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Paseos Por Berlin - Franz Hessel

Este documento presenta un resumen de 3 oraciones o menos del libro "Paseos por Berlín" de Franz Hessel. El libro describe los paseos del autor por las calles de Berlín a finales de los años 1920, observando los detalles de la ciudad como un "flâneur". El documento también analiza la influencia de Hessel en Walter Benjamin y su estilo literario de narrar sus observaciones como un paseante urbano.

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Paseos Por Berlin - Franz Hessel

Este documento presenta un resumen de 3 oraciones o menos del libro "Paseos por Berlín" de Franz Hessel. El libro describe los paseos del autor por las calles de Berlín a finales de los años 1920, observando los detalles de la ciudad como un "flâneur". El documento también analiza la influencia de Hessel en Walter Benjamin y su estilo literario de narrar sus observaciones como un paseante urbano.

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<paseos por berlin>

Es éste, quizá, el libro más importante, lúcido y hermoso que se haya escrito jamás
sobre Berlín. Un libro mítico sobre una ciudad y una época también míticas, los
últimos años veinte. Un texto que, por suerte, se adelantó al ascenso de los nazis
al poder, para hablarnos, así, de una ciudad aún lejos del horror, todavía
floreciendo. Calles ideales para el paseo, para observar los rostros de la gente,
los escaparates, las terrazas de los cafés, los tranvías, las estaciones de tren,
tanto al despertar el día como ya en el crepúsculo, cuando, con la ayuda del vidrio
y la luz artificial, como señala el propio Hessel, «aparece la mezcla feliz».
Avenidas de grandes farolas, anuncios luminosos, automóviles refulgentes.

Como dijera su amigo Walter Benjamin, Hessel es uno de los mayores prototipos de
«flâneur», un perfecto observador —y con una prosa tan bella como versátil— de las
cosas y del tiempo, a quien la metrópoli se le presenta como un paisaje, como una
multitud de lugares vividos donde ha quedado depositada la memoria impersonal y
colectiva de la urbe entera. Para él, pasear no es simplemente percibir la ciudad,
sino rastrearla: detectar huellas, detalles, matices, impresiones fugaces. Según
Hessel y Benjamin, pasear es un arte que requiere reeducar la atención, afinarla:
aprender a desplazarla desde lo obvio y llamativo a lo apenas perceptible.

En «Paseos por Berlín Hessel», tras haber vivido en París, centro de la modernidad,
regresa a la ciudad de su infancia en condiciones de apreciar su reciente y
acelerada modernización. El nuevo «flâneur» no merodea por las afueras en busca de
la naturaleza, ensimismado, sino que está volcado hacia todo lo que le rodea, desde
el centro a la periferia, pero no hacia lo aparente ni tampoco hacia lo monumental.
En el complejo e inabarcable Berlín, Hessel recuperó «el dulce desorden del cuarto
infantil». El orden del desorden, la acumulación, gracias a la sorpresa del
hallazgo inesperado, obró el milagro de convertir cualquier cosa en un pequeño
tesoro, en un regalo.

Franz Hessel

Paseos por Berlín

ePub r1.0

Titivillus 20.12.2017

Título original: Spazieren in Berlin

Franz Hessel, 1929


Traducción: Miguel Salmerón

Retoque de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

Prólogo

El flâneur de Berlín

por JEAN-MICHEL PALMIER

Como Ernst Weiss y tantos otros, Franz Hessel pertenece a un período trágico de la
literatura alemana. Aquel en el que los autores fueron condenados al exilio o al
silencio por el nacionalsocialismo. El redescubrimiento de sus obras se debe al
azar o a la obstinación de otros[1]. Prácticamente desconocido en Francia, el
nombre de Franz Hessel fue durante mucho tiempo olvidado en Alemania o solamente
mencionado por algunos historiadores de la literatura que vivían en el exilio. Hoy
reeditados principalmente por la editorial Suhrkamp, los escritos de Hessel —
novelas y ensayos— han conquistado un nuevo público. El interés que despierta su
obra allende el Rin[2] se comprende por la belleza de su estilo y la originalidad
de su literatura intimista en la que se entreveran estrechamente sus recuerdos de
infancia y el descubrimiento de la gran ciudad moderna, uniendo París y Berlín por
un mismo amor. El interés que ha suscitado entre los críticos, germanistas y
filósofos es asimismo indisociable de la atención merecida por la obra de Walter
Benjamin, de quien fue amigo y sobre el que ejerció, sin duda, una profunda
influencia. Es Hessel al que evoca el autor de Infancia en Berlín en el primer
fragmento consagrado al Tiergarten:

Descubrí más tarde rincones nuevos: he completado mi conocimiento de los otros. Sin
embargo, alguna joven, algún evento o algún libro no pudieron decirme nada nuevo de
él. Por esta razón treinta años más tarde, cuando un geógrafo, un natural de
Berlín, se unió a mí tras una larga ausencia de ambos de la ciudad. Sus pasos
surcaron ese jardín en el que él sembraba el grano del silencio[3].

Hessel fue el primero que vio en la gran ciudad un enigma, un universo de signos
por descifrar. Antes que Benjamin o Sigfried Kracauer, él supo hacer de los
devaneos filosóficos del flâneur un verdadero género literario. Sus más bellos
textos se hallan ligados a su frecuente pasear por las calles, a la capacidad de
leer los letreros y los carteles como las páginas de un libro, a entrever, en los
detalles arquitectónicos de los monumentos, rostros e intenciones de los
transeúntes así como símbolos y alegorías, aunque, al contrario de Benjamin, se
atiene más a la realidad que al poder de evocación de aquéllos.

Como Aragon en Le paysan de Paris y su fantástica evocación del pasaje de la ópera,


él sabe mejor que cualquier otro buscar «la luz moderna de lo insólito». Y los
materiales que recoge son también «imágenes dialécticas» en el sentido que Benjamin
da a este término en su ensayo sobre Baudelaire.
No encontrar el camino en una ciudad no significa gran cosa. Pero perderse en una
ciudad como se pierde uno en un bosque requiere una minuciosa preparación. En este
caso es necesario que los nombres de las calles hablen al que se pierde con la
lengua de las ramas secas que crujen, y las pequeñas calles en el corazón de la
ciudad deben reflejar las horas del día tan claramente como el valle de una
montaña. Este arte lo he aprendido tardíamente: él ha hecho realidad el sueño cuyos
primeros indicios fueron laberintos sobre los papeles de mis cuadernos[4].

Estas palabras de Benjamin podrían manifestarse en todos los escritos de Hessel. Se


halla aquí el ejemplo de la interacción que se ejercía entre los dos escritores,
como también lo muestra el bello texto que escribió sobre «El difícil arte del
paseo».

La admiración que sentía Benjamin por la obra y la persona de Franz Hessel queda de
nuevo atestiguada en el ensayo que escribió con motivo de la aparición de Paseos
por Berlín (1929), titulado «El retomo del flâneur», ensayo que él mismo califica
de fragmento extraído del conjunto de los Pasajes de París, el gran estudio que
proyectaba escribir sobre el París del segundo Imperio a partir del tema de los
pasajes cubiertos que debía introducir una arqueología de la modernidad.

Toda la obra de Franz Hessel presenta una gran unidad donde se encuentra siempre el
mismo sentido del lenguaje, la misma belleza, la misma sensibilidad tras la que se
esconde la peculiaridad de su personaje.

Tan familiarizado con el París de antes de la Guerra de 1914, y luego con el de los
años veinte, como con Berlín, Hessel es más que un poeta de la gran ciudad. Lo que
él selecciona es un extraño espejo en el que se invita a cada cual a descubrirse.
Hay en él algo del Paris vécu de Léon Daudet, pero se piensa sobre todo en Piéton
de Paris de Léon-Paul Fargue y en los surrealistas de los que acaso fue, en
Alemania, su primer portavoz, por más que en su escritura no haya huella de éstos.

La mayoría de sus escritos tienen un carácter autobiográfico. Así «Torso», relato


que data de 1922, evoca un reencuentro con la bohemia parisina de antes de 1914:
los pintores que se reúnen en el Dome y en el Bateau-Lavoir en torno a Rudolf Levy,
Alfred Flechtheim, André Salmon y Paul Fort, pero también a Picasso, Braque y Jules
Pascin. Romance parisino (1920) su primera obra, aparecida en Rowohlt, está escrita
en forma de cuatro cartas a un amigo y hace revivir la misma atmósfera del París de
antes de la Primera Guerra Mundial. Asimismo opone, al absurdo y la crueldad de la
guerra, los recuerdos y sueños de un mundo que creía preservado de todo peligro.
¿Cómo no admirar su sensibilidad paseante para los detalles y las atmósferas? La
proximidad a Proust se manifiesta en textos como Introducción al periodismo en la
que Hessel evoca un mundo desaparecido sus recuerdos de Montparnasse, los hombres
que conoció, la mezcla de melancolía, de tristeza, de inquietante extrañeza que
siente hacia la ciudad y sus metamorfosis. Exhortación al placer eleva este sentido
del paseo y del ensueño a la categoría de verdadera filosofía del espacio y el
tiempo. Ésta claramente evoca la relación de los surrealistas con la ciudad, los
paseos que compartió con Benjamin en París y Berlín, el método de «montaje» —en el
sentido en el que Bloch lo menciona en Herencia de nuestro tiempo— que Benjamin
emplea en Calle de dirección única.

Berlín secreto prolonga esta relación de lo biográfico y el ensueño con la gran


ciudad. Aquí aparece Hessel bajo el nombre de Clemens Kestner, profesor de
filosofía que vive como inquilino en su propio piso, y hallamos largos episodios de
su vida apenas reelaborados. Cierto arraigo a su infancia —que le une tanto a
Proust como a Benjamin— está presente en las fases más decisivas de su vida, como
tan bien revela esta bella frase en La puerta falsa de Bagdad: «esto es lo que me
parece que explica toda mi existencia: que siendo niño, me quedara dormido a las
puertas del mundo».
¿Acaso no resume esto la belleza melancólica y soñadora presente como aureola en
toda su prosa?

Paseando por Berlín lleva al corazón de la sensibilidad de Hessel. El mundo que


evoca no queda como en Infancia en Berlín de Benjamin limitado a un gueto[5] —el
oeste berlinés, el barrio del Tiergarten— y a una época, el final del siglo XIX. No
tiene el componente apocalíptico de las evocaciones expresionistas de la gran
ciudad ni la dimensión de violencia y de escarnio del Berlín de Alfred Döblin.
Hessel evoca toda la ciudad con sus barrios burgueses y sus barrios proletarios, su
lujo y su miseria, su belleza y su fealdad. Como si fuera un cuerpo vivo lo trata
con tanto amor como respeto.

El flâneur no se pierde como en un laberinto, sino que adquiere el sentimiento de


hacerse un solo ser con la ciudad. Al igual que aquel pintor chino que, según una
leyenda budista, a fuerza de contemplar el paisaje que acababa de pintar, termina
por perderse en él. Se diferencia del hombre apremiado pues carece de objetivo.
Inquieta por su ociosidad. Todo el arte de Hessel —como el de Benjamin— obedece a
esta capacidad de hacer instantáneas de las cosas. De las calles se queda tan
pronto con los rostros de los transeúntes como con un organista berebere, como con
el siniestro aspecto de un traspatio. Mientras que Benjamin transforma cada detalle
de arquitectura —como las loggias evocadas en Infancia en Berlín— en alegorías,
Hessel se ciñe mucho más a las atmósferas, a la realidad material de la ciudad:
visiones de los talleres, de los obreros, del pueblo de Berlín en su diversidad.
Lejos de soñar solo ante los monumentos, tiene empeño en hallar a aquellos que
atestiguan acerca del pasado el presente, así como el futuro de la ciudad. Escucha
su aliento, respira el perfume de las calles, oye latir su pulso. Describe las
lentas metamorfosis de la ciudad: construcciones alrededor de Potsdamerplatz la
desaparición de Scheunen, el viejo barrio judío de Berlín con tanta poesía como
melancolía.

En esta atención apasionada a los detalles reside el arte del flâneur. Benjamin lo
expuso admirablemente en el ensayo consagrado al libro de Hessel y publicado en la
Literarische Welt en 1929, «El retomo del flâneur», tema al que da más amplio
desarrollo en su ensayo sobre Baudelaire[6] y sobre todo en los materiales
destinados a su estudio inacabado sobre los pasajes parisinos[7]. El flâneur
conserva en su relación con la gran ciudad algo de la que establece el niño con los
panoramas en los que desfilan imágenes, como el que evoca en Infancia en Berlín. Su
aparición en la literatura es inseparable de las «fisiologías» del siglo XIX, como
la Physiologie du mariage de Balzac, en la que se evoca el arte de pasear. El
descuido que estos autores muestran en sus descripciones obedece al estilo del
flâneur cuyo origen, señala correctamente Benjamin, se remonta al París de Napoleón
III, a la construcción de aceras por el prefecto Haussman, pues modifican
radicalmente la relación con el espacio urbano, y, más tarde con el trazado de los
pasajes parisinos, «nuevo invento del lujo industrial». Más difícil resulta
describir su aparición en la literatura alemana. Y si Hessel fue el primero que
hizo de la condición de flâneur un modo nuevo de apropiación y descubrimiento de la
gran ciudad, no se puede separar su extraña experiencia de los seres y de las
cosas, de su arraigo a la infancia, de un permanente sentimiento de espera y
admiración. En tanto que Benjamin estaba marcado profundamente por el surrealismo,
aun cuando propusiera una superación crítica de éste en los Pasajes parisinos,
Hessel, que comparte con buen número de autores surrealistas el entusiasmo por la
gran ciudad moderna, permanecerá apegado a un estilo que une estrechamente una
visión intimista y naturalista. Esto es lo que da a Paseos por Berlín su belleza
singular, mientras que con la distancia, las destrucciones de la guerra, la
obsesión de las ruinas, se nos presenta, junto al Berlin Alexanderplatz de Döblin,
como el retrato más emotivo de aquel Berlín de los años veinte y treinta que ya
sólo vive a través de la literatura, las viejas fotografías y los recuerdos de
quienes lo conocieron.
Aun tardío, el descubrimiento de la obra de Hessel en Francia se explica por más de
una razón, pero una, por sí sola, puede despertar la curiosidad del público
francés. En 1920 Hessel había invitado a pasar una temporada con él al escritor
Henri-Pierre Roché, al que había conocido en 1906 en París. Surge un violento amor
entre su mujer Helen y H. P. Roché. Helen, después de una tentativa de divorcio,
vuelve luego con Hessel. Este episodio no merecería la pena mencionarlo si no
hubiera inspirado a H. P. Roché, a la edad de setenta y cuatro años, una
sorprendente novela, publicada por ediciones Gallimard en 1953, Jules et Jim, que
fue llevada a la pantalla grande por François Truffaut. Aunque se trata de una obra
de ficción se encuentran, apenas reelaborados, largos episodios de las relaciones
de triángulo, de esta amistad[8] tan extraña y tan profunda que unía contra viento
y marea a estos dos hombres. ¿Cómo no reconocer, bajo los rasgos de Jules, al autor
de Paseos por Berlín cuando, desde las primeras líneas de la novela, H. P. Roché
recuerda su encuentro?:

Era el año 1907. El pequeño y orondo Jules, un extranjero en París, le había pedido
al alto y delgado Jim, que apenas le conocía, que le hiciera entrar al baile de
Quat-z’Arts, y Jim le había conseguido una entrada y se lo llevó con él al sastre.
Fue, mientras Jules rebuscaba lentamente entre las telas y elegía un sencillo traje
de esclavo, cuando surgió la amistad de Jim por Jules. Creció durante el baile, en
el que Jules estuvo tranquilo, con los ojos como bolas, llenos de humor y
ternura[9].

La vida de Franz Hessel es la imagen de su tiempo: un torbellino patético[10] en el


que se unen estrechamente las imágenes del París de antes de la guerra y del Berlín
de los años veinte. Nació el 21 de noviembre de 1880 en el seno de la gran
burguesía judía en Stettin, Pomerania, y allí pasa sus ocho primeros años. Su
padre, Heinrich Hessel, comerciante de cereales había reunido una fortuna
relativamente importante. Las experiencias de esta infancia se encuentran en su
obra Der Kramladen des Glücks (El tenderete de la felicidad) y la figura de su
héroe no hubiera tenido lugar sin la del propio Franz. La familia fija su
residencia en Berlín a partir de 1889 en la Genthiner Strasse, y luego en el
Kurfürstendamm. La madre de Franz, de soltera Fanny Kaatz, era original de Poznan
(Posen). Franz Hessel tenía dos hermanos y una hermana. El mayor de los chicos,
Alfred, se hizo profesor ayudante de la Universidad de Estrasburgo y más tarde
llegó a ser profesor titular y bibliotecario de la Universidad de Gotinga. Murió al
comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Anna, la que nació primero, murió joven, al
nacer su segundo hijo. En cuanto a Hanns, el menor, se hizo banquero y sobrevivió a
la guerra gracias a su mujer que no era judía y pudo evitarle, si no el
internamiento, sí al menos la deportación[11].

Igual que para Benjamin, a los ojos de Hessel la infancia será para siempre un
paraíso de seguridad burguesa que recordará con melancolía. En ella arraigan el
gusto por el ensueño, cierta distancia con relación al compromiso que habitualmente
se exige del adulto, un sentimiento de libertad infinita y esa mezcla de inocencia,
de ingenuidad tan a menudo recordada por quienes frecuentaron a Hessel. También
desde la infancia, como Ernst Toller, descubrirá el antisemitismo, cuando ciertos
niños lo llamaban con una «palabra fea»: «¡judío…!».

El sentimiento de pertenencia al judaísmo no parece desempeñar un gran papel en


esta familia profundamente asimilada a la cultura alemana. Salvo quizá cierta
atmósfera y el recuerdo del piso de la abuela que traen a la mente de forma
inevitable algunos fragmentos de Infancia en Berlín de Benjamin[12].

Después de sus estudios de enseñanza secundaria en el Instituto de Bachillerato


Joachimstaler, a los que da fin en 1889, Franz se matricula en la Universidad de
Friburgo, donde, curiosamente, decide estudiar derecho. A partir de esta época,
escribe poemas, publicados más tarde en Munich en donde se instala el invierno de
1900-1901 y abandona pronto los estudios de derecho, que no le interesaban en
absoluto, por los de arqueología[13] y filosofía. Se mezcla con la bohemia de
Schwabing, el barrio de artistas de Munich, y entra en contacto con el Círculo de
Stefan George. De éste adopta su pasión por la forma poética perfecta, recita sus
propios poemas con la particular dicción que exige el maestro (insistiendo sobre
las sílabas y no sobre el sentido). Se liga muy pronto con escritores y pintores
próximos a Stefan George, Karl Wolfskehl y la célebre Franziska zu Reventlow.
Mencionará a ésta en un artículo publicado en 1926 en Literarische Welt, «Die
Gräfin» (La condesa), con ocasión de la edición póstuma de sus obras completas. Por
tanto muchas personalidades a las que conocerá alrededor de Stefan George[14]
marcarán también a Walter Benjamin cuando éste estudie en Munich durante la Guerra
del 14. Sin embargo, Hessel nunca se relacionará muy estrechamente con otros
miembros de este Círculo aparte de con Karl Wolfskehl[15] a quien hará leer sus
primeros poemas. Hessel participa en todas las actividades de la bohemia de
Schwabing, en sus carnavales, en sus bailes de máscaras tal y como se narra en las
novelas de la Condesa zu Rewentlow[16]. Él se cuenta entre sus admiradores y la
extraña relación que mantuvo con ella prefigura la forma de las que luego mantendrá
con la mayoría de sus mujeres: se convierte en un confidente, las ama y admira a
distancia, prefiriendo el papel de amigo al de amante, el del que consuela al del
que conquista[17]. Aceptará vivir junto a la Condesa, su amante y muchos amigos,
contribuyendo generosamente a la financiación de la comunidad que representaba el
estado mayor de la bohemia muniquesa[18].

Pronto, salieron para Italia hacia Forte dei Marmi. Hessel reconoció primeramente
el lugar en bicicleta. Volvieron a mediados de octubre de 1904 a Munich. Pero él
dejó la comunidad, pasó una temporada en casa de su madre en Berlín y vino a París.

La capital le seduce de inmediato y no podía alejarse de ella. Se aloja entonces en


Montmartre en un hotel situado frente al Bateau-Lavoir. Allí conoce a Oscar A. H.
Schmitz, cercano al Círculo de Schwabing y pronto ambos se instalarán en l’Isle-
Adam. Hessel trabaja en una colección de noticias sobre Schwabing. Conocerá
entonces a Henri-Pierre Roché[19] con quien le ligará una profunda amistad. Hessel
vive más tarde en Montparnasse. Se visitan a diario y, apasionados del arte y la
literatura, se inician mutuamente en sus culturas respectivas[20]. Hessel le habla
de las mujeres que conoció en Munich, le muestra sus fotos. Los extractos del
diario inédito de H. P. Roché, que cita Karin Grund, permiten entrever la génesis
de Jules et Jim. Roché queda sorprendido por la extraña relación que Hessel
mantiene con las mujeres tan distinta de su propio donjuanismo. Roché está ávido de
conquistas, Hessel traba con las mujeres relaciones de confianza y confidencia. Por
ello no existe entre ellos rivalidad alguna. Al donjuanismo de Roché se opone la
gentileza, la poesía de Hessel, y, ambos, a su modo, aman a Marie Laurencin.

Juntos atraviesan Francia y Alemania. En Munich, donde pasarán una temporada en


abril de 1907, Hessel presenta a Roché a su amiga de Schwabing, Luise Bücking[21],
así como a la Condesa zu Reventlow[22]. Pasarán el verano de 1907 en casa de Luise,
en Marburgo, y el invierno en Berlín, en casa de la madre de Hessel, antes de
volver a París al inicio de 1908, con Luise Bücking. Emprenderán aún muchos otros
viajes, principalmente a Italia (1909) y Grecia (1911).

Hessel se relacionó con muchos escritores y artistas alemanes que frecuentaban el


Dome[23]. Por medio de Roché conoció a unos cuantos poetas franceses[24], entre
éstos Paul Fort y André Salmón[25]. En la Closerie des Lilas conoce a J. Moréas,
Jules Romains y André Gide. La atmósfera de la época está dominada por las
discusiones acerca del arte moderno que mantienen en vilo durante noches enteras a
pintores y poetas de Montmartre o de Montparnasse. André Salmon vive en el Bateau-
Lavoir. Frecuenta a Picasso (que vivía en Montmartre), Guillaume Apollinaire, Max
Jacob. Sin duda alguna Hessel estuvo entre los primeros que descubrieron el genio
de Picasso. En el otoño de 1912 conoce a dos jóvenes pintoras berlinesas Augusta
von Zitzewitz y Helen Grund, discípulas de Käthe Kollwitz. Él se promete casi
inmediatamente con Helen Grund[26] —la protege del donjuanismo de Jim con estas
simples palabras «No, ésa no»— y decide casarse con ella. Abandonaron París en la
primavera de 1913 para volver a Alemania y se afincaron en Blankensee, no lejos de
Berlín.

En julio de 1914, Helen y Franz volvieron a Berlín. Vivieron en un piso próximo al


Tiergarten, luego viajaron a Suiza. La vida de la pareja parece ya entrar en crisis
y son las confidencias de Kathe a Jim las que propician adivinar las tensiones ya
entonces existentes. Helen tiene un niño, Ulrich, que, con dificultades, viene al
mundo en Suiza[27]. Franz, sin duda perdido como siempre en la contemplación,
extraño a lo cotidiano, le da cuenta en una carta a Thankmar von Münchhausen de la
crisis de sus estados de ánimo[28].

Cuando la guerra se declara, decide volver a Alemania. Su mujer se queda en


Ginebra. Como lo ha descrito admirablemente Stefan Zweig en sus memorias El mundo
de ayer, todo un universo se derrumba. El trauma es tanto más difícil de soportar
para Hessel, en cuanto que París se había convertido en su segunda patria. Su
sensibilidad era inseparable de la cultura francesa, de las discusiones de
Montmartre y Montparnasse. Su admiración por esta época, en que los intelectuales
de todas las nacionalidades se sentían unidos por pasiones comunes, culminará en un
hermoso relato Pariser Romanze (Romance parisiense)[29] y con lágrimas en los ojos
verá a varios de sus antiguos amigos parisinos como Paul Fort escribir desde aquel
momento poemas y cantos de odio «contra los boches» (alemanes en sentido
peyorativo). Las actitudes de Émile Verhaeren y de Ernst Lisauer son las
características de uno y otro bando.

Se lo destinó al Landsturm en Estrasburgo donde cavará trincheras. Rechazando el


entusiasmo guerrero al que cedieron de modo pasajero o duradero sus amigos alemanes
o franceses, pronto caerá enfermo. Es destinado a la censura de correspondencias
franco-alemana. En noviembre de 1914, fue a Berlín de permiso y se reúne con su
mujer. Las relaciones con sus amigos parisienses, incluido H. P Roché, quedaron
interrumpidas. Al comienzo de 1915 es enviado al este, no lejos de la frontera
polaca, en un cuartel a orillas del Vístula y trabajará de vigilante en un
hospital, luego de cartero militar. Cada vez sufrirá más por esta vida monótona y
embrutecedora. Helen le visitará y sus relaciones parecerán mejorar. Pero tras su
marcha, padecerá aún más la soledad, su nostalgia de los amigos parisienses. En
este dolor nació Pariser Romanze. En cuatro cartas dirigidas a un amigo, hará
revivir sus recuerdos de la bohemia de Montparnasse y del París de antes de la
guerra. Grito de rebelión contra el absurdo de la guerra, contra su inhumanidad. En
estas cartas hay tanto poemas llenos de ternura como el abierto rechazo de
fronteras llenas de alambre de espino.

¿Cómo puedo vivir y asistir a la sangrante agonía de mis semejantes por ídolos que
ya no tienen nombres de dioses, sino a los que sólo cabe designar con palabras
científicas de sonido extraño? Estas muertes son un pecado y toda esta sangre
derramada una escandalosa injusticia […]. Ahora que los logros y las empresas de
las naciones juegan juntas a la Guerra Mundial, hacemos girar manivelas, accionamos
sistemas de ventilación, apretamos botones y escupimos la muerte por mil cañones y
circunvoluciones. Y cada cañonazo da en realidad a quien lo ha tirado[30].

A finales de mayo de 1915, Hessel vuelve a Berlín. Quebrantado por la guerra, se


encierra en su soledad. Su relación con Helen se deteriora[31], aunque nazca un
segundo hijo, Stéphane, en otoño de 1917[32]. En 1918 logra un empleo en los
archivos de prensa de Berlín. Libre momentáneamente de sus obligaciones trabaja en
la redacción de Pariser Romanze.

Acogerá sin ilusiones la proclamación de la República de Weimar. El mundo que amaba


ha desaparecido. Se refugia en sus recuerdos con cierta actitud contemplativa que
ya no abandonará, esforzándose en limitar sus relaciones con la realidad. Los que
le conocieron en esa época evocan con sorpresa a este extraño Buda sonriente. Hace
gestiones para encontrar un puesto de lector en una casa editorial pues sus
ingresos habían disminuido considerablemente. Helen, como cuenta Jules et Jim,
había abandonado mientras tanto a su marido y a sus dos hijos para trabajar como
temporera en casa de unos terratenientes de Poznan[33] Hessel, por su parte, vive
en Hohenschäftlarn, pequeño pueblo del valle del Isar, no lejos de Munich, con sus
hijos. Aprendiendo griego y latín se prepara para retraducir La litada y se
apasiona por Hölderlin. Se afianzará así ese estilo de vida monacal[34] que chocará
a cuantos le conozcan. A principios de 1920, Helen vuelve. Su vida había perdido
toda la intimidad, como menciona H. P. Roché en Jules et Jim. Sin embargo, él se
siente feliz. Pariser Romanze encontró por fin un editor: Ernst Rowohlt. La crítica
acogerá calurosamente el libro y en agosto Henri-Pierre Roché lo visitará; después
de siete años de distanciamiento, su amistad era aún igual de intensa. Sus jornadas
transcurren discutiendo, trabajando o tomando baños de sol desnudos en el jardín.
Roché consignó también en su diario el dramático episodio de su relación con Helen
y la tentativa de matrimonio; la propia Helen tenía un diario que le dio a Roché.
Así nació la idea de escribir, a partir de este doble diario, una novela que
contaría su relación de triángulo[35]. Hessel vuelve luego a Berlín en unión de
Helen, en tanto que Roché retoma a París. Tras la tempestad, Helen y Franz retoman
la vida en común en otoño de 1921.

La inflación había hecho desaparecer la herencia paterna. La vida de bohemio a la


que Franz tenía tanto apego ya no era posible y se vio forzado a pensar en sacar
provecho de sus dotes literarias. El editor Rowohlt lo contrató como lector. Hessel
lo persuadió para que publicase toda La Comédie Humaine de Balzac pese a la
situación monetaria y al exorbitado aumento de los costes de impresión. Esta
edición —en cuarenta y cuatro volúmenes— será, sin embargo, un éxito. Aunque la
traducción fuera realizada por varias personas[36], Hessel atendió la tarea de
redactor y tradujo algunos volúmenes. La amistad entre el editor y su lector no
cesó a través de los años, pese a todo lo que les oponía[37]. Baste imaginar al
enorme Rowohlt, gran amante del buen comer y de los puros, abrazando a un Hessel,
más bien bajito, orondo, extraordinariamente dulce, elevándolo a su altura para
besar su famosa calva, como cuenta Ernst von Salomon. Admirable traductor, Hessel
era también un escritor de una sutileza poco común y un notable conocedor de la
lengua francesa. Junto a Ignaz Jezower, tradujo las Memorias de Casanova[38] y
además a Stendhal, Baudelaire, Proust, Yvette Guilbert, Marcel Arland, Julien
Green, Jules Romains e incluso a Albert Cohen, autor con quien cabe descubrirle
ciertas afinidades. Este intenso trabajo en ediciones Rowohlt en nada disminuyó su
producción literaria. En 1922 aparece Von der Irrtümern der Liebenden (De los
errores de los amantes). Sieben Dialoge (Siete diálogos) se publicará al año
siguiente y, en 1925, el poema dramático Die Witwe von Ephesos (La viuda de Éfeso),
Teigwaren leichtgefärbt (Masa de pan ligeramente coloreada) apareció en 1926, la
novela Heimliches Berlin (Berlín secreto) en 1927 y Nachfeier (Después de la
fiesta) y Spazieren in Berlin (Paseos por Berlín) en 1929. Publicó en 1931 un texto
sobre Marlene Dietrich y en 1933 la recopilación de ensayos Ermunterung zum Genuss
(Exhortación al placer). Si a estos volúmenes añadimos las recensiones, los ensayos
y los pequeños textos en prosa que publica en Das Tagebuch y Die literarische Welt
no cabe sino subrayar la extrema productividad de estos años.

Cuando la célebre Tagebuch, editada por Stefan Grossmann y Leopold Schwarzchbild,


dejó de ser publicada por Ernst Rowohlt, éste aceptó hacer realidad un proyecto muy
del gusto de Hessel, la creación de una revista, Vers und Prosa[39], inspirada en
la de Paul Fort. Hessel, que codirigía el Tagebuch, se ocuparía de la redacción
literaria[40] y redactó el programa. Ésta debía consagrarse enteramente a la
creación (literatura, poesía, teatro) abriéndose tanto a autores famosos como a
desconocidos. Así publicarán en ella R. M. Rilke, Hermann Hesse e Ina Seidel. Esta
revista —que prefigura la que quiso crear Walter Benjamin, Angelus Novus— sólo se
publicó durante un año (de enero a diciembre de 1924). Deseoso de desarrollar la
crítica literaria, Ernst Rowohlt pensó de inmediato en crear un equivalente alemán
de Nouvelles Litteraires[41]. Entre sus colaboradores contaba con críticos muy
notables: Franz Hessel y también Sigismund von Radecki, Walter Kiaulehn, Alfred
Polgar e incluso Walter Benjamin. Así nació en 1924-1925 el semanario Die
literarische Welt, dirigido por Willy Haas[42].

A pesar del trabajo de Franz, la familia vive con escasez. Como muchos berlineses,
están obligados a poner en alquiler algunos cuartos de su piso, tema recordado por
Hessel en Paseos por Berlín y Berlín secreto al cual Chistopher Iserwood dedica
algunas de sus más bellas páginas de su Goodbye to Berlin. Helen Hessel contribuye
generosamente a los ingresos de la familia. Franz, tal y como lo describe Charlotte
Wolff en sus memorias, donde también se encuentra uno de los notables retratos de
Walter Benjamin, se refugia en una especie de exilio interior y vive como un
inquilino en su propio piso.

La criada me hizo entrar a una minúscula habitación donde, en una silla de madera,
él estaba sentado detrás de una gran mesa. Allí había una cama cerca de la ventana
y otra silla de madera junto a la puerta. Me senté allí y contemplé su rostro de
Buda con sus ojos muy abiertos, y su sonrisa benévola y divertida. Su
comportamiento estaba marcado por la timidez y la gentileza, no tenía nada
germánico y supe de inmediato que había nacido para escuchar y para consolar[43].

Esta situación, recordada por H. P. Roché, es muy cercana a la que describe


Charlotte Wolff. Ella afirma que incluso le había pedido a su mujer vivir en el
cuarto de servicio, el que él prefería. Helen Hessel subrayaba así su amor por la
pobreza, su incapacidad para soportar el lujo[44]. Y es verdad que, toda su vida,
Franz Hessel fue de una extraña generosidad. Todos los que le conocieron señalan la
impresión de la gentileza extrema, de la bondad que emanaba de su persona, hasta
tal punto que Alfred Polgar afirma que, si Hessel hubiera sido su enemigo, lo
habría amado pues no se podía imaginar que un hombre así pudiera tener un solo
enemigo. Esta bondad irradiante, este sentido de la ironía, esta ternura, se
encuentran en cada línea del retrato de Jules hecho por Henri-Pierre Roché: Franz —
como Jules— parece vivir perpetuamente un sueño y soñar su vida. Su mujer, Helen,
será siempre aquella cuyos labios llevan la huella de esa sonrisa griega arcaica
que se contempla en una estatua. Toda su vida se rodeará de seres extraños, famosos
o insignificantes, que tenían en común haberle impresionado o haberle hecho
soñar[45].

Sin duda fue Charlotte Wolff quien presentó a Benjamin y Hessel y su traducción
común de Baudelaire apareció en Vers und Prosa. Hessel persuadió a Rowohlt para que
publicara el trabajo de habilitación de Benjamin sobre el drama barroco alemán.
Benjamin puso también en contacto a Hessel con Ernst Bloch, Ernst Schoen y
Siegfried Kracauer. Como todos los que se acercaban a Hessel, Benjamin
experimentaba para con él una mezcla de admiración y de fascinación[46].

El año 1926 quedó marcado por la colaboración entre Hessel y Benjamin en la


traducción de Proust[47]. Deciden trabajar sobre ella en París, adonde Hessel llega
en abril. La correspondencia de Benjamin permite imaginar un poco su vida.
Rechazando la oferta de alojamiento de los Hessel[48] prefiere «una minúscula
habitación, coqueta aunque fría, y bien arreglada para saborear por fin el placer
de vivir en un hotel»[49]. En París encuentra a Münchhausen y a Ernst Bloch. A
pesar de los ataques de depresión de Benjamin, A l’ombre des jeunes filies en
fleurs aparece a finales de 1927.

Las reacciones de la crítica fueron muy positivas. La traducción alemana restituía


admirablemente la belleza y complejidad de las frases proustianas. Es difícil saber
quien tradujo realmente el libro. Helen Hessel habla de la tristeza que sintió
Hessel al verse citado detrás de Benjamin como traductor cuando él había realizado
lo esencial del trabajo. La correspondencia de Benjamin muestra que esta traducción
era bastante secundaria para él, que temía la influencia de Proust al que se sentía
bastante próximo.

Si tenemos en cuenta sus viajes y sus estados depresivos, es verosímil que fuera
Hessel quien se consagrara a ella con infinitamente más ardor[50]. Continúa con la
traducción de La Côte de Guermantes y piensa reanudar los lazos con sus antiguos
amigos parisienses, no sin sentir cierta decepción[51]. En 1927, conoce junto con
Benjamin a Gershom Scholem, que experimenta por él una simpatía inmediata:

Una tarde que pasé tras la marcha de mi mujer, en el Café del Dôme en compañía de
Benjamin y de Franz Hessel se me iba a quedar grabada de modo inolvidable. Hessel
se distinguía por cierta serenidad de hombre de mundo. El contraste entre sus
fisonomías respectivas era muy señalado y aun subrayado debido a que Benjamin
estaba dotado de una espesa cabellera mientras que Hessel era totalmente calvo. Fue
al observar que Hessel, igual que Benjamin, manifestaba vivísimo interés cuando
evocaba dos figuras de la literatura judía, Cardoso y Berditchevski, cuando
comprendí que él también era judío, algo que en absoluto se me había pasado por la
cabeza[52].

Los que conoció antaño han cambiado. No puede reencontrar el París de antes de
1914, pero sigue amando a la ciudad de la misma manera. Elevando el vagar a la
categoría de arte, escribe su novela autobiográfica Heimliches Berlin que aparece
en Rowohlt en 1927. La capital francesa ocupa, por lo demás, un lugar importante en
los numerosos textos que redacta para la prensa alemana.

En 1928, Hessel vuelve a Alemania y a su trabajo de lector en Rowohlt. Su mujer se


queda en París con sus hijos y reanuda su relación con H. P. Roché[53]. Ésta se
saldará más tarde con un nuevo fracaso. Franz acepta la situación al igual que
Roché respecto a su afecto con Helen. Exige que sus hijos no se enteren de nada.
Roché quedará como «amigo de la familia». Amando ser amada, Helen emprende otras
relaciones. Jim no era Jules, y Roché soportó muy mal no ser el único en su vida.
Las peleas se multiplicaron. Ya en Berlín, Roché no dudaba tirar por la ventana, en
plena noche, un ramo de flores regalado por otro[54].

Por más que sea difícil comprenderlo, la relación de Franz y Helen resistirá a
estos huracanes. Sin embargo ella afirmará más tarde:

Cuando hoy recuerdo mi matrimonio con este hombre extraño, tengo la impresión —pese
a los certificados de estado civil— de no haber estado jamás casada con él.
Nuestros vínculos eran de otra naturaleza: libremente consentidos y, sin embargo,
forzosos[55].

Hasta 1938, Hessel vivió en Berlín, no podía creer en una victoria duradera del
nacionalsocialismo. Continúa con sus traducciones, en particular la de Hommes de
bonne volonté de Jules Romains. Su situación, pasado 1933, no dejará de agravarse,
los nazis prohíben a los editores emplear a colaboradores judíos[56]. Después de
1933, fue víctima de la prohibición de escribir, aunque secretamente Rowohlt le
encarga todavía traducciones.

En su autobiografía, Le Questionnaire, Ernst von Salomon, escritor de extrema


derecha que participa en el asesinato del ministro Walter Rathenau, ha descrito
este episodio, particularmente dramático de la vida de Hessel y las astucias
desplegadas por Rowohlt para proteger a sus lectores judíos. Paul Mayer emigró
cuando la situación se hizo insostenible, en julio de 1935. Hessel no podía
decidirse. Como lo escribe Ernst von Salomon:
Él vivía gracias a París y a Berlín como se vive gracias a unos pulmones; era allí
donde él se sentía en casa. Este hombre, ya mayor, seguía teniendo una
inquebrantable modestia, fiel a su mundo, que era el de la sedosa bruma del Sena y
el de las hojas secas de los castaños del Landwehrkanal. Una violenta nostalgia le
hacía abandonar Berlín por París y una no menos violenta nostalgia le hacía retomar
a Berlín[57].

Por otro lado con la traducción de los veintiocho volúmenes de Hommes de bonne
volonté, Rowohlt esperaba poder emplear a Hessel durante al menos veinte años.
Había convencido a Jules Romains de que él solo podría traducir su obra, suponiendo
que la Cámara cultural del Reich no se atrevería a detener a un traductor
recomendado por el Ministerio de Asuntos Exteriores. A pesar de su dramática
situación, Hessel continúa viviendo en Berlín, vendiendo los objetos que decoran su
piso para sobrevivir. En vano sus amigos y su familia le exhortan a que se marche.
Se queda, escondido como un ratón en un granero, mientras el antisemitismo hace
estragos.

Cuando decide ir a Francia[58], las condiciones de obtención del visado se hicieron


muy difíciles. A consecuencia de las gestiones emprendidas por su mujer, logra
llegar a París in extremis —entre los acuerdos de Múnich y el asesinato de Von Rath
— gracias a la intervención de Jean Giradoux. La baronesa Alix de Rotschild obtiene
para él un puesto de bibliotecario en la Biblioteca Rotschild[59]. Vuelve al
trabajo, comienza una novela que durante mucho tiempo se consideró perdida, Der
Alte (El viejo)[60]. La familia Hessel pasa el verano del 39 cerca de París, en la
casa de campo del traductor de Rilke, Maurice Betz. En tomo a ellos se reconstruye
un círculo de amigos con Wilhelm Uhde, Walter Benjamin, Alfred Polgar, Wilhelm
Speyer, Marcel Duchamp, Gabrielle Buffet-Picabia y también Lou Albert-Lasard[61].
Max Krell que lo encuentra por última vez durante una visita a París lo recuerda
así:

Un hombre ligeramente encorvado, vestido con un pequeño abrigo gris que flotaba al
viento, con el sombrero vencido sobre la nuca, con las manos cruzadas a la espalda,
desde luego el mismo viejo bonachón de Hessel que paseaba antaño por la calle de
Potsdam[62].

Ni siquiera el exilio ha podido alterar su serenidad y volverle amargo. Tampoco se


reunirá con los círculos de emigrados[63].

En otoño de 1939, el gobierno francés decide internar a todos los alemanes en


campos como «ciudadanos enemigos». Hessel se dirige al centro de concentración, el
Estadio de Colombes, con los otros exiliados. Deben dormir sobre paja y afrontar la
intemperie. Dado que tenía cincuenta y nueve años de edad y un hijo mayor
naturalizado francés, alumno de oficial en la escuela Saint-Maixent, pudo volver
rápidamente a su casa, al igual que Walter Benjamin. Varios amigos de Hessel —
Alfred Polgar y Wilhelm Speyer— refugiados en Estados Unidos intentan obtenerle un
visado. En la primavera de 1940, la familia va a Sanary, para habitar el chalé de
Aldous Huxley, que, habiendo partido a Hollywood, temía que éste fuera requisado
por los alemanes. Sanary-sur-Mer era entonces un agradable y pequeño puerto de
pesca que iba a convertirse en la capital de la literatura alemana en el
exilio[64]. Hessel continúa trabajando en su novela. Cuando la guerra estalla, se
le internó junto a su hijo mayor, Ulrich, en un campo, por más que Stéphane
combatiera en el frente como aspirante a oficial. Lion Feuchtwanger en su relato El
diablo en Francia[65] describió las trágicas peripecias de este internamiento en el
campo de Milles no lejos de Aix-en-Provence, en un tejar[66] y la desesperación
experimentada por los que habían hallado en Francia una nueva patria y deseaban
combatir contra Hitler al lado de ésta. Hessel se encuentra tras el alambre de
espino con otros tres mil prisioneros entre los que se halla el dramaturgo
expresionista Walter Hasenclever. Feuchtwanger recuerda con sorpresa mezclada con
agresividad a «este hombre bajito dulce y amable» que «vivía en Milles como si
hubiera tratado del Berlín cosmopolita»[67], capaz aún de sonreír y de alegrarse
del simple hecho de que el pan fuera mejor que ayer.

Tras varios meses de internamiento, Hessel pudo abandonar el campo, con su hijo
mayor, el 27 de julio de 1940 y volver a Sanary… el día del cumpleaños de
Ulrich[68]. Continúa escribiendo en una casa que dominaba el puerto[69]. Desgastado
por las penurias del internamiento, se apagó el 6 de enero de 1941. Helen Hessel
escribe: «Murió como había vivido, sin poseer nada, tranquilamente, sin quejarse y
sin luchar»[70].

Reposa en el pequeño cementerio de Sanary. A su entierro asistieron no sólo


emigrados alemanes, sino también gente del pueblo, pescadores y artesanos de los
que se había hecho amigo. El elogio fúnebre fue pronunciado por Hans Siemsen.

Personaje poético donde los haya, Hessel ha gozado de la vida de flâneur y no puede
menos que pensarse en él con emoción descubriendo las imágenes que recolectó en sus
paseos, perdido en su infancia y sus sueños. A él, seguramente, podría aplicarse la
hermosa máxima de Calle de dirección única:

Pues quién puede decir en su existencia más que esto: pasó por la vida de dos o más
seres tan dulce y tan íntimamente como el color del cielo.

Paseos por Berlín

A pesar de que se descubrieran las ruinas de Herculano bajo las cenizas, unos pocos
años sepultan las costumbres de una sociedad más rotundamente que todo el polvo de
los volcanes.

BARBEY D’AUREVILLY

El sospechoso

Caminar despacio por calles llenas de gente es un placer singular. Uno se ve


envuelto por la celeridad de los otros, es como poder darse un baño durante un
incendio. Pero mis queridos paisanos berlineses me dificultan hacerlo, incluso
aunque uno se aparte amablemente de su camino. Siempre recibo miradas de
desconfianza cuando intento «flanear» por entre los ocupados transeúntes. Me da la
impresión de que me toman por un carterista.

Las presurosas y enérgicas muchachas de la gran ciudad, con sus bocas


permanentemente abiertas, manifiestan su enfado cuando mi mirada se posa en sus
hombros que van surcando la calle o en sus mejillas que parecen flotar. Es como si
tuvieran algún problema en ser observadas. Esta visión cinematográfica y
ralentizada de inofensivo espectador las irrita. Quieren comprobar que no oculto
ninguna aviesa intención.

«¡Que no, que no hay nada oculto!». Quiero mirar como lo hice la primera vez.
Quiero volver a mirar la ciudad en la que vivo como lo hice la primera vez o
encontrar la forma de volver a hacerlo…
Tampoco las sensaciones que despierto son más agradables en los más tranquilos
barrios de las afueras. Hacia el norte se encuentra una plaza con soportales de
madera, los restos de un antiguo mercado y al lado mismo la tienda de comestibles
de la viuda Kohlmann que también vende trastos viejos. Allí, entre paquetes de
papel viejo, armazones de camas y cuero, en la baranda de madera de su tienda ha
colocado unos cuantos tiestos con geranios. No puedo dejar de mirar esos geranios
de rojo rabioso en un mundo gris e indolente. La viuda me mira con malos ojos. No
se atreve a insultarme, tal vez porque me toma por un número de la policía secreta
y sus papeles no están en regla. La verdad es que me gustaría hablar con ella y
preguntarle cómo le va el negocio y qué opina de la vida. Finalmente ve cómo me voy
y cómo, en el lugar donde la calle perpendicular se empina, contemplo las curvas de
unos muchachos que juegan al frontón contra un muro. Unas cuantas chicas de piernas
largas los contemplan embelesadas. Golpean la pelota unas veces con la mano, otras
con los pies, otras con el pecho, sus cuerpos giran sobre su eje y las corvas
parecen el centro y el comienzo de sus movimientos. Percibo detrás de mí cómo la
vieja de la tienda estira el cuello para observarme. «¿Sabrá el poli quién soy
yo?». ¡Éste es el sospechoso papel del espectador!

Cuando empieza a atardecer, mujeres jóvenes y viejas se apoyan sobre almohadillas


en los alféizares de sus ventanas. Ante este fenómeno siento que lo que los
psicólogos han intentado definir con conceptos como empatía. Pero no me permiten
permanecer ante ellas y esperar lo que nunca llegará, sólo esperar, sin objeto
alguno.

Los vendedores callejeros que ofrecen a gritos sus artículos no tienen nada en
contra de que uno se quede junto a ellos. Prefiero quedarme junto a esa mujer que,
con tantos cabellos del siglo pasado en su cabeza, va dejando sus bordados sobre
papel azul y ve pasar calladamente a los compradores. Yo no le gusto, no cree que
vaya a comprarle nada.

A veces me gusta ir a ver casas con patio. En los barrios más antiguos de Berlín,
detrás de los pisos interiores y de las casas con jardín, la vida se hace más densa
y más intensa. Ésta enriquece los patios, esos patios pobres en una de cuyas
esquinas crece la hierba, que tienen llamadores en las puertas, cubos de basura y
fuentes que proceden de la época anterior al agua corriente. Por las mañanas me
paso por allí cada vez que oigo a los cantantes y a los violinistas o al
organillero, que por añadidura toca una improvisada flauta con los dedos que le
quedan libres, o al asombroso individuo que por delante toca el tambor y por detrás
el bombo. (En uno de los nudillos de su mano derecha ha fijado un gancho al que
está atada una cuerda que llega hasta el bombo que se encuentra a su espalda y a
los platillos situados encima de éste. Cuando percute el tambor un mazo golpea el
bombo y los platillos se juntan). Entonces me coloco junto a la anciana portera. Es
tan anciana y está sentada en una postura tan característica en su sillita que
parece la madre de todos los porteros. No le pone ningún inconveniente a mi
presencia allí, ni a que mire hacia las ventanas del patio a la mecanógrafas y a
las costureras de las oficinas y de los talleres que quieren escuchar este
concierto. Están encantadas de hacer una pausa hasta que viene cualquiera de sus
pesados jefes y tienen que volver al trabajo. Todas las ventanas están desprovistas
de adornos. Sólo tras una del penúltimo piso se ven cortinas. De allí cuelga una
jaula y cuando el violín solloza con toda su alma y el organillo hace retumbar sus
lamentos, un canario empieza a cantar, y es la única voz que se deja oír en este
conjunto de ventanas mudas. Esto es bello. Pero a veces me gustaría participar de
las actividades de la tarde en estos patios, de los juegos de los niños a los que
siempre llaman desde los pisos de arriba, de las llegadas a casa y de las deseadas
salidas de las chicas jóvenes. Pero no tengo ni valor, ni pretextos para
inmiscuirme en todo esto. Mi incompetencia se distingue de lejos.

En este país se está obligado a tener obligaciones; en caso contrario, no te está


permitido hacer nada. No se puede ir a cualquier lugar, sino a un determinado
lugar. Y esto no es fácil para la gente de mi condición.

Afortunadamente una amiga que me comprende me permite a veces que la acompañe


cuando tiene que hacer alguna cura. Por ejemplo, vamos a una residencia de ancianos
a cuya puerta se puede leer: «Se acepta a personas heridas». En este oscuro
entresuelo una mujer jorobada va dificultosamente de un lado a otro de su
enmohecido cuarto, al que hace más alegre el brillante color de su moqueta. La tela
y los instrumentos de costura están esparcidos por las mesas y los estantes
mezclados con unas pequeñas pantuflas de porcelana, unos cupidos de cerámica y unas
muchachas de bronce, como rebaños que rondaran las fuentes y las viejas ruinas.
Esto lo puedo observar con detalle y aprender algo de la historia de la ciudad y
del mundo mientras las dos mujeres conversan.

También a veces me lleva a casa de un sastre remendón que vive en la planta baja de
una vivienda de la Kurfürstenstrasse. En su casa hay un telón que no llega al suelo
y separa el espacio de trabajo del destinado a dormitorio. En un paño con flecos
está brillantemente representado el kaiser Federico como príncipe heredero. «Así
vino de San Remo», dice el sastre, al que observo atentamente, y, acto seguido, va
sacando sus otros tesoros regios: al último Guillermo fotografiado y muy compuesto,
así como la conocida fotografía del viejo káiser con sus hijos, nietos y bisnietos.
Con mucho gusto le remienda a mi republicana amiga su chaqueta verde, pero de
corazón sigue siendo fiel a las «viejas jerarquías», como él las llama, toda vez
que la República sólo se preocupa de la gente joven. No intento replicarle. Con
todos esos objetos presentes no podría comprender mis conocimientos políticos. Es
muy amable con el perro de mi amiga que, ávido de novedades, lo husmea todo
siguiéndole los pasos a cualquiera. Vamos, igual que yo.

Me gusta mucho ir de paseo con este pequeño terrier. Nos entendemos muy bien;
también me da la oportunidad de detenerme con mucha más frecuencia de lo que
normalmente le estaría permitido a un hombre tan sospechoso como yo.

Sin embargo, últimamente nos ha ido mal. Lo recogí de una casa en la que ambos
éramos extraños. Bajamos por una escalera en la que había un armazón de reja
metálica para el ascensor. Este ascensor era un sombrío intruso en la otrora amplia
y tranquila escalera de la casa. Las orgullosas damas de las vidrieras miraban
confundidas esa mazmorra itinerante y las joyas y los atributos se desvanecían en
sus manos. Además en aquella reunión de diversas épocas había olores muy diversos,
lo cual hizo que mi acompañante renunciara a su porte y buenas costumbres. Buenas
costumbres que abandonó en el primer escalón de la empinada escalera que bajaba del
entresuelo al pie del armazón del ascensor. Según me explicó mi amiga, algo así
sólo podía haberlo hecho una criatura tan limpia como aquélla en mi presencia. Me
hizo gracia cuando me lo dijo.

Me afectó más la riña que me echó el portero de la casa cuando ocurrió el penoso
suceso, que por desgracia aguzó el olfato en el justo momento en el que dimos
rienda suelta a nuestros instintos. Con un conocimiento justo de mi
corresponsabilidad, no se dirigió al perrito, sino a mí. Con un dedo acusador
señaló el lugar del delito y me espetó: «Se supone que usted es un hombre educado,
¿no?».

Aprendo

Sí, tiene razón: he de hacer algo por mi educación. No basta con deambular de acá
para allá. Tengo que crear una ciencia descriptiva de este territorio, ocuparme del
pasado y del futuro de esta ciudad, de esta ciudad que siempre está de camino, que
siempre está en el trance de convertirse en algo diferente. Por ello es tan difícil
descubrirla, especialmente para alguien que vive en ella… Quiero empezar hablando
del futuro.

El arquitecto me recibe en su amplio y luminoso estudio, me lleva de mesa en mesa,


me muestra planos y maquetas de plástico de construcciones en solares, fábricas y
edificios para oficina, los laboratorios de una fábrica de acumuladores eléctricos,
esbozos de un salón de exposición aeronáutica, dibujos de una de las nuevas
urbanizaciones cooperativas que van a salvar a base de aire y luz a cientos y a
miles de personas de la carestía de vivienda y de la miseria de las casas de
vecindad. Además me cuenta lo que los arquitectos de Berlín están hoy en día
dispuestos a proyectar y en parte a llevar a cabo. No sólo se quiere transformar el
cinturón y las afueras por medio de una urbanización planificada a gran escala,
también en el casco viejo de la ciudad hay que realizar innovaciones. La futura
Potsdamer Platz estará rodeada de edificios de doce pisos. El barrio de Scheunen
desaparecerá; entre la plaza Bülow y la Alexanderplatz surgirá un nuevo mundo
constituido por bloques de edificios. Siempre se hacen nuevos proyectos para
armonizar los problemas del negocio de la construcción y el tráfico. En un futuro
el especulador inmobiliario y el maestro de obras no podrán volver a deteriorar el
estilo de una ciudad por medio de sus edificios aislados. Esto no lo permitirá
nuestra ordenación urbanística.

El arquitecto me cuenta las ideas de sus colegas: como la ciudad irá alcanzando
paulatinamente la orilla del Havel correspondiente a Potsdam, uno ha presentado un
plan de ferrocarriles y líneas de tráfico en el que se incluyen las reservas de
bosque y los lagos. Este plan prevé que el tramo del Havel comprendido entre
Pinseldorf y Potsdam se convierta algo así como en una clara de cerveza que le
sirva de refresco a la ciudad. Otro quiere construir entre la puerta de
Brandenburgo y el Tiergarten una plaza representativa de tal manera que la avenida
de la Victoria sea el límite del parque. En el solar destinado a muestras la ciudad
de exposiciones debe tener la forma de un huevo, con una serie de pabellones
dispuestos en un círculo interior y otro exterior, un nuevo palacio de deportes y
un canal a cuyo fin, rodeado de terrazas ajardinadas, haya un restaurante rodeado
de un estanque. Hay que desplazar los ferrocarriles de Potsdam y de Anhalt hasta la
vía de servicios de la más cercana estación de las afueras, para dar paso a una
nueva avenida con comercio, hoteles y grandes aparcamientos. Conforme a la
finalización del canal central se modificará el trazado de las conducciones de agua
corriente de Berlín, y la correspondiente modificación de las viejas orillas,
puentes y dispositivos, así como la construcción de otras nuevas comportará
importantes tareas. También se empleará el nuevo material de construcción: el
cristal y el hormigón, el cristal en lugar de los ladrillos y el mármol. Ya hay una
serie de casas cuyos suelos y escaleras se han construido, entre otros materiales,
con cristal negro y cuyos muros contienen cristal opaco o alabastro. A su vez están
las casas con estructura de hierro con su revestimiento de cerámica y sus remates
en bronce dorado.

El arquitecto percibe mi confusión y sonríe. Por ello me imparte una pequeña clase
de observación. Bajamos a la calle y nos montamos en su automóvil que parece estar
esperándonos. Cruzamos Kurfürstendamm viendo sobre la marcha las antiguas infamias
arquitectónicas y las nuevas soluciones y salvaciones. Nos paramos ante los
edificios del cabaré y del palacio del cine, que constituyen, gracias a sus leves
diferencias, una sugestiva unidad. Ambos parecen hacer círculos en el espacio, una
y otra vez muestran la sencillez de sus líneas maestras, el primero se extiende a
lo ancho, el otro parece empinarse. El maestro que me acompaña declara que se trata
de una obra maestra. Para demostrar lo que dicen sus palabras, me hace apearme del
coche con él y me lleva por la amplia galería, por la que se percibe una difusa luz
roja, hasta el interior del teatro. Una vez allí me muestra cómo se ha construido
el escenario partiendo de la parte frontal del círculo y cómo los claros muros se
articulan con patrones planos sin ningún tipo de adorno aislado ni aleatorio.

Después subimos por una bocacalle por una zona del barrio pequeñoburguesa de
Charlottenburg y pasamos por delante del lago Lietzen hacia la torre de
transmisiones y los pabellones de exposiciones que él con un par de palabras quería
convertir en una gran ciudad ferial. Antes de que hubiera acabado, llegamos a la
plaza del Canciller del Reich y me presenta la zona de entretenimiento que allí
debe haber, los dos bloques de edificios con cines, restaurantes, salas de baile,
un gran hotel y una torre luminosa que ha de destacar del conjunto. Torcemos por
una calle paralela al Kaiserdamm y nos paramos delante de una amplia zona de nueva
construcción. Aquí es precisamente mi guía el encargado del proyecto. Los maestros
de obras vienen hacia nosotros y le ofrecen un informe. Mientras tanto, miro el
gran caos que nos rodea del que tan sólo destacan los dos grandes pilones de la
entrada, cuyo armazón, todavía en forma de esqueleto y sin revestir, se distingue
con toda claridad. Después voy con el maestro entre los cascotes y los escombros
hasta el punto detrás del cual comienza una hondonada situada en el centro de la
construcción. El alzado tal y como se observa en la mesa de dibujo del plano, la
partitura de esta música congelada, está delante de mí. Allí se construirán los dos
grandes almacenes de depósito, las naves para los vagones del tren. Hasta aquí se
prolongarán las vías. A los bordes y en forma de círculo habrá unos cuantos
jardines en los cuales, bajo una serie de luminosas viviendas, jugarán los niños de
los funcionarios, los conductores de tren y los cobradores. Volvemos al coche y
cruzamos una de las caras del gran cuadrado. En un punto se ha concebido que surja
una calle y tenemos que andar para adentramos por unos caminos más silvestres. A
nuestro alrededor empieza a surgir una gran ciudad que va construyendo las palabras
del proyectista.

Lo que me ha hecho ver en lo que se está construyendo me lo puede hacer ver también
en lo que ya está terminado. Nuestro automóvil cruza el puente del Spree situado
junto al palacio de Charlottenburg y circula a orillas del canal hasta el amplio
embarcadero del oeste. Allí se obtiene una vista de los tenebrosos muros del penal
del lago de Plötzen. Vamos por la interminable carretera del lago, dejando a
nuestros costados muros de claustros de iglesias y casas de vecindad, y llegamos a
la Müllerstrasse. De pronto emerge un gran agrupamiento urbano con muchos vagones y
muchas personas. Tres pórticos construidos en hierro nos permiten un mejor acceso.
Entramos por la puerta y vemos desde el interior las alas laterales de la vivienda
que son de tres pisos. También vemos los cuatro pisos del cuerpo frontal y los
poderosos pilones de las esquinas. Después vamos haciendo una visita general. En
primer lugar, de las naves de cristal y hierro en la que los vagones tienen su
habitáculo. Allí miramos arriba al tejado de la estación y abajo al extraño mundo
de los paseos entre los rieles. Más tarde vamos a las oficinas de administración, a
los talleres de reparación y finalmente, por unas escaleras que invitaban a subir
por ellas, a alguna de las bellas viviendas.

Al visitar el complejo voy comprendiendo, aun sin poderlo explicar desde el punto
de vista arquitectónico, como el artista por la repetición de determinados motivos
y la acentuación de determinadas líneas, por el trazado de ángulos agudos en las
superficies que se elevan y por medio de recursos similares, le ha dado a esta
enorme mole de ladrillo que es al mismo tiempo estación, edificio de oficinas y
vivienda, un inolvidable carácter propio y unitario.

En el ala nordeste miramos hacia la inmensidad del campo y muy cerca noto la
presencia de la minúscula vecina del gigante. Se trata de una casita que, como si
tuviera miedo del viento, está semihundida en el terreno. La gente la llama «la
pequeña toalla de baño». La cercanía de los llamativos pabellones y esta chabola es
muy característica del cinturón de Berlín.

A la tarde de este intenso día estoy invitado a casa de una anciana señora que
empezó a sacar recuerdos de su secreter y de un cofre. Se trata de cosas que
pertenecieron a una abuela suya que vivía en una casa antigua situada en la
Stralauerstrasse. Una muñeca inglesa de buen tamaño con un deteriorado vestido de
muselina estilo imperio y con unos zapatos de seda que todavía mantienen su color
rosa y que están atados por dos lazos blancos cruzados. También saca platitos y
linternitas tallados en madera con las que su abuela jugaba cuando era niña muy
cerca del Waisenbrücke, un puente construido en madera desde el que Menzel
representó en un famoso grabado a Chodowiecki mirando al agua. Saca de sus fundas
de hojalata los papeles lacrados de su familia. Me permite hojear los delicados
libros genealógicos de su tataratía-abuela en los que los finísimos caracteres en
arabescos de las dedicatorias poéticas se alternan con la colorida elegancia de los
suaves paisajes de pintores amigos de la familia. En los paisajes se encuentra de
vez en cuando la figura de un jinete vestido con un frac amarillo y botas de montar
o una jinete con un vestido violeta. Los adornos son parecidos en color y forma a
los que sirvieron a los lilados pinceles de los pintores en porcelana de los
platos, fuentes y bandejas del «regio Berlín».

También me da una corona de novia procedente del año 1765. Se compone de un alambre
enrollado en forma floral que a su vez está enfundado en seda verde. Puedo
igualmente tocar una lata de tabaco de ágata. La bondadosa poseedora de todos estos
tesoros descuelga de las paredes pequeños retratos familiares y me los enseña.
Había cabezas de mujeres de cabellos rizados ligeramente empolvados y velos de
colores suaves y señores con peluca y frac de color azul oscuro. Después empezó a
hablarme del Putzstube de Berlín, el gran antepasado de todos los buenos salones de
sociedad con sus muebles de caoba y sus salones rojos y azules que hemos conocido
por nuestros abuelos. El vestidor era un santuario cerrado al que los niños sólo
podían entrar en contadas ocasiones. Hojeamos uno de sus libros preferidos, las
Memorias de juventud de un viejo berlinés por Felix Eberty y empezamos a leer: «Las
paredes estaban pintadas en gris claro, el papel pintado sólo estaba presente en
casa de los más ricos. En la pared Wilhelm Schadow, posteriormente director de la
Academia de Düsseldorf y en la juventud amigo de mi padre le había pintado, como
regalo de bodas, las cuatro estaciones en gris sobre fondo gris. La representación,
bella y plástica, era resaltada por luces blancas de manera que parecía un relieve.
Una magnífica alfombra que mostraba hojas de fresa, flores y frutos cubría el
suelo, los muebles tenían un fino acabado y habían sido construidos en madera de
abedul. Tomábamos una lámpara de cuatro candeleros colgada de una cadena de cristal
por una tan espléndida e incomparable obra de arte que con gusto la hubiéramos
tocado con las manos si es que no nos hubiera estado estrictamente prohibido
hacerlo. La posibilidad de satisfacer este deseo existía, pues la altura de la
habitación permitía por medio de una silla alcanzar los brillantes trozos de
cristal».

Seguimos hablando de interiores berlineses aún más antiguos. Tiene pinturas de


habitaciones en las que hay mesas tapizadas estilo L’Hombre, fauteils bordados,
bandejas con platos de porcelana bellamente esmaltados, relojes de repetición
dispuestos sobre cómodas, en la esquina pianos lacados en buen estado procedentes
de la época de Federico. También me habla de las camas altas a las cuales uno se
encaramaba por etapas, de las camas con dosel à la duchesse y éstos à tombeau, de
los flecos de las colchas, de los camisones y de los guantes de noche, de los
tapices en hautelisse con personajes según dibujos franceses. Siguió desparramando
más pertenencias: daguerrotipos, grabados en cobre pintados con tinta china,
figuras talladas, pegadas y barnizadas en laca…

Sobre nosotros hay una lámpara de araña, un pequeño cesto de flores en bronce del
que sobresalen y penden hojas de cristal verde y enredaderas de colores claros. La
pieza es de los años treinta y cuarenta del siglo pasado cuando surgió la nueva
afición al rococó. El viento de la noche hacía trémula la luz pues no era eléctrica
sino de petróleo. Se había hecho tarde para la anciana señora. Yo noté lo cansado
que estaba de tanto Berlín.
Algo acerca del trabajo

Con toda seguridad en otras ciudades el disfrute vital, el placer y la diversión


son más notorios. En éstas quizás la gente es capaz de divertirse más
espontáneamente y al mismo tiempo de forma más educada. Sus amigos son más visibles
y mejores. En cambio Berlín también tiene su peculiar y notoria belleza a la hora
de trabajar. Hay que ir a visitar sus templos de la máquina y sus iglesias de la
precisión. No hay un edificio más bello que la monumental nave de cristal y
hormigón férrico que construyó Peter Behrens para la fábrica de turbinas de la
Huttenstrasse. Y desde ningún coro de catedral se contempla una visión más
impresionante que la que desde la galería externa de esta nave se obtiene desde el
asiento del conductor de una de esas grúas que empacan y transportan pesadas cargas
de hierro. Mucho antes de que se comprenda que las moles metálicas que están ahí
almacenadas servirán para construir otras moles similares y de otro tipo, uno queda
cautivado por su mera visión: piezas de fundición y armazones, tambores de corona
dentada y molinetes, bombas y generadores semiacabados, obras de taladrado y
engranajes de rueda dentada preparados para su instalación, enormes y diminutas
máquinas en el área de pruebas, piezas de turbogeneradores en una pileta
centrifugadora de paredes de hormigón.

