Alta Costura - Dario Fernandez Florez
Alta Costura - Dario Fernandez Florez
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Darío Fernández Flórez
Alta costura
ePub r1.0
Titivillus 02.05.2019
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Título original: Alta costura
Darío Fernández Flórez, 1954
Diseño de cubierta: Ellie
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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Prologo
A ntes de entregar al lector las páginas de esta novela quiero hacerle una
breve advertencia. Yo, la verdad, distingo mal, muy mal, cada día peor, esa
separación que muchos establecen entre la realidad y el espléndido y
misterioso ejercicio del pensamiento que es la imaginación. Tanto se
confunden en mí lo que veo, lo que oigo, lo que siento y lo que sin duda creo
ver, oír y sentir, que me resulta imposible aislar esa sospechosa realidad que
otros aseguran conocer perfectamente.
A mí se me antoja siempre que detrás de cada persona o cosa que veo,
detrás de cada palabra o ruido que oigo y, especialmente, detrás de cada
sentimiento propio o ajeno que conozco, existe una profunda y larga sombra
que no acaba nunca y que me parece tan real como la definida apariencia que
la determina.
Creo que las páginas de Alta costura han nacido de esta rara confusión
que por lo visto padezco. Yo, ¡Dios me libre!, no he querido retratar a nadie
en ellas; pero como ando siempre entre sombras y no entre realidades, quizá
alguien se llame a engaño y salga diciendo que lo saco aquí con pelos y
señales. Porque resulta que estas mis sombras de novelista se hacen primero
personajes y después seres de carne y hueso, con el natural espanto de quien
nunca los conoció en su directa apariencia y mera realidad.
Alta costura es, tan sólo, un fruto de mi confusa imaginación y nadie tiene
derecho a sentirse aludido en sus páginas, parque toda coincidencia de
nombre, lenguaje, apariencia o situación, será fortuita, según advierten
siempre los novelistas ingleses, que es gente correcta y muy prudente. Hace
algún tiempo, dos o tres años si no recuerdo mal, un torpe sueño me hizo
conocer una curiosa carnavalada. Dormido para esa cómoda y concreta
realidad de los demás, anduve un tanto extraviado entre las sorprendentes
máscaras de la moda. Entre Kiki, Sole, Marta, Pituca, Lina y Tona, las
modelos de «Amaro López», uno de los mejores modistos españoles. Entre el
propio don Amaro, Pepito, Alfonso, Mercedes, Lulú, Chelo y todas aquellas
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gentes, hombres y mujeres, que giraban como satélites en torno a estos
personajes de la alta costura madrileña.
Aquí están todos ellos, porque yo tenía que quitármelos de encima y no
conozco otro medio que el de traerlos a estas páginas. Quizá sus cosas
diviertan algunas veces, quizá indignen o entristezcan otras, quizá despierten
también una inesperada ternura; pero siempre, estoy seguro de ello,
aleccionarán al lector presentándole las ventajas indudables del bien sobre los
turbios peligros del mal. Mas estas cosas, todas estas variadas cosas de mis
personajes, las buenas, las malas y hasta las medianas, suyas son y no mías,
quede aquí bien claro.
Yo me limito a echarlos fuera, al ruedo literario, y a descansar de ellos,
porque ahora me siento bien despierto y, en verdad, que ya me estaba
cansando tanto sueño.
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Primera parte
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Las modelos
1. 28 de febrero
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hasta tristes para ciertos espíritus encuevados en los valores de la tradición;
pero el mundo marcha y no hay estadista capaz de detenerlo.
La alta costura tiene, pues, mucho que decir hoy en día; tanto, que se
asegura que los modistos franceses, además de la importante subvención que
les ha concedido el Gobierno y de esos lindos sellos Haute Couture usados
para su correo, van a conseguir muy pronto la creación de un departamento
ministerial del ramo, poltrona, en verdad, envidiable, por las alegres
perspectivas que ofrece para cualquier auténtico varón que sepa aunar los
intereses políticos del país a la galantería de una sabia madurez rodeada de las
más elegantes y dóciles maniquies de la Place Vendome o de la Rue de la
Paix.
Mientras se dicen estas cosas y, naturalmente, otras muchas que es preciso
apartar de la imaginación por, harto imprudentes, lo cierto es que los grises
comienzan a pasar de moda, aunque se lleve, cómo no, el negro, pues hay
demasiadas gordas con dinero en el mundo. También están al día las franelas
indefinidas, los verdes muy oscuros, la escala entera del tostado, y para vestir,
que es lo bueno, y donde lucen de veras las mujeres, el terciopelo liso,
brochado y bordado en pedrerías; las sedas de caída, los romanos,
marroquenes y el moaré, especialmente el que hace grandes aguas; aguas de
mar, aguas de río, aguas quizá de pantano, pero aguas siempre ávidas de
ahogar a un hombre. Hay también preciosas lanas estampadas para los trajes
sastre, que ya no son entallados, y no se abandona el punto, que tanto se
presta a esas lorzas y pleguerías que fingen lozanas carnes sobre los huesos de
las delgadas.
Abundan los suaves pasteles y no hay que olvidar el estupendo rojo de
Dior ni el azul morado de Bochas, que siguen manteniéndose en primera
línea.
Debe reconocerse que se dejan un poco los oscuros; pero, en cambio,
continúan las gasas naturales. ¡Y qué gasas tan graciosas, tan leves, tan
prometedoras!… En fin, las estolas siguen, desde el visón al armiño, sin
avergonzarse de las más hábiles imitaciones, pues lo falso va ganando poco a
poco todos los terrenos.
La línea va a ser transformada, dislocada, y caiga la que caiga, porque así
lo disponen los amos de la moda. En Dior, la silueta femenina adquiere forma
de cúpula; en Balmain, de larga y acampanillada copa de champán; en
Dessés, muy inspirado siempre por las líneas españolas, de guitarra; en
Worth, de mascarón de proa que lanza la nave femenina a la aventura del mar
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proceloso de los hombres, y en Bohan, el benjamín de los modistos franceses,
esta silueta toma la elegante y pura rigidez de la columna.
En cuanto al pelo, no el pelo de la ropa, claro está, sino el de las mujeres
que con ella se visten o se desvisten, según las circunstancias y horario del
día, sigue corto, pero no tan corto, entendámonos, pues es preciso dar al
peinado una forma en V, sugerida quizá por la V de aquella victoria
churchilliana que aún no ha convencido a nadie.
Sí, es el 28 de febrero de 195… y Amaro López pasa hoy en sus salones,
acaso los mejores de Madrid, su rica colección de primavera, que sólo puede
contemplarse mediante la invitación personal e intransferible del modisto,
porque, según dicen algunas de sus más antiguas clientes, artistillas y
entretenidas de poca monta, don Amaro se ha puesto un poco tonto.
Hace dieciséis siglos, Macario el Viejo, un santo ermitaño, andaba, entre
ayunos y rezos, luchando apasionadamente contra el Diablo, por los yermos
del bajo Egipto. El santo llevaba el pelo largo y estaba en los mismísimos
huesos. Sin embargo, como buen místico, Macario era un hombre alegre y
aquellas pocas hojas de berza que comía los domingos no entristecían su
fervorosa vida. Quizá por estos mismos días anduviera, allá por el año
trescientos treinta y tantos, ayunando, de pie en un rincón de su celda, sin
tocar ni el pan ni el agua que tenía delante, ni aun doblar su huesuda rodilla,
porque era un alejandrino entero y un hombre, en verdad, de Dios, que estaba
decidido a dominar los ruines apetitos de su mísera carne. Mas, realmente,
estas cosas tan viejas, tan pasadas de moda, no vienen muy a cuento, porque
los tiempos cambian y ya nadie se mortifica en la Tebaida, ni siquiera una
nueva Thais, sino que casi todas las mujeres elegantes de Madrid acudirán
esta tarde a los salones de Amaro López, a mirar y remirar sus modelos y a
cotillear a gusto un buen rato.
Como muchos ignoran los secretos de la alta costura, el hecho de que
Amaro López pase esta tarde su colección de primavera no obtendrá de su
atención otra cosa que un leve gesto desdeñoso. Y, claro, se equivocan,
porque el acontecimiento resulta trascendental para todo un mundo, para todo
un mundillo mucho más importante y subterráneamente enraizado de lo que
nadie sea capaz de imaginarse. ¡Si se supiera por ahí todo lo que aquí pasa!…
El curso de la Historia puede depender, a veces, en una coyuntura difícil,
del traje de una mujer; de lo que este traje oculte, muestre o haga adivinar y
de cómo lo oculte muestre o permita adivinar. Porque el vestido femenino, el
arte de cortar, coser y adornar el traje que se echan cada vez más encima de su
carne las mujeres elegantes, es la suma de todas las esencias femeninas, de
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todos los atributos, calidades, artimañas, valores, trampas, deseos y mentiras
de la mujer. Al fin y al cabo, vale un poco la pena conocer todo esto.
Amaro López ocupa uno de los mejores pisos de Madrid, en un hermoso y
señorial edificio, ni demasiado antiguo ni demasiado moderno, casi en el
centro, pero tampoco en el centro de la ciudad. La calle donde se alza este
inmueble es una calle de la mejor solera madrileña y todos pasamos por ella
muchas veces. Su acera es ancha, alegre, casi escandalosa, y los obreros que
alzan laboriosamente otro gran edificio sobre el solar vecino de un reciente
derribo no sé hartan de decirles cosas a las buenas hembras que pasan por allí.
Ocupan los bajos de la casa tiendas caras, una cafetería que tiene su público y
cerca, en la próxima bocacalle, hay una parada de taxis, todo lo cual anima
mucho el lugar.
Junto a la acera suele haber estacionados unos coches estupendos, quizá
demasiado estupendos para un país tan difícil y tan áspero como el nuestro, y
en la citada bocacalle se ven, a ciertas horas del día, algunos autos más,
alagartados tras la esquina, porque hay gente cautelosa y astuta que no quiere
ser vista esperando a una modelo treinta años más joven y, claro está, mucho
más guapa de lo que como compañera natural corresponde a una amplia
calva, a unas dominantes canas o a una barriga desengañada y ahíta.
El portal de la casa es muy amplio, casi ceremonioso, como merece tal
lugar. Podemos estar seguros de que es de mármol blanco, funerario, y de que
por las noches se cierra con unas fuertes rejas. Hay ascensor, claro, aunque el
piso de Amaro López, como todos los dedicados a la alta costura, ocupa el
principal. Porque existen muchas viejas ricas presumidas que, aunque no
tengan ya resuello para subir un tramo de escalera, son capaces de gastarse los
cuartos en un modelo prometedor, que recomponga un poco la flacidez de sus
carnes.
La escalera está bien, aunque algo abandonada. La alfombra es buena, en
tonos amarillos, pero ya harto trajinada por los empleados de las oficinas de
otros pisos, que no reparan en si tiran la colilla aun encendida o si despejan
sus acatarrados bronquios cuando bajan con prisa por salir al aire libre de la
calle. No obstante, el primer tramo de escalera está mucho más limpio y
cuidado que los que conducen a los otros pisos, pues don Amaro, el modisto,
lo atiende directamente.
De todos modos, cuando se abre la puerta del piso que ocupa la casa de
modas, una puerta pintada de oscuro sobre la que brilla la fina placa de la
casa, y se cruza su umbral, parece, en verdad que se entra en otro mundo. Un
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mundo amplio, lujoso, brillante y teatral, dispuesto para los que entran, no
para los que están allí.
Primero hay un gran vestíbulo, que comunica mediante unas anchas
puertas con tres hermosos salones corridos que se extienden en una amplia
perspectiva. A un lado del vestíbulo se abre en el muro una cabina telefónica,
tan coqueta, que dan ganas de telefonear inmediatamente a cualquier persona
y decirle algo muy galante y espiritual, para que quede allí dentro,
suspendidas las palabras en aquella pequeña atmósfera enrarecida, de lindo
boudoir. Y en las otras paredes hay varias graciosas vitrinas que exhiben los
sombreros, pañuelos, bolsos, zapatos, echarpes y demás modelos de la
boutique de la casa. Pero lo mejor del vestíbulo es el anuncio del joyero
Zeller, de París. Porque dentro del muro, hundida en unas luces de acuario,
una curiosa perspectiva cubierta por un claro cristal muestra la Place
Vendome y la Rue de la Paix, donde el joyero tiene su famosa tienda. Esta
especie de ventana siempre abierta hacia su comercio le cuesta a Zeller sus
buenos dineros; pero el judío sabe lo que hace, porque todo el que entra en el
piso se pone a mirar por ella, y son muchas las quiblas que el joyero tiene
colocadas en estas mezquitas de la moda, siempre orientadas hacia su meta
parisiense.
Se dice que los salones de la casa son los mejores de Madrid, aunque este
decir nace del propio don Amaro y de sus empleados. Los otros, es decir, los
otros modistos madrileños, opinan que, pese a su amplitud y desahogo, están
anticuados, porque ya no se llevan estas columnas, ni estas tapicerías, ni estos
enormes espejos, ni, especialmente, estas grandes macetas que les dan un
aspecto de jardín de invierno un tanto hostelero. Pero y tantas envidias por
estos barrios que cualquiera sabe… La verdad es que, aunque uno no sepa
bien dónde se encuentra —casa, tienda, peluquería o alguno de esos confusos
lugares adonde las guías de Montmartre conducen a los turistas necios que
van a París por primera vez—, los salones resultan cómodos y brillantes para
los clientes cuando se pasa la colección, y las señoras o caballeros, que
también los hay, se repantigan en los butacones y divanes de verdosa y
aterciopelada tapicería, todo ojos para los trajes o para las modelos que los
exhiben, según las circunstancias de cada cual.
Del vestíbulo nace un ancho pasillo, porque aquí nada ni nadie es
estrecho; un pasillo que conduce primero al cuarto de modelos, que no tiene
puerta, sino unas cortinas y un biombo que permiten salir y entrar
cómodamente a las mannequins, como las llama siempre Alfonso, el
secretario del modisto, un tipo muy afrancesado. Y más adelante, tras el
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despacho de don Amaro, el estudio del figurinista y los servicios, porque las
modelos, a pesar de sus elegancias, también hacen pipí, se llega al taller,
donde flota un constante olor a sobaquina y donde trabajan afanosamente las
cortadoras, oficialas, ayudantas y aprendizas de la casa.
El mundo extravagante y confuso que puebla el gran piso de Amaro
López, Alta Costura, tras aquellos balcones que se abren a la calle bajo los
graciosos toldos de lona verde con la firma en blanco de la casa, recogidos
ahora, se divide, realmente, en tres castas dirigidas por el poder brahmánico e
indiscutido del modisto: La casta de las vendedoras, o casta auténticamente
superior, pues son las que ganan cuartos y pueden, si quieren, que se da el
caso, vivir decentemente, es decir, por sus propios medios. La casta de las
modelos, casta falsa, en verdad, pues exhibe una superioridad que tan sólo
tiene la apariencia de la ropa; casta que apenas gana con su trabajo y que, en
general, lo utiliza para vivir indecentemente de los hombres. Y la casta
sudorosa y pobre de las mujeres que cosen en el taller, casta que, sin embargo,
es la que marcha por la vida de la realidad difícil y del honrado trabajo.
Estas tres castas se muestran socialmente muy separadas y hostiles, pues
viven una sorda y constante lucha de clases, creyendo, cada una de ellas, que
lo es todo, y, por lo tanto, que lo merece todo, sin comprender que, en
realidad, lo que se trata es de una distribución de papeles, más o menos
afortunada o incómoda, en este curioso teatrillo del mundo vanidoso,
desgarrado y feroz de la alta costura.
¡Ah!, pero cuando llega la hora de dar fin al trabajo, el portal se llena de
mujeres estupendas y salen al ruedo masculino de la acera las modelos…
Estas modelos que se llaman, o dicen que se llaman, vaya usted a saber,
Kiki, Sole, Marta. Pituca, Lina y Tona. Entonces la calle se anima y una
ráfaga de lujo, de elegancia, de perfumada aventura, conmueve la acera
madrileña, despertando las ávidas ilusiones de sus mujeres y la aletargada
imaginación de sus hombres.
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2. Kiki
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En realidad, Kiki es un curioso y larguirucho prodigio de la naturaleza y,
desde luego, un prodigio francamente caro. Muy alta, muy mona, muy
elegante y estupendamente vestida, resulta siempre bien, aun en el momento
en que su pícara boca se abre para largar las mayores ordinarieces. Porque en
Kiki hay, indudablemente, una vieja raza, una esbelta y armoniosa raza del
norte de Iberia, soterrada en la sangre de su familia humilde, de su familia sin
educación y sin cultura.
Sólo así puede comprenderse que esta mujer, siempre graciosa y
distinguida —en lo que se refiere a expresión y apariencia—, se haya criado
entre las vacas y el trabajo del pobre caserío pirenaico de sus mayores.
Claro está que Kiki tiene muchas horas de vuelo y que ha sabido
aprovechar los diecisiete años que lleva entre los hombres, pues la chica
empezó a conocerlos a los quince y no ha cesado de hacer progresos hasta la
fecha, que señala ya la experiencia retorcida y sagaz de su treintena.
Lo mejor, o lo peor, de Kiki es, precisamente, esta sagacidad, esta
clarividencia que posee y que le permite conducir su vida hacia un fin bien
decidido sin una vacilación, sin un desmayo sentimental. Kiki sólo sabe lo
que debe saber para vivir como quiere vivir, naturalmente. Es decir, sólo sabe
de hombres y de todas las innumerables cosas que pueden gustar o desagradar
a los hombres. Esta concentración de una peculiar inteligencia que no se
permite ninguna curiosidad, ningún «garbeo» fuera de sus concretos límites,
resulta poderosísima y muy peligrosa para cuantos varones caen en su
implacable zona de influencia. Kiki sabe, pues, muy bien, lo que es, lo que
quiere, y su perfecta y exigente organización mental le impide esas
improductivas y tontas aventuras que nacen siempre del corazón. Por eso, la
modelo está casi siempre de buen humor, aunque este humor resulte, para
personas ambiciosas de adentrarse por el calor de las almas, un humor yerto,
arrecido, una especie de impenetrable coraza forjada por los más agrios
rencores de la vida. Pero a Kiki estas ambiciosas personas que pretenden
alcanzar su carne viva la molestan y las aparta de su lado, continuando su ruta
enérgica, feroz y muy bien organizada. Tan bien organizada que Kiki tiene un
pisito muy mono, un ático con terraza que le puso su Nando y que está lleno
de cosas, y una cuentecita corriente muy aceptable en el Banco Hispánico
Central de Crédito, donde ella tiene mucho de lo mismo, gracias a sus ocultas
relaciones con un respetable consejero de la poderosa entidad que quizá sea
uno de sus famosos tiburones.
Hasta la fecha, y especialmente desde que Magda se marchó con un suizo
dejando más de diez mil duros de deudas en la casa, Kiki reina en la alta
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costura madrileña y domina caprichosamente el complicado mundo de Amaro
López, adonde acude cuando le da la gana, sin cumplir horarios de trabajo ni
órdenes exigentes, excepto en los días en que se pasa la colección, momentos
graves que despiertan inesperadamente su deber profesional.
Por eso, hoy anda muy abundante por aquí y ahora mismo, después de una
ajetreada mañana de pruebas, sale con prisas de la casa y, cruzando la ancha
acera de la calle, se sube a un coche que sólo tiene de feo su triste color caca,
sentándose, tras un suspiro que descansa su pecho plano de adolescente, junto
a Nando, su amigo más patoso y consentido.
¿Qué tal, cariño? ¿Cómo estás? —pregunta Kiki. Pero antes de que el otro
pueda contestar sigue—. Oye: creo que voy a tener un éxito bárbaro esta
tarde. Hay tres o cuatro modelos que me sientan de miedo. Sobre todo un traje
de noche en moaré verde bordado en plata y… ¡Qué asco de hombre!; ya
podías comprármelo…
No sé… Veremos.
—Yo sí sé que no, ¡concho! —exclama Kiki.
Hemos hablado muchas veces de estas cosas y…
Sí, sí; ya me he enterado —corta Kiki—. Tú crees que con darle a una a
primeros de mes lo que necesita para ir tirando está todo arreglado; pues te
equivocas, ¿sabes?, te equivocas. Porque una tiene también caprichos y a las
mujeres hay que mimarnos mucho, Nando…
—¿Es que yo no te mimo, acaso?
—Pues… sí; pero a tu modo…
—Claro; no va a ser al tuyo, nena.
—Pues debía serlo, cariño; debía serlo —advierte Kiki, recogiendo velas
—. Pero eres tan raro, tan… no sé cómo…
El «haiga» color caca rueda ya por la calle y Nando aprovecha una parada
obligatoria para echarle una rápida mirada a Kiki. El hombre es ya un viejo,
pero un viejo ahíto y gastado. Quizá se acerque a los sesenta, quizá los haya
cruzado ya; es lo mismo, porque tras aquel rostro desagradable y feo se
adivina tan sólo un blando desencanto, una rutina vil que va consumiendo
cobardemente los días sin enfrentarse jamás con un auténtico problema, con
uno de esos nobles problemas que salvan la dignidad del hombre.
—Soy como soy, y no voy ahora a cambiar porque a ti se te antoje —dicte
—. Pero ya sabes, si no te intereso así…
—Sí, sí; ya lo sé también —vuelve a cortar Kiki, impaciente.
Dicen que el rostro de Nando se parece mucho al de Boris Karloff en sus
buenos días. Realmente la jeta de este hombre resulta molesta y antipática,
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pero, en esta vida, todo es acostumbrarse. Hay algo en su rostro de perro
servil, de esos perros blandos que vienen arrastrándose, que vienen meándose
no se sabe si de temor o de gusto, a lamotear la mano del amo después de
haber recibido de éste un fuerte puntapié.
—¿Vas a venir esta noche conmigo a la fiesta del Palace? —se interesa
Kiki, cambiando de tema.
—Pues no sé… Me temo que resulte un buen barullo.
—Eso es lo bueno, mi vida: el barullo. ¡Para cuatro días que vive una!
—Tal vez me anime a última hora…
—¡Vamos! Lo que tú quieres es que no haga plan con nadie, ¿verdad? —
Manifiesta Kiki descaradamente—. Con mi estraperlista, por ejemplo, que me
ha mandado unas flores estupendas… ¡Jolín!, ahora que me acuerdo; me las
he dejado arriba y se van a marchitar, las pobres… Pues son unas orquídeas
que han debido costarle un…
—Déjalo ya, ¿quieres? —Corta Nando.
—Pero ¿es que tienes celos, cariño?
Nando no responde. La verdad es que el hombre está ya un poco muerto
por dentro y eso de los celos es cosa de gente viva. Pero, a veces, sin que se
sepa por qué, resulta algo rabiosillo, susceptible, y, al avinagrársele el gesto,
se pone más feo que nunca.
—Ya sabes que tú eres el único hombre a quien quiero, el único en quien
yo de veras confío —afirma Kiki apelotonándose un momento contra él
aprovechando uno de esos hondos e inexplicables baches que hay ante el
hotel del Negro, donde una de las más modernas avenidas de (Madrid
empalma con el polvoriento Tetuán de las Victorias y la carretera de Francia).
Quizá haya algo verdadero en las palabras de Kiki, quizá todo sea
mentira, ¡cualquiera sabe!; porque el complicado tejido de lo cierto y de lo
incierto forma de tal manera las entretelas de ciertas almas, que resulta
imposible aislar lo que es y lo que no es, ya que todo puede ser verdad y todo
puede ser mentira en ellas al mismo tiempo.
Nando vuelve a mirar a la mujer, con su fea mirada de villano de la
pantalla, mientras el coche marrón, un De Soto muy moderno, con cambio
automático, se aproxima velozmente a Fuencarral, atravesando unos llanos
áridos y grisáceos endurecidos por el frío. Al hombre le gusta que Kiki se
apelotone así contra él, contra su pobre cuerpo agotado y vicioso, contra su
cuerpo estéril que nunca supo crear, levantar algo que perdure cuando sólo
quede su carroña. Pero Nando no sabe por qué le gusta tanto este gesto de
Kiki, este gesto falso de Kiki que le hace sentir en su triste costado un calor
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que no vive para él, que no vive para ningún hombre, pues no puede vivirse
para otro sin dar algo, sin entregar algo, y Kiki hace ya muchos años que no
tiene nada que entregar.
El coche abandona la carretera de Francia y entra por la que conduce a
Miraflores, cara a una sierra nevada, cenicienta y hostil, que anuncia una tarde
penosa y fría para las gentes humildes que no poseen un coche con
calefacción, un coche como éste, que rueda con los cristales empañados por el
aire caliente de su confortable interior.
—Vamos a tener frío en El Mesón —anuncia Kiki—. Hubiera sido mejor
quedarnos en Madrid a tomar algo en cualquier tasca.
