Jorge Luis Borges: El cuento
y yo
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-
Jun 29, 2015
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Borges era un genio, pero tenía unos arranques de humildad para hacer
creer a sus lectores que sus relatos eran una mera recopilación de
informaciones que se encontraban en enciclopedias. Sin embargo, todos
sabemos que sus monumentales textos han sido producto un trabajo
invalorable en el que imaginación y enciclopedismo se han combinado.
Compartimos la transcripción de una conferencia en la que el escritor
argentino explica el origen de algunas sus más célebres historias.
Por Jorge Luis Borges
Acaban de informarme que voy a hablar sobre mis cuentos. Ustedes
quizás los conozcan mejor que yo, ya que yo los he escrito una vez y
he tratado de olvidarlos, para no desanimarme he pasado a
otros; en cambio, tal vez alguno de ustedes haya leído algún cuento
mío, digamos un par de veces, cosa que no me ha ocurrido a mí.
Pero creo que podemos hablar sobre mis cuentos, si les parece que
merecen atención. Voy a tratar de recordar alguno y luego me
gustaría conversar con ustedes que, posiblemente, o sin
posiblemente, sin adverbio pueden enseñarme muchas cosas, ya
que no creo, contrariamente a la teoría de Edgar Allan Poe, que
el arte, la operación de escribir, sea una operación intelectual. Yo
creo que es mejor que el escritor intervenga lo menos posible
en su obra. Esto puede parecer asombroso; sin embargo, no lo es:
en todo caso se trata, curiosamente, de la doctrina clásica. Lo vemos
en la primera línea -yo no sé griego- de la Ilíada de Homero, que
leemos en la versión tan censurada de Hermosilla: «canta, Musa,
la cólera de Aquiles». Es decir, Homero, o los griegos que
llamamos Homero, sabían que el poeta no es el cantor, que el
poeta (el prosista, da lo mismo) es simplemente el amanuense de
algo que ignora y que en su mitología se llamaba la Musa. En
cambio, los hebreos prefirieron hablar del espíritu, y nuestra
psicología contemporánea que no adolece de excesiva belleza, de la
subconciencia, el inconsciente colectivo, o algo así. Pero, en fin, lo
importante es el hecho de que el escritor es un amanuense,
él recibe algo y trata de comunicarlo, lo que recibe no son
exactamente ciertas palabras en un cierto orden, como querían los
hebreos, que pensaban que cada sílaba del texto había sido prefijada. No,
nosotros creemos en algo mucho más vago que eso, pero, en
cualquier caso, en recibir algo.
***
Voy a tratar entonces de recordar un cuento
mío. Estaba dudando mientras me traían y me acordé de un cuento que no
sé si ustedes han leído: se llama El Zahir. Voy a recordar cómo llegué yo
a la concepción de ese cuento. Uso la palabra «cuento» entre
comillas, ya que no sé si lo es o qué es, pero, en fin, el tema de los
géneros es lo de menos. Croce creía que no hay géneros; yo creo que
sí, que los hay en el sentido de que hay una expectativa en el lector. Si
una persona lee un cuento, lo lee de un modo distinto de su modo de leer
cuando busca un artículo en una enciclopedia o cuando lee una novela, o
cuando lee un poema. Los textos pueden no ser distintos pero
cambian según el lector, según la expectativa. Quien lee un cuento
sabe o espera leer algo que lo distraiga de su vida cotidiana, que lo haga
entrar en un mundo, no diré fantástico -muy ambiciosa es la palabra-
pero sí ligeramente distinto del mundo de las expectativas comunes.
Ahora llego a El Zahir y, ya que estamos entre amigos, voy a
contarles cómo se me ocurrió ese cuento. No recuerdo la fecha
en la que escribí ese cuento, sé que yo era director de la
Biblioteca Nacional, que está situada en el Sur de Buenos Aires,
cerca de la iglesia de La Concepción; conozco bien ese barrio. Mi
punto de partida fue una palabra, una palabra que usamos casi todos
los días sin darnos cuenta de lo misterioso que hay en ella (salvo que
todas las palabras son misteriosas): pensé en
la palabra inolvidable, unforgettable en inglés. Me detuve, no sé por
qué, ya que había oído esa palabra miles de veces, casi no pasaba un día
en que no la oía; pensé: qué raro sería que hubiera algo que
realmente no pudiéramos olvidar. Qué raro sería si hubiera, en lo
que llamamos realidad, una cosa, un objeto -¿Por qué no?- que fuera
realmente inolvidable.