En esta nave en lugar de comprender algo me voy quedando perplejo. Sin embargo, en
los pequeños talleres todo se hace algo más accesible. Vemos cómo el níquel es
fresado y alisado en forma de varas en el badil, cómo se van disponiendo en los
canales del inductor de corriente una serie de dientes de hojalata, cómo la bobina
excitadora se va enrollando en el dispositivo dentado. Visitamos la fragua donde
los operarios ponen trozos de hierro candente bajo el martillo pilón de vapor que
va haciendo incisiones en ellos y puliéndolos.

Estamos en el embarcadero de la fábrica de transformadores y vemos como el carbón


es llevado en grúa de un barco que flota en el Spree a una especie de martillo de
hierro y allí es pulverizado sin concurso alguno de la mano humana. Entramos en la
nave en la que no hay nadie y vemos cómo se produce la combustión en una pileta
incandescente. Después de ver las amplias zonas que ocupan las grandes máquinas,
visitamos salas en las que las trabajadoras devanan alambre fino, aplanan cartón y
lo prensan en capas de rollos muy ligeros, duros y planos, en las que pasa de mano
en mano una pequeña plancha que debe ser recocida, engrasada y recortada.

En la fábrica de contadores una manivela de la máquina hace de la plancha de


hojalata un cajetín de borde grueso, otra lo horada. Se producen muchas chispas al
remacharlo y soldarlo. Finalmente se le incluyen las piezas magnéticas. Todo el
edificio es una cadena de trabajo que yendo de una a otra mesa de trabajo, pasa de
una planta a otra y es transportada a nuevos pequeños espacios donde se mantienen
en funcionamiento a secciones con nuevos cometidos. A todas las piezas y
piececillas que tienen las mujeres en sus manos les es añadido, instalado,
atornillado y probado un contador. Las correas de acero se desplazan entre cajones,
llevadas en forma de rollo a un ascensor y una vez allí no son elevados por la mano
humana sino por una palanca. Se evita todo desaprovechamiento de fuerzas y esfuerzo
debilitador. El trabajador se va convirtiendo, cada día más, en vigilante y
arrancador de la máquina. Al igual que las piezas de las máquinas, por las correas
también son desplazadas las tazas y las jarras en las que las muchachas han
depositado su café, su té o su cacao. Después de su paso por la cocina, ellas lo
vuelven a recibir caliente y listo para tomar. Todo el que allí está sentado tiene
detrás de la correa giratoria tan sólo un pequeño sitio. Sin embargo, hay
suficiente espacio para que la vecina que hoy cumple años amontone tazas, platos y
cucharillas que permanecen detrás del dispositivo móvil.
No es necesario comprenderlo todo, basta con mirar con los ojos como está todo en
proceso y se va transformando. En uno de estos lugares de enorme laboriosidad hay
un metal del que te cuentan que tiene un punto de fundición extremadamente alto y
se evapora muy difícilmente. Éste no puede ser fundido en hornos pues los haría
saltar en pedazos. Por ello es necesario que al polvo metálico que se obtiene con
la operación se le dé paulatinamente la forma de una vara y finalmente de un
alambre mediante el prensado, la vitrificación, los golpes de martillo y la
recocción. Entonces puedes ver cómo el alambre pasa por una serie de martillos
mecánicos y prensas que se van formando a su fin afinándolo, poniéndolo
incandescente y estirándolo de tal manera que se convierte en un hilillo más fino
que un cabello y se utiliza para la fabricación de lámparas. Todo esto lo hacen las
máquinas: las personas sólo las ponen en funcionamiento, sacan los productos y los
transportan. Y mientras miles de estos alambres cada vez más delgados se van
produciendo, en otras salas nacen los cuerpos de mil lámparas. Los pacientes
trabajadores se sientan a la mesa redonda de las máquinas, empuñan y sueltan las
manivelas y obedientemente la máquina prensa el pie de la lámpara, inserta la
abrazadera, reviste el cuerpo de la lámpara, lo funde, vacía el aire, suelda,
graba, sella y empaca. Pero esto es sólo una parte del trabajo. Allí se prueba, se
mide y se clasifica, más allá se esmerila y se pinta.

Todo esto ocurre incesantemente en Siemensstadt, Charlottenburg, Moabit,


Gesundbrunnen, tras el puente de Varsovia y el Alto Spree.

Si es magnífico ver desde la escalera y la galería la sala de las máquinas con sus
movimientos giratorios y sus zumbidos, también es impresionante la visión de los
cogotes y las manos de los que allí operan y el encuentro con sus ojos cuando alzan
la cabeza.

Por el trabajo de estos hombres llega la luz a tu pequeño cuarto. Luz que va
reflejándose en fachadas de casas a las que realza, hace presentes y transfigura.
Los rayos que salen por las acanaladuras del tejado de un enorme edificio dan lugar
a una forma parecida a una tienda de campaña. La iluminación de los contornos
divide la fachada de una casa, la luz de reflectores irriga los escaparates,
lámparas azules hacen brillar la seda del salón y la mercancía que el vendedor pone
a la venta toma un colorido como el que podría tener a la luz del sol. Fuera, los
letreros móviles viajan de un lado a otro de lienzos translúcidos, las letras
forman palabras y desaparecen, las imágenes aparecen y desaparecen, las ruedas de
colores dan vueltas mudas.

Se pueden ver todos los detalles de casas enteras por medio de la luz. Con ello se
intuye la forma que tendrá la casa del futuro, cuyas paredes y tejado serán de
cristal y el resto, claridad. De día el sol penetrará en ellas, de noche la luz
creada por los hombres y por las máquinas.

Con ese objetivo trabajan en las grandes naves de la industria eléctrica y la del
hierro.

Mas, para comprender lo que se esfuerzan los berlineses debes darte una vuelta por
las pequeñas industrias. Tienes que entrar en los complejos de edificios y patios
del sudoeste. Hay que hacer visitas como la que yo hice a la fábrica de marcos para
cuadros situada en el barrio de los guarnicioneros y bisuteros. Sobre el suelo
estaba la madera tal y como salía del aserradero y seca por un ligero oreo. Incluso
después de haber sido cortada, toda las piezas tienen en el borde algún recuerdo
del bosque. Por eso es introducida en una entalladora de afilados dientes que va
reduciendo las esquinas para engranar las partes del marco y los ventiladores
apartan las virutas. La sierra circular va reduciendo el tamaño de los listones de
longitud excesiva. Cuando, en las grandes naves llenas de máquinas los hombres
parecen diminutos ante colosos y, como los alpinistas y los marineros, se mantienen
distantes del poder de los elementos, dominan al animal maquinal con la mirada de
un domador de fieras. No puedo apartar mi vista de un jorobado inclinado sobre la
sierra circular. Un gesto de ira y de dominio se dibujaba en los músculos de su
mandíbula cada vez que la cuchilla tocaba la madera.

Junto a los hirvientes peroles llenos de cola y junto al cristal y cartón que han
de añadirse a los marcos, se reúne un tropel de jóvenes y mujeres de más edad. Las
encoladoras son aún más rudas que las ensambladoras y las pulimentadoras. Al ver a
todas ellas es interesante estudiar la relación que existe entre los movimientos de
manos que tienen que hacer y las manos que los llevan a cabo. Qué dedos más finos
los de la que tiene que introducir pequeños clavos en la capa de cartón que se
dispone tras el marco. Qué pacientes son las largas manos de la que va lijando los
listones para que combinen con el cristal. Qué redondez más infantil la de las
manitas de la rubia pálida que llena un molde de hojalata con masa de greda y
deposita la húmeda forma sobre un tablero al igual que hacen los niños con sus
figuras de arena en las áreas de juego. Su trabajo es una simpática curiosidad pues
los ornamentos rococó que le añaden a los marcos no son tan usuales como los
rectilíneos, son de fabricación más cara y no están tan de moda. Todo confiere una
singular belleza a estos marcos y a su desprevenida creadora. Los miniadores
trabajan en salas separadas. Tienen máscaras de gas en la cara para combatir el
polvo de bronce que es peligroso para los pulmones. Desgraciadamente el público no
quiere nada más que marcos de oro, y consecuentemente éstos son los que solicitan
los pequeños comercios que venden estampaciones en óleo. Desde los días de la
inflación el alemán necesita brillo en su choza. Incluso los marcos de fotografía
deben ser dorados. Ya no se desea la vieja y noble caoba. Me cuenta algo
interesante desde el punto de vista histórico acerca de los marcos de fotografía.
Antes la gente prefería marcos comunes en los que cabían varias fotografías, ahora
se prefiere que las fotografías sean expuestas en solitario.

Y así pasamos de los marcos a lo enmarcado. El amable director de la fábrica me


lleva a la sala de exposición de oleografías. Verla es muy fructífero. Debido a que
no se compra bajo circunstancias de necesidad vital la oleografía es considerada un
artículo de lujo o un alimento espiritual para el pueblo. Sin embargo representa un
importante papel. Se integra en el mobiliario de una interminable cantidad de
cuartos y de almas.

El bestséller del ramo es desde hace años la Santa Penitente Magdalena levemente
apoyada sobre su túnica azul y con cierta coquetería contemplativa mira una
calavera. No sólo la gente piadosa se siente atraída por esta imagen como por otras
de la Biblia y de la leyenda. También las criaturas del mundo quieren tenerla. Las
imágenes de damas ligeramente ataviadas y apoyadas sobre una base tienen mucho
éxito. El marco elegido para éstas, un revoltijo de nubes y cupidos, es un formato
no tanto longitudinal como latitudinal, lo que hace que sea adecuado al gusto de
colocarlo sobre la cama. Si las parejas jóvenes que se han comprado esta oleografía
de la felicidad prevén seriamente tener descendencia, la bella del cuadro se
inclina y les procura uno o varios niños. También está bien visto que algunos
animales domésticos aumenten la felicidad de la familia. Mi experimentado guía me
cuenta que en una de estas damas apoyadas o sentadas tan apreciadas por la
clientela se hizo, a petición de ésta, una actualización. Su poblada y rizada
cabellera fue sustituida por un peinado a lo garçon. En otros campos los vendedores
siguen siendo poco modernos. El archiconocido cuadro Beethoven, una colección de
divanes a la luz del crepúsculo ocupados por hombres y mujeres acurrucados o
tumbados que escuchan tocar un piano no ha sido todavía reemplazado por la
representación de un grupo de jazz. Entre los famosos no hay tanta demanda del
presidente del Reich desde que está vestido de civil. Durante la guerra la familia
alemana lo compró mucho, vestido de uniforme.

Las estaciones con sus principales trabajos y placeres siguen teniendo éxito.
Siempre gusta ver a los segadores y a los agavilladores y a los cazadores en sus
correspondientes paisajes y estaciones. Me llama la atención algo que he pensado;
en invierno se tienen ansias de que llegue la primavera, en otoño se siente
melancolía del verano.

Comienzo a interesarme por la estadística. Quiero determinar con exactitud: cuántas


Magdalenas necesita Magdeburgo, cuántas damas rodeadas de cupidos demanda Breslau,
dónde es el preferido el tradicional Silencio en el bosque de Fritz Böcklin, cómo
ha cambiado en Munich el gusto por las oleografías de 1918 a 1928, en qué
provincias y ciudades es más alta la demanda de dama con niño, y la de dama con
niños y animales y la de la que sólo tiene cupidos alrededor. Comienzo a
interesarme por la estadística.

Al igual que el mercado de Bagdad tiene sus bazares, Berlín tiene diversos barrios
para los diferentes comercios. El mercado de Spittel tiene separadas la sección de
confección de la de los abrigos. En el sector de confección visito una fábrica de
sombreros. Soy llevado ante los diseñadores que van cortando formas de cartón según
los modelos parisinos. De ahí llego al lugar donde están las muchachas que se
sirven de estos patrones para cortar estas formas en tela y en cuero. Luego entro
en la ruidosa sala de las cosedoras y finalmente en una sala en la que se calientan
eléctricamente las formas de hierro. En ellas el sombrero, ya cosido y combado
adecuadamente, recibe su forma definitiva. En un tubo es tratado al vapor y después
introducido en una especie de homo donde se expone a fuego lento. No es irrelevante
para el historiador cultural saber que ya apenas hay adornos. El acabado va
paulatinamente imitando formas afiladas y bandeaux. Quizás también desde que llegó
la moda de las boinas vascas se han fabricado muchos gorros que no son propiamente
vascos sino más anchos y parecidos a los de los pajes. En esta fábrica que
distribuye por la tarde el sombrero pedido por la mañana, todo se lleva a cabo en
su interior: desde la mesa de dibujo hasta el empacado. Sólo una pequeña parte de
los sombreros es fabricada en los talleres industriales que contratan a
trabajadoras a domicilio. Me hablan del gran papel que desempeña esta forma de
división del trabajo en la que los intermediarios de las grandes empresas después
de ver las colecciones adquieren el material y luego lo trabajan en su propias
instalaciones o se lo encargan a trabajadoras a domicilio. Estos intermediarios
trabajan por ejemplo para la gran fábrica de delantales que visité en una gran casa
de vecindad de la calle Köpenicker. Ésta tiene en Vogtland su propia sucursal en la
que se elabora la tela. Luego el material se introduce en máquinas que cortan a la
vez muchos trozos de tela. Éstos pasan posteriormente por hacendosas manos que con
pequeñas máquinas hacen de un golpe vainicas, drapeados y dobladillos, cosen
botones a la tela que quedan mejor fijados que si la labor fuera llevada a cabo por
la mano humana. En estas industrias puedo entrar en las oficinas y conocer las
mejoras en los departamentos de ventas. Allí veo las máquinas calculadoras que
multiplican, las máquinas pegasellos y de impresión, los novedosos ficheros, los
mapas que puestos en la pared muestran las rutas de los viajantes a los que en el
garaje esperan las maletas de muestras en lotes de veinte unidades.

Sería todo un tema de investigación cómo es la distribución por zonas de los


bazares de Berlín. Aparte de los grandes barrios de la carpintería del trabajo con
metales, de la industria doméstica, de la industria de la lana y de la confección,
hay algunas especialidades concretas. Por ejemplo, hay una calle en la que desde
hace décadas se fabrican cuerpos de alumbrado: la calle Ritter. En la Plaza de
Moritz hay un almacén de importación de ciertos artículos que proceden de
Erzgebirge, Turingia y el norte de Bohemia. Son artículos como caballos de
balancín, muñecos de té, peines de peluquero, imágenes de Jesucristo, soldados de
plomo y caballeros de goma. A lo largo de la calle Seydel se ven fantasmales, en
los escaparates, las muñecas de las fábricas de bustos y cabezas de cera, las
imitaciones y las «figuras de estilo» del arte del escaparate que van de un lado a
otro de Alemania y fuera de ella portando camisas, vestidos, abrigos y sombreros.
¡Qué interesante es ver las caras de las cabezas de cera de los maniquíes! Con sus
bocas puntiagudas te provocan, de sus pequeños ojos sale una mirada que parece
gotear como si de un veneno se tratara. Sus mejillas no son leche y sangre sino de
un amarillo grisáceo con sombras doradas y verdosas. Ni el agua oxigenada puede
producir un rubio tan horrible como los tonos de su pelo. Muchas veces sus caras
sólo están pergeñadas y los gestos que se adivinan son de especial perversidad.
Tanto en su rigidez como en la deportiva elasticidad de sus movimientos hay una
fría mezcla de frescura y distinción que, pobre de ti, no podrás contrarrestar. Es
excitante su grado de desnudez. Rebosan desnudez dorada y despiden reflejos
plateados y no tienen nada más que zapatos marrones, con los pechos descubiertos
para atraerte sólo llevan puesto una especie de delantal y unas medias. También son
dignas de atención las cabezas de hombres, son llamativos ese grupo de hombres de
acción de expresión decidida y pequeños bigotitos adhesivos. En la medida en que
tienen cuerpo y no un armazón de muñeco articulado deben esconderlo bajo un tricot
negro, a menos que vestidos de frac y esmoquin vayan por entre las mujeres desnudas
y tengan que hacer la vista gorda ante los niños vestidos con trajecitos azules y
lacitos rojos al cuello.

Pero en Büstenhof también hay piernas aisladas. También hay extraños dispositivos:
debajo un cubo dorado, encima un torso de mujer que acaba, por un lado, en un
estilizado brazo y, por otro, en un muñón. Todo tiene su explicación práctica, pero
yo me quedo absorto y perplejo ante esa cantidad de seres, de miembros de seres,
dispositivos y rostros, algunos de los cuales llevan gafas.

Sobre la moda

En los periódicos se leen anuncios como «Un puesto gigante de atractivos vestiditos
en todos los colores de moda» o «Mis gangas en abrigos con forro de piel». A todos
ellos se añade el nombre y la dirección de una empresa de algún lugar del este. Si
tenemos curiosidad por ir allí (ese nosotros lo dice la mujer que esto me cuenta) a
almacenes cuya instalación se lleva acabo en míseros patios exteriores y en la que
se renuncia a toda brillantez. Nos encontramos en una atmósfera que es tan
favorable para la compra y la venta como la de los grandes almacenes parisienses.
Aunque ningún jefe o jefe de sección tiene el conocimiento del corazón de la mujer
que demuestra el parisiense al animar a la indecisa con un «Fouillez, Madame», aquí
también se aplica el principio de dejar abiertas las esclusas al toqueteo
incontrolado hasta que éste se convierte en deseo que hace saltar todos los diques
de la razón e inunda la caja. Con su precio claramente marcado hay colgados
vestidos de encaje, muselinas con lentejuelas, capas de terciopelo raídas de una
calidad miserable y barata. Hay montones de flores en cartones, sobre una serie de
bandejas hay piezas de bisutería cuya ventaja es tener daños que apenas son
visibles. En grandes pilas encantadoramente entremezcladas hay ropa interior rosa y
violeta guarnecida de encajes que desde lejos parece lujosa, al lado hay zapatos de
noche con hebillas de diamantes y esmeraldas. El público de estos bazares o
liquidaciones no sólo está compuesto por coquetas voluntarias o profesionales.
También junto a tanta falsa brillantez hay artículos serios como bastas sábanas y
ásperas botas de cuero, alfombrillas y estores, cuyos precios, si bien están del
todo rebajados, no pueden ser más baratos. El nombre de esas casas es también
conocido en el oeste de Berlín. Éstos tienen el atractivo de lo casual, de la
oportunidad ante la que las mujeres reaccionan, que les hace sentir curiosidad,
aunque no se trate más que de media docena de pañuelos de bolsillo o de un par de
cálidos guantes.

Por lo demás en estas calles hay comercios muy aburridos con sus escaparates sin
vida que no sugieren otra cosa que un intercambio de mercancía y dinero. Volvemos a
despertamos ante la brillante claridad del inmenso complejo de los grandes
almacenes. Allí no está todo tan agolpado, no es tan negligentemente artístico, tan
astutamente abundante como en el lugar que acabamos de dejar atrás. Por eso
disfrutamos de esta ordenada riqueza de artículos de todo tipo y variedad, ante los
que nuestras necesidades que siempre nos parecen tan importantes adoptan un tamaño
liliputiense. Pero podemos ser ayudados. Los vendedores y las vendedoras se han
estudiado de cabo al rabo «El servicio al cliente». Las empresas de grandes
almacenes han puesto en marcha escuelas, en las que los profesores, que han sido
previamente formados en escuelas profesionales de comercio, les dan clases
prácticas a las chicas jóvenes acerca del trato a los artículos y a los clientes.
No tenemos ni idea de con qué artistas de la venta y de la adecuada sugestión nos
encontramos cuando las mujercitas de Wertheim y Tietz nos llevan dulcemente a sus
dominios. Los grandes almacenes de Berlín no son confusos bazares en los que se
producen agolpamientos, sino despejados panoramas de gran organización. Éstos miman
a sus visitantes por su alto nivel de confort. Si de uno de los puestos de
rutilante latón que nos circundan se compra un metro de cinta elástica rosa,
mientras que nuestro artículo es empaquetado, nuestra visión puede posarse en el
mármol, puede pasar por espejos y deslizarse por el brillante parqué. En los patios
acristalados y en los invernaderos podemos sentarnos en bancos de granito con
nuestro paquetito en el regazo. Las exposiciones de arte que se disponen en las
áreas de descanso, interrumpen las secciones de juguetes y de artículos de baño.
Entre los decorativos baldaquinos de terciopelo y seda caminamos en búsqueda de
jabones y cepillos de dientes. Es curioso lo poco que se tiene en cuenta lo kitsch
en estos grandes almacenes destinados a la gran masa. La mayoría de los artículos
que se ofrecen es casi aséptica. «Distinguido» es el adjetivo que no puede ser
contrarrestado por el gusto. Sólo en las secciones de instrumentos para el trabajo
manual y de artículos de bisutería se amontona lo más ambiguo. En la sección de
confección se ven sólo cosas discretas y sin relieve que se aproximan a la moda con
cierta irresolución y reticencia, y prefiere más evitarla que afrontarla. Hay
cierta sensación de vacío en esta zona, como si faltara un elemento de transición.
Allí los montones de cazos de cocina y tarteras, de abrazaderas para cortinas y de
servicios de desayuno ofrecen un aspecto mucho más colorido y vivaz.

Junto a la sección de la confección hay una de las tiendas de moda más famosas de
Berlín, que ocupa tres fachadas. Sus modelos atraen al gran público. Damas
procedentes de todos los círculos que se interesan por la moda —excepto de los más
exclusivistas— se sientan a mesas delicadamente recubiertas, ante las que desfilan
las bellas maniquíes. Al sonido de una orquestina avanzan con vestidos vaporosos y
ligeros y su sonrisa profesional para que se las distinga de las damas que llegan
con retraso o se marchan con antelación.

Esta casa con sus legítimas pretensiones es un puesto avanzado de la moda, cuya
zona empieza donde colindan el centro y el viejo oeste. En las calles Leipzig y
Federico hay muchos escaparates que a menudo están situados puerta con puerta.
Pero, una vez que se han dejado atrás las fachadas de los almacenes de Wertheim y
los edificios de los hoteles de la Potsdamer Platz y se entra en la calle Bellevue
o en la Friedrich Ebert, se acerca uno al cuartel general de la calle Lenné al
borde del Tiergarten. La moda vive en el cenador. Allí por la pradera del jardín de
entrada parpadean las letras doradas de los nombres que significan gusto. Allí en
las últimas horas de la mañana y en las primeras de la tarde se ven filas de
coches, muy cuidados, «de pura raza», recién sacados de los catálogos de las
marcas, novísimos e impecables. Los serios chóferes esperan a la «misericordiosa
Señora». Ésta es recibida tan devotamente por las vendedoras como si la marea de la
monarquía absoluta no hubiera bajado ya. Pasando por delante de sillones estilo
rococó y sobre alfombras de flores es conducida al salón, el jefe se apresura a
recibir, se entabla el small talk acerca del tiempo, los viajes, la salud, mientras
que las maniquíes llevan a cabo su transformación ante la cliente. La mayoría de
las veces el jefe mantiene una impresión de insatisfacción, aprieta los lazos, le
da un nuevo arreglo a un cinturón, mueve censurante la cabeza. Es raro ver la
absorta sonrisa de las vendedoras en las tiendas de moda de París que saben
transmitir su ciego amor. Pero la «bien vestida» berlinesa no parece perturbar la
actitud del jefe. «Usted sabe lo que me va bien», ésta es una fórmula que no se
entiende como una alabanza sino como una advertencia. De todas formas nadie lo sabe
mejor que él. Él ya ha visto las colecciones de los más importantes creadores de
moda y ya en el défilé ha determinado la selección para la Señora Von X y la Señora
Z. De todas formas no hay tantas posibilidades. La imagen de la alta sociedad
berlinesa puede seguir siendo uniforme, mientras que a la mujer se le destine la
selección de lo que se ha fijado como crème de la producción parisiense. Una y otra
vez se produce la fatalidad de que tres o cuatro mujeres se encuentren y lleven el
mismo vestido. ¿Es un consuelo que todas posean el exitazo de la temporada? Berlín
sigue siendo pequeño si miramos su alta sociedad y la elegancia de la dama es de
segunda mano. Pero ya aparece un nuevo tipo de mujer que triunfa sobre aquellas
cuyos sastre y modista viven junto al Tiergarten. Es la joven vanguardista, la
berlinesa de la posguerra. Alrededor de 1910 debió de haber un par de buenas
quintas. Éstas dieron lugar a muchachas con hombros atléticos. Caminan muy bellas
con sus vestidos ligeros, su piel es magnífica con un ligero brillo que le da el
maquillaje, da gusto ver su sonrisa bordeando sus sanos dientes y percibir la
seguridad en sí mismas por las que pasan por el tumulto vespertino de la calle
Tauntenzien y del Kurfürstendamm, pasar no es la palabra adecuada. Ellas nadan a
crawl mientras que las demás nadan a braza. Pasan de largo enérgica y rápidamente
por los escaparates. ¿De dónde han sacado sus bonitos vestidos, los sombreros y los
abrigos? Junto a las pocas grandes con las que ya nos hemos topado, en el barrio
bávaro, en la calle de los Príncipes electores, en las calles cercanas al
Kurfürstendamm, hay una gran cantidad de tiendas de moda. La mayoría de las veces
se contentan con un nombre como emblema. Pueden tener un par de modelos
parisienses. Se venden Vogue y Femina así como Harpers Bazar, Art, Goût et Beauté.
La dueña de la tienda tiene dedos finos y la cliente tiene un conocimiento exacto
de la propia figura y le fascina el juego de fantasía y precisión. Esta juventud
comienza a encontrar su propio estilo, bien lejos del esnobismo de la marca y de la
indiferencia que se conforma con los artículos en serie. ¿Es ya cierto lo que con
cada vez más fuerza y por cada vez más sitios se empieza a afirmar: que la
berlinesa puede compararse en elegancia con las mejores europeas? No queremos
mezquinamente comprobar la exactitud de esto. Nos debe bastar ver estos grupos de
jóvenes y jovencitas, este défilé de juventud y frescura, con los vestidos
ajustados y bien compuestos, con los sombreritos por los que se deja caer un
atractivo rizo, los elásticos pasos de las piernas, para estar seguros de que
Berlín va por el mejor de los caminos para convertirse en una ciudad elegante.

Acerca de la vitalidad

Esta juventud también aprende a disfrutar, lo cual no es en general sencillo para


el alemán. El berlinés de ayer cayó siempre en el peligro del adocenamiento, de la
cantidad, de lo colosal. Sus cafés son casas de huéspedes de pretenciosa
distinción. En ningún lugar se ven los agradables y sencillos sofás de cuero, los
rincones tranquilos que adora el parisiense y el vienés. En lugar de decir
«camarero», se le llama por el estúpido título de «Herr Ober», el simple café de
grano molido es denominado mokka double, cincuenta camareras de night-club son más
que diez. Una y otra vez se inauguran grandes cafés con capacidad para cerca de mil
visitantes. En el parterre hay una pequeña orquesta húngara, en el segundo piso dos
orquestas tocan música de baile. Atracciones de primera fila se ocupan en las
pausas del baile de la distracción del público. Aparecen unas singulares
declamadoras. Las atracciones internacionales prometen anuncios y mensajes,
comercio mundano, etc. Es cierto que se recibe algo por el dinero. «Con entrada
libre y una consumición de tres marcos se disfruta ininterrumpidamente desde las
ocho y media hasta las doce y media del mejor cabaret de Alemania. Hay un servicio
de comidas vespertino en el que pueden tomarse tantos pasteles como quieran por el
precio de cincuenta marcos».

¡El negocio, el negocio! Incluso los buenos viejos quieren siempre participar.

Hay que pasar un segundo día de vacaciones (de esos en los que todos salen porque
también el servicio libra) en una casa de comidas monstruo. Allí el padre puede
«hacer una locura». Y una locura puede ser barata. Están los famosos hors d’oeuvre,
platos combinados en los que hay de todo, langosta, caviar y corazón de alcachofa y
todo siempre para dos personas. Raciones dobles como el gigantesco entrecot
acompañado de una abundante guarnición de verduras. Hay maravillosas mezclas para
los postres. Allí no falta nada. El hijo, ligeramente aburrido y sentado junto a la
madre, que va ligera de ropa, ya sabe naturalmente que es más fino pedir por
separado, y quizás encuentre la oportunidad de imponerle al viejo su elección
especial. Se comporta con el camarero con más confianza que el padre. Preferiría
sentarse allá junto a aquellas jóvenes damas solitarias. Deben ser mecanógrafas,
que a pesar de los hombres, salen solas hoy. Piden con mucho gusto: guisos de
verdura franceses, chicorée y laitu braisé, esto acompañado de cócteles y
posteriormente agua mineral de Meringuen. Él las mira y aprende. El pelo de su nuca
está rapado a la americana y no tienen ningún michelín como papá…

Los monstruosos conciertos dobles y gigantescos que la ciudad organiza para el


paladar, el ojo, el oído y el pie danzante ya no pueden atraer a la nueva juventud,
a nuestras jóvenes berlinesas. En lo que toca a comer, beber y fumar, ellas tienen
nuevos métodos, encantadoras abstinencias, ascetismos higiénicos, principios
deportivos. Se conducen con seguridad tanto por el tumulto de la calle como por las
diversiones, encuentran el par de caminos de baile en la espesura de las
aglomeraciones humanas, saben en qué hotel o local se puede también bailar por la
tarde y celebran su fiestas de cóctel donde se puede bailar en sociedad cerrada. Es
admirable cómo se sobreponen al carnaval berlinés. Para ellas no termina nada con
la noche de carnaval y el miércoles de ceniza sino que todo continúa
ininterrumpidamente a lo largo de la semana. Y hay noches con tres o más fiestas
conocidas, una en las salas del Zoo, otra en Kroll, otra en la Academia de
Charlottenburg, otra en la Filarmónica, y a todo ello se añade otra en aquel
estudio tal vez más íntima y especialmente atractiva. Ellas saben elegir, saben
donde toca la mejor banda, saben establecer una hábil sucesión de actos para hacer
muchas cosas. Sobre todo les importa bailar bien. La adecuada pareja de baile es
una importante personalidad y no debe confundirse con aquella que se ama. Su tarea
es totalmente diferente. Esto me lo han enseñado mis jóvenes amigas mientras se
arreglaban para tal o cual fiesta. Esta preparación, este Débarquement pour Cythère
es un momento significativo y para nosotros espectadores a veces más instructivo
que la fiesta misma. Hay que ver sus serios gestos ante el espejo, mientras que se
broncean los brazos y los hombros, se «hacen» la cara, se prueban turbantes y capas
de plumas. No se apresuran, quieren darle cuidadosamente a la obra de una tarde un
último toque como un artista que quiere hacer algo duradero. Inventan maravillosas
figuras ambiguas entre el traje de máscaras y el vestido de alta sociedad,
desnudeces inocentes, atractivas coberturas y exageraciones grotescas tras las que
pueden muy bien esconderse. Allí pueden disfrutarse de su presencia con toda
tranquilidad, lo cual es difícil en cualquier otro lugar. Y es que en general viven
el tempo de su Berlín que dejan al nuestro sin resuello. Es sorprendente cuántos
locales pueden visitar y con cuántas personas pueden tratar en una noche sin
cansarse. «Ahora queremos ir a tomar el aperitivo», dicen de pronto, cuando la hora
del té se ha hecho un poco aburrida. «¿El aperitivo? Yo creía que esto no lo había
aquí». «Usted vuelve a minusvalorar la laboriosidad de nuestra ciudad», he de
escuchar. Y al menor descuido estoy sentado junto a la más rápida de ellas en el
automóvil. Recorre la Budapester Strasse pasando por las salas acristaladas donde
se exponen los automóviles más aerodinámicos, nacionales y de importación, y para
junto a los saurios que están tallados en los muros del acuario. Cruzamos la luna
de cristal de la entrada del hotel, la plataforma luminosa con la paradisíaca
inscripción. En la sala, Maria (así permite que la llamen sus amigos, a pesar de
los ridículos Marys, Miez y Mias de sus parientes) intercambia un par de palabras
con el joven poeta que en breve irrumpirá en el cine y se interesa por el estado de
su amigo común, el boxeador que lleva tanto tiempo de baja. El joven que se
apresura a acercarse a ambos y rápidamente le ha dicho algo a ella es la última
promesa del cabaré. María abrevia y sigue su camino. En el vestíbulo del bar, por
así decirlo en la exedra, están sentados en los sofás junto a la pared grupos de
hombres en conversación, y, si estuviera más informado, reconocería a ciertos
políticos y agentes de bolsa. Entramos en la agradable sala inferior con su techo
de travesaños rojos. Con mucho gusto nos hubiéramos tomado asiento en los altos
taburetes, pero todos están ocupados. Por eso tengo que enterarme desde nuestra
mesa, por medio de María, de quién es ese que habla inglés con su bonita camisa
color arena en la mesa cercana y quién su acompañante de las patillas. A María la
saludan desde la mesa de los jóvenes agregados de embajada. Y la dulce criatura a
la que al rozarnos ha besado rápidamente es el nuevo milagro de las revistas que he
visto en las fotos de las magazines. Junto a nosotros están sentadas dos chicas
demasiado inmaduras. María cree habar visto a la de la derecha en Saint Moritz.
«¿Por qué arruga la de la izquierda por segunda vez la nariz?». «Esto se hace ahora
mucho. Ella (menciona un nombre de actriz) lo hace en el escenario. Es algo que se
ha impuesto».

Alrededor de las mesas se cuchichea como en los mejores sitios de Europa. De hecho
en el nuevo Berlín no se habla tan fuerte como en el pasado. Aquí se está como en
una recepción. Pero María no aguanta más de un cuarto de hora. Tiene una cita en el
Grill Neva con unos amigos que quieren ir a la Comedia. Me confía a uno de sus
amigos que debe llevarme a Horcher. Allí quiere encontramos dentro de una hora.
«Allí podéis comer sólida y tranquilamente como los hombres y beber Borgoña.
Llegaré a tiempo para el postre».

El lenguado por el que Gert, mi compañero de mesa, se ha decidido y me ha


recomendado, después de una consulta al hijo de la casa, es preparado ante nuestros
ojos según el buen modo parisiense. Y cuando tomamos la Nuit Saint-Georges escucho
el relato de Gert sobre la alta sociedad berlinesa. Gert es a pesar de su corta
edad un hombre considerado en los círculos de banqueros y diplomáticos. La alta
sociedad berlinesa es un concepto difícil de comprender y de delimitar. Las
antiguas separaciones de estamentos va desapareciendo cada vez más. Puede haber
todavía alguna nobleza descontenta en Potsdam y en palacios del campo que añoran
los esplendores de la exclusivista sociedad cortesana, pero precisamente los más
distinguidos son los que buscan entrar en contacto con la nueva época. Las casas
hospitalarias reúnen al arte y a la alta burguesía y en la mesa de los grandes
dueños de bancos se encuentran los diputados socialistas con los príncipes de la
anterior casa regente. Los grandes clubes deportivos han creado una nueva
mentalidad en la que se excluye el taconear marcando el paso propio de los
tenientes de guardia y el rigor de las asociaciones de estudiantes. El ambicioso
berlinés entra con bríos de juventud en la nueva sociedad, y los ministros y los
secretarios deben hacer más comidas de trabajo para que la política sea más
llevadera. Pasamos a hablar de las mujeres, y Gert me cuenta una comida en la que
estaba sentado entre dos de ellas, la de la derecha quería charlar con cuidado y
corrección, mientras que la de la izquierda buscaba darle a toda frase un segundo
sentido o proponía temas que hubieran hecho desmayarse de vergüenza a nuestras
madres. Entonces aparece María y se acerca a nosotros como la reina de un nuevo
estado amazónico para el que la antigua sociedad no existe ya. No continúa nuestros
discursos teóricos nos quiere recoger a tiempo para ir a ver una importante
película rusa.

Gert realmente quería ir a ver la del americano parisiense que fue realizada sólo
con un par de instrumentos de estudio, cuellos de camisa y sus manos. Pero ésta ya
la conoce María de su última estancia en París. La ha visto en una pequeña sala de
las ursulinas en el Barrio Latino.
Después del cine nos sentamos en Casanova, no lejos del piano al que canta y toca
toda la tarde un compositor que se ha hecho famoso por un éxito. Gert y María
discuten acerca de qué podemos hacer más «¿Por qué no vais a bailar, jóvenes?»,
pregunto. «Yo no quiero» —dice María—, «pero Gert quizás encuentre contacto en el
salón azul». «De hecho tendría que estar a media noche en Ambassadeurs». A mi
inexperiencia se le advirtió que éste era la nueva sucursal de Barberina. Gert y
Maria discuten acerca de la calidad de las diferentes bandas de jazz y orquestinas
de tango en los grandes hoteles, en el Palais am Zoo, en el Valencia, etc. Con algo
de timidez cuento mi modesta experiencia en la pequeña Silhouette. «¿No estaría
bien que fuéramos enfrente mismo a Eldorado? Hay ahí un auténtico lío, a vosotros
os gusta el caos, los esmoquin, las americanas deportivas, los travestidos, las
chicas jovencitas y las grandes damas. Aunque usted prefiere lo correcto, Gert;
quiere una danza y un local distinguidos, usted quiere ir a Königin». Pero
finalmente nos decidimos por algo totalmente diferente.

En la zona oscura de la Lutherstrasse se ve una sola luz. Hay un par de automóviles


privados a la puerta. Ya el estrecho pasillo del vestíbulo está inundado de gente.
Un amable manager nos muestra las posibilidades de acomodo. Y a la puerta de un
segundo cuarto el dueño del local nos lleva de la mano. Es adecuado contar con su
protección personal, pues aquí no todo el mundo es bienvenido. Esto significa que
se puede entrar, comer y beber sin problemas, pero si no se le gusta al dueño de
este curioso local, el camarero no acepta que se le pague, sino que se acerca a la
mesa del extraño, le pide que se considere huésped invitado y que no vuelva. Por
ello aquí hay un público escogido. ¡Aquí sí que hay cabezas! ¡Y hombros! ¡Y cejas!
Allí en la esquina están sentadas esas dos, la bonachona exuberante y la delgada
sonriente que cantan en la revista la canción de la mejor amiga. Y cerca del piano
—imponente como tranquila espectadora— la pelirroja maestra de lo grotesco. Ésta
ríe cuando en oblicuo a ella el gordo gigante del litoral, que intercambia la
poesía alemana de día con las bebidas extranjeras de la noche, profiere su famoso
grito de guerra con el que introduce la segunda y más vital parte de su noche. Pero
el cliente de al lado pronuncia un suave psst, pues ahora está al piano una
personita con blusa de marinero que gesticula preparando la canción de La soltera
de Camaret, que tiene que cantar. Canta francés como su heroica compatriota, su
modelo de Montparnasse. Y el que estuvo suficiente tiempo en París, comprende las
peligrosas palabras de la canción que ahora se introducen con una especie de
melodía eclesiástica. Los otros ríen inconsciente y agradecidamente. En el tumulto
hemos estado escuchando puestos de pie. Ahora conseguimos hacemos con un sitio en
un extremo del bar. Mientras Gert y María bailan echo una ojeada general. Lo poco
que conozco personalmente acerca del arte y de la vitalidad está aquí. Retumbando
suavemente me llama por mi nombre la estentórea voz de uno que en París de un
pequeño restaurante en una esquina ha hecho el Dome y aquí ya es un famoso pintor.
A la bella rusa que está junto a él también la conozco. Él le brinda a ella la
compañía de sus amigos, y contempla a través de los cristales de sus gafas a un par
de jóvenes de la novísima literatura que están sentados enfrente de él en recogido
grupo. La benevolente sonrisa en esta cara de abad que ha encerrado en su bestiario
a buena parte de la literatura alemana y extranjera está dedicada a las ya maduras
hijas de poeta, que él vio jugar de niñas y entretanto se han hecho viajeras por el
mundo y conquistadoras. Una nueva oleada de recién llegados se agolpa en la pista
de baile; al quitarse el abrigo se ve que van vestidos de hindúes e indios de ambos
sexos. Vienen de una fiesta, y antes de ir a otra quieren seducimos para que nos
vayamos con ellos. ¡Ah, la pulsera que tintinea en el brazo de Puck! ¡Ah, el broche
con el águila en el pelo de Sonja! Pero nos quedamos. El joven coctelero despacha
demasiado bien. Nos quedamos hasta que son las tres y algunas sillas ya están
puestas encima de las mesas. María nos quiere llevar al club de mujeres que está
cerca, pero allí no tengo suerte. Incluso hoy en el que somos acompañantes de un
socio, sus puertas permanecen cerradas para nosotros. Por ello Gert, con toda
tranquilidad, nos lleva al Künstler-Eck, donde bajo un techado gótico nos tomamos
una estupendo caldo de gallina. Y así podemos seguir caminando en el amanecer. El
Schwannecke deja una puerta lateral abierta para sus asiduos. Y por añadidura Gert
conoce una asociación de locales que abren a media noche y sirven comidas hasta
mediodía. También él es miembro. Entonces podríamos habernos quedado sentados entre
el final de la noche y el principio de la mañana, entre cantantes y camareros,
actrices y mujeres del servicio. Pero por hoy ya está bien. La consciencia de que
podíamos seguir produce un sueño tan agradable.

Algunos anuncios de periódico y la publicidad portada por los hombres anuncio me


han llamado frecuentemente la atención: «Waltercito, el reanimador de corazón de
oro, el cañón vocal más conocido de Berlín… Día tras día el punto de encuentro de
todos los abandonados… Bailes de viudas para jóvenes maduros en la lujosa y
magnífica sala de la Ackerstrasse… Baile de viejo estilo alemán, sólo jóvenes
maduros, música de flauta para baile… El tema de conversación de todos los días, el
distinguido baile de viudos de Clärchen. Sólo en la Auguststrasse se encuentra la
élite». A veces se formula sintéticamente baile de viudas de élite, con lo que
élite puede aplicarse tanto a viudas como a baile. En la calle Alsacia se lee
«Mujeres fabulosas, no se permite la entrada de caballeros menores de 25 años».
Realmente no se les permite. A la entrada de este palacio de la danza he visto cómo
uno quería demostrar su madurez enseñando sus papeles, pero el hombre de la
taquilla lo rechazó altaneramente y dijo: «No merece la pena ver eso», y no lo dejó
entrar.

Como ya tengo visiblemente la edad necesaria me he atrevido hace poco tiempo a


entrar en un baile para la juventud madura, creo que fue en la calle del Káiser
Federico en Charlottenburg. Estaba con gente que «atacaba» una botella de vino.
Creo que el infortunado se llamaba Samos. Fue impresionante. Con un educado «Me
permiten ustedes», se dirigió el director de la atracción hacia nosotros. Llevaba
una levita similar a la que se ponía en clase nuestro profesor titular de segundo
en el semestre de invierno. Él dijo que la asociación era muy reciente y que
todavía sus estatutos estaban en proceso de constitución. Nosotros debíamos saber
que esa casa había pertenecido a una logia francmasónica que el mismo Káiser
Federico había inaugurado. Se podían ver en los muros los anillos pintados
procedentes de la época de la logia. Por aquel entonces esta habitación era sala de
recogimiento. (Efectivamente, junto a los brindis que se leen en los platillos para
jarras de cerveza estaban estos anillos). Y abajo, donde actualmente tiene su sede
la Comunidad Evangélica Sociedad Limitada, estaba en aquella época el ataúd de los
juramentos.

Él se va de golpe y, con una digna dama que tiene difíciles bordados en su vestido
de terciopelo y algo desiguales sus gruesas piernas, abre la polca-mazurca. Muchas
parejas pudieron seguir esta danza histórica sin tener que ver los movimientos de
la pareja que abrió el baile. Luego volvió con nosotros el fundador de la
asociación y nos manifestó que durante el día trabajaba artesanalmente (ésta fue la
forma de expresarlo) y que con la fundación de esta asociación tenía por objetivo
que las personas se encontraran en un ambiente simpático y agradable. Los elementos
perturbadores que eventualmente le perdieran el respeto a una dama, debían ser
excluidos (éramos demasiado desconocidos como para arriesgamos a tal cosa).

Entretanto el auténtico director de danza contratado introdujo la llamada «danza


del patín». Era delgado y llevaba puesto un frac. En determinados giros de la danza
su compañera de baile daba unas palmadas y las otras la imitaban. El director de
danza se contentaba con trazar un elegante gesto con la mano derecha. Algunas
parejas tenían una graciosa forma de mantener los dedos separados y los codos en
alto. Algunos señores tenían un pañuelo entre su mano y la espalda de la dama.
Observé que cuanto más madura era la juventud de los caballeros, más abajo de la
espalda de la dama ponían la mano. ¿Eran éstos «elementos»? Las damas que entre
ellas bailaban no manifestaban su intimidad como hemos visto en ciertos locales,
sino que ironizaban con miradas y movimientos acerca de lo inusual de su pareja. A
menudo había elección de damas, entonces las que estaban libres tenían el derecho
de «dar palmadas»; según la expresión técnica, lo que instaba al caballero a que
cambiara su pareja de baile. Esto daba lugar a escenas galantes.

Una vez que uno se ha hecho miembro, nos explicó el jefe de la asociación, el
guardarropa es más barato. Después emprendió un nuevo discurso en el que comenta
las ventajas de las danzas tradicionales alemanas e invitó a los asistentes a que
se sintieran bien. A este bienestar contribuye la orquestina con un «salud» cuando
recibe cerveza fresca.

Después de esta experiencia me he hecho una idea de los bailes para la juventud
madura en Berlín que parecen desempeñar un papel en la vida de Berlín. Allí se
entablan contactos. Tienen la misma repercusión social que las agencias
matrimoniales cuyos anuncios se leen en los periódicos y en los carteles. Danzas
giratorias excepto los lunes, jueves y sábados, baile inverso, etc.; entonces ya sé
de qué se trata.

Tienen menos fines sociomorales los bailes cuya cita se concierta por los llamados
teléfonos de mesa. En ellas hay fuentes colgantes y en todo momento aquello que sus
anuncios denominan «buen ambiente asegurado». Prometen lo lujoso, lo artístico, lo
íntimo, tienen lugar en las sedes más lujosas del mundo, sobre suelos de cristal,
junto a los bares de la high life y las exquisitas cocinas. En la más famosa de
estas lujosas salas hay una fabulosa combinación de agua y luz en plataformas
giratorias de colores cambiantes. Este milagro de agua y luz tiene según el
programa la función de agradar a los ojos y de subir los ánimos; también gracias a
ella se produce el suministro de agua y aire. El descubrimiento de los teléfonos de
mesa es psicológicamente muy sutil: el berlinés medio no está tan seguro de sí
mismo, como a él le gusta aparentar. Sin embargo, al teléfono cobra ánimos. (El
teléfono es lo más adecuado para él. En lugar de decir «Hasta la vista», se atreve
a decir «Vuelva usted a llamar» o «Le volveré a llamar los próximos días»). Y
también le anima el verso de la dirección que encuentra en el interesante programa:

No te cohíbas y llama,

ya sabrás si le gusta.

Sí, la casa de baile, tal y como señala la palabra preferida de la nueva Alemania,
es pintiparada para sus clientes.

A la luz difusa de lámparas, se mueven en salas y en cuartos del norte de Berlín,


parejitas del mismo sexo, aquí las chicas, allí los muchachos. Hasta ahora de una
manera más o menos satisfactoria las chicas se vestían de hombre y los muchachos de
mujer. Su acción que antes era una audaz propuesta contra las leyes morales
vigentes se ha convertido en un placer inofensivo y a estas dulces orgías son
invitados también visitantes que gustan de bailar con el sexo opuesto. Aquí
encuentran un ambiente favorable. Los hombres aprenden de los caballeros femeninos
y las mujeres de las damas masculinas aprenden nuevos matices de la ternura y la
propia normalidad es sentida como una suerte. Ah, la iluminación es emocionante. Se
ven cubiertas de lámparas de madera o metal que nos recuerdan a nuestros trabajos
de marquetería de la niñez.

En otro tiempo me parece que todo esto tenía que ser pecaminoso. Entonces las
posibilidades de placer estaban ligadas al peligro. Donde hoy se representan las
obras de cámara escogidas de Reinhardt, había una sala de baile de color púrpura y
oro llena de vapores. Ante nuestros sorprendidos jóvenes ojos giran figuras
encorsetadas que llevan recios trajes de baile con bustos que a veces dejan
descubiertos hasta los pezones, que son tapados y realzados por el tul. El crujido
de las enaguas atormenta nuestros sentidos y sufrimos cuando en un cancán algo
pesado se recogieron las faldas y las estridentes voces de los cantos populares
cantan sobre «los frutos de los árboles». Los más razonables encontraban alivios
para el corazón en las salas de los extrarradios, en Südende y Halensee, donde unas
buenas chicas con principios y oficio se ocupan de la denominada «ruptura». Tienen
las manos rojas de lavárselas y llevan un singular perfume de violetas que está en
permanente lucha con la naturaleza.

Ésta era la época en la que para los más despilfarradores de nosotros en la ciudad
florecía el Palais de Danse. Allí estaban las damas de Babilonia y el Renacimiento
con ciertos juegos y divertimentos prerrafaelistas. Muchas de ellas, que llegaban
con el coche de alquiler o con el automóvil de su vivienda de dos habitaciones en
el barrio bávaro, les daban distinguidamente al portero el dinero del conductor o
del chófer y se sentaban en las sillitas del bar, han prosperado. Muchas hijas de
panaderos han llegado a ser duquesas. Alguna ha debido llegar incluso a la majestad
real, pero no era en tanta medida reçue como las nuevas condesas y duquesas. Hoy el
Palais es casi irreconocible. ¿Qué vi la última vez que allí entré un momento?
Alguna gente vital de Meseritz o Merseburg había salido con sus parientes
berlineses con los que estaba de visita, para ver aquí la mitad del mundo de la que
tan sólo emergía tímidamente un cuarto…

Travesía de la ciudad

A un lado y a otro de Unter den Linden, junto a la calle de Federico, se paran


enormes automóviles ante los que están hombres con librea con letras doradas en sus
gorras y nos invitan a una travesía de la ciudad. Por aquí una empresa se llama
«Elite» y por allá otra «Queso». ¿Fue por comodidad o por reacción del pequeño
burgués? El caso es que elijo «Queso».

Me senté sobre cojines de cuero rodeado de auténticos extranjeros. Los otros


parecían muy seguros, llevarían todo a cabo de once a una; la unida familia de
americanos de mi derecha incluso hablaba de cómo esta tarde continuarían su viaje
hacia Dresde. En varios idiomas el guía pregunta a los recién llegados clientes si
entienden alemán o si son duros de oído, pero esto no es una ofensa sino que le
concierne al reparto de las plazas. Delante hay más luz, detrás se entiende mejor.

En una bandera blanca delante de mí hay un letrero rojo donde se lee «Sight seen».
¡Qué enfático pleonasmo! A la vez se levanta toda la mitad de mis compañeros de
viaje, y yo, al igual que todos mis compañeros de la izquierda, soy obligado a
prestar mi cara al fotógrafo que, desde la calzada, descubre el objetivo y me
convierte en un pedazo de turismo en una foto colectiva. A lo lejos, desde el fondo
una mano me extiende unas postales de colores. ¡Qué alto es nuestro trono, el de
nosotros los que hacemos la travesía, nosotros los extranjeros! El joven de delante
de mí, que tiene el aspecto de un dentista, adquiere un álbum, primero para el
recuerdo, probablemente más tarde para la sala de espera. Él compara al viejo Fritz
en papel satinado con el real en bronce por delante del cual acabamos de pasar.
Está sentado al caballo con una postura inolvidable, la mano bajo un amplio abrigo
apoyada en las caderas y con el conocido tricornio algo inclinado hacia un lado en
la cabeza. Él mira más allá de nosotros a las pilastras y las ventanas de la
universidad, que en otro tiempo fuera el palacio de su hermano. Según el juicio que
puede hacerse mirándolo desde abajo, no tiene un aspecto bonachón. Casi estamos a
la altura de la cohorte de héroes y contemporáneos que hay en su pedestal. Este
grupo está a medio camino entre el bajo relieve y el montón de piedras. Están
protegidos por los cuatro jinetes que hay en las esquinas del zócalo que no
permiten que suba nadie más. Ahora nos deslizamos por delante de la larga fachada
de la biblioteca por el lado que da el sol. Bajo marquesinas de elegantes tiendas
nos vemos atraídos por la seda, el cuero, lo metálico. Las cortinas de encaje
delante de Hiller traen recuerdos lejanos de buenas horas, del casi olvidado olor
de la langosta y el chablis, del viejo portero que tan discretamente sabía guiar a
los Cabinets particuliers. Parto para ser atrapado de nuevo —¿acaso no soy un
extranjero?—. Agencias de viajes, la embriaguez de los escaparates por los mapas
del mundo y los globos terráqueos, la magia de los cuadernitos verdes con las hojas
rojas, los seductores nombres de las ciudades extranjeras. Ah, todas las alegres
partidas de Berlín. Con qué ingratitud se ha abandonado una y otra vez la ciudad
querida.

Pero ahora, atención. Torcemos para entrar en la calle de Guillermo. Nuestro guía,
en un extraño alemán que suena a americano, señala: «llegamos a la calle del
gobierno de Alemania». Aquí hay tranquilidad, tal y como si se tratara de una calle
privada. Ante las discretas fachadas pintadas en amarillo, detrás de las cuales se
hace la política exterior de Alemania, hay dos lámparas de cristal grueso que nos
recuerdan la hospitalidad de antaño. ¿Pudo haber ardido en ellas una suave luz de
petróleo en los tiempos en que eran modernas? Una de estas puertas de color marrón
adornadas con trabajos de marquetería llevaba en otra época a la vivienda de la
celebrada bailarina Barberina en una época en la que ya no bailaba y se había
convertido en baronesa Von Cocceji. Y poco más de un año después, de 1862 a 1878,
Bismarck ha vivido aquí. Éste era el pequeño cuarto de trabajo con los postigos
color verde oscuro y la alfombra de flores y junto a ésta el comedor donde se
redactó el despacho de Ems. Más tarde se mudó al Palais Radziwill, donde todavía
hoy vive el Canciller Imperial, pacíficamente detrás de un jardín, como un par de
casas antes lo hace el presidente del Reich. Pero nuestro guía no nos deja que nos
sumamos en esta paz, nos lleva la vista hasta el sólido complejo de edificios de
enfrente y proclama todo maravillado: «Todo justicia». «Y aquí —continúa—, relleno
de oro desde el sótano hasta el techo, el Ministerio de economía». Ésta es una
broma de la que sólo los auténticos extranjeros pueden reírse. Me consuelo mirando
la bella amplitud de la Plaza de Guillermo, las banderas que ondean en el palacio
imperial, los verdes arabescos de los cabrios de la pérgola de la boca de metro y
la arqueada espalda de húsar del general Zieten.

Un batiburrillo de torres, desniveles, pináculos y cables, «la calle Leipzig, la


más importante calle de comercio de la metrópolis». Pero tan sólo cruzamos
brevemente por ella. Seguimos yendo por la calle de Guillermo, pasamos por delante
de muchas tiendas de antigüedades (emergen recuerdos de la criminalmente bella
época de la inflación. Te acuerdas, Wendelin, del señor Krotoschiner, en aquellos
tiempos, inmóvil en su tienda, sentado en la silla de los blasones entre el armario
de Pomerania y la mesa de Trento), por delante de la Casa de los arquitectos (me
vienen recuerdos más viejos de la ambiciosa época juvenil en la que no había que
hacer otra cosa que aprender, y aquí había muchas interesantes conferencias en la
sala donde los frescos de Prell nos contemplaban con desprecio, me es especialmente
inolvidable aquel hombre de los pueblos lacustres que sufrió el célebre e histórico
resfriado del que habla Vischer en También uno).

El Palacio del Príncipe Enrique, desde el cual echamos una ojeada para ver a través
de la bella sala de columnas el antiguo patio y las antiguas ventanas. Sus
sencillos edificios adosados con un valor funcional están pintados del color marrón
claro con el que se le ocurrió hacerlo al poeta Laforgue en muchos palacios de
Berlín cuando en los años ochenta del siglo anterior estuvo en París como lector de
la emperatriz. Lo llamó couleur café au lait y le parecía que era el color
predominante de la capital. Esto es válido para el mundo de la calle de Guillermo y
en mucha partes de la ciudad vieja.

Nuestro rápido coche no para junto a los bien conocidos museos de la calle Príncipe
Alberto. La mayoría de los pasajeros miran hacia el gran jardín de los edificios
del Parlamento regional. Miro a las ventanas, detrás de ellas están las carpetas
con figurines de la magnífica colección Lipperheide que esperan en la Biblioteca
artística estatal a los tranquilos espectadores. Preferiría bajarme y ver las
queridas imágenes, pero hoy tengo obligaciones de extranjero, no puedo quedarme
mucho tiempo en estas salas del museo de artes y oficios que tantas peregrinaciones
ha experimentado. La mayor parte de las colecciones está hoy en el palacio. Y las
fiestas de carnaval de los estudiantes de artes y oficios, una de las más bellas de
Berlín, tienen lugar en aquella casa, ya que las escuelas de arte han sido
trasladadas a Charlottenburg, y como correcto laudator temporis acti me parece que
no pueden ser tan bellas como fueron aquí. Ah, incluso las pequeñas fiestas que
tuvieron lugar después del traslado de la escuela de arte, y que se desarrollaron
en el desván, son inolvidables. Nos deslizamos por el abombado alto Renacimiento
del museo etnológico. Aquí todo es citado nada más que por su nombre y no se dice
nada de Turfan y Gandahra, ni del inca, ni del maorí. Más bien nuestro guía nos
habla de lejos y nos dice: «Patria, el Café Patria, el más grande café de la
capital». Los extranjeros fijan la vista en la gran cúpula suntuosa del edificio y
aquellos que ya tienen experiencias berlinesas nocturnas aconsejan a los otros ver
este establecimiento monstruo con todas sus secciones, el museo popular culinario
de Kempinski y sus panoramas con iluminación de noche.

Sí, eso es lo que deben hacer. ¿De qué les sirven a ellos nuestros viejos palacios
y museos? Quieren ir a la Alemania monstruo. Entonces, adelante, señorías, entre en
el antiguo Piccadilly, hoy Casa Patria. Allí se presenta lo patrio y lo extranjero.
Si ya le ha elevado el ascensor del lujoso vestíbulo, podrá tomar el jugo de la vid
de las terrazas del Rin y mirar cómodamente el panorama donde se precipitará sobre
usted una tormenta de primera magnitud de viñedos, electricidad y minas. Cuando el
cielo vuelva a despejarse unas chicas renanas adornadas de sarmientos bailarán ante
usted y unos escolares con chaqueta de terciopelo le cantarán. Usted tiene que
verlo. De ahí vaya tambaleándose por favor a la bodega[71], donde unos curiosos
hombres con pañuelos en la cabeza y fajas en el estómago nos ofrecen un aspecto
ardiente para trasladarnos a una taberna española. Las dos tímidas españolas de la
Ackerstrasse le levantarán el ánimo con una representación de danza que se lleva a
cabo en ese rincón. Al entrar en el bar del salvaje oeste, usted sentirá según el
programa todo el romanticismo de la pradera americana. Cómprese de todas todas el
programa. Así sabrá como debe sentirse. ¿Qué hace con el vino joven de Grinzig la
encantadora Viena? Se abre a la vista del espectador al crepúsculo. ¿Para qué se
invita a vinos húngaros ante la soleada Puszta? Para pasar el rato. ¿Qué nos
embarga en el Café Turco? La magia de los cuentos de Las mil y una noches. No deje
de sentarse en los taburetes a mesas en las que hay inscritos auténticos signos
árabes, ni de beber el más fuerte de todos los moka dobles turco-berlineses. A
través de la luna que le separa del panorama del Bósforo podrá usted ver a su
vecino, el señor que se liaba cigarrillos como si estuviera sentado a la mesa con
el narguile que pertenece al primer plano del grabado. Pero ahora tiene sed como
para beberse una cerveza y encuentra la Löwenbräu muniquesa, que según el programa
«está dedicada a la alegría de vivir». Las chicas que sirven, que en honor a usted
hablan más en bávaro que los bávaros, llevan sombreros de paja con pluma, chaquetas
azules y faldas recogidas y a rayas y cantan jodel tirolés para subimos el ánimo
cuando pasan cerca de la música. Ésta es tocada por los señores Buam, que van con
tirantes. En las piernas del pantalón por debajo del vientre llevan bordados
motivos de arte bávaro. Allí también puede verse la ventana de cristal
artísticamente fabricada «con la imaginería romántica salvaje del Eibsee». Y
entonces empieza la atracción. Se apagan las luces en la sala. Se enfoca la luz
hacia el hotel del Eibsee. La dirección, que no para en gastos, ofrece el atardecer
en los Alpes. Tan pronto como se encienden las luces en la sala, un trío, Bua, Madl
y Depp, nos hace sentir como si la exposición de la explanada de la fiesta de
octubre estuviera en el Kaiserdamm. Allí los dos rivales, uno frente a otro,
destrozan bellas tonadas. Sí, la dirección no para en gastos. Si quiere usted ir
todavía a la gran sala de baile que «está a la altura de las más brillantes del
mundo», si quiere «aprovechar la posibilidad de bailar sobre el oscilante parqué»,
tendrá que pagar tres marcos extras que se le cargarán en la bebida y la comida.
Entonces entra usted en un lugar que es como una imagen del cielo llena de
colorido, donde troncos de palmera a modo de columnas sostienen la sala. Y las
girls alemanas, cuando se apresuran a salir a escena, le rozan a usted con sus
velos de gasa. Baila para usted un fuerte joven en traje de baño con una dama que,
además del traje de baño, sólo lleva una especie de sujetador. Baila con ella, la
hace girar mientras ella le rodea el cuello sólo con los tobillos y él la mantiene
suspendida. Las girls alemanas se deslizan sobre el suelo como un ballet de remeras
y cantan sobre nuestra época, la época de los deportes.

Ahora siente usted un poco de alivio después de tanta oferta. Allá por donde está
el oso de peluche de tamaño sobrenatural que abrazan las muchachas que han pasado
rozándole, usted sale al balcón. Allí, en la clara noche, ve la estación de Potsdam
con un aspecto berlinés antiguo, marrón amarillenta, serena y suave, la misma que
ahora de día nos muestra nuestro guía.

Por la escalinata que lleva a la estación van los viajeros con faldas de colores
claros y vestidos de telas lavables. Tienen suerte, es un bonito día de otoño.
Algunos van por la estrecha pasarela que lleva a la pequeña estación del Wannsee.
Prefiero ir detrás de ellos. Irán en velero o quizás sólo en un bote de remos. O
sólo se darán una vuelta por uno de los parques de Potsdam. Potsdam y los lagos de
Havel, el alma escondida, el más allá terreno de Berlín. También hoy en una jornada
de diario. Pero ahora llegamos a la plaza de Potsdam. De ella ante todo hay que
decir que no es una plaza, sino aquello que se denomina en París un carrefour, un
cruce de caminos, un cruce de calles; no tenemos una palabra adecuada para ello.
Aquí hubo una puerta de la ciudad, Berlín llegaba a su fin y a partir de este punto
las carreteras se ramificaban. Hay que tener una visión topográfica muy educada
para reconocer esto por la forma del cruce de las calles. El tráfico es
oficialmente tan intenso, en un espacio tan relativamente reducido, que a veces uno
se extraña lo fluido y lo suave que discurre. Dan un aspecto tranquilizador los
numerosos, coloridos y floridos canastos de las floristas. Y en medio está la
famosa torre del tráfico y vigila el juego de las calles como una silla de juez
árbitro de tenis. Raramente dormidas y vacías se ven ahora en la claridad del
mediodía las grandes letras e imágenes de anuncios en los muros de las casas y los
tejados: esperan la noche para despertar. En el Berlín más joven, la casa reformada
donde se encuentra la tradicionalmente famosa pastelería Telschow traza sus líneas
nítidas y lisas. El Josty-Eck nos lleva por un momento a una época antigua. Pero en
la otra cara de la calle Bellevue crece —por ahora, todavía, detrás de una pared
recubierta de carteles— algo totalmente nuevo, unos grandes almacenes con un nombre
parisiense. ¿Llegará a ser tan bella como la obra maestra de Messel que se
encuentra detrás de la arboleda de la plaza de Leipzig, la casa Wertheim? La calle
Bellevue, a la que podemos echar una rápida ojeada, se va convirtiendo cada vez más
en una Rue La Boëtie de Berlín. Las tiendas de arte se asocian a tiendas de arte. Y
debido a ello también los escaparates de las tiendas de moda se hacen cada vez más
escogidos, se parecen cada vez más a un bodegón. Y esto beneficia tanto a los
grandes como a los pequeños automóviles privados que esperan ante el Hotel
Esplanade en la zona de acceso. Sus carrocerías que cada vez se convierten en
mejores combinaciones de armazón y lunas y su revestimiento es de maravillosos
colores. Hay una luz verde en la torre del tráfico. Bordeamos la plaza de Potsdam
y, cruzando la de Leipzig, pasamos por delante de las columnas blancas de los dos
templetes de la puerta. A la izquierda y a la derecha de la estatua de bronce del
general Brandenburg, que, como opina el humor popular berlinés, habla, en un vis-à-
vis, del tiempo con el general Wrangel («¿qué tiempo hace hoy?», pregunta Wrangel y
extiende hacia delante la mano con su bastón de mando de mariscal de campo; «Una
auténtica mierda», contesta Brandenburg dejando la mano plana); junto a este
guerrero se encuentra una larga fila de floristas. Ante nosotros están la entrada
lateral, las orgullosas y finas pilastras y los adornos de metal del almacén
Wertheim. La vista vaga de los nuevos y brillantes materiales de su escaparate a
los recipientes de colores y los blancos, los platos y las fuentes de porcelana
antigua de Berlín, allí, en la casa de la manufactura estatal que en otro tiempo
fuera real.
La gran casa de los señores está vacía y como si se ofreciera en alquiler,
actualmente a falta de señores se lleva a cabo allí un poco de consejo de Estado y
de beneficencia pública.

También el vecino Ministerio de Guerra es bastante antiguo. La mayoría de los


asuntos referentes al ejército imperial se deciden en otros sitios. Se pueden ver
como juguetes de los hijos de los príncipes de antaño en sus palacios y jardines
los pequeños cañones de juguete; junto al portal hay un par de diminutos soldados
de metal con un uniforme antiguo. Encima del Ministerio de Correos, que un cicerone
nos muestra, unos gigantes o atlantes cargan con una sólida bola del mundo de
piedra, que afortunadamente no se les caerá a la calle dificultando el tráfico. Hay
varias bolas del mundo de ese tipo en Berlín, que pertenecen a los horrores de los
últimos años del siglo pasado y que hoy en muchos edificios privados son liquidados
en grandes operaciones de limpieza. Conozco personalmente una en la gran calle
comercial de Schöneberg, en el alto edificio de la esquina, sobre una torre
abombada que hace las veces de barandilla. Ésta y una no menor que se encuentra en
el barrio bávaro son de cristal. Y, como no están vigiladas por fiables gigantes
como en el Ministerio de Correos, me temo que alguna vez se caerán y espero que
sean apartadas en la próxima limpieza general. Se las podría recoger a todas en un
museo de arquitectura y escultura neoguillermina, al que se podría llevar todo
aquello que molesta en el ámbito privado y público. Lo mejor de esta gran casa de
la esquina está dentro y es una colección de viejos medios de circulación. Allí hay
diligencias de correos y ferrocarriles antiguos, pero sobre todo una cantidad de
viejos sellos postales y tampones, una fiesta del recuerdo para todos los que,
cuando niños, han confundido Thurn y Taxis y la vieja Prusia y el colibrí de
Guatemala y el cisne de Australia.

