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El Ayer y El Hoy de Los Juristas Romanos

1) La jurisprudencia romana se originó a partir de la Ley de las XII Tablas del 450 a.C. y de las tradiciones y leyes anteriores. 2) Los jurisconsultos romanos estudiaban e interpretaban las leyes pero no legislaban. 3) Los jurisconsultos gozaron de mayor consideración durante el Imperio romano cuando Augusto les otorgó privilegios oficiales.

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El Ayer y El Hoy de Los Juristas Romanos

1) La jurisprudencia romana se originó a partir de la Ley de las XII Tablas del 450 a.C. y de las tradiciones y leyes anteriores. 2) Los jurisconsultos romanos estudiaban e interpretaban las leyes pero no legislaban. 3) Los jurisconsultos gozaron de mayor consideración durante el Imperio romano cuando Augusto les otorgó privilegios oficiales.

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JURISPRUDENCIA (ANTIGUA ROMA)

La jurisprudencia es la ciencia del derecho, tanto público como privado y el jurisconsulto romano
del siglo III, Domicio Ulpiano ("Reglas de Ulpiano", Madrid, M. de J., 1946), define la jurisprudencia
del siguiente modo: una justa noticia de las cosas divinas y humanas y una ciencia de lo justo y de
lo injusto.

En Roma la calidad de legislador no fue confundida como en otras partes, con la del jurisconsulto:

La primera pertenecía a aquellos que gozaban del poder público

La segunda pertenecía o se daba a aquellos ciudadanos que solo se ocupaban en el estudio y en la


interpretación de las leyes

Índice

1 orígenes

2 consideración histórica

3 Calígula

4 Que hacían los jurisconsultos en Roma

5 Distinciones

6 Referencias

6.1 Bibliográficas

7 Bibliografía complementaria

Orígenes

Los jurisconsultos romanos traían su origen del derecho de patronazgo establecido por Rómulo (lo
que en tiempos modernos los abogados consultivos), pero en Roma los abogados pleiteantes no
pasaban a ser jamás jurisconsultos.

Consideración histórica

La profesión de los jurisconsultos en Roma no fue tenida siempre en la misma consideración:

En tiempo de la República romana, los jurisconsultos eran menos apreciados que los abogados
En la época imperial con Augusto fue cuando adquirieron mayor consideración, en especial
después que este Príncipe limitó a un cierto número de ciudadanos distinguidos el derecho de
interpretar las ordenanzas y de dar las decisiones de las cuales los jueces no podían omitir o
separarse y al mismo tiempo los declaró oficiales del emperador

Calígula

Mas adelante Calígula quiso abolir las distinciones que les había concedido Augusto, pero no llegó
a verificarse y posteriormente el emperador Adriano confirmó los privilegios que les había
dispensado Augusto.

Que hacían los jurisconsultos en Roma

Solían muchas veces pasearse por el Foro, cerca de donde se administraba justicia, a fin de poder
dar consejos a aquel que tuviese necesidad de aquellos

Para consultarles había frases sancionadas por el uso:

El cliente preguntaba al jurisconsulto: "¿licet consulere?"

Si el jurisconsulto consentía, le respondía: "consule"

El cliente entonces exponía su dificultad y concluía diciendo: "id just est nec ne"

La respuesta del jurisconsulto era la siguiente: "secundum quae proponuntur existomo, placet,
puto"

En las cuestiones difíciles ninguno se contentaba con la decisión de un solo jurisconsulto y en estos
casos se solía explorar el parecer de varios jurisconsultos

Distinciones

El estudio de la jurisprudencia ha sido en todos los tiempos muy apreciado y tenido en mucha
consideración entre los pueblos civilizados y los romanos concedían pensiones y el título de
condes del Imperio a aquellos que se distinguían en esta ciencia, unida estrechamente al gobierno
político.

Referencias

Bibliográficas

Diccionario histórico enciclopédico, 1830, Barcelona, Tomo III


LA JURISPRUDENCIA ROMANA, CUNA DEL DERECHO

Estos mores maiorum son como la constitución no escrita de un pueblo, por lo que propiamente
nunca fueron derogados, aunque sí adaptados a los nuevos modos de vida.

Rafael Domingo

00:00 / 16 de junio de 2015

Difícilmente se puede comprender los actuales ordenamientos jurídicos europeos, americanos y


algunos del este asiático (Japón, Corea, Filipinas y Taiwán, entre otros) sin los principios que
informaron el Derecho Romano, es decir, ese orden de convivencia conforme a justicia creado por
los jurisprudentes de la antigua Roma republicana y coronado magistralmente, tras la pax
Augusta, por los juristas del Principado.

Conceptos básicos, constitutivos de nuestra civilización, como testamento, buena fe, servidumbre,
usufructo, posesión, propiedad, contrato, sociedad, con- dición, etc. fueron elaborados en un
momento histórico muy concreto en que las relaciones de justicia entre los ciudadanos y entre los
pueblos fueron tratadas, como tales, desde una perspectiva científica, que, en el Derecho
Romano, es tanto como decir jurisprudencial.

De la misma manera que en la Grecia antigua floreció una cultura filosófica gracias a la relación de
unos hombres dedicados apasionadamente a la sabiduría, así también en Roma se creó,
particularmente desde mediados del siglo II a. C. hasta mediados del III d. C., un ambiente
jurisprudencial del más elevado nivel científico por la concurrencia de unos juristas expertos en el
ars boni et aequi (arte de lo bueno y de lo equitativo), como definió elegantemente Celso, el
Derecho (Celso-Ulpiano, D. 1.1.1 pr.).

El punto de partida

Los orígenes de la jurisprudencia romana los conocemos, en parte, gracias al discutido


“enquiridion” o “manual” de historia del Derecho Romano escrito por el jurista Pomponio, a
mediados del siglo II d. C., con el que ciertamente se inauguró un modelo de literatura jurídica en
el que ha de enmarcarse esta misma obra sobre juristas universales.
En esta historia elemental, recogida en el título II del libro I del Digesto de Justiniano (D. 1.2.2.6),
Pomponio afirma que de la llamada Ley de las XII Tablas manó el Derecho civil (lege duodecim
tabularum ex his fluere coepit ius civile).

De ahí que esta importante y peculiar ley de en torno al 450 a. C., que Tito Livio calificó como fons
omnis publici privatique iuris (la fuente de todo derecho público y privado) (Livio 3.34.6), caída ya
por tanto la monarquía (753 a.C.-509 a.C.) y en periodo de formación de la república, pueda ser –
paradójicamente, pues los romanos no se caracterizan como legisladores– el más genuino punto
de partida.

Pero hay fundamentos del ius civile (derechos civiles) más antiguos. En efecto, una tradición de los
llamados posteriormente mores maiorum (sus ante- pasados), así como de las leyes regias
recopiladas por el pontífice Sexto Papirio (ius Papirianum, cfr. Pomponio, D. 1.2.2.2: leges sine
ordine latas in unum composuit (sin que el orden de las leyes de un solo tratado)) existen ya
desde el siglo VI a.C.

Estos mores maiorum son como la constitución no escrita de un pueblo, por lo que propiamente
nunca fueron derogados, aunque sí adaptados a los nuevos modos de vida.

El propio Pomponio (D. 1.2.2.4) nos dice que esta Ley de las XII Tablas fue encargada a un colegio
de patricios (decemviri legibus scribundis, de ahí que sea llamada también ley “decenviral”) y que
éstos, después de pedir información a otras ciudades griegas, probablemente de la Magna Grecia
(Sur de Italia), las escribieron en tablas de marfil –hecho muy discutible– y ordenaron colocarlas en
el foro para que fueran conocidas por todos (...in tabulas eboreas perscriptas pro rostris
composuerunt, ut possint leges apertius percipi, “escrita en tablillas de marfil de los rostra, para
que las leyes sean claramente entendidas).

Habiéndoseles concedido a los decenviros la facultad de corregir las leyes, hicieron uso de ellas
añadiendo, a las diez existentes, dos nuevas tablas; de ahí que sean conocidas con el nombre de
Ley de las XII Tablas (E. Varela, en Textos de Derecho Romano, 2ª ed., Pamplona 2002 §1, págs. 19-
36); más datos históricos ofrecen Tito Livio, en el libro tercero de su Ab urbe condita, y Dionisio de
Halicarnaso, en el libro X de sus Antiquitates Romanae.

Redactada con un estilo sobrio heredado por la jurisprudencia romana posterior, contenía breves
preceptos funerarios y jurídicos, penales y procesales, también de carácter interpretativo o incluso
corrector de las costumbres al uso.
Por desgracia, solo la conocemos muy parcialmente por citas de autores bastante posteriores,
como Cicerón y Aulo Gelio, y con un lenguaje más moderno, pues al parecer se perdió con el
saqueo e incendio de Roma por los galos el 387 a. C.

Cicerón cuenta (De legibus 2.23.59) que, siendo niño, memorizó, como era costumbre, la ley
“cantándola”: “discebamus enim pueri XII ut carmen necessarium”. Es probable que esta versión
de las XII Tablas tan prestigiada durante los dos últimos siglos de la República proceda de las
Tripertita de Sexto Elio Peto Cato, del siglo II a. C.

La Ley de las XII Tablas, al reproducir ciertos principios del ius antiquum, vino a limitar el amplio
poder discrecional del colegio pontifical, que, al adaptar las formalidades jurídicas a las prácticas
sociales, se erigió en la fuente principal de creación del Derecho y guardián de este nuevo saber
práctico. En efecto, los comienzos de un conocimiento jurídico técnico se corresponden con la
actividad del colegio pontifical concretada en la interpretación del Derecho vigente (interpretandi
scientia) y en la elaboración de fórmulas judiciales (actiones) (cfr. Pomponio, D. 1.2.2.6).

Esta conexión entre la religión y el Derecho, en virtud de la forma constitutiva que los vivifica,
justifica plenamente la competencia pontifical. A la interrelación Derecho y religión, que no llegó
nunca a una plena identificación, como sucedió en otros Derechos de la antigüedad, se refiere el
propio Cicerón: “...ius nostrum pontificium, qua ex parte cum iure civili coniunctum est...” (…el
derecho de nuestros derechos, por los que se conecta a la parte del Derecho civil…) (Brutus
42.156).

Esto explica la definición ulpianea de jurisprudencia (D. 1.1.10.1) como divinarum atque
humanarum rerum notitia (conocimiento divino y humano), recogida siglos después por Justiniano
al inicio de sus Instituciones (Inst. 1.1.1). Por lo demás, la auctoritas (la autoridad) que revistió a
los pontífices no fue de distinta naturaleza que la que posteriormente revistió a los juristas laicos.
Este monopolio jurídico pontifical, que cuidaba celosamente de sus fórmulas, se extendió
aproximadamente hasta finales del siglo IV a. C. En torno al 300 a. C., el escriba Gneo Flavio (edil
en el 304 a.C.) publicó el libro de acciones de Apio Claudio el Ciego (Pomponio, D. 1.2.2.7),
“Derecho civil flaviano” (ius civile Flavianum), al parecer, a semejanza del citado ius Papirianum.

