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Biografía de Gemma Galgani

Este documento presenta una breve biografía de Gemma Galgani, una virgen cristiana del siglo XIX de Italia. El autor, un sacerdote llamado Germán de San Estanislao, fue el director espiritual de Gemma y escribió este libro para relatar su vida mística, incluyendo éxtasis, raptos, visiones y locuciones celestiales. El autor afirma que fue testigo directo de los dones sobrenaturales de Gemma y los analizó a la luz de la teología mística para comprobar su aut

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Biografía de Gemma Galgani

Este documento presenta una breve biografía de Gemma Galgani, una virgen cristiana del siglo XIX de Italia. El autor, un sacerdote llamado Germán de San Estanislao, fue el director espiritual de Gemma y escribió este libro para relatar su vida mística, incluyendo éxtasis, raptos, visiones y locuciones celestiales. El autor afirma que fue testigo directo de los dones sobrenaturales de Gemma y los analizó a la luz de la teología mística para comprobar su aut

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34564
BIOGRAFÍA DE GEMMA GALGANI
Gemma Galgani, Virgen de Luca
BIOGEAFIA
— DE —

GEMMA GALGANI
V I R G E N D E LUGA

ESCRITA EN ITALIANO POR EL

E. P. GERMÁN DE SAN ESTANISLAO


Sacerdote Paaionista y Director espiritual de la Sierva de Dios

TRADUCCIÓN DEL
DR. C E C I L I O M A R T Í N E Z Y G O N Z Á L

CON LICENCIA DEL ORDINARIO

BARCELONA

Herederos de JUAN GILÍ, Editores


COSTES, 581 z==z==z===========z==—==: 1910
ES PROPIEDAD

TIPOGRAFÍA DE LOS EDITORES, BARCELONA


INTRODUCCIÓN

A l escribir la admirable vida de esta Sierva de Dios,


experimenté cierta desconfianza, no tanto por las di-
ficultades que el asunto ofrecía, cuanto por el torcido
modo de pensar que tienen los incrédulos cuando
de las cosas sobrenaturales se trata. En estos desdi-
chados tiempos, ¿quién ignora que, por regla general,
el sentimiento cristiano carece de vigor y se muestra
tibia la fe? Teorías atrevidas y doctrinas absurdas
sustituyen las santas máximas del Evangelio; de Dios
Omnipotente poco ó nada se desea sabeí; se renun-
cia de buen grado los bienes eternos para gozar
los temporales; en una palabra, el mundo se ha vuelto
pagano de alma y de corazón; y lo que es peor aún,
los que viven con arreglo á tan perversas máximas
son tenidos por sabios eminentes, por restauradores de
la humanidad; se los oye con agrado y se los sigue con
ciega confianza.
En condiciones tan lastimosas, ¿qué crédito se ha de
dar al relato de las maravillas ocurridas en la vida de
una virgen cristiana? ¿Quién se detendrá para oir ha-
blar de éxtasis, raptos, elevadísimas contemplaciones,
visiones y locuciones celes tes, en una palabra, de cuanto
de hermoso, puro y sublime hay en la mística teológica?
Los más perversos dirán que esto pertenece á la Edad
Media y debe rechazarse como engaño y locura; los
menos audaces, y aun ciertos cristianos candidos,
— 6—
imbuidos en las corrientes del medio corrompido en
que viven, sospechan de todo, y en presencia de cual-
quier manifestación sobrenatural, se resisten á creer,
atribuyéndola «á las desconocidas fuerzas de la natu-
raleza,» á «influencias histéricas, magnéticas, sugesti-
vas» y demás ropaje de nueva invención.
Así, poco á poco, y sin apenas advertirlo se va arrai-
gando en los corazones una incredulidad tal por los
hechos sobrenaturales, que, apriorij sin examen, son
rechazados todos. En tratándose de mujeres, no hay
que decir nada más, pues esos tales convenientemente
dan por demostrado que todo ello es mera ilusión,
producto de la fantasía, ya que no algo peor. Así es el
mundo de nuestros días.
Ante este hecho, me veo precisado á manifestar que,
así como son lógicos los enemigos de nuestra religión
conduciéndose de ese modo, son altamente inconse-
cuentes los cristianos que los imitan, pues saben muy
bien que la Iglesia tiene solemnemente declarado la
existencia de lo sobrenatural.
¿Cómo concebir esto? Ellos creen y confiesan que
Dios es tan excesivamente bueno, que tomó nuestra
humana naturaleza, muriendo luego en una cruz para
salvarnos. ¿Y encuentran difícil que ese mismo Dios
comunique dones extraordinarios á ciertas almas pri-
vilegiadas? ÍTo cabe duda que conviene ser prudentes
al prestar fe á sucesos extraordinarios, porque pudie-
ran ser falsos, especialmente tratándose de mujeres; y
también porque, aun siendo ciertos, son muy raros; por
cuyo motivo el apóstol San Juan nos advierte: «No
seáis demasiado crédulos, dando fe al primero que
llegue.» Nolite omni spiritui credere. Y aun dice más:
«Examinadlos primero, á fin de aseguraros que tienen
el espíritu de Dios.» Sed próbate spiritus si ex Deo
— 7 -

sint. Quien no haga tal examen, debe, según dicta la


razón, suspender el juicio, porque tan temerario es
afirmar como negar por capricho. Cierto que no á to-
dos es permitido conocer cosas tan elevadas y difíci-
les; sin embargo, reglas da para ello la teología místi-
ca, de las cuales puede servirse quien así lo desee; pues
aunque poco estudiada en los actuales tiempos, no
deja de ser verdadera ciencia, con axiomas propios y
cánones seguros, con los cuales han trabajado y de
ellos se han servido los Santos más ilustres venerados
por la Iglesia. Aeúdase, pues, á ella, y con arreglo á
sus teorías, examinemos las personas que ofrezcan
algo de extraordinario, ya sean hombres, ya mujeres,
ya ancianos, ya jóvenes, no según nuestro capricho, ni
según la falsa ciencia moderna, inspirada por Satanás
para combatir la verdad revelada.
Como quiera que sin gran dificultad puedo explicar,
mediante el auxilio de la indicada ciencia, la vida*;que
voy á reseñar, cobro ánimo en la confianza de que los
cristianos que tengan la paciencia de leer este libro, no
por partes, sino en conjunto y metódicamente, se con-
vencerán de la verdad de los hechos, y se unirán á
mí para bendecir á Dios, que es admirable en sus San-
tos. Además, encontrarán consuelo y edificación en su
fe, viendo por experiencia que el Señor sigue amando
á las humildes criaturas, y que, á pesar de la general
corrupción, hay almas elegidas que, con el olor de una
vida santa y pura, reparan la humana naturaleza; así,
con tan hermosos modelos á la vista, se sentirán espo-
leados á santificarse. Utilidad, y grande, reporta dar
á conocer estas almas, dondequiera que se las encuen-
tre; porque ese es el designio del Señor al favorecer-
las con dones tan señalados. Por eso dijo el Ángel á
Tobías: «Si es cosa buena tener oculto el secreto del
— 8 —

rey, es altamente laudable manifestar las obras del


Señor, para que todos las conozcan.» Dei autem opera
revelare et confiten honorificum, est.
Con esto queda indicado el por qué de este libro.
Manos á la obra, que, por arduo y difícil que sea el
trabajo, me da alientos el abundante material de que
dispongo y el inapreciable valor de su sinceridad, pues
pocos son los biógrafos á quienes cabe igual fortuna.
No he tenido necesidad de consultar antiguas tradi-
ciones para escribir la vida de esta Sierva de Dios, ni
apoyarme apenas en datos para saber lo que he de de-
cir; así es que no corro el peligro de presentar al lec-
tor, como verdades históricas, las observaciones aje-
nas, porque yo mismo soy testigo de todo. La vida mís-
tica de esta angelical virgen se ha desenvuelto, por
decirlo así, ante mi vista, y por lo tanto se me puede
aplicar con exactitud lo que dice el Evangelista San
Juan: «Venimos á referir lo que hemos oído, visto y
tocado con nuestras manos.» Y esto, no como podría
hacerlo un observador cualquiera, que hubiese tocado
la corteza solamente, sino como confesor y director
espiritual, en cuyas condiciones no pudo pasarme
inadvertido secreto alguno de alma tan privilegiada.
Y diré más. Después que el Supremo Hacedor,
por caminos extraordinarios, me confió su dirección, y
luego que hube sometido la joven al más rígido exa-
men, me puse á observar con exquisito cuidado sus
interiores movimientos, á fin de darme cuenta de to-
do. Viendo yo que se resistía á tratar de sus asuntos,
como lo hacen las almas verdaderamente virtuosas, con
destreza y prudencia le hacía preguntas sobre toda
clase de hechos, preguntas á las que ella, dada su pro-
funda humildad y sencillez infantil, contestaba unas
veces de palabra y otras por escrito; respuestas que or-
denadamente recogí para confrontarlas unas con otras,
las más recientes con las más antiguas, y analizarlas
todas á la luz de los principios de la ciencia mística;
así pude adquirir el íntimo conocimiento de la verdad.
Aquello fué obra de la gracia celestial, multiforme en
sus efectos, como la llama San Pablo, pero una en su
esencia, pues es divina.
A la realización de este trabajo concurrió el mismo
Dios, disponiendo que la bendita joven fuese recogida
en la casa de una piadosa señora residente en Luca,
señora que la quiso como hija, y veneró como santa.
Adelantada aquella buena mujer en las vías del Se-
ñor, estaba mejor que nadie en disposición de contem-
plar sus raras virtudes, y como vivia constantemente á
su lado, tuvo facilidad de seguir paso á paso los efec-
tos que la gracia producía en su alma, y de puntualizar
sus menores detalles. Yo, por encontrarme lejos, tuve
la feliz idea de mandar á Gemma, con la autoridad
que me daba el cargo de director espiritual, que, para
evitar el peligro de ser engañada por el enemigo, ma-
nifestase punto por punto todas las cosas interiores
á su mamá, como afectuosamente solía llamarla, á fin
de que ésta pudiese fielmente referírmelas y poner-
me así en condiciones de mejor aconsejarla y dirigirla.
Con tan piadoso artificio, unido á la especial ingenui-
dad de la joven, se logró recoger en poco tiempo tan
abundante materia, que, si tratase de desenvolverla
toda, serían necesarios varios volúmenes. ¿No es esta
gran fortuna para un biógrafo, y á propósito para ani-
marle á escribir, aun en medio de las mayores difi-
cultades?
A fin de hacer más útil mi trabajo, no me limitaré á
referir sencillamente las particularidades de la vida de
esta Sierva de Dios, sino que las haré objeto de especial
— 10 -

estudio, procurando confrontar cada uno de los hechos


con la doctrina mística más acreditada, para compro-
bar su rectitud y poner al propio tiempo en manos
de los directores de almas una regla práctica de esta
ciencia divina. Sabiéndose cuan abstrusa es esta cien-
cia, y lo difícil de comprender su teoría, más de uno
me ha de agradecer que se la enseñe aplicada en un
alma que recibió de Dios la insigne gracia de pasar
sucesivamente por todos los grados de la misma. ¡Sea
por todo alabado el Señor, que es glorificado en sus
santos: Qui glorificatur in consilio sanctorum suonm!
(Salmo L X X X V I I I , 8).
PROTESTA

De conformidad con los Decretos emanados de la


Santa Sede referentes á la imprenta, hago formal pro-
testa, y del modo más explícito declaro, que no quie-
ro que se atribuya á mis palabras más fe que la mera-
mente humana, ni es mi ánimo adelantarme al juicio
de la misma Santa Sede; pues solamente á ella incum-
be sentenciar en cuestiones de virtud y santidad.
Por tanto, á su fallo me someto, así como á su auto-
ridad someto también este libro, en todas sus partes.

E L AÜTOE
CAPITULO PEIMEEO

NACIMIENTO DE GEMMA, SU EDUCACIÓN Y PRIMERAS


VIRTUDES

Camigliano, aldea de Toscama, en el distrito de Lú-


ea, fué la cuna de la angelical virgen cuya vida trato
de escribir.
Vio la luz primera el día 12 de Marzo de 1878.
"Fueron sus padres el farmacéutico D. Enrique G-algani,
descendiente, según se cree, del Beato JuanLeonar-
di, y Doña Aurelia Landi; ambos cristianos de sólida
piedad y personas acomodadas. De su matrimonio tu-
vieron nueve hijos, seis varones y tres hembras, y to-
dos, á excepción de tres que todavía viven, murieron
en la flor de su edad.
Según es costumbre en padres verdaderamente cris-
tianos, nuestros buenos cónyuges tuvieron especial
cuidado de que á sus hijos no se les retrasase la gra-
cia bautismal; por eso, al día siguiente de su naci-
miento, los veían regenerados en Cristo, por medio
del saludable Sacramento. Así sucedió con Gemma, la
cual, el día 13 de Marzo, á las 24 horas de nacida, fué
llevada á. la iglesia de San Miguel de Camigliano y
bautizada por el párroco D. Pedro Quilici.
No sin particular disposición divina parece que fué
escogido el nombre que en la sagrada fuente se le im-
puso, pues esta niña debía más tarde hacer ilustre el
nombre de su familia con la grandeza de sus virtu-
des, y cual refulgente piedra preciosa resplandecer en
la Iglesia Santa de Dios. Por los Sagrados Libros sa-
bemos que el nombre, por ordenación divina, indica
con bastante frecuencia la predestinación de ciertas
almas en las cuales quiere el Señor complacerse; y
— 14 —

por lo tanto, con algún fundamento puede creerse que


el cielo asignó este nombre á la que tan bien se aco-
modaba. Quizás los padres fuesen inducidos á esco-
gerlo por un sentimiento especial de complacencia
que, según se dice, sintieron, la madre durante los
nueve meses que llevó en su seno aquella bendita ni-
ña, y el padre al verla nacer, lío habiendo esperimen-
tado cosa semejante en los demás partos, pensarían
que Dios, al darles aquella niña les daba una preciosa
joya, y por eso quisieron que se llamase Gemma.
Y en verdad que como joya preciosa la amaron to-
do el tiempo que vivió en su compañía, siendo Gemma
la preferida entre sus hermanos, y concentrándose en
ella el más intenso cariño de sus progenitores, tanto
que alguna vez se oyó decir á su padre: «Sólo tengo
dos hijos, Gemma y Ginés». Este último era émulo
de su hermana en el camino de la virtud, por cuyo
motivo mereció ocupar el segundo puesto en el amor
paterno. Ángel de pureza é inocencia, adscrito por
bastante tiempo al estado eclesiástico, murió recibi-
das ya las órdenes menores, próximo á recibir las ma-
yores, y poco antes que su padre.
Gemma era con frecuencia llevada á paseo por su
cariñoso padre, quien debiendo comer fuera de su ca-
sa para atender á la farmacia, quería tenerla á su la-
do en las épocas de vacaciones; y cuando no, al llegar
por la tarde á su domicilio, su primera pregunta era:
¿Dónde está Gemma?, pregunta que los de la familia
satisfacían señalándole el aposento donde la bondadosa
niña acostumbraba á retirarse para estudiar, bordar ó
rezar, de modo que parecía no estar en casa.
Ciertamente que no es de aplaudir semejante par-
cialidad en un padre, aun en el caso de ser merecida,
por los disgustos que ocasiona. A Gemma misma, que
demostró tener rectitud de corazón casi desde la cuna,
no le agradaba el proceder de su padre; pues aunque
en manera alguna suscitase celos en sus hermanos,
ya que todos la querían mucho, se resistía quejándose
y protestando que no merecía ni quería semejantes
— 15 —

distinciones; y si no lograba impedirlas, el disgusto le


obligaba á deshacerse en lágrimas.
A veces, colocando el tierno padre á Gemma sobre
sus rodillas, intentaba acariciarla y darle un beso; pe-
ro apenas podía conseguirlo, porque, á pesar de te-
ner poca edad, parecíale á aquel ángel en carne hu-
mana que hecho semejante no era señal de distinción
que debiera usarse entre las personas, y retorciéndose
con cuanta fuerza podía, le decía sollozando: «Papá, no
me toque.»—«¿Cómo—replicaba él,—no soy tu pa-
dre?»—«Sí, pero no quiero que nadie me toque.» El
padre, por no contristarla, la dejaba en seguida, y en
vez de mostrar disgusto, acababa de ordinario por
mezclar sus lágrimas con las de la hija, asombrado de
ver tanta virtud en niña tan tierna. Atribuyendo
G-emma su victoria al llanto, y siendo como era muy
perspicaz, reservaba sus lágrimas para cualquier apu-
ro, saliendo siempre vencedora.
En una ocasión intentó tocarla un primo suyo, pe-
ro lo pagó bien caro. Hallábase á caballo delante de la
casa, dispuesto á emprender un viaje, y habiéndo-
sele olvidado algún objeto, llamó á Gemma para que
se lo llevase. La niña, que entonces tenía siete años,
acudió presurosa y al instante se lo llevó. Por la gracia
con que hizo aquel pequeño servicio, conmovióse el jo-
ven, y queriendo demostrarle su agradecimiento, al
despedirse de ella, estendió la mano para hacerle una
caricia. Apenas lo advirtió Gemma, cuando fuera de
sí por el disgusto de lo que consideraba casi como
un delito, con tal fuerza rechazó la mano, que el jo-
ven, perdiendo el equilibrio, cayó al suelo, producién-
dose bastante daño.
El amor que á Gemma tenía su madre era distinto
del de su padre y demás de la familia, aunque no por
eso era mayor ni más intenso. Doña Aurelia, no sólo
era una buena cristiana, sino una verdadera santa, uno
de los más perfectos modelos que pueden proponerse
á las madres católicas para su imitación. Oraba conti-
nuamente, se acercaba todas las mañanas á la sagrada
— 16 —

mesa con sentimientos de viva piedad; iba á la igle-


sia aunque tuviese fiebre, y del sagrado manjar saca-
ba fuerzas para llenar con perfección sus deberes.
Amaba tiernamente á sus hijos, y con predilección á
Gemma, en quien, según decía, mejor que en los demás,
veía la gracia de Dios. En efecto, hacía ya mucho
tiempo que la gracia divina estaba obrando en aquella
alma, según claramente se veía por su índole buena y
sumisa, por su amor al retiro, por su horror á los va-
nidosos pasatiempos y por cierto porte majestuoso im-
propio de la edad infantil. Conociendo como conocía
sus deberes Doña Aurelia, en vez de entretenerse en
inútiles manifestaciones de sensible afecto, tomó con
empeño el cultivo de los gérmenea de precoz virtud
que brotaban en el alma de su hija, y de pronto con-
virtióse la madre en directora espiritual de ésta.
La misma Gemma, llena de reconocimiento para con
Dios, que tal madre le había dado, recordaba frecuen-
temente los múltiples medios por los cuales se había
efectuado aquel magisterio, declarando que á su ma-
dre únicamente era deudora del conocimiento del Su-
premo Hacedor y de su amor á la virtud.
Tomábala frecuentemente en sus brazos, la estre-
chaba contra su pecho y con los ojols arrasados en lá-
grimas le daba santas instrucciones. «¡He rogado
macho al Señor,—decía,—que me concediese una ni-
ña! Me ha consolado, pero muy tarde. Estoy enferma
y pronto te dejaré; aprovecha mis enseñanzas.» Des-
pués procuraba explicarle las verdades de la fe, el
precio de nuestra alma, la fealdad del pecado, la di-
cha de pertenecer á Dios, la vanidad de las cosas
mundanas, Otras veces, enseñándole el crucifijo, le de-
cía: «He aquí, Gemma, á Jesucristo muerto en la cruz
por nosotros.» Y adaptándose á la capacidad de la ni-
ña, procuraba hacerle comprender el amor inmenso
de Dios, á quien todo cristiano está obligado á corres-
ponder. La enseñaba á rezar, y con el fin de acostum-
brarla, rezaban juntas las oraciones de la mañana y
de la tarde, y con bastante frecuencia durante el día.
— 17 —

; Nadie ignora lo muy desagradable que es á los niños


oir sermones y recitar preces vocales incapaces de fi-
jar su atención, siendo, en cambio, inclinados á las di-
versiones y pasatiempos. Mas esto no puede decirse
de la pequeñita Gemma, porque desde los primeros
: años hallaba su placer en los ejercicios de piedad, y
de aquí que no se cansase de escuchar ni de rezar,
hasta el punto de que, cuando su madre se cansaba ó
suspendía los ejercicios para atender á los cuidados
domésticos, la niña se asía de sus vestidos diciéndole:
«Mamá, habíame un poco más de Jesús.»
Cuanto más seguridad tenía la piadosa señora de
que la muerte se aproximaba, tanto mayor empeño po-
' nía en la educación religiosa de sus hijos. Todos los sá-
; bados, si no podía ir ella en persona, los hacía condu-
\ cir á la iglesia, para que los mayorcitos se confesasen,
i aunque algunos, como Gemma, no alcanzasen la edad
) de siete años, porque deseaba que desde pequeñitos se
? acostumbrasen á frecuentar tan saludable sacramento.
Ella era quien los preparaba, y al ver, cuando Gemma
í regresaba, la formalidad y el cuidado que ponía en to-
5 tos los actos religiosos, así como el profundo disgusto
I; que experimentaba por las pequeñas faltas cometidas,
; no podía menos de echarse á llorar la piadosa madre.
;'; Díjole un día: «Gemma, si pudiese' llevarte á don-
si: de me llama Jesús, ¿querrías ir conmigo?» «¿A dón-
de?»—respondió ésta.—«Al paraíso con Jesús y los
ángeles.» Tales palabras llenaron de alegría el cora-
zón de la niña, y desde aquel momento, el deseo de ir
al cielo se apoderó de su corazón creciendo tanto con
el tiempo, que llegó á consumirla, como veremos en
su lugar. «Mi mamá fué—segiin manifestó á su direc-
tor—quien desde pequeña me hizo desear el paraíso.»
Y luego, aludiendo á la prohibición de desear la muer-
te, añadía con extremada sencillez: «Ahora (16 años
después), si deseo ir al paraíso, me reprenden ó no me
contestan. A mi mamá le contesté que sí, y por haber
repetido ella lo del paraíso, no quería separarme de
su lado ni abandonar su habitación.»
La enfermedad de Doña Aurelia era la tisis, que
hacía cinco años venía minando su existencia.'Apenas
los médicos la reconocieron, se intimó á los niños la
absoluta prohibición de acercarse á la cama de la en-
ferma. G-emma se entristeció en el alma, al ver que
de repente la separaban de aquella á quien amaba
como madre y maestra. «¿Quién—decía llorando,—
me estimulará á rogar y amar á Jesús, apartada de
mi mamá?» Tanto fué lo que lloró y suplicó, que al
fin consiguió que se hiciese para ella una excepción:
fácilmente supondrá el lector el uso que haría la fer-
vorosa niña de la licencia concedida. Abusó tanto, que
reflexionándolo más tarde, hubo de arrepentirse de
ello, considerando que había desobedecido por dejarse
llevar de su capricho. Lo que hacía alrededor de aquel
lecho nos lo dice ella misma: «Me acercaba á mamá,
me arrodillaba á la cabecera de su cama, y allí oíaba.»
¡Sublime instinto de una niña que no tenía aún siete
años!
El momento de la separación final se acercaba; la
enferma, aunque exteriormente no lo parecía, se agra-
vaba por instantes, y á pesar del próximo fin, se mos-
traba solícita del bien espiritual de sus hijos. Gemma,
aunque de tierna edad, tenía capacidad suficiente pa-
ra ser admitida á la Confirmación. «¿Qué cosa mejor
puedo hacer antes de morir—decía su madre interior-
mente,—que confiar esta niña al Espíritu Santo?
Cuando yo falte, sabré á quien la he dejado.» Había
principiado á prepararla y enfervorizarla para que re-
cibiese dignamente este Sacramento; pero así y todo,
hacía que por las tardes viniese una maestra á per-
feccionar su obra, y cuando estuvo dispuesta, á la
primera ocasión que se presentó, la niña fué llevada á
la basílica de San Miguel in Eoro, donde administra-
ba la Confirmación el Sr. Arzobispo D. Nicolás Ghi-
lardi, el 26 de Mayo de 1885. No quedaron noticias
detalladas de este suceso, y Gemma, tan reservada
para hablar de sus cosas interiores, no hizo mención
de él, como no fuese á su director. Sin embargo, por
— 19 —

palabras que se le escaparon, podemos deducir la


especial comunicación que en aquel Sacramento tu-
vo con el Espíritu Santo, siendo mejor que ella nos lo
diga con su acostumbrada ingenuidad.
Terminada la sagrada ceremonia, las personas que
acompañaban á Gemma resolvieron quedarse para oir
otra misa en acción de gracias, circunstancia que apro-
vechó ella para emplear aquel tiempo en rogar por su
madre. «Estaba—son sus palabras—á la mitad de la
santa misa rogando por mamá, cuando de repente
sentí en el corazón una voz que me decía: «¿Quieres
darme á tu madre?»—«Sí,—respondí;—pero llévame
á mí también.»—«No—me contestó la misma voz,—
dame voluntariamente á tu madre; te la llevaré al cie-
lo ¿oyes? Tú por ahora debes permanecer con tu pa-
dre.» Me vi obligada á decir: «¡Sí, Dios mío!»; y ter-
minada la misa fui corriendo
Eué ésta la primera conversación celestial de que
tenemos noticia, entre las innumerables que con pos-
terioridad sostuvo Gemma, y que daremos á conocer
sucesivamente. La circunstancia de la Confirmación,
es decir,'del descenso del Espíritu Santo sobre aquella
inocente alma, es un buen argumento para hacernos
creer que El sin duda fué el Autor de tales palabras,
cuya verdad confirmaron los hechos posteriores.
Gemma había ofrecido á Dios el sacrificio de lo que
más amaba en el mundo; el mérito estaba asegurado
en el cielo. Entró en casa y encontró á su madre mo-
ribunda. Arrodillóse junto al lecho, derramó lágrimas,
amargas arrancadas por el dolor, rogó con el corazón
anhelante, declaró que no quería abandonar su cabe-
cera, porque deseaba recoger las últimas palabras de la
autora de sus días, y resignada con la voluntad divi-
na, momentos antes aceptada al pie del altar, esperó,
no obstante, irse con ella para entrar juntas en el pa-
raíso. El padre no tuvo valor para dejarla con su ma-
dre, temeroso de que muriese antes que ésta, y con una
señal hizo que saliera del aposento, que se fuera con
su tía Doña Elena Landi á San Genaro, y que perma-
— 20 —

neciera allí hasta nueva orden. Obedeció la niña par-


tiendo al instante, y aunque por lo pronto mejoró algo
la enferma, de nuevo recayó, y el 17 de Septiembre de
1886 con una muerte santa, dejó de existir á los 39
años de edad. La noticia se comunicó á Gemma, que
permanecía en casa de su tía materna, y tan admira-
ble fué la resignación con que esta niña de siete años
la recibió, que forma contraste con la amarga pesa-
dumbre que por aquella separación experimentaba su
alma.
¡Así te complaces, Dios mío, en llevar hasta el mar-
tirio las almas para ti más queridas, desde sus prime-
ros años!
CAPÍTULO I I

ENVIADA Á LA ESCUELA, SE PATENTIZA ALLÍ


SU ESPÍRITU DE PIEDAD

Buena y piadosa era la tía en cuya casa G-emma es-


taba alojada, pero no admitía comparación con la di-
funta madre; y la niña, que sólo hallaba satisfacción
en las prácticas de piedad, pronto se dio cuenta del
gran vacío que en torno suyo habían formado, la se-
paración primero, y más tarde la muerte de su madre.
«Entonces—me dijo un día—vino á mi memoria con
pena el tiempo en que mamá me hacía rezar mucho.»
Quería ir á la iglesia, y no había quien la acompaña-
se; deseaba estar sola en lugar retirado para hablar
con Dios, y no la dejaban tranquila un momento; su
gran humildad le hacía creer que era gran pecadora,
por lo que debía confesarse todos los días, y esto casi
nunca se lo permitían, porque todos conocían que era
la pura inocencia; faltándole el director espiritual, no
había quien le hablase de Jesús, único alimento grato
á su alma, y de aquí que, por estas y otras razones, la
pobre niña sufría penas de muerte, penas que el Señor
resolvió abreviar. El padre, lleno de angustia por la
desgracia, después de reflexionar lo que debía hacer,
resolvió llevar á su lado á los hijos dispersos, para pro-
veer á su conveniente instrucción. Ocurría esto por la
fiesta de Navidad del año de 1886.
Como el tierno corazón del padre no podía consen-
tir volver á separarse de G-emma, en vez de ponerla
como interna en algún colegio, resolvió enviarla á ins-
truirse, como externa, en la escuela privada que cier-
tas señoras tenían en Luca para niñas de familias de
posición. Allí, con su aplicación al estudio, aprendió
las nociones elementales y las labores propias de su
— 22 —

edad. ÍTo he podido saber con certeza el tiempo qué


permaneció en esta escuela, ni si antes había recibido
lecciones particulares; pero lo cierto es que, al salir de
allí, en 1887, fué á perfeccionarse en el colegio de las
Hermanas de Santa Zita, vulgarmente llamado Guerra,
del nombre de su fundadora. Y fué buen pensamiento
de su padre el confiar la hija á tan excelentes educa-
doras, porque á la vez que de las letras y las artes,
cuidan de la instrucción religiosa de las niñas, mode-
lándolas al calor de sólida y cristiana piedad.
Que fué grande la satisfacción de Gemma por la re-
solución de su padre, claramente lo demuestran las
siguientes palabras dirigidas á su director: «Fui á la
escuela de las monjas, y estaba en el paraíso.» Ea-
zón tenía, porque con maestras consagradas á Dios
por la profesión religiosa, con ejercicios y prácticas
devotas intercalados entre el estudio y el trabajo, con
tantos sermones y conferencias, ella, que desde la in-
fancia estaba acostumbrada á vivir más para el cielo
que para la tierra, había encontrado por fin su verdade-
ro centro. Maestras y condiscípulas, al par que admira-
ban y distinguían á la recién llegada, pronto se dieron
cuenta de sus raras disposiciones; pues aunque Gemma
procuraba con disimulo tenerlas ocultas, no lo conse-
guía, ya que el candor de su alma se transparentaba
1

en todo su ser, especialmente en los ojos, y por eso


una de sus maestras hubo de decirle en cierta ocasión:
«Gemma, Gemma, si no leyese en tus ojos, no te cono-
cería.» Aunque por la edad era una de las más peque-
ñitas, la consideraban todas como la primera, por
el gran ascendiente que sobre ellas ejercía. «Era—
dice otra de sus maestras—el alma de la escuela, y
nada se hacía sin ella durante el tiempo que perma-
neció con nosotras. Sus compañeras le tenían gran ca-
riño y se complacían en asociarla á sus juegos y di-
versiones, á pesar de que era su carácter retraído, con-
cisa en el hablar, en el obrar tardía, y aun aparente-
mente sin gracia.»
En verdad que exteriormente así lo parecía; pero
— 23 —

no porque fuese tal su carácter, pues si se conducía


así, era con el fin de disimular y pasar inadvertida,
ó porque comprendía que si dejaba correr á los sen-
tidos, éstos se rebelarían y ofenderían á Dios, según
varias veces me dijo con su acostumbrada inge-
nuidad. Como sabía dominarse, lo que era fruto de
virtud parecía condición natural, y hubo quien, vién-
dola tan seria y reservada en la conversación, llegó á
calificarla de altanera y soberbia. «¿Que soy soberbia?
—respondía sonriéndose.—lío lo crea. Si no contesto,
es porque no entiendo, ó no sé qué decir; y como no
sé si contestaría bien ó mal, determino callarme, y
adiós.» El carácter de Gemma era vivaracho, y los
que de cerca la observaron llegaron á convencerse que
era de temperamento sanguíneo, que la sangre le her-
vía en el cuerpo, que, á no ser por la violencia que se
se hacía, hubiera sido juguetona, y, dado su ingenio
vivo y perspicaz, fácilmente hubiera dominado á los
demás. ¡Cuántas veces la vi comprimir las prime-
ras llamaradas de fuego, haciendo esfuerzos muscula-
res! ¡Cuántas veces tuve ocasión de admirarme al ver
virtud tan constante y espontánea en una niña! Esto
mismo confirman otros. «Era de carácter vivo, pero
pacífico; y siempre se vencía. No se turbaba ni porfia-
ba jamás, y si al sobrevenir alguna disputa, se la in-
juriaba, respondía primero con una mirada amable y
luego se sonreía, pero tan dulcemente, que por lo ge-
neral su adversaria se sentía obligada á colgarse de
su cuello para estrecharla contra el corazón.» «Otras
veces—dice un testigo—sucedía que, atribuyéndosele
por alguno Un desorden ocurrido en casa, se la rega-
ñaba hasta con ira; pero Gemma, después de lamen-
tarlo en silencio, hubiese ó no razón para ello, con voz
sumisa decía: «No se moleste, no se incomode, seré
buena, tenga la seguridad de que no lo haré más.»
¡Tan dueño de sí mismo era este ángel!
La falta de gentileza, de que antes se hizo mención,
procedía de su natural franco y sencillo, propio ex-
clusivamente de esta bendita niña. Para ella el sí era
— 24 —

sí y el no, no; lo blanco, blanco y lo negro, negro, l í o


había pliegues en su corazón; tal como lo sentía, así lo
expresaba, sin emplear medias palabras para conse-
guir una cosa ni para tratar con las personas. No sabía
qué cosa fuese lo que el mundo llama ceremonia ó cor-
tesía, y contenta con la observancia de las reglas más
esenciales de la cultura, no quería saber más, y á to-
dos hablaba con sinceridad, sin llegar á comprender
que hubiese quien encontrase malo lo que en ella era
rectitud y sinceridad. Y en verdad que nadie se ofen-
día por aquellos modales, sólo en apariencia sin gar-
bo; y tanto que cuando esta niña cogía el hilo del
discurso, lo que nó sucedía fácilmente, se quedaba uno
escuchando y hablando con ella horas enteras, sin
sentir el más ligero disgusto. Lo mismo sucedía en la
escuela, donde, como ya hemos visto, todas las alum-
das querían á Gemma con predilección; y al dejar el
colegio por haber caído enferma, hubo un duelo gene-
ral entre las niñas.
A causa de su natural tan reservado y de su ha-
bitual recogimiento, no faltó quien la creyera tímida
con exceso, y aun poco menos que imbécil. Pero Gem-
ma no se inquietaba por semejantes juicios y concep-
tos, y si alguno la obligaba á responder, decía modes-
tamente: «¿Cómo he de poder yo complacer á la gen-
te? Estúpida lo soy, y mucho; ¿tiene algo de parti-
cular que me tomen por lo que soy? Por lo demás, á
mí nada me importa.» Enferma en cierta ocasión, fué á
visitarla un médico, el cual, al verla tan modesta, reca-
tada y opuesta á dejarse tocar, una vez terminada la
visita, le expuso algunos argumentos tomados de la es-
cuela mundana con el fin de convencerla de su error;
pero Gemma, que hasta entonces había guardado si-
lencio, se dirigió de repente á él y rebatió una por una
aquellas mezquinas objecciones, con tal claridad de ra-
ciocinio y tal vehemencia de palabra, que aquel po-
bre hombre se vio obligado á callar, no sin gran con-
fusión suya y admiración de los circunstantes. Y o
mismo intenté más de una vez la prueba, empleando
— 25 —

todo género de sofismas, y siempre salí vencido por


sus respuestas sólidas y llenas de agudeza, como nun-
ca las había oído. Tan cierto es que el hombre juzga
por las apariencias, porque sólo Dios conoce el cora-
zón.
Volviendo á la escuela y á las monjas, he aquí los
términos en que se describe la admiración que por
Gemma sentían sus maestras, términos sacados de la
extensa memoria que vengo copiando: «En cuanto á
las maestras, principiando por la R M. Superiora (la
Guerra), que fué profesora de Gemma en el curso su-
perior de 1891 á 1892, se dice allí que tuvo siempre en
gran estima y se encariñó con su alumna. «Tuve—es-
cribe la Superiora—por razón de mi cargo ocasión de
andar muy cerca de Gemma, más que las otras Her-
manas, y pude admirar constantemente su sólida pie-
dad y su sencillez infantil. Desde el primer día que la
conocí, me pareció que su alma era tan estimada de
Dios, como desconocida del mundo. "Noté después, al
inculcar y enseñar á las alumnas que hiciesen un ra-
to de meditación por la mañana y un momento de
examen por la noche, que ella, que probablemente co-
nocía tales prácticas porque, en parte, las ejercitaba ya,
las tomó con verdadero empeño; pero jamás pude con-
seguir que me dijese el tiempo que en ellas empleaba,
y sólo por la respuesta que daba á medias, cuando se
lo preguntaba, comprendí que empleaba mucho tiem-
po, especialmente en la meditación. Gemma ansiaba
oir la palabra divina,, y se ponía muy contenta los
días en que el sacerdote D. Rafael Cianetti venía á
explicar el catecismo. Había propuesto, á imitación de
la V. Bartolomea Capitanio, hacerse santa, y yo se lo
recordaba á menudo diciendo: «Piensa, Gemma, que
debes ser piedra preciosa.»
Como no hay verdadera santidad si no se forma á los
pies de Cristo crucificado, dióle el Señor un gran deseo
de conocer este misterio de nuestra redención; y con el
fin de comprenderlo bien, dirigióse á su buena maestra,
suplicándole con repetidas instancias que le prometiese
— 26 —

darle amplias explicaciones del mismo durante una


hora, todos los días que en la escuela ganase diez
puntos, el máximum, tanto en estudio como en labo-
res. ¿Qué mejor premio que este?—decía Gemma en su
interior.—Y redoblando su diligencia, desde aquel día
consiguió casi siempre los consabidos puntos de méri-
to, y tuvo asegurada por lo regular la ansiada hora de
ejercicio. «¡Cuántas veces—me decía ella un día—llo-
rábamos juntas la maestra y yo, contemplando el amor
que Jesús nos tuvo al padecer tantos tormentos por
nosotros, ingratos pecadores!» Su directora le enseñaba
el modo de hacer alguna pequeña mortificación corpo-
ral, dándole á conocer diferentes instrumentos de peni-
tencia, que la fervorosa niña se procuró y se puso, pero
sin que, al parecer, consiguiese permiso para llevar-
los, por lo que manifestaba que se serviría en tiempo
mejor, como así lo hizo, según veremos más adelante.
Mientras tanto, por consejo de su director, los sus-
tituía con la mortificación de la lengua, de los ojos y
de los demás sentidos, pero sobre todo de la voluntad,
ejercicio en el cual resulta admirable todo el resto de
su vida, pues consiguió dar muerte á sus pasiones y á
todas las inclinaciones de la naturaleza, aun las más
inocentes.
Pasaron así algunos años, hasta que Dios llamó á
sí (1888) á la buena maestra, Camila Vagliensi que-
dando Gemma.bajo la dirección de otra, Julia Ses-
tini, igualmente virtuosa, diligente y dotada de sin-
gular espíritu de oración. «Con esta maestra—me re-
fería ella,—tan pronto como salía de la escuela y lle-
gaba á casa, me encerraba en una habitación, y allí, de
rodillas, rezaba el rosario entero. Varias veces me le-
vantaba durante la noche, por espacio de un cuarto
de hora, para encomendar á Jesús mi pobre alma.»
Sin embargo, no vaya á creerse que, por la prolon-
gada oración y especial empeño para las cosas espiri-
tuales, diese de lado á sus deberes escolares. Nada
de eso; era de las más diligentes, y se aplicaba cuanto
sus fuerzas se lo permitían, con aplauso general, alean-
zando en los exámenes de fin de año los mejores pre-
mios. En el curso de 1893 á 1894 obtuvo el gran pre-
mio de oro en religión, premio que sólo se concede á
los alumnos que durante el curso entero consiguen diez
puntos en las lecciones de doctrina cristiana. De los
puntos de buena conducta, después de lo que se ha
dicho, es inútil hablar; todos eran para Gemma. Ee-
ferente á los trabajos que se acostumbraba á hacer en
el colegio, consiguieron algunas veces las maestras
vencer la repugnancia que para exhibirlos demostró
constantemente la humilde niña, obligándola á expo-
ner sus composiciones en prosa y verso, los ejercicios de
francés, aritmética y otros semejantes, lo cual prueba
su habilidad y éxito en los estudios. Cuéntase tam-
bién que, viéndola demasiado aplicada al estudio, los
de su familia llegaron á decirle en diferentes ocasio-
nes: «¿Por qué estudias tanto? ¿No te basta con lo que
sabes?»
Entre tanto, se le preparaba á esta bendita niña
otra gran desventura. Su hermano Ginés, de quien se
hizo mención anteriormente, había contraído la misma
enfermedad de que murió su madre, y estaba al bor-
de del sepulcro. Gemma y él se amaban tiernamente;
eran dos almas que marchaban completamente acor-
des en su manera de pensar y sentir, especialmente
en las cosas de piedad, y no era posible que estuviesen
separados en el último trance. Ginés, apenas oía que
su querida hermana estaba en casa, la llamaba para
que estuviese junto á su lecho, y ella, á pesar de que
conocía el peligro del contagio, sin cuidarse de su sa-
lud permanecía clavada á la cabecera de su hermano,
sirviéndolo, confortándolo y sugeriéndole elevados
pensamientos, que lo preparaban para el último trán-
sito. Aquel inocente joven dejó de vivir con muerte
envidiable, pero Gemma cayó gravemente enferma,
permaneciendo en cama más de tres meses, y quedó
tan débil y en tan mal estado, que el médico creyó
conveniente aconsejar se la sacase del colegio y de-
jase de estudiar. Eesignada á la voluntad de Dios y de
— 28 —

su padre que lo ordenaba, volvió tranquila á la sole-


dad del hogar doméstico: tenía entonces quince años
de edad.
De rosas, y espinas acostumbra el Señor á sembrar
el camino de sus elegidos, y no se da consuelo que no
vaya pronto amargado por el dolor. ¡Bienaventurado
el que, á imitación de G-emma, toma uno y otro con
igual resignación!
CAPÍTULO I I I

Su PRIMERA COMUNIÓN

Llegamos al día más hermoso en la vida de Gemina.


Herida desde mucho antes en el corazón por el amor
de Jesucristo, gemía y se deshacía esta inocente pa-
loma en deseos de unirse á El en el Sacramento del
amor. Con anticipación, le había hecho conocer y gus-
tar su santa madre las dulzuras que encierra, y pa-
ra encender más sus deseos, frecuentemente la lleva-
ba consigo al pie del tabernáculo, desde donde el Se-
ñor acostumbra á comunicarse con los que le buscan,
especialmente con las almas sencillas.
Gemma tenía nueve años, y aunque de tierna edad,
su corazón palpitaba por Jesús, se desahacía por El y
arrasados los ojos en lágrimas, no cesaba uno y otro
día de suplicar, tanto al confesor como á su padre y á
su maestra, que le permitiesen recibirlo. A sus deseos
se oponía la común costumbre de no admitir los niños
en edad tan temprana á la comuniónjy con mayor mo-
tivo en ella que, por su pequeña estatura y delicado
cuerpo, más que nueve, parecía tener seis años; pero
ella insistía con más ahinco cada vez. «Dadme á Je-
sús—decía;—veréis cómo seré buena, no cometeré más
pecados, no volveré á ser lo que fui; dádmelo, que des-
fallezco y no puedo resistir más.» A tales y tan des-
acostumbradas instancias se doblegó por fin su confe-
sor, que lo era el Sr. D. Juan Volpi, y le dijo al pa-
dre que, si no quería que su hija muriese de desfa-
llecimiento, le permitiese acercarse á la sagrada mesa.
¿Quién será capaz de referir la alegría que experi-
mentó la fervorosa niña al obtener el ansiado permi-
so? Después de dar rendidas gracias á Dios y á María
Santísima con toda su alma, imaginó al punto el mo-
— 30 —

do conveniente de poner en práctica su santo deseo,


y sin pensarlo más, formó la resolución de encerrarse
en un convento, en donde, después de hechos los ejer-
cicios espirituales en plena soledad, pudiera atender
mejor al gran acto que iba á realizar. Oposición y
no pequeña encontró en su padre, quien no podía es-
tar un solo día sin verla; pero tanto insistió y tanto llo-
ró la hija, que fué preciso ceder. El lector me permi-
tirá que, con las palabras de G-emma, relate lo que su-
cedió: «Por la tarde obtuve el permiso, y á la mañana
siguiente me dirigí al convento, donde permanecí diez
días. En todo este tiempo no vi á ninguno de la fami-
lia, pero ¡estaba tan bien! ¡Qué paraíso aquel! Apenas
llegué al convento, fui á la capilla á dar gracias á Je-
sús, y á suplicarle que me preparase bien para la san-
ta comunión. Entonces fué cuando sentí intenso de-
seo de conocer por señales la vida de Jesús y su Pa-
sión.» En el capítulo precedente hemos visto cuan
bien la había preparado su santa madre para esta me-
ditación, trabajo que más tarde perfeccionaron sus
maestras; pero ¿quién había manifestado á ésta niña
que el misterio de la Pasión del Salvador está ligado
tan íntimamente con el de la Eucaristía, que nada
mejor se puede hacer para llegar al uno que pasar
por el otro? Con seguridad que solamente el divino
Espíritu, el cual había comunicado sus luces á esta al-
ma, enamorándola del Santísimo Sacramento.
«Hice presente este deseo—continúa ella—á mi
maestra, y día por día me iba explicando algunas co-
sas, para lo cual escogía la hora en que las otras ni-
ñas dormían. Una tarde que me explicó la coronación
de espinas, lo hizo tan bien y tan al vivo, que sentí
mucho dolor, apoderándose de mí una fiebre intensa,
que me obligó á permanecer todo el día en cama, y
con este motivo se suspendió la explicación. Iba al
sermón todos los días, y el predicador nos decía:
«Quien se alimenta de Jesús, vivirá su misma vida.»
Estas palabras me llenaban de consuelo, é interior-
mente me decía: ¡Luego cuando Jesús esté conmigo,
— 31 —

no seré yo quien viva en mí, sino que en mí vivirá


Jesús! T en verdad que moría del deseo de pronunciar
:

pronto estas palabras: Jesús vive ya en mí; y medi-


tándolas, consumida por Tos deseos, pasaba noches en-
teras. Me preparé con la confesión general, que hice
en tres veces con el Sr. Volpi, terminándola el sába-
do, vigilia del feliz día, 17 de Junio de 1887, fiesta del
Sagrado Corazón, por haberse trasferido desde el an-
terior viernes.»
Aquel mismo sábado pidió permiso Gemma para es-
cribir á su padre, y atenta sólo á los impulsos de su
corazón, que rebosaba de santos afectos, le envió la
siguiente carta, breve, es verdad, porque quien mu-
cho siente habla poco:
«Querido papá: Estamos en la vigilia de mi prime-
ra comunión, día para mí de inmenso júbilo. Le escri-
bo esta carta para manifestarle una vez más mi cari-
ño, y á la. vez pedirle que ruegue á Jesús que la pri-
mera vez que se acerca á mí me encuentre en dispo-
sición de recibir todas las gracias que me tiene prepa-
radas. Le pido perdón por las desobediencias y dis-
gustos que le he causado, suplicándole que esta mis-
ma tarde los olvide todos. Implora su bendición su
afma. hija Gemma.»
«Amaneció por fin el tan deseado día.» Aquí, lector
querido, recógete en tu interior, para que puedas con-
templar la ardiente fe de esta niña. «Llega por fin la
mañana del domingo, me levanto en seguida, recibo
por primera vez á Jesús... Mis ansias están ya satis-
fechas. Entonces comprendí la promesa del Señor:
«El que se alimenta de mí, vivirá mi propia vida.»—
«Padre mío—escribía á su director espiritual,—lo que
en aquel momento pasó entre Jesús y yo, no se pue-
de explicar. Jesús se hizo intensamente sentir de mi
pobre alma. En aquellos momentos comprendí que las
delicias del cielo no se parecen á las de la tierra, y me
sentía subyugada por el deseo de hacer perenne aque-
lla unión con mi Dios, y de apartarme del mundo, á
fin de estar mejor dispuesta para el recogimiento.»
— 32 —

Ciertamente, palabras como estas no las acierta á


decir quien inventa; el arte no consigue elevarse á
tanta altura, ni la pluma á trazar palabras tan llenas
de celestial amor.
Antes de salir del santo retiro, concibió y escribió
la piadosa niña los siguientes propósitos: «1.° Confe-
saré y comulgaré cada vez como si fuese la última.
2.° Visitaré con frecuencia á Jesús sacramentado,
especialmente cuando me vea afligida. 3.° Me pre-
pararé para las fiestas de María Santísima con alguna
mortificación, y todas las tardes le pediré que me ben-
diga. 4.° Quiero estar siempre en la presencia de
Dios. 5 ° Cuando suene el reloj, diré tres veces: ¡Jesús
mío, misericordia!» Trató de agregar algo más, pero
sorprendida por su maestra mientras escribía, ésta se
lo impidió, ordenándole que se atuviese solamente á
éstos propósitos, temerosa de que, agobiándose con
exceso, no fuese la niña á perder la salud; pues sabía
que lo que prometía á Dios, procuraba cumplirlo con
toda su alma, dotada como estaba de carácter firme y
fervor extraordinario.
La dichosa impresión ocasionada en el corazón de
Gemma por su primera comunión, no se borró jamás.
«La bendita niña—refiere una de sus maestras—re-
cordaba con indescriptible gozo este hermoso día, y
en las horas de recreo procuraba, en su conversación,
llevar á la memoria los dulces consuelos experimen-
tados en tan afortunado momento. Durante los ejer-
cicios espirituales que preceden siempre á la primera
comunión de nuestras alumnas, su alegría llegaba al
colmo, tomando parte en ellos como si también debiese
ella en cada año acercarse por primera vez á comul-
gar.» Todos los años conmemoraba con especial devo-
ción aquel gran día, al cual llamaba el día de su fiesta,
y el que quiera saber en qué consistía tal devoción, lea
la siguiente carta que, en una de esas fechas, Junio de
1901, dirigió á su director. La carta tiene dos partes;
la primera fué escrita estando en éxtasis, lo que su-
cedía con frecuencia, y muchas veces á la vista de sus
— 33 —

íntimos; esta parte es una especie de introducción


que dice así:
«Padre mío: Ignoro si V. sabe que el día de la fes-
tividad del Sagrado Corazón es también el de mi fies-
ta. Ayer pasé un día celestial, pues estuve con Jesús,
habló constantemente con Jesús, fui feliz con Jesús,
y todavía pienso en Jesús... ¡Fríos pensamientos del
mundo, apartaos de mí, que yo no quiero más que es-
tar con Jesús.» Luego, replegándose sobre sí misma,
como tenía por costumbre á fin de humillarse, des-
pués de exhalados estos suspiros de amor, continúa:
«Jesús mío, ¿me soportas aún? ¡Cuanto más pienso en
mis faltas, tanto más me entristezco, y no hay cosa
que me calme, Jesús misericordioso, como no sea acu-
diendo á tu inmensa piedad!»
Después de haberse desahogado, sale del éxtasis, y
advirtiendo que tiene la pluma en la mano para es-
cribir una carta, he aquí la sencillez con que expone
su pensamiento. «Padre, ¿á dónde se dirige mi imagi-
nación? Pues al hermoso día de mi comunión prime-
ra. Ayer, fiesta del Sagrado Corazón, experimenté
nuevamente la alegría que sentí cuando por primera
vez comulgué. Fué un día verdaderamente celestial.
Pero ¿qué importa experimentar semejante dicha un
solo día, pudiendo gozar de ella perpetuamente? El
día en que comulgué por primera vez, fué aquel en el
cual más se encendió mi corazón en amor á Jesucris-
to. ¡Cuan feliz era cuando, con Jesús en el corazón,
pude exclamar: ¡Dios mío, vuestro corazón es el mío y
lo que á Vos os hace dichoso, me hace dichosa á mí!
¿Qué faltaba para ser feliz? Nada. Comparo la paz in-
terior que experimenté el día de mi primera comu-
nión con la que siento hoy, y no encuentro diferen-
cia.» Después, humillándose añade: «Padre mío, to-
dos los días no son iguales. ¡Días hay en queme aver-
güenzo de mí! ¡Cuántas veces di entrada á las lisonjas
del mundo! Deseo que Jesús me quite el corazón y se
posesione de él, si no quiere que se lo arrebate nueva-
mente con mis pecados.»—«¡Dios mío—escribía arre-
s
— 34 —

batada de nuevo en éxtasis,—haz un manojo con mis


perversas inclinaciones, y acércalo á tu corazón, para
que con el fuego de tu amor se consuma. Bien sé que
no soy digna de tanta solicitud, pero pondré especial
empeño en domar mis pasiones, y te prometo no acer-
carme á tu mesa sin vencerme antes.»
Me haría interminable si reprodujese todos los ras-
gos de elocuencia que emplea escribiendo sobre su
primera comunión, y basta con lo que he copiado para
que el lector se forme idea suficientemente clara del
corazón que encerraba su pecho, y de la altura á que
se había elevado, á la edad de nueve años, este ángel
en la tierra.
Para conservar los frutos de la primera comunión,
permitió el Señor que muriesen su abuelo y su tío, y
como sus dos tías quedaron solas, fueron á vivir á ca-
sa de su hermano Enrique, el padre de Gemma, Am-
bas eran piadosísimas señoras, muy amantes de sus
sobrinos, y llegaban con gran oportunidad, pues no
agradando gran cosa á los que rodeaban á Gemma el
cambio experimentado por ésta después de su prime-
ra comunión, le ponían continuas dificultades para sa-
lir por la mañana temprano, é impedían que perma-
neciese largo rato en la iglesia; por la tarde la obli-
gaban á salir con ellos á paseo, vestida como sus her-
manas, con otra porción de cosas que á la pobrecita
le hacían sufrir mucho. De ahí que Gemma, al entrar
en casa sus tías y serles confiada, se encontrase como
dueña de sí misma, pues con ellas oía todos los días
misa antes de marchar á la escuela, con ellas iba.por la
á tarde visitar al Santísimo Sacramento y con sus tías
rezaba y se entretenía en santos pensamientos; en una
palabra, parecía que habían vuelto los hermosos días
en que vivía su madre. Desde esta fecha en adelante
no dejó ya la comunión; al principio tres veces se-
manales, por no consentirle mayor frecuencia su con-
fesor, y después diariamente, progresando constante-
mente en la vida espiritual, según candorosamente
atestigua ella misma: «Jesús se hacía oir cada vez
— 35 —

más de mi pobre alma, diciéndome muchas cosas; y en


ocasiones, me hacía gustar grandes consuelos.»
¡Bienaventurada niña, á quien fué concedido cono-
cer los misterios del reino de Dios ocultos á la mayo-
ría de los hombres, y gustar las delicias del maná eu-
carístico, dispuesto por Aquel que dijo: «El que co-
miere mi carne y bebiere mi sangré, conseguirá la vi-
da eterna!»
CAPÍTULO I V

GEMMA EN FAMILIA. HEROICA PACIENCIA EN


LAS DESGRACIAS

Libre de las ocupaciones escolares, según se dijo en


el capítulo segundo, dedicóse Gemma con ahinco á
las labores domésticas y al cuidado de sus hermani-
tos, procurando, con las obras, los consejos y el buen
ejemplo, dirigirlos por el camino de la perfección cris-
tiana. Aunque intenté adquirirlas, no llegaron hasta
mí noticias de este magisterio doméstico, porque ha-
bían muerto ya casi todos los niños, cuyo cuarto lu-
gar ocupaba ella en el orden de primogenitura. Sin
embargo, por lo relatado hasta aquí y por el espí-
ritu de la bendita criatura, fácil es deducir lo que
sería capaz de hacer. El buen ejemplo que daba á los
de la casa con su edificante conducta, era muy seña-
lado, y de ahí que fuera admirada aun por los extra-
ños, que á cada paso la recuerdan. Entre otros, hu-
bo un criado, Pedro Maggi, que frecuentemente acom-
pañaba á la joven cuando tenía que salir. Este hom-
bre, para expresar, la admiración que le causaba la
virtud de su joven ama, acostumbraba á exclamar:
«¿Qué quieren que les diga? Como Gemma no hay
más que una: ella misma.»
£u oración y su meditación eran continuas. En cier-
ta ocasión, me dijo: «Un día sentí tanto dolor al fijar-
me en el crucifijo, que caí en tierra desmayada, y pa-
pá, que estaba en casa, me reprendió, diciéndome que
me perjudicaba estar siempre encerrada y salir de ma-
ñana temprano. Lo que me hace daño—contesté—es
estar apartada de Jesús sacramentado; y dicho esto me
retiré al aposento, siendo esta la primera vez que des-
ahogué mi dolor solamente con Jesús.» Lo cual quie-
- 37 -

redecir que, hasta entonces, esto es, hasta los 18 años,


había ocultado sus dolores y sus penas á la vista de
los demás, guardándolos en su corazón. «Le dije á Je-
sús: Te quiero seguir, Jesús mío, cueste lo que costa-
re, pero con fervor. No quiero, Jesús de mi alma, co-
mo hasta el presente, causarte repugnancia con mis
obras tibias; no quiero disgustarte más. Palabras que
me salieron espontáneamente del corazón en aquel mo-
mento de dolor y esperanza, estando á solas con mi
Jesús.»
Gemma era también la admiración de la familia,
por su gran amor á los pobres. Lo refiere ella misma,
diciendo con su habitual humildad que, en medio de
sus muchos defectos de espíritu, la única cosa buena
que tenía era la caridad con los pobres. «Cuantas ve-
ces salía de casa, pedía dinero á mi padre, y si alguna
vez me lo negaba, rogábale que me concediese permiso
para coger harina, pan y otras cosas, y Dios permitía
que encontrara mucbos pobres en las tres ó cuatro
veces que salía de casa. A los que venían á la puerta
á pedir, les daba telas ó lo que tenía á mano; pero esto
me lo prohibió el confesor. Como mi padre llegó á no
darme dinero, y yo no podía sacar nada de casa, me vi
precisada á no salir; porque cuando salía, no encon-
traba más que pobres que corrían tras de mí, y me
causaba mucha pena el no poder socorrerlos; con fre-
cuencia me hacían llorar.»
No siempre consiguió mantenerse en este propósi-
to, porque su padre, conociendo que era de naturaleza
fogosa, y que, por lo mismo, necesitaba moverse, la
obligaba á salir, á fin de dar también á sus otros hijos
un guía seguro que los acompañase en el recreo. Gem-
ma obedecía, pero apenas habían atravesado la calle
en que estaba su casa, tomaba ciertos atajos que cono-
cía, y en breves instantes se ponía fuera de la pobla-
ción, donde se podía gozar del aire libre, apartada del
bullicio de la gente. Quiso el demonio amargar este
inocente pasatiempo, aceptado por obediencia, y con
cautela practicado, valiéndose de un joven oficial
— 38 —

del Ejército, el cual se puso á seguirla cierto día.


Gemma no lo vio, porque caminaba siempre con los
ojos bajos; pero no faltó quien la advirtiese, causándo-
le gran disgusto la noticia, por lo que, después de'mu-
chas súplicas hechas á Dios, tomó la resolución de no
volver á salir de casa, como no fuese á la iglesia de
San Frediano. La cosa parecía un poco difícil á causa
de su padre, pero supo disponerlo todo tan bien, que
le salió á medida de su deseo.
A pesar de ser tan grande la virtud de este ángel
dentro del hogar doméstico, figurábase ella que care-
cía de dones celestiales, y continuamente se estimulaba
para adquirirlos. «Gemma—se decía á cada paso,—hay
que cambiar y entregarse por completo á Jesús.» De
todo sacaba motivo para enfervorizarse, lo mismo de
las fiestas y solemnidades de la Iglesia, que de la her-
mosura de la naturaleza, ó del cambio de las estacio-
nes, y aun de los juegos infantiles, en que á veces toma-
ba parte para divertirse honestamente. Como en uno
de estos juegos, llamado de las astillitas, ganaba casi
siempre, dijo: «Esto es señal de que Dios exige de
mí gran santidad, y yo la deseo también.» Finali-
zaba, el año de 1895, y el pensamiento del año nuevo
llevaba á su corazón anhelos de más perfecta vida,
por lo que, dejando la meditación, tomó el libro de
memorias donde apuntaba sus propósitos, y escribió lo
siguiente: «En este nuevo año me propongo hacer
nueva vida. Lo que en este año me sucederá, no lo sé,
pero me abandono á ti, Dios mío; todas mis espe-
ranzas y afectos son para ti. Sé que soy débil, Señor,
mas con tu auxilio, espero y resuelvo vivir cerca
de ti.»
Con tan hermosas disposiciones iba el Señor prepa-
rando á su fiel servidora para cosas mayores; de esto
tenía ella cierto presentimiento, y con el presentimien-
to el deseo. «En medio de tantos pecados—son sus mis-
mas palabras—todos los días pido á Dios padecer; pero
padecer mucho. Sí, Jesús mío, quiero padecer mucho
por ti.» Y no es porque fuese novicia en este género de
— 39 —

luchas, pues siendo estimada del Señor desde su pri-


mera infancia, tuvo ocasión de ejercitarse en ellas.
«Puedo asegurarle—dijo á su director,—que desde que
murió mi madre no ha pasado un solo día en que, aun-
que poco, no haya padecido algo por Jesús.» Pero en-
tonces que no se trataba ya de la infancia, sino de la
edad madura, el Señor apretaba su divina mano, y
daba golpes maestros.
Fué el primero de estos golpes una enfermedad gra-
ve que le envió á uno de los pies, la caries de un
hueso, acompañada de agudos dolores. La virtuo-
sa joven, creyendo al principio que no era cosa de im-
portancia, soportó el mal con paciencia; pero por la fal-
ta de cuidado, la caries se extendió; el pie empeoró mu-
chísimo, y fué preciso ponerse en manos del cirujano.
Este, al ver el estrago ocasionado por la caries, temió
que fuese necesario amputar el pie; pero antes inten-
tó una operación parcial, descubriendo el hueso, al
que raspó y seccionó profundamente. La enferma se
negó á ser cloroformada, y toleró la operación con gran
valor. Los de la casa temblaban. ante tal espectá-
culo, pero ella permaneció indiferente é inmóvil, y si
de vez en cuando se le escapaba algún gemido en lo
más fuerte de la operación, miraba á Jesús crucifica-
do y en el acto se aquietaba, al propio tiempo que le
pedía perdón por esta debilidad. Así es como, sirvién-
dome de sus propias palabras, después de haber ro-
gado mucho para que se le enviase algún padecimien-
to, Jesús la consoló. Pero no fué sólo con este dolor,
sino que conservaba otro mejor en el cáliz amargo de
su pasión, para darlo á beber á su sierva querida, una
vez libertada de aquel padecimiento corporal.
El Sr. Galgani era hombre de antigua estirpe, bue-
no, caritativo; no sabía engañar, y por lo tanto, no creía
que otros le engañasen. Pero los tiempos en que vi-
vía eran calamitosos, y los desconocía por completo.
En cambio, su bondad era generalmente conocida, y
muchos fueron los que de ella se aprovecharon. De
todas partes acudían á casa de Galgani, quién á pe-
— 40 —

dirle dinero prestado, quién á que le afianzase letras


de cambio. Los colonos defraudaban las cosechas, los
inquilinos no pagaban las rentas, y unido esto á lar-
gas enfermedades de la familia, especialmente de
la esposa y dos hijos que terminaron con la muerte,
y otras mil desgracias, lentamente consumieron su
magnífico patrimonio. A l vencer las letras incauta-
mente afianzadas, la ruina fué completa; porque los
bienes, tanto muebles como inmuebles, fueron embar-
gados, y la familia quedó sumida en la miseria más es-
pantosa. Poco tiempo después enfermó el infortu-
nado padre de un cáncer en la garganta, que lo llevó
al sepulcro á la edad de 57 años, dejando á sus hijos
complemente huérfanos. Conocido de los acreedores
el funesto suceso, procedieron, auxiliados-por la policía
y los alguaciles, á cerrar la farmacia y al secuestro de
los pocos muebles que en la casa había, de modo que
los infelices niños quedaron en la calle, en el verda-
dero sentido de la palabra. ¿ÍTo te parece, lector, que
estás presenciando lo ocurrido al Santo Job, tal como
lo refiere el Sagrado Texto? Pues oigamos á Gemma.
«Llegamos al año de 1897, año muy doloroso para
la familia/Solamente yo, falta de corazón (así dice,
ocultando que es un heroísmo de virtud), permanecí
indiferente á tanta desgracia. Lo que más entristecía
á los otros (nótese bien, á los demás, no á ella) era el
verse privados de recursos, y la grave enfermedad de
papá. Una mañana conocí la grandeza del sacrificio
que Jesús iba á exigirme pronto. Lloró mucho; pero
el Señor se hacía sentir cada vez más á mi alma en
aquellos días de dolor, y viendo, por otra parte, que
papá estaba resignado á morir, tuve valor suficiente
para soportar, con relativa tranquilidad, tamaña des-
gracia. El día que falleció papá, Jesús me prohibió
que llorase; lo pasé orando y resignada con la volun-
tad de Dios, que en aquel momento hacía las veces de
padre terreno y celestial. Muerto papá, nos encontra-
mos, sin nada; no teníamos de qué vivir.»
Gemma contaba á la sazón de 19 á 20 años.
— 41 —

Tantas y tan graves estrecheces procuraron en par-


te remediarlas sus tías. A Gemma, que era la predilec-
ta entre todos los sobrinos, se la llevó consigo la tía,
que residía en Oamaiore, la cual, siendo rica, pudo tra-
tarla tal como lo era en la casa paterna en la época de
mayor abundancia. Sin embargo, así como jamás se
quejó de la penuria de Luca, tampoco se regocijó la
joven con la opulencia de Camaiore. Su único deseo
era el de siempre: trabajar en casa, rezar y estar á so-
las con Jesús. La tribulación había templado su espí-
ritu, y podía gozar de sus ventajas llevando vida casi
celestial en aquella casa, cual si fuese un monasterio;
pero el enemigo vino pronto á perturbar este reposo.
Véase como.
Gemma estaba dotada de rara belleza; tenía aire
gentil, noble y lleno de gracia. Aunque se vestía á la
buena de Dios, sin adornos de ningún género, su mis-
ma sencillez la hacía más elegante. Llevaba siempre
semicerrados, con gracia especial, los ojos, pero al que
lograba verlos, parecíanle dos soles. Además, el recogi-
miento, la piedad y la modestia, en vez de disminuir
su gentileza, atraían las miradas de todos. Ocurrió,
pues, que un joven de aquella comarca, de opulenta é
ilustre familia, se enamoró de ella, y sin mayores
preámbulos, la pidió á su tía en matrimonio. ¡Qué oca-
sión más propicia para levantar de su ruina á la fa-
milia! Sin embargo, todo fué en vano. Gemma, no
sólo prohibió que se hablase de ello, sino que, para
evitar molestias inútiles, determinó irse de aquella co-
marca. Sabía que el hambre la esperaba en Luca, pe-
ro no se arredró; y tanto insistió con su tía, que al fin
ésta le permitió volver á la casa paterna, la que en-
contró tal como la había dejado, sumida en la desola-
ción.-
"No terminan aquí las pruebas, pues al poco tiempo
de su regreso á Luca principió á sentirse mal. Empezó
á sentir fuertes dolores en la cabeza, la espalda y los
ríñones, seguidos de pronunciado encorvamiento de la
columna vertebral; más tarde síntomas de meningitis,
— 42 —

acompañados de pérdida del oído y de voluminosos


abscesos en la cabeza, uno de los cuales, corriéndose
por la región torácica, fué á fijarse en la renal del lado
opuesto; finalmente, la caída total del cabello, y la pa-
rálisis de los miembros. A l principio, la virtuosa joven
ocultó cuanto pudo sus padecimientos, temerosa de
que, si los declaraba, se viera obligada á que los médicos
la inspeccionasen, lo cual era para ella altamente dolo-
roso. Más aún; hacía bastante tiempo que sentía dolor
en la región de los ríñones, y jamás consintió que per-
sona de su sexo la tocase ó mirase para ver lo que
allí había ¿Y se dejaría tocar ahora y examinar por el
médico? Su angustia llegó al colmo; hubiera querido
padecer duplicados dolores antes que someterse á tal
inspección, pero fué preciso ceder, é hizo á Dios este
sacrificio. Doctos profesores se reunieron en consulta,
y convinieron en que la enfermedad era una espinitis
de naturaleza grave y de curación difícil. Sin embargo,
se la operó del absceso lumbar, y se cauterizó la re-
gión espinal por medio del termocauterio, sin que en
operación tan dolorosa consintiese que se la clorofor-
mizase, pues más le interesaba la custodia de su pu-
dor, que el alivio de sus dolores. Operado el primer
tumor, se discutió si podrían operar los más graves
de la cabeza, pero en vista de la debilidad de la en-
ferma, se desistió de ello, dando la operación por ter-
minada. Los doctores G-ianni, Tommasi, Phanner y
Delprete, que fueron los que operaron á la enferma,
temerosos de que ésta no llegase á media noche, acon-
sejaron que aquel mismo día, 2 de Febrero, se le admi-
nistrase el Santísimo Viático, y así se hizo. El pade-
cimiento no cedía, sino que continuaba su curso, con-
sumiendo lentamente aquel organismo medio des-
hecho.
Tal lentitud disgustaba á G-emma, porque ansiaba
irse al cielo, y por eso decía con frecuencia: «Va-
mos, sí, vamos á Jesús, para permanecer con El»;
pero si bien es cierto que se disgustaba por tan larga
y fastidiosa enfermedad, era teniendo en cuenta las
— 43 -

molestias que á los de casa originaba; por lo demás,


como Dios lo quería así, permanecía tranquila y resig-
nada en el lecho del dolor, esperando que se cumplie-
ra en ella la voluntad divina. Yacía inmóvil, en la mis-
ma posición que de vez en cuando cambiaban manos
caritativas, pues ella no podía hacerlo. Además de los
de la casa, cuidaban de su asistencia las beneméritas
enfermeras Hermanas de San Camilo, llamadas Her-
manas Barbantinas, admirables por la heroica caridad
de que hacen profesión, y también por la veneración
que interiormente sentían para con la enferma. Estas
Hermanas llevaban de vez en cuando alguna de sus
novicias, creyendo sin duda que, ante la extraordina-
ria virtud y el singular fervor de que daba ejemplo
Gemma en el lecho, sacaran ellas notable edificación.
Con el mismo, fin iban á visitarla diferentes perso-
nas, entre ellas sus antiguas profesoras de Santa Zita,
las cuales tuvieron siempre en gran estima á su bue-
na Gemma, y aun hoy recuerdan los bellísimos ejem-
plos de virtud que tuvieron ocasión de admirar en su
enfermedad.
Pasaban los meses y pasaba el año, y aquel soplo
de vida no se extinguía. Con las deudas que fué pre-
ciso contraer para pagar médicos y medicinas, la mi-
seria iba en aumento, y no se encontraba quien qui-
siera prestar la menor cantidad. Verdad es que si las
personas que iban á visitar á Gemma hubiesen sabi-
do la gran necesidad en que se hallaba, la hubieran
remediado de cualquier modo; pero los criados, recor-
dando la anterior abundancia, no se cuidaban de in-
vestigar la estrechez actual, que muchas veces lle-
gó al extremo de no haber en casa ni un céntimo
con que comprar el ordinario alimento para la en-
ferma.
El tiempo en que iba á premiarse tanta paciencia,
se acercaba. Gemma no debía morir, pues el Señor
quería glorificarse en ella con la abundancia de sus
extraordinarios dones antes de llevársela al cielo.
Preciso era un milagro para curar mal tan grave, y
— 44 -

ese milagro lo hizo Dios del modo singular que ella


refiere: «La familia hacía novenas y triduos para mi
curación; mas yo permanecía indiferente, porque con
las consoladoras palabras que había oído de boca de Je-
sús me sentía confortada. Una de mis maestras vino á
verme por última vez, á darme el último adiós, has-
ta qué nos viésemos en el cielo. ¡Tan grave estaba!
Me indicó que hiciese una novena á la B. Margarita
Alacoque, diciéndome que me alcanzaría la curación,
y, en su defecto, la gracia de ir al cielo tan pronto co-
mo espirase. Por complacerla principié la novena el 23
de Febrero de 1899. Pocos minutos faltaban para la
media noche, cuando sentí una mano que me coloca-
ba una corona en la frente, y oí una voz que por
nueve veces seguidas entonaba el Padrenuestro, el Ave-
María y el Gloria Patri, Con dificultad respondí yo,
á causa de que mi estado de gravedad lo impedía.
Aquella voz me dijo después: «¿Quieres curarte? Pues
ruega con fe al Sacratísimo Corazón de Jesús toda la
noche, que yo veré durante la novena qué es lo que
dispone de ti. Mientras tanto, rezaremos juntos al Sa-
grado Corazón de Jesús.» Era el Beato Gabriel Pasio-
nista, el cual, efectivamente, venía todas las noches, me
ponía invariablemente la mano en la frente, y re-
zábamos los dos un Padrenuestro al Sagrado Corazón.
Luego me hacía añadir tres Gloria Patri á la Beata
Margarita. Terminé la novena el primer viernes de
Marzo; me confesé, y por la mañana temprano, arrodi-
llada en la cama, recibí la comunión ¡Ay que felices
momentos pasé con Jesús! Una y otra vez me decía
El: «Gemma, ¿quieres sanar?» Tan grande era mi emo-
ción, que no podía responder; sólo con el corazón
decía: «Jesús mío, como tu quieras.» ¡Bendito sea Je-
sús; la gracia se me concedió; estaba curada! No ha-
bían transcurrido dos horas, cuando me levanté; los de
casa lloraban de alegría, y yo, aunque estaba alegre,
no era tanto por la salud recuperada como por haber-
me Jesús elegido por hija suya. En efecto, aquella
mañana antes de despedirse, me dijo con mucha fuer-
— 45 —

za al corazón: «Hija, á la gracia que te acabo de hacer,


seguirán otras mayores; estaré siempre contigo, seré tu
padre, y tu madre será aquélla (y me señaló la Vir-
gen de los Dolores), río puede faltar la paternal asis-
tencia á quien se entrega en mis manos; nada te fal-
tará, á pesar de haberte quitado todo consuelo y
apoyo de este mundo.» Ocurría esto el 3 de Marzo de
1899; poco después cumplía Gemma veintiún años.
¡Bendita pérdida y bendita ganancia! Cual si se to-
case con las manos, lo dará á conocer la continuación
de esta biografía.
CAPITULO V

SALE DE SU CASA POE CONSEJO DIVINO

Gemma se curó perfecta é instantáneamente, sien-


do el autor de esta curación el Sacratísimo Corazón de
Jesús, la mediadora la Beata Margarita de Alacoque,
y el instrumento el Beato Gabriel de la Dolorosa.
Salió del lecho caldeada por el amor celestial, templa-
da como el hierro al salir de la fragua; así es que el
primer pensamiento de esta virgen fué el de volver á
comulgar diariamente. «Desde entonces—con palabras
suyas,—no podía dejar de ir todos los días á Jesús.»
Hambre tan prolongada, que duró más de un año, no
podía saciarse con la comunión que con grandes in-
tervalos se concedía á la enferma. Por otra parte, el
Señor se sirvió de esta devotísima práctica de piedad,
para proveer á su sierva de seguro refugio en lo suce-
sivo, según la promesa que le tenía hecha: «Nada te
faltará, á pesar de haberte quitado todo apoyo en la
tierra.» En efecto, por la fecha á que nos referimos,
la miseria en casa de Galgani crecía de tal modo, que
si las tías de fuera no enviaban socorro, era preciso
vivir de limosna. ¡Cuántas veces aquellos pobres ni-
ños se acostaron sin cenar, habiendo comido solamen-
te pan, y escaso, al mediodía! ¡Cuántas veces Gemma
tuvo por todo alimento durante el día escasísima can-
tidad de vino, que le daba una señora piadosa! «Para
mí—decía,—es esto suficiente; me encuentro bien de
salud, no necesito más; si hay algo más en casa, dád-
selo á mis hermanitos.» Y era tal como lo decía, por-
que con el pan de los ángeles, que tomaba por la ma-
ñana temprano, se saciaba completamente.
Ocurrió también que una piadosa señora, vecina
de la ciudad y gran sierva de Dios, que todas las ma-
- 47 -

