Dialnet SobreLaMetaforaEnMortalYRosaDeFranciscoUmbralFlore 6251202
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Eloy E. Merino
Northern Illinois University
Mortal y rosa es, entre los de Umbral, emotivo libro, de un marcado y conseguido lirismo, hecho que
celebran y enfatizan prácticamente todos sus lectores. Esa fuerte identidad poética sirve (a) un objetivo
específico, la composición de una elegía funeral, planto o epicedio, en memoria y en celebración de su hijo
Francisco Pérez Suárez, ‘Pincho’, muerto a destiempo en su infancia. Es, pues, una categoría especial de
discurso, y el lector, antes de leerlo, es factible que suponga su orientación o enfoque generales por
adelantado, por lo que se predispone a encontrar ciertas características en él, las mismas que asociamos con
este género literario. Desde la Edad Media tres elementos han sido más o menos obligados en el discurso
elegíaco de la órbita hispanohablante: consideraciones sobre la muerte, plañido del sobreviviente, y alabanzas
del difunto, lo que podría reducirse a dos aristas fundamentales, lamento y consolación (Lida Malkiel; en Ruiz
121). Todo lo cual se ejemplifica en el sensible tono de tristeza, la eventual imprecación a Dios, al destino o a
la suerte, una opcional aceptación estoica y/o cristiana sobre la tragedia, gravedad y dignidad en la forma,
melancolía y nostalgia en el contenido.
Respecto a los componentes anteriores, Mortal y rosa será un acomodo: en términos ideológicos, la
elegía de Umbral es una combinación de dos categorías clásicas: es un ‘poema de muertos’, una “defunción”
(Salinas 72), y asimismo un ‘poema de muerte’ (Camacho 67); en la primera categoría encontramos el
sentimiento ante la muerte concreta, traducido en “la lamentación, el elogio, las imprecaciones, [la]
consolación”, es decir, elementos aplicables sólo al individuo, mientras que, como poema de muerte, el
narrador —al que llamaré en adelante ‘epiceda’, neologismo de mi acuñación— “se dirige hacia lo general y se
expresa en tópicos como la brevedad de la vida, el poder igualatorio de la muerte, el despojo de que ésta hace
víctima al hombre...”; el poema de muerte contiene advertencias, avisos, admoniciones (Camacho 67, 82),
presentes en Mortal y rosa. Su elegía sería, a la medida del Renacimiento español, “un saco en donde cabe
todo”, como asevera Bruce W. Wardropper de ese movimiento histórico (7).
A ese lector, si está familiarizado con la obra anterior o posterior de Umbral, debe intrigar la manera
por la cual podría el epiceda armonizar su acostumbrada combatividad, con los requisitos naturales de una
elegía. Querrá determinar este admirador del escritor si Mortal y rosa es una pausa a modo de descanso para
Umbral, un hiato en la índole común de su trabajo literario; una entrega menos acerba, menos batalladora y
desabrida —intempestiva— que lo usual, de su “pequeño escepticismo” (Mortal y rosa 183; en lo adelante, de
no especificarse otra fuente, las citas numéricas provienen de allí). O si está aquí, entero, “ese ser cruel y lírico,
implacable y violento que asoma a los espejos” cuando Umbral se mira en ellos (192). Por una vez, el
propósito directo no es atacar a los políticos y escritores españoles, a los famosos de la farándula, a los
críticos literarios, a sus competidores en las letras del país, al español de la calle, aunque todo ello no falte. Se
insinúan varias componendas. Una es prever que habría sintonía entre lo que el lector espera encontrar y lo
que el epiceda está dispuesto a entregarle; otra es toparse con la sorpresa de que tal sintonía no se consigue
enteramente. Entre los extremos, entre la más o menos entera sumisión a las reglas del género, y la
iconoclasia del combativo Umbral. Porque debe habérsele presentado al autor una disyuntiva, un dilema:
cómo seguir siendo fiel a sí mismo, cómo procurar esa originalidad que lo ha distinguido tan claramente de su
medio, en el evento tan dolido, pero al mismo tiempo, tan manido, tan doméstico, de la elegía: “The elegy [is]
simultaneously solid and insubstantial” (Kennedy 33). Umbral no está dispuesto a claudicar, ni aun en estos
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momentos de devastadora tragedia personal, por lo que al final le ofrece al lector, sí, un canto de aflicción por
el hijo perdido, pero compuesto a su medida, muy ‘umbraliano’.
La sintonía entre lo que el lector espera y lo que este texto le propone será entonces una
componenda a medias, un collage compuesto de la “metralleta alegre” de la prosa de Umbral y del espíritu de la
“plaza mayor del universo”, la poesía (Umbral Obra poética 198, 250); de lo más tranquilo, el “hilo del caracol
humano” (77), y de lo más estridente de su cosecha: literatura “casual, esporádica, caprichosa e irreflexiva”
(180). Estos últimos aspectos del discurso de Umbral se comportan en su inveterado cinismo, o en su
pintoresquismo de dandi (v. Maurel136-7). La otra arista —esa apacibilidad de la que hablaba— se traduce en
el lirismo, la poesía de su expresión, aspecto que el motivo de la muerte del hijo condiciona fuertemente,
como en toda elegía, urgido de probar el penante su sufrimiento. Lirismo e inspiración claramente canalizados
a través del lenguaje figurado, y de la metáfora —el fogonazo de sublimidad entre la rabieta acostumbrada, ya
que incluso “el espanto puede dar lirios” (127)—, un fundamento más que ‘apropiado’ para esta ocasión.
Metáfora que en la elegía, según Karen Smythe, permite el consuelo tropológico; le anima a su usuario a
pretender alcanzar mágicamente el cuerpo o la persona ausente, mediante la transferencia o transformación
de la realidad (13).
El casamiento ideológico de Umbral con la metáfora (A = B) se enarbola en la cita del epígrafe
(“Maneras” 61). Aquélla y el discurso metafórico, los “efectos de poema, trampas del oficio” (210), se querrá
entonces que salven a Umbral de sí mismo, de sus excesos; que autoricen su elegía. Pues, nos confiesa muy a
propósito Umbral, “basta arrojar una metáfora a la prosa fluvial, como el que echa una flor al río, para que sus
pétalos se extiendan y distiendan”, para que el libro sea “una sucesión de metáforas desarrolladas [como] una
alfombra de nudos” (Trilogía 117; mi subrayado). Y él las arroja a menudo en su discursar: más de trescientas
en Mortal y rosa, según mi lectura (v. el apéndice para una relación de las metáforas).