A Apio Claudio –que fue censor en el 312 a. C. y cónsul en dos ocasiones, el 307 y el 296 a. C. y
poseedor máximo de la ciencia del Derecho (Pomponio, D. 1.2.2.36: maximam scientiam habuit)–
se atribuye (Pomponio, D. 1.2.2.36) un libro de contenido incierto, aunque probablemente con
fórmulas de acciones y caucionales.
A mediados del siglo III a. C. fue, al parecer, Tiberio Coruncanio, primer plebeyo que alcanzó el
pontificado, quien por vez primera respondió en público (respondere publice) a consultas de los
particulares, privando así al ejercicio jurisprudencial del colegio pontifical de su exclusiva. Este
modus operandi de la jurisprudencia a través de los responsa o dictámenes orales constituirá
durante siglos el centro de la actividad jurisprudencial de apoyo fundamentalmente a magistrados
jurisdiccionales, a jueces y a particulares.

Esta jurisprudencia preclásica es llamada “cautelar” (de cavere) por su labor jurisprudencial en el
auxilio a los ciudadanos en la redacción de fórmulas negociales. Fue actividad típicamente
jurisprudencial el agere, es decir, la consistente en la elaboración de fórmulas procesales. Con
todo, el arbitrio de esta actividad en los siglos IV y III a. C. mermó sustancialmente con la aparición
de las acciones de la ley (legis actiones), caracterizadas por su rigor formal.

A partir de la Ley Ebucia, del 130 a. C., aproximadamente, que señala el nacimiento del
procedimiento per formulas, la actividad jurisprudencial en tema de agere volvió a resurgir hasta
la codificación del Edicto en torno al 130 d. C., con Adriano (117-138 d.C.).

Sexto Elio Peto Cato, cónsul en el 198 y censor en el 194 a. C., muy respetado por los juristas
posteriores, es considerado propiamente el primer jurista en sentido pleno. Hermano de Publio
Elio, también jurista y cónsul (Pomponio, D. 1.2.2.38: “ut duo Aelii etiam consules fuerint”), su
penetrante inteligencia justifica precisamente su cognomen “Catus” (agudo).

Amplió el número de acciones en su obra Tripertita, de la que conservamos algunas referencias


(Lenel, Palingenesia I, cols. 1-2), denominada así por estar dividida en tres partes: un comentario a
las XII Tablas; una segunda parte destinada a la interpretación y la tercera a las acciones
(Pomponio, D. 1.2.2.38).

Junto a los Aelios, atribuye Pomponio la máxima autoridad jurídica a Publio Atilio (D. 1.2.2.38:
“maximam scientiam in profitendo habuerunt”), en realidad Lucio Atilio, de quien dice que fue el
primero en ser llamado “Sabio” por el pueblo (“primus a populo Sapiens appellatus est”), por sus
conocimientos en Derecho (Cicerón, De amicitia 2.6: “quia prudens esse in iure civili putabatur”). A
los tres une la condición de haber comentado la Ley de las XII Tablas (Cicerón, De legibus 2.59).

Contemporáneo de Lucio Atilio (Cicerón, De amicitia 2.6) fue M. Porcio Catón, el Viejo (234-149
a.C.), cónsul el 195 y censor el 184 a. C., que, al parecer, dio responsa como jurista, tras haber
combatido felizmente contra los indómitos habitantes (ferox genus, Livio 34.17) de Hispania y
Siria; así como su hijo Marco Porcio Catón Liciniano, que premurió al padre en el 152 a. C.
(Plutarco, Catón, el Viejo 24.9 y Aulo Gelio 13.20.9).
A Catón Liciniano se atribuye un comentario de Derecho civil (Aulo Gelio 13.19.9: “et egregios de
iuris disciplina libros reliquit”), aunque no debe descartarse que estos libros recogieran los
responsa del padre (A. Guarino, Storia del Diritto romano, 12ª ed., Nápoles 1998, §152).

A esta jurisprudencia preclásica se debe aportaciones tan importantes como la invención de la


emancipación, con apoyo en las XII Tablas 4.2b (“si pater filium ter venum duuit, filius a patre liber
esto”) y del verdadero testamento, que evidencia el genio jurídico romano (Á. d'Ors, Derecho
privado romano, 9ª ed., Pamplona 1997, §30).

Los fundadores y otros

La ordenación y más plena interpretación del Derecho, precisamente en un periodo crítico de la


república romana, viene unida al nombre de tres juristas de mediados del siglo II a. C., conocidos
solo por citas, quienes son considerados por Pomponio (D. 1.2.2.39) sus fundadores (qui
fundaverunt ius civile), quizá por haberlo consolidado definitivamente: Manio Manilio, cónsul el
149 a. C.; Marco Junio Bruto, pretor en torno al 140 a. C., y Publio Mucio Escévola, cónsul el 133 a.
C.

De gran modestia y equidad (Zonaras, Annales, 9.27, ed. Pinder, pág. 285), amigo de Escipión
Emiliano (185-129 a.C.) y recordado con admiración por Cicerón (De oratore 3.133), Manio Manilio
gozó de gran autoridad como jurisconsulto, tanto por sus responsa como por su actividad cautelar.
Entre su obra escrita fueron famosos sus formularios negociales para la compraventa (Manilianae
venalium vendedorum leges).

De una ilustre familia cuya nobilitas se remontaba al siglo IV a.C., el segundo fundador del ius
civile, Marco Junio Bruto, puede ser tenido por precursor de la fuerte influencia helenista que
sufrirá al poco la jurisprudencia romana. Fue autor de una colección de responsa en forma
dialogada con su hijo, que aparece como interlocutor, conforme al más genuino estilo griego.

El tercero de los fundadores fue Publio Mucio Escévola, cónsul el 133 y pontifex maximus desde el
131 hasta su muerte el 115 a. C. Pertenecía a una estirpe de juristas insignes como su hermano P.
Licinio Craso Muciano (Cicerón, Brutus 26.98) –que Pomponio confunde con el orador L. Licinio
Craso (D. 1.2.2.40)–, su primo Quinto Mucio Escévola, el Augur, cónsul el 117 a. C. y sobre todo su
hijo, cónsul el 95 a. C., Quinto Mucio Escévola, el Pontífice.
No se nos ha conservado el título de ninguna de las diez obras que al parecer escribió Publio
Mucio Escévola (Pomponio, D. 1.2.2.39: “Publius Mucius etiam decem libellos reliquit”).

Una discusión científica sobre la consideración como fruto del hijo de una esclava en usufructo,
protagonizada por los tres fundadores del ius civile, puede constituir un buen ejemplo sobre los
intereses de esta primera jurisprudencia clásica. Cicerón da noticia de ella en De finibus 1.12: “an
partus ancillae sitne in fructu habendus, disseretur inter principes civitatis P. Scaevolam M'. que
Manilium, ab iisque M. Brutus dissentiet...”).

La opinión de Bruto –a saber, que un hombre no puede pertenecer como fruto a otro hombre
(“neque enim in fructu hominis homo esse potest”) por lo que el hijo de la esclava usufructuada
sería del dueño de la esclava y no del usufructuario– fue la que prevaleció en la tradición
jurisprudencial (Ulpiano, D. 7.1.68pr.).

Otra disputa científica entre los fundadores del ius civile versó acerca del posible efecto
retroactivo en la aplicación de la lex Atinia de usucapione (s. II a.C.), que prohibía la usucapión de
cosas hurtadas (Aulo Gelio 17.7.3: “utrumque in post facta modo furta lex valeret an etiam in ante
facta”).

Discípulos de los fundadores fueron: Publio Rutilio Rufo, cónsul en Roma el 105 a. C., a quien se
debe, entre otros aportes, la incorporación edictal de una acción con transposición de personas a
favor del bonorum emptor llamada precisamente actio Rutiliana (Gayo 3.35); Aulo Virginio (al que
Pomponio, D. 1.2.2.40, llama erróneamente Paulo Verginio) y Quinto Elio Tuberón, el Viejo, cónsul
el 118 a. C.

Contemporáneos fueron también Quinto Mucio Escévola, el Augur, cónsul el 117 a. C., el excelente
jurista Sexto Pompeyo (Cicerón, Brutus 47.175), Celio Antípatro, más orador e historiador que
propiamente jurista, y su discípulo, ya mencionado, L. Licinio Craso, cónsul el 95 a. C., famoso
orador y elocuente jurista (Cicerón, Brutus 39.145).

Dos son las principales características de los juristas republicanos: su auctoritas personal y su
helenización. En efecto, a diferencia de los juristas modernos, acostumbrados a dictámenes y
sentencias excesivamente prolijas, cuyo valor deriva más de la propia argumentación que de su
personal autoridad, en la jurisprudencia republicana el responsum, es decir, la respuesta al caso
concreto que se plantea, no estaba motivado pues su valor residía precisamente en la autoridad
del que lo profería.
Cuenta Cicerón (De oratore 56. 239-240), por boca del orador Marco Antonio, cónsul el 99 a. C.,
que, en cierta ocasión, un campesino se acercó a Licinio Craso Muciano para consultarle un caso y
que éste le respondió según la verdad y no sus intereses (“verum magis quam ad suam rem
accommodatum”). Entristecido, el campesino se lo comentó al orador Galba, quien le dio la razón.
Habiendo intentado éste convencer a Licinio Craso de que el campesino tenía razón, Craso se
apoyó en la autoridad (ad auctores confugisse) de su hermano Publio Mucio y de Sexto Elio Peto
alegando que ellos mantenían el mismo criterio.

Claro ejemplo de autoridad personal es el que recoge Cicerón (Brutus 51.197) a propósito de la
conocida causa Curiana, quizá del 93 a. C., en la que Quinto Mucio Escévola fundó su opinión en la
autoridad de su padre Publio, que siempre había defendido esa misma posición (...de auctoritate
patris sui, qui semper illud ius esse defenderat). Con todo, la personal auctoritas de un jurista cesa
ante una communis opinio o una regula veterum (F. Wieacker, Römische Rechtsgeschichte I,
Múnich 1988, pág. 498).

En muchos de estos juristas republicanos se advierte una educación helenística propia de la culta
aristocracia romana, a la que normalmente pertenecían. En efecto, durante este periodo, la
jurisprudencia romana se “heleniza”. Tanto es así que Fritz Schulz denomina a esta época: “El
periodo helenístico de la jurisprudencia romana” (F. Schulz, History of Roman Legal Science, 2ª ed.,
Oxford 1953, pág. 38).

Él considera que la influencia helenista fue importante por hallarse la jurisprudencia romana lo
suficientemente madura para ser estimulada por la filosofía griega, pero también para no ser
desnaturalizada por ella (F. Schulz, History of Roman Legal Science, 2ª ed., Oxford 1953, págs. 38
s.).

Pero, con razón, Franz Wieacker (Römische Rechtsgeschichte I, Múnich 1988, pág. 639) observa
que, si bien la jurisprudencia romana utilizó métodos para la formación de conceptos jurídicos o
de clasificación propios de la filosofía política o jurídica, la ontología, la retórica o la gramática
griegas, no puede hablarse propiamente de una repentina transformación, por este camino nuevo,
de la jurisprudencia romana en un ars iuris dialéctico.

