La Danza de Los Fantasmas
La Danza de Los Fantasmas
OBRAS PUBLICADAS
EN ESTA COLECCIÓN
363 — Una suite en el cementerio, Adam Surray.
364 — Contrato con el mundo del horror, Joseph Berna.
365 — Las maravillas de ultratumba, Ralph Barby.
366 — El rostro del horror, Curtis Garland.
367 — El rapto del alucinado, Ralph Barby.
CLARK CARRADOS
LA DANZA DE LOS FANTASMAS
Colección SELECCIÓN TERROR n.º 368
Publicación semanal
EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
BARCELONA – BOGOTÁ – BUENOS AIRES – CARACAS –
MÉXICO
ISBN 84-02-02506-4
Depósito legal: B. 815 - 1980
Impreso en España - Printed in Spain.
1ª edición: marzo, 1980
© Clark Carrados - 1980
texto
© Desilo - 1980
cubierta
Concedidos derechos exclusivos a favor
de EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
Mora la Nueva, 2. Barcelona (España)
Todos los personajes y entidades privadas que aparecen en esta
novela, así como las situaciones de la misma, son fruto
exclusivamente de la imaginación del autor, por lo que cualquier
semejanza con personajes, entidades o hechos pasados o actuales,
será simple coincidencia.
Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A.
Parets del Vallès (N-152, Km 21,650) Barcelona – 1980
CAPITULO PRIMERO
Todavía no había hablado con la dueña de la mansión. Le recibiría al día
siguiente. Rocky Garwish se sentía un tanto incómodo. Le habría gustado
marcharse aquella misma noche, pero el ama de llaves se había mostrado amable
y persuasiva, convenciéndole de que pernoctase en la casa.
Además, el ama de llaves era muy hermosa. Debía de tener unos treinta y
cinco años, calculó Garwish, «pero está fenomenal», pensó. Garwish era soltero
y buen catador, tanto de vinos como de mujeres. No le importaría en absoluto
tener una aventura con la que había dicho ser señora Oxford.
—A esa universidad sí que me gustaría asistir, como único alumno —se hizo
un chiste a sí mismo.
Había cenado ya y se sentía en un estado de optimismo que le hacía ver todo
de color de rosa. La señora Oxford le había dado grandes esperanzas.
Conseguiría un buen pedido de lady Beaston-Mount, dueña de la casa.
Con un cigarro entre los dientes, Garwish se encaminó hacia la biblioteca, que
ya había visto antes, al objeto de buscar un libro para entretenerse un rato, hasta
la hora de dormir. La biblioteca era también salón de estar, enorme, amplio, con
una gran chimenea en una de sus paredes. El tiempo, sin embargo, era excelente
y no había sido necesario encender el fuego.
Garwish entró en la biblioteca y se encaminó hacia la estantería situada en la
pared opuesta. Había visto allí unos títulos sugestivos. Al anterior dueño de la
casa le gustaban mucho cierta clase de lecturas. A él también.
De pronto, vio a la señora Oxford, que salía por la puerta opuesta y cruzaba el
salón en sentido contrario. Garwish se quedó con la boca abierta.
El ama de llaves estaba completamente desnuda, a excepción de los zapatos de
alto tacón. Garwish vio el balanceo de sus hermosos senos y sintió que se le
secaba la boca repentinamente.
Ella le dirigió una tranquila sonrisa.
—Buenas noches, señor.
—Bu... buenas... noches... —tartamudeó el huésped.
Entonces, la señora Oxford fue hacia la chimenea, se agachó un poco y entró
en ella. Garwish vio que su torso quedaba oculto en el interior. Casi en el mismo
instante, la vio ascender hacia las alturas y desaparecer de su vista.
Durante unos segundos, Garwish permaneció como atontado, incapaz de creer
en lo que había visto. Luego, súbitamente, echó a correr hacia la chimenea, se
agachó y metió la cabeza en el interior.
Ella había desaparecido absolutamente.
—¿Será una bruja? Quizá tenía la escoba escondida en el cañón y habrá salido
volando por la boca superior...
Salió de la chimenea y sacudió la cabeza. La cena, muy copiosa por otra parte,
debía de haberle causado una visión. «Eso no puede ser cierto», se dijo.
Buscó el libro y lo encontró. Trataba, de fantasmas, entre otras cosas, pero
también tenía capítulos altamente eróticos. Los grabados eran enormemente
sugestivos.
Durante mucho rato, estuvo leyendo en el dormitorio, hasta que, al fin, se
sintió acometido por el sueño. Entonces oyó unos extraños sonidos.
Eran voces humanas. Alguien cantaba en el exterior.
Garwish se despabiló instantáneamente y corrió hacia la ventana. Atónito, vio
un espectáculo singular.
Había una docena de personas, que cantaban y bailaban, las manos unidas,
bajo la luz de la luna, en el trozo despejado y cubierto de césped que había en
aquel sector del jardín. Eran hombres y mujeres por igual y todos estaban
desnudos.
Allí se celebraba una bacanal, no cabía duda. Garwish tragó saliva.
De pronto, sintió miedo. ¿A qué infernal lugar había ido a parar? ¿Qué
misteriosas ceremonias celebraban los desconocidos?
Casi en el mismo instante, apreció algo horrible.
La luz de la luna, muy intensa, pasaba «a través» de los danzantes.
Eran seres incorpóreos, acaso espíritus que se habían reunido para algún
horrible rito. Y, sin embargo, todos, hombres y mujeres, eran jóvenes y
hermosos.
Inesperadamente, la señora Oxford apareció en el centro del círculo.
Estaba desnuda, como los demás, incomparablemente bella. Garwish no pudo
oír lo que decía, pero le vio mover los labios. Tenía los brazos elevados y miraba
a las alturas. Sin duda, invocaba a un espíritu maligno.
¿Llamaba a Satán?
De pronto, se sintió envuelto en una niebla muy espesa, pero, sin embargo,
perfectamente transparente. Notó un extraño y agudo dolor. Le pareció que una
fuerza desconocida arrancaba algo de su interior. Creyó que le vaciaban el
cuerpo.
Y se vio en el centro del círculo de fantasmas, desnudo, rodeado por unos ojos
que parecían de fuego y le miraban con morboso interés.
Entonces, la señora Oxford sacó misteriosamente de alguna parte un enorme
cuchillo, que emitía vivísimos destellos. Garwish quiso moverse, pero le fue
imposible. Aquella misma fuerza que le había trasladado al jardín, mantenía sus
pies clavados al suelo.
El cuchillo bajó relampagueante hacia su pecho. Garwish emitió un terrorífico
alarido.
En el último instante, pensó que todo era una pesadilla, que iba a despertar
muy pronto. Notó perfectamente que el cuchillo penetraba en su pecho hasta la
empuñadura y se echó a reír.
—Es un sueño, es un sueño...
Y, de súbito, todo desapareció de su vista.
* * *
—No cabe la menor duda —dijo el sargento Larrymore—. Este pobre hombre
bebió demasiado y tuvo una pesadilla, influenciado sin duda por el libro que
tomó de la biblioteca.
El cuerpo desnudo de Rocky Garwish yacía en el centro de la estancia,
parcialmente boca abajo, con un cuchillo clavado en el pecho hasta la
empuñadura. El ama de llaves permanecía casi en la entrada, vuelta de espaldas
al cadáver.
—Me extrañó que no bajara a desayunar y subí a avisarle —manifestó—. En
vista de que tardaba en contestar, abrí la puerta y me encontré con... con ese
horrible espectáculo...
—El exceso de alcohol, sin duda, le hizo tropezar y él mismo se clavó el
cuchillo al caer —supuso Larrymore—. De todos modos, esto es asunto del
forense y no creo que tarde mucho en llegar. ¿Puedo saber, señora Oxford, qué
hacía el difunto en Barlowe Castle?
