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Casey - Secreto Bien Guardado-Periodico Cubano

Este documento resume la vida y obra del escritor cubano Calvert Casey. Nació en 1924 en Estados Unidos de padres cubanos y vivió en Cuba, Estados Unidos y Europa donde escribió cuentos y ensayos. Regresó a Cuba en 1957 pero se sintió marginado por el gobierno revolucionario. Publicó sus obras más importantes entre 1963-1969 antes de suicidarse en 1969 en Roma debido a la depresión y el aislamiento. Casey tuvo una vida itinerante y es considerado uno de los escritores cubanos más enigmáticos e

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Casey - Secreto Bien Guardado-Periodico Cubano

Este documento resume la vida y obra del escritor cubano Calvert Casey. Nació en 1924 en Estados Unidos de padres cubanos y vivió en Cuba, Estados Unidos y Europa donde escribió cuentos y ensayos. Regresó a Cuba en 1957 pero se sintió marginado por el gobierno revolucionario. Publicó sus obras más importantes entre 1963-1969 antes de suicidarse en 1969 en Roma debido a la depresión y el aislamiento. Casey tuvo una vida itinerante y es considerado uno de los escritores cubanos más enigmáticos e

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Casey, Literatura, Literatura Cubana

Un secreto bien guardado


Cuarenta y cinco años después de su muerte, Calvert Casey sigue
siendo uno de esos escritores pendientes de ser releído o
descubierto
Carlos Espinosa Domínguez, Misisipi | 15/08/2014 4:42 pm
 

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La obra de Casey responde, por intensidad, por falta de aparato, por el carácter visionario y retraído
de la persona que se traduce en los relatos, a un tipo de escritor que no hace correr a la gente a las
casetas de firma pero agrupó en torno a sí a un pequeño y aguerrido ejército de seguidores hasta la
muerte; la categoría a la que pertenecen, por establecer un marco comparativo, narradores como
Robert Walser, Felisberto Hernández, Ackerley o Landolfi.
Vicente Molina Foix
Como es uno de los tantos excluidos del Diccionario de la literatura cubana, no se sabe el día ni el
mes en que nació. Sí se conoce el año, 1924, lo cual permite afirmar que en 2014 cumpliría nueve
décadas de existencia. Eso, claro, si no hubiese muerto el 16 de mayo de 1969, en el apartamento
de Roma donde residía. La suya no fue una muerte natural, sino provocada por mano propia. Según
el informe de la policía, “yacía en el lecho en una posición que hacía natural pensar que se había
tomado un frasco entero de barbitúricos”.
En general, son muchas las incertidumbres biográficas que hay en la breve vida de Calvert Casey
(no usaba el apellido materno, que era Fernández). Una vida que estuvo hecha de llegadas y
partidas, y en la cual, como ha señalado el escritor chileno Rafael Gumucio, todo es impreciso e
inasible. Había nacido en Baltimore y era hijo de una cubana y un norteamericano. Vivió allí hasta
1941, año cuando se fue a La Habana con su madre y su hermana. Hacia 1946 —por lo que antes
apunté, aclaro que algunas fechas deben tomarse con cautela— salió de Cuba, viajó por Europa y
finalmente se asentó en Nueva York.
Fue en esa ciudad donde comenzó a escribir o por lo menos donde redactó en inglés su primer
cuento conocido, “The Walk”. Con él ganó un concurso convocado por la editorial Doubleday. Fue
publicado en el número de invierno 1954-1955 de la revista New Mexico Quaterly, y en la ficha
biográfica que la acompañaba se puede leer: “Calvert Casey hasta el año 1946 vivió y se educó en
Cuba, su tierra natal. Ha trabajado como traductor en el Canadá y en Suiza y, durante seis años, en
este país (Nueva York). Este es su primer cuento”. Reproduzco la traducción hecha por Gustavo
Pérez Firmat, que aparece en su excelente ensayo “Balance del bilingüismo en Calvert Casey”.
También de la etapa cuando residía en Nueva York son las colaboraciones que Casey envió a la
revista Ciclón, que editaba en La Habana José Rodríguez Feo.