—Tenía ganas de salir un poco al campo —explica Nando—; me duele la
cabeza y…
—Ya, ya…
Nando no puede abusar de otras cosas y se consuela un poco abusando por
las noches de algo que le produce escalofríos y mucho malestar durante las
mañanas. La verdad es que no sabe cómo ocupar su tiempo, su largo y
monótono tiempo, pues aunque tiene carrera y no ignora esas cosas que
conoce todo el mundo bien educado, nunca fue hombre despierto, sino más
bien corto y confuso. En sus tiempos, en sus lejanos tiempos, no era preciso
ser ni inteligente ni estudioso para ingresar en el escalafón en que actualmente
figura su nombre. Ahora, naturalmente, la vida se ha endurecido mucho y ya
no hasta con ser hijo de buena familia y tener una cierta posición económica y
poderosas relaciones para ello. Ahora el mundo es menos injusto, hay que
trabajar para todo y el pobre puede acabar dominando al rico, si hay voluntad,
salud y cabeza para ello. Pero entonces, en los viejos tiempos de la juventud
de Nando, las puertas de su carrera se abrían a todos los necios si estaban bien
educados, tenían dinero, vestían correctamente y sabían besar a todas horas
las manos de las señoras con un gesto entre galante y libertino. Y la verdad es
que Nando ha besado tantas, tantas manos de mujer en su vida, que esta
montaña de besos fríos, estúpidos, pesa sobre él, le abruma, le deja hecho un
resto blando y deshuesado.
El coche deja ya la estrecha y bacheada carretera y entra en El Mesón, un
lugar que tiene su público. Por qué unos establecimientos consiguen sus
clientes y por qué otros no es uno de los grandes misterios de la psicología
comercial, una ciencia aun en ciernes. Se monta un restaurante simpático y
acogedor, se da una excelente comida, no se exageran los precios y no acude
nadie a comer. Pero se arregla cualquier local destartalado, se cobra mucho y
se sirve una minuta vulgar y la gente se agolpa esperando mesa. Quizá El
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Mesón merezca su buena suerte por lo que tiene de castellano y por lo que
tiene delante de su solana. Un paisaje entre velazqueño y manchego, que
extiende ante el Guadarrama los oscuros robledales de El Pardo y las tierras
peladas y pardas que bajan de Colmenar Viejo hasta Barajas. Mas, por lo que
sea, el caso es que aquí hay siempre extranjeros de paso, diplomáticos en
misión, españoles ricos y algunas parejitas más o menos emboscadas que
toman el sol o se calientan dentro, junto al fuego alegre de las chimeneas.
Nando coloca solemnemente el coche entre unos árboles desnudos y
raquíticos, castigados por los cierzos serranos. En aquel momento una pesada
nube que extiende sus curvas grises y ampulosas hasta confundirlas con la
nevisca que azota las cumbres del Guadarrama oculta un sol aún débil para
vencerla. Y Kiki se estremece, encogiéndose bajo su abrigo de lana blanco
con aplicaciones de renard negro.
—¡Caray!, qué frío hace. Vámonos dentro ahora mismo —decide la
modelo.
La verdad es que Nando ha traído aquí a la chica con la esperanza de
comer al sol. Y que, ahora, en vista de que ya no puede pararse en la solana,
al hombre le está apeteciendo dar un pequeño paseo por allí, a ver si se le
despeja algo la cabeza. Pero, ya se sabe, con estas chicas no hay nada que
hacer y no basta con pagar y pagar, sino que encima…
Se acomodaron dentro, junto a una chimenea, pero Kiki exigió que,
además, le pusieran entre las piernas un brasero de leña, pues, según ella,
corrían por allí unos aires bajunos cortantes como cuchillos. Y después de
estas operaciones, acompañadas de abundantes palabras de la modelo, que
parecía encontrar bastante grata la presencia del fuerte mozarrón vestido con
una recia pana castellana que les atendía, la pareja comenzó a componer su
menú, cosa, en verdad, bastante complicada, pues Kiki tiene siempre apetito,
pero no se permite pasar ni un gramo más de los 57 kilos, exigencia
profesional que malhumora sus almuerzos.
Al fin, todo pareció arreglarse. La modelo encargó una tacita de consomé
muy caliente, unos fondos de alcachofas rehogados con jamón y unas angulas
muy picantes, más un zumo de naranja. Nando, por su parte, pidió lenguado,
un tournedos poco hecho y tarta de la casa, solicitando una botella de agua de
Mondariz, pues no se encuentra esta mañana dispuesto a trabajarse el hígado
con esos vinos folklóricos que se sirven en las más típicas jarritas de la
cerámica nacional.
A los postres, quizá reconfortado por el sangrante solomillo y la copa de
coñac francés, el hombre pareció decidirse. Mas, realmente, su decisión no
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fue un acto de valerosa iniciativa, sino el fruto de la más cobarde docilidad.
—Anda ya, desembucha, ¿quieres? —Exige Kiki—; porque me estás
dando la comida.
—¿Yo? —Se pasma el hombre, con un gesto que alborota un poco la
persiana capilar que malcubre su calva—. No sé por qué dices eso.
—Mira, Nando; tú y yo nos conocemos demasiado bien para andar con
rodeos. Cinco años, cariño, son muchos años y…
—La verdad es que no tenía nada especial que decirle; pero, ya que me lo
preguntas…
—Quieres hablarme de lo de la otra noche en Villa Rosa, ¿no? Por lo que
veo ya te han ido con el cuento —advierte Kiki con un gesto de soberano
desprecio.
—Pues, mira, sí; algo he oído de ello —confiesa el hombre—. Y aunque
ya sabes que no me meto en tus cosas…
—¡Lástima sería!
—Pues hay hombres que no toleran ciertas cosas a sus…, a sus… —Se
atasca Nardo.
—¿A sus que…? —Desafía Kiki—. Anda, hombre; dilo, dilo ya…
—A sus… novias —se raja Nando.
—Ibas a decir otra cosa —desprecia Kiki—. Ibas a decir lo que yo soy, y
a mucha honra —provoca.
—Como quieras —admite el hombre, cansado.
—Si yo soy lo que soy es por culpa tuya, por culpa de todos los hombres,
que no merecéis que ninguna mujer sea otra cosa —sigue Kiki—. ¿O es que
te crees que por darle a una algunos cuartos todos los meses se puede pedir
más?
—¿Otra vez? No sé cómo dicen por ahí que eres tan graciosa —advierte
venenosamente Nardo.
—Es que tú me pones negra.
—Lo siento —se pica el hombre, echándose al estómago otra copa de
coñac.
Un breve silencio cae sobre los dos. Esos breves silencios de las parejas,
esos silencios por los que asoma la soledad del hombre, del individuo; la
imposibilidad de la auténtica comunicación con nuestros semejantes, con ese
prójimo que tenemos al lado y que debemos amar y amar, aunque jamás
lleguemos a alcanzarlo.
—Pero ya que has hablado de ello quiero dejar las cosas bien claras —
sigue Kiki, tomando otra vez la iniciativa.
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—Me duele un poco la cabeza y… —se queja Nando, sin ganas de
complicaciones.
—Pues te aguantas un momento, cariño —decide Kiki—. Porque no estoy
dispuesta a que te vengan con chismes.
—¿Chismes? —protesta Nando—. No seas cínica…
—Sí, chismes, chismes —se encrespa Kiki—; porque vaya usted a saber
lo que te han dicho —añade, tanteando el terreno.
—Nada; no me han dicho nada… Mira, lo mejor es dejarlo.
—Fui a Villa Rosa, es cierto. Salí con Marta y Nico, ya sabes, Nico
Corrales, su novio; me invitaron a cenar y, después, dimos una vuelta por allí,
a ver cómo estaba.
—Bailé un poco y nada más, te lo juro —termina Kiki, poniéndose seria.
—Bailaste con Paco Almuñécar y, según parece, volviste muy tarde can él
en su coche.
—Bailé con mucha gente y creo que sí, que también con Paco, que estaba
con una tajada que no veas, pero Marta y Nico me llevaron a casa. ¿O es que
no va a poder animarse una un poco cuando tú te sientes aburrido? —Se
excita Kiki.
—No quiero que salgas con Paco; ya te lo he dicho muchas veces —
insiste Nando—. Además, después de haber sido el novio de Tona, tu
compañera, parece que está feo…
—Eso acabó hace ya mucho tiempo —asegura Kiki con cierto calor—; y
ella no tiene vela en este entierro.
—No me gusta ese tipo, ¿sabes? Y no quiero que te vean con él.
—¡Claro! ¡Como va a gustarte! —Se irrita Kiki—. Todavía está joven,
tiene una facha estupenda y siempre anda con ganas de juerga, porque es un
punto fuerte…
—Mira, Kiki —repite Nando, poniéndose más serio y más feo que nunca
—; ya sabes que no me meto en tus cosas y que te dejo una libertad muy poco
frecuente. De sobra sé que le gustas al embajador Lomas y que te dejas querer
por Perales, ese estraperlista tan ordinario. Y, sin embargos hemos salido
algunas veces todos juntos, ya lo sabes, porque yo soy un hombre
comprensivo. Pero no quiero que andes ni que te vea nadie con tipos como
Paco Almuñécar y sus amigos, nena. Es una compañía que sólo puede
perjudicarte y, además, ¡caray!, creo que me debes ese mínimo respeto, ¿no te
parece?
—Todo porque son gente animada y alegre y se divierte una con ellos,
¿verdad? —Gruñe Kiki.
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—No, hija, no; no es eso —manifiesta gravemente el hombre—. En
medio de tus locuras, Kiki, tú eres una chica decente, una modelo de categoría
que tiene muy buenas amistades —adula Nando—; y no puedes descender
hasta esos hombres tan tirados…
—¡Yo una mujer decente…! ¡Vamos, hombre!, no digas tonterías —
exclama Kiki, riendo con una risa un poco agria—. Si fuera una mujer
decente no estaría aquí a tu lado.
—Estás muy nerviosa y no sabes lo que dices —rechaza Nando—. Pero
yo te conozco muy bien y…
—Sí, ¿eh? —Duda la modelo con una guasa sarcástica y rencorosa—.
Pero, en fin, cuando tú lo dices…
—Claro que sí —decide Nando—. Tú eres un poco alborotada y rebelde,
pero mucho mejor de lo que pareces…
—Y con un dolor de cabeza en este momento que no veas, mi vida —
advierte Kiki—. Porque todo lo malo se pega, y eso que anoche, a las doce, ya
estaba en mi cama como una honesta jovencita.
—Así me gusta, cielo —confiesa el hombre enterneciéndose.
La cosa parece ya aclarada y la discusión concluida, a gusto y satisfacción
de los dos. Porque Nando necesita tener a Kiki delante, contemplar esta cara
de pilluelo tan graciosa, esta figura tan estilizada, tan bien vestida; oler su
perfume bueno —ahora es Mouche, de Rochas—, su olor a mujer limpia, a
mujer lavada y refrotada; escuchar su acento rápido y castizo, que refresca su
elegancia en un ameno contraste; saber que ella está allí, a su lado, dispuesta a
soportar sus manías y sus latas.
En cuanto a Kiki, también necesita de Nando. Necesita las seis mil pesetas
de primeros de mes, los pequeños regalos, el coche y la compañía de este
hombre que viene siempre a buscarla, que la lleva, que la trae sin estorbar
apenas. Tal vez tenga razón, hay que reconocerlo, en lo de Paco Almuñécar y
sus amigos, que, la verdad son gente demasiado tirada, aunque Paco tenga tan
buena estampa y sepa dar el pecho algunas veces. Pero ¿quién pierde la
ocasión de hacerle una faena a Tona, que se está poniendo muy tontita esta
última temporada con sus éxitos en Amaro López? Habrá que tener un poco
de cuidado, guardar algo las formas para que Nando no se ponga así, que la
vida está muy difícil y todo cuesta más cada día…
Porque Kiki es una excelente ama de casa y en ella no se cumple ese
desorden que tipifica a la mujer alegre. La modelo le toma todos los días las
cuentas a su criada, una mujer muy dispuesta, que ya no puede sacar nada
directamente de los hombres, y a la que paga con generosidad, pero a la que
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ha cantado muy bien las cuarenta en lo que se refiere a sisas, pues Kiki tiene
que aguantar muchas tabarras para sacar sus cuartos, y no está dispuesta a que
una buena raja de merluza, pescado siempre hembra, que, por variar, le gusta
mucho, le cueste doble de lo debido. Ella no es como Lina, no, que sin estar
preparada, se metió en el lío de poner piso y a quien la criada le pasó un mes
en la cuenta más de 20 docenas de huevos para dos mujeres solas. Estas cosas
requieren inteligencia y formalidad. Kiki tiene piso, naturalmente, y un ático
monísimo, que le sacó a un amigo arquitecto en una casa nueva y que sólo le
cuesta ochocientas pesetas, a pesar de que no le falta de nada. Amueblado
poco a poco por Nando, que sabe distinguir muy bien lo feo de lo bonito,
excepto en sí mismo, da gusto ver lo bien que queda el piso, tan chiquitín, tan
bien distribuido, tan limpio y tan peligrosamente acogedor. Porque en aquel
saloncito, en aquella alcoba y hasta en aquella pulcra y blanca cocina que
tiene el ático, hay algo íntimo, caluroso, hogareño, que envuelve y entorpece
al hombre que cae allí dentro con un sosegado y cordial bienestar que suele
tener gravísimas consecuencias para su bolsillo. Aunque, claro está, Kiki es
una chica que hace ya muchos años que no pide jamás un céntimo a un
hombre; pero que evoluciona tan bien en lo que se refiere a sus intereses, que
el caballero en cuestión acaba por soltar la guita casi, casi abochornado por su
lamentable indelicadeza. Mas ¿quién no se azoraría ante este acto tan feo
después de haber visto cualquier noche por ahí a Kiki más elegante,
distinguida y compuesta que una reina en compañía de Pozoseco, un título
muy conocido que además de una gran estampa tiene doscientos millones,
doscientos caballos y doscientas mujeres, según él mismo asegura? ¿Quién no
se turbaría al entregar unos viles billetes, aunque sean púdicamente metidos
en su bolso, a una mujer que es capaz de ponerse a coser muy modosita
cualquier prenda interior de fina seda sentada en el sofá de su living, junto a la
suave luz de la lámpara, después de haberos servido un whisky con trocitos de
hielo de su «frigidaire», que bebéis lentamente, en un sosiego perfecto que
ningún indiscreto turbará nunca, porque Kiki sabe hacer muy bien las cosas?
Hay momentos difíciles, muy difíciles en la vida, y este resulta uno de los
más violentos para un caballero que allá, ya un poco lelos en el tiempo, fue
educado en un colegio de pago y en una honesta familia en la que quizá se
dedicara un respetuoso culto a la mujer.
Claro está que hay quien no sufre así, porque hay quien no da la cara.
Pero esto de no afrontar valientemente las situaciones por difíciles que
sean, y salirse por la tangente, es cosa de hombres débiles, y la debilidad
resulta siempre, a la postre, mucho más costosa. Es el modelo de Amaro
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López, es el abrigo con aplicaciones de visón, es aquella comodita isabelina
tan mona que está en un extremo de la alcoba, es esta preciosa pulsera de
brillantes traída de Bucheron, de París, es, ¡ay!, incluso, aquel reloj barroco
que luce tanto, aunque no ande, y que Pepín Tarazona se trajo un día de casa
de sus padres, ignorando que vale una fortuna, pues ya hay un anticuario de la
calle del Prado que le ofrece a Kiki quince billetes de los grandes en mano por
él.
—Entonces, ¿ya me quieres? —le pregunta la modelo a Nando, poniendo
su gesto travieso, mientras termina el zumo de naranja.
—Te quiero siempre, Kiki —afirma gravemente el hombre, posando su
manaza sobre la fina y bien cuidada diestra de la mujer—; y porque te quiero
te digo estas cosas. Si fueras tan sólo para mí un capricho pasajero no me
preocuparían tanto estas historias.
—Gracias, cariño —parece que se conmueve Kiki, pestañeando un poco.
Pero la verdad es que a la modelo lo que le gusta precisamente son los
caprichos pasajeros que son los divertidos, y no estas latas de hombres que
aseguran quererla tanto. ¿Por qué, por qué estará tan mal organizada la vida y
lo que gusta no produce nada, mientras que lo que aburre suele muchas veces
sacar de apuros? ¡Ay!, Nando, Nando… Si no fuera por tus seis mil del ala,
por tu coche, por tus fines de semana, por tus cenas, por tus amistades y
porque sabes pagar una mesa en Villa Rosa o en Riscal, cuando no tienes otro
remedio, esta Kiki tan mona, tan elegante, tan graciosa, no te daría las gracias
en este momento, no te cogería la zarpa entre sus dos finas manos y no te
llamaría «cariño», sino algo muchísimo más feo como te atrevieras a
arrimarte un poco a ella.
Pero, ahora, lo cierto es que se produce una breve escena tierna, a la que
asiste desde lejos, con una aviesa sonrisa en los labios, el mocetón que les
sirvió la comida. Por cierto que al levantarse ya de la mesa, tras aquellos
mimos, Kiki se siente tan mareada, tan bruscamente indispuesta, que es
preciso tenderla incluso sobre uno de los bancos del mesón. Después, pasó al
fin el sofoco y Nando, que prodigó a la mujer sus más tiernas atenciones,
descubrió que todo fue indudablemente debido al tufo de este condenado
brasero que Kiki, tan friolera, ha cobijado durante la comida entre sus largas
piernas. Por eso el hombre, mientras vuelven a Madrid con prisa por la
carretera, ha pasado el rato ilustrando a la modelo sobre el caso y sobre las
fatales consecuencias que pueden tener algunas veces estas ligerezas. Hasta
que Kiki, que adora precisamente la ligereza, se ha quedado un poco
traspuesta sobre el hombro de Nando, quizá porque tenga sueño
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verdaderamente, quizá porque ha llegado ya, por hoy, al límite de su
paciencia.
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3. Sole
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nunca se estremece, sobre este espectro feo y dramático, Sole ve ahora
pegado un llamativo cartel que anuncia con gran lujo de colores el éxito de El
Baile, una finísima e ingeniosa comedia diestramente montada sobre los
sentimentales y delicados ocios de unas gentes sin quehacer.
Un enorme camión baja también por la ronda hacia el río, cargado con
unos sacos de cemento que, con los baches, van soltando un arenoso polvillo
que se le mete a Sole en la boca. Mas como se han aproximado a un estridente
y desvencijado tranvía, la modelo tiene que tascar el freno de su impaciencia,
hasta que el taxi logra pasar al monstruo automóvil. Cruzan ya la torcida
Glorieta de Embajadores, en la que la Fábrica de Tabacos pone una maciza
mancha amarillenta y sucia, y la Escuela de Veterinaria el punto amoratado y
cárdeno de sus viejos ladrillos. Y bajan después por el Paseo de las Acacias,
pasando rápidamente ante un funerario y ceniciento grupo escolar, en el que
parece que tan sólo pueden enseñarse las tristezas de la vida.
El taxi se acerca ya al mezquino Manzanares y el gasómetro gris de la
fábrica se alza ante Sole como un extraño monumento levantado para honrar
la orgullosa fealdad de la industria. Al fondo, hacia la derecha de la modelo,
asoma la cuadrada estación frigorífica y a la izquierda queda el áspero barrio
de las Injurias, nombre afortunado en verdad, que desmorona sus ruinas en
torno a lo que fueran en tiempos las Casas del Cabrero.
La modelo trata de encender un pitillo mientras el coche atraviesa la
Glorieta de las Pirámides, cosa nada fácil, pues aquello está siempre en obras
y el viejo taxi salta en los baches como un jaco irritado que cocea. El
ambiente terroso, polvoriento y desolador del barrio llega a un extremo cruel
en la glorieta, que presenta tan sólo dos casas oscuras, cenizosas; dos pobres
muelas careadas en su boca vieja y desdentada, entre las que grita el rótulo
negro, doloroso, de una triste pescadería.
Sole prende al fin el pitillo, cierra el encendedor de plata con un golpe
nervioso y seco, y, tras una larga chupada, arroja el humo violentamente por
estas sus narices, que fueron famosas por su gracia y remango, pero que ya
son, en algunos malos momentos, narices desesperadas de mujer vieja. Han
cruzado el Puente de Toledo y tuercen ahora por el camino bajo de San Isidro.
Desde la carretera, agujereada como un paisaje lunar, se ven, a un lado, las
riberas del Manzanares, aquellas quintas que alabaron en otros siglos los
mejores ingenios de la Villa y Corte, martirizadas ahora por picos, palas,
excavadoras, grúas, perforadoras y camiones que las han convertido en un
yermo desolado e inhóspito, donde reinan el cascote y la escoria en la más fiel
unión. Al otro lado, según se va a las Sacramentales de San Isidro y de San
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Justo, quedan las miserias del Cerro del Cuervo. Las ruinas de sus pobres
casuchas, las raquíticas y torcidas acacias, y esas cuevas ante las que siempre
hay, tendida al viento del Guadarrama, una bata negra y rota que pretende
estar algo menos sucia de lo que le impone la puerca vida. La puerca vida del
pobre, perseguido siempre; perseguido por los fríos, por los calores, por la
pereza del hambre, por el desconsuelo de la soledad y por las bascas de la
miseria. Quizá esa bata negra y rota, tendida al viento hostil del Guadarrama,
lavada apenas sin jabón en la próxima ribera, restregada por unas manos
hinchadas por los sabañones, signifique la última esperanza de una mujer
pobre, su última coquetería. Una esperanza y una coquetería que la miseria
asesinará inexorablemente, porque los hombres dicen que así es la vida y
nadie arde en una operante caridad que la haga no ser como es.
Sole, al doblar el taxi ante las cuevas para subir la empinada cuesta que
conduce al cementerio de San Isidro, vuelve bruscamente la cabeza. Ella sabe
mucho de aquello, de cuevas más alegres, pero cuevas al fin y al cabo; y, por
lo mismo, no quiere alborotar sus recuerdos, que no está hoy el horno para
bollos y no hay cuña más dura que la de la misma madera. Con un gesto,
pues, de reina casi ofendida, la modelo, al ver aquello, se reclina, por una vez,
sobre el respaldo de su asiento, y allí, hundida y baqueteada, espera a que siga
el coche, inoportunamente detenido por un famélico y escaso rebaño de
cabras, que ramonean afanosas las malas hierbas de estas ingratas riberas.
Pero todo llega, si hay vida y paciencia, y el taxi, tras salvar un tramo del
camino bacheado de una manera realmente injuriante, se acerca ya a la puerta
del cementerio. Pita un tren y enfrente, al otro lado del río, se ven los vagones
cárdenos de un largo mercancías que hace maniobras bajo la cúpula de San
Francisco. El coche corona trabajosamente la cuesta y se detiene en la entrada
de la Sacramental, junto a esa pequeña ermita que el agradecimiento de la
Emperatriz Doña Isabel instaurara en recuerdo de la curación de su esposo
Don Carlos. Sole desciende, rápida y garbosa, del taxi, apartando con un
gesto impaciente a un viejo tullido y tartajeante que se le acerca pidiendo
limosna; y pisando con dificultad un suelo que tuerce sus altos tacones, entra
en el cementerio, marchando por la larga rampa con prisa, como si la muerte
y las viejas losas que asoman próximas sus rótulos cegados por un polvo
grisáceo no merecieran más sosiego.
Sole anda bien, muy bien, que para eso tiene sangre gitana en sus
ardientes venas y ha criado muchos piojos en sus años infantiles. Porque hay
quien dice, y quizá acierte, que el piojo da alegría y movimiento a las
chavalas, y que parte de este garbo y salero que tiene la raza lo debe a tan
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constante picazón. ¡Cualquiera sabe! Ahora, naturalmente Sole se baña todos,
todos los días, y con sales de Balmain, nada menos, y además la cuidan el
mejor peluquero y la mejor masajista de Madrid, sin considerar la manicura y
otros sirvientes inferiores porque aún le quedan cuartos de su Félix, que en
paz descanse, y no necesita de los hombres a no ser que se le antojen, que por
ahora no se le antojar, porque anduvo muy emperrada con el suyo y la mujer
no acaba de darse bien cuenta de que ya no lo tiene a su vera. Sole anda muy
bien, mas, por desgracia, no hay andares que levanten a un muerto, y la paz,
una paz quieta y aldeana, reina en el ancho patio de la Concepción cuando la
modelo cruza rápidamente sus melancólicas avenidas de cipreses, como quien
conoce bien el camino. Sole marcha decidida, sorteando el panteón de los
Denia, pasando ante el que alzó la familia de La Gándara, siguiendo la
dirección firme y enérgica de quien va impulsada por alguna pasión hacia
algo vivo, hacia algo que forma parte de la propia existencia.
