya considerado como novelista en el Epígrafe 3 del
Capítulo 2). Lesage es autor de la más fuerte de las obras satíricas del siglo XVIII
francés: Turcaret (1709), una exacta pintura del mundo de los financieros en una
época de completa corrupción. Más que por la intriga, perfectamente lograda,
Turcaret interesa por el realismo de las situaciones, por el sentimiento y por el estilo.
Este realismo crudo y amargo, extraño a otras obras del XVIII, impresiona por su
sencillez y veracidad, todavía deudora del psicologismo de caracteres propio del siglo
anterior.
b) Comedia amorosa: Marivaux
Pierre Carlet de Chamblain de Marivaux (1668-1763), autor además de un par de
novelas inacabadas (Epígrafe 4.a. del Capítulo 2), liberará a la comedia francesa de
su sometimiento, aun tácito, a las reglas dramáticas, y sentará con su producción las
bases de una comedia más libre que la imperante en el siglo XVIII.
Después de fracasar con su tragedia La muerte de Aníbal, es recibido en los
salones elegantes de madame de Lambert y de madame de Tencin, donde asimila el
arte del diálogo ligero y sonriente, una lengua fina y delicada capaz de expresar los
sentimientos más sutiles. Este refinamiento del lenguaje (el «marivaudage», según
será conocido más tarde a partir del nombre de su autor) está al servicio de la
presentación de la relación amorosa: es el reflejo lingüístico del egoísmo, de la
reserva final en la entrega amorosa, cuando la persona pretende guardarse para sí sus
últimos reductos de intimidad frente al «otro». Nunca deberemos confundir el
«marivaudage» con la lengua intrascendente del galanteo amoroso; muy al contrario,
la principal novedad del teatro de Marivaux consiste en la sinceridad con la cual trata
el autor el tema del amor, sentimiento que no había merecido, de por sí, la atención
de los cómicos franceses anteriores. No se trata, por tanto, de un elemento episódico,
sino del elemento conformador de su producción dramática; no es una pasión violenta
ni un galanteo artificial, sino un sentimiento tímido, disimulado y casi recatado,
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natural según las convenciones de la época. Marivaux describió en su obra todos los
matices y momentos de la relación amorosa, huyendo tanto de la frialdad como del
apasionamiento, y dejando en todo caso un atisbo de misterio en cada personaje. De
sus obras dijo él mismo que escudriñaban «en el corazón humano todos los recovecos
donde puede ocultarse el amor cuando teme hacerse presente; y cada una de mis
comedias tiene por objeto el hacerlo salir de uno de esos escondrijos».
Al poco tiempo de fracasar su primera obra, Marivaux escribe Arlequín, afinado
por el amor (Arlequin poli par l’amour); tras ella compone una larga serie de
comedias, muchas de las cuales se han perdido para nuestros días; en todas ellas
destaca por la variedad, cultivando, además de la amorosa, la comedia satírica y la
novelesca. Pese a que deben recordarse obras como El juego del amor y del azar (Le
jeu de l’amour et du hasard, 1730), La doble inconstancia, El legado y Las falsas
confidencias, Marivaux no fue nunca un autor de prestigio, especialmente por esa
sinceridad y realismo de los que hace gala y que le valieron algunas enemistades; sin
duda, esta veracidad en el sentimiento resultaba demasiado audaz para la época.
c) Comedia «sentimental»
Idealismo, ternura y realismo descriptivo caracterizarían al género «sentimental»
que en Francia había iniciado Marivaux, influido a su vez por el teatro inglés. En
general, se trata de llevar a la escena los que se creen sentimientos más nobles de la
sociedad de la época, generalmente identificados con los valores burgueses: bondad,
amistad, fidelidad conyugal, etc.; es decir, se trata de una comedia edificante que se
propone no sólo divertir, sino «instruir deleitando».
Entre las comedias «sentimentales» que obtuvieron mayor éxito en su tiempo
destacan El Glorioso (Le Glorieux) y El filósofo casado (Le Philosophe marié) del ya
mencionado Destouches. Algunas obras del propio Marivaux se adscriben a este
género «sentimental», como La madre confidente (La Mère confidente); e incluso
Voltaire compuso en este estilo sus obras El hijo pródigo (L’Enfant prodigue) y
Nanine.
Pero será Pierre-Claude Nivelle de la Chausée (1692-1754) quien se ocupará de
proporcionar al género un tono melodramático claramente orientado ya al drama
burgués: será lo que se denomine comedia «lacrimosa» («larmoyante», en francés),
donde ciertas escenas puedan hacer derramar al espectador alguna lágrima a raíz de
su extremosidad sentimental, y siempre a pesar de la manifiesta inverosimilitud de las
escenas. Según este modelo compuso Nivelle de la Chausée obras como La falsa
antipatía (La fausse antipathie) o El prejuicio de moda (Le préjugé à la mode).
d) Beaumarchais
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I. BIOGRAFÍA. Pierre-Augustin Caron nace en París en 1732, donde pasa sus años de
juventud como relojero de fama reconocida, lo que le vale su llamada a palacio,
donde Luis XV le otorga el cargo de inspector, el de profesor de arpa de sus propias
hijas y más tarde el de secretario, hasta llegar a ser ennoblecido: es entonces cuando
adopta el apellido de Beaumarchais, tomado del de una finca de su esposa, recién
fallecida (bois Marchais).
Tras la representación de algunas parodias, intenta el estreno de El barbero de
Sevilla, cuya representación se prohíbe hasta 1775 a pesar de ser Beaumarchais
hombre de confianza del rey. Se dedica ardientemente a la edición de las obras
completas de Voltaire y compone Las bodas de Fígaro; pero el rey conoce el
manuscrito y prohíbe la obra, estrenada por fin en 1784 con un resonante éxito (a los
sólo dos años de su estreno, el genio musical de la época, Mozart, presenta a su vez
su versión operística).
Con la instauración de la República, Beaumarchais participa en la configuración
del nuevo estado: negocia con Holanda la compra de fusiles para el ejército francés y
es nombrado comisario de la República. Durante uno de sus viajes se le declara
emigrado y se le impide su regreso a Francia; se confiscan sus bienes y se encarcela a
su esposa (la tercera de ellas, antigua amante suya), a su hija y a su hermana. Regresa
en 1796 a París, donde muere en 1799.
II. PRIMERAS OBRAS. El interés de Beaumarchais por el teatro fue una constante de
toda su vida, lo que le empujó a corregir constantemente, a publicar sus obras y a
cuidar personalmente su puesta en escena. Las primeras piezas de nuestro autor eran
parodias derivadas de la farsa tradicional francesa («parades»), breves composiciones
de tono burlesco que, en este caso, estaban destinadas a la representación privada.
Pero las primeras grandes obras de Beaumarchais se adscriben al género del
drama burgués: nos referimos en concreto a sus obras Eugenia (Eugénie), de 1767; y
a Los dos amigos (Les deux amis). En el primer caso, Beaumarchais escenificaba la
desesperación de una virtuosa muchacha que se cree casada con un noble, quien en
realidad ha simulado la ceremonia. En Los dos amigos se nos presenta una amistad a
toda costa, por la cual un honesto recaudador de impuestos pone a disposición de un
amigo en apuros los fondos de su recaudación.
III. LAS GRANDES OBRAS DE BEAUMARCHAIS. Tras sus tanteos en el drama,
Beaumarchais encontró su lugar en la comedia; sólo tres años después del estreno de
Los dos amigos, en 1773, estaba ya lista para ser representada El barbero de Sevilla
(Le barbier de Séville), una ópera cómica cuyos pasajes musicales eliminó
Beaumarchais en favor de la acción dramática. La pieza presenta elementos propios
de sus parodias anteriores, devolviéndole a la comedia los antiguos medios de la farsa
tradicional francesa, aderezados en este caso con el regusto exótico de lo español.
Beaumarchais propone por ello un antiguo tema: el de la fuerza de la juventud frente
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a la vejez. Rosina ama al conde Almaviva, enfrentándose así a las pretensiones de
Bartolo, su tutor y enamorado, que la guarda celosamente. Fígaro es el intrigante, el
fiel lacayo del noble a quien le facilita la entrada en casa de Bartolo; su oposición al
burgués se debe únicamente a su rechazo de la tiranía, a su filosofía vitalista que se
goza en la acción, también a su afán de lucro y medro en el seno de la sociedad.
Las bodas de Fígaro proporcionó gran prestigio a Beaumarchais a pesar de la
especial complicación de su puesta en escena: la obra se presentó a la compañía de la
Comedia Francesa en 1781 y fue aceptada con entusiasmo; pero los censores vieron
con malos ojos una obra que consideraban «subversiva», de modo que, aun
circulando entre determinados sectores cortesanos, prohibieron su representación
hasta 1784, cuando, en medio de una gran expectación, arropada en olor de
subversión y osadía, se permitió su estreno. Las bodas de Fígaro es una comedia
complicada pero de evidente originalidad, especialmente en lo que se refiere a los
aspectos de crítica social y política, los cuales —hay que decirlo— han sido
exagerados en muchas ocasiones: existen alusiones a determinados privilegios (como
el «derecho de pernada»), pero no hay resentimiento en las actitudes de los
personajes, y sí una simple burla irónica. Se ataca, evidentemente, el libertinaje y los
abusos de los nobles, su avidez e insaciabilidad; hoy día estos aspectos «subversivos»
no nos parecen tales, perdurando sólo la gracia y el ingenio de las situaciones; la
disposición de la acción, anunciada desde el primer acto y estorbada continuamente
hasta llegar al desenlace «in extremis»; el retraso continuo del final feliz, ese
movimiento de balanceo subrayado por la fuerza del diálogo, centelleante y vigoroso;
en definitiva, el ritmo dramático casi enloquecedor, siempre ascendente, que capta
desde el primer momento la atención del espectador.
La madre culpable (La mère coupable) fue pensada durante los mismos años que
las dos anteriores, pero Beaumarchais no la terminó hasta 1791; en 1792 se estrena
con escaso éxito de crítica, aunque prudente de público. Más cercana al drama que a
la comedia, la obra sigue sirviéndose de los mismos personajes que sus dos obras
anteriores: en este caso, nos presenta la división de la familia de los Almaviva por la
irrupción en escena del intrigante hipócrita Bégearss, finalmente desenmascarado por
un envejecido Fígaro.
4. La aparición del drama
La comedia sentimental y «larmoyante» (lacrimosa) será el lugar de expresión por
antonomasia de la burguesía del siglo XVIII; aunque se trata de un género cómico,
abrirá el camino para una nueva forma dramática: el drama serio (genre dramatique
sérieux lo denomina Beaumarchais). Se tiene por padre del género a Denis Diderot,
aunque como dramaturgo alcance poca altura; sí se le debe el primer tratado teórico
sobre el nuevo género, esbozado en su Entretiens sur «Le fils naturel», una
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introducción a su drama El hijo natural. Como él mismo afirma, el drama nace para
«enternecer y moralizar a la burguesía y al pueblo presentándoles un cuadro de sus
propias aventuras y de su propio medio».
Al drama burgués no le interesa en realidad la acción ni la caracterización, sino el
establecimiento de unas categorías de sensibilidad estrictamente burguesas:
relaciones interpersonales, deberes sociales, comportamientos morales, etc. son el
tema recurrente del drama burgués, que, en un intento de acercarse al nuevo público,
presenta personajes y ambientes cotidianos marcados por el burguesismo y,
técnicamente, por la verosimilitud.
Aparte de la ya mencionada de Diderot (El hijo natural), cabría citar obras como
Eugenia y Los dos amigos de Beaumarchais; y, sobre todo, el drama El filósofo sin
saberlo (Le philosophe sans le savoir), de Michel-Jean Sedaine (1719-1797): con él,
el drama —pleno de ternura y simple, pero correctamente escrito— se convierte en
verdadera tragedia doméstica, muy cercana ya al drama moderno.
5. Poesía francesa del XVIII
El Clasicismo francés, impregnado de un racionalismo agotador, determinó la
progresiva decadencia de la poesía hasta bien entrado el siglo XVIII. Fijado en una
serie de reglas versificatorias, el arte poético neoclasicista se encontró en Francia con
unos condicionamientos extrapoéticos que imposibilitaron el normal desarrollo del
género. Así pues, la poesía se convirtió en una especie de arte de versificación que
frenó casi por completo la tendencia a la imaginación y al ingenio.
a) Voltaire
Claro exponente de la esterilidad de la poesía de su siglo, la obra poética de
Voltaire es reseñable tan sólo por su altura relativa con respecto a la de sus
contemporáneos; hoy resulta lo menos valorado de su producción, por su escaso
relieve y logros desiguales.
Aunque cultivó todos los géneros poéticos, convendría señalar el ambicioso
proyecto de epopeya nacional que supone la composición de Enríada (Henriade), un
canto a la tolerancia religiosa personificada en Enrique IV, el monarca francés que
puso fin a las guerras de religión. Como tema propio de Voltaire, aparece la crítica al
fanatismo y a determinadas instituciones políticas, lo cual contribuyó al relativo éxito
de la obra, hoy escasamente leída por su rigidez y aridez conceptual. Igualmente
podríamos reseñar sus composiciones filosóficas —las Epístolas (Epîtres) y Sátiras
—, desbordadas en versos facilones aunque ingeniosos; en ellas sobresale por la
expresión de un humor descreído y amargo basado siempre en un pensamiento poco
profundo.
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Sus composiciones más leídas actualmente acaso sean las de circunstancias:
Voltaire, enemigo terrible y despiadado de todo aquel que se le interpusiera y
exquisito adulador de sus aduladores, expresa como nadie en el siglo XVIII la
impertinencia y la lisonja en unos versos fluidos y siempre correctos, elegantes a
pesar de su prosaísmo.
b) El renovador de la poesía: Chénier
La interpretación del clasicismo grecorromano había diferido de forma esencial
desde el Renacimiento hasta el Clasicismo francés; para renacentistas y neoclásicos,
la imitación de la Antigüedad había supuesto una incorporación atemporal al mundo
antiguo, un anacronismo por el que la Antigüedad era imitada desde la modernidad.
La producción de André Chénier significó un vuelco radical de dicha concepción, y
la incorporación a una literatura clasicista en la que el mundo moderno era
reinterpretado en clave antigua. Es decir, Chénier supo traducir el mundo moderno
desde la Antigüedad clásica sin renunciar a su propia época, proporcionándole de este
modo a la literatura francesa una nota de originalidad clasicista de la que había
carecido hasta ese momento.
I. VIDA Y OBRA. André Chénier (1762-1794) nació en Constantinopla de padre
francés y madre griega, aunque fue trasladado a París a muy temprana edad. Allí se
educó en un ambiente de estudio y cultura arqueológica que le impulsó a visitar
Grecia e Italia y a entrar en contacto con las literaturas clásicas; después de este viaje,
regresó a París y pasó a Londres como secretario de embajada.
Al estallar la Revolución, se instaló en Francia para saludar los ideales de justicia
e igualdad; pero el sesgo que tomaban los acontecimientos y los crímenes que se
cometían en nombre de la Revolución le hicieron protestar indignadamente contra los
excesos que preludiaban el reinado del terror. Detenido sin que mediara auto de
prisión contra él, se le retuvo más de cuatro meses en la cárcel hasta ser ajusticiado
sin vista previa. Chénier moría sin ver publicado el grueso de su obra, de la que en
realidad sólo salieron a la luz algunos poemas; proyectos tenía muchos este joven
poeta, entre los que quizá sobresalga Hermes, una vasta obra enciclopédica en la que
abordar el tema de la naturaleza desde la óptica de los nuevos descubrimientos, pero
con una forma inspirada en la didáctica latina.
Chénier logra renovar el sentido de la versificación y recupera el lirismo que la
poesía francesa había perdido con el Clasicismo; además, supo desarticular el rígido
verso clásico y disponer nuevas formas estróficas con una libertad inusual en la
historia literaria francesa: a diferencia de todos los poetas anteriores, y a imitación de
los antiguos, sustituyó la simetría rítmica por la armonía, dejando así paso a la
libertad creadora de la poesía romántica.
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II. «BUCÓLICAS». La acaso primera composición de envergadura que intentara
Chénier fueron las Bucólicas, género poético pastoril que fue cultivado en la
Antigüedad griega y que retomaron, con diverso éxito, los poetas europeos bajo la
denominación de «églogas».
Sus Bucólicas encierran un sentido del lirismo natural y sencillo, extraño a todos
los autores del XVIII; en ellas caben sus experiencias personales, su visión del mundo
y de la naturaleza tan cercana a la ingenuidad y encanto propios de las literaturas
clásicas antiguas. Se trata de composiciones ligeras y amables donde se canta el más
puro goce sensual de un mundo contemplado como perfecto, tal como lo habían
cantado los epicúreos de la Grecia clásica (Teócrito y Anacreonte,
fundamentalmente).
III. «YAMBOS». Los Yambos (Iambes), escritos durante la estancia de Chénier en la
cárcel, suponen la ruptura de la serenidad espiritual que había guiado la composición
de las Bucólicas: maltratado, injustamente preso y angustiado por el probable
ajusticiamiento, Chénier se sirve del género para componer una intimísima sátira al
estilo clásico. Desesperación y altanería, odio y fidelidad quedan al descubierto en
unos Yambos que suponen un proceso a la Revolución y al gobierno del Terror. Como
el género exigía, Chénier hace de estas composiciones molde de sátira personal, en
una redacción apresurada que destaca tanto por su vigor y expresividad como por sus
toques de originalidad, extraños a sus anteriores Bucólicas.
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La prosa inglesa en el siglo XVIII
1. Los nuevos condicionantes literarios
En el siglo XVIII la hegemonía cultural europea pasa de Francia, en declive
política y económicamente, a una Inglaterra liberal que se convierte en punto de mira
obligado para los progresistas europeos. En Inglaterra existían las condiciones
materiales necesarias para que el poder ideológico fuese tomado, sin violencia, por
una nueva clase media cuya voluntad de gobierno antiabsolutista y liberal se cifró en
el Parlamento; dato relevante es el que esta burguesía se hallase en excelentes
relaciones con la Corona, potenciadas desde los siglos XVI y XVII en forma de asiduas
colaboraciones frente a las pretensiones de la nobleza cortesana.
A pesar de ello, en ningún momento fue el Parlamento una corporación de
representación popular; muy al contrario, sirvió como campo de batalla de los grupos
dominantes ingleses, aunque ciertamente propiciase la expresión de nuevos ideales —
tanto aristocráticos como burgueses— que veían en el incipiente capitalismo la
posible instauración de una nueva hegemonía inglesa. El enfrentamiento entre tories
y whigs, de gran peso en la vida pública inglesa, no supuso en modo alguno la ruptura
de la alianza entre las diversas clases —o fracciones de clase— y la Corona, ni
cuestionó la especial significación de determinada aristocracia en las tareas de
gobierno; sin embargo, puede ser interpretado como resultado de la discrepancia en
torno a los medios para el enriquecimiento de la nación: por medio del latifundismo
(según los tories, de talante conservador) o del libre comercio (según los whigs, de
ideología progresista y cercanos a la órbita de la burguesía capitalista enriquecida).
La consolidación de la clase capitalista, urbana por definición y conformadora de
las bases de la posterior industrialización inglesa, determinó la aparición de un nuevo
público lector, extraído de la clase media, que a finales de siglo raramente ignoraba la
literatura «de evasión» como símbolo de prestigio social. Dos son las consecuencias
inmediatas de este cambio en la apreciación del valor literario: la primera de ellas,
que la literatura se inserte en el mercado como un «bien de consumo» más, en una
concepción de la «producción» decididamente deudora de la contemporaneidad; la
segunda, que los géneros literarios, a grandes rasgos —y no sin matizaciones—, se
orienten progresivamente a la «evasión», al «entretenimiento», no sin recurrir
frecuentemente a cierto didactismo que hace de la literatura instrumento de
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conocimiento; especial relevancia tendrá, en este sentido, la prosa «divulgativa»
propia de la literatura burguesa, fundamentalmente caracterizada por la «nivelación»
de lo literario, por la supresión de las barreras entre lo culto y lo popular.
La instauración del comercio del libro, junto a la pérdida de poder económico por
parte de la aristocracia, hace desaparecer definitivamente el mecenazgo —en todo
caso, retomado por los capitalistas con nuevos matices: el de la propaganda y el
negocio—. Surgen entonces la oferta y la demanda literarias: como un productor más,
el escritor se ve obligado a vender (y, no pocas veces, a «venderse»); aparecen los
contratos de edición, la compra de manuscritos y, lo que es más importante, se hace
indispensable la estimación del público, cuyo favor —salvo en el caso del teatro—
había sido por lo general irrelevante hasta la aparición del mercado del libro.
Movidos por todas estas razones, los escritores se lanzan a la búsqueda de sus
parcelas de poder ideológico, tomando forma los primeros compromisos, más o
menos serios, del escritor con la sociedad y con la política de su tiempo. En este
fenómeno jugarán un papel fundamental los periódicos, cuyos precedentes más
inmediatos se hallan, justamente, en la Inglaterra del siglo XVIII, donde un clima
políticamente tolerante permitió una libertad de prensa inusual en otros países; por
otra parte, el capitalismo inglés favorecía la aventura económica de un periódico —
sin desdeñar lo que tenía, además, de «aventura política», en tanto que tribuna de
libre expresión de la ideología de la nueva burguesía—.
2. La prosa «costumbrista»
a) La aparición del periodismo
El acercamiento de la literatura, como instrumento de opinión, a las clases medias
inglesas vino de la mano de la difusión de determinadas publicaciones periódicas,
aparecidas en Inglaterra con los albores del siglo XVIII. Presididas por un estricto
sentido racionalista y, en no pocas ocasiones, por cierto moralismo de rancio sabor
puritano, este tipo de literatura acostumbró y animó a amplios sectores sociales a la
lectura de crítica y de pensamiento, poniendo las bases de la sensibilidad estética del
siglo.
Aunque entre los periodistas del siglo XVIII inglés encontramos nombres tan
conocidos como los de Defoe (con la fundación del diario The Review, 1704-1713) o
Swift (colaborador asiduo y director él mismo de The Examiner), la aparición del
género en Inglaterra se debe a Richard Steele (1672-1729) y Joseph Addison
(1672-1719). Ambos fueron creadores literarios, pero se les recuerda por su tarea de
divulgación, por medio del periódico, de un pensamiento artístico coherente, siendo
los primeros en propugnar la aplicación a la literatura como un deber moral del
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intelectual, quien debería revestir de gracia e ingenio una obra siempre tendente al
didactismo. Sus publicaciones, a pesar de su vida efímera, revolucionaron la prensa,
pues dieron forma definitiva a un diario destinado no tanto a anunciar y a propalar
noticias, como a educar el «gusto» —categoría tan ensalzada como discutida en el
Neoclasicismo—, a guiar al lector en los juicios artísticos y a ejercer sobre él una
constante influencia moral y educadora.
The Tatler (El Hablador) apareció en 1709 bajo la dirección de Steele, quien le
imprimió el carácter irónico, humorístico y apasionado que lo consagró
inmediatamente entre el público; a su inclinación se debe el tratamiento en el
periódico de temas de actualidad, especialmente artísticos, sociales y políticos. Su
amenidad e inmediatez se centró de forma preferente en la ridiculización didáctica de
las costumbres de su tiempo —ya sean artísticas, sociales o políticas— y en la
recomendación de una vida sencilla y razonable. Desde los primeros tirajes, Addison
se suma a la empresa del Tatler; su pluma brillante e intelectualizada, que consiguió
orientar la publicación hacia campos más amplios y elevados, dio al ensayo la forma
sensible y atrayente que habría de consagrar más adelante en The Spectator.
The Spectator (El Espectador) nació tras el fracaso del Tatler en 1711, y su vida
fue más efímera aún, desapareciendo a finales de 1712; a pesar de ello, su tirada llegó
a ser de 3000 ejemplares que lo convertían en el instrumento de comunicación más
poderoso y popular de la época. La clave del éxito acaso se halle en la excelente
compenetración entre los dos escritores: si Steele era apasionado, jovial y tolerante, el
temperamento de Addison, reflexivo y moralista, equilibraba el estilo y los intereses
del periódico. Ninguno de ellos, sin embargo, intentó en momento alguno enzarzarse
en cuestiones políticas, si bien sus ideas progresistas y su tendencia al moralismo
puritano los ponían en relación directa, como sus lectores comprendían, con los
whigs.
b) Cartas y diarios del XVIII inglés
Las cartas y diarios habían sido más o menos frecuentes en la tradición inglesa a
causa de la proliferación de panfletos y libelos desde la Reforma religiosa. Ya vimos
cómo, en el siglo XVII, determinados autores comienzan a tomarse a sí mismos como
centro de una prosa subjetivista que preludia el gran «descubrimiento» de la
intimidad en el XVIII. Efectivamente, algunas de las más vívidas y originales
producciones del siglo saldrán de la mano de personajes que, sin ser creadores
literarios en el sentido estricto, tuvieron inquietudes intelectuales, culturales o
simplemente personales, y las plasmaron acertadamente en una prosa cuidada pero
natural, muestra del estilo más característico del XVIII inglés.
Una de las figuras prototípicas de este tipo de producciones es el conde de
Chesterfield (1694-1773), quien supo aportar a la prosa inglesa una gracia y finura
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elaborada a partir del conocimiento de los contemporáneos franceses. Prescindiendo
de sus obras políticas —fue un admirable orador—, destaca por la serie de cartas a su
hijo ilegítimo, publicadas en 1774 tras la muerte del conde; en ellas sobresale por la
exposición de un sentido de la vida mesurado y equilibrado.
Horace Walpole (1717-1797), hijo del influyente sir Robert Walpole, llevó una
vida relajada de la cual derivó a la desilusión; ésta la intentó superar a base de
imaginación, en concreto mediante el ejercicio de la literatura (véase también el
Epígrafe 7.b.I. del Capítulo 5). Dedicado tan sólo a su propio placer, y amparado por
la respetable influencia y fortuna familiar, sus innumerables amistades y conocidos
pasan a las páginas de su abultada correspondencia para ofrecernos la acaso más
completa y compleja visión de la sociedad inglesa del XVIII. Su prosa, agradable, no
deja de ser picante, al igual que sus ideas, mordaces e inteligentes frente a las usuales
en la época; por fin, sus múltiples intereses centran su atención tanto sobre aspectos
documentales como históricos o biográficos.
Como preludio de la sensibilidad romántica hacia lo histórico, buen número de
personajes se interesaron por los paisajes y las costumbres extranjeras. El gusto por el
viaje, frecuente ya a finales del siglo XVIII entre personajes de elevada extracción
social, se deja entrever en cartas como las de lady Mary Montagu —enviadas desde
Constantinopla y diversos puntos de Italia—, William Wraxall —desde la India y
diversos puntos de la Europa septentrional— o Richard Cumberland —quien fijó su
atención, por vez primera en la historia inglesa, en la pintura española—.
3. La prosa divulgativa
La aparición del periodismo como género literario en Inglaterra es claro síntoma
de la preocupación generalizada del momento por aspectos culturales, políticos,
sociales, etc.; pero no es el periódico el único medio de difusión de las ideas
neoclásicas en Inglaterra, pues el país se puso entonces a la cabeza de Europa
también en lo que se refiere a la especulación en general y, en concreto, a la filosofía,
campo en el cual contaban con el precedente de Locke.
a) Pensamiento e «Ilustración»: la prosa filosófica
El pensamiento inglés del siglo XVIII deriva, a grandes rasgos, de la centuria
anterior, y en concreto de la obra de Hobbes y de Locke (Volumen 4, Epígrafe 4.a.
del Capítulo 14); ellos habían puesto las bases del pensamiento racionalista que el
siglo XVIII llevaría a sus extremos, tanto a nivel moral como político. Sin embargo,
frente al del siglo XVII, el pensamiento ilustrado es esencialmente divulgativo; no
quiere esto decir que la filosofía fuera lectura usual entre las clases medias, pero sí
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que determinados autores —entre los que cabría destacar a los periodistas— se
encargaron de adaptar la filosofía del momento para cubrir necesidades más amplias
de cultura (esto es, las de la clase burguesa que ahora accedía en masa a ella).
I. SHAFTESBURY. El conde de Shaftesbury (1671-1713), discípulo de Locke,
representa la corriente de pensamiento más idealista de la época: como el maestro,
confía el conocimiento empírico a la experiencia, de donde surge la demostración de
cualquiera de las hipótesis sobre la naturaleza. Sin embargo, sus ideas morales se
apartaron de Locke en la consideración de las «ideas innatas» cuya existencia había
negado el maestro: según Shaftesbury, el hombre nace con ciertas ideas morales
basadas en las experiencias del orden y la armonía, de las cuales participa el ser
humano como pieza de un cosmos perfecto regido por un dios lejano pero afable.
II. MANDEVILLE. Bernard Mandeville (1670-1713) representa la corriente contraria
a Shaftesbury, especialmente como moralista de corte político perfectamente
consciente de los desajustes socioideológicos de su época. Seguidor de las ideas de
Hobbes, veía en la moral de la sociedad un burdo disfraz de las verdaderas
intenciones humanas, en todo parejas a las animales y basadas, por ello, en el uso de
la fuerza: la sociedad está hecha para los más fuertes, y tanto las instituciones como
el Estado son la forma de supremacía de los más capaces sobre los débiles. A
consecuencia de sus ideas, defendía fervientemente el orden establecido y la
necesidad de jerarquizar la sociedad de forma efectiva —esto es, de forma que
funcionase sin alteraciones, especialmente las debidas a las clases bajas, que debían
permanecer, por necesidad, en la ignorancia—.
III. HUME. Menos influyente en su época fue David Hume (1711-1776), cuya obra,
sin embargo, nos proporciona hoy día una fiel idea del panorama filosófico
contemporáneo por su rigor y profundidad. Fue un decidido estudioso de los límites
de la razón, uno de los empiristas más radicales del siglo XVIII; en definitiva, estamos
ante uno de los grandes «críticos» del pensamiento moderno, ante un pensador
escéptico que le niega a la razón toda posibilidad de conocer el mundo exterior, el
alma o Dios. En el terreno de la moral, preludia claramente el Romanticismo y deja el
campo abonado para la libertad de conciencia, pues —afirma Hume— la moral no se
desprende de la razón, sino del sentimiento —en concreto, del sentimiento de agrado
o desagrado—; sin embargo, esta tendencia al subjetivismo debe quedar encauzada
racionalmente, para así situar el sentimiento moral, frente al personal, en el campo de
lo colectivo.
b) La historia: Gibbon
Entre los investigadores que se aplicaron a los estudios históricos sobresale
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Edward Gibbon (1737-1794), cuya Decadencia y caída del Imperio Romano (The
decline and fall of the Roman Empire, 1776-1788), pese a tratar un tema extraño a la
tradición inglesa, se convirtió pronto en obra clásica de la historiografía nacional no
sólo por sus valores históricos, sino también por los literarios.
La obra trata de la desmembración del poder imperial romano desde el siglo II
hasta la caída de Constantinopla ante los turcos en 1453, por lo cual considera como
«romano» tanto el Imperio Bizantino como los albores de la historia de la cristiandad.
La actitud de Gibbon frente a las diversas religiones es escéptica, tanto en lo que se
refiere a sus principios espirituales como, en concreto, a la incidencia del
Cristianismo sobre la historia occidental.
Aunque nos encontramos ante una obra presidida por una inteligencia reflexiva y
escrudiñadora, sistemática en lo referente a ordenación, documentación e
interpretación —esto es, ante una obra de alcance erudito—, en ella se reconoce
inmediatamente una tendencia literaria determinante de sus intenciones y estilo. Así
pues, lo más notable es su claridad y amenidad en el relato: arrebatado por el interés,
el lector descubre directamente la imaginación que impregna las descripciones y la
narración, sin que mengüe por ello el valor historiográfico de esta obra.
c) El saber lingüístico y literario: Johnson
El doctor Samuel Johnson (1709-1784) fue una de las figuras dominantes del
panorama literario inglés del siglo XVIII, aunque a ello contribuyera decisivamente la
publicación, por su amigo James Boswell, de la Vida de Samuel Johnson (Life of
Samuel Johnson, 1791), verdadero punto de partida del género biográfico moderno en
Inglaterra. La personalidad literaria de Johnson fue una de las más complejas de la
época, ya que buscó en todo momento el reconocimiento como hombre de letras pese
a la penuria en que, como tal, se vio obligado a vivir; se dedicó a todos los géneros
literarios —aunque con desigual fortuna—, viendo recompensados sus esfuerzos al
final de su vida con la distinción del grado de doctor por las Universidades de Dublín
y Oxford, además de la asignación de una pensión por Jorge III.
Su obra comenzó con una tragedia, Irene, que, rechazada en 1738, se representó
once años después con escaso éxito debido a su rigidez dramática y a su pobreza
estilística. Su aportación más interesante al teatro inglés fue la reivindicación de la
producción de Shakespeare —editada por él en 1765— cuando era arrinconada por su
libertad ante las reglas dramáticas, aspecto éste en que cifraba Johnson la grandeza
del teatro shakespeareano. Tampoco su poesía ofrece aspectos reseñables, aunque The
vanity of human wishes (La vanidad de los deseos humanos) fue alabado por Walter
Scott y lord Byron; tanto este poema como London, ambos satíricos, nos ofrecen una
visión personal de la sociedad de su tiempo surgida del enfrentamiento entre las
condiciones reales de vida y las ansias de unas relaciones humanas ideales.
Narrativamente, Johnson es autor de Rasselas, un flojo cuento oriental situado en un
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vago decorado y escrito en un estilo abstracto y moralista; próximo en su intención a
algunos cuentos filosóficos de Voltaire —en concreto, al Cándido—, se trata de un
agudo pero poco apasionado ataque al optimismo dieciochesco. Finalmente, no hay
que olvidar su labor en periódicos como The Rambler (El Paseante) y The Idler (El
Ocioso), desde donde divulgaba sus ideas artísticas, basadas generalmente en la
«moralidad» de las artes.
Su producción más ambiciosa es el Diccionario de la lengua inglesa (Dictionary
of the English language, 1755), una obra definitiva que sólo se vio superada, mucho
más tarde, con la aparición del Diccionario de Oxford, el más prestigioso de los
ingleses. La intención de Johnson era «fijar la pronunciación de nuestra lengua y
facilitar su adquisición; (…) conservar su pureza, determinar su uso y aumentar su
duración». El empeño se hallaba en la línea fijada por las Academias francesa o
italiana, que por estos años habían dado a la luz sus correspondientes diccionarios;
pero Johnson contaba sólo con sus fuerzas, mientras que las Academias nacionales
poseían unos recursos mucho más amplios, tanto personales como económicos. Por
ello nuestro autor prefirió la calidad a la exhaustividad, ciñéndose a un «corpus»
léxico común y aspirando, sobre todo, a la claridad de las definiciones —en las cuales
no descartaba la ironía y el humor— y a la fijación de la pronunciación y la
ortografía, realmente precisas.
Igualmente ambiciosas son las Vidas de los poetas ingleses (The lives of the
English Poets, 1781), que también le proporcionaron gran fama; se trata de una obra
crítico-biográfica en que estudia la vida —y su incidencia en la obra— de los poetas
ingleses del último siglo, desde los seguidores de Donne a sus días. Instaurador de la
crítica literaria inglesa, peca, como es usual en su época, de un exceso de
subjetivismo que se traduce en juicios de valor de tipo moral (recordemos que la
literatura debía «instruir deleitando»); propugna una poesía equilibrada cuya forma
sirva para revestir adecuadamente unas ideas profundas y, en cualquier caso, de
alcance universal. Estilísticamente, las Vidas poseen, además, el valor de expresarse
en una prosa conversacional clara y ajustada, guiada por el afán práctico que ha
hecho de Samuel Johnson uno de los mejores prosistas de la historia literaria inglesa.
4. Jonathan Swift, un prosista excepcional
a) Vida y obra
El 30 de noviembre de 1667 nacía en Dublín Jonathan Swift, llamado a
desempeñar un papel relevante en la vida pública como uno de los más despejados
escritores satíricos de la Inglaterra del siglo XVIII. Estudió en uno de los mejores
colegios dublineses y en el Trinity College, la universidad irlandesa; al cerrar ésta sus
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puertas en 1689, pasó a Inglaterra como secretario de sir William Temple, quien le
nombra tutor de Stella, posiblemente su hija natural y futuro, agitado y duradero amor
de Swift. Realiza estudios eclesiásticos y es ordenado por la Iglesia anglicana en
1695, asignándosele una prebenda cerca de Belfast, desde donde viajaba
ocasionalmente a Inglaterra. De 1704 datan sus primeras publicaciones, aunque venía
escribiendo desde cinco años atrás; lo hace aún de modo anónimo —y así publica
Cuento de un tonel (A tale of a tub) y La batalla de los libros (The battle of the
books), además de otras obras polémicas y satíricas—.
A partir de 1709 entra en contacto con otros escritores satíricos: gracias a sus
colaboraciones en The Tatler se hace un sitio entre autores como Pope y Gay,
reunidos en «clubs» como el «Brothers» y el «Scriblerus»; también se le confía la
dirección, por parte de los tories, del periódico The Examiner. En 1710 ha
comenzado su dilatado Diario a Stella (Journal to Stella), correspondencia
sentimental que abarcará sesenta y cinco cartas. Al morir la reina Ana en 1714, los
tories caen en desgracia y, con ellos, Swift; abandona Inglaterra y vuelve, ya
definitivamente, a Irlanda, a cuyos problemas dedicará buena parte de sus energías
(especialmente con la publicación de los diversos Tratados irlandeses desde 1720).
Entre 1722 y 1726, Swift compone su obra maestra, Los viajes de Gulliver (
Gulliver’s Travels), que vende a un editor inglés; y en 1735 aparecen sus obras
completas, lo que da una idea de la estima de su producción entre los
contemporáneos. Pero a partir de 1737 se merman sus facultades: Swift se vuelve
sordo, pierde la razón y llega a ser incapacitado en 1742. Muere en octubre de 1745,
siendo enterrado en la catedral de St. Patrick de Dublín.
b) Obras menores
Hay en la obra de Swift cierto sentimiento de independencia, incluso de orgullo y
arrogancia, que lo ha apartado en cierta medida del gran público lector actual. De esta
actitud frente a la sociedad —que en su época le supuso la fama— surge su necesidad
de la sátira como molde literario: de espíritu penetrante y sincero, Swift era, sin
embargo y pese a todo, un hombre sencillo que no comprendía —más aún, que no
podía tolerar— la indignante hipocresía del país y la época en que le tocó vivir. Por
ello, respeta y ama ante todo la libertad: no sólo política, sino religiosa, de
pensamiento…, humana, en suma; este espíritu de libertad e independencia frente a
cualquier poder establecido —político o espiritual— caracteriza toda su producción
en prosa.
I. EL «CUENTO DE UN TONEL». Esta independencia de espíritu se manifestó desde sus
primeras obras, en concreto a partir del Cuento de un tonel (1704), una composición
que le atrajo poderosas enemistades, entre ellas la nada desdeñable de la reina Ana.
Se trata de una sátira de la hipocresía y del orgullo religioso de determinadas sectas
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inglesas, sin dejar de lado a la Iglesia católica. Ya desde este primer ensayo literario,
Swift pone de manifiesto la excelente combinación de sus dotes imaginativas y
lógicas, pues estamos ante un maestro de la imaginación puesta al servicio de la
claridad en el desarrollo lógico de las ideas. Este equilibrio conceptual no evita, sin
embargo, el uso de una prosa enérgica e intensa, sin lugar para el descanso: se trata de
un estilo directo y agotador, enérgico hasta el extremo, constantemente alusivo, que
podríamos decir proselitista al querer encontrar no sólo lectores, sino incondicionales.
II. LOS «TRATADOS IRLANDESES». Si en alguna obra pudiéramos resumir la medida
del afán de justicia y libertad que guía las ideas de Swift, acaso fuese en los Irish
Tracts (Tratados irlandeses), un conjunto de escritos, de diverso tono e intención,
sobre los problemas de Irlanda. Swift, deán de la Iglesia anglicana irlandesa, defiende
no sólo sus intereses frente a Inglaterra —que discrimina incluso a los
angloirlandeses—, sino también a la mayoría católica, injustamente relegada en las
tareas económicas, sociales y políticas del país. Denuncia la pasividad de la
administración ante los problemas irlandeses —en concreto, el económico y el
religioso— y, en el terreno político, lucha por el funcionamiento de las leyes que
reconocían en Irlanda a un país libre definido, al menos teóricamente, como
monarquía constitucional. Sin embargo, la fidelidad a la razón por parte de Swift hace
que éste adopte frecuentemente posturas ambiguas; así, no es extraño encontrar
ataques contra Irlanda, pues achaca a sus habitantes falta de unidad y desinterés por
las opiniones de los expertos —entre los que se contaba él mismo—.