No obstante, antes de “The Walk” Casey contaba ya con un primer intento como escritor que se
suele pasar por alto. Hablo de la novela Los paseantes (Imprenta Aguiar, 1941), que publicó bajo el
seudónimo de Juan de América, y cuya edición pagó de su bolsillo. Evidentemente era un típico
pecado de juventud, lo cual explica que después su autor renegara de ella e incluso se ocupó de
destruir los ejemplares. No he encontrado registro de que exista en ninguna biblioteca.
Alrededor de 1957, Casey retornó a Cuba. En La Habana fue empleado de la Cuban Telephone
Company. En “¿Quién mató a Calvert Casey?”, Guillermo Cabrera Infante recordó que también se
ganó la vida “trabajando en el más habanero de los comercios, una quincalla”. Fue a partir de 1959,
cuando pasó a desarrollar una intensa actividad periodística y creativa. Hizo crítica teatral y literaria
en los periódicosPueblo, La Calle, La Tarde y Revolución, así como en las revistas Casa de las
Américas, Bohemia, La Gaceta de Cuba. Asimismo formó parte del grupo de intelectuales nucleados
en torno al suplemento Lunes de Revolución, del cual fue colaborador regular. Acerca de ello,
Cabrera Infante comentó: “Ciertamente Calvert salvó con uno de sus raros artículos o sus
penetrantes ensayos más de un número del magazine, rescatable del olvido porque Calvert Casey
aparece ahí”. En esta época, se relacionó con escritores como Antón Arrufat, Virgilio Piñera,
Humberto Arenal y Luis Agüero. Después de 1961, cuando cesó Lunes de Revolución, fue a trabajar
a la Casa de las Américas. Allí se ocupó de la Colección Literatura Latinoamericana. A esos años
pertenece el prólogo que redactó para la edición de La vorágine, de José Eustasio Rivera, así como
la compilación de Cuba: transformación del hombre (1961).
Temperamento tímido y espíritu introvertido
El escritor mexicano José de la Colina lo conoció en esa época, y ha dejado un testimonio del cual
copio este fragmento: “A Calvert yo lo conocería tras una matiné dominical de la Cineteca (sic) del
ICAIC, saliendo de ver no recuerdo qué película irrecordable, es decir una película checa. Era un
hombre cerca de los cuarenta, delgado, de largo rostro blanco, lácteo, de grandes ojos húmedos y
apagados, de calvicie comenzada muy arriba en la frente e insinuada en la coronilla. Discutía sobre
la película con el crítico de teatro Rine Leal y se silenció de inmediato al acercarnos el cineasta
Fausto Canel y yo, como abochornado por su tartamudeo.
“Pero no lo avergonzaba su tartamudeo: descubrí que podía ser un tartajoso locuaz, a veces una
metralleta de sílabas, cuando los dos echamos a caminar conversando por la avenida 23 hacia «mi»
hotel, el Habana Libre, ex Habana Hilton (...) Cuando llegamos al Habana Libre y lo invité a tomar
algo en uno de los bares interiores, echó una mirada desconfiada hacia el hall y dijo que no podía
acompañarme, que debía ir, ¡en domingo!, a su trabajo en la Casa de las Américas, y se despidió,
amable y apresurado. Más tarde, cuando supe que ciertas personas señaladas como inmorales
tenían prohibido entrar en los grandes hoteles de Cuba a los que llegaban los visitantes extranjeros,
sospeché que Casey, aun si al parecer no estaba tan fichado como por ejemplo el inteligente y
temeroso y temerario Virgilio Piñera, habría preferido no arriesgarse”.