De las tres artes, gramática, retórica y dialéctica, la retórica se introdujo en el foro romano,
creando el oficio de abogados no juristas, interesados por los facta pero no por el ius, entre los
que brilló Cicerón. Los jurisprudentes, en cambio, se vieron más atraídos por el método dialéctico
de división por géneros, excelentemente descrito por Platón en su diálogo sobre El sofista (253 d-
e), de ca. 365 a.C., por boca del extranjero de Elea.
Consistía la dialéctica en un método conducente a la obtención de un orden coherente de
conocimientos. En primer lugar, se distinguían (diaireseis, differentia) géneros (y entre éstos,
especies) del conjunto de conocimientos o de cosas objeto de estudio; en un segundo momento,
por inducción o analogía, se extraía la regula (canon, en griego) aplicable a cada género o especie
e incluso una definición del concepto para ordenarlos lógicamente conforme a un orden racional.

Los juristas romanos incorporaron la técnica divisoria del genus y species para hallar la mejor
solución a cuestiones relativas a instituciones singulares, aunque lejos todavía de los proyectos
ciceronianos –el gran helenista del atardecer republicano– recogidos en su diálogo De oratore
(1.41.185-1.42.191), a fin de conseguir la perfección en el arte de la jurisprudencia (De oratore
1.42.190: “perfectam artem iuris civilis habebitis...”).

De los juristas de esta época, tanto Publio Rutilio (De officiis 3.2.10) y Tuberón el Viejo (Cicerón, De
oratore 3.23.87, Tusculanae 4.2) como Quinto Mucio Escévola, el Augur (Cicerón, De oratore
1.11.45; 1.17.75), tuvieron común maestro a Panecio, cuyas doctrinas fueron determinantes en la
preparación cultural para el Principado.

Influencia helenista recibió el que quizá fuera el jurista más importante de la res publica, Quinto
Mucio Escévola, el Pontífice. Utilizando la técnica de la “diairesis”, individuó, por ejemplo, los
genera tutelae (Gayo 1.188) y los genera possessionum (Paulo, D. 41.2.3.23).

Además –esto es lo meritorio–, a él atribuye Pomponio la primera ordenación del Derecho en 18


libros, inspirado en el método de la dialéctica (D. 1.2.2.41: “...ius civile primus constituit generatim
in libros decem et octo redigendo”), conforme a la clasificación: herencia (testamento y sucesión
intestada); personas (matrimonio, tutela, statuliberi, patria potestas; dominica potestas; liberti,
apéndice: procurator y negotiorum gestio); cosas (posesión y usucapión; no uso y libertatis
usucapio), y obligaciones (ex contractu y ex delicto) (cfr. F. Schulz, History of Roman Legal Science,
2ª ed., Oxford 1953, pág. 95).

La importancia teórica y práctica de esta obra (De iure civili libri XVIII, Palingenesia I. col. 757-762),
decisiva para la posterior ordenación sabiniana, lo evidencia el hecho de que fuera extensamente
comentada hasta en el siglo II d. C. por juristas como Lelio Félix (Ad Q. Mucium, Palingenesia I, col.
557-558), Gayo y Sexto Pomponio (Ad Q. Mucium libri XXXIX, Palingenesia II, col. 60-79), obra
fundamental para la reconstrucción del orden muciano.

Atribúyese a Quinto Mucio un liber singularis definitionum, del que el Digesto conserva algunos
fragmentos (D. 41.1.64; D. 43.20.8; D. 50.16.241; D. 50.17.73). La alta creatividad de este jurista,
que “non rimase prigioniero della tradizione civilistica più antica” (M. Bretone, Tecniche e
ideologie dei giuristi romani, 2ª ed., Nápoles 1982, págs. 108 s.), se manifiesta, por ejemplo, en la
invención de la caución a la que dio nombre (cautio Muciana) para resolver el problema de la
adquisición de legados sometidos a condición negativa (Juliano, D. 35.1.106; Gayo, D. 35.1.18), de
la presunción Muciana, conforme a la cual todo lo que recibió la mujer procede del marido
(aunque no llamada así por las fuentes; cfr. Pomponio, D. 24.1.51pr. y CJ. 5.16.6.1, del 229).

Muchos fueron los discípulos de Quinto Mucio Escévola, el Pontífice. Gozaron de especial
auctoritas Aquilio Galo –a quien se debe la stipulatio aquiliana (Inst. 3.29.2; Florentino, D.
46.4.18.1), la acción de dolo, quizá como pretor peregrino el 66 a.C., y los postumi aquiliani
(Escévola. D. 28.2.29pr.)– Volcacio, Lucilio Balbo, Cayo Juvencio y probablemente Cornelio Máximo
(F. Wieacker, Römische Rechtsgeschichte I, Múnich 1988, pág. 615), maestro de Trebacio Testa
(Pomponio, D. 1.2.2.45, y Cicerón, Ad familiares 7.8.2; y 7.17.3).

Rival de Quinto Mucio y discípulo de Lucilio Balbo y principalmente de de Aquilio Galo (Pomponio,
D. 1.2.2.43), fue Servio Sulpicio Rufo (ca. 105-43 a.C.), el jurista republicano más importante de la
generación siguiente a Mucio. Pretor el 65 y cónsul el 51 a.C., su buen amigo Cicerón, con quien
estudió oratoria en la escuela de Molón de Rodas (Cicerón, Brutus 41.151), lo tiene –opinión que
debe tomarse con mucha reserva– por auténtico fundador de la dialéctica jurídica (Brutus 42.153).

Dedicado al Derecho a edad tardía, a causa de la fuerte reprensión de Quinto Mucio por ignorar el
Derecho (D. 1.2.2.43: “et ita obiurgatum esse a Quinto Mucio”), dejó muchos discípulos
(Pomponio, D. 1.2.2.44: “ab hoc plurimi profecerunt”), cuyas obras fueron ordenadas por Aufidio
Namusa en 140 libros.

Junto a éste, Pomponio menciona a nueve auditores Servii: Alfeno Varo, Aulo Ofilio, Tito Cesio,
Aufidio Tuca, Flavio Prisco, Cayo Ateyo, Pacuvio Antistio Labeón, Cayo Cinna y Publicio Gelio. De
éstos Alfeno Varo y Aulo Ofilio, amigo de César y maestro de Tuberón el Joven, fueron los que
contaron con mayor autoridad, en opinión de Pomponio (D. 1.2.2.44).

Entre los 180 libros que dejó escritos Servio (Pomponio, D. 1.2.2.43) se halla un breve comentario
al edicto del pretor, que dedicó a Bruto (Pomponio, D. 1.2.2.44: “Servius duos libros ad Brutum
perquam brevissimos ad edictum subscriptos reliquit”). Desgraciadamente, no se conserva ningún
fragmento de él.

Fue el edicto de los magistrados, particularmente el del pretor (F. Schulz, History of Roman Legal
Science, 2ª ed., Oxford 1953, pág. 127), el instrumento que permitió a la jurisprudencia
republicana compatibilizar la deseada innovación con un exquisito respeto a la tradición del ius
civile. Elaborado cada año, con la ayuda de juristas, por el pretor correspondiente a partir de los
edictos anteriores, servía esta lex annua –así la denomina Cicerón (II In Verrem 1.42.109)– para
completar y rectificar el ius civile.

En 67 a. C. –dos años antes de la pretura de Servio Sulpicio Rufo– se promulgó la Lex Cornelia de
edictis praetorum o de iurisdictione. Este plebiscito obligó a los pretores –lo que no había
sucedido hasta ese momento– a quedar jurídicamente vinculados por sus propios edictos: “ut
praetores ex edictis suis perpetuis ius dicerent” (Asconio, Pro Cornelio de maiestate 52; cfr.
también Dion Casio, 36.40.1).

Con esta vinculación magistradual el edicto pasó a tener mayor importancia y constituir la
principal fuente jurídica de potestad, pues las leyes públicas que trataron cuestiones jurídicas
fueron muy pocas. A su vez, cumplió función principalísima en la consolidación del proceso civil
per formulas, que permitió un desarrollo cabal de la jurisprudencia.

Es catedrático de Derecho Romano y Director de la Cátedra Garrigues de Derecho Global


Universidad de Navarra, España.

Tomado de: revistajuridicaonline.com

viernes, 24 de junio de 2016

HISTORIA DEL DERECHO ROMANO (X): LA JURISPRUDENCIA ROMANA

La jurisprudencia romana tuvo su origen en el Colegio de los pontífices, asesores técnicos, primero
de la justicia real, y más tarde, de los cónsules y pretores. Sus conocimientos del Derecho estaban
relacionados con la ciencia de la religión y la astrología. Su misión era interpretar la voluntad
divina, clave, para los antiguos, de todo el orden jurídico. Conocían el Derecho sacro y el
calendario; sabían de los días hábiles para litigar –dies fasti– y de los inhábiles –dies nefasti–. Su
condición de asesores de los tribunales les abría los arcanos de las fórmulas procesales –legis
actiones– y actos jurídicos. El conocimiento que del texto literal de la ley tenían, les permitía
interpretarla y aplicarla en los procesos, contratos y transacciones –interpretatio–.
Jurisprudencia romana y Derecho romano

En la jurisprudencia romana brilla, desde su origen, una exquisita cautela y un gran dominio de la
forma, que, bien entendida, no esclaviza el pensamiento, antes lo encamina a sus fines. Bajo los
pontífices se vislumbran ya las formas severas y a la par dúctiles, las líneas armónicas del estilo
clásico, por las cuales el Derecho romano se distingue, por modo tan inconfundible, de la ciclópea
masa del antiguo Derecho alemán. Esta ciencia se guardaba celosamente en el Colegio de los
pontífices, donde la perpetuaban las enseñanzas de estos dignatarios. Sólo ellos podían consultar
el archivo del Colegio, en el que se custodiaban los praejudicia o antiguos dictámenes –responsa y
decreta–, base y norma de la práctica procesal. Por consiguiente, la interpretatio, que fijaba
inapelablemente, en cada caso, la forma de las acciones y actos jurídicos –es decir, la
jurisprudencia de aquella época– era ciencia secreta de una comunidad sacerdotal, a la vez que
prerrogativa de la clase patricia, puesto que ésta gobernaba el pontificado. Se comprende, pues,
que la publicación por Gnaeo Flavio (año 304 a.C.) y Sexto Aelio (204 a.C.) de las legis actiones o
formularios procesales coleccionados por los pontífices y conocidos hoy con los nombres de ius
Flavianum y ius Aelianum, se celebra como un gran triunfo popular. Una nueva era surge cuando
Tiberio Coruncanio, el primer plebeyo que desempeña el pontificado (hacia el año 254 a.C.) se
declara dispuesto a informar sobre materias de Derecho a cuentos le consultasen. Antes de él sólo
contestaban a las consultas que les elevasen los magistrados o las partes interesadas en un litigio,
y siempre sobre casos concretos, sin descubrir las normas generales en que se inspiraban. En la
consulta de Tiberio Coruncanio se encierra ya un germen de enseñanza jurídica: todo el mundo
puede, ahora, satisfacer su interés, aun meramente teórico, por conocer el Derecho vigente. Las
puertas de la jurisprudencia se abre a todos. Este magisterio público del Derecho que alboreaba,
necesariamente tenía que provocar una especial literatura. Al cesar el imperio jurídico de los
pontífices, su herencia pasa al pretor y a la jurisprudencia profana, a los juristas. Aquel mismo
Sexo Aelio, que hemos citado –Sextus Aelius Paetus Catus, cónsul en el año 198 a.C.–, llamado "el
prudente" –catus–, compone una obra, los "Tripertita" –commentaria tripertita–, que no es ya una
mera colección de fórmulas, sino un verdadero comentario a las XII Tablas, formularios de actos
jurídicos y acciones procesales; es el primer libro en que un escrito expone el ius civile pontifical,
aunque sólo sea bajo forma de excolios exegéticos; el primer tratado, en suma, de Derecho: "cuna
de la literatura jurídica" lo llama Pomponio. La ciencia del Derecho se emancipa de los pontífices y
se incorpora al acervo de la cultura nacional, templándose en las profundas y fuertes influencias
de la literatura griega, que la ennoblecen, y sobre todo en los métodos científicos de la filosofía
estoica. Pronto se comprendió la necesidad de dar a las cuestiones jurídicas, áridas de suyo, una
forma adecuada de exposición. En M. Porcio Catón, el joven –muerto en el año 152 a.C.–, se
advierte ya el esfuerzo por inducir del cúmulo de materias contenidas en las normas jurídicas
ciertas reglas generales –regulae iuris– e ideas fundamentales, por arrancar la estatua a la cárcel
del mármol. El más eminente de estos "veteres" –que así llaman los clásicos a los antiguos
jurisconsultos– es Qu. Mucio Scaevola el joven, pontifex maximus. Hacia el año 100 a.C., escribe su
extensa y famosa obra (en 18 libros) sobre el ius civile, en la que, por vez primera, se expone
sistemáticamente, siguiendo un cierto orden de materias, el Derecho privado, y que sirve de
modelo a todos los estudios posteriores. Scaevola abandona el plan tradicional, que seguía
exegéticamente, paso a paso, la letra de la ley, o de los formularios de las acciones y actos
jurídicos, y no se contenta ya con presentar cuestiones y casos aislados. Divide y ordena su obra
por grupos de normas y categorías. Es el primer jurista que esboza con trazos firmes las
instituciones jurídicas –testamento, legado, tutela, sociedad, venta, arrendamiento, etc.– y las
clasifica por genera. Es también el primero que se preocupa por penetrar en los conceptos
jurídicos y desenmarañar los hilos de que está tejida la trama, tan intrincada y a primera vista
indiscernible, de los casos concretos. Esto explica la gran importancia y éxito inmenso de su obra.
Gracias a ella, el Derecho privado va cristalizando en unidad y sometiendo a disciplina el tropel
confuso de sus normas.

