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Mundo de Tinieblas Novelas de Tribu 07 Bridges Bill Achilli Justin Roehuesos

El documento trata sobre Antonine Gota de Lágrima, un joven de la tribu Garou Contemplaestrellas que está aprendiendo las formas Theurge bajo la guía de su maestro en un monasterio en China. Mientras practica una de las formas, Antonine cae a través de una telaraña cósmica y es rescatado por su espíritu tótem, Quimera, que le muestra un camino luminoso.

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Mundo de Tinieblas Novelas de Tribu 07 Bridges Bill Achilli Justin Roehuesos

El documento trata sobre Antonine Gota de Lágrima, un joven de la tribu Garou Contemplaestrellas que está aprendiendo las formas Theurge bajo la guía de su maestro en un monasterio en China. Mientras practica una de las formas, Antonine cae a través de una telaraña cósmica y es rescatado por su espíritu tótem, Quimera, que le muestra un camino luminoso.

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Los hombres lobo de la Nación Garou se enfrentan a una

de sus mayores amenazas cuando una perversa bestia


del Wyrm se alza en Europa. En la Novela de tribu: Con-
templaestrellas, Antonine gota de Lágrima, mentor de
muchos héroes Garou, se embarca en una búsqueda
propia. En la Umbra Profunda desvelará un secreto que
podría salvar al principal hijo de la Nación Garou… o mal-
decirlo eternamente.
Bill Bridges

Contemplaestrellas
Novelas de tribu - 8

ePub r1.2
TaliZorah 14.06.13
Título original: Werewolf Tribe Novel 4: Bone Gnawers & Stargazers
Bill Bridges, 2002
Traducción: Marta García Martínez
Ilustración de la portada: Steve Prescott
Diseño de portada: TaliZorah

Editor digital: TaliZorah


Corrección de erratas: betatron (r1.0)
ePub base r1.0
Dedicado a Gary Snyder, que inspiró a toda una generación
de exploradores Zen de la naturaleza y todavía inspira hoy en
día la práctica en nuestro medio natural.
Prólogo

Monasterio del Propósito Más Puro, China occidental, 1962


El maestro Chien miraba hacia el este bajo la luz de la luna, en
perfecto equilibrio sobre la pierna derecha, con la izquierda
metida como si estuviera sentado en la posición del loto sobre el
aire. Apenas se le movían los amplios hombros al respirar pro-
fundamente, flotando en el mismo sitio, esperando que se le
asentara el chi. Entonces dio un giro a la derecha (todavía sobre
una sola pierna), prácticamente dibujando un círculo completo
hasta que se puso de cara al norte. Plantó el pie izquierdo en el
suelo y desplegó los brazos como pergaminos o colgaduras de
seda. Juntó los pies y se rodeó la cabeza con los brazos juntando
las palmas y luego bajándolas lentamente para que pasasen por
los centros de energía frontales y haciendo una pausa en cada
uno: tercer ojo, garganta, corazón, tercera calidez y por fin el bajo
vientre. Colocó la palma de la mano izquierda debajo del vientre y
la derecha encima de la izquierda, sellando así la energía, los ojos
todavía cerrados.
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Luego se volvió y se acercó caminando al joven occidental que


estaba sentado incómodamente con las piernas dobladas debajo
del cuerpo. El joven (poco más de diecisiete años) intentó escond-
er con nobleza su incomodidad y concentrarse en la lección.
—Así es como caminas por la Senda de la Estrella Polar en la
forma humana —dijo el maestro Chien—. Una vez que domines
eso, te enseñaré cómo lo hace un lobo.
Antonine Gota de Lágrima se inclinó profundamente ante el
venerado maestro Contemplaestrellas. Había contemplado cada
una de las ciento ocho formas Theurge, totalmente concentrado e
intentando memorizarlas todas. Sabía que había fracasado y que
sólo podría ser capaz de ejecutar una tercera parte de memoria,
pero esperaba que si realizaba esa parte bien, el maestro Chien
fuera indulgente y repitiera la lección.
Chien gruñó y se alejó, atravesando la verja del patio y bajando
la larga y serpenteante escalera de piedra que abrazaba aquel lado
de la inclinada montaña. La bruma se aferraba a las paredes y
aleros del patio, parte de una nube perpetua que servía para
esconder el monasterio de la cima de la montaña del mundo ex-
terior. El complejo del templo inferior era un monasterio taoísta
olvidado, todavía poblado por unas decenas de sacerdotes hu-
manos, Parentela de la tribu de los Contemplaestrellas que lleg-
aron ilegalmente provenientes de otros monasterios de toda Ch-
ina huyendo de las persecuciones de Mao. Los niveles superiores
estaban reservados para los Contemplaestrellas y sus prácticas
únicas, parecidas por fuera a las de los humanos pero in-
mensamente diferentes en contenido y eficacia. Los taoístas y los
budistas creían que los humanos tenían que pasarse toda una vida
cultivando la virtud suficiente para descubrir las artes místicas;
los Contemplaestrellas nacían con ella, aunque, al igual que los
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humanos, tenían que esforzarse para llegar a la ilustración


definitiva.
Antonine se levantó y calentó agitando y soltando el cuerpo
para deshacerse de los nudos y la tensión muscular. Todavía no se
había acostumbrado del todo a las extrañas posturas que la tribu
le exigía que asumiera durante las meditaciones y lecciones. Cri-
ado en América, estaba acostumbrado a sentarse en sillas con los
pies en el suelo, y ahora lo más frecuente es que se sentara con las
piernas debajo del trasero (garantía de un corte de circulación se-
guro y de que se le durmieran las piernas) o hecho un ovillo en la
postura del loto con las plantas de los pies hacia arriba. Estaba
mejorando, sin duda, pero todavía se sentía incómodo.
Una vez que la sangre empezó a recorrerle de nuevo y se le re-
lajaron los músculos, empezó su secuencia de formas: iba despa-
cio y con tranquilidad, sin permitir que la mente se distrajera y
olvidara la imagen de su maestro cuando daba los pasos. Antes de
que se desvanecieran tenía que intentar grabar tantos recuerdos
como pudiera en la memoria del cuerpo. Lo que el cuerpo re-
cuerda, jamás olvida.
Mientras cambiaba de pie, alternando el peso, girando de vez
en cuando y luego acompañando el trabajo de los pies con
mudras[1], intentó imaginarse la constelación de estrellas sobre
las que se suponía que tenía que caminar. No era un dibujo dis-
cernible en el cielo de la noche pues existía sólo en el Reino Etéreo
de la Umbra, el cielo nocturno del mundo de los espíritus. Aunque
algunas estrellas eran iguales, otras nunca habían existido en el
mundo material o ya habían expirado, y algunas aún estaban por
nacer. Todas ellas, sin embargo, rodeaban a la Estrella Polar, cuyo
espíritu Incarna (Vegarda, la Dama del Norte) le había enseñado
hacía mucho tiempo la forma al clan. Si se realizaba
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correctamente, el Camino por la Senda de la Estrella Polar ex-


pandía el alma y proporcionaba un palacio apropiado para la
mente de la ilustración, el objetivo final de todos los
Contemplaestrellas.
La práctica también servía como un arte marcial muy efectivo,
una variante del Kailindo, el arte guerrero de la metamorfosis y la
evasión.
Aunque el sol apenas acababa de ponerse cuando su maestro
había empezado la lección, Antonine no paró para descansar
hasta mucho después de que se hubiera puesto la media luna tam-
bién. Las sombras eran largas y el aire frío cuando un sacerdote
del templo inferior atravesó la verja con un tazón de arroz y una
jarra de agua. Se inclinó ante Antonine y colocó la comida y la be-
bida en el suelo. Antonine se inclinó a su vez.
—Gracias —dijo en mandarín.
El hombre se inclinó una vez más y se fue. Había sido una
caminata muy larga para subir la montaña, pero el viaje de vuelta
sería más fácil.
Antonine se sentó al lado de la comida y empezó a engullir el
arroz; tenía más hambre de la que había imaginado y el tazón se
vació en unos instantes. Luego bebió casi la mitad de la jarra de
agua antes de recordarse que no le convenía beber tanto tan
rápido.
Descansó un rato más y luego se levantó otra vez y caminó al
lugar donde el maestro Chien había empezado la forma. Inspiró
profundamente y reanudó la práctica.
Al cambiar el peso de una pierna y adelantar la otra se sor-
prendió al no encontrar el suelo y pisar la nada. Perdió el equilib-
rio, tropezó y cayó al espacio, a la inmensidad de las estrellas.
Cayó en una inmensa telaraña cuyos hilos pegajosos le atrap-
aron de inmediato. Luchó para liberarse pero no podía mover los
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miembros. Se quedó mirando asustado lo que le rodeaba y vio que


el universo entero estaba metido en aquella red gigante, cada es-
trella formaba el nexo de un grupo de hilos que se extendían para
aferrar otras estrellas y otras más, abarcando toda la creación y
atrapándolo todo.
Antonine recordó el concepto budista Hua-Yin de la Red de
Indra, la creación entera vista como un dibujo inmenso con todo
conectado entre sí. Nada escapaba a su influencia, pero esa visión
servía para instruirle a uno sobre la realidad de las interconex-
iones fortuitas, que todo afectaba a todo lo demás; tras la ilusión
de la separación, todo era Uno.
Esta telaraña, sin embargo, no era una unidad consoladora
sino una jaula siniestra. Las hebras servían para impedir la visión
y mantener la ilusión de división y diferencia, la soledad de los
átomos separados por un vacío sin sentido.
La Tejedora —pensó—, Maya. La Tejedora del Engaño que
nos cubre los ojos y teje la Forma a partir de la Plenitud Indi-
visa. Aquí es donde confundimos los sueños con la realidad.
Tengo que despertar.
Detuvo la lucha e intentó imaginarse despertando en el patio.
Pero cuando abrió los ojos todavía estaba atrapado en la telaraña.
¡No puedo salir de esta trampa con sólo desearlo! ¿Cómo voy
a desvanecer una ilusión cuando jamás he visto la Verdad que
esconde? Oh, bendita Gaia, muéstrame por un instante el Verda-
dero Reino de Gaia. Ayúdame a seguir el Gaiadharma.
Algo se movió cerca haciendo que la telaraña vibrara con la
brisa que había creado. Una especie de serpiente flotó hacia él.
Sin embargo, no tenía cabeza de serpiente, sino de león, y se le
quedó mirando fijamente, retándolo a sumergirse en las pro-
fundidades de su alma infinita.
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Antonine intentó inclinarse ante Quimera, su espíritu tótem


tribal, el Señor de los Enigmas y Maestro de los Sueños, pero la
telaraña sólo le permitió asentir ligeramente con la cabeza.
El tótem extendió la zarpa delantera y esparció las hebras
como si estuvieran hechas de aire. Antonine cayó otra vez y ater-
rizó en un camino brillante que relucía a la luz de la luna. Al colo-
car la mano encima para estabilizarse y levantarse, la quitó de un
tirón y profirió un grito de dolor mirando la quemadura que tenía
en la palma de la mano. El camino estaba hecho de plata.
Una voz resonó en su cabeza:
—Recuerda el Hilo de Plata, el Camino Escondido al Tapiz.
Cerró los ojos intentando soportar el dolor y luego los abrió
para ver un cielo iluminado por el sol. La mañana había llegado al
patio, los rayos del sol desenredaban las brumas de la montaña
que brillaban en el rocío de los pinos. Algo le dio unos golpecitos
ligeros en la cara y sintió el roce del agua en la frente.
El maestro Chien se inclinaba sobre él escurriéndole un paño
de agua en la cabeza.
—Tonto —dijo—. Cuando uno está cansado, descansa.
Antonine se sentó y miró a su alrededor. Estaba en el patio de
prácticas al amanecer.
—Era de noche… y había telarañas por todas partes. Y
Quimera…
El maestro Chien frunció el ceño.
—¿Viste las telarañas de la Tejedora? ¿Y al propio tótem? ¡No
mientas!
—No miento, maestro —dijo Antonine—. Estaba practicando y
de repente me caí al espacio vacío y quedé atrapado en una tel-
araña, una telaraña que lo alcanzaba todo y a todos. Quimera
apareció y me liberó, y entonces vi un camino de plata, como una
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senda lunar pero hecha de plata. Me quemó… —Se miró la mano


derecha y vio allí una marca tenue.
El maestro Chien le agarró la mano, se la miró y gruñó.
—Quemadura lunar, la plata de Selene.
—Quimera la llamó el Hilo de Plata.
El maestro Chien se sentó y pensó mientras miraba el cielo de
la mañana.
—Quimera te ha mostrado a la Tejedora, la causa del engaño
que sufre este mundo. Su telaraña impide que veamos la verdad,
pero es una telaraña que está en la mente. Tu cautiverio no es
físico, sólo mental.
Se levantó y paseó por allí.
—Esto de plata… Hmm. No quiero saber lo que significa. ¿Un
presagio? Vigilaremos y esperaremos a ver si se muestra de
nuevo. Hasta entonces… —miró desdeñosamente a Antonine—
practicarás sólo cuatro horas seguidas, hasta que aprendas a no
agotarte hasta desmayarte. Esto no es el karate ni la lucha libre,
las artes marciales internas requieren relajación y franqueza, un
cuerpo sano y equilibrado.
Antonine asintió.
—Sí, maestro. Lo entiendo.
El anciano Contemplaestrellas ayudó al más joven a levantarse
y le puso la mano en el hombro. Luego guió a Antonine mientras
bajaban la montaña hasta el pequeño templo donde le habían ex-
tendido la esterilla en una esquina, lista para dormir. Cuando el
maestro dejó a su pupilo, sacudió la cabeza y le dijo:
—Presta atención a tus sueños. No olvides jamás tus sueños,
pues Quimera esconde allí su sabiduría.
Después de que se fuera su maestro, Antonine se miró la
mano; ya no le dolía pero notó que brillaba suavemente en la
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oscuridad de la habitación cerrada, aunque la luz ya se estaba


desvaneciendo.
Lo que el cuerpo recuerda, nunca lo olvida.
Capítulo uno

Túmulo del Lago Finger, estado de Nueva York, ahora:


Antonine Gota de Lágrima esperó fuera de la cabaña que es-
taba al lado del lago. Sentado en la postura del loto escuchó los
suaves sonidos que subían del agua, una brisa ligera que le agit-
aba la camisa blanca de lino y el pelo gris y níveo que le llegaba
por los hombros. Los pájaros se llamaban unos a otros y un pez
saltó en la superficie. Con los ojos cerrados, Antonine no podía
ver su reflejo titubeante en el agua, pero se preguntó: ¿Podrían
verlo los seres que hay bajo el agua, y si es así, qué pensaban de
él? ¿Un ser con forma humana, de mediana edad y vestido con
vaqueros gastados y botas de montaña que olía como un lobo?
Estaba satisfecho. Incluso en medio de toda la confusión que
había surgido últimamente, aceptaba serenamente lo que tenía
lugar en su mundo. Más allá de los fracturados engaños de diver-
sidad, sufrimiento y dolor, Antonine sabía que había unidad, tras-
cendencia y amor. Años de entrenamiento contemplativo le
habían enseñado a anclarse en esos pensamientos, a aferrarse a
ellos y a aguantar los cambios que vinieran, los buenos y los
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malos. Últimamente, sin embargo, sentía que le temblaban las


piernas y que perdía control.
La puerta que había detrás de él crujió al abrirse y salió de
aquella cabaña de una sola habitación una mujer negra, que al
igual que Antonine, gozaba de salud a su mediana edad. La mujer
cerró la puerta suavemente tras ella. Antonine salió ágilmente de
su postura y se levantó para presentarle sus respetos, sin ninguna
señal de anticipación en la cara, aunque estaba allí escondida,
bajo la superficie cuidadosamente controlada que le presentaba a
los demás.
La mujer bajó los escalones del porche para ponerse a su lado
negando con la cabeza y mirando al suelo.
—Un misterio muy profundo se esconde dentro de ella, un
misterio que no puedo sondear.
—¿Cómo puedo ayudar? —dijo Antonine con la voz profunda y
clara de barítono que le caracterizaba.
—No tengo ni idea —dijo ella mirándole a los ojos—. Años de
viajes por la Umbra hablando con espíritus de todas clases y no
tengo ninguna pista sobre su condición. La Perdición de alas
negras está detrás, pero la naturaleza de esa cosa (y su presencia)
me elude. ¿Algo nuevo, quizá? ¿O muy viejo?
Antonine no dijo nada.
—La vigilaremos, Contemplaestrellas. Es una de los nuestros.
Sin embargo, yo ruego porque tus meditaciones nos ofrezcan al-
gunas pistas.
—Yo también, Nadya. Gracias por tu ayuda.
—Le llevaré las noticias a Alani Astarte. —La mujer empezó a
bajar hacia el grupo de casas que había por la pista de tierra de-
trás de la cabaña, pero entonces se detuvo y se quedó mirando a
alguien que venía por el camino— Antonine… viene el rey de los
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Colmillos Plateados. Dejaré que le expliques tú la condición de la


enferma.
Antonine miró la carretera y vio a Albrecht que caminaba con
rapidez hacia él con Evan Sana el Pasado siguiéndole a toda prisa.
Puesto que venían del centro del túmulo seguramente habían lleg-
ado por un puente lunar y ya debían haber consultado con los
jefes de clan. Nadya continuó andando apartándose a un lado del
camino para no estorbar al rey.
—¿Dónde está? —dijo Albrecht tan pronto como vio a
Antonine.
—Aquí, en la cabaña —respondió—. Todo lo que se podía hacer
se ha hecho.
Albrecht frenó el paso, la mirada enfadada sustituida por un
gesto de preocupación.
—Eso no suena muy bien.
—Venid —dijo Antonine—. Deberíais verla.
Les llevó a la pequeña cabaña, a su única habitación oscura.
Las contraventanas estaban cerradas y un extraño olor a incienso
saturaba el aire. Echada sobre una cama reposaba Mari Cabrah,
compañera de manada de Albrecht y Evan y única superviviente
de la segunda manada elegida para enfrentarse a la última
amenaza Wyrm en Europa. Respiraba tan débilmente que se
podía confundir con una muerta.
Evan se precipitó hacia la cama y se inclinó sobre la chica pon-
iéndole la mano en la frente.
—Está viva —dijo aliviado. Albrecht se quedó en silencio, con-
templándola con una mirada de culpabilidad en el rostro.
—Pero en un trance muy profundo —dijo Antonine—. Nadya
Zenobia, la mejor Theurge de las Furias Negras de este clan no
pudo encontrar la cura. Cuando trajeron a Mari luchaba contra un
enemigo invisible. Los que la vieron en el túmulo de la Forja del
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Klaive hablan de una Perdición de alas negras que se aferraba a su


espíritu. Pero cuando llegó aquí, la Perdición ya había desapare-
cido; desde entonces ha perdido la fuerza para luchar o ha con-
seguido algún alivio. Nadya teme que esa cosa se haya escondido
en lo más profundo del espíritu de Mari y yo no puedo ni siquiera
encontrar su Quimera, su reino de los sueños personal. Han desa-
parecido todos los caminos que llevaban hasta él.
—Creí que había sido una especie de tormenta Wyrm en la
Umbra lo que hizo esto —dijo Albrecht acercándose más a la
mujer inconsciente—. Eso fue lo que me dijeron.
—Hubo una tormenta muy extraña, pero nadie sabe cual es su
verdadera naturaleza. No se parece a nada de lo que se hubiera
visto antes. La tercera manada se encontró con ella en la Penum-
bra local, así que no se limita a Europa, pero pocos la han visto
directamente desde que partieron para Serbia. Sin embargo, to-
dos los que han viajado por la Umbra últimamente la sienten.
—Alguien tiene que haber visto algo así en el pasado remoto,
¿un ancestro o un espíritu?
—Si es así, nadie puede convocarlos. Lo han intentado
muchos, aquí y en Europa. Nadie recuerda una tormenta así.
Albrecht se inclinó sobre Mari.
—Venga, Mari. ¡Sal de eso! Has pasado por cosas peores, no te
me debilites ahora.
Evan miró ceñudo a Albrecht, pero el Colmillo Plateado sólo
miraba intensamente a la insensible Furia Negra.
—No respondes, ¿eh? ¿Te comió la lengua el gato? ¿O tienes
demasiado miedo para enfrentarte con esto?
—Ya está bien, Albrecht —dijo Evan—. Sé lo que estás intent-
ando hacer, pero no está bien. Ahora no.
Albrecht frunció el ceño.
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—Ya lo sé, pero tenía que intentarlo. Si hay alguien capaz de


sacarla de quicio, ese soy yo.
Evan cogió la mano de Mari.
—Oye, ¿aún estás ahí? Si me oyes, Mari, por favor despierta.
Ahora te necesitamos, tienes que contarnos lo que pasó, muchas
vidas dependen de ti. Y te echamos de menos, no estoy acostum-
brado a tenerte lejos tanto tiempo.
No hubo respuesta, ni un parpadeo, ni siquiera un cambio en
la respiración. Mari estaba muy lejos, si es que su alma todavía
seguía viva.
—No creo que haya nada que podáis hacer por ella aquí —dijo
Antonine—. Deberíamos dejarla descansar. Podría estar luchando
en algún nivel que no podemos presenciar y quizá necesita toda la
fuerza y concentración que pueda reunir.
Albrecht le puso a Evan una mano en el hombro, el joven as-
intió y se incorporó. Dejaron la cabaña y caminaron juntos hasta
el borde del lago. Cerca estaba un hombre delgado, apoyado en un
árbol, mirándolos. Albrecht le vio y se acercó.
—Te reconozco por lo que me contó Alani —dijo—. Mephi Más
Veloz que la Muerte, ¿verdad?
Mephi pareció sorprendido de que le reconociese el rey de los
Colmillos Plateados. Se puso más derecho y miró a los ojos del
Colmillo Plateado.
—Sí, soy yo.
—Mira, quiero darte las gracias por traerla. Significa mucho
para mí. Si hay algo que necesites, en cualquier momento,
házmelo saber.
Mephi se quedó sin habla durante un momento pero luego se
recuperó.
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—Gracias, oh rey. Es una oferta muy generosa. —Luego son-


rió—. Sabe, La Saga de la Corona de Plata es mi cuento más
popular.
Albrecht no pudo contener la sonrisa. Evan, que caminaba de-
trás del rey, dijo:
—Ojalá te oyera decir eso —se refería obviamente a Mari.
—Lo sé —dijo Mephi—. Es una auténtica heroína. —Hizo una
pausa como si no estuviera seguro de cómo continuar—. Bueno,
hay algo más que debería saber. Los Pioneros Aulladores ya no
existen. Ivar Odiado del Wyrm, el último de ellos, cayó con honor
y gloria entre la primera manada. Fueron ellos los que descubri-
eron todo este jaleo.
Los hombros de Albrecht se hundieron y pareció
empequeñecerse.
—Los Pioneros eran un buen puñado de lobos. Les debía
mucho, pero nunca vinieron a pedir nada. ¿Qué pasó? Quiero de-
cir, ¿cómo murieron los otros?
—Es una historia muy larga que merece algo más que un resu-
men. Si lo desea, podría contarla ante su corte algún día.
—Me gustaría. Cuando todo esto termine y Mari pueda oírla.
—Bueno, será mejor que le deje con sus asuntos —dijo Mephi
cogiendo un bastón con una empuñadura en forma de cabeza de
cobra—. Tengo sitios a los que ir. —Se volvió y rodeó el lago ale-
jándose del centro del túmulo.
Antonine estaba sentado a la orilla del agua, obviamente es-
perando a Albrecht. Evan se acercó y se dejó caer al suelo como si
acabara de caminar quince kilómetros sin descansar, pero Al-
brecht empezó a dar paseos.
—Hay otros problemas que le acosan —dijo Antonine—.
Cuéntemelos.
20/155

Albrecht les miró enfadado, su ira estaba muy cerca de la su-


perficie pero todavía la controlaba.
—Es todo este asunto de Arkady. Ese bastardo ya está empez-
ando otra vez. Te juro que sólo vive para cabrearme, nunca deber-
ía haber dejado a Mari ir a ese consejo en mi lugar. Arkady es una
espina clavada en el costado, ¡maldito sea! Es problema mío pero
yo lo evité, y ahora mira cómo la ha dejado…
—No puede culparse de eso —dijo Antonine—. Ella sabía que
la misión era peligrosa pero la aceptó porque quiso y sus motivos
no tenía nada que ver entonces con Arkady.
—Ya lo sé, ya lo sé. Pero si hubiera ido yo, podría haber solu-
cionado buena parte de este embrollo en un primer momento.
Arkady es un Colmillo Plateado y eso significa que es asunto mío
ponerle en su lugar, o matarle, como debería haber hecho.
—Sabe muy bien que era deseo de Halcón que le perdonara la
vida.
—O eso parecía. No es que se mostrara demasiado claro sobre
el tema.
—Fue muy claro. No dude del pasado, los espíritus tótem
saben cosas que nosotros no. Halcón sintió que a Arkady aún le
quedaba algún propósito, aunque sospecho que ni siquiera él
sabía exactamente lo que era.
—Con todo, fue mi negativa a ocuparme de su última mierda lo
que mandó a todo el mundo a Europa a besarle el culo a Koniet-
zko. Ahora es el hombre del momento y yo debería estar allí. No
estaría todo tan lleno de mierda como está ahora.
—No tiene pruebas de eso. El margrave se está enfrentando a
grandes dificultades.
—Me dicen las entrañas que yo podría hacerlo mejor.
—¿Antonine? —dijo Evan—. ¿Puedo preguntarte sobre la ter-
cera manada? ¿La que profetizaste? Bueno, ¿de qué iba todo eso?
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Antonine sonrió.
—Tengo muchas fuentes de sabiduría a las que acudir y todas
ellas parecían apuntar hacia una tercera manada que comple-
mentara a las otras dos.
—¿Pero qué se supone que deben lograr?
—De eso no estoy seguro. Quizá lo sepa el propio Quimera y es
posible que haya compartido su conocimiento con Uktena, el
tótem de la tercera manada, pero todavía tiene que terminar de
ilustrarme sobre el tema.
—¿Estás diciendo que enviaste a esos chavales sin saber lo que
se suponía que tenían que hacer?
—Sí —dijo Antonine mirando directamente a Evan—. No
siempre se puede conocer el futuro, no importa cuántos presagios
nos lleguen. En ocasiones debemos confiar en la dirección en la
que soplan los vientos incluso sin saber hacia donde soplan. Las
visiones de Quimera me hablaron de una tercera manada y yo me
esforcé por presentarle la idea a la asamblea. Afortunadamente, la
sabiduría existe incluso entre la Camada de Fenris y los Señores
de la Sombra.
—Supongo que no estaría tan preocupado si John Hijo del Vi-
ento del Norte no formara parte de esa manada. Hay muchas per-
sonas de nuestra tribu que dependen de él para otras cosas.
—¿Cómo sabes que esto no es parte de esa grandeza pro-
metida? El frío Norte no es el único campo de batalla para con-
seguir méritos.
—Hablando del rey de Roma —dijo Albrecht señalando el cam-
ino que llevaba al centro del túmulo y por el que él y Evan habían
llegado antes—. ¿No son ellos?
Antonine y Evan miraron al camino y vieron a la tercera man-
ada avanzando a duras penas hacia ellos, estaba claro que estaban
totalmente agotados. Dos de ellos estaban en la forma Glabro y
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llevaban a un tercer miembro entre los dos, alguien con cuernos


de carnero que sobresalían de la cabeza de una inconsciente
forma Crinos.
Antonine se levantó y se movió con una rapidez de la que no lo
consideraba capaz Albrecht. Antes de que él y Evan pudieran
siquiera empezar a acercarse a la manada herida, Antonine ya
había cubierto la mitad de la distancia, y en forma Homínida,
nada menos.
—¿Qué pasó? —dijo Antonine al acercarse a la mojada man-
ada—. ¿Estáis todos bien?
—No —gruñó Ojo de Tormenta desde la forma Lupus—.
Fracasamos.
—Grita Caos está herido —dijo Julia Spencer haciendo un
gesto hacía el Garou inconsciente que llevaban entre ella e Hijo
del Viento del Norte—. Está muy grave. No sabemos cómo
curarlo.
—Y eso no es lo peor —dijo Carlita—. Jo’cllath’mattric está
libre. La jodimos.
Antonine se movió para examinar a Grita Caos, al que Julia e
Hijo del Viento del Norte posaron en el suelo con mucho cuidado.
El joven Hijo de Gaia (o Camada de Fenris, dependiendo de cómo
se mirase la complicada situación de alianzas tribales creada por
la reciente asamblea europea) estaba sumido en un trance no muy
diferente del de Mari Cabrah.
—No lo entiendo, Antonine —dijo Hijo del Viento del Norte—.
¡Se supone que éramos la tercera manada! ¡Los que iban a triun-
far donde fracasaron las dos primeras! Pero no hubo nada de eso.
Nos machacaron.
—Oye —dijo Julia Spencer—. Matamos al espíritu corrupto del
río. Eso lo hicimos bien.
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—Sí —dijo Carlita—. Pero eso les importó una mierda a esos
hijos de puta de la Forja del Klaive.
Antonine miró con severidad a la joven Roehuesos.
—Cuidado. No hay motivos para insultar.
—¡¿Qué no hay motivos?! —gritó Carlita—. ¡Joder que no!
Esos mierdas se negaron a dejarnos quedarnos allí después de sa-
lir vivos de milagro de Serbia. Hasta la jarlsdottir dijo que no
podía garantizar nuestra seguridad si nos quedábamos allí, des-
pués de todo lo que ha pasado. ¡Maldita perra fría!
—Tranquilízate —dijo Antonine—. Está claro que su tribu no
se está tomando el fracaso muy bien. La moral está por los suelos.
Probablemente ya tenga bastantes problemas para mantener su
posición como líder. Vuestra presencia allí podría haber arru-
inado el poco equilibrio que ha conseguido mantener. Hizo lo cor-
recto al enviaros aquí.
—No me lo trago —dijo Carlita gruñendo, cada vez más en-
fadada—. ¿Y a qué coño nos mandaste tú? ¿Una especie de golpe
de mano? ¿Sorprendido de que estemos vivos?
—¡Cállate, jovencita! —gruñó una potente voz muy cerca de el-
los, asustando a los jóvenes miembros de la manada. Albrecht
caminó hacia Carlita dominándola con su altura—. Deja de
gimotear. Has pasado por mucho, pero igual que todos los que
nacen Garou. ¡Sois héroes, maldita sea! Comportaros como tales,
lo peor que podéis hacer es dejaros vencer y sentir compasión por
vosotros mismos.
Pasó a su lado y caminó a paso firme hacia el centro del
túmulo.
—Yo… yo… no le vi ahí… —dijo Julia—. ¡Ése es el rey Albrecht!
Carlita le miró irse; juntas la consternación y la sorpresa tuvi-
eron más peso que su ira.
24/155

