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Georg Simmel, - La Metropolis y La Vida Mental

Este documento presenta el artículo "La Metrópolis y la vida mental" de Georg Simmel. Simmel analiza cómo la vida en las grandes ciudades modernas intensifica los estímulos nerviosos de los individuos y fomenta una personalidad reservada e indiferente. El documento también proporciona contexto sobre la vida y obra de Simmel y la relevancia continua de sus ideas sobre la interacción entre individuos y sociedad en entornos urbanos.

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Georg Simmel, - La Metropolis y La Vida Mental

Este documento presenta el artículo "La Metrópolis y la vida mental" de Georg Simmel. Simmel analiza cómo la vida en las grandes ciudades modernas intensifica los estímulos nerviosos de los individuos y fomenta una personalidad reservada e indiferente. El documento también proporciona contexto sobre la vida y obra de Simmel y la relevancia continua de sus ideas sobre la interacción entre individuos y sociedad en entornos urbanos.

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bifurcaciones 004 - coleccion reserva - Georg Simmel, "La Metropolis y la vida mental" 27/02/12 9:48

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Trabajos relacionados:

Núm. 5, Colección Reserva / Guy Debord, "Informe Núm. 2, Colección Reserva / Louis Wirth "El urbanismo como Núm. 3, Reseña Libro/ Bill Stamets, "¿Puede la teoría
sobre la construcción de situaciones" modo de vida" observar la ciudad ?"

La Metrópolis y la vida mental


Por Georg Simmel *

Presentación del artículo

Georg Simmel fue uno de los grandes pensadores urbanos. No sólo por su enorme capacidad para
reconocer y explicar aquellas cosas que eran propias de la nueva vida urbana, sino también porque
fue capaz de presentarlas de manera sencilla y penetrante. Su escenario fue el Berlín de finales del
siglo XIX, una ciudad que se asomaba cuantitativa y cualitativamente diferente a su predecesora; lo
primero, porque su extensión y población inauguraba una escala magna que más tarde se volvería la
norma; lo segundo, porque en su esencia el habitante de las ciudades presentaba características
nunca antes vistas.

La metrópolis y la vida mental (1903), su trabajo más importante y conocido, recoge estas
preocupaciones, ahondando especialmente en el tipo de interacciones que se despliegan entre el
individuo y la sociedad. Su hipótesis rectora propone que, tensionado por un ritmo vertiginoso e
imposible de esquivar, el urbanita comienza a configurar un tipo de personalidad moderno,
capitalista, indiferente y reservado; un tipo de personalidad caracterizado por la intensificación de los
estímulos nerviosos. Y la mirada que propone ante este nuevo escenario no es, como venía siendo
costumbre, desde la economía, la política o la biología, sino que desde la cultura y la naciente
psicología.

Todo esto vuelve sus reflexiones contextualmente relevantes; pero si rescatamos La Metrópolis y la
vida mental para nuestra colección reserva, poniéndola a disposición de nuestros lectores por primera
vez en formato digital, no es sólo por su valor histórico, sino también -y especialmente- por la
vigencia de sus ideas. Es cierto que el autor nos habla desde un escenario particular, y que las
causas y efectos que elabora pertenecen a un marco de tiempo ya perdido y a ratos olvidado, pero
también es cierto que al trazar ese recorrido Simmel da cuenta de un fenómeno que está en el

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centro de la condición moderna, cual es el encuentro violento entre el mundo interno del individuo y
el mundo externo de la sociedad y las ciudades. Y eso es suficiente para volver a él una y otra vez.
RG

Esta versión es un híbrido de las traducciones de Juan Zorrilla, publicada en Antología de Sociología Urbana, compilación de Mario
Bassols, Roberto Donoso, Alejandra Massolo y Alejandro Méndez (México, UNAM, 1988), y de la versión publicada en Revista Discusión
(1977), núm. 2. Barcelona: Barral.

En nuestra sección Biografías, Rosario Palacios comenta la vida y obra de Simmel, y su importancia
para el pensamiento urbano.

Los problemas más profundos de la vida moderna se derivan de la demanda que antepone el individuo, con el
fin de preservar la autonomía e individualidad de su existencia, frente a las avasalladoras fuerzas sociales que
comprenden tanto la herencia histórica, la cultura externa, como la técnica de la vida. La lucha contra la
naturaleza que el individuo ha desarrollado para su subsistencia corporal logra, bajo esta forma moderna, una
más de sus transformaciones. El siglo XVII hizo un llamado para que el hombre se liberara a sí mismo de todas
las ataduras que parten del Estado, de la religión, de la moral y de la economía. La naturaleza del hombre,
común a todos y originalmente buena, debe por lo tanto desarrollarse sin obstáculos. El siglo XIX además de
exigir una mayor libertad, demandó la especialización del hombre y de su trabajo de acuerdo con criterios
funcionales; este proceso de especialización hace que cada individuo se vuelva incomparable a otro y que cada
uno de ellos se vuelva indispensable en el mayor grado posible. Sin embargo, esta especialización hace que
cada hombre dependa más directamente de las actividades complementarias de todos los demás.

Nietzsche considera que el desarrollo completo del hombre está condicionado por la más brutal de las luchas; el
socialismo, por su parte, cree en la supresión de toda competencia por esta razón precisamente. Sea como
fuere, en todas las posiciones que se han mencionado hasta ahora encontramos una misma preocupación
básica: el que la persona se resista a ser suprimida y destruida en su individualidad por cualquier razón social,
política o tecnológica. Cualquier investigación acerca del significado interno de la vida moderna y sus productos
o, dicho sea en otras palabras, acerca del alma de la cultura, debe buscar resolver la ecuación que las
estructuras como las metrópolis proponen entre los contenidos individuales y supraindividuales de la vida. Tal
investigación debe responder a la pregunta de cómo la personalidad se acomoda y se ajusta a las exigencias de
la vida social. Es precisamente a esta pregunta a la que me abocaré en este trabajo.