Cometido primordial del jurisconsulto, además del cavere, o sea la redacción de formularios para
la celebración de actos jurídicos, era el respondere o labor consultiva, con la que se combinaba la
actividad docente y literaria.

La autoridad de las "respuestas" –responsa– o dictámenes de los pontífices, se basaba, al


principio, en las prerrogativas del Colegio pontificial: éste designaba cada año a uno de sus
miembros, encomendándole la resolución de las consultas de particulares: constituebatur, quis
quoquo anno praeesset privatis. De aquí nacía la fuerza de obligar que sus dictámenes tenían para
el juez. A fines de la República, ya generalizado y secularizado el conocimiento del Derecho,
empiezan a emitir libremente dictámenes juristas profanos, que no pertenecen al alto Colegio
sacerdotal, y que, naturalmente, carecen de la autoridad oficial necesaria para atribuir a sus
opiniones fuerza obligatoria. Aunque esto mermase el prestigio tradicional de los responsa y de la
jurisprudencia, era inútil pensar en una posible restauración del antiguo monopolio del Derecho
por los pontífices. El emperador Augusto adopta una solución, inspirada manifiestamente –en
parte al menos– por el deseo de dar mayor arraigo y consistencia al incipiente poder del
Principado; esta solución consiste en reconocer a los juristas más distinguidos de la época el
derecho de dictaminar ex auctoritate ejus –principis–; es decir, con autoridad imperial. Y como
Augusto ostentaba la dignidad de pontifex maximus, no es del todo desacertado interpretar la
reforma, en cierto modo, como restauración de la antigua jurisprudencia autoritaria, que aún
coexistía con la libre actuación de los jurisconsultos. Los juristas que alcanzan esta concesión sin
pertenecer al Colegio pontifical pueden, desde ahora, dar responsa con autoridad oficial, en
nombre del príncipe. A partir de este momento, cesa la influencia de los pontífices en la vida
jurídica, y la jurisprudencia, secularizada, comparte con el emperador la dirección del Derecho
civil.

Es práctica constante, desde el emperador Tiberio, que los juristas más eminentes reciban del
emperador del ius respondendi –ius publice, populo respondendi–, o sea el derecho a emitir
dictámenes obligatorios para el juez, para el iudex privatus nombrado en el proceso, y para el
magistrado. Siempre que el responsum que exhiba una de las partes provenga de un jurista
autorizado y en él se guarden las formas de rigor –estar otorgado por escrito y sellado–, el juez
tiene que respetarlo en la sentencia, si no se le presenta otro de diferente tenor, que reúna
idénticas condiciones. Esta autoridad, de que, en un principio, sólo gozaban las "respuestas" dadas
especialmente para un proceso, se extienden luego, por vía de costumbre, a cualesquiera otras
formuladas con anterioridad, prescindiéndose también de la forma oficial y bastando con que las
opiniones se manifiesten en forma de doctrina –en las colecciones de responsa–; se conserva
noticia de un rescripto del emperador Adriano en que se confirma expresamente esta costumbre.

Los dictámenes de los juristas privilegiados –responsa prudentium– se convierten así en una
especie de fuente de Derecho, y su virtud va comunicándose, poco a poco, a toda la literatura
jurídica.

La jurisprudencia conquista la dirección de la vida jurídica. ¿Se hallaba realmente capacitada


para ejercerla?

La historia de los juristas del Principado empieza con una escisión. Se forman dos escuelas, la
sabiniana y la proculeyana, compuesta aquella por secuaces de C. Atejo Capitón, y ésta por
partidatios de M. Antistio Labeón, contemporáneos ambos de Augusto. Las "escuelas" deben su
nombre, respectivamente, a Masurio Sabino, jurista de la época de Tiberio, que sigue las huellas
de Capitón, y a Próculo, coetáneo de Nerón y jefe del grupo labeónico. Los sabinianos se llaman
también, a las veces, "casianos", en recuerdo de C. Casio Longino, sucesor de Sabino al frente de la
escuela.

No se sabe con seguridad la causa de esta divergencia. Mas no cabe dudar que Labeón influye
también notablemente en los sabinianos. De los dos eminentes juristas que florecen bajo Augusto,
es éste, evidentemente, el más insigne. Atestiguan su gran autoridad científica las muchas citas
que de él se conservan en el Corpus iuris, mientras que a Capitón apenas si se le nombra. Labeón
pone claridad y fijeza en la teoría y en la práctica del Derecho, creando una serie de clasificaciones,
divisiones y definiciones. De él proceden, por ejemplo, las definiciones del "dolus malus", del error
excusable, el concepto de pertenencia, etc., y también, probablemente, la división de las acciones
en reales y personales, que perdura con el mismo valor fundamental en la técnica moderna del
Derecho privado. Labeón, gran filólogo "analogista", conocedor profundo de toda la cultura griega
y romana de su tiempo, aplica los métodos filosóficos a sus estudios de jurisprudencia, ahondando
con fino arte dialéctico en las leyes y conceptos armónicos que presiden el Derecho positivo. Así
pudo definir con trazo seguro las normas jurídicas que flotaban en el ambiente, faltas de todo
contorno, y modelarlas, dándoles forma precisa –a veces, demasiado precisa, o más bien
demasiado general–. Pasaron dos siglos, y tanta actualidad conservaba todavía la obra de Labeón,
que el jurista Paulo comenta críticamente sus "probabilia" o acotaciones de normas jurídicas
"manifiestas" recogidas de la práctica –"libri pithanon"–, limando un poco la aspereza de sus
postulados y adaptándolos a las nuevas circunstancias y sobre todo a la intención de las partes –id
quod actum est–. Mas, precisamente aquella forma tajante de sus definiciones y su precisión y
claridad lógica, le vale al jurista la admiración de los contemporáneos y le asegura el triunfo de la
posteridad. Ni Labeón ni Capitón debieron de fundar una escuela. Se dedicaron a la enseñanza,
pero siguiendo, al parecer, las tradiciones de los antiguos, que resolvían las consultas
públicamente, rodeados de sus discípulos, con los cuales discutirían, acaso, sobre algún problema,
mas sin organizar los estudios –salvo ciertas excepciones– con arreglo a un plan. La fundación de la
primera escuela de juristas fue, probablemente, obra de Sabino, de quien se asegura que vivía de
la enseñanza. Es muy posible que la instrucción jurídica, en Roma, siguiese el precedente de las
escuelas filosóficas griegas, corporativamente organizadas, bajo forma de asociaciones regidas por
los maestros, en las que se ingresaba con la obligación de satisfacer un cierto estipendio y cuya
dirección se transmitía por sucesión jurídica de un maestro en otro.

Poco tiempo después de fundarse la escuela de Sabino se organiza de modo parecido la de


Próculo, conocidas luego, una y otra, por el nombre de sus fundadores. Más tarde, la tradición
quiso buscar la raíz de estos dos bandos en las figuras preclaras de Labeón y Capitón, los dos
insignes juristas de la era de Augusto. Sin embargo, no existe entre las dos "escuelas" una
fundamental diferencia de principios. Sus controversias versan siempre sobre cuestiones
secundarias. Ambas impulsan a la par el progreso del Derecho romano, y ambas contribuyen en
igual medida a la solución de importantes problemas. El más eminente de los juristas que figuran
al frente de las dos "sectas" es Masurio Sabino. Sus famosos libri tres iuris civilis, obra maestra de
este autor, que le aseguró nombre inmortal, y en la que, empezando por el Derecho hereditario,
hace desfilar ordenadamente todas las materias del Derecho civil con criterios nuevos y originales,
son base de todos los estudios y comentarios que el ius civile consagra la posteridad.