Y al evocar una cena en diciembre de 1963, José de la Colina expresa: “Luego, como por asociación
de ideas, pasó a decir que a él le gustaría vivir en México, ¿creíamos nosotros que se podría?, pero
que al mismo tiempo no deseaba salir de Cuba, pues, considerándose esencialmente cubano, se
había adherido tanto a la sociedad nueva que ni moral ni sentimentalmente sería capaz de
abandonarla: él en otros tiempos, en Europa, en los Estados Unidos, tenía buenos empleos y buen
tren de vida, y lo había dejado todo para venir a la isla, pues aquí sentía que recobraba su tierra
verdadera, que la revolución abría una esperanza, una forma de libertad en todos los órdenes de la
vida. Pero —ahora tartamudeaba algo menos, y empezaba a sollozar— ¿cómo hubiera él podido
adivinar que en la misma tierra a la que había decidido darse, en la nueva sociedad a la que
deseaba integrarse de todo corazón y con entera conciencia, lo considerarían un enfermo moral y
político, un monstruo sexual, antisocial, antirrevolucionario, a quien había que aislar, relegarlo al
exilio interior, acaso condenarlo a forzosos trabajos agrarios en los campos de «reeducación»? Esta
parrafada no la dijo exactamente así, pero eso significaba”.
De acuerdo a los testimonios de quienes lo trataron, Casey poseía un temperamento tímido y un
espíritu introvertido. Cuentan que era inteligente, pálido, medio calvo, tenía algunos tics nerviosos y
debido a su miopía usaba unos gruesos espejuelos. Coleccionaba objetos de santería y le gustaba
pasear por los cementerios. El novelista y dramaturgo Vicente Molina Foix narró el que fue su último
encuentro con él. Y anota que le impresionó “el muy relativo entusiasmo que ponía en hablar de su
tarea de creación, por la que yo le manifestaba una gran admiración. Paradójicamente, era mucho
más capaz de excitarse hablando de la última lectura, de una posible traducción de Lawrence o de
la edición que querían hacer para Alianza (María Zambrano, su muy querido amigo José Ángel
Valente y él) de la Guía espiritual de Miguel de Montesinos”.
Por cierto, Molina Foix es una de las personas que más ha contribuido al rescate de la obra de
Casey. Pocas semanas después de su suicidio, publicó en la revista Ínsula (números 272-273, julio-
agosto 1969) un largo y magnífico artículo titulado “En la muerte de Calvert Casey”. Parte de aquel
texto sirvió de introducción al impagable dossier que la revista Quimera dedicó al escritor cubano en
1982. Y cuando en 1997 se publicó en España la antología Notas de un simulador, Molina Foix
comentó su salida en el diario El País. Personalmente puedo además dar fe de la admiración que
profesa a Casey. Cuando yo vivía en Madrid, me tocó entrevistarlo a propósito del estreno de su
pieza teatral Don Juan último. En esa ocasión hablamos de quien fue su amigo y me confesó que en
un viaje que había hecho a Buenos Aires compró los ejemplares de la edición española de El
regreso que halló en una librería, para ir regalándoselos a sus amigos. Entonces tuvo la amabilidad
de obsequiarme uno de ellos y hasta hoy lo conservo.
El exilio era su única opción
En los años que van de 1963 a 1969, Casey publicó todos los libros que integran su exigua
bibliografía. En Cuba dio a la imprenta la colección de cuentos El regreso (1963), que año y medio
después tuvo una segunda edición, y Memorias de una isla (1964), donde reunió once ensayos
breves. En España, Seix Barral reeditó la primera de esas obras bajo el título de El regreso y otros
cuentos (1967). Incluye algunas narraciones que no aparecían en la edición anterior, aunque deja
fuera el poema en prosa “En San Isidro”. También apareció bajo ese sello Notas de un
simulador (1969), donde además de varios cuentos está la noveleta de la cual el volumen toma su
nombre. A esas narraciones se sumó años después “Piazza Margana”, capítulo de una novela que
Casey estaba escribiendo y cuyo manuscrito arrojó al río Tíber. Es un texto admirable y
sorprendente, que ha contribuido mucho a la fama póstuma de su autor.