—Era representante de una casa de acondicionadores de aire. Lady Charlotte
quería hacer una instalación aquí. En verano, el ambiente se soporta fácilmente.
El invierno, usted lo sabe bien, sargento, es muy crudo. No hay más sistemas de
calefacción que las chimeneas y eso no siempre es suficiente.
—Sí, tiene usted razón, señora Oxford. Por cierto, ¿cómo se encuentra lady
Charlotte?
—Regular nada más —contestó el ama de llaves—. Ayer no pudo recibir al
señor Garwish. Dijo que hoy se sentiría mejor... pero se ha sentido muy afectada
por la noticia.
—Esa empresa debería haber enviado a un vendedor menos aficionado al
alcohol —gruñó Larrymore—. No habrá tocado nada de la habitación, supongo.
—En absoluto. Usted ha ido más lejos que yo; me limité a verlo desde la
puerta.
—Sí, hizo bien —convino el sargento—. Por cierto, ¿de dónde pudo sacar el
puñal?
La señora Oxford señaló una panoplia situada en una de las paredes del
dormitorio.
—Mire allí —indicó—. Falta la pareja.
Larrymore se acercó a la pared. Había allí un enorme cuchillo, de gran
empuñadura, muy recargada de adornos, y con una hoja que medía más de
treinta centímetros, muy ancha y de casi tres centímetros de grueso en la parte
más próxima a la empuñadura. Pero la hoja no era de metal; parecía de vidrio, de
una extraña coloración verdosa, como nunca había visto el sargento hasta
entonces.
—¿De qué es ese cuchillo, señora Oxford? —preguntó.
—Jade, sargento. Lo trajo el difunto padre de lady Charlotte, después de una
expedición científica al interior del Brasil. Encontró restos de una ciudad muerta,
muy antiquísima, y se trajo algunos objetos, entre ellos, la pareja de cuchillos.
Creo que estaban destinados al sacrificio de víctimas humanas.
Larrymore se estremeció.
—Un objeto muy valioso, pero que no me gustaría tener en casa —murmuró.
«Por nada del mundo», añadió, para sí mismo.
Luego fijó la vista en el libro, caído a poca distancia del cadáver. Se inclinó un
poco y así pudo leer el título:
La danza de los fantasmas
* * *
Cuando se sentaba, Stephen Greeley se preguntó qué podía querer de él Walter
W. Epsom, cuya carta había recibido dos días antes y que aún guardaba en el
bolsillo. Epsom, abogado, le había citado para un asunto del máximo interés,
según aseguraba en su misiva, y le rogaba acudiese a la entrevista, con la
documentación que permitiese acreditar su personalidad.
A Epsom, pensó Greeley, le hubiera sentado mucho mejor el cuello alto y
duro, con corbata de plastrón. Ya no se llevaba, salvo en ocasiones muy
especiales, pero el traje sí parecía hecho cincuenta años antes y, por supuesto, a
Epsom le seguían gustando los lentes de pinza, con una cinta negra que iba a
parar al ojal de su severa chaqueta.
—Así pues, usted es Stephen Bradstone Greeley —dijo el abogado.
Greeley sacó unos cuantos documentos y se los tendió a través de la mesa.
Epsom los examinó detenidamente.
—Correcto —dijo—.En tal caso, le daré a conocer el testamento de su tío
Alfred Greeley.
—¿Ha muerto? —respingó el joven.
—Hace una semana, según me notificó lady Charlotte Beaston-Mount, a cuyo
servicio se hallaba. El difunto señor Greeley, había dejado una carta con
instrucciones, la cual abrí en el momento de conocer su óbito. En ella indicaba
debía ponerme en contacto con usted, a fin de darle a conocer sus últimos
deseos.
—Pobre tío Alfred —murmuró Greeley—. Hacía tantos años que no nos
veíamos... ¿Se conocen las causas del fallecimiento, señor Epsom?
—El corazón —respondió el abogado escuetamente.
—Sí, ya tenía unos cuantos años. Bien, señor Epsom, estoy a su disposición.
El abogado tomó un sobre que tenía junto a sí, encima de la mesa. Luego miró
a Greeley de un modo singular.
—Amigo mío —dijo—, temo que no le va a gustar el contenido del
testamento, aunque yo debo cumplir con mi obligación al comunicárselo. Pero la
decisión final, lógicamente, ha de ser suya.
Greeley sonrió.
—Me devora la curiosidad —confesó—. Empiece cuanto antes, abogado.
—Haré un extracto verbal de sus últimas disposiciones —dijo Epsom con aire
doctoral—. En resumen, su difunto tío le deja a usted la suma de cincuenta mil
libras, ahorradas a lo largo de toda una vida de trabajo...
—¡Caramba con el tío Alfred! Nunca pude imaginarme que fuese un hombre
rico.
—Fue un hombre muy ahorrador —observó Epsom, un tanto molesto por el
comentario del joven.
«Y, ¿de qué le sirve ahora el dinero?», pensó Greeley.
—Usted percibirá esas cincuenta mil libras, siempre que se comprometa a
servir como mayordomo durante un año, en Barlowe Castle. Esa es la única
condición impuesta por su difunto tío para considerarle a usted heredero de la
suma mencionada, aparte de algunos objetos personales, que también se citan en
el testamento. De no cumplir la condición prescrita, ese dinero irá a parar a
instituciones benéficas.
—Pero... yo no tengo la menor idea de lo que es ser mayordomo... Además, mi
tío lo dice, pero falta qué lady Charlotte lo desee. Ella no puede estar supeditada
a los deseos de un difunto sirviente. Tiene plena libertad para encontrar un
mayordomo a su gusto, con experiencia...
—He hablado por teléfono con lady Charlotte—declaró Epsom—. Se usted
acepta, el puesto es suyo.
Greeley meditó unos instantes.
Cincuenta mil libras eran una cifra muy atractiva. Diez veces lo que ganaba en
un año, en una oscura y polvorienta oficina, en la que había entrado años antes y
de la que se sentía más que harto. El dueño de la empresa era un sujeto
avariento, rutinario, sin la menor iniciativa. Si el negocio hubiera sido suyo,
Greeley lo habría sabido hacer prosperar vertiginosamente. Había base para ello
pero sólo faltaba una mínima dosis de audacia, virtud de la que su jefe carecía en
absoluto.
Y el caso era que el negocio le gustaba, pero no tal como funcionaba en la
actualidad. Su jefe era un hombre ya de cierta edad, cansado y sin perspectivas.
Con cincuenta mil libras y un préstamo del Banco...
En todo caso, encontraría otro trabajo al cabo de los doce meses exigidos en el
testamento. Y, ¡qué diablos!, ser mayordomo no era difícil.
—Acepto —dijo al cabo.
Epsom sonrió, a la vez que le tendía los documentos.
—Debería estar en Barlowe Castle antes de una semana —indicó—. Yo me
ocuparé de anunciárselo a lady Charlotte.
—Perfectamente. Dígale que antes de una semana, su nuevo mayordomo
estará dispuesto a servirla con tanta eficiencia como el difunto Alfred.
Epsom miró un instante al hombre que tenía frente a sí. Greeley contaba
alrededor de treinta años, medía un metro noventa, tenía unos hombros
anchísimos, pesaba ochenta y cinco kilos y su rostro era feo, pero
tremendamente atractivo.
De pronto, Epsom soltó una risita.
—No me cabe la menor duda. Lo hará infinitamente mejor que el difunto
Alfred.
—¿Cómo?
—Lady Charlotte es viuda, tiene treinta y tres años y es inmensamente rica.
CAPITULO II
Cuando salía de la curva, vio parado un coche a poca distancia. Había una
muchacha junto al vehículo y parecía estar contemplando algo en una de las
ruedas.
Greeley detuvo su automóvil en el acto.
—¿Puedo ayudarle, señorita? —se ofreció, cortés.