Con el siglo II comienza a despuntar la jurisprudencia clásica. Desaparece la escisión de las dos
escuelas, y en las obras de los juristas se van fundiendo en unidad sistemática el Derecho civil y el
honorario, después de cegarse las fuentes de éste bajo el Imperio. La primera de las grandes
figuras clásicas es P. Juvencio Celso –el hijo–, sucesor en la dirección de la escuela proculeyana de
aquel otro Juvencio Celso que florece en tiempo de Vespasiano y Domiciano. Desempeña dos
veces el consulado y actúa como consejero áulico de Adriano, en cuya época acontece
probablemente su muerte. Falta todavía la obra que aquilate el gran valor de la personalidad de
este jurista extraordinario, cuyo espíritu fino y audaz tanto contribuyó al progreso del Derecho
privado. La principal obra de Celso son sus Digesta (en 39 libros), donde estudia el Edicto de
Adriano, en relación con el ius civile, y muchos de cuyos fragmentos –142– pasan al Corpus iuris.
De él toman el nombre el "senadoconsulto juvenciano", que data de su segundo consulado –año
de 129 d.C.– y la "condictio Juventiana", y él es también quien expresa el famoso principio de que
la letra de la ley no debe ahogar jamás su espíritu. Le sigue Salvio Juliano –natural de
Hadrumentum, en el África latina–, uno de los más insignes juristas de la era clásica, jefe de la
escuela sabiniana, consejero de Adriano, cónsul bajo Antonino Pío –año 148 d.C.– y gobernador de
la Germania meridional en este mismo reinado, y luego, bajo Marco Aurelio, gobernador de la
Hispania citerior y procónsul de África. Juliano consagra su vida de jurista a dos grandes obras: la
definitiva redacción del Edicto y un magno estudio de Digesta –en 90 libros–. Esta obra sigue, al
igual que la de Celso, el plan del Edicto pretorio, sobre el cual construye todo el Derecho romano
vigente a la sazón. Lo más importante de ella es su vasta casuística, que comprende toda una
gama de casos jurídicos, planteados y resueltos con la penetración que el autor tenía para
desarrollar sobre puntos concretos las reglas generales, condensadas éstas en breves sentencias,
que hermanan la concisión y la fuerza expresiva. Tras la labor dialéctica de la etapa anterior, era
llegada la hora de aplicar prácticamente categorías y criterios. En los "Digestos" de Juliano alcanza
la jurisprudencia romana su máximo apogeo. Rodean a este gran jurista una pléyade de discípulos,
que, animados por los mismos ideales, aseguran el triunfo de su obra. Entre ellos descuellan el
áspero y grave Sexto Cecilio Africano y el erudito Sexto Pomponio, entregado también a
investigaciones históricas. Aquí empieza a palidecer la estrella de los proculeyanos. Gayo –que
florece bajo Antonino Pío y Marco Aurelio, muriendo después del año 178–, jurista privado y gran
escritor, aunque no alcanza la autoridad oficial del ius respondendi y nos lega en sus
"Instituciones" –escritas hacia el año 161 d.C.– un libro didáctico compendiado, modelo de
claridad; es el último jurista en quien se personifica el antiguo dualismo. Gayo se confiesa
sabiniano. Y todavía habla de los maestros "de la otra escuela"; es decir, de los proculeyanos,
contemporáneos suyos. No se conserva memoria de sus nombres. La antítesis de las dos "sectas"
aparece ya bastante desvirtuada en Celso, jefe de los proculeyanos, pues siempre que cita a
Sabino es para adherirse a su opinión. El triunfo, en general, corresponde a los sabinianos. Desde
Salvio Juliano y gracias a él, no hay más que un partido de juristas, que sigue las huellas de este
insigne autor.

Fácilmente se alcanza la gran trascendencia y la alta misión de los jurisconsultos en la vida


romana: merced a ellos, el mundo jurídico puede apoyarse en principios firmes y encuentra
gobierno y dirección. El caos de la práctica se convierte en cosmos. Las grandes obras de Celso, y
muy principalmente las de Juliano, adiestran a los romanos en un maravilloso dominio de la
casuística. A fines del siglo II empiezan a colaborar también en la gran empresa las fuerzas
intelectuales del mundo helénico, asegurando la cohesión y unidad jurídica del Imperio. Qu.
Cervidio Scaevola, griego de nacimiento, que vive bajo Marco Aurelio y Cómodo y desempeña
funciones de consejero de Estado -consiliario– de aquel emperador, expone el Derecho romano
casuísticamente, en forma de responsa. Discípulos suyos son Séptimo Severo y Emilio Papiniano, el
más famoso tal vez de los juristas de Roma, cuya personalidad rivaliza dignamente con la de
Juliano. Desempeña la prefectura del pretorio, dignidad la más alta del Imperio, bajo el gobierno
de Séptimo Severo y Caracalla –años 203 a 212–. En la fuerte personalidad moral de este jurista de
estirpe oriental también, se hermanan la elegancia helénica y la concisión y agudeza romanas.
Continúa el método casuístico, aplicado a la solución de casos concretos y lo lleva a perfección. Sus
obras más valiosas son: los 19 libri responsorum y los 37 quaestionum libri –en estos sigue el plan
del Edicto–, donde con estilo diáfano y puro va tratando las más variadas cuestiones; la brillante
exposición y la sobriedad y justicia de las decisiones, colocan sus doctrinas a gran altura y –aunque
no siempre aparezcan claras las razones que las abonan– ganan la convicción por la entonación de
las normas que aplica con el nervio del caso, agudamente estudiado y puesto de relieve. La síntesis
de la cultura griega y romana que representa, hace culminar la jurisprudencia en la obra de este
gran jurista. Papiniano, después de enseñar en vida que lo inmoral no puede ser nunca lícito ni
admisible, sella la enseñanza con su muerte: su resistencia invencible a los planes fraticidas del
tirano le conduce al martirio en manos de los esbirros de Caracalla (año 212).
Después de Papiniano viene el cortejo de los epígonos. La jurisprudencia romana había realizado
ya su obra grandiosa. A los creadores siguen los compiladores. Domicio Ulpiano, discípulo de
Papiniano y asesor suyo en unión de Paulo en la prefectura del pretorio, y más tarde praefectus
praetorio con el mismo Paulo –reinando Alejandro Severo–, de origen sirio –natural de Tiro–, deja
escritos un gran Comentario al Edicto –en 83 libros–, 51 libri ad Sabinum y una larga serie de obras
menores, en todas las cuales resume con espíritu crítico la doctrina jurídica anterior a él, reseñada
en citas numerosas y completada con las constituciones imperiales correspondientes –la mayor
parte de sus obras se publican bajo Caracalla, 212-217–; en su labor se ve siempre el tacto firme
del jurista que domina la vasta materia. Muy semejante a Ulpiano, por el carácter de su obra y su
extraordinaria fecundidad, es Julio Paulo –discípulo de Scaevola, probablemente– que, como él,
desempeña las más altas dignidades públicas. Entre sus obras principales figura también un
Comentario al Edicto –en 80 libros– y otro ad Sabinum –en 16–. A las obras de Ulpiano y Paulo,
muy principalmente, se debe la perpetuación de los grandes juristas clásicos y su influencia en la
posteridad. En ellas se condensa, en forma plástica y clara, la magna labor de sus antecesores. En
los trabajos de Ulpiano brilla una llama de espíritu helénico que los hace superiores a los de Paulo,
más fatigosos que aquéllos, aunque quizá, a las veces, más profundos. Las obras del primero sirven
de base al Digesto de Justiniano. Cerca de una tercera parte se compone de fragmentos suyos, y
una sexta parte, aproximadamente, de trozos de Paulo; entre los dos llenan, pues, casi la mitad de
la compilación. Después de Ulpiano todavía brilla su discípulo Herenio Modestino, oriundo
también de Oriente. Poco campo quedaba ya para su actividad. Modestino se dedica
especialmente a estudiar el Derecho honorario de la Monarquía incipiente y las instituciones de la
parte oriental del Imperio. La jurisprudencia romana pierde poco después sus prerrogativas. Desde
fines del siglo III, deja de otorgarse el ius respondendi. El emperador se reserva el derecho de
resolver personalmente las consultas, por medio de rescriptos: la única misión que se le ofrece
todavía a la jurisprudencia es animar con su soplo científico, aún vital, los numerosos rescriptos de
Diocleciano y sus sucesores.

Desde Labeón y Sabino hasta Celso y Juliano –siglo I del Imperio–, la jurisprudencia sigue una
constante línea ascensional. En el período que va de Celso y Juliano a Scaevola y Papiniano –siglo
II– alcanza brillante apogeo. Con Ulpiano y Paulo –siglo III– empieza a declinar. Vive ya de la
riqueza acumulada por el pasado. El Imperio recoge este precioso patrimonio, transmitiéndolo a
las futuras generaciones.

Los juristas romanos realizan una doble misión: unifican y dan forma sistemática al Derecho
acumulado desde las XII Tablas, y desarrollan por métodos científicos el copioso caudal de normas
alumbrado por las diversas fuentes. La jurisprudencia se encontró ante la necesidad de una nueva
interpretatio. El Edicto pretorio reclamaba la misma labor de interpretación que antes las XII
Tablas. El pretor no podía hacer más que delinear en sus trazos capitales, un poco toscamente, los
principios del Derecho libre y equitativo que demandaba el comercio. Quedaba un trabajo
inmenso por realizar, sinnúmero de cuestiones, a las que ni siquiera aludía el Edicto pretorio ni
hacían referencia las demás normas de Derecho escrito. Baste citar, a modo de ejemplo, entre
tantos otros, los problemas de la representación, de las condiciones, diligencia contractual, etc.
Para resolverlos era necesario penetrar en la naturaleza de las relaciones comerciales, en la
voluntad latente y tácita del comercio jurídico, y darle forma y expresión clara y precisa, y a la par
suficientemente amplia para que el principio formulado pudiese abarcar todos los casos
previsibles, los comunes y los excepciones. Esto requería una labor más de creadores que de
intérpretes. Y aquí es donde resalta precisamente el genio de la jurisprudencia romana. A pesar de
su espíritu y método dialécticos, no se mueve, como la ciencia jurídica moderna, por intereses
dogmáticos ni mucho menos históricos o filosóficos. A un jurista clásico no le preocupa el
concepto de Derecho, de la propiedad o de la obligación, y si alguna vez se para a meditar en ellos,
los resultados a que llega carecen de interés. En cambio, todos poseen fino sentido práctico para
aquilatar las normas e ir siguiendo las consecuencias que se derivan de aquellos conceptos, sin
que este sentido certero decaiga un punto. Y sobre todo, un talento genial para auscultar las
exigencias de la bona fides en el comercio jurídico y aplicarlas al caso concreto. La naturaleza
misma de las relaciones les indica enseguida las normas que en cada caso reclaman la venta, el
arrendamiento, el mandato, sin necesidad de que las partes las formulen expresamente. Y esta
mirada, atenta certeramente a la realidad, este claro dominio de la casuística, va guiado por un
sano sentido común, siempre alerta. Es lo que presta encanto incomparable a la obra de los
juristas romanos y asegura la inmortalidad de sus creaciones. La grandeza de la jurisprudencia
clásica no es precisamente eso que con frase feliz a alguien ha llamado una "matemática de
conceptos", sino algo muy distinto: el tacto práctico y el fino sentido de la realidad, que no
necesita entrar a dilucidar la esencia de los conceptos para fallar a tono con ellos y encontrar la ley
propia de cada caso, implícita en él y en todos los del mismo género.

El campo mejor cultivado por el talento de estos juristas es el Derecho de obligaciones –sobre el
que carga el mayor peso del comercio jurídico– y especialmente aquellos contratos donde
encuentra expresión la voluntad manifiesta y tácita de las partes –los llamados bonae fidei
negotia–. Esta voluntad tácita, de que muchas veces ni los mismos interesados tienen clara
conciencia en el momento de contratar, son los turistas romanos quienes la descubren y definen
perdurablemente, formulando de mano maestra e insuperable las leyes de ella derivadas. Tal
conquista, bien puede decirse que infunde soplo inmortal al Derecho romano de obligaciones,
aunque sólo sea en lo tocante a los contratos "de buena fe". Las demás instituciones del Derecho
privado fueron fruto perecedero y pierden su autoridad formal al promulgarse los modernos
Códigos. Mas la esencia del Derecho de obligaciones, tal como los juristas romanos la cifraron, es
un valor eterno. La voluntad que da vida a uno de aquellos contratos, a una compraventa, a un
arrendamiento, etc., será siempre la misma, y sobre ella cimienta, como sobre roca vida, el
Derecho romano. Las legislaciones modernas, por mucho que reformen y modifiquen, no podrán
abandonar nunca la órbita de sus principios fundamentales.