—Disculpad sus modales —dijo Evan acercándose y tomando


por un brazo a Hijo del Viento del Norte—. No sois los únicos que
habéis sufrido con este asunto. Nuestra compañera, Mari, yace en
coma en esa cabaña; pero vosotros estáis aquí, vivos. Eso quiere
decir que habéis triunfado, poco importa lo que digan otros.
Hijo del Viento del Norte cogió también el hombro de Evan,
sonriendo por primera vez en lo que parecían días. Se sentía alivi-
ado al ver a su antiguo mentor y compañero de tribu.
Ojo de Tormenta miró hacia la cabaña y bajó la cabeza, la cola
le colgaba casi hasta el suelo, señal de sumisión entre los lobos.
Habló en Garou, con gruñidos cortos y posturas para transmitir lo
que quería decir.
—Por lo menos Mephi la trajo aquí. Estaba preocupada por él.
—Ya ha partido —dijo Antonine levantándose después de ex-
aminar a Grita Caos. No había ninguna señal en el metis que
pudiera explicar su condición actual—. Albrecht tiene razón, no es
el momento de sucumbir ante el fracaso. Tenemos que curar las
heridas, pero también planear el próximo movimiento. Este clan
ya está demasiado concurrido y aquí nadie puede ayudar a Mari.
Si las heridas de Grita Caos son parecidas no hay razón para que
se quede. Quiero que me acompañéis a mi casa, allí puedo consul-
tar las estrellas y quizá pueda encontrar alguna respuesta para su
enfermedad.
Hijo del Viento del Norte miró a Evan que asintió y dijo:
—Es una buena idea. Estos Lagos Finger son un buen lugar
para curarse, pero ahora mismo hay demasiada tensión. La casa
de Antonine sería lo mejor para vosotros.
—Entonces iré —dijo Hijo del Viento del Norte.
Sus compañeros asintieron y empezaron a moverse, listos para
otro viaje, aunque todos sabían que este sería afortunadamente
más corto que el último.
25/155

—Que los espíritus bendigan vuestra senda —dijo Evan y luego


se volvió a Antonine—. ¿Podrías caminar conmigo un minuto?
—Esperad aquí —le dijo Antonine a la manada, y siguió a Evan
por la carretera.
—Esas noticias sobre Jo’cllath’mattric no son buenas —dijo
Evan—. Creo que Albrecht está decidido a ir a Europa y comandar
la lucha él mismo. Ahora mismo vuelve al País del Norte para re-
unir a quien quiera seguirle.
—No estoy muy seguro de que sea lo más inteligente —dijo An-
tonine—. Especialmente para ti. Es un ejército lo que está re-
uniendo, y en eso no hay mucho sitio para un Media Luna.
—Ya lo sé —dijo Evan—. Yo me quedo. Alguien tiene que cuid-
ar a Mari. Además, sé que Albrecht no me iba a dejar ir. No so-
porta la idea de que hayan postrado a Mari, no va a dejar que me
ocurra a mí también. Ya no discuto con él cuando se pone así,
sobre todo porque creo que tiene razón. Por mucho que quiera
machacar a lo que le hizo esto a Mari, tengo que quedarme aquí
por si acaso intenta terminar el trabajo.
Antonine asintió.
—No puedo aconsejar a Albrecht en esto. No he visto ningún
presagio y soy un especialista en artes marciales, no un guerrero.
Dile de mi parte, sin embargo, que no creo que deba enfrentarse
al margrave y oponerse a él. Creo que debería buscar una alianza
y el mando conjunto.
—Sí, claro —dijo Evan—, como que va a pasar.
Antonine suspiró.
—Sé que las dos tribus son muy testarudas en este tema y que
no van a escuchar a nadie. Pero yo ya he dicho lo que tenía que
decir. Tengo que atender a estos cachorros, podrían ser la clave
para ganar esta guerra. Ve con Gaia, Evan. Y el rey también.
—Tú también, Antonine. Gracias por todo.
26/155

Antonine dejó a Evan para volver con sus pupilos que se


movían inquietos, sin saber qué hacer: ¿echarse y descansar o
estirar las piernas y prepararse para más viajes?
—Creo que deberíamos pasar al otro lado —dijo Antonine—.
Nadya me asegura que la Penumbra local está libre de tormenta.
Conozco un atajo por un puente lunar que nos ahorrará tiempo.
—El riesgo merece la pena —dijo Julia—. Cualquier cosa con
tal de meterme en la cama. Estoy agotada.
—Entonces mirad aquí —dijo Antonine señalando el lago—.
Mirad fijamente este espejo brillante y uniros a mí. —Mientras
pronunciaba estas palabras se desvaneció del mundo material y
separó la Sombra de Terciopelo.
Capítulo dos

La Manada del Río de Plata siguió a Antonine a través de la


Penumbra del Protectorado de las Catskills. Aquí el otoño
resplandecía en toda su gloria, encendiendo las hojas en hogueras
de amarillo, rojo y verde. Aquí, en el mundo espiritual, incluso
parecían relucir y vibrar como las llamas, meciéndose con una
brisa que sólo ellas sentían. Gaflinos animales (espíritus de cone-
jos, zorros y ratones) salían y entraban presurosos de los arbus-
tos, mirando con curiosidad a los caminantes pero reacios a
aproximarse demasiado.
Era un viaje de belleza y tranquilidad sublimes si no fuera por
los truenos siniestros que se oían a lo lejos y la oscuridad que
parecía surgir por el horizonte en todas direcciones.
—Es esa maldita tormenta otra vez —dijo Julia—. Está ahí
fuera, en algún sitio. ¿No la oís?
—Sí —dijo Ojo de Tormenta con asco—. Pero no se acerca.
Espera.
—¿A qué? —preguntó Hijo del Viento del Norte.
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Nadie contestó, nadie sabía qué decir. Incluso Antonine


guardó silencio.
El Contemplaestrellas viajaba en la forma Hispo, junto con
Ojo de Tormenta que también utilizaba la misma forma y los dos
llevaban a Grita Caos a la espalda. Hijo del Viento del Norte iba
delante siguiendo la tenue senda que les había marcado Antonine.
De vez en cuando había algo que brillaba en el borde del camino,
como fragmentos diminutos de cristal roto clavados en la tierra.
Antonine les dijo que eran restos de una antigua senda lunar; to-
davía tenía algunos de los antiguos poderes para guiarlos de un
lugar a otro pero ya no podía protegerlos de los enemigos que
aparecieran.
Detrás de Antonine y la Garra Roja caminaba Julia seguida de
Carlita, que de vez en cuando se giraba para mirar detrás de ella y
asegurarse de que no les estaban siguiendo. En una ocasión pensó
que había oído algo grande entre los arbustos, algo mucho mayor
que los gaflinos que corrían por allí. Pero no se dejó ver y no hizo
más ruido, así que la chica siguió adelante.
Ahí estaba. Se paró y le susurró a los otros.
—Hay algo ahí fuera.
Todos se pararon y miraron a su alrededor. Antonine bajó
suavemente a Grita Caos al suelo y Ojo de Tormenta siguió su
ejemplo. Luego olisqueó el aire con sus agudizados sentidos
lobunos rodeando al grupo. Se paró ante un grupo de arbustos
que estaba a su izquierda, se le pusieron los pelos de la nuca de
punta y emitió un gruñido sordo a modo de reto.
Las hojas se separaron y entre las ramas se deslizó una lus-
trosa pantera, con la piel tan negra como la noche pero con los
ojos brillando trémulos como soles gemelos y amarillos.
Antonine cambió a forma humana con una sonrisa en la cara.
—¡Shakar! Amigo mío, ¿qué estás haciendo aquí?
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La pantera se metarmofoseó para convertirse en un hombre de


piel oscura, estatura media y pelo negro azabache, vestido con
unas ropas sueltas más apropiadas para un palacio de la India que
para las montañas Catskills del estado de Nueva York. Llevaba en-
vainada en el cinturón una daga incrustada de joyas. Sonrió a
Antonine.
—Buscar, oh Contemplaestrellas —dijo— el secreto de los vien-
tos distantes, la fuente de ese olor inquietante y el hogar de ese
trueno misterioso.
Antonine hizo un gesto de asentimiento ante el oscuro
horizonte.
—¿La tormenta?
—Desde luego. La tormenta. O así podríamos llamarla pues a
eso se parece. Pero no es una tormenta que los míos conozcan, y
acucia mi curiosidad.
—No te acerques a ella —dijo Antonine—. Pertenece al Wyrm y
ya ha matado a algunos y herido los espíritus de otros, de tal
forma que no podemos despertarles. —E hizo un gesto hacia Grita
Caos.
Shakar dio un paso hacia el Garou inconsciente pero se detuvo
cuando se dio cuenta de que todos los jóvenes cachorros le con-
templaban con miradas de confusión y manifiesta hostilidad.
—¿Y quiénes son tus amigos, Antonine? —dijo—. Contempla-
estrellas no, presumo.
—La Manada del Río de Plata —dijo Antonine acercándose a
Grita Caos—. Y no te ofendas por sus modales. Han tenido que so-
portar mucho últimamente. Tiene sentido que desconfíen incluso
de alguien a quien he llamado amigo.
Julia se sonrojó de vergüenza.
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—Yo… no era mi intención. Es sólo que… bueno, no se ven de-


masiados felinos metamorfos… esto, quiero decir Bastet, por ahí
últimamente.
—Me disculpo por mis compañeros y por mí mismo —dijo Hijo
del Viento del Norte—. Ha sido una falta de educación por nuestra
parte. Confiamos en Antonine, así que sus amigos son nuestros
amigos.
Shakar miró divertido a Ojo de Tormenta y Carlita que desvi-
aron la mirada nerviosas.
—Lo que dijo él —murmuró Carlita.
Ojo de Tormenta asintió pero no dijo nada.
Shakar se inclinó sobre Grita Caos y lo examinó. Le colocó
suavemente la mano sobre la cara y le subió un párpado para mir-
arle el ojo invisible hasta ahora. Agitó la cabeza y cerró el ojo del
metis de nuevo. Luego se volvió a metamorfosear y volvió a su
forma de pantera. Olisqueó el cuerpo de Grita Caos entero, volvió
a la cara y empezó a lamerle vigorosamente las mejillas y la frente
como si Grita Caos fuera un gatito que hubiera metido la cara en
hollín.
Cuando eso no tuvo ningún efecto se alejó y cambió otra vez a
la forma humana.
—No veo que le pase nada; y sin embargo… algún espíritu lejos
de nosotros lo persigue. Es extraño que no lo podamos ver aquí en
la Umbra…
—Gracias por intentarlo, de todos modos —dijo Antonine.
Shakar miró a Antonine de forma extraña.
—Me preocupa que haya un enigma que no puedas solucionar,
amigo mío. Han sido muchas las noches en las que hemos inter-
cambiado adivinanzas y aunque podían pasar meses sin respuesta
para algunas de ellas, siempre las resolvías. Todas y cada una de
ellas. No puedo creer que ésta esté más allá de tu sabiduría.
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—Espero que tengas razón, Shakar. Le llevo a casa, donde


puedo leer las estrellas. Todos nuestros destinos están allí escri-
tos, aunque sus glifos no sean fáciles de descifrar.
—Buena suerte, amigo mío. Debo volver a mi guarida para es-
perar allí a que pase esta tormenta. Seguiré tu consejo y por una
vez no prestaré atención a lo que ha encendido mi curiosidad. Si
es obra del Wyrm, entonces quién mejor para ocuparse de él que
los Garou, ¿no? —sonrió burlón mientras hablaba.
Antonine solo asintió.
—Dices irónicamente bien, a pesar de la vergüenza que en-
traña. Sabes bien que mi tribu desea sinceramente que la tuya es-
tuviera unida a la nuestra en esto.
—Ah, pero no puede ser —dijo Shakar volviendo al camino—.
Quedan demasiado pocos de los nuestros y nos guardamos
nuestros secretos para nosotros.
Desapareció entre los arbustos pero todavía se oía su voz.
—Mi adiós, Antonine Gota de Lágrima. Espero que nos visite-
mos pronto de nuevo y dirijamos nuestros pensamientos a asun-
tos menos relacionados con el Wyrm.
—Buen viaje, Shakar —dijo Antonine. Volvió con Grita Caos y
esperó a que Ojo de Tormenta tomara su parte de la carga antes
de levantarlo de nuevo.
La manada siguió caminando.
Al poco rato Julia rompió el silencio.
—De acuerdo, ya está bien. No esperarás que sigamos camin-
ando sin explicarnos todo eso. ¿Quién era ese?
—Shakar es, como supusiste, un Bastet. Pertenece a los Ba-
gheera, los hombres pantera. Al igual que los Contempla-estrellas
prefieren la reflexión a la guerra. Tenemos muchas cosas en
común.
32/155

—Eso se diría —dijo Julia—. Especialmente ahora que ya no


perteneces a la Nación Garou.
—Falso —dijo Antonine—. Mi tribu ha decidido dejar la Na-
ción, pero yo, como individuo, permanezco en ella.
—Sí, pero sigues siendo un Contemplaestrellas. ¿Cómo puedes
estar a la vez dentro y fuera de la Nación?
—Los Contemplaestrellas eligieron cortar sus lazos formales
con el resto de los Garou, aunque muchos individuos todavía
mantienen las mismas relaciones que antes. He pasado demasi-
ado tiempo intentando aliar a las tribus para renunciar ahora a
esa tarea.
—No lo entiendo —dijo Carlita—. ¿Por qué os fuisteis voso-
tros? Todo lo que habéis conseguido es cabrear a todo el mundo.
¿Qué coño ganasteis con eso?
—Si por todo el mundo entiendes los Garou de Europa y
América, entonces sí, provocamos su ira. Pero el mundo es mucho
más grande de lo que ellos suponen. El corazón de la tribu Con-
templaestrellas ha estado siempre en Oriente. Al contrario que los
otros Garou y razas metamorfas de Oriente, nosotros vinimos a
Occidente para extender la sabiduría. Con resultados variados.
—Creí que la mayor parte de las razas metamorfas… los Fera
¿no?
—Sí, ese es el término general aceptado.
—Sí, eso creía. De todas formas, creí que la mayor parte de los
Fera habían desaparecido.
—La mayoría de los Garou no lo saben, pero los Fera son más
fuertes en Oriente que aquí. Mantienen las Cortes de la Bestia
donde luchan por conseguir el equilibrio y la armonía entre todas
las razas, no sólo los Garou. Los Contemplaestrellas son amigos
de esas cortes y lo han sido durante mucho más tiempo que
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cualquier otra alianza Contemplaestrellas que hayamos manten-


ido en Occidente.
—Vale, entendido. Las viejas alianzas no se deshacen así como
así. ¿Pero por qué cortar con nosotros aquí? ¿Cómo os ayuda eso
allí?
Antonine se quedó callado un rato pero luego habló con una
sensación de derrota en la voz.
—¿Sabéis lo que es perder un túmulo? Te rasga el alma. Un
lugar que fue vital, que estuvo profundamente conectado a tu ser,
ha desaparecido. La pérdida de tu lugar es una de las tragedias
que más consumen el espíritu en toda esta guerra con el Wyrm. Se
puede ver también en los humanos que no tienen raíces, hogar.
Están vacíos, desamparados, o se vuelven maníacos, intentando
desesperadamente distraerse y olvidar esa falta de raíces.
»Los Contemplaestrellas perdieron su corazón, el túmulo más
veterano dedicado a la tribu. El Monasterio Shigalu, en el Tíbet,
una de las fortalezas más antiguas de conocimiento y sabiduría,
cayó por fin ante el Wyrm. Hicieron falta unos cuantos años para
que se establecieran las repercusiones de esa pérdida pero cuando
lo hicieron, los ancianos de la tribu tuvieron que volver a examin-
ar nuestros propósitos.
»Son muchos los caminos para llegar al mismo objetivo. La
Camada de Fenris ambiciona luchar contra el Wyrm con las gar-
ras y los recursos bélicos. Los Señores de la Sombra a través de la
astucia y la dominación. Cada tribu tiene sus propios métodos.
Los Contemplaestrellas siempre hemos buscado la victoria a
través de la sabiduría y la ilustración, para trascender el conflicto
y así disminuirlo al conseguir una perspectiva más verdadera. Al
igual que las otras tribus, hemos tenido algunos éxitos y algunos
fracasos, pero nuestros fracasos en Occidente superan con mucho
a nuestros éxitos en Oriente.
34/155

—¿Y es por eso? —dijo Julia—. ¿Cómo teníais las cuentas en


rojo os retirasteis y renunciasteis a Occidente?
—No, es más complicado que eso. En cierto modo, Occidente
renunció a nosotros. Nosotros reconocemos la necesidad de que
se den diferentes medidas en este conflicto, y eso significa la con-
tribución de los otros Fera: los Bastet, los hombres cuervo Corax,
los hombres zorro Kitsune, los hombres oso Gurahl y demás. Sin
ellos creemos que no se puede ganar esta guerra. Occidente los ha
apartado por completo y todavía los aparta —y miró con intención
a Julia, Carlita y Ojo de Tormenta.
—Para que los Contemplaestrellas consigan ganarse su total
confianza, teníamos que convertirnos en parte neutral, estar fuera
de la Nación Garou.
—¿La Suiza de las tribus? —dijo Julia.
Antonine sonrió.
—Algo así. Si permanecemos fuera de la Nación, podemos
criticarla y honrarla sin la mancha del favoritismo. De esta forma
esperamos construir mejores lazos con todos los otros seres vivos.
Por supuesto teníamos la esperanza de que el resto de los Garou
lo entendieran, pero hasta ahora muy pocos lo han hecho.
—Bueno, tampoco es que vosotros hayáis hecho un gran tra-
bajo a la hora de explicarle todo esto a los otros —dijo Julia—. Ne-
cesitáis una casa de relaciones públicas un poco mejor.
—¿Ah, sí? Creo que se lo expusimos a los ancianos bastante bi-
en. Sin embargo, para algunos, la diferencia entre entenderlo y
apreciarlo es un abismo demasiado grande para cubrirlo. Lo en-
tendieron, pero no estuvieron de acuerdo con nosotros.
—Mira, eso sí que lo entiendo —dijo Hijo del Viento del
Norte—. A mi tribu le pasa todo el tiempo.
—Como a todos, ¿no? —dijo Carlita.
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El resto del viaje transcurrió en silencio mientras todos


pensaban en lo que había dicho Antonine. Grita Caos, con el es-
píritu muy lejos, en un lugar que nadie conocía, no oyó la dis-
cusión y por tanto no se formó ninguna opinión sobre el tema.
Capítulo tres

Las estrellas giraban en los cielos. Antonine siguió su baile


buscando un significado en aquellas formaciones impresionantes
de constelaciones esparcidas. Contemplaba la colección sideral a
través de un telescopio con lentes que no eran del cristal molido
que refractaba el mundo físico, sino hechas con unos cristales
cuidadosamente tallados que revelaban el firmamento del es-
píritu, el Reino Etéreo, hogar de los Celestes e Incarna cuyas al-
mas alimentaban las estrellas que los humanos veían con ojos
terrenales.
El telescopio era un fetiche, el cilindro de metal y los cristales
estaban habitados por espíritus de las estrellas, jirones de éter
nacidos en los espacios que hay entre las estrellas, espacios que
no están en absoluto vacíos en el mundo espiritual, espacios baña-
dos por la vida y la conciencia. Aunque algunos de estos espíritus
estaban unidos a este ingenio terrenal de metal y cristal, dirigían
la mirada hacia su hogar. Aquella encarnación en la materia no
era ninguna jaula, sino un vasallaje voluntario a un sirviente de
37/155

Gaia, aquellas décadas de servidumbre apenas un efímero mo-


mento para su perspectiva de cuerpos celestiales.
Antonine se reclinó en el asiento y reflexionó sobre las imá-
genes que había visto. Con un telescopio tan potente como este
podía ver estrellas muy distantes que eran invisibles al ojo hu-
mano, que no podían ver ni siquiera aquellos que estaban dentro
del mismo Reino Etéreo. Estas estrellas invisibles formaban con-
stelaciones propias cuando se veían desde la perspectiva de su
localización en el mundo material. Las estrellas más obvias no
proporcionaban pistas claras sobre el estado de Grita Caos, así
que Antonine tuvo que mirar con más profundidad.
No pudo evitar advertir la presencia de la estrella roja, claro.
El fuego funesto que presagia el Apocalipsis hacía muy poco
tiempo que había aparecido en el cielo, aunque seguía siendo in-
visible desde buena parte de la Umbra. Arrojaba una neblina car-
mesí sobre los otros fragmentos distantes oscureciendo la visión.
¿Y no arrastraba también la luz de estas estrellas? ¿La gravedad
de esa estrella deformaba su visión y por tanto deformaba la ver-
dad que podría leer en la posición de las estrellas? ¿O esa misma
gravedad formaba parte de algún modo de la gramática secreta
que tenía que descifrar?
Quizá, y eso en sí mismo era un factor muy importante en el
asunto que le ocupaba. Antonine no conocía las señales lunares
que habían acompañado al nacimiento de Grita Caos. Ninguno de
sus compañeros (que se habían unido demasiado recientemente)
conocía los sucesos astrológicos asociados a su nacimiento o
Primer Cambio, sólo que había ocurrido cerca del momento de
aparición de la estrella roja. Antonine tenía que confiar en la ay-
uda exterior.
Antes de situarse en la silla que tenía junto al ocular, con-
centró su voluntad como le habían enseñado los Quimérulas (los
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espíritus del sueño) y la rindió al cosmos. Una vez receptivo a su


influencia abrió los ojos y contempló las estrellas. Muy lejos, tan
débiles que apenas se veían, parpadeaban tres estrellas. Incre-
mentó el aumento de la lente, las examinó más de cerca y vio la
neblina roja. Invocando el poder de los espíritus del telescopio,
invirtió el juego de luces de las lentes al momento en que Grita
Caos había resultado herido y luego adelantó de nuevo los movi-
mientos de las estrellas contemplando aquella danza atenta-
mente. Giraron en dirección contraria a la tierra, con unas es-
pirales tan complejas que no le parecían posibles para un tiempo
tan breve de examen.
Y sin embargo, no eran las estrellas las que se movían de
forma tan notable, sino su luz, que se retorcía y giraba en su viaje
desde la llama fundida hasta su ojo, deformada por la atracción de
la estrella roja, Anthelios.
Invocó una vez más la sabiduría de los espíritus y solicitó una
pista del significado escondido tras aquellas tres estrellas
desconocidas y sus movimientos. Aparecieron imágenes en su
cerebro, pensamientos que otros considerarían con desprecio res-
tos de agotamiento o imaginaciones. Pero Antonine no se dejó en-
gañar. Le prestó gran atención a estos mensajes, la respuesta a su
petición, una pregunta que sólo sabían hacer los miembros de
más alto rango de su tribu.
Vio a Grita Caos entre los suyos, los Hijos de Gaia del Clan del
Amanecer. Cazaba con sus compañeros de manada, jugaba con el-
los y cantaba con ellos las viejas sagas. Al tiempo que las imágenes
le inundaban, parecían hacerse cada vez más antiguas, filtrarse en
el pasado. Grita Caos se hizo más joven y Antonine contempló
momentos del pasado del metis cada vez más antiguos. Pero
entonces las imágenes pararon y sólo quedó un espacio, más vacío
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que una cueva oscura pues ni siquiera el sonido, la calidez o el frío


existían aquí.
Antonine abrió los ojos respirando con dificultad. Miró a su
alrededor un momento, confundido por su propio ambiente y
luego recordó donde estaba. Agitó la cabeza para deshacerse del
vacío y tembló, ahora sabía lo que era perder tu pasado, que te ar-
rancaran del alma un trozo de tu antiguo ser. Era como si esos re-
cuerdos ya no existieran, peor, era casi como si esos acontecimi-
entos nunca hubieran ocurrido, no era que los sustituyeran otros
recuerdos, sino que los habían extirpado del mismo tiempo, de-
jando en su lugar una ausencia, una herida abierta.
Los Garou no eran seres simplemente formados por carne y
hueso, sus cuerpos también estaban constituidos por espíritu y
ese espíritu consistía en canciones, cuentos y sagas. No se podía
reducir a un Garou a una probabilidad maquinal y fortuita, pues
era un ser compuesto también por el cuento mítico de su nacimi-
ento, destino, lucha y heroísmo incluso en las garras de la derrota.
Se podía destruir la carne, incluso esclavizar el espíritu pero no se
podía alterar la esencia de lo que era un Garou y de lo que tenía
que ser.
O eso creí una vez, pensó Antonine.

Carlita paseaba por el salón de la espaciosa cabaña aburrida y


todavía demasiado nerviosa para poder dormir. Al igual que los
otros se había derrumbado en cuanto llegaron a la casa de Anton-
ine, pero al contrario que sus compañeros despertó apenas dos
horas después. El resto dormía todavía; Julia en la habitación de
invitados, Hijo del Viento del Norte en una cama plegable en el
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salón y Ojo de Tormenta en el suelo, acurrucada en su forma de


loba. Grita Caos reposaba en coma en el dormitorio principal.
Carlita había dormido en el sillón, el lugar de lectura de Antonine.
Era bastante cómodo, no era ese el problema, era la incer-
tidumbre, lo desconocido que apenas se vislumbraba pero que
tenían ante ellos. ¿Adónde ir? ¿Qué hacer?
Vagó sin rumbo a la cocina y le echó un vistazo al armario; un
montón de arroz, latas de sopa, paquetes de té, pan en la enci-
mera. En la nevera encontró carne picada. Y yo que creía que los
Contemplaestrellas eran vegetarianos —pensó—. ¿No es así
como tienen que ser los tipos espirituales? Quizá para los hu-
manos, pero supongo que no es fácil para un lobo dejar de comer
carne.
Sacó una sartén del gancho que la sostenía sobre la encimera y
buscó una espátula en el cajón. Abrió el paquete de ternera y sacó
un puñado de carne y luego hizo una hamburguesa que echó a la
sartén poniendo el quemador a temperatura media alta. Sabía que
podía comerse la carne cruda sin problemas, especialmente si
cambiaba a la forma de loba, pero prefería la carne cocinada y
aderezada, una delicadeza que los Roehuesos no siempre tenían la
opción de elegir, viviendo en las calles y comiendo de la basura
como tenían que hacer muchos de ellos.
Encontró un molinillo de pimienta negra y esparció una can-
tidad prodigiosa de la especia sobre la hamburguesa de la sartén.
Mientras se cocinaba, cogió dos trozos de pan del paquete y los
puso en la tostadora; en la nevera encontró mostaza y salsa de to-
mate, pero no había mayonesa.
El crepitante aroma flotó por la cocina provocándole una son-
risa, ya se sentía mejor. La comida era una de las mejores curas
que conocían tanto los humanos como los lobos.
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Le dio la vuelta a la hamburguesa un par de veces para que se


cocinara por igual por los dos lados pero que quedara rosada por
el centro, luego la metió en el pan tostado, untado con mostaza y
salsa de tomate y le dio un mordisco a aquel delicioso bocado.
¡Mierda, lo necesitaba!
Masticando la hamburguesa caliente volvió a la salita para en-
contrarse con Ojo de Tormenta sentada y olisqueando. La loba la
miró con asco.
—¿Por qué estropeas la comida quemándola? —gruñó.
Carlita sólo sonrió y se volvió a tirar en el sillón.
—Tranquila, aún queda carne cruda en la encimera para ti.
Ojo de Tormenta se levantó sobre sus cuatro patas y se fue
despacio rumbo a la cocina.
Carlita contempló a Hijo del Viento del Norte, todavía dor-
mido en la cama plegable. ¿Cómo puede dormir sin hacer ruido
alguno? Ni siquiera respira fuerte, por no hablar de roncar. ¿Les
enseñan esas cosas en su tribu?
La puerta del observatorio se abrió y Antonine bajó las escaler-
as. Parecía cansado, como si hubiera pasado demasiado tiempo
sin dormir. Estaba ensimismado en sus pensamientos, sin apenas
reconocer a los demás de la habitación.
Carlita le mostró la hamburguesa, casi desaparecida, sólo
quedaban dos mordiscos.
—Perdón, me entró el hambre. Espero que no te importe.
—Claro que no —dijo Antonine sonriéndole, aunque parecía
más algo que se le hubiera ocurrido en ese momento que un gesto
auténtico—. Os habría ofrecido comida antes, pero todos necesit-
abais dormir.
—¿Averiguaste algo?
—Sí, una pista. Para proceder necesito la ayuda de Julia.
—¿Qué pasa? ¿Tienes que consultar la bolsa o algo así?
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—Invocar espíritus.
—Ya, claro —dijo Carlita escondiendo rápidamente una son-
risa—. Ya lo sabía, sólo estaba de broma. ¿Quieres que la
despierte?
—No, déjala dormir por ahora. Necesito que esté descansada.
—Vale, ¿y ahora qué?
—Necesito meditar, prepararme. Para eso voy afuera. Si me
necesitáis estaré en el arroyo, pero por favor, no me interrumpáis
a menos que sea importante.
—Por supuesto.
Antonine salió caminando por la puerta principal y la cerró
suavemente tras él. Ojo de Tormenta salió de la cocina tranquila-
mente chasqueando las mandíbulas y quitándose de los dientes
trocitos sueltos de carne.
—No te la comiste toda, ¿verdad? —dijo Carlita—. Los otros
también van a tener hambre, ya sabes.
Ojo de Tormenta dejó caer la cola con aire culpable.
—¡Pero bueno, tía! ¡Se supone que eres nuestra jefa!
Ojo de Tormenta levantó la cabeza desafiante.
—Cazaré —fue hacia la puerta de la cabaña, la abrió de un em-
pujón y desapareció en la primera neblina del amanecer.
—Genial. Pieza de carretera cruda, lo que nos faltaba.
—Carlita, con el estómago lleno y satisfecho se acurrucó de nuevo
en el sillón y enseguida se volvió a dormir.