Ella se incorporó y entonces Greeley pudo contemplarla a su sabor. Era una
joven de poco más de veinte años, muy esbelta, con formas prietas, netamente
femenina, pelo color de bronce, muy corto, y algunas pecas en su rostro
simpático y tremendamente atractivo.
—Un pinchazo —dijo.
Greeley apartó el coche del centro de la carretera, frenó, cortó el encendido y
se apeó.
—Vamos a solucionar ese problema —dijo alegremente—. Es cuestión de
cinco minutos, señorita.
—No sabe cuánto se lo agradezco —exclamó la muchacha—. Le diré una
cosa: excepto conducir, en todo lo demás del automóvil, soy absolutamente
analfabeta.
—No se crea que yo soy mucho mejor —rió Greeley—. A propósito, me llamo
Stephen y me dirijo a Barlowe Castle.
—Vaya, qué casualidad —exclamó ella—. Yo también voy a ese lugar. ¿Acaso
conoce a lady Charlotte?
—No la he visto en los días de mi vida —contestó el joven.
—Soy su sobrina. Me llamo Niobe Wallace. Mi madre y ella son hermanas.
—Le presento mis respetos, señorita —dijo—. Soy el nuevo mayordomo de
Barlowe Castle.
—¡Caramba! —exclamó ella—. ¿De qué película le han sacado a usted?
—Los mayordomos de película, si bien suelen ser altos, tienen más años que
yo, son muy estirados y aparecen con una cara de malo imponente. Claro que yo
soy así para despistar. Si hay algún crimen en Barlowe Castle, yo seré el
culpable.
Niobe se echó a reír.
—Tiene usted un humor envidiable, señor Greeley.
—Stephen para usted, señorita —corrigió él—. O si lo prefiere, Steve.
—Debería llamarle Jenkins o Higgins...
Greeley se inclinó.
—La señorita puede llamarme como mejor le parezca —dijo gravemente—.
Con el permiso de la señorita, voy a cambiar la rueda.
Minutos más tarde, Greeley había terminado la operación.
—Todo listo, señorita.
Niobe hizo una ligera mueca.
—No estoy acostumbrada a que me traten con tanta ceremonia —se quejó.
—Es mi obligación —dijo Greeley—. Y ahora, si me lo permite... Debo llegar
cuando antes a Barlowe Castle.
—Steve, ¿es la primera vez que se dirige allí? —preguntó Niobe.
—Sí, señorita.
—Entonces, sígame. El último trecho es un tanto enrevesado y pudiera
perderse.
—Es usted muy amable, señorita.
Los dos coches arrancaron casi al mismo tiempo. Diez minutos más tarde, se
detenían ante la fachada principal de la mansión, cuyo aspecto abrumó a Greeley
en el acto. «Esto es casi Buckingham Palace», pensó.
Había otro coche ante la mansión. Cuando se apeaba, la puerta se abrió. Una
mujer, enlutada y llorosa, salió de la casa, con un maletín en la mano.
Greeley la reconoció en el acto.
—¡Eileen! —exclamó.
Ella se volvió.
—Steve...
Niobe contempló la escena discretamente. Greeley se acercó a la mujer
enlutada y tomó sus manos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó—. ¿Qué significa ese color negro de tu ropa?
—Rocky —contestó ella—. Murió aquí, hace unos diez días. Un desgraciado
accidente...
—Dios mío, no sabía nada —exclamó el joven—. Me siento consternado. El
bueno y alegre Rocky...
—La noticia supuso un terrible shock para mí. He estado enferma y hasta hoy
no he podido venir para recoger sus cosas.
—Lo siento, lo siento enormemente. Éramos tan buenos amigos... ¿Puedo
hacer algo por ti, Eileen?
La señora Garwish meneó la cabeza.
—Ya está hecho todo —contestó—. No sabía que conocieras a nadie en
Barlowe Castle —añadió.
—Voy a trabajar aquí —dijo él, un tanto evasivamente.
—Tengo que volver a Londres, Steve. Espero verte en otro momento.
—Sí, claro... Sé fuerte, Eileen.
Ella asintió y entró en el coche. Greeley permaneció en el mismo sitio, hasta
que el vehículo se hubo perdido de vista, bajo el túnel arbolado que conducía a la
explanada de la mansión.
—¿Conocía usted a ese Garwish? —preguntó Niobe.
—Sí, mucho. En cierto modo, éramos competidores, aunque ello no era
obstáculo para que existiese una sólida amistad entre ambos. Pobre Rocky, no
acabo de quitármelo de la cabeza...
Niobe le miró con simpatía.
—Lo siento mucho, Steve.
—Así es la vida —suspiró él—. Hoy, lleno de vida; mañana, sólo carne
inanimada...
De pronto, se dio cuenta de que había una mujer en el umbral, mirándolos con
curiosidad. Niobe lo advirtió también y avanzó hacia ella.
—Soy Niobe Wallace, sobrina de lady Charlotte —se presentó.
—Encantada de conocerla, señorita Wallace —contestó la mujer—. Soy la
señora Oxford, ama de llaves. Pero puede llamarme Sharon, señorita.
—Y yo me llamo Stephen Greeley y soy el nuevo mayordomo —terció el
joven.
Los ojos de Sharon Oxford recorrieron críticamente la alta figura del recién
llegado.
—Celebro conocerle —dijo con voz glacial—. Pase y aguarde unos minutos;
en seguida le enseñaré su habitación.
—Sí, señora.
Greeley se volvió hacia la chica.
—Si me lo permite, le llevaré su equipaje adentro.
—Gracias, Steve. Señora Oxford, ¿cómo está mi tía?
—Muy delicada. En seguida le avisaré de su llegada.
—Se lo agradeceré. Hasta luego, Steve.
Greeley hizo una inclinación de cabeza. Luego se dispuso a entrar las maletas
en la casa. Emitió un breve suspiro. Empezaba el período de un año como
mayordomo. Doce meses más tarde, tendría cincuenta mil libras, más el importe
de los sueldos, que ahorraría casi íntegramente. Valía la pena esperar todo aquel
tiempo, se dijo.
* * *
Una vez hubo dejado el equipaje en su habitación, Sharon, desde la puerta,
dijo:
—Cuando haya terminado de asearse, vaya al vestíbulo. Quiero enseñarle la
casa, para que pueda imponerse de sus obligaciones. También le presentaré a la
servidumbre.
—Sí, señora.
—Ah, una cosa, Steve.
—Diga, señora.
—Usted es el mayordomo, pero estará bajo mis órdenes, como su difunto tío,
no lo olvide.
—Lo tendré presente en todo momento, señora —contestó el joven
respetuosamente.
Sharon dulcificó su expresión con una ligera sonrisa.
—Las cosas marcharán así mejor para todos —se despidió.
Greeley abrió las maletas y empezó a poner sus ropas en el armario y en la
cómoda. El sobre, con el testamento, quedó en uno de los cajones, bajo la
camisa. Se preguntó, una vez más, qué interés había podido tener su tío para
obligarle a pasar allí un año. «Chifladura de viejo», decidió, también una vez
más.
Más tarde, Sharon le acompañó por la casa. Cuando llegó a la habitación
donde había muerto Garwish, mencionó el suceso, pero sin que se alterase su
voz en ningún momento.
—Bebió en exceso, así lo pude ver y el forense lo confirmó. Se levantó,
víctima de una alucinación producida por el alcohol, descolgó uno de los
puñales... En ese estado, supongo que haría gestos y ademanes truculentos;
cuando uno se emborracha, no es dueño de sí mismo. Después, debió de tropezar
con el borde de la alfombra y cayó, clavándose él mismo el puñal de jade —
explicó el ama de llaves.
Greeley asintió en silencio. Era una explicación aparentemente lógica, sólo
que tenía un fallo.
Garwish había sido un abstemio impenitente, hasta el extremo de no beber
cerveza siquiera.