Esta vida que tira de Sole con tanta fuerza parece hallarse justamente en el
patio de Santa María de la Cabeza, solitario, sosegado, lleno de tumbas grises
y amarillentas. Porque la modelo, abandonando ya las avenidas flanqueadas
de cipreses, cruza entre las sepulturas y se detiene en seco ante un trabajado
mausoleo que, bajo una Piedad muy poco afortunada, ostenta el rótulo:
Familia Vázquez Talavera. Allí yace el que fue su hombre, su Félix, y para
más desesperación, bajo su hombre, su título de marqués y la fecha de su
óbito —19 de agosto de 1951—, sus familiares, los suyos, los de él, advierten
en gruesas letras de cobre a quien se incline sobre su sepultura que no le
olvidan…
Sole permanece un momento allí, tiesa, erguida, llameándole pasión los
verdes ojos, temblando aquellos labios que debieron ser tan jugosos y que
ahora están ya quemados por la vida, mientras una ráfaga del frío viento azota
el patio y alza un polvo que huele a muerto. Después, de su garganta sofocada
y ardiente, brota una ronca queja, un gemido animal que se convierte al fin en
excitadas palabras, porque Sole continúa hablando con su Félix, continúa
disputando con él, aunque la estúpida gente crea que anda un poco majareta y
que habla a solas:
—Mira, Féli: aunque se me parta el arma tengo que desirtelo… Que ya
pué darle grasia a Dió de que no te tenga a mi vera, porque te juro por la
memoria de mi mare que no iba a salí vivo de mi mano… ¡Como lo oye,
tesoro, como lo oye…!
Las nubes cenicientas que bajan de la borrascosa sierra se agolpan sobre
el patio de Santa María. Y las altas copas de los cipreses, que sobresalen el
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amparo de los muros del cementerio, se inclinan ante una nueva ráfaga de
viento. La mujer, sola entre las tumbas del patio, sigue increpando a su
hombre apoyada sobre la sepultura.
—Te he perdonado mucha cosa, Féli; mucha cosa. Pero esto no pueo
pasártelo. Tú sabe mu bien er martirio que m’ha dao durante tanto año, lo que
m’ha hecho sufrí con toíta tu familia; to te lo he pasao, aunque me comieran
lo celo, aunque er coraje me quemara la sangre. Porque tú t’ha valío de mi
cariño y de la ley que, siempre te tuve, Féli, eso e, y no porque le fartaran a
una otro hombre, que tú bien sabe lo moscone que siempre tuve enrededó y
que no te farté con ninguno, aunque, a vese, tuviera harta rasón para haserlo.
Y, ahora, tú ve cómo ha dejao la cosa… Ahora me quitan er nene, Féli, me lo
quitan; porque, ¡vamo!, eso de que no puea yevá ni tu nombre ni er mío e
quitárselo a una… Y to por lío de escribano y vengansa de tu mujé, que ca día
me quiere peo…
Los labios de Sole tiemblan y en sus ojos brilla un agua verde, rencorosa.
Mas la cólera que la domina la impide llorar y el fuego de su pasión seca la
humedad de aquel débil instante.
—Que si er nene no podía matricularse pa er bachiyerato, que si asín no
podían seguí la cosa y que yo tenía que sacrificarme por él… Y tu hermano
dale que te pego un día y otro día, con esa vo de sopa que tié er tío y que me
pone mala… Hasta que, naturá, que tuve que sacrificarme, que pa eso ha
nasío una mujé. Y si tú viera lo guapo que está er niño y lo gordito y
estudioso que ha salío… Tié tu mismo, tu mismísimo ojo y to tu genio
también. Tú sabía que mi hijo e tuyo, tú lo sabe mu bien, Féli. Pero ahora ya
no e ni tuyo ni mío, porque l’han echao ensima otro nombre en los papeles pa
que puea estudia y eso m’arcansao er corasón… Yo te quise y no te farté
nunca con nadie, pero ahora, Féli, te mardigo y te juro que me la va a pagá…
Hay una calma rara en la atmósfera. El viento ha caído de pronto y las
nubes cenicientas que cubren el cielo parecen pesar sobre el patio de Santa
María. Sole, crispada y llameante, yergue su cuerpo orgulloso y esbelto y,
extraviada por su pasión; escupe sobre la sepultura, con un gesto de tragedia
griega. Después; horrorizada, huye llorando de allí, mientras su amarga saliva
permanece sobre el mármol frío de la losa como un sello de la vida estampado
sobre la muerte.
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4. Marta
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Marta dobla la esquina de la acera. Y como la parada está vacía, espera
pacientemente, mirando el escaparate de una joyería, a que el inevitable
abrecoches le pare un taxi, mientras dos o tres hombres, en los que ella ni
siquiera parece reparar, se emboban contemplándola. Uno de ellos, un pollo
que se muestra muy seguro de sí mismo, se aproxima también al escaparate y
trata de entablar conversación, pues la verdad, Marta, como todas las
modelos, va muy bien arreglada y hoy está estupenda con su abrigo de lana
azul y su precioso sombrerito de un rosa muy pálido. Pero la joven le echa
una mirada tan fría, tan alejada de su conquistadora presencia, que el pollo se
siente confuso y se aleja del escaparate con un gesto huidizo, mientras Marta
se dirige hacia el taxi que acaba de llegar.
El coche la lleva Castellana arriba, entre la animada circulación de la
hora; el sol se nubla y unas ráfagas de viento frío bajan de la sierra,
penetrando en el taxi y moviendo a Marta a cerrar cuidadosamente las mal
ajustadas ventanillas. La gente que paseaba por la Castellana gozando el
joven calor del sol de febrero aprieta el paso y se retira friolera, ante el brusco
cambio de nuestro traidor invierno madrileño.
El taxi, después de haber salvado felizmente las grietas del asfalto, los
hoyos producidos por los autobuses y las obras permanentes que amenizan el
paseo, tuerce en la plaza del General Martínez Campos, y, metiendo una
ruidosa segunda, sube por la calle que conmemora al héroe de la
Restauración, deteniéndose, al fin, ante una de esas casas nuevas, alzadas a
base de ladrillos y techadas de pizarras, que florecen actualmente en Madrid,
dando a nuestra capital un tono que mezcla extraños resabios arquitectónicos.
Pagado el coche, Marta entra en el portal, saluda brevemente al portero con
un gesto que implica, un cierto conocimiento y sube en el ascensor al
segundo, mientras se pasa rápidamente, ante el espejo, la borla de su polvera.
Ni la casa, ni el portal, ni el ascensor, ni esta puerta B del piso segundo
adonde Marta está llamando ahora, ofrecen nada característico, sino, más
bien, esa vulgaridad igualitaria que caracteriza a esta clase de jóvenes
edificios.
La puerta tarda un rato en abrirse. Mas, al fin, se corre el pestillo y
aparece una criada de edad confusa y aspecto desdibujado, que advierte:
—¡Ah!; es la señorita.
—Buenos días. Filo —saluda Marta, entrando ya en el piso.
—El señorito Nico está todavía…
—Ya, ya me lo figuro… Pero no importa, Filo; yo le despertaré.
—No sé si…
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Marta, con un gesto tranquilo y decidido, cruza el pequeño vestíbulo y un
salón amueblado con viejos muebles de un gusto extraordinario, que
sorprenden en aquel piso tan vulgar.
Así, la modelo llega a la puerta de una alcoba, que empuja suavemente,
pues sabe que no se cierra nunca, porque Nico no se atrevería jamás a
quedarse encerrado tras ella con sus sueños terribles, con sus sueños de
toxicómano.
Marta entra en la alcoba. Una bocanada tibia, dulzona desagradable,
molesta a la joven, que se dirige rápidamente hacia la ventana del cuarto,
abriéndola sin contemplaciones y alzando después un poco la persiana de
madera, con un ruido seco, de carraca agria y antipática.
Nico se agita en su amplia cama de matrimonio, un lecho demasiado
coqueto y primoroso que da al cuarto un aspecto de alcoba galante. Y Marta
lo contempla un momento, con una sonrisa irónica en sus bellos labios.
El hombre se debate todavía luchando contra un torpe sueño que no quiere
abandonar su presa, y la modelo, aburrida, tira nuevamente de la cinta de la
persiana, hasta que la cenicienta luz del nuboso mediodía penetra en la
alcoba, una habitación rectangular, amueblada y compuesta con un gusto
femenino.
Nico se incorpora al fin en el lecho, bostezando dolorosamente. Es un
hombre aún joven, delgadísimo, que malcubre sus huesos con un pijama de
seda color crema y que muestra un rostro consumido y marchito bajo una
mata de pelo oscuro, aún crespo y abundante, surcado por muy pocas canas.
Cuando Nico sale del cuarto de baño, recién afeitado, rejuvenecida la seca
piel de su pequeño rostro por un buen masaje facial norteamericano, peinados
sus cabellos con un excelente fijador francés y todo él perfumado con un agua
de lavanda inglesa, el hombre da el golpe y finge incluso una juventud que no
tiene, pues ha cumplido precisamente en estos días los cuarenta y cinco años.
Pero ahora, con sus alborotadas greñas cayéndole sobre la cara excitada y
febril, su piel arrugada y macilenta, sus ojos deslumbrados por la luz y su
gesto doloroso, Nico es una ruina precoz, un espectáculo lamentable.
El hombre consigue despabilarse un poco y, al pronto, contempla a Marta,
que permanece inmóvil junto a la ventana, con sorpresa. Pero, después, tras
un gemido de niño caprichoso, se deja caer de nuevo sobre la almohada,
ocultándose entre las sábanas del lecho.
—¡Vamos, Nico! No hagas tonterías, que ya es muy tarde amonesta
severamente la modelo, con un tono casi maternal.
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—Déjame un poco más; unos minutos nada más, por favor —pide Nico,
liberando una voz agria y estridente que contrasta con su débil apariencia.
—No puede ser; hoy no puede ser —niega Marta—. Tienes que ir a eso…
¿Es que ya no te acuerdas?
—¡Ay! No sé —gime el hombre—; déjame… Un minuto… un minuto…
tan solo…
—Está bien; un minuto —concede Marta, observando su fino reloj de oro.
La modelo se aparta un poco de la ventana, y, sin sentarse, abre su bolso,
saca su pitillera, coge un cigarrillo y lo prende con su encendedor.
Después, tras darle varias largas chupadas al pitillo, alza con un seco tirón
toda la persiana y abre de par en par la entreabierta ventana. Una corriente de
aire penetra en la alcoba y Nico, estremecido, se incorpora de un salto,
exclamando:
—Cierra eso ahora mismo…
—Pues levántate.
—Cierra he dicho.
—Entra un fresco estupendo.
—La verdad, no sé cómo te aguanto, Marta; no lo sé —gruñe Nico.
—Pero yo sí lo sé —ríe suavemente Marta, cerrando de pronto la ventana.
—¿Tú crees? —pregunta Nico, saltando, al fin, del lecho.
—Estoy segura.
—Siempre fuiste un poco suficiente, nena.
—Quizá.
Nico se acerca a Marta y le da un beso, que la modelo recibe fríamente.
Después la abraza y dice:
—Estás muy mona esta mañana. ¿Sabes?
—¡Bueno! No hagamos tonterías, ¿quieres? —Advierte Marta,
deshaciendo el abrazo.
—No son tonterías —se irrita Nico—. ¿Es que no pueden gustarle a uno
alguna vez las mujeres?
—Ni tú ni yo tenemos ganas ahora de estas cosas —dice Marta.
—Tú que sabes…
—Mírate la cara que tienes.
Nico, obediente, se contempla en un delicado espejo que hay sobre una
preciosa cómoda, frente al lecho. Después, maquinalmente, saca la lengua,
sucia y pringosa, y se la mira un momento.
—Sí; realmente, anoche… —Admite.
—¿Fuiste al garito?
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—Pues verás… Pasé por el bar del Palace y, como tú no estabas…
—Ya sabías que no iba a ir; no me sentía bien y me acosté temprano, Nico
—recuerda Marta.
—Pues me encontré al general; al general Agatángelo, ese paraguayo, ya
sabes, y nos fuimos a…
—¿Cuánto perdiste?
—Tuve una suerte perra —se anima de pronto Nico—. Ganaba más de
cuarenta mil, cuando entró ese imbécil de Nando, el amigo de Kiki, que es
«gafe», y se me puso al lado. Total, que lo perdí todo y…
—¿Cuánto más?
—Unas veinte mil —desprecia Nico—. No recuerdo bien, porque no sé el
dinero que llevaba en la cartera.
Pero te aseguro que no volveré a jugar delante de ese viejo baboso.
—Total, que te has quedado sin lo que le sacaste anteayer a tu madre,
¿verdad?
—Poco queda, poco; para qué voy a engañarte —confiesa Nico
vergonzosamente—. Pero no sabes lo que nos divertimos. Porque a mitad de
la noche vino la «poli» y, aunque el tío que estaba de guardia abajo tiró de la
cuerda, hubo un susto de miedo. Pero no nos pescaron y trasladamos la
partida a la calle de Hortaleza, en todos los coches.
—Os van a coger un día… Sólo te falta eso, Nico…
—¡Bah! —Desprecia el hombre—. El año pasado nos cogieron dos
veces… Pero ahora el garito está muy bien organizado. Y como van tantos
extranjeros, ¿sabes?, yo creo que hacen la vista gorda.
—No digas tonterías… Bueno; anda, vístete, que son las dos y a tu padre
no le gusta esperar —advierte Marta—. ¿Te figuras qué es lo que quiere el
buen señor con estas prisas?
—Ni idea, chica; ni idea —confiesa Nico—. Mira: vente conmigo al baño
y así me acompañas mientras me arreglo, ¿eh? Porque solo me aburro
mucho…
—Está bien; pero anda de prisa.
Marta se quita el abrigo, luciendo un traje sastre de lana color antracita
que resalta aún más su belleza pálida y lechosa; después, la pareja abandona
la alcoba, para pasar al cuarto de baño, tras cruzar un breve pasillo. Ya dentro
del cuarto, que es pequeño y oscuro, Nico enciende las luces, abre la ducha y,
probando el agua con la mano, duda si meterse en la bañera.
—Anda, hombre, dúchate de una vez —anima Marta.
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—Está fría, ¿sabes? ¡Mira que le he dicho a Filo que me la tenga caliente
todas las mañanas! —Se irrita otra vez Nico.
—Métete un momento, no seas cagainas —dice la modelo, probando a su
vez el agua—. Está tibia y te vendrá muy bien el duchazo para despejarte un
poco la resaca.
—¿Tú crees?…
—Seguro.
Nico se decide. Se quita el pijama de seda, que arroja a un rincón del
cuarto de baño; coge un esponjoso albornoz que compró el año pasado en
Inglaterra, se lo entrega a Marta y, con un gesto heroico, entra en el baño y se
mete un momento bajo la ducha, dando un pequeño gritito de sorpresa. El
agua fría corre por su cuerpo estremecido, por su cuerpo menudo y emaciado,
encogiéndolo aún más, acusando sus huesos, mostrando la miseria de aquella
carne marchita, quemada por todos los excesos. Los finos chorros
transparentes y juguetones que desprende la ducha caen sobre su cabeza,
oscureciendo su pelo; surcan su cara fruncida, corren por su espalda
escalofriada y escurren por sus exiguas caderas, bajando por la ruta de sus
piernas quijotescas hasta el encharcado fondo de la bañera.
Marta lo contempla, con el albornoz abierto en, las manos y una mirada
rara en sus claros ojos. Quizá la modelo esté preguntándose algo, alguna de
esas silenciosas preguntas que nos hacemos a nosotros mismos y que no
tienen respuesta. Quizá la joven esté viendo, más bien, tras esta imagen
miserable, derruida, de Nico, la de un hombre mejor, la de un hombre a quien
ella no podría nunca esperar así, con un albornoz abierto en los brazos, con un
gesto materno, sino con una emoción de mujer. Quizá la propia Marta no sepa
tan siquiera qué es lo que se pregunta, qué es lo que ella está contemplando
tras aquel cuerpecillo prematuramente envejecido, que tirita desnudo bajo la
ducha; quizá la joven no sepa nada. Pero cuando Nico sale del baño y se mete
en el albornoz, Marta sufre un sobresalto, un brusco tirón de la realidad que la
trae de muy lejos, de muy lejos de este cuarto de baño, de donde ahora estaba;
de Manuel.
Bien arropado en la esponjosa prenda, Nico castañea un momento los
dientes y da dos o tres saltos resoplando un poco. Después, ya más entonado,
se dispone a afeitarse con su maquinilla eléctrica, que emite el sordo ronroneo
de su motorcito.
—No acaban de convencerme estos chismes —asegura Nico muy
seriamente—; porque no apuran la barba como una buena cuchilla y a las
pocas horas está uno hecho una facha, ¿no crees?
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Decididamente, Marta está un poco distraída; contemplándose la cara en
el pequeño espejo de un blanco armarito de pared; la joven no contesta.
—Oye: ¿qué te pasa? Te veo preocupada —se interesa Nico.
—¿Yo?… ¡Qué tontería! —Elude Marta—. Tengo alguna curiosidad por
saber qué le ocurre a tu padre; nada más.
—¡Oh! Ya sabes… Cualquier bobada —desprecia Nico.
—¿Estás seguro?
—¿Qué quieres que sea?
—Como poder ser, pueden ser muchas cosas…
—Siempre has de ponerte en lo peor.
—Mira, Nico: ya sabes que no me gusta meterme en tus líos —anuncia
Marta gravemente—; pero si sigues así, vas a terminar mal, muy mal.
Suspende Nico un momento el afeitado para mirar a la joven por el espejo. Y
en su rostro, más empequeñecido aún por la greña alborotada de sus cabellos,
hay ahora un gesto cínico y vivaz.
—¿Tanto me quieres, nena? —dice.
—¡No se puede hablar nunca contigo en serio!
—Me espanta lo serio, ¿sabes, Marta? Y, la verdad, creí que a ti te ocurría
lo mismo.
—No es eso, no es eso, Nico —se impacienta la joven—. Pero mejor será
dejarlo —añade con un gesto de desaliento.
—Escúchame, cariño —pide Nico, continuando displicente su afeitado.
Yo sé muy bien que no tengo remedio, ¿comprendes? Viviré así, mejor o
peor, hasta que me saquen un día con los pies por delante…
—Te pueden sacar de otra manera —advierte Marta.
—No te comprendo bien —dice el hombre, terminando ya el afeitado.
—Eso de los pies por delante suele fallar casi siempre como recurso —
sigue Marta con una voz seca—. Y podrían sacarte de aquí andando con tus
propios pies, pero de muy mala manera…
Nico, que se está aplicando un masaje facial rápidamente, se queda un
momento sorprendido, con el frasco en la mano. Después, con un gesto un
poco torvo, se aproxima a la joven.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Pues ya lo sabes, Nico; ya lo sabes —advierte Marta, cansada.
—¿Te refieres a lo de Bayona? —pregunta el hombre, tras un tenso
silencio.
—A lo de Bayona y a otras muchas cosas…
—¿Qué cosas? Dilas, dilas… —Exige Nico, casi amenazador.
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—Pues a lo de Algeciras, a lo de Guevara, a…
—¡Bah! Nada de eso me preocupa —se tranquiliza Nico, cerrando el
frasco del masaje y atornillando el tapón ágilmente.
—Y también a… A lo del piso de Rosales —dice Marta, tras un nuevo
silencio.
La sorpresa, una sorpresa tan fulminante como una descarga eléctrica,
conmueve a Nico, afloja sus manos y el frasco del masaje cae al suelo,
haciéndose añicos con un ruido claro y cristalino, mientras el cuarto de baño
se llena de un fuerte olor a mentol.
—¿Qué, qué dices? —balbucea.
—Ciertas cosas son muy peligrosas.
—¿Tú… tú crees? —pregunta una vez más el hombre, descompuesto.
—Y a pesar de las influencias de tu familia, a pesar de todos tus amigos,
pueden cogerte un día y…
—Hay mucha gente gorda en el lío —piensa Nico, tranquilizándose un
poco.
—La cuerda se rompe siempre por lo más flojo —sentencia la joven—.
Ten cuidado no ser tú quien…
—Anda, calla ya, no seas agorera pide el hombre, comenzando a
cepillarse los dientes. —Confieso que me dejaste helado… ¿Quién ha sido el
chivato?
—No ha sido un chivato —rechaza Marta—. Hay amigos que se enteran
de las cosas y pueden avisar a tiempo, ¿comprendes?
—Ya, ya… Comprendo.
Nico se ha quitado el albornoz y se está poniendo una camisa clara,
juvenil, de seda.
—Anda, vamos al cuarto, que quiero acabar de vestirme —indica a la
joven.
Marta sale del cuarto de baño y se dirige nuevamente hacia la alcoba.
Nico la sigue, en camisa; las piernas desnudas, secas; los pies metidos en
unas babuchas moras. El hombre mira fijamente la espalda de la mujer,
cuando la sigue por el pequeño pasillo, con un mirar que se carga de una
angustia rápida, desesperada, que ha pasado ya cuando entra en la alcoba.
—¿Te parece bien esta corbata? —pregunta, abriendo un armario y
cogiendo una de entre otras estupendas corbatas italianas y suizas—. Con el
traje azul que voy a ponerme, para dar más solemnidad a la cosa, no irán mal
estos grises claros, ¿verdad?
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—A veces me das miedo, Nico —confiesa Marta, sentándose en una
coqueta butaquita y prendiendo otro pitillo.
—Sé perder mejor de lo que tú crees, cariño —anuncia Nico—. ¡Bien!
¿Cuánto dinero vas a pedirme ahora por tu silencio?
Marta se alza con un salto felino de su asiento. Una palidez casi violácea
invade su rostro y en sus ojos azules hay un relámpago amarillo.
—Entonces, has pensado que —exclama con una voz enronquecida por la
cólera—. Eres un puerco, Nico, y no puedes pensar más que porquerías.
—A ver si voy a tener que pensar que me aguantas por mi cara bonita,
nena —chulea Nico.
—Te aguanto porque de no aguantarte a ti tendría que aguantar a otro; a
otro que quizá fuera aún más despreciable que tú —confiesa Marta
brutalmente—. Necesito dinero, mucho dinero, ¿comprendes?, que para eso
he dejado la vida difícil de la necesidad y de la decencia. Pero yo soy incapaz
de aprovecharme de tus marranadas, ¿te enteras?
—Está bien, mujer; no te pongas así —calma Nico, metiéndose los
pantalones de un traje azul oscuro cortado por un gran sastre madrileño en un
hermoso paño inglés.
—He querido avisarte —sigue Marta, decidida y enérgica—. Creo que lo
de Bayona se pone feo; pero, además, andan detrás de ti por eso otro. Por lo
del piso —termina, tras un silencio.
—¿Estás enterada de…? —pregunta el hombre con una cierta ansiedad.
—No quiero enterarme, ¿sabes? No quiero enterarme de toda esta miseria,
de toda esta triste porquería que lleváis encima los hombres y que os puede
empujar hasta… No; no quiero saber nada, nada —se exalta Marta, con un
brillo húmedo en los ojos.
—Creo que es lo mejor que puedes hacer, nena —decide Nico, tras un
corto silencio, dedicándole un mimo maquinal y distraído a la pálida mejilla
de la mujer.
—Ahora te dejo, Nico —decide bruscamente Marta—. Esta tarde pasamos
la colección y necesito reposar un poco. Si quieres algo, llámame a casa, o,
después de las siete y media, al teléfono del cuarto de modelos.
—Bueno, hija; haz lo que quieras. Pero no sé a qué vienen esas prisas…
—Hasta luego —corta la mujer, que ya se ha puesto su abrigo.
—Adiós, adiós… Oye, Marta, un momento, por favor —pide Nico,
mientras termina de anudarse la corbata ante el espejo del armario de su
alcoba.
—Dime —contesta la joven, desde el pasillo.
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—¿Tú crees que esto de mi padre puede tener algo que ver con…, con
eso?
—Sí, Nico; sí. Lo creo —responde Marta, siempre en el pasillo.
—Gracias, Marta.
—Hasta luego; no dejes de llamarme, ¿eh?
Nico acaba de anudarse bien la corbata. Y, después, tras un leve
encogimiento de hombros, se pone la chaqueta y contempla en el espejo el
efecto de los grises de aquella seda entre las solapas azules del paño inglés.
Acaso esta contemplación resulte extrañamente larga, tan larga que quizá
también Nico se haya ido de aquí en este momento y piense en otras cosas. En
aquellas tardes moradas en que, hace ya muchos años, bajaba con su padre y
sus hermanos de Loja y, ya a caballo, cruzaba los montes hacia Ríogordo y
Vilo. Los montes de Málaga empalman allí con las sierras de Loja y de
Tejada, en un nudo cárdeno y ondulante que pone en todos sus cabezos, la
mota blanca de un solitario cortijo. El coche quedaba en Colmenar, un
pueblecito serrano, sosegado, y había que llevar muy firmes las riendas para
no caerse del caballo antes de llegar a Ríogordo. Otras veces dejaban las
sierras a su izquierda y torcían por el Guadalhorce y el puerto de los Alazores
hacia la finca de Villanueva del Trabuco, porque había que castrar a los
cochinos, vigilar la siega o cuidar aquel tabaco que traía entonces tan loco a
su padre. Pero todas estas rutas dejaban siempre en el joven recuerdo de Nico
la estampa olorosa y caliente de unas tierras quebradas, de unas tierras que el
atardecer adormecía en un sueño cárdeno, lleno de oscuras promesas.
Acaso sus padres lo mimaron demasiado, porque para eso era el más
pequeño de los hijos y un mozo despejado, pinturero y gracioso que se traía a
la gente de calle. Durante los inviernos dejaban la blasonada casona de Loja y
venían a Madrid, al piso de la calle de Serrano, porque su padre era un
importante personaje muy estimado en la Villa y Corte. Y Nico apenas
estudiaba, pasando malamente las asignaturas de su Derecho, pues iba, claro
está, para diplomático; pero en este viaje se quedó a mitad de camino.