A la derecha y a la izquierda se arquea en este lugar la calle de la Muralla que es


una agradable interrupción en este mundo del ángulo recto. Su línea circular la
traza un tramo de una antigua muralla de la ciudad, y el rey soldado Federico
Guillermo I, que mandó construir toda Friedrichstadt con bellas casas en filas e
hileras, debió de estar desolado ante las inevitables redondeces del casco viejo de
la ciudad. Antes de que hayamos visto las dos iglesias de cúpulas redondas, a la
derecha la iglesia de Berlín, a la izquierda el lugar de producción e influencia de
Schleiermacher, la iglesia de la Trinidad, nuestro coche sigue adelante. Y, en
lugar de ver los antiguos muros de iglesias, vemos la piel, la tela, la seda y el
acero de los lujosos escaparates. Pero, antes que las chicas desnudas en piedra que
están sobre el portal de los enormes grandes almacenes Tietz nos puedan atraer,
torcemos en dirección al mercado de los Gendarmes. Ya desde lejos ambas cúpulas y
el pequeño Pegaso verde del tejado de la Casa de la Comedia se ven iluminados por
el luminoso cielo de color azul empolvado. Ahora nos paramos. Me quedo en la
«Entrada del escenario». Vosotros, los otros, los auténticos extranjeros, no habéis
esperado aquí, cuando erais escolares, ver salir a la majestuosa intérprete de la
Doncella de Orleans. Os muestran ambas iglesias con las famosas torres en cúpulas
gontárdicas, que Federico el Grande mandó construir, y caracterizar para que una
sea la catedral alemana y la otra la francesa. Ambas destacan de sus respectivas
iglesias, las cuales son más antiguas y se inclinan tímidamente ante ellas. Por
ello la Casa de la Comedia, que Schinkel construyó sobre los muros que quedaron en
pie después del gran incendio, constituye una maravillosa unidad. La bella
escalinata que conduce al soberbio vestíbulo con las delgadas columnas jónicas. No
se sube nunca por ella. Para los visitantes comunes bajo el pasaje está la salida.
La escalinata estaba al final reservada para la corte, en la época en el que éste
era todavía un Teatro Real. El Schiller de Begas es demasiado poco para este marco.
Aquí sería mejor que se convirtiera en un tritón de fuente recubierto de musgo que
tener que representarlo directamente vestido con toga y rodeado de pretenciosas
damas subidas a un zócalo y que drama, la historia y la filosofía.

A los extranjeros se les hace centrar la atención en el banco estatal prusiano, la


antigua «Sociedad Marítima Real»; entretanto yo miro de soslayo la famosa bodega
donde Ludwig Devrient y E. Th. A. Hoffmann empinaban el codo. Él vivía en esta
plaza en la época en la que todavía muchos edificios de construcción apresurada
rodeaban el mercado de los Gendarmes. Y aquí uno se imagina la «Ventana del chaflán
del primo» y a él paseando con su camisón de Varsovia y la gran pipa en la mano y
echándole una ojeada al mismo tiempo al dinámico mercado berlinés.

Bordeamos la esquina y estamos de nuevo en una de estas plazas de ángulos agudos,


que en las épocas de los bastiones de las murallas de la ciudad. Se llama plaza de
la Prisión y antes, cerca de ella, había una casa repulsiva en los años cuarenta y
cincuenta en la que estaban enrejados los presos políticos. Ahora hay un laborioso
barrio comercial alrededor de él. Ya sólo sigue siendo antiguo el alzado, aquí
empieza la zona de las diferentes avenidas periféricas intramuros y la explanada
del viejo Friedrichwerder. Este tercer Berlín, junto a aquel que está a ambos
brazos del río y el cercano Colín del Spree. Aquí podríamos seguir a la derecha,
pasando por delante de los angelitos que rezan en las cruceros de ventana del
Hospital Santa Isabel, y continuar hacia la antigua calle Leipzig y los curiosos
rincones del patio de Raule. En lugar de ello nuestro viaje continúa por el amplio
dique hacia el norte, pasando por los muros rojizos del Banco Imperial, una obra de
Hitzig, del constructor de la bolsa, que en el próspero Berlín de los años
cincuenta y sesenta supuso un auténtico renacimiento para el comercio y la
industria que se desligó del modesto clasicismo de los últimos discípulos de
Schinkel. Esto fue siempre mejor que lo que vino después; sin embargo, preparó el
camino para el juego guillermino con los viejos estilos. Por el contrario, es
inocente el denominado «gótico modificado», en el que Schinkel, a finales de los
años veinte, construyó la iglesia Friedrich Werder junto al mercado de Werder,
nuestro próximo destino. Ésta es una buena obra de estilo prusiano antiguo, tiene
el tono marrón de ladrillo que es común a toda una serie de iglesias y estaciones
de nuestra querida ciudad. Éstas, más fieles a la obligación que de aspecto
piadoso, exhortan más a la «Fidelidad y a la probidad» que a la mística. Un
estricto arcángel mata sobre la puerta a un dragón que no tiene admitida la entrada
y no mira con ojos soñadores a la inmensidad como sus más antiguos primos de
madera, piedra y óleo, sino que fija la mirada en su víctima. ¿Lo miran a veces las
elegantes compradoras y visitantes de las grandes casas de moda? ¿Encuentran
simpático que se concentre tanto en su misión o preferirían que soñara un poco en
lo incierto y en lo de aquí abajo?

Ahora pasamos por el puente de las Esclusas y la plaza del Castillo. El guía les
promete a aquellos que giran la cabeza hacia el soberbio edificio que volveremos
aquí, pero que primero se llevará a cabo un pequeño tour por el viejo Berlín. Éste
se lleva a cabo algo rápido, pues todavía hay muchas cosas que hacer. Yo, sin
embargo, querido extranjero y compañero de viaje, si vuelves a esta zona y tienes
tiempo, te invito a perderte por aquí un momento. Aquí todavía hay callejuelas de
verdad, todavía hay casitas, que se apilan unas contra otras y cuyos frontones
parecen espiarse. No son conocidas más que por un par de entendidos y tampoco están
tan vacías o esporádicamente habitadas como lo están las casas que se suelen ver.
No, están muy habitadas por gentes insospechadas, que, por la puerta de entrada
totalmente abierta, bajan por una empinada escalera de anchos maderos o te miran a
través de ventanas de bello marco apostados detrás de macetas y de jaulas de
pájaro. Mira, allí a la derecha empieza una callejuela: se llama callejuela del
Spree y es la «callejuela del gorrión» de Raabe, donde también está la casa en la
que vivió el escritor, y justo inmediatamente al lado conozco otra que tiene unas
encantadores festones de piedra sobre la ventana y una maravillosa madera color
verde viejo en la puerta y en su armadura. La calle de los Hermanos, por la que
ahora circulamos, tiene dinamismo, y sus casas, tanto las nuevas como las viejas,
forman una curva en movimiento. Debes ir allí, hacia lo sencillo. Éste es un bello
lugar berlinés que perteneció al famoso y mal afamado Friedrich Nicolai. La bella
escalera barroca, que verás dentro, la mandó construir un antiguo habitante,
comisario de guerra. Durante un tiempo fue posesión del «comerciante patriota»
Gotzowsky, que, cuando todavía era rico, salvó a Berlín del saqueo de los rusos y
posteriormente compró la manufactura de porcelanas a Federico el Grande. Esta casa
fue subastada con toda su servidumbre y habitada por muchas personas hasta que la
adquirió el banquero Nicolai. Entonces se convirtió en punto central de la alta
sociedad berlinesa. Esto tal vez lo percibas algo cuando entres en la gran sala con
los espejos y los artesonados. Sin embargo, en las habitaciones más pequeñas, que
ahora albergan un museo de Lessing, unos cuantos encantadores niños jugaron y
estudiaron. Esto se lee en los inolvidables diarios de Lily Partey, que fue nieta
del viejo Nicolai. Muchos importantes berlineses y otros curiosos de la época
intelectualmente sociable de principios del siglo XIX iban a estas habitaciones y
estaban de visita en el pabellón de Partey situado en la calle de las flores, en el
exterior, junto a la contraescarpa, la que en el futuro sería la Alexanderplatz.

San Pedro es el patrón de los pescadores, y tiene su nombre la iglesia que ahora
rodeamos. Está en el lugar del santuario de los pescadores del viejo Colín. Hay
otra santa querida de corazón por los berlineses y los de Colín. A él se le erigió
en tiempos recientes un monumento sobre el puente por el que pasa el camino que
lleva a Spittelmarkt. Se trata de Santa Gertrudis, la abadesa que fundó hospitales
y albergues para los viajantes. El nombre de Spittelmarkt proviene del Hospital de
Santa Gertrudis, del que como resto se conservó hasta los años ochenta la pequeña
iglesia de Spittel, en medio de una idílica plaza del mercado de la que con el
tiempo surgió una de las más transitadas plazas de la ciudad rodeada de altos
edificios comerciales. Ante la santa se arrodilla en el puente un escolar, al que
ella le ofrece un trago. ¿No ve ella que lleva bajo un paño un ganso robado, o hace
misericordiosamente la vista gorda? Como protectora de los peregrinos también
favorece a la peregrinación de las almas de los muertos. Éstas se transforman,
según una leyenda popular, en ratones, que en la primera noche posterior a su
muerte van a ver a santa Gertrudis, en la segunda a san Miguel y en la tercera
alcanzan su figura perenne en el más allá. De ahí que en su zócalo del monumento
haya un tropel de ratones. Santa Gertrudis tiene en la mano una rueca. Es pariente
del hada Holle y de la divinidad pagana de la que ésta se deriva, y protege el
cultivo de lino y a las hilanderas. Las flores primaverales que se encuentran a sus
pies como ofrenda son símbolo de agradecimiento de los campesinos, cuyas campiñas y
sembrados son protegidos de los animales por la santa, que ella tiene bajo su
hechizo. No es precisamente una obra de arte el monumento que es descrito tan
detalladamente aquí, pero pasan tantas cosas con él que merece la pena contarlas
como hizo Pausanias con los edificios sagrados de Grecia.

La calle de santa Gertrudis nos lleva al mercado de pescado de Colín, que en el


pasado fue la plaza mayor de Colín del Spree. Aquí estuvo hasta hace treinta años
el ayuntamiento de Colín. Pero un edificio muy gracioso de época antigua ha
desaparecido ya hace años. Se trata de la casita de los locos a la que se llevaba
antaño a los beodos para que pudieran dormir a gusto la borrachera. Aunque ya no
exista la casita de los locos, no lejos de aquí hay una casa muy vieja en la que
pueden entrar locos de verdad. Está al final de la calle de los Pescadores, que,
dejando atrás viejas callejuelas, lleva del Mercado de pescado al canal de
Federico: es la llamada Posada del Nogal. Se piensa que es la casa más antigua de
la ciudad y aquí los lansquenetes celebraban sus fiestas con las fulanas de Berlín
y Colín. Tiene un alto frontón procedente de la Edad Media. Aquel que quiera
conocerla bien tendrá que ir ya entrada la noche. Allí hay reunida una bizarra
mezcla de clientes. Se ven unos junto a otros, en la misma mesa, blusas de seda y
delantales, y mandiles de pescador y de carretero junto a levitas. En la pared, por
debajo de unos antiguos diplomas de hostelería, hay auténticas enseñas de
embarcación regaladas por su patrón. Aquí oí por primera la vez la recientemente
modificada Loreley con sus estrofas de briosos finales.

Se peinaba con el peine,


se lavaba con la esponja.

Y conocí a Ludecken, que se hacia llamar a sí misma «la vieja de la lancha»; cada
vez que decía algo ponía el dedo delante de la boca como si fuera secreto y, cuando
estaba alegre, mostraba alternativamente sus papeles y su ropa interior blanca.
Todo el mundo la invitaba a beber, pero a veces en un rincón apuraba a escondidas
los restos de algunos vasos. Bailaba muchas veces con caballeros o sola, y ésta era
una visión edificante. Sólo cuando venía el jefe se quedaba tranquila en su rincón.
El jefe era alguien cuyos caballos Ludecken tenía que cuidar y dar de comer en la
madrugada, y estar serena para ello no era fácil.

Nuestro coche va por el dique de los molinos. Éste es el puente entre Colín y
Berlín, que las unía y las separaba cuando eran dos localidades diferentes. Y es
que en este lugar los habitantes de las ciudades vecinas frecuentemente se
golpeaban en la cabeza hasta hacerse sangre. En el extremo del puente hay dos
margraves en bronce: Albrecht el oso y Waldemar. No perjudican a nadie, pero
tampoco tienen por qué estar inmediatamente allí, ya tienen su emplazamiento en la
avenida de la Victoria una vez que esté acabada. Según los grabados antiguos, se ve
que este dique de los molinos tuvo que haber sido bonito cuando aún había aquí
naves con arcos y tiendas de ropavejero. También es seguro que sena agradable ver
los molinos cuando el edificio municipal de los molinos del dique estaba en esa
falsa fortaleza de los años noventa que es hoy la caja de ahorros municipal. Cuando
se realice el proyecto de construcción de los canales de Berlín y se reforme la
esclusa del dique de los molinos para poder atender a las necesidades de barcos más
grandes, entre otros se derribará este edificio y después se plantearán buenas
tareas a nuestros urbanistas y arquitectos.

Nos paramos en el Moltenmarkt. Allí nos llama la atención una bella casa del tiempo
de Federico, el palacio Efraín, que el gran rey mandó edificar al impopular «judío
de las monedas», el artesano de los Friedrichsdor de cinco táleros. Monedas de poco
valor, denominadas «chaquetas verdes», de las que se decía en verso:

Por fuera bellas, por dentro nefastas.

Por fuera Federico, por dentro Efraín.

No se puede visitar la bella casa por dentro, donde tienen su sede organismos
oficiales. Fuera, al ser casa que hace esquina, se forma un maravilloso semicírculo
con sus balcones que descansan sobre columnas toscanas, las pilastras de muro
corintias, los graciosos angelitos sobre el enrejado. Alrededor del Moltenmarkt
está la más antigua colonia en la rivera berlinesa del Spree, y también aquí
encontramos las únicas callejuelas medievales que se conservan, el Krögel,
frecuentemente descrito y representado en pintura. Éste es tan famoso que nuestro
coche se detiene antes de adentrarse en él y los pasajeros se bajan para seguir
andando por las pequeñas callejuelas el camino hasta el agua. Originalmente debió
de haber aquí un canal o un brazo del Spree que ya fuera cegado hace mucho tiempo y
que sirviera de ayuda al tránsito del mercado y el depósito hasta el río. Un acceso
por la puerta lleva al patio interior de la callejuela. Aquí, en la Edad Media,
estaba la única casa de baños de Berlín. Allí, los que se bañaban eran atendidos
por las hijas de la ciudad de las que se decía que «vivían en la deshonra».
Llevaban una especie de traje profesional, un corto sobretodo, y debían llevar su
pelo cortado al rape. Por eso debió de ser muy ofensivo cuando, en el año 1364, el
escribano particular del arzobispo de Magdeburgo, un vividor frívolo, le propuso a
una honrada hija de la ciudad acompañarle al Krögel. Y hay que comprender la ira de
los ciudadanos, que fueron al ayuntamiento, donde el séquito del obispo estaba
hospedado, sacaron al malhechor de la mesa y, en el mercado, lo torturaron hasta
matarlo. En algunas ocasiones van las mujeres honradas al Krögel. Era costumbre que
las festividades de boda se celebraran con baños y un desayuno en ellos. Entonces
una procesión colorista y llena de vida cruzaba la callejuela, delante de ella iban
los músicos y los bufones. No debían de ser muy tiernas las bromas que se hacían de
la novia. El viejo reloj de sol que todavía se ve en un muro recuerda una época
posterior. Marcaba la hora a las cortes de los príncipes extranjeros que aquí se
alojaban cuando sus señores eran huéspedes del Príncipe Elector. Hoy, en los vuelos
de los pisos de arriba y detrás de las ventanas del entresuelo hay talleres y
pequeñas viviendas. Uno de los habitantes de este resto de medievo posee un museo
de armas, grabados y mobiliario antiguo. En verano a veces se oyen los ecos del
divertido rumor de la recentísima piscina al aire libre que se encuentra frente a
la orilla pasado el puente de los Huérfanos y Neukölln. Allí, con los escombros
provenientes de las obras del metro se ha formado una especie de playa. Los jóvenes
le han sacado provecho y han abierto la piscina Paddensprung. Por lo demás, siempre
reina la tranquilidad en el Krögel y, cuando por la tarde se detiene el rumor del
trabajo en los talleres, puede surgir el Berlín plenamente antiguo de los
entramados de madera y los frontones.

Desde el dinámico Moltenmarkt, lleva una callejuela curva a la tranquila plaza


donde se encuentra la iglesia más antigua de la ciudad: Fue dedicada al patrón de
los viajantes y los comerciantes, San Nicolás. De su antiguo muro se ha conservado
una enorme base de torre de sillares de granito; todo lo demás se quemó en uno de
los muchos incendios que arrasaron Berlín en el año 1380. Las partes más recientes,
el coro y la larga nave han sido frecuentemente reconstruidas. Aquí debes entrar a
diario a mediodía cuando suena el órgano para el recogimiento. Bajo su masa se
reconoce en el crepúsculo los contornos de una sepultura labrada por el cincel de
Schlüter. Cuanto más tiempo se contemple, más claramente se notan las redondeces de
las vasijas y de los pliegues barrocos. La sala gótica tiene muchas grandes y
pequeñas capillas con monumentos de todas las grandes épocas del arte que recuerdan
y veneran la memoria de algunos que se han hecho famosos mucho más allá del ámbito
de la ciudad. Allí hay retratos de militares, prepósitos, eruditos, alcaldes y sus
mujeres. Hay muchas cabezas con barba y gola y pelucas largas, coronadas por manos
de mujeres con laurel o por angelotes con coronas de estrellas. En las urnas el
acanto enmarca escudos antiguos. Un pequeño Amor llora sobre un reloj de arena y
una antorcha que bascula. Bajo las calaveras aladas con un fondo oscuro hay un
retrato rodeado por la serpiente de la eternidad. La iglesia de San Nicolás, así
como la iglesia de Santa María y la del Claustro, se convirtió en protestante,
pero, como aquellas, ha mantenido algo del antiguo lujo, es una pena que ya no
huela a incienso en sus salas. Es interesante saber que aquí predicó el
indulgenciero Tetzel, rodeado del tout-Berlin de por aquel entonces, que lo recogió
en las puertas de la ciudad con los altos dignatarios, gremios y monjes negros y
blancos. La tranquila plaza que rodea la iglesia, esta isla de ensueño en medio del
ruido de la gran ciudad, era y se llamaba antes patio de la iglesia de San Nicolás
y esto armonizaba con los numerosos monumentos funerarios dentro de la iglesia y
fuera, en sus muros. En este lugar hay un par de casitas antiguas muy pequeñas y,
cuando se entra en una de ellas, se ven patios pequeños y diminutos. Unas escaleras
empinadas conducen a las viviendas. Algunas de las casas no tienen fachadas
independientes, sino que están pegadas a la casa del vecino. Y una que se jacta de
ser la casa más pequeña de Berlín, además de no tener una mesa de comedor privada,
tampoco tiene número de calle y sólo se puede entrar en ella por la casa del
vecino. Vagando por el casco viejo de la ciudad podemos ver por aquí y por allá
algunas de estas casas. Con frecuencia su fachada no ocupa más de la anchura de
tres ventanas. La puerta de entrada tiene dos hojas: una se abre hacia la vivienda
que está en el entresuelo; la otra, hacia la estrecha escalera que comienza en el
umbral de la puerta y sube al piso de arriba.

Volvemos al Dique de los molinos, después cruzamos la calle del puente de los
pescadores, y pasando por el puente de la isla que lleva a Neukölln am Wasser. Aquí
y enfrente, en el canal de Federico hay algunas casas antiguas, en parte con
puntiagudos techos de dos vertientes, en parte por bellos tejados abuhardillados de
la época barroca, con rosetones bajo las ventanas y las pilastras que articulan
bellamente la fachada de la casa. Nuestro coche transita muy rápidamente como para
ver todo esto, tenemos que aplazarlo hasta una caminata por las calles y las
callejuelas cercanas al río. Allí, junto a lo pintoresco se encuentran
curiosidades, como el enorme acanalado de una casa en una esquina del Moltenmarkt
o, en una casa de la Wallstrasse, el relieve de un hombre que carga con una puerta
a su espalda. Según el relato bíblico de la puerta de Gaza, se le denomina Sansón.
Según una tradición, esta figura debe recordar la época en la que aquí se
encontraba la puerta de Köpenick, cuyos goznes habían sido guardados en esta casa.
Es más divertida todavía la interpretación que se refiere a un zapatero pobre que
vivía miserablemente aquí con su familia. En tiempos de Federico el Grande, cuando
su director de loterías, Casalbigi, al cual conocemos por medio de las memorias de
Casanova, organizó una lotería que reportaba mucho dinero y costó mucho a sus
ciudadanos, este zapatero compró un billete y, como temía que sus hijos pudieran
romperlo con sus juegos por el taller, lo pegó con pez a la puerta del cuarto.
Precisamente este pobre tuvo suerte y consiguió el gran premio. Para presentar su
billete no le quedó otro remedio que sacar la puerta de sus goznes y cargarla sobre
sus espaldas. Así anduvo para sorpresa de sus conciudadanos hacia el edificio de la
lotería. Y, después de que recibiera el dinero, mandó colocar en su casa, en señal
de gratitud, la imagen. De este tipo de historias relacionadas con la antigüedad
hay algunas en nuestra ciudad, no precisamente rica en leyendas. La más conocida es
la frecuentemente contada del mascarón de la calle del Correo que el rey soldado y
buen padre de familia Federico Guillermo I mandó poner en la puerta de una casa
para castigar a un vecino celoso de un laborioso orfebre.

Ahora, al pasar, queremos al menos echarle un vistazo a los puentes: el puente de


los huérfanos, el puente de la isla y el bello puente del camino de caballerías que
construyó el consejero de obras Ludwig Hoffmann, al que tanto debe Berlín. En
ningún lugar como en este paraje el Spree se ha convertido en una parte del paisaje
urbano y ha seguido siéndolo. Hoffmann y su colaboradores han comprendido que había
que construir para adaptarse a lo antiguo sin caer en el historicismo y la
dependencia como el urbanista «románico» Guillermo II. Estamos ahora ante una de
las obras maestras de este círculo de artistas el museo de la Marca. Se llama
parque de Colín el jardín donde se eleva el soberbio edificio y en la pradera hay
trozos de columna y frágiles ángeles, por entre los cuales se puede pasear, ver a
niños que juegan o ver la fachada del museo. Alrededor de la gran torre angular
están reunidos y trabajados en ladrillo todos los períodos estilísticos de la Marca
tal y como están representados en las ciudades consideradas más ricas como:
Tangermünde, Brandenburgo, etc. Y esta cantidad de accesorios se adecua al carácter
de museo del conjunto. En el interior se muestra el arte patrio desde la época más
antigua hasta los días de Theodor Fontane. Aquí se puede conocer la ciudad
pequeñoburguesa de Hosemann, ver los interiores berlineses de la época Biedermeier,
un salón como aquellos de los que habla Félix Eberty; se podría coleccionar a
partir de las colecciones privadas berlinesas muchos más artículos de la época
Biedermeier, todos las menudencias en estuches y cubiertos, las casitas de cajas de
música de madera de limonero, imágenes de árboles genealógicos, el frecuente
amarillo dorado y otoñal de los muebles de llameante abedul y la caoba de los
armarios. Sí, podría imaginarme todo un museo de interiores berlineses, donde como
curiosidad se pudiera ver también el tardío siglo XIX con su felpa y sus
figurillas, con sus vidrios redondos ahumados, sus ángeles de escayola y sus
álbumes de viaje. Una muy atractiva sección del museo de la Marca es la colección
de flora y fauna: allí hay bellas variedades de cola de caballo y pastos, juncos,
becerros y cereales y los caracoles y los maravillosos ornamentos de los panales de
avispas.

Ante el museo hay un Rolando, que se ha hecho imitando al Rolando de Brandenburgo.


Berlín perdió muy pronto a su propio Rolando. Éste debía de haber estado como
símbolo de la independencia de la ciudad en el Mercado de la leche o en su
cercanía. Y Federico II, el príncipe elector, que le privó a la ciudad de su
independencia y puso al oso de su escudo bajo el águila de su dominio, debió de
haberlo raptado y llevado a prisión. Como nunca se encontró ni un fragmento de este
Roland, surgió la leyenda de que el Príncipe elector debió de haberlo tirado al
Spree. De nuevo Berlín tiene hoy Rolandos. El de la plaza Kemper, que ha suplido a
la fuente de nuestra infancia, la llamada fuente de Wrangel, con su verde de
ensueño y sus amigables divinidades marinas. Y aquel que está ante una de las
desafortunadas casas románicas de la iglesia en memoria del emperador Guillermo.
Pero, según hemos oído, será apartada hacia un lado en beneficio del creciente
tráfico.

Volvemos cruzando el puente de los huérfanos y a la derecha vemos, en el lugar


donde fue derribado el puente de Janowitz, un maravilloso juego de ruinas y nuevas
construcciones. Entre las grúas y las embarcaciones, entre las desescombradoras y
las dragas flotan los restos del viejo puente en ruinas, un ponte rotto en medio
del Spree. También se trabaja en los arcos del metro, y su muro abierto es un
fragmento, ahumado por los «recuerdos» del templo del vapor, esta forma de
locomoción ya superada.

Yendo por la calle de Stralau pasamos por delante del gran ayuntamiento que Ludwig
Hoffmann construyó. Miramos la alta torre con su dos pisos de columnas y su cúpula
latina que la cubre. Nos metemos por la calle de los judíos y, a la entrada de la
sala de conmemoraciones del ayuntamiento, vemos el oso de bronce de Wbra, que aquí
hace guardia como animal totémico de los berlineses. El buen oso de Berlín, que
alcanzó el honor de ser animal de la ciudad por medio de una etimología popular que
se fue gestando. Y es que la palabra «Berlín» no tiene nada que ver con «oso»;
según dicen los eruditos, más bien significa, igual que en otras ciudades que
llevan este nombre, «barrera», en lengua eslava occidental. Y esta barrera o presa
de agua unía, en los tiempos de los antiguos eslavos occidentales, la rivera
derecha y la izquierda del Spree. Así que, ya antes de los tiempos del Dique de los
molinos, había una comunidad entre lo que luego serían las futuras comunidades de
Berlín y Colín. Pero, con todo, el oso se convirtió en el animal de nuestra ciudad
y el de Wbra es especialmente simpático. Ahora la puntiaguda torre verde de la
iglesia parroquial se cierne sobre nosotros; en ella suena un alegre carillón los
domingos y los miércoles.

En la vecina calle parroquial hay un par de viejísimas casitas que pronto serán
demolidas. Son tan frágiles que el servicio de urbanismo no puede permitir por más
tiempo la permanencia de personas en ese lugar. No se suele saber muy bien quién
vive allí, y por eso los desconocidos habitantes son invitados por medio de bandos
municipales a desalojar el lugar. Una es llamada por los vecinos la casa encantada,
cuyos «inquilinos en negro» no dejan verse a lo largo del día. De allí han sido
arrancadas algunas ventanas y puertas. La otra es el lugar provisional de una muy
curiosa exposición. Allí un pacifista ha montado un museo de la «antiguerra». Ante
la puerta de entrada, ha colgado cascos a modo de floreros, tal y como se ven en
las trincheras. En el escaparate hay máximas e imágenes prometedoras. Los escalones
conducen a una habitación similar a un sótano que lleva por detrás a los restos de
una casa en demolición. Una mueca macabra se ve en las fotografías de personas
horriblemente heridas, las piezas de las armas, los fragmentos de los proyectiles,
los avisos de movilización, las incitaciones a la guerra que prometen la edad de
oro. Los casquitos y los sablecitos para los niños en Navidad, cojincitos en los
que se lee bordado «A nuestro audaz guerrero», placas de identificación,
caricaturas extranjeras que representan a los grandes de la Gran Época, cartillas
para conseguir jabón, billetes para conseguir leña, té «alemán» junto a soldados de
plomo y tazas con la inscripción «Dios castigue a Inglaterra». Se trata de una
instructiva colección que esperemos encuentre una sede digna cuando todo esto sea
demolido.
Un par de pasos más allá, subiendo por la calle de los judíos, entre las casas hay
un pasaje que lleva al gran patio judío. Tal y como lo sugiere el adjetivo, además
de éste hubo uno pequeño no muy lejos de aquí que fue víctima de una ampliación de
calles. Sin embargo, el grande sigue existiendo y rodea con una docena de casas una
plaza con forma de patio. Ante la más imponente de las casas, a la que conduce una
escalinata con verja de metal, hay una vieja acacia. Debajo de este árbol de
delante de la casa deben de haber enterrado su oro los judíos en una de sus
expulsiones, a sabiendas de que el margrave o el príncipe elector que los perseguía
no podría prescindir de sus «criados de cámara», como se les llamaba. Esto fue en
la época en la que vivían tras puertas de hierro que eran cerradas y vigiladas por
las noches. En la calle sólo podían dejarse ver con su hábito obligatorio: caftanes
de diversos colores y sombreros de pico. No podían adquirir una residencia fija,
tampoco podían ejercer el comercio en los mercados y en las ferias y tenían que
pagar unos derechos de protección muy elevados. Sin duda les tenía que gustar estar
aquí, pues siempre que pudieron volvieron después de cada una de las expulsiones,
adquirieron riquezas, fueron perseguidos y torturados. En detallados relatos e
imágenes se cuenta la historia de Lippold, que estaba muy considerado por la corte
de su príncipe elector, pero que fue culpado por el hijo de su protector y
castigado a una muerte atroz. El verdugo, con un sombrero gris claro provisto de un
franja roja, hubo de llevarlo en la carreta de los condenados a muerte, lo
martirizaba cruelmente allá donde paraba y finalmente lo descuartizó en cuatro
partes en la plaza del mercado. Los muchachos de las callejuelas corretearon de
parada en parada, para ellos era una fiesta ver cómo el verdugo azotaba al
condenado. Cuando más tarde volvieron tiempos más humanos, los judíos ocuparon
barrios fuera de los viejos guetos, que ahora son rincones idílicos rodeados por el
resto de la ruidosa ciudad.

Hay algo parecido a un gueto en otro lugar, pero, por cierto, por poco tiempo, pues
el barrio de Scheunen, con sus muchas calles entre la Alexanderplatz y la plaza
Bülow, que rodea este gueto voluntario, está a punto de desaparecer. Hay que
apresurarse si todavía quiere conocerse la vida en ciudades con curiosos nombres
militares que en nada recuerdan al Antiguo Testamento, como la calle de los
dragones o la calle de los granaderos. Ya se elevan los nuevos bloques de casas que
sobresalen de los restos mientras éstos se van convirtiendo poco a poco en ruinas.
Pero todavía los hombres con sus barbas medievales y sus rizos laterales en grupos
tranquilos y las hijas de carnicero en grupos más dinámicos suben y bajan por la
calzada de su calle y hablan yiddish. A la entrada de las tiendas y los despachos
de cerveza hay inscripciones en hebreo. Estas calles siguen siendo un mundo en sí
mismo, y para los eternos extranjeros son una especie de patria hasta que ellos,
que de golpe han venido del este, se aclimatasen tanto a Berlín que les tiente
penetrar más en el oeste y dejar desaparecer los muy claros signos de su
singularidad. Y es a menudo una pena porque realmente son más bellos tal y como van
por el barrio de Scheunen que lo serán después en la confección o en la bolsa.

Las malas lenguas han llamado nuevo gueto a la estrecha calle privada que lleva de
la calle de Potsdam, pasando por los antiguos jardines, hasta entrar en la calle de
Lützow. Los que viven detrás de las rejas de este pasaje no son merecedores de esta
broma, allí no se ven ni ningún caftán, ni rizos en tirabuzón a los lados de las
sienes.

Nuestro coche pasa rápidamente por la calle del monasterio. No para ante las
galerías del antiguo Instituto de Bachillerato del monasterio gris. Éste surgió de
un monasterio de franciscanos o hermanos grises y todavía entre sus muros hay un
convento y una sala capitular. En el patio se erige la iglesia del monasterio.
Quedó incólume después del gran incendio del año 1380 y sus muros albergan la mayor
parte del arte medieval de las iglesias antiguas de Berlín. En el coro el visitante
se quedará admirado ante las cincuenta sillas de los monjes, hechas de madera de
roble, adornadas con un rico trabajo de talla. Sobre éstas, en el revestimiento de
las paredes hay figuras talladas, curiosas alegorías de la pasión, un ábaco con
denarios y dos cabezas apoyadas una contra otra que significan respectivamente la
traición de Judas y su beso; las antorchas y las linternas recuerdan la detención
nocturna en el huerto de Getsemaní; las cadenas, al aherrojamiento de Jesús; una
espada y una oreja recuerdan el golpe de San Pedro al servidor del Sumo Sacerdote.

Cuando el Instituto de Bachillerato fue fundado, tan sólo se le asignó la mitad del
edificio del monasterio. La otra mitad, concretamente la de detrás del almacén, fue
cedida a Leonhard Thurneysser, el ecléctico artista de Basilea. Aquí tuvo en el
almacén una imprenta, una fundición de tipos de imprenta y talleres de marquetería
y grabado, fabricó tinturas de oro y elixires de perlas, esencias de amatista y
ámbar; también fabricó perfúmenes para las damas de la alta sociedad. Cada una de
ellas le pidió que no le hiciera llegar a otra la misma poción mágica que le había
dado a ella. Se cuenta de él que tenía apresado a Satán en forma de escorpión en un
vaso y que diariamente comían con él tres monjes de hábito negro que sin duda eran
enviados del infierno.

El almacén surgió de la Casa Noble, la antigua residencia del margrave, que ocupó
el primer príncipe elector que perteneció a la casa de los Hohenzollern y que sus
sucesores cerraron cuando hubieron acabado su fortaleza en Cölln an der Spree.
Entonces el almacén, como todo aquello que había en esta zona, se convirtió en un
feudo. Todo aquel que vivía en este feudo estaba exento de impuestos, pero quedaba
obligado a la defensa de la fortaleza. Del feudo surgieron las ulteriores casas
libres, una serie de las cuales es reconocible por los letreros que se encuentran
encima de la puerta de entrada. La historia de la Casa Noble, que luego se
convirtió en almacén, es interesante: aquí fue fundada por Federico II la Orden del
Cisne. Por herencia le correspondió a un caballero de Wanderfells y después de él a
una serie de nobles y religiosos. En el siglo XVII fue propiedad privada durante un
tiempo, en el siglo XVIII fue academia de equitación. Después Federico Guillermo I
se la cedió al ministro de Estado Johannes Andreas Kraut como almacén de productos
de lana. El rey, que no quería comprar ni un solo paño extranjero para su ejército,
favoreció mucho la fábrica de su protegido. Ésta empezó a decaer a principios del
siglo XIX. Posteriormente las salas fueron sedes de la Administración. Durante un
tiempo allí estuvo el Real Archivo secreto del Estado. Ahora en las ventanas de la
planta baja de este edificio todavía imponente puede leerse «Se alquila».

Pasando por delante de los sólidos edificios de la audiencia provincial y el


tribunal de primera instancia, llegamos a los arcos del metro y a la
Alexanderplatz, en la que actualmente todo tiene un aspecto desordenado porque aquí
se está derribando y reconstruyendo todo un barrio. No hay tiempo desde el coche de
los extranjeros para indagar en las curiosidades del entorno de esta plaza. Hay que
reservarse un paseo hacia el este. Un tramo de la nueva calle de Federico y un
tramo de la calle del Emperador Guillermo llevan al Nuevo Mercado. A pie hubiéramos
ido por la angosta callejuela de Kaland y hubiéramos recordado a los algo
misteriosos fratres calendarii, de los que recibe su nombre y cuyo patio se
encuentra a la sombra de la iglesia de Santa María. La antigua «Corporación de la
Miseria» de estos ciudadanos, cuyo nombre permaneció en secreto (se duda de la
interpretación que los hace proceder de calendae), pasó con el tiempo de ser una
hermandad de «los míseros sacerdotes», cuyas reglas procedían de las costumbres de
los templarios a ser un auténtico y desordenado atajo de bribones; de tal manera
por «kalandear» se entiende aquí una especialmente desordenada modalidad de
holgazanería.

En el Nuevo Mercado, ante la iglesia de Santa María hay un gran monumento de


Lutero. Allí se puede ver al Reformador con la inevitable Biblia junto a todo su
equipo. Sus compañeros de lucha están sentados y de pie sobre el amplio zócalo de
la gran obra en piedra. Incluso hay dos sentados en la escalera.

En tiempos antiguos había un patíbulo destinado a soldados condenados a una muerte


vergonzosa. Cuando se erigió estaba de visita Pedro el Grande de Rusia, invitado
por el rey Federico Guillermo I; el zar se interesó mucho por el nuevo instrumento
de ejecuciones y pidió al rey probarlo con uno de sus servidores. Cuando el rey se
negó indignado; dijo Pedro: «Bueno, entonces podemos intentarlo con uno de los de
mi séquito». Afortunadamente los monarcas renunciaron a este experimento. Es mucho
mejor que allí ya no haya un patíbulo, sino sólo un monumento. Lo mejor de todo es
que no hubiera nada, o los coloridos puestos de un mercado, como en otros tiempos.
La iglesia de Santa María tiene grandes sillares de piedra, de bloques de granito,
de la época anterior a la que se edificara con ladrillo en el mercado.

Querido extranjero, debes observar esta iglesia por dentro si tienes tiempo. Allí
hay un maravilloso púlpito de Schlüter. Lo más impresionante de este púlpito son
dos grandes ángeles que nos llevan al éxtasis de los pies a la cabeza. Cerca de sus
imponentes alas de mármol se tiembla de éxtasis. En las capillas hay bellos
monumentos funerarios: tras una reja de hierro forjado hay una tumba de un
matrimonio de patricios ricamente adornada. Entre unos recios ángeles hay un
gallardo caballero con la noble coraza abdominal de los tiempos de Wallenstein. Se
le ve medio cuerpo y está rezando ante una calavera. Un angelito barroco
deliciosamente ataviado señala con el dedo un retrato en relieve de un muerto. En
el coro está el gran monumento funerario del Conde Sparr, que fue un benefactor de
la iglesia; esto lo debió de hacer un artista de Amberes. El mariscal de campo está
en una capilla rodeada de columnas, en su reclinatorio, apoyado sobre un cojín de
mármol y con sus dos rodillas recubiertas por una armadura. Debajo del reclinatorio
un perrito pone la pata sobre un listón y mira a su señor. En cierta ocasión,
durante una guardia en el campamento le avisó ladrando del ataque enemigo y por eso
ha sido enterrado a los pies de su señor. Detrás del conde hay un bello paje que le
sostiene a su señor su casco adornado con plumas. La victoria de Sparr sobre los
turcos es recordada por las figuras de Marte y Minerva, que allá arriba sostienen
su escudo. A cada uno de sus pies se acurrucan sendos sarracenos encadenados a los
cañones. Aquí, como en San Nicolás y en la Iglesia del Monasterio, se ve a la
nobleza y los patricios rodeados por las tumbas de los parientes. Todo esto
constituye un mundo en sí: las lápidas funerarias en las paredes, las desgastadas
placas de gres sobre las que el observador puede distinguir lentamente los escudos
con sus ricos cascos, las mesas de madera con imágenes del donante rodeados de
alegorías de piedra calada. Además de todas estas lápidas funerarias en la iglesia
y en sus muros exteriores, hay que pensar en las tumbas de la gente del pueblo que
estaban ante la iglesia en lugares en los que pastaban los ganados y que servían de
secaderos y cordelerías. Cada vez estos cementerios se han ido distanciando más y
más de las iglesias. Unos pocos tan sólo están en la casa de Dios, como ocurre con
el cementerio parroquial. Ya bajo el mandato de Federico Guillermo I comenzaron a
situarse los lugares de entierro de las comunidades fuera de las puertas de las
ciudades.

En la iglesia de Santa María se encuentra todavía algo de lo que debo hablar y que
está concretamente en la sala de la torre. Allí hay un fresco de más de veinte
metros de longitud, que hace medio siglo se encontró bajo unas cuantas capas de
pintura con que lo habían ocultado épocas iconoclastas. Ante el cielo azul y la
hierba verde se mueven, entre los muertos que bailan, figuras religiosas y
mundanas. Junto al púlpito de un franciscano con hábito marrón, a cuyos pies unas
monstruosas caricaturas diabólicas acechantes siguen la danza y tocan música, el
sacristán, vestido con un alba, inicia el corro, unido a una muerte que va cogido
de su mano izquierda al siguiente religioso, ésta unido al horrible acompañante con
el agustino gris, éste va de la mano a su vez de un señor eclesiástico con una
sotana roja, y así todo continúa con el cartujo, el doctor —a éste la edad media
también lo incluía entre los religiosos, y aquí observa con un temblor piadoso la
consistencia de un líquido depositado en un vaso—, el cura gracioso, el obeso abad,
el obispo lujosamente ataviado, el sombrero rojo del cardenal, hasta llegar a la
triple tiara del papa. Detrás del papa está una de las esquinas de la pared y ahí
la danza se ve interrumpida por la figura del crucificado, a quien alzan las manos
su madre y su discípulo preferido. Después vienen los mundanos. En un primer lugar,
el emperador, con su cetro y su corona y vestido de azul y oro, es conducido a la
muerte por la emperatriz, que se arremanga sus vestiduras. Muy joven y con sus
zapatos de tisú claro aparece el rey. El caballero, con su arnés, y el alcalde, con
su jubón orlado de piel, deben resignarse a la danza y aceptar que sólo a una
muerte de distancia, el usurero, no menos distinguido y bien vestido, participa en
el mismo corro. Siguen el hacendado, con cazadora y pantalones ajustados; el
artesano, con su mandil, y un pobre campesino, que va tropezando. Al final del todo
va el loco, que lleva campanillas en su atavío. La muerte, que siempre es la misma
y siempre es distinta, que reúne a los hombres ora caminando, ora arrastrándose,
ora saltando mientras eleva los pies por encima del suelo, no está representada
como un atajo de huesos como ocurre en la mayoría de las danzas de la muerte, su
delgado cuerpo está recubierto, no es un esqueleto. En los huesos afilados de su
cara cambian frecuentemente los gestos de burla estática y dinámica. Alrededor de
sus hombros va colgado como un manto que deja ver su cuerpo en sudario blanco. Y,
una vez que la figura de la muerte adopta la forma que tiene ante el Santo Padre,
está totalmente desnuda.

La pieza más antigua de pintura berlinesa es la que vemos caminando de un lado a


otro de la pared. En el bajoalemán antiguo hay amargas rimas, en parte
desaparecidas, que hablan de la inevitabilidad del corro. Ésta no es tan conocida
como las danzas de la muerte de Lübeck, Estrasburgo, Basilea, etc., pero tiene un
realismo sorprendente, es de una claridad y una frialdad berlinesas. Los hombres
para los que fue pintado este cuadro celebraron la gran muerte y el amor a la vida
en un corro auténtico que se llama «danza de la muerte». Éste surgió después de uno
de los grandes años de peste, en una época en la que, como siempre que se ha
superado una epidemia (y con frecuencia incluso, y a pesar de ella, mientras desata
su ira), era especialmente intensa la alegría de vivir. En esta danza los jóvenes y
los viejos se reunían en corro con júbilo y risas. De pronto sonó la viva música
con unas estridentes disonancias; una música suave y tenebrosa se iba oyendo cada
vez más hasta que empezaba a sonar una marcha fúnebre tal y como se tocaba en los
entierros. Entretanto, un joven se tendía en el suelo y se quedaba inmóvil y
estirado como un muerto. Las mujeres y las chicas bailaban en derredor,
manifestaban su condolencia de forma cómica y sarcástica y cantaban divertidas una
canción fúnebre que les hacía reír a todas. Después iban pasando una tras de otra
delante del muerto e intentaban hacerlo revivir con besos. Una ronda de toda la
sociedad cerraba la primera parte de la grotesca ceremonia. En la segunda parte
bailaban los hombres y los jóvenes alrededor de una que se hacía la muerta. Cuando
luego se la besaba el júbilo no tenía fin.

Cruzamos la calle de Spandau. Antes de ir hacia el sur le echamos una ojeada a la


capilla del Espíritu Santo. Se ha mantenido intacta mientras que se construía un
nuevo edificio, la Escuela profesional de comercio y se adosó a aquélla, de tal
manera que en el muy inclinado techo de ladrillo con las ventanas abuhardilladas
continúa el techo de la escuela profesional. Dentro hay una sala de conferencias.
Las explicaciones de balances, los libros de contabilidad y banca se extienden
hacia la bóveda en forma de estrella, que en la Edad Media figuraba en el hospital
de los pobres dedicado al Espíritu Santo. Una buena cantidad de hiedra se enrosca
en las ventanas ojivales.

Pasamos por delante de la oficina central de correos y llegamos al ayuntamiento, la


casa roja, de ladrillo y terracota. Durante nuestro viaje ya hemos visto un par de
veces la alta torre con sus estrechas columnas elevada sobre los altos tejados y
nos seguirá observando durante otro buen tramo. Se pueden ver algunos restos del
antiguo ayuntamiento en el parque del palacio de Babelsberg en Potsdam. En lugar de
aquél se erigió este edificio en los años sesenta del siglo pasado. En estos restos
se van el estrado de la justicia con sus adornos alegóricos: el mono de la
voluptuosidad, el águila del robo y de la muerte, el jabalí de la depravación y una
extraña ave con cara de hombre y orejas de asno, el vampiro que succiona sangre y
que simboliza la codicia y la usura.

Ahora nos vamos a la Königstrasse, hasta el Spree, y alcanzamos el puente largo,


que ahora se llama puente de los Príncipes electores. Nuestro guía manda parar para
explicamos el famoso monumento del gran príncipe elector. Mientras bajo el zócalo
los esclavos se inclinan con resentimiento, uno extiende las manos encadenadas
hacia el orgulloso triunfador. El guía nos habla del proyecto de Schlüter y del
molde de Johann Jacobi. Yo recuerdo la leyenda popular según la cual el que está
arriba, con su manto de emperador sobre su caballo de bronce al trote, al dar la
duodécima campanada de la noche de año nuevo, con un salto deja su alto pedestal y
cabalga por su querida ciudad para ver qué es lo que ha sido de ella. Ante él, en
la silla de montar está el niño de Fehrbellin, para quien él mismo se convirtió en
ángel protector al salvarlo de una casa que se estaba quemando, en la que los
suecos habían matado a todos los otros seres vivos. Cuando suena la una, él vuelve
a su zócalo. Bajo éste hay un gran tesoro. Este tesoro sólo lo puede abrir el
príncipe de Prusia y sólo en caso de extrema necesidad.

En parte recapitulando, en parte anunciándonos cosas de antemano, el guía nos


muestra vistas de los edificios de los molinos del dique, del ayuntamiento y las
zonas más antiguas del palacio, del sombrero verde y de la farmacia de palacio.
También nos habla de una pequeña fortaleza del segundo príncipe elector
Hohenzollern y del palacio del renacimiento que construyó Kaspar Theyss para
Joaquín II. Esto lo escuchan algunos de los jóvenes que en ese momento pasan por la
calle. Para ellos, nosotros, pobres extranjeros, tenemos un aspecto ridículo.
Imitan los gestos de explicación del guía y proclaman: «Allí tienen ustedes el agua
y los del coche son el parque zoológico».

Esperamos pacientemente hasta que el coche vuelve a salir para volver a parar ante
la fuente de Neptuno y las magníficas columnas y pilastras en la fachada sur del
bello edificio de Schlüter.

Tal vez deje nuestro guía transcurrir demasiado tiempo junto a la fuente a cuyo
lado hay una ninfa tendida con una red de pesca en el regazo, y junto al antiguo
establo real del que dice que tiene una amplitud y anchura imponentes y hoy
contiene una biblioteca de la ciudad con muchos libros interesantes sobre Berlín.
Durante sus explicaciones me quedo con la mirada fija en las pilastras de Schlüter,
en los armazones de las ventanas y en las estatuas que se encuentran sobre la reja
del balcón. Por este balcón debió de salir el 19 de marzo de 1848 el rey Federico
Guillermo IV, para ver los cadáveres de ciudadanos conducidos por una enorme
procesión ante el palacio. La multitud cantaba y gritaba, y todos llevaban la
cabeza al descubierto, sólo el rey la llevaba cubierta; entonces se oyó un clamor
conminatorio: «fuera el gorro», y se lo quitó. Los cadáveres fueron llevados por el
interior del recinto del palacio hasta la catedral. En el patio interior del
castillo la procesión se paró, y otra vez el rey tuvo que salir a la galería,
escuchar muchos improperios y dejar su cabeza al descubierto.

Torcemos por la esquina y nos paramos ante el portal de Eosander. Aquí nuestro
guía, en lugar de dejar que nuestras miradas vaguen, nos conmina a centrar nuestra
atención en el muy barroco Arco de Severo de Berlín, hacia los pliegues de piedra,
las alegorías, los leones portando trofeos y las obras de reforma del monumento de
Begas dedicado al emperador Guillermo I; encima del mismo una bailarina sostiene
las riendas de su caballo de circo. El guía considera que el portal, y por encima
la cúpula de la capilla, empezó a ser valorado después de que el monumento nacional
supliera a los antiguos edificios del dominio del castillo.

Se puede ser de otra opinión y echar de menos aquella humilde obra de madera y
piedra que se ve en los grabados antiguos. Sin duda realzaba el palacio real como
en las viejas ciudades lo hacían los tenderetes del mercado y los grupos de casas
adosadas con la catedral de la que recibían sombra y protección. Algo así como si
la auténtica brillantez viviera bien rodeada de la auténtica pobreza.

Bajo el portal está la entrada en el museo de palacio. En el piso bajo y en una


parte del primero, desde hace algunos años se ha instalado el museo de artes
decorativas. No hace mucho tiempo que vivieron aquí los últimos miembros de la
familia que construyó el palacio. Los hemos visto salir de los portales y apostarse
en el balcón desde el que podían hablar al pueblo. Ahora todas las salas de esta
gigantesca construcción son museo. Además de las habitaciones correctamente
montadas para fines museísticos, uno puede decidir visitar sólo las otras: las
cámaras reales y las habitaciones de representación e incluso las habitaciones
históricas. Desgraciadamente la mayoría de las veces sólo se es acompañado por un
guía. Así no le facilitan a uno ver palacios. En algunos, como en los palacetes
ajardinados Monbijou, donde se encuentra el Museo Hohenzollern, se puede pasear sin
que a uno lo molesten y observar con toda tranquilidad las muletillas, los relojes,
la porcelana y las lujosas latas de tabaco del viejo Fritz, las habitaciones de su
madre, el gabinete chino, las curiosas figuras de cera de los príncipes y las
princesas, etc. Pero no es tan normal hacer una visita tan cómoda en Berlín,
Charlottenburg y Potsdam, la mayoría de las veces se hace con guía, y lo que éste
cuenta está mejor contado, con más detalle y más sapiencia en los libros de viajes
Baedecker. Y peor es que el tiempo de observación depende totalmente de él y de su
tropa. Cuando no se tiene la posibilidad de una visita alternativa, a uno no le
queda mejor placer que quedarse contemplando un buen mueble o una buena pintura,
mientras que el guarda de los extranjeros profiere su discursillo sobre toda la
sala. A veces también es recomendable, en lugar de disfrutar de las antigüedades,
hacerlo con el cómico presente del conserje del arte y del príncipe y su tropa con
pantuflas de fieltro y que confirma la presencia de algo digno de verse profiriendo
curiosas exclamaciones y fórmulas. Mientras nos alegramos al recorrer las
habitaciones del palacio berlinés en el que vivió el último emperador en el estado
en el que lo dejaron sus antepasados, el experto que nos guía y conoció el antiguo
esplendor señala que las habitaciones son ahora algo frías y describe
detalladamente la riqueza que había aquí en alfombras persas extendidas, en cuadros
de batallas y retratos colgados. También nos muestra el lugar donde estaban los
modernísimos encendedores de cigarrillos de aquel entonces. Cuando se entra en el
cuarto de la emperatriz, el amante del arte debe aprovechar todo el tiempo que
aquél emplea para hablar acerca de sus costumbres y sus objetos preferidos, para
contemplar con cierto detalle los magníficos watteaus que se sienten extraños en el
cuarto de la dama más posiblemente ajena a Watteau que pudo haber. Y cuando en el
palacio de Charlottenburg el conserje itinerante abre y hace sonar el horrible
reloj de trompetas, del que él opina que mantuvo a Napoleón insomne la vez que
pernoctó aquí, hay que taparse los oídos y durante este tiempo ver la suave seda
que adornaba el sueño de la bella y alegre reina Luisa, sus pequeñas estufas y su
elegante cuadro en traje de húsar muerto. En estas habitaciones hay que pararse
yendo solo o con semejantes y cruzarse con los espíritus de aquellos para los que
otrora trabajaran Schlüter y Schinkel, así como sus discípulos y ayudantes, y así
vivir los grandes tiempos del antiguo Berlín, el barroco, el rococó y el clasicismo
prusianos. Quizás algo quede desvelado al primer golpe de vista: el pletórico y
floreciente lujo de la sala de caballeros, el grupo de Schlüter que adorna las
cuatro partes del mundo, las formas puras y agradables colores de la sala de La
Parole con un grupo en mármol que representa a la joven princesa heredera Luisa y a
sus hermanas, el oro y el verde del gabinete de la cúpula que fue el despacho de
Federico el Grande. Y, si se desea, se puede pasar el tiempo en el patio interior
del palacio ante las salas de los arcos de Schlüter. Los patios ya no están
cerrados por ningún rey y los guías no nos obligan a apresurarnos.

Nos paramos delante de la fachada del palacio que da al jardín de recreo ante los
dos amaestradores de caballos que el emperador de Rusia regaló al rey de Prusia en
los años cuarenta. La broma popular berlinesa los llama «el progreso inhibido» y
«el retroceso promovido».
De esta época proceden las columnas aisladas de granito pulido en las esquinas de
la terraza sobre las que se habían colocado águilas doradas. Varnhagen, un
contemporáneo que observó el edificio con ojo crítico, encontraba demasiado
elegante esta decoración para un edificio tan sólido, tan pesado y tan tenebroso y
pensaba que este afán por adornar era de mal gusto. «La gente —escribe él— estaba
delante de él y hacía observaciones, consideraba que aquello era innecesario, lo
comparaba con las charreteras de los lacayos reales, además era demasiado sencillo
para el rey tenían que llevar corona». Al águila dorada de la esquina los
berlineses de lengua viperina la llamaban «el más grande holgazán», alusión al muy
celebrado, algo vago y borrachín precursor del mozo de cuerda berlinés. Y dicen:
«ya sabemos cómo se llama el hotel El águila dorada». En aquella época, poco
después de los días de la Revolución de 1848 había todavía muchos tumultos de
grupos de obreros, estudiantes y aprendices tanto en Unter den Linden como delante
del Palacio. Por eso un mayordomo jefe mandó instalar allí una verja de hierro en
los portales del palacio. La guardia cívica no pudo impedir que los obreros
arrancaran una gran verja y la lanzaran al Spree; otra, más pequeña, fue arrastrada
por los estudiantes hasta la universidad. Más tarde todo pareció verse de manera
más tranquila y la verja era considerada un monumento dedicado al 18 de Marzo. Se
decía que el palacio se había convertido en una jaula; el rey era digno de
compasión y fue una tontería por su parte montar verjas después de que hubiera
pasado el peligro. Todavía están las águilas, las verjas han caído. Desde el jardín
de recreo el palacio se ve más bello, más noble y más histórico que nunca.

La gran y amplia plaza que está enfrente del palacio, el jardín de recreo, llega
hasta la escalera de entrada del antiguo museo y ésta conduce a una maravillosa
isla en el medio de la ciudad. No es sólo topográficamente correcto que esta parte
de la ciudad bañada por el agua protectora fuera denominada «la Isla museo». El
mundo que comienza aquí con la sala de columnas jónicas de Schinkel es como el
jardín de la Academia para el joven berlinés —o por lo menos lo fue para mi
generación— y el principio de lo que él luego verá en el Louvre y el Vaticano y en
los museos de Florencia, Nápoles y Atenas. Por ello no puedo olvidar las salas del
museo antiguo y moderno e incluso las galerías detrás de la plaza y dentro junto al
Museo Nuevo y alrededor de la Galería Nacional son para él una posesión firme y
lugares de horas inolvidables. Pero queremos quedamos en la ciudad y en la calle.
El Baedecker nos instruye magníficamente acerca de una visita de los museos; sus
estrellas simples y dobles nos orientan acerca de lo que cierto consensus gentium
considera especialmente bello y valioso, y esto no le impide a nadie que haga sus
propios descubrimientos. Desde el vestíbulo del Museo Antiguo se pasa a estar bajo
la curvatura de la cúpula de la rotonda, que con copias generalmente romanas de
estatuas griegas nos invita a que veamos lo auténtico. Es bonito estar en el
círculo de estos seres de mármol sin verlo más exactamente, y sin recoger todas sus
fuerzas para observar la maravilla que nos espera en las salas de los siglos V y
IV, y las de la época tardía y los romanos. En el piso de arriba se recogen piezas
antiguas: miniaturas en bronce, oro y plata, los adornos y las grotescas y
graciosas terracotas de los maestros de Tanagra y sus alumnos. Si quieres seguir
mis consejos, extranjero, en el Museo Nuevo de Stüler no te pares demasiado tiempo
en la escalinata adornada con los enormes frescos de Kaulbach, que, como se sabe,
tratan de los momentos más importantes de la historia del mundo y que tal vez no
hagan mucho daño en una clase con ejemplos visuales en una escuela popular. En la
sección egipcia encontrarás enormes estatuas y sarcófagos y las dulces y pequeñas
cabezas de las reinas Tii y Nefertiti, y ante las vasijas con figuras negras y
rojas te sumirás en un estado crepuscular en el que no sabrás si ahí afuera fluye
el Sena o el Tíber, si desayunaremos en el Posilipp o en el Savoy, si existe en
realidad el presente. Déjate tiempo para observar el gabinete de grabados en cobre,
no mires sólo lo que hay colgado de las paredes o lo que está depositado en las
urnas de cristal. Se te dará con gusto una de las muchas carpetas buenas que hay
allí, se te dará un buen lugar y puedes comportarte una horita como un entendido en
arte. Merece la pena. Cuando estas líneas lleguen a tus manos, tal vez haya
culminado la reconstrucción del museo que ha empezado Alfred Messel. Entonces
podrás ver montado el magnífico altar de Pérgamon con sus dioses y sus gigantes. En
lo que toca a la Galería Nacional, como guía tuyo por Berlín, debo indicarte que
veas las imágenes en las que está eternizado lo berlinés. La admirable sala del
balcón de Menzel y su dormitorio, el baile de la ópera cortesana, el jardín de
palacio del príncipe Allbrecht, el antiguo ferrocarril entre Berlín y Potsdam.
También te recomiendo a los pintores de la antigua imagen de Berlín y de la vida
del pueblo, sobre todo los retratos de Theodor Hosemann y Franz Krüger y sus
grandes cuadros de desfiles. Al romanticismo berlinés lo encontrarás en los cuadros
de paisajes del gran Schinkel, que de hecho no era un pintor sino un arquitecto. Él
los pintó para una de las casas patricias en la calle de los Hermanos, y si tienes
tiempo libre léete lo que escribió Hans Mackowsky en su Casas y personas del
antiguo Berlín y léete lo que cuenta de esta casa y de otras: construirá una ciudad
del pasado en el presente. No tengo nada que decir sobre el museo Emperador
Federico, al que se le llama museo Wilhelm von Bohde, nombre por el que es conocido
en todo el mundo —en lugar de relacionarse con ese señor tan enemigo del arte, cuya
deplorable estatua ecuestre está desgraciadamente a la entrada de esta cámara de
tesoros—. Y no tengo nada que decir sobre este universo de pinturas y obras de
arte; no he escrito nada aquí, pues, aunque contribuye sin duda a la más alta fama
de Berlín, no tiene nada que ver con nuestra ciudad. Se está aquí más lejos de ella
que en las salas de las esculturas griegas, cuyo modelo hizo tender al clasicismo
prusiano hacia la nostalgia: sobriamente insulso, contenido, enfrentado al lujo y
sincero.

Pero volvamos, desde estas bellezas lejanas, al jardín de recreo y a nuestro coche
de gira. La amplia llanura de esta plaza tiene también algo propio de isla y lleno
de tranquilidad. De la larga fachada con su amplio portal no se distingue la
presencia de nadie, espero que por mucho tiempo. La única ruptura de la
tranquilidad en este sereno lugar es la catedral con sus peculiaridades del alto
renacimiento, los nichos, las salas, los coronamientos de las cúpulas. Se fue
ampliando en el lugar donde todavía en los años noventa había una, más pequeña, de
la época de Federico. Ésta cubre una superficie de 6270 metros cuadrados, mientras
que la catedral de Colonia sólo ocupa 6160. Sin embargo, es superfluo entrar allí
pues, dentro, la gigantesca estructura de vano exceso, material y mal empleada
erudición hiere todo sentimiento religioso y humano. Por lo demás, se dice que la
acústica es excelente y para hacerla más intensa están colgadas una serie de
cuerdas de la cúpula interior del edificio central. Con razón nos anuncia un ángel
de mármol: «No está aquí, ha resucitado». Verdaderamente él no está aquí. Es una
pena para dos sarcófagos que están relacionados con los nombres de Peter Vischer y
Schlüter. Tal vez vuelva a darse una época en la que se decida demoler este
edificio y otros tan rápidamente como ahora se hace con casas particulares que han
pasado a ser feas y estorban. Entonces este lugar podrá estar totalmente dedicado
al pasado y a la tranquilidad.

Éste sólo cobra vida cuando aquí se reúnen multitudes populares. El lugar es muy
adecuado desde que el jardín de recreo ya no es una gran plaza de tierra. Su nombre
recuerda una época muy distinta, la del arte de los jardines, las grutas y los
«grutescos». En los días del gran Príncipe Elector y su hijo, aquí había, junto al
jardín de recreo de Meinhardt, un Neptuno colosal rodeado de grutas y de chorros de
agua, misteriosas fuentes y enormes moluscos. Entonces los «maestros en grutas, los
creadores de chorros y los estucadores» tuvieron mucho trabajo como más tarde bajo
el mandato de Federico el Grande, al que le construyeron en Sanssouci una gruta de
Neptuno y en el Palacio Nuevo una sala de los moluscos. En la isla Remus de
Rheinsberg le construyeron la casa china. Y, más tarde, el constructor del sencillo
palacio de Paretz en un extremo del parque y, a modo de reliquia de la época
rococó, le construyó un templete japonés recubierto de moluscos de colores. En
medio de la gran ciudad, los lúgubres adornos estalagmíticos en las salidas de
clubes nocturnos que se han quedado antiguos y las decoraciones de los escenarios
de los cafés cantantes son las últimas reminiscencias de este arte de las grutas.
Al sobrio y razonable Federico Guillermo I le desesperaban los parterres de flores
y las pérgolas de este paraíso de su antecesor. Él las llamaba «chiquilladas», e
hizo de la Casa del Azahar una fábrica de alfombras con una especie de Bolsa en el
piso de arriba, y de los parterres de flores hizo un patio de instrucción para sus
granaderos. Desde que aquí ya no se hace instrucción, el pueblo libre puede
reunirse en este lugar. Se puede ver, por ejemplo, a los comunistas con sus
banderas y banderines manifestándose y acampando. Es un Pentecostés rojo: han
venido de muy lejos, de todas las partes de Alemania, proletarios textiles de los
montes Metálicos, camaradas de los minas de carbón de Hamm o de la ciudad armera de
Essen, que se ha convertido en una fortaleza del frente rojo, además de la marina
roja del litoral. Pero también la lejana Europa y el resto del mundo mandan sus
representantes; la defensa obrera suiza, la defensa obrera checa aparece con
banderas y pancartas, y con todos los honores se recibe al estandarte soviético.
Marchan en largas procesiones desde todos los puntos de la ciudad, una serie de
extraños instrumentos de música pasan por delante de ellos, trompetas con varias
bocas, tubas de jazz y tambores de negros. Estos luchadores están uniformados como
lo estuvieron los que los quisieron aniquilar. Provistos de cinturones guerreros
llevan blusas grises y monos marrones. Y, al igual que antes la imagen itinerante
del desfile estaba marcada por los galones de los estudiantes, ahora lo está por
los brazaletes rojos de los hombres del servicio de orden. Incluso los niños tienen
su uniforme. Con blusas blancas y corbatas rojas al viento, se han encaramado a un
camión cuyo mensaje exige la desaparición de los castigos físicos deshonrosos. He
acompañado a una de estas procesiones que van desde el paseo Bülow en el sudoeste,
luego han subido por la calle York bajo los puentes del ferrocarril, donde resuenan
fuertemente los lemas «Frente rojo» y «Estad preparados». Desde los balcones
burgueses de las grandes avenidas hombres y mujeres mayores observaban algo
contrariados al dinámico pueblo; tal vez sean funcionarios jubilados que reciben
pensión y que todavía no «se han hecho a la idea». En las bocacalles ondeaban
banderas rojas desde las casas, y un par de jóvenes que iban haciendo equilibrios
sobre ruedas de llantas rojas se unieron al cortejo. Se siguió avanzando por
Planufer y, pasando sobre el puente del canal, se entró en la ciudad antigua. En la
antigua calle Jacob, sobre una azotea, había una vieja de pelo gris, melena al
viento, como una parca del destino del mundo o como una furia del nuevo entusiasmo.
Los más jóvenes apoyaban con una lentitud dominical sus brazos sobre los poyos de
la ventanas y disfrutaban de la música y del gentío como antes con las marchas de
las compañías militares. Las tiendas de la calle de los Margraves estaban
totalmente vacías. Sólo sobre un alto techo se movía un ser y hacía visajes con una
minúscula banderita. En la calle Oberwall el cortejo es recibido por un profundo
silencio procedente del arco de la puerta que protege de toda presencia la rampa de
ensueño y los viejos balcones y ventanas abuhardilladas del palacio de la Princesa.
El cortejo pasa por la puerta para encontrarse en la plaza de delante del arsenal
con las procesiones procedentes de otros barrios de las afueras de la ciudad.

