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Carta A Un Joven Desilusionado Que Detesta La Democracia

Este documento es una carta a un joven desilusionado con la democracia. Explica que la democracia no es una sola forma de gobierno, sino que varía entre países y épocas. Además, señala que la percepción negativa del joven sobre la democracia se debe en parte a la difícil situación económica actual y a la manipulación de quienes lo inducen a creer que sistemas antidemocráticos como la dictadura de Pérez Jiménez fueron mejores para Venezuela.
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Carta A Un Joven Desilusionado Que Detesta La Democracia

Este documento es una carta a un joven desilusionado con la democracia. Explica que la democracia no es una sola forma de gobierno, sino que varía entre países y épocas. Además, señala que la percepción negativa del joven sobre la democracia se debe en parte a la difícil situación económica actual y a la manipulación de quienes lo inducen a creer que sistemas antidemocráticos como la dictadura de Pérez Jiménez fueron mejores para Venezuela.
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CARTA A UN JOVEN DESILUSIONADO QUE DETESTA LA DEMOCRACIA

Manuel Caballero, Revolución, reacción y falsificación.


Caracas, Alfadil Ediciones, 2002, pp. 175-188

Hoy es 23 de enero. Como seguramente te han dicho o has leído, en este mimo día,
cuando tu padre tenia apenas diez años, se produjo el derrocamiento de la tiranía y el
advenimiento de la democracia. En esos términos, ambas cosas son falsas. Lo correcto seria
decir que en esa fecha se produjo el derrocamiento de la tiranía y el advenimiento de una
democracia.

Porque la tiranía busca ser y parecer una sola, inconmovible al paso del tiempo;
mientras que lo característico de la democracia es su pluralidad: ella cambia no solo con el
tiempo, sino incluso con el número. Así, puede decirse que hay tantas como países existen,
como momentos existen de la historia, y hasta tantas como ciudades existan.

Cuando alguno pretende que solo hay una forma de democracia, y que ella debe ser
obligatoria, puedes estar seguro que no es democracia. Pero además, hacer venir el
advenimiento de la democracia venezolana el 23 de enero de 1958 es una operación
ideológica asaz corriente, producto de una tendencia muy normal a identificarla solo con
ciertas formas de gobierno; y por otra parte, ver los procesos históricos solo a través de
sucesos (sobre todo de los momentos de ruptura) y no como el desarrollo de procesos y sus
elementos de continuidad.

Todo esto, lo sé, te puede parecer un poco abstracto. Trataré de ser más claro
recurriendo a algunos ejemplos prácticos, extraídos de nuestra historia. Lo de “operación
ideológica” quiere decir que quien la ha armado no está necesariamente procediendo de
mala fe, ni mucho menos piensa estar mintiendo. Simplemente, actúa como todos tenemos
tendencia a hacerlo: creyendo que la historia comienza con nosotros y posiblemente
termine con nosotros.
Por otra parte, también es muy frecuente creer que existe democracia desde el
momento en que existe un gobierno democrático o incluso una determinada forma del
mismo. En el caso que nos ocupa, lo curioso es que señalar el 23 de enero de 1958 como el
día inaugural de nuestra democracia no solamente se escucha en labios de sus partidarios,
sino también en los de sus enemigos abiertos pero sobre todo de los solapados.

Porque se pronuncia esa palabra para rodearla de las peores características, problemas
y taras de la situación presente. Con esto caemos en lo vivo del asunto que motiva esta
carta: uno, tu situación actual (nuestra situación actual); dos, el significado, la validez, la
utilidad mismos de la democracia. En el primer caso no pretendo negar ni disimular las
dificultades presentes, ni el aborrecimiento que merece una realidad como ésta. En el
segundo, no temas: no pienso caer en definiciones generales, ni en atascos semifilosóficos.

Como remate, tampoco pienso entonar ningún himno a la democracia y sus bellezas:
porque no tengo aptitud ni actitud de poeta; y porque durante muchos años, yo tuve parejos
aborrecimientos, no totalmente curados.

Vamos con lo de la situación presente. La subida brusca y veloz de los precios, y la


lentísima progresión del salario han golpeado duramente tu familia y a ti mismo.