El escrito más representativo del estilo de Swift entre estos Irish Tracts es el
titulado A modest proposal (Un modesto proyecto), un cáustico panfleto en el cual
propone irónicamente, como remedio a los males irlandeses y provechoso para
Inglaterra, la venta de niños. El razonamiento subraya el grado de pobreza de la
sociedad irlandesa, desabastecida y agobiada por el número de miembros de las
familias; pues bien, los niños a partir de un año serían engordados convenientemente
para servir de alimento a la población. Todo ello se arguye con una prosa aséptica
pero cuidada, fría y razonada, con algunas de las mejores muestras del estilo de
Swift:
I Have been assured by a very knowing American of my Acquitance in
London; that a young healthy Child, well nursed, is, at a Year old, a most
delicious, nourishing, and wholesome Food (…).
I grant this Food will be somewhat dear, and therefore very proper
for Landlords; who, as they have already devoured most of the Parents,
seem to have the best Titles to the Children.
[«Un americano al que he conocido en Londres y que está al
corriente de estas cuestiones, me ha asegurado que, a la edad de un año,
un niño sano, bien cuidado, es un alimento delicioso, muy nutritivo y
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completo (…).
Estoy seguro de que este alimento resultará algo caro, y por tanto
muy apropiado para terratenientes; quienes, como ya habrán devorado la
mayor parte de los padres, parecen los más indicados para merecer a los
hijos»].
c) «Los viajes de Gulliver»
La idea original de Los viajes de Gulliver (Gulliver’s Travels) debió de surgir de
las tertulias del «Scriblerus Club» en las cuales participó Swift desde su fundación en
1713; probablemente, era intención de los miembros del club —entre los que
destacaban, aparte de Swift, Pope y Gay—, escribir una serie de cuentos satíricos que
atacasen la insustancialidad y la soberbia de la sociedad contemporánea, su afán
cientifista; y, componer, como remate, una seria crítica de la humanidad en general.
Una vez disuelto el club, fue Swift quien dio forma a la idea, entre 1722 y 1726,
con Los viajes de Gulliver, una sátira elaborada a partir de relatos imaginarios. La
cohesión entre sus cuatro partes —bien diferenciadas— la proporciona el personaje
de Gulliver, el narrador desde cuya óptica vamos a contemplar los diversos mundos
que se nos presentan. El recurso era usual en las narraciones de viajes que habían
proliferado en Europa desde el Renacimiento, si bien Jonathan Swift toma como
precedente más inmediato el Robinson Crusoe de su compatriota Defoe: como éste,
Swift nos pone ante un personaje «típico» de la sociedad inglesa; su presentación
exhaustiva nos ofrece una perspectiva clara de la extracción, ideales, visión de la
vida, etc. de este Gulliver, un perfecto burgués de la Inglaterra del XVIII. A partir de
ahí, el autor tiene en la fantasía el elemento conformador de todo el relato, puesto que
la experiencia del viajero, contrastada con la de los mundos fabulosos en los que se
mueve, va a proporcionar a Los viajes de Gulliver esa clave de realidad ensoñada que
ha convertido algunas partes de esta obra en un cuento de niños; al mismo tiempo, de
ese mismo contraste entre la estricta realidad de Gulliver y la fantasía surgirá la sátira
que preside el relato.
La sátira es política en el caso de la primera parte, el viaje a Lilliput; este país de
enanos es un trasunto ironizado de la vida política inglesa de principios del
siglo XVIII, con referencias ocasionalmente personales (recordemos que Swift había
visto frenada su carrera tanto política como eclesiástica a causa del ascenso de los
whigs al poder). Gulliver es, en este caso, el «gigante» del mundo que visita: los
vicios y defectos del país son vistos desde fuera, con la óptica privilegiada de quien
confía en sus fuerzas. La situación cambia radicalmente en la segunda parte al llegar
a Brobdingnag, el país de los gigantes bonachones: el viajero es entonces un ser
minúsculo que debe hacer un esfuerzo para sobrevivir en un mundo feliz y confiado
—como lo era el del propio Gulliver—: con estas proporciones, incluso la afable
forma de vida de los gigantes resulta prepotente y desconsiderada frente a la de
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Gulliver, quien defiende su propia visión del mundo de forma poco convincente.
El interés de la tercera parte, el viaje a Laputa y Balnibarni, es ocasional, pero
atrajo grandemente a los pensadores del siglo XVIII; se trata de una sátira de la ciencia
y su desarrollo, pues aunque Swift nunca rechazó el progreso que la ciencia acarreaba
ni los avances técnicos basados en los descubrimientos científicos, condenaba sin
embargo la aplicación a cuestiones científicas abstractas, así como la carencia de
pragmatismo de determinados investigadores o el afán desproporcionado de
novedades técnicas.
El viaje al país de los Houyhnhnms constituye la parte más amarga y desoladora
de Los viajes de Gulliver, por cuanto que en ella Swift nos ofrece una crítica
sistemática y globalizadora de la especie humana. Gulliver entra en contacto con los
Houyhnhnms, caballos dotados de una razón y veracidad pasmosas para cualquier ser
humano; la admiración del viajero por estos seres es inmediata, pues cree haber
descubierto el mundo perfecto que andaba buscando, donde no hay sitio para el vicio
ni la mentira. Gulliver decide entonces ser «redimido» por los cuadrúpedos,
determinando controlar sus pasiones y desarrollar una razón intuitiva; sin embargo,
estos Houyhnhnms no dejan de ser unos seres fríamente calculadores, demasiado
prácticos: son, efectivamente, los dueños de un mundo en el cual representan la
perfección frente a los Yahoos, animales de forma humana que solicitan a Gulliver
como uno de los suyos.
El regreso a Inglaterra supone el final de los viajes; allí comprende Gulliver el
paralelismo de las vidas yahoo y houyhnhnm con la vida humana, por lo que se
convierte en un ser incapaz de tolerar y convivir con sus semejantes. Esta actitud
queda deliberadamente marcada por la ambigüedad, de forma que es imposible
determinar si el autor participaba o no de la actitud final de Gulliver. Lo que
realmente incapacita al protagonista para convivir con sus semejantes es la excesiva
confianza en la fría razón de los Houyhnhnms, aunque no por ello se deba optar, por
exclusión, por el modo de vida yahoo; el equilibrio del que tantas veces hizo gala
Swift queda así en suspenso, como si él mismo se negara a comprender la ambigua
verdad que encierra el final de Los viajes de Gulliver.
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Aparición de la novela moderna inglesa
1. Orígenes de la novela moderna
La configuración de la novela como género literario en la Inglaterra del siglo XVIII
tiene unas causas, cuando menos, imprecisas, aunque puedan apuntarse algunos
condicionantes muy concretos: en primer lugar, en este país se daban las condiciones
materiales necesarias para la consolidación de una nueva clase media capitalista, de la
cual se surtirá la literatura en tanto que producto inserto en el prometedor mercado
nacional; en segundo lugar, existe un precedente claro para el éxito de la nueva
fórmula narrativa: Robinson Crusoe, una obra que atinó con el molde propio de la
novela hasta nuestros días; en tercer lugar —tal como se adivina, justamente, en la
obra de Defoe—, el descubrimiento del subjetivismo y del sentimentalismo, que se
dejaba entrever desde la prosa de la Restauración inglesa, posibilitó una nueva
concepción del mundo cuya traducción directa sería la novela moderna.
Efectivamente, la aparición de la novela moderna, no sólo ya en Inglaterra, sino
en toda Europa, está determinada por la configuración de un gusto «sensible» cifrado
en la subjetividad —enfrentada ésta a la «razón universal»—. Asistimos así a la
culminación de un proceso ideológico que comenzaba con el Renacimiento europeo,
en los albores de la modernidad; que se manifiesta abiertamente en este siglo XVIII; y
que llega a nuestros días con ciertos rasgos críticos debidos a la crisis ideológica de
finales del siglo XIX. El subjetivismo que impregna el nuevo gusto literario, propio de
la clase media y satisfecho por autores salidos de ella, hace que la novela moderna se
diferencie de la anterior en su abandono de la «aventura exterior» por la «interior»: la
estructura narrativa no se sostiene ya en el abigarramiento de sucesos, sino en la
exploración de los sentimientos y de la conciencia de los personajes, seres
individuales —y no pocas veces individualistas— que se enfrentan a condiciones
adversas en el desarrollo o afianzamiento de su propia personalidad.
Con la sustitución de los grandes hechos por la cotidianeidad de la vida privada
—generalmente burguesa, propia de los protagonistas—, la novela es el primer
género en adelantar los presupuestos del Romanticismo; sin embargo, la narrativa
ilustrada tiende a un fin moralizante extraño a producciones posteriores muy acusado
en Inglaterra a causa de los cambios religiosos (y espirituales en general) que está
experimentando la sociedad de la época. De este modo, la novela inglesa del XVIII
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continúa, al menos en este afán moralizante, ciertos rasgos propios de la prosa
narrativa de la Restauración.
En una época que, como la nuestra, está acostumbrada a que el subjetivismo
anime prácticamente todas las obras literarias, es difícil hacerse una idea de lo que
supusieron obras como Robinson Crusoe o las novelas «sentimentales» de
Richardson: ambas constituyen el paradigma de la novela de la época, la primera con
esos tintes moralizantes puritanos que tanto recuerdan un catecismo utilitarista de la
nueva clase media; las segundas, con su exploración incansable en los sentimientos
del ser humano, abiertamente francos frente a una época dominada por la hipocresía.
La burguesía inglesa comprendió inmediatamente —y lo refrendó con el éxito— la
invitación al individualismo que se le hacía desde este tipo de producciones literarias.
Con su estilo directo y su estructura autobiográfica —muchas veces epistolar—, estas
primeras novelas modernas inauguraron una nueva forma de relación entre autor,
personaje y lector; entre ellos se establece ahora una triple identificación anímica que
necesita de un medio directo de relación: la novela. El autor habla al corazón del
lector y lo convierte en un discreto confidente a quien revelar los secretos de una feliz
existencia al estilo burgués, hasta el punto de que estas producciones pronto
desbancaron a la Biblia y a todas las lecturas devotas que habían configurado el gusto
de la masa lectora inglesa desde la Reforma.
2. Daniel Defoe
La producción narrativa de Daniel Defoe da inicio a la novela moderna inglesa, y
casi podríamos afirmar que europea, si salvamos precedentes como el Quijote de
Cervantes —muy influyente en la Inglaterra del siglo XVIII— y La princesa de Clèves
de La Fayette, de los siglos XVI y XVII, respectivamente.
Defoe contó con el serio inconveniente de haber inaugurado el género sin
alcanzar a comprender, por ello, la magnitud de su «descubrimiento». Su notable
desinterés por la novela, frente a la tendencia a servirse de otras fórmulas más
inmediatas —el periódico o el libelo—, unido a su ignorancia del camino a seguir por
la moderna narrativa, son datos que explican el que se dedicase al nuevo género sólo
tardíamente —a partir de los sesenta años—, con resultados desiguales.
a) Biografía
Daniel Defoe nació en Londres en 1660; sus padres, comerciantes, lo educaron
para la Iglesia presbiteriana, pero él abandonó la carrera eclesiástica para dedicarse al
comercio, actividad primordial de su vida junto a la política. En 1685 se unió a los
conspiradores contra el rey católico Jacobo II, en quien Defoe veía un peligro para
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Inglaterra; partidario de Guillermo, príncipe de Orange —y futuro Guillermo III—,
trabajó a su servicio como agente secreto; de esta época datan sus primeras
publicaciones conocidas, todas ellas de tema político, y su primera ruina económica.
Desde 1694 trabaja para diferentes miembros del partido whig, manifestándose a
favor de la política real mediante diversos libelos; por el contrario, ataca años
después la política religiosa de la reina Ana: la publicación de The shortest way with
Dissenters (El camino más corto para con los disidentes) le supone la cárcel y la
exposición en la picota. Sale de prisión gracias a la mediación del tory Robert Harley,
a cuyo servicio y al de su partido se pone desde 1704 (a pesar de sus ideas whigs: no
sería de extrañar que Defoe trabajase para ambos partidos al mismo tiempo); Harley
le confía la dirección del periódico The Review, inmediatamente convertido en el
órgano de difusión tory más importante de Inglaterra. Defoe cobra así mayor peso en
la vida política y llega a ser enviado a Escocia como agente secreto, a fin de conocer
el estado del reino vecino ante la anexión con Inglaterra (1707).
Tras la caída de Harley en 1714, Defoe se retira definitivamente de la política
activa, aunque hasta su muerte trabajará para los whigs como propagandista y espía.
Esta época es la más productiva literariamente hablando: publica tratados didácticos
y, entre 1719 y 1724, en sólo cinco años, aparecen todas sus novelas. El abandono de
este género, al que tan intensamente se había dedicado, es inexplicable, aunque acaso
Defoe, preocupado por los aspectos más inmediatos de la vida pública, considerase la
novela como poco «útil».
Los últimos años de su vida los dedica a la composición de tratados y libelos
centrados en los más diversos intereses. Muere en Londres el 26 de abril de 1731.
b) «Robinson Crusoe»
La publicación en abril de 1719 de Robinson Crusoe por parte de Defoe significa
la producción de la primera de las novelas modernas inglesas. Defoe debió de asistir
atónito, no del todo consciente, al éxito de un nuevo género que él mismo no supo
dominar totalmente; se trataba, efectivamente, de la primera novela inglesa que se
escribía sin adaptar modelos anteriores, menos aún extranjeros; el argumento, sin
embargo, bien pudiera derivar de un suceso real acaecido entre 1704 y 1711, cuando
el marinero escocés Alexander Selkirk abandonó su barco y sobrevivió durante cinco
años en la deshabitada isla de Juan Fernández, hasta ser recogido por un barco inglés
que lo llevó de vuelta a la patria.
Frente a este posible motivo de inspiración, el valor fundamental de Robinson
Crusoe es que nos relata un viaje imaginario; es decir, un viaje en el cual interesan no
tanto las peripecias y las aventuras como el significado de éstas; podríamos así
equiparar su sentido al de tantas novelas inglesas posteriores a la Reforma que
contemplaban la vida como peregrinaje por un mundo alegórico (deudoras aún, en la
mayoría de los casos, de la prosa medieval). La novedad de Robinson Crusoe radica
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en la interpretación de la propia existencia por parte un hombre ya decididamente
«moderno» (y, por ello, deudor todavía de las ideas religiosas reformistas,
plenamente asimiladas por la sociedad y, en gran medida, conformadoras de ésta);
prueba de ello es que no sólo en Robinson Crusoe, sino en todas sus novelas, Defoe
nos ofrece claramente desarrollada, en forma de vida literaria, la posibilidad del
individualismo a ultranza: el viaje de Robinson y su supervivencia en la isla son la
expresión literaria de la propia vivencia del autor, quien contempla en los personajes
enérgicos e independientes, capaces de hacerse su propia vida en base al
enfrentamiento con su medio, la personificación humana del espíritu de su siglo.
Por ello pudo Defoe afirmar que la historia de Robinson era un trasunto literario
de su propia vida: se trata de una alegoría de su existencia con la cual asistimos a una
manifestación más del subjetivismo que impregna la novela inglesa moderna; a su
vez, esta afirmación nos prepara para una lectura más profunda de las —
aparentemente— simples aventuras de Robinson. Nos encontramos en realidad ante
un proceso de conversión que lleva al protagonista del orgullo y la arrogancia
adolescente a la madurez espiritualmente serena del final de la primera parte de la
novela (Defoe publicó dos más, mucho menos interesantes, sobre la colonización de
la isla y nuevos viajes del protagonista). Para comprender hasta qué punto puede la
concepción religiosa determinar la escritura de una novela como Robinson Crusoe
debemos situarnos en la órbita del recio pensamiento calvinista en el que se educó a
Defoe. La historia del marinero que naufraga como castigo divino por sus pecados y
que alcanza en la adversidad, dignificado por medio del trabajo, la ayuda de la
Providencia, presupone una determinada interpretación, claramente moderna, de la
historia religiosa protestante, la misma que permitió el desarrollo de la industria y del
comercio en países como Inglaterra. Es decir, para un calvinista como Defoe, el afán
de superación en la vida se consigue mediante la íntima trabazón entre lo material y
lo espiritual, de forma que el triunfo sobre la materia —sobre la naturaleza isleña, en
este caso— acarree la consiguiente victoria del espíritu: Robinson supera el pecado
que lo ha confinado en la isla conforme va imponiendo en ésta su condición de ser
humano traducida en progreso, técnica y aprovechamiento racional de los recursos
naturales. Robinson es, por así decirlo, el «industrial primigenio» y, en
correspondencia, el ser humano espiritualmente original, como si hubiera nacido a
una vida nueva una vez superado su pecado.
Pero no es este sentido moral lo que aún hoy cautiva a los lectores de Robinson
Crusoe, aunque ciertamente tal moralización le imprime a la novela un alcance
universal. Acaso el agrado del lector actual se deba al minucioso realismo del cual
hace gala Defoe en la presentación de su relato; efectivamente, el autor pareció
comprender que la utopía ofrecida en su novela no dejaba de ser inverosímil al
contradecir las más elementales reglas de la verdad psicológica: un náufrago
trasplantado a una isla desierta no podía menos de convertirse, con el tiempo, en un
semisalvaje —estado en el que de hecho se encontró al marinero escocés Alexander
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Selkirk—. Para evitar la inverosimilitud de su relato, Defoe pobló éste con un
universo objetivo —o, mejor aún, «razonable»— que sigue fascinando a los lectores
de Robinson Crusoe: la insistencia sobre los más nimios detalles de la existencia
cotidiana acaso sea lo más destacable de la obra, aparte de uno de los soportes del
realismo propio de toda la novela moderna, no ya sólo inglesa, sino occidental; a ello
se añadió la elección del molde autobiográfico, la narración en primera persona, que
además de establecer una especial corriente de simpatía entre el autor-narrador y el
lector, garantizaba ficticiamente la veracidad del relato. El detallado realismo que
preside la novela es el resultado directo del pensamiento científico y filosófico de la
época, que basa en la experiencia la demostración de cualquier hipótesis; como si
Defoe se sirviera del método inductivo cuya racionalidad habían impuesto la filosofía
y la ciencia de los siglos XVII al XVIII, en la novela se describen minuciosamente las
cualidades externas de los objetos observados: Robinson, el narrador, establece con la
realidad una relación utilitaria desprovista de cualquier sentimentalismo, y su mismo
modo de narrar es eminentemente razonador y razonable.
Convertido en un ser práctico por naturaleza, no es de extrañar que el
protagonista parezca no querer volver en momento alguno a la civilización, como si
su propio ámbito civilizado y civilizador le fuera suficiente; hasta el punto de que el
náufrago no se conforma con comportarse como hombre civilizado, sino que actúa
como «misionero» tanto de la religión como del progreso. Robinson siente la
necesidad de civilizar todo lo que le rodea: se construye utensilios a todas luces
innecesarios en una isla deshabitada y se comporta como si estuviera rodeado por una
refinada sociedad cuando, por otra parte, rehúye todo posible contacto con otros
seres. Así, cuando descubra la presencia de Viernes, al que salva de los caníbales, en
ningún momento sentirá estar ante un ser humano, sino, sencillamente, ante una
encomienda más de su misión civilizadora: la de redimir humana y religiosamente al
«salvaje», a quien trata siempre desde la óptica del «civilizado-civilizador».
c) «Moll Flanders»
Hasta hace pocos años, Defoe era recordado tan sólo por su Robinson; sin
embargo, es autor de otro importante grupo de novelas, las cuales, es cierto, quedan
muy lejos de su primera obra narrativa, con la que cosechó un éxito inmediato.
Actualmente, la más valorada de ellas es Moll Flanders (1722), que, dispuesta en
episodios, nos narra la vida de la protagonista desde su nacimiento en la cárcel hasta
su ascenso social a base de astucia. El tema, unido a una determinada visión de la
sociedad en la obra, ha hecho que se hable de ella como de una «novela picaresca»,
aunque existen claras diferencias: en primer lugar, Moll Flanders ofrece un estudio
de la personalidad de la protagonista que no existe en la novela picaresca; en segundo
lugar, la moralización es aquí inversa a la ofrecida en el género picaresco, pues Moll
llega a elevarse en la escala social a pesar de su origen; por fin, la picaresca desvía
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ocasionalmente su interés del protagonista a lo que lo rodea, mientras que la novela
de Defoe ofrece en todo momento a Moll Flanders como centro único de interés.
El mejor acierto de esta novela se halla en haber confiado la voz narrativa a una
mujer, pues aunque la picaresca española había recurrido a la protagonista femenina,
no existe en ella ese consciente y detallado análisis de su propio carácter que
encontramos en Moll Flanders. Igualmente, llama poderosamente la atención el
ajustado realismo de las páginas de esta novela: por ellas pasan prácticamente todos
los estamentos sociales ingleses, sin que Defoe permita, como narrador realista y
observador ecuánime, que la sátira o la ironía empañen la visión: sólo la veracidad,
disuelta en infinitos matices, atempera en todo momento el retrato de la sociedad
ofrecido en Moll Flanders.
d) Novelas menores
Las novelas posteriores de Defoe no alcanzan la altura literaria de Robinson
Crusoe y Moll Flanders. Así pues, como flojas podríamos calificar a Coronel Jacque
(1722) y a Roxana (1724), esta última muy cercana a Moll Flanders; en ellas se
siguen procedimientos inversos: mientras que Coronel Jacque nos presenta los
barrios bajos londinenses a través de la visión de un burgués, Roxana, partiendo la
protagonista de la miseria, nos introduce en la vida suntuosa de los salones galantes.
Más curioso resulta el Diario del año de la peste (Journal of the Plague year,
1722); refiere los acontecimientos ocurridos en Londres durante la gran epidemia de
1665, y constituye una acertada fabulación de un hecho histórico presente en la
memoria de los londinenses. Lo más reseñable es el ambiente dramático que logra
imponer mediante la implicación del narrador —y del lector— en la acción;
igualmente interesante resulta la verosimilitud del relato, conseguida gracias a la
acumulación de detalles reales diligentemente anotados por el narrador.
Por fin, sólo queda recordar que en 1720 Defoe había publicado dos novelas:
Memorias de un caballero, narración —nuevamente en primera persona— de las
guerras acaecidas entre 1632 y 1648; y Capitán Singleton, la historia de un
aventurero que actúa desde Madagascar, por todo el Continente Negro, hasta la Costa
de Oro.
3. La novela burguesa: Richardson
a) Novela y sentimentalismo
El modelo narrativo de Defoe no fue seguido por sus contemporáneos, y el
ejemplo de Robinson Crusoe quedó como un logro aislado en el panorama de la
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novela inglesa. Curiosamente, la configuración del género novelístico vino de la
mano de Richardson, un impresor carente de formación intelectual que se dedicó a la
literatura a partir de los cincuenta años. Sus deficiencias culturales las cubrió, y de
sobra, con un sentido intuitivo de la narración y, sobre todo, con el conocimiento de
los gustos de la clase media inglesa, que inmediatamente lo convirtió en su autor
favorito. Su producción encontró toda clase de seguidores e imitadores, hasta el punto
de confundir el panorama de la novela inglesa del XVIII (véase el Epígrafe 7.a. de este
Capítulo); pero también despertó un fuerte sentimiento de rechazo no sólo ya por
parte de otros escritores —entre ellos, como destacado, Fielding—, sino además por
cierto sector de lectores, debido especialmente a reparos de tipo moral.
Hijo de un carpintero, Samuel Richardson (1689-1761) trabajaba en un taller de
impresión; allí descubrió, casi por casualidad, un molde narrativo adecuado para la
masa lectora burguesa: cuando se le encargó la confección de un conjunto de cartas
que sirvieran de modelo a lectores poco cultivados, a fin de que ellos pudiesen
escribir las suyas propias, Richardson comprendió que tenía en sus manos la
posibilidad de construir innumerables historias con las cuales satisfacer buena parte
de las necesidades lectoras de su tiempo.
Pero si el molde lo eligió casi accidentalmente, no sucedió así con el tema propio
de todas sus novelas, los sentimientos humanos, que muy conscientemente fueron
elegidos por atraer el gusto marcadamente sensible —individualista, subjetivista y
sentimentalista— de la burguesía inglesa del XVIII. A partir de Richardson, la novela
burguesa va a constituirse en una aventura de la vida interior, y especialmente del
sentimiento amoroso; los cambiantes estados anímicos, esto es, el desarrollo
psicológico de los personajes, será el centro de atención de los nuevos narradores
burgueses, quienes descubren en la sentimentalidad —en la emotividad que mueve al
lector al compás de la novela— un campo abonado para la profundización narrativa.
b) «Pamela»
La historia central de Pamela (1740), que se repetirá con escasas variaciones en el
resto de sus novelas, es muy sencilla, como exigía la necesidad de «emocionar»
directamente al lector. Pamela es una sirvienta que resiste virtuosamente el asedio
amoroso del hijo de su señora, hasta lograr de éste la honesta proposición de
matrimonio. El argumento, muy frecuente en el drama desde la Restauración, interesa
aquí de forma muy especial por el análisis de los sentimientos, extraño, como
sintomático, a cualquier género de obras anteriores. Las novelas de Richardson se
hacen estrictamente modernas por su recurrente estudio de todas las formas de
emotividad; y, efectivamente, quizá lo más significativo de Pamela sea la realista
minuciosidad con que van disponiéndose las reacciones sentimentales, que además de
proporcionar verismo al relato, establecen una corriente de simpatía entre la
narradora protagonista y el lector.
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La elección de la convención epistolar como definitoria de un estilo «burgués» de
novela le proporcionó al género una flexibilidad muy apropiada para la expresión de
la complejidad anímica del ser humano; además, el lector se acercaba así
directamente, sin intermediarios, a las experiencias sentimentales de la protagonista,
haciendo más verosímil el proceso psicológico marcado por la acción externa. El
predominio en las cartas de un tono simple, confidencial y no pocas veces
desgarrado, le descubre inmediatamente al lector la valía moral de la muchacha,
quien acorta así, mediante su «nobleza de espíritu», las distancias sociales que la
separan de su amante.
c) «Clarissa»
La protagonista que marca la historia de Clarissa (1747-1748) no deja de
recordarnos a Pamela: Clarissa Harlowe debe abandonar su casa al verse conminada
por su familia a un matrimonio que ella no desea; es acogida por el señor Lovelace,
quien le propone sus claras intenciones amatorias; el asunto se resuelve en frases
galantes pero inequívocas del rechazo de Clarissa, así que el señor Lovelace fuerza a
la mujer, que muere a consecuencia de la violación. Frente a la quizá calculadora
virtud de Pamela —no pocos autores la tacharon de hipócrita por trazar un ingenioso
plan para conseguir en matrimonio a su amante—, en el caso de Clarissa el amor se
resuelve en un verdadero enfrentamiento entre sexos con final trágico. La novela nos
ofrece una estructura muy cercana a la dramática, con centros de interés muy
definidos, caracteres perfectamente estudiados y una acción dispuesta linealmente
hasta alcanzar su clímax. A pesar de ello, existe en Clarissa una mayor complejidad
narrativa, al insertar Richardson, por medio del recurso epistolar, varias voces
narrativas, frente a la narradora única de Pamela.
Cautiva en Clarissa la energía de los caracteres, su defensa a ultranza del
individualismo; en realidad, tanto Lovelace como Clarissa, por insolidarios y
autosuficientes, son seres llamados a la soledad y la tragedia; inconformes y, ante
todo, inmoderados, se enfrentan a una sociedad donde la racionalidad y la
conformidad son leyes de convivencia social. Por su fuerza expresiva y por la
rebeldía de sus personajes, Clarissa fue una novela admirada por los románticos,
frente a la lectura moralizante que ofrecía el autor de una virtud vencedora más allá
de la muerte.
d) «Sir Charles Grandison»
La más floja de las novelas de Richardson es, sin duda, Sir Charles Grandison
(1753-1754), una obra casi costumbrista muy inspirada, nuevamente, en el teatro de
la Restauración. Sir Charles Grandison, felizmente prometido con una dama, salva a
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una mujer quedando ésta en deuda con el caballero; la situación la resuelve el
protagonista a fuerza de una equilibrada y exquisita delicadeza, de forma que todas
las partes quedan satisfechas. Sólo se debe reseñar la correcta presentación, con una
suave carga crítica, de las costumbres de la época, que encontró seguidores en
novelistas posteriores.
4. Henry Fielding
La novela sentimental de Richardson hubo de encontrar el rechazo de ciertos
escritores y lectores que veían en la estrecha moralidad de sus personajes una
estratagema para la consecución de objetivos más ambiciosos que los simplemente
amorosos.
Entre los escritores que más atinadamente satirizaron el trasfondo de la novela
sentimental hallamos a Henry Fielding (1707-1754), cuya novela representa, frente a
la de Richardson, la ingenua alegría de vivir en todo opuesta a la falsamente virtuosa.
Culto por formación, Fielding había ya ensayado el género dramático, hasta que el
decreto de censura y la «Licensing Act» de 1737 eliminaron sus obras de los
escenarios a causa de su despiadada crítica política. Truncada de este modo su carrera
dramática, Fielding orientó su producción hacia la novela; la primera de ellas fue una
sátira directa e inmediata de Pamela, de Richardson: en Shamela (1741) ridiculiza la
hipócrita moral de la protagonista, cuya única intención sería, en realidad, «atrapar» a
Mr. B. para ascender socialmente.
a) «Joseph Andrews»
La siguiente novela de Fielding, Joseph Andrews (1742), recurre igualmente a la
sátira de la protagonista de la novela de Richardson, Pamela, cuya fama se había
extendido por toda Inglaterra. Molesto con su tono sentimental, elaboró esta novela
en clave de parodia, invirtiendo los términos de su precedente: Joseph Andrews, el
protagonista, es hermano de Pamela; como ella, sirve en una casa, la de lady Booby,
hermana por su parte del Mr. B. de Pamela; sin embargo, una vez llegados al punto
de la acción en que Joseph Andrews se ve obligado a marchar de la casa por
preservar su virtud, la novela nos descubre sus propios valores, independizándose por
completo de la obra de Richardson.
La segunda parte de Joseph Andrews muestra claramente por qué Fielding anotó
que su novela estaba «escrita a la manera de Cervantes» («written in manner of
Cervantes»): el protagonista sale en busca de su amada Fanny, su amor ideal, y por el
camino correrá una serie de aventuras cuyo verdadero protagonista parece ser el
párroco Adams, un clérigo quijotesco; el viaje de regreso junto a Adams y Fanny
también estará repleto de aventuras, incluida la de la revelación de la verdadera
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identidad de Fanny y Joseph. En esta segunda parte predomina una visión
tolerantemente irónica, más que de la sociedad de su época, del ser humano en
general; al igual que el Quijote cervantino, cuya influencia se dejó notar en la novela
inglesa del XVIII, Joseph Andrews se nos ofrece como una continuación de la épica
paródica del Renacimiento, enfrentándose con su fórmula realista a un molde
descaradamente idealista como el sentimental.
Por otra parte, la narrativa de Fielding presenta, ya desde este Joseph Andrews,
una clara influencia de las técnicas escénicas en las cuales se había iniciado el autor:
la estructura episódica, muy frecuente en la novela moderna inglesa, se halla aquí
excelentemente conseguida por influencia de las «escenas» teatrales; se cuida muy
especialmente la continuidad entre episodios y la fuerza del diálogo, brillante y
deslumbrador, como pensado para la declamación; y, por fin, los efectos cómicos —
entre los que ocupa un lugar predominante la sorpresa— están dispuestos de forma
equilibrada y casi escenificable.
b) «Tom Jones»
Frente al molde narrativo de Richardson, Fielding había optado decididamente
por un análisis de los modos universales de conducta, renunciando libremente a la
exposición de la «excepción» que suponía el folletín sentimental. Formado en el
gusto clásico, responde Fielding, acaso como ningún novelista de la época, al
neoclasicismo literario, prefiriendo un análisis general de sus personajes al individual
que había inaugurado Richardson.
La intención de Tom Jones (1749), su mejor novela, es retratar en su plenitud la
vida de un hombre normal, fiel representante de la clase media, sin ayuda de
circunstancias extraordinarias —aunque el descubrimiento final de la identidad del
protagonista vuelva a ser el recurso para la justificación de la valía humana de Tom
Jones—. En consecuencia, esta novela es no sólo la más equilibrada del autor, sino la
de todo este siglo XVIII; la presunta falta de interés del argumento —la simple
presentación de una vida desde la niñez hasta la madurez— llevó a Fielding a optar
por el equilibrio narrativo. La responsabilidad de la narración recae entonces sobre el
autor, quien puede, como tal, proporcionarle a la novela un tono de tranquila
intimidad que acaso se crisparía de haber confiado la narración a un personaje; el
lector, guiado por el autor, se convierte en cómplice del desarrollo de la acción, que
se apoya en la técnica escénica y prefiere la reproducción de la sociedad a la
presentación de una evolución psicológica; sigue siendo el individuo, sin embargo, el
centro de su novela, aunque definido ahora no sólo como ser individual, sino,
además, como integrante de una compleja red de relaciones interpersonales que
determinan tanto el desarrollo de la acción como el psicológico de los personajes.
Tom Jones recurre, como es característico en Fielding, a la estructura episódica:
desde la partida del protagonista, malévolamente apartado de su amada Sophia y del
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hogar del noble Allworthy, quien lo había adoptado, hasta el regreso a casa
mostrando su inocencia y consiguiendo la mano de la mujer, la acción de la novela se
nos presenta como una sucesión de incidentes insertos en el marco de una sociedad
abigarrada, brutal y despiadada. La tesis de la novela arranca, justamente, de la
superación de estas circunstancias adversas por parte del protagonista, reforzando la
idea de que el individuo puede amoldar el medio a sus necesidades y vencer
finalmente a la sociedad que lo rodea para revelarse como ser único y excepcional; en
el caso de Tom Jones, el descubrimiento de su origen noble elimina la posible
subversión que supone su victoria social, pues se le reintegra a la clase a la que en
realidad pertenece.
c) Otras novelas
Con anterioridad a Tom Jones, Fielding había publicado la Historia de Jonathan
Wild el Grande (History of Jonathan Wild the Great, 1743), animado aún por
intenciones satíricas y burlescas; en ella describe la vida de un ladrón y traficante,
equiparándola irónicamente a las vidas de los grandes personajes de la época. El
relato está presidido por la observación realista, el humor, la ironía y, ocasionalmente,
por cierta ternura sentimental, característicos todos ellos del estilo de Fielding.
Su última novela, Amelia (1751), obtuvo cierto éxito en su momento,
probablemente por apartarse de su estilo más propio y acercarse al idealismo
sentimental prerromántico.
5. Sterne y la libertad novelística
El mismo siglo que hubo de contemplar la inauguración de la novela moderna en
Inglaterra conoció una de sus producciones más libres y creativas. A Laurence Sterne
(1713-1768) podría calificársele, por ello, de «adelantado» de la narrativa
contemporánea, al poner las bases de la llamada «escritura en libertad»: su Tristram
Shandy (The Life and Opinions of Tristram Shandy, Gentleman; Vida y opiniones de
Tristram Shandy, caballero) probablemente sea una de las novelas más curiosas que
haya dado la Literatura Universal, iniciando una corriente de idealismo formalista
opuesto en todo momento al realismo imperante en la novela inglesa del XVIII. Aparte
de la publicación durante largos años de esta novela y de la aparición, poco antes de
su muerte, del Viaje sentimental, la vida de Sterne discurrió normalmente como la de
cualquier otro clérigo anglicano, aunque podamos afirmar de él, como su obra indica,
que fue hombre de natural curioso y gran lector, especialmente de Rabelais y
Cervantes, a los que admira.
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a) «Tristram Shandy»
Los novelistas del siglo XVIII se estaban esforzando por crear un molde narrativo
válido para la producción de un género moderno y decididamente orientado al futuro;
con su Tristram Shandy Sterne rompió, también decididamente, con tales esquemas y
se sirvió de todos ellos para hacer una libre parodia de la novela misma. Durante años
y años, desde 1759 a 1767, Sterne fue capaz de atraer la atención del público inglés
no con las aventuras de unos protagonistas literarios, sino con la aventura de la
escritura; porque quizá la nota más característica de este Tristram Shandy sea su
sentido creativo: la novela se va haciendo sin plan preconcebido —hasta el punto de
no concluir, lo cual no le resta mérito alguno— y las historias son en ocasiones tan
leves que no se puede sino pensar que no importan, y sí el modo en que se cuentan.
Hay, por ello, en Tristram Shandy mucho de oralidad y coloquialismo, una presencia
constante del autor que, con su monólogo continuo y desordenado, intimista y
accidental, manipula la historia a su antojo y, con ella, al lector, conminado a leer una
novela en la cual no interesa el argumento, la descripción o los personajes, sino sólo,
en último extremo, el autor mismo, y la corriente de simpatía que establece con su
lector.
El lector que se acerca a Tristram Shandy, a su escritura —a su «hacerse»—
capta, en primer lugar, su sentido del humor; se trata de un humor que podríamos
definir como «libresco» —muy cercano, precisamente, al de sus dos maestros,
Rabelais y Cervantes—; pero no por ello menos directo. En él cabe desde lo erudito
hasta lo más vulgar; se trata, en definitiva, de un humor claramente original y, por
ello, también fuertemente sentimental, «sensible» como lo fueron tantas producciones
literarias del XVIII; proveniente, en último extremo, de una melancólica y quizá
descreída concepción de la vida, de un genio particularmente excéntrico y veleidoso.
Los dos primeros volúmenes de Tristram Shandy narran, morosamente, la
concepción de Tristram, quien no aparecerá en la novela hasta bien entrado el
volumen tercero; sin que pueda hablarse de protagonistas en sentido estricto, el
interés se centra en Toby y Walter Shandy, así como en el cabo Trim, leal compañero
del tío Toby, veterano de las campañas de Marlborough. La libertad preside la
narración de las historias de estos personajes que, junto a muchos otros, se
embarullan por las páginas de la novela; Sterne abandona continuamente a unos y
retorna a otros, no sin antes recordarnos en qué situación quedaron o, sencillamente,
dando un salto temporal, justificado o no: los personajes son en sus manos marionetas
que maneja a su antojo sin respetar las mínimas reglas de verosimilitud narrativa.
No menos libre es la estructura tanto externa como interna de la novela;
aclaremos ahora, sin embargo, que esta libertad, además de intencionada, responde a
determinadas influencias filosóficas entre las que sobresale una consideración del
tiempo extraña al género narrativo. Según ésta —y como más tarde «descubrirá» la
novela contemporánea—, el tiempo depende de la experiencia humana, por lo que
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sólo en base a ella puede medirse realmente el fluir temporal. Nos encontramos así
con capítulos extensos que narran morosamente intrascendentes actos cotidianos; o
con otros brevísimos que adelantan tres o cuatro años la historia, citando como de
pasada hechos decisivos —sin que exista inconveniente para que más tarde sean
ampliamente narrados—. Todos estos recursos suponen una adaptación narrativa de
la filosofía empirista de Locke; como éste propugnara, Sterne subordina el
conocimiento a la experiencia, de modo que los límites mismos del mundo de
Tristram Shandy quedan marcados por la experiencia única de su autor,
convirtiéndose la novela en una simple —pero magistral— sucesión de impresiones.
A idéntica intención responden los intermedios de todo tipo —desde digresiones
satíricamente seudocientíficas a exposiciones de problemas de la vida diaria—; la
inclusión de capítulos que antes habían faltado o la inserción del prólogo en medio
del tercer volumen; la aparición de páginas en blanco —y también en negro, como
señal de duelo—; y la continua aparición de asteriscos y guiones, que parecen tanto
eludir como invitar a una lectura escabrosa.
b) «Viaje sentimental»
La segunda novela de Sterne se sirve de esa calificación de «sentimental» tan
grata a la novela inglesa del siglo XVIII. Aunque Viaje sentimental por Francia e
Italia (A Sentimental Journey through France and Italy, 1768) no encierra el sentido
de originalidad y humor que tenía el Tristram Shandy, ofrece sin embargo mejores
notas de madurez e individualidad narrativas.