Una enorme multitud va llenando en pequeños grupos y procesiones, desde el puente


del palacio hasta el puente del Emperador Guillermo, todo el jardín de recreo y el
dominio del castillo. Pasando por delante de la fachada del Castillo se desplazan
por las verjas banderolas rojas detrás de las cuales casi desaparecen las estatuas
de bronce de los príncipes holandeses y del almirante Coligny como de los dos
liberales domadores, tapados por las cintas de letras multicolores. En el último
peldaño de la escalera de la estación hay un orador cuyas últimas palabras
proclamadas son repetidas por la multitud que se encuentra abajo tal y como hacen
los fieles con la letanía de las palabras del sacerdote. En tomo a la subida al
monumento de Federico Guillermo el justo, que continuó angustiadamente su cabalgada
por el aire, y en torno a la base de granito y en la escalera del museo bajo la
amazona que defiende al tigre y el hombre que lucha contra los leones, las masas se
acumulan y miran hacia abajo a los muchos cortejos que van de aquí para allá con
sus banderas, pancartas y muñecos en caricatura que se mofan de la Federación
popular ginebrina, y miran hacia arriba a la gente que va al mitin del monumento
nacional al Emperador Guillermo en los dominios del castillo.
El guía de la gira no prescinde de que veamos la catedral de la que yo aparto la
vista siempre que me es posible. Nos hace parar un horroroso medio minuto delante
de ella y dice que es «muy bonita, especialmente por dentro». Para mi consuelo, al
borde de la acera en la que nos encontramos para un elegante pequeño vehículo.
Sobre las ruedas de un coche de niño están montadas dos plataformas con unas lunas
de cristal. Dentro de ellas hay máquinas de níquel reluciente con platitos y
cucharitas. Un carrito de helados: una graciosa tienda enana, resplandeciente como
el ataúd de Blancanieves.

Ahora, por la orilla, le echamos una ojeada a la Bolsa, que está en la calle de la
fortaleza. A sus «formas renacentistas» se puede aplicar lo que ya se dijo del
Banco Imperial. Es el primer edificio construido en auténtico gres del nuevo
Berlín. Para nosotros el interior del edificio es mucho más interesante que su
arquitectura y escultura. En una ocasión obtuve la autorización para ver las tres
grandes salas en las que se reunían en asamblea los comerciantes de Berlín a
mediodía. Vi a los corredores jurados detrás de sus mostradores, la salvaje
multitud que se agolpaba alrededor de sus colegas en movimiento, los gestos de
compra y venta, las manos levantadas que hacían el signo de «vender», o los dedos
índices arriba, que significaban «comprar»; vi los nichos de los grandes bancos,
las mesas de los pequeños; vi mucha vida en la sala de los valores industriales,
algo más tranquila en la sala de los bancos y en la de los cereales los sacos y los
pequeños cofres azules con muestras de centeno y trigo en las manos de los
comerciantes. Se podría estar contemplando durante horas este mar de calvas,
hombros inquietos, manos que se agitan, las cifras fatídicas que van cayendo y
cambiando sobre las mesas, las luces amarillas y azules con significados concretos
que se encienden en las esquinas. Ante la entrada de la calle de la fortaleza
esperan los comerciantes y los mendigos; y, según la forma como su presencia es
considerada por los señores de las finanzas, se pueden sacar conclusiones acerca de
los buenos o malos negocios que acaban de hacer.

Pasamos con el coche por el puente de palacio, cuyos bellos trazos y barandilla de
hierro hay que atribuírselos a Schinkel. Los famosos ocho grupos de mármol: las
diosas de la guerra y la victoria que enseñan a los jóvenes guerreros y acompañan a
los adultos; nunca la he podido contemplar seriamente pues, en mi época juvenil tan
inolvidable, se hicieron no pocas bromas acerca de su especial forma de desnudez.
Ahora leo en los diarios de Varnhagen que el ministro de Cultura Raumer le había
hecho al rey Federico Guillermo IV la petición de quitar del puente del castillo
las desnudas estatuas y guardarlas en el arsenal. Es más divertido que Bettina von
Arnim le dijera a Varnhagen que ella también reprobaba los grupos del puente del
castillo pero no por su desnudez. Él mismo señaló que probablemente estuvieran bien
labrados. «Pero el estilo antiguo no es suficientemente antiguo; es, a pesar suyo,
moderno sin armonizar con las otras columnas labradas de los generales. Están
situadas muy altas». Refunfuñado, continuó: «Una desgracia cae sobre nuestro arte:
nunca hay nada correcto, pleno, adecuado». Ya no queremos seguir tratando esto,
sino que preferimos echarle una rápida ojeada a un lugar berlinés digno de verse
pero que no aparece consignado en ninguna guía de viajes.

Me refiero a un lugar que se encuentra a la derecha junto a la rivera cuya orilla


pasa por delante del arsenal: la barcaza del Spree allí amarrada. A ésta la he
visto hace poco por primera vez. Pasé casualmente por allí y en el embarcadero de
tablas por el que se accede a la barcaza había un par de jóvenes de la calle que
tenían ganas de ver la gran ballena que desde debe de hacer unos años habita en la
barcaza. Cuando yo tenía la edad de aquellos jóvenes, sentía mucha curiosidad por
saber si allí había una auténtica ballena pero nunca había satisfecho esta
curiosidad. Así puede entenderse que me fui con los pequeños a la taquilla. Era muy
barato y además me dieron un programa gratis; es especialmente bonita y
recomendable para todo visitante, también para todo aficionado a los caracteres
antiguos. En un letrero se leía: «El mayor mamífero del mundo y su captura. Con 22
metros 56 centímetros de longitud en una preparación absolutamente inodora. Editada
por la dirección de la exposición de la ballena». ¿No es éste un bonito comienzo? Y
después aprendemos que este coloso tiene sangre roja como nosotros y trae al mundo
crías que son amamantadas por la madre y defendidas hasta el sacrificio de la
propia vida. Allí está ella, preparada según un nuevo método de aquel entonces, y
parece como si fuera de papel maché, no huele en absoluto a aceite de ballena, sino
sólo a barcaza. Hay que tocarla para convencerse de que no es de cartón. Pero hay
un letrero que pone: «No tocar, ¡venenoso!». Durante un rato miramos el interior de
su garganta y las famosas barbas que absorben los pequeños peces. Después entramos
en una exposición especial en la que se nos explica a las grandes capas populares,
de forma asequible y al detalle, enormes partes de su anatomía. Allí está por
ejemplo el enorme saco de los arenques donde el animal es capaz de retener de dos a
tres toneladas de ellos. «Pues —así nos lo dice el programa— la alimentación supone
un aspecto fundamental para este animal». En una urna aparte vemos la aleta de la
cola, de la que —siempre según el programa— se extrajeron ideas para la invención
de la hélice a vapor. Y, además de los cartílagos, las aletas dorsales, los oídos y
los ojos de la ballena, se ven otros animales de las profundidades marinas, entre
ellos algunos nombres que harían las delicias de un versificador estilo Christian
Morgenstern, como el lagarto con cresta y el toro de mar o el pez maleta. Que me
detenga tan detalladamente en esta curiosa exposición de la ballena tiene su
motivo: no me atrevo a decir nada del arsenal de enfrente. Es demasiado perfecto
como para poder ser valorado. Es prusiano y barroco, berlinés y al mismo tiempo
fantástico, de medidas bien articuladas y adornos bellamente distribuidos, la
amplia falange de la victoria y el esbelto trofeo. Son soberbias las panoplias de
Schlüter en la balaustrada y las piedras clave de los arcos de las ventanas. En las
cuatro caras externas él dispuso cuatro cascos que son antigüedad viva, y dentro,
en el patio acristalado, las cabezas de los guerreros moribundos, cuyas macabras
muecas en los nudos de piedra de los salientes de las ventanas son broches de
túnicas, adornos.

Para los entendidos en armas y en guerra se encuentran bajo los travesaños de las
bóvedas en salas oscuras los más antiguos cañones, los sables orientales, arneses
de lujo para hombre y para caballo, estandartes, uniformes de mariscales de campo y
reyes, gorros de marta cebellina y piel de pantera de Zieten, y el último uniforme
de soldado del gran rey.

El antiguo palacio del príncipe heredero frente al arsenal no tiene un aspecto muy
agradable. Unas altas columnas sostienen un amplio balcón detrás de las cuales la
planta baja parece pequeña. Especialmente si lo miramos desde un edificio tan bien
proporcionado como el arsenal. Y no lo remedia en absoluto saber que el palacio
estuvo en otra época mejor construido y que su forma actual la recibió por primera
vez en los años cincuenta, cuando fue reformado para el príncipe heredero y futuro
emperador Federico III. Dentro, desde que allí no es albergado ningún príncipe,
lleva a cabo una digna tarea. La sección moderna de la galería nacional se ha
traído aquí. Con el objeto de, en calidad de guía de extranjeros, sólo señalar lo
específicamente berlinés, se encuentra algún valioso fragmento de panoramas de la
ciudad, historia berlinesa y paisaje de la Marca en las innumerables hojas de las
carpetas de Menzel, en algunos cuadros de Liebermann de Lesser Ury y de nuevos
artistas, también algún retrato de significativas personalidades berlinesas dentro
de la rica colección de la pintura impresionista y contemporánea. Un flanco del
palacio se topa con la plaza de Schinkel, en cuya cara sur, en el piso superior de
un edificio más bello, hay otra parte de la Galería Nacional, la gran colección de
retratos que en sus pintores y en sus retratados refleja buena parte de la historia
del arte y la cultura berlinesa. La casa que alberga estos tesoros es la academia
de arquitectura que Schinkel construyó en ladrillo rojo con terracota añadida y que
habitó en los últimos años de su vida. La plaza que está delante de la academia
lleva el nombre del maestro y, aparte de su estatua, hay otras dos de bronce, una
del «Fundador de la agricultura científica» y otra de un hombre que hizo méritos
por el desarrollo industrial. Éstos son hombres cuyo nombre nosotros, personas
parcialmente formadas, sólo conocemos como nombres de calles, y que, por tanto,
prefiero no mencionar aquí. Pero hay que ver los relieves en sus zócalos. Son
curiosos ejemplos de la auténtica mezcla berlinesa de clasicismo y realismo de
máquinas de estilo antiguo y de señores con levitas similares a las togas. Él que
esta mezcla sienta mejor de uniforme que de civil queda de manifiesto en los
mariscales de campo en bronce de Rauch ante los que llegamos, pasando por el
palacio de las princesas y cruzando el túnel de los tilos. Es difícil deducir de la
multitud de informes, imágenes y juicios cómo fue en realidad el viejo Blücher,
pero para nosotros su ser está perennemente realizado en esta figura metálica con
uniforme empuñando el sable y con el pie puesto sobre el tubo del cañón. Los
reflexivos y, tal como nos enseña la ciencia de la guerra, importantes estrategas
Gneisenau y York, a su derecha y a su izquierda, miran sin envidia su bravura
guerrera. Bülow y Scharnhorst, que se hallan en el nuevo cuerpo de guardia frente a
los tres bronces, están trabajados en mármol. ¿Por qué? Esto ya de niño me lo he
preguntado y planteado, y ahora pienso que le da otro grado de heroicidad, una
clemencia superior. Pero probablemente, toda vez que las dos primeras fueron
expuestas antes que las otras tres, haya razones más plenas de sentido y más
razonables. La Nueva Guardia, en la que ya nadie hace la guardia además de ellos
dos, el bello Castrum romano de Schinkel con las poderosas columnas dóricas —sólo
han quedado los armeros—, es todo un monumento y parte de la antigüedad. Es mejor
así, pero algunos berlineses recuerdan con cierta nostalgia las horas en las que la
guardia se hacía aquí.

Es entretenido leer lo que apuntó el francés Jules Laforgue, que, cuando trabajaba
de lector de la emperatriz Augusta, servía en el palacio de las Princesas, que está
enfrente de aquél, e igualmente tuvo oportunidad de contemplar este fenómeno. A él
le gustaba ver a los jovencitos callejeros que esperaban junto a la verja y los
gorriones que desde arriba se posaban en el relieve del frontón. Él describe cómo,
desde la Puerta de Brandenburgo, se acercaba la tropa:

Los pífanos tocan las ásperas y monótonas melodías que los jovencitos de la calle
silban en flânant. Poco antes de llegar al Palacio (concretamente el del antiguo
emperador más allá de la plaza de la Ópera), el tambor mayor hace una seña, los
pífanos dejan de sonar y comienza la música. Es curioso el estandarte que va por
delante de la banda de música. Imagínese una estrella plateada sobre la que planea
un águila con las alas extendidas, encima del águila se agitan las campanillas de
un chapeau chinois que, por su parte, lleva una media luna de cuyos extremos
cuelgan dos colas de caballo, una alazán y otra blanca. A la altura de palacio los
soldados hacen el paso de parada, en el que hacen retumbar furiosamente las suelas
en el pavimento y miran con el cuello en tensión hacia la ventana del emperador.
L’heure culminante, l’heure militaire…

También describe con detalle qué ocurría cuando la guardia hacía la maniobra de
salida. En primer lugar la situación de descanso.

Delante, entre la verja y el pórtico, en dos filas están situados cuarenta


piquetes, todos con un soporte para el fusil. Estos piquetes marcan la plaza a cada
uno de los soldados y facilitan la colocación exacta de las filas y las secciones.
Van ataviados de los colores de Prusia al igual que las garitas. Finalmente se
cuelgan un tambor, el pequeño tambor prusiano que suena tan seco. Un centinela, que
no va de arriba abajo sino que está quieto, presta atención a su izquierda y a su
derecha. Tan pronto como aparece un coche real, ya reconocible de lejos por los
tirantes y el sombrero del cochero y el cochero por la posición del látigo señala
que el coche no va vacío, el centinela se dirige al pórtico, se pone la mano a la
altura de la boca y grita «Raus!» (abreviatura de «heraus!», «¡afuera!»). Todo
continúa ordenado por filas y secciones. El tamborilero se ha colgado su tambor de
la cintura, el oficial se detiene preparado a saludar con el puñal. El coche pasa
por delante. La guardia presenta armas, el tamborilero hace redobles. ¿Y quién se
sienta en el coche? Dos gobernantas con niños reales en su regazo. Los tambores
sólo suenan para la familia imperial. Para hacerle los honores a un general sólo
sale media guardia.

Laforgue describe acertadamente el aspecto y carácter militar que esta plaza, la


calle Unter den Linden y todo Berlín tuvieron en los años ochenta. En una ocasión
se queda en un momento de torpeza involuntaria como en un sueño en la esquina de la
calle Unter den Linden y la de Federico. Allí oye el ruido dominante en la calle:
el de sables que se llevan a rastras. Estos tiempos en los que en Unter den Linden
los cómicos y pequeños cadetes saludaban rígidamente, pues en todas las clases
sociales se frecuentaba y se hacía el saludo militar, han sido ya —salvo en algunos
casos— superados.

Todo el tiempo que nos paramos en la Nueva Guardia, échale también una ojeada al
pequeño templete del arte de ahí detrás, parcialmente cubierto por los árboles.
Ésta es la academia de canto de Zelter, el taller del amigo de Goethe, en el cual
el maestro masón se convirtió en maestro de música. El pequeño busto de la pradera
de delante del edificio es del profesor de Zelter y fundador de la asociación de la
que surge la academia de canto, mucho tiempo antes de que ésta tuviera su sede en
plena ciudad en esta casa agradablemente apartada. La vida de este hombre que se
llamó David Christian Fasch la ha descrito con un alemán clásico por su rigor el
propio Zelter. Y por su librito sabemos cómo el músico de la corte en la cámara
privada de Federico el Grande y de su sucesor le dio clase y acompañó a una joven y
exquisita demoiselle Dietrich. En la casa de esta noble melómana había a menudo dos
o tres aficionados a la música; de ello surgió muy rápidamente un pequeño grupo
vocal para el que Fasch compuso obras para cinco y seis voces. Esta compañía, que
sólo se formó «como por azar» fijó ciertos días para realizar ordenados ejercicios
de canto y creció con el ingreso de nuevos miembros. Finalmente la compañía recibió
por parte del consejo de administración de la Real Academia una sala del edificio
de ésta.

En el año 1796 el tesorero con una honesta y diligente acción hizo que por una
módica contribución a la caja las mujeres de la compañía fueran recogidas de su
casa y devueltas a ésta en coche.

Y pronto la academia de canto tuvo entre sus miembros y oyentes «a la flor y nata
del bello Berlín. A la juventud y a la gente de edad madura, a la nobleza y a la
clase media». A esta compañía y su sede artística, un tanto escondida entre los
árboles, está ligada una buena parte de la historia de la música de Berlín de la
época de Zelter y Mendelssohn y, aún más, un fragmento de la vida de la mejor
sociedad berlinesa que hasta ahora ha habido: la de aquellos burgueses de los
primeros decenios del siglo XIX con una vida relativamente limitada, en cuyos
álbumes los mejores pintores dibujaban paisajes y los mejores poetas, con la
escritura límpida y graciosa que caracterizaba la época, dejaban sus poemas. Ser un
aficionado a todas las artes, ser un «diletante» en el buen sentido del término,
era una costumbre social, natural y apasionada que de vez en cuando rayaba en lo
patético-cómico, pero que participaba de la alegre unidad del sentimiento y el
comportamiento y contribuía a perfilar la imagen de la ciudad. En esta época surgió
del siguiente edificio, del antiguo palacio del príncipe Enrique, el hermano de
Federico el Grande, la Universidad. Y los hombres que hoy están cómodamente
sentados en sus sillones de mármol, los hermanos Humboldt, elevaron, ya fuera desde
la cercanía, ya desde la lejanía de Roma o de ultramar, el nivel de exigencias
espirituales y científicas de la sociedad berlinesa.

El edificio es el cierre norte de la plaza del Emperador Francisco José, que por
aquel tiempo era una plaza junto a la ópera cuyo nombre era Forum Fridericianum. La
mitad sur del edificio está flanqueada por la antigua biblioteca, hoy salón de
actos de la Universidad y la ópera. El arquitecto jefe de Federico, el gran
Knobelsdorff, hizo unos planos del palacio mejores de lo que luego fue construido.
Él quería hacer en la ópera que está enfrente una construcción de templo y palacio
y darle a toda la mitad norte de la plaza una forma tan monumental como tiene la
ópera. Aunque su gran proyecto no se llevó a cabo, bajo la dirección de obras de
Boumann el Viejo se hizo realidad algo imponente gracias a sus planos. Pero este
palacio permaneció la mayoría de las veces vacío. Al príncipe no le gustaba Berlín
y prefería quedarse en su solitude de Rheinsberg. En 1810 se fundó la Universidad
Federico Guillermo, cuyo primer rector elegido por el senado fue Fichte. De los
trescientos estudiantes que había el primer año, se llegó a los diez mil con el
tiempo. Si la ciencia ha ganado mucho con este crecimiento es algo que preferimos
abstenemos de juzgar; sólo diremos tímidamente que hace dos o tres decenios era
mucho más agradable estar en las aulas del Alma Mater. Todavía no había tantas
caras de personas preocupadas por los exámenes. Tampoco estaba el jardín delantero
tan lleno de hombres famosos de mármol y de bronce que ni tienen la noble serenidad
de los simpáticos Humboldt, ni el dinamismo en piedra que tienen las nuevas
estatuas de Savigny y de Fichte que hay delante del Aula Magna. Este edificio,
otrora biblioteca, lo mandó construir Federico el Grande según un modelo vienés,
concretamente según el proyecto de fachada del gran Fischer von Erlach. La
tradición popular lo llama «la vieja cómoda», y una anécdota cuya verdad es dudosa
nos dice que el rey le presentó a su arquitecto como modelo un mueble rococó
abombado. Esto armoniza con la historia que la tradición cuenta de la iglesia de
Santa Eduvigis, circular y similar a un panteón, que está en la parte de detrás de
la plaza. En una ocasión los católicos de Berlín llegaron ante el viejo Fritz y le
pidieron que les hiciera una bonita iglesia en su ciudad. El rey que tomaba sentado
el desayuno, estaba de buen humor y con buena predisposición. Cuando ellos después
le preguntaron qué aspecto tendría la iglesia cuya construcción les había
prometido, tomó Federico su taza de café, la volvió boca abajo y dijo: «Éste debe
ser su aspecto». Así ocurrió que el arquitecto hizo una iglesia circular a la que
proveyó de una cúpula también circular. La linterna y la cruz que vemos sobre la
cúpula provienen de los años ochenta del siglo pasado. De esta época también
proviene la fabulosa cobertura verde de la cúpula, una de las más cálidas manchas
de color en la todavía demasiado gris imagen de Berlín.

En nuestra Ópera, la obra maestra de Knobelsdorff, los siglos y las personas han
provocado cambios y no todos para su bien. De todos modos podemos alegramos de que
en la última reforma se derribaran las horrorosas escaleras de hierro que el último
dueño imperial hizo instalar para la protección contra el peligro de fuego, y que,
como Mackowsky dice, «le daban al noble edificio el aspecto de una construcción
para ejercicios de entrenamiento de bomberos».

La Ópera fue inaugurada en el año 1742 con César y Cleopatra de Graun, uno de los
artistas predilectos de Federico. El rey, que participó de la forma más activa en
la representación, solía situarse detrás del director de orquesta, tenía la
partitura delante de él y la revisaba atenta y aplicadamente. «Realmente es tan
buen director general de música aquí como generalísimo en el campo de batalla»,
dijo un contemporáneo. Él hizo representar muchas obras francesas en consonancia
con su gusto. Recordemos que aquí se representaron obras como Le mercure galant y
Le Cadi dupé. Ahora, en tiempos posteriores, se oyen obras musicales más
significativas que lo que pudieron ser aquellas óperas. Pero los reyes y
emperadores no han vuelto a mirar en el atril del director de orquesta. En lugar de
ello tenemos en el piso de arriba estudiantes del conservatorio sentados con la
partitura abierta y siguiendo todas las notas, nosotros de jóvenes nos sentábamos
junto a ellos y podíamos mirar. La vieja ópera y esta vieja plaza nos son muy
queridas a los niños berlineses a pesar de todas sus modificaciones. Después de que
se quitaran el monumento de la emperatriz y sus espacios verdes, la plaza con su
vacío pavimento despierta a menudo y claramente la imagen de los tiempos antiguos.
Uno puede imaginarla como nos la muestran los grabados de alrededor de 1800, puede
hacer pasear por el adoquinado a viejos señores con tricornio y medias junto a
jóvenes en frac, que por aquel entonces estaba de moda, y con botas de piel vuelta
acompañando a señoras con vestido estilo imperio de talle alto y un gran chal.

Puerta con puerta con la «cómoda» está el palacio del emperador Guillermo I un
discreto palacio de príncipes. Guillermo I, ya en su juventud, fue un administrador
ahorrativo, por lo que el arquitecto que en los años treinta le reformó esta casa
al príncipe de Prusia, que antes era un palacio privado, hubo de alejarse de todo
adorno innecesario. Como siempre se dice que dentro no parece haber nada de
particular, no he entrado nunca, hasta que leí las descripciones berlinesas de
Laforgue. Recuerda con tanta delicadeza la tranquilidad de estas habitaciones en
las que sólo vivía la pareja real con media docena de mujeres de la cámara de la
emperatriz, mientras que el resto de la corte residía en el gran palacio, en el
palacio de la princesa y en el palacio holandés que estaba cercano. Cuando él se
dirigía a la morada de la emperatriz para leerle algo y entraba en el palacio, oía
el tictac de los relojes y la caída de las gotas de agua en el invernadero. Todo el
día duraba la tranquilidad, que sólo quedaba interrumpida durante algunos minutos
por el sonido que hacía al entrar un ordenanza que siempre se anunciaba
previamente. Entonces leía a la princesa lo más importante de los periódicos de
París: Le temps, Les Débats, Figaro, así como de la Revue des deux Mondes; también
le leía a veces novelas y libros de memorias. Pocas veces llegó a ver al emperador.
La pareja real vivía bastante lejos entre sí, bajo el mismo techo. A las damas de
la corte oyó decir que el viejo señor era «una joya» y que cuidaba y respetaba a su
esposa, que tenía los nervios muy sensibles, como a un ser superior. Aunque había
controversias y Augusta demostraba mucha vehemencia, Guillermo decía
comprensivamente: «Vuelve a despertarse su sangre rusa». La mayoría de las veces
ella estaba rendida y posaba su mano larga y pálida sobre la frente. La vieja dama
era muy refinada y no muy popular. Los berlineses decían: «No es de aquí». Lo que
cuenta Laforgue me hizo sentir curiosidad por la vida íntima de ambos ancianos, y
por eso entré allí con un grupo de visitantes. Nos dieron pantuflas de fieltro para
caminar y los más curiosos, que lo observaban todo como si tuvieran la intención de
alquilar el palacio, se convencieron con discreción —atendiendo a la guía que
representaba al casero (tal vez estuviera de viaje o tal vez viviera al lado)— del
estado de las habitaciones y dudaban de cuáles eran los objetos que eventualmente
podrían llevarse consigo.

Sí, allí estaba realmente el despacho de trabajo con la ventana en la esquina por
la que el emperador se asomaba cuando la guardia pasaba por delante. Siempre que
oía la música, en medio de una conversación solía ponerse el abrigo abotonado
encima del chaleco blanco y llevar preceptivamente prendida entre las charreteras
del uniforme la Orden pour le mérite. Es la misma orden que vemos en muchos
retratos de sus contemporáneos; ésta ofrecía un buen aspecto junto al cuello de
estos hombres respetables, que se comportaban tan íntegramente que hoy apenas se
puede pensar que sea posible hacerlo así. Se cuenta de uno de ellos que poco antes
de morir evitó apoyarse en su silla y explicó a sus parientes que no quería hacer
eso porque podría convertirse en una mala costumbre. Al igual que este hombre, su
viejo rey se mantuvo en pie entre todos estos incómodos muebles que inundan su
despacho. Todavía se conserva en el estado en el que él lo dejó, para dejarse caer
muerto dos puertas más allá en un modesto cuarto al que la sombra del edificio
vecino oscurecía la luz. Las mesas, los estantes, los aparadores vertikow, la silla
y la mesa están cubiertos de recuerdos, carpetas y libros. El viejo señor mantuvo
todo esto a su lado, se orientaba por todo este conjunto de cosas con estricta
exactitud.

Raras veces un viejo moribundo como este simpático anciano ha recibido, enmarcados
y como pisapapeles, una cantidad tan grande de fotografías, vasijas, cojincillos y
estatuillas sin valor y sin gusto y las ha guardado con tan conmovedora piedad. Lo
que no cabían ya en la mesa o en la pared lo había amontonado en el suelo y allí
está todavía. Creo reconocer los óleos tan detalladamente acabados y las pinturas
sobre porcelana, la campesina romana con los brazos en jarras, la muchacha de los
Alpes de aspecto virtuoso con el corpiño adornado de galones y la dulce cara
ovalada bordeada por los rizos de su cabello, la miniatura que presenta un pequeño
príncipe con pantalones cortos por debajo de su levita y una corona en su mano. Y
más allá la mujer con el pelo suelto que sueña delante de una flor está muy bien
situada entre los abuelos y los tías abuelas. Y sobre los cojines de la buena
habitación la mayoría de las veces había fundas del tipo que encontramos aquí. Sólo
que aquí las pequeñas coronas están bordadas porque el ciudadano residente en este
lugar era rey. En la habitación contigua vemos encarnado en persona el antiguo
cuento de Thumann. En un marco de terciopelo, mira de reojo y, con la blancura
resplandeciente de su codo izquierdo sosteniendo su cabeza, se sume en la oscuridad
del bosque. En el saliente de la librería hay fotografías de miembros de la familia
como recuerdo de fiestas de disfraces, el íntimo baile de máscaras de las buenas
familias. Y en el mismo saliente se le sirve al emperador el segundo desayuno, que
se toma de pie. De la biblioteca sube una estrecha escalera de caracol a las
habitaciones de arriba. Estos fatigosos escalones los subía Guillermo I todavía en
avanzada edad para llegar a las cámaras de su esposa. Tomamos ya hacia un camino
más largo y más cómodo, vamos a través de la sala de conferencias, donde, sobre una
de las sillas con el águila prusiana tallada en la parte de detrás, Bismarck hubo
de sentarse algo incómodamente cuando tuvo que insinuarse a su apreciado señor como
fiel servidor de su política. Vamos por la escalinata de mármol, allí las victorias
de Rauch elevan sus coronas, son diosas pacíficas y graciosas de guerras que
acabaron hace mucho tiempo. Arriba las habitaciones de la emperatriz son más
solemnes y fastuosas de las que aquí hemos dejado. Ya como princesa Augusta se
ocupó de los interiores y se dice que con ella se echó a perder un decorador.
Nosotros, extranjeros, vamos algo anonadados por la presentación y el gusto de
estas luminosas habitaciones, por la malaquita y el alabastro de los tradicionales
regalos rusos; miramos mucho por la ventana y volvimos a despertar cuando vino a
nosotros un eco que por azar, por así decirlo por equivocación, quedó aprisionado
aquí cuando se construyeron estos muros. Algunos individuos quisieron comprobar
tímidamente lo que nuestro guía toleró con una sonrisa.

El guía de nuestra gira despachó está siempre noble casa con un par de palabras
para así referirse con más detalle a las horribles «moderadas formas barrocas» de
la enorme y nueva biblioteca municipal. Allí, sobre la puerta, entre sus abuelos
con peluca y con coleta, se puede ver al último príncipe Hohenzollern representado
por un busto con los bigotes retorcidos. Dentro hay una increíble cantidad de
libros y una gran colección de manuscritos, secciones de música y de mapas, discos
de gramófono con grabaciones en doscientos idiomas, todo tipo de departamentos que
se pueden visitar. Lo mejor es sentarse detrás de una muralla de libros en la sala
de lectura circular y observar a los diferentes hombrecitos y mujercitas que
estudian, toman nota, desayunan y sueñan en círculos concéntricos alrededor de un
centro que está vacío.

¡Ah!, desayunar. Ya hemos llegado de nuevo ante el viejo Fritz y a nuestro punto de
partida. ¿No estaría bien que nos fuéramos a la patriarcal bodega de Habel que está
en esa bella casa centenaria, sentamos a una de esas mesas bien barnizadas y
estudiamos las gran carta de vinos? Desgraciadamente tenemos que seguir la gira,
nuestra lección todavía no ha acabado. Sólo podemos echarle una rápida ojeada a las
vasijas, máscaras y vides que hay sobre la entrada.

Para hacerle todos los honores a la calle Unter den Linden —que todavía tiene sus
cuatro filas de árboles, bonitos comercios, embajadas, ministerios y bancos en
medio de la capital— y para vivir en el presente lo pasado, hay que citar todas sus
épocas desde que el gran príncipe elector la prolongara como avenida de las afueras
que condujera a su finca de caza. Para informarse acerca de la época de Fritz, hay
que leer la excelente descripción de Friedrich Nicolai de la capital, Berlín, y del
sitio real, Potsdam. Allí se describen todas las casas de la calle, posadas como la
de Ciudad de Roma, que luego fue Hotel de Roma; la esquina de la callejuela del
establo, que hoy es la Charlottenstrasse, cuya reforma tuvo que hacer sitio
recientemente a casas y oficinas; palacios como el del margrave de Schwedt, con la
mención de todos sus dueños, del que luego se construyó el viejo palacio del
emperador; o el de la princesa Amalia de Prusia, abadesa de Quedlinburg, junto a la
Wilhelmstrasse, donde actualmente tiene su sede la embajada rusa; o el de un tal
Von Rochow, o el del conde de Podewil, etc. Además hay que contemplar, en el museo
de la Marca, el famoso friso de los tilos, que reproduce todas las casas de Unter
den Linden del año 1820. Si pones al lado una foto reciente con las rampas de
entrada del Hotel Bristol y Adion (su última reforma no deja ver el excelente
palacio de Redern), junto al imponente Ministerio de Cultura y los viejos edificios
bien conservados de otra época dentro de los que hay famosas y antiguas tiendas y
almacenes, quizás te ocurra como a Varnhagen que, acerca en un paseo de ida y
vuelta por los tilos al portón, anotó lo siguiente:

La visión despertó en mí una gran serie de imágenes del pasado y el futuro, un


magnífico desarrollo de la historia, que llevaba como el oleaje del mar al pequeño
barco del propio ser.

También son recomendables los tilos como un paseo para sentir la alegría de vivir.
Así, junto a los famosos versos de Heinrich Heine: «No me comprometas, mi bello
niño / no me saludes bajo los tilos» (bajo los tilos: Unter den Linden), hay
testimonios de poetas menos conocidos, por ejemplo la Berlinada o Canción de los
tilos de un tal F. H. Bothe, que cita el último bello calendario berlinés de Adolf
Heilborn:

Bajo las acacias

gustan de pasear las gracias

y la más bella de las muchachas

podrás verla bajo los tilos,

en Berlín, en Berlín,

cuando los árboles vuelven a florecer.

Los amados van del brazo

solos entre la multitud,

y se dice que cogerse de las manos

y un roce de sus labios los embelesa,

en Berlín, en Berlín,

cuando los árboles vuelven a florecer.

Bajando y subiendo bajo los tilos

peregrinan al paso o al trote,

bellos señores y guapos señoritos,

grandes locos y pequeños loquitos,

en Berlín, en Berlín,
cuando los árboles vuelven a florecer.

No es tal vez aquella mamá,

también papá de pronto está allá.

Y es que no es tan frecuente encontrarse.

¿Y por qué aquí sí? Es que aquí se sabe vivir,

en Berlín, en Berlín,

cuando los árboles vuelven a florecer.

Un fragmento de las canciones cómicas de un llamado Karl Müchler del año 1820
ofrece curiosas variantes de esta canción:

Bajo los tilos, como sabéis,

merodean los que dicen: psst,

siempre corazones de modistilla

encontrar podrás bajo los tilos,

en Berlín, en Berlín,

cuando los árboles vuelven a florecer.

Por ocho monedas, mamá,

en la casa de ahí atrás,

al señor y a Juanita

les alquila habitación, luz y camita,

en Berlín, en Berlín,

cuando los árboles vuelven a florecer.

En qué medida desde entonces se ha mantenido intacto el carácter de nuestro


respetable paseo principal o se ha modificado es un problema que les dejamos
afrontar a experimentados investigadores de la historia de las costumbres.
Preferimos quedamos en la mera contemplación del presente.

El extranjero curioso se interesa sobre todo por la famosa esquina con la calle
Federico y pregunta por los cafés Bauer y Kranzler. Ahora bien, el Bauer ya no se
llama Bauer, sino simplemente Café Unter den Linden, las buenas pinturas murales
dionisíacas y elíseas han desaparecido y de hecho hay más movimiento en el Café
König —con lo que no se quiere decir nada en contra de lo agradable de una estancia
en el café Unter den Linden, ¡más bien al contrario!—. ¿Y el Kranzler? Allí están
todavía los curiosos barrotes de hierro y las cadenas en los cuales los elegantes
oficiales del antiguo regimiento de Gens d’armes colgaban sus ajustados pantalones
en la época de la reina Luisa. Pero desde sus últimas reformas ha perdido su
antiguo cachet, con lo que tampoco quiero decir nada contra los pasteles que allí
se pueden degustar.

De la calle de Federico, a la que rápidamente echas una ojeada tú, extranjero, no


quiero decirte nada. Debe reservarse a un paseo vespertino el ver todos sus
antiguos, anticuados y todavía vivos secretos y evidencias.

Pero bien me gustaría pasar por debajo del arco y entrar en la pequeña calle de la
muralla. Es pasado conservado en estado puro la visión de los abovedamientos de las
puertas desde la parte interior de este antiguo mundo de piedra, que es más un
pasaje que una calle, la de la rotonda aneja, la de las rejas del balcón, la de la
galería de vidrio en voladizo, el gris claro y el café con leche de las casas del
vecindario. El arco actual te lleva a la «Central de las transacciones financieras
alemanas», en la calle de la muralla y los aledaños. Sobre todo encuentras allí los
sólidos edificios del Banco Alemán, que están unidos por «puentes de los suspiros»
de nueva construcción.

Después de haber pasado por delante de pequeñas casas de aspecto noble, que se
mantienen dignas con sus marcos de ventana clásicos entre sus más nuevas y más
grandes vecinas, y por delante de filas de automóviles particulares de calidad
aparcados en mitad del dique, hemos llegado a la plaza de París. La forma de esta
plaza con la puerta que la cierra, la fachada en retroceso del palacio simple y el
fresco verdor de su césped a la derecha y a la izquierda preservan la tranquilidad
de un espacio cerrado que el ruido y el movimiento circundante no pueden perturbar.
Es agradable el estilo unitario del edificio que sólo queda interrumpido por el
palacio Friedländer, mientras que el barroco de la embajada francesa se integra
bien en el conjunto. Y es agradable saber que aquí, junto a las academias,
embajadas, los ricos y la nobleza, vivieron un pintor y un poeta.

La Puerta de Brandenburgo, con sus dos templetes que Schinkel añadió al soberbio
edificio del viejo Langhans, es una copia de los Propileos atenienses —algo
inexactamente, y, como dice el arquitecto sólo según descripciones de sus ruinas—,
pero con su recto y robusto gres, le parece a nuestro gusto más de estilo viejo
prusiano que de la antigüedad. Es la puerta de Berlín. Y con la Victoria que
conduce su cuadriga, nosotros, niños de aquí, no pensamos sólo en aquella vez que
Napoleón la mandó retirar y en su victorioso retomo, sino también en el papel que
desempeña en el «cumpleaños del diablillo», en el encantador cuento berlinés de
Walther Gottheil, en los que el gran príncipe elector, el estanque de los peces del
oro y el Spree son tan inolvidablemente inmortalizados.

Ahora bordeamos la plaza por delante de la puerta. No mires, por favor, a las
balaustradas de mármol, bancos, saltos de agua y personalidades principescas que
debemos a los arquitectos y maestros de obras guillerminos. ¡Considera este
estridente blanco ante el encantador verde como un deslumbramiento y una agresión
para los ojos! Te prometemos que, con la ayuda de Dios, la próxima vez que vengas a
Berlín se habrá quitado de en medio a la malograda pareja imperial de Federico III
y su esposa Victoria. Mira los bellos árboles y arbustos de la avenida. Pero allí
vuelve a brillar irritantemente el estridente mármol en la pradera, y ahora estamos
ya en la avenida de la Victoria. Allí, a la izquierda y a la derecha hay treinta y
dos monarcas brandemburgueses y prusianos, y detrás de cada uno hay un banco de
mármol, y en cada banco se sienta… —No, ahí no se puede sentar nadie, está muy frío
—, sobre cada respaldo están apoyados dos Hermes que representan a sendos
contemporáneos del monarca en cuestión. Da igual, nuestro coche sigue
ininterrumpidamente pasando por toda la fila y se te van diciendo los nombres.
¿Habremos conseguido quitar esto de en medio para la próxima visita? Berlín está
ahora muy ocupado en lo relativo al trabajo de limpiar espacios, pero el mármol
labrado no debe de tener mucho valor. Habría que poder vender el material. ¡Treinta
y dos monarcas con sus bancos y sus contemporáneos! No sé cuál puede ser la
solución. Quizás te hagas una idea de lo bonita que era esta avenida cuando se
prolongaba hacia arriba y llegaba a la antigua y brava Columna de la Victoria y
hacia abajo a la calle de la Victoria. Así hemos trazado una cara que lleva hasta
Federico dientes de hierro. Aquí estamos en la plaza Kemper, y ése debe ser, porque
no tenemos ninguno viejo, el nuevo Rolando de Berlín. Aquí, a la vuelta de la
esquina, podríamos ir al lujoso Café Schottenhaml (cuando se oye este nombre, se
piensa en algo agradablemente muniqués) y arriba está el gabinete de porcelana,
vieja muestra de la manufactura berlinesa. Pero nuestro coche gira y se ocupa de la
segunda fila de dieciséis del grupo de treinta y dos. Allí le echamos una ojeada a
Otto el vago, el único de estos señores que disfruta de cierta popularidad. Él
tiene una forma muy simpáticamente enfadada de participar de modo negligente en la
representación. Y, ahora, extranjero, ¡persevera hasta que lleguemos a la Columna
de la Victoria! No es precisamente bonita, esto no se puede replicar. En todo caso,
la alta columnata con sus cañones recuerda a un junco de la especie «cola de
caballo». Y estos juncos son bonitos. Y el conjunto pertenece a nuestra caja de
juguetes de Berlín. Has de reconocer que la columna, a pesar de los cañones, tiene
un aspecto muy inofensivo. Si te gustan las vistas circulares aquí hay una marcada
con estrella por la guía Baedecker, allí puedes ver todo el Tiergarten en dirección
sur y oeste, hacia el norte Moabit, y al este, más allá de la cúpula del Reichstag,
podrás volver a observar lo que ya hemos visto de cerca.

Algo menos inofensivo es allí el gigante sobre el zócalo rojo, que tiene el activo
patetismo de Begas. El coracero en bronce, sin duda su obra más trabajada, con el
puño sobre el documento fundacional del Imperio, contempla, además de todo lo
conquistado, las lejanías que no se han conquistado, pero que están situadas
después de aquello. Él hace poco caso del pueblo que está en su zócalo, del Atlas
con su bola del mundo, del Sigfrido de la ópera con su espada imperial y de las
diversas damas que representan la prudencia y el poder estatales. Y el robusto
edificio del Reichstag, que está detrás, parece inclinarse con sus cúpulas y sus
torres. La cúpula del Reichstag no llegó a ser tan alta como planeó el arquitecto
Wallot. Pero, aun así, como ha llegado a ser, esta fiera gigantesca rugiente y
atrapada tiene una belleza ingente, y para la época en la que se erigió fue un
considerable logro. ¿Te gustan las vitrinas con las águilas imperiales?, ¿los
frescos de ciudades y paisajes?, ¿las virtudes cardinales?, ¿los emperadores en
mármol y en bronce?, ¿los tapices de cuero repujado de los mejores vagones
restaurantes del mundo?, ¿ricos ornamentos del renacimiento o damas alegóricas?,
date una vuelta por el transepto, por las salas de lectura, la gran sala de
conferencias, el área de descanso, los vestíbulos y las salas de comisión. De todas
formas se emplean tres cuartos de hora. Si tienes algún amigo entre los diputados o
entre la gente de la prensa, dile que se agencie con una entrada para la tribuna
para ti y ten la experiencia de asistir a una sesión parlamentaria. Allí tendrás
que prestarle atención a todo para no confundir a la derecha con la izquierda. Como
ciertas instrucciones de escena, está considerado desde el punto de vista de los
actores, no de los espectadores. Vamos, oriéntate bien, y no confundas a los
comunistas con populares, y viceversa. Siguiendo las imágenes de los periódicos,
los semanarios cinematográficos y las caricaturas, podrás reconocer a nuestros
grandes y pequeños políticos y esto provoca placer. Por lo demás te recomiendo la
lectura de algunas páginas del libro sobre Berlín de Eugen Szatmarin. Te introduce
de una forma muy viva en este mundo en el que me encuentro algo ajeno.

No muy lejos del lugar donde en Berlín se erigió un Bismarck, hay un Moltke y,
entretanto, tal vez quepa contar con un Roon. Nuestro coche te hace pasar por
delante de ambos monumentos y, yendo de uno a otro, por la ópera de la ciudad hace
algunos años reformada, que, en una ocasión, como ópera de Kroll, estuvo en un
jardín exterior.

Este establecimiento tuvo una época especialmente brillante cuando todavía estaba
en boga la luz de gas. Entonces el jardín estaba iluminado «de fábula», tal y como
no podemos imaginarnos nosotros, desencantados contemporáneos de la semana
berlinesa de la luz, de la AEG y de las lámparas OSRAM. Por aquel entonces, la luz
atraía a este lugar como lo hace al Jardín de París y al Bal Mabile.

Pasamos por delante del Ministerio imperial del interior, que previamente fue
cuartel general y casa de Moltke —allí hay una sala en recuerdo de Moltke—, y yendo
por la calle de las alosas, por un tramo de la orilla del príncipe heredero,
cruzamos el puente. Allí, a la derecha, redondo y blanco, está el Teatro de
Lessing. Y ahora el impresionante puente colgante del puerto Humboldt, a cuyas
orillas se une al norte el comienzo del canal fluvial de Spandau, el camino fluvial
hacia el Oder. De pronto surge una de las más simpáticas y viejas estaciones de
Berlín, cuyo nombre lo recibe de la pequeña ciudad de Lehrte, pero los trenes no
llevan allí, sino a Hamburgo. Éste es un bonito viaje por la planicie del Elba, los
grandes bosques y campos de Mecklemburgo y la Baja Sajonia. Con las viejas cúpulas
de cristal y toda la serie algo desordenada de edificios, panoramas y restaurantes
ajardinados que lo rodean, se ve el parque de exposiciones al pasar con el tranvía.
Antes, en verano, cuando la gran exposición de pintura llenaba las salas, era un
punto de encuentro. Ahora está un poco pasado de moda, como detenido en su propio
pasado, superado por nuevas actividades. Moabit, con su juzgado de lo criminal, la
prisión, su lechería Bolle, las centrales eléctricas, constituye un capítulo por sí
mismo. Volvemos a cruzar un puente sobre el Spree y llegamos a las «tiendas de
campaña».

Allí se han instalado grandes restaurantes ajardinados, donde anteriormente había


auténticas tiendas de campaña. El viejo Fritz asentó allí a colonos franceses, para
que montaran tiendas de lona y vendieran degustaciones a los paseantes. Más tarde
hubo aquí kioskos desde los que se tocaba música. En los días de marzo de 1848 el
pueblo revolucionario se reunía en tomo a los kioskos, debatía propuestas para el
rey referentes a la libertad de prensa y expresión, la representación popular, etc.
Durante un tiempo se les dejó discutirlas, pero luego se los echó de allí con
escuadrones de caballería. Todo se llevó a cabo con moderación y contención.
Varnhagen cuenta acerca de las calladas masas que, en la oscura noche, fueron,
pasando por la Puerta de Brandenburgo, de las «tiendas» a sus hogares. También en
los días de noviembre de 1918 una multitud pasó calladamente por delante de los
jardines de los grandes restaurantes y de nuevo las «tiendas» volvieron a ser la
sede de una contenida y moderada revolución. En general, hoy en día hay pacíficas
diversiones pequeñoburguesas con mucha música, representaciones, danza y los
sólidos platos de «los pucheros de la tiendas» y «la comida del clan» o cenas frías
que se traían preparadas. Aquí se bailaba decentemente; también las
representaciones eran bastante inofensivas. Por eso sigue habiendo aquí, en plena
ciudad, una especie de zona de excursión para la innumerable multitud de familias,
grupos y asociaciones pequeñoburgueses de Berlín. Pertenece al más bello y sereno
Berlín la calle que, en la prolongación de los restaurantes, se estira a lo largo
del Tiergarten. Pero esto no puede verse al pasar: hay que vivirlo de día y de
noche. Aquí se vive de forma más tradicional y más íntima que en las conocidas
calles del borde sur del Tiergarten. Con una rapidez cruel, nuestro coche pasa en
tromba por el puente del Spree, dejando a un lado el jardín y el palacio Bellevue,
y llega hasta la Gran Estrella. El Bellevue: en otro tiempo había que otear desde
su muro para ver si por allí paseaban los pequeños hijos de los príncipes. Ahora
puede uno pasear por las avenidas del viejo jardín, contemplar la sala circular que
está a la misma altura del edificio lateral y, de esta manera, pensar en las
fiestas reales del estío, descifrar las inscripciones de las tumbas del jardín,
mirar hacia arriba la tradicional calle berlinesa que se llama avenida del Puente,
en la que en balcones que se están desmoronando se pueden ver las flores de las
viejas damas. En la terraza de palacio hacia el lado del jardín se sentó muchas
veces en sus últimos años el comilón y triste Federico Guillermo IV. Quizás
dibujara allí sus románticos proyectos de jardines, tal y como pueden verse en el
museo de los Hohenzollern, recibiera a sus ministros que dudaban acerca de su
estado mental y soñara en su perdido imperio, en el que «no debía haber ni una sola
hoja de papel entre él y su pueblo», mientras que los liberales berlineses hablaban
del parlamento y la libertad.

En tiempos del gran Federico, Knobelsdorff, el maestro constructor de Sanssouci,


tenía aquí una lechería y una granja. Después de morir, ésta pasó por diversas
manos, hasta que llegó a ser propiedad del príncipe Fernando, hermano de Federico y
de menor edad que él. Para aquel Boumann el joven, se contruyó el palacio; el
adornado pabellón con sus columnas corintias es obra de Schinkel.

Mientras pasamos por la Gran Estrella, la fuente de Hubertus y los grupos de caza,
muy buenos bronces contra los que no se puede decir nada, intento imaginarme cómo
sería esta plaza en tiempos antiguos, cuando estaban por aquí los auténticos
guardias del parque de la cruz del camino de los cazadores. Eran dioses de los
jardines que más tarde se dejaron ver por la alta sociedad. ¡Oh!, ha habido muchos
Tiergarten berlineses y muchas Grandes Estrellas antes de ésta en la que se
desencadena el tráfico vial y en la que hace poco, como símbolo del luminoso
Berlín, resplandecía una torre iluminada.

Subiendo por el camino de Charlottenburg, muestro rápidamente a los extranjeros por


dónde lleva en la pradera el camino hacia el viejo restaurante ajardinado
Charlottenhof. Éste era una bonita casa particular y es ahora uno de los pocos
cafés que se encuentran en el propio Tiergarten que invitan a quedarse en él. El
berlinés no ha conseguido implantar ni en su parque ni en la fronda iluminada
cierto lujo y bienestar. ¡Qué hubiera hecho París con lugares tan bien situados
como el Charlottenhof o el embarcadero del lago nuevo!

En la estación de la ciudad de Tiergarten encuentras en un pequeño escaparate las


fuentes y los platos que allí muestra la manufactura de porcelanas. Te recomiendo
encarecidamente que dediques un par de horas libres a la visita de la fábrica
cercana. Esto es un fragmento del mejor Berlín antiguo. Aquí, a lo largo de un
tranquila orilla se bifurca la calle de Wegely, llamada así por los fundadores
privados de la manufactura, y nos lleva hasta los edificios de administración.
Mientras que las salas de venta y exposición en la calle de Leipzig son conocidas
en general, este retirado complejo, con su museo y todas las salas y habitaciones
en las que están dispuestas las porcelanas, es mucho menos famoso y visitado de lo
que se merece. Por el patio ajardinado, vamos pasando por delante del edificio
desprovisto de adornos y por una puerta hacia la fábrica, cuya construcción todavía
tiene un atractivo histórico. Allí se nos hace ver todo el trayecto que sigue la
porcelana desde la tierra aluvial hasta el taller del pintor de flores. En los
bajos sótanos fangosos van haciendo lentamente poso las partes sólidas de la
viscosa masa en un gran sistema de vasos comunicantes; por ellos pasa lo líquido,
que es depositado en recipientes en los que se separan las partes más finas del
agua. La «tierra de Halle» se convierte en feldespato, que ante nuestros ojos es
introducido en enormes molinos de muelas verticales que lo reducen a trozos grandes
y en molinos de tambor a polvo. Toda la masa continúa su tratamiento, pasa por
presas de filtro y batidoras, la forma moderna de los antiguos bancos de amasar.
Sobre mesas redondas es puesta bajo una rueda de amasamiento. Podemos ver a los
formadores de escayola y a los trabajadores en los tornos. Visitamos las cálidas y
luminosas habitaciones donde se deja que se sequen los objetos a los que se han
dado forma, hasta que estén listos para pasar por el homo por primera vez, las
cámaras crematorias de los hornos de gas, los estantes del horno circular, el
compartimento de la alta cocción y de enfriado y el taller donde las vasijas se
esmaltan. Es un extraño submundo, mitad homo, mitad de camino al martinete.
Finalmente nos quedamos un rato ante los pintores, que con sus pinceles puntiagudos
siguen hoy en día pintando flores con pintura metálica que se transforma al pasar
por el homo. Se nos muestran los platos y las fuentes en todos los estados, antes y
después de pasar por el homo, antes y después de su estancia en las muflas, en las
que a fuego lento se van fundiendo los componentes líquidos de la pintura.

Un amigable bibliotecario nos lleva a las salas de lectura y nos deja consultar las
órdenes reales del viejo Fritz, que, como dueño de la fábrica, cuidaba de todos los
detalles en su Porcellainfabrique. Todas las noticias importantes debían pasar por
sus manos: él las proveía de sus recordatorios. Era un buen vendedor y sabía
presentar su mercancía. Si los judíos querían asentarse, abrir un negocio o
casarse, tenían que comprar porcelana real. Al filósofo Moses Mendelssohn, cuando
ya tenía un gran renombre, le fueron endilgados veinte enormes monos de tamaño
natural. Por medio de grandes regalos, que él hacía con ayuda de su fábrica de
porcelana, el rey aumentó su fama. Mundialmente famoso es el centro de mesa que
ricamente adornó a la emperatriz Catalina II de Rusia. Bajo la tutela del rey la
empresa prosperó, se abrieron nuevos hornos y los adelantos técnicos de principios
del siglo XIX favorecieron a la fábrica real. Ciertamente tuvo que soportar las
difíciles situaciones económicas por las que pasó Prusia, pero mantuvo durante
todos los tiempos la calidad artística y el estilo peculiar de sus productos. Un
paseo por las salas de exposición de aquí, ampliado por una visita a las salas
comerciales de la calle de Leipzig que deben a Bruno Paul su nueva distribución
interior y a él y a artistas como E. R. Weiss, Renée Sintenis, Edwin Scharff, Georg
Kolbe su decoración, nos muestra la porcelana berlinesa a lo largo de todos los
períodos estilísticos como fiel imagen del gusto de la época. Allí están los
angelotes y las parcas del rococó, los grupos alegóricos como el Agua en figura de
pastora y con una minúscula jarrita o Cupido como caballero. Después de ver las más
pintorescas flores de la época del nuevo servicio de palacio y del servicio de la
ciudad de Breslau con su luminoso azul oscuro, aparecen los bellos dibujos de los
bouquets estilo imperio, las Gracias de estilo clásico, las tazas de café, sus
adornos que siguen modelos de los estilos griego y etrusco, los delicados en
biscuit según esbozos de Schadow, los bustos de Luisa, la bella forma de las
vasijas con asas según dibujos de Schinkel. En el palacio de la ciudad de Berlín,
en el palacio Monbijou, en Potsdam, pero también en viejas colecciones familiares
encontramos estas formas y estas figuras.

Allá donde la calzada de Charlottenburg craza el Landwehrkanal, se eleva un


edificio de forma algo complicada, que probablemente deba ser apartado para que
aquí surja una nueva ciudad. Para el sentimiento hay tan pocas fronteras aquí como
en cualquier otro sitio. Como un hermano, Charlottenburg ha tomado prestado de su
vecino mucha ciencia y arte; por ejemplo, a nuestra izquierda la escuela técnica
profesional. El sólido edificio celebra con todo el esplendor de las columnas, las
comisas y las esculturas un mundo que no tiene nada que ver ni con columnas, ni con
comisas, ni con esculturas. En el vestíbulo al demón del vapor se le ha dedicado un
monumento de bronce representado por un héroe del Renacimiento. Un pequeño tramo
más allá, la calle de Berlín hace un acodamiento al que se le llama la rodilla de
Berlín. Ya Fontane dijo de esta rodilla: «su redondez es hoy en día carente de
atractivos». No se ha hecho mucho más atractiva desde entonces. Y su forma
desaparece en el gran batiburrillo de automóviles y tranvías que cruzan pasan por
la intersección de varias calles. La más tranquila de todas estas calles sigue
siendo la continuación de la calle de Berlín. En ella, junto a las nuevas, hay una
serie de pequeñas casas antiguas más pequeñas, procedentes de la época en la que el
camino de Berlín hacia Charlottenburg era una excursión, un viaje en coche de
caballos. Desde la Puerta de Brandenburgo se partía en coche y ya se adentraba uno
en el campo. Se ocupaba una vivienda de verano en las idílicas casas que estaban
por el camino y que unían la capital con la residencia de verano que había creado
el primer rey de Prusia para su esposa en el pueblecito de Lietzow y que, según el
nombre de ella, se llama hoy Charlottenburg.

La llegada ante el bello palacio de esta reina está algo dañada por un gran
monumento ecuestre del emperador Federico con edificios adyacentes que datan de
1905 y dioses sobre los pilones. ¡Olvídate de ello! ¡Se recomienda al público que
se proteja de las amenazas de esta plaza! Frente al palacio hay dos agradables
edificios con cúpula, que —¿quién lo diría?— fueron otrora cuarteles. Estos
edificios recuerdan a la algo indefinida arquitectura de jardines que dibujara el
romántico Federico Guillermo IV, y miran orgullosamente a la cúpulas del Eosander
que tienen al dios de la danza en todo lo alto.

En el palacio hay habitaciones estilo imperio, bellas pero algo vacías,


pertenecientes a la reina Luisa con muchos sillones sin ocupantes y las graciosas
estufas de cerámica. En el ala este, que construyó Knobelsdorff para Federico el
Grande, hay una gran sala de baile que se llama la «galería dorada». Y una
fastuosidad más antigua se encuentra en el ala del jardín, en las habitaciones, en
la capilla y en la cámara de porcelana del primer rey. Desgraciadamente se seguía
por todo el conjunto llevando pantuflas. Puedes caminar, extranjero, sin que nadie
te moleste por el parque. De camino hacia allá hay un corredor. Las pilastras y los
ricos capiteles y medallones están esculpidos en estuco, que tiene el aspecto de
que fuera a caerse al próximo golpe de viento, aunque lleva allí en pie doscientos
años. Esta habitación, a la que se presta poca atención, es plenamente pasado en un
sentido especial. En el jardín pasas por delante de la bonita fachada de palacio y
los bustos de los emperadores romanos, y del tranquilo camino que te lleva al
mausoleo. Éste es todavía, en su forma ampliada en los últimos tiempos, un noble
edificio, pero es inolvidable para aquel que conoció el primer templete de la
muerte construido según los planos de Schinkel, que sólo protegía el sueño de
mármol de la reina Luisa y de su Federico Guillermo. Se tendría que haber
construido otro lugar de descanso para su hijo y su nuera y haber dejado sola la
obra de Rauch. En este parque hay otro curioso edificio más allá del estanque de
las carpas y junto al río, el Belvedere, en el que en los años noventa del siglo
XVII, Federico II se puso a los pies de su «Condesa Lichtenau». Fontane visitó «el
extraño edificio, rico en celosías, con las cuatro casas abalconadas, adosadas y
lisas» (hoy es una especie de casa de funcionarios inaccesible). Él estuvo en la
habitación redonda que hay a modo de sala y en el oscuro gabinete donde el rey
invocaba a los espíritus de los que se habían ido que le recomendaron que volviera
al camino de la virtud. Hoy los fantasmas que todavía percibe Fontane dan
testimonio de cierto presente banal; hay más pasado en algunos y arbustos del
parque que se extiende hacia el norte y el oeste.

Nuestro coche tuerce hacia el sur en los barrios más nuevos de Charlottenburg por
la calzada del emperador hasta la plaza del canciller del Reich. Por la calle del
Imperio tan sólo echamos una ojeada y ya presentimos la cercanía de la colonia de
la calle del Ejército, que está en construcción. Al sur de la calzada conseguimos
ver los grandes edificios para exposiciones, la sala de las telecomunicaciones y la
torre de la radio. Toda esta calle, que nos lleva desde la puerta de Brandenburgo
hasta aquí y más allá, es testigo de un urbanismo audaz y orgullo del nuevo Berlín.
De vuelta por la calle de Hardenberg pasamos por las escuelas superiores de música
y artes plásticas, un complejo de edificios unitariamente planeado, y construido en
bello gres. Después la calle prosigue hasta el viaducto del ferrocarril urbano y
llega a la iglesia en memoria del emperador Guillermo, ante la que se para nuestro
coche. El guía explica que este edificio es una de las más bellas iglesias de
Alemania.

Todavía es muy de día y se la ve muy claramente. ¡Ah!, si aquí hubiera una


auténtica iglesia antigua —que procediera de una época que transmitiera lo
inacabado de sus sueños para que pudieran cumplirse— y en sus muros y en sus agujas
grises, entre los cuerpos de ángeles y las caricaturas del diablo, el salvaje
tráfico de los automóviles, los autobuses y las masas de gente resonara con un eco
de piedra vieja, el Broadway de Berlín-Charlottenburg con sus cafés, cines,
letreros luminosos y móviles, tendría un corazón, un centro, una resonancia. En
lugar de ello, desde hace treinta años tenemos ésta. He aquí el ejemplo clásico de
«edificio central románico tardío» con una torre central y dos torres adyacentes,
que es un inmenso obstáculo para el tráfico en medio de la plaza. Frente a la torre
principal, por una parte, y al coro, por otra, hay dos casas románicas edificadas
por un mismo arquitecto cuyo nombre preferimos olvidar. Por la tarde hay que
dejarse embriagar por el resplandor de la luz poderosa del Capitol del Palacio de
la Gloria y de la UFA que está junto al Zoo, para disipar un poco tanta sabiduría
escolar convertida en piedra. Nosotros, algo mayores, recordamos la época en la que
uno de los más maravillosos árboles que quedaban del antiguo Tiergarten extendía
sus ramas aquí (todavía hay contemporáneos de este magnífico árbol, uno en la calle
de Wichmann, otro en la calle de la Victoria), pero esto ya no tiene importancia,
hoy es hoy. Pero a esta catedral, con su largo nombre, le haría bien estar un poco
más vieja y destruida. Entre el estruendo y la circulación está allí
imperturbablemente prusiana y levanta los ojos hacia el buen Dios.

¿Y el interior? Ya en el vestíbulo, que probablemente debe recordar al nártex de


las auténticas iglesias románicas, empieza a haber mármol. Cuando era niño,
Guillermo recibe de su padre la espada de mármol, cabalga como joven príncipe
heredero por el campo de batalla de 1814 detrás de los tiradores acampados, que,
esculpidos en mármol, apuntan contra el portal de la iglesia, despacha con Bismarck
y Moltke entre flores estilizadas ante un mapa del campo de batalla y, esculpido en
mármol, está sentado entre su hijo y su nieto para ser homenajeado. De las
numerosas ventanas de la iglesia hay que decir que debajo de casi todas figura el
nombre de los donantes. Hay muchos príncipes entre ellos, pero también hay ciudades
y mecenas individuales. Hasta que un buen día los letreros se borren o
desaparezcan, sus nietos podrán enojarse de que el abuelo o la bisabuela donaran un
ridículo satán esmaltado que arde en rojas llamas ante un tranquilo Salvador. En el
gran rosetón unos pequeños profetas se esfuerzan, empuñando una serie de pancartas,
por tomar una apariencia ingenua y medieval y sobre el fondo dorado de los mosaicos
unas personas con su aureola de santidad tienen mucho interés en parecer tan
católicas como se lo permitan sus miembros protestantes. Todo esto tiene que
bendecirlo un salvador iluminado eléctricamente. Él hace inventario de este noble
grupo. Además de las estatuas, alrededor de una pila bautismal de costoso material,
hay una corona circular de cinco metros y medio de diámetro, un órgano con los
cañones en cobre repujado, ochenta registros y cuatro mil ochocientas notas. Bueno,
quiero apearme aquí antes de que el coche siga, no para ir a la iglesia, sino al
café románico. La tarde ya va avanzada y no está muy lleno. Allí encuentro a los
antiguos amigos muniqueses y parisienses. ¡Seguid sin mí, extranjeros auténticos!

Los palacios de los animales

«En un camino que, cruzando el Tiergarten, llevaba a Charlottenburg y que, para


pasar por él, había que pedir autorización y la llave de una barrera móvil, porque
por este camino se rodeaba la casa de la calzada y se evitaba pagar la pequeña
cantidad que había que satisfacer, se encontraba en los años veinte la faisanería
real», nos cuenta Eberty en sus recuerdos de un viejo berlinés. Ésta faisanería
había sido montada en 1742 por Federico el Grande por medio de su maestro de caza.
Cien años después la finca fue utilizada a solicitud del famoso zoólogo
Lichtenstein para montar un parque zoológico. Lichtenstein y Alexander von Humboldt
le hicieron al rey Federico Guillermo IV la propuesta de abrir al público berlinés
esta faisanería y los fondos de animales de la isla de los pavos reales junto a
Potsdam. Por entonces el recién fundado zoo estaba bastante lejos de la ciudad;
visitarlo suponía para las familias hacer una excursión de un día. Por tres lados
la creciente ciudad lo ha rodeado y sólo al norte un fragmento del Tiergarten
mantiene su lejanía de viviendas. Pero incluso allí donde las casas están
extremadamente cerca, y el ruido de las bocinas y la luz de los faros y los
anuncios se refleja en sus muros, una vez que se pasa el portal con el elefante de
piedra protector, se entra en un mundo diferente. Para no hablar, en primer lugar,
de los animales, que son los principales protagonistas aquí, diré que hay un
estanque lleno de nenúfares y juncos al que se le llama «lago de los Cuatro
Cantones». En las orillas de éste se siente una especie de frescor estival, y
ciertas mañanas de primavera las avenidas se convierten en paseos termales de los
bebedores de agua de las fuentes que hacen su saludable paseo con su vaso de
Karlsbad en la mano. El zoo es también un magnífico reino para los animales. Los
bebés son paseados, los niños vociferan en las zonas de juego. Y en la llamada
«avenida de los Vicios», al sonido de la música, la juventud puede iniciarse en los
fundamentos del flirteo, al menos así era en tiempos de nuestra juventud.

Se ha escrito tanto de la variedad y las costumbres de los animales, que no me


atrevo a añadir nada más. Por el contrario, quiero hablar de las curiosas viviendas
que ocupan en el parque. Como se les ha convertido en prisioneros para nuestro
placer y nuestra instrucción, se han hecho esfuerzos para montar su prisión de la
forma más acogedora posible. Cuando entran en este calabozo, deben tener la
sensación de deslizarse por su madriguera, su desfiladero, su hueco de árbol. El
buitre tiene aquí su nido, una auténtica roca con hierbas alpinas y pinos carrascos
que echan raíces en las grietas. Y, sin embargo los bloques de roca son como
bastidores, como trozos de encaje. Y, como ante el guiñol, los niños se apostan
ante los barrotes detrás de los cuales está el ave de rapiña salvaje. A sus ojos,
la inmensa jaula no es mucho más grande que la estrecha jaula del pájaro de la
ventana. El zoo es una prolongación del aula de estudio. Las piedras rojas y
amarillas de la osera, las blancas y azules de la casa de las aves, las amarillas y
azules de la leonera nos recuerdan las piedrecitas de los juegos de construcción. A
la piedra, a la madera o al acero de las piezas de construcción se añade el puzzle
del mosaico y tenemos el estilo moro, Venecia y las mil y una noches en los bellos
edificios del zoo.

Junto a otras, éste tiene la noble tarea de prolongar el antiguo culto a los
animales, y por eso se ha construido un templo a ellos: el camello tiene su
mezquita. En su honor, aunque él no tenga ninguno, se ha adornado la blanca pared
con un balcón absolutamente inutilizado, y a esta pared la sobrepasa una media
luna. Desde allí arriba un muecín, después de haberle dado de comer, podría
convocar a la oración de la tarde. Las avestruces tienen un auténtico templo
egipcio antiguo. Cuando salen de sus portones al aire libre, están rodeadas de
jeroglíficos y de estatuas de faraones. De la clave del arco de sus puertas penden
los soles del reino santo. En las columnas de la entrada se mueven entre flores,
bailarinas y tocadores de la cítara y la flauta, y el dios con cabeza de gavilán va
de un lado a otro. En una representativa habitación de su casa en la que nunca
entran, se ha dispuesto para las avestruces, como recuerdo de su patria, unas
columnas que representan a Memnón junto al Nilo.