El aroma de carne de venado asado se metió flotando por la


puerta abierta de la cabaña y la despertó otra vez. Se sentó
aturdida, se estiró y miró por la ventana. Por la forma en que se
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inclinaba la luz supuso que era por la tarde. Hijo del Viento del
Norte ya no estaba en la cama plegable y oyó voces fuera, a cierta
distancia.
Supuso que los otros estaban haciendo una comida al aire libre
con la pieza cobrada por Ojo de Tormenta, pero antes de unirse a
ellos fue rápidamente al baño y luego a echarle un vistazo a Grita
Caos. Respiraba con normalidad pero no había cambiado de posi-
ción desde que le habían dejado sobre la cama la noche anterior.
Carlita suspiró y cerró la puerta sin ruido tras ella.
La puerta de la habitación de invitados estaba abierta y no
había señales de Julia. Debe de estar fuera con los otros.
Carlita salió despacio por la puerta principal, bajó los escal-
ones y siguió el sendero de madera tras el aroma de la carne
cocinándose.
Los otros estaban sentados alrededor de un fuego abierto
donde se asaba sobre una gran llama el cadáver de un ciervo des-
pellejado. Trozos de las ancas reposaban en el suelo allí cerca
mientras Ojo de Tormenta los roía lentamente, la sangre espar-
cida teñía la hierba de un color marrón oscuro.
John Hijo del Viento del Norte giró lentamente el espetón y la
saludó con la cabeza cuando entró en el claro. Julia, sentada en un
banco de madera cerca de los demás, trabajaba con un teclado
conectado a su PDA, la saludó con la mano pero no se volvió a
mirarla.
—¿Qué hay? —dijo Carlita—. ¿Se sabe algo de Antonine?
—Está meditando —dijo Hijo del Viento del Norte—. Por allí,
por donde el arroyo.
—Oye, Julia —dijo Carlita—, ¿te dijo que necesita tu ayuda
más tarde para invocar a un espíritu?
Julia levantó la vista del teclado.
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—No. No hemos hablado con él todavía. ¿Dijo qué tipo de es-


píritu estaba buscando?
—No. Supongo que cree que necesita que le eche una mano un
Theurge.
Julia asintió y volvió a la diminuta pantalla.
—No hay noticias. No hay nada en la red todavía, nadie sabe
nada más de Jo’cllath’mattric —apagó el aparato y lo desenchufó
de su cuna teclado, que luego plegó como si fuera un acordeón y
lo cerró de golpe como quien cierra un libro.
—No creo que vayan a emitir lo que pase —dijo Hijo del Viento
del Norte.
—No es por los medios habituales de comunicación —dijo
Julia—. Es el Internet de los Moradores del Cristal. Hace falta un
fetiche —levantó la PDA— para acceder. Siempre hay una buena
red de rumores circulando; están chismorreando sobre nuestro
fiasco en Serbia, (tuve que corregir algunos errores en el relato de
los hechos) pero no hay ninguna otra noticia de Europa.
—No importa —dijo Ojo de Tormenta gruñendo en Garou—.
Ya no podemos hacer nada por ellos. Tenemos que cuidar de Grita
Caos. Lo que le hace daño a él, pronto hará daño a otros. Si se
puede curar aquí, la cura funcionará allí.
—Para eso necesitamos a Antonine —dijo Hijo del Viento del
Norte.
—Si oírnos cotorrear aquí no le saca de su meditación pronto
—dijo Carlita—, entonces lo hará el olor de este venado.
Se sentaron a contemplar como se cocinaba el venado. Nadie
sabía qué más decir. Muy pronto apareció en el claro Antonine
Gota de Lágrima (Ojo de Tormenta se sorprendió de lo silen-
ciosamente que había llegado) y se sentó en el banco de madera.
—¿Ya está listo ese venado? —dijo.
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—Sí —respondió Hijo del Viento del Norte—. ¿Qué parte


quieres?
—Puesto que veo que la cazadora ya ha elegido la parte que le
correspondía —dijo Antonine señalando con la cabeza los huesos
que había ante Ojo de Tormenta—. Entonces no me voy a preocu-
par por la primacía. Córtame un trozo del costado, y da las gracias
a su espíritu mientras lo haces.
—Jamás como la carne de otro ser vivo sin rendirle primero
homenaje. Es la costumbre de mi tribu.
—Debería ser la costumbre de los otros también. Así está bien,
gracias. —Antonine tomó un trozo de carne y músculo humeante y
rojo que le ofrecía el chef Wendigo y en silencio dijo una plegaria
al espíritu que antes lo alimentaba. Luego afiló los dientes hasta
convertirlos en caninos lobunos y mordió el venado dando gracias
por el alimento.
Hijo del Viento del Norte sirvió a los otros y todos comieron,
después de que cada uno hiciera una pausa para dar las gracias al
espíritu ciervo a su manera. Julia se sintió incómoda, jamás lo
había hecho, ni siquiera se lo había planteado. La carne era carne,
pero provenía de algo, de algo que antes estaba vivo. Después de
todo, si algún día la consumían a ella, esperaba que el bastardo en
cuestión al menos murmurase alguna palabra de agradecimiento
por las molestias. Se sintió un poco culpable por no haber
pensado en ello antes y le agradeció al venado todo lo que le había
dado, o estaba a punto de darle. Luego le dio un mordisco.
Después de mascar y tragar meticulosamente el bocado miró a
Antonine.
—Carlita dijo que querías que te ayudara a invocar un espíritu.
—Eso es —dijo Antonine—. Necesitaría un Theurge que me ay-
udara. Lo he hecho antes, muchas veces, pero no es realmente mi
fuerte.
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—¿Y qué tipo de espíritu?


—Un espíritu del sol. Un Yaglino que sirva a Helios.
Julia se mostró perpleja.
—Eso es… bueno, raro. ¿Qué esperas conseguir?
—Una historia, un cuento. Algún retazo del pasado de Grita
Caos, algún acontecimiento lo bastante poderoso para que se lo
hayan contado a todos los miembros de su clan.
—Vale, pero todavía no entiendo lo del espíritu del sol. ¿Qué
tiene eso que ver con el clan de Grita Caos?
—¿El clan del Amanecer? Piensa en ello, su líder es el le-
gendario Sergiy Pisa la Mañana, un Hijo de Gaia famoso por su
amor al amanecer. Ninguno de vosotros sabe nada del pasado de
Grita Caos, por lo menos nada lo bastante antiguo para que le
sirva de algo ahora. Pero es posible que cuando Grita Caos era un
lobezno realizara una gran hazaña que el que Pisa la Mañana le
cantara al amanecer. Algo que podría haber oído un cierto
número de espíritus que presenciaban la salida del sol, podrían
recordar la canción y cantárnosla.
Hijo del Viento del Norte habló:
—¿Cómo puedes saber qué espíritu invocar? ¡Debe haber cien-
tos de ellos!
Julia levantó la mano agitándola como si les pidiera que fuer-
an más despacio.
—No, se puede hacer. Aunque sería mucha casualidad, las
probabilidades son bastante astronómicas, y no quería hacer un
juego de palabras. Pero la verdadera pregunta es ¿por qué? ¿Qué
conseguimos con eso?
Antonine se levantó.
—Grita Caos está físicamente bien; no tiene ninguna herida
que no se pueda curar. Pero ha perdido una parte de su pasado y
por tanto una parte de su alma. El alma está herida y todavía
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sangra, tenemos que remendarla; no puede saber quién es sin


recobrarla.
—¿Así que este espíritu puede curarle recuperando un re-
cuerdo de su pasado?
—No, pero quizá lo reviva lo suficiente para que recupere la
conciencia. Sea cual sea la historia que nos pueda contar este es-
píritu (si tenemos la gran fortuna de conseguir invocarlo) sería
algo pequeño, no tanto, ni mucho menos, como para cerrar la
herida de su alma, pero sería un comienzo. Quizá lo suficiente
para despertarlo.
Empezó a caminar hacia la cabaña.
—Julia, me gustaría que te reunieras conmigo a la cabecera de
Grita Caos al mediodía, lo tendré todo preparado.
—De acuerdo —dijo Julia—. Allí estaré. Pero tengo que advert-
irte que sólo se me dan bien los tecno-espíritus, los espíritus del
sol quizá me queden grandes.
—No te preocupes. Son de mi talla.
—¿Y nosotros? —dijo Carlita—. ¿Qué hacemos nosotros?
Antonine volvió la vista por encima del hombro mientras daba
la esquina.
—Vigilad la cabaña. Estad preparados para alejar cualquier
cosa que responda a nuestra invocación sin invitación.
—¿Cómo qué?
—Cualquier cosa que no tenga una disposición brillante —son-
rió Antonine mientras desaparecía tras la curva.
—Siento haber preguntado.
—Perdonada —dijo Antonine, transmitiéndose su voz a través
de los árboles—. Vamos a empezar.
Ojo de Tormenta se encogió a su forma Lupus, lista para la ac-
ción. Hijo del Viento del Norte bajó la cabeza y pareció orar. El vi-
ento se agitó ligeramente llevándole el pelo a Carlita a la cara, que
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se lo apartó de un manotazo y arrancó otro pedazo de carne del


espetón.
—Genial —dijo—. Turno de guardia.
Capítulo cuatro

La habitación olía a especias y aroma de pino y el humo del in-


cienso flotaba desde el techo al suelo. Julia arrugó la nariz al lleg-
ar a la puerta de la habitación donde Grita Caos, en la forma Cri-
nos, descansaba inconsciente sobre la cama. Como metis esa era
su forma natural, una de las muchas razones por las que a un
Garou como él no se le permitía vivir fuera de los túmulos; había
demasiado riesgo de provocar el Delirio, un miedo sobrehumano
que sienten las personas que se encuentran con la forma guerrera
Crinos.
—Cierra la puerta —dijo Antonine—. No diluyas el incienso.
Julia entró sin ruido en la habitación y cerró la puerta tras ella.
—¿Qué es? Jamás había olido algo así.
—Es una mezcla especial desarrollada por el Monasterio del
Propósito Más Puro de China, está diseñada para ayudar en la
comunicación con los espíritus de las estrellas.
—Creí que queríamos un espíritu del sol —dijo Julia colocando
la PDA a los pies de la cama—. Sé que, científicamente hablando,
el sol no es más que otro tipo de estrella, pero son muy diferentes
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desde la perspectiva de la Umbra: las estrellas algo distante y


raro, el sol está cerca y es un ser regio.
—Cierto, pero esto es lo mejor que tengo. Están relacionados
porque comparten el mismo reino aunque residan en diferentes
regiones del cielo. Sin embargo, te ayudará a comprender el Reino
Etéreo al invocarlo, y ayudará al espíritu a pasar la Celosía.
—¿La… Celosía? Es muchísimo más fácil invocar espíritus en
la Umbra. ¿No vamos a pasar al otro lado primero?
—No lo recomiendo. La tormenta está todavía ahí fuera,
amenazando a distancia. Quizá no nos moleste ahora pero algo
que lleve dentro podría sentirse atraído por una invocación, in-
cluso aunque no lo invoquemos a él.
—Comprendido. El sol no luce cuando hay tormenta. Tiene
sentido. Debería habérseme ocurrido. —Julia miró por la hab-
itación y vio que, además de muchos conos y palitos de incienso,
había velas goteantes por las estanterías y el alféizar de la
ventana—. Vale, ¿cómo lo vamos a hacer? Yo invoco, supongo,
pero ¿qué vas a hacer tú?
—Una vez que traigas al espíritu aquí, charlaré con él y espere-
mos que consiga convencerle para que nos cuente una historia.
—Entonces vamos allá.
Antonine le mostró una campana de bronce adornada con ex-
traños símbolos.
—Utiliza esto para llamarlo, pertenece al monasterio Shigalu,
suena por el Reino Etéreo y se usa para enviar mensajes al mon-
asterio Contemplaestrellas que hay allí, pero lo he armonizado
para que lo oigan los espíritus.
Julia cogió la pesada campana y la agitó, un sonido metálico
fuerte y profundo resonó por toda la habitación.
—Interesante…
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Cogió la PDA y la encendió y luego utilizó el punzón para ac-


tivar una aplicación. La pantalla mostró una serie de iconos, tocó
con el punzón la imagen de una araña y la pantalla se quedó en
negro excepto por un brillo que palpitaba lentamente.
Julia se quedó sentada un rato en silencio con los ojos cerra-
dos y concentrándose para la tarea que tenía que realizar. Luego
tocó la pantalla de la PDA pero en vez de rozar la pantalla de
plástico, el dedo se le hundió, como si fuera un estanque de agua
quieta. Unas ondas de fuerza salieron en círculo del punto de con-
tacto bañando toda la habitación y fuera de ella y deshaciéndose
en el reino de los espíritus.
—Soy Julia Spencer, Moradora del Cristal del Clan de la Ci-
udad Antigua. Estoy intentando llegar a los hijos de Helios. ¿Hay
alguien ahí fuera, cerca del sol, bañándose en su luz, que me
pueda hablar sobre Grita Caos, Garou metis de la tribu de los Hi-
jos de Gaia, antiguo miembro del Clan del Amanecer?
Antonine susurró.
—Prueba con la campana.
Julia agitó vigorosamente la campana y sus reverberaciones
parecieron unirse a las ondas del dedo. Las oyó resonando en el
cosmos y parecieron retumbar en algún lugar sobre sus cabezas
como una tormenta incipiente.
—Ha llegado al Reino Etéreo —dijo Antonine.
Julia esperó y repitió la pregunta. Después de otra pausa la
repitió de nuevo.
Las ondas cambiaron, rebotaron en la habitación como si otra
serie de rizos las estuvieran contrarrestando. Se hicieron visibles
ondas nuevas que giraban dentro del dedo de Julia y a su
alrededor y cuando formaron un vórtice Julia extrajo lentamente
el dedo de la pantalla atrayendo consigo al ectoplasma que se es-
taba cuajando. Mientras iba fluyendo de la pantalla, la luz que
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emitía se hizo intensamente brillante, tanto que Antonine y Julia


casi tuvieron que cerrar los ojos. La habitación se hizo, de re-
pente, más luminosa.
El espíritu se elevó hacia el techo formando un globo que irra-
diaba calor y una luz reluciente, un sol en miniatura que flotaba
sobre sus cabezas.
—Saludos, siervo del sol —dijo Antonine.
—Saludos para ti, El Que Contempla las Estrellas —dijo el es-
píritu con voz profunda y retumbante, la voz de un anciano con
muchos años y sabiduría—. Y para ti, La Que Mora En El Cristal.
Oí la campana y luego escuché tu pregunta. Conozco a este Grita
Caos, un cachorrito criado por Sergiy Pisa la Mañana, amado de
nuestro señor Helios, en las costumbres de los que cambian a
lobos.
—Me alegro de oírlo. ¿Nos contarías lo que sabes de él, oh bril-
lante sol, para que él también pudiera escucharlo? Pues su cuerpo
reposa en esta habitación, pero su espíritu reside en otro lugar. Si
escucha una historia sobre sí mismo, quizá se le pueda convencer
para que vuelva a hacerse carne.
—Lo haré, pues Grita Caos es muy amado por el que Pisa la
Mañana. Pero no es el que Pisa la Mañana quien me pide esta
tarea, sino tú, un extraño, aunque uno que conocen mis primas,
las estrellas. Hay un precio por mi sabiduría.
—Pídelo.
—Si el espíritu del cachorro se despierta con mi saber, debe
presentarle sus respetos a Helios según la costumbre de su propio
anciano. Al amanecer saludará al sol con los brazos abiertos y una
canción, como lo hace el que Pisa la Mañana. Lo hará por lo
menos una vez por luna (tal y como los que cambian a lobos con-
sideran el tiempo) pero conseguirá más protección si escoge
rendir homenaje a Helios de esa manera todos los días.
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Antonine miró a Julia.


—No me resuelvo a prometer algo en su nombre. Tú eres com-
pañera suya, sin embargo. La decisión debe ser tuya.
—No hay mucho que elegir. ¿El coma o la oración matinal por
el resto de su vida? Oración matinal, y no necesito el comodín del
público.
Antonine se dirigió al espíritu que les contemplaba.
—Conformes. Los compañeros de manada de Grita Caos se
asegurarán que mantiene su promesa.
—Entonces sabed esto —dijo el espíritu— como se lo contó al
sol naciente el que Pisa la Mañana…
Una nueva voz resonó por toda la habitación, una voz pro-
funda, campechana, con una pizca de risa, llena de alegría: la voz
de Sergiy Pisa la Mañana, tal y como sonaba hace años.

¡Atención, oh espíritu del calor y la sabiduría! Escucha este


relato, un cuento de mi propio hijo de leche, Grita Caos, héroe del
Clan del Amanecer, en este, su primer día de Garou tras com-
pletar su Rito de Iniciación.
Hace apenas una semana que esta pequeña manada dejó el
túmulo, todos cachorros, nuevos en sus pieles metamorfas, para
buscar la fuente de la corrupción que todos sabíamos que existía
en un pueblo al oeste de nosotros. Asesinaban a humanos, uno
por uno, y abandonaban sus cuerpos en los bosques; era una dis-
puta étnica, pues las víctimas eran inmigrantes del este. Que tal
odio y amargura exista entre los humanos no es nada digno de
atención, pero que le acompañen Perdiciones para masticar las
almas de los asesinados, es intolerable.
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Una vez que llegaron, los jóvenes miembros de la manada,


que jamás habían demostrado su valía, recorrieron la ciudad
por la noche en busca del olor del mal y no encontraron huellas
de él. Impávidos, caminaron la ciudad como humanos fingiendo
ser turistas que estaban en la zona y haciendo preguntas que
sabían que atraerían con toda certeza al mal. Aunque su com-
portamiento fue maleducado según las normas humanas, sí que
atrajeron a esos que odiaban con intenciones asesinas.
Tres noches después de su llegada, se dividieron para buscar
en la noche señales de corrupción. Grita Caos, solo en las calles
vacías, se vio arrinconado por una turba de humanos llenos de
odio que deseaban matar una vez más al objeto de su rencor, es-
ta vez amigos de los extranjeros que según ellos les robaban sus
medios de vida y amenazaban su sentido de la autosuficiencia.
Lo cual tampoco es nada extraño, pues se ve en muchos lugares
de Europa.
Pero el jefe de la banda era algo excepcional, alto e impon-
ente, era un experimentado traficante de odio, un antiguo cabeza
rapada y ahora un agitador a la última moda del odio. En su
cuerpo fuerte y atlético se retorcía una Perdición que le pudría el
alma, ahogando todo indicio de compasión o piedad. Ya no era
un ser humano, sino un Fomor. Los otros le seguían no porque
ejerciera una coerción sobrenatural sobre ellos, sino porque les
daba un centro de atención para sus miedos.
Empuñando piedras y palos, se lanzaron contra el joven ca-
chorro, que mientras le caía encima una lluvia de golpes hizo
algo muy extraño para un joven Garou: permaneció en la forma
humana y sufrió los golpes, e incluso aunque le hicieron un gran
daño y podrían muy bien haberle matado, no levantó el puño
contra ellos sino que se derrumbó bajo su asalto.
¿Débil? ¿Es eso lo que creen algunos? No. Sabio.
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Grita Caos esperó, simulando inconsciencia, a que se le acer-


cara el líder. Una vez que lo tuvo cerca, empezó a golpear con
furia, cambió de forma al instante y destripó a la forma Fomor
de arriba abajo. En la timbra, la Perdición gimió, despojada de
su cuerpo. Allí, Montaña Gris, compañero de la manada, lo oyó y
terminó con su existencia.
Con la muerte del líder la turba se dispersó. Algunos corri-
eron muertos de miedo envueltos en el Delirio, incapaces de re-
cordar la fuente de ese miedo, velada por la visión de la forma de
batalla de Grita Caos. Otros se alejaron llenos de confusión. Y a
partir de entonces y para siempre, su odio por los extranjeros
evocará miedo, no ira; siempre que sientan deseos de matar,
temblarán y sudarán sin causa que puedan percibir y pensarán
en otra cosa, huyendo todo lo que puedan de la noche en la que
Grita Caos les perdonó la vida.
¡Ríndele homenaje, oh sol! Rinde homenaje a aquel que
conoce la compasión, que sabe a quién golpear y a quién perdon-
ar. ¡Un auténtico Hijo de Gaia es éste al que llaman Grita Caos!

La voz guardó silencio, el ardiente espíritu se desvaneció de-


jando tras sí la repentina oscuridad de la luz de las velas. Anton-
ine y Julia se quedaron mirando expectantes a Grita Caos. ¿Había
cambiado su respiración? ¿Tenía la mano en una posición difer-
ente a la de antes? No podían asegurarlo.
Pasaron los minutos sin que hubiera ningún cambio. Julia
apagó su PDA y se la metió en el bolsillo, abrió la boca y aspiró
con intención de hablar pero Antonine levantó la mano
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pidiéndole silencio. No había apartado la mirada de Grita Caos ni


un segundo y ahora parecía capaz de ver algo que ella no veía.
Julia se dio cuenta de que Antonine se estaba asomando a la
Umbra para ver al metis desde la perspectiva del reino de los es-
píritus, cosa que para ella no tenía ningún sentido. Ya habían bus-
cado en la Penumbra alrededor de Grita Caos antes, y no habían
podido encontrar ninguna señal de actividad cerca de su alma y
puesto que estaba en aquel momento en el mundo material, An-
tonine no podría verlo al otro lado.
A pesar de todo, Julia llamó a su propia dote de espíritus y
también se asomó más allá de la Sombra de Terciopelo. Allí, en
una habitación que se parecía notablemente a su equivalente
físico (algo extraño para la Umbra, que solía reflejar realidades
totalmente diferentes) una sombra oscura se estaba fundiendo
lentamente en el espacio ocupado por Grita Caos en el mundo
físico.
Julia se lo quedó mirando intentando averiguar qué era. No
cabía duda de que estaba relacionada con la tormenta, de hecho
parecía formar parte de las oscuras nubes de tormenta de aquel
extraño fenómeno. Pero mientras lo contemplaba no se hizo más
grande ni más oscura, sino que pareció desenmarañarse, redu-
cirse y flotar por la Umbra en múltiples direcciones, arrastrada
por las trochas.
Alguien tosió, Julia miró a su alrededor pero no vio a nadie. La
habitación estaba vacía, entonces se dio cuenta que todavía estaba
mirando en la Penumbra y que la tos se había producido en el
mundo físico. Retirándose del mundo espiritual, Julia miró a
Grita Caos.
Este tosió de nuevo y movió la cabeza hacia atrás y hacia
delante como luchando contra una pesadilla. Antonine estaba
ahora inclinándose sobre él, le colocó una mano en la frente y los
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ojos de Grita Caos se abrieron de repente. El metis se sacudió sor-


prendido pero luego se tranquilizó cuando reconoció al Contem-
plaestrellas y emitió un gruñido de confusión y preocupación.
—¡Grita Caos! —dijo Julia—. Soy yo, Julia. Estás bien. Todo va
bien, aquí no hay ninguna criatura Wyrm.
Grita Caos la miró fijamente como si pensara que estaba
muerta y de repente hubiera vuelto a la vida. Luego volvió a mirar
a Antonine, que se incorporó sonriendo.
—¿Qué…? ¿Dónde…?
—Estás en mi casa —dijo Antonine—. De vuelta en las Cat-
skills, lejos de Europa.
Grita Caos tembló y dejó escapar un gran suspiro. Se frotó los
ojos y se acunó la cabeza.
—Yo… no me acuerdo… ¿qué pasó?
—Espera —dijo Julia—. No te apures. Ya te lo contaremos en
su momento. Por ahora tienes que deshacerte de eso, lo que fuera
que te tenía agarrado.
—Estoy de acuerdo —dijo Antonine—. Levántate, muévete.
Vamos a ver si te da el aire un poco. —Caminó hacia la ventana y
apagó las velas del alféizar con los dedos, luego abrió las contra-
ventanas dejando entrar la luz y el aire del atardecer.
Grita Caos se quedó mirando a los árboles que había fuera
como si contemplara un oasis después de un largo viaje por el
desierto y sonrió.
—Es hermoso, está vivo. No creí volver a verlo de nuevo.
Se levantó y casi se cae antes de recuperar el equilibrio y la
fuerza. Le sonrió a Julia, que había saltado a cogerle.
—Estoy bien. ¿Dónde están los otros?
—Esperando fuera —dijo Julia—. Venga, por aquí. —Abrió la
puerta y lo llevó de la mano.
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Mientras salían de la cabaña y caminaban por el camino de


madera hacia la hoguera donde todavía estaban reunidos los
otros, Grita Caos lo miraba todo a su alrededor como un paciente
de cáncer al que le acabara de dar una nueva oportunidad de vida.
Todavía estaba en la forma Crinos, inmenso sobre la forma
humana de Julia, pero no parecía darse cuenta.
—Santa Madre de Gaia —gritó Carlita al verlo—. Es un mil-
agro. ¡Estás despierto! —La Roehuesos corrió hacia él, lo agarró
por los hombros y lo sacudió como para comprobar que era real y
no una aparición. La sonrisa llena de dientes de Grita Caos se
amplió y no pudo contener una carcajada.
Ojo de Tormenta se le acercó haciendo cabriolas y le rodeó
aullando. Hijo del Viento del Norte también tomó la forma de
lobo uniéndose al aullido y Carlita y Julia siguieron su ejemplo.
Cuatro lobos rodeaban al sonriente Garou en forma de Crinos,
aullando a los cielos. Desde el porche de la cabaña otro aullido se
unió al suyo, el de Antonine.
Grita Caos se transformó a la forma de lobo y se unió al baile,
aullando de alegría con sus compañeros. Apenas podía recordar
nada de lo que le había ocurrido, pero por ahora se alegraba de no
poder recordarlo. El éxtasis de aquel momento era todo lo que im-
portaba, eso y la presencia de sus compañeros que le daban la bi-
envenida como lobos, sin secretos, unidos por el lazo de aquel es-
píritu filial.
Un recuerdo que esperaba no olvidar jamás.
Capítulo cinco

La lluvia salpicaba entre las rocas y convertía la superficie del


río en un cristal tembloroso y chapoteante que se rompía con cada
gota de lluvia y arreglaba al instante aquella humedad torrencial,
desbordante e interminable. Grita Caos pisó con cuidado las
piedras resbaladizas, atento de colocar los pies sobre el musgo
húmedo siempre que podía. El musgo también estaba resbaladizo
pero tenía más agarre que aquellas piedras lisas. Iba en forma hu-
mana, pero pensó en cambiarse a lobo para contar con las patas
extra.
Al llegar a la curva del río, se inclinó alrededor de un gran
pedrusco que le limitaba la vista arroyo abajo y por fin vio a An-
tonine de pie sobre las rocas en medio del torrente. Grita Caos
sacudió la cabeza pasmado, envidiando el sentido del equilibrio
del Contemplaestrellas. Antonine estaba sobre una pierna, medio
sumergido en aquel río que aumentaba con la lluvia. La fuerza del
agua derribaría a cualquier ser humano normal, pero Antonine
obviamente lo había practicado antes y no parecía molestarle en
absoluto la espuma que tiraba de él.
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Tenía los ojos cerrados y las manos colocadas una sobre otra
ante el vientre, con las palmas hacia arriba. El índice y el pulgar
de la mano de arriba (la izquierda) formaban un círculo. Parecía
tranquilo y en paz. Grita Caos no pudo evitar pensar que el gesto
de la mano se parecía a la señal que se hacía cuando se decía OK.
El joven Garou dio la curva y empezó a meterse con cuidado
en el río acercándose al Contemplaestrellas lentamente pero
haciendo el suficiente ruido para no sorprenderle. Antonine no
pareció darse cuenta de su presencia y mientras Grita Caos se iba
acercando, el Contemplaestrellas cambió de repente de forma a
Glabro, luego Crinos y luego Hispo, la forma feroz prehistórica de
lobo. Mientras adoptaba la forma cuadrúpeda, las cuatro zarpas
cambiaban perfectamente sobre la roca, sin tener que esforzarse
por recuperar la posición o el equilibrio. Luego cambió a la forma
de lobo, con el cuerpo casi sumergido pero sin moverse todavía y
con los ojos aún cerrados. Lentamente volvió a cambiar de forma
en orden inverso, una por una, hasta llegar a la forma humana, y
entonces abrió los ojos.
Grita Caos sonrió asombrado.
—Caray, quiero decir, menudo equilibrio que tienes.
—Cualquiera puede aprender —dijo Antonine bajando la otra
pierna.
—Pero estoy seguro de que lleva mucho tiempo, mucho
entrenamiento.
—Hace falta paciencia y compromiso, como cualquier otro
empeño.
Antonine volvió a la orilla caminando sin mostrar ninguna
señal de la lucha que libraba Grita Caos contra la fuerte corriente.
Subió a la fina orilla y trepó a una gran roca donde se sentó de
cara a Grita Caos que también empezó a dirigirse con esfuerzo a la
playa.
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—No has venido aquí bajo una lluvia torrencial y metiéndote


en medio de un río furioso para hablar sobre equilibrio —dijo
Antonine.
—No —dijo Grita Caos trepando a la orilla—. Supongo que
tengo muchas preguntas que hacerte. Apenas hemos hablado
desde que me desperté hace unos días.
—Necesitabas pasar algún tiempo con tus compañeros.
Estaban contigo cuando te hirieron y tú necesitabas oír lo que te
tenían que contar.
—Sí, pero ahora lo sé. Acepto que la Perdición (o lo que fuera)
me quitó algunos recuerdos. Todavía no puedo recordar muchas
cosas de hace años. Todo lo de la Forja del Klaive aún está aquí
—se dio unos golpecitos en la cabeza—, pero no hay mucho sobre
mis primeros años. Ni siquiera recuerdo mi Primer Cambio.
—Muchos Garou considerarían eso una bendición.
—Quizá, pero no es sólo que haya perdido la memoria. Es algo
más. Cada vez que intento recordarlo me siento fatal, como si mir-
ara un abismo que me va a arrastrar.
—Entonces no pienses en ello, por lo menos aún no —Anton-
ine se bajó de la roca a un camino que había detrás. Grita Caos no
lo veía pero lo oía sobre el sonido de la lluvia—. No te quites las
costras hasta que se hayan curado. Supongo que es hora de que
hablemos, vamos a dar un paseo.
Los hombros de Grita Caos se hundieron, había esperado que
fueran a algún lugar seco. Se olvidó de la decepción con un enco-
gimiento de hombros y gateó sobre la roca para llegar a la pista de
ciervos por la que ahora caminaba Antonine, alejándose de la
cabaña y entrando en el bosque más profundo.
Al poco rato el Contemplaestrellas volvió a hablar:
—Tu herida es algo único, no es sencillamente espiritual. He
visto daños en el alma antes, traumas y tragedias escritas en el
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alma que obligan a sus víctimas a reproducir ciclos de abusos dur-


ante generaciones. Tu aflicción es diferente, no es tanto una
herida como una ausencia de espíritu. Lo que una vez formaba
parte de ti ha desaparecido y tu espíritu no puede reponer las
partes perdidas para llenar los huecos o cerrar la herida.
—Yo… yo no sé qué hacer —dijo Grita Caos—. ¿Cómo puedo
curarme de esto? ¿Cómo puedo siquiera vivir con ello?
—Tienes que restaurar lo que se han llevado. No se puede
sustituir por otra cosa, debes recuperar tu esencia original.
—¿Y cómo lo hago? ¡La Perdición se la comió! ¿Tengo que
volver a Malfeas para recuperarla?
—¡No! —Antonine se paró en el camino y se volvió para mirar
furioso a Grita Caos—. Ni se te ocurra hablar así. Tienes remedio,
no puedes renunciar a la esperanza ni por un segundo. Lo más
cercano que he visto a esta aflicción es el Harano, y tú estás pelig-
rosamente cerca de caer en una depresión de la que no puedas sa-
lir. Pero esto no es Harano, aquí no hay nada inevitable.
Grita Caos asintió y pasó caminando a Antonine eligiendo él
mismo el camino por la pista. Antonine lo siguió.
—De acuerdo, lo entiendo. Intentaré mantener los pensamien-
tos positivos y todo eso. ¿Pero qué hago, de verdad? No creo que
pueda salir de esto pensando, todavía no se ha inventado una ses-
ión de terapia para enfrentarse a algo así.
—No, tienes razón. Tienes que hacer algo, entrar en acción,
volver a integrar tu mente, tu cuerpo y tu espíritu. La respuesta a
eso se encuentra en la naturaleza de lo que eres.
—¿Un Garou? ¿Un lobo metamorfo?
—En parte. No eres solamente un ser físico. Tu esencia es es-
píritu, pero ese espíritu lo componen y le dan forma no los genes
sino los mitos. Y eso es especialmente verdad en tu caso, puesto
que eres un Galliard; tu destino está más unido a esas historias
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que el de la mayoría. Por muchas razones tú eres el guardián de


nuestro ser, no ya sólo de nuestra cultura. La respuesta está en re-
cobrar esos mitos, en reforzarlos. La fuente de nuestro ser se re-
pone constantemente, nuestras capacidades regenerativas físicas
no son más que toscos ejemplos de todo eso y la energía espiritual
que nos da poder a las enseñanzas espirituales (los Dones) no es
más que una versión más sutil de lo mismo. Pero hay una verdad
incluso más amplia detrás de estos fenómenos, el eterno e infinito
Verdadero Reino de Gaia.
—¿Es la teología de los Contemplaestrellas? Jamás he oído
nada así, por lo menos no recuerdo haberlo oído.
—Algo así. Son sobre todo conjeturas sobre tu problema. —De-
jó de hablar al llegar a la cima de la colina. Había menos árboles y
contemplaron un valle que había más abajo, brillante incluso en
medio de la lluvia gracias a los ardientes colores del otoño.
—Bien —dijo Grita Caos—. ¿Entonces, cuál es el veredicto?
—Dímelo tú. ¿Cuál es el tesoro más importante para los
Garou?
Grita Caos pensó un instante.
—Hmm… ¿la metamorfosis?, ¿los Dones espirituales?
—No hablo de las capacidades, me refiero a algo externo.
—¿Un fetiche?
—Te estás acercando.
—Oh, venga ya, ¿para qué jugar? Dímelo.
—Las adivinanzas son un paso muy importante para recuperar
la memoria. Necesitas practicar el arte de devanarte los sesos en
busca de un objetivo, que no es lo mismo que esos intentos tuyos
sin sentido por recordar algo que no está. Creo que sería más fácil
para ti si conservaras todos tus recuerdos, pero te daré otra pista,
oh Galliard: cruza generaciones y se extiende por todo el mundo,
desde la Era del Amanecer hasta ahora.
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Grita Caos, confuso, arrugó la frente.