El tipo de individualidad propio de las metrópolis tiene bases sociológicas que se definen en torno de la
intensificación del estímulo nervioso, que resulta del rápido e ininterrumpido intercambio de impresiones
externas e internas. Siendo el hombre un ser diferenciante, su mente se ve estimulada por el contraste entre
una impresión momentánea y aquella que la precedió. Por otra parte, las impresiones duraderas, las que se
diferencian ligeramente la una de la otra, así como las que al tomar un curso regular y habitual muestran
contrastes habituales y regulares, utilizan, por así decirlo, un grado menor de conciencia que el tumulto
apresurado de impresiones inesperadas, la aglomeración de imágenes cambiantes y la tajante discontinuidad de
todo lo que capta una sola mirada; conforman este conjunto, precisamente, las situaciones sicológicas que se
obtienen en las metrópolis. Con el cruce de cada calle, con el ritmo y diversidad de las esferas económica,
ocupacional y social, la ciudad logra un profundo contraste con la vida aldeana y rural, por lo que se refiere a
los estímulos sensoriales de la vida síquica. La metrópoli requiere del hombre –en cuanto criatura que discierne-
una cantidad de conciencia diferente de la que le extrae la vida rural. En esta última, tanto el ritmo de la vida,
como aquel que es propio a las imágenes sensoriales y mentales, fluye de manera más tranquila y homogénea
y más de acuerdo con los patrones establecidos.

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Humberto Boccioni, La Cittá che sale (1910)

La velocidad de las nuevas ciudades fue motivo de numerosas


representaciones, y se encontró en la raíz de nuevos
movimientos artísticos como el cubismo y el futurismo. El
fundador de este último, Filipo Marinetti, declaraba en su
Manifiesto del futurismo que:

"Hasta hoy, la literatura exaltó la inamovilidad pensativa, en


éxtasis y el sueño. Nosotros queremos exaltar el movimiento
agresivo, el insomnio febril, el paso ligero, el salto mortal, la
bofetada y el puñetazo. La magnificiencia del mundo se ha
enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad.
Nosotros cantaremos a las grandes muchedumbres agitadas
por el trabajo, por el placer o la revuelta; cantaremos las
marchas multicolores y polifónicas de las revoluciones en las
capitales modernas; las estaciones glotonas, devoradoras de
serpientes humeantes; las fábricas colgadas de las nubes por
los retorcidos hilos de sus humos; los puentes semejantes a
gimnastas gigantes que saltan los ríos, relampagueantes al sol
ton un brillo de cuchillos; las locomotoras de ancho pecho que
piafan en los raíles como enormes caballos de acero
embridados con tubos, y el vuelo deslizante del aeroplanos,
cuya hélice ondea al viento corno una bandera y parece
aplaudir como una muchedumbre entusiasta”
((PPuubblliiccaaddoo eenn eell ddiiaarriioo LLee FFiiggaarroo eell 2
200 ddee ffeebbrreerroo ddee 1
1990
099.. FFrraaggm
meennttoo ccoonn aallgguunnaass ssuupprreessiioonneess
ppaarrcciiaalleess))

Ello explica, sobre todo, el carácter intelectualista de la vida síquica en las metrópolis, en contraposición con el
de los pueblos y pequeñas ciudades, que descansa mucho más en relaciones emocionales profundas. Estas
últimas relaciones están ancladas en las capas más profundas de la psiquis y se desarrollan más fácilmente bajo

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el ritmo sostenido de los hábitos ininterrumpidos. El intelecto, sin embargo, tiene su sede en las capas
conscientes transparentes y altas de nuestra alma; es lo más adaptable de nuestras fuerzas interiores. El
intelecto no requiere de conmociones o fuertes choques internos para acomodarse al cambio y al contraste de
fenómenos. Por su parte, la mente más conservadora puede acomodarse al ritmo de las metrópolis únicamente
a través de este tipo de experiencias emocionales. De esta manera, el tipo metropolitano de hombre –el cual,
claro está, existe en mil y una variantes diferentes de individuo- desarrolla una especie de órgano protector que
lo protege contra aquellas corrientes y discrepancias de su medio que amenazan con desubicarlo; en vez de
actuar con el corazón, lo hace con el entendimiento. En esto, su conciencia superior y el intelecto asumen la
prerrogativa por encima de los sentimientos psíquicos. Por esta razón la vida metropolitana resulta subyacente
a este estado de alerta, consciente, así como al predominio de la inteligencia en el hombre metropolitano. La
reacción a los fenómenos metropolitanos se maneja con esta capacidad, que resulta ser la menos sensible y la
más alejada de las profundidades de la personalidad. Estas capacidades intelectuales propias de la vida
metropolitana, desde esta perspectiva, se ven como una forma de preservar la vida subjetiva ante el poder
avasallador de la vida urbana. Estas mismas capacidades intelectuales se ramifican en múltiples direcciones y se
integran con muchísimos fenómenos discretos.

La metrópoli siempre ha sido la sede de la economía monetaria. Es aquí donde la multiplicidad y concentración
del intercambio económico le otorgan a los medios de intercambio una importancia que el volumen del comercio
rural no le hubiese permitido. La economía monetaria y el predominio del intelecto están intrínsecamente
conectados. Ambos guardan una actitud casual respecto al trato con los hombres y las cosas a tal grado que,
dentro de esta actitud, la justicia formal se califica muchas veces como dureza injustificada. La persona
intelectualmente sofisticada es indiferente a toda forma genuina de individualidad, dado que las relaciones que
resultan de ellas no pueden ser cubiertas por las operaciones lógicas. De la misma manera, la individualidad de
los fenómenos no es conmensurable con el principio pecuniario.

El dinero hace referencia a lo que es común a todo; el valor de cambio reduce toda calidad e individualidad a la
pregunta: ¿cuánto cuesta?

En Berlín se comenzaron a desarrollar sistemas propios de las grandes


ciudades acordes con el ritmo acelerado de la metrópolis. Esta ilustración de
una compañía de seguros en el Berlín de principios de siglo representa la
importancia de servicios, los que potencian la actitud metropolitana.