Nuevamente podríamos definir este Viaje sentimental como novela
«impresionista», puesto que el relato vuelve a quedar subordinado a la impresión, a la
sensación inmediata, aunque ahora con un mayor sentido de la mesura y del
equilibrio. La materia de la novela la constituyen las impresiones de Sterne en su
viaje por tierras francesas e italianas, por las que anduvo entre 1762 y 1766 como
remedio a su tuberculosis; sucesos simples y encuentros fortuitos forman la trama de
esta narración en la que domina el tono descriptivo pero a la vez familiar, transido de
emotividad y sensibilidad. No interesan, por tanto, los incidentes como tales, sino
como vivencia de los personajes; éstos, necesariamente más «sensibilizados» que los
de su Tristram Shandy, actúan y se expresan con plena libertad, a veces hasta con
malicia —principalmente cuando participan en aventuras sentimentales de cierto
regusto erótico—.
6. La novela realista: Smollett
Aunque la producción literaria del escocés Tobias George Smollett (1721-1771)
no alcance la altura y los logros de sus contemporáneos, ya por su diversidad y
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amplitud debería ser reseñada. Además, Smollett inaugura una vía narrativa muy
seguida posteriormente, hasta llegar a Dickens, quien tomó de aquél la descripción
realista de los ambientes más sórdidos de su época.
Las características de la novela de Smollett están determinadas por las diversas
actividades profesionales a las que estuvo vinculado: médico enrolado en la marina
inglesa, se dedicó además a la traducción, sobresaliendo por la del Quijote de
Cervantes y la del Gil Blas de Lesage; muy influenciado por ambas obras, toma de
ellas el sentido realista y el interés por los aspectos de la vida picaresca; por otra
parte, como médico posee una visión casi biologista de la vida y, como marino,
prefiere los temas del mar que aparecerán por vez primera en la literatura europea.
a) Primeras novelas
Sus dos primeras novelas toman el mar como escenario de la acción. Roderick
Random (1748) nos ofrece ya el reverso de la vida inglesa del XVIII: la de un bribón
finalmente redimido por su matrimonio con la fiel y bella Narcissa. Sobresale
Smollett por servirse de la técnica realista, casi caricaturesca, en el retrato de los
personajes; todos ellos son seres vitalistas y sensuales, especialmente el protagonista,
que aprende a vivir no por su formación intelectual, sino a base de la vida misma.
Más visceral resulta su novela Peregrine Pickle (1751); el héroe, que llega a la
depravación —hasta ser rescatado por una mujer, la virtuosa Emilia—, se inserta,
hasta fundirse en ella, en una sociedad crudamente brutal, viciosa e insensible; la
vocación médica de Smollett se deja aquí traslucir en el desolador panorama de una
sociedad «enferma», salvada sólo por el sentido del humor del autor.
b) «Humphrey Clinker»
Alejado del molde de composición de sus primeras novelas, Smollett concluyó en
1771, sólo tres meses antes de su muerte en Italia, su mejor obra, Expedición de
Humphrey Clinker (The Expedition of Humphrey Clinker); el protagonista es en
realidad el anciano amo de Clinker, que recorre con éste y sus familiares Escocia e
Inglaterra. El argumento, levísimo, es un simple pretexto para la presentación realista
de la vida de la época desde una perspectiva costumbrista. La utilización de la técnica
epistolar, clásica ya en la novela moderna inglesa, le permitió la inclusión de diversos
puntos de vista, a veces contradictorios, además de una economía narrativa que
convierte a esta novela en la más homogénea de Smollett.
Aunque muy sutil, se debe reseñar la utilización de la trama sentimental según el
estilo y las convenciones propias del género inaugurado por Richardson; los
sentimientos se presentan entretejidos en la correspondencia de los distintos
personajes, relación epistolar que culmina en el matrimonio entre Clinker y la joven
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criada de su señor, a pesar de resultar aquél —como ya era frecuente en la novela
sentimental— hijo abandonado de un noble. Igualmente reseñable es la utilización
humorística del lenguaje, en un estilo claramente deudor de Sterne; especial
relevancia ofrecen los errores lingüísticos provenientes de la afectación, dispuestos en
forma de juegos de palabras de intención cómica.
7. Continuaciones de la novela burguesa
a) Novela sentimental
Richardson se convirtió casi inmediatamente en un autor de éxito ampliamente
imitado por un buen número de autores que vieron en la explotación del
sentimentalismo la vía por donde habría de transitar buena parte de la producción
novelística inglesa del XVIII. Animados por su ejemplo y amparados en el éxito de la
fórmula «sentimental» en gran parte de Europa —en Inglaterra fueron muy
apreciadas las novelas francesas, especialmente las de Marivaux y Rousseau—,
algunos de estos autores sobresalen por la calidad literaria de su producción, en gran
medida conformadora del posterior desarrollo de la narrativa inglesa.
I. «THE MAN OF FEELING». Henry Mackenzie (1745-1831) es autor de una de las
más representativas novelas sentimentales inglesas, The Man of Feeling (El hombre
de sentimientos, 1771), historia pretendidamente documental de un personaje sensible
y de natural bondadoso enfrentado a un mundo sórdido e hipócrita. Sus aventuras,
rematadas siempre por el engaño ajeno, lo conducen inevitablemente a una decepción
que no acepta, reclamando continuamente el derecho del hombre a vivir conforme al
bien. Lacrimosa hasta el extremo, The Man of Feeling es un claro ejemplo de los
límites que, camino de la angustia romántica, traspasó frecuentemente la expresión de
la sensibilidad burguesa dieciochesca, incondicionalmente confiada todavía en la
sociedad que la ampara.
II. «EL VICARIO DE WAKEFIELD». La única novela publicada, póstumamente, de
Oliver Goldsmith (1730-1774), El Vicario de Wakefield (The Vicar of Wakefield,
1776), fue uno de los éxitos más resonantes de la novelística inglesa del siglo XVIII.
De este modo, aunque Goldsmith acaso resulte más reseñable, literariamente
hablando, por otros aspectos de su producción —se dedicó, además, a la poesía y al
teatro—, la obra que le ha proporcionado mayor fama, y que aún hoy sigue gozando
de buena aceptación, es esta novelita sentimental en la cual el costumbrismo está a las
órdenes de un inmoderado optimismo social.
El doctor Primrose, vicario de Wakefield, relata su vida y la de su familia,
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describiendo primero su hogar feliz y honrado y más tarde la serie de desgracias que
le acaecieron: la ruina por la fuga de su banquero; la huida de su hija Oliva con un
seductor; y, por último, su injusta condena a prisión. En un final propio del drama
sentimental, toda la acción se resuelve con la aparición en escena de sir William
Thornhill, tío del mismísimo seductor de Oliva, quien no sólo saca a Primrose de la
cárcel, sino que se casa con Sofía, la otra hija del vicario, a quien ama por su natural
tierno y desprendido.
En los temas y la intención, la novela de Goldsmith sigue fielmente la obra de
Richardson, mientras que el costumbrismo narrativo, aun frecuentemente idealista,
nos recuerda a Fielding. Técnicamente, la narración en primera persona —como era
usual desde la aparición del género— no elimina el peligro de la inverosimilitud
narrativa; o, dicho de otro modo, la visión del autor, feliz y confiada, se impone a la
voz narrativa construyendo una versión edulcorada y emotiva en exceso de la
sociedad inglesa contemporánea. De cualquier modo, hay que reconocerle a El
Vicario de Wakefield una finura estilística y un comedimiento en el tono del cual
carecen muchas de las novelas sentimentales del siglo XVIII.
III. LAS NOVELAS DE FANNY BURNEY. La seguidora más directa de la obra de Samuel
Richardson fue la novelista Fanny Burney (1752-1840), cuya producción sigue los
moldes del maestro en el enfrentamiento de las heroínas con una sociedad
temiblemente peligrosa.
La primera de sus novelas, y la más conocida, Evelyna (1778), nos ofrece las
aventuras de una campesina al ingresar en el mundo londinense; la obra, conseguida
más a base de voluntad que de estilo, recoge atinadamente las experiencias de la
joven autora, cuyas dotes de observación e inventiva resultan evidentes. En
consecuencia, de la novela interesa más la pintura de ambientes y situaciones que la
narración de la aventura emocional de los personajes, cuyo desarrollo psicológico
está escasamente logrado.
Sus novelas posteriores, Cecilia (1782), Camilla (1796) y The Wanderer (El
vagabundo, 1814), demasiado complejas, están ya lejos de la naturalidad en la
observación que caracterizara su primera obra; aunque sus argumentos se alejan del
efectismo de Evelyna, su estilo, ampuloso e inútilmente recargado, las privan hoy de
nuestra consideración.
b) Novela «gótica»
No fue el sentimentalismo amoroso el único cauce de expresión de los anhelos
emotivos de la burguesía inglesa, como bien demuestra la aparición en el siglo XVIII
de un género cuyo desarrollo se llevará a cabo en los siglos XIX y XX, aunque lastrado,
en la mayoría de los casos, por el calificativo de «subliteratura». El descubrimiento
del misterio y del horror como liberadores de escondidos sentimientos entusiasmó a
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un nutrido grupo de escritores que hicieron de lo inexplicable, lo irracional y lo
monstruoso la excepción a una época fríamente razonadora.
En la aparición de esta novela de misterio desempeñó un papel fundamental la
progresiva toma de conciencia del pasado histórico; en concreto, la denominación de
«novela gótica» se debe al interés de estos autores por tal período, del que hicieron
frecuentemente marco de sus historias; dominado el ambiente por este remoto y
diluido exotismo, en él se insertaba un mal irracional y desconocido contra el que
batallar.
I. WALPOLE. The Castle of Otranto (El castillo de Otranto, 1765), de Horace
Walpole (1717-1797), da inicio a este tipo de novela «gótica»; el interés de su autor,
hijo del influyente sir Robert Walpole, por la Edad Media lo llevó a un intento de
resucitar los tiempos de la caballería, no sólo con la construcción de una mansión
gótica, sino también con su producción literaria. A pesar de su falta de consistencia,
el relato, situado en la Italia medieval y repleto de misterios, apariciones
fantasmagóricas, prodigios sobrenaturales y villanos terroríficos, alcanzó cierta
popularidad.
II. RADCLIFFE Y LA «ESCUELA DEL TERROR». Pero si la de Walpole fue una obra
aislada, la consecución de un molde para la novela de misterio vino de la mano de
Ann Radcliffe (1764-1823), quien consagró el género con varias novelas, dos de ellas
muy influyentes: Los misterios de Udolfo (The Mysteries of Udolpho, 1794) y El
italiano (The Italian, 1797). Su estilo está caracterizado por su sentimiento de la
naturaleza como fuerza pasional, presente en determinados poemas del XVIII y claro
preludio del paisaje romántico; pero, sobre todo, por crear un esquema narrativo
donde contrapone a las fuerzas terroríficas una razón ordenadora y negadora del
mundo irracional. Su novela contiene, por ello, un fuerte simbolismo emocional:
destaca su magistral tratamiento del horror —físico, casi visceral— y del suspense,
enfrentado a unos razonamientos que no pocas veces deslucen los logros del clima
misterioso con el que sabe envolver sus relatos.
Las novelas de Ann Radcliffe contaron con numerosos lectores no sólo entre los
de bibliotecas circulantes que tan finamente satirizase Jane Austen, sino entre
inteligencias notables del momento; en concreto, sorprende su influencia sobre
determinados aspectos de la obra —e incluso de la vida— de los románticos, entre
ellos Byron, Shelley, Scott e incluso escritoras tan aparentemente alejadas de la
novela de misterio como las hermanas Brontë.
La influencia no quedó ahí, pues de Radcliffe puede decirse que fue la maestra
del grupo denominado «Escuela del terror»; entre sus integrantes sobresalen Matthew
Gregory Lewis (1775-1818), autor de The Monk (El monje, 1795), que produjo un
gran escándalo por la sensualidad de los detalles y lo satánico del ambiente; la esposa
de Shelley, Mary Shelley (1797-1851), autora del mítico Frankestein (1817), primer
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clásico de la novela de terror —y escrito, obsérvese, a instancias del propio Shelley y
de lord Byron—; y Charles Robert Maturin (1782-1824), quien cierra el grupo con su
desorbitada novela Melmoth, the Wanderer (Melmoth, el vagabundo, 1820).
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6
El siglo XVIII en Inglaterra: poesía y teatro
1. La poesía neoclásica en Inglaterra
Como la de casi toda Europa, la poesía inglesa del siglo XVIII ha sido tachada de
poco creativa, falta de emoción e intuición. En la primera mitad del siglo el género se
vio lastrado por el sentido de la moralidad neoclásica, comprometido de forma
práctica con la sociedad y la época en la que se desarrolla; por eso, frente a otros
géneros definidos por su carácter evasivo —especialmente el drama y la novela—, la
poesía del siglo XVIII (no toda ella «neoclásica», como más tarde veremos) optó por
responder a los interrogantes que al mundo moderno se le planteaban, imbricándose
decididamente en el progreso de la sociedad inglesa.
Se debe esto a que la poesía continuaba fielmente la tradición culta, mientras que
la novela y el drama se habían zafado de tal influencia para elaborar nuevas formas.
Sin embargo, también la poesía inglesa conoce en el siglo XVIII una separación —
aunque no una ruptura— con respecto a su tradición nacional, ensanchándose su
caudal con nuevas formas y preocupaciones puestas al servicio de la universalización
propia del momento histórico inglés. Durante la primera mitad del siglo XVIII, la
poesía, en un movimiento propiamente «ilustrador», se acerca al terreno de las
ciencias del conocimiento, eliminando de la expresión poética todo aquello que no
provenga directamente de la razón; la poesía pierde entonces emoción, aunque gana
en claridad e inmediatez. Por tanto, las características de esta poesía propiamente
neoclásica serán la economía expresiva y el carácter ilustrado: como ciencia humana,
tiende a alcanzar la verdad mediante la eliminación tanto de las vivencias personales
como de la expresión subjetiva; desaparecen el lirismo y la imaginación para dejar
lugar al «ingenio» (wit), uno de los conceptos clave de la poética neoclásica inglesa.
Frente a la imaginación, que se hace con nuevas realidades, el ingenio busca en la
realidad objetiva una perspectiva inusitada que amplíe el grado de verdad del mundo;
como afirmara el periodista Addison,
«Wit and fine writing do not consist so much in advancing things that
are new, as in giving things that are known an agreeable turn».
[«El ingenio y la buena escritura no consisten tanto en adelantar
cosas que son nuevas, como en dar a las cosas que son conocidas un giro
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agradable»].
2. Alexander Pope
La poesía neoclásica inglesa tiene como mejor representante a Alexander Pope
(1688-1744), que logra unir a la expresión de los ideales clasicistas su propia
expresión personal, obteniendo una brillante síntesis de los afanes poéticos de la
primera mitad del siglo. A causa de su estado de salud —deforme e inválido crónico
— y de su condición de católico —como tal no podía ingresar en la Universidad—,
se procuró una formación autodidacta, libre pero resueltamente regular, centrada en el
estudio de los clásicos grecorromanos y de los mejores poetas ingleses.
a) Primeras obras
Pope compuso sus primeros libros rondando los veinte años; técnicamente
perfectos, pero carentes de fuerza, Pastorales (Pastorals, 1709) y Bosque de Windsor
(Windsor Forest, 1711) presentan ya rasgos de decidida individualización, aunque el
refinado y elegante sentimiento de la naturaleza está en la línea del más tópico arte
neoclásico.
Su poema de juventud más influyente fue el Ensayo sobre la crítica (Essay on
criticism, 1711), una exposición más artística que metódica sobre los principios
literarios neoclásicos; en él propone una libre imitación de la naturaleza y de los
clásicos, dando supremacía a la primera al considerar que cualquier orden racional
debe seguir el orden natural. La novedad de la preceptiva de Pope se halla en su
consideración del ingenio (wit) como integrador de la imaginación y la razón; frente a
otros críticos que propugnaban la separación de ambas, Pope afirma la unidad de la
obra literaria como imaginación y entendimiento del mundo, encargándose el ingenio
de mediar entre ellos como forma renovada de expresión de la verdad universal.
b) Poemas satíricos
Las mejores producciones de Pope estuvieron animadas por la intención satírica,
en la que llegó a ser el maestro de la época; la sátira gozó de gran predicamento en
Inglaterra durante este siglo XVIII, especialmente a través del molde narrativo
(recordemos así la producción de Swift, quien participó junto con Pope de las
tertulias del «Scriblerus Club»). Efectivamente, un nutrido número de autores
encontró en la parodia, la épica burlesca o la sátira al estilo clásico —inspirada en
Horacio— la forma de defenderse en el abigarrado mundillo literario de la época,
además de un cauce de expresión personal vedado, por «decoro» literario, a otras
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formas poéticas.
La primera sátira compuesta por Pope tiene forma épico-paródica; El robo del
rizo (The rape of the lock), publicada en 1712, con una versión definitiva de 1717,
nos presenta un incidente real: dos familias amigas del poeta se enemistan a causa de
un rizo de cabello cortado, sin su consentimiento, a miss Arabella Fermor por el
osado lord Petre. Hacer de un tema banal como éste origen de un poema contiene ya
en sí una carga satírica con respecto a los usos sociales de la época; si a ello unimos
el aparato épico —tomado de Homero y Virgilio, principalmente— y un humor
desenfadado pero amable, tendremos como resultado una composición ligera e
ingeniosa, en tono suavemente zumbón, muy propia del espíritu dieciochesco.
Su sátira más famosa es también la más compleja formalmente: The Dunciad
(1727 y 1742) —título de difícil traducción que equivaldría a «La Imbecilíada»—;
aunque en ella se incluyen ataques personales, su intención es criticar globalmente la
mala literatura y el mal gusto imperantes en la época. Las razones que lo mueven a
ello son estrictamente morales, pues Pope contemplaba en el mal ejercicio de la
literatura un peligro para los valores de la civilización misma; ejemplo de la
consideración de este peligro es el pasaje —uno de los más citados de la obra— en
que la diosa Dulnes sube al trono de las Artes y las Ciencias para gobernar
tiránicamente:
…See skulking Truth to her old Cavern fled,
Mountains of Casuistry heap’d o’er her head!
Philosophy, that lean’d on Heav’n before,
Shrinks to her second cause, and is no more.
Physic of Metaphysic begs defence
And Metaphysic calls for aid on Sense!
See Mistery to Mathematics fly!
In vain! they gaze, turn giddy, rave and die.
Religion blushing veils her sacred fires,
And unawares Morality expires.
[«…¡Ved a la escondida Verdad volar a su vieja Caverna, / montañas
de casuística apiladas sobre su cabeza! / La Filosofía, que antes se
apoyaba en los Cielos, / merma su segunda causa, y se acaba. / ¡La Física
a la Metafísica suplica defensa / y la Metafísica pide ayuda a los
Sentidos! / ¡Ved al Misterio volar hacia las Matemáticas! / ¡En vano!
Miran fijamente, giran aturdidas, deliran y mueren. / La religión
ruborizada vela sus fuegos sagrados, / y la desprevenida Moralidad
expira»].
Los Ensayos morales (Moral Essays) y las Imitaciones de Horacio (Immitations
of Horace) son las más clásicas de las sátiras de Pope; dominadas por el didactismo,
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están compuestas en un fluido estilo epistolar que invita a la familiaridad. Los
poemas agrupados en estos libros, con tonos, temas y ritmos muy variados, revelan la
plena madurez del estilo del autor. Entre ellos se incluye el Ensayo sobre el hombre
(Essay on Man), una tópica exposición filosófica que ni presenta ideas originales ni
alcanza grandes logros poéticos.
3. Otros poetas
a) Thomson
El interés por la naturaleza, contemplada en su majestuosa grandiosidad como
portavoz infalible de la perfección del universo, fue una de las constantes de la poesía
neoclásica. Se inicia así un interés por el poema descriptivo, con tonos didácticos,
que tiene a uno de sus máximos exponentes en James Thomson (1700-1748).
Su obra fundamental, Las Estaciones (The Seasons), comenzó siendo un poema
sobre el invierno y terminó convertido, en 1730 —y en sus sucesivas revisiones hasta
1746—, en un ambicioso canto a la naturaleza y al creador; el regusto religioso de las
primeras versiones se fue eliminando en aras de un progresivo humanismo cientifista
y filosófico propio del saber de la época. A pesar de su falta de unidad, el poema
presenta rasgos innovadores en su minuciosidad descriptiva: su fuerza evocativa se
detiene con igual acierto tanto en el sentimiento más íntimo de la naturaleza como en
sus manifestaciones más grandiosas, con un excelente tratamiento de todos los
elementos sensoriales, notas todas ellas que, junto con la sinceridad del autor y los
tintes subjetivos que sabe imprimir a su poesía, nos adelantan de alguna manera el
Romanticismo.
Preocupaciones propiamente neoclásicas determinaron la aparición del resto de
sus poemas: Britannia (1729), una sátira dirigida contra Walpole y la degradación de
las virtudes inglesas; Liberty (1738), una historia de la civilización en la que aboga
por la libertad como condición indispensable para el progreso; o El castillo de la
Indolencia (The Castle of Indolence, 1748), una alegoría a imitación de Spenser en la
que se debaten la Industriosidad y la Indolencia, resultando vencedora la primera.
b) Poetas menores
I. GAY. Amigo de Swift y Pope —con quienes formó parte del «Scriblerus
Club»—, John Gay (1685-1732) fue autor de cierto renombre por sus sátiras; alguna
de ellas tomó forma dramática —The Beggar’s Opera, su obra más perdurable—,
aunque se dedicó preferentemente a la poesía.
Aparte de por tales poemas satíricos —entre los que destaca The Fan (El
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abanico), poema burlesco imitado de Pope; y Trivia, humorística y realista
descripción de las calles de Londres—, se le recuerda por sus dos volúmenes de
Fábulas (Fables, 1727-1738), influidas por Esopo y La Fontaine; correctamente
construidas, no alcanzan sin embargo la profundidad de sus modelos.
II. GOLDSMITH. Además de dedicarse a la novela y al teatro, Oliver Goldsmith
publicó en 1764 El viajero (The traveller), un breve poema descriptivo en el que nos
presenta las impresiones de su viaje por Francia, Suiza y Lombardía. Pese a su escaso
interés, le valió cierta notoriedad y el favor de personajes influyentes.
En 1770 publicó La aldea abandonada (The deserted village), donde nos ofrece
las impresiones de quien, volviendo a su aldea tras años de ausencia, la encuentra
abandonada a causa de la emigración a la ciudad; en el poema ocupa un lugar
preferente el recuerdo de las costumbres y las tradiciones campesinas ya olvidadas.
4. El teatro inglés en el siglo XVIII
A grandes rasgos, el teatro inglés del siglo XVIII es una continuación del teatro de
la Restauración (Volumen 4, Epígrafe 3 del Capítulo 14); de hecho, los autores
dramáticos siguieron conscientemente los moldes instaurados desde la reapertura de
los locales en 1660, y el género continuó transitando por los caminos que el nuevo
público burgués iba marcándole.
Características fundamentales de este tipo de teatro serán su superficialidad y
simplificación, además de su decisiva carga moralizadora —entendida no sólo como
«moral ilustrada», sino, sobre todo, como «moral burguesa»—; el afán moralizador
del nuevo público se tradujo en una restricción en el tratamiento de determinados
temas: el sexual, limitado a los estereotipos dominantes; y el político, cuya crítica
constante en la escena durante el primer tercio del siglo XVIII originó la aparición de
la censura previa y de la Licensing Act en 1737.
Aunque muchos autores dramáticos abandonaron su carrera a causa de estos
condicionantes extraliterarios, los que siguieron en la brecha supieron atraerse el
favor del público y buscar en todo momento su agrado: las obras se modifican a la
vista del éxito o el fracaso obtenido; los locales son regentados por empresarios
profesionales —en casi todos los casos, relacionados con el mundo del teatro—; se
impone el vestuario y el decorado suntuoso; y, sobre todo, se confía al actor el peso
de la obra, conociendo esta época una élite de actores recordados entre los mejores de
Inglaterra.
a) La tragedia
La tragedia, cuyo declive se inició con la incapacidad de los contemporáneos para
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continuar la labor de Shakespeare, prácticamente había desaparecido en la
Restauración. Existe, sin embargo, en el siglo XVIII, una relativa recuperación del
molde trágico, si bien contaminado por elementos adheridos por la influencia
francesa, frente a la cual los autores ingleses se toman ciertas libertades. La nota más
característica de esta llamada «tragedia augusta» es su tendencia al patetismo
sentimental, malinterpretando la «catarsis» como «sentimentalismo» aburguesado. La
expresión de tal sentimentalidad recurre frecuentemente, en un alarde de falta de
imaginación, al tema amoroso, tratado desde una óptica igualmente aburguesada que
ha llevado a hablar de una «tragedia doméstica».
Nicholas Rowe (1674-1718) es uno de sus más fieles representantes; a pesar del
patetismo que anega la acción, supo imprimir a su lenguaje un tono sereno y
equilibrado que se echa de menos en otras producciones trágicas. La caracterización
de los personajes, propia del teatro del XVIII, resulta excesivamente simple, cuando no
maniqueísta, y la exploración y el verismo psicológicos prácticamente no existen.
Merecen reseñarse sus obras Tamerlane y The Fair Penitent (El penitente justo) por
su acertado uso poético del lenguaje; y The Tragedy of Jane Shore y The Tragedy of
Lady Jane Gray por el inspirado sentimentalismo, plenamente «doméstico», del que
se sirve para la presentación del sentimiento amoroso.
George Lillo (1693-1739) fue más allá que Rowe, no sólo por convertir a
protagonistas burgueses en héroes de su «tragedia doméstica», sino, sobre todo, por
romper con la tradición culta y utilizar la prosa en lugar del verso. The London
Merchant (El mercader de Londres) nos ofrece personajes y situaciones verosímiles
enmarcados en un tono melodramático y moralizante; más patetismo volcó en su
Fatal Curiosity (Curiosidad Fatal), donde el crimen perpetrado por una mísera pareja
de ancianos se vuelve contra ellos mismos y acaba en soledad y muerte.
b) La comedia
Al contrario que la tragedia, la comedia contaba con una sólida tradición desde la
Restauración; en ella se deja entrever una decidida tendencia al sentimentalismo, si
bien de forma más diversificada y, en ocasiones, hasta crítica que en la tragedia. Así,
aunque escasea la originalidad, al menos en la comedia existe una versatilidad que
dará algunos frutos interesantes.
I. COMEDIA SATÍRICA. Una de las más pintorescas producciones cómicas neoclásicas
es The Beggar’s Opera (La ópera del mendigo) de John Gay; estrenada con enorme
éxito en 1728, se trata de una despiadada crítica a instituciones y costumbres de la
Inglaterra del XVIII. Los personajes son simples caricaturas de los tipos de los bajos
fondos londinenses, aunque en realidad la ridiculización se dirige a las más altas
personalidades de la vida pública inglesa, cuyos modos de comportamiento en poco
se diferencian de los de estos ladrones y prostitutas de la ópera de Gay. El molde
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operístico llegó a Inglaterra desde Italia y gozó de gran predicamento entre la
aristocracia; sin embargo, The Beggar’s Opera parodia la ópera italiana,
aprovechando en los intermedios cantables ciertas tonadas populares inglesas para
ridiculizar el éxito del género italiano.
Antes de dedicarse a la novela, Henry Fielding (Capítulo 5; Epígrafe 4), se
perfilaba como uno de los mejores comediógrafos del XVIII; pero su carrera se truncó
con la implantación de la Licensing Act y la censura, a las que contribuyó con sus
atinadas comedias satíricas. Sobresale en la continuación del molde operístico
paródico que había inaugurado Gay (por ejemplo, con The Welsh Opera, un ataque a
la familia real); pero, sobre todo, en la farsa, un género con poca tradición en
Inglaterra: se deben reseñar The Tragedy of Tragedies; or, The life and Death of John
Tumb the Great (La Tragedia de tragedias; o Vida y muerte de Pulgarcito el Grande),
en la que arremete contra la mala literatura —tema de sátira muy frecuente en el
siglo XVIII—; y Don Quixote in England, donde fustiga la inmoralidad en las
elecciones.
No plenamente satírica, aunque sí intencionadamente crítica, es la obra dramática
de Oliver Goldsmith. Atacó y superó conscientemente el sentimentalismo de su
época, tanto con su primera obra, The Good-Natur’d Man (El hombre de buen
natural, 1768), de escaso éxito; como con la segunda y última, una de las mejores
comedias del siglo XVIII inglés: She stoops to conquer; or, The mistakes of a night
(traducción española: La dama-sirvienta, o los enredos de una noche, 1773). Escrita
en clave de farsa, y dominada por una acción en continuo movimiento, en ella se
sirve Goldsmith del enredo como medio de comicidad; el asunto gira en torno a la
confusión del protagonista, quien toma la casa de su suegro por una posada, a lo que
contribuye el hecho de que su propia prometida se haga pasar por sirvienta de la
hostería.
II. COMEDIA SENTIMENTAL. Aunque la comedia sentimental fue la más representada
en los escenarios durante el siglo XVIII, prácticamente ninguno de sus cultivadores
alcanzó relevancia aun entre sus contemporáneos; no es de extrañar, por ello, que
muchas de las piezas fueran versiones actualizadas, cuando no simple reposiciones,
de la comedia burguesa de la Restauración: en concreto, obras de Dryden, Congreve,
Etherege, Wycherley, Vanbrugh y Farquhar (véase en el Volumen 4 el Epígrafe 3 del
Capítulo 14).
Colley Cibber (1671-1757) fue uno de los más influyentes dramaturgos
«sentimentales» del XVIII inglés; actor, empresario y autor, acaparó la atención de
amplios sectores de público y los familiarizó con la comedia lacrimosa. La estructura
de la acción dramática de sus obras es siempre idéntica, prefiriendo un tema amoroso
de infidelidad conyugal y reconciliación final, todo ello entremezclado con difusas y
superficiales apreciaciones morales.
El campo abonado del sentimentalismo debió de ser muy cultivado por autores
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dramáticos de segunda fila; entre ellos podría citarse al periodista Richard Steele —
con su comedia The Conscious Lovers (Los amantes responsables)—; y a Richard
Cumberland, que en su obra The West Indian (El antillano) tiende al melodrama en la
desproporción de la expresión de los sentimientos.
5. La comedia de Sheridan
a) Biografía
El mejor comediógrafo, con mucho, del siglo XVIII en Inglaterra es el dublinés
Richard Brinsley Sheridan; nacido en 1751 y educado en uno de los mejores colegios
ingleses, su aplicación a la literatura es muy temprana, debida en parte a la tradición
familiar: su padre, además de actor y empresario teatral, fue autor dramático; y su
madre se dedicó a la novela sentimental y, más tarde, también al teatro. Así que,
después de publicar algunas obras juveniles —traducciones, poemas y una comedia
paródica—, Richard Sheridan se volcó en el género dramático no sólo como autor,
sino también como empresario de uno de los más prestigiosos locales londinenses, el
Drury Lane. Sin embargo, a partir de 1780 sus aspiraciones políticas —traducidas en
sus cargos de diputado y de Secretario del Tesoro— lo retiraron de la escena; diversos
reveses de fortuna lo empujaron a la ruina y a la caída en desgracia, aunque no por
ello se empañó su gloria. A su muerte en 1816 fue enterrado en la abadía de
Westminster como personaje relevante de la nación.
Con Sheridan, la comedia inglesa parece alzarse de la mediocridad que domina el
género durante el siglo XVIII; a pesar de la censura, que debió de influir sobre la
suavización moralizante de su obra, supo continuar e incluso superar atinadamente la
comedia de la Restauración retornando a un ideal de equilibrado ingenio cómico.
b) Obra dramática
Su primera comedia representada fue Los rivales (The rivals, 1775), un éxito de
crítica y público que le animó a seguir escribiendo para el teatro. La obra está basada
en un incidente que a su autor le tocó vivir, pues él mismo tuvo dos duelos con
motivo de la disputa por el amor de la que luego sería su primera esposa: en la
comedia, que transcurre en Bath —donde Sheridan sufrió el altercado— tres rivales
se disputan el amor de la joven Lydia Languish. Sin embargo, el interés de esta
primera comedia no se debe tanto al argumento —del que ya se sirvieron otros
autores— como a la forma de tratarlo, basada en una comicidad sin parangón en el
siglo XVIII. Los personajes, excelentemente logrados, prendieron pronto entre el
público, especialmente el de Mrs. Malaprop, quien con su afectación lingüística
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produce en la obra curiosos y chispeantes malentendidos; este personaje caló de tal
forma que aún hoy se conoce en Inglaterra como «malapropismo» la ridícula
equivocación entre palabras a causa de la afectación.
La Dueña (The Duenna, 1775) es una ópera cómica cuya música fue compuesta
por su suegro, aunque los aspectos estrictamente dramáticos fueran dispuestos por
Sheridan. Tomó como fuente de inspiración el arquetipo de la comedia «de capa y
espada» española, recurso extraño al teatro del siglo XVIII inglés, que prefirió los
modelos franceses y alemanes a los españoles impuestos en el XVII. El recurso cómico
es, en este caso, la confusión, cortejando el protagonista a una sirvienta creyendo que
se trata de la señora.
La obra maestra de Sheridan es La escuela del escándalo (The School for
Scandal, 1777); se trata, probablemente, de la más «neoclásica» de sus comedias, por
adoptar un didactismo humorístico que pone de relieve uno de los blancos preferidos
por la sátira dieciochesca: la hipocresía. Dos hermanos, Charles y Joseph Surface, se
disputan el amor de María: Charles es generoso pero alocado, mientras que Joseph,
de apariencia bondadosa, es en realidad un desalmado que se mueve en un círculo de
personajes maledicentes. La maquinación de Joseph y sus maliciosos amigos la
pondrá al descubierto sir Oliver, tío de los jóvenes, quien, para decidir cuál de sus
sobrinos heredará su fortuna, se hace pasar por prestamista. Tanto la caracterización
de los personajes como el tema son tópicos en la literatura neoclásica; pero el acierto
de La escuela del escándalo se halla en la fuerza del diálogo: nos encontramos ante la
más chispeante de las manifestaciones dramáticas del siglo XVIII, pues Sheridan, el
más ingenioso y elegante dramaturgo del XVIII inglés, deja en esta obra su mejor
muestra de talento expresivo; por otra parte, la equilibrada disposición de la intriga,
hábilmente dosificada hasta el desenlace en el quinto acto, es otro de los logros
fundamentales de esta pieza.
El crítico (The critic, 1779) probablemente sea la más satírica de sus comedias; se
trata de una obra burlesca en la que arremete contra sus enemigos literarios trazando
unas vigorosas caricaturas de determinados personajes del mundo teatral. Además,
expone sus propias dificultades como empresario y autor en un tono de burla
desenfadada con el cual ni él mismo se perdona.
Sheridan es autor de otras tantas comedias que podríamos considerar menores por
cuanto que aprovechaban modas del momento para hacer de ellas motivo dramático;
entre ellas podemos citar St. Patrick’s Day (El día de San Patricio), una obra escrita
para lucimiento del actor Clinch, a quien se debía buena parte del éxito de Los
rivales; A trip to Scarborough (Una excursión a Scarborough), versión de The
Relapse, de Vanbrugh; y Pizarro, una obra que aprovechaba el éxito de la
dramaturgia alemana en Inglaterra, sirviéndose como modelo de la obra de Kotzebue
Die Spanier in Peru.
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Poesía prerromántica inglesa
1. Subjetivismo, emotividad y «prerromanticismo»
La producción literaria inglesa va adoptando, conforme avanza el siglo XVIII, un
matiz subjetivista que cifra en la sentimentalidad su clave de expresión.
Primeramente este proceso se lleva a cabo en la novela, que, por ser un género nuevo
—traducción de la nueva mentalidad burguesa—, se halla en condiciones
inmejorables para recoger la ideología dominante. Caso distinto es el de la poesía,
acaso el género culto por antonomasia; actualmente puede incluso sorprender que la
poesía conociera una revolución al «descubrir» la sentimentalidad, cuando la poesía
es, hoy, por definición, el lugar de expresión literaria de los sentimientos. Pues bien:
la sentimentalidad que impregna la poesía contemporánea sólo comienza a aparecer
en el siglo XVIII; hasta entonces, la poesía había sido el campo abonado de la
normativa y la preceptiva, especialmente desde la asimilación del clasicismo en los
albores de la Edad Moderna.
El descubrimiento en Inglaterra de la propia individualidad por medio de la prosa
—que, a su vez, tiene sus antecedentes en la literatura de la Restauración—, supone
la traslación del valor literario desde la Razón al Sentimiento. La «teoría del gusto»
que había ido elaborando la estética ilustrada conllevó la superación de la norma
objetiva y su sustitución por el sentimiento, la sensibilidad y la emotividad; en
definitiva: la sustitución de la crítica objetiva por la impresionista, por lo cual la
conquista decisiva de este siglo XVIII sería, frente a lo que muchas veces se ha
afirmado, no el racionalismo —cuyo origen se encuentra en el Humanismo
renacentista—, sino el irracionalismo, que habrá de incorporarse definitivamente al
mundo contemporáneo.
Este momento de confluencia entre los ideales ilustrados burgueses y sus
derivaciones filosóficas irracionalistas se ha denominado «prerromanticismo»; se
trata, por tanto, de una primera configuración de la ideología propiamente romántica
en la que predomina la llamada «estética de la creatividad»: esto es, la exaltación más
del proceso de creación literaria que del producto literario en sí. Con ella aparece en
la estética un concepto completamente nuevo: la originalidad; como consecuencia, el
arte se subjetiviza, predominando entonces los elementos irracionales, inconscientes,
y buscándose la «genialidad» como forma de alejamiento y apartamiento de las
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normas establecidas. La expresión busca la novedad y aparecen nuevos temas,
modelos y formas poéticas que intentan superar lo establecido; se incorporan, por fin,
al mundo occidental las notas «evasivas» propias del posterior Romanticismo —
aunque no tanto de este prerromanticismo que, a caballo del burguesismo ilustrado,
seguirá prefiriendo temas del entorno familiar al poeta—.
2. Primeros poetas prerrománticos
a) Young
La obra de Edward Young (1683-1765) tiene mayor valor por su carácter
emblemático que por el peso específico que poseyó en su propia época; en realidad,
Young había sido un mediocre poeta cortesano hasta que, a sus sesenta años,
compusiera Night Thoughts (Pensamientos nocturnos, 1742-1745), cuyo título
completo reza en realidad The Complaint; or Night Thoughts on Life, Death and
Inmortality (La queja, o Pensamientos nocturnos sobre la Vida, la Muerte y la
Inmortalidad).
Este largo poema, a veces monótono y escurridizo, está guiado en buena medida
por un tono reflexivo cuya inspiración no deja de sustentarse en la filosofía
convencional de principios del siglo XVIII. La novedad, en este caso, se halla en la
subjetivación de las impresiones angustiadas y pesimistas que plasma el poema: la
imbricación del «yo» en el asunto asombró a los contemporáneos y, sobre todo, a los
posteriores románticos, habituados al distanciamiento que imponía la poesía
neoclásica.
b) Collins
La corta vida de William Collins (1721-1759) —murió loco, después de una serie
de profundas depresiones— impide calibrar el alcance de su obra; de hecho, parece
como si el poeta hubiera intentado buscar su propio modo de expresión, sin
conseguirlo al verse truncado por la muerte.
Su poesía puede por ello marcar el tránsito desde los ideales clasicistas a los
románticos, trasponiendo a un marco tópico su ideal de expresión personal e íntima.
Aunque formalmente continúa la tradición poética culta, conceptualmente es
partidario de la imaginación y la sensibilidad, como demuestra acertadamente en sus
diversas odas —entre las que sobresale Oda al atardecer (Ode to the Evening)—,
todas ellas sencillamente descriptivas, animadas por un hondo sentimiento de la
naturaleza y sus misterios.
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c) Gray
Sólo un corto número de composiciones de Thomas Gray (1716-1771), profesor
de la Universidad de Cambridge, pueden señalarse como claramente prerrománticas;
sus versos, pulidos pero resonantes, se acercan a la perfección neoclásica que el
siglo XVIII pretendía, especialmente en sus Odas, compuestas según la tradición culta.
Plenamente prerromántica es, sin embargo, su influyente e imitada Elegía escrita
en un cementerio de aldea (Elegy written in a country churchyard), donde al dominio
de un razonable equilibrio formal une una actitud vital subjetiva e impresionista; por
ello, importa poco que el tema de la muerte le sugiera una reflexión convencional
sobre su poder igualitario, pues lo que interesa es el tono melancólico y patético —
casi depresivo— que inunda la composición.