Ese fue mi punto de partida, bastante abstracto y pobre; pensar en
el posible sentido de esa palabra oída, leída,
literalmente inolvidable, unforgettable, unvergesslich, inoubiable. Es una
consideración bastante pobre, como ustedes han visto. En seguida
pensé que si hay algo inolvidable, ese algo debe ser común, ya que si
tuviéramos una quimera, por ejemplo, un monstruo con tres
cabezas (una cabeza creo que de cabra, otra de serpiente, otra creo que
de perro, no estoy seguro), lo recordaríamos ciertamente. De modo que
no habría ninguna gracia en un cuento con un minotauro, con una
quimera, con un unicornio inolvidables; no, tenía que ser algo muy
común. Al pensar en ese algo común pensé, creo que
inmediatamente, en una moneda, ya que se acuñan miles y miles de
monedas todas exactamente iguales. Todas con la efigie de la libertad, o
con un escudo o con ciertas palabras convencionales. Qué raro sería si
hubiera una moneda, una moneda perdida entre esos millones de
monedas, que fuera inolvidable. Y pensé en una moneda que ahora ha
desaparecido, una moneda de veinte centavos, una moneda igual a las
otras, igual a la moneda de cinco, o a la de diez, un poco más grande; qué
raro si entre los millones, literalmente, de monedas acuñadas por el
Estado, hubiera una que fuera inolvidable. De ahí surgió una idea; una
inolvidable moneda de veinte centavos. No sé si existen aún, si los
numismáticos las coleccionan, si tienen algún valor, pero, en fin, no pensé
en eso en aquel tiempo. Pensé en una moneda que para los fines de mi
cuento tenía que ser inolvidable; es decir: una persona que la viera no
podría pensar en otra cosa.
Luego me encontré ante una segunda o
tercera dificultad… he perdido la cuenta. ¿Por qué esa moneda iba a ser
inolvidable? El lector no acepta la idea, yo tenía que preparar la
inolvidabilidad de mi moneda y para eso convenía suponer un estado
emocional en quien la ve, había que insinuar la locura, ya que el tema de
mi cuento es un tema que se parece a la locura o a la obsesión. Entonces
pensé, como pensó Edgar Allan Poe cuando escribió su justamente
famoso poema El Cuervo, en la muerte de una mujer hermosa. Poe
se preguntó a quién podría impresionar la muerte de esa mujer, y
dedujo que tenía que impresionarle a alguien que estuviese enamorado de
ella. De ahí llegué a la idea de una mujer, de quien yo estoy enamorado,
que muere, y yo estoy desesperado.
En ese punto hubiera sido fácil, quizá demasiado fácil, que esa mujer
fuera como la perdida Leonor de Poe. Pero no, decidí mostrar a esa
mujer de un modo satírico, mostrar el amor de quien olvidará la
moneda de veinte centavos como un poco ridículo, todos lo son para
quien los ve desde a fuera.
Entonces, en lugar de hablar de la belleza del love splendor, la convertí en
una mujer bastante trivial, un poco ridícula, venida a menos,
tampoco demasiado linda. Imaginé esa situación que se da muchas veces:
un hombre enamorado de una mujer, que sabe, por un lado, que no
puede vivir sin ella y, al mismo tiempo, sabe que esa mujer no es
especialmente memorable, digamos, para su madre, para sus
primas, para la mucama, para la costurera, para las amigas; sin
embargo, para él, esa persona es única.