En 1966, Casey viajó a Hungría invitado por la Unión de Escritores de ese país para dar
conferencias sobre literatura cubana. Para entonces el exilio era su única opción, así que decidió no
volver a Cuba. Vivía aterrado por la cruzada emprendida contra los homosexuales, lo cual unido a
su desencanto político lo empujó al límite. A eso además se sumaban sus depresiones y problemas
personales, que venían de atrás. En una carta a su amigo Fernando Palenzuela, fechada en marzo
de 1962, le escribió: “Paso en estos momentos por una crisis personal y me es difícil escribirte nada
que tenga sentido. He comenzado y terminado un capítulo de la novela y me he preguntado ¿es que
yo no puedo escribir más que sobre cosas y gentes muy jodidas como yo? ¿Y el lado alegre de la
vida? ¿Y la alegría de estar vivo? ¿Y el humor? ¿Y el amor? Luego la crisis personal de quien ve
concluir la juventud y se pregunta qué pasará -posiblemente no pasará nada. La decadencia es
demasiado sutil para que pase «nada» -o eso es precisamente: que no pasa nada”.
Esa última etapa corresponde a la de sus errancias europeas. Estas finalizaron cuando se
estableció en Roma, que junto con La Habana era la ciudad donde parecía sentirse más cómodo.
Allí vivía en un apartamento ubicado en la corta calle Gesú e María. Volvió a trabajar como traductor
en la ONU, la FAO y la UNESCO. También pertenece a esos años su versión al español de En las
montañas de la locura, de Lovecrfat, que Seix Barral publicó en 1968. Pero en lo que se refiere a
obra de creación, Casey escribió poco.
Sí mantuvo una correspondencia regular con sus amigos. Una parte de esas cartas se conservan
hoy en la biblioteca de la Universidad de Princeton. A propósito de ello, en otra de las misivas a
Fernando Palenzuela le expresa: “He vivido fuera y sé la importancia que tiene recibir cartas, el
prestigio increíble que tiene un sobre sin abrir, y el misterio. Recuerdo haberlos conservado hasta
dos días y mirarlos sin querer abrirlos para no develar el misterio, que muchas veces, casi todas las
veces no era más que palabras banales como estas que te escribo, pero qué extraño y sugerente
valor tenían cuando aún estaban dentro del sobre sin abrir”.
Fue amante de Giovanni Losita, un estudiante de filología a quien dedicó Notas de un simulador.
Pero tras un ardiente romance, el joven lo abandonó. En 1969 Casey abandonó su residencia
habitual en Roma y viajó a Madrid, Ginebra, Londres, con el propósito de visitar a sus amigos. Era
como si quisiera despedirse de ellos. Unas semanas después de haber recibido ejemplares
de Notas de un simulador se suicidó. Antes de hacerlo, tuvo un gesto propio de él: redactó una nota
dirigida a la policía italiana, en la que pedía disculpas por los inconvenientes de que lo encontrasen
en un estado tan desagradable. Fue enterrado en un cementerio a las afueras de Roma. Su tumba
tenía este epitafio escrito en inglés: “He was gentle/ He was weak/ He was destroyed”. En un texto
que aparece en el dossier de la revista Quimera, Severo Sarduy escribe: “Última noticia: una amiga
común retira sus restos de la bóveda para conservarlos en el osario de la familia. Al salir del
cementerio -me escribe-, queda prendida a la rama de un árbol que la retiene, afectuosa,
agradecida”.
Obra breve, pero singular e intensa
Casey, ya lo apunté antes, dejó una obra breve, pero singular e intensa. Pese a que tuvo una
plataforma de lanzamiento tan importante como lo era Seix Barral, en su momento sus libros
encontraron escaso eco crítico. Entre otras razones, eso se debió a que en ellos transitaba terrenos
narrativos entonces inexplorados por la literatura latinoamericana de esos años, que como se
recordarán eran los del boom. Asimismo sus cuentos tenían muy poco que ver con las obras de
Alejo Carpentier, José Lezama Lima y Guillermo Cabrera Infante, los autores cubanos más
conocidos internacionalmente. Nada más alejado de los barroquismos lingüísticos que su escritura.
En sus textos, Casey adoptó un lenguaje narrativo que, como alguna vez hizo notar Juan García
Hortelano, es aparentemente primitivo y neutro, pero posee un misterioso poder. Un lenguaje que
posee cubanía, aunque sin pretender ser “popular”. Eso también puede aplicarse a sus personajes,
cuya autenticidad no les hace perder su innegable universalidad.