Sientes que has debido privarte de muchas cosas que tus (no tan) mayores conocieron,
desde un televisor hasta un teléfono; sin hablar, porque acaso nunca te lo planteaste, de un
automóvil; e incluso, de algo tan indispensable como un par de zapatos. Peor aún, hay cosas
que han desaparecido de tu mesa diaria: hay menos carne, y cada día más pasta, más maíz,
más arroz o las insípidas sardinas. Y a veces, en tu casa o en la de algún amigo tuyo, y en
todo caso en la de mucha gente de tu edad, ni eso.

Oyes las quejas de tus padres porque cada día sube el recibo de la luz; porque van a
cortar el teléfono; porque ahora deben comprimirse más en el ya escaso espacio de tu
apartamento, para acoger a tu hermano y a su joven esposa encinta. Cada día se repite en
casa que no puedes darte el lujo de enfermar, o de tener uno de esos accidentes comunes
entre los jóvenes: una pierna rota o la cabeza; un ataque de apendicitis o una hernia
estrangulada. Porque tus padres no tienen dinero para pagar las carísimas clínicas privadas;
y si caes en un hospital público, a lo mejor no encuentras ni siquiera el médico que te dé la
impresión de que no estás a solas con tu dolor: está en huelga.

Como tal vez estén en huelga tus profesores, en el liceo o en la universidad. Adonde
por lo demás tampoco da ganas de ir, para no ver los pupitres rotos, las paredes húmedas y
descascaradas, las bibliotecas desordenadas y vacías cuando no inexistentes, los libros
escasos y muy caros, los profesores en permiso legal o en retardo ilegal, o simplemente
«matando tigres», como se dice, para cuadrar su presupuesto que nunca se equilibra para
llegar a fin de mes. Y si te empeñas en asistir allí es porque en todo caso, adentro se estará
casi siempre más seguro que «por esas calles» donde reinan el hampa y una policía
desmoralizada y corrompida.

En tales condiciones, ¿puede extrañarle a alguien que descreas de la democracia? A


nadie puede extrañarle que descreas de todo, pero llama la atención que tu primera reacción
sea aborrecer la democracia. Y que, por lo tanto, cuando se te interrogue para una encuesta,
digas que el mejor gobierno que haya tenido Venezuela en el último medio siglo sea el de
Marcos Pérez Jiménez. Aunque te cueste admitirlo, porque no se trata da algo expreso, tal
descreimiento y tal conclusión son en ti menos espontáneos de lo que sospechas. De una
forma u otra has sido inducido a ello, en parte por una cierta percepción de la realidad no
por incorrecta menos normal; en la otra por la falsa imparcialidad cíe quienes te hacen
preguntas al respecto.

Vamos con lo primero: lo de la incorrecta percepción de la realidad. ¿Estoy diciendo


que si ves todo con tonos tan negros, eso es sólo producto de una visión aberrada, y que
todo es, en verdad, del brillante color de los mejores sueños? Pretender eso seria no sólo
imbécil sino inútil: te bastaría para desmentirme echar un vistazo a tu alrededor o, sin ir
demasiado lejos, citar este mismo texto un par de cuartillas antes. La distorsión se refiere a
otra cosa.
En primer lugar, cuando, con mucha razón, aborreces la realidad presente, a medida
que pasan los días y que las cosas empeoran, es más que normal también que vayan
creciendo tus detestaciones. Es entonces frecuente y explicable el proceso por medio del
cual pasas de rechazar un gobierno democrático a detestar los gobiernos democráticos y de
allí el aborrecimiento de la democracia.

Es normal porque todos tendemos a reaccionar de la misma manera cuando nos


quebramos tontamente una pierna, nos estalla un caucho en una oscura medianoche, nos
quedamos sin un centavo en mitad de semana, nos deja el autobús o la novia: «¡Eso no me
sucede sino a mi!.». Las crisis se han sucedido numerosas en la historia, pero creemos que
la peor es la que vivimos.