ñañas solía ir á la iglesia, vio á nuestra jovencita, á


la que no conocía. Verla y prendarse de ella, fué todo
uno. Le pareció un ángel en carne humana, un sera-
fín abrasado en celestial amor; y no pudiendo conte-
nerse, al cabo de unos días la detuvo al salir de la
iglesia, la acompañó luego por la calle y poco á poco
se la llevó á su casa, donde pudo á su sabor contem-
plar la extremada bondad, la candida sencillez y la
singular modestia de aquella joven. «Tenemos—dijo
la señora,—once hijos en casa. Uno más ¿qué importa?
¿No podría este ángel venir á vivir con nosotros?»
Comunicó la joven el hecho á sus tías, las cuales, vien-
do, por la gran escasez que atravesaban, que no podían
tenerla en casa, otorgaron su consentimiento, no sin
derramar abundantes lágrimas, porque en medio de
tantas privaciones, ella era su consuelo. Al principio
sólo le permitieron ir durante el día, pero al fin con-
sistieron en que se quedase definitivamente.
¿No te parece, querido lector, que esto es un mila-
gro de la providencia divina? Tratándose de viudas ó
solteras que viven solas, no es raro, entre cristianos
al menos, que, bien sea por caridad ó por alivio y
eomodidad suya, adopten huerfanitas pobres ó aban-
donadas. Pero en una familia numerosa, compuesta
de padre, madre, tías, hermanas, sobrinas y once hi-
jos, todos menores de veinte años, con poca servidum-
bre y casa relativamente pequeña, el pensamiento de
aquella señora, que era una de las tías de aquella fa-
milia, á más de temerario parecía de imposible rea-
lización. ¡Pues con cuánta mayor razón, si se tiene en
cuenta que la joven que se trataba de adoptar era
hija de madre tísica y hermana de cinco tísicos muer-
tos ó próximos á morir! ¿Y por satisfacer un capricho
se ha de llevar á la casa semejante peligro, poniendo
una persona extraña en convivencia con floreciente
juventud?
Dios lo quería, y cuando Dios quiere, no hay, dice
el Apóstol, prudencia, consejo ni sabiduría capaz de
oponerse. La piadosa señora habló con su hermano y
— 4a —
con su cuñada, y los dos estuvieron conformes. Des-
pués habló con los hijos mayores, con un sacerdote,
D. Lorenzo Agrimonti, que, tiempo antes admitido en
la familia cual segundo padre, y con los demás de la
casa, y todos con alegría prestaron su consentimiento.
«Sea bien venida Gemma—dijeron los padres;—será
el duodécimo hijo que el cielo nos da. Que todos la
respeten, que la servidumbre le obedezca y que nada
le falte.»
En efecto, bastaba mirar á la joven, á la sazón
de unos veinte años, para quedar prendado de ella.
Humilde, dócil, respetuosa, apartada de todo cuanto
pudiera parecer capricho ó ligereza, era por añadidu-
ra devotísima y buena á carta cabal. En cuatro años
que estuvo en la casa, no dio motivo al menor disgus-
to, ni tuvo la más ligera disputa con la servidumbre,
ni con los hijos. ¿Quién no sabe lo muy difícil que es
que niños de diversa edad, sexo y condición dejen de
molestar á una persona extraña que entra en la casa,
no con el carácter de criada, sino para sentarse en la
misma mesa y hacer vida común con ellos? Pues los
hechos por mí referidos son exactos y recientes, y por
lo tanto fáciles de comprobar. «Puedo jurar—dice la
madre de aquella familia—que en los tres años y ocho
meses que Gemma vivió con nosotros, no tuve cono-
cimiento del más ligero inconveniente ocasionado por
ella, ni observé el más pequeño defecto.» Del mis-
mo modo se expresan los demás, según iremos viendo.
Dicho esto, estudiemos á Gemma en el nuevo gé-
nero de vida, si así puede llamarse. Por la pequeña
capacidad de la casa, unas veces dormía en el mismo
cuarto donde lo hacía la hija mayor, y otras en el de
su madre adoptiva, á la que, para evitar equivocacio-
nes, en adelante llamaremos la tía. Gemma, con gran
ternura, la llamaba «mi mamá.» El ajuar que había
llevado se componía de alguna ropa blanca, muy poca;
dos vestidos y un sombrero; nada más quiso. ¡Tal era
su despego, según veremos más adelante, al tratar nue-
vamente de este particular! A ella le bastaba Jesús;
— 49 —

Jesús la tenía ocupada la mayor parte del día. Por


la mañana, tan pronto como observaba que se había
despertado la tía, se levantaba, y en menos de cinco
minutos, se arreglaba y se ponía en disposición de ir á
la iglesia. Durante éste tiempo no se ocupaba en nada,
ni hablaba una palabra, por importantes que fuesen
los quehaceres de la casa; quería que las primicias del
día fuesen para su Jesús; así es que', de acuerdo con
la tía, que pensaba como ella, se levantaba antes de
amanecer, cuando los demás dormían y no tenían ne-
cesidad de especiales cuidados.
Juntas se dirigían á la iglesia más próxima, en don-
de ordinariamente oían dos misas; una como prepara-
ción para comulgar, que nunca omitían, y la otra en
acción de gracias. Cierto que una hora de oración era
poco para la fervorosa virgen, porque, á dejarse guiar
por los afectos de su corazón, hubiera permanecido en-
tretenida con Dios hasta muy avanzado el día; pero
tampoco se quejó nunca de que se le hiciese salir dema-
siado pronto, pues á la primera señal para marchar,
aunque estuviese en éxtasis, como sucedía con frecuen-
cia, volvía en sí y despacito se retiraba siguiendo á
la tía. A l llegar á casa, en unión de las hijas mayores
y de las criadas, cuidaba de que los niños se vistiesen,
los arreglaba y hacía que rezasen; después, para no
perder tiempo, se ocupaba en algo que pudiera hacer
moviéndose, y mientras efectuaba su trabajo, iba y
; venía por donde su presencia fuese necesaria.
En la escuela había aprendido Gemma á bordar
bastante bien, y otros trabajos que se llaman de lujo;
pero ya no le agradaba hacerlos, porque los conceptua-
ba cosas vanas, que hacían perder el tiempo lastimo-
samente. En cambio prefería ocuparse en remendar,
hacer media y otras cosas que, aunque de poca apa-
riencia, eran de gran utilidad á familia tan numerosa
como aquélla. Tampoco se avergonzaba de ocuparse
en los oficios de la casa, á pesar de que desde niña
había sido asistida por criadas y camareras; "así, pues,
sacaba agua del pozo, ayudaba á las camareras á arre-
i
— 50 —

glar las habitaciones, lavaba la vajilla, y auxiliaba &


la cocinera en la preparación de la comida.
Cuando en la casa había enfermos, tomaba á su
cargó la asistencia, y ella sola era suficiente para
cuanto podía ocurrir durante la enfermedad. Habien-
do caído enferma una de las criadas, á la que se le
formaron abscesos voluminosos en las piernas, Gem-
ma, sin hacer distinción de ama á criada, se encargó
de curarla. Le limpiaba el cuarto, hacía la cama, lava-
ba y vendaba las asquerosas llagas, y aunque la criada
le pagaba con desprecios é injurias, y le decía que se
fuese y no se acercase más á ella, la piadosa joven no
desistía de su empeño, sino que redoblaba sus cuida-
dos, procurando por todos los medios tenerla contenta.
De haberla dejado en libertad, sin duda que hubie-
ra encontrado modo de estar ocupada todo el día, sin
descansar, trabajando; pero su madre adoptiva no
pensaba del mismo modo. Después de haberla dejado
hacer lo que era de costumbre en la familia, le obli-
gaba á suspender el trabajo, diciendo: «Ahora voy á
entretenerme con mi Gemma»; y se la llevaba, bien
al cuarto de labores, bien al patio de la casa, para
coser ó hacer media al aire libre.» Allí, solas, habla-
ban de Jesucristo, de las cosas del alma, y de un modo
especial de la comunión hecha por la mañana, del mis-
terio ó fiesta del día y del deseo de ir al cielo. La bue-
na señora escudriñaba los secretos de la inocente jo-
ven, para conocer su espíritu. Después de enardecer-
la con reiteradas preguntas, de tal modo y con tal
destreza la examinaba, que la hacía manifestar las
luces recibidas en la sagrada misa, sus propósitos
y cuanto le había ocurrido durante el éxtasis. So-
bre esto la había instruido yo, y de este modo, gra-
cias al Señor, se conocen muchas cosas extraordina-
rias que, de no haber usado estas santas estratage-
mas, jamás se hubieran conocido. La conversación,
siempre nueva, aunque principiaba por la mañana y
terminaba por la noche, como era á intervalos, no
producía tedio ni cansancio,
— 51 —

Ocurría á veces que, después de tales coloquios, la


señora se veía obligada á irse por algún tiempo, y
otro ocupaba entonces su puesto; pero Gemma es-
cogía el momento oportuno para alejarse disimula-
damente, retirándose á su habitación ó al oratorio
doméstico, para continuar allí su trabajo manual,
estar en la presencia de Dios y rezar. Así pasaban
los días aquellas dos almas, lo cual es para mí un
semimilagro, dado el desmesurado trabajo que las
faenas domésticas hacían pesar sobre la buena señora,
la que no paraba de la mañana á la noche; á pesar
de ello, sin que hubiese el menor retraso, encontraba
modo de pasar largos ratos con su hija adoptiva. «Con
Gemma—solía decir—descanso. Al verla á mi lado me
pongo alegre, y no siento fatiga ni disgusto de ningún
género.» Y añadía: «¡Qué cuenta tendré que dar á
Dios, si no sé apreciar el don que me ha hecho con es-
ta angelical criatura, ni saco provecho para mi alma!»
Como ella pensaba el resto de la familia, desde el
día que la recibieron, hasta que el cielo se la llevó.
La madre de esta familia, de quien ya se habló, decía
en una carta: «Gemma fué para nosotros algo extraor-
dinario. Cuando la miro, veo en ella algo que no es de
este mundo. ¡Qué felicidad haber vivido con semejan-
te ángel! Por mucho que quiera explicarlo, no encuen-
tro palabras apropiadas para expresar quién era. Un
ángel en carne humana, y está dicho todo.»
El venerable sacerdote, huésped de la misma casa, de
quien ya se hizo mención, testifica lo siguiente: «Co-
nocer y admirar esta joven adornada de virtudes, y ri-
ca de dones celestiales, fué todo uno. Me encantaba su
rara ingenuidad, la cual contrastaba con su perspica-
cia y no común inteligencia. La observó atentamente,
y en todo el tiempo que permaneció en nuestra com-
pañía no noté en ella- el menor defecto; al contra-
rio, tuve ocasión de admirar el escrupuloso cumpli-
miento de sus deberes, la abnegación de su voluntad
y la práctica de todas las virtudes, que ejercitaba con
valentía, constancia y tranquilidad de espíritu, como
— 52 —

la cosa más natural del mundo. Llamaba especial-


mente la atención su recogimiento y unión con Dios,
pues en medio de las ocupaciones domésticas, aun de
aquellas que más distraen, se la veía absorta en Dios
y en constante meditación, la cual, sin embargo, no le
impedía atender á sus ocupaciones. Su fervor y su pie-
dad se trasparentaban en el rostro, especialmente en
los ojos, que conservaba modestamente bajos. Confie-
so que al verla, quedaba yo profundamente impresio-
nado, sin poder mirarla con fijeza.» Así se expresa este
sacerdote, el cual, después de otras muchas cosas, con-
cluye su declaración en los siguientes términos: «El
bien que hizo á mi alma tratar con este ser privile-
giado, sólo Dios lo sabe; los consuelos que me propor-
cionó, sólo mi corazón los conoce; y siempre recorda-
ré el influjo de sus maneras angelicales, puestas de
manifiesto durante mi enfermedad. Estaba verdadera-
mente sorprendido de su vigilancia, de su exactitud y
de sus cuidados, los cuales en verdad tenían algo de
maternales.»
Del mismo modo se expresa otro digno sacerdote,
amigo de la familia, á la que con frecuencia visitaba.
Creo no disgustar al lector, si de su atestado entresa-
co algunas frases: «La modestia y sencillez que se leían
en su rostro, me impresionaron agradablemente, y
aunque muchas veces la tuve cerca, jamás noté en
ella la menor falta. Cuando tenía que tratar con otras
personas, no se mostraba desdeñosa, sino gentil y afa-
ble, cualidades maternales en ella, que revelaban la
belleza de su alma; no miraba la cara de quien le ha-
blaba, sino que dirigía la vista á otra parte, con cier-
to aire extraordinario; sus palabras eran pocas, limi-
tándose á contestar á las preguntas que se le hacían;
pero con la particularidad de que nunca le oí hablar
de sus cosas, y hasta cuando se le pedían noticias de
su quebrantada salud, era tan mesurada en las res-
puestas, que parecía que le causaban fatiga. No era
nada nuevo para mí la hermosura de su alma, la deli-
cadeza de sii conciencia, ni su completo abandono á
— 53 —

Dios; pero que hubiese adelantado tanto en santidad,


ciertamente no me lo había imaginado.»
G-emma comía en la misma mesa con los demás de
la familia, pero puede decirse que más bien por fór-
mula, pues comía muy poco. A veces, tomadas algu-
nas cucharadas de caldo, se levantaba con cualquier
pretexto é iba á la cocina, regresando al cabo de al-
gún tiempo para hacer lo mismo con el resto de la
comida; de modo que se marchaba de la mesa casi sin
comer, y se retiraba á su habitación dejando que los
demás, según tenían por costumbre, conversasen en-
tre sí de sobremesa. No pedía, ni aunque se le ofre-
ciese aceptaba, manjar alguno en el resto del día.
Tampoco hacía la menor indicación para salir á paseo,
y como los de la casa sabían que le repugnaba, se abs-
tenían de hacerle invitaciones que pudieran desagra-
darla; en cambio, iba por la tarde á la iglesia para reci-
bir la bendición con el Santísimo, piadosa costumbre
generalizada en la ciudad de Luca, y al obscurecer
volvía á casa.
Vivía en ésta como si tal persona hubiese, por-
que no se la oía hablar ni reir, no se la veía correr
ni moverse, á pesar de que por su carácter parece que
debía estar en constante actividad. Al entrar cualquier
persona extraña, procuraba alejarse pronto, para dejar
en libertad á los de la familia, y para no distraerse
oyendo conversaciones inútiles. Fué en esto tan cui-
dadosa, que al cabo de cuatro años, apenas conocía á
ninguno de los muchos que frecuentábanla casa, ni lo
que en ésta ocurría; pues aunque oyese hablar, no ponía
atención, y, por añadidura, tenía su interior perfecta-
mente ordenado, siendo la virtud su regla y su objeti-
vo Dios.
Ocasión propicia encontró en tal familia la piado-
sa joven para ejercitar su caridad con los pobres, vir-
tud de que ya diera muestras en la casa paterna, en
la época de abundancia. Iba á la cocina con objeto de
que la tía le diese los residuos de la comida para so-
correr con ellos á los necesitados. A l oir la campanilla
— 54 —

de la puerta, siempre se figuraba que era alguno de


éstos, y si no abrían pronto, pedía permiso para ha-
cerlo, lo que efectuaba á la carrera, y la mayor parte
de las veces no se equivocaba, pues era algún pobre;
Gemma invitábale á entrar, creyendo siempre que
en él encontraba un tesoro. Una vez dentro, le hacía
sentar en el patio, iba ligera á su escondrijo, cogía la co-
mida que tenía guardada, y alegremente se la ofrecía.
Mientras el pobre comía, sentábase ella á su lado para
catequizarlo. «¿Ha oído V. misa hoy? ¿Cuánto tiempo
hace que no se confiesa? ¿Hace V. oración por la maña-
na y por la tarde? ¿Piensa alguna vez en lo que Cristo
padeció por nosotros?» Con estas y parecidas preguntas
se abría paso para insinuar dulcemente en el alma del
pobre sentimientos de fe, de piedad, de resignación, y
una vez fortalecido de cuerpo y alma, se marchaba sa-
tisfecho. La tía, que conocía aquel piadoso ejercicio,
la observaba muchas veces tras las persianas de algu-
na ventana, notando con gran complacencia suya que
á nuestra joven se le encendía el rostro, que sus movi-
mientos eran animados, que toda ella se conmovía, por
lo que no podía por menos de bendecir á Dios inte-
riormente. Cuando se veía sorprendida en esta opera-
ción, solía decir: «¿No soy yo una pobrecita? El Señor
me lo ha quitado todo, y, sin embargo, no sólo no me
falta nada, sino que se me trata excesivamente bien
¿y he de consentir yo que á los demás pobres les falte
lo necesario?» Volviendo un día sobre este mismo
pensamiento sugerido por su profunda humildad, le
dijo á la tía: «Lo que hace V. conmigo, hágalo como
si se tratase de un pobre que encuentra por el camino,
porque de otro modo no adquiere mérito de ninguna
especie.»
Aquí viene de propósito que recordemos cuan gran-
de era la gratitud de Gemma para con sus bienhecho-
res. Sencilla en las formas y ajena por completo á cuan-
to podía saber á cumplido, se leía en su cara lo que el
corazón sentía, aunque no lo expresase con palabras:
«¡Dios mío—decía en su interior,—qué haré para co-
— 55 —

rresponder á tantos beneficios! No sé como darles las


gracias por mi rusticidad; hazlo tú, Dios mío, aumén-
tales sus bienes y págales el ciento por uno de cuanto
hacen por mí. Si ha de ocurrirles alguna desgracia,
Señor, que caiga sobre mí.» Luego, con voz afectuosa,
se dirigía á unos y á otros diciendo: «No se molesten,
tengan un poco de paciencia conmigo. Yo rogaré por
Vds. cuando esté con Jesús.» Por estas palabras es fá-
cil comprender que la joven, aunque se veía estimada
por todos, no por eso dejaba de comprender su estado
de humillación, y que en cierto modo se avergonzaba
de sí misma. No obstante, se resignaba á la voluntad
de Dios, y permanencia tranquila esperando que El se
dignara disponer de ella, según su beneplácito. De tal
modo lo disimuló, que nadie llegó á darse cuenta de las
penas que, por este motivo, sufría su corazón. Escri-
biendo á su director, le decía: «Contemplo mi corazón,
veo que posee á Jesús, y poseyendo á Jesús, ya puedo
reírme, á pesar de tantas amarguras. Sí, soy feliz, en
medio de mi desgracia.»
Las oraciones de la joven por sus bienhechores to-
caban á lo vivo en el corazón de Dios, moviéndole á
recompensarlos con largueza, y de ahí que un día pu-
do escribirme: «¡Si supiese V. cuánto les ayuda el buen
Jesús! A cada momento los bendice y los preserva de
desgracias.» En cierta ocasión enfermó gravemente la
madre de aquella familia, presentándose unos dolores
espasmódicós tan fuertes en las entrañas, que los mé-
dicos hicieron mal pronóstico Compadecida Gemma,
pidió al Señor que le permitiese sufrir aquellos dolores
en sustitución de la enferma, y Dios la oyó. Véanse los
términos en que me refiere el hecho: «Los dolores que
sufría la madre de los niños, me los tomé yo, y crea,
Padre, que son atroces. Y o no sé lo que sucederá.» En
efecto, la señora quedó curada en el acto, pero la pobre
Gemma sufrió aquel tormento por espacio de muchos
meses, tormento que la condujo al borde del sepulcro.
Entre tanto iba Dios realizando sus altos fines en
aquella alma predilecta, según su infinita sabiduría.
— 56 —

Quería que caminase por vías extraordinarias, no en


secreto, sino por señales y portentos exteriores, y así
glorificarse en ella de un modo especial. En efecto,
durante los cuatro años que permaneció en la casa de
sus bondadosos bienhechores, se realizaron los asom-
brosos fenómenos de que á su tiempo hablaremos. Si
hubiese permanecido en la casa paterna, hubieran ha-
llado entorpecimientos, y quizás semejantes manifes-
taciones hubieran sufrido algún peligro, porque no
había allí quien pudiese atenderla, guiarla y aun
ocultarla á las miradas profanas. Tan convencida es-
taba Gemma de esto, que temblaba al solo pensa-
miento de tener que volver á su casa, aunque fuese
por un día, y en cambio encontraba mejor que un
convento la casa en que Dios dispuso que fuese ad-
mitida. Allí no había visitas de gente mundana, ni
bullicio, ni disipación; desde el primero al último,
eran todos profundamente religiosos, y la señora que
con ella hacía veces de madre, bastante -práctica
en la vida espiritual; así es que podía conocer los
secretos de su alma, y servirle de valiosísima ayu-
da. Dotada de gran prudencia, sabía eludir Gem-
ma las conversaciones en público, conversaciones que
nunca faltan en tratándose de fenómenos extraordi-
narios del orden sobrenatural. Viviendo con una fa-
milia numerosa y dedicada al comercio, logró nuestra
joven pasar inadvertida, de modo que los bienes con
que el cielo la dotó, solamente fueron conocidos de
sus directores espirituales. ¡Tan bueno es el Señor en
el ejercicio de su providencia!
Séame permitido, antes de poner fin á este capítu-
lo, dirigirme á la benemérita familia que albergó á
Gemma, y con corazón conmovido, darle las gracias en
nombre de aquel mismo Dios á quien se propuso hon-
rar, haciendo bien á su bendita sierva. l í o me han
permitido que en estas páginas declare sus nom-
bres, cumplo su voluntad; pero el Señor los tiene es-
critos en el libro de la vida.
CAPITULO V I

ESPÍRITU DE SANTIDAD DE LA SIERVA DE DIOS

Además del espíritu de santidad común á todos los


justos, hay otro, propio exclusivamente de cada uno.
El primero consiste en la posesión de las virtudes en-
señadas por Jesucristo Señor nuestro, cabeza y mode-
lo de los predestinados; y el segundo en el ejercicio de
una virtud especial, que es como el alma de las de-
más, constituyendo la característica de cada santo.
Que Gemma había procurado con empeño adquirir las
más hermosas virtudes desde sus más tiernos años, lo
hemos principiado á ver, y más adelante lo veremos
mejor. Las practicó y poseyó todas en grado eminen-
te, al extremo que sería difícil precisar cuál era en
ella la principal. Sin embargo, tuvo una virtud espe-
cial, característica, que ejercitó con espíritu propio,
virtud que la transparentaba, alma de todas sus obras,
que la hacía amable en extremo, virtud que el lector
habrá adivinado, después de leído el capítulo II: la
sencillez evangélica.
Será, pues, muy conveniente, antes de emprender
la descripción de las virtudes que adornaron á esta
sierva de Dios, que demos á conocer su extraordinaria
sencillez. ¿Qué importa que el mundo menosprecie
esta virtud? El justipreciador de las cosas es Dios, y
aprecia tanto esta virtud, que llega á decir: «Tiene
su corazón inclinado hacia los que comunican con sen-
cillez» (Prov., X I ) ; «reserva para ellos sus más ín-
timas comunicaciones» (Prov., I X ) ; y en el Evangelio:
«Si no os hicieseis sencillos como niños, no tendréis
parte en el reino de los cielos,» (Mat., X V I I I ) . De com-
paraciones tan hermosas, fácilmente se deduce cuan
interesante es la sencillez evangélica, es decir, que ha-
— 58 —

ga el cristiano por virtud lo que por naturaleza hace


el niño, teniendo su alma apartada de la malicia y
del error, y sus facultades todas informadas por la
más exquisita rectitud; pues esa virtud, según ense-
ña Santo Tomás, es fruto de la modestia y la verdad.
El hecho es que Gemma poseyó de un modo com-
pletamente nuevo, y en alto grado de perfección, vir-
tud tan estimable; siendo tan sencilla en sus pensa-
mientos, que no era capaz de juzgar torcidamente de
nadie, por mucho que viese ú oyese. Su alma, serena
y en inalterable paz, tenía los ojos puestos en Dios,
y con su entendimiento veía en El las otras cosas, ya
fuesen de por sí buenas ó malas, agradables ó ingra-
tas; era cual terso espejo al que todos se pueden acer-
car, sin que dejen en él impresión de ninguna espe-
cie. De esta hermosa cualidad del alma participaba su
cuerpo, pues aun cuando no subyugaba su mirada, el
corazón era atraído por sentimientos de veneración y
dulce confianza, tanto que un respetable sacerdote lle-
gó á decir, después de haber conversado con ella: «No
tendría dificultad en hacer confesión general con esta
muchacha, y confiarle los secretos más íntimos de mi
alma; tal es la confianza que me inspira el candor de
la suya.»
T , en efecto, no eran escasos en número los que,
atraídos por su angelical sencillez, iban á tratar
con ella asuntos muy delicados; escuchábalos modes-
tamente; en pocas palabras' les daba su parecer; si
era preciso los amonestaba, y en el acto, sin hablar
más, se recogía en su interior. Temía que extrañas
ideas mezcladas con las celestiales, únicas de su agra-
do, disminuyesen la sencillez de su entendimiento.
Más de una vez puse yo mismo á prueba tan virtuo-
so proceder, procurando hablar de cosas ajenas; pero
mi discurso era interrumpido: «Padre, he rogado á
Jesús por aquel infeliz; le di gracias por el buen éxito
de aquel negocio: no pensemos más en eso.»
Por la rectitud de su conciencia debía ser incapaz
de concebir pensamientos de vanagloria; y así fué, pues
— 59 —

nunca los tuvo, y aunque el demonio procuraba ponerle


asechanzas, mostrándole sus méritos y buenas obras,
no se dejó sorprender: El sí y el no del Evangelio, bajo
cuya regla había determinado vivir, eran para ella co-
mo el fiel de la balanza que se encuentra en equili-
brio. Como era humilde, le desagradaban las alaban-
zas; pero sin descomponerla, como tampoco la descom-
ponían ias injurias ni los vituperios. Para ella todo era
igual, como ocurre con los niños, los cuales, á causa de
su sencillez, no saben dar importancia á hechos que
al resto de los mortales tan mal efecto causan.
Según tenía el alma, así tenía el corazón aquella ino-
cente paloma; siempre en perfecto orden, sereno y lleno
de candor. Corazón tan puro era de todos y para todos,
pero siempre con la vista fija en Dios. Nada deseaba,
nada buscaba, y de nada se turbaba, porque estaba
exento de terrenales afectos. En los horribles padeci-
mientos con que el demonio la atormentó, sólo la afli-
gía el temor de ofender á Dios; y á no ser por este mo-
tivo, ni su director se hubiera enterado de ellos.Otro
tanto se puede decir de los demás dolores, imitando
así al divino Cordero, de quien dicen los Profetas que
era conducido al matadero sin abrir la boca, ofrecien-
do al verdugo su garganta. ¡Cuántas veces, yendo á la
iglesia en busca de confesor, fué insultada por los mo-
naguillos públicamente y poco menos que arrojada
del templo! A pesar de todo, se callaba, y lo mismo ha-
cía en casa. No quiero referir aquí lo que he de decir
más adelante; me limito á esta prueba por ahora, y
paso á otro asunto.
Sencilla era Gemma de alma y de corazón, y como
de la abundancia de éste habla la lengua, tenía que ser
forzosamente sencilla en sus palabras, y no pensando
mal de nadie, no sabía hablar torcidamente. «Nece-
sidad había de tenazas—dice un testigo—para conse-
guir sacarle algo qué fuese útil ó necesario conocer.»
Y esto no sólo ocurría con los de la familia, sino con
su director. Preguntada sobre algún hecho, se conten-
taba con exponerlo á la ligera, de modo que á veces
— 60 —

era difícil comprenderla; y si respondía por escrito,


agregaba unos cuantos puntos, como diciendo: adivina
lo demás, y sin más dilaciones pasaba á otro asunto.
Si por sí misma era inducida á manifestar alguna co-
sa al padre espiritual, le decía: «Padre, fulano ó zuta-
no no camina como Jesús quiere; escríbaselo y amo-
néstelo para que se enmiende»; y terminaba con los
consabidos puntos.
Al hablar ó escribir, no usaba los preámbulos que
de ordinario se acostumbra y tiene prescritos la cor-
tesía; pues juzgando que sólo sirven para perder tiem-
po, y acaso para sorprender, ó poco menos, al que es-
cucha ó lee, iba directamente al asunto, quienquiera
que fuese la persona á que se dirigía, si bien es ver-
dad que tenía formas exclusivamente suyas, llenas de
innefable sencillez, con las que á menudo principiaba
sus cartas: «Monseñor, sepa que hoy me ha sucedido
esto ó aquello;» «Señora Condesa, Jesús ha' dicho que
usted debe terminar esta obra santa;» «Padre mío;
oiga una cosa curiosa que le voy á decir,» con otras
semejantes que, para quien tiene sentido, deben agra-
dar infinitamente más que las afectadas ceremonias
hoy en uso.
A l hablar, según ya se indicó, era parca y reserva-
da; pero escribiendo era más comunicativa, debido,
sin duda, á que no la cohibía la presencia del interlo-
cutor; sólo se restringía cuando tenía que hablar de
sus asuntos. No obstante, si se dirigía á su director,
generalmente era bastante explícita. Cuando la perso-
na á quien escribía era conocida, no le importaba que el
pensamiento fuera mejor ó peor expresado, en alaban-
za suya ó en vituperio, ni que se interpretase bien ó
mal; pues tan pronto terminaba la carta, la cerraba sin
leerla para no ocuparse más en lo que había escrito,
Si no tenía á su disposición hoja entera de papel, es-
cribía en la mitad ó en el primer trozo que encontra-
ba á mano. Una sola vez, precisada á escribir y care-
ciendo de sello, mandó la carta sin franquear. «¡Quién
sabe lo que dirá el Padre cuando tenga que pagar el
— 61 —

recargo! Espero, sin embargo, que me perdonará, pues


soy tan pobre que no tengo ni un céntimo.» A la ver-
dad, semejante descuido no podía molestar, yendo
acompañado de sencillez tan encantadora.
Sucedía á veces que, cediendo la amable joven á los
impulsos de su corazón, su modo de conducirse cau-
saba algunos pequeños disgustos, costando gran tra-
bajo persuadirla de que no convenía fiarse de todos, y
hacerle ver que daba motivo á regañarla con dureza.
Creía que todos procedían con inocencia igual á la
suya, que de todos podía fiarse, y no concibiendo que
quien le reñía pudiese hacerlo por pasión ó ira, pro-
curaba persuadirse de que era aquello sugestión dia-
bólica, permitida por Dios para humillarla, con lo que
se aquietaba. Sin embargo, hemos visto ya que Gemma
no era corta de entendimiento, ni atolondrada, sino
que se inclinaba á obrar así, porque se había hecho
niña por amor de Dios.
Siendo la sencillez de esta virgen fruto de sus inta-
chables costumbres, nada tiene de extraño que tal vir-
tud la acompañase en todo. Sencillez en el porte y en
el trato; sencillez. en el vestido y en el mobiliario;
sencillez en la ropa de uso, si se puede decir que la
tenía propia; en una palabra, sencillez en todo. "Nada
tenía que fuese superfluo, ni lo quería tampoco; inter-
pretaba á la letra la palabra sencillez, puesto que
sencillo quiere decir libre de cosas superfluas, con-
tentándose con lo más necesario. Bastaba mirarla pa-
ra quedar maravillado. Sus modales nada tenían de
particular, si se exceptúa cierta gravedad adquirida
en la constante presencia de Dios, como pudiera ad-
quirirla otra doncella cualquiera. En la iglesia, donde
pasaba largas horas todos los días orando al pie del
tabernáculo, permanecía inmóvil como una estatua,
sin dejar traslucir lo que en su alma pasaba, sin lan-
zar un suspiro, ni un gemido, ni hacer el menor gesto
que pudiera llamar la atención; y si las llamas de su
amor la hacían derramar alguna lágrima, con las ma-
nos cubría el rostro, inclinándolo sobre el pecho. Para
— 62 —

decirlo de una vez, acompañaba á Gemma y á sus


virtudes todas la estimable sencillez, constituyendo
su forma, ó mejor dicho, su condimento; pues no tuvo
una sola que no llevase impreso su sello, pudiendo
decirse con razón sobrada que tal virtud fué la carac-
terística de esta esposa de Cristo.
Tan rara cualidad, no sólo acompañó á las visibles
virtudes de Gemma, sino que, puestas sus raíces en el
entendimiento y en el corazón, la acompañó también
por las sublimes vías de la contemplación mística á
que Dios quiso elevarla. Entró Gemma en esta vida
siendo niña de espíritu y de edad, y como niña trató á
la Majestad Divina, descubriendo secretos y gustando
dulzuras inefables. Confieso con sinceridad que esta
fué para mí la mayor maravilla que observé en Gem-
ma, y el argumento más convincente para que, desde
los primeros momentos, juzgase como cierto su espíri-
tu de santidad; su sencillez y su espontánea natura-
lidad, en medio de lo que hay de más sublime en el
orden sobrenatural.
Y en verdad, ¿quién ignora que los sublimes miste-
rios de la fe son de tal naturaleza, que ante ellos el
hombre mortal queda sobrecogido, sin que lleguen á
acostumbrarse ni los mismos que por experiencia los
conocen, de modo que, temiendo y temblando, espe-
rando y amando, reciben las comunicaciones que el
Señor se digna concederles? Con Gemma no sucedía
eso; para ella la fe, más que fe, era evidencia, y en los
misterios más recónditos se encontraba como si dijé-
ramos en su natural esfera, sin tener necesidad de es-
forzarse para que el entendimiento y la voluntad die-
sen acceso á las grandes verdades. Veía á Dios, la Hu-
manidad Sacrosanta del Verbo, la Eucaristía, los An-
geles y Santos del cielo, y con ellos hablaba por medio
de su corazón; á sus pies se humillaba, lloraba, ge-
mía y rogaba, pero como si los tuviese ante sus ojos
desprovistos de todo velo; y esto sucedía, no sólo du-
rante sus raptos y éxtasis y en el secreto de la contem-
plación, sino de un modo casi habitual y ordinario, y
— 63 —

aun en tiempos de sequedad de espíritu. Kepetiré lo


que antes dije, que también yo dudé de esto en cierta
ocasión, aunque por poco tiempo. Gemma, como si lo
hubiese presentido, me dio cuenta de algunas de sus
altísimas comunicaciones con la Divinidad, agregando:
«En verdad que esto es el cielo en la tierra, pero yo
deseo ir al mismo Paraíso, porque aunque veo á mi
Dios y á Jesús, mi padre, nunca lo veo todo entero.
lío me permite verlo por completo, por más que lo
que me deja ver supera á toda comprensión humana;
pero yo deseo verlo por completo.» Ese es el mérito
de la fe, pues en medio de tanta evidencia y de tanta
familiaridad, permanece encendida en deseos de al-
canzar los bienes futuros.
Tal como á las criaturas es permitido, Gemma se
ponía en presencia de Dios, sin que la turbase aquella
Majestad Infinita, y le hablaba con la confianza con
que una niña habla á su padre, sentada sobre las rodi-
llas, como en su sitio natural. Por eso, salvo el debi-
do respeto, le hablaba con la misma sencillez ó inge-
nuidad en las palabras y en los modos, con que se acos-
tumbra hablar á los niños. Para dar idea de ello, sería
preciso que reprodujese aquí los largos coloquios de
sus éxtasis y contemplaciones que se han conservado;
por ahora me limito a uno solo que refiere ella misma
en su escrito dirigido á un director; más adelante ve-
remos otros. «El viernes se me hizo visible Jesús, pe-
ro estaba muy serio, parecía que lloraba, por lo que
le dije: Jesús mío, ¿qué tenéis para llorar así? ¿No se-
ría mejor que llorase yo, que tantos deseos tengo?
Jesús no me respondió, por lo que me aparté cuida-
dosamente para acercarme á la Madre celestial y le
dije: Madre mía, ¿qué tiene Jesús que llora tanto?
¿Qué puedo hacer yo para contentarlo? Cuidado que
no diga nada á quien le pregunte por estas cosas.»
Véase como, mientras esta niña juega con Dios, El la
eleva á las altas concepciones de los misterios de su
justicia en el gobierno del mundo, y de su amor infi-
nito para con las almas.
— 64 —

La presencia visible del ángel custodio con que la


favoreció Dios frecuentemente, era una de las cosas
más naturales para esta virgen. Le hablaba como se
habla á un amigo, á menudo le daba encargos para los
pobladores del cielo y también para los de la tierra,
con humilde reverencia, es cierto, pero con afectuosa
familiaridad, tanto que si, mientras departía con él
era llamada, ó tenía precisión de cumplir alguno de
sus deberes, se levantaba inmediatamente, y sin ha-
cer el menor cumplido, corría presurosa á llenar su
obligación, dejando al ángel esperando. Por la noche
le decía, al acostarse, que la signase en la frente y ve-
lase á su cabecera, y una vez obtenida la conformidad,
daba la vuelta y se dormía, sin proferir una palabra
más. ¡Benditos sueños, y bendita virgen, á la que
acompañan visiblemente los ángeles del cielo!
Por la mañana, al despertar, aunque viese á su fiel
custodio en el mismo puesto, poco ó nada le decía,
porque estaba ansiosa de volar á la iglesia para co-
mulgar, acto en que había reflexionado toda la noche,
á causa de dormir muy poco. «Tengo un pensamiento
muy bueno—le decía,—voy á Jesús; si quieres espe-
rarme, hablaremos al regreso; de lo contrario, haz lo
que te parezca»; y con la misma se marchaba.
Cuando por primera vez se le presentaron en las
manos, pies y costado las señales de la crucifixión del
Salvador, su angustia fué grande. Creyendo que todas
las almas desposadas con Cristo por el voto tenían
aquellas señales, con la mayor sencillez preguntaba á
unas y á otras, si alguna vez habían experimentado
semejantes heridas, y obtuvo contestación negativa.
¿Cómo ocultar, pues, impresiones tan profundas y san-
guinolentas? Después de mucho reflexionar, resolvió
manifestarlo á la tía, y presentándose con los brazos
extendidos y cubiertas las manos con el vestido, le di-
jo: «Tía, vea lo que me ha hecho Jesús.»
Durante algunos años se le renovaron estas llagas
todas las semanas; al poco tiempo se agregaron las
heridas de la corona de espinas alrededor de la cabe-
— 65 —

za, las lágrimas de sangre y otros fenómenos extraor-


dinarios que luego referiremos. Del jueves al viernes
por la tarde participaba de la Pasión del Salvador, y
sufría dolores atroces parecidos á los de la muerte.
Pues á pesar de ello, concluido el éxtasis, se levanta-
ba como si nada hubiese ocurrido, se lavaba la cabeza
y las manos para limpiar la sangre que había corrido
en abundancia, estiraba las mangas de su vestido pa-
ra cubrir las cicatrices, y en la creencia de que nadie
la había visto, con la mayor tranquilidad se ponía á
conversar con los de la familia.
Seguramente, lector querido, te causará extrañe-
za que una jovencita, á la que suceden hechos tan in-
sólitos, no se detenga á pensar ni á preguntarse qué
será aquello, si será buena ó mala señal, obra de Dios ó
de Satanás. Pues esto es lo que ocurre con Gemma;
cuando llegue la ocasión ya se lo participará á su di-
rector espiritual para que le dé consejo y dirección,
pero entretanto permanece tranquila, sin hacer inda-
gaciones. Después de haber visto cara á cara á su Dios
crucificado, y padecido con El y contemplado los mis-
terios de la redención, se encuentra, apenas recupe-
rado el uso de los sentidos, en disposición de jugar
con los niños de la casa.
Finalmente, y para decirlo de una vez, con bastante
frecuencia recibía luces de Dios en los éxtasis, refe-
rentes á cosas que se debía hacer ó evitar, bien por
ella bien por otros; y tan. pronto como podía, se lo ma-
nifestaba á su director, de palabra ó por escrito.«Jesús
me ha dicho esto y lo otro, y me ordena que se lo ma-
nifieste. Si yo no comprendí bien, haga que El mismo
se lo explique mejor.» Una vez hecho esto, no volvía
á ocuparse más en lo ocurrido, y si el encargo se re-
petía tres, cinco ó más veces, otras tantas se lo volvía
á manifestar á su director, con la misma calma y sen*
cillez, según dice la Escritura, con que procedía el
niño Samuel con el sacerdote Elí. «Padre, Jesús ha
dicho esto y esto. Cúmplalo.»
¡Hermosa sencillez! ¡Ante ti yo me confundo!
5
CAPÍTULO VII

D E SU DESAPEGO DE LAS COSAS TERRENALES

«El que quiera venir en pos de mí—dijo Jesucristo


—deje cuanto tenga, tome su cruz y sígame.» Con este
nos dio á entender que, para revestirse del hombre
celestial y perfecto, que es el Dios humanado, hay que
despojarse del hombre viejo, terrenal y vicioso, renun-
ciar á los apetitos desordenados y resistirlos con vio-
lencia, pues de otro modo no podemos ser discípulos su-
yos, ni andar por el camino de la santidad. Es necesa-
ria, por consiguiente, la mortificación, la humildad, e]
despego de las cosas de la vida, la generosidad y el va-
lor para soportar los trabajos que Dios nos envía. Tales
fueron también los medios de que se sirvieron los ele-
gidos para santificarse; y los que más se distinguieron
en practicarlos fueron igualmente los que mejor salie-
ron de su empresa.
Habiendo G-emma, desde su niñez, hecho el propó-
sito de seguir á Jesucristo y alcanzar la santidad, te-
nía necesariamente que usarlos mismos medios, y, de
hecho, se sirvió de ellos con tal perfección, que desde
las primeras pruebas aparece como una de. las más
generosas, fuertes, pacientes, mortificadas y humildes,
entre los siervos de Dios que venera la Iglesia. En es-
te capítulo hablaremos solamente de su despego de
los bienes de la tierra, dejando para los siguientes
las demás virtudes.
Todos sabemos cuan difícil es que una joven de
condición distinguida renuncie á vestir con elegancia
y adornarse, sobre todo si ha de permanecer entre la
gente de mundo. La naturaleza misma inclina al sexo
débil á exhibirse, y lo impele con tal fuerza, que, sin
una gracia especial, no consigue refrenarlo. Tal gracia
- 67 —

la concedió el Señor á G-emma desde su infancia; gra-


cia que confirmó, en la edad subsiguiente, del modo que
voy á expresar. Ciertojpariente suyo le regaló un re-
loj de oro, un collar y una cruz del mismo metal. Con
el fin de complacer al que le hizo el obsequio, creyó
que, cuando menos, debía ponérselo una vez que salió
á la calle; pero al regresar á casa y despojarse de las
prendas, le pareció ver á su Ángel custodio mirándo-
la con aire severo y dicióndole: «Los collares y pren-
das que hermosean á la esposa del Rey crucificado
son únicamente la cruz y las espinas;» y desapareció.
Imagínese el lector la impresión que produciría en
la piadosa joven aquella aparición y aquellas pala-
bras tan significativas. No necesitó más: apartó de sí
el reloj y la cadena, quitóse también un anillo que
tenía, postróse en tierra, y llorando, hizo el siguien-
te propósito: «Por amor tuyo, Jesús mío, y á fin de
agradarte solamente á ti, prometo no llevar jamás
cosas vanas ni hablar tampoco de ellas.» Observó du-
rante su vida, esta promesa, y desde aquel día no qui-
so saber nada que se relacionase con modas y adornos.
Vestía sencillamente, saya de lana de color negro,
manto del mismo género y sombrero de paja, también
negro. Nada de manguitos, pulseras, collares, pendien-
tes, alfileres de pecho, flores ni cintas en el cabello,
pues en vano los de la familia trataron de disuadirla
de su resolución. Este fué el único vestido de Gemma
mientras vivió, tanto en verano como en invierno, en
los días de trabajo como en los festivos; nunca quiso
otro.
Lo que se dice del vestido, hágase extensivo á los
demás enseres, como libros, cofres, cuadros y muebles
semejantes que se encuentran, hasta en las casas más
humildes. Un tosco cofrecito de madera con escasa
ropa blanca, un crucifijo, un rosario y dos ó tres libros
de devoción, era todo el ajuar de esta virgen cristia-
na. Decía graciosamente: «No tengo nada, soy pobre,
completamente pobre, por amor de Jesucristo.» Aun
délas imágenes sagradas que le regalaban se des-
— 68 —

prendía pronto, porque le parecía que era tanto más


libre, cuanto más se apresuraba á dar aquellas cosas
que no le eran de absoluta necesidad. «Jesús me ha
dicho—repetía con frecuencia:—te crié para el cielo;
por lo tanto, nada tienes que ver con la tierra. ¿Qué ha-
go yo con las cosas que no necesito?» Cuando en-
fermaba no mostraba deseos de cosa alguna, y. para
evitar molestias á los de la familia, decía que se
encontraba bien, que nada necesitaba, y procura-
ba estar tranquila en presencia de ellos, para que
no se enterasen de sus padecimientos y le suminis-
trasen medicinas ó alimentos especiales. En ver-
dad, que semejante criatura estaba muerta para sí
misma.
Gemma, quería entrañablemente á sus progenito-
res, pero singularmente á su madre; y, sin embargo, ya
hemos visto con qué tranquilidad recibió la noticia'de
su muerte, calma que no la abandonó cuando asistió á
la agonía de su padre y á la de su querido hermano
Ginés. Algún tiempo después perdió una tía, otro her-
mano adolescente y á su hermana Julia, la confidente
de los secretos de su alma, joven de 18 años. Pues
bien, véase con qué tranquilidad da cuenta á su direc-
tor de semejante pérdida: . «Padre, la tía que estaba
enferma, como V. sabe, ha muerto; era muy buena.
Encomiéndela á Dios por si tuviese necesidad de su-
fragios. También murió Antonino; ¡pobre hermano
mío! ¡cuánto sufrió! Dígale al Señor que tenga mise-
ricordia de él.» La carta comunicando la muerte de
Julia es más expresiva; destila dolor, pero con calma
y resignación: «Padre, anteayer murió mi herma-
na Julia. V. sabe que era muy buena, pero el Señor la
quiso para sí. No me reprenda; no lloro, ya sé que Je-
sús no quiere. ¡Viva Jesús!» Tales sentimientos no
cabe duda que salían del corazón, según lo comprue-
ba una carta de su madre adoptiva, en que me decía:
«Padre, bien sabe V. cómo se querían estas dos her-
manas; pues á pesar de ello, Gemma no se descompu-
so ni lloró, sino que rogó á Dios por el alma de su
- 69 —
hermana, y dio gracias á Jesús. ¡Qué virtud más he-
roica! To, por lo contrario, lloré mucho, y Gemma me
consolaba diciendo: No llore.»
Aunque es verdad inconcusa que esta joven bendita
era más del cielo que del mundo, y que en su exterior
se mostraba indiferente con las personas, y aun algo
descortés, tenía, sin embargo, un corazón tierno y
amable. No conociendo el amor sensual, á causa de su
gran pureza, no experimentaba dudas ni escrúpulos, y
amaba con libertad de espíritu á las personas de quien
dependía, ó á quienes debía alguna atención; pero no
todos se daban cuenta de ello, sino los que la estudia-
ban de cerca y no le quitaban la vista de encima, por-
que este ángel, además de amar, amaba con delicadeza.
A pesar de todo, su corazón no permanecía atado; le era
igual que su amor fuese ó no correspondido, y si bien
es cierto que sentía la pérdida de las personas queri-
das, era por poco tiempo, pues en el acto acudía á Je-
sús y le decía: «Jesús mío, por ti hago voluntariamen-
te este sacrificio; quiero estar solamente contigo, com-
pletamente sola;» y en el acto se tranquilizaba. De su
padre espiritual, á quien llamaba con infantil can-
didez «Mi papá» era despegadísima, y jamás se le
quejó de la poca frecuencia de sus visitas, ni de la tar-
danza en contestar sus cartas. «No me reprenda—es-
cribió,—si le digo que tengo necesidad de verlo; pero
si no viene, quedo igualmente contenta. De todos mo-
dos, pregúnteselo á Jesús, y si él le dice que sí, ven-
ga pronto. Tres cartas le he escrito, y á ninguna me ha
contestado. Me parece que Jesús quiere que V. me dé á
conocer cómo debo conducirme en tal y tal cosa. Tengo
la seguridad de que seré obediente; pero si no tuviese
tiempo ni deseos de escribir, haga lo que guste, que
yo me conformo con la voluntad de Dios.» Cuando es-
taba próxima á morir, suplicó que se pusiese un tele-
grama á Eoma llamando á su director espiritual, y des-
pués de haber contestado afirmativamente, de súbito
dijo: «También hago á Dios el sacrificio de este con-
suelo.» No quiso ya que fuese y, como se dirá más
- 70 -
adelante, murió sola, con Jesús solamente, ahogada en
un mar de penas.
El mismo Salvador le servía de maestro para per-
feccionarse en la importantísima virtud del despego.
Eeferiré entre otros un solo caso. Se trata de un dien-
te del Beato Gabriel, reliquia que yo le regalé, y que
ella estimaba mucho, llevándola siempre consigo. Su-
cedió que un día, entretenida con el Señor en dulce co-
loquio, según ocurría con frecuencia, le dijo con inimi-
table candor: «Jesús mío, el Padre me habla siempre
de despego, y no puedo comprender con qué objeto;
porque ni tengo nada, ni sé de qué cosa tengo que des-
asirme.» T el Señor le contestó: «¿No estás adherida
excesivamente al diente del Beato Gabriel?»—«Por
un momento calló—dice ella relatando el suceso;—
pero al fin, y casi llorando, exhalé un lamento y dije:
«¡Pero, Jesús mío, si es una reliquia preciosa!» Jesús,
con alguna severidad, exclamó: «Hija, te lo dice tu
Jesús, y basta.» «¡Ah Jesús mío—decía después,—á
Ti no nos apegamos nunca!»
No acabaría nunca si hubiese de referir detallada-
mente los hechos edificantes que de este asunto co-
nozco, y los sublimes desahogos que en conversaciones,
cartas y éxtasis tenía esta hija santa, con los cuales
daba á conocer que solamente deseaba amar á su Dios.
«Quiero ser sólo de Jesús. ¿Y qué otra cosa puedo
amar, si poseo al Señor? Ni las criaturas son para mí,
ni yo soy para ellas; por consiguiente, no puedo amar-
las.» Dándome cuenta de su conciencia, me decía:
«Ayer, en un rapto amoroso que tuve con mi Dios, le
supliqué que me apartase de todas las cosas, que me
despojase del cuerpo y dejase á mi alma libre de ata-
duras para volar á El, y permanecer con El constante-
mente. Pero Jesús, jugueteando conmigo, me pregun-
tó: «¿A dónde quieres volar?»—«A Ti, amoroso y dulce
Señor mío». Jesús me replicó: «Deja que vuelva á ti
alguna vez más, y cuando te haya libertado de las
afecciones terrenas, vendrás conmigo.»
La vida terrena era ya un fastidio para la candida
—n—
paloma; porque teniendo el corazón en otra parte, se¡
consideraba como persona extraña en este mundo, que
á nadie conoce ni es conocida, según ella misma dice:
«Vivo en este mundo, pero con el alma distraída (ex-
presión muy exacta), porque mi pensamiento se dirige
cada vez con más fuerza hacia el Señor; excepto El,
todo lo desprecio.» Natural era que, encontrándose
disgustada, contase como el peregrino los días que
le faltaban para llegar á su patria, y que de vez en
cuando volviese la vista atrás para ver el camino re-
corrido y calcular el que le quedaba por recorrer.
Esta comparación es de Gemma, quien se la aplicaba
con gracia singular. «Estoy conforme con que el tiem-
po transcurra pronto, pues eso menos tengo que per-
manecer en este mundo, en donde nada me atrae.
Mi corazón busca el bien, un bien inmenso, que me
tranquilice, que me consuele, que me deje descansar;
y ese bien no se encuentra en las criaturas.» Ya^vol-
veremos á ocuparnos en otra parte del deseo que te-
nía Gemma de irse al cielo con su Dios.
Quien en tan poco estimaba lá vida temporal, no es
extraño que la ofreciese á cada paso, como si se trata-
ra de averiada mercancía. ¿Enfermaba de peligro cual-
quier persona amiga? Pues al punto corría Gemma
en busca de su director espiritual, á pedirle permiso
para dar uno, dos ó más años de vida, diciendo: «Je-
sús aceptará con seguridad el cambio; accede, Padre.»
Y para hacerme fuerza, echaba mano de tales consi-
deraciones, y las exponía con tal destreza, que de
no revestirme yo de gran prudencia, corría peligro de
ceder. «Mire, Padre—me decía,—trátase de una ma-
dre con muchos niños. ¿Cómo quedarán éstos, si les
falta su madre? Permítame que le diga al Señor: A mí
no me importan dos años menos.» De igual modo
obraba si era necesario convertir algún pecador de
los que tanto abundan. «Jesús mío—le decía,—te
doy tres años de vida si conviertes este pecador.»
Al fin me dejé seducir por tan halagadora elocuencia;
concedí el permiso, el Señor aceptó el cambio, y Gem-
— 72 —

ma murió al llegar al término estipulado, según refe-


riré detalladamente en el lugar oportuno.
Sabido es cuan aferradas son las mujeres á su pro-
pio juicio, tratándose de asuntos piadosos, y lo difícil
que es hacerles desistir de él, aun por los directores
más sabios y prudentes. Podrán tener más ó menos
apartado su corazón, en lo referente á las cosas tempo-
rales pero tratándose de las del alma, no sucede así.
No saben ni quieren escuchar á nadie, más que á sí
mismas; y si esto es así, ¿con cuánta mayor razón suce-
derá tratándose de visiones, locuciones y otras cosas
extraordinarias? El confesor tiene que dejarse vencer
por estas ilusas, pensar como piensan ellas y alabar su
feliz estado, pues si no lo hace así, todo se vuelve la-
mentos y murmuraciones, cuando no franca hostili-
dad. ¡Tanto puede el orgullo maldito en las hijas de
Eva! Con Gemma sucedió todo lo contrario, y eso que
tenía razones más que sobradas para creer que eran
obra de Dios los hechos admirables que en ella se
realizaban; pues Dios mismo, con demostraciones pal-
pables, se lo aseguraba diciéndole: «No temas; soy yo
quien obra en ti.» Sin embargo, esto no era suficien-
te, quería que el padre espiritual dictaminase, y á su
dictamen se sometía sin restricciones. «Dígame, Pa-
dre, ¿debo creer que es Jesús, el diablo ó mi fantasía?
Soy ignorante y puedo equivocarme. ¡Qué sería de mí,
si esto fuese un engaño! V. sabe que yo no quiero eso,
sino que Jesús esté contento de mí. Dígame qué es lo
que debo hacer para contentar á Jesús; sí, dígamelo,
pues'lo haré, cueste lo que costare.»
Alguno de sus primeros directores, ya por probar-
la, ya con el fin de mortificarla, la llamó ilusa; y otro,
encontrándose confuso ante hechos para él completa-
mente nuevos, y con el fin de quitarse dolores de ca-
beza, le ordenó que rogase al Señor que la dejase y pu-
siese en la vía común ú ordinaria. Gemma, con humil-
dad, dio las gracias al primero, y al segundo le res-
pondió en estos términos: «Ayer me dijo que suplicase
al Señor que me privase de todo ó que me diese á cono-
— 73 —

cer sí lo que sucede es obra suya.y qué quería de


mí. Oré mucho, diciéndole que deseaba esta gracia de
cualquier modo, y prometiendo que haría lo que el
confesor quisiese. Éogué á Jesús que si esto es obra
suya, me lo dijese con claridad; si del demonio, que
me privase de estas cosas, porque no quiero nada con
él; y si son producto de mi imaginación, que no las
quiero consentir un punto más. Si con esto cree que
no soy sincera, dígamelo, pues no quiero decir menti-
ras, ni cometer más pecados.»
Un día en que el Señor le echaba en cara dulce-
mente sus dudas, después de tantas pruebas como le
había dado, le contestó humildemente: «Dudo, porque
dudan los demás; pero si eres tú, Jesús, haz que ellos
lo conozcan sin vacilar. Sin creer, no podemos ir ade-
lante, ni el confesor, ni yo.» Entonces el Señor la
atrajo con fuerza irresistible; ella se dejó atraer, pero
tan pronto como terminó la dulce comunicación,
acudió nuevamente á su confesor y le preguntó
con humildad: «Padre, ¿qué es lo que debo hacer?»
¡Qué lucha tan conmovedora la que frecuentemente
tenía que sostener con el mismo Dios en sus sensi-
bles apariciones! «Pero el confesor me ha dicho que
Tú no eres Jesús. ¿Acaso el confesor puede equivo-
carse?» i,
La vida de los justos en este mundo es una mezcla
de penas y consuelos, misterio del que he dicho algo
anteriormente y del cual me ocuparé con mayor ex-
tensión cuando discuta las pruebas místicas á que fué
sometida Gemma por el Señor. Para no apartarme
del asunto, solamente diré que de sus consolaciones,
que fueron muchas, no hacía mención esta virgen, an-
tes por el contrario, mostraba por ellas gran despego.
Si Dios se las concedía, eran recibidas con gratitud y
servíanle de estímulo para avanzar en la perfección; si
se las quitaba, dejándola abandonada en tinieblas, lo
que constituía para ella un gran pesar, decía: «Obre
Jesús como le plazca, pues si Él está alegre, también
lo estoy yo. ¿Por ventura merezco sus consuelos? Ko
'— 74 —
me importa padecer .en esta vida, con tal que llegue á
gozar de Él en la otra.»
¿Y habrá quien tema que hechos semejantes sean
pura ilusión? De ningún modo; sólo pueden pensar
así los ignorantes en las cosas de Dios y los indife-
rentes. Nosotros, por el contrario, estamos ciertos de
que quien por amor de Jesús se despoja de sí-mismo,
se reviste de las virtudes de Cristo.
CAPÍTULO V I I I

Sü OBEDIENCIA PERFECTA

Conviene decir algo sobre la exacta obediencia de


que dio pruebas esta bendita criatura, prescindien-
do por completo de su voluntad y entregándose en
manos de quien la guiaba. El asunto es importante,
pues la obediencia es la base de la abnegación, nece-
saria para la perfección de la vida cristiana, y de ella
habla nuestro Señor cuando dice: «El que quiera ve-
nir en pos de mí, niegúese á sí mismo.»
En los asuntos exteriores, Gemma, huérfana reco-
gida por familia extraña, obedecía á su bienhechora,
de la que se dejaba mover como cuerpo inerte; y cuan-
do ésta, sin grandes explicaciones, le decía: «Vamos á
salir, levántate, acuéstate, etc.», Gemma, aunque es-
tuviese con fiebre, lo que por precisión tenía que ha-
cerle desagradable la obediencia, corría, sin aducir pre-
textos, á cumplir la orden. La joven era de poco co-
mer; tenía el estómago tan delicado, que apenas rete-
nía algún alimento, y creyendo los de la casa que con
tan escasa cantidad no podía vivir, la estimulaban
para que comiese más. Obedecía con prontitud, pero
siempre le costaba caro, pues no tolerando el estóma-
go aquel exceso, vomitaba la pobrecita cuanto había
tomado. Con todo, si pasado el malestar se le hubiese
mandado comer de nuevo, hubiera obedecido sin repa-
ro. Una sola vez se me quejó; pero mira, lector, en qué
forma: «Mamá, por santa obediencia, me manda que
coma; yo obedezco, pero al poco rato arrojo la comida,
y con los esfuerzos, arrojo sangre por boca y narices.
Padre, dígale que no me obligue á comer; que no se
le olvide.»
En la iglesia, mientras se entretenía con su Jesús
— 76 -
después de la comunión, si la persona que la acompa-
ñaba hacía señas de que era hora de marchar á casa,
G-emma, cual si estuviese esperando la orden, se le-
vantaba y se ponía en marcha; y aun experimentaba
la fuerza del mandato aunque estuviese en éxtasis.
Dejemos que lo manifieste la misma señora, la cual lo
declara así: «Recibida la Eucaristía y dada la bendición
por el sacerdote, llamé á Gemma para volver á nues-
tro sitio, pero ya estaba en éxtasis. Temiendo yo que
alguno lo pudiera notar, interiormente y sin proferir
palabra, dije: «Señor, si es tu voluntad, haced que por
obediencia recobre pronto el sentido.» En el acto, pue-
de V. creerlo, levantó la cabeza; le dije que fuera á su
sitio, y así lo hizo. A l ver lo bien que me había salido
el ensayo, me conduje del mismo modo en lo sucesivo,
y el Dios á quien tanto amaba la fiel sierva, intervino
siempre para que obedeciera.»
Por la noche cuando se acostaba, aunque hubiese
muchas personas hablando en torno suyo, si la men-
cionada señora decía: «Gemma, es necesario que des-
canses; á dormir»; en el acto cerraba los ojos y dormía
profundamente. En una ocasión, yo mismo hice la
prueba, pues encontrándome junto á su lecho con
otros de la familia, le dije: «Recibe mi bendición y
duerme, que nosotros vamos á retirarnos.» No bien lo
dije, cuando Gemma, volviéndose del lado opuesto,
se durmió profundamente. Entonces me arrodillé, le-
vanté mis ojos al cielo y mentalmente le ordené que
despertase. ¡Cosa admirable! Cual si le hubiese llama-
do á voces, despertó con su acostumbrada sonrisa. En-
tonces le dije yo en tono de censura: «¿Así se obedece?
¿No te dije que durmieses?» Mas ella humildemente
me contestó: «No se disguste, Padre, pero sentí que
me golpeaban la espalda, y una voz que me gritaba:
«Arriba, que el Padre te llama.» Era su Ángel custo-
dio, que lo tenía al lado.
Esta gran docilidad no dependía de timidez, irre-
solución ó falta de capacidad para discernir la impor-
tancia de las cosas, sino que era fruto de virtud, pues
— 77 —
según he dicho ya, su naturaleza le inclinaba más bien
á mandar y dominar, que á obedecer: por lo tanto, si
con facilidad se sometía á la voluntad ajena, no era
porque la naturaleza le indujese á ello, pues tenía que
reprimirse con violencia para dejarse conducir dé
aquel modo.
Si con tanta facilidad se plegaba en las cosas exte-
riores á la voluntad ajena, fácilmente se comprende
cuan perfecta sería su obediencia en las del espíritu,
teniendo como tenía puesta la vista en ellas. Como
era humilde, se consideraba incapaz de dar un paso
por tan difícil camino, y aunque quería más bien vo-
lar que correr por esta vía, estaba persuadida de que
solamente lo conseguiría poniéndose en las manos del
guía espiritual que el cielo le deparaba. Y así lo hizo.
«Hora es ya que me resuelva á cumplir la voluntad
del confesor, y no la mía. También el Señor me ha
dicho, y con frecuencia me repite, que no debo tener
voluntad propia, sino la del confesor.» Por este moti-
vo iba á verlo frecuentemente, ya para preguntarle si
había obrado bien en tal ocasión, ya para saber en
otras cómo debía conducirse. Si se leen sus cartas, se
verá que no era otro su fin; y en verdad que si no
fuese porque la necesidad de dirección le obligaba á
escribir, no habríamos llegado nosotros á conocer los
efectos de la gracia en alma tan privilegiada.
Y véase á qué detalles descendía la que estaba fa-
vorecida con la ciencia infusa de las cosas celestiales:
«Padre, si le parece que obro bien, quisiera pedirle al
Señor que me aliviase un poco la cabeza (se refería á
los intensos dolores que sufría). ¿Debo decírselo? ¿Le
parece bien que haga confesión general con el P. Pro-
vincial? Si le parece bien, la haré; y si no, quedaré tan
conforme. ¿Me autoriza para que pida al Señor que me
conceda una hora de agonía todas las noches?» Escri-
biendo á su confesor ordinario, le dice: «Quisiera que
me colocase en un convento, pero me parece que al
Padre (entiéndase director) no le gusta que le hable
de esto; de aquí que no le diga nada. ¿Le parece opor-
- 78 —

tuno que pida permiso para pasar el día con las mon-
jas? Esté V. seguro que me portaré bien.» Confío que
no se disgustará el lector por el exceso de citas, antes
bien le agradará, aunque haya en ello repetición, que
le dé á conocer la hermosa alma de Gemma valiéndome
de sus mismas palabras. «El sábado me dio V. permiso
para levantarme de madrugada; todos los días me le-
vanto y rezo, pero quisiera hacer lo que las monjas
hacen (en coro). ¿Quiere que le diga á un P. Pasionis-
ta que me enseñe lo que hacen las monjas, para lue-
go hacerlo yo? Si pidiese al Señor morir tísica (se
comprende que cuando sea tiempo, no ahora), ¿le pare-
cería bien? Tengo este deseo, pero á pesar de eso, me
agrada más hacer lo que mi Jesús quiera.» En otra
carta, cobrando de nuevo valor, hijo de su filial con-
fianza, escribía: «Permítame, Padre, que suplique otra
vez al Señor que me saque de este mundo, para poseer-
le en la gloria. Vivo siempre temblando por el temor
de ofenderle.»
A semejantes proposiciones, lo mismo el director
espiritual que el confesor, respondían según Dios los
inspiraba, y Gemma, confirmando con los hechos sus
palabras, permanecía alegre, accediesen ó no á lo soli-
citado, sin volver á pensar más en ello; pero era preci-
so que la negación no se hiciese en forma preceptiva, ó
con sombra de prohibición, pues en ese caso la santa
joven no la perdía de vista, procurando ajustarse á
ella. Y ahora referiré algunas cosas extrañas que, á
pesar de la verdad que encierran, pudieran parecer
increíbles.
Como dije anteriormente, Gemma, por obedecer á
su padre espiritual, se vio precisada á luchar con el
mismo Jesús. Se le dio á entender que aquello no
era obra de Dios, sino de Satanás; y no sólo luchó, si-
no que llegó á resistir al divino Esposo, á pesar de que
como tal era reconocido por su director; y luchó por-
que la obediencia le prohibía detenerse á escuchar á
Jesús; lucha en verdad superior á toda virtud humana,
pero que Gemma sostuvo saliendo vencedora. «¡Oh, có-
- 79 -
mo me tentaba mi buen Jesús!—decía—Pero estoy
resuelta á obedecer, cueste lo que cueste. ¡Oh penoso
sacrificio! ¡Oh hermosa obediencia!» En una ocasión le
pareció ver cubierto de llagas al Salvador, quien le
decía que se acercase á besarlas. Sin embargo, recor-
dando la prohibición establecida, la joven se puso á
llorar, pero no se aproximó. Entre tanto comenzó
á sentir en las manos, pies y costado los indicios de
la impresión de las llagas. ¿Qué hacer, Dios mío?
Ella misma nos lo dice: «Apenas lo advertí, me le-
vantó y huí, dejando al Señor solo. De este modo obe-
decí, y me alegro de haberlo hecho.»—«Pobre Jesús—
decía después,—he sido descortés con él, dejándolo so-
lo por obedecer al confesor, y él tan bueno siempre.»
En otra ocasión se le concedió permiso para recrearse
con el Señor determinado tiempo, cuando llegase á vi-
sitarla, á fin de que, según opinaba aquel sabio confe-
sor, le quedase tiempo suficiente para dormir. Véase
lo que sucedió. El Señor, según tenía por costumbre,
se le hizo visible en una de las noches del jueves al
viernes, y Gemma, como de ordinario, tomó parte en
los dolores de la oración, consumiéndose de amor por
tener en su compañía al Amado de su alma. Sonó en
esto en el reloj la hora prefijada. «¿Qué hacer?—son
son sus propias palabras.—Jesús permanecía conmi-
go, no sin comprender el obstáculo que me ponía pues
para obedecer debía despedirlo, por haber transcurri-
do el tiempo prefijado. A pesar de ello, el Señor me
dijo «Dame una prueba de que de hoyen adelante me
obedecerás constantemente.»—«Pero yo le respondí:
«Jesús, vete, no quiero estar contigo más tiempo.»
Esto mismo le sucedió repetidas veces con su Ángel
de la guarda, según se verá en otro capítulo.
Supe en una ocasión que, á los pies de Jesucristo,
tenía conocimiento con bastante frecuencia de la fe-
cha en que llegarían mis cartas á Luca, suceso que
anunciaba en casa con su acostumbrada sencillez:
«Esta mañana; mañana temprano; en tal tren, llegará
carta del Padre: El la mandó al correo ayer por la tarde;
— 80 —

hoy á tal hora etc., etc.» T según lo manifestaba,


así sucedía, sin que se diese el caso de equivocarse
una sola vez. Traté de mortificarla por esto, diciéndo-
le que era una ligereza suya, verdadera soberbia. Véa-
se como recibió la corrección: «Padre, de rodillas le
pido perdón por todo. No volveré á decir lo que dije,
sin que V. me lo ordene. Todo el domingo estuve su-
friendo por su reprensión. Me guardaré de hacer nue-
vas profecías sobre la llegada de sus cartas. Me arre-
piento de lo que hice, no lo volveré á hacer más. Es-
criba cuando quiera, qne no quebrantaré sus órdenes.»
Aunque sabía perfectamente que las noticias las ha-
bía adquirido sobrenaturalmente, por mediación de su
Dios, decía con humildad: «Quisiera sincerarme; pero
no, prefiero callar. ¡Viva Jesús!» Los avisos de su di-
rector no los olvidaba con el transcurso del tiempo, y
por eso, pasados algunos meses, me escribió sobre po-
co más ó menos, lo siguiente: «Padre mío, vencí. Supe
por inspiración, esta mañana antes de comulgar, que
hoy temprano llegaría carta suya. Sufrí bastante con
el deseo que tenía de decirlo; pero me reprimí, y se-
gún manda la obediencia, me callé. Así va bien, ¿no
es verdad?»
En otro capítulo referiré el insólito fenómeno de
los vómitos de sangre que en los éxtasis tenía Gemma,
cuando su corazón se agitaba con tal fuerza en el pe-
cho, que encorvaba con exceso las costillas. Su confe-
sor ordinario bien sabía que no dependía de la volun-
tad de ella, pero así y todo se lo prohibió. No impor-
ta; la santa joven, aunque privada de sus sentidos,
hacía esfuerzos supremos para obedecer á su padre es-
piritual, y si resultaban inútiles, tenía remordimien-
tos y se acusaba, como si hubiese desobedecido. «He
desobedecido al confesor—me escribía.—Me prohibió
que echase más sangre por la boca. Obedecí hasta hoy;
pero por la mañana, en un movimiento del corazón,
salió una poca. ¿Con qué valor me presento al confesor
mañana?» En estas palabras, yo no sé qué admirar más,
si la candidez de paloma ó la obediencia de heroína,
— 81 —

Temiendo aquel prudente sacerdote que las pérdi-


das de sangre que esta piadosa víctima sufría todas
las semanas del jueves al viernes, acabasen con su
salud, resolvió prohibírselas todas bajo formal pre-
cepto de obediencia. Y, ¡oh maravilla!, el divino autor
de aquel prodigio quiso que fuese respetado el pre-
cepto de su ministro, mientras creyere éste que debía
sostenerlo; y por regla general, el fenómeno no volvió á
reproducirse, por lo menos en sus manifestaciones ex-
teriores. A pesar de todo, la buena Gemma estaba
contenta, pero á costa de gran violencia, según me
decía en una carta: «El confesor me prohibió termi-
nantemente que tuviese nada extraordinario. Todo va
bien; pero ¡cuánta violencia tengo que hacerme para
cumplir el mandato!» En un éxtasis se le oyó excla-
mar: «¡Oh cara obediencia, que me privas de las dulzu-
ras de mi amor, no veo la hora en que pueda abra-
zarte!» En el lugar donde se tratará de las prodigio-
sas llagas de esta sierva de Dios, manifestaré algo más
sobre el asunto que nos ocupa.
Poco antes de su última enfermedad, se le descom-
puso el estómago de tal manera, que no soportaba ali-
mentos ni bebidas de ninguna clase. Se intentó, por
medio de la obediencia, ver si se conseguía algo, y, co-
mo siempre, dio la prueba el resultado apetecido. «Es-
toy pronta á obedecer cuanto V. me mande—contestó
en seguida la buena Gemma;—y confío en que el Se-
ñor me ayudará, mejor dicho, tengo la seguridad de
que, desde primero del próximo mes, no arrojaré más
la comida.» Y, en efecto, al comenzar el nuevo mes, re-
tuvo la comida sin ninguna dificultad. Con tan feliz
experiencia se multiplicaron los preceptos, acudiendo
para todas las necesidades al director espiritual ó al
confesor, y uno ú otro ordenaba á Gemma que se pu-
siese bien, que por obediencia volviese al uso de los
sentidos, ó que dejase la cama, y en el acto cesaba
la fiebre, el éxtasis ó los síncopes; en una palabra,
Gemma se presentaba alegre y fuerte. ¡Gran Dios,
cuan bueno eres con tus elegidos)
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— 82 —

Qué tal obediencia era grata á los ojos de Dios, se


ve claramente; pues Él mismo se la inculcaba á su
sierva, ya directamente, ya por mediación del Ángel
de la guarda. «Obediencia ciega, obediencia perfecta.
He aquí lo que primeramente te encargo. Que seas
como un cuerpo muerto, que ejecutes con prontitud
cuanto se te ordene.» Tal era el aviso que le daba
su divino Maestro, reprendiéndola si descuidaba per-
feccionar esta virtud. «Si no obedeces hasta el sacrifi-
cio—le decía el Señor,—te abandonaré en manos del
enemigo.» T el Ángel le decía á su vez: «Si no te ven-
ces y haces con prontititud lo que se te manda, no
me dejaré ver de ti en adelante.» Tanto las severas
amenazas, como las suaves exhortaciones, las pala-
bras de su director espiritual, las del Salvador ó de
su Ángel custodio, todo resultaba en beneficio de la
fervorosa joven; así es que su progreso, en esta y en
las demás virtudes, estaba á la vista.
De tal manera se había acostumbrado á obedecer,
que en la obediencia hallaba su tranquilidad y des-
canso. «¡Qué consuelo—son palabras suyas—experi-
menta mi corazón obedeciendo! ¡Engendra en él una
calma tal, que no sé cómo explicarla! ¡Viva la obedien-
cia, pues de ella procede la paz de que disfruto! Gra-
cias á ella, Padre mío, conozco el valor de tan hermo-
sa virtud, y tales enseñanzas me proporcionó, que por
ella me vi libre de gravísimos peligros. Pondré en
práctica, con el divino auxilio, cuanto se me mande,
y así agradaré á mi Dios.» En otra carta me decía:
«No tema, Padre, no tema; encomiéndeme á Jesús, que
yo obedeceré, pues con el constante ejercicio, no sien-
to ya la menor dificultad en obedecer. El Señor fué
quien, días hace, me concedió esta gracia, por la cual
le estaré siempre agradecida.» T más adelante: «Je-
sús me permite manifestarme su voluntad de un mo-
do claro, con tal que se lo pida humildemente, lo que
procuro hacer. Así estoy en paz, esperando que la
santísima voluntad de Dios se cumpla en mí por com-
pleto.»
— 83 —

El último grado de perfección en la obediencia con-


siste en la alegría de negarse uno á sí mismo. Pues
bien, este grado lo alcanzó Gemma; tiene, por consi-
guiente, derecho á la divina promesa consignada en
aquellas palabras: Vir óbediens loquetw victoriam: el
obediente alcanzará la victoria.
CAPITULO I X