Después, conoció a Anita, la cocinera, una cuarentona rolliza, mantecosa y con
un excelente humor. Betty era la doncella encargada de la limpieza, pero su
aspecto no correspondía al empleo: era una mujer de más de cincuenta años,
canosa y de rostro arrugado y fatigado. Jerry, el jardinero, contaba alrededor de
cuarenta años, tenía la cara de un boxeador y era bajo y muy robusto. Todos,
evidentemente, sentían un gran respeto hacia el ama de llaves, que ofrecía una
apariencia de autoridad y eficiencia que se advertía en el menor de sus
ademanes.
Al terminar, Sharon dijo:
—Avisaré a lady Charlotte de su llegada. Ignoro si podrá recibirle hoy; está
muy delicada y el médico le aconseja continuamente procure ver a la menor
cantidad de gente posible.
—Muy bien, señora, como usted guste —contestó Greeley.
* * *
Niobe se dio un rápido baño y, después de secarse, buscó ropas adecuadas, con
las que se vistió en un santiamén. En el propio baño, se dio algo de color en los
labios y luego pasó un peine por el cabello. Al terminar, se dispuso a salir.
Lady Charlotte estaba enferma hacía tiempo. Su madre la había escrito en un
par de ocasiones, ofreciéndose para cuidarla. Ella había rechazado siempre la
ayuda, con firmeza y cortesía.
Pero la madre de Niobe no se sentía tranquila respecto a su hermana. Charlotte
había sido siempre una mujer con una salud excelente. Sin embargo, había
ciertos piques entre las dos mujeres. Corrientemente, sus encuentros terminaban
en agrias disputas. Por dicha razón, la señora Wallace había preferido enviar a su
hija.
Niobe encendió un cigarrillo. No hacía aún un año, había otra ama de llaves,
mucho mayor que la actual. La señora Oxford, no podía evitarlo, le desagradaba.
Era un sentimiento instintivo, nacido de una sensación que no podía evitar.
De todas formas, se dijo, mientras caminaba hacia la puerta, no iba a estar
mucho tiempo en Barlowe Castle. Y, bien mirado, la señora Oxford era amable,
cortés y atenta. No tenía por qué mostrarle sus sentimientos. Al salir de su
cuarto, dobló hacia la derecha y se encaminó directamente hacia la habitación de
su tía. Muy pronto encontró la puerta. Tocó con los nudillos y abrió.
Dio un paso adelante. De pronto se detuvo petrificada por el horror.
La enorme pantera roja abrió la boca y enseñó sus rojas fauces y los atroces
colmillos blancos. Sin poder evitarlo, Niobe lanzó un terrible chillido.
CAPITULO III
Greeley acababa de tomar una taza de té y oyó el alarido que descendía de las
alturas. Anita, la cocinera, dio un respingo. Betty abrió la boca, estupefacta.
El joven se lanzó a la carrera, llegó al vestíbulo y subió los escalones de cuatro
en cuatro. Al llegar al corredor, divisó a la muchacha, en pie, junto a una puerta,
con la mano en el pecho y el rostro completamente blanco.
—¡Señorita! —exclamó—. ¿Qué ha pasado?
Niobe señaló la puerta con una mano. No podía emitir un solo sonido.
Greeley frunció el ceño. Avanzó unos cuantos pasos más y abrió la puerta de
golpe.
—¡Cielo santo! —exclamó.
La pantera gruñó sordamente. Greeley no sintió el menor temor. A dos metros
de la puerta, había una sólida reja, que llegaba desde el techo y cuyos barrotes
eran un obstáculo insalvable para el felino.
—Es... increíble... —murmuró.
—Me he llevado un susto de muerte —confesó Niobe, algo más repuesta—.
Este era el cuarto de mi tía, pero jamás pude imaginarme que iba a ver una fiera
semejante.
—¿Puedo saber que hacen ustedes ahí?
Niobe lanzó un gritito de susto. Greeley trató de dominar su sorpresa.
Realmente, el ama de llaves parecía haber surgido a sus espaldas, como un
fantasma que tuviera la facultad de atravesar las puertas.
Sin embargo, fue la muchacha quien primero reaccionó.
—Iba al cuarto de mi tía y me encontré con esta fiera —dijo.
—La señorita gritó. Yo estaba abajo, en la cocina, y acudí al oír su grito,
temiendo que hubiese ocurrido algo —explicó Greeley.
—La pantera es de lady Charlotte —manifestó Sharon, impasible—. La tiene,
como protección a los ladrones. Por la noche, se suelta en el parque.
—No habrá ladrones, evidentemente —murmuró el joven.
—Pero corre peligro de que se escape y cause daños en la vecindad —alegó
Niobe.
—Está bien entrenada. Durante mucho tiempo, un profesional se ocupó de
amaestrarla. Vino aquí, cuando apenas había abierto los ojos. No hay motivo
para sentir preocupación por una posible escapatoria. Pero sí resultará muy
agresiva para cualquiera que no conozca —dijo Sharon.
—Por ejemplo, nosotros.
—En efecto.
—Señora Oxford, ¿por qué no tienen a este animal en la planta baja, en algún
cubículo adecuado, y no en un dormitorio hecho para personas? —quiso saber la
muchacha.
—Son órdenes de milady. Con su permiso, señorita; iré a ver a lady Charlotte,
para anunciarle que desea usted visitarla. Steve, vuelva a su trabajo.
—Sí, señora —Greeley inclinó la cabeza—. Señorita Niobe...
El joven descendió a la planta baja. Anita, la cocinera, le miró
socarronamente.
—¿Qué, han visto ya al «gatito»?
—Es muy hermoso, pero tiene un aspecto terrorífico —sonrió Greeley.
—Cuando alguien tiene demasiado dinero, se le ocurren todos los caprichos —
refunfuñó Anita—. Si de mí dependiera...
Pero se calló de pronto y no quiso seguir hablando. Greeley cogió la tetera y se
sirvió una segunda taza de té.
En Barlowe Castle ocurrían muchas cosas raras, una de las cuales era acusar
de beodo a un hombre totalmente abstemio. Greeley se dijo que tenía un año por
delante para enterarse de la auténtica verdad de lo sucedido.
Sharon entró a los pocos momentos.
—Steve —llamó.
—¿Señora? —dijo el joven.
—Servirá la cena a la señorita Niobe. A las siete y media en punto.
—Sí, señora.
—Anita, tenga preparada la cena de milady para las siete.
—Como usted ordene, señora —contestó la cocinera.
—Steve, la plata necesita una buena limpieza. Mañana le abriré el armario,
para que empiece esa tarea.
—Bien, señora.
Sharon giró en redondo y se marchó alta, erguida, fría y distante como una
reina. Greeley sacó un paquete de cigarrillos.
—¿Es pecado fumar, Anita? —consultó.
—Pero no delante de la señora Oxford —respondió la cocinera con una risita
burlona.
—Lo tendré en cuenta —dijo él. Y arrimó la llama al cigarrillo.
* * *
—Mi tía me preocupa —dijo Niobe, después de que Greeley le hubiera
servido la sopa.
—¿Puedo preguntarle los motivos, señorita?
—Siempre fue una mujer sana, alegre, aunque con mucho genio. Pero supongo
que eso es cosa de familia y no tiene mayor importancia.
—Suele suceder —convino Greeley cortésmente.
—No sé qué le pasa. La encontré ausente, apenas pareció sentir por mi
presencia. Ella y mi madre no se aprecian demasiado, ésta es la verdad; pero a
mí siempre me quiso mucho.
—¿Qué enfermedad tiene, señorita?
Niobe separó las manos con un gesto brusco.
—¿Y qué sé yo? —contestó—. Estaba sentada en un sillón, con una manta
sobre las rodillas... Tenía un libro, pero apuesto a que ni siquiera ha pasado de la
primera página.
—¿Estaba pálida? ¿Se le nota una pérdida excesiva de peso?