Todas las relaciones emocionales íntimas entre las personas están fundadas en la individualidad, mientras que
en las relaciones racionales el hombre es equiparable con los números, como un elemento, indiferente en sí
mismo. Sólo los logros objetivamente medibles resultan de interés. Es así como el hombre metropolitano juzga
a sus abastecedores y a sus clientes, a sus sirvientes domésticos y, algunas veces, aun a las personas con las
que está obligado a tener relaciones sociales. Estas características de la actitud intelectual contrastan con la
naturaleza de los pequeños círculos, en los cuales el conocimiento inevitable de la individualidad necesariamente
produce un tono más cálido de comportamiento, mismo que está más allá de llegar a sopesar objetivamente los
servicios prestados y los recibidos, la prestación y la contraprestación.

En la esfera de la sicología de los grupos pequeños resulta importante considerar que, bajo condiciones
primitivas, la producción le sirve al cliente que ordena el producto, de tal manera que el productor y el
consumidor están relacionados y se conocen. La metrópoli moderna, por su parte, está abastecida casi

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enteramente por producción para el mercado; esto es, para compradores desconocidos por completo, que nunca
entran en el campo visual del productor. A través de este anonimato los intereses de cada parte adquieren un
carácter casual, casi despiadado. Así, los intereses económicos racionalmente calculados por cada parte, no
necesitan tener modificación alguna en el trato comercial debido a los imponderables propios de las relaciones
personales. La economía monetaria domina la metrópoli; ha desplazado las últimas supervivencias de la
producción doméstica y del trueque directo de productos; minimiza, asimismo, la cantidad de productos hechos
sobre pedido. La actitud casual está tan obviamente interrelacionada con la economía del dinero, dominante en
la metrópoli, que nadie puede decir si la mentalidad intelectualizante promovió a la economía monetaria o si,
por el contrario, fue esta última la que determinó la mentalidad intelectualizante. El tipo metropolitano de vida
es, ciertamente, el suelo más fértil para esta reciprocidad entre economía y mentalidad, mismo punto que
documentaré citando el juicio del más eminente historiador constitucionalista inglés: a través de todo el curso
de la historia inglesa, Londres nunca ha actuado como el corazón de Inglaterra, aunque, algunas veces, haya
actuado como su intelecto y siempre como su monedero.

vuelve al comienzo

En algunos rasgos aparentemente insignificantes que yacen


en la superficie de la vida las mismas corrientes síquicas se
juntan. La mente moderna se ha vuelto cada vez más
calculadora. La exactitud en el cálculo que se da en la vida
práctica de la economía monetaria corresponde al ideal de la
ciencia natural, a saber, la transportación del mundo a un
problema aritmético, así como a fijar cada parte del mundo
por medio de fórmulas matemáticas. Únicamente la
economía monetaria ha podido llenar tanto los días de tantas
gentes con operaciones de cálculo, peso y determinaciones
numéricas, así como con una reducción de los valores
cualitativos a valores cuantitativos. A través de la naturaleza
calculadora del dinero se ha logrado que las relaciones entre
todos los elementos componentes de la vida del hombre
adquieran una nueva precisión, una certeza en la definición
de las identidades y de las diferencias; y una falta de
ambigüedad en los pactos, tratos, compromisos y contratos.
Una manifestación externa de esta tendencia hacia la
precisión es la difusión universal de los relojes de pulsera.
Estas condiciones de la vida metropolitana, en cualquier
caso, son al mismo tiempo causa y efecto de este rasgo. Las Dice Simmel: “sin la más exacta puntualidad en
relaciones y los negocios del metropolitano típico son, las promesas y rendimientos, el todo se
usualmente, de una índole tan variada y compleja, que, sin derrumbaría en un inextrincable caos".
la más estricta de las puntualidades en sus promesas y
Alicia en el país de las maravillas , de Lewis
servicios toda la estructura se disolvería en un caos Carroll, fue publicada en 1864. La bullante vida
inextricable. Pero por encima de todo dicha necesidad está moderna y el sinsentido de la velocidad se
dada por la integración imperativa de un agregado muy encarnó en el personaje del conejo blanco.
grande de personas con intereses diferenciados en un solo
organismo altamente complejo. Si únicamente los relojes de Berlín se desincronizaran por tan sólo una hora, las
comunicaciones, la vida económica de la ciudad toda se derrumbaría parcialmente por algún tiempo. Amén que
un factor meramente externo, las grandes distancias, traería como consecuencia que toda espera y toda cita
rota resultasen inaudita e insoportable pérdida de tiempo. De esta forma la técnica de la vida metropolitana es
sencillamente inimaginable sin una integración puntualísima de toda actividad y relación mutua al interior de un
horario estable e impersonal.

Las conclusiones generales de todo este trabajo de reflexión llegan, de nuevo aquí, al terreno de lo obvio.

En efecto, independientemente de la cercanía que guarde con la superficie, y desde cualquier punto de ésta,
podremos sondear las profundidades de la psique y en ellas encontrar la conexión entre los factores externos
más banales y las decisiones últimas sobre estilos y significados de la vida. La puntualidad, la exactitud y el
cálculo se imponen sobre la vida por la dilatada complejidad de la existencia metropolitana y no únicamente por
su conexión íntima con la economía monetaria y el carácter intelectualizante. Dentro de la óptica anterior, estos
rasgos matizarían los contenidos de la vida y favorecerían la exclusión de aquellos detalles e impulsos
irracionales, instintivos y voluntariosos que pretenden el modo de vida desde adentro, en lugar de recibir desde
afuera una forma de vida general y esquematizada con precisión. A pesar de que los tipos voluntariosos de
personalidad –caracterizados por impulsos irracionales- no son por ningún motivo imposibles en la ciudad
resultan ser, sin embargo, anímicos de una vida típica de la ciudad.

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El odio acendrado de hombres como Nietszche y Ruskin a la metrópoli es comprensible precisamente en estos
términos. Estos pensadores descubrieron en su ser mismo que la vida tenía valor únicamente en aquella
existencia no programada que no puede ser definida con precisión de la misma manera para todos. Su odio a la
economía monetaria y al intelectualismo de la vida moderna tiene idéntico origen al que guardaban hacia la
metrópoli.

