Este libro, publicado hace más de
cien años, es el más plagiado en la
historiografía española. ¿Cómo es
posible que la historia de una
nación como España creadora del
primer imperio global, protagonista
absoluta de la Edad Moderna y
responsable de la primera gran
hibridación cultural y humana entre
pueblos de distintos continentes
sea hoy tan desconocida y
escasamente valorada por parte de
propios y extraños? Algunas
respuestas se hallan en esta obra
del erudito Julián Juderías, escrita
en 1914. Su autor definió así en qué
consiste el objeto de su ensayo:
«Por leyenda negra entendemos el
ambiente creado por los fantásticos
relatos que acerca de nuestra patria
han visto la luz pública en casi
todos los países; las descripciones
grotescas que se han hecho
siempre del carácter de los
españoles como individuos y como
colectividad […]; la leyenda de la
España inquisitorial, ignorante,
fanática, incapaz de figurar entre
los pueblos cultos lo mismo ahora
que antes, dispuesta siempre a las
represiones violentas; enemiga del
progreso o de las innovaciones; o,
en otros términos, la leyenda que
habiendo empezado a difundirse en
el siglo XVI, a raíz de la Reforma, no
ha dejado de utilizarse en contra
nuestra desde entonces y más
especialmente en momentos
críticos de nuestra vida nacional».
La extraordinaria originalidad de su
planteamiento otorga a este libro,
en el centenario de su publicación,
un interés perenne. En sus propias
palabras: «Las naciones son como
los individuos, de su reputación
viven […], si la honra de los
individuos se respeta, ¿por qué no
ha de respetarse la de los
pueblos?».
Julián Juderías
La leyenda
negra
Estudios acerca del concepto
de España en el extranjero
ePub r1.0
Rafowich 02.06.15
Título original: La leyenda negra
Julián Juderías, 1914
Diseño/Retoque de cubierta: Rafowich
Editor digital: Rafowich
ePub base r1.2
«Perdone el amor propio, que
es Dios primero; y como
quiera que no corté la pluma
para escribir novelas, sino
historia adornada de
verdades, no puedo, por
respetos humanos, dejar de
decir lo que salta a los ojos
como proposición
irrefragable…».
FUENTES GUZMAN, Historia
de Guatemala, Lib. XI, Cap. I
A SU MAJESTAD
EL REY D.
ALFONSO XIII[1]
Señor:
Cuando, hace tres años, publiqué la
primera edición de este trabajo, no me
atreví, por grande que fuera mi deseo,
a dedicarlo a Vuestra Majestad,
pareciéndome que para merecer este
honor era preciso que por su extensión
y por la calidad de los datos en él
contenidos, fuese algo más que el mero
esbozo de un problema histórico tan
importante para España. Ahora, que
sale a luz otra vez con ampliaciones
que lo convierten, si no en obra
definitiva, que siendo mía jamás podrá
aspirar a un calificativo semejante, al
menos en un libro más completo que el
anterior, me permito ofrecerlo a
Vuestra Majestad, alentándome a ello
la simpatía con que gran parte de la
opinión española acogió la edición
primera y el hecho de que esta segunda
se publica gracias al apoyo de un
español ilustré y generoso, Don Juan
C. Cebrián, que en tierra americana
siguiendo la hermosa tradición de
otros compatriotas beneméritos que
por ella peregrinaron, venera a España
y labora por el prestigio de su nombre
con amor acrecentado por la distancia
y enardecido por el recuerdo.
Tiene este libro una aspiración
superior a las fuerzas de quien lo
compuso, puesto que trata de vindicar
el buen nombre de España,
demostrando que ha sido víctima del
apasionamiento de sus adversarios que
crearon en torno a su significación en
la Historia Universal una leyenda tan
absurda como injusta. Diríase, tal vez,
que el antiguo y desfavorable concepto
que de nuestra Patria se tenía en el
Extranjero, ha sufrido, de poco tiempo
a esta parte, un cambio tan profundo
como favorable, debido a la labor
personal de Vuestra Majestad, pero la
difamación pretérita, la antigua burla y
el desdén pasado, labraron huella tan
honda incluso en los espíritus más
cautos y serenos, que para borrarla
precisa algo más que frases sonoras y
armoniosas palabras, gratas al oído y
más aún al corazón, pero que dejan
subsistentes prejuicios arcaicos y no
rectifican las interpretaciones
caprichosas de nuestra historia y de
nuestro carácter.
Hace tres siglos, allá por el año de
1609, uno de los escritores más ilustres
que ha producido España, Don
Francisco de Quevedo y Villegas,
comenzó y no llegó a terminar, un
estudio, análogo por su tendencia al
presente, en cuya primera página se
leían estas palabras dirigidas a la
Católica Majestad de Felipe III:
«Cansado de ver el sufrimiento de
España con que ha dejado pasar sin
castigo tantas calumnias de
extranjeros, quizás despreciándolas
generosamente y, viendo que
desvergonzados nuestros enemigos, lo
que perdonamos modestos, juzgan que
lo concedemos convencidos, me he
atrevido a responder por mi patria y
por mis tiempos, cosa en que la verdad
tiene hecho tanto que sólo se me
deberá la osadía de quererme mostrar
más celoso de sus grandezas, siendo el
de menos fuerzas entre los que
pudieran hacerlo. Vuestra Majestad
reciba de mis estudios cortos este
volumen y será animarme a mayores
cosas».
Permita Vuestra Majestad a un
español que en modo alguno puede
escudar su nombre con méritos
semejantes a los que tanto enaltecen la
memoria perdurable de Quevedo que
haga suyas las palabras del insigne
polígrafo y dígnese aceptar,
perdonando sus faltas en obsequio a la
intención, este modestísimo trabajo, no
sólo porque con ello animará al autor a
mayores cosas, sino porque el Nombre
Augusto de Vuestra Majestad figurando
en su primera página, será prenda
segura de que responde al común sentir
de cuantos aman el pasado, creen en el
presente y confían en el porvenir
glorioso de la Madre España.
Señor:
A. L. R. P. de Vuestra
Majestad
JULIÁN JUDERÍAS
AL QUE LEYERE
Al publicar en 1914 la primera
edición de este libro decíamos en lugar
semejante a éste:
Este libro es una ampliación y, si se
quiere, una ratificación del estudio
premiado por La Ilustración Española y
Americana en su concurso de 1913 y
publicado no hace mucho en esta
Revista con el mismo título[2].
La necesidad de acomodar las
dimensiones de aquel trabajo a las
cláusulas del certamen nos obligó a ser
breves y a concretarnos a los puntos más
esenciales del tema. La importancia de
éste, las indicaciones que nos han hecho
algunos amigos y el deseo de desarrollar
con más amplitud las ideas expuestas en
el estudio primitivo, nos inducen a
presentarlo aquí en la forma que, tal vez,
debió revestir desde el primer momento.
La finalidad que nos proponemos no
ha menester de grandes explicaciones.
Anda por el mundo, vestida con ropajes
que se parecen al de la verdad, una
leyenda absurda y trágica que procede
de reminiscencias de lo pasado y de
desdenes de lo presente, en virtud de la
cual, querámoslo o no, los españoles
tenemos que ser, individual y
colectivamente, crueles e intolerantes,
amigos de espectáculos bárbaros y
enemigos de toda manifestación de
cultura y de progreso. Esta leyenda nos
hace un daño incalculable y constituye
un obstáculo enorme para nuestro
desenvolvimiento nacional, pues las
naciones son como los individuos, y de
su reputación viven, lo mismo que éstos.
Y como éstos, también, cuando la
reputación de que gozan es mala, nadie
cree en la firmeza, en la sinceridad ni en
la realidad de sus propósitos. Esto
ocurre precisamente con España. En
vano somos, no ya modestos, sino
humildes; en vano tributamos a lo ajeno
alabanzas que por lo exageradas
merecen alguna gratitud; en vano
ponemos lo nuestro —aunque sea bueno
— al nivel más bajo posible; en vano
también progresamos, procurando
armonizar nuestra vida colectiva con la
de otras naciones: la leyenda persiste
con todas sus desagradables
consecuencias y sigue ejerciendo su
lastimoso influjo. Somos y tenemos que
ser un país fantástico; nuestro encanto
consiste precisamente en esto, y las
cosos de España se miran y comentan
con un criterio distinto del que se
emplea para juzgar las cosas de otros
países: son cosas de España.
Este libro tiene por objeto estudiar
desapasionadamente el origen,
desarrollo, aspectos y verosimilitud de
esta leyenda y demostrar que, dentro de
los términos de la justicia y a la altura
en que se hallan los trabajos de crítica
histórica y de investigación social, es
imposible adjudicar a España el
monopolio de caracteres políticos,
religiosos y sociales que la deshonran,
o, por lo menos, la ponen en ridículo
ante la faz del mundo.
Sabemos de antemano que este
trabajo no nos granjeará, probablemente,
las simpatías de los que militan en la
extrema derecha y, en cambio, nos hará
objeto de las críticas de los que luchan
en el bando opuesto. Los primeros dirán
que es insuficiente y poco entusiasta
nuestra reivindicación, porque no es un
panegírico. Los segundos nos llamarán
reaccionarios y patrioteros, porque
tenemos de la historia y de la crítica un
concepto más sereno que ellos. Si así
ocurre, nos consolaremos pensando en
que es difícil contentar a todos, y en que
el justo medio es siempre menos
estimado que los extremos, sobre todo
entre nosotros.
Además, para que nuestra labor sea
provechosa, necesita ser imparcial.
Desvirtuar la leyenda que pesa sobre
España no implica defender los
procedimientos que pudo emplear en
otro tiempo en determinadas cuestiones,
ni exponer lo hecho por otros países en
el mismo tiempo y con propósitos
semejantes; implica dudar de su
envidiable progreso.
Tampoco la protesta contra la
pintura que hacen de nosotros y contra la
interpretación artificiosa y desfavorable
que se da a la historia quiere decir que
pensemos, a la manera del doctor
Pangloss, que estamos en España en el
mejor de los mundos. Nos limitamos a
exponer hechos rigurosamente históricos
y a demostrar que no es posible
acusarnos de crímenes de cierto orden ni
de abusos de determinada especie,
convirtiéndonos en símbolo de la
intolerancia y de la tiranía, cuando estos
crímenes y estos abusos, no solamente
fueron comunes a todos los pueblos en
la época en que se alude, sino que
signen cometiéndose en nuestros mismos
días por nuestros mismos acusadores.
Creemos que el peor de todos los
errores es querer juzgar lo pasado con el
criterio del tiempo presente; y que por
esto quizá el tema de la leyenda
antiespañola, a pesar de su interés, se ha
estudiado muy poco y, lo que es peor, se
ha estudiado mal. Unas veces hemos
supuesto —y tal vez seguimos
suponiéndolo— que el pésimo concepto
que tienen de España los extranjeros, es
castigo merecido de nuestras pasadas
culpas, estigma indeleble por ellas
impreso sobre nuestra nación y hasta
elemento indispensable para nuestro
progreso, por cuanto recordando
aquellas culpas, reconociendo aquellos
errores y contemplando este atraso es
como podemos caminar hacia adelante,
hostigados por las críticas, molestos por
el desdén y agriados por las burlas de
los extraños. Esta opinión se halla muy
difundida, es muy respetable, pero no
comulgamos en ella. Otras veces,
cayendo con no menos presunción en el
extremo opuesto, hemos creído que el
mejor medio de vindicar a España era la
apología, la alabanza desmedida de lo
propio juntamente con el desprecio de lo
ajeno. Este criterio nos parece tan
absurdo como el anterior. La crítica
imparcial debe rechazar ambos
sistemas, esforzarse en averiguar la
verdad y dar a cada cual lo suyo.
Reconocer nuestros defectos es una
virtud, pero admitir y dar por buenas las
crueldades que nos atribuyen y creer que
todo lo nuestro es malo, es una necedad
que solo cabe en cerebros perturbados
por un pesimismo estéril y
contraproducente y por una ciencia que
no han logrado digerir bien.
Al publicar en 1917 la segunda
edición de nuestro estudio algo tenemos
que añadir. Es lo primero, que no
solamente hemos procurado subsanar los
errores y las erratas de la edición
anterior, sino que la hemos refundido y
ampliado de tal modo, dando a las
materias distribución distinta de la que
tenían, añadiendo nuevos capítulos y
aumentando la parte bibliográfica, que
sin escrúpulo podemos decir que ha
salido de nuestras manos convertida en
un libro nuevo. Lo segundo que debemos
advertir, es que entre las adiciones hay
una que no ha podido ser tan amplia
como lo hubiese requerido la materia,
por la razón sencilla de que un volumen
del tamaño del presente hubiera sido
poco para abarcarla con todos sus
detalles y todos sus matices. Nos
referimos a los capítulos dedicados a la
labor de España, que sin duda parecerán
a los eruditos escasos y sin interés,
superficiales y nada definitivos. No
aspiramos, por lo demás, a hacer obras
definitivas. Creemos que no existen las
que pueden merecer este calificativo y
que mucho menos puede serlo una obra
nuestra. El fin que perseguimos es
principalmente popular, de divulgación,
no de erudición ni de descubrimientos.
Al escribir el estudio primitivo y al
ampliarlo después en forma de libro, lo
mismo que al publicarlo hoy bajo una
forma casi completamente nueva, fue
nuestro único propósito demostrar que
dentro de los términos de la justicia y a
la altura en que se encuentran los
trabajos históricos, es imposible
adjudicar a España el monopolio de
caracteres políticos, religiosos y
sociales, que si no la deshonran, la
ponen en ridículo ante el mundo al
erigirla en excepción dentro del grupo
de las naciones civilizadas. El mismo
propósito nos guía hoy que, ampliado el
estudio, hacemos preceder a la injusta
leyenda creada por nuestros
adversarios, la exposición breve y
sucinta de nuestra evolución política y
de nuestra labor cultural.
Por último, haremos observar a los
lectores que los momentos en que este
libro se publica no pueden ser más
oportunos. Lo son por dos razones: la
primera porque al antiguo desprecio y a
la injuria antigua o reciente, ha
substituido la simpatía y hemos vuelto a
ser el pueblo noble y caballeresco de
otras veces. Si estas alabanzas debidas a
altísimas y humanitarias intervenciones
son sinceras, conviene reforzarlas con
argumentos; si son producto de las
circunstancias, no menos conviene
ponerse en guardia, demostrando con
hechos que no nos hacen favor, sino
justicia.
Sale este libro a luz, bajo su nueva
forma en los momentos en que se halla
en su apogeo una guerra sin precedentes
en la historia. Esta guerra, en la cual se
destruyen con saña indescriptible las
naciones que teníamos por más cultas,
ha deshecho no pocas ilusiones. Una
idea tan solo aparece robustecida y
afianzada por efecto de la tremenda
desolación y es la misma que algunos
creyeron debilitada si no perdida: la
idea de Patria. El patriotismo, origen
siempre de sacrificios y heroísmos, se
muestra cada día más poderoso en los
países que luchan. Siendo esto así,
¿cómo no ratificarnos en el propósito
que desde un principio nos impulsó a
escribir este estudio? «Hacemos este
estudio, decíamos, creyendo
sinceramente que por encima de todos
los partidos y de todas las banderías, de
todos los prejuicios que pueda haber en
uno u otro sentido y de todos los
pesimismos imaginables, hay algo que
debemos defender porque nos interesa y
nos pertenece por igual, y que ese algo
es el buen nombre de España». En estos
momentos en que los países que más
inclinados parecían a proseguir una
política esencialmente utilitaria y las
clases sociales que con mayor ahinco se
aferraban a la comodidad y al disfrute
de la riqueza o a la adquisición de
nuevos bienes, entregan sus hijos para la
defensa de una idea y se empobrecen
porque ésta triunfe; en estos momentos
que los antimilitaristas y los
antipatriotas son los primeros en excitar
el patriotismo de las masas, en que los
socialistas más enemigos de la guerra
votan sin tasa los créditos a ella
destinados y hasta mueren en los campos
de batalla, ¿qué menos podemos hacer
los españoles, felizmente apartados de
la lucha, que volver los ojos con
legitimo orgullo hacia nuestro pasado,
recordar el alto ejemplo que siempre
dieron los hombres de nuestra raza en
instantes apurados y solemnes y sacar de
ello la fuerza espiritual de que habremos
menester, a no dudarlo, para hacer frente
a un porvenir más abocado al sacrificio
que a la próspera fortuna?
«Triste de la nación, decía don
Gumersindo Laverde, que deja caer en
el olvido las ideas y las concepciones
de sus mayores. Esclava
alternativamente de doctrinas exóticas,
entre sí opuestas, vagará sin rumbo fijo
por los mares del pensamiento, y cuando
acabe de perder los restos de la ciencia
castiza, perderá a la corta o a la larga
los caracteres distintivos de su lengua y
los de su arte y los de sus costumbres, y
luego… estará amenazada de perder
también hasta su integridad territorial y
su independencia…».
Este consejo no es posible echarlo
en olvido. Que el lector nos perdone las
faltas que en este trabajo encuentre y las
deficiencias que en el mismo descubra,
que serán muchas, en atención a la idea
en que se inspiran todas y cada una de
sus páginas.
Madrid, marzo de 1917.
PRELIMINARES:
LA LEYENDA
NEGRA
I
Los problemas que se derivan de la
historia o que ésta plantea, sean cuáles
fueren, deben estudiarse imparcialmente,
sin prejuicios y con el firme propósito
de averiguar la verdad o por lo menos la
mayor cantidad posible de verdad. No
creemos, como creía el historiador
inglés Froude, que las leyendas tienen
que seguir siendo leyendas y que
demostrar la justicia de un monarca
tenido por tirano equivale a defender la
tiranía. Froude, entendiendo que el
elemento místico no puede eliminarse de
la historia por ser compañero
inseparable de ella, suponía también que
era inútil y hasta contraproducente
esforzarse en disipar las nieblas
levantadas por el odio o por la
adulación. La labor critica, la labor de
investigación, sólo hallaba excusa a los
ojos de tan notable historiador cuando la
leyenda ejercía pernicioso influjo sobre
los vivos. De suerte, que aún estamos de
acuerdo con el defensor de Enrique VIII
(mancha de sangre y de grasa, según
Dickens), al emprender el estudio de la
leyenda antiespañola, ya que esta
leyenda no es cosa de lo pasado, sino
algo qué influye en lo presente, que
perpetúa la acción de los muertos sobre
los vivos y que interrumpe nuestra
historia.
¿Qué es, a todo esto, la leyenda
negra? ¿Qué es lo que puede calificarse
de este modo tratándose de España? Por
leyenda negra entendemos el ambiente
creado por los fantásticos relatos que
acerca de nuestra Patria han visto la luz
pública en casi todos los países; las
descripciones grotescas que se han
hecho siempre del carácter de los
españoles como individuos y como
colectividad; la negación, o, por lo
menos, la ignorancia sistemática de
cuanto nos es favorable y honroso en las
diversas manifestaciones de la cultura y
del arte; las acusaciones que en todo
tiempo se han lanzado contra España,
fundándose para ello en hechos
exagerados, mal interpretados o falsos
en su totalidad, y, finalmente, la
afirmación contenida en libros al
parecer respetables y verídicos y
muchas veces reproducida, comentada y
ampliada en la Prensa extranjera, de que
nuestra Patria constituye, desde el punto
de vista de la tolerancia, de la cultura y
del progreso político, una excepción
lamentable dentro del grupo de las
naciones europeas.
En una palabra, entendemos por
leyenda negra, la leyenda de la España
inquisitorial, ignorante, fanática, incapaz
de figurar entre los pueblos cultos lo
mismo ahora que antes, dispuesta
siempre a las represiones violentas;
enemiga del progreso y de las
innovaciones; o, en otros términos, la
leyenda que habiendo empezado a
difundirse en el siglo XVI, a raíz de la
Reforma, no ha dejado de utilizarse en
contra nuestra desde entonces y más
especialmente en momentos críticos de
nuestra vida nacional.
II
Los caracteres que ofrece la leyenda
antiespañola en nuestros días son
curiosos y dignos de estudio. No han
cambiado a pesar del transcurso del
tiempo. Se fundan hoy, lo mismo que
ayer, lo mismo que siempre, en dos
elementos principales: la omisión y la
exageración. Entendámonos; omisión de
lo que puede favorecernos y exageración
de cuanto puede perjudicarnos. La
prueba es fácil. En la mayoría de los
libros extranjeros que tratan de
literatura, de arte, de filosofía, de
ciencias económicas, de legislación o de
cualquier otra materia, rara vez se ve
mencionado el nombre de España o
reseñada su actividad, a no ser para
ponerla como ejemplo de atraso, para
decir que su fanatismo religioso le
impidió pensar, o para aludir a su
afición por los espectáculos crueles,
cosa nada extraña, aseguran, en quienes
en otro tiempo se solazaron con las
hogueras de la Inquisición. Tan cierto es
esto, que en las obras más famosas que
han visto la luz pública en Europa
acerca de arte, de literatura y de ciencia,
obras enciclopédicas y magistrales, la
labor de España se reseña a la ligera[3],
y mientras se consagran sendos capítulos
al arte, a la literatura y a la ciencia en
Alemania, en Inglaterra, en Francia y en
Italia, España suele ir incluida en la
rúbrica de «varios». Eso, si en los
breves párrafos dedicados a sus
escritores y a sus artistas no se la execra
por intolerante y no se afirma que nada
hizo en el mundo como no fuera imponer
sus creencias a la fuerza y explotar a
quienes por medio de la fuerza sometía.
III
Dos aspectos, igualmente curiosos y
dignos de estudio, ofrece la leyenda
negra: el aspecto social, es decir, el
referente al carácter y a las costumbres
de los españoles, y el aspecto político, o
sea el relativo a la acción de España, a
las consecuencias de esta acción, y a su
reflejo en la vida actual del pueblo
español. Don Juan Valera ha descrito
admirablemente los caracteres de la
leyenda desde el punto de vista social.
«Cualquiera que haya estado algún
tiempo fuera de España, escribe[4],
podrá decir lo que le preguntan o lo que
le dicen acerca de su país. A mí me han
preguntado los extranjeros si en España
se cazan leones; a mí me han explicado
lo que es el té, suponiendo que no le
había tomado ni visto nunca; y conmigo
se han lamentado personas ilustradas de
que el traje nacional, o dígase el vestido
de majo, no se lleve ya a los besamanos
ni a otras ceremonias solemnes, y de que
no bailemos todos el bolero, el fandango
y la cachucha. Difícil es disuadir a la
mitad de los habitantes de Europa de
que casi todas nuestras mujeres fuman, y
de que muchas llevan un puñal en la
liga. Las alabanzas que hacen de
nosotros suelen ser tan raras y tan
grotescas, que suenan como injurias o
como burlas».
La leyenda política ofrece aspecto
semejante. «En el afán, en el calor,
conque se complacen en denigrarnos,
dice el mismo Valera, se advierte odio a
veces. Todos hablan mal de nuestro
presente; muchos desdoran,
empequeñecen o afean nuestro pasado.
Contribuye a esto, a más de la pasión, el
olvido en que nosotros mismos ponemos
nuestras cosas. En lo tocante al
empequeñecimiento de nuestro pasado
hay, a mi ver, otra causa más honda. En
cualquier objeto que vale poco, o se
cree valer poco en lo presente, se
inclina la mente humana a rebajar
también el concepto de lo que fue, y al
revés, cuando lo presente es grande,
siempre se inclina la mente a hermosear
y a magnificar los principios y aun los
medios, por más humildes y feos que
hayan sido. ¿Cómo, por ejemplo,
llamaría nadie gloriosa a la triste
revolución inglesa de 1688, si el
imperio británico no hubiera llegado
después a tanto auge? Shakespeare, cuyo
extraordinario mérito no niego a pesar
de sus extravagancias y
monstruosidades, ¿sería tan famoso, se
pondría casi al lado de Homero o de
Dante, si en vez de ser inglés fuese
polaco o rumano o sueco? Por el
contrario, cuando un pueblo está
decaído y abatido, sus artes, su
literatura, sus trabajos científicos, su
filosofía, todo se estima en muchísimo
menos de su valor real. Montesquieu
dijo que el único libro bueno que
teníamos era el Quijote, o sea la sátira
de nuestros otros libros. Niebuhr
sostiene que nunca hemos tenido un gran
capitán, no recuerdo si pone a salvo al
que llevó este nombre por antonomasia,
y que desde Viriato hasta hoy, sólo
hemos sabido hacer la guerra como
bandoleros. Y Guizot pretende que se
puede bien explicar, escribir y exponer
la Historia de la civilización haciendo
caso omiso de nuestra Historia, que da
por nula. Un libro podría llenar, si
tuviese tiempo y paciencia para ir
buscando y citando vituperios por el
estilo, lanzados contra nosotros en obras
de mucho crédito y por entonces de
primera nota».
Ocasión tendremos de multiplicar
los ejemplos de este género.
Contentémonos ahora con añadir a lo
dicho por Valera que otras razones ha
habido para la formación del
desfavorable concepto de que gozamos
en el mundo, y que mientras una de ellas
consiste, como indica muy
acertadamente la Historia Universal, de
Lavisse y Rambaud, en haberse
indispuesto España con los pueblos que
crean la opinión pública en Europa:
Francia, Inglaterra, Holanda, Alemania,
otra es el desdén demostrado por
nosotros hacia nuestra historia y el
prejuicio con que hemos visto siempre
determinados períodos de ella. Porque,
aunque sea triste confesarlo, culpa
principalísima de la formación de la
leyenda negra la tenemos nosotros
mismos. La tenemos por dos razones: la
primera, porque no hemos estudiado lo
nuestro con el interés, con la atención y
con el cariño que los extranjeros lo
suyo, y careciendo de esta base
esencialísima, hemos tenido que
aprenderlo en libros escritos por
extraños e inspirados, por regla general,
en el desdén a España; y, la segunda,
porque hemos sido siempre pródigos en
informaciones desfavorables y en
críticas acerbas.
No podemos quejarnos, pues, de la
leyenda antiespañola. Esta no
desaparecerá mientras no nos
corrijamos de esos defectos. Sólo se
borrará de la memoria de las gentes
cuando renazca en nosotros la esperanza
de un porvenir mejor, esperanza fundada
en el estudio de lo propio y en la
conciencia de las propias fuerzas; no en
libros extranjeros ni en serviles
imitaciones de lo extraño, sino en
nosotros mismos, en el tesoro de
tradiciones y de energías que nuestros
antepasados nos legaron, y cuando
creyendo que fuimos, creamos también
que podemos volver a ser. Sin embargo,
en espera de que nos enmendemos de
estas faltas, conviene estudiar la leyenda
antiespañola y oponer la verdad
histórica a las apariencias de verdad, y
esto es lo que vamos a hacer en las
páginas siguientes.
LIBRO PRIMERO:
LA OBRA DE
ESPAÑA
BOSQUEJO DE LA
LABOR POLITICA,
SOCIAL, CIENTÍFICA,
LITERARIA Y
ARTÍSTICA DE
ESPAÑA
«Unos van por el ancho
campo de la ambición soberbia;
otros por el de la adulación
servil y baja; otros por el de la
hipocresía engañosa y algunos
por el de la verdadera religión;
pero yo, inclinado de mi
estrella, voy por la angosta
senda de la caballería andante,
por cuyo ejercicio desprecio la
hacienda, pero no la honra».
QUIJOTE, Parte segunda, Cap.
XXXII.
I
CARACTERES
GENERALES DE
LA OBRA DE
ESPAÑA
Pretencioso parecerá, tal vez, a
algunos españoles que han adquirido su
ciencia en libros extranjeros, el titulo
que damos a la primera parte de nuestro
trabajo. ¿La obra de España?,
preguntarán… ¿Ha hecho algo España
en el mundo, como no sea quemar
herejes y perseguir eminencias
científicas, destruir civilizaciones y
dejar por doquiera huella sangrienta de
su paso? ¿Hay algo que pueda llamarse
español en la suma de ideas y de
conocimientos que constituye el
progreso universal, salvo alguna que
otra obra literaria o artística?
Estas preguntas tienen hoy día para
muchos apariencia de definitivas y de
incontestables. En el siglo XVIII, un
escritor francés bastante mediano logró
llegar a la celebridad haciendo una
pregunta de este género; en el siglo XX
hay muchos españoles que aspiran
indudablemente a una fama parecida,
porque con las cosas tocantes a nuestra
patria ocurre algo de lo que cierto
filósofo decía que pasaba con la
religión, es a saber: que la poca ciencia
alejaba de ella, y la mucha acercaba, y
con España sucede que el poco saber, el
que se adquiere leyendo libros
franceses, ingleses o alemanes, aleja de
su historia, hace formar de ella un juicio
inexacto, mientras lo que se aprende en
los archivos españoles y en nuestros
libros olvidados, explica el por qué de
muchas cosas y determina gran simpatía
hacia su proceder y hacia los hombres
que la representaron en otros tiempos.
Por otra parte, la negación de que
España haya podido tener o tenga (sería
muy fácil probar que algunos inventos
importantes de estos tiempos han tenido
si no su origen, hábiles precursores
entre nosotros) intervención en los
grandes progresos de la humanidad, es
tan pueril como infundada. Pues qué ¿los
pueblos han nacido ayer? ¿Hay algo en
ellos, en el orden político, social,
científico o artístico, que no sea una
continuación, que no tenga antecedentes?
¿Hay, ni ha habido nunca efecto sin
causa? ¿Qué sería de nosotros, hombres
del ferrocarril, del telégrafo, de la
telegrafía sin hilos, de los buques de
vapor, del sufragio universal, del jurado,
de la democracia, de las leyes sociales,
si nos quitasen de pronto y por arte de
encantamiento uno solo de los peldaños
que hemos tenido que subir para llegar a
todas esas cosas tan excelentes? El
edificio se vendría abajo porque le
faltaría una de las bases que lo
sustentan: la labor ignorada u olvidada
de un hombre o si se quiere de toda una
generación.
Por eso, si nos referimos al presente,
a los años que corremos sería difícil —
no imposible— contestar a preguntas
como las expuestas, pero refiriéndonos a
lo pasado —a un pasado no muy remoto
— la respuesta no es difícil de dar y
quizá pudiéramos abreviarla diciendo
que ninguno de los progresos modernos
se puede concebir, cualquiera que sea su
clase, si de la Historia Universal se
suprime la obra de España.
Errado anduvo M. Guizot al afirmar
que la Historia Universal podía
escribirse sin contar con ella y más
equivocados están todavía los que, sin
saber, quizá, que él lo dijo, lo sostienen
más o menos claramente. La Historia
Universal no puede escribirse,
prescindiendo de ningún pueblo; menos
todavía prescindiendo del nuestro.
Prescindir del pueblo español,
negarle toda participación en el
progreso universal, hacer caso omiso de
su labor o menospreciarla, equivale a
suprimir de la historia altos ejemplos de
constancia, de valor, de abnegación, de
desinterés, de inteligencia. «La nación,
ha dicho Morei Fatio, que cerró el
camino a los árabes; que salvó a la
cristiandad en Lepanto; que descubrió un
nuevo mundo y llevó a él nuestra
civilización; que formó y organizó la
bella infantería que sólo pudimos vencer
imitando sus ordenanzas; que creó en el
arte una pintura del realismo más
poderoso; en teología un misticismo que
elevó las almas a prodigiosa altura; en
las letras una novela social, el Quijote,
cuyo alcance filosófico iguala, si no
supera, al encanto de la invención y del
estilo; la nación que supo dar al
sentimiento del honor su expresión más
refinada y soberbia, merece, a no
dudarlo, que se la tenga en cierta estima
y que se intente estudiarla seriamente,
sin necio entusiasmo y sin injustas
prevenciones…». Y si esto lo dice un
extranjero, ¿cómo podemos nosotros
hacer coro a los que afirman que nuestra
patria nada representa en la cultura? ¿No
es acaso España la nación que dio
ejemplos tan admirables de patriotismo
en Sagunto y en Numancia; la que
mantuvo el esplendor de las letras
latinas cuando ya decaían en Roma; la
que dio a ésta Emperadores famosos; la
que hizo renacer las letras en Sevilla
cuando en Europa todo era barbarie; la
que sostuvo una lucha de ocho siglos
contra los árabes; la que transmitió a las
naciones de Occidente la ciencia del
Oriente; la que produjo los navegantes
más audaces y los exploradores más
atrevidos de aquella época prodigiosa
de los descubrimientos; la que ejerció
con su literatura una influencia tan
decisiva en las letras de los demás
pueblos; la que, con sus jurisconsultos y
sus teólogos, sus generales y sus sabios,
echó las bases de la vida moderna; la
que organizó la vida municipal y
concibió el sistema parlamentario antes
que ninguna otra? Negar todo esto sería
absurdo. La obra de España es tan bella,
tan intensa, tan grande como la del
pueblo que más pregone la suya.
Ahora bien, si España realizó una
labor civilizadora, ¿cuáles fueron los
caracteres de esta labor y por qué no se
habla de ella como de la de otros
pueblos más modernos, ni se le tributan
los elogios que merece? Los caracteres
de la labor de España se diferencian
esencialmente de los que ofrece la labor
de todos los demás. La labor de España
fue, ante todo, espiritual; no persiguió
como fin último lo que otros pueblos
persiguen; no hizo el alarde que otros
hacen, y por esta razón al cambiar las
condiciones de la vida y al orientarse la
de las naciones en un sentido
francamente materialista, fue tenida en
menos por cuantos creían y creen que el
ideal del hombre debe ser conseguir un
máximo de bienes y de comodidades aun
a costa de claudicaciones y renuncias en
el orden moral, Don Quijote no salió de
su aldea para ganar dinero, sino honra;
Sancho, en cambio, pensaba de continuo
en la ínsula, o en los escudos que halló
en el aparejo de la mula muerta en
Sierra Morena: entre nuestros ideales y
los de otros pueblos existe la misma
diferencia[5].
II
EL TERRITORIO
Antes de hablar del pueblo español
y de su obra, conviene, a no dudarlo,
hablar de la región en que vive y de las
circunstancias que la caracterizan. Tiene
esto una importancia extraordinaria para
cuantos estudian la psicología de un
pueblo. Forma la tierra con el hombre
una unidad indestructible y, si el uno
logra con su esfuerzo modificar sus
condiciones haciéndola producir, si era
estéril; plantando árboles, si estaba
desnuda; desecándola, si era pantanosa;
regándola, si carecía de agua, y
convirtiéndola en productiva y
remuneradora si era árida y hosca, no
menor influencia ejerce la tierra sobre
su dueño al someter su carácter y sus
condiciones físicas a las influencias del
clima, alas producciones que es capaz
de dar y hasta a su misma configuración.
Lentamente se compenetran la tierra y el
hombre, y de esta unión, que es a la vez
material y espiritual, como fruto del
trabajo y de la inteligencia, surgen las
ideas de patria y de nacionalidad.
Mucho antes de que los sabios modernos
se fijasen en esta recíproca influencia
del hombre sobre el suelo y del suelo
sobre el hombre, la había hecho notar
Huarte en su Examen de ingenios y
había llamado la atención de don
Francisco de Quevedo que la expone en
Un trabajo que citaremos a menudo, no
incurriendo, sin embargo, ninguno de
estos españoles en ridiculeces parecidas
a las del famoso Montesquieu cuando
clasificaba las naciones a su antojo,
Tañéndose del clima.
El territorio español ha ejercido,
pues, una influencia indiscutible sobre
sus habitantes, merced a su
configuración, a sus producciones, a su
clima, a sus circunstancias de todo
género. Esta influencia hace que el
español se diferencie notablemente de
otros pueblos que han estado sometidos
a influencias diversas del mismo orden.
¿Cómo es nuestro territorio? Para
contestar a esta pregunta no entraremos
en los dominios para nosotros
misteriosos de la geogenia ni de la
geología, ni trataremos de averiguar en
qué época quedó constituida en su
apariencia actual la península ibérica.
Los mares que en otros tiempos la
ocuparon, las islas cuya soldadura
contribuyó a formarla, las conmociones
y trastornos que levantaron sus
cordilleras y sus mesetas y los
cataclismos que la separaron de África
o del legendario continente de la
Atlántida, son problemas que no nos
atañen y que otros con gran copia de
ciencia han estudiado ya y hasta resuelto
en cuanto al hombre le es dado resolver
los misteriosos problemas de un pasado
que se envuelve celosamente en
profundas tinieblas[6]. Nos atendremos,
pues, al territorio que pudiéramos
llamar histórico, a aquel de quien hablan
los geógrafos y que, aun habiendo
sufrido bajo la acción del tiempo y de
los hombres, cambios sensibles, puede
considerarse como actual.
Examinando un mapa, lo primero
que salta a la vista es la situación
inmejorable de nuestra península entre
dos mares, vehículos el uno de la cultura
y del comercio antiguos, y vía de
comunicación el otro entre dos mundos
modernos. Situada en un principio en el
paraje más remoto del antiguo, en las
riberas de aquel mar ignoto preñado de
peligros, hállase hoy en el centro de la
circulación entre Europa y América y
entre Europa y África. Lo segundo que
se echa de ver es su extraordinaria
configuración. Cruzada por cordilleras
paralelas que se subdividen y se
ramifican, tiene comarcas separadas de
las demás por la naturaleza. Lo tercero,
es la enorme diferencia que existe entre
el clima y las producciones de unas
comarcas y el clima y las producciones
de otras. Estos tres caracteres bastan
para explicar las contradicciones que se
notan en las descripciones antiguas y
modernas que se han hecho de nuestro
territorio. Territorio tan diverso y con
producciones naturales tan diferentes,
encierra en su subsuelo riquezas tan
variadas como abundantes. Y esta
circunstancia explica, si no todas, la
mayor parte de las invasiones que ha
padecido. Los poetas griegos y romanos
cantaron en sonoros versos las bellezas
de la península y pusieron en la región
regada por el Betis, los Campos Elíseos,
última gran morada de los justos. Los
comerciantes de aquellas épocas
remotas explotaron sus productos.
Fenicios, griegos y cartagineses
fundaron colonias en nuestra patria. Los
romanos les aventajaron, puesto que,
uniendo al espíritu comercial el instinto
político, se adueñaron del codiciado
territorio y de él extrajeron los
productos necesarios para sustentar a la
ambiciosa y refinada Roma. Haciendo
caso omiso, sin embargo, de cuanto
dicen Herodoto, Estrabón, Plinio,
Valerio Máximo y otros geógrafos del
mundo antiguo, y ateniéndonos a
descripciones genuinamente españolas,
es una de las primeras, si no la primera,
la contenida en la Crónica de Alfonso X
el Sabio. «… Esta España que decimos,
léese en ella, tal como es el Parayso de
Dios; ca riégase con cinco ríos
cadales, que son Duero ed Ebro, e Tajo
e Guadalquivir e Guadiana, e cada uno
delles tiene entre sí e el otro grandes
montañas e sierras; e los valles e los
llanos son grandes e anchos; e por la
bondad de la tierra y el humor de los
ríos llevan muchas frutas e son
ahondados. Otrosí en España la mayor
parte se riega con arroyos e de fuentes
e nunca le menguan pozos em cada
lugar que los han menester. E otrosí
España es bien ahondada de mieses e
deleitosa de frutas, viciosa de
pescados, saborosa de leche e de todas
las cosas que se de ella fazen, e llena
de venados e de caza, cobierta de
ganados, lozana de caballos,
provechosa de mulos e de mulas, e
segura e abastada de castiellos, alegre
por buenos vinos, folgada de
abundamiento de pan, rica de metales
de plomo e de estaño, e de argén vivo, e
de fierro, e de arambre, e de plata, e de
oro, e de piedras preciosas, e de toda
manera de piedras de amarmol, e de
sales de mar e de salinas de tierra, e de
sal en peñas, e de otros veneros muchos
de azul e almagra, greda e alumbre e
otros muchos de cuantos se fallan en
otras tierras. Briosa de sirgo e de
cuanto se falla de dulzor de miel e de
azúcar, alumbrada de olio, alegre de
azafrán. E España sobre todas las
cosas es engeñosa e aun temida e
mucho esforzada en lid, ligera en afan,
leal al Señor, afirmada en el estudio,
palaciana en palabra, cumplida de
todo o bien: e non ha tierra en el
mundo quel semeje en bondad, ninse
yguala ninguna a ella en fortaleza, e
pocas ha el mundo tan grandes como
ella. E sobre todas España es ahondada
en grandeza, más que todas preciada
en lealtad. ¡Oh, España! No ha ninguno
que pueda contar tu bien…».
No poco debieron cambiar, sin
embargo, las condiciones de la
península desde la época en que los
romanos hacían las bellas descripciones
a que antes aludíamos hasta la fecha en
que describió el cronista la precedente
descripción, pues no en vano la lucha
sostenida entre moros y cristianos taló
bosques, destruyó campos y convirtió en
desiertos las comarcas más fértiles.
Esto, no obstante, el autor de la primera
Historia general de España, Mariana,
decía en ella que «la tierra y región de
España, como quiera que se puede
comparar con las mejores del mundo
universo, a ninguna reconoce ventaja ni
en el saludable cielo de que goza, ni en
la abundancia de toda suerte de frutos y
mantenimientos que produce, ni en copia
de metales, oro, plata y piedras
preciosas, de que toda ella está llena.
No es como África, añade, que se
abrasa con la violencia del sol, ni a la
manera de Francia es trabajada de
vientos, heladas, humedad del aire y de
la tierra; antes por estar asentada en
medio de las dos dichas provincias,
goza de mucha templanza, y así, bien el
calor del verano, como las lluvias y
heladas del invierno, muchas veces la
sazonan y engrasan en tanto grado, que
de España, no sólo los naturales se
proveen de las cosas necesarias a la
vida, sino que aun a las naciones
extranjeras y distantes, y a la misma
Italia cabe parte de sus bienes, y la
provee de abundancia de muchas cosas,
porque a la verdad produce todas
aquellas a las cuales da estima, o la
necesidad de la vida, o la ambición,
pompa y vanidad del ingenio
humano»[7].
Más adelante, bien mediado el siglo
XVII, el poderío de los reyes españoles y
la influencia que en el mundo ejercían,
parecen reflejarse en las descripciones
de los geógrafos hispanos. Rodrigo
Méndez Silva, en su Población general
de España, dice: «Es tan perfecta, que
parece que todas las excelencias
repartidas de varias partes cifró en
nuestra España naturaleza, pues, en
abundancia de frutos, prosperidades de
riquezas, sobra de metales, pureza de
aires, serenidad de cielo, felicidad de
asiento, las excede sin comparación,
porque si de alguna se puede decir ser
más copiosa, vence al exceso la
cantidad, la virtud, substancia y valor de
la cosa, como claramente experimentan
naturales extranjeros»[8]. Un siglo más
tarde, el abate Masdeu repitió estas
mismas o parecidas alabanzas: «Goza
de un temperamento dulce y de un clima
apacible, comparado por Filóstrato al
de Ática en la estación alegre del otoño.
El cielo es el más hermoso que se pueda
ver, jamás cargado de pesadas nieblas,
despejado casi siempre y sereno… El
aire es puro, seco, saludable… Esta
dulzura de temple, tan raro en lo demás
de Europa hace delicioso en extraño
modo todo aquel país… Este don
singular de la naturaleza lo participa la
mayor parte de España, y creo que un
extranjero desapasionado, que viaje por
ella, confesará que la amenizan
generalmente y hermosean los vistosos
campos de Lérida, las quintas de recreo
de Barcelona, las pintadas llanuras de
Tarragona y de Tortosa, los contornos
deliciosos de Zaragoza, la fecundidad
de Barbastro, Tarazona, Calatayud y
Daroca, los muchos ríos y arroyos que
corren por el reino de Valencia, la
huerta amenísima de Murcia, el
territorio vario y rico de Málaga, las
graciosas campiñas de Antequera, las
bellísimas y pingües tierras de Sevilla,
los huertos olorosos de Córdoba, los
envidiables campos de Nebrija, el clima
feliz de Toledo, el hermoso y sereno
cielo de Madrid, la situación admirable
de Talavera, los suelos fértiles y
risueños de Valladolid, de Ledesma,
Medina, Bilbao, Álava, Pamplona,
Santarem, Évora, La Rioja y de tantas
otras partes. Pero de todas las
provincias de España las más bellas y
aventajadas son las orientales y las del
mediodía, las cuales yo no sé que deban
envidiar a ninguno de los mejores países
del mundo: sus campiñas se ven
lozanamente vestidas de una infinidad de
hierbas y de flores, aun en aquella cruda
estación en que una gran parte de Europa
pasa los rápidos ríos sobre el hielo.
¿Qué país por delicioso que sea, hace
ventaja a los reinos de Valencia,
Granada, Andalucía y Extremadura?»[9].
Si los españoles solían expresarse
de este modo, no les iban a la zaga en
punto a alabanzas algunos extranjeros.
Lucio Marineo Siculo escribía en el
siglo XVI: «La España, situada debajo
de un sereno y feliz espacio de cielo, o,
como dicen los griegos, clima, hace
ventajas a muchas otras provincias por
la belleza del país, por lo saludable del
aire, por los ligeros soplos de los
vientos, por la abundancia de las
fuentes, por la amenidad de las selvas,
por la elevación de las montañas, por la
fertilidad del suelo, por lo pingüe de los
pastos, por las producciones de los
árboles, por la copia de los ganados y
caballos, por la disposición de los
puertos marítimos, por la hermosura de
campos y prados, por la abundancia de
la caza y la pesca»[10]. Y en otro lugar
añade, que «no sólo los árboles, sino los
frutos también de los árboles de España,
son en mayor número y de mayor tamaño
del ordinario». A mediados del siglo
XVII encontramos en libros debidos a
plumas extranjeras descripciones
inspiradas en idéntica admiración. Udal
ap Rhys escribía en 1749: «Este Reino
está cruzado por muchas y largas
cadenas de montañas, que producen
innumerables fuentes y ríos y los valles
más hermosos del mundo. El cielo es tan
sereno y el aire tan seco y saludable,
que en las provincias del Sur gozan de
él por la noche con no menor seguridad
que durante el día. En una palabra, es un
país que produce todas las cosas en la
mayor perfección que es necesaria para
el uso o que exige el placer»[11].
Análogas frases podríamos hallar en
obras extranjeras más recientes.
Si nos atenemos a estas bellas
descripciones, el territorio que la suerte
asignó a los españoles es un paraíso
terrenal. Por desgracia, los mismos que
lo alaban reconocen que adolece de no
pocos defectos. «El terreno, decía
Mariana, tiene varias propiedades y
naturaleza diferente. En partes se dan los
árboles, en partes hay campos y montes
pelados; por lo más ordinario pocas
fuentes y ríos; el suelo es recio… En
gran parte de España se yen lugares y
montes pelados, secos y sin fruto,
peñascos escabrosos y riscos, lo que es
de alguna fealdad. Principalmente, la
parte que de ella cae al septentrión tiene
esta falta; que las tierras que miran al
mediodía son dotadas de excelente
fertilidad y hermosura. Sin embargo,
ninguna parte hay en ella ociosa, ni
estéril del todo. Donde no se coge pan,
ni otros frutos, allí nace hierba para el
ganado y copia de esparto»[12]. Esta
variedad, esta diversidad de aspectos y
de producciones, estos contrastes entre
la fertilidad y la hermosura de unas
comarcas y la pobreza y fealdad de
otras, le hacía decir a Masdeu que en
vano se buscaría en el continente de
España y Portugal, un clima o un
temperamento común y uniforme. «Hay
en él montañas frías, tierras marítimas
calientes y llanuras templadas. Se ven
campiñas fértiles y terrenos estériles;
países de abundantes aguas y lugares
áridos y secos; provincias amantes de la
agricultura y otras desidiosas; suelos
fértiles donde los frutos copiosos son,
por decirlo así, un don espontáneo de la
naturaleza, y tierras ingratas, cuyas
forzadas producciones son fruto de la
industria y el sudor»[13]. Jovellanos, en
su Informe sobre la Ley Agraria, dice
que el clima de España, en general, es
ardiente y seco y que es grande el
número de tierras, que por falta de
riego, o no producen cosa alguna o sólo
algún escaso pasto… «La situación de
España es, naturalmente, desigual y muy
desnivelada. Sus ríos van por lo común
muy profundos y llevan una corriente
rapidísima. Es necesario fortificar sus
orillas, abrir hondos canales, prolongar
su nivel, a fuerza de esclusas, o
sostenerle levantando los valles,
abatiendo los montes u horadándolos
para conducir las aguas a las tierras
sedientas»[14].
Así se explican las descripciones
que no pocos extranjeros han hecho de
España. «España es estéril, decía
Federico Cornaro, embajador de
Venecia, por la aridez del suelo, por los
vientos, por el calor excesivo y seco,
pues fuera de Andalucía y de alguna otra
provincia que baña el mar, en lo interior
del país no se encuentra una casa por
espacio de jornadas enteras y los
campos aparecen abandonados e
incultos». «El país, decía otro
veneciano, causa la impresión del
desierto de Libia o de los inmensos
campos africanos»[15]. «El aspecto del
país, escribía dos siglos después de
Cornaro, un viajero británico, es en
muchas partes la imagen de la miseria y
no poca porción de muchas provincias
consiste en desiertos…».
Las especiales circunstancias de
nuestro territorio han sido uno de los
temas favoritos del pesimismo
contemporáneo. Malladas escribió un
libro[16] no más que para demostrar que
España es un país pobre y que tiene que
serlo forzosamente por la esterilidad del
suelo, y sin acudir a autores más o
menos imparciales, vemos que en el
primer tomo de la Reseña geográfica y
estadística de España, publicación
oficial, se dice textualmente: «Sólo muy
contadas y pequeñas zonas presentan un
aspecto fértil que puede hacernos creer
que España es un país rico por su
agricultura. Ciertamente, hay zonas que
son verdaderos vergeles, pero el resto
del país es hoy (seguramente no lo ha
sido antes) muy pobre. Es
completamente seco, no tiene casi
vegetación, la población que en él vive
es muy escasa. Los ríos pasan por
comarcas abrasadas, que no fertilizan,
pero que arrasan en sus inundaciones.
Días enteros puede marcharse por
nuestros campos sin tropezar con ser
viviente ni oír el canto de un pájaro. Las
estepas ocupan en España grandes áreas
en su parte oriental, central y
meridional, contrastando con la
fertilidad de algunas comarcas
inmediatas, verdaderos oasis de un
desierto».
Sólo una deducción puede hacerse
de tan encontradas opiniones: la de que
el territorio español ofrece una
extremada variedad, lo mismo desde el
punto de vista del clima, que desde el
punto de vista de la fertilidad y por ende
de las producciones. El mismo Maclas
Picavea, tan pesimista a veces, protesta
contra las exageraciones de los que
aspiran a regenerarnos a fuerza de
llanto. «Todo se vuelve, dice, hacer
aspavientos, y no injustos, ponderando
los fríos, durezas y esquiveces de las
altiplanicies castellanas, en tal guisa,
que comparadas con ellas, las tierras
occidentales de Francia, Bélgica e
Inglaterra, han de antojarse paraísos.
Pues bien, en esas alturas tan crudas y
heladas prospera la vid y florece el
olivo, cuando en aquellos suaves
campos franco-belgas o ingleses, tan
tibios y dulces, ninguno de esos arbustos
meridionales vive sino en invernadero, y
no así como se quiera, porque en las
contadas comarcas de aquellos países
donde se mete en cultivo la vid, lograse
únicamente de ella el basto fruto
suficiente para hacer un buen vinagrillo
civilizado, mientras las mesetas
españolas dan mano fonga, y sin
minmos de ninguna clase, aun con tantas
heladas, bajas presiones y cierzos
horripilantes, la incomparable uva de
Toro, el riquísimo albillo de Madrid,
blancos como los de Medina, tintos cual
los de Valdepeñas, y otros mil frutos y
caldos preñados de azúcares, esencias y
grados alcohólicos, tirando todos a
generosos, siéndolo, mejor dicho, por su
calidad nativa, aunque no por su inhábil
y tosca manufactura. Y así en todo. ¿Qué
comparación sufren las agrias, insípidas
frutas del interior de Europa, aun con
sus carnes suavizadas en fuerza de
artificiales selecciones e ingertos, en
frente de nuestras frutas dulcísimas y
aromosas, aun tan bárbaramente tratadas
en su cultivo? ¿Dónde van a
parangonarse las flores de aquellos
jardines, de formas y matices
extraordinarios, sin duda, pero pálidas e
inodoras, al lado de nuestras flores, de
nuestras rosas y claveles, cuasi
silvestres, pero luminosos y encendidos
más que coloreados y henchidos de
éteres y fragancias, capaces de resucitar
a los muertos?»[17].
Y esta es la verdad, como lo es
también, que el país pobre y miserable
que pinta el señor Malladas y que
describe el Instituto Geográfico y
Estadístico, exporta anualmente por
valor de mil quinientos millones en
productos agrícolas y da un rendimiento
anual, según los datos últimamente
publicados, de muy cerca de doce mil
millones de pesetas, habiendo producido
la industria minero-metalúrgica en 1913,
aproximadamente 600 millones de
pesetas[18].
Resumiendo lo dicho puede
afirmarse que el territorio español tiene
por característica la variedad, que no es
posible medir a todas sus comarcas por
el mismo rasero, ni mucho menos formar
juicio del país por una sola de ellas. Es,
como dice Picavea, «una tierra
meridional europea, de trazos fuertes en
el suelo, de acentos vivos en el cielo, de
aires finos y secos, de temperaturas
extremas, de vegetación más cualitativa
que cuantitativa, de más luz y más sol
que lluvias y humedades, de tantas rocas
como tierras, de paisajes siempre más
clásicos que románticos»[19].
España no es un vergel como
aseguran unos, ni un desierto como
pregonan otros; tiene terrenos muy
fértiles y terrenos en donde no es
posible la agricultura; regiones
abundantes de agua y comarcas que
carecen de ella; provincias que
producen de todo y regiones que no dan
más que esparto; valles bellísimos y
ásperas sierras. Estas circunstancias
tuvieron que influir necesariamente en el
carácter de los habitantes de cada región
y en efecto, se observan entre ellos
diferencias profundas. Determinaron,
además, la existencia de un
individualismo y de una falta de
cohesión que, unidos al espíritu de
independencia y a la sobriedad, forman
sus características principales. Las
cordilleras de difícil paso, los ríos, los
valles, las altas mesetas, fueron otras
tantas determinantes del carácter del
pueblo español.
III
LA RAZA
Mucho más diversas que las
opiniones emitidas acerca del territorio
español han sido las expuestas acerca de
sus habitantes. No puede sorprendernos
este hecho. Los caracteres de una raza
¿quién puede vanagloriarse de haberlos
visto, de apreciarlos debidamente y,
sobre todo, de poder reducir a una
fórmula concreta los sentimientos y las
aspiraciones de millones de hombres?
¿Qué es la raza? ¿Qué es la nación? ¿En
qué se funda una y otra? ¿En términos
físicos, en el índice cefálico, en razones
de orden espiritual? La ciencia no ha
contestado todavía satisfactoriamente a
estas preguntas, a pesar de las amenas
divagaciones de los sabios. Por lo tanto,
al hablar de los españoles como raza, no
intentaremos investigar su origen, ni
hablaremos del homo europeas, ni del
homo mediterraneus, ni traeremos a
colación el índice cefálico. En vez de
analizar las circunstancias físicas
procuraremos indicar las
manifestaciones morales de estas
circunstancias que son mucho más
interesantes.
Ante todo, una reflexión que no está
de más.
Los pueblos modernos carecen de
homogeneidad étnica, es decir, ninguno
de ellos puede vanagloriarse de
descender exclusivamente de un solo
tronco. Los pueblos modernos son
producto de la fusión de varias
agrupaciones étnicas que han ido
actuando las unas sobre las otras,
superponiéndose unas a otras,
mezclándose entre sí, con el transcurso
de los siglos. Bien puede ser que la
influencia del medio físico, la
permanencia en un territorio, les hayan
dado un cierto parecido con la raza que
primitivamente habitó este territorio,
pero si analizamos sus componentes
veremos que son todos ellos diversos.
Esto, que ocurre en Inglaterra, en
Alemania, en Francia, en Italia, en todos
los países en general, sucede más
particularmente en España. Los
españoles no podemos alardear de
latinos, porque no lo somos, aunque a
veces lo digan y otras lo nieguen quienes
tienen tanto derecho a este dictado como
nosotros, es decir, ninguno. Tampoco
somos germanos o semitas, sino una
extraña mezcla de pueblos sobre la cual
ha actuado la geografía de la península.
Las inmigraciones, colonizaciones e
invasiones sucesivas de que ha sido
objeto nuestro territorio tropezaron con
pueblos duros y fuertes a los cuales
costó gran trabajo reducir y dominar.
Fenicios, griegos, cartagineses,
romanos, razas del Norte, árabes,
imprimieron sucesivamente su huella
sobre la población primitiva, limaron la
aspereza de su condición, fueron sus
maestros, le comunicaron vicios o
virtudes de que carecía, la moldearon,
en una palabra, pero no sólo no
alteraron los caracteres esenciales de
ella, sino que contribuyeron a que se
destacasen con mayor brío, una vez
pulidos y refinados, al modo y manera
de los diamantes cuyo valor nativo se
acrecienta con los sucesivos pulimentos
y tallas del artífice.
«Groseras, sin policía ni crianza,
dice Mariana, fueron antiguamente las
costumbres de los españoles. Sus
ingenios más de fieras que de hombres.
En guardar secreto se señalaron
extraordinariamente; no eran parte los
tormentos por rigurosos que fuesen para
hacérsele quebrantar. Sus ánimos
inquietos y bulliciosos; la ligereza y
soltura de los cuerpos extraordinaria;
dados a las religiones falsas y culto de
los dioses; aborrecedores del estudio de
las ciencias, bien que de grandes
ingenios. En la guerra fueron más
valientes contra los enemigos que
astutos y sagaces; el arreo de que
usaban, simple y grosero; el
mantenimiento, más en calidad que
exquisito ni regalado; bebían de
ordinario agua, vino, muy poco; contra
los malhechores eran rigurosos; con los
extranjeros, benignos, amorosos». Así
describe Mariana la condición de los
primeros habitantes de la península,
pero su pintura no es exacta, puesto que
olvida algunos rasgos interesantes del
carácter que con el transcurso del
tiempo iba a ser el nuestro. Habla de la
rusticidad, de la ligereza, del valor, de
la sobriedad, del secreto de aquellas
gentes y olvida su amor a la
independencia y su tendencia al
aislamiento, rasgos de los cuales
procedía otro no menos interesante, su
falta de unidad. Los iberos vivían en el
Mediodía y Oriente de la península; los
celtas, en el Norte y Occidente de ella;
los celtíberos, en el centro; estas tres
grandes agrupaciones se dividían en
multitud de tribus rivales o enemigas. Un
valle, una cadena de montañas, un río,
eran motivo más que suficiente para que
floreciese el individualismo. Los iberos,
habitantes en regiones templadas y
fértiles y en el litoral mediterráneo eran
menos turbulentos que los celtíberos y
que los celtas pobladores de comarcas
más ásperas o de regiones montañosas
como la Vasconia, la Cantabria y la
Galicia. Fueron por lo mismo los que
primero experimentaron la influencia de
los extraños. Fue esta influencia en un
principio pura y exclusivamente
comercial. Atraídos por las riquezas
naturales de la península llegaron los
fenicios y más tarde los griegos, sin más
objeto que explotarlas, haciendo con los
naturales, cambios y trueques semejantes
a los que todavía se practican con los
indígenas de África, para obtener de
ellos las preciadas materias que
desdeñan y que el mundo culto estima.
Los fenicios dícese que enseñaron a los
españoles el alfabeto y los griegos el
culto de sus dioses; los cartagineses
hicieron algo más; no solamente
fundaron colonias opulentas, sino que
pactaron alianzas con algunas tribus y
les enseñaron el arte de la guerra. Esto
último se debió a la aparición de un
nuevo factor cultural: los romanos.
Roma no solamente buscaba el interés
comercial, el acaparamiento de las
riquezas, sino el interés político, la
dominación. De suerte que si los
fenicios dulcificaron las costumbres de
los iberos del litoral y les dieron idea
del comercio, de la industria y de las
artes, y si los griegos fundaron ciudades
tan opulentas como Gades, emporios de
riqueza y difundieron el culto de sus
dioses; y si los cartagineses trataron de
conquistar a España y mostraron a los
españoles algo de fortificación y de arte
militar, de los romanos puede afirmarse
que fueron los verdaderos maestros del
pueblo español, los que transformaron
su modo de ser, los que le elevaron a un
grado de cultura en un todo semejante al
suyo y los que, por medio de las armas,
crearon en la península una unidad, algo
artificial seguramente en lo político,
pero duradera en el orden moral, puesto
que iba a servir de base para sucesivas
transformaciones. Una nueva invasión
modificó, mejorándola, la contextura
espiritual de los españoles y acertó a
echar las bases de una unidad política
más eficaz que la de los romanos y de
influencia todavía más profunda en
ciertos órdenes: la invasión de las
gentes del Norte. Una vez restablecida
en cierto modo la calma, los godos,
convertidos al cristianismo y
despojados de su rudeza merced al trato
con los hispano-romanos, más cultos que
ellos, introdujeron cambios esenciales
en las costumbres y en las leyes. El
mejor trato de los esclavos, la abolición
de la bárbara costumbre de entregar los
hombres a las fieras en el circo, el
reconocimiento de la libertad personal,
la creación de una nacionalidad y sobre
todo la incorporación a las ideas
fundamentales que ya tenían los
españoles de otras ideas, como el
concepto de las jerarquías, el de la
disciplina, el del respeto al principio de
autoridad, tan propio de las razas
germánicas, fueron factores que
aportaron los godos al acervo español.
Fallaba una nueva invasión para
completar el pulimento de la raza
aborigen: la de los árabes, y éstos, al
mezclarse con ella, le comunicaron una
fantasía, una exaltación, una elegancia y
un refinamiento que vienen a ser como el
último toque del artífice, como el
postrer ingrediente de que había
menester aquella combinación étnica
para ser lo que fue, y para ejercer sobre
los demás pueblos la influencia que
ejerció. A fines del siglo XV la mezcla
se había realizado por completo; el
pueblo español estaba hecho y ninguno
de Europa podía competir con él en
valor, en cortesía, en ciencias, en
política y en artes. Conservaba, esto no
obstante, no pocos rasgos primitivos.
Podemos hablar, en efecto, de su unidad
moral, de su comunidad de sentimientos
y de aspiraciones, pero no de su unidad
política, a la cual se oponían los eternos
factores: el particularismo, el
individualismo. ¿Cuál fue la psicología
resultante de esta unidad moral a que
entonces llegaron los españoles?
Difícil es tratar de este punto. La
psicología de los pueblos es materia
ardua, como lo prueban las múltiples y
siempre encontradas opiniones que se
han formulado y formulan acerca del
carácter de las naciones cuya evolución
más importa. Veamos lo que de nosotros
han dicho algunos, propios y extraños.
«Dentro de España florece el
consejo, dice Mariana; fuera las armas;
sosegadas las guerras domésticas y
echados los moros de España, han
peregrinado por gran parte del mundo
con fortaleza increíble. Los cuerpos son
por naturaleza sufridores de trabajos y
de hambre: virtudes con que han vencido
todas las dificultades, que han sido en
ocasiones muy grandes por mar y por
tierra»[20].
Quevedo, en su España defendida,
entra de Heno en los dominios de la
psicología de su tiempo, anticipándose a
Masdeu. «Como sea, escribe, verdad
asegurada por los filósofos que de la
buena o mala templanza de los humores
resultan las complexiones de los
cuerpos y de ellas las costumbres, es sin
duda, que España, teniendo tierra
templada y cielo sereno, causará
semejantes efectos en humores y
condiciones, como se ve, pues ni la
frialdad nos hace flemáticos y perezosos
como a los alemanes, ni el mucho calor
inútiles para el trabajo como a los
negros y a los indios; pues templada la
una calidad con la otra, produce bien
castigadas costumbres. Es natural de
España la lealtad a los príncipes y
religiosa la obediencia a las leyes y el
amor a los generales y capitanes.
Siempre, en todos los reyes que han
tenido, buenos y malos, han sabido amar
los unos y sufrir los otros, comprando
siempre la libertad de su patria con
generoso desprecio de sus vidas…». Un
rasgo de singular importancia señala
Mariana y corroboran otros autores: la
religiosidad. «En lo que más señalan es
en la constancia de la religión y creencia
antigua, con tanto mayor gloria, en las
naciones comarcanas en el mismo
tiempo todos los ritos y ceremonias se
alteran con opiniones nuevas y
extravagantes». En la segunda mitad del
siglo XVII, Saavedra Fajardo pintaba de
este modo a los españoles: «Los
españoles, dice, aman la religión y la
justicia, son constantes en los trabajos,
profundos en los consejos, y así tardos
en la ejecución. Tan altivos, que ni los
desvanece la fortuna próspera, ni los
humilla la adversa. Esto que en ellos es
nativa gloria y elección de ánimo se
atribuye a soberbia y desprecio de las
demás naciones, siendo la que más bien
se halla con todas y más las estima y la
que más obedece a la razón y depone
con ella más fácilmente sus afectos y
pasiones»[21]. Masdeu, en el siglo XVIII,
caracterizaba al español de la siguiente
manera: La vida privada del español nos
representa, en primer lugar, un hombre
pensativo y contemplativo, efecto
necesario de la melancolía, que, a juicio
de todos, es una de las calidades
dominantes en esta nación… La
profunda meditación le hace juicioso,
reflexivo y penetrante… La vida
religiosa de los españoles nos pone
delante de los ojos una nación, la más
pía y la más devota de todas, la más
unida a la Iglesia, la más constante en el
dogma… Los españoles elevados al
gobierno o al trono, descubren
ordinariamente como sus calidades
características, la justicia, la humanidad
y la prudencia… La fidelidad y el amor
son dos calidades que resplandecen
extraordinariamente en los españoles…
La amistad del español es muy
celebrada de todos los extranjeros…
Nos falta considerar al español con
relación al público. Él se presenta con
gravedad, pero sin afectación, con brío y
garbo, pero sin descaro, con vestido
decente, limpio y ajustado, pero
generalmente sin pompa. Y resumiendo
todas estas cualidades muy al por menor
y con gran copia de ejemplos y citas
extranjeras explicadas, añade Masdeu
que los españoles son «pensativos,
contemplativos, penetrativos, agudos,
juiciosos, prudentes, políticos, vivaces,
prontos en concebir, lentos y reflexivos
en resolver, activos y eficaces en
ejecutar. Son los más firmes defensores
de la religión, y los maestros de la
ascética, hombres devotos, y si pecan
por exceso, es con alguna inclinación a
la superstición, pero no a la impiedad.
Son los más afectos y fieles vasallos del
príncipe, humanos y cordiales, pero
igualmente inflexibles en administrar la
justicia. En el amor son ardientes, algo
dominados de los celos, pero tiernos y
constantes. La cordialidad, la
sinceridad, la fidelidad y el secreto,
calidades todas de un buen amigo, se
hallan en ellos. Son impetuosos contra el
enemigo y generosos en perdonarlo. La
palabra y el honor son cosas que ellos
las miran sacrosantas y no hay quien
ignore su interés y probidad en el
comercio. Son limpios y parcos en la
mesa, enemigos particularmente de todo
desorden en la bebida. En el trato
humano son serios y taciturnos, ajenos
de la mordacidad, corteses, afables y
agradables, aborrecen la adulación, pero
respetan y quieren ser respetados.
Hablan con majestad, pero sin
afectación. Son liberales, oficiosos,
caritativos y tienen gusto de hacer
beneficios y exaltan las cosas forasteras
más que las propias. Reina en ellos el
amor de la gloria, la soberbia y la
envidia, pero con nobles contrapesos,
que hacen menos odiosas estas
calidades. En el vestir son aseados,
decentes y moderados; cuando salen al
público se presentan con brío y
gallardía, pero con gravedad y
modestia: gastan con magnificencia y
poca economía»[22].
Compárese este juicio de Masdeu
con el que formaba un siglo antes
Madame d’Aulnoy: «Los españoles,
decía esta señora, han tenido siempre
fama de ser orgullosos y amigos de la
gloria; este orgullo va unido a la
seriedad, hasta el extremo de que puede
calificarse de exagerado. Son valientes
sin ser temerarios y hasta se les
reprocha no ser bastante audaces. Son
coléricos, vengativos sin demostrarlo;
liberales sin ostentación; sobrios en el
comer; demasiado presuntuosos en la
prosperidad, demasiado humildes en el
infortunio. Aman por extremo a las
mujeres y sienten por ellas tal
inclinación, que el espíritu no participa
lo bastante en la elección de sus amadas.
Son pacientes con exceso, tercos,
perezosos, particularistas, filósofos; por
lo demás hombres de honor, capaces de
cumplir su palabra hasta con peligro de
sus vidas. Tienen mucho ingenio y
viveza, comprenden fácilmente, se
explican lo mismo y con pocas palabras.
Son prudentes, celosos sin medida,
desinteresados, poco económicos,
supersticiosos, reservados y muy
católicos, a lo menos en apariencia.
Escriben buenos versos sin gran
esfuerzo. Serían capaces de cultivar las
ciencias más hermosas si se dignasen
dedicarse a ellas. Tienen grandeza de
alma, elevación de miras, firmeza,
seriedad natural y un respeto a las
damas que no se encuentra en ninguna
parte. Sus modales son graves, llenos de
afectación; tienen un alto concepto de sí
mismos y no hacen nunca justicia al de
los demás…»[23].
Como vemos, todas estas
descripciones del carácter español,
coinciden en no pocos puntos, aun
procediendo, como proceden, de tan
diversos autores. Sin embargo, ¿puede
afirmarse que exista en España, ni que
haya existido nunca semejante
uniformidad? ¿Es posible englobar en un
tipo único el de los diferentes
pobladores de la península? Aun cuando
el tipo preferido por cuantos se han
ocupado con la psicología del pueblo
español ha sido el castellano, como
predominante, creemos que no pocos de
los rasgos que le atribuyen convienen
perfectamente a otros tipos regionales.
Maclas Picavea describe este tipo único
o este tipo ideal de la siguiente manera:
«El español posee, en general, mediano
volumen, más bien tirando a exiguo,
pero gran vitalidad. La sangre berebere
y semita que lleva en las venas le hace
tendinoso y esbelto; las bajas
temperaturas de sus altiplanicies y
vientos finísimos de sus quebradas
sierras no le consienten crear grasas
excesivas; la enérgica luz de su cielo y
el tórrido calor de su sol permiten
mucho menos en él los voluminosos
desarrollos de la linfa, o las blandas
turgencias de la escrófula. En cambio,
clima tan excitante y enérgico ha de
obrar a toda hora como un irritante y
provocador activismo de la sensibilidad
periférica en perpetua gimnasia ante las
oleadas de luz, los bruscos saltos de
temperatura, la sequedad estimulante del
aire y el choque de los duros vientos:
causa del consiguiente desarrollo de la
inervación medular. El músculo acerado
y magro, y la nerviosidad pronunciada y
activa, he aquí la natural constitución
que, a una medio y herencia, dan a la
raza española. Pero, así como hay dos
acentos salientes y característicos en el
clima ibérico, uno favorable, el sol, y
otro pernicioso, la sequedad, dos
acentos salientes característicos se
destacan también en la raza española,
uno opimo, la energía, otro funesto, el
individualismo; y tanto como el
desconcertado régimen de lluvias y
humedades, es causa de cuantas
desolaciones y males físicos sufre la
tierra, tanto ese indómito humor
individualista, rebelde a toda suave
comunión y armonía, constituye el
exclusivo origen de todas las espantosas
ruinas morales que a la nación han
afligido y afligen»[24].
Tenemos, pues, que habérnoslas con
una raza fuerte y dura, apasionada y
vehemente, valerosa y sufrida, noble y
generosa, incapaz de traiciones ni de
perjurios, amiga de ser dueña de hecho
de lo que le pertenece por derecho,
inclinada a la democracia real y efectiva
y no a la de nombre, rebelde tan luego
nota que la autoridad flaquea, pero
capaz de Jas cosas más grandes cuando
se siente dirigida por una mano fuerte y
hábil y se halla estimulada por grandes
ideales[25].
IV
LA LUCHA POR LA
UNIDAD
La historia del pueblo español,
desde los tiempos más remotos hasta el
presente, se halla determinada por ese
carácter; es una proyección de esté
carácter sobre la realidad, una resultante
fatal de las cualidades y de los defectos
que lo integran. Ninguna historia, por
brillante que sea, pudo compararse con
la suya desde el punto de vista del
derroche de energías que la caracteriza,
derroche que hubiera puesto fin a
cualquier pueblo menos robusto. El
amor a la independencia, la fe, la
perseverancia, la afición a lo
maravilloso, la despreocupación, la
tendencia a anteponer lo ideal a lo real,
y a despreciar el rendimiento del trabajo
penoso, pero lucrativo, prefiriendo las
aventuras o la misma pobreza, se
reflejan clara y patentemente en su
historia. La primera impresión que
produce ésta es la de un pueblo que
lucha sin tregua ni descanso, que vence y
domina aun siendo aparentemente
dominado y vencido y que renace de sus
cenizas como el fénix. Sus enemigos más
audaces no lograron verlo humillado y
cuando creían que su ruina era completa,
veían con asombro que el edificio
estaba integro y que la victoria sólo
había sido un paréntesis.
En los tiempos remotos de la
historia de España hubo luchas de tribu
contra tribu, de pueblo contra pueblo,
porque ninguno quería ser dominado y
todos dominadores. Más tarde, tuvieron
que defenderse los habitantes contra el
espíritu acaparador de Cartago y surgió
el heroísmo de Sagunto; después fue
Roma la que avasalló y surgen
Numancia, y Viriato y las guerras
enconadas y feroces por la
independencia que duran dos siglos. Y
cosa rara, cuando vencidos los
españoles, pueden alardear los romanos
de haber derrotado y reducido nuestra
patria a la condición de dependencia, es
ésta la que los conquista y gobierna
merced a su entendimiento. No
solamente se asimilan los españoles la
cultura latina, sino que sobresalen en
ella y dan a Roma filósofos y poetas
cuando ya no los tenía y hasta
emperadores de gran fama y justo
renombre. Cuatro grandes figuras
hispanas se destacan en este período y
son las de Séneca, Quintiliano, Lucano y
Marcial. «Se podrá disputar, dice
Romey hablando de la literatura
hispano-romana, sobre su preeminencia,
se podrá preferir la una a la otra, nada
más natural; pero nadie podrá negar que
sea un precioso catálogo de oradores, de
poetas, de filósofos, aquel en que
figuran los Séneca, Lucano, Marcial,
Quintiliano, Silio Itálico, Floro
Columela y Pomponio Mela, por no
hablar sino de los más ilustres. Tales
son los maestros de la literatura
hispano-latina-pagana, tales son también
los primeros de entre los escritores de
Roma después de la edad en que
escribieron Virgilio y Horacio. Toda
esta escuela tiene un carácter propio, y
que no deja de tener relación con el
genio literario español de las edades
siguientes»[26]. Y si de la literatura
pasamos a la política, ¿no merecen
acaso grato recuerdo los nombres de
Adriano y Trajano, Marco Aurelio y
Teodosio, grandes emperadores
oriundos de España? ¿Qué colonia
romana facilitó al imperio, no ya
elementos de defensa y de gobierno,
sino caudillos de tan justo y merecido
renombre? España devolvió, pues, a
Roma, con creces la merced recibida de
ella y el pueblo dominado y vencido por
Augusto tomó el desquite convirtiendo a
sus hijos en señores del mundo. «Cuatro
grandes principios de gobierno, escribe
Colmeiro, descubre el análisis de la
sociedad española en los tiempos de
Arcadio y de Honorio: la unidad
política, la libertad municipal, la
religión cristiana y la ciencia, literatura
e idioma de los romanos. La unidad
política o la concentración de toda la
vida del Estado en Roma, degeneró en
tiranía bajo el Imperio; mas dejando a
salvo un bien que la República legó a la
posteridad en el sentimiento nacional de
los moradores de la península ibérica.
La libertad municipal fue oprimida por
los emperadores con la severa
legislación establecida en daño de los
curiales, pero todavía sirvió de refugio
a la dignidad del hombre y a la justa
independencia de las ciudades pegadas
a sus antiguos privilegios. Fue el
Evangelio combatido por el paganismo
en los primeros siglos y al cabo reinó
con absoluto dominio en las
conciencias, dando calor a la sociedad
con sus doctrinas de unidad en Dios y de
amor al prójimo, con su disciplina
fundada en un orden jerárquico de
potestades y el saludable ejemplo de sus
juntas o concilios. Y, por último, el
idioma, literatura y ciencia de Roma o
todo su movimiento intelectual, que si
bien estaba en visible decadencia
comparando la época de la
desmembración del Imperio con el siglo
de Augusto, todavía estos pálidos
reflejos eran fruto de la civilización
pasada y fecunda semilla de otra
civilización venidera»[27].
La invasión de los bárbaros señala
un nuevo, interesantísimo período en
nuestra historia. De nuevo el pueblo
español vencido logra con el tiempo
imponerse a los vencedores y
recibiendo de la fusión con éstos,
determinados elementos de cultura
política, les comunica elementos de
cultura moral, religiosa y civil mucho
más importantes. Los godos acertaron a
crear una unidad política más eficaz que
la de Roma, porque se fundaba en la
religión, en las leyes y en la
independencia nacional e imprimieron
un sello propio en el alma del pueblo
español. Este sello está representado
por el influjo de las ideas religiosas y
por el predominio del derecho. Los
romanos habían creado en España la
ciudad, el régimen municipal; los godos
crearon el Estado y auxiliados por la
Iglesia le dieron formas superiores a las
que revestía en los demás pueblos de
Europa. «En España, dice M. Guizot, fue
la Iglesia la que trató de reconstruir la
civilización. En lugar de las antiguas
asambleas germanas, de los males de
guerreros, la asamblea que prevalece en
España es el concilio de Toledo y en el
concilio aun cuando asisten los seglares,
los que dominan son los obispos.
Ábranse las leyes de los visigodos; no
son leyes bárbaras; evidentemente las
redactaron los filósofos de la época, el
clero. Abunda en ideas generales y en
teorías completamente extrañas a las
costumbres bárbaras. Como sabéis, la
legislación de los bárbaros era una
legislación personal, es decir, que la
misma ley sólo se aplicaba a los
hombres de la misma raza. La ley
romana servía a los romanos, la ley
franca a los francos, cada pueblo tenía
su ley, aun estando reunidos bajo la
misma dominación y habitasen el mismo
territorio. Pues bien, la legislación de
los visigodos no es personal, se funda en
el territorio. Todos los habitantes de
España, romanos y visigodos, están
sometidos a la misma ley. Continuad la
lectura y hallaréis huellas todavía más
evidentes de filosofía. Entre los
bárbaros, tenían los hombres, según su
posición, un valor determinado: el
bárbaro, el romano, el hombre libre, el
esclavo, no se medían por el mismo
rasero, sus vidas tenían una tarifa. En la
ley visigoda se implanta el principio de
la igualdad de los hombres ante la ley.
Estudiad el procedimiento: en vez de
juramento de los compurgatores, o del
combate judicial, hallaréis la prueba por
testigos, el examen racional de los
hechos, lo mismo que pudiera
practicarse en cualquier sociedad
civilizada. En una palabra, la ley
visigoda tiene caracteres sabios,
sistemáticos, sociales. Se ve que es obra
del mismo clero que prevalece en los
concilios de Toledo y que tan
poderosamente influía en el gobierno del
país»[28]. Aun cuando esta labor de
fusión de las razas de la península y la
consiguiente reconciliación de
vencedores y vencidos no fuese obra de
pocos años, se echa de ver en todo lo
que precede la superioridad de la raza
vencida y el tesón con que el clero,
continuador desde algunos puntos de
vista de la obra romana, defendió los
principios de igualdad y de justicia. Así
lo reconoce Gibbon cuando dice que la
disciplina de la Iglesia introdujo la paz,
el orden y la estabilidad en el gobierno
del Estado[29] y un autor moderno,
Legendre, comentando el Idearium
español, de Ganivet, hace observar que
«la Iglesia prestó a España en aquellos
tiempos el inmenso servicio de
organizar un gobierno regular, creando,
sin esperar al Protestantismo ni a los
filósofos del siglo XVII, un régimen
parlamentario»[30].
Entrañó, pues, para España la
dominación visigoda un gran progreso,
lo mismo en el orden político con la
creación de un Estado, algunos de cuyos
rasgos sorprenden, como en el orden
legislativo con el Fuero Juzgo, como en
el orden parlamentario con los concilios
de Toledo, tronco de nuestras Cortes,
como en el orden puramente intelectual
con las obras filosóficas de Martin de
Braga, las enciclopédicas de San
Isidoro, las teológicas del obispo Tajón
y las históricas de Orosio, Idacio y Juan
de Biclara, por no citar más que las más
importantes y de todos conocidas[31].
La invasión árabe, que fue un
retroceso en el camino de la unidad
nacional, no contribuyó menos, al fin y
al cabo, a la formación del pueblo
español, merced al aportamiento de
nuevos importantes caracteres
intelectuales y morales. El imperio de
los godos desaparece y desaparece, tal
vez, como algunos insinúan por razones
parecidas a las que trajeron la ruina de
la España romana: por la falta de
cohesión y de armonía entre los
elementos constitutivos del pueblo
español, es decir, que si los hispano-
romanos no tuvieron interés alguno en
defender contra los bárbaros el régimen
abusivo de los pretores latinos y
esperaron una mejora de su situación
con aquel cambio de amos, tampoco fue
excesivo el encono de los españoles
contra los árabes que venían a destruir
el imperio de una raza no bien fusionada
todavía con la suya. Sea de esto lo que
quiera, es evidente que los factores de la
unidad nacional se hallaban todavía en
la infancia y que por esta razón el trato
que daban los invasores a la población
cristiana, mucho más tolerable que el de
los romanos y el de los godos, fue causa
no pequeña de la facilidad de la
conquista. Es más, los pueblos
sometidos al yugo de los árabes
disfrutaron de un sosiego mayor que los
situados en los límites de las nuevas
monarquías cristianas y tuvieron mayor
oportunidad que éstos para enriquecerse
y prosperar. En los unos la guerra era
ocupación constante y la inseguridad
norma de vida; en los otros,
singularmente en los situados lejos del
teatro de la guerra, en la España
meridional y oriental, la agricultura y
los oficios de todas clases prosperaron,
favorecidos por la comunicación con los
demás países de Asia y África. Eran
dueños, además, de las tierras más
fértiles de la península, la Andalucía,
Murcia, Valencia, mientras los cristianos
tenían que contentarse en los primeros
tiempos con la región montañosa del
Norte, poco apta para un intenso y
reproductivo desarrollo de la
agricultura, de la industria y del
comercio.
Digna de estudio es, desde muchos
puntos de vista, la lucha sostenida por
los godos refugiados en las montañas
contra los árabes invasores. Su primer
rasgo característico es haber sido una
guerra esencialmente religiosa.
Combatían los hispano-godos a los
árabes no tanto por ser invasores como
por ser musulmanes, es decir, enemigos
de su religión. El segundo rasgo es su
extraordinaria duración. La reconquista
se inicia en 713 y no termina hasta 1492.
Dos factores contribuyeron
poderosamente a esta lentitud: primero
la imposibilidad de aunar debidamente
los discordes elementos cristianos, no
ya a unos Reinos con otros, sino a los
magnates de un mismo Reino entre sí;
segundo el carácter más o menos
belicoso de los monarcas. Hubo en la
lucha, no solamente pausas de larga
duración, sino alianzas de moros y
cristianos contra cristianos, porque, no
obstante, el espíritu religioso de la
lucha, el individualismo propio de la
raza se manifestaba casi con la misma
violencia y producía efectos no menos
desastrosos que en las épocas
anteriores. El hecho mismo de que la
Reconquista se inicie en la región
cantábrica, en lo que fue último baluarte
de la resistencia contra Roma, prueba
que, además del ideal religioso, el
factor étnico desempeñó en la larga y
cruenta guerra un papel principal. Ya no
había tribus hostiles como en la época
primitiva, pero había señores feudales
tan poderosos como los régulos de
aquellos tiempos. A medida que
avanzaban las fronteras de los reinos
cristianos y por la razón sencilla de que
los reyes no disponían de otros medios
de premiar los servicios militares ni de
estimular el celo de sus vasallos que la
concesión de tierras y el otorgamiento
de determinados privilegios anejos a
ellas, hubo momentos en que el poder
Real significó muy poco al lado del
poder de los magnates. Formaban éstos,
alianzas ofensivas y defensivas entre sí
y aun contra los reyes; oprimían a sus
vasallos; tenían sus tierras erizadas de
fuertes castillos y disponían de mayor
número de soldados que el monarca, por
lo cual éste tenía a la fuerza que
negociar con ellos y a veces que
hacerles nuevas y onerosas mercedes
para contentarlos. Otro tanto ocurría en
la región dominada por los árabes. En
tiempo de Mohamed I, en 852, y sobre
todo bajo el reinado de Abdalá, en 886,
los mozárabes y muladíes, primero, y
más tarde los mismos moros, se
sublevaron contra los emires y pusieron
en tela de juicio la existencia del Estado
musulmán. Abenhafsun, uno de los
rebeldes se erigió en señor de media
Andalucía, organizó ejércitos, recibió
embajadas, pactó con otros moros tan
levantiscos como él y tuvo en jaque a
los soberanos legítimos por espacio de
cuarenta años. La principal labor del
reinado de Abderramán III fue la
sumisión de Omar, otro caudillo que
llegó a amenazar a Córdoba. El
individualismo propio de la raza se
mostraba, pues, tan pujante en los moros
como en los cristianos, tan luego como
faltaba una mano fuerte que lo
reprimiese. Teniendo en cuenta este
factor, asombra que en alguna época
pudiese llegarse a la fusión de tan
discordes elementos.
Sin embargo, la incorporación de los
Reinos cristianos se llevó a cabo sin
efusión de sangre, merced a enlaces
sucesivos de los monarcas. Fue una
unión personal, puesto que cada uno
conservó sus leyes, sus fueros, sus
costumbres, su modo de ser propio, pero
fue una unión que preparó la definitiva,
la verdadera, la única posible. Castilla y
León se unen en 1037 en cabeza de
Fernando I y el nuevo Estado adquiere
notable preponderancia sobre los demás
Estados cristianos de la península.
Cataluña se incorpora a Aragón en 1162
en cabeza de Alfonso II. En el siglo XIII,
la historia de España, de la España
cristiana, queda reducida a la historia de
los dos grandes sistemas políticos
determinantes de su vida moderna:
Castilla y Aragón. En Castilla reina
Fernando III, en Aragón Jaime I. El uno
conquista, Córdoba y Sevilla, el otro
Valencia y las Baleares. No solamente
se ha dado ya un gran paso hacia la
unidad política, sino que es un hecho la
existencia de la unidad moral, de la
unidad de pensamiento, no en lo que
pudiéramos llamar pequeño, en los
fueros, en los privilegios, en las
rivalidades de comarca a comarca y de
reino a reino, sino en lo fundamental, en
la idea que a todos debía servir de
norma, en la reconquista completa y
definitiva del territorio. En las Navas de
Tolosa habían peleado juntos
aragoneses, catalanes y castellanos
contra el enemigo común; el Cid había
conquistado a Valencia, perdida después
y Jaime I, acabó por reconocer el
derecho preferente de Castilla a Murcia,
conquistada por él. Un suceso de mayor
importancia aún iba a ocurrir años
después en Aragón y fue la elección del
infante D. Fernando de Castilla para el
trono de la ilustre monarquía. «En
ninguna parte, escribe el conde Du
Hamel, se han conducido comicios o
asambleas nacionales con más calma y
gravedad; jamás un gobierno
representativo recibió aplicación real y
más equitativa. Todos los intereses
fueron consultados; tanto las provincias
como las diferentes clases que
componían el reino de Aragón, tuvieron
órganos de sus respectivas opiniones;
así los principados de Aragón, Valencia
y Cataluña concurrieron por terceras
partes al nombramiento de los nueve
grandes electores de la dignidad Real,
los cuales fueron escogidos entre el
clero, la nobleza y el tercer estado, tres
de cada clase, como elementos de toda
asamblea parcial o general. Situóse la
comisión suprema en Caspe, territorio
limítrofe de los tres Estados y durante
dos meses estuvo examinando cuantas
representaciones le eran dirigidas de
todas partes. Pasado este término, que
era el prefijado por las Cortes, pasaron
a deliberar los nuevos electores, y la
mayoría se pronunció en favor del
infante don Fernando, hijo segundo de
Don Juan I de Castilla y de Leonor de
Aragón… Con el advenimiento del
príncipe Don Fernando al trono, empezó
la dominación de la Casa de Castilla en
el reino de Aragón, de modo que al
principiar el siglo XV, reinaban dos
hermanos en los dos grandes Estados de
España: Enrique III, el mayor de ellos,
regía los destinos de Castilla, y
Fernando los de Aragón…»[32].
La unión de Castilla y de Aragón a
fines del siglo XV, unión tan personal
como las que habían determinado
anteriormente la fusión de los diversos
reinos cristianos en dos grandes
sistemas políticos, tiene algo de
novelesco, por no decir de maravilloso.
«Por una cadena de acontecimientos,
ha dicho Lafuente, de esos que en el
idioma vulgar se nombran casos
fortuitos, que el fatalismo llama efectos
necesarios del destino y para el hombre
de creencias son providenciales
permisiones, se vieron Isabel y
Fernando elevados a los dos primeros
tronos de España, a que ni el uno ni el
otro habían tenido sino un derecho
eventual y remoto. Por no menos
singulares e impensados medios, se
preparó y realizó el enlace de los dos
príncipes, que trajo la apetecida unión
de las dos monarquías. Pero ¿hubiera
bastado el matrimonio de los dos
príncipes para producir él solo, el
consorcio de los dos reinos? Obra fue
ésta tal vez la más grande del talento, de
la discreción y de la virtud de Isabel…
Isabel dominando el corazón de un
hombre y haciéndose amar de un esposo,
hizo que se identificasen dos grandes
pueblos. Esta fue la base de la unidad de
Aragón y Castilla»[33].
Esta unidad fue, por lo tanto, más
espiritual que política. Se fundaba en el
respeto al principio de autoridad, en el
reconocimiento de que este principio
radicaba en dos príncipes, pero como
ninguno de los Reinos abdicó de ninguno
de sus privilegios, de ninguno de sus
fueros, ni siquiera renunció a su política
particular, la unión de los dos grandes
sistemas peninsulares hubiera sido
deleznable si los españoles, por encima
de sus diferencias y de sus
individualismos no hubieran tenido dos
grandes principios en los cuales
comulgaban todos ellos: la idea
religiosa y la fidelidad al Rey.
Cuatro grandes acontecimientos
cierran este período de grandeza. La
transformación de Castilla, la conquista
de Granada, el descubrimiento del
Nuevo Mundo y el engrandecimiento de
Aragón asentando sólidamente su
supremacía en Italia. Lafuente
caracteriza magistralmente estos grandes
sucesos. «Halló Isabel cuando empezó a
reinar, una nación corrompida y plagada
de malhechores, una nobleza díscola,
turbulenta y audaz, una corona sin rentas,
un pueblo agobiado y pobre… A los
pocos años los magnates se ven
sometidos, los franceses rechazados en
Fuenterrabía, los portugueses vencidos y
arrojados de Castilla, la competidora
del trono encerrada en un claustro, el
jactancioso Rey de Portugal
peregrinando por Europa, el ladino
monarca francés firmando una paz con la
Reina de Castilla, los ricos malhechores
castigados, los receptáculos del crimen
destruidos, los soberbios próceres
humillados, los prelados turbulentos
pidiendo reconciliación, los alcaides
rebeldes implorando indulgencia, los
caminos públicos sin salteadores, los
talleres llenos de laboriosos
menestrales, los tribunales de justicia
funcionando, las Cortes legislando
pacíficamente, con rentas la Corona, el
tesoro con fondos, respetada la
autoridad Real, establecido el esplendor
del trono, el pueblo amando a su reina y
la nobleza sirviendo a su soberana.
Castilla había sufrido una completa
transformación y esta transformación la
ha obrado una mujer».
«La conquista de Granada no
representa sólo la recuperación material
de un territorio más o menos vasto, más
o menos importante y feraz, arrancado
del poder de un usurpador. La conquista
de Granada no es puramente la
terminación de una lucha heroica de
cerca de ocho siglos, y la muerte del
imperio mahometano en la península
española. La conquista de Granada no
simboliza exclusivamente el triunfo de
un pueblo que recobra su independencia,
que lava una afrenta de centenares de
años, que ha vuelto por su honra y
asegura y afianza su nacionalidad. Todo
esto es grande, pero no es solo, y no es
lo más grande todavía. A los ojos del
historiador que contempla la marcha de
la humanidad, la material conquista de
Granada, representa otro triunfo más
elevado; el triunfo de una idea
civilizadora, que ha venido atravesando
el espacio de muchos siglos, pugnando
por vencer el mentido fulgor de otra
idea que aspiraba a dominar el mundo.
La idea religiosa que armó el brazo de
Pelayo, el principio que puso la espada
en la mano de Fernando V. La tosca cruz
de roble que se cobijó en la gruta de
Covadonga es la brillante cruz de plata
que vio resplandecer en el torreón
morisco de la Alhambra. La materia era
diferente; la significación era la misma.
Era el emblema del cristianismo que
hace a los hombres libres, triunfante del
mahometismo que los hacía
esclavos…».
Signe a esto el descubrimiento de
América, ante el cual se quedaron
absortas las gentes, y para que en este
extraordinario acontecimiento todo fuera
singular, asombró a los sabios aún más
que a los ignorantes.
Faltaba el engrandecimiento de
Aragón. Castilla se había transformado.
Castilla había expulsado definitivamente
a los árabes. Castilla bahía recibido
como recompensa de aquella lucha
secular —así se creyó entonces— un
mundo nuevo, maravilloso, con ríos
anchos como mares, con montañas
portentosas, cubiertas de perpetuas
nieves, con selvas vírgenes de
descomunales árboles, con inmensos
tesoros que hablaban a la fantasía de los
aventureros, con razas semisalvajes,
cuya ignorancia hablaba al corazón de
los misioneros. A Aragón le tocó
ensanchar sus fronteras, llevarlas al otro
lado del Mediterráneo, y así como
Castilla había puesto fin a la reconquista
de su territorio con el auxilio de Aragón,
Aragón conquistó Nápoles con el auxilio
de Castilla y mientras el Gran Capitán
derrotaba a los franceses, el rey Don
Fernando adquiría el renombre político
mejor ganado de su tiempo.
Eran tan extraordinarios todos
aquellos sucesos y todas aquellas
transformaciones, que nada tiene de
extraño que el pueblo les diese un
significado misterioso, providencial, y
que creyese firmemente que el
descubrimiento de América con sus
fantásticos tesoros era la recompensa
que Dios otorgaba a su tenacidad en la
lucha de ocho siglos contra la morisma
cuyo término glorioso acababa de
presenciar. Nuevos elementos
espirituales se añaden, pues, a los ya
existentes para formar el carácter
español tal y como había de mostrarse
en la época de las grandes luchas
religiosas y de los portentosos
descubrimientos.
V
EVOLUCIÓN
POLÍTICA,
LITERARIA Y
CIENTÍFICA DEL
PUEBLO ESPAÑOL
DURANTE LA
RECONQUISTA
Antes de seguir adelante y de
exponer los rasgos distintivos de nuestro
siglo XVI, es indispensable volver la
vista atrás y recordar la evolución del
pueblo español desde el punto de vista
de las ideas políticas, literarias y
científicas, durante los largos y agitados
siglos de su lucha con los árabes. Tres
hechos tenemos que estudiar para ello:
el robustecimiento del Poder Real, la
destrucción lenta del poder de los
nobles, representantes genuinos del
individualismo de épocas anteriores y la
intervención decisiva del pueblo en los
negocios del Estado, es decir, las
Cortes. Sufren estos diversos poderes
alteraciones más o menos grandes, pero
en definitiva se imponen y triunfan los
que eran necesarios para la obra
nacional: el del Rey y el de las Cortes.
Leyendo nuestros anales se echa de
ver que si ha habido un principio
dominante en nuestra historia, más
dominante que en la historia de otras
naciones, es el de la intervención del
pueblo en los negocios públicos, dando
a la palabra pueblo un sentido amplio
capaz de abarcar todos los elementos
ajenos al Poder Real. Lo prueba antes
que nada el carácter electivo que en un
principio tuvo la dignidad Real. «La
elección popular era en España, ha
dicho Du Hamel, el principio
constitutivo del trono, y componiendo de
hecho los Concilios en los primeros
tiempos la representación nacional, por
consentimiento de los pueblos, se
hallaron, por consecuencia, en posesión
del derecho de nombrar soberano».
El IV Concilio de Toledo, presidido
por San Isidoro sentó el principio de
que nadie sería rey sin que precediese
su reconocimiento por los Concilios y
de que una vez reconocido como tal,
nadie podría atentar a su vida bajo pena
de excomunión. Es en esencia el mismo
principio que rigió después y que sigue
rigiendo hoy con las alteraciones de
forma introducidas por el tiempo. La
monarquía absoluta, la monarquía de
derecho divino, puede afirmarse que no
ha existido en nuestra patria y que el
derecho divino de los Reyes, su
autoridad absoluta, comenzaba en el
punto y hora en que la representación
nacional sancionaba su derecho a ocupar
el trono y por ende le transmitía el poder
para gobernar el reino. La monarquía
electiva se transformó en España en
monarquía hereditaria de una manera
lenta e insensible y se había admitido
como una costumbre antes de que la ley
sancionase el cambio. De dos medios se
valieron los reyes para conseguirlo:
poniendo en vigor antiguas leyes godas
o adoptando procedimientos adecuados
a los tiempos y a las circunstancias.
Siguiendo la tradición goda, constituían
un reino para el hijo o hermano que
debía sucederles, como Alonso el Casto
creando el reino de Galicia para su
sucesor; adaptándose a las
circunstancias, hacían que sus hijos o
herederos se coronasen como futuros
reyes en vida de ellos, como Sancho II,
Alonso VI y García que en vida de su
padre fueron coronados reyes futuros de
Castilla, León y Galicia. Lo más
frecuente era, sin embargo hacer que los
reinos jurasen a los infantes herederos.
Hasta el siglo XIV no se implanta en las
leyes la sucesión hereditaria al recibir
las Partidas fuerza obligatoria en
tiempos de Alfonso XI en las Cortes de
Alcalá. Pero aun entonces subsistió y
subsiste hoy como condición previa del
reconocimiento del derecho hereditario,
el juramento ante las Cortes.
Demuestra lo dicho la importancia
extraordinaria que tuvieron siempre en
nuestra patria las representaciones
nacionales, llámense Concilios, como
los de Toledo, Curias o Juntas mixtas
como las de los primeros tiempos de la
Monarquía cristiana, o Cortes como las
sucesivas a partir del siglo XII. La
intervención del estado llano en las
asambleas nacionales, que es lo que
caracteriza las verdaderamente
populares, comienza, en las celebradas
en Burgos en 1169. Desde entonces el
estado llano, los representantes de las
villas y ciudades no dejan de asistir a
ellas. Quedaron, pues, las Cortes
constituidas en Castilla por el clero, la
nobleza y los personeros, mandaderos o
procuradores de las villas y ciudades.
Debía reunirse la asamblea en el lugar
que el rey designase, pero no en plaza
fuerte donde la libertad de los
procuradores se hallase cohibida por la
fuerza militar y disfrutaban los
mandatarios de una inviolabilidad que
comenzaba el día en que marchaban a
las Cortes y terminaba él en que
regresaban a sus casas. Reuníanse las
Curtes para presenciar el juramento de
los reyes y príncipes y jurarles a su vez:
para votar los impuestos, para hacer
súplicas al monarca y para conocer de
los asuntos graves como paces y
guerras. No tenían, sin embargo,
participación en la potestad legislativa,
aun cuando poco a poco, la costumbre
les fue otorgando intervención en la
redacción de Jas leyes. En Cataluña,
comienzan las Cortes en 1064 con las
celebradas aquel año en Barcelona; en
Aragón, con las de Jaca en 1071; en
Navarra, con las de Huarte Araquil en
1090, y en Valencia, con las de 1239,
reunidas un año después de
reconquistada la ciudad y el reino por
los aragoneses. Las Cortes aragonesas,
navarras y catalanas, se diferencian de
las de Castilla en un punto esencial: en
que compartían con el monarca la
potestad legislativa, es decir, que
gozaban de las mismas facultades que
las asambleas modernas. Como vemos
el régimen parlamentario, entendiendo
por tal la intervención directa de la
nación en los asuntos del Estado, el
derecho de que los impuestos sólo
pudiesen cobrarlos los Reyes después
de votados por los representantes de los
que iban a pagarlos, y, sobre todo, la
participación más o menos directa en la
redacción de las leyes y en la validez de
las mismas, existió en España mucho
antes que en los paises que nos califican
de atrasados y de sometidos al yugo
clerical o al de los monarcas. En
Inglaterra el Parlamento no quedó
constituido hasta el siglo XIII y el model
Parliament del rey Eduardo, no fue
convocado hasta 1295, cuando ya
llevaban casi un siglo asistiendo a las
Cortes nuestros procuradores, mientras
que en Francia, según confesión de
Guizot, los Estados generales nada
representaron en la gobernación del país
y su primera asamblea legislativa fue la
de 1789. «La constitución, dice Du
Hamel, siguió compuesta de los triples
elementos del trono, la aristocracia y la
democracia, tan útiles a las sociedades
cuando los tres están combinados en
justa y exacta proporción». Bajo su
imperio llegó España a un grado de
prosperidad y de civilización superior
al de los otros Estados del continente,
época que resume tan juiciosamente
Robertson, el célebre historiador del
emperador Carlos V, con estas palabras:
“La España tenía al principio del siglo
XV un grandísimo número de ciudades
mucho más pobladas y florecientes en
las artes, en el comercio y en la
industria que las demás de Europa, a
excepción de las de Italia y de los
Países Bajos que podían rivalizar con
ellas”. El mismo escritor añade en otra
parte: «Los principios de libertad
parece que fueron en esta época mejor
entendidos por los castellanos que por
nadie. Generalmente poseían éstos,
sentimientos más justos sobre los
derechos del pueblo y nociones más
elevadas acerca de los privilegios de la
nobleza que las demás naciones. En fin,
los españoles habían adquirido ideas
más liberales y mayor respeto por sus
derechos y sus privilegios; sus
opiniones sobre las formas del gobierno
municipal y provincial, lo mismo que
sus miras políticas, tenían una extensión
a que los ingleses mismos no llegaron
hasta más de un siglo después»[34].
Seria muy largo y ajeno
indudablemente a la naturaleza de este
trabajo hacer un estudio detenido de la
constitución política de los diversos
reinos españoles y de las
modificaciones introducidas en ella con
el transcurso de los tiempos. La
Constitución aragonesa ha merecido
grandes elogios de los tratadistas
extranjeros, Prescott llama al Justicia
«barrera interpuesta por la Constitución
entre el despotismo por una parte y la
licencia popular por otra» y Pruth dice
en la Historia Universal, de Oncken,
que la organización política de los
aragoneses fue la única de la Edad
media que puede compararse con las
Constituciones modernas. Nos
limitaremos a llamar la atención sobre
el hecho, no ya de que nuestras Cortes se
reunieron mucho antes que las de otros
pueblos y eran esenciales para el
funcionamiento del Estado, sino de que
nuestros municipios fueron igualmente
muy anteriores a los de otros países y
disfrutaron de libertades mucho
mayores. Ambos sistemas eran tan
tradicionales, que si las Cortes tienen
indudablemente su origen en los
Concilios de Toledo, reunidos en una
época en que Europa era bárbara o poco
menos, nuestros concejos pueden
reivindicar el suyo en los municipios de
la época romana[35].
Pero si todo esto revela el espíritu
de independencia de los españoles y
destruye no pocos argumentos de los
escritores extranjeros en punto a su
sumisión y a su servilismo ante el rey o
la Iglesia, era también causa no pequeña
de debilidad. Los privilegios obtenidos
por la nobleza y su derecho a abandonar
el servicio del rey, reconocido en las
leyes antiguas, y los privilegios
obtenidos por los concejos y
consignados en los fueros municipales,
consecuencia necesaria unos y otros del
estado constante de guerra, determinaron
la existencia en la península de multitud
de Estados pequeños dentro de cada uno
de los grandes, señoriales los unos,
concejiles los otros, con facultades
ambos para tener tropas, pactar alianzas
e imponerse al poder Real basta el
extremo de hacerlo ilusorio. El
individualismo de la raza se desarrolló
portentosamente durante aquellos
tiempos y causa verdadero asombro el
más ligero examen de aquella sociedad,
que tenía, sí, una idea común, la guerra
contra los infieles, pero que se hallaba
dividida y subdividida hasta el infinito
por leyes, fueros, privilegios y
rivalidades que hacían imposible la
coordinación de tantas y tan robustas
energías. De aquí que la labor de los
reyes consistiera necesariamente en la
destrucción de los obstáculos que se
oponían a su autoridad. La labor fue
dura y lenta. Tropezó con innumerables
obstáculos y no se consiguió en Castilla
hasta una fecha relativamente reciente;
en Aragón y Cataluña la uniformidad
legislativa se obtuvo antes, pero todavía
quedaba por realizar en el siglo XV la
fusión de aquellos elementos políticos
discordes y a esta obra se consagraron
los monarcas apelando a los
procedimientos más distintos.
Pero, si tenían los españoles una
larga tradición de libertad política al
inaugurarse el reinado de los Reyes
Católicos, y una tradición militar no
menos gloriosa, lo mismo en lo interior
del territorio que fuera de él, puesto que
habían llegado con sus armas aragoneses
y catalanes hasta Constantinopla, no era
menos brillante ni menos gloriosa su
tradición literaria y científica. A pesar
de la lucha sostenida contra los moros y
a pesar de la que éstos sostenían con los
cristianos, ambos habían cultivado las
letras, las ciencias y las artes, y habían
dado gallardas muestras de su ingenio.
Si en tierra de cristianos merecen eterna
recordación las Cortes brillantísimas de
Alfonso el Sabio, de Jaime I y de Juan
II, no la merecen menor en tierra de
morisma las Cortes refinadas y por
demás brillantes de los Califas de
Córdoba. Si entre los cristianos no hay
ramo de la cultura que deje de
estudiarse por reyes, príncipes y
magnates, obispos, monjes y seglares,
¿qué decir de los árabes, de los
mozárabes y de los judíos de Toledo, de
Córdoba, de Sevilla? Una larga serie de
nombres ilustres podrían formarse con
los cultivadores españoles de las letras
durante este largo período en que las
armas parece que no descansan. Ahí
están Reyes como Sancho IV con sus
Castigos e Documentos; como Alfonso
X con sus Cantigas y sus Querellas;
como Jaime I con sus Trovas; príncipes
como Don Juan Manuel con su Conde
Lucanor; magnates como el Marqués de
Santillana con sus Serranillas, como el
de Villena con su Arte de Trovar; como
Pedro López de Ayala con el Rimado de
Palacio, y tantos otros; eclesiásticos
como Clemente Sánchez de Bercial con
el Libro de los exemplos; poetas como
Gonzalo de Berceo, el ingenuo cantor de
Los milagros de Nuestra Señora… Y
dominando todas estas producciones
literarias el Poema de Mió Cid, en el
que parece encarnarse el espíritu de la
Reconquista y el Libro de Buen Amor,
en el que se reúnen cualidades tan
diversas e inspiraciones tan distintas,
que de su autor ha dicho Menéndez
Pelayo que «por primera vez hizo
resonar en castellano el lenguaje del
amor y que a ratos parece transportarnos
a la huerta de Melibea, donde Calisto
entró en demanda de su falcón y otras
nos hace pensar en los apasionados
coloquios de los dos amantes de
Verona»[36]. ¿Cómo no recordar,
también, la Corte de Juan II que «ofrecía
el espectáculo de una continua
academia, en la cual los mismos que
poco antes habían empuñado las armas y
combatido unos, contra otros para
arrancarse el poder, se entregaban juntos
al grato solaz que proporcionan las
musas, y en la cual hacía coplas el rey,
coplas el condestable don Álvaro de
Luna, coplas todos los palaciegos y el
talento poético de que se hacía alarde
suavizaba el carácter de aquellos
hombres?»[37]. ¿Cómo no citar a Juan de
Mena con su Laberinto; al Marqués de
Santillana con su Doctrinal de privados;
a Jorge Manrique con sus bellísimas
Coplas; a Juan de Padilla, el Cartujano,
con Los doce Triunfos? Y si de la
poesía pasamos a las obras en prosa,
¿no pertenecen a esta época la Crónica
general de España, mandada escribir
por Alfonso el Sabio; las Historias, del
canciller Pedro López de Ayala; el
Centón Epistolario, de Fernán Gómez
de Cibdareal, y, sobre todo, las
Partidas, cuyo estilo y cuyas sentencias
admiran y suspenden por lo bellas,
claras, justas, exactas?
Pero, de igual modo que en el
terreno político existen en la península
profundas diferencias entre unos pueblos
y otros, en el terreno literario, no es
menor la diversidad. Florecen a la par
no una, sino varias literaturas; la
provenzal, la gallega, la castellana,
Jaime I escribe en provenzal; Alfonso X
compone versos en gallego… ¿Y los
árabes? La poesía fue el ornamento
principal de las cortes de sus monarcas.
Dedícanse a ella los califas con
entusiasmo no menor que el de sus
mujeres y el de sus hijas, alguna de las
cuales debió el trono a su talento
poético. Y a par de la poesía y como
complemento de ella surge la música,
cultivada por los árabes españoles. En
cuanto a la filosofía y a las ciencias en
general, ¿qué largo catálogo no podría
formarse de árabes y judíos españoles?
Maimónides, Averroes, Ben Gabirol,
Avicebrón y tantos otros dejaron huella
profunda de sus conocimientos en la
ciencia española. Porque los cristianos,
lejos de borrar aquella civilización la
transmitieron al mundo civilizado. No
eran ciertamente inferiores en cultura a
los árabes ni menos apasionados de ella
que los creyentes del Profeta. Iniciada, o
mejor dicho, continuada la vida
científica española en los monasterios y
en las catedrales, no tarda en
aposentarse en los palacios de los
Reyes. Las escuelas, cuyo origen se
remonta al siglo X con la Escuela Real
de San Juan de la Peña, y que se
difunden por Galicia, Castilla y León,
adquieren verdadera importancia en los
albores del siglo XIII, en los tiempos de
Alfonso VIII, que «envió por todas las
tierras por maestros de todas las artes e
fizo escuelas en Palencia muy buenas e
muy ricas, e dábales soldadas
compridamente a los maestros, porque
los que quisiesen aprender non lo
dejasen por mengua de maestros…»,
como dice el Rey Sabio en su Crónica.
Y más tarde Alfonso IX crea la
Universidad de Salamanca, en la que
llega a haber diecisiete catedráticos de
matemáticas, y viene después Alfonso el
Sabio, de quien dice uno de sus
biógrafos que sólo con él «hubiéramos
tenido más ciencia que toda Europa,
puesta que él solo asumió todo el saber
de su época y con levantado ánimo y
voluntad inquebrantable llevó a cabo
empresas dificilísimas y atrevidas,
dejando el sello de su espíritu
reformista y progresivo en poesía, en
historia, filosofía, jurisprudencia,
astronomía y cuantos órdenes se
manifestaba entonces la sabiduría
humana».
Este capítulo se convertiría en libro
si quisiésemos recordar todos y cada
uno de los que en aquellos tiempos
bárbaros de Europa cultivaron las
ciencias en España. ¿No están ahí los
nombres de Raimundo Lulio; de
Raimundo de Peñafort, del Tostado, del
marqués de Villena, de Arnaldo de
Vilanova, de tantos otros que prueban
las aseveraciones de algunos españoles
sensatos que escriben, como Halleren?