—Muy pálida sí está, aunque no parece haber adelgazado excesivamente. Para
mí que es algo de los nervios... En fin, si esto se prolonga demasiado, será cosa
de hablar con ella para que consulte con un buen especialista.
—Sería una decisión muy acertada, en efecto. ¿Más sopa, señorita?
—No, gracias, Steve.
Greeley permaneció en el comedor, hasta que la muchacha hubo terminado.
Entonces, ella se reclinó en el respaldo del sillón y fijó la vista en la chimenea.
—Cuando era una niña, me gustaba tumbarme frente al fuego, sobre esa
misma piel de oso —murmuró evocadoramente—. Nuestro abuelo, el
explorador, tenía un enorme San
Bernardo. A veces, yo apoyaba la cabeza en el cuerpo del perro y me quedaba
así dormida... —suspiró—. Esos son tiempos ya idos; no volverán, Steve.
—Conserve el recuerdo; suele ser tan valioso como los momentos vividos en
felicidad, señorita.
—Sí, es cierto. Oiga, Steve, habla usted como un filósofo.
—A veces lo soy —sonrió él—. ¿Necesita algo más de mí?
—Gracias, eso es todo. Para ser su primer día, lo ha hecho perfectamente.
Greeley se inclinó.
—La señorita es muy indulgente conmigo —murmuró.
Después de cenar, Greeley se dirigió a la biblioteca, contigua al comedor.
Estudió unos minutos los diversos títulos, que podían leerse en los lomos, y
luego eligió un libro que le pareció resultará apropiado para entretener un poco
el tiempo hasta la hora de apagar la luz.
La mansión estaba ya en silencio. Sólo se oían, muy atenuados, algunos
cacharros en la cocina. Anita y Betty hacían la última limpieza del día. Se asomó
a la cocina y, cortés, les dio las buenas noches. Jerry, el jardinero, dormía en un
pequeño pabellón aislado.
Subió a su habitación y se desvistió. Luego se tendió en la cama, con un
cigarrillo en los labios.
Un par de horas más tarde, se dispuso a apagar la luz. Entonces, oyó el
intermitente zumbido de un teléfono, situado en la mesilla de noche.
Greeley lo miró, como si fuese un animal que hubiera surgido repentinamente
en aquel lugar. Al cabo de unos segundos, se decidió y levantó el auricular.
Una voz femenina sonó en sus oídos:
—Soy lady Charlotte. Venga a mi habitación, quiero conocerle.
Greeley no tuvo tiempo de decir nada; el click del teléfono sonó casi
simultáneamente con la última palabra.
* * *
—Las cosas que es preciso hacer para ganarse cincuenta mil libras —gruñó,
mientras terminaba de arreglarse frente al espejo.
Su dormitorio estaba en el ático. Descendió al primer piso, recorrió el enorme
pasillo y llegó a una puerta situada al fondo.
Tocó con los nudillos y esperó unos instantes.
—¿Steve?—dijo una mujer.
—Sí, milady.
—Entre.
Greeley abrió la puerta, encontrándose en una inmensa habitación,
lujosamente decorada, pero desierta en aquellos instantes. Desconcertado, miró a
su alrededor, preguntándose dónde podía estar lady Charlotte.
—De modo que usted es el sobrino de Alfred.
Greeley respingó. La voz procedía de unas cortinas situadas al fondo y que
dividían la estancia en dos partes desiguales. El se encontraba en la mayor de
dichas partes. Las cortinas eran gruesas, de pesado terciopelo rojo, adornadas
con orlas doradas.
—Sí, milady —contestó.
—Alfred me habló mucho de usted en más de una ocasión —dijo la dueña de
la casa—. A decir verdad, me considero culpable de su muerte.
—Señora —exclamó el joven, sin poder contenerse.
—Bueno, el viejo y leal Alfred quería retirarse hacía ya mucho tiempo, pero
yo le convencí para que se quedara. Llevaba tantos años con nosotros en la
cada... Fui una egoísta, lo reconozco; resultaba ya un trabajo excesivo para él y
el corazón le falló.
—Creo honradamente, milady, que no tiene nada que reprocharse.
—Es usted muy amable, Steve. La señora Oxford ha hecho grandes elogios de
usted.
—La señora Oxford es muy benévola, milady. ¿Puedo preguntar a milady por
su estado de salud?
—Oh, es excelente... en lo físico. Pero me repugna el trato con la gente. Mi
médico dice que, en el fondo, no es sino una especie de alergia... Algo psíquico,
derivado del shock que sufrí con la muerte de mi esposo.
—Lo siento muchísimo, milady. Pero milady es joven y sabrá reponerse, sin
duda.
—Gracias, Steve. Y ahora, si no le importa, quiero pedirle algo.
—Estoy a las órdenes de milady —contestó el joven respetuosamente.
—Venga aquí.
Greeley avanzó unos cuantos pasos y descorrió las cortinas. Entonces vio algo
que le dejó sin respiración.
Charlotte Beaston-Mount estaba tendida en un enorme lecho, al que apenas
llegaba otra luz que la que entraba por la abertura que Greeley había hecho con
las manos al separar las cortinas. La larga y frondosa cabellera negra de la mujer
aparecía esparcida como un abanico sobre los almohadones del lecho. En la
penumbra del fondo, su rostro era apenas visible, pero sí podía apreciar el brillo
de sus dientes y la total desnudez de su cuerpo.
—Acérquese más, Steve —ordenó ella.
Greeley retrocedió. Las cortinas cayeron de nuevo. El joven se sentía
terriblemente agitado.
—No, señora —dijo roncamente.
—¿Y si le digo que es una orden?
—Contestaría que, aun a riesgo de ser despedido, no podría aceptar esa orden
en absoluto, milady.
—Steve, ¿no le gustan las mujeres?
—Sí, pero cuando no pueden crearme un compromiso, milady.
—Todos están durmiendo a estas horas. Nadie lo sabrá. Y, aunque lo supieran,
me importaría un rábano. Le digo que entre, Steve.
El joven vaciló. Si cedía, podía crearse un precedente que, a la larga, no daría
buenos resultados. Pero, por otra parte... ¡era tan hermosa!
Abrió las cortinas de nuevo. Charlotte emitió una risa baja, sensual.
—Acuéstate conmigo —dijo impúdicamente.
Greeley cerró los ojos un momento y soltó las cortinas. La oscuridad cayó
sobre el interior. Empezó a desabrocharse la camisa. Momentos después, unos
labios ansiosos se pegaban a los suyos.
Una lengua húmeda y afilada como la de una serpiente penetró en su boca.
Pero era una lengua ardiente, prometedora de mil placeres. Greeley acarició los
senos redondos, firmes, en los que se hallaban los duros remates picudos. Los
brazos cálidos y sedosos de
Charlotte se enroscaron a su cuello como los tentáculos de un pulpo.
Transcurrió un lapso de tiempo que a Greeley se le hizo interminablemente
largo. Charlotte se echó a reír.
—Tu tío Alfred acertó al nombrarte heredero —dijo.
Greeley sonrió en la oscuridad. De pronto, se levantó.
—¿Adónde vas? —preguntó ella.
—Tengo ganas de encender un cigarrillo —dijo el joven.
—¡No! —Gritó Charlotte con inesperada violencia—. No quiero que nadie
fume en mi presencia. El humo del tabaco me pone enferma.
—Lo siento, milady...
—Ahora sólo soy Charlotte para ti, querido. Ven, vuelve a mi lado.
Greeley se tendió de nuevo junto a la mujer. «Y eso, en la primera noche de mi
llegada a Barlowe Castle», pensó.
—Steve, escúchame una cosa —dijo ella de pronto.
—Sí, Charlotte.
—No se te ocurra mencionar nada al ama de llaves.
—Por favor, siempre soy discreto...
—Es una mujer muy celosa. Yo la aprecio, porque sabe cumplir
magníficamente sus obligaciones, pero no quiero fricciones con ella.
—Lo tendré en cuenta —respondió Greeley.