Gran conocedor de la historia inglesa, a Gray se le debe además buena parte del
interés de finales del XVIII por el pasado nacional —en concreto, por la más temprana
Edad Media anglosajona—. Tradujo así el poema nórdico La descendencia de Odín
(The descent of Odin) y él mismo compuso los poemas originales El Bardo (The
Bard) y Los triunfos de Owen (The triumphs of Owen).
3. Medievalismo y poesía
a) Macpherson y la «cuestión de Ossian»
El interés de Inglaterra y de buena parte de Europa por el pasado medieval se
debe, curiosamente, a uno de los más logrados casos de falsedad documental habidos
en toda la historia literaria.
Efectivamente, en 1760 un joven maestro de escuela escocés, James Macpherson
(1738-1796), publicó unos Fragmentos de poesía antigua recogidos en las Tierras
Altas de Escocia (Fragments of ancient poetry, collected in the Highlands of
Scotland); en ellos revelaba que los celtas escoceses habían conocido su «Homero»:
el bardo Ossian; siempre según la falsa leyenda, Ossian, hijo del rey Fingal, atenuó el
dolor por la muerte de su hijo evocando melancólicamente el paisaje y realizando una
dolorosa meditación sobre el destino humano.
La fascinación por el poema cundió rápidamente y a Macpherson se le invitó a
continuar su búsqueda pese a la desconfianza de algunos eruditos; más tarde
publicaría Fingal y Temora, en 1762 y 1763, respectivamente, rematando la falsedad
con Obras de Ossian (Works of Ossian, 1773). «Ossian» fue ampliamente imitado en
toda Europa; las traducciones no se hicieron esperar —al mismísimo Goethe se le
debe la versión alemana—, pero tampoco la réplica por parte de determinados
estudiosos: a la muerte de Macpherson, una comisión nombrada al efecto no logró
encontrar en las montañas de Escocia más que insignificantes restos de poemas.
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Macpherson había engañado a su público, pero había logrado despertar en toda
Europa el interés por el fabuloso y misterioso mundo caballeresco medieval.
b) Chatterton y Percy
Como Macpherson, el joven poeta Thomas Chatterton (1752-1770) intentó imitar
y falsificar la poesía antigua; el engaño, sin embargo, fue esta vez descubierto y el
muchacho, contrariado y fracasado, se suicidó imposibilitando así el desarrollo de su
poesía original, en la que podría haber obtenido aciertos reseñables dadas sus dotes
de imaginación e ingenio.
Pero no todos los poetas interesados por la primitiva poesía inglesa recurrieron a
la falsedad; Thomas Percy (1729-1811) aprovechó el éxito del «ossianismo» para
publicar sus auténticas y fragmentarias Reliquias de la poesía inglesa antigua
(Reliques of the ancient English poetry, 1765), destacables por lo que tienen de
efectiva recuperación histórica.
4. El burguesismo prerromántico
a) Burns
La entrada de la poesía inglesa en el orden de lo cotidiano y lo familiar se debe,
en buena medida, a la obra de Robert Burns (1759-1796), acaso uno de los grandes
líricos ingleses del XVIII. De origen humilde, este poeta escocés hizo asunto poético
de su vivencia personal, por lo que su obra se caracteriza por la espontaneidad, la
inmediatez y la libertad frente a la tradición poética heredada. Burns se adelanta al
Romanticismo en su afán de recuperación de la poesía popular, pudiendo hablarse de
la creación de una tradición «neoescocesa» más tarde seguida por otros autores; sin
embargo, su época lo reconoció por su humor realista y amable, que le ha ganado una
fama parangonable a la de los grandes satíricos ingleses.
Su poesía lírica es muy variada, caracterizándose por el notable contraste entre su
humorismo y su rigor intelectual; de entre sus composiciones sobresalen, justamente,
los sinceros y espontáneos poemas amorosos —inspirados en la naturaleza— y las
canciones populares de asunto nacionalista —empeñado, como estuvo, en la defensa
de la libertad (por lo que fue partidario de la Revolución Francesa y de la
Independencia de los Estados Unidos)—.
b) Cowper
William Cowper (1731-1800), al igual que otros poetas prerrománticos ingleses,
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se debatió durante su vida entre la cordura y las más agudas crisis depresivas; por
motivos de salud llevó una existencia retirada y sosegada, aunque no por ello dejó de
interesarse por la vida pública de su época. En su obra se deja entrever un excesivo
moralismo que lo enlaza con el momento anterior, si bien refrenado y casi ahogado
por un tono íntimo, emotivo y melancólico.
Su obra más peculiar es La tarea (The task, 1785), un largo poema iniciado con
carácter didáctico burlesco y en cuya dilatada composición cupieron los más diversos
temas e intereses; estamos, en definitiva, ante un poema personal e intimista
dominado por la problemática espiritual religiosa, la consideración de la Naturaleza
en la formación y desarrollo del espíritu humano y la reflexión en torno a libertad
política y moral.
c) Crabbe
Aunque George Crabbe (1754-1832) publica su obra en pleno Romanticismo, en
realidad es un poeta de transición, especialmente por el molde formal del que se sirve
—el dístico—, claramente emparentado con la poesía neoclásica inglesa. En su
producción se echa en falta la ensoñación plenamente romántica, mientras que, por el
contrario, se retorna la concepción de la poesía como «verdad objetiva» que ya
propusiera el neoclasicismo.
Crabbe es un poeta esencialmente descriptivo, en un estilo cercano al de
Thomson; así se revela en La aldea (The village, 1783), acaso su poema más
reseñable. Junto a éste sobresalen El registro parroquial (The Parish register) y los
Cuentos en verso (Tales in verse), de 1807 y 1812, respectivamente; en todos ellos
nos ofrece una dimensión casi trágica de la humilde vida campesina desde un fondo
críticamente realista.
5. William Blake
a) Vida y personalidad
La vida y, sobre todo, la obra de William Blake (1757-1827) resulta, cuando
menos, incómoda para un historiador de la literatura, pues estamos ante uno de esos
raros genios literarios que escapan a cualquier clasificación: su individualismo, con la
personalísima visión del mundo que conlleva, nos acerca, más que en ningún caso
anterior, al Romanticismo europeo; pero, por otra parte, Blake va mucho más allá. La
peculiar forma de expresión de su locura —no más extraña que la de otros
contemporáneos— no responde ya al sentimiento de angustia «des-centrada» de los
románticos, sino que constituye el único modo posible de entendimiento entre un ser-
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irracional (poeta) y el mundo. Nunca hasta la aparición de la obra de William Blake
se ha llegado a tal punto de radical antirracionalismo; como a su obra, al poeta sólo lo
asiste la razón de existir de su propio ser desquiciado, enérgico y atrayente, adelanto
casi de los «ismos» del siglo XX —y, concretamente, del surrealismo—.
Su participación en la vida pública se limitó a su intromisión en temas religiosos:
Blake tiene en la Biblia uno de sus principales motivos de inspiración, pues su padre
le proporcionó una estricta formación religiosa; educado en el metodismo, el poeta
orientó progresivamente su sentimiento religioso hacia el terreno de la llamada
«religión natural», rebelándose contra cualquier tipo de Iglesia institucionalizada y
criticando el cristianismo por reprimir los instintos vitales. También su formación,
asistemática pero peculiarmente interpretada, lo apartó de las corrientes artísticas
imperantes en su tiempo. Grabador de oficio —sus dibujos y pinturas fueron motivo
de inspiración de los prerrafaelistas—, Blake se supo siempre al margen de la
sociedad cultural, pero fue incapaz de permitir el soborno de su arte para ejercitar una
rutina de la que siempre fue enemigo; muy al contrario, para Blake el arte conlleva
una fe y un culto de tipo seudorreligioso por los que el artista se debe a la Belleza
Absoluta y a un estilo de vida casi ascético.
Debido en gran parte a esta concepción, William Blake y su obra pasaron
inadvertidos para sus contemporáneos; se dedicó casi exclusivamente a su tarea
profesional como grabador, componiendo poemas como otra forma —una más— de
rendir culto a la Belleza; su percepción artística se dejaba invadir por la sensibilidad,
variable no sólo según las personas, sino también según el momento: como él mismo
declaró, «a los Ojos del Hombre Imaginativo, la Naturaleza es Imaginación», y sólo a
ella rindió culto en su poesía.
b) Obra poética
I. «CANCIONES DE INOCENCIA Y DE EXPERIENCIA». Una de las primeras colecciones
de poemas publicadas por Blake fueron las Canciones de Inocencia (1789), un
delicado y vital canto a la infancia contemplada —en tono muy romántico— como
lugar de vivencia original; esto es, la infancia a la que canta Blake está en comunión
directa con lo Absoluto, puesto que el niño forma una unidad junto con el Cosmos
primigenio:
«…I’ll shade him from heat, till he can bear
to lean in joy upon our father’s knee;
and then I’ll stand and stroke his silver hair,
and be like him, he will then love me».
[«…Yo le daré sombra hasta que soporte el calor / y pueda gozoso
reclinarse sobre la rodilla del padre; / entonces me enderezaré y
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acariciaré su pelo de plata / y seré como él, y entonces me amará»].
Los poemas de Canciones de Inocencia están repletos de imágenes cristianizadas,
especialmente de visiones angélicas y celestes; el paisaje, por su parte, transporta al
niño al Edén, trasunto divino del perfecto orden natural. Se trata de poemas
espontáneos y vitales, casi de canciones infantiles en las que el sentido resulta
evidente, aunque alejado de los cánones establecidos.
La inevitable pérdida de esta inocencia primigenia es la base de Canciones de
Experiencia; no se trata, por tanto, de una contraposición a la «bondad natural», sino
del resultado de la toma de conciencia en el transcurso de la existencia humana: la
Experiencia no condena a su desaparición a la Imaginación, pero la teme, pues
prefiere la falsedad de la razón a la verdad de la intuición, rompiendo así la comunión
con lo Absoluto:
«…Does spring hide its joy
when buds and blossoms grow?
Does the sower
sow by night,
or the plowman in darkness plow?
Break this heavy chain
that does freeze my bones around.
Selfish! Vain!
Eternal bane!
That free Love with bondage bound!».
[«¿Oculta la primavera su alegría / cuando las yemas y los capullos
brotan? / ¿Acaso el sembrador / siembra de noche, / o el labrador labra a
oscuras? / ¡Rompe esta pesada cadena / que hiela todos mis huesos! /
¡Egoísta! ¡Vano! / ¡Plaga eterna! / ¡Que al libre Amor entre hierros has
condenado!»].
II. LIBROS «PROFÉTICOS». La idea de la creación humana como disgregación de lo
Absoluto es un tema obsesivo en la obra de Blake; a él se dedicó de forma preferente
en los llamados «libros proféticos», los más numerosos en el conjunto de su
producción. Se trata de obras complejamente simbólicas —generalmente en clave
bíblica— donde William Blake intenta exponer intuitivamente (y nunca
racionalmente) su propia filosofía y concepción del mundo.
El poeta trata de reflexionar sobre la naturaleza disgregadora de la creación, con
la consiguiente pérdida de la Intuición —que unifica el Todo—, en El Libro de
Urizen (The Book of Urizen, 1794); en éste, el pecado original del hombre resulta de
la reflexión del eterno Urizen, su creador, sobre sí mismo: al romper la unidad,
Urizen crea la Naturaleza, que se desgaja provocando nuevas rupturas. El ciclo lo
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continúa Blake en libros sucesivos (El Libro de Ahania y El Canto de Los): Los,
dimanación creativa de Urizen, salvará al hombre con la Piedad, junto a la que
engendrará a Orc (trasunto de Adán). Urizen y Orc son, respectivamente, inocencia y
experiencia; ésta se rebela contra una Eternidad que no ha sabido preservarlo del
Caos al que tiende, aunque la muerte misma le evite llegar a la total inexistencia.
La vida humana terrena queda poéticamente descrita en Las Cuatro Zoas (The
Four Zoas, 1797-1802); las «zoas» parecen ser aspectos de la energía divina que
desaparecen progresivamente de la existencia al romper el Eterno su propia Unidad:
así caen el poder de conceder plena existencia a las criaturas, la capacidad de amar, el
principio de plena sabiduría y, finalmente, la imaginación, dejando al hombre en el
estado en que actualmente se halla.
El pesimismo que, de una u otra forma, inunda Las Cuatro Zoas quedó superado
al ser absorbido el libro por una nueva versión: Jerusalén es un extenso poema al que
Blake dedicó el resto de su vida desde 1804, aproximadamente. La esperanza última
del poeta se cifra en el cultivo del Arte: su fe en él, en el culto a la imaginación
artística, salva al hombre de la desesperación y de la inexistencia, trasportándolo,
desde la Experiencia, al mundo de la Inocencia inmortal y primigenia en que Todo
vuelve a ser Uno.
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«El Siglo de las Luces» en Portugal
1. Política y sociedad portuguesas en el siglo XVIII
Hasta la mitad del siglo, Portugal se debate entre la continuación del régimen
tradicional y la que se sabe necesaria apertura a las nuevas ideas europeas; durante el
período de Juan V, los burgueses «estrangeraidos», en contacto directo con las nuevas
ideas europeas, sólo pueden imponerse tímidamente en instituciones y asociaciones
auspiciadas por la Corona, sin que ello suponga más que una revisión de la cultura
tradicional. Curiosamente, los intelectuales progresistas provienen, muchas veces, de
las filas de los órganos de difusión del saber barroco; Academias como la «dos
Generosos» —y, en el seno de ellas, figuras como la de Francisco Xavier de Meneses,
que ya en 1697 había traducido el Arte Poética de Boileau— supieron responder a las
necesidades de modernización de la cultura portuguesa, evolucionando desde el saber
tradicional, de tono escolástico, al pensamiento configurador de la posterior
Ilustración portuguesa.
Con el gobierno del marqués de Pombal no sólo el poder político, sino también el
ideológico, va a sufrir cambios sustanciales. Políticamente, el régimen pombalino
significó el auge del despotismo en Portugal y actualizó los postulados de la
Ilustración europea; culturalmente, la reforma de la enseñanza posibilitó la creación
de escuelas, institutos y universidades en las cuales las disciplinas científicas —
auspiciadas por la Academia de las Ciencias— ocuparon un lugar preferente;
socioeconómicamente, por fin, este momento de la historia portuguesa conoce una de
las más fuertes apuestas habidas en el país por el mercantilismo a ultranza, calcado
sobre los modelos europeos y, concretamente, ingleses.
Con las invasiones francesas, la expansión portuguesa se frena en uno de los
momentos más decisivos de su historia moderna; sin embargo, la alianza con
Inglaterra en contra de Francia pondrá en contacto directo al país con las ideas y las
prácticas industriales más avanzadas. De esta forma pudo conocer Portugal en 1820
la revolución burguesa que intentó poner fin a los privilegios feudales que
contradecían, de forma ya evidente, los principios mismos del nuevo sistema.
2. Doctrinarios de la Ilustración
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a) Verney
Luís António Verney (1713-1791), de ascendencia francesa, vivió en Francia e
Italia y se le considera uno de los primeros ideólogos de la Ilustración portuguesa.
Una obrita en apariencia inofensiva, el Verdadero método para estudiar (Verdadeiro
Método de Estudar), promovió una de las más amplias y duraderas polémicas de la
historia literaria portuguesa desde su publicación —y prohibición por el Santo Oficio
— en 1746. Se trataba de un manual en el que se criticaban las instituciones
pedagógicas tradicionales y el saber escolástico que aún las impregnaba; proponía, en
cambio, una reforma del sistema educativo basada en la racionalización y
actualización del saber humanístico y científico.
En lo que se refiere a las ideas estrictamente literarias, el Verdadero método
insistía en la reorientación del aprendizaje de la retórica, que debía optar por el
manejo de una lengua ajustada y convincente (arte de persuadir), más que
estilísticamente particularizada (como propugnara la oratoria barroquizante).
Poéticamente Verney adopta una postura clasicista basada en Horacio y en los
clásicos franceses y propone una poética natural que base la belleza en el orden de la
naturaleza: «um conceito que não é justo nem fundado sobre a natureza das coisas
não pode ser belo» («un concepto que no es justo ni se funda en la naturaleza de las
cosas no puede ser bello»).
b) Oliveira
Una de las producciones más curiosas de este siglo XVIII en Portugal salió de la
pluma del caballero Francisco Xavier de Oliveira (1702-1783), un noble educado por
los jesuitas que, al contacto con la cultura inglesa y francesa, renegó de su formación
e incluso de su propia clase. Sus Cartas familiares (1741-1742) tratan temas diversos
desde una óptica siempre irónica y con un tono caballeresco que lo acercan en
muchos sentidos a la ideología tradicional. En sus sátiras ataca especialmente el
catolicismo portugués, de forma más acusada desde su conversión al anglicanismo.
Su estilo, casi epigramático, conciso y diáfano, sobresale por su sinceridad y por su
personal entendimiento de la modernidad, cercano en ocasiones a un sentimiento de
crisis de tonos prerrománticos.
c) Matias Aires
Un sentimiento de crisis inunda las Reflexiones sobre la vanidad (Reflexões sobre
a Vaidade) de Matias Aires (1705-1763); en ellas presenta, bajo forma ensayística, el
tema de la vanidad del mundo; sin embargo, su tono escéptico no responde ya a una
ideología tradicional, sino estrictamente moderna. Convencido de la relatividad de la
moral humana, Matias Aires reflexiona sobre la vida hipócrita del siglo XVIII; como
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otros pensadores contemporáneos, piensa que el vicio y la injusticia presiden un
mundo cambiante y contradictorio ante el cual reacciona con una postura de
aislamiento y retraimiento.
3. La poesía arcádica
a) La «Arcadia Lusitana»
En marzo de 1756 se fundaba en Lisboa la Arcadia Lusitana o Ulissiponense,
donde culminarían las tendencias literarias neoclásicas y donde se formaría el gusto
por el realismo burgués dieciochesco. Los nuevos poetas tomaron la Arcadia, el lugar
pastoril ideal griego, como símbolo de una nueva forma de entendimiento con la
poesía; una forma paradójicamente aristocrática —pues todos ellos eran burgueses—,
con la intención de absorber, por medio del ideal poético, las posibles diferencias de
clase —para lo que asumen nombres de pastores griegos tomados de las églogas
clásicas: Elpino Nonacriense, Córidon Erimanteo, Alcino Micenio…—. Sin embargo,
bien pronto surge la íntima contradicción de haber formado un ideal aristocrático de
poesía, basado en la imitación de los antiguos, frente a la ampliación del gusto
burgués a la que estos poetas aspiraban.
El mismo funcionamiento interno de la Arcadia, junto a los traslados, como
funcionarios, de algunos de sus miembros, supuso el fin de la Arcadia Lusitana hacia
1760, pese a los esfuerzos por revitalizarla hasta 1764. Sin embargo, este tipo de
instituciones literarias fue muy imitado, dando lugar, entre otras, a la efímera Nova
Arcádia de 1790, que agrupó a algunos de los más interesantes poetas prerrománticos
portugueses.
b) Correia Garção
El más influyente de los arcades lusitanos fue Pedro António Correia Garção
(1724-1772), que adoptó el nombre arcádico de Córidon Erimanteo; fue uno de los
máximos teorizadores de la Arcadia —insistiendo en la imitación de los clásicos y en
la función moral del arte— y cultivó la comedia en aras de la creación de un teatro
nacional.
Poéticamente, aclimató estrofas clásicas como los ditirambos y las odas
pindáricas y sáficas, con lo cual se convirtió en uno de los mejores poetas
portugueses en verso blanco; su culto estoico a la virtud —cifrado en clave de «aurea
mediocritas» horaciana— lo tradujo en críticas al gobierno pombalino, lo que le valió
la prisión, en donde murió. En lo que respecta a la imitación de los antiguos, su obra
más lograda es la Cantata de Dido, modelada sobre un libro de la Eneida; pero sus
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versos más efectivos se reservan para las composiciones satíricas, en las que toma
como modelo a Horacio; sobresale igualmente por sus composiciones ocasionales,
algunas de ellas de pleno sentido realista y entre las que destacan por su vigor las
composiciones eróticas.
c) Reis Quita
Domingos dos Reis Quita (1728-1770), el arcade Alcino Micenio, cuya vida
angustiosa se refleja en los vagos tonos de sentimentalismo esparcidos en toda su
obra, es acaso uno de los grandes bucólicos portugueses tras Rodrigues Lobo.
Aunque se ciñó a las convenciones clasicistas, sus poemas presentan notas de
sinceridad patética extrañas a otros arcades, preludiando así tonos prerrománticos.
Más rígidas, en atención a la normativa, resultan sus tragedias (Hermíone,
Astarto, Mégara) y el drama pastoril Licore, donde, a pesar del molde arcaizante tras
el que se esconde, encontramos una lograda expresión de su lucha desesperada por el
amor.
d) Cruz e Silva
António Dinis da Cruz e Silva (1731-1799), el Elpino Nonacriense de la Arcadia,
dejó a su muerte una extensa obra sólo publicada póstumamente; como Garção, fue
uno de los aclimatadores de los metros clásicos: sus elegías y sus odas no logran, sin
embargo, superar la rígida erudición por la que están guiadas, mereciendo destacarse
sólo algunos momentos descriptivos de sus idilios. Sus mejores composiciones se
hallan entre las odas anacreónticas y los epigramas, dadas las excelentes dotes de
Cruz e Silva para la crítica de la realidad social de su época.
Hay, por ello, un poema fundamental en la obra de Cruz e Silva: El Hisopo
(O Hissope), donde el autor atribuye a la mitología un papel satírico. Con ella
asistimos a la configuración en Portugal de la épica paródica, con un modelo bien
determinado: Le lutrin (El atril), de Boileau (Volumen 4, Epígrafe 1.b.III. del
Capítulo 11); la obra portuguesa encierra, con todo, una intención anticlerical que en
Le lutrin no dejaba de ser simplemente temática. El asunto parece haber sido tomado
de un suceso real acontecido en Elvas, cuando un deán se negó a seguir la costumbre
de presentar servilmente al obispo un hisopo; fue por ello amonestado y, cuando
murió, su sobrino, que le siguió en el cargo, recurrió a la Corona hasta hacer
desaparecer la costumbre.
4. Evolución del arcadismo poético
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a) Matos y la «Arcadia Portuense»
Sobre 1760 surgió en Oporto, auspiciado por el mismísimo obispo de la ciudad,
un grupo continuador de la labor de difusión poética realizada por la Arcadia
Lusitana. Destaca en el conjunto de la producción de estos nuevos arcades la obra de
João Xavier de Matos (1730?-1789), tan estrictamente clasicista que más nos parece
hallarnos ante un renacentista que ante un neoclásico; sus poemas bucólicos, muy
apreciados en su tiempo, resultan de una acertada lectura del clasicismo
grecorromano, de modo que hoy pueden parecernos excesivamente ingenuos.
Sobresale igualmente por su tratamiento neoplatónico del sentimiento amoroso,
en el cual existen, sin embargo, notas de angustia que lo acercan ya a actitudes
prerrománticas:
…Com a mão na face a vista ao ceo levanto,
e cheo de mortal melancolia
nos tristes olhos mal sustento o pranto:
e se inda algum alivio ter podia
era ver esta noite durar tanto
que nunca mais amanhecesse o dia.
[«Con una mano en la cara alzo la vista al cielo, / y lleno de mortal
melancolía / en los tristes ojos mal detengo el llanto: / y si todavía
pudiese tener algún alivio, / sería ver esta noche durar tanto / que nunca
más amaneciese el día»].
b) Tolentino
Aunque el sentimiento poético aristocrático parecía ocultarla, en realidad es clara
la tendencia burguesista de la poesía arcádica portuguesa desde su misma
configuración. Nicolau Tolentino (1740-1811), hijo de gente humilde —lo que le
llevó a un sorprendente sentimiento de vergüenza e inculpación— es el encargado de
traducir las aspiraciones burguesas del arte de su tiempo. Para ello cultivó la poesía
cómica y satírica; su crítica, hasta cierto punto suavizada, responde sin ambages a las
pretensiones de la clase burguesa, que cifraba en ella la permisividad del sistema.
Sólo cuando se aplica a temas escogidamente abstractos, como en A Guerra,
puede descubrirse el alcance de su crítica ilustrada contra los excesos de un
absolutismo que ha asolado Europa. La simplicidad de su estilo, realista y coloquial,
se ajusta excelentemente a su temática un tanto intrascendente y tipificada; la
contención y minuciosidad de su estilo descriptivo proporcionan a su obra un matiz
de objetividad inexistente en muchas de las producciones literarias de este siglo XVIII
en Portugal.
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c) «Filinto Elísio»
El padre Francisco Manuel do Nascimento (1734-1819), más conocido por su
seudónimo arcádico de «Filinto Elísio», es uno de los más claros ejemplos de la
adaptación del Neoclasicismo francés en Portugal; contribuyó a la corrección y
depuración de los excesos lingüísticos barrocos y actuó —debido, también, a su
longevidad— como puente de unión entre el pensamiento ilustrado y el romántico.
En tanto que ilustrado se interesó por las ideas enciclopedistas, por las cuales fue
perseguido hasta refugiarse en Francia, de donde llegó inflamado por las ideas
revolucionarias. Prefiere la temática patriótica, a la que une como correlato
indispensable la preocupación moralista, interesándose por los comportamientos tanto
individuales como sociales propios de su época.
Su poesía destaca por su vigor estilístico tanto como por la claridad e inmediatez
que sabe imprimir al conjunto de su obra. Interesan especialmente sus sátiras y
epístolas de tono marcadamente clasicista; su regusto hasta cierto punto aristocrático
no está reñido con un ideal de vida y moral estrictamente burgués, de modo que
puede afirmarse que, si sus temas se orientan a la consecución de un sistema
democrático, su estilo sabe regirse por una incansable búsqueda de la expresión
elegante pero exacta.
5. El teatro arcádico
El absolutismo político que preside la vida pública portuguesa durante el
siglo XVIII estuvo especialmente interesado por la difusión y desarrollo de las artes; en
el terreno teatral, este interés se tradujo en una atención preferente a la ópera italiana,
que ya había encontrado acomodo en distintos países europeos. A esta influencia se le
une la tradicional de la comedia española, que desde el siglo XVI le había ido ganando
terreno a la posibilidad de crear un teatro auténticamente nacional en Portugal.
a) La tragedia
La tragedia, género extraño a la tradición teatral portuguesa, había evolucionado
en Europa desde sus primeros logros en Inglaterra hasta la consecución de un molde
neoclásico en otros países europeos, como Francia; es decir, había pasado de un
molde clasicista libremente entendido a otro neoclásico que desembocó en la llamada
«tragedia doméstica» dieciochesca. Tal evolución respondía en realidad a la
necesidad de servirse de la escena como lugar de enseñanza moral burguesa; en este
sentido plenamente burgués entiende el género la Arcadia Lusitana. En general, las
ideas arcádicas sobre la tragedia denotan falta de imaginación y de profundidad,
limitándose en la mayoría de los casos a propugnar la imitación de los tragediógrafos
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clásicos franceses. Correia Garção y Reis Quita intentaron el género con escasa
fortuna, si bien Castro, de este último, todavía gozó de algún éxito en su refundición
romántica.
Manuel de Figuereido (1725-1801) es el único de los arcades que parece más que
eruditamente interesado por la consecución de un molde trágico en Portugal. Aun así,
él mismo se consideró siempre más un «filósofo» que un poeta, lo que explicaría que
en su obra haya, en general, un exceso de moralismo idealista frente al escaso peso
específico de su poesía dramática. Aunque su primera tragedia presenta un tema
clásico (Edipo), su teatro se caracteriza por esforzarse en hacer de la temática
portuguesa asunto propio de la tragedia nacional: así, por ejemplo, Viriato, Osmia, la
lusitana o Inés, esta última acaso una de sus piezas mejor construidas e incluso
escenificable hoy día si se eliminase su rigidez versificatoria.
b) La comedia
Aunque intentó la renovación de la tragedia portuguesa, la producción dramática
de Manuel de Figuereido sobresale en el género cómico; la suya es una comedia
esencialmente burguesa, esto es, tendente a reproducir en la escena no sólo las
condiciones de vida burguesa, sino, ante todo, su ideología, que pretende así expandir
por medio del teatro.
Siguiendo la máxima de «instruir deleitando», condena la ilusión escénica por
inverosímil y propugna un teatro realista verdaderamente cómico en el que la intriga
amorosa y el humor atraigan al público para llevar así a sus máximas posibilidades su
propósito instructivo.
Atraído por la teoría dramática, Figuereido recurre frecuentemente —en obras
como Ensaio cómico— a la irrupción del «teatro dentro del teatro»; esto es, a la
aparición de la escena en la escena misma, procurando de este modo imponer una
visión inmediata de lo que debía ser el nuevo género cómico. Pero sus mejores
comedias (O Avaro dissipador, João Fernandes feito homem, O fidalgo da sua
propria casa, Fastos de Amor e da Amizade) son bien aquellas que nos presentan, con
tono realista e intención moralista, los problemas cotidianos de la clase media
portuguesa; bien las que contraponen a la falsa nobleza o a los afanes linajudos la
razonable rectitud de la virtud burguesa.
Entre los poetas arcádicos que también cultivaron la comedia se halla Correia
Garção; ninguna de sus dos comedias, Teatro Novo y Assambleia, obtiene logros
reseñables. La primera es una obra rígidamente teórica sobre los planteamientos
clasicistas del nuevo teatro; la segunda, una comedia costumbrista, satiriza las
pretensiones hidalgas de cierto sector de la burguesía portuguesa. La crítica a las
pretensiones nobiliarias es corriente en la comedia burguesa portuguesa; entre este
tipo de piezas podría destacarse El falso heroísmo (O Falso Heroismo) de Cruz e
Silva. El éxito del tema satírico aplicado a la baja nobleza empobrecida determinó la
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aparición de un tipo cómico denominado «Peralta», muy popular en la escena
portuguesa del siglo XVIII; sobre tal tipo escribió Nicolau Luís, un autor de «piezas de
cordel», la única obra que de él se conserva, Maridos Peraltas.
6. El prerromanticismo
a) Cunha
En cierta medida, el prerromanticismo aparece con lo que se denominan «poetas
disidentes», esto es, aquellos que se apartaron conscientemente de la práctica de los
moldes arcádicos; entre éstos inicia la «disidencia» José Anastácio da Cunha
(1744-1787), un poeta que había intentado, sin éxito, expresarse según las
convenciones arcádicas: le sobraba a su poesía patetismo y angustia; pero, sobre todo,
su expresión del sentimiento amoroso en nada casaba con los ideales clasicistas
arcádicos.
Da Cunha puede decirse que acaso sea el descubridor, en la poesía portuguesa, de
la más desgarrada expresión de la lucha entre sexos por el amor: su expresión
inquieta del deseo amoroso y su patetismo angustiado responden ya a la expresión
amorosa propia del Romanticismo, sobre todo por su sentimiento individualizado y
total, subjetivo e imaginante, de la relación amorosa: «tu não és eu?»; «¿tú no eres
yo?», se pregunta el poeta ante el abrazo amoroso, ansioso y angustiado a la vez. Se
trata, ante todo y en definitiva, de una pasión amorosa incontrolable, de una fuerza
ante la cual todo se rinde, aherrojadas para siempre las convenciones morales.
b) La marquesa de Alorna
Educada como noble, Leonor de Almeida, marquesa de Alorna (1750-1839),
recibió una educación progresista en la cual influyó grandemente Nascimento, el
«Filinto Elísio» arcádico (Epígrafe 4.c.); su contacto con la cultura europea —
posible, además, por su matrimonio con un noble alemán— afianzó sus ideas
liberales y su interés por ciertos aspectos cientifistas de la Ilustración europea. Sin
embargo, en los últimos años de su vida cultivó las composiciones fúnebremente
sentimentales y melancólicas, lo que la convierte en una de las adelantadas del
Romanticismo portugués.
c) Bocage
El conflicto surgido entre arcadismo y romanticismo parece resolverse en la obra
de Manuel Maria Barbosa du Bocage (1765-1805); aunque perteneció a la Nova
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Arcádia, en realidad su temperamento es decididamente romántico, especialmente
por su agudo sentimiento de los conflictos personales y su horror a la muerte —tema
macabramente frecuente, sin embargo, en su obra poética—. El gusto romántico por
lo fúnebre y lo tenebroso recorre insistentemente gran parte de la producción de
Bocage: «Quero fartar o meu coração de horrores» («quiero hartar mi corazón de
horrores»), como afirma al principio de uno de sus sonetos, podría ser la máxima que
encierra el sentido de su poesía.
Sus fuentes de inspiración suelen ser, por tanto, visiones legendarias, fobias
íntimas, pesadillas o crónicas sensacionalistas de crímenes horrendos; también la
brujería, los encantamientos, la vida de ultratumba, etc. son lugares comunes de una
poesía en la cual destaca el miedo a lo irracional tanto como su hiperbólica
insistencia en él. El poeta parece enfrentarse de este modo a su propia angustia vital,
excelentemente traducida, en un estilo coloquial y directo, en sus sonetos y, sobre
todo, en su poema narrativo Trabajos de la vida humana (Trabalhos da Vida
Humana).
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El Siglo XVIII en España
1. Política, sociedad y cultura
La historia del siglo XVIII español está marcada por la instauración de la dinastía
de los Borbones, cuya implantación desembocó en una guerra civil y en un conflicto
europeo: la Guerra de Sucesión (1701-1714). Durante sus casi cincuenta años de
reinado, Felipe V, nieto de Luis XIV de Francia, reformó decididamente las bases
sociales españolas, lanzando al país a la órbita de modernización seguida por el resto
de los países europeos. Culturalmente, fue el animador de instituciones que perviven
en nuestros días como prestigiosos centros de saber e investigación: su primera
iniciativa fue la apertura de la Biblioteca Nacional en 1712, en un principio como
resultado de poner a disposición del público los volúmenes existentes en la Biblioteca
Real. Al año siguiente se fundó la Real Academia de la Lengua Española, que llevó a
cabo una tarea de investigación filológica rematada con la publicación del
Diccionario de Autoridades (1713-1740) y de la Gramática castellana (1771); y, por
fin, instituyó la Real Academia de la Historia, iniciada como simple tertulia y
auspiciada por la Corona desde 1738.
Las reformas de Felipe VI acaso fueran menos espectaculares que las de su
predecesor, pero resultaron más efectivas para el progreso nacional debido a su
interés por las obras públicas, los transportes y el comercio, a los que contribuyó
poderosamente enviando técnicos al extranjero. La paz y prosperidad de su gobierno
posibilitaron la formación de una élite artística cuya maduración se dejaría sentir en
años posteriores.
Pero la personificación de los ideales políticos de la Ilustración española se
reserva a Carlos III (1759-1788), perfecta encarnación de los principios del
«despotismo ilustrado» —empeñado en realizar «todo para el pueblo, pero sin el
pueblo»—. Una de las notas más destacadas de su política fue la de haber colocado
en los círculos de poder a intelectuales de formación universitaria, en lugar de los
nobles de los que hasta ahora se había servido la reforma ilustrada; esta fracción de
clase intelectual, insobornablemente crítica para con el Antiguo Régimen, adoptó
posturas cercanas a la de los ideólogos de la Ilustración europea, dando lugar a la
verdadera entrada de España en la modernidad. En la formación de esta clase política
gozaron de especial relevancia las Sociedades Económicas de Amigos del País;
orientadas a la actualización de las formas de progreso económico, se volcaron hacia
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el saber científico y sus aplicaciones técnicas, siendo vistas con muy buenos ojos por
la Corona al intentar «disponer de personal capacitado en las tareas de la
administración pública».
Muchas de las reformas iniciadas por los primeros Borbones se vieron frenadas
durante el reinado de Carlos IV, un rey poco inteligente y carente de ambición cuya
falta de perspectiva propició un giro reaccionario ante el miedo a las implicaciones de
la Revolución Francesa; con la entrada de las tropas napoleónicas en España se inicia
la Guerra de Independencia que liquidará definitivamente los ideales ilustrados de la
sociedad española del XVIII.
2. La prosa narrativa en el siglo XVIII
Hasta el segundo tercio del siglo XVIII, la literatura española se debate entre las
pervivencias barrocas y un «ilustracionismo» de carácter aún moderado,
especialmente por su falta de adecuación a un estilo determinado. En general, la prosa
española del siglo XVIII irá abriéndose paso al neoclasicismo desde la consideración
de los ideales ilustrados que se aclimatan progresivamente en España; por ello, es
difícil encontrar ejemplos de una prosa esencialmente creativa: sólo a principios y
fines de siglo, quizá como modos literarios de transición, se localizan fórmulas
imaginativas que en alguna forma estén cercanas al gusto actual.
a) El barroquismo y su crítica
I. TORRES VILLARROEL. Diego de Torres Villarroel (1694-1770) es un claro ejemplo
del momento de transición del barroquismo a la ilustración en España; nadie, sin
embargo, más lejos de ser un verdadero intelectual ilustrado que este Villarroel
nigromante, astrólogo y polemista que llegó a ocupar, asombrosamente, una cátedra
en la Universidad de Salamanca. Su saber, anclado en la ciencia tradicional, dista
mucho —sobre todo en España— de los descubrimientos científicos europeos;
aunque existe cierta evolución en su pensamiento, Torres Villarroel es el más directo
continuador de la cultura tradicional española —acaso uno de los últimos en este
siglo XVIII—.
De su inmensa obra —que compiló él mismo en catorce volúmenes— sólo
destaca literariamente su Vida (cuyo título completo es el farragoso y barroquizante
Vida, ascendencia, nacimiento, crianza y aventuras del doctor don Diego de Torres
Villarroel, 1743-1758). Muy popular en su tiempo, el autor se dedica en ella a indagar
por su propia personalidad en una semblanza autobiográfica emparentada con la
anterior novela picaresca. Quizá lo realmente autobiográfico es en ella lo menos
reseñable, mientras que los elementos imaginativos proporcionan interés al relato:
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destaca su extravagancia, su burla y falsedad, probablemente un disfraz de la
impotencia de Villarroel por la autodisciplina y el estudio.
II. EL PADRE ISLA. José Francisco de Isla (1703-1781), un jesuita al tanto del saber
ilustrado y especialmente interesado por las ciencias experimentales, de mentalidad
abierta y filosóficamente escéptico, es el encargado de barrer la retórica barroca
mediante el ataque a la oratoria sacra en Fray Gerundio de Campazas (Historia del
famoso predicador Fray Gerundio de Campazas, alias Zotes, 1758 y 1768). Aunque
la novela se ve perjudicada por su extensión y sus digresiones sobre la educación
escolástica, el falso cientifismo y la oratoria, resulta una obra divertida, plena de
efectistas juegos de palabras con los cuales Isla satiriza la oratoria contemporánea. La
falsa erudición de fray Gerundio es el resultado de una pésima educación según la
cual el personaje se habitúa al «mal gusto» —frente a la categoría de «gusto
razonable» tan en boca de los ilustrados—; fray Gerundio posee, indudablemente,
dotes e inteligencia, pero sus mismos superiores no han sabido potenciarlos; en su
lugar, han formado un sacerdote hinchado de saber farragoso cuyo primer sermón —
como botón de muestra— se inicia así:
«Esta es, señores, la estrena de mis afanes oratorios; éste es el
exordio de mis funciones pulpitales; más claro para el menos entendido,
éste es el primero de todos mis sermones, y a mi intento el oráculo
supremo: “Primum quidem sermonem feci, o Teophile”. ¿Pero dónde se
hace a la vela el bajel de mi discurso?…».
b) El prerromanticismo
I. LA NOVELA SENTIMENTAL. Los modelos de la novela sentimental española están
prácticamente calcados de la europea, especialmente de la francesa, por lo cual el
éxito del género se debió especialmente a las traducciones de novelas como la Nueva
Eloísa y Werther.
Sin embargo, algo puede decirse de uno de los escasos autores originales
españoles en el género, Pedro Montegón (1745-1824), buen asimilador de los moldes
extranjeros, que con su obra contribuye a la aclimatación de la novela sentimental, ya
romántica, en España. Gran éxito de público pareció tener su Eusebio (1786-1788),
inspirada en el Emilio de Rousseau; en ella nos presenta la educación del joven
Eusebio, con ideas sobre la educación escasamente originales en Europa pero
ciertamente novedosas en España, pese a su revestimiento catolicista —que no
impidió la prohibición de la obra por la Inquisición—. Siguiendo el género de la
novela histórica que el Romanticismo habrá de consagrar compuso Rodrigo (1793),
en base a las historias, las tradiciones y los romances sobre el último rey godo.