Eso me lleva a otra idea, la idea de que quizás toda persona sea única,
y que nosotros no veamos lo único de esa persona que habla a favor
de ella. Yo he pensado alguna vez que esto se da en todo, si no fijémonos
en la Naturaleza, o en Dios (Deus sive Natura, decía Spinoza) lo
importante es la cantidad y no la calidad. Por qué no suponer,
entonces, que hay algo, no sólo en cada ser humano, sino en cada hoja, en
cada hormiga, único, que por eso Dios, o la Naturaleza, crea millones de
hormigas; es falso, no hay millones de hormigas, hay millones de seres
muy diferentes, pero la diferencia es tan sutil que nosotros los veos como
iguales.
Entonces, ¿qué es estar enamorado? Estar enamorado es percibir
lo único que hay en cada persona, eso único que no puede comunicarse
salvo por medio de hipérboles o de metáforas. Entonces, por qué no
suponer que esa mujer, un poco ridícula para todos, poco ridícula para
quien está enamorado de ella, esa mujer muere. Y luego tenemos el
velorio. Yo elegí el lugar del velorio, elegí la esquina, pensé en la iglesia de
La Concepción, una iglesia no demasiado famosa ni demasiado
patética, y luego al hombre que después del velorio va a tomar
un guindado a un almacén. Paga; en el cambio le dan una moneda
y él distingue enseguida que hay algo en ella -hice que fuera
rayada para distinguirla de las otras. Él ve la moneda, está muy
emocionado por la muerte de la mujer, pero al verla ya empieza a
olvidarse de ello, empieza a pensar en la moneda. Ya tenemos el
objeto mágico para el cuento. Luego vienen los subterfugios del
narrador para librarse de esa que él sabe que es una obsesión.
Hay diversos subterfugios: uno de ellos es perder la moneda. La lleva,
entonces, a otro almacén que queda un poco lejos. La entrega en el
cambio, trata de no fijarse en qué esquina está. ese almacén, pero eso
no sirve para nada porque él sigue pensando en la moneda.
Luego llega a extremos un poco absurdos. Por ejemplo, compra
una libra esterlina con San Jorge y el dragón, la examina con una
lupa, trata de pensar en ella y olvidarse de la moneda de veinte
centavos ya perdida para siempre, pero no logra hacerlo. Hacia el
final del cuento el hombre va enloqueciendo pero piensa que esa
misma obsesión puede salvarlo. Es decir, habrá un momento en
el cual ya el universo habrá desaparecido, el universo será una
moneda de veinte centavos. Entonces él -aquí produje un pequeño
efecto literario- él, Borges, estará loco, no sabrá que es Borges. Ya
no será otra cosa que el espectador de esa perdida moneda
inolvidable. Y concluí con esta frase debidamente literaria, es decir,
falsa: «Quizás detrás de la moneda está Dios». Es decir si
uno ve una sola cosa, esa cosa única es absoluta. Hay otros
episodios que he olvidado, quizás alguno de ustedes los recuerde. Al
final, él no puede dormir, sueña con la moneda, no puede
leer, la moneda se interpone entre el texto y él, casi no puede
hablar sino de un modo mecánico, porque realmente está pensando
en la moneda, así concluye el cuento.
***
Bien, ese cuento pertenece a una serie de
cuentos, en la que hay objetos mágicos que parecen preciosos al principio
y luego son maldiciones, sucede que están cargados de horror.
Recuerdo otro cuento que esencialmente es el mismo y que está en mi
mejor libro, si es que yo puedo hablar de mejores libros: El libro de la
arena. Ya el título es mejor que El Zahir, creo que zahir quiere decir algo
así como maravilloso excepcional. En este caso, pensé antes que nada
en el título: El libro de arena, un libro imposible, ya que no puede haber
libros de arena, se disgregarían. Lo llamé libro de arena porque consta
de un número infinito de páginas. El libro tiene el número de la
arena, o más que presumible número infinito de páginas, no puede
abrirse dos veces en la misma.