Sü PROFUNDA HUMILDAD

El orgullo aparta al hombre de Dios; la humildad


lo aproxima á El. El orgullo es funesto principio de
todos los vicios; la humildad madre fecunda de virtu-
des y principio fundamental de la perfección evangé-
lica. ¿Queréis saber—decía San Agustín—cuál es el
primer grado de la santificación? La humildad. ¿Y el
segundo? La humildad. ¿Y el tercero? La humildad.
Cuantas veces se me haga esta pregunta, otras tantas
responderé: la humildad.» Pues esa misma doctrina
era la de nuestra querida Gemma, la cual, estando
en el lecho del dolor próxima á espirar, preguntada
por una de las Hermanas enfermeras que la asistían
cuál fuese la virtud más apreciada de Dios, contestó
sin vacilar: «La humildad, la humildad, que es funda-
mento de las demás.»
Conocedor yo de lo mismo, al ser llamado la pri-
mera vez para examinar la sierva de Dios y averi-
guar cuál era su verdadero espíritu, me valí de esta
piedra de toque. Muchos, incluso su propio confesor,
dudaban, á la vista de hechos tan extraordinarios en
una joven que daba los primeros pasos en el camino
de la perfección, y se hacían esta pregunta: «¿Será obra
de Dios, ó no lo será, un estado tal que difícilmente se
encuentra en los santos más eminentes que florecie-
ron en la Iglesia?» A esta pregunta contesté yo: «Sin
duda alguna es obra de Dios, si en El se encuentra la
humildad.» Procedí al examen, y desde las primeras
pruebas, pude convencerme de que hacía bastante
tiempo que la virtuosa joven había comprendido la im-
portancia de tal virtud, que la tenía en mayor estima-
ción que las demás, que con ahinco se aplicaba á prac-
— 85 —

ticarla; en una palabra, me convencí de que era hu-


milde hasta la médula de los huesos, y con tal moti-
vo, exclamó sin vacilar: «¡Bienaventurada joven, que
iluminada por Dios supiste utilizar ese gran resorte;
tu santidad para mí es evidente!»
Tenía Gemma trece años cuando supo que en el
monasterio de las monjas salesianas de Luca se daba
una tanda de ejercicios espirituales, y quiso aprove-
charlos; pues,—son sus palabras—no le parecía que
pudiese concentrarse en el seno del Señor nuevamente,
sin adquirir antes en el retiro nuevos estímulos, para
convertirse. Así lo encontré escrito en el librito en que
había apuntado aquellos ejercicios, librito cuyo título
es «Ejercicios espirituales hechos el año de 1891, en los
cuales Gemma debe cambiar y entregarse totalmente
á Jesús.» Entre las santas máximas que el predicador
inculcaba en el auditorio, contábase esta: «Recorde-
mos, hermanos, que nada somos, y que Dios lo es to-
do.» Hicieron tal impresión aquellas palabras en la
mente de la joven, ya de sí bien dispuesta, que no las
olvidó en el resto de su vida. Apenas escribió una carta,
especialmente á su director, sin que este sentimiento
de la propia bajeza no saliera á relucir, con expresio-
nes cada vez más enérgicas, según crecía en el cono-
cimiento de Dios, Se apropió íntimamente la verdad
que San Agustín expresaba con palabras tan breves
como estas: Noverim te, noverim me, y decía con fre-
cuencia: «Conociéndote á ti, Dios mío, me conoceré á
mí, pues mentira parece que el hombre sea capaz de
ensoberbecerse.» Y en verdad que no tuvo el menor
pensamiento de propia estimación durante su vida.
«¿Cómo?—solía decir—¿He de envanecerme yo? ¿Po-
dría darse locura mayor que esta?»
En una ocasión, para mortificarla, la reprendí y al
propio-tiempo le encargué.que anduviera con mucho
cuidado para precaverse del orgullo, pasión de la que
fingía yo haber visto gérmenes ocultos en su corazón.
Yéanse los términos en qué me contestó: «He leído su
carta. ¡Dios tenga piedad de mí! Cierto, demasiado
—• 86 —

cierto es que el orgullo tomó asiento en mí. Apenas leí


la palabra orgullo, cuando, créame Padre, el demonio se
sirvió de ella para hacerme caer en la desesperación,
y estuve bastante mal por espacio de una hora. Cuan-
do ya no podía más, me arrojó á los pies del crucifi-
jo, y con la frente en tierra, le pedí perdón muchas
veces y que me hiciese morir allí mismo; pero el Se-
ñor no quiso enviarme la muerte, y al cabo de algún
tiempo recuperé la calma. ¡Pobre Jesús mío, cuántas
faltas cometo! ¿Adonde llegaré si sigo así? Pero no, no
lo volveré hacer. Le suplico queme perdone y que no
se disguste conmigo, pues ya procuraré no repetir la
falta. Su carta dice la verdad; le doy las gracias de ro-
dillas. ¿Pero, á qué inquietarse? ¿No sabe V. que tengo
la cabeza dura y soy de pocos alcances? Perdóneme;
en lo sucesivo no le he de dar motivo para incomo-
darse. ¡Qué pena habré causado al Señor con estos
pensamientos de soberbia!»
Cuales fueran estos pensamientos, ni ella misma lo
sabía, y si lo creía, era porque su director se lo había
dicho. T añadía: «Padre, dígale al Señor que tenga
piedad de mí, de mi pobre alma, la cual, en vez de ser
buena, procura llenarse deiniquidad, malicia y sober-
bia; pues Jesús que me otorgó la gracia de conocer
pecado tan feo, me ha de conceder la gracia de corre-
girme dé él.» Y aún más: «Temo que el Señor, enoja-
do por mis ofensas, me castigue. ¿Y sabe V. qué castigo
temo, después de todo, muy merecido? Temo ser con-
denada á no amar más á mi buen Jesús. No, no, Jesús
mío, escoge para mí otro castigo; pero ese de ningún
modo. Padre, si ve que aún tengo orgullo, sin pérdida
de tiempo haga de mí lo que mejor lé plazca, pero quí-
teme cuanto antes este vicio.»
Por si no bastase lo dicho, algunos días después to-
mó nuevamente la pluma para continuar desahogando
su corazón: «Temo que no me quiera oir, pero procu-
raré ser buena, y confío en que V. lo será conmigo. No
quiero continuar siendo orgullosa, y para conseguir-
lo, varias veces al día digo el acto de contrición con
— 87 —
la frente en tierra. ¿Debo hacer algo más? Mándeme
lo que guste, pues con tal de apartar de mí ese vicio,
todo lo haré. ¡Dios mío, mentira parece que un poco
de polvo como soy yo, tenga el descaro de dejarse ven-
cer por el orgullo!» Así continuaba dos páginas más, y
al fin concluía diciendo: «Ahora le diré otra cosa que
sin duda le molestará, pero no puedo por menos de
decírselo. Tengo muchos deseos, pero sujetos á la volun-
tad divina, de irme al cielo para estar por siempre ja-
más cerca de mi Jesús. ¿Cuándo llegará ese día eter-
no?» He ahí, querido lector, todo el orgullo de Gemma.
A las palabras correspondían los hechos. Nadie la
vio alterarse, ni la oyó jamás vanagloriarse de sus do-
tes; sino que, por lo contrario, se humillaba cuanto po-
día, procurando con esmero ocultarse á las miradas
de los demás. «Por caridad, Padre, no hable de mí
con otras personas, como no sea para decir quién soy
en realidad. Me humillaré y pediré perdón á todos
aquellos á quienes engañé sorprendiendo su buena fe,
y el Señor, infinitamente bueno, me perdonará.»
En cuanto á sus cualidades naturales, ya dije que
tenía muchas y muy buenas, descollando por su vive-
za, ingenio perspicaz, fortaleza de ánimo y resolución
en los propósitos; sin embargo, al verla y tratarla, pa-
recía una joven torturada. Para todo pedía ayuda, con-
sejo y dirección; así es que, juzgando á primera vista,
se llegaría á creer que por sí misma no era capaz de
resolver nada. En el colegio había aprendido bastante
bien el francés, el dibujo y la pintura; pero una vez
que salió definitivamente de él, no • se le oyó hablar
palabra de dicha lengua, ni volvió á tomar en la ma-
no los pinceles, ysolamente después de su muerte, se
supo por una de sus maestras que en este ramo era
bastante hábil.
Mucha facilidad tenía Gemma para hacer versos,
pero después de abandonados los estudios, no volvió á
ocuparse en ellos, si se exceptúa una ocasión en que,
á solicitud de una monja con quien la unían íntimos
lazos, compuso quince estrofas en menos de media
— 88 —

hora, bajo la forma de aspiración á Dios. En esa com-


posición, no se sabe qué admirar más, si la fluidez del
verso y naturalidad del pensamiento, ó la piedad de
la joven poetisa. Un soneto suyo, por cierto muy her-
moso, cayó en mis manos, pero ignoro si se entretuvo
en hacer otra clase de composiciones; lo que sí oí re-
ferir es que habiéndole rogado con insistencia, en oca-
sión de un fausto suceso, que hiciese un verso, se
negó resueltamente diciendo que era vanidad, ó por
lo menos, pérdida de tiempo.
Dotada de hermosa voz y con aptitudes para el
canto, parece natural que esta joven, dados sus deseos
de alabar al amado Jesús y á su celestial Madre, se
desatase, por lo menos, cuando trabajaba sola, en
devotas canciones; sin embargo, no sucedió así, pues
nadie le oyó cantar, ni siquiera en voz baja. Hechos de
tal naturaleza, practicados de un modo constante por
una joven de corta edad, de naturaleza viva y resuel-
ta, son pruebas, más que ciertas, evidentes, de sólida
virtud.
¿Y qué diré de sus dotes espirituales? G-emma los
tenía en tal abundancia, era tan rica en virtudes, que
la pusieron á la altura de ciertas almas privilegiadas
cuya vida admiramos hoy; dones tan extraordinarios
que son la admiración de todos cuantos los conocen;
BÓIO ella los desconocía, ó por lo menos no paraba en
ellos la atención, cuidando únicamente de humillarse
cada vez más ante Dios y ante los hombres. ¡Cuántas
veces suplicaba al Señor que le retirase gracias tan
señaladas y se las diese á quien correspondiese mejor!
«Jesús mío—decía,—no me obligues á hacer cosas que
no son apropiadas para mí, ya que, ni soy buena para
nada, ni sé cómo corresponder á tantos beneficios.
Busca, sí, busca otra persona que sepa corresponder
mejor que yo.» En una de las muchas veces en que
•se apesadumbraba por esto, el Señor, que le servía
de maestro en la escuela de la humildad para más
afirmarla en tal virtud, le dijo interiormente estas pa-
labras: «Haz lo que puedas, pues por lo mismo que
— 89 —

eres la más pobre pecadora de mis criaturas, quiero


servirme de ti.» Ella le contestó con familiar sencillez:
«Jesús mío, haz lo que te parezca, que yo estoy satis-
fecha.»
En otra ocasión presentóle el Señor su alma, para
que, viéndola con luz celestial, se humillase; y de pa-
so le indicó interiormente que se avergonzase, pues en
vez de adelantar en la virtud, permanecía estacionaria.
Gemma, no sólo se humilló y avergonzó, sino que se
llenó de temor. «¡Si supiese—me dijo un día—lo fea
que es mi alma! El Señor me lo hizo ver.» A veces,
para que le amase con mayor fervor, se le aparecía el
Señor desdeñoso, y aun con aire severo. «Jesús—decía
—apenas me mira; y si me mira, es con tal severidad,
que yo no me atrevo á dirigirle la vista; y hay veces
en que parece que me desecha, lo cual constituye para
mí un verdadero suplicio. Padre, si por mis pecados
me abandona Jesús, ¿qué haré? ¿á quién acudiré? Pre-
gúnteselo á Jesús, Padre, y vea qué es lo que le dice.»
No sólo en tiempo de prueba se resistía á levantar
los ojos para mirar al Señor, sino cuando la trataba
con dulzura, en las frecuentes apariciones con que la
favoreció. ¡Tanta era la vergüenza que experimentaba
en presencia de la Majestad Divina!
Con tan hermosas disposiciones, la gracia descendía
á torrentes, sin temor, permítaseme la frase, de que
se envaneciera de ellas; pues cuantas más gracias reci-
bía, tanto más se anonadaba. Por lo que á mí toca,
puedo asegurar que cuantas veces tratamos, de pala-
bra ó por escrito, de las comunicaciones tenidas con
Dios, siempre terminaba con algún acto de profunda
humildad; y en demostración de ello, sirva por todos,
además de otros que ya referí, el siguiente caso, Ha-
biéndola colmado de grandes consuelos el Señor, creyó
haber nacido á nueva vida, y una vez hecha la rela-
ción, véase cómo da cuenta de su victoria: «¿Cómo no
ha de sorprenderme la misericordia infinita de Dios?
Jesús, sí, el propio Jesús, lleno de bondad con-
migo, miserable ó ingrata pecadora, se ha dignado
—. 90 -

obrar el milagro de mi conversión, y con las luces


que se dignó concederme, puedo conocer mi bajeza.»
Por estas y semejantes palabras, de que frecuente-
mente bacía uso en conversaciones y escritos, se com-
prende que Gemma, no sólo no se mostraba asustada
de su pequenez en presencia de la inmensidad de
Dios, sino que se consideraba infiel á los favores que
de El había recibido; pues tenía idea muy elevada de
la virtud, así como de la obligación que tiene la cria-
tura de honrar á su Dios y Señor con una vida santa
y pura. Como conocía á fondo el valor de las gracias
que la había concedido su divino Eedentor, solía
decir que costaban nada menos que la sangre de Jesu-
cristo. Con tales pensamientos en su alma, no podía
estar satisfecha de sí misma; de ahí su confusión, y
de ahí que temblase de pies á cabeza.
Véanse algunas expresiones suyas sobre esta mate-
ria. «¿Deberé meditar, Padre querido, en mis pecados
y en lo mucho que me falta para llegar á ser digna
de Jesús, ó en su lugar?... (Estos puntos, que con
frecuencia salían de la pluma de Gemma, los ponía
para significar otras muchas cosas que sentía y no ex-
presaba). ¿Deberé combatir valerosamente haciéndo-
me violencia, ó por el contrario?... No me queda más
remedio que humillarme y orar, sin tener en cuenta
mis deseos.» Era esta una llaga que la santa virgen
tenía abierta en el corazón, y que al más ligero golpe
sangraba. «Llegó el mes de Mayo—me escribía;—
pienso en los grandes- beneficios que, en el curso de mi
vida, me ha hecho la Virgen María, y me avergüen-
zo... pues con nada recompensé los amorosos favores
que me dispensó su corazón; y lo que es peor, he pa-
gado con ingratitudes y pecados los beneficios recibi-
dos.»
Tan empapada estaba en este pensamiento, que le
parecía imposible que se le comunicase el Señor; y al
sentir que le hablaba al corazón diciendo que hallaba
en ella sus complacencias, exclamaba llorando: «Je-
sús mío, ¿cómo te complaces en comunicarte á un al-
— 91 —

ma que se reveló mil veces contra ti y que tantos dis-


gustos te causa?»
En cierta ocasión, para infundirle valor, dije que es-
tuviese tranquila, pues á juzgar por el modo como an-.
daban los asuntos de su alma, no era para dudar que
el Señor habitase en su corazón. A esto me respondió:
«Si V. me conociese de veras, no hubiera escrito lo
que escribió. ¿Es posible que Jesús habite en mi cora-
zón sabiendo lo que fui y lo que. soy? ¿Cómo puede
ser que Dios, la Majestad Infinita, permita que se pre-
sente ante El la criatura más vil? ¿Acaso puede ser es-
to posible? ¿No penetra Él la ingratitud que mi alma
encierra, ó no ve la insensibilidad de mi corazón? ¡A
pesar de todo, Jesús me soporta y me ama! ¡No ceso
de pecar y el Señor no se cansa! ¿Cuándo le amaré?
¿cuándo?»
Mientras se humillaba de esta manera, brotaban de
su corazón, sin que lo advirtiese, actos de perfecto
amor.
Por el contrario, en otra ocasión, para humillarla,
sabiendo bien con quién trataba, me permití decirle:
«No comprendo como el Señor no tiene reparo en en-
suciar sus manos con esta basura de Gemma.» La an-
gelical joven se sonrió, y llena de gozo por haber en-
contrado el calificativo que para sí buscaba hacía mu-
cho tiempo, lo retuvo en la memoria, y, hablase ó es-
cribiese, á cada paso se lo aplicaba, incluso cuando era
arrebatada en éxtasis: «Jesús; ¿cómo es que quieres
ensuciarte las manos con esta basura de Gemma?»
Cuando se le aparecía su Ángel custodio, también le
decía: «Te suplico que no te ensucies las manos con es-
te estiércol.» A este humillante calificativo solía aña-
dir otro, buscado por ella misma: villana criatura.
«¿Qué haremos de esta villana criatura, Padre mío?»
Con tales palabras quería decir: de esta criatura des-
honrada, profanada, sucia y asquerosa á los ojos de
Dios y de los hombres. «¡Madre mía amantísima—de-
cía llorando,—Dios de mi alma, ¿es posible que ensal-
céis á un ser tan villano? ¿Y tanto?» Con este sen-
— 92 —

timiento, al saber que yo me trasladaba de Roma á


Isola, donde está la tumba del Beato Gabriel, me escri-
bió una carta bastante extensa haciéndome varios en-
cargos para él. El principal era el siguiente: «Dígale
al Venerable Gabriel estas palabras precisamente:
¿Qué debo hacer con Gemmá? Dígaselo, padre, y déme
a conocer la contestación.»
La humilde virgen se abatía al ver que Dios, á pe-
sar de su indignidad y carencia de méritos, la trataba
dulcemente. Lo mismo sucedía cuando de los hombres
recibía cualquier beneficio. Exteriormente, ya lo dije,
no sabía hacer cumplidos; pero sufría tanto en su co-
razón, que quien llegase a descubrirlo, recibiría gran
sorpresa á la vista de los esfuerzos que hacía por^ocul-
tarlo. «Pido al Señor que me dé paciencia—me escri-
bía,—no para mí sino para la pobre tía, porque la ver-
dad es que me quiere demasiado. ¡Si viese, Padre, cómo
en ciertas cosas me prefiere á los demás! Llega hasta
ponerme el braserillo en la cama para que me caliente.
¿Deben hacerse tales cosas conmigo? Dígale que debo
ser tratada como la gallina (así me dice el confesor),
y no con tantas atenciones, sin que de mi boca reciba
ni las gracias. ¡Si al menos con mi tibia oración pu-
diese ayudar á quien tanto me ayuda! Mejor quisiera
que me tuviesen como esclava.»
Nadie ignora que las personas virtuosas, especial-
mente las que hacen voto de castidad, son propensas á
llamar esposo á Jesús, y á llamarse á sí mismas esposas
de Jesucristo; pero con Gemma no pasó eso. Es cierto
que el divino Verbo, por amor, llegó á desposarse con
nuestra pobre alma, que Gemma le amaba con todo
el ardor de que era capaz su corazón, y que fué de
Jesús correspondida; pero á pesar de todo eso, jamás
se atrevió á llamarle esposo. Hija, sierva inútil, vir-
gen necia, criatura miserable, tales eran los títulos
que se dada; pero el de esposa jamás. Solamente dos
ó tres veces, estando en éxtasis agitada por el amor
celestial, se oyó que llamaba á su adorado Señor: «Es-
poso de sangre.»
— 93 —

En las cartas, una vez terminado el asunto que de-


bía tratar, concluía así, sin más formalidades: «Kuegue
por mí, que soy la pobre Gemma;» ó bien: «Bendíga-
me muchas veces; soy la pobre Gemma,» y á veces:
«¡Viva Jesús! La pobre Gemma.» En una ocasión le
indiqué que sería conveniente que al nombre agregase
un apellido, y que si le parecía bien, se llamase Gemma
de Jesús. A tal indicación opuso cierta dificultad,
porque le parecía ser por parte suya soberbia presun-
ción; mas como insistiese yo diciéndole que tal nom-
bre no significaba ser ella digna de Jesús, sino que se
gloriaba en ser sólo de Jesús, mostró al fin quedar
convencida, y desde aquel día firmó sus cartas como
yo quería: «La pobre Gemma de Jesús.» Poco tiempo
duró esto, pues prevaleciendo el sentimiento de su
bajeza, desechó mi consejo, y volviendo á su antigua
costumbre, en las cartas que escribió hasta morir, se
llamó solamente «La pobre Gemma.»
El sentimiento de su bajeza la movía á suplicar que
rogasen por ella á cuantas personas se le acercaban, pa-
ra lo cual su elocuencia encontraba formas completa-
mente nuevas. «Encomiéndeme al Señor, y dígaselo á
los demás, pues hace una gran caridad el que ruega
por mí. Le pido la bendición, y dígale al cohermano,
hoy Beato Gabriel, que no olvide tampoco á la. pobre
Gemma.» En otra carta me decía: «¡Si supiese, Padre,
de qué medios se ha valido Jesús para confundir mi
soberbia! ¡Si supiese V. lo mala que soy! ¿Quién me
concederá la virtud necesaria para acercarme á El?
Euéguele y haga que otros pidan que me conceda pron-
to los auxilios que necesito, para que repare mis mal-
dades, se esclarezca mi entendimiento, y me haga
ver las tinieblas horribles de mi alma.» Y en otra
decía: «Eueguen por mí todas las personas santas, pa-
ra que, aunque indigna, sea el Señor glorificado en
mi pobre alma.»
Si otras personas acudían á ella para que las enco-
mendase á Dios en sus necesidades, lo que ocurría con
frecuencia por el alto concepto que tenían de la vjr-
— 94 —

tud de esta sierva de Dios, la ponían en trance difí-


cil. A una amiga suya le contestó de esta manera: «En
verdad me admira que me ordenes en tu carta que
ruegue por aquella señora. Si no me conocieses, ten-
drías razón; pero conociéndome á fondo, como me co-
noces!... no digo más. Un alma desgraciada, llena de
faltas y ocupada poco ó nada en Jesús, ¿qué quie-
res que alcance? Sin embargo, obedezco; pero no con-
fíes en mí, porque nada bueno sé hacer.» A un vene-
rable sacerdote le dijo: «Euego, sí, ruego; pero por ex-
periencia sabe V. que mis oraciones son débiles y fla-
cas, y que no las escuchará Jesús escondido.» Así so-
lía llamar esta joven al Señor cuando, sustrayéndose
á su presencia, la dejaba desfallecer de aridez: «Je-
sús escondido.»
En otro sitio hablaré más por extenso de este mar-
tirio espiritual con que de vez en cuando el Señor
ponía á prueba la fidelidad de su esposa. Aquí sola-
mente diré que si bien lo sentía mucho, no se queja-
ba, pues estaba persuadida de que no era digna de los
consuelos celestiales, sino que por sus pecados mere-
cía el abandono sensible de Dios. Por eso, temblando,
escribía á su confesor: «Padre, Jesús al fin se cansó
de mí, á causa de tanta frialdad, y por cierto que tie-
ne razón que le sobra. Por eso le doy gracias como
siempre, y le adoro.»
Los ultrajes y vejaciones con que el enemigo infer-
nal la atormentaba frecuentemente, y de los que más
por extenso trataremos dentro de poco, le servían pa-
ra más humillarse, creyendo que ella, con sus faltas
ocultas, provocaba á la justicia divina para mortifi-
carla de aquella manera. Por eso no se quejaba y su-
fría aquella pena como justo castigo diciendo: «Co-
nozco el motivo porque Jesús hace que el diablo me
trate así. Padre, ya se lo diré en la confesión; pero
estoy verdaderamente arrepentida. Parece que hasta
el Ángel de la guarda se avergüenza de estar á mi la-
do.» Y creía que el resto de la familia vería tam-
bién al Ángel muy enojado, tanto que un día me di-
— 95 —

jo con inexplicable sencillez: «Padre, no se me ocurrió


nunca decirle al Ángel que se ocultara de los demás,
para que no le vean.» Todo servía á esta bendita jo-
ven para humillarse. Cuando los intensos dolores de
sus llagas la abatían, interiormente se humillaba y
decía: «¿Ve V., Padre, como voy retrocediendo, y me
repugna sufrir? ¿Qué fortaleza de espíritu es esta? ¿Y
me atreveré aún á escoger de manos del Señor el sufri-
miento que más me agrade? Euegue por mi alma.»
Si en la casa ocurría algún desarreglo, se atribuía
á sí misma la culpa, y aun creía ser ella la causante
de las desgracias comunes; y cual otro Jonás, hu-
biera pedido ser llevada de este mundo, con tal que
los demás no sufriesen por su causa.
Ya hemos visto la frecuencia con qué acudía á su
padre espiritual para manifestarle los secretos de su
corazón. Quien no la conociese, la habría confundido
con las almas inconstantes y ligeras, para las que el
hablar de sí mismas constituye su mayor satisfacción.
Sin embargo, era todo lo contrario, ya que la pobrecita
sufría indecible penas si tenía que declararse abierta-
mente, hasta el punto de que hubiera preferido ver-
se sepultada antes que referir de palabra ó por
escrito los prodigios que obraba en ella la gracia. De-
jemos que ella misma nos lo manifieste: «Ya es hora
que le diga algunas cosas, y que desaparezca la ver-
güenza; pero resulta que, cuando debo escribir ó con-
fesarme, va en aumento. "No es vergüenza propiamen-
te dicha, sino miedo.» En realidad eran las dos cosas;
vergüenza, porque no quería que se enterase criatura
humana de hechos que redundaran en su alabanza; y
miedo, por el temor que tenía de no expresarse bien,
ó inducir á otros en error. «Tengo miedo de que, en
las cosas extraordinarias que me ocurren, pueda en-
gañar y ser engañada, y lo primero, ciertamente, no
quisiera hacerlo. Mucho pido á Jesús que me ayude
para no engañar á nadie. Tanto miedo tengo, que, en
determinados días, quisiera que nadie me viese.» En
otra carta decía: «¿Comprende, Padre, lo que quiero
— 96 —

decirle? ¿Y si lo hay donde yo no lo encuentro? ¡Si an-


tes de morir se me concediese estar en la soledad,
cuántas lágrimas había de derramar, y qué peniten-
cia había de hacer!» ¿Pero podía alma tan candida ser
capaz de engañar, si no sabía como los demás podían
ser engañados? Que lo diga ella, tal como me lo dijo
á mí al hacerme esta angelical petición: «Padre, ex-
plíqueme lo que quiere decir la palabra engaño, por-
que no quisiera engañar á nadie.»
Si tanta dificultad experimentaba al manifestar á
su confesor las cosas de Jesús, como solía llamarlas,
juzgue el lector la que tendría tratándose de otras per-
sonas, pues, instruida en la ciencia de los santos, había
tomado por regla de conducta la gran máxima del
profeta Isaías: Secretum meum mihi: nadie debe cono-
cer los secretos de mi corazón. Y así fué; nadie los co-
noció, fuera de su director espiritual y de la piadosa
señora que hacía veces de madre, por expreso mandato
de aquél. A pesar de todo, estaba en continuo sobre-
salto, temeroso de que llegase á traslucirse algo, muy
á pesar suyo. «Me hago violencia—decía,—pero temo
que con cualquier movimiento se llegue á conocer lo
que el Señor quiere que permanezca oculto. Por la ca-
lle y en la iglesia me distraigo, y no siempre vuelvo en
mí á tiempo, y por este motivo, los demás pueden figu-
rarse lo que no soy, ó estimarme en lo que no valgo.»
Este gran temor era el que la inducía á recluirse en
un convento, creyendo que de ese modo, permanecería
oculta, ya que no de todos, al menos de la vista de los
seglares. Lo he dicho ya; en el tiempo que traté á esta
bendita joven, la vi indiferente á todo, sin voluntad,
sin inclinacionas ni deseos propios, muerta por entero
á sí misma; solamente en lo referente al claustro la
encontré bastante tenaz, por lo que tuve algunas veces
que regañarla. Apenas hay carta suya en que no hable
de este asunto con cierta viveza: «Padre, no me deje
en el mundo; el mundo no se ha hecho para mí, y ten-
go miedo. Venga pronto á Luca y enciérreme. ¿Por
qué me deja á la vista de todo el mundo? ¿Qué será de
— 97 —

mí si se llegan á conocer ciertas cosas? Complázcame


y no me engañe. Me parece que hasta el mismo Jesús
lo desea.» Así se condujo bastante tiempo, hasta que
el Señor le dio á conocer que no eran aquellos sus de-
seos. Temor tan excesivo, acompañado de una reserva
tal, que aun á sus mismos directores ocultara cuan-
to le sucedía, si la necesidad no le obligara á obrar de
otro modo, han hecho que se perdiesen datos impor-
tantísimos de la vida de esta virgen; pero si El ha per-
mitido que sucediese así, fué para darnos un ejemplar
perfecto de humildad.
El corazón de Gemma sufría mortal herida cuando
se daba cuenta de que alguno tenía de ella buen con-
cepto. Recibía cartas con frecuencia, aun de personas
distinguidas, y muchos, con el deseo de examinar-
la de cerca sin suscitar sospechas, procuraban enten-
derse con la gente de casa; pero la buena joven pro-
curaba alejarse y esconderse. Si la obediencia la obli-
gaba á presentarse, se notaba que sufría mucho inte-
riormente, que estaba como entre espinas, y si no con-
seguía marcharse pronto, estudiaba el modo de pasar
por tonta. Recuerdo, entre otras, que encontrándome
una vez en aquella casa, se presentó un respetable
prelado con objeto de ver á Gemma. Ésta, al oir que
la llamaban y que no podía evadirse, cogió un enorme
gato que había en la casa, y se puso á acariciarlo y á
jugar con él como si fuese una niña, operación que
nunca había hecho, y con el gato en brazos se presentó
ante el prelado. El juego le salió á pedir de boca,pues el
dignatario eclesiástico, al verla le volvió la espalda
con aire despreciativo, y Gemma, satisfecha de' haber
conseguido su propósito, se retiró con su gato en bra-
zos saltando de contento, sin hacer la más pequeña
cortesía al que consideraba como curioso visitante.
¡Bendita necedad, que á los ojos de Dios eres sa-
biduría! ¡Bendita humildad, que, colocando al hom-
breen el sitio que le corresponde, mueve al Señor á
descender hasta él para llenarlo de gracias. Humüibus
datgratiam.
7
CAPITULO X

CONTINÚA EL MISMO ASUNTO

Creen algunos que los santos, por el hecho de serlo,


dejan en cierto modo de ser hombres para convertir-
Be en espíritus celestiales, error en que también incu-
rren con alguna frecuencia los que escriben sus vidas,
presentándolos como criaturas casi ideales, sin el menor
enlace con nuestra humana miseria. Sin embargo, no
es así. Los santos son hombres como nosotros, hijos de
Adán, herederos de su viciada naturaleza, á la que la
gracia realza y perfecciona, pero sin restablecerla por
completo; pues aunque la ennoblece con dones sobre-
naturales, éstos van acompañados del elemento huma-
no con todas sus miserias. ¿A qué ocultarlo, si de la
misma oposición resultan más admirables los efectos
que en los santos produce la divina gracia, según ma-
nifestó el Apóstol San Pablo: Virtus in infirmitate
perfecüurí
Los santos, no hay que dudarlo, estuvieron sujetos
á nuestras mismas flaquezas, á la repugnancia y al
fastidio en el ejercicio de la virtud; sintieron el peso
de la carne y el estímulo de las pasiones, y de ahí que
temblasen por la suerte que podía caber á sus almas y
por la violencia que tenían necesidad de hacer para
mantenerse fieles. Amaban mucho á Dios y conocían en
alto grado sus soberanas perfecciones; pero eso mismo
hacía que mirasen la culpa más ligera como una
monstruosidad, y la falta más pequeña como grave
delito. En esto precisamente está el secreto de sus
llantos y penitencias, y el de los afrentosos calificati-
vos, que á cada momento se aplicaban, de grandes pe-
cadores, indignos de que la tierra los sustentase.
Pues esto mismo pasaba con Gemma. Sus defectos,
— 99 —

los que ella calificaba de graves pecados, no eran vo-


luntarios; porque antes que consentir deliberadamente
en el más ligero pecado venial; hubiese preferido que
la atormentasen con el agua y el fuego. «No quiero
cometerlos—decía,—pero soy muy mala. Procuro evi-
tarlos, mas á pesar de mi empeño vuelvo á caer. El mal
está en que no me doy cuenta cuando cometo los peca-
dos, sino después de cometidos. De no suceder así, no
los cometería; y esto bien lo sabe el Señor.» A pesar
de todo, en el tribunal de la penitencia no sabía dis-
tinguir entre faltas voluntarias y las que no lo eran,
por lo que se declaraba culpable de todas, con una
persuasión tal, que era capaz de inducir á engaño al
confesor más experto. Sin temor ni afectación, sin sus-
piros ni gemidos, propios de almas débiles, manifestaba
sus cosas con franqueza, con orden y precisión en los
términos, distinguiendo su especie y gravedad. Yo la
dejaba hablar; y al fijarme después en todas aquellas
faltas, adquiría el convencimiento de que, en vez de
faltas, eran actos de virtud, ó cuando más, simples de-
bilidades. Por esto, por la experiencia que tengo ad-
quirida en muchos años de confesonario, unido á que
varias veces escuchó la confesión general de toda su
vida, puedo asegurar que jamás cometió un solo peca-
do deliberadamente, y que, aunque vivió veinticinco
años en un mundo corrompido y corruptor, subió al
cielo con la blanca estola de la inocencia bautismal.
Esto mismo afirman otros confesores, cuyas deposi-
ciones tengo á la vista.
Gemma no lo entendía del mismo modo, por lo que
costaba mucho trabajo persuadirla de lo contrario, á
fin de impedir que, atemorizada de su estado, no caye-
se casi en la desesperación. «¿Será cierto—decíame
toda llena de ansiedad—que el Señor esté satisfecho
de mi alma? ¡Cómo tiemblo y me avergüenzo, viéndo-
me llena de faltas en presencia de Jesús, que es la su-
ma pureza! Padre mío, pida al Señor con misericordia
insistencia por mí, implore el perdón de mis peca-
dos y dígale que para reparar mis culpas, no economi-
— TOO —
zaró sufrimientos, sean los que fueren. ¡Dios mío, cier-
tamente que el castigo no será como yo lo merezco;
pero al castigarme, quítame su peso, porque me opri-
me y me mata! ¡Ay de mí, si por sólo un instante per-
diese de vista mis iniquidades! ¡Estoy muy disgustada
viendo al Señor deshonrado por mí! Pero entre tantas
miserias, me consuela la buena voluntad, que me im-
pulsa hacia el arrepentimiento.» Estas y otras expre-
siones repetidas en formas distintas, á cual más ex-
presiva y conmovedora, brotan de la pluma de esta
sierva de Dios especialmente cuando escribía en éxta-
sis. No tengo memoria de haber leído semejante con-
tinuidad de sentimientos, en ningún tiempo interrum-
pida, en las vidas de los santos. ,
En una ocasión ,se le apareció el Señor llorando, y
ella, con la sencillez que tanto la caracterizaba, le pre-
gunta por qué lloraba. Meditando más tarde sobre esta
aparición, me dijo un día: ««Conozco demasiado que he
sido ingrata con Jesús, pues no observo como debo sus
preceptos, no cumplo los propósitos que hago al con-
fesarme, soy reo de muchas iniquidades, y con todo eso,
tuve valor para decirle: «¿Qué tendrá Jesús que llo-
ra?» En otra ocasión, habiendo ocurrido un pequeño
incidente en la casa, se atribuyó, como siempre, toda
la culpa, y tal horror se apoderó de ella, que costó lo
que no es decible para reanimarla. «Padre—exclama-
ba,—¿qué es lo que yo hice? Concluirán todos por
abandonarme. La desesperación quiere apoderarse de
mí. Pero no, Madre mía, mater orphanorum, no quiero
desagradar á Dios, ni á ti, ni al padre, ni á los demás.
Créame, que no quiero; pero la verdad es que soy un
misterio, incluso para mí, y que no acabo de compren-
derme.» Con estas palabras quería decir que no com-
prendía cómo podían estar juntas una voluntad pron-
ta y eficaz para obrar bien, y la humana fragilidad.
Dios, que quería conservarla siempre humilde, per-
mitió al enemigo infernal que la perturbase, hacién-
dole creer que estaba próxima á condenarse. Entonces
sí que no sabía cómo hacerlo para dar paz á su cora-
— 101 —

zón, y con mano trémula escribía á su director: «Si al-


guna vez, Padre, ve usted que mi alma está en peligro;
si advierte que estoy en manos del demonio, le ruego
que me ayude, pues á todo trance quiero salvarme.
Mucho temo al demonio, que sin descanso busca mi
ruina, y, sin embargo, poco ó nada hago para evitarlo.
¿Qué debo hacer para remediar esto?» El Señor, que
de todo sabe, servirse en beneficio de sus elegidos, qui-
so en esta ocasión valerse de mis pobres consejos; in-
dujo á Gemma para que con frecuencia acudiese á mí
en solicitud de ayuda, y en mis respuestas hallaba con-
suelo para sus temores. «¡Padre, V. no sabe la gran ne-
cesidad que tengo de sus consejos! ¡Si supiera el alivio
que experimento cuando recibo caita suya! Sus pala-
bras me dan ánimo para padecer y llorar. Ayúdeme,
ayúdeme, porque de lo contrario pronto caeré en peca-
do.» Vea el piadoso lector qué afectos tan sublimes
excita en el corazón de esta inocente alma su profun-
da humildad. Por más que huía de los cumplidos, se-
gún hemos dicho ya, no carecía de gracia y delicadeza,
y en prueba de ello, he aquí un ejemplo: «Gracias infi-
nitas, Padre mío, por su solicitud para conmigo; espero
que seguirá teniéndola, con mi pobre alma. Supongo
que ya me conocerá á fondo y tratará de hacerme
buena. Euegue al Señor por mí, para que me ilumine
y me convierta. ¿Conseguirá por fin convertirme? ¡Soy
tan dura!... ¡Viva Jesús!»
El horror al pecado no nacía solamente del temor
de condenarse, sino del intenso amor de Dios, á quien
se ofende con el pecado; y como este amor lo sentía
Gemma en grado eminente, es de creer que fuese sin
medida la contrición por las afrentas hechas y que se-
guía haciendo al Sumo Bien, según creía. Así era, en
efecto. «¿Cómo—se le oía decir á solas,—cómo? Un
Dios tan grande y digno de ser amado, nada menos
que ultrajado por mí? ¿Quién soy yo para semejante
atrevimiento? ¡Pobre Jesús mío!» Este pensamiento le
hacía palidecer y le arrancaba lágrimas en tal abun-
dancia, que sus ojos, según un testigo ocular, «pare-
cían dos fuentes». Hasta en los éxtasis, en que ordina-
riamente el Señor le daba á probar las delicias del
cielo, se anonadaba, y con palabras de fuego decía llo-
rando: «¡Perdóname, Jesús mío! ¡Padre, Padre, perdó-
name tantos pecados!»
Por más que este sentimiento de compunción fuese
en ella habitual, había días en que el Señor se lo ha-
cía experimentar de un modo extraordinario; y Gem-
ma dirigía fervientes súplicas al divino Esposo para
que apresurase la llegada de estos días, porque, á cual-
quier consuelo celestial prefería el poder llorar amar-
gamente sus culpas. Contaba una por una las horas
que mediaban entre una y otra de estas angustias in-
efables, y después de haberlas experimentado, se apre-
suraba á participarlo á su director espiritual. «He
pasado muchos días sin sentir dolor por mis pecados, y
el Señor ha querido concederme nuevamente esta gra-
cia. Ayer lloró mucho á los pies de Jesucristo. ¡Qué
amargas eran, Padre, y á la vez qué dulces aquellas
lágrimas! ¡Y con qué fuerza latía mi corazón! Parecía
que se escapaba del pecho.»
Los hechos ocurrían del modo siguiente: Mientras la
piadosa virgen estaba en oración, una luz clarísima ilu-
minaba de repente su entendimiento, y ponía de mani-
fiesto los más recónditos secretos de su alma. En aquel
momento veíase cubierta con las negras manchas de
la culpa, pareciéndole unas veces que Dios estaba al-
tamente indignado con ella, y otras triste y afligido
por las afrentas que había recibido. Ante tal visión,
temblaba la tierna joven, y con la angustia que le cau-
saba, perdía el sentido y caía desmayada, permane-
ciendo en el suelo varias horas, y á veces todo un día.
Nosotros le oímos decir que aquel dolor era amargo y
dulce al mismo tiempo; pero ¿sabes tú, lector querido,
de dónde salía la dulzura, en medio de tal sufrimien-
to? Pues del dolor mismo, porque con él podía ofrecer á
su Dios una ligera compensación por las ofensas co-
metidas; y en prueba de ello, aquí tienes sus palabras:
«Padre, esta tarde, según costumbre, se han presentado
— ios —

ante mi vista los pecados que he cometido, con toda su


enormidad. Tuve que hacerme violencia para no llorar
á gritos, y sentí un vivo dolor como no lo había sentido
antes. Su número excede á mis años y á mi capaci-
dad, pero me consuela el que tuve de ellos gran dolor,
dolor que no deseo se disminuya, y menos que se bo-
rre de mi entendimiento. ¡Dios mío, hasta dónde lle-
ga mi maldad!»
Las palabras «según costumbre», de que se sirve
en el pasaje referido, indican claramente que la gra-
cia de su perfecta contrición tenialugar.de ordinario,
cuando se recogía con más cuidado en su interior y
entraba en unión con Dios; y más particularmente,
del jueves al viernes de cada semana, al convertirse
en partícipe de los misterios de la pasión del Sal-
vador, según ella misma me manifestó. «Durante el
jueves, especialmente por la noche, me causa tal tris-
teza el pensamiento de haber cometido tantos peca-
dos como vienen á mi memoria, que me aver-
güenzo de mí misma y me aflijo mucho. Sólo encuen-
tro alivio en los pequeños padecimientos que Jesús
me envía, los cuales ofrezco por los pecadores, en es-
pecial por mí, y después por las almas del purgato-
rio.» De este modo, purificando su alma con las lá-
grimas y el dolor, se preparaba la piadosa virgencita
para las divinas comunicaciones que todas las se-
manas recibía del Señor en aquel admirable éxtasis.
¡Cuan bueno es el Señor y cómo se cuida de los que
fielmente le sirven! ¡Cuan cierto es que el que se hu-
milla será ensalzado! Gemma, tú que tanto te distin-
guiste en la humildad, regocíjate; porque sobre tan só-
lido fundamento verás surgir una montaña de santi-
dad, que con su pico tocará en las puertas del cielo.
CAPITULO X I

D E SU HEROICA MORTIFICACIÓN Y PRECIOSOS FRUTOS


QUE ALCANZÓ

G-emma quería ser santa á toda costa. Éste deseo,


que podemos decir mamó con la leche de su buena
madre, fué creciendo de un modo constante, sin inte-
rrupción, y prevaleció sobre los demás. En efecto,
bastaba mirarle el rostro, verla moverse, ú oiría ha-
blar, para conocer que en aquella alma no había otro
deseo que el de parecerse á Jesucristo con una vida
pura y santa; por lo tanto, es de suponer que buscase
con ardor el medio que conduce al fin, esto es, la mor-
tificación.
Lo primero que se observó en ella, con relación á
este ejercicio, fué el empeño que puso en refrenar los
sentidos, empeño que jamás interrumpió; y por más
que nunca abusó de ellos, cual si fuese un malvado y
arrepentido pecador, no dejaba de castigarlos. Desde
el principio fué dueña de sus ojos, teniéndolos siempre
bajos, aunque sin afectación. Según crecía en años y
en virtud, se afirmaba más en esta práctica, particu-
larmente después del propósito que hizo un día, por ha-
berse fijado en el tocado de una niña que tenía junto
á sí en la iglesia. Por causa de esto, se enojó consigo
misma, estimándolo casi como un pecado, é hizo el
propósito de que voluntariamente no volvería á mirar
á persona alguna en este mundo. Desde aquel día,, sus
ojos permanecieron cerrados, sujetos á su voluntad, ne-
cesitándose formal precepto para hacérselos abrir, y
aun así por pocos momentos, pues la vergüenza se los
cerraba en seguida. Quien intentase ver en sus ojos
la belleza de su alma, tenía que sorprenderla en éxta-
sis, cuando estaban fijos en el cielo.
— 105 —

En cuanto al sentido del gusto, por nada del mun-


do lo complacía; nadie supo nunca qué alimentos ó
bebidas le agradaban más, y era preciso estimularla
para que tomase de lo que extraordinariamente se
servía en la mesa, pues de no hacerlo así, se hubiera
privado del necesario sustento. Para ocultar su mor-
tificación, se valía de mil medios: simulaba que co-
mía, siendo así que no hacía más que mover mucho
las manos y los platos, pero no la boca; y aun se le
ocurrió abrir un pequeño agujero en el fondo de la
cuchara, por donde se salía el caldo de la sopa antes
de que aquélla llegase á los labios. Con uno ú otro
pretexto se levantaba frecuentemente de la mesa, y
si no lo hacía, se ponía impaciente, hasta que, con
cierto disimulo, lograba marcharse para no volver. Si
iba á la cocina para ayudar á la criada, jamás se per-
mitió la libertad de probar ningún alimento, como
tampoco quiso comer los dulces ó frutas que los de
casa le ofrecían fuera de las horas de comer, y procu-
raba marcharse cautelosamente cuando esto ocurría,
para no aparecer descortés.
¿Qué más? A l fin, siendo de carne, experimentaba
el sabor natural de los alimentos, los cuales, por otra
parte, apetecía, porque estaba dotada de buen estó-
mago; pero esto lo consideraba casi un desorden sen-
sual, y para vencerlo, hubiera dejado de alimentarse,
si le fuera permitido. Pensó y volvió á pensar mucho
en esto, hasta un día en que, satisfecha de haber ha-
llado el modo de remediar esta necesidad, me hizo la
siguiente proposición; ruego al lector que se fije en el
arte y solicitud con que supo hacérmela: «Padre, me
parece que hace bastante tiempo que el Señor me
inspira que le pida á V. una gracia; pero no se enfade,
que después de todo, haré lo que V. me mande. Nin-
gún daño se sigue de que me la conceda, pero segura-
mente que no le faltarán razones para negármela;
tales como que soy delgada, que es necesario, etc. Sin
embargo, tales razones no sirven para el caso. Escuche;
¿le parece bien que pida al Señor la gracia de que,
- íoe —

mientras viva, no perciba el gusto de ningún alimen-


to? Sí, esta gracia es necesaria, y creo que Jesús le di-
rá que me la conceda. Sea como fuere, me conformo
con todo.» A esta carta no respondí, pero Gemma
volvió á insistir una y otra vez, hasta que por fin
accedí, más que por nada, por ver cómo terminaba
tan extraña petición. La virtuosa y sencilla joven
corrió á decírselo á su Jesús, y repentinamente fué
escuchada. Desde aquel día perdió por completo el
sentido del gusto, y en el resto de su vida no volvió
á percibir sabor alguno á la comida ni á la bebida, no
de otro modo que si ingiriese paja ó bebiese agua.
Así procuraba esta virgen mortificar uno de los sen-
tidos más difíciles de dominar.
Otro tanto puede decirse de los demás sentidos, pues
nadie le vio coger la más pequeña flor y acercársela á
la nariz, ni servirse de esencias para lavarse ó perfu-
marse. Mortificó el tacto, no permitiéndose acariciar,
ni siquiera tocar ligeramente, á persona alguna; y en
cuanto á la lengua, parecía que carecía de ella, por lo
muy refrenada que la tenía, y á pesar de eso, creía
abusar de ella, por lo que á cada paso, llena de confu-
sión, renovaba el propósito de no dejarla correr. En
cierta ocasión estuvo llorando un día entero á los pies
de su Dios, porque no pudiendo evadir la visita de
unas amigas que la fueron á ver, tomó por breve tiempo
parte en la conversación, la cual, aunque en verdad
inocente, le pareció demasiado mundana. «¡Dios mío
—exclamaba,—será posible que haya tomado par-
te en aquella conversación! ¡Ah, lengua, lengua, de
hoy en adelante ya procuraré tenerte á raya!» En otra
ocasión, humillándose según tenía por costumbre, á
pesar de las victorias que conseguía en el palenque de
la virtud, escribía así: «Ayer censeguí preciosa victo-
ria sobre mi larga lengua; pero no sin sufrir mucho
para reprimirla, por lo que renovó con más vehemen-
cia el propósito de no responder, á menos que se me
pregunte. ¡Si supiese qué borrasca se levantó entre la
tía y yo! A l fin venció el silencio. He comenzado á
— 107 —

poner en práctica mi propósito; ¡pero con cuánta fati-


ga!» Lo cierto es que tal propósito comenzó á obser-
varlo desde niña, pero con la diferencia de que, en
aquella edad, para no dejarse llevar de la lengua en
caso de disputa, se apartaba de los demás, y se ocul-
taba, y ahora, llegada ya á la edad adulta, permanecía
honestamente silenciosa, esperando que su adversaria
se calmase por sí misma.
En cuanto á curiosidad no hablemos, porque estan-
do muerta para el mundo, por nada se inquietaba; to-
do la fastidiaba y servía de molestia. Por lo que se re-
fiere á juegos, diversiones y pasatiempos, no quería
saber de ellos; no los buscó jamás, ni aun en los días
de su infancia. Un año, en tiempo de carnaval, se in-
tentó llevarla á un teatrito doméstico acompañando á
los niños; pero fué tal el temor que se apoderó de ella,
tanto lo que suplicó á su padre espiritual y tal el
aprieto en que le puso, que éste se creyó obligado, por
compasión, á ordenar que se la dejase en paz. Lo que
más admiración causaba en esta bendita joven era la
guerra interior que continuamente sostuvo con sus
pasiones. Ya hice notar repetidas veces que era viva-
racha, de exquisita sensibilidad, propensa por natura-
leza á la cólera y á la independencia; sin embargo, nun-
ca se dejó sorprender de estas pasiones. Al contrario,
cuanto más incitantes eran los estímulos que la soli-
citaban, tanto mayor era el interés con que procuraba
refrenarlos, y de ahí el que con facilidad consiguió te-
nerlos á raya. «No os daré paz—decía,—hasta tanto
que os vea muertos en mí.» El trabajo era totalmente
interno, pero con tal habilidad se conducía, que nadie
se daba cuenta de sus luchas, y solamente los prácti-
cos en estas lides que vivían cerca de ella, podían co-
nocer á fondo lo mucho que se fatigaba la piadosa jo-
ven, y qué su corazón era un altar donde se inmola-
ban desde la mañana á la noche, siendo víctimas de
su mortificación.
Para mejor conseguir su objeto, durante algún tiem-
po mortificó su carne con ásperas penitencias. ¡Cuán«
— 108 —

tas veces importunó á su confesor para que le permi-


tiese disciplinarse, llevar cilicios, eadenitas y otros ob-
jetos de mortificación! De tal modo sabía insinuarse,
que con frecuencia obtenía la ansiada licencia, reci-
biéndola como gracia muy singular. Sin embargo, mu-
chas veces, después de haberse fatigado en la cons-
trucción de tales instrumentos, se los quitaban, y en-
tonces ofrecía al Señor la buena valuntad que tenía
de servirse de ellos. Los últimos fui yo quien se los
quité. Eran una faja armada con setenta puntas de
hierro muy finas, una disciplina, de hierro también,
armada con cinco bolitas, y una cuerda larga, llena de
nudos, guarnecida de puntas y clavos, que, muy prieta,
se colocaba en la cintura. La santa joven no desmaya-
ba por eso, sino que, parar compensar la falta, buscaba
otros mil medios de mortificación. «Mi naturaleza—
decíame,—busca siempre su satisfacción, quiere que
le dé algún alivio. ¿Me permite que, por cuantos me-
dios estén á mi alcance, me haga violencia? La carne
quiere mandar y yo, al contrario, quiero que haga lo
que debe hacer.» Me decía también: «Quisiera, Padre,
que me concediese un permiso. Estoy segura de que, si
el Señor le inspira un poquito, me lo concederá al ins-
tante. Deseo hacer á Jesús la promesa de no buscar
alivio jamás en cosa alguna. No dude que si la gracia
se me concede, sabré conducirme bien; no me excede-
ré. Piénselo un poco.» Y hablando con su Dios, de co-
razón á corazón, se le oyó decir con filial sencillez:
«Mira, Jesús mío, cómo se rebela este cuerpo, pero ya
procuraré que se esté quieto. A cada paso quiere y no
quiere escucharme; mas ya lo entiendo. Ayer' quiso
rebelarse y lo tranquilicé con unos cuantos golpes.»
¡Pobre de mí, si hubiese patrocinado yo fervor tan ar-
diente! Sin duda que su salud se hubiera resentido;
pero como sabía hasta dónde era ella capaz de llegar,
me guardé bien de ceder á sus instancias. Por añadi-
dura no me eran desconocidas las penalidades á que,
tanto interior como exteriormente, la tenía Dios su-
jeta, y estas eran por sí solas suficientes para conver-
— 109 —

tirla en mártir. En el capítulo siguiente trataremos


con amplitud de otro motivo que inducía á Gemma á
mortificarse y dejarse mortificar, esto es, el pensa-
miento de Jesús crucificado.
Detengámonos un momento á contemplar los efec-
tos que produjo en su alma la continua mortificación.
El primero de todos fué su perfecto dominio sobre
las pasiones,y también sóbrelos sentidos. Mandaba á
unas y á otros como dueña y señora, y todos obedecían
de grado ó por fuerza; y al expresarme de este modo,
no hay que entender que sus pasiones y sentidos
se sublevasen, sino que así lo opinaba ella, razón por
lo cual los sujetaba fuertemente por las riendas; pero
la verdad es que los tenía domados desde los primeros
latigazos, y de ahí la dulce paz de que gozaba, fruto de
su victoria, según dice el Espíritu Santo: In victoria
fax. A la misma causa era debida la espontaneidad
con que su inocente cuerpo obedecía á los menores
movimientos y aspiraciones de su alma, tanto que ca-
si puede decirse que no se movía más que para ser-
virla, y estaba presto á dejarla libre para orar, ya fue-
se en la iglesia ó cuando entraba en éxtasis, ya estu-
viese en la vía pública ó bien se sentase á la mesa. En
una palabra, podía disponer de cada uno de sus senti-
dos en todo tiempo y lugar.
Si quería meditar las cosas celestiales, su imagina-
ción callaba, la memoria no presentaba objetos extra-
ños; los importunos movimientos del corazón, y aun
los dolores físicos que la molestaban de ordinario, no
íe causaban el menor disgusto, ni la más ligera dis-
tracción; pero tan pronto como volvía en sí de aque-
llos entretenimientos celestiales, los sentidos, cual si
hubiesen estado esperando, volvían á su oficio ligeros
y'fuertes como antes.
De ordinario sucedía así todos los días, menos en
los tiempos de prueba y sequedad de espíritu, pues
entonces, para perfeccionar la virtud de su sierva, per-
mitía Dios que el dominio del alma sobre las poten-
cias inferiores quedase en suspenso en parte, y hubie-
— 110 —

se lucha. Fuera de esta excepción, en ningún tiempo


los sentidos opusieron á Gemma resistencia para el
ejercicio de la virtud.
A tan envidiable paz acompañaba una celestial ale-
gría, que sólo enturbiaban momentáneamente el te-
mor de ofender á Dios y los inescrutables juicios del
Altísimo. Fuera de esto, nada la inquietaba, y con tal
que le quedase su Jesús, que era todo su consuelo, le
importaba muy poco que las criaturas todas desapa-
reciesen de su vista, ó la tierra se hundiese bajo sus
pies. Así lo daban á comprender la alegría y joviali-
dad de su semblante, y la sonrisa de sus labios, ha-
ciendo hermoso contraste con la gravedad de su por-
te y la majestad de su rostro.
¡Bendita libertad y bendita paz, que sólo la justicia
puede dar en esta tierra, pues son sus naturales fru-
tos! Opus justiüae paxl Por otra parte, ¿no es cierto
que el ejercicio de la virtud es provechoso también
para la felicidad de la presente vida? ¿Quién hay que
no quiera gozar en esta vida la paz de que disfrutaba
Gemma Galgani? ¡A cuan subido precio se pagaría, si
fuese posible comprarla!
CAPÍTULO X I I

PUREZA ANGELICAL DE GEMMA

Pero el fruto más hermoso que del árbol de la cruz


y de la mortificación sacó nuestra doncella, fué la cas-
tidad. ¡Adorable virtud, rarísima ya en este deprava-
do mundo, á pesar de que debería ser don especial de
toda alma cristiana, porque, según el Apóstol, está
llamada á ser santa é inmaculada. Virtud celestial, tan
estimada por Gemma, que embelleciste su alma hacién-
dola semejante á un ángel en carne humana, ¡quién se-
rá capaz de encomiarte cuál mereces! Ama Jesiís con
amor infinito esta virtud! llama esposas predilectas á
las almas que la poseen, y para ellas tiene reservadas
las mayores ternuras de su corazón.
Así lo había oído nuestra estimable joven, siendo
niña, á su santa madre, y como desde entonces amó á
Jesús, desde su primera edad se puso en guardia, cus-
todiando flor tan hermosa. Entre las varias prácticas
que en su infantil inteligencia inculcaba aquella madre
solícita, era una de ellas rogar frecuentemente á la
Virgen Santísima, y rezar todas las tardes tres Avema-
rias con las manos juntas, en honor d9 la Inmaculada
Concepción; y aunque la criaturita nada comprendía,
practicó este acto de devoción, sin dejarlo un solo día
mientras vivió. Levantándose, juntaba sus manecitas,
y decía: «Virgen Santa, jamás permitas que pierda yo
la santa pureza; me pongo bajo tu manto; guárdame
Tú, y así seré grata á Jesús.»
Creciendo en años, crecía también su amor á la an-
gelical virtud, así como sus cuidados para conservarla
pura. A este fin se encaminaban principalmente sus
penitencias y mortificaciones, del propio modo que la
maceración de su carne, y sobre todo, la guarda de los
sentidos.
— 112 —

Creyendo que la libertad más ligera podía manchar


flor tan hermosa, á todas les dijo adiós, llegando hasta
la exageración, para evitar el menor peligro. Ya no
quiso mirarse al espejo para peinarse, ni siquiera para
limpiar la sangre que á menudo goteaba de su frente,
rodeada de místicas espinas, ni la que salía de sus
ojos durante su contemplación dolorosa. M siquiera
cuando, á impulsos de amor celestial, se encendía su
corazón, abrasando la parte exterior que cubre esta
viscera, y le hacía experimentar insufribles dolores; ni
cuando, por medio de una llama en forma de dardo
que partía del Corazón de Jesús, abrió ancha herida
en su pecho; ni cuando su propio corazón, á impulso de
misteriosos latidos, encorvó tres de sus costillas, ni
siquiera entonces, ella, que ignoraba como el que más
la significación de fenómenos tan insólitos, quiso
mirarse ni tocarse, como tampoco al repetirse el' pro-
digio.
Anteriormente hemos visto que, teniendo pocos
años, rehusaba esta candida virgen dejarse tocar, aun-
que fuese para hacerle inocentes caricias. Su mismo
padre no podía permitirse besarla, y su madre no era
dueña de practicar en ella los servicios que suelen ha-
cerse á los hijos cuando son pequeñitos; y si alguno de
la casa se le acercaba para peinarla, arreglarle los ves-
tidos ó calzarla, se negaba resueltamente diciendo:
«Déjeme estar, que lo puedo hacer yo.» Yacía en su
lecho moribunda; ella misma pidió la extremaunción;
sin embargo, la idea de que otra persona le lavase
los pies, según costumbre, por respeto á este Sacra-
mento, la llenó de consternación. ¿Qué hacer en este
caso? El amor de la santa modestia le da fuerzas sufi-
cientes, y aprovechando los momentos en que queda
sola, toma la palangana y una toalla, echa agua, y
ella misma se lava, y se seca, y al que se acercaba
para cumplir aquel acto de piedad, le dice con ale-
gría: «Gracias, no se moleste, ya lo hice yo.» ¿Qué te
parece, lector devoto?
Igual cuidado ponía en el hablar. Sus labios no pro-
— 113 —

nuneiaron jamás palabra alguna que, directa ó indi-


rectamente, aludiese á cosas deshonestas, ni siquiera
aquellas voces indiferentes de que, sin escrúpulo al-
guno, hacen uso las personas piadosas, especialmente
en Toscana, donde las cosas se acostumbran á llamar
por sus nombres. Cuando tenía necesidad de darse á
entender, usaba de perífrasis, pero con tal gracia, que
nadie lo estimaba como afectación, sino como cosa na-
tural en ella. Y era esto tanto más de extrañar, cuan-
to Gemma no fué mujer de mundo, por cuya ra-
zón no había visto ni oído lo que en el mundo se ha-
ce de malo, y hablando con más propiedad, no sabía
qué cosa eran los pecados contra la pureza. A pesar
de todo, los temía y procuraba caminar con prudencia.
«Ciertas cosas—llegó á decirme—no sé lo qué son.
Pero, ¿si habré faltado por casualidad? Me parece que
no.» Luego terminaba: «No, no quiero pecar; de hoy
para siempre prefiero morir, antes que cometer un
solo pecado. Quiero antes quedar ciega para siempre,
que ofender al Señor, aunque sea levemente, contra
la santa modestia; y quisiera perder todos mis senti-
dos, antes que pecar con ellos.»
Tenía Gemma diecinueve años, cuando su primer
director, vencido por sus reiteradas instancias, le con-
cedió permiso para hacer voto de virginidad. Véan-
se los términos en que me refirió el caso, para ella,
tan solemne: «Hacía mucho tiempo que suplicaba
á mi confesor que me permitiese hacer el voto de
virginidad. Se lo estuve pidiendo muchos años, y, sin
embargo, no sabía lo que era. Mas, á pesar de todo, me
parecía ser el presente más hermoso que podía hacer
á Jesús y el más estimado por El. No pude conseguir-
lo; pero en su lugar me mandó que hiciese el de pu-
r e z a ^ en la noche de Navidad—1897—hice este pri-
mer voto al Señor, á quien agradó mucho. Lo hice con
tal alegría, que aquella noche y el siguiente día los
pasé como si hubiese estado en el paraíso.» Habiendo
enfermado de gravedad algún tiempo después, creyó
aquel santo prelado que era prudente dejar á un la-
8
— 114 —

do todo miramiento, y le concedió permiso para hacer


el voto de perpetua castidad. «Le agradó mucho á Je-
sús» este voto, y así tenía que suceder, porque se
complacía altamente con la rara pureza de su sier-
va. No sé hasta qué punto se podrá dar fe á una per-
sona piadosa, conocida mía, á la cual el Señor, con
voz perceptible, hizo un bellísimo elogio de Gemma;
pero sea lo que fuere, para que no se pierda lo referi-
ré, ya que no contiene nada, que no sea absolutamen-
te conforme con la verdad ya conocida. «Esta hija á
quien tanto amo, y de la cual soy amado, me pide
continuamente amor y pureza. Yo, que soy el mismo
amor y la verdadera pureza, le concedí tanto cuanto
era capaz de atesorar una criatura humana. Y o soy
quien cuida de su pureza, pues su corazón, es corazón
de esposa, elegida por el divino Esposo de las almas,
cuya pureza he preservado como celeste lirio de mi
puro amor.»
El angélico candor de su alma se reflejaba en el
cuerpo, el cual, por más de un concepto, ofrecía cuali-
dades nada comunes; casi podría decirse que era
transparente, y aunque esta virgen lo descuidaba,
aparecía cual si se lo limpiase con esmeró. Nunca ex-
haló mal olor, ni aun durante las penosas enfermeda-
des que la retuvieron largo tiempo en cama; y perso-
sona hubo que, extrañándole esto, procuró con repe-
tidas pruebas asegurarse de ello, para lo cual se le
aproximaba de día y de noche. Por el contrario, no
pocas veces los de la familia notaron que, de su cuer-
po y de las cosas que tocaba, salía una agradable fra-
gancia, que indudablemente no era de éste mundo,
pues Gemma, según hemos dicho, jamás usó esencias
ni perfumes, y aunque hacía uso del jabón para la-
varse, no lo tenía en su habitación; por consiguien-
te, aquel grato olor denunciaba por sí mismo ser de
orden sobrenatural, y tan fuera de lo ordinario, que
movía á devoción. «¿No sentís la fragancia?» Así de-
cían unas á otras las personas que visitaban á nuestra
querida Gemma. «Sin duda que el Señor, su Madre
— 115 —

Santísima, ó el Ángel custodio deben estar con ella en


este momento.» Además, este hecho no es nuevo en la
vida de los Santos. De muchos de ellos se cuenta, en
particular de mi fundador San Pablo de la Cruz; y de
la virgen Santa María Magdalena de Pazzis se refiere
que su cuerpo, trascurridos ya tres siglos de su muer-
te, exhala de vez en cuando suavísimo olor.
Pureza tan singular no podía estar exenta de prue-
bas, y las pruebas vinieron, siendo el demonio su ins-
trumento; pues no podía ver, sin rabia infernal, lo fa-
vorecida que era por Dios la angelical doncella. Sin
embargo, la lucha no resultaba fácil, porque ¿cómo
acometer á tan sencilla paloma, que ni aun el nombre
del vicio contrario conocía? ¿Cómo introducirse con
nefandas groserías en corazón tan puro y delicado?
Sabía muy bien el enemigo que eran inútiles sus fati-
gas, porque Dios no le concedería el permiso, y con
tal motivo dirigió todas sus maquinaciones á molestar-
la exteriormente, ofreciendo á su imaginación figuras
obscenas; y aun él mismo se presentaba en forma des-
honesta, le decía palabras escandalosas y trataba de
ejercer violencia en ella.
Aunque la santa joven no comprendía el significa-
do de acciones tan descompuestas, por instinto natu-
ral de su pudor, que tenía, permítase la expresión, en-
carnado hasta en los huesos, no le parecieron cosa bue-
na, y se armó desde el primer momento con fiera re-
sistencia contra el enemigo. Bien veía éste que sus
esfuerzos resultaban inútiles, mas á pesar de ello aco-
metía con furia para, por lo menos, martirizar y ate-
morizar á aquella inocente. Y, en efecto, no es posible
manifestar el cruel suplicio de la casta doncella vien-
do y oyendo cosas tan abominables, según ella misma
llorando Ío da á entender á sú confesor. «Padre, ¡cuan
terribles son estas tentaciones! ¡Todas me causan dis-
gusto; pero las que son contra la pureza, me hacen
muchísimo daño! Sólo Jesús sabe las que yo experi-
mento, El, que, estando oculto, me guarda, y al propio
tiempo—fíjese el lector en el significado de esta pala-
— 116 —

bra,—se complace.» Para no ver semejantes represen-


taciones, la infeliz joven, no sabiendo qué hacer, ce-
rraba los ojos y así permanecía hasta que el demonio
se marchaba. Otras veces tomaba el crucifijo en las
manos, llamaba en su ayuda al Ángel de la guarda y á
los Santos de su devoción, pero sobre todo acudía á su
Madre celestial. Con tales medios y tras largas horas
de lucha, vencía, volviendo la paz á su alma, y enton-
ces exclamaba satisfecha: «Demos gracias al Señor, ya
que hoy se ha pasado como á El le plugo.»
Pero Gemma no se satisfacía con esto. Habiendo oí-
do que los Santos, para ahuyentar semejantes tenta-
ciones, acudían á las disciplinas y cilicios, llegando
alguno á meterse en un estanque de agua helada; ella,
que no sabía distinguir entre las tentaciones internas,
producto de la imaginación, y las que provienen de
causa externa sin que tome parte el natural apetito,
creyó que tenía necesidad de iguales remedios, y, por
lo tanto, que debía imitarlos. Y tan á pechos tomó esto,
que si la obediencia no la hubiese refrenado, hubiera
despedazado su cuerpo. E o obstante, era tal el temor
que tenía de perder la virtud de los ángeles, que en de-
terminadas ocasiones prescindía de todo, aun de pedir
permiso al confesor, y según le parecía más convenien-
te, acudía á los azotes, á las disciplinas, ó á las cuerdas
nudosas erizadas de clavos. ¡Cuántas veces las puntas
de éstos, penetrando en lo vivo de la carne, sacaban
sangre, produciendo tal dolor, que la hacían caer des-
mayada! ¡Cómo no se había de conmover y derramar
abundantes lágrimas, el que una sola vez viese, co-
mo vi yo, á esta víctima de la santa pureza!
Pues hizo más. Un día, al levantarse de la mesa, se le
presentó el demonio en la forma sucia y fea que tenía
por costumbre, y lleno de cólera, la amenazó diciéndole
que de todos modos la vencería. La casta virgen palide-
ció, levantó ojos y manos al cielo, corrió hacia un estan-
que helado que había en el jardín, hizo la señal de la
cruz, se arrojó en él, y allí se quedó aterida de frío,
pues sucedió esto en pleno invierno. Ciertamente se
— 117 —

hubiera ahogado, si, una mano invisible no la hubiera


ayudado, sacándola del agua y haciéndola reaccionar
de baño tan peligroso. También por este lado imitó
Gemma el ardor de los atletas del cristianismo, adqui-
riendo el glorioso dictado de heroína en el campo de la
penitencia.
¡Ante tales ejemplos, deberían cubrirse de vergüen-
za muchas personas que dicen querer seguir á Jesu-
cristo por el camino de la santidad, y se muestran lue-
go débiles con su cuerpo, dejando crecer los malvados
apetitos! ¿Por ventura no ha dicho el divino Salvador
á todos y á cada uno de los que le siguen, que sin vio-
lencia no se gana el reino de los cielos?
CAPITULO XIII

SU HEROICA PACIENCIA

Quien quiera ver establecido el reino de Dios en su


corazón, debe, según la filosofía evangélica, pasar por
el fuego-y el agua de grandes tribulaciones, pues no
és posible verdadera santidad sin esta prueba. Por eso,
todo nuevo grado de perfección, á que se eleva el al-
ma, debe tener la prueba correspondiente, que los
doctores llaman «purgación pasiva», hasta tanto que,
familiarizada con los padecimientos y llegada el alma
al último grado, consistente en la perfecta seme-
janza con Jesucristo, pueda decir: «Ahora sí que estoy
clavado en la cruz juntamente con Cristo. Ya no vivo
yo, sino Cristo en mi.» Ahora bien, estando nuestra
Gemma destinada por Dios á gran santidad, y á subir
uno en pos de otro los peldaños de la mística teológi-
ca, es de suponer que la amargura del sufrimiento se
le había de suministrar, no á sorbos, sino á torrentes.
Así sucedió; y tanto es lo que sobre esto tengo que
referir, que sin duda causará la admiración del que
lo lea.
Con lo manifestado ya en esta biografía, fácil es
comprender que la sierva de Dios fué probada con do-
lores especiales, los que no se interrumpieron jamás,
desde la infancia; pero no es en éstos en los que voy
á ocuparme ahora, sino que me concretaré al martirio
de la última etapa de su vida, cuando su virtud al-
canzó el último grado de perfección. Las primeras pe-
nas no fueron más que la prueba con que la gracia,
poco á poco, la preparaba para el gran sacrificio, que
debía tener su complemento, bajo la imagen de Jesús
crucificado, en su lecho de muerte.
El sacrificio no es meritorio ni adecuado para el fin
— 119 —

que se propone la divina Providencia, si no es total-


mente voluntario. De aquí que el Señor encendiera en
el corazón de Gemma deseos intensos de sufrir, sir-
viéndose para ello de diferentes medios, unos en pos
de otros, todos ellos á cual más eficaces. Unas veces se
le aparecía con la cruz sobre sus hombros y le decía:
«Gemma, ¿quieres mi cruz? Mira: este es el regalo que
te tengo preparado.» Y ella le contestaba: «Jesús mío,
dámela; pero dame también fuerzas para llevarla, á
fin de que no caiga bajo su peso, porque son demasia-
do débiles mis espaldas.» De nuevo el Señor le dice:
«¿Te desagradaría que te diese á beber mi cáliz hasta
la última gota?»; y Gemma le contesta: «Jesús, hága-
se tu voluntad.» En otra ocasión se le apareció el Se-
ñor clavado en la cruz cubierto de heridas y chorrean-
do sangre. «Ante semejante espectáculo—me decía
ella,—experimentó intenso dolor, pensando en el amor
infinito que Jesús demostró tenernos, al soportar ta-
les padecimientos por nuestra salvación, y caí en tie-
rra desmayada, sin recuperar el uso de los sentidos
hasta después de pasadas algunas horas. Entonces
fué cuando nació en mi corazón un fuerte deseo de
padecer algo por Aquel que tanto había sufrido por
mí.»
Con el transcurso del tiempo fué en aumento este
deseo, convirtiéndose en verdadera pasión, y tanto, que,
no pudiendo contenerla en su interior, le hacía excla-
mar: «Deseo padecer con Jesús; no se me hable de otra
cosa; quiero ser semejante á él, padecer mientras viva,
y vivir para padecer.» En los éxtasis, tales afectos iban
llenos de ardor, y si fuese á referirlos detalladamente,
no tendría fin. Así experimentaron los dolores del
Hombre-Dios todos los Santos, y no es justo, diremos
con San Bernardo, que estando la cabeza traspasada
por las espinas, lleven los miembros vida regalada. Si
sufre Aquel, han de sufrir también éstos; lo contrario
sería monstruosidad é ingratitud.
En otra ocasión, para encender en el corazón de la
joven el fuego que en él había prendido desde las pri-
— 120 —
meras penas, se le aparece su Ángel custodio con dos
coronas; de espinas una y de blanquísimos lirios la otra,
diciéndole que escogiese la que fuese más de su agra-
do. «Quiero la de Jesús—dice Gemma al instante;—
dame la de Jesús, es la única que me agrada.» Le en-
trega el Ángel la corona de espinas, corona que coge
ella con ansia, la besa reiteradas veces, la oprime con-
tra su pecho y dice: «Sea mi Dios alabado por siem-
pre jamás. ¡Viva Jesús, vivan sus regalos! ¡Viva la
cruz de Jesús!» Tal era el fruto que habían producido
en la bondadosa joven las divinas enseñanzas.
Pero era preciso ir más adelante, y para ello el Se-
ñor, con un golpe maestro, perfeccionó su obra, reve-
lando á su sierva el verdadero secreto del sufrimien-
to. Consiste éste en que, habiendo principiado su mi-
sión en el mundo el Salvador con la expiación, los
que siguen sus caminos deben continuarla expiando
también, y, casi podríamos decir, complementándola,
según la expresión del Apóstol San Pablo: Adimpleo
ea quae desunt passionum Christi. La mayoría de los
hombres, en vez de aplacar la ira de Dios con obras
de penitencia, la provocan cada día con nuevos peca-
dos, y hacen para sí inútil la Eedención. Por este mo-
tivo, corresponde á los justos dar satisfacción por los
primeros, pues así se consuela el corazón de Dios, se-
gún está escrito: «En sus siervos se consolará el Se-
ñor.» Queriendo Jesús fijar esta gran verdad en lo
más íntimo del corazón de Gemma, le dijo un día:
«Hija, tengo necesidad de víctimas, y víctimas heroi-
cas. Para calmar la justa ira de mi Padre celestial, acu-
den las almas á mí, á fin de que, con sus necesidades,
padecimientos y tribulaciones, suplan por los pecado-
res que le son ingratos. ¡Ojalá comprendiesen todos
cuan indignado está mi Padre contra el mundo impío!
No hay otra cosa con qué aplacarle, y El está preparan-
do enorme castigo para el mundo entero.» Auxiliada
por la divina luz que acompañó á estas palabras, la
piadosa virgen comprendió toda su significación, no
necesitó más para provocar en BU alma un incendio
— 121 —

de amor, y fuera de sí por la alegría, repitió gritando:


«Yo soy la víctima, y Jesús el sacrificador.' Date pri-
sa, Jesús mío, que lo que Tú quieras, eso mismo quie-
ro yo. Cuanto de Jesús reciba, será para mí un re-
galo.»
Desde aquel día, no fué Gemma la misma; el pensa-
miento de la misión que Dios le había confiado la
transformó por completo. La sed de padecer trabajos,
le quemaba las entrañas; y para mitigarla, pedía fuego
á torrentes. Escuchad, escuchad: «Padecer, pero sin
consuelo ni alivio; padecer, pero sólo por amor.» Cier-
tamente que padecer y amar, eran para ella una mis-
ma cosa, como lo era también el ser amada y castiga-
da, y por eso decía: «Estoy contentísima; Jesús no
cesa de afligirme más de lo acostumbrado.» Doctrina
sublime, enseñada por Dios, quien, habiéndole pedido
la gracia de amarlo cada vez más, le dijo: «Sé que
quieres amarme, por lo tanto, ahí tienes el cáliz. ¿Pue-
des beber tú, hasta la última gota, el cáliz en que yo
puse mis labios?» Gemma le respondió: «Dios de mi
alma, mis labios están dispuestos á todo, como lo está
mi corazón; sáciame de ese cáliz y embriágame con su
ajenjo.»
Pero hay más; hasta las inefables dulzuras con que
era favorecida en la oración, llegaron en cierto modo
á causarle fastidio, ante la inestimable amargura del
cáliz del Señor. Así pudo decirme un día: «Créame,
Padre, renuncio voluntariamente á todos los consuelos
de Jesús; no los quiero. Jesucristo fué el varón de do-
lores, y yo quiero ser la hija del dolor.» lío por eso
vaya el lector á figurarse que tales expresiones fue-
sen efecto de pasajero fervor, cual sucede á muchas al-
mas en el calor de la meditación, las cuales, pasados los
primeros momentos de prueba, encuentran insoporta-
ble lo que antes juzgaban digno de estimación, con-
firmando con esto la verdad de que el hombre, criado
por Dios para ser feliz, naturalmente rechaza el dolor,
No, en Gemma no pasaba así. Cuanto más se multi-
plicaban en ella las pruebas del dolor, tanto más ere-
— 122 —

cía el deseo de sufrirlas. Ya rezara ó meditara, ora le


saliesen las cosas bien ó le saliesen mal, de todo saca-
ba partido para padecer. Y no bastándole el que ex-
perimentaba, suplicaba á Dios incesantemente que
aumentase la dosis, que multiplicase las formas, en
una palabra, que la saciase. «El sábado por la tarde—•
me escribía,—fui á visitar á Jesús crucificado. Tuve un
gran deseo de padecer, y así se lo pedí de corazón al
Señor. Desde aquella tarde, Jesús me ha hecho expe-
rimentar un dolor de cabeza tan grande, que casi
siempre me hace llorar, y temo no poder resistirlo.»
Fíjese bien el lector; teme no poder resistir; pero no
por eso retrocede, sino que ruega que no se le apague
la sed que tiene de padecer cada vez más, y afirma
que encuentra todas sus delicias en el sufrimien-
to. «Sí, estoy conforme con lo que Jesús quiera, y del
modo que quiera. Si Jesús quisiese el sacrificio de mi
vida, ahí está; y si desea algún otro, dispuesta estoy á
todo. Si para borrar los pecados de mi vida ó los del
mundo entero, conviene que yo sea víctima, esto me
satisface por completo.»
En cierta ocasión parecióle ver al Beato Gabriel
que se le acercaba para consolarla en los dolores que
sufría, y diciéndole si quería que se los aliviase; á lo
que contestó: «No, no pido eso; no me los quites, ó
cuando menos, déjame un poco, pues de lo contrario,
cuando venga Jesús esta tarde, no tendré qué ofre-
cerle.» En efecto, estimaba como verdadera pérdida
pasar un solo día sin algún trabajo. «He pasado va-
rios días—me decía quejándose—sin que por las tardes
tenga nada que ofrecer á Jesús. ¡Qué mal me encuen-
tro así!» Desde la tarde del jueves á la del viernes de
cada semana, Gemma, según ya dijimos y referiremos
luego con más detalles, entraba en pleno calvario con
alma y cuerpo, y sufría dolores inenarrables en com-
pañía de Jesús crucificado. Cualquiera que, una sola
vez, hubiese experimentado semejantes tormentos, de
solo pensarlo, se helaría; pero Gemma, que los había
padecido tantas veces, deseaba que llegase el día, con-
—•• 123 —

taba las horas que faltaban y, según decían los que la


trataban, «se preparaba para sufrir, como si fuese á
una fiesta.»
Complacíase el Señor en tanto heroísmo, y con de-
mostraciones de ternura se gloriaba de tener una espo-
sa tan conforme á su Corazón. Haciéndose oh* interior-
mente, en una ocasión, le pregunta si había sufrido
mucho en una prueba que no había terminado aún.
Gemina le contesta: «¡Contigo, Jesús mío, se sufre
muy bien! ¿Qué importa sufrir unos días, si después
vienes tú y me consuelas?» A semejante respuesta,
le dijo Jesús: «Sabe que mientras tú sufrías, estaba
yo junto á ti, enterándome de tus sufrimientos y
complaciéndome.» Y en premio de su valor en el com-
bate, le concedió licencia para que se le aproximase
y besase sus santas llagas. «¿Por tan pepueña cosa—
dijo ella humildemente al Señor,—me concedes con-
suelo tan grande?» Y llena de filial confianza, se apro-
ximó al Salvador, y puestas en tierra ías rodillas, y
encendido el corazón, una por una besó aquellas lla-
gas sacratísimas; pero al llegar á la del costado, ya
no pudo resistir más, y rodó por el suelo desmayada.
¡Gemma, basta ya, que si eres víctima, preciso es
que te levantes y te dispongas para el sacrificio, por-
que pronto está ya tu sacrificador!
Con pruebas tan prolongadas, no cabe duda que la
víctima estaba suficientemente madura; el Señor la
había convenientemente preparado para que fuese
capaz de recibir un mar de amargura. El tiempo de
acabar la obra ha llegado; el martirio de su cora-
zón principió por la sequedad ó aridez, prueba muy
frecuente en el camino de la perfección. Después de
amamantada el alma, por más ó menos tiempo, con
celestiales dulzuras, Dios la aparta de sí, oculta su
presencia, retira las comunicaciones sensibles, la deja
sola, abandonada, en un abismo de tinieblas, de du-
das, de temores, de incertidumbre y de congojas, al
extremo de parecerle estar, poco menos, como en el
mismo infierno. Para comprender lo terrible que es
— 124 —

para los Santos semejante estado, sería preciso cono-


cer lo amable que es para ellos el Dios que creen ha-
ber perdido, y el amor que le profesan. Pero ¿quién de
nosotros será capaz de conocerlo con exactitud?
¿Quién será capaz de manifestar lo dulce que para
Gemma era aquel Jesús para quien únicamente vi-
vía? ¿Quién podrá indicar los consuelos que con su
presencia experimentó desde la infancia? Finalmente,
¿quién puede comprender la inspirada esperanza de
ser feliz con Jesús en la mansión eterna? Las almas
vulgares desconocen estas privaciones, porque, dis-
traídas en otras cosas, no encuentran satisfacción en
las del cielo, y corren en busca de las terrenas que
halagan sus sentidos, y les son más gratas que las
primeras. Pero Gemma estaba muerta para todo lo
creado: nada desea, nada ama; fuera de Jesús, todo le
causa hastío; ¿cómo podrá vivir sin Él?
Oigamos estos lamentos. «¡Busco á Jesús, y no le
encuentro; parece que se ha cansado; no quiere saber
de mí! Y yo ¿á dónde iré? ¿quesera de mí? ¡Pobre Je-
sús mío, cuántas culpas cometí! Pero tú has de per-
mitir que te encuentre de nuevo, ¿no es verdad? Apiá-
date, apiádate y vuelve á mí, que no puedo más. Le-
jos de ti, no es posible vivir.» Para consolarla en estas
desolaciones, se le hacía visible su Ángel custodio, y
á veces la Virgen Santísima; pero esto no satisfacía á
Gemma; le faltaba lo mejor, le faltaba Jesús. Cual
otra Magdalena al pie de la Cruz, sin querer consue-
lo de ninguna especie, le dice al Ángel: «¿Dónde está
Jesús?» Y dirigiéndose á la Santísima Virgen: «Dime,
Madre mía: ¿por dónde anda Jesús?» Y escribiendo á
su director: «¿ÍTo podría decirme qué debo hacer para
encontrar á Jesús? Dígale que no puedo sufrir más.»
Procuraba disimular exteriormente, para que nadie
advirtiese su profundo martirio, pero no lograba que
las personas más íntimas dejasen de notar que pa-
lidecía y se adelgazaba. Alguna vez fué sorpren-
dida en su habitación arrodillada, con los brazos
en cruz, los ojos arrasados en lágrimas, mirando al
— 125 —

cielo, y el pecho jadeante, exclamando de vez en cuan-


do profundos suspiros. «Dios mío, ¿no ves que de este
modo me consumo? ¡Sin ti me muero! Soy huérfana,
á nadie más tengo que á ti; ¿cómo es que huyes?» En
verdad que, si este tormento no hubiese sido interrum-
pido por momentos de tregua, aquella paloma hubiera
caído muerta; pero Dios, que es todo bondad, acudía
solícito en lo más fuerte de la prueba, y, como padre
que es, la consolaba, y, para animarla á seguir el ca-
mino de la cruz, le daba santas enseñanzas.
«Te conduzco,—le decía,—por vías dolorosas; pero
debes considerarte muy honrada cuando te trato así,
y cuando, con cotidiano y oculto martirio, permito
que seas probada y se purifique tu alma. Durante
este tiempo no pienses más que en ejercitarte en las
grandes virtudes, en correr por el camino de la vo-
luntad divina, y en humillarte, segura de que, si te
tengo en la cruz, es porque te amo.» Y así lo hacía
exactamente la heroica virgen. En vez de mirar
atrás cuando sufría aridez, tomaba de ella alientos,
acudía con más ardor al tabernáculo, á la sagrada me-
sa, al ejercicio de la oración, cuando menos la vocal,
si se le hacía imposible la meditación; y por más que
al correr no viese donde ponía los pies por las tinie-
blas que la rodeaban, no dejaba de ir adelante, á fin
de encontrar á su Jesús en el de profundis, según
acostumbraba á decir. Sufría, sí, pero no se quejaba,
y con la misma alegría que cuando estaba llena de
consuelos, se amoldaba á las conveniencias de su es-
tado.
¡Sabios del mundo, venid y ved si vuestras misera-
bles máximas son capaces de producir, en mujer al-
guna, grandeza semejante!
CAPITULO X I V

CONTINÚA EL MISMO 'ASUNTO

Dios, con el fin de purificar las almas destinadas por


Él á víctimas expiatorias, frecuentemente se sirve de
los mismos demonios, los cuales, con el odio que al
hombre tienen, pueden, mejor que otras criaturas, ser
sus instrumentos. Ejemplo tenemos de ello en la Sa-
grada Escritura, y en las páginas de la hagiografía
cristiana vemos que sucede hasta en nuestros días. A l
manifestar el Señor á mi Santo padre Pablo de la
Cruz que lo quería elevar á eminente santidad, le di-
jo: «Te pondré á los pies del demonio.» Cosa parecida
es la que dice á su sierva Gemma. «Hija, prepárate.
El demonio, bajo mis órdenes, será quien dará la últi-
ma mano á la obra que deseo ejecutar en ti.» Y yo
comenzaré por decir que la guerra fué general, es de-
cir, contra todas las virtudes y contra todas las obras
buenas con que la Santa virgen procuraba caminar
hacia Dios, porque desagradándole todas, á todas ata-
caba con rabia feroz. Puede decirse que, no teniendo
nada tan importante que hacer en su tenebroso impe-
rio como procurar la ruina de esta bendita joven, á
cada instante inventaba modos completamente nuevos
para asaltarla con sus tentaciones.
Desde mucho antes sabía Gemma que el único ca-
mino para alcanzar lo que se desea, es la oración, y
de ahí que la practicase con todo el ardor de su alma,
encontrando en ella ventajas muy señaladas. ¿Cómo,
pues, no había de estorbarla el infernal enemigo? Po-
nía de un humor descompuesto á Gemma, á fin de
causarle á lo menos disgusto y fastidio; y viendo que
ni aun así le hacía perder la presencia de Dios, le
provocaba dolores intensos de cabeza, que la obligasen
— 127 —

á acostarse en vez de entregarse á la oración. Con seme-


jantes astucias trataba el enemigo común de apartar-
la de la oración, y con tal motivo me decía ella: «¡Qué
tormento es para mí no poder orar! ¡Qué de esfuer-
zos hace ese maldito para que la oración me resulte
imposible! Ayer tarde quería matarme, y lo hubiera
hecho, si Jesús no hubiese acudido presto en mi ayu-
da. Me tenía completamente aturdida; tanto que te-
nía el nombre de Jesús en el entendimiento, y, sin
embargo, con la boca no lo podía pronunciar.» A pesar
de todo, ¿puede darse plegaria mejor que esta que
sale de lo íntimo del corazón y atrae á Dios para que
sea espectador de la lucha? En otra ocasión, atacándola
por distinto lado, y para lograr casi dé golpe su mal-
vado intento, le dice entre blasfemias: «¿Qué estás ha-
ciendo? ¿No comprendes que es una estupidez supli-
car á un malhechor? ¿No ves los dolores que te hace
sufrir, teniéndote clavada con él en la cruz? ¿Cómo
puedes querer á quien sabemos de cierto que hace su-
frir á todo el que le ama?»
En medio de tantas penas, encontraba algún leniti- -
vo la sierva de Dios dirigiéndose á su padre espiri-
tual, para manifestarle lo que ocurría, su modo de
conducirse, y pedirle el oportuno consejo. No era esto
del agrado del maldito enemigo, y, para estorbarlo, se
convertía en guía espiritual. Con razones varias le
aconsejaba que prescindiese del director, que se dirigie-
se ella misma, y al vivo le pintaba en la imaginación á
su director como hombre iluso, fanático é ignorante.
Tales eran las argucias de que se valía para amedren-
tarla y convencerla, que poco faltó para que la pobre-
cita se creyese perdida. Por eso me escribió en cierta
ocasión: «Estos días, CMappino—así llamaba al demo-
nio—me ha hecho cuantas cosas pudo; me las hizo de
todas clases y colores. Sin duda que este monstruo redo-
blará sus esfuerzos para perjudicarme, privándome de
quien me dirige y aconseja, pero aunque así suceda—
mira, lector, qué abandono en la providencia divina,—
nada temo.» Parece que esto debía ser suficiente para
— 128 —

que el enemigo la dejase en paz; pero no sucedió así.


Viendo que todo cuanto hacía para quitarle la confian-
za que tenía depositada en su director resultaba inútil,
adoptó el partido de la violencia, y revolviéndose con-
tra ella, mientras se hallaba escribiendo, le arrancaba
la pluma de los dedos, la sacaba del gabinete tirándo-
le de los cabellos, y con tal furia, que á veces llegaban
á quedar algunos mechones entre sus brutales de-
dos. Y aun al marchar gritaba con furia: «¡Guerra, gue-
rra á tu padre, mientras viva!» Aquí entre nosotros,
puedo atestiguar que el malvado supo cumplir muy
bien su palabra. «Créame, Padre—me decía la misma
Gemma;—este maldito diablo está más indignado
contra V. que contra mí.»
A tal extremo llevó su audacia el enemigo, que to-
mó la semejanza del sacerdote con quien la piadosa jo-
ven acostumbraba á confesarse. Cierto día, habiendo
ido ésta á la iglesia para confesarse, mientras se pre-
paraba al lado del confesonario, vio que el confesor
estaba dentro esperándola, sin poder darse cuenta de
por dónde había pasado. No dejó de llamarle la aten-
ción cierta turbación interior que sintió, igual á la que
experimentaba cuando estaba en presencia del malig-
no espíritu. A pesar de ello, aproximóse á la reja, y
como de costumbre, dio principio á su confesión. La voz
y los ademanes parecían de su confesor, pero sus pala-
bras eran de lo más nefando y escandaloso que darse
puede, acompañadas de gestos y acciones deshonestas
é indecentes. «Dios mío—exclamó aturdida—¿qué es
esto? ¿dónde estoy?» Y recobrando pronto su presen-
cia de ánimo, se alejó de allí y vio que el supuesto con-
fesor había ya desaparecido, sin que ninguno de los
circunstantes le hubiese visto salir. Era el demonio,
el cual con sus feas artes, trataba de engañar á la
piadosa joven con perversas sugestiones, y hacerle
perder la confianza que tenía en el ministro de Dios.
Una vez desempeñó el papel tan á la perfección, por
permisión divina, que consiguió hacer creer á la po-
brecita que era sin duda alguna su confesor en per-
— 129 —

sona. Por fortuna, llegué yo por aquellos días á Lu-


ca, y enterado del suceso, conseguí que recobrase la
paz perdida y la confianza en aquel santo sacerdote,
pero á costa de mucho trabajo, y ordenándoselo bajo
formal precepto de obediencia.
Fallado aquel golpe, intentó otro el infernal espíri-
tu apareciéndose á la bendita sierva de Dios bajo la
forma de ángel resplandeciente; y para convencerla,
se insinuó con astucia sin igual, como hizo Eva en el
Edén, pintándole las cosas á su manera: «Mira—le di-
jo,—serás feliz, si juras obedecerme.» Gemma, que en
esta ocasión no había sentido la habitual turbación
denunciadora de la presencia del espíritu maligno, lo
escuchó con sencillez; pero Dios no la abandonó, sino
que, á las primeras posiciones de aquel infame, le abrió
los ojos, y ella, al darse cuenta, gritó: «¡Dios mío, ¡Vir-
gen Inmaculada, enviadme la muerte!» Dicho esto, se
dirigió contra el fingido ángel, le escupió en el rostro,
y el malvado desapareció bajo la forma de fuego, de-
jando un montón de cenizas en el pavimento.
Para protegerla contra estas engañosas apariciones,
le ordené que, fuese cualquiera la forma en que • se le
presentasen los seres del otro mundo, sin esperar más
razones, gritase: «¡Viva Jesús!» No sabía yo que el Se-
ñor le había dado un remedio parecido, al encargarle
que dijese: «Benditos sean Jesús y María.» La dócil jo-
ven, para obedecer á los dos, solía emplear á la vez am-
bas exclamaciones, que los espíritus angélicos repetían:
«Viva Jesús»; «Benditos sean Jesús y María.» Los es-
píritus infernales, por el contrario, ó no contestaban,
ó si lo hacían, era pronunciando solamente la primer
palabra: «Viva» ó «Benditos;» pero sin añadir nunca
los nombres, con lo cual conocía Gemma con quién
trataba, y se burlaba de ellos.
Intentó también el demonio apartar de su corazón
la confianza en Dios, y pareciéndole muy buena oca-
sión el estado de sequedad en que caía con frecuencia
la amable joven, procuraba darle á entender insisten-
temente que ya estaba condenada. «¿No ves—le de-
t

9
— 130 —

cía—que Jesús ya no te escucha, ni quiere saber de ti?


¿Por qué te cansas corriendo tras él? Déjalo, y resíg-
nate con tu suerte infeliz.» ¡Terrible tentación era es-
ta, que causó indecibles sufrimientos á los santos más
ilustres, y no hay para qué decir que Gemma la ex-
perimentó con toda violencia! Sin embargo, pronto
se sobreponía, por el hábito adquirido de dirigirse á
Dios con fe viva, y también porque Dios la asistía con
especial providencia para que no vacilase. Por eso pu-
do decirme un día: «El demonio trabaja cuanto pue-
de por perderme; quisiera el muy malvado... Pero
Jesús me tranquiliza de tal modo con sus palabras,
que no ha podido aquél, á pesar de sus infernales astu-
cias, quitarme un momento la confianza que tengo en
Dios.»
Viendo el espíritu maligno que sus artificios resul-
taban inútiles, se quitó la máscara y le declaró guerra
abierta. Con frecuencia se le aparecía bajo formas ho-
rrendas; unas veces de perro rabioso, otras de mons-
truo, y también de hombre feroz. Primero le infundía
espanto con su aspecto amenazador, luego se abalan-
zaba sobre ella, la golpeaba, la mordía, la empujaba
de un lado para otro, la arrastraba cogiéndole por el
cabello, y de otra porción de modos, con los que mor-
tificaba aquel cuerpo inocente. No vaya á creerse que
tales actos fuesen imaginarios, porque eran de reali-
dad manifiesta sus efectos: en el cabello arraneado, en
los huesos que sentía como molidos y en los cardena-
les que durante varios días cubrían su cuerpo; como
también era real el ruido causado por los golpes que
de vez en cuando se oían, sobre todo cuando la cama
era sacudida ó se levantaba en alto, cayendo luego so-
bre el pavimento. Estos asaltos no eran cosa de un
momento; duraban horas enteras y á veces toda una
noche. Dejemos que ella misma nos cuente alguno de'
estos sucesos. Nos servirá de comentario la sencillez
peculiar del estilo con que Gemma daba cuenta de lo
ocurrido á su padre espiritual.
«Hoy, que creía verme libre de la brutal bestia, me
- 131 —

golpeó de lo lindo. Me dirigía al aposento para dor-


mir; pero en vano, porque me dio tantos golpes, que
creí me mataba. Se me presentó en forma de un enor-
me perro negro, puso las patas sobre mis espaldas y
me nizo mucho daño; me resentí tanto en los huesos,
que llegué á creer que me los quebraba. Tiempo atrás,
al tomar agua bendita, me dio un golpe tan fuerte en
el brazo, que caí en tierra dislocándoseme el hueso,
pero Jesús me lo colocó en su lugar y quedó curada.»
Dice en otra carta: «También ayer me pegó el dia-
blo. Me mandó la tía que llenase un cubo y que pu-
siese agua en los cántaros de las habitaciones. A l pa-
sar por delante del Corazón de Jesús con el cubo lleno,
me dio un bastonazo tan fuerte en la espalda, que caí
al suelo; pero sin romper nada. Aun hoy me resiento,
pues al menor movimiento que hago, me duele el cuer-
po.» Y dice más: «Ayer, como de costumbre, pasó la
noche muy mal. Se me presentó el demonio en forma
de hombre grueso y alto. Toda la noche estuvo pegán-
dome, y diciendo que para mí no había salvación, por-
que estaba bajo sus garras. Le contesté que nada te-
mía, porque Dios era misericordioso. Entonces se en-
fureció más, me dio un golpe en la cabeza, y diciendo:
«Maldita seas», desapareció. Me fui á mi cuarto cre-
yendo descansar; pero allí lo encontré de nuevo, y se
puso á pegarme con una cuerda llena de nudos. Me
pegaba, porque quería que hiciese yo el mal que él me
enseñaba, y al contestarle que de ninguna manera lo
haría, me pegaba con más furia, haciéndome dar con la
cabeza en el suelo. Al cabo de algún tiempo, me vino, á
la memoria el santo nombre del Papá de Jesús—así
llamaba esta joven al Padre Eterno,—y gritaba: «¡Eter-
no Padre! ¡Por la sangre preciosísima de Jesús libérta-
me!» No sé lo qué pasó, pero aquel perverso me dio tan
grande empujón, que me tiró de la cama al suelo, y el
golpe me produjo tal dolor, que perdí el conocimien-
to. En el suelo permanecí por bastante tiempo. Gra-
cias sean dadas á Jesús.»
No concluiría, si fuese á referir todas estas escenas,
~r 132 —

porque se repetían con mucha frecuencia, y tiempo


nubo en que eran diarias. La infeliz, en cierto modo,
estaba habituada ya, y si se exceptúa el daño corpo-
ral, ningún temor le causaban, pues miraba al mons-
truo infernal con la misma serenidad con que la pa-
loma se fija en cualquier animal inmundo. Mientras
yo no se lo prohibí, se entretenía muchas veces en de-
cirle injurias; y cuando la bestia maldita, al oir la in-
vocación del santo nombre de Jesús, se veía obligada
á huir revolcándose por tierra, la sencilla joven lo
acompañaba con irónicas risotadas. Me decía en una
ocasión: «Si lo hubiese visto, Padre, cómo tropezaba
al huir furioso contra mí, se hubiera reído de él. ¡Dios
mío, y qué feo es! Pero Jesús me ha dicho que no le
tenga miedo.»
En una ocasión asistía yo á la joven, por estar en-
ferma de gravedad, y me encontraba rezando el oficio
divino sentado en uno de los ángulos de la habitación,
cuando vi pasar por entre mis piernas un enorme gato,
de color obscuro y figura horrenda, el cual, después
de dar una vuelta por la habitación, fué á colocarse
sobre el respaldar inferior de la cama de hierro, fren-
te por frente de la enferma, fijando en ella su feroz
mirada. A mí se me helaba la sangre en las venas, y en
cambio, Gemma conservaba su apacible calma. Ocul-
tando mi turbación, le pregunté: «¿Es esto cosa nue-
va?» A lo que me contestó: «No tenga cuidado, Padre,
es ese perverso diablo que quiere molestarme, pero es-
té tranquilo, que ningún daño me hará..» Me acerqué
temblando, rocié la cama con agua bendita y la visión
desapareció, quedando la enferma tan tranquila como
si nada hubiese ocurrido.
Lo que más espantaba á Gemma era el temor de
ofender á Dios cediendo á las sugestiones del enemi-
go. Aunque había vencido en lo pasado, veía que el
peligro era inminente, y esto la sobresaltaba, la po-
nía fuera de sí. Echaba mano de cuantos medios po-
día practicar para librarse de los asaltos del demo-
nio: cruces, reliquias, escapularios, exorcismos; pero
— 133 -

sobre todo acudía con filial confianza á Dios y á la


Virgen Santísima, así como al Ángel de su guarda y
á su director espiritual. «Venga pronto, Padre—es-
cribía,—ó cuando menos, haga desde ahí los exorcis-
mos, porque el demonio comete contra mí todo géne-
ro de maldades. Ayúdeme á salvar mi alma, pues ten-
go miedo de caer en las garras del enemigo. ¡Ah, si
supiese lo que sufro! ¡Si viese V. lo contento que esta-
ba anoche! Me cogió por el cabello, y tirando de él, me
decía: «¡Desobediencia! ¡desobediencia! Eb hay que per-
der más tiempo, ven, ven conmigo.» Y trataba de lle-
varme al infierno. Más de cuatro horas estuvo ator-
mentándome; así pasó la noche. Mucho temo que á
fuerza de oirlo, vaya á desagradar á Jesús.»
Aunque de tarde en tarde, sucedía, no obstante, que
el maligno espíritu se posesionaba de ella por com-
pleto, atando las potencias de su alma, y perturbando
su imaginación de tal manera, que la hacía aparecer
como obsesa, y en este estado daba compasión de verla.
Tenía tal horror á este miserable estado, que con sólo
recordárselo, palidecía y temblaba. «¡Dios mío!—me
decía,—estuve en el infierno sin Jesús, sin la Virgen
y sin el Ángel. Si he conseguido salir, á ti solo te lo
debo, Jesús mío. A pesar de todo, estoy contenta, por-
que sé que sufriendo, hago tu santísima voluntad.» Kb
cabe duda en que, si tales asaltos hubiesen sido más
frecuentes ó de mayor duración, la paciente, aunque
resignada, hubiera muerto de fatiga.
Agregúense á esto los dolores de crueles enferme-
dades ocasionadas por el demonio con miras especia-
les; los dolores ya mencionados de su participación en
la pasión del Señor por las periódicas heridas de las
manos, pies y costado, las causadas por las espinas en
la cabeza, y demás tormentos de que se hablará ex-
tensamente á su tiempo, y veremos en Gemma el per-
fecto retrato de la víctima ofrecida á Dios. Razón te-
nía ella para decir que estaba contenta; pues con tan-
to padecer, consiguió su fin y cumplió su misión; el
fin de hacerse semejante al divino Hombre de dolores,
elevándose á gran santidad por el amor á Dios, y la
misión de servir al Señor de víctima expiatoria por
los pecados del mundo.
¡Purificada como estás, esposa de Cristo, sube por el
camino de la Cruz, y ve á ceñirte la corona que, con
tus méritos, te ha preparado el mismo Dios!
CAPÍTULO X V

SU SINGULARÍSIMA DEVOCIÓN AL ÁNGEL DE LA


GUARDA

Si no leyésemos en los Sagrados Libros la tierna


historia de Tobías, historia que hallamos repetida en
varios santos canonizados de nuestra santa madre la
Iglesia, nos atreveríamos á decir que es una exagera-
ción cuanto de Gemma se va á relatar; pero tales pro-
digios ha hecho el Señor con las criaturas, que nadie se
atreverá á preguntarle el motivo de conducirse así
siendo con ellas tan bueno. Por parte de su sierva, las
condiciones no podían ser mejores; porque dotada de
inocencia, pureza y candor infantil, unido á una fe
viva, casi le permitían ver al desnudo las cosas más
sublimes del cielo. El ángel custodio, por su parte,
debía encontrar en la feliz protegida algo semejante
á su naturaleza, de tal modo que, sin descender gran
cosa, pudiese estar con ella en familiar comunicación.
Ahora bien, á lo que doy yo el calificativo de espe-
cial en esta comunicación, es á la presencia constante
y sensible del Ángel. Gemma lo veía con sus ojos y lo
tocaba con sus manos, como si se tratase de una per-
sona viva de este mundo; al extremo de hablar con , ;

él como lo hacen dos amigos: «Jesús—decía ella—


nunca me deja sola; pues hace que me acompañe el
Ángel de la guarda.» Con profunda humildad, daba
gracias á Dios por tal beneficio, y se declaraba deu-
dora de sumo reconocimiento para con el Ángel. «Si
alguna vez soy mala, no te enfades conmigo—le de-
cía—mi deseo es ser siempre agradecida.» Y el Ángel
le contestaba: «Sí, yo seré, al propio tiempo que tu
guía, tu compañero. ¿Sabes quién me ha encomendado
tu custodia? Pues el piadosísimo Jesús.» La santa vir-
— 136 —
gen no podía soportar tanto amor, perdía el uso de
los sentidos, y extática permanecía acompañada de su
Ángel. Lo qué hacían ambos durante aquel estado, nos
lo dice G-emma en una de sus cartas, con estas senci-
llas palabras: «Los dos nos quedábamos con Jesús. ¡Oh
si hubese estado V'. allí, Padre!» Y al manifestar que
se quedaba con Jesús, quería expresar que se engol-
faba con alma y corazón en aquel piélago inmenso de
la Divinidad, para ver sublimes misterios.
Aquellos íntimos entretenimientos se empleaban
ordinariamente en orar y dirigir alabanzas al Altísi-
mo. «Los ángeles—dice un santo doctor—se complacen
en asistir á los santos cuando oran, y el arcángel San
Eafael aseguró al hijo de Tobías que, mientras oraba,
ofrecía él sus oraciones al Señor.» Si Gemma dedicaba
á la oración el día entero y parte de la noche, oración
adornada de viva fe y extraordinaria piedad, ¿cómo
no había de agradar al Ángel del Señor? Se le apare-
cía suspendido en el aire, con las manos extendidas ó
juntas, como en actitud de orar; otras veces arrodi-
llado á su lado. Eecitaban los salmos y oraciones al-
ternativamente, y si eran jaculatorias (son palabras
de Gemma) iban á porfía á ver quién gritaba más:
«¡Viva Jesús! ¡Bendito sea Jesús!», y otras semejantes,
con lo que el Señor se mostraba alegre y satisfecho.
Cuando meditaba, el bendito Ángel le suministraba
luces de lo alto, alentando su corazón para que saliese
el ejercicio más perfecto cada vez; y como el tema de
las meditaciones era frecuentemente la pasión del Se-
ñor, el Ángel, como buen maestro, le descubría profun-
dos misterios, y decía: «Mira cuánto sufrió por ti Jesu-
cristo; considera una por una sus llagas abiertas por
tu amor. Medita cuan horrible es el pecado, pues para
expiarlo, fueron necesarios tantos tormentos.» Como
éstos, le sugería otros hermosísimos pensamientos,
los cuales, cual rayos de fuego, herían el corazón de
la joven.
Yo mismo, en varias ocasiones, asistí á las medita-
ciones que practicaba Gemma con su Ángel, y sólo con
— 137 —
lo que exteriormente veía, podía testificar anticipada-
mente lo que luego me manifestaba ella al darme
cuenta de lo ocurrido en el ejercicio. Observé que,
cuantas veces elevaba sus ojos para mirar al Ángel, es-
cucharlo ó hablarle, aunque fuese en horas ajenas á la
meditación, otras tantas perdía el uso de los sentidos
por completo; y al apartar la mirada ó suspender el
coloquio, inmediatamente recobraba sus sentidos, con
la particularidad de que cuantas veces lo intentaba,
aunque fuese por breve espacio, el fenómeno se repe-
tía. Hago esta indicación, antes de tratar de los éxta-
sis, para que no se atribuya á la imaginación lo que
era comunicación interior con el Ángel, hecho que lo
mismo tenía lugar en la calle, que en casa, ya sen-
tada á la mesa, ya ocupada en la cocina. Tan dis-
puesto estaba el Ángel á presentarse, como Gemma
á recibirlo. Si se exceptúa la inmovilidad del cuerpo
y la lucidez sobrehumana de los ojos, nada se notaba
exteriormente, y era preciso tocarla, para darse cuen-
ta de que estaba conversando con seres celestiales, y
ajena por completo á este mundo terrenal.
Con repetición hemos citado algunos coloquios en
los que el Ángel usaba de tal familiaridad, que solo
admite comparación con la que el arcángel Eafael
mantenía con el joven Tobías. «Dime, ángel mío, ¿qué
tenía el confesor esta mañana que estaba tan serio y
no me quiso escuchar?»—«¿Cuándo me contestará el
Padre desde Eoma á la carta que le escribí pregun-
tándole cómo debía conducirme en tal cosa?»—«Y el
pecador por quien me intereso, dime, ángel querido,
¿cuándo me lo convertirá Jesús?»—«¿Qué debo decir
á esa persona que me ha pedido consejo?»—«¿Y de
mí, qué opinas? ¿Está contento Jesús?» Tales eran las
cuestiones que trataban, todas del orden espiritual,
porque de lo terreno no se hablaba. El Ángel, amol-
dándose á tamaña sencillez, respondía á todo con
inefable dulz ira, viniendo después los sucesos á com-
probar que la respuesta había sido dada por un es-
píritu celestial. Tengo tan abundante materia sobre
— 138 —

el particular, que se podría con ella escribir un volu-


minoso libro, y necesitaría otro para exponer los
fundamentos, de la credibilidad de hechos tan ex-
traordinarios, que el moderno nacionalismo no quiere
admitir.
Hablando en general, diré que el Ángel era para
Gemma un segundo Jesús. Ella le manifestaba sus
necesidades, y en las horas de angustia, especialmen-
te en sus luchas con el demonio, lo tenía constante-
mente á su lado; le daba encargos para el Señor, la
Virgen ó los Santos, y, en ocasiones, le confiaba cartas
cerradas, suplicando que le llevase contestación, la
cual, en efecto, llegaba, y muy pronto. ¡Qué de pruebas
hice yo para asegurarme que hechos de tal naturaleza
obedecían á causas sobrenaturales! Ni una sola falló;
y tuve que convencerme de que el cielo, por decirlo
así, quería juguetear con esta joven tan sencilla como
amada. Si mandaba á su Ángel con algún encargo
para personas de este mundo, como lo hacía con fre-
cuencia, le causaba extrañeza que no se le contestase.
«¡Hace tantos días—escribía—que se lo mandó á de-
cir por el Ángel! ¿Cómo es que no lo hizo? Por lo me-
nos, bien pudo mandarme á decir por él que no le
era posible ocuparse en este asunto. No se incomode
porque vuelva á insistir en esta carta. Se trata de ne-
gocio muy serio.»
Tenía, pues, al celestial mensajero en constante
movimiento, y éste con especial esmero la favorecía,
dándose el caso de que, sin necesidad de invocarlo, acu-
día al menpr peligro, refrenaba el poder del demonio,
y luchaba con él, llevando á Gemma de la mano. Pa-
ra citar un caso particular, sucedió que estando sen-
tada á la mesa en,casa de sus padres, uno de los con-
currentes, cediendo á las malas costumbres de nues-
tros días blasfemó del santo nombre de Dios. A l oirlo
Gemma, experimentó tal dolor, que se desmayó, y al
caer, iba á dar con la cabeza en el suelo, pero el Án-
gel acudió en su socorro, la sujetó, puso su espalda
para que le sirviera de apoyo, le dijo al oído una pala-
— 139 —

bra, y la hizo,volver en sí. En otra ocasión, habiéndose


entretenido en la iglesia hasta hora avanzada sin dar-
se cuenta, porque estaba con el Señor, le advirtió el
Ángel la hora que era, y la acompañó visiblemente
hasta su casa. En varios peligros de la vida le avisó
para que adoptase las precauciones convenientes, y
por más que ella no se descuidaba, alguna vez le
hubieran sobrevenido graves males; por eso en una
ocasión le dijo el Ángel con mucha gracia: «¡Pobre
criatura! Eres tan imperfecta, que no puedo menos de
estar continuamente á tu lado. ¡Cuánta paciencia ne-
cesito contigo!»
Empero la misión más importante del Ángel para
con Gemma, era la concerniente al alma; pues debía
ser, con arreglo á los designios de Dios, instrumento
de santificación, y enseñarle el difícil camino de la
virtud. A l propio tiempo que fidelísimo guarda, era
maestro de perfección cristiana, y todo le servía de
ocasión para dirigirla é ilustrarla con palabras de divi-
na sabiduría, algunas de ellas conservadas gracias á la
relación que Gemma hacía de vez en cuando á su di-
rector espiritual. En una ocasión, sin duda para que
no se perdiese ni una sílaba, ordenó á Gemma que to-
mase papel y pluma, que se sentase en el escritorio, y
él de pie, cual si se tratase de un maestro, se puso á
dictar para que copiase lo que sigue: «Acuérdate, hi-
ja, de que quien ama á Jesús de veras, habla poco y
sufre mucho. Te ordeno, de parte de Jesús, que nunca
des tu parecer, si no te lo piden, y que no sostengas tu
parecer, sino que, una vez dado, te calles. Cuando co-
metas alguna falta, acúsate inmediatamente de ella;
no esperes á que otros lo hagan. Obedece puntual-
mente al confesor sin replicar, y á quien él te man-
de, y sé sincera con uno y otro. Guarda tus ojos y ten
presente que quien mortifica la vista, verá la hermo-
sura del cielo.»
Cuando era preciso, se mostraba severo con su dis-
cípula, corregía sus defectos, sin tolerar el más peque-
ño, tanto que un día llegó á decirme: «Es un poco se-
vero mi Ángel, pero me alegro. Días pasados llegó á
regañarme tres ó cuatro veces. En verdad que á veces
parecía salirse de los límites de lo justo. «Ayer—es
G-emma la que habla,—cuando estaba comiendo, le-
vanté los ojos, y vi al Ángel mirarme con tal severi-
dad, que causaba miedo. Más tarde fui á acostarme un
momento. ¡Dios mío! Me mandó que lo mirase cara á
cara, lo hice, pero inmediatamente tuve que bajar la
vista. No obstante él insistía en lo mismo y me dijo:
«¿No te das vergüenza de cometer faltas delante de
mí?» Y por espacio de una hora me obligó á que le mi-
rase cara á cara. Me dirigía unas miradas tan penetran-
tes, que me vi precisada á llorar, y encomendarme á
Dios y á la Virgen Santísima, para que me apartasen de
allí, porque no podía resistir más. De vez en cuando
decía: «Me avergüenzo de ti.» Yo rogaba y suplicaba
que nadie pudiese verlo en tal estado, porque de ha-
berlo visto, ninguno se acercaría á mí. Pasó el día en-
u

tero sufriendo, sin poderme recoger un momento, y sin


tener valor para dirigirle una palabra, pues en cuanto
yo levantaba los ojos, él me miraba con aire severo.
Le hubiera pedido perdón, pero cuando se pone así, no
es la ocasión más oportuna.»
No es fácil expresar el fruto que de este angelical
magisterio sacaba la amable joven, porque teniendo
sed de perfeccionarse en la virtud, estaba pendiente
de sus palabras, entregándose con valentía á las obras
de penitencia que el Ángel le imponía, para tenerlo
así contento. Por eso hubo de decirme un día: «Mu-
cho me repugnaba la penitencia que me impuso de
ir á decir al confesor ciertas cosas; pero obedecí. Me
revestí de valor, y muy de mañana fui á cumplir
su orden, con lo cual me vencí, y conseguí que el
Ángel, que es muy bueno conmigo, quedase contento.»
Por la gran caridad que con ella usaba, amaba tan-
to Gemma á su fiel custodio, que tenía constante-
mente su nombre en los labios y el corazón. «Ángel
querido—le decía,—¡cuánto te quiero!»—«¿Y por
qué?,» le preguntaba él.—«Porque me has enseñado á
— 141 —

ser buena, á ser humilde y á complacer á Jesús.»


No es de extrañar, por lo tanto, que amor tan in-
tenso en alma tan sencilla, ocasionase tal familiaridad
que á veces resultaba excesiva. Hablando con el Án-
gel, parecía tratar con un igual, llegando á porfiar con
él para que se doblegase á su parecer. A mí mismo me
causó extrañeza al principio, por lo que le advertí
que aquello no estaba bien, ni con mucho; la califiqué
de soberbia, pues en vez de temblar delante del celes-
tial espíritu, usaba con él de tal confianza que lo tra-
taba de tú, y le prohibí, para probar su virtud, que se
entretuviese con el Ángel, fuera de los límites señala-
dos por mí. Gemma bajó la cabeza y humildemente
respondió: «Tiene razón que le sobra, Padre, no lo
volveré á hacer más. De hoy en adelante, cuando vea
al Ángel, le daré el tratamiento de V., le haré la re-
verencia debida, y me pondré unos cuantos pasos
atrás.» Promesa que cumplió fielmente durante la
prohibición, por más que, en lo referente al V., se em-
brollaba á menudo, incluso en los éxtasis, y tenía que
rectificar.
Concluiré este asunto refiriendo una aparición. «Es-
taba en cama muy enferma, cuando de pronto pude
recogerme interiormente. Junté las manos, y con to-
da la fuerza que mi débil corazón permitía, hice el ac-
to de contrición acompañado de gran dolor por mis
pecados. Mi entendimiento meditaba las ofensas he-
chas á Dios, cuando en esto observó que el Ángel
estaba á mi lado. Me avergoncé de estar en su presen-
cia, pero él me saludó cariñosamente y me dijo: «Jesús *
te quiere mucho; ámalo tú también.» Después me
dijo: «¿Quieres mucho á la Madre de JesÚ3? Salúdala
con frecuencia, que le agrada mucho y siempre os de-
vuelve el saludo. Aunque no siempre la oigáis, es pa-
ra probar vuestra fidelidad.» Dicho esto me bendijo y
desapareció.»
De lo manifestado se deduce que la familiaridad de
Gemma con su Ángel era sencilla y espontánea, pero
á la par humilde y reverente.
— 142 —

También nosotros tenemos un ángel designado por


el Padre celestial como custodio. Si como Gemma fué-
semos puros, inocentes y humildes, llenos de viva fe
y con deseos de perfeccionarnos, seguramente que nos
querrían ellos también, como el suyo á Gemma.
CAPÍTULO X V I

D E SU EXTRAORDINARIO ESPÍRITU DE ORACIÓN

Desde su más tierna edad procuró con ahinco esta


virgen ejercitarse en la oración, para recibir los favo-
res de la gracia. Movida por especial instinto, se acer-
caba á su madre y á sus maestros para que la enseña-
sen á orar, y cuando ya supo hacerlo, se apartaba de
sus familiares, se encerraba en su habitación y allí
pasaba horas enteras orando y trabajando. Si tenemos
presente el aborrecimiento con que miró todo lo que,
fuera de Dios, podía ocupar su corazón: su desprendi-
miento por las cosas creadas, la custodia de los senti-
dos, la delicadeza de su conciencia, la mortificación de
los apetitos y las virtudes en que se ejercitó, pode-
mos disponernos para verla entrar en íntima comuni-
cación con Dios. Así fué; desde los primeros pasos se
puso en aptitud de fijar la mirada en El sin deslum-
hrarse, como el águila con el sol. Siendo el fin de la
oración unir el alma con Dios por medio de la fe, bien
podemos asegurar que Gemma, desde temprana edad,
poseía el don de la oración en grado eminente.
Ordinariamente hablando, para ver á Dios, no ne-
cesitaba ponerse á orar, recoger sus potencias ó hacer
esfuerzos, como tenemos precisión de hacer nosotros,
porque tenía presente al Señor en cualquier tiempo
y lugar, sin que perdiese su presencia por distracción
de ninguna clase. Y es de admirar que así sucediese,
pues aunque incapaz de mezclarse én cosas ajenas, era
tan cuidadosa de sus deberes, que cuando se le con-
fiaba un asunto, podía uno tener la seguridad de que
se cumpliría puntualmente. Una sola vez tengo cono-
cimiento de que se distrajese, y esto por poco tiempo,
de la actual presencia de Dios. Véase qué cosa tan in-
— 144 —
sólita para ella, y qué tremenda desventura. «El señor
Lorenzo, con palabras suyas, me ordenó que le hiciese
algunas cuentas, y como eran algo difíciles, les puse
tanta atención, que perdí á Dios de vista. ¿Ye V., Pa-
dre, cómo sigo siendo imperfecta, pues por unos nú-
meros y escasos bienes materiales, he dejado al Señor?
Me ha trastornado de tal manera este pensamiento,
que me parecía estar ya condenada. ¡Dios mío, hasta
cuándo durará esta perversidad mía!» Lo cierto es que
me costó mucho trabajo poder tranquilizarla; pero no
sin confundirme y avergonzarme á la vista de virtud
tan grande.
Bastaba mirar, aunque fuese de lejos, á esta admi-
rable doncella para conocer que se había entregado
á Dios por completo; porque, repitámoslo, la majes-
tad de su rostro, su porte grave, la sobriedad en
las palabras, la modestia de sus ojos, y la angelical
sonrisa de sus labios, decían á cualquiera que Gemma
estaba en la presencia divina, y en el mundo, sola-
mente su cuerpo. Tal atención para las cosas celestia-
les era para ella la cosa más natural del mundo; no le
causaba el menor cansancio, pero el distraerse le era
penoso en extremo. A l expresarme así, no se crea que
exagero; refiero sólo lo que mis ojos vieron. Sentado
un día á la mesa de aquella buena familia, bienhecho-
ra de mi Congregación, Gemma se situó en frente, in-
teriormente recogida, por lo que yo, usando de la au-
toridad de padre espiritual, le indiqué que suspendiese
la oración, pues aquel acto no era el más adecuado para
orar. Dicho esto la miré, observé que palidecía y tem-
blaba de pies á cabeza, pero obedeció y se puso á co-
mer sin dar señales de que interiormente sufriese.
Terminada la comida, la llamé aparte, y pude cercio-
rarme de que sus vestidos estaban empapados en sudor,
como si hubiesen sido sumergidos en un baño, y, ad-
mirado, no pude menos de preguntar: «¿Pero qué es
esto?» Ella me contestó candorosamente: «Padre, bien
lo sabe V. ¿lío me quitó á Jesús durante la comida?
Pues sin él no puedo estar.» Desvié la conversación y
con cierto desprecio, le mandé que fuese á mudarse de
ropa. Al cabo de algunas horas renové el precepto, y
el fenómeno se reprodujo; volví á repetir el mandato,
aunque interiormente, y me vi precisado á ordenar la
suspensión, pues llegué á temer que el corazón se le
rasgase. ¡Un ángel como este, aun era viador en esta
miserable tierra!
La atención de Gemma para con Dios, no consis-
tía tan sólo en ese recogimiento de espíritu más ó me-
nos sentido de los que saben estar en la presencia del
Señor; era un ejercicio de elevada oración, espontánea
y dulce á la vez. Veía ella á su Dios, le hablaba, le
escuchaba y se complacía con El, pasando con envi-
diable facilidad de los pensamientos más sublimes á
otros más vulgares; le proponía dudas, ó pedía favo-
res para determinadas almas, y le daba gracias por
los favores recibidos. Tal era el recogimiento de esta
piadosa doncella, su espíritu de oración y lo que la
ocupaba las veinticuatro horas del día. Digo veinti-
cuatro horas, porque, como dormía poco, su oración
apenas se interrumpía, pues al despertar volvía á to-
mar el hilo en donde había quedado, y así, sucesiva-
mente, hasta la madrugada. Se levantaba como si to-
da la noche hubiese estado en la iglesia orando, sin
cansancio ni aturdimiento de cabeza; y al levantarse,
lo primero que hacía era santiguarse con el crucifijo,
que ni para dormir dejaba de la mano, besábalo luego
y sonreía con gracia sin igual. A sus coloquios noc-
turnos aludía, cuando en uno de sus éxtasis se le oyó
exclamar: «¿Ves, Jesús mío, cómo paso las horas de la
noche?... Duermo, sí, pero mi corazón no duerme, si-
no que vela contigo.»
De lo dicho, deducirá el lector que este ángel, al
tratar con Dios, poco uso hacía de las oraciones voca-
les, excepción hecha del Eosario, que se rezaba en fa-
milia, y de vez en cuando, de la coronilla de la Pasión
ó de la Virgen de los Dolores, que le servían de guía
para internarse en la meditación de los misterios do-
lorosos. Fuera de éstas, ninguna más. Pudiendo hacer-
lo
— U6 —
lo perfectamente con las luces que recibía del cielo,
componía ella misma sus oraciones según sus necesi-
dades. «No me agrada—decía—leer oraciones en los
libros, porque no encuentro pasto suficiente; ni me
conviene recitar padrenuestros y avemarias, porque
me canso. Las oraciones las hago yo según puedo.» Sin
duda, lector, tendrás interés en que te transcriba al-
guna de las inspiradas oraciones de Gemma, fielmente
recogidas al ser sorprendida orando. No las encontra-
rás de menor mérito que los soliloquios de San Agus-
tín. «Alabado sea el excesivo amor de Jesús que,
apiadándose de mi miseria, me ofrece los medios ne-
cesarios para alcanzar su amor. Eres, Señor, tesoro que
no conocía, pero ahora te conozco; eres todo mío, es-
pecialmente tu Corazón. Sí, tu Corazón es enteramen-
te mío, porque una y mil veces me lo regalaste; pero
tu Corazón está lleno de luz, y el mío envuelto en ti-
nieblas. ¡Cuándo llegará el día en que, desde estas ti-
nieblas, pase á la luz clarísima de mi Jesús!»
«Dios mío, ¿cómo podré glorificarte? Al crearme lo
hiciste sin mí, y sin mí tienes la gloria que mereces.
Que todas tus obras te alaben, ya que las hiciste á
medida de tu infinita grandeza. Es limitado mi en-
tendimiento, pero la gloria de Dios no tendrá fin. Al
glorificarte, Señor, no somos nosotros obra de tus ma-
nos, sino que eres Tú quien te glorificas.» Y rogando
por sí misma, decía: «Jesús mío, vengo á postrarme á
tus pies y pedirte una gracia. Si no fueses Omnipoten-
te, no te la pediría. ¿Por qué no tranquilizas mi alma,
siendo así que está llena de santos deseos? ¿Despre-
ciarás esas aspiraciones puestas por ti en mi corazón?
Pues esa es la gracia que te pido; me la otorgarás, ¿no
es cierto? ¡Señor, apiádate de mí! Ya que he rogado
tantas veces por los demás, ten ahora piedad de esta
pecadora, que te costó la vida. ¡Perdóname, Dios mío;
mira que soy huérfana, no tengo padres. Ten piedad
de los huérfanos, que son fruto de tus dolores.» De
estos coloquios tan tiernos, tengo tantos en ini poder,
que llenaría un volumen.
— 147 —

En ocasiones, la fervorosa joven desahogaba su co-


razón con aspiraciones breves y llenas de fuego. «Je-
sús, Dios de mi corazón, contigo solamente quiero es-
tar. ¡Cuándo llegará el día en que te vea cara á cara!
¡Ay mundo, qué despreciable eres! ¡Y cuan estima-
ble la cruz de mi Jesús!» Como estas eran otras mu-
chas jaculatorias que, salidas del corazón, pronuncia-
ba su boca, cuando creía estar sola. Otras veces eran
versículos ó salmos enteros, escogidos de entre los más
apropiados á la situación de su alma; de ellos ha-
cía uso en tiempo de aridez, cuando por la gran an-
gustia se volvía poco menos que inerte en entendi-
miento y su corazón, ya que en tiempos de la ordinaria
sequedad de espíritu, las dos facultades permanecían
aptas para ejercitarse, acaso mejor que en tiempos de
consolaciones, con la sola diferencia de que su ora-
ción era entonces dolorosa, capaz de herir el corazón
de quien la escuchase. Entre sus papeles encontré
un librito, en el que había copiado algunas aspiracio-
nes sacadas del salterio, con el siguiente título: «Ora-
ciones, aspiraciones, jaculatorias y recopilación breve
de algunos salmos, para recitarlos durante el día, es-
pecialmente cuando el Señor se oculta.» Ya hemos
visto que así era como llamaba al estado terrible de
angustia: «¡Jesús que se oculta!»
Dividen los actores místicos la contemplación en
infusa y adquirida. La primera es don de Dios, inde-
pendiente del esfuerzo humano; y la segunda se ad-
quiere, mediante el auxilio de la divina gracia, con
nuestras fuerzas, especialmente con el ejercicio de la
meditación. Con esto el alma se acostumbra á pensar
en las cosas espirituales, se perfecciona y, si se per-
mite la expresión, se espiritualiza cada vez más, has-
ta el punto de no serle necesario trabajar ya con la
palabra ni la meditación, para elevarse á Dios. En-
tonces basta un pensamiento ó imagen cualquiera para
abstraería, y mantenerla en suspenso con la mirada
tranquila, casi extática, de la contemplación. Gemma
tuvo estas dos formas, según antes se manifestó; asj
— 148 —

es que, en el camino de la perfección, no solamente


fué pasiva, sino que con sus fuerzas adquirió la santi-
dad, haciéndose acreedora á los dones de la divina
gracia.
Bajo la guía del Espíritu Santo, se aplicaba con to-
das sus fuerzas á la meditación ordinaria, en diversas
partes del día, es decir, por la mañana en la iglesia, y
por la noche antes de irse á descansar; y además,
cualquier tiempo que por el día le quedase libre, era
empleado en tan santo ejercicio. En la meditación se-
guía los preceptos que dan los maestros de espíritu,
tales como la preparación remota, que consiste en el
recogimiento y ordenación del objeto que se va á me-
ditar; la preparación próxima, que son los actos de fe,
el dolor de los pecados, las súplicas, etc., que preceden
al piadoso ejercicio, y, por fin, la composición de lugar,
que consiste en la representación del misterio por la
memoria, su examen con el entendimiento, aplicán-
dose á sí mismo la verdad meditada, y excitándose á
santos deseos por medio de la voluntad. Los temas
ordinarios de Gemma eran los atributos de Dios y la
Pasión del Salvador, porque si bien á veces se propo-
nía otros, siempre concluía por estos dos: Dios y el
Calvario. De tal manera se engolfaba, que era capaz
de estar ocupada horas enteras sin cansarse, y lo que
es más raro, sin padecer distracciones, pues ni de ni-
ña las padeció por mucho que la meditación durase.
Puesta en oración, se borraba de sus potencias el mun-
do, y su pensamiento quedaba libre para ocuparse en
Dios, cual si no perteneciese á esta miserable tierra;
privilegio insigne, á pocos santos concedido.
De lo dicho se infiere cuan fácil tenía que ser para
Gemma el pasar desde la meditación profunda á la
contemplación adquirida, como sucedió desde un prin-
cipio. Sin poner en ello el menor cuidado, su medita-
ción se convertía, desde las primeras consideraciones,
en altísima contemplación. Si el misterio que se propo-
nía meditar era el de la belleza, santidad, misericor-
dia ó justicia de Dios, veía estas divinas perfecciones
— 149 —

como en. un cuadro, mejor dicho, en un espejo. Exa-


minaba su grandeza y profundidad, descubría cuanto
es permitido al entendimiento humano, sus inefables
secretos, y aquella visión, haciendo callar á las poten-
cias de su alma, hacíala completamente dichosa. Guan-
do meditaba en la Pasión del Salvador, después de
haberse representado el misterio, fuese G-etsemaní, el
Pretorio, el Calvario, ó la crucifixión, perdíase tam-
bién su entendimiento como en un mar sin límites,
s

y su corazón se consumía, á un mismo tiempo, de


amor y de dolor.
Para darme á entender mejor, copiaré las palabras
con qué contestó á una pregunta mía: «Al ponerme á
meditar, y durante la meditación, no experimento la
menor fatiga. Siento solamente que mi alma se hun-
de en la inmensa grandeza de Dios, pasando de un
punto á otro. Eeflexiono primeramente que, siendo el
alma imagen y semejanza de Dios, sólo El debe ser
mi único fin, y en ese instante me parece que el alma,
perdiendo la pesadez de este cuerpo, vuela hacia Dios,
y al encontrarme en presencia de Jesús, me confundo
totalmente con El. Veo que soy amada por el celes-
tial Amante, y cuanto más pienso en El, más dulce
y amable lo encuentro. A veces me parece ver al Se-
ñor como luz divina, sol de eterna claridad, Dios gran-
de á quien todo está sometido en el cielo y en la tie-
rra, un Dios que puede cuanto quiere. Conozco que
es bien infinito, que por sí mismo existe, y que por
estar Heno de perfecciones, en él se encuentran todas
las cosas. Pienso también en su bondad, y entonces
mi entendimiento eleva su vuelo hacia el paraíso, y
como Jesús es bondad, y bondad infinita, con él es-
pero poseer todas las cosas. Pongo término á mi ora-
ción, pidiendo á Jesús que aumente en mí su amor,
para que después se perfeccione en el cielo.»
En otra carta me decía: «Me siento en la oración
como si no estuviese en mí. No distingo donde me en-
cuentro; si apartada de los sentidos, ó bien...; en fin,
experimento una paz y una tranquilidad tales, que no
— 150 —

es posible explicar. Siento una fuerza que me atrae,


pero que no fatiga; es una fuerza dulce, por decirlo así.
La plenitud de esa dulzura la experimento cuando
poseo á Jesús, cuando, olvidada del mundo, se siente
satisfecho mi entendimiento, y el corazón nada desea,
porque posee un bien infinito, sin medida, que á nin-
guno se asemeja, y al cual nada le falta. Después de
la oración, le busco, porque es mucha la dulzura que
me hace sentir el bondadosísimo Jesús. Pero no siem-
pre siento dulzura, sino que algunas veces experimen-
to dolor de mis pecados, y con tal intensidad, que pa-
rece voy á morir.»
Eespondiendo á una duda que con artificio le pro-
puse, se expresó del siguiente modo: «En la oración
veo á Jesús, pero no con los sentidos corporales, sino
que le conozco con claridad. El me hace caer en dulce
abandono, y en tal estado le conozco. Oigo su voz con
tal fuerza que, según he dicho varias veces, me hiere
más la voz de Jesús que una espada de dos filos: tan
profundamente penetra en mi alma. Sus palabras son
palabras de vida eterna. Cuando veo ú oigo al Señor,
no veo belleza y figura corporal, ni oigo un sonido
dulce ó canto armonioso, sino que veo una luz infini-
ta, un bien inmenso; y su voz, aunque articulada, co-
mo la palabra humana, es, no obstante, más fuerte, y
mi alma la oye como oye las palabras pronunciadas
por la lengua.»
Todo esto nos demuestra que el alma de esta vir-
gen, más angelical que humana, estaba dotada de
gran perspicacia para ponerse sin esfuerzo en con-
tacto con el Sumo Bien, y comprender las concepcio-
nes más sublimes. También estaba dotada de singular
prudencia, que le hacía preferir las cosas del cielo,
buscarlas con avidez y amarlas entrañablemente, de
tal modo que, elevándose sobre la viciada naturaleza,
confortada con' la luz celestial que le comunicaba el
divino Espíritu, veía la unidad de la naturaleza en
Dios y la Trinidad de las Personas, la unión inefable
de la naturaleza divina con la humana en la Encar-
— 151 —

nación del Verbo, el misterio de la sabiduría, la justicia


y misericordia divinas en el gobierno de sus criaturas,
y otros muchos arcanos que, para su perfección, le fue-
ron descubiertos. Y veía tales arcanos como cosas
claras y evidentes, por lo que, en vez de saciarse, as-
piraba á ver más, y lanzándose con raudo vuelo, sen-
tía la necesidad de ir más allá, para llegar á lo más
recóndito, que era su Dios visto cara á cara. Por eso
en una ocasión se le oyó exclamar: «¡Quién me diera
alas de paloma para volar hasta Ti, Dios mío! Haz
que en las alas de la contemplación pueda llegar has-
ta Ti; rompe las cadenas que me aprisionan. Muchas
cosas hay, Jesús mío, que entretienen mi alma con-
templándolas, pero en ninguna encuentro descanso,
porque sólo en Ti reposa mi alma.»
"No es fácil explicar la estimación en que tenía
Gemma estas verdades, ni el consuelo que á su cora-
zón proporcionaba la contemplación; baste saber que
frecuentemente no podía resistir y se desmayaba, ó
bien era arrebatada en éxtasis. «¿Cómo podré expli-
carle—me decía—lo que siento en estos momentos?
El cielo se derrama en mi alma, y ésta se admira pri-
mero, quedando luego estupefacta. El entendimiento
se confunde y se aturde, y el corazón late con violen-
cia, sin saber hacer más que sufrir y gozar á un tiem-
po, ni volver la vista atrás. ¡Si supiese cómo quedo
después de la oración! ITo sé qué se haya experimen-
tado cosa igual. ¡Dios mío, cuan bueno eres conmigo!»
Frecuentes eran estas sublimes ilustraciones, ya es-
tuviese orando ú ocupada en asuntos propensos á la
distracción. Su entendimiento se iluminaba repenti-
namente con luz misteriosa, desaparecía cuanto la ro-
deaba, y de golpe se encontraba en el cielo contem-
plando á Dios y sus bellezas. No sabiendo Gemma có-
mo explicar este esfuerzo sobrehumano, decía con su
acostumbrada ingenuidad: «Pierdo la cabeza. Estaba
en la cocina hablando con la criada, y de repente, sin
tener tiempo para retirarme, se me desvanece el sen-
tido y me encuentro en presencia de Jesús.»
— 152 —

¡Afortunada criatura, quédate con él, que nadie te


envidiará suerte tan merecida!
A esta sublime elevación puede llegarse por tres
vías diferentes: intelectual, imaginativa y mixta. La
primera tiene su origen en las cosas abstractas ó
intelectuales; la segunda en las imágenes sensibles
preexistentes ó divinamente impresas en la fantasía,
y la tercera participa de las dos, ya sea por disposi-
ción divina, ó por el vínculo que existe entre el en-
tendimiento humano y los sentidos. Cuando el miste-
rio que se contempla es por su naturaleza sensible,
como sucede con la pasión del Salvador, es evidente
que la contemplación imaginativa, objetivamente con-
siderada, no es menos digna que la intelectual, y es
propia tanto de los principiantes, como de los perfec-
tos en esta divina ciencia. La intelectual, rigurosa-
mente hablando, es muy rara, según el común sentir
de los teólogos; porque si bien es cierto que la gracia
refrena y corrige la naturaleza, cuando ésta pone obs-
táculos á su acción, no la violenta; y de ahí que la for-
ma más común sea la mixta, interviniendo las imáge-
nes sensibles, no como instrumento de la contempla-
ción, sino por concomitancia.
De que la contemplación de G-emma, por lo regu-
lar, era de esta última clase, es prueba evidente el
que, después de la oración, recordaba perfectamente el
asunto en que se había ocupado, y podía, mediante el
auxilio de las imágenes sensibles, delinear cada mis-
terio; cosa que hubiera sido imposible, de no tomar
parte la imaginación. Esta facultad, de la que no abu-
saba en la oración ordinaria, no era un obstáculo,
cuando, bajo la acción del Espíritu Santo, se ocupaba
en cosas más, sublimes; porque sólo entraba en ejerci-
cio cuando contemplaba misterios objetivamente sen-
sibles, especialmente la sacratísima Humanidad del
Señor; y entonces, con mucha delicadeza. Le descu-
bría la divina hermosura de Jesús, las llamas de su
encendido Corazón, la profundidad de las llagas, el
cuerpo ensangrentado, y la cabeza herida, dejando
— 153 —

luego que el entendimiento, con el auxilio de superio-


res luces, hiciese lo demás.
Cuando la joven era principiante en las sendas de
la mística, el divino Espíritu, acomodándose á la sen-
cillez infantil de ella, la educaba con la contem-
plación sensible é imaginativa en los misterios del
orden intelectual, haciéndole ver, por ejemplo, al Pa-
dre Eterno bajo la forma de anciano venerable, reves-
tido con los honores de la paternidad y la majestad
de un justo juez.
CAPITULO X V I I

ÍNTIMA UNIÓN DE GEMMA CON EL SUMG BIEN

Después de lo dicho, parecerá acaso inútil añadir


un capítulo particular para demostrar cuan alta y
profunda fué la unión de Gemma con Dios y cuan
encendido el amor que por El ardía en su pecho.
Sin embargo, como la perfección de la vida cristiana
consiste en este amor y unión, no desagradará al lec-
tor que hable de él en particular, á fin de que se vea
cómo en realidad alcanzó el ángel de Lúea en sumo
grado la perfección de que estamos hablando.'
En efecto, ver á Dios con luz sobrenatural infusa,
estar en contacto con El por medio de las facultades
del alma, y no amarlo ni desear unirse á El íntima-
mente, es imposible. Al menos para Gemma lo era; y
como desde la niñez fué favorecida por el cielo con
esa luz, desde entonces principió á sentirse unida con
Dios por dulces atractivos, amándole con tierno afec-
to, y á El solo. Muchas veces le oí decir: «No, no quie-
ro que se me hable de otro amor, porque á El solo
quiero y El solo me basta. Tú lo sabes, Jesús mío,
que á nadie quiero más que á Ti. Aunque me hagan
pedazos, dejándome á Jesús, estaró satisfecha.»
Era Gemma como la esposa que, herida en el cora-
zón, sólo vive para el celestial esposo, en quien tiene
fijos el entendimiento y eLcorazón y todo su ser, y con
el Real Profeta exclamaba:«¡Quién pudiera, Jesús mío,
estar en el Paraíso! ¿Puedo desear algo en el mundo
fuera de Ti, que eres el Dios de mi corazón, mi heren-
cia y mi todo, por toda la eternidad?» Bastaba mirarla,
aunque fuese un momento, para comprender que es-
tos afectos se sucedían en su corazón á cada instante.
¿Y qué sucedía cuando entablaba conversación sobre
— 155 —

estos asuntos? Sus palabras, aunque breves y concisas,


eran de fuego. «¡Oh, si supiesenjtodos cuan hermoso y
amable es Jesús! ¡Se morirían de amor! ¿Por qué es
tan poco amado? ¡Ah, tiempo perdido el que se em-
plea con las criaturas! ¡Nuestro corazón ha sido hecho
para amar á uno solo, á nuestro Dios!» Dichas al-
gunas expresiones, volvía á sumirse en su habitual
recogimiento. Los teólogos llaman á este recogimien-
to interno: Silencio espiritual. En él permanece el alma
estupefacta, clavada, por decirlo así, ante la majestad
de Dios, y sin valor para hablarle, contenta con amarle
para ser feliz, y con amarle cada vez más para ser más
feliz. La imaginación misma se llena á su vez de las
maravillas que vislumbra, y se abstiene de perturbar
con sus actos la paz suavísima del entendimiento; de
modo que en este estado todo calla, mientras Dios hace
gustar al alma delicias inenarrables. En Gemma, este
grado de amor y unión más perfectos, alternaba fre-
cuentemente con el primero. Eecogida su alma para
hablar con Dios y escucharlo, alabarlo y darle gracias,
humillarse y confiar, de golpe aumentaban las luces
divinas que la ilustraban y el amor que la atraía, y
quedaba suspensa é inmóvil, para volver luego á los
primeros afectos. Mientras en el primer estado se re-
flejaban en su rostro, uno en pos de otro, los movi-
mientos de su alma, en el segundo permanecía inva-
riable la fisonomía. A l darme cuenta de este grado
de oración, Gemma se expresa así: «Estuve en pre-
sencia de Jesús; nada le dije, ni él á mí; los dos per-
manecíamos en silencio, yo mirándolo á él y el mirán-
dome á mí. ¡Pero, Padre, si supiese cuan dulce es es-
tar así delante de Jesús! ¿Lo ha experimentado algu-
na vez? No se puede desear más. Al cabo de algún
tiempo, dijo Jesús: ¡«Basta!», y aquella luz desapare-
ció, pero el corazón no se enfría tan pronto.»
Ciertamente, no se enfriaba el corazón de la sierva
de Dios, porque, aunque cesase la contemplación en
este grado, que siempre es de corta duración, las lla-
mas persistían quemándolo largo rato. No andaría
— 156 —

muy lejos de la verdad quien asegurase, como creo yo


poder asegurar, que la costumbre que tenía esta joven
de estar callada durante el día y en constante reco-
gimiento, provenía del sobrenatural silencio en que la
colocaba Dios en la contemplación. Claro está que, con
aquellos ardores del alma, con la memoria de aquella
belleza infinita que estaba destinada á contemplar con
tanta frecuencia, muy pocos deseos debía tener de en-
tretenerse á hablar con las criaturas. Sólo le bastaba
Jesús, y de nadie más se cuidaba. Oigámosla: «Déja-
me obrar, Jesús; ya que tu amor es inaccesible, pen-
saré, sí, pensaré. Aquí, Jesús, aquí en mi corazón,
quiero fabricar un aposento de amor, donde sólo en-
tres Tú; aquí te tendré siempre conmigo, siempre pri-
sionero, y no te daré libertad, no, hasta que no me
hayas dado los consuelos que tanto deseo. ¿Y qué de-
seo, qué pido, buen Jesús? Ya lo ves; pido lo que tú
quieres, y deseo lo que tú pides.» ¿Qué te parece, de-
voto lector? ¿No son preciosos estos frutos? ¿Puede un
corazón frío inventar afectos semejantes?
Creciendo en el alma bien dispuesta semejante quie-
tud, crece con ella el amor, á cuyo dulce calor el al-
ma misma se siente como adormecida y tranquila-
mente reposa en el seno de Dios. En este estado, tie-
ne el alma conciencia de que ama, y ama mucho al
Sumo Bien; pero sin pensar cómo ama, y cuidándose
sólo de amar. Ni podría tampoco investigar el por
qué y cómo ama, pues dormida como está su men-
te, se pierde en Dios. De semejante gracia fué favore-
cida la seráfica virgen de Luca, poco antes de ser ele-
vada á la unión extática, y Dios se la concedía con
bastante frecuencia en un mismo día. Como en tal es-
tado los sentidos corporales se adormecen, era fácil
observarla, ya en pie ó sentada, arrodillada ó tendi-
da en tierra. Aparentemente estaba dormida, y ella
misma se servía de la palabra sueño para referir el
misterioso fenómeno; pero no porque en realidad dur-
miese, sino porque el entendimiento estaba totalmente
: abstraído, apartado de todo, incluso de sí mismo; por
— 157 —

lo que, al salir de aquel estado, decía que había esta-


do en el seno de Dios. «Figúrese una niña—me decía,
—que se duerme en el regazo de su madre. Se olvida
de todo y en nada piensa, como no sea en descansar y
dormir, sin cuidarse de cómo ni porqué duerme. Pues
así está mi alma durante ese tiempo; pero créame,
Padre, es un sueño dulcísimo.»
¡Duerme, angelical virgen, y descansa sobre el re-
gazo que con tanta ansia buscabas; en él encontraste
tu último fin!
Para asegurarme de todo con pruebas fehacientes, y
también para mortificarla, le dije que semejante sueño
durante el día era verdadera ociosidad que convenía
evitar. ¡Caso raro! Como este sueño era sobrenatural,
sin que tomase parte la voluntad para entrar en él,
Gemma suplicó al Señor que le permitiese obedecer;
el Señor la escuchó, y el fenómeno no se repitió. Pero
muy pronto se manifestó en su lugar otro de orden
más elevado, en premio sin duda á su voluntad obe-
diente; ese nuevo fenómeno es el de la unión extá-
tica antes indicado, del que me he de ocupar con más
extensión en otro capítulo. «Vea—me decía la bonda-
dosa joven,—-Jesús me hizo obedecer, y no he vuelto á
dormir. Ahora estará V. contento. Ya no se molestará
conmigo, aunque le dé algún disgusto. Procuraré ser
buena.» Como puede ver bien el lector, en estos he-
chos no entra en modo alguno el artificio ni el engaño.
Colocada en medio de tantas llamas, como en hor-
no encendido en el seno de Dio,s, fácilmente se com-
prende que esta alma afortunada no podía dormir
siempre ni reposar de continuo; sino que tanto el sue-
ño como el reposo habían de enardecerla cada vez
más, sacarla de vez en cuando fuera de sí, y excitar
en su corazón sentimientos de amoroso delirio. En tal
estado, quisiera el alma consumirse en alabanzas á
Dios, que su voz se oyese de uno á otro confín, indu-
cir á las criaturas todas á glorificarlo y amarlo, sufrir
mucho para agradarle y emprender cualquier cosa por
El. Quien ha leído los salmos del rey David y la v j -
— 158 —

da de San Francisco de Asís, de Santa Teresa, de Santa


María Magdalena de Pazzis, ó de otros santos favoreci-
dos de Dios, podrá comprender en qué consiste esta
embriaguez divina. Gemma la experimentó, según se
comprueba por las palabras que pronunciaba ó escri-
bía en tal estado. Exteriormente, sólo dos ó tres veces
se manifestó con voz vibrante y gestos animados, cual
si la divina gracia quisiera respetar la modestia de
que era tan cuidadosa la humilde virgen. Supo conte-
nerse en los accesos más fogosos, y la conmoción ex-
terna, las pocas veces que el fenómeno se manifestó,
reducíase á ciertos actos, muy pocos, de excesiva ale-
gría ó manía amorosa, pero moderados y dignos. Con-
vencida de tener la gloria en su corazón, hacía señas
á los circunstantes para que se aproximasen, les suje-
taba las manos contra su pecho para que también se
convenciesen, y exclamaba: «¡Oh Dios! ¡Oh amor! ¡Oh
paraíso!» Mas, fuera de estos casos, la embriaguez de
este serafín, aunque sensible, era interna. Solamente
por las llamaradas de fuego que salían de su corazón,
y por la rubicundez del rostro, se descubría que Gem-
ma se encontraba en aquel estado de gozo inefable.
Oigámosla: «Son tan fuertes, Dios mío, los lazos de tu
amor, que no puedo desasirme de ellos. Déjame en li-
bertad, suéltame, que no por eso dejaré de amarte. ¿Qué
has hecho á mi corazón, Jesús, qué le has hecho, que se
vuelve loco por Ti? ¡Ay, ya no puedo más! Necesito
desahogarme, cantar y estar alegre. ¡Viva el amor in-
crédulo! ¡Yiva el Corazón de Jesús! ¡Ah!, si viniesen los
pecadores á este Corazón! Venid, pecadores, venid; no
temáis; la espada de la justicia no llega hasta allí.
Quisiera, Jesús amable, que mi voz llegase á uno y
otro confín, para invitar á los pecadores á que entra-
sen en tu Corazón.» Semejantes expresiones, exube-
rantes de amor, eran frecuentes en sus éxtasis, y so-
lían reproducirse al escribir: «Tengo—decía—gran
deseo de ir al cielo con Dios. Si supiese que dentro de
algunos días Jesús me haría víctima, y que moriría
de amor ¡qué muerte más dulce, Padre! No tendré so-
- 159 —

siego, mientras Jesús no me comunique una parte de


su fuego amoroso, y me consuma. Quisiera que mi co-
razón se convirtiese en ceniza, y se pudiera decir: el
corazón de Gemma ha sido abrasado por Jesús.»
Era tan grande en ocasiones, que cual torrente de
fuego se derramaba en" el corazón, inflamándolo de
manera desusada; y este ardor, entendido en el senti-
do indicado, constituye el sexto grado de perfección,
á que los místicos denominan, llama de amor. Tuvo
tan intensa esta llama el serafín de Luca, que de ha-
ber durado dos ó tres meses más, su corazón se hubie-
ra encendido en el pecho. T conste que no refiero le-
yendas, sino hechos reales y comprobados. Aquel cora-
zón era una brasa, hasta el extremo de que no se po-
día acercar la mano, aunque fuese sobre el vestido, sin
sentir que se quemaba. Para cerciorarme, di orden á
la señora que la cuidaba que la observase durante los
éxtasis, y ¡oh maravilla! una y más veces se pudo ob-
servar que la parte externa que cubre el corazón es-
taba tostada, como si hubiese debajo carbones encen-
didos. El misterioso fenómeno duró el tiempo que dejo
dicho, y al cesar, permanecieron sobre la piel, por bas-
tante tiempo, las señales de la quemadura y la llaga
formada por ésta. Dejemos que ella lo describa. «Ha-
ce como ocho días que siento en el corazón una cosa
misteriosa, que no sé cómo explicar. Los primeros días
no hice caso, porque apenas me molestaba; pero ha
crecido tanto este fuego, desde hace tres días, que ya
no lo puedo aguantar. Voy á necesitar hielo para apa-
garlo, porque ni me deja comer, ni me deja dormir. Es
fuego misterioso que se comunica al exterior, fuego
que no atormenta, sino que agrada; pero que aniquila
y consume. Con seguridad, Padre, que el Señor ya se
lo habrá dado á entender á V. ¡Gran Dios, te quiero
tanto!...»
A pesar de ello, el dolor era tan dulce, que no lo ha-
bría cambiado por todo el oro del mundo, y si la car-
ne se mortificaba, la suavidad que su alma experi-
mentaba era indescriptible. Por eso decía en sus éx-
— 160 —
tasis: «Tú ardes, Señor, y yo me quemo. ¡Oh dolor y
amor inmensamente felices! ¡Oh dulce fuego y dulces
llamas! ¿No quieres transformar mi corazón en llama?.
¡Ah, ya encontré la llama que lo ha de convertir en
cenizas! Apártate, que no puedo ocultar en mi pecho
tanto fuego. Mas ¿qué digo? No, Jesús mió, no te
apartes; ven, yo te abriré mi pecho, para que intro-
duzcas en él tu fuego divino. Tú eres la llama en que
deseo que mi corazón se abrase.» En otras ocasiones,
como si antes no lo hubiese experimentado, decía con
loco anhelo: «¿Qué incendio es este que siento dentro
de mí? Jesús mío, ¿serán llamas de tu amor? Sí; cier-
tamente que lo son.» Y con estos desahogos, trataba
de buscar alivio al calor que la consumía.
San Pablo de la Cruz, mi Padre, que experimentó
ese amoroso incendio, acostumbraba á decir: «Tengo
secas las entrañas, tengo sed y quisiera beber; pero
para extinguir esta sed, sería preciso beber fuego á
torrentes.» Quien haya gustado las dulzuras del divi-
no amor, siente y habla de esa manera; porque el fue-
go de la caridad llega á un punto en que no puede
contenerse. El esposo de las almas, Cristo Jesús, fué
quien primero dio el ejemplo, cuando embriagado de
amor y dolor, gritó con voz angustiosa desde la Cruz:
<(,Sitio, tengo sed», y de ahí aprendieron los doctores
á designar con el nombre de sed y angustia de amor
á este grado de unión que consiste en un vivo y
ardiente deseo de amar y gustar á Dios; pero sin
que el alma lo posea todavía. El deseo de poseer á
Dios fué, desde los primeros años, la única aspiración
de esta santa criatura, la pasión de su alma, como se
desprende de lo dicho hasta aquí. A medida que su
alma se purificaba con los padecimientos, suministra-
dos por el Señor en abundancia, crecía este deseo que
le secaba las entrañas, produciendo ardiente sed, que
sola podía calmar la posesión de Dios. En tan angus-
tioso estado, no encontraba alivio esta paloma, sino
lanzando gemidos noche y día, «Quiero á Jesús, y ne-
pesito poseerlo.» Luego, digiéndose á él, le decía: «Je-
— 161 —

sus, date prisa. ¿"No ves cómo te ama mi corazón? ¿No


ves cómo languidece este corazón? ¿No te causa pena,
Dios de mi alma, ver que de deseo desfallezco? Ven,
Jesús, ven; date prisa para que oiga tu voz. ¡Oh Dios
mío, cuándo me saciaré de tus luces divinas! Jesús,
manjar de las almas fuertes, fortifícame, purifícame,
divinízame. Gran Dios, Jesús, ayúdame; Dios engen-
drado de Dios, ven en mi socorro. Tengo sed de ti, Je-
sús. ¿No ves cuánto sufro por la mañana, antes de ali-
mentarme de Ti? Por lo menos, cuando me alimen-
te de ti, haz que quede saciada.»
Con deseos tan ardientes, ¿era posible que el órgano
material, el corazón de este serafín, no se inflamase?
Ya he dicho que se incendió, y con tal violencia, que
se quemó la carne y la piel de la región que lo cubría,
y añado ahora que, á compás del incendio espiritual,
aumentaba el fenómeno sensible; y poco á poco aquel
fuego, limitado primeramente al corazón, se extendió
por el cuerpo, tanto que, dándome cuenta de ello, me
dijo un día: «Padre, mi corazón es víctima de amor, y
de amor morirá. Estas amorosas llamas consumen mi
corazón y mi cuerpo, y los convierten en pavesas.
Ayer, al aproximarme al Santísimo, que estaba ex-
puesto, tuve precisión de alejarme, porque un fuerte
calor abrasaba mi cuerpo y salía por la cara. ¡Viva Je-
sús! Pero ¿cómo es que tantos se aproximan á Jesús,
y no se queman?» El prodigioso fenómeno fué muchas
veces comprobado por mí, mediante el termómetro.
Apenas lo aplicaba á la carne, la columna del mercu-
rio subía hasta la extremidad del tubo, cual si se le
expusiese á la llama.
Aquí doy fin al capítulo para que el lector descan-
se, y en el siguiente manifestaré lo que falta para ter-
minar este asunto.