Los mismos factores que se conjugan para otorgarle exactitud y precisión detalladísimas a la forma de vida
metropolitana son también los que han conjurado logrando una estructura de lo más impersonal; por otra parte,
estos factores han promovido un grado muy alto de subjetividad personal. Tal vez no existe otro fenómeno
síquico que sea tan incondicionalmente exclusivo a la metrópoli como la actitud: blasée 1. Esta actitud resulta,
en primer término, de los estímulos a los nervios tan rápidamente cambiantes y tan encimadamente
contrastantes. De lo anterior también parece surgir el florecimiento de lo intelectual en la metrópoli. Es por esto
que la gente estúpida que no está viva intelectualmente no es precisamente blasée. Al igual que una vida de
goce descontrolado trae como consecuencia la indiferencia, por excitar los nervios durante demasiado tiempo
provocando sus reacciones más fuertes hasta que, finalmente, se vuelven incapaces de reacción alguna, así
también las impresiones más inofensivas, debido a la velocidad y contraposición de sus cambios, obligan a
respuestas tan poderosas, desgarran los nervios de una manera tan brutal que los obligan a entregar la última
reserva de sus fuerzas y, al quedarse en el mismo ambiente, ya no tienen tiempo para acumular otras nuevas.
Esto es precisamente lo que conforma esa actitud blasée que despliegan todos los niños metropolitanos cuando
se les compara con los niños de medios ambientes más tranquilos y menos cambiantes.

Did I tell you? , Fuente: Nicholas M. Rhodes

Para Simmel, los urbanitas eran “caminantes soñadores, materialistas abstractos compelidos a calcular sus
relaciones sociales por distancia, por dinero y por algún tipo de costo” (en Herzer y Rodríguez, 2003). Puede
decirse, entonces, que el autor se acerca más a las propuestas de los situacionistas que a la figura del flaneur.
Para Debord, fundador del situacionismo, el flaneur de Benjamin ejercería una forma de apropiación alienada de
la ciudad, una especulación de la mercancía que anticipa el posterior caminar zombificado por las calles
vitrinadas, las galerías comerciales o los shoppings centers. Ante esto, Debord propone una nueva manera de
vivir la ciudad, no dada ya por la búsqueda sino por la producción. RG

Al origen fisiológico de la actitud blasée metropolitana se aúna otro factor que surge de la economía monetaria.
La esencia de esta actitud radica en la insensibilidad ante la diferencia de las cosas. Esto no quiere decir que los
contrastes marcados no sean percibidos, como sucede con quienes tienen abotargados sus sentidos, sino más
bien que el significado y el valor diferencial de los casos –y por lo tanto los casos mismos- se ignoran al no
considerárseles substanciales. Éstos, en efecto, se le presentan a la persona blasée bajo un tono gris e
indiferenciado. Ningún objeto merece preferencia sobre otro. Esta disposición es el fiel reflejo de una economía
monetaria completamente internizada. Al ser equivalente de todos los casos en la misma forma, el dinero se
convierte en el nivelador más atroz; el dinero expresa todas las diferencias cualitativas de los casos en términos
de ¿cuánto cuesta? Con toda su capacidad e indiferencia, el dinero se convierte en el común desarrollador de

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todos los valores y vacía, irreparablemente, el centro de los casos, su individualidad. Todos ellos se sitúan al
mismo nivel y se distinguen entre sí sólo por el área que cubren. En cada caso individual esta colaboración, o
para ser más exactos, decoloración de las cosas por intermediación del dinero puede ser irrelevante por
pequeña. Sin embargo, a través de las relaciones de los ricos con los objetivos que se pueden adquirir por
dinero y, tal vez aun por medio de la identificación total que la mentalidad del público contemporáneo les otorga
a estos objetos, la evaluación exclusivamente pecuniaria de los objetos se ha extendido considerablemente.

vuelve al comienzo

Las grandes ciudades –las sedes más importantes del intercambio monetario- propician la mercantilización de
las cosas de manera más impresionante y con mayor énfasis que las localidades pequeñas. Ésta es la razón por
la que las ciudades constituyen, también, el entorno auténtico de la actitud blasée. Dentro de esta actitud la
concentración tan alta de hombres y cosas estimula el sistema nervioso del individuo hasta a sus máximos
grados de excitación. Por medio de la mera intensificación cualitativa de los mismos factores condicionantes esta
excitación se transforma en su opuesto y desemboca en el hastío tan peculiar en la actitud blasée.

Uno de los temas que recorre Collateral (Mann, 2004) es la indiferencia urbana. Lo que para Simmel es una
coraza necesaria para sobrevivir ante la gran cantidad de estímulos que ofrece la ciudad, para Vincent (Tom
Cruise), es signo evidente de una sociedad corrupta. Uno de los ejemplos con los que recrea su visión es la
historia de un tipo que muere en el tren subterráneo de Los Angeles, y su cuerpo no es declarado muerto
hasta varios días después. Al final del film, el cuerpo inerte de Vincent en el tren de Los Angeles sugiere un
recorrido similar. RG

En este caso los nervios encuentran en el rechazo a reaccionar ante los estímulos la última posibilidad de
acomodo frente a las formas y contenidos de la vida metropolitana. La autoconservación de ciertos tipos de
personalidad se logra al precio de devaluar todo el mundo objetivo, y esta devaluación es la misma que
finalmente arrastra a nuestra personalidad individual a sentir en carne propia la misma desvalorización.

Mientras que el sujeto, en esta forma de existencia, tiene que arreglárselas para sí mismo, su autoconservación
frente a la gran ciudad demanda de él un comportamiento de naturaleza social no menos negativo que la actitud
blasée . Esta disposición mental de los metropolitanos entre sí puede ser designada, desde una perspectiva
formal, como reserva. Si uno respondiese positivamente a todas las innumerables personas con quien se tiene
contacto en la ciudad –como sucede en las pequeñas localidades donde uno conoce a todos aquellos a quienes
se encuentra y en donde se tiene una relación positiva con casi todo el mundo- uno se vería atomizado
internamente y sujeto a presiones psíquicas inimaginables.