En segundo lugar, en este caso interviene una cierta y no siempre desinteresada


manipulación: ella es patente cuando escuchas a gente muy respetada, muy notable; cuando
ves (también y sobre todo) a algún omnipresente speaker de la televisión decretada con
mirada ambigua y gestos definitivos que estamos viviendo la crisis más grande de nuestra
historia. Lo cual indica apenas que no tienen la menor idea de qué diablos significa la
palabra crisis ni tampoco cuantas ni cuáles se han producido a lo largo de nuestra historia.
Pero esto es lo menos importante, frente a lo que sigue: «ésta es la democracia; diga Ud.
entonces ¿cuál es el mejor gobierno que hayamos tenido?». La pregunta trae ya envuelta la
respuesta: la antidemocracia, un régimen antidemocrático, una dictadura, Pérez Jiménez.

Respuesta inevitable porque quienes la hacen no han elaborado en realidad una


pregunta sino un retrato hablado (y no nos vengan con el cuento de que la televisión es una
cosa y las encuestadoras otra: estamos hablando de un clima, o para decirlo con una
expresión de moda, de una «matriz de opinión»).

Pero aceptemos el reto y examinemos primero esta historieta el «Pérez Jiménez, el


mejor gobierno». Creo que tus mayores, que vivimos esa dictadura, deberíamos hacernos
una seria autocrítica: si hoy tú te dejas llevar tan fácilmente a esa conclusión, en gran parte
se debe a nuestra renuencia a analizar con seriedad ese régimen e incluso a hablar de él: un
gobernante hubo que hasta se jactaba de nunca nombrarlo, por asepsia. Es que para
nosotros resultaba axiomático que el de Pérez Jiménez era un gobierno tan malo, que
decirlo era llover sobre mojado, y explicarlo, perder el tiempo: nos bastaba sabe que, caso
raro en nuestra historia desde el 19 de abril de 1810, este gobernante había sido echado por
la calle en rebeldía. Nunca olvidaré un titular a ocho columnas de France-Soir, el
vespertino de mayor circulación en Francia, que por primera vez (y en su primera página)
nombraba a nuestro país: «Al precio de cuatrocientos muertos, Venezuela echa a su
dictador detestado».

Ese era el tono de la prensa en todos los países de gran desarrollo político: pocas veces
el prestigio del nuestro había llegado tan alto. En cuanto a nuestro silencio, la más
elemental elegancia intelectual nos lo imponía: romperlo era como responder a esos
ramplones escribidores de cartas cuya defensa del dictador se refiere sistemáticamente
menos a su labor de gobierno que a sus atributos viriles: es «el hombrazo», el machísimo
compadre cuya potencia tanto enorgullece a estos curiosos cultores del voyeurismo político.

Aunque resulte repugnante, debemos comenzar por ahí. Porque en la exaltación o la


simple tendencia a añorar la dictadura está latente ese culto del macho anclado en las zonas
más oscuras del inconsciente colectivo, en especial del latinoamericano. Pero si (a
sabiendas o no) tú buscas la protección de un «hombrazo», mejor ni ira a otro lacio. Marcos
Pérez Jiménez podrá tener; como todo el mundo, algunas, incluso muchas, virtudes
personales; pero entre ellas río está ciertamente el valor físico.

En eso, no se puede comparar con otros tiranos de este siglo: ni con Cipriano Castro
que entraba al fuego sin mirar atrás; ni con Juan Vicente Gómez, quien en la batalla de
Carúpano no atendió, hasta el combate concluido, tina herida de bala que le entro por la
ingle, y casi le hace perder una pierna. No se puede comparar tampoco con el primer
gobernante democrático, con un Eleazar López Contreras que llevaba en su cuerpo las balas
atrapadas en su campaña con «los Sesenta»; ni con un gobernante civil como Rómulo
Betancourt, quien se sobrepuso a sus horribles quemaduras para hablar al país horas
después del atentado de los «Los Próceres». Pérez Jiménez es, en cambio, uno de esos bien
vestidos oficialitos de parada que sólo han conocido el olor de la pólvora en las fiestas patr-
onales: en 1945, se entregó antes de echar el primer tiro; en 1958, apenas los oyó, huyó con
tanta prisa que abandonó en el aeropuerto la famosa maleta repleta de millones que sirvió
para condenarlo prisión y hacerlo extraditar.

Como sea, la pregunta del encuestador no se re tiara a la persona cíe Pérez Jiménez, sino a
su gobierno, del cual se encomia su eficiencia y su capacidad gerencial, si se compara con
lo que siguió.
Es más que cierto que esto último no ha tenido las perfecciones que soñamos en
aquella inolvidable madrugada di hace 40 años, pero que lo actuado por Pérez Jiménez
haya sido mejor es una afirmación que no resiste el menor análisis. Vamos a reducirnos a
dos ejemplos sencillos, uno por cada una de aquellas cualidades atribuidas.