Así la imagen en el paréntesis del título de este comentario, adaptada de Mortal y rosa (126) (“como
una flor en la roca” / la metáfora es una flor en la roca) resume en cierto sentido todo ese texto: la flor —
perífrasis y síntesis del lamento y la consolación— ‘encima de/sobre’ lo que ha de ser necesariamente, para el
epiceda, una historia amarga, densa y gravosa, la desaparición del niño, su muerte, la ‘roca’. El discurso
poético será el medio por el que Umbral podrá acallar o minimizar sus características usuales, que Carlos X.
Ardavín compendia así: para muchos “escritor políticamente incorrecto, incómodo e impertinente, cuyas
opiniones resultan indigestas” (“Introducción” 15). Será aquel discurso el instrumento o arma ideológica y
semántica —vehículo de/hacia lo sublime y lo decoroso: recordar y celebrar a su hijo líricamente— contra los
demonios en Umbral que de manera más o menos constante intentarán dar al traste con la motivación del
libro. En su texto la metáfora, el lenguaje metafórico, será el neutralizador máximo, o por excelencia, de su
‘mala leche’ proverbial; eso, una flor en la roca. Solución de urgente conveniencia, o de conveniente urgencia,
para un autor siempre obsesionado por el estilo y la forma, pero también ofuscado por su honda irritación e
impaciencia ante la sociedad española de su tiempo, en el marco de los cuales ha —y hemos como lectores—
de insertar el mensaje para y sobre ‹Pincho›.
Un riesgo, así y todo, pues esa vehemencia en Mortal y rosa puede enmarañar a la postre la
comprensión del mensaje de dolor, de luto y de nostalgia. O la necesaria aquiescencia y solidaridad de los
lectores ante un espectáculo ajeno, para que se interesen por él y/o los conmueva (“they are asked to mourn
losses they have not experienced”, Kennedy 71). Por ello habrá una tensión, que aflora aquí y allá, en esta
‘novela’, entre la superficie y el fondo, entre el significado y el significante, entre lo que se dice y la manera en
que se dice, como si invariablemente —o a ratos— el epiceda maniobrase sobre una cuerda floja, haciendo
malabarismos para no dilapidar su virtuosismo. Esa tensión no es ajena a la elegía como género y muchos
autores se ven impelidos a disimularla lo más posible, porque están conscientes de que, como escribe David
Kennedy, aunque la escritura sobre los muertos pueda originarse en emociones personales de hondísimo
calado, el convertir el luto en un texto inevitablemente convierte al primero en una ‘performance’ cultural. La
muerte reduce el tema de la elegía a un sistema finito y legible. “Elegy [is] a self-conscious performance in
which the elegist asserts his own poetic skill and becomes part of a pre-existent tradition or lineage of
similarly skilled poets” (Kennedy 13, 110, 121). Y el poeta que lamenta una muerte “tiene que acudir a un
fondo bastante reducido de ideas, imágenes, antítesis, correlaciones y técnicas retóricas” (Wardropper 11).
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Lo peculiar de Mortal y rosa es que Umbral, plenamente consciente de esa consecuencia —su luto
hecho discurso, performance cultural—, no querrá, o no podrá silenciarla. Su epiceda se embarca en cauces
discursivos que no parecen tener, en principio, nada o poco que ver con la naturaleza de la elegía, o con el
cometido supuesto del texto: “No creáis nada de lo que diga, nada de lo que escriba. Soy un farsante” (196),
nos recuerda. Así nos encontramos sus divagaciones sobre partes clave de su cuerpo; o la habitual —en
tantos y tantos escritos de Umbral— relación y opinión de su potencia o ejercicio sexuales, sobre los atributos
femeninos, las múltiples compañeras que ha conocido; o sobre la rememoración de sus inicios en la capital; su
causticidad en la descripción de sus compatriotas y conciudadanos; de las pensiones madrileñas; o de la
muchacha que emplea en las labores de su hogar. Y un largo etcétera. Todas estas “disquisiciones” o
“proceder [...] desconcertante”, se justifican por Antonio Penedo Picos —de quien proceden las anteriores
calificaciones— como “una apostasía de los grandes discursos de la cultura ante su fracaso para resolver la
inmediatez de la muerte” (147). Pero Umbral nos aclara que está escribiendo otro de sus diarios (197-8, 208,
210), otro “presente exasperado” (210), de modo que nada de lo anterior estaría fuera de lugar, pues sigue el
patrón que él mismo ha establecido en sus anteriores obras análogas. En una entrega posterior, Diario de un
escritor burgués, afirmará de manera irónica que, dada la naturaleza del escrito, no tendrá que ser “gracioso ni
agudo ni ingenioso ni agresivo ni brillante ni comprometido: qué bien” (31), cuando es, precisamente, todo
eso. Del mismo modo que en Mortal y rosa, definido como “un poco el poema en prosa de unos graves meses
de mi vida” (210), junto a lo agresivo y lo agudo, está lo brillante, lo lírico. Yuxtapuesto al diario de
reflexiones y diatribas, “burocracia del sentimiento” (101), aparece el libro-poema de la penitencia y la
sublimidad, “rectángulo de ignorancia y obstinación” (104).
Las imágenes anteriores son dos de las muchas metáforas y definiciones poéticas que el texto
contiene. La primera reconoce que la textualidad de esta elegía es un producto planificado, razonado y pulido
del luto, y no el luto mismo; la segunda define para Umbral su propia literatura. Son ejemplos que podrían
ejemplificar Mortal y rosa, toques de ingeniosidad que el epiceda inserta en su discurso, como para rescatar un
segmento dado de la vulgaridad o de sus antipatías. La metáfora, para Umbral una suerte de cenit o ápex del
discurso lírico, sustitución ideológica que convierte “cada cosa [en] una estrella irradiante” (Fábula 28), va a
semejar en Mortal y rosa una moneda de oro entre el suelto de las ideas: la “metáfora es la elocuencia del
mundo [...] Metaforizar el mundo es la manera más luminosa de explicarlo” (Un ser 66). Para Umbral la valía
de este tropo de lujo (“es la metáfora [vida] e informática de todo lo que no tenemos, de todo lo que tenemos
a medias, de todo lo que queremos”, Tratado 48) ha de ser como lo fuera para Pablo Neruda, quien definía
cierta vez la metáfora como la “medalla deslumbrante” del discurso (829). Y Umbral es un creador hábil e
ingenioso de metáforas, así se piense que sólo llega a ser “un mal poeta” (Candau 316). La recopilación de su
obra poética en 2009, después de su fallecimiento, confirma la primera afirmación, y probablemente también
la segunda. Miguel García-Posada piensa que es “uno de los mayores metafóricos de la literatura de este siglo”
(38). El placer estético para un autor, ‘descubridor’ de la metáfora, es la “fruición de un encuentro
inesperado” de dos realidades o entes “que copulan sin conocerse”, empalme donde el poeta es el demiurgo-
empresario, “vendedor de metáforas que tiene parroquia” (Un ser 65-6), posibilitador de esa fornicación lírica.