Sin embargo, el hipopótamo tiene su propia casa. El interior es un siniestro antro


de ídolos, en el que los niños temen, ante el amplio espacio de los barrotes de la
jaula, que la enorme masa se mueva. Visto desde fuera, esto tiene el aspecto de una
casa de baños de ladrillo con una piscina por la que el monstruo se desliza
cómodamente como una vieja dama. Para el mono todo se convierte en instrumento de
ejercicio y de juego. No se preocupa de las logias de sus casas de palmeras con sus
adornos de flores. Esto lo deja para sus espectadores.

¿Se interesa el elefante índico de los dragones en mosaico dibujados en las puertas
de su palacio? ¿Le gusta a la cebra su quinta africana y al búfalo su palacio de
cortezas? De todas formas al reno le tiene que agradar que en su casa de adornos,
en el techo, todo se ramifique como en su propia cornamenta. Los bisontes
americanos y europeos deben de tenerles respeto a los tótemes, en los que, con pico
de ave, las divinidades grotescas tragan ranas.

Los ratones blancos apenas saben que en las ventanas de su villa hay bellas
vidrieras. Para ellos son suficientes como casa los agujeros del pan que horadan y
por los que transitan. Creo que las coquetas marsopas conocen perfectamente su
minúsculo palacio barroco pues husmean en sus columnas de malaquita, ojean sus
abovedamientos. Y las zancudas seguro que están orgullosas del lujo japonés de su
casa, y las palomas, de las plataformas giratorias de su pensión familiar. También
están orgullosas de su nombre las máscaras de su lujo: los frailecillos, los
tejedores de búfalos, los estranguladores de flautas, los barbas perladas. Pero
esto merece capítulo aparte.

¿Qué es esa vacía pagoda junto a los amueblados desfiladeros de la llama? Allí pone
«sólo para adultos», es decir, eso no es para animales ni para niños. Para adultos
es también el pabellón de música. En él se encierran de día a soldados que tienen
que soplar y percutir. Por la noche —esto se los dice a los niños un primo algo
mayor— los flamencos del estanque de enfrente van a dormir al pabellón.

Entre los animales de residencia sedentaria se unen de vez en cuando nómadas que
sólo se quedan durante un tiempo: son pueblos salvajes. Los somalíes, con túnicas
blancas y que flotan al viento, inclinan sus lanudas cabezas ante el candente fuego
del campamento y asan con ayuda de espetos un carnero recién sacrificado. Los
tripolitanos bailan al sonido de los tamboriles. Los indios deambulan dignamente
con sus enjutas piernas puestas en alto.

El acuario; me acuerdo del antiguo que estaba en una bocacalle de los Tilos. Un tío
muy viejo vivía cerca de su garçonnière y me llevó con él un par de veces a la casa
donde viven los animales del mar. Y precisamente allí donde nadaban los peces de
las profundidades entre algas y corales, plantas animales, y animales vegetales,
había un buffet instalado para los visitantes. Y allí me comí yo un sandwich de
jamón submarino, y el tío bebía cerveza que a través de su vaso borbotaba como la
hidromiel que le dieron a Tor en el reino de los gigantes del mar.

Mientras el antiguo reino de animales marinos tenía algo de cavernoso y de


laberíntico con sus sorpresas y sus aventuras como el Mundo animal de su fundador
Brehm, hoy hay aquí en el zoo un edificio bien erigido, articulado en sectores,
cuyos pisos corresponden a los tres elementos: agua, tierra y aire. El piso de
abajo es el acuario, el primer piso el terrario y el segundo el insectario. Y todos
los seres viven, nadan y reptan por piedras, arena y plantas de su patria, que está
contenida en cajas de exposición o en piletas de cristal. Una alta sala intermedia
se ha instalado a modo de Nilo semiseco o de Río Grande, y desde un puente de cañas
de bambú puede verse cómo los cocodrilos, saliendo de aguas poco profundas, reptan
por sus cálidos y tropicales bancos de arena. Los lagartos viven en sus peñascos;
la serpiente de cascabel, en su seco fragmento de tierra brasileña. Para que la
enorme serpiente se sienta bien, se ha dispuesto un sol meridional y artificial. No
menos acomodados a un hábitat autóctono viven los pequeños y los más pequeños de
todos. La langosta de Helgoland habita en auténtica piedra de Helgoland; la trucha,
en un arroyo de la sierra que discurre entre los guijarros. La abeja trabaja en su
colmena, al grillo se le ha amurallado un hogar, y se ha puesto a disposición de la
cucaracha una auténtica mesa de cocina con la vajilla sucia. El escarabajo
encuentra excrementos de vaca y de éstos las pelotas que hacen rodar y en las
cuales sus huevos se convierten en larvas. «Hierba de mar, rosa de mar y sable de
mar» como para el esturión de San Antonio de Cristian Morgenstern crecen en un
ondulante paisaje de algas. Incluso hay cohombros de mar, y bajo las anémonas una
que, con hojas de blanca cera como un crisantemo, por magia se ha convertido en un
animal que repta y que se alarga con glotonería; alguna mujer bien podría llevarla
en su vestido en lugar de la inofensiva flor artificial.

Pero lo más bello en el puro reino de los peces es el lugar en donde las hojas de
las aletas, finas como el papel, mueven sus branquias, donde los grandes siluros lo
van palpando todo con sus barbillas, donde el caballito de mar inclina su delicada
cabeza huesuda, donde los colores cambiantes y los ejemplares vagabundos sobrepasan
la fantasía de cualquier artista decorativo donde se les llama Cichlasoma facetum,
Cichlides, Idus melatonus y Brema, Proteo y Breca. Allí el aficionado encuentra
también los sorprendentes carasios dorados, una raza de cría de peces de adorno
que, de lo distinguida que es, con el colorido manto que arrastra no puede vivir en
libertad.
Bulevares de Berlín

La calle de Tauntenzien y el Kurfürstendamm tienen la alta misión cultural de


enseñar a los berlineses a «flanear», a menos que esta ocupación urbana caiga
totalmente en desuso. Pero quizás no sea muy tarde. «Flanear» es una forma de
lectura de la calle en la que las caras de las personas, los acristalamientos, los
escaparates, las terrazas-café, los ferrocarriles, los automóviles y los árboles se
convierten en letras con el mismo derecho, que juntas dan lugar a palabras,
oraciones y páginas de un libro que es siempre nuevo. Para «flanear» adecuadamente,
no se debe tener preconcebido ningún plan concreto. Y como en el tramo que va de la
plaza Wittenberg al Halensee hay tantas posibilidades de hacer compras, de comer,
de beber, de ir a ver teatro, películas o cabarets, se puede uno aventurar en el
paseo sin una meta muy fija y buscar la aventura imprevista del ojo. Dos grandes
colaboradores son el cristal y la luz artificial, esta última especialmente en
lucha con un resto de luz del día y el crepúsculo. Todo se hace más sencillo,
surgen nuevas cercanías y lejanías, y la afortunada mezcla,

où l’indécis au précis se joint.

Los anuncios luminosos, que resplandecen y desaparecen y que van de un lugar a


otro, van modificando la profundidad, la altura y el perfil de los edificios. Esto
es de gran utilidad, especialmente en ciertas partes del Kurfürstendamm, donde
todavía quedan muchos horribles apilamientos y terroríficos ensanchamientos y
sobrecargas de los peores tiempos de la vivienda privada que han de ser
paulatinamente eliminados.

Estos horribles antecuerpos, comisas y saledizos de las «casas ulceradas», tal y


como en otros tiempos las llamábamos, desaparecen tras las arquitecturas
publicitarias. Los entrantes de las tiendas, que simplifican generosamente las
plantas bajas, arremeten contra los salones de recepción demasiado elevados, al
lado de la calle, y las oscuras habitaciones traseras para la vida privada.
Continuamente surgen nuevas tiendas, pues los grandes almacenes de la city fundan
aquí sus coloridas modernas filiales y a éstas se les unen los mejores comercios
minoristas. Se da cabida a nuevos trabajos en cristal, metal y madera, y en lugar
de los antiguos gris y amarillo pálido berlineses aparecen colores. Y tan pronto
como una de las casas está caediza o al menos necesita reparaciones, la nueva
arquitectura le hace un peinado a lo garçon al edificio con una fachada de líneas
netas y elimina todas las trenzas superfluas. Muchos cafés sacan sus terrazas a las
aceras ocupando buena porción de ellas y convierten la casa y la calle en una
unidad. Uno incluso ha colocado unas estufas de carbón para la estación fría, para
no interrumpir esta unidad tampoco en invierno.

En esta vida de nuestro Bulevar que se va haciendo cada vez más meridional, se
muestra también lo que Wilhelm Speyer denomina los impulsos hacia un sentido de la
alegría cosmopolita y democrática en su novela neoberlinesa titulada Charlott algo
loca.

En los miembros de esta ciudad otrora inmovilista —dice él— esta ciudad de
filosofías estatal y militar totalmente protestantes se desencadenó un fuego
incandescente. Una voluntad de ligereza, sobre todo en los meses de primavera y
verano, empezó a compartir con el cuerpo de la ciudad los primeros movimientos, que
habían dejado de ser absolutamente torpes. Incluso los funcionarios de policía
habían aprendido a reír de vez en cuando al presentarse tumultos. No gruñían con
los pelos de su bigote erizados sobre sus labios fruncidos. Eran criaturas adultas,
realzadas por los gestos de sus expresivos brazos, eran figuras disciplinadas, y
sin embargo, y en un sentido antiguo, no militares. La alegre y ágil belleza
diariamente creciente de las mujeres y los niños de todas las clases estaba fuera
de toda duda. Así la ciudad no destrozaba la belleza, sino que la despertaba, la
fomentaba y la dejaba desarrollarse en su esplendor. En las calles ya no se veía al
fastidioso ciudadano con la ropa demasiado cepillada y la ropa interior demasiado
planchada. El sentido de la vestimenta era menos dramático, era más democrático y,
por ello, más elegante.

En el nuevo oeste es interesante para el flâneur observar o percibir en qué sentido


el tráfico, o, dicho con un estilo más berlinés, el trasiego, se hace más o menos
intenso y cómo una calle le sorbe la vida a las otras; con frecuencia en el mismo
flujo callejero una parte de una calle se la sorbe a otra. La calle de Tauentzien,
que es la continuación de la calle de Kleist, ha dejado a ésta vacía y tranquila.
El último tramo de la calle de Kleist entre la calle de Lutero y la plaza de
Wittenberg es el tránsito por antonomasia. En esta parte se tiene la sensación de
estar ya en la calle de Tauentzien. Esto no sólo puede depender de que las casas se
modernicen, también debe haber una especie de ley subterránea de la ciudad. La
calle de Lutero tiene una parte tranquila, que llega a la esquina de la calle de
Augsburgo, a partir de la cual, alrededor de la Scala, el tráfico es más intenso.
Se pueden encontrar razones al respecto. Por una acera de esta parte hay una serie
de villas privadas con jardines de una época más antigua. Pero ¿por qué la acera de
enfrente es más tranquila? El Kurfürstendamm le ha absorbido el tráfico a la calle
de Kant, que empezando a la altura de la Iglesia memorial va alejándose lentamente
de aquél hasta ir discurriendo paralelamente. En un principio la calle de Kant
sigue intentando equipararse; tiene todavía un poco de cine y de teatro, pero, una
vez que se alcanza la plaza de Savigny, renuncia a la lucha y se va haciendo cada
vez más pequeñoburguesa. No sólo está el famoso paso hacia el oeste que separa la
serie de barrios de comercio y barrios de viviendas, sino que hay muchas vías de
tráfico. Hay prolongaciones que después de un tramo de camino vuelven a
interrumpirse y otras que logran mantenerse. La especulación con fincas urbanas y
con casas es una de las más curiosas mezclas de juego de azar y sagacidad. El
puente del ferrocarril circular al final del Kurfürstendamm está donde termina la
Colonia Grunewald. Antes de que allí comiencen las villas y los jardines, vemos un
tramo de diversiones populares con los cines, las salas de baile y, sobre todo, el
Luna Park. Este notorio establecimiento reúne todo aquello que en otras ciudades se
exige a los llamados Luna-Parks, magic-cities y similares, con una necesidad
específica de los berlineses: el parque de atracciones. Esta necesidad es antigua.
En su «antiguo Berlín del año 1740», Consentius describe los comercios de verano
que había a la orilla del Spree, junto al actual Schiffbauerdamm, así como los
laberintos, los carruseles con sus picos y sus columpios llamados «Weiffen». Un
«Weiffe» era, según Consentius describe en los antiguos textos, «un león de madera
con una cobertura de cuero; sobre él se sentaba un hombre, que se dejaba empujar
por uno o mejor por otros dos, hasta que era llevado tan arriba que podía meter
cinco o seis bolas en un saco situado a tal efecto a la altura de seis mujeres o
dos hombres. Una mujer puede también sentarse y dejarse balancear y empujar».
También describe el juego de la fortuna, en el que «hay excavados en la tierra
nueve agujeros; el agujero de en medio gana, pues hay una fortuna pintada sobre
él». Muchas estampas divertidas nos hacen ver la época del Tívoli en Kreuzberg
alrededor de 1830. Allí apareció por primera vez el circuito cerrado, llamado
tobogán. Los arbustos en macetas estaban esparcidos por la explanada del
ferrocarril, los vagones tenían flecos de felpa y dentro se sentaba, con sus
gruesas piernas, la señorona berlinesa y le gritaba a su esforzado y delgado
marido: «¡Brennecke!, ¡sosténme!, ¡que me mareo!». Y así hasta nuestros días. Por
todos los lugares de los suburbios en los que había enormes espacios entre unas
casas y otras, durante un tiempo, un parque de atracciones llenaba el vacío con sus
barracas de tiro al blanco, sus ruedas de la fortuna, las plataformas de danza de
madera, los grandes concursos de comedores de salchichas.

Aquí en el Luna-Park todo es más moderno y de mayores dimensiones. Sobre los


columpios aéreos, el mar de hierro, los circuitos de montaña y de valles,
resplandecen unos enormes fuegos artificiales, un Halensee en llamas, que rivaliza
con el ardiente Treptow y otros pueblos a los que les gustan estos festejos.

Heisse Wiener y Lublinchen tiene sus barracas. Se oye cómo se venden «chocolate,
galletas y barras de nuez», pero también se puede comer distinguidamente en
terrazas. Todo Berlín viene aquí, las pequeñas muchachas de los comercios y las
grandes damas, los burgueses y los bohemios. El Luna-Park es «para todos».
Últimamente hay aquí otra atracción especial: el gran baño de olas, donde se puede
chapotear hasta bien avanzada la noche.

Allá donde el Halensee colinda con Sankt Hubertus y la «Mandíbula del perro»,
comienza la bella Colonia de Grunewald, a la que el monte ha entregado muchos de
sus pinos, que ahora, en arboledas bien cuidadas y arriates de flores, mantienen
ligeramente el recuerdo del bosque.

En otro tiempo había un largo camino que llevaba al Grunewald, era una excursión
como la que se ha de hacer para ir a Tegel o a Grünau; ahora viven allí un buen
número de personas de clase acomodada y personas prominentes. Y nosotros, los
otros, estamos a veces de visita en el Grunewald; nos apeamos de los tranvías que,
intimidados y con muchas dificultades, van pasando por sus raíles entre los
automóviles que circulan con facilidad; subimos y bajamos por un par de sendas
ajardinadas y tenemos permiso para ir a un té musical en casa de un joven artista y
aficionado al arte, en cuya estirpe se hermanan y se «encuñadan» amigablemente
desde hace más de cien años los artistas y los banqueros, o a una reunión nocturna
que celebra un gran editor, que une a los luchadores de 1890 y a los de 1930 en su
casa y en su corazón.

Para encontrar bosque en el Grunewald, tenemos que seguir andando un poco más, por
ejemplo hasta la Krumme Lanke o en dirección a Paulsborn. Allí hay bellos caminos
para paseos vespertinos que a uno le crean cierta añoranza de nuestros paseos en el
bulevar. Y así volvemos a encontrar el camino por el que habíamos venido. Junto a
la invitación a cuidar nuestra belleza con Elida, a comprar Frigidaire y
Elektroluxe, una serie de pancartas: «Y la noche, en el Scala». Obedecemos y vamos
a las varietés que están en el límite del viejo y el joven oeste.

Cuando allí elevas tu vista por encima de tu butaca de patio y miras al cielo
poblado de nubes blancas de la pintura del techo, notas que hay una serie de placas
de color claro, desde las cuales un reflector hace caer un cono de luz por encima
de los artistas. Sobre los palcos abalconados se pueden ver aparatos metálicos
iluminados y en el marco del escenario hay aberturas a modo de escotillas de barco.
En una ocasión fui a ver a aquel que administra todas estas fuentes de luz, la luz
de la rampa y las arañas de la sala. En lugar de entrevistar a los directores y a
las estrellas, busqué al maestro de iluminación y a sus subordinados. Me recibió en
su cuartel general, junto a los aparatos de sala de distribución. Allí hace que se
enciendan y apaguen alternativamente las rampas y las arañas. Desde allí parten los
alambres que van hacia las resistencias de regulación y los teléfonos del equipo de
este comandante de la luz. Tuvimos que subir innumerables escaleras para llegar a
la cámara de las resistencias, después seguimos por el caos de madera del desván
hasta los «puentes». Así se llaman los cuartos de trabajo de los hombres en los
reflectores, que crean en tomo a los artistas un círculo luminoso que camina con
ellos. Y, mientras fuimos dando una vuelta por allí, me describió cómo el telón que
hay detrás de los artistas es de color rojo, negro o marfil, según sean sus
vestimenta y números, cómo se evitan las sombras bajos los ojos y las
desfiguraciones, cómo antes de cada programa se celebra una reunión y después tiene
lugar una prueba general para la luz, en la que él se sienta ante el director de la
orquestina y se telefonea con su tropa que está situada ahí arriba.

Detrás del escenario, pasando por el patio desde el que se ve, tras un jardín
abandonado, nuestro panteón, el gasómetro de Wilmersdorf, llego ante las sabias
personas que se ocupan de la insensata tribu de los artistas, los que tiran del
cordel para hacer posible que parezca que el payaso lance las bolas desde el
armazón. Aquí actúan manos, invisibles para el público, que lanzan y atrapan
neumáticos y botellas, y confiados hombres con bata de médico y mono de labor, que
mitigan el fuerte cotorreo de las girls; tienen que vociferar cuando estéis en el
escenario como niños al aire libre. Y, aunque los niños estén fuera, siguen siendo
controlados por los adultos que me parecen los verdaderos actores de la comedia.
Ellos les dan nuevos artilugios a los niños que juegan cuando los que hay ya no les
hacen gracia, sostienen el telón de fondo con alambre para que los balones de los
más inseguros no lo golpeen. Y cuando vuelven jadeantes, agotados y sudorosos, los
niños vanidosos y llenos de talento, que siempre se pasan de la raya, son secados y
arropados por sus protectores.

Vuelve otra vez a fijarte en los visibles ayudantes y protectores que no figuran en
el programa, cómo se sacrifican. Al maravilloso y pintoresco malabarista, al payaso
musical grotescamente vestido lo acompaña un serio caballero en traje de calle. Él
mismo hace un par de trucos de cierta perfección clásica, pero sólo para que queden
realzadas las innovaciones de su compañero. Él cuida celosamente de su colega que
tanto resbala y se tropieza. Está atento de que el otro no vaya secretamente a
beber de la botella de espumoso, tiene cuidado con objetos que el mimado tira por
la borda. Él se deja ridiculizar, embadurnar, torturar, y siempre mira al público
con una sonrisa sufrida y orgullosa, sin rencor, y sus manos piden aplausos para el
otro. Como hombre de un solo uso, como zángano, acompaña a la mujer forzuda y es su
ligero acompañante. Antes de ponerse a trabajar, ella cena con él. Curiosa cena:
apenas ha comido un bocado y ha bebido un trago, tiene ganas de levantar las patas
de la mesa y las sillas y empieza a hacer halterofilia con todos los objetos.
Entonces el caballero que conoce el humor de su mujer debe salvar los vasos,
recoger los platos y salvaguardar el mayor tiempo posible su decoro de comedor
feliz y enamorado. Antes que se dé cuenta, lo agarra por el cuello y lo pone a dar
vueltas en el aire, y tampoco allí pierde la compostura y debe seguir sonriendo.
Finalmente se encarama al piano que la bruta apoya en su pecho para cantar, desde
abajo y con voz de ruiseñor, El lago está tranquilo. Desde arriba él se pone la
mano junto al pabellón auricular y escucha como una ninfa.

Totalmente ninfa, ángel y Peri (hada legendaria persa) es la ayudante. Ella,


vestida con un peplo amarillo y unos pantalones turcos, permanece impasible
esperando entre bambalinas a que el ilusionista la reclame junto a la caja
traspasada por espadas que él ensambló y en la que ha metido a un jovencito. Su
juego mímico nos distrae la atención de los sortilegios de su acompañante que
nosotros no debemos descubrir. Y la modesta muchacha no sonríe para complacemos,
sino para que él nos guste. Mira, ahora es ella misma la víctima del mago y entra
en el caldero del que vuelve a salir con la lenta sonrisa que llena las pausas del
artista. Y ahora viene la que lleva botas de montar. Detrás de la escena sostiene
al pequeño perrito que tiembla de miedo. Ella sabe cuándo el impaciente y piafante
pony debe recibir azúcar y cuándo es preferible que no. Ella aparta los taburetes,
tiene en el momento justo los aros en vilo, y hace todo esto como si fuera un
placer y no un duro trabajo, cuya fama sólo se la lleva aquel que está en el medio
chasqueando el látigo. De vez en cuando bailotea o da una voltereta, pero todo esto
sólo es decorativo, sólo es un apoyo, una pincelada.

Los animales no pueden agruparse en el conjunto de los subalternos y de los


innombrados. Trabajan sólo cuando están amaestrados, y cosechan algo de la fama de
su dueño y tal vez sean muy vanidosos, especialmente las focas. Acerca de los
sentimientos de los caballitos, de los osos y de los elefantes no me permito hacer
ningún juicio. Y acerca de los monitos creo que se sienten irritados con su
pariente zoológico que ha salido mejor parado que ellos.

Habría que hablar largo y tendido de los objetos de varieté, de los


resplandecientes estantes y mesas metálicos, un mobiliario de salón que presta su
distinción para ser balanceado, lanzado y ridiculizado. El distinguido diván que de
pronto sólo es una caja cuando la equilibrista se sube a él. Los minúsculos
silloncitos de felpa que aceptan que los elefantes se encaramen a ellos. El armazón
de cama dorado que permite que un payaso haga música sobre sus botones dorados, el
ganchillo de un tapete sobre el que brincan los vasos y los cuchillos, el banco de
campo sobre el que se elevan los excéntricos y que permanece vacío como pegado al
fondo del escenario mientras ellos lo mueven desde la parte anterior. Y este fondo
mismo, los candelabros pintados, sobre la pared del salón y el paisaje heroico,
tienen el atractivo de las cosas a las que no se atiende que, desinteresadamente,
los otros, los subalternos, hacen resaltar en la varieté más que en ningún otro
sitio.

El viejo oeste

El viejo oeste, prescindiendo del barrio del Tiergarten —que, pese a haber sufrido
mucho, se ha mantenido perseverante—, ha perdido también mucho. Esto es lo que se
dice de las bellezas que han pasado de moda. Ya no «se» vive en el viejo oeste. Ya
alrededor de principios de siglo las familias acomodadas se mudaron al barrio del
Kurfürstendamm y más tarde más hacia el oeste, a Dahlem, si es que no les alcanzaba
para comprarse una villa en Grunewald. Pero algunos de nosotros, que fuimos niños
en el viejo oeste, hemos mantenido un apego por sus calles y casas, que no tienen
nada especial que ver. Y es una experiencia subir una de sus escaleras que por
aquel tiempo nos llevaban a casas de amigos y parientes. Hay tantos recuerdos
prendidos de los sobrias y robustas subidas, con repechos de madera marrón, la
pared sin pintura y las siluetas de vidrio dibujadas en gris, así como en ciertas
escaleras de palacio con su patio elevado y escarpado, un falso muro de mármol, y
la pomposa pintura sobre cristal. Si una ocasión o un pretexto —por ejemplo, el de
visitar un cuarto amueblado— nos lleva a una de esas casas que fueron conocidas
nuestras, volvemos a encontrar el antiguo mundo con una nueva mirada. Detrás de los
armarios que hacen las veces de barricadas está la puerta corredera acristalada que
en otra época separaba el salón de la sala berlinesa, sobre el diván se proyecta
claramente la sombra del piano, que por aquel entonces estaba aquí con su cubierta
de seda y sus fotografías familiares. Junto a la ventana, en el mísero armazón de
la maceta queda algo del mundo tropical de la palmera de interior. Desde el poyo de
la ventana de la sala berlinesa miramos al patio con su hierba pálida que brota
entre las piedras como antes. Sólo el establo de caballos y el pescante del coche
del viejo general que estaban en la planta baja han sido remplazados por un taller
de reparación de automóviles.

Hay unas cuantas casas de la época antigua que permanecen sin modificación en las
calles de Maassen, de Derffingler y de los Príncipes electores y que le prestan a
sus jardines una maravillosa existencia insular. Otras, a pesar de sus jardines,
han degenerado, por ejemplo en Karlsbad, junto al puente de Potsdam. Allí una
figura de una fuente recubierta de musgo que está tan en ruinas que pronto habrá
que ir a recoger los escombros. En el más vital barrio comercial, en la calle de
Potsdam al lado de la calle Link, en el jardín delantero de una casa de familia,
hay una figura similar que se mantiene en perfecto estado, a pesar de que ya un
periódico, con un enorme cartel publicitario, ha cubierto el friso de estilo
antiguo de la casa y ocupa las habitaciones delanteras del primer piso.

El viejo oeste, incluso en las calles renegridas por el humo junto a las
estaciones, conserva por aquí y por allá un friso de uvas, una máscara femenina
junto a unos adolescentes desnudos, que llevan el tirso apoyado sobre los hombros y
se inclinan sobre los sarmientos, un marco de puerta con la forma del atrio de un
templo, todo ello construido y modelado en un material de baja calidad o mediocre
de la antigua escuela de Schinkel, antiguos restos del helenismo prusiano.

Antes de que pueda ver, en los museos y en países extranjeros, la auténtica


Antigüedad, el niño de la gran ciudad entra casualmente en contacto con una pequeña
cantidad de mito de segunda mano. Por ejemplo, en la casa paterna, con un Apolo de
bronce, que desde el escritorio del padre señala a la puerta, o un busto de Venus
en el salón que refleja el mármol de sus muñones en el oscuro cristal: es un
extraño ser desnudo, no se sabe si mirarlo o apartar la vista de él. Si el niño
sale al aire libre, en el camino a la escuela o en su paseo se encuentra a uno y
otro ser de este mundo en espera. Detrás de la verja de un jardín, una Flora porta
una corona o una copa. En una hornacina una Hebe vierte de una jarra un contenido
invisible. En la escalinata de la carbonería, con la rodilla derecha ligeramente
flexionada y un vestido lleno de pliegues, hay una de las muchas Gracias que
parecen sostener u ofrecer algo que la mayoría de las veces no está presente.
Alguno de nosotros, niños del oeste berlinés que ya hemos crecido, se acuerda
quizás de las cuatro o seis musas que había en un jardín delantero de la calle de
Magdeburgo. Entretanto éstas han desaparecido. Antes estaban allí afortunadamente
para tallistas de piedra que sostenían prudentemente, si es que no se les caían de
las manos, su esfera o su lápiz. Ellas nos perseguían con sus ojos blancos de
piedra cuando íbamos por el camino y se ha convertido en parte de nosotros el que
éstas muchachas de piedra nos hayan mirado.

¿Sigue estando en algún lugar del Tiergarten aquel Apolo barbudo, que por aquel
entonces estaba en una zona de juegos que no he vuelto a encontrar? Jugábamos al
frontón golpeando la pelota contra su parte posterior que sobresalía del torso. No
era muy respetuoso pero esto hizo que estableciéramos una relación con él.

Hemos dejado en nuestro camino algunas esfinges; por ejemplo, las cuatro que en el
puente se alejaban de dos trabajos de Hércules que están representados, a la altura
de la mitad del puente. Ambas llevan tiernamente sendos niños, con sendos cuernos
de abundancia y dejan pasar delante de ellas a los autobuses. Los Hércules de ambos
trabajos causan cierta intranquilidad. Tienen una postura tal que uno siempre teme
que ellos mismos o sus contrincantes, el león y el centauro pudieran caerse al agua
si siguen actuando de esa manera. Por el contrario, las esfinges inspiran
tranquilidad. No proponen enigmas. Conozco otra mucho más inofensiva sobre el
portal de una cosa anexa al muro del Jardín zoológico. Ella espera como una
amigable portera y, sin embargo, tiene alas y garras. Sólo este gato pertenece
parcialmente a la esfera del Kurfürstendamm y ya no al viejo mundo en el que nos
queremos quedar. Volvemos a encontrarnos con calles tranquilas, y, a la vista de
pequeños capiteles en los diversos pisos de algunas casas, nos viene a la mente la
primera clase acerca del orden de las columnas que nos dio en un paseo el padre o
el hermano mayor: nos enseñaron a distinguir el disco dórico, el caracol jónico y
el cáliz corintio con sus múltiples hojas. Y esta introducción fue continuada ante
columnatas completas hasta que llegábamos a Unter den Linden y avanzábamos desde la
Puerta de Brandenburgo hasta el Teatro de la ópera y la Nueva Guardia. Tan pronto
como se llega al templete de la puerta de la plaza de Leipzig, hay en la cercanía
algo que descubrir que había permanecido inadvertido. Me refiero a los ocho grupos
de gres distribuidos por la pradera —antiguamente eran portalámparas en un puente
que hace tiempo fue derruido— que han sido dispuestos sobre la hierba. No sabíamos
que lo que llevaban fueran linternas, sólo los veíamos secretamente en busca de
unos objetos muy poco claros y asociados los unos con los otros. Siempre me han
interesado mucho más que los dos generales: el conde Brandenburg y el conde
Wrangel, que, más cerca de la calle, intentan atraer el interés hacia sí. Si
tuviera un voto en el consejo de la ciudad, haría reemplazar toda una serie de
héroes de guerra y otros hombres famosos similares, con sus caras semejantes a las
de un retrato y sus vestimentas de bronce, por indefinidos dioses del jardín que
fueran ligeros de vestiduras.

Mientras que llegue este momento nos contentamos con lo que tenemos, aunque esto
sea tan sólo los detalles arquitectónicos en las antiguas casas, los medallones con
cabezas de muchachas, con unos cabellos poblados o caras de adolescentes y un gorro
frigio, pequeños arcos de sacrificio o de triunfo en bajorrelieve sobre una planta
baja y angelotes que entre las hojas y los arabescos se inclinan bajo las puertas o
sobre las ventanas. Estos angelotes siempre inspiraban confianza porque se asemejan
a nuestros propios cuerpos de niño. Sin embargo, éstos se volvían enormemente
seductores delante del Arsenal, donde con un tamaño mayor que el natural están a
los pies de las gigantes y podían meterse entre los numerosos pliegues de su túnica
mientras que ellas, allá arriba, los subían a la altura de sus imponentes pechos
para instruirlos.

Si se ve sólo muy raras veces a estos angelotes y diosas, hay otro tipo de
personajes mitológicos, toda una plebs deorum que a menudo nos acompaña: las
cariátides y los atlantes. De estos nombres tan eruditos el niño no sabe nada; él
ve muchachas que con ligeras vestimentas caseras sostienen su pequeño capitel como
tocado de su cabeza. Ya desde el regazo, se transforman en un muro. Los otros deben
afanarse inclinándose por sostener las vigas de un tejado. Allí los brazos se
intercambian, unas veces se utiliza el derecho, otras el izquierdo y la mano libre
se apoya en la rodilla. Los hombres barbudos sostienen la casa con sus brazos
alzados y sobre su nuca. Los jóvenes hacen fuerza con un brazo contra el arco de la
portada y extienden el otro hacia el compañero, sobre una cabeza de león. A algunos
parece que les resulta difícil realizar su trabajo de soporte pues tienen muchos
pliegues en el vientre; por el contrario, otros parecen exagerar su esfuerzo y
hacen más juego de músculos del que es necesario. Mientras estos hombres y mujeres
desarrollan su existencia al aire libre, algunos nos esperan, en escasas ocasiones
festivas, en espacios cerrados. A veces se es invitado a ver El cazador furtivo o
La flauta mágica, y se ve cómo las blancas amigas de la calle cotidiana sostienen
los palcos de la sala. Y en otra sala de arte hay dos que siempre me han gustado
especialmente y están bajo su carga sin apariencia de esfuerzo como sus modelos de
un templo de Atenas. Son las dos que se encuentran en los grandes órganos de la
Filarmónica, que se elevan a la izquierda y a la derecha de la reja con filigranas
del poderoso irradiador de música. Llevan liras en las manos, pero no las tocan, y
miran al frente con caras inexpresivas. Y toda nuestra emoción podría reunirse en
la máscara de sus caras si la música nos hiciera ir flotando a ellas. También más
cerca que estas dos severas diosas hay dos ángeles cristianos que con las alas
cargadas se inclinan bajo el abovedamiento de la sala y nos miran con mucha más
atención. De todas formas seguimos siendo fieles a las lejanas mujeres paganas.

El Tiergarten

Domingo de otoño. Crepúsculo… La tierra exhala un ligero vapor, no tanto como el


campo abierto, más que los campos de patatas. En los muchos y muchísimos bancos
esparcidos por la penumbra y la semipenumbra de los serpenteantes caminos están
sentadas parejas de amantes. Algunos me parecen muy poco peritos en las carantoñas
amatorias, podrían aprender mucho de un obrero parisiense cuando acaricia a su
pequeña amada. Algunos han conseguido para sus juegos de dos un banco entero, pero
tampoco se molestan entre sí los que deben compartir su banco con otras parejitas.

Voy en busca del Apolo barbudo de nuestra zona de juegos infantiles. Acerca de él
he aprendido entretanto que procede del siglo XVIII; originariamente estaba delante
del palacio de Potsdam, y después delante de la Puerta de Brandenburgo. También
aparece en el Baedecker, aunque sólo sea impreso en letra pequeña. No lo encuentro,
voy a dar a un estanque de peces dorados. Dejo a un lado el monumento a los tres
músicos, que está allí al final, con sus figuras de medio bulto en los nichos, y
voy a ver a los angelotes situados en nichos naturales que forman las malezas. Allí
hay un Mercurio niño con su sombrero alado y su caduceo que acaricia a una
minúscula campesina desnuda que parece sostener una gavilla. Esto significa sin
duda la asociación entre el comercio y la agricultura. En la orilla de enfrente me
encuentro un angelote tocado con un casco en punta prusiano que sostiene una
especie de bayoneta junto a un congénere que lejos de él toca la tuba. Ambos
recuerdan las atractivas alegorías de la manufactura de porcelanas. Un tercer grupo
ha perdido sus brazos en tan gran parte que no puedo decir ni qué sostienen ni qué
significan. Son especialmente bellos tal como son. Esto no tiene la pretensión de
ser un juicio estético. Como no avanzo con la Estética, voy a intentarlo de otra
manera.

Por un camino lateral resplandece un pequeño fragmento del margrave situado en la


avenida de la Victoria. Lo dejo que luzca a lo lejos, pero me cuido mucho de no
acercarme a los desafortunados treinta y dos con sus variadas posturas de piernas.
De nuevo un matorral y una parejita en gres, ella vestida de lino, él apoyado sobre
una rueda. ¿Es un timonel?, ¿pertenece a la marina mercante prusiana?

Y desde aquí un camino nos lleva desde el estanque hasta la pradera, a la amazona
de Tuaillon, una gran copia del original, que está en la Galería Nacional. Ella
está montada a su caballo tranquila y relajada. Es la primera berlinesa que
mantiene su espalda con una ligera curvatura no encorsetada, en contraposición a la
princesa contemporánea a ella, que no lejos de aquí, oprimida, y con un sombrero
que cada día se echa más a perder, espera que la recojan junto a las flores del
jardín.

Continúo sin llevar una dirección determinada. No sé si he de ir a la isla de


Rousseau o a la isla de Luisa. Y, felizmente perdido, me encuentro de pronto ante
el Apolo al que no había visto desde hacía años. Lo veo de perfil. La luz de la
luna mueve su mano con la que sostiene su lira de piedra. Tiene una manera poderosa
de agarrarla, no distinguidamente clásica, sino como si procediera del principio de
los tiempos. No necesita esforzarse por hacerse el antiguo, pero también conoce el
barroco, él, el gran músico campestre de nuestra zona de juegos, aunque allí ya no
hay ninguna zona de juegos.

Después, en la penumbra que toca a su fin, aquí es todo tan boscoso y laberíntico
como hace treinta o cuarenta años, cuando el último emperador convirtió el parque
natural en algo más visible y representativo. Que por su mandato se desbrozaran
malezas y se hicieran más amplias las sendas fue meritorio, pero de esa manera el
Tiergarten perdió muchos atractivos íntimos, un encantador desorden de cuarto de
niños, el ruido de las ramas al quebrarse por las pisadas y el crujido de muchas
hojas no apartadas de estrechos senderos. De la espesa fronda emergían por aquel
entonces los estanques. Y entre los monumentos sólo había algunos amigables
mármoles, como, por ejemplo, el del señor Von Goethe. Es curioso de éste que sólo
para casualmente aquí para probarse un nuevo traje, una especie de dominó premiado,
y asistir a una clase sobre sus poemas que una dama ataviada a la griega imparte a
unos niños pequeños. También estaba aquí, por ejemplo, el bueno de Federico
Guillermo, que mira a la isla de Luisa. Él debía de haber mirado hacia allí ya
antes de que se le erigiera a su Luisa el monumento que a todos los niños les
gusta. Los entendidos nos han enseñado que la figura y la vestimenta del rey fueron
labradas con especial exactitud y detalle. No faltan los remiendos en las botas del
ahorrador monarca, que de vez en cuando debió de utilizar calzado remendado.

En esta ocasión me gustaría contar algo que he aprendido de la historia del


Tiergarten. Según un documento de 1527, la comunidad de Colín del Spree regaló al
príncipe elector Joaquín el Joven el terreno para que en él «se dispusiera un
jardín para los animales y las diversiones». Todavía bajo el mandato del gran
Príncipe elector el Tiergarten, con su gran reserva de caza se extendía hasta el
que hoy es Mercado de los Gendarmes. Y el llamado pequeño Tiergarten incluía todo
Moabit y el barrio de Wedding. Paulatinamente Dorotheenstadt y Friedrichstadt se
fueron adentrando en el terreno del bosque. Fue trazada una gran avenida detrás del
castillo de la reina Sophie Charlotte. Así comenzó la transformación del coto de
caza en un parque de esparcimiento. Cayó la valla que antes rodeaba todo el
terreno. Surgió la gran estrella y las avenidas que de ella partían. Federico
segundo hizo rodear esta plaza con setos y hayas dispuestas en forma piramidal.
Allí se colocaron más de una docena de estatuas, pero ninguna era de margraves,
sino de pomones, floras, Ceres, Baco y similares. El pueblo los llamó los muñecos y
al ancho camino que allí llevaba lo llamó «Hacia los muñecos». Del estanque de los
peces dorados leí que se llamó «Estanque de las carpas» hasta que allí mismo E. Th.
A. Hoffmann enterrara a su querido gato Murr. Quizás entonces sonriera la diosa de
la gran pileta, o la pileta de Venus, a su Cupido como en la época en que el joven
Philipp Hackert pintara sus Vistas. No lejos de la Gran Estrella construyó
Knobelsdorff su laberinto, un jardín a partir del cual empezaba a serpentear la
senda de los poetas. De este laberinto hay un sucesor en el camino que lleva al
monumento de Federico Guillermo.

Alrededor de 1790, siguiendo el modelo del lugar donde se halla enterrado Jean-
Jacques, en una zona pantanosa del parque está la isla de Rousseau, nuestra isla de
Rousseau, hacia la que remábamos y en la que patinábamos y llamamos por su nombre
mucho antes de que supiéramos de quién recibía aquel nombre. Las villas y las finas
casas de campo se van aproximando al parque, la hospitalaria mansión de Jacob Herz
Beer, que fue el padre de Meyerbeer, y el bonito jardín de Iffland. En la calle del
Tiergarten, que por aquel entonces se estaba trazando, vivía la amiga de
Schleiermacher, Henriette Herz. Una conocida caricatura de la época la presenta
paseando por el borde del Tiergarten con la cabeza de Schleiermacher en su
redecilla. En el letrero que había debajo se leía: «La señora esposa del consejero
Herz se ha hecho una redecilla». El parque era todavía muy silvestre, sólo la
llamada zona inglesa era cuidada. El parque fue transformando sistemáticamente por
Lenné en los años treinta. Sin embargo, él dejó todavía cierta sensación salvaje
que permaneció hasta nuestros días. Lo que más me recuerda a aquel tiempo son los
diminutos puentes elevados sobre los arroyos que a veces son vigilados por atentos
leones de bronce con cadenas que a modo de barandilla iban de boca a boca. Y
plenamente como por aquel entonces me parece que está el Lago Nuevo. Es muy tarde
para ir allí hoy, por eso pinto en mis pensamientos los entrantes que estaban
alrededor de sus islas boscosas, que nosotros describíamos sobre el hielo grandes
ochos a la holandesa y en otoño desde el puente de madera del embarcadero subíamos
a la barca con la dama de nuestro corazón que guiaba nuestros remos. Y más tarde
leíamos el famoso poema que probablemente está dedicado a un parque más meridional:

en barca vamos describiendo amplios arcos

alrededor de grupos de islas de un broncíneo marrón.

Entonces, nosotros, los niños de Berlín, pensábamos en nuestro Lago Nuevo.

El Landwehrkanal[72]

Comienza y finaliza con chimeneas de fábrica y tiene que unir las zonas más
laboriosas del Spree superior e inferior, pero de camino pasa por tantos barrios
idílicos que su nombre tiene un dulce eco a nuestros oídos, como si fuera el viejo
pastizal que otrora bañaba a la altura de las puertas sur de la ciudad, o la
«ciudad verde», como se le llamaba en los años ochenta, antes de que sus orillas
fueran recubiertas con sillares mediante las cuales pudo aceptar embarcaciones de
cuatro diferentes anchuras.

Lentamente van deslizándose por su agua las muy cargadas barcas. En la borda uno va
haciendo avanzar la barca con un bichero, un perrillo se acurruca, una pequeña
hoguera está encendida. Éste procede de una pequeña cocina como ocurre en las
barracas de gitanos. Otras embarcaciones son dispuestas en algunos puntos de la
orilla y venden manzanas rojas como las mejillas de los niños de los marineros.

Poco después de que el canal haya dejado atrás las plantas químicas y los
institutos técnicos de Charlottenburg, las avenidas con árboles empiezan a ser
bañadas por él, y sus bordes son denominados durante un tramo concreto «la orilla
del jardín». Los puentes lo cruzan al igual que los puentecillos de los jardines lo
hacen con los arroyuelos. Allí está el puente de Lichtenstein, que lleva de la
salida trasera del parque zoológico al Tiergarten, no muy lejos de la esclusa. A
los niños les gusta mirar la espuma que forma el agua al pasar por ella
deslizándose. Que la tranquilidad de este puente fuera en una ocasión profanada por
canallas que un par de pasos más adelante arrojaron al agua el cuerpo moribundo de
una noble luchadora que tuvo que pagar con su vida por su bondad y su arrojo[73],
es algo que apenas se puede imaginar cuando se ven las copas de los árboles
reflejadas en el agua. Es más comprensible que algunos desesperados, algunos
abandonados, hayan buscado la muerte en las atractivas aguas del canal.

En el puente de Cornelius el paisaje de parque propio de la «orilla del jardín»


penetra con una marejada de verde en el paisaje urbano. Y la atmósfera que en este
lugar une el aliento del parque, la ciudad y el agua, es de una suave riqueza de
colorido que difícilmente puede verse en el Berlín de contornos gris claro. Ningún
amanecer en los montes, ningún atardecer en el mar puede hacerle olvidar al que
vivió de niño en Berlín el alba y la aurora sobre las hojas primaverales y otoñales
de los árboles del canal.

Luego va del puente de Hércules hasta un puente arqueado similar al de una pintura
china, que curiosamente se llama puente de Lützow (pero sólo por el pueblo, no por
el héroe de guerra); más adelante hay un tramo de camino de arena que lleva a un
minúsculo parque junto al club de la calle Von der Heydt. La mayoría de las puertas
traseras de las casas dan a este sendero de la orilla. Y accesos a casas, que han
dotado a esta región encantada de un nombre de calle numerada, parecen puertas de
la fortuna. Los castaños recubren un sendero siempre oscuro, y siguen yendo por la
orilla; son castaños con el que el niño del oeste berlinés está en contacto en
todas las estaciones del año. Él recibió su primera y más agradable clase de
botánica junto a sus pimpollos húmedos, sus cálices y sus frutos marrones, que se
sacan de una vaina espinosa. Ante la pequeña explanada del parque, en la que el
canal, se ensancha convirtiéndose en una especie de estanque de patos, los pequeños
árboles se inclinan sobre el agua. El niño pregunta por el nombre de éstos y
escucha por primera vez la expresión «sauce llorón». Desde la orilla norte del
canal de la calle de la Reina Augusta todas las bocacalles llevan al Tiergarten. Lo
que hay en los jardines de las casas, provistas de pequeñas columnas y frisos, lo
ha preservado el bondadoso y viejo tiempo. Entretanto hay un par de ligeras
desviaciones hacia lo gótico y hacia lo nórdico exuberante, pero esto tiene el
mismo efecto que las pagodas y las ruinas artificiales en un buen jardín. Cuanto
más estrechas son o se hacen las calles, más agradable resulta su aspecto, como
ocurre con la calle de Hildebrandt o la calle de los Regentes.

Una de ellas se va ensanchando hasta formar una pequeña plaza alrededor de la


iglesia de San Mateo; esta angosta casa de Dios con su torre en aguja y sus
torretas puntiagudas, construida en ese ladrillo amarillo rojizo que a tantas
iglesias en Berlín da el aspecto de estaciones, se eleva por encima de los ramajes
de hiedra y los setos de saúco. Todavía mantiene cierta alambicada distinción de la
época en la que era lugar de encuentro de las personas piadosas que bailaban y
rezaban juntas. Por aquel entonces popularmente se la denominaba la «iglesia de la
polka».

El agradable carácter privado de la calle de la Reina Augusta es perturbado en unos


cuantos puntos por pretenciosos edificios oficiales, Ministerios del Ejército
Imperial, oficinas de Seguridad del Imperio y similares, pero sigue siendo un
amigable paseo junto a la orilla. También lo es la orilla de Schöneberg, en la que
en general se adecúan bien los edificios nuevos y reconstruidos con la tranquila
presencia de las viejas casas. Poco antes de llegar a la esquina de la calle de
Potsdam había hace poco una pequeñísima sinagoga, un minúsculo muro orientado al
este. Ésta ha sido derribada junto a sus casas vecinas para hacer sitio a una gran
casa angulada, similar a aquellas que se elevan en las otras esquinas del puente
doble. En este puente doble el agua tranquila baña por un instante la más populosa
gran ciudad. Ésta es iluminada de noche por anuncios luminosos y de día se ve
estremecida por la frebilidad y el embotellamiento del tráfico. Este ruido de la
gran ciudad preocupa poco a cuatro señores en bronce situados sobre los pedestales
de los extremos externos de ambos puentes con una serie de aparatos. Cada uno tiene
a sus pies un pequeño niño desnudo que puede jugar con estos instrumentos de una
factura sutil. Gauss y Siemens trabajan con ardor y sin mirar sus inventos y
experimentos, mientras Röntgen, calzado con unos genuinos zapatos de cordones,
muestra a su pequeño lo que ha acabado, y Helmholtz, el teórico, reflexiona
obsesivamente. La gente de gusto, y con ella el Baedecker, piensa que los
monumentos no están muy felizmente situados. Yo creo que son de los más
inofensivos. Su presencia resulta confortante: siempre que cruzando la calzada se
llega a su altura, estamos en puerto seguro. También es regocijante ver que las
inclemencias del tiempo no afectan a estos señores vestidos ligeramente con las
mismas batas ni a los niños desnudos.

Dejamos durante un breve instante la orilla de Schöneberg y entramos en la casa de


la esquina de la calle de Potsdam. Por fuera está pintada de amarillo y
simplificada en un estilo arquitectónico a bandas. Por dentro la escalinata y los
pasillos recuerdan la época en la que era una vivienda de la alta burguesía. Ahora
se ha convertido en una gran sede de oficinas. Las sociedades limitadas tienen aquí
sus sedes con nombres abreviados como Hibado, Raweci y similares; hay despachos de
abogados y consultas de médicos y una gran editorial y, como tenemos amistad con
ésta, podemos entrar en sus oficinas y mirar los adoquines de color pan de especias
de Karlsbad de esta antigua calle lateral que con sus jardines delanteros
asilvestrados y los balcones derruidos añora su pasado esplendor. Allí, más lejos,
ya casi en la calle Flotwell, conozco el arco por el que los raíles llevan a una
fábrica que está instalada en un patio, y en el mismo patio de la moderna fábrica,
frente a un pabellón de jardín que quizás sea resto de una casa de campo en la
antigua calzada de Potsdam; hay un diminuto trianon burgués con un par de escalones
que llevan por suerte a una anteplaza con enramados y jarras de piedra en la
balaustrada y que va hacia la barandilla de cristal desde la que hoy se ve, en
lugar del jardín, el corral de gallinas del portero de la casa y el muro recubierto
de verde del vecino. Esta casa tiene que ser muy parecida a aquella en la que se
refugió el príncipe de Prusia en los días de marzo del 48 cuando escapó en el
crepúsculo por la Puerta de Potsdam. Aquí, en el viejo Karlsbad, pudo sentirse
seguro. Escuchamos música de organillo y una voz, y vamos por el pasillo hacia una
de las ventanas de la casa que da al patio. Debajo de nosotros hay uno de esos
patios de profundidad abisal que se encuentran dentro de miles de casas berlinesas.
No se ven nada más que ventanas desnudas detrás de las cuales se observan las
siluetas de las máquinas de escribir, estantes y ficheros. Pero un par de ventanas
se abren y las muchachas con los manguitos negros miran durante un instante hacia
abajo, a la música.
Cuando el canal pasa bajo el puente de Potsdam, todavía puede seguir fluyendo por
orillas tranquilas. Después lo ensombrecen los viaductos, él cruza entradas y
salidas de estaciones, y cuando se ensancha para formar el puerto cuadrado es
bordeado por las oficinas de los ferrocarriles. En la plaza del puerto, desde hace
años hay unos cuantos bellos plátanos. Aquel que quiera viajar desde el oeste de
Berlín al sur de Europa, pasa, de camino a la estación de Anhalt, delante de estos
árboles y recibe de sus troncos claros y del temblor de sus hojas un presentimiento
de troncos de eucalipto y hoja de olivo.

Desde aquí un corto tramo de calle nos lleva al triángulo de rutas de la estación
principal que se forma sobre la impresionante tela de araña de los raíles, por los
que van los trenes de mercancías, de largo recorrido y los suburbanos, ya sean
propulsados por vapor o por electricidad. Lo que allí se ve aparece en el viaje en
tranvía, en tren periférico y en metro que nos recomienda Baedecker, el viaje que
traza una espacie de nueva muralla alrededor del viejo Berlín y que, en parte,
sigue las huellas de antiguas murallas.

Ahora seguimos la senda de agua que durante un tramo describe una línea ligeramente
arqueada que es paralela al viaducto del metro, y al final se aleja de ella en la
puerta de Halle. Ahora surgen torres circulares recubiertas de cinc: depósitos de
gas, los más antiguos de Berlín, que fueron inaugurados en los años veinte por la
Imperial-Continental-Association inglesa. Y frente a éstos se prolonga la orilla
plana, que en tiempos antiguos era un barrio de viviendas suburbial y sigue siendo
cómodo y amplio para andar por ella. Nos lleva a calles y lugares cuyos nombres
contienen mucho pasado: la mesa de Juan, la calle de los caballeros hospitalarios y
los templarios. Aquí se transmite un pasado singular: una sala de la misión urbana
que aquí tenía una dependencia dirigida por Stöcker, el famoso pastor de la corte.
En ella se encontraba la «iglesia de los panecillos», en la que los mendigos y
vagabundos recibían dos panecillos, una taza de café y unas palabras para el alma.
Una sala de esta misión fue durante una época teatro de una compañía burlesca que
dirigía Carli Callenbach, «el director marsopa».

El puerto urbano: un canal lateral bordea una isla con forma de trapecio, en la que
se efectúan cargas y descargas; los puentes de elevación y las grúas están en
acción. Hacia el norte, pero algo más allá del agua, se abre un campo de batalla en
el que se excava, se desescombra y se construye. Es una ciudad que se va creando y
otra que se va haciendo. Todo el terreno de la antigua orilla de Luisa, desde la
antigua laguna del ángel hasta la laguna del portón de otrora, ha sido cegado para
hacerle sitio a una gran avenida que se construye de norte a sur. Atraídos por el
caos de arena y chatarra, andamos un tramo en dirección a la puerta de Cottbus.
Allí se están haciendo actualmente obras para el metro y damos con una estridente
red de soportes de hierro miniado. La calle de Cottbus nos lleva al canal y
llegamos a los tenderetes de un mercado, que cubre toda la orilla de Maybach.
Parece que, desde el sur, todo Neukölln ha venido aquí de compras. Hay de todo:
pantuflas y lombarda, sebo de cabra y bramante, corbatas y arenques en vinagre.
Junto a la vieja judía que extienden unas pieles y empaca seda, la vecina se come
una zanahoria de su carro de verduras. Frente al áspero hedor del pescado, unas
botellas con esencia de lirio de los valles prometen un suave aroma a buen precio.
Los otros escaparates se ven interrumpidos por las franjas de un puesto de medias
de gasa de seda o de la indestructible «seda acorazada». Esporádicamente las
tiendas de la calle desembocan en el mercado. La tienda de esmaltes expone su
mercancía en la calzada. Se proclama «Bulbos de tulipán excepcionalmente baratos
antes del cierre», «Oportunidades, joven mujer», «Auténticas bayas blancas». Hay
uno que valora sus patatas: «Las rojas del invierno, todas harinosas». Junto a él
hay algo realmente digno de verse que nos parece un objeto de museo, auténticas
diademas y peinetas como las que hace tiempo las mujeres se prendían del pelo.

La intersección del canal de Teltow y el ángulo derecho que forma nuestro canal
están llenos de almacenes y muros de madera y, como en otros lugares, se puede
distinguir la vida de la ciudad a través de los letreros: «empresa de montaje y
alquiler de andamios», «se corta el pelo y se descola a los perros», «tubos,
soportes, hierro moldeado, barrotes para verjas, todo tipo de hierro útil»,
«tradicional baño de estudiantes». Sobre este letrero ondean banderas
blanquinegras, pero lo que se anuncia ya no está allí.

Otra vez vuelve a dividirse nuestro canal y llega con dos brazos al Spree. Pasamos
por delante de la fosa del arco libre ante la algo mísera pradera del bosque
silesio. Un sendero nos lleva al río que forma aquí el amplio puerto del este.

Se opina que el Landwehrkanal debe ser cegado pues ya no es rentable. En ese caso
una parte de nuestra vida se convertiría en un pálido recuerdo.

Kreuzberg

Es obligatorio. Es algo digno de verse. Es el promontorio más elevado sobre la


llanura del Spree. Como hace mucho tiempo que no lo visito, decido en esta ocasión
verlo a conciencia y me dirijo hacia el sur. De camino, en una calle que desemboca
en la Grossheerenstrasse había un par de escaparates ante los que me tuve que
detener, tanto tiempo como me pudiera esperar Kreuzberg. Uno prometía la confección
de ropa de todo tipo con material ya disponible o comprado a tal efecto. Allí,
sobre el lienzo con unos pañuelos de encaje, una ensimismada muñeca de trapo
apoyaba sus brazos de color gris mármol. Bajo su gorro rojo tenía unos rizos gris
azulado, antiguos colores como los de los cuadros de los antepasados. Era difícil
que te pasaran desprevenidos sus incitadores ojos y sus brazos. Algunos pasos más
adelante había una pajarería que también vendía comida para pájaros. Allí también
iba gente a comprar comida para peces y productos contra los insectos, y yo leía
palabras como Piscidin, Wawil, Dermigin, Radicalin, Milbin. Sobre todo recuerdo
unos versos de contenido más general que me llamaban la atención:

De un pajarito en su casa

disfrutan los mayores y los pequeños.

Gran selección de pájaros

cantores y de cría.

Yo no sé si las dos últimas líneas se entendían como versos, pero yo las recojo
así.

Es comprensible que todo esto me retuviera, pero definitivamente llegué a los pies
del monte, ante la gran poza de la cascada del parque de la Victoria. En el agua se
ríe un lascivo pez en bronce que una ondina pescadora atrapa en su red. Además de
mí, contempla esto una gigantesca mujer de un cartel publicitario desde el
siguiente cortafuegos de la carretera de Kreuzberg sin por ello abandonar su
trabajo. Tiene que seguir lavando la ropa en su enorme pila con estas recomendables
pastillas de jabón. Sin embargo, yo sigo a un niño que sobre su triciclo sube a una
zona de juegos de arena. En el Lido, en Ostende y en la Riviera debe estar muy
desarrollada la vida de playa, pero en Berlín hay en diferentes parques populares
muy buenos arenales. La mayoría de las veces tienen una protección de madera sobre
cuyos parapetos los pequeños hacen sus figuras con moldes, mientras dentro, en el
inmenso desierto de arena, los más grandes construyen montes con túneles y cráteres
para volcanes. Adulto y envidioso observo a los niños y llego a un banco a sentarme
con dos señoras mayores de cuya conversación sólo oigo como si se tratara de un
estribillo o de un pedal de un piano: «Ella ya ha… ella también va a… ella lo ha
hecho todo». Pero tengo que seguir visitando el parque y la montaña, y busco en
primer lugar, fielmente, los monumentos de los poetas cantores de la libertad que
están distribuidos por la pradera. Sólo son agradables Hermes que, inofensivos
entre los matorrales y sobre los arriates, hacen poesía como los que la hacen en el
parisiense jardín de Luxemburgo. Allí está Rückert con el pelo largo y su pajarita.
En un cuaderno de notas que es suficientemente grande para él, Ghaselen compone una
estrofa cuyas complicaciones provocan que se le formen arrugas en su frente sobre
sus reflexivos ojos. Debajo, en su zócalo, un bambino toca su lira. Estira el
cuello para ver, no lejos de él, las patillas de la cabeza de Körner que está
girada hacia la izquierda. El uniforme militar de éste está drapeado en forma de
toga y, a la vez que el pliego de poeta, empuña la espada. Más allá, también
Heinrich von Kleist no sólo necesita la mano izquierda para sostener sus
instrumentos de poeta pues también empuña los chapeados de su regazo, mientras con
la derecha toma una pluma de ganso y acaricia su mentón meditabundo. Sobre el
pliego de Uhland se lee: «El antiguo derecho». Él mira convencido hacia delante.
Unas bonitas florecillas azules tienen un exuberante aspecto en el arriate de su
zócalo. Éstas florecen más y más juntas unas de otras en el arroyo lateral de la
cascada, por el que paso agradecido por todo lo que voy viendo a un lado y a otro.
Todavía hay algunas derivaciones zoológicas y botánicas. Detrás de unas alambradas
hay faisanes dorados y corzos. No se les puede dar comida ni hostigar. Pues, como
aquí está escrito, así se pone en peligro la salud y la vida de los animales. Ante
los arriates de flores con sus eruditos letreritos de porcelana escucho voces
cercanas que discuten: «Te digo que ésta es también una rosa de los Alpes, sólo que
de otra clase; ahí pone Oriente». Ante las peonías una pálida pelirroja me
pregunta: «¿Puede usted decirme qué hora es?», y con ello me incita a apresurarme.
Por ello no me paro junto a los retratos tipo que un fotógrafo expone, en mitad de
la subida al monte, donde el camino pasa por el puente de la cascada. Tampoco me
paro en el jardín de tratamientos curativos a base de leche en el que podría pasar
mis veraneos. No, en lugar de distraerme, subo, junto a las rocas artificiales, por
los escalones de granito, sesenta escalones de la terraza superior que llevan al
gran monumento.

Junto a mí, un padre de familia les explica a su mujer e hijos lo que hay que ver
alrededor de las torres y los tejados, les muestra las naves de la estación de
Anhalt, las cúpulas del Reichstag y la columna de la Victoria; cerca está la
iglesia de la Misericordia y más lejos la iglesia de Lutero. Cuando habla de las
cúpulas verdinosas junto al mercado de los gendarmes, de la iglesia de Santa
Eduvigis, de la catedral y del palacio, la hija pequeña pierde la paciencia y
pregunta: «¿Por qué no nos vamos junto al pequeño río?». Se refiere a la cascada.
El padre consigue seguir su explicación sobre las iglesias de la ciudad vieja. Al
escuchar los nombres, pienso en quién, en tiempos pasados, querría ver desde esta
altura las iglesias de la ciudad vieja. Entonces me viene a la memoria la anécdota
del príncipe elector Joaquín, que aquí pasó unas cuantas horas de extraño miedo y
tensión. A él su erudito astrólogo Carion, que había instalado un observatorio
astronómico en su palacio de Colín del Spree, le profetizó que el 15 de julio de
1525 una horrible tormenta se tragaría bajo las aguas a Berlín y Colín. El día
comenzó, según cuentan los cronistas, sin nube alguna; a mediodía reinaba un
ardiente calor, el cielo se tomó de color gris amarillento pálido y en el horizonte
apareció una nube negra. Entonces hubo intranquilidad en el palacio, los coches de
la corte fueron rápidamente enjaezados y el príncipe elector iba de un lado a otro
de sus cámaras con el gesto desfigurado. Y, cuando el muro de nubes se hizo mayor y
aparecieron los primeros relámpagos, las puertas de palacio se abrieron de par en
par, el príncipe elector, su mujer y los niños cruzaron con un coche de cuatro
plazas la explanada del castillo, los más importantes consejeros, oficiales y
servidores de la corte los siguieron a caballo o a pie con sus enseres rápidamente
empacados.

El cortejo fue hacia el sur donde se elevaban los montes de viñedo de Colín. Aquí
había antes montes de viñedo de los que realmente se fabricaba vino. Era bastante
ácido, pero no sólo se bebía en la Marca, sino que también era exportado a Polonia,
Rusia y Suecia. Antes de que el aguardiente pasara de ser un medicamento contra la
ronquera, la gota, la migraña, las lombrices y la halitosis, a convertirse en una
bebida apreciada, que no sólo se compraba en farmacias, sustituyó al cultivo de
vino de estos montes. Al más alto de estos cerros, que hoy se llama Kreuzberg,
llegó el cortejo del príncipe elector buscando cobijo contra la riada amenazante.
Aquí esperaron a la tormenta que no llegó.

Después de que estuviera un tiempo esperando y no llegara nada, su mujer le pidió


(pues debía ser una princesa cristiana y temerosa de Dios), que volviera abajo y
permaneciera con sus súbditos […]. Lo conmovieron las palabras y alrededor de las 4
de la tarde volvió a Colín. Antes de llegar al palacio se presentó una tormenta y
cuando llegaba a la puerta del patio vio a cuatro caballos muertos junto a los
lacayos. La tormenta no provocó ningún daño más.

Así se lee en el Mikrologikon de Peter Haffitz.

¿Qué vio el asustado monarca cuando, huyendo de la nube amenazadora, miró a su


residencia? Detrás del pantano y la arena vio un muro con torretas y pináculos
detrás del que estaba su castillo, la «plaza fuerte de Colín», como la llamaba el
pueblo, y de la que hoy sólo queda el «Sombrero Verde», esa torre circular al lado
del Spree con el techo de cobre verdinoso; más allá, en Colín, habría visto las
cúpulas y los pináculos de las torres de los relojes de San Pedro y junto a ellas
el convento de dominicos, donde hace algunos años se había hospedado Tetzel para
describirles con mucha exactitud los tormentos del infierno a los habitantes de
Colín y de Berlín y venderles indulgencias… Y más allá su visión hubiera ido sobre
la casa del Espíritu Santo en Santa María y San Nicolás, hasta los hermanos grises
y más allá de los molinos que estaban a la orilla del agua hasta la puerta de
Köpenick, que cruzó cabalgando para ir a cazar aquel mal día en el que los
terratenientes conjurados lo estaban acechando en la llanura. Allí, junto a la
puerta, mandó clavar en la picota la cabeza del más osado de los rebeldes y durante
un año ésta, con una mueca en la cara, se fue descomponiendo. Entre las iglesias y
las orgullosas casas anguladas del callejón grande y el del monasterio, tan sólo
podían verse unos cuantos bajos techos de caña y unos cuantos tejados de ladrillo
con musgo, y mucho campo abierto, sembrados, praderas y charcas en plena ciudad.

Desde este cerro los suecos y los imperiales miraron alternativamente a la ciudad
asediada que el Gran Príncipe Elector convirtió en una fortaleza amurallada y
protegida por cañones. En la guerra de los Siete Años los austríacos y los rusos
estuvieron aquí. Bolas de fuego y regueros de azufre y de betún bombardeaban la
ciudad desde aquí arriba. Después este pobre cerro de arena tuvo un momento de
tranquilidad respecto de la historia mundial. Ya, atino 1813, los berlineses
cavaron, para la protección de la ciudad, trincheras en el monte de Tempelhof y en
los montes Roll. Pero el enemigo no llegó a la ciudad, tan sólo el retumbar de los
cañones de Grossbeeren. Y pronto sonaron las campanas dando gracias por la victoria
de Leipzig. En el año 1818 se puso la primera piedra del monumento a la Victoria
que ahí sobresale por detrás de mí. Las majestades de Rusia y de Prusia echaron cal
de la paleta del albañil sobre el suelo de piedra. Y después se erigió, en hierro
fundido, el monumento de Schinkel en «estilo antiguo alemán», y como un
contemporáneo cuenta:

sobre una base octogonal que daba lugar a una terraza elevada con una plataforma de
piedra alrededor del monumento que constaba de once escalones que circundaban el
octógono. En las partes y en el conjunto la arquitectura se sirvió del modelo de la
catedral de Colonia. El conjunto daba lugar a un baldaquino en forma de torre que
se elevaba sobre doce capillas o nichos, con las cuales se constituye la planta de
cruz del conjunto. Estas capillas en forma de nichos están dedicadas a las doce
principales batallas de la Gran Guerra, y en cada una de las capillas hay un genio
de la victoria cuya figura se corresponde con el evento por él personificado. La
bella función de estas formas para el escultor es felicísimamente resuelta en unas
figuras acabadas por los profesores Rauch, Tieck y Wichmann Jr.