«Sólo en España había estudio sólido y
ciencia severa». Esta fue, someramente
expuesta, incompletamente expuesta, la
tradición literaria y científica española
al inaugurarse el benemérito reinado de
los Reyes Católicos.
VI
LA UNIDAD
POLÍTICA
Después de tantas luchas y tantos
desastres, logra el pueblo español llegar
a la unidad que tan imposible parecía.
Se dirá, tal vez, que esta unidad era algo
convencional, que distaba mucho de ser
una unidad verdadera, que los pueblos
seguían mirándose con hostilidad y
rechazaban hasta el menor intento de
amenguar sus privilegios, que
castellanos y aragoneses se
consideraban extranjeros y como tales
se trataban, pero la nueva organización
era muy superior a cuanto había habido
hasta entonces y el resultado de los
comunes esfuerzos fue, a no dudarlo,
prodigioso en todos los órdenes. Si la
unidad política no era un hecho, se había
conseguido la unidad de pensamiento.
Por lo tanto, a fines del siglo XV, en una
época de profundas transformaciones
políticas, religiosas y sociales, de las
que iba a surgir una sociedad
completamente nueva, llega nuestra
patria a un estado político que le
permite ejercer un papel preponderante
sobre los demás países de aquel tiempo.
Nadie hubiera podido prever un
engrandecimiento tan rápido. «Desde el
estado de mayor desorden, dice Pedro
Mártir de Anglería, pasó al de la mayor
seguridad que había en el orbe
cristiano»[38].
En efecto, si hay en la historia de
nuestra patria una época eficaz a
despertar admiración es ésta, pues los
cambios que se operaron en ella y la
maravillosa actividad que empezó a
desplegar en todos los órdenes, mas que
realidades capaces de ser probadas
documentalmente, parecen admirables y
portentosos cuentos de hadas, y
personajes de leyenda los hombres que
convirtieron en nación poderosa y
dotada de grandes y fecundos ideales el
confuso tropel de heterogéneos
elementos que poco antes se combatían.
«Bajo el imperio firme, a par que
templado, de Don Fernando y Doña
Isabel, escribe Prescott, hiriéronse las
grandes reformas que hemos referido,
sin producir la menor convulsión en el
Estado. Lejos de esto, se trajeron a
orden y armonía los elementos discordes
que antes estremecían con sus choques
el país, y se consiguió apartar el
turbulento espíritu de los nobles de las
riñas y facciones encaminándolo a las
honoríficas carreras públicas de las
armas y de las letras. El pueblo, en
general, viendo asegurados los derechos
particulares, se entregaba tranquilamente
a todas las labores útiles. El comercio
no había caído aún, como lo manifiestan
abundantemente las leyes de entonces,
en el desprecio a que llegó en los
tiempos posteriores, y los metales
preciosos, lejos de acumularse en
abundancia que paralizara los progresos
de la industria, servían sólo para
fomentaría. El trato y comunicación del
país con los extranjeros se extendía más
y más de día en día; veíanse sus
cónsules y agentes en todos los puertos
principales del Mediterráneo y del
Báltico, y el marinero español, en lugar
de reducirse míseramente a la
navegación de cabotaje, se lanzaba con
audacia a través del grande Océano, a
las regiones de Occidente. Los nuevos
descubrimientos habían abierto nuevo
camino al comercio que antes se hacía
por tierra con la India, convirtiéndole en
comercio marítimo, y las naciones de la
península, que hasta entonces habían
estado alejadas de los grandes emporios
y caminos del tráfico, vinieron a ser
entonces los factores y conductores de
las mercancías para toda Europa. El
estado floreciente del país se veía en la
riqueza y población de las ciudades
cuyas rentas, aumentadas en todas ellas
hasta un grado sorprendente, en algunas
habían subido a cuarenta y aún a
cincuenta veces más de lo que fueron al
principio del reinado. Allí florecían la
antigua y majestuosa Toledo; Burgos,
con sus mercaderes activos e
industriosos; Valladolid, que podía
hacer salir por sus puertas treinta mil
combatientes, y cuya población entera
con dificultad llegará ahora a las dos
terceras partes de este número;
Córdoba, en Andalucía, y la magnífica
Granada, que aclimataban en Europa las
artes y el lujo del Oriente; Zaragoza la
abundante, como la llamaban por su
feraz territorio; Valencia, la hermosa;
Barcelona, que competía por su
independencia y por sus atrevidas
expediciones marítimas con las
orgullosas Repúblicas de Italia; Medina
del Campo, cuyas ferias eran ya el gran
mercado para los cambios comerciales
de toda la península, y Sevilla, la puerta
de oro de las Indias, cuyos muelles
empezaron a verse poblados de multitud
de mercaderes de los países más
distantes de Europa. Las riquezas de
aquellas ciudades se ostentaban en
palacios y edificios públicos, fuentes,
acueductos, jardines y otras obras de
utilidad y ornato, presidiendo a su
extraordinario coste un gusto muy
adelantado. Cultivábase la arquitectura
con reglas mejores y con gusto más puro
que anteriormente, y junta esta noble arte
con sus hermanas las artes del diseño,
presentaron desde luego señales de la
influencia del nuevo enlace con Italia,
despidiendo los primeros resplandores
de aquella elevación y mérito que dio
tanto lustre a la escuela española a fines
del siglo. Todavía fue mayor el impulso
que recibieron las letras. Había
probablemente más imprentas en España
en la infancia del arte que en el día de
hoy. Los colegios antiguos se mejoraron
dándoles hueva forma y se crearon otros
nuevos. Barcelona, Salamanca y Alcalá
estaban entonces concurridas de
millares de estudiantes, que bajo la
generosa protección del gobierno
hallaban en las letras el camino más
seguro para adelantar en las carreras.
Hasta los ramos más sencillos y ligeros
de la literatura experimentaron la
influencia de aquel espíritu innovador y
después de haber dado los últimos frutos
del antiguo sistema, presentaban nuevas
y más bellas y variadas flores bajo la
influencia de la cultura italiana… Con
este desarrollo moral de la nación, las
rentas públicas, que cuando no van
forzadas, son un indicador seguro de la
prosperidad general, fueron
aumentándose con asombrosa rapidez…
Al propio tiempo, los límites
territoriales de la monarquía se
dilataron de un modo que no tiene
ejemplo. Castilla y León se reunieron
bajo un mismo cetro con Aragón y sus
dependencias de fuera, Sicilia y
Cerdeña, con los reinos de Navarra,
Granada, y Nápoles, con las Canarias,
Orán y otros establecimientos de África,
y con las islas y vastos continentes de
América… Los nombres de castellanos
y aragoneses, se refundieron en el más
general de Españoles, y España, con un
imperio que se extendía a tres partes del
mundo, y que casi realizaba el
jactancioso dicho de que el sol nunca se
ponía en sus dominios, se elevó, no sólo
a la primera clase, sino a la primera de
las naciones europeas»[39].
No se engrandecen, sin embargo, los
pueblos, no ocupan el primer lugar entre
los demás por la mera fuerza de las
armas, ni siquiera por el esplendor de su
industria y de su comercio, sino que
necesitan para ello de la cultura
intelectual. Llegó ésta a gran altura bajo
el reinado de los Reyes Católicos. En
los agitados años del de Enrique IV,
había desdeñado la nobleza el cultivo de
la ciencia. Isabel la Católica, llamando
a Pedro Mártir de Anglería y a Lucio
Marineo Siculo, contribuyó a pulir el
espíritu de la aristocracia. «Mi casa,
decía el primero, está todo el día llena
de jóvenes principales, que alejados de
otros objetos innobles y traídos al de las
letras, se hallan ya convencidos de que
lejos de ser éstas un obstáculo para la
profesión de las armas, son más bien su
auxiliar y complemento». Bajo el
auspicio de éste y otros literatos
eminentes, así españoles como
extranjeros, añade Prescott, los nobles
jóvenes de Castilla sacudieron la
indolencia en que habían estado sumidos
largo tiempo, y se aplicaron con mucho
ardor al cultivo de las ciencias; tanto
que, según dice un escritor de aquel
tiempo, «así como antes de este reinado
era cosa muy rara hallar una persona de
ilustre cuna que hubiera estudiado en su
juventud siquiera el latín, ahora se veían
todos los días muchísimas que
procuraban añadir el brillo de las letras
a las glorias militares heredadas de sus
mayores».
Así vemos que a don Gutierre de
Toledo, hijo del conde de Alba y primo
del rey, desempeñó una cátedra en la
Universidad de Salamanca; que en la
misma dio lecciones sobre Plinio y
Ovidio, Don Pedro Fernández de
Velasco hijo del Conde Haro, que
después sucedió a su padre en la
dignidad hereditaria de Condestable de
Castilla; que en la de Alcalá fue
profesor de griego Don Alfonso
Manrique, hijo del Conde de Paredes, y
que el marqués de Denia, que pasaba ya
de los sesenta, aprendió latín a aquella
edad avanzada. No había español que se
tuviera por noble si no amaba las
letras… A los hombres se unen las
mujeres en este afán de saber y vemos a
Doña Beatriz Galindo, maestra de latín
de la Reina, a Doña Lucía de Medrano,
que explicó los clásicos en Salamanca, a
Doña Francisca de Lebrija, que
desempeñó una cátedra de retórica en la
Universidad de Alcalá… A esta época
pertenecen Antonio de Lebrija, autor de
la Gramática castellana; Arias
Barbosa, maestro de griego y de
retórica; Juan y Francisco Vergara,
catedráticos de Alcalá; Núñez de
Guzmán, que hizo la versión latina de la
Poliglota, de Cisneros, y Luis Vives, del
cual se ha dicho que «difícilmente
habría uno en su tiempo a quien se
atreviera a compararle con él en
filosofía, elocuencia y letras». La obra
maestra de la cultura española de aquel
tiempo es, a no dudarlo, la Biblia
Poliglota, del Cardenal Cisneros, cuya
versión en griego, latín y lenguas
orientales fue ejecutada por literatos
españoles.
Un verdadero furor científico se
había apoderado de los españoles.
Cuenta Pedro Mártir, que fue tal la
concurrencia que asistió a su primera
lección sobre Juvenal en la Universidad
de Salamanca, que estaban obstruidas
por la gente todas las entradas de la sala
y tuvo que pasar para llegar a la cátedra
por los hombros de los estudiantes. La
erudición clásica impera en las
Universidades, en Salamanca
principalmente, aunque luego iba a
eclipsar a este centro el de Alcalá.
El afán de estudio alcanza a la
teología, a las matemáticas, a la
astronomía, a la medicina, y
singularmente, a la historia, que, como
dice Prescott, «se había tenido en grande
estima y cultivádose más en Castilla que
en ninguna otra nación de Europa». Un
invento de importancia incalculable
contribuyó al desenvolvimiento de las
ciencias: el de la imprenta[40]. En 1477,
un alemán, Teodorico, quedó exento de
impuestos y tributos «por haber sido uno
de los principales en la invención y
ejercicio del arte de imprimir libros», y
este arte se difunde por España con
increíble rapidez. Antes de terminar el
siglo XV ya había imprentas en las
ciudades principales. Añádase a esto el
florecimiento de la literatura; los libros
de caballerías que comienzan con el
Amadis; los romances y los cancioneros
que empiezan con el de Fernando del
Castillo y con el de Urrea, que vio la luz
el año mismo del descubrimiento de
América; la poesía ligera, cultivada por
Don Diego López de Haro, y Don Diego
de San Pedro; la novela dramática
representada por La Celestina; la
égloga, cultivada por Juan de la Encina;
la comedia, iniciada por Torres
Naharro… «El reinado de Isabel y de
Fernando, dice Prescott, puede
considerarse como la época en que la
poesía española separa la escuela
antigua de la moderna, y en la cual la
lengua, cultivada con lento y constante
trabajo, fue adquiriendo aquella
perfección y hermosura que, para
servirme de las palabras de un escritor
contemporáneo, “hizo que el saber
hablar castellano se tuviera por grande
elegancia aun entre las damas y
caballeros de la culta Italia”».
No se debía, pues, la superioridad
de España, únicamente a la fuerza de las
armas, ni siquiera a la riqueza de sus
ciudades y al florecimiento de sus
industrias, sino a la cultura de sus clases
elevadas y al afán de saber que se había
apoderado de grandes y pequeños[41].
VII
EL
DESCUBRIMIENTO
DE AMÉRICA
Entonces es cuando acomete España
su primera empresa caballeresca: el
descubrimiento de América.
Caballeresca era la empresa, puesto que
se salía de los límites de lo común y
corriente para penetrar en los dominios
de lo maravilloso.
Diga lo que quiera M. Leroy
Beaulieu —y bien sabe Dios que
sentimos tener que llevarle la contra a
tan ilustre sabio— ningún país de
Europa estaba en las condiciones que
España para llevar a cabo esta empresa.
Para demostrárselo, no necesitamos
hacer acopio de erudición. Basta y sobra
con recordar al lector lo que era la
Europa de aquellos tiempos.
«Al inaugurarse la Edad moderna,
escribe César Cantú, encontramos la
Escandinavia trastornada por la Unión
de Calmar y extraña al movimiento de
las potencias europeas. La Polonia, lazo
de unión entre éstas y Rusia, prepondera
sobre los eslavos, amenaza a los
pueblos que un día la aniquilarán,
cuando las formas de gobierno la hayan
precipitado en el desorden. Los rusos,
apenas libres del yugo tártaro, viven
todavía fieramente en cabañas, sin
participar de la política del continente.
Los húngaros acampan cual centinela
avanzado de Europa contra los turcos y
aquéllos y los bohemios resistiendo a
éstos hubieran podido engrandecerse,
pero en vez de ayudarse se buscan con
la espada y divagan entre Polonia y
Austria, entre la servidumbre eslava y la
alemana, hasta que entre ambas quedan
sometidos a ésta. En Francia los bienes
de los reyes que morían sin hijos recaían
en la corona, y así crecía su poder. Los
barones, en vez de hacer la guerra al rey,
le rendían con sus obsequios de modo
que los extranjeros en lugar de aquellos
duques que en otro tiempo les abrían
paso para entrar en el Reino, hubiesen
encontrado robustos antemurales. Los
Estados de los barones no se
fraccionaban como en Alemania e Italia,
sino que unidos se transmitían al
primogénito… Así llegó a ser tan
poderoso aquel Reino: con Garlos el
Temerario pereció el último gran
vasallo; Carlos VIII por su matrimonio
adquirió la Bretaña y aspiraba a Italia;
los Estados generales perdían su energía
y el rey hacía cuanto quería, de modo
que Francia aunque nada poseía en lo
exterior, como estaba en medio de
Europa y había heredado el espíritu de
conquista de Carlos de Borgoña, hizo
desconfiar a las potencias rivales. En
Inglaterra las facciones de Rosa blanca
y la encarnada, mataron o debilitaron
hasta tal punto la nobleza, que en el
Parlamento del año que precedió a las
hostilidades se sentaban en la alta
Cámara cincuenta y tres pares, además
de los obispos y en el primero que
reunió Enrique VII, sólo se hallaron
veinticinco. Este príncipe consiguió
establecer la monarquía absoluta sin que
estuviese contrabalanceada por el
Parlamento y preparó también la unión
de Escocia, mediante el matrimonio de
Jacobo IV con su hija. Inglaterra tenía un
pie en Francia, pero estaba muy lejos
del comercio activo y del dominio de
los mares que son su esencia. Las causas
de la grandeza de estas naciones faltan a
Italia, la cual no conquista países
nuevos, ni consolida la autoridad
central, pero se eleva sobre todas por su
cultura y por sus artes y su opulencia;
allí están todavía los restos de la
civilización antigua y el pontífice, que
es el nervio de la nueva; allí la sabia
agricultura, el extenso comercio y el lujo
refinado. Pero el carácter nacional,
perdiendo su vigor, no deja ninguna
opinión común que reúna el país cuando
vienen a disputárselo franceses,
españoles y turcos con igual astucia y
fiereza. En Alemania, excepto la Bula de
oro y los pactos que se estipulaban en
cada elección, nada determinaba los
derechos del Imperio, y mientras la
dignidad imperial ofrecía mil medios de
engrandecerse a un emperador
ambicioso, los Estados se negaban a
secundarle y ni aun en las necesidades le
proporcionaban armas y dinero. Los
principados entre quienes estaba
repartido el Imperio, lo reducían a una
especie de federación que se debilitaba
por las subdivisiones…»[42].
Hemos copiado estas frases de un
autor que rara vez nos es favorable.
Como vemos el estado de cada una de
las naciones en que se dividía la Europa
de aquel tiempo, distaba mucho de
hacerlas aptas para una empresa como el
descubrimiento de América. Portugal
era el único que, avezado ya a este
género de expediciones, hubiera podido
acometerla. Tiene, pues, razón Gil Gelpí
cuando nos dice en sus Estudios sobre
la América, que sin el feliz enlace de los
Reyes Católicos «el Nuevo Continente
no se hubiera conquistado, aunque por
casualidad se hubiese descubierto,
porque las demás naciones, ni juntas ni
separadas, hubieran tenido los
elementos necesarios para llevar a cabo
tan grande empresa». No vale en materia
de historia recurrir a sofismas y cuando
no ya M. Leroy Beaulieu, sino el mismo
Chateaubriand y más tarde La
Renaudière dijeron que si Francia
hubiera descubierto América habría
llevado a sus pueblos una civilización
más adelantada que la de los fanáticos y
atrasados españoles, cuentan o, mejor
dicho, contaban indudablemente con la
ignorancia de sus lectores, pues nadie
podrá demostrar que la Francia de Luis
XI, ni la de Carlos VIII, ni siquiera la de
Luis XII, pudieran compararse en
poderío y en riqueza con las Coronas de
Castilla y Aragón, unidas bajo el cetro
de los Reyes Católicos.
Fue caballeresca aquella empresa
por múltiples razones. La primera,
porque era tan extraordinaria la
proposición que hizo Colón a los Reyes
y tan temerarios los argumentos en que
la apoyaba que lo natural y lo lógico era
que en España se le considerase tan
visionario y tan loco como en otras
partes y los doctores que, reunidos en
Salamanca, opinaron en contra de él,
tuvieron indudablemente razón, puesto
que sabiendo cuanto entonces se sabía
en materia astronómica, no podían
admitir las teorías del futuro Almirante.
Es muy fácil burlarse ahora de lo que
opinaron los reunidos en Salamanca,
pero es muy necio a la par, pues como
dice Gil Gelpí muy oportunamente, «si
los doctores de Salamanca merecen la
calificación de necios porque no sabían
lo que hasta entonces nadie había sabido
y después se ha descubierto, Pitágoras,
Platón, Aristóteles y Alfonso el Sabio
deben ser calificados de estúpidos e
ignorantes porque no conocieron las
teorías de Képler sobre las áreas de los
sectores elípticos que describen los
astros; ni las leyes de la gravedad y de
la atracción de los cuerpos que debemos
a Newton, ni conocieron los logaritmos
de Neper; Federico de Prusia y
Napoleón I merecen la calificación de
ignorantes porque no se sirvieron de
cañones y fusiles rajados y no
transmitieron sus despachos por
telégrafo eléctrico, y, por último,
igualmente deben ser tratados de
estúpidos Rodnev, Jarvis y Nelson
porque no se batieron con baques de
hélice y blindados. No sabemos por qué
los grandes marinos, los grandes
guerreros y los grandes filósofos que
hemos citado han de ser juzgados por
distintas reglas que los sabios españoles
que exigían explicaciones al autor de un
proyecto, porque no tenían
conocimientos que, si después se han
generalizado, en aquella época no tenía
ni el mismo Colón que les presentaba el
proyecto».
La ciencia de entonces no creyó en
los planes de Colón, ni tenía motivo
para creer en ellos, pero creyó Isabel la
Católica y la expedición se llevó a cabo.
Pero ¿fue solo Isabel la Católica la que
creyó en ellos y la que facilitó su
realización? ¿Y el Padre Marchena y
Fray Diego de Deza, eran ingleses o
franceses? ¿Y Luis de San Ángel y
Alonso de Quintanilla, lo eran por
ventura? ¿De quiénes eran las carabelas,
sino de los hermanos Pinzón, que
hicieron el sacrificio de amor propio de
ir en ellas a las órdenes de Colón y el
sacrificio pecuniario de sufragar los
gastos en la parte que correspondía al
Almirante? Bien puede decirse, como lo
hace Lummis en su admirable libro
sobre Los exploradores españoles del
siglo XVI, que, «a una nación le cupo en
realidad la gloria de descubrir y
explorar la América, de cambiar las
nociones geográficas del mundo y de
acaparar los conocimientos y los
negocios por espacio de medio siglo…
Y esa nación fue España. Un genovés, es
cierto[43], añade, fue el descubridor de
América; pero vino en calidad de
español; vino de España, por obra de la
fe y del dinero españoles; en buques
españoles y de las tierras descubiertas
tomó posesión en nombre de España…».
Fue caballeresca la empresa porque
en aquellos tiempos se tenían ideas
terribles del mar a través del cual
debían navegar las carabelas. Era el mar
Tenebroso. «Todas las obras de
geografía, dice Rosselly de Lorgues,
acreditaban la mala denominación de
Tenebroso, pues sobre los milpas se
veían dibujadas alrededor de tan
pavorosa palabra, figuras horribles,
para las que los cíclopes, lestrigones,
grifos e hipocentauros fueran de
agradable aspecto… No paraban aquí
los peligros a que se exponían los
exploradores, porque gigantescos
enemigos podían a cada paso
desplomarse de los aires sobre ellos. En
aquellas latitudes se cernía con sus
fabulosas alas, el pájaro rok, que tenía
por hábitos coger con su pico
descomunal no a hombres o barquillas,
sino a buques tripulados y elevarse con
ellos a la región de las nubes, para una
vez allí divertirse en destrozarlos con
sus garras e irlos dejando caer en
pedazos en las negras ondas de la mar
Tenebrosa…»[44]. Para vencer las
dificultades que la superstición y la
ignorancia de las gentes de mar oponían
a la empresa fue precisa la intervención
de los hermanos Pinzón. Sin ellos, la
expedición no hubiera podido
realizarse…
Se juntó, pues, en aquella empresa
memorable, al afán de descubrimientos
el factor espiritual que siempre
acompañó a las de los españoles. El
elemento místico, religioso,
caballeresco, fue el alma de aquellos
viajes.
«La mayor cosa, después de la
creación del mundo, sacando la
encarnación y muerte del que lo crió, es
el descubrimiento de las Indias»,
escribía domara y tenía harta razón. No
registran los anales de la Historia
acontecimiento semejante, ni se
mencionan en sus páginas proezas
parecidas remotamente a las que
realizaron aquellos españoles del
siglo XVI. Pero hablar nosotros sería tal
vez impropio y la alabanza parecería
obra del patriotismo. Dejemos la
palabra al norteamericano Lummis:
«Poco más hizo Colón que descubrir
la América, lo cual es ciertamente
bastante gloria para un hombre. Pero en
la valerosa nación que hizo posible el
descubrimiento, no faltaron héroes que
llevasen a cabo la labor que con él se
iniciaba. Ocurrió ese hecho un siglo
antes de que los anglosajones pareciesen
despertar y darse cuenta de que,
realmente, existía un Nuevo Mundo y
durante ese siglo la flor de España
realizó maravillosos hechos. Ella fue la
única nación de Europa que no dormía.
Sus exploradores vestidos de malla,
recorrieron Méjico y Perú, se
apoderaron de sus incalculables
riquezas e hicieron de aquellos reinos
partes integrantes de España. Cortés
había conquistado y estaba colonizando
un país salvaje doce veces más extenso
que Inglaterra, muchos años antes que la
primera expedición de gente inglesa
hubiese visto siquiera la costa donde iba
a fundar colonias en el Nuevo Mundo, y
Pizarro realizó aún más importantes
obras. Ponce de León había tomado
posesión en nombre de España de lo que
es ahora uno de los Estados de nuestra
República, una generación antes de que
los sajones pisasen aquella comarca.
Aquel primer viandante por la América
del Norte, Álvaro Núñez Cabeza de
Vaca, había hecho a pie un recorrido
incomparable a través del Continente
desde la Florida al golfo de California,
medio siglo antes de que nuestros
antepasados sentasen la planta en
nuestro país. Jamestown, la primera
población inglesa en la América del
Norte, no se fundó hasta 1607, y ya por
entonces estaban los españoles
permanentemente establecidos en la
Florida y Nuevo Méjico y eran dueños
de un vasto territorio más al Sur. Habían
ya descubierto, conquistado y casi
colonizado la parte interior de América,
desde el Nordeste de Kansas hasta
Buenos Aires y desde el Atlántico al
Pacífico. La mitad de los Estados
Unidos, todo Méjico, Yucatán, la
América central, Venezuela, Ecuador,
Solivia, Paraguay, Perú, Chile, Nueva
Granada, y, además, un extenso territorio
pertenecía a España cuando Inglaterra
adquirió unas cuantas hectáreas en la
costa de América más próxima».
Y añade Lummis: «Cuando sepa el
lector que el mejor libro de texto inglés
ni siquiera menciona el nombre del
primer navegante que dio la vuelta al
mundo (que fue un español) ni del
explorador que descubrió el Brasil (otro
español), ni del que descubrió a
California (español también), ni de los
españoles que descubrieron y formaron
colonias en lo que es ahora los Estados
Unidos, y que se encuentran en dicho
libro omisiones tan palmarias y cien
narraciones históricas tan falsas como
inexcusables son las omisiones,
comprenderá que ha llegado ya el
tiempo de que hagamos más justicia de
la que hicieron nuestros padres a un
asunto que debiera ser del mayor interés
para todos los verdaderos
americanos…»[45].
Así se escribió nuestra historia.
«¡Oh, envidia, exclamaba el hidalgo
manchego, raíz de infinitos males,
carcoma de las virtudes! ¡Todos los
vicios traen un no sé qué de deleite
consigo; pero el de la envidia no trae
sino disgustos, rencores y rabias!».
Demos gracias al señor Lummis,
nuevo caballero andante de esta
despreciada Dulcinea, por sus buenos
propósitos ya tan brillantemente
iniciados, y antes de hablar de la labor
civilizadora de España en América,
tornemos a Europa, donde asuntos no
menos importantes reclaman nuestra
atención.
VIII
LA ESPAÑA DEL
SIGLO XVI: LA
POLÍTICA
La hegemonía de los monarcas
españoles llegó a su apogeo en el
reinado de Carlos V. Las provincias de
Borgoña y el reino de España con todas
sus dependencias en el hemisferio nuevo
y antiguo pasaron a Felipe, mas Carlos
traspasó estos dominios a su hijo en un
estado muy diferente de aquel en que los
habla recibido. Se habían aumentado
con la adquisición de nuevas provincias;
los pueblos habían tomado el hábito de
obedecer a un gobierno firme y
vigoroso, estaban acostumbrados a
esfuerzos tan dispendiosos como
continuos, poco conocidos en Europa
antes del siglo XVI, pero que habían
llegado a ser necesarios para costear la
guerra entre pueblos cultos. Las
provincias de Frisia, de Utrecht y de
Oberyssel que había comprado de sus
antiguos propietarios y el ducado de
Güeldres de que se había apoderado en
parte por la fuerza de las armas, en parte
con los artificios de la negociación,
formaban acrecentamientos muy
importantes de la casa de Borgoña… Al
mismo tiempo aseguró a España la
pacífica posesión del reino de Nápoles.
Incorporó a España el ducado de Milán
y cuando los franceses se retiraron de
Italia y renunciaron del todo a sus planes
de conquista de la otra parte de los
Alpes, por una consecuencia del tratado
de Cateau-Cambrésis, los españoles
llegaron a ser en ella los más fuertes y
sus soberanos se hallaron en disposición
de ejercer el principal influjo en todos
los acontecimientos que ocurrieron en
esta parte de Europa[46]…
A partir de entonces, se inicia un
cambio fundamental en la política
española. La política de los Reinos de
la península deja de ser nacional para
convertirse en internacional, Carlos V,
no es ya el Rey de Castilla y de Aragón
atento no más que a los intereses de
ambos Estados peninsulares, sino el
monarca, el soberano de una
confederación de Estados heterogéneos,
diferentes entre sí y cuyos intereses
comerciales y políticos no coinciden.
Por lo que hace a los Reinos de la
península, fue para ellos un grave
trastorno que su Rey no fuera
exclusivamente suyo, sino común de
otros pueblos que no podían ser más
distintos, más extraños, ni desconocerse
más. Este disgusto se patentizó al llegar
a España Carlos V. La primera dificultad
que surgió entonces fue la de su
reconocimiento por las Cortes, viviendo
Doña Juana. Su jura por las castellanas
se efectuó por fin con ciertas reservas.
Las Cortes aragonesas opusieron
mayores reparos. Las catalanas muchos
más. Comprendieron los españoles que
habían cambiado los destinos de la
monarquía y para que el cambio
resultase más evidente, la invasión de
flamencos no dejó lugar a dudas. La
substitución de Cisneros por Sauvage y
el predicamento de Chièvres indignaron
a los castellanos. Se ha hablado mucho
de la crueldad española en Flandes;
¿por qué se ha mentado tan poco la
avaricia del séquito flamenco de Carlos
V y el desprecio profundo que sentían
por los nuevos reinos que habían cabido
en suerte a su señor, reinos que no eran
buenos sino para exprimidos? La
elección de Carlos para el imperio de
Alemania aumentó la irritación y el
descontento. ¿Qué fue la guerra de las
Comunidades, sino la protesta nacional
contra un soberano que sacaba la
política española de sus viejos cauces,
del camino por donde la llevaron los
Reyes Católicos para lanzarla en el
proceloso mar de las intrigas y de las
rivalidades europeas con las cuales
poco o nada tenía que ver? Dio entonces
España un alto ejemplo de patriotismo.
Las Comunidades habían sido vencidas,
castigados sus jefes, deshecha la
formidable coligación de las ciudades
castellanas. El francés había invadido la
Navarra; apurado estaba el Emperador.
Entonces los mismos que habían
combatido su política y que habían
hechos armas contra él, acudieron
presurosos a arrojar a los franceses de
nuestro territorio, olvidando los
agravios y los castigos.
Era tan grande el prestigio que logró
el Emperador y se vio secundado este
prestigio por un acontecimiento tan
eficaz a despertar los sentimientos más
íntimos del pueblo español, que muy en
breve fueron los españoles los mejores
soldados de Carlos V y españoles
también los hombres de su confianza.
Una serie de victorias memorables
arroja a los franceses de Italia, otras
victorias no menos dignas de eterna
recordación reanudan la tradición
africana de los españoles. La Reforma
al estallar en Alemania y al convertir en
guerras religiosas, discordias que antes
eran puramente políticas, une las
voluntades del pueblo español y los
subsidios que tal vez no hubieran
concedido para las ambiciones
personales del monarca los conceden
para la defensa de la religión que
profesaban. Hasta los Reyes Católicos
la política española había seguido dos
direcciones; la del Mediterráneo, que
respondía a las aspiraciones de
catalanes y aragoneses y la de África,
que respondía a las de los castellanos,
como continuación de la larga cruzada
sostenida contra los moros. En lo
sucesivo iba a encaminarse a Flandes,
es decir, a Europa, actuando de campeón
del Catolicismo. El monarca que mejor
simboliza esta nueva orientación de la
política, mejor dicho, del pensamiento
español del siglo XVI, es Felipe II. «En
la historia de la mayor parte de los
pueblos, dice Bratli, hállanse
gobernantes que han sido hasta un punto
extraordinario, la expresión del espíritu
nacional; que han tenido importancia
notabilísima en el desarrollo del Estado
y que, por estas razones, se pueden
llamar reyes nacionales o reinas
nacionales». En los tiempos modernos
se pueden citar como tipos de estos
monarcas que la nación rodea de respeto
y agradecimiento, a Isabel de Inglaterra,
a Enrique IV en Francia, a Cristián IV en
Dinamarca, a Gustavo Wasa en Suecia y
a Felipe II en España. Como hemos
dicho, poseía Felipe II todas las
cualidades que el carácter español
aprecia y respeta. Sabemos que los
españoles tenían una alta idea de la
dignidad real, idea que se halla en
relación lógica con el orgullo personal
particular de este pueblo. Por su parte,
el rey tenía tal conciencia de su dignidad
y de su responsabilidad, que le quedaba
poco tiempo para ponerse en contacto
directo con el pueblo. Y, sin embargo,
no era en modo alguno inabordable.
Observaba fielmente una de las primeras
reglas de la Instrucción de 1543, que le
prescribía dar audiencia a todos sin
distinción, pero rara vez se mostraba en
público, sobre todo durante los últimos
años de su reinado… Si Felipe II
hubiese trabajado exclusivamente con
fines temporales y materiales, se hubiera
descorazonado, pero la lucha por un
ideal y el convencimiento de que
combatía por fines superiores le
hicieron grande en la desgracia…[47].
Felipe II, fue, pues, con el asentimiento
nacional, el campeón del catolicismo.
Varias razones había para que lo fuera.
«La revolución religiosa, dice el
profesor Philippson, fue el primer
acontecimiento de aquella época, el
hecho que en ella prepondera y le da
nombre. Todas las demás
manifestaciones de la vida se hallan por
él influidas y en él se confunden»[47a].
Es decir, que en aquellos tiempos no se
concebía el escepticismo en materia de
fe, en España ni fuera de ella; había que
creer en algo y si no se creía de buen
grado se creía a la fuerza. El ideal de
los españoles tuvo que revestir, lo
mismo que el de los demás pueblos, una
forma religiosa y revistió la forma
católica hasta el punto de llegar a ser
sinónimas las palabras católico y
español. Y ocurrió esto, entre otras
razones, porque el pueblo español había
luchado por espacio de ocho siglos
contra los infieles y esta lucha había
dejado honda huella en su espíritu. Un
protestante, lord Macaulay, así lo
reconoce. «España no sólo no tenía,
como los Príncipes del Norte, motivo
alguno de interés personal para combatir
a la Santa Sede, sino que, antes por el
contrario, en orden a este punto, la
nación y el Rey pensaban y sentían de
igual modo, siendo la unión de todos
sincera y profunda en amar la fe de sus
mayores, que al calor de este
sentimiento nobilísimo se fundían, por
decirlo así, las instituciones y las
glorias de la patria. He aquí por qué, el
Catolicismo que en la mente de los
pueblos de Europa significaba
expoliación y tiranía, en la de los
españoles era símbolo de famosos
descubrimientos, de gloriosas
conquistas, de inmensas riquezas y de
grandes libertades y derechos»[47b].
España, que había visto efectuarse en su
seno tan hondas transformaciones en el
breve espacio de medio siglo; que había
creído ver recompensada con el
descubrimiento de los portentosos
territorios de América su tesón durante
la Reconquista; que tenía de la Iglesia
Católica una idea altísima, se convirtió
por obra y gracia de las circunstancias
en su paladín esforzado y tozudo. La
Reforma parecía a los españoles un
delito intolerable, un crimen merecedor
de castigo, y, ¿cómo no iban a pensar así
cuando Francisco I, el monarca
acomodaticio y escéptico, decía que
«semejante novedad tendía por completo
a la ruina de la Monarquía divina y
humana»? Y si esto lo decía Francisco I,
que no tenía la fe tan viva como los
españoles de su tiempo y si más tarde
iba a desencadenarse en Francia el furor
católico contra los protestantes con el
aplauso de grandes y pequeños, ¿por qué
se extrañan los de fuera y los de dentro,
del entusiasmo con que España defendió
su fe? No parece sino que los demás no
defendieron la suya.
La influencia política de España
llega a su apogeo en tiempos de
Felipe II. Más español que su padre,
más encariñado que él con los ideales
político-religiosos de la época, llegó a
ser la encarnación del genio español
actuando sobre la Europa de aquel
tiempo. Por eso fue tan discutido y tan
calumniado y sus mejores actos se
cubrieron con el velo del olvido
poniéndose, en cambio, de relieve,
cuanto hizo semejante a lo que hacían
los monarcas contemporáneos.
«Era, sin duda, escribía lord
Macaulay, el imperio de Felipe II, uno
de los más poderosos y espléndidos que
han existido, porque mientras regía en
Europa la Península española con
Portugal, los Países Bajos, por ambas
orillas del Rhin, el Franco Condado, el
Rosellón, el Milanesado y las dos
Sicilias, teniendo bajo su dependencia a
Toscana, Panna y los demás Estados de
Italia, en Asia era dueño de las islas
Filipinas y de los ricos establecimientos
fundados por los portugueses en las
costas de Coromandel y de Malabar, en
la península de Malaca y en las islas de
la especiería del archipiélago oriental, y
en América se extendían sus posesiones
por uno y otro lado del Ecuador, basta la
zona templada… Puédese decir sin
exageración que durante algunos años la
influencia de Felipe II en Europa fue
mayor que la de Boíl aparte, porque
nunca el guerrero francés tuvo el
dominio de los mares… En orden a la
influencia política en el continente, la de
Felipe II era tan grande como la de
Napoleón: el Emperador de Alemania
era su pariente, y Francia, conmovida y
perturbada por las disidencias
religiosas, de adversaria formidable que
hubiera podido ser, a las veces se
convertía en dócil auxiliar y aliada
suya». Y añade Macaulay este párrafo
que harían bien en meditar los que
hablan de continuo de los miserables
días del siglo XVI y de la decadencia de
la raza de aquel tiempo: «El ascendiente
que a la sazón tenía España en Europa
era en cierto modo merecido, pues lo
debía a su incontestable superioridad en
el arte de la política y de la guerra; que
en el siglo XVI, mientras Italia era cuna
de las bellas artes, y Alemania producía
las más atrevidas ideas teológicas,
España era la patria de loé hombres de
Estado y de los capitanes famosos,
pudiendo reivindicar para sí los graves
y altivos personajes que rodeaban el
trono de Fernando el Católico, las
cualidades que atribuía Virgilio a sus
conciudadanos. Ni en los días más
gloriosos de su República, por todo
extremo memorable, conocieron mejor
los romanos el arte imponente de regere
imperio populos que Gonzalo de
Córdoba, Cisneros, Hernán Cortés y el
Duque de Alba. La habilidad de los
diplomáticos españoles era célebre en
toda Europa y en Inglaterra vive todavía
el recuerdo de Gondomar»[48].
«Ningún Estado —escribe Schiller
— podía atreverse a luchar con ella.
Francia, su temible vecina, debilitada
por la guerra y más aún por las
facciones que levantaron la cabeza bajo
un Gobierno infantil, se encaminaba a
pasos agigantados a la época infeliz que,
por espacio de un siglo, la convirtió en
teatro de horrores y miserias. Isabel de
Inglaterra apenas podía mantener su
trono y defender la recién fundada
Iglesia de los embates de los partidos y
de las asechanzas de los desterrados. El
nuevo Estado tenía que salir primero de
las tinieblas y sacar de la errónea
política de sus rivales la fuerza con que
iba a vencerlos. La casa imperial de
Alemania estaba unida a la española por
el doble lazo de la sangre y de la
política, y la fortuna guerrera de
Solimán llamaba su atención hacia el
Oriente y no hacia el Occidente de
Europa. El agradecimiento y el temor
vinculaban en Felipe II a los príncipes
italianos y sus hechuras dominaban en el
Cónclave. Los monarcas del Norte
yacían aún en el sueño de la barbarie o
empezaban a ser algo y el sistema
europeo los ignoraba. Hábiles
generales, ejércitos numerosos y
acostumbrados al triunfo, una marina
temida y ricos tributos de las Indias,
¡qué armas no eran en las manos firmes
y enérgicas de un Príncipe
inteligente!»[49].
Como vemos la preponderancia
política de España no la niegan ni
siquiera nuestros enemigos. En un libro
inglés del siglo XVIII, hallamos frases
análogas: «Debe reconocerse que con
todos sus defectos, los españoles hasta
la batalla de Rocroy, que inició su
decadencia, fueron indiscutiblemente la
primera nación de Europa. Su constancia
inquebrantable; el no ceder ante el peso
de la enemistad universal; su firmeza al
mantenerse en todos los puntos de sus
dominios por lejanos que se hallasen; su
energía en el mantenimiento de sus
derechos sosteniendo guerras contra los
holandeses (a quienes nunca faltó el
auxilio publico o secreto de las
principales potencias); sus conquistas en
América; sus victorias sobre los turcos;
su dominio de Portugal; el respeto y el
terror que infundían a sus enemigos en
medio de las múltiples dificultades con
que luchaban, son hechos que hacen de
los españoles de aquella era un pueblo
verdaderamente grande y memorable.
Sus conocimientos en materias militares
y navales fueron durante mucho tiempo
superiores a los de las demás naciones,
cuyos maestros fueron. El armamento de
la famosa flota contra Inglaterra fue el
esfuerzo más notable en arte naval que
se conoció hasta entonces. La misma
empresa reveló valor poco común. Sir
Francis Vere, juez competente en estas
materias, encomia altamente en sus
Memorias, la excelencia y pericia de
los españoles en dictar reglamentos
navales. El gran príncipe Mauricio y
Enrique IV de Francia (no menos
general que Rey) hablaban con igual
alabanza de la disciplina militar de los
españoles, reconociendo en ellos a sus
maestros en el arte de la guerra. Los
anales de aquellos tiempos abundan en
ejemplos de sus habilidades y proezas.
Entre ellas descuella el sitio de Ostende,
cuyos relatos (aun ahora que tanto ha
progresado el arte de la guerra), causan
admiración a los entendidos, y el paso
del Escalda fue una acción no
sobrepujada por ninguna en la Historia.
La verdad es que en aquellos días, el
afán de gloria era en los españoles la
pasión dominante…»[50].
¿Tiene, pues, algo de particular que
los españoles de aquel tiempo
concibieran y expresaran las ideas más
grandiosas acerca del porvenir de su
nación? Un geógrafo anónimo del
siglo XVII declaró que España tenía
mayores ventajas que ningún otro reino
«como destinada por el cielo a señorear
y mandar a todo el orbe»[51]; otro
geógrafo, Méndez Silva, llamaba a
nuestra patria «cabeza de Europa,
emperatriz de dos mundos, reina de las
provincias y princesa de las
naciones»[52], y Campanella, que no era
español, había dicho: «El Rey de
España es el Rey Católico, y como tal,
el defensor nato del Cristianismo. Ahora
bien, llegará día en que domine la
religión cristiana en toda la tierra, según
la promesa de su divino fundador; al
Rey de España toca protegerla,
aprovecharse de sus conquistas y dar
leyes al mundo regenerado. Ya tiene
Estados en todos los puntos del globo y
a todas horas se hacen por él rogativas a
la divinidad. Que persevere en su fe,
que se declare campeón de Cristo y
apóstol armado de la civilización
cristiana hasta que tenga sus
solemnidades y sus sacrificios
dondequiera que luzca el sol»[53].
No juzguemos el pensamiento de
aquellos hombres con el criterio
pesimista y pusilánime que impera en
nuestra época y es la prueba más
evidente de decadencia. Ellos
pertenecieron a una época de indudable
grandeza y concibieron esas ideas bajo
el influjo de sentimientos que nosotros
ignoramos por completo. Ellos no
supieron ni creyeron que nuestra
decadencia iba a ser tan rápida como
rápido había sido nuestro
encumbramiento, y nosotros, en cambio,
estamos bajo la impresión única y
exclusiva de nuestra caída. Los hombres
que escribían esas frases, calificadas
hoy de pueriles, habían presenciado la
transformación de su patria en potencia
de todos respetada y temida. Sabían que
el Rey que moraba en el Escorial
extendía su dominio por todo el mondo
conocido; que si era árbitro de la
política italiana, ejercía en Francia un
influjo indiscutible y el Emperador de
Alemania necesitaba de su auxilio; que
si las ricas ciudades de los Países Bajos
le pertenecían y suyo era el Franco
Condado, el Papa de una parte, y el
protestantismo de otra, la consideraban,
el uno como su apoyo más firme, y el
otro como su adversario más poderoso;
y, finalmente, en la imaginación de
aquellos hombres, las tierras de
América y las islas de Asia, inmensas,
riquísimas, misteriosas, vírgenes,
revestían los caracteres de un
prodigioso ensueño de opulencia y de
poderío. Y si el orgullo de los ingleses
nos parece natural en nuestros días,
hallándose fundado en elementos
parecidos al que determinaba el de los
españoles del siglo XVI y XVII, ¿seremos
tan inocentes que, admitiendo la razón
del uno, neguemos la razón del otro?
¿No es una simpleza inspirarse en los
libros extranjeros que se asombran «de
la inaudita ingenuidad de Felipe II, que
consideraba como derecho incontestable
del Rey de España él tratar al mundo
entero cual si estuviese bajo su poder»?
¿Acaso no lo estaba realmente?[54].
¿Acaso en nuestros mismos días no se
imponen las grandes potencias a los
pueblos pequeños? ¿Acaso en fecha
reciente no impuso Inglaterra a Francia
su voluntad en el asunto de Fashoda, y
Alemania adquirió la mitad del Congo
francés con el incidente de Agadir?
Supongamos por un momento que
Inglaterra, el imperio más poderoso de
nuestros días, el único que por su
mundialidad puede compararse con el
español del siglo XVI, es dueña de
Bélgica, de un departamento francés en
la proximidad de Suiza, en el corazón de
Europa y de un Estado como el de
Milán, y que su pariente y protegido, el
Emperador de Alemania, lejos de ser,
como es hoy, poderoso monarca, es el
soberano nominal de una confederación
de príncipes turbulentos que le niegan la
obediencia y le hacen a veces imposible
el ejercicio de su autoridad suprema;
supongamos, además, que Francia se
halla dividida en bandos y que no
dispone, como hoy, de inmensas
riquezas derivadas del ahorro; que Italia
no existe como nación y que Rusia,
agitada por convulsiones religiosas y
políticas, no ha traspuesto aun las
fronteras de la época medieval: ¿qué
sería entonces de la política europea,
sino el resultado de las aspiraciones de
Inglaterra, y qué pasaría en Europa sino
lo que Inglaterra quisiese? ¿No causaría
risa entonces que un historiador hablase
de la «inaudita ingenuidad con que el
monarca inglés consideraba como
derecho incontestable el tratar al mundo
cual si estuviese bajo su poder»? Esta
privilegiada situación la disfrutaba
España en el siglo XVI.
IX
LA ESPAÑA DE LOS
SIGLOS XVI Y
XVII: LOS
PROCEDIMIENTOS
Llegamos con esto a uno de los
puntos más interesantes del estudio que
nos hemos propuesto hacer: al de los
procedimientos empleados por los
españoles para el logro de sus ideales
en los tiempos de Felipe II y de sus
sucesores. Dos nombres surgen al
evocarlos: Torquemada y el duque de
Alba, la Inquisición y el Tribunal de la
Sangre. Y ocurre preguntar: ¿fueron los
procedimientos simbolizados por estos
hombres y por estas instituciones algo
extraordinario, desconocido en aquella
época? En modo alguno. Más adelante,
al hablar de la tolerancia en Europa
veremos que ni la Inquisición ni el
Tribunal de la Sangre tienen en sí nada
más odioso que las instituciones
permanentes o transitorias que
funcionaron en Inglaterra, en Alemania y
en Francia, en la misma Suiza, por
aquellos tiempos. Además, ¿quién puede
negar que las dos grandes empresas de
la España de los siglos XVI y XVII, o sea
la defensa del ideal católico y la
colonización de América tuvieron sus
lunares? ¿Qué empresa humana está
exenta de ellos? ¿Qué evolución ni qué
revolución verdaderamente honda y
trascendental se ha llevado a cabo por
obra no más que de la bondad y de la
tolerancia, del desinterés y del respeto
al derecho? Ninguna, todas han ido
acompañadas de abusos y de crímenes,
de guerras y de desolaciones.
Concretándonos a España, lo
primero que salta a la vista es el afán de
purificar la raza de elementos extraños a
ella. A nadie puede asombrar que la
primera víctima fuese la raza hebrea. A
los ojos de la crítica moderna estos
procedimientos no tienen defensa. Pero
el profesor Munsterberg ha dicho y ha
dicho muy bien, que los acontecimientos
históricos deben juzgarse con sujeción
al criterio de la época en que se
produjeron y jamás con arreglo al
nuestro[55] y así, la expulsión de los
judíos debe juzgarse teniendo en cuenta
lo que entonces se pensaba de los
hebreos, no ya en España, sino en toda
Europa. Situación más desgraciada que
la de esta nación no la ha habido jamás.
En todas partes los despreciaban y los
maltrataban; en parte alguna disfrutaban
de la consideración pública, ni siquiera
de los derechos que se reconocían al
último esclavo cristiano. España no se
exceptuó de esta regla, ni podía
exceptuarse. «Hubo, pues, dice Lafuente,
una causa más fuerte que todas las
consideraciones, que movió a nuestros
monarcas a expedir aquel ruidoso
decreto y esta causa no fue otra que el
exagerado espíritu religioso de los
españoles de aquel tiempo: el mismo
que produjo años después la expulsión
de los judíos de varias naciones de
Europa con circunstancias más atroces
aún que en la nuestra»[56]. Según
Menéndez Pelayo, el instinto de
conservación se sobrepuso a todo, y
para salvar a cualquier precio la unidad
religiosa y social, para disipar aquella
dolorosa incertidumbre en que no se
podía distinguir al fiel del infiel, ni al
traidor del amigo, surgió en todos los
espíritus el pensamiento de la
Inquisición[57].
Para los historiadores extranjeros,
así como para los nacionales que siguen
sus orientaciones, la causa esencial de
la decadencia de España, lo mismo en el
orden intelectual que en el puramente
material, fue ésta. No sabemos en qué se
fundan para asegurarlo, porque basta
ahora la verdadera historia del Santo
Oficio está por hacer. No tenemos de él
más noticias que las debidas al
traidorzuelo de Llórente, que arregló a
su antojo los datos, utilizó aquellos que
le parecieron bien y quemó los demás.
Sólo conocemos ataques furibundos y
apologías no menos entusiastas y ni los
ataques ni las apologías pueden
considerarse como documentos
históricos. Por lo tanto, es muy difícil
formar juicio exacto acerca de lo que
fue la Inquisición y de las consecuencias
que pudo tener su actuación en los
diversos órdenes de la vida española.
Sin embargo, creemos no apartamos de
la verdad histórica diciendo que el
Santo Oficio no cometió los abusos que
le achacaron los protestantes españoles
refugiados en Alemania y en Inglaterra;
que respondió al sentir unánime o casi
inánime del pueblo español, y que, a la
vez que era un instrumento en manos de
los Reyes para mantener en la península
una cohesión espiritual que faltó por
completo en los demás países, impidió
que España fuese teatro de guerras de
religión que hubieran causado, a no
dudarlo, un número de víctimas
infinitamente superior al que atribuye a
la represión inquisitorial el más
exagerado de sus detractores. Más
adelante veremos a qué extremos se
llegó en la Europa que no tenía
Inquisición en materia de guerras,
desolaciones, persecuciones y matanzas.
No creemos que influyó tampoco de la
manera que se dice en el
desenvolvimiento intelectual de los
españoles y no lo creemos por la razón
sencilla de que los tres siglos de
Inquisición corresponden precisamente
al período de mayor actividad literaria y
científica que tuvo España y a la época
en que más influimos en el pensamiento
europeo. Todo eso que se suele decir de
que nuestra intolerancia levantó una
barrera entre España y Europa, son
cosas que ya no creen ni los niños de la
escuela. Las traducciones de obras
españolas de todo género que se
hicieron en el extranjero hasta en las
naciones más remotas, como Suecia y
Rusia, demuestran precisamente lo
contrario. Tampoco creemos que la
Inquisición persiguiera a los sabios por
ser sabios, ni que los merecedores de
este nombre perecieron en las hogueras
inquisitoriales, y aun suponiendo que el
número de los castigados por la
Inquisición fuera grande, hay que tener
presente que entendía este Tribunal, no
solamente en materia de fe, sino en
muchas otras que en aquellos tiempos se
creían peculiares del fuero eclesiástico
y que hoy no le pertenecen o no se
consideran delitos en el verdadero
sentido de la palabra. La moneda falsa y
la sodomía dieron contingente crecido a
las cárceles de la Inquisición y no menor
lo suministraron las brujas y los
nigromantes, con los cuales tampoco
anduvo remisa la justicia secular o
eclesiástica en el extranjero.
Respondió la Inquisición, decimos,
no solamente al común sentir de los
españoles de la época, los cuales no por
esto eran más ni menos fanáticos que los
habitantes de otros países, que los
franceses e ingleses, por ejemplo, sino a
la necesidad de defenderse contra la
Reforma, que sumía en la desolación a
Francia y Alemania. Muy desde el
principio se empezaron a notar en
España sus efectos. Le allanaban e]
camino, la difusión de los escritos de
Erasmo, defendidos por gente muy
ortodoxa. El mismo Lutero tuvo
partidarios en España, como Pedro de
Lerma y Mateo Pascual. Aun cuando la
Inquisición obligó a huir a los
principales protestantes españoles,
como Juan de Valdés, Miguel Servet,
Francisco de Encinas y algunos más,
dentro de España se formaron dos
núcleos reformados, el uno en
Valladolid, dirigido por Cazalla, y el
otro en Sevilla, acaudillado por Rodrigo
de Valer con el auxilio del doctor Egidio
y del doctor Constantino. Lo mismo que
en Francia, fue un movimiento que
cundió entre la gente culta y hasta entre
los aristócratas. Ahora bien, ¿qué
hubiera sido de España si la Reforma,
difundiéndose en la península, y
adaptándose al modo de ser de cada
Reino de ella, hubiera venido a
aumentar la desunión, la falta de
homogeneidad, entre unos y oíros?
Recordemos que cada comarca histórica
tenía sus fueros y sus privilegios y que
se miraban como rivales, si no como
enemigas. ¿Qué hubiera sucedido,
decimos, si Castilla sigue siendo
católica y Aragón se hace calvinista y
Cataluña luterana y Navarra abraza el
anabaptismo? Si nuestras modernas
guerras civiles, debidas a dos criterios
distintos dentro de una misma confesión
religiosa han dejado recuerdo tan
sangriento, ¿qué hubiera ocurrido si con
las ideas que tenían los hombres del
siglo XVI y con su prontitud en apelar a
las armas, el sentimiento religioso
hubiera llegado a producir guerras y
matanzas como las que presenciaron
Alemania, Francia e Inglaterra?
Afortunadamente, el movimiento no
cundió. ¿Fue por efecto de la Inquisición
o fue porque no halló en España campo
abonado para crecer y desarrollarse?
«¿Cómo, pregunta Menéndez Pelayo, una
doctrina, que tuvo eco en los palacios de
los magnates, en los campamentos, en
las aulas universitarias y en los
monasterios; que no carecía de raíces y
antecedentes, así sociales como
religiosos; que llegó a constituir
secretas congregaciones en Valladolid y
Sevilla, desaparece en el transcurso de
pocos años, sin dejar más huella de su
paso que algunos fugitivos en tierras
extrañas, que desde allí publican libros,
no leídos o despreciados en España?
Porque hablar del fanatismo, de la
intolerancia religiosa, de los rigores de
la Inquisición y de Felipe II, es tomar el
efecto por la causa, o recurrir a lugares
comunes que no sirven, ni por asomo,
para resolver la dificultad. Pues qué,
¿hubiera podido existir la Inquisición si
el principio que dio vida a aquel
popularísimo Tribunal no hubiera
encarnado desde muy antiguo en el
pensamiento y en la conciencia del
pueblo español? Si el protestantismo de
Alemania o el de Ginebra no hubiera
repugnado al sentimiento religioso de
nuestros padres ¿hubieran bastado los
rigores de la Inquisición, ni los de
Felipe II, ni los de poder alguno en la
tierra, para estorbar que cundiesen las
nuevas doctrinas, que se formasen
iglesias y congregaciones en cada
pueblo, que en cada pueblo se
imprimiese pública o secretamente una
Biblia en romance y sin notas, y que los
Catecismos, los Diálogos y las
Conferencias reformistas penetrasen
triunfantes en nuestro suelo a despecho
de la más exquisita vigilancia del Santo
Oficio, como llegó a burlarla Julianillo
Hernández, introduciendo dichos libros
en odres y en toneles, por Jaca y el
Pirineo de Aragón? ¿Por qué
sucumbieron los luteranos españoles sin
protesta y sin lucha? ¿Por qué no se
reprodujeron entre nosotros las guerras
religiosas que ensangrentaron Alemania
y a la vecina Francia? ¿Bastaron unas
gotas de sangre derramadas en los autos
de Valladolid y Sevilla para ahogar en
su nacimiento aquella secta? Pues de
igual suerte hubieran bastado en Francia
la tremenda jornada de Saint-Barthélemy
y los furores de la Liga; lo mismo
hubieran logrado en Flandes las
tremendas justicias del gran Duque de
Alba, ¿no vemos, por otra parte, que
casi toda la península permaneció libre
del contagio y que fuera de dos o tres
ciudades apenas encontramos vestigios
de organización protestante?
Desengañémonos; nada más impopular
en España que la herejía y de todas las
herejías, el protestantismo. Lo mismo
aconteció en Italia. Aquí, como allí
(prescindiendo del elemento religioso)
el espíritu latino, vivificado por el
Renacimiento, protestó con inusitada
violencia contra la Reforma, que es bija
legítima del individualismo teutónico; el
unitario genio romano, rechazó la
anárquica variedad del libre examen y
España, que aún tenía el brazo teñido en
sangre mora, y acababa de expulsar a
los judíos, mostró en la conservación de
la unidad a tanto precio conquistada,
tesón increíble, dureza, intolerancia si
queréis, pero noble y salvadora
intolerancia. Nosotros que habíamos
desarraigado de Europa el fatalismo
mahometano ¿podíamos abrir las puertas
a la doctrina del servo arbitrio y de la fe
sin las obras? Y para que todo fuera
hostil a la Reforma en el mediodía de
Europa, hasta el sentimiento artístico
clamaba contra la barbarie
iconoclasta…»[58].
No tuvo, pues, la Reforma en España
el mismo propicio ambiente que en otras
partes, y no hay que olvidar que el
protestantismo, filé antes que nada una
revolución social.
Pero, aun prescindiendo de estas
consideraciones y ateniéndonos
exclusivamente a los procedimientos, no
superaron en crueldad los de la
Inquisición a los empleados por los
Tribunales civiles de la época. «La
creencia, escribe un historiador
protestante que ha consagrado su
actividad al estudio de los problemas
religiosos españoles, Mr. H. C. Lea, la
creencia de que las torturas usadas por
la Inquisición de España fueron
excepcionalmente crueles, se debe a los
escritores sensacionales que han
abusado de la credulidad de sus
lectores». «El sistema era malo, —
añade Lea, y en esto difícil será
contradecirle— pero la Inquisición
española no fue responsable de su
introducción y, en general, fue menos
cruel que los tribunales seculares al
aplicarlo, limitándose estrictamente a
unos cuantos métodos bien conocidos.
La comparación entre las Inquisiciones
española y romana resulta favorable a la
primera»[59]. En efecto, ¿acaso no
debíamos saber, ya que también los
españoles aludimos de continuo a los
castigos inquisitoriales, a la tortura y a
la hoguera, que no fue España el país en
donde se emplearon castigos más
horribles? ¿Acaso no debíamos saber
que en Francia fue muy notable la
fertilidad de ingenio de los jueces en
punto a tormentos y castigos, y que la
plaza de Gréve, de París, fue teatro de
suplicios que jamás se vieron en
España? ¿Acaso es un misterio la
facilidad con que los magistrados
ingleses mandaban a la horca? Un autor
británico, Hamilton[60], ha publicado una
estadística de las prisiones de Exeter en
1598, En este año las sentencias de
muerte pronunciadas por los Tribunales
cuatrimestrales ascendieron a 74,
muchas de ellas por delitos no mayores
que el de haber robado una oveja, y otro
inglés, Sir James Stephen[61], dice que si
el término medio de las ejecuciones en
cada Condado se calcula en 20 cada
año, o sea en la cuarta parte de las
ejecuciones que hubo en 1598 en
Devonshire, el total es de 800 al año en
los 40 Condados ingleses y de 12 200 en
catorce años, en vez de las 2000 a 6000
que se adjudican a Torquemada. Y
siguiendo el mismo autor con sus
cálculos, llega a 264 000 ejecuciones en
trescientos treinta años, duración de la
Inquisición, cuyas víctimas, según
Llórente, no pasaron de 23 112
quemados vivos y 204 244 condenados
a otras penas. Esto sin hablar del género
de éstas, que era, por ejemplo, la de
muerte en aceite hirviendo para el que
envenenaba a otro y la de
descuartizamiento con especiales
agravantes para los traidores. ¿Acaso
puede ignorarse que el suplicio de la
rueda se empleó en Alemania hasta
1841, cuando ya habían nacido y hasta
muerto no pocos filósofos de esos que
nos enamoran? El mismo tormento ¿no
subsistió en Austria hasta 1776, en
Francia hasta 1789, en Prusia hasta
1740, en Sajonia hasta 1770, en Rusia
hasta 1801? ¿Dónde tardó más en
abolirse este factor de enjuiciamiento
criminal, sino en Wurttemberg y en
Gotha, Estados ambos del Imperio
Alemán, en los cuales perduró hasta
1809 y 1828, respectivamente?[62].
No empleó, pues, la Inquisición,
cuya defensa estamos muy lejos de
tomar, procedimientos distintos ni más
crueles que los empleados por los
Tribunales seculares de la época en que
funcionó: fue como éstos cruel y
despiadada.
Pero España, se dice, empleó una
forma de represión política desconocida
en Europa. Ahí están los holandeses
para acreditarlo. ¿Una forma de
represión desconocida por lo brutal?
¿De dónde sacan esto los que nos
difaman? La represión de la brujería en
Inglaterra solamente causó más víctimas
que la Inquisición durante toda su
existencia como veremos más adelante.
¿Formas de represión desconocidas?
Pero ¿cómo se reprimían en aquel
tiempo y después de él las rebeliones,
ya que se alude al Tribunal de la Sangre
y a la política del Duque de Alba en los
Países Bajos? ¿No decía Lutero,
refiriéndose a la sublevación de los
campesinos, «que no podía haber cosa
más venenosa, dañina y diabólica que
los hombres revoltosos»? ¿No añadía en
su Exhortación a la paz, que «tales eran
los tiempos, que un príncipe podía ganar
el cielo derramando sangre mejor que
otros con oraciones, y que el que
sucumbiera del lado de los príncipes
moriría la muerte de los mártires
bienaventurados, y el que cayera de la
otra parte sería llevado al infierno por
Satanás»? ¿Cómo se reprimió la
sublevación de los anabaptistas en
Alemania, la de los irlandeses en
tiempos de Cromwell, la de los
camisards en la época del Rey Sol, la
de Polonia en pleno siglo XIX? ¿Qué
fueron la Cámara ardiente en Francia y
la Cámara estrellada en Inglaterra sino
pequeños precursores del Tribunal
revolucionario francés? ¿Puede
compararse la persecución de los
anabaptistas flamencos con los castigos
y las persecuciones eminentemente
políticas de los españoles?
Eminentemente políticas, porque el
famoso Tribunal de la Sangre no tuvo
carácter religioso, pues la persecución
de este género no la iniciaron los
españoles, ni los españoles la llevaron a
cabo, sino el Papa y los magistrados
flamencos. La política represiva y cruel
del Duque de Alba obedeció a otras
causas. Felipe II, por muy extraño que
fuese a los flamencos, había tratado en
un principio de complacerles. «Su
longanimidad babia llegado, de
concesión en concesión, al fracaso más
evidente. En vano retiró sus tropas, en
vano despidió a Granvela y capituló
ante los nobles. Cuanto mayor habla
sido su condescendencia, más audaz
había sido la oposición…». Esto no lo
decimos nosotros, lo dice un historiador
belga[63]. El Duque de Alba no condena
a los herejes, ni se funda en la herejía
para condenarlos, sino que lucha contra
los rebeldes a la autoridad del Monarca.
¿Cuántos murieron entonces? Imposible
es saberlo, puesto que no existen los
archivos de causas criminales. Los
protestantes suponen que 18 000; los
españoles, aun en sus denuncias, no
pasaron de los 6000. Gachard calcula
que de 6000 a 8000. Demos esta cifra
por exacta. ¿Cuántas victimas babia
hecho en los Países Bajos la supresión
del anabaptismo algunos años antes?
«Los protestantes no los odian menos
que los católicos. Las ciudades, cuyos
Municipios aplican con dolor los
bandos contra los luteranos, se muestran
implacables con los anabaptistas. Es
que, gracias a ellos, la cuestión religiosa
es una cuestión social. Su comunismo
exaspera y aterroriza a los que poseen
algo y cierra sus corazones a la piedad.
Contra los sectarios de Mattijs y de Juan
de Leyde, una justicia expeditiva
condena invariablemente a muerte: el
fuego o la cuchilla para los hombres; las
mujeres al agua. En junio de 1535 un
bando condena a muerte a todos los
anabaptistas, aun aquellos que abjuren
de sus errores. Si las matanzas fueron
menos numerosas en el Sur de los Países
Bajos que en Holanda, esto se debió a
que los sectarios estaban más
esparcidos y eran menos peligrosos,
pero no menos odiados»[64]. Y si esto
había pasado en Flandes, consentido por
todos, ¿por qué acusar al Duque de Alba
de represiones extraordinarias y brutales
por lo desconocidas?
Persigue, pues, España en aquellos
tiempos de lucha religiosa y política, un
objetivo más espiritual que mundano. El
de las naciones que empeñaron la lucha
con ella fue, por el contrario, más
mundano que espiritual; que el ideal
religioso le sirvió a Inglaterra para
promover y fomentar la rebelión de los
holandeses, erigiéndose en paladín de la
causa protestante; a Guillermo de
Orange, para convertirse en defensor de
un pueblo oprimido; a los monarcas de
Alemania, para ser pequeños pontífices
tiranuelos y rapaces, y a los hugonotes
para imponerse a sus reyes legítimos y
constituir un Estado dentro del Estado
francés. Todos ellos triunfaron menos
los españoles, precisamente porque en
el ideal de éstos lo material
desempeñaba un papel secundario.
X
LA ESPAÑA DE LOS
SIGLOS XVI Y
XVII: LA
LITERATURA
¿Fue en la literatura donde ejerció la
Inquisición su pernicioso influjo?
Evidentemente no. El desarrollo
alcanzado durante los siglos XVI y XVII
por todos los géneros literarios,
incomparablemente superior al que
lograron en otras naciones durante el
mismo período, demuestra que la
Inquisición no apagó la inspiración de
los literatos españoles. Ahí están
Boscán y Garcilaso, Fray Luis de León y
Fray Luis de Granada, Francisco de la
Torre y Hurtado de Mendoza, Fernando
de Herrera y los Argensolas, Góngora y
Jorge de Montemayor, Gil Polo y
Vicente Espinel, Gutierre de Cetina y
Baltasar Gracián, Alonso de Ercilla y
Cervantes, Lope de Vega y Lope de
Rueda, Calderón y Guillén de Castro,
Tirso de Molina y Alarcón, Rojas, y
tantos otros a quienes el Santo Oficio no
impidió dar rienda suelta a su ingenio y
ejercer influjo sobre el de los extraños.
Conocidas como son las producciones
de estos escritores, lo verdaderamente
interesante, lo que es eficaz a demostrar
que España no vivió durante los siglos
inquisitoriales aislada de Europa, sino
que, antes por el contrario, ejerció sobre
ella una influencia que los extranjeros
son los primeros en reconocer, es el
éxito que tuvieron fuera de la península
las producciones literarias de los siglos
XVI y XVII. Y es que a la enorme
actividad política correspondía, como
no podía menos de ocurrir, una enorme
actividad en la esfera intelectual, porque
el engrandecimiento de los países y sus
diversas manifestaciones llegan siempre
al mismo nivel. «Por lo que respecta a
la literatura —escribe Martín Philippson
— los españoles tuvieron durante el
reinado de Felipe II la supremacía en
Europa, del mismo modo, aunque no en
las mismas proporciones, que los
franceses la tuvieron cien años después.
El impulso que tomó el genio español
durante la primera mitad del siglo XVI
fecundizó su espíritu… La grandeza y la
fama de España animaban a todos
aquellos escritores, los cuales sirvieron
en su mayor parte, ya con la pluma, ya
con la espada, al Rey y al Estado en
todas las partes del mundo. El
patriotismo, la fe y el valor
caballeresco, eran las cualidades
distintivas de aquellos poetas y
escritores»[65]. La literatura española
ejerció, en efecto, notable influjo en la
de los demás pueblos. «Lope de Vega
inundó de obras teatrales todas las
ciudades de España y las de Nápoles,
Milán, Bruselas, Viena y Munich.
Muchas de sus dos mil doscientas obras
se tradujeron en vida suya a todas las
lenguas de Europa. Su teatro y el de
Calderón invadieron luego la vecina
escena de Portugal. La influencia
española penetró hasta en Inglaterra. Es
imposible desconocerla en Shakespeare.
Los mismos italianos imitaron o
tradujeron muchas obras españolas
desde fines del siglo XVI hasta la época
de Metastasio y de Goldoni. Empero
Francia fue la que sufrió principalmente
el influjo de la cultura española. Si en el
siglo XIX fijan su vista en Alemania los
escritores franceses, si en el XVIII
estudiaban con preferencia la literatura
inglesa, en el XVII, España era la que
ejercía sobre ellos esa poderosa
atracción del genio. La savia española
se introdujo en los últimos años de
Enrique IV. No participan de ella
Malherbe y Desportes, ni se encuentra la
menor señal en Montaigne. Pero después
todo cambia. Las Relaciones que
publicó Antonio Pérez a un tiempo en
París, Ginebra y Londres, conmovieron
vivamente los ánimos… Desde entonces
principió España a modificar la
Francia»[66].
A decir verdad, España no había
dejado de ejercer influencia sobre
Europa, de sugestionar a Europa, desde
las famosas escuelas de Toledo en que
los estudiantes de todos los países
venían a estudiar la ciencia de los
árabes mezclada con la ciencia de los
cristianos, pero esta influencia no se
manifiesta en todo su esplendor, hasta
que los reinos españoles llegan a la
supremacía política que es el
complemento indispensable de toda
supremacía literaria y científica.
«… Todo era español en Francia,
escribe Philarète Chasles. España atraía
las miradas del globo; nación
conquistadora y poeta, que había
descubierto un mundo y que lo
conservaba; que tenía un pie puesto en el
Perú y otro en Alemania y en Flandes.
Desde 1590, el ingenio español suscita
la Liga; hállasele en Bruselas, en
Nápoles, en Roma, en Viena, en México,
en la Española, en la Florida; en todas
partes lo detestan, lo temen, lo admiran,
iba a decir, lo aman, porque suele
amarse a veces aquello mismo que se
teme. En el momento mismo en que las
imprecaciones del mundo civilizado se
mezclaban con las lágrimas lejanas de
los indios y los gemidos de los
esclavos[67], Europa se modelaba sobre
España… Un pueblo dominador asocia
a todos los pueblos a su pensamiento y a
su idioma. A principios del siglo XVII, el
diccionario español nos invade y carga
con el peso de sus sonoras palabras
nuestro lenguaje flexible. La frase
castellana llena de pomposas
circunlocuciones se nota en las
Memorias de Richelieu y de Mme. de
Motteville. En el carácter mismo de
Richelieu se echa de ver a España, pues
ama e imita aun combatiéndolos a
aquellos terribles romanos del
Cristianismo, seides de la monarquía
religiosa que unían con la misma cadena
al burgués de Amberes y al peruano del
Cuzco». Y en otro estudio dice Chasles
que fue Antonio Pérez el que importó la
influencia española en Francia,
influencia que llega a su máximo con
Pedro Corneille[68]. El famoso hotel de
Rambouillet es completamente español y
las preciosas de aquella época tienen
sus antecedentes en España. La novela,
la poesía, la mística, los escritos
políticos españoles servían de base a
las lucubraciones de los franceses.
Chapelain traduce el Guzmán de
Alfarache; Balzac imita a los autores de
Madrid, Voiture compone versos en
castellano, Scarron imita a Rojas
Villandrando, Hardy entra a saco en las
novelas de Cervantes y en las obras de
Lope de Vega, Mairet es un imitador de
Góngora y de Calderón, Rotrou copia a
Lope y a Francisco de Rojas, y
Corneille, el gran Corneille, ¿qué hace
sino expresar en francés las ideas
españolas? El Cid, la más famosa quizá
de sus producciones, se inspira en Las
mocedades del Cid, de Guillen de
Castro, y después de Polyeucte y de
Cinna, torna a imitar a Alarcón en su
Menteur y a Lope en su Don Sancho
D’Aragón, La novela picaresca tiene en
Francia cultivadores como Chapelain;
Cervantes tuvo allí más ediciones que en
España; Fray Luis de Granada se tradujo
inmediatamente y Enrique IV, nuestro
gran adversario, se puso a aprender el
castellano a regañadientes cuando ya era
viejo.
En Inglaterra la influencia de España
fue tan grande como en Francia[69]. El
matrimonio de Catalina de Aragón con
Enrique VIII hizo que fuesen a la Gran
Bretaña gran número de obispos,
profesores y cortesanos españoles, y así
como el enlace de Luis XIII con Ana de
Austria dio motivo en Francia a la
introducción de las modas y de los
libros españoles, lo mismo sucedió en
Londres casi un siglo antes. Luis Vives y
el obispo Guevara fueron de los que
acompañaron a Catalina. El primero
ejerció influjo por medio de sus libros
filosóficos, traducidos por Moryson y
Richard Hyrde. Su Instrucción a una
mujer cristiana y su Introducción a la
sabiduría fueron muy leídos y
celebrados en Inglaterra, pero mayor
todavía y más duradero fue el influjo de
Antonio de Guevara con su Reloj de
Príncipes y sus Cartas familiares, cuyo
estilo dio lugar al nacimiento de una
escuela conocida con el nombre de
Eupheismo, del título Eupheues que
llevaba la novela de su iniciador, John
Lilies. Las obras políticas de la época,
como los Apotegmas, de Bacon, las
Máximas, de Burghley, y las de Sir
Walter Raleigh, demuestran la influencia
enorme que ejerció Guevara sobre sus
contemporáneos británicos. La novela
fue uno de los géneros en que se nota
más el influjo español. La Celestina,
que había sido vertida al italiano y luego
al francés, fue puesta en inglés por
Mabbe y disfrutó de enorme popularidad
a pesar de las censuras de Vives. Con el
Lazarillo sucedió otro tanto. Traducido
al francés y al italiano, aparece en
Londres en 1568 con el título de The
marvellus Deds and Lyf of Lazaro de
Tormes, a Spaniard. El éxito fue
extraordinario. España había creado un
nuevo género que tuvo numerosos
cultivadores. Nash imita la novela
picaresca en su Unfortunate Traveller;
Fletcher utiliza para sus obras
dramáticas las Novelas Ejemplares;
Massanger y Rowley hacen lo mismo;
Sydney traduce La Diana, de Jorge de
Montemayor; Mabbe vierte al inglés el
Guzmán de Alfarache; John Stevens, La
Picara Justina y la Vida de Estebanillo
González; Quevedo, cuyo Buscón había
sido traducido en Francia, tuvo grandes
admiradores en Inglaterra. Los Sueños
lograron innumerables ediciones. La
novela inglesa, la que empieza con
Fielding y Smollet es de procedencia
genuinamente española. En cuanto al
Quijote, bien sabido es el éxito que
alcanzó en Inglaterra, las traducciones
que de él se hicieron y los imitadores
que tuvo[70].
En el mismo Shakespeare se nota la
influencia española y en cuanto a nuestro
teatro, lo cultivaron Fletcher, Beaumont,
Schirley, Massinger, Middleton,
Rowley, Haywood y otros muchos
imitando o traduciendo a Calderón,
Tirso, Alarcón, etc., y hasta utilizando
las novelas españolas para sus dramas y
comedias[71].
Sobre Alemania ejerció España una
influencia menos directa. Como ha
hecho observar Farinelli, llegaban las
obras literarias españolas a Alemania a
través de Holanda y se conocían merced
a las traducciones o imitaciones
holandesas de Hoof, Isac Vos,
Rodenburg, Rijsdorp. En Italia, aun
cuando era escasa la simpatía que nos
tenían y se aprovechaban de todas las
ocasiones para aplaudir las invectivas
de Jovio, Guicciardini, Bembo,
Sabelico, que nos llamaban bárbaros, es
lo cierto que no pocas obras literarias
españolas llegaron a Francia y a
Alemania por conducto de Italia. No se
exceptuaron de esta influencia ni
siquiera países tan lejanos como Suecia
y Rusia, en los cuales sería fácil
descubrir el influjo de la novela y del
drama españoles.
No existió, pues, como algunos
dicen, incomunicación intelectual alguna
entre España y Europa durante los
siglos XVI y XVII, antes por el contrario,
bien puede afirmarse que jamás tuvo tal
influencia como entonces el pensamiento
español sobre el pensamiento extranjero
ni sirvió tan eficazmente de modelo.
«Salían a millares, escribe Farinelli, los
libros españoles en las prensas
extranjeras de Amberes, Amsterdam,
Lyon, Venecia, Milán. Hablábase el
castellano por las personas distinguidas
de Francia, Inglaterra y Alemania,
triunfaba en Flandes y en Italia…»[72].
¿Hubiera podido ejercer nuestra
literatura de los siglos XVI y XVII
influencia tan grande sobre la literatura
de los demás pueblos de Europa si
hubiese adolecido de los defectos de
fondo y de forma que generosamente le
atribuyen algunos escritores españoles?
Pero se dirá, todo esto sucedía en la
literatura, en el único medio de
expresión del pensamiento que no estaba
reprimido por la Inquisición y que
servía, por decirlo así, de válvula de
seguridad. En el capítulo siguiente
veremos que otro tanto ocurría con las
obras políticas, científicas, filosóficas y
hasta con los místicos.
XI
LA ESPAÑA DE LOS
SIGLOS XVI Y
XVII: LA CIENCIA
Si la influencia de España en la
literatura europea fue enorme y si más
tarde, en pleno siglo XVIII iba a
renovarse esta influencia para dar lugar
a principios del revolución que han
presenciado las letras: al Romanticismo,
¿qué pasó con las ciencias? España,
dicen algunos sabios extranjeros, y han
repetido otros sabios españoles, no tuvo
ciencia durante los siglos XVI y XVII, ni
mucho menos durante el siglo XVIII. La
Inquisición, afirmase, impidió que el
pensamiento español se remontase a las
serenas vivificantes alturas de la
filosofía, que se dedicase al estudio de
la naturaleza, que ahondase en el
misterio de sus leyes, que analizase las
propiedades de los cuerpos, que
contribuyese, en una palabra, al
progreso científico universal, España, la
nación marmota, dormía, embrujada por
la superstición, mientras las otras
naciones, águilas caudales, todo lo
descubrían, todo lo estudiaban y lo
averiguaban todo. ¿Es esto cierto?
«Apenas hay ejemplo, decía el señor
Fernández Vallin, en el
desenvolvimiento de los pueblos
modernos de Europa y aun de todo el
mundo, comparable con el de nuestra
nación en el siglo XVI, que sin duda
constituye el período más glorioso de
nuestra historia, tan bello y admirable
cual no puede presentarlo ninguna otra
nación entre las extendidas por la
redondez de la tierra, según dice un
académico ilustre. Y entonces, como
ahora, no triunfaba ni se imponía el
pueblo de mayor rudeza y mayor fuerza
material, sino el pueblo más culto, el
más ilustrado, el que podía imponer su
lengua y sus costumbres; el que movía
las armas, ganaba batallas y conquistaba
imperios con la superioridad de su
inteligencia y con la armoniosa
fecundidad de recursos de que dispone
un ejército compuesto de soldados
cultos, de poetas, artistas y hombres de
ciencia, de un ejército que, dondequiera
que llegaba acudía a buscar noble
descanso en las tareas literarias y
científicas, escribiendo todos sus
hechos, dejando momentáneamente la
espada para coger la pluma o el pincel y
dando a la imprenta obras reproducidas
en toda Europa»[73].
Maravilloso era, en verdad, aquel
ejército en que había soldados como
Cervantes y como Calderón, como
Garcilaso y como Ercilla, como Hurtado
de Mendoza y como Lope de Vega, como
Bernal Díaz del Castillo y como
Lechuga, el insigne tratadista militar que
escribió sus libros hurtando al cuerpo el
reposo de la noche «para que el día no
faltase de emplearse en el ejercicio
militar». Así se explica que estos
hombres dejasen de su paso, no una
huella de ruinas, sino un rastro de
cultura y que en vez de destruir como
otros, construyesen en el sentido más
elevado y noble que puede darse a esta
palabra.
No, no fueron destructores aquellos
hombres que escribieron libros de arte
militar como Álava, Barroso, Escrivá,
Menéndez Valdés, Diego de Salazar y
tantos otros; ni los que se especializaron
en la artillería como Fernando del
Castillo y García de Céspedes; ni los
que trataron de fortificación, como Luis
Fuentes y Medina Barba; ni los que
trataron de arquitectura naval militar
como Tomé Cano, García de Palacios,
Labaña, Fernando Oliver…; ni los que
usaron las corazas para la defensa de los
navíos como Pedrarias Dávila, en los
albores del siglo XVI… No fueron
destructores: ciudades magníficas,
caminos, puentes, acueductos señalan la
huella del paso de aquellos ejércitos y
hace bien el señor Altamira al exponer
la idea de «un libro o de una serie de
libros que enseñasen a viajar
españolamente a los españoles, de modo
que viesen en cada sitio (y apenas si los
hay libres de esta condición) lo bueno o
lo hazañoso (también bueno a juicio de
los tiempos pasados y no pocas veces de
los presentes) que hicieron, en vez de
recordar solo lo que ahora nos parece
malo y nos echan en cara, en toda
ocasión, quienes suelen no ver más que
la paja en el ojo ajeno».
Pero dejemos a los soldados. ¿Qué
tiene de extraño que España los tuviera
en aquella época? Vengamos a la
ciencia, a la verdadera ciencia. ¿Hizo
algo España por el progreso de los
conocimientos humanos en aquella
época?
Brevemente, sumariamente, iremos
citando nombres y obras españolas de
los siglos XVI y XVII que demuestran, no
ya la injusticia de las acusaciones
lanzadas contra nosotros, sino la
ignorancia profunda que ponen de
manifiesto.
¿Debe algo a España el mundo en
materia de geografía y de navegación, en
punto a descubrimientos y
exploraciones?
«No hay palabras con que expresar,
dice un autor yanqui, la enorme
preponderancia de España sobre todas
las demás naciones en la exploración
del Nuevo Mundo. Españoles fueron los
primeros que vieron y sondearon los dos
ríos más caudalosos; españoles los que
por vez primera vieron el Océano
Pacífico; españoles los primeros que
supieron que había dos continentes en
América; españoles los que se abrieron
camino hasta las interiores lejanas
reconditeces de nuestro propio país y de
las tierras que más al Sud se hallan y los
que fundaron sus ciudades miles de
millas tierra adentro, mucho antes que el
primer anglo-sajón desembarcase en
nuestro suelo. Aquel temprano anhelo
español de explorar era verdaderamente
sobrehumano. ¡Pensar que un pobre
teniente español con veinte soldados
atravesó un inefable desierto y
contempló la más grande maravilla
natural de América o del mundo —el
gran Cañón del Colorado— nada menos
que tres centurias antes de que lo viesen
ojos norteamericanos! Y lo mismo
sucedía desde el Colorado hasta el Cabo
de Hornos. El heroico, intrépido y
temerario Balboa realizó aquella
terrible caminata a través del Itsmo y
descubrió el Océano Pacífico y
construyó en sus playas los primeros
buques que se hicieron en América, y
surcó con ellos aquel mar desconocido,
y ¡había muerto más de medio siglo
antes que Drake y Hawkins pusieran en
él los ojos!»[74].
¡Sí; aquel temprano anhelo español
de explorar era verdaderamente
sobrehumano! ¿Qué expediciones
modernas pueden compararse con las
que emprendieron y realizaron los
españoles del siglo XVI, no sólo por
América, sino por Asia, a través de los
remotos mares del Pacífico, llegando a
los rincones más apartados del globo y
dándoles nombres españoles que más
tarde nuestro descuido y el celo de los
extranjeros han ido borrando de los
mapas, de igual modo que el celo
indiscreto de los monjes borraba lo
escrito en los viejos códices clásicos
para escribir obras piadosas sobre los
versos de Horacio y de Virgilio?
Pero ¿fue solo en la navegación, en
la exploración, en los descubrimientos,
en lo que los atrasados y fanáticos
españoles prestaron tan grandes
servicios a la humanidad? No; fue
también en las ciencias, que estas
empresas tienen íntimo y naturalísimo
contacto con la astronomía, la geografía,
el arte de la navegación, la mecánica, la
ingeniería…
¿No están ahí Nebrija con su
Cosmografía y sus Tablas de la
diversidad de días y horas; Alonso de
Santacruz, el Cosmógrafo de la Casa de
Contratación de Sevilla con su Libro de
las Longitudes, que siglo y medio antes
que Humboldt intentó trazar el mapa de
las variaciones magnéticas; Pedro
Núñez con su Tratado de la Esfera;
Jerónimo Muñoz y Juan Molina de la
Fuente con sus estudios cometarios;
Andrés García de Céspedes con sus
Teorías de los Planetas; Juan de Rojas
Sarmiento, inventor de un nuevo
astrolabio; Hernando de los Ríos, que
inventó otro astrolabio en Filipinas; el
Brocense, autor de un Tratado sobre la
Esfera; Simón de Tovar, con su Examen
y Censura del modo de averiguar las
alturas de las tierras por la altura de
la estrella Norte? ¿No se aceptó en
España el sistema de Copérnico cuando
lo despreciaban las demás naciones y se
leyó en Salamanca, aplicándolo a la
construcción de nuevas tablas y a los
cálculos astronómicos?
Durante el siglo XVI adquieren
enorme importancia los estudios
geográficos. Los inician no sólo
Nebrija, sino Eduardo López en su
Relación del Viaje al África; Pedro de
Medina, autor del Arte de Navegar; Luis
del Mármol, que describió el África;
Juan de la Cosa que hizo el primer
Mapa-Mundi; Antonio de Herrera; Juan
Martínez, soldado y cosmógrafo; y
aquellos portentosos cronistas de Indias
que se llamaron Fernández de Oviedo,
Gomara, Vargas Machuca, Cortés, Cieza
de León, Bernal Díaz del Castillo… ¿Y
el Islario general, de Andrés García de
Céspedes, primer Atlas de América,
compuesto de noventa y siete mapas y
hecho por orden del obscurantista
Felipe II? ¿Y el arte de navegar
propiamente dicho que tuvo cultivadores
tan eminentes como Enciso, Falero,
Medina, Martín Cortés, Juan Escalante
de Mendoza, Pedro Núñez, Pedro
Menéndez de Avilés? Hasta las
empresas más modernas, como la del
Canal de Panamá, tuvieron precursores
en nuestra Patria. Ahí están Ángel
Saavedra que propuso la apertura del
Itsmo de Darien; Cortés que pensó en
abrir un canal marítimo en Tehuantepec;
Antonio Galván que solicitó de Carlos V
la apertura de un canal interoceánico,
anticipándose todos ellos con sus
proyectos y sus planos a los ingenieros
del siglo XIX.
El tenebroso Felipe II, el enemigo
del progreso, el sicario de la
Inquisición, protege y fomenta estos
trabajos y estas investigaciones. Buena
parte de los autores citados dedicaron
sus obras al Demonio del Mediodía y
otros las escribieron por mandado suyo.
García de Céspedes le propuso la
creación en el Escorial de un gran
Observatorio y si esto no llegó a
realizarse, para eso creó la Academia
de Matemáticas y ofreció un premio
consistente en 6000 ducados de renta
perpetua, que se aumentaron en 2000
más de la renta vitalicia al que
descubriera el modo de calcular la
longitud por medios astronómicos,
concurriendo a aquel concurso, imitado
mucho más tarde por Holanda, Francia e
Inglaterra, astrónomos de todos los
paises, sin que ninguno demostrase
conocimientos superiores a los que ya
en España se tenían. Aquel Rey, que
mandaba estudiar los eclipses a sus
astrónomos y que reformaba el
Calendario después de oír el parecer de
la Universidad de Salamanca, fue
también el iniciador de otros progresos
científicos. Nos referimos al Atlas de
América que encargó a Santa Cruz, y al
Censo o descripción de los pueblos de
España, primera obra de estadística que
se conoce, cuya sola concepción
demuestra la cultura a que había llegado
la nación que la emprendió. Bien es
cierto que esta clase de trabajos
estadísticos tenían precedentes en
España. «La España, debo decirlo con
orgullo, escribía Don Pascual Madoz en
el prólogo de su Diccionario
geográfico-estadístico-histórico de
España, fue la primera nación entre
todas las anteriormente citadas que
conoció la necesidad de adquirir en
todos sus detalles los datos que
justificasen el estado de su población y
su riqueza: en honor de nuestro país
debe decirse; cuando nada hacían los
demás pueblos, cuando ni directa ni
indirectamente demostraban la
importancia de estos trabajos, la España
extendía sus formularios, pedía las
noticias, combinaba los resultados,
deducía sus observaciones, adquiría el
conocimiento de su fuerza y hacía luego
aplicaciones para mejorar el servicio
público y hasta reformar su legislación
después de un examen detenido. Léanse
las Cortes de Toledo y allí veremos a
sus representantes en el siglo XV, esta
época de brillante civilización para la
España, de ignorancia para otras
naciones que hoy se dicen más que
nosotros civilizadas, acordar la primera
operación que se practicó con semejante
objeto para la iguala de las provincias.
Imperfectos se considerarán, sin duda,
los datos entonces obtenidos, si se
comparan con lo que hoy pudieran
presentar la Inglaterra y los Estados
Unidos, la Bélgica y la Francia. Pero
bien puede decirse sin temor de que
nadie lo desmienta, que ninguna nación
obtuvo mejores resultados, ni en aquella
época, ni hasta casi terminado el siglo
XVIII». Pero hay una ciencia que reclama
nuestra atención: la Medicina. La
Medicina había progresado en España
mucho más que en otros países desde los
tiempos en que árabes y judíos a ella se
dedicaron. Ahí están para probarlo las
obras de Vallés, de Mercado, de
Bruguera, de Carmona, de Díaz de
Toledo, de Fragoso, de Huarte, de
Jiménez, de Valverde y de tantos
otros[75]; los descubrimientos de Servet,
sobre circulación de la sangre y de
Doña Oliva Sabuco de Nantes sobre el
suco nérveo; la práctica de la vacuna en
Galicia mucho antes de haberla
estudiado los ingleses; y más que nada
la aplicación de la medicina a la
curación de la locura, creando los
manicomios antes que Francia,
Inglaterra y Alemania, como demostró el
doctor Uellesperger; la enseñanza de los
ciegos, expuesta por Alejo de Venegas y
el arte de enseñar a los sordomudos,
debido al benedictino Pedro Ponce y al
aragonés Juan Pablo Bonet, hecho que,
como dice Ambrosio de Morales,
«Plinio encareciera y ensalzara sin
saber acabar de celebrarlo, si hubiera
habido un romano que tal cosa hubiera
emprendido y salido tan altamente con
ella…». Y sobre todo, «la nación que
enriquece la ciencia médica con infinitas
substancias, entre las que se encuentran
la zarzaparrilla, el guayaco, el sasafrás,
el alcanfor, la nuez moscada, la jalapa y
otras muchas, sin olvidar la quina, que
ella sola salva más víctimas que todas
las medicinas juntas y que registra en
sus anales de botánica y en general de
historia natural, descubrimientos y
publicaciones casi todas ellas
traducidas y con profusión reimpresas
en el extranjero, no sólo no debe temer
la competencia de los países más
ilustrados de Europa en el siglo XVI,
sino que merece, por derecho propio, un
puesto de honor, si no el primero, en el
cuadro general de estos estudios en
aquella venturosa centuria, durante la
que tan refulgente brillo alcanzaron
nuestra ilustración y nuestra cultura»[76].
¿Sería tal vez en las ciencias exactas
donde España no descolló en aquellos
tiempos? Se conocen, sin embargo, los
estudios de Pedro Ciruelo y de Martínez
Silíceo, de Fernán Pérez de Oliva y de
Fernando de Córdoba, de Pedro Juan
Oliver y de Pedro Juan Monzó, de
Jerónimo Muñoz y de Pedro Jaime
Esteve, de Andrés de Lorenzo y de
Lorenzo Victorio Molón, de Miguel
Francés y de Gaspar Lux, de Álvaro
Thomas y de Pedro Núñez, de Antich
Rocha, de Francisco Sánchez y de Pedro
Chacón, del arquitecto Juan de Herrera,
director de la Academia de Ciencias,
fundada por Felipe II y de García de
Céspedes[77]. ¿No fue Felipe II, el que
fundó el primer Museo de Ciencias,
reuniendo en Valladolid «tal número de
mapas y cartas geográficas e
hidrográficas y tanta variedad de
esferas, astrolabios, armillas, radios
astronómicos y otros objetos científicos
que constituían un completísimo museo
de las artes y ciencias de la época, como
no lo tenía ninguna otra nación de
Europa», que los inventores y
fabricantes solicitaban un lugar para sus
trabajos? ¿No fue el terrible Duque de
Alba el que fundó en Lovaina una
cátedra perpetua de Matemáticas?
Es posible que nuestro atraso tuviera
su expresión en la mecánica, pero
entonces ¿qué hacemos con los estudios
de Diego Rivero, maestro de
astrolabios, que inventó un aparato para
achicar el agua de los buques con
bombas de metal en reemplazo de las de
madera, lo cual le valió como premio
una pensión de 60 000 maravedises
anuales y el valor de las bombas; y con
los trabajos del famoso Juanelo,
«realizando maravillas mecánicas que
han llegado como leyendas y cuentos
fantásticos hasta nuestros días»? Eso,
sin hablar de la brújula de variación,
inventada por Felipe Guillén en 1525;
de la aguja imantada, hecha por Martín
Cortés en 1545, ni del telescopio,
fabricado ya por los hermanos Rogetes,
de Gerona, antes de que Galileo hiciese
uso de él…
¿Será quizás en el arte de tratar los
metales? No es probable, pues la obra
de Juan de Arfe, ensayador mayor de
Felipe II, titulada Quilatador de la
plata, oro y piedras, publicada en 1572,
se adelantó a las de Boecio, Bergen y
Rosnel, las cuales «no contienen nada
que Arfe no hubiera escrito e ilustrado».
Y si de España pasamos a América, las
novedades serán mayores. Porque
aquellos hombres que fueron allí a
robar, como dicen los sabios
extranjeros, secundados por los propios,
estudiaron, entre otras cosas, los
problemas metalúrgicos. Los primeros
que descubrieron las fórmulas modernas
de la fundición de metales fueron
españoles y lo hicieron en América; se
llamaron Antonio Boteller y Bernardo
Pérez de Vargas, Garci Sánchez y Carlos
Corzo, Pedro de Contreras y Lope de
Saavedra, Fr. Blas del Castillo y Álvaro
Alonso Barba, de igual modo que los
primeros que dieron a conocer las
riquezas naturales de los pueblos recién
descubiertos fueron españoles y se
llamaron Fernández de Oviedo, Antonio
de Herrera, López de Gomara,
Francisco Hernández, etc. No por eso se
habían desdeñado los estudios naturales
en la península, y lo prueban los
nombres de Gabriel Alonso de Herrera,
Francisco Mico, Andrés Laguna, Juan
Bautista Monardes, Juan Jaraba, Juan
Gil Jiménez y tantos otros; lo prueba
también la fundación del primer Jardín
Botánico que hubo en Europa y que se
estableció en Aranjuez en los ominosos
tiempos de Felipe II por el naturalista
Laguna, mucho antes de que los tuvieran
en Holanda; lo prueban las colecciones,
verdaderos museos, reunidas en Sevilla
por Rodrigo Zamorano, cosmógrafo del
Rey, y por Nicolás Monardes; lo prueba
la orden dada también por Felipe II, a
quien siempre hemos de encontrarnos en
estas empresas inquisitoriales, al
naturalista Hernández para que
escribiese una historia de las plantas y
animales de las Indias, la cual compuso
en largos años formando una colección
de quince tomos en folio mayor… Lo
prueba la famosa obra del médico
Acosta que recorre la India, la Persia, la
China para hacer un libro acerca «de las
más de las hierbas, plantas, frutos, aves
y animales, así terrenos como acuátiles
que en aquellas partes hay…».
Y si de estas ciencias pasamos a la
lingüística ¿cuán admirable no resulta la
labor de los españoles en los siglos XVI
y XVII, ominosos y obscurantistas? No
hablemos ya de los grandes maestros, de
Nebrija con su Arte Retórica, del
Brocense con su Arte de decir, de
Pinciano con su Antigua Filosofía
poética, de Barrientos con su Tratado
del Período, de Alonso de Zamora con
su Gramática hebrea, de Arias Montano
con sus Estudios hebraicos, de Díaz
Paterniano con su Gramática caldea, de
Fr. Juan López con su Arte y
Vocabulario de lengua árabe; ni mucho
menos de las gramáticas castellanas de
Nebrija, Juan de la Cuesta, Bernardo de
Alderete, Sebastián de Covarrubias,
Liaño y otros muchos, que echaba de
menos el erudito don Tomás de Iriarte,
cuando impugnaba la Oración
apologética de Forner[78]. ¿Y las
lenguas raras?, el abisinio, estudiado
por el P. Andrés de Oviedo; el copio,
por los PP. Paes y Caldeira; el etiope,
por el P. Luis de Acebedo; el sánscrito,
por el P. Diego de Ribero; el comorin,
por el P. Enríquez; el chino, por el P.
Cobo; el japonés, por el P. Gaspar de
Villela, idioma en el cual se publicó más
adelante, en 1630, un Vocabulario
japonés-castellano, impreso en Manila,
tres siglos antes de que la culta Europa
se preocupase de que el Japón, a
cañonazos, admitiese las modas de
Occidente. Y en este orden ¿qué
hermosa no es la labor obscura de los
misioneros españoles, pobres frailes
que difundieron por los rincones más
apartados del Nuevo Mundo la doctrina
de Cristo y que para hacerlo necesitaban
ante todo entenderse con los indígenas?
«Aquellos primeros maestros, escribe
Lummis, enseñaron la lengua española y
la religión cristiana a mil indígenas por
cada uno de los que nosotros
aleccionamos en idioma y religión. Ha
habido en América escuelas españolas
para indígenas desde 1524. Allá por
1575, casi un siglo antes de que hubiera
una imprenta en la América inglesa, se
habían impreso en la ciudad de Méjico
muchos libros en doce diferentes
dialectos indios, siendo así que en
nuestra historia sólo podemos presentar
la Biblia india de John Elliot…». Y esto
no se hizo solamente en América, se
hizo en todas partes. Se hizo en Asia, se
hizo en las Filipinas, donde las
gramáticas y vocabularios indígenas
hechos por los frailes, constituyen un
monumento lingüístico. En 1539, Juan de
Zumárraga, arzobispo de Méjico hizo
imprimir ya una Doctrina Cristiana en
lengua castellana y mejicana, obra a la
cual siguieron otras puramente
lingüísticas; Fr. Andrés de Olmos
compuso en 1547 una Gramática de la
lengua náhuatl, Fr. Alonso de Molina
es autor del Vocabulario en lengua
castellana y mexicana más completo
que se conoce; Fr. Juan de Córdoba
estudió la lengua zapoteca; Fr. Luis de
Villalpando compuso un Arte y
Vocabulario de la lengua maga; Fr.
Antonio de Ciudad Real el Diccionario
de la misma lengua; Fr. Francisco
Marroquín la Gramática y Vocabulario
de la lengua general de los indios del
Perú llamada quichua… ¿A qué seguir,
si esta lista resultaría interminable?
¿Han reflexionado los difamadores de
nuestra patria y de nuestra colonización
acerca de lo que representan estas
Gramáticas, estos Vocabularios y, sin ir
tan lejos, estos Catecismos, compuestos
por los misioneros en todos los
dialectos indígenas, para el progreso de
la ciencia filológica? Es muy posible
que no hayan reflexionado acerca de
esto por la razón sencilla de que lo
ignoran.
Como vemos, la ciencia española no
anduvo remisa en aquellos tiempos.
Pero ¿y la filosofía? Tema de grandes
discusiones ha sido éste y lo sigue
siendo; tema, sobre todo, de grandes
negaciones. Con seguridad
extraordinaria, pasmosa, digna de las
grandes mentalidades superiores, hay
quien asegura todavía, después de los
libros de Menéndez Pelayo, Fernández
Vallín, Luis Vidart, Gumersindo Laverde
y Adolfo de Castro, que no hubo
filosofía española[79]. Para sostenerlo se
aferran a los argumentos más infantiles.
No hubo filosofía porque no hubo
continuidad de pensamiento, porque no
hubo maestros ni discípulos que, a
través del tiempo, persiguieran el
perfeccionamiento de un sistema… Aun
cuando Menéndez Pelayo demostró la
existencia de escuelas perfectamente
determinadas, no hemos de entrar en la
discusión de semejante pueril negativa.
Nuestro objeto es demostrar únicamente
que en España hubo un movimiento
filosófico verdaderamente admirable
durante los siglos XVI y XVII y que las
teorías más ingeniosas, a la par que más
atrevidas, tuvieron en nuestra patria
quien las expusiera y quien las
defendiera sin que para ello fueran
obstáculo las hogueras de la Inquisición.
Es decir, que no sólo tuvo razón
Menéndez Pelayo cuando habló del
espectáculo de agitación filosófica y de
independencia científica que caracteriza
a España en aquella época, sino que la
tiene también don Adolfo de Castro
cuando afirma que ningún filósofo fue
condenado por el Santo Oficio y que a
éste se acudía algunas veces cuando la
autoridad Real denegaba el permiso
para publicar alguna obra o cuando
convenía impedir que a un autor le
falsificasen las suyas[80]. Negar que la
patria de Séneca, de San Isidoro, de
Averroes, de Maimónides, de Lulio, de
Vives, de Fox Morcillo, de Gómez
Pereyra, de Suárez, de Vázquez, de
Huarte y de tantos otros filósofos,
carezca de filosofía propia es tan
peregrina que apenas si merece
contestación. Prescindiendo, sin
embargo, de las escuelas que hubo en
España, de los lulistas, vivistas,
suaristas, etc., ¿no tuvieron
independencia de criterio aquellos
escritores, anticipándose en muchas
cosas a los extranjeros? ¿No aspiró Fox
Morcillo a conciliar a platónicos y
aristotélicos, y Melchor Gano a
conciliar la teología con la filosofía?
¿No se anticipó Gómez Pereyra a
Descartes con algunas ingeniosísimas
teorías contenidas en su Antoniana
Margarita? Fray José de Sigüenza ¿no
fue otro precursor de Descartes en
cuanto a aplicar la geometría a la
metafísica? Y, en otro orden de ideas,
¿no fue una verdadera revelación la
doctrina de doña Oliva Sabuco de
Nantes atribuyendo al cerebro la causa
de todas las enfermedades? ¿No
precedió Huarte al famoso Montesquieu
en su clasificación de los ingenios como
producto de los climas? ¿No se anticipó
Pujasol en su Filosofía Sagaz a Gall y a
Lavater?
¿No tenían libertad para manifestar
sus pensamientos Fray Domingo de Soto
y Fray Alonso de Sandóval protestando
contra la esclavitud de los negros mucho
antes, siglo y medio antes, de que lo
hiciese Clarkson, a quien se adjudica el
honor de haber iniciado la campaña
antiesclavista; Fray Juan de Vergara
defendiendo a los descendientes de
judíos y oponiéndose a que quedasen
excluidos de los cargos eclesiásticos;
Juan de Espinosa y Fray Antonio
Álvarez, que abogaron por el regicidio
antes que Mariana; Fray Basilio Ponce
de León, que ensalzó el suicidio; Pedro
Ciruelo y Pedro de Valencia que se
alzaron contra las supersticiones de su
tiempo, tratando de las brujas y de las
hechicerías; Jerónimo de Urrea, que en
su Tratado de la verdadera honra
militar combatió los desafíos lo mismo
que don Artal de Alagón, Conde de
Sástago…? ¿No combatió Pedro de
Rivadeneira a Maquiavelo en su Mea de
un. Príncipe cristiano? El mismo Fray
Antonio Fuente la Peña ¿no compensó
sus simplezas del Ente dilucidado,
anticipándose a Newton en el estudio de
la inclinación mutua de unas cosas a
otras «como la misma piedra que por sí
misma tiene apetito e inclinación a la
tierra como a su centro»?
Por no alargar este capítulo sólo
mencionaremos los nombres de teólogos
como Alfonso de Castro, Diego Láinez,
Salmerón, Maldonado, Domingo de
Soto, Suárez; los de canonistas como
Antonio Agustín, García de Loaysa y
Mendoza; los de escriturarios como
Alfonso de Zamora, Arias Montano y
Fray Luis de León; los de místicos como
Santa Teresa, Fray Juan de Ávila, Fray
Luis de Granada, Fray Juan de los
Ángeles, San Juan de la Cruz, Malón de
Chaide, Rivadeneira y el P. Nieremberg,
«que no hablaban sino como sentían, no
sentían sino como vivían y no vivían
sino como quienes eran»[81]; los de
historiadores como Florián de Ocampo,
Ambrosio de Morales, Zurita, Garibay,
Sandóval, Hurtado de Mendoza, Juan
Ginés de Sepúlveda, el P. Mariana, el P.
Sigüenza y Fray Diego de Yepes, y los
de críticos como Vives, Fox Morcillo y
Vergara.
¿Y la jurisprudencia y el derecho,
representados por tratadistas como
Palacios Rubio, los Covarrubias,
Solórzano Pereira, Antonio Agustín,
Sepúlveda, Costa, Vitoria, Soto, Suárez
y Baltasar de Ayala, Nicolás Antonio,
Ramos del Manzano y tantos otros? ¿Y
los políticos como Quevedo, Mariana,
Sepúlveda, Navarrete, Furió Seriol y
tantos más?
En estos últimos, lo mismo que en
los que pudiéramos llamar precursores
de la moderna sociología, lo que más
llama la atención es el atrevimiento de
las teorías. No es ya Mariana en cuyo
libro de Rege et Regis Institutione, se
investiga si es lícito matar al tirano, si
es lícito envenenarle y si el poder del
Rey es menor que el de la República;
sino el P. Agustín de Castro que
preguntaba «si era mejor algún gobierno
que ninguno, si era mejor el Gobierno
democrático que el monárquico y
republicano, y si era más conveniente la
monarquía electiva que la hereditaria»;
es Fox Morcillo, dando a entender en su
Ethices, que los pueblos más civilizados
prefieren la forma democrática; es
Quevedo que formula como tantos otros
tratadistas —a desemejanza de lo que en
el extranjero se pensaba por entonces—
que los Reyes deben estar sometidos a
las leyes y no proceder a su albedrío; es
Rivadeneira, combatiendo la facultad de
los monarcas sobre la hacienda de sus
súbditos; es Fray Juan de Santa María,
arremetiendo en su Tratado de
República contra los privados de los
Reyes en tiempos del Duque de Lerma o
Quevedo llamando esclavo al Rey que
tiene «criado que le gobierna y no le
sirve» en tiempos del Conde Duque de
Olivares; es Fray Alonso de Castrillo,
en los albores del siglo XVI, declarando
en su Tratado de República que «todos
los hombres nacen iguales y libres, que
ninguno tiene derecho a mandar sobre
otro y que todas las cosas del mundo,
por justicia natural, son comunes, siendo
origen de todos los males la violación
de la ley natural y la institución de los
patrimonios privados», y encareciendo
la necesidad de no agravar estos males
«con uno nuevo, tal como el de que el
gobernante ejerza su oficio a
perpetuidad, por derecho propio y sin
rendir cuentas a los gobernados»; es
Cerdán de Tallada, que incluía entre los
derechos de los pobres el de hurtar; son
Polo de Ondegardo y Fray José de
Acosta, que ensalzan el comunismo de
los peruanos; es Pedro de Valencia en su
Discurso sobre el acrecentamiento de
la labor de la tierra, cuya doctrina,
según Costa, «tiene sabor moderno tan
pronunciado que algunas veces creeríase
estar leyendo a alguno de los socialistas
templados de nuestra edad»[82]; es Lope
de Deza, precursor de George y de sus
teorías agrarias en su Gobierno político
de la Agricultura… Son tantos los que
habría que citar que esta lista se haría
interminable y eso que, según Martín
Philippson, dos ramas importantísimas
no tenían «representante alguno», porque
el absolutismo civil y religioso no sufría
que nadie las cultivara: los escritores
españoles no podían tratar de filosofía
ni de política…; y eso que, según
Buckle, «nadie quería instruirse, nadie
dudaba, nadie se atrevía a preguntar si
lo que había era bueno…»; y eso que,
según Prescott, la mente del español
veía todos los caminos cerrados; y eso
que, según Weiss, si los españoles
hubieran conocido y estudiado las
Constituciones de Grecia o de Roma
hubiera habido una Revolución en la
península… ¿Qué nombre merecen estos
señores y otros muchos parecidos a
ellos? ¿No merecen una sanción penal
por haber hablado de lo que no sabían?
¿Ignoraba Martín Philippson el
sinnúmero de tratadistas españoles de
derecho y de política? ¿No sabía Buckle
que, hasta en punto a dudar de las cosas
hubiera podido darle ciento y raya un
Gómez Pereira o un Sánchez y que en
materia de preguntar si lo que había era
bueno, tan persuadidos estaban los
españoles de que era malo que,
proponiendo remedios, escribieron
sendos Tratados Sancho de Moneada,
Martínez de Mata, Fernández Navarrete,
Álvarez Ossorio, Mariana, González de
Cellorigo, Caja de Leruela y mil más, ya
que en esto de proponer remedios nadie
ha ganado nunca a los españoles? ¿No
había saludado Weiss las obras de la
época de que trataba, cuando dice que
los españoles no conocían las
constituciones de Grecia y Roma? ¿Pues
no están llenas todas ellas de citas
clásicas que hasta resultan enfadosas
por lo continuas? Si lo españoles no
trataron de derecho ni de política, ¿por
qué se quemó en París, por mano del
verdugo, el Tratado de Mariana sobre la
Institución Real y más tarde se quemó
también el libro publicado en España
por el doctor Espino, a la sombra de la
Inquisición, contra la Compañía de
Jesús? Si los españoles no trataron de
política ni de derecho, ¿quiénes fueron
los iniciadores del moderno derecho de
gentes? ¿Fueron acaso los franceses, ni
los ingleses, o fueron, por el contrario,
los teólogos y filósofos españoles del
siglo XVI y XVII, Vitoria, Suárez y tantos
otros, sobre todo el primero en sus
Relaciones, donde, según Gentili, echó
las bases del derecho internacional, fijó
sus puntos cardinales y dio el ejemplo
del método conveniente? Y si de esta
ciencia pasamos al derecho penal,
hallaremos en los mismos escritos que
«no se ha propuesto un medio
preventivo de verdadera importancia
que sea nuevo, fuera de los que se
refieren a causas o hechos sociales que
en otros tiempos no se conocían»[83] y
que en las obras de Mariana, de Vives,
de Soto, de Alfonso de Castro, de Juan
Bonifacio, de Cerdán de Tallada y de
muchos más se descubren los principios
informantes del Derecho penal moderno,
aun en sus más atrevidas concepciones,
de igual modo que en España se idearon
y aplicaron los sistemas penitenciarios
modernos, el panóptico, y en España se
fundó la primera institución de que
arrancan los tribunales para menores,
que fue el Padre de Huérfanos que
funcionó en Valencia en los albores de
la edad moderna…
Sería injusto terminar este capítulo
sin hablar de la beneficencia. Dudamos
que haya habido país en donde las
fundaciones benéficas alcancen la
proporción que en el nuestro. Allá por
los siglos XVI y XVII, cuando Vives,
Giginta, Cristóbal Pérez de Herrera y
tantos otros discutían acerca del
recogimiento y amparo de los pobres,
las antiguas leyes represivas que se
habían dictado contra la mendicidad se
atenúan, sino se olvidan, y España se
cubre de hospitales, hospicios, casas de
misericordia, casas para expósitos,
asilos para huérfanos, hospederías para
peregrinos, manicomios, refugios,
colegios, etc. Sólo en Sevilla, al decir
de Rodrigo Caro, pasaban de siete
millones de reales a principios del siglo
XVII las rentas de las obras pías[84]. Nos
admiramos ahora de Carnegie y de sus
fundaciones, ¿qué son éstas al lado del
caudal que entregaron los españoles
para el alivio y socorro de sus
semejantes? Y estas fundaciones,
piadosas o benéficas, entre las cuales
las hay admirables por su finalidad y
por la manera de reglamentarlas no eran
las únicas. Tan importantes, si no más,
eran las fundaciones a favor de la
enseñanza. «Nadie trataba de instruirse»
ha escrito Buckle… ¡Oh, santa
ignorancia y fuerza del prejuicio!