La verdad es que se sabe muy poco de uno mismo y, por eso, Nico no
comprende cómo, en menos de treinta años, ha podido convertirse en esto, en
lo que ahora es, o, al menos, en lo que ahora hace, ya que sigue sin enterarse
bien de lo que realmente es, suponiendo que sea algo. Porque durante estos
años Nico no ha hecho otra cosa que exigir de la vida un goce continuado, un
permanente placer, pagándolo a un precio cada vez más caro, cada vez más
arriesgado y difícil. Hasta que un hastío sin fronteras se apoderó de él,
hundiéndolo en este mar de absurdos, de morbosas confusiones, de instintos
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enfermos y desaforados que le dominan y que exigen cada día algo nuevo,
una tierra incógnita que explorar.
El dinero, naturalmente, siempre es poco para estas cosas, y Nico no es
capaz de ganarlo, aunque se haya educado en los mejores colegios, conozca
un par de idiomas y haya recorrido varias veces Europa con el dinero de sus
papás, como un hijo de familia pudiente y distinguida que es. Pero eso de
trabajar se le resiste, y como los cuartos que le saca a la familia no bastan para
cubrir sus difíciles necesidades, el hombre se ha metido en algunos malos
pasos, que le tienen preocupado e inquieto. Sobre todo, estas últimas faenas
de Bayona, porque en cuanto al dramático incidente que causó la… ¡Oh, no!
Aquello no fue tan solo culpa suya, sino más bien de Mariano Hermoso, que
no se para en barras… En fin, para qué acordarse ahora de estas cosas, piensa
Nico ante el espejo, apretándose un poco el nudo gris de su flamante corbata
nueva. Vamos a ver qué quiere papá, este papá que se llama don Sancho
Corrales de la Cerda, que desciende en línea directa de los reyes de Navarra y
que, pese a su sabiduría política y a ser exministro de Estado, exsenador, rico
latifundista andaluz y hombre extraordinariamente influyente en la alta
sociedad madrileña, no ha sabido enseñar a su hijo Nicolás María la manera
de vivir honrada y saludablemente la vida.
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5. Pituca
P ituca baja las escaleras del primer piso, pues espera noticias, grandes
noticias. Abajo, en cuanto salga del portal, verá enseguida a su Carlos, un
chico como hay pocos, que estará allí, junto a su moto, apartado cerca de la
esquina, como si no quisiera mezclarse con todo este mundo confuso que a
ciertas horas echa sobre la acera el piso de Amaro López.
La verdad es que Pituca no resulta tan impresionante como las otras
modelos de la casa. Ante todo, tiene casi diez centímetros menos de estatura,
está algo más llena y no posee los aires importantes de sus compañeras.
Pero la chica es bastante mona, aunque sus encantos tengan más bien otro
carácter. Pues Pituca pertenece al grupo de esas actuales jóvenes madrileñas
que gustan por su graciosa espontaneidad y por la cuidada y alegre sencillez
de toda su compostura. Lleva, naturalmente, pues en Amaro López no se
admite otra cosa, su pelo castaño cortado a la última moda, pero algún
mechón rebelde que cae sobre su frente joven la distingue de sus hieráticas
compañeras. Se pinta poco, arreglándose la cara a base de polvos y dándose
un toque de color en sus labios sanos, de mujer aún nueva en la vida. Algunas
veces, cuando pasa un gran modelo en los salones de la casa, se maquilla más
y se pone con el lápiz en los ojos los mismos oscuros rabos achinados que sus
compañeras, pero se los quita antes de salir a la calle, pues no le gusta llamar
la atención, suponiendo que Carlos se lo permitiera, cosa muy poco probable.
Además, la chica va vestida sin las elegancias de las otras modelos; hasta la
fecha, sólo le han regalado en la casa un abriguito muy sencillo y un conjunto
de pana que no es gran cosa, y ella tampoco dispone de fondos para
comprarse más trajes. Por eso, Pituca no parece realmente una modelo, sino
más bien una de esas chicas bien arregladas que recorren el «tontódromo» de
la calle de Serrano a ciertas horas del día.
Mas Pituca no tiene, gracias a Dios, más tonterías en la cabeza que las que
debe tener toda muchacha normal a los veintidós años, cuando se cree en
muchas cosas en las que a esa edad debe creerse y se espera todo lo que debe
esperarse de la vida a esos jóvenes años. Que todo esto pueda resultarle a
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ciertas gentes cursi y más bien empalagoso no es culpa de la chica, sino de la
perdida juventud de esas personas, que, probablemente, darían cualquier cosa
por hallarse en su situación.
Tropezando, pues, alocadamente, en el último escalón del falso mármol
blanco del amplio portal, Pituca sale a la calle y corre hacia su Carlos, que la
espera en el sitio de siempre, pero más, impaciente que otras mañanas. Y tras
las naturales efusiones de un amor sin martingalas ni resabios, la chica
pregunta:
—¿Qué?… ¿Hay algo de eso, Carlos?
—No se te ha olvidado, ¿eh? —Advierte satisfecho Carlos, contemplando
a su novia con ternura—. Pues sí, pequeña, sí; hay algo —admite con una
ancha sonrisa.
—¡Tonto! ¡Cómo va a olvidárseme! Anda, dime, dime…
—Todo va muy bien, pero que muy bien…
—¿Ya viste al ingeniero jefe?
—He hablado con él por teléfono y me espera esta tarde. Pero creo que es
cosa hecha…
—Carlos, ¡qué emoción! —Desfallece de alegría Pituca, apretándose con
mimo contra el brazo del novio—. Entonces…
—Bueno, mira; vámonos de aquí, antes de que salgan todas esas
vampiresas —decide Carlos—. ¡Qué ganas tengo de que las pierdas de vista!
—No son tan malas, Carlos, no creas —excusa sonriente Pituca. Un poco
despistadas, nada más…
—Por si acaso…
—¿De veras que no te gustan más que yo? —Curiosea Pituca.
—¡Hombre! No es que como mujeres estén mal, la verdad —confiesa
Carlos, riéndose—. Pero, aparte de que todas parecen hechas en serie, creo
que sólo sirven para esos tipos que rondan siempre por aquí, ¿comprendes?
—Creo que sí… Pero… —Vacila Pituca.
—¿Pero que…? —Se divierte Carlos.
—Son más monas que yo, ¿verdad? —suspira la chica, enfrentándole su
rostro despejado.
—Mira, pequeña, no digas más tonterías —vuelve a reír el novio. A mí
sólo me gustas tú.
—¿Me quieres mucho, Carlos? —pregunta Pituca, mirando al hombre a
los ojos.
—Mucho, muchísimo, cielo… Pero ahora mismito vas a subirte a la moto
para que te lleve a tu casa y podamos hablar un poco por allí.
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—Sí, mi vida, sí; vámonos ya…
Carlos pone en marcha la moto, una preciosa Vespa que ha consumido
parte de sus ahorros, entre la expectación de esos típicos transeúntes
madrileños que jamás tienen prisa y que están dispuestos a gozar ampliamente
de todos los encantos de la acera. La verdad es que la pequeña máquina es
una monada y que no le falta detalle, pues Carlos es un chico cuidadoso y
hábil que está encantado con su moto, auténticamente italiana, según él
asegura, no como otras muchas que andan por ahí.
Montan, pues, los dos en ella. Pituca se agarra bien al novio, y la pareja se
lanza a la movida circulación urbana de la hora, sorteando los coches con
destreza, hasta llegar a una cierta calle del barrio de Argüelles, próxima al
bulevar de Alberto Aguilera, donde se detiene ante el portal de una casa
modesta y sin pretensiones.
La pareja desciende animadamente de la moto y Pituca, distraída, tropieza
con un hierro cualquiera de la máquina, quejándose con mimo:
—¡Huy…!
—¿Te has lastimado, mi vida? —se alarma Carlos, aprovechando el
momento para estrechar a la joven entre sus brazos.
—No, no: no ha sido nada —asegura la chica, recuperando el equilibrio,
tras un tierno abandono.
—Hay que tener cuidado —advierte el hombre, que manifiesta después,
impulsado quizá por el calor que le dejó el cuerpo de la joven en sus brazos
—: ¡Qué ganas tengo de tenerte para mí todo el día!
—¿Me quieres mucho, Carlos? —vuelve a preguntar Pituca.
—Te adoro.
—Yo también, cariño —asegura gravemente la chica, como si esta
seguridad suya fuera lo más importante que sucediera en el mundo.
Los novios se miran un momento a los ojos con ese embeleso que siempre
resulta ridículo para los que no están en su situación. Después se dirigen
lentamente, del brazo, hacia el portal de la casa de Pituca, donde se detienen
en una de esas despedidas amorosas que no acaban nunca.
—Bueno, Carlos; mucha suerte —desea, al fin, la chica.
—La verdad, peque, creo que después de lo que me ha dicho esta mañana
el ingeniero jefe, ya es cosa decidida —asegura Carlos, satisfecho—. Pero
hay que aclarar bien lo del sueldo.
—¿Cuánto crees que será?
—Por lo menos cuatro mil. Que no está tan mal para haber terminado el
año pasado la carrera; ¿no te parece?
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—Tú vales mucho mucho, Carlos —advierte, orgullosa, Pituca—, y,
además, eso de tener que ir dos veces al día a la fábrica de Villaverde…
—Ya me llevarán en coche, tonta.
—De todas maneras debes hacerte valer —insiste la chica—. Me llamarás
esta tarde, ¿verdad?
—En cuanto termine la entrevista.
—Ya sabes que no paso hoy ningún modelo en la colección, pero que
tengo que estar allí, de suplente —recuerda Pituca, con cierto sentimiento en
la voz—. Me hubiera gustado tanto pasar el traje de novia… Pero, claro, las
otras son mucho más monas…
—A lo mejor te lo compro yo, para que lo luzcas en…, en nuestra boda —
se emociona Carlos.
—Pero ¿de veras quieres que nos casemos enseguida, Carlos? —pregunta
Pituca con una mirada luminosa.
—A escape, guapa, a escape… Ya te he dicho que no quiero que se te
pegue nada de esas…
—Algunas veces me dan lástima, te lo aseguro. Especialmente Tona…
—¿No va a casarse con ese millonario? —Se sorprende Carlos—. No sé
qué más puede querer esa chica…
—Sí, sí; pero no lo quiere —advierte, tristemente, Pituca.
—Bueno, cielo; me voy —corta Carlos, desinteresado, cogiendo con
emoción la mano de la joven—. Se me hace un poco tarde, ¿sabes? Hasta
luego. Y que no sufras por lo del traje, ¿eh?
—Adiós, Carlos, adiós… Llámame enseguida, no te olvides.
Los novios se separan tras una larga y tierna mirada. Pituca permanece un
momento en el portal, contemplando a su novio con amor, mientras el joven
pone en marcha su moto y arranca, separándose de la acera con un gesto de
adiós. Después, la chica da la vuelta, atraviesa el portal y sube lentamente la
escalera; como sucede muchos días, el viejo ascensor no funciona.
El portal está ya bastante sucio y despintado, porque la casa es uno de
estos edificios acogidos a la ley Salmón y, la verdad, los alquileres no dan
para ocuparse de tenerla como es debido. En la escalera huele casi siempre a
repollo y, algunas veces, el tufo a sardinas y a chicharros fritos que sale por
las rendijas de la puerta del primero D domina avasalladamente aquí, en esta
casa, vive bastante gente y muy variada por cierto, como suele suceder con
esta clase de viviendas. Y ahora, Pituca, mientras sube los peldaños de un
mármol sucio de la escalera, sabe que pasa ante las tristes puertas color
chocolate que cierran el piso de un aparejador, de un ayudante de Obras
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Públicas de una academia de canto que llena la casa de gorgoritos, de un
sacerdote que dice misa de nueve en la próxima iglesia del Buen Suceso, de
un comisario de policía que habla un poco misteriosamente, pero que está
siempre enterado de todo, y, en fin, de la rubia esa que es el escándalo de la
casa y que es mejor silenciar.
La joven está ya llegando a su piso, que es el cuarto letra C, muy fácil de
reconocer porque sobre la mirilla, hay una modesta placa del Sagrado
Corazón que colocó allí su madre hace ya varios años, después de que la
guerra la dejara viuda de un abogado que prometía mucho, pero que una bala
de cañón deshizo en la mismísima calle de la Princesa, porque el hombre era
muy terco y se empeñó en no evacuar el barrio a tiempo.
Desde entonces, la vida se puso un poco fea para la madre y la hija, que
tenía poco más de seis años. Primero, claro está, hubo que salir de aquello, de
la guerra, que era lo peor. Después hubo que vivir, que educar como
correspondía a la hija, que mantener heroicamente su clase social, pues la
viuda pertenece a una distinguida familia de San Sebastián y, como auténtica
vascongada, no estaba dispuesta a perder la partida. Y, según parece, no la ha
perdido, aunque a costa de muchos pesares, trabajos y fatigas, pues la señora
ha cosido para todas sus amigas y, además, enseñado a mucha gente su buen
francés, porque por su casa no tiene nada más que el apellido, y si es cierto
que sus hermanos le han echado una mano en los momentos de mayor apuro
ella nunca estuvo dispuesta a vivir de su caridad. Ahora, la valerosa vasca está
seriamente enferma, con un mal asunto del corazón, pero Pituca se ha
educado en las Esclavas y es una verdadera señorita, que, como los tiempos
cambian, se ha empeñado en entrar últimamente, para salvar esta nueva crisis,
en la alta costura madrileña, pues su padre era el abogado de Amaro López y
el modisto ha sabido agradecer sus pasados servicios.
Pituca no se ha mareado allí, en sus salones, con tantas elegancias, aunque
algunas veces envidie un poco el empaque y la estampa de sus compañeras.
Porque la joven ha recibido una educación sólida y marcha firmemente por la
vida, sin olvidar que los caminos difíciles son siempre, a la postre, los más
seguros. Quizá por esto, Pituca se va a casar y no la espera, como a las otras
modelos, un «haiga» a la puerta de la casa de modas; con un señor hastiado,
vicioso y viejo dentro, sino que su Carlos está siempre allí, en la esquina,
junto a su moto, con su tipo sano y fuertote, no demasiado alto, es cierto, pero
simpático y animoso. Y no es que no le hayan salido ocasiones, claro, de
hacer la fresca y tirar por la calle de enmedio, porque siempre hay hombres, e
incluso mujeres, sí, señor, mujeres, aunque parezca mentira, que rondan a la
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juventud para llevarse lo mejor que puede tener una chica y dejarla hecha un
asco para toda la vida; pero Pituca ha preferido trabajar, trabajar mucho,
desde que salió del colegio y esperar entera a que llegara un hombre como su
Carlos, que es un tesoro, aunque también tenga su genio, claro está.
Por otra parte, ni Pituca ni su madre conceden un gran mérito a su propio
valor ante la vida, a su firme decencia. Hay que ser así y a nadie se le ocurre
que puedan abandonarse estos principios por la comodidad de menos difícil.
Ellas saben, además, que Madrid, que las provincias, que España entera, está
llena de mujeres como ellas, de mujeres heroicas, empitonadas por el mal toro
de la vida, pero que no ceden la faena mientras no se les acaba el aliente.
Son mujeres jóvenes, llenas de insatisfechas ilusiones; son mujeres ya
entradas en años, que dejaron sus fracasos a lo largo del camino; o son
mujeres viejas, agotadas, enfermas, que resisten en una heroicidad siempre
incógnita y silenciosa. Para todas ellas, para las jóvenes, para las maduras y
hasta para las viejas, se abrieron varias veces las rutas del placer, de la
comodidad prostituida o celestinesca; mas estas mujeres, estos miles y miles
de mujeres que pertenecen a la castigada y heroica clase media española,
resisten tenazmente, aferradas a su honestidad, a los principios de sus
mayores, a la vieja honradez de su sangre y, renunciado así a las facilidades
de la corrupción, forman, sin saberlo, sin que nadie se lo diga ni se lo
agradezca nunca, la base más sólida, más estable y permanente este difícil
país tantas veces martirizado por los rencorosos y brutales egoísmos de sus
hombres.
Pituca ignora, naturalmente, todo esto. La chica acaba de llegar al cuarto
piso un poco cansada, porque aunque es joven, la mañana ha sido muy
movida en la casa de modas y ha pasado varias horas en pie, trajinando por
los salones del modisto. Pero cuando mete la llave en la cerradura de su
puerta, también mal pintada de un triste color chocolate, Pituca se siente loca
de contento con las nuevas noticias que trae a su animosa madre.
Tanto, que hasta se le olvida lo guapa que podría estar vestida con el
maravilloso traje de novia que va a dar fin, esta tarde, al desfile de la
colección de modelos de Amaro López.
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6. Lina
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desagradable. Este señor, que suele esperar malhumorado e impaciente a la
modelo sin bajar nunca del coche, tiene una manera molesta de echar hacia
atrás la cabeza, sacando el redondo pecho, y un gesto agrio y tiránico, de
hombre duro, acostumbrado al mando. Por eso suele recibir casi siempre a
Lina con una queja rabiosilla, que trata de manifestar su autoridad, pero que,
en el fondo, indica cómo se da cuenta de su vergonzosa esclavitud,
arrancando al mismo tiempo el coche de muy mala manera.
—¿Qué dices, cielo? —pregunta Lina, mientras el salto del auto la hace
caer sobre el asiento—. Ya podías esperar siquiera a que me sentara, ¿no
crees?
—Cada día sales más tarde. No sé qué diablos hacéis ahí dentro tanto
tiempo —gruñe el hombre.
—¡Oh! Pues muchas cosas.
—¡Bah! Tonterías. Y ya sabes que no me gusta que vayas tan escotada —
sigue el señor—. Ni siquiera el frío es capaz de taparte un poco esas cosas…
—¡Por favor, nene!…
Lina sabe que a su hombre le molesta mucho este «nene», porque, la
verdad, el señor se siente totalmente alejado de las frescas alegrías de la niñez
y perdido en los yermos de una madura hombría. Mas, por eso mismo, se lo
dedica con frecuencia, para machacarle un poco su seca y pesadísima
petulancia de hombre importante.
—Ya te he dicho que no me gusta que me llames así —se queja el varón.
Pues te pienso llamar como me dé la gana, ¿sabes? —decide Lina,
desabrochándose el abrigo rojo y arrimándosele un poco—. Porque estás muy
guapo esta mañana.
—¡Bobadas! —Desprecia el hombre.
Pero otra le queda dentro, porque, allá, en su juventud, ha sido un tipo
bastante bien parecido y piensa que quizá algo de aquello permanezca. Al fin
y al cabo, cuando habla en público; cuando preside algún consejo, junta o
asamblea, sabe darle a su cabeza un gesto de emperador romano, una postura
cesárea. Y si no fuera por la dichosa grasa, por esta grasa que se acumula por
todas partes bajo su piel sonrosada de lechón bien criado y por esta pelusilla
plateada que le nace ahora en la cabeza, ya le diría él a esta mujer, ya… Pero
estas chicas, ya se sabe, no comprenden el valor de la inteligencia, de la
personalidad masculina, y les gusta más cualquier necio pelanas de esos que
abundan tanto por ahí y que no tienen más que cuento y mandanga.
—Te estoy poniendo muy majo, ¿sabes, tesoro? —insiste la modelo.
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—Hablemos de cosas serias —decide el hombre—. ¿Vas a ir, al fin, esta
noche a la fiesta del Palace?
—No tengo otro remedio, nene.
—¿Otra vez?
—Perdona, hijo.
El señor tiene su nombre, como todo el mundo, naturalmente. Un nombre
que quizá sea lo único bonito que le quede a estas alturas. Antes que él, claro
está, lo llevó un santo, un gran santo español, de corazón ancho y ardiente en
el que, además de Dios, cabían todos los hombres. Mas poco a poco, día tras
día, faena tras faena, este hermoso nombre que llevara el santo generoso ha
ido yéndose del señor, alejándose de él, según él iba maltratando
tiránicamente a los otros hombres y dedicándose toda su generosidad,
olvidando las vigas que ciegan sus ojos por las pajas que enturbian la limpieza
de los de sus prójimos. Hasta que ya, hoy en día, las gentes o le llaman por su
apellido sin valor o le insultan así, con este «nene» grotesco, que chochea.
—Me parece que, tú y yo vamos a terminar mal —afirma el hombre,
mientras atraviesa el Retiro por el Paseo de Coches, como todos los días,
hacia O’Donnell, pues se le antoja que esta ruta es más segura que la de la
calle de Alcalá, harto escandalosa.
—¿Tú crees? —Duda Lina, contemplándolo con guasa.
—No podemos seguir así.
En realidad, esta frase la ha escuchado la modelo demasiadas veces de
labios de su amigo para que le produzca ya el menor efecto. Lina sabe muy
bien que ellos terminarán, claro, porque estos líos terminan siempre. Pero
sabe también que, por ahora, no hay cuidado; es ella la que domina la
situación, quizá porque no pone demasiado empeño en dominarla y porque,
muchas veces, la entran ganas de mandar a este hombre a paseo. Si no lo hace
es por una mezcla de pereza y de vago temor, ya que todos le aseguran que es
un tipo importante, incluso peligroso, y que más vale aguantarlo y sacarle
todo el jugo posible, que no es poco, pues suelta los cuartos con una rara
facilidad, como si no fueran suyos.
—Anda, cariño; no te enfades —mimosea Lina—. Y llévame a comer por
ahí.
—¡A comer! —Se espanta el señor—. Tú estás loca… Podrían verme y ya
sabes que…
—Sí, sí; ya lo sé; pero, a veces, hay que olvidar un poco esos miedos —
advierte la modelo—. Piensa, tesoro, que yo soy joven, y que tú no eres
todavía un viejo para resignarte a andar siempre así, a escondidas.
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—Prefiero llevarte a cenar —asegura el hombre, después de un hosco
silencio.
—Ya estoy harta del saloncito de Jockey, del comedor de Horcher, de las
alturas de El Púlpito y de todos esos rincones caros donde me metes por las
noches —insiste la modelo—. ¿Por qué no tiras carretera adelante y me llevas
a comer al campo? Te aseguro que te lo agradecería mucho; mucho, ¿sabes?
—anuncia insinuante, inclinándose hacia él y ofreciéndole las promesas de su
blusa entreabierta.
—No sé…; quizá pudiera telefonear… Pero me haces polvo, Lina, te lo
aseguro —se conmueve el hombre.
La verdad es que esta mujer le trae loco. Más que gustarle, le irrita, le
provoca una rara exasperación, que nace de su resistencia a obedecerle
servilmente, como tantos otros; de su rebeldía indomable y caprichosa, que no
puede dominar ni con su poder, ni con su inteligencia, ni con su dinero.
Porque sabe muy bien, para eso es un hombre listo, muy listo, que con
esta mujer pisa un terreno desfavorable, que ella se le irá cuando le dé la gana,
perdiendo, si es preciso, todas las seguridades que significa su compañía. No
se le oculta que Lina es superficial y tonta, y que él, todo lo que en él puede
valer algo, representar alguna superioridad sobre los otros hombres, no
significa nada para ella, que valora a los demás por una serie de calidades que
le son absolutamente ajenas: la estampa, el cuento, la capacidad para el
barullo, el baile, la bebida, o para decir durante horas y horas las mismas
tonterías.
Además, claro está, de eso otro; de eso otro sobre lo que pesan ya sus
cincuenta años de un ejercicio frío, distraído por otros empeños más
ambiciosos. Quizá por eso, quizá precisamente por no haber vivido las cosas
de la vida a su debido tiempo, padezca ahora esta extraña esclavitud no sólo
de su carne, que, al fin y al cabo, no tendría demasiada importancia, sino de
su espíritu. Porque una insana pasión le sujeta a esta mujer, le obliga a
estrellarse contra ella, a humillarse ante ella, con el rencoroso deseo de acabar
por vencerla, a costa de lo que sea, para, una vez humillada y vencida, dejarla
con un gesto victorioso.
No la quiere, no siente tampoco esa pasión del cuerpo que puede a veces
compensar a un hombre, no se entiende bien con ella y todos sus contactos
suenan diálogos disparatados, en lenguas bien distintas; y, sin embargo, la
busca, piensa incesantemente en ella, la necesita. Es un poder resistente,
impenetrable, que se ha cruzado en su camino y que tiene que vencer, que
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tiene que destruir para seguir adelante, aun cuando él caiga también en esta
destrucción.
Por eso, de momento, el señor sonrosado, canoso, ventrudo y calvo, se
acomoda las gafas con un gesto de cólera, pisa a fondo el acelerador del coche
y tira carretera adelante, hacia Alcalá de Henares, en cuya Hostería del
Estudiante se le antoja que no le verá nadie conocido mientras satisface el
capricho de su amiga, almorzando hoy con ella fuera de Madrid.
El coche, un Opel con matrícula madrileña muy próxima al 100 000, se
deslizó raudamente hacia la llana y jugosa vega del Henares. A un lado de la
carretera, el aeropuerto de Barajas, extendido ante el dramático escalón de
Paracuellos del Jarama, acentuaba su vivo trajín internacional ante los
umbrales silenciosos, olvidados, de la muerte. Al otro, un poco hacia
adelante, esa extraña muela que se alza junto a la vieja villa de Alcalá
semejaba una gigantesca mesa que esperara a unos olímpicos comensales.