Umbral diría que la metáfora es el clímax sensual del discurso, el gran estampido de placer, la eyaculación
poética. Es arma ofensiva la metáfora en nuestro autor: “El chaleco de Larra molesta mucho a los enemigos
de Umbral, si es que le queda alguno, porque los mató a todos con una metáfora en la nuca” (Los cuerpos 286),
y es hechizo milagrero: “Una perla, una moneda, una metáfora, no sé, algo doy yo, algo produzco que les
tiene encandilados” (Los amores 193). El tropo que ilumina y engrandece hasta a los asesinos (Los ángeles 192).
En Mortal y rosa, la metáfora va a desempeñarse en múltiples maneras, algunas de índole positiva,
otras no tanto. Me voy a referir brevemente a algunas de ellas a continuación. Además del evidente placer
estético de componerla, y el intelectual de concebirla, para Umbral funge, por ejemplo, como el antídoto
supremo contra la pena, una especie de talismán o safe passage desde el infierno del sufrimiento: “En el
remolino del horror, cuando sólo eres piedra de dolor y miedo, mineral de espanto, nace [la] imaginación, [la]
visión distanciada de uno mismo. Y la distancia es estética”. Tanto “fruto de muerte ha dado una flor de
sueño”, la metáfora; el pensamiento “no es sino una continuación de las necesidades de la selva. Pero la
emoción lírica se sale de todas las necesidades”, salta sobre ellas, las conquista, las manumite (126-7). En este
sentido, la metáfora es un arma contra la realidad, un fármaco retórico, en pleno acuerdo con uno de los
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objetivos de la elegía, que es el de consolar al que pena. Esta función la podrían cumplir las siguiente
metáforas o definiciones poéticas: la cultura como un “juego largo que hemos inventado para aplazar la
muerte” (120), donde el placer que deriva el epiceda de sus conocimientos intelectuales le ayudará a
sobrellevar la vida hasta su propia muerte. El arte y la cultura son, asevera el epiceda, suicidios diferidos (196),
es decir, ocupaciones que justificarían el demorarlo. El tropo aparece en conexión con el niño, quien había
empezado a jugar con las letras, “insectos simpáticos y tenaces, [como] hormigas difíciles” (121), pero la
fórmula también será ventajosa para su padre, quien ha vuelto al periodismo después de la tragedia, con
“cientos, miles de artículos”, la manera en que Umbral mejor vive la cultura, y en ellos arder y desaparecer,
“una labor inútil y fragmentaria en la que deshojarse y morir” (217). El epiceda no pudo contra la muerte del
niño, pero sí puede contra los vivos: él es un “domesticador de multitudes” (144); a través de la literatura y el
discurso, “molino inmortal” y “reino de la salud perenne” (164, 5).
Será la metáfora asimismo una plataforma de evasión hacia una realidad alternativa, un mundo
posible más ameno, pero así y todo análogo, donde el hijo podría estar vivo y retozando todavía. David
Kennedy constata que la elegía moderna se orienta de súbito hacia un misterioso universo paralelo, hacia la
fantasía, lo que no pudo haber ocurrido y lo que podría haber sido (64). Una manera de considerar la idea es
entender que si la metáfora, en nuestro mundo, pasa por una sustitución, una transferencia intelectual
(considerar el cementerio, por ejemplo, como una “reunión de enmascarados” [60]), en el otro habrá de
captarse literalmente. También le ayuda al epiceda el que, al imaginar esa más afable realidad alternativa —en
la que utiliza aspectos de la nuestra—, su imaginación le sirve asimismo para comprender mejor esta última,
en una especie de retroalimentación ideológica. Al concebir un mundo donde ‹Pincho› está vivo, saludable y
feliz, le ayuda a entender éste otro, donde el muchacho está muerto y su padre es intensamente infeliz. Huye
el epiceda, “sí, a ese mundo quieto y ficticio, a esa vida posible e inexistente”, un “naufragio donde nadie se
ahoga”, pues quiere “salvar algo, el retrato del niño” (183). Enfatiza aquellas cualidades que hacen al niño
pervivir en la memoria —y que ameritan este texto mismo—, que hacen de aquél, póstuma pero
resueltamente, “crédito del material humano” (220), un milagro de la reproducción natural, tanto “relámpago
de futuro” como de lo sagrado (75, 176, 198). Son imágenes que también consuelan, a la vez que fijan la
trascendencia del niño, como si sus cortos años de vida bastaran para inmortalizarla. Es la nota de optimismo
en el marco de un pesimismo muy marcado; por ello podría hablarse de realidad análoga, o paralela, donde la
muerte del niño parece obviarse, no para minimizarla, sino para restarle consecuencia.
Algunas de las metáforas relativas al niño o a la niña, cuando la figura de ‹Pincho› se vuelve más
genérica (no todos los niños son hijos suyos), asimismo buscan esa ilusión reconfortante: es “aceite
inextinguible” (163), “decantación de la luz y la palabra” (167), “lámpara de vida” (163), soldadito que manda
en el mundo (219). En el ámbito de Umbral, la vida ha de reanudarse, incluso para él, tras el drama, pero en la
otra realidad la existencia de ‘Pincho’ reverbera como una fuente inagotable, “llama que se sopla a sí misma”
(176), como si por meramente él existir, el curso de la vida se eternizara en ciertas coordenadas específicas, y
la existencia consistiera en un eterno y repetido paseo dominical con el muchacho, signado por el tiempo
verbal del presente (“es domingo. [Yo] voy por la calle llevando a mi hijo de la mano”, 76). El discurso
poético engalana la realidad donde respiraba el niño; le auxilia cuando hay urgencia por ponerle a su vida la
relatividad de lo lírico, “luz de dubitación” (183), al faltarle. El epiceda eleva el nivel existencial de la realidad
que el niño compartiera con su padre: el árbol del bosque que juega con su hijo es “un violín cuya música es
el azul del cielo” (116); la risa en la humanidad es la “espuma de la vida” (170), y el tiempo que unió a padre e
hijo una “cinta dulce que se desanuda infinitamente” (114). El cadáver que se descompone en el cementerio,
un posible y tierno “dandy de hueso” (59), aquel que, en la dimensión de ultratumba, imitase el genio y la
figura de su progenitor. El ser humano, representado también en y con ‘Pincho’, es una “maqueta bien
intencionada del universo” (70) y, poéticamente magistral, “el interior de una lentísima manzana cayendo
silenciosamente en el tiempo” (116).