Como buena parte de los narradores cubanos de la década de los 60, en muchos de sus cuentos
Casey vuelve al pasado. Sin embargo, lo hace para abordar problemas de mentalidad que expliquen
alienaciones del presente. Así, en “El paseo” recrea el ritual de la iniciación sexual de un
adolescente, a quien su tío lleva a un prostíbulo cuando estrena sus primeros pantalones largos. En
“Los visitantes” e “In partenza”, aborda el mundo del espiritismo, que dominó la vida de muchas
familias cubanas. Varios de esos cuentos transcurren en ambientes habaneros. Pero Casey los
impregna de una sensibilidad alucinada y los recrea con esa mirada oblicua y esa economía de
medios que distingue a su escritura.
Algunos temas se repiten de modo obsesivo: la memoria recurrente, el tiempo, la irrealidad de la
vida, la necesidad de recuperar la identidad personal, la muerte. Esto último es un aspecto que la
mayoría de los críticos han destacado, y tras el suicidio del escritor adquiere un raro aliento
premonitorio. Hay que apuntar, no obstante, que Casey incorpora diferentes matices y niveles de
interpretación. Para ilustrar con un ejemplo, en “Mi tía Leocadia, el amor y el paleolítico inferior” el
protagonista, sentado en el Ten-Cén, recuerda y medita sobre la muerte. Imagina que está rodeado
de muertos, de casas destruidas. Allí estuvo la ceiba que él plantó con sus manos. Pero como ha
comentado Antón Arrufat, la lectura que propone se refiere más a ese “bien supremo” que para
Casey es la vida: “En este cuento están nuestras mejores páginas sobre la muerte, y más bien,
sobre la vida. Sobre esos muertos que Casey nos señala, sobre la tierra hecha de cenizas, el
hombre, paciente y obstinado, construye su existencia”.
A propósito de El castillo, para él una de las pocas novelas que realmente pueden calificarse de
grandes, Casey anotó: “¿Qué ocurre en El castillo? Muy poco, o mejor dicho nada esencialmente. El
genio de Kafka es capaz de hacer una gran novela sobre un hecho que no llega a ocurrir”. Varias de
sus narraciones están construidas a partir de similar premisa: hechos que solo ocurren en la
imaginación, el temor o el deseo de los personajes. Y ya que mencioné a Kafka, conviene señalar
que los textos de Casey poseen una filiación kafkiana. En ocasiones, él mismo se encarga de
revelarlo, como sucede en el epígrafe que encabeza “La ejecución”. Su narrativa también posee
nexos con el existencialismo, así como con Samuel Beckett y algunos autores del nouveau
roman francés.
Pero influencias aparte, Casey consiguió crear un estilo propio y reconocible. Así lo hizo notar
Edmundo Desnoes, cuando comentó su primer libro: “Lo último que logra un escritor, es lo primero
que ha conseguido Calvert Casey: personalidad. Los cuentos de El regreso pueden leerse sin firma
porque cada detalle revela la mirada del autor. Cuando reconocemos un cuadro no exclamamos que
es un paisaje o una naturaleza muerta; lo primero que hacemos es identificar al autor: es un Lam, es
un Portocarrero. Lo mismo podemos decir, por ejemplo, de «Mi tía Leocadia, el amor y el paleolítico
inferior»: es un Calvert Casey”.
Cuarenta y cinco años después de su muerte, Casey sigue siendo uno de esos escritores
pendientes de ser releído o descubierto. Cada cierto tiempo, alguien trata de rescatarlo. En 1995,
Jesús Vega editó en Estados Unidos Calvert Casey, el olvidado. En 1997, Mario Merlino preparó la
antología Notas de un simulador. Al año siguiente, Ilan Stavans editó en inglés sus Collected
Stories. En 2003, apareció en Polonia Exilio del discurso, discurso del exilio: Tres voces de la
diáspora cubana: Sarduy, Casey, Arenas, de Barbara Stawicka. En México vieron la luz en 2009
sus Cuentos (casi) completos. Y en 2012, Jamila Medina Ríos publicó en Cuba el
ensayo Discriminaciones de Calvert Casey. Gracias a esos esfuerzos, Casey se mantiene, lo
comentó el propio Stavans, como un secreto bien guardado, como un mártir en vías de la
beatificación.

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