Los genios guardan similitudes, atenuadas por el clasicismo, con los príncipes y
los héroes de la época. Culm, con su piel de león y su maza se asemeja a Federico
Guillermo. Dennewitz tiene los rasgos de Bülow. Blücher ha sido representado dos
veces, impetuoso en Katzbach y con una coraza nórdica en La Rothière. A la diosa de
la Victoria de París, Rauch le dio rasgos del rostro de la reina Luisa y le puso
sobre su mano derecha una pequeña cuadriga que recuerda a la de la Puerta de
Brandenburgo, ésta, claro está, de tamaño mayor. Aunque era una belle-alliance, la
victoria final les quedó reservada a los indispensables aliados: la cabeza tiene
los rasgos de la emperatriz rusa Alexandra Feodorowna y, por añadidura, en el
pliegue central de su manto, a modo de bordados, están repetidos los once genios en
relieve. Más tarde se construyó una base más alta para el cimiento y éste fue
elevado a su altura actual por medio de unas prensas hidráulicas.

Mareado por los antiguos tiempos y el viento de la tarde, que desde las cervecerías
trae un aroma a malta como el que se huele en Munich, le hubiera preguntado a
alguien: ¿dónde está aquí la bodega? Antiguamente tenía que estar en esta
pendiente. En tiempos antiquísimos éste era un paso estrecho con urnas cinerarias;
después vivió aquí en la época de Fritz un extraño eremita. Más tarde fue un lugar
de huida preferente. Y, en los días más secretos de las guerras de liberación, los
patriotas Turner Jahn y Friesen crearon en sociedad con sus amigos la Federación
Alemana, en que siguió sobreviviendo la Federación de las virtudes que había sido
disuelta. Pero allá veo aviones en el este, en Tempelhof, y con ello vuelvo al
presente.

Tempelhof[74]

Sí, allí está nuestro gran aeropuerto. Allá puede verse aterrizar a los zumbantes
pájaros de acero sobre una superficie verde y llegando a la pista alquitranada. Y
de nuevo vuelven a subir en un vuelo circular para tomar todas las direcciones
posibles en el cielo. En los hangares de Lufthansa se guardan éstos como
locomotoras en cobertizos. La experta multitud observa la llegada y la salida, y
los más pequeños jovencitos hablan con el tono de un hombre seguro acerca de planos
de sustentación y envergaduras, ya estuvieron ahí fuera en la ILA (exposición
aeronáutica universal), ya están informados acerca de todos los aerodeslizadores,
monoplanos y biplanos, con tanta exactitud como con la que conocen todas las clases
de automóviles; tan sólo hace falta escuchar las conversaciones que se oyen ante
las salas de exposición de la muestra. También a menudo dicen las mayores
tonterías, según me han asegurado los expertos, pero las dicen con una sobriedad
tan majestuosa y tan convencidos… ¡Cómo son estos pequeños berlineses! Es curioso
con qué poca envidia miran los más pobres los aparatos deportivos. En el zumbido de
las hélices y en el gruñido de la gasolina en explosión debe de haber un
sentimiento de felicidad común o compartida. Aquel que no puede comprarse un coche,
se convierte en chófer. O tal vez piloto de aviones, piensa uno de los pequeños,
cuando ve pasar a los pilotos con su traje de cuero y su extraño uniforme de
murciélago.
Allí donde termina, al terreno del aeropuerto se le unen unas zonas deportivas y
los jóvenes corren para ver a sus colegas futbolistas. Esta amplia explanada les
pertenece a los niños y a los aviones. Y no hace tanto tiempo esto era una pista de
trasnochadas revistas militares y de desfiles y aquí reinaba lo contrario de la
elasticidad deportiva: el rígido paso de la guardia. Aquí fue presentada en dos
ocasiones la guarnición de Berlín a su comandante en jefe, aquí se hicieron desde
los tiempos de Federico el Grande hasta la Guerra Mundial las últimas revistas
antes de marchar al campo de batalla. Actualmente hemos acabado durante una época
con los más tristes de todos esos campos, estas plataformas de instrucción,
demasiado vacías o demasiado llenas, que son tan desoladoras como los cuarteles de
los que se nutren. En lugar de los cuarteles se han construido nuevas colonias,
como, aquí en la cercanía, Neu-Tempelhof, con sus tranquilas rotondas, sus bonitos
porches de acceso a jardines, las calles y las casas que suben y bajan que
recuerdan al viejo Potsdam.

No queda ya mucho del pueblo de Tempelhof, que recibe su nombre de los caballeros
templarios de antaño. Incluso la pequeña iglesia de granito en el parque común ha
cambiado su figura. Y además de ello no queda nada más que un par de casitas de un
solo piso con un jardincito delantero, tal y como se encuentran una y otra vez en
los suburbios berlineses. El actual Tempelhof es uno de las horribles
construcciones rápidas de la época posterior a 1870 llevadas a cabo con un gusto
propio de constructores y maestros de obras, como algunas que se ven todavía con
demasiada frecuencia en los alrededores de Berlín aunque paulatinamente son
sustituidas por los nuevos bloques de viviendas sin alas ni edificios transversales
y que tampoco tienen salas berlinesas ni estuco en las fachadas.

A modo de ejemplo me referiré a dos «monumentos» de la nueva época: la imprenta


Ullstein, con su orgullosa torre de dieciséis pisos, y el poderoso complejo de las
plantas industriales Sarotti, ambas en el canal Teltow. En uno, todo el espíritu
acumulado en las redacciones y los talleres de composición de la calle Koch son
convertidos por las rotativas, las plegadoras, las engrapadoras y las ensambladoras
en periódicos, revistas, folletos y libros; en el otro, los granos de cacao
recolectados en el trópico son convertidos por los cepillos circulares, las
trituradoras, las descascarilladoras, las depuradoras y las moldeadoras en un
chocolate perfectamente empaquetado. Es sorprendente cómo la turbia sedimentación y
composición de nuestras ideas deriva en una serie interminable de masas de papel
impreso y cómo los granos empolvados e introducidos en arrugados sacos se
convierten en innumerables y limpias tabletas y pralinés. Todo esto lo hacen las
inteligentes ruedas y cilindros, cuyos múltiples tornos, moliendas, cucharas
autoprensoras y centrifugadoras superan nuestro entendimiento de profanos
espectadores, mientras que sus miles de supervisores, operarios y empleadas del
mantenimiento sonríen ante nuestros sorprendidos gestos. (Qué ejército de vivaces y
tranquilas trabajadoras berlinesas he conocido estos días; la pena es que sólo
fuera de paso. Me gustaría ser invisible para ellas cuando están sentadas en sus
cantinas, y escuchar lo que se dicen unas a otras de camino a casa, qué es lo que
piensan de la vida…). Permanecemos totalmente ensordecidos en la enorme sala de las
revistas berlinesas y vemos correr los rollos de papel a la altura del techo,
posarse en un soporte de hierro y girar para salir como una revista ilustrada,
cortada y acabada. Entonces nos deslizamos por la sala de las «refinadoras» donde
los cilindros pasan por la bandeja de frotado, granito contra granito, y mueve
masas que van flotando hacia las moldeadoras, máquinas de rellenado y
transportadoras, para convertirse, sin ayuda de la mano del hombre, en planchas de
estaño, cera y pergamino que se mete en cartón y en cajas.

A Tempelhof se le une Mariendorf, adonde hubiera dejado de ir con gusto si uno de


los competentes y alegres operarios que trabajan en la pantalla vibratoria no me
hubiera llevado a la casa acristalada donde se ruedan las películas. Alrededor todo
es un extrarradio desolado, es el final del mundo. Dentro hay un mundo
extraordinariamente vital. ¿Son barracas o bambalinas, es un campamento o un cuarto
de niño lo que surge en un claroscuro alternativo? Un par de pasos torpes nos
llevan descendiendo de un paisaje alpino, ante el que, como si fueran de juguete,
se han instalado un balneario, una estación y un atractivo pequeño ferrocarril. Una
esquina más allá hay una reproducción de un fragmento del tren de tamaño natural.
Entonces podemos subimos al coche-cama sobre cuyos cojines la esposa abandonada se
despertará sobresaltada. Estamos en el pasillo y miramos la puerta y la ventana, la
cama y la manta, todos los detalles de un compartimento de coche-cama. Y junto a
nosotros hay una joven de dulces miembros, que allí se encuentra alumbrada por el
halo de luz de una lámpara furtiva. Ella nos lleva al compartimento donde en este
momento se lleva a cabo una grabación. Nos coloca detrás de los focos de luz. Junto
al operador está el director y le hace signos. El hombre del piano toca una melodía
de baile. Y entonces, allí, en el bar los figurantes comienzan a bailar bajo una
luz deslumbrante. Es una especie de fiesta de carnaval, las tiras de confeti son
lanzadas sobre los fracs y los hombros desnudos. Unas máscaras irrumpen a gritos
entre las parejas que bailan sobre la pista. Solo, en medio de los vociferantes,
uno está sentado junto a su vaso, con los codos apoyados sobre la mesa y con la
mirada fija y perdida. Se nos susurra al oído un nombre conocido. Ahora eleva la
cabeza y nos mira: «Nos mira como si fuéramos sus fantasmas», digo sin pensar. «No
—se me corrige— él no mira nada como si fuera una luz cegadora». La música cesa. El
director se encamina hacia los clientes del bar y hace una crítica de su
movimiento. Y después los pacientes deben volver a estar muy dinámicos y el del
medio a quedarse hierático. «Es una ardua labor de artesanía», nos dice la experta
que nos guía. «Y lo peor es la larga espera, el tener que estar siempre preparado.
Es como en el servicio militar». Nosotros, los legos, tenemos muchas ganas de
participar aunque fuera sólo como figurantes. Nos gustaría volver ante la pantalla
y vemos actuar. Nosotros, los berlineses, somos apasionados visitantes del cine. El
semanario cinematográfico nos proporciona un sucedáneo de toda la historia mundial
que no vivimos. En el cine las mujeres más bellas de dos continentes nos pertenecen
con sus sonrisas y sus llantos. Tenemos nuestros grandes palacios cinematográficos
alrededor de la Iglesia Memorial, en el Kurfürstendamm, en la cercanía de la plaza
de Potsdam, en los suburbios, y cerca de ellos miles pequeños cines, luces claras y
atractivas en calles semioscuras de todos los barrios de la ciudad. Oh, hay incluso
una serie de cines con sesión matutina, auténticas salas cálidas para el cuerpo y
el espíritu. En el cine el berlinés no es tan crítico, es decir, no depende tanto
de la crítica de su periódico como en el teatro. Él se deja inundar por la ilusión.
Es un sustituto de la vida para millones de personas que quieren olvidar su
monótona vida cotidiana. Allí no hay ninguna pausa para el despertar del espíritu y
la reflexión. En ningún lugar se experimenta en común la alegría popular y el
placer colectivo como en los pequeños Kientöppen, en los que un quejumbroso piano
proporciona el acompañamiento musical. A veces sería mejor, según mi opinión, para
acompañar estas conmovedoras escenas ante las que nuestras lágrimas caen sin el
obstáculo del pensamiento, una música de organillo similar a la que vibra y se oye
murmurar por nuestros patios interiores.

Hasenheide

(La pradera de las liebres)

Aquí ya no hay liebres ni tampoco ninguna pradera, pero a aquel que quiera hacerse
una idea acerca del significado original de los nombres de los barrios de la ciudad
le interesará saber que en el año 1586, según la crónica del secretario del
ayuntamiento de Colín, un decreto principesco ordenó:
El 18 de mayo les fue ordenado por la gracia del Príncipe Elector a los ciudadanos
de las dos ciudades que hicieran orificios en sus vallas de los jardines para que
las liebres pudieran entrar.

Ya Federico Guillermo I contestó a una demanda de derecho a pastoreo en la pradera


diciendo: «Ésta debe seguir siendo jardín de liebres». Bajo Federico Guillermo I
surgieron las primeras explotaciones granjeras y, después de las guerras de
liberación, aparecieron las terrazas de café, y entre ellas un enorme parque de
atracciones, con sus barracas de tiro, sus juegos de fuerza, sus mujeres forzudas,
sus funambulistas y sus animales extraordinarios; se extendía desde la calle de
Bärwald hasta la zona de ejercicios gimnásticos. Ante los locales de esparcimiento
pasaba de un lado a otro el vendedor de puros con su cajón de madera colgado del
cuello, pues aquí podía venderse el tabaco en muchos lugares prohibidos, ofrecía
yesca y mecha y proclamaba: «Cigaro avec du feu».

De los antiguos cuadernillos y grabados de los años cincuenta se conocen los viajes
en ómnibus al Hasenheide, Madame Brösecke con su marido de camino de la plaza de
Dönhoff hasta aquí. «En Streitz hay un concierto y en Happolt hay baile, en Höfchen
se le hace la corte a las modistillas y luego se va a la zona de ejercicios
gimnásticos»; Happolt fue claramente el lugar más fino: allí había salas de mármol,
un salón acristalado, trumeaux a modo de mosaicos que iban del suelo hasta el techo
pintado, «tantas arañas como en el palacio de un príncipe», etc. Y aún había
rincones en los que los aristócratas se encontraban; los consejeros de la corte,
los consejeros secretos, los superiores, los titulares y los contables. Madame
Brösecke prefiere quedarse con sus madrinas en Höfchen donde «hay una legión de
cafeteras que contienen el aromático moca-achicoria y cientos de tacitas parecidas
a la escudilla para pinzones, en medio de todo ello en todas las mesas hay cerveza
rubia y vasos de schnaps», mientras que su hija Pinchen encontraba el lugar
demasiado «heteróclito».

Los jardines para tomar cerveza y café han permanecido hasta el día de hoy y se han
ido haciendo mayores. Son demasiado grandes, han mantenido lo monstruoso de la
época de las proporciones enormes y los conciertos dobles y se superan unos a otros
en sus ofertas. «Diariamente gran concierto de ambiente en la terraza, entrada
libre», se nos atrona desde una puerta, y no muy lejos de allí un local se arroga
haber sido y seguir siendo «el café líder a pesar de las muchas nuevas
inauguraciones». Se nos promete «baile diario sobre una brillante pista de baile
acristalada», y a todo ello se le añade la música de la «orquestina Oro del Rin».
Pero el antiguo parque de atracciones ya no está allí. El Nuevo mundo es hoy uno de
los grandes locales con salas para reuniones y festividades. Las personas mayores
se acordarán de la época en la que con las palabras «Nuevo mundo» se pensaba en los
panoramas, en los llamados museos de ciencias naturales, en las fieras, en los
domadores con las botas de piel vuelta y en los forzudos. Cuando era un niño vi
aquí la boca sonriente y las mejillas rosas de la chica a la que se le cortaba la
cabeza y luego se le volvía a colocar en su sitio; quizás también a aquella primera
dama que no tenía cuerpo de cintura para abajo, y a la que, mientras movía
delicadamente los brazos, su jefe recitaba los versos de la flor de loto que tenía
miedo; sin duda, el primer lugar donde oí el nombre de Dabte fue en una barraca
donde de forma panorámica y en plástico se representaban algunas de las penas del
infierno. Era horroroso. Ya no se nos ofrece nada igual.

Todavía queda un fragmento de Hasenheide: el padre de la gimnasia Jahn, sigue


observando, aunque sea sólo como busto y desde su pedestal, a jóvenes que practican
deporte, junto al lugar donde se formó la primera asociación de atletas. Él mira
complacido a los bronceados jóvenes y muchachas en traje de baño que aquí, al igual
que en otros muchos lugares de los alrededores de Berlín, golpean y lanzan sus
balones. Este jardín, algo asilvestrado y poblado de pinos enanos, es uno de los
muchos sitios donde los berlineses pueden disfrutar del sol y el aire. Si subimos
un promontorio del mismo y nos ponemos detrás del monumento, podemos pensar en los
jóvenes guerreros y los ejecutores de tiranos de aquel entonces, para los cuales la
libertad, la patria y el cuidado fortalecedor del propio cuerpo era un conjunto de
ideas hermanadas. Hasta entonces los libertadores y los jóvenes heroicos, y sobre
todo su líder y modelo, tuvieron que sufrir la tiranía por parte de su querida
patria. Aquí Jahn, en el año 1818, inauguró la primera zona de ejercicios
gimnásticos, después de que ya antes de las guerras de liberación hubiera
practicado el nuevo arte gimnástico con algunos estudiantes en la pradera que hay
entre las puertas de Halle y de Cottbus. Cuando por aquel entonces la rama
horizontal de un roble era la barra fija, había arenales para saltar y las
empinadas paredes de los montes Roll eran utilizados para los ejercicios de asalto;
en la pradera había auténticos instrumentos, barras, árboles simples dobles y
cuádruples, etc. Pero ya al año siguiente los antidemócratas cerraron la pista
deportiva, encarcelaron a Jahn y trasladaron de allí todos los aparatos
gimnásticos. Incluso después de su liberación se mantuvo a Jahn bajo vigilancia
policial. Y sólo después de 1848 se reconoció su obra y fueron fundadas muchas
asociaciones gimnásticas que lo consideraban el padre de la gimnasia. Ellos
enviaron piedras de todas las partes del mundo a partir de las cuales se construyó
el pedestal de su monumento.

En el antiguo jardín junto al restaurante, donde las familias se hacían café, han
quedado en ruinas partes del campo de tiro que ya no se utilizan. En sus dianas se
ven las pálidas figuras de enemigos alrededor del centro. Éstas se nos muestran
como si ya se viviera en una época en la que sólo se entendieran como tradiciones y
piezas de museo de un tiempo en el que los hombres fueron tan tontos como para
disparar fuego de pólvora desde unos tubos. También tiene un aspecto totalmente
antiguo ese cajón publicitario de un fotógrafo junto a la salida de una calle. Allí
se ven las modelos premiadas de un concurso de peinados de una asociación de
peluqueros en Neukölln. Vemos los complicados rizos de muchachas y mujeres de
cabellos poblados tal y como no se encuentran en la realidad ni en las zonas más
retiradas de Neukölln.

Yendo por Neukölln hacia Britz

Ir en busca de Neukölln expresamente es algo que no se puede recomendar a nadie.


Quizás, detrás de los enormes andamios que de vez en cuando sobresalen de la plaza
de Hermann, con la que empieza este barrio de la ciudad, surja aquí una nueva y
bella arquitectura. Pero la Neukölln real es uno de los suburbios que en los años
setenta apenas tenían diez mil habitantes y ahora tienen entre doscientos mil y
trescientos mil. En la plaza de los Hohenzollern cabalga, claro está, un emperador
Guillermo I en bronce. En las amplias calles hay muchos comercios, cines, tabernas,
puestos de salchichas al vapor, tiendas para el radioaficionado e impresionantes
fachadas que esconden la miseria de las casas de vecindad. Entre la calle de
Hermann y la calle del Monte se encuentra un barrio donde la miseria es más
visible: el llamado barrio del Toro, donde por las tardes el pueblo cansado del
trabajo sube en tranvías abarrotados y muchos niños con un aspecto lamentable van
rondando la calle. Es un barrio triste. Cuando todavía se llamaba Rixdorf y era un
lugar de paseo, tenía que ser más interesante. Musike ya no está en Neukölln como,
según la canción, estuvo en Rixdorf. Por cierto que sólo tengo conocimientos
mínimos acerca de este suburbio. No me he podido decidir a ver sus más nuevos
monumentos, una fuente dedicada a Reuter y un Federico Guillermo I (donado al rey
en su condición de colono de la piadosa Bohemia). Siempre he pasado con el tranvía
por Neukölln de paso para otro lugar, sobre todo a Britz. Cuando en este pequeño
suburbio, y pasando por unas cuantas casas de conmovedor estilo antiguo y de la
gasolinera con sus letreros de Olex y de Shell, se tuerce por una esquina del
pueblo, topa uno con una calle serpenteante que baja hacia una ladera boscosa.
Cuando se lleva andado un tramo de camino, surge detrás de los árboles y el
estanque —oh, bello espectáculo—, la colonia. Sus colores relucen, el amarillo, el
blanco y el rojo y, en medio, el azul de los encuadramientos y de los muros de los
balcones. Vamos, pasando por una de las radiantes calles, hacia el complejo
redondo. Se trata del lado abierto de un cuadrado, en cuyos otros cuatro lados, las
estrechas casas bordean una gran zona ajardinada. En ningún lugar se ven casas con
pisos interiores, a las escaleras se les han añadido salientes redondos. Todas
tienen su trozo de jardín como en las colonias obreras. Pero en tal caso éste está
mucho más cuidado y dentro de un conjunto mucho más comunitario. Llegamos a la
plaza interior y vemos finalmente el estanque, el centro alrededor del cual se
reúnen las otras orillas, con su círculo de casas y en forma de herradura. Con
bella regularidad, las casas presentan tragaluces, pequeñas y grandes ventanas y
balcones profundos y coloridos. En el lugar donde se estrecha la herradura, la
afortunada y pequeña ciudad tiene su plaza del mercado; son escaparates de
cooperativas de consumo, que, tal y como se nos asegura, proveían a los colonos de
alimentos de una manera socialmente razonable. Entramos en una casa. También por
dentro es colorida, pero no tiene un solo adorno superfluo, todo es sobrio y, sin
embargo, coqueto. Ésta es una de las muchas colonias que suponen la avanzada más
fuerte en el caos del mundo intermedio que separa a la ciudad y al campo. La
necesidad de vivienda, la nostalgia de la belleza, la tendencia de la época hacia
lo comunitario y el encono de la joven generación de arquitectos se pusieron aquí
en marcha como en Lichtenberg, Zehlendorf y otros extremos de la ciudad, para
construir lugares dignos donde vivir. Es una obra que es constantemente continuada
y probablemente es lo más importante que ahora ocurre en Berlín. No puedo describir
todavía este Berlín que se está haciendo nuevo: tan sólo puedo valorarlo.

Música en el vapor

«Aquí pueden llevarse gratis los ladrillos. Solicitudes al maestro de obras». Éstas
son las piedras del antiguo puente Janowitz, que está siendo derruido, porque en
medio de la antigua ciudad portuaria de Colín am Wasser hay mucho que renovar. Se
están haciendo túneles para el metro. Se oyen chirridos y golpes en tomo a andamios
de acero y rodillos. Por los escombros y pasando por las barreras, voy serpenteando
hasta el lugar de salida de los vapores que surcan el Spree. Son embarcaciones de
vapor de placer con música. Tengo que verlo, figura en el Baedecker, que ahora
estudio con tanta curiosidad, «en la mañana del cuarto día: viaje en vapor a
Grünau». Pero el hombre de la taquilla de la compañía de viajes en barco quiere
que, en lugar de a Grünau, vaya a la esclusa de Woltersdorf. No sé por qué, pero es
muy estricto conmigo como muchos de sus colegas en Berlín. De todas formas me
permite que coma en un restaurante situado a la orilla. Entretanto se llena el
vapor, las mejores plazas quedan ocupadas. Pienso ir en el segundo que tiene
prevista su salida un cuarto de hora más tarde, pero en el momento decisivo soy
enviado y fletado en el primero. Una vez allí retomo a los viejos tiempos. Allí
están sentados los gordos. En rápidas motoras pasa la delgada y deportiva juventud
de hoy por delante de nosotros; nosotros, los obesos señores en nuestros mejores
años y las señoras envueltas en tisú, estamos allí sentados como auténticas
caricaturas del antiguo Berlín. Con una lentitud abominable avanzamos, fútiles y
ociosos, ante el esfuerzo que vemos en las naves de acero, las chimeneas y las
grúas de las orillas.

Allí hay molinos de trigo con poderosos elevadores que sacan el cereal del
transbordador, hay otros que lo aspiran con exhaustores de las canoas. Así éste
llega al molino, es pesado, cribado, lavado, secado, prensado, molido y de nuevo
cribado, metido en sacos, depositado en la cinta giratoria y de la misma manera, y
como harina acabada, devuelto a la canoa para su ulterior transporte. Pasamos bajo
el puente de Oberbaum. Desde la atalaya construida en ladrillo en un nuevo estilo
«brandemburgués antiguo», miro a la gran planta frigorífica, que está detrás de los
andamios ya casi acabada, y orientada hacia el puerto este. En un amplio almacén
deben ser depositados en cámaras refrigeradoras miles de huevos, grandes
cargamentos de verdura, fruta y carne hasta que sean consumidos. Más allá, en la
playa de Treptow, el verde parque llega hasta la orilla. Prefiero bajarme y
encaminarme hacia los niños, que allí detrás se divierten con sus cajas volantes
suspendidas en cables. Y es que ese ferrocarril liliputiense, que avanza
circularmente en sus raíles, tiene que ser igual que aquel que se construye y se
pone en funcionamiento en el cuarto de los niños. Había tres vagones abiertos y
panorámicos, que haciendo dos veces un recorrido circular por las praderas, y
detrás de una pequeña cortina de humo, pasaban por los dos túneles. La locomotora
en la que estaba sentado el conductor se llamaba «Klettermaxe». El establecimiento
se llama «La casita de los huevos», y la calle que está detrás lleva al gran
Observatorio astronómico. Allí también se extiende una pradera de hierba en la que
el pueblo puede acampar libremente, como en Versalles las zonas de hierba no
prohibida. Me gustaría bajar, pero nuestro vapor no se para. A nuestra izquierda
emerge la Gelsenkirchen del Spree, Oberschöneweide y detrás Rummelsburg. En la
orilla las lanchas cargan la escoria. Detrás de éstas vemos la industria
metalúrgica, la fábrica textil de color rojo, la estación de transformadores y en
la lejanía más allá las enormes chimeneas de la gran central eléctrica de
Klingenberg. Todo este esfuerzo humeante y evidente le avergüenza a nuestra
grasienta tranquilidad, a nuestro mísero tempo de caracol. ¡Ahora, hagamos música!

Se pasa por Köpenick. Uno se siente poco atraído como para bajar. Sé que detrás de
la vieja zanja, que ahora es un charco para patos, se elevan el palacio y la
capilla. Es el palacio donde se alojó el príncipe elector Joaquín con la bella de
Spandau, Anna Sydow. El palacio en cuya puerta su enemigo mortal, el caballero de
Otterstedt, escribiera las famosas palabras:

Joaquinito, Joaquinito, cuídate,

que cuando te atrape, te colgaré.

Pero para llegar hasta allí hay que pasar por los monótonos y tristes bloques de
casas de alquiler y por las plazas del emperador Guillermo. Detrás del palacio se
vería el barrio de placer de Wende, con las barracas de pescadores, las nasas y las
redes y el muro descompuesto alrededor del antiguo mercado… Pero la gente que me
rodea está sentada tan inmóvil, tan totalmente abandonada a la música del vapor y
al día festivo que no puedo salir de aquí. Con cierta compasión la gente joven nos
hacen visajes desde los muchos embarcaderos, zonas de baño y piscinas al aire
libre. Y alrededor de mí se devuelven una y otra vez estos visajes. Hacer visajes
es la principal ocupación del pasaje de un vapor.

Ahora somos llevados a un restaurante, donde comeremos unos enormes codillos. Así
está dictatorialmente prescrito. Y, como aquí bajan muchos, no necesito seguir
esperando hasta llegar a la esclusa de Woltersdorf; bajo con los otros por la
escalinata. Renunciando a mi billete de vuelta, esquivo el codillo y me adentro en
al bosque yendo por un sendero de arena bajo pinos, que al sol de la tarde forman
sombras chinescas.

Cuando después alcanzo la carretera, tengo suerte. Aparece un automóvil que


conozco: es un Graham-Paige de un amigo. Le hago visajes como un náufrago. Y ahora,
después de haberme sentado con la compañía más gorda posible en el vapor, puedo
estar ahora junto a la más delgada de las jóvenes berlinesas que deja flotar en el
aire un globo de niño que se ha comprado en Treptow. A una velocidad refrescante
pasamos por pequeñas casas de campo que se encuentran entre cultivos de cereales y
agradables promontorios. Allí está Königswusterhausen y la torre de la estación de
Telefunken, una tela de araña de metal. También vemos el bonito y amarillo edificio
situado delante del palacio de caza, en el que celebra sus reuniones el consejo del
tabaco. Gracias a las salas del museo Hohenzollern, conocemos la mesa de los
colegas fumadores. Yo describo a mi acompañante al loco de la corte real, el
profesor Gundling con su parodiado traje de maestro de ceremonias, con su levita
roja forrada de terciopelo con ojales dorados, un chaleco de punto y una imponente
peluca de hombre de Estado de pelo de cabra blanca. Encima de todo llevaba un
sombrero de plumas de avestruz y, debajo, unos pantalones color paja, unas medias
rojas con cuadradillos dorados y zapatos con tacones rojos. Mientras que hablábamos
sobre ese pobre loco y su mundo, continuábamos el trayecto por la larga carretera
de Storkow y casi anocheciendo por el camino forestal del lago Scharmützel.

A una hora tardía nos sentamos en la terraza del hotel Von Saarow. Arriba se baila;
en el agua se refleja la iluminación de la pista que hace emerger un trozo de lago
de la oscuridad nocturna en la que se halla sumido.

Pernoctaremos aquí, y mañana veremos el lago por nuestras ventanas. Y después,


pasando por Pieskow, nos apearemos junto a las bonitas casas, escondidas en el
verde de la colonia de actores de Meckemdorf. Y también haremos una visita en el
propio Saarow a una de las casas de audaces frontones de la colonia de pintores.
¿Surcaremos el lago hacia lejanos rincones de sus orillas en una motora? ¿O iremos
a pie por los bosques hasta las rocas del Margrave? ¿O pasearemos lo más cercamente
posible junto al agua?

Qué pena que esta época del año sea tan avanzada que uno no pueda bañarse.

Hacia el este

¿Merece la pena todavía hablar de la actual y la antigua Alexanderplatz? Es posible


que ya haya desaparecido antes de que estas líneas se impriman. Ya los tranvías,
los autobuses y las masas de gente merodean por las zanjas de amplias zonas de
obras y profundos socavones. La buena y obesa diosa de la ciudad, Berolina, que
aquí, desde un alto pedestal, regulaba el tráfico, ha emigrado. El barrio de
Scheunen, cercano a éste, con sus calles y callejuelas oblicuas y rectilíneas,
algunas de mala reputación y otras pobres pero honestas está derruido en gran
parte. Al sur se elevan sombríamente los muros del comisariado de policía sobre las
ruinas de la plaza. Al noroeste sobresale de las casas y las zanjas la gran torre
de la iglesia de San Jorge. Aquí dejamos a la Policía y a la Iglesia. Todo lo que,
aparte de esto, hay aquí está siendo derribado o reformado. La mayoría de las
parcelas y los solares está en poder de los ferrocarriles y el metro, que va
cavando sus galerías en dirección al este. Lo que ahora está siendo ocupado no
podrá ser edificado según el criterio del nuevo dueño: todas las futuras
edificaciones estarán reguladas por los planos de la oficina municipal de
urbanismo. Por ello no hay ningún peligro de que la especulación ponga en pie y
pegue, unos con otros, horribles bloques de alquiler con oscuros y poco luminosos
edificios transversales y adosados, umbríos y con poca ventilación. Los bloques de
pisos tienen que ser construidos en una isla en forma de herradura en medio del
tráfico circular.

Allá donde lo viejo desaparece y lo nuevo surge, en las ruinas crece un mundo
transitorio de azar, de inquietud y de miseria. El que conoce este refugio puede
guiamos a lugares donde se vive, que son una horrorosa mezclas de nido y de
caverna. Allí, por ejemplo, en los sótanos de un bloque de alquiler derruido que
contiene una de la grandes fruterías que mandan a la plaza del mercado cercana sus
carros y sus canastos, entre los escombros y la argamasa del «sótano de los
plátanos», se oculta un triste lugar en el que duermen los mendigos que no pueden o
no quieren ser recibidos en los asilos nocturnos. Van arrastrándose a su rincón
cuando están cerrados los locales de alrededor de la plaza y las calles aledañas.
Tan sólo flexionan las piernas para ponerlas más cerca del vientre y estiran la
chaqueta para ponerla sobre las rodillas, cuando nosotros, intrusos desautorizados,
irrumpimos allí. Otros sótanos contienen pequeños bazares, que recuerdan el mercado
ambulante de París. Allí se venden botes de cristal de conservas y lámparas de
acetileno, jaulas para pájaro y canastos de papel, antiguos sombreros de copa, de
vidrios de lámpara, blusas estilo ruso, zapatos «recién estrenados», cinta y
pinturas al óleo con marcos dorados, plumeaux e incluso plumas de avestruz. También
el mundo superior está lleno de comercio ambulante. A la salida de la plaza de la
iglesia de San Jorge, en el lugar en el que, cuando llueve, las prostitutas
ateridas van de hurtadillas hacia las esquinas y allí permanecen estáticas, vi, por
una de las grietas del vallado de la obra de demolición, a una vieja que les
ofrecía a las pobres criaturas unas sólidas medias en lana blanca. Se ponían esto
sobre la raída «ropa excitante» para combatir el frío.

Al pasar por las ruinas, que recuerdan a los restos de ciudades bombardeadas,
llegamos a la calle Münz y a mayores aglomeraciones. Ante la taberna hay una mujer
en el suelo; sobre ella, todavía con postura pugilística, uno de los individuos con
gorra y jersey que dominan la zona. Los transeúntes miran interesados. Nadie se
atreve a intervenir. Tampoco se presenta por aquí ningún poli. La justicia que aquí
se imparte disfruta de reconocimiento general. Somos apartados de allí. «¿Sois de
los que quedaron ayer, o qué?», grita uno a nuestro pequeño grupo. En la calle
siguiente, no sé si estamos más cerca o más lejos de la ciudad, la gente se agolpa
ante unos comerciantes callejeros. Ahí está aquel de las corbatas sobre el brazo:
«Todas a un marco. Todo el mundo del cine lleva mis corbatas». El que vende lazos
parece dotado de una gran elocuencia, pero no podemos hacemos paso a través de su
numeroso auditorio. «Palillos mágicos», oímos gritar desde un puesto de tarjetas de
visita, recientemente elaboradas, con la tinta fresca de la imprenta. El vapor sube
alrededor del letrero «albóndigas de carne de caballo, 5 chelines la pieza». De
aquí sobre todo me interesan los mensajes y los letreros de las tiendas: «Clínica y
baño para perros, lugar de corte de pelo y crines a perros y caballos», y más
pequeño debajo: «Descolamiento, castración y muerte sin dolor», «El nuevo sombrero
tiene que ser un sombrero cosmopolita», «Cortinas de jardín» (¿qué tipo de telón
tiene que ser ése?). Y sobre todo me llama la atención un mensaje: «¡Atención, aquí
en el sótano hay raticida!». Un establecimiento incluye dos negocios: gabinete de
traducción y taller de zurcido.

Voy de vuelta a la zona de la plaza y al este. ¿Lo he soñado? ¿O estaba aquí el


rincón en el que en otro vagabundeo me encontré sobre la ventana del balcón patas
arriba el letrero de «hotel»? Aquel JHTOH tenía un raro aspecto tenebroso que hacía
que la casa pareciese fantasmal.

Todo un tramo más allá no puedo mirar a la calle y a las personas, sino que mi
mirada se fija en los gigantescos caracteres de las palabras laudatorias en los
tableros y en los escaparates de las pequeñas tiendas y los grandes saldos. En el
escaparate de la tienda de tabacos una ninfa, vestida con una enagüilla, permanece
arrodillada detrás de un árbol de hojas estilizadas; junto a ella, además de una
jarra, hay un cenicero con un cigarrillo de loza. Éste es Flora-Privat, suave,
dulce, aromático el vencedor de los cigarrillos de a dos peniques. En la tienda de
papelería y artículos de fantasía, se encuentran, entre las canciones renanas
dedicadas al vino y las curiosas cajas de sorpresas, «las cintas con cascabel para
bailar, un atractivo regalo». Algunas formaciones de palabras son sorprendentes. La
naturange también llama la atención en otras zonas de la ciudad, pero Stilla Sana,
el vermut de vino reconstituyente, sólo lo he visto aquí. Está situado, «para la
confirmación y la iniciación a la juventud[75] con un 5% de descuento», junto a los
vinos afrutados de reconocida calidad y los más económicos. También es sorprendente
el «laxante Rodolax». En esta sección las mujeres más robustas encuentran sus
corsés; por ejemplo, los nuevos moldeadores de caderas con faja. El «caballero»
puede comprarse el elegante zapato de baile que en su extremo superior es
puntiagudo. Sobre la mitad de la calzada, de color marrón escarabajo, se cierra el
contrafuerte negro como unido por una cinta adhesiva. También hay mensajes
pequeñoburgueses: el dueño de una taberna tiene escrito a la puerta de ésta:
«Conceder crédito es una desgracia; se pierde la mercancía y el cliente», y, en la
Fuente verde, sobre el piano eléctrico está colgada la fotografía de un león y
debajo de ésta se lee: «Ruge como un león si no te llenan el vaso hasta arriba».
Junto a los chillones colores de las semanas de ofertas de Küchenhimmel y
Möbelcohn, el pálido letrero de una jardinería comercial hace el efecto propio de
canción popular: «Flores para la alegría y el dolor».

Haciendo estas lecturas, vamos a parar a la gran calle de Francfort. Se escucha un


ensordecedor ruido de cadenas y de sierras que procede de detrás de una valla de
madera que se cierra alrededor del centro de la calzada. Desde una tienda de trajes
de máscara para fiestas de la cosecha e infantiles y de trajes populares y
regionales, una muchacha de cera, con un corsé reforzado y una cofia blanca, mira
sonriente a los hombres que dan martillazos y tiran de las cuerdas que accionan las
poleas. La estructura metálica del martinete se eleva a la altura de cuatro pisos.
Y allí donde el pavimento ha sido quebrado, en la calle otoñal, relucen, de color
verde primavera, unos sacos de cemento. Uno de los trabajadores que van vaciando
uno detrás de otro lleva una chaqueta igualmente verde que es iluminada por la
llama de gas que se encuentra junto a la máquina, al igual que la hoja de los
árboles de los parques es iluminada por los candelabros de las avenidas
distinguidas. Él va dejando caer el cemento en un punto en el que otro va mezclando
con la pala una masa marrón. Y la mezcla es introducida en un recipiente que se
mueve circularmente como una excavadora, y vierte su contenido en un orificio, del
que va cayendo la masa húmeda en la vagoneta que está allí situada. Ésta lleva el
material al lugar donde se está secando la capa que previamente se dio sobre el
muro, y la húmeda se superpone a la seca. Algunos niños observan boquiabiertos la
comedia del trabajo. Y también los mayores permanecen allí de pie. Los berlineses
pueden seguir contemplando todavía cómo en los viejos tiempos, cuando no tenían
tanta prisa como ahora. Sin embargo, parece que sus conocimientos han aumentado. Ya
no son los ingenuos que Hosemann dibujó mientras permanecían ante las grandes
tuberías de la compañía británica de gas y dicen: «Si tan sólo supiera cómo se
puede conseguir sacar el petróleo de este cañón».

Al final de la calle nos esperan nuevas promesas. Hackebär tiene su propia fábrica
de embutido. Allí está su nueva orquesta de campesinos. Volverá a haber la antigua
animación, el ambiente, el humor. Mucha gente espera bajo las banderolas ondeantes.
En un salón de la vivienda interior nos atraen desde el muro del pasaje un
peluquero y una peluquera de cartón blanco. Unos enormes carteles nos anuncian al
cowboy más famoso de América y al conde de Cagliostro. Éste sonríe sardónicamente
por encima del abanico de una morenita con la frente dolorosamente arrugada. Las
calles adyacentes, con nombres procedentes de una suave época antigua, interrumpen
nuestro chillón camino. Ah, la antigua bodega con las estrofas que nos invitan a
entrar allí y que figuran en la pared diagonal sobre los amplios escalones. Y ahora
estamos en la entrada del teatro de la Rosa. Ahora se representa «El
despilfarrador, obra popular romántica de Ferdinand Raimund». Dentro de diez
minutos tendrá su inicio. Podemos ir hasta el final del pasaje y situarnos ante los
esqueletos otoñales de las arboledas, que antes formaron aquí un toldo estival.
Allí, apoyada sobre un gigantesco muro cortafuegos —como una bambalina antes de la
sesión de teatro—, hay una casa de estilo antiguo con pilastras y marcos de ventana
de color verde. Quizás vivieran aquí los dueños del teatro, y tal vez, por aquel
entonces, la entrada era por la parte del jardín, y aquí los amplios escalones de
una antigua terraza llevaban a la casa de comedias.

Hemos tomado nuestro asiento en la sala y miramos a nuestro alrededor. Hay


numerosas muchachas con blusas rosa y azul celeste. Llevan los brazos desnudos,
pero no del todo, tal y como los tienen las muy arregladas damas del oeste, sino
con unas amplias hombreras de raso. Mirad en el proscenio la serie de caras que
todavía esperan que les llegue su Daumier de Berlín. El antiguo empleado que,
debido a esta misma corbata y a su alto cuello, tuvo una contrariedad en 1900 de la
que le quedó una arruga en la frente y, junto a él, su severa esposa que recuerda
en sus enérgicos rasgos a su antiguo monarca, el gran príncipe elector Federico
Guillermo. Y el obeso propietario de inmuebles. Y el delgado peluquero de cabellos
rizados. Mirad abajo, a la orquesta, lo profundamente que está situada en su cajón
rojo como sangre de buey. Mirad arriba, a los argentinos cisnes que doblan sus
cuellos bajo el saliente del anfiteatro.

El telón se eleva ante la lujosa sala del despilfarrador que tantos amigos y
lacayos tiene. La pared y los muros están pintados de unos colores parecidos a los
de nuestros libros de cuentos, y entre las personas distinguidas que se mueven y se
hablan hay pequeños sofás como en las casas de muñecas de nuestras hermanas. Es un
mundo fantástico el de las rocas y el cielo tras el hada Genistane, que se mantiene
estática y benigna como un caramelo. Al igual que en nuestras tarjetas de
felicitación, las flores más bastas se abrían sobre las más delicadas, unas grandes
flores de cartón se abren delante de su doméstico azur. Junto a sus manos orantes
hay un pequeño altar de piedra estrictamente clásico y sin mácula como un monumento
funerario del antiguo Berlín. Esta hada tiene una voz de niño, la voz de un niño
aplicado que recita una lección. Recitando, mira al público, no a su protegido
cuando se despide de éste. Y tanto cada uno de sus gestos funerarios como cada uno
de sus versos nos conmueven por sí mismos. Esto es más conmovedor que muchas
escenas famosas. Una serie de figuras, que ella dice que se le aparecen, van
flotando por la parte superior del escenario. Y ahora ella se hunde por una
trampilla que tal vez lleve más abajo, hasta la altura de la orquesta. Cuando ella
ha desaparecido, se aproximan al abandonado unas muchachas con velo que lo
consuelan. Son las mismas muchachas que en el palacio bailaban ballet ante los
sonrientes huéspedes. Era un lento ballet con unas pausas muy marcadas entre cada
una de las figuras. Las bailarinas inclinaban la cabeza en cada una de las cesuras
de la música. Llevan sus blancas vestimentas con dignidad. Y también con otro
colorido vestido, una especie de vestido de campesina española, ellas bailan al
ritmo de jubilosos tamboriles. En el palacio del rico Julius von Flotwell (¿no es
inevitable ser un despilfarrador teniendo ese nombre?) podéis conocer lo que eran
las reverencias cuando Julius saluda al presidente, que no le tiene mucho aprecio,
a Amalia, la amada, y a su rival, el barón Flitterstein. Tiene que contener, con
estas reverencias de hombre de mundo, la desconfianza, la pasión y el odio.

Éste es el antiguo y buen teatro, donde los mendigos tenían hábitos de monje y
sostenían temblorosamente bastones. Donde los relámpagos caían sobre un barco a la
deriva en medio de una tempestad y las nubes galopantes irradiaban una luz mucho
más mágica que la empleada por la Semana berlinesa de la Luz para iluminar sus
monumentos. Ninguno de vuestros escaparates está tan atrayentemente iluminado como
el tesoro que, situado en el acantilado rocoso, un enviado de Genistane le dona a
su empobrecido Julius como último regalo.

No dudéis de ir al este mientras, detrás de los cines y las varietés, siga


existiendo este antiguo teatro rojo y dorado.

Por ello hemos omitido referimos a los numerosos cines y varietés de los
alrededores. Se puede entrar en el palacio de baile De la gaviota, donde hay un
baile alemán antiguo para la juventud. Pero el empuje de los espectadores de teatro
que vuelven a sus casas nos lleva en dirección contraria y nos mete durante un
tramo en la avenida de Francfort. De pronto emerge un recuerdo. Los días de enero
de 1919: de un lado a otro iban y venían las granadas. La lucha por Lichtenberg. Y,
mientras soy arrastrado, veo en las angostas callejuelas a los contrabandistas con
brillantes, jabón y tabaco inglés; veo también soldados vestidos de gris marcial,
artículos de fumador y chocolate de los territorios ocupados, cajas de música con
la Marsellesa; oigo punteos de guitarra…

Un destartalado taxi nos lleva hacia Alexanderplatz y, avanzando dos calles más
hacia el norte, para ante un ruidoso y lleno local. Por encima de los vasos y las
jarras de cerveza, la fisonomía venda[76] de las mandíbulas de las muchachas y los
rostros tiernamente insolentes de los muchachos sobresale la trompeta de un hombre
de cabello crespo y de carrillos hinchados al que acompaña al piano una dama con
encajes en el cuello. El obeso dueño nos hace trabajosa y desconsideradamente sitio
entre sus clientes cotidianos. «Beso su mano, madame». Esto complace oírlo tanto
aquí como en el lugar más elegante del oeste, pero después es contrarrestado y se
desvanece por una especie de marcha militar que canta toda la concurrencia con celo
prusiano. No nos hace falta que nos digan que hemos caído en terreno nacionalista.
En ese momento viene a nuestra mesa un individuo que hace una colecta para nuestros
reservistas que luchan en el oeste y nos muestra una lista para que firmemos. Una
canción sentimental renana se eleva hasta la banderola que pone: «Enorme salchicha
al vapor, 50 chelines». Dos muchachos se sientan en un extremo de nuestra mesa y se
van acercando lentamente, todavía desconfiados pero ya dóciles. De todo lo que van
diciendo exagerada y agotadoramente se deduce que no tienen donde dormir. No
quieren pernoctar con el colega casual que encontraron anoche. Dormirán en el suelo
si no se presenta otra oportunidad. En algunas casas hay benignos dueños que a
aquellos que acampan en el suelo les ofrecen café caliente. Tal vez en su juventud
han dormido bajo los arcos del puente del tranvía. Saben lo que es no tener ningún
rincón. Uno de los jóvenes nos lleva por una confusa sucesión de rincones
deslumbrantes y oscuros. Conoce por aquí un local de baile «macanudo». Se llama
Estrella Polar o algo así. Es una profunda sala berlinesa. A la entrada de la sala
adyacente hay un penacho raído y empolvado. Del fondo de la sala vienen parejas de
chicas y de chicos a la pista de baile, en la que dos músicos engurruñidos tocan el
piano y el violín. Se baila entregadamente, tal y como ya hemos visto en salones y
vestíbulos similares, pero de manera más desesperada, o eso es lo que nos parece a
nosotros, más ansiosos de placer, como una miseria y un peligro más amenazante.

Nuestro guía (allí los paseantes elegantes y descamisados de Berlín son iguales
unos a otros) debe seguir su camino hacia la zona de la calle del Comandante y
detrás de la puerta de Halle. De camino nos quiere mostrar algo cerca de la okaza
del mercado. Estamos de nuevo frente al comisariado de policía. Nos empuja pasando
por un portal bajo hacia el calefactorio. Él nos instruye acerca de las siluetas
inclinadas o erguidas. Él distingue las conocidas de aquellas que están de paso.
Aquí no se puede ni fumar, ni cantar, ni jugar a las cartas, ni comerciar. Pero sí
que se comercia un poco, y la mayoría de las veces se hace una especie de trueque.
Son prendas de vestir regaladas o «encontradas» que le sientan mejor a otro. Cerca
del homo uno cambia libros viejos por pan. ¿Son polainas o periódicos lo que se
saca de la bota puesta sobre el banco de madera? Al salir veo que estamos bajo el
arco de un puente del tranvía. Llegamos a una calle en la que huele a fruta, pero
los almacenes de fruta tienen el aspecto de oficinas. Aquí de día no se les vende a
particulares. El mercado de Berlín no se despliega por la calle como el de Les
Halles de París. Hay maravillosos escaparates en cada una de las ventanas. En uno
no hay nada más que cartón y papel de embalar, «papel para los carniceros y para el
pan con manteca», «platos de salchichas de todos los tamaños y precios», platos de
balanza, cajas y puestos, una cabaña de negros de corteza de árbol vigilada por un
gato nocturno. Torciendo la esquina, hay un pulcro restaurante y un hotel con
misteriosas cortinas. En un muro sin ventanas, hay una hoja que parece un cartel
electoral donde se lee: «Carpas tempranas de Alemania para la estación otoñal».
Pasamos por debajo de las columnas de hierro del viaducto. La arquitectura del
ferrocarril urbano tiene hoy un aspecto muy antiguo. Echemos una ojeada tan sólo a
la sala de espera. Los hatillos y los sacos les sirven de almohada a los que allí
duermen. Veamos las vitrinas vacías y la hojalata de tonos mate de los aparadores
abandonados. Fuera, delante de los coches que esperan, están los caballos
semidormidos con las patas abiertas y estáticos. Veamos la taberna donde unos
operarios del mercado esperan su trabajo y unos desempleados que les llegue su
oportunidad. Dos chóferes remueven su caldo con sus cucharas. Los conductores del
mercado se muestran unos a otros piezas de sus canastos y hablan, desde un punto de
vista de comerciante, de la situación. El que está en mangas de camisa y pasa por
las mesas saludando a los conocidos y desconocidos es según la opinión de nuestro
guía, el «apagabroncas». Hoy no tiene nada que hacer. Situado entre el viejo que va
farfullando palabras que salen de detrás de su barba, y la obesa mujer del mercado,
inclinada sobre su canasto, aparece apoyada sobre el respaldo del banco la cabeza
perfectamente tallada de un joven con la camisa abierta. Él duerme profunda y
serenamente sobre la dura madera como si estuviera en un paisaje paradisíaco. Por
encima de él se lee un mensaje escrito a mano: «Se traspasa durante la temporada
una tienda de casquería de gansos (zona peatonal)». No somos admitidos en una
cervecería que todavía está abierta. Debe de estar reservada para los
representantes. Éstos son los intermediarios entre los pequeños agricultores y las
tiendas de verdura de Berlín.

Ahora es el momento de pasar a la sala. Allí somos tolerados como personajes


ociosos, pero no de una manera tan irónicamente bienintencionada como el noceur de
París ante los puestos de delante y de dentro de Les Halles. Las peladoras de
patatas observan nuestro grupo con una mirada algo fastidiada. Junto a su carro, el
muchacho con su gorro de terciopelo y sus buenas botas de piel vuelta, y en el otro
carro el muchacho de la chaqueta de color verde brillante, que resplandece en el
gris amanecer, giran tenebrosamente la cabeza hacia nosotros. Sólo el señor pequeño
de pelo cano, que viene por la entrada lateral y se topa con nosotros bajo el
cartel de «Resi todavía mejor que Rahma», inclina amablemente la cabeza y nos
susurra en dialecto sajón unos obscenos versos alusivos a los distintos tipos de
margarina. Salimos fuera, donde nos rodea el puerro, el ajete y la remolacha.

Estoy de nuevo en casa. Unas cuantas horas de sueño. A las seis tengo una cita para
visitar la otra sala central del mercado de flores.

La luna sobre el asfalto vacío y azul. Las luces cambiantes del día y la noche se
van reflejando en las viseras acorazadas de la estación principal. Brillo nocturno
en la estación. Tomo plaza entre las cabezas descubiertas y los gorros, los
delantales y los monos, las espuertas y los canastos. Estoy yendo por las redes de
hierro del cruce de raíles y la fosa del canal que hay entre el puente de Möckern
en dirección a la puerta de Halle.

Durante un intervalo de tiempo me quedo ante las heladas estatuas del puente que
intentan ser alegoría de un sector de la industria o la agricultura. La imagen de
la auténtica puerta de Halle surge de lo que he leído y de viejos grabados: la
muralla baja de la ciudad, más muro de jardín que de defensa (su cometido era menos
defender que propiciar el control de los extranjeros y de los aranceles y
dificultar la deserción), los dos contrafuertes de la puerta están unidos en su
parte superior por un barrote de hierro. Hay también unas vasijas de piedra
decorativas. Mientras que siga siendo de día, las hojas de la puerta se hallan
abiertas. Los recaudadores de aduanas y los dragones están sentados jugando a las
cartas hasta que venga un rebaño de ovejas. Entonces el recaudador tiene que cobrar
el impuesto de la matanza. Hay que pagar por cada rebaño que es introducido en la
ciudad. Ambas hojas de la puerta deben ser cerradas, tan sólo queda abierta una
portezuela. Y, mientras fuera la gente y el ganado se amontona, el jefe de la
manada es introducido. Tras éste los otros, cabeza por cabeza, tienen que pasar
ante el empleado de aranceles que va haciendo el recuento. Mientras permanezco en
el espacio comprendido entre el puente y la plaza, veo cómo se aprietan y se
agolpan. Entonces viene, procedente del puente del ferrocarril, con un montón de
personas con chales, gorras, canastos de rafia y sacas, mi conocido, el joven
florista que me quiere llevar con él.

Pasando por la rotonda de la plaza de la Belle Aliance y subiendo por la calle de


Federico, vamos hasta el recinto de color marrón estación, de cuya entrada pende un
escudo de la ciudad con el oso. En la salida del patio son visibles, tras unos
desvencijados escaparates, algunos arreglos de flores artificiales tal y como se
ven en los cementerios franceses. En la sala mi guía es saludado por todo el mundo.
La buena mujer de Zosen, acurrucada sobre su verde mercancía, le toma su canasto
para levantarlo. Su vecina de puesto le cuenta que «hay dos niñas que han nacido
entre nosotras esta noche». «Es un barrio fecundo Mariendorf», dice mi acompañante.
«Pues tú ya tienes que apresurarte, Karl», dice la de Zossner. Un colega que pasa
por aquí concierta unas citas comerciales con Karl y le pregunta luego: «¿Tienes
flautas de mono?», y él le da un cigarrillo. Aquella de allá, me señala, es la
gente rica, de esos es todo Werder y de aquellos de allá medio Teltow. Él va
rápidamente de puesto en puesto, elige, comercia, pide y recibe pedidos. Entre los
montones de flores otoñales autóctonas de colores pálidos, hay unas rosas
empaquetadas muy prietas unas contra otras que proceden de Holanda y han venido por
correo aéreo. Se comercia con audacia, y de un lado a otro se cruzan bromas entre
los jóvenes muchachos y las viejas mujeres.

Los hombres también se embroman entre ellos. Con las mujeres jóvenes hacen mucho
menos ruido y son más considerados. Pero aquí todos sienten un dinamismo matutino.
Se está de buen humor a pesar de las vicisitudes. Esta noche heló. En Britz todas
las dalias se congelaron, nos cuenta una mujer que viene con un cazo de café y una
tarta de ciruelas delante de los que, de pie, desayuna. Esto lo dice en un tono de
fatalismo rural. De pronto me siento como si estuviera entre campesinos urbanos de
los tiempos antiguos, como si intramuros todavía hubiera huertas y campos de
cereales. Avanzamos un par de pasos más y llegamos a la sala de las macetas, a los
crisantemos. La sala de las macetas fue construida porque la grande estaba
demasiado saturada. Pero pronto el nuevo recinto no tendrá suficiente capacidad. La
sala será trasladada a las afueras. El viejo jardinero del cementerio de Westend
saluda a mi acompañante. Él mira de una manera despectiva a los vendedores
ambulantes, que compran a la mujer de la puerta del extremo «mierda», es decir,
basura. Lleva mucho tiempo aquí establecido. Ya su padre se ocupaba de una
jardinería en una villa del Tiergarten en la que trabajó durante sesenta años.
Pasamos por delante de brazos con sus macetas de violetas envueltas en papel y los
ramos de crisantemos no muy bien envueltos. El bravo compañero que mete las compras
de mi acompañante en su camión va con nosotros por la calle hasta una destilería
donde nos tomamos una jarra de cerveza. Fuera, entre los carros, los coches y los
gordos percherones los limpiadores de las calles ya están trabajando. Volvemos a la
gran nave a recoger la mercancía. Allí ya se está colocando todo mientras que un
par de ancianas pagan sacando el dinero de unos arrugados monederos y los jóvenes
de los bolsillos de las chaquetas y los pantalones. Ni la suciedad ni los restos se
quedan por mucho tiempo esparcidos por Berlín. A la ciudad le gusta recoger.

Ya hemos acabado con las verduras y ahora nos queda la carne. Es decir, vamos a la
nave de ganado y el matadero central que están en el este. Ya el antiguo mercado de
ganado que se mantuvo en pie hasta 1871 estaba en la calle de Landsberg. Un tramo
más allá en dirección al este, se extiende en un enorme complejo de más de ciento
noventa fanegas con establos lugares de compra, salas de matadero, edificios de
oficinas. Está dividido en dos por la calle de Thaer, cruzado por unas vías de
conducción, limitado por los largos andenes del ferrocarril periférico cuya
estación de ganado incluye quince kilómetros de vía y una gran cantidad de
plataformas de descarga. Primero veo a los hombres; los funcionarios, los
veterinarios y en el edificio de la bolsa encontramos comerciantes de ganado con
grandes abrigos, agentes, carniceros mayoristas. Mi guía me explica el trabajo de
la comisión que fija los precios, la llegada, el control y el mantenimiento de los
animales y los contratos verbales. Él me muestra las naves contiguas entre sí. La
nave del ganado vacuno, la de las ovejas y la enorme nave de los cerdos, en cuyas
plataformas caben alrededor de quince mil cabezas. Se extiende hacia el norte hasta
los andenes de las vías en las que se transporta el ganado procedente de la
provincia. Y a lo largo del andén se extiende la larga y angosta nave de los
terneros. Allí, al este, se encuentran los establos, los cargadores de estiércol,
las zonas de cuarentena, los saladores de pieles, etc. Los días de mercado se abren
las naves, y por las tres puertas las vacas, los temeros y las ovejas son
conducidos al matadero. Los cerdos siguen su particular camino a lo largo de la
vía. Vamos al matadero, que está más allá, y vemos una piara de cerdos que trota
hasta el nuevo matadero, un sólido edificio rojo. Vemos la espalda gris rosada y
los pequeños rabos con forma de tirabuzón avanzar por la cinta del conductor y
desaparecer por el hueco. Ahora estamos en el interior de la gran nave. Un vapor
blanco se eleva saliendo de una marmita en ebullición. Allí, del pequeño entabicado
de madera sale deslizándose el primer cerdito y, sin hacer ruido y con plena
confianza, va en busca de su matarife. Es un guapo y joven muchacho en mangas de
camisa. Con seguridad le asesta al animal un hachazo en la nuca, y lo deja a un
lado. Y, mientras otro hombre joven de aspecto simpático le propina el golpe de
gracia, las patas todavía le tiemblan. Allí espera el segundo y ya se ve a un
tercero más atrás. Me extraña que no chillen ni tras el entabicado ni aquí bajo el
hacha. Quiero volver a ver la cara de los que asestan el golpe. Es curioso, los
agentes y los patronos carniceros tienen un aspecto mucho más violento y ávido de
sangre que estos jóvenes de suave color de tez que aquí inflingen la muerte…
Llegamos a la nave del matadero de vacas. Allí hay un rincón ritual. Ante la vaca
colgada cabeza abajo está el matarife que la ha degollado. Tiene una barba gris
oscura y con los picos doblados hacia delante. ¿En qué antigua fotografía he visto
esta barba? Hay que ver el esquilado de los corderos. Es sorprendente lo limpia y
fluidamente que se realiza este proceso. En un momento son afeitados, un experto
los agarra suavemente del pelaje, éste va cayendo con suavidad, y debajo aparece un
ser de marfil claro. Todo se lleva a cabo con mucha limpieza en este recinto de
masacres. La sangre y el horror son rápidamente ocultados; los despojos, las tripas
y los trastos de faena son apartados. Rápidamente el suelo está de nuevo reluciente
como un parqué espejeante.

De una sala a otra vamos hasta la salida. Los barrotes de hierro que aparecen a lo
largo del muro son los carros de grúa en los que los animales son transportados en
garfios. Echemos una ojeada en el gran recinto del mercado de carne. Tendría que
haberlo visitado en las primeras horas de la mañana cuando los coches y las
personas se reúnen allí. Los edificios de esta ciudad especial son de fecha
reciente e imponentes criaturas. En el almacén de refrigeración y congelación se
pueden ver las amplias salas con los miles de botes de hojalata galvanizada.

¿He de seguir avanzando hacia el noreste? Hoy en el Weissensee hay un mercado de


caballos. Allí se venden tanto caballos de carreras como viejos jamelgos. También
allí el comercio se realiza a base de apretones de manos. Una vez más.

El norte

Con todo lo que me gustan nuestros escaparates en el oeste con sus nuevas
composiciones, sus iluminaciones, sus sorpresas, pienso que en la semana anterior a
las Navidades todo me parece demasiado excesivo detrás de los cristales. Una vez
más se ve esa cantidad de comestibles (medios de subsistencia que no pueden
justificar ningún fin santo, más bien lo deshonran), esas enormes cestas de Navidad
de las que manan botellas de schnaps, embutidos, piñas y uvas atados con lazos
relucientes y apretados entre ramas de abeto. En todos los niveles de precio, con
la mercancía se ofrece un embalaje muy expresivo, para ahorrar a los berlineses,
que no tienen tiempo para nada, construir, disponer y atar el conjunto. Una vez más
las librerías, con ese torrente de coloreados libros de cuentos para los pequeños.
Y los bosques de pifias de abeto plateadas entre los objetos de níquel y de hierro:
las hojas de pino salen de los zapatos, el espumillón dorado se precipita, como si
fuera nieve, por los huecos. Allá donde hay buenos puestos todo es similar a un
mercado anual. Junto a la decoración del árbol de Navidad se encuentran artículos
de goma hinchable que son para ponerse a gritar, unos monos aplastados de color
rojo y verde. Una mujer, delante de su puesto, suelta un gorrión mecánico, que hace
sobre la acera el movimiento del picoteo. Mientras tanto proclama «lo más nuevo de
la feria de Leipzig». Y, mientras me quedo observando este fenómeno durante un
rato, el otro vendedor se acerca a mí y me dice: «¿Qué? ¿Empacamos otro, jefe?».
Ésta es una curiosa modalidad del trato reverencial. Antaño hubiera dicho «doctor».
En Munich, sin más, «señor vecino».

Fue, creo, en la plaza de Leipzig. Cuanto más profundamente me adentré en la ciudad


y me acerqué al norte, más propio de una ciudad pequeña y más auténtico se fue
haciendo el mercado de Navidad. Y la oferta en los escaparates de los comercios ya
no era tan horriblemente distinguida. Allí figuraba con letras gruesas (era en la
zona de la puerta de Rosenthal) «Lo que ofrecemos» y «Precio triple: 25, 50 y 95
cts» y «Pechuga de ganso: el mejor regalo para las fiestas». Y las pequeñas
pechugas de ganso esperaban colgadas y en fila sin ningún aditamento de abeto. Los
coches en el borde de la calle estaban llenos de pan de especias barato y
consistente. Los tenderetes de embutidos aúnan sus colores al ondeante vapor que de
ellos sale. Siempre echo algo de menos el pequeño y apacible mundo del antiguo
mercado de Navidad berlinés. No oí por ningún lugar el antiguo «El calendario de
bolsillo por diez peniques» que decían los niños. En la época en la que oíamos
esto, nuestros padres se acordaban de «el corderito por un tercio» de tiempos
anteriores. ¿Y dónde están las carracas y los demonios de los bosques? Pero ninguna
época suprime los abetos. Allá donde la acera se amplía a modo de plaza, se ponen
en venta con su aspecto distinguido y conmovedoramente raquítico. También los hay
totalmente diminutos con tres velas de colores. Se cuenta que ayer fue saqueado un
almacén con doscientos árboles. ¡Qué ladrones más sensibles! ¿Cómo considera la
ciencia jurídica este tipo de robo, esta leña con imponderables, esta necesidad no
esencial para la vida? Incluso en las peores tabernas regidas por brujas con ojos
en forma de ciruela hay un arbolito sobre el grasiento mantel. Al Niño Jesús
también se le puede captar por la radio.

Voy por la calle de los Campos hasta Wedding. Incluso este triste lugar recibe algo
del bosque navideño y el colorista mercado. Estamos en el patio del enorme bloque
de casas de alquiler, en el primer patio —es posible que tenga cinco o seis pues
aquí es como si viviera toda una ciudad de personas—. Los letreros permiten ver que
aquí hay todo tipo de ramos profesionales: el apostolado, la fabricación de pan
negro, la confección para damas y para caballeros, la cerrajería, la marroquinería,
los baños públicos, las calandrias, la carnicería… Y además las modistas, las
costureras, los carboneros que habitan estos interminables, inmensos y grises
edificios con cuerpos transversales y alas laterales. Desde el primer patio de este
ejemplo de esas viviendas calabozo de otrora, vienen, cruzando el arco redondo tras
muchachos, uno con una guitarra, los otros con velas que apagan cuando van de
camino. Ellos, yendo de patio en patio, tocan y cantan canciones de Navidad
mientras sostienen las velas con sus manos.

Los abovedamientos de estas entradas en arco al menos le dan un rostro a la miseria


de la gran ciudad. En otros lugares del norte, como en las zonas proletarias de
Schöneberg y Neukölln, en las casas vistas desde fuera no se nota cuánta pobreza
albergan. Como las personas no llevan harapos de colores —es un ligero consuelo
para los mendigos de los países mediterráneos que su pobreza lleve un manto—, sino
raída ropa de burgués y uniformes desgastados del inagotable paño de guerra, los
edificios tienen un espíritu burgués decadente. Aparecen en una serie interminable,
ventana con ventana; los pequeños balcones están adheridos a los antepechos, y en
ellos las macetas de flores llevan una existencia penosa. Para hacerse una idea de
la vida de los habitantes hay que entrar en los patios, el primero triste y el
segundo también; hay que ver a los pálidos niños que por allí vagan y suben los
escalones que llevan a las tres, cuatro o más entradas de un cuerpo transversal de
escasa luz, criaturas grotescas y conmovedoras tal y como las pintó y dibujó Zille.
A veces se agolpan en tomo a un organillero que aquí tiene más posibilidades de que
le den la voluntad que en los barrios burgueses, o también se reúnen alrededor de
las cantantes del Ejército de Salvación, con sus sombreros de banda roja y sus
uniformes militares, que prometen a los pobres de este mundo las riquezas del más
allá. El que tenga la oportunidad de subir por los poco ventilados escalones y
llegar hasta las miserables cocinas-vivienda con su tráfago de carbón y los
dormitorios con su agrio olor a lactante, puede aprender. También hay mucho escrito
en las caras de aquellos que, aproximadamente al final de la tarde, vienen de las
naves de las estaciones del ferrocarril circular de Wedding y de Gesundbrunnen y,
pasando por las calles o junto a las vallas y las zonas de obras, vuelven hacia el
desconsuelo de su casa. Sin embargo, hay que mirarles algo más de tiempo. A primera
vista no se perciben tantas cosas en estas personas como en otros pueblos que
encuentran una vía más sencilla, más inmediata del sentimiento hacia el gesto. Esta
retención y esta impasibilidad reúnen tal vez más fuerzas para su lucha contra el
mayor enemigo de la humanidad de hoy en día.