El Derecho pretorio abre al ius gentium las compuertas del Derecho romano. Pero sin la
intervención de la jurisprudencia, este Derecho libre, inasequible y cambiante, no hubiera podido
jamás cristalizar en normas definidas, ni alcanzar la expresión precisa que da valor perenne a los
principios de la "buena fe".
El Derecho romano cumple dignamente la misión que la historia le confía. En las obras de los
juristas triunfa y cobra belleza clásica el "sentido jurídico" de la vida social. Faltaba darle los
últimos toques al edificio. Esto quedaba reservado al poder imperial.

Fuente:

Instituciones de Derecho privado romano, R. Sohm, páginas 79 - 95.

EL CONCEPTO DE JURISPRUDENCIA EN EL DERECHO ROMANO.


PRECONCEPCIÓN ÚTIL PARA COMPRENDER EL FUNCIONAMIENTO ACTUAL
DE LA JURISPRUDENCIA MEXICANA. JULIO 19, 2009
Posted by Emmanuel G. Rosales. in Case Law & Jurisprudence.

La noción actual de “jurisprudencia”, incluso reconocida y aceptada por los más actuales y
revolucionarios autores, tuvo sus inicios en Roma antigua, que se considera la cuna de la ciencia
jurídica de los sistemas latinos; así pues, la tradición jurisdiccional romana que, sirvió a nuestro
concepto moderno de jurisprudencia, se dividió en cinco etapas: arcaica, antigua, preclásica,
clásica y postclásica.

El jurista español Manuel Atienza, al respecto, apunta lo siguiente:

“El origen de la ciencia del Derecho Occidental está en la jurisprudencia romana, lo que no deja de
ser llamativo. Mientras que muchas otras tradiciones de la cultura occidental (por ejemplo, la
escultura, la literatura o la filosofía) suelen remontarse a la Grecia clásica, en el caso de la
jurisprudencia el punto de partida es Roma ¿Cuál es la razón de ello? Desde luego los griegos
poseyeron un Derecho, llevaron a cabo importantes obras legislativas (como la de Solón en Atenas
o la de Licurgo en Esparta) y escribieron tratados de filosofía del derecho de valor duradero… pero
no conocieron la figura del jurista, del profesional del derecho. Quienes desempeñaban las funciones
jurídicas (de jueces, abogados, legisladores, etcétera), tanto en Grecia como en otros pueblos de la
antigüedad clásica, no poseían una especial preparación jurídica, sino que eran hombres políticos,
expertos en retórica, miembros de clases superiores…La figura del jurista es una creación original de
Roma, pero el jurista romano, por lo menos, en el periodo de máximo desarrollo de la jurisprudencia,
no era un operador del derecho, sino quien poseía y elaboraba los conocimientos técnicos necesarios
para la realización práctica del Derecho.”[1]
A) ÉPOCA ARCAICA (JURISPRUDENCIA DIVINA)

Este período comienza con la fundación de Roma en el año 753 A.C. y concluye aproximadamente
en el año 450 A.C. con la creación de la Ley de las XII Tablas.[2]

Esta primera etapa estuvo influenciada por la cultura griega, cuyo pensamiento filosófico y jurídico
estaba fuertemente inspirado en cuestiones de índole divina, es por eso, quizá, que los más
antiguos juristas de los que se tiene noticia eran sacerdotes del Estado o sacerdotes públicos en
cuyas manos estaban la aplicación y el desarrollo del derecho sacro, es decir, se trataba de
sacerdotes que pertenecían a Colegios de Pontífices o Colegios Sacerdotales; es por ello que los
criterios jurisdiccionales existentes en esa época, eran criterios o doctrinas jurisprudencias
pontificias o sacerdotales, caracterizadas por ser incontrovertibles e incuestionables, dado su
origen divino. Sobre este periodo, el romanista Rodolfo Sohm, señala:

“… la jurisprudencia romana tuvo su origen en el Colegio de los pontífices, asesores técnicos, primero
de la justicia real y más tarde de los cónsules y los pretores. Sus conocimientos del derecho estaban
relacionados con la ciencia de la religión y la astrología. Su misión era interpretar la voluntad divina,
clave, para los antiguos, de todo el orden jurídico.” [3]

Como dato relevante, debe mencionarse que, es en esta época, cuando se crea la Ley de las XII
Tablas que constituye el más antiguo e importante antecedente legislativo del derecho romano.
Esta época concluyó a finales de la República, en el año 304 A. C. y a partir de entonces la
jurisdicción reservada a sacerdotes y escribas, se tornó laica y pública.

En el año 462 A.C. durante un largo periodo en el cual estuvieron enfrentados patricios y plebeyos,
el tribuno Trentilio Arsa propuso el nombramiento de cinco magistrados que redactasen unas
normas con el fin de suavizar las diferencias entre los dos grupos sociales antes mencionados, la
norma proponía establecer un cierto parámetro de igualdad entre estas dos clases sociales, sin
embargo dicha propuesta no fue aceptada por los patricios.[4]

En el año 454 A. C., los tribunos propusieron de nuevo la idea de una ley igualitaria para patricios y
plebeyos, la cual en esta ocasión sí fue aceptada, con algunas reservas que impedían que los
plebeyos formaran parte de la comisión legislativa. Con motivo de la aceptación, se envió una
embajada a Grecia para que estudiasen las leyes de aquel pueblo, a cuyo regreso se suspendieron
la actividad de las magistraturas ordinarias, tanto patricias como plebeyas, y se nombraron nuevas
magistraturas que se denominaron decenviri legibus scribundis, presididos por Apio Claudio, y
estos gobernaron satisfactoriamente durante un año y presentaron diez tablas para su aprobación
en los comicios.[5]

Al terminar el mandato, los decenviros, con el pretexto de que aún faltaban dos tablas por
redactar, hicieron que se nombrase un nuevo decenvirato, del que formaron parte alguno de los
que integraron el primero y tres plebeyos. El segundo decenvirato gobernó despóticamente y
redactó dos tablas que resultaron ser inicuas para la plebe ya que incluía la prohibición una
prohibición de matrimonios entre patricios y plebeyos. [6]

Los sucesos, según los historiadores, culminaron en una revuelta que tuvo lugar en el año 449 A.C.
durante la que fueron derrocados los decenviros, restaurándose el consulado. A los dos primero
cónsules se les atribuyó una ley denominada Valeria Horatia, en la cual se reconocían a los
tribunos de la plebe y se declaraba inviolable su persona. Estos cónsules grabaron en bronce las XII
Tablas. Las cuales se convirtieron en un hito histórico de tal importancia que, según se dijo en su
oportunidad por Cicerón[7], los niños las tenían que aprender de memoria en la escuela[8] lo cual
se prolongó durante varios años y si bien anteriormente los detalles de las doce tablas pasaron
oralmente de padres a hijos, varios aspectos de este tema educativo romano se contuvo en
volúmenes denominados Fastos Consulares, Libros de los Magistrados y Anales Máximos.[9]

Por su parte, Livio declaró que la Ley de las XII Tablas era la fuente de todo el derecho público y
privado, y en otro episodio, Pomponio se refirió a ella con la misma metáfora manifestado que de
ella comenzó a fluir el ius civile, es decir, el derecho de la ciudad de Roma.[10]

Guillermo Floris Margadant en su obra Derecho Privado Romano refiere lo siguiente:

“…en la Roma Arcaica… eran los sacerdotes quienes disponían de fórmulas rígidas para la
celebración de los contratos y los ritos procesales. El colegio sacerdotal designaba cada año a uno
de sus miembros para que diera consultas jurídicas al pueblo, basándose en estas fórmulas
monopolizadas por el sacerdocio y registradas en los LIBRI PONTIFICALES. Un factor adicional que
explica tan destacada posición de los hierofantes en la vida jurídica estriba en el hecho de que
éstos eran casi los únicos que sabían leer y escribir.” [11]

Las XII Tablas eran un cuerpo normativo completo pero escaso en regulación específica, la
particularización de cada regla a casos concretos correspondía a los pontífices encargados de su
manejo a quienes se les proporcionaba un poder excepcional que se llamaba interpretatio y el
resultado de esta facultad extraordinaria era la creación de nuevas reglas particularizadas en casos
concretos, a las cuales, con el paso del tiempo siguieron en otra etapa posterior las
interpretaciones laicas de juristas distintos de los sacerdotes que más adelante discurrió en la
evolución del ius civile[12]y la aparición posterior de instituciones como la responsa y el ius
publieci respondiente.
La gran libertad interpretativa de la que gozaban los pontífices fue considerablemente
restringida, no por la Ley, sino por los mismos pontífices mediante el desarrollo de edictos. [13]

En esta época, la jurisprudencia era considerada una labor propia de los pontífices quienes tenían
competencia en cuestiones de derecho sagrado y también de derecho civil ya que el derecho
estaba profundamente vinculado a la religión. Los pontífices eran los intérpretes supremos del fas
o “voluntad de los dioses” y de las antiguas mores o costumbres que formaban el núcleo principal
del derecho arcaico.[14]

B) ÉPOCA PRECLÁSICA (LA RESPONSA Y LA SECULARIZACIÓN DEL DERECHO)

Una vez que la jurisdicción y la jurisprudencia se volvieron laicas y públicas, surgieron los
prudentes[15] (ius peritus o ius prudens, es decir, conocedores prácticos del derecho[16]) que
eran juristas que no pertenecían a los colegios de pontífices, quienes empezaron a emitir
opiniones, preparar estudios y brindar asesorías a las que se llamó “responsa”. Estas últimas se
hacían consistir en opiniones o argumentos para asesorar en forma eficiente y oportuna a los
ciudadanos romanos, al Estado e incluso se referían a temas jurisdiccionales, además de que
generalmente se emitían sin obtener a cambio remuneración alguna, lo cual les valió a los
jurisconsultos el reconocimiento y la obtención de un gran prestigio cívico; se trataba de casos o
supuestos concretos que motivaban una respuesta o decisión del jurisprudente[17]; sin embargo,
con el transcurso del tiempo, la libertad para emitir la “responsa” provocó su corrupción y
creación excesiva, lo que trajo consigo desconfianza y dispersión en la producción jurídica de
teorías, opiniones y asesorías absurdas e insostenibles que paulatinamente llevaron a la extinción
de dichas prácticas.

A la responsa es factible considerarla como un antecedente de la noción actual de jurisprudencia


en razón del manejo de doctrinas para la solución de un negocio jurídico concreto.