La elegía es siempre también una especie de concurso que el lamentador organiza consigo mismo,
para superarse en cada oportunidad viable en honor del finado, y la metáfora es uno de sus más factibles
instrumentos para ello. “The performance of elegy has not only healed the elegist: it has revitalized him and
raised his art to new heights of sophistication” (Kennedy 25). Es, de modo paralelo, botón de muestra por
excelencia de su estilo, de su dominio de la lengua y de sus facultades artísticas (una performance estética
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propiciada por la misma elegía), no obstante la desaparición traumática de su hijo por medio. La evaluación de
una metáfora por grados de brillantez, impacto o dramatismo (“expressing the greatest possible spiritual
heightening”, Booth 53) es, obviamente, una empresa enteramente subjetiva, pero es de sospechar que el
epiceda intente siempre hallar aquel venero de su imaginación que convierta una sustitución ‘mediocre’
(digamos, definir la mujer como un “bulto de vida”, 113) en una de mayor elaboración intelectual y artística,
la mujer como “látigo de amor” (151). En ocasiones el epiceda, incapaz de calmar su inspiración o su cólera
—y siguiendo la razón de su autocompetir—, como si fueran disparos líricos en su combate con el destino,
genera una concatenación de metáforas, la “ráfaga de canción y actualidad” que es su prosa (Obra poética 198),
pensados para deslumbrar al lector, o como si lo emplazara al desafío; ver el repertorio para ‘abril’ y ‘viento’
(187-8, 189-90), por ejemplo.
Sobre todo al tratarse del hijo, el epiceda hiperbolizará su significación y su legado personales
mediante la metáfora, que, en muchos casos, obra para magnificar su tenor, el término A de la ecuación.
“Indeed, many metaphors are exaggerations” (Searle 97). Es un recurso común en la elegía: “La hipérbole es
[la] flor de llanto”, explica José Filgueira Valverde, quien, curiosamente, utiliza así el mismo motivo poético
que Umbral, el de la flor. Se produce entonces un efecto de deformación involuntaria y los motivos del planto
“se nos presentan [como] en un espejo convexo” (Filgueira 26). Al exagerarse la realidad, la metáfora procura
llenar un vacío, una carencia, la del hijo ausentado; y la pasión en Mortal y rosa por revelar rasgos ocultos del
vehículo (el término B), como en el caso de ‘abril’ y ‘viento’, indican la agonía del epiceda por hallar la justa
sustitución, esa definición que convierta a las restantes en superfluas o meros suplementos. Tal vez determinar
el mes de abril como un “pájaro claro que se envenena de lirios en los charcos del cielo” (188) resuma esa
doble personalidad de la metáfora, como hipérbole de su realidad y como intento desesperado de encontrar
por fin la esencia del evento, de llenarlo, donde las ideas festivas (pájaro claro / lirios / cielo) se empalman
con la relación metonímica entre ‹Pincho› y la primavera —el hijo es causa o/y efecto de ella—, y con la
constatación de que en ese mes de flores y renacimiento importa muchísimo más que el niño ya no esté
presente (envenenamiento / charcos) para disfrutarlo o para validarlo.
“Metaphor is the dreamwork of language and, like all dreamwork, its interpretation reflects as much
on the interpreter as on the originator” (Davidson 31). Ted Cohen abunda por su parte en que la metáfora
también posibilita la ‘intimidad’ entre el epiceda y su lector, y que el proceso implica tres pasos: el primero
formula una invitación implícita por medio de su tropo; el lector realiza un mayor o menor esfuerzo en
aceptar la invitación —es decir, en descifrar el acertijo ideológico que se le presenta—; y, luego de hacerlo, la
muda transacción genera una ‘comunidad’ entre el epiceda y su lector, quienes conformarán desde ahora una
suerte de pareja, “an intimate pair” (9). Así, “the sense of close community results not only from the snared
awareness that a special invitation has been given and accepted, but also from the awareness that not
everyone could make that offer or take it up” (Cohen 8, 9). Esta alianza no está exenta de peligros: cuando el
procedimiento consiste en una metáfora hostil o en una broma cruel, que requieren de un conocimiento
previo y de esfuerzo para entenderse, el resultado es aún más doloroso porque la víctima, el lector, llega a
convertirse en cómplice de su propia vergüenza (Cohen 12). El acercamiento entre el epiceda y el lector
(ficticio y real) también obra para, momentáneamente, desplazar el objeto de la elegía, el hijo muerto de
Umbral, a un paradójico segundo o tercer plano. Es como si se tendiera un puente para conectarse con el
lector, y el lamentado quedara en uno de los extremos, en la orilla, como testigo importante del encuentro
pero no su participante activo. El rango de la intensidad de ese vínculo personal entre epiceda y lector
dependerá claramente del ‘desembolso’ intelectual que exija descifrar la metáfora. Por lo general, los tropos de
Umbral evitan la irracionalidad o el enfoque surrealista; sólo ocasionalmente se rinde a esa práctica, como
cuando, en un poema, definía la palabra como “camisa azul de la serpiente en que ondula un idioma” (Obra
227). En Mortal y rosa la comprensión de sus metáforas es, entonces, una tarea hacedera, con sus más o
menos: “No hay que leer mis metáforas como el Evangelio”, queriendo decir ‘como acertijos’, qué “más
quisiera yo—, sino como puramente poéticas y sociológicas, que es lo que son” (Un ser 102). De modo que la
intimidad entre lector y epiceda en Mortal y rosa se facilitará, en dependencia, por supuesto, de la empatía que
encuentre en el lector dado, despertando mayor o menos avenencia, más o menos entusiasmo, según la
naturaleza del mensaje, su impacto intelectual y la felicidad de su imaginación. Por ejemplo, ese madrileño que
toma el subterráneo diariamente, puede identificarse con las definiciones que brinda el epiceda en Mortal y rosa
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sobre ese medio de transporte, y lo hará entre sorprendido por las asociaciones y divertido por la chispa
imaginativa de Umbral (“catacumba veloz”, “intestino férreo que le corre por el alma de la ciudad”, “limbo
húmedo”, 134). Otro lector podría sentirse algo ofendido por la irreverente noción que sobre Dios se da
(“abuelo de los espacios”, 195), pero reconocerá la pertinencia en el humor de la frase. La feminista radical
podrá rechazar de plano los paradigmas que ofrece para el pene, sin embargo: “clave del tiempo”, “salud de
émbolo o de tigre” (91, 93). Es una reacción análoga a la que despiertan todas los escritos de Umbral, esta vez
delimitada a la metáfora.