Entonces ¿cómo había en España, en la
España ominosa de los siglos XVI y
XVII, 32 Universidades y 4000 escuelas
de gramática? «Lo más característico de
aquella época, ha dicho el señor Bonilla
y San Martín (sólo comparable con el
hermoso espectáculo que hoy ofrecen
los Estados Unidos de Norte América en
materia de fundaciones universitarias de
carácter particular), es el número
enorme de Colegios y establecimientos
de enseñanza, fundados por particulares,
especialmente en la región castellana.
Así surgen el colegio Universidad de
San Antonio Portaceli en Sigüenza
(1477), el de Santa Cruz de Valladolid
(1479), el de San Gregorio de la misma
ciudad (1488), los de Cuenca (1510),
San Salvador de Oviedo (1517), y
Santiago (1521) en Salamanca; los de
Maese Rodrigo (1506), y Santo Tomás
(1517) en Sevilla; el de Santa Catalina
(1485) en Toledo, erigido en
Universidad, donde explicó el maestro
Alejo Venegas hacia 1520; el imperial
de Santiago en Huesca (1534), los
Colegios menores de Salamanca que
pasaban de veinte; los de Alcalá, que
llegaban por lo menos a una docena; los
de la Compañía de Jesús…»[85].
Agréguese a esto las fundaciones de
cátedras. Raro era el magnate que no
fundaba alguna en Salamanca o en
Alcalá. El duque de Lerma y el conde
duque de Olivares las fundaron.
Pero toda esta ciencia, aun
suponiendo que existiera, dirán algunos,
no trascendió fuera, no ejerció influjo
alguno fuera de nuestra patria, nuestros
sabios, si los tuvimos, los ignoraron los
sabios de fuera. Error es éste que sólo
podría admitirse y tolerarse en un
erudito como Buckle. Veamos si fue
cierto eso de la barrera intelectual que
levantó la Inquisición entre España y el
resto del mundo. En París leyeron
filosofía, teología y matemáticas:
Álvaro Thomas, Jerónimo Pardo, Pedro
de Lerma, los hermanos Coronel, Juan
Dolz de Castellar, Miguel Servet,
Fernando de Encina, Juan de Celaya,
Juan Gélida, Luis Baeza, etc. En la
Sorbona fueron catedráticos Gaspar Lux,
Miguel Francés, Pedro Ciruelo, Juan
Martínez Silíceo, el P. Mariana, Fray
Gregorio Arias, Francisco Escobar,
Fernán Pérez de Oliva, etc.
En Lovaina enseñaron Luis Vives,
Antonio Pérez, el jurisconsulto Juan
Verzosa; en Dillingen e Ingolstadt, Fray
Pedro de Soto, Martín de Olave, Alonso
de Pisa, Gregorio de Valencia y Juan
Ángel Sumarán; en Praga leyó filosofía
Rodrigo de Arriaga; en Tolosa enseñó
leyes Antonio Gouvea, Luis de Lucena y
el escéptico Sánchez; en Varsovia y
Cracovia enseñaron Pedro Ruiz de
Moros y Alfonso de Salmerón; en
Padua, Bernardo Gil, Antonio Burgos,
Juan Montes de Oca, Francisco de
Valencia, Estéfano de Terraza y Rodrigo
Fonseca; En Bolonia, donde los
españoles tenían el famoso Colegio que
aún subsiste, fueron profesores Pedro
Naranjo, Gonzalo Díaz, Pedro García de
Atodo, Alfonso de Guevara, Pedro
Carnicer y mucho más; en Oxford
enseñó Luis Vives y Fray Pedro de Soto
y Francisco Encinas; en Burdeos
enseñaron Gabriel de Tárraga,
Raimundo de Granoller y otros varios;
en Lausana, Pedro Núñez de Vela; en
Ancona, Jerónimo Muñoz; en Nápoles,
Miguel Vilar, Juan López, Gonzalo del
Olmo, y en Roma, Francisco de Toledo,
el P. Mariana, Juan de Maldonado,
Pedro de Rivadeneira y muchos otros.
Pero… —siempre hay un pero— se
dirá que algunos de éstos fueron
protestantes, como Servet y como Núñez
de Vela. No importa, aun prescindiendo
de todos estos españoles que tan alto
ponían el nombre de su patria en
Universidades extranjeras y cuya ciencia
procedía de nuestras Universidades,
puede afirmarse que el espíritu español
se difundió por el extranjero y que se
multiplicaron las traducciones de todos
nuestros libros. Si nuestros filósofos no
alcanzaron gran difusión fuera de
España, fue porque la Reforma levantó
una muralla entre el pensamiento
católico, que era el nuestro, y el de sus
pensadores, y, sin embargo, nuestros
místicos, sobre todo Granada, se
traducen al francés y al inglés y obtienen
gran éxito en ambos paises. Luis Vives
ejerció sobre el pensamiento inglés una
influencia indiscutible; no menor fue la
de Guevara. Mayor aún fue la de
Gracián en Francia y Alemania. La de
Suárez en Alemania, en Francia y en
Portugal fue notabilísima. El Examen,
de ingenios, de Huarte, se tradujo a
varios idiomas. Larga sería la lista de
traducciones de obras filosóficas y
políticas españolas, pero no menor
resultaría la de obras relativas a las
ciencias matemáticas, físicas, médicas,
naturales, etc., y como en aquellos
tiempos las obras de este carácter se
escribían generalmente en latín, el hecho
de traducirlas al idioma de cada pueblo
es señal evidente de su fama y de su
utilidad. El Arte de Navegar, de Pedro
de Medina, sirvió de texto en casi toda
Europa durante gran parte del siglo XVI.
El Arte de los Metales, de Alonso
Barba, se tradujo al inglés, al francés, al
italiano, al alemán. Las Historias de las
Indias, se vertieron a diversos idiomas.
La de Fernández de Oviedo, publicada
en Sevilla en 1535, se publicó en
francés en 1545. Las obras de Monardes
vieron la luz en latín, en inglés, en
italiano y en francés. La Historia
general, de Herrera, se publicó en
francés, en holandés y en inglés. La de
Gomara, en inglés y en francés. La
Phisionomia y varios secretos de la
naturaleza, de Jerónimo Cortés, en
francés… Otros muchos podrían citarse.
Digamos, pues, con Fernández
Vallín: «Repercutían entonces en todas
las naciones, acaso con más fuerza que
los triunfos de nuestras armas en ambos
continentes, la voz de nuestros filósofos,
la lira de nuestros poetas, la elocuencia
de nuestros oradores, los
descubrimientos de nuestros navegantes,
el rumor de nuestros talleres y la gloria
imperecedera de nuestros pintores y
artistas que son todavía hoy los maestros
de lo bello y cuyos nombres han
pronunciado todas las lenguas del
mundo. Españoles eran entonces los que
daban reglas para el régimen social; los
que asistían como médicos a los Papas,
y a los reyes más poderosos; los que
intervenían en sus consejos y daban
forma a sus decisiones; los que
enseñaban a los ejércitos de Europa la
táctica y la disciplina militar, en tales
términos, que recorriendo la historia de
aquellas ciencias que, a pesar de su
importancia, no llevan el dictado de
exactas, podríamos citar en todas ellas
descubrimientos en que nos anticipamos
en cerca de un siglo a las demás
naciones…»[86].
O si no se quiere seguir el criterio
de un español, digamos como Brentano:
«En el siglo XVI la cultura española
alcanza transitoriamente el primer lugar
en la vida intelectual de Europa. Es el
apogeo de la historia de España. No
debe admirar, por tanto, que el mundo
entero tome a España por modelo. Sus
instituciones son imitadas: no sólo su
ejército y su organización
administrativa, sino también ciertas
instituciones económico jurídicas, como
los fideicomisos familiares… y así
como la infantería española imprime el
sello a los ejércitos de la época, así
también la política monopolizadora de
España en el orden económico sirve de
norma a la de las demás naciones…»[87].
Ya nos comentaríamos con que esta
modestísima apreciación de nuestro
influjo la admitieran algunos sabios
españoles[88].
XII
LA ESPAÑA DE LOS
SIGLOS XVI Y
XVII: EL ARTE
No nos niegan los extranjeros —
¿cómo van a negarlo?— una cierta
preponderancia en el arte europeo
durante los siglos XVI y XVII. «En
España, escribe Luis Viardot, como en
Italia y como en la antigua Grecia, el
arte de la arquitectura precede a las
demás. Antes de terminar la Edad
media, había erigido las catedrales de
León, de Santiago, de Tarragona, de
Burgos y de Toledo, a las cuales hay que
añadir las mezquitas árabes de Córdoba
y Sevilla, transformadas en iglesias
cristianas después de la Reconquista. La
escultura, que nace en todas partes casi
al mismo tiempo que la arquitectura,
porque ella le suministra sus principales
adornos, se distinguió desde el siglo XVI
por ensayos interesantes, debidos a los
artistas nacionales, antes de que un siglo
después Diego de Siloe, Alonso
Berruguete, Gaspar Becerra y varios
otros, fuesen a buscar a Italia para
trasladarlas a su pais, las lecciones de
un arte revelado a los italianos por la
estatuaria antigua. Pero la pintura vino
después, formándose con más lentitud y
desde su origen con el ejemplo de los
extranjeros…»[89]. Recuerda Viardot la
llegada a Castilla del florentino Gerardo
Starnina, los retablos de Juan Alfou, la
llegada de Dello en tiempos de Juan II y
la del maestro Rogel, la fundación de la
escuela sevillana por Juan Sánchez de
Castro, los trabajos de Antonio del
Rincón, de Pedro Berruguete, de Íñigo
de Comontes y de Gallegos; las
expediciones a Italia de Alonso
Berruguete, Gaspar Becerra, Navarrete
el Mudo, Juan de Juanes, Francisco
Ribaltay Pablo de Céspedes, y los
trabajos ejecutados en España por
extranjeros como Felipe de Borgoña,
Torregiani, Pedro de Champaña, Isaac
de Helle, Domenico Theotocopuli,
Antón Moor, Patricio Cajesi,
Bartolomeo Carducci y algunos otros y,
por fin, habla de la emancipación de las
escuelas españolas que «se impregnaron
de las cualidades y defectos de sus
países, alcanzando al fin la
independencia, la originalidad, la
valentía del estilo y luego un
atrevimiento y un vigor, llevados quizá
más allá de los limites razonables».
Tuvimos, pues, pintura original
nuestra en los siglos XVI y XVII. ¿Cómo
podía negársenos este hecho estando ahí
los nombres de Juan de Juanes, Ribalta,
Morales, Pantoja, Navarrete, Velázquez,
Zurbarán, Cano, Jordán, Murillo y tantos
otros? Es más, el apogeo de la pintura
con Velázquez coincide con nuestra
decadencia política, de igual modo que
coincide con ella la edad de oro de
nuestras letras (1). Siendo su
característica, lo mismo que la de gran
parte de nuestra literatura, el
espiritualismo que se observa, así en los
cuadros de Ribera y del Greco, como en
los de los pintores más modernos. Un
periodista cubano, que casi siempre nos
fue adverso, Jesús Castellanos,
reconocía este espiritualismo de la
pintura española. «Cuando en el siglo de
oro de la pintura, escribe, se
materializaba hasta la grosería en la
escuela holandesa, o hasta el enfermizo
erotismo en la italiana, España equilibró
el arte del mundo con la energía mística
de Ribera y Murillo; cuando se cerraba
el siglo XVIII con aquel eclipse de la
seria pintura en que tomaron carta de
personajes, decoradores de abanicos
como Watteau y Chardin, España dio la
voz de resurrección por la paleta
masculina e inmortal de Goya. Y a lo
largo del siglo XIX, mientras en Francia
se colmaba de preseas a dibujantes y a
compositores de cromos sentimentales,
la fuerte tierra peninsular no se cansaba
de dar a luz visionarios del color en la
procesión ilustre de Rosales, Casado
del Alisal, Gisbert, Madraza, Zamacois,
Fortuny. La prueba concluyente de su
autónoma energía en punto a modos
artísticos la ha dado España
precisamente en estos albores de siglo,
marcados en pintura por un desenfreno
ilimitado de la extravagancia, explotada
acaso como una fórmula de personal
exhibición más que como arrebatos[90]
de la fantasía, nunca condenables. Los
artistas españoles han tenido, en su
mayor parte, la viril honradez de
permanecer en su sobria técnica, puros y
sanos en su culto a los viejos modelos,
sólo atenidos a la limpia y serena
belleza de la verdad con la vigorosa
contribución del color brillante de su
tierra y la ruda arrogancia de sus
modelos»[91].
Con la arquitectura ocurre lo mismo.
Ahí están los nombres de Juan Bautista
de Toledo, Herrera, Villacastin,
Villalpando, Arfe, Bustamante, etc. Ahí
están también sus obras, las catedrales
de Sigüenza, Salamanca, Jaén, Segovia,
el Colegio Mayor de Santa Cruz, de
Valladolid, el Hospital de expósitos de
Santa Cruz, de Toledo, el Palacio de
Carlos V, en Granada, la soberbia
escalera del alcázar de Toledo, el
Escorial…
No digamos nada de la música. «El
periodo de la hermosa música española,
escribe Weiss, de la música sencilla,
grande, patética, es el mismo que el de
la buena pintura y el de la buena
arquitectura. En la segunda mitad del
siglo XVI y primera del XVII produjo
España grandes compositores,
principalmente en el género religioso.
En los archivos de los cabildos de
Toledo, Valencia, Sevilla, Burgos y
Santiago hay tesoros que no tienen
precio ni número. Cada catedral tenía
sus tradiciones, su repertorio, sus
maestros y sus discípulos. Quizá fue en
Valencia donde se cultivó la música con
más éxito. El maestro más antiguo de
aquella población es Gómez, que la
dirigió en tiempo de Felipe II… Algunos
de los más distinguidos compositores de
esta época llevaron sus lecciones hasta
Italia. Tales fueron Pérez, del cual se
cantan en el día magníficos fragmentos
en la capilla Sixtina, Monteverde fue
uno de los creadores de la ópera italiana
y Salinas, ciego, fue quizá el mejor
organista que se ha conocido»[92].
Pero el desarrollo de la música
española en aquella época fue mucho
mayor de lo que permiten suponer las
breves frases de Weiss tomadas de los
estudios de Viardot. ¿Dónde están en
ellas Victoria, Morales, Guerrero,
Escobedo, Vilá, Pujol, y tantos otros,
estudiados después por Collet y por
Mitjana? Collet cree ver en Victoria los
gérmenes del arte de Juan Sebastián
Bach. Mitjana desmiente esta
suposición, pero forma de la música
española un juicio altamente lisonjero.
Recuerda las composiciones de
Morales, de Aguilera, Vargas, Vivanco,
Salazar, Ruiz y los tratados de Ramos de
Pareja, «base y fundamento de la
armonía moderna» y de Tapia
Numantino, así como las obras
didácticas de Domingo Marcos Durán,
Juan de Espinosa, Francisco Tovar,
Gonzalo Martínez de Bizcargui y otros
muchos, y ve en ellas el origen de la
técnica musical moderna. Eso, en lo
relativo a la música sagrada, a la música
seria y sin hablar de las composiciones
populares, ni de aquellas de carácter
amatorio y cortesano, como los
Villancicos y Canciones, de Juan
Vázquez, y el repertorio de romances y
obras profanas, recogidas en la serie de
Libros de cifra para vihuela y antes de
llegar a las comedias entremezcladas de
música y bailes que fueron precursoras
de nuestra zarzuela[93].
Y ¿quién fue el alma de aquel
movimiento artístico durante el
siglo XVI? ¿Quién fue el que con
voluntad de hierro lo promovió y
secundó, como promovió y secundó el
progreso de la nación en todos los
órdenes?… Felipe II. ¡Felipe II, amigo
del arte!… Músico basta el extremo de
no poder prescindir en Lisboa de su
organista Cabezón; amigo del Ticiano, a
quien encargó cuadros; de Antonio
Moró, que retrató a sus esposas y de
Alonso Sánchez Coello, que pudo
considerarse su privado; protector y
mecenas de los italianos Federico
Zucharo, Lucas Cambiasio, Peregrin
Tibaldi y Rómulo Cincinato y de los
españoles Navarrete el Mudo, Barroso,
Carvajal y muchos más. La labor
artística de Felipe II se concentra y
culmina en El Escorial. Stirling ha dicho
que fue la mayor empresa arquitectónica
que un solo hombre ha concebido y
ejecutado, y no le falta razón. Justi dice
que no se tiene noticia de nadie que
desplegase tal actividad en empresas de
este género, y que no solamente era suya
la idea del edificio, su plan y el estilo
del mismo, sino que, además, trabajaba
en el tajo con los artesanos, resolvía las
cuestiones técnicas, revolvía con tenaz
insistencia España, el mundo entero,
para encontrar buenos artistas, a los que
traía a su lado, dirigía y vigilaba
estrechamente, todo esto al mismo
tiempo que sostenía negociaciones con
toda Europa[94]. No nos hemos fijado
bastante los españoles en el esfuerzo
enorme que representó El Escorial,
desde el momento en que quedó elegido
el terreno en la Sierra de Guadarrama
hasta que se terminó la obra y quedaron
instalados los cuadros, los libros, las
reliquias, todo cuanto en él se encierra y
contiene. Toda España trabajó en la obra
del Monasterio. «Los pinares de
Cuenca, Balsain, las Navas, Quejiga,
Navaluenga y otros, escribe un
historiador del Escorial, resonaban
constantemente con los golpes de las
hachas y azuelas y se estremecían al
caer los enormes pinos que se cortaban.
En las canteras de jaspe, cerca de Burgo
de Osma y de Espeja, se sacaban
mármoles en abundancia; en las sierras
de Filabres, Estremoz y las Navas los
blancos para los pavimentos; en las
riberas del Genil, junto a Granada, en
las sierras de Aracena, en Urda y en
otras partes, los pardos, verdes y
negros, colorados y sanguíneos;
ocupándose en cada uno de estos puntos
en aserrarlos, pulirlos y labrarlos
multitud de maestros italianos y
españoles. En Florencia y Milán se
fundían grandes estatuas de bronce para
la capilla mayor y entierros reales. En
Toledo se hacían campanillas,
candeleros, ciriales, lámparas, cruces,
incensarios y navetas de plata; en
Flandes se vaciaban en bronce
candeleros de todos tamaños y formas y
se enviaban gran cantidad de lienzos al
templo, para adornar las celdas de los
monjes; en América, el famoso
naturalista Hernández recogía la
preciosa colección de plantas y enviaba
las más extrañas con los animales más
raros que el P. Fr. Juan de San Jerónimo
componía en cuadros que por mucho
tiempo adornaron las habitaciones de
Felipe II. De los telares de Toledo,
Valencia, Talavera y Sevilla salían
millares de piezas de ropas de sedas y
muchos monasterios de monjas se
ocupaban en coser y en bordas albas,
amitos, roquetes, corporales y las demás
ropas de iglesia en finísimas y
exquisitas telas de hilo, Además de la
enorme cantidad d£ hierro que en El
Escorial se labraba, se hacían en Cuenca
y Guadalajara grandes rejas para las
ventanas del piso bajo y balconaje de
los otros; en Zaragoza se fundían y
trabajaban las lindas y majestuosas rejas
de bronce que cierran los arcos de la
entrada de la iglesia; y en Madrid se
construía parte del altar mayor y
riquísimo tabernáculo, en el cual se
ocupaban multitud de maestros y
oficiales bajo la dirección del entendido
artista Jacobo Trezzo, del cual tomó
nombre la calle que hoy se llama de
Jacometrezo. En fin, sería muy difícil
enumerar los puntos y describir todos y
cada uno de los objetos que con destino
al Escorial formaban a un mismo tiempo
la ocupación de muchos miles de
hombres»[95].
Y si esto ocurría con la fábrica, ¿qué
decir del interior? Mientras los pintores
antes mencionados adornaban las
bóvedas y disponían los lienzos que
habían de embellecer las paredes, «los
humildes legos Fr. Andrés de León y Fr.
Julián de Fuente del Saz con Ambrosio
de Salazar iluminaban las preciosas
viñetas de los libros del coro que con
tanta limpieza y primor escribían al
mismo tiempo el monje benedictino Fr.
Martín de Patencia, el valenciano
Cristóbal Ramírez, Francisco Hernández
y otros. Los carpinteros y ebanistas
Flecha y Gamboa con sus oficiales
sentaban la linda estantería de la
biblioteca y las sillas y cajones del
coro. Masigiles, con sus dos hijos,
llevaba a cabo los complicados órganos
de la iglesia y Jacobo Trezzo colocaba
en la capilla mayor los entierros Reales
y el tabernáculo, mientras otros
marmolistas acababan de sentar y pulir
el suelo de la iglesia y
presbiterio…»[96].
Al Escorial, morada del Demonio
del Mediodía, fueron los cuadros de
Juan van Scorel, de Vicente de Malinas,
de Maese Rugier, de Metsy, de Patenier,
de Ticiano, de Sánchez Coello, de
Navarrete; las esculturas de Leoni; las
admirables labores de Cellini, y los
dibujos de Durero; los incunables
adquiridos por Arias Montano en los
Países Bajos y las riquezas y maravillas
que las Indias enviaban… Felipe II fue
el primero que enseñó, como dice Justi,
a considerar los cuadros como adorno
de las habitaciones. Fue, añade, uno de
los monarcas españoles que han
mostrado un interés personal más vivo
por las bellas artes[97].
Pero ¿fue solo Felipe II el
enamorado de las artes o lo fue también
su hijo Felipe III, protector de Rubens, y
su nieto Felipe IV, favorecedor de
Velázquez o su biznieto Carlos II,
retratado por Coello?
XIII
LOS ESPAÑOLES
DE LOS SIGLOS
XVI Y XVII FUERA
DE ESPAÑA:
ITALIA Y LOS
PAÍSES BAJOS
Sabemos cuáles eran los ideales de
los españoles en los siglos XVI y XVII y
cuál la cultura literaria, científica y
artística que alcanzaron en aquellos
tiempos. Nos queda por decir lo que
hicieron fuera de su patria, en Europa y
en América, Comenzaremos por Europa,
Dos naciones muy distintas se ofrecen a
nuestra consideración: Italia, la patria
del arte, y Flandes, la patria del
comercio. ¿Fueron los españoles
destructores de civilizaciones o, por el
contrario, supieron fomentar el ingenio
de las razas a ellos sometidas
políticamente y aumentar con nuevos
tesoros sus patrimonios artísticos?
¿Hicieron los españoles en Italia y en
Flandes lo que otros pueblos modernos
famosos por su cultura han hecho en
circunstancias análogas?
El brazo de España era el ejército y
pocos ejércitos ha habido en que haya
sido mayor la disciplina. Pocos también
tuvieron la cultura que él. «El marqués
de Pescara, dice Picatoste, dejaba el
caballo de batalla para entrar en las
academias, y el marqués del Vasto,
mientras fue gobernador de Milán,
gastaba sus rentas y su sueldo en
beneficio de las letras y las ciencias.
Girolamo Muzio describe de este modo
una marcha que hizo con él: Durante la
marcha nos apartábamos un poco él y
yo, picando nuestros caballos: él me
recitaba sus versos y yo le hablaba de
los míos… Por la noche, en el
alojamiento, yo escribía mis versos y el
marqués los suyos y nos los dábamos a
leer mutuamente». Pero nadie como
Garcilaso resume estas costumbres
diciendo: «Pásanse las horas de paz
hablando de letras». «Apenas hay
ciudad de Italia en que pusieran el pie
los franceses que no recuerde todavía en
la historia del arte destrozos que rara
vez cometieron los españoles. Al entrar
en Bolonia en 1511 destruyeron la
magnífica estatua de Julio II, obra de
Miguel Ángel, que había costado 5000
ducados de oro. La biblioteca de
Florencia creada por Cosme de
Médicis, fue saqueada por las tropas de
Carlos VIII. En los siete días que duró el
saqueo de Pavía en 1527 fueron
destruidas innumerables obras de arte y
robados los manuscritos de la biblioteca
y de la catedral. Los españoles, ni aun
en el saco de Roma en que se entregaron
sin límite a la venganza pasaron más allá
de humillar el poder papal. Los Gonzaga
crearon la Academia de Bellas Artes de
Mantua con las riquezas que allí
cogieron, en lo cual no les imitaron
nuestros soldados. Cuando en la batalla
de Pavía cayó Francisco I prisionero, se
encontraron en su equipaje varios
manuscritos del Petrarca, que fueron
respetados y devueltos por los
españoles, conservándose hoy en la
biblioteca de Parma»[98]. Todo ello
procedía de la composición especial de
nuestros ejércitos, del predominio que
en ellos tenían los hidalgos y los
caballeros, de la disciplina severísima a
que estaban sometidos y del alto
concepto que cada soldado tenía de sí
mismo. Tenía también su origen en la
afición a las letras y a las artes que
caracterizaban a los militares de aquella
época. En España la artes y las letras
han sido no ya auxiliares, sino
compañeras inseparables de las armas.
El Gran Capitán se distinguió por su
afición al trato con literatos y Prescott
dice que más parecía inclinado a las
artes de la paz que a las de la guerra.
Hernán Cortés creó en su propia casa
una academia[99]. Raro era el militar de
aquellos tiempos que no escribía en
prosa o en verso, que no componía
poemas y sonetos, o no escribía
historias o tratados de arte de la guerra.
Con hombres de este fuste la labor de
España dejó una huella profunda en
nuestros dominios italianos: huella de
seriedad, de justicia, de cultura. Desde
los Reyes aragoneses, como Alfonso V,
hasta los reyes de la Casa de Borbón,
como Carlos III, ningún representante
del poder supremo dejó de ejercer en
Nápoles y Sicilia ese género de influjo.
Introdujimos en Italia costumbres
galantes, caballerescas, democráticas.
¿Qué nación tuvo virreyes como el
Conde de Lemos y D. Pedro de Toledo?
Hablando del gobierno de los españoles
en Nápoles, escribe Felipe Picatoste:
«En la organización que dieron a
Nápoles había mucho digno de elogio.
Constituyeron un virreinato a cuyo jefe
rodeaban altas autoridades como
consejo, a semejanza de lo que se hacía
en nuestra península. Se conservó de la
organización antigua todo lo que era
bueno, como el parlamento con sus tres
brazos y las magistraturas tradicionales,
creándose, además, una junta de la
ciudad compuesta de siete personas que
se llamaban los elegidos y eran
designados por el pueblo, dando a esta
junta democrática el tratamiento de
Excelencia. El poder del virrey, aunque
extenso, por cuanto trataba directamente
con las demás potencias, no era
ilimitado, sino que en ciertos casos
debía consultarlos a un consejo
compuesto de tres españoles y ocho
italianos. A pesar del absolutismo y de
los errores de aquella política, llevamos
a Nápoles mucho bueno; la justicia, la
legalidad, la seriedad de la vida y de las
ceremonias oficiales, el respeto a la
autoridad que no podía consentir las
bufonadas de que eran alguna vez
víctimas los mismos Papas con increíble
indiferencia; la moralidad en la vida
pública y la austeridad de costumbres;
la cultura encaminada a fines útiles y
serios y, en general, una organización
muy superior a la italiana. Juzgando en
general la conducta de los españoles en
Italia, es preciso decir que no llevaron a
aquella península solamente el deseo de
una adquisición de territorio y de una
dominación productiva como los
franceses, ni hicieron aquel rico suelo
teatro de aventureros sujetos a una paga
y al saqueo, como los suizos y alemanes,
sino que consumieron allí los caudales
de España y vieron morir a sus soldados
por cuestiones más graves y
profundamente políticas. El equilibrio
europeo, la influencia del Papado como
poder temporal, el predominio del
catolicismo, las guerras contra los
turcos hasta aniquilar su poder y otras
muchas causas ajenas al espíritu
exclusivo de dominación, fueron las que
sostuvieron aquellas guerras incesantes
y dieron carácter a los actos de nuestra
política y de nuestros soldados.
Teníamos allí puntos de mira más
elevados, intereses más nobles; las
conquistas parciales apenas llegaban a
adquirir importancia ante los tratos y las
negociaciones y los hechos de armas
para librar a Europa de la amenaza de
los turcos, asegurar el imperio de la
cristiandad en el Norte de África, hacer
frente al espíritu caballeresco y
orgulloso desarrollado en Francia y
sobre todo evitar que la prepotencia de
las naciones transpirenaicas aislase a
nuestro pueblo…»[100].
Si de Nápoles, Milán, Cerdeña,
Sicilia y demás posesiones de Italia
pasamos a Flandes, hallaremos a España
persiguiendo finalidades igualmente
elevadas y espirituales: lucha contra la
Reforma, mantenimiento y
preponderancia de la idea católica,
desarrollo de las ciencias, de las letras
y de las artes dentro de la fidelidad al
soberano y de la ortodoxia. Después de
las guerras religiosas y de las
represiones, no tan sangrientas como se
ha dicho, ni mucho menos, se inicia para
los Países Bajos españoles una era de
tranquilidad y de sosiego. Felipe II, que,
según un historiador moderno belga, no
empleó la fuerza sino cuando fracasaron
los procedimientos pacíficos, otorgó la
independencia a los Países Bajos bajo
la soberanía de los Archiduques Alberto
e Isabel. No tuvo la culpa Felipe II de
que los Archiduques careciesen de
sucesión y de que, por lo tanto, aquellas
provincias revirtieran a la Corona
española a la muerte de la archiduquesa.
De todas suertes, el gobierno implantado
por los nuevos soberanos y el que
después le siguió no fueron regímenes
de opresión. «Bajo aquel gobierno,
escribe M. Pirenne, lo mismo que bajo
el de los gobernadores españoles que
les sucedieron, la constitución del país
ofrece una mezcla en dosis desiguales
de monarquía pura y de libertades
tradicionales. El poder soberano se ha
apoderado completamente de la
Administración central pero ha
respetado en las provincias las
libertades que no podían ya perjudicarle
y que poco a poco se dejaron adaptar a
las condiciones del nuevo régimen.
Comparado con el de Francia o España
el sistema político que se estableció en
Bélgica durante la primera mitad del
siglo XVII, puede designarse con
exactitud como absolutismo
moderado» [101] .
No hubo, pues, tiranía por parte de
España[102].
En materia de cultura religiosa e
intelectual, procedió Felipe II a la
reorganización de las instituciones
católicas, nombrando obispos
flamencos, dando gran importancia a las
órdenes religiosas, especialmente a los
jesuitas, y aumentando los recursos de
las universidades y colegios. La
Universidad de Lovaina vio aumentar el
número de sus profesores; en Douai se
creó un nuevo establecimiento de
enseñanza superior, dotado por el
monarca de grandes rentas; las escuelas
dominicales, destinadas a los niños
pobres se multiplicaron: seis o siete
había en Amberes y a ellas debían
concurrir niños y niñas hasta la edad de
diez y seis años. Estas escuelas se
fundaron en todas partes por orden de
los Archiduques y llevaban consigo,
además de la enseñanza religiosa y de la
de la lectura y escritura, los repartos de
socorros a los padres y de ropas y
premios a los discípulos. El primer
Catecismo que vio la luz en Bélgica, se
publicó en 1609. Hasta entonces nadie
se había preocupado en Flandes de
semejante cosa. Pero la labor
verdaderamente intensa la llevan a cabo
los jesuitas. «En parte alguna, escribe
M. Pirenne, combatió aquella infatigable
milicia de Roma con más valentía a
favor de la Contrarreforma, ni disfrutó
de tan grande influencia. Lanzóse con
ardor a la gran lucha confesional que se
desarrollaba en el territorio de los
Países Bajos e hizo de aquel país
amenazado por todas partes por la
herejía, una verdadera plaza de guerra
espiritual. La escogió como base del
ejército de misioneros que mandaba al
asalto del protestantismo en Inglaterra y
en Holanda. Su actividad combativa se
desarrolló allí en medio de los
movimientos de tropas y del ruido de las
batallas… En 1542, la declaración de
guerra de Francisco I a Carlos V obligó
a salir de París a algunos jesuitas
españoles que estaban estudiando y a
refugiarse en los Países Bajos. No eran
más que ocho, contándose entre ellos
Rivadeneira, Estrada y Emilio de
Loyola, sobrino del fundador de la
Compañía. Dirigiéronse, naturalmente,
hacia la Universidad de Lovaina.
Acogidos por el capellán Corneille
Wishaven, que los recibió en su casa, no
tardaron en conseguir, merced a su celo,
la protección del Canciller de la
Universidad, Ruard Tapper… La
población no tardó tampoco en
interesarse por aquellos extranjeros tan
luego empezaron a predicar en las
iglesias de la ciudad. Aunque, ignorando
el flamenco y el francés, se veían
obligados a expresarse en latín; su
sinceridad, su convicción, su energía, la
novedad de sus discursos y lo
imprevisto de su elocuencia sorprendían
y subyugaban al auditorio…». No poco
trabajo costó obtener el permiso
necesario para que la Compañía se
estableciera oficialmente en los Países
Bajos. Muy en breve la Universidad de
Lovaina, al ver su extraordinaria
actividad empezó a mirarles con recelo
y los gobernantes, así María de Hungría,
como los magistrados y los mismos
obispos se opusieron a ella. Hasta el
reinado de Felipe II no obtuvieron los
jesuitas el permiso para fundar colegios
y residencias en Flandes, pero no por
eso fueron protegidos. El mismo duque
de Alba los miró siempre con
desconfianza. Sin embargo, lentamente,
surgen los colegios de Lovaina, Bois le
Due, Tournai, Amberes, Douai, Saint-
Oraer, Dinant, etc. A la par que
emprenden una lucha porfiada contra los
protestantes que amenazaban invadir con
sus predicadores las provincias
católicas, predican en los puntos más
peligrosos: en Brujas, Gante, Amberes,
negándose a aceptar remuneración
alguna y manejando la pluma y la
palabra, como hacían los ministros
calvinistas y luteranos. Al cabo de
cierto tiempo, Flandes se cubrió de
colegios de jesuitas y a ellos iban los
jóvenes atraídos de la manera más
ingeniosa y más hábil: por medio de
concursos, de premios, de distinciones,
Su fidelidad a la Casa reinante no tiene
límites: ellos son los que mantienen la
idea monárquica y la fidelidad a los
Reyes. «Por lo demás, dice Pirenne,
desde principios del siglo XVII su
actividad intelectual eclipsa cada vez
más completamente la de las
Universidades. Después de la muerte de
Justo Lipsio, la de Lovaina no cuenta
con ningún sabio de renombre europeo.
Sus facultades, como las de Douai, no
son más que escuelas profesionales de
Teología, de Derecho y de Medicina. No
es en ellas, sino en los colegios de
jesuitas donde se refugia el culto a la
ciencia. No solamente producen los
teólogos más eminentes, en cuyas obras
se forma el clero, sino que se encuentran
entre ellos matemáticos como Aiguillón
y Gregorio de Saint Vincent, filólogos
como Andrés Scotto, eruditos como
Bollando, Henschen y Papebroch. De su
seno sale la obra histórica más
importante del siglo XVII, la colección
de las Acta Sanctorum. La variedad de
aptitudes de sus individuos se manifiesta
en las artes con pintores como Daniel
Seghers y con arquitectos tan notables
como Huyssens. En Bélgica hasta las
manifestaciones más altas de la
inteligencia llevan el sello de los
jesuitas durante el siglo XVII… En
medio de la flaqueza del espíritu
público, en medio de la decadencia
económica, atrajeron a los espíritus más
poderosos y más enérgicos,
ofreciéndoles un ideal y motivos para
obrar: la lucha contra la herejía, la
exaltación del catolicismo, la
predicación, la enseñanza, las misiones
lejanas, les conquistaron lo más selecto
de la juventud». Y en otro lugar añade el
mismo autor: «De igual modo que fueron
los jesuitas los grandes educadores de
los Países Bajos, fueron también los
directores del movimiento literario y
científico. Del Renacimiento, cuyos
principios habían combatido, se
asimilaron lo externo y los métodos.
Mientras en sus colegios exponen los
autores paganos a sus discípulos,
aplican en su grandiosa empresa de las
Acta Sanctorum la crítica de los textos a
la historia de los santos, que despojan
de la vegetación parasitaria de las
leyendas para que se levanten aún más
imponentes en sus altares. No hay rama
del saber que no aborden: la Moral y el
Derecho con Lesio, los problemas
económicos con Scribani, la Historia
con los Bollandistas, la Física con
Aiguillón, las Matemáticas con Gregorio
de San Vicente y sus discípulos Sarasa,
Aynscom, Hesio y Tacquet… La
producción literaria de los jesuitas
belgas, desde 1600 a 1650, es cosa que
sorprende. Recuerda, por su abundancia,
la de los humanistas del siglo XVI y se
explica por las mismas causas. El
entusiasmo por el ideal del
Renacimiento como el entusiasmo por el
ideal católico desarrollaron por ambas
partes el mismo ardor y la misma
necesidad de acción y de
propaganda»[103].
Pero no eran solamente los jesuitas
los que fomentaban las ciencias y la
cultura en general, sino los que
gobernaban los Países Bajos. El reinado
de los Archiduques demuestra el interés
que tenían por las artes y por las
ciencias. Los escritores, los eruditos y
los artistas reciben muestras patentes de
su generosidad, bajo la forma de
pensiones y de regalos. Rubens es su
pintor de Cámara, y Rubens, como hace
observar Pirenne, es el pintor del
Catolicismo y de la Contrarreforma. La
arquitectura recibe un impulso
extraordinario. Desde la época de los
duques de Borgoña no se habían
construido en Bélgica tantos edificios
monumentales como en los tiempos de
Alberto e Isabel. Ypres, Gante, Fumes,
Amberes, Bruselas, se pueblan de
palacios, ayuntamientos, iglesias que
señalan la huella de nuestro paso por
aquellas tierras que, según dicen los
sabios, destruimos y saqueamos, Los
grandes templos góticos, como el de
Sainte Waudru, de Mons, terminado en
1582, las iglesias barrocas de Tournai,
Mons, Amberes, etc., que alternan con el
Nieuwerk de Ypres, con el Ayuntamiento
de Gante, con el palacio de Justicia de
Fumes, con la Lonja de Tournai
pertenecen a aquella época.
Así destruían los españoles.
No hablemos del Franco Condado en
el cual el gobierno de los españoles no
alteró en nada las antiguas costumbres,
ni siquiera tuvieron un gobernador
castellano. Pero digamos, sí, que los
españoles, que en Italia lucharon por
ideas elevadas y nobles, sin interrumpir
en lo más mínimo, sino antes por el
contrario, fomentando el desarrollo de
la literatura, de la ciencia y de las artes
y que en Flandes no solamente hicieron
lo mismo, sino que llevaron allí una
cultura nueva, no impusieron a ningún
pueblo su lengua. Extráñase M. Pirenne
de que haya quedado tan poco de nuestra
cultura propia en Flandes, de una cultura
representada por Velázquez y por
Cervantes… Prescindiendo de que
podría probársele que no quedó tan
poco, ¿de dónde vino ese movimiento
intelectual que durante el siglo XVII
renovó las hazañas de los humanistas
italianos? ¿Bajo el gobierno de quiénes
se levantaron los edificios que
constituían el orgullo de las viejas
ciudades flamencas? ¿A quiénes debe
Bélgica su catolicismo ferviente y la
lengua francesa? ¿No hubiera sido fácil
para los españoles imponer a los
flamencos el uso del castellano y a los
italianos el del español, como ahora
hacen con el suyo otros pueblos que
ponderan su amor a la libertad y su
respeto a los pueblos débiles? ¿No
estaba el castellano entonces tan a la
moda en Francia? ¿No fueron, por
espacio de muchos años, los países
holandeses el camino por donde
penetraba en Alemania la influencia
literaria española? Pero no perseguían
los españoles la dominación, sino el
imperio de una idea y esa idea triunfó
allí, a pesar de todos los pesares, y de
este triunfo se enorgullecen ahora los
belgas.
XIV
ESPAÑA EN EL
NUEVO MUNDO
Grande sobre toda ponderación fue
la obra de España en América, Leyendo
las historias de aquella conquista y,
sobre todo, las de aquella prodigiosa
colonización, es como desaparecen
todos los pesimismos con que pretenden
amargarnos los sabios al uso. Hemos
hablado ya del descubrimiento y
conquista de aquellos territorios y del
derroche de energía y de constancia que
fue necesario para llevarla a cabo. ¿Qué
decir ahora del tacto y de la energía que
fue necesario para realizar en las recién
descubiertas tierras la obra de
civilización y de cultura que tres siglos
después iba a producir dieciocho
naciones?
«Desde que Adán tuvo hijos,
escribía Tomás Bossio, no ha habido
nación alguna que haya traído tantos
pueblos tan diferentes en sus costumbres
y en su culto al conocimiento de la
religión verdadera, ni que los haya
reducido a la observancia de unas
mismas leyes, como lo ha hecho la
nación española. Apenas podría ninguno
enumerar la variedad de gentes y de
costumbres enteramente opuestas entre
si, que los españoles subyugaron a su
imperio, a la religión de Jesucristo y al
culto de un solo Dios».
«Antes, escribe Gómara,
refiriéndose a los indios, pechaban el
tercio de lo que cogían y si no pagaban
eran reducidos a la esclavitud o
sacrificados a los ídolos; servían como
bestias de carga y no había año en que
no muriesen sacrificados a millares por
sus fanáticos sacerdotes. Después de la
conquista, son señores de lo que tienen
con tanta libertad que les daña. Pagan
tan pocos tributos que viven holgando.
Venden bien y mucho las obras y las
manos. Nadie los fuerza a llevar cargas
ni a trabajar. Viven bajo la jurisdicción
de sus antiguos señores, y si éstos faltan,
los indios se eligen señor nuevo y el rey
de España confirma la elección. Así,
que nadie piense que les quitasen las
haciendas, los señoríos y la libertad,
sino que Dios les hizo merced en ser
españoles, que les cristianizaron y que
los tratan y que los tienen ni más ni
menos que digo. Diéronles bestias de
carga para que no se carguen, y de lana
para que se vistan y de carne para que
coman, que les faltaba. Mostráronles el
uso del hierro y del candil, con que
mejoraron la vida. Hanles dado moneda
para que sepan lo que compran y
venden, lo que tienen y lo que deben.
Hanles enseñado latín y ciencias, que
vale más que cuanta plata y oro les
tomamos. Porque con letras son
verdaderamente hombres y de la plata
no se aprovechaban muchos ni todos.
Así que libraron bien en ser
conquistados…»[104].
Bernal Díaz del Castillo completa el
cuadro: «Y pasemos adelante, dice, y
digamos como todos los más indios
naturales de estas tierras han deprendido
muy bien todos les oficios que hay en
Castilla entre nosotros y tienen sus
tiendas de los oficios y obreros y ganan
de comer a ello y los plateros de oro y
plata, así de martillo como de vaciadizo,
son muy extremados oficiales y
asimismo lapidarios y pintores y los
entalladores hacen tan primas obras con
sus sutiles alegras de hierro,
especialmente entallan esmeriles y
dentro de ellos figurados todos los
pasos de la santa Pasión de nuestro
Redentor y Salvador Jesucristo, que si
no los hubiera visto, no pudiera creer
que indios lo hacían… Y muchos hijos
de principales saben leer y escribir y
componer libros de canto llano y hay
oficiales de tejer seda, raso y tafetán y
hacer paños de lana, aunque sean
veinticuatrenos, hasta frisas y sayal, y
mantas, y frazadas, y son cardadores y
perailes y tejedores, según y de la
manera que se hace en Sevilla y en
Cuenca y otros sombrereros y
jaboneros… Algunos de ellos son
cirujanos y herbolarios y saben jugar de
mano, y hacer títeres, y hacen vihuelas
muy buenas y han plantado sus tierras y
heredades de todos los árboles y frutas
que hemos traído de España… Pasemos
adelante y diré de la justicia que les
hemos enseñado a guardar y cumplir y
cómo cada año eligen sus alcaldes
ordinarios y regidores y escribanos y
alguaciles fiscales y mayordomos, y
tienen sus casas de cabildo, donde se
juntan dos días de la semana y ponen en
ellas sus porteros y sentencian y mandan
pagar deudas que se deben unos a otros
y por algunos delitos de crimen, azotan y
castigan, y si es por muertes o cosas
atroces, remitiendo a los gobernadores
si no hay audiencia Real»[105].
Como hace observar Coroleu, «una
nación atrasada no es capaz de enseñar
estas industrias, ni una raza cruel y
exterminadora se complace en crear
tales instituciones, ni cabe, en lo
posible, que en el decurso de tan pocos
años alcance tan maravillosos
resultados un pueblo que no esté dotado
de singularísimas cualidades para una
obra tan ardua como la de colonizar y
civilizar un mundo nuevo. Esto, en los
tiempos modernos, sólo España lo ha
hecho»[106].
«No se lee sin sorpresa en la Gaceta
de Méjico, escribía Humboldt, que, a
cuatrocientas leguas de distancia de la
capital, en Durango, por ejemplo, se
fabrican pianos y clavicordios…». «Es
una cosa que merece ser observada, que
entre los primeros molinos de azúcar,
trapiches, construidos por los españoles
a principios del siglo XVI había ya
algunos movidos por ruedas hidráulicas
y no por caballos, aunque estos mismos
molinos de agua hayan sido introducidos
en la isla de Cuba en nuestros días como
una invención extranjera por los
refugiados de Cabo Francés»[107].
Verdadero asombro causa el leer que
los metales se trabajaban en la América
española, a los pocos años de haber
empezado la colonización con más
perfección que en la península, como lo
prueban las fundiciones de Coquimbo,
de Lima, de Santa Fe, de Acapulco y
otras; que las verjas, fuentes y puentes
de aquella parte del mundo
sobrepujaban en hermosura a las de
Europa; que los altares, templetes,
tabernáculos, custodias, lámparas y
candelabros de oro, plata, bronce que
salían de las manos de artífices
hispanoamericanos podían sostener la
comparación con las obras de
Benvenuto Cellini; que según el inglés
Guthrie, eran admirables los aceros de
Puebla y otras ciudades de Méjico; que
según el mismo autor, las fábricas de
algodón, lana y lino producían en
Méjico, Perú y Quito tejidos más
perfectos que los de las más acreditadas
fábricas de Francia e Inglaterra; que los
cueros se curtían allí de admirable
manera; que las telas, mantas y
alfombras del Perú, Quito, Nueva
España y Nueva Granada eran
estimadísimas y excelentes; que la
fabricación de vidrio y loza era muy
superior a la de Europa, en una palabra,
que tenía razón Humboldt cuando decía
que «los productos de las fábricas de
Nueva España podrían venderse con
ganancia en los mercados europeos».
¿Dónde está, pues, la tiranía
económica de España, ni cómo pueden
acusarnos de haberla ejercido, los
ingleses, que hasta fines del siglo XVIII
sostuvieron el criterio de que no debía
fabricarse nada en sus colonias
americanas para no perjudicar los
intereses de las industrias de la
Metrópoli? ¿No pidieron ya en el siglo
XVI las Cortes de Castilla que se
reprimiese la exportación a América,
puesto que teniendo aquellas colonias
primeras materias abundantes y hábiles
artífices podían bastarse a sí mismas sin
necesidad de la madre Patria?
España desarrolló, pues, la industria
americana y enseñó a los indios multitud
de oficios y de profesiones que
desconocían. Y no sólo hizo esto, sino
que llevó allá animales de todo género,
semillas de toda especie, árboles útiles
de todas clases…
Aun siendo muy importante este
aspecto de la obra de España en
América, aún lo es más el que ofrece
desde el punto de vista de la cultura
intelectual y política. Dos elementos
contribuyeron poderosamente a la
organización de aquellas tierras a las
cuales fue a parar lo mejor y lo más
selecto de la sociedad española de la
época: el elemento político representado
por las leyes de Indias y el elemento
religioso representado por las órdenes
monásticas.
«Si según sentencia de Aristóteles,
escribe Solórzano, sólo el bailar o
descubrir algún arte o ya liberal o
mecánica, o alguna piedra, planta u otra
cosa que pueda ser de uso y servicio a
los hombres les debe granjear alabanza,
¿de qué gloria no serán dignos los que
han descubierto un mundo en que se
hallan y encierra tan innumerables
grandezas? Y no es menos estimable el
beneficio de este mismo descubrimiento
habido respecto al propio mundo nuevo,
sino antes de mucho mayores quilates,
pues de más de la luz de la fe que dimos
a sus habitantes, de que luego diré, les
hemos puesto envida sociable y política,
desterrando su barbarismo, trocando en
humanas sus costumbres ferinas y
comunicándoles tantas cosas tan
provechosas y necesarias como se les
han llevado de nuestro orbe y
enseñándoles la verdadera cultura de la
tierra, edificar casas, juntarse en
pueblos, leer y escribir y otras muchas
artes de que antes totalmente estaban
ajenos»[108].
Los Reyes de España, bueno es
decirlo y afirmarlo frente a tanta ridícula
y falsa afirmación como se ha hecho,
jamás vieron en América una colonia de
explotación, ni desde el punto de vista
de las riquezas mineras, ni desde el
punto de vista del comercio. Las
industrias se desarrollaron en el Nuevo
Mundo merced al constante cuidado del
Consejo de Indias, que allí enviaba
labradores y artesanos, artífices y
artistas, semillas y plantas, animales
domésticos y aperos de labranza, y en
cuanto al comercio distó mucho de ser
un monopolio de los españoles, quienes
a lo sumo se convirtieron en agentes del
comercio europeo. Pensaron los Reyes,
ante todo y sobre todo, en la misión
providencial que les incumbía: la de
propagar la fe y la civilización en
aquellos nuevos dominios que en
absoluta propiedad y con entera
independencia de todos los demás,
incluso de Castilla, les pertenecían. Es
cierto que los indios fueron objeto de
malos tratos en los primeros tiempos de
la Conquista. ¿Pero lo fueron con
anuencia de los reyes y de sus
representantes como ha ocurrido en
fecha reciente en algunas comarcas de
África explotadas por naciones
cristianas? Evidentemente, no, y es más,
los mismos historiadores españoles de
Indias achacan la muerte de no pocos
conquistadores a un castigo divino de
sus fechorías. «Y así, los que tales
fueron, escribía Cieza de León, pocos
murieron de sus muertes naturales… que
todos los más han muerto
miserablemente y con muertes
desastradas…». Los Reyes,
respondiendo a la misión que les
competía, reprimieron severamente los
abusos y dictaron la admirable
colección de Leyes de Indias. «En las
Leyes de Indias, ha dicho el señor
Perojo, está todo nuestro sistema
colonial y sólo en estas fuentes puede
conocerse cumplidamente. El espíritu
general de estas leyes, desde la primera
hasta la última, es siempre uno y el
mismo: el principio de la civilización.
Los tres primeros fundamentos en que
echa sus raíces sobre el nuevo suelo
para extender después su benéfica
influencia por todas partes, son: la
escuela, el municipio y la iglesia, por
los que va ingiriendo en aquellos
pueblos todas las corrientes de la
civilización. Uno de los primeros
cuidados fue tomar el amparo de los
indígenas contra la rapacidad de unos y
otros y de levantarlos al igual de los
españoles ante Dios y ante los hombres.
Ponen esas leyes barreras
infranqueables a los asaltos contra los
intereses del Estado e igualan la
condición del indio a la del blanco, en
vez de arrojarle de su seno, fundando
razas privilegiadas y razas
desheredadas… Es muy característico
de esas leyes el despego y abandono que
manifiestan a toda clase de intereses
particulares y lo subordinadas que todas
sus determinaciones están al fin superior
y elevado que el Estado se propone
realizar. El objeto constante de la
Corona de Castilla era acelerar, por
todos los medios posibles, la educación
moral e intelectual de los naturales del
Nuevo Mundo. En lugar, pues, de
entregarlos, medio bárbaros aún, a la
merced de la codicia de los
explotadores, tómalos bajo su tutela y
declara nulos e inválidos los contratos
de que puedan haber sido víctimas y
extiende por aquellas comarcas la luz de
la instrucción…»[109].
Paralelamente a la organización
política que comienza con los cabildos y
culmina en los Virreyes, se desarrolla la
organización de la cultura que comienza
en las escuelas de las misiones,
fundadas a raíz casi de la llegada de los
españoles y tiene su manifestación más
elevada y perfecta en las Universidades
de Méjico y Lima, fundadas en 1553 la
primera y en 1551 la segunda y dotadas
por Carlos V de todos los privilegios de
que disfrutaban la Universidad y
estudios de Salamanca. A principios del
siglo XVII había en la Universidad de
Lima cátedras de teología, derecho,
medicina, matemáticas, latín, filosofía y
lengua quichua y se conferían los grados
con extraordinaria pompa, asistiendo a
la ceremonia el virrey rodeado de su
Corte para dar público testimonio del
interés que a la Corona inspiraba aquel
establecimiento de enseñanza. En el
Perú existían, además, la Universidad de
San Antonio Abad del Cuzco, fundada
en 1598 y los colegios de San Felipe y
San Martín, en Lima, y otros en
Arequipa, Trujillo y Guamangua. Antes
de terminar el siglo XVI no solamente se
imprimían y publicaban libros en el
Perú, sino que estaban escritos por
nacidos en el virreinato, como Calancha,
Cárdenas, Sánchez de Viana y Adrián de
Alesio. En Méjico se enseñaba la
Medicina, el Derecho, la Teología, pero
eran los mejicanos algo más tardos que
los peruanos, aunque más constantes en
el esfuerzo. Multiplicáronse los colegios
en aquel virreinato; lo mismo las
autoridades que los particulares, que las
órdenes monásticas, rivalizaban en celo
por la enseñanza y un siglo apenas
después del descubrimiento, ya había
concursos literarios y científicos en la
capital. «Así era cómo revelaba la raza
conquistadora su rudeza, su despotismo
y su empeño en mantener ignorante a la
subyugada América para mejor
explotarla. No creemos que ninguna
nación culta y civilizadora baya hecho
en tan poco tiempo lo que hizo España
en aquellas regiones durante el siglo
XVI, erigiendo edificios y fundando y
dotando escuelas para la enseñanza de
tantas ciencias. Y esto lo hacía mientras
sus guerreros iban avanzando sin tregua
en busca de nuevos territorios que
agregar al imperio español y los
misioneros les acompañaban —si ya no
les precedían en sus exploraciones—
afanosos por convertir nuevas tribus a la
fe cristiana y los naturalistas
organizaban caravanas científicas para
enriquecer con miles de ejemplares,
hasta entonces ignorados, el catálogo de
las plantas científicamente
clasificadas»[110].
Lo que España no hacía en su propia
casa lo hacía en América. ¿Qué decir de
las obras públicas allí ejecutadas como
el desagüe de los lagos que amenazaban
de continuo a la capital de Méjico y que,
según Humboldt, es una de las obras
más estupendas que han realizado los
hombres? ¿Y el camino que podía
recorrerse en carruaje desde Méjico a
Santa Fe, cuya longitud estima Humboldt
mayor que la que tendría la cordillera de
los Alpes si se prolongase sin
interrupción desde Ginebra hasta las
costas del mar Negro? ¿Qué decir de
tantas otras como entonces se
realizaron? «Apenas terminada la
conquista, principió en América, escribe
Gil Gelpí, la construcción de obras
públicas… Si se nos pregunta cuáles
fueron los maestros de ciencias exactas
en América, diremos que los frailes. Si
se nos pregunta quiénes fueron sus
discípulos, contestaremos que los
blancos, los mestizos y los indios. Un
fraile franciscano levantó el grandioso
acueducto de Zempoala; el Canal de
Desagüe estuvo mucho tiempo bajo la
dirección del P. Flórez y de otros
religiosos que dirigieron tan importantes
obras con actividad y acierto. Es muy
probable que los frailes fueran también
consultados para trazar los planos de los
trabajos que se hicieron en las minas de
Zacatecas, Guanajuato, Potosí y
Huancavelíca. Los hombres que
abrieron pozos de sesenta varas de
diámetro y seiscientas de profundidad,
con los sólidos trabajos de mampostería
y con las galerías horizontales que dejan
hoy sorprendidos a los sabios modernos
que las visitan, debían ser hábiles
ingenieros…»[111].
A principios del siglo XIX los
peruanos, que habían estudiado en la
Salamanca de América, en la
Universidad de Lima, sostenían, quizá
con razón, que estaban más adelantados
que los españoles de la península. «En
el Perú, decían, la instrucción es
general, como el talento y la penetración
de sus hijos y el amor al estudio».
En la América española había a
principios del siglo XIX multitud de
sociedades literarias, de academias, de
museos… Las ciencias naturales estaban
allí, sin disputa, más adelantadas que en
Europa. «Cuando las Universidades de
América daban Rectores a las
Universidades de España; cuando de las
colonias españolas salían arzobispos,
obispos, Consejeros de Estado,
embajadores, ministros, virreyes,
generales de mar y tierra, y magistrados
para la metrópoli, y cuando las ciencias
eran más extensamente aplicadas a las
artes en América que en Europa, no se
puede comprender la audacia de los que
declaman contra España y lamentan la
ignorancia y el atraso de los hijos de
América…»[112].
Un escritor inglés hace observar la
diferencia esencial que se observa entre
la América española y la inglesa: la de
que no existe el odio de razas. «Podrán
ser despreciados por débiles, ignorados
como ciudadanos, maltratados y
oprimidos, pero no excitan repulsión
personal. No se les desdeña porque
pertenecen a otra raza, sino por la
inferioridad de sus condiciones. Así es
que los americanos españoles no se
conducen con los indios como los
yanquis, los holandeses y los ingleses.
No hay allí la aversión que se nota en
California y Australia respecto a los
chinos, indios y japoneses. Y añade Mr.
Bryce, de quien traducimos estas
palabras, que quizá se deba esta
diferencia a la que existe entre el
catolicismo y el protestantismo; al hecho
de que el indio en las posesiones
españolas nunca fue legalmente esclavo
y a que los españoles, al llegar a ellas
sin mujeres, consideraron como
legítimos a sus hijos mestizos…»[113].
Nada más exacto.
El día que Inglaterra nos demuestre
que admitió a los indígenas de cualquier
territorio sometido a su imperio al
ejercicio pleno y entero de todos los
derechos de la ciudadanía inglesa, y nos
pruebe que tienen asiento en la Cámara
de los Lores descendientes de antiguos
Reyes desposeídos por ella de sus
Estados, o que envió a una colonia suya
en calidad de virrey al descendiente de
uno de esos reyes, entonces creeremos
en su humanidad y en su justicia;
mientras tanto, creemos en la nuestra.
Los hispano-americanos nos han
combatido en otros tiempos. Ahora ha
cambiado no poco su modo de pensar.
Olvidemos los ataques y recordemos las
alabanzas. «España, España, escribía el
ecuatoriano Juan Montalvo, lo que hay
de puro en nuestra sangre, de noble en
nuestro corazón, de claro en nuestro
entendimiento, de ti lo tenemos, a ti te lo
debemos. El pensar grande, el sentir a lo
animoso, el obrar a lo justo en nosotros,
son de España; y si hay en la sangre de
nuestras venas algunas gotas purpurinas,
son de España. Yo, que adoro a
Jesucristo; yo, que hablo la lengua de
Castilla; yo, que abrigo las afecciones
de mis padres y sigo sus costumbres,
¿cómo la aborreceré?…»[114].
¿Cómo van a aborrecerla? ¿No ha
creado España dieciocho naciones que
hablan su lengua y profesan su religión?
¿Qué nación puede enorgullecerse de
algo semejante?
XV
LA ESPAÑA DE LOS
SIGLOS XVIII Y
XIX: ¿HA SIDO
ESTÉRIL LA
LABOR DE
ESPAÑA?
¿Cuándo empieza la decadencia de
España? ¿Se inician al mismo tiempo la
decadencia política y la decadencia
intelectual? ¿Se extingue por completo
la influencia de España con la
decadencia política?
Difícil es contestar a estas
preguntas.
Acerca de cuándo se inicia la
decadencia política de España y de las
causas que la ocasionaron no han podido
ponerse de acuerdo los autores.
¿Empezó ya a fines del reinado de
Carlos V, como algunos pretenden, o en
el reinado de Felipe II, en el de Felipe
III o en el de Felipe IV? Sólo sabemos
que el mayor esplendor político de
España coincide con la primera mitad
del reinado de Felipe II, con las batallas
de Lepanto y de San Quintín; sabemos
también que el reinado de Felipe III, a
pesar de todos los pesares, no trajo
consigo mengua alguna territorial, sino,
por el contrario, nuevos
acrecentamientos y que fue su
característica el deseo de estar en paz
con las demás naciones; finalmente,
sabemos que cuando se escriba la
Historia de Felipe IV y se conozca en
todos sus detalles la lucha sostenida por
el Conde Duque de Olivares con el
Cardenal de Richelieu, cambiará,
forzosamente, el concepto que tenemos
de esta época y nos parecerá imposible
que pudiera España defenderse contra
tantos enemigos durante tanto tiempo con
solos, poco más o menos, los recursos
de Castilla, la más pobre y esquilmada
de las regiones peninsulares. Pero ¿a
qué obedeció nuestra decadencia? ¿Fue
obra de los hombres o producto de las
circunstancias? ¿Se derivó del fanatismo
religioso, como algunos dicen, o de
nuestra incapacidad para el trabajo
reproductivo? Aventurado seria otorgar
la primacía a ninguna de estas causas,
tan problemáticas algunas. Don Juan
Valera, con el cual coincidimos en no
pocas apreciaciones, decía en su
Discurso de contestación al de Núñez de
Arce en la Academia españolar «¿Qué
causa hubo para que tanta fecundidad,
tanta exuberancia, tanta virtud
especulativa, tanta vida del alma se
secase de súbito y hasta se olvidase,
viniendo a caer España en un marasmo
intelectual mental, en una sequedad y
esterilidad de pensamiento o en
extravíos bajos y ridículos, de todo lo
cual no salimos sino para seguir
humildemente a los extranjeros, como
satélites sin espontaneidad, como
admiradores ciegos y como imitadores
casi serviles?». Y contestaba que no
fueron la tiranía de los Reyes de la Casa
de Austria, ni su mal gobierno, ni las
crueldades de la Inquisición las
causantes de nuestra decadencia, sino
algo más hondo: una epidemia que
inficionó a la mayoría de la nación, una
fiebre de orgullo, un delirio de soberbia.
«Nos creímos el nuevo pueblo de Dios;
confundimos la religión con el egoísmo
patriótico; nos propusimos el dominio
universal, sirviéndonos la cruz de
enseña o lábaro para alcanzar el
imperio. El gran movimiento de que ha
nacido la ciencia y la civilización
moderna y al cual dio España el primer
impulsó, pasó sin que lo notásemos,
merced al desdén ignorante y al
engreimiento fanático y cuando en el
siglo XVIII despertamos de nuestros
ensueños de ambición, nos encontramos
muy atrás de la Europa, sin poder
alcanzarla y obligados a seguirla como a
remolque…». Algo hay de cierto en
estas palabras, pero no creemos que
pueda afirmarse que los españoles
aspiraron nunca al dominio universal.
Esto del dominio universal es una frase
muy socorrida que lo mismo en el siglo
XVII que en éste en que nos hallamos, se
emplea para concitar contra un pueblo
determinado la animosidad de los
demás. La emplearon los franceses y los
ingleses contra nosotros en el siglo XVI;
la emplearon más tarde los ingleses y
los holandeses contra Luis XIV; volvió a
surgir el concepto en el siglo XIX contra
Napoleón; se ha dicho después de
Inglaterra; se dice ahora de Alemania.
Lo que los españoles, mejor dicho, sus
monarcas deseaban era el triunfo de una
idea: el triunfo de la idea católica sobre
la idea protestante, o si queremos
expresarnos con arreglo a los moldes
novísimos, el triunfo del concepto
católico de la vida, concepto
eminentemente espiritualista, sobre el
concepto protestante de la vida
materialista y utilitario. Por eso entre las
aspiraciones políticas de un Felipe II y
las de un Napoleón, lo mismo que entre
el imperio español del siglo XVI y el
imperio británico de nuestros días,
media un abismo. Jamás pensó Felipe II
en convertir los países en departamentos
españoles ni en imponerles las leyes de
Castilla. Su único propósito era
apartarlos de algo que en aquellos
tiempos se estimaba criminal: la herejía.
Y así también nuestro objeto al
descubrir tierras y al civilizarlas era
exclusivamente espiritual, pues lo de los
tesoros de las Indias se ha demostrado
que es una leyenda[115]. Nuestra
finalidad no era el territorio, sino la
difusión de aquellos principios de
cultura que creíamos superiores, al
contrario de los ingleses, cuya finalidad
ha sido y es exclusivamente el comercio.
Cambió el modo de ser de las cosas; se
debilitaron los ideales espirituales y se
robustecieron los materiales, y caímos
lentamente nosotros porque ni entonces
ni ahora otorgamos la primacía a los
últimos. Por otra parte, no se debió
tampoco nuestra decadencia económica
a que no hayamos sido ni seamos
industriosos. Un alemán, Conrado
Haebler, sugiere la hipótesis de que la
decadencia de nuestra industria se debió
no tanto a las leyes comerciales
equivocadas como a las exacciones del
fisco. Nosotros vamos más lejos aún.
Estudiando la sociedad española de los
siglos XVI y XVII vemos cómo influye el
factor económico en la evolución de las
clases sociales y cómo es un error craso
el atribuir al fanatismo religioso o a la
pereza la decadencia de las artes y del
comercio y el furor nobiliario de que
aparecen poseídos los españoles. En
otro libro decíamos: «A poco que nos
fijemos en la constitución de aquella
sociedad veremos que los españoles se
dividían en dos clases perfectamente
separadas: españoles que, por su
nacimiento o por sus propios méritos —
dando a esta palabra el sentido más
amplio posible— estaban exentos del
pago de determinadas contribuciones y
disfrutaban de numerosas preeminencias
y españoles que, también por su
nacimiento, estaban obligados a
sobrellevar el peso de los tributos sin
disfrutar privilegio alguno. La
introducción de los impuestos indirectos
modificó en cierto modo, la situación de
la nobleza haciéndola participar, quieras
que no, en las cargas del Estado, pero,
en cambio, empeoró extraordinariamente
la del pueblo, que, sometido ya a las
contribuciones directas, se vio en la
necesidad de pagar también las
indirectas. Este estado de cosas influyó
poderosamente en la sociedad
española… Los españoles para vivir
tenían que ser letrados, frailes o
emigrantes…»[116]. Y téngase en cuenta
que esta situación la padecía
principalmente Castilla. «Para toda esta
gran máquina de la Monarquía, decía el
marqués de los Vélez a Carlos II en
1687, no le han quedado a V. M. más que
las rentas que contribuyen estas
provincias de Castilla…». Un año
después, el mismo ministro añadía que
«era inexcusable que las demás las
ayuden proporcionadamente al estado y
posibilidad de cada reino…». ¿Qué
quiere decir esto? Quiere decir que no
fue España la que sostuvo las guerras, ni
realizó las magnas empresas, sino
Castilla. Aragón y Cataluña se
excusaban cuanto podían de contribuir a
los gastos de la política española y lo
que asombra es que ésta pudiera
sostenerse con tan menguados recursos.
Fue, pues, nuestra decadencia de origen
principalmente económico y procedía
también de la falta de unidad que se
notaba entre los diversos reinos de la
península. Nuestra unidad, ya lo hemos
indicado, fue ante todo espiritual; jamás
se hizo extensiva, ni ahora tampoco, a
otros extremos que se consideren
importantes y decisivos y lo son en
realidad.
En cuanto a nuestra decadencia
literaria y científica es harto difícil
precisar sus comienzos. La época en que
nuestra decadencia política se
manifiesta clara y patente, es, por el
contrario, la época en que nuestras letras
llegan a un esplendor que ha merecido el
nombre de Edad de oro, y a pesar de la
postración a que llegó España en
tiempos de Carlos II, en ellos vivieron
Solis, el historiador; Calderón, que
escribió sus últimas obras por entonces;
Bances Candamo, su discípulo; Nicolás
Antonio, el erudito insigne; el Marqués
de Mondéjar, que inició una nueva
escuela histórica; matemáticos como
Hugo de Omerique, celebrado por New
ton, y jurisconsultos como Ramos del
Manzano. Y es que no hay decadencias
absolutas y completas, ni se extingue la
actividad de los pueblos como la luz de
una bujía. Lo que sí deja de haber desde
entonces es política española. El
advenimiento de los Borbones señala en
este punto un cambio radical. Ya España
no defiende ningún ideal; harto hacen
con defender sus posesiones y ni el
Tratado de Utrecht, en el cual no
tuvimos participación, ni el Pacto de
familia que sólo a intereses particulares
respondía y fue para nosotros un
semillero de disgustos y de desastres, ni
ninguna de las alianzas que hicimos con
otras naciones eran producto de una
política definida. Si a partir de Felipe II
nuestra conducta se inspiró únicamente
en la tradición, a partir de Felipe V
fuimos meros satélites de Francia.
Satélites hasta el punto de que, como
dice Farinelli, «ninguna nación trató
probablemente como España, con más
descuido a sus grandes poetas, a sus
profundos pensadores». En efecto, es
verdaderamente lastimoso ver cómo
pensaban los españoles del siglo XVIII
de sus grandes escritores del siglo XVI y
XVII y cómo dejaban, sin vergüenza
alguna, que los extranjeros explotasen
sus tesoros literarios nacionales… Si
nuestros clásicos no cayeron entonces en
el olvido y el desprecio más completo,
no fue ciertamente porque nosotros lo
evitásemos, pues la cáfila de galicistas
los desdeñaba altamente. El único autor
que se salvó de aquel naufragio literario
fue Cervantes, y para eso lo salvó
Montesquieu al burlarse de nosotros.
«La injusta crueldad con que las
naciones referidas denigraban todo lo
demás de España, daba mayor precio y
fuerza al panegírico de Cervantes,
haciendo de él una excepción rarísima:
el Píndaro de esta Beocia. Como se
negaba que hubiésemos tenido filósofos,
sabios y grandes humanistas, y al propio
tiempo se afirmaba que Cervantes era un
genio, muchos críticos españoles, que
con harta humildad creían la primera
afirmación, quisieron subsanarnos del
daño deduciendo de la segunda que en
Cervantes estaban compendiadas todas
las ciencias, todas las humanidades y
toda la filosofía…»[117]. Mientras en
España se menospreciaba de este modo
la labor literaria y científica de los dos
siglos precedentes y se decían simplezas
de todo género, en el extranjero, por el
contrario, se explotaban nuestros
clásicos. Le Sage, en Francia, traduce y
utiliza a nuestros novelistas del siglo
XVII en su Gil Blas y en su Diablo
cojuelo y gracias a estas obras, que en
todos los países se imitan, la literatura
española torna a influir sobre la
extranjera. En Italia retoña de nuevo, a
fines del siglo XVIII, el drama español,
con Carlos Gozzi y su teatro veneciano-
español. En Alemania, los hermanos
Schlegel revelan al público germánico
las bellezas del teatro español,
secundados por Lessing y por otros
muchos escritores, precursores del
Romanticismo. Y esto es lo más saliente,
porque hay otros aspectos más
pequeños, por decirlo así, de nuestra
influencia, como es la de Gracián, en
Francia y en Alemania; la de Lope,
sobre Metastasio, en Italia; la de los
jesuitas españoles refugiados en Roma
sobre los escritores y críticos italianos
de la época; la del teatro español sobre
el mismo Le Sage y sobre Linguet y
Perron, cuyas colecciones de dramas y
comedias llevaron a Alemania las
primeras noticias de nuestro gran teatro
del siglo XVII. Pero no todo son sombras
para España. Mientras los intelectuales
del siglo XVIII se afanan por imitar a los
pseudo clásicos franceses, prototipo de
la elegancia y de la belleza según ellos,
no faltan españoles que trabajan en el
silencio de las bibliotecas y de los
archivos, prosiguiendo, olvidados, la
obra del marqués de Mondéjar y de
Nicolás Antonio. «La erudición, ha
dicho Menéndez Pelayo, es nota
característica del siglo XVIII; el nervio
de nuestra cultura allí está, no en los
géneros literarios venidos a tanta
postración en aquella centuria. Ningún
tiempo presenta tal número de
trabajadores desinteresados. Algunos de
ellos sucumben bajo el peso de la obra,
pero legan a la olvidadiza patria
colecciones enormes de documentos,
bibliotecas enteras de disertaciones y
memorias para que otros las exploten y
logren con mínima fatiga, crédito de
historiadores». Sarmiento, Burriel,
Velázquez, Floranes, Abad y la Sierra,
Vargas Ponce y tantos otros, se resignan
a ser escritores inéditos, sin que por eso
se entibie su vocación en lo más
mínimo. La documentación historial se
recoge sobre el terreno, penetrando en
los archivos más vírgenes y recónditos;
los viajes de exploración científica se
suceden desde el reinado de Fernando
VI hasta el de Carlos IV; la Academia de
la Historia centraliza el movimiento y
recoge y salva, con el concurso de
todos, una gran parte de la riqueza
diplomática y epigráfica de España. En
efecto, ¿cómo no recordar los nombres
de Mariana, Capmany, Asso, Sempere,
Larruga, Ponz, Llaguno, Jovellanos,
Cean, Bosarte, Velázquez, Pérez Bayer,
Flórez, Conde de Lumiares, Hervás,
Bastero, Sánchez, Barcia, Ulloa, Vargas
Ponce, Navarrete, Cavanilles, Ferreras,
los PP. Mohedanos, Salazar y Castro, y
tantos otros, gracias a cuyo modesto,
laboriosísimo trabajo, comenzaron a
depurarse las fuentes narrativas y
legales, se reimprimieron algunas de
nuestras crónicas, se formaron las
primeras colecciones de fueros, cartas
pueblas y cuadernos de Cortes, se
estudió nuestra historia económica, se
investigó la arqueología artística y la
numismática, se echaron las bases de la
filología moderna y de la filología
provenzal, se publicó por primera vez
en Europa un cantar de gesta, se hicieron
descubrimientos y se llevaron a cabo
exploraciones? El P. Flórez, con su
España Sagrada, llevó a alto grado la
depuración de nuestra historia
eclesiástica. Mayans dio muestras de su
inmenso talento critico y el jesuita
Masdeu hizo gala de su erudición en la
Historia crítica. Sin hablar ya de la serie
de jesuitas emigrados a Italia y que allí
escribieron gran cantidad de obras
sabias, bastantes en defensa de la patria
que los expulsó, ahí están las obras de
Burriel, del P, Juan Andrés, autor de una
Enciclopedia literaria, del P. Faustino
Arévalo, editor de San Isidoro y de
Juvenco y de tantos otros. Por lo tanto,
si desde el punto de vista meramente
literario se puede hablar de decadencia
a pesar de Iriarte, de Samaniego, de
Meléndez, de los Moratines y de algunos
más, es imposible aplicar a nuestro siglo
XVIII esta palabra desde el punto de
vista científico, contando con figuras
como las del P. Flórez, la de Hervás y
Panduro, catalogador admirable de las
lenguas, la del P. Feijóo, que deshizo
tanta patraña y tanto embuste y la de don
Gaspar Melchor de Jovellanos, poeta y
jurisconsulto, dramaturgo y crítico de
arte, político y pedagogo[118].
A principios del siglo XIX un suceso
político de enorme trascendencia llamó
nuevamente la atención de Europa sobre
las cosas de España: la guerra contra
Napoleón. La resistencia de los
españoles y su heroico proceder ante el
caudillo francés ejercen enorme
influencia. En Alemania esta influencia
fue decisiva. Una obra olvidada de
Cervantes, La Numancia, adquiere en
los Estados alemanes una importancia
de primer orden. Fichte escribió su
primera Carta a la Nación alemana al
salir de una representación de La
Numancia, y las heroicas luchas de los
tiroleses y las derrotas napoleónicas en
Alemania tienen su antecedente en la
península ibérica. En Inglaterra y en
Alemania la conducta de los españoles
despierta unánimes simpatías, y hace
que cunda el movimiento hispanófilo
iniciado por Schlegel y por Lessing, por
Byron y por Holland. Así como la
Constitución española en 1812 sirve de
modelo a los portugueses, a Tos
napolitanos y a otros Estados de Italia,
de igual modo los antiguos autores
españoles, Calderón singularmente, son
los causantes de la gran Revolución
literaria. No fue ciertamente una España
verdadera la que salió retratada en las
obras de los románticos, pero a ella
volvían los ojos los de fuera en busca de
inspiración. Y después del reinado de
Fernando VII, triste por sus recuerdos,
pero que tuvo en el extranjero períodos
tan semejantes como el Terror blanco en
Francia y las famosas leyes de
Castlereagh en Inglaterra, resurge bajo
el reinado de Isabel II la actividad
literaria y científica. ¿Podrá llamarse
época de decadencia a la de nuestros
románticos Hartzenbusch, Zorrilla, el
duque de Rivas, García Gutiérrez y
tantos otros? ¿A la de poetas como
Quintana, como Núñez de Arce y como
Campoamor? ¿A la de prosistas como
Valera y eruditos como Menéndez
Pelayo? ¿A la de pintores como
Madrazo y como Fortuny?
Pero se dirá ¿qué valen estos
nombres, si durante el siglo XIX hemos
acabado de perderlo todo, si ya no
ondea en América ni en Asia el pabellón
bajo el cual se efectuó en pasados
tiempos la conquista y la colonización
de aquellos territorios y si en Europa
somos un factor insignificante y casi
despreciable? Reflexionemos un
momento.
¿Persiguió España ideales
materiales o ideales que nada tenían que
ver con el comercio, con la industria,
con la dominación por la dominación
misma? No; España no persiguió les
mismos ideales que sus antiguos
adversarios. España, y ese es su pecado
a los ojos de los que, como Sancho,
gritan viva quien vence, persiguió una
idea, idea generosa y civilizadora, idea
de igualdad y de justicia donde las haya,
idea propia de la nación que tenía del
derecho y de la igualdad el sublime
concepto que se lee en las Partidas y que
no necesitaba corlar cabezas, como los
revolucionarios franceses del
siglo XVIII, para hacer que arraigase en
las conciencias de sus hijos. No, no lo
hemos perdido todo. Nuestros ideales de
otros tiempos ahí están vencedores. «En
un principio, dice Macaulay, pareció
que las probabilidades del triunfo se
inclinaban a favor del protestantismo,
pero la Iglesia de Roma concluyó por
arrebatárselo, venciendo en todas
partes, y medio siglo después, la vemos
triunfante, así en Francia como en
Bélgica, en Baviera como en Bohemia,
en Austria y Hungría como en Polonia,
sin que haya logrado el protestantismo,
en el curso de los dos últimos siglos,
reconquistar una pulgada de los
centenares de leguas que perdió
entonces»[119].
Este era uno de los ideales
españoles.
Y si de este triunfo, que lo es hoy
mucho mayor que en los años en que
escribía estas palabras el ilustre
ensayista, si de este triunfo de lo que fue
en otros tiempos ideal de los españoles
y espíritu que informó sus más altas
empresas, pasamos a América, ¿qué
hemos perdido allí? ¿La soberanía
política? Eso es lo único, lo demás es
nuestro. ¿Acaso no podemos sentir
orgullo ante los países que hoy la
forman y que han recibido de nosotros la
sangre, la religión, la lengua, el carácter
y hasta los defectos? Bolivar y San
Martín, ¿quiénes eran? ¿Eran franceses o
ingleses o descendía el primero de
antigua familia vascongada y había
vertido el segundo su sangre por España
en la guerra de la Independencia? ¿No
fueron ambos españoles basta en su
rebeldía? No serán nuestras,
políticamente hablando, aquellas
comarcas, pero lo son por el espíritu y
lo serán cada día más y a la raza
anglosajona, calculadora, egoísta y fría,
se opondrá y se opone ya en América, la
tierra del porvenir, lo mismo que en otro
tiempo se opuso en Europa, un valladar
levantado por España. Lo habremos
perdido todo desde el punto de vista
material, pero desde el punto de vista
del espíritu no hemos perdido nada y
cuando en el viejo solar la raza agotada
por el pesimismo de sus regeneradores,
desnacionalizada a fuerza de serviles
imitaciones de lo extraño, desfallezca,
¿no resurgirá acaso bajo otros cielos y
en otros climas? Ya lo dijo Havelock
Ellis: «España ha llegado a una edad en
que se contentan con pedir y
recompensar trabajos industriales y
empresas comerciales para las cuales se
necesitan iniciativas menos brillantes
que las que ella tuvo… No sentimos el
menor deseo de verla poniendo a
contribución sus energías para competir
en escala inferior con Inglaterra y con
Alemania… Esperamos que el porvenir
le reserve un papel tan valioso como el
que representó antaño ante los
problemas del mundo físico…
Conservando y aplicando sus viejos
ideales, España otorgará al mundo
nuevos presentes del espíritu…». Y ya
ha empezado a realizarse esta esperanza
de Havelock Ellis. En medio de la
tremenda lucha que sostiene Europa,
vuélvense ya a España las miradas de
muchos. Para muchos el consuelo y la
tranquilidad han venido de España. Y es
que unos pueblos sirven para el
comercio y otros para la industria, y
otros para reducir a moneda contante y
sonante sus empresas, y otros para
disfrazar sus aspiraciones más egoístas
bajo el augusto velo de la libertad y de
la justicia y el nuestro sólo sirve para
defender inverosímiles ideales y para
acometer empresas que, aun hablando
solamente al corazón y a la fantasía,
dejan huella profunda y duradera en la
historia de la humanidad.
LIBRO SEGUNDO:
LA ESPAÑA
NOVELESCA Y
FANTÁSTICA
ESTUDIO ACERCA DE
LA PSICOLOGIA DEL
PUEBLO ESPAÑOL
JUZGADA POR LOS
EXTRANJEROS
«Retráteme el que quisiere,
dijo Don Quijote, pero no me
maltrate, que muchas veces
suele caerse la paciencia
cuando la cargan de
injurias…».
QUIJOTE, Parte segunda, Cap.
LIX.
I
LA
DEFORMACIÓN
DEL TIPO
ESPAÑOL
El pueblo que había hecho tan
grandes cosas durante el siglo XVI y que,
en los siglos siguientes, se limitó a
defender con más o menos fortuna sus
derechos, comenzó a ser objeto, por
parte de sus adversarios, de una
verdadera campaña de difamación. A
decir verdad, mucho antes de que ésta
adquiriese carácter sistemático y hasta
científico, los españoles habían sido
tema de lucubraciones poco favorables.
Nuestro modo de ser contrastaba de tal
manera con el de los extraños que
resultaba para ellos un enigma. A partir
del siglo XVI, el odio y la envidia unidos
a esa incomprensión de nuestro carácter,
deforman por completo el tipo nacional.
¿Cómo se llevó a cabo esta
deformación? Eso es lo que vamos a
indicar en esta parte de nuestro estudio.
El abate de Vayrac, que publicó en
los primeros años del siglo XVIII un
libro acerca de España[120], dice en el
prólogo que la mayoría de los viajeros
extranjeros se habían dejado llevar de
tal manera de su inclinación a denigrar a
los españoles, pintándolos como
misántropos y no como hombres cultos,
que tuvo que hacer un gran esfuerzo para
visitar un país cuyos habitantes «no
parecían estar hechos a semejanza de los
demás hombres». A fines del mismo
siglo, otro viajero, M. Margarot, se
lamentaba del escaso trabajo que se
tomaban los extranjeros que venían a
España, prescindiendo hasta de
aprender el idioma, siendo éste tan
necesario para poder darse cuenta de las
cosas, por lo cual, salían de la península
con los mismos prejuicios que entraron
en ella. A fines del siglo XIX, una
americana, Miss Nixon, escribía[121]:
«Es moda considerar a los españoles
como monstruos, como sepulcros
blanqueados, o como lobos voraces.
Nosotros hemos ido, sin embargo, desde
Gibraltar hasta Francia y sólo hemos
encontrado amabilidad y cortesía. El
país es maravilloso y me hizo el efecto
de que los españoles habían descubierto
para mí un nuevo mundo como Colón».
Como vemos, el concepto referente a
la imposibilidad de viajar por España y
al carácter adusto, sombrío e intratable
de los españoles no se ha modificado
gran cosa en el transcurso de los siglos y
los extranjeros llegan a nuestra Patria,
temerosos de que les achicharremos en
alguna hoguera inquisitorial, o de que
les mostremos, de alguna manera
desagradable, el fondo de crueldad que
creen propio de nuestro carácter.
La Bibliografía de Viajes por
España, publicada por M. Foulché
Delbosc; las Adiciones y observaciones
hechas a la misma por el señor Farinelli;
los apuntes del señor Altamira acerca
del particular, los viajes traducidos y
anotados por el señor Fabié y algunos
otros trabajos de erudición, permiten
suponer, esto, no obstante, que pasan del
millar los relatos de Viajes por España
que han visto la luz pública en el
extranjero, desde los tiempos en que los
peregrinos de Santiago de Compostela
contaban sus ingenuas impresiones,
hasta los recientísimos en que las notas
se toman cómodamente en la mesita de
un vagón Pullman. De este millar de
relatos, escritos por franceses, ingleses,
alemanes, belgas, italianos, ciudadanos
de la libre América y súbditos del
imperio de los Zares, no llegarán a
ciento los que revelen deseo de
enterarse de nuestra especialísima
psicología, de conocer nuestra historia,
ni mucho menos de interpretarla con
buen juicio. Los demás son ridículas
manifestaciones de una fantasía pueril,
muestras revelantes de supina ignorancia
y pruebas manifiestas de odio y de mala
voluntad. «Un viaje de dos meses, dice
Farinelli, basta y aún sobra a algunos de
nuestros hermanos transpirenaicos para
escribir quinientas páginas de recuerdos
de España, para juntar en libros
improvisados sus impresiones
personales, los apuntes tomados de
libros y folletos sobre literatura y arte y
costumbres españolas, y para juzgar con
gran serenidad, con destreza y tino
admirables, de hombres y cosas, del
pasado, del presente y del porvenir. Por
lo común repiten los disparates antiguos,
ya mil veces y hasta el cansancio
repetidos. Detrás de frases brillantes
descubren una ignorancia estupenda de
todo lo que es verdaderamente
característico de España»[122].
Vamos a comprobar la verdad de
estas palabras.
II
RELATOS
ANTIGUOS
El juicio más antiguo y más adverso
que conocemos acerca de los españoles
es el de Cicerón. El insigne orador
romano opinaba que los españoles de la
Celtiberia eran más odiosos que los
cartagineses. A los españoles que no
eran celtíberos, los tenía por salvajes.
En sus discursos trataba muy mal a los
naturales de España y en sus obras
filosóficas se exalta al hablar de
ellos[123].
Después de tan ilustre y antiguo
ejemplo, vengamos a otros más
recientes.
Las primeras noticias que pudo tener
Europa de nosotros proceden, a no
dudarlo, de dos fuentes distintas y
diversas: de los peregrinos que acudían
en los siglos medios a Santiago de
Compostela y de los aficionados al
cultivo de las artes mágicas que de
luengas tierras venían a las escuelas
toledanas. El primer Itinerario de
peregrino que se conoce es el de
Aimeric Picaud, extractado por el P. Fita
y al cual hace referencia M. Morel Fatio
en sus Estudios sobre España. Este
peregrino, que atravesó la parte
septentrional de la península en el siglo
XII, escribió después, que los vascos
cuando comen parecen cochinos y
cuando hablan parecen perros que
ladran. Esta es una de las noticias que
contiene el Itinerario. De los aspirantes
a astrólogos que iban a estudiar a
Toledo no se ha conservado ningún
relato y es lástima. Estos comienzan
mucho después y se deben a aventureros
alemanes, bohemios y franceses y sobre
todo a los embajadores italianos. En el
siglo XV nos visitan Georg von Ehringen
(1457), y el bohemio León de Rosmithai
(1466). Este último recorre Castilla en
el reinado de Enrique IV y se asombra
de la inmoralidad de Olmedo,
residencia de la Corte[124]. Dos años
después en 1468, un francés, Roberto
Gaguin, bibliotecario de Carlos VIII.
escribe a sus amigos haciendo molestas
comparaciones entre su patria y la
nuestra[125]. Vienen después Eustache de
la Fosse y el polaco Nicolás de
Popielovo que dice que los gallegos son
groseros, los portugueses lo mismo, y
los habitantes de Andalucía mucho más,
«porque viviendo como los brutos
sarracenos, en mucha parte siguen sus
costumbres». Y, por si esto es poco,
para desacreditar a un país, añade
Popielovo que en Galicia, Portugal,
Andalucía, Vizcaya y otras partes, el
bello sexo era tan relajado de
costumbres, que rara vez se hallaba a
una joven adornada de virtudes[126]. En
el siglo XVI son muchos los extranjeros
que vienen a España y la recorren,
escribiendo después acerca de las
impresiones que experimentaron. Entre
ellos merecen particular mención los
embajadores de la Señoría de Venecia,
cuyas descripciones del imperio
español, cortadas todas por un mismo
patrón, ofrecen gran interés desde el
punto de vista político. Sin embargo, sus
juicios acerca de nosotros distan no
poco de ser favorables. Guicciardini,
embajador de Florencia en la Corte de
Carlos V censuraba acremente el
carácter y las costumbres de los
españoles. «Son hombres sutiles y
astutos, dice, pero no se distinguen en
ningún arte mecánico ni liberal; no se
dedican al comercio, considerándolo
vergonzoso; todos tienen en la cabeza
ciertos humos de hidalgo; la pobreza es
grande; son muy avaros, muy dispuestos
al robo, nada aficionados a las letras, y
en apariencia religiosos, pero no en la
realidad»[127]. El veneciano Navajero
pondera algunos años después en la
Relación de su embajada la falta de
habitantes padecida por España y las
necesidades que sufrían al viajar por
ella los que no tenían la prudencia de
proveerse de lo necesario. Estas
ponderaciones son frecuentes en las
Relaciones venecianas. «España es
mayor que Francia, decía Juan Francisco
Morosini, pero no es tan fértil ni tan
llena de gente, de donde resulta que
muchas tierras quedan sin labrar, amén
de las no pocas que son montañosas y
estériles. Produce, sin embargo, lo
bastante para sus necesidades…».
«España es estéril, escribía Federico
Cornaro, por la aridez del suelo, por los
vientos, por el calor excesivo y seco,
pues fuera de algunas provincias que
baña el mar, en lo interior del país no se
encuentra una casa por espacio de
jornadas enteras y los campos aparecen
abandonados e incultos». «El país, dice
Giovanni Cornaro, causa la impresión
de los desiertos de la Libia o de los
inmensos campos africanos». Por regla
general, insisten los venecianos en el
desprecio que los españoles sentían por
la industria y el comercio, considerados
como oficios viles y en la monomanía de
grandezas que padecían chicos y
grandes. Estos relatos, traducidos al
francés y al inglés[128] contribuyeron
poderosamente a crear una imagen
fantástica de España y de los españoles,
pues aun teniendo bastantes cosas
ciertas contenían también bastantes
exageraciones. Por ejemplo, Morosini
escribía: «Los españoles son tan
descuidados en cultivar la tierra y tan
torpes en las artes mecánicas que lo que
en otras partes se haría en un mes, no lo
hacen ellos en cuatro y viven en casas
tan mal construidas que apenas duran lo
que el que las mandó hacer. En cambio,
en el ejercicio de las armas son
admirables, siendo pacientes en la
desgracia, amorosos entre sí, muy
astutos en las estratagemas, prontos al
combate y muy unidos, de suerte que se
han hecho formidables en el
mundo»[129]. «Este país, añadía, está
poblado por hombres en su mayor parte
de pequeña estatura, morenos, de
carácter altivo allí donde son
superiores, pero que saben echar mano
de la humildad donde resultan
inferiores. Son poco aptos para toda
clase de artes mecánicas… Son los
españoles, por lo general, o muy ricos o
muy pobres… Los grandes son
ignorantes y orgullosos y se burlan de
los estudios y del comercio, teniendo
ambas profesiones por indignas de un
caballero».
En cambio, otro veneciano,
Leonardo Donato, que había estado en
España años antes que Morosini, en
1573, decía en su Relación: «Feliz éxito
consigue esta Nación española fuera de
casa, porque amén de aptitud que tiene
para las cosas de la guerra, es capaz en
todo género de disciplinas y, sobre todo,
obediente a sus jefes y pacífica en el
interior. Por lo cual, añade, carece de
ese gran vicio de la intolerancia, que
hoy tanto abunda en la valerosa nación
italiana. Aguántanse los españoles unos
a otros, y disimulando sus
imperfecciones, mantienen su
reputación».
En efecto, parece que en este tiempo,
los españoles, tan luego salían de las
fronteras de su patria e iban a luchar por
los intereses de ésta a Italia o a Flandes,
demostraban gran unidad de
pensamiento y eran todos tan altivos y
orgullosos que no parecía sino que la
gloria y esplendor de la Casa de Austria
se reflejaba en todos y cada uno de
ellos, al convertirlos en paladines de la
causa defendida por sus Reyes y en
propagandistas de la grandeza española.
Un factor nuevo surge entonces y
adquiere importancia extraordinaria.
Este factor nuevo es lo que pudiéramos
llamar España fuera de España. No son
los extranjeros los que vienen a vernos y
luego nos caricaturizan, sino nosotros
los que salimos de España y nos
paseamos por Francia e Italia,
imponiendo nuestras costumbres, y
haciendo alarde de nuestro poder. Por
desgracia, los extranjeros, obligados a
soportar las insolencias de los
españoles, no podían ver en nuestros
soldados más que la parte molesta y
ridícula, y, aun cuando se amoldaban a
sus hábitos y hasta adoptaban su
lenguaje, les odiaban cordialmente. De
entonces es el tipo del capitán Spavento,
creado por los italianos y el del español
soberbio y espadachín pintado en la
Saiyre Mennipée. No podían hablar bien
de nosotros, puesto que París a cada
paso se veía amenazado por huestes de
españoles, walones y alemanes a sueldo
del Rey de España. Este tipo se
transmite a Inglaterra y aparece en el
Ensign Pistol de Enrique V y en los
Love labour lost de Shakespeare bajo el
nombre del español Don Adriano de
Armado, caricatura, según Martín Hume,
de Antonio Pérez y Callot los retrata con
el puño en el costado, las botas
desaforadamente acampanadas, las golas
enormes, requebrando en alambicados
conceptos a las damas y desafiando a
los hombres. Se conserva este tipo
legendario y se olvida el de nuestros
escritores imitados, el de nuestros
médicos famosos y el de nuestros graves
doctores que enseñaban en la Sorbona y
en Oxford, en Pavía y en Bolonia.
Por aquellos tiempos, viene a
España un francés, Chapelain, traductor
del Guzmán de Alfarache, y escribe
luego que los españoles no gustaban de
las letras y que era milagroso que de
entre mil de ellos saliese uno que fuese
sabio[130]. Para un Brantôme, que
abandonaba la tranquilidad de su casa
por tal de ver pasar a los soldados
españoles que iban a Flandes, tan
galanes que cada uno de ellos parecía un
caballero, o para un Scoto, autor de la
Hispania illustrata, había una docena
de Chapelains imitadores, traductores y
difamadores nuestros. A fines del
siglo XVI nos habían visitado, entre
otros, Tron y Lippomani (1581), Jean
Sarrazin (1598), Sassetti (1588),
Ragona (1583), Wingfield (1589),
Johann von Leublfing (1599), y Jacob
Cuelois (1599)[131]. En el siglo XVII
abundan todavía más los viajeros de
otras tierras amigos de contar sus
impresiones al regreso. En 1604 nos
honra con su visita Barthelemy Joly; en
1628, M. de Monconys, que aplicaba a
los agentes del alcalde de sacas de
Fuenterrabía duros calificativos y
aconsejaba que para librarse de ellos se
les diera un real de a ocho[132]; en 1621
habla de nosotros M. de Bassompierre
en la Relación de su embajada[133]; en
1609, un inglés, Wadsworth, escribe el
Peregrino español[134]; en 1612, es otro
francés, M. de Fontenay-Mareuil[135]; en
1623, es Howell quien nos retrata[136];
en 1633, el alemán Welsch escribe su
viaje[137]; y en 1652, su compatriota,
Jacob Josten, hace lo propio[138]. Antes
habían estado en España el inglés
Lithgow[139] y el médico alemán
Sperling[140]. Más famosos son los
relatos del consejero francés
Bertaut[141], que habló en Madrid con
Don Pedro Calderón de la Barca y le
halló algo ignorante de las reglas más
elementales del arte dramático; el del
holandés Van Aarsen, que aseguraba que
las guarniciones de las plazas españolas
se reclutaban entre los mendigos[142]; el
de Gregorio Letti, uno de los
historiadores más embusteros de que se
tiene noticia, que llamaba a los
españoles falsos, insolventes,
envidiosos, dados al robo y a la rapiña,
cobardes, incapaces de batirse como no
fuera cincuenta contra uno, y tan avaros
que se contentaban con un pedazo de pan
y unas hierbas mal aderezadas[143]; el de
Camilo Borghese, que ponderaba la
suciedad de la Villa y Corte, y decía que
hizo bien la naturaleza en criar cosas
que oliesen agradablemente, pues de
otro modo no se podría vivir en la
capital de España[144]; las Memorias de
Carel de Sainte Garde[145]; las de la
Condesa de Aulnoy, cuyas invenciones
pintorescas tuvieron tanto éxito[146]; la
Marquesa de Villars, cuyas Cartas a
Madame de Coulanges no dejan de tener
interés[147]; el Marqués de Villars, cuyas
Memorias arrojan viva luz sobre los
manejos franceses en España bajo el
reinado de Carlos II[148]; el embajador
marroquí enviado a España a fines del
siglo XVII[149]; de M. Jourdan, que
cuenta en sus Viajes históricos cómo
echaban los Grandes de España un
candado a la olla para que sus criados
no se comiesen el contenido de ella y
cómo iba el Rey Católico por las noches
a la cámara de su augusta esposa
envuelto en su capa, con los zapatos en
chanclas, la espada en una mano y en la
otra un pellejo de vino que le servía de
vaso de noche…[150]. ¿A qué seguir? La
enumeración de estos viajes sería larga.
Todos ellos tuvieron gran éxito en el
extranjero y difundieron por la Europa
culta un concepto verdaderamente
fantástico de nuestra patria. En efecto,
los caminos, las aldeas, las ciudades,
los mesones y posadas, la justicia, el
ejército, la aristocracia, los gobernantes,
la política, la religión, las costumbres
públicas y privadas y hasta el aspecto
externo de hombres y mujeres, todo es
objeto de amenas descripciones, de
agudos chistes y de digresiones más o
menos filosóficas. Y surge, ya entonces,
la España inquisitorial, ignorante,
fanática, sometida al yugo clerical,
perezosa, incapaz de todo trabajo serio
y hasta de las artes mecánicas más
sencillas y necesarias que tanto juego
iba a dar a los grandes ingenios de aquel
famoso y nunca bastante ponderado siglo
en que brillaron Voltaire, Rousseau y el
insigne Montesquieu.
III
ESPAÑA JUZGADA
POR LOS
INGENIOS DEL
SIGLO XVIII
En el siglo XVIII se desata contra
España la filosofía. No hay nada más
vacío, más insulso, más pedante ni con
más pretensiones que la filosofía del
siglo XVIII, especialmente la francesa
ilustrada por Montesquieu, por Voltaire,
por Raynal y por otras lumbreras de
menor brillo. De todo hablan, de todo
entienden, no hay problema que no
resuelvan, ni cuestión por ardua que sea
que no resuelvan en un dos por tres. De
nosotros no tienen más que noticias
superficiales y erróneas, porque ninguno
se ha tomado el trabajo de estudiar
nuestra historia, ni nuestras leyes, ni
nuestro modo de ser, pero eso no le
hace: dotados de superior ingenio,
formulan juicios y dictan sentencias con
aplomo que pasma. «En todo el siglo
XVIII, escribía Farinelli, apenas
encuéntrase en Francia una voz que no
suene contra una nación que creíase
sumergida voluntariamente en la
ignorancia, llena de frailes y clérigos.
Raros por extremo son los franceses que
no declamen con sentimiento de
superioridad y de altivez contra la
intolerancia y el fanatismo de los
españoles»[151]. Apresurémonos a
añadir que lo mismo ocurría en otras
partes y que el prurito de hablar mal de
España lo sentían todos, ya fueran
franceses, ingleses, alemanes o
italianos. Como observaba Forner, los
regeneradores del pensamiento humano
sólo estaban de acuerdo en combatir la
Iglesia católica y en despreciar a
España. De aquí que el viajero más
mentiroso se quede en mantillas al lado
de un Montesquieu o de un Voltaire, de
un Raynal o de un Tiraboschi.
A principios del siglo XVIII nos
honró con su visita el Duque de Saint
Simón, que vino a España con una
misión diplomática, y a quien Felipe V
honró con la Grandeza de España y con
el Toisón de Oro. Saint Simón nos habla
en sus Memorias de la gravedad
española y del atraso de la sociedad de
nuestra Patria, aun de la más elevada y
eso que los títulos y caballeros que le
recibieron y agasajaron hablaban todos
el francés. Para Saint Simón, en los
países donde impera la Inquisición la
ciencia es un crimen y la ignorancia y la
estupidez las primeras y más esenciales
virtudes. Al visitar el Escorial hace
filosóficas reflexiones ante el sepulcro
del Príncipe Don Carlos. Sus Memorias,
contienen esto, no obstante, no pocos
datos de interés para el estudio del
reinado de Felipe V[152]. De esta época
son también el libro del Abate de
Vayrac, Etat présent de l’Espagne,
análisis bastante sensato de la geografía
y de la historia de España; la Histoire
des Révolutions d’Espagne, de José
Dorléans, y la Histoire d’Espagne, del
P. Duchesne, preceptor de los hijos de
Felipe V, que luego tradujo el P. Isla.
También por entonces vino a nuestra
Patria el P. Labat[153], en cuyo Viaje se
leen bastantes simplezas, aun cuando
advertía en el prólogo que si no
gustaban a los españoles sus críticas, la
culpa la tenían ellos por ser como eran y
no de otro modo.
Los filósofos propiamente dichos
empiezan con el pedantesco
Montesquieu que con una frase juzga a
un pueblo y con otra caracteriza una
civilización. Montesquieu tuvo la
bondad de consagrarnos una de sus
famosas Cartas persas, la LXXVIII.
Hela aquí: «Te envío copia de una carta
que un francés ha escrito desde España.
Creo que te alegrarás de conocer su
contenido. Recorro España y Portugal
desde hace seis meses y vivo entre
gentes que, despreciando a todos los
demás, solamente a los franceses les
honran con su odio. La gravedad es el
rasgo más brillante de ambas naciones:
se manifiesta principalmente de dos
maneras: en las gafas y en los bigotes.
Las gafas demuestran que el que las
lleva es hombre consumado en las
ciencias y absorto en profundas lecturas,
hasta el extremo de haberse debilitado
su vista, y cualquier nariz cargada con
ellas puede pasar, sin disputa, por la
nariz de un sabio. En cuanto al bigote, es
respetable por sí y con entera
independencia de las circunstancias,
aunque a veces se obtenga con él no
poca utilidad para el servicio del
príncipe de la nación… Fácilmente se
concibe que unos pueblos tan graves y
flemáticos como éstos pueden tener
orgullo, y lo tienen. Fúndanlo, por lo
general, en dos cosas de gran
consideración. Los que viven en el
continente de España y Portugal sienten
que su corazón se les levanta en el
pecho cuando son los que se llama
cristianos viejos, es decir, que no
descienden de aquellos a quienes ha
obligado la inquisición a abrazar el
Cristianismo. Los que están en Indias no
se enorgullecen menos pensando que
tienen el mérito sublime de ser —como
ellos dicen— de carne blanca. Jamás
hubo en el harén del gran señor, sultana
que se envaneciera más de su belleza,
que el perro más viejo y más feo del
color oliváceo de su tez, tan luego se
encuentra en una ciudad de México,
sentado a la puerta de su casa con los
brazos cruzados. Un hombre de esta
importancia, una criatura tan perfecta, no
trabaja, aunque le den todo el oro del
mundo, y jamás se aviene a ejercer un
oficio vil y mecánico por tal de no
comprometer el honor y la dignidad de
su piel.
Porque bueno es saber que cuando
un hombre tiene cierto mérito en España;
cuando, por ejemplo, añade a las
cualidades de que acabo de hablar la de
ser propietario de una gran espada o la
de que su padre le baya enseñado a
desafinar en una guitarra, no trabaja: su
honor va unido al reposo de sus
miembros. El que se está sentado diez
horas al día logra una mitad más de
consideración que el que descansa cinco
horas, porque la nobleza se adquiere en
las sillas.
Pero aunque estos enemigos
invencibles del trabajo alardeen de
tranquilidad filosófica, su corazón no
goza de ella, porque siempre están
enamorados. Son los primeros hombres
del mundo para morir de languidez al
pie de los balcones de sus amadas, y el
español que no está resfriado no puede
aspirar a que le tengan por galante. En
primer lugar, son devotos; en segundo
lugar, celosos. Se guardarán muy bien de
exponer a sus mujeres a las acometidas
de un soldado lleno de heridas o de un
magistrado decrépito; pero las encierran
con un novicio ferviente que baja los
ojos o con un franciscano robusto que
los levanta. Dejarán que sus mujeres se
presenten con el seno al descubierto,
pero que no enseñen los talones ni que
las sorprendan la punta de los pies.
En todas partes se dice que los
rigores del amor son crueles; para los
españoles lo son más todavía. Las
mujeres les consuelan en sus penas, pero
sólo para que cambien de ellas, y a
veces suele quedarles largo y, enfadoso
recuerdo de una pasión extinguida.
Tienen cortesías que en Francia se
estimarían fuera de lugar; por ejemplo,
un capitán, nunca le pega a un soldado
sin pedirle permiso, y la Inquisición
jamás quema a un judío sin excusarse
antes con él.
Los españoles a quienes no queman,
parecen amar tanto a la Inquisición que
sería un abuso privarles de ella.
Quisiera yo no más sino que creasen
otra, no contra los herejes, sino contra
los heresiarcas que conceden a
pequeñas prácticas monacales la misma
eficacia que a los siete Sacramentos,
que adoran todo cuanto veneran y que
son tan devotos que apenas si son
cristianos.
En los españoles podréis hallar
ingenio y buen sentido, pero no busquéis
ninguna de estas cosas en sus libros. En
sus bibliotecas las novelas están a un
lado y los escolásticos a otro: no parece
sino que todo aquello lo ha hecho algún
secreto enemigo de la razón humana.
El único de sus libros que es bueno
es aquel que pone de manifiesto la
ridiculez de todos los demás.
Han hecho inmensos
descubrimientos en el Nuevo Mundo y
no conocen todavía su propio
Continente; en sus ríos hay puentes que
no se han descubierto aún, y en sus
montañas, naciones que les son
desconocidas (Las Batuecas). Dicen que
el sol no se pone en sus dominios; pero
conviene advertir que al recorrer su
camino no ve más que campos asolados
y países desiertos»[154].
Conocida es la teoría de
Montesquieu acerca de la influencia de
los climas en el ingenio y en la
capacidad de los hombres. Según esta
teoría, ridícula para todo el que haya
viajado y visto algo, «en los climas del
Norte halláis pueblos que tienen pocos
vicios y muchas virtudes, mucha
sinceridad y candor. Acercaos a los
países del Mediodía y creeréis alejaros
de la misma moral, veréis que las
pasiones vivísimas multiplican los
delitos. En los países templados
observaréis pueblos inconstantes en su
modo de ser, en sus mismos vicios y en
sus virtudes: el clima no tiene capacidad
suficientemente determinada para
fijarlos en una cosa»[155].
Ni que decir tiene que esta
clasificación nos favorece muy poco,
aun dejando en bastante mal lugar la
penetración de Montesquieu, del cual se
ha dicho que más que de hacer el esprit
des lois se preocupó de hacer esprit sur
les lois.
Voltaire, el gran apóstol de la
tolerancia, virtud que cultivó
notablemente en la Corte de Federico de
Prusia aguantando las bromas de tan
esclarecido soberano, imita y aun supera
al insigne Montesquieu[156]. Según él, la
Inquisición y el fanatismo perpetuaron
en España los errores de la escolástica;
las matemáticas jamás se cultivaron en
la Península; la guitarra, los celos, la
devoción, las mujeres, el lenguaje por
señas, etc., eran, a su juicio, las
ocupaciones a que se dedicaban los
españoles… La Inquisición hizo que el
silencio fuera el rasgo característico de
una nación que había nacido con toda la
viveza que da un clima cálido y
fértil[157].
Y no eran solamente los filósofos
quienes se dejaban arrastrar por ese
prurito de crítica y de vilipendio sino
los viajeros todos, más o menos
filósofos y moralistas, que por aquel
tiempo nos visitaron. Casanova, una de
las personalidades más extrañas del
siglo XVIII, dedicó a España cinco
capítulos del tomo VI de su eróticas
Memorias. «No conozco, decía, pueblo
más lleno de prejuicios que éste. El
español es como el inglés, enemigo de
los extranjeros, lo cual proviene de la
misma causa: de una vanidad extremada
y exclusivista. Las mujeres, menos
reacias, y comprendiendo la injusticia
de este odio, vengan a los extranjeros
amándolos. Su afición a ellos es bien
conocida, pero no se entregan a ella sino
con prudencia, pues el español no es
solamente celoso por temperamento,
sino por cálculo y por orgullo… La
galantería es sombría, inquieta en este
país, porque tiene como finalidad
placeres que están absolutamente
prohibidos. En cierto modo esto
contribuye a que los placeres sean más
vivos y más picantes porque el amor se
rodea de misterio. Los españoles son
pequeños, mal conformados y sus rasgos
fisonómicos distan de ser bellos. Las
mujeres, en cambio, son encantadoras,
llenas de gracia y amabilidad, y de un
temperamento de fuego».