La reserva aparece como necesaria debido parcialmente a este hecho sicológico y, en parte, al derecho de
desconfiar que tienen los hombres frente a los elementos “pisa y corre” de la vida metropolitana.

Como resultado de esta reserva a menudo ni siquiera conocemos de vista a nuestros vecinos por años. Es esta
reserva la que nos hace fríos y descorazonados a los ojos de los habitantes de pequeñas ciudades. En efecto, si
yo no me engaño, el núcleo de esta reserva externa no es sólo indiferencia sino –y esto en un grado mayor de
lo que uno cree- que contiene una ligera omisión, un rechazo y extrañeza mutuos que se convertirán en odio y
lucha en el momento mismo de un contacto más cercano, por cualesquiera causas.

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Sobre la indiferencia urbana, Engels escribe:

“Esos cientos de miles de personas, de todos los estados y de todas las


clases, que se apuñan y se empujan, ¿no son hombres que poseen las
mismas cualidades y capacidades y el mismo interés en la búsqueda de la
verdad? Sin embargo, esas gentes se cruzan corriendo como si no tuvieran
nada en común, nada que hacer juntos, y no obstante, el único pacto entre
ellos es un acuerdo tácito según el cual cada uno va por la acera por su
derecha, con el objeto de que las dos corrientes de la multitud que se
cruzan no se obstaculicen mutuamente. Esta indiferencia brutal, este
aislamiento insensible de cada individuo en el seno de sus intereses
particulares, son tanto más repugnantes e hirientes cuanto mayor es el
número de individuos confinados en un espacio tan reducido. Aunque
sepamos que ese aislamiento, ese torpe egoísmo constituye en todas partes
el principio fundamental de nuestra sociedad, en ningún sitio se manifiestan
con una desvergüenza, con una seguridad tan totales como aquí, en la
confusión de la gran ciudad. De donde resulta que la guerra social, la guerra
de todos contra todos se ha declarado abiertamente”
En Choay, F. (1970), El urbanismo: utopías y realidades . Barcelona: Lumen

Toda la organización interna de una vida comunicativa tan extensa descansa sobre una jerarquía
extremadamente variada de simpatías, indiferencias y aversiones tanto de naturaleza efímera como prolongada.
La esfera de la indiferencia en esta jerarquía no es tan grande como pudiera creerse en una primera instancia.
Nuestra actividad psíquica todavía guarda la capacidad de reaccionar diferencialmente ante cada una de las
impresiones que nos pueda causar una persona. El carácter cambiante, fluido e inconsciente de cada impresión
parecería tener como resultado un estado de indiferencia. Sin embargo, esta indiferencia sería tan poco natural,
como insoportable la indiscriminada difusión de sugerencias mutuas. La antipatía nos protege, precisamente, de
estos dos peligros típicos de la metrópoli: la indiferencia y la extrema susceptibilidad a las sugerencias mutuas.

Una antipatía latente y un escenario listo para los antagonismos prácticos promueven la existencia de esas
distancias y aversiones sin las cuales este modo de vida no podría llevarse a cabo. El estilo de vida
metropolitano comprende inseparablemente en un mismo todo a su propia extensión, a las combinaciones de
sus elementos, al ritmo de su surgimiento y desaparición, a las formas bajo las cuales se satisface, así como a
los motivos que le imparten unidad en el sentido más estricto. Es por esta razón que lo que aparece de manera
directa en el estilo metropolitano como una disociación es en realidad sólo una de sus formas de socialización.

A su vez, esta reserva, con sus matices de aversión oculta aparece como la forma o
disfraz de un fenómeno mental metropolitano más general, que le concede al
individuo un espacio y un tipo de libertad personal, sin parangón alguno bajo otras
condiciones. La metrópoli se remonta a una de las grandes tendencias de desarrollo
de la vida social como tal; a una de las pocas tendencias para las cuales se puede
descubrir una fórmula que se aproxima a lo universal. La fase más temprana tanto
de las formaciones sociales que consigna la historia, como de las estructuras sociales
contemporáneas, es la siguiente: un círculo relativamente pequeño que está cerrado
firmemente frente y contra otros círculos vecinos, extraños o, de alguna forma,
antagónicos. Sin embargo, este círculo es ceñidamente coherente y sólo le permite a
cada miembro un estrecho campo para el desarrollo de sus cualidades individuales y
para la realización de movimientos libres cuya responsabilidad recaiga consigo
mismo. Los grupos familiares o políticos, los partidos y asociaciones religiosas
comienzan de esta manera. La supervivencia de las asociaciones muy jóvenes
requieren que se establezcan fronteras estrictas, y una unidad centrípeta.
La filosofía del dinero es
una de las obras de
Es por esto que no pueden permitir libertad individual, como tampoco dejan que se Simmel más estudiadas.
desarrolle la personalidad externa o interna. A partir de este momento el desarrollo En ella, el autor desarrolla
social procede, simultáneamente, en dos direcciones diferentes pero los argumentos de fondo
correspondientes. A medida que el grupo crece su unidad interna se refleja de La metrópolis y la vida
proporcionalmente y la rigidez original de los deslindes también se suaviza por medio mental y otros ensayos en
esta obra que se centra en

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esta obra que se centra en


de conexiones y relaciones mutuas con el exterior. Al mismo tiempo los individuos
la forma de las
avanzan en materia de libertad de movimiento mucho más allá de la celosa demora interacciones sociales de la
inicial. Es así como el individuo logra una individualidad específica que hace posible y modernidad.
necesaria la división del trabajo del grupo en crecimiento. El Estado, el cristianismo,
los gremios, los partidos políticos, así como innumerables grupos se han desarrollado de acuerdo con esta
fórmula, a pesar –claro está- de lo mucho que las condiciones y fuerzas específicas de los respectivos grupos
hayan modificado el esquema general. Me parece que este esquema es también claramente identificable en la
evolución de la individualidad en la vida urbana. La vida en la pequeña ciudad de la Antigüedad y de la Edad
Media interpuso barreras para prevenir el movimiento y las relaciones del individuo hacia el exterior, como
también levantó vallas para contener la independencia y la diferenciación individual. La naturaleza de estas
barreras era tal que el hombre actual la consideraría insoportable.

vuelve al comienzo

Aún hoy en día un hombre de la metrópoli se siente restringido cuando llega a un pueblo chico. Entre más
pequeño sea el círculo que forma nuestro medio, y entre más restrinjan esas relaciones con elementos extraños
al grupo que pudieran, por tanto, contribuir a la disolución de las fronteras del mismo, mayor será la ansiedad
con que el grupo vigilará los logros, la conducta y las opiniones del individuo; así como también serán mayores
las probabilidades de que una especialización cuantitativa y cualitativa rompa toda la estructura del pequeño
círculo.