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II. CADALSO. José de Cadalso (1741-1782) es una figura que anuncia, ya con su
propia vida, una nueva sensibilidad, decididamente prerromántica, en el último tercio
del siglo XVIII. Su infancia desdichada, su madurez escéptica y desengañada,
preludian la angustia romántica, como vitalmente románticas son su prematura y
heroica muerte (aventurera, más bien) y su amor apasionado —que forjó la leyenda
del desenterramiento de su amada—.
La muerte en 1771 de María. Ignacia Ibáñez, una actriz de la cual Cadalso estaba
locamente enamorado, desequilibró el carácter del escritor. El episodio dio lugar a
Noches lúgubres, una obra inconclusa imitada de Night Thoughts, del poeta
prerromántico inglés Young. Las Noches lúgubres son el resultado de volcar a la
literatura un estado de ánimo, con tintes subjetivistas más propios de la literatura
posterior que de este siglo XVIII: tormentas, sepulcros y sepultureros, tinieblas,
lamentos y susurros son el marco de una narración que llega a lo macabro en un estilo
patéticamente sentimental y estilísticamente grandilocuente:
«Ya se disipan todas las tinieblas de mi alma. Ven, muerte, con todo
tu séquito. Sí; ábrase esa puerta; entren los verdugos feroces manchados
aún con la sangre que acaban de derramar a una vara de mí. Si el ser
infeliz es culpa, ninguno más reo que yo».
Más equilibradas resultan sus Cartas marruecas, influenciadas por las Cartas
persas de Montesquieu; su intención era la de ofrecer un ensayo sobre las costumbres
españolas, pero, renunciando a hacerlo de forma sistemática, prefirió la forma
epistolar como molde subjetivista e impresionista más apropiado a su intención. Las
apreciaciones que intercambian dos marroquíes —Gazel en España y Ben Beley en
Marruecos— y un español sobre el país y sus costumbres consiguen así proporcionar
variedad a un tema que podría haber resultado tópico para la cultura de la época; la
visión del español complementa la del viejo sabio y la del joven estudiante de viaje
por España, proporcionándonos de este modo una visión objetiva e imparcial de la
España contemporánea.
3. La prosa didáctica
a) Feijoo
Una de las producciones más «ilustradas» del siglo XVIII español surgió de la
pluma de un benedictino, Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764), lo que puede dar idea
de la real necesidad de las reformas ilustradas en España y de su extensión a cierta
fracción de clase intelectual.
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Su obra magna es el Teatro Crítico Universal (1726-1740), ocho volúmenes con
118 discursos con los cuales trata de aclarar errores comunes tanto científicos como
populares; la misma intención encierran sus Cartas eruditas y curiosas (1742-1760),
280 discursos sobre las más variadas materias. En ambas obras Feijoo pone de
manifiesto su carácter ecléctico y pragmático, conciliador hasta cierto punto con los
avances científicos y filosóficos contemporáneos —lo que ya era demasiado para
buena parte de la sociedad española—; devoto de la verdad, Feijoo denuncia la
mentira en todas sus formas, con un espíritu moderno y combativo que todavía hoy se
puede admirar: condena la superstición, la beatería, la guerra, las finanzas y, en
resumen, todo aquello que atente en alguna forma contra la libertad y la dignidad del
ser humano —entendido como criatura divina—. Muy al tanto de las ideas de su
tiempo, su espíritu incansablemente curioso se expresa en un estilo conversacional y
libre, atendiendo como única norma al buen gusto y a la razón.
b) Jovellanos
Por su actitud vital y por su obra —quizá poco interesante literariamente—
Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811) es el mejor representante de la Ilustración
española; dedicado a la vida pública por vocación, sus estudios se centraron sobre los
más diversos aspectos de la ciencia y la cultura europeas: literatura, educación,
historia, economía…
Gran parte de sus escritos tuvieron valor en su época, aunque hoy sólo sirven para
ayudar a conocer la historia sociopolítica del siglo XVIII: así, el Elogio del marqués de
los Llanos o el Elogio de Carlos III; sus tareas de académico también motivaron
algunas de sus mejores piezas en prosa, como la Memoria sobre los espectáculos
públicos (1796) que la Academia de la Historia remitió al Consejo de Castilla
informando sobre el origen y función de las fiestas y espectáculos para luego
reglamentarlos. Pero quizá su obra fundamental sea el Informe en el expediente de
Ley Agraria (1795), en el cual, dejando aparte el estudio de problema agrario
español, sobresale el estilo cuidadoso y pulido, equilibrado y razonable que preside
las mejores obras de Jovellanos. Por fin, reseñar la Memoria en defensa de la Junta
Central (1811) por su patetismo y vehemencia extraños a su estilo característico,
debidos en gran parte a las adversas circunstancias que estaba atravesando el autor.
4. La poesía española, del Barroco al «rococó»
La fuerza de la lírica barroca se dejó sentir en España durante buena parte del
siglo XVIII; la imitación quevedesca —tanto de su poesía moral como de la satírica—
y gongorina —en vía tanto cultista como popular— será frecuente a principios de
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siglo, hasta el punto de que habrá de esperar hasta prácticamente el último tercio del
siglo para contemplar el triunfo de la poesía ilustrada. Esto no es de extrañar si
tenemos en cuenta lo que el barroquismo debía a la lírica clásica española, aquilatada
en los albores del Renacimiento y extendida hasta finales del siglo XVII: dos siglos
completos de tradición culta de los cuales era difícil zafarse.
Pero el cansancio de los moldes barrocos, agotados en su formalismo repetitivo,
se dejó sentir pronto; antes de mediados de siglo ha surgido entre ciertos poetas una
corriente neoclásica de «buen gusto», importada de la Francia clasicista, que lleva a
buen número de autores a aligerar el peso de sus composiciones tanto estilística como
temáticamente; se centra este poesía en aspectos amables de la vida fácilmente
aburguesada estilizando temas en gran medida aún barrocos. En resumen se trata de
una reinterpretación de la poesía clasicista anterior —bucolismo, sensualismo,
mitologismo—, pero aligerada de tal forma que se llega al amaneramiento, a la
sensiblería, a la frivolidad: estamos ante el arte «rococó», la última derivación de arte
barroco y primer paso hacia la poesía ilustrada.
a) Los poetas «rococó»
I. TORREPALMA. La mejor interpretación en clave «rococó» —esto es,
intrascendente, frívola y ligera— del arte barroco se encuentra en la obra del conde
de Torrepalma, Alonso Verdugo y Castilla (1706-1767); integrante de importantes
academias literarias —la del Trípode, en Granada; y la del Buen Gusto, en Madrid—
y académico de la Lengua, alcanzó notoriedad en su tiempo por un extenso poema
épico, Deucalión, narración de inspiración bíblica y ovidiana sobre el Diluvio; con un
leve aligeramiento del lenguaje gongorino, destaca por sus aciertos expresivos
carentes de complejidad.
II. PORCEL. Amigo y protegido de Torrepalma, el granadino José Antonio Porcel
(1715-1794) perteneció, como aquél, a las Academias del Trípode y del Buen Gusto.
A caballo entre la influencia de Góngora y la de Garcilaso, su obra poética (entre la
que destaca el poema mitológico Adonis) acusa un aligeramiento de los moldes de
expresión barroca; más aún que en otros poetas, en su producción se localizan temas
y motivos propios de la poesía rococó: mitología «miniaturizada», temas
intrascendentes, sensualismo refinado, decorativismo, etc.
b) La poética neoclásica: Luzán
La presencia de Ignacio de Luzán (1702-1754) es inexcusable a la hora de ofrecer
el más somero panorama de la literatura del siglo XVIII en España. Académico de la
Lengua, de Historia y de las Bellas Artes de San Fernando, así como buen conocedor
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de la literatura europea del momento, compuso su Poética en italiano (1728) para
verterla más tarde al español (1737); se trata de una obra fundamental para la
comprensión de la aclimatación y evolución de la poesía ilustrada en España, de la
cual es precedente, aunque no cultivador, pues su escasa obra poética carece de
profundidad y vigor. Defensor del clasicismo poético —esto es, de la recuperación
del equilibrio propio de la tradición culta española—, propone la fiel imitación de los
clásicos según recomendaban los preceptores italianos. Invita, por ello, a la imitación
de la verdad —verosimilitud— y a la guía de la razón, más que a un estéril servilismo
a modelos prefijados; flexible y ecléctico, pone la normativa —tomada de Aristóteles
— al servicio del arte, comprendiendo a la perfección los logros literarios de otros
momentos históricos.
5. Poesía ilustrada
La poesía ilustrada llega a España, como al resto de Europa, de la mano de la
burguesía; su intención era, por tanto, naturalmente renovadora, caracterizándose por
su afán utilitarista —resultado del moralismo pragmático del que la burguesía hacía
gala en este siglo XVIII—. Intentaba esta poesía ilustrada, como su nombre indica,
«ilustrar», «iluminar» la vida y la sociedad según los nuevos valores a los que el
«Siglo de las luces» estaba dando forma, con una orientación, a la vez que crítica con
respecto a lo antiguo, orientadora de la nueva sensibilidad.
Acoge, por tanto, cualquier tema que sirva a su intención, en tonos y estilos muy
distintos; sus características son la flexibilidad y la versatilidad temática y estilística,
aunque este tipo de poesía está siempre presidida por una claridad de ideas que
ocasionalmente puede desembocar en cierto prosaísmo del que los autores eran
conscientes: la tendencia de la poesía ilustrada a acercarse al discurso en prosa
responde, en este sentido, a un intento por aproximarse a la «verdad» según era
entendida por los ilustrados —verdad racional—.
a) Jovellanos
Acaso sea Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811) uno de los pilares de la
poesía ilustrada española: su consciente labor intelectual y su papel de funcionario
del Estado lo convierten en una figura respetada por el resto de los autores de este
siglo XVIII, quienes quedaron cautivados por la profundidad y rigor de su pensamiento
y por su ejercicio de la divulgación en todos los terrenos de la vida pública.
Sus composiciones poéticas más interesantes son las de intención crítica, con las
cuales pretendía arremeter contra los viejos valores proponiendo nuevas formas de
relación, conducta y convivencia. Destacan, por ello, sus dos sátiras A Arnesto, donde
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logra dar una forma adecuadamente ilustrada a un molde cuyos precedentes españoles
tanto distaban del equilibrio y la mesura que Jovellanos sabe imprimirle. Igualmente
logradas son sus diversas epístolas de intención didáctica, sirviéndose en este sentido
del género como lo habían hecho los clásicos romanos.
b) Meléndez Valdés
Muy influido por la obra de Jovellanos, Juan Meléndez Valdés (1754-1817) fue el
más complejo de los poetas españoles del siglo XVIII; con su variada obra —de tonos,
temas y actitudes diversas— marca la cima de la Ilustración española, perfectamente
resumida en sus versos al confluir en ellos las diversas tendencias poéticas del
momento, desde el «rococó» propio de sus odas anacreónticas —muy significativas
en su producción— hasta la vena prerromántica de sus composiciones religiosas y
costumbristas.
Lírico por naturaleza, su poesía rezuma la fina sensibilidad de la cual carece el
resto de la producción poética del XVIII español. Refinadamente sensuales, sus
primeras composiciones se insertan en la vía de composición anacreóntica que ya
algunos poetas habían cultivado durante el momento de transición del Barroco a la
Ilustración. Pero es en la poesía ilustrada, preocupada por la reforma nacional, donde
encontramos los mejores momentos de su expresión poética: excelentemente dotado
para la poesía, sabe imprimir fuerza lírica a temas cuya naturaleza parecía rechazarla;
como Jovellanos, se inclina por la denuncia de la injusticia y la sinrazón, en las cuales
localiza la raíz de la miseria humana y de los problemas nacionales. Por esta vía
llegará Meléndez a tonos prerrománticos de angustia y desesperanza, aunque en una
expresión abstracta y generalizada que lo aparta casi totalmente del pleno intimismo
romántico.
c) Otros poetas ilustrados
I. FRAY DIEGO GONZÁLEZ. Aunque no desprecia el tema amoroso, fray Diego
González (1732-1794) sobresale por su exaltación poética de los logros de la
Ilustración, concretamente cifrados en la Filosofía y las Ciencias; a la primera dedica
su extenso poema Las Edades del mundo, un poema didáctico en el que intenta
conciliar la tradición bíblica con las últimas consecuencias de la filosofía racionalista.
II. LOS FABULISTAS. Al didactismo del que hace gala la poesía ilustrada responde la
aparición en este siglo XVIII de los dos fabulistas más famosos de la literatura
española.
Las Fábulas literarias de Tomás de Iriarte (1750-1791) han sido generalmente
tenidas por mejor conseguidas que las de Samaniego. Efectivamente, estamos ante
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una obra plena de moral utilitarista, pero a la que Iriarte sabe imprimir innegables
valores estéticos; de sus Fábulas se ha dicho que «pintan» además de contar, por lo
que consigue del género el «instruir deleitando» tan grato a la literatura ilustrada. Sin
apartarse de su intención meramente didáctica, Iriarte sabe adornar equilibradamente
la verdad poética que respeta en todo momento:
«Un traje de colorines,
como el de los matachines,
cierta mona se vistió,
aunque más bien creo yo
que su amo la vestiría,
porque difícil sería
que tela y sastre encontrase.
El refrán lo dice: pase».
Sin embargo, las Fábulas en verso castellano de Félix María Samaniego
(1745-1801), aparte de la falta de novedad en los temas —tomados de los clásicos
Fedro y Esopo, y especialmente del francés La Fontaine—, pecan de simplismo
moralista y de una acusada tendencia al prosaísmo.
6. El prerromanticismo poético
La Ilustración había puesto las bases de un subjetivismo que bien pronto debió de
desbordarse para encontrar nuevas formas de expresión poética; de hecho, el ideal
humano ilustrado, filantrópico y altruista, llevaba en su seno los gérmenes del
«hombre sensible» que dominará el ideal romántico.
Así pues, ciertos poetas ilustrados presentaban ya con insistencia temas propios
del posterior momento prerromántico: temas filosóficos trascendidos desde una
óptica subjetivista, el sentimiento de soledad e insolidaridad, la melancolía, la
limitación de la naturaleza, etc. La expresión experimentará una revolución sensible,
con una continua ruptura del ritmo, una tendencia a la exclamación, potenciación de
la sonoridad, etc. Todas estas notas novedosas se pueden localizar con relativa
facilidad en algunos versos de Jovellanos y Meléndez Valdés, pero alcanzarán su
máxima expresión en otros autores.
Los dos poetas españoles más significativamente prerrománticos presentan ideas
políticas afines: ambos son liberales y mueren en el destierro. En la poesía de Nicasio
Álvarez de Cienfuegos (1764-1809) encontramos una preocupación por las
condiciones de vida de las clases populares que adelantan ya el costumbrismo más
políticamente radical de los autores románticos; más significativa aún, si cabe, es la
forma revolucionaria de sus versos, que rompen con lo establecido en el siglo XVIII
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español:
«Y cuando ya la muerte se levante
a romper nuestra unión, ¡pruebe conmigo
su hierro! ¡Oh muerte, en mi cerviz descarga
tu primer furor!…».
Por su parte, Francisco Sánchez Barbero (1764-1819) presenta una poesía
políticamente más comprometida que la de Cienfuegos; composiciones como El
patriotismo o La invasión francesa en 1808 adelantan posturas propias de los
siglos XIX y XX, marcadas por contenidos hasta ahora extraños a la poesía y que no
siempre saben encontrar una expresión apropiada.
Distinto es el caso de Manuel José Quintana (1772-1857); aunque participa con
los anteriores de su compromiso político liberal, por otro lado es uno de los mejores
cantores de la Ilustración del XVIII y, en general, de los avances científicos de la
época, estando alentada su obra por los ideales humanitaristas ilustrados.
Formalmente, Quintana es uno de los más sobrios y ajustados poetas neoclásicos
españoles, pretendiendo en todo momento la expresión de la «verdad poética».
7. Teatro español del siglo XVIII
a) Pervivencias tradicionales
Hasta mediados de siglo, el teatro español continúa, con mayor o menor
resistencia, el drama del Siglo de Oro, considerando en la mayoría de los casos a
Calderón como modelo difícilmente superable; pero, al mismo tiempo que seguía las
fórmulas ya fijadas por el Barroco, el teatro se iba revistiendo de una nueva forma
más acorde con las influencias que le llegaban de allende los Pirineos. Así pues,
tenemos, como en poesía, un momento que podemos considerar de teatro «rococó»,
cuando los temas típicamente barrocos comienzan a ilustrarse con una intención
neoclásica; este tipo de producción lo llevarían a la práctica, entre otros, autores
como Antonio de Zamora y José de Cañizares. Se explica así la pervivencia de la
obra calderoniana en los escenarios españoles, aunque conforme avanza el siglo la
frecuencia de tales representaciones es menor, así como su duración en cartelera.
Poco a poco, el teatro clásico español va siendo arrinconado para dejar paso a
nuevas fórmulas de expresión dramática: se prohíbe la escenificación de autos
sacramentales en 1765 y en 1780 desaparecen los entremeses, escasamente
representados durante este siglo XVIII. Sólo sobrevive el sainete debido concretamente
al peso específico de la obra de Ramón de la Cruz (1731-1794), cuya amplia
producción sabe encontrar el equilibrio y la consistencia necesarios para una atinada
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sátira de las costumbres contemporáneas. En obras como La pradera de San Isidro,
Las tertulias de Madrid o Manolo, Ramón de la Cruz encuentra un pretexto para la
ridiculización del nuevo siglo y la exaltación de los valores tradicionales («castizos»,
podríamos decir) de la sociedad española. Sus sainetes ofrecen así la acaso mejor
muestra de la pervivencia de la comedia tradicional española, hasta el punto de que
un neoclásico como Moratín dijo de él que «fue el único de quien puede decirse que
se acercó en aquel tiempo a conocer la índole de la buena comedia».
b) La tragedia neoclásica
En España, la tragedia neoclásica se aclimató de forma muy determinada por el
influjo de la Corte, que estuvo interesada en hacer del teatro de los Sitios Reales lugar
de «ilustración moral» por medio de la escena. Para ello echaron mano de los clásicos
franceses Corneille y Racine, aquél quizá más cerca del gusto español, pero más
admirado éste por la perfección que sabe imprimir a sus versos.
Aparte de versiones de obras francesas como Cinna, Andrómaca, Polyeucto o
Británico, poco reseñables resultan las tragedias españolas originales, y menos aún si
nos ceñimos a las más estrictamente neoclásicas. En este terreno habría que citar la
obra trágica de Nicolás Fernández de Moratín —Moratín «padre»—, más por su labor
formativa para con la obra de su hijo que por sus propios valores literarios: tragedias
como Lucrecia, Hormesinda y Guzmán el Bueno encierran una finalidad didáctica
moral al pretender la formación del espectador como buen ciudadano.
Curiosamente, la mejor tragedia neoclásica española salió de la pluma de Vicente
García de la Huerta (1734-1787), un escritor en todo contrario a la nueva estética; su
Raquel (1772) fue en realidad un reto a los neoclasicistas, en quienes veía a unos
torpes imitadores faltos de imaginación. El resultado es, formalmente, la más
respetuosa de las tragedias neoclásicas españolas, aunque se la criticó por la moral
tradicionalista y nobiliaria que de ella se desprendía.
c) La comedia neoclásica: Moratín
La comedia neoclásica española tiene su origen en el didactismo costumbrista de
ciertas comedias de finales del siglo XVII; pero será a partir de la segunda mitad del
siglo XVIII cuando esta finalidad moral sea inherente al género, que adopta una forma
neoclásica para seguir así la máxima del «instruir deleitando».
Otra vez debemos señalar a Nicolás Fernández de Moratín como iniciador de este
género en España: su Petimetra (1762) intenta remediar con su regularidad el exceso
formalista de obras anteriores, aunque con más voluntad que efectividad. Lo mismo
podríamos decir de obras como El señorito mimado y La señorita mal criada de
Tomás de Iriarte, que ya a finales de siglo logra acercarse a la fórmula didáctico-
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moral en la cual se expresa la comedia neoclásica. Por último, debemos recordar el
éxito popular de algunas «comedias lacrimosas», versiones en su mayoría de obras
francesas cuyo tema predominante eran los problemas conyugales; la sensiblería y
patetismo de que hacen gala estos dramas nos orientan inequívocamente sobre el
público predominantemente burgués propio de este tipo de producciones.
Pero será Leandro Fernández de Moratín —el «Moratín» por excelencia— quien
llevará a su máxima expresión la comedia del siglo XVIII, convirtiéndose en uno de
los autores —y no sólo dramaturgo— más interesantes de este siglo XVIII. Nacido en
Madrid, fue protegido de Godoy, lo que le facilitó viajar por diversos países europeos
—Francia, Inglaterra e Italia—; afrancesado decidido, fue nombrado Bibliotecario
Mayor durante la invasión napoleónica hasta que, expulsadas las tropas extranjeras,
debió partir a París, donde murió en 1828.
Su primera comedia, El viejo y la niña (1790) se encontró con idéntica dificultad
a la arrostrada por su padre e Iriarte: el desinterés del público por una pieza
absolutamente carente de truculencia, opuesta al tipo acostumbrado desde hacía un
siglo. De cualquier forma, Moratín no se desanimó y siguió tratando en el resto de su
producción cómica el tema que le interesaba desde esta primera obra: el de la
paternidad como forma de tiranía contra la cual sólo el individuo puede luchar. En La
Mojigata (1804) expone con mayor claridad el tema de la autoridad paterna que corre
el peligro de desembocar en tiranía.
La Comedia Nueva o El Café (1792) es una sátira de la vulgaridad en general,
aunque en esta ocasión se centra en la ridiculización de buena parte del teatro
imperante en su época, cargado de resabios barroquizantes; aparte de sus valores
satíricos, no se debe dejar de lado lo que La Comedia Nueva encierra de teorización
neoclasicista, con tales aciertos escénicos que aun hoy puede resultar amena.
Pero fue El sí de las niñas (1805), inspirada sobre todo en L’école des mères de
Marivaux, la mejor expresión de las ideas e intenciones dramáticas de Moratín. En
ella don Diego, tío de Carlos, cede a éste la mano de su prometida, la joven doña
Paquita, al comprender que ellos están enamorados, frente a la simple conveniencia
«mercantilista» con la cual él mismo iba a contraer matrimonio con la muchacha. En
un estilo natural y cuidado —sirviéndose para ello de la prosa, excepcional en el
teatro de la época—, Moratín critica en El sí de las niñas la desproporción existente
entre la autoridad paterna y la obediencia debida por los hijos, justificando en gran
medida la rebelión de éstos frente al padre-tirano. La actitud «razonable» de la que
hacen gala los rivales amorosos (el joven don Carlos y el tío de la joven, su futuro
«esposo forzoso») pone el contrapunto de necesario equilibrio a un tema —el del
matrimonio por conveniencia contra el matrimonio por amor— que podía encrespar
los ánimos del público de finales del siglo XVIII.
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La literatura «setencentista» en Italia
1. Doctrinarios de la Ilustración
En general, Italia tiene poco que decir en el panorama de la literatura en este
siglo XVIII, a lo que contribuye en gran medida la fuerte influencia francesa —muchas
veces incluso de gobierno— a la que se ve sometida buena parte de las cortes
italianas. Aun así, la cultura italiana se resistió fuertemente a las ideas ilustradas,
posiblemente por haber sido Italia la cuna de la interpretación clasicista de la cultura
europea. Recordemos, en este sentido, la readaptación del clasicismo por parte de la
Arcadia, cuya labor se continuará decididamente en este siglo. En resumen, buena
parte de la literatura italiana del siglo XVIII es un intento de superación, a rastras con
él, del barroquismo seiscentista, aunque revestido en ocasiones de pensamiento
progresista.
a) La obra de Vico
La entrada de Italia en la órbita del pensamiento ilustrado burgués se debe a la
obra del napolitano Giambattista Vico (1668-1744), cuya obra no tuvo en realidad la
acogida que habría sido de esperar para la puesta al día de la cultura italiana. De
hecho, Vico debió dedicarse durante toda su vida a la enseñanza para poder subsistir,
sin lograr la dedicación a la divulgación que siempre había pretendido.
Autor de obras diversas, muchas de ellas en latín —lo que da idea de su
entronque aún humanista—, sobresale en la historia literaria italiana por su obra
Ciencia nueva (Scienza nuova), cuya versión definitiva data de 1743. Frente al
racionalismo cartesiano, Vico reivindica la sentimentalidad como forma de
entendimiento del y con el mundo: «de mi sufrimiento, por ejemplo, no puedo captar
ni la naturaleza ni el límite» —afirmaba en contra de los principios de claridad y
distinción de la filosofía cartesiana—; «luego la percepción que de él tengo es
infinita, y esta infinitud demuestra la grandeza de la naturaleza humana». La Ciencia
nueva de Vico pretende demostrar, en definitiva, que existe entre los hombres una
identidad que no proviene de la razón, sino del sentimiento en tanto que «sentido
común» —esto es, sentido por el género humano en su totalidad—.
Estilísticamente, Vico no sabe revestir la novedad de su pensamiento de una
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forma igualmente novedosa. Su prosa, imaginativa y potente, resulta de difícil lectura
por lo retorcido y atormentado de su expresión, en una deuda barroquizante de la que
no puede librarse.
b) Difusión de las ideas ilustradas
Si la obra de Vico pone las bases filosóficas sobre las que se asienta la nueva
ideología ilustrada, quizá sea más significativo el conjunto de producción de otros
intelectuales que incide directamente sobre la sociedad italiana.
I. LA HISTORIOGRAFÍA. Uno de los más influyentes fue Ludovico Antonio Muratori
(1672-1750), el creador del género historiográfico moderno en Italia; su monumental
obra responde a su empeño por poner al día la compleja historia italiana, guiado por
un rigor y exhaustividad científica que animó a otros personajes a colaborar en tan
magna empresa. Sus estudios más acertados son los referentes a la Edad Media:
Rerum italicarum scriptores (Escritores de los sucesos italianos) y Antiquitates
italicae medii aevi (Antigüedades italianas del medievo), que recuperaron el pasado
medieval para los posteriores historiadores, novelistas y poetas interesados en tal
etapa histórica, misteriosa pero grandiosa para sus contemporáneos.
II. EL PERIODISMO. El papel de los periódicos fue decisivo en la configuración de la
nueva sensibilidad burguesa, especialmente en los países europeos más avanzados.
También algunos doctrinarios italianos se sirvieron del recién nacido vehículo de
difusión, un medio de cultura al que la burguesía accedió en masa y que constituía un
excelente aparato ideológico para legitimar el nuevo gusto burgués. El primer
periódico italiano de carácter cultural enciclopédico fue Il Caffe (El Café), fundado
por el magistrado Pietro Verri y que estuvo en la calle entre 1764 y 1768; sin
embargo, el periodista más influyente en Italia fue Giuseppe Gozzi (1713-1786), cuya
Gazzetta Veneta modeló sobre el estilo inglés por su tendencia a la amena sátira de
costumbres con intenciones didácticas. Carácter más estrictamente cultural tuvo su
periódico L’osservatorio veneto, de contenido muy variado —entre el que se
contaban las colaboraciones literarias: diálogos, fábulas y cuentos, principalmente—.
III. EL DERECHO. El espíritu burgués que la Ilustración europea proponía acentuó en
determinados intelectuales el interés por los aspectos teóricos y prácticos de las leyes
y por su necesaria renovación según los nuevos tiempos. Este movimiento legalista
tuvo especial incidencia en Francia (Montesquieu, Rousseau); a Italia llegó de la
mano de Cesare Bonesana, marqués de Beccaria (1738-1790), quien confesaba que la
cultura francesa le había devuelto el sentimiento ahogado por su educación fanática.
Su obra De los delitos y las penas intenta revisar los principios del Derecho Penal
italiano, proponiendo, ante todo, el respeto a los «derechos del hombre» —
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pensamiento de deuda ilustrada francesa— mediante la abolición, principalmente, de
la tortura y la pena de muerte.
IV. LA CRÍTICA LITERARIA. En el siglo XVIII el «gusto» —categoría claramente
subjetivista y sensible— se convierte progresivamente en la clave de interpretación y
valoración de la literatura; se abandona la normativa aristotélica y, conforme avanza
el siglo, el irracionalismo se adueña de la crítica, dominada a partir de entonces por
duras polémicas literarias.
El jesuita Saverio Bettinelli (1718-1808) inició la más famosa y perdurable de
ellas con la publicación anónima, en 1756, de las Cartas Virgilianas, una demoledora
crítica de Dante: Virgilio escribe a los arcades, maravillándose de que Dante afirme
haber tomado de él su bárbaro, rudo e intolerable estilo. Las protestas no se hicieron
esperar y Bettinelli replicó con las Cartas inglesas, acusando de intrascendente a la
poesía italiana, de la cual, exceptuando a Petrarca, pocos fragmentos pueden salvarse.
Igualmente peculiar es el entendimiento de la literatura por parte de Melchor
Cesarotti (1730-1808), interesado por aspectos teóricos del sentimiento del gusto
estético y por la filosofía del lenguaje. Muy al tanto de la cultura extranjera, fue uno
de los más comprensivos para con el prerromanticismo inglés y alemán, que lo
animaron a la traducción del falso bardo Ossian y de Homero.
V. CARTAS Y MEMORIAS. Ya desde finales del siglo XVII el interés por la vida propia,
cifrada en clave de impresiones personales, se había convertido en característico de
una producción epistolar esencialmente autobiográfica con la cual descubrir el mundo
en su traducción subjetiva.
Francesco Algarotti (1712-1764) fue uno de los más tempranos introductores del
subjetivismo en la literatura italiana con la consignación en su correspondencia de sus
impresiones sobre diversos países europeos (Francia, Inglaterra, Rusia, etc.). Pero las
Cartas familiares de Giuseppe Baretti (1719-1789) acaso resulten literariamente
mejor logradas; en un estilo vivo y suelto, Baretti describe en ellas sus impresiones
sobre España y Portugal. Su atención se centra, sin embargo, sobre Inglaterra, país en
el cual cifra las posibilidades de progreso nacional, lamentando, ante su
contemplación, la miseria económica y cultural de su patria.
2. Poesía italiana del XVIII
a) El arcadismo
Aunque en realidad el arcadismo poético se elabora en el siglo anterior
(Volumen 4, Epígrafe 5.b. del Capítulo 5), sus consecuencias se dejarán sentir de
forma decisiva en este siglo XVIII. Los arcades tenían en Teócrito y Virgilio los
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modelos de su poesía, que supone en realidad una de las últimas pervivencias del
clasicismo en Italia; en general, proponen la imitación de los clásicos grecorromanos
en su sentido más inmediato y natural (esto es, en su sentido más refinadamente
«ingenuo» y sencillo). Con su estilo aburguesado, el arcadismo pretende una reacción
ante el barroquismo anterior, aunque no logra más que una afectación amanerada y
sensiblera que desemboca en el estilo «rococó» como modo de transición entre
Barroco e Ilustración.
La más perfecta muestra de este tipo de poesía la encontraremos en los versos del
melodramático Metastasio, pero el terreno estrictamente poético lo abonaron autores
como Paolo Rolli (1687-1765).y Carlo Frugoni (1692-1768). El primero de ellos es
un poeta fácilmente convencional cuya producción se orienta a un artificioso
bucolismo; Frugoini, por el contrario, fue uno de los más afamados poetas de la
Arcadia italiana: como poeta de cámara sobresale por sus poemas de circunstancias,
frívolos y agudos; sus composiciones más ambiciosas pecan, sin embargo, de un
exceso de artificiosa grandiosidad motivada por su preferencia por los temas bíblicos.
b) La sátira: Parini
La mejor voz poética del siglo XVIII italiano le corresponde a Giuseppe Parini
(1729-1799); nacido en Bosisio, tomó en Milán las órdenes sagradas y sirvió como
preceptor y capellán en la casa de los condes de Subelloni hasta 1762, cuando
renunció a su cargo como protesta por las injusticias cometidas por la condesa para
con una criada. Este incidente nos puede dar una idea del afán de denuncia social de
su poesía, la más atinadamente satírica con respecto a la sociedad contemporánea;
pero si su ideal de justicia nos acerca en algo a los románticos, su molde de expresión
—la sátira— y el tono de su obra es marcadamente ilustrado, proponiendo una
renovación en clave moral burguesa de la sociedad de su tiempo, anclada aún en
fórmulas de relación tradicionales.
Su obra supone una renovación de los clásicos según la clave moralista que la
literatura burguesa del siglo XVIII proponía. Según esta orientación compone su mejor
obra, El Día (Il Giorno), cuyas dos primeras partes («La mañana» y «El mediodía»)
se publicaron en 1763 y 1765, mientras que las restantes («La tarde» y «La noche»)
aparecieron incompletas póstumamente. El Día presenta en clave irónica la vida
cotidiana de un rico milanés, en la que las tonterías son problemas; los pasatiempos,
ocupaciones; y las frivolidades, asuntos decisivos. Todo ello sazonado con la
presencia de un fatuo preceptor cuyas zumbonas lecciones vienen a reforzar ese
sentido despreocupado e insulso de la vida. Los episodios se suceden con
perspectivas variadas, lo que le ofrece al poema objetividad y una singular fuerza
expresiva. El estilo perifrástico y alusivo, también constantemente ironizado con sus
falsos cultismos, su huero mitologismo y sus bárbaros galicismos, contribuye
igualmente a realizar una efectiva ridiculización de las pretensiones de un siglo cuyo
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cosmopolitismo encubre su inconsistencia y vacuidad.
Las Odas de Parini, compuestas entre 1757 y 1795, poco añaden al valor de su
obra; destaquemos, sin embargo, su sentido igualmente didáctico-moral, combatiendo
cualquier tipo de injusticia y propugnando el culto a la honestidad y la dignidad.
Sobresale entre ellas La caída (La caduta), quizás una de las obras maestras de la
lírica de Parini por su hondo patetismo.
3. Los géneros dramáticos
En este siglo XVIII, Italia sigue sin lograr el molde de expresión dramática de corte
nacional que se había empeñado en desarrollar desde los inicios de la Edad Moderna;
a grandes rasgos, el drama setecentista italiano insiste en la vía de producción culta y
continúa los postulados clasicistas heredados. Por ello, sólo puede definirse como
intento de renovación teatral la obra de Goldoni, que se aparta conscientemente de tal
influencia para modelar su comedia según el estilo popular.
Por otra parte, el acompañamiento musical es decisivo en la representación del
teatro italiano contemporáneo: Italia es la cuna de la ópera, exportada como
producción más influyente al resto de las literaturas europeas. Pero, literariamente
hablando, pocas de las piezas musicadas de este siglo XVIII merecen ser reseñadas, si
dejamos aparte la obra de Metastasio, el más influyente de los dramaturgos italianos
contemporáneos —aunque no por ello el de mayor valía—. También en el siglo XVIII
tomo forma como género la ópera bufa; se trata de una derivación del melodrama que
abandona los temas heroicos y cultos para tomar asuntos propios de la comedia
popular, hermanando música y humor. Frente a ella, el drama culto siguió lastrado
por el peso del «arcadismo»: los arcades potenciaron el cultivo tanto del melodrama
—confiados en que la música, como en la Antigüedad, era indispensable para la
puesta en escena—, como de la tragedia, género este último en el cual Italia carecía
de precedentes.
En resumen, el teatro setecentista italiano sigue dominado por un clasicismo
formal que se reviste ahora con fórmulas de pensamiento ligeramente aburguesadas.
Sólo la comedia, por mano de Goldoni, consigue una decisiva reorientación en el
siglo XVIII, pues en realidad el resto de los géneros está llamado a responder,
únicamente, a su propio momento histórico, desapareciendo sin dejar mayor
descendencia (aunque, por otra parte, logró atraer —en el caso del melodrama y de la
ópera— al público burgués italiano, que acudió a las representaciones como símbolo
de prestigio social).
a) Metastasio y el melodrama
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La idea de la composición melodramática no era en modo alguno original en
Italia, que había conocido el género por medio de Rinuccini a principios del
siglo XVII; pero sería el romano Pietro Trapassi, «Metastasio» (1698-1782), el
encargado de darle su forma definitiva. Como arcade, Metastasio estuvo convencido
de que la tragedia moderna, de inspiración clasicista, debía seguir en todo el modelo
impuesto en la Grecia clásica, para lo que defendió la idea de musicar las piezas
según el gusto contemporáneo. Metastasio, que estuvo en contacto con famosos
cantantes y actores de la época, se inició en el género con Dido abandonada, que
señalaría el camino a seguir para sus sucesivos triunfos (Semírame, La clemencia de
Tito, Aquiles en Sciros, etc.).
El éxito del melodrama de Metastasio estuvo claramente determinado por su
inserción en su momento histórico, cuyo gusto cifraba en la «emoción» —potenciada
por la música— la clave de la estética burguesa; como producción literaria —esto es,
desgajado de su orquestación musical—, el melodrama pierde prácticamente todo su
sentido: el género gozó del favor del público porque reflejaba a la perfección el
espíritu de la época. La sociedad que admiró a Metastasio —no sólo en Italia, sino
también en el resto de Europa, y especialmente en Francia— se caracterizaba por su
concepto frívolo de la vida, hasta el punto de gustar del ropaje graciosamente ficticio
en que aparecía envuelto el sentimiento heroico.
Por su ajuste a un esquema melódico y métrico que recomendaba la precisión y la
concisión, a la obra de Metastasio se le debe la definitiva liquidación de los resabios
barroquizantes que aún conservaba la Arcadia italiana; su estilo elegante, armónico
—quizás en exceso, en detrimento del contenido— y su encantador lirismo pueden
parecernos hoy artificiosos, pero no dejan en momento alguno de ser encantadores.
En lo que se refiere a los caracteres, su acercamiento a las fórmulas convencionales
posibilitó cierta suavización del patetismo efectista que impregnaba buena parte de la
producción dramática contemporánea; su caracterización por medio del diálogo
rítmico depuró igualmente gran parte de la retórica dramática, que ganó en concisión
y claridad.
b) La tragedia: Alfieri
La labor de renovación del género trágico italiano, realizada en clave neoclásica,
tiene su antecedente en la labor teórica del arcade Giovanni Vicenzo Gravina
(Volumen 4, Epígrafe 5.b. del Capítulo 5). La producción trágica sigue, por ello, los
presupuestos del clasicismo culto tradicional, aunque con un toque de burguesismo
edificante que la diferencia de la anterior; sus modelos clásicos están preferentemente
mediatizados por la literatura francesa, siguiendo a Corneille y a Racine en versiones
adaptadas al gusto italiano.
Los mejores trágicos italianos del XVIII superan, sin embargo, la influencia
francesa para beber directamente de las fuentes griegas o asimilar la tragedia
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shakespeareana. Así, el conde de Maffei (1675-1755) compuso su Merope según los
modelos griegos; esta obra alcanzó gran resonancia en su tiempo, llegando a ser
refundida en Inglaterra por Pope y en Francia por Voltaire. Antonio Conti
(1677-1749) es, por su lado, el más claro seguidor de la tragedia inglesa en Italia;
prefiere los temas de la obra de Shakespeare con resonancias históricas y políticas
(Julio César, Marco Bruto) y se le considera, en este sentido, como precursor de
Alfieri.
Vittorio Alfieri (1749-1803), que por sus ideas anticipa el Romanticismo
nacional, es el mejor tragediógrafo neoclásico italiano. Efectivamente, se ha señalado
que el tema fundamental de su amplia obra es el culto a la libertad y su aversión hacia
toda forma de tiranía; en sus producciones hay mucho de propaganda política, y de
hecho fue consciente —como más tarde algunos románticos— de que la literatura era
en realidad un arma de opinión, un instrumento de verdad civil con la cual el escritor
se hallaba obligado a batallar en medio de una sociedad injusta.
Sin embargo, formalmente Alfieri es el más neoclásico de los dramaturgos
italianos del siglo XVIII; su obra no encuentra, en este sentido, una forma apropiada
para la expresión de los nuevos ideales revolucionarios y, como resultado, su tragedia
resulta más esforzada que inspirada. No sucede así en sus producciones en prosa,
animadas por un aliento individualista del que carece su obra dramática:
composiciones como De la tiranía (1777), La Etruria vengada —justificación y
apología del tiranicidio— y, sobre todo, la Historia de mi vida, una vibrante
autobiografía, resultan hoy día acaso más interesantes que su producciones trágicas,
lastradas por el peso de una normativa a la que confía —falto de visión— el peso de
su teatro.
Alfieri compuso sus diecinueve tragedias entre 1775 y 1789, entresacando para
ellas asuntos de la Antigüedad a los que proporcionó un sesgo de contemporaneidad
mediante la violenta denuncia, en tono moral burgués, de los conflictos trágicos
(Polinice, Merope, Antígona, Agamenón, Bruto, etc.); otras veces echó mano de
asuntos modernos cuyo planteamiento se prestaba a la solución trágica —incluso
temas ya usados por otros tragediógrafos—: Filippo (sobre Felipe II y el príncipe don
Carlos, tema del que también se sirviera Schiller), La conjuración de los Pazzi, etc.