En Inglaterra no se pensaba de
nosotros mejor que en Francia[158]. El
libro de Smollet acerca del Estado de
los diversos países de Europa, es buena
prueba de ello. Al llegar a España se
expresa en estos términos: «Por lo que
hace a la religión los españoles son
celosos romanistas. En ninguna parte hay
más pompa, farsa y aparato en punto a
religión y en ninguna parte hay menos
cristianos. Su celo y su superstición
sobrepuja a la de cualquier otro país
católico, salvo, quizá, Portugal. En
ninguna parte impera la Inquisición con
más horror, no habiendo súbdito que no
esté expuesto a ser perseguido por el
Santo Oficio, que es el nombre que le
dan. En este Tribunal el preso no puede
defenderse, puesto que no se permito
que conozca el nombre de sus
acusadores, ni el de los testigos que
declaran contra él, sino que tiene que
confesarse culpable o sufrir tormento
hasta que los padres les arrancan la
confesión. Dios y Cristo son respetados
allí mucho menos que la Virgen María y
otros Santos, pero esto no debe causar
asombro: en todo país donde no se
permite el uso de la razón y la lectura de
las Escrituras, la religión tiene que ser
por fuerza una farsa ridícula y la gente
se hace esclava del clero que siempre
aumenta su poder en proporción a la
ceguera e ignorancia del vulgo. No
trabajar los sábados, ni comer carne de
cerdo es lo bastante para que le tomen a
uno por judío o mahometano y para que,
en su consecuencia, le despojen a uno de
sus bienes y hasta le quemen vivo. El
Inquisidor general es personaje de gran
influencia, dignidad e importancia; es
nombrado por el Rey y confirmado por
el Papa; se halla al frente del Supremo
Tribunal de la Inquisición en Madrid, al
cual están subordinados los demás
Tribunales de ésta, así como unos veinte
mil funcionarios inferiores, dispersos
como espías e informadores por España
e Indias… El Arzobispo de Toledo es el
primado, Canciller de Castilla y por
razón de su cargo, Consejero privado.
Dice que tiene una renta de cien mil
libras esterlinas y quizá más… Aun
cuando el resto de la nación es pobre, el
clero es inmensamente rico y sus rentas
de todas clases extraordinariamente
grandes… La mayor parte de las
ciudades y de sus bienes le pertenecen y
están exentos de cargas públicas, pero
su avaricia es insaciable, especialmente
la de los frailes, aun cuando hacen voto
de pobreza. Su tráfico, que está exento
de derechos e impuestos, es también
fuente inagotable de riquezas para ellos,
pero conviene observar que la orden de
los jesuitas que era la que iba a la
cabeza de estos negocios, ha sido
suprimida últimamente y embargados
sus bienes… Aun cuando los españoles
son por naturaleza inteligentes y de
ingenio elevado, pocos progresos
pueden hacer en las ciencias mientras el
clero siga manteniéndoles en la
ignorancia y calificando de herejías
todas las investigaciones literarias y
llamando a las escuelas de poesía,
escuelas infernales donde el demonio
enseña. Hay veintidós universidades y
varias Academias en España, añade a
renglón seguido Smollet, pero de tal
suerte constituidas y con tales
restricciones, que no sirven para la
verdadera enseñanza. La Inquisición
vela cuidadosamente porque no se haga
nada que pueda abrir los ojos del vulgo.
Hay pocas imprentas en España y la
mayor parte de los libros en castellano
se imprimen en otros países… En
tiempo de los moros y de los godos era
este Reino excesivamente populoso.
Dícese que llegó a tener de veinte a
treinta millones de habitantes, mientras
que ahora apenas tiene de siete a ocho y
esto, entre otras causas, se debe al
orgullo y a la pereza de los habitantes, a
la falta de manufacturas y de buenas
leyes, al descuido de la agricultura y la
minería, a la expulsión de los moros, a
la población de América, a los grandes
impuestos, al excesivo número de
conventos, a la difusión de las
enfermedades venéreas y a la esterilidad
consiguiente de ambos sexos. Su
licencia y su esterilidad están
ocasionadas en parte por su género de
vida, porque haciendo uso excesivo de
las especies, beben gran cantidad de
chocolate y vino fuerte, mezclado con
aguardiente. Las causas asignadas a la
falta de población explican hasta cierto
punto la pobreza de España, aun cuando
se calcula que recibe, un año con otro,
aparte de otras sumas, más de veintiséis
millones de piezas de a ocho en oro y
plata… En una palabra, aun cuando
tienen los españoles grandes virtudes,
constancia, secreto, gravedad, paciencia
y son fieles, son orgullosos, desprecian
a los extranjeros, son indolentes,
lujuriosos, devotos y dan crédito a
cuantas patrañas les cuentan sus frailes.
Son también apasionados, celosos y
vengativos y su característica principal
consiste en el desprecio y aversión a la
agricultura, las artes y la industria»[159].
En otro libro inglés, anónimo, por
cierto, que vio la luz en Londres en
1770, se leen estas palabras: «El
aspecto del país es, en muchas partes, la
imagen de la miseria y no poca porción
de las provincias en que se divide
consta de desiertos… Las ciudades y los
pueblos se hallan muy distantes unos de
otros y los últimos parecen más bien
receptáculos de mendigos que
habitaciones de labriegos. España no es
país adecuado para viajar. Fuera del
Escorial, poco es lo que merece la pena
de ser visitado. El estado de las letras
es como el del país, bajo, pobre,
descuidado. A decir verdad, la mente de
los habitantes está obscurecida por la
superstición y los esfuerzos del ingenio
tropiezan con los terrores de la
Inquisición y con otras muchas trabas
merced a las cuales la tiranía del clero
mantiene al pueblo en la
esclavitud»[160].
Joseph Townshend, que vino a
España hacia fines del siglo XVIII, se
dedicó a estudiar principalmente los
problemas económicos, pero describe
también con sombríos colores la
sociedad española, insistiendo
especialmente en la depravación de las
costumbres y en la frecuencia y
tolerancia de adulterio, cometido a
beneficio de los frailes y de los
militares. «Esta universal depravación
de las costumbres, dice, se debe al
celibato del clero»[161].
En otro viaje, publicado en Londres
en 1782[162], se leen en el prólogo estas
palabras: «Trataré de presentar los
objetos tal y como los he visto, no
tratando de despreciarlos ni de
ensalzarlos más de lo que, a mi juicio
merecen… No os ofendáis, buenos
españoles, de quienes he recibido tantas
pruebas de amistad, ni me censuréis si
alguna vez, arrastrado por el tema,
engañado por los prejuicios de mi
nación y entusiasmado por una libertad
de pensamiento que todavía no tenéis, he
deplorado ciertos hábitos y ciertas
instituciones que reverenciáis y algunas
leyes que os tiranizan. ¡Que el amor de
la verdad, que mi franqueza me sirvan
de excusa!». Tan verídico autor nos
pinta de este modo: «En general, el
español es paciente, religioso, lleno de
agudeza, pero lento en resolverse; es
discreto y sobrio; su horror a la
embriaguez data de la antigüedad más
remota. Es leal, franco, caritativo, buen
amigo, pero tiene algunos vicios… ¿Qué
nación, que individuo no los tiene? No
temo decir que fuera de una holgazanería
que procede más que del clima, de
causas tal vez próximas a desaparecer;
fuera de un espíritu de venganza cuyos
efectos ya no se ven; fuera de un orgullo
nacional que, bien dirigido, puede
producir grandes cosas; fuera de una
ignorancia crasa que se debe a la
educación que reciben y cuyo origen
está en ese tribunal que se levanta para
vergüenza de la filosofía y del espíritu
humano, no he visto más que virtudes en
los españoles… Son supersticiosos y
devotos de buena fe por estar
acostumbrados desde la infancia a la
credulidad y a las ceremonias piadosas.
Conservan en sus orgías el aire y el tono
de la devoción…». El autor de estas
frases describe en su libro una corrida
de toros, y dice que se celebran en
Madrid con una pompa ridícula. «La
corrida va precedida de un cortejo de
curiales, compuesta de varios
alguaciles o procuradores, de un
notario y del verdugo…».
Otros se entretenían, como el
marqués de Langle, autor de un viaje por
España[163], en ponernos en ridículo,
dando lugar a que el propio Conde de
Aranda, filósofo también, escribiese un
libro para desmentir sus patrañas[164].
Sin embargo, el supuesto marqués de
Langle no llega ni con mucho a las
injurias y calumnias de L’Espagnol
démasqué publicado en Colonia en 1717
por un escritor que ocultaba su nombre
bajo el pseudónimo de Victoire de la
Veridad[165].
Secundan esta campaña los italianos.
El Padre Caimo[166] reunió en un libro
no pocas de las patrañas que entonces
circulaban por Europa en contra nuestra,
traduciéndose inmediatamente al francés
en L’Année Littéraire de 1772 y dando
motivo a que otra revista literaria
francesa, L’Avantcoureur, nos tratara
despiadadamente. El mismo Ponz, que
en su Viaje de España alude
constantemente al Padre Caimo, lejos de
contestarle como se merecía, incurre en
algunas simplezas. En cierto pasaje,
defendiendo a nuestro teatro clásico que
el Vago Italiano juzgaba absurdo, dice
que «como Lope de Vega escribía para
ganar dinero y los asistentes a los
teatros quieren cada día una novedad,
necesitaba escribir mucho, y siéndole
imposible escribir mucho y bien, tapaba
la boca a su mucho conocimiento». «El
teatro español, añadía Ponz, se purgará
de los defectos que justamente le
atribuye toda la gente de buen gusto de
la nación, cuando tengamos, o se
manifiesten, poetas tan ingeniosos y de
tan bello lenguaje, pero más instruidos
que los del siglo pasado»[167]. Como se
ve, esta defensa dista mucho de
parecerse a la que hace Masdeu en su
Historia Crítica de España, contestando
a Tiraboschi, a Bettenelli y a otros
varios abates italianos y a la que hace
Lampillas en ocasión análoga[168]. Hasta
tal punto llegaba el prejuicio y el
desconocimiento de la realidad, que el
Abate de Lubersac en un libro dedicado
a Luis XVI[169] aseguraba que no había
en España un hombre que no creyera
hacer acto meritorio destruyendo las
obras ejecutadas en los siglos del
paganismo.
El ambiente de hostilidad hacia
nosotros, modificado por las corrientes
filosóficas en forma aún más
desagradable que la anterior, era tan
poderoso, que de nada servía que un
inglés dijese que, después de Grecia y
Roma, era España el país más abundante
en tesoros artísticos y más digno de
estudio, por lo tanto[170]; ni que un
francés se lamentase de que la Corte de
España estuviese eclipsada por la de
Versalles, siendo como era tan suntuosa,
si no más que ella[171]; ni que Langlet y
Hermilly afirmasen que el genio de los
españoles era digno de loa y en nada
cedía al de otras naciones[172]; ni que La
Martiniére confesase qué en Francia no
se sabía nada de España[173]; ni que
Beaumarchais creyese justo el recelo
que sentíamos por los extranjeros,
autores de tantas patrañas y
singularmente de sus compatriotas,
porque las burlas de que eran objeto
servían más bien para acrecentar el odio
que para extinguirlo[174]. Era en vano,
porque los filósofos extranjeros y sus
secuaces, numerosísimos, habían
sentenciado ya a España al último
suplicio, al de la difamación, y hacían
preguntas como las que hizo famoso al
señor Masson de Morvilliers. ¿Qué se
debe a España?, preguntaba este insigne
y culto enciclopedista. Desde hace dos,
cuatro, diez siglos, ¿qué ha hecho por
Europa? Y aun cuando el Abate Denina
contestó a esta pregunta en la Academia
de Ciencias de Berlín de una manera
contundente, formulando, además la
misma interrogación que hacía Voltaire
bajo un pseudónimo refiriéndose a
Francia y que era la siguiente: «¿Es
acaso por nuestros descubrimientos por
lo que sobrepujamos a los demás
pueblos? ¡Ay! Fue un piloto genovés
quien descubrió el Nuevo Mundo; fue un
alemán el que inventó la imprenta; fue un
italiano el que inventó los lentes; fue un
holandés el que hizo los primeros
relojes; fue un italiano el que descubrió
el peso del aire; fue un inglés el que
declaró las leyes de la naturaleza…
Nosotros sólo hemos inventado las
convulsiones. Díganme un arte, un solo
arte, una sola ciencia en la cual no
tengamos maestros en las naciones
extranjeras…». Aun cuando decimos, el
abate Denina preguntaba esto y decía a
su vez, con una valentía que le honra,
que había hecho España por la misma
Francia desde Carlomagno hasta
Mazarino mucho más que Francia por
las demás naciones y probaba con
erudición notable sus asertos[175], la
corriente pseudo filosófica era ya tan
potente, que todo esfuerzo de justa
reivindicación era completamente inútil.
No sería por falta de viajeros, pues nos
visitan Peyron[176]; Fischer[177], cuyo
viaje se tradujo al francés; Osbeck[178],
John Watson[179], Swimburne[180],
Rhy[181], Garvey[182], Dalrimple[183],
Dillon[184], Young[185], Baretti[186] y
algunos más, que luego difundieron con
su firma, o sin ella, las impresiones de
su permanencia en la península. Los que
quieran ver nuestros defectos abultados,
exagerados nuestros errores políticos y
económicos y profetizada nuestra ruina,
no tienen más que leer estos libros, en
los cuales, siguiendo el gusto de la
época, se filosofa a todo trapo, se
escriben bellos párrafos a propósito de
los hechos más insignificantes y se tiene
sentido común muy pocas veces.
IV
RELATOS
MODERNOS
¿Ha cambiado en algo desde
entonces acá la actitud de los que nos
visitan? En nada. «Por lo común, hace
observar Farinelli, repiten los
disparates antiguos ya mil veces y hasta
el fastidio repetidos». Hubiera sido de
esperar lo contrario, puesto que la
facilidad de comunicaciones y el afán
cada vez más grande de estudios,
parecen favorecer una mayor
imparcialidad en punto a descripciones
de ciudades, monumentos, usos y
costumbres. Desgraciadamente no ha
sido así. Nuestra mala estrella ha
querido que al tipo del español
indolente, celoso, fanático, desdeñoso
de lo extraño, ignorante y esclavo de los
frailes se substituya el del español
igualmente ignorante, no menos fanático,
pero amigo de los toros, fumador
imperturbable de pitillos innumerables,
guitarrista incansable, ajeno por
completo al movimiento científico y
literario de la Europa culta y consciente.
Veamos cómo evoluciona la idea de
España y de los españoles durante el
siglo XIX.
Las primeras obras que se
publicaron en el extranjero acerca de
nosotros durante el siglo XIX fueron,
entre otras, las de Delaborde[187],
Bradford[188], Hawcke[189], Bory de
Saint Vincent[190], y las curiosas
Memorias de un boticario, relativas a
nuestra guerra de la independencia, que
vieron la luz pública en 1820[191]. Decir
que todos estos libros son
rematadamente malos y que no contienen
ninguna observación provechosa, sería
tal vez exagerar, pero en ellos la fantasía
es siempre la que predomina. La obra de
Delaborde es juiciosa y no incurre en
las exageraciones de otros autores. Lo
mismo puede decirse del libro de
Bourgoing[192], del de Joubert de
Passa[193], del de Langlois[194], del de
Coolt[195] y de las Cartas de A.
Guéroult[196]. En esta época, sin
embargo, todas las producciones
relativas a España quedan eclipsadas
por la novela de Salvandy, Don Alonzo
ou l’Espagne[197], en la cual se retrata la
sociedad española de fines de siglo
XVIII y principios del XIX. Fue fruto de
un viaje por España y en ella aparecen
Godoy, Carlos IV y María Luisa, los
guerrilleros, los soldados de Napoleón y
la Corte de Fernando VII. Es apasionada
en muchos casos y exagera bastantes
aspectos de la vida española, pero en su
tiempo fue muy leída y en ella
aprendieron los alemanes algo de la
historia de nuestra patria como ha
demostrado Farinelli[198]. Tieck, creía,
sin embargo, que la obra era muy parcial
y que por ella respiraba un francés
apasionado. A Goethe le gustó
muchísimo.
En el primer tercio del siglo XIX
recorren la península y dedican
especialísima atención a nuestros
archivos Irving, Ticknor, Prescott, Caleb
Cushing, Slidell Maekenzie y alguno
más. Todos ellos prestaron señalado
servicio a la historia política y literaria
de España. Washington Irving, que viajó
por Andalucía en 1829, nos ha dejado en
el primer capítulo de los Cuentos de la
Alhambra la siguiente descripción:
«Muchos se figuran la península como
una región acariciada por los dulces
rayos de un cálido sol y revestida de los
encantos de la voluptuosa Italia. Al
contrario, con excepción de algunas
provincias marítimas, no ofrece, por lo
general, a las miradas más que tierras de
aspecto triste y severo, montañas
abruptas, inmensas llanuras solitarias
desprovistas de árboles, en las cuales
reina un silencio de indescriptible
melancolía, y que recuerdan los salvajes
desiertos de África. En lo interior de las
provincias, atraviesa el viajero a veces
inmensas comarcas, cubiertas las unas
de verdeantes trigos, cuyas ondulaciones
se suceden hasta perderse de vista, y
otras veces tierras desiertas, áridas,
quemadas por el sol, pero en vano
buscan sus ojos al labriego que trazó
aquellos surcos. Por fin advierte en los
abruptos flancos de una montaña o en lo
alto de una roca descarnada, una aldea
cercada de muros almenados ruinosos,
dominada por antigua torre que se
desmorona, fortaleza de antaño, durante
las guerras contra los moros. Aun
cuando este país se halle desprovisto de
bosques y la mirada casi nunca se alegra
con los encantos de la naturaleza
cultivada, posee esto, no obstante, una
clase de belleza noble y severa que se
adapta muy bien al carácter de sus
habitantes. Desde que he visto al
español en su patria, comprendo mejor
su orgullo, su valor, su frugalidad, su
templanza, su entereza en la desgracia y
el desprecio que siente por los
refinamientos de la vida muelle y
afeminada… Que otros echen de menos
los caminos bien cuidados, los hoteles
suntuosos y todas las comodidades de
países que se tornan vulgares a fuerza de
cultura… Dejadme gozar de rudos
ascensos por la montaña, de jornadas
hacia lo imprevisto y de las costumbres
francas, hospitalarias, aunque medio
salvajes, que dan singular encanto a la
romántica España»[199].
Prescott en sus Estudios es, por su
parte, tan admirador de los españoles
del siglo XV como enemigo de los que
les siguieron, cuyos planes de ambición
perversa y de cruel fanatismo,
destruyeron la obra de Isabel la
Católica[200]. En términos análogos se
expresa Ticknor[201]. Slidell Mackenzie
es mucho más fantástico[202]. Sus
observaciones acerca de la seguridad
personal en la península y de la
facilidad con que los criminales salían
de la cárcel si lograban que el clero
interviniera en su favor, merecen haber
sido escritas por un francés. En cambio,
su juicio referente a la causa de nuestra
decadencia, debida, no a la
degeneración de la raza, sino a las
instituciones, merece tenerse en cuenta.
Caleb Cushing decía que sentía
admiración por los altos hechos del
pueblo español y simpatía e indulgencia
por sus defectos. «Si España tuviese un
buen rey o un buen ministro y leyes
liberales, volvería, si no a igual poder, a
igual prosperidad que cuando era rival
de Inglaterra, terror de Francia y dueña
de Italia…»[203].
En general, los norteamericanos son
más benévolos y hasta más entusiastas
que los franceses y los ingleses en sus
juicios. Contrastan, por lo tanto, con sus
libros los cuatro tomos que publicó en
París el marqués de Custine retratando
la España de tiempos de Fernando VII,
o, mejor dicho, haciendo su horrible
caricatura. Según Valera, de todos los
libros de viajes por España, ninguno nos
encomia de un modo más necio, ni nos
zahiere y calumnia de un modo más
infame y más brutal[204]. Este viajero,
prosigue el ilustre autor de Pepita
Jiménez, anduvo por España en los
últimos años del reinado de dicho
monarca y hasta por esto es curiosa su
obra. Pinta la sociedad que la
revolución iba a cambiar por completo y
la pinta con más negros colores que los
empleados después para pintar la
España novísima por otros viajeros o
escritores franceses. El marqués de
Custine ama, sin embargo, y preconiza el
antiguo régimen. No es el odio a
nuestras instituciones quien le mueve a
tratarnos tan inicuamente. Hombres y
mujeres son en España cruelísimos,
punto menos que antropófagos. Nuestra
fisonomía es tan bárbara y nuestros
dientes tan de tigre, que hasta el rostro
más hermoso tiene una expresión dura,
asustamos con nuestra sonrisa. «La
pereza es el principio de la filosofía
práctica de todo español». Nuestras
mujeres son de dos especies. Las
bonitas y graciosas, las cuales son locas,
alegres y apasionadas; las demás, el
mayor número, no quisiera el marqués
que se llamasen mujeres: son unos
monstruos sin alma, gordas, estúpidas,
seres desgraciados de la naturaleza. En
suma: para el marqués o son bacantes o
cerdos las compatriotas de Santa Teresa,
de Isabel la Católica, de Doña María de
Molina, de la madre de San Luis y de la
madre de San Fernando. Los cuatro
tomos de la obra del marqués de Custine
están llenos de las más atroces
insinuaciones o de afirmaciones
terminantes contra la honra y castidad de
nuestras mujeres. Nuestra vida es «o
permanecer en la plaza pública durante
días enteros, embozados en la capa,
charlando o soñando, o echarnos al
camino para acechar al indefenso
pasajero». Nuestros mendigos hacen en
público su asquerosa toilette, y es una
raza inmunda, obstinada y sinvergüenza,
que no tiene semejante en ningún otro
país. Los robos y los asesinatos son en
España el pan de cada día. En elogio de
los caballos andaluces, dice el marqués
que son más civilizados que los
hombres. «Los españoles son tan poco
hospitalarios, que no hay mayor placer
para ellos que vejar o contrariar a un
extranjero, pero con dar algunos reales
se consigue lo que se quiere. Don
Basilio y Fígaro son los dos tipos de los
españoles modernos, como Don Quijote
y Sancho eran los de los antiguos
castellanos. De tantos vicios públicos y
privados resulta una masa de corrupción
de la que no hay ejemplo en el día en
ningún pueblo civilizado de Europa,
Todos los espíritus se sienten desde
luego inclinados a la injusticia, a la
venalidad, a la traición y los hombres de
bien, que quedan al descubierto en
medio de este pueblo hipócrita, se
amedrentan de su corto número, y se
esconden entre la turba de los picaros».
De nuestra literatura contemporánea
forma el marqués muy pobre juicio.
Cervantes, Garcilaso y Fray Luis de
León le parecen bien; pero «bosteza con
la prosa y con los versos de Quintana».
«En general, los españoles tienen el
entendimiento difícil, lento, poco
brillante; apenas advierto en ellos
imaginación; desde fines del siglo XVII
son más imitadores que inventores, y
esto es todo». En otra parte califica el
marqués a nuestros autores modernos de
cáfila de pedantes sin inventiva,
limadores de frases, etc. «He citado
tanto de estas abominaciones, de estas
horribles calumnias, de estas manchas
de infamia con que el marqués de
Custine quiso sellar el rostro de nuestra
nación y exponerla a la vergüenza ante
la Europa entera, porque si bien el
marqués era un hombre viciosísimo y
por ningún título autorizado para
censurar tos vicios ajenos, su obra fue
muy leída y celebrada, y, como está en
forma de cartas, y dirigidas a Lamartine,
Chateaubriand, Julio Janin, Enrique
Heine, Mme. Récamier, duquesa de
Abrantes, Carlos Nodier, Mme. Girardin
y Víctor Hugo, no parece sino que todos
estos ilustres personajes convienen de
un modo tácito en infamarnos y
deshonrarnos, patrocinando al
calumniador»[205].
No obstante, el parecer de Valera,
creemos que el libro del marqués de
Custine, hizo a España menos daño aún
que las obras de los románticos. En
efecto, el desprecio de los antiguos
moldes artísticos, el afán de impresiones
nuevas, el entusiasmo por todo lo
medieval, por todo lo tétrico y
misterioso, convirtió forzosamente a
España en punto de mira de los poetas y
en fuente de inspiración para ellos, y
como dice muy oportunamente Farinelli,
«en nombre de la couleur locale, los
románticos, que no todos disponían de la
rica paleta de Chateaubriand y de
Théophile Gautier, pintan una España
tétrica, trágica, misteriosa, que nunca ha
existido más que en su exaltada
imaginación». Sin aludir aquí a los
orígenes verdaderos del romanticismo,
tal vez tenga razón Farinelli cuando
opina que el tipo creado por los
románticos franceses y que ha
cristalizado en el español llorón y
sentimental, que suspira noches y días en
las rejas de su dama; «del español
ocioso a la oriental; del español sin
filosofía ni letras, que se pasa la vida
soñando amores y tocando la guitarra;
del español tiranizado por los frailes y
por la Inquisición; del español galante y
tierno y de la española celosa y
vengativa», es muy anterior a ellos y
hasta muy anterior al mismo
Montesquieu, que así nos retrató.
Farinelli opina que este tipo procede de
las obras de viajeros, poetas y
adaptadores franceses de mediados del
siglo XVIII, de las traducciones de Le
Sage, de Perron y de Linguet. Es muy
posible que así sea, pero conviene tener
en cuenta la influencia que ejercieron en
la creación de la España romántica del
siglo XIX los relatos de la guerra de la
Independencia, la visión de nuestro
pueblo en armas, pronto a aprovecharse
del menor descuido del adversario para
destruirlo y dando pruebas siempre de
un valor y de un desprecio a la vida que
traen involuntariamente a la memoria los
episodios más sangrientos de las guerras
cantábricas de Augusto,
Desgraciadamente, esta influencia que
ejerce lo español en la literatura
romántica dista mucho de parecerse a la
que ejercimos en otros tiempos.
Entonces nos imitaban, nos traducían;
ahora son ellos los que inventan, los que
fantasean a costa nuestra. No son las
bellezas de nuestro suelo las que los
atraen, ni los viejos tesoros de nuestro
arte, ni el recuerdo del pasado
esplendor de nuestra literatura lo que
Les seduce, sino aquello que según ha
dicho muy bien Unamuno, es más de
ellos que nuestro: la tradición lúgubre y
espeluznante; los autos de fe, las
venganzas siniestras, el fanatismo
sombrío, la incultura soberbia…
Entonces viene a España Lord Byron
para hablar luego de la lovely girl of
Cadix, y decir que las españolas todas
son livianas[206]; entonces publica Víctor
Hugo, «inventor de una España
exagerada y fantástica», como dice
Morel Fatio, sus Orientales, Ruy Blas y
Hernani; escribe Musset sus Cuentos de
España e Italia; lanza Scribe los once
tomos de su Piquillo Aliaga, y recorren
nuestra Patria Théophile Gautier[207] y
Alejandro Dumas[208]. Y entonces, como
en el siglo XVIII, fue inútil que a la
desordenada corriente de ideas
fantásticas y de arraigados prejuicios se
opusieran hombres cultos y serenos
como Luis Viardot[209], Philarète
Chasles[210], Antoine de Latour[211],
Ozanam[212], Niboyet[213], y algunos más.
Fue inútil, porque los más se empeñaron
en mantener la idea de la España
fantástica, tan a la moda entonces, y no
venían a vernos para estudiarnos, sino
para ratificarse en sus errores y para
justificar con un viaje sus simplezas.
Nadie iguala en esto a Dumas, que tan
luego pisó tierra española se creyó un
hidalgo, y afirmó que conocía a los
españoles como si fueran de la familia;
ni a Gautier, para el cual «la galantería,
el pitillo y la fabricación de coplas
bastan para llenar agradablemente la
existencia de los españoles»; ni a
Charles Didier[214], que experimentó una
gran sorpresa al ver que España no era
tan poética como él se figuraba; ni a
Borrow[215], cuyos relatos, como dice
Valera, «suelen ser tan extraños y están
contados de tan buena fe, que no puede
creerse que los ha inventado, sino que
los ha soñado y que él mismo los tenía
por verdaderos»; ni a Cook[216];
Hoskins[217] y Múdame de Gasparin[218],
no menos fantástica que sus
predecesores; Jacques Arago que al dar
la vuelta al mundo, pasando a la vista de
Barcelona, dice que «con sus anteojos
hubiera podido distinguir a las bellas
catalanas paseándose por la Rambla
agarradas a los brazos de sus jóvenes e
indulgentes confesores»[219]. Este señor
no desembarcó en la península, pero
esto no le impide juzgar a España
diciendo que es «la España del siglo
XV, es decir, la España de nuestros días,
triste, decrépita, corrompida y
envilecida, pues así mueren los pueblos,
así borran las grandes páginas las
naciones que no conocen que las artes,
las ciencias y la civilización no pueden
marchar más que con la libertad». No
menos fantástico es Hoger de
Beauvoir[220], cuya descripción de
España motivó el graciosísimo folleto
de Ossorio y Bernard titulado Un país
fabuloso, estudio de actualidad y
remedio contra el malhumor, aunque tal
vez le aventaja P. L. Imbert[221], que
comió con los bandidos en los montes
de Toledo, cenó en Sevilla con Doña
Pendendo, vio perseguir a una mujer por
los tejados de las casas a raíz de un
pronunciamiento, y asegura que los
trenes van tan despacio en España, que
cuando un viajero deja caer su pañuelo,
se para el convoy para que lo recoja.
A estos escritores se unen más tarde
Edgard Quinet[222], Gampion[223],
Wallis[224], Lavallée[225], Lady
Herbert[226], Lady Louise Teimyson[227],
Germond de Lavigne[228], Lanneau
Rolland[229], Gallenga[230], Haré[231],
Webster[232], Harris[233], Temple[234],
Rose[235], Manning[236], Harrisson[237],
Grape[238], Laufer[239], De Amicis[240],
Pawlowsky[241], Hunneus Gana[242], etc.
Descuellan también en este tiempo por
su relativa imparcialidad los
norteamericanos como John Hay[243] que
creía, al contrario de otros, que ningún
pueblo está tan capacitado para la
libertad como el español y hacia
mención de la cultura femenina
representada por Concepción Arenal y
por Doña Emilia Pardo Bazán; como
Henry M. Field[244], que traza un
paralelo entre la España antigua y la
nueva y como Halle[245] y Curry[246].
Todos estos libros, y muchos más
que podrían enumerarse, demuestran que
la idea que tienen los extranjeros de
nuestra patria no ha cambiado gran cosa
en el transcurso de los siglos y que
España sigue siendo para ellos un país
fantástico, capaz de seducir a los poetas
y a los novelistas, pero que tan solo
merece de los políticos y de los
sociólogos que le visitan, desdeñosas
observaciones.
«El sentimiento de altivo desprecio,
ha dicho el señor Altamira, en que se ha
trocado para muchos aquel odio y
envidia que nuestras proezas y excesos
militares de otros tiempos produjeron en
Europa, les crea, cuando menos,
prejuicios que descarrían su
observación de las cosas y de los
hombres»[247].
Pero dejemos por un momento a los
viajeros y prestemos atento oído a lo
que escriben los psicólogos.
V
LA PSICOLOGÍA
DEL PUEBLO
ESPAÑOL
Ninguno de los escritores que
pudiéramos calificar de serios en
contraposición a los que sólo buscan
sensaciones de exotismo, siente por
nosotros la menor simpatía. Nos
estudian como a bichos raros y
perdónese la vulgaridad de la
comparación.
¿Qué piensan de los españoles?
«La desgracia del ingenio español,
escribe Philarète Chasles, es haber sido
demasiado grande, demasiado ingenuo,
demasiado espontáneo, demasiado
fuerte; la de haber agotado su savia y
hecho estallar su energía sin avaricia y
sin cálculo; la de haber confiado en sus
recursos, en su poder, en su fecundidad;
la de haber olvidado que el caudal de
los torrentes más magníficos exige
renovación. Su desgracia, en fin, ha sido
el orgullo. Este orgullo lo tomó todo de
sí mismo: se devoró. El porvenir no le
preocupaba. Le bastó su fe, Dios y la
espada. Así fue como los españoles,
defendidos por esta coraza, protegidos
por esta muralla, inaccesible a toda
crítica extraña, cantaron, dibujaron,
pintaron, escribieron historias,
compusieron novelas, pastorales y
dramas. No alababan sus cuadros, no
difundían ni trataban de propagar sus
sistemas literarios. Se encerraban en la
conciencia de su propio mérito. El calor
del sol, la vida de la naturaleza, la
mística belleza del alma, la fuerza
ardiente de la sangre se reflejaban en
sus cuadros. Las peripecias de la
existencia humana y las infinitas
variedades de las pasiones se
desplegaban en sus obras dramáticas. La
majestad de la voluntad humana en sus
historias. Fue un gran día, fue un gran
esplendor literario, pero después de
aquel día vino una noche obscura.
Apenas si recuerdan nuestros
contemporáneos que la Europa de los
siglos XVI y XVII bebió en la fuente de
aquel drama como en las aguas de un
río, sin que se notase, sin que ninguno
viese disminuir ni desaparecer el
bienhechor tesoro. Los cuadros
españoles permanecieron ignorados en
las paredes de las iglesias. Toda aquella
llama se extinguió y España, condenada
a la imitación, no fue nada… La
originalidad era esencial para la
literatura española, que no tenía más
base que sus costumbres en gran
manera fanáticas. La originalidad del
ingenio inglés ni siquiera se le
aproxima. Esta última es eminentemente
comercial, simpática, a pesar de su
individualismo, la misma siempre a
pesar de las adquisiciones… España,
por el contrario, se ha perdido cuantas
veces se ha doblegado a la imitación. La
libertad y la espontaneidad son su vida.
Tan luego se aparta de ellas, muere»[248].
«Ningún pueblo, decía Taine[249], ha
recibido de la naturaleza y de las
circunstancias tan magnífico lote de
prosperidades y de esperanzas. Por la
fuerza y por la inteligencia los
españoles dominaron en Europa, a la
cual impusieron el ascendiente de su
política, de su literatura y de sus gustos.
Cuanto el genio, el trabajo y las
circunstancias del Renacimiento habían
acumulado en punto a invenciones,
descubrimientos y tesoros, les tocó en
suerte; heredaron las artes de Italia;
gozaron de la industria de Flandes;
recogieron las riquezas de América. La
fortuna fue con ellos pródiga y a decir
verdad, su corazón estaba tan alto como
su fortuna; un solo don les ha faltado: la
capacidad para comprender y la
voluntad para someterse a las
condiciones vulgares e insuperables de
la vida humana»[250]. En otro libro
escribía el cáustico historiador de
Napoleón I y de la Francia
contemporánea: «Ved al español que
describen Estrabón y los historiadores
latinos: solitario, altanero, indómito,
vestido de negro, y vedle después en la
Edad media idéntico, aun cuando los
godos hubiesen introducido en sus venas
sangre nueva: tan intratable, tan
soberbio; echado hasta el mar por los
moros y reconquistando palmo a palmo
su patria por obra de una cruzada de
ocho siglos, aún más exaltado y
endurecido por la duración y la
monotonía de la lucha, fanático y de
entendimiento estrecho, encerrado en
sus hábitos de inquisidor y de hidalgo,
uno y el mismo en los tiempos del Cid, y
en los de Felipe II y Carlos II, en la
guerra de 1700, en la de 1808, y en el
caos de despotismos y de insurrecciones
que hoy padece…»[251]. Ya en esta
descripción, anterior cronológicamente
hablando a la otra, se adivina el influjo
de los románticos.
El geógrafo Reclus es moderado y
exacto en su retrato del pueblo español.
«Como hace observar dice, M. de
Bourgoing en su obra acerca de España,
los caracteres ofrecen tal contraste, que
el retrato de un gallego se parece más al
de un habitante de la Auvernia que al de
un catalán y el de un andaluz hace pensar
en el de un gascón. De provincia a
provincia surgen en Iberia las mismas
antítesis que en Francia. Esto, no
obstante, y aun cuando las diferencias
que proceden del territorio, de la raza,
del clima y de las costumbres, hacen
muy difícil hablar de un tipo general que
represente a todos los españoles, la
mayor parte de los habitantes de la
península tienen rasgos comunes que dan
a la nación entera una cierta
individualidad entre los pueblos de
Europa. Aun cuando cada provincia
tiene su tipo especial, estos tipos se
parecen lo bastante para que sea posible
imaginar una especie de español ideal
en el que el gallego se funde con el
andaluz, el aragonés con el castellano.
La obra nacional ha sido común por
espacio de mucho tiempo, sobre todo en
la época de las luchas seculares contra
los moros y de esta comunidad de
acción, unida a la comunidad de
orígenes, proceden rasgos que
pertenecen a todos los pueblos
peninsulares. Por lo general, el español
es pequeño de estatura, pero fuerte,
musculoso, de agilidad sorprendente,
incansable en la carrera, duro en las
privaciones. La sobriedad del ibero es
proverbial. Las aceitunas, la ensalada y
los rábanos, son manjares de caballero,
dice un antiguo refrán. Su fuerza de
resistencia física linda con lo
maravilloso y apenas se concibe cómo
pudieron soportar los conquistadores
tantas penalidades bajo los climas
terribles del Nuevo Mundo. Con estas
cualidades materiales, el español, bien
dirigido, y así lo demuestra la historia,
es el primer soldado de Europa: tiene el
ardimiento del meridional, la fuerza del
Norte y no necesita como éste de
abundante alimento. No son menos
notables las cualidades morales del
español y hubieran debido asegurar a la
nación una mayor prosperidad de la que
disfruta. Cualesquiera que sean las
diferencias regionales del carácter
español, los peninsulares, algo dejados
en la vida diaria, se distingue, esto, no
obstante, como colectividad de los
demás pueblos, por un espíritu resuelto
y tranquilo, por un valor persistente, por
una tenacidad inquebrantable, que, según
se emplee, hace la gloria o el infortunio
del país. El cortesano, el empleado
escéptico, podrán servir cínicamente a
quien Les paga, pero cuando el español
del pueblo abraza una causa, lo hace
para siempre, y mientras le queda un
soplo de vida no puede asegurarse su
vencimiento, y para eso, tras él vienen
sus hijos que luchan con
encarnizamiento idéntico al del padre.
De aquí la larga duración de las guerras
nacionales y civiles. La Reconquista de
España duró siete siglos, casi sin
interrupción; la conquista de Méjico, del
Perú y de toda la América andina no fue
más que un largo batallar que duró un
siglo. La guerra de la Independencia
contra los ejércitos de Napoleón es
asimismo un ejemplo de sacrificio y de
patriotismo del que ofrece la historia
pocos ejemplos, pudiendo decir los
españoles con orgullo que durante los
cuatro años que duró la lucha no
hallaron los franceses entre ellos ningún
traidor. Dignos hijos de la madre patria,
los criollos del Nuevo Mundo
Sostuvieron también contra los
castellanos una guerra de emancipación
que duró veinte años, y ahora mismo,
una parte de los habitantes de la Gran
Antilla española han hecho de las
escaramuzas y batallas su vida normal
de seis años a esta parte. En fin, ¿dónde
sino en España hubieran sido posibles
las dos guerras carlistas? ¿Cuántos
golpes no se dieron que se estimaron
decisivos?… Pero el enemigo, vencido
ayer, se erguía al día siguiente y volvía a
la lucha con nueva energía. Nada tiene,
pues, de extraño que el español,
consciente de su valor, hable de sí
mismo, aun estando abatido por la
desgracia, con un orgullo que en
cualquier otro pueblo sería ridículo. “El
español, ha dicho un viajero francés, es
un gascón, pero un gascón trágico”. Los
hechos siguen en él a las palabras. Es
jactancioso, pero si hay quien pueda
tener razón de serlo es él. El español
tiene cualidades que en otros pueblos se
excluyen con frecuencia: a pesar de su
orgullo es sencillo y de modales
corteses; tiene alta idea de sí mismo,
pero es afectuoso con los demás y aun
siendo muy perspicaz y adivinando muy
bien las faltas y los vicios del prójimo,
no se rebaja hasta despreciarlo. Aun
pidiendo limosna sabe guardar una
actitud digna. La menor cosa le hará
expansionarse en un torrente de
palabras, pero cuando el asunto es de
interés, le basta una palabra o un gesto.
A menudo es grave y solemne en su
aspecto; tiene un fondo de seriedad, una
firmeza de carácter poco común y unido
a ello una alegría que siempre es
benévola. La ventaja inmensa que tiene
el español, salvo, quizá, el castellano
viejo, es la de ser feliz. Nada le
preocupa, a todo se amolda y toma la
vida filosóficamente tal y como ella es.
La miseria no le asusta y hasta sabe, con
singular ingenio, sacar de ella goces y
ventajas. ¿Qué personaje de novela pasó
a través de más crisis, ni fue más alegre
que ese Gil Blas en quien los españoles
se reconocen? Y, sin embargo, esto
ocurría en la sombría época de la
Inquisición, sólo que el Santo Oficio no
impedía estar alegres. A todos estos
contrastes, que nos parecen raros, de
jactancia y de valor, de altivez y de
bajeza, de grave dignidad y de franca
alegría, se deben las aparentes
contradicciones de conducta, los
extraños cambios de actitud que
sorprenden al extranjero y que el
español llama en tono de broma “Cosas
de España”, como si únicamente él
pudiera adivinar la causa de ellos.
¿Cómo explicar, en efecto, que se
hallasen en este pueblo tantas flaquezas
al lado de tan bellas cualidades, tanta
superstición y tanta ignorancia unidas a
tan extraordinario buen sentido y a tan
fina ironía y a veces tanta ferocidad
unida a una generosidad tan magnánima,
el furor de la venganza trabado con el
tranquilo olvido de los agravios y una
práctica tan sencilla y tan digna de la
igualdad unida a tan gran violencia en la
opresión?». Como vemos comienza aquí
Reclus a incurrir en las vulgaridades de
siempre y a atribuir al fanatismo español
todos nuestros defectos.
«A pesar de la pasión, del fanatismo,
añade, que ponen los españoles en
Lodos sus actos, aceptan con la mayor
resignación lo que creen que no pueden
evitar. Desde este punto de vista son
completamente musulmanes. No dicen
como el árabe: “lo que está escrito, está
escrito”, pero sí dicen, con no menos
filosofía: “lo que ha de ser, no puede
faltar”, y, envueltos en su capa, ven
pasar la ola de los sucesos. ¡Cuántas
veces, la serenidad fatalista del español
ha dejado que se realicen males
irreparables! Entre estos males, ha
podido temerse que hubiera que incluir
la decadencia definitiva de la nación
entera. Viendo las ruinas acumuladas en
tierra española, presenciando las luchas
que allí se eternizan en la tierra
ensangrentada, historiadores que no
tenían clara noción del lazo de
solidaridad que une entre sí a las
naciones, nos han hablado de los
españoles como de un pueblo caído para
siempre. Es un error, pero el retroceso
extraordinario que ha sufrido el poderío
castellano desde hace tres siglos,
explica cuán fácil ha sido equivocarse.
Aun a proximidad de las grandes
ciudades y de la capital, cuántos
campos, antes cultivados recuerdan con
su denominación de despoblados y de
dehesas a los moros, violentamente
expulsados o a cristianos que huyeron
ante el desierto invasor. ¡Cuántas
ciudades, cuántas villas hay, cuyos
edificios demuestran con la belleza de
su arquitectura y la riqueza de sus
adornos que la civilización local era,
hace siglos, muy superior a lo que es
hoy! La vida parece haber huido de
aquellas piedras antes animadas. Y la
misma España, como potencia política,
¿no es hoy una sombra de lo que fue, en
tiempos de Carlos V?»[252].
El geógrafo Reclus hace suyas, como
no podía menos, las conclusiones del
historiador Buckle, de quien luego
hablaremos, y hasta las completa. Según
él, la causa suprema de nuestro
fanatismo «fue la larga serie de guerras
religiosas que tuvimos que mantener con
nuestros vecinos. El resultado fue que el
patriotismo de raza e idioma se
identificó casi por completo con la
obediencia absoluta a las órdenes de los
sacerdotes. Todos los combatientes,
desde el rey hasta el último soldado,
eran defensores de la fe, más que
defensores de la tierra natal, y, por lo
tanto, su primer deber era someterse a
las indicaciones de los eclesiásticos.
Las consecuencias de tan larga sujeción
del pensamiento eran inevitables. El
clero se posesionó de la mejor parte de
las tierras conquistadas a los infieles,
acaparando todos los tesoros para
adornar los conventos y las iglesias y lo
que es más grave aún, se apoderó del
gobierno y de la dirección de la
sociedad…». Otras muchas cosas añade
a éstas Reclus, pero como quiera que ya
no se refieren al orden puramente
psicológico, sino al histórico, de ellas
trataremos en lugar adecuado.
Entre los psicólogos modernos que
nos han hecho el honor de estudiarnos,
se destaca Alfredo Fouillée. Sus ideas
no tienen gran novedad, pero merecen
conocerse aunque no sea más que por
comprobar cómo se perpetúan en los
sabios los lugares comunes. «El
temperamento español, escribe
Fouillée[253], es casi siempre bilioso,
nervioso, es decir, que, abrasado por un
fuego intenso, sabe ocultar la pasión que
le consume, y es también capaz de
alimentar rencores durante largo tiempo.
Como todos los mediterráneos el
español gusta de] placer, tiene un fondo
de buen humor y fineza de espíritu, pero
más que nada conoce las pasiones
violentas, reconcentradas y no
expansivas. Su sensibilidad es irritable
y al propio tiempo le domina el amor
propio: éstas son sus dos características.
Tampoco lleva lejos de la mano el
cuchillo. Los españoles son leales,
fieles a la palabra dada, poseen el
sentimiento de la dignidad y del honor.
Son generosos, hospitalarios, quizá
todavía más en el Sur que en el Norte, y,
sin embargo, no podría decirse en
general, que sean humanitarios. Duros
para con los animales domésticos, para
con los hombres, para Consigo mismos,
contrastan con otros pueblos por la falta
de bondad simpática y sociable. Esta
dureza es uno de los signos
característicos de la raza ibera y
berebere, igual que de la semítica, tal
sobre todo, como se muestra en los
fenicios. Los españoles se juzgaban muy
diferentes de los moros, pero desde el
punto de vista étnico estaban muy
próximos. No han recibido elementos
célticos bastantes para tener dulzura en
la masa de la sangre; han seguido siendo
africanos y aun siendo occidentales, son
también orientales. Su insensibilidad,
que experimentaron los indios
conquistados, llegó con frecuencia a la
crueldad fría y a la ferocidad. Los
pintores mismos se complacen en
presentar suplicios. Mantenida
anteriormente por el espectáculo de los
autos de fe, su dureza lo está hoy por las
enseñanzas de las corridas de toros…».
Fouillée echa mano a veces de la
fantasía para amenizar su ciencia.
«Cuando falta dinero en el Erario
público, nos dice, se ve a los maestros
obligados a pedir limosna, actitud que
felizmente no deshonra entre
españoles…». «Los que pretenden,
añade más adelante, que de nada sirve la
instrucción, que la ciencia misma no
tiene ninguna de las virtudes que se le
atribuyen para el progreso de los
pueblos, no tienen más que mirar a
España, que no es seguramente el país
de las luces. El culto a la mujer, no es
gran parte más que una leyenda en
España, porque no se puede dar tal
nombre al sensualismo… El ahorro es
imposible en España, porque exige
condiciones morales de primer orden y
en este respecto el español es inferior al
italiano… Al cerrarse la Edad Moderna,
España ha llegado a ser cada vez más
africana… El español trata al extranjero
con una gran cortesía, que oculta una
gran indiferencia. Está demasiado
satisfecho de sí para tener curiosidad
respecto a los demás…».
Estas y otras muchas cosas más
cuenta M. Fouillée en un libro que
algunos consideran bello producto de la
aguda y penetrante psicología francesa.
No quiere decir esto que le sea superior
la psicología de otros países. Cojamos
el estudio de Mr. Irving Babbit[254]:
«Íntimamente unido a la desbordada
imaginación del pueblo español está su
orgullo… El español está especialmente
dotado para la soledad y el
aislamiento… El español se niega a
identificar sus intereses con el interés de
la humanidad… Está imbuido de sutil
egoísmo, engendrado de la religión
medieval, que desdeña las relaciones
del hombre con la naturaleza, fijando tan
sólo su atención en el problema de su
salvación personal. En otros tiempos era
frecuente que un piadoso español
defraudase a sus acreedores, dejando
toda su fortuna en favor de su alma… El
español es fatalista y carece de
curiosidad».
Mauricio Barrés asegura que en
ninguna parte tiene la vida el mismo
sabor que en España. «Allí se ve que la
sensibilidad humana no se limita a esas
dos o tres sensaciones fuertes (amor,
desafío, tribunal de justicia) que son las
únicas que subsisten en nuestra
civilización… Es un África: pone en el
alma una especie de furor tan violento
como un pimiento en la boca». Para
Barrés el ascetismo es producto de la
transformación en cerebralidad de los
autos de fe y de la tauromaquia…
«Sospecho, dice en otro lugar, que los
españoles disfrutan con los sufrimientos
de Cristo»[255].
En Die Wartburg, de Munich, órgano
del Evangelischer Bund, se decía no
hace mucho que «el pueblo español es
un parásito de los conventos y que está
reducido espiritual y materialmente a
mendigar la sopa de los frailes, que le
han privado de todo». Ernst von Ungern
Sternberg escribía en la Revista Das frei
Wort, de Francfort, hablando de
nosotros: «No ya una seria, tenaz
investigación de la verdad, una
convicción ilustrada, un criterio
filosófico conquistado merced al propio
esfuerzo pero ni siquiera una fe sencilla,
se encuentra en los españoles. Lo que
allí domina es la inconsciencia y la
superstición. Naturalmente, un pueblo
que se baila en tan tristes circunstancias,
tiene que representar, por fuerza, en la
lucha por la cultura, un papel
lamentable».
Los mismos portugueses establecen
una marcada diferencia entre su carácter
y el nuestro. «Hay en el genio portugués,
escribía Oliveira Martins, algo vago y
fugitivo que contrasta con la terminante
afirmativa del castellano; hay en el
heroísmo lusitano una nobleza que
difiere de la furia de nuestros vecinos;
hay en nuestras letras y en nuestro
pensamiento una nota profunda o
sentimental, irónica o tierna, que en
vano se buscaría en la historia de la
civilización castellana, violenta en
profundidad, apasionada, pero sin
entrañas, capaz de invectivas, pero
ajena a toda ironía, amante sin cariño,
magnánima sin caridad, más que humana
muchas veces, otras por bajo del nivel
que separa al hombre de las fieras»[256].
Y conste que prescindimos de otras
muchas lindezas que han visto la luz
pública en el bello idioma lusitano.
VI
LOS RELATOS
MÁS RECIENTES
Le este modo ha ido formándose un
concepto casi siempre equivocado de
España. Ante los contrastes que ofrece
el carácter español el extranjero se
aturde, prescinde de la realidad y apela
a las vulgaridades mil veces repetidas
para explicarlos. ¿Qué tiene de
particular que los viajes más recientes
que se han hecho por España perpetúen
la nación fantástica creada por viajeros
y psicólogos, por sabios y por políticos
de épocas anteriores?
En 1902 un ruso, escritor muy
apreciado en su patria, Nemirovich
Danchenko, visita España, y apenas
contempla los primeros paisajes,
observa que todo es falso, que todo es
hojarasca bajo la cual se oculta la
miseria de la decadencia horrible de un
pueblo a quien llevaron al abismo los
esfuerzos combinados de Carlos V,
Felipe II y Torquemada. No hay pais que
haya caído tan bajo. «En noviembre de
1901, escribe en el prefacio, salí de
Barcelona. En la Rambla se oían tiros.
El sol brillaba resplandeciente, el cielo
estaba azul y sin nubes, yendo a juntarse
allá a lo lejos con el mar, cuyas olas
jugueteaban en la orilla. En la Rambla
se oían tiros. Cansado de las traiciones
de Madrid, donde se había vendido a la
patria al por mayor y al por menor, el
pueblo protestaba. La Policía y el
Ejército le rechazaban, dejando en pos
de sí heridos y cadáveres. Los soldados
se batían de mala gana. Eran ciudadanos
también: sabían cuántos millones se
recibieron de los Estados Unidos por
una paz vergonzosa y cómo en sólo un
año fue robado el Tesoro por ladrones
que ningún fiscal se atrevía a acusar.
Aquí no hay escuelas; los Tribunales
militares substituyen a los civiles…
Mecida por el mar, acariciada por el
sol, embriagada por el aroma de las
flores, la nación incomparable duerme
con pesadillas de fiebre, y sólo
Cataluña, como un oasis en medio del
desierto, marcha audazmente hacia la
luz, la riqueza, la libertad y la moral.
Pero no hay para qué tener en cuenta sus
esfuerzos: ni ella gusta de los
castellanos, ni los castellanos de ella».
Y completando su pensamiento dice en
otro lugar: «España es el negro
mausoleo de un pueblo muerto
prematuramente. ¿Resucitará? Y, a modo
de respuesta, un sacerdote sentado al
lado mío, murmuró suspirando: ¡Beati
qui moriuntur in Domine!»[257].
Algunos años después, en 1907,
viene a vemos un alemán, Diercks, y
después de Hendaya, «con todos los
adelantos de la cultura europea y la
extraordinaria animación de sus calles
y cafés», Fuenterrabía le sugiere
penosas reflexiones. «No parece, dice,
sino que aquellos viejos que habitan las
sombrías casuchas han sido olvidados
por la muerte y pertenecen a los tiempos
pretéritos en que se edificaron sus
hogares. Sin la menor idea ni la más
mínima comprensión del progreso
moderno, pasan estas gentes la vida en
inmovilidad mental, en tanto que los
curas, frailes y jesuitas que vemos entrar
y salir de las casas, cuidan de que la
mente de sus moradores no se eche a
perder con las heréticas ideas de nuestro
tiempo». Casi todas las descripciones
de monumentos y de ciudades se
inspiran en este prejuicio, sin recordar,
tal vez, que en Alemania abundan las
ciudades históricas, vetustas y sombrías,
y que los habitantes de sus villas, y aun
de sus capitales de provincia, no suelen
descollar ciertamente por lo avanzado
de sus ideas ni por su liberalismo
religioso. Según Diercks, la religión
influye más que la política en nuestra
patria. El Estado español no ha perdido
con el transcurso del tiempo el carácter
religioso que siempre tuvo, y la Iglesia
española, no solamente ha conservado la
posición que ocupaba en la Edad Media,
sino que ha aumentado su poder, ha
detenido a su albedrío el movimiento de
progreso y ha perseverado en su actitud,
a pesar de la cultura moderna, con
mayor energía que en ningún otro país
católico. Ha perdido instituciones como
la Inquisición, pero ha compensado esta
pérdida con el influjo que ejerce sobre
el pueblo por medio de los jesuitas, del
clero y de las Ordenes monásticas. La
Iglesia defiende lo suyo amenazando al
Estado, constituyendo un Estado
inmensamente rico y poderoso que
ejerce supremacía sobre el Estado civil,
que le suscita dificultades y que triunfa
siempre, tenga o no razón. Los adeptos
de otras religiones, especialmente los
luteranos, son para la Iglesia herejes y
nada más, y les perjudica por todos los
medios posibles y Les niega toda clase
de derechos. «La historia de la
propaganda evangélica en España,
prosigue, Diercks, es uno de los
capítulos más deplorables de la historia
de este país, y, al mismo tiempo que
demuestra el espíritu de sacrificio de los
misioneros protestantes, que no se dejan
arredrar ante el peligro j siguen
propagando sus ideales, a pesar del
martirio y de los horrores de la prisión,
revela también que la Iglesia no
retrocede ante el empleo de los
procedimientos más odiosos para anular,
en perjuicio de los protestantes, el
sentido de la Constitución». No
podemos analizar aquí todo el libro de
Diercks; contentémonos con añadir que,
a su juicio, «los españoles han hecho
muy poco durante toda su vida histórica,
se han dejado influir por pueblos y
dinastías extrañas, han demostrado
escasa iniciativa, se han conducido
pasivamente y no han dado de sí lo que
podía esperarse de ellos»[258].
Más violento y desagradable que el
libro de Diercks es el de Ward[259] que
lleva el titulo de La verdad acerca de
España. Con sólo ver la artística
cubierta de este libro, la cual representa
una reja del famoso castillo de
Montjuich con unos presos asomados, se
comprende que Mr. Ward escribió su
obra bajo la impresión de los sucesos de
1909. Leyéndola, esta impresión se
ratifica. Para Mr. Ward España es un
inmenso sepulcro, un lodazal inmenso,
del cual emanan mefíticos vapores, un
país podrido, una nación
irremisiblemente condenada a
desaparecer. Su propósito al escribir
este libro no es censurar a los
individuos, que deben considerarse
como efectos y no como causas, ni
tampoco asestar un nuevo golpe a su
imperio muerto. No aspira más que a
señalar las verdaderas causas del mal,
ya que los observadores ingleses han
incurrido en graves e inexplicables
errores, y a prestar así un servicio, no
solamente a sus compatriotas, sino a los
mismos españoles. Mr. Ward estudia
sucesivamente el problema político, el
religioso y el social, que al fin y al
cabo, se condensan en uno solo: el
clerical. Nos habla del caciquismo,
«causa del atraso moral y social de
España y de su impotencia en el
concierto de las naciones»; del
separatismo que late sordamente en
todas las provincias, fomentado por falta
de comunicaciones ferroviarias y por la
ignorancia imperante, al contrario de
Inglaterra, en donde «la libertad, la
facilidad de relaciones y la educación
han hecho más que todas las leyes por la
reconciliación y la unidad de ingleses,
escoceses e irlandeses»[260]; asegura que
el anarquismo ha hecho más por el
progreso intelectual de las masas que
ninguna otra organización española, y
que gran parte del escaso progreso
realizado desde 1870 en la enseñanza
primaria de las grandes poblaciones, se
debe a los esfuerzos de los anarquistas y
dice que las Ordenes monásticas poseen
la tercera parte de la riqueza nacional,
influyendo decisivamente en las minas
de Vizcaya y del Rif, en las fábricas de
Barcelona, en los naranjales de
Andalucía, en la Transatlántica y en los
ferrocarriles del Norte… «La siniestra
influencia del clero católico en las
elecciones es conocida de cuantos han
estudiado a España. Desde el púlpito de
la catedral hasta el de la iglesia más
moderna, el sacerdote denuncia al
candidato que se atreve a rechazar la
tutela del clero y, bajo pena de
excomunión, ordena a su grey que vote
con arreglo a los dictados de la Iglesia.
Frailes y monjas actúan de espías, y
pobre del que se atreve a votar en un
pueblo contra lo que le manda el cura si
no se baila, moral y financieramente, por
encima de toda persecución». Y a
continuación expone Mr. Ward los
distintos aspectos del problema clerical:
trabas que opone el clero a la difusión
de ciertas ideas; intolerancia religiosa;
persecuciones de que son objeto los
protestantes; intromisión del sacerdote
en el nacimiento, el matrimonio y la
muerte de los individuos… Y a renglón
seguido afirma que el catolicismo es en
España no una religión, sino un trust,
que ha adquirido tal influjo en el país,
que cuando no puede persuadir u
obligar, compra, y cuando tampoco esto
es posible, mata.
Casi al mismo tiempo que Mr. Ward,
cuya obra se tradujo inmediatamente al
castellano y dio lugar a algún incidente
en las Cortes, estuvieron en España Mr.
Bensusan[261], Laborde[262], Lainé[263],
Ricard[264], y Mr, Frank, gran andarín,
que se propuso recorrer a pie nuestra
patria y lo consiguió. Como era de
esperar, un día el cansancio le rindió a
las puertas del Escorial y Mr. Frank se
durmió y soñó: «Primero, dice,
describiéndonos su sueño, desfiló una
procesión de toda España, arrieros,
campesinos, mujeres andaluzas, curas,
vagabundos, aguadores, mercaderes y
mendigos. A continuación de ellos
venían dos guardias civiles que me
miraron fijamente al pasar. Luego, de
pronto, surgieron moros de todas clases
y tamaños, danzando alrededor mío.
Parecía como que celebraban una
victoria o se preparaban a algún
sacrificio mahometano. Un morabito se
adelantó hacia mí empuñando un
cuchillo. Di un salto: una campana sonó
pausadamente y la amenaza se
desvaneció como humo. Pero… allá en
lontananza, en una hoquedad de la
sierra, descubrí poco a poco la silueta
de un hombre sentado, pensativo, con
los codos apoyados en las rodillas,
mirando cejijunto hacia donde yo estaba.
Llevaba vestiduras reales. De repente
pareció levantarse y crecer. Un letrero
sobre su pecho rezó: FELIPE II. Siguió
creciendo hasta ocultar la misma sierra
y luego echó a andar hacia mí.
Acompañábale una mujer cogida de su
mano y en ella reconocí a María la
Sanguinaria, que parecía haber
abandonado su Reino insular para
juntarse con su tétrico esposo.
Aparecieron nuevas figuras. Primero,
Herrera, torpe, lúgubre, extraño como el
edificio que construyó; después de una
multitud a través de la cual se abrió
paso un hombre cuya corona llevaba el
nombre de Pedro, atravesando con su
espada a cuantos estaban a su alcance,
jóvenes y viejos, despiertos o dormidos,
a la vez que se reía de un modo salvaje.
De repente, salió no sé de dónde un
hombre de ojos hundidos, como de
cincuenta años, con un grueso volumen
encuadernado en pergamino, bajo el
brazo, sonriéndose cínicamente, pero
con indulgencia, cual si quisiera darse a
conocer. Galopó por la sierra otro
hombre, bastante parecido a él, montado
en la caricatura de un caballo y detrás
de él iba un labriego muy grueso
montado en un asno. El caballero saltó
de su cabalgadura y abrazó al del in
folio en pergamino, y luego, volviendo a
montar, se lanzó lanza en ristre, contra
Felipe II, que huyó arrastrando a María,
montaña arriba hasta perderse de vista.
Un ruido llamó mi atención hacia otra
parte. A través de la llanura marchaba
un magnífico cortejo de moros, cada uno
de los cuales llevaba su propia cabeza
cogida de los cabellos… ¡Los
Abencerrajes!, grité, y entonces vi que
desaparecían y que sólo quedaba Felipe
II y un grupo de figuras indistintas. Hizo
un gesto y vi que estas figuras se
aproximaban llevando centenares de
instrumentos de tortura. Tañían
lúgubremente las campanas. Un cura se
adelantó crucifijo en mano y exclamó
con voz sepulcral: ¡La hora de los
herejes ha sonado! Tañeron las
campanas. Acercábanse los verdugos.
Traté de levantarme… y desperté»[265].
Un francés, M. Dauzat, exclama en
un libro reciente: «Basta ya de leyendas
de bellas cigarreras… de sesenta años;
de cortesía castellana que consiste en
burlarse de la gente y en escupir; de
bellas españolas sin cintura ni pescuezo,
pesadas como hipopótamos; de la bella
Andalucía, que es la tierra más pelada y
árida de Europa después de
Castilla»[266]. M, Dauzat destruye de una
plumada todas las leyendas: la de la
belleza femenina, simbolizada por la
Carmen de Mérimée y de Bizet y por las
mujeres descritas por Dumas, Gautier y
lord Byron; la de la tierra que enamoró a
Antoine de Latour y antes que a él a
Washington Irving, y hasta la del valor y
la cortesía, que es lo único que en
nosotros reconocen Diercks y Frank.
Según Dauzat, el pueblo español est
foncièrement lâche, ignora las audacias
francesas y sólo tiene valentía cuando se
reúnen ciento contra uno, Buckle,
Niebuhr, Guizot y Ward se quedan en
mantillas al lado dél apreciable M.
Dauzat.
Para un libro sensato que vea la luz
en estos tiempos tratando de España, hay
diez que tienen por única y exclusiva
finalidad de denigrarnos o de ponernos
en ridículo. ¡Tienen tanta aceptación los
libros fantásticos e insultantes y tan poca
los sensatos y verídicos! El de Ward se
tradujo inmediatamente; creemos que no
se ha hecho lo mismo con los de Rene
Bazin[267], Bratli[268], Havelock
Ellis [269] , Shaw [270] , y alguno más.
Escritos como los de Dauzat[271], Hans
Kinks[272], Vising[273], Teodoro
Simons [274] y Schulten [275] , parecen más
científicos qué las investigaciones
desapasionadas de Meyradier[276] o de
Bertrand[277]. Un alemán como Simons,
que dice que Barcelona es una ciudad
entregada al clero, que con la expulsión
de los judíos desapareció de España
para siempre la ciencia, la industria, la
mano de obra y por ende el dinero, y que
describe un auto de fe en pleno
siglo XIX, u otro como Schulten que
asegura que «tienen los iberos y los
bereberes, como rasgo característico la
falta de cultura, es decir, la incapacidad
de ser cultos, y de asimilarse la cultura
de otros», tendrá siempre más derecho a
la consideración y al respeto de nuestros
intelectuales que el de otro alemán,
como Alban Stolz[278] que sentía por
España el más vivo entusiasmo o el de
un francés, como Brunetiére, que la
declaraba maestra de su patria en
literatura[279].
Quién va a hacerle caso a Havelock
Ellis cuando escribe: «Las cualidades
especiales del genio español, hay que
reconocerlo, encontraron sus más
espléndidas oportunidades en una época
de la historia del mundo que, por lo
menos, en su aspecto físico, ha
desaparecido para siempre. España ha
llegado a una edad que se contenta con
pedir y recompensar empresas
industriales y comerciales para las
cuales se necesitan iniciativas menos
brillantes. Grande como es, sin
embargo, la riqueza natural del país, no
experimentamos el menor deseo de ver a
España empleando sus bellas energías
en tarea no más alta que la de competir,
en escala inferior, con Inglaterra y
Alemania… Está España arreglando su
situación económica y política, pero por
encima de esta tarea hay problemas en el
porvenir del progreso humano, que,
tenemos derecho a esperarlo, reservarán
a España un papel tan valioso y
principal como el que antaño representó
en los problemas del mundo físico.
Conservando y aplicando de nuevo sus
antiguos ideales, España otorgará
nuevamente al mundo bellos presentes
de orden espiritual»[280].
Preferimos terminar con este
párrafo, al cual ya hemos aludido en
otro lugar, el resumen de tantos juicios
desagradables o adversos, y entrar en el
estudio de la deformación de nuestra
historia con la esperanza en un porvenir
más lisonjero, que ya empieza a
realizarse en medio del tremendo
cataclismo a que han llevado a los
pueblos cultos y progresivos las
empresas exclusivamente industriales y
comerciales, fruto de un positivismo al
que siempre afortunadamente, fuimos
extraños.
LIBRO TERCERO:
LA LEYENDA DE
LA HISTORIA DE
ESPAÑA
ESTUDIO ACERCA DE
LA INTERPRETACIÓN
QUE DAN A NUESTRA
HISTORIA LOS
ESCRITORES
EXTRANJEROS
«Y así temo que en aquella
historia que dicen anda impresa
de mis hazañas, si par ventura
ha sido su autor algún sabio mi
enemigo, habrá puesto unas
cosas por otras, mezclando con
una verdad, mil mentiras,
divirtiéndose a contar otras
acciones fuera de lo que
requiere la continuación de una
verdadera historia. ¡Oh,
envidia, raíz de infinitos males
y carcoma de las virtudes!
Todos los vicios, Sancho, traen
un no sé qué de deleite consigo;
pero el de la envidia no trae
sino disgustos, rencores y
rabias».
QUIJOTE, Parte segunda, Cap.
VIII.
I
LA LEYENDA EN
LA HISTORIA
Los organizadores del Congreso de
Psicología que se reunió en Gottinga
hicieron, a costa de los mismos
congresistas, que eran profesores de
indiscutible mérito, un experimento de
gran valor científico, no solamente para
la especial disciplina a que iban a
consagrarse los trabajos de la asamblea,
sino para otras muchas ciencias.
Celebrábase a corta distancia del lugar
donde se bailaba reunido el Congreso,
una fiesta popular. De repente, abrióse
la puerta del salón de sesiones y entró
en él un payaso perseguido por un negro
que le amenazaba con un revólver. En
medio del salón cayó a tierra el payaso
y el negro le disparó un tiro.
Inmediatamente huyeron el perseguidor y
el perseguido. Cuando el docto concurso
se repuso del asombro que aquella
escena le causara, rogó el Presidente a
los congresistas que sin pérdida de
tiempo redactase cada uno un relato de
lo acaecido por si acaso la justicia
había menester de esclarecimientos.
Cuarenta fueron los relatos que se le
entregaron y de ellos diez eran falsos en
su totalidad; veinticuatro contenían
detalles inventados y sólo seis se
ajustaban a la realidad. Ocurrió esto en
un Congreso de Psicología, y eran
autores de los trabajos en que se faltaba
tan descaradamente a la verdad,
hombres dedicados al estudio, de
moralidad indudable y que no tenían el
menor interés en alterar la verdad de los
sucesos de que habían sido testigos.
Este hecho es profundamente
desconsolador para los aficionados a la
Historia. En efecto, surge
inmediatamente la pregunta: si esto
acaeció en un Congreso de Psicología,
entre personas de completa buena fe,
¿qué no habrá sucedido con los relatos
de los grandes acontecimientos
históricos, de las grandes empresas que
transformaron el mundo y con los
retratos de insignes personajes que han
llegado hasta nosotros a través de los
documentos más diversos y de los libros
más distintos por su tendencia y por el
carácter de sus autores? ¿Cuántas no
serán las falsedades que contengan y los
errores de que se hagan eco?
Razones más que suficientes hay, en
efecto, para poner en tela de juicio las
afirmaciones de los historiadores que
parecen más imparciales y sensatos. La
historia es de todas las ciencias la que
más expuesta se halla a padecer el
pernicioso influjo del prejuicio
religioso y político, y el historiador, que
debiera escribir imparcialmente,
despojándose de toda idea preconcebida
y sin más propósito que el de descubrir
la verdad, se muestra casi siempre
apasionado en sus juicios, parcial en la
exposición de los hechos y hábil en
omitir los detalles que destruyen su tesis
y en acentuar los que favorecen su
finalidad. Unas veces el amor patrio,
otras el prejuicio religioso y político,
otras, en fin, el propósito deliberado de
presentar los hechos en determinada
forma convierten el libro de historia en
obra de secta o de partido, encaminada
únicamente a enaltecer las virtudes de
un pueblo, a cantar las alabanzas de un
personaje y a poner de manifiesto las
excelencias de una agrupación,
rebajando, naturalmente, las cualidades
de los demás pueblos, los méritos de
otros personajes y la labor realizada por
otra agrupación. Esta conducta, con
raras excepciones, observada por la
mayor parte de los historiadores, da por
resultado la creación de leyendas no
menos absurdas, pero indudablemente
menos bellas que las que forman la
historia de los pueblos antiguos.
La leyenda, compañera inseparable
de la historia, consta de dos elementos
igualmente importantes y que conviene
tener presente, a saber: la tendencia
innata en el hombre a lo maravilloso y la
tendencia no menos congénita a
anteponer los intereses propios a los
intereses de la verdad y de la justicia.
Mientras la primera otorga caracteres
fantásticos a los grandes personajes y
llega a convertir en epopeyas los
acontecimientos más vulgares, la
segunda hace que se formen conceptos
completamente equivocados de los
diversos pueblos. Las leyendas creadas
alrededor de las grandes figuras
históricas tienen más interés del que a
primera vista pueden despertar.
Recuérdese que para Carlyle, la
Historia Universal, la historia de lo que
han hecho los hombres en el mundo, no
es, en el fondo, más que la historia de
los grandes hombres, conductores,
modeladores y amos de los demás,
creadores, por lo tanto, de lo que la
masa general ha podido hacer, y
tengamos presente que para algunos,
entre ellos Paul Lacombe, el genio de un
pueblo o su carácter nacional sólo se
manifiesta con brillantez, en unos pocos
individuos, porque ambas opiniones nos
harán falta en el curso de nuestro
estudio.
La formación de las leyendas y el
papel importantísimo que desempeñan
en la historia ha sido estudiado por Van
Gennep[281], Lang[282], Reinach[283],
Maury[284], Sébillot[285], Frobenius[286],
Wundt[287] y algunos más, pero en el
fondo estas leyendas no obedecen a más
reglas que a las dos tendencias antes
citadas. Van Gennep, analizando los
caracteres que ofrecen las leyendas
relativas a los personajes históricos,
advierte que los retratos qué se hacen de
éstos no responden en modo alguno a lo
que demuestran los documentos
fehacientes que se refieren a los mismos
y que estas deformaciones tienen origen
literario, habiendo sido impuestas por
los partidarios o por los enemigos de
estos personajes. Es más, uno de los
fenómenos legendarios más
característicos es la adjudicación a un
determinado personaje de rasgos que
pertenecen a otros, llegando así a
constituir un verdadero prototipo. El
mecanismo de la transferencia es
ilimitado en los cuentos populares. Hay
rasgos de generosidad que se atribuyen
lo mismo a Enrique IV que a Napoleón,
a Federico II de Prusia que a José II de
Austria, a Alejandro I de Rusia que a
Alejandro II. Gustave Le Bon, en su
Psychologie des Foules, opina que no
es condición indispensable el que los
siglos hayan pasado por los personajes
históricos para que su leyenda se
transforme bajo el influjo de la fantasía
popular. La transformación se opera a
veces en el espacio de pocos años. Y
cita el ejemplo de la leyenda
napoleónica que se ha modificado varias
veces en menos de medio siglo. En
tiempo de los Borbones fue Napoleón
algo parecido a un personaje de idilio,
filantrópico, liberal, amigo de los
humildes; treinta años después Napoleón
fue un déspota sanguinario, que después
de usurpar el poder y la libertad, hizo
morir a tres millones de hombres por tal
de ver satisfecha su ambición. Le Bon
añade que andando el tiempo, dentro de
diez siglos los historiadores, en vista de
juicios tan opuestos, dudarán quizá de la
existencia real de tan discutido
personaje[288].
Hasta que punto es esto cierto lo
demuestra el prólogo que puso un
historiador inglés al estudio que dedicó
al divorcio de Catalina de Aragón. «El
elemento mítico, decía en él, no puede
eliminarse de la historia. Los hombres
que desempeñan papeles principales en
la escena mundial congregan en torno
suyo la admiración de los amigos y la
animosidad de los rivales fracasados o
de los enemigos políticos. La atmósfera
se puebla de leyendas acerca de lo que
dijeron o hicieron, algunas de ellas,
invenciones, otras hechos truncados,
pero rara vez verdades. Sus hechos
públicos, por esta misma circunstancia,
no pueden alterarse por completo: en
cambio, sus móviles, conocidos no más
que de ellos mismos, abren ancho campo
a la imaginación, y como la tendencia
natural induce a creer lo malo antes que
lo bueno, los retratos que de ellos se
hacen varían hasta el infinito, según las
simpatías del que lo traza, pero rara vez
pecan de favorables». Y después de
expresarse en estos términos, el
historiador a que aludimos añade: «La
crueldad y la lujuria deben ser objeto de
abominación y el que estudia la historia
aprende a aborrecerlas leyendo la
descripción que hace Tácito de Tiberio
aun cuando lo que dice el gran
historiador romano pueda ser muy bien
una mera creación del odio de la antigua
aristocracia romana. El manifiesto del
Príncipe de Orange era un libelo contra
Felipe II, pero el Felipe II de la
tradición protestante es. la
personificación del intolerante espíritu
de la Europa Católica que es
improcedente perturbar ahora… Podrá
demostrarse, a veces, que hubo crímenes
que no fueron crímenes, que las víctimas
merecieron el castigo, que las
severidades fueron provechosas y hasta
esenciales para el logro del alguna gran
finalidad, pero el lector ve en la
apología de hechos considerados por él
como tiránicos, una defensa de la misma
tiranía y al enterarse de algo, que aun
siendo cierto, no tiene interés real para
él, pone en peligro su aptitud para
distinguir lo que es justo de lo que es
injusto. De aquí que la rehabilitación de
aquellos a quienes la tradición hace
culpables deba considerarse como una
pérdida de tiempo, pues si resulta bien,
no tiene valor y si resulta mal equivale a
malgastar el ingenio… Los muertos,
muertos están, la humanidad ha escrito
un epitafio sobre sus tumbas y en otra
parte serán juzgados
definitivamente…»[289]. Este historiador
que de tan galana manera se conduce con
la verdad histórica, entiende, sin
embargo, que la leyenda favorable a
Enrique VIII de Inglaterra, uno de los
monarcas más despreciables moralmente
que han ocupado trono alguno en este
mundo, debe conservarse a todo trance
por la razón sencilla de que es la
tradición protestante. En cambio, la
leyenda inicua creada en torno a Felipe
II le parece bien, porque va encaminada
a desprestigiar al catolicismo. Así se
escribe y así se ha escrito siempre la
historia.
Por lo que hace a las opiniones que
lentamente han ido formándose en los
países acerca de las naciones
extranjeras, recordaremos solamente que
Reclus hace observar que una de las
características de los pueblos es el
desprecio profundo que sienten por sus
vecinos y el orgullo desmesurado que
demuestran con respecto a sí mismos. En
tanto que el río que atraviesa su
territorio recibe de ellos el nombre de
Padre de las Aguas, siquiera sea un
arroyo, y ellos se denominan Hijos del
Cielo, los pueblos vecinos son sordos,
idiotas, monstruos, demonios,
bárbaros… Y el mismo ilustre geógrafo,
ponderando la ignorancia en que
vivimos de las cosas que más afectan o
debieran afectarnos, escribe: «Si el
suelo que sostiene a los hombres es
poco conocido, éstos lo son menos aún.
Sin hablar del origen primero de las
razas y de las tribus, origen que nos es
absolutamente desconocido, las
filiaciones inmediatas, los parentescos,
los cruces de la mayor parte de los
pueblos y agrupaciones, su procedencia
y sus etapas, siguen siendo todavía un
misterio para los más doctos y objeto de
las afirmaciones más contradictorias.
¿Qué deben las naciones a la influencia
de la naturaleza que las rodea? ¿Qué
deben al medio en que vivieron sus
antepasados, a sus instintos de raza, a
sus mezclas, a las tradiciones que
consigo aportaron? Se ignora. Pero lo
más grave es que la ignorancia no es la
causa única de nuestros errores; los
antagonismos creados por las pasiones,
los odios instintivos entre las Tazas y
entre los pueblos, nos inducen a menudo
a ver a los hombres distintos de lo que
son. Mientras los salvajes que pueblan
tierras lejanas se muestran ante nuestra
imaginación como fantasmas sin
consistencia, nuestros vecinos, nuestros
rivales en cultura, los vemos con rasgos
característicos, feos y deformes. Para
verlos bajo su verdadero aspecto es
preciso, ante todo, desembarazarse de
todo prejuicio y de los sentimientos de
odio, desprecio y furor que aún dividen
a los pueblos. La labor más difícil, al
decir de la ciencia de nuestros
antepasados, era conocerse a si mismos.
¡Cuánto más difícil no es estudiar al
hombre en sus diversas razas al mismo
tiempo!»[290].
Para llegar a un conocimiento más o
menos exacto de la verdad tenemos,
pues, que luchar con la leyenda, fundada
en la fantasía unas veces y otras en las
envidias, en los odios y en el desprecio,
y mantenida en la mayoría de los casos
por prejuicios de orden religioso y
político capaces de perturbar las
conciencias más serenas, de torcer las
voluntades más rectas y de anular los
propósitos más levantados.
II
LA
DEFORMACION
DE LA HISTORIA
DE ESPAÑA
Mucho más importante, mucho más
esencial que la idea ridícula que dan los
extranjeros de nuestro carácter, es, por
lo tanto, la deformación de nuestra
historia por ellos practicada con
habilidad y constancia que sorprenden.
Pintándonos como nos pintan; haciendo,
no ya nuestro retrato, sino nuestra
caricatura, quienes ganan patente de
necios son los que a los ocho días de
estar en España y a veces sin haber
cruzado la frontera, se creen en
condiciones de juzgarnos y hasta de
revelar la causa eficiente de nuestros
impulsos más secretos. Por eso la
preferencia que suelen dar en sus
descripciones del carácter español a
determinados defectos, o a ciertas
cualidades, que por resultar exageradas,
son también defectos, sólo demuestra
torpeza de entendimiento, afán de repetir
las tonterías de los predecesores, o
incapacidad absoluta para abarcar el
conjunto de fenómenos que forman el
carácter de un pueblo, y para remontarse
después a las causas que
verdaderamente hayan podido
producirlo. En cualquiera de estos
casos, la culpa no es nuestra, y quien
fracasa no es el modelo, sino el pintor.
Muy distinto es el problema que
plantea la deformación sistemática de
nuestra historia, consistente en presentar
los hechos que la constituyen de manera
tan artificiosa y desfavorable, y en
achacarlos a causas tan problemáticas e
inverosímiles, que no queda ni uno solo
del cual podamos vanagloriarnos.
Esta deformación no es producto de
las deficiencias mentales de unos pocos,
ni de fugaces impresiones de viaje, sino
resultado de prejuicios colectivos, de
prejuicios que se han ido transmitiendo
de generación en generación y, que
teniendo su origen en el miedo y la
envidia, están mantenidas ahora por el
desprecio que les inspiró nuestra
decadencia. Los que cuando éramos
grandes, vivieron en continua zozobra,
levantando a cada paso barricadas
contra nosotros, cual los buenos
burgueses de París en los tiempos de la
Liga, tan luego nos vieron caídos
reaccionaron, y, como por ley natural, la
reacción tuvo que ser tan violenta como
tremendo había sido el abatimiento, se
vengaron de nosotros, burlándose unas
veces, y otras escribiendo nuestra
propia historia a su modo y manera.
España, como indican muy
acertadamente los señores Lavisse y
Rambaud en su Historia Universal, se
había indispuesto con los pueblos que
creaban la opinión pública en Europa:
Francia. Inglaterra, Holanda, Alemania.
Efectivamente, se indispuso porque tuvo
que combatirlos. ¿Qué hubiera debido
hacer España para evitar este mal?
Renunciar a sus propios ideales y dejar
franco el paso a los ideales ajenos. El
remedio, como se ve, no podía ser más
sencillo, pero en los siglos XVI y XVII, y
aun en los luminosos que atravesamos,
las naciones que se creen fuertes y lo
son, no renuncian sin lucha a sus
aspiraciones, ni aceptan humildemente
las ideas de los demás. Los españoles
de entonces no pensaban como los de
hoy y a ninguno de ellos se le ocurrió la
feliz idea de confiar a Inglaterra la
custodia de nuestras costas, ni tampoco
la de ir a defender en los campos de
batalla los intereses de otras naciones.
Defendíamos los nuestros que era
bastante y combatíamos por nuestras
ideas que estaban, naturalmente, en
pugna con las ideas de nuestros
adversarios.
El aspecto de la leyenda negra,
representado por la deformación
sistemática de nuestra historia, consta, a
nuestro modo de ver, de los mismos
elementos que el anteriormente descrito,
sólo que no es cómico, sino trágico.
Estos elementos son: la exageración
ridícula de los caracteres religiosos y
políticos del pueblo español, la omisión
de cuanto nos es favorable desde ambos
puntos de vista y el voluntario
desconocimiento de caracteres
religiosos y políticos tan violentos, si no
más, que los atribuidos a España, en
todos los países, en la misma época y en
empresas semejantes a las que nosotros
realizamos. Es decir, que cuando se
habla de la Inquisición española, de la
intransigencia española, del fanatismo
de los españoles, de la manera cruel con
que éstos reprimían las revueltas y de
las injustas persecuciones de que hacían
objeto a los adeptos de religiones
distintas de la suya, y al decir que estos
caracteres son los que ofrecemos en la
Historia, se da por supuesto que el
fanatismo, la intransigencia, los
procedimientos inquisitoriales y las
persecuciones y expulsiones de gente de
credo diferente, fueron fenómenos que
se produjeron única y exclusivamente en
nuestra patria, no habiendo habido en
parte alguna actos de crueldad como los
nuestros, ni más intransigencias que las
demostradas por nosotros. Esta
suposición es el punto de partida de la
leyenda antiespañola. De otro modo no
se concibe su existencia, pues si los
historiadores, armándose de
imparcialidad, recordasen al escribir
nuestra historia que estos males se
padecían, y por desgracia se padecen
aún, igualmente en todas partes y hasta
con más violencia que en España, la
leyenda no tendría base de sustentación
y caería por su propio peso. Lo que es
característico, no ya de toda una época,
sino de la humanidad entera en cualquier
momento de su evolución, no puede
servir nunca para diferenciar a un
pueblo de los demás. Hay que ser
lógicos, y justo es proclamar que la
conducta de los historiadores
extranjeros de tres siglos a esta parte ha
estado y sigue estando reñida con la
lógica y hasta con ese sentido que lleva
un nombre que indudablemente no le
pertenece, puesto que lo llaman sentido
común.
Conviene, por lo tanto, estudiar el
origen y las fases porque ha pasado esta
deformación sistemática de nuestra
Historia.
III
LOS ORÍGENES DE
LA LEYENDA
NEGRA
La leyenda de la España fanática, de
la España inquisitorial, no empieza a
difundirse por Europa hasta mediados
del siglo XVI, pues aun cuando antes
habíamos tenido guerras con países
extranjeros, singularmente con Francia
por el dominio de Italia, la campaña de
difamación, muy parecida por cierto a
otras campañas que actualmente se
llevan a cabo, no se inicia hasta que
Carlos V entabla la lucha contra la
Reforma y, al entablarla, tiene que
combatir a los pueblos que, según
Lavisse y Rambaud, creaban entonces, y
ahora también, la opinión pública en
Europa. Carlos V, por efecto de la lucha
religiosa había sido objeto de ataques y
de calumnias, pero jamás llegó a
inspirar fuera de España, la misma
antipatía que su hijo que era, más
español, más perseverante en sus
propósitos, más inclinado a la
desconfianza y al misterio, más hombre
de gabinete que militar. «La Historia,
escriben Lavisse y Rambaud, se ha
mostrado severa con este Príncipe. Si
los españoles le hicieron objeto de un
culto, la mayor parte de los extranjeros
maldicen su despotismo, su crueldad y
su intolerancia. Pocas han sido las voces
que se han alzado en favor suyo, y estas
defensas, torpemente hechas, le han
perjudicado más que le han favorecido.
¿Cómo pudo ser esto? Se enajenó las
simpatías de las naciones que en las
edades siguientes han creado y
encauzado la opinión: Holanda,
Inglaterra, Francia. Cada una de ellas
tenía un agravio que vengar: la una, sus
angustias de la guerra por la
independencia; la otra, una tentativa
temible contra sus libertades religiosas;
Francia, en fin, las perturbaciones en
que por poco perecen su libertad y su
poderío. A medida que se engrandecen
fuera del alcance de España y que ésta
decae bajo la férula de los destructores
principios de su política, dábanse cuenta
más cabal del peso que hubiera
significado para su porvenir el sistema
opresor de Felipe II. Su odio se
concentró, naturalmente, en este hombre,
que les pareció adversario del progreso
e instrumento de decadencia. Hubieran
podido perdonar a un conquistador que
espada en mano las hubiera hecho
caminar hacia adelante; pero sólo
podían dedicar odioso recuerdo al
soberano que quería mantenerles
brutalmente en los horrores del pasado.
Sobre la trama de los hechos, la fantasía
y el miedo bordearon una leyenda. El
secreto con que rodeaba el Rey sus
actos, favoreció el desarrollo de la
leyenda. La muerte misteriosa de
Montigny autorizó las sospechas más
que el asesinato en público del Príncipe
de Orange. A los sucesos más naturales
se les atribuyó un impulso criminal: Don
Carlos e Isabel de Valois se convirtieron
en víctimas de los celos y el despotismo
y Felipe fue un ser sin corazón y sin
entrañas cuya sonrisa y cuyo puñal eran
hermanos. Pero, cuanto más odioso
resultaba, más grande se hacía en la
imaginación de los hombres. Llegaba
ésta a concebirle como un gigante
sombrío, como una encarnación del
genio del mal, engendrado no más que
para detener el progreso de la libertad
política. Personificó todos los vicios,
todos los errores y todas las crueldades;
odios y furias se condensaron en un
supremo insulto: era el Demonio del
Mediodía»[291].
Este párrafo de la Historia
Universal de Lavisse y Rambaud basta
para comprender el origen de la leyenda
negra, de la leyenda de la España
inquisitorial. En este párrafo se señalan
todos y cada uno de los caracteres que
reviste esta leyenda histórica. Es un
caso de megalosia imaginativa: en un
personaje se concentran todos los odios
y al concentrarse todos los odios, se le
adjudican los caracteres más sombríos y
más propios para excitar la indignación
y el desprecio de los incautos.
Lentamente, imperceptiblemente estos
caracteres adjudicados al personaje
simbólico trasciende y se hacen propios
del pueblo que rigió. Así vemos que
Sully, el gran ministro del «buen Rey
Enrique IV», decía que los españoles
estaban «tiznados de perfidia como los
demonios»; así vemos que un italiano,
Giovanni Cornaro, aseguraba a
principios del siglo XVII que los
españoles, «señoreados tanto tiempo de
los bárbaros aún mostraban vestigios de
esta dominación», y que un escritor
contemporáneo, dice que el carácter de
los españoles «orgulloso, sombrío y
novelesco, tan sombrío y novelesco que
a menudo llegaba al fanatismo, al
apasionamiento, y a la piadosa
devoción, se manifestaba igualmente en
el arte y en literatura, y que este salvaje
fanatismo, esta cruel intolerancia del
pueblo español, favorecidos por un
gobierno ciego fue causa de su
decadencia»[292].
Los caracteres atribuidos por la
leyenda a Felipe II, trascienden al
pueblo que gobernó y se hacen propios,
exclusivos del mismo.
En 1581, en pleno fragor de la lucha
religiosa, iniciada ya con éxito, merced
al apoyo de Inglaterra y de Francia, la
rebelión de los Países Bajos, lanzó
Guillermo de Orange su famoso
Manifiesto a los Reyes, príncipes y
potentados de Europa. Se titulaba
«Apologie ou Défense du très illustre
Prince Guillaume, par la grâce de
Dieu, Prince d’Orange, contre le Ban
et Edict publié par le Roi d’Espagne
par lequel il proscrit le dict Seigneur
Prince dont appella les calomnies et
faulses Accusations contenues dans la
dicte Proscription». Felipe II había
acusado a Guillermo de Orange de
ingrato y de traidor, en lo cual no andaba
muy desencaminado, y Guillermo de
Orange se defendió en el largo
documento cuyo título hemos copiado,
lanzando contra el monarca la acusación
de incestuoso, por haberse casado con
una sobrina carnal; la de haber
asesinado a su esposa Isabel de Valois
para poder efectuar el nuevo
matrimonio, y la de haber mandado
matar a su hijo, el príncipe Don Carlos,
heredero de sus Reinos no más que para
justificar ante el Papa la razón de Estado
que imponía el nuevo matrimonio. A
estas acusaciones añadía Guillermo de
Orange la de bigamia, puesto que
afirmaba que Felipe II estaba ya casado
con Doña Isabel Ossorio y tenía hijos de
ella cuando casó con la Infanta de
Portugal, y la de adúltero, por haber
tenido relaciones con cierta dama
después de casado con Isabel de Valois.
En este Manifiesto, cuya extensión y
enrevesados conceptos demuestran el
empeño en destruir las acusaciones que
Felipe II había lanzado a Orange en el
Edicto de destierro, substituyéndolas
con otras más graves todavía y más
eficaces a despertar general indignación
en Europa, aparecen ya claros y
precisos los caracteres de la leyenda
negra. El Manifiesto del Taciturno no va
encaminado únicamente a ennegrecer la
personalidad del Rey de España, sino la
de todos sus vasallos. No es la prisión
del Príncipe Don Carlos, ni el juicio que
expone acerca de su supuesto en proceso
y condena por frailes e inquisidores,
atentos no más que a satisfacer la
crueldad de aquel padre
desnaturalizado, lo más notable en el
escrito, sino el cuidado que en él se
pone de pintar a los españoles,
individual y colectivamente, como otros
tantos Demonios del Mediodía. El
orgullo, la avaricia, el fanatismo, la
crueldad, el espíritu vengativo, el
desprecio a lo extranjero, la brutalidad y
la falta de cultura, eran, según Guillermo
de Orange, los rasgos característicos del
pueblo contra el cual luchaban las
provincias unidas[293]. Guillermo era
luterano y tuvo de su parte a los
protestantes; Guillermo combatía a los
españoles y tuvo de su parte a los
franceses; Guillermo trataba de
desprestigiar al monarca español y de
poner en tela de juicio su dominio sobre
una región vecina de Inglaterra y tuvo de
su parte a los ingleses. La Apología de
Orange se difundió, pues, como era de
esperar por toda Europa. No había
nación que no viese con gusto la
difamación del rey de España y de los
españoles, aunque no fuera más que
inducidos por el miedo que inspiraba la
política española, de suerte que si en
Alemania los protestantes se recrearon
con la lectura del Manifiesto y en
Inglaterra lo estimaron en todo su valor,
en Francia produjo satisfacción
extraordinaria. La rivalidad entre las
dos naciones llegaba entonces a su
apogeo y todo cuanto perjudicaba a la
una se acogía por la otra con verdadero
placer. Ahora bien, confesemos que no
se escribieron en España diatribas e
insultos como los contenidos en las
Philippiques y en las Antiespagnoles de
Clairy, Arnauld, Hurault, de l’Hospital y
otros muchos. Uno de estos autores
esperaba que el Todopoderoso sería
servido de hacer que se cumpliesen las
profecías de los renombrados
matemáticos Joahnnes Stadius y
Rembertus Dodoneus, según las cuales
el Rey Felipe acabaría por ser
expulsado de sus dominios y asesinado
por algún hombre cual se deducía de su
horóscopo[294].
Pocos años después se presenta en
escena un nuevo personaje poseído del
deseo de venganza. Este personaje era
español y había disfrutado de la
confianza de Felipe II: el Secretario de
Estado, Antonio Pérez. Procesado por el
monarca y huido a Francia, amablemente
acogido por Catalina de Navarra en Pau,
apresúrase a ofrecer sus servicios a
Enrique IV y a Isabel de Inglaterra, que
los aceptan con el agrado que es de
suponer. El antiguo confidente de Felipe
II informa entonces con toda suerte de
pormenores a ambos monarcas, de la
situación de España, de sus recursos, de
sus flaquezas, de los medios que es dado
emplear para combatir con éxito a su
propio soberano. ¿Quién más enterado
que él de las intimidades de la Corte
española y de los secretos de su
diplomacia? Y Antonio Pérez, traidor a
su patria y a su Rey, escribe en Londres
allá por el año de 1594 sus famosas
Relaciones, usando el pseudónimo de
Rafael Peregrino; dedica su obra al
Conde de Essex y envía los primeros
ejemplares de ella a Burghley, a
Southampton, a Montjoy, a Harris y a
otros muchos personajes de la Corte de
Isabel[295]. Este libro tuvo lo mismo en
Inglaterra que en Francia un éxito
enorme, así literario como político. La
magia del estilo, la belleza de los
conceptos, la elocuencia de la frase
competían con el interés que la materia
despertaba. Antonio Pérez añade en su
obra a las acusaciones lanzadas por
Guillermo de Orange contra Felipe II
nuevas acusaciones: los amores del rey
con la princesa de Éboli y la afirmación
de que fue él quien mandó degollar al
príncipe Don Carlos. «Las Memorias
del desterrado, dice Bratli, escritas con
una elegancia desconocida en aquel
tiempo, permitieron por vez primera a
Europa, ávida de lo sensacional, lanzar
una mirada indiscreta en los asuntos
interiores de la Corte de España y hasta
mediados del pasado siglo se
consideraron las Relaciones como
fuentes históricas, y a su autor como un
mártir político»[296].
La Apología de Orange y las
Relaciones de Antonio Pérez, sirvieron
de base, en efecto, a los retratos que en
Europa se hicieron de Felipe II y de los
españoles, de suerte que un príncipe
traidor a su señor natural, de conducta
no muy recomendable moralmente, y que
tomó la insurrección de los Países Bajos
como medio de crearse una gran
posición política, y un funcionario más
traidor aún y de conducta moral menos
recomendable todavía, fueron los
propagandistas de la leyenda negra, los
que la iniciaron, como ya en otro orden
de ideas la había iniciado el Padre Las
Casas, al tratar de nuestra colonización.
Contenían ambos documentos
acusaciones de valor muy diverso. Las
unas carecían de importancia o eran
falsas en absoluto; las otras, aun siendo
falsas, entrañaban tal gravedad y eran
tan eficaces a despertar la indignación y
el horror de las gentes, que
inmediatamente se utilizaron. Entre estas
últimas descuella el supuesto proceso y
muerte judicial del príncipe Don Carlos,
una de las leyendas históricas que más
juego han dado en la política, en la
literatura y en el arte. Difundiéronse las
calumniosas especies de Orange y de
Antonio Pérez por toda Europa,
mezcladas y completadas con las
acusaciones contenidas en el libro de
otro español, refugiado en Heidelberg.
Este émulo de Antonio Pérez, precursor
de Llórente, se llamó Reinaldo González
Montes o Montano, y el libro que
escribió llevaba el sugestivo título de
«Integro, amplio y puntual
descubrimiento de las bárbaras,
sangrientas e inhumanas prácticas de
la Inquisición española contra los
protestantes, manifestadas en sus
procedimientos contra varias personas
particulares, así inglesas como otras,
en quienes han ejecutado su diabólica
tiranía. Obra adecuada para estos
tiempos y que sirve para apartar el
afecto de todos los buenos cristianos
de esa religión, que no puede
sostenerse sin esos puntales del
infierno». Publicado en latín en
Heidelberg, se tradujo el libro en 1568
al inglés por Vincent Skinner, tuvo
cuatro ediciones desde 1568 hasta 1625
y todavía en 1857 se seguía
reimprimiendo en Londres[297]. De
suponer es que se vertiese igualmente al
francés, al holandés y al italiano.
En estos libros se inspiró la
campaña política contra España, siendo
verdaderamente notable el hecho de que
fueran tres españoles, los que
próximamente en la misma época
echaron las bases de la leyenda
antiespañola.
Nada tiene, pues, de extraño que
Pierre Mattieu, cronista de los Reyes de
Francia, insertase en su Historia, la
biografía de Felipe II escrita con datos
de ese género[298]; ni que Brantôme
añadiese la especie de los amores de
Don Carlos con Isabel de Valois; ni que
De Thou asegurase que ésta murió
envenenada, siendo Felipe II mero
instrumento de la Inquisición[299]; ni que
italianos como Gregorio Leti[300],
hicieran coro, en unión de ingleses y
alemanes. No faltaron, sin embargo, las
protestas. En Inglaterra las calumnias
propaladas por los protestantes dieron
lugar al libro de Stapleton[301], y en
España las Filípicas y las
Antiespagnoles, motivaron la
publicación de numerosos folletos en los
cuales rechazaban los autores las
acusaciones extranjeras y combatían
enérgicamente la política francesa. Los
españoles del siglo XVII estaban
persuadidos de que no tenía ésta más
finalidad que destruir a España, en lo
que andaban muy próximos a la verdad.
Fray Pablo de Granada recordaba las
alianzas de Francia con los turcos para
que éstos asolasen las costas de la
península y las de Italia. «No es para
dejar entre las lobregueces del silencio
el patrocinio que da Francia, añadía, a
la sentina de todos los vicios, escándalo
del mundo, infernal hidra y ofendículo
claro de la Iglesia militante y triunfante,
la alevosa Ginebra…, ni sus tratos con
holandeses rebeldes, ayudándoles con
dinero y soldados, no sólo a conservarse
libres del yugo católico, sino a que
usurpen todo lo que pudieren de esta
Corona. La confederación con los
suecos, las ligas con los príncipes de
Italia y Alemania, los socorros a
Cataluña; el auxilio a Portugal… todo
por destruir a esta Corona». «¿Cuál es,
preguntaba Fray Pablo, el origen de
tener España tantos enemigos? Los más
advertidos responderán que se origina o
de emulación que tienen a sus glorias,
envidia a su grandeza o temor a sus
armas. Pues este león de España, ¿ha
sacado nunca las uñas contra nadie que
no sea para defenderse? No. ¿Ha
pretendido quitar a ningún príncipe sus
Reinos que no sea obligado de la razón
y justicia? Tampoco. ¿Ha intentado dar
guerra a nadie por sólo agraviarle y
ofenderle? Léanse los anales de los
tiempos y se verá que nunca trató de
ofender sin ser ofendido, nunca de
agraviar sin ser agraviado, lo cual no se
puede llamar agravio ni ofensa, sino
justa recompensa que toma de sus
injurias…»[302].
En términos parecidos se expresaba
don Francisco de Quevedo en su Carta
a Luis XIII, bastantes años antes que
Fray Pablo de Granada escribiese su
libro al protestar contra «las nefandas
acciones y sacrilegios execrables que
cometió contra el derecho divino y
humano en la villa de Tillimon en
Flandes, Mos de Xatillon, hugonote, con
el ejército descomulgado de herejes
franceses». Echando mano Quevedo de
su portentosa erudición, recordaba lo
que decían de los franceses Polibio,
Claudiano y otros autores, acusándoles
de inconstantes y de malos vecinos;
hablaba de Eginbarto, alemán, cronista
de Carlo Magno que decía: «Ten al
francés por amigo, no le tengas por
vecino», y de don Sancho el Bravo que
los llamaba «sotiles y pleytosos y muy
engañosos a todos aquellos que han de
pleytear con ellos y todas las verdades
posponen para hacer su pro». En
términos parecidos se expresaba el Dr.
García en La desordenada codicia de
los bienes agenos; Francisco Mateu, en
su Antipronóstico a las victorias que se
pronostica el reino de Francia contra el
de España; Alejandro Patricio
Armacano, en su Marte francés, y
Fernando de Ayora en su Arbitrio entre
el Alarte francés y las vindictas
gálicas, por no citar más que estas obras
donde exponen con notable claridad los
procedimientos de que se valía Francia
para lograr sus fines. En un curioso
manuscrito que se conserva en nuestra
Biblioteca Nacional bajo la signatura
MM 450 y que lleva el sugestivo título
de La Francia conturbante. Discurso
político e histórico sobre los excesos y
ardides de que se valen los franceses
para los adelantamientos de su Reino,
se leen estas palabras: «Aunque la ciega
pasión de algunos ha querido hacer ver
blanco lo que a la luz de la razón es tan
negro, yo, que no puedo negar mi origen,
pues nací vasallo del Rey Cristianísimo,
enterado, bien a mi costa, del modo de
proceder de Francia, me he visto
precisado a expresar los riesgos a que
se expone el Príncipe que en sus
palabras funda algunas esperanzas. Los
tratados de paz o de alianza que para
todos son unos juramentos sagrados, no
sólo de política, sino también de
religión, en el gabinete de Francia no
son otra cosa que unos juguetes y
entretenimientos con que se da tiempo al
tiempo; esto es, la Francia se conviene
con cualesquiera artículos y más cuando
con desvío los trata la fortuna en materia
de guerra, no con otro fin que el de
rehacerse, y cuando se mira nuevamente
fortalecida, anula las condiciones de
tratado, y rompe, con ímpetu soberbio,
los límites que señalaron los artículos,
persuadida de que lo imprevenido en sus
contrarios les es un medio y casi seguro
triunfo, porque como todos caminan con
la buena fe del tratado de paz, no
piensan en las prevenciones. No ha
hecho jamás paces con príncipe alguno y
singularmente con España, que al fin de
muy pocos meses no haya buscado
pretexto para renacer la guerra, y si bien
nunca ha hecho blanco suyo el motivo de
la discordia para quien se hizo la paz, su
malicia, ingeniera exquisita de males,
sabe hallar otros motivos, pues para
estos lances mantiene un sinnúmero de
Maquiavelos que, revolviendo papeles y
pertenencias, le hagan presente algún
fantástico derecho con que alega nuevas
pretensiones. No ha habido mes desde
que España puso su blasón en Flandes
que no haya tenido el francés motivo de
disgusto con ella. La razón de esta
inquietud de espíritu la atribuyen los
finos políticos a su envidia y a su miedo;
a su envidia, porque considera más
dichosa aquella triunfadora potencia; a
su miedo, porque la ve señora de todas
las llaves de su Estado. Estas dos
inseparables pasiones de Francia la
hacen concebir una ambición
insoportable…».
Aun cuando, como vemos, no
dejaban los españoles de sostener
polémicas con los extranjeros,
singularmente con los franceses, no
hallamos en las obras referidas
contestación alguna a las calumnias que
por el mundo circulaban para daño
nuestro. Ya fuera porque la mayoría las
ignorase, o porque ni siquiera creyesen
oportuno deshacer embustes tan
groseros, los llamados a hacerlo así, ya
fuera quizá, por efecto de la tendencia a
admitir como bueno cuanto dicen y
afirman los extraños, nuestras historias
no protestan de la inicua leyenda
propalada y difundida por ingleses,
alemanes y franceses. Así se explica que
don Francisco de Quevedo en su España
defendida, exclame indignado: «Cuando
ellos aguardaban a tan grandes injurias
alguna respuesta, hubo quien escribió,
quizá por lisonjearlos, que no había
habido Cid, y al revés de los griegos,
alemanes y franceses, que hacen de sus
mentiras y sueños verdades, él hizo de
nuestras verdades mentiras, y se atrevió
a contradecir papeles, historias y
tradiciones y sepulcros con sola su
incredulidad, que suele ser la autoridad
más poderosa para con los porfiados, y
no sólo no han aborrecido esto los
mismos hijos de España que lo vieron,
pero hay quien, por imitarle, está
haciendo fábula a Bernardo y escribe
que fue cuento y que no le hubo, cosa
con que, por lo menos, callarán los
extranjeros, pues los propios no los
dejan que decir…». Estas palabras
podrían escribirse hoy sin perder nada
de su actualidad.
A la indiferencia de los españoles
por sus propias cosas, indiferencia que
no compensan las polémicas
exclusivamente políticas, ni las quejas
más o menos vehementes de Quevedo y
de Saavedra Fajardo[303], oponían los
extranjeros, bajo el influjo de la pasión
política y del prejuicio religioso, una
perseverancia en la difamación, cuyos
efectos se notan todavía. Mattieu, De
Thou, Gregorio Leti, Varillas y el abate
de Saint-Réal pudieron, pues, escribir
cuanto les vino en gana. A sus
vociferaciones contestó España con el
silencio y la leyenda ominosa y terrible
tejió en torno a aquellos días de nuestra
grandeza su red tenebrosa de bien
urdidas calumnias.
IV
ESPAÑA ANTE LA
EUROPA DEL
SIGLO XVIII
Esta leyenda, sin embargo, no iba a
adquirir verdadera importancia hasta el
siglo XVIII. En otro lugar hemos
reseñado el juicio que mereció de los
grandes pensadores de esta época el
pueblo español. Los historiadores y los
filósofos completan este juicio
interpretando nuestra política sobre la
base de los materiales aportados por
Guillermo de Orange, por Antonio
Pérez, por el Abate de Brantôme, por
Mattieu, por De Thou, por el abate de
Saint-Réal. De suerte, que mientras los
viajeros pintan a los españoles como un
pueblo semibárbaro, extraña mezcla de
frailes y mendigos, de holgazanes y de
fanáticos, los historiadores lo retratan,
políticamente, como un pueblo de
soldados brutales, de crueles
inquisidores, y de reyes malvados. La
Inquisición representa a España; el
Demonio del Mediodía es el prototipo
de nuestros monarcas.
El patriarca de Ferney traza la
silueta de Felipe II comparándole con
Tiberio. Escuchemos a Voltaire:
«Para conocer bien los tiempos de
Felipe II, precisa ante todo conocer su
carácter, que fue en parte la causa de
todos los grandes acontecimientos de su
siglo, pero su carácter sólo puede
apreciarse por los hechos. Nunca
repetiremos bastante que conviene no
fiarse del pincel de los contemporáneos,
llevado siempre del odio o de la
adulación… Los que han comparado no
hace mucho a Felipe II con Tiberio no
han visto ciertamente a ninguno de los
dos. Por lo demás, cuando Tiberio
mandaba las legiones y las hacía
combatir iba al frente de ellas, y Felipe
II estaba en una capilla entre dos
recoletos mientras el Príncipe de
Saboya y aquel conde de Egmont, que
hizo perecer después en el patíbulo, le
ganaban la batalla de San Quintín.
Tiberio no era supersticioso ni
hipócrita, y Felipe tomaba en mano un
crucifijo cuando ordenaba un asesinato.
Las orgías del romano y las
voluptuosidades del español no se
parecen. El mismo disimulo que
caracteriza a ambos parece distinto: el
de Tiberio es más solapado, el de Felipe
es más taciturno. Es preciso distinguir
entre hablar para engañar y callar para
resultar impenetrable. Ambos parecen
haber tenido una crueldad tranquila y
reflexiva, pero ¡cuántos príncipes y
cuántos hombres públicos no han
merecido el mismo reproche!».
«Para formarse idea exacta de
Felipe II es preciso preguntarse lo que
es un soberano que afecta ser piadoso y
a quien el príncipe de Orange,
Guillermo, echa en cara públicamente en
su manifiesto, un matrimonio secreto con
Doña Isabel Ossorio cuando casó con su
primera mujer, María de Portugal. A la
faz de Europa le acusa el mismo
Guillermo del parricidio de su hijo y del
envenenamiento de su tercera esposa,
Isabel de Francia. Se le acusa de haber
obligado al príncipe de Ascoli a casarse
con una mujer que estaba en cinta del
propio rey. No es cosa de fundarse en el
testimonio de un enemigo, pero este
enemigo era un príncipe respetado en
Europa, que envió su manifiesto y sus
acusaciones a todas las Cortes. ¿Era el
orgullo o era la fuerza de la verdad lo
que impidió que Felipe II contestase al
manifiesto? ¿Podía despreciar aquel
documento cual si fuese un obscuro
libelo compuesto por un vagabundo?
Añádanse a estas acusaciones
demasiado auténticas, los amores de
Felipe con la mujer de su favorito Rui
Gómez, que había asesinado a Escobedo
por orden suya; recuérdese que es ese
mismo hombre que no hablaba más que
de su celo por la religión y que todo lo
sacrificaba a este celo, Fue bajo la
máscara infame de la religión como
tramó una conjura en el Bearn para
apoderarse de Juana de Navarra, madre
de Enrique IV, llevarla como hereje a la
Inquisición, hacerla quemar e incautarse
del Bearn en virtud de la confiscación
que hubiera pronunciado aquel tribunal
de asesinos. Una parte de este proyecto
se ve en el libro XXXVI del presidente
De Thou y esta anécdota ha sido harto
descuidada por los historiadores
sucesivos… Su principio fundamental
fue dominar a la Santa Sede y exterminar
en todas partes a los protestantes. En
España había algunos. Prometió
solemnemente ante un crucifijo
destruirlos a todos y cumplió su voto: la
Inquisición le secundó perfectamente. En
Valladolid quemaron a todos los
sospechosos, y Felipe, desde los
balcones de su palacio contemplaba su
suplicio y escuchaba sus gritos… Este
espíritu de crueldad y el abuso de su
poder, debilitaron su inmenso
poderío…»[304]. En su Ensayo acerca de
las costumbres y el espíritu de las
Naciones describe Voltaire de la
siguiente manera los procedimientos
inquisitoriales en relación con el
carácter de nuestro pueblo: «Tiempo
hacía que existía la Inquisición en
Aragón, donde, lo mismo que en
Francia, languidecía sin funciones, sin
orden, casi olvidada. Fue después de la
conquista de Granada cuando desplegó
esa fuerza y ese rigor que jamás tuvieron
los tribunales ordinarios. Era preciso
que el carácter español fuera entonces
algo más austero, más implacable que
el de tas demás naciones. Se echa de
ver sobre todo en el exceso de atrocidad
que usaron en el ejercicio de una
jurisdicción en que los italianos eran
mucho más suaves. Los Papas crearon,
por razones políticas, estos tribunales y
los inquisidores españoles les
añadieron la barbarie… Torquemada
fue quien dio a este Tribunal español esa
forma jurídica contraria a todas las
leyes humanas que siempre ha
conservado. En catorce años procesó a
ochenta mil personas y mandó quemar
seis mil con el aparato y la pompa de las
fiestas más augustas. Todo eso que nos
cuentan de pueblos que sacrificaban
hombres a la divinidad no tiene
parecido siquiera con aquellas
ejecuciones que iban acompañadas de
ceremonias religiosas. Los españoles no
las miraron con horror al principio
porque aquellos a quienes sacrificaban
eran sus antiguos enemigos los judíos,
Pero en breve fueron ellos mismos las
víctimas, pues tan luego surgieron los
dogmas de Lutero, los pocos de quienes
se sospechaba haberlos aceptado fueron
inmolados. La forma del procedimiento
se convirtió en infalible medio de
perder a quien se quería perder. No se
confronta a los acusados con sus
delatores ni hay delator que no sea
escuchado. Un criminal castigado por la
justicia, un niño, una cortesana son
acusadores graves; un hijo puede acusar
a su padre, una mujer a su marido,
finalmente, el acusado se ve en la
necesidad de convertirse en propio
delator, adivinando y confesando el
crimen de que le acusan y que a veces
ignora. Este procedimiento inaudito hizo
temblar a España. La desconfianza se
apoderó de los espíritus. Ya no hubo
amigos, ni sociedad: el hermano temía al
hermano, el padre al hijo. De ahí viene
que el silencio se haya convertido en
rasgo característico de una nación que
nació con la viveza propia de un clima
cálido y fértil. Los más astutos se
apresuraron a ser familiares de la
Inquisición prefiriendo ser satélites a
resultar víctimas, A este Tribunal se
debe atribuir, además, la profunda
ignorancia de la sana filosofía en que se
hallan sumidas las escuelas españolas,
mientras en Alemania, en Francia, en
Inglaterra y hasta en Italia, se descubrían
las verdades y se ampliaba la esfera de
los conocimientos. La naturaleza humana
jamás se envilece tanto como cuando la
ignorancia supersticiosa dispone del
poder… Pero estos tristes efectos de la
Inquisición son poca cosa al lado de los
sacrificios públicos que se llaman autos
de fe y de los horrores que los preceden.