A este respecto la antigua polis parece haber tenido el mismo carácter que una pequeña ciudad. Con una
existencia constantemente amenazada por enemigos cercanos y lejanos, la ciudad antigua desarrolla una
estricta coherencia en lo político, impulsa la supervisión de un ciudadano por otro, apoya un gran celo del todo
contra el individuo; el cual veía suprimida su vida particular a tal grado que sólo podía compensarlo actuando
como tirano en su propia casa. Es por esto que la enorme emoción, la agitación y el colorido único de la vida
ateniense pueden tal vez ser entendidos en términos de una situación en la que un pueblo de personalidades
descomunalmente indivualistas lucha contra la constante presión interna y externa de una pequeña ciudad
desindividualizante. Esto produjo una atmósfera tensa en la que los individuos más débiles eran suprimidos,
mientras que aquellos con temperamentos más fuertes se veían incitados a probarse de la manera más
apasionada. En esto radicaría la explicación de por qué precisamente en Atenas floreció lo que debería de ser
llamado –sin que por esto constituya una definición exacta- el carácter humano general en el desarrollo
intelectual de nuestra especie. Decimos lo anterior porque consideramos que tiene validez empírica e histórica
la conexión siguiente: las formas y contenidos de vida más generales y extendidas son las que están más
íntimamente ligadas con las formas y contenidos generales como las individuales, comparten enemigo en las
formaciones y agrupaciones estrechas, cuyo mantenimiento las coloca en una actitud defensiva frente a la
expansión y generalidad existentes fuera de ellas, como también frente a la libre individualidad en su interior.

De la misma manera que en los tiempos feudales el hombre libre era el que se encontraba bajo la jurisdicción
legal general a un país; esto es, bajo la ley de una órbita social más amplia, mientras que el siervo era aquel
cuyos derechos se derivaban del estrecho círculo de la asociación feudal y era excluido de la órbita más amplia.
Así también el hombre metropolitano es “libre” en un sentido espiritualizado y refinado, en contraste con la
mezquindad y los prejuicios que atan al hombre del pueblo chico.

La indiferencia y reserva recíprocas y las condiciones de vida intelectual de círculos muy grandes nunca se
dejan sentir con mayor fuerza en el individuo –en tanto que impacto a su independencia- que cuando se
encuentra en lo más espeso de una multitud metropolitana. Esto se debe a que la proximidad corporal y la
estrechez del espacio hacen más visible la distancia mental.

Es obvio que el anverso de esta libertad sea bajo ciertas condiciones, el hecho de que en ningún lugar se llega a
sentir tanto la soledad y la desubicación como entre la multitud metropolitana. Ya que aquí como en otras
situaciones no resulta necesario que la libertad del hombre se vea reflejada en su vida emocional o en su
confort.

No sólo el tamaño inmediato de un área y el número de personas que debido a la correlación histórica universal
entre aumento de la extensión del círculo y libertad personal interna y externa han hecho de la metrópoli el
ámbito de la libertad. Más bien, la ciudad le llega a convertir en la sede del cosmopolitanismo cuando llega a
trascender esta expansión visible. El horizonte de la ciudad se expande de manera comparable a la forma en
que crece la riqueza; una cierta proporción de la propiedad aumenta de manera casi automática en una
progresión cada vez mayor. Tan pronto como se rebasa un cierto límite en el crecimiento de las relaciones
económicas, personales e intelectuales de la ciudadanía, la esfera de predominio intelectual de la ciudad sobre
su área de influencia aumenta en progresión geométrica. Cada avance en extensión dinámica se convierte en un

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paso más para el logro de una extensión nueva, desigual y mayor: de cada hilo conductor que surge de la
ciudad brotan nuevos hilos como si lo pudieran hacer por sí mismos; así como en la ciudad el incremento no
ganado en la renta del suelo –mismo que se logra por el aumento en las comunicaciones- le trae al dueño un
aumento automático de ganancias. En este momento, el aspecto cuantitativo de la vida se transforma en rasgos
de carácter cualitativos.

M
Meettrroobbuuss ((SSaannttiiaaggoo,, 2
2000
055)) .. Imagen porRosario Palacios
Para Simmel una de las principales formas de socialización en las grandes ciudades es la
disociación del Otro, es decir, el desarrollo de estrategias para relacionarse con el Otro de
manera distante, aunque se esté inmerso en la multitud.

La esfera de la vida de una pequeña ciudad es, en lo fundamental, autárquica. Está en la naturaleza misma de
la metrópoli el que su vida interna bañe con sus olas los lugares más apartados de la arena nacional o
internacional.

En los casos en que una pequeña ciudad alcanza la prominencia a través de personalidades individuales, dicha
importancia tendrá la misma duración que esas personalidades. Por su parte, la metrópoli se caracteriza por su
independencia esencial aun de las personalidades más eminentes. La gran personalidad es la contrapartida de
dicha independencia, y es el precio que el individuo ha de pagar por la independencia de que goza en la
metrópoli.