Ese soslayar momentáneo del objetivo de la elegía también opera cuando la metáfora se usa en el
texto en su vertiente más neutral ideológicamente, digamos; cuando se la utiliza como instrumento
epistemológico, de cognición. Como escribió Ortega y Gasset, la metáfora es un procedimiento intelectual
por cuyos medios conseguimos aprehender lo que se halla más lejos de nuestra potencia y de nuestros
conceptos. “Con lo más próximo y lo que mejor dominamos, podemos alcanzar contacto mental con lo
remoto y más arisco. Es la metáfora un suplemento de nuestro brazo intelectivo, y representa, en lógica, la
caña de pescar”, o el boomerang, aparejos para cazar y atrapar, entre otras presas, el conocimiento (El espectador
259). En este caso, la metáfora en ocasiones revela la paradoja de la realidad (el hospital es el “gran absurdo
organizado”, 143; la juventud, una “divina vulgaridad”, 61); o revela una verdad escondida por el dolor o el
escepticismo —la muerte como “apagamiento de luz en la luz” (203); la salud, un “delicado equilibrio de
deflagraciones” (103). Es la metáfora que clarifica el significado oculto, disimulado, de los eventos (la filosofía
y la religión como suicidios diferidos, ya citado, 196); o es la que descubre la metafísica más dramática de las
cosas: la puerta de nuestras casas y edificios no es más —y ya es muchísimo— que un aglomerado de realidad
(107). Y la cuestión de Dios es un asunto de estilo (182). Ideas las anteriores que, aunque no puedan
conseguir el asentimiento de todos, son intelectualmente válidas y fecundas.
Será la metáfora el rescate o redención instantánea —para sí mismo y para el lector— de las
disquisiciones menos amables en Mortal y rosa, que la perenne rabia y su inconformismo de raíz le inspiran:
“El alma es la paloma loca que vuela por los ramajes del esqueleto, que va de un palo a otro, perseguida por
los metafísicos bujarrones” (71); la imagen combina, como un breve espejo del estilo e intención de Umbral,
lo sublime y lo contestatario. La imagen completa funciona como el antídoto para los componentes
individuales de la idea, integrando el desaire. Reflejo de toda la labor literaria del autor, el que ha censurado
con su lenguaje la sociedad donde vive y ha sido redimido por el mismo lenguaje con que la ataca. Otro
ejemplo análogo podría ser el siguiente: “Es cuando los días se desprenden de mi cuerpo como la carne de los
leprosos. Y son pústulas de oro, vetas enteras de mi vida...” (158). Por un lado, las vividas con el niño son
jornadas de entera trascendencia metafísica, días dorados; por el otro son escalones temporales hacia la
culminación de la tragedia, o las huellas del vivir restante después que aquélla ha ocurrido.
Para ese cometido, el de arremeter contra este mundo, la metáfora rebaja la bondad de esa realidad
donde ya no habita el niño, mas sí su padre, la “cordillera de ternura” (199), así le pese que aquélla sigue su
curso y ‘Pincho’ no. Sólo el hijo, “durante unos breves y rubios años”, ha sido capaz de llevarle de la mano “al
reino de lo unánime, a la aceptación del mundo” (Diario 141); una vez desaparecido el muchacho, se puede
regresar a “la moral del anarquista” (Ramón 50). En el ejercicio, Umbral aúna el refinamiento y la mezquindad,
el egoísmo y la disciplina, como lo define Pierré (281). Aquellos entes que antes podían recibir la caricia
ontológica de Umbral, ahora reciben su ira. La admiración de sus lectores es nada más que “odio sublimado”
(144); el tiempo no es más que un “caballo que llora como una máquina sentimental” (124) y la osamenta un
potencial “sapo de tierra” (59). El ser humano —el que persiste cuando el hijo no— es “una chapuza
cósmica” (70), un conglomerado de nada (62), un “tránsfuga del arco iris” (64).
Aflora, asimismo, la metáfora en lo más duro de la roca; es decir, en el entorno del cinismo o de lo
kitsch que persiste en el texto, trasfondo antitético del discurso lírico que el epiceda, agónicamente quizás, se
afana en trascender, pero que insinúa una línea de pensamiento más tenaz que su voluntad, o que la
intensidad del evento funerario. Aquellos lugares donde el epiceda se subvierte a sí mismo, deconstruye su
luto, donde reaparece su personalidad acostumbrada. En estos pasajes parecería que se obvia el objetivo
central de su discurso, la razón de componer este “enladrillado del alma” (105); es como un guiño a sus
admiradores, un aviso de que sigue en forma, de que la tragedia no ha perturbado demasiado, o de modo
permanente, su visión del mundo y de sí mismo. Habría servido para reenfocarla, facilitando una nueva
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avenida de creatividad. Su “estética de la provocación [por] su dimensión exhibicionista muy marcada y por su
gusto de la subversión” (Pierré 278), resurge tan saludable y robusta como siempre. “Y para eso lo mejor es el
escándalo”, recuerda el epiceda, pues le quedan recursos todavía “para llamar miserable al hombre con mil
variantes, para insultar a la vida con mil modalidades nuevas” (179, 205-6). La muerte de su hijo no es óbice
para un cambio en la postura cívica del padre.
Resultaría paradójico suponer que en una lamentación por el hijo muerto haya cabida para el cinismo;
sin embargo, la magnitud del dolor y la impotencia fácilmente nos puede tornar cínicos por momentos, una
de las salidas para nuestras carencias ante la tragedia. Es cuando la elegía deviene ‘antielegía’. Salvatore Poeta
afirma que en el famoso Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, de García Lorca, cristaliza “el cinismo protestativo
más propio de la antielegía” (12). Rafael Alberti también atestigua la manera grosera y ridícula de la muerte
cuando, en su propio homenaje a I. S. Mejías, le hace decir al torero: “Me va a coger la muerte en zapatillas, /
así, con medias rojas y zapatillas negras me va a matar la muerte” (75), donde la ramplonería de la muerte se
hace manifiesta. Recuérdese también, en un ejemplo clásico, la manera en que concluye Espronceda el
recordatorio de su amada Teresa Mancha, libro segundo de El diablo mundo: “Gocemos sí; la cristalina esfera /
gira bañada en luz: ¡bella es la vida! [...] Truéquese en risa mi dolor profundo... ¡Que haya un cadáver más, qué
importa al mundo!” (282). Habrá en el texto de Umbral pasajes donde su sarcasmo o mordacidad traduzcan
esa impotencia ante su gran pérdida; donde el epiceda sería ácido casi a su pesar: “Pero el niño está ahí [...]
asomado al culo de la vida” (73); “mi hijo ha nacido de mí para vivir [los] prodigios de la basura” (74); “los
perros y mi hijo, criaturas sin Dios...” (76); “a la mierda con todo” (151); “a morro, directamente, bebo a
borbotones sangre de niño, muerte de niño, la hemorragia necia y dulce del mundo” (194); “me refugio en los
retretes como para morir”, allí “todavía se mueven los cuerpos rosa de los niños, las almas culonas de las
mujeres” (222). Ahora, finalmente, el alma de ‘Pincho’ cuelga inocente de un gancho frío, en la charcutería de
la muerte (229).