Es un sacerdote revestido, es un fraile
consagrado a la humildad y a la
mansedumbre el que hace aplicar en los
calabozos la tortura a los hombres.
Luego se levanta un tablado en una plaza
pública y se lleva a la hoguera a los
condenados a continuación de una
procesión de frailes y cofradías. Se
canta misa y se matan hombres. Un
asiático que llegase a Madrid en día de
semejante ejecución, no sabría decir si
se trata de una fiesta, de un acto
religioso, de un sacrificio o de una
carnicería, porque es todo eso a la vez.
Los reyes, cuya presencia basta para
salvar a un criminal, asisten
descubiertos a este espectáculo,
ocupando un trono menos elevado que el
del Inquisidor y ven cómo mueren entre
llamas sus vasallos. Se ha echado en
cara a Moctezuma que inmolaba los
cautivos a sus dioses; ¿qué hubiera
dicho Moctezuma de un auto de fe?».
Si de este modo pensaban los
grandes caudillos del pensamiento, los
que iban a renovar el curso de éste,
llevándolo por nuevos y felices
derroteros, ¿qué tiene de particular que
sus discípulos franceses e italianos
multiplicasen, haciéndoles coro, sus
burlas y sus ataques contra España?
Tanto fue así que el autor,
afortunadamente anónimo, del
Psycanthrope, trazando por entonces el
mapa intelectual de Europa, coloca los
polos del mundo en las costas de África
y en las del Báltico y hace que el
Ecuador —como no podía menos—
pase por París. En aquel mapa, hacia
Occidente, están españoles y
portugueses, y, en vez de leerse allí,
como en otros lugares, nombres de
respetables Universidades y de célebres
Academias, se ven estos letreros: Esta
tierra no pare sino monstruos. Tierras
deshabitadas. Países inútiles. Los
habitantes de este continente son la
ruina de la amena literatura[305].
Y, sin embargo, en Francia se habían
hecho ya estudios bastante extensos
acerca de nuestra historia. Dorléans
había compuesto su Historia de las
Revoluciones de España (1734),
Vaquette d’Hermilly había traducido al
francés la Historia de España, de
Perreras (1742), Marsollier había
escrito su Historia del ministerio del
Cardenal Jiménez (1739), y el Padre
Duchesne había dado a la estampa un
Compendio de nuestra historia (1742).
No todos estos libros están exentos de
errores. El mismo Compendio de
Duchesne, que tradujo el P. Isla, merece
de éste alguna que otra rectificación,
pero permitían juzgar nuestras cosas
algo más imparcialmente. Impónese, sin
embargo, el criterio de los filósofos y
Voltaire y Montesquieu dan la norma a
que debe ajustarse la nueva escuela.
Perduran Orange y sus continuadores.
A fines del siglo XVIII publica
Robertson su Historio del Emperador
Carlos V (1769), contando en ella con la
mayor seriedad la escena de los
funerales del monarca en vida del
mismo[306]. Watson, que continúa la obra
de Robertson, copia en su Historia de
Felipe II (1777), las fuentes holandesas
y para más detalles acerca del monarca
remite a los lectores a la Apología de
Guillermo de Orange. La descripción
que hizo Watson de la rebelión
holandesa impulsó a Schiller a escribir
su famosa Historia del levantamiento
de los Países Bajos contra la
dominación española (1788). «El
egoísmo y la religión, dice Schiller,
formaron el contenido y el rótulo de toda
su vida (la de Felipe II). Era Rey y
Cristo y fue malo en ambas calidades,
porque quiso unirlas en una sola. Jamás
fue hombre para el hombre, porque
jamás salió de su yo para descender,
sino para subir…». Pero Schiller
confiesa que ignorando el castellano,
sólo utilizó fuentes holandesas, inglesas
y alemanas… Quizás utilizase también
el libro de Luis Sebastián Mercier
titulado Historia del despotismo y de
las horribles crueldades de Felipe II,
que se publicó en Amsterdam en 1786 y
que no es más que una reproducción de
cuanto dijeron contra nosotros
flamencos, ingleses y franceses.
El concepto que en Europa se tenía
entonces de nosotros se halla
compendiado en una obra anónima que
lleva el título de Examen del carácter
de las principales naciones europeas y
que vio la luz pública en Londres en
1770. Según el autor, antes del siglo XV
estaban sumidos los españoles en la
común ignorancia de Europa, A partir de
entonces alcanzó España un grado de
prosperidad y de grandeza sin
precedentes. «Esta grandeza era objeto
constante de la envidia de los demás
países, cuyos escritores se entregaron
miserablemente a difundir
representaciones parciales y
despiadadas, no ya de los fines
perseguidos por sus príncipes, cuya
iniquidad no necesitaba exagerarse,
sino también del carácter de sus
vasallos». Y el autor, queriéndonos
hacer justicia, prosigue: «Como en la
Corte imperaba la indiferencia en punto
a medidas de buen gobierno de sus
inmensos dominios de América, los
aventureros que marcharon a aquel
hemisferio quedaron en libertad de
hacer lo que les pareció conveniente,
como bestias de presa, con tal que
enviasen tesoros, pasándose por alto
los infames procedimientos que
empleaban para obtenerlos. Así fue que
la crueldad y la avaricia llegaron a ser
los rasgos característicos de la Nación y
que a la antigua generosidad de
sentimientos y de acciones, por la que
tan renombrada era, sucedió una
ferocidad de alma de tal Índole, que les
impulsaba a cometer actos de barbarie
para los cuales no hay punto de
comparación en la historia de, la
humanidad. Esta crueldad sanguinaria
no solamente se ejercía en remotas y
bárbaras regiones, donde las únicas
víctimas eran salvajes, sino también en
sus provincias europeas. Con mencionar
sólo a un monstruo como el Duque de
Alba, se demuestra la triste verdad de
este aserto. Claro es que no padecía
menos la propia metrópoli, donde el
inhumano espíritu que creó la
Inquisición, difundió los horrores de
este tribunal por todo el país, sin
distinción de edades ni de sexos.
Mujeres menores de veinte años pagaron
tributo a su furia. Ningún hombre de
mérito fue protegido. Los favoritos de
los Reyes y basta los Reyes mismos
caían bajo su jurisdicción. Uno de los
Felipes, habiéndose compadecido de
una víctima que vio conducir al suplicio,
tuvo que acceder al deseo expresado por
algunos de sus necios súbditos de que
diese muestras de arrepentimiento por
haber desaprobado, sin quererlo, al
Santo Tribunal, y tuvo que imponerse a
sí mismo el castigo de dejar que le
sangraran y que su sangre fuese arrojada
a la hoguera por el verdugo:
Tantum potuit Religio
suadere malorum»[307].
Así pensaban los extranjeros en el
siglo XVIII. Mirabeau, el gran tribuno de
la plebe, contribuyó no poco a ello
traduciendo al francés la Historia de
Felipe II por Watson, y no menos
contribuyó Anquetil encomiando a
Brantôme y recomendando su lectura a
reyes y potentados.
V
LA LEYENDA DEL
PRÍNCIPE DON
CARLOS
A dos extremos aludimos en el
capitulo anterior: a la trágica muerte del
príncipe Don Carlos y a las mentiras
propaladas por los extranjeros con
referencia a nuestra colonización. El
primer punto pertenece por completo al
dominio de la literatura; el segundo, en
cambio, entra de lleno en el terreno de
la historia.
Empecemos por el primero.
La misteriosa muerte del heredero
de Felipe TI fue uno de los hechos que
contribuyeron más poderosamente a la
creación de nuestra leyenda. Dos
razones había para ello: la primera de
orden moral, la segunda de orden
literario. Por efecto de la una, quedaba
el monarca español a la altura de las
fieras: había matado a su hijo por
fanatismo. Por efecto de la otra, no iba a
haber pueblo ni nación adonde no
llegase la calumnia. Las obras históricas
son dominio de unos pocos; las obras
literarias, singularmente las teatrales,
son dominio de todos. Don Carlos,
asesinado por su padre, se iba a
convertir en un personaje de teatro y sus
amores con Isabel de Valois, su
madrastra, iban a hacer derramar
lágrimas copiosas en todas partes.
El primero que lanzó contra Felipe II
la tremenda acusación de haber
mandado matar a su hijo fue Guillermo
de Orange. Le secundó Antonio Pérez en
sus Relaciones; perfeccionaron el
cuento el embajador francés
Fourquevaulx, que le supone víctima de
brebajes administrados por Ruy Gómez
de Silva, le ayudó Brantôme diciendo
que fue ahogado con una toalla y De
Thou afirmando que le dieron un
veneno[308]. La forma literaria, asequible
a la generalidad, se la dio Saint Real en
su Don Carlos, Novela histórica,
publicada en Amsterdam en 1673. Sant
Réal, discípulo de Varillas, un pseudo
historiador, se hizo eco de las
maledicencias anteriores, incluyendo en
ellas las de Agripa de Aubigné, Mezeray
y el jesuita italiano Famiano
Strada (1632). He aquí la tesis de Saint
Réal. Isabel de Valois, era prometida
del príncipe Don Carlos y a punto
estaban de efectuarse las bodas cuando
razones políticas hacen que Felipe II se
substituya a su hijo. El invencible
obstáculo que se alza entre los amantes,
aviva la pasión de Don Carlos. Isabel
resiste a ella. Surge entonces un enemigo
en la princesa de Éboli, enamorada,
pero no correspondida por el Príncipe.
La mujer de Ruy Gómez trama una
conjura contra Don Carlos auxiliada por
Don Juan de Austria, a quien se entregó
por más que éste esté enamorado de la
Reina. En torno a Isabel de Valois giran
para perderla la Éboli, el duque de
Alba, Antonio Pérez y Ruy Gómez de
Silva. Complícase la trama con la
amistad de la Reina hacia el Marqués de
Poza, que cae bajo el puñal de un
sicario por orden del Rey. Descubierta
después una carta afectuosa de la Reina
al príncipe Don Carlos y reveladas las
relaciones que éste mantenía con los
nobles flamencos, Felipe II le entrega a
la Inquisición, pero si el príncipe no da
lugar al castigo, abriéndose las venas en
el baño, Isabel de Valois sucumbe al
veneno. El destino, sin embargo, se
venga en Felipe II y en su amante, la
princesa de Éboli.
El inglés Otway fue quien primero
siguió las huellas de Saint Réal
exagerando las pasiones condensando la
trama en forma clásica. Otway obtuvo
gran éxito en Londres en 1676. Le sigue
en la explotación de] tema el francés
Campistron, discípulo de Racine, pero
ya no aparecen en su drama los
personajes con sus nombres verdaderos,
ni la trama se desarrolla en España. La
obra se titula Andrónico y acaecen sus
escenas en Constantinopla. De las
explicaciones que da Campistron se
deduce que todavía era mejor el
soberano que substituye en la obra a
Felipe II, pues no mandó matar a su hijo,
sino que se contentó con que le echasen
vinagre hirviendo en los ojos para
cegarle.
Otros muchos autores dramáticos
siguieron la huella de los citados.
En 1761 se representó en Lyon el drama
de Ximenes Don Carlos; en 1818 en
París el de Chenier titulado Felipe II; en
1819, un vidriero poeta, Daumier, bordó
otro drama espeluznante sobre la trama
de Saint Real; en 1820, Lefebvre llevó
al teatro francés su tragedia Don Carlos;
en 1828, Alejandro Soumet escribe el
drama Isabel de Francia; en 1834,
Casimiro Delavigne representa su
comedia Don Juan de Austria, en la que
también aparece Felipe II; en 1846,
Eugenio Cormon, imita a Schiller en su
Felipe II; en 1864, Víctor Séjour,
compone el drama titulado El Hijo de
Carlos V, donde Don Carlos,
envenenado, muere maldiciendo a su
padre y llamándole Tiberio de España;
y, finalmente, Cátulo Méndez en su
Virgen de Ávila y Verhaeren en su
Felipe II, amén de otros de menor
cuantía, mantienen viva en Francia la
tenebrosa leyenda del desgraciado
infante.
En Italia fueron sus propagandistas
en el teatro, Francisco Becattini en su
Don Carlos, príncipe de España y
Alfieri con su Filippo (1775), aun
cuando otros escritores, como Alejandro
Peppoli y Gaetano Fedele Polidori[309],
también explotaron el tema.
La obra capital, la más conocida y la
más célebre de cuantas se han escrito
acerca de Don Carlos es la de Schiller.
Compuesta en 1783, se representó en el
teatro de Mannheim en 1787. En el
drama de Schiller el personaje principal
no es ya Don Carlos, ni siquiera
Felipe II, sino el marqués de Poza,
partidario de la libertad de pensamiento
y defensor ante el rey de las
aspiraciones de los holandeses y
flamencos. Los amores de Don Carlos
quedan obscurecidos ante la lucha que
sostiene el marqués por la libertad y las
apasionadas frases del príncipe resultan
menos vibrantes que la apología que
hace Poza de las ciudades flamencas y
de los inmensos beneficios que traerá
consigo la tolerancia y el amor de
Felipe II. El monarca pareee
convencerse; hay momentos en que la
elocuencia de Poza le hace entrever un
porvenir risueño, pero pronto se
sobrepone su espíritu receloso y
fanático y manda matar al marqués. La
figura más odiosa del drama es la del
Inquisidor general, anciano de noventa
años, ciego, que anda apoyado en los
brazos de dos frailes dominicos, que
reprocha al rey el incumplimiento de sus
deberes para con la religión y que, aun
muerto Poza, reclama como un derecho
el castigo de aquel hereje. En la última
escena, mientras Isabel de Valois muere
envenenada, Felipe II entrega a su hijo
al Inquisidor con las famosas palabras:
«Gran Inquisidor, yo he cumplido con mi
deber, cumplid vos ahora con el
vuestro».
Doce cartas escribió Schiller en el
Mercurio Alemán explicando el
significado de su obra. No eran
necesarias, a decir verdad, tantas
explicaciones. Gomo obra literaria y
poética pocas la aventajan en interés
dramático y en vigor poético. Como
obra histórica, es un absurdo desde el
principio hasta el fin. El marqués de
Poza es Schiller y las ideas del noble
español no son otras que las del poeta;
nadie pudo pensar en España en aquel
tiempo como él pensaba porque, como
veremos, la tolerancia religiosa en paite
alguna existía. En cuanto a Felipe II es
la figura tradicional, sombría, tétrica,
fanática de las historias francesas,
inglesas, alemanas y flamencas de la
época de Schiller.
Han pasado los años, los siglos, y en
Alemania, la obra magistral del gran
escritor mantiene entre la gente no
erudita, el concepto lamentable de
aquella España tenebrosa que forjaron
para sus fines políticos los envidiosos
de nuestra gloría y los enemigos de
nuestra patria, de igual modo que en
Francia la mantienen viva personajes tan
absurdos como Ruy Blas o Don Salustio
de Bazán.
VI
LA LEYENDA
COLONIAL
ANTIESPAÑOLA
Pero si tantas cosas se han dicho por
personas graves, por sesudos
investigadores de la verdad histórica, en
punto a nuestro siglo XVI, es decir, a la
época en que fuimos la potencia
preponderante en Europa, aún es peor, si
cabe, lo que se ha afirmado al tratar de
nuestra obra en América.
«Acontecimientos por los cuales
deberían haberse decretado para España
todo género de alabanzas, hechos
heroicos apenas concebibles, hazañas
que hoy pondríamos en tela de juicio si
perteneciesen a tiempos más remotos y
no existiese para su exacta
compulsación toda clase de documentos
fehacientes, sacrificios que se salen del
límite de lo acostumbrado y designios
humanitarios y civilizadores, han sido
considerados por los analistas
extranjeros como actos de crueldad y de
perfidia, acciones realizadas bajo el
impulso de los más reprobados móviles,
y somos acreedores a las más violentas
censuras; y lo peor del caso es que
semejantes asertos han recibido en gran
parte carta de naturaleza en España por
haberse desdeñado el estudio
concienzudo y detenido de nuestros
cronistas del siglo XVI y olvidado en los
estantes de los archivos, documentos de
gran valor, únicos que pueden
restablecer la verdad en su punto y
destruir victoriosamente tantos juicios
injustos, apasionados, falsos de todo
punto, exagerados y erróneos»[310].
Si injusta es la campaña de
difamación emprendida contra España
por los protestantes en primer término y
más tarde por todos aquellos contra
cuyas acometidas tuvimos que
defendernos so pena de perecer, más
injusta aún es la campaña relativa a
nuestra obra americana. La política
española en Europa y los
procedimientos por ella empleados para
realizarla, podían ser susceptibles de
tales o cuales interpretaciones y es
natural que nuestros adversarios
procurasen por todos los medios de que
disponían, contrarrestarla y hasta
desacreditarla. En cambio, nuestra obra
en América no podía ser susceptible de
tergiversaciones. Habíamos descubierto
un mundo, habíamos llevado a él todos y
cada uno de los elementos de cultura de
que nosotros disponíamos, superiores
desde muchos puntos de vista a los que
otros pueblos tenían en aquel tiempo;
habíamos construido ciudades; habíamos
organizado Reinos; habíamos legislado
en materia de trato a los indígenas como
jamás se había legislado, ni se ha
legislado después; un mundo incógnito,
semisalvaje, lo convertimos en un
mundo conocido y tan culto, que llegó a
disponer de fuentes de riqueza, no ya
procedentes de Jas minas, sino de la
industria y de la agricultura, superiores
a las de la metrópoli. Todas estas cosas
se hallaban a la vista y parecían que no
eran susceptibles de negarse. Se
negaron, sin embargo, y no solamente se
negaron, sino que apenas se consignan
en las historias más celebradas de los
grandes ingenios pasados y presentes.
Lo único que se conservó; lo único que
a los ojos de estos grandes ingenios
mereció pasar a la posteridad fueron los
abusos cometidos por unos cuantos
individuos contra los indígenas de
determinadas comarcas, no de todas, en
los primeros tiempos de la colonización,
cuando todavía no había organizado la
metrópoli aquellos territorios, ni había
podido someter a su autoridad ni exigir
el cumplimiento de las leyes por ella
dictadas a los que tan lejos se
encontraban de su radio de acción. Para
hacer resaltar estas extralimitaciones y
estos abusos, estas crueldades y estas
explotaciones ocurridas durante los
primeros cuarenta años de la conquista,
se prescindió en absoluto de la inmensa
y admirable labor de misioneros y
jurisconsultos, de virreyes y de
capitanes cuyos nombres merecerían
estar grabados de indeleble manera en la
memoria de todos los españoles no más
que porque al lado de ellos resultan
microscópicas las tan decantadas figuras
de los colonizadores de otras razas.
Pero, triste es decirlo. El iniciador
de esta campaña de descrédito, el que
primero lanzó las especies que tan
valiosas iban a ser para las filosóficas
lucubraciones de nuestros enemigos, fue
un español: el Padre Las Casas. Un
español había sido el calumniador de
Felipe II; un español el que describió
los horrores de la Inquisición; un
español el que pintó la conquista de
América como una horrenda serie de
crímenes inauditos. Habría que decir
como don Francisco de Quevedo: «¡Oh,
desdichada España! Revuelto he mil
veces en la memoria tus antigüedades y
anales, y no he hallado por qué causa
seas digna de tan porfiada persecución.
Sólo cuando veo que eres madre de tales
hijos, me parece que ellos, porque los
criaste y los extraños, porque ven que
los consientes, tienen razón de decir mal
de ti…». Antes que Antonio Pérez y que
González Montes, el Obispo de Chiapa
iba a convertirse en instrumento de la
difamación de España. No queremos
establecer comparaciones. Antonio
Pérez fue un traidor, incluso con
respecto a aquellos que en el extranjero
le recompensaron su traición; González
Montes fue un exaltado. El uno estaba
animado de un espíritu de venganza que
explica sus traiciones repetidas; el otro
sabe Dios qué cuentas tendría que saldar
con la Inquisición española. El Padre
Las Casas hemos de suponer, no
obstante, lo que dicen Gomara, Oviedo y
Ginés de Sepúlveda, que perseguía un
fin exclusivamente humanitario y que ni
siquiera fue el inventor de la esclavitud
de los negros en América, pero es
indudable que hizo con su Descripción
de la destrucción de las Indias, un daño
gravísimo a su patria. Si las Relaciones
de Antonio Pérez se leyeron con fruición
en las Cortes de París y de Londres, si
de ellas se imprimieron miles de
ejemplares en castellano y en flamenco
para soliviantar por un lado a los
aragoneses y por otra a los habitantes de
los Países Bajos, no menos difusión
alcanzaron ni lograron menor éxito en
toda Europa las apasionadas invectivas
de Fray Bartolomé contra los españoles.
¿Cómo no iban a felicitarse los
extranjeros de cuanto decía Las Casas?
La primera edición de su libro se hizo
en Sevilla en 1552. Llevaba el título de
Brevísima Relación de la Destrucción
de las Indias, y estaba dedicada a
Felipe II. «Todas las cosas, decía Fray
Bartolomé, que han acaecido en las
Indias, han sido tan admirables y tan no
creíbles que parecen haber anublado y
puesto silencio a quien no las vio…
Entre éstas son las matanzas y estragos
de gentes inocentes y desploblaciones
de pueblos, provincias y reinos, que en
ellas se han perpetrado y todas las otras
de no menor espanto…». Escribía Las
Casas aquella Relación para que el Rey
tuviese noticia del «ansia irracional de
los que tienen por nada indebidamente
derramar tan inmensa copia de humana
sangre y despoblar de sus naturales
moradores y poseedores, matando mil
cuentos de gentes, aquellas tierras
grandísimas y robar incomparables
tesoros a aquellas gentes pacíficas,
humildes y mansas que a nadie
ofenden».
¿Qué hicieron en América los
españoles según el obispo de Chiapa?
«En estas ovejas mansas y de las
calidades susodichas por su Hacedor y
Criador así dotadas, entraron los
españoles desde luego que las
conocieron, como lobos y tigres
crudelísimos, de muchos días
hambrientos. Y otra cosa no han hecho
de cuarenta años a esta parte hasta hoy y
en este día lo hacen, sino despedazallas,
matallas, angustiallas, afligillas,
atormentallas y destruillas, por las
extrañas y nuevas y varias y nunca otras
tales vistas, ni leídas ni oídas maneras
de crueldad…». Y calcula el Padre Las
Casas que sólo en la Española había
antes de la Conquista tres millones de
almas, de las que habían quedado solo
doscientas; que la isla de Cuba y las
demás estaban sin pobladores y que en
el Continente «somos ciertos, dice, que
nuestros españoles por sus crueldades y
nefandas obras, han despoblado y
asolado y que están hoy desiertos,
estando llenos de hombres racionales
más de diez reinos mayores que toda
España, aunque entre Aragón y Portugal
en ellos, y más tierra que hay de Sevilla
a Jerusalén dos veces, que son más de
dos mil leguas. Daremos, añade, por
cuenta muy cierta y verdadera que son
muertos en los dichos cuarenta años, por
las dichas tiranías e infernales obras de
los cristianos, injusta y tiránicamente
más de doce cuentos de ánimas, hombres
y mujeres y niños y en verdad que creo,
sin pensar engañarme, que son más de
quince cuentos…». ¿Por qué se habían
cometido aquellos desafueros? Por una
sola razón, al decir del obispo: «Por
tener por su fin último el oro y henchirse
de riquezas en muy breves días y subir a
estados muy altos…».
Ya tenemos aquí las bases de la
leyenda de nuestra colonización:
crueldad implacable, e insaciable sed de
riquezas. Bien fácil es suponer el efecto
que producirían las denuncias del Padre
Las Casas en una época en que los
españoles comenzaban a ser
terriblemente odiados. Así vemos que
los datos contenidos en la obra se
utilizan por el italiano Benzoni para una
Historia nueva del Mundo, en 1581, y
que la obra misma se traduce a varios
idiomas europeos durante el siglo XVII
con títulos cada vez más espeluznantes.
El reverendo obispo de Chiapa era un
buen testigo que aducir en el proceso
que contra España se formaba y sus
afirmaciones sirvieron de base a toda
una literatura antiespañola[311]. Quevedo
en su defensa de España exclamaba:
«Pues aún lo que tan dichosamente se ha
descubierto y conquistado y reducido
por nosotros en Indias, está difamado
con un libro impreso en Ginebra, cuyo
autor fue un milanés, Jerónimo Benzón, y
cuyo título porque convenga con la
libertad del lugar y con la insolencia del
autor dice: Nuevas historias del Nuevo
Mundo de las cosas que los españoles
han hecho en las Indias occidentales
hasta ahora y de su cruel tiranía entre
aquellas gentes, y añadiendo la
traición y crueldad que en la Florida
usaron con los franceses los
españoles». Europa se había enterado,
en efecto, gracias al celo del Padre Las
Casas y a sus bien intencionadas
exageraciones, de que los españoles no
solamente eran crueles y despiadados
con los herejes en Europa, sino que
llevando al Nuevo Mundo sus prácticas
habituales, destruían a los pobladores de
aquellas regiones, mansos corderos, so
color de evangelizarles, pero en
realidad para apoderarse de sus tesoros.
La semilla cayó en un surco preparado
para recibirla y la planta brotó lozana y
espléndida: los mismos que mandaban a
sus piratas a América para destruir
nuestros establecimientos escribieron
terribles embustes acerca de la crueldad
de los españoles, y los que no supieron
fundar en aquellas comarcas ninguna
colonia estable hasta un siglo después
de nuestra llegada al Nuevo Mundo, y
cuando ya habíamos llevado a él todos
los adelantos de la época, incluyendo la
imprenta, se horrorizaron de que
hubiéramos tenido que luchar con los
caribes, mansos corderos, y con los
demás pueblos que se opusieron, como
era natural a que los civilizásemos.
El escéptico Montaigne fue uno de
los que primero comentaron las
crueldades españolas en América. En
sus Ensayos (1588) describe la llegada
de los conquistadores a las Indias y los
horrores que cometieron con los
indígenas y añade que se sabían estas
cosas por los mismos españoles que no
solamente las confesaban, sino que se
enorgullecían de ellas… [312], En 1668,
Oexmelín en su Historia de los
Aventureros[313] relata las proezas de
holandeses e ingleses y franceses y
denigra a los descubridores y marinos
españoles. Pero, de igual modo que la
Campaña contra nuestra política se
inició con el advenimiento de la
filosofía, a ésta se debieron los ataques
más violentos contra nuestra
colonización. Contra ella tronaron los
grandes pontífices del moderno y
regenerador pensamiento. Voltaire nos
habla de las crueldades reflexivas de los
españoles en América[314] y de los
excesos de horror cometidos por los
conquistadores. El patriarca de Ferney
afirma, así como así, que Felipe II
mandó exterminar a los indios. «Jamás
se dio una orden tan cruel, ni fue más
fielmente ejecutada». Montesquieu, se
distingue, como siempre por su antipatía
a España. «Por tal de conservar las
colonias, escribe en su Espíritu de las
Leyes, hizo lo que ni el mismo
despotismo hace: destruyó los
habitantes para asegurar la posesión
del suelo». «¡Cuánto bien, exclama en
otro lugar, pudieran haber hecho los
españoles a los mejicanos! Tenían para
darles una religión dulce, y les llevaron
una superstición furiosa. Habiendo
podido hacer libres a los esclavos, sólo
supieron hacer esclavos a los hombres
libres. Podían haberles ilustrado sobre
el abuso de los sacrificios humanos, y en
vez de esto, les exterminaron… No
concluiría nunca si quisiera contar todos
los bienes que no hicieron y todos los
males que hicieron»[315]. No para aquí el
sabio Montesquieu: «Quisiera también
decir que la religión da a los que la
profesan el derecho a reducir a la
esclavitud a los que no la profesan, a fin
de trabajar para su propagación más
fácilmente. Esta manera de razonar
animó a los destructores de América en
sus crímenes. Sobre esta idea fundaron
el derecho a hacer esclavos a tantos
pueblos, pues aquellos bandidos, que se
preciaban de serlo, eran muy
devotos…»[316]. Para Montesquieu, que
no sabía una palabra de cuanto España
había hecho en América y que no había
leído más que las patrañas bordadas por
sus compatriotas sobre la trama que
tejió Las Casas, España, como el Rey
Midas, quiso que todo se convirtiera en
oro y el oro le ocasionó la muerte.
El ex abate Raynal, en su famosa
Historia filosófica y política de los
establecimientos y del comercio de los
europeos en las dos Indias, cuja
segunda edición, aumentada y corregida,
fue quemada en París en 1781 por mano
del verdugo, se hace eco de todas las
calumnias y de todas las consejas
propaladas contra nosotros, mezclando
las cuestiones y desatando su furia
filosófica contra la Iglesia, contra la
Inquisición, contra los conquistadores,
contra todo lo que no representa un
espíritu de bondad y de tolerancia que
se hallaba muy lejos de tener. Como
quiera que en este libro colaboraron
Holbach, Diderot, Voltaire, y algunos
otros celebrados ingenios, puede
afirmarse que refleja la opinión que
imperaba acerca de nuestra labor en
América en tan elevados círculos
intelectuales, Pero, no fue Raynal el
único que por entonces contribuyó a
propagar la leyenda de nuestra crueldad.
Le imitaron Marmontel[317],
Roucher[318], De Paw[319], Eduardo[320],
sin contar a La Harpe[321], ni aludir a la
polémica suscitada por la supuesta
introducción de los negros en América,
debida según algunos, al Padre Las
Casas y en la que tomó parte tan activa
el obispo Grégoire[322].
Los historiadores, más o menos
verídicos, más o menos inspirados por
el prejuicio religioso, ora en sentido
protestante, ora en sentido
librepensador, comienzan a fines del
siglo XVIII con Robertson y Campe.
Robertson, que publicó su Historia
de América en 1777 fue, a decir verdad,
mucho más imparcial que sus
predecesores. Aun cuando habla, como
era de esperar, de las crueldades
cometidas por los españoles en América
y no solamente ratifica lo dicho por Las
Casas, sino que añade que, más aún que
los horrores de la conquista influyeron
en la despoblación, los desórdenes
administrativos y el hecho de los que
iban a América eran aventureros sin
escrúpulos poseídos de la sed de
riquezas, hace observar que los reyes se
preocuparon siempre del bienestar de
los indígenas y que el incumplimiento de
sus órdenes se debió a la imposibilidad
de vigilar estrechamente a los colonos.
Una observación hace este escritor, al
dolerse de las dificultades que le
pusieron en los archivos españoles y es
la de que «si fuera posible estudiar
detalladamente las primeras operaciones
de los españoles en América, la
conducta de la Nación se mostraría a
una luz más favorable»[323]. Campe[324]
es mucho más sectario que Robertson.
«Repetidas veces se ha preguntado,
dice, cuáles eran las ventajas del
descubrimiento del Nuevo Mundo. Ha
contribuido, preciso es confesarlo, a los
progresos de los diversos conocimientos
como la Navegación, la Geografía, la
Astronomía, la Medicina y la Historia
Natural, pero la Humanidad justamente
indignada con los crímenes que manchan
la Historia de los conquistadores, ¿no
tiene derecho a decir que estas ventajas
han costado demasiado caras?». ¿Qué
diría entonces Campe, si hoy viviese, de
las ventajas conseguidas por medio de
la despiadada colonización moderna,
por la colonización de los pueblos
cultos, que nos echan en cara nuestras
crueldades? ¿Del suyo propio?
Una voz se alzó, esto, no obstante, en
las postrimerías del siglo XVIII, en
defensa de la colonización española.
Fue la de un jesuita, el Padre Nuix,
compañero de aquellos otros jesuitas
españoles que desterrados a Italia,
desde la Península hermana defendieron
con singular valentía la causa de la
patria. Lampiñas había roto una lanza,
varias lanzas, mejor dicho, por nuestra
literatura; Masdeu por nuestra historia y
nuestro carácter; Nuix salió a la defensa
de nuestra colonización, arremetiendo
contra Raynal y contra Robertson entre
otros[325]. Una curiosa salvedad hace
Nuix en el prólogo de su libro: la de que
aun siendo español es catalán, o sea que,
no habiendo tenido los catalanes
intervención directa como los
castellanos en la colonización de
América no se le puede culpar de
obedecer a un exagerado patriotismo. El
Padre Nuix es lógico en sus
deducciones. A su juicio, la misma
humanidad de los españoles fue causa
de que se difundiese la leyenda de su
crueldad. En efecto, mientras en España
los prelados, los religiosos, los
cronistas y los virreyes denunciaban a
porfía los excesos de unos cuantos y
hasta veían en la muerte violenta de
algunos un castigo providencial de su
crueldad con los indios, ni una sola voz
se alzó en otras partes contra los abusos
cometidos por los gobiernos, no ya por
individuos aislados en los territorios de
nueva ocupación. El Padre Nuix re
cuerda muy oportunamente que Raynal
acusó a Inglaterra de haber vendido por
nueve millones anuales a la tiranía de
particulares el destino de doce millones
de hombres. De aquí que los que
examinaron, condenaron y reprimieron
en la medida de lo posible, los excesos
de sus compatriotas hayan sido
considerados como bárbaros y los
pueblos que presenciaron indiferentes e
impasibles los mayores excesos,
disfrutaron reputación de cultos y
humanos[326].
Pero ¿cómo podía el Padre Nuix
destruir los argumentos de la filosofía,
ni contrarrestar la influencia de un
Robertson, de un Raynal o de un Adam
Smith por no citar más que estos
nombres? Ni de qué sirvió que fuese
Humboldt a América y luego contase su
floreciente estado haciéndose lenguas de
las instituciones científicas y de los
museos que allí había visto y que eran, a
su juicio superiores a los de no pocas
ciudades de su patria, si por aquellos
tiempos, un historiador inglés, hablando
de los orígenes de la América británica
escribía: «Cuando los españoles
descubrieron la América del Sur,
hallaron un país hermoso y fértil, lleno
de habitantes, abundante en productos
naturales y con minas de ocultos tesoros.
Despoblaron regiones enteras, hicieron
huir a los habitantes y a otros les
obligaron a extraer de las entrañas de la
tierra el oro necesario para la
satisfacción de su insaciable codicia.
¿Qué consecuencias tuvo esto?
Perdieron más con esta conducta de lo
que ganaron con todas las riquezas de
Méjico y del Perú, y la España de hoy
tiene motivos para maldecir la fecha en
que se descubrió el Nuevo Mundo. Su
oro sólo sirvió para enriquecer a otras
naciones, cuando el comercio y el buen
gobierno les hubiera podido enriquecer
a ellos mismos. Sus mal adquiridas
riquezas suelen ser estímulo para que le
hagan la guerra sus enemigos, y España,
privada de sus habitantes, que van a
poblar estas colonias, posee territorios
que sólo son una carga para ella. ¡Cuán
diferente ha sido la conducta de
Inglaterra! Fundó en países desiertos y
bajo climas inclementes, a través de
dificultades derivadas de la guerra, del
hambre, de la enfermedad, un imperio
perdurable y floreciente. Abandonaron
los ingleses su patria para buscar nuevas
tierras entre gentes desconocidas y
salvajes. Abriéronse paso a través de
las selvas; cultivaron con el sudor de su
frente un suelo duro y a veces estéril. En
medio de los bosques y desiertos
levantaron ciudades y formaron
sociedades y allí donde vivieran antes
naciones salvajes establecieron el orden
y el buen gobierno. Sus habitaciones
eran refugio para sus conciudadanos
cuando el descontento les impulsaba a
emigrar, y su comercio con la Gran
Bretaña era más beneficioso que todos
los tesoros de las minas españolas de la
América del Sur»[327].
Estas frases se escribieron pocos
años antes de que los americanos
ingleses declarasen que no querían
tolerar por más tiempo el yugo de la
metrópoli, y tienen tantas inexactitudes
como líneas. Las colonias inglesas se
formaron, como más adelante veremos
por efecto de la persecución religiosa,
fueron teatro a su vez de persecuciones
religiosas tremendas y de escenas
grotescas de brujería, y como ha dicho
Lummis, sus primeras ciudades se
fundaron siglo y medio después de las
ciudades americanas españolas, las
cuales no se construyeron en medio de
jardines sino en desiertos y soledades,
ni en la América del Sur solamente, sino
también en la del Norte, allí donde
tardaron dos siglos en llegar los
anglosajones.
Como vemos, el criterio que
imperaba en Europa a fines del
siglo XVIII con respecto a nuestra labor
americana era tan injusto, tan
desfavorable, tan fantástico, tan estulto,
íbamos a decir, como el que predomina
acerca de nuestro carácter y de nuestra
política.
VII
LA LEYENDA
NEGRA EN EL
SIGLO XIX
El siglo XIX nos fue más adverso
todavía. Nuestras discordias civiles
dieron pábulo a las lamentaciones de los
políticos y a las lucubraciones de los
historiadores y de los filósofos. Nuestra
guerra de la independencia y sus
heroicidades espantosas, tan espantosas
como los hechos que las motivaban,
reanudaron la leyenda de nuestra
crueldad. Franceses hubo que volvieron
a su patria con la imagen de nuestros
guerrilleros implacables grabada en la
retina y con la visión terrible de ocultas
y misteriosas venganzas del paisanaje.
Ya hemos dicho hasta qué punto influyó
nuestra defensa del suelo patrio en otros
pueblos que se veían precisados a la
misma defensa y por las mismas
razones. Tornemos a la leyenda de la
España inquisitorial. En el siglo XIX
surgen nuevamente las figuras de Felipe
II y del duque de Alba y los conceptos
ya conocidos de exterminadora de
herejes y opresora del entendimiento,
explotadora de la colonización, sedienta
de oro, implacable con los indios,
funesta para la cultura. Y no se limitan a
estos puntos concretos los historiadores,
sino que su desdén y su odio a España
se reflejan en los Juicios que forman,
ora de nuestra civilización en general,
ora de otras épocas de nuestra historia.
A principios del siglo XIX es Brougham,
historiador inglés, quien juzga con
arreglo a los moldes antiguos la
colonización española[328]; más adelante
es Sismonde de Sismondi el qué se
horroriza de la crueldad, la licencia y de
la infamia que, juntamente con la
religión, forman el carácter de los
españoles, mostrándose en sus
producciones literarias[329]; después es
Niebuhr el que asegura que jamás
tuvimos un gran capitán, sino capitanes
de bandidos, como Viriato[330]; en
1828-30 es M. Guizot el que afirma que
en los países donde no hubo lucha
religiosa, como en España, el espíritu
humano cayó en la más profunda inercia
y que Felipe II, implantó la monarquía
absoluta, ahogando la actividad del país,
negándose a toda especie de mejora y
haciendo que España permaneciese
estacionaria[331]; años después iba a ser
Thiers el que echase sobre los marinos
españoles y sobre las apolilladas naves
españolas la culpa de la derrota de
Trafalgar olvidando que la división
francesa mandada por Dumanoir había
huido de la lucha[332]. Sin embargo, la
cabeza de turco sigue siendo el hijo de
Carlos V y la época favorita la de la
Casa de Austria.
En 1822 publicó M. Dumesnil una
Historia de Felipe II, fundada
principalmente en el libro de Watson y
en la Historia de la Inquisición de
nuestro compatriota Llórente. El autor
declara que su propósito no ha sido
vindicar la memoria del monarca, ni
atenuar el horror que debe inspirar su
genio sanguinario, y a decir verdad no
hacía falta que lo dijese porque está
bien a la vista[333].
Macaulay, tan sereno siempre y tan
duro a veces con sus propios
compatriotas, no vaciló en decir que la
tiranía de Felipe II al destruir las
instituciones liberales de la península
ocasionó la decadencia y que convirtió a
un pueblo de gigantes en un pueblo de
niños. «Y así sucedió, añade, que
mientras renacían a la vida todas las
naciones vecinas, sólo una permanecía,
como el vellocino del guerrero hebreo,
enteramente seca en medio del dulce y
fecundo rocío; que mientras los demás
se vestían la toga viril, los españoles
continuaban pensando y juzgando como
niños, y que los hombres del siglo XVII
permanecieran estacionarios en el
décimo quinto o en otra época más
atrasada, extasiados al contemplar un
auto de fe, y dispuestos siempre a partir
para la guerra contra los infieles»[334].
En términos parecidos se expresa el
célebre historiador alemán Ranke. Sin
embargo, Ranke es más imparcial.
Reconoce que durante los veinte
primeros años de su reinado, Felipe II
encaminó todos sus esfuerzos hacia la
paz y la conservación de las buenas
relaciones con las potencias; que cuando
hizo la guerra en Flandes, fue para
reprimir una rebelión, y que en un
principio no tuvo las ambiciosas miras
de su padre. Para Ranke, lo que dio
lugar a las acusaciones de que ha sido
objeto este monarca fue su política
posterior, representada por la conquista
de Portugal, la intervención en Francia,
la guerra en los Países Bajos y la
supresión de las libertades
aragonesas[335].
Madame de Staël comulgó en las
ideas generales que se tenían de España
a principios del siglo XIX. «Los
españoles, escribe, hubieran debido
tener una literatura más notable que la
de los italianos; hubieran debido reunir
la imaginación septentrional a la del
mediodía; la grandeza caballeresca a la
grandeza oriental, el espíritu militar
exaltado por continuas guerras a la
poesía derivada de la belleza del suelo
y del clima. Pero el poder Real,
apoyándose en la superstición, ahogó los
gérmenes felices de toda especie de
gloria. Lo que impidió que Italia fuese
una nación, le dio, por lo menos, la
libertad suficiente para el cultivo de las
ciencias y de las artes. En España la
unidad del despotismo, secundando la
activa autoridad de la Inquisición no
dejó al pensamiento recurso alguno en
carrera alguna, ni ningún medio de
escapar al yugo… Ningún elemento de
filosofía podía desarrollarse en
España…»[336]. Este es también el
criterio en que se inspira el historiador
francés Weiss[337] al juzgar nuestra
decadencia. La causa de ésta fue, según
él, la falsa dirección dada al gobierno
por Felipe II y sus sucesores, pero más
que nada la tiranía del primero, tiranía
harto explicable, puesto que sin ella, la
nación hubiera echado de menos sus
antiguas libertades. «Las constituciones
de Atenas y de Roma, y la organización
de los pueblos modernos, así como la
prosperidad de éstos, fundada en la
libertad religiosa, hubieran determinado
en España, a ser conocidas, una
revolución. Por eso no quería Felipe II
que los españoles estudiasen política».
Estas afirmaciones no pueden menos de
sorprender en un historiador que traza al
principio de su obra un cuadro muy
completo del desarrollo de la literatura
y de las artes en la España del siglo XVI
y que habla de las traducciones que
entonces hicieron los españoles de
autores griegos y romanos. ¿No
conocían los españoles la historia griega
y romana? ¿Acaso no están llenas las
obras políticas de la época de citas de
Cicerón, de Tito Livio y de infinidad de
otros autores clásicos? No menos
peregrina es la afirmación de que los
españoles no podían cultivar la política
porque a ello se oponía Felipe II. ¿Qué
son, entonces las obras de Mariana y las
de Quevedo, por no citar más que al
primero comparado por el mismo Weiss
con Tito Livio y al segundo, puesto por
Sismondi en parangón con Voltaire?
«La Inquisición fue la causa de esta
muerte intelectual, añade Weiss. Con el
ilusorio objeto de mantener la pureza de
la fe católica estableció una barrera
insuperable entre la España y el resto
del mundo. Pero al aislar a los
españoles, contuvo el libre vuelo del
genio, reteniéndole en la semibarbarie
de la Edad Media de la que trataba de
substraerse». Leyendo estas y otras
frases parecidas es como se comprende
la influencia enorme que tiene el
prejuicio sobre los espíritus que parecen
más serenos. Weiss y con él cuantos
acerca de España han escrito se
contradicen con una facilidad que
maravilla y después de exponer los
hechos más o menos imparcialmente,
derivan de ellos las conclusiones que
mejor cuadran a sus propósitos.
«España, había dicho. Weiss, pocas
páginas antes de las que contienen ese
juicio tan severo, no aventajaba sólo por
la superioridad de sus armas y por la
influencia que la daban sus riquezas,
fruto de su agricultura, su industria y su
comercio, sino también por su
superioridad en las artes y en la
literatura…». Y después de describir el
florecimiento de la pintura y las
escuelas de Madrid y Sevilla y de
hablar de la música «sencilla, grave,
patética», añade «En literatura los
mismos progresos, igual esplendor. Se
perfeccionó el drama hasta un punto
desconocido en Europa… Mas no fue
solo época de renacimiento para el
teatro el siglo de Felipe II; la epopeya,
la poesía y la historia encontraron
también dignos intérpretes…». Dicho
esto, el autor que tan seriamente afirma
que la Inquisición ahogó el pensamiento
y levantó una muralla entre España y
Europa prosigue: «Poco a poco, fue la
literatura española sirviendo de tipo a
las demás naciones. Lope de Vega
inundó de obras teatrales las ciudades
de España y las de Nápoles, Milán,
Bruselas, Viena y Munich… La
influencia española penetró hasta
Inglaterra. Es imposible desconocerla en
Shakespeare. En el reinado de Carlos II
se tradujeron al inglés muchas piezas de
Calderón, que se daban aun en Londres
en tiempos de Dryden… Pero Francia
fue la que sufrió principalmente el
influjo de la literatura española…
También se imitaban las modas de los
españoles… Lo mismo sucedía en
Palermo, Nápoles, Milán, Viena y
Munich…». Convengamos, por lo tanto,
en que si es cierto todo esto, como
quiera que acaeció bajo el reinado de la
Inquisición, tiene, por fuerza que ser
falso lo otro, lo de la asfixia del ingenio
español y lo de la muralla que levantó la
intolerancia entre España y Europa.
Mignet, aficionado también al
estudio de nuestra historia, que fue su
especialidad, nos habla de la dinastía
austríaca como de una serie de reyes que
degeneraron en la inacción, afirmación
verdaderamente estupenda, habiendo
entre ellos un Carlos V que paseó sus
ejércitos por Europa; un Felipe H que
llegó a ocupar el trono de Inglaterra y
por poco el de Francia, y un Felipe IV
que sostuvo con la patria de M. Mignet
guerras tan enconadas y tenaces. M,
Mignet asegura, además, que Felipe II,
«no solamente agotó los recursos
materiales de un país cuya fuerza moral
había enervado Carlos V, sino que
aniquiló al trono, como su padre habla
destruido la-Nación. La redujo a un
aislamiento embrutecedor y la hizo
invisible, sombría y estúpida. No le dio
a conocer los sucesos más que a oídas,
ni a los hombres más que por
desengaños. Llevó tan adelante la
desconfianza, que educó a su hijo en la
soledad y en el temor. Este príncipe que
supo la victoria de Lepanto sin que
asomara a su rostro el menor síntoma de
alegría, y a quien la pérdida de la
Armada Invencible no arrancó un
suspiro, lloró el porvenir de la
monarquía española»[338]. Sin embargo,
a Mignet, consultando las fuentes
españolas y no las extranjeras, se le
debe la rectificación de dos leyendas; la
de los funerales de Carlos V en vida[339]
y la de Antonio Pérez injustamente
perseguido. Mignet presenta al famoso
secretario tal y como fue: como un
traidor y una mala persona[340].
Muchos más prejuicios que Mignet y
que Weiss tenía el famoso historiador
Michelet, gran entusiasta de la Reforma
protestante por considerarla con harta
razón, como una revolución social y no
como una evolución del pensamiento
religioso. Michelet que veía en la
Reforma un movimiento precursor de la
Revolución francesa, es natural que
ataque rudamente a cuantos se opusieron
a ella. Para Michelet, Felipe II fue un
semiloco y un espíritu mediocre. Ni
siquiera cree suyas las famosas
apostillas que gustaba poner en todos
los documentos. Apoyándose en la
autoridad de Gachard opina que las
ponía el secretario Zayas, que también
redactaba las minutas de los
despachos[341]. Según Michelet, el
mismo duque de Alba tenía que contener
los ímpetus de Felipe II y decía de él
que estaba entregado a los curas…
Si dejamos por un momento el siglo
XVI y nos detenemos un instante en otro
historiador francés, especializado en el
estudio de la dominación árabe en
España, M. Dozy, observaremos la
misma animosidad contra nosotros. En
su Historia de los musulmanes de
España, y singularmente en sus Estudios
de la literatura española, hace gala M.
Dozy de ese desdén, tan característico
de los escritores franceses, cuando
tratan de países que no son el suyo.
Como observa muy oportunamente el
señor Puyol, M. Dozy, al escribir acerca
del Cid pareció obedecer al único
propósito de destruir el caballeresco
prestigio del «único héroe español de la
Edad Media que alcanzó renombre
europeo; y del cual había hecho España
la encarnación de sus sentimientos
caballerescos». Para M. Dozy, el Cid es
un bandolero y nada más[342]. Desde ese
punto de vista ha tenido M. Dozy un
ferviente discípulo en M. Gustave Le
Bon, autor de un libro sobre la
civilización de los árabes[343].
Volviendo ahora a la parte más
esencial de la leyenda antiespañola, nos
encontramos con dos escritores
americanos, mejor dicho, con tres, pues
hay otro que conviene incluir en este
grupo. Estos escritores son William
Hickling Prescott, John Lothrop Motley
y George Ticknor. El primero escribió
acerca de los Reyes Católicos y de
Felipe II así como de nuestra conquista y
colonización en América[344]. Sus obras
se han considerado como fundamentales.
Sin embargo, adolecen, aunque en menor
grado, de cierta parcialidad
genuinamente protestante, es decir,
antiespañola. De la Historia de los
Reyes Católicos nada hay que decir.
Prescott refleja admirablemente la
situación de nuestra patria y su
esplendor en el célebre reinado. En
cambio, al tratar de Felipe II, sus juicios
se asemejan a los de sus predecesores.
«Guarecida bajo las negras alas de la
Inquisición, escribe, España no disfrutó
de las luces que se difundieron por
Europa en el siglo XVI y que estimularon
a las naciones a mayores empresas en
las distintas ramas del saber. El genio
popular estaba acobardado y su espíritu
se doblegaba bajo el malévolo influjo
de un ojo que jamás dormía, de un brazo
dispuesto siempre a abatirse… La mente
del español veía todos los caminos
cerrados»[345]. Con Ticknor ocurre algo
semejante. No obstante haberse
dedicado al estudio de nuestra literatura
y haber podido apreciar el
desenvolvimiento intelectual de nuestra
patria, hay momentos en que no entiende
el genio español, tan lejos se halla de él
por sus gustos, sus ideas y sus
inclinaciones. Lo mismo ocurre con
Motley, admirador entusiasta de los
holandeses, para el cual Felipe II era
una mediocridad y los españoles, por lo
tanto, unos sectarios[346].
En Francia continúa la tradición
antiespañola M, Forneron, cuyo libro,
publicado en 1882 es un compendio de
las ideas de Watson, Prescott y otros
muchos. Después de retratar a Felipe II
con sujeción a los moldes establecidos,
escribe: «Sin embargo, aun cuando
Felipe II resulta un obstáculo para la
marcha de la civilización y una plaga
para España, los españoles profesan
verdadero culto a su memoria. Esta
paradoja nacional es fácil de
comprender. Los pueblos suelen querer
al hombre que los maltrata; es más, no
sufren que sus amos abusen de ellos
hasta que están maduros para el
despotismo. Felipe II no fue el único
responsable de la violencia de España
durante su reinado. En la catástrofe no
es posible discernir hasta dónde
alcanzan las faltas del hombre y dónde
empiezan las del pueblo. Los españoles
después de su lucha con los moros,
llegaron a creer que sólo eran útiles dos
tipos: el soldado y el sacerdote, y
encerrados en un mundo de milagros y
de proezas su fe se convirtió en
superstición y la holgazanería en
principio. Entonces la Inquisición se
eleva a la categoría de institución
nacional y la agricultura se desprecia…
Felipe II se ajustaba, pues, al común
sentir de sus vasallos»[347].
No menos duro fue con nosotros M.
Perrens, el cual, aprovechando la
ocasión que le brindaban los
matrimonios españoles en tiempos de
Felipe III, habla del irritante orgullo
español, de la insidia de los españoles,
de la falsía del Consejo de Estado de
Madrid, de la ignorancia, de la doblez,
presunción y perfidias españolas, no
habiendo mala cualidad ni vejatoria
condición que no naturalice en
España[348].
Por aquel tiempo se escribe también
acerca de la colonización española.
Precisamente, un acontecimiento
político había atraído la atención de los
historiadores de los viajeros y de los
hombres de Estado sobre la América
española, especialmente sobre Méjico.
En 1863 publicó Michel Chevalier su
libro acerca de este país, y en él
sostiene que la conquista de Méjico por
los españoles empobreció el territorio y
que a Francia tocaba devolverle su
perdido esplendor[349]. En esto no hacia
Chevalier más que reproducir lo que
habían dicho en el Cuerpo Legislativo
francés. «El pueblo mejicano es aún
joven, exclamaba un diputado. M. de
Jubinal, pero ha experimentado ya
muchas desgracias, y quizá la primera
de ellas fue el descubrimiento de
América. Los americanos eran libres,
instruidos en las artes y ciencias; les
faltaba el Evangelio y lo recibieron,
pero la dominación española los
oprimió y desmoralizó
completamente» [350] . Manifestaciones
que a no dudarlo obedecían a la lectura
de los libros de la Renaudière[351], de
Tschudi[352] y quizá del economista
italiano Rossi[353].
Este criterio hostil a España era
corriente en aquellos tiempos. Prescott,
el más conocido de los historiadores
anglosajones de nuestra colonización,
incurre en no pocas exageraciones,
llevado de ese espíritu de secta del que
jamás aciertan a desprenderse los de su
raza al escribir la historia y así vemos
que aun cuando declara admirables las
proezas de Cortés y de Pizarro y alude
con frecuencia a las costumbres y a las
ideas de la época de ambos para excusar
su proceder, censura acremente a los
conquistadores por una crueldad que la
situación en que se hallaban justifica en
no pocos casos[354], Bancroft no es
menos duro con nosotros[355]. En su
Historia de los Estados Unidos, escrita
con gran amplitud de ideas, puesto que
iguala la acción de los misioneros
católicos a la de las sectas protestantes
de los Estados Unidos, aun siendo en
realidad tan distintas y de resultados tan
diferentes para los indígenas, ensalza las
proezas de los descubridores ingleses y
franceses y pondera el heroísmo con que
vencieron los obstáculos y lucharon con
la naturaleza, pero no recuerda la
heroicidad verdaderamente admirable y
sin precedentes de los exploradores y
descubridores españoles a quienes se
debe parte no pequeña de las noticias
que tenían los anglosajones de ciertas
comarcas de la América del Norte, Y es
que aun los escritores más serenos, no
pueden prescindir nunca de las ideas
preconcebidas que determinan su juicio
particular.
Sin embargo, como seria demasiado
largo hablar aquí de otras obras
análogas, entre ellas las de
Merivale[356], Kingsborough[357],
Young[358], Charnay[359], Help[360],
Rosseuw Saint Hilaire[361] y Seeley[362],
en las cuales se nos trata poco más o
menos de la misma despiadada manera,
igualmente reveladora de odio y de
ignorancia, pasa remos al análisis de
dos libros que han ejercido influencia
extraordinaria en el mantenimiento de
nuestra leyenda nacional. Estos libros
son los de Buckle y Draper.
VIII
ESPAÑA Y SU
HISTORIA
JUZGADAS POR
BUCKLE Y
DRAPER
Los juicios emitidos acerca de
España por Henry Thomas Buckle y
John William Draper, han contribuido,
en efecto, poderosamente, a que la
leyenda antiespañola revista caracteres
científicos, es decir, a que las
calumnias, las falsedades, los errores y
las tergiversaciones de los siglos XVI,
XVII y XVIII, se conviertan en otros
tantos principios. Sobre estas calumnias,
estas falsedades, estos errores y estas
tergiversaciones han construido ambos
autores un sistema de filosofía de la
historia, añadiéndoles para darles color
científico, o sea para sorprender a los
lectores incautos, determinadas
proposiciones relativas a la influencia
de los factores físicos y del
desenvolvimiento económico en la
historia de los pueblos.
La filosofía de Buckle se condensa
en los siguientes principios: «l.º, los
progresos del género humano dependen
del éxito de las investigaciones en las
leyes de los fenómenos naturales y de la
proporción en que se difunde el
conocimiento de estas leyes; 2.º, antes
que pueda empezar esta investigación es
preciso que exista el espíritu de duda y
que acudiendo en auxilio de las
investigaciones sea auxiliado después
por ellas; 3.º, los conocimientos así
adquiridos acrecen el influjo de las
verdades intelectuales y disminuyen,
relativamente, no en absoluto, el de las
verdades morales, pues éstas, no
pudiendo ser tan numerosas, son más
estacionarias que las verdades
intelectuales; 4.º, el gran enemigo de
este movimiento y por lo tanto de la
civilización, es la idea de que la
sociedad no puede prosperar si no la
dirigen la Iglesia y el Estado»[363]. A
estos principios que regulan según
Buckle el progreso humano, se añade la
idea de que las fuerzas físicas, el clima,
las condiciones del suelo, los productos
de éste, y por ende la alimentación,
ejercen un influjo decisivo, sobre el
carácter y los ideales de los pueblos. El
materialismo de Buckle está, pues,
atenuado por la influencia relativa que
concede a las leyes mentales, llámense
como se quiera.
Buckle dedicó un largo capítulo de
su Historia de la Civilización en
Inglaterra, a estudiar nuestra
decadencia y hacer que sus teorías se
aplicasen exactamente a España. A su
modo de ver, los rasgos característicos
del español son la superstición y la
fidelidad a la Iglesia y al Estado. ¿De
dónde proceden ambos rasgos? ¿A qué
se deben? Oigamos a Buckle.
«Ningún país se parece tanto como
España desde el punto de vista de la
superstición a las viejas civilizaciones
tropicales. Ningún país de Europa se
halla tan claramente designado por la
naturaleza para servir de refugio a la
superstición…». ¿Por qué?
«Las principales causas de la
superstición, añade Buckle, son las
hambres, los terremotos, las sequías, la
insalubridad del clima, las cuales, al
abreviar la duración ordinaria de la
vida, impulsan a invocar con más
frecuencia el auxilio sobrenatural. Estas
particularidades son más notables en
España que en el resto de Europa.
España es un país que está sujeto a estos
males, y bien se alcanza el partido que
pudo sacar de ellos un clero astuto y
ambicioso. En efecto, la sumisión, la
ciega obediencia a la Iglesia, han sido
por desgracia el rasgo particular y
dominante en Ja historia de los
españoles».
Las pésimas condiciones del suelo
español, su constante exposición a los
terremotos, las sequías que padece de
continuo y que determinan el hambre,
hacen, pues, que además de
supersticioso, sea el español enemigo de
la vida ordenada y aficionado a las
empresas belicosas. En efecto, si la vida
es tan insegura para él, si la tierra
produce tan poco, ¿a qué dedicarse a la
agricultura? ¿No es preferible el robo y
el pillaje? «Así fue todo precario,
incierto; pensar e indagar era cosa
imposible, la duda no existía y el
camino de la superstición quedaba
expedito». Esto ocurriría en España al
decir de Buckle durante la Reconquista
y el más lerdo puede observar que
incurre el filósofo en varios errores y en
alguna contradicción. Fundando su
teoría de la superstición en las leyes
físicas y aplicándola a España por la
pobreza de su suelo y la frecuencia de
los terremotos no debió decir como
dice, que la naturaleza se había
mostrado pródiga con nuestra patria,
dándole cuantos productos son capaces
de satisfacer las necesidades y la
curiosidad de los hombres, pues de ser
así carece de fundamento su afirmación
de que somos supersticiosos por razón
de la esterilidad del suelo, y enemigos
de la vida ordenada por la
imposibilidad de sacarle producto, O lo
uno o lo otro. En segundo término, no
hubiera estado de más que Buckle nos
dijese si en la Inglaterra de los
siglos VIII al XIV existía la duda, y si en
ella mandaba el clero menos que en
España y habían progresado las ciencias
más que en nuestra patria, pero Buckle
sólo se refiere a nosotros y hace bien.
En tercer lugar, Buckle generaliza
demasiado su teoría de la agricultura
española, debiendo haber tenido
presente el renombre que siempre tuvo
la agricultura de los árabes, tan
habitantes de España como los
cristianos de Asturias y de León; pero
los sabios las gastan así; resuelven de
plano y por intuición los problemas más
arduos. «La invasión árabe, prosigue,
empobreció a los cristianos; la pobreza
engendró la ignorancia; la ignorancia a
la credulidad y ésta, haciendo que los
hombres perdiesen el deseo y la facultad
de comprender, engendró el espíritu de
veneración y ratificó la práctica de la
sumisión y la ciega obediencia a la
Iglesia…».
Así fue que España, «amodorrada,
encantada, embrujada por la maldita
superstición, ofreció a Europa el
ejemplo solitario de una constante
decadencia. Para ella toda esperanza
había muerto y antes que terminase el
siglo XVII sólo había que preguntar qué
mano le daría el golpe de gracia y quién
desmembraría el poderoso imperio
cuyas tinieblas se esparcían por todo el
mundo y cuyas vastas ruinas resultaban
tan imponentes».
Antes de rectificar estas ideas de
Buckle con las propias ideas de Buckle,
copiemos el retrato que hace de
Felipe II, encarnación de su época y del
pueblo español.
«Felipe II, que sucedió a Carlos V
en 1555, fue, puede decirse, la
encarnación de su época. El más
eminente de sus biógrafos se limita a
decir que fue el tipo más perfecto del
carácter nacional. Su máxima favorita,
la clave de toda su política era que más
valía no reinar que reinar sobre herejes.
Armado de poder supremo, empleó
todas sus facultades en hacer de esta
máxima un principio. Tan luego supo que
los protestantes hacían prosélitos en
España, no descansó hasta no haber
ahogado la herejía y fue secundado tan
admirablemente por el sentimiento
general del país, que pudo, sin
exponerse al menor riesgo, suprimir
opiniones que habían hecho temblar a
media Europa… Y mientras Felipe II
hacía esto, el pueblo, lejos de rebelarse
contra tan monstruoso sistema, se
adhería a él y lo sancionaba satisfecho.
No se contentó con sancionarlo, hizo
casi un Dios del hombre que lo había
implantado». Y maravíllase Buckle de
que un rey que jamás tuvo un amigo, que
fue duro y cruel, desnaturalizado y
sanguinario, pudiera disfrutar de
semejante veneración y explica este
hecho insólito por la influencia del
clero, por la fidelidad al rey, impuesta
por el mismo clero a los timoratos
españoles.
Para replicar a Buckle no hace falta
un gran esfuerzo imaginativo. Buckle se
contesta a sí mismo.
El pueblo español, supersticioso,
ignorante, fanático, sometido a las
órdenes del clero y del rey, consigue por
espacio de tres siglos ejercer sobre
Europa una verdadera hegemonía.
Buckle confiesa que España inspiraba
temor, verdadero temor a Francia y a
Inglaterra. Confiesa, además, que sus
grandes escritores —Buckle concede
que los tuvimos a pesar de hallarnos
supeditados a la Inquisición— eran,
¡cosa rara!, o soldados o sacerdotes. Y
una de dos: o la Iglesia fomentaba la
ignorancia y en este caso no hubiéramos
podido tener pensadores ni poetas que a
ella perteneciesen, o no la fomentaba,
sino todo lo contrario y entonces el
ignorante es Buckle, que no sabe que se
traducían al inglés durante aquellos
siglos ominosos, las obras de los
españoles para recreo e instrucción de
los súbditos de Isabel y de Jacobo. Pero
¿cómo logra España esta supremacía
que el mismo Buckle confiesa? Muy
sencillo, él nos lo dice: «Los resultados
de esta combinación (esta combinación
es la estrecha alianza entre la Iglesia y
el Estado y la obediencia del pueblo)
fueron durante un largo período
magníficos. La Iglesia y el Trono,
haciendo causa común y alentados por el
apoyo del pueblo, se consagraron por
entero a la empresa y desarrollaron un
entusiasmo que les dio el éxito. Un gran
pueblo, militar y religioso, sumiso a la
Iglesia y obediente al Reg, logró
imponerse a Europa. Pero este sistema
tiene la contra de que requiere hombres
capaces. España tuvo la suerte de que la
gobernasen sucesivamente Fernando el
Católico, Carlos V y Felipe II. Cayó
bajo el gobierno de los sucesores de
éstos, pues en España, tan luego flaquea
el gobierno, la Nación cae». Dicho esto,
¿qué queda de las solemnes
afirmaciones de Buckle? Una afirmación
que lo mismo se puede aplicar a España,
que a Rusia, que a Inglaterra, que al
imperio abisinio. Los pueblos necesitan
para ser grandes de hombres capaces de
dirigirlos. ¿Qué fue, en efecto, de
Inglaterra cuando murió Isabel; qué fue
de ella bajo el gobierno de los Jorges?
¿De cuánto tiempo data su grandeza
actual; cuánto durará? ¿No habrá que
atribuir sus éxitos o sus fracasos a la
capacidad de los hombres que se hallen
al frente de ella y no al espíritu crítico
de que tanto se vanagloria Buckle al
establecer una diferencia entre nuestra
patria y la suya? [364].
Draper es todavía más áspero y
violento con nosotros que su
compatriota Buckle. Draper es un
verdadero sectario, sin juicio critico ni
base científica. De él dijo Menéndez
Pelayo que sus obras eran, no
vulgarizaciones, sino vulgaridades
históricas. Escuchemos sus divagaciones
antiespañolas:
«España, dice, se ha convertido con
razón en un esqueleto rodeado de
naciones vivas y en una lección para el
mundo. La Humanidad tendría derecho
a decir: “No hay recompensa, no hay
Dios”, si España no hubiese sido
castigada. Su siniestro destino fue el de
destruir en la ruina de ambas su propia
ruina»[365]. Esta frase, digna de un mitin
progresista, mereció una réplica
contundente de Don Juan Valera.
Demostró el insigne literato que los
árabes no poseían al extenderse por el
mundo y al apoderarse de España una
civilización superior y propia; que no es
posible descubrir en toda la cultura
híspano-muslímica cosa alguna de valer
que hubiera surgido en Arabia o en
África, entre alárabes y moros y que
desde allí hubiera venido a España; que
cuantas alabanzas se tributan a la cultura
muslímica española, es alabanza que se
da a los españoles mahometanos y no a
moros ni a árabes que vinieran de fuera
trayéndonos ciencias, artes o industrias
que aquí no existiesen o que aquí no
tuviesen su origen; que los rabinos
ilustres, los filósofos y los doctores
musulmanes, arrojados de Andalucía por
el fanatismo de los almohades, tuvieron
franca acogida y lograron protección
generosa en las Cortes de los Reyes de
Aragón y Castilla; que Renán ha
reconocido que la introducción de los
textos árabes en los estudios
occidentales divide la historia científica
y filosófica de la Edad Media en dos
épocas enteramente distintas,
correspondiendo el honor de esta
tentativa a Raimundo, arzobispo de
Toledo y gran Canciller de Castilla, y
que, como ha reconocido Guillermo
Lubke, en su celebrado Ensayo sobre la
Historia del Arte, si el arte árabe se
desarrolló en España con más
perfección que en otros países
islamizados, se debió, sin duda, a las
relaciones íntimas de moros y cristianos,
en las cuales éstos comunicaron a
aquéllos algo de lo noble, amable y
caballeresco que resplandece en todos
los ramos de su civilización, ciencias,
arte y poesía. No menos contundente era
Don Juan Valera en lo relativo a la
destrucción por España de la
civilización americana, superior, según
el culto Draper, a la española del
siglo XVI.
«¡Imposible parece que se diga de
buena fe tamaño disparate! ¡Qué diantre
de civilización había en América antes
de su descubrimiento! Por casi todas
partes era completo el salvajismo.
Menos en el Perú, no creo que en región
alguna hubiese animales domésticos.
Había en varias tribus conocimientos
elementales de agricultura, pero en las
demás, se vivía de la pesca y de la caza,
o los hombres se comían los unos a los
otros. Los sacrificios humanos exigían
millares de víctimas. El perpetuo estado
de guerra y los vicios nefandos destruían
la población e impedían su aumento. En
Méjico, que era el imperio más
civilizado, no habían descubierto aún
que con un líquido combustible y con
una torcida se podían alumbrar de
noche, y la pasaban a obscuras por falta
de candiles. Los jeroglíficos en embrión
de aztecas y yucatecos y otros pueblos
del centro de América, a más de ser casi
ininteligibles, dejan entrever una cultura
harto inferior a la de los antiguos
imperios del centro de Asia más de mil
años antes de Cristo. Si algo hubo de
más valor en la antigua civilización
americana, había decaído y se había
corrompido y degradado antes de llegar
los españoles. Poco o nada tuvimos que
destruir nosotros que no fuera perverso
y abominable. En cambio, llevamos a
América nuestra propia cultura europea
y cristiana y llevamos el café, la caña de
azúcar, el caballo, la vaca, el carnero, el
trigo, las frutas exquisitas de Europa y
de Asia y otras mil cosas excelentes que
por allí no había»[366]. A decir verdad,
no merecía el libro de Draper que don
Juan Valera gastase tanta tinta ni tanto
papel en contestar a sus sectarias
simplezas, porque a un escritor que
excusa los sacrificios humanos
característicos de la pseudo civilización
americana diciendo que «eran una parte
de las ceremonias religiosas, en la cual
no intervenía la pasión, mientras los
autos de fe eran, no una ofrenda al cielo,
sino la satisfacción de las pasiones más
bajas del hombre: el odio, el miedo y la
venganza», no debe tomársele en serio,
poniéndose uno mismo al nivel de los
incautos.
Mr. Gallón, autor del celebrado
libro acerca del Genio hereditario,
abunda en ideas tan luminosas como las
de Buckle y Draper. La razón de nuestra
decadencia la explica con arreglo al
mismo criterio. «En España, dice, la
Iglesia capturó a todos los individuos
que tenían buenas disposiciones,
condenándoles al celibato, y después de
rebajar de este modo la especie humana,
dejando el cuidado de propagarla a
gentes serviles, indiferentes o imbéciles,
persiguió a los que eran inteligentes,
libres y honrados». De suerte que,
ateniéndonos a lo dicho por Galtón, la
Iglesia en España capturó a los que
tenían buenas disposiciones, les impuso
el celibato y luego los persiguió, a no
ser que los que tenían buenas
disposiciones no fueran inteligentes,
libres y honrados. Las estadísticas de
Galtón, tomadas del libro de Llórente
son muy notables. «La nación española
quedó purgada de librepensadores a
razón de mil individuos al año desde
1471 hasta 1781. Durante este tiempo se
ejecutaron cien personas al año y se
encarcelaron novecientas. El total para
los tres siglos es de treinta y dos mil
individuos quemados en persona,
diecisiete mil quemados en efigie, y
doscientos noventa y un mil condenados
a diversas penas. Una nación sometida a
este régimen tenía que pagarlo con el
deterioro de su raza, y, en efecto, para
España el resultado ha sido la población
supersticiosa y falta de inteligencia de
nuestra época». Es como si nosotros
dijéramos: las persecuciones da los
católicos en Inglaterra, las trabas
puestas en este país a los judíos hasta
fecha reciente, y los millares de brujos y
brujas quemados en la Gran Bretaña en
los siglos XVI y XVII tienen la culpa de
que haya en este país escritores como
Mr. Galtón[367].
Y ya que estamos en pleno genio
hereditario diremos dos palabras del
libro que escribió en 1885 M. de
Candolle[368]. Según este sabio, la
península ibérica, mejor dicho, España,
padeció por espacio de tres siglos el
régimen del Terror, y no salió de él, sino
para caer en revoluciones y en
reacciones no menos horribles. Los
hombres de espíritu independiente jamás
estuvieron seguros en ella, pereciendo
miserablemente la mayoría o teniendo
que refugiarse en el extranjero. Esto hizo
que el sentimiento del terror se
convirtiese en algo congénito del
español. Para M. de Candolle, el
fanatismo de los españoles y de los
musulmanes es una consecuencia de la
intensidad prolongada de sentimientos
aumentada por la intimidación o la
eliminación de los no creyentes. La
definición, como vemos, es
verdaderamente científica. La falta de
desarrollo de las ciencias en la
península ibérica es uno de los
fenómenos más curiosos de la
civilización moderna según M. de
Candolle. «España no ha suministrado ni
uno solo de los asociados extranjeros
del Instituto de Francia, mientras Italia
ha tenido quince después de haber sido
patria de Galileo». ¿Cabe mayor
muestra del atraso de un país? ¡No tener
ni un solo representante en el Instituto de
Francia! ¿Ignoraban acaso el P. Feijóo,
cuyas obras se tradujeron al francés, don
Jorge Juan, don Pablo Forner, Sempere y
Guarinos, el P. Isla, don Gaspar de
Jovellanos y tantos otros cultivadores de
las ciencias y de las letras, que sólo
podían ser sabios perteneciendo al
Instituto de Francia? Porque M. de
Candolle se refiere a nuestro siglo XVIII,
durante el cual, a pesar de la servil
imitación de Francia, tuvimos
pensadores y hombres de ciencia tan
respetables como los de otras partes, y
si el Instituto de Francia no los llamó a
su seno seria probablemente porque
escribiendo ellos en castellano los
ignoraba en absoluto.
IX
LAS ÚLTIMAS
FASES DE LA
LEYENDA NEGRA
Y sigue la leyenda. No sirven de
nada las obras algo más favorables en
datos históricos fehacientes de
Baumstarke[369], Namèche[370],
Bratli[371], Hume[372], Lea[373],
Pirenne[374], Barthélemy[375], etc., ni
siquiera los estudios de Macaulay, tan
veraces casi siempre, para poner freno a
la fantasía de los sesudos historiadores
o de los hondos sociólogos. «El carácter
de los españoles de aquel tiempo,
escribe un autor contemporáneo, Martin
Philippson[376], orgulloso, sombrío y
novelesco, que a menudo llegaba al
fanatismo, al apasionamiento, y a la
piadosa devoción, se nos manifiesta
también en el arte y en la literatura,
presentándose así en los cuadros de la
escuela de Madrid y de Sevilla como en
las imponentes y sombrías moles del
Escorial, cuya colosal y compleja
construcción tiene por objeto imitar las
parrillas en que fue martirizado San
Lorenzo. Un genio como Lope de Vega,
manifiesta un odio cruel e implacable
contra los herejes, que disgusta
profundamente a cualquiera que lo lee.
Un talento como Tirso de Molina,
contemporáneo de Lope, antepone la fe
ciega y sin mérito alguno a la pureza de
costumbres y a la nobleza de alma. Lo
que vemos en las clases elevadas
acontecía también en la vida del pueblo.
Junto a las representaciones teatrales
encontramos brillantes y caballerescos
torneos, que subsistieron mucho tiempo
en España, y que reunían al pueblo lo
mismo que las corridas de toros y los
autos de fe. La gente se apiñaba para ver
ahorcar y quemar a esos infelices y nada
irritó tanto a la fanática muchedumbre
como el que de repente se la privara de
tan bárbaro espectáculo. Este salvaje
fanatismo, esta cruel intolerancia del
pueblo español, favorecidos por un
gobierno ciego, fue causa de un
acontecimiento que señaló el reinado de
Felipe III… Tal fue la expulsión de los
moriscos».
Sin hablar de otros libros como el
de Thorold Rogers[377], pasemos al año
1898 de triste recordación para
nosotros. En aquel año en que, gracias a
la intervención de una potencia
civilizadora y humanitaria liquidamos
nuestro pasado americano, no hubo
escritor extranjero que dejase de hacer
leña del árbol español. Mientras lord
Salisbury, digno descendiente de los
Cecil de tiempos de Isabel, nos
declaraba, en famoso e inolvidable
discurso, nación moribunda, otros
escritores y otros políticos demostraban
científicamente la necesidad de nuestra
caída. Ya en fecha anterior a la guerra
con los Estados Unidos, cuando los
políticos y los periodistas de este país
preparaban a la opinión para que
sancionase el despojo de España, un
yanqui, Mr. Clarence King, aseguraba en
un artículo publicado en The Forum con
el título de Shall Cuba be Free? que el
carácter español era una mezcla
diabólica de la crueldad pagana de
Roma y de la ferocidad inquisitorial y
que, acostumbrados nosotros a mandar
en esclavos, no sabíamos gobernar
hombres libres, y nos echaba en cara la
persistencia de la esclavitud en Cuba
como sí no hubiese habido en su propia
patria una guerra motivada por la
esclavitud; como si no hubiese sido
asesinado Lincoln por haberla
suprimido, y como si los americanos
tratasen como iguales a las gentes de
color. En plena guerra, otro yanqui
escribía en el Athlantic Monthly, de
Agosto de 1898: «Íntimamente unido a
la desbordada imaginación del pueblo
español está su orgullo… El español
está especialmente dotado para la
soledad y el aislamiento… El español
se ha negado siempre a identificar sus
intereses con el interés de la
humanidad… Está imbuido de sutil
egoísmo, engendro de la religión
medieval, que desdeña las relaciones
del hombre con la naturaleza, fijando tan
sólo la atención en el problema de la
salvación personal. En otros tiempos era
frecuente que los españoles piadosos
defraudasen a sus acreedores, dejando
por heredera de sus bienes a su propia
alma… El español es fatalista y carece
de curiosidad…».
Mientras estas y otras muchas cosas
más desagradables todavía se decían en
América, un economista célebre en
Francia, M. Yves Guyot, escribía un
libro haciéndose eco de todas las
vulgaridades que hemos reseñado en
estas páginas. M. Guyot comenzaba
negándonos que fuésemos latinos, en lo
que evidentemente tenía razón, aunque
afirmaba a renglón seguido que lo eran
los franceses y los italianos, en lo que
no la tenía. Después de un resumen
fantástico de nuestra historia aseguraba
que en España había habido escritores,
como Cervantes, Lope de Vega y
Calderón, pero no pensadores. «¿Cómo
hubieran podido tener los españoles
opiniones personales bajo el reinado de
la Inquisición?»[378], pregunta M. Yves
Guyot. Por lo visto para el Director del
Journal des Economistes, ni Cervantes,
ni Lope, ni Calderón, fueron pensadores.
De nuestra colonización fueron
varios los que trataron. El principal fue
Paul Leroy Beaulieu. Como casi todos
los franceses es ligero, superficial,
amigo de resolver de plano las
cuestiones, y a veces absurdo.
«Quiso la fortuna, escribe, que un
aventurero genovés, desdeñado por
diversas potencias, hallase crédito cerca
de la reina Isabel y del Consejo de
Castilla. A buen seguro, y juzgando las
cosas desde nuestro punto de vista
actual, ningún pueblo estaba menos
hecho para colonizar que España. Digan
lo que quieran algunos historiadores, no
era entonces, lo probaremos, ni muy
rica, ni muy poblada, ni muy industriosa;
su territorio le ofrecía un suelo y
riquezas para las cuales no sobraban los
brazos. Guerras continuas no le habían
dado tiempo para entregarse a las artes
de la paz; había derivado de las guerras
seculares contra los moros un desdén al
trabajo que veremos en todas sus leyes y
en toda su administración colonial.
Acababa de terminar una guerra que
había extenuado a varias generaciones;
dueña, al fin, de su territorio, parecía
que lo más indicado era consagrar por
medio de su trabajo la posesión
definitiva que las armas acababan de
darle». Antes de seguir adelante
hagamos notar que M. Leroy Beaulieu
escribe en el siglo XIX, por si acaso el
lector no lo había notado.
«¡No debía ser así! Estas luchas
heroicas que durante varios siglos
habían ocupado los ardientes espíritus y
los caracteres vigorosos de la península,
al cesar de pronto, ponían en
disponibilidad a una muchedumbre de
aventureros, impacientes con el holgar
de la paz y con las limitadas
perspectivas del trabajo. El
descubrimiento de América les ofrecía
países lejanos, vírgenes de toda
civilización europea, llenos de riquezas
y de promesas seductoras, que les
brindaban una salida inesperada hacia la
cual se encaminaron. Eran soldados que
corrían a una conquista. Las nuevas
Indias estaban pobladas por razas
ignorantes y paganas. La católica
España que acababa de terminar su larga
cruzada contra los moros, en la
exaltación del espíritu religioso, se
había acostumbrado a confundir en un
sentimiento único el celo por la fe y el
amor a la patria. Toda conquista para la
corona debía ser una conquista para la
cristiandad. La propaganda religiosa fue
desde un principio uno de los motivos
principales de los establecimientos de
Ultramar… Detrás y por encima de estos
aventureros que se lanzaban en
persecución de tesoros y de conquistas,
o de aquellos frailes o de aquellos
sacerdotes que se hundían en las
soledades para la conversión de los
indios, estaba la Corona de Castilla.
Victoriosa del feudalismo y del
islamismo la Corona, que se había hecho
todopoderosa, reivindicaba el absoluto
dominio sobre las nuevas provincias…
Tales fueron los tres elementos que
tomaron parte en la fundación de las
colonias españolas: aventureros
reclutados especialmente entre la
nobleza y el ejército, que al terminar las
guerras contra los moros quedaban sin
empleo y sin recursos; el clero, que
debía convertir los paganos a la fe de
Cristo; y la Corona, el espíritu
monárquico, tal y como se entendía en la
Europa occidental al salir del
feudalismo, es decir, el espíritu de
desconfianza, de sospecha, de envidia y
de ingerencia superior; el temor a la
iniciativa de los particulares, la
predilección por el sistema de tutela
administrativa…». Aun cuando M.
Leroy Beaulieu confiesa que a estos
elementos se añadieron más tarde otros,
como agricultores e industriales, es
decir, que España mandó a las Indias
representantes de todas sus clases
sociales, opina el ilustre economista, no
sabemos con qué fundamento, España
quiso fundar «una sociedad vieja en un
país nuevo…»[379]. Merecería esta frase
alguna explicación. ¿Qué quiere decir
con ella M. Leroy Beaulieu? ¿Quiere
decir que España no inventó para sus
colonias nuevas formas sociales,
distintas de las suyas o quiere decir, por
el contrario, que llevó a América su
organización social entera y plena y que
esta organización, al cabo de tres siglos
le parece a él, ciudadano francés del
siglo XIX, vieja y caduca? En ambos
casos yerra M. Leroy Beaulieu: en el
primero porque España, y ahí están sus
Leyes de Indias, creó formas sociales
nuevas para sus colonias y su sistema
administrativo en América es, en teoría,
por lo menos, muy superior al que los
otros pueblos entre ellos el de M. Leroy
Beaulieu han inventado posteriormente
para sus colonias. En el segundo caso,
¿qué quería M. Leroy Beaulieu que
llevase España a sus colonias, que no
fuera la sociedad que tenía y la
organización propia de esta sociedad?
¿Se habían inventado entonces otras
formas? ¿Quería, por ventura, que
llevase el sistema parlamentario con el
sufragio universal y el juicio por
jurados? España, con permiso de M.
Leroy Beaulieu, llevó a América una
sociedad tan caduca y tan vieja como la
que llevó Francia al Canadá e Inglaterra
a los actuales Estados Unidos, con una
diferencia: que Francia e Inglaterra
permanecieron en aquellas regiones
mucho más tiempo que España en sus
colonias. ¡Si sería joven y robusta la
sociedad llevada por Inglaterra a sus
colonias de América que hasta padecía
de persecución religiosa y de brujería!
… Los grandes economistas suelen ser
terribles.
Otros, que no son tan ilustres,
razonan mucho mejor. M. Marcel
Dubois[380] escribe: «Se dice que la
independencia de las colonias españolas
se debe a la explotación de los
indígenas, al defectuoso estado social de
la metrópoli a ellas transportado y más
que nada a la falta de libertad
económica. Esta teoría es la misma que
sostienen algunos que creen que los
pueblos contrarios al libre cambio, están
condenados a la decadencia, sin
recordar que Colbert hizo grandes cosas
siendo proteccionista; que Inglaterra se
desarrolló por efecto del Acta de
Navegación y que de ser exactos esos
principios, no hubieran podido
realizarse estos hechos». Para Marcel
Dubois, el hecho mismo de la
independencia americana es una prueba
de la vitalidad de aquellas colonias. «Si
es cierto que la política de España
contribuyó a disolver la unión, también
puede decirse que, a pesar de los
errores administrativos, España había
llevado a la edad adulta numerosas
comunidades, más o menos mezcladas
con indígenas, pero, sanas, robustas,
capaces de vivir separadas de la
metrópoli. ¿Por qué, pues, afirmar que la
obra fue mediocre, cuando el vigor de
los Estados Unidos se atribuye a la Gran
Bretaña?»[381].
La mayoría de los autores no piensan
de este modo. La mayoría de los autores
se atienen al molde antiguo. «El
descubrimiento del oro, dice Paul
Vibert, perdió a España. La fiebre del
oro acabó con todas las iniciativas. Los
españoles no tuvieron más ideal que el
de explotar sus colonias; cuando no
hubo oro, impusieron contribuciones.
España ha merecido la pérdida de sus
colonias».
No fueron solamente los
anglosajones y los franceses y los
alemanes quienes echaron por tierra
nuestra historia y ponderaron los males
de nuestra colonización, sino también
los hispanoamericanos. El licenciado
García sostiene «que el pueblo español,
que odia a los infieles por fanático y
comete con ellos crímenes que
horrorizan, no más que por apoderarse
de sus riquezas, sólo envió a América
dos clases de gentes: individuos de baja
estofa, presidiarios condenados al
último suplicio, o frailes avaros y
codiciosos, corrompidos en sus
costumbres y relajados en sus doctrinas,
por lo cual el resultado de su labor sólo
puede ser la despoblación general de
América y la degeneración de los
naturales»[382]. Este era el criterio que
predominaba en la Europa culta, y el que
por desgracia sigue predominando, a
pesar de cuantas investigaciones se han
hecho para demostrar sus falsedad. M.
de la Grasserie estudiando en la Revue
Internacionale de Sotiologie, en 1903,
la criminología de las grandes
colectividades, dice, que la
colonización de América por los
españoles constituye un crimen
internacional… Otro colaborador de la
sabia Revista, M, Hervé Blondel, decía,
estudiando el patriotismo y la moral:
«El siglo XVI fue la edad heroica de las
misiones. Cuando uno de los barcos de
Magallanes, el “Santa Victoria”, entró el
7 de septiembre de 1552 en el puerto de
Sevilla de donde había salido tres años
antes, después de haber navegado
siempre con rumbo al Oeste, los
teólogos más impenitentes debieron
admitir por fin que la tierra era redonda,
y para borrar, sin duda, las ridículas
declaraciones del concilio de
Salamanca, gran número de religiosos se
lanzaron a la conquista espiritual del
Nuevo Mundo. Dejemos a un lado a los
que, en seguimiento de Cortés y de
Pizarro, llevaron la desolación y la
matanza a las Américas: cómplices, si
no instigadores de aquellos feroces
bandidos que serán siempre oprobio de
la humanidad. Saludemos por el
contrario a los Javier, Ricci, Álvarez,
etc., que entraron pacificamente en
China y en el Japón, llenos de
desinteresado ardor…».
Un italiano, el señor Perrone,
describe del siguiente modo en un libro
muy reciente nuestra manera de
colonizar: «Estas conquistas europeas
tienen siempre el mismo carácter. Una
partida de aventureros, siguiendo las
huellas de un gran descubridor, es
arrojada por una tormenta a una playa
desconocida. Un marinero, desde lo alto
de un mástil descubre la tierra. Se
aprestan las armas, desembarcan le dan
un nombre, y como todo descubrimiento
territorial pertenece al rey de la nación
del descubridor, se toma posesión de
ella, plantando la bandera del Señor, el
cual se la apropia por derecho divino.
Se matan luego dos o tres docenas de
indígenas, se capturan otros y se llevan a
bordo a la fuerza para que sirvan de
pasto a la curiosidad pública como
animales salvajes. De regreso a la
patria, y hecha relación de lo acaecido,
el rey concede a los más emprendedores
de sus súbditos o al mismo descubridor,
derechos sobre los indígenas, que
ignoran la tempestad que se cierne sobre
sus cabezas. Dirígense las naves a la
nueva tierra; desembarcan soldados que
todo lo destruyen y que convierten en
esclavos a los naturales a quienes se
niega la calidad de hombres. Se tortura a
los jefes para arrancarles sus tesoros, se
cometen los delitos más bárbaros contra
la humanidad, se empapa la tierra en
sangre. Aquella partida de bandoleros
con el Deuteronomio en la mano,
justifica la matanza y se dice enviada
por Dios para civilizar y convertir a
aquellos pueblos a quienes llama
bárbaros e idólatras… Aventureros, muy
inferiores en cultura a los incas y cuya
civilización era también muy inferior a
la de éstos, recorrieron el país unas
veces por la fuerza y otras por la
astucia, vencedores siempre y
conquistaron en poco tiempo aquellas
tierras en nombre de un rey
desconocido, a quien fueron regaladas
por la cabeza visible de una Iglesia
desconocida»[383], Así se describe en
Italia la conquista y colonización del
Perú. Pero, consolémonos porque en
Inglaterra se hace lo mismo. «Sangre y
exterminio, asesinatos y sangre, fueron
los principales incidentes que llaman la
atención del lector deseoso de enterarse
de la llegada, conquista, derrota y
expulsión de los españoles en el Perú.
Jamás hubo hombres más valientes,
tampoco hubo nunca mayores brutos.
Los sentimientos del lector se dividen
entre la admiración que despiertan sus
bellas proezas y el horror que causa la
carnicería que hicieron. La traición, los
celos, las conspiraciones y los
asesinatos, aparecen en cada página de
esta asombrosa historia»[384].
Buchle y Draper han hecho
numerosos prosélitos. Sobre la base de
lo que ellos dijeron, se escribe acerca
de nosotros y de nada ha servido que
otros más justos, más imparciales, más
inclinados a la verdad, declaren y
demuestren que nuestra huella en el
camino de la civilización no es de
sangre, ni de ruinas. Y es que se ha
operado con el transcurso de los años
una curiosa evolución en las ideas,
especialmente en las que son hostiles a
España. Comenzó a ser propagada la
leyenda de la España inquisitorial,
engendro abominable del Catolicismo,
por los protestantes, y éstos, secundados
por nuestros adversarios en el orden
político, escribieron nuestra historia. A
los protestantes apasionados y sectarios
sucedió la filosofía racionalista y atea,
enemiga también del Catolicismo, la
cual atacó a España por considerarla
representante genuina de una idea
religiosa objeto de todas sus acometidas
y de todos sus sarcasmos. A la filosofía
ha substituido en el día de hoy una
escuela, en la cual se combinan de
extraña manera las ideas protestantes y
las ideas racionalistas. Está escuela
sigue combatiendo a España por la
misma razón que las anteriores y a
veces, en los momentos más críticos
para nosotros, apela a cuantas armas
pueden facilitarle los dos grandes
factores de la leyenda negra: el odio y la
calumnia. Lo demuestra el asunto Ferrer.
«Si las voces que se han lanzado, si
las plumas que se han esgrimido con
motivo de este asunto, decía un
periódico madrileño, se hubiesen
limitado a discutir de un modo razonado
y sereno la legalidad del proceso y la
justicia de la sentencia, nosotros no
habríamos intervenido para nada.
Cualesquiera que hubieran sido nuestras
ideas acerca de estos puntos, nos
habrían detenido dos fundamentales
consideraciones: el respeto de la cosa
juzgada y el convencimiento de que, por
graudes que sean los delitos de un
hombre, después de la muerte, siempre
piadosa, debe olvidarse y perdonarse
todo, Pero, por salvar a Ferrer y con
motivo de su fusilamiento, se ha hecho
contra España una campaña inicua, se
nos ha presentado a los ojos del mundo
como un pueblo embrutecido y
obcecado, refractario al progreso, que
mantiene en vigor los procedimientos de
la Inquisición, y cuya única aspiración
social es permanecer en la reacción y en
la barbarie… Permanecer callados ante
esta campaña hubiera sido un
crimen…»[385].
Tenía razón ABC Durante los últimos
meses de 1909, el odio, removiendo la
ciénaga pasional de nuestra absurda
leyenda, enturbió las conciencias que
parecían más serenas y obscureció los
entendimientos que se consideraban más
despejados. Una ola de mentiras, de
calumnias, de absurdas acusaciones, de
insultos, de denuestos, se abatió sobre
España. No fueron solamente los
profesionales de la política los que
arrastraron por los suelos nuestro
nombre, sino los sabios, los hombres de
ciencia, las corporaciones literarias, los
industriales, los comerciantes. Ferrer
fue un nuevo Cervantes, un Galileo
redivivo, un Giordano Bruno
resucitado… España fue el país de
siempre, la patria de la Inquisición, de
Felipe II, de los toros y de las
seguidillas.
Corramos un velo piadoso sobre los
extravíos que entonces padeció la culta
y progresiva Europa.
Pero, dirán algunos, ¿no se ha
producido últimamente una reacción
favorable a España? ¿No hablan ya de
nosotros elogiándonos y ponderando
nuestra cultura, nuestro carácter y hasta
nuestro pasado? Corramos también un
velo sobre estos novísimos elogios. E|
tiempo se encargará de decirnos lo que
valen y lo que significan.
LIBRO CUARTO:
LA LEYENDA
NEGRA EN ESPAÑA
ESTUDIO ACERCA DE
LA INFLUENCIA QUE
HA EJERCIDO LA
LEYENDA NEGRA
SOBRE EL ESPÍRITU
DE LOS ESPAÑOLES
Oyendo hablar a un hombre
fácil es acertar donde vio la luz
del sol: si os alaba Inglaterra,
será inglés, si os habla mal de
Prusia, es un francés, y si habla
mal de España, es español.
BARTRINA. «Algo».
I
INFLUENCIA DE
LA LEYENDA
NEGRA SOBRE LA
MENTALIDAD
ESPAÑOLA
Nadie seguramente podrá decir que
exageramos calificando de deplorable,
de desmoralizadora, la influencia que
sobre nuestro espíritu ha ejercido el
pésimo concepto, completamente
injusto, completamente anticientífico,
fruto de la ignorancia incalificable de
muchos sabios, que tienen y siempre han
tenido de nosotros en Europa. Este
concepto nos induce, no solamente a
desconfiar de nuestras propias fuerzas,
sino a admitir como ciertas las ridículas
afirmaciones que se leen en gran número
de libros extranjeros, contribuyendo a
ello un cierto espíritu que solemos tener
y que nos lleva insensiblemente al
desprecio de lo propio y a la admiración
irreflexiva de lo ajeno. Este espíritu
parece habernos animado casi siempre,
aun en aquellos tiempos en que el
orgullo solía ser el rasgo característico
de los españoles. En pleno siglo XVI se
lamentaba Ambrosio de Morales del
extraño hastío que sentían los españoles
por sus propias cosas, «como si fuesen
las más viles y apocadas del universo» y
les hacía preciarse de lenguas, trajes,
manjares y costumbres extranjeras. Más
tarde se lamentaba Quevedo, no
solamente del silencio en que teníamos
nuestras cosas, sino de la complacencia
con que secundábamos las ideas de
fuera, y en su España defendida, al
exponer el propósito que perseguía no
vacilaba en decir: «bien sé a cuántos
contradigo, y reconozco los que se han
de armar contra mí» (y eso que el gran
escritor cogía la pluma en defensa de su
patria), porque «la ingratitud de sus
escritores y su descuido en hablar de
cosas que merecían la más clara voz de
la fama, habían parecido desprecio a los
extraños, juzgando que faltaba que
escribir y quien escribiese». Siglo y
medio después, Forner decía que el
temor al vituperio hacía que muchos
callasen y daba a entender que en
España resultaba más provechoso hablar
mal de la Patria que defenderla. En
términos muy parecidos se ha expresado
don Marcelino Menéndez Pelayo. Así se
explica en parte la existencia de nuestra
leyenda negra. Un espíritu critico mal
entendido unas veces y otras esta
tendencia a denigrar lo nuestro haciendo
coro a los extraños, han sido
mantenedores eficacísimos de ella. Por
ejemplo, la leyenda de nuestra
holgazanería nació aquí. Ya en el siglo
XVI se decía que «el holgar era cosa
muy usada en España y el usar oficio
muy desestimada»[386]. Nuestros
novelistas del siglo XVII al describir la
vida de los picaros, hicieron creer a los
de fuera que en España no había más
que picaros. Más tarde nuestros
arbitristas y nuestros economistas, al
querer remediar los males del país
pintaron con los colores más sombríos
el cuadro de nuestra patria,
generalizando los defectos, haciendo
comunes de toda España los males que
sólo una parte de ella padecía,
procurando que todo resultase lúgubre y
tétrico y que sus libros no fuesen un
diagnóstico y un plan curativo, sino una
constante lamentación.
Sin embargo, ni Fernández
Navarrete, ni Álvarez Ossorio, ni
ninguno de los arbitristas del siglo XVII,
que de buena fe perseguían el remedio
de muchos males, merecen censura.
Escribían de buena fe y de buena fe
creían que prestaban un servicio. La
leyenda negra no influye hasta muy
entrado el siglo XVIII: hasta fines de
aquel siglo que presenció la
transformación de España bajo el
gobierno de los Borbones. Por aquellos
tiempos habían penetrado en ella las
ideas de los filósofos ultrapirenaicos y
un elemento importante de la sociedad
española, el elemento que pudiéramos
llamar intelectual, pues ofrecía los
mismos caracteres que el que hoy recibe
este nombre, admiraba las obras y
seguía las doctrinas de los grandes
difamadores de nuestra patria. Nada tan
instructivo desde el punto de vista de los
orígenes de esta influencia como el
espectáculo ofrecido por la
intelectualidad española cuando
Cavanilles y Forner protestaron de las
ofensas contenidas en el famoso artículo
de Masson de Morvilliers. Cavanilles
publicó su contestación en francés y en
París[387] y más tarde se tradujo al
castellano[388], en Madrid. Dos años
después escribió Forner su Oración
Apologética y le puso como apéndice la
defensa que había hecho de España el
Abate Denina[389]. Parecía natural que
estos trabajos merecieran el aplauso de
los capacitados para entenderlos y
apreciar su conveniencia, pero lejos de
ser así, se alborotaron los ingenios de la
Corte diciendo que se trataba de
fomentar esa literatura apologética en
que «tanto disparate se decía con grave
daño, atraso, necia presunción, jactancia
e ignorancia del pueblo español».
Cuando salió la Oración Apologética
escribió Huerta, gran ingenio de
aquellos tiempos:
Ya salió la Apología
del gran orador Forner,
salió lo que yo decía:
descaro, bachillería,
no hacer harina y moler…
Los galicistas, impulsados por dos
diversos sentimientos, el de oposición a
Floridablanca, protector de Forner, y el
de admiración a Francia, calificaron,
pues la Oración Apologética de falta
imperdonable, de rancio disparate y de
absurda defensa de lo indefendible. Los
periódicos político-literarios de aquel
tiempo combatieron duramente a Forner
y uno de ellos, El Censor, publicó una
parodia de la Oración Apologética con
el título pintoresco de Oración
apologética por el África y su mérito
literario, y por si esto no era bastante,
de allí a poco aparecieron las Cartas de
un español, residente en París a su
hermano residente en Madrid, en las
cuales se daba rienda suelta a todo el
antiespañolismo de que es capaz un
español. A la cabeza de aquel
movimiento de protesta contra Forner,
que se había atrevido a criticar la
filosofía de allende el Pirineo, estaba,
don Tomás de Iriarte, gran afrancesado,
que confundía las especies y daba las
mismas muestras de ignorancia que
cualquier sabio de París. «El buen
patricio, escribía, será, no e] que
declame, sino el que obre; el que
escriba alguno de los infinitos libros que
nos faltan. Hablando solo de las buenas
letras, no tenemos una buena gramática
castellana, ni un poema épico, ni un
tratado de sinónimos, ni un buen tratado
de arte métrica, ni, etc., etc…, En cuanto
a industria y comercio, cuando la camisa
que nos pongamos sea nuestra, cuando
no salgan del Reino las primeras
materias, tan preciosas como la lana,
etc., entonces blasonaremos. Mientras
esto no suceda son infundadas y
sofisticas todas las apologías».
Montesquieu no hubiera dicho más. Don
Tomás olvidaba que el origen de la
polémica había sido el articulo de
Masson en el cual no se aludía a las
gramáticas, a los poemas épicos, a los
tratados de sinónimos, ni de arte
métrica, ni siquiera a las exportaciones
de primeras materias, sino a algo de
mayor alcance y de más enjundia, a la
labor civilizadora de España en bloque,
y llevado de su galicismo, no solamente
olvidaba que los españoles cultivaron la
gramática de su lengua y de las ajenas
como ningún otro pueblo, y hasta los
tratados de sinónimos y de arte métrica,
y que habían escrito poemas épicos, y lo
que es mejor, habían dejado asunto
sobrado para que otros los escribieran,
sino que los franceses no habían hecho
nada de eso. Nuestros afrancesados, o
como quiera llamárseles, han sido
siempre los mismos. Alaban lo ajeno y
desconocen lo propio[390]. Y lo
desconocían o querían desconocerlo
hasta el extremo de que El Censor, gran
enemigo de Forner, y no menos
entusiasta de los franceses, decía que la
verdadera religión, sus dogmas, su
moral, el espíritu del Evangelio y el de
la Iglesia era ciertísimo que debían muy
poco a España. En punto a literatura, y
siguiendo la corriente de los
intelectuales de aquel tiempo que
despreciaban en absoluto los autores
españoles, no viendo en ellos más que
insensateces y defectos, decía El
Censor, repitiendo las palabras de
Montesquieu, que si se exceptuaba el
Quijote, no teníamos ninguna obra
literaria que pudiese ser comparada, ni
mucho menos resultar superior a las
obras excelentes de otras naciones.
Añadían los galicistas, siguiendo
siempre el criterio de sus maestros de
allende el Pirineo, que llevados de
nuestro misticismo tuvimos buen
cuidado de perseguir las ciencias, sobre
todo aquellas que tienen conexión más
inmediata con la felicidad mundana y
material, poniéndoles obstáculos,
ahogándolas en flor y persiguiendo a
todo aquel que en ellas despuntaba.
Estas ideas, justo es decirlo,
predominaban en la sociedad culta de
fines del siglo XVIII, en la que tan a la
moda estaba el volterianismo y las
pseudogenerosas ideas de los filósofos
franceses de la época. Hojeando los
libros españoles de entonces, asombra y
suspende el criterio con que están
escritos y el lenguaje medio francés en
que se expresan los autores. Los tratados
políticos de Voltaire y Rousseau, las
novelas de Diderot y otras producciones
por el estilo pasaban secretamente de
mano en mano y eran fuente de
inspiración para los jóvenes aventajados
de la época. ¿De qué servía que otros
españoles cultivasen las ciencias en el
silencio de las bibliotecas si su labor
permanecía inédita y sólo llegaban a
disfrutar de notoriedad los bulliciosos y
despreocupados admiradores de la
filosofía francesa?
Entre éstos ocupó lugar muy
distinguido el famoso Abate Marchena,
tipo verdaderamente extraordinario,
incansable propagandista del
filosofismo francés del siglo XVIII. El
Aviso al pueblo español que se atribuye
a Marchena y que se imprimió en París
por el año de 1793, se parece mucho al
A vis aux Espagnols del marqués de
Condorcet. Iba a empezar la campaña
del Rosellón, y Marchena, fingiéndose
francés, y animado del deseo de destruir
la monarquía borbónica en España y de
implantar en ella la República cual se
había hecho en Francia, escribía una
proclama de la que entresacamos los
párrafos siguientes:
«Yo no he estado nunca en vuestra
Nación; el nombre de la Inquisición me
hace erizar los cabellos, pero los
viajeros que le han recorrido me han
hecho formar una idea cabal de vuestra
Nación. ¿Decidme si vuestra Inquisición
no ha perseguido siempre mortalmente a
los hombres de talento, desde Bartolomé
de Carranza y Fray Luis de León hasta
Olavidal y Bails? La Bastilla, tan
detestada y con tanta razón entre
nosotros, ¿tiene algo de comparable con
vuestro odioso y abominable Tribunal?
La Bastilla era una prisión de Estado,
como otras mil de la misma especie, que
el despotismo que sólo puede
conservarse por medios violentos,
mantiene en todas partes, pero ni los
presos eran deshonrados, ni la opinión
pública infamaba a las familias, ni la
infeliz víctima se veía privada de todo
consuelo; sus reclamaciones llegaban a
los ministros y los ministros pueden
aplacarse, pero ¿quién aplacó jamás a
un inquisidor? Las otras naciones han
adelantado a pasos de gigante, y tu,
patria de los Sénecas, de los Lucanos,
de los Quintilianos, de los Columelas,
de los Silios, ¿dónde está, ¡ay!, tu
antigua gloria? El ingenio se preparaba
a tomar el vuelo, y el tizón de la
Inquisición ha quemado sus alas; un
Padre Gumilla, un Masdeu, un Forner,
esto es lo que oponen los españoles a
nuestro sublime Rousseau; al divino
pintor de la naturaleza nuestro gran
Bufón; a nuestro profundo historiador
político, el virtuoso Mably, al atrevido
Raynal, a nuestro armonioso Delille y a
nuestro universal Voltaire. ¿No es ya
tiempo de que la Nación sacuda el
intolerable yugo de la opresión del
pensamiento? ¿No es ya tiempo de que
el Gobierno suprima un Tribunal de
tinieblas que deshonra hasta el
despotismo?…»[391].
Por aquel entonces, el famoso
Obispo Grégoire dirigió una Carta al
arzobispo de Burgos, encaminada al
mismo objeto: a la supresión de la
Inquisición y al establecimiento de la
República, para que en España reinase
la libertad y desapareciese de su suelo
el despotismo[392].
II
LA LEYENDA
NEGRA EN LAS
CORTES DE CÁDIZ
No vamos a poner en tela de juicio
el patriotismo indiscutible de los
españoles que bajo la amenaza de los
cañones franceses transformaron
políticamente la península. Su intención
era admirable y el valor con que
despreciaron las armas napoleónicas,
sin precedentes en la historia. Su
espíritu empero, el espíritu que anima
los discursos de sus grandes oradores y
de sus más ilustres reformistas era
genuinamente francés. Las Cortes de
Cádiz hacen efecto de una Asamblea
nacional versallesca en los días famosos
de los desprendimientos y de las
renuncias liberales. La tradición
española queda hecha trizas. Ni una sola
voz se levanta para protestar contra las
calumnias extranjeras. Al contrario,
todas las reformas se hacen bajo el peso
de aquellas calumnias y de aquellas
difamaciones. Pavoroso pintan los
legisladores gaditanos el problema
religioso. Durante largas sesiones se
discutió el problema de la Inquisición.
En el dictamen de los diputados que
informaron acerca de su supresión se
lee:
«Este es el Tribunal de la
Inquisición, aquel Tribunal que de nadie
depende en sus procedimientos; que en
la persona del Inquisidor general es
soberano; puesto que dicta leyes sobre
los juicios en que se condena a penas
temporales; aquel Tribunal que en la
obscuridad de la noche arranca al
esposo de la compañía de su consorte,
al padre de los brazos de sus hijos, a los
hijos de la vista de sus padres, sin
esperanzas de volverlos a ver hasta que
sean absueltos o condenados sin que
puedan contribuir a la defensa de su
causa y la de la familia, y sin que
puedan convencerse de que la verdad y
la justicia exigen su castigo… Es el
instrumento más a propósito para
encadenar la Nación y remachar los
grillos de la esclavitud con tanta mayor
seguridad cuanto que se procede a
nombre de Dios y en favor de la
religión… ¡Los sacerdotes, los ministros
de un Dios de caridad y de paz, decretar
y presenciar el tormento! ¿Es posible
que se ilustre una nación en la que se
esclavizan tan groseramente los
entendimientos? Cesó, Señor, de
escribirse, desde que se estableció la
Inquisición: varios de los sabios que
fueron la gloria de España en los
siglos XV y XVI o gimieron en las
cárceles inquisitoriales o se les obligó
a huir de una patria que encadenaba su
entendimiento. La libertad de pensar y
escribir perecieron con la
Inquisición…»[393].
¿Quién decía esto? ¿Voltaire,
Montesquieu, Raynal? No; lo decía un
sacerdote español, Muñoz Torrero.
En vano algunos diputados
protestaron contra la tendencia general
del dictamen y generalmente contra los
errores históricos y sus exageraciones
absurdas. «No se puede decir,
exclamaba Ostalaza, que la Inquisición
sea una invención nueva de los reyes,
pues es un hecho que comprueba la
Historia que fue un establecimiento
pontificio y que bajo esta o la otra forma
existió desde los primeros siglos de la
Iglesia… Yo me contraigo ahora,
añadía, al grande argumento que hacen
todos los ilustrados a la moda y que
reproduce la comisión: a saber: que la
Inquisición se opone al progreso de las
luces. Pero antes quisiera preguntar a la
Comisión, ¿de qué biblioteca sacó esa
anécdota primorosa de que la ignorancia
de los calificadores inventó esos
autillos de fe que dicen insultan la razón
y deshonran nuestra religión? Pero
veamos cómo prueba que se cesó de
escribir desde el establecimiento de la
Inquisición. Toda la razón es que varios
de los sabios que fueron gloria de
España en los siglos XVI y XV, o
gimieron en las cárceles del Santo
Oficio o se les obligó a huir de su patria
que encadenaba su entendimiento. Pero
¿quiénes son esos sabios? ¿Fueron,
acaso, los Vives, los Granadas, los
Sotos, los Canos, los Mogrovejos?
¿Cuándo florecieron más las letras y las
artes que en el siglo inmediato al del
establecimiento de la Inquisición? En el
siglo XVI, digo, siglo de oro para
España, como confiesan todos los
sabios, y aun los extranjeros
imparciales, sin exceptuar nuestros
pestíferos vecinos, a quienes enseñamos
en esa época hasta el arte de hablar y a
cuya Corte se llevaban hasta las modas
de la nuestra».
Pero estos razonamientos eran
inútiles.