—¿La Letanía? No, espera ¡el Registro de Plata!
Antonine asintió.
—Allí se conservan las historias más grandes. Todo lo que
somos está envuelto en el Registro de Plata.
—Sigo sin entenderlo. Yo no estoy en el Registro de Plata, es
imposible que haya hecho algo para merecerlo.
—Todavía quizá no. Pero no se trata de eso. Se trata de que hay
alguien que mantiene ese archivo, alguien que entiende mejor que
nadie la importancia de los cuentos. Creo que tienes que buscarlo
y preguntarle todo lo que me has preguntado a mí.
—El Guardián del Registro… —Grita Caos miró hacia el valle
como si buscara a alguien—. Se dice que es muy sabio, pero tam-
bién impredecible.
—Ya no me quedan respuestas, Grita Caos. Yo recomendé la
necesidad de una tercera manada (tu manada) basándome en los
sueños que me envió Quimera. Le pedí a las estrellas pistas para
descubrir tu aflicción y busqué un espíritu del sol que hubiera
oído hablar de ti al anciano de tu clan. Otros quizá crean que mi
sabiduría es infinita, pero aquí se me ha secado el pozo. No puedo
resolver este enigma yo sólo, no soy un Galliard, sino un Philodox
y como tal mi trabajo es orientarte en la dirección correcta, que en
este caso es el Guardián del Registro. He hecho todo lo que podía.
—No pienses ni por un momento que no aprecio todo lo que
has hecho, Antonine. Y eso va por toda la Manada del Río de
Plata. Todos sabemos que lo has hecho lo mejor que has podido.
Joder, no me imagino a nadie que lo haya hecho tan bien en todo
este asunto. Por lo menos tú no te has cargado nada, como noso-
tros. Sí, ya lo sé —dijo levantando la mano para que Antonine no
le interrumpiera—: no hay que hablar de derrota. Sólo estoy
siendo realista y creo que el Guardián del Registro es una gran
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idea. Si alguien puede averiguar cómo restaurar la «saga de mí


mismo» perdida, ése es él.
—Entonces ya no hay más razones para no continuar. Física-
mente estás perfectamente, tu manada ha descansado y de hecho
ya se están aburriendo. Tienes que discutir esta opción con ellos y
encontrar la forma de llevarla a cabo.
—Eso es lo más difícil. ¡No tengo ni idea ni de cómo empezar a
encontrarle! El Registro de Plata es el recurso más preciado de to-
das las tribus y el Guardián del Registro es, de forma intencion-
ada, muy difícil de encontrar, tanto para los enemigos como para
los amigos.
—Bueno, como anciano de la Nación Garou creo que me he
ganado su respeto, así que te puedo ayudar con eso, si tu manada
decidiese ir.
—Bueno, entonces será mejor que les demos la gran noticia.
Además, estoy empapado y me gustaría secarme.
Antonine cambió a la forma de lobo y aulló en Garou.
—¡Entonces sígueme!
La forma de Grita Caos también se deshizo en la de un lobo y
persiguió al Contemplaestrellas de pelo gris que se movía a toda
velocidad.

—¿Así que el Registro de Plata? —dijo Carlita—. Supongo que


es lógico. ¿Entonces tenemos que encontrar al Guardián del Re-
gistro ese? ¿Por dónde empezamos?
—Un momento —dijo Julia, que, al igual que los otros, estaba
sentada en el salón de Antonine, bebiendo té mientras debatían el
rumbo a seguir. Grita Caos y Antonine se sentaron cerca
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secándose después de su largo paseo bajo la lluvia—. Vamos a


hablarlo primero. Esta búsqueda podría llevar algún tiempo y yo
no sé si disponemos de ese tiempo. Deberíamos estar buscando el
modo de ayudar a parar a Jo’cllath’mattric.
—No —dijo Hijo del Viento del Norte—. Vamos a poner las ne-
cesidades de nuestro compañero en primer lugar. Ya hemos hecho
todo lo que hemos podido en Europa.
—¿Para qué escoger bandos? —dijo Ojo de Tormenta en
Garou, que no podía transmitir tantos matices como el inglés o el
español—. Ayudar a Grita Caos ayuda a curar el daño de Europa.
Pensadlo: Grita Caos sufrió primero, pero otros le seguirán. De-
bemos saber qué se llevó su espíritu y cómo restaurarlo. Eso
derrotará al Wyrm.
El resto de la manada asintió. Ojo de Tormenta tenía razón,
encontrar al Guardián del Registro y que Grita Caos se restableci-
era era lo mejor que podían hacer tanto por su compañero como
por la lucha en Europa.
Ojo de Tormenta se giró para dirigirse a Antonine.
—La memoria robada… ¿es lo mismo que ataca a Mari
Cabrah?
—No —dijo Antonine—. Ella sufre de algo más oscuro, algo
que creo que está más cerca del poder del propio Jo’cllath’mattric.
Creo que el problema de Grita Caos lo provoca otra cosa. Fueran
lo que fueran las Perdiciones que lo atacaron, están relacionadas
con el problema global, pero son algo diferente de la cosa de alas
negras enrollada alrededor de Mari.
—¿No puedes hacer nada por ella?
—Nada nuevo, no. La respuesta a su problema todavía se en-
cuentra en Europa. Mientras estabais poniendo a Grita Caos al
tanto durante los últimos días, yo me puse en contacto con Evan y
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le conté la situación. Espera que el rey Albrecht pueda averiguar


algo más cuando llegue a Europa.
—¿El rey de los Colmillos Plateados americanos se va a
Europa? —dijo Julia—. Bueno, no estoy segura de que sea una
idea muy sabia.
—Secundo esa opinión, pero tampoco puedo ofrecer ninguna
alternativa. Albrecht es muy capaz, le vi como manejó aquí el
problema de la Séptima Generación y no dudo de su habilidad
para ayudar en la lucha que se libra allí. El problema llegará
cuando él y el margrave Konietzko no se pongan de acuerdo sobre
las tácticas y el liderato.
—Parte de mí quiere verlo —dijo Julia—. Pero la otra parte no
quiere tener nada que ver. Yo preferiría la opción del Guardián
del Registro, que nos mantiene aquí, ¿no?
—Quizá, no lo sé. El Guardián del Registro viaja mucho, por lo
que sé podría estar en Europa ahora mismo, allí es donde está la
gran historia. Claro que quizá espere a que se termine la fábula
antes de recogerla. Podría muy bien estar en los Estados Unidos.
—¿Y cómo le encontramos?
—Le proporciona a ciertos Garou los medios para ponerse en
contacto con él, y a mí me dio algo después del asunto de la Sép-
tima Generación, una historia que guardó en el Registro.
—Caray —dijo Carlita—. ¡Se me había olvidado que tú estás en
el Registro! Y dos veces por lo menos, por la saga de la Corona de
Plata y eso de la Séptima Generación que has dicho. ¿De qué iba
eso?
—Pregúntale —dijo Antonine poniéndose en pie y dirigiéndose
a su observatorio—. Si llegáis a encontrarlo, no seáis tímidos y de-
jéis pasar la oportunidad de leer el Registro. Vuelvo ahora mismo
—subió las escaleras y entró en el observatorio.
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—Si lo encontramos —dijo Hijo del Viento del Norte—,


¿entonces qué?
—Supongo que le explicamos mi situación —dijo Grita Caos—.
Y espero que tenga alguna pista para resolverla. Ahora estamos en
sus manos.
Todo el mundo se quedó callado durante un rato, todos
pensando en la búsqueda que se les avecinaba. Julia se levantó y
se estiró.
—Bueno —dijo—, supongo que estará bien ponerse de nuevo
en camino. Por mucho que me apetezca volver a Londres, también
me gustaría ver más mundo, a donde nos lleve esta búsqueda del
Guardián del Registro. La cosa es, ¿a pie o en coche?
—¿Cómo vamos a ir en coche? —dijo Grita Caos—. Ninguno
tiene coche.
—No necesitamos tener coche, sólo tenemos que alquilar uno.
Tengo un saldo muy sano en mi tarjeta de crédito, así que eso no
es problema. Lo que no tengo es carné de conducir de los Estados
Unidos. ¿Quién tiene?
—Yo tengo —dijo Hijo del Viento del Norte—. Aunque nunca lo
he usado.
—Está bien. Te pondremos a ti de conductor, no suelen per-
mitirlo pero creo que puedo convencerlos, con algo de ayuda de
los espíritus.
—No estoy segura de que me guste esa opción —dijo Ojo de
Tormenta con un cierto ceño en la cara—. ¿Por qué no vamos an-
dando y ya está?
—Supongo que depende de donde esté ese tío y hasta donde
haya que ir. Vamos a esperar hasta que sepamos más antes de de-
cidir nada, ¿de acuerdo?
Ojo de Tormenta asintió pero seguía sin parecer muy contenta.
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Antonine bajó las escaleras con una brújula de metal y correa


de cuero en la mano y se la entregó a Grita Caos.
—Esto te guiará hasta él. Es un amuleto, así que ten cuidado
cómo lo usas. Una vez que te lleve a él, ya no va a funcionar más,
así que no hagáis nada que le haga marcharse porque ya no lo
volveréis a encontrar. Cuando lo actives, él lo sabrá; así que mien-
tras vosotros viajéis hacia él quizá él también esté viajando hacia
vosotros, según se le antoje. Obviamente no es una brújula de ver-
dad, no señala al norte sino que señala hacia el Guardián del Re-
gistro diciéndoos en qué dirección tenéis que ir.
—Esto es mejor de lo que esperaba —dijo Grita Caos—. ¡Con
esto lo encontramos seguro!
—Quizá, pero debería advertiros que me estará esperando a
mí, no a vosotros. Cuando os acerquéis, quizá compruebe quienes
sois. Si no sois alguien a quien quiera ver, es posible que se vaya
sin que vosotros sepáis siquiera que estuvo allí. Por lo menos
hasta que la brújula deje de funcionar; entonces habréis perdido
vuestra oportunidad.
—Supongo que es lo mejor que podemos esperar —dijo Grita
Caos.
—Siempre puedes decirle que me llame para confirmarlo todo,
si es que os deja llegar tan lejos como para concederos una entrev-
ista. Sabe mi número, por teléfono o mensajero espiritual.
—¿Entonces cuándo nos vamos? —dijo Carlita.
—Mañana —dijo Ojo de Tormenta—. Después de dormir.
Quizá no volvamos a dormir pronto. —Salió despacio del salón
por la puerta principal que abrió empujándola con el hombro.
Antes de salir se volvió y gruñó—. Dormid ahora, basta de charla.
—Os despediré mañana por la mañana —dijo Antonine—. Pre-
pararé algunas provisiones por si no encontráis ninguna tienda
pronto.
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—Gracias —dijo Julia dirigiéndose por el pasillo a la hab-


itación de invitados en la que dormía.
Los otros murmuraron las gracias también y se fueron a la
cama, o el sillón en el caso de Carlita. Grita Caos todavía dormía
en el dormitorio principal y Antonine desapareció en el obser-
vatorio cerrando la puerta tras él.

El sol apenas se había asomado por encima de los árboles


cuando la cabaña se llenó de actividad. Cada miembro de la man-
ada se levantó, reunió sus pertenencias y se preparó para ponerse
en camino. Antonine estaba fuera, en el porche, atando las correas
de una mochila llena de provisiones para el camino: carne seca,
mezcla de frutos secos y botellas de agua. Se incorporó para sa-
ludarles cuando salieron, listos para ponerse en marcha.
—Buena suerte a todos —dijo Antonine—. No sé cuanto tiempo
os llevará el viaje, pero comunicadme el resultado.
—No te preocupes —dijo Grita Caos, cogiendo la mochila y
poniéndosela al hombro—. Serás el primero al que se lo contemos
si podemos. Gracias de nuevo por todo lo que has hecho por noso-
tros. Es mucho más de lo que nos han ofrecido las otras tribus.
—Sí —dijo Carlita—. Y yo paso de si los Contemplaestrellas ya
no sois miembros de la Nación, a mí me caes genial.
—De verdad que no habríamos sabido qué hacer sin ti —dijo
Julia—. Si alguna vez necesitas algo, mándame un e-mail aquí —le
entregó un trozo de papel—. Puedo leer mi correo por el camino e
intentaré mantenerte al tanto cuando pueda.
—Un artilugio muy útil —dijo Antonine—. Los Garou suelen
despreciar esos métodos.
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—¡A mí me lo vas a decir! —dijo Julia.


Ojo de Tormenta, que ya estaba esperando en el césped, dio un
aullido de despedida. Los otros se unieron a ella con sus voces ati-
pladas de la forma humana, no tan auténtica como la de Ojo de
Tormenta, pero, con todo, una imitación bastante mejor que la
que hacen la mayoría de los seres humanos.
Antonine se inclinó ante ellos mientras se reunían en el
césped, los chicos se despidieron con la mano y tomaron el cam-
ino siguiendo a Ojo de Tormenta. En unos minutos habían desa-
parecido aunque el fino oído de Antonine percibió un rato más el
sonido de los zapatos y botas que crujían en el sendero.
Cuando dejó de oírlos entró en la cabaña y cerró la puerta.
Capítulo seis

La quietud de la noche no se vio interrumpida por el sonido de


los invitados, Garou o de otra clase. Habitualmente Antonine
apreciaba esos momentos de sosiego y soledad, un momento en el
que podía meditar o planear acciones futuras contra el Wyrm.
Ahora, sin embargo, le parecía que todo estaba demasiado tran-
quilo. La falta de sonido no era sencillamente el silencio sino la
ausencia, la carencia de otros.
Antonine salió de la cabaña y caminó por la delgada pista
hasta el claro que albergaba el lugar para el fuego y el banco. Se
sentó allí mirando a las estrellas y preguntándose qué significaban
esos pensamientos tan molestos, a él no solía preocuparle la falta
de actividades sociales. Tenía más que suficientes actos a los que
acudir entre las tribus de la zona: esfuerzos diplomáticos, intentos
de unir a los ancianos malhumorados de diferentes fronteras tri-
bales. Un trabajo todavía más difícil ahora que su propia tribu
había desertado pero con el que él continuaba a pesar de todo.
Aquellos momentos en los que no tenía pendiente ningún ser-
vicio social ni ninguna búsqueda eran los mejores para
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transformarse, una búsqueda interna para llegar a alcanzar la paz


con su propio espíritu, para centrarse contra todo aquello que
amenazaba con arrancarle de sus convicciones más profundas,
cosa que habían hecho muchas personas y acontecimientos. Era
demasiado fácil comprometer los objetivos o los valores al servi-
cio de una victoria a corto plazo o para evitar un enfrentamiento
incómodo.
Por eso ahora debería estar empezando la meditación o perfec-
cionando sus habilidades con el Kailindo. Cosas que se hacían me-
jor sólo, sin Garou molestos y entrometidos.
Pero no pudo serenar su mente lo suficiente para ponerse a
practicar. Estaba demasiado cargado de… ¿qué? ¿Qué era lo que
le molestaba e inquietaba su propósito normalmente sereno?
¿Era la búsqueda de la Manada del Río de Plata? ¿Se estaba
preocupando demasiado por ellos? No, no era eso. Había enviado
a muchas manadas más jóvenes aún en búsquedas más peligrosas
todavía. Pero quizá ninguna tan importante para el futuro de to-
dos nosotros, pensó. Con todo, sabía que no era su destino lo que
le preocupaba ahora. Confiaba en la habilidad de la manada y en
la gracia de Gaia para que superaran lo que les esperaba.
No, todo volvía al problema de Grita Caos. La pérdida del pro-
pio ser, algo que inquietaba a Antonine más de lo que había
querido admitir. La aflicción de Mari ya era bastante grave, pero
incluso eso lo explicaban las acciones de una Perdición, aunque
fuera un tipo nuevo y extraño de Perdición que no había visto
jamás. Pero esta pérdida de la memoria y hasta espíritu que sufría
Grita Caos… eso era diferente. Más peligroso, más peligroso para
Antonine personalmente.
Nada le parecía más valioso que su sentido de sí mismo, esa
conciencia duramente ganada, disciplinada y unificada que se for-
jó durante años de penalidades, trabajo, pérdidas, tragedias y
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triunfos. Todo lo que le convertía en lo que era, que le permitía


unir a otros eficazmente y guiarlos hacia soluciones colectivas, es-
taba unido a sus habilidades, a su práctica, a aquella unión pura
con su ser interior. ¿Y qué era nuestro ser interior más que una
preciada parte de nuestros seres pasados, cada uno una en-
señanza de lo que se llegaría a ser si se tenía la suficiente voluntad
para seguir superándose, para crecer hasta convertirse en algo
más completo?
Sin conocer el pasado ¿cómo podemos forjar el futuro?
Buena parte de su entrenamiento Contemplaestrellas le en-
señaba a privarse de esa dependencia de su ser existencial, de cu-
alquier ser, en realidad. Para disolver su pasado, su presente y su
futuro (y todos hacemos nuestros futuros en el aquí y ahora, in-
cluso si aún no se han realizado) en un ahora unificado e indiviso.
La verdad siempre presente y eterna del Verdadero Reino de Gaia.
Pero al contrario que sus compañeros orientales, Antonine
creía que su existencia (y la de los demás) tenía un propósito en el
mundo de la dualidad. Había una razón por la que no habían con-
seguido la conciencia total del Gaiadharma. Sus profesores dirían
que eso, como el resto de los pensamientos, es una ilusión basada
en la ignorancia, el engaño de la telaraña de la Tejedora, elabor-
ado para hacernos luchar ciegamente por lo que ya tenemos, la
paz, la Unidad.
Antonine no se lo creía. Sí, al más alto nivel del ser y la con-
ciencia sabía que era verdad y esperaba conseguirlo algún día
para trascender así al mundo del conflicto. Pero en el aquí y ahora
la dualidad se imponía y provocaba sufrimientos, y tenía que
haber una razón para ello además del accidente de una Tríada de-
mente que administraba mal la existencia.
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«Y para continuar combatiéndolo tengo que aferrarme a mi


sentido de lo que soy, en lo que me he convertido y lo que puedo
ser. No puedo arriesgarme a perderlo».
Se levantó y paseó sin rumbo por el claro. ¿Cómo enfrentarse a
esa amenaza? ¿Qué se podía hacer para evitar sucumbir a ella, por
si llegase aquí, tan lejos de la Europa donde empezó?
Volvió caminando a la cabaña y (sin perder el paso en ningún
momento) saltó al tejado y luego trepó por la cúpula de su obser-
vatorio. Se paró a descansar sobre la cima y se estableció en per-
fecto equilibrio sobre la cumbre de la cúpula.
Había pasado mucho tiempo desde que había reflexionado
sobre su pasado más lejano, sus primeros tiempos como Garou.
Sabía que ahora tenía que recuperarlos, hundirse en ellos, revivir-
los lo mejor que pudiera desde una perspectiva tan distante.
Respiró más despacio y realizó los rituales que le había enseñado
la tribu, los que servían para entrar en un estado de meditación
profunda donde podía tener lugar la ensoñación lúcida, dormir
mientras se está despierto.
Mientras el mundo exterior (la ligera brisa de la noche fresca
de otoño, el ulular de un búho en la distancia) se distanciaba de
sus sentidos, proyectó sus pensamientos a su juventud, a ese día
de hace 42 años en el que todo su mundo cambió
irremediablemente…

Saugerties, Nueva York, 1959:


Antonine tenía catorce años cuando se fue de casa para tirarse
a la carretera con una mochila al hombro y una copia de «Los
vagabundos del Dharma» de Jack Kerouac en el bolsillo de atrás.
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El primer lugar al que se dirigió fueron las Adirondacks, para


perderse en la inmensidad de la naturaleza durante un tiempo,
antes de hacer dedo hasta California.
Su padre no se dio cuenta de que se había ido hasta tres días
después de desaparecer él.
El viejo se gastaba los cheques de su pensión de veterano en la
cerveza de barril del bar del pueblo y en vendas para tapar los cor-
tes y los moratones que se hacía en las constantes riñas en las que
se metía. No había sido fácil para él perder a su mujer durante el
parto. Ni la guerra. Dejó a su mujer muerta y el brazo izquierdo en
Hong Kong después de la Segunda Guerra Mundial para volver
con su hijo recién nacido a su hogar de la infancia, una pequeña
granja en Saugerties, Nueva York.
No había tenido intención de convertirse en un borracho em-
pedernido. Claro que nadie la tiene. Él quería empezar otra vez,
construir algo nuevo; pero la depresión era demasiado profunda,
y a medida que fueron pasando los años se fue ocupando cada vez
menos de su trabajo de mecánico y del hijo que crecía, para pre-
ocuparse más de las discusiones que iba a tener con sus amigos
con unas jarras de cerveza en la mano.
El padre sustituto del chaval fue su abuelo, un hombre dis-
tante obsesionado con los libros y la investigación académica de la
historia clásica. Sin embargo, sacó tiempo para instruir al chico,
que se llamaba como él, Robert Antonine Erikson, y consiguió in-
fundirle un profundo amor por el conocimiento y el aprendizaje.
El joven Robert se convirtió en un ratón de biblioteca tan dedic-
ado como su abuelo.
Leía todo lo que encontraba, no sólo las historias y mitología
de la antigua Grecia y Roma tan queridas por su tutor, sino tam-
bién filosofía, ciencia ficción y hasta tebeos. En una excursión a
Nueva York con su abuelo, se metió en la sección de rústica de
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una librería y encontró un libro con un título que le hablaba a to-


das sus ansias de dejar la seguridad de su hogar y viajar por el an-
cho mundo: En la carretera de Kerouac. Lo compró con su propio
dinero y lo escondió en el bolsillo para que su abuelo no le viera
«perdiendo el tiempo con esa basura de literatura en serie». Una
vez en casa, se largó al bosque y se acomodó debajo de su árbol fa-
vorito donde empezó a leer.
Desde ese momento hasta que se fue sólo pasó un año.
Las cosas no le fueron tan bien como esperaba, apañárselas él
solo en el bosque con catorce años no era tan fácil como había
pensado. No tenía demasiado dinero y sin un arma era imposible
cazar, sabría desollar a un ciervo si conseguía uno (su padre le
había enseñado al menos eso) pero lo difícil era cazarlo. Cuando
se le terminó la carne seca y las latas se vio obligado a ir cojeando
hasta al pueblo más cercano a pedir trabajo en alguna tienda bar-
riendo y colocando estanterías. No necesitaba mucho, lo justo
para comprar más provisiones para sobrevivir de camino a Cali-
fornia y le ayudó el parecer mayor de lo que era, debido sobre to-
do a su actitud, muy madura para sus años.
El autostop le fue bien hasta que llegó a los estados de las
grandes planicies donde a veces pasaba días enteros sin encontrar
quién lo llevara. Al final encontró un tren y se subió a algún vagón
de mercancías de camino a las Rocosas, compartiéndolo con otros
vagabundos, acurrucados alrededor de algún camping gas para
defenderse de un frío que cada día era peor mientras moría el
otoño y llegaba el invierno.
Sus días de galletas secas y poco más se terminaron con
bastante brusquedad. Una mañana lo despertaron violentamente
en una estación cerca de Denver y lo sacaron de malos modos del
vagón unos trabajadores del ferrocarril que llevaban palos. Le
azuzaron un perro y se rieron mientras él corría gritando y
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rezando para llegar a la verja antes de que aquel doberman que no


paraba de ladrar le arrancara un trozo de pierna.
No tuvo tanta suerte, al dar un salto para agarrar la parte su-
perior de la verja de cadenas, con las púas que la coronaban
cortándole las manos que se agarraban desesperadas, el perro
saltó y le hundió los dientes en la pantorrilla izquierda. El dolor
fue increíble incluso con toda aquella adrenalina corriéndole por
las venas. Dio un grito y se cayó, pero el perro se negó a soltarle
sacudiendo la cabeza de izquierda a derecha para arrancarle un
trozo de músculo.
Un aullido lobuno de ira y dolor resonó por todo el ferrocarril,
el perro gimoteó y salió corriendo como si le persiguiera el mis-
mísimo demonio. Los trabajadores se quedaron mirando asom-
brados y muertos de miedo a aquella cosa deforme que ocupaba el
lugar donde había estado el muchacho sólo unos momentos antes,
luego se pusieron a chillar y correr con manchas marrones baján-
doles por las piernas. Pero el chico-cosa aquel les persiguió a
cuatro patas y alcanzó al más rezagado del grupo arrancándole un
trozo de carne al dueño del perro.
Cuando la sangre caliente fluyó en la boca del chico, éste se
paró de repente, sorprendido por aquella sensación. El hombre
estaba tirado en el suelo intentando gatear, llorando como un
chiquillo con los ojos apretados, desesperado y esperando que
aquella cosa que le había atacado desapareciera como un mal
sueño.
Cuando ya no siguió sintiendo los dientes en la pierna, el tra-
bajador abrió los ojos lentamente y miró a su alrededor. La cosa
se había ido, no había ni una señal de ella. Tembló cuando una ola
final de miedo le atravesó el cuerpo y luego se levantó con las
piernas temblando, preguntándose qué había pasado. ¿Había sido
un oso lo que habían sacado del vagón? Debía serlo, nunca había
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oído nada parecido pero era la única explicación razonable. Se fue


cojeando para llamar a una ambulancia y advertir a la policía
sobre el oso huido.
Robert Antonine Erikson no dejó de correr hasta estar bien
escondido en el bosque, lejos de cualquier ser humano, dejando
muy atrás la verja de cadenas, ahora rota y retorcida. Entonces se
desplomó en el suelo cubierto de agujas de pino y tragó aire. Ya
no estaba todo peludo ni tenía garras ni dientes afilados como
hacía un momento. De hecho, estaba desnudo, se le había roto la
ropa cuando se había transformado de repente en ese… lobo.
Casi no podía creerse lo que había pasado. Se había convertido
en un monstruo, sin duda. Se buscó la herida pero no encontró
nada, el lugar en el que le había mordido el perro estaba total-
mente curado. ¿Se había imaginado todo el asunto?
No, todavía tenía el sabor de la sangre en la boca. Intentó
desesperadamente pensar, recordar si le había mordido algún an-
imal durante los últimos meses pero no pudo. Esa no era la
respuesta, pero si no era eso ¿qué carajo le había pasado?
Miró al cielo, al sol de la mañana y sacudió la cabeza. Era de
día y se suponía que los monstruos sólo salían por la noche.
Se levantó del suelo y se escabulló para asomarse al ferrocarril.
Esperó un rato hasta asegurarse de que no había ningún hombre
por allí y luego se acercó a gatas a coger la mochila para ponerse
la camisa y los vaqueros de recambio, las botas ya no tenían
remedio. Tendría que encontrar alguna forma de conseguir unas
nuevas antes de que la gente se preguntara por qué andaba por
ahí descalzo con aquel frío.
Al final recurrió al robo. Se deslizó por Denver de noche hasta
que encontró una zapatería apagada. Después de mirar la dis-
tribución del local por el escaparate, rompió el cristal, entró de un
salto y agarró un par de botas y calcetines de su talla, luego corrió
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como un loco para ocultarse en las sombras. Esperó a que el frío