11
CAPITULO XVIII

SUS ÉXTASIS

G-emma principió á tener raptos y éxtasis, antes


que su contemplación alcanzase el grado de perfec-
ción anteriormente descrito. Cuando tomé bajo mi di-
rección esta alma privilegiada, la encontré en pose-
sión de esta gracia, que al par de las demás iba cre-
ciendo, y su frecuencia era tanta, que parecía serle
connatural.
Manifestábase este estado extático, según vimos al
hablar de la contemplación en general, en cualquier
tiempo y lugar, cuando menos lo esperaba, comiendo,
trabajando, por la calle, etc. Generalmente Gemma lo
presentía, pero sólo unos minutos antes. Era un sú-
bito recogimiento, seguido de ardiente deseo de unir-
se más íntimamente á Dios, y acompañado de intensos
latidos de corazón. Al presentarse estos signos pre-
cursores, trataba de distraerse, para apartarlos, y si
no lo conseguía, procuraba ocultarse para que nadie
la viese. Así ocurría la generalidad de las veces. Pero
si la divina comunicación era instantánea, entonces
quedaba en su puesto, extática, absorta en Dios con
el entendimiento y las potencias todas de su alma,
mientras los sentidos externos perdían su actividad.
He dicho los sentidos, y no el cuerpo, porque éste con-
servaba la flexibilidad y movimientos, en disposición
de mantenerse de pie, ó de rodillas.
En este desgraciado siglo, en que el racionalismo
tiene empeño de sembrar la duda sobre todo lo .que
pertenece al orden sobrenatural, por el prurito de no
creer, mientras con los ojos vendados se deja engañar
por hipnotistas y espiritistas, parece que Dios quiso
demostrar la predilección que tenía por su sierva, mo-
— 163 —
dorando ciertos fenómenos exteriores, que en algunos
Santos motivaron la crítica de los sofistas. En efecto,
Gemma, durante sus éxtasis, ofrecía las cualidades to-
das de una persona sana, en perfecto estado fisiológi-
co. No presentaba el rostro pálido, no hacía gestos inu-
sitados, ni tenía contracciones musculares. En cambio,
sus sentidos exteriores no funcionaban. Se podía pin-
charla con un alfiler, quemarla con la llama de una
vela, ó hacer ruido ensordecedor, que todo era inútil;
pues mientras la feliz joven estaba con su Dios, no
sentía ni se enteraba de nada de lo que pasaba á su
rededor. Cuando los éxtasis eran dolorosos, cosa que
sucedía muy á menudo, sus inocentes miembros, á pe-
sar de continuar sanos, se mostraban débiles, ty era
preciso sostenerla para que no cayese al suelo, y si es-
taba en el lecho, yacía como persona moribunda. Por
el contrario, en los otros éxtasis el cuerpo parecía par-
ticipar de la satisfacción que experimentaba el alma,
según está escrito en los Salmos: Cor meum et caro
mea exultaverunt in Deum vivum. Y bien lo daba á
comprender la luz de sus ojos, que en los éxtasis pa-
recían dos soles, el color de sus mejillas y la expre-
sión angelical de su rostro. «¡Si la hubiese visto ayer!
—me escribían desde allí.—¡Dios mío, no se la podía
mirar! No parecía de criatura humana aquella cara,
sino la de un serafín, que movía á devoción y hacía llo-
rar. ¡Qué breves son las horas en que Gemma perma-
nece en éxtasis!» Este fenómeno, á pesar de ser fre-
cuente y repetidas veces observado por la familia, pa-
recía siempre nuevo. ¡Tan cierto es que de las cosas
sobrenaturales jamás se sacia el hombre! En los últi-
mos días de su vida, cuando la demacración causada
por la enfermedad había quitado al rostro su belleza,
los éxtasis se la devolvían de golpe, dándole cierto ai-
re majestuoso que infundía veneración.
Para mayor orden en la exposición, dividiré los éx-
tasis de Gemma en pequeños, grandes y extraordina-
rios.
Los pequeños, no sólo eran los más frecuentes, hasta
— 164 —

el punto de repetirse diferentes veces en el día, sino


los más sencillos. Por escasa que fuese la luz infusa
que descendía á su entendimiento, ante la visión ce-
lestial más ordinaria, se borraba xepentinamente el
mundo sensible, y presa de profundo recogimiento, en
un instante se dirigía al cielo, con todo su ser, sin sa-
cudimientos de ningún género, porque aquel vuelo era
únicamente espiritual. Para percibirlo, había que mi-
rar sus ojos centelleantes fijos en el cielo, ó en el
sitio de la visión; y para cerciorarse de que los senti-
dos no funcionaban, había necesidad de pincharla.
¡Cuántas veces derramé lágrimas orando á su lado, ó
recitando con ella el oficio divino durante un éxtasis!
En una orilla del tablado, Gemma, con su breviario en
la mano, y en el otro yo, salmodiábamos alternativa-
mente. Ella leía las lecciones de los nocturnos y res-
pondía con notable exactitud á los versículos y res-
ponsorios, hojeando suavemente el libro con la mano.
¿Cómo podía hacer esto? Dios mío, confieso que jamás
llegué á comprenderlo, pues estaba abstraída de los
sentidos, insensible al tacto, y aun los ojos, que sólo
le servían para leer, permanecían impotentes para
cualquier otro uso. Empero suspendía, por una ú otra
causa, aquel devoto ejercicio, recobraba el uso de los
sentidos, para perderlo tan pronto como volvía á to-
mar el hilo de la interrumpida alabanza. ¡Cuántas ve-
ces, al preguntarle yo si su Ángel custodio permane-
cía á su lado para hacerle guardia, Gemma, con en-
cantadora gracia, dirigía la mirada hacia él, y extáti-
ca le contemplaba! Otro tanto se puede decir de las
visiones que el divino Espíritu le proporcionaba duran-
te el día, demostrando con ellas tener sus delicias en
permanecer al lado de su fiel sierva. Tales son los éx-
tasis de Gemma que llamo yo menores por ser pasa-
jeros, y la generalidad puramente imaginarios. Eran
también poco profundos, pues, excepción hecha del
sentido del tacto, la pérdida de los demás sentidos no
era completa; y así sucedía, con relativa frecuencia,
que en este estado de abstracción pudiese leer y escri-
— 165 -

bir cartas, ó bien conferenciar con su padre espiritual.


¡Y qué cartas, Dios mío, y qué discursos!
Los grandes éxtasis eran menos frecuentes, más pro-
fundos, de mayor duración, de media á una hora, y á
veces más, y la pérdida del uso de los sentidos total
y persistente. Para despertarla era necesario un man-
dato verbal; pero en ocasiones no bastaba esto, porque
el divino Espíritu no está obligado á obedecer al hom-
bre, aunque sea su ministro. En otras, bastaba un pre-
cepto mental para que la piadosa virgen saliera de
los éxtasis más sublimes, sin dar señales de disgusto;
y si lo efectuaba espontáneamente, por suspensión d9
la acción divina, entonces era de ver cuan tierno y
alegre era aquel despertar. Ni un bostezo, ni nada que
indicase fastidio ó cansancio, sino la dulce sonrisa del
que, concluyendo de hablar con una'persona, se diri-
ge á otra que le espera. Tal era el tránsito de G-emma
de los éxtasis á la vida de los sentidos. Algunas ve-
ces cubría sus ojos con las manos, cual ,'si se avergon-
zase de que la hubiesen visto en aquel estado; ó bien
porque no le gustase mirar la tierra, después de ha-
ber contemplado el cielo. Por lo regular, los grandes
éxtasis tenían lugar de mañana, después de comulgar
ó cuando iba á visitar á Jesús sacramentado en las
cuarenta horas, y en ocasiones parecidas en que, con
más fuerza, se encendía el fervor de su alma.
Finalmente, los éxtasis extraordinarios se presen-
taban varias veces al año, sin sujeción á regla, y tam-
bién en forma periódica, dos veces por semana; el jue-
ves por la noche, á eso de las ocho, y el viernes por la
tarde, hacia las tres. De ordinario aparecían cuando
estaba cenando con la familia, pudiendo los que la
habían visto otras veces notarlo con facilidad, por el
profundo recogimiento, por ciertas miradas llenas de
un no sé qué celestial.que dirigía al cielo, y por una
particular inmovilidad acompañada de cierta violen-
cia que al parecer hacía' para resistir. Cuando se daba
cuenta de lo que iba á ocurrir, segura de que no sería
notada la falta, se levantaba y corría á encerrarse en
— 166 —

su habitación. A l poco rato uno ú otro de la casa iba


en su busca, y la encontraba arrodillada junto á la
cama, con las manos juntas, los ojos dirigidos á lo al-
to, perdida en Dios, y abstraída de los sentidos por
completo. Si el asalto amoroso del Divino Espíritu era
más vehemente; la prudente joven, temerosa de caer
al suelo desvanecida, porque las fuerzas corporales no
fuesen suficientes á sostenerla, se sentaba en la cama
tomando una actitud verdaderamente angelical. La
duración de estos éxtasis solía ser de una hora.
Aunque frecuentes, llamo á estos éxtasis extraordi-
narios, por la intensidad de la luz divina, por los
grandes sucesos que en ellos tenían lugar y por los
efectos que en Gremma producían, siendo uno de ellos
la participación de los dolores del Salvador en su pa-
sión, incluso las llagas; fenómeno de que trataré ex-
clusivamente en otro capítulo. Cuan admirables eran
los efectos que tenían lugar en el alma de nuestra
extática, y cuan sublimes las divinas comunicaciones,
nos lo da á comprender ella con sus manifestaciones
exteriores, cuando con voz sensible se entretenía ha-
blando con su Dios; Las dos piadosas señoras en cuya
casa vivía, tenían el encargo de recoger taquigráfica-
mente aquellos discursos; y fué gran dicha la mía,
pues de confiarlos á la memoria, se habrían perdido, ó
no se habrían reproducido con tanta fidelidad. Por
tal motivo, sólo de éxtasis en que se pudo percibir lo
que Gemma hablaba, se recogieron ciento cincuenta,
que fueron escritos cuidadosamente. Variados son los
temas, altísimos sus pensamientos, exacta la doctrina,
teológica y místicamente considerada, y en forma ma-
jestuosa, llena de unción celestial, que desciende has-
ta el corazón de quien los lee. ¡Cuánto más lo serían,
si se oyesen de boca de la extática! De mí sé decir
que, al oir aquellas palabras de fuego, no pude menos
de llorar. El tema que se trataba en cada uno de los
éxtasis, de ordinario solía ser único, y consistía en un
himno de alabanza á los atributos divinos, ó en un
epitalamio al celestial esposo, ó bien en una lucha
— 16? -
amorosa con la misericordia divina por la conversión
de algún pecador; pero la mayor parte se referían á
la pasión de Jesucristo y al deseo de ser crucificada
con él. Para satisfacción del lector, transcribiré aquí
parte de uno de esos discursos enviado por Gemma
con una carta, según se lo ordené, después del éxta-
sis. Tuvo éste lugar el 19 de Marzo de 1901 á las
diez de la mañana, y, como siempre, fué un coloquio
entre Jesús y la piadosa virgen, del cual sólo trasla-
daré la conclusión, en obsequio á la brevedad: «Je-
sús—le dijo al concluir él de hablar,—cuando recuer-
do tu nombre, mi alma se llena de regocijo; tu nom-
bre tranquiliza mi vida; separé mi corazón dé este
mundo para colocarlo en ti; pero mi alma se agita
oprimida por el peso de tantos favores, y como no
puede pagarlos con obras heroicas, se eleva con pen-
samientos y expansiones amorosas. Y Jesús—es Gem-
ma quien habla—me contestaba; y sus palabras me
producían tal efecto, que me moriría de buena gana
para irme al cielo, tanto que no pude menos de excla-
mar: ¡Oh Jesús!, esta pobre alma está unida al pobre
y vilísimo cuerpo, y como no puede llegar hasta ti,
bate sus alas y se eleva cuanto puede para estar más
cerca de ti; se eleva con el espíritu—y quería decir
con el pensamiento y los afectos,—porque éstos no es-
tán atados como el cuerpo. Por eso no hallo consuelo,
y con temor me vuelvo hacia los ángeles, para que
sean testigos de las maravillas de Dios. ¿Decidme—
así los apostrofaba,—estos rasgos de su infinito poder,
¿no están gobernados por su amor? Después, volvién-
dome á Jesús, le preguntó qué había hecho á mi co-
razón que ya no me obedecía. Quiere volar á ti, y no
se lo puedo impedir, l í o quiere ser mío, se ha entre-
gado por completo á ti. Y Jesús, con voz. amable, me
respondió: Te vencí. ¡Ah, soy feliz, me vencieron el
amor y la bondad! ¡Viva Jesús!» l í o mandé sin más ni
más que Gemma escribiese alguno de sus éxtasis, pues
con esta precaución pude cerciorarme de que la sierva
dé Dios recordaba exactamente lo que en él había
— 168 —
ocurrido, y estaba completamente de acuerdo con lo
que sus familiares habían taquigráficamente recogido.
Me abstengo de traer otras citas, pues puede el
lector ver íntegros estos éxtasis en la obra publicada
por mí con el título de Cartas y éxtasis de Gemma
Galgani. Su lectura demostrará que por su vivacidad
y elevación de conceptos son tales que merecen po-
nerse al lado de los de Santa María Magdalena de
Pazzis y de otros insignes santos; hay, empero, en ellos
un carácter que los distingue y hace que sean únicos
en la hagiografía mística: la sencillez enteramente pe-
culiar del espíritu de Gemma. Por ellos se compren-
derá hasta dónde pudo elevar la gracia á una niña, y
cuánto se complace la majestad del Dios de la ino-
cencia en las almas sencillas, y lo mucho que agradece
su homenaje: Ex ore infantium perfecisti laudem.
Sucede á veces que el ímpetu con que son atraí-
das por Dios las almas extáticas es de tal intensidad
que el cuerpo participa de él, y tomando en parte la
ligereza de los cuerpos glorificados, corre en pos del
alma, mejor dicho, se deja conducir por ella y perma-
nece suspendido en el aire. Este místico vuelo es el
que los teólogos llaman rapto, por más que puede
existir sin que el cuerpo se eleve sobre la tierra. Pues
en los raptos de Gemma, que fueron frecuentes, [es-
pontáneos y majestuosos, tampoco faltó aquella for-
ma; si bien fué pocas veces observada por personas
extrañas.
Con la excusa de las faenas domésticas, entraba y
salía muchas veces en el comedor, donde había un
crucifijo colgado de la pared. Al verse sola, se ponía
delante de la imagen de Jesús crucificado con la vista
fija en él, unas veces de pie, y otras arrodillada. En
su presencia se le encendía el corazón, y mucho más
aún con los pensamientos que le inspiraba, por lo que,
temerosa de caer en éxtasis, daba un beso en la par-
te inferior de la cruz, y se marchaba. Alguna vez ocu-
rría- que, engañada por la devoción, no tenía tiempo
de huir; porque inducida por el deseo de besar el eos-
— 169 —

tado del Señor, se dejaba vencer, y mientras pensaba


como conseguiría llegar á aquella altura con sus la-
bios, era presa del rapto, y sin humano auxilio se ele-
vaba sobre la tierra, y se abrazaba con Jesús cruci-
ficado.
En una de las amorosas visitas al devoto crucifijo
—sucedía esto en Septiembre de 1901—Gemma pre-
paraba la mesa para comer. Como tenía tiempo so-
brado y además estaba sola, no hacía más que dar
vueltas como una mariposa alrededor de su amoroso
Jesús; pero cuánto más le miraba, más le oprimía el
corazón con sus palpitaciones. Deseaba dar un salto
para llegar hasta él y abrazarlo, y varias veces lo in-
tentó sin resultado, hasta que al fin pegó un grito y
dijo: «Jesús, tengo sed de tu sangre; ayúdame para
que alcance.» ¡Admirable portento! Cual sucedió á
á San Francisco de Asís y á mi Santo padre Pablo de
la Cruz, la imagen se transformó en la divina persona
á quien representa, Jesús separa su brazo derecho de
la cruz, y dirigiendo una dulce mirada á su fiel espo-
sa la invita á que se acerque. Gemma da un salto, y
le alcanza; Jesús, abrazándola aplica la boca de la
virgen á la llaga de su costado, y Gemma, estrechan-
do á Jesús entre sus brazos, bebe y se sacia en aque-
lla fuente divina, y permanece en esta posición con el
cuerpo recto, de pie, como si tuviese las nubes por
peana. ¡Cuánto hubiera dado yo por presenciar esta
escena, con tela y pincel para pintarla! ¡Dios mío, qué
cuadro habría dejado á la posteridad en prueba del
amor de mi Jesús con su criatura, y de la felicidad de
ésta al unirse íntimamente con él!
CAPÍTULO X I X

PROSIGUE LA MISMA MATERIA

Dejo dicho que, por más que el alma alcance este


último grado de perfección, que hemos visto poseía
Gemma, y por más que sienta la proximidad de Dios y
guste su inefable suavidad, sabe, sin embargo, que no
lo posee íntimamente. Es como la mariposa atraída por
la llama, que gira en torno suyo y se lanza sobre ella,
pero apenas la toca, perece sin conseguir su objeto.
La pobre alma gime y se vuelve loca, con tanta mayor
ansiedad, cuanto más vivas son las luces adquiridas en
la oración sobre la belleza y amabilidad de Dios. De-
clara esto, con su sencillez y brevedad habituales, la
seráfica virgen de Luca al dar cuenta á su director
del estado de su alma. «Jesús está en mí; soy suya
por completo. Sin embargo, espero que se me conceda
la gracia de ser transformada en él; me consume el
deseo de poder lanzarme en el piélago inmenso del di-
vino amor.»
Quiso Dios apiadarse de ella, y para hacerle lleva-
dera la vida, comenzó á dejarse ver, y permitirle de
vez en cuando que se acercase á su divino Corazón.
No puedo precisar la fecha en que tuvo comienzo tan
feliz estado, porque, al encargarme de su dirección, ya
lo había alcanzado. Ordinariamente tenía esto lugar
durante la contemplación; en ella, una luz sobrenatu-
ral, descubría poco á poco á su entendimiento las di-
vinas bellezas; y el corazón, abrasándose en el pecho,
latía con violencia y se consumía con el deseo de unir-
se al Sumo Bien. Según crecían los déseos, así se adel-
gazaba, por decirlo así, el muro de separación entre la
criatura y el Creador, hasta que, derrumbándose, se
encontraba el alma en contacto con la Divinidad.
— 171 —

En tal estado, apenas podía hablar. «Angeles, án-


geles, ya que nada puedo hacer, aplaudid vosotros el
amor de mi Dios. Heme aquí, Jesús mío, dejándome
llevar de tu santo amor.» Después, abandonada de sus
fuerzas, caía en tierra desmayada, suceso que una vez
le ocurrió en la iglesia, después de comulgar, pero que
tanta vergüenza le causó al volver en sí, y tanto su-
plicó á la Divina Majestad, que no volvió á repetirse
en público nunca más. Atribuía ella este beneficio,
con su natural sencillez, á los esfuerzos que hacía pa-
ra contenerse, mostrándose satisfecha de ello; y por
eso escribía á su director: «Jesús continúa haciéndo-
seme sensible á cada paso, y en cualquier sitio. ¡Sea
por siempre bendito! ¡Pero cuánta violencia tengo que
hacerme para ocultarlo, especialmente en la calle
y en la iglesia! Tanto me hago, que á veces paso el
día entero sofocando los deseos de arrojarme en el
mar inmenso del divino amor, exceptuando pocos mo-
mentos después de comulgar, y aun entonces con li-
gereza, porque temo. Por la tarde, aparece un poco de
fiebre, ocasionada por los esfuerzos que tengo necesi-
dad de hacer para distraerme, pero sigo adelante, ya
que á Jesús le agrada este modo de conducirme. ¿Con-
seguiré vencerme? Temo que no; porque los impulsos
son cada vez mayores, y apenas los puedo resistir; cuan-
do no pueda, los dejaré en libertad. ¡Viva siempre Je-
sús!»
En ocasiones se presentaba el fenómeno en forma
sensible, pues según hemos manifestado, ya se le apa-
recía el Verbo humanado, y después de inflamarle el
corazón con su divina presencia, le indicaba que se
aproximase á su costado, el cual besaba ella con sus
labios de fuego, para caer en seguida desmayada á sus
pies. Véase cómo describe una de sus celestiales co-
municaciones: «Recibida la sagrada comunión, sentí
que Jesús llegaba. ¿Y sabe V. como lo sentí? Apenas
lo tuve en mi interior, principió á dar latidos el cora-
zón con tal violencia, que creí se me salía del pecho.
Luego me preguntó Jesús si le amaba de veras. Le
— 172 —

contesté que sí; y á mi vez le pregunté: «¿Y tú me quie-


res mucho?» Y Jesús, después de acariciarme largo ra-
to, me besó, dejándome abrasada y hecha ceniza.»
Andando el tiempo, estos amorosos asaltos, si se me
permite llamarlos así, eran más frecuentes; sobre to-
do en los éxtasis, siendo fácil enterarse de ellos, por-
que sus efectos se traducían al exterior. Ella, no obs-
tante, se creía desprovista de amor, y continuaba pi-
diéndoselo á su Dios con gemidos incesantes.
Los toques de amor divino que con frecuencia ex-
perimentaba, no hacían más que aumentar su deseo,
y por eso exclamaba: «Mi corazón está unido al de Je-
sús, que es quien lo absorbe. Dulcísimo Jesús, quisie-
ra desaparecer en las llamas de tu amor. ¿Cómo podré,
Dios mío, corresponder á tantos beneficios? El poco
amor que tengo en mi corazón, Señor, sólo á ti te per-
tenece.» En otra ocasión, preguntando al Señor la causa
porque no cesaba la sed que sentía en sus entrañas, y
el placer que experimentaba con las ligaduras de su
amor, el Señor le respondió: «Porque te vencí.»—«¡Ah,
sí; pues soy feliz viéndome vencida por tanta bondad
y tanto amor!»
Así era; Jesús la había vencido, y para glorificarse
en su amada, á la que había purificado durante años,
y preparado con abundantes gracias, haciéndola pasar
por todos los grados de la vía unitiva, quiso consumar
su obra con el don insigne de la misión perfecta. Se-
gún manifestó al hablar de su humildad, esta pudoro-
sa virgen no se atrevía dar á Jesús el nombre de es-
poso, pareciéndole suficiente ser hija ó esclava. Tam-
bién se abstenía, en sus primeros éxtasis, de llamarlo
esposo; pero creciendo en su corazón el fuego de las
celestiales llamas, y con el amor la confianza, poco á
poco le fueron entrando deseos de llamarlo con este
nombre, y principió á soltar alguna que otra aspira-
ción. «Dios mío, si de madrugada experimento tanto
consuelo llamándote Padre, ¿qué será cuando te pue-
da decir mi amado? Consuela, Jesús, consuela á ésta
tu pobre hija y prometida esposa.» En otra ocasión,
— 173 —

estando también en éxtasis, se le oyó hablar con su


Dios en tono anhelante: «¿Pero, Jesús, he de ser siem-
pre tu hija? ¿Nada más? ¡Yo quisiera Jesús!... Sí, lo
que intento sería demasiado para mí. ¿Te diré lo que
quiero? Pues quiero ser tu... esposa. Sí, tu esposa buen
Jesús.» Y diciendo esto, cayó desmayada y permane-
ció en el suelo como muerta varias horas. ¡Divino es-
poso de las almas acude tú, y dile que ya es hora, dile,
levántate y ven! Veni, sponsa Ghrisíi, accipe coronam
guam tibi Dominios praeparavit in aetemum. Los de-
seos de esta santa alma fueron satisfechos, y el divino
Verbo se unió á ella con indisoluble lazo de amor, sin
que faltasen las arras en el místico desposorio. Jesús
se le hizo visible, como á Santa Catalina de Sena y á
mi padre San Pablo de la Cruz, en forma de hermoso
niño sostenido por los brazos de su santísima Madre,
la cual, quitándole un anillo del dedo, se lo puso en el
de la afortunada sierva de Dios.
Gemma, desde aquel día, no parecía criatura hu-
mana. La majestad de su rostro, el esplendor de sus
ojos, su peculiar sonrisa, y cuanto en ella se había ob-
servado, tomó desde entonces un no sé qué de celestial,
que infundía reverencia. Los que con ella hacían vida
común, me escribían: «Crea, Padre, que no se le pue-
de mirar la cara, pues parece un serafín; y si se le mi-
ra un poco, hay que bajar la vista por reverencia. Ca-
da vez es más recogida, más silenciosa, más grave, sin
que por eso deje de ser la primera en aplicarse á. las
labores domésticas. Cuando está en oración, casi toda
la pasa en éxtasis. Sería preciso que la viese V. Con
seguridad que derramaría lágrimas. ¡Si oyese las pala-
bras de fuego que salen de su boca! ¡Pobre Gemma, dig-
na es de nuestra estimación!» Este feliz estado, me lo
describió la piadosa virgen con las siguientes palabras,
tan breves como elocuentes: «Jesús continúa querién-
dome mucho, pero no como antes, sino con unión muy
diferente. Desde aquel día principió para mí nueva
vida.»
Para que el lector pueda formarse una ligera idea
- 174 —
de lo que es este esponsalicio, es necesario acudir á los
doctores místicos, los cuales, para explicar este altísi-
mo grado de unión á que fué elevada la virgen de
Luca, se valen del sacramento del matrimonio. Así co-
mo en el terrenal matrimonio, dos personas se entre-
gan la una á la otra, con cuanto tienen y son, de mo-
do que vienen á ser una sola; así en el espiritual y
divino, el alma se entrega a Dios y Dios al alma, y
esta unión, aunque inefablemente más perfecta, es,
como aquélla, íntima, continua é indisoluble. Es ínti-
ma, porque tiene lugar en el centro, ó como dicen los
doctores místicos, en la substancia del alma; es conti-
nua, porque no está sujeta á interrupción por parte
de Dios, que es su autor; y es indisoluble, porque ordi-
nariamente no sucede que el alma, en estas condiciones,
pierda la gracia santificante y se aparte de Dios por
el pecado mortal. Esta es la causa porque unión tan
perfecta se distingue de los grados precedentes. En
aquéllos, comunica el Señor sus celestiales dones, pero
no se comunica El mismo; se dirige á las potencias del
alma por intervalos más ó menos frecuentes, pero nun-
ca en forma permanente, Dejemos á Gemma describir
tan sublime unión, ya que felizmente tiene experien-
cia suficiente. «Ya no estoy en mí ni me pertenezco,
pues soy de mi Dios, toda para él y él todo para mí,
como decía la esposa de los cantares. Ego dilecto meo
et ad me conversio ejus. Jesús está conmigo y es mío;
él está sólo, y yo sola con él, para bendecirlo y agasa-
jarlo. Lo tengo encerrado en mi corazón, en donde
desaparece Su Majestad. Porque allí estamos los dos
solos, y al unísoso con el Corazón de Jesús, palpita el
mío. ¡Viva Jesiís! Su corazón y el mío son uno mismo,
y no pasa un minuto sin que sienta su amable pre-
sencia, que se manifiesta más afable cada vez.»
Con tales expresiones, repetidas á menudo por la
joven esposa, se comprende fácilmente cuan grande
es la felicidad de alma elevada á tal altura en esta
vida mortal, y cuan copiosos los sobrenaturales fru-
tos que recoge, procedentes de su unión con el Bien
— 175 -

Infinito. No podía ser de otro modo, desde el momen-


to en que los bienes del esposo, de su esposa'son; y bie-
nes infinitos, como de Dios al fin. Con razón sobrada
exclamaba Gemma: «¡Qué preciosos son estos momen-
tos! Es una felicidad sólo comparable á la de los
bienaventurados en el cielo. ¡Oh buen Jesús, ¿de ve-
ras que eres todo mío? Deja, deja que mi corazón se
desahogue. Sí, soy feliz, porque mi corazón palpita con
el tuyo; soy feliz, Jesús mío, porque te poseo. ¡Oh Je-
sús, cuánto consuelo me infunde el saber que te po-
seo! Dios mío, si tan felices nos hace tu posesión en
la tierra, ¿qué será poseerte en el cielo?» Y á su di-
rector escribía: «¡Si pudiese, Padre mío, probar tantos
dones como Jesús me concede! ¡Cuan bueno es Jesús!
Tengo necesidad de pedirle que limite sus gracias, por-
que no puedo más. Ayúdeme, padre, y bendígame.»
¿Qué gracias eran aquéllas? Solamente ella podría
explicarlo. Eran gracias que la ennoblecían y hermo-
seaban haciéndola cada vez más acepta á la Divina
Majestad. Gemma se sentía como transformada en
Dios, con todas las potencias de su alma, como su-
mergida en un abismo de luz y serena paz. En tan
feliz estado, puede decirse que sus éxtasis se hicieron
continuos, porque aunque cesaban de vez en cuando,
su alma estaba constantemente absorta en Dios. Y
en los éxtasis, y aun fuera de ellos, ¡qué de secretos
le comunicaba el divino Verbo! ¡Con cuan sublimes
visiones la favorecía! ¡Qué luces tan claras aquellas
con que le descubría la gloria que le tenía preparada,
los misterios de la fe y la perfección de sus divinos
atributos! ¡Ah, ahora comprendo por qué la joven se
mostraba disgustada de las cosas del mundo, oyéndo-
le á menudo exclamar: «En la tierra todo me causa
fastidio; sólo deseo amar y amar mucho. Me desahogo
cuanto puedo con aspiraciones y jaculatorias, y así
paso mis días.»
Ya no me admira verla enamorada del paraíso, pa-
reeiéndole pequeño el que tenía en su corazón. «Es
preciso ir al paraíso, para ver á Dios por completo;
— 176 —
allí lo poseeré con toda perfección y se saciará mi
alma. ¿Cuándo, Dios mío, me permitirás que vaya?»
También comprendo por qué producía á Gemma
tal espanto el solo nombre del pecado, y la causa de su
ardiente celo, capaz de dejarse matar antes que permi-
tir la menor ofensa á Dios, así mismo los vehementes
deseos de satisfacerla con padecimientos de cualquier
clase, y hacer grandes cosas por su gloria. «¿Qué haré
yo por Jesús?—decía con viveza.—Daría mi vida si
pudiese; pero no, quiero vivir, si así le place, para
trabajar en su obsequio, hacer penitencia y sufrir
mucho, que mucho es lo que le amo. ¡Oh si poseyese,
como ardientemente lo deseo, el amor de todas las
almas santas! ¡Quisiera más; si pudiese, quisiera igua-
lar en pureza á los ángeles, y aun á la de nuestra San-
tísima Madre María!» Y es natural que así pensase la
esposa, porque ésta vive sólo para complacer al espo-
so. Desde este punto de vista no piensa, sino que por
tenerlo contento, acepta cualquier incomodidad, por
grande que sea. Los ultrajes que contra él se cometen
son ultrajes que á ella se hacen en lo más íntimo del
corazón.
En confirmación de esto, voy á referir un hecho
ocurrido á Gemma. Volvía ésta de la iglesia, cuando
uno de sus parientes, ciego de ira ocasionada por un
suceso desagradable, se le acercó vomitando blasfe-
mias. La joven tembló al oirle, quiso regañarle, pero,
falta de fuerzas, cayó desmayada. El corazón latía con
violencia, pero vencido por el dolor, dejó que la san-
gre se acumulase en las venas, saliendo luego por los
poros de la piel en forma de sudor tan adundante, que
mojó los vestidos y se derramó por el pavimento. ¡Ad-
mirable espectáculo, que en la hagiografía cristiana
no se registra semejante, fuera del de nuestro Señor
Jesucristo, quien, para demostrarnos la horrible ofen-
sa que se hace á Dios con el pecado, se puso en ago-
nía en el Huerto de los Olivos, y sudó sangre. Y aho-
ra vea el lector y diga si puede imaginar amor más
ardiente que el de esta virginal esposa. Pasado el des-
— 177 —
mayo, levantóse sin saber lo ocurrido, y distraída con
el disgusto que lo había ocasionado, se metió en casa.
Quien primero la vio fué la tía, y no sabiendo á qué
atribuir la palidez del rostro, preguntó qué le había
ocurrido, pero observando que estaba manchada de
sangre, y en la creencia de que se había flagelado ex-
cesivamente con instrumentos de penitencias, la re-
gañó con aspereza. Al verse descubierta, la humilde
joven se avergonzó, y en medio de gemidos y sollozos,
confesó que el mal se lo habían causado las blasfemias
proferidas en su presencia. Conmovida la señora, pre-
guntóla con disimulo: ¿Por ventura es esta la primera
vez, que oyes blasfemias en nuestra infeliz ciudad?
¿Cómo es que solamente hoy te produjo ese efecto?
Gemma repuso llorando: «Ño es la primera vez, siem-
pre me causa el mismo efecto, si no consigo escapar
ó ai menos distraerme.»
Pudo haber añadido que otras veces le ocurrió al-
go más, porque la fuerza del dolor hizo que de sus
ojos brotasen lágrimas de sangre. Tan extraordinario
fenómeno, único en la historia, se manifestó muchas
veces, debido á que Gemma fué elevada por Dios al
amor perfecto, según pudieron observar muchísimas
personas, La sangre corría en abundancia de aquellos
inocentes ojos, exprimidos por el dolor que le produ-
cían las ofensas hechas á su divino amante; las gotas
se coagulaban en el rostro, y era preciso separarlas á
pedazos.
Otro de los frutos que alcanzó Gemma con su per-
fecta unión á Dios, fué cierta impasibilidad en las
mayores tribulaciones de su vida; porque, ó no las
sentía, ó si las sentía, no les daba importancia; al ex-
tremo de que, aun cuando los que vivían en su com-
pañía se sobresaltasen, ella conservaba su impertur-
bable calma. «No os turbéis—decía—no es nada; no
ha de permitir el Señor que nos sobrevenga ningún
mal. ¿No es Jesús el autor de esto? ¿A qué tanto te-
mor?» Aun en medio de los dolores físicos que por
mucho tiempo le atormentaron, conservó su habitúa}
— 178 —
jovialidad. La sequedad de espíritu fué el gran tor-
mento de su corazón, porque al desaparecer el Señor
de su vista, temblaba de pies á cabeza temerosa de
perderlo sin remedio, y el corazón se consumía de an-
siedad. Pero cuando llegó á ser esposa, ya no se turbó
más: sabía que el lazo que á Dios la unía no se rom-
pería jamás, pues aunque el Señor, para probarla,
ocultara su dulce presencia, no podía separarse de su
corazón, y por eso es tan distinto su lenguaje de como
lo era antes. «¿Quién sabe—decía—si Jesús volverá
á hacerse visible? Pero aunque Jesús no me mire, no
importa; yo siempre le miro á él, y aunque no me
quiera á su lado, estaré siempre con él. Huye, Señor,
huye, que detrás de ti voy yo. Ni el cielo, ni la tierra
ni el mismo infierno me separarán de ti. Si te place
mortificarme ocultando tu presencia, para mí tan que-
rida, con tal que sepa que estás contento, no me im-
porta, porque contento tú, nada me falta. ¡Viva Je-
sús escondido!»
De lo dicho resulta con evidencia que unida estre-
chamente su voluntad á Dios, en la de Dios reposa,
como fruto el más excelente del referido grado de
unión mística, el abandono en Dios. Muchas páginas
escribiría, si pretendiese indicar solamente algo de lo
que, sobre este asunto, tengo anotado en mis apuntes;
pero el lector puede con lo dicho formarse una idea
de la perfección de la sierva de Dios en tal estado. El
hecho es que esta joven, desde niña, no tuvo otro
deseo que cumplir la voluntad de Dios, en cuyo cum-
plimiento tenía toda su felicidad; pero cuando fué ele-
vada al grado de esposa, la voluntad de Dios, ya no era
pasión, sino verdadera necesidad. Así pudo decirme un
día: «Padre, ya puede estar satisfecho. Me he puesto
por completo en manos de Dios; estoy rendida á
su voluntad. Busco á Jesús, es verdad, pero para que
me ayude á ejecutar su voluntad. He aprendido otra
cosa, y es que interiormente no hago investigaciones,
sino que vivo en silencio, y en la paz del corazón.
¿Cuánto se goza, estando unida á su santísima volun-
— 179 —
tad! Es su deseo y basta.» Por eso tenía valor gi-
gantesco para afrontar dificultades, heroísmo para su-
frir trabajos, y constante alegría para pasar tranqui-
los los días, querida al par que envidiada de cuantos
la trataban. Lo que más me conmovía en el feliz es-
tado de Gemma, y sobre esto quiero llamar la aten-
ción, era el fuego que encerraba su pecho para con el
Sumo Bien. Estoy persuadido y me atrevo á asegu-
rarlo, que son muy pocas las almas que han de-
mostrado abrigar para Dios en sus entrañas llamas
más intensas que las suyas. A pesar de estar acos-
tumbrada á que su corazón palpitase de amor, se le
oyó decir: «¿Qué es lo que siento? ¡Dios mío, ya no
puedo con tanta dulzura y banta felicidad! ¿Pero, Se-
ñor, qué es lo que siento? ¡Ah, es que te siento á ti
en mi corazón y te siento vivo! ¡Qué misterio! Me pa-
rece estar en el paraíso. Jesús, al sentirte palpitar así
en mi corazón, creo que un día ú otro me harás mo-
rir. ¡Jesús, si pudiese decirse un día que tu amor me
conmovió! No, Jesús, no me mandes que te ame.
Tampoco yo te pido más amor; no soy capaz de él.
¡No me consumas, no; ya no puedo sufrir más!»
Efectivamente, así era. El órgano material del amor,
el corazón, daba pruebas de ello; pues viéndose inca-
paz de corresponder á los ardores del espíritu en este
último grado de caridad, se agitaba en el pecho con
movimientos insólitos. «El corazón—decía Gemma—
me late con exceso, parece que quiere salir de mi pecho.
Es muy débil y no sabe estarse quieto. Me causa gran
incomodidad tener que permanecer en cama; la hace
temblar en demasía. A veces parece que se quiere es-
capar, y tengo que poner la mano en el pecho para su-
jetarlo. ¡Cuánto diera por tener algo que templase las
llamas que de continuo agitan mi corazón.» No creas,
lector mío, que estas palabras sean exageraciones; cen-
tenares de veces comprobó la experiencia lo que con
ellas se asegura. Con tal fuerza latía aquel corazón,
que intentando algunos resistirle con las manos, las
rechazaba con violencia. Yo mismo, vi agitarse la sj-
— 180 —
lia en que estaba sentada, y la cama en que yacía du-
rante las fuertes conmociones, sin que Gemma expe-
rimentase fastidio, angustia, ni temblor. Hablaba con
libertad, se movía con desenvoltura, cual si nada tu-
viese, sin dar señales de incomodidad; solamente se le
agitaba de aquel modo el corazón. Preguntándole yo
qué le parecía aquel fenómeno, me contestó con su ha-
bitual sencillez: «¿No lo ve? Jesús es muy grande, y
mi corazón pequeño. Jesús no cabe en corazón tan
pequeño, y lo sacude para hacerse lugar. Mal se re-
mediaría la falta de espacio, si Jesús no la remedia.
¡Que se dilate cuanto quiera el corazón, con tal que
esté cómodo Jesús!»
Y tanto se dilató aquel corazón, que un día levan-
tó tres costillas del lado correspondiente, del mismo
modo que sucedió á San Felipe Neri y á San Pablo de
la Cruz en un arranque de amor divino. Habiendo
persistido durante largo tiempo el misterioso fenóme-
no, pudo ser estudiado y observado. Las tres costillas
estaban fuertemente encorvadas, casi en ángulo recto;
formando exteriormente un voluminoso abultamien-
to, que dejaba en la parte interior espacio suficiente
•para que el corazón latiese con más facilidad.
Hago aquí punto final, porque me faltan las fuer-
zas y no puedo continuar-. Doblo mis rodillas y te ado-
ro, buen Jesús: Tú solo eres el autor de tanta mara-
villa.
CAPITULÓ X X

VISIONES Y APAKICIONES CON QUE FUÉ EAVOKECIDA


LA SIEKVA DE DlOS

Siendo el éxtasis un grado más perfecto de la con-


templación, por su propia naturaleza implica la vi-
sión; porque en tanto el alma pierde el uso de los sen-
tidos, en cuanto un sujeto que se le hace visible, ó á
quien oye, la atrae, la sacia y la hace dichosa. Des-
pués de cuanto hemos dicho sobre la contemplación
de Gémma en tres capítulos, parece inútil que me em-
peñe en explicar cómo tuvieron lugar las visiones en
sus éxtasis. Solamente diré que nada he podido des-
cubrir en ellas de exagerado, ni la menor sospecha de
que fuesen obra de la imaginación; esto es, nada im-
propio de las creencias y santidad de nuestra religión,
sino que por el contrario, en todas ellas orden, decoro y
verdad dogmática. Esta es la mejor demostración de
que tales visiones son sobrenaturales y divinas, porque
una joven tan sencilla como Gemma, que no tenía más
instrucción que la elemental, que no leía libros, ni le
gustaba oir sermones, era imposible que con solóla
imaginación arreglase las cosas tan bien, que jamás
indujeran á error. Por ahora baste esta indicación, y
sólo añadiré, por si fuese necesario después de lo dicho
al tratar de la profunda humildad de la sierva de
Dios, qué de cuanto veía ú oía en los éxtasis, sabía
guardar sepulcral silencio; á diferencia de esas almas
ligeras ó impresionables que quisieran que supiesen
cielo y tierra cuanto les sucede de extraordinario, para
adquirir notoriedad. Con seguridad que Gemma no hu-
biera manifestado sus cosas, ni al mismo director es-
piritual, si no fuese por la necesidad de que la guia-
— 182 —

sen; y esta es otra señal evidente de la veracidad de


sus éxtasis y visiones.
Otro tanto se puede decir de las locuciones celes-
tiales, que son ciertas palabras vibrantes que Dios
hace oir al alma durante el éxtasis, con tal viveza y
claridad, que le llegan hasta lo más íntimo. San Pablo
las denomina palabras secretas: Audivi arcana verba,
y dice que son tan sublimes, que es imposible al en-
tendimiento humano poder expresarlas: Quce non licet
homini loqui.
De estas locuciones fué muy favorecida Gemma.
Apenas tuvo éxtasis en que el Señor no le dejase oir
su divina palabra, y con la particularidad de que, en
esos íntimos coloquios, era muy poco lo que ella ha-
blaba, porque la mejor parte pertenecía á Su Divina
Majestad. Algunos de estos discursos, según hemos
visto ya, tenían por objeto dar á conocer á la piadosa
virgen los atributos de Dios, ó los avisos de su provi-
dencia; otros se referían al estado particular de algu-
na persona, ó á ciertas obras que quería se instituye-
sen en la Iglesia, ó bien abusos que con venía, deste-
rrar. Dócil á la voz del divino Esposo, tan pronto sa-
lía del éxtasis, ponía en práctica cuanto de ella de-
pendía, dirigiéndose á las personas correspondientes
para que las órdenes fuesen fielmente ejecutadas.
Apenas se encuentra una carta de las que escribió
á sus directores la piadosa virgen, en que no haga
mención de algunas de estas locuciones habidas du-
rante los éxtasis, y los hechos, que no podía ella co-
nocer ni prever, venían más tarde á comprobar su
veracidad. Con frecuencia aquellos diálogos eran ense-
ñanzas del divino Maestro á su amada discípula, para
instruirla en las cosas celestiales y empujarla por la
senda de la virtud. Alguna muestra he dado de ellos
en más de un lugar, nada más que una muestra, por-
que si intentase exponer toda la materia, sería cosa de
nunca acabar. ¡Bienaventurada Gemma, que, á seme-
janza de los Apóstoles, tuviste la dicha de ser amaes-
trada por la Sabiduría encarnada! Así se explica co-
— 183 —
mo, en tan pocos años, te elevaste á santidad tan per-
fecta.
Hablemos ahora de sus apariciones.
Objetivamente consideradas, aparición y visión son
una misma cosa, pero se diferencian en que la última
tiene lugar en el éxtasis y la primera no, si bien es ver-
dad que el alma, sorprendida por la aparición, puede
caer en éxtasis como sucedía á Gemma. Siendo la vo-
luntad de Dios glorificarse de un modo extraordinario
en su fiel sierva con todo género de gracias, es de su-
poner, y así sucedió, que con relación á las celestes
apariciones, se mostrase espléndido, ya se miren desde
el punto de vista de su número, ya de su familiaridad,
ya de sus efectos. La presencia de su Ángel custodio,
según hemos visto, además de ser familiar y prove-
chosa, puede decirse que casi era continua, apareción-
dosele de noche y de día; y por lo que se refiere á
otros ángeles y santos, y en especial al Beato Gabriel
de la Dolorosa, Pasionista, así como á las almas del
purgatorio,,ya dije algo en otros lugares de esta obra,
y volveré más adelante á insistir sobre lo mismo con
mayores detalles. Otro tanto digo del Santo de los
Santos, Cristo Jesús, sobre todo bajo la forma de apa-
sionado Eedentor. ¡Ah, no pierda de vista el lector
las tiernas apariciones de Jesús, descritas en anterio-
res capítulos, y prepárese para escuchar otras que las
sobrepujan en hermosura. Trataremos en primer tér-
mino de las de María Santísima.
Gemma amó siempre y con intenso amor á la Bei-
na de los Angeles, llamándola con dulce confianza,
«mi querida mamá». Huérfana desde sus primeros
años de madre terrenal, se acostumbró desde enton-
ces á no reconocer otra madre que María, conducién-
dose con ella como hija afectuosa. Después de Jesús,
todo su corazón era para María. «¡Cuánto quiero á mi
Madre!—decía.—Bien lo sabe ella; y además, Je-
sús me encargó que la quisiese mucho. ¡Y cuan buena
se me ha mostrado siempre esta celestial mamá! ¿Qué
hubiera sido de mí si no la hubiera tenido? Me ayuda
— 184 —
en mis espirituales necesidades, me preserva de los
peligros, me liberta del poder del demonio cuando
viene á molestarme, me defiende ante el Señor cuan-
do peco, le aplaca cuando provoco su ira con mi mala
vida, y, finalmente, me enseña á conocerle y amarle,
á ser buena y agradarle. ¡Ah!, queridísima mamá, te
amaré toda mi vida!» Estas y parecidas expresiones,
rebosantes de amor y ternura, brotaban á cada paso
de su corazón y de sus labios, estampándolas en cuan-
tas cartas escribía. Y bien ¿podría Madre tan santa
dejar de pagar con creces amor tan entrañable? ¡Im-
posible! Porque si Gemma se dio por entero á María,
María, á su vez, se entregó á Gemma, y para demos-
trar su cariño, además de los innumerables favores
que le alcanzó de su divino Hijo, repetidas veces se le
apareció, sensiblemente, cara á cara, acariciándola y
estrechándola contra su pecho maternal. Dejaremos á
Gemma describir estas finezas de amor, ya que na-
die mejor que quien las experimentó puede expre-
sarlas.
«¡Quién había de figurarse—dice en una cuenta de
conciencia—que esta noche me visitaría mi queridísi-
ma Madre! Ni pensarlo. No era de creer que se lo per-
mitiese mi mala condición, pero tuvo compasión de mí.
Al poco tiempo de estar en oración, experimenté cier-
to recogimiento interior, y, como otras veces, perdí el
conocimiento, encontrándome en presencia de la Vir-
gen dolorosa. ¡Qué felices momentos! ¡Cuánta dulzura
experimentó en aquellos instantes! ¡Imposible de expli-
car! Pasados los primeros momentos de conmoción, me
pareció que la Virgen, tomándome en su regazo, hacía
que mi cabeza descanse sobre sus hombros, sostenién-
dola algún tiempo en esta posición. Mi corazón, hen-
chido de felicidad, nada deseaba. De cuando en cuan-
do me preguntaba: «¿Amas á alguien más que á mí/»
—«¡Oh!—le respondí,—amo á otra persona antes que á
Vos.»—Fingiendo desconocerlo, me dijo: «¿Quién es?»
—«Es una persona tan querida para mí, que la amo so-
bre todas las cosas, y estoy dispuesta á dar la vida por
ella.»—«Pero, dime quién es,»—preguntaba con apa-
rente impaciencia.—«Madre mía, si hubieses venido
anteayer por la noche, lo hubieras visto conmigo. Y o
voy á visitarlo todos los días una vez (se refería á la
sagrada comunión), ó iría otras muchas, si pudiese. ¿Y
sabes, Mamá mía, por qué obro así? Porque él quiere
cerciorarse de si seré capaz de olvidarlo estando lejos;
y no es así, pues cuanto más lejos está, más intenso es
mi amor.»—Y ella insistía: «Pero ¿dime quién es?»—
«No, no te lo digo,—respondía yo.-—¡Si vieses, Madre
mía, cuánto se parece á ti! Sus cabellos tienen el mismo
color que los tuyos.»—Mi Mamá, acariciándome, pare-
ció decirme: «Pero, hija, dime ¿á quién te refieres?»—
«¿No me comprendes?,—repliqué en alta voz.—Pues
me refiero á Jesús; sí, á Jesús.»—«Repítelo más fuer-
te,»—dijo la Virgen.—Después me miró, se sonrió, y
estrechándome contra su pecho, me añadió: «Amalo
mucho, y á él solo.»—«No temas,—le dije,—nadie
en el mundo será dueño de este corazón sino Jesús.»
Nuevamente me abrazó, y parecía que me besaba en
la frente. Luego desperté (salí del éxtasis); estaba
tendida en tierra con el crucifijo cerca de mí.»
¿Qué te parece de esta relación, caro lector? De mí
sé decirte que hace seis años que se la oí á Gemma
por primera vez, y á pesar del tiempo transcurrido,
cada vez que la leo en sus escritos, la encuentro nue-
va y conmovedora. Pues entérate de otra, aunque la
forma sea la misma: «Reposaba en cama, pero sin dor-
mir, cuando me pareció ver una hermosísima señora,
que se acercaba para besarme. Perdí el uso de los sen-
tidos, y el mundo era como si no existiese para mí.
Inmediatamente di mil excusas (así se lo había orde-
nado yo), pero mi Mamá celestial (era la misma, por
más que Gemma dudase al principio) me miraba, y
sonriéndose me dijo: «¡Hija querida!» Padre, perdóne-
me si cedí demasiado pronto; pero lo cierto es que dejó
que la Virgen me tomase en sus brazos. Por poco me
muero; no cabe duda que estuve á punto de morir
de tanta dulzura... ¡Qué de caricias! ¡Me quiere tan-
— 186 —
to!... Dijo que había venido para ayudarme. Me en-
contró muy pobre, por lo que me animó á practicar la
virtud, principalmente la humildad y la obediencia, i
Dijo algunas palabras más que no entendí bien, y lúe-'
go añadió:—«Hija, perfecciona tu alma y presto.»—Lo'
que después sucedió, no lo sé; aquel «presto» dio un
movimiento tan violento á este corazón mío, sobre el
cual mi Mamá puso su bendita mano, que yo no po-
día hablar; interiormente le pedí una contestación
abriendo al efecto mis ojos para con ellos interro-
garle, y ella me respondió así:—«Di á tu Padre (al di-
rector) que, si no se cuida de ti, (para recluirla en un
monasterio) me encargo yo de llevarte pronto al cie-
lo.» Después me besó diciendo: «Si no lo hace antes
de lo que él piensa estaremos juntas.» Así sucedió, y
me arrepentiré siempre de mi descuido, pues en me-
nos de un año, contra lo que era de esperar, Gemma
enfermó y pasó á mejor vida. Continúa la narración:
«Padre, después de experimentar tales cosas, ¡qué des-
preciable es el mundo! No sé si V. las experimentó al-
guna vez, pero lo cierto es que mi Mamá celestial es
hermosa sin comparación. ¿La ha visto Y. alguna vez?
Yo, cuantas más veces la veo, más deseos tengo de
verla.»
En otra ocasión (y vuelvo á Jesucristo para con él
terminar este capítulo), se le hizo visible la Santísima
Virgen con su Hijo en los brazos, bajo la forma de
gracioso niño que colocó en el regazo de Gemma, la
cual, estrechándole contra su corazón, le daba ardien-
tes besos, que el niño devolvió junto con útiles ense-
ñanzas, terminando por bendecirla, y vuelto á su
madre, desapareció la visión. No sé las veces que
esto ocurrió; pero tengo la seguridad de que, por lo
menos, sucedió en tres ocasiones. Otras cuatro veces
se le apareció el Señor solo, en forma de niño; ella
nos dirá cómo aconteció esto: «Ayer por la tarde, al
hacer la hora de guardia, me retiró á mi habitación,
y estando completamente sola, vino á mi encuentro el
niño Jesús. ¡Y qué hermoso es Jesús! ¡Cuánto más se
— 187 —
le amaría, si fuese conocido! Se colocó sobre mis rodi-
llas, me besaba, me acariciaba y me preguntaba si lo
quería mucho. También me decía si quería ser toda
suya. Tan alegre estaba yo, que no supe qué respon-
der. Me limité á oprimirlo contra mi pecho.» Detente
aquí lector y medita. Esta joven es una infeliz hija
de Adán, y la persona que hace poco viste bajo la for-
ma de un crucifijo, y ahora en la de humilde niño, es
el Dios inmenso, el Yerbo encarnado, que se abate
hasta dejarse abrazar de una criatura, á la cual pide
que le ame. ¡Oh misterios de la Encarnación y-del
amor de mi Dios, cuan sublimes sois!
La seráfica virgen de Luca, me atrevo á asegurarlo,
conocía esta grandeza; pero no por eso se ensoberbe-
ció, según vamos á ver. Continúa Gemma. «Le habló
con toda confianza, y le supliqué que hiciese conocer
lo que ocurría á V., Padre, y al confesor, para que no
me inquietasen más. Jesús se sonrió y me contestó:
— « Y a lo haré.» Pero (lo dijo despacio y bajito) le ro-
gué que no esperase tanto, porque no quería esperar
más, y Jesús me replicó:—«Te he querido más que á
otras criaturas, aun cuando tú fueses la peor. En lo
referente á la verdad de lo que pasa, ya lo sabe quien
debe tener conocimiento de ello; en cuanto á lo demás,
aun no es tiempo; ya llegará el día en que se sepa. Es
Jesús quien te lo asegura.» Esta inefable conversación
duró una hora completa. Véase como la joven cierra
su narración. «Jesús se fué y aquí estoy nuevamente
sola. Diga, Padre, ¿tiene V. inconveniente en que Je-
sús vuelva? Si V. no pone reparo, con seguridad que
vuelve. Bendígame muchas veces y envíeme á Jesús,
porque sin él no puedo estar.»
No respondí á carta tan conmovedora. Sólo inte-
riormente dije, con el corazón enternecido: El amor
ha hecho perder felizmente el juicio á esta seráfica
joven. Sabe que está desposada con su Dios, con vín-
culo indisoluble, y esa es su idea fija. Sólo quien ama
de veras, puede hablar y pensar de semejante modo.
CAPÍTULO X X I

PiECIBE EL DON INSIGNE DE LAS SAGRADAS LLAGAS

Corría el año de 1899. Curada milagrosamente de


la grave enfermedad de que se habló en el capítulo
cuarto de este libro, cuando tenía unos veinte años de
edad, emprendió con ardor el nuevo camino que el Se-
ñor había dicho deseaba recorriese, camino de perfec-
ción más allá de lo ordinario, al que habían servido
de preparación las virtudes practicadas y las abundan-
tes gracias concedidas, camino que debía recorrer en
pocos años. Llegó la Semana Santa, y ocioso es decir
que la piadosa virgen, en tan memorables días, se ocu-
pó con ahinco en meditar.la pasión del Salvador. Pa-
ra mejor disponerse y acompañarle en el Calvario du-
rante la tarde del Viernes Santo, hizo en la del Jue-
ves confesión general de todas sus culpas, acompañada
de amargo llanto. Lo demás ella lo dice en la relación
que por orden mía dejó escrita, relación algo prolija,
pero que sin duda agradará al lector ver reprodu-
cida.
«Por primera vez hice la hora santa fuera de la ca-
ma, pues había prometido al Corazón de Jesús que,
BÍ me curaba, haría indefectiblemente la hora santa
todos los jueves (y no la omitió una sola vez mientras
vivió). Experimenté tal dolor de mis pecados, que tu-
ve momentos de verdadera angustia. En medio de
tanta pena tenía el consuelo de llorar, con lo que me
aliviaba. Pasada la hora, que empleó en rezar y llo-
rar, me senté. El dolor continuaba, pero al poco rato
experimenté total recogimiento interior, seguido in-
mediatamente de tal pérdida de fuerzas, que con difi-
cultad pude levantarme para echar la llave á la puer-
ta de mi cuarto. ¿En dónde estaba yo? Pues en pre-
— 189 —

seneia de Jesús crucificado, que vertía sangre por


todas partes, y ante su vista, no pude menos de bajar
los ojos. Hice la señal de la cruz, y pronto la turbación
fué sustituida por la tranquilidad de espíritu; pero el
dolor de mis pecados era más intenso cada vez, y co-
mo me faltase el valor para mirar á Jesús en tal esta-
do, me postré con la cara en tierra y en esta posición
estuve varias horas. Volví en mí; las llagas de Jesús,
de tal modo se grabaron en mi mente, que no se han
vuelto á borrar de ella. Fué ésta (así termina su rela-
to) la primera vez y el primer viernes en que Jesús se
hizo oir de mi alma tan fuertemente. Aunque no ha-
bía recibido á Jesús verdadero de mano del sacerdo-
te, porque en aquella hora no era posible, Jesús
vino voluntariamente por sí mismo, y se me comuni-
có. Esta unión fué tan íntima, que quedé como asom-
brada, y él me habló con mucha intensidad.» Tal fué
la visita con que preparó el Señor á su sierva para
la obra que le tenía destinada. Otra, bastante seme-
jante, tuvo lugar un mes después. «Mira, hija—le de-
cía Jesús,—y aprende cómo se ama (y le mostró abier-
tas sus cinco llagas). Mira esta cruz, las espinas, los
clavos, los cardenales y estas llagas; todas son obra
de amor y amor infinito. Mira hasta dónde llegó mi
amor por ti.» Ante tal vista, experimentó la tierna-
virgen tan gran dolor, que no pudiéndolo sufrir el
corazón, cayó desmayada y así permaneció durante al-
gún tiempo, sumergida en un mar de dolor y amor.
Con todo, parece que la gracia no encontraba sufi-
cientemente purificada el alma de nuestra virgen para
recibir el don inmenso que le tenía preparado, y com-
prendiendo Gemma que era así, se dispuso con una
tanda de ejercicios espirituales, que practicó en el mo-
nasterio de las monjas Salesianas de Luca, en donde
entró el día 1.° de Mayo del referido año. Según me
manifestó, le parecía haber entrado en el paraíso, y
como si previese lo que le había de suceder dentro de
un mes, se dedicó con toda su alma á las prácticas del
"retiro, dando orden para que no la visitasen sus parien-
— 190 —

tes ó conocidos, porque aquellos días eran todos para


Jesús. Se confesó con igual dolor que la otra vez, y el
21 de dicho mes, salió del monasterio para volver á su
casa. La prueba tocaba á su término, y la gracia había
ejecutado su obra. ¡Gemma, levanta tus ojos al cielo,
déjate transformar en el divino esposo crucificado!
El día 8 de Junio, después de comulgar, dióle el Se-
ñor á entender que aquella misma tarde le haría la
gracia señalada, noticia que comunicó en seguida á su
confesor, á quien pidió nuevamente la absolución de
sus pecados, retirándose después á su casa con el en-
tendimiento ocupado en altos pensamientos y el cora-
zón rebosando de alegría. Veamos lo que ocurrió; y tú,
querido lector, recógele cuanto puedas, para mejor
contemplarlo. «Al anochecer (jueves, vigilia de la
fiesta del Sagrado Corazón de Jesús), de pronto, más
aprisa que de costumbre, sentí un dolor tan inten-
so de mis pecados, como nunca lo había experimen-
tado, y el cual, sin exagerar, me puso á las puertas
de la muerte. Después de esto, noté que se reconcen-
traban las potencias todas de mi alma, que en el
entendimiento no conocía otra cosa que las ofensas
hechas á Dios, que la memoria me las recordaba to-
das y me hacía ver los tormentos que padeció Jesús
por salvarme, que la voluntad me las hacía aborre-
cer prometiendo sufrirlo todo para expiarlas, y otra
porción de pensamientos que en revuelto torbellino
se agitaban en mi mente; pensamientos de amor,
de temor, de esperanza, de dolor y de consuelo. Al
recogimiento interior siguió la pérdida de los senti-
dos, y me encontré en presencia de la Madre celes-
tial, que tenía á su derecha á mi Ángel custodio, el
cual me ordenó rezar el acto de contrición, y hecho
esto, mi Madre me dirigió las siguientes palabras :

«Hija, en nombre de Jesús, tus pecados te son perdo-


nados.»—Después agregó:—«Mi Hijo Jesús te ama
mucho y quiere concederte una gracia; ¿sabrás hacerte
digna de ella?» No sabía qué responder; pero ella me
animó diciendo: «Seré tu Madre; ¿te portarás tú como
— 191 —

buena hija?» Dicho esto, abrió su manto y me cubrió


con él. En el mismo instante se apareció Jesús con las
llagas abiertas, pero en vez de manar sangre, salían
de ellas llamas de fuego, las cuales, tocando á mis ma-
nos, pies y costado, me causaron tan mortal dolor, que,
si mi Mamá no me hubiese sostenido, habría rodado
por el suelo. Permanecí varias horas en aquella posi-
ción, cubierta con el manto de mi Madre Santísima,
la cual me besó en la frente, desapareciendo después
todo. Al volver en mí, me encontré que estaba en el
suelo arrodillada, que las manos, los pies y el corazón
me dolían mucho, y al levantarme del suelo para acos-
tarme, observé que de las partes doloridas salía san-
gre. Cubrí lo mejor que pude aquellas partes y, ayu-
dada por mi angelito, subí á la cama. A la mañana
siguiente, con-bastante trabajo, fui á comulgar. Con
un par de guantes oculté las manos; pero los pies me
dolían tanto, que no podía caminar, pues á cada paso
que daba, creía morir. Los dolores continuaron hasta
las tres de la tarde del viernes, fiesta del Sagrado Co-
razón de Jesús.»
¡Alma bendita! ¿No estás satisfecha de tomar asien-
to al pie de la Cruz del Salvador, adornada con esas
divinas joyas, en compañía de la Virgen dolorosa, de
Francisco de Asís, de Catalina de Sena y de Verónica
Q-iuliani? De hoy en adelante podrás, como ellos, de-
cir: Nadie me molesta, llevo en mi cuerpo las llagas de
Jesucristo. Stigmata domini Jesu in corpore meo porto.
Seguramente querrá el lector que yo le explique
de qué naturaleza eran las llagas de la sierva de Dios,
cómo se formaban y de qué modo se manifestaron con
posterioridad. Apurado me vería para contestar indu-
dablemente, si este fenómeno fuese único en la hagio-
grafía cristiana; pero, aunque muy raro, no es nuevo,
pues en el siglo X I I pudo observarse en la persona de
Francisco de Asís, y en el X I X en la virgen belga Lui-
sa Lateau. En esta última particularmente, el prodigio
fué observado por millares de personas, y estudia-
do científicamente por médicos eminentes, católicos y
— 192 —

racionalistas, y, desde el punto de vista teológico, por


doctores insignes en ciencia y piedad, habiéndose es-
crito y dado á la publicidad sobre el asunto varios vo-
lúmenes. Comparando aquellos hechos con el que nos
ocupa, es fácil abrirse paso y comprender el que en es-
te siglo se manifestó en la virgen de Luca.
Principió el fenómeno de la manera que se ha vis-
to, y como nadie más que la virgen favorecida lo pre-
senciase, á su relato me atengo, sin añadir ni quitar na-
da. Desde aquel día en adelante, se repetía periódica-
mente todas las semanas, desde la noche del jueves, po-
co más ó menos á las ocho, hasta las tres de la tarde del
viernes. Sin preparación de ninguna especie, y sin que
lo anunciase el más pequeño dolor, excepción hecha del
recogimiento precursor del éxtasis, de repente se pre-
sentaba en el dorso y en la palma de ambas manos una
mancha rubicunda, y por debajo de la epidermis, que es
la membrana sutil y transparente que recubre exterior-
mente la piel, una rasgadura en la carne viva, esto es,
en la dermis, de forma oblonga la del dorso, é irregular-
mente redonda la de la palma. Al propio tiempo, ras-
gábase la epidermis, y se ponían al desnudo las heri-
das de aquellas inocentes manos, con todos los carac-
teres de llaga viva, teniendo como un centímetro de
diámetro la de la palma, y unos veinte milímetros de
largo por dos de ancho la del dorso.
La herida, algunas veces, era superficial, casi imper-
ceptible á simple vista, pero de ordinario profun-
da, y parecía unirse con la de la cara opuesta, atrave-
sando la mano por completo. Y digo que parecía, por-
que de las heridas salía sangre, en parte líquida y en
parte coagulada, y al cesar ésta de salir, la herida se
contraía y no era fácil explorarla sin el auxilio de la
sonda, instrumento que no me atreví á usar por el te-
mor reverencial que me inspiraba la extática en aque-
llas condiciones, porque el dolor le hacía retraer con-
vulsivamente las manos, y además, porque la herida de
la palma estaba cubierta por una protuberancia dura,
carnosa, en forma de cabeza de clavo, sin adherencias,
— 193 —
y del diámetro de una moneda de cinco céntimos. En
los pies, además de ser mayor la rasgadura y de color
lívido sus labios, la diferencia de tamaño era en senti-
do inverso, pues su mayor diámetro correspondía al
dorso y el menor á la planta, con la particularidad de
que la del dorso del pie derecho era tan grande como la
de la planta del pie izquierdo, como seguramente se-
rían las del Salvador, toda vez que con un solo clavo
fueron sujetados á la cruz sus santísimos pies, el dere-
cho sobrepuesto al izquierdo.
Acabo de decir que las rasgaduras se formaban en
poco tiempo, en cinco ó seis minutos, principiando in-
teriormente por debajo de la epidermis y terminando
con la abertura de ésta; sin embargo, en ocasiones no
sucedía así, pues el golpe era instantáneo, y como en
las heridas violentas, partía de lo exterior. Cuando la
herida aparecía de improviso, daba lástima ver su an-
gustiado rostro, el temblor y las sacudidas de todo su
cuerpo. Hablemos ya de la llaga del costado. Esta heri-
da por pocas personas y escasas veces fué examinada,
pues le parecía mal á la buena familia aproximarse al
virginal cuerpo con el solo fin de satisfacer su devota
curiosidad, como me lo pareció á mí; y por este motivo
no tengo el consuelo de poder reseñarla. A juzgar por
el intenso dolor que sentía Gemma en esta herida, no
sólo superficialmente, sino en el corazón, es de creer
que llegaba hasta esta misma viscera. Por otra parte,
si el fin que Dios se propone al obrar semejantes pro-
digios, es el de reproducir en alguno de sus siervos la
realidad de lo que su Hijo Jesús sufrió en la cruz por
nosotros, no es de creer que la reproducción sea in-
completa. He leído en la vida de la sierva de Dios
Juana de la Cruz que en la autopsia de su cadáver,
los cirujanos, siguiendo el curso de la misteriosa he-
rida que tenía en el costado, vieron que, después de
atravesar los pulmones, llegaba en realidad hasta el
corazón. También se hizo la autopsia al de Gemma, á
los trece días de muerta; pero el prodigio de las lla-
gas había cesado dos años antes. De no haber sucedi-
13
- 194 —

do esto, ¡quién sabe si tendríamos un segundo y eviden-


te ejemplar, que sólo como probable lo presento yo!
La abertura del costado de Gemma tenía la forma
de media luna en sentido horizontal, con las puntas
hacia arriba. De seis centímetros de longitud y tres
milímetros de ancho en su parte media, formaba con
sus dos caras un ángulo que tenía su vértice á un cen-
tímetro de profundidad. También esta herida se pro-
ducía de dos modos, instantáneo el uno y desde lo ex-
terior, como si se produjese por efecto de la lanza; in-
terior el otro, abriéndose lentamente en la dermis pe-
queños y rubicundos orificios, que primeramente se
veían debajo de la epidermis, hasta que, aumentando
en número, terminaban por rasgar la piel entera para
formar la enorme llaga ya descrita. Ño ha dejado de
llamarme la atención la forma de media luna que te-
nía esta herida, no observada en los demás estigma-
tizados que conozco, si se exceptúa la Ven. Diomira
Allegri, florentina del siglo X V I , la cual, según apa-
rece de su vida, que por casualidad leí, tenía una he-
rida de igual forma, como consta de la relación jura-
da prestada por los peritos médicos y algunos otros
testimonios oculares en el proceso de beatificación. No
siendo razonable creer que una forma tan exacta en
dos casos distintos, con un intervalo de tres siglos, sea
puramente casual, es de suponer que la lanza con que
se abrió el costado de nuestro Salvador tenía una
forma tal que, hiriendo con ella en dirección oblicua,
producía una herida en forma de arco.
La sangre que salía de esta herida era en tal abun-
dancia, que empapaba las ropas interiores, hasta el ex-
tremo de que la humilde virgen, para ocultarla, tenía
que valerse de lienzos doblados, los cuales escondía una
vez mojados, para más tarde lavarlos, sin que nadie se
enterase. Brotaba la sangre, no continuamente, sino á
intervalos más ó menos largos, coagulándose sobre la
llaga, y permitiendo que ésta se secase de tal modo que,
si en este estado se lavaba, quedaba sólo la carne viva,
como sucede con las heridas en vías de curación. Pero
— 195 —

es el caso que no se trataba de un fenómeno natural,


por lo que resultaba que, al encenderse nuevamen-
te el misterioso fuego de la llaga, ésta se inflamaba
también y volvía á salir sangre en abundancia. Dadas
estas condiciones, se comprende que no fuese posible
calcular la cantidad de sangre perdida por esta vícti-
ma en las veinticuatro horas que duraba el fenóme-
no (para hablar sólo de su período ordinario de cada
semana, del jueves al viernes; al paso que en los ex-
traordinarios, que, sin embargo, eran bastante fre-
cuentes, la herida se cerraba tan luego como cesaba el
misterioso impulso que la había abierto). Puede sólo
asegurarse que era mucha, según observaron las per-
sonas que asistían á Gemma. Una de ellas manifestó
bajo juramento ser tal su abundancia, que, si no en-
contraba obstáculos, corría hasta el suelo. Lo mismo
se aseguró con referencia á las demás llagas. Era,
pues, lo que salía de las heridas verdadera sangre, de
hermoso color, en un todo igual á la que sale de las
heridas recientes; y como ella se coagulaba sobre la
piel, los paños y el pavimento.
No era menos admirable el modo como las llagas
se borraban. Una vez terminado el éxtasis del vier-
nes, cesaba de salir sangre, tanto del costado, como de
las manos y pies; la carne viva se secaba poco á poco,
los tejidos lacerados se unían y cicatrizaban, y al día
siguiente, ó á más tardar el domingo, no quedaba el
menor vestigio de aquellas profundas rasgaduras en
el centro, ni en la periferia; la piel las cubría como en
las partes sanas, sólo variaba el color, por quedar en
el punto correspondiente una mancha blanquecina,
indicio de que el día anterior había llagas en aquel
sitio, las cuales se reproducirían á los cinco días, para
proceder de igual modo. Trascurridos dos años des-
de que el fenómeno dejó de producirse, murió Gem-
ma, y sobre el cadáver pudo comprobarse que persis-
tían las manchas, cosa que no había sido fácil obser-
var en vida, sobre todo en los pies, por la dificultad
de desnudarlos durante los éxtasis.
— 196 —