La característica más significativa de la metrópoli es la extensión de sus funciones más allá de sus fronteras
físicas. La eficiencia de sus funciones reacciona, le otorga peso, importancia y responsabilidad a la vida
metropolitana. Así como el hombre no termina con los límites de su cuerpo o del área que comprende su
actividad inmediata; sino más bien, es el propio rango de la persona, que se constituye por la suma de efectos
que emanan de él en el tiempo y en el espacio. De la misma manera una ciudad consiste en la totalidad de
efectos que se extienden más allá de sus confines inmediatos; sólo que dentro de ellos es donde se expresa su
existencia. Este hecho hace evidente que la libertad individual, que es el complemento histórico y lógico de tal
extensión no pueda ser entendida sólo en el sentido negativo de una mera libertad de movimiento y la
eliminación de prejuicios y de un fariseísmo mezquino. El punto esencial es que el particularismo y la
incomparabilidad, que posee cada uno de los individuos, pueda expresarse de alguna manera en la trama de un
estilo de vida. Que nosotros seguimos las leyes de nuestra propia naturaleza –y esto es, después de todo, la
libertad- llega a ser obvio y convincente para nosotros y los demás sólo si las expresiones de esta naturaleza
son diferentes de las expresiones de otros.

Las ciudades son ante todo, sedes de


la más alta división económica del
trabajo. Ellas producen, por tanto,
fenómenos extremos tales como, en
París, el de la ocupación remuneraria
de los habitantes de un barrio (el
decimocuarto). Estas personas se

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identifican con anuncios en sus


residencias y están listas a la hora de
la cena con atuendo formal, de
manera que puedan ser llamadas
rápidamente si el número de
personas en una cena fuese 13. En la
medida de su expansión, la ciudad
ofrecerá más y más condiciones
decisivas para la división del trabajo.
Ofrecerá un círculo que por su
tamaño puede absorber una gran
variedad de servicios. Al mismo La Universidad de Berlín, donde Simmel enseñó gran parte de su vida. Simmel
tiempo, la concentración de individuos es recordado como un gran orador; sin embargo, su forma de hacer sociología
y su lucha por clientes obligan a la ha sido criticada por su falta de rigurosidad y su ausencia de un análisis de
persona a especializarse en una clases.
función de la que no puede ser
fácilmente desalojada por otra. Resulta crucial el que la vida urbana haya transformado la lucha con la
naturaleza por la supervivencia en una lucha entre seres humanos por la ganancia, la cual no es cedida por la
naturaleza sino por otros nombres.

Pero la especialización no surge sólo de la competencia por la ganancia sino también del hecho subyacente de
que el vendedor debe buscar siempre la manera de encontrar necesidades nuevas y diferenciadas para atraer al
cliente.

A fin de encontrar una fuente de ingresos que todavía no esté agotada y una función que no pueda ser
cambiada, es necesario especializarse en los servicios que uno otorga. Este proceso promueve la diferenciación,
el refinamiento y el enriquecimiento de las necesidades del público, las que obviamente llevan a diferencias
personales crecientes entre este público.

Todo esto conforma la transición a la individualización de los rasgos psíquicos y mentales que la ciudad ocasiona
en proporción a su tamaño. Hay toda una serie de causas obvias que fundamentan este proceso. En primer
lugar, uno debe enfrentarse a la dificultad de reafirmar la personalidad propia dentro de las dimensiones de la
vida metropolitana. En donde el aumento cuantitativo en importancia y el gasto de energía alcanzan sus límites,
uno aprovecha la diferenciación cualitativa a fin de atraer de alguna manera la atención del círculo social
manipulando su sensibilidad para con las diferencias.

Finalmente, el hombre se ve tentado a adoptar las peculiaridades más tendenciosas; esto es, las extravagancias
específicamente metropolitanas de manierismos, caprichos y preciosismos. Ahora bien, el significado de estas
extravagancias no radica en lo absoluto en los contenidos de tal comportamiento, sino más bien en su forma de
ser diferente, de resaltar de manera espectacular y por ende, de atraer la atención. Para muchos tipos de
personalidad, la única manera de salvaguardar para sí mismos un mínimo de amor propio, así como el
sentimiento de llenar una posición importante, es indirectamente a través de la conciencia de otros. En el
mismo sentido opera un factor aparentemente insignificante, cuyos efectos acumulativos son, sin embargo,
visibles. Me refiero a la escasez y brevedad de los contactos interpersonales en la metrópoli en comparación con
las relaciones sociales que se tienen en las ciudades pequeñas. La tentación de aparecer concentrado y
altamente caracterizado, es mucho más asequible al individuo en situaciones de contacto metropolitano que a
uno en una atmósfera en donde la asociación prolongada y frecuente garantiza la personalidad, con una imagen
de sí mismo frente a otros sin ambigüedades.

vuelve al comienzo

La razón más profunda por la que una metrópoli llega a promover el impulso hacia la más individual de las
existencias personales parece ser –sin importar si éstas son exitosas o están justificadas- la siguiente: el
desarrollo de la cultura moderna se caracteriza por la preponderancia de lo que podríamos denominar el
“espíritu objetivo” sobre el “espíritu subjetivo”. Esto es, se incorpora una suma de espíritu en los distintos
niveles: en el lenguaje, el derecho, la tecnología de la producción, el arte, la ciencia y en los objetos mismos del
ámbito doméstico. En su desarrollo intelectual el individuo sigue el crecimiento de este espíritu de manera muy
imperfecta y a una distancia cada vez mayor.

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Berlín como capital de la emergente Alemania unificada potenció su rol como


centro de actividades. En el parque Victoria, desde donde se puede ver la ciudad, a
principios de siglo se construyó un Monumento Nacional.

Vemos retrospectivamente la inmensa cultura que durante los últimos cien años ha estado incorporada en las
cosas, en el conocimiento, en las instituciones, en los conforts, y si comparamos todo esto con el progreso
cultural del individuo durante el mismo periodo –por lo menos entre los estratos más altos- se evidenciará una
desproporción pavorosa. En efecto, en algunos puntos se notan retrocesos en la cultura del individuo en cuanto
a espiritualidad, delicadeza e idealismo. Esta discrepancia resulta, esencialmente, de la creciente división del
trabajo; ya que la división del trabajo demanda del individuo logros crecientemente parciales. La grandísima
ventaja del trabajo especializado muy frecuentemente significa un estrangulamiento de la personalidad
individual. En todo caso, el individuo tiene una capacidad cada vez menor de enfrentarse con el
supercrecimiento de la cultura objetiva; se ve reducido a una cantidad insignificante, tal vez menor en su propia
conciencia que en su práctica social y que en la totalidad de esos oscuros estados emocionales que se deriva de
dicha práctica.