«Nació la Inquisición, exclamaba el
conde de Toreno, y murieron los fueros y
libertades de Aragón y Castilla… De
modo que se presenta la Inquisición en
España y adiós su libertad… Consiguió,
por fin, en España la Inquisición
acabar con la ilustración…». Y
afirmaba muy seriamente Toreno que
Cromwell exigió de España como
preliminar de un tratado que se aboliese
el Santo Oficio. «No concebía que
pudiera entrarse en estipulaciones con
una nación que abrigaba en su seno un
Tribunal semejante». ¿Cómo iba a
concebir semejante cosa el tolerante
Cromwell, el perseguidor de los
irlandeses católicos que sembró de
ruinas y bañó en sangre la desgraciada
isla?
«Tírese, decía Ruiz de Padrón, una
rápida ojeada sobre la faz de la
península después del establecimiento
de la Inquisición y se verá que desde
aquella desgraciada época
desaparecieron de entre nosotros las
ciencias útiles, la agricultura, las artes,
la industria nacional, el comercio… Las
ciencias y las artes son tan
incompatibles con la Inquisición como
lo es la luz con las tinieblas. Bastaba
distinguirse como sabio para ser el
blanco de este Tribunal… ¡Filósofos,
teólogos, historiadores, estadistas,
poetas, artífices, artesanos,
comerciantes, hasta los mismos
sencillos labradores, que son el apoyo
principal de la nación, no escaparon de
su vara de hierro! ¡Hasta cuando hemos
de ser el ludibrio de las naciones!».
Así hablaban los legisladores de
Cádiz, sin reparar en que hubieran
podido muy bien suprimir la Inquisición,
ya muy decaída, si no muerta, sin
necesidad de falsear la historia y de
hacer coro a los filósofos franceses,
prorrumpiendo en denuestos tan
filosóficos como los de ellos.
El gran poeta de aquella generación,
Quintana, pensaba lo mismo que los
diputados de la nación.
«¡Perdona, madre España!
La flaqueza
de tus cobardes hijos
pudo abatirte así. ¿Quién de
ellos nunca
sacrificó en tu altar? ¡Ah!
vanamente
discurre mi deseo
por tus fastos sangrientos y
el continuo
revolver de los tiempos;
vanamente
busco honor y virtud: fue tu
destino
dar nacimiento un día
a un odioso tropel de
hombres feroces
celosos para el mal: todos
te hollaron,
todos ajaron tu feliz decoro:
¡Y sus nombres aún viven! y
su frente
pudo orlar impudente
la vil posteridad con lauros
de oro…»[394].
El Secretario de la Regencia de
Aranjuez, se expresaba así, recordando
los incidentes de nuestra vida nacional:
«Y aquella fuerza indómita,
impaciente,
en tan estrechos términos no
pudo
contenerse, y rompió: como
torrente
llevó tras si la agitación, la
guerra,
y fatigó con crímenes la
tierra.
Indignamente hollada
gimió la dulce Italia; arder
el Sena,
en discordias se vio; la
África esclava;
el Bátavo industrioso
al hierro dado y devorante
fuego.
¿De vuestro orgullo en su
insolencia ciego,
quién salvarse logró? Ni al
indio pudo
guardar un ponto inmenso,
borrascoso,
de sus sencillos lares
inútil valladar; de horror
cubierto
vuestro genio feroz hiende
los mares
y es la inocente América un
desierto».
Por todas estas cosas, Europa,
indignada, cayó sobre nosotros y nos
oprimió. Pero donde la musa de
Quintana raya a mayor altura poética y a
menor altura la serenidad histórica, es
en El Panteón del Escorial, donde
exclama el vate:
«¿Qué vale ¡oh Escorial!
que al mundo asombres
con la pompa y beldad que
en ti se encierra,
si al fin eres padrón sobre la
tierra
de la infamia del arte y de
los hombres?
y bajando a los panteones, oye un
grito.
Y en medio de la estancia
pavorosa
un joven se presenta
augusto y bello.
En su lívido cuello
del nudo atroz que le
arrancó la vida
aún mostraba la huella
sanguinosa;
y una dama a par de él
también se vela,
que a fuer de astro benigno
entre esplendores
con su hermosura celestial
seria
del mundo todo adoración y
amores.
¿Quién sois?, iba a decir,
cuando a otra parte
alzarse vi una sombra, cuyo
aspecto
de odio a un tiempo y horror
me estremecía.
El insaciable y velador
cuidado,
la sospecha alevosa, el
negro encono,
de aquella frente pálida y
odiosa
hicieron siempre
abominable trono.
La aleve hipocresía
en sed de sangre y de
dominio ardiendo,
en sus ojos de víbora lucía.
El rostro enjuto y míseras
facciones
de su carácter vil eran
señales,
y blanca y pobre barba las
cubría,
cual yerba ponzoñosa entre
arenales…».
Y la lúgubre composición termina
con una imprecación de Carlos V a su
hijo:
«¿Las oyes? Esas voces
de maldición y escándalo
sonando
de siglo en siglo irán, de
gente en gente,
Yo el trono abandoné: te
cedí el mando,
te vi reinar… ¡Oh, errores!
¡Oh, imprudente
temeridad! ¡Oh, míseros
humanos!
Si vosotros no hacéis
vuestra ventura,
¿La lograréis jamás de los
tiranos?».
Las Cortes de Cádiz y el secretario
de la Regencia, estaban en punto a
historia a la misma altura.
III
LA LEYENDA
NEGRA EN LAS
LETRAS Y EN LA
POLÍTICA
DURANTE EL
SIGLO XIX
En el transcurso del siglo XIX, la
influencia de la leyenda negra se
manifiesta en la literatura con
producciones tan diversas como los
artículos críticos de Fígaro, afrancesado
a lo Iriarte y a lo Moratín; el romance
Una noche en Madrid en 1578, del
duque de Rivas y el drama El Haz de
leña, de Núñez de Arce, por no citar
más que» estas obras[395] y en la política
con los discursos parlamentarios de
grandes maestros de la tribuna. El
romance del duque de Rivas tiene como
tema el asesinato de Escobedo y los
amores de Felipe II con la princesa de
Éboli. No es muy favorable el retrato
que hace el duque de este monarca.
«Macilento, enjuto, grave,
rostro como de ictericia,
ojos siniestros, que a veces
de una hiena parecían,
otras, vagos, indecisos,
y de apagadas pupilas.
Hondas arrugas, señales
de meditación continua,
huella de ardientes pasiones
mostraba en frente y mejillas.
Y escaso y rojo cabello
y barba pobre y mezquina
le daban a su semblante
expresión rara y ambigua.
Era negro su vestido,
de pulcritud hasta nimia,
y en su pecho campeaba
del Toisón de Oro la
insignia».
El drama de Núñez de Arce El Haz
de Leña, una de las mejores obras del
ilustre poeta, tiene por tema el
inagotable asunto del príncipe Don
Carlos, ya explotado en el teatro
español del siglo XVII por Jiménez de
Enciso. Según Menéndez Pelayo[396],
este drama es el más poderoso de Núñez
de Arce. En él se aparta el poeta de las
exageraciones legendarias de Schiller y
de Alfieri y Crea un tipo nuevo, mejor
dicho, un tipo ajustado a la verdad
histórica de Felipe II, El monarca
resulta un carácter indomable bajo
apariencias frías, un hombre
reconcentrado en un solo pensamiento,
siervo de una idea. En una de las
escenas dice:
… en este rudo combate a
que el Señor me condena, por
deber seré implacable…
La figura del príncipe es más
interesante que en el Don Carlos, de
Schiller, y en el drama no aparece Isabel
de Valois, substituida por Catalina,
hermana del cómico Cisneros, histrión
de Don Carlos, hijo del luterano Sessa
quemado en Valladolid. Catalina ama a
Don Carlos y aspira a salvarle. El
drama se ajusta rigurosamente a lo que
la historia más fidedigna cuenta del
proceso y de la muerte del príncipe y el
elemento fantástico introducido en él por
Núñez de Arce no altera los términos de
este problema histórico.
Mientras esto ocurría en la
literatura, en el Parlamento brotaba de
nuevo la leyenda negra tan lozana como
en las Cortes de Cádiz.
«La historia de nuestra intolerancia,
decía Romero Ortiz, es la historia de
nuestra decadencia, de nuestra
esclavitud, de nuestro envilecimiento».
«Me basta recordar, decía, nuestra
industria aniquilada, los talleres de
Toledo desiertos, la agricultura muerta y
todo lo qué en éste país había de grande
y de generoso, desapareciendo, mientras
que las muchedumbres embrutecidas
acudían a llenar esos alcázares que
entonces se erigían a la holganza, al
resplandor de las hogueras del Santo
Oficio…».
El señor Echegaray describía el
Quemadero de La Cruz diciendo en
famoso discurso, que era «un gran libro,
una gran página, una sombría página,
que encerraba provechosa aunque triste
enseñanza con sus capas alternantes,
capas que eran de carbón impregnado en
grasa humana y después restos de huesos
calcinados, y después una capa de arena
que se echaba para cubrir todo aquello y
luego otra capa de carbón y luego otra
de huesos y otra de arena…». Y
afirmaba que de aquel terreno habían
sacado días antes «tres objetos que
tenían grande elocuencia, que eran tres
grandes discursos en defensa de la
libertad religiosa: un pedazo de hierro
oxidado, una costilla humana calcinada
casi toda ella y una trenza de pelo
quemada por una de sus
extremidades…»[397].
Y Castelar, en el más famoso de sus
discursos, exclamaba: «No hay nada
más espantoso, más abominable, que
aquel gran imperio español que era un
sudario que se extendía sobre el
planeta. No tenemos agricultura porque
arrojamos a los moriscos…; no tenemos
industria, porque arrojamos a los
judíos… No tenemos ciencia, somos un
miembro atrofiado de la ciencia
moderna… Encendimos las hogueras de
la Inquisición, arrojamos a ellas
nuestros pensadores, los quemamos y
después ya no hubo de las ciencias en
España más que un montón de
cenizas…»[398]. Bien es cierto que el
gran Castelar creía que si la Invencible
hubiera llegado a cumplir su cometido,
la libertad de conciencia no hubiera
tenido dónde refugiarse. Más adelante
veremos de qué manera entendían los
ingleses la libertad de conciencia y
cómo la aplicaban en Irlanda y en la
misma Inglaterra.
Así se expresaban los grandes
oradores liberales de las Cortes
Constituyentes. Las pasiones políticas
habían deslindado ya profundamente los
campos, y lo que era en las Cortes de
Cádiz más convencional, más
circunstancial que esencial, era ya algo
imprescindible para los hombres de
1868. Bastaba y sobraba que los
adversarios políticos pensasen de una
manera para tener la obligación de
pensar de la manera opuesta, y no ya en
materia de principios políticos, sino en
cuestiones puramente históricas, en las
cuales no cabían interpretaciones, ni
tergiversaciones estando a la mano la
prueba documental.
Surgen entonces, a la par que las
discusiones parlamentarias, polémicas
puramente científicas en las cuales se
manifiesta de un modo claro y patente el
influjo de los libros extranjeros leídos
ávidamente y como buenos aceptados
sin previa crítica, no más que por
responder a las ideas personalisimas o a
las aspiraciones políticas del lector. La
más famosa es, a no dudarlo, la que
mantuvo el señor Menéndez Pelayo con
los señores Azcárate, Revilla y Perojo
con ocasión de un artículo publicado por
el primero en la Revista de España y de
otros que publicaron los dos últimos en
la Revista Contemporánea. Sirvieron de
base a la polémica la afirmación del
señor Azcárate de que en España había
estado ahogada la actividad científica
por espacio de tres siglos, la del señor
Revilla de que en la historia científica
de Europa nada significamos, y la del
señor Perojo de que «al primer paso de
un talento extraordinario, a la primera
creación de un espíritu reflexivo, acudía
presurosa la Inquisición a extinguir con
el fuego de las hogueras toda su obra».
Mucho parecido tenía esta polémica con
la que un siglo antes había sostenido
Forner con Huerta, Iriarte y otros
galicistas a raíz del artículo de M.
Masson y de las contestaciones al
mismo Cavanilles y Denina, pero es
indudable que las réplicas de Menéndez
Pelayo fueron mucho más contundentes
y, sobre todo, mucho más eruditas qué
las del ilustre amigo de Floridablanca, y
de aquella discusión quedó como
recuerdo el libro La Ciencia española
que debería estar en todas las
bibliotecas por no decir en todas las
manos.
IV
LA LEYENDA
NEGRA EN
ALGUNOS
ESPAÑOLES EN
LAS HISTORIAS
DE ESPAÑA
Como era de esperar, la leyenda
antiespañola ejerció principalmente su
influjo sobre los historiadores
españoles. Algunos se libraron de él y
hasta lo combatieron como Forner,
Cavanilles, Nuix, Masdeu, Lampillas, y
otros varios, pero los más sucumbieron
y se dejaron arrastrar por la corriente de
infundios y mentiras filosóficas. Entre
éstos descuella, por múltiples razones,
don Juan Antonio Llórente. Fue Llórente,
aunque sacerdote y Secretario general
de la Inquisición, uno de los
representantes más conspicuos que tuvo
en España el enciclopedismo de allende
el Pirineo. Fue tan antirreligioso como
Raynal, que también era sacerdote; tan
amigo de sus conveniencias como
Voltaire; tan afrancesado como
Marchena, aunque no tan audaz, y tan
antiespañol como cualquiera de la secta.
Como español, estuvo al servicio de
José Bonaparte; como secretario de la
Inquisición, abusó de su cargo para
entrar a saco en los archivos de la
Suprema, destruir los documentos que le
pareció conveniente, y utilizar para sus
fines, los que creyó oportuno; como
súbdito de un país que tenía grandes
posesiones en América, editó las obras
de Las Casas y les puso un sugestivo
prólogo, y como sacerdote, se burló de
los Papas y resucitó la leyenda de la
Papisa Juana. En una palabra, toda la
actividad de Llórente se encaminó a
secundar los propósitos de sus maestros
franceses y a desprestigiar lo más
posible a su patria. Su obra más
importante es la Historia Critica de la
Inquisición de España, publicada en
Madrid en 1822 y traducida al francés
inmediatamente, bajo su misma
dirección. No había sido éste su primer
ensayo en la materia, pues ya en 1812
había escrito unas Cartas a M. Claussel
de Coussergues sobre el mismo tema y
publicado los Anales de la Inquisición
en 1817. En el prólogo de éstos dice
Llórente que la casualidad le había
puesto en estado de ser el único que
podía escribir una historia de la
Inquisición, si no completa, a lo menos
lo bastante para dar a conocer los
sucesos principales «del
establecimiento español que por el
espacio de trescientos treinta y dos
años ha dado a los literatos del orbe
conocido, más ocasiones de censura
que otro alguno. Me creería, añade, reo
de criminal silencio si no comunicase al
público la noticia de los hechos que con
dificultad podría compilar otro escritor
sin pasar más tiempo del que permiten
la curiosidad general y el justo deseo
de los hombres que aman la ilustración
de un asunto envuelto en tinieblas y
equivocaciones».
Y para que no siguiese el asunto
envuelto en tinieblas ni en
equivocaciones, redactó Llórente su
Historia critica, e hizo en ella un
cálculo aproximado de las victimas del
Santo Oficio, que sirvió de base a las
amenas disertaciones de los eruditos
extranjeros. ¿Quién iba a dudar de las
aseveraciones del Secretario general del
Santo Oficio? A Llórente le debemos,
por lo tanto, parte nada escasa de la
literatura antiespañola de siglo XIX[399].
Pero en este siglo lo que más
sorprende al que recorre Jos estantes de
las bibliotecas no es que haya habido
historiadores como Llórente, sino que
haya habido tan pocos historiadores
españoles. Abundan las monografías; las
historias, no. Si prescindimos de don
Antonio Cavanilles, cuya Historia no
llegó a terminarse, y de Ortiz y Sanz,
que escribió un Compendio
cronológico, nos encontraremos
únicamente con las Historias de Tapia y
Morón, con la de Gebhardt, con el
Bosquejo histórico, de Martínez de la
Rosa y con las Historias de Lafuente y
Morayta. En realidad, historias
imparciales y científicas sólo tenemos la
de Lafuente, la de Gebhardt, y la
moderna y bien orientada del señor
Altamira acerca de la cultura española.
La leyenda negra ha ejercido su
funesta influencia sobre la mayor parte
de nuestros historiadores[400]. Cojamos
una historia cualquiera de nuestra
civilización, la de Tapia, por
ejemplo[401], y veremos que en ella nos
habla de las maléficas cualidades de
Felipe II, de su política absurda, causa
de la ruina de España y de los horrores
de la Inquisición[402]. Veamos otra
historia, el Bosquejo histórico, de
Martínez de la Rosa[403], y
observaremos la misma tendencia e
idénticas fuentes de información. En la
de Tapia salen a relucir las
lucubraciones de Watson y de
Robertson, lo mismo que en la de
Martínez de la Rosa. Para éste, «el
mismo principio de despotismo y de
intolerancia de que parecía poseído el
ánimo de Felipe II, fue el que dio pábulo
al descontento de aquellas provincias
(los Países Bajos), y el que cerró al fin
todas las puertas a la reconciliación y
concordia». Don Modesto Lafuente,
autor de la historia más conocida y más
justamente estimada, lo mismo histórica
que literariamente, aun dando pruebas
de mayor cautela y de más erudición, no
vacila en confesar que admira las
grandes cualidades políticas de Felipe
II, pero que «todos sus actos llevaban el
sello del misterio y de la tenebrosidad».
«Sombrío y pensativo, suspicaz y
mañoso, añade, dotado de gran
penetración para el conocimiento de los
hombres y de prodigiosa memoria para
retener los nombres y no olvidar los
hechos, incansable en el trabajo y
expedito para el despacho de los
negocios, tan atento a los asuntos de
grave interés como cuidadoso de los
más meros accidentes, firme en sus
convicciones, perseverante en sus
propósitos, y no escrupuloso en los
medios de ejecución, indiferente a los
placeres que disipan la atención y libre
de las pasiones que distraen el ánimo,
frío a la compasión, desdeñoso a la
lisonja e inaccesible a la sorpresa,
dueño siempre y señor de si mismo para
poder dominar a los demás, cauteloso
como un jesuita, reservado como un
confesor y taciturno como un cartujo,
este hombre no podía ser dominado por
nadie y tenía que dominar a todos, tenía
que ser un rey absoluto… Sea lo que
quiera, creemos que hubiera podido ser
Felipe el mejor Inquisidor y el mejor
jesuita, como el más diestro embajador
y el más astuto ministro. Era Rey; lo
reunía todo»[404].
Hablando de la Inquisición, escribe
Lafuente: «Una negra nube aparece, no
obstante, en el horizonte español, que
viene a sombrear este halagüeño cuadro
(se refiere al que ofrecía España bajo el
reinado de los Reyes Católicos). En el
reinado de la piedad se levanta un
tribunal de sangre… Se establece la
Inquisición y comienzan los horribles
autos de fe. Los hombres, hechos a
imagen y semejanza de Dios son
abrasados, derretidos en hogueras
porque no creen lo que creen otros
hombres. Es la creación humana de que
se ha hecho más pronto, más duradero y
más espantoso abuso. Los monarcas
españoles que se sucedan, se servirán
grandemente de este instrumento de
tiranía que encontrarán erigido, y el
fanatismo retrasará la civilización por
largas edades…». Y más adelante nos
habla Lafuente del fatídico fuego de las
hogueras del Santo Oficio que ahogaba
en el interior la vida política de la
nación y de que parece incomprensible
«el desarrollo intelectual a que llega
España comprimida por la
Inquisición»[405].
El señor Morayta se muestra en su
Historia de España, todavía más
apasionado. «Nadie rezó, ni oyó misa, ni
comulgó, ni ayunó más veces más
devotamente que Felipe II, escribe; y
nadie invocó con mayor repetición y
reverencia el nombre de Dios; cuanto
hizo en su largo reinado, a su santa
gloria, decía él, se encaminaba… Y, sin
embargo, irrespetuoso y desconsiderado
para con su padre, él fue quizás, el único
de cuantos conocieron al emperador que
no vio en él uno de los héroes de la
humanidad. Lúbrico y libertino en su
juventud, al poner su autoridad
monárquica al servicio de sus pasiones,
dejó tras sí la memoria de la princesa de
Éboli… Fue un mal hombre y un mal
rey…»[406]. Y comentando el famoso
Decreto de Felipe II sobre comunicación
con Universidades extranjeras, exclama
Morayta: «¡Medir por un rasero al
criminal y al que estudiaba! Pero ya se
ve, sólo aislando a España del resto del
mundo, podía preservársela de
contagios infecciosos. ¡Oh, unidad
religiosa, sostenida durante tres siglos, a
costa de haber convertido un pueblo
viril en masa abyecta de ignorantes y de
gandules! ¡Maldita sea la Inquisición!,
añade. Y no se disculpe su existencia
diciendo que estaba en la corriente de
los tiempos, pues entonces no hay razón
para censurar Jas liviandades de
Mesalina y Agripina ni las infamias de
Tiberio, de Calígula y de Nerón, que
distraían y agradaban a los romanos,
tanto, por lo menos, como las
suntuosidades de un auto de fe a los
contemporáneos de Felipe II»[407].
Otro historiador contemporáneo, el
señor Ortega y Rubio, se expresa en
términos análogos. «No heredó
Felipe II, escribe, los arrebatos
belicosos de su padre; pero sí el odio a
los protestantes, que fueron perseguidos
en el reinado de Felipe con más encono
y con crueldad mayor que lo habían sido
bajo el poder de Carlos, El anhelo de
dominación fue tan poderoso en Felipe
II, que persiguió constantemente el ideal
absurdo y fuer de absurdo irrealizable,
de que todos los hombres pensaran
como él y de que le fuese dable
encadenar los espíritus de sus vasallos
lo mismo que podía encadenar sus
cuerpos». En estas aspiraciones se
hallan condensados los motivos de
cuantos actos realizó este monarca en su
largo reinado. Sus guerras, continuación
de las sostenidas por Carlos V, sus
bodas, llevadas a cabo siempre con
interesadas miras, su lucha con Paulo IV;
los castigos, con todos los indicios de
personales venganzas, impuestos a
muchos hombres ilustres; su apoyo
incondicional, absoluto a cuanto
disponía el Tribunal del Santo Oficio;
cuanto la historia refiere de ese rey y
cuanto la leyenda le atribuye, reconocen
para fundamentar ese carácter dominante
que no combatido, antes bien, halagado,
desde los primeros años, por quienes
tenían el deber, que cumplieron mal, de
educarlo, llegó a convertirse en cierta
especie de insania, de que
posteriormente se apoderaron
noveladores y dramaturgos para su labor
artística… No es necesario recurrir a
tales extremos para que la personalidad
histórica de Felipe señale siempre
página triste, nota ingrata en nuestra
historia. Sus actos solos, sin que la
fantasía del poeta les preste negruras,
bastan y sobran, lisa y llanamente
referidos, y aun muy a la ligera
indicados, para que se forme juicio
exacto de aquel Hey suspicaz, cruel,
vengativo, que ocupó durante cuarenta
años el trono de España[408]. Y el mismo
autor añade; «Algún historiador se
consuela diciendo que María e Isabel de
Inglaterra, Catalina de Médecis y Carlos
IX de Francia no eran mejores que
Felipe TI. Sea en buena hora,
contestamos nosotros, pero
¡desgraciados los pueblos que tienen
tales reyes! El historiador no ha
menester, ni debe en caso alguno, acudir
a la leyenda en solicitud de datos: con
atenerse a hechos comprobados, con
narrarlos tales cuales fueron, cumple el
deber que al acometer su labor se
impuso. Verdaderas enormidades realizó
con frialdad aterradora Felipe II en
Flandes; por mandatos suyos se
verificaron allí ejecuciones horribles, en
las cuales se destaca siempre o casi
siempre, como nota dominante, la
deslealtad, el incumplimiento de
formales promesas. Consecuente en sus
procederes de crueldad, tan dispuesto se
le halla para presidir autos de fe y llevar
a ellos si es necesario el primer haz de
leña, como para ser el primero en
felicitar a Carlos IX de Francia por la
horrorosa matanza de la noche de San
Bartolomé».
Después de todo, el señor Ortega y
Rubio no hizo más que seguir la
tradición de don Cayetano Manrique[409]
y del duque de San Miguel[410], de Güell
y Renté[411], de Adolfo de Castro[412], y
de algunos otros españoles, por más que
en ello les aventaje don Juan Sixto Pérez
que hacia 1878 se expresaba de este
modo en la Revista de España: «¿Qué
importa que matara a su hijo; qué
significa que envenenase a la hermosa y
noble princesa Isabel de Valois, el que
se atrevió a clavar el puñal en el
corazón de España, el que cortó a mano
airada y alevosa el hilo del hispano
destino, el que arrojó la flor y nata de
sus súbditos en las hogueras de la
Inquisición, el que aterrorizó y
enloqueció a la nación que tenía encargo
de gobernar y engrandecer? ¿Qué
importa que matase a su hijo, el rey que
mató a su patria? La Inquisición le había
educado en estas monstruosísimas ideas.
Durante este reinado, nadie lo ignora, la
influencia de aquel tribunal de asesinos
fue preponderante, no sólo en el
organismo del Estado, si que también en
la conciencia del monarca. En las
tinieblas de la conciencia de Felipe II el
pueblo español era un instrumento de
salvación y como el precio del rescate
del alma del rey; era un Agnus Dei
destinado a llevar la honrosa carga de
los regios pecados; era como el plantel
de victimas nacidas para alimentar las
hogueras del Santo Oficio. He aquí el
fenómeno psicológico que al propio
tiempo que determinó la política de
Felipe II, dio a su tiranía un carácter
especial, horrible, monstruoso»[413].
Dejando ya a un lado la figura de
Felipe II y pasando al estudio del pueblo
español, citaremos algunas opiniones
emitidas por españoles de reconocida y
justa reputación.
El señor Núñez de Arce dedicó su
Discurso de ingreso en la Real
Academia española al influjo ejercido
en España por la intolerancia religiosa,
causa de nuestra decadencia intelectual.
Después de trazar elocuentemente el
cuadro del estado a que llegaron en
España las ciencias y las artes, dice que
la exuberancia misma de aquel
desenvolvimiento era el síntoma más
grave de la incurable enfermedad que
debía poner breve término a su
atormentada vida. «Sujeto por
innumerables trabas, dice, nuestro
pensamiento iba lentamente apocándose
bajo la sombría, suspicaz e implacable
intolerancia religiosa, que se abalanzaba
sobre aquella sociedad indefensa,
envolviéndola en sus invisibles redes
para poder a mansalva extinguir con el
hierro y el fuego las opiniones
calificadas de sospechosas, hasta en lo
más recóndito del hogar y en lo más
hondo de la conciencia. En nombre de
un Dios de paz, los tribunales de la fe
sembraron por todas partes la
desolación y la muerte; atropellaban
los afectos más caros; ponían la honra
y la vida de los ciudadanos a merced de
delaciones, muchas veces anónimas,
inspiradas quizás por la ruin venganza,
por la sórdida codicia o por terrores o
escrúpulos supersticiosos; relajaban los
vínculos sagrados de la familia,
imponiendo, bajo pena de excomunión a
los padres, el ingrato deber de acusar a
sus hijos, a los hijos la terrible gloria de
vender a sus padres…». Y aun cuando el
señor Núñez de Arce reconocía que la
lucha religiosa había sido idéntica en
toda Europa, hallaba que la
«intolerancia española fue peor porque
pecó de reflexiva y regularizada»[414].
Un concepto muy semejante tenía de
los españoles el señor Moret. «El fondo
distintivo del pueblo español, decía al
inaugurar en el Ateneo la serie de
conferencias dedicadas a la España del
siglo XIX, es el temple de hierro de su
carácter, su fiereza de temperamento, la
inquebrantable dureza en la lucha, la
indiferencia en el sufrimiento.
Cualidades conservadas y estimuladas
por la literatura, la Inquisición y los
toros». Recordaba el señor Moret la
última escena del Médico de su honra y
decía: «Al lado de esta literatura se alza
el auto de fe. En nombre de la religión,
en nombre de Dios misericordioso, para
su gloria y por su clemencia, se convoca
al pueblo a ver cómo se tuesta a un
hereje, y el pueblo asiste a oír los
últimos quejidos de un infeliz que se
retuerce en horrible convulsión, o a
contemplar el valor verdaderamente
sublime con que otro aguanta, en nombre
de sus convicciones, el suplicio que por
ellas le imponen en el afrentoso cadalso
de la Inquisición. Y por si esto se
olvida, por si se debilita aquel
sentimiento caballeresco que por
cualquier cosa tira de la espada, por si
se amengua este desprecio a la vida, o
por si el corazón no se ha endurecido lo
bastante con los autos de fe, ahí queda el
circo de toros. Resulta, pues, que sea
cual fuere el motivo, en la punta de una
bayoneta como en la hoja de un puñal,
impulsado por una venganza, por odios,
por celos, quizás por fanatismos
religiosos, siempre habrá en este pueblo
español una indiferencia de la vida que
el día en que la lucha se atice dará
horrores y matanzas por todas
partes»[415]. Así pensaba el señor Moret.
Don Juan Valera, tan ecuánime
siempre, veía la causa de nuestra
decadencia en otro orden de ideas. «La
enfermedad estaba más honda. Fue una
epidemia que inficionó a la mayoría de
la nación o a la parte más briosa y
fuerte. Fue una fiebre de orgullo, un
delirio de soberbia que la prosperidad
hizo brotar en los ánimos al triunfar
después de ocho siglos en la lucha
contra los infieles. Nos llenamos de
desdén y de fanatismo a la judaica. De
aquí nuestro divorcio y aislamiento del
resto de Europa. Nos creíamos el nuevo
pueblo de Dios». Para Valera fue el
orgullo lo que nos perdió[416].
Pero ¿qué eran estas frases al lado
de las que se leen en los trabajos de
Pompeyo Gener? ¿No trató este escritor
de demostrar la exactitud de los famosos
versos de Bartrina? ¿Qué libro
extranjero contiene mayor número de
errores ni apreciaciones más
apasionadas que su estudio titulado De
la incivilización de España? ¿Sabe el
lector lo que era el ejército enviado a
Flandes por Felipe II para quemar a los
herejes? «Veteranos aguerridos en los
combates, segundones sin fortuna,
bastardos no reconocidos, asesinos
salvados de la horca por algún
personaje, bandoleros acogidos a
indulto, tránsfugas de las aulas, rufianes
de oficio, tahúres de profesión,
espadachines a sueldo, aventureros de
mil especies, en fin, toda la canalla de
Madrid, de Toledo, de Sevilla, de
Nápoles y de Sicilia, he aquí el personal
de los primeros tercios de Flandes, que
ansioso de botín, ávido de pillaje, se
dirigía a aquel país que el rey de las
Espadas les había señalado cual nueva
tierra de promisión en pago de sus
proezas…». A este ejército le
acompañaba un clero «feroz,
sanguinario, que sonaba con un Cristo
soberano señor de la muerte, al cual
había que incensar, cual moloch semita,
con el humo de la carne de las víctimas
humanas… Un enjambre de frailes, de
familiares y de corchetes, llevaba en sus
equipajes los instrumentos de tortura. Y
en amigable consorcio con los esbirros
del Santo Oficio y los soldados del rey
Felipe, un burdel… Cuatrocientas
cortesanas cabalgaban a vanguardia para
el uso de capitanes y teólogos, bellas y
bravas como princesas, y detrás seguían
a pie más de ochocientas para los goces
de la soldadesca…». ¿Quién mandaba
este ejército? El duque de Alba…
«Felipe II y el duque de Alba. Dos
personas distintas y una sola conciencia
negra. Los dos reunidos seméjanse a la
feroz estatua de Siva, con dos cabezas y
cuatro brazos. Del lado derecho la
cabeza pálido amarilla, ceñida de la
Corona Real, el mundo en una mano y el
cetro en la otra, insignias de su poder
sobre la tierra; del lado izquierdo una
cabeza ceñuda con un casco borgoñón,
blandiendo una espada de verdugo con
una mano y teniendo en la otra la llama
del Santo Oficio; basándose el horrible
coloso sobre un montón de calaveras
humanas…». Según el señor Gener el
duque de Alba padecía de furor
homicida. Su temperamento le impelía a
la matanza al por mayor, acuchillaba en
masa, arcabuceaba por pelotones…
Peor todavía es lo que dice este
escritor de nuestra colonización. «Lo
que los aventureros españoles hicieron
en América, esto ya ni se puede
describir; basta saber que en las islas
como Cuba y Puerto Rico no quedó un
solo indígena con vida, y que las razas
indias de todo el continente americano
tuvieron que refugiarse tierra adentro en
las espesuras de los bosques vírgenes o
en las altas cordilleras para escapar al
exterminio. Las minas de oro fueron el
cebo que atrajo a las Indias occidentales
a todos los hambrientos de la península
para enriquecerse, apoyados por el
Gobierno de Su Majestad Católica, a fin
de que enviaran galeones llenos de
lingotes para el rey y para la Iglesia.
España vivió durante dos siglos del
robo y del exterminio ejercido en
ambos continentes por sus virreyes,
único medio con que podían subvenir a
sus inmensas necesidades: el altar y el
trono»[417]. ¿A qué seguir?
Hallada piensa casi lo mismo.
«¿Sería posible, dice, que física e
intelectualmente considerados, seamos
los españoles de notoria inferioridad
con relación a los demás europeos?».
Mallada cree que lo somos. «La fantasía
es nuestro principal defecto. Es nuestra
pereza tan inmensa como el mar… La
ignorancia y la rutina son naturales
consecuencias de la pereza…»[418].
Después de la guerra con los
Estados Unidos se exacerbaron los
ánimos. Costa llamó a los españoles,
«raza atrasada, imaginativa y
presuntuosa, y por lo mismo, perezosa e
improvisadora, incapaz para todo lo que
signifique evolución, para todo lo que
suponga discurso, reflexión, labor
silenciosa y perseverante… El pueblo
español, rezagado de más de tres
centurias, indigente, anémico,
ineducado, escaso de iniciativas,
perdida la brújula, sin arte para
redimirse… Raza improvisadora,
exterior, vanílocua, que no sabe vivir
dentro de si, ni hacerse cargo del minuto
presente con relación al que ha de
seguir…»[419].
Luis Morote insistía en el carácter
intolerante de los españoles y recordaba
que siendo apaganos aplaudían los
furores de Diocleciano, que más tarde
persiguieron a los priscilianistas; que
después fueron los arríanos los
perseguidos; que por último lo fueron
los judíos, y que la Inquisición remató la
obra de exterminio. En España, según él,
predomina el espíritu regresivo, el alma
intolerante, que en otros tiempos la
empujó a la guerra con otros
pueblos[420].
No hablemos ya, diremos con
palabras de Unamuno, de «aquella
hórrida literatura regeneracionista casi
toda ella embuste, que provocó la
pérdida de nuestras últimas colonias
americanas, trajo la pedantería de hablar
del trabajo perseverante y callado, eso
sí, voceándolo mucho, voceando el
silencio, de la prudencia, la exactitud, la
moderación, la fortaleza espiritual, la
sindéresis, la ecuanimidad, las virtudes
sociales, sobre todo los que más
carecemos de ellas. En esa ridícula
literatura caímos casi todos los
españoles, unos más y otros menos, y se
dio el caso de aquel archiespañol,
Joaquín Costa, uno de los espíritus
menos europeos que hemos tenido,
sacando lo de europeizarnos y
poniéndose a cidear mientras
proclamaba que habla que cerrar con
siete llaves el sepulcro del Cid, y…
conquistar África… Y yo, di un ¡muera
Don Quijote!, y de esta blasfemia, que
quería decir todo lo contrario que decía,
así estábamos entonces, brotó mí vida
de Don Quijote y Sancho, y mi culto al
quijotismo como religión nacional»[421].
No, no hablemos de aquella hórrida
literatura. No recordemos las frases
desalentadas, tétricas de los jóvenes
regeneradores, como Pió Baroja, que
decía: «Todos nuestros productos
materiales e intelectuales son malos,
ásperos, desagradables. El vino es
gordo, la carne es mala, los periódicos
aburridos, y la literatura triste… Yo no
sé qué tiene nuestra literatura para ser
tan desagradable… Para mí una de las
cosas más tristes de España es que los
españoles no podemos ser frívolos y
joviales. Triste país es donde por todas
partes y en todos los pueblos se vive
pensando en todo menos en la
vida…»[422]. No recordemos tampoco
los desdenes de «Azorín» por nuestros
clásicos, ni su desprecio hacia el teatro
español del siglo XVII, enfático e
insoportable. Todo eso, lo mismo que
otras observaciones y que otros estudios
políticos y literarios de actualidad[423],
merecerían una crítica que no podemos
hacer aquí por muy tentados que estemos
a emprenderla.
La leyenda negra ha ejercido, pues,
una influencia lamentable sobre nuestra
mentalidad. ¿A qué causas se debe esta
influencia?
V
CAUSAS DEL
INFLUJO DE LA
LEYENDA NEGRA
EN LA
MENTALIDAD
ESPAÑOLA
Varias causas han contribuido y
siguen contribuyendo a mantener la
leyenda antiespañola. Son las unas de
orden político, las otras de orden
psicológico, pero las más principales
pertenecen, a no dudarlo, al dominio de
la cultura. Aun reconociendo la
intervención del factor político, o sea
las consecuencias que necesariamente ha
tenido en las opiniones referentes a
nuestra historia la división en liberales y
conservadores, dando a estas palabras
su más amplio sentido, división que
motiva criterios completamente distintos
en unos y en otros, y aun otorgando la
debida importancia al factor
psicológico, o sea a la tendencia innata
en los españoles a atribuir sus propios
fracasos o el fracaso de sus ideales al
país entero, y no a sus propias torpezas
o a la impropiedad de aquellos ideales
en un momento dado, creemos que la
causa primordial del influjo que
estudiamos, la razón por la cual
aceptamos sumisos el juicio de los
extranjeros y hasta lo ampliamos y
desarrollamos de la manera más
desfavorable posible, no es otra que el
desdén o la indiferencia que desde hace
siglos mostramos por nuestras cosas. En
otros términos, creemos que la
existencia de la leyenda negra se debe
principalmente a que la historia de
España no la hemos escrito nosotros,
sino los extranjeros, los cuales han
procurado, como es natural, favorecerse
todo lo que han podido a costa nuestra.
Fijémonos bien en que esa curiosidad
que han demostrado por nuestras cosas y
ese interés que han puesto en
estudiarlas, rara vez responde a simpatía
o afecto que nos tengan, sino a todo lo
contrario. «El nombre hispanófilos, ha
dicho el señor Altamira, con que
generalmente se designa a los
extranjeros que escriben de asuntos
españoles, no cuadra sino a bien pocos
de ellos, aunque algunos por el prestigio
y la elevación de sus nombres,
compensen, sin duda, lo exiguo del
número. Los más podrían ser llamados,
a reserva de discutir su ciencia,
hispanólogos, gentes que saben o
presumen saber de España, pero que no
sólo no la aman, ni aún sienten por ella
benevolencia y simpatía, sino que están
dominados por ese rigor de juicio, esa
ligereza despreciativa, esos prejuicios
ciegos, que a veces —¡triste es decirlo!
— llegan hasta los mejor enterados de
minucias de erudición referente a
nuestra patria, muy afanosos por
reconstruir nuestra historia, pero
limitados a esta función de arqueólogos,
sin llevar su esfuerzo a la piadosa
rehabilitación del nombre de España,
harto más caído en la opinión —incluso
de sus propios hijos—, de lo que
merece. ¿Han pensado, añade el señor
Altamira, algunos españoles que
escriben de nuestras cosas en revistas o
periódicos extranjeros, cuán inmenso
daño hacen a la patria llevando a sus
escritos las triquiñuelas personales y el
orgullo que les mueven ora a callar
nombres respetables, ora a desfigurar
las cosas y tergiversar los datos?»[424].
Esta y no otra es la verdadera causa
del influjo pernicioso, desgraciadísimo
de la leyenda negra.
Que la historia de nuestra patria la
han escrito los extranjeros es fácil de
probar, aun careciendo de aquellas dotes
de erudición que serían precisas para
redactar un catálogo completo de
hispanólogos. Trataremos de
demostrarlo conteniéndonos dentro de
los límites de este estudio, es decir,
citando únicamente los nombres de los
escritores más conocidos y de mayor
mérito.
Han escrito Historias generales de
España Babée[425], Bellegarde[426],
Bigland[427], Burke[428],
Desormeaux[429], Diercks[430],
Dorléans[431], Duchesne[432],
Dunham[433], Hume[434], Lauser[435],
Lembke[436], Oliveira Martins[437],
Paquis[438], Renard[439], Romey[440],
Rosseuw Saint Hilaire[441], Vaquette
d’Hermilly[442] y Watts[443].
Entre las múltiples historias
extranjeras de épocas o de personajes
españoles, recordamos los trabajos de
Baumgarten[444], Beazley[445],
Bergenroth[446], Berger[447], Coxe[448],
Du Hamel[449], Dunlop[450], Gounon
Loubens[451], Haveman[452], Haebler[453],
Hoefler[454], Hubbard[455], Hume[456],
Marliani[457], Mazade[458],
Philippson[459], Philipot[460], Ranke[461],
Schepeler[462], Weiss[463], etc.
Si de lo general pasamos a lo
particular, veremos que Desdevizes du
Désert ha estudiado la vida del príncipe
de Viana[464]; que Mérimée hizo lo
mismo con la de Don Pedro el
Cruel[465]; que Froude dedicó un libro al
divorcio de Catalina de Aragón[466]; que
la historia de los Reyes Católicos la han
escrito Becker[467], Mignot[468],
Prescott[469], Nervo[470], y algunos más;
que acerca de Juana la Loca han escrito
Hoefler[471] y Mouy[472]; que acerca de
Cisneros tenemos las obras de
Brandier[473], Hefele[474] y
Marsollier[475]; que de Don Juan de
Austria han escrito Gachard[476],
Haveman[477] y Stirling[478], y de Isabel
de Valois, la supuesta víctima de
Felipe II, tratan Douais[479] y Du
Pradt[480]; de la batalla de Lepanto,
Diedo[481], Guillelmoti[482] y Jurien de la
Gráviére[483]; de la Invencible Armada,
Fronde[484], Laughton[485], Tilton[486]; de
Jaime I de Aragón, además de Beazley,
Swift[487], y que de los temas más
diversos de nuestra historia han tratado
el marqués de Saporta[488], Lucas[489],
Engel[490], Cirot[491], Desdevizes du
Dezert[492], Daux[493], Stern[494],
Gabriac[495], Washington Irving[496],
Herculano[497], etc.
Mucho más importante es, sin
embargo, la contribución de los
extranjeros a la reconstrucción de la
historia de los siglos XVI, XVII y XVIII,
aun cuando no pocas veces lo hacen con
un espíritu de secta o de partido que
desluce bastante su labor científica.
Además de las obras antes citadas
precisa enumerar las de Alberi[498],
Baschet[499], Carel de Sainte Garde[500],
Courtois[501], Dollinger[502], Froude[503],
Gachard[504], Haebler[505], Hume[506],
Kerwyn de Lettenhove[507], Morel
Fatio[508], Vogué[509], Fea[510], etc.
¿Quiénes han escrito en tiempos
modernos la historia de Carlos V, sino
Robertson[511], Mignet[512], Gachard[513],
Hoefler[514], Gossart[515],
Baumgarten[516], Herre[517], Stirling[518],
etc.?
Otro tanto sucede con la historia de
Felipe II. ¿Quiénes sino los extranjeros
la han escrito? ¿Puede afirmarse que
hayamos hecho en España algo
definitivo acerca de esta época de
nuestra historia como no sea caer en la
exageración del ditirambo o del insulto?
Lo mismo en bien que en mal,
extranjeros han sido los que hasta ahora
han trabajado más acerca de la vida y
hechos del hijo de Carlos V. Para
probarlo basta citar los nombres de
Baumstark[519], Bratli[520], Bremond
d’Ars[521], Boglietti[522], Campana[523],
Dumesnil[524], Hume[525], Wyzewa[526],
Prescott[527], Philippson[528], Mouy[529],
Maurenbrecher[530], Mignet[531],
Mariejol[532], Lang[533], Forneron[534],
etc. La muerte de Don Carlos ha
interesado a los extranjeros mucho más
que a los españoles. Ahí están para
probarlo las obras de Budingen[535],
Campori[536], Gachard[537], Mouy[538],
Maurenbrecher[539], y Levi[540], por no
citar más que éstas. No digamos nada
del advenimiento de los Borbones al
trono de España y de la guerra de
Sucesión, porque estos sucesos apenas
los hemos saludado. En cambio, ahí
están los libros de Coxe[541], de
Targe[542], de Hippeau[543], de
Mignet[544], de Reynald[545], de
Legrelle[546], de Soulange[547], de
Philippson[548], de Limiers[549], de
Giraud[550], de Choiseul[551], de
Baudrillart[552], de Parnell[553], de
Ortieri[554], de Courcy[555], de
Bourguet[556], de Saint Simón[557], etc.
La misma princesa de los Ursinos ha
sido tema de varios libros, entre ellos
los de Combes[558], Hill[559], y
Geffroy[560]. No menos afortunado
resulta Carlos III con las siguientes
historias de su reinado; la de
Becattini[561], la de Rousseau[562], la de
Reynald[563], y alguna otra. Las
relaciones entre España y Suecia las
escribió Strindberg[564].
Inútil es decir que si repasamos la
historia de España, en obras extranjeras
la hallaremos escrita. La de los árabes
de España en las obras de Dozy[565],
Burke[566], Circourt[567], Diercks[568],
Lane Poole[569], Viardot[570], Le Bon[571],
Watts[572], Chauvez[573], Butler
Clarke[574], etc. La de los judíos
españoles en las obras de Jacobs[575],
Kayserling[576], Depping[577]. La de
nuestros protestantes por Druoin[578],
Hoefler[579], Lasalle[580], MacCrie[581] y
Baumgarte[582], entre otros. La de
nuestra rivalidad con Francia por
Lacombe[583], Gossart[584], Roca[585],
Zeller[586], Baschet[587], Perrens[588],
Capefigue[589], Croze[590], Gaillard[591],
Lonchay[592], Philippson[593],
Michelet[594], Waddington[595],
Mignet[596], Malet[597], Marcks[598],
Valfrey[599], etc. La de los Países Bajos
y las guerras allí mantenidas por España
por Borgnet[600], Brants[601], de
Brosch[602], Gossart[603], Gachard[604],
Henrard[605], Hubert[606], Isacker[607],
Juste[608], Kervyn de Volkaersbeke[609],
Klingenstein[610], Walken[611], Kerwyn
de Lettenhove[612], Pirenne[613], Piot[614],
Namèche[615], Marx[616], Muller[617],
Morel, Fatio[618], Meteren[619],
Lalaing[620], Rachfall[621], Stirling[622],
Teubner[623], Waddington[624], y tantos
otros. La de la campaña del Rosellón,
Sorel[625], Marcillac[626], Geoffroy de
Grandmaison[627], Fervel[628],
Delbre[629], Chuquet[630],
Baumgarten[631], Bainet y Portalis[632].
La de nuestra guerra de independencia,
Balagny[633], Ducéré[634], .Tomini[635],
Grandmaison[636], de Séze[637],
Ornan[638], Guillon[639], Clerc[640],
Mural[641], Tomkinson[642], Balbo[643],
Foy[644], Southey[645], Savine[646],
Boppe[647], sin contar las Memorias de
Marbot[648], Godart[649], Lejeune[650],
Saint Chamour[651], Blaze[652],
Abrantes[653], Vacani[654], etc.
Nuestra conquista y colonización de
América la han estudiado, entre otros,
Scelle[655], Campe[656], Robertson[657],
La Harpe[658], Raynal[659],
Zimmermann[660], Haebler[661],
Kidd[662], Bellessort[663], De Lanoy[664],
Friedrich[665], García[666], Felps[667],
Irving[668], Prescott[669], Juñen de la
Graviére[670], Kayserling[671],
Mancini[672], Martin[673], Perrone[674],
Rosselly de Lorgues[675], Blasmar[676],
Blackenridge[677], Bandelier[678],
Benoist[679], Errera[680], Castonnet des
Fosses[681], Rodway[682], Vogué[683],
Ebray[684], Bourne[685], Leroy
Beaulieu[686], Dubois[687], Rossi[688],
Vibert[689], Chevalier[690], La
Renaudière[691], etc.
Si de estas cuestiones pasamos a
otras no menos interesantes, ni de menor
alcance, por ejemplo, al estudio de los
problemas religiosos en España, al
planteado por nuestra legendaria
intolerancia, hallaremos el campo
igualmente espigado por los extranjeros.
Ahí están las obras de Molénes[692],
Gothein[693], Bohmer[694],
Baumgarten[695], Meyrick[696], Lea[697],
Gams[698], Esser[699], Douais[700], De
Brognoli[701], Tollin[702], Wiffen[703],
MacCrie[704], etc.
Si queremos conocer nuestras
antiguas monedas ahí están las de
Saulcy[705], Heiss[706], y Lavoix[707]; si
nuestra economía, las de Bonn[708], y
Haebler[709]; si nuestra antigua industria
tipográfica, nos salen al paso las de
Haebler[710]; si nuestra vida
universitaria en los siglos XVI y XVII, la
de Reynier[711]; si nuestra geografía y
nuestra flora, las de Humboldt[712],
Bowles[713], Regel[714], y sobre todo las
de Willkomm[715]; si el latín de España,
la de Carnoy[716].
Pero donde llega a su máximo el
interés de los extranjeros por nuestras
cosas es en la esfera de la literatura y de
las artes. No hay aspecto de nuestras
letras, ni obrn importante, que no haya
sido objeto de atento estudio por parte
de ellos. Trataremos de dar aquí una
idea breve y sucinta de este interés,
advirtiendo de antemano que ni
poseemos la erudición necesaria para
dar una lista completa de cuantos han
estudiado nuestras letras y nuestras
artes, ni lo consentirían tampoco las
dimensiones de este libro.
Han estudiado en conjunto nuestra
literatura, Baret[717], Maist[718],
Sismondi[719], Lemcke[720],
Bouterwerk[721], Wolff[722], Ticknor[723],
Schack[724], Schlegel[725], Puibusque[726],
Mérimée[727], Fitzmaurice Kelly[728], y
otros. Épocas particulares de nuestra
literatura las estudiaron Dozy[729],
Brinkmaier[730], Puymaigre[731],
Tannenberg[732], Quesnel[733]; la
influencia de nuestras letras en las de
otros países, Brunetiére[734], Cían[735],
Schwering[736], Croce[737], Borinski[738],
Farinelli[739], Martinenche[740],
Bernard[741], Martín Hume[742],
Winkel[743], Garret Underhill[744],
Lanson[745], Farinelli[746],
Scheneider[747], Robiou[748],
Chasles[749], Frey[750], Fitzmaurice
Kelly [751] , Thomas [752] , Huzsar[753], Du
Bled[754], Baret[755], Mérimée[756],
Morel Fatio[757], etc. ¿Quiénes
estudiaron los orígenes del Gil Blas de
Santillana, sino Baret[758], Haack[759],
Lintilhac[760], y Tieck[761]? ¿Quiénes la
leyenda de Don Juan sino Simone
Bromver[762], Ferrari[763], Engel[764],
Braga[765], Tagerstron[766], etc.? No
hablemos de Cervantes, cuyos críticos
empiezan con Bowle y siguen con todos
cuantos de literatura han escrito en
Europa[767], pero casi otro tanto ocurre
con Santa Teresa de la que han escrito,
entre otros, Cunninghame Graham[768] y
Arvède Barine[769]; con Fray Luis de
León, estudiado por Gebhardt[770]; con
Jorge de Montemayor, que lo ha sido por
Schonherr[771]; con Raimundo Lulio,
objeto, entre otros muchos trabajos, del
de Helferieh[772]; con don Antonio de
Guevara, que estudió Clément[773]; con
Baltasar Gracián, analizado por
Borinski[774]; con Lope de Vega,
estudiado por lord Holland[775] y
Farinelli[776]; con Quevedo, cuya vida ha
escrito Mérimée[777]; con Blanco White,
a quien dedicó un ensayo Gladstone[778];
con las obras de Feijóo, estudiadas por
Vaquette d’Hermilly[779]; con La
Celestina, objeto de trabajos como los
de Lavigne[780] y James Mabbe[781]; con
el Amadis que interesó a Baret[782]; con
las notas de Clemencin, catalogadas por
Brandford, con diversos aspectos de
nuestra literatura analizados por Antoine
de Latour[783]; con el P. Isla, estudiado
por Gaudeau[784]… Todo esto, sin llegar
aún a la novela, a la poesía ni al teatro.
Que la novela española despertó
enorme interés en toda Europa es cosa
indudable, como lo es que sirvió de
patrón a la novela de los demás países.
Bastaría citar la admiración que fuera de
España se profesa a Cervantes para
demostrarlo, pero conviene añadir a los
libros citados, otros que se refieren al
género especial llamado picaresco y a
su influencia en Inglaterra y en Francia.
Entre éstos se hallan los estudios de
Brink[785], De Haan[786], Barine[787] y
Chandler[788], por no aludir de nuevo a
Fitzmaurice Kelly, a Martín Hume, a
Baret y a Lintilhac. La poesía española
ha motivado ya estudios como los de
Wolff[789], Bouterwerk[790], Denis[791], y
Teza[792], sino traducciones e
imitaciones sin cuento como las de
Puymaigre[793], Rouanet[794], Herder[795],
Fastenrath[796], Depping[797], Keller[798],
Longfellow[799], Heyse[800], etc. La
poesía de los árabes y de los judíos
españoles ha sido objeto de los estudios
e investigaciones de Sachs[801],
Schack[802], Zunz[803], Kayserling[804],
Dozy[805] y otros varios. En cuanto al
teatro español, ¿qué respuesta más
elocuente no dan a las pintorescas
declamaciones de nuestros modernistas
que lo juzgan aburrido, fantástico,
absurdo, hueco, etc., las obras que
acerca del mismo han escrito y
publicado Lessing[806], Schaffer[807],
Morel Fatio[808], Philarète Chasles[809],
Schlegel[810], Klein[811], Vaquette
d’Hermilly[812], Heiberg[813],
Gunthner[814], Schmidt[815], Viel
Castel[816], Fee[817], Ortiz[818],
Méziéres[819], Rouanet[820], Wolff[821],
Maccoll[822], Bohl de Faber[823],
Wyzewa[824], Lyonnet[825], Steffens[826],
Lisoni[827], Schwering[828], etc.?
No menos notable es la
multiplicidad de obras extranjeras
relativas al arte español. Citaremos
entre ellas la de Monteccuccoli[829],
O’Neill[830], Paris[831], Quilliot[832],
Stirling[833], Viardot[834], Demiani[835],
Bertaux[836], Blanc[837], Cumberland[838],
Dieulafoy[839], Gueulette[840], Huard[841],
Leighton[842], Laforge[843], Lebland[844],
Lefort[845], que tratan de los pintores
españoles; las generales de arte de
Alexandre[846], Head[847], Michel[848],
Haack[849], Menard[850], Gillet[851],
Azincourt[852], Reinach[853], etc.; las de
Scott[854] y Davies[855] acerca de
Murillo; las de Armstrong[856],
Stirling[857], Calvert[858], Justi[859], y
Michel[860] acerca de Velázquez; las de
Lafond[861], Bieger[862] y Loga[863],
acerca de Goya; las de Curtis acerca de
Murillo y Velázquez[864]; las de
Davillier[865] y Bénédite[866], que tratan
de Fortuny y Zuloaga, etc. Acerca de la
música española encontramos las obras
de Soubies[867] y Collet[868]; acerca de
los monumentos arquitectónicos
españoles las de Waring[869],
Yunghaendel[870], Hoefler[871], Girault de
Prangey[872], Murphy[873] y Justi[874]…
Si dejamos la literatura y el arte
para penetrar en los dominios augustos
de la filosofía, del derecho, de la
ciencia, en general, veremos que no ha
sido menos acaparadora la erudición de
los extranjeros.
Sobre filosofía española han escrito
Rousselot[875], Renán[876], Lange[877],
Knypers[878], Dugat[879], Frank[880],
Saiset[881], Namèche[882], Descamps[883],
Tadisi[884], Reusche[885] y
Scorrailes[886], entre otros muchos.
Acerca de los jurisconsultos españoles
merecen consultarse los libros de
Bucker[887], Mackintosh[888],
Wheaton[889], etc. Entre las obras
dedicadas a la ciencia española
descuella la de Uellesperger[890], que
defendió a la medicina española del
siglo XVII. Sin embargo, en este punto,
escasean los libros extranjeros
referentes a España, dándose el caso,
que no deja de ser notable, de que
mientras la bibliografía de Séneca y de
Lucano, que eran españoles, o la de Luis
Vives, Suárez, Miguel Servet y algunos
pocos más, es abundantísima, y mientras
existen numerosos trabajos acerca de
nuestra constitución política y de nuestra
legislación, apenas si se hallan
referencias vagas e imprecisas, hechas a
regañadientes, en punto a la labor de
nuestros matemáticos, de nuestros
naturalistas, de nuestros químicos, de
nuestros lingüistas, a quienes se debe,
no ya como a Hervás, la base de la
ciencia moderna del lenguaje, sino el
catálogo y la gramática de miles de
idiomas y dialectos de América y Asia,
el japonés entre otros. Y es que si nos
otorgan una cierta importancia en
materia de literatura y de arte, no nos la
conceden en ninguno de los dominios de
la ciencia especulativa y, sobre todo, de
las aplicadas, ni siquiera en la
geografía, en la cual los nombres
españoles han sido substituidos
lentamente por nombres extranjeros
habiendo libros destinados a la
enseñanza, en los cuales no se menciona
ninguno de los descubrimientos que
forman justamente nuestra ejecutoria
más gloriosa y nuestro más indiscutible
título a la consideración y al respeto de
los demás.
¿Habiendo estudiado en libros de
este género e inspirándose en sus
máximas, qué tiene de extraño que exista
la leyenda negra y que seamos nosotros
los primeros en velar porque no
desaparezca?
VI
LA REACCIÓN
CONTRA LA
LEYENDA NEGRA
EN ESPAÑA
Seria injusto negar que existe y ha
existido siempre en España una protesta
más o menos vehemente, más o menos
acertada contra el juicio que los
extranjeros han formado de nosotros y
de nuestra historia. Desde Ambrosio de
Morales, que ya en el siglo XVI la
formulaba, hasta nuestros días, esta
protesta se ha manifestado de muy
diversas maneras, pero triste es decirlo,
ha caído en el vacío, o ha dado lugar a
polémicas en las cuales los mismos
españoles hacían causa común con los
extranjeros, demostrando que tenían
éstos razón sobrada para ofendernos y
maltratarnos.
No estará de más, sin embargo,
recordar aquí algunas de las
reivindicaciones que se han hecho de
nuestra historia y de nuestro carácter.
La primera, por orden cronológico,
acaba de publicarse en el Boletín de la
Real Academia de la Historia gracias a
la tenacidad de un erudito
norteamericano, el señor Selden Rose,
de la Universidad de Berkeley. Su autor
es don Francisco de Quevedo y se titula
España defendida y los tiempos de
ahora, de las calumnias de los
noveleros y sediciosos. Va dedicado el
trabajo, hasta ahora inédito del autor de
la Política de Dios, a Felipe III, y es una
vibrante y erudita defensa de España
contra las acusaciones de los extranjeros
de aquel tiempo. Su fecha es la de 1609
y, por desgracia está sin terminar, no
llegando más que al Capítulo IV.
«Cansado, dice Quevedo, de ver el
sufrimiento de España con que ha
dejado pasar sin castigo tantas
calumnias de extranjeros, quizá
despreciándolas generosamente, y
viendo que, desvergonzados nuestros
enemigos, lo que perdonamos modestos,
juzgan que lo concedemos convencidos
y mudos, me he atrevido a responder por
mi patria y por mis tiempos; cosa en que
la verdad tiene hecho tanto, que sólo se
me deberá la osadía de quererme
mostrar más celoso de sus grandezas,
siendo el de menos fuerzas entre los que
pudieran hacerlo…». La causa de estas
calumnias era, al decir del insigne
polígrafo, «la poca ambición de
España», es decir, lo mismo que
pensaba Ambrosio de Morales cuando
un siglo antes se lamentaba del «extraño
hastío que los españoles sienten por sus
cosas propias». Esta poca ambición,
unida a la admiración que merecían los
extranjeros, hacía que «cuando ellos
aguardaban a tan grandes injurias alguna
respuesta, hubo quien escribió, quizá
para lisonjearlos, que no había habido
Cid, y al revés de los griegos, alemanes
y franceses, que hacen de sus mentiras y
sueños, verdades, él hizo de nuestras
verdades, mentiras y se atrevió a
contradecir papeles, historias y
tradiciones y sepulcros, con sola su
incredulidad, que suele ser la autoridad
más poderosa para con los porfiados, y
no sólo no han aborrecido esto los
mismos hijos de España, que lo vieron,
pero hay quien, por imitarle, está
haciendo fábula a Bernardo, y escribe
que fue cuento y que no le hubo…». Esta
conducta, le hace exclamar a Quevedo:
«¡Oh desdichada España! Revuelto he
mil veces en la memoria tus
antigüedades y anales, y no he hallado
por qué causa seas digna de tan porfiada
persecución. Sólo cuando veo que eres
madre de tales hijos, me parece que
ellos, porque los criaste, y los extraños,
porque ven que los consientes, tienen
razón de decir mal de ti…». Como
vemos, el lamentable problema de la
influencia extranjera se planteaba ya en
aquellos tiempos con los mismos
caracteres que en el día de hoy. Para que
nada le falte, escribía Quevedo: «Bien
sé a cuantos contradigo y reconozco los
que se han de armar contra mí…». Es
decir, que ya había en España autores
tan celosos del prestigio extranjero
como en los buenos tiempos en que a
Floridablanca se le ocurrió confiar a
Forner una Oración Apologética por la
España y su mérito literario.
Pero ¿cuáles eran las calumnias que
contra España se lanzaban a principios
del siglo XVII? Poco más o menos, las
mismas que hoy: «¿Quién no nos llama
bárbaros?, decía Quevedo. ¿Quién dice
que no somos locos, ignorantes y
soberbios?». Nuestra conducta en
Europa y en América eran las bases de
toda injuria contra España en el orden
político; nuestra incapacidad para la
cultura, el fundamento de toda ofensa en
el orden espiritual. «Los españoles,
escribía Gerardo Mercator, de felices
ingenios, infelizmente aprenden… Los
partos de su ingenio, raras •veces los
dan a luz, por el defecto de la
lengua…». A lo cual contestaba
Quevedo: «Dices que por defecto de
ella no damos a luz los partos de nuestro
ingenio, ni los comunicamos a los
extranjeros. Echase de ver tu envidia, si
has visto nuestros libros, y tu inocencia
si no los has leído, pues son casi
innumerables en todas las ciencias los
que en lengua castellana hay en romance,
que es lengua española, pues hablas en
común de toda España… ¿Qué Tito
Livio iguala a Jerónimo de Zurita cuya
historia es fe en todo el mundo,
autenticada con su nombre? ¿Qué
estudio se iguala, ni qué cuidado a sus
Anales de Aragón, donde por hacer
puntuales dos descripciones hizo dos
jornadas a Italia?». Y después de elogiar
los Comentarios de Alburquerque y
Mendoza, las Décadas de Barrios, las
Historias de Mármol de Granada y de
Pedro Mejía, las de Florián de Ocampo
y Garibay, las de Guevara, Ciezar,
Fernández de Oviedo y Don Luis de
Ávila, añade: «¿Quién, de todas las
naciones, en la lengua propia y latina
osa competir el nombre a Juan de
Mariana? ¿Sonó, por ventura, Gerardo
Mercator, la elegancia griega mejor en
los labios de Demóstenes, Esquines o
Isócrates, o la latina en Cicerón y
Hortensio que la española en las obras
de Fray Luis de Granada?… Pues, dime,
dejando las cosas grandes, ¿quién tienes
tú en ninguna lengua entre griega, hebrea
y latina, y las vuestras todas, ocupadas
en servir la blasfemia, qué tenéis que
comparar con la tragedia ejemplar de
Celestina y con Lazarillo? ¿Dónde hay
aquella propiedad, gracia y dulzura?…
¿En qué materia del mundo, no hay en
España sola, tantos libros como en todas
las naciones en sola su lengua, en la cual
están traducidos todos los griegos y
hebreos y latinos y franceses y italianos?
…».
Casi al final del siglo XVII, fue
Saavedra Fajardo, diplomático y gran
viajero, el que exclamaba en una de sus
Empresas políticas: «¿Qué libelos
infamatorios, qué manifiestos falsos, qué
fingidos parnasos, qué pasquines
maliciosos, no se han esparcido contra
la monarquía de España?».
En el siglo XVIII, escribía Forner en
su Discurso sobre el modo de escribir y
mejorar la Historia de España, razones
parecidas a las de Quevedo.
«Acostumbrados los hombres a fundar la
propia alabanza en el vilipendio ajeno, y
siendo pocos los que leen para instruirse
y muchos los que buscan en la lectura el
malvado placer de ver destrozado el
crédito u opinión ajena, sólo escriben
los espíritus ambiciosos, que no se
detienen en posponer la verdad a la
gloria de ser leídos de muchos, pues los
hombres sensatos rara vez se determinan
a perder la quietud doméstica para no
hallar otra recompensa que la ingratitud
o la persecución. De aquí, añadía, que la
historia ni se escribe con la puntualidad
debida, ni sirva más que para ponerla al
servicio de los intereses y pasiones.
Fernando el Católico, Felipe II y el gran
duque de Alba, ofrecen ejemplos muy
notables en apoyo de esta observación.
Denigráronlos cruelmente las plumas
extranjeras y sus nombres ignorados casi
en España, sirven en el resto de Europa
a los malignos motes contra la tiranía,
sacándolos de sus sepulcros para
satirizar con ellos a los poderosos
presentes. Si se permitiera a los
nacionales representar la verdad con
desembarazo, ellos por si rebatirían las
fábulas extranjeras, no como
panegiristas, sino como jueces. Pintarían
los hombres cuales fueron, y de paso,
con el mismo pincel, borrarían las falsas
copias de la malignidad. Pero el letargo
de nuestras plumas da ánimo a las
extranjeras para que aumenten cada vez
más las patrañas que se inventaron en
los dos siglos pasados para hacer
abominable nuestro imperio». Esto, no
obstante, no acudió Forner al
cumplimiento de esa obligación como
hubiera sido necesario y su Oración
Apologética dista mucho de parecerse a
la respuesta que dio Cavanilles a
Masson y a la que escribió Denina para
la Academia de Berlín. En el siglo XVIII,
la verdadera reivindicación de España
no estuvo en España, sino en Italia y la
llevaron a cabo… unos españoles
desterrados por el Gobierno: los
jesuitas. Nada se hizo por entonces en la
península que se aproximase siquiera a
lo que hicieron Lampiñas, Serrano,
Masdeu, Nuix y otros muchos en quienes
el patriotismo y el amor a la justicia se
sobrepuso al despego que era lógico
sintieran por una patria que les
expulsaba de su seno como algo
despreciable y perjudicial.
En el siglo XIX, la protesta contra la
injusta leyenda es mucho más razonada y
mucho más erudita. La calidad de los
que protestan compensa lo exiguo del
número. Basta para convencerse de ello
los nombres de Menéndez Pelayo, de
Juan Valera, de Luis Vidart, de
Gumersindo Laverde Ruiz, de Acisclo
Fernández Vallís, de Felipe Pica tosté,
de Juan Pérez de Guzmán, del P.
Montaña, y de algunos más que,
apartándose de la corriente general, no
admiten como revelación de oráculo los
dictámenes injustos y hasta las injurias
más descarnadas y afrentosas con que a
veces nos denigran los extraños, ni
hacen causa común con ellos, ni aspiran
a la categoría de pensadores profundos
por el mero hecho de dogmatizar en
redondo la extinción del genio español,
ni reniegan de su nación y de su gente, ni
se lamentan de haber nacido en tierra tan
desdichada y estéril.
No poco se ha hecho, pues, para
destruir la afrentosa leyenda, pero aún
queda bastante por hacer. Es preciso que
todos los españoles lleguen a tener un
concepto español de la historia de
su_patria y no un concepto francés,
inglés o alemán de ella. Debemos decir
con Maclas Picavea: «Quítese al
Renacimiento la Imprenta y América y
todo lo que socialmente constituye el
Renacimiento en la España árabe
cristiana preexiste. Por eso la Italia
renaciente se nos adelantó en las letras y
artes clásicas: en todo lo demás se
adelantó la renaciente España a Italia y
a Europa entera. Esa España fue la de
los Reyes Católicos y la España de los
Reyes Católicos fue la prepotencia del
Renacimiento, la primera nación de
aquella época gloriosa en general
cultura, en productos agrícolas, en
industrias, en el arte político y militar,
en poderío naval y marítimo, en
organización civil, en disciplina social y
a la vez sociales libertades; grande por
sus virtudes, grande por su inteligencia y
trabajo, grande por su poder. ¿Quién fue
el primer político del Renacimiento?
Don Fernando. ¿Quién fue su primer
gobernante? Doña Isabel. ¿Quién fue el
primer táctico y estratega que convirtió
las tropas bárbaras de guerreros
medievales en los ejércitos técnicos a la
moderna? El Gran Capitán. ¿Quién fue
el primer ingeniero militar? Pedro
Navarro, ¿qué ejércitos generalizaron
por toda Europa de una manera
sistemática las armas de fuego y la
artillería? Los ejércitos españoles.
¿Quiénes iniciaron la técnica
administrativa en el Gobierno del
Estado, mucho antes que la Inglaterra
del Parlamento y la Francia de
Enrique IV? Los Reyes Católicos y sus
ilustres consejeros. ¿Quién descubrió
América? España. No se acabaría nunca
esta serie de primacías históricas que
plenamente nos pertenecen. Porque hay
que proclamarlo muy alto siquiera cause
alguna sorpresa. Así como el nombre de
América le ha sido usurpado a Colón,
así a España le ha sido usurpado el
nombre del Renacimiento… Compárese
esta España de los Reves Católicos,
rica, espléndida, culta e industriosa,
educada con la cultura de Oriente y
templada en la política de la
Reconquista, compárese, digo, con sus
contemporáneas la bárbara y feroz
Inglaterra del monstruoso Ricardo III,
del avaro Enrique VII y del brutal
Enrique VIII, y la sombría y destartalada
Francia de Luis XI, Carlos VIII y Luis
XII, y asombrará la inmensa ventaja que
en el camino de las civilizaciones les
llevaba. Es aquello de no haber punto de
comparación. Por cierto que habría que
preguntar a tantos historiadores y
críticos franceses (secundados por
nuestros pesimistas nacionales) cómo
sacan a plaza a toda hora nuestra
ingénita pereza, nuestra torpeza nativa,
para el ejercicio de la industria, nuestra
indolencia, fatalismo y abandono para
todo, máculas opuestas a las contrarias
virtudes de su patria, dónde y de qué
parte se hallaban entonces la
prosperidad de los campos, las grandes
y pingües industrias ciudadanas, la
amenidad y elegancia de las costumbres,
la densidad de población, la superior
cultura, el poder militar, las artes de la
navegación, el cosmopolitismo y la
riqueza…»[891].
Y si el lector quiere otro juicio,
aduciremos el de el Costa de las
negaciones y de los anatemas, cuyo
estilo, siempre vibrante adquiere
extraordinaria elocuencia al referirse a
la época descrita por su compañero en
pesimismos Mactas Picavea.
«… Aquel siglo, por excelencia
español, dice, en que nuestra nación
cerraba con llave de oro las puertas de
la Edad Media y abría la moderna,
siendo el gerente y el portaestandarte de
la civilización aria por todo el planeta,
como en otras edades Grecia y Roma y
en que nuestros pensadores sembraban
simientes de nuevas ciencias en las
aulas europeas mientras nuestros
descubridores esparcían simientes de
naciones en el Nuevo Mundo. Aquel
coro de figuras gigantes: el Gran
Capitán y Fernando el Católico, Vasco
de Gama, Alburquerque, Magallanes y
Hernán Cortés, Vives, Suárez, Vitoria,
Servet, Antonio Agustín, Lope de Vega,
Cervantes, Camoens y Velázquez,
generación de semidioses, sobrada para
un ciclo legendario y casi mitológico,
superior a la Ilíada y al Ramayana, tejió
a las naciones peninsulares una corona
de grandezas tan maciza y tan sólida,
que por ella viven aún en la memoria de
la humanidad y ocupan un puesto en la
historia universal…»[892].
También han contribuido los
escritores modernos, algunos de ellos,
por lo menos, a modificar la tétrica
leyenda de Felipe II. «Los protestantes,
volterianos y liberalescos, dice Macias
Picavea, han hecho de ellos (de Carlos
V y de Felipe II), singularmente del
segundo, dos figuras demoníacas,
monstruos de crueldad, de barbarie y de
fanatismo, cuando realmente fueron los
dos monarcas más humanos, cultos y
equilibrados de su época; los católicos,
ultramontanos y reaccionarios hanles
convertido en dechado de todas las
grandezas y todas las virtudes,
aspirando no menos que a canonizar al
último, siendo así que uno y otro fueron
eterno martillo de los Papas, aspirantes,
según la tradición de los Othones y
Enriques, a metérseles en las mangas de
sus ropillas, vecinos perpetuos del
cisma y herejía, allanadas no por falta
de impulsión agresiva de ellos, sino por
sobra de condescendiente sumisión de
los Pontífices… La mejor prueba de la
leyenda mítica, superpuesta a la historia
en estos dos grandes monarcas, no
obstante, ser de ayer, está en el reflujo
excesivo, producido desde los sucesos
de su tiempo, hacia sus personas. De
Felipe, sobre todo, se ha hecho más que
un sujeto real, un símbolo: faz de
mármol, alma siniestra, diablo rojo de la
Inquisición, basilisco que mataba a
miradas, corazón que sólo gozaba entre
sangre y sombras, Nerón redivivo, que
asesinaba a su hijo, atormentaba a su
mujer, quemaba a los hombres, se
deshacía trágicamente de sus enemigos y
producía en torno suyo una atmósfera de
terror negro, digna de ser pintada por
Dante, para los unos; espíritu fuerte,
varón Incorruptible, sentimiento pío,
virtud heroica, grande entre los grandes,
espada del Señor, para los otros… La
verdad es que fueron dos grandes Reyes
y que mataron a España… Carlos V
representaba una capacidad
prodigiosa… Ni tan brillante, ni tan
universal, su hijo Felipe II, conservó,
sin embargo, igual superioridad,
comparado con los soberanos de su
tiempo. Era hombre culto, prudente,
grave, amigo del trabajo; si
profundamente apasionado, dominador o
director al menos, de sus profundas
pasiones; si consciente de su sumo
imperio, no ajador de la razón de nadie;
si tenaz, no brutal, si absoluto, no
ultrahumano. Todo ello, por supuesto,
viéndole dentro de la moral, la política
y los sentimientos de su época…».
Describe Macias Picavea con vivos
colores aquella época «infame, bestial,
inhumana y horrenda», en cuyo marco ha
de trazarse el retrato de Felipe II y
añade: «La verdad histórica,
contrahecha ante el sectario, vuelve a su
natural figura, ante el hombre de ciencia
sincero y sereno. Guiados por ella,
cuando salimos de la presencia de esos
bárbaros con corona y entramos a la de
Felipe II, el espectáculo varía. Nos
encontramos con el príncipe absoluto,
Señor con arreglo a un sistema, espíritu
culto y educado, hombre de estudio y de
saber positivo, que habla humanamente,
que no se arrebata como los salvajes,
que persigue, en fin, un ideal, el ideal de
su tiempo, heredado de Carlos V y según
los medios procesales de su tiempo.
Cuanto más se ahonda en la
documentación histórica que surge
abundante, relativa a este segundo
Austria, más se humaniza su figura en
contraste con las criminales brutalidades
propias de aquella época. Y claro es
que, contando siempre con que no ha de
pedírsele que pensase, sintiese y obrase
de modo contrario a como obraba, sentía
y pensaba la Europa bárbara de cuyas
entrañas él procedía, y vino a gobernar a
España, al través de la sangre y del alma
del padre…»[893].
No menos explícito fue Ganivet,
«Felipe II, escribe en su Idearium
español, era un español y lo vela todo
con ojos de español, con independencia
y exclusivismo: así no podía contentarse
con la apariencia del poder; quería la
realidad del poder, Fue un hombre
admirable por lo honrado, y en su espejo
deberían mirarse muchos monarcas que
se ufanan de su potestad sobre reinos
cuya conservación les exige sufrir
humillaciones no menores que las que
sufren los ambiciosos vulgares para
mantenerse en puestos debidos a la
intriga y al favoritismo. Felipe II quiso
ser de hecho lo que era de derecho,
quiso reinar y gobernar; quiso que la
dominación española no fuese una
etiqueta útil sólo para satisfacer la
vanidad nacional, sino un poder
efectivo, en posesión de todas las
facultades y atributos propios de la
soberanía; una fuerza positiva que
imprimiese la huella bien marcada del
carácter español en todos los países
sometidos a nuestra acción y de rechazo,
si era posible, en todos los del mundo.
Con este criterio planteó y resolvió
cuantos problemas políticos le ofreció
su tiempo y a su tenacidad fueron
debidos sus triunfos y sus fracasos… La
política de Felipe II tuvo el mérito que
tiene todo lo que es franco y lógico;
sirvió para deslindar los campos y para
hacernos ver la gravedad de la empresa
acometida por España al abandonar los
cauces de su política nacional. Si Felipe
II no triunfó por completo y dejó como
herencia una catástrofe, inevitable, la
culpa no fue suya, sino de la
imposibilidad de amoldarse él y su
sanción a la táctica que exigía y exige la
política del Continente».
Como vemos, algo se ha modificado
la opinión española desde el punto de
vista de la leyenda negra. Ya no se
aceptan, como las aceptaban nuestras
padres como verdades inconcusas las
mentiras de fuera. Ya nos inclinamos a
creer las verdades de dentro. Pero aún
queda mucho por hacer. Lo primero que
queda por hacer, aparte, naturalmente,
de escribir nuestra historia como es
debido, es comparar nuestra conducta
con la de otros pueblos. En esto
coincidimos, y en otras muchas cosas
también, con el señor Altamira. «Mucho
tienen que trabajar aquí, escribe en su
Psicología del pueblo español^ los
historiadores y sociólogos españoles. Si
son sinceros, hallarán a cada paso en la
vida nacional defectos, errores, vacíos
graves, y se quejarán de unos y otros,
pero tengan cuenta y hagan tenerla a los
extraños, de los defectos, errores y
vacíos que en el mismo punto y hora de
la historia hallaren en los demás
pueblos, y con esto apreciarán, no sólo
las flaquezas de las fuerzas humanas,
mas también el relativo adelantamiento
de su patria tocante al de las demás
naciones. Y si resultase que con tener
aún bastantes máculas la vida de sus
compatriotas, fuese en todo o en mucho
superior a la que coetáneamente
llevaban las gentes de otros países, ¿no
será justo que se duela entonces, de la
torpeza común del género humano o de
la poca eficacia de sus esfuerzos en la
obra de mejorarse, y no de la
incapacidad del grupo o raza a que
pertenece y de cuya sangre participa?».
Este y no otro es el verdadero
procedimiento, el más eficaz y el único
admisible actualmente para combatir la
leyenda negra. Pasó la época de las
Apologías y de las Defensas. No se trata
de defender ni de alabar. Se traté de que
la verdad quede en su punto. Por eso
dedicaremos los últimos capítulos de
este libro a poner de manifiesto los
defectos, los errores y los vacíos que
hallemos en los demás pueblos, no
solamente en el punto y hora a que
nuestra leyenda se refiere, sino en otros
posteriores con el fin de que el lector se
persuada de cuán injusta y cuán absurda
resulta, considerada imparcialmente,
históricamente, la leyenda ominosa de la
España inquisitorial.
LIBRO QUINTO:
LA OBRA DE
EUROPA
ESTUDIO ACERCA DE
LA TOLERANCIA
RELIGIOSA Y
POLÍTICA EN EUROPA
DE LA COLONIZACIÓN
DE LAS NACIONES
EUROPEAS
«Pues qué ¿en los demás
países no se atenaceaba, no se
quemaba viva a la gente, no se
daban tormentos horribles, no
se condenaba a espantosos
suplicios a los que pensaban de
otro modo que la mayoría?».
VALERA, Del influjo de la
Inquisición.
Discursos académicos, tomo I.
I
CARACTERES
GENERALES DE
LA CULTURA
EUROPEA
Una de las cosas que más se alaban
y ponderan es la cultura europea,
entendiendo por tal la que representan
Francia, Inglaterra y Alemania, grandes
directoras del pensamiento moderno y
maestras de las demás naciones en lo
material, lo mismo que en lo espiritual.
Europa por boca de sus sabios, de sus
políticos, de sus economistas, de sus
escritores de todas clases, es la que ha
creado la ominosa leyenda española, la
que nos ha calificado de cuerpo muerto
en medio de los vivos, de rama seca del
gran árbol de la civilización. El remedio
que nos propusieron a los españoles
para sanar de nuestros males fue
«europeizarnos», no nos decían cómo, ni
de qué manera podía hacerse eso, ni qué
teníamos que hacer para lograrlo, ni qué
era lo que debíamos imitar para
conseguir la anhelada europeización. Es
decir, sí nos lo decían: para
europeizarnos teníamos que hacer tabla
rasa con todo; comenzar otra vez nuestra
historia, modificar nuestro carácter
adaptándolo a las condiciones de la vida
moderna; olvidar todo lo que fuimos y
ser una cosa nueva… Un concepto
legendario de Europa era el que
inspiraba todas estas absurdas
declamaciones y todos estos ridículos
consejos. Creíase que las naciones
europeas, Inglaterra, Francia, Alemania,
eran verdaderos modelos en punto a
libertad, a cultura, a progreso; creíase
que disfrutaban de todas las virtudes
como nosotros adolecíamos de todos los
vicios y que sus cualidades eran tantas
como nuestros defectos. Todavía hay
quien lo cree, a pesar de la enorme
desilusión que significa la brutal
contienda en que no chocan dos
civilizaciones, sino dos empresas
comerciales. En parte no pequeña la
existencia y el mantenimiento de la
leyenda negra se debe a la humildad con
que reconocemos la superioridad moral
y material de Europa. Como el bueno de
Sancho en las bodas de Camocho, nos
inclinamos ante la riqueza, ante el
poderío y no pensamos en nada más.
Nos parece que esa riqueza, que ese
poderío, que ese refinamiento puramente
material que se observa en Europa
entraña un refinamiento idéntico en el
orden moral y ese es nuestro error. La
característica fundamental de la cultura
europea es y ha sido siempre, en
oposición a la que nosotros
representamos, eminentemente
materialista. Ha antepuesto siempre a
los ideales el logro de la riqueza, de las
comodidades, del bienestar físico. El
progreso moderno, tal y como lo
conciben los hombres, de hoy, se inicia
con la Reforma y fue el triunfo del
materialismo. Esta idea que exponemos
ni es nueva ni es nuestra. En el libro de
Broche Adams[894] declara su autor que
el desarrollo de los pueblos depende del
dinero y que la Reforma triunfó porque
fue «el velo más a propósito para
encubrir el nuevo ideal, el hombre
económico». ¿Qué es el hombre
económico? El hombre económico, cuyo
prototipo es dado hallar en los pueblos
anglosajones, es aquel cuya única
preocupación es el dinero; es aquel para
el cual la vida de sus semejantes no
significa nada, como no sea un elemento
de riqueza; es aquel que explota a los
obreros en sus talleres; que acapara los
productos de una industria para
venderlos al precio que le conviene, sin
que le importe el hambre ni las
privaciones de los demás; es aquel que
fomenta la explotación de las razas
indígenas por tal de que se vendan los
cuchillos que fabrica o las telas que se
hacen en sus fábricas; es aquel que
encubre ingeniosamente sus propósitos
bajo el velo de la cultura y del progreso
cuando no de la misma libertad.
Nosotros no creemos en la eficacia, ni
siquiera en la utilidad del progreso
material de Europa, porque ninguno de
los inventos, ninguno de los adelantos,
ninguna de las facilidades que han
aportado a la vida, ha ejercido la menor
influencia en el orden más importante,
en el orden moral. Hemos de confesar,
mal que nos pese, como lo hacia
Ganivet, que los «que desde Bacon hasta
nuestros días se han esforzado por
pulimentar nuevos órganos de
conocimiento, por seguir nuevos
métodos y fundar una ciencia puramente
realista y práctica, no han conseguido
tampoco formar sistema planetario. Sus
trabajos, si realmente han ejercido
influencia en los inventos de que se
enorgullece nuestro siglo, habrán sido
útiles; han proporcionado al hombre
ciertas comodidades, no del todo
desagradables, como el poder viajar de
prisa, aunque por desgracia no sea para
llegar adonde mismo se llegaría
viajando despacio, Pero su valor ideal
es nulo y en vez de destronar a la
metafísica han venido a servirla y hasta
quizás a favorecerla; querían ser amos y
apenas llegan a criados. El que
desdeñando la fe y la razón se consagra
a los experimentos y descubre el
telégrafo o el teléfono, no crea que ha
destruido las viejas ideas; lo que ha
hecho ha sido trabajar para que circulen
con más rapidez, para que se propaguen
con mayor amplitud. Yo aplaudo a los
hombres sabios y prudentes que nos han
traído el telescopio y el microscopio, el
ferrocarril y la navegación por vapor, el
telégrafo y el teléfono, el fonógrafo y el
pararrayos, la luz eléctrica, los rayos X;
a lodos se les debe agradecer los malos
ratos que se han dado, como yo agradecí
a mi criada, en gracia de su buena
intención, el que se dio para llevarme el
paraguas; pero digo también que cuando
acierto a levantarme siquiera dos
palmos sobre las vulgaridades rutinarias
que me rodean y siento el calor y la luz
de alguna idea grande y pura, todas esas
bellas invenciones no me sirven para
nada…»[895]. Algo parecido podría
decirse de la cultura europea en todos
los órdenes, y desde luego se puede
afirmar que el adelanto moral, el
progreso ético, no corresponde al
adelanto material, al progreso de las
ciencias y de los inventos. La evolución
de las ideas en el sentido materialista
hace que en las naciones más
adelantadas, los conceptos morales
estén a la misma altura que hace tres
siglos, si es que no han retrocedido
mucho más. De aquí que nosotros
afirmemos que las naciones que crearon
la leyenda de la España inquisitorial, las
que a cada momento reproducen esta
leyenda y nos ponen al margen de la
civilización no tienen derecho a erigirse
en jueces de ningún pueblo ni a
otorgarse a sí mismas el honroso dictado
de defensoras del derecho y de la
libertad. A demostrarlo vamos en esta
última parte de nuestro trabajo.
II
LA TOLERANCIA
RELIGIOSA Y
POLÍTICA EN
EUROPA
La primera y principal acusación
que contra los españoles se formula es
la de que son fanáticos e intolerantes
como lo prueba el hecho de haber tenido
un Tribunal encargado de perseguir los
delitos contra la fe por espacio de tres
siglos. Y ocurre preguntar, ¿seremos en
efecto, los únicos representantes de la
intolerancia religiosa y política en
Europa, o lo habremos sido y esto sólo
bastará para diferenciarnos de los
demás pueblos? O, en otros términos,
¿existió la libertad religiosa y política
en los países de Europa en los tiempos
en que tuvimos inquisición y quemamos
herejes y judaizantes? ¿Fueron nuestros
monarcas los únicos Jefes de Estado que
defendieron sus creencias por medio de
la fuerza, imponiéndolas a sus vasallos?
El libre examen, fruto de la Reforma,
implantó la paz religiosa en los pueblos
que lo aceptaron como norma de vida
espiritual. Y sobre todo ¿existe hoy día
esa tolerancia que tanto echan de menos
en España todos los países que a coro
nos acusan de intolerantes?
Negativamente hay que contestar a estas
preguntas. La libertad religiosa no
existió en ninguna parte en los tiempos
en que funcionaba nuestra Inquisición; la
existencia de este tribunal no puede en
modo alguno erigirnos en excepción
dentro del grupo de las naciones
civilizadas; la libertad política,
íntimamente unida entonces y ahora a la
religiosa, no se vio en ningún país de los
siglos XVI, XVII y XVIII; nuestros
monarcas no fueron los únicos que
reprimieron sangrientamente los delitos
religiosos, ni la represión por sus
representantes realizada fue más cruel
que la ordenada por otros reyes; el libre
examen sólo sirvió para que los
hombres se asesinasen unos a otros en
nombre de la libertad de conciencia, y la
libertad religiosa y política no existe
aún en la mayor parte de los países que
nos tachan de intolerantes.
Admirable fue el ejemplo que dieron
los protestantes de tolerancia y de
humildad. Mientras en España la
Inquisición velaba por la pureza de fe
católica, en el extranjero había cien
Inquisiciones que velaban por la pureza
de cien distintas confesiones.
Calvino escribe al frente de su
Institución cristiana: «He venido a
daros la espada y no la paz»; Lulero
pide la proscripción de los católicos y
cree que la hoguera es el mejor castigo
para los disidentes de su secta; el dulce
Melanchton reclama castigos ejemplares
para los papistas; Zwinglio se inclina a
asesinar a los Obispos; y Martín Bucer,
considerando que «el Papa y los
Obispos conducen derechamente a
Satanás y a la condenación eterna»,
opina que sil idolatría debe extirparse
por la violencia. A juicio de estos
reformadores, la autoridad debía
desembarazarse por el hierro y el fuego
de los adeptos de una religión perversa
y hasta matar a las mujeres y a los niños
de esta religión como lo había mandado
Dios en el Antiguo Testamento. Estos
eran los pacíficos y tolerantes principios
en que se inspiraba la Reforma[896], por
lo cual dice Zeller[897] que las ideas de
Lulero destruyeron en Alemania la
unidad cristiana y desencadenaron la
manía de las discusiones teológicas y el
horror de las guerras de religión, que
duraron en ella más que en ninguna otra
parte. Europa, desde los Pirineos hasta
el Báltico y desde el Atlántico hasta los
Urales, se convierte en campo de
batalla, iluminado por los incendios y
por las piras vengadoras. La enemistad,
el odio y el sectarismo dividen los
pueblos, promueven la guerra civil y
penetran hasta en las familias,
convirtiendo a sus individuos en
enemigos unos de otros. Mientras en
España trabaja la Inquisición, en el
extranjero hay cien inquisiciones que
persiguen y destruyen a sus adversarios.
M. Guizot, protestante convencido,
declara que la revolución religiosa no
conoció los verdaderos principios de la
libertad individual, y que incurrió, por
tanto, en un doble error; «no respetó los
derechos del pensamiento humano,
porque a la par que los reclamaba para
sí los violaba ella misma, y no supo
medir los derechos de la autoridad
puramente espiritual que actúa sobre los
espíritus y sólo por medio del influjo
moral». Lo cual quiere decir que la
Reforma religiosa, fundada en la
libertad del pensamiento, no reconoció
más libertad de pensamiento que la suya,
y aplastó, lo mismo que los católicos, a
los que pensaban de distinto modo,
¿dónde estaba, nos preguntamos, en la
época de Felipe II, de Enrique IV y de
Isabel de Inglaterra, la libertad
religiosa? Y la Historia nos contesta: en
ninguna parte. Si acudimos a la de cada
país nos convenceremos de que no hay
nada más absurdo, científicamente
hablando, que la leyenda antiespañola;
de que no sólo no fuimos, como ahí
fuera se dice y por aquí dentro se repite
servilmente, únicos representantes de la
intolerancia religiosa, sino de que no fue
en España donde hubo que librar las
mayores batallas por la libertad y por la
igualdad; de que no fueron nuestras
ciudades ni nuestros campos, aun en los
períodos más tenebrosos de nuestras
guerra civiles, teatro de horrores
semejantes a los que padecieron otras
ciudades y otros campos; de que no
revistió el sectarismo religioso en
España caracteres tan repulsivos como
en otras partes; de que jamás se
cometieron en nuestra Patria atentados
contra la libertad, contra los derechos
del hombre, parecidos siquiera a los que
se cometieron en la Europa consciente,
y, por último, de que es pueril y revela
cultura muy escasa y muy unilateral
sostener lo contrario a la altura a que
han llegado las investigaciones
históricas.
La intolerancia, no solamente es un
fenómeno que se ha dado en todas partes
y que en todas partes se da, sino que
ofrece los mismos caracteres y produce
las mismas persecuciones cualquiera
que sea la vestimenta con que se
disfrace, el color de esta vestimenta y la
finalidad qué se le atribuya. Lo mismo
da que el católico persiga al protestante,
como que el protestante persiga al
católico y ambos a los judíos, y tanto
monta que la persecución se realice en
defensa de un ideal religioso como en
defensa de un ideal racionalista. Los
medios son los mismos, los vejámenes
iguales, e idénticos los resultados. No
vamos a hacer la historia de la
intolerancia, que, según Julio Simón, es
la historia del mundo, pero sí a exponer
unos cuantos hechos que ponen de
manifiesto la conducta de las naciones
cultas durante los siglos XVI al XIX en
materia de religión y de política y de sus
derivados, la superstición y el
sectarismo.
Veamos los detalles que ofrece el
cuadro, de horror y de sangre que
ofreció durante los siglos XVI y XVII la
culta, humanitaria y progresiva Europa.
III
LA TOLERANCIA
RELIGIOSA EN
ALEMANIA
DURANTE LOS
SIGLOS XVI Y XVII
La Reforma dio comienzo en
Alemania. Justo es, pues, que
empecemos por ella nuestro rápido
bosquejo de los efectos del libre
examen.
Alemania, que había padecido en las
postrimerías del siglo XV los horrores
de la rebelión de los hussitas, es la
primera que sufre las consecuencias de
la reforma de Lutero. La lectura de la
Biblia exalta los espíritus y los
enloquece. Apenas nacida, apenas
definida en sus tendencias y en sus
aspiraciones, la Reforma sé fracciona en
sectas poseedoras de la verdad. Por lo
general, se implanta el reinado del
Evangelio y se celebra la derrota del
Anticristo, saqueando las iglesias y
destrozando sin piedad las obras de arte.
La inmediata consecuencia es declarar
infalible aquel Evangelio y perseguir a
los que no creen en él. Los tesoros de
las sacristías tienen encanto singular
sobre los reformadores. Y claro es, los
tesoros, no pudiendo quedar en manos
de idólatras, desaparecen en los
bolsillos de los discípulos de Lutero, de
Melanchton o de Zwinglio, lo cual es un
modo como otro cualquiera de practicar
la libertad.
Pero he aquí que surge el
anabaptismo y mientras Lutero, huyendo
del Emperador, se esconde en la
Wartburg, uno de sus discípulos, Nicolás
Stork, predica la doctrina anabaptista, y
sus secuaces, de deducción en
deducción, llegan a la anarquía más
tremenda. El problema social se
complica con el problema religioso, y
Tomás Munzer proclama la igualdad de
todos los hombres y la necesidad de
repartirse las riquezas. Los campesinos,
pobres siervos, esquilmados por sus
señores, se lanzan en pos de él. Víctimas
de los nobles, no conociendo de esta
vida más que las amarguras y miserias,
se arman como pueden y se dedican al
saqueo. Castillos, abadías, villas y
ciudades caen en poder de los rebeldes,
capitaneados por Jorge Metzler. El vino,
licor maravilloso y desconocido, es una
de las aspiraciones de aquellos
infelices, y hay ciudad, como Espira,
que evita el saqueo entregando a las
hordas campesinas veinticinco carros
cargados con los mejores mostos del
Rhin. Lutero comprende entonces el
alcance de aquella rebelión e incita a
los nobles a acabar con ella. En 1525,
en su escrito contra las partidas ladronas
y asesinas de los labriegos, decía a los
señores: «Matad a cuantos podáis, y si
acaso morís matando, moriréis de
muerte santa»[898]. Y los nobles no se lo
hicieron decir dos veces. En ello les
iban la tranquilidad y los bienes. Una
cosa era reformar la Iglesia y mejorar
las costumbres —no las propias, sino
las del clero— y otra cosa era consentir
que los siervos creyesen que el
Evangelio se había hecho para que ellos
lo interpretasen a su modo. Empréndese
la lucha con entusiasmo digno de mejor
causa, hasta que, derrotados los
campesinos en Frankenhausen, mueren
cinco mil. La reacción es tremenda; en
Wurzburg perecen ahorcados setenta de
los principales cabecillas; en Kitzingen,
a otros cincuenta y siete, que declararon
que no querían ver más nobles, les
sacaron los ojos para que, en efecto, no
los vieran. La lucha prosigue. A la
barbarie campesina, excusable al fin y al
cabo, sucede la barbarie aristocrática:
en Suabia, en Turingia, en Franconia, en
Alsacia, pierden la vida cien mil
individuos[899].
Pocos años después implantan los
anabaptistas en Munster un régimen del
Terror, Los nuevos evangelistas
resuelven que todo ha de ser común, y
los ciudadanos tienen que traer su dinero
a los gobernantes. Juan de Leyde, sastre
per se y evangelista per accidens, se
convierte en dictador de Münster. Lo
mandado en las Santas Escrituras debe
cumplirse; una de las cosas que mandan
es la poligamia. Todos los cristianos
verdaderos tienen que casarse con
varias mujeres. Juan de Leyde dio el
ejemplo: se casó con dieciséis; su
ministro Rothmann, más modesto, se
contentó con cuatro. A los que se niegan
a reconocer el «verdadero Evangelio de
la comunidad de bienes y de la pluridad
de las mujeres». Juan de Leyde los
castiga severamente, porque para eso es
Rey de Reyes y dominador de la tierra.
Rodeado de pompa oriental, gobierna
despóticamente. Cierto día una de sus
esposas, cansada de la vida de harem, le
pide permiso para salir de Münster. Juan
de Leyde la lleva entonces a la plaza del
mercado, y por sus propias manos la
decapita. Era un modo como otro
cualquiera de complacer a su
concubina… El castigo no se hizo
esperar. Lo imponen los mismos
protestantes. Sorprendida la ciudad, se
procede al exterminio de sus habitantes,
y Juan de Leyde, Rey de Sión, es
llevado, como el Roghí, de ciudad en
ciudad, para que lo contemplen sus
compatriotas, hasta llegar al cadalso, y
luego, encerrado su cadáver en una jaula
de hierro, lo colocaron en la torre de la
catedral de San Lamberto, en Münster,
donde sus huesos permanecieron largos
años.
La Reforma tuvo en Alemania
consecuencias admirables desde el
punto de vista de la libertad del
pensamiento. Por ejemplo: en 1563, el
elector Federico III abraza el calvinismo
y al punto ordena que sus vasallos hagan
lo mismo, so pena de destierro. Trece
años después, su hijo Luis hácese
luterano y, en nombre de la libertad de
pensamiento seguramente, ordena que
sus vasallos le imiten. Pasados siete
años de esta nueva conversión, el
elector Juan Casimiro restablece el
calvinismo y vuelven los súbditos a ser
calvinistas… En efecto, la paz de
Passau autorizaba a los Príncipes
alemanes a obligar a sus vasallos a
profesar la religión de ellos o a salir de
sus Estados, pagando un rescate. Cuyus
Regio illius est retigio, tal es el
principio de la tolerancia religiosa en
Alemania, por lo cual dice con razón
Hafelé que era más temible un luterano
celoso que la Inquisición de España.
Como que, al decir de Benjamín
Kidd[900], tan luego se implantó la
Reforma en Alemania intervinieron los
Príncipes en la Iglesia, organizándola,
dirigiéndola y actuando de otros tantos
pontífices. En España, la religión
intervenía en la política respondiendo al
sentir unánime del pueblo; en Alemania
intervenía para servir los particulares
intereses de los Monarcas, lo cual es
distinto.
IV
CALVINO Y LA
TOLERANCIA
RELIGIOSA EN
SUIZA
Mientras esto sucedía en Alemania,
patria de la Reforma implantaba Cal vi
no en Ginebra un régimen a cuyo lado
palidece la Inquisición en los periodos
más abominables de su historia. La
Reforma se introdujo en Suiza, lo mismo
que en Alemania, por medio de la
persuasión, es decir, robando las
iglesias y los monasterios, saqueando
las casas y desterrando a los que no
querían aceptar aquellos principios
salvadores. Calvino cree que todo el
que ultraja la gloria de Dios debe
perecer por la espada, y como el
definidor de la gloria de Dios es él,
¡pobre del que protesta contra su tiranía!
«Calvino —escribe uno de sus
biógrafos[901]— echó a perder cuanto
había de bueno en la Reforma ginebrina
e implanta un régimen de feroz
intolerancia, de grosera superstición, de
dogmas impíos. Desgraciado del que
dice que va a predicar en contra del
calvinismo, porque perecerá en el
tormento y en la hoguera». Oigamos a
Kidd, que no es español: «La tolerancia
religiosa, dice, estaba proscrita en
Ginebra. Ejercíase la más estrecha
vigilancia en la vida privada y moral de
los ciudadanos. Cualquier desviación de
la verdadera fe se castigaba como un
crimen contra el Estado. Las personas
convictas de herejía eran castigadas por
la autoridad civil. Rebeliones como la
de Ami Pirrin se reprimen con la mayor
severidad. Para la heterodoxia
teológica, como la de Servet, existe la
pena de muerte en la hoguera, con la
aprobación de Calvino. En cinco años
se dictaron cincuenta y ocho sentencias
de muerte y setenta y seis de destierro
contra los habitantes de Ginebra, que no
excedían de veinte mil. El Consistorio
desempeñaba las funciones de celosa
policía, desplegando atroz vigilancia y
aplicando el principio de Calvino de
que es preferible que sean castigados
muchos inocentes a que se escape un
solo culpable»[902].
Episodio muy notable de la
tolerancia religiosa en Suiza es el
proceso de Calvino contra Servet. Este
español, contagiado por las doctrinas
del libre examen, se entregó al estudio
de las cuestiones teológicas más arduas
y discutió con los reformadores más
eminentes, no estando jamás de acuerdo
con ninguno. A los luteranos les asustó
con el anuncio de un libro en que negaba
ser Cristo verdaderamente Hijo de Dios;
a los calvinistas les ofendió con sus
discusiones y sus censuras a Calvino, a
los católicos franceses les molestó con
sus apologías de la Astrología,
mandadas recoger por el Parlamento de
París. Calvino, irritado por la
publicación de las cartas que había
cruzado con él acerca de materias
teológicas y sobre todo de las de Servet,
llenas de invectivas contra el calvinismo
y sus secuaces, le denunció a la
Inquisición de Francia. Esta se contentó
con quemar el libro objeto de la
denuncia, que era la Restitución del
Cristianismo, dejando escapar al autor,
que se refugió en Ginebra, residencia de
su rival. Calvino entonces le hizo
prender, y como era ley en la ciudad que
el acusador quedase preso hasta probar
la acusación, el que delató a Servet fue
Nicolás de Fontaine, cocinero de
Calvino. Varios meses duró el proceso,
habiendo en él momentos en que creyó
Servet que sería absuelto por los jueces.
Sin embargo, era Calvino tan
perseverante en sus venganzas como
terco Servet, y no queriendo éste
retractarse de los errores que le
imputaban, fue condenado «a ser
quemado vivo juntamente con sus libros,
así de mano como impresos, hasta que
su cuerpo fuese totalmente reducido a
cenizas…». Oída la terrible sentencia,
escribe el señor Menéndez Pelayo, el
ánimo de Servet flaqueó un momento y
cayendo de rodillas, gritaba: «¡El hacha,
el hacha y no el fuego! Si he errado ha
sido por ignorancia… No me arrastréis
a la desesperación». Farel aprovechó
este momento para decirle: «Confiesa tu
crimen y Dios se apiadará de tus
errores». Pero el indomable aragonés
replicó: «No he hecho nada que merezca
muerte. Dios me perdone y perdone a
mis enemigos y perseguidores». Y
tornando a caer de rodillas, y levantando
los ojos al cielo como quien no espera
justicia ni misericordia en la tierra,
exclamaba: «¡Jesús, salva mi alma!
¡Jesús, Hijo del eterno Dios, ten piedad
de mí!». Caminaban al lugar del
suplicio; los ministros ginebrinos le
rodeaban procurando convencerle y el
pueblo seguía con horror mezclado de
conmiseración a aquel cadáver vivo,
alto, moreno, sombrío y con la barba
blanca hasta la cintura. Y como repitiera
sin cesar en sus lamentaciones el
nombre de Dios, díjole Farel: «¿Por qué
Dios y siempre Dios?». «¿A quién sino a
Dios he de encomendar mi alma?», le
contestó Servet. Habían llegado a la
colina de Champel, al Campo del
Verdugo, que aún conservaba su nombre
antiguo y domina las encantadoras
riberas del lago de Ginebra, cerradas en
inmenso anfiteatro por la cadena del
Jura. En aquel lugar, uno de los más
hermosos de la tierra, iban a cerrarse a
la luz los ojos de Miguel Servet. Allí
había una columna hincada
profundamente en la tierra y en torno
muchos haces de leña, verdes todavía,
como si hubieran querido sus verdugos
hacer más lenta y dolorosa la agonía del
desdichado. «¿Cuál es tu última
voluntad?, le preguntó Farel. ¿Tienes
mujer e hijos?». El reo movió
desdeñosamente la cabeza. Entonces el
ministro ginebrino dirigió al pueblo
estas palabras: «Ya veis cuán gran poder
ejerce Satanás sobre las almas de que
toma posesión. Este hombre es un sabio,
y pensó sin duda enseñar la verdad, pero
cayó en poder del demonio, que ya no le
soltará. Tened cuidado no os suceda a
vosotros lo mismo».
Era mediodía. Servet yacía con la
cara en el pilar, lanzando espantosos
aullidos. Después se arrodilló, pidió a
los circunstantes que rogasen por él, y
sordo a las últimas exhortaciones de
Farel, se puso en manos del verdugo,
que lo amarró a la picota con cuatro o
cinco vueltas de cuerda y una cadena de
hierro; le puso en la cabeza una corona
de paja untada de azufre y al lado un
ejemplar del Christianismi Restitutio.
En seguida con una tea, prendió fuego en
los haces de leña y la llama comenzó a
levantarse y a envolver a Servet. Pero la
leña, húmeda, por el rocío de aquella
mañana, ardía mal y se había levantado
además un impetuoso viento que
apartaba de aquella dirección las
llamas. El suplicio fue horrible; duró
dos horas y por largo espacio oyeron los
circunstantes los desgarradores gritos de
Servet: «¡Infeliz de mí! ¿Por qué no
acabo de morir? Las doscientas coronas
de oro y el collar que me robasteis, ¿no
os bastan para comprar la leña necesaria
para consumirme? ¡Eterno Dios, recibe
mi alma! ¡Jesucristo, hijo de Dios
Eterno, ten compasión de mí!».
«Algunos de los que oían, movidos a
compasión, echaron a la hoguera leña
seca para abreviar su martirio. Al cabo,
no quedó de Miguel Servet y de su libro
más que un montón de cenizas, que
fueron esparcidas al viento… ¡Digna
victoria del primitivo liberalismo, de la
tolerancia y del libre examen!».
V
EL PUEBLO
BRITÁNICO Y LA
TOLERANCIA
RELIGIOSA Y
POLÍTICA EN LOS
SIGLOS XVI Y XVII
Se ha hablado y se sigue hablando
tanto de la tolerancia religiosa y política
de Inglaterra y tan a menudo se pone este
país como ejemplo de una y otra, que
conviene examinar la razón o sinrazón
de estos elogios. Singularmente en
España, raro es el escritor liberal que
no ensalza el espíritu amplio, tolerante,
paternal de la Gran Bretaña y no lo
compara con el espíritu estrecho,
intolerante y cruel de nuestra patria.
¿Conocen estos señores la historia de
Inglaterra? Evidentemente, no, porque
esa reputación, elevada a la categoría de
dogma no se funda en ningún hecho
pasado ni siquiera presente como
tendremos ocasión de probar con
testimonios exclusivamente británicos.
En Inglaterra ofreció la Reforma
caracteres idénticos, aunque sus
orígenes no fueron todo lo espirituales
que era de esperar. Para describirla nos
valdremos de un inglés, de lord
Macaulay. «En otros países —dice el
insigne autor de los Ensayos— como
Suiza y Alemania, el espíritu mundano
sirvió de instrumento al celo religioso
para producir la Reforma; en Inglaterra,
el celo fue instrumento del espíritu
mundano. Un Rey, cuyo carácter se
describe con sólo decir que fue el
despotismo personificado, Ministros sin
principios, una aristocracia poseída de
rapacidad y un Parlamento de lacayos,
he aquí los propagadores de la Reforma
en Inglaterra. De esta suerte, la ruptura
con la Iglesia romana, obra comenzada
por Enrique VIII, verdugo de sus
mujeres, se continuó por Somerset,
verdugo de sus hermanos, y quedó
completada por Isabel, verdugo de su
hermana; que la Reforma, en Inglaterra
al menos, fue producto de brutales
pasiones, alimentada y sostenida por una
política egoísta»[903]. Y en otro Ensayo,
en el que dedica a Burleigh, dice
hablando de Isabel de Inglaterra y de
María la Sanguinaria, que si ésta pudo
ser acusada de haber procedido por
justos resentimientos, que llevó a la
exageración, Isabel, «por su infame
ferocidad, fue cien veces más culpable
porque nada tenía que castigar». La
situación creada a los católicos ingleses
fue verdaderamente horrible. «Desde su
advenimiento al trono —escribe lord
Macaulay— y antes de que sus súbditos
católicos tuvieran ocasión de
demostrarse hostiles al nuevo Gobierno,
prohibió Isabel la celebración de los
ritos de la Iglesia romana, bajo pena
impuesta al crimen de prevaricato, por
la primera vez; de un año de cárcel por
la segunda y de prisión perpetua por la
tercera. En 1562 se promulgó una ley
disponiendo que todos aquellos que se
hubieran graduado en las Universidades
o recibido las órdenes, que todos los
jurisconsultos y magistrados prestaran el
juramento de supremacía siempre y
cuando se les pidiera, bajo la pena
impuesta al prevaricato y tanto tiempo
de prisión como fuese voluntad de la
Reina. Al cabo de tres meses podía
exigirles nuevo juramento, y los que se
negaran a prestarlo se hacían reos de
alta traición…»[904]. Más adelante se
dispuso que si un católico convirtiera a
un protestante, ambos serían tratados
como reos de alta traición. «Pero las
leyes dirigidas contra los puritanos —
añade Macaulay— ni siquiera tenían la
miserable excusa que acabamos de
examinar, siendo en su caso igual la
crueldad y el peligro infinitamente
menor, o, mejor dicho, constituyendo en
realidad todo el peligro la cruel
injusticia del castigo inmerecido. Inútil
nos parece insistir en este punto, porque
no hay artificio, por ingenioso que sea,
que pueda borrar ni aun atenuar
siquiera la mancha de la persecución
que cubre a la Iglesia de Inglaterra».