Hasta que, sin duda por disposición divina, fué pro-


hibido por los directores de Gemma, el fenómeno de la
aparición de las llagas se realizó de una manera re-
gular y constante todas las semanas, en los días jue-
ves y viernes, sin que se manifestasen en ningún otro
por memorable que fuese, ni aun en el caso de que los
éxtasis se repitiesen en forma extraordinaria. Hubo,
sin embargo, una excepción, que referiré copiando las
palabras de un digno prelado, que la presenció, el Pa-
dre Pedro Pablo Moreschini, pasionista, hoy arzobis-
po de Camerino: «Habiendo oído referir cosas extraor-
dinarias de esta joven, sospeché que fuesen ilusiones
mujeriles, y quise personalmente cerciorarme de ellas.
A l efecto, un martes, dirigíme á la casa donde resi-
día, y al ver á la joven, sen time inspirado á pedir al
Señor que me concediese una señal evidente de que él
era el autor de aquella maravilla. Interiormente, y sin
decir palabra á nadie, me fijé en el sudor de sangre y
en la aparición de las llagas. Por la tarde se retiró la
joven para hacer á solas sus acostumbradas oraciones
ante la imagen - del Crucificado. Al cabo de pocos mi-
nutos, estaba en pleno éxtasis, por lo que entró en la
habitación y con mis propios ojos la vi transformada;
parecía un ángel, pero sumergida en inmenso dolor.
De cara, cabeza y manos, manaba sangre; supongo
que sucedía lo mismo en el resto del cuerpo. El sudor
duró media hora, sin que las gotas cayesen al suelo,
porque al desparramarse, se secaban en seguida. Me
retiré conmovido; y al volver Gemma del éxtasis y
encontrarse sola con la tía, dijo: «El Padre pidió á Je-
sús dos señales, y Jesús me dijo á mí que ya le dio
una, y que también le dará la otra. ¿Qué pruebas son
¡las que quiere? ¿Podría decírmelo?» Llegada la noche,
preguntó compungida aquella señora: «Padre, la otra
prueba que V. ha pedido ¿son acaso las llagas?» Que-
dé atónito y ella prosiguió: «Le hablo así, porque si
es eso, Gemma las tiene abiertas; venga y las verá.»
l u í y encontré á la bendita criatura en éxtasis como
la primera vez, con las manos traspasadas de parte
— 19? —

á parte por una llaga bastante grande en la carne vi-


va, de donde salía sangre en abundancia. El conmo-
vedor espectáculo duró unos cinco minutos (hace
de ellas una minuciosa y concienzuda descripción que
coincide exactamente con la mía), y al cesar el éxta-
sis, desaparecieron la sangre y las heridas. La piel,
antes rasgada, recuperó instantáneamente su estado
normal, hasta el punto de que, para darlo todo por
terminado, sólo hubo necesidad de mandar que se la-
vase las manos. El Señor me había escuchado, y yo, al
al par que le daba gracias por tan señalado favor, de-
puse toda duda, creyendo, sin vacilación, que digitus
Dei est Me, aquello era obra exclusiva de Dios.»
Del sudor de sangre algo tengo dicho al hablar del
amor que á Dios tenía esta virgen querida y del ho-
rror que experimentaba por las ofensas que se le ha-
cen, sobre todo con la maldita blasfemia. Ya que se
me ofrece ocasión, diré aquí, que tan prodigioso fe-
nómeno tenía lugar con bastante frecuencia al medi-
tar la agonía del Señor en el Huerto; pero no en los
periódicos éxtasis del jueves al viernes, sino en otros,
y también sin tener éxtasis. La sangre exprimida del
corazón en fuerza del dolor, salía por todos los poros
de su cuerpo, particularmente de la parte izquierda
del pecho, que cubre el corazón. Gemma se encontra-
ba entonces bañada en sangre.
Los ángeles habrán recogido sin duda aquella san-
gré para presentarla á Dios y aplacar su ira, por los
méritos de aquella víctima que, á semejanza del divi-
no Eedentor, la vertía generosamente de sus venas.
CAPITULO X X I I

ES HECHA PARTÍCIPE DE LOS DEMÁS DOLORES DE


LA PASIÓN DEL EEDENTOR

Pocos son los santos que tuvieron las cinco llagas


á- un tiempo, pues el Señor obra como tiene por con-
veniente, y la acción responde siempre á sus inescru-
tables designios. Gemma debía ser del número más
privilegiado, y participar, no sólo de las cinco llagas
del Salvador, sino de otros tormentos de su pasión.
Después del sudor de sangre en Getsemaní, el primer
tormento que sufrió el Señor fué el de" los azotes, y
como nuestra virgen meditaba con especial devoción
este misterio doloroso, contaba una por una las pro-
fundas heridas de que estaba cubierto el cuerpo de
su divino amante, y decía: «Son todas obra de su
amor,» con intenso deseo de que se imprimiesen en el
suyOi A su vez, el divino Salvador se complacía en fo-
mentar aquel deseo, aparecióndosele con frecuencia
cubierto de llagas, é invitándola á que besase sus ado-
rables heridas. No pudiendo Gemma resistir la fuer-
za del dolor que aquella visión producía en su alma,
caía desmayada á los pies del Eedentor.
A l fin, un día, primer viernes de Marzo de 1901, en
que con más ardor suplicó al Señor que le concediese
alguna participación en la tortura de los azotes, con-
siguió ser atendida. El estrago fué horrible. «El vier-
nes, así me lo comunicó ella, hacia las dos de la tarde,
me hizo experimentar Jesús algunos golpecitos. Pa-
dre mío, estoy cubierta de llagas que me hacen sufrir
un poquito. «¡Viva Jesús!» Las llagas, que nada te-
nían de imaginarias, las describirá su madre adoptiva
que las observó repetidas veces. «Advertí al princi-
pio de la noche—así escribe,—que Gemma estaba en
— 199 —

éxtasis y sufría más de lo ordinario. La cogí de un


brazo, y notando que tenía grandes rozaduras de co-
lor rosado, le apliqué un pañuelo que se manchó de
sangre. Sufría mucho y pude percibir que decía: «¿Se-
rán tus golpes, Jesús?» Entonces comprendí que
se trataba de los azotes. Duró esto los cuatro vier-
nes de Marzo de 1901. El primer viernes pasó como
ya dije; en el segundo hubo rasgaduras de la carne;
en el tercero fueron mayores éstas, hasta el punto de
que casi se veían los huesos, y en el cuarto fué tal el
estrago, que había llagas por todas partes, hasta de
un centímetro de profundidad. ÜSTo obstante al cabo
de dos ó tres días, desaparecía todo. En una ocasión le
vendé dos, únicas que quedaron por cicatrizar, pues
supuraron, y sufrió mucho al quitarle yo la venda; pero
una vez quitada ésta, se curaron en poco tiempo. Las
demás se cicatrizaron súbitamente. Estaban las llagas
situadas de este modo: dos en un brazo, bastante pro-
fundas, de cuatro á cinco centímetros de largo; dos
en una pierna, redondas y mayores que una moneda
de dos pesetas; una en medio del pecho, en dirección
de la garganta; dos encima de la rodilla, bastante
grandes y más largas que anchas; dos en los codos,
que casi descubrían el hueso; otras dos debajo de las
rodillas, iguales á las anteriores; una casi redonda y
bastante profunda sobre la garganta de cada uno de
los pies y dos á lo largo de la pierna. Tenía otras mu-
chas, pero no las pude ver bien. Al principio no eran
más que rozaduras, pero después eran rasgaduras pro-
fundas; y como le preguntase yo la causa de aquella
diferencia, me contestó: «Porque primeramente eran
sólo latigazos, pero ahora son azotes.» Decía para ter-
minar aquella buena señora: «Si quiere formarse una
idea de esto, no tiene más que traer á la memoria el
gran crucifijo que tenemos en casa, ante el cual solía
orar Gemma; pues así estaba. Las mismas manchas lí-
vidas, las mismas rasgaduras de la carne, de iguales di-
mensiones, en las mismas partes de su cuerpo y cau-
sando su vista el mismo horror. Derramaba sangre en
— 200 —

tal abundancia que, si estaba de pie, llegaba al suelo,


y si en la cama, empapaba hasta el colchón. Algunos de
los charquitos que medí, tenían de cuarenta á cincuen-
ta centímetros de largo por cinco de ancho.»
De igual modo se expresan cuantos vieron aquellas
llagas, de lo que se desprende que no era Gemma
quien se las producía con disciplinas, ni con otros ins-
trumentos de penitencia. ¿Y cómo había de hacerlo,
si no se le dejaba sola de día ni de noche, especial-
mente durante los éxtasis, que era cuando el fenóme-
no solía manifestarse? De todos modos, aunque así
fuese, quedaría sin explicación el hecho de que rasga-
duras tan profundas curasen en tan poco tiempo. In-
útil es decir que la piadosa víctima sentía vivo dolor
en heridas tan profundas, porque el gesto que ponía
lo daba á comprender. «En el tiempo de los azotes—
dicen los testigos,—Gemma sufre mucho, pero sin mo-
verse. Alguna vez tiene pequeñas convulsiones, ó le
tiemblan ios brazos, pero en cuanto á sentir, lo siente
todo; porque si bien es verdad que queda algo entor-
pecida, pronto vuelve en sí, y todo lo recuerda des-
pués de pasado el éxtasis, según se ha comprobado.
¡Pobrecita, parte el corazón verla sufrir tanto! ¿Sabe
usted lo que me dice entonces? «Encomiéndeme mucho
á Jesús.» Después oigo que dice: «¡Mamá mía! ¡Eterno
Padre!» El jueves por la noche, á eso de las 11, dijo:
«Adiós, hasta mañana.» En efecto, cesaron los golpes
y quedó como muerta, pero el pulso y el corazón la-
tían normalmente; luego se reprodujeron los acostum-
brados golpes.»
No se sabe si el fenómeno se repitió en otra oca-
sión fuera de los cuatro viernes indicados, pero es
de suponer que alguna otra vez se presentaría, aun-
que sin ser notado, dados los artificios que empleaba
la humilde sierva para ocultar los dones que Dios le
concedía. Por lo menos, á mí se me aseguró que en una
ocasión pidió permiso á su bienhechora para tomar
un baño en la casa, porque dijo: «Tengo los vestidos
pegados y me hacen mucho daño.» Se bañó, y con
— 201 —

ocasión del baño pudo observarse que sus inocentes


miembros estaban surcados de llagas, con la sangre
cuajada, que la camisa estaba también manchada de
sangre, y que en la espalda se había pegado tanto, que
al separarla se abrieron las heridas con gran dolor de
la paciente. Sin embargo, juzgando sólo por lo que ella
decía, tales destrozos no eran más que «unos golpeci-
tos que le había hecho sentir Jesús, para que sufriese
un poquito.»
Refieren los Evangelistas que los soldados, después
de azotado el Salvador del mundo, se apoderaron de
él y tejieron una corona de espinas que colocaron so-
bre su cabeza. ¡Corona adorable! ¿Habrá cristiano que
no te envidie y tenga á honor el ceñirte, después de
haber estado en contacto con la frente del Hombre
Dios? Así pensaba la virgen de Luca, penetrada de la
grandeza de los misterios de la cruz; y de ahí que es-
tuviese enamorada, desde larga fecha, de semejante
joya. Con seguridad recordará el lector la tierna visión
del Ángel presentándole dos coronas, una de blancos
lirios y de espinas la otra, invitándola que escogiese
la que fuera más de su agrado: sin vacilar un momento,
dijo Gemma: «Quiero la de Jesús, dame la de Jesús;»
y cogiéndola con rapidez la estrechó contra su cora-
zón. Se recordará también que en otra ocasión se le
presentó el Señor coronado de espinas, y le pidió para
sí aquella corona. Pues ahora, como la santa joven, con
sus deseos y místicas purificaciones, ha alcanzado ya
la necesaria perfección para tan extraordinarios do-
nes, de las palabras pasa á los hechos, y de la visión á
la realidad. Gemma misma nos lo narra sin querer re-
ferirse á la primera vez que se reprodujo el fenómeno,
sino á otra acaecida el 19 de Julio de 1900.
«Por fin, esta noche, después de seis días que no veía
á Jesús, me recogí un poco. Me puse á orar, como ten-
go por costumbre los jueves, meditando la crufixión
del Redentor. A l principio no sentí nada, pero al poco
rato experimentó algún recogimiento. Jesús andaba
cerca. Como en otras ocasiones, al recogimiento suce-
— 202 -

dio la pérdida de los sentidos, y me encontré con Je-


sús que sufría horribles penas. ¿Cómo había de ver
sufrir á Jesús sin ayudarle? Se apoderó de mí un gran
deseo de padecer, por lo que, con repetidas instancias,
supliqué á Jesús que me concediese esta gracia. En el
acto fueron satisfechos mis deseos; Jesús se acercó, y
quitando de su cabeza la corona de espinas, con sus
manos santísimas la colocó sobre la mía y la oprimió
contra las sienes. Momentos de dolor fueron aquellos,
pero felices. Así estuve una hora sufriendo con Jesús.
Ayer, á eso de las tres de la.tarde, á decir verdad, sen-
tí cierta repugnancia porque estaba cansada y sin
fuerzas. Aparicióserae de nuevo Jesús, menos triste
que por la noche, me acarició un poco, y ya más con-
tento, me quitó la corona—sufrí algo, pero menos que
antes,—y se la volvió á poner en su cabeza. Ya no
sentí más daño, é instantáneamente recuperé las fuer-
zas. Estaba mejor que antes de padecer.»
Los hechos se encargaron de demostrar que esto no
era efecto de la imaginación, porque á la citada hora
se vio la cabeza de la joven rodeada de picaduras, por
donde salía sangre; y no sólo de la circunferencia, sino
de toda ella, por debajo del cabello. Con esto parece
confirmarse lo que dejaron escrito algunos santos, que
la corona de espinas del Salvador estaba de tal modo
dispuesta, que cubría por completo su cabeza; y Gem-
ma, hablando de la que por primera vez le había pre-
sentado el Ángel, lo dice claramente: «No tenía la for-
ma de corona, sino de gorro.» En ocasiones, las heridas
eran casi imperceptibles, como las de Luisa Lateau, no-
tándose sólo por la sangre que de ellas manaba, pero
en otras «se distinguía perfectamente, tanto en la
frente como en el cuero cabelludo, los agujeros de las
espinas de forma triangular, de cada uno de los cuales
destilaban gruesas gotas de sangre,» como lo afirma un
digno sacerdote, testigo presencial, quien, como otros
muchos, pudo observar el singular fenómeno, que re-
gularmente se presentaba el jueves y viernes de cada
semana, por algún espacio de tiempo, aun después de
— 203 —

haber cesado el de las llagas de las manos, pies y cos-


tado. .
Muchas veces tenía lugar antes del éxtasis del jue-
ves por la noche. Hallándose con los de la familia, apa-
recían en la frente de Gemma gotas de sangre, que po-
co á poco iban en aumento, hasta correr por las meji-
llas, el cuello y los vestidos. «De cada cabello salía una
gota—dice otro testigo,—de modo que la sangre caía
al suelo.» ¡Espectáculo conmovedor, capaz de enter-
necer el corazón más duro! ¡Lástima que no se hubie-
se fotografiado aquella cara, pues se hubiera consegui-
do tener el más exacto modelo del Ucee Homo! «¡Si
hubiese visto, Padre—dice otro,—cómo brotaba la san-
gre de los ojos, de los oídos, de la frente y las sienes!
Parecían fuentes, hasta el punto de empapar dos pa-
ñuelos. Hubiera comprendido entonces las angustias
que pasaba aquel corazón.» En una ocasión que me
halló presente, mandé que se lavasen y secasen^las he-
ridas, y una vez efectuado, me puse á observarla. La
sangre volvió á brotar al poco rato de los mismos pun-
tos, manchando el angelical rostro. La efusión era bas-
tante rápida, como si se oprimiese interiormente, obli-
gando á la sangre á salir al exterior, y corriendo las
gotas por la piel, para secarse al cabo de algún
tiempo.
El venerable prelado de quien poco antes hice men-
ción, después de haber hablado en su relato de las
llagas observadas por él en Gemma y de su sudor de
sangre, describe la coronación de espinas, que tam-
bién presenció. Para edificación del lector, referiré la
impresión de este fidedigno testimonio con sus pro-
pias palabras, como lo hice más arriba.
«Habiéndoseme dicho que, además de las llagas, se
renovaba á menudo en el cuerpo de la angelical don-
cella el tormento de la flagelación y de la coronación
de espinas, propúsome asistir á esta escena de dolor y
ver con mis propios ojos cómo salía la sangre de la
cabeza de la virgen. Poco después, acompañado de
D. Lorenzo Agrimonti, penetré en la estancia en que
— 204 —

poco antes había entrado Gemma y la vi en éxtasis,


presa ya del cruel martirio. Más de dos horas y me-
dia permanecí en aquella estancia, resuelto á no mar-
charme hasta haber visto la sangre con mis propios
ojos. La joven experimentaba una palpitación cardía-
ca tan terrible y violenta, que levantaba, por la par-
te del mismo corazón, el cobertor del lecho, sobre el
cual yacía. Los latidos eran tan fuertes, que todo el
lecho temblaba; confieso que experimenté sentimien-
tos de terror y devoción á la vez. Después de una ho-
ra, ó poco más, se calmaron las palpitaciones, y enton-
ces empezó la joven á derramar sangre por la cabeza,
y en tanta abundancia, que quedaron bañadas de
ella las almohadas y las sábanas mismas. En algunos
puntos de la cabeza, sobre todo en la región superior
de la frente, la sangre era tan copiosa que, coagulán-
dose, se veía cuajada en muchos puntos. Habiendo ce-
sado, por fin, de derramar sangre de la cabeza (eran
las once y media de la noche), la joven, que antes ha-
cía alguno que otro ligerísimo movimiento, permane-
ció inmóvil desde aquel momento hasta las 3 de la
madrugada. Su rostro tomó el aspecto de verdadero
cadáver, hasta el punto de que quien la hubiera con-
templado en aquel estado, cadavérica, cubierta de
sangre, nadie hubiera dudado de que había muerto,
ya que su respiración era apenas perceptible. Así pa-
só tres horas enteras. Al amanecer, hacia las 6, la
volví á ver: disponíase entonces á dirigirse á la igle-
sia para recibir la comunión, y su rostro se veía na-
turalmente coloreado, como si nada hubiese sufrido.»
Aunque los Evangelistas no hacen mención de ella,
opinan algunos místicos, con Santa Teresa, que el di-
vino Hombre de dolores tenía otra llaga sobre el hom-
bro izquierdo, causada en el camino del Calvario por
el peso de la cruz, llaga que otros han confundido con
una de las muchas que produjeron los azotes. Esta
llaga, que también tuvo Gemma, era larga y pro-
funda; y tal dolor le ocasionaba, que le obligaba á ca-
minar torcida de aquel lado. Como las demás, se ce-
— 205 —

rraba la noche del viernes, ó en la mañana del sába-


do, y al igual que las otras, manaba sangre en abun-
dancia, y sólo se diferenciaba de ellas en que el dolor
persistía algún tiempo más.
De este modo siguieron las cosas por una tempora-
da, hasta que el confesor^ creyó conveniente prohibir
á Gemma las manifestaciones exteriores de tan ex-
traordinarios fenómenos. Quería él una prueba, y Dios
se la dio cumplida. La virtuosa joven, que durante
mucho tiempo había suplicado al Señor que la librase
de aquellas exterioridades, por santa obediencia reno-
vó la súplica con más ahinco, y el Señor la escuchó.
Las heridas de las manos, de los pies y del costado no se
abrieron más, excepto en una ocasión, del modo y por
causas que ya hemos dicho. Las de las espinas dura-
ron algún tiempo, pero al fin cesaron, como también
las de los azotes y otras lesiones con efusión de sangre.
No sucedió así con los dolores, pues estos continuaron
en los mismos puntos que antes, si bien con mayor vio-
lencia, de modo que la sangre que salía al exterior, en
parte servía de alivio á la pobre paciente, según lo
manifestó repetidas veces ella misma. Y era fácil adi-
vinarlo, pues mientras sufría el tormento interior-
mente, se apoderaba de su cuerpo un temblor general,
y las lágrimas brotaban de sus ojos.
El Señor quiso concederle un desahogo. El corazón,
con los esfuerzos que hacía en el pecho, comprimía la
sangre en las venas y originaba vómitos de sangre. La
joven estaba contenta de esto, porque en sus éxtasis
se le oyó decir: «Jesús, te daré mis manos y mis pies,
lo demás no puedo; me lo prohibió el confesor. Toma
mi corazón, que puedo dártelo; te lo cedo, Jesús, así
como las manos; lo demás no puedo.». Parece que el
Señor, mostrándole sus manos traspasadas, le pedía
sangre por sangre, con el fin de probarla. «No puedo
—volvía á responder;—sufro mucho por esto, pero an-
tes es obedecer que ser víctima.»—«¡Oh, si la hubiese
visto este Viernes Santo desde las doce á las tres!—es-
cribía su madre adoptiva.—Creí que se moría. ¡Cuánta
— 206 -
sangre echó por la boca! Jesús mío, decía, no te puedo
dar la sangre de otra parte; te la doy del corazón.»
Desde entonces principiaron aquellas terribles angus-
tias que obligaron al corazón á buscar cabida en el
pecho, encorvando fuertemente tres costillas del lado
izquierdo, y á percibirse el fuego que abrasaba la piel
del mismo lado, según se ha manifestado anterior-
mente.
Para completar el cuadro, podría presentar la dis-
locación de los huesos que sufrió nuestro divino Sal-
vador en la cruz, la distensión de sus miembros al
colgarlo en el duro leño, el magullamiento de su sa-
cratísimo cuerpo en las tres horas de horrendo supli-
cio, y la insufrible sed que, desde lo alto de la cruz,
le obligó á decir: Sitio, «tengo sed», para hacer ver que
Gemma, después de cesar las llagas, participó de
estos dolores. Ella lo confesó, los signos exteriores
lo demostraron varias veces, y dieron fe de ello va-
rias personas; de modo que nada faltó en esta criatu-
ra santa para poderla llamar imagen viva de Jesús
crucificado. Pero como este capítulo es demasiado lar-
go, para no intercalar otro, me abstengo de referir
estos testimonios, y de particularizar lo que indico
solamente.
Debo, no obstante, mencionar el tormento interior
de su corazón, que fué el más inefable del misterio de
la cruz. En efecto, Gemma además de sufrir los dolo-
res corporales de Jesús crucificado, sufrió también las
agonías de espíritu que Jesús padeció en la cruz. Pe-
ro ¿cómo haré yo para que el lector me entienda si
trato de explicar en qué consistió esta mística agonía?
Diré solamente que fué un sufrimiento mortal, á juz-
gar por las señales exteriores, el color cadavérico, el
pecho levantado, los ojos hundidos y la sequedad de
los labios. Así se explica que su oración fuese es-
cuchada, pues la vista de Jesús crucificado era el
único pensamiento de esta virgen predilecta. «Jesús,
hazme semejante á ti, que sufra contigo, sin omitir
nada, sufriste tú, pero hazme sufrir á mí también. Tú
— 207 —

fuiste el varón de dolores, yo quiero ser la hija del


dolor.»
¿Qué falta para poder asegurar que G-emma llegó á
los límites de la santidad, habiendo dicho el apóstol
San Pablo «que los que graban en sí la imagen del
Hijo de Dios, son los predestinados»?
CAPITULO X X I I I

DEVOCIÓN DE GEMMA Á LA SAGRADA EUCARISTÍA

Conducida por el divino Espíritu por el camino de


la santidad, supo la venturosa joven escoger lo más
sólido y perfecto que hay en él. Aunque le agradaban
las prácticas de devoción que usan la generalidad de
los fieles, y experimentaba verdadero placer viendo
que eran muchos los que las frecuentaban, sin embar-
go, para sí escogió unas pocas, las que más convenían
á su alma, á saber, la devoción á la Humanidad san-
tísima del Verbo encarnado y su pasión, la devoción
á la Madre de Dios y sus dolores, y la devoción al mis-
terio de la Eucaristía. La primera enternecía su co-
razón y la estimulaba al sacrificio; la segunda la
confortaba, inspirándole filial confianza, y la tercera
alimentaba su alma hasta saciarla, y hacíala capaz
de vivir en la tierra vida celestial. Del culto que
dio á las dos primeras, se trató en los capítulos prece-
dentes; ahora hablaremos solamente de la última. Y
aquí he de decir cosas grandes, las cuales hacen creer
que suscitó el Señor con especial providencia esta sier-
va en estos tiempos de fría piedad, para que sirva de
ejemplo á los cristianos, con el fin de que amen y ve-
neren más al Santísimo Sacramento. La Eucaristía es
por excelencia misterio de fe, mysterium fidei, pues
aunque en los demás hay arcanos, tienen también al-
go que sirve de apoyo á la razón, pero en éste no hay
nada más que la fe, y solamente con ésta se pueden
descubrir los infinitos tesoros que encierra.
Gemma tenía fe; pero una fe tan viva, que parecía
haberse trocado en evidencia. Su corazón era puro, y
el Señor ha dicho que «de los limpios de corazón se
dejará ver»; era sencilla y humilde como niña, y tiene
— 209 —

el Señor manifestado que á tales almas «descubrirá los


arcanos de su sabiduría»; así es que con la mirada pe-
netrante de la pureza y de la humildad, y con las luces
que en la contemplación le infundía la fe, podía ver
con claridad toda la grandeza de los misterios que en
este Sacramento se encierran. Nosotros, para entrar
en comunicación con Dios, oculto en la Eucaristía, ne-
cesitamos recogernos interiormente y excitarnos con
repetidos actos de fe. A Gemina le bastaba traerlo á
la memoria, si es que de ello tenía necesidad, porque
continuamente pensaba en él, é inmediatamente lo
veía revelado á donde corría su pensamiento, lo veía
presente, y con el entendimiento, con el corazón, con
todo su ser, casi me atrevo á decir que con los sen-
tidos corporales, gozaba ante aquella dulce majestad.
Para tener idea de su ferviente devoción, sería pre-
ciso oir lo que le decía, leer sus cartas, y escuchar sus
extáticos coloquios. ¿Quién, mejor que ella, sería ca-
paz de darnos á conocer los sublimes pensamientos
que sobre este misterio le sugería Dios, y los amoro-
sos afectos de su alma? Escucha, lector, creo que me
lo agradecerás, voy á presentarte una pequeña co-
lección de documentos. Principiaré por la idea que
de la Sagrada Eucaristía tenía la devota virgen.
«Padre mío, esta carta la encontrará sin sentido;
no importa, hablaré de la santísima comunión; no
puedo pasar sin hacerlo. ¿Habrá almas que no sepan
lo que es la Eucaristía, insensibles al amor divino y á
las ardientes efusiones del Corazón de Jesús? ¡Oh Co-
razón de Jesús, oh amoroso Corazón!» A una señora
romana, íntima amiga suya, le escribía: «¡Cuan suave
es el alma de Jesús! ¿T qué será lo que le ha impul-
sado á comunicársenos de modo tan admirable? Me-
ditémoslo. ¡Jesús es nuestro alimento; Jesús es mi
comida! Qué de cosas quisiera decirte, pero no puedo;
sólo acierto á repetir llorando: ¡Jesús es mi comida!
i ¡Y esto lo hizo Jesús solamente por el amor que nos
| tiene!» Su llanto era constante, espontáneo y dulce, ó,
s sirviéndome de una expresión suya, «era llanto silen-
l H
— 210 —

eioso, con lágrimas de reconocimiento y celestial feli-


cidad.» Hablando en éxtasis con su Dios, se le oyó ex-
presarse del siguiente modo: «Ya sé que no me has da-
do riquezas temporales; pero me diste la verdadera ri-
queza, el alimento eucarístico. ¿De qué sería yo mere-
cedora, si no dedicase todas mis ternuras á la sagrada
Hostia? ¡Señor, ya lo veo, para que mereciese el cielo,
te me comunicaste en la tierra!» Parece que no sabía
diferenciar las delicias del cielo y las de Jesús, que se
saborean en la sagrada mesa. En sus éxtasis, llama-
ba á veces á la divina Eucaristía «Academia del pa-
raíso, donde se enseña el amor»; y explicando el pen-
samiento, añadía: «El cenáculo es la escuela, Jesús el
maestro, y su carne y sangre benditas, la doctrina.»
De estas y semejantes expresiones fácilmente se de-
ducen los misterios de celestial sabiduría que encon-
traba en el eucarístico alimento. Mas prosigamos, pues
á cada paso del presente capítulo tendremos ocasión
de ver el altísimo concepto que tenía Gemma del Sa-
cramento del amor.
Aunque meditaba constantemente sobre este sacra-
mento adorable, y con la imaginación se trasladaba
al tabernáculo, no estaba contenta sino cuando perso-
nalmente iba á la iglesia, para adorar allí á su Dios
escondido. Por no singularizarse, cosa que aborrecía
mucho, iba sólo dos veces al día; por la mañana á oir
misa y comulgar, y por la tarde á la hora de la públi-
ca adoración. «Voy á Jesús; vayamos, que está solo,
nadie se acuerda de él. ¡Pobre Jesús!» Una vez en la
iglesia, se dirigía con la mirada y todo su ser al taber-
náculo, y sin cuidarse de nada más, cual si estuviese
sola y no hubiese en la iglesia otra cosa que el altar
del Santísimo Sacramento,, allá iba, y se ponía á orar
de rodillas. Sus ojos no se apartaban del sitio donde
al entrar se habían fijado; pero fuera de esto y de al-
guna lágrima que se deslizaba por el rostro, no se dis-
tinguía de las otras personas que oraban devotamente.
Sin embargo, se la hubiera tomado por un Serafín, de
haber visto su interior. «¡Cuan grande es, decía, la fe-
- 211 —

lieidad que experimenta mi corazón delante de Jesús


sacramentado. Si Jesús me permitiese penetrar en el
tabernáculo, donde está con cuerpo, alma y divinidad,
¿no estaría yo en el paraíso? ¿Qué me faltaría ya?
Nada, absolutamente nada.» Dirigiéndose al Dios Sa-
cramentado le dice: «Jesús, paraíso mío, hostia santa,
vida de mi alma, aquí me tienes. Oí que me buscabas
y vine corriendo.» Con filial confianza le decía luego
que iba para hacerle compañía, á ofrecerse por com-
pleto, á participarle cualquier pequeña virtud hecha
por su amor, á recibir sus órdenes, ó, cuando menos, á
escuchar dulces palabras, y sobre todo, á pedirle mu-
chísimo amor.
Grande era la fe con que hacía estos actos. En
prueba de ello, lector, he aquí un ejemplo: «Aquí
me tienes, Señor, en tu presencia, aquí tienes mi alma
creada por ti, no de tu sustancia, sino por medio del
Verbo que eres tú, sin auxilio de ninguna materia;
alma que tú creaste y siempre vive, santificada por ti
en el bautismo.» Después callaba, y con la mente des-
envolvía el pensamiento, para volverlo á expresar de
nuevo. «Si en este mundo el bien por sí solo causa
placer, ¿qué dicha no proporcionarás tú, que eres el
rey de todos los bienes? La alegría que causan las cosas
creadas es completamente distinta de la que nos das
tú, que eres su creador. Jesús mío, cuando una criatura
lesea algo, no sosiega hasta que la posee; pero aunque
a alcance, no la satisface jamás. Sólo tú sacias y ha-
íes puros á los que viven en ti; y tú habitas con ellos.»
Sste pensamiento la conmovía y le obligaba á decir:
i;Jesús mío, ya he hallado tu habitación; sé que habi-
ias en el alma que creaste á imagen tuya, pero en la
me te busca y te ama. ¡Ah, qué dicha la de mi pobre
tima, que tiene las riquezas de tu amor!» Humillán-
lose, como lo hacía siempre, aun en medio de las más
lulces comunicaciones celestiales, decía: «Soy tuya,
"esús, soy tuya. Eazón tienes para quejarte, pues te
fendí. Ño tengo méritos de ninguna clase. Debería
'olver al altar las hostias que, más que recibidas, fue-
— 212 —
ron robadas. Pero Señor, te prometo enmendarme si
sigues favoreciéndome. Antes que falte á tu amor,
envíame la muerte. ¿Qué deseas, Jesús, qué deseas?
¿Que mi amor sea invariable? Pues lo será, y, para
conseguirlo, me alimentaré todos los días con tu carne
y sangre santísimas.»
Y dándole gracias por las victorias alcanzadas con-
tra el enemigo, se expresa del siguiente modo: «Jesús,
esta mañana conseguí gran victoria. Después de reci-
birte, me puse á meditar las batallas que con tu
ayuda sostuve con el común enemigo. ¡Fueron tantas!
¿Quién es capaz de adivinar las veces que mi fe, mi
esperanza y mi caridad hubieran vacilado, si tú no
me hubieses socorrido? Mi entendimiento se obscu-
recería, si tú, sol eterno, no lo iluminases; y mi amor
se debilitaría, si tú, Jesús amable, no lo reforzases
con tus caricias. ¿Y qué diré de la voluntad, pri-
sionera de la pereza? Sin embargo, tu fuego la infla-
mó; lo reconozco, todo es obra de tu amor. Señor, ¿po-
dré dejar de ser agradecida?» Insistiendo con más vi-
brantes imprecaciones en tan tierno pensamiento,
continúa: «Dios mío, ábreme tu corazón; Jesús, abre tu
pecho que quiero depositar en él mis afectos, ¡Cuánto
te quiero! ¿Pero es posible que seas tan amable, ha-
biéndote ofendido tanto con mis ingratitudes? Este
pensamiento, si lo meditase á fondo, debería encender
mi corazón. Grande es, ciertamente, el amor de aquel
que ama á quien le ofende, y si yo considerase aten-
tamente los cuidados que pasas por mí, sin duda me
distinguiría en toda suerte de virtudes. Perdona, Je-
sús, mis descuidos; perdona mi ignorancia. Jesús, Dios
mío, amor mío, bien increado, ¿qué sería de mí, si tu
solicitud no me hubiese conducido hasta ti? Ábreme
tu corazón, Jesús de mi alma, ábreme tu pecho sacra-
mentado, que yo te abro el mío.»
Después de haberse desahogado repitiendo siempre
los mismos conceptos, mas en forma siempre nueva,
callaba como si estuviera cansada, y con luz celestial
se elevaba á la más alta contemplación, donde Jesús le
— 213 —

hablaba, manifestándole cuánto le complacía su visita,


porque le compensaba de la ignorancia que tienen de
él la mayoría de los hombres y de los ultrajes que re-
cibe de los pecadores; encomiaba su fidelidad, le de-
claraba estar satisfecho de ella, dispuesto á concederle
gracias más abundantes y mayores beneficios, y, por
ultimo, la animaba á proseguir el camino emprendido,
devolviendo amor por amor. Con semejantes palabras
su corazón se encendía cada vez más, se ponía nue-
vamente á hablar y confesando humildemente su in-
dignidad, exclamaba: «¿Quieres amor, Jesús mío? Pues
no me queda nada de él en el corazón. ¡Lástima que
no pudiera encender en él á las criaturas del mundo
entero!» Para demostrárselo, le hace con infantil sen-
cillez la siguiente proposición: «Supongamos, Señor,
que tú res G-emma y yo Jesús; ¿sabes lo qué haría?
Dejaría de ser, para que tú existieses. Jesús, Dios de
mi alma, tú eres más, mucho más que todos los tesoros
del mundo. ¡Con qué ansia me uniría á los ángeles para
ensalzarte y cómo me desharía en alabanzas! ¡Con qué
deseo permanecería en tu presencia. Pero ¿qué es lo
que digo, hablando de ti? Perdona, Señor, digo lo que
puedo, y no lo que debía. No sé más; ¿será preciso que
me calle? No; mi Jesús debe ser por todos amado. Fí-
jate, no en lo que dice mi mente—habla en éxtasis,—
sino en mi corazón, que te ha manifestado sus secre-
tos. ¿Estás convencido ya de que te quiero más que
cuanto hay en la tierra y en el cielo?»
Tales eran los afectos que, en presencia de Dios
sacramentado, alternaban en aquel corazón virginal.
Podría ofrecerlos á centenares, si reprodujese los
que se recogieron de sus labios y se conservan cuida-
dosamente escritos; pero no es posible insertarlos to-
dos en un capítulo. Creo, sin embargo, que los ejem-
plos presentados habrán sido del agrado del lector.
Por lo demás, es un hecho que, como consecuencia de
tantos impulsos amorosos, sus fuerzas iban á menos.
«¡Ah—exclamaba,—no puedo soportar por más tiem-
po el pensamiento de que Jesús atienda y dé oídos á
— 214 —

la última de sus criaturas, manifestándose con todo el


esplendor de su amante corazón y toda la prodigiosa
expansión de su paternal amor!» Y diciendo esto, caía
desmayada en brazos de la que la acompañaba, la cual,
ya prevenida, disponía las cosas para que nadie en la
iglesia lo advirtiese. Una vez, entre otras, al salir del
desmayo, hubo de decir con infantil inocencia: «Jesús
amado, si á todos les haces lo mismo, si todos se abra-
san delante de ti, como me abraso yo, las personas no
podrán resistirlo.» En una carta le recomendé que,
cuando estuviese delante de Jesús, me presentase á él
y le dijese que también yo quería amarlo. Véase cuál
fué la respuesta: «¿Pero será conveniente, Padre mío?
¿Y si le sucede luego lo que á mí? Porque si está solo
y no hayjquien le dirija el corazón con la mano, (se re-
fería á sujetarlo durante los impulsos amorosos), caerá
en tierra. No, no conviene.» Cuando sentía la más pe-
queña impresión de los ímpetus amorosos, se apresu-
raba á salir de la iglesia, sobre todo si estaba sola.
«¡Ah—exclamaba,—no comprendo como hay perso-
nas que se acerquen á Jesús y no se conviertan en
pavesas! A mí me parece que si estuviese junto á él
un cuarto de hora solamente, me reduciría á ceniza.»
En cierta ocasión, estando en éxtasis, se oyó que de-
cía familiarmente al Señor: «¿Sabes, Jesús, lo que me
preguntó el confesor? Pues que le dijese lo que hacía
cuando estaba ante ti. ¿Qué hago? Si estoy con Jesús
crucificado, sufro, y si con Jesús sacramentado, amo.»
A ciertas personas amigas, cuando les escribía, las
invitaba y daba cita para ante el tabernáculo. «Vaya-
mos á Jesús, corazón de amor y de ternura. La espe-
ro mañana ante Jesús, para que, permaneciendo al-
gún tiempo en sú presencia, él nos bendiga.» También
á mí me invitaba con insistencia para que siguiese su
itinerario, y, entre otras cosas, me señalaba la hora de
la visita mañana y tarde, según las estaciones. «Por la
mañana, con Jesús á las siete; y por la tarde con Je-
sús á las seis, durante todo este invierno. Venga para
acompañarme, y me ayudará á amar á nuestro gran
— 215 —

Dios.» Con las personas de mayor intimidad había


hecho el pacto de cambiar la comunión, creyendo por
humildad que su mérito era escaso. Procuraba recor-
darlo con puntualidad, y escribiendo á unas ú otras,
les hacía memoria del pacto. «Adiós, hasta el sábado,
y acuérdese de la comunión del viernes.»
¡Benditas amistades que, ante Dios nuestro Padre,
de tal manera se corresponden! ¡Y bendita Gemma á
quien con tanta claridad fueron mostrados por Dios
estos adorables misterios del reino divino!
CAPÍTULO X X I V

D E LA COMUNIÓN DE G-EMMA

Vamos á tratar ahora de la parte más esencial de


la devoción de G-emma, de la sagrada comunión, donde
se realiza por completo el misterio del amor divino. Y
tú, joven bendita que tantas veces me enseñaste su
corazón para que viese las llamas que encendía el di-
vino Esposo ai acercarte á la mesa de los ángeles, da-
me palabras de fuego, para que pueda explicar lo que
tú me hiciste conocer. En verdad que esta bendita
criatura daba apasionadamente vueltas alrededor del
tabernáculo, como la mariposa alrededor de la llama;
pero era debido á la sed intensa y al hambre devora-
dora que experimentaba por el cuerpo y sangre de su
Dios sacramentado. Su corazón sentía verdaderas an-
sias por tal manjar, y ya vimos que, siendo niña, fué
preciso adelantar la fecha de su primera comunión,
porque el deseo de comulgar puso su vida en peligro;
comunión que hizo con fe ardiente á los nueve años de
edad. Aquella sed y hambre, en vez de apagarse con la
frecuencia de la comunión, iban en aumento cada día,
hasta el punto de lastimarle las entrañas. «Todas las
mañanas—me decía,—recibo la sagrada comunión, mi
mayor y único consuelo. Aunque carezca de lo más
necesario para acercarme decorosamente al Señor,
allá voy; porque es tal la necesidad que siento por esa
comida, con cuya dulzura me vigoriza Jesús, que no
puedo dejarla. Las pruebas de amor que Jesús me da
en la sagrada comunión, de tal manera me enterne-
cen que no hay afecto en este miserable corazón mío
que no sea para él.» Luego exclamaba: «Señor, aquí
tienes mi corazón y mi alma; ven que está abierto el
pecho para que, introduciendo en él tu fuego divino,
— 217 —
se consuma y se abrase. Ven, Jesús mío, no lo dilates
más, deseo ser el centro de tus llamas.»
Este deseo principiaba á tomar fuerza al obscurecer
de cada día, é iba en aumento, de hora en hora, ator-
mentándola dulcemente toda la noche, hasta hacerla
desmayar. Veamos cómo lo refiere. «Esta noche y la an-
terior me desmayé de alegría, pensando en la sagrada
comunión. Ayer, antes de cenar, recé algunas oracio-
nes, y entre ellas esta jaculatoria: Haz, Señor, que de
esta modesta cena pase á gozar de la tuya, infinitar
mente mejor (la Eucaristía). Me detuve muy pocos mi-
nutos á considerar esto, y sentí un impulso que me
conducía hacia Jesús (quiere decir, arrebatada en éx-
tasis). Pues eso mismo me sucede cada vez que pienso
en Jesús, sobre todo cuando él me invita á recibirlo, y
cuando me dice que viene á reposar en mi corazón.»
Llegaron las cosas á tal extremo que, para hacerle
dormir algunas horas, se vio obligado el confesor á
prohibirle que se detuviese voluntariamente ninguna
noche á pensar en la comunión del. día siguiente, por-
que su salud corría peligro.
En cuanto amanecía, no podía resistir más; saltaba
inmediatamente de la cama, y en un momento se arre-
glaba para ir á la iglesia. ¡Cuántas veces, con motivo
de alojarme en la casabe aquellos bienhechores de mi
Congregación, tuve ocasión de conmoverme y derra-
mar lágrimas viendo á Gemma de pie, con el sombre-
ro puesto, á la puerta de la habitación de su compa-
ñera, esperando que ésta saliese para marchar juntas
á la iglesia! «¿A dónde vas, hija?»—le preguntaba yo.
—«Padre, á la casa del Señor.»—«¿Y qué vas hacer
allí?»—Con modesta sonrisa me hacía comprender la
respuesta. «Ya lo sabe. V . » — « A l verla todas las ma-
ñanas,—decía su compañera,—parece que se arregla
para ir á la boda,» ó, sirviéndome de una frase de Gem-
ma, «para ir á la fuente del amor de Jesús.» No daba
señales de afectación exterior, según tengo indicado;
pero quien la tratase de cerca, ó se fijase en ella con
cuidado, fácilmente notaba que el entendimiento y el
— 218 —

corazón de la joven estaban en extraordinaria activi-


dad, y que, á no demandarlo la conveniencia ó la ne-
cesidad, era imposible hacerla hablar. Ya dije antes
que ni con su Ángel de la guarda quería entretener-
se, diciéndole en secreto que la dejase, pues tenía co-
sas más importantes á que dedicar su atención.
Tan penetrada estaba de la grandeza de la acción
que en el altar se ejecuta, que ante este pensamiento
se borraban de su mente los demás, y así se explica
que se preparase con tanto cuidado. «Se trata—de-
cía—nada menos que unir los dos extremos; Dios,
que lo es todo, y la criatura, que es nada; Dios, que es
la luz, y la criatura, que es la obscuridad; Dios, que es
la santidad por esencia, y la criatura, que es pecado.
Se trata de sentarse á la mesa del Señor, y para esto,
¿hay preparación que baste? Con estas consideraciones
llegaba la buena Gemma hasta tener miedo, y si no hu-
biera sido por el valor que le daba su gran fe, no se hu-
biera atrevido jamás á acercarse, por grandes que hu-
biesen sido sus deseos. Tanto en tiempo de aridez, como
en el de los consuelos, y aun en el de las afectuosas co-
municaciones del divino Amante, este contraste agita-
ba sin descanso, su corazón, y le hacía sufrir mucho,
motivando que expusiese al Señor sus quejas de este
modo: «Bien sé, Jesús mío, que mejor es recibirte que
contemplarte; pero me llena de aflicción el pensar
que, aunque pasen años y más años preparándome
como los ángeles, no por eso sería digna de recibirte,
Me consuela, Jesús, el confesar mi miseria en tu pre-
sencia. ¡Ampárame, Señor, y me arrojaré á tus pies,
pues teniendo fe, como por fortuna tengo, bien puedo
una y mil veces decir: «Mejor es recibirte que mirar-
te!» frase esta última sugerida sin duda por el mismo
Jesucristo, como fácilmente se deduce del contexto,
Templándose recíprocamente los sentimientos de con-
fianza y de temor, se estableció el equilibrio en el co-
razón de la joven, equilibrio muy necesario para co-
mulgar dignamente.
Tal era el modo como se preparaba Gemma para la
— 219 —

sagrada comunión, y con estos sentimientos de fe y


amor, y sobre todo, de profunda humildad, se acerca-
ba á la sagrada mesa. ¿Qué de particular tiene que los
frutos de la comunión, en vez de mezquinos, como ella
creía, fuesen abundantes? ¿Y tiene algo de extraño
que Dios, que todo es amor, se mostrase complacido
por las comuniones de su sierva? Como ella dice, se
hacía sentir fuertemente al corazón en momentos tan
felices, colmándola de paz y consuelos, no sólo en el
alma, sino en los sentidos corporales, para hacer di-
choso todo su ser. En ocasiones, las sagradas especies
producían en su paladar una sensación agradabilísima
que, como si fuese un bálsamo, descendía á las entra-
ñas; hecho que tenía lugar con bástanse frecuencia.
También alguna que otra vez al comulgar, le hizo
sentir el divino Amante el gusto de su preciosa san-
gre. «Ayer—son palabras suyas,—día de la Purifica-
ción, después de comulgar, sentí la boca llena de san-
gre. ¡Cuan buena y agradable era! Comprimí cuanto
pude el estómago para que pasase toda al corazón.
¡Padre, si experimentase cuan agradable es consumir
á Jesús! Yo lo experimenté (por vez primera) en el
mes de Octubre, desde un viernes al mediodía hasta
el viernes siguiente (durante ocho días continuados);
después me pasó. Lo mismo me sucedió hoy por la
mañana, pero me consumo, como si fuese á morir. Je-
sús acaba conmigo; pero ¡me siento tan bien! Padre,
¿ha experimentado alguna vez esta sensación? ¡Si su-
piera cuan dulce es! El fuego de mi corazón llegaba
esta mañana hasta la garganta. ¡Viva Jesús! Créame,
padre, si Jesús sigue haciéndose sentir como hasta la
fecha, no voy á vivir más que algunos meses, y ¿quién
sabe?»
Si tanto agradaban al Señor las comuniones de
Gemma, ¿sería posible que no agradasen á la Santísi-
ma Virgen." Dados los grandes prodigios que hemos
visto, creo que nadie dudará de este otro que voy á
referir. La Virgen Santísima, acompañada de los án-
geles de la Eucaristía, á veces, asistía á Gemma en la
— 220 —

sagrada mesa. La bendita joven, con la inesperada vi-


sión, caía en éxtasis, y llena de gozo, se colocaba á los
pies de su Madre. «¡Cuan hermosa es—me decía—la
comunión hecha en compañía de la celestial Madre!
Ayer, ocho de Mayo, la hice por primera vez. ¿Y sabe
V. á lo que se redujeron los suspiros de mi corazón
en aquel momento? Pues á estas solas palabras: ¡Ma-
má mía!»
Aun hay más. Se lee en la vida de algunos Santos
que, no pudiendo ir á la iglesia á comulgar, el Señor,
para saciar su hambre de la Eucaristía, se sirvió de
algún ángel que, haciendo las veces de sacerdote, lle-
vase á su casa las especies consagradas; pero á .Gem-
ma parece que el divino Salvador en persona le llevó
por tres veces tan dichoso regalo. Véase cómo lo re-
fiere un testigo ocular: «La mañana del viernes en
que por vez primera fué sometida nuestra querida
Gemma al tormento de los azotes, viendo yo que es-
taba horriblemente llagada, no quise que se levanta-
se. La pobrecita obedeció, y recogiéndose interiormen-
te, se puso á hacer la preparación para comulgar es-
piritualmente, preparación que solía ser igual á la
que hacía cuando comulgaba en la iglesia, y al poco
rato entró en éxtasis. En un momento dado, vi que
que juntaba sus manos, que recobraba el uso de los
sentidos, que sus ojos brillaban y su cara se enrojecía,
como cuando tenía alguna visión extraordinaria. En
el mismo instante saca la lengua, vuelve á recibirla,
y de nuevo entra en éxtasis para hacer la acostumbra-
da acción de gracias. El hecho se repitió el viernes si-
guiente, y es de creer que sucedió otra vez, pero esta
última no fué presenciada por mí. Que fué el mismo
Jesús, y no un ángel, quien vino á darle la comunión,
lo supe por Gemma.» También á mí me lo refirió en
una carta. «El mismo Jesús ha venido á darme la co-
munión.»
De lo dicho hasta aquí sobre el hambre y sed de tan
fervorosa joven, se deduce lo muy grande que era su
desventura, si no podía ir á la iglesia á comulgar, cosa
que, aunque pocas veces, ocurría por alguna grave en-
fermedad. Entonces rogaba y suplicaba á su Dios que
la pusiese buena para levantarse, que si quería mortifi-
carla con dolores, que los derramase sobre ella á manos
llenas, «antes que—son palabras suyas—verme priva-
da del pan de vida;» y para obligarlo más, añadía: «No
son necesarias, Señor, tantas súplicas para un amante
tan apasionado como tú; atiende á la primera, y di
que sí, para que me vaya.» Y realmente el Amante
divino le decía que sí la mayor parte de las veces; por
lo que, fortalecida Gemma con la gracia y sostenida
por su fe, podía levantarse, aunque el termómetro, po-
co antes, hubiese indicado que la fiebre alcanzaba 40
grados. Si alguna vez el Señor disponía lo contrario, la
buena joven inclinaba su cabeza diciendo: Fiat, y se
contentaba con la comunión espiritual. Eran tales las
consolaciones que recibía con esta última, que amplia-
mente la compensaban de la privación del pan euca-
rístico. En cierta ocasión, prohibióle su confesor ordi-
nario, para mortificarla, que comulgase. Véase en qué
términos me refirió su desgracia: «Padre, hoy á las
cinco fui á confesarme, y el confesor me prohibió que
comulgase. Padre mío, la pluma no quiere escribir, las
manos me tiemblan, y yo no puedo menos de llorar.»
En efecto, estas palabras de la carta, que tengo á la
vista para copiarlas, aparecen trazadas convulsiva-
mente. Volviendo de pronto en sí, como acostumbra-
ba en casos semejantes, para dejar el puesto á la vir-
tud, continúa: «Gracias sean dadas al Señor, pues al
fin encontré quien me conociese, y me ayudase para ir
al cielo. No, Padre, no soy digna de recibir á Jesús.
Muchas veces quiso Jesús posesionarse de este cora-
zón más corrompido que el estiércol. Ahora reconozco
que es grande mi miseria, pues quisiera... quisiera...
¡Oh, Padre, Padre!» Con esto quería decir: «V. me en-
tiende, sin necesidad de más explicaciones.»—Que
aquel ilustrado sacerdote estaba muy lejos de prohibir
la comunión á Gemma, se demuestra con lo que dijo
un día á los de la casa. «Hagan todos los esfuerzos ima-
ginables por acompañarla á comulgar, aunque esté en-
ferma, porque es imposible que viva esta pobrecita,
sin acercarse á la sagrada mesa.»
Voy á referir otro hecho. En una ocasión, parecién-
dole que no podía comulgar sin antes confesarse, por
no sé qué grave falta que el demonio le hizo creer que
había cometido, consideró un deber el abstenerse. Su-
frió y lloró toda la noche, viendo que no era posible
encontrar á su confesor, y aunque por la mañana fué á
la iglesia, volvió sin comulgar. Apenas llegó á casa, en-
tró en éxtasis, y bajo las apariencias del Señor, se le
presentó el enemigo con el malvado intento de hacer-
la caer en la desesperación. La escena fué conmovedo-
ra para cuantos la presenciaron. Con la luz penetran-
te del éxtasis, Gemma descubrió el engaño, y en voz
entrecortada dijo: «No, no es á ti á quien yo quiero.
¿Dónde estás, Jesús; por dónde andas? Es verdad que
no ha entrado Jesús en mí esta mañana, pero tampo-
co entrarás tú, que no es á ti á quien yo quiero. Je-
sús, ahuyéntalo. Pero, Jesús, ¿cómo permites que el
diablo ocupe tu puesto (bajo mentida semejanza?)
Ven, Jesús, ven á mi corazón que suspira por ti; date
prisa, que mi corazón te desea. ¿No ves cómo sufre?
Ahuyenta á este embustero, ¿no ves que quiere hacer-
me pecar? ¿Por qué me dejas así? Es verdad que pri-
mero te dejé yo; pero tú sabes que te quiero, no me
abandones más.» Parece que el Señor le reprochó el no
haber hecho caso de su invitación por la mañana, pa-
ra que fuese sin miedo á comulgar. Ella, con su acos-
tumbrado candor, se excusa diciendo: «Es verdad que
resistí, pero también he sufrido mucho. Oí tu invita-
ción de esta mañana, pero, Jesús mío, ¿qué debía hacer
para recibirte? Mira, si el confesor me lo hubiese man-
dado, la hubiera recibido, (la comunión); pero me tiene
dicho que no me fíe de mí. Ese es el motivo de haber-
te dejado, porque creí haber pecado. Perdóname, y
ven ahora á mi corazón. Pronto Jesús, que mi corazón
es para ti solamente. Ven y déjate oir; ¿no ves que
languidece? ¿O es que te gusta, Dios mío, ver como
— 223 —

desfallece mi corazón con tal deseo?» Este coloquio,


que por abreviar acorto, duró cerca de una hora, has-
ta que por fin la piadosa doncella alcanzó victoria
completa sobre el amante corazón del Salvador. A
juzgar por la vehemencia del asalto y por la agitación
de Gemma, es de suponer que debía salir de la con-
tienda debilitada en sus fuerzas; sin embargo, no fué
así, pues cesado el éxtasis, apareció tranquila, alegre,
sonriente, é inmediatamente atendió á sus ocupacio-
nes domésticas. Por lo dicho ya se habrá enterado el
lector lo que era para Gemma la sagrada comunión;
pero continuemos.
Después de haber tratado minuciosamente del mo-
do como la sierva de Dios se preparaba para comul-
gar, digamos algo referente á su acción de gracias.
Tendré forzosamente que incurrir en repeticiones, por-
que los actos de fe, amor y humildad que precedían y
acompañaban á tan solemne acto, eran los mismos que
le servían para dar gracias, acción que principiaba en
la. iglesia, duraba todo el tiempo que su compañera le
permitía permanecer en ella y continuaba luego du-
rante el resto del día en medio de las habituales ocu-
paciones. El corazón de Gemma se saciaba con la sa-
grada comunión hasta el exceso, y tenía necesidad de
desahogarse; pero como su cuerpo no siempre era ca-
paz de resistir, de cuando en cuando, perdía el uso de
los sentidos. Así se comprende que fuesen tan fre-
cuentes sus éxtasis, desde su regreso de la iglesia has-
ta por la noche, pues la impresión ocasionada al acer-
carse á la sagrada mesa, le servía de estímulo. Si la hu-
biéramos oído, sabríamos que «quisiera sepultar para
siempre en su corazón» á aquel Jesús recibido en el
altar, que le enseñase «hasta qué punto debía llegar
su amor, para recompensar tantas finezas.» ÍTo sabien-
do qué hacer, exclamaba: «Dios mío, Jesús, padre,
sonsuelo de las criaturas, amor que es mi sostén, fue-
go que no se apaga»; y luego le preguntaba «si sería
le su agrado, que se abrazase en tales llamas.» Por
in, invocaba á los ángeles, á la Madre de Dios v á los
— 224 —

santos de su devoción, para que le ayudasen á bende-


cir, alabar y dar gracias al amoroso Jesús sacramen-
tado. Así se explica el por qué de aquellas cartas llenas
de fuego que solía escribir con alguna frecuencia á su
director y á otros. Cualquiera que fuese el asunto que
en ellas se tratase, la Eucaristía había de tener cabida y
ocupar sitio preferente. Al hablar de materia tan suave
y dulce para su corazón, lo regular era que perdiese el
uso de los sentidos, y siguiese escribiendo en éxtasis.
Estaba henchida de Jesús, y con tal motivo, la boca
hablaba, y escribía la mano, de lo que estaba lleno su
corazón: ex abundantia cordis.
Hablando en otro sitio de las pruebas dolorosas á
que el Señor la sometió, cité la de la aridez, y dije
que, entre todas ellas, fué ésta la más terrible. Cier-
tamente que correr en pos de Jesús, sin que este se
digne dirigir una mirada; llamarlo, y que no responda,
es, para el alma que al cielo aspira, un tormento del
cual sólo se puede formar idea quien lo haya experi-
mentado. Pues bien, ya hemos visto que, para Gem-
ma, el cielo estaba en la Eucaristía; que Jesús sacra-
mentado ocupaba el lugar de todas las cosas, que de
este misterio vivía y en él encontraba su felicidad
completa; y como Dios sabe lo que ha de hacer para
santificar las almas, quiso probarla también en esto,
de modo que, de vez en cuando, sin quitarle la satis-
facción que experimentaba en la sagrada mesa ó ante
el tabernáculo, se ocultaba á su mirada, cual si estu-
viese tras tupido velo. «Padre—me decía al darme
cuenta de sus angustias,—aquellos consuelos que antes
tenía por la mañana y duraban el día entero, se han
convertido en otras tantas borrascas. Y o no sé lo que
ha pasado.» Otra vez, después de hablarme de algu-
nas extraordinarias comunicaciones tenidas al comul-
gar, añadió: «No son iguales todos los días. Hace tres
mañanas que, después de recibir á Jesús, me quedo co-
mo si no lo hubiese recibido, pues se calla, y me hace
morir de deseo. Jesús se calla, y yo también; él me
mira, y yo le miro; y así todo el tiempo.» De tai ma-
— 225 —

ñera hablaba la tierna amante poseída de profunda


humildad, pero el hecho es que nunca fué tan activa
y fervorosa como en los tiempos de espiritual seque-
dad, porque iba á la iglesia, y viese ó no á su Dios,
oyéralo ó no lo oyese, lo buscaba siempre con ansia y
se moría de deseos; deseos que, según su propia con-
fesión, «la consumían interiormente.»
Y basta con lo dicho. Leo lo que acabo de escribir,
y de tal manera me conmueve, que no puedo menos
de exclamar: ¡Dios mío, dame á conocer también á mí,
y que conozcan los cristianos, el tesoro inmenso que
nos dejaste en la divina Eucaristía!

15
CAPITULO XXV

MISIÓN Y APOSTOLADO DE GEMMA EN FAVOR


DE LAS ALMAS

Cuando me presenté á mi superior solicitando el


permiso para publicar esta memoria, él, que había oí-
do á muchos hablar de esta bendita criatura, mostró
complacerse grandemente en esta idea. Y alentándo-
me al trabajo, me aconsejó que procurase demostrar
que á las almas especialmente favorecidas por la gra-
cia, les confía Dios una doble misión: santificarse ellas
con el ejercicio de la virtud, y ayudar á la Iglesia y á
sus miembros con el ejemplo y con las obras. De modo
tan breve me trazó aquel santo varón el esquema de
la vida que iba á compilar. Habiendo tratado ya de la
primera misión, faltaría á los deberes de biógrafo si no
consagrase, cuando menos un capítulo para completar
el cuadro. Gemma recibió de Dios la misión de traba-
jar en beneficio de las almas, cooperando con cuantos
medios tuvo á su alcance en la obra de la redención,
especialmente en la conversión de los pecadores. Esta
misión no fué dada en forma ordinaria, sino de un
modo particular, explícito, y aún diré más, con so-
lemne investidura. Dejemos la palabra á Gemma para
que nos refiera el hecho.
«Días ha, después de comulgar, me hizo Jesús esta
pregunta: «Dime, hija, ¿me amas mucho?» l í o supe qué
decir, pero respondió el corazón con sus latidos. «Si me
amas—añadió,—harás lo que yo quiero»—Dicho esto,
lanzó un suspiro y continuó: - «¡Cuánta malicia é in-
gratitud hay en el mundo! Los hombres viven obsti-
nados en el pecado, las almas débiles no se hacen vio-
lencia para domeñar la carne, los afligidos se dejan
llevar de la desesperación, la indiferencia va en au-
— 227 —

mentó cada día, nadie se aparta del error. Muchos, con.


refinada hipocresía, me hacen traición, comulgando
sacrilegamente.» Jesús habría continuado, pero yo
me apresuré á decirle: ¡Jesús, Jesús, que no puedo
más!»
Otra vez, lamentándose también el amable Jesús,
indujo á su sierva para que se ofreciese como víctima
expiatoria por los pecados del mundo. T a vimos en
otro lugar con qué generosidad aceptó Gemma el sa-
crificio. Más adelante la indujo á sacrificar su vida
con tan noble fin, y con igual resolución aceptó ella,
según veremos dentro de poco. Luego le indicó que
se emplease por completo en la conversión de los pe-
cadores, diciendo: «Si me amas, harás cuanto de ti
pretendo»; y con resplandeciente luz le dio á conocer,
en sus menores detalles, la forma de su apostolado.
Gemma contestó: «¿Os parece, Señor, que no estoy
dispuesta al sacrificio? Por ti sufriré los mayores tor-
mentos, y derramaré mi sangre toda, por complacer
tu corazón ó impedir que le ofendan los perversos pe-
cadores.» Veamos cuáles son sus obras. De tormen-
tos no hablemos, los sufrió sin tasa; y estoy por decir
que derramó su sangre á torrentes por manos, pies,
costado, ojos, en fin, por todo su cuerpo, sin que apenas
le quedase gota de ella en las venas. Pero ¿qué obras
querrá hacer esta virgen para ser apóstol de Jesu-
cristo? No lo dudes, lector; con el espíritu que el Se-
ñor le infundió, llenará cumplidamente su misión, y
á donde no lleguen los hechos, llegarán sus lágrimas
y oraciones. Por mi parte puedo decir que, desde el
primer día que la conocí hasta que se murió, la vi
siempre ocupada en obras de celo para la conversión
: de pecadores. Dije desde que la conocí, y al efecto voy
; á referir un hecho.
í El Obispo auxiliar del Arzobispado de Luca y el
confesor de Gemma me llamaron para que de Eoma
pasase á dicha ciudad, con el fin de que examinase el
espíritu de esta joven. Era un jueves, y la hallé en éx-
tasis. El asunto del éxtasis era un pecador, y la forma,
i
— 228 —

una lucha entre la justicia divina y la joven para con-


seguir el perdón de aquel pecador. Confieso no haber
asistido jamás en mi vida á un espectáculo tan con-
movedor. Gemma estaba sentada en un canapé, con
la vista fija en un punto de la habitación donde se le
había aparecido el Señor. No estaba agitada, sino con-
movida y resuelta, como aquel que lucha y á toda
costa quiere vencer. Principió diciendo: «Jesús, ya
que has venido, vuelvo á suplicarte por mi pecador.
Es hijo tuyo y hermano mío; sálvalo, Señor»; y le
nombró. Era el tal pecador un caballero á quien ella
había conocido en Luca, por más que no era vecino
de la ciudad, y movida de interior inspiración, le ha-
bía amonestado repetidas veces de palabra y por escri-
to, para que pusiese en orden su conciencia y no se con-
tentase sólo con la fama de buen cristiano de que goza-
ba entre el público. El Señor, queriendo obrar como
justo juez, se oponía á las recomendaciones desusier-
va, pero ésta, sin desanimarse, le decía: «¿Por qué no me
escuchas hoy? ¡Has hecho tanto por un alma sola! ¿Y
no quieres salvar á ésta? Sálvala, Jesús, sálvala. Es-
tá bien; pero, Jesús, no hables así; porque la palabra
abandono en tu boca, siendo como eres la misma mi-
sericordia, suena tan mal que no debes decirla. De-
rramaste tu sangre sin medida por los pecadores, ¿y
quieres ahora medir la cantidad de nuestros pecados?
¿No me escuchas? Entonces ¿á dónde acudiré? La san-
gre se derramó por él como por mí; ¿y á mí me salvas
y á él no? Pues no me levanto de aquí. Sálvalo. Dime
que lo salvas. Me ofrezco como víctima por todos, pe-
ro por él particularmente. Te prometo no rehusar na-
da. ¿Me lo concedes? ¡Mira que es un alma! ¡Piénsalo,
Jesús; es un alma que te ha costado mucho! Se volve-
rá buena; no lo hará más.»
Por toda respuesta, el Salvador oponía la palabra
justicia; pero ella, cada vez con más ardor, replicaba:
«No quiero nada con tu justicia, sino con tu miseri-
cordia. Pronto, Jesús. Ve en busca de él, dale un gol-
pe en el corazón y verás como se convierte; por lo me-
— 229 —

nos, pruébalo. Escucha, Jesús mío: Dices que le has da-


do muchos asaltos para vencerlo, pero nunca le lla-
maste hijo; prueba ahora, dile que eres su padre y él
hijo tuyo. Verás cómo, con el dulce nombre de padre,
se ablanda su corazón.» El Señor, á fin de mostrar á
susierva los poderosísimos motivos que tenía para re-
sistir, le manifestó una por una, y con sus menores
detalles, las culpas de aquel pecador, culpas que habían
colmado la medida. La pobre joven quedó como asusta-
da, dejó caer los brazos y lanzó un profundo suspiro,
como si hubiese perdido la esperanza de vencer. Sin
embargo, repuesta del susto, volvió á luchar. «Lo sé,.
Jesús, lo sé. Muchas son sus faltas, pero más he come-
tido yo y me perdonaste. Lo sé, Jesús, lo sé, mucho te
hizo llorar; pero tú sabes que no es hora de pensar en
sus pecados, sino en la sangre que tú derramaste. ¡Qué
caridad no has tenido conmigo! Pues, Jesús, todas las
finezas de amor que has tenido conmigo, te ruego que
las tengas con mi pecador. No te olvides, que quiero
que lo salves. Triunfa, triunfa. Te lo pido por cari-
dad.»
A pesar de todo, el Señor se mostraba inflexible;
Gemma se desalentaba, guardaba silencio, parecía co-
mo que quería abandonar la lucha, pero de repente
acudió á su mente otro motivo que le pareció superior
á toda resistencia. Se reanimó y volvió á decir: «Bien;
yo soy una pecadora. A ti te lo oí decir, que peor que
yo no la pudiste encontrar. Sí, lo confieso, no merez-
co que me escuches. Pero te voy á presentar otra in-
tercesora por mi pecador. Es tu misma Mamá quien
ruega por él. ¿Dirás ahora que no á tu Mamá? A ella
no le puedes decir que no. Ya puedes contestar que
has perdonado á mi pecador.» La victoria se había al-
canzado, la escena cambió de aspecto, el piadosísimo
Jesús firmó la gracia, y Gemma con alegría indescrip-
tible exclamó: «Está salvado, está salvado. Jesús, ven-
ciste. Triunfa, triunfa siempre, y triunfa así»; y salió
del éxtasis.
Duró la tierna escena media hora larga, y las pala-
— 230 —

bras con que la describí fueron recogidas en parte con


la pluma y en parte conservadas en la memoria y
trascritas fielmente. Terminado el éxtasis, me retiró á
mi habitación muy inquieto; al poco rato sentí que
llamaban á la puerta.—Padre, un caballero pregun-
ta por V.—Le mandé entrar, y ya en la habitación, se
arrojó á mis pies, y dijo:—Padre, confiéseme.—¡Dios
mío, el corazón se me partía; era el pecador de Gem-
ma, convertido poco antes! Se acusó de cuantas cul-
pas yo mismo había oído referir en el éxtasis por la
sierva de Dios. Una sola olvidó, que yo le recordé. Lo
consolé, le referí lo que poco antes había sucedido, le
pedí permiso para relatar estas maravillas del Señor,
y después de abrazarnos, lo despedí. Han pasado va-
rios años desde este suceso, y me parece estarlo vien-
do. En mi extenso repertorio tengo registradas varias
conversiones auténticas, semejantes por más de un
concepto á la referida; pero las omito en obsequio á la
brevedad y para evitar repeticiones.
Gemma había encontrado el secreto de mover el
Corazón de Jesús, y con sus lágrimas, y los razona-
mientos que exponía con orden envidiable, obtenía
siempre el resultado apetecido. Al final veremos el
número de almas que esta virgen humilde arrancó con
sus plegarias de las garras de Lucifer, pues no pasa-
ba día sin que suplicase por los pecadores, según
lo comprueba el registro de los éxtasis, en los que, sin
reparos, ponía de manifiesto su alma. Con frecuencia
se le oía decir: «¡Si me concedieses una por día; figú-
rate, Señor!» Al cabo de algún tiempo volvía á decir-
le: «Jesús, no abandonemos á los pecadores, pense-
mos en ellos; quiero que se salven todos.» Y como
siempre tenía alguno por quien más se interesaba, le
decía: «Jesús, acuérdate de aquél con especialidad,
pues quiero que se salve junto conmigo.» Véase cómo
expresa su deseo: «junto conmigo».
A cada paso la bendita joven acudía á su Madre
celestial, cuyo gran poder, en el negocio que tanto le
inquietaba, conocía por experiencia. Un día que se
— 231 —

encontraba arrebatada en éxtasis, la vi muy afligida


y resuelta á no cuidarse más de un alma, por la que
se había interesado mucho; pero de repente cambió de
resolución y véase con qué valentía: «¡Qué es lo que
me dices, Mamá mía, que abandone esa alma! ¿Pero
no es de Jesús? ¿No ha derramado Jesús toda su san-
gre por ella? Verdad es que me olvidé de ella unos
días; ¿pero por eso la has de abandonar tú también?
No, no, resiste y aplaca á Jesús.» Parece que la San-
tísima Madre le indicaba que la empresa era difícil
pero Gemma replicó: «Jesús obedece siempre á su
Mamá; no me digas que no puedes, pues eres omni-
potente.» De nuevo volvía á insistir: «¡Hemos de
abandonar un alma por primera vez! ¡Oh, Mamá mía!
¿Será posible que Jesús quiera abandonarla? De nin-
gún modo. ¡Si se apiadó de aquel ladrón!» La Virgen
Santísima le contestó: «Tú no sabes quién es ése; pe-
ro yo puedo mostrarte lo malvado que es.» A lo que
Gemma repuso: «Lo sé, Mamá mía, lo sé; pero no quie-
ro verlo. Cuando se salve, ya lo veré. ¡Mamá mía! ¿qué
esperas? Tú que eres el refugio de los pecadores, ¿aca-
so dejaste hoy de ser Madre? ¡Imposible! ¿Cómo me
dejas hoy tan desconsolada? ¡Alcánzame de Jesús lo
que conseguiste el sábado! (la conversión de otro pe-
cador por quien había suplicado mucho). ¡Qué conten-
ta me pondré!»
¡Abandonar un alma! Esta palabra traspasaba el co-
razón de Gemma y la llenaba de terror. Y o mismo
tuve ocasión de observarlo, al soltar esa palabra con
referencia á una penitente que, á causa de su indocili-
dad, tomé la determinación de despedir. Véase la res-
puesta que me dio: «¡Padre infeliz! ¿Por qué en
vez de desanimarse y hacer uso de palabra tan fea,
abandonar, no la llama y hace comprender la verdad
con cariño, como lo hacía conmigo, que era mil veces
peor? Escuche: si la puede ver, hágalo así, y si no, es-
críbale en seguida, que no se aparte del camino que
Jesús le señala, y deje el del pecado con el cual ofende
al Señor. Nada más le digo de esto, pues sé muy
— 232 —