Y al fondo, el ondulado y pedregoso paisaje de Guadalajara aparecía
lamido ya por las lenguas grisáceas de las nubes que el viento traía del
Guadarrama.
Llegaron muy pronto a esta Alcalá silenciosa, asesinada por Madrid, que
duerme los sueños de su vieja bulla estudiantona y cisneriana. Y ante el portal
de la hostería, Lina sacó de su bolso un espejito, se contempló un momento,
se dio polvos, retocó su boca con el lápiz de labios, desabrochó otro botón de
su blusa, bajó del coche y, como Kiki en El Mesón, se quejó también del frío.
Después cogió del brazo a su hombre y, atravesando un patio cuidadosamente
amañado para el turismo, entró en el comedor de la hostería, buscando una
mesa próxima a la chimenea y maldiciendo interiormente de los miedos de su
compañero, que la encerraba en aquel lugar tan triste. A ella, la verdad, la
hubiera gustado comer en Casa Mariano por ejemplo, donde hay siempre
bulla y gente conocida, o en la sierra, que para eso tenían un buen coche; pero
no aquí, entre oscuros pellejos, negros muebles del año de la pera y una
familia cubana muy cursilona que manifestaba tontamente su admiración por
todo aquello. Porque para esto, para venir a esta caverna del turismo, más la
hubiera valido quedarse en Madrid a comer un bocado en cualquier tasca, con
Pepito o con Alfonso, el figurinista y el secretario de Amaro López.
—Está bien todo esto, ¿verdad? —anima el señor, mientras se sientan.
Creo que han conservado hábilmente el carácter que tenía cuando los
estudiantes llenaban las aulas de la vieja universidad complutense que, como
sabes, fue la que dio origen a la de Madrid.
—¡Oh! Por favor, tesoro —corta con un dengue la modelo.
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—Perdona, perdona; olvidaba que estas cosas no te interesan se irrita el
señor, —echando nuevamente hacia atrás su importante cabeza—. A ti lo que
te gusta es…
—Sí, sí; ya lo sabemos —se impacienta Lina—. Y mira: más te valdría
dejarte de tonterías y vivir un poco como yo. Seguro que perderías esa
barriguita.
—¿Ya empezamos, Lina? —Advierte el señor, molesto—. Encima que te
traigo a comer al campo…
Pero el hombre se ha mirado disimuladamente la barriga; una barriga fea,
sin gracia, de bajo vientre, que avanza sobre sus redondos muslos. Realmente
no se le notan apenas los tres meses de masaje que le ha dado Teodoro, el
masajista que trabaja a todos los gordos importantes de Madrid; ni tampoco el
buen corte del sastre que le hizo este estupendo abrigo cuando estuvo en
Londres hace algunas semanas. Va a ser preciso cuidarse más, dar unas
vueltecitas por el Retiro antes de comer, como los viejos políticos de la
monarquía, o quizá, quizá, hacerse socio del Club de Puerta de Hierro y
perder algunas horas; jugando al golf. Pero es que después de las cosas que él
ha dicho y escrito acerca de toda esa gente va a resultar un poco violento
aparecer por allí…
Bueno ahora tiene poder suficiente para hacer lo que le dé la gana y tal
vez esto del golf sea lo mejor. Porque, además, pueden hacerse buenas
relaciones y nunca está de más meterse un poco, aunque sólo sea para
dominarlo, claro, en ese mundo del club…
La comida comienza a seguir el curso natural de todas estas comidas y a
la familia cubana se ha unido ahora un matrimonio entrado en carnes que
obliga a todo el mundo a enterarse de que son de Calatayud y de que vienen a
la capital por negocios. Lina, aburrida, le hace ascos a un triste lenguado y
comienza a sentir dolor de cabeza, reclamando una aspirina, lo cual saca
siempre de quicio al señor, ya que se le antoja que la modelo no puede
aguantar a su lado sin el auxilio de estos comprimidos farmacéuticos.
—Un día te va a pasar algo, por abusar de estas cosas —advierte.
—Pues Sole se toma cuatro o cinco pastillas casi todos los días, mi vida.
—Sole está medio loca y no sabe lo que hace —observa el hombre—.
Pero tú debes cuidarte un poco más.
En realidad, a este señor le gustaría también hablar no como habla, sino de
otra manera completamente distinta.
Porque el hombre quisiera decir tonterías, charlar precipitadamente, sin
ton ni son, de esas cosas que se charlan cuando se es joven, cuando se es más
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tonto, cuando todavía se conservan vivas la ilusión y la fantasía. Quizá,
entonces, lograra entretener a la modelo, conseguir que su fresca boca se
abriera en una risa simpática y cordial, que sus ojos grises, tan bonitos, se
iluminaran con el brillo de la alegría, que su rubia belleza se encendiera un
poco a su lado. Pero el señor sabe que nunca podrá conseguir estas cosas,
porque al ocuparse tan solo, año tras año, de los valores utilitarios y vanidosos
de su personalidad, los ha hecho crecer de tal manera que su hipertrofia fue
ahogando lentamente, sofocando con su peso grave y solemne, todas esas
zonas alegres, despreocupadas y cordiales que conservan la simpatía y la
frescura del espíritu. Ya es tarde y acaso lo mejor sea no darle más vueltas a
esto.
Tiene poder, poder, poder, que, al fin y al cabo, fue la ambición de su
vida, y todas las ventajas inherentes al mando. Pero, cierto es, algunas veces
siente llegar hasta sus narices imperiosas el hedor de la putrefacción de su
juventud, de toda su sana alegría. Y tal vez por eso no puede tratar a la
modelo de otra manera, como él sabe que habría que tratarla para acercársela
un poco, porque cuantas veces lo ha intentado, su voz y sus palabras le han
estremecido, le han sonado tan falsas y estridentes como esos terribles
lenguajes muertos que gritan roncamente los sordomudos.
—No debes olvidar que no estás buena, Lina, que necesitas reponerte
mucho —insiste el señor agriamente, mientras piensa que debía decirle a la
chica lo contrario; mentirla alegremente, jugar la vida del momento sin
preocupación alguna. Pero no puede, necesita amargarle todos sus minutos,
recordarle sus enfermedades, sus vicios, sus desgracias, su mala vida.
Porque así, arrojándole encima a todas horas su miseria, desahoga su
desesperación, su amargura.
—¡Bah! Para cuatro días que vive una —desprecia Lina con un mal gesto,
mientras sorbe también su zumo de naranja, pues, como Kiki, tampoco puede
engordar.
Lina no está buena, nada buena.
Así, tan bien vestida, con su abrigo rojo entallado, su blusita de seda negra
entreabierta, sus ojos jóvenes, su boca joven y sus pechos jóvenes, la chica da
el pego. Pero traspasada fríamente por los rayos X, resulta que, bajo estas
cosas tan atractivas, el vértice derecho de su pulmón se pudre en una fea y
purulenta caverna que avanza lentamente, devorando los delicados tejidos sin
compasión alguna, como si no fueran propiedad de una tan deliciosa criatura.
Estas cosas vienen porque tienen que venir, naturalmente, cuando se vive
como ha vivido Lina, a trancas y barrancas. Huérfana de un chófer de taxi, a
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quien le rompieron hace cinco años la crisma unos mangantes en las
oscuridades invernales del paseo de los Melancólicos para robarle las 187
pesetas a que ascendían los cuartos de la jornada, y de la viuda de un
pescadero arruinado que se las arregló para pescar al besugo de su padre, Lina
comió mal, trabajó mucho y corrió más de lo conveniente las cercanías de la
calle del Olivar, donde la familia habitaba un húmedo sótano. La chica
adquirió pronto ese aspecto espigado y frágil, plantas pálidas y febriles en
busca de alimento y de luz, que poseen los niños que no llenan su voraz
estómago con la leche suficiente, ni bañan su piel con los rayos de sol que
pide su salud. Después, aquellos chavales de la calle del Olivar, de la
Magdalena arriba y de, Lavapiés abajo, la enseñaron muy pronto demasiadas
cosas, y esta febril y joven Catalina acabó en Lina mediante un proceso
perfectamente normal, que se repite día tras día en la urbanizada y alegre
ciudad de Madrid.
Primero tuvo un novio de portal, un aprendiz de zapatero, del que ya, a
estas fechas, la chica ni se acuerda.
Después abandonó a su familia, con la que siempre andaba a la greña,
pues tenía dos hermanastras que se llevaban todos los mimos de la madre, por
el coro de una compañía de revistas que echaba por provincias La Blanca
Doble con rumbo a Canarias, pero que acabó en Málaga, de donde vino la
chica levantando muy bien la pierna, pero desriñonada y sin un real en el
bolsillo que le regaló un ferroviario malagueño. Pasó después, rápidamente,
por una cafetería de la plaza del Progreso, que abandonó a bofetadas de la
patrona, quien la pilló en brazos de su hombre, un chulito del barrio; estuvo
unas semanas ocupada en una academia de baile, y, al fin, harta de tanto sobo
y meneo, entró a servir a una honorable familia de la clase media madrileña,
casa donde el trabajo no era al parecer excesivo y la comida abundante.
Pero la honorabilidad de la familia resultó tan sólo aparente, ya que, por
dentro, la situación de aquellas gentes era algo complicada. Mas, como la vida
está llena de sorpresas, de esta misma complicación había de nacer la fortuna
de Una, el comienzo de otra etapa de su vida mucho más ambiciosa.
Porque la señora de la casa, al verla tan mona y distinguida con su
uniforme de doncella, pensó que podría distraer un poco, y sin demasiados
riesgos, los ocios de su marido, un probo funcionario del Ministerio de
Hacienda que andaba últimamente un poco receloso de los trajines de su
cónyuge, de lo barato que a la mujer le salía todo, incluso aquella estola de
visón que se compró a comienzos del invierno, y de la amistad con que a él le
distinguía don Heriberto Jorrín, un simpático harinero que los visitaba con
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frecuencia en su piso de la calle de Claudio Coello cuando podía abandonar
sus fábricas de la provincia de Toledo.
La faena le salió bien a la dama, hay que reconocerlo, y Lina comenzó a
darse cuenta del poder de la Hacienda, al percibir en aquella casa tres sueldos
muy decentes. El que recibía como criada, exactamente treinta duros; lo que
le daba la señora por su colaboración en lo de don Heriberto, y lo que le
sacaba al señor, que era tan roñoso que se ponía enfermo cuando soltaba cien
pesetas para un capricho.
Mas en la vida todo es movimiento y, como nada permanece, aquella
cómoda y honorable estabilidad mesocrática se rompió por donde menos
podía esperarse. Porque don Heriberto Jorrín, hastiado de las abundantes y
maduras carnes de la señora de la casa, se prendó de los huesos jóvenes de la
doncella, con el natural trastorno de la feliz situación. Surgió, pues, una nueva
crisis en la vida de Lina; pero ahora la chica estaba ya convenientemente
trapeada y disponía de unas pesetas para aguantar un poco. Ese poco fueron
los tres meses más felices de la joven, que paraba en una pensión de la calle
de Galileo y que disfrutaba de la admiración de dos pollos guapos y de la
moto de uno de ellos. Hasta que se acabó la alegría de los cuartos y uno de los
jóvenes, agradecido quizá a su inagotable generosidad, la llevó a la casa
Amaro López, Alta Costura, donde el hombre tenía algo que ver con una de
las vendedoras del modisto.
—Anda, paga y vámonos, que hoy inauguramos la colección y tengo
alguna prisa —pide Lina a su hombre, mientras enciende un pitillo.
El señor rubiasco llama a la camarera con un gesto amargo en su boca de
labios déspotas y crueles, porque le hiere esta prisa que siempre tiene la
modelo por irse de su lado, por moverse al menos, aun cuando siga junto a él.
Ha sido una desgracia, una verdadera desgracia, que fuera a cenar aquella
noche a la parrilla del Rex con Alonso Peña, y que el diplomático argentino se
la presentara, tras una cruda descripción de sus más íntimos encantos. Porque
él no ignora, además, que esta mujer siempre tan distante no le quiere; que
una inquieta fiebre consume su cuerpo enfermo, arde en el gris amarillento de
sus ojos, en sus labios estremecidos.
Mas, por ahora, no podrá escupirle a la cara todo lo que merece, no.
Primero tiene que vencerla, que obligarla, de alguna manera, a gemir a sus
pies, a suplicarle, a sufrir por él.
Para abrirle así la puerta de aquella insana prisión en la que, sin saber
cómo, se encuentra encerrado.
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Cuando se alzan de la mesa, Lina permanece un momento quieta, en pie,
mientras el señor se mete en su elegante abrigo marrón con un rápido gesto
que quiere ser joven, desenvuelto, y que resulta torpe y pesado. La modelo, a
la pobre luz de la tenebrosa hostería, resulta en verdad impresionante, con su
esbelta figura, su negra blusa entreabierta y esta cara suya tan demacrada, de
pómulos salientes y ojos achinados, que parece el misterioso umbral de un
país apasionado e incógnito, lleno de calientes promesas.
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7. Tona
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una mujer alegre que se viste de acuerdo con sus propios gustos. Por eso Tona
no puede ser otra cosa que lo que es: una modelo impresionante, que parece
arrancada de las páginas de un buen figurín.
La joven llega, al fin, ante la puerta de una céntrica cervecería y entra
decidida en el establecimiento, alborotando con su presencia el joven y
animado público que lo ocupa casi todas las mañanas. Pero la modelo,
levantando orgullosamente su naricilla un poco respingona, cruza entre la
gente sin reparar en nadie y, tras pedir en el mostrador dos fichas, se cierra en
la cabina telefónica, marcando un número con un ligero temblor en su mano
impaciente.
—¿Es la Residencia Fortuny? —pregunta con una voz quebrada quizá por
la emoción—. Póngame con el tres, por favor —indica, mientras, nerviosa, se
arregla el rojizo mechón de pelo que asoma bajo su sombrero, cayendo sobre
la graciosa oreja.
…
—Sí, sí; tiene que estar… Insista, señorita; hágame el favor… ¡Hola!,
Paco; soy yo…
…
—Déjate de tonterías, ¿quieres? —Se impacienta malhumorada la
modelo, cambiando nerviosamente de postura—. Tengo que hablar contigo
enseguida, ¿sabes? Porque hay que arreglar esto de una vez…
—No, Paco, no. Ya no puedo confiar en tus palabras —advierte Tona,
tristemente—. Pero no quiero hablar de estas cosas por teléfono, compréndelo
—se irrita—. Dime a qué hora puedo verte.
…
—¿No podría ser un poco antes?
…
—Bueno; si no puedes, ¡qué le vamos a hacer! Pero es que a las seis
pasamos la colección y tengo que estar algo antes allí.
—Sí; es una pena que no puedas arreglarlo, porque tenemos que hablar
muy en serio.
—No digas disparates, ¿quieres? A las cinco en punto estaré ahí…
…
—Sí, sí; es mejor ahí.
…
—Debo tener cuidado, Paco. Bastantes locuras hice ya por ti.
…
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—No puedo creer que seas capaz de eso; no lo puedo creer… ¡Bueno! —
Corta precipitada—; a las cinco iré. Espérame, por favor.
…
—Gracias, Paco. Hasta luego, pues…
Corta Tona la comunicación con un dedo nervioso y permanece inmóvil
un momento, manteniendo el microteléfono en la otra mano, hundida en sus
pensamientos. Después, con un brusco gesto, introduce la otra ficha en la
hendidura del aparato y vuelve a marcar un número en su disco.
—¿Está el señorito Ramón, hace el favor? —dice al comunicar—. Sí, sí;
de la señorita Tona.
Espera luego un instante. Hay ahora en su rostro un gesto helado, que
envejece de pronto sus graciosas facciones, que pasma su juventud alocada
con el frío de una cierta responsabilidad.
—¡Hola, Ramón! ¿Qué hay? —exclama, al fin, cuando suena al extremo
del hilo una fuerte voz de hombre.
…
—Pues mira: se me ha hecho un poco tarde con los trajines de la
colección y no te llamé por eso a la oficina.
Pero me figuré que ya estarías en casa. Cada día comes antes, cariño.
…
—¡Claro, claro! Ya sé que no quieres perder tus buenas costumbres —ríe
Tona, con una risa un poco falsa, que guarda un fondo de rencor—. Pero
dime: ¿cómo sigue tu madre? ¿Está mejor?
…
—Eso es la gripe; ya lo verás. Hay mucha en Madrid y no hay que darle
demasiada importancia, Ramón considera la joven, irritada.
…
—Eres muy buen hijo… —Sigue la modelo—. Pero no sé si…
…
—Nada; te aseguro que no iba a decir nada. Una tontería…
…
—De veras que es una bobada…
…
—No te pongas tonto, Ramón.
…
—Hablar por hablar, hombre —repite Tona, impaciente—. Pero lo mejor
será decírtelo, porque no me vas a dejar en paz —decide—. Estaba pensando
si serás tan buen marido como eres buen hijo…
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…
—Yo no dudo nada. Estaba pensándolo, sin más.
…
—Ser un buen marido me parece algo muy difícil, te lo aseguro. Quizá no
tenga mucho que ver con venir siempre a comer a su hora, estar muy metido
en casa, engañar poco a la mujer y tratarla con la consideración que merece…
A lo mejor es algo muy distinto a todo eso, ¿no crees?
…
—¿Rara? ¡Oh!, no; no me pasa nada. Te aseguro que no —afirma Tona
con una sorda tensión.
…
—Estoy un poco cansada, eso sí.
—Porque me he pasado toda la mañana de pie. ¿Sabes que don Amaro me
ha probado el traje de novia? —anuncia la modelo, más animada.
…
—Pues no sé; no ha dicho nada.
Pero ya te figurarás la que se ha liado en el piso. Kiki se ha puesto verde,
te lo aseguro…
…
—Sí, Ramón, sí; me distraen mucho estas cosas… ¿Te molesta? —
pregunta Tona, crispada.
…
—Soy un poco tonta, ¿verdad? Pero qué le voy a hacer. Si así me
quieres…
…
—Ya lo sé, cariño, ya lo sé. Y, a veces, me parece que no me lo merezco,
¿sabes? —Se entristece ahora bruscamente la modelo.
…
—También yo te quiero, Ramón.
…
—¡Bueno! Ya hablaremos después. Ahora te dejo, porque estoy agotada.
Tanto, que voy a echarme un rato después de comer.
…
—Pues, mira, hoy no va a ser posible. Perdóname, pero ya nos veremos
después, cuando termine la colección.
Irás a recogerme allí, como otros días, ¿verdad?
…
—Hasta luego, entonces, ¿eh?
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…
—De veras que no, tonto. No me pasa nada, absolutamente nada. Pero
necesito descansar un poco…
…
—Gracias, mi vida. Eres muy bueno y te aseguro que te quiero, ¿sabes?
…
—Mucho mucho… Hasta luego; no dejes de venir a buscarme. Adiós,
adiós.
Cuelga ahora Tona el microteléfono y sale de la cabina, atravesando de
nuevo la cervecería, que ya no está tan animada, pues son más de las dos.
La calle ha perdido también su alegría y las espesas nubes que bajan del
Guadarrama han vencido las locas esperanzas del sol de febrero con su toldo
ceniciento y nevoso. Un viento frío, mordiente, lanza sus ráfagas por la acera,
sacudiendo los desnudos árboles, apagando el júbilo de los transeúntes, que ni
siquiera se fijan ahora en los encantos de Tona.
La modelo se estremece, cerrándose su elegante chaqueta verde con piel
de ocelote sobre el traje de punto negro con bordados de pasamanería que
viste esta mañana. Después baja un momento por la calle, hacia Cibeles,
donde toma un taxi, y, tras una corta duda, que aprovecha para encender un
pitillo, indica al chófer la dirección de una tasca bastante conocida. Una vez
allí, paga el taxi, tira su pitillo y entra decidida en el establecimiento.
En la tasca pueden apreciarse perfectamente las dos edades de su
desarrollo industrial, como ocurre en todos estos lugares, más o menos
típicos, enriquecidos por una posterior clientela pudiente y distinguida que los
pone de moda. Por eso, primero, tras la puerta, suele hallarse, ante todo, la
clásica taberna madrileña, con su mostrador de cinc, sus frascos de vino, su
cartel de toros, su sidral a un lado y sus mesas de hierro y mármol junto a una
pared de mosaicos con dibujos verdes o azules sobre un fondo que todavía
puede ser blanquecino.
Mas, después, si la tasca ha florecido con los clientes ricos que la pusieron
de moda, suele hallarse en su interior, tras un pasillo complicado y angosto, o
bajo las empinadas escaleras que se hunden en un sótano, un comedor más
elegante, casi siempre de estilo colonial, que luce sus maderas claras y sus
finas mesas bajo unas lámparas también modernas. Aquí ya no es el tabernero
o el mozo quien sirve, sino camareros con pulcras chaquetas blancas, que
pueden ser todavía hijos o sobrinos del patrón.
Cuando los clientes ricos de estos establecimientos no exageran su
asistencia hasta el punto de guardar cola ante las mesas para comer la merluza
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frita, la pepitoria de gallina, las judías con chorizo, la ternera con patatas o el
requesón de la casa, el comedor de su edad primera, el comedor de los pobres,
que es lo auténtico de la tasca, conserva todavía su clientela y, al cruzar por
él, puede verse quizá a sus mesas al cochero del último «simón» o de la
penúltima «manuela», al mozo de cuerda que para en la esquina de la próxima
calle de la Bola, al ordenanza del vecino centro oficial, al tipo que pasea niños
en un engalanado carricoche tirado por dos caballitos enanos en la Plaza de
Oriente, o al prehistórico industrial que aún vende cacahuetes en un pesado
barco terrestre que los tuesta echando el oloroso humo por su pintada
chimenea.
Tona no pertenece, naturalmente, a estos verdaderos clientes de la tasca,
sino a los que comen en el otro comedor y pagan por una simple minuta,
compuesta de un par de platos y un postre, diez o doce duros muy a gusto.
La modelo se acomoda, pues, ante una mesa, solícitamente atendida por
un hijo del patrón, un mozo exuberante y con bigote, a quien, vestido de
señorito, puede encontrarse muchas noches en Casablanca o en Pasapoga,
alternando con lo mejor.
—Buenos días, señorita —saluda el camarero—. ¿Espera usted a alguien?
—No, no —sonríe la modelo.
—¡Cómo! ¿Sola? —se alarma el hombre.
—Pues sí… Vengo a comer sola.
—Alguna vez hay que descansar, ¿verdad? —Advierte, socarrón, el
camarero.
—Claro.
—¿Que le sirvo, señorita?
Tona examina la carta manuscrita con una letra un tanto tosca y difícil, no
porque no haya cuartos en el establecimiento para una máquina de escribir,
sino porque así conserva más el carácter, este carácter que, precisamente, trae
a la caja los dineros.
La modelo se ha quitado el abrigo y todos los hombres que están en el
comedor, incluyendo, naturalmente, al camarero, —se conmueven—. Porque
Tona es una hembra extraordinaria y está fenómeno, según el hijo del patrón.
Ante todo hay que considerar su pelo, este pelo naturalmente rojizo, que
llamea sobre una piel pálida y ligeramente pecosa, de pelirroja. Después su
cara, que no es perfecta, no, pero que posee los ojos más expresivos, la nariz
más descarada y graciosa y la boca más fresca y provocativa que puedan
imaginarse. Y, por último, su cuerpo, alto, cimbreante, bien hecho.
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Porque Tona no es tan plana como Kiki, que apenas tiene unos pechos
recién nacidos, ni tan huesuda como Marta, ni tan llena como Pituca, ni tan
fofa como Lina, que es una mujer adelgazada a fuerza de privaciones, a quien
da asco ver desnuda, según opinión de sus compañeras.
Tona es una modelo muy original, que tiene todo en su sitio y que no está
hecha un hueso, cosa rara entre la gente del oficio. Y quizá por eso pueda
lucir su cuerpo estupendo con este traje de punto negro tan elegante que lleva
hoy y que se ciñe, como una piel caliente y amorosa, a sus pechos jóvenes
redondeados por la fina lana del tejido en una curva perfecta, a su estrecha
cintura, a sus altas caderas y a unos largos muslos que prolongan la pierna, ya
fuera de la falda en unas pantorrillas derechas que caen rectas sobre el más
esbelto de los tobillos.
Una cosa así no suele encontrarse todos los días comiendo sola a la mesa
de una tasca madrileña, circunstancia que explica la natural agitación
producida por la modelo en los varones que llenan el comedor, especialmente
en tres tipos que se muestran muy jacarandosos y a quien el número
envalentona; pues ya se sabe que el hombre es generalmente tímido ante la
mujer cuando se encuentra solo para iniciar una conversación. Por eso, estos
tres individuos se entretienen en decirse una serie de cosas dirigidas a la
modelo, mientras ingieren con ruidoso apetito unos riñones al jerez. Hasta que
la actitud displicente de Tona y algunas aclaraciones del camarero, que
indudablemente protege la soledad de la chica, les devuelve el sosiego y un
tono menos indiscreto en su conversación.