Los maestros de Derecho Romano, Marta Morineau Iduarte y Román Iglesias González, con
respecto a este periodo, estiman lo siguiente:

“Paulatinamente la función jurisprudencial se fue secularizando; esto es, de religiosa (pontificial) se


convirtió en laica. En este proceso podemos señalar tres grandes momentos: el primero cuando Cneo
Flavio, secretario de un sacerdote, publicó las fórmulas procesales (ius Flavianum), en 304 A. C.,
cincuenta años más tarde, en 254 A. C. el primer pontífice plebeyo, Tiberio Coruncaino, comenzó a
dar consultas públicas sobre materia de derecho y, finalmente, en 204 A. C., Sexto Elio Peto, publicó
su tripartita, obra en tres libros que constituye el primer tratado sistemático de derecho y se refiere
a las XII tablas, su interpretación y a las fórmulas procesales (ius aelianum). Así, el derecho dejó de
estar bajo el exclusivo dominio de los pontífices y su conocimiento se hizo público.” [18]
Es decir, a fines de la República, ya generalizado y secularizado el conocimiento del derecho,
empiezan a emitir libremente dictámenes juristas profanos, que no pertenecen al Alto Colegiado
Sacerdotal, y que, naturalmente, carecen de la autoridad oficial necesaria para atribuir a sus
opiniones fuerza obligatoria.[19]

C. ÉPOCA CLÁSICA (EL IMPERIO DE AUGUSTO Y EL IUS PUBLIECI RESPONDIENDI)

A la época anterior, siguió la clásica con el principado de Augusto y terminó con la muerte del
emperador Alejandro Severo en el año 235 D. C.

Durante esta época, la doctrina jurisdiccional adquirió carácter oficial y alcanzó su máximo
esplendor, al grado de ser reconocida como el elemento más importante en la estructura del
derecho romano, toda vez que, detrás de la práctica del pretor[20] y de la legislación popular, que
tuvo sus inicios en el periodo anterior a través de la responsa, se encontraban los consejos de
carácter técnico emitidos por verdaderos juristas[21]; el emperador Augusto[22] confirió a la
responsa durante su gobierno el carácter de figura pública y alentó su práctica entre los
jurisconsultos mediante su estatalización u oficialización en virtud del otorgamiento de
autorizaciones imperiales que validaban públicamente su emisión.

Al respecto, el jurista español Manuel Atienza opina lo siguiente:

“La característica fundamental de la jurisprudencia de la época clásica es el análisis casuístico


llevado a cabo por los juristas. Su actividad fundamental consistía en la elaboración de respuestas,
de soluciones, a los casos que les planteaban los particulares y que tenían fuerza vinculante para
los jueces, en virtud de la autoridad que le concedía el príncipe a los juristas más destacados (el ius
respondiendo ex auctoritate principis)…”[23]

De acuerdo con lo anterior, es posible afirmar que el mérito de la doctrina jurisdiccional romana
producida durante la época clásica no radicó ni en la labor teórica, ni en su producción legislativa,
sino fundamentalmente en la forma en que los juristas resolvían y proponían la solución justa y
equitativa de las cuestiones que cotidianamente iban sucediendo, es decir, los romanos otorgaban
gran valor al conocimiento del iuris prudens, o jurista prudente y no de la ley, es por eso que el
saber del jurisconsulto romano se pondera a través de su hábito práctico para interpretar
rectamente las leyes y aplicarlas oportunamente a los casos que se les presentaban.
“…La vida profesional de los jurisconsultos romanos cumplía varias funciones: respondere, cavere,
agere y scribire…La primera de ellas consistía en dar consultas verbales sobre casos prácticos; el
cavere en redactar documentos jurídicos; el agere en asistir a las partes durante el litigio y,
finalmente, el scribere, en elaborar obras doctrinales de derecho, además de la labor docente que
también desempeñaban.— Durante la República ya nos encontramos con grandes jurisconsultos:
Quinto Mucio Escévola, el primero que realizó una compilación del derecho de la época en su obra
Ius Civile, de 18 libros; Aquilio Galo, alumno del anterior, quien escribió numerosas obras y Servio
Sulpicio, el primer comentarista de los edictos del pretor.” [24]

Bajo ese contexto, el emperador Augusto pretendiendo erradicar los resabios dejados por los
juristas ulteriores, así como aprovechar la sabiduría de los jurisconsultos de su época, en beneficio
de sus fines políticos, decidió limitar su proliferación, facultando únicamente a los más destacados
para que sólo ellos pudieran emitir dictámenes en nombre del emperador.[25]

El jurista argentino Carlos Ignacio Massini Correas, refiriéndose al emperador Augusto en su


estudio titulado La Prudencia Jurídica, señala lo siguiente:

“…otorgó, en los comienzos de la era cristiana, el ius publice respondendi ex auctoritate Principis a
los más notables juristas de la Roma Imperial, lo hizo en virtud de su reconocida calidad de iuris
prudentis, es decir, de poseedores, en grado eminente, de una especial forma de conocimiento
jurídico: el “prudencial”. Papiniano, Ulpiano, Gayo, Paulo y Modestino, se destacaban entre los
hombres de derecho romano por su especial aptitud para investigar cuál era la solución justa para
cada uno de los casos concretos sobre los que se les consultaba. Ese conocimiento acertado de lo
que era derecho en cada situación singular -llamado iuris prudentia- dio posteriormente el nombre,
por una derivación lingüística, a la “ciencia del derecho” y a las normas que tienen su origen en las
sentencias de los tribunales. Pero con el transcurso del tiempo, el uso de la palabra se fue
restringiendo a estas dos acepciones derivadas, sobre todo a la última, sin que el conocimiento de
lo justo concreto conservara el clásico apelativo de “prudencial”. Lo que es más, la misma palabra
“prudencia” fue objeto de un paulatino descrédito, pasando a significar la simple cautela o una
actitud de apocamiento o de temor excesivo; para el lenguaje vulgar, el “prudente” se transformó
de un virtuoso en un timorato, siempre dispuesto a evitar cualquier riesgo o aventura. Resultaba
difícil, por ello, hablar de “prudencia jurídica” como de un modo especial e indispensable de
conocimiento del derecho, por lo que pasó al olvido la acepción primera del término, que
designaba al conocimiento de lo justo en su máxima concreción.”[26]
Por su parte, Roberto Héctor Gordillo Montesinos, refiere lo siguiente:

“La interpretatio prudentium constituye la parte nuclear del ius civile clásico, el ius civile
propiamente dicho consiste en la sola interpretación de los prudentes (Digesta o Digesto de
Justiniano 1,2,2,12). La actuación del jurisconsulto republicano se desenvuelve a través de las
siguientes actividades: a) respondere, siempre y cuando el prudens interpreta al ius y emite
opiniones y dictámenes generalmente a propósito de un juicio y a solicitud de magistrados, jueces
y particulares; b) cavere, cuando asiste y aconseja a los particulares en la redacción de cláusulas…
explicándoles la importancia y alcances de los tecnicismos jurídicos, actividad ésta, más propia
de los notarios (tabelliones); c) agüere, cuando asesora a los litigantes y a sus defensores
(oratores, advocati), siendo estos últimos los que en la práctica abogan por las partes en juicio; d)
scribere, al elaborar y publicar literatura jurídica a través de responsa (respuesta a consultas),
quaestiones (sobre casos reales o imaginarios con fines didácticos), digesta (colecciones
ordenadas … con comentarios y casos prácticos), comentarios ad Sabinum (acerca del ius civile) y
ad Edictum (acerca del ius honorarium), así como monografías relativas a materias específicas del
Derecho privado.”[27]

El profesor de Derecho Romano de la Universidad de Nápoles, el italiano Vicente Arangio-Ruiz,


en su obra, escribe lo siguiente:

“Al lado de las fuentes autoritarias del derecho …todas entorpecidas en mayor o menor grado en
su eficiencia por haber sido en ciertos momentos la expresión de formas políticas superadas o de
sistemas nuevos aún no desarrollados por completo, la jurisprudencia del Principado continuó
cumpliendo la misión de guiar la evolución del Derecho … No resulta fácil a los hombres de ciencia
ponerse de acuerdo sobre si la jurisprudencia de esta época debe considerarse más o menos que la
Republicana. Ante todo, puede observarse que, mientras a fines de la República la jurisprudencia,
aún vivaz y activísima, quedó formalmente reducida a una posición secundaria, al tener la
evolución jurídica sus órganos oficiales en las asambleas legislativas y especialmente en los
magistrados jusdicentes, la época del Principado, que carecía en el campo de la legislación de
órganos de gran eficiencia, debió contar en más amplia medida con la actividad de los juristas …
Bajo el principado de Augusto se produjo un acontecimiento al cual los antiguos reconocieron una
gran influencia en el encauzamiento de la actividad jurisprudencial. En efecto, este Emperador creó
el ius respondiendo que él únicamente podía conceder como privilegio a los más destacados
juristas y mediante el cual quedaban autorizados a emitir opiniones lex auctoritate sua… no es
posible indicar con exactitude a que jueces se extendía esta obligación de someterse a las
respuestas de los juristas privilegiados… se sabe que pesaba sobre los jueces llamados a decidir la
cuestión según las normas del procedimiento formulario…”[28]
Después del Imperio de Augusto, se mantuvo la costumbre de los jurisconsultos de emitir
dictámenes en nombre del príncipe, es decir, se continuó con el ius publice respondendi y Adriano,
al final de su mandato imperial, determinó que los dictámenes de los juristas investidos de dicha
facultad, tuvieran fuerza de ley.

En este sentido, Rodolfo Sohm expresa:

“… es práctica constante, desde el emperador Tiberio, que los juristas más eminentes reciben del
emperador el jus respondi, o sea el derecho a emitir dictámenes obligatorios para el juez, para el
judex privatus nombrado en el proceso, y para el magistrado.”[29]

De esta manera es como la doctrina jurisdiccional formada por los prudentes facultados con el ius
publice respondendi, en cuanto fue investida con fuerza de ley, integrada por las discusiones
públicas habidas en el foro y por las respuestas de los prudentes, se convirtió en una de las
fuentes del derecho civil romano, siendo las otras tres: las leyes escritas, las legis actiones, y los
edictos de los pretores y de los demás Magistrados.

Con respecto a lo que se entiende por “Magistrados” en esta etapa del Derecho Romano, la
maestra Marta Morineau Iduarte y Roman Iglesias González, señalan:

“…al referirnos a los magistrados, en este caso lo hacemos en relación con aquellos cuya labor era
la de administrar justicia; esto es, los pretores y ediles en la ciudad de Roma y los gobernadores en
las provincias… Cuando uno de estos magistrados entraba en funciones generalmente por el término
de un año, era usual que publicase un edicto; es decir, una especie de programa en el que exponía la
forma en que iba a desarrollar su magistratura…De esta manera al aplicar el derecho de acuerdo
con las situaciones que se iban presentando, los magistrados creaban derecho al administrar justicia,
aplicaban el derecho civil (iuris civiles adivuandi), pero también lo complementaban cuando así se
requería (iuris civiles supplendi) y, finalmente si era necesario corregían el propio derecho civil (iuris
civilis corrigendi causa)…Por lo tanto, se advierte que a partir de medios procesales, de la acción
para aplicar y completar el derecho civil y de la excepción con el objeto de corregirlo, se está creando
derecho…Este derecho creado por los magistrados se llama derecho honorario -ius honorarium- y
como dice Kunkel (Historia del Derecho Romano), no constituyó un cuerpo cerrado frente al derecho
civil, con el que sólo excepcionalmente se contrapone, como en el caso de la propiedad o de la
herencia en donde incluso existe una doble reglamentación. En la mayoría de los casos sin embargo,
el derecho honorario se limitó a ayudar, completar o corregir al derecho civil, partiendo de él para
conformar juntos un todo armónico: el sistema jurídico romano.”[30]
Durante esta etapa se entendía por jurisprudencia:

“… a aquellas opiniones emitidas por los jurisconsultos sobre las diversas cuestiones que se les
planteaban, ya fuesen presentadas por particulares, o por los propios magistrados. Fueron pues,
los jurisconsultos los que al interpretar el derecho le otorgaron a éste un carácter doctrinal…Los
primeros jurisconsultos fueron los sacerdotes y de ellos los pontífices quienes, además de tener
el monopolio de las fórmulas procesales, se dedicaron a interpretar el derecho, fijando el
contenido y alcance de la Ley de las XII Tablas, primera gran ley escrita del Derecho
Romano…”[31]

La decadencia de esta época comenzó cuando los emperadores se dedicaron a emitir


personalmente los edictos, decretos, mandatos y epístolas imperiales, por intercesión de los
jurisconsultos como simples consejeros o asesores jurídicos.