En todas ellas se advierte su esfuerzo de composición —su sometimiento a una
normativa extraña en ocasiones al asunto— y su recurrencia a frecuentes apriorismos
teóricos: así, dispone la acción de forma sencilla y esquemática, haciendo participar
en ella al menor número posible de personajes; éstos, a su vez, se desenvuelven en un
marco condicionado por las tres unidades dramáticas, lo cual, más que favorecer el
desarrollo de la escena, lo entorpece.
Con su estilo sencillo y casi sentencioso, sus obras prefieren la expresión violenta
y conflictiva al análisis psicológico, creando una tensión dramática pocas veces
superable; su arte, que surge más de una fría resolución que de una fantasía enérgica,
supuso sin embargo una saludable reacción contra la empalagosa afectación propia
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del teatro arcádico.
4. Goldoni y la comedia burguesa
a) Situación de la comedia italiana
La comedia italiana, que había tenido en épocas anteriores su mejor
representación en la popular commedia dell’arte, no supo salir a tiempo, mediante su
renovación, de esa vía muerta de falso populismo por donde iba a acabar transitando.
En el siglo XVIII la comedia se hallaba, en consecuencia, en una situación deplorable,
que el mismo Goldoni describe de la siguiente manera en sus Memorias:
«Detestables arlequinadas, intrigas escandalosas, equívocos
groseros, obras tan ridículamente imaginadas como torpemente
construidas, sin idea alguna de las costumbres, sin sombra de plan, que
lejos de llenar el principal objeto, el fin más respetable de la comedia, la
corrección del vicio, esas desdichadas farsas lo comentaban al
contrario, excitando la risa del populacho ignorante y de una juventud
sin freno, sin hábitos».
Goldoni se lamenta, en definitiva, de la falta de «moralidad» de la comedia
contemporánea; él mismo traducirá los anhelos y las preocupaciones de la clase
media italiana a la clave burguesa que la escena cómica requería desde hacía más de
un siglo. Su optimismo vitalista, agudo y sincero en la captación de la realidad
circundante; su tendencia a la sensualidad y su constante preocupación por la
moralización de la vida pública, lo ponían en una posición envidiable para hacerse
dueño de la escena cómica italiana en el siglo XVIII.
b) Goldoni: renovación de la comedia italiana
Curiosamente, Carlo Goldoni (1707-1793), veneciano, comenzó componiendo en
su ciudad comedias en todo respetuosas con las convenciones de la commedia
dell’arte; sólo progresivamente, y más por propio convencimiento que por una
normativa extraña, fue Goldoni eliminando los elementos característicos de este tipo
de comedia para ir creando una «comedia de caracteres» típicamente burguesa.
Primero comenzó componiendo la parte correspondiente a la intervención del
protagonista, rompiendo así con la total improvisación característica de la commedia
dell’arte; más tarde escribió las comedias completas y, por fin, eliminó los arquetipos
cómicos —Arlequín, Pulcinella, Scaramuccia, etc.— para sustituirlos por personajes
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reales y, por tanto, dramáticamente más libres y complejos. Sólo cuando Goldoni dé
este último paso —el de la individualización de los personajes— podremos hablar de
la configuración de una «comedia burguesa» en Italia.
La comedia goldoniana es «ilustrada» casi desde los inicios mismos de su
producción, aunque sólo logra hacerse «burguesa» en su madurez, cuando le concede
voz al protagonista, individualizado y subjetivado en la escena, para la discusión y la
final resolución de sus propios problemas sobre las tablas. Por ello es frecuente que
se sirva, aun en sus últimas comedias, del «prototipo» de veneciano por excelencia: el
burgués práctico, el mercader incorruptible cuyo sentido común y recta virtud
«ilustra» la escena en sentido neoclásico; reconoce, igualmente, en la pasión amorosa
el lugar de convivencia por definición de esa clase burguesa optimista y vitalista: por
ello, muchos de sus tipos femeninos resultan inolvidables al personificar la
profundidad y raigambre popular del pensamiento moral sexual, excelente y
verosímilmente llevado a la escena en obras como La posadera (La locandiera), La
criada adicta (La serva amorosa) o La esposa prudente (La moglie saggia).
Aunque Goldoni suele servirse indistintamente en sus comedias tanto del italiano
(toscano) como del dialecto veneciano, no debemos olvidar las que compusiera
únicamente en su dialecto natal: sobresalen la trilogía sobre el veraneo (Le smanie
della villeggiatura, Le avventure della villeggiatura e Il ritorno dalla villeggiatura) y
Sior Todaro Brontolón (Don Todaro Regañón). Su recurrencia a ambos dialectos —
toscano y veneciano— se debe a su convencimiento de que la escena debe recoger el
«habla media» de la sociedad a la que se dirige; así, su teatro no sobresale nunca por
su brillantez, si bien destaca por su claridad pese a cometer incorrecciones debidas
únicamente al habla popular.
La renovación cómica goldoniana no fue entendida ni por buena parte del público
—sobre todo en sus años de madurez— ni por los sectores más tradicionalistas de
escritores cómicos; en gran medida abandonado por la crítica y por el público,
Goldoni pasó los últimos años de su vida en Francia, donde se le asignó una
miserable pensión que completaba con algunos ingresos por la representación de sus
comedias italianas en París. En esa ciudad murió en la más absoluta miseria, enfermo
y abandonado; el gobierno revolucionario, que le había retirado la pensión, se la
restituyó, simbólicamente, al día siguiente de su muerte.
c) Adversarios de la renovación: Gozzi
Ya hemos anotado la oposición que, por parte de ciertos autores tradicionalistas,
encontró la renovación cómica de Goldoni. Uno de los más representativos de estos
dramaturgos fue Carlo Gozzi (1720-1806), cuya pretensión fundamental fue la de
incorporar decididamente al teatro el elemento maravilloso tan frecuente en la
comedia popular.
Sus diez Fábulas dramáticas alternan lo prodigioso y fantástico con lo verosímil,
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aunque siempre el exceso de literariedad y saber libresco entorpezca el desarrollo de
la acción. A pesar de ello, su comedia El amor de las tres naranjas (L’amore delle tre
mellarance, 1761) obtuvo un éxito clamoroso; y Turandot, muy influyente en el
teatro europeo contemporáneo, llegó a ser revisada por Schiller para su
representación en el teatro de Weimar.
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La Ilustración alemana
1. La vida literaria alemana en el siglo XVIII
Después de la Guerra de los Treinta Años, Alemania había quedado fragmentada
en unos trescientos territorios independientes y una infinidad de regiones y ciudades
semiautónomas; en tales territorios escaseaban los recursos económicos, pues dado el
exiguo número de súbditos —oprimidos no sólo económicamente, sino también
políticamente—, apenas podía mantenerse el aparato burocrático. En estas
condiciones, decae la rica y variada producción literaria propiciada por las cortes, a la
par que desaparecen los poetas cortesanos. Al igual que en otros países europeos, la
burguesía se hace inmediatamente con el control de la producción literaria: las
ciudades libres del Imperio, y más tarde otras zonas, donde se ha desarrollado una
pujante burguesía industrial y mercantil, se convierten de este modo en foco de
producción y consumo literarios; ciudades como Leipzig conocen la aparición de
círculos culturales y la implantación de una competitiva industria del libro; por su
parte, los ayuntamientos —célula de vida pública burguesa— se unen al esfuerzo de
los particulares mediante la puesta en marcha de numerosos teatros y óperas
municipales.
Aunque en realidad sólo el uno por ciento de la población alemana podía
considerarse lectora de literatura «seria», este sector se convirtió en una verdadera
fracción de clase intelectual, formada e «ilustrada», que determinó el desarrollo de la
literatura del momento y el afán de cultura característico de la Alemania del
siglo XVIII. En este «ilustracionismo» (Aufklärung) desempeñaron un papel relevante
los semanarios y diarios moralizantes, aunque no alcanzaran la altura y la influencia
de periódicos ingleses como The Spectator o The Tatler. La revolución en el mundo
del libro fue inmensa, hasta el punto de que en el siglo XVIII se encuentra el origen de
la actual pujanza del mercado editorial alemán; aunque desde el siglo XV habían
existido ferias del libro en Leipzig o Frankfurt, sólo el capitalismo alemán del XVIII
lograría que editores, distribuidores, libreros y escritores vieran en la literatura un
efectivo modo de producción; aunque no todos los autores llegaron a «literatos
independientes», maestros como Lessing, Klopstock o Goethe lograron vivir
cómodamente con el solo ejercicio de la literatura.
La demanda de una renovada producción literaria —no cortesana— determinó la
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aparición de un nuevo tipo de escritor, el poeta burgués, que, amparado en el
desarrollo de un mercado independiente del libro, se vio obligado a constituirse en
«literato libre». Sin embargo, los resultados de esta independencia literaria no se
dejaron sentir hasta bien entrado el siglo XVIII: el primer tercio del siglo encuentra en
la literatura alemana más pervivencias barrocas de las que serían de esperar en un
país de clara tradición protestante; una vez superado el barroquismo formal, las letras
se debaten, hasta 1770 aproximadamente, entre la influencia francesa y la inglesa
(defendidas, respectivamente, por Gottsched y por los profesores suizos Bodmer y
Breitinger). Al mismo tiempo que triunfa una Ilustración nacional de la mano de
Klopstock, Lessing y Wieland, Alemania conoce su entrada en crisis con la irrupción
del prerromántico movimiento Sturm und Drang (literalmente, «Tempestad y
empuje», 1767-1785); y, por fin, para terminar de enturbiar el panorama, los dos
grandes genios del prerromanticismo, Goethe y Schiller, se desgajan de él para
convertirse en los «clásicos» por antonomasia de las letras alemanas, constituyendo
de esta forma una excepción —serenamente magistral en el caso de Goethe— en el
desarrollo del posterior Romanticismo del cual son maestros.
2. La poesía de la Ilustración
La entrada de la poesía en el orden «ilustrado» supone en Alemania la ruptura no
sólo con los moldes barrocos, sino, más aún, con la poética culta heredada de la Edad
Media; de esta forma, la producción poética del siglo XVIII inicia su
«contemporaneidad» rompiendo decididamente con la anterior tradición culta,
extraña al sentir alemán. Los aspectos más relevantes de esta nueva poesía son el
descubrimiento del Yo y de la Naturaleza; y el paralelo abandono del tema religioso
—al menos, de la religión «oficial», sustituida por el pietismo y el deísmo, formas
más subjetivas de relación con Dios—. En general, en la poesía alemana del XVIII se
asiste al descubrimiento de una nueva visión del mundo, mucho más personal y
coherenciada que la tradicional y, sobre todo, ligada a la voluntad del poeta, cuya
razón determina el ser mismo del mundo.
a) Günther
Johann Christian Günther (1695-1723) inicia con su producción un modo
ilustrado de entendimiento de la poesía; su obra está lastrada, sin embargo, tanto por
las formas de expresión barrocas como por el pensamiento tradicional germánico. Su
propia vida errabunda y bohemia nos recuerda más la actitud de ciertos poetas de
transición del medievalismo al renacentismo que los modos de vida ilustrada; de
igual modo, típicamente barroca es su tendencia a una amargura vital frecuentemente
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expresada —aún— en términos religiosos.
El tono conversacional y razonador aleja su poesía de la retórica y la imaginería
barrocas; su lírica amorosa, dominada por el sensualismo y la tristeza, es la más
representativa de su colección de Poesías (1723; completada en 1735). Aunque el
conjunto de su producción no pueda ser rectamente entendido como «ilustrado»,
sirvió de puente de unión con la obra de poetas posteriores; su inmediatez y
sinceridad le valieron, además, el interés de grandes maestros, entre ellos Goethe,
cuyas primeras producciones están influidas por Günther.
b) Gottsched
Uno de los más claros exponentes de la Ilustración alemana es Johann Cristoph
Gottsched (1700-1766); defensor de la influencia francesa, consagró los primeros
años de su carrera a la divulgación de la nueva literatura, tanto en su cátedra de
Poética en la Universidad de Leipzig como en la revista Die Vernunftigen Tadlerine
(Los críticos sensatos).
Su obra más influyente fue el Ensayo de un Arte Poética crítica (Versuch einer
kritischen Dichtkunst für die Deutschen, 1730). En él realiza un estudio de la poesía
dramática proponiendo como maestros a los franceses; combate la ópera italiana y
ensalza la tragedia clásica como la más alta manifestación dramática. Su modelo
trágico lo desarrolló en La muerte de Catón, donde con escasa originalidad traduce
casi textualmente la correspondiente obra de Deschamps, adaptándole el final de la
del inglés Addison.
c) Grupos poéticos
I. LOS CRÍTICOS SUIZOS. La contradicción marca los inicios mismos de la poesía
alemana del XVIII; efectivamente, la escuela poética suiza, contraria a la influencia
francesa —sus respectivos teóricos fundamentales mantuvieron durante años una
dura controversia—, posee ya ciertas notas que hoy podríamos afirmar
prerrománticas: entre ellas sobresale su afición a la naturaleza, traducida
poéticamente como expresión del sentimiento del paisaje; así como su tendencia al
descriptivismo, heredado —según ellos mismos afirman— del inglés Milton.
Los aglutinadores de este grupo de poetas suizos fueron los profesores Johann
Jakob Bodmer (1698-1754) y Johann Jakob Breitinger (1701-1776); ambos se
declararon fieles al espíritu de la Antigüedad griega desde una perspectiva idealista
que, nuevamente, adelanta el sentir romántico del clasicismo helénico. La labor
común de estos profesores suizos se desarrolló en el semanario Discurso de las Artes,
órgano de difusión de su ideal artístico: abogan por la imaginación y por la libre
expresión de los sentimientos y atacan cualquier formulación que impida el
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desenvolvimiento de la personalidad creadora.
Al nuevo sentimiento poético se une casi inmediatamente Albrecht von Haller
(1708-1777), que debe su fama a un poema descriptivo en alejandrinos, Los Alpes
(Die Alpen); también prestó atención a la poesía descriptiva Ewald von Kleist
(1715-1759), cuya Primavera (Der Frühling) revela, formalmente, la influencia
helenística.
El acaso más completo de los poetas suizos fue el librero Salomon Gessner
(1730-1788), que con sus Idilios (Idyllen) adaptó el género en Alemania haciendo las
delicias del público «rococó» al presentar una Arcadia ensoñadamente sensiblera.
También resulta artificioso de más su poema en cinco cantos La muerte de Abel
(1758), muy influido por Milton: el poeta modifica el episodio, dominado por el
patetismo en la presentación del arrepentimiento de Caín.
II. LOS POETAS ANACREÓNTICOS. Friedrich von Hagedorn (1708-1754), un burgués
despreocupado que aquilató la filosofía horaciana, había compuesto una serie de
canciones y fábulas sobresalientes por su imaginación; inspirándose en su ejemplo,
un grupo de jóvenes poetas, alumnos de la Universidad de Halle, formaron la llamada
escuela anacreóntica que cultivó los versos ligeros. Ludwig Gleim (1719-1803) es
uno de los continuadores más inmediatos con sus Fábulas, además de con sus
canciones anacreónticas y guerreras. A la fábula se dedicó también Christian
Fürchtegott Gellert (1715-1769), cuya producción más sobresaliente es en realidad su
prolija narración Historia de la condesa sueca G…
d) Klopstock
Friedrich Gottlieb Klopstock nació en 1723 y recibió su primera educación en
Pforta; estudió en las Universidades de Jena y Leipzig, donde estableció contacto con
los anacreónticos y, por medio de ellos, con los poetas suizos. La obra que le
proporcionó mayor fama fue La Mesíada, con la que se le saludó inmediatamente
como fundador de una nueva época literaria. En 1751, el rey danés Federico V lo
pensionó para poder concluir su gran obra en Copenhague, desde donde viajaba
frecuentemente a Hamburgo, donde murió en 1803.
En La Mesíada (Der Messias, 1748 y 1773) sigue al maestro de la escuela suiza,
el poeta inglés Milton; como éste, Klopstock compuso un poema del pecado y de la
redención cuyo pietismo —frente al puritanismo del inglés— le confiere un grado de
subjetividad y lirismo extraño en la época. El poema, carente de fuerza, no convence
por el desarrollo de la acción ni por el verismo psicológico; sin embargo, el lirismo
patético de la mayor parte de sus versos le confiere un tono sugestivo y ensoñador.
Klopstock compuso también un buen número de Odas en verso cuantitativo,
según la métrica clásica; hoy nos resultan, con mucho, más interesantes que su
Mesíada, pues su sentido del clasicismo, interpretado en vía decididamente
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nacionalista, pondría las bases del posterior Romanticismo alemán, hasta el punto de
confundirse muchas de sus composiciones con las de los representantes del Sturm
und Drang. La interpretación de la Antigüedad en clave germánica, de la cual hace
programa poético, es una de las notas más acusadas de su poesía:
Des Hügel Quell ertönet von Zeus,
Von Wodan, der Quell des Hains.
Weck’ ich aus dem alten Untergange Götter
Zu Gemälden des fabelhaften Lieds auf;
So haben die in Teutoniens Hain
Edlere Züge für mich!
Mich weilet dann der Achüer Hügel nicht:
Ich gehe zu dem Quell des Hains!
[«El manantial de la colina suena de Zeus; / de Wodan, el manantial
del bosque. / Si despierto a dioses de su antiguo declive / para ser
imágenes de la fabulosa canción; / ¡entonces tienen los del bosque de
Teutonia / rasgos para mí más nobles! / No me retiene la colina de los
Aqueos: / ¡me voy al manantial del bosque!»].
Las mejor logradas son sus odas descriptivas, especialmente las de tema
paisajístico; destaca entre ellas El lago de Zürich (Der Zürcher See), donde la
excursión en barca resulta un simple pretexto —aunque real— para la exaltación de
los sentimientos. Con las Odas de Klopstock, la poesía alemana da su primer gran
paso hacia el irracionalismo propio de la contemporaneidad, sustituyendo el ideal de
la comprensión por el del lirismo sensorial y sentimental; formalmente, su poesía
enriqueció la lírica alemana con la incorporación de nuevos ritmos que posibilitarían
la aparición del verso libre.
3. Teatro neoclásico: Lessing
La crítica literaria alemana, concretamente la dramática, tiene en Gotthold
Ephraim Lessing (1729-1781) a uno de sus representantes clásicos, iniciador en gran
medida de la futura maduración de la teoría literaria. Pero la obra de Lessing también
se hizo práctica teatral; aunque el interés de sus dramas es hoy relativo, sin embargo
Lessing fue el autor teatral más considerado del siglo XVIII alemán, y uno de los
iniciadores del género estrictamente nacional.
a) Obras teóricas
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La maduración de sus ideas crítico-teóricas se produce con la publicación en 1766
de Laocoonte: sobre los límites de la pintura y la poesía (Laokoon; ueber die
Grenzen der Malerei und der Poesie), obra de influjo considerable en su época.
Partiendo de la afirmación de otro de los grandes clasicistas alemanes, Winckelmann
(Epígrafe 4.a.), según la cual los artistas de la Antigüedad habían evitado la
expresión violenta, Lessing demuestra que, mientras que las artes plásticas —
escultura y pintura— se caracterizan por su estatismo, la poesía, que reproduce la
belleza espaciotemporal, admite y necesita de la violencia expresiva.
Sus más atinadas ideas sobre el clasicismo se encuentran en la Dramaturgia
hamburguesa (Hamburgische Dramaturgie, 1767), una serie de composiciones sobre
cincuenta y dos obras literarias, la mayoría de ellas extranjeras. En ella establece
como normativa del teatro la preceptiva aristotélica; arremete por ello contra el teatro
francés, que tergiversa completamente el clasicismo con su férrea sujeción a las
normas; y, por el contrario, contempla en la obra trágica de Shakespeare la mejor
puesta al día de los presupuestos del teatro clásico, ya que se sirve de la escena como
lugar de efectivo entendimiento entre el hombre (autor-espectador) y su mundo.
b) Obra dramática
La dedicación de Lessing al teatro fue muy temprana: entre sus dieciocho y
diecinueve años, se puso en contacto con el mundillo teatral por medio de la
compañía de madame Neuber, para la que escribiría su primera comedia; a ésta le
siguieron otras que, aun caídas hoy en el olvido, le valieron la fama y el
reconocimiento como uno de los talentos del teatro nacional. Justamente, el valor de
su obra dramática se debe a su constante esfuerzo por la renovación del teatro
alemán, al que pretendía dotar de un sentido nacional del cual había carecido hasta el
XVIII.
Miss Sara Sampson, la primera de sus obras de madurez, da inicio al género de la
llamada «tragedia burguesa» alemana; Lessing adopta la forma clásica pero le
confiere un giro burgués y sentimental que la aleja tanto de la Antigüedad como del
cortesanismo propio de la tragedia francesa, muy en boga en el siglo XVIII en
Alemania. Por el contrario, Lessing se acerca a las producciones «sentimentales»
según habían sido entendidas en Inglaterra.
En un período de especial tranquilidad vital, Lessing compone y estrena su
comedia Minna von Barnhelm o la felicidad del soldado (Minna von Barnhelm oder
das Soldatenglück, 1767), una obra de tono claramente moralizante animada por el
concepto del «deber-ser» y basada en una interpretación propia de la historia
contemporánea: tras la Guerra de los Siete Años (1756-1762), el comandante
prusiano von Tellheim se encuentra en la ruina, por lo que rehúsa casarse con su
prometida Minna después de su reencuentro; pero Minna trama un ardid, haciéndole
creer a Tellheim que también ella está arruinada; justo en ese punto, al soldado se le
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anuncia que el rey ha fallado en su favor en el juicio del que dependía su honor y su
fortuna, y Minna explica el enredo para llegar al final feliz de la boda. En la pieza se
enfrentan claramente las esferas de vida pública y privada, anteponiendo Lessing la
felicidad al honor, en un giro de la filosofía política y moral de la época absolutista.
Si Minna von Barnhelm presenta connotaciones políticas, más claras resultan
éstas en su tragedia Emilia Galotti (1772), una obra certeramente dirigida contra el
despotismo de las cortes alemanas. El argumento se inspira en la historia de Tito
Livio sobre Virginia, hija de un plebeyo sacrificada por su propio padre ante el
pueblo para evitar así su violación por el decenviro. Considerada como una de las
grandes tragedias alemanas, Emilia Galotti está admirablemente construida; Lessing
maneja la acción con soltura, conduciéndola hábilmente a su final: el anciano
reconoce la autoridad de su príncipe, lo que no evita que condene moralmente su
acción ni que anuncie la venganza de la Providencia —sustituto «burgués» del
destino clásico—.
Actualmente, el más popular de los dramas de Lessing es Natán el sabio (Nathan
der Weise, 1778), estrenado dos años después de su muerte; inspirada en un cuento de
Boccaccio, es una apología de la tolerancia donde se dramatiza la equivalencia de las
tres religiones hermanas: judaísmo, cristianismo e islamismo. Más que de drama
propiamente dicho, cabría hablar de un «poema dramático» en el cual el sultán
Saladino, el judío Natán y un templario cristiano discurren solemne y
grandilocuentemente sobre las tres grandes religiones monoteístas y su
correspondiente visión del ser humano. Se trata, en definitiva, de una particular
interpretación del ideal humanitarista, confiado en la virtud, que impregna la filosofía
ilustrada.
4. La prosa alemana en el siglo XVIII
a) Winckelmann
Johann Joachim Winckelmann (1717-1768) no llegó a ser un literato en el pleno
sentido de la palabra, pero a él se le debe un modo determinado de entender la
Antigüedad que ha llegado incluso a nuestros días. Apasionado por el clasicismo, se
trasladó a Italia, donde residió en Roma, Florencia y Nápoles.
Su obra fundamental es la Historia del arte de la Antigüedad (Geschichte der
Kunst des Altertums); en ella estudia el arte de los pueblos orientales (egipcios,
fenicios, persas y etruscos); y traza una historia del arte griego —al que atribuye un
valor ejemplar para todos los tiempos— y del arte romano, continuación del helénico.
Winckelmann es el creador de la historia del arte no sólo en Alemania, sino en toda
Europa, y uno de los promotores del culturalismo estético de su siglo.
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b) Wieland
De entre los autores que gozaron de mayor predicamento en su tiempo sobresale
Cristoph Martin Wieland (1733-1813), empalidecido hoy ante la presencia de los
grandes clásicos alemanes. Su estricta formación religiosa le animó a componer sus
primeras obras siguiendo el estilo de Klopstock, en un tono seráfico que desapareció
tras las lecturas de los Enciclopedistas, Rousseau y, sobre todo, Voltaire, bajo cuyo
influjo Wieland derivó hacia un escepticismo elegante. Imitador de Voltaire, a quien
admiraba, asumió la tarea de nacionalizar la prosa alemana, como ya hiciera Lessing
con el teatro.
Después de algunos poemas narrativos —como Musarión, Las Gracias u Oberón,
todos ellos muy populares—, compuso su mejor obra, la Historia de Agatón
(Geschichte des Agathons), una novela de rancio sabor helenista donde sólo el
vestido de los personajes tiene algo de griego. Su logro fundamental es haber
conseguido traducir a la perfección la cultura de su siglo; destaca su exposición de la
idea de la educación por medio de la experiencia, según había sido desarrollada por
diversos ideólogos ilustrados.
Wieland es ingenioso, pero desconcertante; gracioso y desenvuelto, pasa con la
mayor facilidad del pietismo a la voluptuosidad; su obra quizá carezca de
profundidad, pero es un enamorado de la expresión clara y correcta, de la elegancia
en la prosa que le ha valido el título de «Voltaire alemán».
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El prerromanticismo en Alemania: «Sturm und Drang»
1. «Sturm und Drang»
a) Un movimiento prerromántico
En el último tercio del siglo XVIII, Alemania conoce un avance del movimiento
romántico en el llamado «Sturm und Drang» («Tempestad y empuje»), denominación
bajo la que se agrupa entre 1767 y 1785 una serie de escritores —fundamentalmente
poetas— que rompen con los principios de la Ilustración alemana. El
«ilustracionismo» alemán (Aufklärung), una vez liberado del influjo francés, se aparta
de la caracterización general de la Ilustración europea para aportar un peculiar
entendimiento del clasicismo que desembocará en el «Sturm und Drang».
Los escritores agrupados en torno a tal movimiento defienden una idéntica causa
literaria mediante idénticos postulados: suprimen las reglas que ahogan la inspiración
(«intuición» era el concepto clave romántico, según había sido formulado por los
filósofos alemanes); en sus obras toman por guía no la razón, sino los sentimientos,
dejando libre curso al entusiasmo; y se ensalza, por tanto, al hombre de acción,
enérgico y «natural».
Sturm und Drang (1776) fue el título de una revolucionaria obra dramática de
Friedrich Maximilian Klinger cuyo valor radica más en su configuración como
síntoma de una época que como obra literaria en sí; la adaptación de nuevas formas
se corresponde en este caso con el peculiar desarrollo del pensamiento ilustrado
alemán, del que brotaría, a partir de Kant, el más exacerbado irracionalismo. Pero los
verdaderos ideólogos de la nueva literatura fueron los teóricos y críticos literarios
Hamann y Herder; en torno a ellos se agruparon inmediatamente prácticamente todos
los escritores del momento, incluso clásicos de la talla de Schiller y Goethe, quienes,
en un momento determinado de su producción literaria —y concretamente en el caso
de Goethe—, abandonaron los presupuestos del prerromanticismo para producir una
obra envidiable que se ganó el apelativo de clásica y que constituyó la excepción en
el posterior desarrollo del Romanticismo alemán: a Goethe, genio de su época pese a
vivir al margen de ella, se le consideraba entonces, a la vez que clásico, maestro en la
iniciación del Romanticismo (términos casi complementarios en la literatura
alemana).
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b) Precedentes filosóficos
El pensamiento filosófico alemán del siglo XVIII tiene gran importancia para el
ulterior desarrollo de la literatura occidental, pues gracias a él se modifica el fondo de
la producción literaria, dominada a partir de entonces por el irracionalismo; surge así
una sobrevaloración del «yo» y del subjetivismo cuyas raíces más inmediatas se
nutren del pensamiento de Kant y Fichte.
I. KANT. Inmanuel Kant (1724-1804) acaso sea el último personaje de cultura
enciclopédica del XVIII; su laboriosidad no tiene precedentes, como no admite
parangón su austera y metódica actividad.
Su concepción filosófica, sistemática y original, supone lo que se llamó
«criticismo» con respecto a la filosofía precedente, concretamente la de Leibniz y
Hume; contrario tanto al racionalismo como al sensualismo extremos, Kant admite la
experiencia como fuente de conocimiento; pero, aunque éste se inicia con la
experiencia, no todo el conocimiento proviene de ella, dejando así lugar para la
«intuición», por medio de la cual el hombre se procura ideas como la de Dios,
libertad y moral. Precisamente para la moral niega Kant la validez de los argumentos
de la metafísica vigente, descubriendo en la concepción del deber —«imperativo
categórico»— el fundamento de esas ideas primeras no conferidas ni demostradas por
la razón.
Este sería, muy condensado, el pensamiento sistemáticamente expuesto en sus
obras Crítica de la Razón Pura, Crítica de la Razón Práctica, Crítica del juicio y
Metafísica de las costumbres. Estilísticamente, el mérito fundamental de la obra de
Kant es haber proporcionado al pensamiento alemán un ingente caudal de
terminología; por ello, será en sus obras no tan pretendidamente filosóficas donde el
lector no especializado podrá disfrutar del estilo kantiano: destaquemos en este
sentido sus Observaciones sobre lo bello y lo sublime (1764), interesantes para
esclarecer su ideal estético.
II. FICHTE. Johann Gottlieb Fichte (1762-1814), profundamente influido por Kant,
transforma el «criticismo» del maestro en un más decidido idealismo irracionalista al
negar al «no-yo» —nacido de la oposición a sí mismo del «yo»— toda realidad
objetiva. Las principales repercusiones de tal pensamiento se dejaron sentir de forma
especial en la moral, que pasa así del terreno de la razón al de la intuición.
c) Los ideólogos: Hamann y Herder
El animador del «Sturm und Drang» fue el teólogo prusiano Johann Gottfried
Herder (1744-1803), discípulo en su juventud de Johann Georg Hamann
(1730-1788), el llamado «Mago del Norte». La obra de Hamann es muy reducida, ya
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que era partidario de la acción frente a la reflexión; se opuso acremente a la
Ilustración alemana y al influjo francés, proponiendo la imitación y el estudio de las
literaturas antiguas, de la Biblia, Homero y Shakespeare.
Herder asimiló las ideas del maestro y, pese a no haber escrito ninguna obra en la
que condensara su pensamiento, ejerció una influencia decisiva sobre los románticos
con sus ideas sobre el misticismo, la literatura vetotestamentaria, el pretendido bardo
Ossian y Rousseau, sus modelos fundamentales.
2. Poesía prerromántica
a) Los poetas de la «Unión de Gotinga»
La Universidad de Gotinga conoció durante unos años una curiosa floración de
poetas agrupados en torno a Boie, quien puso a disposición de los jóvenes el
Almanaque de las Musas (Musenalmanach), su órgano de difusión. El cenáculo
universitario se transformó en la «Unión de Gotinga» (Göttinger Hain) en 1772: en
un paseo por el campo, los poetas descubren un roble, en torno al cual bailan tocados
por hojas; es un símbolo de unión que pretenden recordar anualmente en el bosque
(«Hain»), bajo el mismo árbol, en señal de sinceridad y franqueza. Los poetas de la
Unión de Gotinga exaltan la poesía como una forma seudorreligiosa, aspecto
heredado de la mismísima Ilustración alemana, que había reinterpretado el clasicismo
en clave germánica y había reservado un lugar preferente a su implicación con la
religión.
Uno de los más tempranos representantes de la Unión de Gotinga y de todo el
prerromanticismo alemán es Ludwig Heinrich Christoph Hölty (1748-1776), un poeta
cuya obra posee aún tonos reflexivos propios de la Ilustración. De carácter débil,
tímido y melancólico, parece anunciar con su personalidad las características vitales
propias del poeta romántico; traspasado por una concepción amorosa seudorreligiosa
—de corte platónico—, sus mejores composiciones recuerdan los juegos y los sueños
de la infancia en un signo premonitorio de despedida de la vida, como en este
«Encargo» («Auftrag»):
Ihr Freunde, hänget, wann ich gestorben bin,
Die kleine Harfe hinter dem Altar auf,
Wo an der Wand die Totenkränze
Manches verstorbenen Mädchens schimmern.
Der Küster zeigt dann freundlich dem Reisenden
Die kleine Harfe, rauscht mit dem roten Band,
Das, an der Harfe festgeschlungen,
Unter den goldenen Saiten flattert.
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«Oftf», sagt er staunend, «tönen im Abendrot
Von selbst die Saiten, leise wie Bienenton:
Die Kinder, auf dem Kirchhof spielend,
Hörten’s und sahn, wie die Kränze bebten».
[«Amigos, colgad, cuando haya muerto, / el arpa pequeña tras el altar
/ donde relucen en la pared las coronas funerarias / de más de una
doncella muerta. // Entonces el sacristán muestra amablemente al viajero
/ la pequeña arpa; suena con el lazo rojo / que, atado fijamente al arpa, /
ondea entre las cuerdas doradas. // “A menudo” —dice maravillado—
“suenan con el arrebol vespertino / por sí solas las cuerdas, suaves como
el sonido de las abejas: / Los niños, jugando en la plaza de la iglesia, / lo
escucharon y vieron cómo temblaron las coronas funerarias”»].
El resto de los poetas de la Unión no tienen el interés de Hölty: citemos a Johann
Heinrich Voss (1751-1826), conocido en Alemania como traductor de la Ilíada y la
Odisea en bellos hexámetros, que sobresale como poeta original en sus Idilios; y a
Friederich Stolberg (1750-1819), el poeta-caballero de la Unión; canta al pasado
heroico de Alemania, con asuntos preferentemente medievales, en un tono recio y
hasta fiero.
b) Otros poetas prerrománticos
Afines al grupo de la Unión de Gotinga, otros poetas fueron también efectivos
portavoces del prerromanticismo alemán; entre todos ellos sobresale uno de los
mejores poetas de este siglo XVIII en Alemania: Matthias Claudius (1740-1815).
Luterano convencido, adoptó una actitud conservadora que acaso lo excluya
ideológica, pero no poéticamente, del «Sturm und Drang»; reconoce abiertamente la
autoridad e incluso legitima su procedencia divina —idea que mantiene aun después
de la Revolución Francesa—. Participa con el resto de los prerrománticos de la
denuncia de la tiranía, en un difuso gesto de libertad: se trata más de una postura
estética que de compromiso, pues Claudius, como los poetas de la Unión de Gotinga,
vivieron tranquilos en el norte, en regiones donde el despotismo parecía algo lejano.
Sus composiciones más populares fueron las baladas al antiguo estilo germánico, en
una muy conseguida recuperación de la poesía nacional alemana; la más conocida de
ellas es «La Muerte y la Doncella» («Der Tod und das Mädchen»), con cuyo texto
compuso Franz Schubert una famosa canción y cuyo tema, a su vez, pasó a un
cuarteto de cuerda de idéntico título:
Das Mädchen:
Vorüber! Ach, vorüber!
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Geh, wilder Knochenmann!
Ich bin noch jung, geh Lieber!
Und rühre mich nicht an.
Der Tod:
Gib deine Hand, du schön und zart Gebild!
Bin Freund, und komme nicht, zu strafen.
Sei gutes Muts! ich bin nicht wild,
Sollst sanft in meinen Armen schaflen!
[«La Doncella:
¡Pasa de largo, ay, pasa de largo!
¡Vete, salvaje figura de huesos!
Soy tan joven aún…; por favor, ¡vete!,
y no me toques.
La Muerte:
¡Dame tu mano, hermosa y delicada criatura!
Amigo soy, y no vengo a castigar.
¡Anímate! No soy salvaje.
¡Suave dormirás en mis brazos!»].
Pero el verdadero aclimatador de la balada en Alemania es Gottfried August
Bürger (1747-1794), reseñable además por sus sonetos y sus lieder. Admirador de la
balada inglesa, logró con su Leonora una de las mejores y más «románticas»
composiciones del XVIII alemán; el éxito del tema —el regreso del amado muerto para
llevarse a su amada— hizo que este tipo de composiciones proliferasen más tarde por
toda Europa.
Por fin, podríamos citar a Christian Friedrich Daniel Schubart (1739-1791), en
cuya obra la temática política no responde, como antes señalábamos, a un difuso y
seudoestético afán de libertad, sino a necesidades reales. Puesto que vivía en el sur,
pudo comprobar la tiranía que ejercía sobre sus súbditos Carlos Eugenio de
Würtemberg, a quien atacó en sus poesías críticas (especialmente famosa «La tumba
del príncipe», que le valió la prolongación de su condena a prisión, donde se
encontraba ya muchos años).
3. Romanticismo y Clasicismo: Schiller
El Clasicismo alemán tiene por máximos —y prácticamente únicos—
representantes a Schiller y Goethe. Ya hemos visto las peculiaridades de este
siglo XVIII en Alemania, que tocan a la producción de sus dos grandes clásicos: ambos
comienzan a escribir según el estilo impuesto con el Sturm und Drang, pero sin
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limitarse a ser simples seguidores, sino constituyéndose en verdaderos adelantados
del Romanticismo en Europa. Sin embargo, tras su viaje a Italia Goethe rechaza
abiertamente el «empuje» romántico e inicia su producción «clásica», en la cual le
seguirá inmediatamente Schiller; la prematura muerte de éste en 1805, unida a la
extraordinaria longevidad de Goethe, lo aíslan como excepción de sereno clasicismo
en pleno Romanticismo.
a) Biografía
El 10 de noviembre de 1759 nace, en Marbach am Neckar, Johann Christoph
Friedrich von Schiller; parece que su dedicación a la literatura fue temprana, aunque
no se conservan estas primeras obras de juventud. Queda constancia de su aplicación
a las letras en la escuela militar del duque Carlos Eugenio de Würtemberg, donde
inició la redacción de Los bandoleros, su primera pieza estrenada, alternada con la
composición de sus poemas; dada su tendencia a la exaltación de la libertad y su
crítica de la tiranía, el duque Carlos Eugenio le prohibió escribir y lo arrestó por
haber asistido al estreno de su obra sin su permiso. Abandona entonces la milicia y,
con ella, la seguridad de su puesto como médico de infantería; hasta que fragüe su
amistad con Christian Gottfried Körner en 1785, Schiller llevará una vida errante y
miserable, rematada por una grave enfermedad. Körner lo acogió tras tres años de
persecución política, pagó sus deudas y puso a su disposición sus casas de Leipzig y
Dresde.
En 1787, Schiller se traslada a Weimar; su salud está ya completamente minada:
su desordenada vida la reparte entre el trabajo, el tabaco y el alcohol, al que recurría
frecuentemente a causa de sus depresiones y de su forzado ritmo de trabajo: padece
insomnios y la tuberculosis hace mella en él. Se traslada a Jena, donde —sin sueldo
— desempeña el cargo de profesor de Historia desde 1789; la enfermedad le obliga a
abandonar el puesto y acepta la pensión del duque von Augustenburg en 1791; en
1794 regresa a Jena y se inicia su amistad con Goethe, repetidamente intentada desde
1788 y rechazada por éste; como él, Schiller se traslada a Weimar en 1799. Al poco
tiempo se le concede el título de nobleza, pero el poeta está ahora únicamente
interesado en su obra dramática, concretamente en la finalización de Guillermo Tell,
su última obra completa. Muere el 9 de mayo de 1805, en plena madurez de su genio.
b) Obra dramática
Aunque Schiller cultivó prácticamente todos los géneros literarios, tiene
reservado un lugar cimero en la literatura alemana en tanto que creador del drama
nacional, pues el suyo es no sólo el mejor teatro del siglo XVIII en Alemania, sino,
ante todo, el teatro alemán por antonomasia. Si Lessing había conseguido
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nacionalizar el teatro, separándose de cualquier influencia externa (Epígrafe 3 del
Capítulo 11), Schiller, con un modo de sentir el mundo esencialmente dramático,
logró fijar su forma definitiva.