Las obras públicas del gobierno cíe Pérez Jiménez (como las carreteras de Gómez, las
autopistas de Hitler y el secado de los pantanos por Mussolini) son su orgullo, el sonsonete
de sus partidarios confesos o encubiertos. Sería tonto negarlas, porque están a la vista
(justamente, que «estén a la vista» es una de las cualidades buscadas en el momento de
construirlas). Eso es, pues, muy cierto; pero lo que es falso es que después «no se haya
hecho nada» o casi. No vamos a intentar un paralelo con todos los gobiernos que le han
sucedido hasta hoy, porque eso sería tomar una indebida ventaja. Nos limitaremos a
comparar los diez años del régimen militar (1948-1958) y los diez años de Betancourt y
Leoni. Comparación fácilmente verificable, hecha en un seminario de la UCAB por el
ingeniero Gustavo de la Rosa.

Para buscar un parangón inobjetable en materia de obras públicas (y siendo como es en


ambos casos el Estado venezolano el primer constructor), el citado investigada hurgo en las
estadísticas venezolanas del consumo de cemento gris en ambos periodos. El segundo
(gobiernos civiles) superó sin dificultad al primero (gobiernos militares): En toneladas por
año casi lo dobló; en toneladas per cápita también aquellos superaron ampliamente a éstos.
Un total, el consumo de cemento en la década 59-67 superó en un 19,4 por ciento y por
cabeza a la década 47-57 (Fuente: Asociación Venezolana de Productores de Cemento).
No le faltaba razón entonces a Leopoldo Sucre Figarella cuando se jactaba de haber
dirigido, él, la construcción de más obras públicas que en toda una década de gobiernos
militares.
El otro punto de comparación es el de la política petrolera, que suele graduar o aplazar
según el caso a todos los gobernantes venezolanos. Hoy se suele, y con sobrada razón,
condenar la chamboneria de los gobiernos posteriores al 23 de enero que han recibido
ingresos fabulosos gracias al boom petrolero y a vuelta de pocos meses andaba con una
mano atrás y otra adelante.

Pero no se crea que Pérez Jiménez procedió mejor, ni con mayor prudencia. Como lo
ha recordado muy pertinentemente Maxim Ross en El Universal, en los finales de los
cincuenta el tremendo déficit fiscal de la dictadura fue producto de una reducción de
precios e ingresos que puso a temblar al «nuevo ideal nacional». No hay sino que recordar
los cortísimos meses que separan la guerra del Sinaí del derrocamiento de Pérez Jiménez.
La situación en el Medio Oriente puso a valer el petróleo venezolano acaso como nunca
antes desde la Segunda Guerra Mundial; y las arcas nacionales parecían llenarse cuando la
dictadura decidió abrir sus pulidos e iluminados salones para empezar una nueva «danza de
las concesiones» petroleras. Hasta la oposición, en les cárceles, los escondites o el exilio
lanzó un suspiro de desesperanza: con todos esos reales, habría Pérez Jiménez para rato.

Pero como lo hicieran luego los tan criticados presidentes civiles Carlos Andrés Pérez
y Luis Herrera Campins, el muy eficiente y gerencial general Marcos Pérez Jiménez olvidó
sus latines, aquellas lecciones de historia sagrada aprendidas en el colegio de los hermanos
cristianos.

Olvidó, como el mismo Ross lo dice, que la nuestra es una economía de vacas gordas y
vacas flacas que depende de las fluctuaciones del petróleo en los mercados internacionales.
El resultado fue que en diciembre de 1956 el jefe de la policía, Pedro Estrada, se jactaba
ante la prensa extranjera de que los venezolanos se habían olvidado de la política porque
todo el mudo estaba preocupado sólo por hacer dinero, y en enero de 1958 ya andaba de
carreritas, dejando, al huir para nunca volver, un país arruinado que maldecía la
imprevisión y la irresponsabilidad del «mejor gobierno»: del gobierno de la dictadura.

Pero había prometido hablarte del significado, el valor, la utilidad de la democracia.