Este libro podría haber sido un gran libro, de aspecto ilustre; pero la
misma idea que me llevó a una moneda de veinte centavos en el
primer cuento, me condujo a un libro mal impreso, con torpes
ilustraciones y escrito en un idioma desconocido. Necesitaba eso para el
prestigio del libro, y yo llamé Holy Writ -escritura sagrada-, la escritura
sagrada de una religión desconocida. El hombre lo adquiere, piensa que
tiene un libro único, pero luego advierte lo terrible de un libro sin
primera página (ya que si hubiera una primera página habría una
última). En cualquier parte en la que él abra el libro, habrá siempre
algunas páginas entre aquella en la que él abre y la tapa. El libro
no tiene nada de particular, pero acaba por infundirle horror y él
opta por perderlo y lo hace en la Biblioteca Nacional. Elegí ese lugar en
especial porque conozco bien la biblioteca.
Así, tenemos el mismo argumento: un objeto mágico que realmente
encierra horror.
***
Pero antes yo había escrito otro cuento titulado Tlön, Uqbar Orbis
Tertius. Tlön no se sabe a qué idioma corresponde. Posiblemente a una
lengua germánica. Uqbar sugiere algo arábigo, algo asiático. Y luego dos
palabras claramente latinas: Orbis Tertius, mundo tercero. La idea es
distinta, la idea es la de un libro que modifique el mundo.
Yo siempre he sido lector de enciclopedias, creo que es uno de los
géneros literarios que prefiero porque de algún modo ofrece todo de
manera sorprendente. Recuerdo que solía concurrir a la Biblioteca Nacional
con mi padre; yo era demasiado tímido para pedir un libro, entonces
sacaba un volumen de los anaqueles, lo abría y leía. Encontré una vieja
edición de la Biblioteca Británica, una edición muy superior a las
actuales ya que estaba concebida como libro de lectura y no de consulta;
era una serie de largas monografías. Recuerdo que una noche
especialmente afortunada en la que busqué el volumen que corresponde
a D-L y leí un artículo sobre los druidas, antiguos sacerdotes de los
celtas, que creían -según César- en la trasmigración. Luego pensé en
un rasgo no indigno de Kafka: Dios sabe que esos drusos son
muy pocos, que los asedian sus vecinos, pero al mismo tiempo
creen que hay una vasta población de drusos en la China y creen,
como los druidas, en la trasmigración. Eso lo encontré en aquella
edición, creo que del año 1910, y luego en la de 1911 no encontré ese
párrafo, que posiblemente soñé; aunque creo recordar aún la
frase chinese druses -drusos chinos- y un artículo sobre Dryden, que
habla de toda la triste variedad del infierno, sobre el cual ha escrito
un excelente libro el poeta Eliot; eso me fue dado en una noche.
Y como siempre he sido un lector de enciclopedias, reflexioné -esa reflexión
es trivial también, pero no importa, para mí fue inspiradora que las
enciclopedias que yo había leído se refieren a nuestro planeta, a
los otros, a los diversos idiomas, a sus diversas literaturas, a las diversas
filosofías, a los diversos hechos que configuran lo que se llama mundo
físico. ¿Por qué no suponer una enciclopedia de un mundo
imaginario?
Esa enciclopedia tendría el rigor que no tiene
lo que llamamos realidad. Dijo Chesterton que es natural que lo real sea
más extraño que lo imaginado, ya que lo imaginado procede de
nosotros, mientras que lo real procede de una imaginación infinita, la
de Dios. Bueno, vamos a suponer la enciclopedia de un mundo
imaginario. Ese mundo imaginario, su historia, sus matemáticas, sus
religiones, las herejías de esas religiones, sus lenguas, las gramáticas y
filosofías de esas lenguas, todo eso va a ser más ordenado, es decir, más
aceptable para la imaginación que el mundo real en el que estamos
perdidos, del c1uc podemos pensar que es un laberinto, un caos. Podemos
imaginar, entonces, la enciclopedia de ese mundo, o esos tres mundos que
se llaman, en tres etapas sucesivas, Tlön, Uqbar, Orbú Tertius. No sé
cuántos ejemplares eran, digamos treinta ejemplares de ese
volumen que leído y releído, acaba de suplantar la realidad; ya que la
historia real que narra es más aceptable que la historia real que no
entendemos, su filosofía corresponde a la filosofía que podemos admitir
fácilmente y comprender el idealismo de Hume, de los hindúes, de
Schopenhauer, de Berkeley, de Spinoza. Supongamos que esa
enciclopedia funde el mundo cotidiano y lo reemplaza. Entonces, una
vez escrito el cuento, aquella misma idea de un objeto mágico que modifica
la realidad lleva a una especie de locura; una vez escrito el cuento
pensé: «¿qué es lo que realmente ha ocurrido?». Ya que, ¿qué
sería el mundo actual sin los diversos libros sagrados, sin los
diversos libros de filosofía?