bien lo que pasa; todo lo sé.» Aunque se había pro-


puesto no hablar más, quebrantó el propósito, y á los
pocos días me escribió de nuevo, diciendo: «En verdad,
Padre, que el Señor no está nada contento con aque-
lla alma. Él nos ama sobremanera, y me ha dicho mu-
chas cosas. Dígale á esa persona que sea buena; de lo
contrario, Jesús la castigará. Hágalo así, Padre, y
cuando le hable, dígale algo de mí, y envíemela. Si
hubiese venido á verme, no pasaría lo que está pa-
sando.»
Voy á referir otro hecho, con las mismas palabras
con que me lo contó un testigo, digno de fe por todos
conceptos. «Una señora conocida mía me suplicó que
encomendase á un hermano suyo, gran pecador, á las
oraciones' de Gemma. Cumplí su encargo, y ella, con
todas sus fuerzas, se puso á rogar por él á Jesús, que-
dando en éxtasis. Pero el Señor, sin duda para probar
su fe, le dijo que no conocía á tal pecador. «¿Cómo, Se-
ñor—replicó Gemma,—no le conoces? ¡Pero si es hijo
tuyo!» Luego dirigióse á María, pero viendo que la Vir-
gen lloraba y nole decía nada, llamó al Beato Gabriel,
pasionista; mas éste también se calló. «Gran pecador
tiene que ser ese hombre—me decía Gemma,—porque
Jesús me dice que no le conoce, María Santísima llo-
ra y el Beato Gabriel no me responde.» Pasado un año
próximamente de esta oración, yendo á la iglesia con
Gemma, nos salió al encuentro la criada de aquella se-
ñora, diciéndonos que el hermano de esta última es-
taba muñéndose.. Tuvimos el natural disgusto, y ape-
nas habíamos caminado veinte pasos, cuando Gemma
se puso á gritar: «Se salvó, se salvó!» Le pregunté
quién se había salvado, y me contestó que el hermano
de aquella señora. Después supe que este hombre ex-
piraba estrechando la mano del sacerdote en el mo-
mento mismo en que la criada llegaba á la casa, lo que
coincidía exactamente con el momento en que Gem-
ma dijo gritando: «Se salvó, se salvó.»
Divulgado el hecho que acabo de referir, personas
amigas de Gemma, deseosas de la conversión de
— 233 —

los pecadores, se los encomendaban, movidas ade-


más del gran concepto que tenían de su santidad; y
no eran pocos los que el mismo Dios le daba á cono-
cer por medio de providenciales encuentros en la ca-
sa ó en la calle. La piadosa joven los recibía alegre-
mente dondequiera que los encontraba, cual si en
ellos hubiese hallado un tesoro; y cuantos más llega-
ban, mayor era su satisfacción. «Quisiera con mi sangre
lavar los sitios donde Jesús es ultrajado. Deseo que,
se salven los pecadores todos, porque todos fueron re-
dimidos con la sangre del Redentor.» El último que,
como decía ella, llevó sobre sus hombros, fué un se-
ñor de Luca, pecador obstinado, á quien personal-
mente no conocía. Mucho tiempo se fatigó la carita-
tiva joven para alcanzar la conversión, yendo al asal-
to repetidas veces, sin desmayar. Durande su última
enfermedad, dijo: «Voy á llevar á ese pecador toda es-
ta cuaresma sobre mis hombros; después lo dejaré.»
El Jueves Santo vino el piadoso sacerdote que lo ha-
bía recomendado á manifestarme que un gran peca-
dor se había convertido, confesándose con él. Era el
pecador de Gemma. Aliviada de este peso, dos días
después volaba al cielo la santa virgen con esta palma
en la mano.
La primera conversión, debida á la mediación de la
sierva de Dios, ocurrió antes de recibir la solemne in-
vestidura de su apostolado, cuando enfermó gravemen-
te en la casa paterna. Entre las personas que iban á
prestarle servicio, había una mujer de mala vida;
y como las de la casa se mostrasen por ello disgusta-
das, les dijo: «¿Acaso el Señor rechazó á la Magdalena
por pecadora? Dejadla venir. ¡Quién sabe si podremos
hacer con ella una buena obra! No la despidáis, os lo
ruego.» El empeño era bastante difícil, porque aque-
lla mujer vivía de su infame profesión; pero ¿á dónde
no llega la caridad de Cristo, cuando la maneja alma
tan ardiente como la de Gemma? La tía de Camaiore,
enviaba de vez en cuando dinero á su sobrina para las
más apremiantes necesidades, y ella, sin cuidarse de
- 234 —

sí misma, se lo entregaba á aquella mujer para qut


pagase el alquiler de la casa, y no ofendiese á Dios
para adquirirlo. Si alguno de la familia le preguntaba
qué había hecho del dinero enviado por su tía, lt
contestaba: «Cállese, no se apure, ya sabrá pronto 1c
que hice con él. Tenga la seguridad que no lo derro-
cho.» Con tal medio y la constante exhortación, en
poco tiempo ganó para sí aquella alma, que sacó del
poder del demonio, y después de hacer confesión ge-
neral por consejo de Gemma, siguió siendo buena
cristiana.
Colérico Satanás por el celo de la piadosa vir-
gen que le quitaba de las manos sus mejores presas,
se le hizo visible repetidas veces, y en tono amenaza-
dor, despidiendo fuego por los ojos, le llegó á decir:
«Por ti puedes hacer lo que quieras; pero guárdate de
hacer nada en beneficio de los pecadores, porque lo
pagarás caro.» En otra ocasión, disfrazándose de pru-
dente consejero, le dijo: «¿A qué viene tanta presun-
ción? Estás tan cargada de pecados, que no será sufi-
ciente tu vida para llorarlos, ¿y pierdes el tiempo ocu-
pándote en los ajenos? ¿No ves que peligra tu alma?
¡Vaya un negocio, pensar en lo ajeno y descuidar lo
propio!» Inútil tarea, porque una vez se le oyó en
éxtasis que decía al Señor: «¿Sabes, Jesús mío, quién
me prohibe interceder por los pecadores? Pues el de-
monio; pero no le hago caso. Pienso en ellos constante-
mente y te los recomiendo. Enséñame qué debo hacer
yo para que ellos se salven.»
La pasión dominante de la sierva de Dios no era
solamente salvar las almas de los pecadores, sino ayu-
darlas á que amasen á Dios, lo sirviesen con fidelidad
y se perfeccionasen en la virtud. No tenía paz ni so-
siego al ver tanta flojedad, no sólo entre los cristia-
nos, sino entre el clero y, aun en las personas con-
sagradas á la vida del Claustro. Además de orar
constantemente por todos, se valía de cuantas ocasio-
nes se le presentaban para amonestar, corregir, y, si
era preciso, amenazar en nombre de Dios, con el fin
— 235 —

de que cada uno se pusiera en orden. «Esto—le decía


á uno,—sepa V. que no le agrada al Señor, y debe de-
jarlo.» Y á otro: «Para agradar al Señor, debe condu-
cirse de tal modo.» En una ocasión, fué á consultar
con ella un venerable prelado, y en mi presencia le
preguntó si iba acertado en el modo como gobernaba
á los suyos. Gemma, que sabía era un poco ligero en
sus determinaciones y bastante duro con los inferio-
res, le respondió: «Padre, conviene que vaya algo más
despacio y que obre con moderación, porque si no lo
hace así, á nadie contentará.» No tenía el menor re-
paro en decir las cosas tal como las sentía, y así las
manifestaba, con humildad, sí, pero sin reticencias.
Mas nadie se disgustaba por ello, pues todos veían
que procedía con candor angelical. A los directores de
almas con quienes estaba en relación, incluso su con-
fesor, les escribía cartas urgentes, para indicarles que
corrigiesen á ciertos penitentes de ellos conocidos.
«Dígale, dígale que no va bien así. Se estima más á sí
mismo que á Jesús; es preciso que se corrija.» M yo
me escapé de que me echara en cara mis defectos, de
palabra y por escrito; y he de confesar que siempre es-
tuvo en lo cierto. Aunque le desagradaba ocuparse en
asuntos ajenos, porque, reconcentrada como lo estaba
sobre sí misma, el mundo era para ella como si no exis-
tiera, en tratándose de la gloria de Dios ó de la sal-
vación de las almas, inmediatamente corría á ejerci-
tar su apostolado, y esto sucedía con frecuencia.
En ocasiones la enviaba el Señor como embajadora
suya para que amonestase á personas respetables, y
ella corría velozmente, después de obtener el permiso
de su confesor ó director, porque de su parecer nunca
se fiaba. «Han pasado algunos días—escribía pidién-
dome permiso—desde que Jesús me dijo: Ve á ver á la
superiora (de cierto convento de monjas), y dile que
si sigue desoyendo mis inspiraciones y continúa firme
en su propósito, sin ceder á lo que sus superiores le
mandan, pronto se arrepentirá; pues ya tengo prepa-
rado el castigo. ¡Ay de ella, si no da oídos á este últi-
— 236 —

mo aviso! Dile también que si he dilatado el castigo, lo


hice por consideración á ciertas almas que son para
mí de gran estima, pero ahora ya finalizó el plazo,
Dile que en su mano está el evitarlo.» Afortunada-
mente la monja escuchó la voz del Señor, obedeció, y
la paz volvió á reinar entre las monjas, gracias á las
oraciones, á los dolores y al celo de aquella que
quería ser llamada «la pobre G-emma.»
Para hacer más fácil este ministerio en favor de
las almas, la favorecía el Señor con dones extraordi-
narios, especialmente el conocimiento de las almas, y
el de las cosas futuras y ocultas. Gemma tenía corres-
pondencia con almas á las que nunca había visto, y
las conocía tan á fondo, que era la admiración de los
confesores que las dirigían. Al ver por vez primera
una persona, por cierta impresión interna, se daba
cuenta, por lo regular, de si era alma cara á Dios ó
solamente de las vulgares; pero más particularmen-
te se daba cuenta de las que' estaban en pecado mor-
tal. Entonces se notaba que sufría, porque le produ-
cían gran disgusto. Sin embargo, si el sitio lo permitía,
procuraba amonestarla, valiéndose de las secretas lu-
ces que Dios le concedía para ayudar á los que lo ne-
cesitaban.
Yo mismo, que por razón de mi carácter y por
principios, he sido reacio en dar crédito, sobre todo á
las mujeres, sin antes tener pruebas ciertas de su es-
píritu, consultaba mis dudas con Gemma sobre una ú
otra persona, y ella me daba la respuesta pasados al-
gunos días. «Padre, aunque puedo equivocarme, la
persona de quien me habla no tiene buenas intencio-
nes. Siento decírselo, pero no sacará de ella ningún
provecho. Lo mejor será que no le haga caso. ¡Qué
sucia he visto esa alma delante de Dios!» Que era así,
pronto lo confirmaban los hechos; y muchas veces
tuve que dar las gracias á esta joven por haberme
advertido á tiempo. Otras veces me hizo reformar el
juicio, y con razón, sobre almas que, juzgando yo por
las apariencias, tenía mis dudas, y estaba á punto de
— 237 —

despedir. No la tuvo menor cuando predijo las funes-


tas consecuencias que sobrevendrían én determinados
casos, si no se obraba como Dios quería; pero no en-
tro en detalles por amor a l a brevedad, y me limito á
esta ligera indicación. No obstante, he de advertir que,
en materia de predicciones, Gemma fué muy parca;
hablaba poco, para cuidarse de sí misma. Necesitaba
cerciorarse de que iba en ello la gloria de Dios, ó el
bien de alguna alma, para salir de su habitual reser-
va. Fuera de estos casos, no hacía de profetisa; y
cuando personas ociosas lo intentaban, aunque fuese
su mismo director, respondía modestamente: «No lo
sé; pregúnteselo. á Jesús.»
El modo como Dios le enviaba sus luces para cono-
cer las cosas futuras y ocultas, lo declara ella en los
siguientes términos: «Estimado Padre, se lo digo á
V. en reserva; sin pensar á veces en una cosa, viene
con cierta luz al entendimiento, y sin que yo me ocu-
pe en ella para nada, al cabo de un día me doy cuen-
ta de que aquella cosa que pasó por mi mente como un
relámpago, es obra de Dios. Sucede esto con frecuen-
cia, pero en completo silencio.» Tal es, según asegu-
ran los místicos, el modo ordinario como Dios suele
hablar á sus siervos, y así lo hice ver en el capítulo
en que trató de las locuciones divinas. Aunque por
su humildad se resistía á creer, sin embargo, en el
fondo de su alma no existían dudas, y sólo su Padre
espiritual podría convencerla de que las cosas no eran
tal como decía verlas.
Voy á indicar otra cosa: En Eoma y en varias ciu-
dades y aldeas, había yo establecido una piadosa aso-
ciación, titulada Colegio de Jesús, compuesta de almas
generosas que, sin la ostentación de cargos ú oficios,
sin secretario ni caja, se dedicaban á cultivar en sí
mismas la vida interior, y bajo la dirección de un pia-
doso sacerdote se ocupaban, según sus aptitudes, en
hacer bien á la iglesia, por el decoro del culto, espe-
cialmente el del Santísimo Sacramento, y también á
los hospitales, á las cárceles y á las familias; en una
— 238 —
palabra, que hiciesen el bien dondequiera que hubiese
un desorden que extirpar, ó un alma que socorrer,
Agradó á muchos el reglamento que tracé á esta pia-
dosa asociación; en poco tiempo se alistaron numero-
sos socios, y, gracias á Dios, se han alcanzado bastan-
tes beneficios. Cuando estuve en Luca, hablé de ella á
Gemma, y ésta, alegre como siempre, quiso ser de las
primeras en formar parte, y en el acto se puso á pro-
pagar la santa obra. Innumerables fueron sus entra-
das y salidas de casa en casa buscando adeptos, ani-
mando á los directores, y organizando las obras. En
sus éxtasis hablaba frecuentemente con Jesús sobre
lo mismo; el Señor le decía que le agradaba mucho,
bendiciendo con singular afecto á los que formaban
parte de la piadosa asociación. Refiero esto para que
se conozca mejor el espíritu de la sierva de Dios, y
también para estimular á los que lo lean á secundar
la naciente y humilde institución, y para que la con-
sideración de que fué hermana suya en la ciudad de
Luca la virtuosa Gemma aumente en los ya adscri-
tos el fervor.
¿Y qué diré del celo de nuestra joven en favor de
las almas del purgatorio? Si el amor verdadero no
tiene límites, tampoco lo tenía el suyo, pues llegó á
alcanzar gran perfección; los cuidados extraordina-
rios que tuvo por las pobres almas lo confirman. Por
todas en general procuraba satisfacer con oraciones j
penitencias, ofreciendo á Dios, en sufragio de ellas,
sus padecimientos; pero al igual que con los pecado-
res, procuraba con especial empeño socorrer alguna
en particular. «Si padezco—decía,—padezco por los
pecadores, de un modo especial por las almas del
purgatorio, más señaladamente por tal»; y la nom-
braba. Y el Dios misericordioso, que ansia llevar al
cielo estas almas justas, estimulaba su celo para que
fuese en aumento su expiación. «El ángel me ha di-
cho—son palabras suyas—que Jesús quiere hacerme
sufrir algo más esta noche, unas dos horas, en benefi-
cio de las almas del purgatorio.» Y fué bastante fuer-
— 239 —

te aquel sufrimiento, según confiesa ella misma, du-


rando exactamente el tiempo que se me había dicho.
«Tenía tan mal la cabeza—añade,—que cualquier mo-
vimiento me causaba horribles penas.» El cielo acogía
benévolo la expiación de criatura tan amante, y las
benditas almas veían aliviadas sus penas y abreviar-
se el tiempo de su prisión.
Voy á referir acerca de esto un caso particular. So-
! brenaturalmente supo Gemma que, en el convento de
i religiosas Pasionistas de Corneto, había una monja
estimada por Dios, que estaba gravemente enferma.
Me preguntó si era cierto, y habiéndole dicho que sí,
suplicó á Jesús que hiciese expiar á la monja sus cul-
pas en el lecho del dolor, para que al morir pudiese
volar al cielo, plegaria que, en parte al menos, fué es-
cuchada. La pobre religiosa sufrió mucho, muriendo
al cabo de algunos meses; y Gemma dio la noticia á
los de su casa para que aplicasen sufragios por la di-
funta, manifestándoles el nombre y apellido de la re-
ligiosa, María Teresa del Niño Jesús, á quien nadie
conocía en Luca. Aquella alma S9 le apareció pidiendo
socorro, porque padecía penas horribles en el purgato-
rio por determinadas faltas. No necesitaba más el co-
razón de Gemma, para que se conmoviesen todas sus
fibras. Desde aquel día, no tuvo sosiego; oraciones, lá-
grimas, lucha amorosa con su Señor, á todo acudía,
jomo si no tuviese nada más en qué ocuparse, ni en qué
)ensar. A cada paso se le oía exclamar: «Jesús, sálva-
a; envía pronto al cielo á María Teresa. Ya que tanto
a estimas, hazme sufrir por ella lo que quieras; pero
lálvala» (refiriéndose al purgatorio). Y por cierto que
sufrió bastante la víctima expiatoria por espacio de
lieciséis días, al cabo de los cuales se dio el Señor
)or satisfecho, y aquella alma fué libertada.
Véase como Gemma me dio la noticia. « A eso
le media noche, me pareció que la Virgen venía á de-
arme que se aproximaba la hora. Al cabo de algún

tiempo, me pareció que la madre María Teresa venía


lacia mí, vestida de pasionista, acompañada de Jesús
— 240 —

y del Ángel de su guarda. ¡Cuan diferente estaba de


cómo la vi por vez primera! Se me acercó sonriendo,
y me dijo: «Soy verdaderamente feliz, y me voy con
mi Jesús á gozar eternamente. Me dio las gracias re-
petidas veces, con la mano me dijo adiós, y voló al
cielo, con Jesús y el Ángel, después de media noche.»
¡Lástima que no haya en el mundo muchas almas
como esta! ¿Qué es lo que con ellas no podría alcanzar-
se? Dios convirtió el mundo mediante doce pobrecitos
pescadores, y hoy puede salvarlo con las lágrimas, pe-
nitencias y dolores de humildes vírgenes, las cuales,
aunque el mundo las desprecie; son ante Él grandes,
como lo fué G-emma de Luca.
CAPITULO X X V I

GEMMA Y EL NUEVO CONVENTO DE RELIGIOSAS


PASIONISTAS DE LUCA

Alma tan apasionada como Gemma por las cosas


celestiales, tenía que encontrarse disgustada en el
mundo; y así era. «¿Cómo lo haré—decía—para vivir
en el mundo, si todo cuanto á él pertenece, me causa
fastidio? Que me saquen, que me saquen del mundo,
si he de permanecer en él por más tiempo.» V á su
director le escribía: «En nombre de Jesucristo, le rue-
go que venga y me encierre; el mundo no es para mí.»
Estas eran las quejas de todas sus cartas, y el mismo
Señor, para probar la virtud de su sierva, le dejaba
entrever que aquella era su voluntad, diciéndole inte-
riormente que sería religiosa cuando las personas de
quienes quería servirse para la ejecución de la obra
hiciesen lo que él tenía dispuesto. Viendo la piadosa
doncella que no se cumplían los designios del Señor,
insistió solicitando lo mismo varios años, y pasó en
verdadera angustia la última etapa de su vida hasta
que el Señor le dijo que se tranquilizase y olvidase
aquel pensamiento.
Restablecida de la mortal enfermedad de que se
habló en el capítulo I V de esta biografía, se prenda-
ron de ella las monjas de cierto monasterio de Luca
que conocían su hermosísima alma; y con la esperanza
de tenerla por novicia, la invitaron á que fuese á pasar
¡con ellas una temporada. Fué, estuvo allí tres semanas,
jy durante este tiempo, las monjas todas pudieron ad-
jmirar la piedad, el candor y la ingenua sencillez de
[aquel ángel. La madre superiora la quería siempre
junto á sí, y aun en la mesa hacía que se sentase á su
lado. La resolución estaba tomada, y se hablaba ya de

í J«
— 242 —

que la joven entrase en el noviciado el día de la fiesta


del Sagrado Corazón de Jesús. Por más que Gemma se
sentía feliz en el claustro, una voz interior le decía que
la vidadelsusodicho monasterio no era propia para ella.
«Conocía que mi corazón no estaba del todo satisfecho;
aquella vida es demasiado cómoda, y Jesús me decía
al corazón varias veces: Hija para ti quiero una regla
más austera.» Los hechos se encargaron de demostrar
ser cierto que Dios no quería que se quedase allí, pues
los médicos, que meses antes la habían visto casi mori-
bunda, presa de incurable enfermedad, se opusieron y
aconsejaron que fuese devuelta á su familia..E8ta re-
solución afligió á la piadosa joven, la cual, después de
todo, prefería permanecer en aquel monasterio á vol-
ver al mundo. Eogó, suplicó á las buenas religiosas
que la retuvieran consigo; mas fué inútil y se vio obli-
gada á salir. Algún tiempo después pensó el confesor
en las Capuchinas, luego en las Teresianas y después
en otra porción de institutos: «Iré donde quieran—
decía Gemma,—pero el corazón me dice que Jesús no
quiere que vaya adonde ellos me indican. Por mucho
que hagamos, no conseguiremos nada; Jesús, al pare-
cer, no tiene tal idea.» Y nada se consiguió, porque, ya
por un motivo, ya por otro, resultaron inútiles cuantos
pasos se dieron.
El convento á que se sentía inclinada, era el de las
Pasionistas. Tuvo conocimiento de estas religiosas por
la lectura de la vida del Beato Gabriel, y aun parece
que el bienaventurado siervo de Dios, en una visión,
le dio esperanzas de que sería de su número. Desde
entonces, no mostró tener otro deseo; suspiraba por
aquel instituto, y así se Jo suplicaba al Señor. En aque-
lla fecha no había en Italia más que un convento de
religiosas Pasionistas, situado en la ciudad de Corneto,
á 100 kilómetros de Eoma y 250 de la ciudad de Lú-
ea. ¿Qué hacer? Gemma, después de pensarlo madura-
mente y pedir consejo, resolvió ir á Corneto para ha-
cer los ejercicios espirituales. Junto con otras tres jó-
venes luquesas, hizo su petición en forma. Pero ¿quién
— 243 —

lo había de creer? La superiora, persona muy renom-


brada por su caridad é inteligencia, respondió, por per-
misión divina, del siguiente modo: «Pueden venir todas
tres menos Gemma; y les advierto que, si á pesar de
esto, la trajesen consigo, á las cuatro se les cerrarán
las puertas.» Aquella buena religiosa, que había oído
hablar mucho de Gemma, llegó á figurarse que era
una de esas jóvenes histéricas, que de ningún modo
convienen en una comunidad. Se trasmitió la cruda
respuesta á la pobre joven, y aunque sintió mucho la
negativa, no se incomodó por eso; tanto que, oyendo que
en la familia se murmuraba más de la cuenta, llegó
á decir: «¿Qué conversaciones son esas? Ya lo saben;
no quiero que se hable mal de la Madre Presidenta
(así llaman las Pasionistas á la Madre Superiora). Yo,
á pesar de lo ocurrido, la estimo mucho, y cuando me
muera y vaya al cielo, la primera que voy á buscar
para saludarla ha de ser la Madre Presidenta. « Y
hablando con una amiga sobre un sueño que había te-
nido, le dijo: «En sueños conocí á la Madre Presiden-
ta. Me miraba con seriedad. Yo la quiero á ella mucho,
pero ella á mí, nada.»
A pesar de todo, creyendo que aquella era su vo-
cación, no se le borraba la idea de ser algún día Pa-
sionista. Errado el golpe dirigido á la Presidenta de
Corneto, trabó amistad con una respetable monja de
aquel convento, á la que escribía cartas de elevada
'mística, las cuales terminaba siempre con manifesta-
ciones de su vivo deseo. «Lléveme al convento con V.
¡Seré buena. Complázcame. No tengo dinero, soy muy
pobre; pero procuraré ser útil sirviendo de lega. Crea
¡que sé trabajar (¡oh, qué sencillez de niña!), sé barrer,
fregar platos, ayudar en la cocina y tengo fuerza su-
ficiente para cualquier trabajo, por duro que sea. Llé-
neme y complacerá á Jesús.» Con igual premura, y
aun con mayor franqueza, me lo decía á mí: «Padre,
atienda pronto al Señor; de otro modo no habrá tiem-
po.» Luego volveré sobre esta frase cien veces repeti-
da: «no habrá tiempo».
— 244 —

Por esta fecha principió á tratarse de la fundación


de un convento de religiosas Pasionistas en la ciudad
de Luca. Gemma se alegró mucho, viendo casi segura
la realización de sus deseos, y procuró por todos los
medios animar á las personas que se ocupaban en tan
santa empresa, diciéndoles que confiasen en Dios, sin
desmayar por las dificultades, y que pusiesen todo su
empeño en allanarlas. «Jesús lo quiere—decía,—y lo
que Jesiis quiere, resulta seguramente; por lo tanto,
manos á la obra.» Sin embargo, los que miraban las
cosas con cierta prudencia, quizás demasiado humana,
en cuyo número confieso que me contaba yo, no se con-
vencían contales razones y daban largas al asunto; por-
que ¿cómo fundar un monasterio de rigurosa clausura
sin dinero? Era preciso comprar casa, repararla, te-
niendo en cuenta el uso á que se destinaba, amue-
blarla, y además, asegurar el sostenimiento de las re-
ligiosas. ¿Cómo se conseguía esto? Al cabo de dos
años se habían reunido dos mil liras, y la curia arzo-
bispal de Luca exigía el depósito de doscientos escu-
dos por cada monja, y la de Corneto no permitía que
saliese una monja de aquel monasterio para fundar
otro, si antes no se aseguraba su sustento. Gemma,
sin embargo/insistía diciendo: «Mire bien lo que ha-
ce, Padre; el Señor no está satisfecho de su descon-
fianza. ¡Como si El, en un momento, no fuese capaz
de proveer á todo! Principie, y ya se verá después lo
que sabe hacer Jesús.» Mientras tanto, acompañada
de su inseparable bienhechora, iba por todas las calles
de Luca en busca de una casa ó terreno adecuado pa-
ra la edificación del monasterio. En Marzo de 1901,
estando ya todo dispuesto, escribió á la monja de Cor-
neto, de que antes hablamos: «Jesús quiere que se
funde el nuevo monasterio, y pronto tendré este con-
suelo. Oremos para que el Señor conceda al Padre la
gracia de vencer su timidez. Anímelo V., que lo necesi-
ta. Es preciso que pierda el miedo. ¡Pobre Padre! Que
no tenga ningún temor.»
Oyendo yo tales cosas, estaba como entre espinas.
— 245 —

y rogaba á Su Divina Majestad que me abriese pron-


to algún camino; pero los meses pasaban sin que se
abriese ninguno. Por otra parte, el Señor, para excitar
el fervor de su sierva y darle ánimo, le hacía ver la
gran estima en que tenía á las religiosas Pasionistas, la
gloria que se le daría en Luca con la fundación, y el
gran bien que harían aquéllas. Una vez, entre otras,
se le apareció en la forma descrita en el capítulo pre-
cedente, y diciéndole que la justicia de su Eterno Pa-
dre tiene necesidad de víctimas, añadió: «¡Cuántas ve-
ces la he detenido, presentándole un grupo de almas
queridas y víctimas valerosas! Sus penitencias, mor-
tificaciones y actos heroicos lo han aplacado. También
ahora le presenté algunas víctimas para calmarlo, pe-
ro son pocas.» Preguntó Gemma quiénes eran aquellas
víctimas, y Jesús le respondió: «Las hijas de mi Pa-
sión. ¡Si tú supieses las veces que calmé á mi Padre
presentándoselas!» Y concluyó diciendo: «Escribe en
el acto á tu Padre que se vuelva á Eoma, que hable
con el Papa de este deseo, que le diga que se prepara
un gran castigo, y que son necesarias víctimas.» La
idea del nuevo monasterio y la esperanza de ingresar
en él, se presentaba en los éxtasis á cada paso.
Así se explica que Gemma no abrigase la menor
duda sobre el éxito feliz de la obra. Jesús, la Virgen
y el Beato Gabriel le habían asegurado su realización,
explicándole, hasta en sus menores detalles, cómo se
había de llevar á cabo, detalles que después de su
muerte se fueron cumpliendo poco á poco, y tal como
ella lo había vaticinado. «La fundación—dijo—tendrá
lugar á corta distancia de la beatificación del Ven.
Gabriel, y tomará parte en ella el Sumo Pontífice, el
Obispo, un Consultor y el General de los Pasionistas,
á quien el Consultor dará prisa é inclinará favorable-
mente al Provincial de la provincia romana, y otro
Padre, á quien el Provincial mandará á Luca para eje-
cutarla. El demonio trabajará con ahinco para estor-
bar tan santa obra; y tales dificultades opondrá, que
hará creer que es de imposible realización; pero tan
— 246 —

pronto como se den los primeros pasos, los primeros


que la han combatido serán sus favorecedores, y todos
estarán satisfechos cuando la vean establecida.» Hizo
otra predicción, y fué la última, predicción que tanto
había de amargar su alma. Poco antes hice referencia
de ella y á ella vuelvo ahora. «Que se decidan pronto,
porque' de lo contrario no habrá tiempo. Jesús no es-
pera más, y me ha dicho que me llevará consigo si
dentro de seis meses no se da principio á la obra. La
Virgen, que me curó de aquella grave enfermedad, á
condición de que se hiciese el convento (de esto ha-
blaremos en el capítulo siguiente), si pronto no se po-
nen manos á la obra, recaeré y me llevará consigo.»
Últimamente el Señor le dio á conocer que las condi-
ciones exigidas no se cumplirían y tuvo que resignar-
se. «Esta mañana—habla ella—no sé explicar lo que
pasó por mí, pero sentí grandes deseos de llorar. Me
fui á mi cuarto para estar más libre, y allí lloró mucho.
A l fin dije: ¡Fiat voluntas tua! Las lágrimas no eran de
dolor, sino de resignación.»
El fiat estaba pronunciado; Gemma no pensó más en
ser religiosa, ni volvió á decir palabra sobre esto; sólo
se ocupó en prepararse bien para la muerte que, como
había vaticinado, acaeció á los seis meses. El Señor es-
taba satisfecho del buen deseo, así como del sacrificio
hecho con tanta generosidad por su sierva. Los votos
de la profesión religiosa los había hecho privadamente,
por devoción, y monja pasionista lo era con toda su
alma, porque llevaba el crucifijo grabado en su cora-
zón, y habían sido impresas en su carne las llagas de la
pasión. Podía, pues, salir de este mundo satisfecha de
haber alcanzado el fin á que Dios la había destinado.
Muerta Gemma, vinieron, con razón, los remordi-
mientos, á los remordimientos siguió el despertar, y
sin más dilaciones, se dio principio á la obra. Y me
acordé en seguida del encargo que me había hecho un
año antes, esto es, que fuese á Eoma y hablase con el
Papa; y fui á Eoma, y habló con S. S. Pío X, recién ele-
vado al Pontificado, y me escuchó cariñosamente; le
— 247 —

agradó el diseño de la obra, y tomando la pluma, de


su propio puño escribió la aprobación, bendiciendo
con paternal afecto al futuro monasterio, á los bien-
hechores que promovían su fundación en Luca y á los
religiosos todos que de él habían de formar parte; de-
clarando, además, ser su voluntad que en sus oracio-
nes, penitencias, prácticas devotas y otros ejercicios
prescritos por la regla del Instituto, las sobredichas
piadosas vírgenes tengan por principal objeto de su
comunidad ofrecerse como víctimas al Señor por las
necesidades espirituales y temporales de la Santa
Iglesia y del Sumo Pontífice.
Gemma había dicho la verdad. Jesús habló al co-
razón de su Vicario, y, según á su sierva hizo conocer
en su visión, quiso que el Pontífice declarase solem-
nemente que era deber de las Pasionistas del nuevo
monasterio ofrecerse como víctimas de expiación por
el bien de la Iglesia.
Con tan venerable documento me presenté en Lu-
ca y en Corneto, y se me ábv\ó paso. Otras dos cartas
apostólicas, para el Arzobispo de Luca una, y para el
Obispo de Corneto la otra, vinieron, poco después, á
reforzar mis trabajos, quedando resuelta la fundación.
Nótese que el Soberano Pontífice quiso designar la
superiora del nuevo monasterio, y fué precisamente
la monja de Corneto á quien Gemma había escrito:
«El Señor le dará este consuelo.» No obstante, la
cuestión del dinero volvió á retardar la fundación,
hasta que una tercera carta del Pontífice al Adminis-
trador apostólico de Luca, sede vacante, removió to-
das las dificultades. Dos monjas de coro y una her-
mana lega partieron de Corneto para Luca, en Marzo
de 1905, dos años después de muerta Gemma. En va-
no el enemigo se esforzó en poner obstáculos y levan-
tar persecuciones; la obra se va propagando, y don-
de otras comunidades religiosas, establecidas de mu-
cho antes, apenas consiguen tener novicias, esta últi-
ma crece y se desarrolla. Las religiosas estuvieron alo-
jadas provisionalmente, porque contra toda previsión
— 248 —

humana, no fué posible establecerlas en el que para


ellas se compró. De ese modo se cumplió al pie de la le-
tra la predicción de Gemma, de que la fundación se
terminaría á corta distancia de la solemne beatificación
del Venerable Gabriel de los Dolores. En efecto, la
beatificación tuvo lugar el 31 de Mayo de 1908, y el
31 de Julio siguiente entregaron los propietarios an-
tiguos las llaves del monasterio, dos meses después,
un viernes, según había vaticinado la sierva de Dios.
Por si alguno desea saberlo, diré que el Instituto
de Religiosas Pasionistas fué fundado por San Pablo
de la Cruz, quien le dio la misma regla y hábito, así
como el espíritu de penitencia, que había dado á sus
religiosos Pasionistas.
El coro de día y de noche, la meditación y el tra-
bajo, son su constante ocupación. Aunque tienen clau-
sura papal, donde los Evdos. Párrocos se lo consienten,
instruyen, dentro de sus casas, á las niñas en la doc-
trina cristiana, reciben en determinadas épocas del
año á las jovencitas que se preparan para la primera
comunión, y á las señoras que desean hacer ejercicios
espirituales. Todo esto, unido á la vida' angelical que
llevan las religiosas, constituía el encanto de Gemma,
y consideraba que eran felices cuantas se alistan en
sus filas. Por eso, al verse excluida de tal suerte, fué
preciso un acto heroico de resignación.
En iguales condiciones se encontró en Viterbo la
virgen Santa Eosa, la cual, al ser rechazada por las
Eranciscanas de aquélla ciudad, dijo: «No me quieren
en vida; pues me tendrán muerta.» Otro tanto dijo
Gemma cuando pronunció su generoso fiat. «Las Pa-
sionistas no me quisieron recibir; pues yo quiero es-
tar con ellas, y estaró después que me haya muerto.»
Si Dios me da vida, y la Santa Iglesia con su infali-
ble decisión declara la santidad de esta sierva del Se-
ñor, espero tener este consuelo, así como el de que las
hijas de San Pablo de la Cruz puedan decir á la pos-
teridad que la fundadora y patrona de su monasterio
fué la virgen Gemma Galgani.
CAPÍTULO XXVII

ÚLTIMA ENFERMEDAD DE G-EMMA

Aunque Gemma había sufrido mucho con la efusión


de sangre, la falta del necesario alimento, las cons-
tantes vejaciones del demonio y los padecimientos 'de
su alma, es lo cierto que estaba bien conservada y con
fuerzas suficientes. A excepción de alguna fiebre pa-
sajera, ocasionada más bien por el ardor de sus amo-
rosas llamas, que por enfermedad corporal, ninguna
otra enfermedad la molestó, después de curarse pro-
digiosamente de la espinitis. Duró tal estado de salud
hasta Pascua de Pentecostés de 1902, en cuya solem-
nidad fueron extraordinarias las celestiales comuni-
caciones: más profundo recogimiento, insólito enrojeci-
miento del rostro, y tan dificultosa respiración, que
parecía partírsele el corazón en el pecho.
En tales disposiciones fué arrebatada en un éxtasis
que duró bastante tiempo, y en el cual llegó á cono-
cer algo de lo que le estaba preparado. Se había ofre-
cido como víctima para la salvación de las almas; pe-
ro la víctima no llega á serlo, hasta que no es inmola-
da; y Gemma, para cumplir su misión expiatoria, tenía
necesidad de llegar á este extremo. Precisamente esto
pedía el Señor. «Tengo necesidad—le dijo—de una
expiación grande, particularmente por los sacrilegios
• con que me ofenden los ministros del santuario.» V
añadió: «Si no fuese por los ángeles que cuidan de
mi altar, ¡á cuántos de aquéllos hubiera dado muerte
repentinamente!» Tales palabras, dichas por un Dios
irritado, pusieron en sobresalto el corazón de la espo-
sa; su cara palideció, sus ojos se deshicieron en lágri-
mas, y al proponerle el Señor si quería expiar aquellos
pecados, dio un salto y exclamó: «¿Me preguntas, Je-
— 250 —

sus, mío, si acepto? Inmediatamente; desde ahora des-


carga sobre mí tu justicia, para que en tan miserable
criatura seas glorificado.»
El Señor aceptó tan generoso acto, y G-emma enfer-
mó de gravedad. Su estómago repelió, en adelante, toda
clase de alimentos, y cualquier cosa que se le quisiese
hacer ingerir, por pequeña que fuese, le revolvía las
entrañas, sin dejarla descansar hasta que la arrojaba.
Con dificultad toleraba algún sorbo de vino, único
alimento que tomó durante dos meses cumplidos,
siendo de extrañar que sólo con él pudiese vivir. Na-
die supo clasificar esta enfermedad, ni determinar la
causa á que obedecían los extraños fenómenos que la
acompañaban. Quien lo sabía á la perfección era la
víctima, pues estando en éxtasis, se le oyó decir al
Señor: «Jesús, dentro de poco finaliza tu mes (el de
Junio). Ha sido completamente tuyo, ya lo has visto;
pero yo no me saciaré por eso, pues concluido este
mes, seguiré haciendo lo que se me ordene; tú no de-
jes de ayudarme.»
Conocedor yo de la causa verdadera de su mal, y no
queriendo que se pusiese en manos de módicos, le es-
cribí, y por obediencia le ordené que pidiese al Señor
la curación de tan terrible enfermedad. Aunque vio-
lentándose, rogó al Señor con docilidad que la curase, y
Jesús, tanto para demostrar que era el autor de lo que
ocurría, como para darle á conocer lo agradable que es
á su corazón la obediencia, le prometió curarla sin
dilación, mas por poco tiempo. En efecto, G-emma,
curada instantáneamente, volvió á tomar los habitua-
les alimentos, y al cabo de ocho días, recuperó las
fuerzas, la carne y el color ordinario, siendo así que
antes parecía un cadáver, por la abstinencia total du-
rante sesenta días. Pero la voluntad de Dios tenía que
cumplirse, y el 9 de Septiembre, después de una tre-
gua de veinte días, recayó, y el 21 de dicho mes re-
apareció la fiebre presentándose vómitos de sangre,
que esta vez procedían del pulmón.
Para hacer más doloroso su sufrimiento, permitió
— 251 —

Dios que cesasen repentinamente en la expiatoria víc-


tima las dulzuras de la contemplación, los suaves la-
tidos de su corazón enamorado y toda clase de mani-
festaciones extraordinarias, tales como los amorosos
deliquios, las llagas, la sangre y otras semejantes, con
las cuales, si bien es cierto que corporalmente sufría,
también gozaba interiormente. Quedó, pues, sola, sin
consuelo, y consumida entre dolores, en holocausto
del Señor. Las cartas que de allá me escribían daban
lástima. «Gemma está muy enferma, sólo es piel y
huesos; sufre dolores agudísimos y penas interiores
que espantan.»—«Gemma no puede resistir más, temo
que se nos muera de un momento á otro.»—«Gemma
clama por V. Venga pronto, para que nos indique lo
que debemos hacer.»
Ante tales noticias, me puse en marcha. La pobre
joven tuvo gran alegría al saber mi llegada, y quiso
levantarse para darme la bienvenida. ¡Cuál sería mi
sentimiento al verla en semejante estado, y con el
presentimiento de que Dios iba de veras en esta oca-
sión! La bendije, ordénele que se acostase, y sentándo-
me á su lado, le dije: ¿Qué es lo que hacemos, Gemma?
—«Padre, me contestó con inexplicable alegría, me
voy con Jesús.»—«¿De veras?»—«Sí, Padre, esta vez
me lo ha dicho con claridad el Señor. Al cielo, Pa-
dre, al cielo con Jesús.»—«Y las culpas cometidas,
¿cuándo se van á pagar? ¡Vaya un negocio que quie-
res hacer!»—«Ya pensó en ello Jesús. El me enviará
sufrimientos en abundancia durante el tiempo que me
queda de vida; santificaré mis penas con los méritos
de su pasión, se dará por satisfecho, y me llevará con.
él al paraíso.»—«Pero no quiero yo que te lleve aho-
ra.»—Al oir esto me contestó ella con singular viveza:
«¿Y si Jesús lo quiere?»
¡Qué contenta estaba la bendita joven, teniendo á
su lado al Padre espiritual! Le parecía estar ya segu-
ra en medio de las más fieras acometidas, y daba inte-
riormente gracias á Dios que, tras tanto sufrir, le pro-
porcionaba este consuelo. Aquella misma tarde la con-
— 252 —

fesé, y para más tranquilizarla, hice que renovase su


confesión general. Con este acto pude cerciorarme, llo-
rando de satisfacción, de lo que sabía sobradamente,
esto es, que á sus veinticinco años de vida, G-emma
conservaba pura su inocencia, tal como había salido de
la fuente bautismal. El alivio que con esta confesión
recibió la enferma, no es posible referirlo. Era tal su
alegría, que fué preciso moderarla, por temor de que
la excesiva conmoción y el mucho hablar, dada su de-
bilidad, no la perjudicasen.
Con anticipación dispuse que se le administrase
el Viático á la mañana siguiente. G-emma, á pesar de
la fiebre, que por cierto la consumía, no quiso tomar
bebida alguna en toda la noche, de modo que, al ad-
ministrárselo, estaba en ayunas. Se sentó en la ca-
ma con el velo blanco de esposa en la cabeza, le dije
algunas palabras, muy pocas, según lo requería el ac-
to, y me apartó para arrodillarme en un extremo de
la habitación. Gemma entró en profundo éxtasis, con
las manos unidas delante del pecho, los ojos entre-
abiertos, la barba inclinada sobre el pecho, é insensi-
ble á todo, incluso al calor de la llama de la vela que
se acercaba á sus párpados. ¡Parecía un ángel adoran-
do á la Majestad Divina! Al llegar el sacerdote con el
Santísimo Viático, puso el copón sobre el altarcito;
mas al dirigirse á la enferma y verla en aquel estado,
despidiendo llamas su rostro, sintióse sobrecogido de
santo temor. Animóle diciéndole que se acercase con
la Sagrada Eorma, pues, aunque en éxtasis, se condu-
ciría correctamente, como así sucedió. Al acercarse su
Jesús, abrió los ojos llenos de lágrimas, sacó la lengua,
recibió la sagrada comunión y en el acto volvió á en-
trar en éxtasis. Terminada la ceremonia y llevado á
la iglesia el Santísimo, el mismo sacerdote subió á la
habitación de la enferma, y arrodillándose al lado de
la cama, permaneció allí, llorando y rezando, todo el
tiempo que duró la acción de gracias de aquella co-
munión. Yo, aunque acostumbrado á las transforma-
ciones de alma tan santa, también lloré, y jamás se
— 253 —

borrarán de mi memoria aquel día, aquella habitación


y aquella cama.
La enfermedad seguía su curso, los síncopes eran
frecuentes, y no podía dejarse sola la enferma, te-
niendo el oxígeno á mano para reavivar la respira-
ción é impedir la asfixia, y también la estola para
darle la última absolución. Habiendo transcurrido al-
gunos días en este estado, le dije: «Gemma, ¿cuánto
tiempo durará esto? Quisiera marcharme.»—Y ella
contestó: «Padre, puede marcharse cuando guste; por
ahora no moriré. Esta enfermedad será la última; pero
no llegó la hora. Así me lo dijo el Señor.» Por última
vez bendije aquel ángel de la tierra, al que no había de
ver más, y me retiré.
Antes de partir de aquella casa, indiqué la necesi-
dad de que se atendiese á la seguridad de los niños,
y no se tentase á Dios. Los médicos en su mayoría
diagnosticaron la enfermedad de tisis tuberculosa, y
aunque otros no eran del mismo parecer, porque el
microscopio no descubría los bacilos correspondien-
tes, y la calificaban de enfermedad extraña, todos
convinieron en la posibilidad del contagio, y en la ne-
cesidad de aislar á la enferma. ¡Quién lo había de
creer! Encontró resistencia invencible. «¡Cómo—de-
cían grandes y pequeños,—privarnos nosotros de
Gemma! ¡Habiéndola traído Dios á nuestra casa, vamos
á privarnos de ella! ¡Eso nunca! ¡Si ha de morir, nos-
otros la asistiremos!» Y el mayor de los hijos, estudian-
te de la Universidad decía: «¿Qué sería de nosotros si
Gemma no estuviese en esta casa? Dios protegió siem-
pre á nuestra familia por los méritos de esta huésped
santa. Verán, verán lo que va á suceder.» Y como és-
te, se expresaban los demás, y tal oposición hicieron
que, cuatro meses después de mi partida, no se habían
resuelto aún á permitir que se separase de ellos.
Por fin prevaleció la prudencia, y consintieron en se-
pararse, aunque no del todo. Una de las tías de Gemma
alquiló un pequeño departamento cercano á la misma
casa; sus ventanas daban frente á las de la última, y
— 254 —

en la noche del 24 de Enero de 1903 fué trasladada la


enferma. Su asistencia poco ó nada cambió; pues aque-
llos cariñosos bienhechores estaban de continuo al lado
de la enferma, y aunque los médicos se esforzaban en
impedirlo, los niños burlaban la vigilancia, y ora uno,
ora otro, seguían á su tía é iban á ver á G-emma . 1

Sintió en el alma la pobre joven esta separación, por-


que amaba entrañablemente á familia tan afectuosa,
de un modo especial á la que llamaba su mamá, y por
eso dijo llorando al salir: «Es esta la segunda vez que
pierdo á mi madre. Bendito sea el Señor. Estaré sola;
con Jesús únicamente.» A su Padre espiritual le es-
cribió en 6 de Febrero: «Mi buen Padre, ¡Yiva Jesús
en todo tiempo! Estas son mis palabras en todos los
instantes del día. ¡Viva Jesús, que me da fuerza y va-
lor, y á quien, humildemente y sin cesar, debo dar
gracias! Hice el sacrificio voluntariamente y sin repa-
x

ro, pues comprendo que no es hora de conducirme co-


mo niña, sino con valor. Ayúdeme V. con alguna plá-
tica, aunque sea sencilla, pero con frecuencia, porque
me es conveniente en alto grado. Sea amable conmigo
en medio de sus aflicciones, y bendígame con fervor.
Todos los días ruego por V., para que tenga paciencia
conmigo. Soy la pobre G-emma.»
Poco después de haberse trasladado á la nueva re-
sidencia, escribió la última carta á su celestial Ma-
dre, según acostumbraba en las principales festivida-
des, ó con motivo de alguna necesidad particular:
«Madre mía, mi débil existencia es una continua ba-
talla, pero estoy conforme, abandonada por completo
en las manos de Dios, entre el temor y la esperanza.
Clamo, clamo en medio de tantas penas, y me dirijo á
Jesús, prometiendo amarle; pero Jesús se. esconde y
apenas me ama. ¡Mamá mía, viva Jesús! Pronto se
vengará con su santo amor, volviéndose á la más in-
grata de sus criaturas. Madre mía, ruega á Jesús por
mí y dile que seré obediente. Deseo ir al cielo pronto,
si es esta su voluntad. Bendecid á la pobre Gemma.»
En medio de las mayores tempestades, sobresale
— 255 —

siempre su fe; en lo más amargo de la agonía, apare-


cen las dulces expansiones del amor, y ante los horro-
res de la muerte, no decaen ni su esperanza, ni los
deseos de subir al cielo. Bendito sea el que, á imi-
tación suya, sepa dar cabida en su corazón á senti-
mientos de esta naturaleza.
CAPITULO X X Y I I I

ÚLTIMOS DOLORES Y HEROICAS VIRTUDES DE LA


SIERVA DE DIOS MORIBUNDA

Vida que se pasa al pie de la cruz sólo con Jesús


crucificado, alcanza su -perfección. Gemma había par-
ticipado una por una de las penas del Hombre-Dios,
desde los sufrimientos interiores hasta las llagas; de
modo que, para ser perfecto el retrato, faltaban la ago-
nía y la muerte entre sufrimientos sin tasa, y el Señor
no quiso que saliese defraudada. Pero aquel cuerpeci-
to no era capaz de tantos tormentos, y para compen-
sar la intensidad con la duración, tuvo en la cruz á la
víctima por espacio de algunos meses. Ta hemos di-
cho algo de este tormento; digamos ahora lo que falta.
A pesar de que el estado de la enferma era bas-
tante grave, no por eso dejaba de levantarse to-
dos los días, y por la mañana temprano, medio
arrastrándose, iba á comulgar á la iglesia inmediata
acompañada de su madre adoptiva, quien al regreso,
la acostaba, dejándola sola para que diese á Dios las
debidas gracias. El placer que la piadosa virgen expe-
rimentaba al recibir el alimento celestial, era grande,
como grande era el consuelo que de él sacaba; pero el
Señor resolvió quitárselo. En menos de dos meses, la
fiebre, que iba en aumento constante, la imposibilitó
para moverse, é inclinando su cabeza, dijo: «Jesús, así
sea.» Tuvo que dejar también su alimento corporal,
que se componía de algunos sorbos de líquidos co-
rroborantes, porque el estómago no podía retenerlos,
y con gran valor se abstenía de tomarlos. El orga-
nismo se iba deshaciendo poco á poco, de modo que la
infeliz joven no tenía parte sana en su cuerpo, pues
todas estaban doloridas. «¡Pobre mártir—me escri-
— 257 —

Man,—pobre víctima del Señor! ¡Siempre sufriendo!


Parece que le torturan los huesos, el cuerpo sufre to-
do él y desaparece sin poderlo remediar. Hace veinte
días que perdió la vista, y la voz se apaga de tal ma-
nera, que es preciso acercar el oído á su boca para
percibir lo que habla. Es un esqueleto que por instan-
tes se consume, da pena el mirarla.»
Estos padecimientos, á pesar de ser tan grandes,
eran nada comparados con los que le ocasionaban los
demonios. Ha dicho el Espíritu Santo que, en los úl-
timos momentos de nuestra existencia, el demonio ha-
rá esfuerzos, desesperados, como león que se le escapa
la presa, para que caigamos en la culpa, sabiendo que
le queda poco tiempo para perjudicarnos. Edbens
iram magnam. ¿Qué no haría con Gemma, á la que tu-
vo odio mortal, é hizo guerra despiadada durante su
vida? De otros santos se dice que al fin de su vida tu-
vieron asaltos más ó menos terribles, pero pasajeros;
los de Gemma, por el contrario, fueron constantes,
apenas interrumpidos con momentáneos intervalos
de tregua. El hecho será espantoso, pero cierto; y lo
atestiguan cuantas personas estuvieron inmediatas
á ella, en los siete meses que duró su última enfer-
medad.
Perturbaba el maligno espíritu la imaginación de
la paciente con toda clase de fantasmas, propios para
producir en su ánimo ansiedad, tristeza, amargura y
temor, á fin de inducirla á la desesperación. Le repre-
sentaba, bajo tétricos colores, el cuadro de su angus-
tiosa vida, las desventuras de su casa, las privaciones
sin cuento; hacía pasar ante su vista los agentes de la
fuerza pública que, al morir su padre entraron en su
domicilio con los acreedores, para embargar cuanto
había, y al fin terminaba diciendo: «Ahí tienes todo lo
que has conseguido con tus fatigas en el servicio de
Dios.» Aprovechándose después del estado de aridez
profunda en que el Señor la dejaba con frecuencia
para mejor purificarla, procuraba por todos los medios
persuadirla de que Dios la tenía abandonada, que con
17
— 258 —

seguridad se condenaría, porque había errado el ca-


mino, y le hacía ver que sus heroicas virtudes y los
favores recibidos del cielo no eran más que engaño
ó hipocresía.
Esta tentación fué la más larga y la más terrible de
todas. La pobre joven, viéndose oprimida por ella, re-
solvió, para asegurar su salvación, hacer confesión ge-
neral, y al efecto, tomó la pluma, y á pesar de la agi-
tación de su alma y de la confusión de ideas, escribió
detenidamente la historia de su vida, y se declaró me-
recedora del infierno; porque con malicia diabólica no
había hecho más que engañar á los confesores, á los
directores espirituales y aun á sí misma. Pasó revista
á los preceptos del Decálogo y de la Iglesia, á los vi-
cios capitales y deberes de su estado, y se declaró cul-
pable de la mayor perversidad. Ordenó que este escri-
to, que antes de ser cerrado fué leído por quien podía
hacerlo, se llevase á un sacerdote de santa vida, conoci-
do suyo, con encargo de que fuese á darle la absolución.
El sacerdote la confesó y tranquilizó; pero el enemigo
no se dio por vencido, y revolviéndose contra ella, la
inducía á impacientarse para que, cuando menos, per-
diese el concepto de virtuosa y santa en que se la te-
nía con razón sobrada.
Lo que más afligía á este ángel, eran los esfuerzos
que hacía el enemigo para afrentarla en su pudor
virginal. El maligno espíritu sabía con cuanto esme-
ro había cuidado aquel tesoro durante su vida, y el
heroísmo con que había combatido en semejante ma-
teria, saliendo siempre vencedora. Ya que no un des-
quite, porque esto lo consideraba imposible, quería al
menos una venganza, amargando así á tan inocente
paloma los últimos días de su existencia. ÍTo empleaba
pensamientos ó imágenes, ni tampoco seducciones;
porque alma tan templada era para ellos insensible,
sino apariciones reales, en forma constantemente di-
ferentes y violentas. «Padre, Padre—me escribía des-
de el lecho del dolor,—esta pena es demasiado fuer-
te para mí. Pídale al Señor que me la cambie por
— 259 —

cualquier otra. Haga desde ahí los exorcismos, para


que este perverso demonio se vaya, ó mande á su án-
gel custodio que venga y lo espante de aquí.»
Mas terminada una batalla, pronto principiaba
otra, y no la dejaba descansar. Eepetidas veces me es-
cribió una de las personas encargadas de su asisten-
cia: «Esta bestia infernal concluye con nuestra Gem-
ma.—Salgo de su lado llorando, porque el perverso
demonio acaba con ella y no lo podemos remediar.—
Golpes tremendos, figuras de animales feroces, de to-
do echa mano el muy bribón, para acabar con la po-
bre enferma. Nosotros la auxiliamos rociando su ha-
bitación de agua bendita, pero aunque cesa el ruido
por algún tiempo, vuelve al poco rato con más violen-
cia.» Para verse libre de esto, pidió los exorcismos con
insistencia, y como no se creyó prudente acceder á su
petición, ella misma procuró hacerlos, y dirigiéndose
al enemigo, en tono resuelto le decía: «Espíritus ma-
lignos, marchaos al sitio para vosotros destinado. Si
no lo hacéis, sabed que os acuso delante de mi Dios.»
Después, dirigiéndose á la Santísima Virgen, se le oyó
decir: «Madre mía, me encuentro bajo el poder del
demonio, que trabaja por arrancarme de las manos de
Jesús. Jesús, no me abandones, seré buena. Madre
mía, ruega á Jesús por mí, pues por la noche me en-
cuentro sola, llena de temores, entorpecidas las poten-
cias, y sin poderme mover. ¡Viva Jesús!»
De vez en cuando acudía el benignísimo Jesús á
tranquilizarla y darle ánimo, diciéndole con clara lo-
cución: «Hija mía, ¿por qué, en vez de afligirte por las
vejaciones de tu enemigo, no pones toda tu confianza
en mí? Humíllate bajo mi potente mano, y las tenta-
ciones no te perjudicarán. Eesiste, no te dejes domi-
nar, y si la tentación persiste, lucha tú también, que
la lucha te conducirá á la victoria.» Otras veces, su
ángel custodio se presentaba para consolarla, pero, se-
gún ella me escribía, aquella visita la reanimaba por
poco tiempo, el alma volvía á caer en tinieblas, y el
tentador embestía con mayor furia. De este modo pa-
— 260 —

saba la infeliz joven los días, las semanas y los meses,


dejándonos ejemplo de admirable paciencia, y motivo
de saludable temor de lo que á nosotros, que no tene-
mos sus méritos, nos puede suceder en la hora terrible
de la muerte.
Los dolores é incomodidades propias de la enferme-
dad no inquietaban á la virtuosa joven. No demostró
sentir disgusto ni cansancio; ni se apoderó de su sem-
blante la tristeza, como suele ocurrir con los enfermos,
antes aparecía alegre y sonriente. Jamás dio mues-
tras de asustarse en las diferentes crisis de su enfer-
medad, ni su pecho lanzó los gemidos y suspiros que
exhalan hasta los enfermos más valerosos sin poderlo
remediar. No se dio el caso de pedir el menor alivio,
ni que la moviesen ó levantasen de la cama, por incó-
moda que fuese su posición; y la asistencia para ella
siempre iba bien, aunque por olvido se la dejase algu-
na vez por la noche, que es cuando más se necesita de
ayuda.
Para evitar este inconveniente, se recurrió á las
hermanas enfermeras llamadas Barbantinas, las cua-
les, con su acostumbrada caridad, tomaron con empe-
ño la asistencia de nuestra enferma, cuidándola hasta
el último momento. Véase lo que, sobre la heroica pa-
ciencia de la Sierva de Dios, dice una de ellas: «En
todo el tiempo que estuve al cuidado de la bondadosa
Gemma, durante su postrera enfermedad, no la oí que-
jarse una sola vez. Solamente al principio oí que de-
cía alguna que otra vez: «¡Jesús mío, no puedo más!»
—Habiéndole dicho yo que con la gracia de Dios todo
se alcanza, no volvió á repetir la expresión, y si alguno
de los presentes decía enternecido: «¡Pobrecita, no pue-
de más!,» inmediatamente respondía: «Sí, aún puedo
otro poquito.»—Sin embargo—continúa la hermana,—
es tanto lo que yo vi sufrir á Gemma, que dudo se su-
fra más en el purgatorio.» Del mismo modo se ex-
presan cuantas personas se acercaron á su cabecera
durante el curso de su enfermedad.
T aunque parezca increíble, la enferma, á pesar de
— 261 —

tantos dolores y combates tan atroces, estaba en dispo-


sición de entretenerse familiarmente con su Dios, con
aquella serenidad de espíritu que tenía en los tiempos
de mayor consolación. Por regla general, al salir de
sus batallas con el infernal enemigo, decía: «¿Dónde
estás, Jesús? No creas que te falte jamás. Bien lo sa-
bes tú, que ves mi corazón.» Estas y semejantes pa-
labras las pronunciaba con los brazos abiertos, fijos
los ojos en el cielo, y con acento de inexpresable ter-
nura. Volviéndose hacia la Virgen le decía: «Madre
mía, manifiéstale á tu Hijo que cumpliré mi palabra,
y le seré fiel.» Y al verse súbitamente perseguida por
el enemigo con mayor coraje, decía con afectuoso aban-
dono: «Jesús, si es tu voluntad, concédeme alguna
tregua. Me siento desfallecer. Un poco de tregua, Je-
sús.»
Estas aspiraciones, verbales unas y con el corazón
otras, se sucedían sin interrupción. «¿No sabes, Jesús,
que soy tuya? Tuya soy con el alma y con el cuerpo.
Padezco, sí, pero soy tuya, y quiero ir contigo al cie-
lo.» Como la Hermana asistente la oyese en una oca-
sión estas expresiones, le dijo: «Si Jesús le dejase
escoger, ¿eligiría irse inmediatamente al cielo, cesan-
do de padecer, ó quedarse aquí padeciendo, si con ello
resultase mayor gloria suya?»—Contestó con viveza:
«Antes padecer que ir al cielo, si se trata de padecer
por Cristo y darle gloria.» Durante la noche, tan larga
para ella, suplicaba á la Hermana que rezase oraciones
y jaculatorias, porque experimentaba con ellas gran
satisfacción: «Vamos, Hermana, vamos á rezar y no
nos ocupemos en lo demás, que Jesús está solo.» Las
buenas religiosas estaban fuera de sí, viendo tanto
fervor en una joven medio muerta, y procuraban no
apartarse de su lado, porque, según decían, sacaban
gran fruto de edificación para sus almas con su asis-
tencia; y les daba tal ánimo, que no sentían cansan-
cio ni disgusto. Dejemos que lo refieran ellas: «La im-
presión que me produjo esta joven—dice la Hermana
Camila—fué la de un conjunto de todas las virtudes
— 262

En el tiempo que la asistí, no hizo más que edificarme.


He notado en ella profundo conocimiento de las co-
sas espirituales y místicas. Al conversar con ella (no
se hablaba' más que de cosas espirituales), un gran
consuelo experimentaba mi alma, como si oyese ha-
blar á un ángel. Su modo de hablar era tan claro y
preciso, que no se podría pedir más á un director de
almas. Al recordarle yo el ejemplo del Salvador, con
el fin de darle valor en sus sufrimientos, su cara se
encendía y la sonrisa se apoderaba de sus labios, cual
si nada padeciese. ¡Tan dulce era á su corazón pensar
en Jesucristo!
Los afectos con que, la mayoría de las veces, des-
ahogaba su corazón la bendita joven, eran, según afir-
man los testigos, de intensa contricción. «El pensa-
miento de sus pecados le hacía temblar muy á menu-
do. Durante su enfermedad, era presa del temor á la
vista de aquéllos, y las palabras con que expresaba lo
que su corazón sentía, eran tan ardientes, que no se
podían oir sin llorar! «¡Jesús mío—se le oía decir—
cuántos pecados llevo sobre mí; estoy llena de ellos!
¿No los ves, Señor? Pero tu misericordia es infinita, y
tantas veces me perdonaste, que confío en que me per-
donarás ahora también.» Dirigiéndose luego á la Santí-
sima Virgen, le decía con los ojos arrasados en lágri-
mas: «Madre mía, cuando esté en presencia de tu Hijo,
ruégale que use de misericordia conmigo.» Durante el
día y la noche, su jaculatoria más frecuente era ésta:
«¡Jesús mío, misericordia!» Por eso pudo asegurar una
de las Hermanas que la asistían: «Lo que más resplan-
deció en Gemma, y más me conmovió durante su en-
fermedad, fué su gran humildad.» En suma, su oración,
sin exagerar, puede decirse que era continua. Si no ha-
bía á su lado persona que se lo impidiese, rezaba ordi-
nariamente en voz alta, dirigiéndose unas veces al
gran crucifijo que había mandado colocar en la pared
de su derecha, y otras á una imagen de la Virgen que
tenía en frente de su cama. Cuando se cansaba de orar
en alta voz, se le conocía en el semblante que continua-
— 2<5á —
ba orando con el mismo fervor. «Monseñor—decía,—
me indicó que cuando no pudiese orar con la boca, lo
hiciese con él corazón, y así lo hago.» Antes de perder
el uso de la vista, se entretenía alguna vez leyendo.
Viéndola la tía en una ocasión con el libro en la ma-
no, le dijo: «¿Qué lees, Gemina?»—«Leo—respondió—
la preparación para la muerte. Tía, ¿por qué no la lee
usted también, que ya es vieja? ¡Hace tiempo que me
estoy preparando para morir!» Y así era; porque, in-
defectiblemente, todas las noches que duró su enfer-
medad, hizo este devoto ejercicio. «Dime—le volvió
á preguntar la tía,—¿te desagrada morir, Gemma?»
—«Oh, no; no tengo apego á nada del mundo.»
No solamente se sentía con ánimo la piadosa joven
para hablar con su Dios, en medio de tantas penas,
sino que lo tenía para hablar con las criaturas. De no
estar ocupada en la oración, ó sosteniendo algún com-
bate, se dirigía con el mayor interés á las personas
que le rodeaban, y sin inquietarse de sus sufrimien-
tos, trataba de edificarlas con santas conversaciones
y distraerlas de la pena que su doloroso estado les
causaba. Contestaba á cuantos le preguntaban, mez-
clando en la conversación palabras ingeniosas y espi-
rituales; y al decirle que con su alivio sentían satis-
facción, respondía, dando las gracias, ó bien con
cierta sonrisa amable. Si los niños de la familia iban
á verla, los acariciaba dulcemente, y con gracia sin-
gular repartía entre ellos los dulces ó confites que
otros le habían dado para que se alimentase, pues los
reservaba para ellos con especial cuidado.
Estaba altamente agradecida á las Hermanas que
la asistían, y aunque por naturaleza era enemiga de
muchos cumplidos, sus ojos revelaban que el recono-
cimiento anidaba en su corazón. Un día oyó su madre
adoptiva que decía á la Superiora de las Hermanas:
«Para recompensarla, sabré cumplir con mi deber.»
De pronto se encendió su rostro y exclamó: «No, no;
para las Hermanas se lo pediré á Jesús.» A cualquie-
ra que le hiciese el más pequeño favor, le decía: «Yo
— tu —
rogaré por Y.; procure ser bueno. De lo que me hace
usted ahora, no me olvidaré cuando esté en la presen-
cia del Señor.»
En el último período de la enfermedad deliraba y
se desmayaba á menudo, á causa de su extremada de-
bilidad. El demonio gozaba viéndola falta de fuerzas, ó
imposibilitada de reaccionar; y la atormentaba cuanto
podía con fantasmas y espantajos, sin conseguir más
resultado que acrecentar los méritos de la pobre víc-
tima, porque hasta en este estado de debilidad supo
Gemma entonar su acostumbrado grito de guerra:
«¡ Viva Jesús; soy de Jesús y solamente para Jesús!»
De este modo rechazaba las malvadas sugestiones. Se
notó también que, en lo más fuerte del delirio, al ha-
blarle de Dios, volvía en sí y respondía acorde, como
si tuviese el entendimiento perfectamente íntegro, co-
sa que asimismo ocurría, cuando ella, cooperando á la
gracia, se excitaba en elevados pensamientos hacia
Dios. El juicio enfermo cedía su puesto para pasar de
golpea los conceptos más sublimes de la mística. Así
se explica que una vez en que la tos parecía sofocar-
le, y durante ella pronunciaba frases incoherentes,
viendo que una de la familia que le traía la escupi-
dera se puso á mirarla compasivamente, la miró ella
también con cariño y le dijo: «Mira, Eufemia, cómo
quiere Jesús que se le ame.» Era esta jovencita la
predilecta de Gemma, la confidente de sus secretos, la
que la asistió durante su enfermedad y la que se en-
contró presente á la hora de la muerte, recogiendo su
espíritu como preciosa herencia. Pero volvamos á
nuestro calvario y á nuestra crucificada, para que,
además de servirnos de ejemplo de edificación, veamos
cómo mueren los santos.
CAPITULO XXIX

PBECIOSA MUERTE Y SEPULTURA DE LA SIERVA


DE Dios

Ya la cruel enfermedad ha recorrido todas sus fa-


ses, y no queda de Gemma más que un soplo de vida.
Su cuerpo dolorido en todas partes, con la palidez de
la muerte en el semblante, yace inmóvil en el lecho,
en actitud lastimosa, semejante á Jesús espirando so-
bre la cruz.
En esto llegó el Miércoles Santo. Gemma parecía
extática; fijaba sus ojos de vez en cuando en el cielo,
y con ansiedad exclamaba: «¡Jesús, Jesús!» Una hora
después entraba, como de ordinario, en pleno éxtasis,
pero por poco tiempo. Al salir del éxtasis, le pre-
guntó la Hermana asistente si Jesús la había consola-
do, y contestó: «Hermana, si pudiese ver V. unamiga-
jita de lo que me hizo ver Jesús ¡cuánto gozaría!» Re-
fiere la buena religiosa que al decir esto estaba la
enferma totalmente transformada. El mismo día se le
administró el Santo Viático, que recibió con gran re-
verencia, absteniéndose de toda manifestación exter-
na de piedad, fuera de las comunes. (No había comul-
gado desde el 23 de Marzo, último día que fué á la
iglesia). Al día siguiente, Jueves Santo, día solemní-
simo para su corazón, pidió nuevamente á su Jesús,
y como el sacerdote opuso reparos á repetir la comu-
nión por Viático, manifestó que aguantaría la sed que
la fiebre le producía, para permanecer en ayunas, y
asilo hizo. Dice un testigo: «Parecía una santa, sen-
tada en la cama, con las manos unidas, los ojos bajos,
la cara radiante, y la sonrisa en los labios, á pesar de
la fiebre que la consumía.» Recibida la comunión, que-
dó en profundo recogimiento, que se convirtió en óx-
— 266 —

tasis al cabo de dos horas, aunque algo incompleto, de


modo que le permitía responder de cuando en cuando
á quien le hablaba de cosas edificantes. Durante el éx-
tasis, le pareció ver una corona de espinas, y dijo: «An-
tes que estés completa ¡cuánto hay que padecer!» Y
volviéndose á la Hermana añadió: «¡Qué día el de ma-
ñana»; referíase al Viernes Santo.
Llegó el Viernes, y á eso de las diez de la mañana,
la señora que la cuidaba, débil por la fatiga y falta de
sueño, trató de marcharse para descansar; pero la en-
ferma la detuvo diciéndole: «No me deje, mamá, no
me deje hasta que esté clavada en la cruz. Tengo que
ser crucificada con Jesús, porque me ha dicho El que
sus hijos deben ser crucificados.» Se quedó la señora,
y al poco rato entró Gemma en profundo éxtasis, ex-
tendió poco á poco sus brazos, y en esta posición per-
maneció hasta el mediodía. Su semblante era una
mezcla de amor y de dolor, de calma y desolación.
No hablaba; pero ¡cuánto dejaba entender! ¡Agoni-
zaba con Jesús en la cruz! Los presentes la contem-
plaban atónitos sin cansarse. Uno de ellos me escri-
bió: «Contemplé á Jesús crucificado, moribundo, pues
esa era la figura de Gemma en aquel momento.» Todo
aquel día, por la noche, y en la mañana del sábado,
sufrió penas mortales; parecía que iba á morir, aho-
gada por la plenitud de sus penas, tanto corporales
como del alma. A las ocho de la mañana del sába-
do, se le administró la Extremaunción, en perfecto
uso de sus sentidos, y atenta á las preces del sagra-
do rito, esforzándose para responder lo mejor que po-
día, aunque con voz ronca.
El mayor dolor que experimentó en la cruz nuestro
divino Salvador, fué, según dicen los santos, el apa-
rente abandono por parte de su Padre celestial, y el
real y positivo por parte de los hombres, que le hizo
prorrumpir en amargo lamento. Gemma debía tam-
bién asemejársele en esto. Sin duda se preguntará el
lector con extrañeza cómo es que faltaban en momen-
tos de tanta necesidad los sacerdotes y directores es-
— 267 -

pirituales, y sólo había para acompañarla algunas pia-


dosas mujeres que, más bien estaban allí para llorar, á
la vista de tantas penas, que para servir de consuelo.
Sin embargo, sucedió así, porque quiso Dios que el
martirio de su sierva llegase al último límite, y con
el martirio, al nimbo. El sacerdote que le llevó el Viá-
tico se marchó; el párroco le dio la Extremaunción y
también se fué, para volver más tarde á leerle la re-
comendación del alma; el confesor extraordinario por
ella pedido la confesó en pocos minutos y no se le
volvió á ver; el confesor ordinario, el único que cono-
cía á fondo los misterios de su alma, por haberla diri-
gido desde la niñez, y que con tal motivo le hubiera
proporcionado gran consuelo en medio de tantas pe-
nas y luchas, se dejó ver por pocos momentos, y eso
que la infeliz joven le suplicó varias veces con fer-
vientes instancias que no la dejara. A mí mismo que,
á causa de encontrarme lejos, ignoraba el peligro y la
grave necesidad, no se me ocurrió de ir allá ni escri-
birle alguna carta que le sirviese de dirección. Así,
merced á todo esto, Gemma quedó abandonada, con
Jesús abandonado. Cuando empezó á ponerse grave,
pidió Gemma que se me telegrafiase; pero advertida
interiormente de que Dios exigía de ella este nuevo
sacrificio, no volvió á decir palabra; y si alguno me
nombraba, después que con graciosa sonrisa hacía ver
que me tenía presente en su memoria, contestaba:
«Nada más pido. Hice á Dios el sacrificio de todo y
de todos. Ahora me preparo para morir.» También el
Señor se retiró, sin permitir que descendiese ni un
rayo de luz al entendimiento, ni el menor consuelo al
corazón de la mártir.
Al fin, consumida por la enfermedad, oprimida con
el peso de inmensos dolores, atormentada en las po-
tencias de su alma y en los sentidos corporales por el
infernal enemigo, sin consuelo de ninguna especie,
elevó su ronca voz esta inocente criatura, y dijo: «Ya
no puedo más. Te encomiendo, Jesús mío, esta pobre
alma.» Era el consumatum est y el in manus tuas del
— 268 —

Salvador expirando en la cruz. Tales fueron las últi-


mas palabras de Gemma.
La víctima está ya sacrificada, faltando sólo que
exhale el último suspiro, para que el sacrificio sea
perfecto. Pasó media hora más; Gemma, sentada en la
cama, apoyó la cabeza en el hombro de uno de sus
bienhechores... Su joven confidente, Eufemia,arrodi-
llada delante de ella, cual otra Magdalena á los pies
del Salvador agonizando en la cruz, le oprimía las
manos estrechándoselas contra su pecho, con la frente
apoyada en ellas. La Hermana que la asistía y las pia-
dosas personas que componían aquella familia con-
templaban de pie la conmovedora escena. Gemma pa-
recía dormida; los ojos de todos estaban fijos en aquel
rostro angelical y hermoso, á pesar de los estragos
causados por la enfermedad, cuando de repente apa-
reció en sus labios dulce sonrisa, é inclinando suave-
mente su cabeza hacia un lado, cesó de vivir, como el
Salvador en la cruz, según dice el Evangelio: Et in-
clinato capite tradidit spiritum.
En tanto, su hermosa alma, recreada, como lo ten-
go por cierto, por la visible presencia de su amado
Jesús, y de su Madre celestial y acompañada del Án-
gel custodio, al que con tanta familiaridad trató en
vida, de San Pablo de la Cruz, á quien llamó en su so-
corro durante los últimos instantes, y del Beato Ga-
briel de la Dolorosa, de quien fué devotísima, cargada
de palmas y coronas, volaba al cielo.
Tan santa muerte ocurrió una hora después del
mediodía del Sábado Santo, que aquel año de 1903 co-
rrespondió al 11 de Abril. Gemma había dicho en
una ocasión á la tía: «He suplicado al Señor que me
conceda morir en una gran solemnidad. ¡Qué hermoso
es morir en una solemnidad!»
Yo he de añadir: ¡Qué es hermoso en sumo grado
morir en la solemnidad de la Resurrección de Cristo,
después de santificar el Viernes Santo en la Cruz,
participando de los dolores del Redentor! ¡Bendita vir-
gen, haz que nos sean gratos los padecimientos de Je-
— 269 —