—Es hermosa, ¿verdad?
Greeley dudó un segundo. Luego dijo:
—No más que tú.
Charlotte le besó alegremente.
—Ámame de nuevo —pidió con voz ansiosa, plena de urgencias sensuales.
CAPITULO IV
—Voy a pasear un poco por el parque —anunció Niobe, después del desayuno
—. Tengo ganas de refrescar la vieja memoria de mis juegos infantiles.
—Hace un día excelente para evocar los viejos tiempos —convino Greeley
cortésmente—. Aunque en el caso de la señorita no se puede aplicar esa frase.
Niobe puso los codos sobre la mesa y apoyó la barbilla en las manos.
—Steve, ¿sabe que no me siento a gusto con esa forma de tratarme?
—Es mi obligación, señorita —respondió él.
—Pero, a pesar de todo, no me gusta. Oiga, usted no parece el tipo de
mayordomo... Bueno, no sé cómo definirlo; sólo creo que el empleo no le resulta
adecuado.
—A decir verdad, jamás habría soñado en ser mayordomo. Pero el testamento
de mi tío Alfred así lo disponía... y me pareció prudente cumplir su última
voluntad.
—¡Qué respetuoso con los difuntos! —exclamó Niobe, un tanto sarcástica.
—Sí estuviésemos en otro lugar, le guiñaría un ojo y diría que, cuando se
cumpla ese plazo, me aguardan cincuenta mil libras en un banco.
Niobe fue a decir algo, pero, en aquel momento, se oyó la campanilla de la
puerta.
—Con su permiso, señorita.
Greeley abandonó el comedor, cruzó el vestíbulo y abrió la puerta. Un hombre
apareció ante sus ojos en el acto.
Era un sujeto de unos cuarenta años, estatura regular, con lentes y vestido de
oscuro. En la mano derecha llevaba un maletín negro.
—Soy el doctor Crowland, médico personal de lady Charlotte —se presentó.
—Es un placer conocerle, doctor —respondió el joven—, Soy el nuevo
mayordomo. Steve es mi nombre, señor.
—Encantado, Steve... Ah, señora Oxford...
Crowland pasó por el lado de Greeley, sin prestarle más atención, y se
encaminó al encuentro del ama de llaves.
—Buenos días, doctor —dijo Sharon—. Le acompañaré a las habitaciones de
lady Charlotte.
—Gracias, señora Oxford.
Greeley cerró la puerta. Luego, tal como le había sido ordenado, se encaminó
al comedor y empezó a limpiar la plata.
Transcurrió una hora. Repentinamente, oyó una voz de hombre.
—Excelente whisky, Sharon. ¿De dónde lo sacáis?
—Hay un destilador que trae una determinada cantidad periódicamente. Ya lo
hacía en tiempos del difunto lord Beaston-Mount.
—Me gustaría llevarme un par de cuartillos... si no tienes inconveniente, claro.
—Ordenaré a Anita que llene dos botellas. John, ¿hasta cuándo? —preguntó el
ama de llaves repentinamente.
Hubo una pausa. Greeley oyó ahora el ruido del whisky al caer en un vaso.
—Creo que no debemos tener prisa —respondió Crowland al cabo.
—Pues yo pienso todo lo contrario. Esta situación se está prolongando ya
demasiado...
—Ten calma, te lo aconsejo por tu propio bien. —La voz de Crowland sonaba
repentinamente fría y autoritaria—. Las cosas marchan a la perfección. Todo va
muy bien, te lo repito.
—De acuerdo, de acuerdo.
—Oye, ese mayordomo... Parece muy joven para el puesto...
—¿Importa eso algo ahora? Es sobrino del viejo Alfred. Posiblemente, no
habríamos encontrado otro igual.
—Sobre todo, si lo miramos con tus lindos ojos.
—Déjate de bromas —dijo Sharon ásperamente—. Steve en su puesto y yo en
el mío. ¿Entendido?
—A lo mejor, a él le gustaría que su puesto estuviese en tu cama.
—John, si no cierras esa sucia bocaza...
—Bueno, bueno, no hablemos más. Anda, ve a la cocina y ordena que me
preparen ese par de cuartillos de whisky.
Las voces se acallaron. Greeley miró asombrado a su alrededor.
¿Dónde hablaba la pareja?, se preguntó.
Casi le había parecido sentirlos en el propio comedor. Por un momento, pensó
que podía estar en el salón, pero no; las paredes medían más de un metro de
grueso. Era imposible que los sonidos pudieran traspasar un espesor semejante
de piedra viva.
Al cabo de unos momentos, meneó la cabeza. Entre el médico y Sharon
existían unos lazos más fuertes que los que aparentaban en un tratamiento
protocolario. Algo se traían entre manos... pero no parecía ser un asunto
demasiado preocupante.
Siguió limpiando la plata.
* * *
Crowland salió de la casa y caminó hacia su coche, situado al pie del gran
pórtico de acceso a la mansión, sustentado por cuatro gruesas columnas. Antes
de poner el pie en el primer peldaño, se quitó el sombrero, a la vez que volvía la
cabeza un poco.
—Hasta la vista, señora Oxford.
—Adiós, doctor.
Crowland bajó un par de escalones. De pronto, oyó que pronunciaban su
nombre y giró en redondo.
Había una muchacha allí, oculta hasta entonces por una de las columnas. La
chica vestía blusa, chaqueta de punto y pantalones vaqueros.
—¿Quién es usted? —preguntó Crowland.
—Niobe Wallace, sobrina de lady Charlotte.
—Oh... Es un placer, señorita Wallace...
—Gracias, doctor. Dígame, ¿qué le pasa a mi tía?
—Nada de importancia, hasta cierto punto. Tiene manías..., padece un poco de
agorafobia, con una punta de antropofobia...
—Oiga, no me venga con palabras chinas.
—Son griegas, señorita. Agorafobia es horror a los espacios abiertos, lo
contrario de claustrofobia, cuyo significado sí conoce usted, me imagino.
—Es cierto, doctor.
—Antropofobia significa horror a la gente. No en un sentido absoluto, porque
entonces habría que encerrarla en una clínica especializada, pero sí de una forma
relativa. Sólo quiere tener contactos con personas a las que conoce muy bien.
—Antes era muy alegre, comunicativa...
—Y ahora se ha vuelto huraña y retraída. Se le pasará, lo garantizo. Sólo es
preciso dejar que el tiempo actúe como lenitivo del dolor sufrido por la muerte
de su esposo, causa indudablemente de su dolencia.
Niobe sonrió.
—Eso me tranquiliza. Muchas gracias, doctor.
Crowland levantó el sombrero.
—Encantado de haberle sido útil, señorita Wallace.
Niobe permaneció en el mismo lugar durante unos segundos. El médico se
había marchado ya, cuando, de repente, se acordó de una cosa.
«Debería habérselo consultado», pensó. Una pantera negra en casa no era,
especuló, la mejor forma de curar una depresión psíquica.
* * *
Aquella noche, cuando leía apaciblemente en la cama, Greeley creyó oír unos
ruidos extraños en el jardín.
Lleno de curiosidad, abandonó el lecho y se acercó a la ventana. Desde allí,
pudo contemplar un espectáculo singular.
Charlotte paseaba por el parque, bajo la luz de la luna, llevando sujeta por la
correa a la pantera negra. Ella vestía un grueso chaquetón, pantalones y un
pañuelo atado al cuello. El pelo caía suelto sobre el chaquetón.
Al cabo de unos momentos, soltó a la pantera y empezó a jugar con ella. A
Greeley se le pusieron los pelos de punta.
Por lo que sabía, una pantera era un animal que jamás podía considerarse
completamente domado. En cualquier momento, los instintos ancestrales de la
bestia podían surgir a la superficie... Bastaría una simple dentellada para que el
hermoso cuello de Charlotte quedase destrozado.
Pero a ella no parecía importarle el riesgo. Un poco después, se levantó, agarró
una rama y la lanzó a lo lejos.