le entumeciera los latidos del corazón y el miedo antes de robar
luego en una tienda de abrigos. Una vez restaurado el equipo de
viaje, se subió al estribo de un camión para salir de los límites de
la ciudad e hizo a dedo el resto del camino hasta California.
Durante las semanas siguientes el incidente del lobo se con-
virtió en una especie de sueño. Ni siquiera estaba seguro de qué
había ocurrido de verdad, había visto un pequeño artículo de per-
iódico sobre un oso que corría suelto por el ferrocarril y había
atacado salvajemente a un hombre. La fecha era la misma que la
de su incidente lobuno así que empezó a convencerse de que
había sido un oso y que el miedo le había estado jugando malas
pasadas haciéndole creer otra cosa. Claro, el oso era una mag-
nífica excusa: explicaba la ropa rota. Pero no explicaba el sabor a
sangre.
Por fin llegó a California, a la zona de la Bahía de San Fran-
cisco, el hogar de los beatniks (aquellos poetas y rebeldes que
habían inspirado tanto a Kerouac y por tanto a Antonine). Encon-
tró un trabajo colocando comestibles en un mercado de la ciudad
y se pasaba las noches mirando librerías (¡Luces de Ciudad!) y
cafeterías. Fue a lecturas de poesía de Allen Ginsberg, Gary
Snyder y otros miembros del renacimiento poético surgido en esta
ciudad. Y descubrió que se estaba enamorando de Chinatown y de
sus mercados callejeros que le ofrecían todo tipo de comida, desde
pescado hasta pulpo y otras cosas de las que jamás había oído
hablar. Comió un día en un pequeño parque cerca de Chinatown
Square y allí vislumbró por primera vez el Tai Chi. Un anciano
guiaba a un grupo de inmigrantes chinos (tanto jóvenes como vie-
jos) a través de unos movimientos extraños, fluidos, terrenales y
sin embargo tan etéreos.
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Cuando terminaron los ejercicios, Antonine siguió al anciano


líder y le preguntó cortésmente si podía aprender con el resto. El
anciano frunció el ceño y le contestó en chino, obviamente no en-
tendía inglés. Antonine intentó imitar los movimientos del Tai Chi
y luego señaló hacia sí mismo y hacia el maestro e hizo el gesto de
rezar (algo que esperaba que comunicara el «por favor» univer-
sal). El anciano agitó la cabeza y se fue sin prestarle la más mín-
ima atención al occidental.
Antonine empezó a arrastrar los pies para volver al mercado
donde trabajaba cuando advirtió que había un chino en un portal
de enfrente mirándole. Tendría unos treinta y tantos años y vestía
unos caquis y una camiseta blanca. Le hizo una señal a Antonine
indicándole que se acercara.
—No puedes ganarte su respeto con tanta rapidez —dijo el
hombre en un inglés perfecto—. Se necesita tiempo para que los
viejos maestros te presten atención.
—¿Ah sí? —dijo Antonine—. ¿Así que tendría que seguir
viniendo y esperar que me deje seguirles algún día?
—Sí, podría funcionar si es que de verdad quieres aprender.
Pero te va a llevar mucho tiempo. ¿Quieres aprender artes
marciales?
—No lo sé. Nunca me han interesado mucho hasta que vi el Tai
Chi. Parece… pacífico pero útil.
El hombre sonrió.
—El Tai Chi es un arte marcial. Lo has que visto ahora es sólo
en una de sus formas. En realidad es un estilo de lucha.
Antonine recordó su encontronazo con la gente del ferrocarril.
—Supongo que sí quiero saber algo de auto defensa. Ya me he
metido en algún problema.
—¡Entonces te enseñaré! No practico el Tai Chi tanto como el
Bagua, pero también te puedo enseñar Tai Chi.
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—¿Bag-qué?
—Bagua, Boxeo de Ocho Trigramas. Está más o menos basado
en el I Ching, ¿sabes lo que es eso?
—¡Ah, sí! Ya he tirado monedas alguna vez. Me metí en ello
después de leer las opiniones de Carl Jung sobre el oráculo.
—¿Quién?
—Carl Jung, es un psicólogo muy famoso.
—Ah, vale. Pero yo no enseño psicología, yo enseño a luchar.
Antonine sonrió.
—Por mí, vale. ¿Cuándo puedo empezar?
—¿Qué tal esta noche? Pasa por aquí y empezaremos en mi
casa, aquí arriba. Serás mi primer estudiante.
—¿El primero? ¿Por qué yo?
—Porque eres muy interesante, un americano que quiere
aprender artes profundas. Además, acabo de llegar aquí y por al-
gún sitio tengo que empezar.
—¿Acabas de llegar aquí? ¿De dónde? Tu inglés es demasiado
bueno para acabar de llegar de China.
—¡Vaya! ¡Eso demuestra lo mucho que sabes! Para tu informa-
ción, en Hong Kong se habla el inglés de su Graciosa Majestad
bastante bien.
—No tienes acento británico —dijo Antonine ligeramente
burlón levantando las cejas.
—Antes sí, pero entonces viví en la Chinatown de Nueva York
un año. ¡Casi parecía italiano hablando cuando salí de allí!
Antonine se echó a reír.
—Vale, me lo creo, pero tengo que volver al trabajo. Estaré
aquí esta noche. ¿Y cómo te llamo?
—Grulla Alegre.
Antonine se rió de nuevo.
—¿Y no hay nombre de pila?
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—Sólo Grulla Alegre. Te veré esta noche, Antonine.


Antonine sacudió la cabeza y volvió al trabajo y no se dio
cuenta hasta más tarde, cuando estaba pegándole las etiquetas de
precios a las latas de guisantes que nunca le había dicho su
nombre a Grulla Alegre.
Capítulo siete

Grulla Alegre fue toda una revelación. Durante su segundo en-


cuentro, la primera clase de Antonine, realizó una serie de movi-
mientos marciales. Después de cada lección se volvió hacia An-
tonine y dijo.
—Ahora haz tú lo mismo.
Antonine intentó diligentemente imitarle con resultados
desiguales. Grulla Alegre, agitando la cabeza con una mezcla de
aprobación y desilusión, se transformó en una criatura gigantesca
y lobuna que miró a Antonine con unos penetrantes ojos amaril-
los, unos ojos que le hablaban de profundidades y dimensiones
infinitas que iban más allá de lo material.
Luego dijo con una voz profunda que era más bien un gruñido
atronador.
—Ahora haz tú lo mismo.
Antonine lo miró horrorizado, temblando, pero antes de que el
miedo pudiera impulsar a sus estremecidas piernas a echar a cor-
rer, algo en la postura de Grulla Alegre le tranquilizó los nervios y
el corazón. En vez de miedo sintió un gran alivio, se sintió libre
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del dolor, la confusión y las dudas que le habían embargado desde


la experiencia del ferrocarril. Había sido algo real.
Entonces empezó en serio la preparación Garou de Antonine.
Durante los dos años siguientes se entrenó con Grulla Alegre no
solo en las artes marciales internas (Bagua, Tai Chi y Sing-I) sino
también en las costumbres de los Contemplaestrellas, hombres
lobo dedicados a las formas orientales de conocimiento.
Aprendió que ser hombre lobo no le limitaba a cazar seres hu-
manos cuando había luna llena ni le destinaba a morir un día del
disparo de una bala de plata. Saber que podía controlar su ira y
sus poderes de metamorfosis a través de la disciplina mental fue
para Antonine el mejor descubrimiento de su corta vida.
Supo después que Grulla Alegre le había estado vigilando en
secreto desde que llegó a la ciudad. Los espíritus Theurge le
habían advertido de su llegada y muy pronto se había dado cuenta
de que Antonine no sabía quién era ni lo que era. Creía que a An-
tonine le estaba cuidando un poderoso Busca-Parientes (un es-
píritu que le habían dedicado al nacer mediante un rito Garou).
Después de interrogar a Antonine atentamente sobre las circun-
stancias de su nacimiento, llegó a la conclusión de que su madre
había sido Parentela y que sus parientes Contemplaestrellas
habían unido al Busca-Parientes con Antonine poco después de
nacer éste. Este Busca-Parientes debía asegurarse de que Anton-
ine encontrara un día a un compañero de tribu que pudiera pre-
pararle y Grulla Alegre había sido ese compañero.
Más que el descubrimiento de ser Garou, lo que de verdad ab-
rumó a Antonine fue su primer paso a la Umbra, el mundo de los
espíritus que se encontraba más allá de la Celosía erigida
alrededor del mundo material por la inconsciente aceptación hu-
mana de la Tejedora. Cuando Grulla Alegre llevó a su joven pupilo
al Reino Etéreo por primera vez para que conociera a los
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Contemplaestrellas que estaban allí y contemplara el inmenso


firmamento, Antonine vio su vocación en las estrellas, allí escrita
como si las constelaciones fueran las páginas de un libro. Vio un
destino al servicio de Gaia como Media Luna, debía intentar con-
seguir armonía entre los grupos divididos, crear unidad entre la
diversidad. Rezó entonces al espíritu de la estrella central de su
visión, Vegarda, la Estrella Polar del Norte, eje de los cielos, para
que le concediera la voluntad de aceptar esta tarea y la sabiduría
para llevarla a cabo.
Otros dos cachorros llegaron a la escuela de Grulla Alegre dur-
ante aquel año. Al igual que a Antonine, los había descubierto
Grulla Alegre o sus espíritus.
Uno de ellos era Catrina Scarborough, hija de un británico, un
rico magnate del té que vivía en Nueva Delhi. La habían mandado
a un internado de California cuando era muy pequeña y apenas
conocía a su familia. Resultó que su abuelo había sido un Contem-
plaestrellas, pero la herencia lobuna se había saltado una
generación.
El otro era Wen Chou, hijo de inmigrantes chinos que vivían
en Chinatown. Los miembros de su familia eran buenos amigos de
la Parentela humana de Grulla Alegre y era la razón por la que
Grulla Alegre había venido a San Francisco: a preparar a Wen
Chou cuando sufriera su Primer Cambio, lo cual ocurrió cinco
meses después de que Antonine se hubiera puesto bajo la tutela
de Grulla Alegre, cuando Wen Chou cumplió quince años. Así
pues, él y Antonine tenían casi la misma edad mientras que Cat-
rina era un poco mayor, ya que no había experimentado su Primer
Cambio hasta los diecisiete años.
Los tres se convirtieron en muy buenos amigos y después de
dos años, Grulla Alegre anunció que ya era hora de que viajaran al
corazón del poder Contemplaestrellas: Nepal y el Tíbet. Él no les
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iba a acompañar, pues ya habían aprendido todo lo que podía en-


señarles en aquel momento de su entrenamiento, ahora tenían
que encontrar clanes en Oriente que les aceptaran para completar
su paso de Garou principiantes a veteranos.
Antonine se llevó a los otros de mochileros por toda California
para enseñarles a viajar ligeros por diferentes tipos de terreno.
Por supuesto que él también estaba aprendiendo todavía, pero
eran unos viajes mucho más fáciles ahora que podía recurrir a las
habilidades Garou, por ejemplo, ya no necesitaba un arma para
cazar ciervos. Seguir el rastro de la caza era pan comido si se
tenían sentidos lobunos, y lo mismo para la resistencia; las difer-
entes formas que podían adoptar les proporcionaban grados
diferentes de fuerza y aguante, así que después de unos cuantos
de esos viajes, supusieron que ya estaban listos para cualquier
penalidad que les reservara Asia.
Se fueron en un barco mercante que hacía escalas en Tokio,
Hong Kong y Singapur antes de atracar en Sri Lanka. Atravesaron
a pie la isla hasta Talaimanar y allí cogieron un transbordador
hasta la India.
Grulla Alegre les había pedido insistentemente que evitaran la
Penumbra india pues estaba poblada por seres extraños con
propósitos ilegibles, algunos hostiles, otros simplemente egoístas.
Era mejor que esperaran a ponerse en contacto con uno de los
Contemplaestrellas de los que les había hablado antes de intentar
viajar por la Umbra de allí. Necesitarían un guía para moverse por
sus diferentes costumbres.
Viajaron como mochileros por toda la India a pie, en tren y en
autobús, visitaron varios santuarios humanos (dedicados a los di-
oses hindúes y a Buda), y conocieron a hombres y mujeres santos
en los varios ashrams[2] en los que se alojaron por el camino. Su
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conocimiento de la religión y filosofía humana se profundizó pero


recordaron el aforismo de Grulla Alegre de que las verdades espir-
ituales humanas eran diferentes de las verdades Garou. Los hu-
manos tenían que desempeñar su propio papel en el reino de
Gaia, separado pero a menudo parecido al de los Garou.
Por fin llegaron a Katmandú, en Nepal, y allí se encontraron
con Contemplaestrellas del Clan de las Cuevas Elevadas, a los que
ya les habían hablado de los muchachos y esperaban su llegada.
Habían llegado en un momento muy favorable ya que la semana
siguiente, la tarde del 3 de febrero y durante los tres días
siguientes, iba a ocurrir una gran conjunción de los planetas, el
sol y la luna.
Muchos de los humanos del lugar temían que aquello presagi-
ara el fin del mundo pero los Contemplaestrellas veían en esa con-
junción una gran oportunidad para despertar a una nueva genera-
ción de todo el mundo a la sabiduría de Oriente. Antonine y sus
compañeros eran unos símbolos perfectos de lo que los Contem-
plaestrellas esperaban que prometieran las estrellas: una nueva
ola de sabiduría oriental que llegara a Occidente.
Llevaron a los cachorros a un monasterio de las más altas
montañas, un sistema de cuevas que, por fuera, parecía el retiro
de monjes budistas o ascetas hindúes pero que por dentro llevaba
a una madriguera de cuevas donde la tribu celebraba sus ritos y
nutría un túmulo, un lugar de poder espiritual en el que la Celosía
que separaba el mundo de la carne y el espíritu era muy fina.
Desde aquí los monjes abrieron un puente lunar al Reino
Etéreo donde se iban a reunir con Contemplaestrellas de todo el
mundo para llevar a cabo un gran rito que conmemorase la con-
junción planetaria. Y aquí se permitiría a uno de los tres nuevos
estudiantes que declarara su compromiso con las costumbres del
clan y permaneciera luego para realizar años de estudios. Sólo se
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permitiría a uno de los tres cachorros comprometerse de esa man-


era, los otros dos tendrían que buscar su admisión en otro lugar.
Se reunieron aquella noche para decidir quién se iba a quedar.
Pronto quedó claro que Catrina era a la que más le gustaba lo que
veía allí, así que Antonine y Wen estuvieron de acuerdo en cederle
a ella el honor. Después del gran rito, ellos seguirían adelante en
su búsqueda de otro clan en el que quedarse. Fue una noche de
despedidas agridulces pero llena de júbilo en la que celebraron el
lugar que Catrina acababa de encontrar en el mundo de los
Contemplaestrellas.
El gran rito de la conjunción le resultó bastante confuso a An-
tonine. Aunque había estudiado el saber de las estrellas con
Grulla Alegre, los poderosos rituales de los Contemplaestrellas re-
unidos, todos ellos pertenecientes a los rangos mejor consid-
erados, le resultaban incomprensibles. Después de sentirse frus-
trado durante un rato, dejó de intentar comprenderlo todo y se
empapó de todo lo que pudo con la esperanza de recordar algún
día lo suficiente para atar todos los cabos de lo que estaba
pasando.
Cuando empezó la conjunción, Antonine se quedó helado de
admiración y maravillado ante su primera visión de su tótem tri-
bal, Quimera. Este dragón con cabeza de león había aparecido
ante su tribu para bendecir el acontecimiento; mientras el dragón
giraba por encima de sus cabezas, Antonine creyó que el gran es-
píritu le miraba a él. Más tarde, Wen confesó lo mismo, quizá el
tótem había examinado a todos los recién llegados.
Después de pasar allí los tres días de la conjunción, Antonine y
Wen cargaron con las mochilas y se despidieron de Catrina y de
los jefes de clan. Les habían indicado el camino hacia el Monas-
terio Shigalu en las montañas del Tíbet, así que se pusieron en
camino uniéndose a un grupo de peregrinos, algunos de los cuales
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eran Parentela Contemplaestrellas, para esquivar a las autorid-


ades fronterizas que intentaban evitar que nadie entrara en el
Tíbet ocupado por China.
Después de un viaje largo y duro, evitando una vez más la Um-
bra, llegaron al retirado monasterio y fueron recibidos por el Clan
del Lince de las Nieves que los consideraron invitados de honor.
Shigalu era el túmulo más antiguo de los Contemplaestrellas y
guardaba los mayores tesoros de la tribu, aunque a los Garou
jóvenes como Antonine y Wen no se les permitía el acceso a ellos.
Quizá después de años de servicios a la tribu se les permitiría ver-
los, pero todavía no.
Pasaron allí tres meses idílicos aprendiendo a meditar como
Contemplaestrellas, encontrándose con espíritus apreciados por
la tribu y cultivando los secretos que les mostraban los famosos
Dones que permitían que los Contemplaestrellas disfrutaran de
aquel misterioso sentido del equilibrio. También supieron de los
asuntos más oscuros que amenazaban a la tribu y al mundo, del
Wyrm, de su buche devorador y sus corruptos secuaces. Pero
sobre todo aprendieron cosas sobre la Tejedora que había conver-
tido al Wyrm en una fuerza de corrupción pura. Era con la Teje-
dora con la que los Contemplaestrellas tenían que tener cuidado,
las otras tribus no le prestaban mucha atención, suponiendo que
estaba demasiado lejos para poder afectar demasiado a sus
destinos.
—Es como un dedo que señala a la luna —dijo un venerable
monje de Shigalu—. La Tejedora es la luna, pero las otras tribus se
preocupan del dedo.
Sus palabras escondían una sabiduría que iba más allá del
mero significado y les demostró a Antonine y Wen el poder del
sonido, cómo sus vibraciones podían liberar pensamientos y des-
pertarles a instintos que llevan mucho tiempo enterrados en los
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seres humanos. Les instruyó en los cánticos que podían revelar la


Mente Elemental, la mente primaria todavía libre de la dualidad
de la lógica y las formas, una mente que fluía como el agua, se el-
evaba como el fuego, se extendía como el aire y se enraizaba como
la tierra en el Verdadero Reino de Gaia más allá de las telarañas
de falsedades fabricadas por la Tejedora.
Les enseñó los cinco Mantras de la Creación Primaria, cada
uno de los cuales era un cántico para invocar en la mente del oy-
ente los elementos que formaron el mundo, incluyendo el es-
píritu. La vocalización correcta de estos mantras podía llevarle a
uno al Verdadero Reino de Gaia y despojarle de los engaños que
persiguen a la mente y el cuerpo. La pronunciación correcta es-
taba muy por encima de la habilidad de los dos cachorros, pero
juraron practicarla durante años para llegar un día a dominar los
sonidos.
Pero al final el idilio se acabó y se anunció que sólo uno de el-
los podría quedarse, unirse al clan y proteger el túmulo. Esa era la
costumbre de los Contemplaestrellas, sólo se aceptaba a un
estudiante.
Tanto Antonine como Wen querían quedarse y no se ponían
de acuerdo en cual tenía que irse, así que muy pronto se rebajaron
a pelearse e insultarse, cada vez más enfadados y amenazando con
una explosión de derramamiento de sangre.
Los monjes los apartaron y el lama declaró que sí que iban a
luchar para ver quién tenía derecho a quedarse, puesto que aquel
era el modo que habían elegido; pero eran Contemplaestrellas y
debían luchar como tales. El duelo que se iba a librar iba a ser de
Kailindo, el arte marcial especial de la tribu, es decir, tendrían que
dominar a su oponente en vez de hacerlo pedazos con las garras.
Es más, el cachorro que se dejara dominar por la ira perdería
automáticamente y tendría que abandonar el túmulo.
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Separaron a Antonine y Wen durante una semana mientras los


monjes les enseñaban a los dos las técnicas básicas del Kailindo.
Les resultó fácil, los dos eran maestros en las artes marciales hu-
manas que les había enseñado Grulla Alegre. Mientras se iba acer-
cando el día del duelo, Antonine estaba cada vez más taciturno,
nunca había deseado que este viaje terminara con la pérdida de
un amigo. Recordó el destino que había visto en las estrellas dur-
ante el rito de conjunción, como Media Luna era obligación suya
unir a los otros, no dividirlos con riñas; pero también deseaba
desesperadamente quedarse. El Monasterio Shigalu era el túmulo
más importante, convertirse en uno de sus cuidadores significaba
tener un acceso incomparable a todo aquel saber durante años y
años. ¿Cómo podía renunciar a eso? Estaba seguro de que Wen lo
entendería si Antonine ganaba el concurso y no se lo tendría en
cuenta.
La noche del duelo, Antonine advirtió la presencia de grupos
de Contemplaestrellas desconocidos en el túmulo. Al parecer
habían llegado de los clanes cercanos para presenciar el duelo.
Antonine sintió una ola de vergüenza bañándole el cuerpo, si no
se hubiera rebajado a pelearse con Wen en primer lugar todo esto
se habría podido resolver con una competición de adivinanzas o a
través de otros medios intelectuales, como un duelo de conocimi-
entos o sabiduría. Era su propia ira la que había provocado
aquella lucha.
Se había preparado un pequeño círculo de piedras lisas para
que fuera la zona de lucha y Wen esperaba en el lado contrario,
tan nervioso y aprensivo como Antonine. El lama jefe hizo sonar
una campana y todos los monjes se hicieron a un lado para mirar
desde las sombras de las rocas que los rodeaban.
Antonine y Wen se acercaron con cautela, estudiándose,
buscando un punto débil. Habían practicado muchas veces juntos
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y sabían cuales eran las debilidades del otro, pero al conocerlas


también habían ayudado al otro a superarlas y ahora ninguno de
los dos estaba seguro de donde buscar una resquicio en la defensa
del otro.
Wen dio el primer golpe, cambiando rápidamente a la forma
Crinos y saltando hacia Antonine, cuyos reflejos humanos no es-
taban tan agudizados. Sin embargo, Antonine consiguió esquivar
por poco la enorme forma lobuna y lanzarle una rápida patata a
Wen cuando éste pasaba. Un golpe que apenas consiguió hacerle
perder el equilibrio.
Antonine cambió a la forma de lobo y se escurrió por debajo
de Wen, luego cambió a la forma feroz más grande esperando tir-
arle con el aumento de masa repentino. Pero Wen parecía estar
esperando algo así porque saltó y le dio una patada a Antonine a
medio cambio y Antonine se quedó tirado aturdido por la fuerza
del golpe.
Antes de poder recuperarse tenía a Wen encima trabándole los
brazos encima y alrededor de las patas delanteras de Antonine
agarrándole con una llave dolorosa. Antonine volvió a cambiar a
la forma de lobo y utilizó la décima de segundo que necesitó Wen
para ajustarse a la pérdida de masa para escaparse de un salto
dándole a Wen en la cara con la cola.
Cambió a la forma Crinos y se dio la vuelta a toda velocidad
listo para enfrentarse a cualquier cosa que intentara Wen. Pero en
vez de cargar contra él, Wen estaba sentado furioso, obviamente
la ira estaba empezando a controlarle, tenía la mirada cada vez
más irrazonable y Antonine se dio cuenta de que se estaba esforz-
ando por controlar su cólera y estaba perdiendo la batalla.
Y si sucumbía, Wen perdía y Antonine sería el vencedor, si
sobrevivía a la ofuscación de Wen. Pero a Antonine no le preocu-
paba eso, sabía que los monjes inmensamente superiores que les
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rodeaban intervendrían para evitar cualquier derramamiento de


sangre auténtico.
Al darse cuenta de que estaba a punto de ganar a costa de
avergonzar a su amigo, Antonine supo que era un precio demasi-
ado alto. Antes de que Wen perdiera el control por completo, An-
tonine dejó caer todas las barreras que vigilaban la ira arrolladora
que siempre escondía en su interior un Garou, y mediante la ac-
ción consiguió que se elevara como el calor de la llama, que se el-
evaba todavía más a causa de la forma de batalla Crinos. Dejó to-
dos sus propósitos a un lado, rompió todas las cadenas que
sujetaban su rabia y Antonine perdió los estribos, cargó contra
Wen como un tren de mercancías sin dejar ni un resquicio para la
razón en su mente.
Luego no recordaba nada, recobró el sentido paralizado por
los brazos de la lama Radhika Cumbre Nevada, su instructora de
Kailindo, y con la ira desaparecida recuperó su capacidad intelec-
tual. A Wen se lo llevaba un grupo de monjes de Shigalu, pero él
volvía la vista hacia Antonine por encima del hombro, con la pre-
ocupación y la inquietud pintadas en el rostro. Aparentemente
sólo habían pasado uno o dos minutos.
La mayor parte de los monjes se alejaron sin echarle ni un
vistazo a Antonine, pero algunos no podían ocultar su decepción
ante su pérdida de control. Antonine bajó la cabeza avergonzado
¿Había hecho lo correcto? Fue incapaz de seguir conteniendo la
pena y se echó a llorar, una única lágrima le corrió por la mejilla.
Una voz desconocida le habló muy cerca:
—¿Derramas una lágrima por ti o porque temes que vuestra
amistad haya terminado? No llores, joven Gota de Lágrima, pues
lo has hecho bien. Aquel que puede dominar su rabia lo suficiente
para evocarla cuando realmente la necesita demuestra sabiduría.
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Antonine levantó los ojos y vio a un hombre chino sentado allí


cerca. Llevaba las túnicas negras y el sombrero de los sacerdotes
del Tíbet, unió los puños delante del pecho y los extendió hacia
Antonine, una señal de respeto tradicional en el mundo de las
artes marciales.
La lama Cumbre Nevada soltó a Antonine y le puso una mano
en el hombro.
—Siento profundamente que no puedas quedarte aquí, espe-
cialmente después de esa muestra de suprema abnegación, tan ex-
traña en un cachorro. —Se inclinó ante Antonine y se alejó camin-
ando para unirse a los otros monjes en el túmulo, donde le dieron
la bienvenida a Wen.
El chino se levantó y se le acercó.
—Bueno ¿y ahora adónde vas?
Antonine negó con la cabeza.
—No lo sé. No tengo ni idea de adonde ir.
El hombre alzó las cejas con burlona sorpresa.
—Imposible. No puede ser. Entonces debes venir conmigo y
aceptar mi hospitalidad.
—Gracias. Le agradezco mucho la oferta. ¿Podría preguntarle
su nombre y dónde vive?
—¡Ja, Ja! ¡Pues claro que puedes! Soy el maestro Chien Cima
de Montaña y vengo del Clan del Propósito Más Puro. ¡Sería un
honor para mí que alguien como tú fuera mi pupilo!
Antonine apenas se podía creer lo que estaba oyendo.
—Pero perdí el duelo ¿Cómo puede hacerme eso merecedor de
tal honor?
—Perdiste por razones que tú escogiste, razones insignes, y de
todas formas tu sitio no está aquí —dijo abriendo los brazos para
indicar las montañas nevadas—. Hace frío y todo es árido. Tú eres
un hombre de los bosques, lo sé.
96/155

—¡Vaya! ¿Y cómo sabe todo eso?