BUS, sin los cuales no se puede entrar en su gloria; y


desde el cielo, donde te encuentras disfrutando los
goces eternos, no olvides las promesas que en la tie-
rra hiciste á los que coadyuvaron á tu santificación.
Muerta la santa joven, cuidáronse de su cadáver las
Hermanas asistentes, y por indicación de quien conocía
á fondo el deseo de su corazón, el de ser religiosa pasio-
nista, la vistieron de negro, colocaron sobre su pecho
las insignas de la Pasión, distintivo de aquel Instituto,
una guirnalda de flores en la cabeza, el rosario al cue-
llo y las manos juntas sobre el pecho, en la misma
forma que acostumbraba á tenerlas cuando oraba ab-
sorta en éxtasis. No se borró de su rostro la bondado-
sa sonrisa que apareció en sus labios al exhalar su úl-
timo suspiro, y aquel cuerpo que inspiraba un no sé
qué celestial, compuesto de aquel modo, parecía de
persona viva que dormía tranquilamente, ó que estaba
en íntima comunicación con Dios. Los circunstantes
no se cansaban de mirarla.
Al anunciarse su muerte, muchos fueron los que se
acercaron al fúnebre lecho para orar. También compa-
recieron los niños de la familia donde se había hospe-
dado la difunta, sin querer apartarse de allí, y los más
pequeños, de tres á cinco años, le besaban las manos
diciendo conmovidos: «¡Gemma, Gemma!» El anciano
sacerdote de la casa, en otra parte nombrado, y que
más que nadie veneraba á aquel ángel, no salió en to-
do el día de Pascua del aposento de la difunta, llo-
rando y rezando, sin apartarse de allí hasta qUe sa-
caron los benditos restos. Entre los muchos que allí
estuvieron, fué uno de ellos el dignísimo sacerdote
de quien Gemma se sirvió para hacer la última con-
fesión general. Fué tal la reverencia que le infundió
la difunta, que cayó de rodillas en tierra exclaman-
do: «¡Gemma, á tus pies está un gran pecador. Euega
al Señor por mí!» Seglares y eclesiásticos le tocaban
con sus rosarios la frente, para guardarlos como pre-
cioso recuerdo. El concurso continuó todo el siguiente
día, y unos cogían flores de la corona, otros por devo-
— 270 —

eión le tocaban las manos y los pies, otros pedían ca-


bello; y hubo en esto último tal indiscreción, que si la
Hermana asistente no hubiera puesto coto á tantas
peticiones,, no le hubiera quedado un cabello en la ca-
beza. Allí estuvo un respetable eclesiástico, el cual, lle-
gado después de sacar el cadáver, quiso por devoción
entrar en la cámara mortuoria, y dijo llorando: «Me
parece estar en un santuario cuyo altar es esta cama,
¡Cuan bien se ora aquí!» Y al salir añadió: «Feliz ella
que supo vivir como ángel y morir santamente.» Y á
cada paso se volvía hacia atrás, para mirar el interior
de la habitación.
El día tocaba á su término, y era preciso trasladar
los mortales restos. La venerable Compañía de la Eosa
hizo la piadosa ceremonia con toda pompa; pero la
gloria de llevar sobre sus hombros prenda tan estima-
da, la reclamó para sí el mayor de los hijos de la fa-
milia donde Gemma había sido hospedada, el cual era
á la sazón estudiante de Universidad, con otro de la
misma casa, y dos compañeros más, vestidos todos con
túnica amarilla. El bendito cuerpo fué encerrado en
decente caja de madera, dentro de la cual se puso un
tubo de cristal con la siguiente inscripción en perga-
mino, debida á la pluma del Eeverendo D. Eoberto
Andreucetti, vicario de la inmediata iglesia de la
Eosa.
Colocada la caja cubierta de flores en lujosas an-
das, se ordenó la procesión al cementerio, con clero y
personas devotas, que hicieron á pie el largo tra-
yecto. Sin duda que la solemnidad de la Pascua ofre-
cía cierto contraste con la fúnebre ceremonia, pero
era porque la procesión parecía el regreso de una
fiesta ya terminada. Los ángeles se habían llevado el
alma de la difunta virgen, para celebrar en la gloria
el triunfo de la resurrección del Salvador, y los hom-
bres se llevaban sus despojos, para conservarlos en
las entrañas de la tierra, hasta el día en que por se-
gunda vez vuelvan á unirse á su espíritu. El cadáver
fué sepultado en una tumba privilegiada y á cielo
— 271 —

abierto, poniéndose sobre el mármol la siguiente ins-


cripción que, traducida en lengua vulgar, dice así:
Gemma Galgani, luquesa, virgen inocentísima,. que
á los veinticinco años de edad, consumida por las
llamas del amor divino más que por la enfermedad, el
día 11 de Abril de 1903, vigilia de la Pascua de Be-
surrección, voló al cielo para unirse con su celestial Es-
poso. ¡Descansa en paz, alma hermosa, en compañía de
los ángeles!
CAPITULO X X X

EXTRAORDINARIA DEVOCIÓN DE LOS FIELES


i. LA VIRGEN GEMMA

Muerta la sierva de Dios, lo natural era que no


quedase memoria suya en el mundo, por haber vivido
tan escondida que, podemos asegurarlo, apenas era co-
nocida de nadie, fuera de las personas que moraban con
ella; pero el Señor tiene prometido que, aun en este
mundo, ensalzará á los humildes, y su palabra no pue-
de faltar. Cuando el silencio era lo único que queda-
ba en pos de Gemma, empezó á difundirse la fama
de su santidad, y si mientras vivió nadie le hizo caso,
hoy se ensalza por todas partes sus virtudes. Mu-
chos son los que la escogen como abogada para con
Dios; muchos los que invocan su protección en las ne-
cesidades de alma y cuerpo, y muchos los que, proce-
dentes de Roma y otras provincias lejanas, van en pe-
regrinación á su sepulcro en Lueá, para orar al pie de
sus restos, y las gracias por algunos recibidas aviva
la confianza. Como la noticia de estos hechos se difun-
de cada vez más, de todas partes piden algo de lo que
en vida perteneció á la sierva de Dios, para que sirva
de remedio en las enfermedades del cuerpo y del es-
píritu, como se hace con las reliquias de los santos.
Con tal motivo, antes de terminar esta biografía, voy
ocuparme en dos cosas: en la devoción de los fieles á la
memoria de Gemma, y en las prodigiosas gracias que
el cielo se complace en conceder á los que la invocan.
En cuanto á la primera, no temo asegurar que son
muy pocos los santos venerados en la Iglesia que, in-
mediatamente después de su muerte, hayan sido ob-
jeto de tanta veneración como la virgen de Luca. Las
personas que no la habían conocido, ni oído hablar de
— 273 —

ella durante su vida, la conocieron por la lecturade su


biografía, publicada en 1907, la cual, á pesar de estar
escrita en estilo sencillo y por pluma poco perita,
agradó tanto, que en menos de dos meses se agotó la
edición. Se imprimió la segunda, y á los tres meses no
quedaba un solo ejemplar, y otro tanto pasó con la
tercera, á pesar de que la edición se componía de
5500 ejemplares.
Leer sus páginas y quedar prendado de Gemma, era
una misma cosa. El Dios omnipotente hizo resaltar,
sobre aquel cuadro en esbozo, el retrato de su sierva,
para que el mundo entero se enamorase de él. Dema-
siado comprendo que no debía ser yo quien tratase de
esto, pero es la pura verdad, y sea para Dios toda la
gloria. La vida de Gemma ha servido de lectura es-
piritual en muchos institutos de Italia, seminarios,
conservatorios, casas de educación, principalmente de
mujeres, dándole la preferencia sobre otros libros, pa-
ra leerlo á los jóvenes y á las niñas en los días prece-
dentes á su primera comunión; y todos confiesan ha-
ber sacado gran provecho; por lo que vuelven á leerlo,
arrebatándoselo poco menos que de las manos, no
sin bendecir á Dios, por habernos regalado joya de
tanto valor en los tiempos que atravesamos. Del ex-
tranjero llegan á cada paso encargos al editor, pues
también por allá se ha extendido la fama de la sierva
de Dios, y son varios los que han pedido autorización
para publicar, en la lengua de su país, la edificante
biografía. Cuéntanse entre ellos Alemania, Francia,
Inglaterra, Irlanda, Holanda, Polonia, España, Portu-
gal, las dos Américas y, por último, China.
Para que no se crea que exagero en lo referente á
la universal devoción, trascribiré puntualmente las
palabras de autorizados testimonios. Sea el primero el
del Sumo Pontífice Pío X, quien, habiendo tenido en
sus manos la biografía de Gemma, ordenó á su Secre-
tario de Estado que escribiese al autor lo que sigue:
«El Santo Padre me encarga que exprese á V. R su
agradecimiento por el libro en que se refieren los teso»
18
— 274 —

ros de extraordinarias gracias que el Señor se ha dig-


nado derramar en abundancia sobre el alma de la ino-
cente joven. El Augusto Pontífice abriga el convenci-
miento de que, con la lectura de la obra, se encende-
rá cada vez más en los corazones el amor á lo sobre-
natural, que los enemigos de la fe tratan de apagar...
Cardenal Merry del Val.»
Con mayor encomio, si cabe, manifiestan su ad-
miración por Gemma Cardenales, Obispos, dignidades
eximias de uno y otro clero, y aun seglares, tanto en
Eoma, donde se juzgan las cosas con mucho acierto,
como fuera de ella, en todas las provincias de la pe-
nínsula italiana. Sus cartas, escritas bajo la imperiosa
necesidad de manifestar los sentimientos de su de-
voción á la virgen de Luca, se parecen como las voces
de varias personas reunidas en coro.
El llorado Mons. Camilli, Obispo de Fiésole escri-
be: «Acabo de leer la biografía de la sierva de Dios,
Gemma Galgani, y no sé decir (aunque supiese de-
cirlo, no podría), lo que con su lectura he sentido en
mi corazón. Su angelical figura se me ha representado
en todo su esplendor. Su profunda humildad, su rara
obediencia, su sencillez de paloma, su ardiente cari-
dad para con Dios y con el prójimo, y de un modo
especial con los pecadores, sus éxtasis y raptos, sus
inefables penas, su heroico martirio, todo, absoluta-
mente todo, se ha presentado á mi mente y emociona-
do ,mi corazón; así es que, con los ojos llenos de lá-
grimas, di gracias á Dios porque hizo germinar lirio
de tanta hermosura en la población de Camigliano.
¡Quiera Cristo crucificado glorificar pronto en este
mundo á su angelical esposa, que con él quiso morir
crucificada! He principiado á invocarla, ayúdeme, Pa-
dre, á obtener su patrocinio, y mándeme, si puede,
para mi devoción, algún objeto que á ella haya per-
tenecido. Le doy las gracias más expresivas por ha-
berme hecho tan precioso regalo, propio para todos
los gustos, incluso para el de los sabios más eminen-
tes de nuestra época»,
— 275 —

Ofcro doctor y santo prelado de la provincia floren-


tina me escribió: «No puede V. figurarse el gozo es-
piritual con que voy leyendo la biografía de la santa
virgen de Luca, Gemma Galgani. Deseo dar á cono-
cer esta querida santa, por cuya razón le ruego que me
envíe treinta ejemplares de la biografía... Desde que
leo la vida de esta bendita santa, he concebido la es-
peranza de que, mediante su intercesión, alcanzaré
del Señor mayores gracias para la santificación de mi
alma en el cumplimiento de mis deberes.»
«La biografía de Gemma Galgani—escribe otro—es
para mí un tesoro. Puede juzgar el afán y devoción
con que la leo, considerando que veo aparecer ante
mí á la admirable virgen que nuestro buen Dios, en
su infinita misericordia, quiso dar á los luqueses, como
prenda de gracias y espirituales favores para todos
nosotros. ¡Quiera el Señor concederme la gracia de
poder unir mi débil voz á la de los afortunados sa-
cerdotes que tengan la dicha de pronunciar el pane-
gírico de Gemma, cuando sea elevada á los altares!
Pero no tengo méritos para tanto; pues no supe con-
ducirme cual debía con aquel ángel de santidad. La
biografía se agotará tan pronto se ponga á la venta.»
Este venerable sacerdote había tratado de cerca á
la virgen Gemma.
De igual manera, el digno rector de cierto semina-
rio de Toscana me escribió una carta que suscriben
todos sus alumnos, y termina así. «¿Está anunciada ya
la causa de beatificación de la seráfica virgen que se
llamó Gemma Galgani? Padre, haga que el catálogo
de los santos se adorne con esta refulgente joya.»
Tengo en mi poder carta de uno de los más ilustres
oradores de Italia, expresiva de los más vivos senti-
mientos de su corazón para con Gemma, carta que no
quiero omitir, á pesar de su extensión, por las belle-
zas que encierra: «Algunas personas espirituales—di-
ce—me hablaron con entusiasmo de Gemma Galga-
ni, cuya biografía habían leído, maravilladas de que yo
no hubiese tenido conopimiento de ella hasta enton-
— 276 —

ees. Ocupado en otros asuntos, no puse gran atención


en lo que me decían, ni me cuidé de leer aquella vida.
Al cabo de tres meses, vi el libro en poder de un sa-
cerdote, que hablaba con igual entusiasmo de la he-
roína de Luca. Euese curiosidad ó lo que fuese, lo cier-
to es que me determiné á leer el libro, y desde el
principio de su lectura, yo, que antes no había encon-
trado placer leyendo vidas de santos, experimenté en
mi corazón algo insólito. Contra mi natural costum-
bre al leer un libro cualquiera, ante la figura moral
de Gemma, que se iba delineando en un cuadro sen-
cillo y atractivo, sentí la necesidad de correr, mejor
dicho, de devorar de una vez el que tenía en mis ma-
nos; y así, corriendo y devorando lo que leía, llegué al
fin, pero sintiendo con más fuerza la necesidad de en-
golfarme en su lectura. El mundo entero había des-
aparecido de mi mente, no veía otra cosa que la can-
dida alma de aquel ángel en carne humana, cubierta
con las llagas de Jesús crucificado, adornada con el
conjunto de dones sobrenaturales que, distribuidos, se
admiran en los demás santos. Oí la voz de una joven,
casi niña, que hablaba con el Ángel custodio, con la
Virgen Santísima y con Jesús, del mismo modo que
una hermana habla con otra, ó una hija con sus pa-
dres. En la vida de los santos, la repetición de citas, ó
los largos períodos de sus cartas, siempre me causa-
ron fastidio; pero en la de Gemma hubiera deseado
que se hubiese dejado hablar á ella, que el autor del
libro hubiese trascrito íntegros los diálogos, en vez
de excusarse; y como en dicho libro no encontró
cuanto yo deseaba, he ido importunando á unos y á
otros de cuantos tuvieron la dicha de tratar á la sier-
va de Dios, para que referente á ella me dijesen algo
más.»
No contento con haber leído varias veces esta bio-
grafía, con haber adquirido muchos ejemplares para
distribuirlos entre sus conocidos, y hablar con verda-
dero entusiasmo de las virtudes de Gemma, le decía á
un amigo mío un dignísimo Cardenal de la Santa Igle»
— 277 —

sia: «Hágame el favor de decirle al autor que, en cuan-


to llegue á Eoma, pase por mi domicilio, para que me
hable de esta bendita sierva de Dios; pero encargúele
que no deje de venir, pues deseo oir de su boca noti-
cias de Gemma, por ser cosa que mucho me interesa.»
Un insigne profesor de un centro literario romano,
me escribió á su regreso: «He vuelto de Luca, á donde
fui en peregrinación con el sacerdote de Varsovia, que
Y. P. conoce, y otra persona piadosa. Hemos orado
largamente al pie del sepulcro de la virgen Gemma
Galgani, encomendándole que nos alcance del Todo-
poderoso ¡un poco del amor divino en que se abrasaba
su corazón. A la vista de tantos objetos que nos re-
cordaban la vida de Gemma, hemos experimentado
algo extraordinario, pues nuestra alma se inundaba
de un sentimiento de inefable consuelo, al considerar
lo admirable que es el Señor en sus santos. Antes ha-
bíamos estado en el monte Auvernia, pero la impre-
sión que experimentamos en Luca, fué mucho mayor
que la experimentada en la capilla de las santas lla-
gas. Una y mil veces bendecimos al Señor por haber-
le inspirado que escribiese tan hermosa vida, siendo
la admiración general las virtudes tan singulares que
resplandecieron en la santa joven luquesa. ¡Cuánto
bien ha producido ese libro! ¡Cuan á maravilla sirve
para la meditación y el recogimiento! ¡Cómo se apren-
den en él las admirables vías del espíritu!
»Este parecer no es exclusivamente mío, sino de
muchísimas personas seglares y eclesiásticas, á quie-
nes oí hablar con encomio, aquí en Eoma y en
Arezzo, Bibbiena, Florencia y Luca. Todos se desha-
cían en elogios, tanto más sinceros, cuanto en su ma-
yoría no conocían al escritor; y he oído decir á una
persona muy respetable, que la vida de Gemma exce-
día á la de Santa Teresa, siendo verdadera escuela de
vida mística. La veneración por la virgen de Luca,
dondequiera que llega su fama, es-tal, que no la
tendrá mayor una santa canonizada, y en mi Institu-
to ha provocado verdadero entusiasmo entre alumnos
— 278 -

y profesores. Leyendo cualquier paso de su vida, se


obtiene más provecho que con un sermón, y sirve
especialmente para reavivar la fe. Digamos nosotros,
como decía Gemma; «¡Viva Jesús!», que se ha dignado
mostrarnos las riquezas de su amor en la bendita
sierva, ó inspirar que se escribiese su vida.
Centenares de cartas como esta tengo en mi po-
der; si fuese á reproducirlas exigirían' un volumen;
unas procedentes de Italia, otras del extranjero, in-
cluso América y China. Por lo tanto, puede decirse
sin exageración, que el mundo cristiano se ha conmo-
vido ante la humilde virgen de Luca y canta con jú-
bilo sus gloriosas hazañas.
Pocas son las familias que, entre los objetos de su
estimación, no tengan y veneren la imagen de Gem-
ma. Muchos llevan consigo alguna de sus reliquias, y
en sus necesidades imploran confiadamente su pro-
tección, como lo demuestran los millares de reliquias
y estampas que se han pedido y despachado.
Varios son los que han tomado á esta virgen por
protectora de las obras católicas que dirigen, entre
las cuales tengo el placer de citar la Pía Unión de
sacerdotes romanos, los cuales, bajo la protección de
Gemma, promueven en la capital del mundo católico
la gloria de Dios, el decoro en el culto divino y el
bien de las almas. En sus frecuentes reuniones, una
de las prácticas más importantes por ellos adoptadas,
es la lectura de algún pasaje de la vida de esta sier-
va de Dios, haciendo luego los oportunos comentarios
para su común edificación, y para enfervorizarse con
el ejemplo de tan singulares virtudes.
En la ciüdad.de Turín es muy conocida la obra de
apostolado social denominada Patronato y auxilio mu-
tuo de jóvenes obreras, de reciente fundación, debida á
la munificencia de las hermanas condesas de Astesa-
na, que está colocado bajo la protección de Gemma;
y en Austria, la princesa de Metternich presidenta
del Círculo de Damas de la alta aristocracia vienesa,
propuso que la virgen de Luca fuese el alma de aque-
- 8?Sl -

lia sociedad, en cuyas reuniones se habla muy á me-


nudo de ella tomándola cada una por modelo de san-
tificación, y de ese modo agradar á Dios.
Otro tanto se hace en infinidad de colegios, de uno
y otro sexo, en Italia y fuera de ella. No hace mucho
que un insigne jesuíta residente en Eoma aconsejaba
á un sacerdote amigo suyo que se procurase un ejem-
plar de la vida de G-emma Galgani, y se retirase por
espacio de diez días á fin de hacer ejercicios espiri-
tuales, siendo aquel libro su única lectura, y agrega-
ba: «Por el fruto que de la lectura saque, compren-
derá V. las poderosas razones que tuve para darle este
consejo.» Otros varios directores de almas, renombra-
dos por su ciencia y sólida piedad, de distintas pro-
vincias del reino, se expresan de semejante modo:
«Leed la vida de Gemma G-algani, y sacaréis mayor
provecho que de una tanda de ejercicios espirituales.»
Ciertamente, diré apropiándome las palabras de un
testimonio eximio, si las cosas continúan como han
principiado, veremos maravillas para gloria de aquel
Dios que se complace en mostrarse grande en sus
santos.
CAPITULO XXXI

SALUDABLES FRUTOS DE LA DEVOCIÓN Á G E M M A . — L A


SIERVA DE DIOS DESDE EL CIELO CONTINÚA SU APOS-
TOLADO EN PRO DE LAS ALMAS.

De los testimonios referidos, se desprende fácil-


mente que la admiración de los fieles por la sierva de
Dios y la devoción hacia ella, que por todas partes se
extiende, no es un sentimiento estéril, como, el que se
experimenta en presencia de una figura extraordina-
riamente bella, sino un sentimiento eficaz, que con-
mueve y empuja al alma á la imitación, en lo cual
consiste la verdadera devoción, un sentimiento saluda-
ble que hace que se desprenda el cristiano de la tierra
para aficionarse á las cosas del cielo; que se despoje
del hombre viejo y se vista del nuevo, en una palabra,
que se haga santo imitando á la virgen Gemma. Que
esta, sierva de Dios fué con singular providencia sus-
citada por el cielo para desempeñar una misión subli-
me en la Iglesia, lo vimos ya en el capítulo de su vi-
da que titulamos: «Misión y apostolado de Gemma en
favor de las almas». Con su muerte no cesó aquella
misión, sino que por disposición divina se continúa
desde el cielo, á donde ha ido á gozar el premio mere-
cido; y á fin de hacerlo más fácil y eficaz, mueve el Se-
ñor los corazones para que la conozcan, y les infunde
tierna devoción hacia Gemma. En el citado capítulo
referí algunas palabras con que la fervorosa joven me
estimulaba en favor de un alma descarriada, y entre
otras cosas me decía: «Dígale algo de mí, y envíe-
mela. Si hubiese venido, no ocurriría lo que está
pasando.» Pues esto mismo es lo que el Señor está
naciendo con muchos; que admiren y amen á Gemma,
inclinándolos hacia ella, y al recordarla, mueve sus
— 281 —

corazones, excitándolos á mejorar de vida. Casi todas


las cartas citadas en el capítulo anterior tocan este
punto, y en prueba de lo que afirmo, voy á exponer
algunos ejemplares más, en la convicción de que han
de agradar al lector.
«Si alguien—dice uno de aquellos escritores—
quiere saber el motivo de mi tierna devoción á Gem-
ma, le diré sin rodeos que nace de los saludables efec-
tos que produjo en mi alma. El Señor quiso servirse
de ella para derramar á torrentes sus misericordias
sobre mí, sacándome del vicio, apartándome de todo,
poniéndome en aptitud de obrar el bien; en una pala-
bra, al aparecer ante mi vista esta bendita mujer, mi
alma se transformó por completo, y sería un ingrato
si no lo confesase paladinamente. A todas las horas del
día, y cualquiera que sea la cosa en que me ocupe, se
me representa esta joven animando, aconsejando y re-
prendiendo á este indigno sacerdote, de modo que,
cuanto con menos rectitud me conduzco, mayor es mi
vergüenza de hallarme en presencia suya. ¡Gracias,
Gemma, gracias! Hazme digno de corresponder á la mi-
sión que Dios te confió, para que mi alma se salve. Por
estos hechos y otros que oí referir, me afirmo en la idea
de que la memoria de la bendita virgen de Luca está
destinada por el cielo á producir una santa emulación
entre las almas del mundo entero, especialmente en
la juventud, para encender en ellas nuevamente el
fervor de la vida cristiana perfecta.»
«La lectura de la biografía de Gemma—dice otro
—produce en el alma una impresión suave y piadosa,
que la llena de admiración al descubrir existencia tan
singular. Es increíble el bien que causa en muchas al-
mas esta criatura angelical, y tengo en ella tal con-
fianza, y me proporciona tal consuelo su memoria,
como no lo había experimentado por otros santos.»
El director técnico de insigne sociedad artística de
Eoma se expresa así: «No puedo menos de dar gra-
cias á Dios que se ha dignado dar á conocer su fide-
lísima sierva, con la difusión de su excelente biogra-
— 282 —

fía. Yo, que soy escritor, me complazco en decir


que soy deudor de muchas gracias espirituales á esta
santita querida. Durante la lectura, no sólo experi-
menté fuertes consolaciones, sino que me sentí ilumi-
nado por Dios, y animado á mejorar de vida. Tengo
mayor fervor en la comunión, más valor para soste-
ner las luchas de la vida; y todo esto lo atribuyo á
G-emma, á quien mi familia y yo nos encomendamos
á cada paso. Quiera Dios que todos recurran á ella,
porque tengo la seguridad de que no será en vano.
Muchísimas personas á quienes di á leer la biografía
de Gemma, indicándoles de paso que la tomasen por
abogada, me refirieron haber recibido gracias y favo-
res, y todas, después de su lectura, se han sentido
atraídas por ella, y, lo que vale más, sus almas se me-
joraron y sus necesidades han tenido remedio.»
Aunque sea á fuerza de repeticiones, continúo: «Tu-
ve la fortuna de conseguir un ejemplar de la vida de
Gemma—escribe un ilustre profesor de Mondovi,—y
me es absolutamente imposible manifestar cómo he
principiado á tenerle devoción. Para mí fué una re-
velación. Leí su vida llorando, la tomé por patrona,
me acuerdo de ella á cada paso, y su recuerdo me sir-
ve de sostén y corrección. Un canónigo me dice que
no puede leer su vida sin orar; y un padre filipense
de esta capital me encarga diga á V. que Gemma es
para él un apóstol, la santa de nuestros días concedi-
da por Dios para sacar del vicio á tanto infeliz pe-
cador.»
«Quisiera poder referir—dice otro—una porción de
hechos conmovedores; pero me concreto á decirle que
el solo nombre de Gemma tiene un no sé qué indis-
criptible de dulce y fascinador, sin contar los admira-
bles efectos que produce en los corazones el conoci-
miento de aquel ángel, especialmente en la juventud.
Yo, que soy misionero, se lo puedo asegurar para ma-
yor gloria de Dios.»
Escribe desde Florencia un respetable Padre de la
orden seráfica: «¡Cuan admirable es esta criatura, con-
— 283 —

cedida por el Cielo á los miserables hijos de Eva! Be-


sé y bañé con mis lágrimas su imagen, y al efectuarlo
sentí caer en mi alma una gota de consuelo. Ella es
quien me da fuerzas para luchar en esta vida, y me-
diante el auxilio divino, por esta santa extraordinaria,
me creo capaz de cualquier sacrificio. Tengo la íntima
convicción de que Dios ha querido dar á los hombres,
en Gemma, un acabado modelo de amor y pureza, mo-
delo en el cual puedan mirarse como en un espejo, pa-
ra reformar sus costumbres. Quiera Dios que, en cuan-
to sea posible, imiten todos sus virtudes, y la tomen
por guía en las vías del espíritu.»
Con igual entusiasmo se expresa la prensa católica.
El Heraldo Católico, semanario que se publica en Eo-
ma, en el número correspondiente al 20 de Septiem-
bre de 1908, se expresaba así: «La lectura de la biogra-
fía de Gemma no puede por menos de ser útil á to-
dos; útil al creyente, porque se confirmará en su fe;
útil al incrédulo, porque verá en ella reprobada su in-
credulidad; útil al hombre de mundo, porque apren-
derá cómo se puede vivir santamente en el seno de la
familia, y útil á los que viven en el claustro, porque
pueden aprender cómo se alcanza la perfección.
»Creemos nosotros que si es laudable la lectura de
las vidas de los santos en general, lo es de un modo
particular la de Gemma, por los muchos ejemplos de
virtud que ha dejado. Si los párrocos procuraran dar
á conocer la vida" de Gemma Galgani, especialmente
á las jovencitas, tendrían éstas uno de los mejores
ejemplares de modestia y morigeración. Si las supe-
rioras de los institutos de educación procuran que las
niñas confiadas á sus cuidados conozcan la vida de la
virgen de Luca, verán despertar en ellas la cristiana
piedad; y si los padres se la ofrecen como modelo á sus
hijos, con seguridad que éstos crecerán siendo virtuo-
sos, buenos y obedientes.
»Nb tememos equivocarnos al asegurar que Dios,
al elevar á Gemma á las más altas cumbres de la pie-
dad cristiana, lo hizo para que sacudiésemos nuestra
— 284 —

apatía en el ejercicio de la virtud, para que fuese


nuestra patrona en los tiempos que corremos, y para
que, excitados con los milagros y gracias que se ob-
tienen por su mediación, se vean precisados los hom-
bres á confesar que sólo Dios es el Señor de todas las
cosas, que únicamente la Iglesia católica produce san-
tos, y que fuera de ella no hay salvación.»
Dice el Ancora de Acqui: «Cristo nuestro Salvador,
en sus comunicaciones con esta angelical joven, ha
querido mostrar á los hombres, en los comienzos de
este siglo, el tesoro de amor y misericordia que encie-
rra su adorable corazón; y lo hizo de modo tan trans-
parente y tangible, como no se conoce otro, fuera del
de su gloriosa Ascensión á los cielos. Con la lectura
de este libro—la vida de Gemma—nuestra alma queda
deslumbrada, viéndose precisada á exclamar: ¡Señor,
cuan bueno y admirable sois en vuestros santos! Con-
fieso que jamás experimentó conmoción más grande
con la lectura de un libro, ni encontré tantos motivos
de edificación. ¡Quiera el Señor que se difunda entre
los sacerdotes y personas piadosas, que se conozca y
se medite, en la seguridad de que ha de producir el
mismo bien que ha producido ya en cuantos han te-
nido la fortuna de leerlo!»
El editor de un compendio de la vida de Gemma
publicado hace poco en Ñapóles, dice: «Cuando leo lo
que se ha escrito de Gemma, me siento de mejor es-
píritu; olvido á menudo el mundo, para recogerme en
la contemplación de las cosas espirituales, y confío en
que ha de suceder otro tanto á las demás. Me enco-
miendo á la sierva de Dios, para que me proteja y se
digne continuar su obra haciendo que este desatinado
trabajo sea útil para mi salvación y la de cuantos lo
lean.»
De un modo parecido se expresan la Giviltá Cat-
tolica y demás periódicos italianos cuya reproducción
se haría pesada. Uno sólo ha habido, que yo sepa, y á
la verdad por estar mal informado, que se puso en
desacuerdo con autorizados panegiristas escribiendo
— 285 —

una reseña inspirada sin duda en el modernismo que


invade á Italia, de la cual hubo de retractarse á cau-
sa de la protesta que le dirigió la representación del
clero romano.
Y ahora vamos á tratar del eficaz auxilio de Gem-
ina en la conversión de los pecadores.
Eecuerde el lector que, mientras vivió, no cesaba
Gemma de suplicar á Dios por la conversión de los pe-
cadores, tomándolo con tal empeño, que logró condu-
cir á muchos al camino de la penitencia. Por ellos se
ofreció como víctima expiatoria, ofrenda que fué acep-
tada por el Señor, muriendo cual verdadera víctima
en lo mejor de su edad. Hoy, que se encuentra glorio-
sa en el cielo, con mayor motivo pueden los pecadores
confiar en ella para su salvación, y aquellos á quienes
interese deben encomendarse á esta bendita virgen. Yo,
en obsequio á la brevedad, referiré solamente algunas
de las muchas conversiones alcanzadas recientemente
por intercesión de Gemma.
Cierto individuo, cuyo nombre me veo obligado á
callar por atendibles razones, encontrábase en el hos-
pital de Luca, en el mes de Octubre de 1907, próxi-
mo á perder la vida corporal, como había perdido ya
la del alma. No sólo era un gran pecador; sino un in-
crédulo notable, bien conocido en la ciudad por- sus
perversos principios. Las Hermanas del hospital tra-
taron de acercársele para cumplir un deber de con-
ciencia, y otro tanto intentaron los Padres Capuchi-
nos adscritos al servicio del establecimiento; pero fué
tiempo perdido, por lo que á fin de evitar un escán-
dalo, resolvieron dejarlo, gracias á los reglamentos im-
píos en vigor hoy en todos los hospitales de nuestra
infeliz Italia. Las religiosas lamentaban con toda su
alma ver morir de semejante manera aquel desgracia-
do, cuando en esto se le ocurre á una de ellas mandar
llamar al Prior de la parroquia de donde era vecino
el enfermo, Monseñor Benassini. Fué este sacerdote
al hospital y se acercó á la cama del enfermo, des-
oyendo las advertencias que le hacían cuantas perso-
— 286 —

ñas habían presenciado el día anterior la violenta es-


cena con los Capuchinos y las Hermanas de la Cari-
dad, ó que conocían el modo de pensar del enfermo.
El Sr. Bonassini le habló, rogó y suplicó, pero en va-
no. «Yo—respondió descompuesto y airado el rebel-
de—no he creído jamás en vuestros espantajos, y ese
Cristo de que me habláis, me es desconocido en ab-
soluto. ¿Qué alma, qué paraíso, ni qué infierno? De-
jadme en paz, y no me molestéis más con vuestros ri-
dículos intentos.» Y esto diciendo, escupió villana-
mente en el rostro al ministro del Señor. Este se re-
tiró desconsolado; pero al llegar á su casa vio sobre la
mesa el libro de la vida de Gemma, que había prin-
cipiado á leer hacía muy pocos días, y al verlo, sintió
que la esperanza tomaba asiento en su corazón, y
arrodillándose, invocó á la Sierva del Señor. Pasados
unos instantes, llamó á su capellán y le encargó que
fuese al hospital con una señora que conocía al enfer-
mo. Eran como las once de la noche. Costó gran tra-
bajo que abrieran; pero al fin se consiguió que pasase
la señora solamente, quedando fuera el capellán espe-
rando con ansia el resultado, y el Prior en casa, ro-
gando á Gemma por el feliz éxito de aquella misión.
La gracia fué alcanzada. Ver el obstinado pecador
aquella señora, y pedir que se llamase sin dilación un
sacerdote, fué todo uno, Su confesión fué como la del
buen ladrón y la del hijo pródigo, de que nos habla el
Evangelio. ¡Tan vivos fueron los sentimientos de su
compunción! El sacerdote, derramando lágrimas de
alegría, levantó su temblorosa mano para absolverlo,
y lo devolvió á Cristo; después corrió á darle el Viáti-
co y la Extremaunción, y no bien hubo recibido estos
dos sacramentos, aquel afortunado pecador entró en
agonía, y á las cuatro de la madrugada murió pláci-
damente, dejando edificados á los demás con su ex-
traordinaria conversión y envidiable muerte.
El editor de la segunda edición de la biografía de
Gemma, al enterarse de la relación que en ella se ha-
cía de esta conversión, la dio á leer á un Emmo. Car-
— 287 —

denal de la Curia Eomana, del que sabía que era de-


votísimo de Gemma y entusiasta por cuanto se rela-
ciona con la gloria de esta santa doncella. «Después
de haberla leído—me escribió el editor,—se conmovió
y me dijo el venerable purpurado: Tienes razón, tienes
razón que te sobra; es un grandísimo milagro. ÍTo se
puede pedir más. Dile al autor de la obra que yo amo
mucho á esta santita, y que le ruegue por mí, á fin de
que yo crezca en el amor eucarístico de Jesús y en el de
su Santísima Madre.» Pocos días después, se dio cuen-
ta á S. S. Pío X de dicha conversión; el Padre San-
to se conmovió mucho, y dijo que también él se co-
locaba bajo el patrocinio de la bendita sierva de Dios
para que le alcanzase gracias semejantes.
Había en Eoma una familia poco menos que irre-
ligiosa, como tantas que abundan por desgracia en
estos infelices tiempos. La madre, de edad de 54 años,
no se confesaba nunca; los hijos varones vivían, desde
hacía bastante tiempo, como si no fuesen cristianos; y
solamente las hijas, tres hermosas señoritas, se con-
servaban piadosas y buenas, las cuales, temiendo por
la triste suerte de los demás, día y noche pedían al
cielo piedad para ellos. Diversas personas de respeto
se habían dirigido á la anciana señora para que cam-
biase de vida, pero tiempo perdido. Tal victoria la re-
servaba Dios para Gemma. Una buena religiosa, ape-
sadumbrada del caso, acudió á Gemma con triduos y
novenas, y como quien tiene seguridad de vencer, vi-
sitó después á aquella obstinada mujer, le habló de
Gemma, y ablandó su corazón con el relato de las
preciosas conversiones alcanzadas durante su vida.
Gemma venció; la infeliz señora se conmovió, lloró,
y acompañada de la Hermana fué á la iglesia donde
confesó y comulgó, experimentando las dulzuras de
la gracia de Dios, de que había estado privada por
tantos años, y desde aquel día va constantemente á
orar, mañana y tarde, á la misma iglesia donde recu-
peró la salud de su alma.
Alentada con esta victoria, la buena hermana arre-
— 288 —

metió con armas tan eficaces contra los hijos varones.


«Gemma—dijo—me los convertirá también.» Luchó
resueltamente con el mayor, y después de varias re-
pulsas, postróse á los pies de Gemma, y le dijo: «¿Qué
hacemos, hermana? ¿No te mueve á compasión mi pe-
cador? Mañana, sábado, quiero que me lo conviertas.»
El cielo aceptó la proposición, y en la tarde del día
siguiente determinó confesarse aquel pecador, y á la
mañana siguiente, domingo, se confesó y comulgó con
tal alegría de su alma, como no la había experimenta-
do igual en toda su vida. Días después, haciendo á su
vez de apóstol, llevaba á un amigo suyo, libertino co-
mo él, á los pies del sacerdote que le había hecho fe-
liz. «Ahora falta el menor—me escribió la hermana;—
no se ha confesado nunca y tiene treinta y un años;
no cree en nada, y su corazón es como el bronce. Tam-
bién lo puse en manos de Gemma, y tengo la seguri-
dad de que ella vencerá.»
El joven Augusto Cassini, de Zoppolo (Udina) es-
cribe: «Acababa de llegar del servicio militar, que cau-
só en mí efectos desastrosos, hasta el extremo de des-
preciar toda ley y toda clase de respetos. Las pasiones
más brutales tenían en mí rienda suelta, y los pecados
más horrendos iban creciendo en mi alma: Abyssus,
abyssvm invocat. No sentía el menor remordimiento y
¡pobre de mí si llego á morir en aquel estado! El co-
razón era de piedra, y me tenía encadenado la indife-
rencia religiosa; mas entonces tuve la suerte de que
cayese en mis manos el libro de la vida de Gemma,
cuya lectura me reportó un bien inmenso. Mi cora-
zón se ha tranquilizado, vuelvo á orar sin fastidio, he
recuperado el don de la fe y, aunque comprendo la
gravedad de las culpas cometidas, no por eso pierdo
la esperanza. Esto me demuestra que, si Gemma se
interesaba por los pecadores mientras vivió, lo hará,
mucho mejor ahora que goza de Dios en el cielo, y á
nadie atenderá tan presto como á ellos. Convencido
de esto me dije á mí mismo: «Muchas son tus nece-
pjdades, pero esta bendita santa no te abandonará.»
— 289 —

El P. Luis Fontana, Barnabita, me escribe desde


Ñapóles: «Hice colocar la imagen de G-emma debajo
de la almohada de un francmasón moribundo, que no
quería recibir al sacerdote. Sucedía esto el Martes
Santo por la noche, y el Miércoles pidió él mismo los
sacramentos.»
Llegó cierto día á mi convento de los Santos Juan
y Pablo en la ciudad de Roma, un señor forastero pre-
guntando por mí. Acudí en seguida al llamamiento, y
como me causase bastante extrañeza, le pregunté dón-
de me había conocido. Pero él me rogó que lo intro-
dujese en un aposento retirado, y una vez allí, me di-
jo: «Gemma me manda que me presente á V.; me ha
sacado del pecado en que estaba sumido, y me ha dicho
al oído, y más que al oído al corazón, las siguientes
palabras: «Ve á Roma, y en el convento de los Santos
Juan y Pablo pregunta por un Padre pasionista llama-
do Germán, y sin dilación arregla con él las cosas de
tu alma, si no quieres que Jesús te envíe la muerte
repentina.» Al decir esto, postróse llorando á mis pies
para que lo confesase. Lloré yo también, profunda-
mente impresionado, lo escuché, lo absolví, nos abra-
zamos, y el, como si hubiese resucitado de la muerte
á la vida, me dio las gracias y se despidió, para tomar
el tren que lo había de conducir á su país.
Sirvan estos pocos ejemplos para dar alientos á tan-
tas infelices madres, esposas y hermanas, con el fin de
que acudan á la intercesión de Gemma para alcanzar,
que sus hijos, maridos y hermanos dejen los caminos
de perdición; y tengan la seguridad de que Gemma,
desde el cielo, ejercerá su apostolado, y todos se con-
vertirán.
Mientras tanto, demos al Señor infinitas alabanzas
porque, apiadándose de nosotros, nos convierte por mi-
nisterio de sus santos, y nos anima á vivir como bue-
nos cristianos, y á santificarnos con el ejercicio de las
virtudes.

19
CAPITULO X X X I Í

GRACIAS Y MILAGROS ALCANZADOS DE DIOS POR LA


INTERCESIÓN DE GEMMA

El razonamiento más claro para demostrar que es


verdadera la santidad de un siervo de Dios, es el de
los milagros. Con ellos, el divino Salvador primero, y
después de El los Apóstoles, acreditaron su celestial
misión; y en la prueba de los milagros se funda la
Iglesia cuando decreta los honores de los altares á sus
héroes. Si, por otra parte, los milagros se producen por
la fe con que rogamos á Dios, sobre todo por la me-
diación de los Santos, siendo tan viva esta fe, según
hemos visto, en todo género de personas que acuden
á Gemma para que interceda por ellas cerca de Dios,
forzosamente tiene que ser grande, y así conviene que
sea, el número de gracias que por su mediación se dis-
pensen. No es mi intento referirlas todas, porque he
preferido esperar que los testigos las sancionen con la
fe del juramento en el proceso que desde hace dos
años se instruye en la curia arzobispal de Luca, para
la beatificación de esta sierva de Dios; hablaré en
general para consuelo de los fieles devotos, y solamente
ampliare la relación de unos pocos, cuyas particulari-
dades he podido recoger con certeza, por mediación de
personas dignas de entero crédito.
Filomena Bini, natural de Pisa, de setenta y dos
años de edad, estaba enferma del estómago desde ha-
cía mucho tiempo, siendo sus digestiones difíciles y
dolorosas. La enfermedad se fué agravando en los úl-
timos diecisiete meses, hasta hacer poco menos que
imposible la nutrición; el estómago no admitía los ali-
mentos, y por la boca salía una baba obscura, acompa-
ñada de un olor pestilencial. Las visceras, en general,
— 291 —

estaban aumentadas de volumen y ocasionaban á la


enferma dolores tremendos. Primeramente la visitó
en el balneario de Luca el Dr. Acone, quien sin titu-
bear diagnosticó la enfermedad de úlcera cancerosa
del píloro, y recetó algunos medicamentos que, como
no produjeron alivio fueron pronto suspendidos. Poco
después la visitó un homeópata, confirmando el diag-
nóstico del Dr. Acone, resultando también inútiles
sus prescripciones medicinales. Habiendo regresado á
Luca, quiso la enferma que la tratase el Dr. Delpre-
te, insigne cirujano de aquella ciudad, quien confirmó
el diagnóstico de «úlcera cancerosa del píloro,» de for-
ma redonda, acompañada de los síntomas consiguien-
tes, dado lo avanzado del mal, tales como falta de
nutrición general, hiperestesia epigástrica y estrechez
pilórica, con crisis periódicas que terminaban con vó-
mitos purulentos y la gastralgia correspondiente. En
el hipocondrio izquierdo encontró un tumor redondo
y duro, que parecía estar adherido á la gran curvadu-
ra del estómago; fué diagnosticado de carcinoma ó
tumor canceroso del lóbulo izquierdo del hígado. Con
más deseos de aliviar á la enferma que • esperan-
zas de curarla, prescribió algunos medicamentos, pero
como médico cristiano y concienzudo, declaró ser tiem-
po perdido poner en tratamiento aquella enfermedad,
dada su naturaleza y la edad de la persona; exhortó á
todos á que tuviesen paciencia, despidióse y no vol-
vió á visitar á la enferma durante los siete meses que
continuó molestándola la enfermedad, la cual se agra-
vaba por días. El cura de la parroquia, que la visita-
ba diariamente, le administró, por fin, los últimos sa-
cramentos.
En este punto las cosas, una piadosa señora de la
ciudad, que había oído hablar de Gemma, se sintió
inspirada de acudir á su intercesión, y provista de
una reliquia, fué á casa de la moribunda, entró en
su aposento, hizo que todos se arrodillasen, rezó al-
gunas preces en honor de la Santísima Trinidad y de
la sierva de Dios, y aplicó la reliquia en el sitio del
mal. ¡Cosa admirable! Tan pronto se la puso, la inte- •
liz enferma, que pasaba los días y las noches en vela
á causa de los dolores que la atormentaban, cayó en
plácido sueño que duró toda la noche, y á la mañana
siguiente se despertó perfectamente curada, sin sen-
tir el menor dolor de cuantos le habían mortificado
durante cinco años. Pidió de comer, y se le dio en bas-
tante cantidad, cuatro veces al día, caldo, carne, biz-
cochos, leche y huevos. ¡Cuál sería la sorpresa del mé-
dico al ver entrar en su despacho, buena y sana, la
enferma que creía muerta! No dando fe á sus ojos, la
examinó con los rayos X, miró y volvió á mirar; la
úlcera en el píloro no existía, sólo quedaba una man-
cha que indicaba su sitio, el carcinoma había desapa-
recido, y el hígado recobrado su volumen normal. Por
eso exclamó conmovido: «¡Esto es un milagro de Dios!»
— A l escribir estas líneas, han transcurrido dos años
desde la curación, y la señora Filomena Bini continúa
perfectamente bien como no lo había estado desde su
juventud.
La señora María Menicucei, residente en Vitorohia-
no, provincia de Boma, sufría agudos dolores en la ro-
dilla derecha; creyendo que fuesen reumáticos, pro-
curaba buscar alivio en unturas, pomadas y emplastos,
pero en vano. Examinada por cirujanos de nota, fué
diagnosticada la enfermedad de tumor blanco de la
rodilla, en situación avanzada. Sabido es que el tu-
mor blanco de la rodilla es una de las enfermedades
quirúrgicas de peor especie, por su naturaleza tuber-
culosa, y porque no se resuelve espontáneamente por
las solas fuerzas de la naturaleza. Cuando el mal no
está muy avanzado, y no se ha difundido por los huesos,
puede detenerse mediante una operación de impor-
tancia, ó con la aplicación de inyecciones hipodérmi-
cas, pero siempre resulta incompleta la curación, por-
que la articulación pierde sus movimientos, cuando
no queda por completo anquilosada. En Mayo de 1907
fué la pobre enferma á casa de unos parientes suyos
de Pistoya, y habiéndola examinado el Dr. Chelucci,
— 293 —

después de ratificar el anterior diagnóstico, aconsejó


la operación. El caso parecía desesperado; la operación
ó un milagro. En aquellos días, y lo mismo hoy, el nom-
bre de Gemma de Luca cundía de boca en boca. «¿No
podría la sierva de Dios hacer este milagro?»—murmu-
ró para sus adentros la buena señora.—Y esto diciendo
buscó una reliquia, se la aplicó sobre la rodilla enfer-
ma y principió una novena. Al finalizar la novena, se
quitó la venda, y no sin sorpresa vio que se encontraba
curada, por lo que escribió á una amiga suya: «Gemma
me alcanzó la gracia. Estoy totalmente curada, según
puedes ver por el certificado del médico que te envío,
y no quepo en mí de contenta.» Dirigiéndose después
á su bienhechora, le dijo: «Joven bendita, ruega ince-
santemente por mí.» En el certificado de que se hace
mención, después de asegurar el Dr. Chelucci que se
trataba de una atrrosinovitis de la rodilla, declara
que, observada nuevamente por él, «la señora María
Menicueci se encuentra en perfectas condiciones de
salud.»
Una piadosa señora de Camaiore, cerca de Luca,
llamada Catalina Lencioni, escribía también: «Ha-
biendo tenido el año pasado (1902) á mi marido en-
fermo de gravedad, y casi desahuciado de los médicos,
coloqué dentro de la funda de su almohada pedacitos
de ropa perteneciente á Gemma y flores que yo conser-
vaba de su funeral, con la confianza de que me alcan-
zaría la curación del enfermo. Al día siguiente, vino el
médico y encontró mejor al enfermo, el cual, después
de breve convalecencia, recobró por completo la sa-
lud.»
Un ejemplar sacerdote de Luca, devotísimo de
Gemma, á la que había visto muchas veces en la igle-
sia de la Rosa donde él ejercía su ministerio, enfermó
gravemente, en Mayo de 1907, de bronco-pleuro-
pneumonía. De complexión delicada, y anémico por
añadidura, la enfermedad lo redujo en pocos días al
último extremo, por lo que se acordó sacramentarle.
Las personas piadosas del vecindario, compadecidas,
— 294 —

rogaron por él de todo corazón, é invocaron la inter-


vención de Gemma. También él la invocó, y se puso
sobre el pecho una reliquia. La gracia se concedió en
seguida. En pocos días se curó el joven sacerdote y,
según confesión suya, se encontraba mejor que antes
de caer enfermo. Su relación, que me dio por escri-
to, concluye así: «He creído de mi deber informarle de
todo esto, porque si puedo contribuir á la gloria de
Gemma, tendré en ello verdadera satisfacción.»
Una piadosa señora de Luca, cuyo nombre me callo,
tuvo un abceso en la cabeza, con todos los caracteres
de canceroso; por lo menos así opinaban los médicos,
diciendo que probablemente sería necesario extirpar
la parte enferma y rascar el hueso. La paciente, vien-
do que su enfermedad iba en aumento de día en día,
estaba consternada. Al fin se resolvió á implorar la in-
tercesión de Gemma, á la que había conocido en vida;
aplicóse una imagen de ésta sobre la parte enferma y
prescindió de los remedios prescritos por la ciencia.
Pocos días fueron necesarios para que la enfermedad
desapareciese, sin volver á molestar á la buena señora,
la cual no cesa de dar gracias á Dios y á su abogada
Gemma.
Isolina Serafini, residente en Vicopelago, cerca de
Luca, padecía, hacía unos diez meses, de una meningitis
cerebral aguda, la cual día y noche le ocasionaba dolo-
rosos espasmos, sin que fueran capaces de aliviarlos
los distintos remedios suministrados por consejo cien-
tífico. Decía sentir en la cabeza como carbones encen-
didos que hacían hervir el cerebro. Tenía la cabeza
paralizada por completo y en vano la infeliz buscaba
alivio en el sueño, porque en todo aquel tiempo, des-
de Diciembre de 1906 á Octubre de 1907, no pudo
dormir más de una hora cada día. En lo más fuerte
de su angustia, sintióse inspirada de acudir á Gem-
ma, ó invocándola confiadamente, le dijo: «Será señal
cierta de que estás en el cielo y eres verdaderamente
santa, si me concedes la salud, gracia que te prometo
publicar en seguida.» Dicho esto, se tendió en la cama
— 295 —

sin el más pequeño dolor ni vestigio de meningitis;


durmióse, y desde aquel día, 10 de Octubre, hasta hoy
no ha vuelto á padecer de la cabeza, y duerme la no-
che entera. «Es esta la pura verdad—afirma ella en el
certificado que me envió,—y lo confirmo con juramen-
to, yo, Isolina Serafini.»
-Me escribe desde Mondovi el canónigo Sr. Francis-
co Tonelli, catedrático de Teología en aquel respeta-
ble seminario, que cierto profesor tenía una hija suya
enferma de difteria. A esta niña, que se llamaba Ama-
lia, la asistían varios médicos. El padre, viendo el mi-
serable estado de su hija, salió de casa y fué en busca
de un sacerdote para que celebrase una misa por su
intención. El sacerdote invocó la protección de Gem-
ma, y durante la celebración de la misa, uno de los
médicos que asistían á la enferma, lleno de admira-
ción, dijo: «Amalia se salvó.» En efecto, Amalia vol-
vió en el acto á constituir la alegría de sus padres.
Otra persona que quiere guardar el incógnito, escri-
be: «Me dirigí á Gemma suplicándole que me curase
un mal fastidioso que tenía en los ojos y la nariz. No
acabé de invocarla, cuando ya estaba curada. Había
prometido que, una vez alcanzada la curación, se lo es-
cribiría á V., como lo hago para desahogo de mi cora-
zón.»
Francisca Mutini de Puente, en Ania de Barga,
cerca de Luca, tenía á su madre enferma desde el
día 8 de Marzo de 1908, con una fiebre continua que
la consumía. Los médicos temían que se tratase de un
cáncer en el estómago. Por fin acudió á la sierva de
Dios Gemma, con promesa de ir al cementerio de Luca
á darle las gracias. Gemma aceptó el voto, y la pobre
señora, enferma desde un año antes, salió del peligro
y hoy está completamente restablecida.
De Catanzaro en Calabria escribe el R. D. Félix
Antonio Gentile: «La devoción á Gemma en esta ciu-
dad es tal, que no se puede describir. Muchos son los
que han acudido á su intercesión, y todos fueron con-
solados. Por de pronto, me limitaré á esta sola narra-
— 296 —

ción. La superiora del hospital civil, Sor Genoveva


Berardi, tuvo la desgracia de caerse y que se le rom-
piese el brazo izquierdo, en el mes de Marzo del año
de 1909. El médico calificó el caso como grave y di-
jo que, para curarse de la fractura, serían necesarios
tres meses por lo menos. Yo, que soy capellán de
aquel centro piadoso, tenía en mi poder una reliquia
de Gemma y mandé que la aplicasen al brazo roto. A l
volver el doctor á visitar á la Hermana, quitó por cu-
riosidad la venda del brazo roto, y con gran sorpresa
suya, vio que el hueso estaba perfectamente consoli-
dado.»
Del monasterio de Hermanas Crucificadas de San
Gregorio, en Cremano, provincia de Ñapóles, me escri-
bían: «Para mayor gloria de Dios y de su sierva Gem-
ma, voy á referir el siguiente milagro, ocurrido el 21
de Marzo de 1909. Hacía seis meses que estaba pade-
ciendo mucho, sobre todo unos dolores de estómago
violentísimos. Desde el mes de Enero, los vómitos eran
tan frecuentes, que no podía retener la comida. A es-
to se agregó una ansiedad grande y frecuentes palpi-
taciones que me dejaban sin aliento, creyendo morir
por poco que las cosas continuasen de aquel modo.
Quiso Dios que viniese por aquí el Evdmo. P. Be-
rardo Atonna de Sarno, y le hicieron entrar en mi ha-
bitación. El Padre me animó mucho, y me dijo que tu-
viese confianza en la reliquia de Gemma si quería cu-
rar. Me puse la reliquia sobre el estómago, oramos los
dos, y al instante sentí como que resucitaba, pues
desaparecieron la fatiga y los vómitos, se tranquilizó
el corazón, y los sufrimientos no han vuelto á presen-
tarse.»
Del monasterio de Teresianas de Claromonte-Gulfi
(Sicilia), recibí el siguiente certificado: «Yo, el in-
frascrito Dr. Ignacio lannizzotto, certifico haber asis-
tido, en la primera semana de este mes, á Sor Cristina
Rosso, del monasterio de Santa Teresa, enferma de
ateromasia, con pulso intermitente, edema de las ex-
tremidades inferiores, y una úlcera varicosa de unos
— 297 —

diez centímetros de extensión en la pierna izquierda.


La paciente tenía somnolencia y disnea al menor mo-
vimiento. Hice un pronóstico reservado, teniendo en
cuenta la debilidad del corazón y la avanzada edad de
Sor Cristina—noventa y seis años.—A pesar de todo
esto, puedo asegurar que, en el espacio de veinte días,
la enferma se puso bien; y contra todas mis previsio-
nes, la llaga de la pierna se ha cicatrizado completa-
mente. En fe de ello, y á petición de Sor Cristina Eos-
so, expido esta certificación en Claromonte-G-ulfi, á
31 de Marzo de 1909.—Dr. Ignacio Iannizzotto.»—De
la enfermedad de la anciana priora tenía yo conoci-
miento, porque, á causa de urgentes súplicas hechas
por las monjas de dicho monasterio, le había enviado
telegráficamente la bendición del Papa, in articulo
mortis. Después de tan milagrosa curación, Sor Cristi-
na, á pesar de sus 96 años, continúa perfectamente.
En el convento de monjas Pasionistas de Luca se
presentó, no hace mucho, un señor forastero, loco de
dolor por tener á su esposa gravemente enferma y en
peligro de perder la vida. No explicó qué enfermedad
tenía; pero, por su manera de expresarse, se compren-
día que el caso era poco menos que desesperado. Dijo
que había venido á Luca para hacer la última prue-
ba, y ver si conseguía la gracia del Señor por interce-
sión de, Gemma. Al manifestar esto, sacó un rewólver,
y en tono violento dijo: «Si la prueba me falla, con
esta arma me suicidaré.» La madre Superiora, horro-
rizada y al mismo tiempo enternecida, trató de conso-
larlo y hacerle concebir esperanzas, prometiéndole
que toda la comunidad rogaría por la curación de s u
esposa, y lo despidió bastante consolado. Al cabo de
algún tiempo, volvió muy alegre el caballero á darle
las gracias, y á manifestarle que su esposa había vuelto
inesperadamente de la muerte á la vida. Sea por la con-
moción que sentía, ó porque tuviese prisa de coger el
tren para continuar su viaje, no se pudo tomar la in-
formación especificada del caso, si bien prometió vol-
ver con s u esposa para dar con más comodidad la»
— 298 —

•explicaciones convenientes sobre el milagroso suceso.


El presbítero Ginés Eomanzini escribe desde Pisa
que un tal Vespasiano Lepri, joven de dieciocho años,
cayó enfermo de pulmonía aguda, complicada con in-
flamación intestinal. Los médicos dudaban del éxito, y
lo sostenían con vida mediante la respiración artificial.
Tanto él como su madre, su hermana y otras personas
piadosas se encomendaron á Gemma con toda confian-
za, y en el acto cesó el peligro, recobrando la salud en
pocos días.
En San Juan Incarico hacía tres meses que estaba
•enferma de desórdenes constitucionales Angiolina
Pansera. Un farmacéutico poco escrupuloso le pres-
cribió «pildoras de sulfato de estricnina» al uno por
mil. No se sabe por qué causa, pero lo cierto es que la
•muchacha, que tenía quince años de edad, tomó quin-
c e pildoras de una vez. A l cabo de tres horas princi-
pió á sentir los síntomas del envenenamiento, pues
había ingerido quince miligramos de sustancia ac-
tiva. No podía sostenerse ni mover los pies, estaba
toda en un temblor, retorciéndose. Se mandó buscar
al farmacéutico, pero se excusó diciendo que el caso
era demasiado grave, y que debían llamar un médico.
Eué el Dr. Santoro y dijo lo mismo, pues había trans-
•currido tiempo suficiente para que el veneno se hubie-
se absorbido. No obstante, se intentó hacer que vomi-
tase mediante diez vasos de agua tibia que se le hi-
zo tomar, pero sin resultado; de modo que el veneno
siguió ejerciendo sus naturales efectos. Desesperada la
madre, corrió en busca de una estampa de Gemma, y no
encontrándola á mano, arrancó la del libro que trata
de su vida, y en presencia del Dr. Santoro, se la dio á
su hija, quien la besó amorosamente y se la puso sobre
el pecho. Cuando todos temían un funesto desenlace,
he aquí que cesó instantáneamente el temblor de ma-
nos y piernas, y todos, incluso médico y boticario, que-
daron sorprendidos con la instantánea solución. La
joven ha continuado bien, sin haber vuelto á sentir el
menor daño del veneno absorbido.
— 299 —

En la ciudad de Mondovi, á una señora que había


sufrido una operación quirúrgica de gravedad, le que-
daron agudos dolores de cabeza. Se aplicó una imagen
de Gemma sobre la parte dolorida, ó inmediatamente
quedó sana.
En Eoma, la señorita Elisa, hija de los barones de
Majo, de catorce años de edad, enfermó de anemia
aguda, acompañada de fuertes dolores en la articula-
ción de la cadera derecha, que le impedían andar. Te-
miendo la infección tuberculosa de la articulación, em-
pezaron por darle inyecciones hipodórmicas; pero el
dolor persistía. La madre, con mucha oportunidad,
pensó en Gemma, y acudiendo á su intercesión, col-
gó del cuello de la enferma una reliquia de aquélla.
En el mismo instante cesó el dolor, y desde entonces
la niña ha quedado perfectamente, pudiendo dar gran-
des paseos sin cansarse.
En la misma ciudad, la niña María Ciccarone, de
cinco años de edad, cayó gravemente enferma, con ta-
les complicaciones, que los dos médicos que la asis-
tían no pudieron precisar bien el diagnóstico, pero ad-
virtieron á los padres que la niña corría grave peligro.
Los padres se afligieron, como es de suponer, y re-
solvieron acudir á la intercesión de Gemma, poniendo
una imagen suya debajo de la almohada de la enfer-
ma. Inmediatamente vino el alivio, cesó el peligro, y
en breve recuperó la niña la salud.
Un niño de la señora Angela, viuda de Menozzi, resi-
dente en Eoma, de unos siete años de edad, fué invadi-
do por la fiebre que presentaba todos los síntomas del
sarampión, pero la erupción no concluía de brotar. Se le
aplicó una estampa de Gemma con la esperanza de
que por mediación de ella brotase el sarampión y lo li-
brase de la muerte. Al contacto de la imagen, durmió-
se el niño; al cabo de algunas horas aumentó la fiebre
y al propio tiempo apareció la erupción en abundan-
cia, primero en el cuerpo y después en la cara. Una
vez curado el niño, vino con su madre á darme cuen-
ta de la gracia recibida, en señal de agradecimiento.
— 300 —

El Sr. Annibal Metelli, ingeniero residente en Eaen-


za, tenía una niña que nació con una fístula lagri-
mal, de la que manaba pus en abundancia, siendo pre-
ciso limpiarla á cada paso y desinfectarla con ácido
bórico, sobre todo por la mañana al despertar, pues te-
nía el ojo lleno de materia. Asistida por el médico de
Eaenza y un especialista de Florencia, los dos dijeron
que abrigaban la esperanza de que, al desarrollarse,
desaparecería la fístula; pero de no suceder así, sería
preciso operarla. La niña tenía entonces veintidós me-
ses. Su desconsolada madre, que había oído hablar de
Gemma y de los milagros que hacía, se llenó de con-
fianza, y encomendándose á su intercesión, le prometió
que si le concedía la gracia de sanar á su hija, la pu-
blicaría para gloria de Dios. Ocurría esto al obscurecer
de un día del mes de Octubre de 1908. Vuelta la ma-
dre á casa, encontró que su hija estaba algo peor. A
la mañana siguiente, fué á ver á su niña, y preguntó á
la criada si le había limpiado los ojos, á lo que contes-
tó ésta que no la había tocado. Examinada con de-
tención la niña, no se encontró pus por ninguna par-
te, pues el ojo estaba completamente limpio. Padre y
madre quedaron sorprendidos, y el médico que asistía
á la niña, oyendo hablar de la curación, creyó que se
chanceaban con él; mas después de un examen minu-
cioso, tuve que confesar que la curación había sido
perfecta ó instantánea, y que estaba dispuesto á ex-
pedir el correspondiente certificado.
Los pocos hechos de prodigiosas curaciones, esco-
gidos entre muchos, que se van manifestando en Lu-
ca, en Roma, en toda Italia y en el extranjero, deben
ser suficientes para el fin que me propuse edificar á
los fieles y animarlos, esto es, para que acudan con
confianza en sus enfermedades corporales á esta po-
derosa intercesora que el cielo nos dio.
No solamente con las enfermedades del cuerpo se
muestra solícita Gemma, sino también con otras ne-
cesidades de la vida, como lo comprueban las conti-
nuas súplicas .que á ella elevan toda clase de perso-
— 301 —

lias, súplicas que, en vez de multiplicarse, cesarían de


hacerse si no fuesen escuchadas. También aquí ten-
dría mucho que decir; pero me limitaré á referir unas
pocas.
Dos Padres Pasionistas, el Provincial y uno de sus
Consultores de la Provincia Mexicana (América), que
se hallaban de paso en Italia, quisieron, antes de re-
gresar á su país, visitar la tumba de Gemma en Luca,
y de allí pasaron á Genova, donde se embarcaron con
rumbo á Barcelona. En la travesía se desencadenó
tremenda tempestad, que duró ocho horas, con inmi-
nente peligro de naufragar. Los pasajeros temblaban
y el capitán del buque, sobrecogido de temor, no les
daba esperanzas de salvación. En tal apuro los dos re-
ligiosos se dirigieron á la virgen de Luca, diciendo en
alta voz: «Gemma, tú puedes salvarnos; en ti confia-
mos.» ¡Cosa admirable! Apenas terminaron de decirlo,
cuando el mar principió- á abonanzar; en menos de
una hora la calma fué completa, y cual si navegasen
por plácido lago, llegaron sanos á su destino todos los
pasajeros. Aquellos dosHermanos míos, al desembarcar
me escribieron participándome el prodigioso suceso y
su gratitud á tan simpática bienhechora, y haciendo
votos para que todos conozcan esta alma candida, y la
vean pronto sobre los altares.
«Una gran desgracia amenazaba á nuestra familia
—me escribía desde Boma, en Junio de 1908, cierta
señora piadosa.—Nos encomendamos á la bienaventu-
rada Gemma, y Dios sé ha dignado consolarnos. La
bendita doncella rogó por nosotros, por lo que le damos
las más rendidas gracias. Quiero tanto á esta sierva de
Dios, Padre mío, que la he tomado por mi especial
protectora. Encomiéndeme á ella también y dígale
que me alcance de su celestial Esposo, al que ahora
ve y del que goza por completo, (expresiva alusión á
una frase de Gemma), la gracia de amarlo mucho y
no ofenderlo jamás.»
Con fecha 14 de Julio de 1905, la señorita Eugenia
Simoncino, de Luca, escribía á una maestra suya- del
— 302 —

Instituto de Santa Zita, en dicha ciudad: «Creo yo


que la bendita Gemma protegerá de un modo espe-
cial á los estudiantes, y confío en que pronto la beatifi-
carán. Siempre me ayudó durante el año escolar.
Antes de examinarme, prometí á esta querida santa
hacer pública la gracia que esperaba, l í o puede usted
imaginarse lo que me ayudó en los exámenes. Dele
gracias por mí.»
Una monja camaldulense de Roma, la madre Ro-
mualda de San José, me escribió lo siguiente: «Al re-
cibir las reliquias y estampas de la virgen Gemma, se
las ofrecí á la R. M. Abadesa, que se encontraba en
gran apuro por una respetable cantidad de dinero que
tenía que pagar, y de la cual carecía. La Abadesa pro-
metió á la sierva de Dios que si hallaba quien le fa-
cilitase aquella suma, mandaría una buena ofrenda
para la causa de su beatificación. Dos días después de
hecho el ofrecimiento, una persona caritativa envió de
limosna, precisamente la suma que se necesitaba. La
Reverenda Madre Abadesa, reconocida, cumple con su
deber, y me encarga suplique á V. R. haga llegar á su
destino el dinero que le envío.» Luego, como hemos vis-
to hacer á tantos otros, añade: «Aprovecho esta oca-
sión para suplicar encarecidamente á V. R. que me
encomiende á la virgen Gemma, para que me alcance
cuantas gracias deseo, y una chispa del amor que abra-
saba su corazón.»
¡Oh elegida de Dios, alcanza para todos los cristia-
nos esta gracia, una chispa del amor divino que
abrasaba tu corazón! El mundo camina hacia su rui-
na, porque son muy pocos los que aman el Sumo Bien
para el que fuimos creados. Sálvalo tú, Gemma de
Jesús, inspirando á los hombres amor, mucho amor.
Si por tu mediación lo alcanzamos, nuestro agradeci-
miento será mucho mayor que sinos curases de graví-
simos males, y nos librases de las desgracias de la pre-
sente vida, la cual pasa y se desvanece como sombra.
VICARIATO GENERAL
DE LA

DIÓCESIS DE BARCELONA

Por lo que á Nos toca, concedemos nuestro permiso par&


publicarse el libro titulado Biografía de Gemma Galgani»
Virgen de Luca, escrito en italiano por el R. P. Germán de-
San Estanislao; traducción del Dr. Cecilio Martínez y Gon-
zález, mediante que de Nuestra orden ha sido examinado y
no contiene, según la censura, cosa alguna contraria al dog-
ma católico y á la sana moral. Imprímase esta licencia al
principio ó final del libro y entregúense dos ejemplares del
mismo, rubricados por el Censor, en la Curia de nuestro V i -
cariato.

Barcelona, 30 de Marzo de 1910


El Provicario General,
JUSTINO GÜITART

Por mandado de Su Señoría,


Lic. SALVADOR CABRERAS, Pbro., Serio. Can*.
ÍNDICE

PÁQ.

Introducción 5
Protesta 11
CAP. I.—Nacimiento de Gemma, su educación y pri-
meras virtudes 13
— , II.—Enviada á la escuela, se patentiza allí su
espíritu de piedad 21
— III.—Su primera comunión 29
— IV.—Gemma en familia. Heroica paciencia en
las desgracias 36
— V.—Sale de su casa por consejo divino. . . 46
— VI.—Espíritu de santidad de la sierva de Dios. 57
— VII.—De su desapego de las cosas terrenales. . 66
— VIII.—Su obediencia perfecta; 75
— IX.—Su profunda humildad 84
— X.—Continúa el mismo asunto 98
— XI.—De su heroica mortificación y preciosos
frutos que alcanzó 104
— XII.—Pureza angelical de Gemma. . . . 111
— XIII.—Su heroica paciencia. . . . . 118
— XIV.—Continúa el mismo asunto. . . . 126
— XV.—Su singularísima devoción al Ángel de la
guarda 135
— XVI.— De su extraordinario espíritu de oración. 143
— XVII.—íntima unión de Gemma con el Sumo
Bien 154
— XVIII.—Sus éxtasis. : 162
— XIX.—Prosigue la misma materia. . . . 170
— XX.—Visiones y apariciones con que fué favo-
recida la sierva de Dios 181
20
306 ÍNDICE

PXO.

CAP. XXI.—Recibe el don insigne de las sagradas


llagas
— XXII.—Es hecha partícipe de los demás dolo-
res de la pasión del Redentor.
— XXIII. —Devoción de Gemma á la Sagrada Eu-
caristía
— XXIV.—De la comunión de Gemma.
— XXV.—Misión y apostolado de Gemma en fa-
vor de las almas
— XXVI.—Gemma y el nuevo convento de Reli-
giosas Pasionistas de Luca.
— XXVII.—Úlbima enfermedad de Gemma.
— XXVIII.—Últimos dolores y heroicas virtudes
de la Sierva de Dios moribunda. .
— XXIX.—Preciosa muerte y sepultura de la Sier-
va de Dios
1
— XXX.—Extraordinaria devoción de losfielesá
la virgen Gemma
— XXXI.—Saludables frutos de la devoción
Gemma. —La sierva de Dios desde el cie-
lo continúa su apostolado en pro de las
almas 280
— XXXII.—Gracias y milagros alcanzados de Dios
por la intercesión de Gemma. . . 290
HEREDEROS DE JUAN GILÍ, Editores
Cortes, 581, BARCELONA

EXTRACTO D E L CATÁLOGO

Colección «Los Santos»


T O M O I . — S A N J U A N B A U T I S T A , Historia de su nacimiento
y vida admirables, sus virtudes y preeminencias, su celo y predica-
ción, su glorioso triunfo, sus reliquias y su culto, por J O S É M . R i - a

QUÉ Y E S I I V I L L .
En rústica P t a s . 2.—
En tela, con plancha y rótulos en oro y negro » 3.—
T O M O I I . — S A N A G U S T Í N , obispo de Hipona, por A D . H A T Z -
FBLD. Traducción de la 8. edición francesa por el M. P. Juan
A
Ma-
nuel Izaguirre, Agustino.
U n tomo como el anterior 2 y 3 pesetas.
T O M O ra.—LA S A N T Í S I M A V I R G E N , por el R. P . R E N A T O M . »
D E L A BROISE, de la Compañía de Jesús; traducción del P. Z. Arám-
iwu, de la misma Compañía.
Un tomo como el anterior 2 y 3 pesetas.
TOMO I V . — S A N T O D O M I N G O D E G U Z M A N , por el R. P A -
DRE F R A Y R A Y M U N D O CASTAÑO, 0. T .
Un tomo como el anterior 2 y 3 pesetas.

TOMO v . — V I D A P R I M E R A D E S A N F R A N C I S C O D E A S Í S ,
por T O M Á S D E CELANO. Primera versión castellana por el P. Fr. Pe-
legrín de Matará.
Un tomo como el anterior 2 y 3 pesetas.

Biblioteca ascética y mística


. V O L U M E N I . — L A V I D A E S P I R I T U A L , suma de teología ascé-
tica y mística s e g ú n el espíritu y principios de S t o . T o m á s de A q u i -
no por el R. P. A N D R É S M . M E Y N A R D , de la Orden de Predicado-
A

res.—Versión hecha con arreglo á la tercera edición francesa por


el P. Fr. Raimundo Gastarlo, de la misma Orden.
Un tomo de 555 páginas en 8.°, impreso con tipos nuevos y excelen-
te papel.
En rústica, con plancha en colores. . , Ptas. 4.—
En tela, con plancha de relieve y rótulos en oro. . . ^ 5.—
V O L U M E N I I . — U n tomo como el anterior 4 y 5 pesetas.

VOLUMEN n i . — M E D I T A C I O N E S PARA TODOS LOS DÍAS


D E L A Ñ O , por el P. BENITO U R Í A , Benedictino.
U n tomo como el anterior 3 y 4 pesetas.

V O L U M E N I V . — P A S I Ó N D E C R I S T O , comunicada á la V e n e 7

rabie M a d r e Juana de la Encarnación, Religiosa descalza de S a n


Agustín en el observantísimo Convento de la ciudad de Murcia,
308 EXTBACTO DEL CATÁLOGO

dada nuevamente á luz por el R. P . PEDRO B L A N C O SOTO, dé la misma


Orden.
Un tomo como los anteriores 4 y S pesetas.

Biblioteca de la mujer cristiana


V O L U M E N I . — E L L I B R O D E L A E S P O S A , por PABLO C O M -
BES.—Traducción de María Eoharri.
Un volumen de 232 páginas, de clara y nutridísima lectura, en ex-
celente papel verjurado.
En rtística, con plancha á tres tintas sobre cubiertas de papel cou-
ché _ P t a s . 2.—
Lujosamente encuadernado en tela inglesa, con la misma plancha y
rótulos en oro P t a s . 3.—
• VOLUMEN n . — E L L I B R O D E L A M A D E C A S A , por P A B L O
COMBES.—Traducción de María Echarri.
U n tomo como el anterior 2 y 3 pesetas.

V O L U M E N n i . — E L L I B R O D E L A M A D R E , por PABLO COMBES.


—Traducción de María Echarri.
Un tomo como el anterior 2 y 3 pesetas.
En preparación: E L L I B R O D E L A E D U C A D O R A .

OBRAS VARIAS

E L P R O B L E M A D E L A F E L I C I D A D , por PABLO COMBBS;


traducción de Severino Aznar. Un volumen en 8.°.
En rtística PTAS. 2.—
Entela » 3.—
E L P A Í S D E J E S Ú S , por F R . S A M U E L E I J A N , O . F . M .
En rtística P t a s . 2.—
En tela » 3.—
S A N E S T A N I S L A O D E K O S T K A , Ó Lecciones de LA vida DE
un Santo, por el P . ZBTTL, de la Compañía de Jesús; traducción del
P. Antonio González, S. J.
En cartoná. . Ptas. I'SO
En tela » 2.—
¡ H A S T A E L C I E L O ! Cartas consolatorias, por el R . P . BLOT,
Misionero Apostólico; traducción déla trigésima novena edición france-
sa por E. Wiederiehr.
En tela Ptas. I —

G U I A D E L A L M A I N F A N T I L , Devocionario PARA LOS niños,


propio para premios de catecismo, por D . " E L V I R A CASABLANOA.
En tela Ptas. I . —

M A N Á C O T I D I A N O , por el P . FRANCISCO J A V I E R TROVARELLI;


traducción del Dr. Cecilio Martínez y González.
En tela PTAS. I . —
BIBLIOTECA NACIONAL

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