Paralelo a estas manifestaciones intempestivas de cólera, hallamos en Mortal y rosa enunciados
razonados que vinculan directamente este texto con otros anteriores y posteriores de este autor. En el
apartado del cinismo, que Ambrose Bierce definía en 1906 umbralianamente como la actividad de un canalla
“whose faulty vision sees things as they are, not as they ought to be” (63), Umbral ha reconocido que en
escritores de la talla de César González-Ruano, y de él mismo, la salvación está en “el lirismo y el cinismo”.
Pero ello, que en el primero perjudica lo lírico, pues “el cínico acaba siempre por burlarse de su propio
lirismo, como solía hacerlo Ruano en la última línea de sus artículos” (La escritura 41-2), no sucede en Umbral,
tal vez porque está consciente de ello, de que se expresa cínicamente, donde Ruano no lo estuviera. Pues,
según Umbral, “hay que dejar que se le vea a uno el plumero y la melena, pero sin desmelenarse” (Diario 35).
Existen muchas pautas cínicas en Mortal y rosa. Está la mención passim de su racismo (62); la
caracterización de los creyentes católicos (77); la presentación del madrileño de a pie, el que toma a diario el
subterráneo (132-4). También aparece su impulsiva —y reiterada— caracterización de la mujer (149), o el
acerbo juicio sobre sus colegas de profesión, los otros escritores, esos ‘deleznables compañeros’ que no lo
han acompañado nunca en nada (158-9). O la necesaria alusión a la condición fecal, “el supuesto de heces”,
en que consiste toda vida humana (201); la constatación de la “cloaca sexual que inunda el mundo” porque “la
gente vive con su reptil”, con su desagüe, “y eso les sale a los ojos y a la cara” (92, 214). O el redescubierto
lirismo de los retretes (106-7, 222). Y el sumario enumerativo de un viaje “a provincias” (160-1). De cínica
podría tildarse también su detenida relación de sus atributos físicos (sus ya ralos cabellos, el rostro, su blanca
piel, las manos, el pene, los ojos; “y termino en mis pies, concluyo de esa manera repartida y minuciosa” [56-
69, 102-3]) —suerte de kitsch, “a highly visual aesthetics of saturation, artifice and melancholia” (Olalquiaga
19). La metáfora kitsch en Umbral es aquella que, en el marco de su elegía, banaliza la conexión ideológica
entre el tenor y el vehículo; es llamar el alma “resumen de inocencia y uremia” (222); el esqueleto como “un
tío integrista que está siempre firme” (72); o al escritor, a sí mismo, homosexual de la sabiduría, pues la ha de
sodomizar para dominarla (159). Lo kitsch en una metáfora funciona para minimizar o reducir el valor de la
sustitución, para desvalorizarlo —lo que se procura en alemán con el verbo verkitschen, origen del concepto—,
cuando lo esperado o tradicional es que el proceso ‘eleve’ el tenor a un nivel metafísico superior en su
vehículo. Es decir, la estética kitsch aleja los dos términos de la ecuación, en vez de acercarlos; la pretendida
intensidad ideológica del tropo se diluye en una ingeniosidad tramposa: la literatura es, según esta pauta, la
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“novela familiar de los neuróticos” (171). El filósofo alemán Adorno se refirió una vez al kitsch como la
parodia de la catarsis, aludiendo a la porosa demarcación entre el sentimiento (o sentimentalismo) y el cinismo
(312).
Mal encaminado o no (“there are no unsuccessful metaphors, just as there are no unfunny jokes”,
afirma Davidson [31]), el tropo adorna el tren de la insolencia y del menosprecio en Mortal y rosa. El que en
ocasiones sirve para suavizar el ataque, o para sintetizarlo, y en otras para refinarlo. La fe que crean esos
creyentes al acudir a la iglesia, “muertos que hablan, muertos que se sientan y arrodillan, para mayor unción”,
es un “sol de costumbre y rebaño” (77-8). El retrete público —que merita dos páginas en el texto, donde las
tuberías tragan de vez en cuando “ese buche de agua negra que pasa por [su] garganta”, y en la cual el epiceda
se alboroza porque él mismo puede desencadenar “la caída de las aguas, la catarata ruidosa, una catástrofe de
cisterna que todo de lo lleva y echa de nuevo sobre [él] la actualidad”—, es un ataúd vertical y acondicionado
(106-7). Agua negra, la misma que adquiere una solidez abrasiva en la siguiente imagen: “interminable
serpiente marrón” (160), nuestro humano, cotidiano y sólido excremento. En el metro, “ya sabes, la noche
rápida y fulgente”, fracasado es quien a los cuarenta años viaja en él; “viene de todo al Metro, ya sabes” (132-
3). El subterráneo —que Umbral define metafóricamente de por lo menos siete maneras (132-4)—, se popula
con caballeros mutilados, “tú, yo”, las “madres terribles con la bolsa de la compra abultada, como otro
embarazo”, la chica leyendo un “libro gordo”, y el sembrado de cabezas que tiene debajo de sí, que
pertenecen a las “ánimas del purgatorio en [el] túnel” (134).