Estos acontecimientos provocaron que la participación de los juristas en la elaboración del


derecho, se redujera a una simple actividad de colaboración pública, en su calidad de funcionarios
del poder estatal supremo, lo cual trajo como consecuencia natural, una rápida decadencia de la
doctrina jurisdiccional clásica en la época tardía.

Otra situación que acarreó la decadencia del sistema fue la señalada por Guillermo Floris
Margadant, quien al respecto señala lo siguiente:

“Durante el siglo II, se dejó sentir, cada vez más intesamente, la necesidad de ordenar dos sectores
del derecho positivo: la “iurisprudentia” y las constituciones. En verdad faltaban bibliotecas que
reunieran sistemáticamente todas las disposiciones vigentes; además, como todavía no existía la
imprenta, los libros se copiaban a mano. ¿Quién podía garantizar entonces la autenticidad de
opiniones atribuidas a jurisconsultos investidos de “ius pulice respondendi? Era prácticamente
imposible a abogados y jueces conocer el derecho positivo y se imponía una depuración
general.”[32]

Así, en esa época existió la figura del Juez-Rey o princeps romano; como ejemplo de ello puede
citarse la actuación de Antonio Pío y de Marco Aurelio, quienes lucieron con gloria y esplendor
en el campo jurídico gracias a que contaban con la asesoría de los más grandes juristas de la
época; a este respecto, el profesor de Derecho Romano de la Universidad de Munich, Wolfgang
Kunkel, opina lo siguiente:
“…Aunque la… legislación quedara… en manos de los órganos republicanos y fuera dirigida sólo de
modo indirecto por el princeps, no obstante, desde un principio hubo una porción de modalidades
de legislar con las que el princeps, de modo discreto, pero no por ello menos eficaz, actuaba creando
de manera independiente nuevas normas jurídicas. Todas estas modalidades arrancaban, más o
menos, del modelo de la producción jurídica de los magistrados; sólo que la escala era ya de
antemano diversa, pues el ámbito de poder casi ilimitado del princeps y la duración vitalicia de su
mandato conferían a sus prescripciones una autoridad que las decisiones de los magistrados
republicanos anuales nunca habían tenido…”[33]

D) ÉPOCA POSTCLÁSICA (LAS COMPILACIONES DE JUSTINIANO)

A esta Época se le conoce también como del derecho vulgar o periodo clásico tardío[34].

En efecto, el establecimiento de la monarquía absoluta, que concentró todos los poderes en un


solo hombre, trajo como consecuencia el surgimiento de un derecho escrito de origen legislativo,
lo que, evidentemente, provocó que los responsa de los juristas ya no constituyeran el principal
instrumento de solución de los problemas jurídicos que la realidad planteaba; sino de cuestiones
generales y abstractas.

Así, en el año 528 D. C., Justiniano (según Ortolán, nace en 482, fue emperador en 527 y murió en
565[35]) mandó compilar los ius publice respondendi, cuya colección conocemos con el nombre
de Digesto Romano también conocido como Pandectas[36], el cual contiene doctrina tanto
jurídica como jurisdiccional y leyes de 39 peritos privilegiados con el ius publice respondendi, junto
con la de otros juristas que carecían de dicha facultad, pero que gozaban de la simpatía de
Justiniano, quien ordenó que también se incluyeran.

En ese documento se recogió una de las definiciones clásicas del concepto de jurisprudencia,
elaborada por el propio Ulpiano, quien expresó que la jurisprudencia es “la noticia o conocimiento
de las cosas humanas y divinas, así como la ciencia de lo justo y de lo injusto”.[37]

Al no gozar ya del ius publice respondendi, los juristas dejaron de dar soluciones a los problemas
jurídicos concretos que se les planteaban, para dedicarse a la enseñanza y a desempeñarse en
cargos públicos; lo cual provocó que la jurisprudencia se convirtiera así en la ciencia del derecho.
La codificación propuesta por Justiniano apareció en el año 533 D.C. y entró en vigor en el Imperio
Romano de Oriente, cuando se reconquistó Italia, también allí se estableció dicha codificación
llegando a ser conocido en Occidente; la gran obra de Justiniano es el Corpus Iuris Civilis es decir el
cuerpo de derecho de los ciudadanos romanos que comprendía el Código o Códex (que eran
códigos imperiales), el ya referido Digesto o Pandectas (jurisprudencia), la Instituta (tratado
elemental de derecho romano) y las Novelas (disposiciones posteriores desde el año 535 al 565
D.C.).[38]

El proceso de transformación de la jurisprudencia como acumulación de experiencias a una ciencia


del derecho, se enfrentó a los problemas fundamentales que ofrece la construcción de cualquier
ciencia, la cual debió ser fundamentada en principios generales ya que eran éstos los únicos
instrumentos con los que se contaba en esa época.

De esa forma, surgieron las definiciones de los conceptos jurídicos más importantes, sin mayor
método que el de hacer uso de inducciones como premisas para la deducción de enunciados. Es
así como la jurisprudencia se convirtió en un instrumento que detectaba y prevenía problemas
que aún no habían ocurrido en la práctica, alejándose de esa manera del planteamiento de
soluciones para cada caso concreto, es decir, se alejó de aquella reflexión prudencial que
campeaba en épocas ulteriores. Nace así la concepción de predicabilidad sobre la solución de
controversias.

La práctica imperial de concesión del privilegio a juristas destacados finalizó con el emperador
Tiberio.[39]

Los conceptos descritos son conocidos a la fecha gracias a la labor desarrollada durante la
edad media por el grupo de estudiosos de historia y del derecho de tiempos de Justiniano llamado
“Los Glosadores”.

El trabajo de los Glosadores, particularmente el referido a las leyes de los tiempos de Justiniano, lo
denominaron Corpus Iuris Civilis, el cual comprendía la legislación de Justiniano que se encuentra
en las siguientes obras: Las Instituta, el Digesto o Pandectas, el Codex y las Novelas.[40]

El tratadista Francés Eugene Petit, se refiere a la escuela de los Glosadores en los siguientes
términos:

“Fue jefe de esta escuela Irneo de Bolonia, que murió hacia mediados del siglo XII. Profesó el derecho
con lucidez, dejando discípulos que continuaron su obra. Los cuatro más célebres, muertos pocos
años después que él, fueron Bulgario, Martino Gosia, Jacobo y Hugo. Los jurisconsultos de esta
escuela estudiaron el derecho romano según las colecciones de Justiniano cuyo conjunto desde esta
época, toma el nombre de Corpus Iuris Civilis, por oposición al Corpus Iuris Canonici. Busca el sentido
de dichos textos comentándolos y añadiendo notas marginales o interlineales llamadas glosas de
donde proviene el nombre de glosadores. En el siglo XIII fue terminado su trabajo y ya no crean más;
coleccionan las notas de sus antecesores. Acursio, muerto hacia el año 1260, compuso y publicó la
Glosa grande, en la cual se reunía con la suyas, todas las glosas de sus predecesores. — La obra de
los glosadores es considerable. Se les ha criticado con razón, su ignorancia en historia y mal gusto
de sus ejemplos. Aunque tampoco hay que olvidar que, llegados después de varios siglos de barbarie,
se veían privados de todas las fuentes históricas y literarias que más tarde tuvieron los jurisconsultos
a su disposición. Reducidas al texto de las compilaciones de Justiniano, son prueba a menudo en la
interpretación de leyes más oscuras, de enorme penetración.— Gracias a pacientísimas rebuscas,
han podido establecer entre las diferentes partes de esta obra aproximaciones y repudiaciones, de
las cuales disfrutaron hoy en día. En fin se han aplicado para la corrección del mismo texto. Esta
posesión de diversos manuscritos del Digesto, han llegado, por un examen general de variantes, a
establecer un texto, adoptado desde entonces por regla general y llamado por esta razón la Vulgata
versio vulgata. Los glosadores sometieron al mismo trabajo de crítica los manuscritos de las
Instituciones del Código y del Authenticum, que tenían entre manos. De 134 Novelas que contiene
esta colección, estudiaron las más importantes, en número de 97, divididas en nueve collationes,
dejando a un lado las otras como inútiles (extraordinaria y extravagantes). Cuando alguna
constitución del Código se modifica por una novela se ha hecho de esta novela un estracto o
resumen, inserto en el Código, seguido de la ley así modificada. Estas anotaciones son llamadas
auténticas (authenticae), del nombre de las obras donde son tomadas.— Puede formarse idea de la
influencia de los glosadores añadiendo que son los que despertaron en Europa la afición a los
estudios jurídicos. Uno de ellos, Vacario, llevó a Inglaterra manuscritos de las colecciones de
Justiniano, enseñando en Oxford hacia el año 144. Otro glosador, Placentino, fundó hacia el año
1180, en Montpeller, una escuela de derecho, contribuyendo con su enseñanza a propagar en el
medio día de Francia, el conocimiento del cuerpo del derecho de Justiniano. El estudio de esta
legislación tomó bien pronto tal vuelo que el papa Honorario III, para asegurar la preponderacia del
derecho canónico, prohibió en 1220 enseñar en la Universidad de Paris el Derecho romano. Esta
prohibición no impidió a este derecho extenderse en toda Francia, pero quedando particularmente
la ley de las provincias meriodinales que formaban los antiguos reinos de los bisigodos y de los
borgoñones.”[41]

Lo descrito, muestra una noción que tradicionalmente se ha presentado en los juicios de origen
latino que consisten en que el juzgador esté preparado para resolver el juicio con elementos
bastantes, desde antes de que el juicio se presente.

Además, se reconoce en la tradición romana la existencia de elementos de valoración auxiliares a


la ley a los cuales pueden acudir los jueces para guiar su decisión, como son las opiniones paralelas
al texto de la ley y que adquieren un valor relevante cuando se trata de criterios derivados de la
apreciación de casos concretos o casuísmo, estos elementos adicionales para la interpretación de
los estatutos son útiles para corregir por los juzgadores las insuficiencias o defectos del derecho
contenido en leyes.[42]

En opinión del romanista español Juan Iglesias, el jurista romanista se caracteriza por frecuentar,
además de la ley, el trato con variados elementos y disciplinas advirtiendo que el Derecho y
particularmente el de origen romano, no sólo vive de sí y por sí, sino que es todo uno y carece de
fronteras.[43]La reverencia hacia el derecho preestablecido y el derecho escrito como su principal
manifestación, pasó de Roma, a las tradiciones jurídicas francesas y españolas, entre otras, y
desde aquéllas, llegó a los pueblos latinoamericanos[44].

Los anteriores elementos, generalmente, han sido considerados como el origen histórico de la
actual institución de la jurisprudencia.

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