Formado inicialmente en el Sturm und Drang, Schiller tradujo dramáticamente la
visión romántica del mundo al contemplarlo de forma esencialmente dialéctica; por
ello, el teatro schilleriano es, aparte de romántico por naturaleza, clásico por su
alcance: sobresale por su eficacia en la dramática de la idea, por la profundidad y
complejidad en su presentación, por la sinceridad con la cual trata el autor los temas.
Precisamente en la temática de sus dramas encontramos el punto de unión entre
sus dos momentos dramáticos —romántico y clasicista—; ya hemos apuntado la
preponderancia de la idea en el teatro de Schiller: en todo él se desarrolla —en el
sentido más literal del término— la idea de la libertad. Si Schiller inicia su
producción con Los bandoleros, un romántico y exaltado canto a la libertad, su
insistencia sobre el tema hace que éste vaya ganando en novedad y profundidad:
desde sus fogosas piezas de juventud, donde canta a la libertad política y amorosa,
pasa a un momento de reposado clasicismo, cuando Schiller somete al hombre a la
disyuntiva entre la sujeción a la naturaleza (instinto, según lo entendían los
románticos) y la libertad de espíritu (razón, entendida en su sentido clásico); es decir,
cuando coloca al ser humano ante un enfrentamiento clásicamente trágico: la
aceptación del destino frente la voluntad moral humana; la necesidad frente la
libertad.
I. OBRAS «ROMÁNTICAS». Las tres primeras obras de Schiller están animadas por la
rebeldía y fogosidad propias del Sturm und Drang; con ellas, Schiller marca en
realidad el final de la dramaturgia del «empuje», sobrepasando todo lo que el
prerromanticismo alemán había puesto en escena.
Los bandoleros (Die Räuber, 1782) supuso el primer espaldarazo para la fama de
Schiller, pero también el primer obstáculo en su carrera dramática, pues, al asistir al
estreno sin el permiso del duque Carlos Eugenio, éste le prohibió escribir; Schiller
solucionó el conflicto abandonando —o mejor, escapando de— la disciplina militar.
No es de extrañar que al duque le molestara que un soldado se dedicara a escribir, si
lo hacía con las ideas de Schiller: Los bandoleros es la historia de Karl Moor, un
joven noble que pretende alcanzar mediante el pillaje la justicia que no encuentra en
la sociedad. Schiller mostraba ya en esta pieza sus dotes para la dramatización de
ideas; el concepto de justa rebeldía frente a la injusta autoridad establecida hizo del
personaje símbolo de las ideas prerrománticas, de la exaltación política que anegaba
gran parte de los estados alemanes del sur.
Menos conseguida es su siguiente obra, La conjuración de Fiesco en Génova (Die
Verschwörung des Fiesco zu Genua, 1783), a pesar de ofrecer una escenificación más
ambiciosa que la anterior; efectivamente, la exaltación de las virtudes republicanas
era un tema excesivamente ambiguo que acabó desdibujándose en un efectismo
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innecesario.
Con Intrigas y amor (Kabale und Liebe, 1784) volvemos a la escenificación de
ideales más concretos y —por así decirlo— viscerales; en la tragedia se critican
virulentamente las costumbres de las cortes alemanas, oponiéndoles una humillada y
despreciada virtud burguesa. Schiller se sirve aquí de un excesivo patetismo que, sin
embargo, constituía para los contemporáneos el mayor logro de su teatro
(precisamente tal patetismo aconsejó cambiar el título original, Luisa Millerin —
nombre de la protagonista femenina— por el de Intrigas y amor, más acorde con el
sensiblero gusto del público); igualmente, convierte a los personajes en simples
personificaciones de sus ideas propias: Lady Milford es un trasunto del poder y la
corrupción a los que se enfrentan Luisa y Fernando, ideales de amor puro y absoluto;
Luisa, sin embargo, acabará comprendiendo que tal amor desvirtúa la realidad y
elimina la libertad humana para convertirse en tiranía pasional.
Podríamos considerar como obra de juventud una pieza que en realidad anuncia la
transición schilleriana del idealismo romántico a otro tipo de idealismo clasicista; se
trata, en definitiva, de un cambio de orientación que lleva de la exaltación romántica
al equilibrio clásico. Debido a su dilatada escritura, Don Carlos (1787) pasa así de ser
una tragedia «burguesa» —al estilo de sus obras anteriores— a configurarse como un
largo «poema dramático» donde exponer su nueva visión de la historia. Elige para
ello un tema español en el que cualquier parecido con la realidad es pura
coincidencia: las relaciones entre Felipe II, el marqués de Poza y el príncipe don
Carlos evidencian cómo el ideal de libertad puede transformarse, políticamente, en
instrumento de tiranía, y cómo ideales aparentemente contrarios pueden coincidir en
los medios políticos a usar. En definitiva, Schiller quiere advertir de los excesos del
idealismo subjetivista, cuyo fin es sí mismo y no la realidad que pretende
transformar; por ello el marqués y el monarca, adversarios políticos, son en realidad
dos caras de una misma moneda; sólo el príncipe Carlos, verdaderamente altruista, es
capaz de morir sacrificado en aras de un ideal, de una amistad que él creía sincera.
II. OBRAS «CLÁSICAS». A pesar de constituir el núcleo de su producción dramática
madura, las obras del Schiller clásico no tienen actualmente el interés de sus obras
románticas. Equilibradas y mesuradas, encierran un sentido reflexivo del que
ciertamente carecen sus obras anteriores, pero en ellas se echa de menos la vitalidad
e, incluso, algo del dramatismo que caracteriza su primera época.
La trilogía Wallenstein es quizá la mejor de las producciones clásicas de Schiller;
la figura del general de la Guerra de los Treinta Años, desarrollada en las piezas El
campamento de Wallenstein (Wallenstein Lager), Los Piccolomini y la Muerte de
Wallenstein (Wallenstein Tod) nos recuerda en algo al Karl Moor de Los bandoleros,
aunque sin el ímpetu que caracterizara al joven protagonista de su primera obra. En la
primera parte Schiller prácticamente se limita a ofrecernos un cuadro plástico, casi un
fresco, de los destrozos materiales y morales de la guerra; en la segunda, analiza la
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causa de las disensiones entre los jefes; la tercera parte nos presenta el fin del famoso
general.
María Estuardo (1800), nuevamente una obra histórica, es una tragedia de tonos
patéticos donde analiza equilibradamente las relaciones entre Isabel de Inglaterra y su
prisionera María Estuardo. Su mérito más reseñable es su sentido clásico, casi
preceptivo de la tragedia, especialmente en lo que se refiere a la aceptación por María
Estuardo de su muerte como una expiación por sus faltas anteriores.
Schiller calificó de «tragedia romántica» La doncella de Orleáns (Die Jungfrau
von Orleans, 1801), dada la interpretación que en ella se hace de la historia. La obra
lleva a escena el sentido de lo maravilloso religioso en la Edad Media: la heroína,
Juana de Arco, está llena de Dios, respirando su ser aceptación de los designios de la
Providencia; ella muere en plena victoria, la bandera en la mano, los ojos fijos en el
cielo donde María, sonriente, la escucha en medio de un coro de ángeles.
La desposada de Messina (Die Braut von Messina, 1803) es la más regularmente
clásica de las tragedias de Schiller, en un intento de rivalizar con el teatro griego. Es
de destacar la utilización de los coros, cuya presencia puede resultar discutible, pero
no así sus intervenciones líricas, entre las que se cuentan algunos de los mejores
momentos poéticos de Schiller.
Guillermo Tell (Wilhelm Tell, 1804) fue la última obra que compuso Schiller,
exceptuando las inacabadas; el tema se le antojó difícil desde un comienzo, por lo que
fue la de más larga composición de toda su carrera literaria. Sin embargo, ya desde su
estreno se reconoció en Guillermo Tell la obra maestra de Schiller, dado su alto grado
de poetización; esto es: el proceso de literaturización al que reduce un tema cuyas
connotaciones políticas podían resultar enojosas y cuya dispersión en distintas
fuentes hacía difícilmente dramatizable. Para lograr unificar las distintas intenciones
que ofrecía el tema de Guillermo Tell y de la resistencia suiza a la autoridad, Schiller
centró su atención sobre el conjunto del pueblo suizo; de él destacó su afán de unidad
y libertad, e hizo de Guillermo Tell prototipo de tales ideales. Es el conjunto del
pueblo suizo, superando afanes regionales, quien se opone a la dominación de los
Habsburgo, que quieren servirse de Suiza como símbolo de poder; la oposición no es
en ningún momento violenta, por lo cual, cuando se obliga a Tell a disparar a la
manzana que descansa sobre la cabeza de su hijo, se está violando ya la naturaleza
del pueblo. Con el asesinato de Gessler, el protagonista no estará cometiendo un acto
de justicia ni de venganza, sino que, sobre todo estará respondiendo a una necesidad
natural: la de restablecer la paz, puesta en peligro al obligar a actuar al pueblo suizo
contra su propia naturaleza.
c) Obra lírica
La poesía de Schiller parece estar animada más por un aliento filosófico que
estrictamente poético; su exceso de elevación en el pensamiento hace de su poesía
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algo parecido a la «prosa poética». Al igual que con su teatro, Schiller intenta
responder con su poesía a una intención única, aunque su temática resulte ahora más
dispersa; en general, podemos decir de la lírica schilleriana que tiende a la moralidad
entendida no en el sentido ilustrado, sino clásico: no en tanto que didáctica, sino
como portadora de valores humanos.
Una de sus composiciones más justamente famosas, por tratarse de un poema
esencialmente lírico —incluso en el sentido último del término: destinado al canto—,
es su himno A la alegría (An die Freude, 1785), de aliento tan estrictamente
romántico, que más tarde daría forma a la coral de la Novena Sinfonía de Beethoven;
no por ello deja de volcar Schiller en él ideas de gran profundidad: la alegría, como el
amor, es una ley del mundo. El himno, compuesto en uno de los momentos de mayor
seguridad vital del poeta y dedicado a quien le había proporcionado tal «alegría», a su
protector Körner, tiene la forma de un auténtico himno, alternando las voces solistas
con el coro.
Más propias de su estilo poético de madurez, impregnado de ese moralismo al
que hacíamos referencia, las Baladas toman sus asuntos de las antiguas tradiciones y
leyendas germánicas. Sobresale «Las grullas de Ibico» («Die Kraniche des Ibikus»),
considerada como una de las más poéticas baladas alemanas en torno a la muerte de
este poeta griego; sin embargo en sus versos, perfectamente pulidos, se echa en falta
verdadero aliento, pareciendo más una narración en verso que un poema lírico.
Su poema más ambicioso es una grandiosa composición más voluntariosa que
lograda, con la cual intenta materializar un gran cuadro de la humanidad: La canción
de la campana (Das Lied von der Glocke). El tema, indudablemente, se le va a
Schiller de las manos; quiso hacer de la campana símbolo de vida y muerte, de
llamada al trabajo y al valor de los hombres; pero la forma del poema, quebrada y
falta de lirismo, lo lastra con una estructura que recuerda demasiado a la narrativa.
d) La obra en prosa de Schiller
El necesario conocimiento de la historia que Schiller requería para la composición
de sus dramas lo llevó a la investigación personal, de la cual surgirían algunas obras
históricas interesantes. La primera de ellas es la Historia de la insurrección de los
Países Bajos (1788), gracias a la cual Goethe lo propone como profesor de Historia
en la Universidad de Jena. Podría también citarse, dejando de lado algunos opúsculos,
la Historia de la Guerra de los Treinta Años (1790), surgida a raíz del interés por la
figura de Wallenstein.
Pero posiblemente la más influyente de las obras en prosa de Schiller sea la obra
crítico-teórica Sobre la educación estética del hombre (Ueber die aesthetische
Erziehung des Menschen), una serie de cartas donde encontramos lo más pulido del
estilo schilleriano, unido a una claridad y rigor característicos del ensayo. La
educación estética le parece a Schiller fundamento indispensable de la educación
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moral del hombre: sólo la belleza, categoría estética, resume y sintetiza realidad e
ideal, naturaleza y libertad; el instinto estético, que debe ser desarrollado, permite al
hombre «jugar» con la realidad: es decir, desligarla de su apariencia material y
contemplarla pura y simplemente. Este «juego» produce belleza y le permite al
hombre conseguir la libertad necesaria para realizar su esencia moral.
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Goethe, el clásico alemán
1. Clasicismo en Vida y Obra
Cuando un lector se acerca a una obra literaria, suele hacerlo reclamado por su
valor intrínseco; a veces, puede suceder que se busque en la obra el reflejo de una
existencia: la del artista, que con su personalidad nos atrae hacia la lectura de una
aventura vital. Pero raras veces en la Historia de la Literatura el poeta y su obra
desaparecen eclipsados por la envergadura de la persona en sí.
Goethe, sin embargo, lo ha conseguido; el clásico alemán se ha convertido así en
universal no tanto por su alcance como por realizar, en su persona, los presupuestos
mismos del Clasicismo: fue, como dijo Thomas Mann, «una persona extraordinaria
en forma de poeta». En primer lugar, Goethe asumió la conciliación de las tres
culturas que habían dado forma a Europa: la clásica, la cristiana y la germánica;
además, siendo hombre de humanidades, supo reconocer la primacía de la ciencia en
la configuración del mundo moderno y la pertinencia de los estudios positivos en el
progreso del espíritu humano; por fin, pretendió una mejora de la sociedad mediante
una renovación del ser individual, comenzando por él mismo.
La importancia de la figura de Goethe —y, como desarrollo de ella, de su obra—
radica en la labor a la que él mismo se sometió en aras de una mejora de su
personalidad; toda la obra goethiana presenta, por tanto, una dimensión moral que
hace de él un clásico por naturaleza y un «ilustrado» por definición. No existe, sin
embargo, nadie que viviera más al margen de su siglo que Goethe; alcanzó la
categoría de clásico por convicción, por voluntad propia, seguro de que era su único
destino posible; fue clásico, por tanto, moralmente, aunque su sentido del esfuerzo y
de la voluntad lo enlacen definitivamente al mundo contemporáneo. Fue la suya,
como se ha dicho frecuentemente, una labor de «formación» (Bildung),
convirtiéndose de este modo en acaso el primer escritor de la contemporaneidad por
hacer de la labor del literato una labor «intelectual» —esto es, al asignarle al escritor
una «misión» de transformación del mundo, no sólo a través de la literatura, sino de
la cultura entendida globalmente—. Una vez abandonadas las posturas extremas del
Sturm und Drang, del que había sido adalid en su juventud, Goethe se sometió a un
duro proceso autoeducativo; para los contemporáneos, fue todo un símbolo, como lo
es hoy para nosotros, de la «soledad del genio». Efectivamente, Goethe fue, en mayor
grado aún que Schiller, el genio a su pesar: estandarte del Romanticismo en toda
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Europa, su viraje hacia posturas de equilibrio moral y autodisciplina no fueron
entendidas más que al revalidar su propia genialidad literaria; es decir, no se le
perdonó su «traición» al Romanticismo hasta acabar de confirmar con su obra la tesis
romántica de la «genialidad» de la inspiración.
Con una serenidad que muchos han calificado de olímpica, Goethe encauzó su
voluntad —y, con ella (estaba convencido), su destino— hacia el equilibrio, la
mesura y la tradición; se dejó guiar por ellas oponiéndose a su época y aislándose
para corroborar así su tesis de la formación por medio de la educación de la propia
personalidad. Sus maestros estarían en la Antigüedad y en la Edad Media, los dos
grandes baluartes de la tradición culta occidental: la Antigüedad, por su clasicismo; la
Edad Media —especialmente el arte «alemán» (o, según entendemos hoy, «gótico»)
— por su sentido del misterio divino y humano, por su conciliación del «yo» con «lo
otro».
La cima de la Ilustración alemana, pero también su superación, está en Goethe; su
esfuerzo por procurar el triunfo de la razón —asumida en su propia persona— y
conformar el mundo desde ella sólo es posible en su obra; ésta se convierte así en
inteligencia, en voluntad, en realidad natural frente al azar. En la producción literaria
de Goethe no existe sitio para la probabilidad, pues todo en él es destino, posibilidad
realizada; su obra no es el fruto —como en ocasiones se ha afirmado— de su culto a
su propia personalidad, sino que es personalidad naturalizada, realizada, hecha obra.
Por ello es difícil discernir si la primacía en la obra de Goethe se reserva a la filosofía
o a la vida, pues ambas juegan un papel determinante sin excluirse entre ellas: con
Goethe, la vida es pensamiento, y el pensamiento vida; es más, con él se da inicio a la
corriente de filosofía vitalista en la literatura por la cual vida y filosofía no se
excluyen, sino que se complementan formando un todo único e indivisible.
La Naturaleza y él Yo son, por tanto, los dos grandes pilares de la estética
goethiana, porque no pueden entenderse la una sin el otro. En una interpretación
plenamente clasicista, Goethe es incapaz de separar la realidad externa de la interna,
puesto que ambas son perfeccionables mutuamente: el ser humano progresa en
armonía con la Naturaleza, y ésta no puede esencializarse sin la acción del ser
humano. En este sentido, Goethe es un autor plenamente ilustrado, confiado en el
perfeccionamiento mutuo del mundo y del hombre; debemos comprender, por ello,
que no se conformara con el dominio de la literatura y que se aplicara a campos tan
diversos como el dibujo, la arqueología, la botánica y la anatomía; ello explica,
además, que fuese capaz de renunciar durante varios años a su producción literaria
para vivir en Weimar en medio de un ambiente cortesano. Para Goethe, todos los
instrumentos de perfeccionamiento del ser humano y de la sociedad son válidos, sin
dejar por ello de tener un valor más que meramente instrumental; sólo le interesó el
fin al que los destinaba, su propia formación, lo cual lo ha convertido en fácil blanco
de acusaciones de egoísmo, cuando no de divismo.
La aplicación de Goethe a la vida pública y a la literatura están, para él, a idéntico
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nivel, en una consideración del arte que no encontrábamos bajo tal forma desde la
Antigüedad romana. A idéntica intención responde la dedicación de Goethe a los más
diversos géneros literarios: la escritura no pudo convertirse para él en una rutina,
puesto que por medio de ella —como por medio de la totalidad de su vida—
pretendía hacer realidad su voluntad, ante todo, de ser. Voluntad de ser que se traduce
en su tratamiento de los diversos géneros literarios; se ha dicho, justamente, que
Goethe, pese a su consideración de clásico, jamás renovó género literario alguno:
cierto, puesto que su interés no estaba en la forma, simplemente accesoria e
instrumental, sino en vitalizar dichas formas, perfectamente válidas según se le
presentaban. El vitalismo del que hace gala la producción goethiana se deja traslucir,
sobre todo, en su evolución literaria, desconcertante y contradictoria, traducción
artística de sus propias ansias de ser: desde el apasionamiento del «empuje»
romántico del Sturm und Drang a la severa moderación de su equilibrio clasicista,
que remata con el profundo simbolismo de muchas de sus producciones, Goethe no
es el mismo, pero es uno: es el Goethe de la vida en su desarrollo, de las miserias,
pasiones y estados de ánimo humanos; es el Goethe que da forma literaria a la
realidad, mientras que sus coetáneos se empeñaban en dar visos de realidad a la
literatura. La obra, toda obra —parece concluir Goethe— no es más que un símbolo:
no tiene realidad por sí, ni trascendencia por su simple valor instrumental; es sólo
símbolo de otra realidad —la realidad total—, de otra trascendencia —la esencia, que
toca al poeta—.
2. Los primeros años
El 28 de agosto de 1749 nace Johann Wolfgang Goethe en Frankfurt am Main;
sus padres, burgueses acomodados, le proporcionaron una esmerada educación,
debida primero a su propio padre y más tarde al profesorado de un colegio particular.
La bien seleccionada biblioteca paterna fue el primer lugar de formación literaria del
adolescente, uno de cuyos libros favoritos era —casi inevitablemente en el siglo XVIII
en Alemania— La Mesíada de Klosptock. En 1759, cuando contaba sólo diez años de
edad, los franceses invaden Frankfurt; la casa de los Goethe hubo de acoger como
huésped de guerra al capitán Thoranc, un hombre correcto y distinguido que tomó el
mando de la plaza; este Thoranc, aficionado a la pintura, montó un taller en la
buhardilla de la casa, donde Goethe mantuvo sus primeros contactos con este arte,
que lo cautivó durante toda su vida. En Frankfurt am Main asiste Goethe a las
primeras representaciones del teatro francés, llegado a Alemania de la mano de las
tropas; interesado, lee buena parte de la obra de los clásicos franceses: Corneille,
Racine y Molière.
Orientado hacia la carrera de leyes, en 1765 marcha a estudiar a Leipzig, donde
tiene lugar su primer escarceo amoroso; ella es Käthchen Schönkopf, un amor
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efímero, como prácticamente todos los de Goethe. Parece tener más interés por
algunos estudios, no todos ellos relacionados con el Derecho (concretamente por la
medicina en sus campos quirúrgico y anatómico). En Leipzig conoce a Gellert y a
Gottsched, representantes de la Ilustración alemana de influjo francés, y allí compone
sus primeras obras, las comedias Die Laune des Verliebten (Los antojos del amante),
posiblemente basada en su experiencia amorosa, y Die Mitschuldigen (Los
cómplices).
En 1768 Goethe cae enfermo y debe guardar reposo durante dos años en
Frankfurt; en 1770 se traslada a Estrasburgo para continuar sus estudios y ampliarlos
con otros sobre medicina e historia. Lo que más le atrajo de la ciudad fue su catedral;
se sintió fatalmente maravillado por el gótico, en el que descubrió dimensiones
insospechadas de un mundo nuevo. Gustaba de admirar los detalles de la fachada y la
armonía del conjunto, así como los contrastes de luz y sombra, trasladándose a los
tiempos antiguos, «alemanes», en los que fue construida; tiempos de luces y de
sombras —pero nunca «góticos» (bárbaros)— que sugestionaron su imaginación,
tendente ya a lo romántico por influencias como la de Herder. A éste lo conoció en
Estrasburgo y entre ellos surgió una estrecha amistad; aunque Herder era sólo cinco
años mayor que Goethe, poseía mayor ingenio y experiencia literaria, así que lo
introdujo en la lectura de los modelos del Sturm und Drang: Homero, Rousseau, el
falso bardo Ossian y, sobre todo, mucho Shakespeare, el poeta preferido de Goethe en
estos años. En Estrasburgo conoce, además, a Friederike Brion, una de las mujeres
que más honda huella ha dejado en su obra; cuando, terminados los estudios, Goethe
dejó Estrasburgo, abandonó a la mujer sin querer sacrificar su vida al amor: la actitud
de serena aceptación de la joven caló muy hondo en el poeta; cuando ocho años más
tarde vuelven a encontrarse —Goethe era ya el genio venerado—, Friederike sólo
hace una reservada mención al hecho, a pesar de que ella misma seguía enamorada
del poeta. El episodio trascendió y, a la muerte de la mujer, sobre su tumba se grabó
el siguiente epitafio: «Un rayo de sol del poeta se posó sobre ti; tan hermoso, que
bastó para inmortalizarte».
3. Goethe romántico: primeras obras
Entre 1771 y 1774 se producen algunos hechos decisivos para la carrera literaria
de Goethe: en 1771 regresa a Frankfurt e inicia su actividad profesional. Este mismo
año concluye la primera versión de Götz von Berlichingen, reelaborada en 1773 y
estrenada en 1774; compone poemas ocasionales, como los dedicados a Friederike
Brion; y, trasladado a Wetzlar, conoce a Johann Christian Ketsner, de cuya prometida,
Charlotte Buff se enamora: ambos pasarán como personajes a Werther y casi serán
motivo de la obra. Además, compone Clavijo y da a la luz poemas de la talla de
Prometheus, que contiene algunos de los mejores momentos del Goethe de juventud:
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Bedecke deinen Himmel,
Zeus, Mit Wolkendunst!
Und übe, Knaben gleich,
Der Disteln köpft,
An Eichen dich und Bergeshöhn!
Muβt mir meine Erde
Doch lassen stehn,
Und meine Hütte,
Die du nicht gebaut,
Und meinen Herd,
Um dessen Glut
Du mich beneidest. (…)
Ich dich ehren? Wofür?
Hast du die Schmerzen gelindert
Je des Belaneden?
Hast du die Tränen gestillet
Je des Geängsteten?
Hat nicht mich zum Manne geschmiedet
Die allmächtige Zeit
Und das ewige Schicksal,
Meine Herrn und deine?
[«¡Cubre tu cielo, Zeus, / con bruma de nubes!; / ¡y ejercita tus
fuerzas, como un niño / que decapita cardos, / en robles y montañas! /
Pero mi tierra / la tendrás que respetar, / y mi choza, / la que tú no
construiste; / y mi hogar, / por cuyas ascuas / me envidias. (…) //
¿Adorarte yo? ¿Para qué? / ¿Alguna vez mitigaste los dolores / de quien
va cargado? / ¿Alguna vez detuviste las lágrimas / de quien va
atemorizado? / ¿No me fraguó a ser hombre / el tiempo todopoderoso / y
el destino eterno, / mis señores y los tuyos?»].
Entre las producciones teatrales de estos años hay que reseñar Clavijo (1774) y
Stella (1775); ambas fueron obras de éxito en su momento, aunque hoy carezcan en
gran medida de valor. Se trata de comedias burguesas en las cuales asimila distintas
tendencias, especialmente de carácter sentimental. Más sintomática es Götz von
Berlichingen (1771-1773), deudora de la formación juvenil de Goethe: en ella hay
mucho de medievalismo goticista, de interés por la dramatización de asuntos
históricos de vena trágica —siguiendo el influjo de Shakespeare, decisivo en estos
años—. El asunto está tomado de las memorias de Gottfried von Berlichingen, un
caballero que gozaba de cierta tradición en Alemania. Lo más reseñable de la obra es
su total oposición a la normativa imperante en el XVIII, que hizo que muchos la
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atacaran como francamente deleznable.
Por el contrario, Werther (Los sufrimientos del joven Werther: Die Leiden des
jungen Werthers), publicada en 1774, es todavía hoy, junto con Fausto, una de las
obras más leídas de Goethe. Contemporáneamente, la publicación de Werther
trascendió las esferas de lo estrictamente literario para conformar lo que se llamó
«wertherismo», para unos una moda y para otros una verdadera plaga; se trataba de
una actitud vital —decididamente romántica— basada en la imperfección e
imperfectibilidad del hombre y traducida en un tipo especial de melancolía depresiva
y desengañada que acabó no pocas veces —como para el protagonista de la novela—
en el suicidio. El material de la novela salió, como ya hemos adelantado, de la
personal relación entre Goethe y Charlotte Buff, prometida de Johann Christian
Kestner; la mujer mantuvo a raya al poeta, y éste abandonó Wetzlar; pero poco
después le llega la noticia de que el secretario de la embajada de Kestner se ha
suicidado a causa de un amor frustrado; todos estos datos, entremezclados y
personalizados, forman la trama de Werther. Pero, más allá de su realidad
extraliteraria, la novela interesa por la presentación del conflicto amoroso desde el
romanticismo juvenil, en el que tanto tiene que decir la inadaptación al mundo
circundante. La novela presenta forma epistolar, pero no hace hablar más que a
Werther, confiriéndole su propio estilo, poderoso y vario, en el que se unen precisión
y armonía; lo más novedoso de esta obra en el panorama alemán fue la posibilidad de
construir una novela desgajada de todo juicio moral: frente a tal tendencia, Werther
abandona la consideración moral para ser, simplemente, una vida novelada, lo que le
confirió un especial atractivo para los contemporáneos.
4. La transición al clasicismo: Weimar e Italia
En 1775 se produce un giro inesperado en la vida de Goethe: el poeta acepta la
invitación del duque Carlos Augusto de trasladarse a su corte de Weimar, donde
durante largos años no sólo dejó de publicar, sino que apenas se dedicó a la literatura;
sus ocupaciones fundamentales serán ahora la vida pública y, en gran medida, las
ciencias, a las que pudo aplicarse en Weimar con todo tipo de medios. En general,
Goethe rechaza en su vida toda interferencia con su propia tarea de formación: antes
de llegar a Weimar, se promete a Lili Schönemann, a quien dedica algunas canciones;
pero rompe el compromiso, como tantas veces haría en su vida.
En Weimar Goethe hace realidad su ideal neoclásico de perfeccionamiento moral
del individuo; renuncia así voluntariamente al ejercicio de la literatura, considerada
ésta como un instrumento que retomará más tarde, cuando haya fraguado su período
de formación, rematado en Italia. Por ello, el abandono de la literatura durante unos
diez años no supone el olvido de su labor intelectual: nombrado consejero privado,
interviene para que se invite a Herder, el teórico prerromántico, a Weimar; colabora
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con el teatro de aficionados, de cuya dirección llega a encargarse más tarde, ya
plenamente integrado en su ideal clasicista. En el campo científico, se dedica al
estudio de la naturaleza; incluso llega a escribir, tras su estancia en Italia, una teoría
sobre el origen de las plantas; experimenta el vuelo aerostático y descubre la teoría
vertebral del cerebro y la existencia del hueso intermaxilar. Una estancia, según
podemos comprobar, agitada y llena de logros intelectuales, aunque no siempre
literarios. Aun así, Goethe no dejó de componer poemas en ningún momento,
alcanzando acertados logros en algunos de ellos —como en «Erlkönig» («El rey de
los elfos»), una balada a cuyo tema habían recurrido otros románticos como Herder y
al que daría forma musical Schubert—:
Mein Sohn, was birgst du so bang dein Gesicht? —
Siehst, Vater, du den Erlkönig nicht?
Den Erlenkönig mit Kron und Schweif? —
Mein Sohn, es ist ein Nebelstreif. —
«Du liebes Kind, komn, geh mit mir!
Gar schöne Spiele spiel ich mit dir;
Manch bunte Blumen sind an dem Strand;
Meine Mutter hat manch gülden Gewand».
Mein Vater, mein Vater, und hörest du nicht,
Was Erlenkönig mir leise verspricht? —
Sei ruhig, bleibe ruhig, mein Kind!
In dürren Blättern säuselt der Wind. —
[«—Hijo mío, ¿por qué cubres con miedo tu cara? / —¿No ves,
padre, al rey de los elfos; / al rey de los elfos con corona y séquito? / —
Hijo mío, es una franja de niebla. // “Querido niño, vente conmigo. /
Jugaré contigo juegos muy hermosos; / flores de colores hay en la playa;
/ mi madre tiene vestidos de oro”. // Padre, padre mío, ¿no oyes tú / lo
que el rey de los elfos en voz baja me promete? / —¡Tranquilo, tranquilo,
mi niño! / Es el viento, que murmura en las hojas secas»].
Aunque Goethe no dio a la luz ninguna publicación durante su estancia en
Weimar, sin embargo allí se fraguó su ideal clásico; de hecho, en este ducado conocen
su primera redacción muchas de sus obras de madurez: allí da forma a los inicios de
Fausto y de Wilhelm Meister; también comienza Torquato Tasso y compone, en
prosa, Ifigenia en Táuride, que conocerá más tarde, en su etapa italiana, una
redacción en verso.
El viaje a Italia lo realizó Goethe de incógnito, con gran pesar del duque Carlos
Augusto; en 1786 parte el poeta para Trento, aunque bien pronto se asentó en Roma.
El viaje a Italia de Goethe puede asemejarse a un peregrinaje: si el poeta venía
sintiendo la necesidad de equilibrar su personalidad y su arte, Italia es para él la meta
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ideal, el lugar donde aquilatar su propia experiencia por medio del contacto con la
Antigüedad:
O wie fühl ich in Rom mich so froh! gedenk ich der Zeiten,
Da mich ein graulicher Tag hinten im Norden umfing,
Trübe der Himmel und schwer auf meine Scheitel sich senkte,
Farb- und gestaltlos die Welt um den Ermatteten lag,
Und ich über mein Ich, des unbefriedigten Geistes
Düstre Wege zu Spähn, still in Betrachtung versank.
[«¡Oh, qué feliz me siento en Roma cuando recuerdo
el día siempre gris que he vivido en el Norte,
en que se hundía sobre mí un cielo triste y pesado,
el mundo sin color ni forma rodeaba al fatigado,
y sobre mi propio yo meditaba ensimismado para escudriñar
los tenebrosos caminos del insatisfecho espíritu!»].
Pero el principal descubrimiento de Goethe en Italia fue que su labor estaba
orientada a la literatura: no se trataba —es fundamental— de que se sintiera
sentimentalmente predispuesto a ella; sino, sobre todo, de que consideraba el
ejercicio de la literatura un deber moral, un trabajo de importancia didáctica y
repercusión colectiva.
Así pues, además de renunciar a prácticamente todos sus cargos públicos, las
consecuencias más inmediatas de esta estancia de dos años en Italia hay que buscarlas
en su producción literaria. Ifigenia en Táuride (1786) es una tragedia que ya había
conocido una versión en prosa en Weimar; en ella existe ya esa tendencia
intelectualmente clarificadora propia de su obra de madurez, aunque expresada en un
molde clasicista, pero no por ello clásico: falta en los personajes profundidad y sobra
patetismo, especialmente en la protagonista, una Ifigenia que se mueve entre el deseo
de venganza y un diluido sentimiento de deber moral. Torquato Tasso (1789), por el
contrario, resulta escénicamente demasiado rígida, pero presenta una convincente
caracterización psicológica del desgraciado poeta italiano.
Las Elegías romanas (Römische Elegien), comenzadas en 1788 tras su vuelta a
Weimar y dilatadamente continuadas hasta 1794, tratan tres temas: el amor —
personalizando, el suyo propio con Faustina—, Roma y la mitología, de la que se
sirve para trazar un paralelismo con su historia amorosa. Las elegías, frente a otras
composiciones goethianas, cantan una existencia feliz y despreocupada, destinada
sólo al disfrute; sirviéndose de la tradición de la poesía anacreóntica que algunos
prerrománticos alemanes habían retomado, Goethe supera tales moldes no sólo por
beber directamente en las fuentes latinas —Ovidio, Propercio y Tibulo,
fundamentalmente—, sino también por saber enraizar en su propia experiencia el
sentir que había animado la elegía clásica.
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Su segunda escapada a Italia casi lo confinó en Venecia, una ciudad para Goethe
decepcionante frente al resto de la Italia por él conocida; allí escribió los Epigramas
venecianos (Venetianische Epigramme, 1790), un extraño divertimiento con el que,
recurriendo a diversos temas, traduce su propio estado de ánimo con intención
irónica.
5. El clasicismo goethiano
En la crítica actual se reserva un papel preeminente al viaje a Italia de Goethe; y,
aunque prácticamente todos los críticos reconocen el valor de las experiencias
amorosas de Goethe en el conjunto de su vida y obra, pocos han relacionado su etapa
de madurez clásica con un episodio acaecido, justamente, en Italia. En la actualidad
podríamos decir confirmado el hecho de que una relación amorosa allí vivida por
Goethe lo sacudiera de tal forma que condicionase el posterior desarrollo de su obra:
es el amor con la pretendida Faustina de las Elegías romanas.
Tras su primer viaje a Italia, Goethe convive con Christiane Vulpius; sin embargo,
sus relaciones amorosas fueron en todo momento más que tibias, como puede
comprenderse por la misma obra goethiana; sería, por tanto, la ardiente pasión de
Faustina y el optimismo vital que de ella se desprende lo que animó al poeta a
componer las Elegías romanas que escandalizaron a Charlotte von Stein, con la cual
mantenía una estéril y convencional relación; y, lo que es más importante, en tal
situación Goethe se descubre capaz de desbloquear su proyecto del Fausto,
arrumbado durante más de diez años en el cajón. Es, en definitiva, el momento de la
liberación del espíritu creador de Goethe, quien, por otra parte, y como siempre, fue
incapaz de sacrificarse al amor italiano. En 1790 publica el poeta un primer
fragmento de Fausto, que sólo conocerá su versión definitiva tras su muerte en 1832.
a) La amistad con Schiller
Goethe y Schiller traban relación en 1788 en la corte de Weimar, pero este primer
encuentro no puede ser más desastroso: Goethe, aureolado ya con el calificativo de
«genio», no puede entender, pese a respetar, la obra literaria y la actitud del
romántico Schiller. Éste, sin embargo, no cejó en su empeño de amistar con la figura
más eminente de las letras de su siglo, y el resultado fue una fecunda amistad que se
inició en 1794. Hasta esa fecha, sin embargo, Schiller no podía ocultar su odio por
Goethe: «Me haría muy desgraciado» —escribía— «vivir con Goethe, porque creo
que es un gran egoísta. Tiene talento, pero obra como un dios, con el plan
preconcebido de procurar los más grandes gozos a su amor propio. Lo detesto,
aunque tengo una alta idea de su inteligencia».
Goethe colaboró con Schiller en la publicación de la revista Die Horen; más
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importante aún fue la colaboración entre ambos en Xenien (Genios, 1796), una larga
serie de dísticos epigramáticos en los que critican atinadamente la literatura
contemporánea intentando liberarla de los límites y exigencias a las que se la sometía.
Fruto directo de su relación con Schiller fue, además, un abultado epistolario que
Goethe fue recopilando, tras la muerte del amigo, hasta su publicación en 1828.
b) «Wilhelm Meister»
En 1796 Goethe concluye otro de sus proyectos más ambiciosos, que le había
adelantado ya a Schiller en varias cartas y del que éste había recibido un primer
volumen. Años de aprendizaje de Wilhelm Meister (Wilhelm Meisters Lehrjahre)
había sido uno de esos proyectos que Goethe había ido fraguando durante años y que
finalmente eclosionó en este momento de fructífera madurez del escritor: en 1777,
cuando colaboraba con el teatro de aficionados de Weimar, inició Goethe la redacción
de Misión teatral de Wilhelm Meister (Wilhelm Meisters theatralische Sendung); esta
parte de la novela está concluida para 1785, pero posiblemente, en un momento de
atinado «clasicismo», Goethe la consideró demasiado idealista, resolviendo rematarla
con un final idóneo a la intencionalidad pedagógica que ya hubiera determinado para
la novela.
Como será propio a prácticamente todos los personajes de la obra goethiana, de
madurez, Wilhelm Meister culmina su educación en el altruismo activo, en una
especie de filantropía deísta que debe todo a las concepciones morales propias de la
Ilustración europea; por ello, no debemos exigirle a la novela la narración de una
historia al estilo de la novela moderna, ni siquiera un análisis de los sentimientos
según los cánones que la novela contemporánea estaba consagrando: Wilhelm Meister
es una novela subjetivista desarrollada en clave racionalista; una interpretación
pretendidamente objetiva de las impresiones vitales del joven protagonista.
Concluyendo, Wilhelm Meister es, ante todo, una novela pedagógica, pero no
según la habían entendido otras literaturas europeas, sino en un sentido estrictamente
alemán: Wilhelm Meister inicia en su país lo que habrá de conocerse como
«Bildungsroman», esto es, como «novela de formación». La aparta de otras novelas
pedagógicas el hecho de que la obra de Goethe sea, ante todo, una novela de la
experiencia vital, en un sentido contemporáneo que ya había adelantado la filosofía
empirista. Así pues, la novela no relata exclusivamente el «aprendizaje» de Wilhelm
Meister, ni siquiera el del propio Goethe, sino el aprendizaje ideal de toda una
generación que el autor pretendía pasase del idealismo romántico a un empirismo
moralizado: moralizado, por cuanto que se trata de una exposición del deber del
hombre como deber-hacer; empirismo, por aplicarse a las condiciones materiales de
vida ilustrada. La intención de Goethe no era otra, por tanto, que la de hacer de su
vida un ideal a seguir, con esa «conversión» del romanticismo al clasicismo que él
mismo había experimentado.
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c) «Hermann y Dorotea»
Como epopeya decididamente burguesa podríamos calificar Hermann y Dorotea
(1797), aunque por su ambientación y aproblematicidad idealista pudiera aproximarse
al género idílico. El poema es un intento de recuperar la tradición poética culta en
Alemania; formalmente, poco se puede reprochar a los más de dos mil hexámetros
neoclásicos en que se vuelca el poema; pero, temáticamente, las preocupaciones y
aventuras de los burgueses que aparecen en las páginas de Hermann y Dorotea
pueden parecer poco apropiadas para la composición de un poema épico.
La pasión amorosa podría haber sido, efectivamente, un buen tema a desarrollar,
pero el desenvolvimiento de la acción no deja de presentar connotaciones típicamente
burguesas: Hermann se enamora de Dorotea, una joven que sufre el azote de la guerra
de invasión francesa en una ciudad a orillas del Rin; la familia, comerciantes de la
ciudad, sólo consienten en la boda tras pedir referencias —inexcusables— de la
chica; honesta, honorable y respetuosa, además de bella, posee todos los requisitos
para que la obra se desenvuelva hasta su final feliz.