Las frecuentes alusiones a la virilidad y presencia masculina del epiceda, a su incesante libido (64, 66-
7, 79-81, 90-91, 112-3, 129-31), aquél que puede transformar “una masturbación en un ensayo” (66),
conllevan una fuerte carga de cinismo, pues reafirman su salud y su vitalismo, la vida en su conquista, ante la
debilidad, lo femenino, por decirlo así, de la muerte de ‹Pincho› en su derrota. Cuando el epiceda se refiere a
su “genitalidad” al despertar en la mañana, es porque espera que el día prometa para él una “jornada de selva
y fornicaciones” (64), en tanto que “el antropoide”, Umbral, “no está para estilizaciones” (66). En el marco de
la elegía, la jactancia de su ‘heteronormatividad’, común en muchas de las obras de Umbral, podría explicarse
como la garantía para el epiceda de que en su lamento no va a equipararse a una mujer —a la mamá del niño,
“manantial de ojos” (199)—, o a perfilarse ante el lector como un llorica descontrolado o sumiso. Se
autoimpone una especie de supresión del llanto, y el empalago se dosifica. Para ese fin, en el entorno cultural
al que se suscribe Umbral, las lágrimas acuden a la mujer con naturalidad, pero en el hombre el dolor, un
“laberinto con [la] angustia de perderse” (194), debe mostrarse con circunspección: “Male grief must perform
differences of degree and kind. One answer to the supposed ‘uncomeliness’ of male mourning is to make the
elegy itself unnatural and unusual” (Kennedy 29). La metáfora, en estos casos el pasaporte de redención,
permite conectar, de algún modo, el exabrupto al decurso del lamento, a través del capilar lírico: el pene,
entonces, es un inocente “suspiro de la carne que luego será la carne entera” (91) y la sensualidad un mero
“alarde eréctil” (55). La metáfora, en estas secciones del libro, obra como una especie de bandera blanca, que
pide la buena voluntad del lector, en medio de la belicosa retórica que se le obsequia.
En el terreno de la elegía española, Mortal y rosa tal vez sea un texto excepcional; no por su cometido
o inspiración, sino por su hechura. Podría no ser expeditivo encontrar en la literatura contemporánea de la
península un epicedio en prosa donde la metáfora, el discurso metafórico, tenga tal protagonismo y tan
carácter definidor como en el de Umbral. Algunas de las consecuencias ambiguas de esto se han sugerido
aquí; es sintomático que el mismo Umbral equipare el metaforismo con la irracionalidad en un momento de
su carrera (Guía 79), metaforismo que Baltasar Gracián denominara, por sus posibles excesos, como
“crueldad [...] cárcel enfadosa” (268). Cuando más colmado de tropos el discurso elegíaco, más parece alejarse
la intención de su resultado, más precario resulta el balance entre el escribir sobre el muerto y el hecho de que
el hacerlo convierte al penante en objeto de su propio discurso. Al epiceda se le presenta un importante
dilema: ¿cómo hallar en el lenguaje maneras de celebrar al ser querido, cuando las palabras no pueden
compararse con la existencia corporal del muerto, en la futilidad de aquellas? (Kennedy 1, 23). Y esas maneras
se insinúan lógicamente en el uso y abuso de la metáfora. Umbral quiere con la metáfora honrar a su hijo e
ilustrar la magnitud de su aflicción, pero tal vez, a la postre, lo que conseguiría es honrarse a sí mismo, añadir
lustre a su carrera literaria. Es como si la metáfora se tornase en un eufemismo, una manera de no enfrentar la
realidad, al enmascararla con constantes substituciones; el eufemismo metafórico devaluaría y
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despersonalizaría la muerte y el destino cultural del, múltiples veces, pobre ‘Pincho’. La metáfora deviene en
la elegía esa paradoja del lenguaje que nunca parece explicarse o justificarse en su totalidad, o lo contrario, que
nunca se dilucida o es posible desterrarla, por entero. Certezas de las que el epiceda en este texto debe estar
consciente, para bien y para mal.
Sin embargo, ¿no es precisamente ese metaforismo, esa fortísima voluntad lírica en Mortal y rosa la
que certifica y propicia algunos de los más hermosos y conmovedores pasajes de la segunda mitad, donde
cabal y legítimamente, sin duda alguna, se transmite el inmenso dolor que Umbral siente ante la pérdida del
niño? Son momentos en que el lector no puede menos que solidarizarse de manera genuina con su pena, que
experimentar de nuevo lo que el epiceda ha sentido. Es cuando Mortal y rosa adquiere una categoría innegable
de poesía, de franca humanidad, en varias vertientes de su proceder: como confesión personal, desconsolada
purificación y ofrenda visceral. Es aquí donde se produce lo que David Kennedy celebra de la elegía: el hecho
de que la carencia, la impotencia y la inactividad, consecuencias de la pérdida, se transforman por recurso de
la escritura en poder, potencia y plenitud (23); es cuando el afán de trascender la realidad mediante la
imaginación no resulta en un proyecto vano. En estos momentos, cuando Umbral es rotundamente lírico, la
metaforización es implícita, difusa, como en una parábola, no se delimita netamente como en otros lugares; es
cuando el epicedio es más ‘puro’. La metáfora, aunque presente (por ejemplo, la muerte como ‘habitación en
los vivos’ / la vida como una ‘muerte habitada’, 231), se diluye en el torrente discursivo; no es el instante de
singularidad que se procura en el resto del libro.
Gracias a su gran aliento lírico, poético, con probabilidad Mortal y rosa esté entre las pocas obras de
Umbral que deban persistir con el tiempo en el imaginario cultural español, amén de sus estudios singulares y
personalísimos sobre otros escritores (Gómez de la Serna, González-Ruano, Cela, Larra, García Lorca), lo
mejor que nos dejara, según creo. En la otra dimensión de su producción literaria, Mortal y rosa es un libro que
resume en sí las principales virtudes y la personalidad de la obra de Umbral; y es quizás irónico que esto
suceda motivado por un suceso tan trágico para el autor como la muerte de su único hijo. Pero no inesperado
o ilógico. Aquí están, magnificados, las virtudes y los baches, lo óptimo y lo efímero de Umbral. El magno
esplendor de su capacidad y de sus habilidades. Y también de sus miserias, sus contradicciones: “Elegists are
always faced with unsatisfactory resurrections, unfinished and unfinishable conversations” (Kennedy 21).
Obras citadas
Olalquiaga, Celeste. The Artificial Kingdom. A Treasury of the Kitsch Experience. New York: Pantheon Books, 1998.
Ortega y Gasset, José. El espectador. Tomos III y IV. Madrid: Revista de Occidente, 1968.
Penedo Picos, Antonio. “Del sentimiento trágico de la pérdida en Francisco Umbral”. Ardavín 144-59.
Pierré, François. “Francisco Umbral o la estética de la provocación”. Ardavín 278-98.
Poeta, Salvatore. Ensayos lorquianos en conmemoración de 75 años de su muerte. Bloomington, Indiana: Palibrio,
2011.
Ruiz, Juan. Libro de buen amor. Selección y edición de María Rosa Lida de Malkiel. Buenos Aires: Losada, 1941.