Humboldthain: sólo un par de niños creciditos se divierten en la zona de juegos.


Para los pequeños a los que se ve en el verano entre montones de arena es ya muy
tarde. Tampoco se ve nada ya del famoso banco de juegos de los parados que en el
otoño, en la pradera, juegan sobre los bancos a las cartas utilizando pañuelos
rojos y de colores como tapete de juego y gritan las cifras y hacen tintinear las
monedas. Allí había caras de jugadores de camisas sin cuello tan serios y
concentrados como los de las camisas de frac de Montecarlo.

¿He de tomar el ferrocarril circular que lleva a la avenida de Landsberg e ir a


Friedrichshain a ver jugar a los niños? Allí se ve auténtico deporte invernal en
estos días. Allí, en todo momento, dos o tres con un trineo descienden por el
«Monte del cañón».

No, hoy prefiero seguir adelante, hacia el norte, hacia la naturaleza. En la calle
de los Baños veo fluir entre las casas un estrecho arroyuelo. Éste es el bueno del
Panke. Inmediatamente me acuerdo de la calle de Carlos, donde fluye todavía más
ocultamente en medio de los muros traseros que otrora, cerca de su desembocadura en
el Spree, tenía una casa de baños muy bien montada y ahora se ha convertido en una
agüilla triste.

En un tranvía leo «Pankow-Niederschönhausen». Me subo de un salto y voy cruzando


esta mezcla de gran ciudad y ciudad ajardinada donde hay ejemplos de todo, y a esto
se añade el parque del palacio con sus viejos robles y el parque de los ciudadanos
con su orgullosa entrada, las habituales calles de los suburbios, casi de pueblo,
con las bellas casitas algo hundidas que hace cien años escasos estaban, aquí
mismo, situadas en el campo; después, junto a villas de distinguidas familias de
banqueros, se ven barracas que proceden del tiempo de la guerra y que están llenas
de miseria y de niños, y más allá hay jardines obreros. Y después, en la soledad
del parque, está el palacete de Niederschönhausen, totalmente abandonado y cerrado,
con las altas ventanas recubiertas en el interior por tableros. Allí vivía durante
el verano la esposa de Federico el Grande, la pobre Isabel Cristina. De esta
olvidada no se encontraría ni una huella aunque se pudiera entrar en el palacio.

De vuelta vuelvo a la calle de los Baños para ver la revista del teatro-cine. Es
una revista de cinco bailarinas. En tomo a sus movimientos bruscos se ven restos de
cáscaras de huevo de un ensayo más concienzudo. Es un espectáculo ver cómo las
cintas de oropel están por encima de ellas y se mantienen a buena distancia sobre
las perchas de la crinolina al cantar «Cuando las estrellas van vagando por la
noche sobre el manto del cielo, uno dice a otros, ¡oh, el mundo es bello!». ¡Y
aquella con el vestido de pliegues que se queda fija en el telón trasero como si
fuera una mariposa! ¡Y la mujer de generosos pechos vestida con un traje meridional
que canta la canción Cuando en Sevilla…! ¡Y su acompañante que lleva su traje
español de lacayo y que al cantar señala con el dedo a ella y sus pechos! Y
finalmente el desfile de moda histórica que va de la hoja de parra de Eva y pasa
por el cinturón de castidad que llevaban las esposas de los antiguos caballeros,
cuando éstas, según el canto de acompañamiento, se volvían de carácter agrio y
malo. El desfile continúa hasta llegar a las combinaciones de hoy en día. De vez en
cuando un soldado puede meterse en una cocina y hacer una cínica actuación con
bromas que casi serían dignas de Gaité Montparnasse (nos estamos convirtiendo en
cosmopolitas). Finalmente unas estrellas plateadas coronan las cabezas durante la
apoteosis; son estrellas plateadas como las del árbol de Navidad, y las buenas
muchachas se convierten en la corte de ángeles que se apareció a los pastores.
Todavía no me había saciado de teatro. Estaba aún en la senda de Weinberg, donde
prosperara en otro tiempo el célebre Stullentheater de la madre Gräbert y todavía
florece uno que, aunque se llama escena de la risa, en su amplio programa que va de
las ocho a medianoche contiene una obra musical seria, y precisamente ésta es la
que logré ver. Se llamaba «Gitanos». Ora aparezca la bella Elsa von Felsing con un
traje de caza para reparar al hijo de una gitana el mal que le hizo a su madre, ora
haga entrada el guardabosques Wolter, con la mano en el gatillo de la escopeta y
con sus estrictas exigencias, ora huyan los amantes o los músicos gitanos canten,
casi todo el tiempo la vieja Minka estará moviendo la sopa sobre un fuego de leños.
Después cae el telón sobre el escenario, que también está bordeado a los lados por
el patio de butacas. Fue una tarde de sábado. El teatro estaba lleno de agradecidos
habitantes de una de las pequeñas ciudades de Berlín.

El noroeste

Donde hoy se encuentran los museos de la calle de los Inválidos (entre la escuela
de ingenieros agrónomos y la geológica se encuentra el museo de ciencias naturales
en el que se pueda admirar al famoso arqueoptérix y a todos los saurios
contemporáneos de él ya sea en esqueleto o en vaciado), allí el viejo Fritz hizo
plantar moreras para que los inválidos pudieran practicar la cría de gusanos de
seda. Avanzando un pequeño trayecto en dirección al norte está todavía la casa de
los inválidos que se erigió laeso et invicti militi. Estuvo antaño en una zona
desierta que se llamaba Sandscholle. Allí la arena había llegado a un nivel tan
alto de la muralla, que se podía franquearla a caballo y entrar en la ciudad. Es
muy bonita la entrada a la casa de los inválidos con la puerta de madera de arco de
medio punto y con su oeil de boeuf por encima. En el patio se veían los cañones que
eran herrumbrosos recuerdos de guerra. Y muchos guerreros famosos descansan en el
cementerio de los inválidos. Éste es uno de los cementerios del viejo Berlín, donde
todavía se ve una serie de bellos monumentos funerarios. Cascos antiguos con
escudos o una vasija de piedra de proporciones extraordinarias y simples sobre las
lápidas de los coroneles y los comandantes de la casa de los inválidos, la cruz
negra de Friesen, el alto mármol de Scharnhorst con su león moribundo, los trofeos
sobre la tumba de Winterfeldt y la placa de cinc sobre la tumba de Tauentzien.
También tenemos uno de los baldaquinos neogóticos prusianos que fueron hechos según
los planos de Schinkel en las fundiciones reales.

Es bonito ir de piedra en piedra. En muy pocos sitios se concentran tantos


monumentos del arte funerario berlinés, hay monumentos de la época de Schadow y
Schinkel y de la última época de Federico, que de tan singular modo une la gracia y
el rigor. En la Chaussestrasse, junto a la puerta de Prenzlau y al sur de la puerta
de Halle y en algunos cementerios que todavía están en pie en la ciudad vieja, se
pueden seguir estos caminos rodeados de hiedra para ver el antiguo arte funerario
en tumbas de famosos y de olvidados. Desgraciadamente, allí uno tiene que
encontrarse con las cúpulas, baldaquinos y las salas arqueadas para cuya «esmerada»
fabricación en el mejor material y en todos los precios se fue desarrollando una
gran industria.

Fui a dar con este bello y pequeño cementerio, en lugar de ir, como pretendía, al
juzgado de lo criminal, situado en el otro extremo de la calle de los Inválidos,
para asistir a una vista oral lo que supuse sería muy instructivo. Esto lo tuve que
hacer muchos años antes, cuando se llevó a cabo un proceso de blasfemias, en el que
los testigos, el juez y el acusado tuvieron una estupenda actuación; sólo el que
hizo de fiscal exageraba demasiado y su papel era de una inverosímil comicidad de
semanario humorístico. Intenté convencerme de que tal vez llegara todavía a tiempo.
El tranvía me llevó con rapidez pasando por la antigua estación de Hamburgo, que
tenía un aspecto agradablemente poco desgastado (ahora es un museo de transportes),
por el muelle Humboldt, por la estación de Lehrt y el parque de exposiciones.
Echemos una ojeada al complejo de la prisión, que tiene un aspecto de fortaleza con
su imponente torre; después bajé ante el león que a la entrada de los juzgados
combate a la hilera de criminales. En el zócalo de este león está el mismo nombre
de artista que en el de su primo, que se encuentra en la conocida avenida del
Tiergarten que lleva su nombre; se dirige amenazante a proteger a su leona herida.
Sin embargo, este buen marido no es nada temible para nosotros, especialmente para
los niños, que con tanta frecuencia pasean por delante de él, de tal manera que en
el recuerdo permanece como si de un juguete se tratara. Pensé en este león y no
tuve más ganas de entrar en la gran casa de color rojo que vigila el matador de
serpientes. Me deslicé, como si fuera por detrás de la escuela, por un lado del
enorme pentágono; llegué a los agradables recintos del pequeño Tiergarten y vi la
actividad febril de la granja Molle, ante la que en aquel momento llegaban y
paraban un montón de esos carros de leche tan conocidos para todo niño berlinés.
Con sus monos azules las muchachas y los chicos se bajaban de los sillines
traseros. Habría que mezclarse entre aquellos para aprender costumbres populares.
En lugar de ello me dejé llevar al norte por los espacios abiertos hacia una calle
transversal a la larga calle de la torre.

Y allí fui a parar de forma totalmente casual en un lugar auténticamente berlinés.


Allí, a la entrada de uno de los establecimientos que unían los nombres de pila y
los apellidos de los Hohenzollern con el de la taberna del alcalde de Patzenhof,
había mucha gente bajo el toldo con aire de fiesta. Y, a pesar de lo inmóvil que me
quedé ante el león de la justicia y ante las muchachas de Bolle, aquí acopié
confianza burguesa y entré en la fiesta del sexto año de la fundación de una
asociación musical que organizaba una representación de aficionados. Se ofrecería
una opereta por uno de los socios. Se sentaron en las mesas y recibieron café y
tarta, era una tarde de sábado. La representación empezó con una reverencia, una
reverencia cortesana de las que difícilmente se ven hoy. Después hizo una
presentación la dama que había hecho el discurso de bienvenida. Más tarde el
maestro de orquesta y el compositor se dirigió al respetable y les habló de las
dificultades que supone para «diletantes que tan sólo pueden dedicar las horas de
ocio de su vida profesional al arte» ensayar una opereta en su totalidad y
representarla con medios insuficientes. La opereta discurría en esa zona propia de
operetas comprendida entre Viena y el reino de Turquía, donde viven tantas
condesas, vividores, gitanos, campesinas vestidas con trajes polícromos,
contrabandistas y elegantes tenientes. Y las muy delgadas damas del coro actuaban
tanto de campesinas como de distinguidas invitadas de la velada palaciega. Los
protagonistas eran fuertemente aplaudidos después de cada solo y cada duetto y se
veían obligados a repetir la mayoría de ellos, pero no sólo los cómicos sino
también los cargados de sentimiento como «Muchacha, dime una palabra, / muchacha,
ahora mismo». Y esto se lo merecían tanto como nuestros famosos cantantes de cámara
que, representando a famosos personajes del siglo XVIII, aprisionaban como un
fuelle a sus compañeras a su poderoso pecho cincelador de sonidos y les repetían lo
mucho que las amaban.
Allí se encontraban aquellos artistas ocasionales ante oyentes muy críticos que
habían asistido a los ensayos de la asociación musical y entendían de los
diferentes matices. A mí me llegaron a los oídos opiniones muy sutiles. Así, por
ejemplo, una mujer en una mesa vecina me habló de una de aquellas aficionadas que
no tendría que haber ido vestida de negro, lo cual la hacía muy mayor, sino de
lila… Tal y como es habitual en un estreno, una revista de moda no sólo hubiera
hablado de los artistas sino también del público: examínese a las dignas damas del
chal de ganchillo cómo han puesto rosas sobre sus escote, qué discretos son los
vestidos de seda negra de las corpulentas madres, así como los tonos pastel de los
vestidos de las delgadas hijas. Habría que elogiar la extremadamente correcta
vestimenta de los caballeros que dejaría en evidencia a muchas veladas de teatro en
el oeste de Berlín. Guillermo II, que, vestido de almirante y desde un puente de
mando, miraba a sus antiguos súbditos, podría estar contento de sus moabitas.

En cuanto a las czardas el compositor y el director habían insuflado a sus fieles


la dosis de fuego necesario en la sangre. Éstas se bailaron con chasqueo de dedos y
con las manos en las caderas. También tuvo éxito el mundano onestep con sus
movimientos de cintura y de cabeza de adelante hacia atrás, pero sobre todo el vals
por el que aprendimos de una canción, que es la más bonita de las danzas.

Y, después de la sesión, el público y los artistas continuaron bailando en la otra


sala, de donde cuelgan los retratos de Guillermo I y Federico III. No me atreví a
mezclarme en estos placeres.

Desviándome por los arcos del ferrocarril periférico y cruzando los puentes del
canal, llegué a una zona en la que la Chaussestrasse desemboca en la calle Müller,
y subí un tramo de esta interminable calle de la ciudad y de los suburbios. Allí,
en cada esquina y también de vez en cuando, había comercio callejero con los más
diversos objetos. Un joven de poco cuello y de grandes ojeras sobre sus pálidas
mejillas ofrecía revistas con desnudos en foto. Él decía:

¿Qué es esto? Esto es sexualidad. ¿Y qué es sexualidad? Algo totalmente natural.


¿Qué aspecto tiene el ser humano? Éste y no otro. Uno se preocupa siempre de qué
dirán los otros. Si no, todo el mundo que no fuera un apóstol de la moralidad se
compraría una… Tú, vete mejor a casa —se dirige de pronto a un menor de edad—, para
ti todavía es pronto. Mamá te busca en su moto.

Un tramo más lejos, detrás de los remates de los puños y los molinetes de viento
para los niños, uno con sombrero y bastón se paró y empezó a reflexionar, lo cual
despertó una atención generalizada. Después señaló con el dedo a su cabeza como si
se le hubiera ocurrido algo. Él elevó el bastón que le sostuvo un joven. Hace que
atornilla algo, cuelga el sombrero, la chaqueta y el abrigo y proclama: «un armario
ropero por diez peniques», y le cuenta a la asamblea un discurso tan bonito que he
intentado reproducirlo en verso:

Un armario ropero por diez peniques

Noté que me hacía la pregunta:

¿qué va a pasar con este trasto?

Todos llegan a la situación

a ésta en la que ahora me veis.

En el bosque no hay bancos,


la hierba arruga la chaqueta y el pantalón,

en la piscina no hay armario,

adonde irá la ropa.

Al hombre se le debe ocurrir algo

que a ustedes les voy a mostrar

que se puede clavar en cualquier árbol,

vean cómo se hace.

Pequeño, sosténme el bastón,

ya ven ustedes que no marea,

de un golpe sin martillo y sin palanca

y ya tienen el armario ropero.

Aparte de éste no hay más gastos,

todo queda colgado sin problemas

si quieren que quepa algo más,

un golpe y el clavo va fuera.

Y para que no se clave en las piernas

ni traspase el forro del pantalón

tenemos este pequeño

para que todo funcione bien.

Aquí está para que lo prueben,

no se oxida y está siempre nuevo.

Lo pueden arreglar con papel de lija

un armario ropero por diez peniques.

Allí había después uno vestido con una bata blanca como un asistente de clínica.
¿Era el que tenía auténticos diamantes de o el del quitamanchas universal o el del
equipo continental? Tenía un micrófono y un altavoz frente a él, porque la propia
voz no le valía para nada. Desde su mesa huía un ruido atronador como si se tratara
del ruido creado por un ventrílocuo iracundo. También volví a ver aquí al viejo
tintorero del que Hans Ostwald soltó la siguiente perorata:

Se han observado las capacidades de estos tintoreros y se han ganado el


reconocimiento. En esta época en la que todos deben parecer limpios, el cuidador de
ropa interior es un ángel de la guarda […]. Ellos toman el cuello vuelto y blando,
lo suben, lo apoyan en su tabla, le aplican el protector de ropa rígido y lo
pliegan. ¿Y qué aspecto tiene? Planchado y elegante. Y, si el cuello estuviera en
otro caso sucio, a las pocas horas pueden ahora llevarlo durante ocho días. El que
lleva estos protectores de ropa vencerá a todos sus competidores tirándolos por el
suelo.

También emergió el más novedoso sujetacorbatas. «Un golpe y ni la corbata de nudo


hecho ni la de lazada libre se deslizan del cuello. El sujetacorbatas perfecto.
Cuidamos nuestras corbatas». Y más allá está el coche de libros. Aquí tiene menos
compradores que en los barrios de la alta burguesía. De todos modos hay mucha
concurrencia. Algunos leen de pie durante un buen rato libros viejos y fascículos.
Y el buen cuidador del coche lo permite sin problemas. Algunos pasan por aquí todos
los días y leen un pequeño fragmento más. Es una biblioteca itinerante.

Allí donde el pavimento está levantado, con la arena amontonada, los niños han
construido montañas con túneles. Las madres los ven desde las casas con los brazos
sobre los poyos de las ventanas. Desde Spandau unos bellos caminos forestales y
unos canales llevan a Tegel. Pero para conocer este curioso mundo intermedio, al
que se llama periferia urbana, arrabales, «tierra de espera», es recomendable el
trayecto que realiza el tranvía, y sus alrededores próximos y no tan próximos. En
esta zona se da sólo raramente la transición suave que en un pueblo o una pequeña
ciudad se produce entre la zona de viviendas y la de paseo. La mayoría de las veces
la serie de casas se interrumpe bruscamente por un muro ciego. Y lo que queda
rodeado por el campo y sobresale del terreno hace que el vacío se haga más vacío:
los cobertizos, las verjas de alambre de espino, los tubos de arcilla apilados, las
chimeneas de fábricas aisladas, los almacenes y los rieles para el transporte de
mercancías. Pero el pueblo de Berlín teme y lucha instintivamente contra lo caótico
e indeterminado, intenta siempre que puede limpiar y ordenar. Trabaja febrilmente
para llenar todo lo que está vacío. Allá donde ha permanecido libre durante mucho
tiempo zona edificable, se han dispuesto los pequeños jardines, los jardines
obreros, estos lugares conmovedoramente tranquilos con un poco de casa y de
terreno, de huerto y de jardín para cada familia. Y, a pesar de que —o tal vez
porque— este mundo tiene una existencia sujeta a eventualidades (pues siempre lo
amenazan la nueva ampliación de la ciudad y la fiebre de edificar de los
empresarios), estos jardines obreros no tienen nada de provisional o nómada, tienen
el aspecto de paraísos perennes, son campiñas proletarias o pequeñoburguesas para
los bienaventurados. Los hombres en mangas de camisa que siembran, las madres que
riegan, las hijas que desgranan no parecen haber hecho otra cosa en su vida. Su
vida en los jardines no tiene el aspecto de un período de descanso vespertino o
dominical de personas que están todo el día dándole el pedal de una máquina de
coser, estiran alambres y clavan estacas, accionan grúas y turbinas, empacan lo
ligero y cargan lo pesado. Parece que, estando a lo largo de su vida entre rosales
trepadores y girasoles, sólo tienen que ver con el perejil, la zanahoria y el haba.
E invitan a pensar que su idílico trabajo sólo sería disipado por fiestas en las
que todos los vecinos se reúnen. Los mensajes de la asociación hortícola Descanso
invitan a una noche italiana, se les asegura a los niños que «el tío vaina
aparecerá», la colonia pradera del bosque promete una noche de diversión musical.
Al igual que en este lugar, al sur de la calle de Müller hay en Berlín innumerables
jardincillos que en su conjunto forman una franja verde alrededor de la ciudad, que
mantiene en su interior algunas ramificaciones, intenta cerrarse por fuera a modo
de cinturón, y una y otra vez se ve algo desplazada y de vez en cuando
interrumpida. Algunas porciones de esta franja de la fortuna permanecen a veces en
medio del mar de las casas y junto a los parques y las zonas ajardinadas
constituyen la fortuna verde de los habitantes de la gran ciudad. Algunos de estos
parques, tanto en el norte como en el sur, están unidos a la periferia y ayudan a
mitigar los horrores de los arrabales. Allá donde estaban los pelados cerros de los
ciervos, que eran un desierto de arena tan sólo interrumpidos por los campos de
tiro y los vertederos, hay ahora, hasta el borde del pinar, una amplia superficie
de césped y laderas llenas de amapolas y arbustos de rosas silvestres, campos
nevados de margaritas. Sobre la arena marrón los niños corren con sus bañadores,
los de más edad juguetean en la zona de deportes, los más pequeños son paseados por
la arenilla clara. En un alto banco de arena desde el que la vista, más allá del
cementerio y del agua, alcanza a atisbar las chimeneas y detrás de ellas el lago
Plötzen, unos viejos están apoyados en sus bastones en un sembrado de flores
plagado de abejas.

También al norte de la calle Müller hay un bonito mundo ajardinado, el parque


Schiller. Y si, en lugar de seguir el trayecto del tranvía, me hubiera adentrado
más en el amplio sector de la Jungfernheide, de nuevo me habría topado, detrás del
canal navegable de Spandau y yendo hacia Westend, con un gran parque popular. Pero
ahora voy en tranvía hasta el pueblo de Wittenau, donde las calles provincianas
retroceden ante las fábricas y los almacenes y, por así decirlo, comienza la vida
seria. Y también Tegel, si se llega a ella por esta zona, tiene en un aspecto de
ciudad. Allí están el penal, la planta de gas y la gran fábrica de máquinas y
fundición de hierro de Borsig. La puerta y las partes del complejo por las que
pasamos son ya algo antiguas. Pero detrás de ella destaca la nueva torre de doce
pisos, toda una sobria, orgullosa y angulosa atalaya del trabajo. Finalmente
llegamos al terreno de los jardines y las arboledas. Me apeo y voy al parque de los
Humboldt. El palacio se lo construyó Schinkel a partir de una casa de caza del gran
Príncipe Elector. En él hay una serie de ventanas soñadoras y distinguidas. En los
nichos hay estatuas de los dioses. Y encima de ellos, inscripciones griegas. En un
cuarto hay luz. Ahora en una ventana de la gran serie de salas se enciende una luz.
Este noble edificio no es pasado perdido. Allí viven personas para las que las
estatuas y los cuadros, y quizás también los muebles del patrimonio familiar, son
«tradición y gracia». Acompañado por el calor de esta luz, voy por un sendero del
parque, me encamino hacia las tumbas de los Humboldt y sus sucesores. Sobre las
pequeñas superficies de hierba cubiertas de hiedra se eleva una alta columna con la
estatua de mármol de la esperanza.

Después no quiero volver inmediatamente a la ciudad, vagabundeo largo tiempo por


estas profundas sendas de arena entre ralos pinos y rodenos en la zona Saatwinkel.
Ahí se da una mezcla propia de la Marca de desierto y bosque primitivo estropeado,
hasta que finalmente emerge una valla y detrás un local ajardinado vacío. En el
muro se leen unas inscripciones pálidas: «No se preocupen, entrada al palacete del
bosque». Y mucho más claramente sobre un letrero de tablas: «Construcciones
Continental, S. A.». La calle lleva por el canal de Spandau hasta desembocar en los
edificios y en los rieles del tranvía.

Y después me voy pasando por Siemensstadt a casa dejando a mi lado las torres; los
bloques, el edificio de la conmutación eléctrica y la fábrica Werner, con la torre
del reloj, cuyas cifras luminosas indican la hora a distancia.

Friedrichstadt

Tarde de noviembre. Una luz gris plateada se refleja en el Schiffbauerdamm. Desde


la acera opuesta, la del Reichstag, veo la serie de casas y, como remate, un
fragmento de la sala de la estación de la calle de Federico, detrás de la cual, más
cercanas o lejanas, unas cúpulas con vaporosos contornos se desvanecen en el aire.
De esta zona he leído, en Los recuerdos de un viejo berlinés de Eberty, el aspecto
que tenía hace cien años cuando el muchacho paseaba por aquí con su preceptor y
miró a la acera opuesta, que por aquel entonces estaba llena de jardines. Allí se
veían alamedas y pérgolas, unas veces de estilo chino, otras de estilo griego.
Éstas resplandecían a través de los huecos del arbolado y le parecían al pequeño
Eberty el compendio de toda la belleza. Preguntó al profesor por los habitantes de
aquellos pequeños y deliciosos palacios y éste le contestó en tono serio que allí
estaba el cielo al que iban los niños buenos, que en la tierra se habían comportado
bien y que habían hecho felices a sus padres. Allí les esperaban unos encantadores
ángeles con alas doradas para jugar con ellos los juegos más bellos. Sí, por aquel
entonces debía de haber un bello más allá del Spree. Era la época en la que la
cercana calle de Dorotea todavía se llamaba «la última calle», en la que a Rahel le
gustaba tanto pasear. De esa época sólo nos quedan el palacio y el jardín Monbijou,
unas cuantas casas vecinas y una más junto al mercado de Hacke. Ahora la zona es
cualquier cosa menos propia de cuentos. Se llama «gran sala de espectáculos»; fue
primero un circo y antes una nave de mercado. Su interior, sede primero de jinetes
equilibristas y tambaleantes payasos, y después del coro tebano al que Reinhardt
hizo acudir en tropel ante los escalones del palacio de Edipo, acoge ahora las mil
y una noches y las mil y una piernas de las grandes revistas. Los maestros de estas
representaciones infantiles para adultos (y ésta es la máxima alabanza que puedo
expresar, pues estas criaturas satisfacen tanto nuestras placeres maduros como
nuestro amor de niños al mundo de los cuentos sobre las pasarelas oníricas) han
dado lugar a un nuevo género entre revista y opereta, unas imágenes y una música
bailadas y deformadas por la danza, tan pronto pensadas para un gran espacio como
aquí, tan pronto para pequeños escenarios emparentados con éste. Y nuestros mejores
artistas de la interpretación los han ayudado. No me refiero a los cantantes de
cámara, que con unos refinados trémolos interrumpen el placer de la danza y la
decoración; me refiero a Max Pallenberg y a Fritz Massary. Con los maderos
arqueados y sus torretas en forma de embudo hemos visto cómo se erigía Titipu, la
ciudad de cuento del Mikado, con sus farolillos itinerantes, sus árboles de
porcelana, y entre los dragones y coloridas escoltas, entre pavos reales y duendes,
están los coros de danza vestidos de hule y de seda. Y Pallenberg, en el papel de
Koko, hipócrita y ladino sube a pasitos las escaleras, destroza y escupe rimas ante
los árboles de porcelana. Y en el marco del nuevo siglo resucitado, con los
vestidos de cola, los talles de corsé y los enormes sombreros, los mantos de seda y
las plantas ornamentales, con el balanceo de los valses y la machicha, la
maravillosa mujer entona su canción con un áspero rigor y un brillante orgullo con
un arte austero y una alegría temblorosa; mantiene y demuestra sobriedad y libertad
en cada gesto.

Unas cuantas esquinas más allá de la gran casa de comedias escuchamos, silbada y
cantada y con una nueva rima, el antiguo juego coral de la miseria inveterada, la
balada de los harapientos llamada Opera de la perra gorda.

Más allá, detrás del puente de Weidendamm hay un ensayo de música y danza en la
ópera cómica y en el palacio del almirante. Los jardines encantados de Eberty están
entre bastidores, y de día la pradera no es un sitio especialmente alegre. Detrás
del Schiffbauerdamm, comienzan a aparecer grandes y pequeñas clínicas, librerías
científicas, escaparates con artículos quirúrgicos y ortopédicos en el barrio de la
medicina. Pero, en el interior, bien protegido y un tanto apartado reconozco el
Teatro Alemán y el Teatro de Cámara. Cuando hace algún tiempo volví a pasar por
allí y me senté en una magnífica localidad de palco donde tenía cerquísima las
caras de los actores, que me hicieron una famosa y brillante representación de un
drama americano sobre artistas, tuve que mirar furtivamente y de vez en cuando a
las localidades intermedias del segundo piso. ¿Os acordáis de ello, gentes de mi
generación? Eran las localidades comprendidas entre el 19 y el 26. Había que pasar
por la taquilla dos días antes de la representación prevista para conseguir las
mejores localidades. Allí uno se sentaba justo bajo los medallones de Devrient y
Döring, que se encuentran en el techo. Se veía a Josef Kainz. El teatro era
enormemente importante y central en nuestra vida. ¿Por qué no lo es ya? ¿Es ésta
una pregunta propia de la edad o es que la época ha cambiado? De hecho los
berlineses fueron siempre grandes entusiastas del teatro. ¡Qué pasión se sintió con
Schmeling, que estaba representado en mármol en el escritorio del rey y colgado
como litografía barata en el taller del artesano o con Henriette Sonntag! En la
vida de la ciudad el teatro sigue desempeñando hoy un gran papel. En el tranvía y
en las tertulias se habla mucho de teatro. Pero al tratar los nuevos problemas de
la puesta en escena, de la renovación de lo antiguo, de las tendencias
revolucionarias, los berlineses no son un auténtico pueblo teatral como los
vieneses. Esto no sólo depende de la situación actual del teatro, sino del carácter
del pueblo. Los berlineses, especialmente los mejores, a los cuales no los
caracterizo situándolos en un nivel de educación sino en un grado de autenticidad,
son algo desconfiados con lo que les gusta inmediatamente. Por eso no tienen como
público la ingenuidad del que busca disfrutar sin más ni más. Por añadidura, no
asisten afablemente al teatro después de comer como lo hacen los parisinos con la
esperanza de una agradable prolongación de la conversación en las mesas, sino con
hambre y críticamente. A ellos se les ofrece probablemente lo mejor que hay hoy en
dirección y arte escénicos. Los nombres son tantos que no quiero mencionar ninguno.
Pero mira al público. En sus rostros hay una mezcla de fastidio y contención
aristocrática. Si algo no les place, arman un escándalo, no se ríen de lo fallido
sino que se indignan de que se les obligue a ver eso. Y cuando algo les apasiona lo
manifiestan con una especie de disgusto contra un supuesto antagonista que no se ha
entusiasmado suficientemente. ¿Son felices de corazón en el gran teatro? ¿Tan
felices como el público de los teatros de barrio? ¿Tan felices como al disfrutar en
casa?

La calle de Dorotea. Por una casualidad afortunada me abrieron las puertas de la


iglesia de Dorotheenstadt. Por fin logré ver la tumba del hijo del rey, del Conde
de la Marca muerto a los nueve años, la primera y afamada obra de Schadow. El
muchacho dormido, con la espada y una corona de ramaje, y sobre él en semicírculo
unas parcas paganas que le han infligido la muerte al niño cristiano. Frente a la
iglesia, rodeada de edificios municipales más altos que ella, se encuentra la
última creación de Schlüter, una casa de campo que primero fue el «Buen Retiro» de
un ministro, y desde hace más de ciento cincuenta años pertenece curiosamente a una
logia francmasónica, la Royal York. La parte media y saliente parece hacer un suave
movimiento que se prolonga apasionadamente en los gestos de las figuras del tejado:
dos de estas estatuas se mueven casi como bailarinas. Hay un maravilloso juego en
estas ventanas laterales, en estos antepechos de ventanas tallados en piedra. Los
contemporáneos pensaban que «era una casa de recreo agradable y erigida según la
más novedosa arquitectura». Un historiador del arte de los años setenta del siglo
pasado tenía la impresión de que los caprichos y los juegos que antes servían para
producir efectos pintorescos cuando todavía subsistía en los alrededores un aire
semicampestre, ahora son ajenos a las calles de la ciudad. Pero un historiador del
arte de nuestra época, Max Deri, lo llama el único «edificio histórico
auténticamente bello y europeo» que tiene Berlín. Se sienten impulsos de meterse en
el pabellón encantado del jardín, pero esto está reservado a los miembros de la
logia. Y por eso, en lo que toca a la sala del jardín, he de contentarme con la
descripción de Friedrich Nicolai. Él alaba las elegantes proporciones de la sala y
sus bellos paneles en el techo. «Sobre las cuatro puertas están representadas las
cuatro partes del mundo de Schlüter en escayola. En el muro cuatro bajorrelieves
representan las cuatro principales virtudes de un ministro: la diligencia, la
sabiduría, la precaución y la discreción». En los tiempos de Nicolai, el jardín
llegaba hasta el Spree y en él «eran curiosos un gran salón de altos castaños y
olmos y un bonito montículo boscoso, y era atractivo mirar de frente hacia las
praderas plagadas de árboles».

En la parte de enfrente de la calle de Dorotea, tras la biblioteca y la universidad


reconozco, en la cercanía de la pequeña plaza con el colosal busto de Hegel —este
rostro de una atronadora dulzura que mantiene firmemente que todo lo real es
racional—, algunas casas. Me es especialmente familiar de mis días de estudiante el
edificio del seminario, cuyos muros de colores brillantes están adornados por un
delicado friso y unos relieves. Pero hoy no quiero pasear tanto. Junto al museo
oceanográfico dejo a los dos hombres representados en bustos descubrir
tranquilamente el azúcar de remolacha y fundar su industria. Tuerzo por la esquina
de la calle del invernadero con la calle Federico. Echo una ojeada al café del
hotel Central, donde, alrededor de esa hora del mediodía, está sentada gente muy
curiosa: hombres de negocios extranjeros, damas que viajan solas, grupos de
familias de levante, artistas, dudosos vividores, un agrupamiento enigmático. Como
hace poco que fue reformado y reinaugurado festivamente el invernadero, la antigua
varieté de Berlín, merece la pena recordar su historia. En primer lugar, tal y como
su nombre indica, un lugar de tranquilidad y descanso de los clientes del hotel.
Las logias estaban dispuestas de tal suerte que podían alcanzarse cómodamente desde
los cuartos del hotel. Desde allí los clientes veían la exuberancia de las
enredaderas, los laureles, las palmeras en las grutas de estalactitas y los
acuarios, y, entre todo esto, había, a la luz de los pórfidos y los candelabros, un
escenario en el que de vez en cuando se representaban obras musicales. Después vino
la época de los directores cuyos nombres se aparejan insistentemente en la firma
Dorn & Baron. La época de Loie Fuller, de Barrison, de Otéro, de Cléo de Merode y
todas las celebridades europeas del trapecio y la cuerda floja. El cielo estrellado
en su manto azul se reflejaba como un universo de sensaciones sobre los berlineses.
Era colosal lo que aquí se ofrecía. Y, según el superlativo actual, hoy es
«encantador».

La calle de Federico. Allí estaba entonces el centro de la pecaminosidad berlinesa.


La angosta acera estaba cubierta con una alfombra de luz sobre la que las
peligrosas chicas se movían como entre seda. Conforme a la moda, su recto caminar
tenía algo de solemne que era cruelmente parodiado cuando abrían la boca para
hablar el idioma urbano. Su separación de la sociedad como si se tratara de una
casta, el pecaminoso brillo de sus joyas falsas y de su auténtica miseria, todos
los contrastes con los que la joven fantasía podía trabajar al ver a estas hadas
malas con sombreros de plumas de la princesa que en consejo supremo de sus torpes
consejeros espirituales expulsó a estas mujeres de sus casas obligándolas a ir a la
calle. La imagen y el concepto de todo esto hace tiempo que pasó a la historia. Y
en la actual calle de Federico hay pocos fantasmas de este pasado. Su vida nocturna
hace ya mucho tiempo que es superada por la del bulevar del oeste. Y lo que allí
aparece atrae más a los provincianos que a los paseantes berlineses. En algunos
locales nocturnos la juventud actual puede estudiar irónicamente lo que les gustaba
a las anteriores generaciones. Por la tarde, cuando algunas fachadas de casas de
placer están iluminadas como ahora, ciertas puertas y ventanas tienen un aspecto
muy atractivo como bambalinas de teatro dispuestas detrás de la escena. Aquí
florece una especial forma de literatura publicitaria. Porteros y grupos de
eventuales te dan una hoja con recomendaciones de locales interesantes, se
recomiendan puntos candentes de la vida nocturna, que siendo mundanos son decentes,
también representaciones de danza internacional, desnudos en escultura en el café
Pilsator, una auténtica cueva de artistas, «La música del cuerpo, siluetas
estéticas, visiones históricas, danzas indias sacrificiales, así como voces
primaverales y números humorísticos de toda la compañía: la noche en Sevilla y el
corazón tonto». Últimamente estos locales celebran instructivas conferencias de
éticos sexuales, que, en una curiosa competencia con los nuevos escritos de
divulgación, justifican diferentes ensayos y posibilidades sexuales y conquistan
nuevos territorios para nuestros pobres, inhibidos y reprimidos instintos. Pero
para esto hay que esperar a la noche. Entretanto se pueden escuchar en el gran
programa de cinco horas «las ocho bromas picantes del famoso cómico Sascha
Soundso». Es recomendable entrar en una de las pequeñas pastelerías que participan
aprovisionando a la vida de la noche, y a mediodía somnolientos se sientan en corro
con los colegas y comentan acerca del estado de los negocios y de la vida. Yendo
allí se aprendería mucho sobre el mundo y sobre Berlín. Las salas de té con baile
de la calle de Federico ofrecen su hora más instructiva antes de que se vaya la
clientela cuando en la cercanía del crepúsculo, con los instrumentos musicales
todavía enfundados; la bailarina toma un bocado y charla con la mujer del
guardarropa o el encargado del bar. Como un audaz investigador, hay que ir por la
mañana a ciertos locales de la calle adyacente cuando crece la gruta de las
ondinas. También deben de ser sorprendentes en esta hora los museos de las tabernas
de aldeanos en el caso de que todavía permanezcan, la cabeza de Gottfried von
Bouillon, muerto a los tres años, y cosas similares… En un letrero colgado a la
altura del vientre, un obeso portero vestido con levita y gorro de cocinero sobre
la cabeza; brillan las palabras «Mar Blanco». Nos invita a un conocido local donde
se sirve cerveza rubia. Ésta casi se ha convertido en una especialidad. Hace tiempo
la rubia con chispa o sin ella (jugo de frambuesa) domaba la sed de los berlineses.
En calles más tranquilas de la ciudad vieja se encuentran algunos de los antiguos y
auténticos locales de cerveza rubia. Allí uno se sentaba a las mesas de madera ante
los enormes vasos de cerveza y bajo los cuadros del antiguo emperador y el príncipe
heredero de por aquel entonces, y de Bismarck, de Roon y de Moltke. Pero aquí, en
Friedrichstadt, estos locales y tabernas han sido desde hace medio año sustituidos
por los palacios y catedrales de la cerveza que ahora reciben el trato de lugares
históricos. Laforgue los describe como nuevos lugares de visita turística. Le
llaman la atención las torres y torretas de estas curiosités architecturales y él
conoce una disposición municipal que prohíbe que se construya más alto de un nivel;
en caso contrario las torres berlinesas de la cerveza crecerían, como en Babilonia,
hasta el cielo. Él se deleita con las pinturas «al fresco» de fuera y dentro. «El
estilo de estos establecimientos» es el que se denomina «renacimiento alemán».
Éstos tienen revestimiento de madera en el techo y en la pared; también las
pilastras están pintadas y alrededor de la sala hay una vitrina en la que están
dispuestos todos los tipos de barriles de cerveza de porcelana, de piedra, metal y
cristal de todas las épocas.

No sé cuánto tiempo se mantendrá detenido este Núremberg colosal frente a la banda


móvil de las superficies de anuncios luminosos que ahora recorre las fachadas de
Berlín haciéndolas planas e igualándolas. Históricamente ésta es ya como su
contemporánea galería de los emperadores, construida según el modelo de los pasajes
parisinos. En ellas puedo entrar sin una ligera sensación de horror, sin el miedo
onírico de no encontrar salida.

Apenas paso por delante del limpiabotas y del puesto de periódicos al pie de lo
alto, comienzo a escuchar un agradable jaleo. Una vitrina me anuncia danza diaria y
la presencia de ese tal Meyer sin el que no se celebra ninguna fiesta. Pero ¿dónde
está la introducción? Allí, junto al peluquero, aparece un escaparate: hay sellos,
y utensilios de extraño nombre del coleccionista, pliegues engomados con un
material no ácido garantizado, y llaves dentadas de celuloide. «Atención, rebecas»,
proclama un letrero desde la siguiente vitrina, pero el comercio al que pertenece
está en un sitio muy diferente. Me doy la vuelta y me topo con un fotomatón ante el
que está un pobre y solitario escolar con la carpeta bajo el brazo, absorbido
miserablemente por «la escena del dormitorio».

Hay tantos escaparates y tan pocas personas… Se siente el carácter anticuado del
estilo renacimiento de la cervecería con sus altos abovedamientos con sus contornos
de tonos marrones; las vitrinas de estas galerías ensombrecen el polvo de otros
tiempos que no ha sido apartado. Los escaparates siguen siendo más o menos los
mismos que los de hace veinte años. Figurillas, recuerdos de viaje, perlas, bolsos,
termómetros, artículos de goma, papeles timbrados y estampillas. La casa
Telefunken, con el convincente letrero: «Un golpe, y Europa toca para usted». En la
óptica se puede estudiar en unas hojas explicativas y por etapas todo el proceso de
fabricación de unas gafas como si se tratara de la conversión de una oruga en
mariposa. «La evolución humana» nos saluda desde el Museo anatómico. Pero todavía
me causa cierto horror. Me quedo un rato viendo a «Mignon, el encanto del mundo
entero», viendo una lámpara de bolsillo en cuya luz una pareja de jóvenes refleja
su felicidad, y los gemelos Knipp-Knapp, que sin duda son los mejores y las
carabinas de aire comprimido Diana, que sin duda harían los honores de la diosa de
la caza. Me quedo aterrado al ver unas calaveras, que ríen con una mueca y hacen
las veces de inauditos vasos de licor de un servicio de mesa con la parte inferior
de color blanco. Y en el rollo de papel del servicio con música está posada una
histriónica cara de jockey tallada a mano en madera de nogal. Unas botellas de
leche llenas de licor esperan a la «asociación de antiguos lactantes». Si éstos ya
fuman, encuentran boquillas en una cercanía confusa con los muñecos de gama que
reinan, junto a los pantalones higiénicos, sobre los que se ve el letrero:
«Sírvanse discreta y libremente». Quisiera quedarme ante los fragmentos de ámbar
del «first and oldest amber-store in Germany», pero me sigue mirando de reojo la
belleza anatómica del museo. Bajo su carne desnuda el esqueleto parece un cilicio.
Sus órganos pintados, el corazón, el hígado, los pulmones… flotan en el aire, en el
vacío. Me aparto de ellos y me acerco a un médico con bata blanca que se inclina
sobre la cavidad abdominal, ya vaciada, de una rubia. Me voy rápidamente antes de
ver la prótesis de la nariz hecha de piel de brazo. Por ello prefiero visitar la
librería y papelería con los cuadernos sobre la sensualidad y el alma y el derecho
al amor de la mujer, el pequeño mago de salón y perfecto artista de los naipes del
que se aprende cosas que te hacen ser querido en toda sociedad.

La galería se toma en ángulo obtuso: aparecen las sillas, las mesas y las macetas
de palmeras de un restaurante que se considera a sí mismo «strictly kosher». Por el
contrario, parece «strictly treife» el estudio de un pintor retratista, al que
lleva una entrada recubierta por una alfombra. Y detrás se le puede ver a él mismo
con barba, tal y como pintó al presidente del imperio. Hindenburg está sentado en
el salón, a sus pies se halla tumbado un perro y entre él y el pintor hay un cuadro
en el que aparece pintado, por cierto, sin perro. Él sentado y el artista pintado
tal como aparecen en las ampliaciones según fotografías que están colgadas. De cada
una de estas fotografías se podría hacer un dibujo. A partir de cien marcos, en
tamaño natural Los muertos son retratados según las fotografías más pálidas. Ahí no
se pierde el tiempo sentado durante largas horas. Hay muchos certificados de
importantes personalidades. En un impreso el pintor cortesano se dirige a nosotros,
paseantes, y nos señala que, en lugar de seguir a los modernos retratistas que han
promovido una confusión en el gusto, él sigue como hilo conductor la concepción de
Goethe según la cual «el arte y la naturaleza son una misma cosa». Una joven
muchacha y una matrona de la provincia permanecen bellas con perro e invernadero.
Pechos llenos de condecoraciones, barbas honorables. Para no perturbar su
admiración me dirijo a la competencia, a «los cuadros originales de artistas
diplomados por la academia a precios que no admiten competencia». El ojo va de los
otoños y las primaveras originales, pasando por las murallas de Rothenburg, a los
conocidos «ciegos por los sembrados de cereales» y «la esclava vendida». Sin
embargo, mientras tanto me han estado observando. «Esto lo puede tener directamente
con nosotros», oigo que se dice a mi lado, y miro en la cara de un pequeño viejo de
barba rala. Él pestañea mirando a la vitrina de al lado donde las muchachas de los
grabados originales, algo desvestidas, están ocupadas con sus ligas y sus tirantes.
Para aumentar mis conocimientos, tendría que haberme quedado conversando un rato
con él. Pero me horroriza mucho este lugar con sus luces de falsos reflejos y las
sombras rasantes. Le dejo que vaya acercándose a unos sospechosos muchachos con
deliciosas corbatas a los que él les hace trucos con un espejo de bolsillo.

Todo el centro de la galería está vacío. Me apresuro a ir a la salida y noto la


presencia fantasmagórica de masas humanas de días pasados que están colgadas por
todas las paredes con miradas libidinosas, bisutería, ropa interior, fotografías y
apetecibles lecturas de antiguos bazares. Ante las vitrinas de la gran agencia de
viajes, que están junto a la salida, puedo respirar al fin: ¡calle, libertad,
presente!

La plaza Dönhoff

Estoy a los pies de una de las enormes damas de piedra que vigilan la entrada del
almacén Tietz en la calle de Leipzig. En las manos tengo un libro recientemente
capturado por mí: Gustav Langenscheidt, La historia natural del berlinés, Berlín,
1878. Como si fuera un provinciano que pasea por las calles más tranquilas de su
ciudad, me pongo a hojear este instructivo libro en medio del tráfico de la
metrópolis. Mientras soy empujado y arrollado, llego a una magnífica cita del
capítulo «El alzado de Berlín» y la leo ante el asfalto brillante como un espejo y
ante la iluminación resplandeciente:

A pesar de lo bonita que son las calles al primer golpe de vista, el peatón no sabe
de cuando en cuando cómo librarse de los coches que circulan a alta velocidad, del
barro, de las alcantarillas. La acera para peatones tendría de hecho que ir
acompañando al trazado de las casas como ocurre en las demás ciudades civilizadas,
pero esto se ha hecho casi imposible debido a las altas rampas de entrada situadas
delante de nuestras casas. El peatón es detenido en todo momento y se ve obligado a
saltar sobre los sumideros hasta la calzada. En ningún lugar es más visible esta
incomodidad que en la calle de Leipzig, una de las más bellas de todo Berlín [aquí
tal vez se piense en la antigua calle de Leipzig detrás de la plaza de la Prisión,
en el patio de Raúl, pero quiero disfrutar de este texto viendo la nueva calle de
Leipzig]. Además, delante de las casas hay también dispuestas unas escaleras de
piedra. Cuando hace mal tiempo, en medio de las calles o en las calzadas hay
muchísimo barro y en el adoquinado mismo hay muchísimas grietas, que hay que
imputar en parte al terreno arenoso, en parte a la irresponsable dejadez de los que
dispusieron allí los adoquines, y en parte a los encargados de su conservación. Los
adoquines desproporcionadamente grandes, dispuestos junto a pequeños y puntiagudo
guijarros, provocan que en todo momento se corra el peligro de tropezar y caer al
suelo. Los sumideros se hallan situados, como así debe ser, a ambos lados de la
calzada; sin embargo, están dispuestos de tal manera que se convierten en un nuevo
y peligroso puente levadizo para los peatones. Tan sólo parte de los profundos
sumideros, precisamente la de delante de las casas, está recubierta con tablas.
Cuando una noche se decide dar un paseo por delante de las casas, a cada diez o
quince pasos se topa uno con una rampa de piedra, que, para que el peligro sea
mayor, está rodeada de una pequeña zanja. Si se continúa tesoneramente el paseo por
los tableros que recubren los sumideros, uno se topa, antes de que se dé cuenta,
con el propio sumidero. Pero si se va andando por el centro de la calzada, no se
sabe adonde ir cuando se acerquen rápidamente uno o varios coches, pues en los
sumideros hay montones de inmundicia altos y fangosos; saltar sobre ellos es
peligroso, porque son profundos y escarpados; sin embargo, hay que tomar una
decisión sobre la marcha para no ser atropellado por el coche. Los autóctonos
berlineses están acostumbrados a estas incomodidades, y conocen los caminos
laterales mejor que el foráneo, que está lejos de suponer la presencia de esos
puentes levadizos. Hay algo hostil para el hombre en esa disposición de las calles
porque sólo parece estar pensada para los ricos que pasan por ella con su coche.
Para qué hablar de la iluminación nocturna, pues hasta ahora ha sido mísera, eso
contando con que las farolas se enciendan lo suficiente. Estas últimas están hechas
y colocadas de tal modo que sólo difunden una especie de sombra clara que no ayuda
a nada.

Me parece muy divertido imaginar cómo este observador crítico va cruzando con
fastidio nuestra ciudad y mira de reojo y con envidia a los «autóctonos» que
encuentran los caminos laterales con conocimiento de causa. Nosotros leemos en
Eberty cuál era el estado de la iluminación en los años veinte del siglo XIX.

A amplias distancias unas de otras, las lámparas aisladas se balanceaban en el


medio de cadenas de hierro que estaban tensadas sobre las calles y cuando soplaba
el viento chirriaban melancólicamente. De estas lámparas dimanaba una luz tan
mínima que la mayoría de la gente iba con una linterna en la mano o se hacía
preceder de una de ellas […]. Unos hombres cuya vestimenta goteaba de grasa
limpiaban las lámparas.
Ludwig Pietsch recuerda el pavimento de los años cuarenta, cómo para desplazarse se
recurría mucho al único medio público de transporte que había por aquella época:
«el taxi de segunda clase, que todavía conserva su digno y antiguo aspecto». Los
modelos más antiguos de nuestra época nos recuerdan a los últimos representantes de
este género de vehículos con sus ruedas rojas y amarillas, su habitáculo de
colores, y la barba hirsuta y la esclavina azul del conductor. Como a mi derecha
está la amplia plaza de Dönhoff inundada de tranvías, automóviles y masa humanas y
como ahora he ido a parar a los viejos tiempos, me figuro el aspecto que tenía
cuando era una explanada delante de la antigua puerta de Leipzig y una plataforma
de maniobra y de desfile del regimiento que mandaba el general Dönhoff. Allá donde
las bellas columnatas de Gontard cerraban la plaza, pasado el mercado del Hospicio,
estaban las fosas de la fortificación del puente del Hospital. Federico el Grande
las hizo erigir y eliminó todas las barracas y cuevas que a menudo ofrecían cobijo
a los criminales. También hizo que la plaza de Dönhoff fuera rodeada de imponentes
edificios. De éstos, hasta el principio de siglo, se mantuvo el palacio en el que
viviera el canciller estatal Von Hardenberg y que más tarde fuera cámara de
diputados prusiana. En 1904 se hizo sitio a unos modernos grandes almacenes. A la
época del canciller tan sólo recuerda su monumento, que, situado en el lado sur de
la plaza, da enemistosamente la espalda a la escultura del barón Von Stein, que
obstinadamente mira los tranvías de la calle de Leipzig. La plaza de Dönhoff fue
también mercado anual y estaba llena de barracas. Y, antes de que fuera allí
dispuesto el monumento de piedra, se elevó en el centro un obelisco, que medía la
distancia a Potsdam en millas. Delante de él había un estanque de fuente con un
león que escupía agua y al que los berlineses llamaban gato de aguas. Ellos le
hicieron una rima:

Cuando el gato salvaje

de la calle de Dönhoff

escupe agua,

la primavera

no está lejos de Berlín.

Alrededor del gato de aguas y del estanque jugaban muchos niños, y las nurses se
sentaban con los niños pequeños en los escalones del borde del estanque; hacían
punto, y charlaban tal y como se ve en antiguos grabados.

Pero ya basta de los tiempos antiguos. Voy por la calzada, llego ante la entrada
del teatro y quiero ver qué es lo que hoy se ofrece. ¡Los cantantes de Stettin! De
nuevo algo antiguo y distinguido. Pero, como todavía existe, entro.

¿Cuándo acabarán de pintar las flores en los muros de la escalinata? Ellas tienen
algo de estilo de primeros de siglo atenuado. Los pilares altos y rojos sobre los
que se sostiene la sala y el desaparecido lujo del techo nos remiten a un esplendor
pasado. Sí, hubo un tiempo en que aquí estaba la varieté par excellence y vinieron
también de visita los miembros de la alta sociedad. En una urna de cristal, junto
al aparador, hay un segundo vestigio del pasado. Allí se conservan los retratos de
dos precursores del teatro cómico, uno alto y delgado, otro bajo y grueso, ambos
con un uniforme de colores, pantalones blancos de la guardia y un chacó sobre la
cabeza. De la época de estos cantantes ha quedado una sacrosanta costumbre que se
mantiene hasta nuestros tiempos: los que aquí cantan son exclusivamente hombres.
Incluso en las obras de teatro los papeles femeninos, tanto el de esposa del
consejero judicial como los de las chicas del servicio, son interpretados por
hombres, al igual que ocurría en los antiguos teatros griego e inglés.

Este lugar es importante, sobre todo como flor tardía del canto masculino alemán.
El cuarteto de honorables señores en frac constituían la base del espectáculo, y lo
que suena como cuplé humorístico y escenas características aisladas es sólo
intermezzo. Pero también estos señores tan honorables pueden ser más joviales.
Después se empiezan a embromar entre ellos y nos embroman a nosotros con pot-
pourris sorpresas, en los que sólo se mantiene serio el razonable señor del piano
Bechstein. Pero el público se mantiene en todo momento en una actitud respetable,
los padres y las madres de familia y todas nuestras Ernas y Almas, que incluso al
lavarse cantan recordando cuando estos cuatro entonan a capella una canción sobre
el amor que vive en el corazón y es o debe ser tranquilo como la noche y profundo
como el mar. Los cantantes permanecen inmóviles, con el cuaderno de partituras
delante. Sólo las cabezas se giran y se miran durante un breve instante, cuando con
los labios y los ojos el tenor le da la entrada al bajo y el bajo al barítono.

Después de estos placeres puramente musicales, hay que tener alguno visual. Por
ello las imágenes de ensueño se ocupan de «la demanda general». Son vivas canciones
populares, cantadas y representadas ante un decorado extremadamente rocoso. Allí
una serie de velos gaseosos de nubes esconden y descubren todo tipo de paisajes y
situaciones alemanas medievales. Allí un personaje disfrazado, ya sea solo, ya sea
acompañado, canta En el frío abismo y En el bosque y en la pradera. De una estrofa
a otra y, a veces, de una línea a otra cambian las imágenes. Cuando el amante se
quita el sombrero junto a una fuente, se desencadena una tormenta y se oscurece el
paisaje. Incluso el escolar, con su traje de terciopelo y su barriga artificial, se
convierte en los siguientes versos en el acompañante del cazador vestido de verde o
en una abuelita en un pequeño salón invernal. Aquí he visto qué aspecto tiene el
molinero cuya afición es el paseo. Éste no es un aprendiz harinoso, sino un joven
diligente con una especie de jersey gris con un hatillo de fustán bajo el brazo.
Pero en el cuadro final, después de todo el jugo de uvas y los bosques, todos
nuestros sentimientos se sintetizan en una enorme lira en la que hay clavado un
cartel con el letrero «¡Dios conserve la canción alemana!».

Y, mientras aplaudimos, los artistas toman repentinamente sus trombones y sus


trompetas y nos tocan una marcha de despedida.

El barrio de la prensa

En la parte sur de Friedrichstadt hay un par de grandes casas, antiguas fortalezas


del espíritu, que han sido reformadas y agrandadas, y que, con sus amplios
ventanales, nos invitan a entrar y nos amenazan con sus balaustradas de piedra. Son
casas que atraen y que repelen, son casas bellas y peligrosas. Pertenecen a sabios
reyes y a familias de reyes, que se llaman Ullstein, Mose y Scherl. Cuando se
desencadenó nuestra última pequeña revolución, los reyes de los periódicos fueron,
junto a los otros reyes, expulsados durante un tiempo de sus palacios. Entonces
estuvieron en sus patios de palacio; al fuego de campamento se calentaban perolas
con guisantes y tocino, en los tejados se disparaba y por las salas de la redacción
resonaban botas militares reforzadas con clavos. Pero, mucho más rápidamente que
los otros monarcas, retomaron los reyes de los periódicos. En sus patios hay de
nuevo carros de combate con munición de papel, y por las salas de la redacción van
de un lado a otro sus damas de honor, secretarias de pies ligeros y
taquimecanógrafas.

Las puertas del palacio están hospitalariamente abiertas. Nosotros, con nuestros
ruegos y manuscritos, somos amistosamente recibidos por el portero. Unos rápidos
ascensores nos llevan hacia los pisos superiores. Y allí está la recepción con
muchos pequeños boys. Ellos ya conocen algo de nosotros, a pesar de que no
pertenecemos a la casa. Ah, nosotros no queremos ir a las zonas serias donde se
hacen las secciones de política, economía y local. Pertenecemos al suplemento
literario y al de ocio. En una hoja escribimos a qué poderoso del castillo queremos
visitar. Con la hoja en las manos alza el vuelo un efebo. Y entonces nos sentamos a
la larga mesa o en el banco situado junto a la pared. Cruzamos miradas con rostros
que ya conocemos, a menudo sin saber a quién pertenecen. Hay muchas mujeres entre
ellas, algunas algo tímidas y preocupadas; éstas son las que escriben acerca de los
cotilleos atrevidos y mundanos. Miramos la red situada junto a la puerta en la que
caen por un largo tubo unas cápsulas redondas. Parece como si fueran bulas papales.
Allí hay importantes telegramas o confidencias mucho más importantes que nuestras
«pequeñas y atractivas cosas». Después de haber estado sentados durante un tiempo,
viene un muchacho con un encargo: el poderoso no está en la casa o se halla
reunido. Hay que llamar mañana temprano («Llámeme en caso de urgencia»). Viene en
nuestra ayuda y flotando hacia nosotros una amigable dama de honor procedente de la
zona inaccesible que sabe cómo alimentar la esperanza y demorar los deseos. A
menudo ella toma de los dedos temblorosos del autor el manuscrito acerca del que a
éste le hubiera gustado mucho hablar con el poderoso. Habría que seguir haciendo lo
mismo si es lo correcto. Él se lo hubiera dicho a alguien si pensara que había que
cambiar algo. Se le querría hablar, si tuviera un par de minutos de tiempo, acerca
de una serie que tiene in mente… Ah, pero ahora se está contento de que el ángel
tome el papel y prometa recomendarlo con el mayor encomio. Alguna vez eres llevado
al despacho del poderoso. Recorres unos largos pasillos detrás del muchacho seguro
de su destino, que de camino intercambia bromas y novedades con aquellos con los
que se va cruzando, y se vuelve de vez en cuando para ver si tú, perseguidor
vacilante, todavía vives. Felizmente llegado encuentras al ser deseado rodeado de
otros grandes del imperio. En un tono ligero y seguro, conversan entre sí. Estás
allí sentado y apenas acopias coraje para presentar ante estos difusores del
espíritu tu pequeña cosa. Se es muy amable contigo. Se supervisa muy rápidamente tu
escrito. No se le podrá dar mucho espacio; a lo actual se le debe dar preferencia.
El encanto de tus pequeñas creaciones es precisamente que son inactuales. Pero ¿no
es cierto que para lo eternamente humano, que es incuestionable y valioso, siempre
hay tiempo porque no pasa de moda? Por eso haces de tripas corazón y señalas que te
gustaría aventurarte en la sección de actualidad, si, por parte del periódico,
recibieras una indicación y una sugerencia. Se espera que lo propongas la próxima
vez… Y después salimos del palacio, los hombrecitos, las mujercitas; y si tenemos
suerte encontramos cuatro semanas después nuestro valiente producto, reducido a una
proporción congruente en el periódico. Los parientes lo leen con detalle y nos
dicen su opinión. Y tal vez algunas personas de la profesión se acuerdan del nombre
y del título.

Si finalmente es reeditado, se toma más parte en otras publicaciones y se queda uno


mirando los escaparates de libros y las librerías ambulantes en coche. En uno de
esos carros me encontré recientemente, en ávida conversación con el dueño, a mi
librero, doctor en medicina en negro al que le pertenece la curiosa librería junto
al puente. Le llamo mi comerciante de libros, porque satisface a crédito mi pequeña
necesidad de literatura, me cuenta además lo que hay en los libros que no compro y
mira con gusto cuando hojeo bellos volúmenes que con toda seguridad no compraré.
Como muchos clientes no lo consideran, él se sienta muchas veces conmigo en la
trastienda de su comercio y me habla del destino de los libros y del comercio de
libros. Esto no está precisamente de moda. Era posible y placía que algunos
profesionales hicieran sus conversaciones y tertulias en las librerías o en sus
edificios contiguos. El último que todavía lo hizo fue el finado Edmund Meyer, de
cuyas conversaciones y bebidas se acuerdan todavía algunos fabricantes y
aficionados a los libros. En el apresurado Berlín de hoy apenas queda ya algo de
este tipo. En muchas tiendas hay un mostrador que separa a compradores y vendedores
y se puede pasear, estar de pie, llamar según el modelo muniqués a las librerías
cuartos de libros, gabinetes de libros y lo mismo (ha habido incluso un bar de
libros en el que dos personajes importantes agitaban las cocteleras), pero la
«nueva objetividad» de estos bellos espacios no deja sitio para el discurrir el
tiempo auténticamente contemplativo. Esto es muy lamentable para los libreros que
son bibliófilos. A ellos les gustaría acoger en su tienda a clientes que no sólo
entren para ser servidos. Ellos envidian a sus colegas parisienses que en locales
que en su mayoría no están bien acondicionados disfrutan de una atmósfera amigable
sin que su negocio se resienta de ello. Incluso en América, a la que gustamos de
copiar su consciente objetividad, debe de haber un buen ambiente librero. Ahora que
el berlinés se hará más cosmopolita y, conforme a ello, más relajado, cuando nadie
podrá sacar partido de lo que no lleve a ninguna parte, se podrá uno sentir
agradablemente como cliente en la tienda del librero. La famosa eficacia de la
distribución berlinesa no sufrirá, esa eficacia en la que no la superan ni París ni
ninguna otra ciudad del mundo. El librero berlinés está muy instruido y le consigue
a cada uno cualquier libro que se pueda conseguir. En esto los jóvenes imitan a los
más viejos, han crecido en la tradición y estudian febrilmente la bolsa alemana de
libros. La tradición se une a los nombres de las grandes empresas del siglo XVIII,
Nicolai y Gselius, que después Asher y Spaeth siguieron en la primera mitad del
siglo XIX.

—¿Hay realmente gente original entre los libreros? —pregunté en una ocasión en la
que un doctor me empezaba a parecer demasiado preciso y puntilloso. Él se lo pensó,
sonrió pícaramente, pero no dijo ningún nombre.

—No, lo que se dice gente original —dijo él después— tan sólo la hay entre los
anticuarios. Feliz aquel que pueda permitirse el lujo de pasar una hora de charla
acerca de historia de la música y bibliografía con Martin Breslauer, el último
erudito que todavía conserva auténticos parricidas. Nosotros, los distribuidores,
no podemos permitirnos ser originales. Tenemos que luchar mucho por existir, igual
que nuestros buenos amigos, los editores.

—Hay competencia entre ustedes.

—Entre nosotros poca, pero sí con los grandes almacenes. No obstante, esto es
capítulo aparte, tendría que darle una conferencia sobre el concepto de saldo y sus
matices. Y acerca del conflicto entre una organización moderna y objetiva y la
siempre personal que exige el mantenimiento de valores espirituales.

—Y esos carros, los coches de libros, ¿no son una mala competencia?

—Oh, no. Ellos son un caso particular. Para empezar, la gente que empuja esos
carros, encarga que se empuje por ellos y les pone caballos delante suele ser muy
curiosa. No son tenderos. Hay personalidades maravillosas entre ellas. Hay antiguos
actores, eruditos empobrecidos, fanáticos de distintas tendencias, para los que su
interés de vendedores va por detrás de su participación en sus asuntos. Son muy
variados y están muy mezclados al igual que su público. Junto a estos carros se ve
al chófer junto al bibliófilo, a la curiosa muchacha del servicio junto a los
diligentes estudiantes obreros. Estos carros sirven en un sentido a nuestros
intereses: acercan el libro a las personas más de lo que lo hacen los escaparates.
Y como la policía de tráfico no nos permite que dispongamos nuestra mercancía en la
calle, como ocurre en países más felices, hemos de estar agradecidos a los coches
de libros de que, de una forma indirecta, lleven a los clientes a nuestras tiendas.
Hacen para nosotros mucha mejor publicidad que puedan hacerla los famosos esfuerzos
por el «Día del libro».

—De hecho los escritores tendrían que ponerse con su mercancía junto a anuncios de
sí mismos en las esquinas de las calles y proclamar: diez tomos de poesías propias
para acabar con las existencias.
—También se han intentado cosas así —dijo el doctor; a él no le pareció ridículo.
Después se dirigió hacia sus colegas gitanos para hablar seriamente sobre libros.

El sudoeste

«En el sudoeste encontramos Wilmersdorf y Schöneberg, que están completamente


unidos a Berlín y a Charlottenburg», nos instruye el Baedecker. Por ello no
queremos buscar sus exactos confines, sino, cruzando el arco Bülow y subiendo de la
calle de Potsdam, queremos ir a toparnos de forma imprevista con el suburbio.

Primera estación: palacio de los deportes.

Aquel que quiera ver febril al pueblo de Berlín, que no deje de vivir parte de las
144 horas durante las que los corredores de los «Seis días» dan vueltas a una
enorme pista de madera en rampa. En el centro y en los palcos se ve vida social,
«cabezas», hombres importantes, bellos hombros cubiertos de marta cebellina y
zorro. Si se quiere sentar uno junto a auténticos conocedores entre los cuales su
participación en lo más inmediato y lo más berlinés, hay que mezclarse en la grada
entre los jerseys y los anoraks. Allí no se pasará por alto ninguna puntuación ni
adelantamiento importantes. Allí se hará la crítica más estricta y se oirán los
aplausos más sonoros. Si no ocurre nada que merezca la pena, se juega a las cartas.
Después resuenan y silban los nombres de los favoritos a los que se anima y a los
que, desde aquí arriba, se conoce, a través del tráfago, y sin tener que fijarse en
el número ni el color de la camiseta. Aquí te encuentras a un vecino bonachón que
te explica acerca de las fases de la lucha, de la persecución, de los relevos, de
los puntos de penalización, de los sprints y del significado de la señalización
luminosa: «verde = anotación, azul = premio, rojo = neutralización». El berlinés te
explica con mucho gusto, sorprendido de que haya alguien que no sepa nada de estas
cosas de tan extremada importancia que aprendió cuando era un niño.