6. El «Fausto» de Goethe
a) Tema y composición
En contados casos encontraremos en la Literatura Universal una obra tan
emblemática de su autor como el Fausto de Goethe; el tema del poema dramático le
interesó durante toda su vida, de forma que podríamos decir que Fausto resume todas
sus preocupaciones y ambiciones literarias. La primera versión conocida es el
llamado Pre-Fausto (Urfaust); en esencia, recoge la historia del erudito angustiado
por su limitación humana y algunas escenas como las de la bodega de Auerbach y la
historia de Margarita; es decir, se trata de una versión que retoma la historia
tradicional del doctor Fausto añadiéndole algunas escenas provenientes de vivencias
personales del autor.
En 1790 Goethe da a conocer Fausto. Un fragmento, que contiene la idea
fundamental del Fausto definitivo: Mefistófeles aparece en el poema como guía del
protagonista en su recorrido por el mundo —entendido como «cosmos»—,
haciéndole comprender las claves del universo. Goethe inserta así su propio Fausto
en la tradición alemana iniciada con la Historia del doctor Fausto (1587), una
narración adscrita a los llamados «libros populares» (Volksbücher) del siglo XVI
(véase en el Volumen 3 el Epígrafe 2.d. del Capítulo 7); esta misma leyenda sobre un
tal Fausto, posiblemente un nigromante famoso en la época, pasó a Inglaterra, donde
atrajo a personalidades como Marlowe, quien igualmente en su Doctor Fausto recoge
el tema de la ambición humana de saber (en el Volumen 3, Epígrafe 5.b. del
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Capítulo 8).
El asunto probablemente lo conociera Goethe desde su niñez, aunque la idea de
servirse de él literariamente se deba a su acercamiento a los temas y las actitudes del
Sturm und Drang alemán; ya el dramaturgo Lessing había intentado, sin conseguirlo,
recoger el tema, y Klinger, uno de los iniciadores del Romanticismo en Alemania, lo
llevaba a la escena en 1791. Goethe debió de dar los primeros toques a la obra en
Frankfurt y Weimar entre 1775 y 1788, aproximadamente; en 1790 publicó Fausto.
Un fragmento, arrinconado hasta la época de su amistad con Schiller, quien
probablemente sería uno de los principales animadores de la tarea de Goethe; a partir
de 1796 Fausto conoce una continua redacción, hasta quedar concluida la primera
parte, que se publicó en 1808. El final de la obra posiblemente estuviese madurado
desde esa fecha, pero hasta 1825 no se preocupa Goethe por retomar la obra; a partir
de entonces, y hasta poco antes de su muerte en 1832, trabaja incansablemente en
varios proyectos, animado ahora por su fiel amigo y secretario Eckermann; entre ellos
figura la segunda parte de Fausto. El día de su cumpleaños de 1831, sella Goethe el
manuscrito con la orden expresa de que no se abra hasta su muerte, que le llegará
meses después.
b) Los personajes centrales
Tres son los personajes que van a dar sentido a este poema trágico de Goethe; sin
ellos, la obra no podría entenderse tal cual hoy se nos ofrece y, de hecho, de la
primacía de unos sobre otros depende el desarrollo del poema y su conformación.
Margarita (Gretchen) es la seducida; su presencia configura la primera parte de
Fausto como una pieza de «seducción» en algo semejante a El burlador de Sevilla
español, a ese Don Juan hispánico también gozador de todos los placeres e
insatisfecho de sí mismo. Margarita es, sin embargo, el candor, la inocencia: casi una
víctima de la maldad; su amor puro, esforzado, la salvará a su muerte del mismo
modo que idéntico esfuerzo amoroso, altruista y filantrópico, salvará a Fausto.
Mefistófeles es el elemento negativo, la acción sin escrúpulos que no repara en
los medios para llegar a su fin; es, pese a ello, un elemento indispensable para la
posterior salvación de Fausto e, incluso, para la perfección del Universo: de la unión
entre Mefistófeles y Fausto surge, para éste, la posibilidad de no agotar su vida en
una aspiración abstracta; para aquél, la de cambiar de signo su negación del Todo, la
de apoyar materialmente su afán de lucha y progreso. Por tanto, nada más lejos del
demonio cristiano que este Mefistófeles algo burlón y sarcástico, encarnación más
bien del espíritu crítico que avanza siempre a pesar —¿o quizá a causa?— de negarlo
todo.
Por su parte, Fausto podría ser entendido como símbolo de la eterna inquietud del
hombre ante el misterio, de su sed de creer y saber —al estilo como lo había
presentado la leyenda de la cual surge la figura de Fausto—. Unas palabras que dirige
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a su criado podrían sintetizar su espíritu y la lucha en que se debate: «Tú no tienes
más que una aspiración: ¡Dios quiera que no sientas nunca otra! Dos almas se
encierran en mí; ambas tienden siempre a separarse entre sí: una, apasionada y viva,
está asida al mundo por los órganos del cuerpo; la otra, por el contrario, pugna
incesantemente por disipar las tinieblas que la rodean y abrirse paso por los caminos
celestes». La disyuntiva sólo se salvará cuando Fausto comprenda que la felicidad se
logra al perfeccionarse él mismo mediante el perfeccionamiento del universo que lo
rodea; pero una vez que es feliz, se cumple la condición que había pactado con
Mefistófeles y muere para ser asumido por las potencias celestes. Según una idea
similar, el propio Goethe le afirmaba a Eckermann días antes de morir: «No me
importa dejar de existir, pues con la publicación de mi segundo Fausto lego a la
posteridad mi testamento filosófico y literario».
c) La «moralidad fáustica»
Desde las primeras versiones de Fausto, la leyenda ha presentado un matiz
religioso del que no puede sustraerse totalmente la obra de Goethe; en la leyenda
fáustica el mal se enfrenta al bien, triunfando uno u otro en las distintas versiones
según el momento histórico o la esfera cultural en la cual se inserte la historia.
En el Fausto goethiano encontramos, sin embargo, una especial característica que
lo separa a la vez que lo acerca a obras precedentes; esta versión alemana es, ante
todo, un estudio del mundo pasional humano, una puesta en escena —a pesar de la
dificultad para ser llevada al teatro— de las inquietudes de Goethe en torno a la
dimensión moral del hombre. Es cierto que esa dimensión moral no encuentra en este
caso un desarrollo religioso, pero tengamos en cuenta, con todo, el especial momento
deísta en el que se insertan la Ilustración y el Romanticismo, así como los tintes
subjetivistas con los cuales se impregnan todas sus manifestaciones culturales. En un
entendimiento plenamente clásico de la moral humana, Goethe desarrolla en Fausto
la tesis de que la pasión eleva al hombre, poniéndolo en tensión para lanzarlo al
infinito. Así pues, estamos ante una ética plenamente humanista que pretende
transformar la pasión humana en potencia positiva, contribuyendo así el ser
individual no sólo a su propio perfeccionamiento, sino al de la humanidad en general.
En este afán de continuo perfeccionamiento está justamente la clave de la
salvación última de Fausto: ¿por qué puede salvarse —desde el cielo; un cielo
prácticamente católico— a un ser ambicioso como Fausto? Dejemos de lado el hecho
de que Mefistófeles, ese personaje burlón —tan poco «diabólico» desde una óptica
católica—, ha retado al mismísimo Dios para poner a prueba a Fausto: este simple
hecho bastaría para que un católico creyera «justa» la salvación de Fausto; pero
Goethe va más allá. La salvación le viene a Fausto por su ideal humanitario, por su
perfeccionamiento moral y por su contribución al progreso de una «ética de la
creación» que hace triunfar al cosmos —orden— contra el caos. Efectivamente, la
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ambición de saber más, de realizarse más, de perfeccionarse más —en definitiva, de
ser más— podría haber llevado a Fausto al desastre y haber arrastrado consigo a toda
la humanidad —o a parte de humanidad, lo mismo da—; pero no ha sido así y, muy al
contrario, al realizarse individualmente, Fausto ha conseguido la realización de los
demás, de «los otros» y «lo otro»: ha sido más y ha hecho más. Por ello, el cielo lo
salva:
Wer immer strebend sich bemüht
Den Können wie erlösen
[«Al que se afana siempre hacia lo alto,
a ése podemos salvarlo»].
Las últimas escenas de Fausto, plenas de alegorías e imágenes cristianizadas que
eliminan finalmente toda posibilidad de representación de la obra, forman un
abigarrado y casi barroquizante cuadro que recuerda en gran medida el género de los
autos sacramentales; es más, muchos han visto en el tema de la seducción de
Margarita y en el simbolismo de Helena una reelaboración del tema de la mujer y la
función de la virginidad en la salvación humana. No es éste lugar para desarrollar las
implicaciones de la idea del «Eterno Femenino» en la obra de Goethe y, en concreto,
en Fausto; sin embargo, es fundamental hacer mención a ella por la importancia que
tiene en su obra. Cuando Fausto se cierra con los versos
Alles Vergängliche
ist nur ein Gleichnis;
das Unzulängliche
hier wird’s Ereignis;
das Unbeschreibliche,
hier ist’s getan;
das Ewigweibliche
zieht uns hinan
[«Todo lo transitorio / es sólo parábola; / lo inalcanzable / es aquí un
hecho; / lo indescriptible / aquí se realiza; / lo Eterno-Femenino / nos
lanza adelante»].
se nos ofrece una de las claves fundamentales de la interpretación que Goethe
desea para su obra; sin embargo, resulta imposible intentar siquiera aventurar la
interpretación total de Fausto, la obra goethiana por excelencia. Bástenos aquí con
sólo apuntar que, siguiendo la interpretación que ofrecemos, la mayoría de los
críticos han coincidido en señalar —aparte de las connotaciones psicológicas— la
evidente «pureza» del Eterno Femenino, un ideal humano —y no sólo femenino— en
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el que Goethe debía de cifrar sus ideas de perfección.
Si la interpretación total del sentido de Fausto es poco menos que imposible, no
debemos conformarnos con las connotaciones simplemente religiosas que antes
hemos señalado. Parece evidente que la interpretación religiosa se queda corta ante
una obra que, como la de Goethe, insiste sobre todo en las repercusiones éticas de una
determinada concepción del Universo. En este sentido, puede resultar esclarecedora
una atenta lectura del «Prólogo» —en el teatro y en el cielo— que precede al Fausto:
el paso de la Creación entera por el escenario, atravesando todo el mundo, parece
invitar a la acción no sólo a los caracteres dramáticos, sino a los espectadores
mismos, a quienes el Director de la escena quiere poner en juego. Además, es como
si la llegada al cielo de Mefistófeles en el «Prólogo» tuviese su necesario contrapunto
en la asunción de Fausto al final de la obra, pues incluso la destrucción, la violencia,
la tentación y la ambición sirven a los planes de Dios. La esencia de la divinidad es,
efectivamente, la perfección, en favor de la cual asume todo aquello que de
perfeccionado hay en la Creación: la recreación, la transformación del mundo es el
requisito último para la salvación no sólo del hombre, sino de todo el cosmos. En su
sentido último, la ética fáustica insta a la acción del hombre como complemento
indispensable a un mundo inacabado; este sentido de la acción como «teología
moral» probablemente lo tomara Goethe de Kant, quien había imaginado a un ser
omnisciente que regía la razón moral para subsanar así las deficiencias del mundo
material.
7. Los últimos años
En 1805 ha muerto ya Schiller, el gran amigo de Goethe; parece como si a partir
de entonces, en plenitud creadora, el genio se conformase vitalmente con una
serenidad olímpica —en el sentido más clásico del término— con la cual aislarse del
panorama literario de su época y constituirse en excepción a seguir. En 1806 se casa
con Christiane Vulpius, la mujer con la que compartía su vida desde hacía dieciocho
años y de la cual posiblemente nunca estuvo enamorado; pero a partir de 1807, su
afecto parece volcarse sobre Minchen Herzlieb, posible fuente de inspiración de
Pandora, un poema de tono clasicista que recoge el tema del dolor de Epimeteo por
el abandono de su mujer.
En 1809 Goethe da a la imprenta Las afinidades electivas (Die
Wahlverwandtschaften), una novela de difícil clasificación que, por una parte, se
aproxima al género sentimental; por otra, aspira a un didactismo moral de corte
neoclásico; por fin, parece un relato amoroso con visos de comedia donde la pasión
es una fuerza incontrolable a la vez que natural. Como en otras ocasiones en la obra
de Goethe, el amor responde a un orden universal y desempeña un papel ordenador
en la configuración del Universo; por esa razón, ni siquiera la muerte lo puede
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destruir, puesto que está destinado a perdurar como el cosmos mismo.
Pocas composiciones nos quedan ya por reseñar de Goethe, si tenemos en cuenta
su longevidad, su constante actividad creadora y el mérito de muchas de sus obras;
queremos decir con ello que sería imposible tratar exhaustivamente toda su
producción, por lo que nos limitamos aquí a una visión de conjunto que se ha
detenido en sus obras más significativas o características. Además de la segunda parte
de Fausto, que no se publicó sino tras su muerte, Goethe compuso Poesía y Verdad
(Dichtung und Wahrheit, 1811-1813 y 1830-1831), unas memorias escritas en una
prosa excelente, quizá uno de los mejores ejemplos de su estilo en el género. Más
extraño a su producción, y por ello quizá más interesante, es su Diván occidental-
oriental (West-Östlicher Divan, 1819); se trata de un cancionero de temática
fundamentalmente amorosa en el que, en gran medida atraído por cierta corriente
romántica, intenta asimilar los metros orientales. Por fin, Años de peregrinación de
Wilhelm Meister (Wilhelm Meisters Wanderjahre, 1829), una de sus últimas obras
publicadas, continúa, un tanto esquemáticamente, la narración de las experiencias de
este antiguo personaje, centrando ahora sus intereses —como los del propio Goethe
en ciertos momentos de esta época— en el conocimiento de los adelantos científicos.
Para poder escribir sus últimas composiciones, Goethe había necesitado los
servicios de Johann Pieter Eckermann, su fiel amigo y secretario desde 1823, cuando
Goethe cae gravemente enfermo. Fervoroso admirador del genio, Eckermann le había
mandado algunas composiciones y el maestro lo llamó a Weimar; durante nueve
años, Goethe le hizo confidencias y le reveló opiniones que Eckermann anotaba
fielmente en su diario hasta tomar la forma de Conversaciones con Goethe
(Gespräche mit Goethe), uno de los más interesantes documentos que recogen la vida
del poeta hasta su muerte el 22 de marzo de 1832.
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Otras literaturas europeas
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Introducción: Literaturas escandinavas y eslavas hasta el
siglo XVIII
1. Desarrollo de la literatura sueca
La vida cultural sueca se inicia en la modernidad con la adopción de las ideas
religiosas reformistas de Lutero en la Dieta de Vesteros (1527), que se traducen
políticamente en la Reforma llevada a cabo por Gustaf Vassa (1523-1560).
Pero el ideólogo de la Reforma sería Olaf Petri (1495-1552): en 1526 publicó una
traducción del Nuevo Testamento y poco después una pequeña colección de Salmos;
en 1528 también tradujo algunos sermones de Lutero. Su influencia tanto en la
cultura como sobre la conciencia religiosa popular es, por tanto, similar a la del
alemán, pudiendo considerársele iniciador de la nueva lengua literaria nacional;
carece, sin embargo, del entusiasmo religioso de Lutero, por lo que sus obras están
animadas, fundamentalmente, por un espíritu racionalizador que se traduce en cierta
intención moralizante. Lo mejor de su obra hay que buscarlo en los Sermones, donde
aparece como un maestro que sabe dirigirse a la razón y al sentimiento moral. Petri se
dedicó, además, a géneros profanos, aunque guiado siempre por el afán didáctico:
compuso así la Comedia de Tobías, de reminiscencias medievalistas; y la Crónica
sueca, con la cual pretende despojar a los relatos históricos del ropaje mitológico.
Los sucesores de Gustaf Vassa consolidaron la labor de reforma y modernización
de Suecia con grandes aciertos, llegando a ser el país en el siglo XVII una gran
potencia en el panorama europeo: el poderío político sueco se debe en este momento
al acertado gobierno de Gustavo Adolfo (1611-1632) y, sobre todo, de la reina
Cristina (1632-1654), esta última muy atenta a la cultura de la época; sin embargo, se
convirtió al catolicismo y abdicó para trasladarse a Roma, donde dispensó una
especial protección a las letras y posibilitó la aparición de la Arcadia italiana.
En esta primera mitad del siglo XVII desarrollan su obra figuras como Hans
Missenius (1579-1636), encarcelado durante veinte años como sospechoso de
profesar el catolicismo; profesor de la Universidad de Upsala —el centro cultural más
influyente en la Suecia del XVII—, compuso diversas obras históricas: sobresalen
entre ellas los dramas de asunto nacional Disa y Signill, representados por sus
alumnos; aunque estas obras adolecen de los defectos del teatro medieval, significan
un notable progreso en la evolución del género dramático escandinavo.
El introductor de las formas plenamente renacentistas en Suecia es Schering
Rosenhane; sus Lamentaciones de la lengua sueca (1658) inician el movimiento
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nacional de incorporación a la moderna literatura europea; pero la cultura sueca se
hallaba entonces en tales condiciones que la intención de la obra había sido ya de
hecho superada. Inspirándose en la obra de Petrarca —y, en concreto, en sus poemas
a Laura— compone Wenerid (1680), donde sin calor ni espontaneidad presenta la
poetización de un proceso amoroso en depurados alejandrinos franceses.
Geörg Stjernhjelm (1598-1672), el llamado «padre de la poesía sueca», representa
la tendencia enciclopedista de puesta al día de la cultura nacional; su producción
abarca ensayos sobre matemáticas, física, astronomía y filosofía, pero se le recuerda
preferentemente por su labor filológica. En este sentido, intenta demostrar
arqueológicamente la riqueza del pasado sueco, haciendo proceder todos los idiomas
del mundo del escandinavo; idéntica intención anima su poesía, nacionalizando los
asuntos clásicos en composiciones poéticas como Hércules, su obra maestra. Su
estrofa hexamétrica —en una evidente deuda clasicista— fue muy imitada hasta el
siglo XVIII, aunque fue progresivamente abandonada.
2. Las letras noruego-danesas hasta la Ilustración
En Noruega y Dinamarca —que, unidas políticamente, se servían de un mismo
idioma— no se cultivó, durante muchos siglos, más que una literatura imitada del sur
que se servía, generalmente, del latín como lengua de cultura. Esta tendencia se
rompe a principios del siglo XVII, cuando Noruega y Dinamarca se incorporan,
tímidamente, a la cultura europea; como poetas más relevantes de este siglo destacan
Petter Dass y Dorothea Engelbretsdatter.
Petter Dass (1647-1718) vivió alejado de la sociedad culta de su tiempo; por ello
en su obra no hay lugar para la afectación, el convencionalismo o el amaneramiento
retórico: su poesía alienta una emoción directa y espontánea, frecuentemente
humorística aunque solemnemente matizada. Su mejor composición, La trompeta del
Norte, una obra geográfica en verso, canta de una manera sencilla a las costumbres
populares y al paisaje de su país.
La poetisa Dorothea Engelbretsdatter (1635-1716), de Bergen, hija de un pastor y
también casada con un pastor, pasó su vida en la ciudad natal consagrada a su familia.
Su poesía, sencilla y enraizadamente popular, sobresale por el sentimiento religioso
que la impregna: y su estilo, vivamente emotivo, destaca por su espontaneidad e
inmediatez.
3. Orígenes y evolución de la literatura rusa
La tardía modernización de la literatura rusa se debe a diversos factores: en
primer lugar, a las peculiares características geográficas del país, de amplias
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fronteras; en segundo lugar, a la diversidad de razas que lo habitan, con lo que
conlleva de complejidad histórica y cultural; por fin, a la tardía especialización y
perfeccionamiento de la lengua rusa: efectivamente, San Cirilo, introductor del
cristianismo en Rusia, había unificado el alfabeto eslavo basándose en el griego y
ampliándolo con caracteres judíos, orientales y coptos; esta lengua, llamada eslavo-
eclesiástica, fue distanciándose progresivamente de la lengua vulgar, aunque le sirvió
de base junto con la incorporación de vocablos y giros suecos, alemanes, tártaros y
griegos.
Las primeras obras de la literatura rusa presentan intereses religiosos:
traducciones de libros litúrgicos, obras didáctico-morales, etc. Junto a esta
producción religiosa crece en la Edad Media el interés por la historia nacional; aparte
de la obra de Néstor el Venerable y de su escuela (Vida de Boris y Gleb, Vida de
Teodosio), interesan fundamentalmente las crónicas conservadas en colecciones y
copias; las más antiguas datan de los años 1039 y 1050 y aparecieron,
respectivamente, en Kiev y en Nóvgorod; ambas se refundieron y ampliaron en el año
1095 con el título de Crónica General: en ella se busca el origen de la raza en las
tradiciones bíblicas; detalla la situación de las tribus eslavas; señala las vías fluviales;
y, en general, describe los usos y costumbres rusos, constituyendo un excelente
cuadro colorista.
En lo referente a la poesía popular, habremos de decir que estas producciones se
remontan a la dominación tártara; se pueden dividir en tres categorías: por un lado, la
epopeya legendaria, con tres ciclos (de los héroes primitivos, de Vladimir y de
Nóvgorod la Grande); por otro, los relatos históricos; y, por fin, la poesía
costumbrista, inspirada en los hechos cotidianos.
Las canciones épicas o «bilinas» más antiguas cantan hazañas de hombres
misteriosos, semidioses de extraños poderes; pero quizá sea más relevante el ciclo de
Vladimir, cuyo principal personaje es Iliv Maurom, jefe de los guerreros de Kiev al
servicio del rey; caracterizado como personaje verdaderamente humano, su rasgo más
sobresaliente es la generosidad, especialmente para con su compañero de aventuras
Dobryna Nikitich. El ciclo de Nóvgorod la Grande está dominado por dos figuras:
Vassili Bouslaevitch y el mercader Sadko. Las aventuras del primero acaecen en la
ciudad de Nóvgorod, a cuyos moradores reta y mata despiadadamente hasta que su
madre intercede por ellos; Sadko, por el contrario, sale de Nóvgorod para recorrer
distintos países por mar.
De la epopeya histórica nos queda un magnífico monumento: la Canción de Igor,
obra maestra de la antigua literatura rusa; aun careciendo de estructuración interna, es
un excelente relato histórico cuyo acierto fundamental es su vigor expresivo e
imaginativo, que le confiere un dinamismo épico extraño a otras composiciones.
Reseñemos también, ya en el siglo XVI, la epopeya histórica de Iván el Terrible, un
personaje cruel e inflexible al que la historia le hace la justicia de considerarlo
iniciador de la unidad rusa.
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Literaturas escandinavas y eslavas en el siglo XVIII
1. La Ilustración sueca
La literatura sueca se desarrolla en el siglo XVIII bajo el signo de la Ilustración,
entendida ésta en un sentido cercano a la Aufklärung alemana. En general, los autores
se proponen una intención moralizadora de corte burgués, siguiendo para ello las
directrices de las más modernas literaturas europeas; como el resto de Europa, Suecia
se introduce poco a poco en la órbita de pensamiento burgués, subjetivo e
impresionista, que dará lugar a la nueva sentimentalidad.
a) Precursores de la Ilustración
Emmanuel Swedenborg (1686-1772) fue el primero en dejar sentir el
subjetivismo que impregna la producción literaria ilustrada; por ello, y casi
paradójicamente, su obra pretende reflejar, de forma científica, sus propias
preocupaciones espirituales y, en concreto, religiosas. Swedenborg, que tiende por
tanto a la especulación mística, describió en sus obras, con la precisión de un hombre
de ciencia —como realmente era—, los hechos del mundo del espíritu.
Olof Dalin (1708-1763), funcionario de la Corte, sigue más de cerca las
directrices ilustradas al intentar influir con su obra literaria sobre sus lectores,
induciéndoles a abrazar una plácida virtud de corte burgués; para ello inició en 1762
la publicación de un periódico moralista, El Argos sueco, donde, siguiendo el modelo
del Spectator inglés, se centra en la ridiculización satírica de los antiguos usos o de la
depravación de los nuevos. A él se le debe, además, una comedia satírica inspirada en
Molière, El envidioso; también sobre modelos franceses compone La libertad sueca,
un poema épico inspirado en la Enríada de Voltaire. En sus últimos años dio a la luz
una ambiciosa obra histórica, Historia del reino de Suecia, que, si
metodológicamente posee nuevos valores, carece de penetración y visión para con la
época contemporánea.
b) Poesía y sentimentalidad
Poéticamente, las mejores composiciones del siglo XVIII sueco se deben a Karl
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Bellman (1740-1795), un poeta a caballo entre lo popular y lo culto; su obra responde
a sentimientos vitalistas que orientó poéticamente en composiciones de tipo
anacreóntico, donde ensalza el valor de la vida y del goce. Adapta la poesía popular
al júbilo y al regocijo, respondiendo con su lirismo emotivo a su propia realidad vital
y a su sentimiento.
En una vía igualmente sentimental, pero ahora plenamente subjetiva y emotiva,
claro preludio del Romanticismo, compone su obra poética Bengt Lidner
(1757-1793), máximo representante del sentimentalismo sueco. Sobresale por sus
angustiadas y escabrosas composiciones La muerte de Spastara, donde describe el
sacrificio de una madre en un terremoto; y El Juicio Final, una nerviosa y alucinante
composición plena de valores musicalmente patéticos.
Thomas Torild (1759-1808), por su parte, preludia el Romanticismo en su
exaltación de la intuición poética y la concepción del «genio» —tan en boca de los
románticos—. En Las pasiones, escrito en precipitados hexámetros, defiende al genio
poético como ser individual, único e irrepetible; el poema, que aspiraba a un premio
literario, fue muy criticado, por lo que Torild se defendió en su Crítica de críticas,
donde insiste en proclamar los derechos poéticos de la genialidad.
2. La literatura del XVIII en Noruega y Dinamarca
a) Holberg, exponente de la Ilustración
Ludwig Holberg (1684-1754) es el verdadero iniciador de la moderna literatura
noruego-danesa; nacido en Bergen, estudió Teología en Kjöbenhavn, dedicándose
más tarde a la enseñanza privada; viajó por diversos países europeos, aunque su
estancia más dilatada tuvo por escenario Inglaterra, desde donde volvió a
Kjöbenhavn, en cuya Universidad enseñó lenguas y metafísica.
La principal aportación de Holberg a la literatura se reserva al género satírico,
concretamente por su tendencia ilustrada a la crítica y a la correspondiente
edificación moral en clave burguesa; para ello se sirvió, sin embargo, de la lengua
popular, dignificada hasta elevarla al rango de lengua literaria. A la poesía satírica se
aplicó en Peder Paars (1719), una de sus obras más punzantes; en un tono solemne
pero ridículamente grandilocuente, canta las aventuras de los viajeros Peder Paars y
su criado Peder Ruus, aprovechando sus observaciones para realizar un análisis
crítico de la sociedad danesa desde criterios noruegos. Pero quizá la obra más popular
de Holberg sea Nils Klim (Viaje subterráneo de Nils Klim), una narración de
intención similar a la de Los viajes de Gulliver de Swift; aparecida primeramente en
latín, en ella el protagonista viaja por el interior de la corteza terrestre y encuentra un
universo subterráneo cuyos mundos resultan de la caricaturización de los estados
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europeos de la época; se trata, en definitiva, de una aguda crítica a la condición de la
política danesa, si bien no encierra el amargo pesimismo del que hiciera gala el autor
irlandés.
La vena satírico-moral de la obra de Holberg se extiende casi inmediatamente al
género dramático, para ridiculizar desde la escena tipos y costumbres de la época. La
utilización de la comedia como lugar de edificación moral era usual en las literaturas
europeas del siglo XVIII, y de esta corriente se sirve Holberg para la construcción de
sus piezas dramáticas. La más popular de ellas es la comedia Don Ranudo de
Colibrados, de tema español adaptado a partir de la influencia del drama alemán del
siglo XVII; pero la más elaborada es Erasmus Montanus, en la que un joven
campesino dedicado al estudio se envenena con la falsa erudición de su siglo —tema
que había sido frecuente en la literatura europea en los siglos XVII y XVIII—;
podríamos añadir las comedias de caracteres El hojalatero político, El inconstante y
El ocioso atareado. El valor principal de la comedia de Holberg se halla, justamente,
en la verosimilitud psicológica de la que sabe dotar a sus caracteres, fruto de una
observación directa y atenta de la realidad; igualmente, a esta intención realista
responden tanto el desarrollo espontáneo de la acción como la viveza y la naturalidad
en la utilización del diálogo.
La obra de Holberg se completa con sus producciones históricas, a las que se
dedicó en los últimos años de su vida y que le valieron el aprecio de la Corte y
especialmente de los monarcas daneses, concretamente de Christian VI; destacan
entre ellas la Historia del reino de Dinamarca y la Descripción de Dinamarca y
Noruega, dos obras modernas sobre la historia, costumbres y geografía de estos
países nórdicos.
b) Desarrollo de la poesía
Curiosamente, la segunda mitad del siglo XVIII, la llamada «Edad de la Cultura»,
supone la ruptura de la unidad literaria noruego-danesa y la diversificación de la
poesía según las influencias recibidas. A grandes rasgos, mientras que Noruega
prefiere la renovación del espíritu nacional según una reinterpretación de su propia
tradición, la poesía danesa se abrirá a nuevas tendencias, asimiladas en su mayoría a
partir de modelos extranjeros.
Casi coetáneo de Holberg fue Christian Braunman Tullin (1728-1765), uno de los
máximos representantes de la Ilustración poética; efectivamente, aunque se le
recuerda de forma especial por su poema descriptivo El día de mayo, el
reconocimiento en su época le vino de academias e instituciones que premiaron sus
composiciones sobre temas científicos y filosóficos.
En la poesía de este momento sobresale un grupo de autores interesados por la
recuperación del clasicismo en clave arcádica y anacreóntica; interpretan la
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Antigüedad desde posturas casi escapistas y preludian, de este modo, el
Romanticismo nórdico, tan similar en su configuración al alemán. Destacan poetas
como Johannes Nordahl Brun (1745-1816), ingenioso y expresivo, cuyas
composiciones más sobresalientes tienen por tema el sentimiento religioso y la patria;
Klaus Fasting (1746-1791), escritor de epigramas y sátiras al estilo clásico —como
en Fiesta de Pan—; Klaus Frimann (1746-1829), excelente cultivador de la poesía
popular (Canciones para el pueblo); y Jonas Rein (1760-1821), poeta lírico de
angustiada y honda melancolía cuyas composiciones patrióticas le valieron la
admiración de sus conciudadanos y la elección como representante en el primer
parlamento noruego.
Entre los poetas daneses cabría recordar a Johannes Ewald (1743-1781), de
Copenhague, cuyo poema fúnebre a la muerte de Federico V le valió gran fama; sin
embargo, hoy se le reconoce fundamentalmente como dramaturgo, aunque su
producción estuviese lastrada por el peso de las modas del momento al dedicarse
preferentemente al melodrama y al drama mitológico. Por fin, Jens Baggesen
(1764-1826) prefirió la poesía descriptiva —especialmente en El laberinto; o
Excursión de un poeta por Europa—, aunque por su dilatada estancia en Alemania
llegó a cultivar la poesía más en esa lengua que en danés.
c) El teatro
El desarrollo de un verdadero drama nacional está impedido en Noruega y
Dinamarca, durante este siglo XVIII, por el peso específico de la influencia extranjera,
concretamente de la tragedia francesa y del melodrama italiano.
Johannes Nordahl Brun, ya citado como poeta, alcanzó gran éxito con su tragedia
Zarina (1772), una imitación del género francés excesivamente retórica y amanerada;
más valor posee su Un Tambeskjelver, cuya exaltación del pueblo noruego aconsejó
que no fuese representada en un momento caracterizado por la patente hostilidad
política y cultural entre Dinamarca y Noruega.
Johannes Hermann Wessel (1742-1785), de familia originaria de Holanda,
redimió a la dramaturgia noruego-danesa de la servidumbre extranjera; buen
conocedor de las literaturas europeas, estaba en excelentes condiciones para la crítica
del gusto extranjerizante y llevó a la escena la afectación de las imitaciones teatrales
en boga; destaca por Amor sin medias, una sátira cómica del patetismo de la
«comedia sentimental» de deuda francesa.
3. La incorporación de la literatura rusa
Ya en el siglo XVII se advierte en Rusia una «invasión» de la cultura extranjera,
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necesaria para la puesta al día de sus artes y su técnica; pero fue bajo Pedro I el
Grande cuando se llevó a cabo, de manera decidida, la inexcusable «europeización de
Rusia».
a) La época de Pedro el Grande
En efecto, Pedro el Grande estableció relaciones directas con Holanda, Alemania,
Francia y Venecia; favoreció la labor de traducción, introdujo nuevos modelos, más
modernos, de imprenta, llegó a propiciar la publicación del diario Viédomosti (1705)
e incluso reformó las costumbres y los métodos tradicionales de trabajo; por fin, y
como baluarte de sus ideas progresistas frente a los sectores más tradicionales de la
sociedad rusa —la Iglesia y la misma Corte—, fundó una segunda capital junto al
mar, San Petersburgo, una fantástica ciudad con ansias de modernidad que miraba a
Europa y en la que estableció la Academia de las Ciencias —cuyo desarrollo
cautivaba al zar—.
I. REFORMADORES ILUSTRADOS EN RUSIA. La labor de Pedro I fue posible gracias a la
colaboración de determinados intelectuales empeñados, como él mismo, en la
reforma de Rusia en clave europeísta. Uno de los más cercanos al monarca fue
Feofan Prokopóvich (1681-1736), arzobispo de Nóvgorod, que había viajado por
Europa y se había dedicado, con escasa fortuna, a las letras; llamado a San
Petersburgo, fue consejero del zar y a él se le debe el empeño por la creación de
nuevos modelos literarios. Discípulo de Prokopóvich fue Antíoco Kantemir
(1709-1744), considerado uno de los primeros poeta rusos de relieve; a los veinte
años compuso una sátira contra los enemigos de su maestro y más tarde se dedicó a la
carrera diplomática, conociendo a los principales autores de la Ilustración francesa e
inglesa; sus composiciones de madurez son imitaciones de corte neoclásico
principalmente inspiradas en Horacio.
II. EL NEOCLASICISMO RUSO. De acusadamente neoclásica podríamos calificar el
grueso de la producción literaria de los autores del período de Pedro I. De entre los
teóricos de esta corriente sobresale Vasili Trediakovski (1703-1769); viajero por
Holanda y Francia, se le nombró secretario de la Academia de las Ciencias y él
mismo fundó una Sociedad de Amigos del Idioma Ruso, en cuyo perfeccionamiento
y especialización estuvo empeñado. Para dar ejemplo tradujo el Telémaco de Fénelon,
las Fábulas de Esopo y el Ars Poetica de Horacio; sin embargo, sus mediocres
versos, a veces ridículos, descalificaron en buena medida su valía de filólogo.
De mayor interés e influencia más duradera es la obra de Mijail Lomonósov
(1711-1765), educado en Moscú, Kiev y San Petersburgo; también estudió ciencias y
filosofía en Alemania, donde comenzó a componer unas Odas que le proporcionaron
una rápida celebridad; con el paso del tiempo esta obra no deja de ser un buen
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ejercicio académico, aunque carente de emoción y aliento; nadie le discute, sin
embargo, su contribución a la creación de la moderna lengua literaria rusa.
Podríamos destacar, por fin, la obra dramática de Alexander Sumarókov
(1718-1777), primer director del Teatro Ruso; formado en la lectura de los clásicos
franceses, prefiere el género trágico (Khorev, Dimitri), aunque también cultivara la
comedia e incluso la poesía de intención clasicista.
b) La época de Catalina II
El proceso de europeización de las letras rusas, que se inició gracias a Pedro I el
Grande, continuó en el reinado de sus sucesores: la emperatriz Ana Ivanovna
(1730-1740) impuso, según había marcado la tendencia literaria anterior, el cultivo de
una literatura neoclasicista, aunque inspirada ahora en modelos alemanes; con Isabel
Pahovna (1741-1761) se retomó la influencia francesa, hasta el punto de que el
francés se convirtió en la lengua de cultura en Rusia.
Con el advenimiento de Catalina II (1762-1796), alemana por nacimiento y
educada a la francesa, el proceso de europeización entra en una nueva fase más
respetuosa con la tradición rusa; su preocupación por la cultura la puso en contacto
con enciclopedistas y pensadores y ella misma compuso algunas obras literarias,
especialmente comedias de tono moralizador.
I. EMANCIPACIÓN DE LA LITERATURA RUSA. En general, la época de Catalina II aparece
como un momento de transición que prepara el florecimiento del posterior siglo de
oro de las letras rusas; el decisivo interés por la tradición nacional llevó a Chulkov a
editar en 1780 una colección de cuentos y «bilinas» (canciones épicas tradicionales),
a la que le siguieron recopilaciones de autores como Bogbanovich y Lvov.
Sin embargo, uno de los primeros precursores de la emancipación de la literatura
rusa es Alexander Radíschev (1749-1802); su obra más popular es Un viaje de San
Petersburgo a Moscú, una obra pretendidamente descriptiva en la cual, sin embargo,
se realiza un análisis detallado y realista de la situación social; parece que a la
emperatriz le desagradaron las impresiones de Radíschev, por lo que se le deportó a
Siberia durante diez años.
Tampoco tuvo mucha más fortuna con la emperatriz Nikolai Nóvikov
(1749-1818), un oficial de la Guardia que conocía bien los entresijos del
funcionamiento de la sociedad rusa; comenzó su labor literaria publicando revistas
satíricas como Truten (El zángano), cuyos ataques a la alta sociedad y a la burocracia
le valieron la prohibición de su venta. En 1779 comenzó la publicación de Noticias de
Moscú, organizó editoriales, fundó bibliotecas y se dedicó a la filantropía auspiciando
la aparición de hospitales y escuelas; a la emperatriz le inquietó tanta actividad y fue
encarcelado.
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II. LA NOVELA MODERNA. La novela moderna se instaura en Rusia a imitación de la
novela sentimental francesa y, sobre todo, inglesa. A esta forma de producción se
dedicó preferentemente Nikolai Karamzín (1766-1826), que se inició en el género
con la traducción de obras francesas. En 1789 viajó por Europa, familiarizándose con
la novela occidental y, sobre todo, con la inglesa; a su vuelta fundó la Revista de
Moscú, donde publicó, aparte de una abultada correspondencia, La pobre Lisa (1792),
una patética historia de amor y deshonor en la cual una joven campesina se suicida
tras ser seducida por un noble. La pobre Lisa, obra sintomática del sentimentalismo
burgués del siglo XVIII, tuvo en Rusia el valor, además, de responder a ciertos ideales
democráticos que tal burguesismo conllevaba, especialmente al cifrar la clave de la
virtud en una campesina enfrentada a las pretensiones deshonrosas de un noble sin
escrúpulos.
Obras posteriores de Karamzín siguieron idéntica temática, en la que insistió en
novelas como Flor Silin, donde un rico campesino comparte sus bienes con los
hambrientos en un período de carestía; y La hija del boyardo, historia de amor inserta
en un melancólico marco natural.
III. TEATRO Y POESÍA. Menos interesante en la Rusia del siglo XVIII es el teatro, que
no supo librarse de la influencia extranjera sin recurrir a un árido tradicionalismo
dramático; enemigo de una corriente y otra fue Denis Fonzivin (1744-1792), que se
hizo célebre con su comedia El brigadier, donde arremete concretamente tanto contra
los dramaturgos tradicionales como contra los extranjerizantes. Mayor influencia dejó
sentir con su comedia Nedorols, de ambiente costumbrista y atinado verismo
psicológico.
Un discípulo de Fonzivin, Vasili Kapnist (1757-1823), ha dejado la excelente
comedia La calumnia (1798), prohibida hasta casi diez años más tarde por plantear el
problema del enfrentamiento entre la justicia y la corrupción administrativa.
El acaso mejor poeta del siglo XVIII ruso, junto a Lomonósov —quien reformó el
género en sentido neoclásico—, es Gavril Derzhavin (1743-1816), un autor que
consagró la forma clásica de la oda en Rusia; más sencillo y natural que su
predecesor, a él se le deben odas como Felitsa, himno de admiración dedicado a la
emperatriz Catalina. Junto a él sobresale, como teórico de la lengua literaria,
Alexander Chichkov (1754-1840) con su Tratado sobre el antiguo y el nuevo estilo,
además de con su Ensayo sobre la poesía lírica.
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