La joven termina pronto su frugal comida, coronada por este zumo de
naranja que parece obligatorio en las modelos de Amaro López. Y, después
de un rápido café, paga y sale del comedor, tras una frase amable dedicada al
camarero, que la pone obsequioso su chaqueta de ocelote.
Ya en la calle, Tona inicia un largo paseo, no obstante el frío que se ha
echado encima. Baja primero hasta la Plaza de la Marina Española, donde el
vetusto edificio que acogió a un Senado señorial y distante muestra la
cadavérica fachada de sus viejos ladrillos, medio tapados por el andamiaje de
unas obras que han de transformar por completo el venerable edificio. Sigue
después hasta la masa recoleta del convento de la Encarnación y pasando más
tarde ante la sólida mole grisácea del Palacio Real, avanzada madrileña batida
por los cierzos de la sierra, llega al fin a la Plazuela de Santiago, deteniéndose
un momento ante una vieja casa que se halla a un lado de la iglesia dedicada
al batallador patrono de las Españas, junto a un edificio más moderno que
malogra el carácter provinciano y tranquilo del lugar.
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Aquella casa trae siempre a Tona muchos recuerdos, porque en su
segundo piso se desarrolló la crisis familiar que torció el rumbo de su vida. La
joven perdió allí, en aquel piso, uno tras otro, a sus padres, en el momento en
que más precisaba del amparo y de la disciplina de su presencia.
Primero fue la larga enfermedad de su madre, una dolencia incurable y
tenaz que iba distanciándola poco a poco de todas las cosas, hasta convertirla
en una sombra fantasmal y doliente que ya no contaba para nada. Después la
brusca e inesperada muerte de su padre, un hombre lleno de vida, pero tan
poco apto para el comercio que las dos tiendas de ultramarinos que poseyó en
la villa y corte se le llevaron los cuartos heredados y hasta la pequeña dote de
su mujer, quien, agotada, le siguió meses después al cementerio. Y así, en
poco menos de un año, la joven Tona se quedó con cuatro hermanos más
jóvenes y con muy pocas pesetas para sacarlos adelante.
La modelo, parada ahora ante la costrosa fachada de la casa, recuerda la
dulce muerte de la madre, la desesperada del padre, a quien una oscura
infección de la posguerra, anterior a la penicilina, acabó dramáticamente en
una semana, y aquella amarga venta de los muebles de la familia que hubo
que hacer antes de abandonar el piso, para sufragar los gastos de los dos
entierros y de los primeros meses de orfandad. En su joven memoria quedó
harto grabado todo aquello y Tona guarda aún la rencorosa espina que se le
clavó muy hondo el día en que salió por última vez de aquel portal con sus
cuatro hermanos menores para ir a vivir a casa de un tío suyo, hombre mucho
más hábil que su padre y que era, entonces, el dueño de las tiendas de
ultramarinos, muy florecientes ya bajo su habilidosa rapacidad.
Tona supo muy pronto lo que la esperaba. Una vida llena de disciplina, de
sequedad, de exigentes deberes, de un trabajo constante, para la que no estaba
preparada, pues la enfermedad de su madre y el carácter desordenado y
pródigo del padre la habían hecho crecer en un ambiente completamente
distinto al que reinaba en la severa familia de su tío. La joven comprende bien
ahora que si ella hubiera sido un espíritu fuerte, todas aquellas dificultades del
momento podrían haber sido valientemente superadas, siguiendo una ruta
recta, resignada a todos los sacrificios. Mas ella era una chica débil, egoísta,
caprichosa dispuesta a las concesiones, habituada a marchar siempre por la
línea de menor resistencia con tal de salvar la comodidad del momento y la
exigente ligereza de su juventud.
Removida por los últimos acontecimientos, por la crisis que adivina va a
producirse esta tarde, dentro ya de una hora, Tona comprende que ella tan
sólo le ha pedido a la vida alegría, placer, éxito y bienestar; y todo esto se lo
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ha exigido como quien exige un derecho, un derecho inviolable y en cuyo
ejercicio pueden permitirse los medios más viles. Porque, en realidad, ella no
se ha esforzado jamás por alcanzar la alegría, el éxito y el bienestar que puede
producir el dinero mediante una labor creadora, limpia y valiente. Sino que,
tanteando siempre los terrenos pantanosos de las más torpes pasiones, ha
intentado maniobrar hábilmente para conseguir sus deseos, dejando tras ella
una sucia y blanda huella de destrucción y amargura. Un breve e innoble
pasado que, esta tarde, se le enrosca al alma en una amarga presa.
Hasta ahora, ella le había echado siempre la culpa de sus cosas a la mala
suerte y a la asquerosidad de los hombres. Mas, desde hace algún tiempo,
comprende que esto no es así, que ella fue siempre la que abrió las puertas a
esta porquería masculina, recibiéndola con una risa cínica en sus frescos
labios y un respingo orgulloso en su provocativa nariz. Fueron primero
aquellos novios, aquellos chicos que eran callejones sin salida para su
impaciente ambición y a los que tan sólo enamoraba para que la divirtieran un
poco por ahí, abandonándolos después con sus perdidas ilusiones, al
convencerse de que ella no había nacido para los esfuerzos y trajines de una
modesta madre de familia.
Más tarde, cuando entró en aquella empresa tan importante, fue el
director, un callejón con algunas feas salidas.
Después comenzó a nacer su rencor; comenzó a buscarle rencorosamente
los tres pies al gato de la vida, a odiar a los hombres y a detestar a una
sociedad que, para ella protegía tan solo a esas prostitutas hipócritas que son
las mujeres decentes. Tona modificó, pues, su actitud y comenzó a recrearse
en todas las lacras que la sociedad y los hombres la ofrecían, para excusar así
su cobarde debilidad.
Y, como consecuencia, inició ya esa obligada labor destructiva dedicada a
los hombres de su rededor que desahoga siempre un poco a estas mujeres.
Hasta que un día, sobre los turbios caminos de su vida, se encontró con Paco
Almuñécar, un hombre al que ahora, a las cinco, ha de ir a ver a su
departamento de la Residencia Fortuny, donde, si la suerte no la acompaña
teme pasar un mal trago.
Paco es un hueso duro de roer y la entrevista va a ser difícil, porque ella
está bien decidida a que se arreglen las cosas, es decir, a terminar
definitivamente con él y a casarse con Ramón Tineo, este hombre tan
seriamente enamorado que desea conducirla al altar. En el fondo, Tona no
quiere a nadie, pero anduvo un poco emperrada con Paco, es cierto, porque el
tipo tiene su gracia cuando está de buenas y una estampa y un cuento que
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caen bien en las mujeres. Pero ahora, la verdad, se ha puesto muy agrio y
como es tan orgulloso no quiere soltar su presa, sino sujetarla más
estropeando la boda con un buen escándalo, porque la verdad es que no se le
pone nada por delante, haciendo la clásica faena del perro del hortelano. Paco
es otro callejón sin salida, que tan pronto anda bien de cuartos como sin
blanca; pero, eso sí, siempre lleno de las peores costumbres, y por eso Tona
quiere despegarse definitivamente de él.
En realidad, la modelo lo veía ya muy poco desde que se puso en
relaciones serias con Ramón, porque Paco andaba un tanto distraído entonces
en los brazos de una marquesa; pero lo de la próxima boda le picó al hombre
el amor propio y le puso hecho una fiera.
Tanto que Tona tuvo que acceder a verlo frecuentemente de nuevo y a
vivir un doble juego entre estos dos hombres que se aferran a ella, como si
fuera algo capaz de ser poseído y no tan solo la presencia vacía de una
estupenda mujer.
Tona, parada en la vieja Plazuela de Santiago, frente a lo que fue su hogar,
se arranca a sus recuerdos y observa rápidamente su fino reloj.
Son las cuatro y media y, por una vez, la interesa llegar puntualmente a
una cita. Antes ha de pasar un momento por su pensión, porque para pedirle
algo a un hombre, para tratar de convencer a un hombre, hay que arreglarse
siempre lo mejor posible, aparecer siempre lo mejor posible.
La modelo se siente esta tarde nerviosa, descompuesta, con el corazón
encogido por una angustia vaga. Se le han juntado, quizá, demasiadas cosas:
la colección, aquella prueba sensacional por el modisto del traje de novia,
estos hombres apremiantes, vanidosos, como todos los hombres. Va a ser
seguramente, una tarde difícil, emocionante. Y no hay que agotarse con Paco,
no, sino guardar bien los nervios, la seguridad y la belleza para la colección,
que, al fin y al cabo, lo más importante es estar allí muy guapa y triunfar
sobre sus compañeras.
Rápida y decidida, Tona abandona la plaza, baja hacia la calle Mayor y
sube a un taxi que se pierde en la Puerta del Sol, cuando ya la fría tarde de
este febrero invernal y grisáceo comienza a caer rápidamente.
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Segunda parte
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El modelo y compañía
1. Don Amaro
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Francia, donde las mujeres tienen tan poco pecho. Pero aquí, en España, con
nuestras gordas, no sé qué va a ser esto…
—Al parecer, Dessés ha creado lo que él llama la «línea guitarra», que, en
realidad, es más bien lo contrario…
—Y Balmain la «línea flauta en el campo», con hombros anchos y talle
muy marcado. Pero Dior, Dior…
Don Amaro tuerce el gesto, compungido, porque amenaza un año muy
confuso y difícil para la moda. Y las cosas no están para eso por estos barrios,
porque él acaba de hacer un gran esfuerzo con la colección de primavera que
va a presentar esta tarde, inspirando sus líneas en viejas herencias folklóricas
españolas, para atraer a los norteamericanos a la moda nacional.
El Modisto está comiendo en Chipén con sus colaboradores de más
confianza, pues hay que reparar fuerzas para los trajines de esta tarde. Y,
como un verdadero artista que es, le preocupan ya más los problemas de sus
futuras creaciones que los que acaba de resolver en los bellos modelos de su
última colección.
Don Amaro, sentadito a su mesa entre su secretario y su figurinista, come
lentamente, con ademanes quizá demasiado finos, un puré de cangrejos.
El modisto, uno de los más sólidos prestigios de la alta costura española,
es un tipo menudo, gestero y amanerado que peina los pocos pelos que le
quedan con un revuelo de viejo artista. Bajo estas melenas canosas, que
parecen cardadas, pero que no ocultan, sin embargo, una calvicie vulgar,
aparece un rostro untuoso, animado por unos ojos sagaces, inteligentes harto
inquietos y huidizos quizá, pero que una ancha y acogedora sonrisa compensa
por completo, para tranquilidad de sus clientes. Lánguido, activísimo,
displicente y enérgico a la vez, Amaro López es un curioso personaje, muy
estimado en la buena y mala sociedad madrileña.
—¿Qué le ha parecido a usted la peluquera francesa, don Amaro? —
pregunta Pepito, el figurinista de la casa—. Me la recomendó de tal manera
Guillaume la última vez que estuve en París…
Sabe su oficio, como todas las francesas —concede el modisto,
manteniendo un instante una cucharada del puré de cangrejos en el aire—.
Pero ese famoso peinado en V no me convence. Engorda la cara, embastece el
rostro. Prefiero peinar a la Fronde, esa línea tan elegante que cubre ya un
poco la nuca…
—Pues he visto una foto de Bettina…
—¡Ah! Bettina, Bettina… —se conmueve el modisto—. Es la mejor
mannequin del mundo y a ella todo le va bien.
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—Creo que Suzan la modelo descubierta por Bohan, es estupenda —opina
Alfonso, el secretario.
—No sé, no la conozco. Pero nunca me cansaré de repetiros, hijos —
advierte el modisto doctoralmente—, que no debemos admirar demasiado a
los demás, copiarlos servilmente. Respeto, claro está, a los franceses, que han
sido los creadores de la moda, pero pienso que los otros países cultos tienen
mucho que hacer. Nosotros mismos, con un penoso esfuerzo, fracasando
incluso en ocasiones, estamos logrando atraer la curiosidad mundial con
nuestros modelos.
—La colección va a tener un gran éxito, estoy seguro —opina Alfonso.
—Lo contrario sería para mí un tropiezo muy grave. Vosotros sabéis
cuánta ilusión, cuánto trabajo y cuánto dinero he metido en ella —recuerda el
modisto.
—Todo saldrá bien; ya lo verá usted, don Amaro —anima Pepito.
El modisto ha terminado ya su puré de cangrejos y tras echarse al
estómago una copa de un excelente burdeos blanco que guarda
orgullosamente la bodega de la casa, ataca un grueso chateaubriand. Porque
don Amaro se cuida bien y procura gozar de la vida todo lo que le permiten
sus trabajos, que para eso ha hecho dinero, mucho dinero, y amistades,
muchas amistades, también.
En realidad, el modisto no tiene la culpa de que el sexo haya nacido
equivocado en su pequeño cuerpo de confuso varón. Él no fue nunca un
individuo enviciado por el hastío, torcido por la degeneración y la tontería del
sexo contrario. Porque vino ya al mundo con la sensibilidad de una mujer, con
los gustos y aficiones de una delicada y sensible mujer y, claro está, tomando
así las cosas, él encuentra muy natural que sean los hombres y no las mujeres
quienes le interesen. Por lo demás, él no es resentido, no señor, como tantos
pederastas, porque piensa que el mundo se va haciendo por fortuna
comprensivo y cree que hay que saber tomar las cosas como vienen, sin
dramatizarlas neciamente, creyéndose el eje del universo y no estando jamás
satisfecho con lo que se tiene.
Don Amaro ha luchado mucho mucho, en la vida, hasta lograr ponerle
este «don» a su dulce nombre, porque empezó de botones con la Crippa y ha
visto ya cosas y cosas, tantas cosas, que, a veces, le tienta un poco escribir,
como a todas las personalidades eminentes, sus memorias, que en Francia o
en América tendrían un éxito seguro, pero que aquí, en España, levantarían
ampollas.
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El modisto es soltero, claro está, pues nunca ha querido engañar más que a
sus clientes y, por otra parte, considera que todo auténtico artista debe huir del
matrimonio, porque la familia asfixia inexorablemente el espíritu creador. El
Arte, el Arte, con una enorme y avasalladora mayúscula, es, para el modisto,
lo único que vale de verdad la pena en este mundo actual, mediocre y
chabacano, que tiende siempre hacia la fealdad y a quien hay que conducir de
nuevo hacia lo bello. Por eso, cuando don Amaro coge algunas de estas telas
que le fabrican especialmente en Suiza, en Italia o en Francia, y comienza a
envolver con ellas el cuerpo esbelto de una de sus modelos, es feliz,
completamente feliz, porque se da cuenta de que está haciendo arte, de que
está transformando aquellas telas en una creación personal, en un bello
modelo que llevará su huella creadora, su propio estilo, como una pintura,
como un edificio, como un poema o como una novela llevan el de su autor.
Se siente, pues, don Amaro, un verdadero artista. Es, además, persona
muy activa y trabajadora, aunque no lo parezca, que trata generosamente a su
gente y que sabe hacer un favor cuando es preciso. El modisto busca la
compañía de los intelectuales, de los pintores, de los músicos, de las gentes
extravagantes, y procura saber un poquito de todo, halagando con inteligencia
la vanidad de sus clientes, que, hoy en día, son lo mejor y lo peor de Madrid,
curiosa mezcla que siempre significa el éxito para cualquier artista. Por lo
demás, nunca da escándalos con sus privadas querencias, es persona de orden
y va a misa todos los domingos, porque no es ningún ateo, gracias a Dios.
—No puedo quejarme, hijos; hay verdadera expectación por ver mis
modelos —sigue don Amaro—. Pero confieso que estoy un poco preocupado,
porque nunca me he embarcado tanto, tanto…
—Comprarán en serie, estoy seguro —afirma Pepito.
—Si no lo hacen, estamos aviados —advierte el modisto.
—Ese míster Byers no acaba de gustarme —indica Alfonso, el secretario
—. No hace más que reírse enseñando toda la dentadura, pero no suelta nunca
prenda.
—Pues miss Saunders…
—Estos norteamericanos no son como nosotros, hijos —define el modisto
gravemente—. Están siempre de un humor estupendo, resultan muy
simpáticos y campechanos; pero, en el fondo, son un hueso en cuanto hay
cuartos por medio.
—Y eso que el dólar, con el cambio…
—Están acostumbrados a trabajar mucho, a darle fuerte a los negocios.
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Y, claro, piensan las cosas más de lo que parece. Aparte de que París les
pesa, les pesa mucho… se duele don Amaro.
—Pues hay que reconocer que la moda se les escapa ya un poco a los
franceses…
—Ésa, ésa es la razón oculta del gesto de Dior —aclara con viveza don
Amaro.
—Los modistos de París se han dado muy bien cuenta de la competencia
extranjera, especialmente de la italiana, en cuyo país los norteamericanos
compran cada vez más. Dior, con su falda corta, va a conseguir un auténtico
escándalo que vuelva la atención del mundo hacia su firma y, en
consecuencia, hacia la moda francesa.
—Hay que reconocer que los gustos cambian, don Amaro, y que las
nuevas modelos parisienses… —insinúa Pepito suavemente.
—Ya lo sé, ya lo sé —corta el modisto—. No hay duda de que se vuelve a
las mannequins no tan altas, más llenas, poteles, como dicen los franceses con
una palabra intraducible. Por eso, yo le he probado a nuestra Tona
precipitadamente mis mejores modelos, y hasta el traje de novia. No os
habíais dado cuenta de mis razones, ¿verdad?
—Algo me sospeché yo, don Amaro —admite Alfonso.
—Confiesa que no pensaste nada; lo mismo que yo —rechaza Pepito.
—Como tú quieras —se pica Alfonso.
—Es que tú, hijo, siempre andas distraído con tus cosas y no te enteras de
mis preocupaciones —se duele el modisto, posando un momento su pequeña
mano sobre la del figurinista.
Pepito es un muchacho un poco extraño. Menudo, proporcionado, quizá
más viejo de lo que parece, tiene un rostro muy pálido, de facciones tan
perfectas que resultan desagradables, sobre las que lleva un peinado
existencialista que deja caer sobre su enfermiza frente una especie de tupé de
un rubio francamente sospechoso. Sus arregladas cejas, el corte de su pelo en
la nuca, sus gestos, la tela clara de su traje y el exagerado tacón de sus
originales zapatos dan a su aspecto un sello estremecedor y confuso. Y,
además, hay en Pepito, una honda tristeza de ser inadaptado, de individuo
vacilante e insano que, sin duda, intenta convencerse de que encuentra en una
provocativa rebeldía la seguridad que le falta.
Ahora, el figurinista de la casa Amaro López, uno de los mejores y más
cotizados dibujantes con que cuenta la alta costura española, corta un chop de
ternera después de retirar su pálida mano, abandonando sobre el mantel la del
modisto, quizá porque ya está harto de las dulzuras del viejo.
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Y mientras come su chuleta, hay en este falso joven un gesto amargo y
desesperado.
Porque Pepito fue un chico normal, un niño bueno, generoso y dócil,
demasiado frágil, demasiado sensible, que se quedó niño muchos más años de
los debidos. Parado en esta niñez, sin que la pubertad le enronqueciera la voz,
le sacara pelos en la barba y endureciera virilmente sus contactos con la vida,
Pepito permanecía feliz, produciendo también la felicidad de sus padres, que
prolongaban así en él los mimos y las ternuras dedicadas a la infancia. Hasta
que, con una rapidez vertiginosa y triste que tan sólo hubo de vencer algunas
débiles defensas, Pepito pasó de ser un chico sensible, simpático y hasta
inocente, a convertirse para siempre en una confusa y complicada criatura sin
sexo definido.
Naturalmente, en Pepito dominaban también las aficiones artísticas, a las
que el joven se aferró, con cierta angustia, buscando un punto de apoyo para
su amarga rebeldía de inadaptado.
Dejó, pues, de estudiar al acabar su bachillerato y dedicó su labor al
dibujo, para el que tiene una congénita y admirable disposición. Mas la
inquietud interior, la presión interior, crecía, y, tras abandonar los estudios,
Pepito abandonó también a sus padres, marchándose a París protegido por
uno de esos turbios mecenas que suelen aprovechar estas ocasiones.
La vida parisiense calmó un poco las angustias del joven, con su fría e
inmoral tolerancia y todo su retablo de tipos confusos y extravagantes. Y,
aunque perdida ya su hombría para siempre, Pepito encontró en sus
indudables dotes artísticas una razón que dar a su vida. Una razón estéril,
incompleta, pero que, exagerada por el joven, puede servirle para marchar un
poco menos inseguro por los caminos de los días.
Hijo de familia, de una excelente familia española, educarlo y despierto,
Pepito comenzó a abrirse paso dentro de su ambiente. Estudió, observó y
viajó mucho, primero protegido por amigos de más edad que la suya, después
por sus propios medios.
Aprendió idiomas, vio mundo, un mundo amargo, inadaptado y triste, es
cierto, pero mundo al fin y al cabo, y se convirtió en un estupendo figurinista,
que no sólo se limita a interpretar las ideas del modisto, sino que las traduce
generalmente en creaciones propias, dejándole pensar al patrón que lo que
sale de sus lápices y pinceles es todo suyo.
Vuelto a Madrid tras una de sus largas aventuras extranjeras, que han
depositado una rara mezcla de esnobismo y dandismo sobre su aspecto
afeminado, Pepito se encuentra muy incómodo en este mundo madrileño, tan
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áspero y viril, que no tolera ni sus costumbres ni su apariencia. Esta
inadaptación ha resultado tan difícil, que el propio don Amaro, que no se
asusta por nada, se ha visto obligado a llamarle la atención a su figurinista,
indicándole que aquí no se puede salir a la calle con ciertas chaquetas
asombrosamente entalladas, ni con el rubio dorado que tenían sus cabellos
antes de tomar este tono más discreto que lucen ahora.
Estas cosas, y algunas otras más, amargan la vida de Pepito, que pone
verde a su país y que está deseando volverse a Saint-Germain-des-Prés, donde
tiene estupendas amistades que no se escandalizan fácilmente. Pero, en fin,
don Amaro es generoso, paga bien y aunque se pone algunas veces muy
pelma y empalagoso, hay que aguantar un poco, pues la vida está cada día
más difícil y, por muy buen figurinista que se sea, no es tan fácil encontrar un
sueldo seguro en una casa solvente. Claro está que Pepito dice a todo el
mundo exactamente lo contrario, es decir, que ha abandonado sus
compromisos parisienses por amistad hacia don Amaro y por amor hacia la
moda española, pero sólo alguna que otra persona ingenua, y en verdad que
hay poca ingenuidad en la alta costura, se lo cree.
—No, hijos, no; yo no me duermo sobre mis laureles —continúa el
modisto sorbiendo también el obligado zumo, de naranja, porque tampoco él
quiere engordar—. Tona tiene exactamente el cuerpo que pide la próxima
moda.
—Es una chica admirable, ¿verdad? —exclama Pepito con un raro calor.
—¡Hombre!; tanto como admirable… —distingue el modisto, remilgado.
—No le ponga usted defectos, don Amaro, porque Tona le trae loco —ríe
con una risa ácida Alfonso, el secretario.
—¿Loco…? ¿A quién? —pregunta don Amaro frunciendo ligeramente el
ceño.
—A quién va a ser… A éste —declara Alfonso.
—¿Pero es verdad, hijo? —se pasma el modisto.
—La encuentro encantadora y, al mismo tiempo, con un interés que no
tienen sus compañeras —admite Pepito un poco sofocado.
—No creo que sea para tanto, la verdad. Pero allá tú, hijo, con tus cosas.
Lo único que quiero recordarte es que no admito líos de puertas adentro en mi
casa; nada más —precisa, serio, don Amaro.
—¡Qué tontería! No hay cuidado —afirma Pepito—. Ya sabe usted que
Tona va a casarse muy pronto. Además, yo…
—Parece muy entusiasmado ese Ramón Tineo, ¿eh? —corta el modisto.
—Parece… matiza Pepito, con una honda tristeza en la voz.
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—Sentiré que se case y nos deje —confiesa don Amaro—. Pensaba
ocuparme un poco de ella esta primavera, porque hay en esa chica buena
materia prima de mannequin.
—Mientras no la vea en la iglesia nunca creeré lo de su boda —manifiesta
Alfonso—, con su agria risita de resentido.
Pues aunque nadie sepa bien por qué, Alfonso es un tipo difícil,
enmarañado por los complejos.