Cuando hay un matiz digno de tenerse en cuenta o una nueva e importante etapa de
este frenesí reglamentado, él se aparta de ti, es todo ojos y oídos, profiere
insultos o expresa el júbilo a los que le han hecho un envite al destino con sus
compañeros o en su propio corazón. Él se olvida de ti, de los amigos, de la
profesión, del amor, del placer y del fastidio. De las dos grandes necesidades del
pueblo romano, panem et circenses, le dominan los circenses. Los londinenses y los
parisinos en jersey y bufanda son también grandes conocedores y entusiastas del
deporte. Pero ellos han tenido también experiencias, en parte en el deporte, en
parte de tipo cosmopolita. Sin embargo, aquí te sientas junto a los más jóvenes
habitantes de la gran ciudad. Todavía no está hastiado cuando relajadamente dice
sus «evidentemente» y «es incuestionable» (la nueva forma para el antiguo «eso está
excluido»). Él siente la fiebre de la masa. Él flota como en un profundo sueño
cuando el sonido del gong anuncia el comienzo de una nueva hora. Durante un momento
dedica una mirada al rastro de su corredor y mira de reojo al aparato que indica
los kilómetros recorridos. Lo puedes ver en su paroxismo en una persecución
repentina o en la última noche cuando su ardor es alimentado por los aparatos de
recuento situados en la meta que les van dando a los corredores su resultado en
minutos.

Pero también en sus momentos menos apasionados es entretenido mirarlo. Allí, por
ejemplo, su orquestina, en lugar de su melodía preferida, toca una pieza mundana
que le aburre. Inmediatamente «¿Dónde está el vals del palacio de los deportes?,
eh, tocinos, eh, tragones. ¡Que venga otra orquesta! Dejad ya vuestro Le beso su…,
madame». Y, cuando la orquestina toca el vals deseado, los que están ahí arriba
silban a través de sus dedos y hacen florituras con las melodías. Entretanto se oye
la cálida voz del barman: «¿Quién quiere más cerveza o más limonada?». Un bromista
vendedor de periódicos dice: «El Mottenpost, que sólo una moneda cost». Los que
llegan tarde son saludados: «Ahí viene el niño de la posta… Eh, tú,
archicentenario, ¿dónde llevabas tanto tiempo escondido? Por Dios, pero ¿has
desayunado ya?, tienes cara de cadáver».

El temor recorre las nubes de humo, los racimos de reflectores: un corredor ha


caído. ¿Es grave la caída? No se sabe todavía. Los otros siguen dando vueltas. Se
llevan al damnificado, que está sangrando, a su vestuario, situado en el interior
de la pista. Quizás el masajista pueda ayudarle y no necesite ir al puesto médico.
Las damas de la mesa del champán se inclinan sobre él apoyándose en la barandilla.
Después lo olvidan.

Así es el palacio de los deportes en una de sus frecuentes grandes noches


profesionalmente narradas. Tiene cierta belleza durante los «Seis días», también en
algunas horas de la tarde más tranquilas cuando la luz del día de color azul
lechoso cae sobre los tableros de la pista, por la que las ruedas se deslizan
suavemente, e ilumina las vallas publicitarias de color amarillo y azul. Esto da al
recinto de madera un color y una densidad que sólo se dan muy raramente en
cualquier otro lugar de Berlín.

El deporte es internacional y no sabe nada de partidos políticos. Pero su palacio


está abierto a la pasión política. Se anuncia un gran mitin de los
nacionalsocialistas. Las salas se llenan. Ante las puertas patrulla la policía,
pues se cuenta con una contramanifestación de los «rojos». Y, del pasar por delante
a la agresión, el camino no es mucho más largo del que separaba a los Montescos y a
los Capuletos, desde que agitaban las picas hasta que desenvainaban las espadas. De
pronto, se escucha que los comunistas quieren irrumpir en el palacio. La policía
recibe refuerzos. Las porras de goma cimbrean. Es difícil constatar quién ha
empezado. Si no llevaran sus símbolos, las órdenes de la reacción o la revolución,
apenas se podría distinguir a estos intrépidos jóvenes berlineses de ambos campos.
Otras veces los del casco de acero esperan fuera al acecho mientras dentro están
reunidos los rojos. Entonces la sala se halla repleta de amplias pancartas de color
rojo. Los supervisores se encargan de que las escalinatas estén libres. Todo está
lleno de gente desde los nidos de golondrinas de arriba hasta las puertas. La
multitud se aparta dócilmente cuando entra el Frente Rojo acompañado de música. La
música que entusiasma a los camaradas es de tipo guerrero como aquella que oyeron
cuando eran colegas. Los muchachos muy jóvenes avanzan atizando los platillos, los
flautistas los siguen al paso. El puño alzado de los hombres y las manos abiertas
de los niños saludan a las banderas.

Todo el palacio de deportes, en sus redondas superficies, se ve dominado por una


enorme bonachonería. Con un eco apartidista resuenan en sus muros La cruz gamada en
el casco de acero y Hasta la lucha final, al igual que los vítores de los
aficionados al deporte. Todo es el desbordamiento de una alegría de vivir
indomable.

Segunda estación: el parque de Heinrich von Kleist.

Ahora está más adornada por las columnatas reales de Gontard, que anteriormente
estaban en la zona de la actual estación de ferrocarril de la Alexanderplatz. Aquí
no están todavía en casa, no están incluidas en el entramado de la ciudad como las
columnatas del mismo maestro al final de la calle de Leipzig, cuya redondez
desemboca en una ampliación en forma de plaza y pone, en medio del más ruidoso
barrio de negocios, un tranquilo pasado. (Es como si se pudiera pasar a
habitaciones de épocas pasadas por los portones y puertas que se abren por detrás
de las columnas). Las columnatas situadas tras el parque de Kleist deberían de ser
ruinas en este marco o al menos desgastarse con más rapidez. Al menos habría que
ocuparse de los nidos de pájaro… De todas formas disfrutamos de los festones
labrados y los capiteles en forma de caracol de las columnas y los relieves que
tienen el efecto de viñetas de un libro. Entre las estatuas hay una oronda ninfa
que, con toda su antigüedad rococó, tiene el aspecto de una «fulana» berlinesa.
Esto ha de ser más antiguo que el concepto. Dentro del parque una arquera apunta de
la manera más estilizada posible, por encima de los nenúfares del estanque, al
pequeño resto de flora del antiguo jardín botánico que aquí había antes de que
fuera trasladado a Steglitz. Los niños no pueden acercarse a aquello que brota
entre piedrecillas, tienen que quedarse en las zonas de arena o dirigir sus patines
hacia las zonas más amplias. Los más afortunados de los pequeños son los que bajan
por los enormes montones de arena situados junto a la valla en canalones de la
conducción de agua que no han sido utilizados. De los adultos nos interesan los
jugadores de cartas sentados en el banco entre la maleza. Creo que son desempleados
del tipo de los que hemos visto en Friedrichshain. Ellos olvidan durante un par de
horas su miseria. Expectantes quieren recibir las cartas del que baraja, al igual
que los estudiantes de medicina de Rembrandt están expectantes ante el cadáver
situado bajo el cuchillo del médico de anatomía. Un paralítico acerca su silla de
ruedas a la partida del banco y curiosea con fervor.

Y ahora estamos en el auténtico Schöneberg. Ésta es la calle principal, donde hay


de todo: casas con torres con forma de cebolla y con rampas de acceso destinadas
sólo a autoridades, tiendas con quemadores dobles, latas de provisiones con
compartimentos regulables y otros artículos prácticos. No quiero quedarme mucho
tiempo aquí. Esta zona pone muy triste. Por eso pasemos por la plaza del canciller
Guillermo —¿cómo podría llamarse de otra manera?— de camino al triste barrio
oficial de Schöneberg, la «isla», tal y como la llaman sus habitantes: con calles
próximas a los raíles del ferrocarril circular. Allí se puede ver de día y por la
tarde, entre ambas estaciones, la de Schöneberg y la de la calle de Grossgörchen,
que no están comunicadas entre sí, al presuroso y pobre pueblo ir avanzando por el
«corredor polaco». Detrás de las tristes fachadas se intuye la presencia de los
patios traseros privados de la luz del sol, «las superficies de hierba» en las que
los niños no pueden cavar, los cubos de basura y el impremeditado duetto de un
altavoz de radio junto a la ventana y un organillo abajo, las vecinas gruñonas y la
fina voz del cantor mendigo. La barraca recubierta de rojo que hay en la esquina de
la calle adyacente que desciende, que alberga una oficina de propaganda del
KPD[77], puede encontrar aquí con buena afluencia… De Tempelhof viene, por una
cuesta que empieza en el paso a nivel, el tranvía que recorre el tramo entre las
estación de mercancías y el almacén de recogida de basuras. Nos lleva rápidamente
al otro extremo de Schöneberg, a la profunda hondonada del parque municipal. En
caso de necesidad se puede localizar en éste la canción del querido «Schöneberg en
el mes de mayo», lo que apenas es posible en otras partes de este lugar de nombre
prometedor.

Al norte del parque municipal está el afamado y conocido barrio bávaro. Ignoro qué
proporción de éste les corresponde respectivamente a Berlín, a Schöneberg o a
Wilmersdorf. No tiene tantos ángulos de noventa grados y líneas rectas como el
oeste de Berlín. Y, en lugar de alegramos por ello, huimos desagradecidos e
ingratos y no queremos perdemos en todos estos Heilbronn, Ratisbona, Landshut y
Aschaffenburg. No nos contentamos con nada. Sólo soportamos las superficies
arboladas y con fuentes sin, por otra parte, prestarles mucha atención. En algunas
esquinas nos topamos con intentos de imitar una ciudad alemana medieval que
fracasan patéticamente. De todos modos no hay que ser excesivamente exigente con el
barrio bávaro. Cuando fue construido todavía no existían las cadenas de montaje
uniformizadoras y beatificantes.

Por Wilmersdorf y Friedenau va la larga avenida del Emperador, rodeada de barrios


residenciales que se han formado a partir de pueblos y colonias de villas. De
Fridenau se opina, al igual que de ciertas partes de Steglitz y de Lichterfelde,
que se convirtieron en lugar de huida de muchos antiguos funcionarios reales y de
rentistas de rancio abolengo que perdieron su renta. Estas figuras, con un gesto
facial crónicamente irritado sobre sus barbas, que reciben algo como pensionistas y
algo de los restos de su patrimonio, deben de ser consejeros privados y secretarios
de cancillería; los acompañan sus esposas, que a menudo llevan auténticas plumas
sobre su sombrero, como las llevaban las mujeres de mundo en tiempos ya
desaparecidos. Estas nobles matronas viven en amigables casas ajardinadas algo
anticuadas. Habría que creer que en su plácida casa se sentirían mejor de lo que
están aquí. Claro que para sus hijos desearíamos que…

Allá donde la avenida del Emperador desemboca en la calle del Castillo comienza
Steglitz. Comienza de manera totalmente moderna con un orgulloso Palacio del Cine,
a cuyos flancos la luz fluye por tubos fluorescentes. En su interior unas líneas
severas y unos abovedamientos audaces perfilan el patio de butacas y el escenario.
Pero, más allá, la buena Steglitz es una de las pequeñas ciudades berlinesas y
muchas de las casas de las calles adyacentes que conducen al parque municipal se
conservan con el mismo aspecto que a comienzos de siglo, pues aquí se visita a
amigos de la escuela y de la Universidad que eran especiales y que, para un mejor
conocimiento de la ciudad cosmopolita, necesitaban el contraste de la tranquilidad
de este apartado barrio de las afueras. Lo más antiguo aquí es probablemente el
Restaurante del Castillo, un edificio que después de 1800 fue erigido por Gilly
como casa de campo.

Con el ferrocarril que bordea el Wannsee llegamos a la próxima estación del Jardín
Botánico, una maravillosa creación de ciencia y gusto. Allí se puede pasear por la
flora de las altas cumbres en diminutos Alpes y cordilleras. Los Cárpatos son
recorridos en su totalidad en medio minuto. No hay mucha distancia del Mediterráneo
al Himalaya. Detrás de una casa con palmeras surge como una colina secreta el monte
de los pinos de Dahlem. Las calles y las plazas junto a los jardines tienen bellos
nombres: hay una plaza de las Begonias, una plaza de las Margaritas y una calle de
las Malvas.

Los institutos científicos en las cercanías de Dahlem están bellamente situados


como los museos botánico y de fisiología de las plantas del borde del parque. Allí
la estricta ciencia disfruta de la arquitectura luminosa y alegre para estas casas
de la biología, la entomología, la etnología, la química. La escuela superior de
ingenieros agrónomos tiene su amplia y cómoda sede en una especie de finca. Incluso
el Archivo Secreto Prusiano, que aquí tiene su sede, está pintado de colores
campestres y su tejado es de un rojo vivo. Incluso las estaciones del metro de
Dahlem y junto a Dahlem poseen una gracia estival. Este barrio de las afueras es
una de las zonas donde viven los berlineses del mañana, una estirpe de hombres que
parecen cambiar el apresuramiento de los padres que no llegaban a ningún sitio
porque había demasiado que hacer en un movimiento libre y sereno.

Quizás tengamos suerte y nos encontremos con una de las jóvenes berlinesas de
Dahlem. Ella aparca su coche aquí delante de un bonito café junto a la estación y
va con nosotros hacia dentro del bosque hacia la Krumme Lanke, y después bordeando
el agua hasta la cabaña del Tío Tom o hacia el viejo palacio de caza de Grunewald,
que construyera Kaspar Theyss para el Príncipe Elector Joachim. Allí nos paramos
ante un curioso relieve de piedra que reúne a tres personas puestas de pie
alrededor de una mesa. En el medio está el Príncipe Elector como anfitrión o
bodeguero con la camisa arremangada y un imponente embonpoint; junto a él está el
arquitecto vestido de cortesano escancia en la copa de su mecenas, mientras que la
tercera figura sostiene una jarra con más bebida. Intentamos averiguar qué
significan los versos cómicos que, en alemán antiguo, figuran debajo de la imagen.
Sin embargo, pronto nos hartamos de una época antigua y un suave paseo, y la
hospitalaria chica de Dahlem nos lleva en un tiempo rápido a la nueva colonia de la
calle Riemeister junto a las antiguas calles de la villa de Zehlendorf, donde otra
vez en medio de construcciones nuevas somos cautivados por la iglesia octogonal del
pueblo con su techo puntiagudo que procede de la época del gran Federico. Después,
a través del lago de los Combates y el lago de Nicolás, se llega hasta el Wannsee.
Nos tomamos nuestro té en una casa algo apartada a la orilla del lago. Una pequeña
orquesta nos invita a bailar. Nuestra acompañante nos puede instruir por medio de
vivos ejemplos acerca de la participación del mejor Berlín en las nuevas modas de
verano. Pero también sabe de veleros. Ella conoce al dueño del bonito yate y sabe a
quién le pertenece la rápida motora. Quizás todavía tengamos tiempo de navegar por
el Stölpchensee y de mirar desde la terraza a los botes de remos y a las rodillas
fuertes y delicadas de las muchachas que están en los botes mientras que el
compañero o la compañera llevan el timón. Al pasar por Schildhorn vemos a gente que
vino en autobús, que se baña al aire libre, que juega al balón y hacen corretear a
los perros. Es conmovedora la pequeña zona de arena fina al borde de la pendiente
del bosque por la que serpentean unos caminos entre madrigueras de conejos.

Quizás nuestra acompañante sea miembro del club de golf y nos acompañe, si nos lo
merecemos, a las más bonitas instalaciones deportivas. Para describirlas citaré
palabras de un poeta, de Wilhelm Speyer en su Charlott algo loca:

Entre las nuevas zonas deportivas en la joven vida de Berlín ninguna llegó a ser
más bonita que el campo de golf situado entre el Wannsee y Potsdam. Las superficies
de hierba y los bosques de pinos con aislados y apartados bungalows descienden con
una suave inclinación brandenburguesa hacia un pequeño lago o a nuevos bosques y
nuevas superficies de hierba. Si uno se encuentra sobre la terraza de la casa del
club, los jugadores, dispersos por las amplias superficies, y sus caddies, vestidos
con atuendos multicolores, se concentran abigarradamente en ciertos puntos del
campo de visión del observador en el aire seco y puro de la Marca, como si, con sus
útiles de juego posados o en movimiento, fueran personajes representados
laboriosamente por tallas de madera japonesas. Con la sola compañía de su
porteador, el que está jugando, algo distanciado de los otros jugadores, tiene en
su actitud algo de la piadosa y recogida actitud de un eremita de la Tebaida.

Nuestra protectora nos dice el nombre de algunas de estas figuras, mientras que
nosotros nos sentamos en la bella terraza del jardín, y de esta manera aprendemos a
conocer la alta sociedad berlinesa, este cuerpo es de difícil representación y a su
formación han contribuido tantas ambiciones tan diversas y curiosas que al mismo
tiempo surgió como la sociedad más libre y la más convencional. Hay que
concentrarse mucho para relajarse tanto como les gusta a los grandes berlineses.
Por medio de nuestra Atenea (creo que Atenea es mucho más diosa protectora de las
jóvenes berlinesas que Diana o Venus) conocemos a aquel que nos lleva a ver jugar
al polo en la ciudad ajardinada de Frohnau, a las carreras al trote de Mariendorf,
al hipódromo de Grunewald, etc.

Después de todo esto, Atenea, para regalamos todos sus dones, nos lleva a casa,
concretamente por la Avus, la famosa calle del tráfico y el entretenimiento del
automóvil. Mientras pequeños árboles situados detrás de los muros y de las vallas
publicitarias se agitan oblicuamente a nuestro paso, Atenea nos dice quién es el
dueño o la dama al volante de ese gran Hispano, ese elegante Buick, de ese fino
coche rojo y aquel pequeño coche totalmente blanco. Más despacio vamos hacia la
puerta norte, y, detrás de la torre de la radio, circulamos por la amplia calle a
ochenta o más kilómetros a la hora.

Epílogo para los berlineses

Esto fueron unos tímidos intentos de pasear por Berlín, alrededor, a lo largo y a
lo ancho. Queridos conciudadanos, no me tengáis en cuenta lo importante y lo
llamativo que haya pasado por alto; por el contrario, id como fui yo, sin meta,
hacia los pequeños viajes de descubrimiento del destino. ¿No tenéis tiempo? Ahí se
esconde una falsa ambición, diligentes.

Conceded a la ciudad un poco de vuestro amor al paisaje. No he dicho nada de este


paisaje, tan sólo he franqueado superficialmente y con un par de palabras las
fronteras de la ciudad. Ya se ha descrito y pintado muchas veces la curiosa región
en la que habita nuestra ciudad, el paisaje de la Marca, que, hasta el día de hoy,
ha conservado algo de prehistórico. Tan pronto como los turistas dominicales lo han
abandonado, el bosque de pinos, el pantano y la arena tienen, especialmente en el
este, el mismo aspecto que en los tiempos de los primeros colonos. En el oeste
tenemos un fragmento de paisaje en la que ha participado la mano del hombre. Ésta
es la zona a la que Georg Hermann llama en su Paseo por Potsdam «un enclave del
sur». Tenéis que leer en este librito cómo la fisionomía de la ciudad se une a la
del parque en esta tierra virgen del siglo XVIII. Y después dejaos llevar por él en
la plaza cercana al palacio de la ciudad, «el sueño arquitectónico desencadenado»,
y a las columnatas de Knobelsdorff en el jardín de palacio, las enormes columnas
con balaustradas suavemente quebradas. Los vallados y los arriates de Sanssoucci.
Él nos enseña a comprender el aspecto personal de la creación real, la forma en la
que Federico «hace que la imagen total de la ciudad fuera unitaria, como si
estuviera constantemente a su vista en su totalidad». De la mano de este guía
vagabundead por las calles de la ciudad con vuestras alegres miradas y
conclusiones; vivid con todas las vasijas, guirnaldas, flautas y liras, armas y
esfinges de la escultura arquitectónica, pues, incluso en el barrio de los
pescadores, unos cupidos remiendan las redes en los tejados. Hermann diferencia así
los diferentes tipos de casas: las casas de angelotes, las de vasijas, las de
urnas, las de máscaras, las de medallas, las de trenzas y las de azulejos y sus
formas mixtas. Por otra parte, nos describe una calle que es «una gorjeante
pajarera de todos estos tipos» y nos lleva, mientras paseamos plácidamente, a
dedicamos a lo que él llama «estilística peripatética».

Fontane nos lleva al próximo y al lejano país del Havel. En él leemos, por ejemplo,
la historia de la antigua isla de los Pavos Reales y una descripción del aspecto
que ella adquirió más tarde. Y lo que allí percibimos de los patrones de flores de
la tapicería, los baldaquinos y los muebles del mundo de la reina Luisa, nos lleva
a Paretz junto a patrones similares, los árboles que se inclinan y que gotean en
los murales, a cómodas y divanes en los que hay tanta atmósfera de esta mujer y de
su mundo.

No es difícil que a uno le gusten estas perfectas bellezas de Potsdam, pero tenemos
que aprender a que nos gusten las bellezas de Berlín. Finalmente tendría que
confesar algunas «experiencias formativas» y reconocer de qué libros he aprendido
aquello que es difícil ver con la mera ayuda de los ojos, y por los cuales aprendí
a ver mejor algunas cosas que vi. Una aseada y pequeña bibliografía de este tipo
daría a mi libro mucha de la dignidad que le falta. Ah, pero también con las
bibliotecas y las colecciones voy más a la aventura y al azar que como un
científico ortodoxo, y quiero incitar a otros a pasar en zigzag por este mundo de
los libros.

Uno de los grandes conocedores de la historia en general y de las historias de la


cultura y el arte berlineses (sus nombres se encuentran en la guía Baedecker)
tendría que reunir una descripción de la ciudad a partir de antiguas descripciones
y dejar que cada uno de los monumentos fuera descrito por contemporáneos al momento
en el que se erigieron. Acerca del monumento funerario del ministro Johann Andreas
Kraut en la iglesia de San Nicolás tendría que hablar el rector Küster, del
Instituto de Bachillerato Friedrich Werder; acerca del Teatro de la Ópera habría
que citar palabras del diario de los viajes musicales de Carl Burney, el doctor en
música; acerca de Schinkel tendría que hablar uno de aquellos que lo nombraron
director real de Urbanismo. Esto daría lugar a un bello paseo bibliográfico por la
ciudad, y se nos presentaría visiblemente un siempre nuevo pasado de la ciudad y
podríamos disfrutar de las cosas desaparecidas en las todavía visibles.

Hasta ahora Berlín no ha sido suficientemente amado, como se quejaba un gran amigo
de la ciudad, el alcalde Reicke. Todavía se siente en muchas partes de Berlín que
no han sido lo suficientemente observadas como para ser visibles. Nosotros, los
berlineses, tenemos que habitar más en nuestra ciudad. No son tan fáciles ni la
observación ni el habitar una ciudad, que siempre está de paso, qué siempre está en
trance de convertirse en algo diferente y nunca descansa en su ayer. En su libro
Berlín, el destino de una ciudad, lleno de inteligencia pero demasiado pesimista,
Karl Schleffer se queja de que Berlín es hoy, como hace siglos, una ciudad de
colonos levantada sobre una vacía estepa. Por ello no hay ninguna tradición, por
esa razón hay tanta impaciencia e intranquilidad. La ciudad tiembla ante el avance
del futuro. Cómo entonces se puede incitar al habitante a que se recree en el
presente y a asumir el amigable papel del escenario en la figura de la ciudad.

Queremos forzamos, queremos aprender un poco de ocio y de placer y observar durante


mucho tiempo esa cosa llamada Berlín, con sus cercanías y su trasiego, con lo
precioso y lo feo, con lo sólido y lo inauténtico, con lo cómico y respetable que
hay en ella, para que nos guste y nos parezca tan bella que se haga bella al fin.

El retorno del flâneur

por WALTER BENJAMIN

Si se quisiera dividir en dos grupos todas las descripciones de ciudades que


existen, entonces se concluiría que las escritas por sus habitantes autóctonos son
una minoría. La oportunidad superficial, lo exótico y lo pintoresco sólo tiene
efecto en el foráneo. Llegar a hacerse una imagen de la ciudad siendo autóctono de
ella exige motivos distintos y más profundos. Son los motivos de aquel que viaja
hacia el pasado más que a la lejanía. El libro sobre la ciudad que escribe el
autóctono está siempre emparentado con los recuerdos, no en balde el escritor ha
vivido su niñez allí. Franz Hessel vivió en Berlín la suya. Y, aun cuando él se
abre y va por la ciudad, no conoce el impresionismo exaltado con el que el que
describe aborda su objeto. Pues Hessel no describe sino que cuenta. Más aún, él
vuelve a contar lo que ha oído. Éste es un libro absolutamente épico, un recitado
mientras se pasea, un libro para el que el recuerdo no fue la fuente sino la musa.
Ella va por las calles y cada una de éstas baja en pendiente. Ella va hacia abajo;
si no hacia la madre, sí hacia un pasado que, con todo lo fascinante que pueda ser,
tan sólo le pertenece al autor y es privado. En el asfalto por el que él avanza,
sus pasos despiertan una sorprendente resonancia. La luz de gas que se refleja en
el pavimento dimana una ambigua luminosidad sobre este doble suelo. La ciudad como
recurso mnemotécnico del paseante solitario, ella incita más que la propia niñez y
la juventud, más que su propia historia. Lo que ella abre es la inmensa escena de
la flânerie que nosotros creíamos definitivamente suprimida. ¿Y es precisamente
aquí, en Berlín, donde nunca floreció especialmente, el lugar en el que se renueva?
Además es preciso conocer que los berlineses son ahora distintos. Lentamente su
problemático orgullo de fundadores de la capital fue haciendo sitio al sentimiento
de Berlín como patria. Y al mismo tiempo en Europa se ha ido aguzando el sentido de
la realidad, el sentido de la crónica, del documento y del detalle. En esta
situación sólo entra justo aquel que es suficientemente joven para experimentar
este cambio y lo suficientemente mayor para estar vinculado personalmente a los
últimos clásicos de la flânerie, un Apollinaire o un Léautaud. Sin duda fue París
el que construyó el tipo del flâneur. Lo milagroso es que no fuera Roma la que lo
hiciera. Pero, en Roma, ¿no trazan los sueños mismos esas calles demasiado
trajinadas? ¿Y no está la ciudad demasiado llena de templos, plazas valladas,
santuarios nacionales, para poder incluir éstos con cada uno de los adoquines del
pavimento, con cada uno de los letreros de las tiendas, con cada uno de los
escalones y cada una de las puertas en el sueño del paseante? Las grandes
reminiscencias, los escalofríos son una limosna que el auténtico flâneur deja con
gusto al viajante. Y todo su saber acerca de cláusulas de artistas, lugares de
nacimiento y domicilios principescos él lo abandona por el olor de una sola brizna
de aire o el tacto de un solo azulejo como si lo trajera el mejor perro doméstico.
También algo de ello depende del carácter de los romanos. A París no la han hecho
los foráneos, sino ellos mismos, los parisienses, la alabada tierra del flâneur, la
han convertido en «el paisaje construido a base de vida», tal y como Hofmanstahl lo
llamara en una ocasión. Paisaje, esto es lo que es en realidad para el paseante. O
para ser más exactos: para él la ciudad se presenta en sus polos dialécticos. Se le
abre como un paisaje, se cierra en torno a él como una habitación.

«Conceded a la ciudad un poco de vuestro amor por el paisaje», les dice Franz
Hessel a los berlineses. ¡Ah, si sólo quisieran ver el paisaje en su ciudad! Si no
tuvieran el Tiergarten, este sacrosanto bosque de la flânerie con sus sagradas
fachadas de las villas del Tiergarten, las tiendas en las que cuando suena el jazz
las ramas de los árboles dejan caer su frondosidad con más pesadez que nunca, si no
tuvieran el Nuevo Lago del que desde aquí se dibujan mentalmente sus brazos y sus
islas arboladas, «En el que en invierno nosotros describíamos en el hielo grandes
ochos a la holandesa y en otoño en el puente de madera del embarcadero subíamos a
la barca con la dama de nuestros pensamientos que llevaba el timón», si todo esto
no existiera, la ciudad seguiría siendo paisaje. Si sólo percibieran el cielo sobre
el puente del ferrocarril tan azul como si estuvieran sobre las cadenas de la
Engadina, el silencio surgiera del barullo como una oleada y en las pequeñas calles
en el interior de la ciudad quedaran reflejadas las horas del día tan claramente
como en un valle de montaña. Evidentemente la existencia auténtica del habitante de
la ciudad, aquella que hay que llenar hasta el borde, sin la que este saber no
existe, no tendría nada de mágico. «Nosotros, los berlineses —dice Hessel—, tenemos
que habitar más nuestra ciudad». Él quiere entender esto de una manera literal y
referido más a las calles que a las casas. Pues ellas son las viviendas del ser
eternamente inquieto y móvil que vive, experimenta, reconoce e imagina entre los
muros de la casa tanto como el individuo entre sus cuatro paredes. Para la masa —y
el flâneur vive con ella— los brillantes letreros esmaltados de una empresa son tan
buenos e incluso mejores como adornos de pared como lo es, para el burgués en su
salón, un cuadro al óleo. Los muros cortafuegos son sus escritorios, los kioskos de
periódicos su biblioteca, los buzones sus bronces, los bancos su tocador, y la
terraza del café el mirador desde el que observa su ajuar doméstico. Allá en la
verja donde los trabajadores del asfalto han colgado su mono está su vestíbulo y el
portón que, desde la salida del patio, lleva al aire libre el acceso a sus cuartos
de la ciudad.

Ya en la magistral Introducción al periodismo se reconocía que se había hecho una


investigación de qué significaba habitar un lugar como un tema subyacente. Como
toda experiencia concluyente y sólida incluye su actividad contraria, el arte del
flâneur incluye el saber habitar. El arquetipo del habitar es la matrix o la
cáscara. Se puede decir que esta es la silueta del ser que la habita. Apenas uno
quiere recordar que no sólo viven los hombres y los animales, sino también los
espíritus y sobre todo las imágenes, se hace visible ante los ojos lo que ocupa al
flâneur y lo que él busca. El flâneur es el sacerdote del genius loci. Este
discreto paseante con la dignidad de un sacerdote y el sentido detective. Tiene,
con su ligera erudición, algo del padre Brown de Chesterton, este maestro del
criminalísmo. Hay que seguir al autor por «el antiguo oeste», para conocerlo en
esta faceta: cómo le sigue el rastro a los lares bajo los umbrales, cómo celebra
los últimos monumentos de una cultura de vivienda. Los últimos: pues para este
siglo está escrito que le ha llegado la hora a la vivienda en el sentido antiguo en
el que, sobre todo, primaba ocultarse. Giedion, Mendelssohn, Corbusier hacen de la
morada de los hombres un lugar de tránsito de todas las fuerzas y ondas imaginables
de luz y aire. Lo que viene está marcado por el símbolo de la transparencia y no
sólo del espacio, si hemos de creer a los rusos, que propugnan la supresión de los
domingos y su sustitución por etapas móviles de vacaciones, e incluso hablan de la
supresión de las semanas. No se quiere decir que una visión piadosa, ligada a lo
museístico, sea suficiente para descubrir toda la antigüedad del antiguo oeste, por
el que Hessel lleva a sus lectores. Sólo un hombre en el que lo nuevo se anuncia,
aun con serenidad, tan vivamente, puede hacer una mirada tan original, tan prístina
a este viejo.

Entre la plebs deorum de las cariátides y los atlantes, de los pomones y lo


angelotes con cuyo descubrimiento propone al lector, sus preferidos son los que
fueron hace tiempo dominantes. Figuras que ahora se han convertido en penates y
dioses en transición. Ellos van apoyados en bastones sobre los escalones y
anónimamente alojados en los nichos del pasillo. Son los vigilantes de los rites de
passage, que por aquel entonces se acompañaban de un paso por un umbral ya fuera de
madera o metafórico. Él no puede librarse de ellos y su arrastre lo lleva a un
territorio donde las imágenes ya han desaparecido o son irreconocibles. Berlín
tiene pocas puertas, pero este gran entendido en umbrales conoce los accesos para
pasar de la ciudad al campo abierto y de un barrio a otro de la ciudad: las obras,
los puentes, los arcos del ferrocarril y las plazoletas. Todas son aquí ponderadas
y consideradas. Y para qué hablar de las horas-umbral, esos santos doce minutos o
segundos de la pequeña vida que se corresponden a unas macrocósmicas twelfth nights
y que a primera vista tienen un aspecto tan impío.

Los tés de danza de Friedrichstadt —dice el autor— tienen su hora más instructiva
antes de que se abra el negocio, cuando en el crepúsculo, junto a los instrumentos
todavía enfundados, la directora del ballet toma un bocado y charla con la mujer
del guardarropa o el barman.

Baudelaire dijo lo más cruel acerca de una ciudad: «que cambia más rápido que el
corazón de un hombre». Hessel está lleno de consoladoras fórmulas de despedida para
sus habitantes. Ofrece un auténtico manual de la separación. Y a quién no le
gustaría despedirse si con sus palabras pudiera penetrar tanto en el corazón de
Berlín como lo hace Hessel con sus musas de la calle de Magdeburgo.

Entretanto han desaparecido. Allí hay unas piedras gastadas que sostienen, si
todavía tienen manos sus bolas y sus lápices. Ellas siguen con sus blancos ojos de
piedra nuestro camino y se ha convertido en parte de nosotros el que estas
muchachas paganas nos hayan mirado. Sólo vemos que nos miran. Sólo podemos porque
no podemos nada.

Nunca se ha comprendido más profundamente la filosofía del flâneur que como lo ha


hecho Hessel con estas palabras. Él va alguna vez a París y allí están las porteras
que por la tarde están sentadas y cosen en la frescura de sus vestíbulos y se
siente observado por ellas y por las nodrizas. Y nada es más característico de la
comparación entre ambas ciudades —de París, ulterior y madura patria, y Berlín,
primera y estricta— que para los berlineses estos grandes paseantes llaman antes la
atención y se hacen sospechosos. Por eso el primer capítulo de este libro se llama
«El sospechoso». En él calibramos las resistencias ambientales que en esta ciudad
se le hacen a la flânerie y qué amargamente en ella la mirada acusadora de las
cosas y los seres amenaza con caer sobre el soñador. Aquí se comprende y no en
París, porque el flâneur se distingue del paseante filosófico y pudo recibir los
rasgos del ogro errante en la jungla social que Poe fijó para siempre en su «Hombre
de la multitud». Esto es lo que le corresponde al «sospechoso».
Sin embargo, el segundo capítulo se llama «Aprendo». Ésta es de nuevo una de las
palabras preferidas del autor. Los escritores la denominan la mayoría de las veces
«estudiar» a cómo pueden entrar en contacto con una ciudad. Entre ambas palabras
dista un mundo. Todo el mundo puede estudiar, aprender sólo puede el que está ávido
de lo permanente. Una soberana tendencia hacia lo permanente, una resistencia
contra los matices está presente en Hessel. La vivencia quiere lo que sólo se da
una vez y la sensación, la experiencia lo que siempre es igual a sí mismo. «París —
así decía él hace años— es el estrecho balcón con barandilla delante de miles de
ventanas, el cigarrillo rojo y metálico ante miles de estancos, la plataforma de
cinc del pequeño bar, el gato del conserje». Así rememora el flâneur como un niño
que al igual que un viejo se atiene sólo a su sabiduría. Ahora también ha compilado
para Berlín un registro similar, un libro egipcio de los muertos para los vivos. Y,
cuando el berlinés busque en su ciudad otras promesas diferentes de las de los
anuncios luminosos, le cogerá a éste mucho cariño.

FRANZ HESSEL (Stettin, 1880 – Sanary-sur-Mer, 1941) fue uno de los más destacados
intelectuales alemanes de la primera mitad del siglo XX: poeta, narrador y
traductor de Stendhal, Balzac, Casanova y, junto a Walter Benjamin, Proust. Fue
también uno de los primeros creadores que encarnó la figura del «flâneur»
baudeleriano, y quien, precisamente, enseñó a Benjamin a pasear, descubrir y vivir
París desde esa perspectiva, influyéndole e impulsando su obra sobre la capital
francesa, el determinante «Libro de los Pasajes», uno de los textos fundamentales
de la Modernidad.

Hessel vivió entre Berlín y París. Su comprensión de las dos grandes metrópolis
europeas y de la mitología que se producía en torno a ellas, así como de todos los
personajes que surgieron en ambas, fue excepcional, y marcó de tal manera la
tradición literaria berlinesa que es conocido como «el constructor de Berlín». En
2011, se publicó su novela «Romance en París», y en 2013, «Berlín secreto». Fue
autor también de «Marlene Dietrich», uno de los primeros y más conocidos retratos
de la actriz, aparecido por primera vez en castellano en 2014. En 2015 se ha
publicado «Paseos por Berlín».

Notas

[1] No se ha insistido suficientemente en el papel desempeñado por Bemd Witte en el


redescubrimiento de Hessel en Alemania. Sus investigaciones sobre Walter Benjamin
le han llevado a reconstruir su biografía principalmente gracias a unas
conversaciones con Helen, su mujer, por aquel entonces todavía viva (las
conversaciones tuvieron lugar escalonadamente entre 1970 y 1980). Más tarde, hizo
grandes esfuerzos para que fueran reeditadas las obras de Franz Hessel,
acompañándolas de excelentes introducciones. Que encuentre aquí nuestro
reconocimiento, así como Karin Grund, autora de un notable estudio, todavía
inédito, acerca de Franz Hessel: Tras el rastro de Franz Hessel poeta y escritor
(trabajo que ella ha tenido la deferencia de facilitamos y que leyó en la
Universidad París III en 1986 para su diploma de estudios superiores de filología
alemana). Le hemos tomado prestadas un gran número de precisiones sobre la vida de
Hessel, las citas del diario inédito de Henri-Pierre Roché y las charlas de su
mujer Helen, a la que pudo entrevistar pormenorizadamente. Como no hemos tenido la
oportunidad de conocer a Helen Hessel, lo esencial de los materiales biográficos
nos ha sido suministrado por sus hijos Ulrich y Stéphane, que, sin poner reparos
por el tiempo empleado, nos han concedido largas entrevistas grabadas que evocaban
la vida y la obra de su padre. <<

[2] Manfred Flügge ha reunido en un volumen documentos de gran interés sobre Franz
Hessel y su familia durante su exilio en París con el título de París como destino.
Franz Hessel y los suyos. Éste aparecerá en 1989 en la editorial Das Arsenal de
Berlín. Manfred Flügge igualmente ha organizado en 1987, con motivo del 750
aniversario de la ciudad de Berlín, un seminario sobre Hessel en la Universidad
Libre de Berlín con la participación de los hijos de Franz Hessel. <<

[3] Infancia en Berlín, en Calle de sentido único. <<

[4] Ibíd. <<

[5] Ulrich Hessel, su hijo, considera que esta diferencia de percepción de la


ciudad obedece en parte a sus distintas relaciones con el judaísmo. Hessel,
profundamente asimilado a la cultura alemana, no conoció límite alguno en su
relación con Berlín y se apasiona por todos los barrios populares de la ciudad.
Benjamin, aunque su familia hubiera comenzado desde hacía mucho un proceso de
asimilación, sigue siendo prisionero de cierto gueto de la burguesía judía, el del
Viejo Oeste y el Tiergarten (Comunicación oral). <<

[6] Walter Benjamin, Charles Baudelaire, un poeta lírico en la época del


capitalismo. <<

[7] Walter Benjamin, Das Passagen-Werk, tomos 1 y 2, Suhrkamp, 1982. <<

[8] La amistad entre Franz Hessel y H. P. Roché finalizó en 1934, cuando Helen le
anuncia su ruptura. A pesar de la intensidad de su relación, Hessel no quiso verlo
de nuevo por respeto a su mujer. Con todo, la amistad que unía a los dos hombres
era sin duda más profunda que el amor entre Helen Hessel y H. P. Roché
(Comunicación oral de Ulrich Hessel). <<

[9] Henri-Pierre Roché, Jules et Jim, Gallimard, 1953, reed. Folio, p. 11. <<

[10] Hemos tomado prestado lo esencial de estos datos biográficos de las novelas de
Franz Hessel. Cierto número de precisiones se han tomado del estudio de Karin Grund
que ha tenido el mérito de haberlas recopilado. La paciencia y la meticulosidad de
su trabajo no ha sido suficientemente resaltada; cf. la nota final de Bemd Witte al
volumen de Franz Hessel Ermunterung zum Genuss, Berlín, 1981. Por último, los dos
hijos de Franz Hessel, Ulrich y Stéphane, nos han aportado su ayuda para esclarecer
diferentes aspectos de su vida y han aceptado releer este prefacio y nos
permitieron entre otras cosas confrontar la historia de Jules et Jim con la
realidad que ellos vivieron. Nuestro reconocimiento a ellos no tiene límites. <<

[11] El hermano mayor de Franz Hessel se casó con la hermana de Helen Hessel
(Comunicación oral de Stéphane Hessel). <<

[12] Aunque esta abuela permaneciera ligada a la tradición judía ortodoxa, Ulrich
Hessel se acuerda de que su madre hablaba de la invisibilidad de la madre de Franz
el día de Yom Kippur. Partidario de la asimilación, Heinrich Hessel hizo bautizar a
sus hijos y les mandaba a la catequesis. Sobre las analogías entre el universo de
Benjamin y Hessel, cf. Der Kramladen des Glücks (op. cit., p. 42) y el texto de
Infancia en Berlín, n.º 12, Blumeshof (op. cit., p. 66). La relación de Hessel con
el judaísmo fue siempre bastante contradictoria y él se sentirá profundamente
influido por el cristianismo. Como tantos intelectuales de origen judío de su
época, Hessel se vio desgarrado por exigencias irreconciliables: la fe en la
asimilación a la cultura alemana, de la que sin embargo se sentirá rechazado por
ser judío, la voluntad de aproximarse a la tradición judía a la que, sin embargo,
era ajeno. Gerhard Scholem describió admirablemente dichos conflictos en su
autobiografía De Berlín a Jerusalén. En casa de los Hessel se celebraba la navidad.
Para el padre de Hessel la asimilación constituía la prolongación de la
emancipación. Parece como si Hessel sólo hubiera tomado conciencia de su condición
de judío con la llegada de los nazis al poder. Aún ironizará declarando que era un
cristiano no ario, adscribiéndose a un linaje del que Cristo fue fundador. Los
hijos de Franz Hessel consideran que su familia es protestante. <<

[13] Se interesa en particular por la egiptología y estudia los jeroglíficos. Por


su parte Benjamin seguirá en Munich con R. M. Rilke un seminario sobre los aztecas
proyectando incluso aprender su lengua Cf. Der Kramladen des Glücks (op. cit., p.
176) y G. Scholem, Walter Benjamin. Historia de una amistad. <<

[14] El Círculo de Stefan George se había constituido hacia 1895 y agrupaba en tomo
a la revista Blätter Für die Kunst a personalidades muy diversas, algunas de origen
judío. Entre los discípulos más famosos hay que citar a Karl Wolfskehl, Friedrich
Gundolf, Ludwig Klages y Alfred Schuler. Si Karl Wolfskehl será siempre un
discípulo del maestro, Klages y Schuler desarrollarán sus propios círculos y
ejercerán una profunda influencia sobre la generación muniquesa. Benjamin
frecuentará, como Rilke, el Círculo de Schuler y abrigará una duradera admiración
por Klages hasta principios de los años treinta, por más que hubiera conocido muy
pronto su antisemitismo. Este antisemitismo separó a menudo a los partidarios de
Klages de los de George. El Círculo estalla en 1904 a consecuencia de una disputa
entre Klages y Schuler, de una parte, y George y Wolfskehl, de otra. <<

[15] Karl Wolfskehl emigró después de 1933 a Nueva Zelanda. Hessel después de la
muerte de su padre vuelca sobre él gran parte de su afecto y le dedica un
emocionante texto en 1929 Hermes en Nachfeier. <<
[16] Estas novelas siguen siendo uno de los mejores testimonios de esta época. Th.
W. Adorno cita un extracto en Jargon der Eigentlichkeit. <<

[17] Esta actitud de Hessel se plantea de lleno en Jules et Jim. Ciertas frases de
H. P. Roché la caracterizan con exactitud: «Jules era un amigo delicioso, pero un
amante o un marido sin consistencia», subraya Jim (op. cit., p. 18). <<

[18] Cf. Karin Grund, op. cit., p. 22, quien reconstruye con detalle esta extraña
comunidad. <<

[19] Nacido en 1879, llevó, según parece, una vida de diletante apasionado por los
viajes, la poesía y la pintura. Él mismo era pintor y posibilitó que Picasso y
Gertrud Stein se conocieran, Roché era amigo de Albert Dreyfuss, originario de
Viena, a quien Hessel también frecuentó y estuvo muy relacionado con Marcel
Duchamp. <<

[20] «Jules y Jim se vieron todos los días. Cada cual enseñaba al otro hasta la
madrugada, su lengua y su literatura. Se mostraban sus poemas y los traducían
juntos» (op. cit., p. 11). «Roché se sentía fascinado por la cultura alemana y en
no sé qué circunstancias exactas conoció a mi padre. Desde 1913 ya eran amigos. Mi
padre halló a través de Roché la apertura hacia la cultura francesa. ¿Por qué quedó
tan ligado a Roché? No sabría decirlo. Roché no tenía gran cosa que buscar en Franz
salvo su personalidad. Tenía una extraña relación con las mujeres. Roché era acaso
lo que mi padre, en cierto momento, había soñado ser, si no un donjuán, sí al menos
un hombre que seducía a las mujeres por su físico. Mi padre no era un conquistador.
Roché era extremadamente seductor. Guardo el recuerdo de un hombre perspicaz,
inteligente, sensible, al que no se olvida. Podría haber sido un gran escritor.
¿Simpático? Más o menos. Tenía una faceta muy anglosajona, le gustaba el golf, el
boxeo, los caballos. Su amistad con Marcel Duchamp es muy significativa. Duchamp no
se hubiera interesado por un cualquiera». (Comunicación oral de Stéphane Hessel).
<<

[21] Roché la llama en su diario «Gisèle». Luise Bücking era estudiante y aparece
en Jules et Jim con el nombre de Lucie. El diario de H. P. Roché es de momento
inaccesible. Karin Grund tuvo la oportunidad de consultarlo por medio de François
Truffaut. <<

[22] «Fabia» en el diario de Roché, se convertiría en amante suya. <<

[23] «Jim introdujo a Jules en los cafés literarios donde era habitual la presencia
de celebridades. Jules era allí muy apreciado y esto contentó a Jim» (op. cit., p.
12). En estos encuentros participan Walter Bondy, Rudolf Levy, Erich Klossowski,
Wilhelm Uhde, Paul Stern, Franz Dühlberg, K. Wolfskehl, la Condesa zu Reventlow,
Jules Pascin, Friedrich Sieburg, Thankmar von Münchhausen. Este último estará
también relacionado a Walter Benjamin y su nombre aparece cierto número de veces en
su Correspondencia. <<

[24] Los mejores recuerdos de estos años son los de André Salmon, que rescató
admirablemente en su autobiografía Souvenirs sans fin (2 vols., Gallimard, 1955).
Él estaba relacionado con H. P. Roché. Acerca de las discusiones sobre los pintores
de Montparnasse, véase también A. Salmon, Montparnasse (André Bonne, 1950). También
se encuentran interesantes recuerdos de estos años en Paul Fort, Mes Mémoires.
Toute la vie d’un poète 1872-1944 (Flammarion, 1944), y en Francis Carco, Bohème
d’artiste (Albin Michel, 1950). Entre los escritores que frecuentaban esta bohemia
encontramos a Paul Fort, Léon-Paul Lafargue, G. Apollinaire, J. Moréas, Pierre
Louys, Paul Claudel, Maurice Barres, Émile Verhaeren, André Gide, Arthur Cravan,
Max Jacob, Blaise Cendrars y R. M. Rilke. La tradición de pintores de Montparnasse
se remonta sin duda a Kesling y Gaughin. Posteriormente allí se encontraron
Matisse, Van Dongen, Friesz, Picasso, Soutine, Chagall, Pascin, Modigliani, Diego
Ribera, R. Levy, W. Bondy y Marie Wassilief. <<

[25] Hessel tradujo su primera novela, Tendres Canailles, sin que se llegara a
editar. <<

[26] Helen había estudiado pintura por gusto. No expondrá nunca, incluso aunque
continúa pintando y mantiene una muy elevada sensibilidad artística. En los últimos
años de su vida vivió con la hermana del pintor Wilhelm Uhde. Franz la conoció en
el Café del Dome. Era una mujer muy bella, de largos y rubios cabellos (se los hizo
peinar a la moda de la época: à la garçonne), muy exuberante y de temperamento
apasionado. Nacida en 1886 en el seno de una familia burguesa y protestante, era
hija de un banquero que pintaba y tocaba música en sus ratos libres. La familia de
su madre era de origen suizo pues su abuelo materno, expulsado de Alemania a
consecuencia de la revolución de 1848 se había refugiado en Zúrich donde había
adquirido posesiones. «Mi madre era fuertemente inconformista, rechazaba la moral
burguesa, pero en el interior de este inconformismo consiguió hallar si no una
moral, al menos una ética muy rigurosa. Mi padre, por el contrario, aunque era
capaz de trabajar con encono —aún lo veo en su habitación llena de humo todo el día
—, era un puro bohemio». (Comunicación oral de Ulrich Hessel). «Yo la consideraba
una semidiosa. Era brillante, exigente, voluntariosa, un poco autoritaria, con
muchas ambiciones literarias. Tenía un bello estilo. Pero prefería sacrificarse
para educar a sus hijos hacerse una muy concienzuda periodista y sostener
materialmente a la familia. Sentía mucha admiración por mi padre, aunque también
debía considerarlo una persona no del todo responsable. El personaje literario que
le inspiró a Roché no es exagerado ni en cuanto a su carácter ni en cuanto a su
encanto físico». (Comunicación de Stéphane Hessel). <<

[27] Ulrich Hessel nació el 27 de julio de 1914. Helen se quedó hasta octubre en
Ginebra, donde vivía su hermana, por aquel entonces enfermera, por causa de este
nacimiento difícil. <<

[28] Cit. por Karin Grund, op. cit., p. 38. <<


[29] Suhrkamp, 1985. <<

[30] Traducido por Karin Grund, Pariser Romanze, op. cit., p. 34. <<

[31] Comunicación oral de Stéphane Hessel. <<

[32] El retrato que H. P. Roché hizo de la evolución de las relaciones de Franz y


Helen parece bastante exacto si se confronta con los testimonios de sus hijos. Aun
casados reinaba entre ellos una libertad total. Al darle su alianza de matrimonio,
Franz le dijo: «Te entrego este anillo como símbolo de tu libertad». «Jamás exigió
de ella la fidelidad conyugal. La amaba libre, independiente, fiel a sí misma y no
quería intervenir en su vida. No sentía celos. Pero ella pareció acomodarse
bastante mal a este estilo de amor y deseaba, sin duda, un marido más apasionado»,
señala Ulrich Hessel. «Cuando se conocieron, mi padre era un joven afortunado, que
amaba la vida y las mujeres sin caer en el libertinaje. Vio en mi madre una mujer
muy excepcional, a la que sin duda mitificó de un modo infantil. Lo que me
sorprende enormemente en Pariser Romanze es que la describe como una chica muy
joven. Ella admiraba su cultura, una apertura al mundo y a la libertad. Dado que
ella misma buscaba la libertad, le dijo en cierto modo: “Casándome contigo, me das
la libertad”». Él supo siempre que no sería el único hombre en la vida de Helen. No
había previsto, sin duda, que su mejor amigo sería la gran pasión de la vida de mi
madre, pero la evolución era inevitable. Sus relaciones se hallaban en un plano muy
distinto. En la vida real las relaciones entre estos tres seres fueron, según mi
parecer, menos antagónicas que en Jules et Jim. (Comunicación oral de Stéphane
Hessel). <<

[33] Este episodio tuvo cumplida trasposición en Jules et Jim: «Tuve un ardiente
deseo: […] un trabajo estricto y exigente en contacto con la naturaleza. Me puse a
servir en una propiedad agrícola del Norte. Comencé por abajo, trabajé con los
empleados de la granja. El agua de mi cántaro se helaba por la noche. Aprendí de
cultivo y de ganado. Esa vida era hermosa» (op. cit., p. 98). También se encuentra
evocado en la novela de Hessel Heimliches Berlín (Suhrkamp, 1982). <<

[34] «Jules escribía un hermoso libro. Tenía el aspecto de un monje. No dormía en


la misma habitación que Kathe. Ella lo trataba con gentileza y generosidad. Jules
dejaba que Jim lo descubriera poco a poco: sí, era cierto, la flor del amor se
había marchitado entre ellos» (op. cit., p. 91). «Jim comprendió que Kathe concedía
aún a Jules favores parciales. Pero se alejaba más de él. Jules renunciaba poco a
poco a ella, a lo que había esperado de este mundo. De ahí la impresión de monje
que daba. No tenía resentimientos contra Kathe. Jim se preguntó si Kathe se había
casado con Jules por su dinero. Pero no, él estaba seguro: era por su mentalidad,
su fantasía, su budismo» (ibíd., p. 94). <<

[35] Citado según Karin Grund, op. cit., p. 55. Roché con su exigente donjuanismo,
su culto a la virilidad, era el polo opuesto a Hessel. <<
[36] Benjamin tradujo Ursule Mironet a petición de Hessel. <<

[37] Sobre Ernst Rowohlt, cf. la monografía de Paul Mayer, amigo de Hessel y
antiguo lector de las ediciones: Ernst Rowohlt (Rowohlt, 1968). Paul Mayer recuerda
que esta edición de Balzac fue no sólo un negocio para el editor —Balzac se puso de
moda en Alemania— sino que también Rowohlt se identificó de buena gana con Balzac,
con quien compartía la energía, el desprecio por el dinero, la fuerza del trabajo.
También se encuentran sorprendentes retratos de Rowohlt en la autobiografía de
Ernst von Salomon, La Questionnaire (Gallimard, 1953). <<

[38] Cf. Paul Mayer, op. cit., p. 96. <<

[39] Vers et prose se creó en 1905 inspirada en un libro de poemas de Mallarmé, a


quien Paul Fort admiraba con pasión. La revista fue concebida, fundada y dirigida
en la Closerie des Lilas de Montparnasse. Se proponía publicar a los mejores poetas
y prosistas del simbolismo. Acogió principalmente a poetas y escritores. La revista
duró quince años y fue retomada bajo la dirección de Valéry y de Paul Fort en 1927.
Cf. Paul Fort, Mes mémoires, pp. 84 ss. <<

[40] Cf. Paul Mayer, op. cit., p. 96. <<

[41] Recordemos que, en los años veinte y treinta, Les Nouvelles Litteraires era,
por la calidad de sus colaboradores, por su apertura a las literaturas foráneas, al
cine e incluso a la actualidad política, una de las mejores revistas de crítica
literaria. Después de 1933, acogerá las contribuciones de cierto número de
emigrados antifascistas. <<

[42] Acerca de la historia de la Literarische Welt cf. Willy Haas, Die literarische
Welt. Lebenserinnerungen, Fischer, 1983. <<

[43] Citado por Karin Grund, p. 65. Charlotte Wolff, psicóloga y teórica de la
homosexualidad femenina, vivirá algunos años con Helen Hessel, calle Malebranche,
sin duda fascinada por su personalidad. Para vivir leía las líneas de la mano al
grupo de amigos de Helen (Ravel, Breton, etc.). (Comunicación de Stéphane Hessel).
<<

[44] Citado por Karin Grund, op. cit., p. 66. La explicación dada por H. P. Roché
es muy diferente: «Kathe había dado recepciones cada vez más grandes a sus amigos,
que Jules, debido a su trabajo, encontró demasiado frecuentes. Él había cambiado su
despacho de habitación en habitación hacia las más pequeñas […]. Jules, enamorado
de la soledad y abrumado por las actividades de Kathe, escogió entonces la única
habitación que daba al patio y declaró que también le serviría de despacho. Hizo
poner anaqueles hasta el techo por todas partes y allí acumuló sus libros» (op.
cit., p. 171). <<

[45] Hessel fue amigo de Bertolt Brecht, Kurt Weill y Marlene Dietrich. <<

[46] Así Helen refiere lo que de él decía Benjamin: «Hessel es un mago. Y peligroso
como el que más. Se debería poner coto a sus manejos. Tiene el poder de
transformarlo todo. Pero al contrario que aquellas hijas del rey que, al contacto
de la varita mágica, se convertían en piedras o en monstruos horrendos, sus
refinadas artimañas nos han reservado una muerte mucho peor. Al contacto con él
renacemos, alcanzamos nuestra verdadera identidad, una identidad cuyo
descubrimiento nos colma de alegría y nos procura un placer e interés iguales al
que él halla en nosotros. Y de repente, nos damos cuenta de que estamos
completamente bajo su hechizo» (cit. por Karin Grund, op. cit., p. 70). Stéphane
Hessel encontrará por última vez a Benjamin cuando éste intentaba abandonar
Francia, completamente desesperado. «Conozco a Benjamin de hace mucho tiempo, pero
no con mucha profundidad porque no era alguien a quien pudiera conocerse
íntimamente. Admiraba mucho a Helen y consideraba a mi padre como su iniciador en
la ocupación de flâneur. Su relación con mi madre era un poco curiosa. Ella lo
encontraba algo desaliñado. Era muy exigente en cuanto al físico de los hombres.
Admiraba la inteligencia de Benjamin, pero le chocaban sus maneras. Helen gustaba
mucho de escribir pequeños textos filosóficos. Stefan Grossmann, el editor de
Tagebuch, publicó algunos y Benjamin los valoró muy positivamente. Benjamin
sorprendía por una extrema profundidad. Nosotros considerábamos de niños a nuestro
padre hombre sensato y comprensible. Con Benjamin, siempre estábamos seguros de que
cuando comenzaba una frase sólo comprenderíamos una pequeña parte. Se paseaba por
la habitación, siempre con el brazo tras la espalda, diciendo cosas que nos
parecían tan importantes como poco comprensibles. Lo conocí en Berlín y su hijo
Stefan fue amigo mío». (Comunicación de Stéphane Hessel). <<

[47] Como escribía Willy Haas en Literarische Welt, la traducción de Proust al


alemán constituía un acontecimiento. Pero el resultado era bastante decepcionante.
Rudolph Schottländer, el primer traductor, apenas si logró restituir la belleza del
original. Por ello Hessel y Benjamin recibieron la proposición de traducir A la
recherche du temps perdu para la editorial Die Schmiede. La editorial Piper
recompró los derechos y quiso continuar la publicación. Pero, hartos de la ligereza
de quienes habían emprendido el proyecto, Hessel y Benjamin, muy meticulosos en la
traducción, iban a renunciar a continuar con la empresa que el editor alemán debió
abandonar a consecuencia de dificultades financieras. <<

[48] Carta a Jula Radt, 22 de marzo de 1926. Briefwechsel. <<

[49] Helen fue a París en abril de 1925 para reencontrarse con H. P. Roché. Hessel,
sus dos hijos y su aya Emmy Toepffer se reunieron con ellos en julio de 1925.
Cuando Benjamin llegó a París, la familia Hessel vivía en Fontenay-aux-Roses desde
el verano de 1925 (Comunicación de Ulrich Hessel). <<
[50] Cf. Karin Grund, pp. 74-75, que exponen el punto de vista de Helen Hessel. <<

[51] H. P. Roché se dedica a partir de entonces a la venta de cuadros. <<

[52] Gershom Scholem. Walter Benjamin. Historia de una amistad. <<

[53] Los dos hijos de Franz Hessel aprendieron de inmediato el francés con éxito ya
que rápidamente fueron los mejores alumnos de sus clases. Stepháne hará la
oposición de la Escuela normal superior y aprobará dos veces, como extranjero y
como francés. Mantendrá con su padre una relación menos estrecha que Ulrich que
volvió a vivir con él en Berlín. Stepháne se quedó con Helen en París: «Para mí
seguirá siendo un hombre maravillosamente bueno, un sabio, un erudito, pero tuve
con él menos relaciones que mi hermano. Mi madre nos llevó a mi hermano y a mí a un
internado cerca del lago Constanza. A Ulrich le tentaban los estudios en Alemania,
yo escogí quedarme en Francia. Sólo volví a Berlín por cortas vacaciones; y decidí
tras mis estudios hacerme francés en 1937. Por tanto, a partir de 1930, he visto
muy poco a mi padre, mientras que mi hermano se quedó con él a partir de 1931»
(comunicación de Stéphane Hessel). Helen publicará sus impresiones sobre París en
Tagebuch de Stefan Grossmann y trabajará como corresponsal de moda para el
Frankfurter Zeitung. Joseph Roth, que admiraba su sentido literario, hizo que
obtuviera este puesto. <<

[54] Comunicación de Ulrich Hessel. <<

[55] Citado por Karin Grund, ibíd., p. 81, y por Ulrich Hessel que comenta así
estas palabras: «En lugar de concentrar su amor por una sola persona, tenía el arte
de dar a cada mujer que conocía lo que ésta esperaba. En Berlín vivía rodeado de
bellas mujeres de las que era confidente». «Mi padre era un ser extraordinariamente
poco posesivo. Toda su obra se basa en la no posesividad. No hacía sombra a nadie,
ni a los amantes de su mujer, ni a los rivales literarios. Nadie desconfiaba de él
pues era profundamente bueno, quizá por cierta debilidad. Había renunciado a una
cara de la existencia que era la ambición, el éxito. Era un sabio apartado de todo
combate». (Comunicación de Stepháne Hessel). <<

[56] Jules Romains, partidario de la reconciliación franco-alemana, era estimado


por las autoridades del Reich, y el Ministerio de Asuntos Exteriores alentó a su
traducción. Ernst Rowohlt sugirió a Jules Romains que eligiera a Hessel como
traductor. Así pudo evitar las medidas de desposesión dictadas por la Cámara de
Cultura del Reich. <<

[57] Op. cit., pp. 276-286. Franz Blei ha inventado una bella anécdota para
simbolizar la nostalgia permanente que Hessel abrigaba en Berlín por París. Lo
encuentra con un gran paraguas en la avenida Unter den Linden en un día veraniego
de cielo despejado, Hessel tan sólo le dice: «Hoy he leído en el periódico que
llueve en París». <<

[58] Ernst von Salomon afirma que Hessel fue a Francia y no pudo volver a Alemania
a consecuencia de la guerra. Esta tesis es poco probable. Fue a instancias de Helen
como consintió ir para allá, pues hasta el último momento rechazaba abandonar
Alemania por amor a Berlín teniendo la certeza de que el régimen nazi se hundiría
pronto o, como también se afirmaba, al rechazar sustraerse al destino colectivo de
los judíos. Franz y Helen estaban oficialmente divorciados desde 1936, pues ella no
hubiera podido escribir en la prensa alemana estando casada con un judío, aún
procedente de una familia convertida al protestantismo. <<

[59] Hessel obtuvo este puesto gracias a Wilhelm Speyer. Por otra parte. Hessel era
pariente lejano de la baronesa Alix de Rotschild. <<

[60] Der alte, novela inacabada, se publicó más tarde con el título Alter Mann. <<

[61] Pintora expresionista, antigua amiga de Rainer Maria Rilke, que estaba
establecida en París desde 1928. Al parecer frecuentó bastante pronto a Helen
Hessel (comunicación oral de su hija, también pintora, Ingo de Croux). <<

[62] Citado por Karin Grund, ibíd., p. 87. <<

[63] Aparte de con Benjamin, Hessel se relacionaba con el periodista comunista


Alfred Kantorowicz, Alfred Döblin, Siegfried Kracauer, Alfred Polgar, Wilhelm
Speyer. En Sanary y en el Lavandou, frecuentó a Kurt Wolff, Hans Siemsen, H. A.
Joachim, E. A. Rheinhardt. Ulrich Hessel considera que su relaciones con los
emigrados del sur de Francia no superaban en intensidad a las que mantenía con los
demás habitantes de Sanary. <<

[64] Sobre este episodio remitimos a nuestro propio trabajo Weimar en exil. Essai
sur le destín de l’émigration allemande antinazie, 2 vols., Payot, 1988. Recordemos
que Lion Feuchtwanger, Heinrich y Thomas Mann, Ernst Bloch, Alfred Kantorowicz,
Bertolt Brecht, René Schickele, Franz Werfel y Arthur Koestler pasaron temporadas
en Sanary. <<

[65] Traducción francesa, edición Jean-Cyrille Godefroy, 1985. <<

[66] El tejar existe aún y ahí podemos ver los frescos pintados por artistas
alemanes internados en la sala del refectorio. <<
[67] Feuchtwanger, op. cit., pp. 51-52. <<

[68] Helen logró librarse del internamiento probando que su hijo era oficial
francés y con la ayuda de un médico que declaró que su confinamiento era imposible.
Vivió en la miseria ayudada por amigos franceses, entre ellos el padre de Pierre
Klossowski. <<

[69] Vivían en una casa situada en las alturas del puerto con Mme Ebstein y H. A.
Joachim. Hessel vivía en una especie de torre (comunicación oral de Ulrich Hessel).
<<

[70] Citado por Karin Grund, op. cit., p. 96. Cierto número de emigrados creerán
erróneamente que se había suicidado. Hessel, debilitado físicamente por su
detención y los sufrimientos del exilio, murió en espacio de media hora a
consecuencia de un ataque de apoplejía. El texto de Helen Hessel ha sido recogido
en el volumen de Manfred Flügge. Ella tuvo un destino excepcional. Tras su ruptura
con Roché, vivió impedida de resulta de un accidente de caballo que le supuso la
pérdida de la cadera. Stéphane Hessel fue hecho prisionero por los alemanes, se
evadió y logró llegar a Inglaterra uniéndose al general De Gaulle. Luego fue alto
funcionario de las Naciones Unidas (1946-1950). Helen pasó temporadas con Stéphane,
fue a California y la contrataron como dama de compañía (hablaba admirablemente
bien el inglés) a los sesenta y dos años y trabajó como chófer. Su coche chocó con
un tren y sufrió daños en el cuello del fémur. Su vida parece apaciguarse, pero a
los setenta y cinco años tradujo Lolita de W. Nabokov para la editorial Rowohlt. <<

[71] En español en el original. (N. del T.) <<

[72] Literalmente, «canal del ejército de tierra». (N. del T.) <<

[73] Referencia a la muerte de Rosa Luxemburg, asesinada el 14 de enero de 1919. Su


cadáver fue arrojado al Landwehrkanal, donde fue encontrado, meses después, el 31
de mayo. (N. del T.) <<

[74] Literalmente, «corte del Temple». (N. del T.) <<

[75] Jugendweihe, iniciación a la juventud: fiesta de origen pagano que celebra el


final de la adolescencia, tiene mucho predicamento en ciertos países y suele
festejarse a los quince años. (N. del T.) <<

[76] Los vendos eran el pueblo bárbaro aborigen de Berlín. (N. del T.) <<
[77] Partido Comunista de Alemania. (N. del T.) <<

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