El individuo se ha convertido en un simple engranaje de una enorme organización de poderes y cosas que le
arrebata de las manos todo progreso, espiritualidad y valor para transformarlos a partir de su forma subjetiva
en una forma de vida puramente objetiva. Sólo es necesario apuntar que la metrópoli es la arena genuina de
esta cultura que trasciende toda vida personal. Aquí, en los edificios y en las instituciones educativas, en las
maravillas y el confort de la tecnología conquistadora del espacio, en las formaciones de la vida comunitaria y
en las instituciones visibles del Estado, se ofrece una solidez tan avasalladora del espíritu cristalizado y
despersonalizado que la personalidad, por así decirlo, no puede mantenerse a sí misma bajo este impacto. Por
una parte, la vida se hace infinitamente más fácil para la personalidad en tanto que por todas partes se le
ofrecen estímulos e intereses, usos del tiempo y de la conciencia, mismos que transportan a la persona con la
facilidad con que lo haría la corriente de un río.

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Libertad guiando al pueblo, de E. Delacroix

Reflejo de una época intranquila y revolucionaria, el siglo XIX da a luz al movimiento


romántico, el que promulgó la liberación de todas las ataduras; en especial de las
ciudades, lugar por excelencia donde se ejercían las relaciones de poder; con esto, se
vuelve antecedente directo de movimientos como el trascendentalismo norteamericano
y el rastafarismo jamaiquino.

En la pintura romántica, destacan artistas como Caspar David Friedrich o Eugene


Delacroix, quien sintetiza las ideas del movimiento en su cuadro Libertad guiando al
pueblo, mientras declara que "Mientras sigamos siendo esclavos de los príncipes no se
hará nada grande. Donde el pueblo no tiene voz, tampoco se le permite sentirse y
celebrarse a sí mismo”.
En la música, fueron artistas como Wagner o Beethoven quienes cumplieron una
función parecida. Este último, en su sinfonía Heroica –inspirada en parte en la figura de
Prometeo, héroe por excelencia del periodo- alaba la capacidad del ser humano de
superarse a sí mismo, mientras que con su obra maestra, la Sinfonía 9 opus 125 Coral,
“hace estallar la forma sinfónica cuando un cantante se pone de pie entre los
intérpretes y, con la llamada de “Amigos, ¡abandonad estos sonidos!”, invita a sus
compañeros a unírsele cantando la “Oda a la Alegría”, de Friedrich Schiller" Fuente

RG

Por otra parte, sin embargo, la vida se va conformando más y más de esos contenidos y ofrecimientos
impersonales que tienden a desplazar las genuinas sutilezas y los rasgos incomparables de la persona. Esto
tiene como resultado que el individuo conserve al máximo la singularidad y particularidad a fin de preservar su
núcleo más personal. Tiene que exagerar este elemento personal para poder continuar escuchándose a sí
mismo. La atrofia de la cultura individual a través de la hipertrofia de la cultura objetiva es una razón que
explica el odio amargo que los predicadores del más extremo de los individualismos, sobre todo Nietzsche,
guardan para la metrópoli. Pero ésta es también, efectivamente, una razón por la que esos predicadores son
amados con tanta pasión en la metrópoli y por la que aparecen al hombre metropolitano como profetas y
salvadores de sus deseos más insatisfechos.

Si uno se pregunta por la posición histórica de estas dos formas de individualismo que son alimentados por la
relación cuantitativa de la metrópoli, a saber, la independencia individual y la elaboración de la individualidad
misma, entonces la metrópoli asume un rango enteramente nuevo en la historia mundial del espíritu. El siglo
XVIII encontró al individuo sujeto a lazos opresivos que ya no tenían ningún significado –lazos de carácter
político, agrario, gremial y religioso. Éstos eran limitantes que, por así decirlo, imponían al hombre una forma

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antinatural y desigualdades injustas y anacrónicas. Fue en esta situación en donde surgió el grito de libertad e
igualdad, la creencia en la libertad absoluta de movimiento para el individuo en todas las relaciones sociales e
intelectuales. La libertad permitiría, en un abrir y cerrar de ojos, que emergiera la noble substancia común a
todos, una substancia que la naturaleza había depositado en cada hombre, y que la sociedad y la historia
habían deformado. Además de este ideal del liberalismo del siglo XVIII, en el siglo XIX, a través de Goethe y el
Romanticismo, así como la división económica del trabajo, surge otro ideal: los individuos liberados de sus
ataduras históricas desearon ahora distinguirse los unos de los otros. El vehículo de los valores del hombre ya
no es “el ser humano en general” de cada individuo, sino la singularidad cualitativa e irremplazable del hombre.

La historia interna y externa de nuestro tiempo toma su curso dentro de esta lucha y en los enredos fluctuantes
de estas dos maneras de definir el rol del individuo en la sociedad en su conjunto. Es función de la metrópoli el
proveer la arena para esta lucha y su reconciliación, pues la metrópoli presenta las condiciones peculiares que
aparecen como oportunidades y estímulos para el desarrollo de ambas formas de atribuir roles a los hombres. A
partir de aquí, estas condiciones logran un lugar único, y se revisten de un potencial de significados inestimables
para el desarrollo de la existencia psíquica.

La metrópoli se revela a sí misma como una de esas grandes formaciones históricas en las que tendencias
opuestas que encierran a la vida se despliegan y se unen con derechos y fuerzas iguales. Sin embargo, en este
proceso las corrientes de la vida trascienden de manera total la espera para la que resulta apropiado emitir un
juicio.

Dado que tales fuerzas de la vida se han integrado tanto a las raíces como a la coronación de la totalidad de la
vida histórica a la que nosotros –con nuestra existencia pasajera- pertenecemos como una parte, como una
célula, no es nuestra tarea la de acusar o perdonar, sino sólo la de entender.

Las ilustraciones y los comentarios asociados a ellas no son parte del artículo original, y su
responsabilidad es exclusiva de bifurcaciones

vuelve al comienzo

1 Disposición o actitud emocional que denota una indiferencia basada en el hastío (N. del T.). volver

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