Si así se expresa un protestante
como Macaulay, es natural que opinen lo
mismo que él los católicos, y en efecto,
el libro publicado en 1824 por Sir
William Cobbet[905], contiene datos de
gran interés que confirman las palabras
del ilustre autor de la Historia de
Inglaterra. Prescindamos de la
escandalosa vida de Enrique VIII y de
sus traiciones familiares, secundadas
por el arzobispo de Cantorbery, y
vengamos a la tiranía político-religiosa
de aquel monarca. «Llegamos —dice Sir
William Cobbet— a la abolición de la
supremacía del Papa, que llegó a ser
origen fecundo e inagotable de escenas
sangrientas. Se declaró delito de alta
traición toda resistencia a reconocer la
supremacía espiritual del Rey y se
calificó de tal el mero hecho de no
prestar el juramento que al efecto se
exigía. Sir Thomas More, lord Canciller
a la sazón y Juan Fischer, Obispo de
Rochester, fueron condenados a muerte
por haber rehusado prestarle. Eran
cabalmente los dos hombres más
célebres que había en Inglaterra tanto
por su saber, su integridad y su piedad
como por los continuados e importantes
servicios que habían prestado a Enrique
VIII y a su padre…». Al Obispo Fischer
le tuvo Enrique VIII quince meses en la
cárcel, encerrado en un calabozo,
revolcándose entre inmundicia y privado
hasta de alimento «y el respetable
anciano, sin apenas poderse sostener
sobre las piernas, desfigurado el rostro
por la inmundicia, ennegrecidas sus
canas por el lodo, descubiertas por
muchas partes sus carnes, por no haberle
quedado sobre el cuerpo más que unos
miserables andrajos, fue arrastrado por
su orden al cadalso, en donde después
de haberle quitado la vida le dejaron
abandonado como un perro muerto».
Comenzaron entonces en Inglaterra
los suplicios de protestantes y de
católicos. Y es claro, como ni los unos
ni los otros admitían las especiales
ideas del Rey, a todos los condenaban a
muerte, «y aun algunas veces para
atormentar su espíritu, no menos que su
cuerpo, les hacía llevar a una misma
hoguera, atados espalda con espalda, es
decir, un católico con un protestante…».
Estos suplicios los alentaba, asistiendo
a ellos el arzobispo Crammer, primado
de Inglaterra, cabeza visible de la
religión que el monarca había inventado
para sus particulares conveniencias con
auxilio de un Parlamento servil. «Los
pormenores de todos sus asesinatos
fatigarían y desagradarían
necesariamente al lector —dice Cobbet
—, pero no puedo pasar en silencio un
ejemplo de ellos y es el que cometió con
los parientes del Cardenal Pole y con su
desgraciada madre…». El asesinato
jurídico de esta última se cometió con la
anuencia del Parlamento, que votó un
bill condenándola a muerte. «Esta
anciana señora, aunque de más de
setenta años de edad, y agobiada más
por los males que por los años, sostuvo
hasta el último instante de su vida la
nobleza de su nacimiento y de su
carácter. Cuando el verdugo le mandó
inclinar la cabeza para recibir el golpe,
dijo, “jamás he cometido traición, y mi
cabeza no se inclinará ante la tiranía, si
la quieres, trata de cortarla del modo
que puedas”. Entonces el verdugo le tiró
al cuello una cuchillada, y habiendo ella
empezado a correr alrededor del
patíbulo desmelenada y teñidas ya en
sangre sus canas, la fue siguiendo hasta
por último echarla abajo a fuerza de
cuchilladas…».
Y pregunta Cobbet: «¿Dónde pasó
semejante escena? ¿Pasó en Turquía o en
Trípoli? No, pasó en Inglaterra, donde la
Magna Carta acababa de ponerse en
todo su vigor y en donde, por
consiguiente, no hubiera debido
cometerse acto alguno contrario a la
ley…».
Dejemos, sin embargo, a Enrique
VIII, defendido por Froude como autor
de la Reforma en Inglaterra, y veamos Io
que hizo su hija Isabel y si tenían o no
razón los españoles de aquel tiempo
para prodigarle todo género de
injuriosos epítetos… Pero, se dirá, ¿y
María la Sanguinaria, no precedió a
Isabel? En efecto, María la Sanguinaria
precedió a Isabel y condenó a muerte, y
restableció las leyes contra los herejes,
pero no llevó su en cono contra los
protestantes hasta el extremo que llevo
Isabel el suyo contra los católicos:
empezó perdonando mientras que Isabel
no perdonó en su vida. Isabel bahía sido
protestante en el reinado de su hermano,
Eduardo VI, pero se hizo católica en el
de su hermana Mana y juró profesar
sinceramente esta religión. Isabel se
hizo protestante porque, en caso
contrario, su derecho al trono hubiera
corrido el más grave de los riesgos,
disputado por el Papa que no lo
reconocía, siendo ella hija ilegítima de
Enrique VIII, y por María Estuardo,
parienta la más próxima del último
monarca. Isabel se coronó, sin embargo,
como Reina, con arreglo al rito católico
y juró mantener esta religión en sus
Estados. De allí a poco, comenzaron a
promulgarse las leyes que tan
tristemente famoso hicieron su reinado.
Se empezó por obligar a todos a prestar
el juramento de supremacía, es decir, a
reconocer la de la Reina en materias de
fe y se declaró reo de alta traición a
todos los que no lo prestasen. Se siguió
declarando igualmente reos de alta
traición a todo sacerdote que dijese
misa o que, hallándose en aquella época
fuera del Reino, se atreviese a volver a
él; igualmente se declaró alta traición el
hecho de prestar el menor auxilio a un
sacerdote. «Por este medio se hizo morir
a centenares de personas… Al principio
se las ahorcaba, después se las abría
vivas de arriba a bajo, se les arrancaban
las entrañas y se les descuartizaba
vivos… Después de haber derribado los
altares y puesto mesas en su lugar,
después de haber echado de las Iglesias
a los sacerdotes católicos, obligó a sus
vasallos de esta religión a frecuentar las
iglesias, bajo enormes penas y hasta con
la muerte si se obstinaban en no
obedecer. De este modo fueron
atormentados, arruinados con multas
excesivas, condenados a presidio u
obligados a huir de su patria los
católicos ingleses»[906]. Isabel hizo
morir en un año, de uno u otro modo,
más católicos por no querer apostatar de
la religión que ella misma había jurado
y confesado como única verdadera, que
María en todo su reinado por haber
apostatado de la suya y la de sus
padres… Sin embargo, la primera ha
sido y es llamada Buena Reina Bess, y
la segunda, la, Sanguinaria María. La
horrible mortandad del día de San
Bartolomé, fue poca cosa al lado de las
atrocidades ejecutadas en el reinado de
esta Reina protestante… Isabel fue quien
recibió al embajador de Francia a raíz
de la célebre noche, vestida de luto,
calificando con palabras severas la
crueldad del rey de Francia…
De suerte que, mientras en España la
Inquisición perseguía a los herejes, en
Inglaterra, otra Inquisición, que se
llamaba la Comisión, perseguía a los
católicos. ¿Cuál era la situación de
éstos? «Ningún católico o tenido por tal
gozaba un momento de paz y seguridad.
A todas horas, particularmente por la
noche, entraban en sus casas derribando
las puertas, cuadrillas de malvados que
se internaban en los cuartos, hacían
pedazos los muebles, registraban los
bolsillos, buscaban por todas partes
sacerdotes, insignias sacerdotales,
cruces, libros o cualquier persona que
profesase el culto católico. Muchos
propietarios se veían obligados para
poder pagar las multas a ir vendiendo
todos sus bienes y cuando, por no tener
ya ningún recurso, retrasaban el pago, la
tiránica reina estaba autorizada por la
ley para apoderarse cada seis meses no
solamente de sus personas, sino también
de las dos terceras partes de sus
bienes… Además, cuando a la Reina se
le figuraba que su vida corría algún
peligro, entonces de nada servían a los
católicos las multas, los ajustes, ni los
sacrificios. Los encerraba en calabozos
o en las casas de los protestantes y de
este modo los tenía desterrados de las
suyas… He aquí lo que pasaba en este
país…»[907].
Y si de la Iglesia anglicana pasamos
a estudiar otras sectas inglesas, ¿hay
algo más intolerante ni más absurdo que
el régimen implantado por los
puritanos? ¿Por qué no se cita hoy día
como ejemplo de intolerancia aquel
esfuerzo de los puritanos para implantar
en Inglaterra los principios calvinistas
llevados a la exageración, destruyendo
las obras de arte, incluso los sepulcros;
prohibiendo las diversiones públicas,
incluso el teatro; castigando con severas
penas a los que rezaban en forma
diferente de la prescrita o se atrevían a
decir algo en contra de la secta
imperante? ¿Por qué no se cita asimismo
la reacción que siguió al Gobierno de
los puritanos y que motivó castigos tan
horribles como el del doctor Leighton,
que después de azotado en público,
sufrió la pérdida de las orejas, la
fractura de la nariz y la marca con un
hierro candente de las letras s. s.
(sembrador de sediciones), y el del
puritano Pryne, autor del Hystriomastix,
sátira contra el teatro, que también fue
azotado y perdió las orejas? ¿Acaso la
emigración forzosa de los puritanos a
América y la persecución, tortura y
destierro de los presbiterianos a las
islas Barbadas no fueron hechos
similares a la expulsión de los judíos o
de los moriscos? ¿Acaso las
predicaciones de John Knox no dieron
lugar a la caza y al suplicio de éste y de
sus discípulos?
Por lo demás, la historia de
Inglaterra es fértil en intolerancias.
Después de haber luchado y vencido y
acorralado a los papistas, se dedicaron
los protestantes a perseguirse unos a
otros con verdadero encarnizamiento.
Las leyes denominadas Conventicle Act
y Five Miles Act, Corporation Act y
Test Act son buena prueba de ello. La
Conventicle Act, dictada en tiempo de
Carlos II, prohibía, bajo pena de multa,
prisión, deportación y muerte, según los
casos, que se reunieran más de cinco
personas para practicar un culto no
conforme con el rito anglicano. La Five
Miles Act prohibía a todo eclesiástico
que no hubiera prestado su adhesión a la
Iglesia anglicana la residencia a menos
de cinco millas de cualquier burgo o
ciudad. Estas leyes se mantienen, como
luego veremos, hasta muy entrado el
siglo XVIII[908].
Pero pocas páginas de la historia de
Inglaterra le ceden en horror a la
campaña de Irlanda emprendida por
Cromwell, Recuérdese el asalto de
Drogheda en el que perecieron tres mil
irlandeses pasados a cuchillo por los
soldados de Cromwell, que más tarde
iban a vanagloriarse de no haber dejado
a un solo fraile con vida y de haber
exceptuado siempre a los católicos de
sus promesas de templanza. Y este
personaje, prototipo de la intolerancia y
del fanatismo protestante era el que,
según el conde de Toreno, no había
querido en un principio tratar con
España porque ésta tenía la Inquisición.
¿Qué más Inquisición que los sectarios
de aquel Parlamento cuyas tiranías
resultan increíbles? Esta fue la famosa
Revolución de que tanto se enorgullecen
los ingleses.
No hablemos ya de aquellos reyes
como Jacobo I, gran demonólogo, que
mandó quemar el libro de Mariana sobre
la Institución Real, entregado siempre a
arduas investigaciones teológicas y
persuadido de que su Corona y su vida
eran la finalidad constante de los
sicarios de Satanás, por lo cual mandaba
al suplicio a cuantos sospechaba de
cultivar el arte mágica, o como Carlos I,
que quiso imponer por la fuerza de las
armas la liturgia anglicana a los
escoceses, o como Carlos II, que hizo
votar el bill de uniformidad para
destruir a los presbiterianos y favorecer
a la iglesia episcopal…
Con lo dicho basta para demostrar
que la tolerancia religiosa no existió en
Inglaterra durante los siglos XVI y XVII.
VI
LA TOLERANCIA
RELIGIOSA EN
FRANCIA DESDE
LA REFORMA
HASTA LA
REVOCACIÓN DEL
EDICTO DE
NANTES
De Francia proceden los grandes
filósofos Voltaire, Montesquieu, Raynal,
Rousseau, los grandes regeneradores del
pensamiento humano, los que le
libertaron de la opresión del fanatismo,
los que tan peregrinas cosas dijeron de
nosotros al tratar de nuestra intolerancia.
¿No convendrá echar una mirada a su
país y ver qué género de tolerancia fue
el que disfrutó durante los siglos en que
teníamos Inquisición?
Que la característica de la sociedad
francesa de los siglos XVI y XVII fue la
intolerancia es cosa que no ofrece duda.
«En aquellos siglos, léese en la Historia
general de Lavisse y Rambaud, el
derecho común del mundo entero, era la
intolerancia. En torno nuestro, en los
Estados más cultos, las creencias de la
mayoría proscribían implacablemente
las creencias de los disidentes. No
gustan de esa situación intermedia, tan
lejana de la persecución como de la
intolerancia, que es patrimonio de
algunos espíritus selectos… Pasan sin
transición de un extremo a otro y no
llegan a la libertad de conciencia sino a
través del escepticismo porque sólo
toleran la contradicción en aquello que
no les importa…». Dicho esto, que
viene a ser una excusa o explicación de
lo que sigue, añádese en la referida
excelente Historia general de Lavisse y
Rambaud:
En esta época la devoción era
general aunque poco ilustrada; en
Francia el pueblo era apasionadamente
católico. Es él quien se muestra
intratable en punto a la estricta
observancia de las innumerables fiestas
de guardar, cuyo número se hubiera
inclinado a disminuir la autoridad
eclesiástica. La superstición nacía de la
ignorancia siguiendo la tendencia natural
de los espíritus pequeños que buscan los
aspectos pequeños de las cosas grandes.
Los procesos de hechicería eran bien
vistos de la opinión. Al leer los
documentos del proceso más célebre de
aquel tiempo, el del cura Grandier, que
fue quemado vivo, se echa de ver que la
gente culta no está convencida y menos
aún los jueces. El P. Lactancio se
vanagloria ante Richelieu, ciertamente,
de «haber sacado cincuenta demonios
del cuerpo de diecisiete ursulinas de
Loudun que estaban todas ellas
poseídas, obsesionadas o maleficiadas»,
pero si el arzobispo de Tours no lo cree
y si Richelieu se ríe de ello, la gente lo
creía como había creído en la magia de
Gaufridi en Aix. En el mediodía había
peritos en brujas a quienes los
Municipios consultaban en casos
dudosos para salir de apuros.
«Para la blasfemia, para el
sacrilegio, las leyes son menos severas
que las costumbres; el poder es más
indulgente que la nación. El Estado llano
pide con insistencia en 1614 la
renovación de las pragmáticas de San
Luis contra los blasfemos juntamente
con las penas anexas: labios abiertos,
lenguas atravesadas. El Gobierno, por el
contrario, se contentaba con una multa la
primera vez, con ocho días de cárcel, la
segunda. Es el pueblo en muchas
ciudades el que insulta a los hugonotes,
el que les tira piedras, el que ultraja sus
entierros; el que quiere impedir que se
establezcan en ciudades católicas; el que
evita que construyan templos y si éstos
existen, el que los conserven; el que se
levanta, sin motivo o por motivos fútiles
y en su odio, quema el templo de Tours y
destruye el de Charenton. Para él los
hugonotes son responsables de todo: se
cae un puente, devora un incendio un
monumento, al punto se sospecha de
ellos y se ven en peligro de ser
exterminados. Estúpidas y terribles
provocaciones se escriben en las
paredes. Misioneros laicos, merceros,
zapateros, cuchilleros, van de
Consistorio en Consistorio a desafiar a
los ministros; predican en las plazas
públicas, o subidos en cualquier
tablado, como sacamuelas, teniendo a
mucha honra el promover tumultos y el
ser maltratados».
«Los protestantes son tan
intolerantes como los católicos donde
quiera que disponen de fuerza. No
solamente retenían el uso exclusivo de
las iglesias donde podían, sino que
prohibían en absoluto el culto católico
en las ciudades que les servían de
rehenes. No poco trabajo le costó a
Sully conseguir que los sacerdotes
católicos tuviesen derecho a entrar en La
Rochela para asistir a los enfermos de
su religión en los hospitales y
enterrarlos con “poca solemnidad” a los
que se murieran. En los centros
hugonotes del mediodía, la minoría
católica estaba siempre bajo la amenaza
de ser encarcelada o expulsada en masa;
hubo más de un ejemplo. Benoit en su
Historia del Edicto de Nantes reconoce
ingenuamente que los ministros
protestantes “conservaban la costumbre
de hablar de la Iglesia romana de una
manera que los católicos juzgaban poco
respetuosa”. Consistía, en efecto, en
llamar a la misa “farsa y pamplina”; al
Papa, Anticristo o capitán de
cortabolsas; al Santísimo Sacramento,
Dios de pasta, y a la Iglesia romana,
infame prostituta. Y no se limitaban a
emplear palabras gruesas, sino que
llevaban inmundicias a la casa donde se
estaba celebrando la misa y a veces
arrancaban el cáliz de manos del
sacerdote celebrante, bravatas a las que
se contestaba con Ordenanzas del
Parlamento y con golpes».
Pero a este cuadro de conjunto le
faltan los detalles. La lectura de la
Historia de Francia durante este período
produce al más indiferente escalofríos.
En Francia, al revés que en Alemania,
tuvo la Reforma carácter eminentemente
aristocrático. Los nobles de provincia,
descendientes de poderosos señores
feudales, vieron en el movimiento
religioso una especie de independencia
que halagaba su orgullo. «Terribles por
su carácter —escribe Cantó—, por su
táctica y valor, por sus relaciones y su
crédito, formaban una Liga estrechada
con el vínculo sagrado de una creencia
común, y por lo mismo formidable frente
a una Corte depravada e inconstante. A
estos nobles se unían las personas
instruidas que haciéndose calvinistas se
emancipaban de la nobleza que les
rechazaba y del pueblo cuya ignorancia
excitaba su desprecio. Distinción de
talento, elevación de carácter, orgullo,
ambición, tal vez algo de envidia, todos
estos elementos se combinaban en el
partido protestante de Francia»[909].
Carecía la Reforma en Francia del
factor que la había estimulado en otras
partes. Efectivamente, los franceses no
podían despojar al clero de sus bienes
por la razón sencilla de que el
Concordato entre Francisco I y el Papa
había dado por resultado someter la
Iglesia al monarca. Francisco I, el rey
indiferente, que se aliaba con Solimán
en contra de España, calificó aquel
movimiento de atentatorio a la
monarquía divina y humana y no le
faltaba razón. Pero sus sucesores se
hallaron ante problemas mucho más
graves que los que él presintió. La
matanza de Vassy, que cada uno de los
dos partidos achacaba al otro, dio la
señal de los horrores y en el Mediodía
de Francia, los protestantes cometieron
crueldades sin ejemplo con los
católicos. En 1567 y 1569, las calles de
Nimes se tiñeron de sangre católica. La
noche de San Miguel del primero de
esos años, los católicos encerrados en el
Ayuntamiento, fueron degollados por los
protestantes de una manera sistemática:
los hacían bajar uno a uno a los
subterráneos de la Iglesia y allí los
asesinaban, en tanto que otros colocados
en las ventanas del campanario con
antorchas encendidas iluminaban aquella
escena que recuerda las matanzas de
Septiembre. Duró la carnicería desde
las once de la noche hasta las seis de la
mañana. Los mismos crímenes se
cometieron en diversas partes de
Francia. Católicos y protestantes se
acometen con saña. Donde quiera que
predomina uno de los partidos los
adictos del otro caen bajo el puñal de
sus adversarios. Hallóse la Corte entre
los protestantes acaudillados por el
almirante Coligny y los católicos por el
duque de Guisa. La situación era difícil
si no insostenible. Se trató de negociar
con los calvinistas, y de atraérselos
mediante ofrecimientos, pero se tropezó
con la firmeza de aquellos sectarios. Al
mismo tiempo, la seguridad del Estado
se veía amenazada por las inteligencias
que unos y otros mantenían con el
extranjero: los protestantes, que soñaban
con una República calvinista, con
Inglaterra; los católicos, que no
aspiraban más que a la destrucción de
sus contrarios, con España. Y vino la
noche terrible de San Bartolomé. No
tienen excusa los crímenes de aquella
noche sangrienta, pero no debe
olvidarse que antes había habido las
matanzas de Nîmes, de Pamiers, de
Rodez, de Valence… Según Brantôme,
perecieron en París sólo aquella noche
cuatro mil hugonotes y proseguidas las
matanzas en Meaux, Troyes, Orléans,
Bourges, Lyon, Rouen, Toulouse y otras
poblaciones, murieron asesinados
quince mil protestantes al decir del
martirologio calvinista, publicado en
1582. Duró la carnicería desde el 25 de
agosto hasta el 23 de octubre. Según
Voltaire, el mayor ejemplo de fanatismo
lo dieron los burgueses de París, que
asesinaron, destriparon y tiraron por las
ventanas a los hugonotes en la noche de
San Bartolomé, y Julio Simón, en su
estudio acerca de la libertad de
conciencia opina que lo más terrible de
aquel suceso no fue la traición ni la
matanza, sino el pueblo imbécil,
gritando milagro y creyéndolo, porque
tres días después de la hecatombe, se
cubrió de flores el espino blanco del
marcado de los Inocentes, mientras la
Reina Catalina visitaba la ciudad, llena
de cadáveres, y el Parlamento de París,
sancionando los crímenes de la
sangrienta noche, se hacía traer en una
parihuela el cadáver de Coligny, antes
de enviarlo a la horca de Montfaucon.
Horrible fue la lucha. Michelet ha
descrito con su elocuencia acostumbrada
lo que fue para los protestantes la
matanza de San Bartolomé. Olvida,
naturalmente, lo que los protestantes
habían hecho con los católicos; olvida
que el Barón des Adrets, hugonote
fanático, mató de diversos modos a
cuatro mil católicos y que el Mediodía
de Francia fue teatro de horrores y
saqueos indescriptibles, pero su opinión
merece conocerse. «La Rochelle,
Nimes, Montauban, Sancerre, se
aprestaron a la defensa, así como otras
comarcas montañosas. Pem el golpe
pareció haber destruido a los
protestantes. Treinta mil hombres que
habían perdido, no hubieran debido
abatir al partido que reunía la quinta
parte de Francia, pero el pánico se
apoderó de todos. Huyeron por los
caminos y los que se quedaron en las
ciudades, se dejaron llevar como
rebaños a las iglesias católicas. Hubo
algunos héroes, pero pocos mártires. El
cruel suceso ejerció influencia general.
La muerte había herido a Francia:
mataron a la filosofía en Ramus; al arte
en Juan Goujou, y en el músico
Goudinel, a quien echaron al Ródano. La
Jurisprudencia pereció con Dumoulin,
muerto de angustia y de persecución
poco antes de la matanza. Y la misma
Jurisprudencia muere con L’Hospital,
que falleció de dolor… Las mujeres
horrorizadas, llenan las iglesias,
desgastan a besos los pies de los santos,
estrechan en sus brazos las imágenes de
la Virgen…»[910], Y no es esto solo,
Enrique III cae bajo el puñal de un
asesino; el duque de Guisa muere a
manos de Poltrot, y el buen Rey, el Rey
de las conveniencias y de las
habilidades, Enrique IV, sucumbe a
manos de Ravaillac. El proceso de éste
es un poema. «Como no era posible
obtener confesión alguna del asesino por
medio de exhortaciones ni de amenazas,
se acordó emplear los tormentos. Hubo
quien propuso emplear tormentos mucho
más crueles que cuantos se habían
utilizado hasta entonces… Se atuvieron,
sin embargo, a los procedimientos
corrientes, y como el reo se mantuvo en
la negativa, el verdugo suspendió la
prueba por temor a que debilitándolo no
pudiera satisfacer el suplicio. Por fin el
Parlamento dictó sentencia declarando a
Ravaillac convicto y confeso de crimen
de lesa majestad divina y humana por el
detestable parricidio cometido en la
persona del muy amado rey Enrique IV,
en reparación del cual se le condenaba a
“ser atenaceado en las tetillas, brazos,
caderas y pantorrillas; a que su mano
derecha sosteniendo el cuchillo con que
había cometido el parricidio fuese
quemada con azufre; a que en los sitios
donde hubiera sido atenaceado se le
echase plomo derretido, aceite
hirviendo, resina ardiendo, cera y azufre
fundidos; a que hecho esto, fuese
descuartizado su cuerpo por cuatro
caballos, quemados sus miembros y
aventadas sus cenizas…”. En el patíbulo
el sacerdote que le asistía le negó la
absolución si antes no declaraba sus
cómplices y como no los declaró
insistió el clérigo en su negativa.
Ravaillac vio con gran valor cómo le
quemaban la mano con azufre, pero
cuando los verdugos, poniendo a
contribución todos los recursos de su
arle, prolongaron su suplicio al echar el
plomo derretido en las heridas causadas
por las tenazas, prorrumpió en aullidos.
A punto de ser descuartizado por los
caballos pidió a los circunstantes que
rezasen un Avemaría por su alma y el
pueblo en vez de hacerlo, pidió a gritos
su condenación. Los caballos tirando de
sus extremidades le mataron y entonces,
cuando el verdugo lo descuartizó para
echar sus restos a la hoguera, el
populacho se abalanzó frenético y “no
hubo hijo de buena madre” como dice un
cronista de la época, que no se llevase
un trozo, hasta los niños, que
encendieron fogatas en las calles para
quemar las piltrafas del regicida. Hasta
los labradores de las cercanías de París
se llevaron trozos de sus entrañas y los
quemaron en sus aldeas. El verdugo, por
su parte, sólo pudo entregar a las llamas
la camisa de Ravaillac…». La historia
de Francia recuerda varios sucesos de
esta índole. El más próximo al que
acabamos de relatar es el asesinato del
italiano Concini perpetrado por los
nobles y perfeccionado por el pueblo
que sacó el cadáver de la sepultura, le
arrastró por las calles, le mutiló
bárbaramente y acabó por hacerle
pedazos que se vendieron públicamente
o se echaron al fuego. Un vecino de
París hizo asar el corazón de Concini y
lo devoró en público[911].
Todo esto ocurría en los tiempos
ominosos de Felipe II y Felipe III.
¿A qué seguir?
Al ermitaño. Agustín Jean Valliére,
sospechoso de herejía, ¿no le llevaron al
mercado de cerdos para quemarlo vivo?
¿No mandó el Parlamento de París que
los libros de Lutero se quemasen delante
de la iglesia de Nuestra Señora? ¿No
hizo lo propio la Sorbona con el tratado
de Rege et regis institutione, de
Mariana? ¿No les cortaban la lengua a
los herejes antes de quemarlos, por
temor al efecto que pudieran producir
sus palabras en los espectadores del
suplicio?[912].
Pero ¿qué tiene esto de particular?
En la Europa del siglo XVII no vemos
más que una guerra sin cuartel, una
guerra despiadada y terrible de
católicos contra protestantes, de
calvinistas contra luteranos, que
destruye las ciudades, que deja incultos
los campos, que produce una miseria
espantosa y una barbarie no menos
espantosa. ¿Qué fue, en efecto, la guerra
de Treinta años, continuación y
ampliación de las rebeldías
anabaptistas, es decir, de los primeros
conatos de socialismo práctico, sino la
prueba más formidable del fanatismo
religioso de Europa entera, ya que en
esta guerra no hubo pueblo que no
tomase parte? Léase la descripción que
hace Schiller del estado político, social
y religioso de Alemania en los días
terribles de Wallenstein y Tilly[913];
léase también la espeluznante novela de
Grimmelhausen, Simplicius
Simplicissimus; contémplense los
dibujos de Callot, y se tendrá idea de lo
que fue la contienda en que por espacio
de treinta años se destrozaron con
indescriptible refinamiento casi todos
los pueblos de Europa, de esa Europa
que por boca de sus economistas, de sus
filósofos y de sus historiadores, se
asombra de la intolerancia demostrada
por España, precisamente en aquellos
tiempos.
Pero estas crueldades, estas
persecuciones y estos abusos no
terminaron con la guerra de los Treinta
años. La revocación del Edicto de
Nantes en tiempo de Luis XIV ¿no fue un
acto de tiranía y de intolerancia idéntico
a la expulsión de los judíos de España?
«Luis XIV —escribía Voltaire— renovó
en Francia las persecuciones de sus
antecesores». Intranquila su conciencia y
acosado por sus consejeros, mandó que
se procediese contra los calvinistas, y
les quitasen los hijos para educarlos en
el catolicismo. La emigración empieza
entonces. Los Reyes de Inglaterra y de
Dinamarca, y sobre todo la ciudad de
Amsterdam, procuran atraerse a los que
huyen. Amsterdam les ofreció edificar
mil casas, y aseguran que el interés del
dinero bajó al dos por ciento tan luego
llegaron los calvinistas. Entonces Luis
XIV, temiendo que esta emigración
empobreciera a Francia, mandó que se
confiscasen los bienes de los que huían.
A los maestros calvinistas se les
prohibió tener discípulos; a los militares
y a los funcionarios de este credo se les
privó de sus mandos y de sus empleos, y
por si algo faltaba para completar la
obra de atracción, se echó mano de los
dragones. Esto era inicuo, y, sin
embargo, a propósito de la renovación
del Edicto de Nantes y de las
dragonadas, una dama tan culta como
madame de Sévigné escribía: «Los
dragones han sido hasta ahora muy
buenos misioneros; los predicadores que
se envían completarán la obra. Habéis
leído el decreto por el cual revoca el
Rey el Edicto de Nantes. Nada es tan
bello como su contenido, y ningún Rey
ha hecho ni hará cosa tan
memorable»[914]. En efecto, el país que
poco después iba a denigrarnos ante el
mundo, empleaba con los calvinistas
procedimientos con los cuales jamás
soñó la Inquisición. En 1585 escribía
Louvois: «Su Majestad quiere que se
trate rigurosamente a los que no quieran
hacerse de su religión; y los que tengan
la necia gloria de querer ser los
últimos, deberán padecer lo más
extremo». «Unas 50 000 familias —dice
Voltaire— salieron del reino en tres
años, seguidas de otras muchas, y
llevaron a los extranjeros las artes, las
manufacturas y la riqueza. Casi todo el
Norte de Alemania, país agreste y sin
industria, cambió, merced a estas
multitudes trasplantadas, que poblaron
ciudades enteras. Las telas, los galones,
los sombreros y las medias, que antes se
compraban en Francia, se fabricaban
allí; todo un arrabal de Londres quedó
poblado por sederos franceses; otros se
llevaron el arte del cristal, que perdió
Francia. Holanda adquirió excelentes
oficiales y soldados; el Príncipe de
Orange y el Duque de Saboya tuvieron
regimientos de emigrados franceses…
Algunos llegaron hasta el Cabo de
Buena Esperanza; los calvinistas
franceses fueron dispersados más lejos
que los judíos». Los que no se
resignaban a emigrar lucharon en el
Languedoc, en el Delfinado y en los
Cévennes. El grito de guerra es: «Abajo
los impuestos y viva la libertad de
conciencia». Tres mariscales de Francia
intervinieron sucesivamente en la lucha.
El Duque de Berwick mandó ejecutar a
doscientos protestantes; los que calan en
sus manos iban a la horca o a la hoguera.
Los camisards, capitaneados por
Cavalier, cometieron horrores
parecidos[915].
VII
LA TOLERANCIA
RELIGIOSA EN
LOS TIEMPOS DE
LA FILOSOFÍA
Recordaremos cuanto han dicho de
España los filósofos franceses e
ingleses y veamos lo que ocurría en sus
respectivas patrias en los momentos
mismos en que sus libros se daban a la
estampa para ilustración de la
humanidad. No hablemos de la Corte de
Luis XIV, ni de la severa moralidad del
Regente, Duque de Orléans, ni de la
Corte de Luis XV, ejemplo de virtud,
con su Parce aux Cerfs, ni siquiera de
las Lettres de Cachet, que tenían preso a
un hombre toda su vida en la Bastilla;
atengámonos al tema de la tolerancia.
«Luis XIV, escribe Julio Simón,
gobernaba la conciencia de los católicos
como hubiera podido hacerlo un
confesor o un obispo. Cuando el Rey
con su Consejo de conciencia tomaba
una determinación acerca del dogma o
de la disciplina, todos sus súbditos
debían acatarla, so pena de ser
considerados como rebeldes. Velaba en
su Corte por el cumplimiento de los
deberes religiosos con la severidad de
un prior de convento. Luis XV no le fue
a la zaga: en su tiempo, todo acto de
protestantismo se consideraba como
apostasía y se castigaba con la pena de
galeras a perpetuidad. En 1750 se
impuso la pena de muerte a los
predicadores protestantes y algunos
perecieron. En tiempos de Luis XV, el
rigor de las leyes penales se atenuó,
pero los protestantes siguieron excluidos
de los cargos públicos y privados de
todo derecho»[916].
Lo que era la tolerancia religiosa en
Francia en la época en que los filósofos
empezaban a imponerse, lo demuestra el
famoso proceso del Caballero de La
Barre. Pertenecía éste a una familia
distinguida. Su padre derrochó una
cuantiosa fortuna de la que nada llegó a
él. Una tía suya, Madame de Bron,
abadesa de un monasterio de Abbéville
le recogió en su casa y tenía el propósito
de ayudarle en la carrera de las armas.
Según parece, frecuentaba el monasterio
de Abbéville y hacía la corte a Madame
de Bron, un tal Belleval, hombre de
edad madura, que desempeñaba modesto
cargo en la localidad. Belleval, llevado
de la pasión que sentía por Madame de
Bron, hubo de propasarse y fue echado
del monasterio con prohibición de
volver a poner los pies en él. Deseoso
de tomar venganza de aquel que suponía
agravio, púsose a espiar al Caballero de
La Barre y averiguó que éste no se había
descubierto al paso de una procesión.
Este hecho, relacionado con la
mutilación de un crucifijo que había en
el puente de Abbéville, le sirvió a
Belleval para denunciar por irreligioso
al Caballero de La Barre. Substanciado
el proceso por el tribunal de Abbéville,
fue condenado el Caballero a la
amputación de la lengua, y de la mano
derecha y a ser quemado en una hoguera.
El Caballero de La Barre apeló al
Parlamento de París y éste, después de
largas discusiones, ratificó la sentencia
por quince votos contra diez. Diéronle
tormento para averiguar si tenía
cómplices y después le enviaron a
Abbéville para ser ejecutado,
llevándole al cadalso en una carreta y
con un letrero que decía: «implo,
blasfemo, sacrílego, abominable y
execrable». El único favor que le
hicieron fue conmutarle la pena del
fuego por la de degollación.
Esto sucedió en Francia en 1766,
cuando ya escribían los filósofos y nos
acusaban de intolerantes. En Francia
había habido también una causa famosa,
la de Calas, qué tuvo por origen la
sospecha de un asesinato motivado por
cuestiones religiosas[917].
Mientras esto ocurría en Francia, en
Inglaterra se mantenían en todo su vigor
las leyes dictadas contra los católicos y
contra los disidentes de la Iglesia
oficial. Los irlandeses, sobre todo,
padecían el yugo más terrible que se
haya impuesto jamás a pueblo alguno y
este yugo se debía únicamente al hecho
de que eran católicos. Refiriéndose a
ellos escribía lord Macaulay: «Se
permitió vivir a los católicos de Irlanda;
ser útiles; labrar la tierra, pero fueron
sentenciados a suerte semejante a la de
los ilotas en Esparta, a la de los griegos
en el Imperio otomano, a la de los
negros en Nueva York, Todo individuo
de la casta sometida fue excluido
terminantemente en los empleos
públicos; fuera cualquiera él camino que
tomase, a cada paso se hallaba detenido
por una restricción vejatoria. Solamente
en la obscuridad y en la inacción podía
encontrar seguridad en el suelo nativo.
Si aspiraba al poder y a los honores,
tenía que salir de su patria. Si
ambicionaba gloria militar, podría ganar
una cruz y aún el bastón de mariscal, en
los ejércitos de Francia y Austria. Si su
vocación le llamaba a la política, podía
distinguirse como diplomático al
servicio de Italia c España. Pero en su
país, era un ser despreciable, un leñador
o un aguador»[918].
Tenía razón Macaulay. Entre las
disposiciones que dictó Inglaterra a raíz
de la conquista de Irlanda por Cromwell
las hay que revelan el firme propósito
de someter la raza vencida a las
mayores vejaciones religiosas y
políticas. Citaremos algunas de estas
leyes. En 1698 se prohíbe que los
papistas sean procuradores. En 1703 se
dicta una ley para evitar el aumento de
la «popery». En ella se castiga a los que
«perviertan a alguien con la religión
papista» y a los papistas se les
incapacita para comprar tierras,
tenencias, heredades; para tomarlas en
arriendo; para heredar bienes raíces y si
los heredaren y no se convirtieren al
protestantismo, los disfrutará, hasta que
se convierta, su pariente protestante más
próximo… Se les incapacita, además,
para el ejercicio de los cargos públicos,
a no ser que presten el juramento de
abjuración y se les priva del voto en las
elecciones si antes no lo prestan. En
1706, otra ley prohíbe que los católicos
formen parte de los jurados «a no ser
que no haya número suficiente de
protestantes». En 1709, otra ley concede
las siguientes recompensas: por
descubrir a un arzobispo papista, 50
libras; por cada fraile o cura, 20 libras;
por cada maestro católico, 10 libras.
Estas recompensas tenían que ser
pagadas por los vecinos católicos de
cada comarca. En fin, si en una familia,
el hijo mayor se hacia protestante, el
padre y demás hermanos católicos
perdían ipso facto la propiedad de sus
bienes…
El protestante oprimiendo al
católico y dando poder a los hijos para
arruinar a sus padres. ¿Cabe mayor
muestra de tolerancia y de liberalismo?
«El propietario de una finca ocupada
por colonos católicos, escribía a fines
del siglo XVIII el viajero inglés y
protestante, Arthur Young, es una
especie de déspota que no conoce más
ley en sus relaciones con ellos que su
propia voluntad. No puede suponer
siquiera que una orden suya no se acate,
ni le satisface nada que no sea la
absoluta sumisión. Puede, con la mayor
impunidad, castigar a latigazos o a palos
a quien le falte al respeto y el
desgraciado que quisiera defenderse
sería matado a palos. En Irlanda, matar a
un católico es cosa de la cual se habla
de manera que causa verdadera
confusión en las ideas…»[919]. Estas
palabras se escribían a fines del siglo
XVIII, en la época en que más hablaban
los ingleses de la crueldad española, ¿y
la insurrección de Irlanda a fines del
siglo XVIII, cómo fue reprimida?
«Setenta mil personas perecieron de una
y otra parte; veinte mil soldados
ingleses y cincuenta mil insurrectos; las
devastaciones se elevaron a la cantidad
de ochenta millones y hubo dos años de
hambre; quinientos millones gastó
Inglaterra para someter a los irlandeses,
es decir, para obligarlos a seguir bajo el
yugo de sus explotadores… La ley
marcial, proclamada entonces,
permaneció en vigor hasta el año
1825…»[920]. Hasta 1829, todo irlandés
a quien se encontraba fuera de su
domicilio antes de salir el sol o después
de ponerse, se exponía al riesgo de ser
deportado por cinco años… Y aún había
en Inglaterra escritores que tenían la
osadía de decir, como el doctor Kay,
que «los irlandeses daban funesto
ejemplo a las clases laboriosas de
Inglaterra, enseñándoles a limitar sus
necesidades al sostenimiento de la vida
animal, y a contentarse como los
salvajes con el mínimo de necesidades».
Pecksniff, el famoso Tartufo, creado por
Dickens, no hubiera hablado de otro
modo. ¿Qué quería el doctor Kay que
hiciesen los irlandeses sometidos a la
tiranía de Inglaterra? ¿Quería acaso que
aumentasen con su trabajo las rentas de
los propietarios anglicanos, señores de
sus vidas y haciendas?
Los que presenciaban en su pais
estas cosas, eran los que en sus libros
maltrataban a España por intolerante y
cruel.
Pero aún hay más. Al reunirse en
Francia la Asamblea constituyente, fue
su primer cuidado la Declaración de los
derechos del hombre. «Todos los
hombres, decía, nacen y permanecen
iguales en derechos». ¿Podía pensarse
que los protestantes quedasen excluidos
de esta igualdad? Pues quedaron
excluidos de ella. Julio Simón cuenta
que la moción de un diputado que pedía
la publicidad del culto reformado, se
rechazó por gran mayoría y que la
moción pidiendo que se declarase
religión del Estado la católica, se
rechazó también, por considerarse
innecesaria, en vista de lo cual
protestaron noventa y siete diputados. La
concesión de derechos civiles y
políticos a los protestantes costó gran
trabajo conseguirla y los judíos no la
lograron, decretando la Asamblea con
respecto a ellos, que «no entendía
innovar en lo tocante a los israelitas
sobre cuya situación ya se proveería».
Por lo cual, dice Julio Simón, que
mucho después de haber proclamado la
Asamblea la igualdad de todos los
hombres, seguía discutiendo acerca de si
los protestantes y los judíos podían
votar o no en las elecciones
municipales.
Bien es cierto, que en Inglaterra no
lo pasaban mejor los israelitas y que una
ley de tiempos de la Reina Ana,
obligaba a los padres a mejorar a los
hijos que se hacían cristianos, estando
privados, además, de toda clase de
derechos.
Así estaban las cosas en los buenos
tiempos de la filosofía, de Raynal, de
Voltaire, de Montesquieu, de Rousseau.
Y en cuanto a la Revolución francesa, no
puede considerarse ciertamente como un
modelo de tolerancia religiosa o
política[921].
VIII
EL FANATISMO
RELIGIOSO EN
RUSIA Y LAS
PERSECUCIONES
DE CATÓLICOS Y
SECTARIOS EN
LOS PAÍSES
ESCANDINAVOS
En Rusia padecieron católicos y
judíos la opresión más terrible. Un ukás
de Catalina II, la amiga de Rousseau y
de Voltaire, imponía la pena asignada a
los rebeldes a todo católico, cualquiera
que fuese su condición, que se opusiera
con palabras o con hechos a los
progresos de la ortodoxia en las
regiones precisamente en que
predominaba el catolicismo. Más tarde,
en tiempo de Alejandro I, iban a
reproducirse en Polonia y en el
Occidente de Rusia las dragonadas de
Luis XIV y a convertirse pueblos enteros
a la ortodoxia en veinticuatro horas bajo
el influjo del palo y del sable.
Por lo demás, no necesitaba Rusia
de estas represiones más políticas que
religiosas, para ser un país fanático. La
historia y los caracteres de sus múltiples
sectas ofrecen un cuadro tan pintoresco
como terrible. La heterodoxia se inició
en Rusia en el siglo XIV, y recibió el
nombre de raskol y de raskolniki sus
partidarios. Tuvo su origen en las
alteraciones introducidas por el
arzobispo Nikón en los libros sagrados,
mejor dicho, en las traducciones eslavas
de los mismos. «Convirtióse Rusia,
decíamos en un libro que publicamos
hace años, en teatro de escenas
extraordinarias, de predicaciones
fanáticas, de abominables crímenes y de
tremendas aberraciones. No eran
solamente hombres los que predicaban,
sino mujeres las que iban de aldea en
aldea, exponiendo a las gentes los
principios de sus sectas. Los unos
afirmaban ser reencarnaciones de
Cristo, los otros eran simples profetas,
pero todos se esforzaban en aparecer
ante los ojos del pueblo revestidos de
una aureola sobrenatural de santidad, de
misterio, y de los relatos de algunos
sectarios se desprende que ciertos
profetas lucían un nimbo resplandeciente
u olían a desconocidos perfumes. El
desarrollo adquirido por las sectas fue
tanto más natural y más lógico, cuanto
que al campesino, convertido en bestia
por los nobles y privado de toda
satisfacción material y moral, no le
quedaba otro camino para libertarse,
siquiera fuese momentáneamente de sus
penas, que entregarse a las ilusiones,
prestar oído a los que le anunciaban un
cambio, una transformación social y
deleitarse con la idea de un mundo
mejor… De dos grupos constaban los
heterodoxos rusos: el uno consideraba
indispensable el sacerdote y le confiaba
las ceremonias del culto y el otro negaba
aquella necesidad y sus individuos se
atribuían facultades sacerdotales. El
primero reclutaba sus adeptos en las
partes más pobladas del Imperio; el
segundo en las localidades más
desiertas, y ambos eran a cual más
fanático. El primero admitía como
principio la muerte por el fuego, y el
entusiasmo que aquella idea despertó en
el pueblo fue tan grande que sus efectos
equivalieron a los de una epidemia.
Ansiosos de gozar de una vida futura
que los profetas les pintaban con ideal
colorido, no daban lugar a que llegase
naturalmente, y se mataban quemándose
vivos o atormentándose atrozmente con
refinamiento inconcebible. Los
predicadores recorrían los pueblos sin
temor a la persecución, anunciando el
fin del mundo, la desaparición definitiva
y violenta de la especie humana,
ponderando los supremos encantos del
martirio voluntario y ejerciendo tal
influjo en la gente, que hasta los niños
acudían presurosos a la hoguera… El
segundo grupo, el de los que negaban la
necesidad del sacerdote, se subdividió
en sectas, como la feodowskaya, que
prohíbe llevar los cabellos largos y usar
gorra o sombrero; la filipowskaya que
admite la cremación en vida; la
samofrechenskaya, cuyos individuos se
bautizan a sí mismos; la del stranniki o
errantes, que ni reconocen autoridad
alguna, ni tienen bogar, ni admiten el
matrimonio, ni toleran la existencia de
los hijos…»[922].
Multiplicáronse estas sectas
extraordinariamente. No hay pueblo
cuya historia religiosa ofrezca la
variedad de ideas y de principios que el
pueblo ruso, ni tampoco un fanatismo tan
intenso. El rasgo distintivo de este
fanatismo es, sin embargo, el de que se
ejerce más que sobre los demás, sobre
el sectario mismo. Las matanzas
colectivas se debieron a la íntima
convicción de los que se mataban y no al
influjo de un poder superior. Claro es
que no por eso resultan menos
perjudiciales, ni menos odiosas, y que
tampoco el Estado anduvo remiso en el
castigo. La secta de los Dujoborzi tuvo
su origen en el martirio de tres jóvenes
quemados en 1733 por haberse dicho
encarnaciones de Cristo… Han sido
objeto casi todas las sectas rusas,
singularmente la de los Dujoborzi, de
terribles persecuciones. En 1841 aldeas
enteras de éstos quedaron desiertas por
haber sido trasladados sus habitantes del
mediodía de Rusia al Cáucaso. En 1895,
víctimas de nuevas persecuciones,
resolvieron emigrar en masa. Es quizá la
última emigración que registra la
historia de gentes que abandonan la
patria por sus ideas religiosas.
Remontándonos algo más al Norte y
deteniéndonos en Suecia, hallaremos
intransigencias en un todo análogas. «La
Iglesia nacional, la Iglesia del Estado —
escribe André Bellessort— ¿ha sabido
disciplinar el poderoso espíritu
religioso de los suecos? Empezó por
instalarse firmemente en el centro de la
vida moral e intelectual del país, cuyas
relaciones con los países idólatras trató
de cortar. Una ordenanza de 1686, que
no ha sido derogada todavía, manda
que se aconseje a los jóvenes que no
vayan a países extranjeros para no
infectarse de herejías, cuyos gérmenes
pueden importarse en Suecia. Sus
Sínodos celebrados anualmente, sus
Asambleas parroquiales, convocadas
tres veces al año, sus Consejos
eclesiásticos, ponían a merced del clero,
no solamente la enseñanza pública, sino
la vida interior de la familia. En 1725
promulgaba la Iglesia sueca sus famosos
Bandos contra los conventículos, que
prohibían las reuniones religiosas, es
decir, la libre explicación de la Biblia.
Se aplicaron con tal dureza, que en 1762
Adolfo Federico y en 1822 Bernadotte,
tuvieron que recordar al fiscal que los
asuntos religiosos eran de naturaleza
delicada y merecían alguna clemencia.
Durante el siglo XVIII las condenas
habían sido numerosas: en 1870 fueron
encerradas en la casa de locos de
Danvick ocho personas, cuya locura
consistía en un comunismo religioso; por
aquella época el vicario de Härjedalen,
Martín Tunborg, fue llevado al
manicomio por suponerse que había
permitido reuniones sospechosas»[923].
IX
BRUJAS,
HECHICEROS,
DEMONÍACOS Y
DEMÁS POSEÍDOS
EN LA EUROPA DE
LOS SIGLOS XVI
AL XVIII
Si prescindiendo de la idea religiosa
propiamente dicha estudiamos otras
manifestaciones del fanatismo y de la
superstición, ¿no ocurrió en Europa
durante los siglos XVI y XVII lo mismo
que en España? Si aquí perseguimos a
las brujas y a los hechiceros y los
quemamos, ¿no los persiguieron y los
quemaron en toda Europa por orden de
los reformadores y en proporción
infinitamente mayor? «La persecución y
quema de las brujas es la mancha más
terrible en la historia del Renacimiento
y en la de la Reforma religiosa, escribe
Bezold. Es una prueba humillante de las
debilidades que desdoran hasta períodos
de progreso y de liberación, y lo más
vergonzoso es que este extravío mental
epidémico llegó a su mayor desarrollo
después de la Reforma y fue una
herencia inicua de la Edad Media, que
el mundo aceptó casi sin repugnancia
alguna». Desde fines del siglo XV
empiezan a cooperar a la persecución de
las brujas en Alemania los escritores
eruditos y la literatura popular. Matías
de Kemnat, que presenció muchas
quemas de brujas, dice al hablar de
ellas: «Fuego siempre; este es el mejor
consejo», y en igual sentido se expresan
a porfía los teólogos y humanistas más
notables, como Géiler, Tritemio, Tomás
Murner y Enrique Bebel. «La razón y la
misericordia tuvieron que enmudecer
ante la poderosa corriente,». ¿Cómo no
iba a ser así cuando los primeros en
creer en los sortilegios y en los
maleficios eran los reformadores?
Lulero fue en este punto uno de los más
crédulos. ¿No tuvo sus entrevistas con
Satanás y no disputó con él acerca de
Teología? Pero esto nada tenía de
particular, dados sus antecedentes.
«Desde muy temprano la
imaginación de Lutero se había llenado
de fábulas de brujas, diablos, monstruos
y vestiglos. Tenía por vecina una bruja
de la que se decía que había causado la
muerte del predicador de la parroquia y
a la cual la madre de Lulero trataba con
grandísima amabilidad para no atraerse
su odio y evitar que hiciese llorar a sus
hijos hasta morir. Cuentos de espíritus
que atraían las jóvenes al agua, donde se
ahogaban, de duendes maléficos que
hacían de las suyas en el interior de las
ruinas, de monstruos infernales y de
vestiglos oía el joven Martín cada día en
su casa y en la calle, mientras en la
escuela le aterrorizaba el maestro con el
purgatorio y el infierno y todo esto entre
azotes, temblores, espantos y miserias,
según él mismo dijo
posteriormente»[924]. Algo parecido
debió acaecerles a otros reformadores,
puesto que a Zwinglio le resolvió un
fantasma cierto grave problema
teológico y Melanchton creía en los
sueños, en los presagios y en los
horóscopos. La Reforma no modificó,
pues, en lo más mínimo las ideas
dominantes con anterioridad respecto a
la hechicería. Los reformadores,
especialmente Lutero, estaban
íntimamente penetrados de ellas, y la
Iglesia reformada no quiso ser menos
celosa que la católica en punto a
anatematizar los pactos con el diablo. La
consecuencia fue una verdadera
epidemia de demonismo y de brujería,
castigada con rigor inaudito en
Alemania, en Francia, en Inglaterra, en
Suiza y en los Países Bajos.
La persecución de las brujas se
inicia en Alemania, en Estrasburgo, a
mediados del siglo XV, y desde entonces
hasta los últimos años del siglo XVIII no
se interrumpe. Protestantes y católicos
se afanan en acabar con hechiceras y
nigromantes, viendo por doquiera el
maligno influjo de los pactos satánicos.
Sprenger, en sus Malleus Maleficarum,
dictó las regias más convenientes para
la extirpación del mal, y las hogueras no
se extinguen. En Bamberg se quemaron
seiscientas personas acusadas de
brujería; novecientas en Wurzburgo,
quinientas en Ginebra, y en Lorena un
solo juez se vanaglorió de haber
condenado a muerte a ochocientas
brujas. La multitud presenciaba
impávida estas hecatombes, creyendo
que así cesarían las heladas, mejoraría
el ganado y sería más abundante la
cosecha[925].
En Inglaterra esta persecución
revistió caracteres extraordinarios. Mr.
Mackay[926] ha calculado que desde la
aprobación de la ley contra las brujas en
tiempo de María la Sanguinaria hasta el
advenimiento de Jacobo I, autor de un
tratado de demonología, fueron
quemadas en Escocia 17 000 personas y
40 000 en Inglaterra, y otro autor
inglés[927] dice que, aun suponiendo
exageradas estas cifras, todas las
víctimas de la Inquisición española no
hubieran bastado para entretener a los
cazadores de brujas británicos durante
medio siglo. En los tiempos de Jacobo I
se calcula que las ejecuciones por
brujería no bajaron de quinientas al año,
y el famoso Mateo Hopkins, descubridor
de hechiceras, cobraba una cantidad en
los Ayuntamientos por denunciarlas. En
Inglaterra perecieron por brujos el
Duque de Buckingham, lord Humperford
y la Duquesa de Glócester. Más tarde,
los puritanos, relacionando las prácticas
de brujería con la Iglesia romana,
persiguieron sañudamente estos delitos.
Bien es verdad que lo mismo se hizo en
otras partes, por ejemplo, en
Holanda[928].
En Francia, los jueces y los
Parlamentos quemaron brujos y brujas a
porfía. No hablemos siquiera del
proceso de Urbain Grandier, ni del de
Gaufridi, ni del de la Cadiére, ni del
asunto de las poseídas de Louviers, ni
de las misas negras, ni del asunto de los
venenos, en el que se vio comprometida
parte no pequeña de la aristocracia
francesa; recordemos nada más que el
Parlamento de Tolosa quemó de una vez
a 400 brujas; que el magistrado Remy
confiesa haber hecho lo propio con 800
y que sería larga la enumeración, de
estas matanzas[929].
Un autor belga[930] dice que es poco
sabido, aunque debiera recordarse en
nuestros días, que durante los siglos XVI
y XVII pereció en Flandes innumerable
multitud de brujas; que estas ejecuciones
despoblaron comarcas enteras y que las
personas de mejor familia, denunciadas
por brujería, fueron reducidas a prisión
y expuestas a gravísimo peligro. Según
Scheltema[931] un batelero de
Amsterdam vio en 1656 decapitar en
Naas a 24 personas acusadas de
brujería. Terminada la degollación, las
cabezas fueron colocadas sobre las
rodillas de sus dueños y quemados sus
cadáveres.
En Polonia, la supresión de la
brujería llegó a extremos inconcebibles
según el mismo autor, el cual exclama
después de enumerar múltiples
espeluznantes casos: «¡Gran Dios! Este
mundo que habéis hecho tan hermoso y
que hubiera podido ser un paraíso,
¡cuántas veces no lo ha convertido el
hombre en un infierno!»[932].
Ni siquiera terminaron los procesos
por brujería con el siglo XVII. Ya se
hablaba de los derechos del hombre y
todavía se quemaban brujos. En Burdeos
fue ejecutado uno en 1718; en 1749 fue
decapitada por bruja la priora de un
monasterio de Unterzell; en 1785
quemaron a varias hechiceras en Glaris;
en 1793 se hizo otro tanto en Posen; a
mediados del siglo XVIII, la aldea de
Mohra, en Suecia, presenció escenas
demoniacas que acarrearon la muerte de
23 personas y el castigo de 36, y
acusadas más tarde por unos niños,
fueron condenadas a muerte 84 personas
sospechosas de pacto tácito y expreso
con el demonio[933]. Finalmente en 1749,
todo un pueblo polaco fue sometido a la
prueba del agua por suponerse que había
bastantes brujos entre sus habitantes.
X
LA TOLERANCIA
RELIGIOSA Y LOS
FURORES
DEMONÍACOS EN
LOS ESTADOS
UNIDOS
En los Estados Unidos ¿qué trabajo
no costó llegar a la tolerancia, que hoy
tanto nos admira y suspende?
Colonizadas aquellas tierras por
emigrados puritanos, dieron muestras de
tal celo en la persecución de los
disidentes, que bien puede decirse que
si progresó la colonia en extensión, fue
debido, no ya al espíritu aventurero de
los colonos, sino al deseo de huir de las
persecuciones religiosas[934].
En efecto, cuáqueros, metodistas y
anabaptistas fueron sucesivamente
perseguidores y perseguidos. Las leyes
criminales que dictaron respiraban el
fanatismo y la intolerancia. Pero ¿qué
decimos de leyes? ¿Acaso no era la
Biblia la única ley para aquellos
individuos? ¿No declararon las colonias
del Connecticut que «la Biblia debía ser
el único libro de leyes y los ministros
del culto los únicos jueces de los
pueblos?». Veamos lo que pasaba en
Nueva Inglaterra según el historiador
inglés Wynne:
Tan luego como los presbiterianos
recibieron la sanción del poder civil
para su gobierno eclesiástico,
comenzaron a tratar a los distintos
sectarios con más severidad aun que se
les tratara a ellos por la Iglesia de
Inglaterra. Los anabaptistas y los
cuáqueros fueron victimas de su furia
religiosa y no les demostraron ningún
género de piedad. La persecución dio
principio en Kehobeth en el Condado de
Plymouth, donde varios anabaptistas,
que se habían separado de los demás,
fueron multados, azotados y reducidos a
prisión. Esta gente, como otros
sectarios, soportaron el castigo con tanto
entusiasmo como el de sus adversarios
al imponérselo y se vanagloriaron de lo
que llamaban «sufrimientos por el
Evangelio de la verdad». Todas las
sectas crecen bajo la opresión y no es
irrespetuoso decir que a ella debió
también el cristianismo bajo el divino
amparo, el floreciente estado a que llegó
a través de tantas tribulaciones. Algunos
años después, los cuáqueros sintieron el
peso del poder en el Nuevo Mundo.
Llegaron muchos de ellos de las Indias
Occidentales con el fin de establecerse
en las colonias puritanas. Se les ordenó
que se marchasen y se dispuso que todo
capitán de navío que trajese cuáqueros a
bordo con destiño a la Nueva Inglaterra
pagase una multa de cien libras; que
todos los cuáqueros que desembarcasen
en aquellas colonias fuesen enviados a
las casas de corrección para ser
azotados y sometidos a trabajos
forzados. Aun cuando ya estas penas
eran suficientemente severas, después de
maduras reflexiones añadieron las
siguientes: «El cuáquero que, después
de haber sido expulsado de Nueva
Inglaterra regrese a ella, será
condenado, si es varón, a perder una
oreja y a trabajos forzados en la casa de
corrección hasta que pueda ser
embarcado por su cuenta. Si nuevamente
reincidiese, perderá la otra oreja y será
detenido en la casa de corrección. Si
fuese hembra, será azotada y detenida
como antes se dice. Si de nuevo
reincidiese el cuáquero, varón o hembra,
se le perforará la lengua con un hierro
candente y será detenido en la casa de
corrección hasta que puedan ser
embarcados a su costa».
«Estas leyes, por duras que
parezcan, sirvieron de estímulo a los
cuáqueros en vez de ser obstáculo a su
marcha a la Nueva Inglaterra. El
Gobernador, Endicott, era gran
entusiasta, y por lo tanto, la persecución
de aquellas gentes no tuvo límites. Los
cuáqueros, por su parte, llegaron a
considerar como un deber el regresar a
la colonia después de haber sido
expulsados de ella. Cuatro de ellos, tres
hombres y una mujer fueron ejecutados
en virtud de aquellas leyes. Carlos II,
cuya restauración se había efectuado en
aquel tiempo, desaprobó aquella
represión y dio orden de suspender todo
procedimiento contra los cuáqueros,
pero no fue obedecido tan rápidamente
como hubiera debido serlo, aun cuando
su intervención dio lugar a la derogación
de las sangrientas leyes que imponían la
pena de muerte a tan ridículos sectarios
por sus opiniones religiosas…».
Viene entonces la epidemia de
brujería que estuvo a punto de acabar
con la naciente colonia.
Una fantasía indescriptible —
prosigue Wynne— se apoderó de los
piadosos puritanos y fue la de creer que
estaban poseídos de espíritus malignos.
El fenómeno se presentó primeramente
en una población de Nueva Inglaterra
llamada Salem. Era ministro allí un tal
París, que tenía dos hijas las cuales
padecían convulsiones que iban
acompañadas de manifestaciones
extrañas. Se creyó que estaban poseídas
del demonio. Tan luego llegó el padre a
esta conclusión, púsose a indagar quién
pudiera haber sido la persona causante
del mal. Se fijó en una criada india que
tenía en su casa y a quien maltrataba con
frecuencia. La sometió a tales castigos,
que al fin la infeliz declaró que era ella
la bruja, siendo condenada a prisión
donde estuvo largo tiempo. La fantasía
del pueblo no se hallaba todavía lo
bastante excitada para convertir el
suceso en cosa formal, por lo cual la
sacaron de la cárcel, condenándola a
esclavitud en pago de las costas. Este
ejemplo, sin embargo, despertó la
curiosidad en materia de brujería, y
algunas personas dieron en creer que
estaban embrujadas. Los enfermos tienen
una cierta inclinación a buscar las
causas de los males que padecen, sobre
todo cuando éstas les parecen
extraordinarias y capaces de llamar la
atención del público. Aparte de esto,
hubo en el asunto algo de malicia, pues
una de las personas en quienes se fijaron
primeramente fue Mr. Burroughs,
caballero que había sido ministro en
Salem y que, a causa de ciertas
diferencias religiosas, se separó de sus
feligreses y los abandonó. Este
caballero fue procesado por brujería en
unión de otros dos individuos y juzgados
por una comisión compuesta de los
caballeros de mejor reputación y más
riqueza de la comarca. Ante estos jueces
se alegó como prueba, la más débil,
infantil y repugnante, la más contraria al
sentido común, lo cual no impidió que
fuese condenado, en unión de sus
compañeros. La pena de muerte que les
fue impuesta se cumplió sin dilación y
estas víctimas de la locura popular
fueron despojadas de sus ropas y
arrojadas a un hoyo, que apenas
cubrieron con tierra, de suerte que
abandonaron los cadáveres a las aves y
a las fieras.
«Poco tiempo después, y con
pruebas de la misma naturaleza que las
anteriores, fueron condenadas a muerte
16 personas más, que en su mayor parte
murieron dando muestras de ejemplar
piedad y de verdadera inocencia. Un
hombre que se negó a declarar, padeció
la misma suerte. Las acciones más
inocentes o más vulgares se convirtieron
en ceremonias mágicas y la furia del
pueblo creció a medida que se difundían
estas fantasías. La llama aumentó con
rapidez y comunicó el incendio a toda la
comarca. Ni la inocencia de la juventud,
ni los achaques de la vejez, ni el honor
del sexo, ni la santidad del ministerio, ni
el respeto a la posición social de la
persona, eran bastantes para proteger a
las víctimas. Niños de once años fueron
encarcelados por brujos, A las mujeres
se las registraba de la manera más
impúdica para hallar en sus cuerpos las
señales mágicas. Las manchas
escorbúticas que suelen aparecer en la
epidermis de los viejos, recibieron el
nombre de “pellizcos del diablo” y
sirvieron de indiscutible prueba contra
aquellos que las tenían. Como tales se
admitían las consejas más absurdas y
hasta los cuentos de aparecidos, a los
cuales no hacían referencia nuestras
leyes, fueron llamados “pruebas
espectrales”. Algunas mujeres
confesaban haber cohabitado con el
demonio, amén de otras cosas ridículas
y abominables. Los infelices a quienes
se daba tormento al ser requeridos a
declararse culpables y a denunciar a sus
cómplices, en la imposibilidad de decir
nada concreto, nombraban a quien mejor
les parecía y los denunciados eran
presos y tratados de la manera más
cruel… Un terror universal se apoderó
de los espíritus. Hubo quien se anticipó
a la acusación, denunciándose a si
mismo y así se libró de la muerte; otros
huyeron. Llenas estaban las cárceles;
todos los días había ejecuciones sin que
disminuyera la furia de los acusadores
ni el número de brujas y brujos. Y se dio
el caso de que un juez que había
sentenciado a cuarenta personas,
avergonzado de su obra, se negó a dictar
más autos de prisión. Inmediatamente
fue acusado de brujería y tuvo que huir,
abandonando su familia y sus bienes. Un
jurado, sorprendido por las solemnes
afirmaciones que de su inocencia hacía
una mujer, se atrevió a declararla
inocente. Los jueces entonces obligaron
al jurado a retirarse y le requirieron
imperiosamente para que declarasen
culpable a la mujer, la cual fue
inmediatamente ejecutada. Los
magistrados y los eclesiásticas, cuya
prudencia hubiera debido aplicarse a
curar esta enfermedad, apaciguando la
furia de todos, echaron leña al fuego,
alentando a los acusadores,
concurriendo a los reconocimientos y
arrancando confesiones a las brujas.
Nadie se distinguió más que Sir William
Phips, el Gobernador, hombre de bajo
nacimiento y de educación todavía más
inferior. No menos crueles eran los
doctores Increase Matter y Cotton
Matter, pilares de la Iglesia de Nueva
Inglaterra. Y como algunos eclesiásticos
de los más populares, cuando ya habían
sido ejecutadas veinte personas,
elevaron un mensaje a Sir William Phips
dándole gracias por su celo y
exhortándole a seguir en tan laudable
empresa, los acusadores, alentados, no
sabían ya a quien denunciar. Les faltaban
víctimas. En vista de ello acusaron a los
mismos jueces y lo que fue más grave, a
los parientes más próximos de Mr.
Increaser Matter, y los delatores
pensaron hasta en la familia del
Gobernador… Era ya hora de cambiar
de sistema. Los denunciantes fueron
desautorizados. Ciento cincuenta
personas que estaban presas recobraron
la libertad. Doscientas que estaban
procesadas vieron sobreseídas sus
causas y las que estaban condenadas a
muerte recibieron a tiempo el perdón.
Diéronse cuenta las gentes del error
grosero y estúpido en que habían
caído… Se ordenó un ayuno general
para pedir a Dios perdón de los errores
de su pueblo, inducido por
Satanás…»[935].
Hemos reproducido íntegra esta
bella página recordando la frase de M.
Leroy Beaulieu de que España llevó a
un mundo nuevo una sociedad vieja.
¿Qué novedades llevó Inglaterra a sus
colonias de América? La persecución
religiosa y las epidemias demoníacas.
XI
LA
COLONIZACIÓN
EUROPEA
En otro lugar de este libro hablamos
de la colonización española, de sus
caracteres, de sus resultados.
Trataremos ahora de la colonización
extranjera. Una de las acusaciones más
terribles y más injustas que se han
lanzado contra España se funda en los
abusos de nuestra colonización, en la
destrucción de las razas indígenas, en el
acaparamiento de los tesoros de
América, en la ruina de comarcas
enteras, en la destrucción de
civilizaciones superiores a la que
nosotros teníamos. Todas estas
afirmaciones de los sabios extranjeros
conviene destruirlas por medio de
breves comparaciones.
«La historia de las colonias, dice M.
Salomón, ha comenzado siempre por la
violencia, la injusticia y el
derramamiento de sangre y su resultado
ha sido el mismo en todas partes: la
desaparición de las razas salvajes al
contacto con las civilizadas… Ningún
pueblo puede acusar a los demás en este
punto; las intenciones habrán podido ser
mejores aquí o allí, los procedimientos
de unos, menos repugnantes que los de
otros; pero todos tienen yerros que
reconocer, crímenes que deplorar,
resoluciones generosas que adoptar para
lo porvenir».
Aun cuando estas frases son más
aplicables a los extranjeros que a
nosotros, puesto que en las colonias
españolas subsistió la raza indígena,
preciso es declarar que nada pueden
echarnos en cara los extraños desde el
punto de vista de la colonización y que
la practicada por ellos, no ya en el
siglo XVI y en los siglos XVII y XVIII,
sino la que actualmente practican,
constituye para la cultura que aspiran a
representar un baldón de ignominia. Lo
probaremos.
La colonización europea, la que han
realizado en Asia, en América y en
África los pueblos que se llaman cultos,
está formada por una larga, interminable
serie de abusos, de crímenes, de
matanzas, de desolaciones, de horrores
de todo género, dominados por una idea
fundamental, idea materialista sí las
hubo: la de que la finalidad única de la
colonización no es el progreso, no es la
atracción de las razas inferiores a
nuestra vida superior mediante la
educación, sino única y exclusivamente
el enriquecimiento de la metrópoli. Se
acusa a España de haber explotado las
riquezas de América y hasta de haber
vivido a costa de ellas, ¿qué no puede
decirse entonces de lo que han hecho y
hacen Francia, Inglaterra, Alemania,
Holanda y Bélgica?
Un escritor español, que no pecó
ciertamente de reaccionario, el señor
Perojo, decía comparando los sistemas
colonizadores de Inglaterra y España:
«En las colonizaciones de estos dos
pueblos hallamos, en primer lugar, que
son muy diferentes las facultades de la
raza. La española se funde con la
indígena y crea por este cruzamiento un
pueblo enteramente nuevo. Se distingue
en ella también la facilidad con que en
todas partes echa raíces, por lo que
puede decirse que para ella Omnes
solum forti patria est, ut piscitur
equor».
«Los primeros historiadores de
Indias, Ulloa, Oviedo y otros, hablan
extensamente de este apego a la tierra en
los españoles y asimismo del empeño
que ponían en no construir ciudades
distintas de las de los naturales,
prefiriendo en todo caso ensanchar y
agrandar las que éstos tenían ya
construidas. En la colonización inglesa
domina, en cambio, un sentido contrario
por completo a éste. Puede decirse de
los ingleses que coelum non animum
mutant qui tans mare curret. Para el
inglés, en América, en Australia, en
todas partes, en suma, no sólo no es el
indígena un elemento de fusión para su
raza, sino realmente un estorbo, un
obstáculo a sus planes colonizadores. En
las nuevas comarcas en que se fija,
aplica lo de hospes hostis. Esto es tan
instintivo en el pueblo inglés, que Lord
Bacon señalaba ya como ideal para la
colonización, como el desiderátum, un
territorio en donde no hubiera indígena
alguno y no fuera menester el trabajo de
extirparlos. Mas esto que parecía no
pasar de mero deseo, la raza inglesa
hace de su parte cuanto puede por
realizarlo. Por consecuencia, no sólo no
se mezcla ni cruza con las razas
aborígenes el inglés, sino que no puede
soportar el menor contacto con ellas y
las excluye en absoluto de toda
existencia colonial. Se hace cuenta de
que no viven y, por su parte, pone todos
los medios para que esto sea un hecho».
El colono inglés hace una simple
transposición de espacio sin que en el
mismo se produzca la menor variación.
Lleva consigo sus leyes y sus derechos,
bien distinto también en esto al colono
español que al abandonar la península,
lo dejaba todo en pos de sí y tenía en lo
sucesivo que sujetarse y conformarse a
las leyes de Indias, ni más ni menos que
el natural de aquellas comarcas. Si de
las condiciones de las dos razas
pasamos a examinar los dos sistemas
coloniales, encontraremos que son aquí
aún más grandes esas diferencias, En la
colonización inglesa no existe otro
objetivo que el mercantil. Esto lo han
dicho y sostenido siempre los escritores
ingleses en todos los tiempos. El siglo
pasado dijo lord Sheffield que «la sola
ventaja que sacamos de nuestras
colonias de América y de las Indias
occidentales es el monopolio de sus
expendios y el transporte de sus
productos». «Si queréis permitirme que
en un solo concepto resuma yo las
ventajas todas que se encierran en el
sistema colonial inglés, os diré que
verifica un progreso topográfico,
mientras que por el sistema español se
alcanza un progreso psicológico. El
propósito del uno es puramente
individual; el del otro, político, y, como
consecuencia, civilizador y humanitario.
Sir Stamford Raffles decía: nuestro
objeto no son tierras, sino comercio.
Este es el sistema colonial inglés.
Nosotros decimos: nuestro objeto no es
el interés, sino la civilización, el
progreso de la humanidad. Este es el
sistema español»[936].
Pero, además de todas las ventajas
que se derivan para los pueblos
colonizados de esta diferente
concepción de los deberes del
colonizador, tiene la colonización
española, sobre la tan ponderada
colonización inglesa y sobre todas las
demás, el privilegio de la antigüedad, es
decir, que España organizó en América
un Gobierno y dictó leyes y echó las
bases de veinte naciones mucho antes
que ningún otro país pensase en
empresas parecidas.
Y es que, como dice muy bien
Lummis, toda Europa durmió largos
años, menos España. La colonización
francesa e inglesa en el continente
americano tardó mucho tiempo en
iniciarse aunque los viajes, de
exploración comenzaron poco después
del descubrimiento. En 1496, Juan
Caboto, natural de Venecia, obtuvo de
Enrique VIII de Inglaterra una Comisión
para descubrir y colonizar países de
infieles, y en julio del año siguiente
llegó a Terranova y al año siguiente a la
bahía de Chesapeake. Pero durante los
ochenta años que siguieron, los ingleses
ni fundaron ninguna colonia en aquellas
tierras, ni hicieron más que
exploraciones sin orden ni concierto en
aquella parte del mundo. Los franceses
no hicieron más que los ingleses. Treinta
y seis años después de descubierto el
Nuevo Mundo, Francisco I, que veía con
envidia las inmensas posesiones
americanas de su eterno rival Carlos V,
pensó en adquirirlas y confió a otro
veneciano, a Verazzani, el mando de una
expedición que llegó en 1524 a los
mismos parajes que veintisiete años
antes descubriera Caboto, «Los
compatriotas de Montesquieu, dice Gil
Gélpí, qué compara a los españoles con
los turcos respecto a las aptitudes para
gobernar un grande imperio,
demostraron que ellos ni siquiera eran
capaces de apoderarse de uh desierto.
Llegaron al Nuevo Mundo, cortaron leña
para la provisión, rellenaron sus
bocoyes de agua y regresaron a Francia
muy ufanos de haber visto las
celebradas costas de las Indias. La
vanidad francesa se dio por satisfecha:
la bandera de Francia había cruzado el
gran mar, aunque bajo la dirección de un
capitán extranjero». Diez años después,
hacia 1534, un marino francés, Jacques
Cartier, salió de Francia, llegó a las
costas de la Carolina y regresó a su
patria. Una nueva expedición le llevó
hasta el río San Lorenzo. Largo tiempo
abrigaron los franceses el propósito de
fundar una colonia en este sitio y, por
fin, en 1542 salió una expedición con
este objeto, pero no lo consiguió. Veinte
años tardaron en decidirse a la
fundación de colonias y lo realizaron en
1561, sesenta años después de haber
fundado los españoles la Isabela. Estos
datos bastan para probar que fuera por
lo que fuera, los españoles tuvieron en
aquella época una fuerza de voluntad y
un espíritu de sacrificio de que, por lo
visto carecían las demás naciones
cuando así se retrasaron en la ocupación
y colonización de las tierras americanas.
Los portugueses siguieron por espacio
de muchos años una conducta parecida:
hasta 1549 no tuvo el Brasil una
organización política, pero aun así, no
penetraron en el interior, limitándose a
ocupar puntos en las costas y a fundar en
ellas a San Salvador, Pernambuco,
Puerto Seguro, etc. Apenas organizada
la nueva colonia y cuando ya los
indígenas se habían sometido, una
expedición francesa, compuesta de
hugonotes «que iban a América para ver
si en ella encontraban la libertad de
rogar a Dios según su conciencia»,
como dice M. Bourchot, «encontraron,
según el mismo escritor, en aquellas
inhospitalarias costas, todas las
violencias dél fanatismo que
ensangrentaba la Europa».
Probablemente estos supuestos colonos
que tan excelentes propósitos llevaban,
serían de aquellos piratas que
empezaron a hacer imposible; la
existencia de las colonias españolas y
portuguesas. En resumidas cuentas, ni
los portugueses, ni los ingleses, ni los
franceses lograron hacer nada de
provecho en América durante los
cincuenta primeros años siguientes al
descubrimiento. Un. dato más, la
expedición de los Walzars, banqueros
alemanes, a Venezuela, que obtuvieron
con este fin un privilegio de Carlos V,
constituye la página más triste de la
conquista del Nuevo Mundo, «Los
alemanes, escribe Robertson, ansiosos
de riquezas, con objeto de poder
abandonar pronto un país cuya
residencia les parecía muy
desagradable, en lugar de fundar una
colonia que cultivase y mejorase la
tierra, se esparcieron por varios
distritos a fin de buscar minas, robando
en todas partes a los indios con la
rapacidad más cruel y oprimiéndolos
con trabajos que no podían soportar, y
en pocos años sus exacciones, más
atroces que las de los españoles,
desolaron completamente esta provincia
que no pudo proporcionarles
subsistencias» [937] .
La colonización inglesa empieza en
América en los tiempos de Isabel con
las depredaciones de Drake y las
expediciones de Gilbert, de Sir Walter
Raleigh, de Sir Ricardo Granville y de
algunos otros. En tiempos de Jacobo I la
colonización recibe una cierta
organización. Se fundan las dos
Compañías de Londres y Plymouth para
colonizar la Virginia, pero el hecho fue
que ciento diez años después de las
expediciones de Caboto, no había
ningún inglés establecido en América. A
principios del siglo XVII se fundan las
primeras poblaciones anglosajonas y en
1620 llegan a Nueva Inglaterra los
puritanos refugiados en Holanda. Cosa
verdaderamente notable: llevaban a
América los españoles el propósito de
difundir su religión entre los indígenas;
llevaban los ingleses a América la
aspiración de ejercer libremente la suya,
cosa que no podían hacer en su patria.
Después de no pocas dificultades,
comienza a prosperar la colonia y
entonces es cuando se desarrolla en ella
el furor de las persecuciones religiosas
y hasta de las demoníacas. Bien puede
asegurarse que las colonias inglesas de
América se desarrollaron merced al
fanatismo religioso y que los avances de
la raza anglosajona en el Nuevo Mundo
respondieron, no al afán de evangelizar
ni siquiera al de explorar, sino al deseo
que sentían los colonos de poder
practicar libremente sus confesiones
respectivas.
No menos lamentables fueron los
primeros ensayos hechos por los
franceses para establecerse en el
Continente americano. La expedición de
hugonotes enviada por et almirante
Coligny, pereció a manos de los
españoles; las de Montt, Pontricoort y
otros en Florida y Virginia, fueron
deshechas por los ingleses; las únicas
que prosperaron fueron las del Canadá,
fundadas por Champlain en 1607, pero
justo es decir que las ciudades que allí
levantaron los franceses, una vez
implantado su régimen colonial, no
podían compararse ni de lejos con
Méjico, Lima, Santa Fe y otras ciudades
de la América española.
Ya estaban establecidos ingleses y
franceses en América cuando llegaron
los holandeses y entre sus fundaciones
merece especial mención la de Nueva
Amsterdam, o sea la actual Nueva York.
Esto por lo que a América respecta.
Como vemos, tardaron las naciones que
nos echan en cara nuestra desidia, más
de un siglo en fundar ciudades en
América y demostraron en la conquista
de los territorios, capacidad muy
inferior a la nuestra en punto a atracción
de las razas indígenas y a civilización
de las mismas.
Pero ¿y nuestras crueldades?
Los franceses, ingleses y holandeses
cometieron en aquellos tiempos
crueldades mucho mayores que las
nuestras y abusos mucho más
censurables. Citaremos a Leroy
Beaulieu, que es gran adversario
nuestro.
«El mismo espíritu de monopolio y
las rivalidades comerciales los
impulsaban a crueldades
indescriptibles que dieron por resultado
rebeliones, guerras y gastos
considerables. Así fue que en Banda
destruyeron casi toda la población
indígena y convirtieron a Polaroon en un
desierto; en Amboina, asesinaron a los
ingleses y a los japoneses después de
darles tormento y en Java hicieron en
1740 una matanza terrible de
chinos…»[938]. ¿Quiénes hacían estas
cosas? Los holandeses en sus
posesiones de Asia.
«Hemos visto, añade, las medidas
homicidas que en múltiples
circunstancias adoptó la Compañía con
toda tranquilidad y sin razón atenuante
contra los indígenas de sus posesiones:
las matanzas de malayos en Banda y de
chinos en Java no fueron hechos
aislados y excepcionales; muchos otros
del mismo género, que han quedado más
obscurecidos porque el número de
victimas fue menor, vinieron a deshonrar
el nombre holandés en todo el Oriente.
La Compañía se propuso como fin:
limitar la producción de las islas de que
se había apoderado y limitar también la
población de las mismas para que el
contrabando fuese más difícil y más
fácil la vigilancia. Su éxito no pudo ser
mayor en esta obra inhumana»[939].
A principios del siglo XVII comienza
Inglaterra su colonización, mejor dicho,
su explotación de la India. Allí dejó
subsistente la raza indígena, entre otras
razones, como dice el señor Per ojo,
porque «se encontraron con un número
de naturales tan grande que, convencidos
de que era empresa vana su extirpación,
pasaron por el hecho de que existieran,
pero nunca a su lado ni como sus
iguales». ¿Qué fue aquella explotación
llevada a cabo por empresas
comerciales? Uno de sus episodios lo
describe lord Macaulay: «Entonces se
desencadenó la guerra en las ciudades y
deliciosas campiñas del Rohil Kund,
con todo el séquito de horrores propio
de la lucha en aquellos parajes. La
comarca entera se cubrió de cenizas y de
sangre; más de cien mil personas
abandonaron sus hogares para refugiarse
en bosques impenetrables e insalubres,
preferiendo el hambre, la fiebre y las
garras de los tigres a la tiranía del
hombre a quien un gobierno inglés y
cristiano había vendido sus riquezas,
su felicidad, el honor de sus mujeres y
de sus hijas, incitado de vergonzosa
granjeria»[940]. Dejemos la India, que
ya volveremos.
Más tarde, comienza la colonización
australiana. ¿Cómo se llevó a cabo? Se
llevó a cabo por medio del sistema de
convictos, o sea enviando allá a los
presidiarios y a los deportados
políticos. M. Leroy Beaulieu, que tan
mal nos trata, dice que el régimen inglés
en aquellas comarcas dio excelentes
resultados. ¿Cómo era este régimen? No
hace falta acudir a otros libros que a los
ingleses. «En los comienzos de la
insurrección americana, el Gobierno
británico empezó a comprender que
ahorcar a la gente por robos
insignificantes era una grave
equivocación. Se ensayó entonces la
deportación y se fundó el gran Dominio
australiano. En realidad lo que ocurría
era que las leyes penales inglesas eran
entonces y lo fueron hasta setenta años
después una deshonra para la
civilización. Mujeres y niños eran
ahorcados por robar el equivalente de
un pañuelo. Los días de ejecución, los
alrededores de la cárcel parecían una
feria: allí se daban cita las prostitutas y
los ladrones. El ambiente se impregnaba
con el olor de las bebidas alcohólicas y
resonaba con las chanzas y las
blasfemias. El Gobierno británico
empezó a pensar en que sería bueno
mandar a Australia toda aquella gente.
Los americanos, que se habían hecho
independientes, rechazaban la mano de
obra blanca. En un país cristiano como
Inglaterra se hizo entonces la
proposición de entregar los criminales a
los tratantes en esclavos de Marruecos,
pero se rechazó esta humanitaria
propuesta. Enviáronse cargamentos de
presos al África, donde murieron a
consecuencia de la fiebre y del látigo.
Entonces se pensó en Australia y el
buque Success y sus compañeros de
tortura se encargaron del transporte.
Comenzó éste a fines del siglo XVIII, en
plena fiebre filosófica. En marzo de
aquel año se reunió en Spithead la flota
destinada a la conducción. El 13 de
mayo salió, llevando a bordo a 588
varones, 292 mujeres y 28 niños.
Durante el viaje murieron cien convictos
y enfermaron 326. Esta fue la
humanitaria reforma que ideó
Inglaterra…».
La historia de la fragata Success se
ha calificado por algunos diciendo que
es la página «más negra de la historia de
la Gran Bretaña». Y tienen razón. En un
libro reciente[941], se cuenta al por
menor y sobre la base de documentos
oficiales, la odisea tristísima de
aquellos hombres que iban en la cala del
buque, atados unos a otros, de suerte que
si el uno moría, el superviviente
quedaba sujeto a un cadáver; de aquellas
mujeres que se repartían los marineros y
los oficiales de la nave; de aquellos
niños sepultados en el mar, apenas
empezaba la travesía; de aquellos
desembarcos de presos, que se
entregaban al albedrío de los colonos
libres o de otros convicts más
afortunados, que los embrutecían con el
alcohol y les trataban a estacazos… Así
se colonizó Australia en la época de la
filosofía, y mucho después. M. Leroy
Beaulieu, que maltrata a España en su
libro sobre colonización, celebra como
un éxito el convict system británico. Los
sabios son terribles: pertenecen casi
todos a la categoría de Sancho; dicen a
una ¡viva quién vence! Australia es hoy
una colonia próspera ¿qué importa, por
lo tanto, a la ciencia la manera cómo se
consiguió esta prosperidad? ¿No es el
dinero lo esencial?[942].
Volvamos a la India. No nos
valdremos para hablar de esta bellísima
colonia inglesa de textos españoles. Nos
valdremos de los artículos publicados
por tan grande autoridad como Mr.
William Jennings Bryan, Secretario de
Estado de los Estados Unidos de
América. Oigamos lo que dice: «No es
necesario recordar los principios de la
East India Company. Bien condenados
están por la opinión pública. La
Compañía perseguía fines
exclusivamente comerciales y no tenía
más objeto que ganar dinero. Logró
imponerse ayudando a unos príncipes
indígenas contra otros cuando no les
instigó directamente a que se hiciesen la
guerra. El Gobierno inglés se incautó
del territorio a causa de la conducta
ignominiosa de la Compañía. Nadie
defiende hoy esta conducta, aun cuando
Warren Hastings fue absuelto por la
Cámara de los Lores, no obstante sus
crímenes, teniendo en cuenta los
servicios que prestó al desarrollo de la
autoridad británica, ¿es justo el
Gobierno que hoy tiene la India?… El
Gobierno de la India es tan arbitrario
y despótico como el de Rusia y es peor
que el de Rusia desde dos puntos de
vista. Primero, porque está administrado
por un pueblo extranjero, mientras que
los funcionarios de Rusia son rusos.
Segundo, porque saca del país gran
parte del dinero procedente de los
impuestos, mientras que Rusia lo gasta
allí mismo. Tercero, porque Rusia ha
creado un Parlamento, mientras
Inglaterra sigue negando este derecho a
los indios. Estos tributan; pero no tienen
voz ni voto en la tasación, Pagan
anualmente 225 millones de dólares, de
los cuales 100 sirven para pagar a un
ejército en el cual los indios no pueden
ser oficiales. Otros 100 millones van a
Inglaterra todos los años… Los
impuestos son en la India el doble que
en Inglaterra, teniendo en cuenta los
ingresos del país. De los impuestos, el
40 por 100 procede de la tierra, y el
Gobierno no gasta un céntimo en hacer
productiva la tierra. Inglaterra no
concede la autonomía a la India porque
teme que los ingresos que de ella deriva
se acaben, tan luego como el Gobierno
esté en manos de los naturales. El
argumento de que los indígenas carecen
de condiciones para gobernarse se
vuelve contra Inglaterra. Si la India no
es capaz todavía de regirse; si se halla
aún como en la Edad Media, ¿quién
tiene la culpa? Inglaterra que no ha
sabido educarla. Un periódico de
Calcuta decía: Cuando Inglaterra llegó a
la India, era esto la nación más
civilizada de Asía; el centro de la luz en
aquel continente. El Japón no existía.
Pues bien, en cincuenta años el Japón ha
sabido hacer una revolución, política,
literaria, científica, con auxilio de las
artes de Europa, mientras la India al
cabo de siglo y medio de tutela inglesa,
sigue siendo lo que era…».
Y añade Mr. Bryan: «Que no se cite
a la India como argumento en defensa de
la colonización, Inglaterra le ha
otorgado grandes beneficios, pero ha
exigido un precio enorme. Se vanagloria
de haber llevado allí la paz, pero
¿cuántos no han ido por su culpa a la paz
del sepulcro?…»[943].
Pero no han sido mejores otras
colonizaciones. El señor Quesada en su
estudio acerca de La Sociedad
hispanoamericana bajo la dominación
española, se expresa de este modo: «Es
indiscutible que la conquista española
no exterminó las poblaciones indias, que
sufrieron, es verdad, la suerte de los
pueblos vencidos; por el contrario, la
legislación colonial les fue benévola y
tendió a civilizarlos y conservarlos. Por
el contrario, la conquista inglesa los
destruyó. Las tribus que aún sobreviven,
moran en terrenos que les han sido
reservados; sin embargo, están
fatalmente condenadas a extinguirse, a
medida que los blancos avanzan,
obligando a los Pieles Rojas a venderles
territorios que ocupan. Últimamente, en
1891, el Gobierno compró en la parte
Este del territorio de Oklahoma a los
indios Sioux, Sax, Kiowa, y
Pettawatomie, una extensión de 226 343
áreas, y miles de colonos blancos, en el
día que señaló el Presidente de los
Estados Unidos, invadieron como
desbordado torrente aquel territorio».
«No transcurrirá mucho tiempo, decía el
diario Las Novedades, sin que pase a
manos de los blancos la tierra escasa
que se han reservado los indígenas. Se
les echa de las comarcas, se van
muriendo, estrechados por la invasión
de la raza conquistadora». «Todas las
turbulencias de los indios pueden ser
explicables», decía una carta del padre
Cralf, hablando de los Sioux,
considerándolas en todos sus aspectos
por sus únicas y verdaderas causas, a
saber: el hambre, la abyecta miseria y la
desesperación. El origen de todo ha sido
durante muchos años la ultrajante
conducta del Departamento de Indios,
evidenciándose en los últimos
despropósitos y crueldades dél actual
comisionado, Morgan. Cuando
adquirieron los norteamericanos por las
armas o por tratados, más de la mitad
del territorio de Méjico, de California y
Tejas, la población se componía de
indios e hispanoamericanos; hoy de los
indios sólo queda la etnografía gráfica:
o han huido, despojados de las tierras
que poseían o los han matado. Aquella
gran tribulación ha sido descrita con
ternura y colorido por la escritora
norteamericana Mrs. Hellen Hunt
Jackson; esa conquista arrojó sin piedad
de aquel suelo la raza que lo habitaba.
Los fundadores de la efímera República
de Tejas la sometieron al protectorado
extranjero, traicionando a su patria y
recibieron como castigo ser arrojados
del suelo donde habían nacido. La
lengua española ha sido substituida por
la inglesa. El Senador Worhees, dijo en
sesión del Senado, en diciembre de
1890 estas palabras: «El proceder de
este Gobierno para con los aborígenes
es un crimen repugnante a Dios y a los
hombres. Dos años hace que vienen
padeciendo hambre según las palabras
del general Milles. La necesidad les
devora, y famélicos y desesperados
antes quieren morir con las arpías en la
mano que de desesperación y de
miseria». The Tribune publicó una
correspondencia en la cual se dice: «Las
tribus indias que presenciaron la
colonización de Jamestown, Manatha,
Plymouth, Rock, han desaparecido de la
superficie de la tierra. Los indios que,
encontró Cortés en el Yucatán y en
Méjico, siguen allí y su trabajo, con ser
tosco e incierto, contribuye a la riqueza
del país qué llena las necesidades del
comercio».
Comentando estas frases y estas
citas del doctor Quesada, escribía el
mejicano don Francisco Sosa: «Aunque
la elocuencia de los párrafos copiados
hace inútil todo comentario, juzgo
pertinente hacer notar que acrece la
responsabilidad moral de los
anglosajones la circunstancia de que sus
despojos y sus crueldades han sido
perpetrados y siguen perpetrándose
cuatrocientos años después de los que
cometieron los conquistadores
españoles. Cabe entonces preguntar, ¿la
raza española, por serlo es culpable y
merece ser castigada sin misericordia, y
la anglosajona es inocente, pura, sin
mancha, nada más que por ser distinta de
aquélla? El incesante progreso de la
humanidad ¿no resulta un mito, una de
tantas mentiras convencionales de la
civilización, hoy tan decantada? Por
ultimo, en presencia de las conquistas
modernas, ¿se puede establecer una
diferencia entre estas y las antiguas?». Y
el señor Sosa establece efectivamente
esta diferenciación. «Los novísimos
conquistadores, dice, difieren de los de
antaño en que no son, como éstos fueron,
hombres capaces de realizar una
epopeya y de inspirar, a pesar de todas
sus manchas, poemas épicos o
portentosas historias que inmortalizan.
Obsérvase desde luego que no es el
triunfo de un ideal, ni el amor a la
gloria, ni la propaganda de una filosofía
nueva o de una religión lo que les
inflama y conduce a atropellar creencias
y violar derechos; que antes de lanzarse
a temerosas aventuras pactan ligas o
coaliciones con una o varias potencias,
con el fin de lograr más bien que por el
propio esfuerzo, por la abrumadora
masa de los ejércitos coligados, el
triunfo sobre el débil, que lo es porque
todos lo abandonan y todo tiene que
fiarlo a su brazo, a su fe, a su valor y a
su constancia… Pero ¡qué mucho —
digámoslo en descargo de banqueros
judíos, de comerciantes e industriales
conquistadores— qué mucho, si los
misioneros que ahora se estilan,
católicos y protestantes sólo predican el
Evangelio a la sombra de la bandera
patria, protegidos por embajadores o
ministros plenipotenciarios o cuando
menos por cónsules que al primer amago
de insurrección de los que quieren morir
en la fe de sus mayores, hacen que
formidables acorazados bombardeen los
puertos, en tanto que poderosa artillería
de mortíferos proyectiles arrasa pueblos
y ciudades, granjas y alquerías! Tales
misioneros no son sino agentes o
comisionistas viajeros empleados en
hacer aceptar los productos de sus
respectivos países, instrumentos puestos
al servicio de los grandes intereses
materiales, vanguardia exploradora de
las huestes de ese imperialismo que,
devorado por insaciable codicia, busca
nuevas regiones que explotar o siquiera
sea mercados nuevos para desahogar la
plétora de sus productos naturales y de
los de sus múltiples industrias»[944].
No puede caracterizarse mejor la
colonización moderna. La colonización
moderna en nada se parece a la antigua.
En la antigua, el factor espiritual, a
pesar de todos los abusos y de todas las
crueldades, era lo que predominaba. En
la colonización moderna, lo que
predomina es el materialismo. La vieja
Europa, al cambiar sus antiguos sistemas
industriales y comerciales, al dar a la
producción de sus fábricas un
incremento prodigioso, al crear una
clase social semejante a la antigua de
los esclavos, una clase que vive
exclusivamente de la venta de su
trabajo, porque nada posee, necesitó
mercados y a] industrialismo desaforado
siguió el imperialismo no menos
desaforado. El imperialismo en su
esencia no es más que la manifestación
violenta y despreocupada del afán de
lucro que caracteriza a la sociedad
contemporánea. ¿Hacen falta cifras para
probarlo? Ahí van algunas. La superficie
de la tierra se reparte entre unas pocas
naciones. En 1911 el Imperio británico
tenía una extensión de veintinueve
millones seiscientos mil kilómetros
cuadrados; en el mismo año el imperio
ruso ocupaba veintiún millones
ochocientos mil kilómetros cuadrados;
hacia la misma fecha poseía Francia
nueve millones ochocientos mil
kilómetros cuadrados. Es decir, que
entre Francia, Rusia e Inglaterra, reunían
cincuenta y un millones de kilómetros
cuadrados, lo mejor, lo más rico, lo más
productivo del mundo. No averigüemos
cómo adquirieron estas posesiones… La
kilometritis padecida por estas naciones
se inicia en la segunda mitad del siglo
XIX y desde entonces no hay país que en
mayor o menor proporción no adolezca
de la misma enfermedad. ¿Por qué posee
Inglaterra tantas y tan bellas comarcas, y
Rusia se ha extendido por Asia hasta el
Pacífico y Francia, sin población, ha ido
reuniendo territorios tan variados y tan
grandes? ¿Es por civilizarlos, es por
hacer que se eleven las razas que los
pueblan al nivel de los europeos? En
modo alguno: es para dar salida a los
productos de su industria. El bienestar
de las razas indígenas nada les importa.
Ahí está Bélgica, la católica Bélgica, la
iniciadora de tanta reforma humanitaria,
de tanta institución social. ¿Qué hicieron
los belgas en el Congo? Leemos en la
Contemporary Review, de julio de
1906: «Pero pocos ejemplos de esta
enfermedad igualan la persistencia,
después de quince años de crímenes, del
Estado independiente del Congo. El
corazón de África está tan lejos que no
oímos sus latidos… Quince millones de
seres humanos están allí sometidos a
un régimen que implica la esclavitud
en el presente y probablemente la
exterminación en lo porvenir de un
número de vidas que asciende según
cálculos moderados a 100 000 al año,
efectuado mediante mutilaciones,
secuestros, asesinatos y matanzas
dirigidas por autoridades que dicen ser
cristianas… Nada hay en la Historia, ni
siquiera en la de Atila o Tamerlán, que
sea tan monstruoso, tan deliberado, tan
terrible, ni tan continuo… El régimen de
las colonias de plantación y la
esclavitud en las Indias occidentales y
en los Estados del Sur, en sus peores
momentos, son la humanidad misma
comparados con el sistema que implantó
el rey Leopoldo sobre quince millones
de almas»[945].
Los belgas, sin embargo, no hicieron
más que seguir el honroso ejemplo de
los compatriotas de Wilberforcé y de
Lafayette. «Otra característica del
neoimperialismo, dice G. P. Gooch, es
la explotación y el maltrato de las razas
indígenas. Los hechos más recientes
demuestran que cuando los hombres se
hallan lejos de la sociedad civilizada y
pueden hacer lo que les place, tienden a
hacer lo peor en vez de lo mejor. Aun
cuando la esclavitud y la trata han sido
abolidas, el espíritu que las produjo
sigue reinando entre nosotros y
requiere constante vigilancia. Este
espíritu reviste dos formas. En primer
lugar, las razas indígenas se ponen,
francamente, por bajo del nivel
ordinario de las razas humanas y se les
niega todo derecho a los privilegios que
disfrutan los blancos. La bala Dum
Dura, por ejemplo, fue condenada en la
Conferencia de la Haya por todas las
potencias, excepto por Inglaterra y los
Estados Unidos que declararon no
poder prescindir de ella en sus guerras
con los indígenas… El salvaje sólo
puede ser dominado por una bala
explosiva. Mr. Rhodes, personificación
del imperialismo, votó en la Asamblea
de] Cabo a favor de la Strap Act, que
otorga al amo el derecho a azotar a los
indígenas… La destrucción de los
naturales es la ocupación y el placer de
los personajes creados por Rudyard
Kipling… Las demás naciones no son
mejores. El doctor Peters, padre del
imperialismo alemán y fundador del
África oriental alemana, ha hecho
constar en un libro sus asesinatos y sus
inmoralidades, no obstante, lo cual fue
tratado como un héroe cuando Bebel le
denunció ante el Reichstag»[946].
No son mejores, no, las demás
naciones, las naciones cristianas, las
naciones civilizadoras, las naciones que
acusan a España de haber destruido las
razas de América y de haber explotado
sus tesoros. Jaurés denunció ante el
Parlamento francés los abusos de la
colonización francesa y repasando la
colección de L’Humanité podrían
hallarse bellos ejemplos de civilización
y de justicia tocantes a Madagascar, al
Congo, al Dahomey, al Tonkin, a
Marruecos, pero no insistiremos en este
punto que creemos suficientemente
probado[947].
XII
LA TOLERANCIA
RELIGIOSA Y
POLÍTICA EN
EUROPA EN
NUESTROS DÍAS
¿Puede afirmarse que la intolerancia
desapareció en el siglo XIX? Algo
temeraria seria esta afirmación. Como
dice Julio Simón, en el siglo XIX todavía
se enseña con la espada y con la estaca,
y precisamente las naciones cuya cultura
y cuya tolerancia se encomian, son las
que suministran ejemplos más notables
de la supervivencia de atávicos instintos
y de rancios prejuicios.
Hasta 1829 no consiguieron los
católicos en Inglaterra disfrutar de
iguales derechos que los protestantes, es
decir, que las terribles leyes dictadas
por la buena Reina Bess a fines del
siglo XV, no quedaron abolidas basta
tres siglos y medio después. Hasta
Eduardo VII, el juramento de los Reyes
de Inglaterra siguió conteniendo frases
ofensivas para los católicos. Hasta 1846
no se abolió en la Gran Bretaña la ley
De Judaísmo, que obligaba a los
israelitas a llevar un traje especial, y
habiéndose propuesto en 1830 a la
Cámara de los Comunes que admitiera
diputados judíos, no se consiguió hasta
mucho después, dándose el caso de que
el barón Lionel de Rothschild fuese
elegido diputado cinco veces por la
Ciudad de Londres antes de poder votar
y fuese once años diputado sin haber
podido prestar juramento conforme a su
religión. En 1851, el concejal Salomons
fue multado con 500 libras por haber
omitido al jurar el cargo de diputado las
palabras «en fe de cristiano», y se vio
en la necesidad de retirarse del
Parlamento. El primer judío que fue
Sheriff de Londres, no pudo tomar
posesión del cargo hasta que se aprobó
una ley especial. «Sería una impiedad,
escribía irónicamente lord Macaulay,
permitir que los judíos tomasen asiento
en las Cámaras; pero, en cambio, un
judío puede ganar dinero y con ese
dinero hacer diputados. Gatton y Old
Sarum pueden ser propiedad de judíos y
los electores de Penryn aceptarían mejor
diez libras esterlinas de Shylock que
nueve y media de Antonio, porque a esto
no se hace la menor objeción. Es cosa
perfectamente natural que un judío posea
la substancia del poder legislativo y que
disponga de ocho votos en cada
escrutinio cual si fuera el mismo duque
de Newcastle; mas en cuanto a dejarle
tomar asiento en los misteriosos cojines
de cuero verde, y que pronuncie
discursos y que diga cuanto le pase por
la cabeza, eso no, porque sería una
profanación, llevaría consigo la ruina
del país…»[948]. Bien es cierto que peor
estaban en otras partes, como en Rusia y
en Polonia, donde ni siquiera tenían
derechos económicos y eran unos
esclavos[949].
Los católicos ingleses, como se ve,
fueron algo más afortunados, no mucho,
que los judíos[950], pero aún no se ha
conseguido la autonomía de Irlanda[951].
En Francia, a principios del siglo, una
vez restaurados los Borbones hubo el
terror blanco, en un todo semejante al
terror de aquellas famosas Juntas de
Purificación que funcionaron en España
bajo Fernando VII[952]. Más adelante, la
Commune escribió una terrible página
sangrienta: La represión de los delitos
cometidos por aquellos locos fue
horrorosa. «Los parisienses que vieron
las filas de insurgentes prisioneros,
atados entre sí, codo con codo, atravesar
los bulevares y los muelles bajo los
insultos de la multitud, no olvidarán
jamás aquel espectáculo, escribe
Máxime Du Camp[953], Mirándolos
pasar con la cabeza baja, feroces,
convulsos todavía de la batalla, no se
recordó que se hallaban indefensos y
que, por el solo hecho de su detención,
pertenecían a la justicia. La población
no tuvo caridad. Exasperada por dos
meses de Commune, no intentó siquiera
contener su indignación; lejos de esto la
exageró manifestándose odiosa». Y
describe Du Camp a las mujeres
azotando a sombrillazos a los presos,
pidiendo sus cabezas y reclamando para
ellos la muerte por el fuego… ¿Cuántos
murieron entonces en aquella enérgica
represión? Sean los que fueren, el
castigo de los communards hizo
exclamar a Stanley que semejante cosa
no se había visto ni en el corazón de
África. Y viene luego el terror
antisemita con el asunto Dreyfus y la
persecución de los católicos por medios
tan ruines como el sistema de las
fichas… No fueron estos países los
únicos. Ahí está Alemania con su
Kulturkampf, que revistió proporciones
semejantes a las luchas religiosas del
siglo XVI, con sus obispos encarcelados
y la libertad de conciencia hecha
polvo[954]; ahí está Austria señalando
los últimos años de su dominación en
Italia con feroces persecuciones[955]; ahí
está Rusia que ante la faz de Europa
destrozó a los polacos y de cuando en
cuando mata judíos o manda a Siberia a
los que no piensan como el Gobierno o
hace que emigren los que pertenecen a
una secta religiosa no tolerada como los
dujoborzis, que tuvieron que refugiarse
en el Canadá, en pleno siglo XIX[956]; ahí
está Suiza, la pacífica Suiza, con el
Sonderband, la última guerra religiosa
que se conoce[957]; ahí está Suecia, cuya
Constitución proclama la libertad de
cultos, pero donde es condición
indispensable para el desempeño de
cargos públicos el profesar el credo
luterano[958]; ahí están los Estados
Unidos con su sangrienta guerra de
Secesión, que obedecía a la resistencia
de numerosos Estados a conceder la
libertad a los negros; guerra
materialista, si las hubo, puesto que
detrás del problema de la esclavitud se
hallaban dos sistemas económicos
distintos: el agrícola del Sur y el
industrial del Norte. Pero esta guerra no
atenuó en lo más mínimo la infeliz
condición de los negros. Esclavos eran y
despreciados son hoy. En un periódico
de San Francisco de California, que
lleva la fecha del 16 de mayo de 1916,
leemos: «Incompleta sería una
descripción de la vida en los Estados
Unidos que omitiese los lynchamientos.
El lynchamiento es una institución
americana. Si los emigrantes hubiesen
de americanizarse, debería enseñárseles
a tomar parte en los lynchamientos y a
justificarlos. La quema del asesino
negro en Waco, Tejas, en el día de ayer,
es buen ejemplo de ello, pero las
torturas y hasta la quema de personas no
son raras. El Sur es el más culpable,
pero también ha habido lynchamientos
en Pensylvania, en Ohio y en otros
Estados del Norte y no siempre han sido
los prejuicios de raza los causantes de
ellos. Hay veces que parecen estar
debidos a la bestialidad de los
lynchadores… La mayor desilusión que
produce el lynchamiento es que no es la
víctima la que más padece, sino la
comunidad. Waco hizo más que quemar
a un negro; quemó su decencia y su
dignidad, ofendió la fantasía de los
niños y echó una mancha fea sobre su
vida de pueblo civilizado. Cuando tales
cosas suceden en una comunidad
americana, no tenemos derecho a
civilizar a Méjico. La civilización se
halla tan segura en Méjico como en
Waco…».
¿Existe, pues, la tolerancia en la
Europa culta y en la América no menos
culta?
Ni siquiera ha desaparecido el
prejuicio religioso. Los que sacuden el
yugo religioso son muy contados,
escribe Max Nordau. En Alemania se ha
fundado una Liga de Librepensadores
con el propósito de libertarse
exteriormente de los lazos hereditarios
de la superstición. Al cabo de muchos
años apenas cuenta esta Liga mil
miembros y aun entre éstos, muchos
están considerados como adeptos de
alguna confesión religiosa. En Austria
una ley permite abandonar las religiones
existentes: ni siquiera 500 personas han
hecho uso de este derecho. La mayoría
no han procedido siquiera con el fin de
acomodar sus actos y su conducta a sus
convicciones íntimas. Los unos querían
contraer matrimonio con persona de
religión distinta, cosa que implica la
renuncia previa de ambas partes a su
confesión; otros eran judíos que
acariciaban la esperanza de librarse de
este modo del prejuicio que persigue a
su raza. Este último motivo ha sido tan
frecuente que en Austria las palabras
«sin religión» y «judío» han llegado a
ser sinónimas. Por eso el secretario de
la Universidad de Viena, al preguntar a
los estudiantes por su religión, como
todavía se acostumbra allí, solía decir,
sonriéndose, a los que contestaban que
no tenían religión: «¿Por qué no dice
usted que es judío?». Entre todas los
países civilizados, Francia es aquel en
el cual la libertad de pensamiento ha
conquistado mayor lugar en las leyes,
pero no en las costumbres. Aun en
Francia la mayoría de los
librepensadores permanece en el seno
de la Iglesia a que han pertenecido sus
padres: van a misa y a confesarse, se
casan en la iglesia, bautizan y confirman
a sus hijos y llaman al sacerdote cuando
muere alguno de los suyos. Pocos son
los que dejan sin bautizar a sus hijos y
piden que se les entierre civilmente. En
la libre Inglaterra la ley y la opinión
pública toleran todas las sectas y todas
las religiones. Se puede allí profesar el
budismo o adorar el sol de los parsis,
pero no hacer alarde de ateísmo.
Bradlaugh tuvo la audacia de proclamar
abiertamente el suyo: se le expulsó de la
sociedad y del Parlamento y se le
incoaron procesos que le costaron muy
caros. La influencia de la religión sobre
los espíritus es tan poderosa y nos es tan
difícil renunciar a los hábitos religiosos,
que cuando los mismos ateos quieren
substituir la fe con un ideal conforme
con nuestro concepto del mundo, tienen
la debilidad de conservar la palabra
religión. En Berlín y en otras ciudades
de Alemania del Norte, las asociaciones
de librepensadores no han hallado más
calificación que la de comunidad
religiosa libre. David-Federico Strauss
bautiza con el nombre de religión de lo
por venir, un idealismo que descansa en
la negación de toda creencia religiosa en
lo por venir. ¿No recuerda todo esto el
cuento del ateo que exclamaba:
«Gracias a Dios, soy ateo»?[959].
Si la influencia del sentimiento
religioso es grande en nuestros días; si
la tolerancia en estas materias suele ser
un mito en no pocas ocasiones; si el
espiritualismo, como reacción
determinada por el materialismo que
todo lo invade, se manifiesta no
solamente en la literatura, en el arte y en
la filosofía, sino en el desarrollo de la
teosofía y en la afición a las
experiencias espiritistas, ¿no se da
también la superstición en formas
propias de la Edad Media? ¿No vemos
de continuo en la Prensa diaria, y
singularmente en las ilustraciones más
famosas de la Europa consciente,
anuncios en los cuales las echadoras de
cartas, los adivinos y los magos
prodigiosos ofrecen sus servicios,
prometiendo a sus incautos clientes
descorrer el velo que oculta lo por venir
o disponer este porvenir a gusto de
ellos? En las grandes urbes modernas,
que no en aldeas miserables, y para uso
de gente culta, que no de patanes sin
instrucción, existen templos misteriosos
en los cuales se practican cultos
extraños, no siempre espejos de
moralidad, y hasta las misas negras
tienen fervientes admiradores entre los
ilustrados ciudadanos de ambos sexos,
ávidos de impresiones capaces de
reanimar sus organismos decadentes[960].
No habrá hogueras, ni inquisidores,
jueces ni verdugos, pero el mal
perseguido por éstos se da como en las
épocas más tenebrosas de la historia.
CONCLUSIÓN
¿QUÉ QUEDA DE
LAS
ACUSACIONES
CONTRA ESPAÑA?
Siendo esto así; siendo idénticos los
caracteres que han ofrecido y ofrecen en
todas partes el sentimiento religioso y
sus derivados la intolerancia y la
superstición, ¿por qué adjudicar a
España el monopolio de estos
caracteres? ¿Sería mucho pedir de
propios y extraños que demostrasen
imparcialidad y calma en materias de
tanta monta? Si la honra de los
individuos se respeta, ¿por qué no ha de
respetarse la de los pueblos?
No abundemos, por tanto, en las
vulgaridades que corren por ahí fuera
como oro de ley; no digamos, como
dicen en Europa y repiten algunos
españoles, que fuimos y seguimos
siendo el país de la Inquisición y de la
intolerancia; no repitamos que nuestras
represiones fueron más crueles y
despiadadas que las de otros pueblos en
casos parecidos; no copiemos aquello
de que nuestra colonización fue una
serie de crueldades y de codicias.
Estas afirmaciones y otras parecidas
no responden a la verdad histórica.