—¡Ataca, «Shaida»!
La pantera se convirtió en una borrosa mancha negra. Greeley sintió
escalofríos al oír el crujido de la madera, triturada por la poderosa herramienta
de muerte que era la dentadura del felino. Se retiró de la ventana, volvió a la
cama y trató de continuar su lectura, pero le resultó imposible. Apagó la luz y
trató de calmar sus nervios con un cigarrillo. Al fin, consiguió dormirse.
Por la mañana, Sharon le dio una orden:
—Lady Charlotte desea que le suba el desayuno.
—Está bien, señora Oxford.
Sharon se marchó. Anita rió maliciosamente.
—Creo que le ha resultado simpático a milady, Steve.
Greeley se estiró las solapas de la chaqueta.
—«Señor» Greeley, si no le importa —corrigió, con el acento propio de un
auténtico mayordomo.
—Dispénseme, señor Greeley —murmuró la cocinera humildemente.
—Y, en lo sucesivo, le agradeceré se abstenga de formular impertinentes
comentarios acerca de los sentimientos de lady Charlotte. ¿Entendido?
—Sí, señor; lo tendré en cuenta.
Greeley sonrió para sus adentros. Si iba a ser mayordomo, debía comportarse
como tal y no dar confianzas a la servidumbre.
Minutos más tarde, subía al primer piso, con una bandeja en las manos. Tocó
con los nudillos y observó entonces que la puerta estaba entreabierta.
Empujó un poco más.
—¿Puedo pasar, milady?
La voz de Charlotte llegó desde cierta distancia.
—¿Steve?
—Sí, milady.
—Estoy en el baño.
—Oh...
Greeley entró, cerró la puerta y depositó la bandeja sobre la mesa. Ahora, ella
le diría que podía retirarse y...
—Una cucharada de zumo de limón y un terrón —añadió ella.
—Bien, milady.
Greeley preparó el brebaje y avanzó hacia el baño.
—Entre, hombre, no sea vergonzoso —exclamó Charlotte.
El joven empujó la puerta. Charlotte estaba en la bañera, parcialmente oculta
por una cortina impermeable.
—Su té, milady.
De pronto, una pierna bien torneada asomó fuera de la cortina.
—Steve, ¿qué le parece?
—Milady...
Charlotte se echó a reír.
—¿Te sientes cobarde ahora?
—Señora...
—Steve, ¿has hecho alguna vez el amor en una bañera llena de espuma?
—¡Por favor, señora!
Sonó una burlona carcajada.
—Me gustas —dijo ella—. Tan tímido... pero tan viril...
Súbitamente, Charlotte asomó parte de la cabeza, cubriéndose el rostro con la
cortina, de modo que sólo se le veían los ojos, la frente y el negro cabello.
—¿Cómo te sientes hoy, Steve?
—Perfectamente, señora. Su té...
—Déjalo ahí, sobre el taburete.
—Sí, milady.
—Me agradas mucho, Steve. Un día tenemos que probar... la bañera.
Greeley guardó silencio. Ella añadió:
—Tienes que contestar: «Como ordene, milady.»
—Amarse en la bañera, ¿forma parte de mis obligaciones?
—Si te lo mando yo, ¿por qué no?
—Señora...
—¿Prefieres que te despida y perder así las cincuenta mil libras de tío Alfred?
—preguntó ella, con un extraño resplandor de malicia en los ojos.
—Milady me lo pone muy difícil —gruñó él.
—Steve, presiento que tu llegada ha sido providencial para mí. Curaré muy
pronto, ¿entiendes?
—Lo celebro sinceramente...
—Imagino que debo dejar que repongas energías. Ya te llamaré.
—Sí, milady.
—Puedes retirarte. Eso es todo por hoy.
Greeley se marchó, dándose a todos los diablos. Era una complicación con la
que no contaba al aceptar el empleo. Pero, por otra parte, ¿cómo mostrarse
insensible a los innegables encantos de la dueña de Barlowe Castle?
CAPITULO V
—Tía Charlotte se encuentra mucho mejor —dijo Niobe un par de días más
tarde.
—Lo celebro infinito, señorita —contestó Greeley.
—Ayer hablé un buen rato con ella. Parece mucho más animada. Si veo que
sigue así, por el buen camino, me marcharé muy pronto.
—Aquí echaremos de menos a la señorita.
—¿De veras, Steve?
—Usted es un soplo de frescura juvenil en una casa que parece tener mil años
de antigüedad. A veces, pienso que estoy en un mausoleo...
—Barlowe Castle no es muy agradable, en efecto —convino la muchacha
pensativamente—. En el buen tiempo, sin embargo, se está bien, sobre todo,
paseando por el parque. Pero, según creo, su estancia en el mausoleo durará
solamente un año.
—En efecto, señorita.
Ella le miró de hito en hito.
—Steve, dígame, ¿por qué está aquí? Bueno, ya me dijo que le aguardan
cincuenta mil libras en el banco, pero ¿no había otra manera de ganarse esa
suma?
—Las condiciones del testamento son muy taxativas, señorita.
—No, usted no tiene aspecto de mayordomo. Pero lo hace muy bien.
—A lo mejor, es que he descubierto mi vocación —bromeó él.
Luego se puso serio.
—Pero, aunque descansado, es muy sujeto. Y eso no me gusta.
—¿Le agrada más otra clase de trabajo?
La campanilla de la entrada sonó en aquel momento.
—Perdone, señorita —se disculpó Greeley.
Abandonó el comedor y se dirigió a la puerta. Al abrir, vio a un individuo de
algo más de cuarenta años, alto, robusto, con el rostro que parecía tallado a
cincel. Pero era una cara muy vieja, «como la de las estatuas gastadas por la
intemperie», pensó Greeley. Y era que tenía las marcas de la viruela.
—Soy Harder Limerick —se presentó el recién llegado—. Deseo hablar con
lady Charlotte.
—Señor, temo que...
Greeley no pudo continuar hablando. La voz de Sharon acababa de sonar a sus
espaldas:
—Steve, yo me ocuparé de atender al señor Limerick.
—Bien, señora Oxford.
Limerick avanzó a través del vestíbulo.
—No la conocía a usted, señora —manifestó.
—Soy Sharon Oxford —se presentó ella—. Y ya hace algún tiempo que
desempeño el empleo. ¿Quiere acompañarme al salón, por favor, señor
Limerick?
—Con mucho gusto.
Niobe salía en aquel momento del comedor y se dirigía a sus habitaciones. Vio
a Greeley y agitó la mano amistosamente. El joven contestó con una tenue
sonrisa.
Greeley entró en el comedor, para llevarse el servicio del desayuno.
Inesperadamente, sonó la voz del ama de llaves:
—Y bien, señor Limerick, ¿cuál es su problema?
El hombre emitió una risa agria, estridente.
—¿Mi problema? —repitió—. Mi problema es un montón de facturas, que
tengo pendientes casi un año y de las que la dueña de esta casa no parece
acordarse en absoluto. Mire, señora, suministros de provisiones, reparaciones,
compras de diversos objetos., hasta un automóvil... Y, la verdad; no puedo seguir
soportándolo por más tiempo.
—¿Le compraron a usted un automóvil?
—Bueno, digamos que yo... facilité las cosas...
—Ah, es un prestamista.
—Si lo prefiere así, de acuerdo, lo soy. Pero lady Charlotte lo sabía cuando
empezó a aceptar mis servicios. He aguantado mucho, porque ella fue siempre
muy puntual, pero ahora las cosas se han puesto difíciles. La cifra es bastante
alta...
—¿Cuánto en total, por favor?
—Tres mil ochocientas veintisiete libras. Dejo de lado chelines y peniques...
—De esa cifra, ¿cuánto corresponde a intereses?
Limerick emitió un gruñido.
—No creo que eso le interese mucho, señora Oxford.