—Vegarda me lo dijo —dijo guiñándole un ojo.
Antonine fue incapaz de ocultar su asombro.
—¿Cómo…? ¿Cómo supo usted que yo estaba conectado con la
Estrella Polar?
Chien frunció el ceño.
—Ya te lo he dicho: ¡me lo dijo ella! Si te puede escribir a ti
mensajes en el cielo, ¡también los podrá escribir para mí! El Clan
del Propósito Más Puro está dedicado a ella, así que ella nos en-
seña ritos especiales para la consecución de sus objetivos. Te ha
escogido a ti así que es lógico que vengas a un túmulo dedicado a
ella.
Antonine no pudo evitar sonreír, ahora todo parecía tener sen-
tido. En lo más profundo de su ser siempre había sabido que
aquel no era su sitio, que había otro lugar para él. Sólo se había
dejado deslumbrar por el túmulo y eso le había cegado impidién-
dole ver cuál era su sitio. Se sintió aliviado ahora que Wen había
ganado y no le importaba que algunos monjes pensaran mal de él
por su supuesta pérdida de control. El maestro Chien y la lama
Cumbre Nevada sabían la verdad y eso le bastaba, no le hacía falta
lucirlo como si fuera una insignia. Y desde luego Wen no podía
enterarse, su amigo se merecía creer que había ganado él sólo.
—Ven —dijo el maestro Chien dirigiéndose hacia el centro del
túmulo—. Tengo hambre y tenemos un viaje muy largo para
volver a China, así que ahora ¡a comer!
Antonine Gota de Lágrima siguió a su nuevo maestro contento
de haber encontrado por fin su lugar en el mundo.
Capítulo ocho

Antonine se pasó los siguientes cinco años preparándose con


el maestro Chien en el Túmulo del Propósito Más Puro en una
montaña al oeste de China. Aprendió el estilo secreto de Kailindo
que practicaba el clan y los ritos especiales asociados con
Vegarda, el espíritu totémico del túmulo. Estudió todo tipo de
saberes humanos y Contemplaestrellas y practicó los juegos de
adivinanzas que ayudaban a la tribu a superar las paradojas y re-
solver los numerosos enigmas que retaban a la mente en sus
viajes por el Umbra. Al contrario que las otras tribus, los Contem-
plaestrellas se atrevían a viajar por los Epiflinos y Quimeras,
reinos de pensamiento puro y sueños caóticos, de donde se traían
joyas de sabiduría, o bien perecían en el intento.
Aunque estaba bastante aislado en el Túmulo del Propósito
Más Puro, tuvo noticias de occidente y le empezó a intrigar la re-
volución cultural que se estaba produciendo en América y el resto
del mundo. Recordó los sueños de libertad y posibilidades sin
límites que le habían infundido las obras de los poetas y escritores
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beatniks y se alegró de verlos por fin tomando forma en la con-


ciencia del pueblo.
Creció dentro de él la necesidad de ver todo aquello en per-
sona y de ayudar a que progresara metiéndose dentro, y aunque
muy pocas veces esa idea le distraía de sus estudios, sabía que
empezaba a llegar el momento de abandonar el monasterio. Tenía
un trabajo que realizar en el mundo exterior.
El maestro Chien lo notó y empezó a enseñarle Dones import-
antes y conocimientos que, en cualquier otro caso, quizá se habría
reservado. Una vez que creyó que Antonine había aprendido todo
lo que él podía enseñarle, el maestro Chien accedió a los deseos de
su pupilo de dejar el túmulo y volver a casa.
Emocionado ante las posibilidades que le ofrecía el futuro pero
triste por abandonar el túmulo que había llegado a amar tan pro-
fundamente, Antonine cargó la mochila y abrazó a su maestro
bajo la trémula luz del puente lunar que el Guardián de la Puerta
le había abierto. Y sin más despedidas, entró en la luz plateada y
se dirigió a la salida del puente situada en América.
Hundió sus raíces una vez más en las Catskills y se esforzó por
cumplir sus obligaciones como Philodox y Contemplaestrellas.
Quizá no había ningún otro lugar en América donde los relaciones
de la comunidad intertribal estuvieran tan estropeadas como en el
estado de Nueva York: la Camada de Fenris se peleaba con los
Wendigos y los Señores de la Sombra intentaban dominar a los
Uktena y a los Colmillos Plateados. Aquí sí que había mucho tra-
bajo que hacer para unir a la Nación Garou.
Durante las décadas siguientes, Antonine se fue ganando poco
a poco el respeto reticente de la mayor parte de las tribus, aunque
algunos intentaron tacharle de simple patán chalado y hippie que
se negaba a renunciar a los 60. Por supuesto, los Hijos de Gaia del
Túmulo de los Lagos Finger hicieron causa común con él pero
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tuvo que luchar durante muchos años para que los otros reconoci-
eran la utilidad de su sabiduría.
Pero todas aquellas victorias se vieron mitigadas al final por la
tragedia de la caída del Monasterio Shigalu ante el Wyrm. Asesin-
aron a la mayor parte de sus defensores (incluyendo a su buen
amigo Wen) y saquearon todos sus tesoros, sólo escaparon unos
cuantos supervivientes para contar la historia.
Este terrible acontecimiento fue lo que inició la retirada de los
Contemplaestrellas de la Nación Garou occidental. Se convocó
una asamblea en el Túmulo de la Cueva Elevada, en Nepal y se es-
peraba que acudieran todos los ancianos Contemplaestrellas. An-
tonine fue con al esperanza de convencer a la tribu de que no se
separara pero poco después de su llegada supo que el peso de la
opinión general estaba en su contra.
Se manifestaron entonces todas las divisiones existentes den-
tro de la tribu, lo que antes estaba escondido bajo el disfraz del
discurso razonado ahora se transformaba en discusiones en todas
las regiones y facciones. Aquellos que siempre habían envidiado la
importancia del Clan del Lince de las Nieves utilizaron el mo-
mento para condenar la arrogancia que había acabado con él.
Pero los defensores del Lince de las Nieves, todavía en mayoría,
criticaban lo que ellos llamaban el dominio de la ira y los celos
que la victoria del Wyrm había llevado a lo que antes era una tribu
unida.
Lo que debía ser una reunión tranquila y solemne se convirtió
en una serie de duelos físicos entre maestros ilustrados, todos in-
tentando ganarse la preponderancia de sus ideas a base de vencer
físicamente a la oposición, contando más con esos antiguos in-
stintos del dominio del lobo alfa que con los argumentos
razonados.
100/155

Lo cual, sin embargo, no era algo desconocido dentro de la


tribu, que siempre había caminado por un alambre tembloroso
sobre un abismo de instintos salvajes. Al contrario que los seres
humanos modernos, cuya veneración por la razón iba acom-
pañada por el miedo al instinto, la mayor parte de los Contem-
plaestrellas sabían que ambos factores formaban un continuo in-
divisible, una interacción constantemente cambiante del yin y el
yang, del cielo y la tierra. La mayor sabiduría de los Contemplaes-
trellas era rendir homenaje a las posturas contradictorias, abrazar
la paradoja y respetar todas las cosmologías.
Esa tarde Antonine se sentó fuera del túmulo, sobre las
piedras frescas de la salida, con su vieja amiga Catrina, que ahora
se llamaba Catrina Ojos de Gato, una de las ancianas del túmulo.
—Sabes que esto no está bien —le dijo—. Retirarnos no es la
mejor manera de resolver nuestras diferencias.
—Y tú sabes que hay momentos para retirarse así como para
avanzar —le contestó ella—. El ciclo del yin y el yang exige aban-
donos tanto como compromisos, cada uno a su tiempo. Ha lleg-
ado el momento de abandonar.
Antonine suspiró.
—Si se mira desde una perspectiva cosmológica, estoy de
acuerdo con que estos tiempos se pueden interpretar así. Pero no
puedo evitar pensar, sin embargo, que esta interpretación en con-
creto es incorrecta. Dejar el asalto, sí, pero no las alianzas.
—Aquellos de los nuestros que están más preparados que tú
para leer las estrellas piensan de otro modo. No es mi intención
despreciar tus talentos, sólo deseo recordarte que aquí hay Con-
templaestrellas que son mayores y más sabios que tú y yo.
—Sí, eso es muy cierto. Sé que las razones son muy sólidas. Las
Cortes de la Bestia van a jugar un papel más importante incluso
en Occidente en los años venideros y necesitamos su confianza. Es
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sólo que… deberíamos estar aliados con todos, no sólo con un


lado o el otro.
—La política. Qué putada, ¿no?
Antonine se echó a reír ante la vuelta de su amiga a su antigua
manera de hablar, cuando estaban estudiando con Grulla Alegre.
Se volvió hacia ella y sonrió.
—Te has convertido en una monje muy noble, tan diferente de
aquella Garou más joven e impetuosa.
—Y tú te has convertido en un hombre profundamente seguro
de sí mismo. Tan diferente de aquel Garou más joven e inseguro.
—Los dos hemos crecido. Y cambiado —Antonine hizo una
pausa antes de continuar mirando desde su atalaya aquellas
montañas lejanas pero inmensas que se extendían por todo el ho-
rizonte—. No puedo abandonar mi trabajo, sabes. No importa lo
que decidan al final, no puedo renunciar a los otros; llevo demasi-
ados años intentando unirlos y no puedo abandonarlo ahora.
—Nadie te lo va a pedir. Los ancianos no pueden decirle a un
individuo qué camino debe seguir, por mucho que quisieran.
Saben que no pueden, eso es lo que nos hace diferentes de las
otras tribus.
Contemplaron la noche juntos durante un rato y luego Anton-
ine se levantó.
—Tengo que irme. No hay razón para que espere aquí la de-
cisión que van a tomar en la reunión, ya les he dicho todo lo que
he podido y me enteraré de los resultados de un modo u otro.
Catrina se levantó y le tomó las manos mirándole a los ojos.
—Adiós, Antonine Gota de Lágrima. No te desvíes jamás de tu
camino, no importa si la tribu entera toma el contrario.
Antonine asintió y se rozaron las frentes. Luego el hombre se
giró y volvió a subir la montaña para dirigirse a las cuevas y al
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Guardián de la Puerta, al puente lunar que le devolvería a su


hogar.

A Antonine le picaba la palma de la mano, la incomodidad


había crecido durante la noche y se negaba a desaparecer distray-
endo por fin a Antonine de su meditación y sus recuerdos. Tenía
la sensación de que le había salido una erupción muy dolorosa.
Todavía posado con las piernas cruzadas sobre el observatorio
de la cabaña abrió los ojos para contemplar los bosques noc-
turnos. Eran quizá las tres de la mañana.
Se miró la mano esperando ver un parche de marcas rojas
pero se asombró cuando vio el brillo palpitante de la luz de la
luna. Una quemadura de treinta y ocho años le brillaba nueva-
mente en la mano, recordándole por primera vez en años el
acontecimiento que la había provocado, la visión que había tenido
de Quimera y la senda brillante que le había quemado la piel al to-
carla como si fuera plata.
¿Por qué se había encendido de nuevo después de tantos años?
¿Hubo algo en la meditación de recuerdos que la había desper-
tado? ¿O estaba relacionada de algún modo con el presente, con
los acontecimientos que estaban teniendo lugar en Europa?
Descendió con cuidado del observatorio al tejado de madera y
de allí saltó al suelo. Buscó por el claro pero no vio nada fuera de
lo normal que pudiera relacionar con aquel resplandor renovado y
por tanto se quedó mirando fijamente al carillón de viento espe-
jado que colgaba en el porche muy cerca de allí. Levantó la palma
de la mano para atrapar el reflejo brillante con el cromo del
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objeto, rasgó la Celosía con la vista y pasó al otro lado siguiendo el


camino que le marcaba la luz.
La Penumbra estaba tranquila, aunque no anormalmente
tranquila ya que oía chasquidos tenues provenientes de lo más
profundo del bosque y provocados por los pequeños espíritus
gaflinos que se alimentaban por entre las crujientes hojas de
otoño que cubrían la marga.
La mano le brillaba cada vez con más fuerza y la extendió ante
él, a lo lejos vio un destello de respuesta, el ligero resplandor de
una tenue senda lunar que reflejaba la luz de la luna.
Entró precipitadamente en la cabaña para coger el saco que
tenía allí, el que guardaba en la Umbra por si lo necesitaba para
un viaje rápido. Salió de la cabaña y siguió el brillo que le llevaba
a la lejana senda lunar, sacando el klaive del saco y enganchán-
dose la funda en el cinturón.
No sabía dónde le iba a llevar aquella senda pero sospechaba
que debía haberla tomado años antes.
Capítulo nueve

La senda lunar entraba en la Umbra Profunda alejando a An-


tonine de la Penumbra que rodeaba su cabaña y de las Catskills.
La siguió durante el resto de la noche hasta que empezó a des-
vanecerse lentamente cuando se puso la luna y llegó la verdadera
noche a la Umbra. Durante todo el camino se encontró con varias
sendas laterales que se dividían y que llevaban a pequeños reinos,
sobre todo calveros, bosques en miniatura u otros yermos, mun-
dos enteros en sí mismos.
Cuando la senda empezó a desvanecerse buscó uno de esos
calveros para pasar el día y escogió uno que parecía prometer una
cascada, a juzgar el rugido apenas perceptible que se escuchaba
incluso en la senda lunar. Entró en sus fronteras tras salirse de la
senda y se encontró en un pequeño prado iluminado por el sol
ante un cañón. Se acercó con cuidado al borde, se asomó y vio el
agua blanca que se precipitaba bastante más abajo, el rugido era
más fuerte a su izquierda, detrás de una curva de la roca así que
sospechó que la catarata, la fuente del río que había allí abajo, se
encontraba por aquella dirección.
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Volvió al prado y se dirigió a su periferia, unas cuantas flores


silvestres crecían entre las rocas que bordeaban la planicie de
hierba y había también unos cuantos árboles. A lo lejos se veían
montañas cubiertas de bosques y Antonine empezó a preguntarse
si más que un calvero no era un bolsillo de Penumbra en el sur de
las Apalaches.
Pero no era algo que le preocupara demasiado así que desen-
rolló la manta y se echó en el suelo. Se quedó dormido muy
pronto aunque incluso en las etapas más profundas del sueño
tenía alerta todos los sentidos para despertar a la primera señal de
peligro.
Despertó horas más tarde, el sol invisible ya se había ocultado
tras las montañas y se elevaba una neblina que envolvía a los gi-
gantes precámbricos en un manto gris. Antonine se incorporó y
escuchó en busca de alguna señal de espíritus. Oyó unos pájaros
piar en la distancia, aparte de eso, el silencio era completo.
Abrió la mochila y sacó una botella metálica de agua vacía, es-
taba adornada con glifos y sellada con un antiguo trozo de cuero.
La sujetó con las dos manos y pareció rezar ante ella, con-
centrando su voluntad para despertar al espíritu que moraba en el
interior. El diminuto ser se desplegó allí dentro y se convirtió en
un remolino dentro de los confines de la botella, creciendo para
llenarla hasta el borde de agua fresca y pura. Antonine le dio las
gracias y bebió del fetiche, el espíritu se quedó quieto de nuevo
pero el agua no desapareció.
Antonine selló la botella con el trozo de cuero y la volvió a
meter en la mochila. Luego sacó una bolsa de carne seca y masticó
unos cuantos pedazos mientras miraba como se mecían las flores
en la brisa que subía del cañón. Una vez satisfecho, dobló la bolsa
y la guardó otra vez en la mochila. Luego se levantó e hizo lo
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mismo con la manta atando las correas de cuero a la parte inferior


de la mochila.
Ya era de noche, se echó la mochila al hombro, volvió a la som-
bra de la roca por la que había entrado y dejó el calvero para en-
trar una vez más en la senda lunar.
Se miró la mano, ya no brillaba así que ahora iba a tener que
fiarse de la senda y de su experiencia en viajes por la Umbra. No
tenía ni idea de a donde llevaba aquella senda pero estaba seguro
de que era a algún lugar importante para la visión de Quimera. A
la luz de los últimos acontecimientos no tenía más elección que
seguirla, era la única pista que tenía.
Siguió andando hasta la hora del Cénit Lunar antes de pararse
en la senda para mascar más carne seca y beber más agua. Si
fuera necesario podía pasarse días sin ningún alimento. Un es-
píritu de la montaña le había enseñado el truco de privarse de las
necesidades corporales y subsistir durante un tiempo gracias ún-
icamente al puro propósito de continuar, pero no iba a funcionar
para siempre, al final iba a necesitar más comida. No le apetecía
recurrir a ese saber hasta que se le terminaran las provisiones y
disminuyera toda esperanza de reponerlas.
Continuó caminando.
La región por la que caminaba ahora se hizo menos densa,
había menos sub-reinos que salieran de la senda. Y los espacios
que había entre ellos tenían un aspecto lóbrego, como si no los
habitaran siquiera los gaflinos o los yaglinos. No estaba seguro de
dónde estaba, no le resultaba nada conocido, jamás había oído
hablar de un sitio así. Supuso que se encontraba en alguna parte
abandonada de la Umbra Profunda por la que no viajaba nadie y
de la que habían desertado sus espíritus residentes. ¿Pero por
qué? ¿Qué les había obligado a marcharse?
107/155

Al poco rato empezó a notar que a lo lejos se veían las hebras


viejas, secas y quebradizas de telarañas. Secuaces de la Tejedora.
Este lugar había sido dominado o habitado por los espíritus de la
Tejedora, pero las telarañas eran tan frágiles y estaban tan
destrozadas que tuvo que ser mucho tiempo antes.
Antonine se paró en la senda y cambió a la forma mucho más
grande de Glabro, olisqueó el aire pero no halló ningún olor de la
corrupción del Wyrm. El lugar estaba verdaderamente vacío y
abandonado y no habían sido las criaturas del Wyrm las que
habían echado a los habitantes.
El misterio de aquel lugar fascinaba e inquietaba a la vez a An-
tonine. No era ningún Theurge y aunque pasaba mucho tiempo
aprendiendo de otros cosas sobre la Umbra y los espíritus, estos
no había sido el centro de atención de su preparación durante to-
dos aquellos años. No sabía lo suficiente de geografía de la Umbra
para identificar el lugar o su posible aparición en alguna leyenda.
Sin más pistas para continuar, Antonine siguió su camino
buscando el final de la senda.
La luna estaba otra vez a punto de ponerse y la senda em-
pezaba a oscurecerse cuando el camino terminó al borde de un
reino. Pero no era ningún calvero ya que no se filtraba ninguna
señal u olor de la naturaleza interior. Si acaso se parecía a un
acantilado ciclópico construido con bloques tallados de modo uni-
forme, todos ellos cuidadosamente encajados entre sí para formar
un muro inmenso cuyo borde llegaba mucho más allá de la vista
de Antonine. Lo contempló atentamente en la oscuridad creciente
y vio tallas y jeroglíficos pero fue incapaz de distinguir las formas
o los significados. Con la luz desvaneciéndose muy rápido y la
senda ya casi invisible, no tenía más elección que entrar en aquel
reino desconocido.
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Todo aquello emitía una sensación de vasta antigüedad. An-


tonine se paró en una enorme cueva construida con los mismos
bloques. Aquí, sin embargo, unos pilares redondos alineados en
dos filas se extendían hasta el infinito delante de él; ahora veía las
tallas, trabajadas en espirales desde la parte inferior de las colum-
nas hasta la parte superior, que contaban narraciones lineales por
medio de imágenes.
Se acercó con cuidado a la columna más cercana y empezó a
examinarla. El estilo artístico parecía un cruce entre el arte maya
y el chino: las figuras planas, redondas e iconográficas de las tal-
las mayas pero con paisajes que hablaban de nieblas y agua, pare-
cidos a los que aparecen en las pinturas chinas. Tenían el aspecto
de unos seres primarios y abstractos que caminaban por paisajes
delicadamente detallados pero distantes.
Una voz suave y baja le susurró al oído:
—Ah, sí, la historia del Jefe Lanza Ejecutora y como ganó el
corcel grifo…
Antonine se dio la vuelta de un salto asumiendo instantánea-
mente una postura defensiva. La mujer esbelta, vestida con una
túnica y con el pelo oscuro atado formando tirabuzones no hizo
ningún ademán de acercarse ni de alejarse de él. Le miró sin ex-
presión aunque Antonine detectó un cierto deje de extravagancia.
—¿Quién es usted? —preguntó relajando el cuerpo pero to-
davía alerta para asumir cualquier postura ofensiva o defensiva en
un instante.
—Soy la Bibliotecaria de los Sueños —contestó la mujer algo
confusa ahora que él le había preguntado su identidad—. Y ésta es
una de las salas de archivo más antiguas. ¿Por qué has venido si
no conocías esto?
Antonine miró la «sala» buscando señales de paredes además
de la que había cerca de la entrada por la que había pasado y no
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vio ninguna. Si aquello no era más que una sala no quería ver las
otras. ¿Podía una sola mente comprender una visión así del
infinito?
—Me trajo aquí —dijo— una senda lunar.
Ella le echó una mirada burlona y abrió más los ojos como in-
vitándole a continuar.
»Un camino tendido por Selene, la Luna.
La mujer levantó la ceja izquierda.
—¿Sí? ¿Entonces qué haces en los Registros de la Civilización?
Estoy segura de que buscas las Historias Celestiales o las Cortes
Animales.
Antonine sintió mucha curiosidad pues ambas sugerencias
parecían prometer saberes olvidados, pero le habían guiado hasta
aquí por una razón.
—No, creo que estoy en el lugar adecuado. Verás, soy un hijo
de Quimera.
—Sí, claro que sí. No estarías aquí si no lo fueras. Bueno, ¿por
qué la Civilización? ¿Hay algún tema en concreto que desees
investigar?
—Sí —dijo Antonine—. Una senda lunar de plata. Un camino
espiritual hecho de plata lunar.
—Hmm —dijo la bibliotecaria pensándoselo un momento—.
No recuerdo nada así; aunque… espera un momento. Ah, sí, hay
una contrarreferencia. Te llevaré hasta allí. —Echó a andar por
aquella inmensa sala sin ni siquiera mirar a Antonine, aparente-
mente segura de que la seguiría.
La siguió. Caminando a poca distancia detrás de ella, la siguió
pasando al lado de más columnas, cada una de las cuales
presentaba diferentes personajes y paisajes. Aquella antigua sala
se hizo más antigua todavía mientras el polvo se acumulaba en el
suelo y en los rincones y grietas de las columnas.
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—Aquí estamos —dijo parándose ante una columna y le quitó


con la mano lo que parecían ser viejas telarañas—. Llevo bastante
tiempo sin verla. De hecho, no creo que nadie haya venido a leerla
jamás. Bueno, tú serás el primero —sonrió a Antonine, le saludó
con la cabeza y luego volvió por donde había venido mientras sus
pasos resonaban y desaparecían a través de aquel inmenso
espacio.
Una vez que desapareció, Antonine se puso de rodillas para
examinar la base de la columna. La iconografía estaba llena de
arañas y animales, paisajes primarios y, sobre todo ello, la luna.
Mientras pasaba los dedos sobre las tallas e intentaba seguirlas de
abajo a arriba moviéndose alrededor de la columna para seguir la
historia que se leía en espiral, sintió como se le iban cerrando los
ojos. Sintió que el sueño le vencía pero no pudo librarse de él y
antes de poder hacer nada para evitarlo, estaba soñando…

La Abuela Araña retorcía angustiada y obsesivamente las ocho


manos. No sabía qué hacer. Cada telaraña que tejía, cada dibujo
cuidadosamente elaborado que forjaba enseguida lo destruía el
torbellino impetuoso del Kaos, que no atendía a ruegos ni mostra-
ba ninguna compasión, destrozando sus obras en un delirio de de-
strucción que dejaba su arte hecho jirones.
Se estaba volviendo loca. ¿Cómo iba a seguir construyendo co-
sas sólo para que se las destrozaran? Le rogó al Wyrm, la gran ser-
piente del mundo, que devorara al Kaos y detuviera toda aquella
destrucción. Pero el Wyrm no le hizo caso.
O eso creía ella. En realidad, más allá de lo que veía en su des-
olación, el Wyrm trabajaba para contener el torbellino y dirigirlo
111/155

lejos de las obras de la Tejedora según transcurrían las estaciones.


Cuando las telarañas estaban demasiado cansadas o viejas,
soltaba al Kaos y no entorpecía su camino de destrucción hasta
que cambiaban una vez más las estaciones y volvía a empezar el
trabajo de la creación.
Pero la Araña no entendía nada de esto, todo lo que veía era
destrucción, nunca la creación que el Kaos dejaba a su paso, las
nuevas formas que podían crecer ahora para realizar todo su po-
tencial cuando se habían roto los dibujos y códigos excesivos
elaborados por la Tejedora.
Ésta ideó un plan para contener al Kaos, para volver el poder
del Wyrm contra él en todas las estaciones. Sin razonar, sólo pre-
ocupada por sus pobres labores rotas empezó a tejer una poderosa
telaraña alrededor del Wyrm atrapándolo con sus enredos pega-
josos, encadenando a la serpiente a su voluntad.
Pero el Wyrm no era ningún esclavo, se revolcó y aulló y siseó
en su encierro, e intentó salir a escondidas de las cuerdas que lo
ataban. Pero sus movimientos sinuosos lo único que hacían era
apretar más la telaraña; desesperado mudó de piel con la esper-
anza de deslizarse por los hilos de seda mientras su antigua piel
refrenaba aquella celosía cada vez más estrecha. Todo en vano.
El Kaos no atendió a sus aullidos de ira y dolor pues el Kaos no
atiende a nada ni nadie.
La Araña Celestial tejió un capullo alrededor de la serpiente,
que no dejaba de luchar; y tan ocupada estaba en su tarea que
olvidó el mundo que la rodeaba, pendiente sólo de la telaraña y el
complejo trabajo de elaborarla bien para atrapar totalmente al
Wyrm.
No vio el rayo de luna que entró en la cueva donde había de-
safiado a la serpiente en su guarida. El rayo de luna se convirtió
en un hilo de plata que empezó a meterse (sí, como una serpiente)
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en la telaraña negra que la Araña tejía y sacaba de su orificio. La


hebra de plata se mezcló con el hijo negro de seda y siguió su
camino sinuoso alrededor del Wyrm sin que se diera cuenta la
Araña.
Ahora entraron en la cueva legiones de espíritus que re-
spondían a los bramidos del Wyrm del Equilibrio, la serpiente
cuyo abrazo sostenía al mundo. Intentaron desenmarañar el hilo
pero sólo consiguieron empeorar el laberinto y quedar atrapados
ellos también convirtiéndose en Perdiciones. Nada podía alcanzar
al Wyrm atravesando el laberinto de hilo sin volverse loco, pues la
propia locura de la Araña se había incorporado al diseño de aquel
capullo, una trampa de la que ninguna mente racional podía es-
capar sin desprenderse de la lógica.
Al final llegaron los Garou aullando mientras entraban de un
salto en la lucha rasgando la tela con los dientes y las garras. Pero
ellos, también, cayeron atrapados en las vueltas y recodos de
aquella tela, con los ojos perdiendo toda la luz de la razón mien-
tras descendían a una locura atropellada.
Sin embargo habían conseguido llevar a cabo una hazaña po-
derosa y final. A través del diseño negro e indescifrable habían
tallado una única senda que serpenteaba en curvas y espirales a
través del espacio y el tiempo más allá de la compresión de la
mente sensible, pero que se abría camino hasta el corazón del
capullo, hasta las fauces vociferantes del mismísimo Wyrm, que
aullaba loco de desesperación. Y sin embargo, debido a su prox-
imidad a los otros hilos y a sus vueltas y recodos enloquecedores a
través de múltiples dimensiones paradójicas, nadie podía caminar
por aquella senda sin perder el propósito que le llevó allí. Ni
siquiera los más grandes Garou que se atrevieron a seguirla y al-
canzaron en el mejor de los casos el círculo y espiral final sólo
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para olvidar su obligación y volverse locos de poder en una ilusión


de divinidad.
Escondida allí detrás y muy cerca, sin ser percibida ni notada
por los lobos enloquecidos, estaba la hebra de plata formada por
la luz de la luna. Jamás hollada, olvidada. Un tejido secreto y
oculto, oculto a los propios ojos de la Araña.
Cuando Antonine, un observador insustancial presenció esto,
la mano le empezó a escocer de nuevo con un latido sincronizado
con la luz tenue y palpitante de la hebra de plata que se abría
camino sinuosa hasta la boca del Wyrm.

Se despertó en la senda lunar, no se veía por ninguna parte el


reino de los registros y la mano le había vuelto a su estado normal
sin señales de la marca que había tenido.
Antonine ahora sabía que la senda de plata que había tocado
en aquella ocasión en su visión no era más que el Hilo de Plata, el
espejo del Laberinto de la Espiral Negra, que a su vez no era más
que una senda tallada a través de la telaraña de la Tejedora con
los filamentos unidos para poner al Wyrm a su servicio. Pero éste
no pensaba servir.
Antonine casi no podía creer lo que había visto. Si era cierto,
eso significaba que los Danzantes de la Espiral Negra en vez de ser
sencillamente unas criaturas corrompidas y malvadas habían sido
en un tiempo los heroicos salvadores potenciales del Wyrm,
cuando éste aún era la fuerza del Equilibrio, antes de convertirse
en el Señor de la Profanación. Habían sucumbido a la locura de la
Tejedora y sus mentes estaban atrapadas en el laberinto sin fin
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que había elaborado alrededor de su prisionero y ahora com-


partían la corrupción de la serpiente cautiva.
Antonine no era tonto. La corrupción seguía siendo corrup-
ción, el epítome del mal, peligrosa no sólo por su falta completa
de equilibrio y principios, sino también porque era contagiosa. A
pesar de las razones originales que provocaron la locura y la cor-
rupción de los Danzantes de la Espiral Negra, ahora no eran más
que peones de una fuerza que se alimentaba de sus propias úlcer-
as infectadas.
¿Por qué se lo habían mostrado? ¿Qué bien podía hacer tal
conocimiento excepto el de evocar una piedad que acompañara al
asco habitual que se merecían los Danzantes de la Espiral Negra?
El mensaje más importante reposaba en el Hilo de Plata. ¿Por qué
no lo había visto nadie antes? ¿Acaso esa senda, al contrario que
el Laberinto de la Espiral Negra, no ofrecía una promesa de esper-
anza para cualquiera que la siguiera, forjado como estaba por
Selene? ¿Pero por qué arriesgarse a seguir una senda así?
Antonine conocía la respuesta: para llegar al centro del capullo
de la Urdidumbre de la Tejedora, al corazón de su fábrica de ilu-
siones, más allá de todas las formas, imágenes y pensamientos
falsos. Para liberar al Wyrm atrapado allí y restaurar el equilibrio.
¿Era posible? ¿Podía hacerse?
Antonine recordó el inmenso dolor de su quemadura y supo
que él no podría caminar por esa senda sin morir al tocarla. La
plata de la luna exigía pureza, sólo alguien realmente puro en in-
tenciones y linaje podía tocarla sin quemarse.
Como la Corona de Plata.
Y el único que lucía esa reliquia era el rey Albrecht. Antonine
se emocionó, tenía que volver a Nueva York para alcanzar a Al-
brecht antes de que se fuera. Estaba seguro de que el destino del
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rey de los Colmillos Plateados estaba unido a esa visión, no al


campo de batalla de Europa.
Mientras corría por la senda lunar volviendo sobre sus pasos,
revisó frenéticamente la situación buscando cualquier pista que
pudiera ayudar a Albrecht.
Le pareció que Selene no pudo advertir a otros sobre la exist-
encia de aquel hilo porque temía que la Tejedora lo descubriese y
lo deshilase de su tapiz retorcido. Sin embargo Quimera se había
arriesgado a advertirle a él arriesgándose a que la Araña lo notase.
¿O no fue así? Quimera siempre entrelazaba sus visiones en metá-
foras profundas e imágenes enigmáticas. Los sueños que enviaba
exigían un gran esfuerzo incluso de las mentes de los Contem-
plaestrellas más sabios guiándoles a menudo en la dirección equi-
vocada. Los lobeznos se quejaban de que esos enigmas cegadores
sólo escondían la verdad en vez de revelarla, como afirmaban los
ancianos. Pero ahora Antonine estaba seguro de que, al igual que
los miembros de una sociedad secreta que tenían que ocultar su
conocimiento de los otros por miedo de una persecución política,
Quimera y sus seguidores hablaban con acertijos para despistar a
la Enemiga y premiar así sólo a los sabios con sus mensajes.
Unos pensamientos tan agitados que casi le distrajeron del
paisaje que le rodeaba. Ya no era la zona árida por la que había
venido, estaba en otro sitio. La senda le había llevado en otra dir-
ección. Una dirección que le alejaba de casa.
Capítulo diez