El actual secretario de Amaro López es otro elegante hijo de familia,
porque muchas buenas familias españolas proporcionan a nuestra actual
sociedad estos individuos inadaptados, incapaces de toda disciplina y de
cualquier trabajo que no resulte inseguro y confuso. La educación, esa
educación mimosa, blanda, llena de vacilaciones y caprichos que ciertos
padres distinguidos y ricos dedican a unos hijos que podrán quizá seguir
siendo distinguidos, pero que ya no serán ricos, es generalmente el origen de
estas existencias indecisas y turbias. La cómoda vida de familia, el escogido
colegio, las amistades elegantes y costosas, preparan a estos jóvenes tan sólo
para el gasto y el buen tono que a su apellido corresponde. Después, la guerra,
nuestra guerra, salvando a muchos de los que dieron el pecho generosamente,
marcó a otros con su huella terrible, con su desoladora violencia, con ese
hábito castrense de obedecer que no precisa personales iniciativas, con ese
tener en cierto modo resuelta la vida presente de los días con algún «enchufe»
poco arriesgado, conseguido por la influencia de los padres. Y así,
descompuestos, desorganizados interiormente, estos jóvenes que ahora tienen
ya cuarenta años, se encontraron con la vida difícil y durísima de la paz sin
estar preparados para ella, emperezados por la edad y deshechos por los vicios
de la posguerra. Algunos, los menos, se hicieron diplomáticos en un último y
desesperado esfuerzo personal y familiar, que salvó quizá su trayectoria. Pero
otros, la mayoría, se hundieron en el «estraperlo», en la compraventa de
coches uno de los más amplios refugios de los incapaces hilos de familias
distinguidas, o en las comodidades de un puesto burocrático mediocre que les
permite tener algunos cuartos en el bolsillo.
Milagrosamente, Alfonso sabe inglés, porque sus papás consideraron
conveniente mandarlo un par de años a Inglaterra, antes de 1936. Y por nada,
no vaya a creerse que les movía algún fin utilitario, sino porque es una
costumbre elegante de la familia, tradicionalmente anglófila. A esta elegancia,
pues debe hoy Alfonso su puesto de secretario de Amaro López, uno de
nuestros mejores modistos. Porque quien hoy día sabe bien inglés tiene
muchas posibilidades de ir tirando del carro de la vida.
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Abogado, distinguido, pobre, excombatiente que jamás escuchó un silbido
de bala, sino tan sólo el extraño lamento de una bomba de aviación que
arrojaron sobre Valladolid los rojos, Alfonso ha encontrado, al fin, un sueldo
al parecer seguro y un trabajo que, a decir verdad, le agrada mucho más de lo
que él confiesa a sus elegantes amigos del tiro de pichón.
Soltero, gracias a Dios, como Alfonso dice, hay quien le achaca todos los
vicios imaginables, mientras otros aseguran que el pobre hombre es tan sólo
tonto, con una tontería totalitaria, que no deja lugar para nada más en su
persona. Quizá unos y otros se equivoquen; y este cuarentón blanducho y
fofo, impecablemente vestido, siempre a la moda, a cualquier moda de más
allá de los Pirineos, no sea tan tonto ni tan vicioso, sino más bien un individuo
que no pisa terreno firme, que se escurre sobre el lodo peligroso al que le han
conducido su falta de voluntad, sus escasas capacidades y también las culpas
ajenas. Porque este resentimiento ácido y mordiente que casi siempre escupen
las palabras, las risas y hasta los gestos de Alfonso, indica que no está
satisfecho de sí mismo, que hay en él un constante autorreproche que todavía
le exige otra manera de vivir la vida.
Pues lo creas o no, Tona se casa —asegura Pepito—. Porque es lo mejor
que puede hacer esa chica.
Alfonso ríe burlonamente, sin decir nada, mientras don Amaro se pone las
gafas y examina la cuenta que le presenta el maitre de Chipén. Son más de las
cuatro y aunque, los clientes del restaurante suelen almorzar tarde, casi todas
las mesas se han quedado vacías. Tan sólo unos catalanes que hablan de
negocios permanecen sentados a una de ellas, un poco fantasmales tras el
humo azulado de sus cigarros, y una parejita de la vida alegre queda hundida
en un rincón, porque el señor calvo con gafas montadas a lo Truman se está
aprovechando de la rubia y escotada vedette que ha invitado hoy a comer en
su compañía.
Los camareros están cansados y la amable sonrisa del dueño del
establecimiento comienza a helarse en sus labios. El comedor ha perdido ya
toda la brillantez que sus elegantes clientes le prestan durante algunas horas
del día. Apagado, tristón, lleno de humos y luces frías, empuja a todos a la
calle, porque el comedor de un restaurante tan sólo sirve para comer.
El modisto recoge la vuelta de su dinero y se levanta, seguido por sus dos
colaboradores. Sale del comedor y se detiene un momento a la puerta del
guardarropa. Mientras le ponen el abrigo se entretiene observando los ricos
manjares que una pulcra mesa exhibe a la entrada del comedor. El vivo
naranja del salmón ahumado se combina con el blanco alegre de la lubina y
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con el carmín sanguinolento del rosbeef; y el rojo ladrillo de la calcárea
coraza de la langosta con los finos rosas de las cigalas, en un raro juego de
colores animales.
—Después de comer se da uno cuenta de que todas estas cosas son
cadáveres, cadáveres embalsamados —considera con un dengue asqueado el
modisto mientras se abrocha el gabán.
Y empujando a «sus chicos» por el largo pasillo llega al pequeño bar del
establecimiento, lo cruza y entra en la puerta giratoria, después de atender al
letrero que, solícitamente, advierte que hay que cuidar no descalabrarse en un
traidor escalón.
En la calle hace frío; un frío ceniciento, nevoso, que apresura el paso de
las gentes que marchan por la acera. Don Amaro, protegido por su magnífico
abrigo de pieles, se dirige hacia su coche, entre Pepito —gabán gris claro,
muy claro, entallado y con vuelos— y Alfonso, que tiene una manera muy
peculiar de anudarse con falso descuido el cinturón de su amplio abrigo color
crema.
Antes de llegar al coche, el gran Buick negro, ya un poquito anticuado,
arranca lentamente y se aproxima al grupo. Un chófer uniformado como
cualquier modelo de la casa desciende, les abre la puerta y saluda con respeto,
porque el modisto es todo un señor. Y don Amaro sube y se acomoda un poco
solemnemente en el amplio asiento del auto, seguido por sus dos
colaboradores.
El Buick se pierde ya hacia la Gran Vía. Dentro, estos personajes
sorprendentes del teatrillo actual de la vida, seguirán hablando de la falda de
Dior de ese tono coñac que ha lanzado Dessés, del arte maravilloso de Marc
Bohan para el adorno de los escotes, combinando con mano maestra plisados,
pleguerías, abullonamientos y lorzas; de las panas alistadas con vivos colores
de Glanz y de la novedad de Rilu, la casa florentina, al presentar a sus
modelos con el rostro cubierto por una máscara de plumas blancas con cejas
negras, para ocultar los rostros de las mannequins y no distraer con ellos la
atención de los clientes, que sólo deben interesarse por la obra del modisto, es
decir, por los trajes.
Hablarán de todo esto y, quizá, de algunas otras cosas más, de las que
posiblemente será mejor no enterarse.
Unas y otras significan al fin y al cabo su vida. Una vida llena también de
ambiciones, rencores, fracasos, éxitos y pasiones, absurdos para los hombres
que han cuajado felizmente su inteligencia, su trabajo y su virilidad, más
completamente reales para estos tres personajes de la alta costura madrileña,
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que en el Buick majestuoso de Amaro López ruedan por nuestras calles hacia
las horas emocionantes de la colección que van a presentar esta tarde a sus
más distinguidos y ricos clientes.
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2. Mercedes y Lulú
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corto, liso y reluciente que le cae sobre un morrillo abundante; una voz
antipática, enronquecida y seca; dos ojos ahuevados y oscuros, que parecen
querer saltar de sus órbitas, y unos labios tan bastos que ningún lápiz
consigue hacerlos elegantes.
¡Ah!, sí, todo esto es muy triste y lamentable, pero Mercedes vende como
nadie y hay que verla en el salón, cuando arrastrando su pesado cuerpo,
siempre vestido de oscuro, se mueve como una foca en el agua y domina a las
clientes de la casa con un curioso estilo peculiar, entre halagador y castrense.
Porque sabe influir suavemente en la presunta compradora durante un cierto
tiempo y, después, dominarla con rapidez, rematando la faena en un final
tiránico que acaba con todas las vacilaciones de la cliente.
Esta manera de vender, este curioso imperio que ejerce sobre las mujeres,
cotizar su ejercicio profesional tan considerablemente que Mercedes ha
recibido más de una importante oferta de firmas rivales que quisieran
arrebatársela a Amaro López para tenerla en sus salones. Pero la vendedora se
encuentra bien en la casa, lleva ya muchos años trabajando con don Amaro y
el modisto sabe ser generoso con ella en sus momentos de gran éxito, como
en aquella colección del otoño-invierno de 1946, cuando Mercedes vendió
personalmente modelos por valor de más de medio millón de pesetas,
cantidad que elevó su tanto por ciento a una suma respetable.
—¡Qué encanto de piso! —alaba Lulú, mientras enciende un cigarrillo
para acompañar la copa de Remy que le sirve Mercedes—. Ya quisiera yo
encontrar pronto algo así.
—Me habían dicho que estabas poniendo uno, por Miguel Ángel, cerca
del Paseo del Cisne —advierte la gorda vendedora echándose a su amplio
estómago una copa del oloroso coñac francés.
—¡Oh!, sí —admite displicente Lulú dándole una chupada al pitillo—;
pero es para el negocio. Yo busco para mí algo más pequeño, más acogedor,
más íntimo. No, no, ¡por Dios!, muchas gracias, no quiero más —rechaza al
darse cuenta de que Mercedes pretende llenar de nuevo la bella copita de licor
que ha colocado ante ella—. Tú bebes mucho, ¿verdad? —pregunta con una
amable sonrisita.
—¿Mucho? No, ¡qué disparate! —rechaza, ofendida, con su voz más
áspera, Mercedes—. Pero creo que un par de copas después de comer, hija, no
le hacen daño a nadie.
—A mí no me sienta demasiado bien, ¿sabes? —confía Lulú—. Deben ser
consecuencias de aquella hepatitis que tuve en Roma y que me obligó a
reposar dos meses en Capri.
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—Aprensiones, tonta, nada más que aprensiones —rechaza Mercedes—.
Porque estás estupenda.
—¿De veras me encuentras bien? —pregunta Lulú mimosamente.
—Mejor que nunca, te lo aseguro —miente Mercedes.
—Eres muy amable —agradece Lulú, mientras apaga su colilla en un
cenicero de plata—. ¿Sabes los años que tengo? —pregunta,
inesperadamente.
—¡Bah!, no hablemos de esas cosas —ríe roncamente la gorda.
—No, no, de veras: ¿Cuántos me echas? —insiste Lulú.
—Pues no sé, hija… Quizá cuarenta…
—Cuarenta y tres, Mercedes; cuarenta y tres, ¡fíjate!
—Nadie lo diría… Con ese tipo que tienes —suspira la obesa vendedora.
La verdad es que Lulú ha cumplido sus cuarenta y cinco años hace ya
varios meses y que, últimamente, comienza a señalársele en la cara la edad.
Porque su rostro, maquillado con los mejores afeites que la industria
internacional produce, masajeado, operado y cuidado como ninguno, es una
rara máscara que tan sólo evoca un hermoso pasado. Las mejillas hundidas,
demacradas; las bolsas oscuras que la piel forma bajo sus ojos; los labios
consumidos; los dientes descarnados; la piel reseca y arrugada del flaco
cuello, y hasta este pelo teñido en un rubio con reflejos platinados, muestran
ya, tan sólo, los restos de una extraordinaria belleza. Únicamente sus ojos,
fatigados por unos párpados harto caídos, poseen todavía una luz
verdeamarillenta que lanza sus brillos poderosos entre unas largas pestañas
demasiado ennegrecidas por el rimmel.
Quizá este rostro conserve algo más de su antigua belleza. Pero la máscara
de los afeites que la ocultan es tan complicada y tenaz, que no hay en él nada
natural, nada que no sea él producto de un desesperado retoque.
Por eso, al contemplar esta cara, y tras el primer momento de sorpresa, se
comprende que el hábito ha ido amontonando aquí cremas, polvos, lápices y
pinturas hasta aislar a su dueña de la noción de su realidad y no espantarla
ante la imagen de este terrible producto de la mejor cosmética que le muestran
a todas las horas sus espejos. Lulú no se da cuenta, no, de la máscara que
pasea sobre sus finos hombros. Y cuando percibe un gesto en la persona que
acaban de presentarle, todavía piensa que es el efecto de su belleza y no el de
su tocador. Porque no se resigna a los estragos de la edad, sin advertir que, a
veces, cuando su piel está limpia de afeites por las mañanas, su rostro, un
rostro, claro está, de cuarenta y cinco años muy agitados, no ofrece, sin
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embargo, el aspecto desolador que exhibe cuando, horas después, lo saca tan
ambiciosamente a las crueles luces de la calle.
Lulú vive la vida falsa que le presta su pasado. Su pasado de belleza
indiscutible, admirada y envidiada; su pasado de mujer escandalosa y
elegante, ocultamente admirado también por aquellas de sus amigas que
protegen una hipócrita honestidad poniéndola verde en todas las ocasiones. Y
esta vida falsa que le presta la aureola de una brillante y escandalosa historia,
aparentemente interesante y muy novelesca, tiñe con un tinte desesperado y
dramático el auténtico presente de esta mujer que fue tan hermosa. Porque
Lulú ya no posee aquellos grandes ojos claros, tan serenos, que posaban en las
gentes el bellísimo y enigmático pájaro azul de su mirada; ni aquel pelo color
de lino que volaba sobre su pura frente con la caricia de la brisa más ligera; ni
aquella boca dibujada y carnosa que entregaba al sonreír la fresca perfección
de sus dientes; ni aquella piel mate y transparente que era como un agua
dorada y honda; ni aquel cuerpo esbelto y lleno al mismo tiempo, que
redondeaba sus pechos y sus caderas entre la estrecha sima de su cintura.
—Nada de esto se encuentra ya en Lulú y, sin embargo, nada de esto ha
muerto tampoco en ella. La extraña inercia de la —belleza, la fama de la
belleza, vive todavía en esta mujer, desajustando su realidad presente con el
peso de una insostenible herencia cuando se encuentra entre gentes más
jóvenes, pera gozando todavía de ciertos privilegios ante las personas de su
generación, ante estos hombres y mujeres que también tratan
desesperadamente de verse como fueron, no como son. Porque uno de los
precios que paga la hermosura es el de obligar a quien la tuvo a seguir
arrastrando su fantasma, su cadáver seco y marchito, su máscara consumida
por los implacables estragos de los años.
—Estoy hecha polvo, te lo aseguro —confía Mercedes, acomodándose en
su alegre butaca y haciendo crujir con el movimiento toda la armadura del
mueble—. Tú no sabes lo que ha sido el preparar esta colección.
—Me lo figuro, porque algo me ha tocado a mí también. Veo al pobre
Amaro muy preocupado con ella —considera Lulú.
Mercedes suelta una tos bronquítica, de hombre fumador. Este «Amaro»
le ha llegado al alma, porque ella no le apea nunca el «don» al modisto y, de
pronto, comprende toda la distancia social que la separa de Lulú. Por eso, con
un gesto de suficiencia, dice:
—¡Bah!; ya le venderé yo todos los modelos que le interesen. Porque no
hay quien se me resista, hija.
—Menuda mano tienes… —admite Lulú con una sonrisa ambigua.
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—Y eso que ahora hay que luchar con cada cocodrilo que no veas —sigue
la vendedora—. Y, por si fuera poco, estas niñas, las modelos…
—A mí me parecen estupendas…
—¡Si vieras lo que tengo que machacarlas para que olviden en el salón
toda su ordinariez! —se duele Mercedes—. Te digo, hija, que aunque la mona
se vista de seda…
—Kiki vale mucho, Mercedes —insiste Lulú—. Es la mejor modelo de
Madrid y hasta su desgarro resulta elegante…
—Si tuvieras que aguantarla todos los días…
—Y Marta es maravillosa…
—Y de muchísimo cuidado, no lo olvides. Ya sabes lo de Manolo
Pastrana…
—Dicen que ella estaba enamorada —excusa Lulú—. Y cuando una
mujer se enamora…
—¿Enamorada? —bufa Mercedes, agitando sus carnes en una conmoción
irritada—. ¡Que Dios libre a los hombres del amor de cualquiera de estas
víboras, hija!
—Parece que Manolo…
—Sí; de acuerdo, Lulú —corta la vendedora—; todos los hombres son
unos asquerosos. Pero hay cosas que no se pueden hacer…
—Bien lo pagó la pobre —compadece Lulú—. Hay que ver lo que son
cinco años…
—Todavía es joven, mujer.
—Parece tan serena y, a veces, resulta tan asombrosamente guapa que, no
sé, en algunos momentos me… Nada, nada; iba a decir una tontería —recoge
Lulú.
—Dila, dila, que estamos en confianza…
—Es una bobada, pero Marta me recuerda un poco a como era yo antes —
confiesa Lulú—. No es que se parezca, precisamente, ¿comprendes?; pero
tiene algo, algo…
—No digas cosas raras. Tú eres muchísimo más guapa.
—Quizá —admite Lulú sencillamente—. Y, sin embargo…
—Claro que siempre hay clases y que al, lado de Lina, Marta resulta una
mujer distinguida.
—¿Es cierto que Lina fue criada?
—Por lo menos criada, hija; porque creo que hay en su vida cosas
muchísimo peores —manifiesta Mercedes—. En cuanto a Tona…
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—Tona no me convence, la verdad —corta precipitadamente Lulú—. Yo
no sé cómo hay quien dice que es tan mona…
—¡Hombre!, no está mal —admite Mercedes—. Y te aseguro que,
actualmente, es la debilidad de… de… Amaro —sigue la vendedora
quitándole el «don» al modisto con un esfuerzo—. Lo que pasa es que esa
chica es una despistada y se mete en unos líos que no sé cómo va a salir de
ellos…
Porque, ahora, creo que va a casarse.
—¡Casarse! ¡Qué horror! —se espanta Lulú.
—Sí, hija, sí; como lo oyes.
—Hace falta ser idiota; ¿no crees?
La verdad; creo que el idiota es él en este caso.
—La mujer siempre carga con lo peor del matrimonio —insiste Lulú.
—No sé qué te diga, ¿sabes?
—Oye, una cosa —corta Lulú con un gesto casi soberano—: ¿quién es esa
chiquita tan joven que pasa a veces algunos modelos? No acaba de gustarme;
es muy sosa la pobre…
—¡Ah! Pituca… Una cursi que tiene Amaro en la casa, por caridad. Es
chica seria y, ya sabes, que, para estas cosas, estorba un poco la decencia.
—Yo creo que estorba para todo —afirma con un gesto cínico y elegante
Lulú.
La verdad es que siempre que la conversación penetra en este terreno Lulú
ataca inmediatamente como un alacrán que alza la cola al sentirse amenazado.
Porque hace algunos años, casi veinte años, Lulú abandonó a su marido y se
marchó a Italia con otro hombre que, al parecer, le ofrecía mayores
posibilidades. Nadie sabe bien, es cierto, qué es lo que ocurrió con su marido,
ni qué maravillosas esperanzas encendió en ella el varón seductor, que quizá
fuera más bien el seducido. En realidad, jamás se sabe nada de estas cosas
confusas que ocurren entre hombres y mujeres, y si bien es cierto que casi
siempre engañan las apariencias, en todos estos líos engañan mucho más: Por
eso, bajo la maraña de cuanto se habló y chismorreó en su tiempo de este
famoso escándalo, tan sólo queda el hecho escueto y un poco misterioso de
que Lulú abandonara su hogar, es decir, a su marido y a su hijo, para
emprender una nueva vida fuera de España en compañía de otro hombre.
—Naturalmente, hay versiones de este escándalo para todos los gustos y,
en general, los hombres le echan la culpa al marido de lo que ocurrió, así
como las mujeres, especialmente si fueron amigas, se muestran implacables
con Lulú. Pero como el tiempo dulcifica y suaviza las más violentas
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situaciones, el resultado de todo esto es que, tras unos cuantos años de un
vértigo harto despistado, Lulú apareció de nuevo en España, donde acaba de
montar un negocio que marcha muy prósperamente, pues, según parece, no ha
perdido por completo el tiempo durante sus andanzas y aventuras por la vieja
Europa. Todo esto, y también las poderosas protecciones que le otorgan su
fama de belleza, sus escándalos y su clase, no hay que olvidarlo, pues Lulú es
hija de un arruinado y difunto embajador, le han permitido organizar un taller
de unos tejidos de punto, que hoy en día abastece ya a casi toda la alta costura
madrileña con unas primorosas confecciones que no tienen nada que envidiar
a las labores extranjeras y que, dada la modestia de nuestra mal pagada mano
de obra, resultan infinitamente más baratas que —las importadas.
Lulú trabaja, pues, mucho mucho, y tiene ya muy poco de aquella chica
tonta, tan hermosa, que paseaba su belleza por los lugares distinguidos del
Madrid de 1930, cuando los más elegantes monárquicos se disponían a
contemplar la caída de su monarquía.
Realmente hoy no parece, en verdad, la misma criatura que desfilaba por
la acera derecha de la Castellana durante las hermosas mañanas del invierno
madrileño, que almorzaba en Puerta de Hierro y que tomaba el té en Sakuska,
mientras las palabras de sus admiradores le llegaban embellecidas por el
melancólico trémolo de las balalaikas. No parece, no, aquella chica tan
hermosa que, algunas veces, se dignaba a dar una vuelta por el paseo de
coches del Retiro, que iba los jueves a los tés del Ritz y que en las fiestas
estivales del Cristina o del Náutico, en San Sebastián, causaba aquella
emoción que, en verdad, se apagaba mucho al conocerla, pues Lulú resultaba
entonces más bien sosita y un tanto pava.
La vida ha consumido ya aquel sosiego y ha dejado en esta mujer un resto
seco, nervioso, endurecido, que disimula su tardía ambición de dinero tras un
gesto cínico y despectivo.
Todas las curvas de Lulú, todas las redondeces de su cuerpo y de su
personalidad, se han quemado ya en el ardor de la vida, convirtiendo su figura
y sus sentimientos en algo anguloso y duro, que estremece un poco por su
falta de suavidad y de dulzura.
Sentada en el sofá del alegre tresillo de Mercedes, flaca, elegante,
repintada y teñida, Lulú deja caer un instante, la burlona luz amarillenta de
sus ojos sobre la masa redonda que es la vendedora de Amaro López,
mientras repite:
—¿No crees que ser decente es un atraso?
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—¡Hombre!, no sé —opina con su tosca brusquedad la otra—; hay quien
vende muy cara la decencia.
—Prefiero hacer otra clase de negocios, ¿sabes? —ríe Lulú, con una risita
rencorosa.
—Yo, la verdad, te confieso que no acabo de entender a los hombres —
confía Mercedes inesperadamente—. A primera vista parecen idiotas, pero
después resulta que tienen más conchas que un galápago.
—Sigues con Cristóbal, ¿verdad? —se digna interesarse Lulú, mientras
prende un nuevo pitillo.
—Pues sí, hija, sí… A ver, ¡qué remedio!
Mercedes tiene un extraño flirt con un viejo aristócrata, que, la verdad, ya
no está para muchas cosas. Un conde pequeñito y calvo, con una cara de
pájaro frito que casi enternece por su aletargada tristeza, pero que resulta
incansable para conversar por teléfono, como si así, prendido a la incógnita
siempre misteriosa del aparato, el largo hilo le trajera algo de aventura y de
juventud; algo que le hace olvidar, por un momento, esta vejez suya, ya de
vuelta de casi todas las cosas.
Algunas veces, pocas, muy pocas, el aristócrata, atildado y pulcro, bien
cepillados hacia atrás con la mejor brillantina inglesa los escasos cabellos que
en su cabeza quedan, sale con Mercedes, generalmente en grupo, porque, la
verdad, los dos solos no hacen muy buena pareja, sino que más bien parecen
arrancados de una página de La Codorniz. Y entonces el hombre dedica toda
la cortesía que le enseñó su noble cuna a esta mujer gorda, fea, desagradable y
basta, porque hay gentes tan finas, tan bien educadas, que satisfacen esta
necesidad de mostrarse corteses con cualquier cosa.
Esta sorprendente conquista y esta fiel devoción halagan la vanidad de la
vendedora de Amaro López, que es hija del que fuera dignísimo y veterano
jefe de la estación de Villafría y que acaso viera, de niña, cruzar velozmente
ante ella el coche cama o el vagón restaurante de cualquiera de los grandes
expresos europeos que conducía al aristócrata a París o que lo devolvía a
España algo más pequeño y consumido por las noches parisienses.
Porque, al fin y al cabo, un conde no se encuentra todos los días, aunque
sea un conde viejo, pequeñito y con una cara tan triste. Por otra parte,
Mercedes sufre una experiencia resentida y amarga de los hombres, y esta
rara amistad, ligada por los oscuros lazos de las sexos, la satisface mucho más
de lo que ella confiesa, entre otras cosas porque le parece elegante no
confesarlo.
—Me han hablado últimamente mucho de él… —anuncia Lulú.
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—¿De quién? ¿De Cristóbal? —se sorprende Mercedes—. No creo que le
interese a nadie, hija.
—Hay gente capaz de todo, ya sabes…
—¡Hombre!, si fuera rico. Pero el pobre anda demasiado tronado para que
cualquier lagartona se moleste por él… Bueno, bueno; dime qué es lo que te
han dicho, ¿quieres? —se interesa, al fin, Mercedes.