Salinas, Pedro. Jorge Manrique o tradición y originalidad. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1952.
Searle, John R. “Metaphor”. Metaphor and Thought. Ed. Andrew Ortony. 2da ed. Cambridge University Press,
1993.
Smythe, Karen E. Figuring Grief: Gallant, Munro, and the Poetics of Elegy. Montreal: McGill-Queen's University
Press, 1992.
Umbral, Francisco. Retrato de un joven malvado (Memorias prematuras). Barcelona: Destino, 1977.
---. Tratado de perversiones. Barcelona: Arcos Vergara, 1977.
---. Ramón y las vanguardias. Madrid: Espasa-Calpe, 1978.
---. Diario de un escritor burgués. Barcelona: Destino, 1979.
---. Los amores diurnos. Barcelona: Kairós, 1979.
---. Los ángeles custodios. Barcelona: Destino, 1981.
---. “Maneras de redactar”. Cuadernos Hispanoamericanos 385 (1982): 55-61.
---. Fábula del falo. Barcelona: Kairós, 1985.
---. La escritura perpetua. Madrid: Fundación Cultural Mapfre Vida, 1989.
---. Guía irracional de España. Madrid: Arnao, 1989.
---. Los cuerpos gloriosos: memorias y semblanzas. Barcelona: Planeta, 1996.
---. Trilogía de Madrid. Barcelona: Planeta, 1999.
---. Un ser de lejanías. Barcelona: Planeta, 2001.
---. Mortal y rosa. 6ta. edición. Madrid: Cátedra/Destino, 2003.
---. Obra poética (1981-2001). Ed. Miguel García-Posada. Barcelona: Seix Barral, 2009.
Wardropper, Bruce W. Introducción. Poesía elegíaca española. Comp. Bruce W. Wardropper. Salamanca: Anaya,
1967. 7-22.
Apéndice
ABRIL: cadera femenina del mundo (187) ☐ caligrafía torrencial que deja dicho en el aire el secreto simple del
universo (187) ☐ callejón de la lluvia (188) ☐ descolgador de cosas del cielo (188) ☐ esfuerzo de la
luz hacia la dicha (187) ☐ huella encharcada en la hierba (187) ☐ idioma salvaje de la lluvia (187) ☐
lenguaje de todas las primaveras (187) ☐ niña devorada por los tallos (187) ☐ pájaro claro que se
envenena de lirios en los charcos del cielo (188) ☐ palabra de lluvia y flauta (187)
ADMIRACIÓN: odio sublimado (144)
ALMA: diadema que nunca vemos (71) ☐ estofado de oro con que nos decoró la vida en un principio (57) ☐
media luna blanca (154) ☐ paloma loca que vuela por los ramajes del esqueleto (71) ☐ resumen de
inocencia y uremia (222)
AMOR: encontronazo del alma (129)
ÁRBOL: violín cuya música es el azul del cielo (116)
ARTE: suicidio diferido (196) ☐ tregua entre enfermedad y enfermedad (126) ☐ vida en combustión (139)
BALÓN [de oxígeno]: alabardero siniestro (197)
BAZAR: catedral confusa (163)
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BIBLIOTECA: celda de papel (104) ☐ muro de letra impresa (104) ☐ pared de tipografía (104) ☐ pared
maestra (104)
CABELLO/ PELO: penacho de la imaginación (57)
CABEZA: jardín salvaje (57)
CADÁVER: dandy de hueso (59) ☐ sapo de tierra (59)
CALAVERA: disfraz con que nos mira nadie (59) ☐ máscara de nadie bajo tantas máscaras (59) ☐ máscara
última (59)
CALLE: largo olor a pan (98)
CALVICIE: antorcha apagada (58)
CARNE HUMANA: último paraíso perdido e imposible (62)
CASA: bodega altísima de un barco que va por el cielo (104) ☐ carabela varada (103) ☐ navío encallado (103)
☐ vacío encallado (103)
CEMENTERIO: espesor de muertos (226) ☐ reunión de enmascarados (60)
CIELO: inmensa y serena llaga de luz inextinguible (192)
CIUDAD: copa de angustia (111)
CÓCTEL [alcohólico]: cometa quieto del atardecer (150)
COITO: fiesta de sangre y luz (136) ☐ gran purificador de la belleza (115)
CUERPO: minuciosidad del borrón tierno (186) ☐ párrafo oscuro, acre y herido (81)
CULTURA: círculo que es la costumbre del infinito (165) ☐ juego largo que hemos inventado para aplazar la
muerte (120)
CUTÍCULA: cartílago de bosque (154)
DEFECACIÓN: interminable serpiente marrón (160)
DESNUDEZ: selva que llevamos aún en nosotros (62)
DÍA: carne de leprosos (158) ☐ geografía entera de nuestro cuerpo que se entierra para siempre (158) ☐
pústula de oro (158)
DIARIO: burocracia del sentimiento (101) ☐ lleno de pupitres interiores (101) ☐ presente exasperado (210)
DIOS: abuelo de los espacios (195) ☐ problema de estilo (182)
DISCURSO: hilo del caracol humano (77)
DOLOR: laberinto con angustia de perderse (194)
ENFERMEDAD: navegación agónica hacia la muerte (195) ☐ tregua de la muerte (126)
ESCRITOR: abeja de una inmensa colmena de las palabras (165) ☐ catarroso de alma (159) ☐ domesticador de
multitudes (144) ☐ hilacha de la vida literaria (158) ☐ homosexual de la sabiduría (159) ☐ náufrago
en el propio mar que ha creado (111) ☐ obrero en los telares del idioma (165) ☐ zanjador de ideas
(110)
ESQUELETO: antepasado nuestro que llevamos dentro (72) ☐ percha del cuerpo (72) ☐ personaje de cal y
fósforo que me habita (69)
ESTACIÓN [de trenes]: frío ferroviario (227)
ESTÍO: eternidad razonable (100)
ESTRELLA: punta de una llama que ha dejado su huella en el firmamento (193)
FAMA: picoteo malicioso de la popularidad (151)
FIEBRE: abismo rojo donde nos perdemos (162) ☐ hoguera inexistente donde nos quemamos (162) ☐
incendio lento y mudo del cuerpo (162)
FILOSOFÍA: suicidio diferido (196) ☐ tregua entre enfermedad y enfermedad (126)
FILÓSOFO: monstruo de razón (53)
FRÍO: cuchillo de pescado (226) ☐ gato sucio y arañador (226) ☐ jarrón venenoso (226) ☐ serpiente de
cristal (227)
FUTURO: pasado actuante (177)
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