Burla burlando, ya lo he hecho, porque la primera característica de la democracia se revela
precisamente en cualquier comparación con la dictadura. El filósofo Fernando Savater lo ha
dicho en pocas palabras: «la democracia es mas relevante por le que evita que por lo que
proporciona»; y la primera cosa que ella evita es la dictadura.

Pero no pienso quedarme allí, y lo primero que quiero decirte es que si todavía te
empeñas en considerar el de la dictadura como «el mejor gobierno», no pienso contrariarte
ni desmentírtelo. No para evitar tu disgusto, sino porque es verdad.

Porque la democracia conoce de gobiernos buenos (los menos) y de gobiernos malos


(los mas). Más aún, hay quienes salen del poder arrasando en las encuestas, por lo que se
supone que han presidido un gobierno excelente, pero la experiencia inmediata y un análisis
más serio lo revelan como uno de los peores: casi no necesito poner un nombre a este
retrato de Jaime Lusinchí.

En cambio, la dictadura no conoce de gobiernos malos: todos son no solamente


buenos, sino siempre e indiscutidamente «el mejor». Porque el único gobierno perfecto es
aquel que no merece crítica; y no hay gobierno, desde que el mundo es mundo y los go-
biernos existen, que no las merezca: hasta los imaginarios, como tú tal vez hayas conocido
con los viajes de Gulliver, cometían tan gobierneras trapisondas que hacían inevitable la
existencia de partidos de oposición.

Pero una cosa es merecer críticas y otra permitirías: la dictadura confunde ambas cosas y,
como prohíbe la crítica, al no escucharla cree no merecerla. Así sí es posible tener
gobiernos inobjetables: este siglo ha conocido algunos, cuya perfección ha sido tan
completa que ha costado millones de muertos regresar sus países a la imperfección.
Yo comprendo que esto no te guste: quisiera tener un gobierno y una sociedad
perfectos. Esa búsqueda de la perfección es una de las mejores cualidades de la juventud,
de toda juventud, y ojalá nunca la pierdas, pero una cosa es que esa perfección la busques
tú, y otra que se te sea impuesta: hasta la perfección es insoportable si es obligatoria.

Con esto entramos en lo que tal vez sea el asunto más importante de todo cuanto
hemos tratado en estas líneas: lo que hace la diferencia entre un gobierno perfecto y uno
imperfecto, entre la democracia y la dictadura, es la crítica. Dicho en otros términos, que el
ejercicio de la democracia es menos un asunto del gobierno que de la sociedad, es decir,
que de ti mismo. La democracia existe desde el momento en que desarrollas y conservas la
capacidad y sobre todo la voluntad de cuestionarla.
Esto también merece ser ilustrado con algún ejemplo. Seguramente has escuchado
mucho que la democracia ha encarcelado más gente, ha golpeado más gente, ha matado
más gente, que la dictadura. Pacemos por encima del hecho de que se están comparando
dos dimensiones absolutamente desproporcionadas: los cinco años de la dictadura
unipersonal de Pérez Jiménez (o incluso los diez de gobierno militar) con casi cuatro
décadas particularmente convulsas (guerrillas, «caracazos», pronunciamientos militares),
las que van de 1958 al día de hoy. Pero aun si se aceptase la comparación, la desproporción
entre una situación y otra continuaría.
Como mucha gente de mi generación (y sin pretender un particular mérito por eso) yo
no solamente he vivido, sino que he combatido en las dos situaciones, me he opuesto, en
ocasiones violentamente, a sus regímenes, el de la dictadura y los de la democracia. Pero
hay una diferencia sustancial: los gobiernos democráticos pueden haber sido muy malos,
pésimos; pero si puedo decirlo es porque he tenido la oportunidad de hacerlo.

No me comprendas mal: por mucho que yo puedo apreciar, como en efecto es al caso,
la libertad de expresión, no me estoy refiriendo a ella como un derecho constitucional
respetado o irrespetado según el caso por el gobierno, sino a mi propia voluntad de expresar
la crítica. Ningún gobierno la recibe con agrado; todos intentan no sólo combatirla
argumentalmente, sino cercenarla, coartarla por todos los medios posibles, algunos abiertos,
otros más sutiles.
Es por oso que se puede decir que todo gobierno es autoritario. Por eso también, la
diferencia entre ambas situaciones no esta en ellos, en su intrínseca realidad autoritaria,
sino en la percepción de mi propio combate por mí mismo. Una vez más, puedo parecerte
abstracto, si no abstruso.