—No sé, no recuerdo exactamente; ya sabes que tengo muy mala
memoria para los chismes —desprecia Lulú—. Pero como Cristóbal es soltero
y, lleva un condado encima, por eso te lo digo.
—¡Bah!, tonterías…
—Seguramente.
Un breve silencio pasa su sombra hostil entre las dos mujeres y el solemne
tic-tac del largo péndulo de este bonito reloj antiguo que precisamente regaló
Cristóbal en el último santo de Mercedes se escucha un momento como un
aleccionador mensaje del tiempo. Quizá por ello Lulú, tras observar la hora en
la fina alhaja que abraza su delgada muñeca, anuncia con un falso gesto de
sorpresa:
—¡Las cuatro y media! ¡Qué corto se me ha hecho el tiempo!
—Quédate un poco, mujer, y así nos vamos juntas.
—¡Oh!, me quedaría encantada —asegura Lulú, levantándose ya—. Pero
me está esperando Maruja, ya sabes, la Cerro Gordo, para hacer unas compras
antes de ir a ver pasar la colección y, realmente, no puedo.
—Bueno; no quiero insistirte…
—Lo he pasado estupendamente contigo, Mercedes. En cuanto tenga yo
mi piso, tienes que venir un día, ¿eh?
Las dos mujeres salen del salón comedor y, tras cruzar un pequeño
pasillo, llegan hasta la puerta del piso, donde se detienen un momento.
—Dime: ¿cómo ha tomado Amaro lo de Crosland? —pregunta
inesperadamente Lulú, ya con la enguantada mano en el pestillo de la puerta
—. ¿Está muy decaído?
—Pues mira… En realidad, no sé bien a qué te refieres vacila Mercedes.
—¡Vamos, vamos! —ríe Lulú—. No te hagas la misteriosa, que todo se
sabe, y yo soy casi del oficio.
—¿Te refieres a esa casa norteamericana que…?
—Naturalmente —corta Lulú—. ¿Quieres que te lo cuente?
—¡Hombre, no es que yo no esté enterada! —se pica la vendedora—.
Pero…
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—El pobre Amaro tuvo mala suerte, porque le tocó el cuadro del cardenal
Francisco de Borja, ¿no?
—Sí… creo que sí…
—A veces estos norteamericanos tienen ideas geniales, hay que
reconocerlo —sentencia Lulú, muy interesada—. Porque, vamos, a ninguna
casa europea se le ocurriría esto: venir aquí y encargar a las cuatro mejores
firmas de la alta costura española cuatro modelos inspirados en otros tantos
cuadros estupendos del Museo del Prado, en una especie de examen de su
capacidad creadora.
—Es una idea un poco rara, creo yo.
—Me han dicho que la Crosland va a dar, para presentar los modelos, una
fiesta fabulosa en sus almacenes de la Quinta Avenida, donde va a inaugurar
la copia de una plaza española; por lo visto, va a lanzar a Garnel en
Norteamérica como un acontecimiento sensacional —confía Lulú—. Claro
que hay que reconocer que Garnel tuvo suerte, porque le tocó inspirarse en la
Santa Casilda, de Zurbarán, que, como sabes, es una maravilla de ropajes.
—No me hables de Garnel, ¿quieres? —desprecia Mercedes.
Pues por lo visto les ha hecho también a los norteamericanos un traje de
novia con cuarenta metros de crinolina en tres días —sigue Lulú—. Es muy
listo y muy trabajador.
—Hay opiniones, ¿sabes? —se pica Mercedes.
—Siento el fracaso de Amaro; de veras que lo siento —asegura Lulú—.
Porque es tan bueno que no se lo merece. Si todavía le hubiera tocado el
retrato de la infanta Margarita, de Velázquez, o el de la marquesa de
Villafranca, de Goya… Pero un cardenal… Te digo que cuando se tuercen las
cosas…
—Veremos a ver qué opinan hoy, cuando pase su colección desafía
Mercedes. —Porque hay cosas preciosas.
—Seguro… Amaro tiene un gusto estupendo —concede Lulú—. Bueno,
Mercedes; me voy; porque es tardísimo —advierte, tras otra mirada a su fino
reloj.
Las dos mujeres se besan, con esos necios besos de las despedidas
femeninas, que no besan nada. Después, Lulú sale y Mercedes permanece en
el umbral de la puerta hasta que la otra se pierde haciendo un elegante gesto
de adiós por la escalera.
La obesa vendedora cierra entonces la puerta en un rabioso impulso que
conmueve sus carnes blandas y grasientas. Y, dando una brusca vuelta, se
dirige impaciente hacia el teléfono, porque Cristóbal, su conde pequeñito y
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triste, debe de estar esperando su llamada y hoy va a ser necesario aclarar
muchas cosas.
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3. Chelo
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Chelo lleva ya, pues, varios años en la casa, donde pasó muchos hilos
sentadita en su silla antes de convertirse en una aprendiza adelantada, que ya
sabía hacer bajos y algún galoncito que otro. Pero ahora, después que el
modisto prueba, pasa señales y encara la labor, no hay nadie como ella que
sepa armar la prenda y distribuir este trabajo, que en los talleres de las
grandes casas de modas está organizado como en las fábricas de la más
poderosa industria. Faldas, mangas, chaquetas, guarnecidos, adornos,
fantasías y otras muchas labores se realizan siempre por especialistas, en una
división del trabajo tan monótona que semeja a la labor de los obreros que
durante toda su vida colocan la misma pieza en la máquina que pasa un
momento ante ellos y que no verán salir de la fábrica armoniosamente
concluida.
Chelo baja la escalera que conduce al amplio portal de la casa aun con
más prisa que otros días, pues sale retrasada por los consabidos apuros de
última hora de la colección que va a pasarse esta tarde en los salones de
Amaro López. Y, ya una vez en la acera, duda un momento, mientras se
arropa el cuerpo menudito y lleno, si dirigirse hacia la estación del metro o
acercarse a la próxima parada del autobús, que sería lo más cómodo, pues son
ya las tres de la tarde y no hay apenas gente esperando. Pero estamos a 28,
aún no ha cobrado el mes y no andan las cosas como para permitirse estos
lujos, desagradables circunstancias que la empujan hacia una estación del
metro de la calle de Alcalá, donde Chelo hunde la mancha marrón de su
abrigo, una prenda mal cortada y sin importancia que usa hace ya cuatro
inviernos, porque se la hizo al año siguiente de casarse, por más señas.
Todos tenemos derecho a soñar un poquito alguna vez en la vida, si señor,
y Chelo se casó de blanco y tuvo una buena boda, celebrada a los sones de la
orquesta Remolino con un lunch, según anunciaban las invitaciones impresas
en una hermosa letra inglesa, en el Restaurante Carrasquilla, por Cuatro
Caminos, donde con tan fausto motivo se reunieron casi cien invitados y
donde el propio don Amaro hizo un momento acto de presencia, bailando un
ceremonioso vals con la novia, pues para eso era, quizá, su más eficaz
oficiala. Una no suele casarse nada más que una vez en la vida y la boda se
llevó no sólo los ahorros de Chelo, sino, naturalmente, los de su novio y
también, por si fuera poco, los de la Paquita, esta hermana mayor de la
oficiala que hizo siempre de madre de la chica, pues la guerra dejó a las dos
mujeres huérfanas y abandonadas a la difícil vida madrileña.
Mas por mucho que nos empeñemos en adornar este cochino vivir con tan
naturales ilusiones, los días se encargan de acabar poco a poco con tales
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entusiasmos y ya hace varios años que todo aquello se le aparece a Chelo
como un disparatado y hermoso sueño, que no tiene ya relación alguna con
sus preocupaciones y apuros actuales.
Porque dos niños, una larga y al parecer incurable enfermedad de su
hermana y esta implacable carestía de la vida, han liquidado todas sus
esperanzas de llevar una existencia menos ingrata y un poco más bella.
Su marido es un buen chico, claro está, y hace lo que puede, que es llevar
las cuentas de una imprenta en la calle de la Luna y atender también, en horas
extraordinarias, a la contabilidad de una ferretería que abre su escaparate en
Modesto Lafuente, con lo cual el hombre anda siempre cruzando Madrid con
prisas. Todo para no llegar, ni mucho menos, a reunir las mil pesetas que se
llevan vertiginosamente los primeros días del mes. Después, para los que
quedan, vienen las otras mil de Chelo, y, antes, cuando las cosas no se habían
puesto tan feas, todavía entraban las que ganaba la Paquita como enfermera
en uno de los mejores sanatorios de la capital.
Pero ahora la situación ha dado una vuelta tan desgraciada que en lugar de
ser ella la enfermera es la enferma y, naturalmente, ya no trae dinero a casa,
sino que lo saca y de qué manera, pues la pobre lleva ya tres operaciones por
esa zona confusa de la matriz y Chelo está segura de que nadie sabe bien lo
que tiene, pero que se trata de algo tan grave que va a acabar indudablemente
con ella.
La oficiala, en cambio, sabe muy bien, demasiado bien, lo que han sido
estos últimos años. Los apuros, las angustias y ese maquinar constante para
encontrar las pesetas urgentes, necesarias, a costa de todo, de la humillación
del préstamo, de la vergüenza de la trampa, mientras todos los precios subían
y subían hacia una meta jamás alcanzada. Sus sentimientos, ese cariño tan
grande que ella le tiene a su hermana, ese amor que aún le queda hacia su
marido y todo lo que quiere a sus hijos, han tenido que huir, que esconderse
en un rinconcito de su castigado corazón. Porque todas las actividades de su
ser, todos los pensamientos de su preocupada cabeza, han debido ser dirigidos
hacia la lucha cotidiana y constante por la vida; por la vida de los suyos y de
ella misma, que también se siente ya, a pesar de su olvidada juventud, gastada
y vencida. En un clima así, tan oscuro, los sentimientos se endurecen también
y el amor y hasta el cariño se transforman y no tienen nada que ver con esas
cosas tan bonitas que aparecen en la mayoría de las novelas y en casi todas las
películas. El amor, todo el amor que un afanoso y fracasado corazón pueda
sentir, se hace trabajo, labor constante, acción que devora todas las horas y no
deja un minuto libre para una ilusión mimosa y soñadora.
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Por eso Chelo vive, desde hace ya demasiados meses, precipitándose de
una obligación a otra, de un deber a otro deber, aun cuando el aceptar
resignada y valientemente todos estos deberes y obligaciones signifique el
mejor amor y el más auténtico de los cariños.
Chelo baja con prisa la calle de Toledo, que un viento frío barre
ásperamente. La tarde se está poniendo hosca, desagradable, y, hacia el fondo
de la calle, filas densas nubes bajas que empuja el cierzo del Guadarrama se
aprietan en una masa cenicienta que quizá anuncie una próxima nevada.
Rápidamente, Chelo abandona, la acera y se hunde en un modesto portal, que
abre su boca oscura y mal oliente junto a una bodega, precipitándose hacia el
fondo de un pasillo tristemente iluminado por dos débiles bombillas.
Allí, tras esta puerta que ahora abre, se encuentra su casa, su hogar, todo
lo que es suyo para lo bueno y para lo malo de su aperreada vida.
Es un pequeño interior que amontona unos pesados muebles en sus
estrechas habitaciones. Ante todo, se encuentra ese triste perchero español
que combina maderas oscuras, terciopelos rojos y hierros con nobiliarias
pretensiones; ese lúgubre perchero que clama casi siempre estrecheces y
penas y que, además de soportar sombreros engrasados y abrigos vueltos,
mantiene el pobre orgullo de toda una clase social olvidada y vencida. Más
allá del perchero, en el interior del cuarto y bajo una luz eléctrica que
escatima sus bujías, aparece un comedor agobiado por una desgraciada mesa
y, al fondo, se abren las puertas de dos alcobas: la del matrimonio, que
también ampara el sueño de los hijos, y la de Paquita, la hermana, que exhala
un fuerte olor a enfermedad por su puerta entreabierta.
Chelo tuerce el gesto al cruzar el comedor y ver, sobre la mesa, los restos
de esta maldita comida que también los pobres tienen que echarle todos los
días al estómago. Y entrando en la alcoba de su hermana, pregunta mientras
traspasa el umbral de su puerta:
—¿Qué tal? ¿Cómo te encuentras hoy?
Paquita vuelve un poco la cabeza al escucharla y deja caer sobre Chelo
una de esas miradas demasiado hondas, harto lúcidas, que son el estremecedor
privilegio de algunos enfermos graves.
Porque Paquita sabe no sólo que ella se va a morir, sino que debe morirse
pronto, lo antes posible, para salvar lo que todavía pueda salvarse de esta
desesperada situación familiar. Pero no se muere, no, y, en lugar de quitarse
ya de en medio; produce sin cesar nuevas complicaciones, nuevos dolores,
nuevos gastos. Por eso, con un gesto desesperado, que Chelo no alcanza,
responde sordamente:
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—Igual… Y tú, ¿no has comido todavía?
—No. No me han dejado salir hasta ahora. Ya sabes: las cosas de la
colección.
—Abusan de ti; Chelo… Te lo digo: abusan…
—Es difícil evitar estos apuros, no creas…
—Le he dicho a la Petra que te guarde en el horno el arroz hasta que
vinieras, de manera que llámala, porque estarás deshecha.
Traigo un poco de hambre. Con este frío que se ha echado encima otra
vez…
Se escucha, tras la cerrada puerta de la otra alcoba, la agria voz de un
hombre que riñe a unos niños que lloran y alborotan. Chelo cruza el pequeño
pasillo y la abre con irritación.
—¿Qué pasa aquí? Vamos a ver…
La alcoba está muy oscura y, desde el fondo de esta sombra húmeda y
fermentada que apesta a pis, llega la voz del hombre:
—Nada, hija nada… Que trataba de descansar un poco antes de irme a la
imprenta. Pero estos demonios…
Chelo entra en la alcoba y enciende la luz, pues la que aún le queda a esta
tarde cenicienta y nevosa no llega apenas al fondo del estrecho patio, al que se
abre la ventana de la habitación. Y aparecen la pretenciosa cama matrimonial
y una modesta cuna despintada en la que duerme el niño pequeño, pues el otro
chico pasa sus noches en el lecho de sus padres.
El marido se incorpora sobre las sábanas grises, mal lavadas, de la gran
cama, dejando sobre ellas esa honda huella de los cuerpos cansados.
Es un hombre opaco, que quizá fuera hace años un mozo alegre que
encantara a las chicas de su barrio. Mas ahora está sin afeitar y las monótonas
cuentas de la imprenta y de la ferretería han dejado ya la seca huella del paso
de sus números sobre su rostro mal alimentado y sin juventud.
—No hay quien pueda con ellos, no hay quien pueda gime lastimero,
alzándose desesperado del lecho.
Porque el chico mayor, que aparenta unos cuatro años, se ha metido en la
cuna del pequeño, que debe andar por los dos, y, abusando de su mayor edad,
apisona sin contemplaciones al niño, que grita desaforadamente, enrojeciendo
su rostro rabioso e impotente.
Chelo interviene y su enérgica mano, cayendo sobre la cara del mayor,
domina de momento la situación.
—No le pegues, mujer, no le pegues… —suspira el padre—. Porque el
otro día leí en una revista que, según los psiquiatras, estas cosas traen después
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muchos complejos.
—No voy a dejar que lo ahogue…
—Ven aquí tú, mi vida; pobrecito nene —regala Chelo, cogiendo en
brazos al pequeño y besándolo con mimo.
—Tráelos aquí, si quieres, mientras comes —dice la enferma desde la otra
alcoba—. Que ya es hora de que te ocupes un poco de ti, Chelo.
La madre entra con el niño en los brazos en el cuarto de su hermana.
—¿No te molestará mucho?
—No, no; de veras. Ya te contaré otra vez el cuento de Caperucita roja,
Santi; ya verás —anima débilmente la enferma al niño.
Chelo deja al pequeño sobre la cama de su hermana, que lo acaricia un
momento, con una mano que viene de muy lejos, quizá desde la misma
muerte, mientras el chico mayor, el de los cuatro años, entra cautelosamente
en la alcoba, porque ha oído lo de Caperucita y a él también le gustan los
cuentos.
En tanto, Chelo ha abierto la ventana y se asoma al patio, gritando:
—Señora Petra, señora Petra…
Haga el favor, que ya he llegado.
—Voy, hija, voy… —contesta por los bajos del oscuro tubo la voz de la
portera.
Chelo vuelve a cerrar la ventana, cruzando la alcoba hacia la puerta.
Realmente, la Paquita, su hermana, tiene muy mala cara y no va a soportar
la nueva intervención que aconseja el doctor. Chelo, al contemplarla, se
estremece, porque la quiere, la quiere, y en este momento comprende que
todo lo que ha hecho por defender la vida de este pobre ser enfermo que es su
hermana ha sido inútil y que Paquita se le muere. No hay más que ver
aquellos ojos hundidos y febriles, aquel rostro demacrado y marfileño, esta
carne húmeda y emblandecida de su pobre hermana, para darse cuenta de que
ya no es ella misma, de que su expresión propia ha sido sustituida por una
máscara dramática y anónima, porque está medio devorada por la muerte.
Chelo ahoga un sollozo mientras sale de la habitación. Sólo ella sabe lo
que Paquita se lleva de esta vida.
Los trabajos y los días de esta mujer abnegada que fue para ella más que
una madre. Los dolores de las dos, el terrible vértigo de estos últimos meses,
entre distraídos médicos, crueles quirófanos, dolorosas curas e indiferentes
practicantes, y ese gasto implacable, que devora todos los recursos, todos los
sacrificios, en una lucha impotente que tampoco consigue aliviar el calvario
de esta enferma que ni vive ni muere entre sus terribles angustias y dolores.
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Después, cuando la Petra, la portera, le trae su arroz, ya un poco pasado,
pero aún calentito, con ese amor del pobre, con esa caridad de los que
conocen la miseria y el sufrimiento, Chelo, sentada ante la mesa del comedor,
que muestra todavía los restos de un escaso almuerzo, come lentamente,
mientras su mano, un poco temblorosa, se sirve un vaso del tinto que aún les
fían en la taberna.
A veces, la modista no puede más.
Todos, absolutamente todos los recursos de la familia están ya agotados y
tanto ella como su marido han hecho cuanto podían hacer para salvar la
situación. Pero la Paquita se muere, se está muriendo, no hay más que verla, y
Chelo siente como si la vida acabara de estafarla, de robarla algo muy
hermoso que ya no volverá nunca a ella y que quizá sean todas sus ilusiones
de mujer. Su hermana, enferma; sus hijos, pálidos, mal atendidos; su marido,
cansado y silencioso, y ella, ella misma, acabada, vencida, sin saber ya por
dónde tirar; eso es lo que le queda.
Una oleada de rencor le nace dentro, le sube por el pecho, le nubla casi su
vista, fatigada por la costura. ¡Y pensar que otras sacan tan fácilmente el
dinero! Una buena ropa encima, un elegante balanceo de caderas, un oportuno
agacharse para enseñar bien el escote, una carita mimosa, y ya están picando
los hombres como unos idiotas, soltando los cuartos mientras se les cae la
baba. Estos mismos cuartos que ella tiene que sudar, que su marido tiene que
sudar, que todas las personas honradas tienen que sudar y sudar. Porque, al fin
y al cabo, ella no está mal, y si se le echara un poquito, sólo un poquito de
dinero encima, todavía sería una mujer buscada por las miradas de los
hombres, cosa que, la verdad, siempre gusta. Aun así, sin ropa, sin peluquería,
sin masajes, sin perfumes, sin humor para nada, se le ha insinuado más de
uno, porque siempre hay un roto para un descosido y, especialmente, don
Felicísimo, el tendero de la esquina, anda loco por sus carnes prietas, porque,
a Dios gracias, fuera de la alta costura, también gustan las mujeres llenitas. Y
si ella quisiera…
El marido aparece en el comedor y se sienta frente a Chelo ante la mesa,
mientras la modista come un plátano. Más que sentarse, la verdad, el hombre
se deja caer cansino sobre la silla, con un gesto vencido que saca a la mujer de
quicio.
—Oye… Una cosa —dice, mientras lía un calmoso pitillo.
—Dime, dime —se impacienta Chelo—. Tengo que recoger esto y
largarme otra vez enseguida.
—¿Has cobrado hoy? —sigue el marido, tras un corto silencio.
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—¿Cómo quieres que cobre hoy? Es que no sabes que estamos aún a 28
—se excita la mujer.
—Ya, ya lo sé. Pero, a veces…
—Nunca pagan antes del día 1, Andrés; no vengas con tonterías.
—Está bien, mujer; está bien —se repliega Andrés, levantándose—. Lo
decía porque ha venido el tío de la luz y van a cortarla mañana si no se les
paga. Ya sabes que en la imprenta me han adelantado dos meses y que en la
ferretería…
—Ya lo sé, Andrés; ya lo sé todo, todo, absolutamente todo —grita de
pronto Chelo, rompiendo a llorar y cayendo de bruces sobre la mesa,
conmovida por los sollozos.
Andrés contempla un momento a su mujer, con una luz mortecina en los
ojos. Después, con un triste gesto, sale lentamente del comedor, marcha por el
pasillo, descuelga del perchero su gabardina sucia, su sombrero gris, que tiene
la cinta engrasada por el sudor de su frente, y abandona el piso, porque la
imprenta y la ferretería le esperan y más vale entregarse a los números que al
ambiente de esta casa.
Chelo llora sordamente un instante, hasta que, desde el fondo de su
alcoba, llega la débil voz de la enferma, que deja un momento su Caperucita
roja para preguntar, inquieta:
—¿Ocurre algo, Chelo?
—Nada, Paquita, nada; ¿qué va a ocurrir? —contesta la hermana,
recuperándose con un esfuerzo.
Después se alza de su silla, secándose rápidamente las lágrimas. Y el
espejo del aparador, de aquel aparador que compraron Andrés y ella tan
ilusionados días antes de la boda, le devuelve su imagen, esta cara llenita,
descuidada y aún joven, enrojecida por el llanto.
Chelo se contempla un momento en el estrecho espejo y le parece que,
detrás de ella, acaba de encontrar el fondo injusto, enigmático y solitario de la
vida. Este descubrimiento la produce un vértigo sobresaltado que, al fin,
domina con un gesto animoso.
Resistirá, Resistirá como ha resistido su hermana, como resistieron sus
padres, como resiste su marido, como resistirán probablemente, sus hijos,
como resisten todas las gentes pobres más o menos honradas. Frente a todo
ese mundo rico y caprichoso del dinero fácil, del dinero que se gana en los
bares, en las casas de citas y en algunas turbias oficinas. Chelo resistirá,
porque tras ella, sosteniéndola firmemente, hay un sólido bloque de creencias
religiosas de valores morales; de tradiciones familiares, de resignación y de
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humildad. Apoyada, clavada, crucificada si es preciso a esta firme barrera, la
modista resistirá. Cuidará a su hermana hasta el fin, atenderá a su marido y
educará lo mejor que pueda a sus hijos, entre dolores, disgustos, deudas y
toda clase de humillaciones, con la esperanza de una vida mejor, menos
ingrata, hasta que un día caiga también ella en esta guerra del pobre,
silenciosa y gris, pero más heroica que ninguna.
T ona acaba de exhibir el traje de novia por los tres salones de Amaro
López, entre murmullos de admiración que ahora no cortan las vendedoras,
silenciosas ante el gran modelo final.
El gesto, el paso y la compostura de Tona han sabido adaptarse de tal
manera a su traje, que la joven parece la más emocionada y bella novia que
pueda imaginarse.
Al terminar su desfile y antes de que Tona pase al vestíbulo, como en
otras ocasiones, el modisto se aproxima a ella, coge cariñosamente una de sus
manos y la conduce de nuevo hacia el centro del gran salón, que es el centro
también de la gran perspectiva que forman los hermosos locales de la casa,
mostrando allí la modelo a sus clientes y saludando después con un gesto
teatral. Suena, entonces, un cerrado y largo aplauso en los tres salones, y hasta
en el vestíbulo. Y Tona, después de agradecerlo con una sonrisa que anima
fugazmente su rostro, se retira ya, separándose de don Amaro, que permanece
allí recibiendo las felicitaciones de sus clientes.
La modelo sale, pues, del salón central y, entrando en el vestíbulo, lo
cruza lentamente hacia la puerta del piso. Pepito inicia, entonces, un
movimiento hacia ella; parece que va a acercársele, a detenerla quizá; pero, al
fin, permanece donde se encuentra, próximo al pasillo, en el que se agolpan,
curiosas, Kiki, Sole, Pituca y las mujeres que han salido del cuarto de
modelos a ver pasar el traje de novia.
Tona continúa avanzando lentamente, arrastrando su blanca cola hacia la
puerta del piso, cruzando ya ante la mesita de Adela que, impresionada, se
alza de su silla. La joven está muy hermosa. Todas las emociones del día, de
esta tarde tan larga, tan llena de inesperados sucesos, han ido madurando una
belleza plena de huellas interiores. Alta, esbelta, ondulante y cansada entre
sus puros blancos, Tona parece marchar hacia un imperativo destino; hacia el
amor o hacia la muerte.
Quizá por eso su voz suena quebrada, ronca, demasiado grave, cuando,
deteniéndose ante un hombre, extiende lentamente su brazo derecho y,