El corazón de Antonine se aceleró, si no volvía pronto no en-


contraría a Albrecht. Pero la senda le había llevado antes a una
historia perdida del pasado, quizás ahora le llevaba a otro eslabón
más en la cadena del recuerdo.
Viajó por aquella pista crepuscular tranquilizándose con un
mantra, un «om» profundo, gutural y extenso que reverberaba en
el aire. Un sonido que le calmó el corazón y le tranquilizó los ner-
vios; aceptó que era la senda la que mandaba, no él y que su tarea,
de momento, era seguirla.
En cierto momento la senda se dividió en tres direcciones
diferentes y Antonine se asomó cautelosamente a cada una de las
tres buscando alguna pista que le indicara qué bifurcación tomar.
En el camino del medio, apenas visible si no fuera por las muescas
ligeramente más oscuras que destacaban sobre el suelo luminoso,
distinguió unas huellas. ¿Pisadas de botas?
Era la única señal en un paisaje por lo demás estéril. Antonine
tomó la bifurcación del medio y siguió las huellas que a veces se
aclaraban y otras se hacían más oscuras. Sin embargo eran con
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toda seguridad huellas de botas, aunque de una marca que le res-


ultaba desconocida, no eran de ninguna de las suelas de las botas
de montaña habituales que conocía.
A lo lejos, apenas visible, un resplandor plateado daba vueltas
en espiral sobre el camino. Una Lúnula.
Al acercarse al enigmático espíritu, su lento giro adquirió velo-
cidad sin moverse del sitio. Parecía nerviosa, como si le advirtiera
que se alejara. Antonine no quiso detenerse y siguió moviéndose,
las Lúnulas solían desafiar a los que intentaban penetrar en los
secretos de la luna o atravesar las zonas de la Umbra que estaban
encargadas de vigilar. Antonine sabía que tendría que enfrentarse
a algún desafío en algún momento del camino, tenía suerte de
haber llegado tan lejos sin encontrar a nadie.
La Lúnula se lanzó contra Antonine de repente pero el Con-
templaestrellas se hizo ágilmente a un lado en el último momento,
sacando a aquel rayo de luna vivo fuera del camino y enviándolo a
la oscuridad que había más allá. Antes de que pudiera recuper-
arse, el Contemplaestrellas echó a correr por la senda intentando
cubrir tanta distancia como pudiera.
La Lúnula volvió con un silbido a la senda y ganó velocidad
precipitándose tras Antonine.
Éste cambió a la forma de lobo y aumentó la velocidad con las
patas extras permitiéndole doblar la distancia que le separaba del
espíritu. Pero la Lúnula pareció ganar presteza por momentos y
empezó a acercarse cada vez más. Cuando se le acercó a los
talones, Antonine cambió a la forma Crinos y sacó el klaive. Giró a
la vez que corría acuchillando el aire detrás de él con el filo de
plata.
La hoja atravesó a la Lúnula y separó los jirones de aquel ser
en dos. Cada una de las partes detuvo al instante la persecución y
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se separaron, llevadas por vientos invisibles, desenmarañándose


lentamente y desvaneciéndose en la nada.
Antonine envainó el klaive y descansó para recuperar el ali-
ento. Miró a su alrededor y vio que la senda hacía una curva más
adelante, alrededor de una especie de colina. Es más, las huellas
de botas eran aquí más claras, pero también había otras huellas,
pisadas de lobo, y a juzgar por la impresión que habían causado
sobre las huellas de botas, Antonine sabía que seguían a la per-
sona de las botas. ¿Pero a qué distancia? ¿Eran compañeros o
cazador y presa?
Más allá de la curva vio que había alguna luz, no el resplandor
apenas visible de la senda lunar, sino el parpadeo de unas hoguer-
as. Podría ser una especie de reino.
Volvió a echar a andar pero de repente se paró y escuchó. Era
el sonido apagado de unos gruñidos que provenía de más ad-
elante, y la fuente de aquel sonido parecía estar tras la curva. Lo
acompañaron más gruñidos, los sonidos que emiten los lobos
cuando quieren imponerse. A esos gruñidos los cortaron otros
más guturales, una risa lobuna profunda y chirriante que a Anton-
ine le dio escalofríos. Más adelante había Garou, con toda segur-
idad, pero aquel chirrío de murciélago que se insinuaba en sus
aullidos significaba que no eran miembros de las Trece Tribus,
sino que pertenecían a la tribu perdida de los Danzantes de la
Espiral Negra.
Volvió a cambiar a la forma de lobo para presentar un perfil
más discreto y avanzar más silenciosamente y se adelantó con
cautela por la senda hasta el punto de la curva desde donde podía
echar un vistazo a lo que había después.
La senda se terminaba lentamente convirtiéndose en una anti-
gua carretera pavimentada de piedras que en alguna ocasión
habían estado bien cortadas pero que ahora se habían convertido
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en pedruscos desiguales. Parecía una antigua carretera romana


que atravesaba por un camino serpenteante lo que parecían ser
páramos, a juzgar por los brezales esparcidos y enfermizos y las
espesas neblinas, y que terminaba en una colina baja. A un lado
de la colina estaba la boca de una cueva oscura, una entrada circu-
lar en la tierra cubierta de musgo.
A lo largo de ambos lados de la carretera se sentaban los Dan-
zantes de la Espiral Negra en pequeños grupos alrededor de
hogueras menudas, riendo y gruñendo entre sí. Había nueve, que
él viera por lo menos, y Antonine sospechaba que podría haber
más por allí cerca, reconociendo el terreno o escondidos. Con-
seguir evitarlos sería toda una hazaña.
Se retiró de la curva y miró a su alrededor. Si atravesaba la
senda lunar sin que le vieran y conseguía llegar al otro lado, podía
deslizarse por los páramos y salirles por un lado. Una vez que es-
tuviera cerca de la cueva, podía pasar como un rayo y llegar a la
entrada antes de que lo alcanzara ninguno de ellos. ¿Y luego qué?
Estaba seguro de que la cueva era una entrada a algún tipo de
reino. Algo antiguo y poderoso, lo bastante fuerte para exudar
parte de su realidad a la Umbra cercana, un fenómeno que se solía
ver sólo cerca del mundo material y su Penumbra.
Era imposible saber si la entrada a aquel reino le salvaría de
los Danzantes de la Espiral Negra, pero sospechaba que su pres-
encia en aquel lugar significaba que no podían o no querían entrar
en aquel reino por alguna razón. Ni siquiera podía conjeturar si
allí vivía una criatura Wyrm rival o eran seres aliados con Gaia los
que esperaban dentro. Tenía que tener fe y confiar en que Gaia y
Selene no le llevarían hasta aquí sólo para entregarlo a su
perdición.
Siguió adelante en completo silencio, manteniéndose
agachado y moviéndose exageradamente despacio, parándose
120/155

cada pocos pasos para inclinarse aún más, escuchar y mirar a su


alrededor con cautela. Invocó el saber de los espíritus del viento y
abrió los sentidos a las señales emitidas por aquella zona, con la
percepción ahora más agudizada que la de cualquier lobo, intensi-
ficada por la sabiduría del viento.
Oyó una respiración delante de él, a su derecha. Un centinela
escondido como él en la forma de lobo.
Antonine se arrastró hacia atrás y se metió en una torrentera
poco profunda por la que había pasado. Serpenteaba a la derecha
y hacia otro giro más, quizá le llevara por detrás del guardián
hacia algún punto más adelante y resumiendo su paso lento,
parando y avanzando, se arrastró para pasar al lado del confiado
Danzante de la Espiral Negra.
Estaba tan preocupado por el Garou corrupto que no notó la
Perdición que bajaba del cielo. Aquel cuervo andrajoso cubierto
de pus y tumores se lanzó sobre él y emitió un graznido terrible
que se parecía más a un alarido de tortura que a un grito de
advertencia.
El Danzante de la Espiral Negra que estaba de guardia se le-
vantó en un segundo y saltó hacia Antonine, bien visible ahora
gracias a la Perdición cuervo. El Garou deforme aulló mientras le
asestaba un golpe a las patas de atrás de Antonine con las garras.
Antonine dio un giro rápido cambiando al instante a la forma
Crinos y agachándose bajo el Garou que saltaba en ese momento,
luego se levantó para alcanzarle en el estómago con el hombro,
quitándole así el aliento. Girando de nuevo para canalizar la velo-
cidad del salto del otro, se dobló a la vez que le agarraba la
muñeca lanzándole hacia delante con un solo golpe. El cuerpo del
Danzante viró por el aire y cayó al duro suelo con un golpe sordo.
Antes de que el centinela pudiera levantarse, Antonine ter-
minó el ataque con un golpe de garra que le desgarró la garganta
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mientras pasaba como un rayo directamente hacia la cueva. La


sangre saltó en el aire y el Danzante se agarró la garganta intent-
ando parar la marea de vida que se le escapaba, pero lo único que
pudo hacer fue toser y jadear mientras iba perdiendo fuerzas.
Los otros se habían levantado y se precipitaban desde todas
direcciones. Cinco se reunieron delante de él intentando blo-
quearle el camino antes de que pudiera llegar a la cueva. Sacó de
un golpe el klaive e invocó su espíritu rebanando el aire que tenía
delante. Apareció un resplandor de estrellas ante él y a un lado y
los cinco Danzantes de la Espiral Negra cambiaron de dirección
para interceptar las luces sin saber cual era su localización exacta.
El espíritu de la Distracción que estaba unido al klaive había
hecho su trabajo.
Antonine viró un poco hacia la izquierda para esquivar a la
banda que saltaba sobre la ilusión que veían todos ellos pero que
resultaba invisible para los otros y aumentó la velocidad.
Ya no había más Danzantes de la Espiral Negra delante de él,
todos estaba detrás, aullando mientras intentaban alcanzarlo. Si
podía mantener ese paso llegaría a la cueva antes que ellos.
De repente una fuerza invisible le tiró de lado, como si le hubi-
era caído un muro encima. Se derrumbó en el suelo, mareado, in-
tentando orientarse y levantarse antes de que lo que le hubiera
golpeado saltara a terminar el trabajo.
Pero no apareció nada. Se deshizo del dolor de una sacudida y
se dirigió hacia la cueva otra vez, pero algo le hizo la zancadilla y
se dio de bruces contra el suelo; esta vez estaba listo para el dolor
y giró en el sitio dando una patada que golpeó algo y oyó un
gañido.
Se alejaba a trompicones, era un Garou de piel marrón en la
forma Crinos que llevaba la túnica ajada de un monje tibetano.
Había impedido que le vieran moviéndose a una velocidad
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increíble y manteniéndose en el punto ciego de Antonine. Pero


ahora éste había revelado su presencia.
Antonine se puso en pie de un salto y adoptó la postura defen-
siva de las artes marciales. Su oponente, quienquiera que fuera,
era obviamente también un maestro en ellas.
Sin embargo, en vez de volver a atacar, el Garou se rehizo, ad-
optó una postura serena y sonrió, luego cambió a la forma hu-
mana y Antonine sintió un vacío enorme en el corazón, como si se
le hubieran agotado todas las fuerzas.
Wen Chou, su antiguo compañero de manada, se reía de él.
La risita aquella tenía el mismo tono chirriante, como si al-
guien arañara un encerado con la uña, de la risa de un Danzante
de la Espiral Negra. Bajo la túnica rasgada que solían usar los
miembros del Monasterio Shigalu Antonine vio en el pecho de
Wen un tatuaje de una espiral brillando levemente con una
neblina de un verde enfermizo. La señal de alguien marcado por
el Laberinto de la Espiral Negra.
—Al principio no te reconocí —dijo Wen—. Debería haberlo sa-
bido. He intentado con todas mis fuerzas olvidar mi pasado, pero
no puedo olvidar a un antiguo compañero de manada. Saludos,
Antonine —hizo una ligera inclinación.
Antonine permaneció alerta vigilando por el rabillo del ojo la
horda de Danzantes de la Espiral Negra que invadían su terreno
mientras se concentraba en cualquier movimiento que pudiera
hacer Wen.
—Wen, creí que estabas muerto.
—Si la iluminación es una forma de muerte, entonces sí, estoy
muerto. Pero sólo para mi pasado, he renacido a la verdadera sa-
biduría, no a las mentiras que vendían como buhoneros los
Contemplaestrellas.
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Los otros Danzantes de la Espiral Negra se acercaron más,


gruñendo; algunos se quedaron mirando a Wen como si estuviera
loco, o peor aún, cuerdo.
—¡Termina con él! —gritó uno.
Wen gruñó al que había hablado.
—¡No! ¡Lo reclamo para el Wyrm!
Los otros parecieron impresionados con esto y se retiraron un
tanto, sonriendo desagradablemente y resoplando, deseando ver
qué pasaba a continuación.
Wen volvió a dirigirse a Antonine.
—Sabía que no pasaría mucho tiempo antes de que alguien le
siguiera. No pensé que fueras tú, jamás te creí un imbécil, pero
llegas demasiado tarde, claro. Va a ser nuestro muy pronto, fuera
de tu alcance.
Antonine sabía que Wen se refería a las huellas misteriosas
que había visto antes, todavía no tenía ni idea de quién las había
dejado, pero también sabía que tenía que fingir que sí.
—Si me lo permites, no comparto tu opinión.
—Siempre tan optimista. Los tuyos lo han despreciado de-
masiadas veces y nosotros siempre hemos estado a su disposición.
—¿Nosotros? Tú eres un Contemplaestrellas.
—Lo era, y es a ti a quien tengo que agradecer mi iluminación.
Si no hubiera estado en el Monasterio Shigalu jamás habría cono-
cido la verdad sobre el Wyrm. Todavía me habría creído las
mentiras sobre la Tejedora y habría estado ciego ante la majestad
del dragón. Fue tu generoso sacrificio (ah, sí, sabía que fingiste
aquella rabia para perder la pelea) el que me proporcionó la ad-
misión a aquel lugar y me preparó por tanto para esto, mi verda-
dero destino.
Antonine sintió una ola de culpabilidad que le envolvía. Si no
hubiera perdido a propósito la pelea quizá hubiera estado él en
124/155

Shigalu cuando cayó y quizá habría salvado a Wen de su corrup-


ción actual.
—No quería que las cosas terminaran como lo han hecho.
—¿No? Puedo devolverte el favor, déjame iluminarte, Anton-
ine. Te puedo mostrar una sabiduría jamás soñada en los sueños
pueriles y limitados de ese tótem al que todavía sirves, ese
Quimera absurdo, siempre avergonzándonos con enigmas que es
imposible descifrar. Bueno, yo he descubierto un modo de resolv-
erlos todos: quitarles todo su significado, la respuesta a todos los
acertijos se encuentra en la locura. Quita las reglas básicas y todo
está permitido.
—¿Cómo estás tan seguro? ¿Es eso lo que te dijo el Wyrm? No
eres tan tonto como para confiar en un saber que nadie ha
demostrado.
—Lo supe por mi cuenta, desde lo más hondo de mi ser,
cuando todos a los que había amado murieron a mi lado. No ne-
cesito ponerlo en duda.
—¿No? Años de entrenamiento en el arte del debate, el exa-
men y la deconstrucción constante de la realidad, ¿acaso te han
curado de la necesidad de demostrar tus proposiciones?
Wen parecía nervioso, inseguro.
—En realidad he superado la necesidad de encontrar respues-
tas intelectuales, las verdades del Wyrm no necesitan ese tipo de
garantías.
—Pero tú sí.
Wen gruñó enseñando los dientes.
—Lo admito, todavía soy débil, tengo mis dudas. Todavía me
persiguen las mentiras que los Contemplaestrellas me metieron
en la cabeza en Shigalu.
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—Entonces vamos a dejarlas descansar. Si son tan débiles


como dices, mentiras incluso, entonces no hay forma de que
sobrevivan la prueba de Ingenio.
Wen sonrió con una mueca malvada y empezó a reírse.
—Vaya, inteligente, Antonine, muy inteligente. Pero tu propia
sabiduría será tu perdición. Acepto el reto, cuando gane te re-
clamaré para el Wyrm, te unirás a mi tribu y utilizarás ese vivo in-
telecto tuyo contra los enemigos del dragón.
—¿Y si gano? ¿Me dejarás pasar indemne?
—¿Si? No puedes ganar. Pero jugaré. Si tu perspectiva fracas-
ada logra trastornarme, entonces daré orden de que te dejen
pasar.
—Si logro trastornarte, no estarás en condiciones de dar tales
órdenes.
—¡Entonces lo haré ahora! —gruñó Wen. Volvió el rostro hacia
su ejército y miró a los Danzantes a los ojos—. ¡Si pierdo este
combate, se le permitirá irse libremente a donde desee! ¿Me
habéis oído?
Los Danzantes de la Espiral Negra gruñeron y se miraron, sin
saber cómo responder. Uno de ellos se adelantó.
—¿Quién eres tú para decirnos lo que hacer? Nosotros naci-
mos del Wyrm, tú no eres más que un recién llegado.
Wen frunció el ceño.
—He llegado tarde a la iluminación, sí, pero era grande ya
antes de ver la verdad del Wyrm. ¿Deseáis probarme?
Un aullido horrible fue la respuesta de Wen cuando el Dan-
zante saltó hacia él en la forma de batalla. Los otros Danzantes
tampoco perdieron el tiempo y se lanzaron contra Antonine
echando espuma por la boca en anticipación de su muerte.
Antonine no pudo permitirse prestar atención a Wen, los ocho
Danzantes se dirigían a él desde todas direcciones. Antonine
126/155

escogió una dirección y cargó contra dos Danzantes con la esper-


anza de hacerles perder el equilibrio y aumentar la distancia con
los otros. Sin duda aquel ataque repentino les sorprendió y retro-
cedieron para esquivar el arco de su hoja afilada. Mientras se
acercaba se balanceó deliberadamente de izquierda a derecha con
un ritmo hipnótico dándoles a los Danzantes una falsa sensación
de expectación, y luego cambió la dirección del balanceo en el úl-
timo minuto cortándole el hocico al Danzante que estaba más a su
derecha. El animal rugió de dolor y se retiró, quebrado su
propósito de lucha.
El otro Danzante clavó los dientes en el brazo de Antonine,
pero el Contemplaestrellas cambió a la forma Glabro y se deshizo
del agarre en el escaso segundo que le llevó a las mandíbulas
ajustarse al cambio de masa. Eso era lo que significaba dominar el
Kailindo, el uso acertado de la metamorfosis para confundir a los
enemigos. Antes de que el Danzante pudiera adaptar su estrategia
de ataque, Antonine le metió el klaive en el vientre, matándolo al
instante.
Los gañidos de dolor pararon a los otros en el sitio, hicieron
una pausa paseándose se arriba abajo mientras buscaban un
hueco. Justo cuando uno de ellos empezaba a adelantarse de
nuevo un contorno borroso de movimiento marrón salió dis-
parado por su lado, agarró al Danzante por el cuello y lo arrojó al
otro lado de la carretera. Cayó en el suelo con un sonido sordo, la
espina dorsal le crujió ruidosamente y dejó escapar un gemido de
dolor.
El resto de los Danzantes se apartaron de Wen, que les miró
furioso con las manos chorreando sangre y esperando un nuevo
desafío. Los otros miraron al que le había retado y sólo vieron una
masa inmóvil de pelo y entrañas humeantes. Todos inclinaron la
cabeza y la cola ante el formidable recién llegado.
127/155

Wen se volvió para mirar a Antonine como si no hubiera pas-


ado nada y le hizo un gesto para que le siguiera a las piedras
nudosas de la antigua carretera que tenían a sus pies.
—Siéntate, no hay necesidad de quedarse de pie para esto.
Podría llevarnos un rato, tu testaruda fe en la doctrina Contem-
plaestrellas es fuerte y quizá lleve algún tiempo desgastarla.
—Me sentaré —dijo Antonine—. Pero no estaré sentado mucho
tiempo. Sólo harán falta unas cuantas palabras para convencerte
de los errores que has cometido.
Wen sonrió pero no respondió. Se sentó en la postura del loto
y cerró los ojos tranquilizándose después del agitado combate,
agudizando sus reflejos intelectuales. Antonine notó, sin embargo,
que no podía controlar un espasmo del ojo.
Antonine envainó el klaive y se sentó también. Sabía que sus
enemigos podían saltar sobre él en cualquier momento y que no
sobreviviría al asalto, así que no teniendo nada que perder cerró
los ojos él también y meditó, transformando su rabia en una vol-
untad de acero. Cuando los abrió, Wen le sonreía burlonamente.
—Qué arrogante. Típico de los Garou, típico de los Contem-
plaestrellas, suponéis que basta con esa miserable comunicación
con Gaia que tenéis. El problema de tu tribu es que sois incapaces
de admitir un error, veis el fracaso como una simple interpreta-
ción errónea. Qué idiota.
—¿Es eso lo que te enseñaron en Shigalu?
Wen sonrió.
—No. Su problema fue que eso no lo sabían, y ahora están
muertos.
—¿Y tú estás vivo? ¿Cómo? ¿Los traicionaste?
Wen frunció el ceño y dio un gruñido profundo antes de
responder.
128/155

—Me fallaron. Yo me mantuve firme hasta el final; mientras


ellos caían o huían, yo seguí allí y mantuve a raya a los peores en-
emigos. Al final, ya solo, escogí escuchar cuando hablaban. Bus-
caron confundirme con palabras y yo busqué lo mismo con ellos,
seguro de que era mejor en esos juegos.
»Qué equivocado estaba. Intenté utilizar la lógica, sin darme
cuenta en aquel momento de lo absurda que era, de lo total y
completamente desprovista de base que estaba. Sólo el Wyrm es
real.
—Debes estar tomándome el pelo —dijo Antonine—. La pér-
dida de fe en la lógica es una de las primeras lecciones que apren-
demos. El universo no es una ecuación matemática, es una adivin-
anza, un enigma. Si depositaste ahí tu fe no me extraña que
fracasaras.
—¿Fracaso? ¿Quién dijo que fracasé? Gané y mi premio fue la
oportunidad de aprender de la mismísima gran serpiente, recor-
rer el Laberinto de la Espiral Negra que guarda el camino hasta su
guarida.
Antonine se quedó helado e intentó esconder el escalofrío que
le producía oír aquellas palabras. ¿Sabía Wen lo que estaba
buscando?
—¿Y cuánta distancia recorriste por ese camino?
—La suficiente. Dancé lo suficiente para distinguir lo verda-
dero de lo falso, para olvidar mis fracasos pasados y volver a em-
pezar, todavía resbaladizo con los restos del nacimiento a mi
nueva vida.
Antonine luchó de nuevo para mantener una compostura
neutral, una vez más parecía que había otra pista, un gran olvido;
¿podría ser el mismo que el de Grita Caos?
—¿Escogiste olvidar tu pasado o te lo arrebataron?
129/155

—Escogí que me lo arrebataran, se lo ofrecí al Wyrm que lo de-


voró contento. ¡Ya basta de hablar del pasado! Buscas evasivas,
arrancar más latidos de los que mereces. Ya es hora de que abor-
demos nuestra pugna. Por favor, Antonine, empieza, ¿cómo
podrías convencerme de que el camino de los Contemplaestrellas
es más grande que el del Wyrm?
Antonine se quedó muy quieto obligándose a apartar de mo-
mento las pistas que Wen le había dado (conscientemente o no)
sobre la búsqueda que le había llevado hasta allí. Se tomó un mo-
mento para respirar profundamente y luego respondió no con pa-
labras sino con un sonido que hacía vibrar profundamente desde
el diafragma. Era el Mantra Elemental de la Tierra.
Wen se lo quedó mirando horrorizado, sudando por todo el
cuerpo. Intentó levantar las manos para taparse los oídos, pero
tenía la sensación de que eran de piedra y pesaban demasiado.
Enseñó los dientes e intentó responder con un sonido propio pero
lo ahogó el sonido siguiente de Antonine, el Mantra Elemental del
Agua.
Antonine sabía que aquellos sonidos no tenían ningún poder
real sobre los otros, no eran más que un recurso mnemónico util-
izado para recordarles a los Contemplaestrellas cual era su
propósito real, una herramienta de meditación para eliminar la
confusión de la mente. Para un Contemplaestrellas entrenado
para emitir esos sonidos, estos no eran más que disparadores que
abrían zonas de la mente a las que normalmente era difícil ac-
ceder a causa de la niebla de ira y preocupaciones que solían
acosar a los Garou.
Para Wen, que llevaba mucho más tiempo siendo Contem-
plaestrellas que Danzante de la Espiral Negra eran como llaves
que abrían los cerrojos que había colocado en su conciencia, los
cerrojos que suprimían su vida anterior. Mientras Antonine
130/155

entonaba aquellos mantras tan conocidos para él, las barreras


fueron cayendo una a una, inundando la memoria de Wen con
visiones de su vida anterior, antes de los horrores que le habían
vencido. Y entonces recordó.
Si no se hubiera entrenado durante tanto tiempo en los Cinco
Mantras Elementales (un saber especial del clan de Shigalu) no
habría sucumbido con tanta facilidad. A cualquier otro Contem-
plaestrellas o Garou, los sonidos podrían encantarle temporal-
mente, pero no nublarían la mente ni la intención del oyente. Wen
no sólo había estudiado aquellos sonidos, los había perfeccionado,
y cuando los oyó de nuevo por primera vez tras la destrucción de
su clan y su terrible transformación, fueron como aromas muy po-
tentes que invocaron sin invitación recuerdos olvidados del al-
macén de su memoria. Sólo unos cuantos Contemplaestrellas
conocían todavía aquellos mantras, pues eran muy pocos los que
habían sobrevivido a la caída de Shigalu.
Mientras Wen se retorcía en su sitio intentando detener la in-
tensidad de sus recuerdos, Antonine siguió vocalizando el resto de
los sonidos: Aire, Fuego y Espíritu. Una vez vocalizados todos el-
los, el ronroneo que provocaron quedó suspendido en el aire,
zumbando alrededor de Wen como avispas invisibles que le pi-
caran la conciencia.
Los Danzantes de la Espiral Negra se removían inquietos sin
saber qué estaba pasando, gimoteaban y se miraban buscando
uno con iniciativa.
Wen dejó de luchar y lentamente le devolvió la mirada a An-
tonine. Una única lágrima le corrió por la mejilla al recordar todo
lo que había sido y nunca más sería. Los pensamientos que creía
desaparecidos, devorados por su nuevo amo, sólo se habían
ocultado; aquella era la gran mentira del Wyrm, que no podía
destruir, sólo suprimir y corromper. La corrupción de Wen era
131/155

demasiado profunda, se había abierto una grieta en su espíritu


permitiendo que se asomara algo que se parecía a aquello que
había sido, pero que no iba a permanecer demasiado tiempo pues
no era más que la elegía final por un maestro de la sabiduría
caído.
Antonine se levantó y se alejó caminando hacia la cueva. La
horda de Danzantes de la Espiral Negra se miraron entre sí pre-
guntándose qué hacer y unos cuantos se movieron para impedirle
el paso a Antonine.
Éste miró a Wen y su viejo compañero le hizo una inclinación
con la cabeza. Entre los humanos es un signo de respeto pero
entre los lobos es un signo de sumisión, una señal de debilidad.
Los instintos de los Danzantes se hicieron cargo de la situación y
aullaron, cargando contra el objeto de su odio, el que los había
traicionado para jugar a los acertijos con su presa. Todos excepto
uno se lanzaron contra Wen, que cayó ante la horda, olvidados
aquellos reflejos asombrosos en la confusión de identidades con-
tra la que luchaba.
El Danzante que quedaba se fue a por la pierna de Antonine y
mientras lanzaba las mandíbulas contra él, Antonine saltó y le dio
una patada. El talón impactó directamente con la oreja der-
ribando al suelo al Danzante, que se tambaleó, aturdido, e intent-
ando orientarse pero Antonine ya corría por su lado de camino
hacia la boca de la cueva.
Al llegar a la entrada, le dirigió una última mirada a su viejo
amigo. Wen estaba de pie, defendiéndose con las garras de la
manada enloquecida, había desaparecido la luz de la razón que
había brillado tan brevemente en sus ojos, incluso se había olvid-
ado de Antonine en su frenética lucha por sobrevivir al ataque de
sus nuevos aliados. Aquellos aliados Wyrm.
132/155

Antonine desvió la mirada hacia el túnel, cambió a la forma de


lobo y saltó al agujero siguiendo las huellas que sugerían la exist-
encia de un posible aliado contra los enemigos reunidos tras él.
Capítulo once

El túnel estaba totalmente oscuro y apestaba, el hedor de pu-


trefacción animal le rodeaba por todas partes. Antonine bloqueó
los olores tanto como pudo, concentrándose solamente en correr
por el suelo resbaladizo y lodoso mientras el pasadizo se curvaba
a la izquierda y luego a la derecha, la pendiente subiendo y ba-
jando como una montaña rusa. Cientos de insectos pululaban por
el suelo en anchos ríos sólo rotos por los bancos de barro por los
que chapoteaba. Oyó el crujido de los caparazones que se quebra-
ban bajo sus pies y el chasquido sordo y húmedo de los mirió-
podos blandos, de los ciempiés y de otra docena de gusanos
inidentificables que aplastaba al correr.
No oyó ninguna señal de que lo persiguieran, al parecer había
acertado en su sospecha de que los Danzantes temían entrar en el
túnel y él esperaba sobrevivir a lo que fuera que les mantenía a
raya.
Por fin, delante de él, en la oscuridad, vio filtrarse la luz a
través de un enredo de parras. Aumentó la velocidad y salió como
una bala de la boca de la cueva para entrar en un páramo apenas
134/155

iluminado y prácticamente desherbado. La luna brillaba tras un


banco de nubes con la fase gibosa lista para crecer y convertirse
en luna llena.
Paró y escuchó asomándose cautelosamente en todas direc-
ciones. No oyó ni vio ninguna señal de vida animada pero las
huellas de botas continuaban dirigiéndose hacia el cerro más
alejado.
Cambió de la forma de lobo a la forma Glabro, sacó el klaive y
empezó a seguir silenciosamente las huellas.
Al acercarse a la colina escuchó el sonido del metal pegando en
la piedra y una maldición gutural en un idioma que no pudo iden-
tificar. Moderó la marcha aún más y sacó con mucho cuidado la
cabeza por encima del cerro asomándose a la cala.
La luna estaba allí abajo, luciendo en todo su esplendor, más
brillante aún que la que escondían las nubes del cielo.
Antonine se paró sin saber muy bien qué era lo que veía y miró
con más atención. Aquella reluciente luna era un Garou en la
forma Crinos cuya piel era del más puro y níveo blanco. El Garou
maldijo otra vez y levantó mucho el klaive bajándolo con fuerza
sobre lo que parecía una roca plana que bloqueaba la entrada a un
antiguo túmulo funerario. La roca estaba tallada con nudos y unas
espirales celtas desgastadas por el tiempo.
La espada de plata rebotaba en la piedra inflexible echando
chispas. El Garou la tiró a un lado y paseó en círculos, con la ira
emanando de él como un campo magnético.
Antonine contempló su cara lobuna y le reconoció. Cayó de re-
pente en la cuenta de que había estado equivocado desde el prin-
cipio, que el destino había jugado una mano muy diferente de la
que él pensaba que se había repartido. Pero tenía sentido, no,
mucho más que eso, completaba un círculo que le devolvía al
principio de todo aquello.
135/155

Se levantó y se dirigió en voz alta al Garou de abajo.