Voy a decírtelo en una palabra: la diferencia es el miedo. O mejor dicho, su frecuencia


e intensidad. Si me pongo a echar cuentas, en estos casi cuarenta últimos años he pasado
mas sustos y echado más carreras, he absorbido más gases lacrimógenos y he llevado más
coscorrones, he huido de más plomazones, tanto absoluta como relativamente, que en los
diez años de gobiernos militares. Pero una vez pasado el apuro, me he echado a dormir
tranquilamente. No porque el o los gobiernos no quisieran ponerme mano o algo peor, sino
porque eso no me asustaba sino en su momento; pero no era ese terror difuso, impalpable,
cotidiano que se siente bajo una tiranía.

Acabo de escribir la palabra clavo: terror. No es frecuente que, puestos a echar


números y, como se dice, pelo a pelo, un gobierno democrático llegue a exhibir como triste
condecoración más presos, mas apaleados o más muertos que una dictadura. Eso es porque
llegado un momento, la tiranía no necesita ejercer, coerción física para ser obedecida: con
la sola amenaza de emplearla, logra paralizar la sociedad. No se trata entonces de que te
amordace para impedir tu palabra, sino que te castra para doblegar tu voluntad.

Es por eso que el derrocamiento de una dictadura es menos la caída de un gobierno


que la liberación de ese terror difuso e impalpable. Es por eso que luego de abierta, sea tan
difícil regresar el genio popular a la botella que lo encerraba. Es por eso también, que la
democracia es menos un conjunto de instituciones gobernativas, elecciones, partidos
políticos, prensa libre que esa liberación del miedo.

Decir esto puede hacerte comprender con más facilidad lo que te decía al comienzo
de esta carta sobre el 23 de enero como la fecha auroral de nuestra democracia. Si no lo
creo así, no es por negar su importancia en el desarrollo de nuestra historia contemporánea,
sino porque pienso que la democracia no comienza cuando debuta la serie de gobiernos
democráticos (ni mucho menos que gobierno democrático signifique buen gobierno), sino
desde el momento en que se pierde el miedo a expresar la voluntad popular.

En tales condiciones, si hay que señalar un momento preciso para el inicio de nuestra
democracia, yo prefiero el 14 de febrero de 1936. Cierto, aquello ya se había producido
antes, en el carnaval de 1928; pero eso se quedó reducido en buena parte a una élite
intelectual y sobre todo, porque veinte años de tiranía habían creado y lograron mantener
reflejos de obediencia y terror todavía demasiado grandes, demasiado paralizantes.

Es así como después de 1928 regresó el terror (no la simple represión, aunque
también, sino el terror) a depositarse como una pesada lápida sobre el coraje de los
venezolanos. En cambio, en 1936, la marejada popular le dio su sanción definitiva a esa
actitud, a esa pérdida del miedo.

Y en tal forma, que el retroceso que significó la dictadura de Pérez Jiménez no paso
de cinco años en su fase más brutal: del golpe de estado de diciembre de 1952 para
desconocer justamente esa voluntad popular, al 23 de enero de 1958 en que ella se
manifestó de manera más violenta para hacerse respetar.

Debo terminar esta carta, por razones de tiempo y espacio. Pero la consideraría inútil si no
he logrado con ella dejarte claro que el significado, la validez la utilidad de la democracia
no proviene de un gobierno «bueno» sino de un pueblo, de una sociedad sin miedo. No
solamente creo que tienes el derecho a considerar este o aquel gobierno como malo y muy
malo, el peor que hayas podido conocer o concebir, sino que también lo considero tu deber.
Porque en el momento en que se deje de escuchar tu crítica, algo anda mal: o tú mismo o el
gobierno, y lo más seguramente las dos cosas. En el momento en que se deje de escuchar tú
crítica y peor aun, en el momento en que pierdas la voluntad de hacerla oír, todo anda mal:
habremos dejado de vivir bajo un gobierno «malo» para vivir bajo un gobierno «bueno»,
perfecto. Habremos abandonado la democracia para caer en la tiranía; y en el terror.

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