Digamos: fuimos, si, un país intolerante
y fanático en una época en que todos los
pueblos de Europa eran intolerantes y
fanáticos; quemamos herejes cuando los
quemaban en Francia, cuando en
Alemania se perseguían unos a otros en
nombre de la libertad de conciencia,
cuando Lutero azuzaba a los nobles
contra los campesinos sublevados,
cuando Calvino denunciaba a Servet a la
Inquisición católica de Vienne y luego le
quemaba por hereje; quemamos a las
brujas cuando todos sin excepción
creían en los sortilegios y maleficios,
desde Lutero hasta Felipe II; prohibimos
la lectura de ciertos libros cuando la
Sorbona y el Parlamento de París nos
daban el ejemplo quemando
solemnemente por mano del verdugo las
obras de Lutero y los libros de Mariana;
impusimos nuestro criterio a sangre y
fuego cuando no se conocían otros
procedimientos para la dominación, y
colonizamos nuestras posesiones con
más miramientos que los extranjeros las
suyas. A la tétrica figura legendaria de
Felipe II, el demonio del Mediodía,
opongamos las figuras verdaderamente
repulsivas de Enrique VIII, verdugo de
sus mujeres; de Isabel, que mandó
ejecutar a María Estuardo y persiguió
ferozmente a sus adversarios; de
Enrique IV, que abandonó sus creencias
para ser Rey de Francia; de Enrique III,
que mandó asesinar a Guisa y compartió
el poder con sus miñones; de
Francisco I, que perseguía unas veces a
los protestantes y otras se aliaba con
Solimán para combatir a los cristianos,
o de los Príncipes alemanes de los
siglos XVI y XVII, tiranuelos y
sanguijuelas de sus súbditos.
Porque, habremos podido ser
intransigentes y fanáticos, pero no
impusimos nuestro criterio en nombre de
una libertad de pensamiento que era un
sarcasmo; ni nos asesinamos unos a
otros como en los países donde reinaba
esta libertad; ni perseguimos en nuestras
guerras más ideales que aquellos que
por serlo verdaderamente, por no
referirse a cosas materiales, sino a
cosas del espíritu, nos condujeron a la
decadencia y a la ruina, que la causa
verdadera de ambas no debe buscarse en
la intolerancia religiosa, ni en esa
incapacidad para la cultura que
generosamente nos achacan, sino en una
falta extraordinaria de sentido práctico y
en el consiguiente desconocimiento de la
realidad de las cosas. El ingenioso
hidalgo fue vencido por el caballero de
la Blanca Luna, que no era hidalgo ni
caballero, y Don Quijote pensó en
hacerse pastor, que es, en cierto modo,
lo que pensaron los españoles a raíz de
las guerras coloniales. Quedémonos, si
es posible, en este estado y no
lleguemos a decir como él, que en los
niños de antaño no hay pájaros hogaño;
que los ensueños y locuras a que aludía
el caballero de la Mancha son, en
nuestro caso, demasiado bellos para
renunciarlos y olvidarlos en aras del
industrialismo y de la plutocracia
triunfantes. Y en estas horas de lucha
indescriptible, durante las cuales surge
admirable y admirada la figura cada vez
más grande de un español augusto,
campeón de los desvalidos, consuelo de
los tristes y apoyo de los desventurados,
acordémonos de las bellas palabras de
un extranjero y digamos con él: «La
nación que cerró el camino a los árabes;
que salvó a la cristiandad en Lepanto;
que descubrió un Nuevo Mundo y llevó
a él nuestra civilización; que formó y
organizó la bella infantería, que sólo
pudimos vencer imitando sus
Ordenanzas; que creó en el arte una
pintura del realismo más poderoso; en
teología, un misticismo que elevó las
almas a prodigiosa altura; en las letras,
una novela social, el Quijote, cuyo
alcance filosófico iguala, si no supera,
al encanto de la invención y del estilo;
la nación que supo dar al Sentimiento
del honor su expresión más refinada y
soberbia, merece, a no dudarlo, que se
la tenga en cierta estima y que se intente
estudiarla seriamente, sin necio
entusiasmo y sin injustas
prevenciones»[961].
Sin necio entusiasmo y sin injustas
prevenciones… ¿Puede ser más modesta
la pretensión que algunos españoles
abrigamos, suscribiendo las palabras de
Morel Fatio? ¿Podemos pedir menos
que una interpretación equitativa de
nuestra historia y una apreciación justa
de nuestro proceder? No podemos pedir
menos en momentos como los actuales
en que hasta los pueblos más pequeños
sueñan con acrecentamientos y triunfos y
en que las pasiones desbordadas, la
crueldad durante tanto tiempo reprimida
por una civilización puramente externa,
hacen resaltar la actitud digna y serena
del pueblo que hizo tanto en el mundo y
que aspira tan sólo a la consideración y
al respeto de los demás.
JULIÁN JUDERÍAS Y LOYOT
(Madrid, 16 de septiembre de 1877 –
Madrid, 19 de junio de 1918). Nace en
el seno de una familia ilustrada. Su
padre, Mariano Juderías, era un
conocido traductor y autor de ensayos
históricos. De sus ochos bisabuelos, dos
eran españoles, cinco franceses y uno
alemán. Con 17 años empieza a trabajar
en el Ministerio de Estado. En 1900, a
la muerte de su padre, marcha a París a
la Escuela de Lenguas Orientales. Allí y
en Leipzig estudió y perfeccionó sus
conocimientos de ruso y de otras lenguas
eslavas. En 1901 lo nombran joven de
lenguas en el consulado de España en
Odesa. Permanece allí hasta diciembre
de 1903, en que regresa a España.
Durante su estancia en Rusia empieza a
colaborar en la revista La Lectura de la
que sería, desde 1909 hasta su muerte, el
redactor jefe. Durante años llevó la
sección «Revista de revistas» dando
cuenta y traduciendo artículos de las
dieciséis lenguas que conocía: alemán,
bohemio, búlgaro, croata, danés,
francés, holandés, húngaro, inglés,
italiano, noruego, portugués, rumano,
ruso, serbio y sueco.
Su primera obra fue un ensayo
sociológico sobre la condición del
obrero en Rusia, y estuvo desde 1904
hasta su muerte vinculado al Instituto de
Reformas Sociales, hoy CES,
investigando y comparando el trato que
se daba en distintos países a cuestiones
como la delincuencia juvenil, los
tribunales de menores, la mendicidad, la
prostitución y la trata de blancas y el
pequeño crédito urbano y rural,
denominados hoy en día
«microcréditos».
Fue el principal divulgador de la
expresión y del concepto de «leyenda
negra».Tras la publicación en 1914 de
La leyenda negra y la verdad histórica
en La Ilustración Española y
Americana, en 5 entregas repartidas en
números de enero y febrero, lo reeditó
ampliado en el mismo año, y publicó
una segunda edición en 1917,
añadiéndole un gran capítulo: «La obra
de España».
Notas
[1]Dedicatoria de la segunda edición
publicada en 1917.<<
[2]En los números del 8, 15, 22 y yo de
enero y 8 de febrero del año 1914.<<
[3]Buen ejemplo de esto que decimos es
el Diccionario Hispano Americano, de
Montaner v Simón, en el cual es inútil
buscar en el artículo «Filosofía» datos
de la española, como no sea de la
escuela krausista.<<
[4]Del concepto que hoy se forma de
España. Obras completas. Tomo 37,
pág, 289.<<
[5]
Véase el artículo de M. Etienne Lamy,
Choses d’Espagne, Reme des Deux
Mondes, 15 Julio-1 Agosto de 1917, en
que se sostiene esta misma tesis.<<
[6] Macpherson. Relación entre la
forma de las depresiones oceánicas y
las dislocaciones geológicas, Madrid,
1888, Memorias de la Comisión del
mapa geológico de España. Vilanova y
Piera y Rada y Delegado, Geología y
protohistoria ibéricas. Madrid 1893.<<
[7]
Historia general de España, libro I,
capítulo I.<<
[8] Población general de España.<<
[9]
Masdeu. Historia crítica de España,
Discurso preliminar, p. 6.<<
[10]
De rebus Hispaniae memorabilibus,
Lib. I p. 294.<<
[11]Account of the most remarkable
places and curiosities in Spain and
Portugal, London 1749.<<
[12]Mariana. Historia general de
España, ídem, ibid.<<
[13] Masdeu. Obra citada. Discurso
preliminar.<<
[14]Informe sobre la Ley Agraria.
Estorbos físicos derivados de la
naturaleza.<<
[15] Relazioni degli Ambasciatori
veneti. Spagna, vol. I, Florencia.<<
[16]Los males de la patria. Madrid
1890.<<
[17] El problema nacional, pág 67.<<
[18]Véanse los dos estudios del Sr.
Vizconde de Eza, titulados: El Problema
Agrario en España y El Problema
económico en España.<<
[19] Obra citada.<<
[20]Historia general de España, ídem,
ibid.<<
[21]Empresas políticas: Empresa
LXXXV.<<
[22]
Historia, crítica de España, tomo I,
capítulo V.<<
[23]Voyage en Espagne, édition Carey.
París.<<
[24] Obra citada.<<
[25]Véase acerca de este punto La
Psicología del pueblo español, por el
señor Altamira y El Idearium español
de Ángel Ganivet.<<
[26] Histoire d’Espagne, chap. XII.<<
[27]
Colmeiro, De la Constitución y del
Gobierno de los Reinos de León y de
Castilla, tomo I, pág. 13.<<
[28]Histoire de la Civilisation en
Europe. III Leçon.<<
[29]The History of the Decline and Fall
of the Roman Empire, Cap. XXXVIII.<<
[30]
Le Christianisme espagnol d’aprés
Ángel Ganivet.<<
[31] Véanse acerca de la legislación
visigoda el Discurso de ingreso en la
Academia de la Historia del Sr, Ureña y
su estudio: La Legislación gótico-
hispana, Madrid, 1901.<<
[32] Historia constitucional de la
Monarquía española desde la invasión
de los bárbaros hasta la muerte de
Femando Vil, Tomo I.<<
[33] Historia general de España. Tomo I.
<<
[34] Historia del Emperador Carlos V.
<<
[35]Acerca de este punto véanse las
obras de Colmeiro, De la Constitución
y del Gobierno de los Reinos de
Castilla y León. Madrid, 1855.
Du Hamel, Historia Constitucional de
la Monarquía española. Madrid, 1846.
Martínez Marina, Ensayo histórico-
crítico sobre la antigua legislación y
principales cuerpos locales de los
Reinos de León y Castilla. Madrid,
1808.
Bécker, La vida local en España.
Madrid, 1913, etc.<<
[36]Historia de la Poesía castellana en
la Edad Media. Tomo I.<<
[37] Gil de Zarate. Manual de
Literatura. Véanse: Amador de los
Ríos, Historia crítica de la Literatura
española; Menéndez Pelayo, Historia
de la poesía castellana, etc.<<
[38] De rebus Hispanice memorabilibus.
<<
[39]Frescott. Historia de los Reyes
Católicos.<<
[40]Véase el estudio del señor Pérez de
Guzmán. El Apostolado de la Imprenta
en España. «España moderna», 1895.<<
[41]Véase en El Colectivismo agrario
de Joaquín Costa, la descripción que
hace de este período histórico.<<
[42] Cantú, Historia Universal, tomo V.
<<
[43]Véase la obra de Garda de la Riega
en la cual parece demostrarse que Colón
fue gallego, pero por pertenecer a la
raza judía se disfrazó de genovés e hizo
que por tal le tuviesen. Cristóbal Colón
j español? Conferencia, Madrid, 1899.
<<
[44]Historia de Cristóbal Colón y de
sus Viajes, Traducida por Mariano
Juderías Bénder.<<
[45] Obra citada.<<
[46]
Robertson, Historia del Emperador
Carlos V.<<
[47]Filip den, Anden of Spanien.
Copenhague<<
[47a]Europa en tiempos de Felipe II,
Enrique IV e Isabel de Inglaterra, en la
Historia Universal, de Oncken.<<
[47b] Estudios históricos.<<
[48]Estudios históricos. La guerra de
sucesión de España en tiempo de
Felipe V.<<
[49] Geschichte der Abfalt der
Niederlanden, libro I<<
[50] The présent State of All Nations,
etc. R, T. Smollet. Londres, 1789.<<
[51]
Descripción de España. Biblioteca
Nacional. Ms. P. 20.<<
[52] Población general de España.<<
[53] De Monarchia Histórica.
Discursius, Amberes, 1640.<<
[54]Véanse la obra de Weiss y el estudio
de Droysen: La época de fa guerra de
Treinta años.<<
[55] Ueber die Objectivitäs des
Historikers (Hist. Taschenbuch. I Jahrg).
<<
[56]Historia general de España, tomo
IX.<<
[57] Historia de los Heterodoxos
españoles.<<
[58] Historia de los Heterodoxos
españoles. Discurso preliminar.<<
[59] History of Inquisition of Spain, vol.
III. De esta idea se hace eco Havelock
Ellis, en The Soul of Spain.<<
[60]History of Quarter Sessions from
Elisabeth to Anne.<<
[61]
History of English Criminal Law,
tomo. I.<<
[62] Quanter, Die Folter in der
deutschen Rechtspflege. Dresde, 1900.
<<
[63] Pirenne, Histoire de Belgique, tomo
IV, libro I, cap. I.<<
[64] Id. Obra citada.<<
[65]La Europa occidental en tiempo de
Felipe II, de Isabel de Inglaterra y de
Enrique IV de Francia. Hist. Univ. de
Oncken, tomo VIII.<<
[66]Weiss, Historia de España desde
Felipe II hasta el advenimiento de los
Borbones.<<
[67]Obsérvese la tendencia. Tratándose
de España surge a cada paso la leyenda
de su colonización y de su política.<<
[68] Etudes sur l’Espagne.<<
[69]Véase el estudio sobre el Quijote
por Havelock Ellis, publicado por la
España Moderna en 1909.<<
[70] Véanse en el Libro V las notas
bibliográficas del capítulo V, donde
abundan las obras relativas a la
influencia literaria de España.<<
[71]Véase el estudio de Martín Hume,
Influencia de la literatura española en
la inglesa, publicada por La España
Moderna.<<
[72] Véanse especialmente: Farinelli,
Deutschlands und Spaniens
litterarischen Beziehungen.
Morel Fatio, Etudes sur l’Espagne.
Fitzmaurice Kelly, Manual de
Literatura española, etc.<<
[73]Cultura científica de España en el
sigla XVI, Discurso leído en su
recepción pública ante la R. Academia
de Ciencias Exactas. Madrid, 1893.<<
[74] Los exploradores españoles del
siglo XVI, Trad. Cuyás. Edición
Araluce, Barcelona, 1915.<<
[75]Los títulos de estas obras pueden
verse en Cultura científica de España
en el siglo XVI, de Fernández Vallín y
en los Apuntes para una biblioteca
científica española del siglo XVI, de
Picatoste.<<
[76]Fernández Vallín, Cultura científica
de España en el siglo XVI.<<
[77]Véanse los títulos de las obras en el
discurso de Fernández Vallín, tantas
veces citado.<<
[78]Véase la obra del Sr. Conde de la
Viñaza, Biblioteca histórica de la
Filología castellana. Madrid, 1893.<<
[79]Véase especialmente el admirable
estudio de Bonilla y San Martín: Luir
Vives y la filosofía del Renacimiento.
Madrid, 1903.<<
[80] Obras de Filósofos. Bib. de
A. A. E. E. Estadio preliminar.<<
[81]
Biblioteca de Autores Españoles.
Obras filosóficas. Discurso preliminar.
<<
[82] El colectivismo agrario en España.
<<
[83]Los medios preventivos del delito
en las obras de los antiguos tratadistas
españoles, por el P. Montes, Madrid,
1909.<<
[84]Hernández Iglesias, La Beneficencia
en España. Madrid, 1876, Sempere y
Guarinos, Memoria sobre la prudencia
en el repartimiento de las limosnas.<<
[85] La vida corporativa de los
estudiantes españoles en sus relaciones
con la historia de las Universidades.
Madrid, 1914. Véase la Historia de las
Universidades, de Lafuente.<<
[86]Cultura científica de España en el
siglo XVI.<<
[87] Ueber eine zukünfrige
Handelspolitik des deutschen Reiches.
Leipzig, 1885.<<
[88]
Acerca de la influencia científica de
España y en general de su cultura
durante los siglos XVI y XVII pueden
consultarse:
Morel Fatio, Etudes sur l’Espagne.
Fitzmaurice Kelly, Manual de
Literatura española, etc.
Gil y Zarate, De la Instrucción pública
en España.
La Fuente, Historia de las
Universidades, colegios y
establecimientos de enseñanza.
Ruiz de Eguilaz, Descubrimientos de
los españoles atribuidos a los
extranjeros.
Menéndez Pelayo, La Ciencia española
y la Historia de los Heterodoxos
españoles, así como su Historia de las
ideas estéticas en España.
Vidart, Luis, Apuntes para una,
biblioteca de filósofos españoles.
Picatoste, Apuntes para una
Bibliografía científica del siglo XVI; y
también sus trabajos Los españoles en
Italia y El siglo XVII.
Castro, Discurso preliminar al tomo de
Filósofos de la Colección de Autores
castellanos.
Chinchilla, Historia de la Medicina.
Valera, Del influjo de la Inquisición y
del fanatismo religioso en la literatura
española, De la Filosofía española, y
muy especialmente, su Metafísica a la
ligera.
Hernández Morejón, Médicos españoles
del Siglo XVI.<<
[89] Las maravillas de la Pintura.<<
[90]
Véase Beruete y Moret. The School
of Madrid. Londres, y sus estudios El
Greco, pintor de retratos, y Valdés
Leal.<<
[91]
Los optimistas. Arte español. La
Habana, 1910.<<
[92]España desde Felipe II hasta el
advenimiento de los Borbones.<<
[93]
Pedrell, Antonio Cabezón y el arte
orgánico español. Madrid, 1895.<<
[94]
Felipe II, amigo del Arte, «España
moderna».<<
[95]Quevedo, Historia del Monasterio
del Escorial. Madrid, 1854.<<
[96] Id. id. Obra citada.<<
[97]Felipe II, amigo del Arte. Véanse
además, las notas bibliográficas del cap.
V, del Libro IV.<<
[98] Los españoles en Italia. Madrid.<<
[99] Véase el estudio del Sr, Pérez de
Guzmán, Bajo los Au sirias, Academias
literarias de ingenios y señores.
«España Moderna», 1894.<<
[100] Los españoles en Italia.<<
[101] Histoire de Belgique.<<
[102]Barado y Font, Don Luis de
Requesens y la política española en los
Países Bajos. Id., El sitio de Amberes.
<<
[103] Histoire de Belgique,<<
[104]
Historia de la Conquista de Nueva
España,<<
[105] Conquista de la Nueva España.<<
[106] América, Historia de su
colonización, dominación e
independencia.<<
[107] Ensayo político sobre Nueva
España, traducido al castellano por D.
Vicente González Arnao. París, 1836.<<
[108] Política indiana.<<
[109]
Ensayos de política colonial.
Madrid.<<
[110] Coroleu. Obra citada.<<
[111]Gil Gelpí, Estudios sobre la
América. La Habana, 1861.<<
[112] Id. íd., Obra citada.<<
[113]Bryce, South America. Londres,
1912.<<
[114] Bolivar, edición Renacimiento.<<
[115]
Véanse los estudios de D, Francisco
de Laiglesia.<<
[116]
España en tiempo de Carlos II El
Hechizado. Madrid.<<
[117]
Del concepto que hoy se tiene de
España.<<
[118]Historia de los heterodoxos
españoles. Discurso preliminar.<<
[119] Estudios Políticos. El Pontificado.
<<
[120]Etat présent de l’Espagne ou l’on
voit une géographie historique du pays,
A Amsterdam, 1719.<<
[121] With a Pessimist in Spain.<<
[122] Revista crítica de Historia y
Literatura. Enero, 1897.<<
[123]
Cicerón y los españoles, por H. de
la Ville de Mirment, en la España
Moderna.<<
[124]
Viajes de extranjeros por España y
Portugal en los siglos XV, XVI y XVII,
trad. por F. R.<<
[125] Morel Fatio, Etudes sur l’Espagne.
<<
[126]
Viajes por España, anotados por A.
M. Fabié.<<
[127] A. M. Fabié. Obra citada.<<
[128]Conocemos la traducción de la
Relación de Vendramino contenida en
una Historical description impresa en
Londres en 1603.<<
[129] Relazioni degli Ambasciatori
veneti. Firenze.<<
[130] Morel Fatio, Etudes sur l’Espagne,
I.ª serie.<<
[131]Foulché Delbosc, Bibliographie
des Voyages, etc. Rev. Hisp. 1004.<<
[132]
Les Voyages de M. de Monconys en
Espagne, Paris, 1648.<<
[133] Mémoires, tomo II.<<
[134]The English Spanish Pilgrin.
London, 1930.<<
[135]
Mémoires. Publicadas en París en
1826.<<
[136]Epistolae Ho Elianae. London,
1645.<<
[137] Waharhafte Reisebeschreibung,
etc. Stuttgart, 1648.<<
[138] Reisebeschreibung. Lubeck, 1652.
<<
[139]
Totall Discourse of rare adventures
in the most famous Kingdoms of
Europe. Londres, 1632.<<
[140]Véase La Revue Hispanique de
1912.<<
[141] Journal du Voyage en Espagne
contenant une description fort exacte
de ses Royaumes et des principales
Villes. Fans, 1664.<<
[142] Voyage d’Espagne curieux,
historique et politique fait en l’année
1655. Paris, 1653.<<
[143] Vita del Duca de Ossona.<<
[144] Morel Fatio, L’Espagne au XVII
siècle.<<
[145]Mémoires curieux envoyés de
Madrid. Paris, 1670.<<
[146] Voyage en Espagne, edition Carey.
<<
[147]
Lettres de Mme. de Villars à Mme.
de Coulanges. Paris.<<
[148] Mémoires, edition Morel Fatio.
Paris.<<
[149] Voyage en Espagne d’un
Ambassadeur marocam (1690-1691).
Trad. Sauvaire. París, 1884.<<
[150] Voyages historiques de l’Europe.
<<
[151] Revista crítica de Historia y
Literatura. Enero de 1897.<<
[152]
Véase el tomo XVIII de las
Mémoires de Saint Simón.<<
[153]Voyages en Espagne et en Italie.
París. 1730.<<
[154] Carta LXXVIII. Rica a Usbek.<<
[155]Esprit des lois, tomo II, lib. XIV,
capítulo II.<<
[156] Merecen recordarse, por ser
característicos de este desdén, los
nombres que pone Voltaire a sus
personajes españoles, el inquisidor don
Jerónimo Bueno Caracucarador, doña
Boca Bermeja, el bachiller de
Salamanca don Íñigo Medroso y
Comodios y Papalamiendo, don
Fernando de Ibarra y Figueroa y
Mascarenes y Lampourdos y Souza, etc.
(Voltaire, Romans, 2 vols).<<
[157]Voltaire, Essais sur les moeurs et
l’esprit des nations.<<
[158]
Gaddes, Tracts concerning Spain.
Londres, 1730.
Clarke, Letters concerning the Spanish
Nation. Londres, 1763.<<
[159]The present State of All Nations
containing a geographical natural,
commercial and political History of all
the Countries in the Know World. By T.
Smollet, M. D. London, 1760, vol. V. I.,
páginas 265 y siguientes.<<
[160]
A Review of the Characters of the
Principal Nations in Europe. Dos
volúmenes, Londres, 1778.<<
[161]A Journey through Spain in the
years 1786-87. Londres, 1792. Por este
tiempo se publicaron en Bristol las
Letters from Spain, de Sonthey.
Londres, 1799.<<
[162]Nouveau Voyage en Espagne fait
en 1777 et 1778. Londres, 1782, 2 vols.
<<
[163] Voyage de Fígaro en Espagne.
París, 1785. Es digno de notarse que en
este libro se habla de la indiferencia de
los españoles cultos en materia de
religión.<<
[164]Démonstration au public du
Voyage d’un soi-disant Fígaro en
Espagne par le véritable Fígaro.
Londres, París, 1785.<<
[165]
A Cologne, Chez Pierre Marteau,
1717. (Biblioteca Municipal de
Madrid).<<
[166]Lettere d’un Vago Italiano ad un
suo Amico.<<
[167]
Viaje de España. Tomo V. páginas
310-321.<<
[168]Saggio storico apologético della
Letteratura Spagnuola contre le
pregiudicate opinioni di alcuni
moderni. Génova, 1778-81.<<
[169] Discours sur les monuments
publics de tous les âges et de tous les
peuples connus. Paris, 1775.<<
[170] An Account of the most
remarquable Places in Spain. Londres,
1749.<<
[171]Histoire d’un Voyage qui a duré
cinq ans…, por Margarot, 1780.<<
[172] Méthode pour étudier l’Histoire.
<<
[173] Grand Dictionnaire.<<
[174]Morel Fatio, Etudes sur l’Espagne,
1.* serie.<<
[175]En la Oración Apologética, de
Fomer, está reproducida la Memoria del
Abate Denina, verdaderamente notable.
<<
[176] Nouveau Voyage en Espagne.
París, 1782.<<
[177] Voyage en Espagne. Traduit de
l’allemand par Cramer. París, i8or.<<
[178]Voyage en Espagne, Stockholm,
1757.<<
[179]Universal Gasetter or modern
geographical Index. Londres, 1794.<<
[180]Travel through Spain. Londres
1770.<<
[181]Account of the most remarquable
places and curiosities in Spain and
Portugal. Londres, 1749.<<
[182] Letters from Spain,<<
[183] Travels through Spain and
Portugal.<<
[184]Travels through Spain. Londres,
1783.<<
[185] Voyage en Italie et en Espagne.<<
[186]
Lettere familiare a suoi tre fratelli.
Venezia, 1763.<<
[187]Voyage pittoresque en Espagne.
París, 1807-20.<<
[188]
Sketches of the Country in Spain
and Portugal. Londres, 1809.<<
[189] Views of Spain. Londres, 1824,<<
[190]Guide du Voyageur en S pagne.
Paris, 1823.<<
[191]Mémoires d’un Apothicaire sur la
Guerre de Espagne. Paris, 1820. Hay
una traducción española publicada por
la Casa Michaud.<<
[192] Tableau de l’Espagne moderne.
París, 1826, 3 vols.<<
[193]Voyage en Espagne de 1816 a
1819. Paris, 1823, 2 vols.<<
[194]Voyage pittoresque en Espagne.
Paris, 1826, 3 vols.<<
[195]
Sketches in Spain. Londres, 1834, 2
vols.<<
[196] Lettres sur l’Espagne. Paris, 1838.
<<
[197]
Don Alonzo on l’Espagne. Histoire
contemporaine. Paris, 1824, 4 vols.<<
[198]En la Revista crítica de Historia y
Literatura. Enero de 1897.<<
[199] Tales of the Alhambra.<<
[200] Critical and Biographical Essays.
<<
[201]Life. Letters and Journals of
George Ticknor. Londres, 1876.<<
[202] A Year in Spain. New York, 1829.
<<
[203] Reminiscences of Spain. The
country, its people, etc. Boston, 1833.
<<
[204] L’Espagne sous Ferdinand Vil.
París. El marqués de Custine, autor
también de un Viaje por Rusia, colaboró
en una publicación titulada La
Péninsule, que tenía por finalidad hacer
un bosquejo pintoresco de España. No
hay que advertir lo pintoresco que
resultaría este bosquejo.<<
[205]
Del concepto que hoy se forma de
España. Obras completas, tomo
XXXVII.<<
[206]Much it the Virgin teased to shrive
them free (Well, do I win the only virgin
there). From crimes as numerous as her
beadsmen may be. (Childe Harold,
Canto I, estrofa 71).<<
[207]Tras los Montes. París, 1843, 2
vols.<<
[208] De Paris a Cadix. Paris.<<
[209]
Histoire des Arabes et des Maures
d’Espagne. Paris, 1831.<<
[210] Etudes sur l’Espagne. Paris, 1847.
<<
[211]Etudes sur l’Espagne. Séville et
l’Andalousie, 2 vols.
La Baie de Cadix, 1 vol.
Tolède et les bords du Tags, 1 vol.
L’Espagne religieuse et littéraire.
Paris, 1873.<<
[212] Pèlerinage a la terre du Cid. Paris.
<<
[213]Séville. Histoire, monuments,
moeurs, récits. Sevilla, 1857.<<
[214]Une année en Espagne. Paris,
1837.<<
[215] The Bible in Spain. Londres.<<
[216] Spain, Londres, 1834.<<
[217] Spain, Londres, 1851.<<
[218]A travers les Espagnes, Paris,
1868.<<
[219]Recuerdos de un ciego. Viaje
alrededor del mundo. Enriquecido con
notas científicas, por M. François
Arago, del Instituto.<<
[220] La Porte du Soleil. París, 1844.<<
[221]
L’Espagne. Splendeurs et misères.
Voyage artistique et pittoresque. Paris,
1876.<<
[222]Mes Vacances en Espagne. Tomo
IX de sus Obras completas.<<
[223]
On foot in Spain, 1867. Among
Spanish People.<<
[224] Glimpses of Spain. Boston, 1853.
<<
[225] Espagne. Paris, 1843-47, 2 vols.<<
[226]Impressions of Spain, Londres,
1867.<<
[227]
Castile and Andalusia described
from a Two Years residence there.
London, 1853.<<
[228]Itinéraire descriptif historique et
artistique de l’Espagne. Paris, 1865.<<
[229]Nouveau Guide général du
Voyageur en Espagne. Paris.<<
[230]Iberian Reminiscences. Londres,
1883.<<
[231] Wanderings in Spain. Londres.<<
[232] Spain, Londres, 1882.<<
[233] On Spain, Boston, 1882<<
[234]
Observations on a Journey through
Spain and Italy.<<
[235]
Untrodden Spain and Her Black
Country. New York, 1875. Among
Spanish People, New York, 1877.<<
[236]
Spanish Pictures. With Illustrations
by Gustave Doré.<<
[237] Spain, Boston, 1882.<<
[238]Spanien und das Evangelium.
Erlebrisse einer Studienreise. Halle,
1896.<<
[239] Aus Spanien Gegeinwart-
Kulturskissen. Leipzig, 1872.<<
[240] Spagna. Milano.<<
[241]
España. Véase el artículo de Bark
en La España Moderna, 1891.<<
[242]
Estudios sobre España. Santiago de
Chile, 1899.<<
[243] Castilian Days. Boston, 1882.<<
[244]Old Spain and new Spain. New
York, 1888.<<
[245]Seven Spanish Cities and the Way
to Them. Boston, 1883.<<
[246]Constitutional Governement in
Spain, A Sketch. New York, 1889.<<
[247]De Historia y Arte, págs. 218, 219.
Interesantísimo es el ensayo de
Psicología del pueblo español, escrito
por el Sr. Altamira y a sus curiosas
observaciones remitimos para muchas
cosas al lector.<<
[248]Etudes sur le Drame espagnol.
París. 1647.<<
[249]Sin embargo, el mismo Taine daba
muestras de su prejuicio en la
Philosophie de l’Art cuando hablando
de Cervantes, escribía: Il compose je ne
sais combien de nouvelles et de drames
avec l’invention, le brillant,
l’insuffisance et la générosité d’un
Espagnol aventurier et gentilhomme,
dont il ne reste que le Quichotte.<<
[250]L’Espagne en 1679 d’après
Madame d’Aulnoy. Trad. de La España
Moderna.<<
[251] L’Idéal dans l’Art.<<
[252] Geographie Universelle. Tomo I.<<
[253] Esquisse d’une Psychologie des
Peuples européens. Hay una traducción
española de D. Ricardo Rubio
publicada en Madrid en 1903. Lo mismo
que Fouillée, mejor dicho, peor, opina
de los españoles el benedictino francés
Dom Leclercq en su Espagne
Chrétienne (1009) glosando las
palabras de dicho autor: «El español,
dice, pone en todas las cosas una pasión
de bestia desencadenada, furiosa,
desprovista de amplios horizontes
intelectuales y de reflexión. No tiene
más que una sensibilidad que es el
egoísmo hosco. Compasión merecen los
que le gobiernan».<<
[254]Ligths and Shades in the Spanish
Character. Athlantic Monthly. Agosto
de 1898.<<
[255]Du sang, de la volupté et de la
mort. Paris.<<
[256] Historia de Portugal.<<
[257]Na zemblie sviatoi Diebieze, San
Petersburgo, 1902. Un vol. de 600 págs.
con ilustraciones.<<
[258]Das moderne Spanien, von Gustav
Diercks. Un vol. de 376 páginas con
grabados, Berlín, 1908. Véase nuestra
nota bibliográfica en La Lectura. Año
IX, tomo I, pág, 59.<<
[259]The Truth about Spain, by G. H. B,
Ward, with T2 full page plates. Cassell
and C.º. London. 1911. Un vol. Véase
también nuestra nota en La Lectura. Año
XI, tomo I, pág, 228.<<
[260] ¿Qué mejor prueba de
reconciliación que la negativa del home
rule a Irlanda, su concesión a
regañadientes después y, por último, la
sublevación que estalló en la isla no
hace mucho?<<
[261]
Home Life in Spain. Londres, 1911.
Véase La Lectura. Año XI, tomo II.<<
[262]Le turiste française en Espagne.
París, 1909,<<
[263] Sur les routes de l’Andalousie.<<
[264] En Espagne.<<
[265]Three months afoot in Spain.
Londres, 1911.<<
[266]
L’Espagne telle qu’lle est. Paris,
1912.<<
[267] Terre d’Espagne, París, 1895.<<
[268] Spanien. Kulturbilleder.
Copenhague.<<
[269] The Soul of Spain. Londres, 1908.
<<
[270] Spain front Within. Londres, 1910.
<<
[271]La misère en Espagne, La Revue.
Paris, 1913.<<
[272] Spansk Hogstdon, Kristiania, 1912.
<<
[273]
Spanien och Portugal, Stockolm,
1910.<<
[274] Spanien in Schilderungen, Berlín.
<<
[275] Kastilische Bauer. Deutsche
Kudschau. Véase La Lectura de Octubre
de 1913.<<
[276] Les étapes de la royauté
d’Alphonse XIII, Paris, 1914.<<
[277]
Mes Espagnes en «La Revue des
Deux Mondes», 1 diciembre, 1913.<<
[278]
Spanisches fur die gebildetc Well,
1833.<<
[279] L’influence de l’Espagne dans la
littérature française. En U Revue des
Deux Mondes de mayo de 1891 y
Etudes critiques de Littérature
française. Paris, 1891, págs. 51 y
siguientes.<<
[280] The soul of Spain. Londres.<<
[281]
La formation des légendes. Paris,
1910<<
[282]
Mythes, Cultes et Religions, Trad,
Mavillier, Paris, 1896.<<
[283] Manuel de Philologie. Paris, 1889.
<<
[284]
Essai sur les légendes pieuses du
Moyen-âge. Paris.<<
[285]Le Folklore: littérature orale et
ethnographique traditionnelle. Paris,
1913.<<
[286] Die Kinderkeit des Mannes,
Leipzig.<<
[287] Völker psychologie.<<
[288] Psychologie des Foules. París,<<
[289]Froude, The Divorce of Catherine
of Aragón. Londres, 1897,<<
[290] Reclus, Introduction a la
Géographie Universelle.<<
[291] Histoire générale depuis le IV
siècle jusqu’à nos jours, tomo V.<<
[292] Martín Philippson, Europa en
tiempos de Isabel de Inglaterra, Felipe
II de España y Enrique IV de Francia.
Oncken, Hist. Univ.<<
[293] Puede verse el documento in
extenso en la obra de Dumont, Corps
Universel diplomatique du Droit des
gens. Tomo V, parte I. Amsterdam,
1728<<
[294] Véase en el libro de Bratli, Filip
den Anden, la extensa bibliografía de
folletos antiespañoles de esa época.<<
[295]Véase Mignet, Antonio Peres et
Philippe II.<<
[296]Las Relaciones se imprimieron por
cuenta de Isabel de Inglaterra y se
enviaron ejemplares a Aragón para
soliviantar los espíritus. Al holandés se
tradujeron con el título de Cort-Begryp
van den stucken der geschiedenissen
van Antonio Pérez uit het spaenisch
ghetohen door Joost Byl, en 4.º
Gravenhague, 1594.<<
[297] Martin Hume, Influencia de la
literatura española en la inglesa.
España Moderna.<<
[298] Vies des Grands Capitaines
Etrangers. Oeuvres completes, París,
1842.<<
[299]
Historias sui Temporis, 1545-1606.
París, 1604-7.<<
[300]
Vita del Cattolico Re Filippo II di
Spagna.<<
[301] Apología pro Catholico Rege
Philippo II contra varias et falses
accusationes Elisabethae, Angliae
Regina.<<
[302]
Causa y origen de las felicidades
de España.<<
[303]En el siglo XVII Saavedra Fajardo
exclamaba con razón: «¿Qué libelos
infamatorios, qué manifiestos falsos, qué
fingidos parnasos, qué pasquines
maliciosos no se han esparcido contra la
monarquía de España?». Sólo que
Saavedra Fajardo no caía tal vez en la
cuenta de que, apenas iniciada la
decadencia de nuestra Patria, habían
salido por doquiera, como ahora, los
escritores y los políticos pesimistas,
suministrando a nuestros adversarios
temas sobrados para aquellos libelos,
pasquines y parnasos. El que hubiera
querido trazar un cuadro sombrío y
desconsolador de la monarquía española
no hubiera tenido más que acudir a las
obras de Mariana, que señaló las
flaquezas del Gobierno y la avaricia de
los gobernantes; de Fernández
Navarrete, que enumeró los males
económico-sociales que en la Península
se padecían; de Álvarez Ossorio, que
expuso crudamente la situación de la
agricultura y del comercio; de Pérez de
Herrera, que veía por todas partes
pobres y mendigos; de Críales, que
describía el pésimo efecto de los
mayorazgos; de Cabrera, que denunciaba
los abusos de las Ordenes monásticas y
los defectos del clero.<<
[304]
Essai sur les moeurs et l’esprit des
Nations.<<
[305]Masdeu, Historia crítica de
España.<<
[306] «La idea en que puso el
pensamiento es una de las más
quiméricas y extrañas que la
superstición haya dado a luz jamás en
una imaginación débil y desordenada.
Resolvió celebrar sus exequias antes de
su muerte, En consecuencia mandó
levantar un túmulo en la capilla del
convento: sus criados fueron allá en
procesión funeral, teniendo en sus manos
cirios negros, y él mismo seguía
envuelto en una mortaja de lienzo. Lo
extendieron sobre un féretro con mucha
solemnidad, se cantó el oficio de
difuntos. Se terminó la ceremonia
echando, según eso, agua bendita sobre
el ataúd y habiéndose retirado todos, se
cerraron las puertas de la capilla.
Carlos salió entonces de la tumba y
volvió a su cuarto…».
Libro XII, tomo IV, pág. 302 de la trad.
española de Alvarado.
Mignet ha demostrado lo absurdo de
semejante ceremonia. Véase Mignet,
Charles Quint, págs. 402 y siguientes.
<<
[307]
An Account of the Character of the
Principal Nations in Europe, Londres,
1770.<<
[308] En los franceses llegó a ser una
obsesión la muerte de Don Carlos.
Louville en sus Memorias Secretas dice
que Felipe V mandó abrir el sepulcro
para cerciorarse de si había sido
degollado, y que la cabeza apareció
separada del tronco. Saint Simon en sus
Memorias alude a este incidente y
cuenta la conversación que tuvo con un
fraile en El Escorial. (Mémoires, tomo
XVIII).
El coronel Bory de Saint Vincent tuvo
también la curiosidad de ver el cadáver
del príncipe en 1812.<<
[309]
Véase el libro de Egio Levi. Storia
poética di Don Carlos. Pavía, 1914.<<
[310]Vindicación de España en lo que se
refiere al descubrimiento, conquista y
colonización del Nuevo Mundo: por
Manuel G. Llana, Rev. de España.
Enero-febrero de 1879.<<
[311] Citaremos las siguientes
traducciones y arreglos de la Breve
Relación del Padre Las Casas:
Le Miroir de la Tyrannie espagnole,
perpétrée aux Indes Occidentales. On
verra ici la cruauté plus que inhumaine
commise par les espagnols…, mise en
lumière par un Evêque… Amsterdam,
1620.
Istoria o brevissima relations della
distruttione dell’Indie Occidentali
Conforme al vero originale spagnuolo,
gia stampato in Seviglia. Tradotta in
italiano da Giacomo Castellani. Venecia,
1630.
Tyrannies et cruautés des spagnols
commises es Indes Occidentales, qu’on
dit le Nouveau Monde. Brièvement
descrite en Espagnol. Traduite
fidellement en Français par Jacques de
Miggrode. A Rouen. 1630.
Histoire des Indes Occidentales, ou
l’on reconnaît la bonté de ces pays et
de leurs peuples, et les cruautés
tyranniques des Espagnols. Traduite
fidellement en français, Lyon, 1642.
Regionum indicarum per Hispanos olim
devastarum accuratissima descriptio,
insertis figuris aeneis ad vivum
fabrefactisi. Heidelberg. 1664.
Wahrhafftiger und grundtlicher Bericht
der Hispanier grewlichen und
abschewltchen, von ihenen in den West
Indien, sa die neuve Welt gennet wirt,
begangen. Francfort, 1599.<<
[312] Essais-Livre III Chap. VI.<<
[313] Histoire des Aventuriers qui se
sont signalés dans les Indes.<<
[314]
Essai sur les Moeurs et l’esprit des
Nations.<<
[315] Esprit des Lois, Libro X, Cap. III.
<<
[316] Esprit des Lois, Libro IX, Cap.
IV<<
[317] Prólogo de Les Incas, París.<<
[318] Le poème des mois.<<
[319]
Recherches philosophiques sur les
Americains. Berlín, 1774,<<
[320]Civil and Criminal History of the
British Colonies.<<
[321]
Abrégé de l’Histoire générale des
Voyages, contenant ce qu’il y a de plus
remarquables, de plus utile et de mieux
avéré dans les payé ou les voyageurs
ont pénétré, Paris, 1780. Véanse
especialmente los tomos X, XI, XII y
XIII que tratan de las expediciones
españolas de América.<<
[322]
Apología de don Bartolomé de Las
Casas, Obispo de Chiapa por el
ciudadano Grégoire. (Contenida en el
tomo II de las Obras completas de Las
Casas publicadas en París, con otros
documentos, por don Juan Antonio
Llórente en 1822).<<
[323]Para que se vea hasta qué extremos
llega la animosidad contra nosotros,
singularmente en Francia, traducimos el
comentario que pone el Grand
Dictionnaire Larousse a la Historia de
América de Robertson (tomo IX. pág,
307. 3.ª columna): «El autor nos revela
un detalle curioso. Por una política tan
estrecha como ridícula, los Reyes de
España ocultan todos los documentos
relativos a la ocupación de América.
873 legajos se guardan en Simancas a
120 millas de la capital. Hace falta un
permiso especial para consultarlos y se
exige del extranjero que quiere copiar
un documento, una cantidad tan fabulosa,
que el mismo Creso hubiera renunciado
a escribir la Historia de América. Si
España cree correr un velo sobre sus
faltas y sus crueldades, se engaña a sí
misma. El ejemplo de Robertson prueba
que estas precauciones no impiden que
la verdad se abra paso más tarde o más
temprano».<<
[324]
Geschichte der Entdeckung von
Amerika. Hamburgo.<<
[325]Reflexiones imparciales sobre la
humanidad de los españoles en las
Indias, contra los pretendidos filósofos
u políticos, para Ilustrar las historias
de M. M. Raynal y Robertson,
Traducidas con algunas notas por D.
Pedro Varela y Ulloa. Madrid, 1782.<<
[326] Con posterioridad al P. Nuix
escribió D. Mariano Llórente, jesuita
también, su Saggio Apologético degli
Siorici e conquistatori Spagnuoli
del’América. Parma, 1801.<<
[327]Wynne. A General History of the
British Empire in América. London,
1770. «Pero, hubo tiempos en que los
que huían de la persecución, se
convirtieron ellos mismos en
perseguidores, y olvidando aquella
libertad porque lucharon quisieron
privar a sus compañeros del indudable
derecho que tiene todo hombre a pensar
libremente en materias de religión».
Véase más adelante la relación que hace
de la epidemia de brujería que se
padeció en Nueva Inglaterra.<<
[328]
Studies about the colonial politic
of the european Nations. Edinburgh,
1803.<<
[329]Histoire de la Littérature des
Peuples du Midi de l’Europe.<<
[330] Historia romana.<<
[331] Histoire de la Civilisation en
Europe. Acerca de Guizot y de las
inexactitudes que en materia de historia
de España contiene su libro sobre la
civilización europea, véase el artículo
del Sr. Pérez de Guzmán, Notas de un
libro, en la. Revista de España, tomo
IX.<<
[332]Histoire du Consulat et de
l’Empire.<<
[333]Histoire de Philippe II, Roi
d’Espagne, París, 1823.<<
[334]
Estudios históricos. La guerra de
Sucesión de España. Bib. Clásica.<<
[335]
Die Osmanen und die Spanische
Monarchie. Hamburg, 1827.<<
[336]De la littérature considérée dans
ses rapports avec les institutions
sociales.<<
[337] L’Espagne depuis le régne de
Philippe II jusqu’à l’événement des
Bourbons.<<
[338] Négotiations relatives a la
Succesión d’Espagne. Introduction<<
[339]
Charles Quint, son abdication, son
séjour et sa mort au monastère de
Yuste. Paris, 1854.<<
[340]
Antonio Pères et Philippe II, Paris
1845.<<
[341]Histoire de France au XVI siècle.
La Ligue et Henri IV. Nota del capítulo
VIII, pág. 82 de la edición Calmann
Levy de 1898.<<
[342] Recherches sur l’Histoire et la
Littérature de l’Espagne pen dont le
Moyen-âge. Leyden, 1881. Véase acerca
de este libro el artículo publicado en la
Revue Hispanique, tomo XIII, por el Sr.
Puyol.<<
[343]Civilisation des Arabes, par le Dr.
Gustave Le Bon. Véase acerca de este
libro el artículo del Sr. Amador de los
Ríos en la Revista de España, 1884.<<
[344]
History of the Reign of Philipp the
Second, King of Spain, Londres.<<
[345]History of the Reign, of Philipp II.
Lib. II, cap. III.<<
[346]
The Rise of the Dutch Republic.
1856.<<
[347] Henri Forneron. Histoire de
Philippe II. Paris, 1882. Tomo IV, págs.
298-300.<<
[348]Les mariages espagnols sous le
règne de Henri IV et la Régence de
Marie de Médicis. París. Véase acerca
de esta obra el informe de D. F. Javier
de Salas. (Revista de España, tomo
XIX, p. 153). M. Perrens solicitó ser
nombrado Académico correspondiente
de la Historia fundándose en su
meritoria labor.<<
[349]Le Mexique ancien et moderne.
París, 1863.<<
[350]Sesión del Cuerpo Legislativo de
13 de marzo de 1862,<<
[351]
Introduction historique a l’Abrégé
de Géographie de Malte Brun y
también en Le Mexique, Paris, 1843.<<
[352]Voyage au Pérou. Paris, 1846, 2
vols.<<
[353] Corso di Economía política,
1836-37. «La idea de llamar a una
especie de vida civil y política, a
hombres de otra raza, otra lengua y a
quienes miraban como infieles, con los
cuales nada tenían de común, ni siquiera
el color, no podía surgir en aquellos
tiempos. Lo que se deseaba era una
sumisión absoluta o la muerte. Por lo
cual, sólo un corto número de indígenas
sobrevivió a la conquista. El fanatismo
religioso hizo lo demás. Era un escarnio
cruel y una horrible profanación que se
confiase la enseñanza del Evangelio a
misioneros que llevaban consigo al
verdugo y el patíbulo y que eran más
ignorantes aún que los avariciosos
especuladores cuyas pasiones
inflamaban». Sistema colonial. Lección
XIII. Biblioteca del economista. Primera
de la Serie, vol. IX pág. 313.<<
[354]
History of the Conquest of Mexico,
3 vols.<<
[355] History of the United States.<<
[356]
Lectures on Colonisation and the
Colonies. Oxford, i860.<<
[357]Mexican Antiquities, Londres,
1830.<<
[358] Histoire du Mexique. París, 1847.
<<
[359]
Cités et ruines américaines. París.
1862,<<
[360] Spanish Conquest of America.
Leipzig, 1879.<<
[361]
Colonies espagnoles. Mémoires de
l’Académie de Sciences Morales et
Politiques. Tomo VIII.<<
[362] The Expansion of England. Véase
la III Lección.<<
[363]Histoire de la Civilisation en
Angleterre. Cap. XV.<<
[364]Histoire de la Civilisation en
Angleterre. Tomo IV, cap. XV.<<
[365] Histoire du développement
intellectuel de l’Europe, tomo III, cap.
9.<<
[366]
Dos tremendas acusaciones contra
España. España Moderna, 1896, I.<<
[367]
Hereditary Genius, its Lavas and
Conséquences. Londres, 1869.<<
[368]
Histoire de Sciences et des Savants
depuis deux siècles. Genève-Bâle,
1885. Un vol.<<
[369]
Philipp der Zweite, Koening von
Spanien, Trad, francesa de Kurth.<<
[370]Le règne de Philippe II et la latte
religieuse aux Pays Bas. Paris-Louvain,
1886-1887, 8 vols.<<
[371]Philippe II d’Espagne, Etude sur
sa vie et sur son caractère.<<
[372] Philipp II of Spain, Londres, 1897.
<<
[373] History of the Inquisition of Spain.
<<
[374] Histoire de Belgique, Bruxelles.<<
[375]
Un roman a propos de Philippe II,
en el vol. XI de la serie. Erreurs et
mensonges historiques.<<
[376]
La Europa occidental en tiempo de
Felipe II, de Isabel de Inglaterra y de
Felipe IV de Francia (Historia Univ. de
Oncken).<<
[377] Holland. Londres, 1889.<<
[378]
L’Evolution politique et sociale de
l’Espagne. París, 1899.<<
[379]
De la colonisation chez les peuples
modernes.<<
[380] Systèmes coloniaux et peuples
colonisateurs. Bib. del Economista.
Serie 2.ª, tomo IX.<<
[381] La colonisation pratique et
comparée. Peux années de Cours libres
a la Sorbonne. Paris, 1904-5.<<
[382]
Carácter de la conquista, española
en América.<<
[383]Il Perú. Memorie di una antica
Civiltá, Milán<<
[384]
Percy F. Martín. Peru of the XX
Century, Londres 1911.<<
[385]
ABC del día 5 de diciembre de
1909.<<
[386]Véase la Historia de la Economía
política en España, .de Colmeiro.<<
[387]Observations de M. l’Abbé
Cavanilles sur l’article Espagne de la
Nouvelle Encyclopédie. Paris, 1784.<<
[388] Observaciones sobre el artículo
España de la Nueva Enciclopedia,
escritas en francés por el Dr. D. Antonio
Cavanilles, pbro. y traducidas al
castellano por D. Mariano Rivera.
Madrid, 1784.<<
[389]
Oración apologética por la España
y mérito literario. Madrid, 1786.<<
[390]Véase el detalle de la polémica en
Iriarte y su época, del señor Cotarelo.
<<
[391]
Véase la Nueva biografía del Abate
Marchena, publicada por Menéndez
Pelayo en La España Moderna, 1896,
tomo I, pág. 59 y siguientes.<<
[392]Acerca de la Carta del Obispo
Grégoire se puede ver la serie de
Cartas de un Presbítero español sobre
la Carta del Ciudadano Grigoire.
Obispo de Blois, publicadas por D.
Lorenzo Astengo en Madrid el año
1798. Un vol.<<
[393]
Diario de Sesiones de las Cortes
generales y extraordinarias. 1810,
tomo VI, pág. 4204.<<
[394] Oda a Juan de Padilla.<<
[395]No hablaremos ya de cierto género
novelesco, representado por obras como
El diablo en Palacio. El Padre Ginés y
La sombra de Felipe II, del fecundísimo
Ortega y Frías.<<
[396]Prólogo del tomo II de la
Colección de Autores dramáticos
contemporáneos y Joyas del Teatro
español del siglo XIX, Madrid, 1882.<<
[397] Muchos años después, al escribir
sus Recuerdos decía, Echegaray,
insistiendo en su tema: «Aquellos
hierros que llevaban señales de fuego,
podrían no ser grillos, ni mordazas, ni
cadenas; pero cadenas hubo por toda
España para amarrar cuerpos y
mordazas para ahogar gritos en las cien
hogueras de la Inquisición».<<
[398] Antología de las Cortes
Constituyentes. Tomo I, pág. 577.<<
[399] Llórente escribió además una
Memoria acerca de cuál ha sido la
opinión nacional de España en lo
relativo a la guerra con Francia; unas
Observaciones sobre las dinastías de
España; los Retratos de los Papas, y las
Observaciones al Gil Blas de Le Sage,
su obra más patriótica, puesto que en
ella pone en tela de juicio la
originalidad de la famosa novela y trata
de probar que se había utilizado un
manuscrito español debido a la pluma
de D. Antonio de Solis. En este último
trabajo se llama a sí mismo Abogado de
la Nación Española… ¡Bueno estaba el
abogado!… Antes, o al mismo tiempo
que Llórente había escrito acerca de la
Inquisición D. Antonio Puigblanch en su
obra La Inquisición sin máscara que se
tradujo al inglés en 1816 por William
Walton.<<
[400] Recuérdese la colección de
Reformistas españoles publicadas en
Inglaterra por Wiffen y Usoz en 1837-65
. 20 vols.<<
[401] Historia de la Civilización
española desde la invasión de los
árabes hasta la época presente.
Madrid, 1840, 4 vols.<<
[402] Esto no tiene nada de extraño
porque Tapia escribió una poesía
titulada La muerte de la Inquisición.<<
[403]
Bosquejo histórico de la política
de España desde los tiempos de los
Reyes Católicos hasta nuestros días,
Madrid, 1857.<<
[404]Historia general de España,
Discurso preliminar.<<
[405]Historia general de España.
Discurso preliminar.<<
[406]
Historia de España, lib. XXV, cap.
IV.<<
[407] Id. id. id., libro XXV, cap. I.<<
[408] Historia de España. Tomo IV.<<
[409]
Apuntes para la vida de Felipe II y
para la historia del Santo Oficio en
España. Madrid, 1868.<<
[410]Historia de Felipe II. Rey de
España, Barcelona, 1867-68.<<
[411]Philippe II el D. Carlos devant
l’Histoire. París, 1878.<<
[412] Historia de los protestantes
españoles y de su persecución por
Felipe II. Cádiz, 1851, traducida al
inglés el mismo año y al alemán en
1866.
Examen filosófico de las principales en
usas de la decadencia de España,
Cádiz, 1852, traducido al inglés en 1853
con el sugestivo título de History of the
religious intolerance in Spain.<<
[413] Revista de España, 1878.<<
[414] Discurso de ingreso en la
Academia Española. Véase la
contestación que dio al mismo D. Juan
Valera.<<
[415]La España del siglo XIX. Colección
de Conferencias históricas celebradas
durante el curso de 1885-86.
Introducción. Madrid, 1886.<<
[416] Del influjo de la Inquisición y del
fanatismo religioso en la decadencia de
la literatura española.<<
[417] Pompeyo Gener, Heregías.
Estudios de crítica inductiva.
Barcelona, i888. La decadencia
nacional, Pág. 192 y siguientes,<<
[418]
Los tríales de la Patria y la futura
revolución española. Madrid, 1890.<<
[419]Oligarquía y caciquismo. Páginas
90 y siguientes<<
[420] La moral de la derrota. Madrid.<<
[421]
Del sentimiento trágico de la vida.
España Moderna, 1912.<<
[422]Articulo publicado con el título de
«Triste País».<<
[423] Como Las Meditaciones del
Quijote, por el Sr. Ortega y Gasset los
estudios y artículos de «Azorín», etc.
Como demostración de los extravíos a
que conduce la leyenda negra en España,
véase el libro del Sr. Utrilla comentando
el Discurso del señor Vázquez de
Mella. Prometeo. Valencia, 1915.<<
[424] De Historié y Arte, págs. 218-219.
<<
[425]Résumé de l’Histoire de Espagne.
Paris,<<
[426]Histoire générale de l’Espagne,
Paris, 1723.<<
[427]History of Spain. Traducida al
frances y continuada hasta 1814 por
Mathieu Dumas. Paris, 1823.<<
[428]
History of Spain from the earliest
times to the death of Ferdinand the
Catholic, 2 vols. Londres, 1895,<<
[429]
Abrégé chronologique de l’Histoire
d’Espagne. Paris.<<
[430] Geschichte Spaniens von den
frukesten Zeiten bis auf die Gegenwart.
Berlín, 1896.<<
[431] Histoire des Revolutions
d’Espagne. París, 1734.<<
[432] Histoire d’Espagne. Traducida por
el P. Isla.<<
[433]
History of Spain. Traducida por D.
Antonio Alcalá Galiano.<<
[434]History of the Spanish People.
Traducida por La España Moderna.<<
[435] Geschichte Spanions von dem
Stars Isabellas. Berlín.<<
[436] Geschichte von Spanien.
Hamburgo, 1831.<<
[437]Historia da Civilisaçao Ibérica.
Lisboa, 1897.<<
[438]Histoire de l’Espagne et du
Portugal. París, 1836, 2 vols.<<
[439] Histoire de l’Espagne. Paris, 1885.
<<
[440]Histoire de l’Espagne depuis les
temps les plus reculés jusqu’en 1830.
Paris, 1843, 8 vols.<<
[441]Histoire de l’Espagne depuis les
premiers temps historiques jusqu’à la
mort de Ferdinand VII. Paris, 1846-56,
10 vols.<<
[442]Histoire générale de l’Espagne.
Paris, 1742.<<
[443]Spain, Being a Summary of
Spanish History. Londres, 1893.<<
[444]Geschichte Spaniens von Ausbru
der franzosischen Revolution bis auf
unsere Tage. Berlín-Leipzig, 1861.<<
[445]
James the First of Aragon. Oxford,
1890.<<
[446]Calendar of Letters, dispatches
and State papers relating to the
negotiations between England and
Spain. Londres, 1862-68.<<
[447]
Histoire de Blanche de Castille,
Reine de France. Paris, 1805.<<
[448]History of the House of Austria
from the foundation of the Monarchy by
Rodolph of Hasbsburg to the death of
Leopold II. Londres.<<
[449] Histoire constitutionnelle de
l’Espagne depuis l’invasion des
hommes du Nord jusqu’à Ferdinand
VII. Paris, 1845, 2 vols.<<
[450]Memoirs of Spain during the Reign
of Philipp IV and Charles II from 1621
to 1700. Edinburgh, 1834, 2 vols.<<
[451]Essai sur l’administration de la
Castille au XVI siècle, Paris.<<
[452]Darstellungen ans der inneren
Geschichte Spaniens wahrend des XV,
XVI und XVII Jahrhunderte. Gottinga,
1850.<<
[453] Der Streit Ferdinand des
Katholischen und Philipp I un die
Regierung von Kastilien. Berlín, 1882.
<<
[454]Der Aufstand der kastilianischen
Stadte gegen Kaiser Karl V. Prag, 1876.
<<
[455] Histoire contemporaine de
l’Espagne. Paris, 1869.<<
[456] History of modern Spain,
1788-1898. Londres, 1899.
Españoles e ingleses en el siglo XVI.
Madrid, 1903.
La Cour de Philippe IV et le décadence
de l’Espagne. París.<<
[457]
Histoire politique de l’Espagne
moderne, Paris, 1841.<<
[458]Les Revolutions de l’Espagne
contemporaine. Paris.<<
[459] West Europa in Zeitalter von
Philipp II, Elisabeth und Heinrich IV
(En Onchens Allgemeine Geschichte).
Berlín, 1883.<<
[460]
The original and growth of the
Spanish Monarchy united with the
House of Austria. Londres.<<
[461]Fürsten und Völker von Sud
Europa in XV und XVII Jahrhundert.
(Die Osmanen und die Spanische
Monarchie). Hamburgo, 1827.
Ueber die Verschworungen gegen
Venedig in 1618. Berlín, 1831.<<
[462] Geschichte der spanischen
Monarchie von 1810-bis 1823. Aachen
und Leipzig, 1829, 7 vols.<<
[463] L’Espagne depuis le règne de
Philippe II jusqu’à l’événement ies
Bourbons. Paris, 1844.<<
[464]
Dan Carlos d’Aragon, Prince de
Viane. Paris, 1889.<<
[465] Histoire de Pierre I, Roi de
Castille. Paris, 1848.<<
[466]The Divorce of Catherine of
Aragon. Londres.<<
[467] Geschichte Ferdinands des
Katholischen. Praga, 1790.<<
[468] Histoire des Rois Catholiques.
Paris, 1766.<<
[469]
History of Ferdinand und Isabella.
Boston, 1839.<<
[470]Historia de Isabel la Católica.
Trad. Pardo Bazán.<<
[471]
Donna Juana, Koenigin von Leon,
Kastilien und Granada. Viena, 1885.<<
[472]
Jeanne la Folle, en la Revue des
Deux Mondes.<<
[473] Histoire de la Vie et de
l’Administration du Cardinal Ximénès
Paris, 1851.<<
[474] Der Kardinal Ximenes und die
kirchlichen Zustände in Spanien in XV
Jahrhundert. Tubinga, 1844.<<
[475]
Histoire du ministère du Cardinal
Ximénès, Paris, 1739.<<
[476]
Don Juan d’Autriche. Bruxelles
1868-69.<<
[477]
Das Leben de D. Juan d’Austria.
Gotha, 1865.<<
[478]
Life of Don Juan of Austria, or
Passages from the History of the XVI
Century, 1547-1578. Londres.<<
[479]
Les dernières années d’Isabelle de
Valois, Reine d’Espagne. Toulouse,
1896.<<
[480]Histoire d’Elisabeth de Valois,
Reine d’Espagne (1545-1568). Paris,
1859.<<
[481]
La battaglia di Lepanto. Milano,
1863.<<
[482] Marcantonio Colonna alla
battaglia di Lepante. Firenze, 1852.
(Este libro fue refutado por el del P.
Sánchez, Felipe II la Liga de 1571
contra el Turco, publicado en Madrid en
1868).<<
[483]
La guerre de Chypre et la bataille
de Lepante. París.<<
[484]The Spanish History of the
Armada. Londres.<<
[485]
State Papers relating to the defeat
of the Spanish Armada, Anno, 1588,
Londres, 1894.<<
[486]
Die Katastrophe des spanischen
Armada. Freiburg, 1895.<<
[487]
The Life and Times of James the
Conquerer, King of Aragón. Oxford,
1894.<<
[488] Les Ages préhistoriques de
l’Espagne et du Portugal.<<
[489]Documents relatifs a l’Histoire du
Cid, Paris, 1860.<<
[490] Notes archéologiques sur
l’Espagne et sur le Portugal. Paris,
1896.<<
[491]Les Histoires générales d’Espagne
entre Alphonse X et Philippe II
(1284-1556). Bordeaux-Paris, 1904.<<
[492]
L’Espagne de l’Ancien régime. La
Société. Paris, 1897.<<
[493] Le pélérinage a Campostelle.
Paris, 1898.<<
[494] Geschichte Europas seit den
Vertragen von 1815 bis sum
Frankfurter Frieden von 1871. Berlín.
<<
[495]Chateaubriand et la Guerre
d’Espagne. Revue des Deux Mondes,
1897.<<
[496] Life and Voyages of C. Columbus.
History of the Conquest of Granada.
The companions of Columbus.<<
[497]
Do estado das classes servas na
Peninsula. Lisboa, 1858.<<
[498] Relazioni degli Ambasciatori
veneti al Senafo, raccolte, annotate ed
edite. Firenze, 1839-63, 15 vols.<<
[499] La diplomatie vénitienne. Les
princes de l’Europe au XVI siècle, etc.
Paris, 1862.<<
[500]Mémoires curieux envoyés de
Madrid, Paris, 1870.<<
[501]
Lettres de Madame de Villars a
Madame de Coulanges. Paris.<<
[502]
Dokumente sur Geschichte Karles
V, Philipps II und ihrer Zeit aus
spanischen Archiven. Regensburg, 1862.
<<
[503]The History of England from the
Fall of Wolsey to the Defeat of the
Spanish Armada. Londres, 12 vols.<<
[504]Correspondance de Charles V et
d’Adrien VI, Brux, 1850. Relations des
Ambassadeurs vénitiens sur Charles V
et Philippe II, Bruxelles, 1855.
Histoire politique et diplomatique de P.
P. Rubens, Bruxelles, 1877.<<
[505]Geschichte Spanien unter den
Habsburgen. Hamburgo, 1907.<<
[506]The Year after the Armada.
Londres, 1894.<<
[507]Documents relatifs a l’histoire dit
XVI siècle. Bruxelles, 1883.<<
[508]
Mémoires de la Cour d’Espagne,
annotés par… Paris.<<
[509]
Le Marquis de Villars, diplomate.
Revue des Veux Mondes, 1886-7.<<
[510] Alessandro Fantese. Torino, 1880.
<<
[511]
History of the Emperor Charles V.
Londres, 1769.<<
[512]Charles Quint, son abdication etc.
Paris, 1854.<<
[513]
Retraite et mort de Charles Quint.
Bruxelles, 1554-55.<<
[514]
Der deutsche Kaiser und der letste
deutsche Papst, Karl V, und Adrian VI.
Wien, 1876.<<
[515]Charles Quint. Roi d’Espagne.
Bruxelles.<<
[516]
Geschichte Karls V, Stuttgart, 1885,
3 vols.<<
[517]Barbara Blomberg, die Geliebte
Kaiser Karls V und Mutter don Juan de
Austria. Leipzig, 1909.<<
[518]
Monacal Life of Charles the Fifth.
Londres, 1852.
Principal Victories of the Emperor
King. Londres, 1870.<<
[519]Philippe II, Roi d’Espagne, traduit
de l’allemand. Liège, 1877.<<
[520]
Filip den Anden af Spanien. Hans
Livog Personlighed, Copenhague.<<
[521]Jean de Vivonne, sa vie et ses
Ambassades auprès de Philippe II et à
la Cour de Rome. Paris.<<
[522]
La politica di Filippo II (Rassegna
Nationale, 1850).<<
[523]La vita del Cattólico e invittissimo
D. Philippo Secondo d’Austria, Re
delle Spagne. Vicenza, 1905.<<
[524]Histoire de Philippe II. Roi
d’Espagne, Paris, 1822.<<
[525]
Spain under Philipp II. Cambridge,
1904.<<
[526]
Philippe II d’Espagne et Marie
Tudor. Rev. des Deux Mondes, 1908.<<
[527]
History of the Reign of Philipp II.
Londres, 1835.<<
[528] Biografía de Felipe II en
Gottschalls Heue Plutarch.<<
[529]
Don Carlos et Philippe II, Paris,
1888.<<
[530]Die Lehrjahre Philipps II von
Spanien, (Trad. R, de Hinojosa).<<
[531]
Antonio Pères et Philippe II. Paris,
1845.<<
[532] L’Oeuvre de Philippe II,
1559-1598. (En la Histoire générale de
Lavisse y Rambaud). Paris, 1895.<<
[533] Les Mystères de l’Histoire
(Escobedo). (Trad. Wyzewa. París).<<
[534]Histoire de Philippe II Paris, 4
vols.<<
[535] Don Carlos Haft und Tod. Viena.<<
[536]
Nuovi documenti per la vita di Don
Carlo, figlio di Filippo II Re di Spagna.
Módena, 1878.<<
[537] Don Carlos et Philippe II,
Bruxelles 1863, 2 vols.<<
[538]
Don Carlos et Philippe II. París,
1888.<<
[539] Don Carlos. Berlín, 1876.<<
[540]Storia poética di Don Carlos.
Pavia, 1914.<<
[541]Memoirs of the Kings of Spain of
the House of Bourbon. Londres 1813.<<
[542] Histoire de l’avènement des
Bourbons au trône d’Espagne. Paris,
1772.<<
[543]
Avènement des Bourbons au trône
d’Espagne.<<
[544] Négotiations relatives a la
succession d’Espagne. Paris, 1836-44,
4 vols.<<
[545]Succession d’Espagne. Louis XIV
et Guillaume III. Histoire des traités de
partage et du testament de Charles II,
d’après la correspondance inédite de
Louis XIV, Paris, 2 vols.<<
[546]La diplomatie française et la
Succession d’Espagne. Paris, 1888.<<
[547]
La diplomatie de Louis XV et le
Pacte de Famille. Paris.<<
[548] Das Zeitalter Ludwigs XIV
(Oncken, Allgemeine Geschichte).<<
[549] Histoire de Louis XIV.<<
[550] Le Traité d’Utrecht, Paris, 1 vol.<<
[551] Mémoires, 1719-1785.<<
[552]
Philippe V et la Cour de France,
1700-1715. Paris.<<
[553]
The War of the Succession in Spain
during the Reign of Queen Arme,
1700-1711. London, 1895.<<
[554] Storia della guerra per la
successione alla Monarchia di Spagna.
<<
[555]La renonciation des Bourbons au
trône de la France. Paris, 1888.
L’Espagne après la paix d’Utrecht.
Paris.
La coalition de 1701 contre la France.
Paris, 2 vols.<<
[556]
Le Duc de Choiseul et l’alliance
espagnole. Paris.<<
[557]
Mémoires (especialmente el tomo
XVIII).<<
[558]La Princesse des Ursins. Essai sur
sa vie. Paris.<<
[559]
History of the Princess des Ursins.
Londres, 1899.<<
[560]
Lettres inédites de la princesse des
Ursins. Paris.<<
[561]
Storia del regno di Carlo III di
Borbone, Re di Spagna, Venecia.<<
[562]Régne de Charles III Espagne.
París, 2 vols.<<
[563]
Histoire d’Espagne depuis le règne
de Charles III jusqu’à nous jours.
Paris, 1873.<<
[564] Relations de la Suède et de
l’Espagne et le Portugal jusqu’à la fin
du XVIII siècle. Boletín de la Academia
de la Historia.<<
[565]Histoire des musulmans d’Espagne
. Leyde, 1861-62.<<
[566]
History of the Moors in Spain.
Londres.<<
[567]
Histoire des maures mudejares et
des mauresques ou des Arabes
d’Espagne sous la domination des
Chrétiens. Paris, 1845, 3 vols.<<
[568]Die Araben in Mitidalter und ihr
Einfluss auf die Kultur Europas.
Leipzig, 1881.<<
[569]
Story of the Moors in Spain. New
York, 1891.<<
[570]
Histoire des Arabes et des Maures
d’Espagne. Paris, 1851.<<
[571] Civilisation des Arabes. Paris.<<
[572]
The Christian Recovery of Spain.
New-York, 1894.<<
[573] Les Croisades des Espagnols.
Paris, 1897.<<
[574]The Cid Campeador and the
Warning of the Crescent in the West.
Londres. 1897.<<
[575]
An Inquiry into the sources of the
History of the Jews in Spain. Londres,
1897.<<
[576]Geschichte der laden in Spanien
und Portugal. Berlín-Leipzig, 1861-67,
2 vols.<<
[577]
Les Juifs dans le Moyen-âge. Paris,
1834.<<
[578]
Histoire de la Reformation en
Espagne. Paris, 1880, 2 vols.<<
[579]Don Antonio de Acuña, gennani
der Luther Spaniens. Viena, 1882.<<
[580] La Réforme en Espagne au XIV
siècle. Etude historique et critique sur
les réformateurs espagnols. Montauban,
1883.<<
[581]History of the Reformation in
Spain. Londres.<<
[582] Karl V und die deutsche
Reformation. Halle, 1889.<<
[583] Henry IV et sa politique. Paris.<<
[584]Charles Quint et Philippe II,
Etudes sur les origines de la
preponderance de l’Espagne en
Europe. Bruxelles, 1896.<<
[585]
Le règne de Richelieu (1617-1642),
Paris.<<
[586]Henri IV et Marie de Medicts.
Paris.<<
[587]Le Roi chez la Reine ou Histoire
secrète du mariage de Louis XIII et
d’Anne d’Autriche. Paris.<<
[588]Les mariages espagnols sous le
règne de Henri IV et de Marie de
Médicis. Orleans, 1869.<<
[589]La Réforme et la Ligue. Paris,
1866.<<
[590]Les Guises, les Valois et Philippe
II. Paris, 1866.<<
[591]Histoire de la rivalité de la France
et de l’Espagne. Parie. 1801, 8 vols.<<
[592]La rivalité de la France et de
l’Espagne aux Pays Bas. Bruxelles,
1896.<<
[593]Heinrich IV und Philip III. Die
Begrudung des franzosischen
Uebergewichts in Europa. Berlín, 1871,
3 vols.<<
[594] La Ligue et Henri IV. París, 1898.
<<
[595]La rivalité de la France et de
l’Espagne aux Pays Bas.<<
[596]Rivalité de François I et de
Charles Quint, Paris.<<
[597] Histoire diplomatique de l’Europe.
<<
[598]Das franzosischen Staatsleben und
Spanien in den Jakren, 1503-67.
Strassburg. 1889.<<
[599]La diplomatie française au XVII
siècle. Hugues de Lionne et ses
Ambassades en Espagne… Paris.<<
[600]Philippe II et la Belgique, résumé
politique de l’histoire de ta Révolution
belge au XVI siècle. Bruxelles, 1850<<
[601] Albert et Isabelle. Louvain. 1910.
<<
[602]Don Juan de Austria in den
Niederlanden.<<
[603] Espagnols et Flamands au XVI
siècle. Bruxelles, 1905. 2 vols.<<
[604]Correspondance de Marguerite
d’Autriche avec Philippe II, Brux.
Correspondance de Philippe II sur les
affaires des Pays Bas.
Etudes et notices historiques
concernant l’histoire des Pays Bas.
Bruxelles, 1890, 3 vols.<<
[605]Marie de Médicis dans les Pays
Bas. Bruxelles, 1876.<<
[606]Les Pays Bas Espagnols et la
République des Provinces Unies depuis
la paix de Munster jusqu’au Traité
d’Utrecht. 1907.<<
[607]
Pedro Enríquez de Acevedo, Graaf
van Fuentes en den Nederlanden.<<
[608]
Conspiration de la noblesse belge
contre l’Espagne. Brux. 1851.<<
[609]Documents historiques concernant
les troubles des Pays Bas. Gand.<<
[610] The Great Infanta. Londres, 1910.
<<
[611]
La fin du régime Espagnol aux
Pays Bas. 1907.<<
[612]Relations politiques des Pays Bas
et de l’Angleterre. Brux.<<
[613]Histoire de Belgique. Bruxelles,
1911, 4 vols.<<
[614]Correspondance de Granvelle.
Bruxelles, 1914.<<
[615]La règne de Philippe II et ta lutte
religieuse aux Pays Bas au XVI siècle.
Paris, 1885-7, 8 vols.<<
[616] Studien sur Geschichte des
Niederlandischen Aufstandes. Leipzig,
1902.<<
[617]
Bijdragen tot de Geschiedenis der
scheiding van Noor en Zuidnederland,
1894.<<
[618]
La vie de Don Luis de Requesens.
Bulletin Hispanique. 1904-1905.<<
[619]
Histoire des Pays Bas. Amsterdam,
1670.<<
[620]Mémoires des choses passées aux
Pays Bas depuis l’an 1576 jusques le
premier Mai 1580. Bruxelles, 1575-77,
2 vols.<<
[621]Wilhelm von Oranien und der
niederlandische Aufstanden. Halle,
1907.<<
[622] Antwerp delivered in 1577.<<
[623]Der Feldsug Wilhelm von Oranien
gegen den Herzog von Alba in Herbst
des fahres 1568. Halle, 1892.<<
[624]La Republique des Provinces
Unies, la France et les Pays Bas
espagnols de 1630 a 1650. Lyon, 1895,
<<
[625] La diplomatie française et
l’Espagne de 1792 a 1790. Paris.<<
[626]
Histoire de la guerre entre la
France et l’Espagne en 1793.<<
[627]
L’Ambassade française en Espagne
pendant la Révolution. Paris.<<
[628] Campagnes de la Révolution
française dans les Pyrénées.<<
[629]
Tableau de la conduite politique de
l’Espagne.<<
[630] Dugommier, 1738-1794.<<
[631]Geschichte Spaniens zur Zeit der
franzosischen Revolution. Berlín.<<
[632]Mémoire historique et politique de
la campagne de 1794 en Catalogne.<<
[633] Campagne de l’Empereur
Napoleon en Espagne. Paris-Nancy,
1912.<<
[634]Napoleón a Bayonne d’après les
contemporains et des documents
inédits. Bayonne, 1897.<<
[635] Guerre d’Espagne. Paris, 1893.<<
[636]L’Espagne et Napoleon, 1804-1809
. Paris.<<
[637]
Baylen et la politique de Napoleon.
Lyon, 1904<<
[638]
A History of the Peninsular War.
Oxford, 1903.<<
[639]Les guerres d’Espagne sous
Napoleon. Paris, 1902.<<
[640]
Capitulation de Baylen, Causes et
Conséquences. París, 1903.<<
[641]Murat, Lieutenant de l’Empereur
en Espagne. Paris, 1897.<<
[642]
Diary of a Calvary Officer in the
Peninsular and Waterloo Campaings.
Londres, 1894.<<
[643]
Studi sulla guerra d’independenza
di Spagna e Portogallo. Torino, 1848.
<<
[644]Histoire de la guerre de la
péninsule sous Napoleon. París.<<
[645]
History of the Peninsular War.
Londres, 1823-32.<<
[646] L’Abdication de Bayonne.<<
[647]Les Espagnols a la Grande Armée.
Le Corps de la Romana (1807-8). Le
Régiment Joseph Napoleon (1809-13).
París, 1899.<<
[648] Mémoires (tomo II, Madrid-
Essling-Torres Védras). París.<<
[649]Mémoires du général Baron
Godart, 1702-1815), Paris, 1895.<<
[650]Mémoires (De Valmy a Wagram),
publiés par Germain Basst. Paris.<<
[651]Mémoires du général Comte de
Saint Chamour, 1802-32. Paris, 1832.
<<
[652]
Mémoires d’un Aide major sous le
premier Empire. Guerre d’Espagne,
1808-1814. Avec une préface de M.
Napoleon Ney. Paris, 1896.<<
[653] Mémoires de la Duchesse
d’Abrantes. Paris.<<
[654]Storia delle campagne e degli
assedi degl’italiani in Spagna dal 1808
al 1813. Firenze, 1827.<<
[655]La Traite négrière aux Indes de
Castille. Paris, 1906.<<
[656]
Geschichte der Enideckung von
Amerika. Hamburgo.<<
[657]
History of America. Londres, 1777,
2 vols.<<
[658]
Abrégé de l’Histoire générale des
Voyages. Paris, 1780.<<
[659]
Histoire philosophique et politique
des établissements européens.<<
[660]
Die Kolonialpolitik Portugals und
Spaniens. Berlín, 1896.<<
[661] Die Ueberseeische
Unternehmungen der Welser und ihrer
Gesellschaffter, Leipzig, 1903.<<
[662] The Control of the Tropics.<<
[663] La Jeune Amérique. Chili et
Bolivie. Paris.<<
[664]
Histoire de l’expansion coloniale
des peuples européens. Espagne et
Portugal, Bruxelles.<<
[665]Indianer und Amerikaner. Ein
geschichtlicher Ueberblick.
Braunsschweig, 1900.<<
[666]
Carácter de la Conquista española
en América. Mexico.<<
[667] The Spanish Conquest in America.
<<
[668]
The Life and Voyages of Columbus.
New York, 1850.<<
[669]History of the Conquest of Mexico,
etc.<<
[670]
Les marins du XV et du XVI siècles.
Paris.<<
[671]
Cristoph Columbus und der Anteil
der Juden an den spanischen und
portugiesischen Entdeckungen. Berlín,
1894.<<
[672]Bolivar et l’émancipation des
colonies espagnoles. Paris.<<
[673]
Pérou of the XX century. Londres,
1911.<<
[674] Il Peru. Mémoire di una antica
civiltà, 1907.<<
[675]
Christophe Colomb, serviteur de
Dieu, son Apostolat, sa sainteté. Paris.
<<
[676]Spanish Institutions in the South
West. Nueva York, 1891.<<
[677]
A voyage to the South America.
1818.<<
[678]The Gilded Man (El Dorado) and
oilier Pictures of Spanish Occupancy
America. Nueva York, 1893.<<
[679]
L’Espagne, Cuba et les Etats Unis.
Paris.<<
[680]La Spedizione di Sebastiano
Caboto al Rio della Plata. Firenze,
1895.<<
[681]
La Civilisation de l’Ancien Pérou.
Angers, 1896.<<
[682]
The West Indies and the Spanish
Main. Londres, 1896.<<
[683]Un compagnon de Cortès: La
Chronique de Bernal Dios. Rev des
Deux Mondes. 1 mayo, 1884.<<
[684]Une réconciliation de l’Espagne et
de l’Amérique latine.<<
[685]Spain in America, 1450-1580.
Nueva York y Londres, 1904.<<
[686]De la Colonisation chez les
peuples modernes. Paris.<<
[687]Systèmes coloniaux et peuples
colonisateurs.<<
[688] Corso di economia politica.<<
[689]La Colonisation pratique et
comparée. Paris.<<
[690]Le Mexique ancien et moderne.
Paris, 1863.<<
[691] Voyage au Pérou. Paris, 1846.<<
[692]
Torquemada et l’Inquisition. Paris,
1897.<<
[693]Ignatius von Loyola und die
Gegenreformation. Halle, 1895.<<
[694]Inquisition und Evangelium in
Spanien. Berlín, 1852.<<
[695] Die religiose Entwickelung
Spaniens. Strassburgy 1875.<<
[696] The Church in Spain. Londres.<<
[697]
A Story of the Inquisition of Spain,
1906-7, 4 vols.
The Inquisition in the Spanish
Dependencies, 1908.
The Moriscos of Spain, their
Conversion and Expulsion, 1901.
Chapters from the religious History of
Spain connected with the Inquisition.
Londres, 1890.<<
[698]Zur Geschichte der spanischen
Staatsinquisition. Regensburg, 1878.<<
[699] Den Spanske Inkuisition.
Copenhague, 1907.<<
[700]L’Inquisition. Ses origines, sa
procédure. Paris.<<
[701] Riflessioni imparsiali
sull’Inquisizione di Spagna. Roma,
1876.<<
[702]
Das Lehrsystem Michael Servet.
Magderburg.<<
[703]Reformistas españoles, 1857-65.
20 vols, Londres.<<
[704] History of the Progress and
Suppresion of the Reformation in Spain
in the XVI Century. Londres, 1829.<<
[705]Essai sur la classification des
monnaies autonomes de l’Espagne.
Metz, 1840.<<
[706]Monnaies antiques de l’Espagne.
Paris, 1870.
Monnaies des Rois visigoths d’Espagne
.<<
[707] Catalogue des monnaies
musulmanes de la Bibliothèque
Nationale.<<
[708]Spaniens Niedergang während der
Preisrevolution in XVI Jahrhundert
Stuttgart, 1806.<<
[709]
Prosperidad económica de España
durante el siglo XVI. Trad. de Laiglesia.
Madrid, 1899, y Die Geschichte der
Fuggerschen II auditing in Spanien.
Weimar, 1897.<<
[710]Spanische und portugiesische
Bucherseiscken des XV und XVI
Jahrhunderte. Strassburg, 1898.
Typographie ibérique du XV siècle.
Haag, 1901-02.<<
[711] La Vie Universitaire dans
l’ancienne Espagne. Paris-Tolouse,
1902.<<
[712]
Lettre sur la charpente physique de
l’Espagne.<<
[713]Introducción al estudio de la
Historia natural y de la Geografía de
España. Madrid, 1789.<<
[714] Landeskunde der iberiseken
Halbinsel (Göschen). 1905.<<
[715] Die Pyrenaische Halbinsel.
Leipzig. Die Strand und Steppengebiete
der iberischen Halbinsel. Grunden
geder Pflanzenverbreilung auf der
iberischen Halbinsel. Leipzig, 1896.<<
[716]Le latin d’Espagne, d’après les
inscriptions. Bruxelles, 1906.<<
[717]
Histoire de la littérature espagnole
depuis ses origines les plus reculés
jusqu’à nos jours. Paris, 1863.<<
[718]
Die Spanische Litteratur (Grobers
Grundiss der Romanischen Philologie).
<<
[719]De la Littérature du Midi de
l’Europe. Paris, 1813, 4 vols.<<
[720] Handbuch der spanischen
Litteratur. Leipzig, 1856.<<
[721] Geschichte der spanischen
Litteratur (trad. francesa de Mme. de
Streck). Paris, 1812, 2 vols.<<
[722] Studien zur Geschichte der
spanischen und portugiesischen
Nationallitteratur. Berlín, 1859.<<
[723]History of Spanish Literatur.
Nueva York, 1849.<<
[724]Geschichte der dramatischen und
Litteraturkunst in Spanien Berlín,
1845-46, 5 vols.<<
[725]Geschichte der alten und neuen
Litteratur. Viene, 1815.<<
[726]
Histoire comparée des littératures
espagnole et française, Paris, 1843.<<
[727]
Précis d’histoire de la littérature
espagnole. Paris, 1908.<<
[728] Historia de la literatura española.
<<
[729] Recherches sur l’histoire et la
littérature de l’Espagne pendant le
Moyen-âge. Leyde, 1860.<<
[730]Die Nationallitteratur der Spanier
seit Anfang des XIX Jahrhunderts.
Gottinga, 1850.<<
[731]La Cour littéraire du Roi Jean II.
Paris, 1874.<<
[732] La poésie castillane
contemporaine. Paris, 1889.<<
[733] La littérature espagnole
contemporaine (Nouvelle Revue, 1882).
<<
[734] L’influence de l’Espagne dans la
littérature française (Revue des Deux
Mondes. Marzo de 1891).<<
[735]Italia e Spagna nel Secolo XVIII.
Torino, 1896.<<
[736] Zur Geschichte des
niederlandischen und spanischen
Dramas in Deutschland. Munster, 1895.
<<
[737] La lingua spagnuola in Italia.
Roma, 1895. Ricerche ispano italiane.
Appunti sulla letteratura spagnuola in
Italia alla fine del secolo XV e nella
prima metá del secolo XVI, etc.,
Nápoles.<<
[738] Baltasar Gracian und die
Hoflitteratur in Deutschland. Halle.<<
[739] Deutschlands und Spanien
litterarische Besiehungen.<<
La lingua spagnuola in Italia.
[740]La Comédie espagnole en France,
París, 1900.<<
Molière et le Théâtre espagnol.
[741]L’imitation espagnole en France.
Les modeles castillans de nos grands
écrivains français. Etude et analyse.
Tourcoing. Paris.<<
[742] Influencia española sobre la
literatura inglesa. Traducción de La
España moderna, 1915.<<
[743] De invloed der
Spaanschelelterkunde op de Nederland
gohe in de seventiende eewd. (Tijdskrift
voor Nederlandsche tal en letterkunde).
Vol. I.<<
[744]Spanisch Literatura in the England
of the Tudors. New York, 1899.<<
[745] Etudes sur les rapports de la
littérature française et de la littérature
espagnole au XVII siècle (Revue
d’Histoire de la France. III, 1 y 3).<<
[746] Spanien und die Spanische
Litteratur im Lichte der deutschen
Kritik und Poesie. Berlín, 1891.<<
[747]Spanien Anteil an der deutschen
Litteratur des 16 und 17 Jahrhunderte.
Strassburg, 1898.<<
[748]Histoire de la littérature et des
moeurs sous le règne de Henri IV.
Paris.<<
[749]Etudes sur l’Espagne, et sur les
influences de la littérature espagnole
en France et en Italie. Paris, 1847.<<
[750]
Chapters on Spanish Littérature.
Londres, 1908.<<
[751]
Lope de Vega and the Spanish
Drama. Londres.<<
[752] Gongora et le gongorisme
considérés dans leurs rapports avec le
marinisme. Parts, 1911.<<
[753]L’influence de l’Espagne sur le
théâtre français des XVIII et XIX siècles.
Paris, 1912.
Molière et l’Espagne. Corneille et le
théâtre espagnol. Paris, 1903.<<
[754]La société française du XVI au XX
siècle (L’Hôtel de Rambouillet…).
Paris.<<
[755] De l’Amadis de Gaule et de son
influence sur les moeurs et la
littérature du Midi de l’Europe. Paris,
1857.<<
[756]Théâtre de Clara Gasul,
Comédienne espagnole. Paris, 1825.<<
[757]
L’Espagne au XVI et au XVII siècle.
Documents historiques et littéraires
publiés et annotés. Heilbronn, 1878.<<
[758]
Mémoire sur l’origine du Gil Blas
de Le Sage, 1864.<<
[759]Untersuchungen zur Quellenkunde
von Le Sage’s Gil Blas de Santillane,
Kiel, 1896.<<
[760]Le Sage, en la serie de Grands
Ecrivains Français.<<
[761]En el prólogo de la traducción
alemana del Marcos de Obregón.<<
[762]Don Giovanni fulla Poesía en nell
Arte musicale. Nápoles, 1894.<<
[763]Don Giovanni nella letteratura e
nella vita. Milán, 1892.<<
[764]
Die Don Juan Sage auf der Buhne.
Dresde-Leipzig, 1887.<<
[765] A lenda de dom Joao.<<
[766]
Nagra Anteckningar om Don Juans
Sagas dramatiske Bearbetning. Lund,
1877.<<
[767]Sería absurdo pretender reproducir
aquí la enorme bibliografía cervantina
extranjera. Citaremos entre las obras
recientes las de Emile Chasles, Watts,
Rachel, Mérimée, Dumaine, etc. Merece
especialísima mención el de Bertrand:
Cervantes et le Romantisme allemand.
París, 1914.<<
[768]Santa Teresa, being an Account of
her Life and Times. Londres.<<
[769] La Psychologie d’une Sainte:
Sainte Thérèse. Rev. des Deux Mondes.
<<
[770]Le bon sens d’un mystique
espagnol. (En Le Figaro).<<
[771] Jorge de Montemayor. Halle, 1886.
<<
[772]
Raymond Lull und die Auf auge der
Katalonischen Litteratur. Berlín, 1858.
<<
[773]
Antonio de Guevara, ses lecteurs et
ses imitateurs français au XVI siècle.
(Revue d’histoire littéraire de la
France, 1900).<<
[774] Baltasar Gracian und die
Hoflitteratur in Deutschland. Halle.<<
[775]Life of Lope de Vega. Londres,
1816.<<
[776]Grillparser und Lope de Vega.
Viena.<<
[777]
Essai sur la vie et les oeuvres de
Francisco de Quevedo. Paris.<<
[778]
Blanco White. (Véase La España
Moderna, 1894).<<
[779]Théâtre critique du Père Feijoo.
París, 1745.<<
[780] Essai historique sur La Célestine.
<<
[781]The Tragic-Comedy of Calisto and
Melibea, englished from the Spanish of
Fernando de Rojas, 1631. With an
Introduction by J. Fitzmaurice Kelly.
Londres, 1894.<<
[782]Etudes sur la rédaction espagnole
de l’Amadis de Gaule. París. 1853.<<
[783] L’Espagne religieuse et littéraire.
Paris, 1873.<<
Espagne. Traditions, moeurs et
littérature. Nouvelles études. Paris,
1868.
Séville et l’Andalousie.
[784] Les prêcheurs burlesques en
Espagne au XVIII siècle: étude sur le P.
Isla. Paris, 1891.<<
[785]Nicolaos Heinsing. Eene Studie
over een Hollandschen Sckehnroman
der XVII ecuw. Rotterdam, 1885.<<
[786]
An outline of the History of the
Novela picaresca in Spain The Hague.
New York, 1903.<<
[787]
Les gueux d’Espagne: Lazarillo de
Tormes. (Rev. des D. M. 1888).<<
[788] Romances of Roguery. The
picaresque Novel in Spain. Nueva York.
<<
[789]
Sobre la poesía de los romanees
españoles. (Trad, con notas de
Menéndez Pelayo. España Moderna,
1896).<<
[790]
Geschichte der Spanischen Poesie
und Beredsamkeit. Gottinga. 1801.<<
[791]Chroniques chevaleresques de
l’Espagne. París, 1838.<<
[792]
Dai romand di Castiglia. Venezia,
1893.<<
[793]
Petit Romancero, choix de vieux
Chants espagnols. París, 1878.<<
[794]Chansons populaires de l’Espagne
traduites en regard du texte original.
Paris, 1896.<<
[795]
Stimen der Völker in Lieder. Der
Cid.<<
[796]Ein spanisches Romanzestrauss,
1866.
Kläge aus Andalusien.
Pasionarias de un alemán español.<<
[797]Romancero castellano. Leipzig,
1817.<<
[798] Romancero del Cid, 1840.<<
[799] The Spanish Student, y la
traducción de las Coplas, de Manrique.
<<
[800] Spanisches Liederbuch (en
colaboración con Geibel). Berlín.<<
[801]
Die religiose Poesie der duden in
Spanien, Berlín, 1845.<<
[802]
Poesía y arte de los árabes en
España y Sicilia. (Trad. Valera).<<
[803] Litteratur Geschichte der
synagogalen Poesie. Berlín, 1863.<<
[804]Sephardin. Romanische Poesien
der duden in Spanien. Leipzig.<<
[805] Recherches sur l’histoire et la
littérature de l’Espagne au Moyen-âge.
Leyde, 1860.<<
[806] Dramaturgie.<<
[807] Geschichte der Spanischen
Natoonaldramas. Leipzig, 1890.<<
[808] La Comédie espagnole au XVII
siècle. Paris, 1885.<<
[809]Origines et influences du Drame
espagnol. Drames fantastiques y
symboliques de Calderón. Le drame
vénitien-espagnol au XVIII siècle.
(Etudes sur l’Espagne. Paris, 1874).<<
[810] Spanisches Theater. Berlín, 1803.
<<
[811]Geschichte des spanischen
Dramas. Leipzig, 1871.<<
[812]Dissertations sur les tragédies
espagnoles. Paris, 1854.<<
[813]De Poeseas dramaticae hispanico
fraesertim de Petro Calderon de la
Barca. Copenhague, 1817.<<
[814] Calderon mid seine Werke.
Freiburg i Brisgau, 1888.<<
[815] Die Schauspiele Calderons
dargestellt und erläuterl. Etberfeld,
1857.<<
[816] Essai sur le théâtre espagnol.
Paris, 1888.<<
[817] Etudes sur l’ancien théâtre
espagnol.<<
[818] Die Weltanschaung Calderons.
Leipzig, 1897.<<
[819] Le Théâtre espagnol, 1883.<<
[820] Intermèdes espagnols du XVII
siècle. Traduits avec une Préface et des
notes. Paris, 1897.<<
[821]
Sobre Juan de la Encina. Sobre el
drama español La Celestina (España
Moderna, 1895).<<
[822]
Selects plays of Calderon. Londres,
1888.<<
[823]
Teatro español anterior a Lope de
Vega. Hamburgo. 1832.<<
[824]
Juan de la Encina et les origines
du théâtre espagnol. Revue des Deux
Mondes, 1894.<<
[825]Le théâtre hors de France. Le
théâtre en Espagne. Paris, 1897.<<
[826]Jean Retrou ais Nachahmer Lope
de Vegas. Berlín, 1891.<<
[827]Gli imitatori del teatro spagnuolo
in Italia. Parma, 1895.<<
[828] Zur Geschichte des
niederlandischen und spanischen
Drainas in Deutschland. Strassburg,
1898.<<
[829]
Storia della pittura in Spagna,
Modena, 1841.<<
[830]
Dictionnary Spanish Painters from
the XIV to the XVIII century. Londres,
1833-34.<<
[831]Essai sur Part et l’industrie de
l’Espagne primitive. Paris.<<
[832] Dictionnaire des peintres
espagnols. París, 1816.<<
[833]
Annals of the Artists of Spain.
Londres.<<
[834]Notices sur les principiux peintres
de l’Espagne. Paris, 1839.<<
[835]España y el arte español. (V.
España Moderna), 1913.<<
[836]
Les primitifs espagnols. (V. Revue
d’Art).<<
[837]
Histoire des peintres de l’Ecole
espagnole. Paris.<<
[838]
Anecdotes of eminent painters in
Spain during the XVI and XVII
Centuries. Londres, 1782, 2 vols.<<
[839]Histoire générale de l’Art.
Espagne et Portugal. Paris.<<
[840] Peintres espagnols. Etudes
biographiques et critiques sur les
principaux maîtres-anciens et
modernes. Paris, 1863.<<
[841] Vie complète des peintres
espagnols. Paris, 1839-41, 2 vols.<<
[842]
El arte en España (V. España
Moderna, 1890).<<
[843] Des arts en Espagne. Lyon, 1859.
<<
[844]Peintres de races. Hollande,
Espagne, Scandinavie. Bruxelles, 1910.
<<
[845] La Peinture espagnole. Paris.<<
[846]
Histoire populaire de la peinture.
Ecoles allemande, espagnole et
anglaise. Paris, 1897.<<
[847]Handbook of Painting. Londres,
1847.<<
[848] Histoire de l’Art.<<
[849] Die Kunts des XIX Jahrhunderts.<<
[850] Histoire des Beaux Arts.<<
[851]Histoire artistique des Ordres
mendiants. Etude sur l’Art religieux en
Europe du XIII au XVII siècles.<<
[852] Histoire de l’Art. Paris, 1811-23.<<
[853] Apollo.<<
[854]
Murillo and the Spanish School.
Londres, 1873.<<
[855] Life of Murillo. Londres, 1819.<<
[856]Velázquez: A Study of his Life and
Art. Londres, 1896.<<
[857]
Velázquez and his Works. Londres,
1855.<<
[858] Velázquez.<<
[859]
Diego Velázquez y su Siglo. (V. La
España Moderna, de 1896).<<
[860]
Diego Velázquez. (V. La España
Moderna, de 1894).<<
[861] Goya. París.<<
[862] Francisco de Goya.<<
[863] Francisco de Goya.<<
[864]
Murillo and Velázquez. Londres,
1883.<<
[865]
Mariano Fortuny, sa vie, etc. Paris,
1875.<<
[866] Ignacio Zuloaga.<<
[867]Histoire de la musique. Espagne.
Paris, 1900.<<
[868]Le Mysticisme musical espagnol
au xvi siècle. (V. la reseña de este libro
hecha por el Sr. Mitjana en la Revista de
Filología española, de 1914, cuad. 3.0).
<<
[869]Architectural Art in Italy and
Spain. Londres, 1852.<<
[870]Die Baukunst Spaniens in ihre
hervorragendsten Werken dargestellt.
Dresden, 1895.<<
[871]Monumento Hispánico. Praga,
1881-82, 2 vols.<<
[872]Essai sur l’architecture des arabes
et des maures en Espagne. Paris, 1841.
Monuments arabes et mauresques en
Espagne, Paris. 1830.<<
[873]
Antiquities of the Arabs in Spain.
Londres, 1816.<<
[874] Der konigliche Palast der
Habsburger zu Madrid. (En las
Spanische Miszellen).<<
[875]Les mystiques espagnols. París,
1867.<<
[876]Averroes et l’Avérroïsme. París,
1852.<<
[877]
Luis Vives. Traducción revisada por
Menéndez Pelayo. Madrid.<<
[878]Vives in seiner Pedagogik. Eine
quellenmässige und systematische
Darstellung, Kiel, 1897.<<
[879]Histoire des philosophes et des
théologiens musulmans. Paris, 1878.<<
[880] Etudes Orientales. Paris, 1861.<<
[881]
Maimonide et Spinoza. (En la
Revue des Deux Mondes, de 1862).<<
[882]
Mémoire sur la vie et les écrits de
Jean Louis Vives. Bruxelles, 1841.<<
[883] Vie de Suarez, Perpignan, 1671.<<
[884]
Mémoire della vita di Giovanni
Caramuel, Venecia, 1760.<<
[885] Fr. Luis de Leon und die
Inquisition.<<
[886] Francisco Suárez, de la
Compagnie de Jésus d’après ses lettres,
ses autres écrits et un grand nombre de
documents nouveaux. Paris, 1913.<<
[887]Estudio acerca de Francisco de
Vitoria.<<
[888]
A Discourse ou the study of the
Law of Nature and Nations. Londres,
1828.<<
[889] Historia del Derecho
internacional.<<
[890]
Geschichte der Psychologie u. der
Psichiatrie in Spanien. Wurzburg, 1871.
<<
[891] El problema nacional.<<
[892]
Prólogo de El colectivismo agrario
en España.<<
[893] Obra citada.<<
[894]La loi de la Civilisation et de la
décadence. Essai historique. Trad.
Dietrich-Paris, 1899.<<
[895] Idearium español.<<
[896]J. Jansen. L’Allemagne et la
Reforme, tomo III, traducción francesa.
<<
[897]Origines de l’Allemagne et de
l’Empire germanique, traducción
francesa.<<
[898]
Steche, schlage, würge hier, wer da
kann. Bleibst Du darunter tot, zvohl
Dir: seligeren Tod kannst Da ninnner
überhomnmen…<<
[899]Pueden consultarse acerca de este
punto las obras siguientes:
Zimmermann, Allgemeine Geschichte
des grossen Bauernkriegen, Stuttgart,
1856.
A Sudre, Histoire du Communisme.
Paris, 1850.
J. Janssen, L’Allemagne et la Réforme.
<<
[900]La civilización occidental, trad, de
García del Muzo, Madrid, 1904. Pueden
consultarse acerca de esto las obras
siguientes:
Leopold von Rancke, Deutsche
Geschichte in Zeitalter der
Reformation.
Johannes Janssen, Geschichte des
deutschen Volkes.
Reuter. Geschichte der religiösen
Aufklärung in Mittelalter.
Jörg, Deutschland in der Revolutions
période, 1521-26.
J. Friedrich, Astrologie und
Reformation oder die Astral agen, als
Prediger der Reformation und Urheber
des Bauernkrieges.<<
[901] Galiffe, Notices généalogiques.<<
[902] Kidd, obra citada.<<
[903] Ensayo sobre la historia
constitucional de Inglaterra de Hallom.
<<
[904] Ensayos.<<
[905]Historia de ta Reforma protestante
en Inglaterra e Irlanda.<<
[906] Cobbet. Obra citada.<<
[907] Cobbet, Obra citada.<<
[908] Véanse acerca de este punto:
Bogue y Bennet, History of Dissenters,
from the Revolution in 1688 to the year
1808. Londres, 1808-12.
Skeats, H. S., A History of Free
Churches of England. Londres, 1868.
Butler, Ch., Historical Memoirs of the
English. Irish and Scotch Catholics
from the Reformation to the present
time 2 vols., Londres, 1819.<<
[909] Historia Universal, tomo VI.<<
[910] Henri IV et la Ligue.
Acerca de este punto pueden consultarse
las obras siguientes:
Jules Simon, La Liberté de conscience,
Paris.
Acton, Histoire de la liberté dans
l’antiquité et dans le Christianisme.
Meaux, Les luttes religieuses en France
au XVI siècle, Paris. Elkan, Die
Publizistik der Bartholomeus Nacht
und Mornay Vindiciae contra tyrannos.
Heidelberg, 1905.
Lacombe, Les débuts des guerres de
Religion, Catherine de Médicis entre
Guise et Condé, Paris.
Laugel, La Réforme au XVI siècle.
Etudes et portraits, Paris. Loiseleur, La
Saint Barthélemy, Paris.
Barthélemy, Erreurs et Mensonges
historiques, Paris.<<
[911]
Todiére, Louis XIII et Richelieu,
Tours, 1852.<<
[912]
John Vienot, A travers le Paris des
Martyrs, París, 1513.<<
[913]Geschichte des dreissigjährigen
Krieges, I parte, libro I. Véanse también
las obras siguientes: Janssen,
Geschichte des deutschen Volkes, tomos
III y IV; Lamprecht, Deutsche
Geschichte.<<
[914] Lettres de Mme. de Sévigné, y
Voltaire, Le Siècle de Louis XIV.<<
[915]Voltaire, Historia du siècle de
Louis XIV, cap. XXXVI.<<
[916] Jules Simon, La liberté de
conscience.<<
[917] Voltaire, Affaire Calas.<<
[918] Estudios políticos.<<
[919]Histoire de Cent Ans, por César
Cantu.<<
[920] Id. id. id. id. Ib id.<<
[921] Prescindiendo de las historias
generales de la Revolución, como la de
Mignet y otras muchas, citaremos las
obras siguientes; Lenôtre, Le Tribunal
révolutionnaire, París.
Lenôtre, Les noyades de Nantes, París.
Idem, Les massacres de Septembre.
Billard, Les femmes enceintes devant le
tribunal révolutionnaire, Parts.
Tys, La persécution religieuse en
Belgique sous le Directoire executif
d’après des documents inédits,
Bruxelles.
Contrasty, Le clergé français exilé en
Espagne (1792-1802). París.<<
[922]Rusia contemporánea, Madrid,
1904.<<
[923]Véanse acerca de este punto: André
Bellessort, La Suède. París, 1911: La
obra citada de Jules Simón y la escrita
en sueco por E. J. Erkmann, con el título
de Historia de la misión interior.<<
[924]Historia de la Reforma religiosa
en Alemania, por Bezold. Hist. Univ., de
Oncken, tomo VIII.<<
[925]Baldi, Die Hexemprozesse in
Deutschland. Wurzburg, 1874.<<
[926] Curious Superstitions.<<
[927] Scottish Review. Abril, 1801.<<
[928] Walter Scott, Demonology.<<
[929] Léanse, entre otras obras, las
siguientes:
Baissac, Les grands jours de la
sorcellerie, Paris, 1890.
Masson, La sorcellerie et la science des
poisons du XVI siècle. Michelet, La
sorcière.
Reynard, Les maladies épidémiques de
l’esprit, París, 1886.
Dumas, L’affaire des poisons.
Loiseleur, L’affaire des poisons.
Barthélemy, Erreurs et mensonges
historiques.
Loiseleur, Ravaillac et ses complices,
Paris, 1873.
Idem, Madame de Montes pan et
l’affaire des poisons.<<
[930]
Procès des sorcières en Belgique
sous Philippe II et le Gouvernement
des Archiducs, par J. B. Canuaert.
Gante, 1847.<<
[931]
Geschiedenis der Heksenproessen
Eine Bijtrage fot dem Roem des
Varderlands. Hartera, 1828.<<
[932] Lo más curioso es la literatura
referente a este particular, pues si
nosotros tenemos a Martín del Río con
sus Disquisitiones magicarum, los
franceses tienen a Martín de Arlè, con su
De Superstitionibus; a Jean François,
con su De Lamiis; a Pierre de Loyer, con
Le Livre des Spectres, y a De l’Ancre,
con su Tablean des mauvais anges et
démons; los ingleses a un Rey, a Jacobo
I, con su tratado de demonología; los
alemanes, a Sprenger, con el Maliens
maleficarum; a Troilo Malvetius, con
De Sortibus; a Damhouder, con su
Praxis rerun criminalium iconibus
materiae subjaecta, convenientibus
illustrata; a Nieder, con su
Formicarium, que es un apéndice al
Malleus de Sprenger, etc.<<
[933] Walter Scott, Demonology.<<
[934]Véanse las historias de los Estadas
Unidos citadas antes por nosotros,
singularmente la Historia de América,
de Robertson y como complementa la
novela del americano Hawthorne, The
Red Letter, fundada en las costumbres
religiosas de sus compatriotas.<<
[935]Wynne, A General History of the
British Empire in America. Londres,
1770.
Hawthorne, The Red Letter. (Novela).
<<
[936] Ensayos de política colonial.<<
[937] Historia de América.<<
[938]
De la colonisation ches les peuples
modernes.<<
[939] Leroy Beaulieu, Obra citada.<<
[940] Estudio acerca de Warren Hastings.
<<
[941]The History of the British convict
ship «Success» and its most notorious
prisoners, compiled from Governmental
records and documents preserve in the
British Museum and State Departments
in London. Un volumen.<<
[942] Leroy Beaulieu. Obra citada.<<
[943]
William Jennings Bryan on British
Rule in India. Nueva York, un folleto.
Acerca de la India puede verse el
Cuadro geográfico, histórico,
administrativo y político de la India en
1858, por D. Luis de Estrada. Madrid,
1858.
Acerca de la rebelión de los cipayos y
de su represión, véase el libro de Sir
John Kaye y Malleson, History of the
Sepoy War in India, 1857-58.<<
[944] Conquistadores antiguos y
modernos. España Moderna, I, 1902.<<
[945]Harold Spender. The Great Congo
Iniquity. The Contemporary Review,
Julio, de 1906. Véanse acerca de tan
interesante extremo las publicaciones de
The Congo Reform Association y los
libros de Cattier. Etude sur la situation
de l’Etat indépendant du Congo,
Bruxelles; Morel, King Leopold’s rule
in África, Londres, y Conrad, Tales of
Unrest, Londres. Es interesantísimo el
folleto de Conan Doyle, Le Crime du
Congo, Paris, Société d’Edition et de
Publications.<<
[946]
Imperalism, en The Heart of the
Empire. Londres, 1907.<<
[947]Acerca de la colonización de los
pueblos modernos pueden verse, entre
otras muchas, las obras siguientes:
Bérard, L’Angleterre et l’impérialisme,
Paris, 1907.
Boutmy, Essai d’une Psychologie
politique du peuple anglais, Paris.
Seeley, The Expansion of England,
Londres.
Rousset, La conquête d’Alger. 1 vol.
Id., La Conquête de l’Algérie, 2 vols.
Vaissière, Saint Domingue, Paris.
Chévadame, La colonisation et les
colonies allemandes, Paris. Darcy,
L’équilibre africain au XX siècle, Paris.
Khorat, Scènes de la pacification
marocaine, Paris.
Lebon, La politique de France en
Afrique, Paris.
Zimmermann, Kolonialpolitik, Leipzig.
Leroy Beaulieu, De la colonisation chez
les peuples modernes.<<
[948] Incapacidades políticas de los
judíos. Estudios políticos, trad. de
Mariano Juderías Bender, Madrid,
Biblioteca Clásica.<<
[949] Acerca de este interesantísimo
punto véanse las obras de: Adler, Jews
in England, Londres.
Stern, Geschichte des Judentums von
Mendelsohn bis auf die Gegenwart.
Bédarride, Les juifs en France, en
Italie et en Espagne.
Davis, The Jews in Rumania.
Jost, Geschichte der Israelites Beugnot,
Les Juifs d’Occident, etc.<<
[950]Consúltense acerca de este punto
los Estudios políticos y los discursos
de Lord Macaulay, y, entre otras, las
obras siguientes:
Elie Halewy, Histoire du peuple
anglais au XXX siècle, París, 1912.
Berington, The state and the behaviour
of the Catholics, from the Reformation
to the year 1780, Londres, 1780.
Butler, Historical Memoirs of the
English Irish and Scotch Catholics
from the Reformation to the present
time, Londres, 2 vols., 1819.
Ward, The Dawn of the Catholic
Revival in England, 1781-1803,
Londres, 1909.<<
[951]Lograda sólo parcialmente, algunos
años después de haber sido escrito este
libro.<<
[952] Houssaye, 1813. La seconde
abdication, La Terreur Blanche,
Paris<<
[953] Les convulsions de Paris.<<
[954]Gay au, Bismarck et l’Eglise. Le
Kulturkampf, Paris, 1911.<<
[955] Recuérdese la famosa obra de
Silvio Pellico I miei Prigioni.<<
[956]Ivan Strannik, La pensée russe
contemporaine. Paris.<<
[957]Van Mugden, Histoire de la Nation
suisse. Lausana, 1900. Curti,
Geschichte der Schweis in XIX
Jahrhundert.<<
[958] Jules Simon, La Liberté de
conscience, y André Bellessort, La
Suède, Paris.<<
[959]Les mensonges conventionnels de
notre civilisation. Paris, 1888.<<
[960] Véanse acerca de tan interesante
extremo las obras de Jules Bois, Les
religions de Paris; de Huysmans, Là
bas; de Thierry, Le Masque, etc.<<
[961] Etudes sur l’Espagne. Première
série.<<