—¡Arkady!
Arkady levantó la vista asumiendo una postura amenazadora y
entrecerró los ojos mientras examinaba al que le había llamado
por su nombre.
—Te conozco… te he visto antes…
Antonine empezó a bajar del cerro hacia el lord de los Colmil-
los Plateados.
—Soy Antonine Gota de Lágrima. Sí, ya nos habíamos visto
antes, en la corte del rey Jacob Muerte de la Mañana.
Arkady asintió todavía receloso.
—Sí… sí, ya me acuerdo. Intentaste convencer al rey de que
había una conspiración Wyrm oculta —retiró los labios para rev-
elar una fila muy afilada de dientes—. Y también sé que ayudaste
al rey Albrecht contra mí.
—Lo hice y tú sabes las razones. ¿No te arrepientes de ellas?
¿O eres un traidor a Gaia como dicen?
A Arkady se le erizó el pelo y los ojos se le convirtieron en car-
bones encendidos.
—¡Mentiras! ¡Debería arrancarte la lengua y hacértela tragar!
Antonine se detuvo y adoptó una postura neutral pero a partir
de la cual podría iniciar una serie de movimientos marciales en un
momento.
—Y sin embargo no llevas a cabo tus amenazas.
—Eres un problema que no merece mi esfuerzo. La pesadez de
un mosquito como mucho.
—¿O es que sospechas que no iba a caer tan fácilmente?
—No me pongas a prueba, Contemplaestrellas. He oído hablar
de tu destreza, pero yo soy Arkady, de la Casa de la Luna Cre-
ciente, el más puro de los Colmillos Plateados. ¡He asesinado a
más criaturas Wyrm de las que tú puedas catalogar en tu
136/155

biblioteca! No te burles de mí a menos que desees unirte a sus


filas en los fosos de los muertos.
Antonine hizo un gesto rápido con la cabeza señalando la co-
lina por la que había bajado.
—¿Sabes que te está persiguiendo una banda de Danzantes de
la Espiral Negra?
Arkady gruñó y levantó la vista a la colina, retrocedió y agarró
el klaive del suelo.
—Llevan días siguiéndome los pasos pero sin atreverse a acer-
carse. —Miró a Antonine de nuevo, con cautela, con suspicacia—.
¿Por qué estás aquí? ¿Cómo pasaste si ellos estaban ahí?
—Un viejo… compañero de manada les despistó. No me
siguieron al interior de la cueva y sospecho que tú sabes por qué…
—Tienen miedo de este lugar. No pueden ir a donde yo tengo
intención de ir. Pero no me has respondido, ¿por qué estás aquí?
Antonine envainó su klaive, suponía que su actitud había con-
seguido establecer un nivel de igualdad en el juego de dominación
alfa. Arkady quizá fuera un lord de los Colmillos Plateados pero él
era un anciano Contemplaestrellas y no se inclinaba ante nadie
sin una buena razón.
—Seguí tus huellas, aunque no sabía que eran tuyas.
Arkady inclinó la cabeza burlón.
—¿Entonces a quién esperabas ver?
—No me atreví a hacer una suposición. ¿Por qué estas tú aquí?
Arkady se quedó callado un momento, aparentemente de-
cidiendo si podía confiar en el Contemplaestrellas.
—Voy en busca de la Espiral de Plata, el espejo de la Negra.
Antonine no pudo ocultar el estremecimiento de emoción que
le atravesó. ¿Una Espiral de Plata? ¿Podría ser lo mismo que la
senda de plata?
—¿Qué quieres decir?
137/155

Una sonrisa ligeramente afectada apareció en el rostro de


Arkady.
—Creo que ahora te toca a ti. ¿Por qué has venido?
—Voy en busca del Hilo de Plata.
Arkady abrió mucho los ojos.
—¿Qué es eso? ¡Habla!
—Creo que lo sabes. Nunca he oído hablar de la Espiral de
Plata pero sospecho que es lo mismo que yo estoy buscando. Dime
lo que es y cómo supiste de ella.
Arkady frunció el ceño y pareció sopesar por un momento la
alternativa de intentar utilizar la fuerza contra Antonine o bien
concederle su deseo. Al final decidió que reconociendo el mérito
de Antonine conseguiría lo que quería.
—¿Has oído hablar de las Espirales de Plata? —Cuando Anton-
ine no reaccionó continuó—. Son la gran vergüenza de nuestra
tribu: los que se perdieron y sucumbieron a la locura del Laber-
into de la Espiral Negra.
Se acercó a la gran piedra que había estado atacando y se
apoyó en ella.
—Hay muchas leyendas entre los nuestros, y entre las
Espirales Negras, sobre esos Colmillos, y la mayor parte de esas
historias se malinterpretan. Son muchos los ancestros de nuestra
tribu que han caído por razones mezquinas, pero algunos se han
sacrificado al intentar ganar un gran premio para todos los de
nuestra raza.
»Yo he estudiado esos intentos y he descubierto la clave de su
caída. Yo, sin embargo, no caeré, pues al contrario que ellos, esta
tarea es mi destino. No ha habido nadie de sangre más pura que la
mía desde hace generaciones y todo lo que me ha traído aquí ha
sido orquestado por el destino para asegurarse de que ahora nada
me detiene.
138/155

—¿Ante qué? ¿Cuál es esa tarea de la que hablas?


—Caminar por la Espiral de Plata (el espejo de la Negra) y al-
canzar el corazón del Wyrm. Asesinarlo en su guarida, donde
aguarda sin protección con el vientre listo para recibir mi klaive.
Antonine se estremeció.
—¿Es eso lo que crees? ¿Que tu tarea es asesinar a uno de los
que conforman la Tríada, las tres fuerzas primordiales de la
creación? El Hilo de Plata, o la Espiral de Plata como tú la llamas,
no es para eso. El Hilo de Plata es una senda escondida que entra
en la tela de la Tejedora y en el capullo que rodea al Wyrm. Está
entretejido por detrás y a los lados del Laberinto de la Espiral
Negra para ocultarlo de la mirada de la Tejedora y no lleva a la de-
strucción, sino a la liberación. Se debe liberar al Wyrm de su caut-
iverio, no matarle.
Arkady miró a Antonine como si estuviera loco.
—¿Liberar al Wyrm? ¿Para que pueda descargar una destruc-
ción ilimitada en toda Gaia? ¿Qué clase de locura de saber Con-
templaestrellas es esa?
Antonine sacudió la cabeza con tristeza.
—Está claro que tú y yo, provenientes de tribus y auspicios
diferentes, vemos las cosas de formas muy diferentes. Sin em-
bargo, déjame que te diga esto: mi tribu lleva mucho tiempo in-
tentando ver más allá de todos los engaños para lograr una visión
clara de la realidad. Nos han dado la bienvenida como asesores
hasta los Garou más sangrientos, pues incluso para un Ahroun
nuestra sabiduría ha resultado útil si se la solicitaba para terminar
con un conflicto. Y ahora te pregunto, Arkady, ¿vas a aceptar mi
consejo o fiarte del tuyo? He llegado aquí no a través del estudio
de las leyendas sino por las profecías de Quimera y Selene. No me
equivoco en esto.
139/155

Arkady pareció mirar de otro modo a Antonine midiéndole


con la vista una vez más.
—¿Y también le das consejo a Albrecht? ¿El que lleva la corona
en mi lugar?
—Él sabe lo suficiente para prestar atención a mi sabiduría, le
ayudó a ganarse esa corona. Francamente, había pensado traerlo
a él para esta búsqueda, no esperaba que fueras tú el llamado.
Arkady sonrió burlón.
—Pero no fue él quién arriesgó la cólera de toda la Nación
Garou para conseguir este secreto, ¿verdad? No fue él quién luchó
con incontables criaturas Wyrm para llegar hasta aquí, la mis-
mísima entrada del camino. Te concedo que tu sabiduría debe ser
mucha para haberle permitido a Albrecht encontrar la corona,
pero debes jurarme que tus palabras son verdad y no otro truco
más para premiar a Albrecht con mi destino.
—No te robé tu destino, Arkady. Si ahora estás aquí, buscando
el Hilo de Plata, entonces es que la corona no era tuya. Me di
cuenta antes de llegar aquí de que sólo el más puro de los Colmil-
los Plateados podía caminar por esa senda. Creí que sería Al-
brecht, pero parece que el Hilo es tu sino.
Arkady asintió como si supiera era verdad pero quisiera
oírselo decir a otro.
—Entonces ayúdame a quitar esta roca de la entrada. Dentro
se encuentra el primer paso de la Espiral de Plata, la he buscado
mucho tiempo sólo para encontrarme ahora con una barrera
infranqueable.
Antonine miró a su alrededor.
—Primero dime dónde está este lugar y qué es, ¿una especie de
reino?
—Una bolsa en la Penumbra de Escocia escondida de la vista
por antiguos guardianes. Sólo se puede llegar a ella desde la
140/155

Umbra Profunda, aunque se puede salir con sólo pasar al otro


lado al mundo material.
Antonine frunció el ceño, entrecerró los ojos e intentó
asomarse a la Celosía para mirar en el mundo material y com-
probar si lo que decía Arkady era cierto. Lo que vio fue un páramo
oscuro.
—Lo que dices parece ser verdad. ¿En qué parte de Escocia
estamos?
Arkady respondió despectivo.
—Cerca del foso del Wyrm donde los Aulladores Blancos
perdieron el alma.
A Antonine se le pusieron los pelos de la nuca de punta. Apen-
as pudo contener la oleada de miedo irracional que le atravesó.
Aquel foso era una de las guaridas más temidas de los Danzantes
de la Espiral Negra pues era el lugar donde se engendraron en
primer lugar. Se rumoreaba que se abría al mismísimo Malfeas,
en el Laberinto de la Espiral Negra. Antonine apartó las preocu-
paciones que se le ocurrían sobre como iba a escapar él de aquel
lugar y se volvió hacia Arkady.
—No dejas de llamarlo espejo. ¿Qué quieres decir con eso?
—Exactamente lo que he dicho: es un espejo de la Espiral
Negra, pero un espejo que es blanco en contraste con la negrura
del otro. —Sacó una hoja arrugada de libreta del bolsillo y se lo
entregó a Antonine. Exhibía un esbozo a lápiz de una espiral dibu-
jada con una sola línea negra con unas flechas que enfatizaban las
zonas blancas que delimitaban la negra.
—Creo que lo entiendo, pero una metáfora de dos dimensiones
no garantiza que haya una realidad tridimensional. Sin embargo,
esto parece estar de acuerdo con mi propia visión del Hilo de
Plata. —Le contó a Arkady la leyenda que había visto en su sueño
141/155

en la que Selene entretejía una hebra de plata en la seda negra de


araña que componía la telaraña de la Tejedora.
»Así que ya lo ves, puesto que el Laberinto de la Espiral Negra
es la tela corrompida de la Tejedora, nada cuerdo puede atravesar
su diseño sinuoso, ya que está hecho de igual sustancia que el en-
gaño mismo. El Hilo de Plata que está entretejido en ese diseño,
escondido a los ojos de los locos, ofrece una esperanza de cordura
para aquellos que caminan por él. Pero incluso aquí no es posible
saber si permanece incorrupto durante toda su retorcida ruta, re-
cuerda, incluso Selene, la luna, está loca en ocasiones aunque su
locura a menudo esconde una sabiduría paradójica que señala
más allá de la dualidad.
Arkady suspiró.
—Palabras, palabras, palabras. Hablas con metáforas e ideas
abstractas, tu visión habló mejor: imágenes y acciones, así que me
aferraré a estas, no a las conjeturas.
—Incluso a juzgar por mi visión (que, como los sueños estaba
velada por imágenes poderosas) es imposible saber a dónde lleva
esa hebra. Sólo porque Selene la introdujera no significa que
llegue hasta el mismo lugar que la Espiral Negra. Seguía estando
tejida por la Tejedora, incluso aunque ella no lo supiera, y nadie
puede seguir ese tipo de hilos sólo con el pensamiento, hay que
caminar por ellos.
—Caminaré entonces por ellos.
—¿Incluso si eso significa la locura y la corrupción?
—Al igual que mis ancestros antes que yo, ese es el riesgo que
acepto. Lo acepto solo, pues este es el único camino que me
queda. Las otras tribus me han exiliado en ese juicio ridículo, at-
reviéndose a juzgarme sin oír mi propio testimonio. ¡Idiotas!
¡Esperaban que asistiera, tan seguros de que su consejo era más
importante que mi tarea!
142/155

Se puso de pie totalmente recto y miró a la luna; Antonine no


pudo evitar sentirse un tanto maravillado ante la pura majestad
de su pose, tan inconscientemente perfecta. Lucía su maestría
como si fuese una segunda piel, algo cercano y desapercibido para
él pero muy obvio para los demás.
—Ahora nadie se quiere aliar conmigo, no tengo ningún ejér-
cito que obedezca mis órdenes. Me enfrento a esta tarea solo e im-
pávido, sin importarme las consecuencias que pueda acarrearme.
Pero para siempre jamás se cantará mi nombre en todos los
túmulos y en todos los reinos espirituales. Ningún cachorro pas-
ará por su Primer Cambio sin escuchar mi historia, no habrá glor-
ia que oscurezca la mía. El Registro de Plata no será más que un
apéndice a mi hazaña y sus historias se relatarán sólo para de-
mostrar cuán mayor es la mía.
Antonine sacudió la cabeza maravillado ante el descarnado
egotismo que mostraba Arkady.
—Eres muy atrevido, Arkady, lo admito. Sólo espero que tu ex-
ceso de confianza te ayude más que te estorbe. Te ayudaré en todo
lo que pueda, excepto en seguirte por ese camino, que ya ha
mostrado que desprecia mi tacto. —Se miró la palma de la mano
pero ya no quedaba ningún rastro de la quemadura.
—¡Entonces ayúdame a mover esta roca! Es la última barrera
que me impide realizar mi tarea.
Antonine se acercó a la roca y la examinó. Parecía una antigua
piedra tumular celta no muy distinta de las que se veían en Ir-
landa, en Newgrange, por ejemplo. Los nudos, sin embargo,
aunque se parecían un poco al arte celta, eran mucho más sinu-
osos de lo que parecía a primera vista y mientras los seguía con
los ojos éstos empezaron a flotar y a perder la concentración. Ret-
rocedió tambaleándose, a punto de perder el equilibrio.
—¿Qué? —dijo Arkady—. ¿Qué es?
143/155

—Son mucho más que nudos, es una especie de imagen multi-


dimensional. Cuanto más la miraba, más espaciosa se hacía. No
pude seguir el nudo principal.
—¿Para qué está aquí? ¿Quién pondría una defensa así?
—Secuaces de la Tejedora; por alguna razón sospechan lo que
espera dentro y antes de destruir el Hilo han bloqueado el paso a
la hebra más externa. Quizá ni siquiera sepan lo que están
bloqueando.
—¿Cómo lo destruimos?
—No podemos; tengo que descifrarlo. Tengo que seguir ese
nudo hasta el final, eso debería abrir la tela que bloquea el camino
aquí.
—¡Pero si casi no pudiste mirarlo sin caerte!
—Ahora estoy preparado para ello y puedo hacerlo. ¿Por qué si
no se me envió aquí? Me he pasado años estudiando las telas que
nos impiden ver la verdad que subyace a toda la realidad. Sé cam-
inar por aquí.
Arkady no parecía muy convencido pero no dijo nada.
Antonine se acercó a la piedra de nuevo y pasó los dedos por
las tallas concentrándose y fijando la vista en una hebra y luego
siguiéndola por todas sus espirales, por delante y detrás de otros
nudos. Una vez más el horizonte se extendió y su visión periférica
perdió la noción del cielo que le rodeaba y hasta de la piedra que
había ante él. Todo lo que veía era el nudo. Sometió toda su vol-
untad para quedarse en ese camino y seguir esa hebra por todo el
laberinto.
Empezó a sentirse atrapado y sintió como los brazos se le
pegaban a los costados pero se negó a desviar la vista. Las piernas
se le juntaron contra su voluntad y tuvo la sensación de que le en-
volvían unas cuerdas que trepaban por su torso, pero una vez más
144/155

se negó a retirar la mirada y continuó siguiendo la hebra que


había elegido.
Arkady contempló el modo en el que las tallas de nudos se de-
sprendían de la piedra y se envolvían alrededor de Antonine con-
struyendo un capullo que empezaba por los pies, le subía por el
cuerpo y se dirigía a la cabeza.
Aquello no le parecía saludable, en absoluto.
El Contemplaestrellas no parecía darse cuenta y seguía mir-
ando fijamente los nudos, que ahora parecían crecer y doblarse en
tamaño aumentando el espacio que Antonine tenía que desen-
marañar. Arkady gruñó, en unos segundos los nudos iban a
tragarse al Contemplaestrellas entero. A pesar de lo que había di-
cho, Arkady estaba convencido de que aquello no era una hazaña
que lograr sino una trampa que los perdería.
Sin dudarlo ni un momento más se adelantó y con el klaive
rasgó limpiamente los nudos que brotaban de la piedra para atra-
par al Contemplaestrellas. Los hilos explotaron cuando se liberó
la tensión que los sujetaba y cayeron al suelo convertidos ahora en
unos simples fragmentos tintineantes de piedra.
Antonine tomó aliento profundamente sin darse cuenta hasta
ahora de lo angustiada que se había hecho su respiración, unos
minutos más y se habría asfixiado. La hebra que tan traba-
josamente había seguido con el pensamiento reposaba ahora
hecha pedazos en el suelo. Sintió cómo le subía por el vientre un
estremecimiento de cólera al darse cuenta de que el impaciente
Colmillo Blanco había inutilizado por completo un trabajo tan
duro.
Pero antes de poder hacer algo con esa cólera, la gran piedra
de la entrada (ahora despojada de sus tallas) empezó a resquebra-
jarse y astillarse y se derrumbó en una nube de polvo que en-
seguida se asentó en el suelo como una pila de grava suelta.
145/155

El camino al túmulo quedaba libre.


Arkady emitió un gruñido de satisfacción mirando a Antonine
con una expresión de superioridad.
—Gracias por sacar las telarañas. No se podían cortar mientras
estaban todavía en la piedra pero eran más que vulnerables
cuando te envolvían.
—Una trampa —dijo Antonine frotándose los miembros para
restaurar la circulación, abatida su ira ante la señal de victoria—.
Incluso con todas las advertencias que había visto (las visiones de
los Garou y los espíritus que atrajo la telaraña a su interior) to-
davía caí en ello.
—Pero no estabas solo. Que sea una lección para tu tribu, Con-
templaestrellas, si miras demasiado tiempo lo que hay dentro, te
pierdes lo que está ocurriendo fuera.
Arkady se adelantó y se asomó a la oscuridad, se podía percibir
dentro un lejano resplandor.
A Antonine empezó a picarle la palma de la mano, la levantó
ante sus ojos y vio brillar la quemadura de luna. La puso de cara a
la cueva que había ante él y vio un brillo de respuesta en las pro-
fundidades del interior.
—Está ahí. El Hilo de Plata, o la Espiral, como prefieras.
—Entonces no esperaré más. —Arkady se agachó y entró en la
cueva seguido por Antonine.
El interior irradiaba una luz azul, los depósitos de mica de las
paredes atrapaban el brillo y lanzaban chispas en todas direc-
ciones dándole a la cueva un ambiente eléctrico y resplandeciente.
Delante de ellos, en el centro de una cueva más amplia, había un
estanque de agua proveniente de los diminutos arroyos que
brotaban gota a gota de las grietas del techo. Bajo aquella luz en-
loquecida, la lluvia dispersa tenía el aspecto de unas columnas de
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relámpagos permanentes que apuñalaban las aguas que caían de


los cielos.
El agua no les llegaba a la cintura y brillando con toda claridad
debajo de ella estaba la fuente de la luz, la senda lunar de plata.
Parecía subir de las profundidades como una burbuja, como si la
formaran remolinos que rotaban sin parar. Antonine pensó en las
antiguas leyendas que hablaban de la luna sumergiéndose en el
mar cuando se ponía y viajando bajo el océano hasta el otro lado
del mundo donde salía la noche siguiente de alguna laguna
secreta. Aquello se parecía al lugar del que hablaban las leyendas.
En el fondo de la cueva, al otro lado del estanque, el camino
subía saliendo del agua y serpenteaba alrededor de las rocas,
subiendo y bajando antes de desaparecer en un túnel. Todavía
brillaba su luz por aquel pasadizo pero no se veía su destino
aunque el olor que emanaba de él evocaba no los húmedos
páramos de Escocia sino algún seco desierto.
—Creo que el camino lleva de nuevo al mundo material —dijo
Antonine—. Ese olor es demasiado terrenal para ser un reino es-
piritual. La senda quizá entre y salga de la Penumbra y el mundo
material. Dudo que puedas anticipar la dirección que tome. Ve
con cuidado.
Arkady se quedó parado un momento mirando maravillado la
senda lunar. Apenas parecía haber oído a Antonine pero un ligero
asentimiento con la cabeza demostró que había entendido o, por
lo menos, lo fingía.
Se adelantó chapoteando en el estanque.
—Empezaré por el principio. Diles eso, Contemplaestrellas; no
me metí en esto a la mitad, sino que recorrí el camino entero.
—Se lo diré, quizá los otros reconsideren tu estatus y te ayuden
cuando puedan.
147/155

—Poco importa, se arrepentirán de su necedad cuando todo


esto termine. Sólo entonces decidiré si seré clemente o guardaré
rencor.
Puso un pie sobre el primer trozo de plata que había visible, no
lo dudó un instante ni anticipó ningún dolor, tanta confianza
tenía en su derecho a caminar por aquella senda. Su lentitud sólo
se debía a la forma ceremonial que había adoptado para la
ocasión: los primeros pasos de un héroe que entra en la grandeza.
A ese paso le siguió otro, y luego otro y rápidamente fue
aumentando la velocidad, dando grandes zancadas del agua a la
orilla y siguiendo la curva del camino que subía por un terraplén y
rodeaba una piedra. No se volvió para mirar a Antonine, sabía
muy bien que el Contemplaestrellas no sería capaz de apartar la
mirada de un comienzo tan decisivo. No mostraba ninguna señal
de duda o pesar que impidieran su progreso.
Entró en el túnel y su sombra proyectó una tenue sombra en la
pared que había a sus espaldas. Pero pronto desapareció dejando
a Antonine sólo en la cueva.
Antonine se quedó allí sentado durante unas horas esperando
por si Arkady aullaba que necesitaba ayuda o por si volvía en
busca de consejo, pero no lo hizo.
Mucho después de haberse puesto la luna, cuando estuvo se-
guro de que el sol brillaba en el mundo material, pasó al otro lado
en el páramo. Había unos nubarrones oscuros que oscurecían el
cielo pero allí estaba el sol, aunque apenas proporcionaba una luz
triste y gris.
Se arrastró en forma de lobo por las colinas heladas en busca
de alguna señal de civilización o algún compañero Garou, Garou
aliados, claro, no Danzantes de la Espiral Negra. Aquella zona es-
taba desolada y parecía desprovista de vida animal. De vez en
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cuando se oía el graznido de unos cuervos a lo lejos pero el viento


cambiaba enseguida llevándose los sonidos con él.
Mientras avanzaba sigilosamente de colina en colina, refugián-
dose cuando podía detrás de escuálidos matorrales, de vez en
cuando notaba un estremecimiento muy poco natural, como si
algo le rozara el cuello. Consideró la posibilidad de asomarse a la
Umbra al sospechar que alguna Perdición le acechaba allí e in-
tentaba alcanzarle a través de la Celosía, pero sabía que si lo hacía
sólo le proporcionaría un modo para pasar al mundo material, así
que se fortaleció contra esas incursiones y siguió adelante.
Mientras el sol se dirigía hacia el horizonte oyó voces delante
de él y cuando éstas se acercaron, Antonine se aplastó contra el
suelo e intentó distinguir lo que decían. Parecía que cantaban y
cuando empezó a subir el tono de la canción según se iban acer-
cando, Antonine distinguió por lo menos tres voces que se elev-
aban al unísono. Escuchó la letra y se sorprendió al oír una can-
ción de taberna.
Se veían tres figuras y mientras la neblina empezaba a le-
vantarse en las colinas que los rodeaban, detuvieron el paso y la
canción.
—No vamos a llegar más allá esta noche —dijo uno de ellos con
un fuerte acento escocés. Era alto y grande y tenía el pelo largo y
pelirrojo, al igual que la barba.
—No, será mejor que volvamos —dijo otro, también con
mucho acento. Éste era más delgado y moreno—. Si seguimos
aquí sólo vamos a meternos en un lío. Si tu amigo está aquí por su
propia voluntad, se merece lo que le pase.
—Arkady no puede hacerlo sólo —dijo el tercero asomándose a
los páramos como si buscara a alguien. El acento de éste no era
escocés, sonaba más al del sur de los Estados Unidos—. Antes me
149/155

plantó por puro orgullo, pero fracasará si no tiene a alguien al


lado.
Antonine sonrió ante la mención de Arkady. Si esos eran ami-
gos suyos probablemente no serían Danzantes de la Espiral
Negra.
—Ya, nosotros somos animales de manada en eso —dijo el de
la barba roja—. Pero él no, él es todo un macho alfa. Lo siento por
él pero vamos a dejar de arriesgar el cuello. Ya estamos demasi-
ado cerca y en el peor momento así que tenemos que volver.
—De acuerdo —dijo el americano—. Yo también estoy cansado
de todo esto. Supongo que mi historia tendrá que quedarse sin
terminar por ahora.
Los tres giraron y empezaron a volver sobre sus pasos. A An-
tonine, agotado tras una caminata tan larga, no le apetecía seguir
avanzando solo a través de territorio hostil así que ladró un sa-
ludo lobuno.
Los tres hombres se dieron la vuelta al instante y se separaron
listos para cualquier cosa. El americano devolvió el saludo lobuno
y Antonine supo con seguridad que eran Garou o al menos Paren-
tela. Se levantó cambiando a la forma humana y se acercó a ellos
con cautela.
—Soy Antonine Gota de Lágrima, de los Contemplaestrellas
—dijo.
—Mierda, tío —dijo el americano—. Te vi en el consejo, ¿qué
coño estás haciendo aquí?
Antonine se paró y miró al grupo. Estaba claro que eran Fi-
anna, los collares y los tatuajes no dejaban lugar a dudas.
—Terminar una larga búsqueda. ¿Y vosotros sois?
—Stuart Camina Tras la Verdad —dijo el Americano ad-
elantándose y ofreciéndole la mano—. Y estos son Colum Levanta
Árboles y el Sonrisa Terrible. —El pelirrojo le saludó con la mano
150/155

mientras que el moreno delgado le ofreció una sonrisa


amenazadora.
Antonine tomó la mano extendida de Stuart y le dio un fuerte
apretón.
—Debo admitir que me siento bastante aliviado de encontrar
aliados en esta tierra de nadie.
—Y a nosotros nos pareció bastante sospechoso encontrarte
aquí —dijo el Sonrisa Terrible, todavía sonriendo—. Stuart ¿quién
es este tipo?
—Un anciano Contemplaestrellas. Es el que planteó la idea de
la tercera manada en el consejo de la Forja del Klaive. Os conté la
historia.
—¿Éste? ¿Aquí? ¿Qué carajo está haciendo éste por estos
páramos malditos?
—Es una historia muy larga —dijo Antonine—. Será un placer
contarla en un ambiente más seguro, y más cálido.
—Ah, pues al pub —dijo Colum—. ¡Yo invito a la primera!
—Y yo me encargo de la siguiente —dijo Antonine mientras el
grupo empezaba a volver al lugar del que venían.
—Por favor, dime que has visto a Arkady —dijo Stuart—. Las
probabilidades de que dos ancianos de las tribus Garou anden
vagando por donde Gaia olvidó la zapatilla sin tropezarse son
bastante remotas.
—Sí, lo vi. Ya no le podemos ayudar.
—¡La Espiral de Plata! ¿La encontró?
Antonine se paró y miró a Stuart.
—¿Cómo lo sabes? ¿Pero, bueno, cuánta gente lo ha
descubierto?
—Sólo yo —dijo Stuart sonriendo orgulloso—. Lo supuse des-
pués de ver a Arkady pasear arriba y abajo un buen rato.
151/155

—Bueno, eso resuelve cierto misterio. Me preguntaba cómo lo


había descifrado, no parecía ser su estilo.
—Ah, pero no lo subestimes. Es un tío muy resuelto, más que
la mayoría de nosotros. Si alguien puede sacar algo bueno de esto,
ése es él.
—Eso espero, con toda sinceridad. Por él y por nosotros.
—Bueno, entonces ahora me puedes contar tu papel en todo
esto. Es decir ¿cómo averiguaste lo de la Espiral y demás? Tengo
que tener algo que pueda usar para redondear esta historia y em-
pezar a contarla. Caminando tras la verdad, ya sabes.
—Cuando sepas el final, házmelo saber. Me temo que tardará
mucho en llegar.
Los otros dos, que obviamente creían que sus compañeros se
habían puesto demasiado serios empezaron otra canción de
taberna, una que necesitaba que cada persona que había allí ter-
minara un estribillo y nadie se iba a escapar de participar bajo su
vigilancia.
—Aleja a las bestezuelas —dijo Colum indicando el aire con un
gesto—. Ya sabes a lo que me refiero.
Antonine sí que sintió como se le quitaba aquel peso opresivo
de los hombros. Había algo en la canción (o en los cantantes) que
molestaba a la Perdición que le había perseguido. Antonine sonrió
y cansado como estaba reunió el suficiente ingenio para rimar un-
os versos creados a toda prisa en aquella canción sin fin mientras
los cuatro marchaban por aquel páramo oscurecido, hacia la
promesa de una cerveza y el calor que les esperaban en el pub, de-
jando los viejos horrores a sus espaldas.
Notas
153/155

[1]
N. d. T: Las mudras son los gestos corporales que se utilizan en
varios tipos de meditación. <<
154/155

[2]
N. d. T: Autor americano actual. <<
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