***
Ese fue uno de los primeros cuentos que escribí. Ustedes observarán
que esos tres cuentos de apariencia distinta, Tlön, Uqbar, Orbú Tertius; El
zahir y El libro de arena son esencialmente el mismo: un objeto mágico
intercalado en lo que se llama el mundo real. Quizás piensen que yo
haya elegido mal, quizás haya otros que les interesen más. Veamos por lo
tanto otro cuento: Utopía de un hombre que está cansado. Esa utopía
de un hombre que está cansado es realmente mi utopía. Creo que
adolecemos de muchos errores: uno de ellos es la fama. No hay
ninguna razón para que un hombre sea famoso. Para ese cuento yo
imagino una longevidad muy superior a la actual. Bernard Shaw
creía que convendría vivir 300 años para llegar a ser adulto. Quizás la
cifra sea escasa; no recuerdo cuál he fijado en ese cuento: lo escribí
hace muchos años. Supongo primero un mundo que no está parcelado
en naciones como ahora, un mundo que haya llegado a un idioma
común. Vacilé entre el esperanto u otro idioma neutral y luego pensé en el
latín. Todos sentimos la nostalgia del latín. Me acuerdo de una frase
muy linda de Browning que habla de ello: «Latin, marbles lenguage»
-latín, idioma del mármol-. Lo que se dice en latín aparece,
efectivamente, grabado en el mármol de un modo bastante
lapidario. Pensé en un hombre que vive mucho tiempo, que llega a
saber todo lo que quiere saber, que ha descubierto su especialidad y se
dedica a ella, que sabe que los hombres y mujeres en su vida pueden ser
innumerables, pero se retira a la soledad. Se dedica a su arte, que
puede ser la ciencia o cualquiera de las artes actuales. En el cuento se
trata de un pintor. Vive solitariamente, pinta, sabe que es absurdo
dejar una obra de arte a la realidad, ya que no hay ninguna razón
para que cada uno no sea su propio Velásquez, su propio
Schopenhauer. Entonces llega un momento en el que decide
destruir todo lo que ha hecho. Él no tiene nombre: los nombres
sirven para distinguir a unos hombres de otros, pero él vive solo. Llega
un momento en que cree que es conveniente morir. Se dirige a un
pequeño establecimiento donde se administra el suicidio y quema
toda su obra. No hay razón para que el pasado nos abrume, ya que
cada uno puede y debe bastarse. Para que ese cuento fuese
contado hacía falta una persona del presente; esa persona es el
narrador. El hombre aquél le regala uno de sus cuadros al
narrador, quien regresa al tiempo actual (creo que es contemporáneo
nuestro). Aquí recordé dos hermosas fantasías, una de Wells y otra
de Coleridge. La de Wells está en el cuento titulado The Time
Machine -la máquina del tiempo-, donde el narrador viaja a un
porvenir muy remoto y de ese porvenir trae una flor, una flor
marchita; al regresar él esa flor no ha florecido aún. La otra es
una frase, una sentencia perdida de Coleridge que está en sus
cuadernos, que no se publicaron nunca hasta después de su muerte, y
dice simplemente: «si alguien atravesara el paraíso y le dieran como
prueba de su pasaje por el paraíso una flor y se despertara con esa
flor en la mano, entonces, ¿qué?».
Eso es todo, yo concluí de ese modo: el hombre vuelve al presente y
trae consigo un cuadro del porvenir, un cuadro que no ha sido
pintado aún. Ese cuento es un cuento triste, como lo indica su
título: Utopía de un hombre que está cansado.