—Soy el ama de llaves —dijo ella heladamente.
—Está bien. Cargo un dieciocho por ciento. Pero lady Charlotte lo aceptó así
hace un par de años. Yo me ocupaba de que nada faltase en Barlowe Castle.
Bastaba un telefonazo, para que, a las veinticuatro horas, estuviese aquí el
pedido, si no llegaba en doce... Lo siento, señora; estoy un poco nervioso. He
tenido estos días un contratiempo financiero y ando algo apurado de fondos.
Hubo una cortísima pausa. Greeley creyó adivinar una sonrisa en los labios de
Sharon.
—Hablaré con lady Charlotte. Tengo la seguridad de que sabrá atender sus
compromisos —dijo.
—Me gustaría verla —refunfuñó el visitante.
—Lady Charlotte está indispuesta. Yo le comunicaré su presencia en esta casa.
Mientras tanto, daré orden de que le sirvan café. ¿O prefiere desayunar?
—Café es suficiente, gracias.
Greeley entendió que el poco amistoso diálogo había terminado ya y se
apresuró a retirarse. Sharon se asomó a la cocina segundos después.
—Steve, lleve café al señor Limerick. Está en el salón.
—Sí, señora.
Greeley fue al salón unos minutos más tarde. Cuando servía el café, entró
Sharon.
—Señor Limerick, lady Charlotte no podrá recibirle hoy...
—Esto es intolerable —gruñó el hombre.
—Pero le ruega acepte la hospitalidad de su casa. Mañana se sentirá mejor y
podrá examinar las facturas, para abonarle el importe total de la deuda. Steve,
acompañe luego al señor Limerick a la habitación de la panoplia donde están los
cuchillos de jade.
Greeley se inclinó.
—Sí, señora.
Limerick dudó un momento, pero acabó por aceptar la solución que le
proponían.
—¡Qué demonios! —masculló—. Puedo perder perfectamente veinticuatro
horas, pero no casi cuatro mil libras. Oiga, mayordomo, ¿dónde está el
teléfono...?
—Lo siento, señor Limerick —se anticipó Sharon en la respuesta—. Lady
Charlotte dio orden de suprimirlo hace algunos meses.
—¿Es cierto que milady dio orden de suprimir el teléfono hace meses? —
preguntó Greeley a la cocinera en cuanto tuvo ocasión para ello.
—Sí. Bueno, al menos eso es lo que dijo la señora Oxford. Y como ella es la
que manda...
—Extraño, ¿no?
—Lady Charlotte está chiflada —contestó Anita desabridamente. .
Niobe se levantó de la mesa y dio las buenas noches al invitado. Sharon entró
en aquel momento.
—Señor Limerick, ¿le apetece tomar el café en el salón?
—Con mucho gusto, señora.
—Steve, sírvanos el café.
—Sí, señora.
—Ah —dijo Sharon—. Tengo que darle buenas noticias. Lady Charlotte ha
examinado las facturas y está conforme con las cifras. Mañana por la mañana le
daré un cheque.
—Estupendo —rió Limerick—. Valía la pena haber venido a Barlowe Castle.
Greeley sirvió el café y luego se dirigió al comedor, para retirar el servicio.
Debía encargarse Betty de ello, pero le había dicho que la aliviaría del trabajo.
Quería escuchar el diálogo entre Sharon y el huésped.
El salón y el comedor se comunicaban por alguna parte. En algún lugar del
muro había un hueco, absolutamente invisible, que permitía el paso de los
sonidos a través de más de un metro de dura piedra granítica. Con gran cautela,
levantó los tres cuadros que había en aquella pared, pero no pudo encontrar la
menor abertura debajo de ellos.
—Señor Limerick, ¿le gusta leer por las noches en la cama?
—A veces, señora Oxford.
—Le recomiendo este libro. Es interesantísimo.
Limerick lanzó una exclamación.
—¡Vaya un título! La Danza de los Fantasmas. ¿Es de terror?
—Y algo más —añadió ella maliciosamente—. Está escrito hace doscientos
años y el autor utilizó ese título, para eludir las normas de censura que existían
en aquellas fechas.
—Comprendo —rió Limerick—. Me lo llevaré a la cama, señora.
Greeley percibió una pausa.
—Aunque, a veces, me gusta llevarme a la cama otra... cosa —añadió el
huésped maliciosamente.
Sonó una risita.
—No me mire así, señor Limerick...
—Me llamo Harder. Todos me dicen Hardie. Su nombre es Sharon, creo.
—Sí, Sharon.
—De nuevo volvió el silencio. Pero casi en seguida, Greeley oyó gemidos,
chasquidos, exclamaciones a media voz, gruñidos...
—¡Qué brutos! Son capaces de hacerlo en la alfombra —se dijo.
—Iré más tarde a tu habitación. Espéreme —dijo Sharon.
—No tardes —pidió él roncamente.
—Lady Charlotte tarda mucho en dormirse. Debo estar despierta hasta que se
haya dormido del todo.
Greeley abandonó el comedor.
Tenía que encontrar el lugar por donde se producía la comunicación entre las
dos estancias, se propuso. De pronto, pensó en Niobe. La chica había pasado allí
grandes períodos de su infancia. Naturalmente, al día siguiente por la mañana;
no eran momentos apropiados para entablar una conversación sobre el tema.
* * *
Harder Limerick leía la obra, terriblemente intrigado y excitado en sumo
grado. El título, aunque ciertamente era merecido en determinados párrafos de la
obra, ocultaba la mayor parte del argumento, en donde el erotismo, cuando no la
pornografía, componían una parte importantísima. Por otro lado, los grabados,
crudos, realistas, encajaban perfectamente con el argumento.
Las páginas del libro eran muy gruesas. En ocasiones, costaba pasarlas.
Limerick mojó el pulgar y lo apoyó en una de las hojas, para darle vuelta y
continuar la lectura.
Consultó su reloj. Todavía no habían dado las doce de la noche. Sonrió. El
ama de llaves se había mostrado asequible. Limerick estaba seguro de su propio
atractivo personal. Ella tenía que haberlo notado a la fuerza. No cabía duda. «Y
es que tengo un magnetismo irresistible», pensó, orgulloso de sí mismo.
Continuó leyendo. De pronto, creyó ver un relámpago dentro de su cabeza.
Cerró los ojos un instante. Al abrirlos de nuevo, le pareció que las letras del
libro bailaban ante sus retinas. Descansó unos momentos; quizá había leído
demasiado rato, sin separar la vista de las páginas del libro.
Al cabo de unos momentos, trató de continuar, pero las letras continuaban
apareciendo borrosas en ocasiones, movedizas en otras. Decidió abandonar la
lectura, pero entonces llegó a un grabado.
La ilustración representaba un grupo de hombres y mujeres, bailando
completamente desnudos en un prado, con las manos unidas y bajo la luz de la
luna.
Había un espectador de la escena, un hombre cuyo rostro, de perfil, aparecía
en primer plano, detrás de unos arbustos. Limerick encontró que aquel hombre
se le parecía enormemente.
Y, entonces, los inmóviles danzantes cobraron vida y se movieron, saltando y
cantando una extraña canción que no había oído jamás. Limerick percibió el olor
a hierba fresca y flores silvestres.
Apartó las ramas con las manos y corrió hacia los bailarines, arrancándose las
ropas a puñados. En unos segundos, estuvo en el corro, gritando como los
demás. Pero, cosa rara, si le habían dejado traspasar el círculo, no le permitieron
unirse a ellos.
Entonces vio a una hermosa mujer desnuda que avanzaba hacia él.
—Sharon... —dijo, temblando de deseo.
Ella se le acercó, con la sonrisa en los labios. De pronto, sacó un puñal.
La luz de la luna arrancó brillantes destellos verdes a la hoja del cuchillo.
Limerick sonrió.
—Tienes ganas de broma —dijo.
El cuchillo bajó súbitamente.
Limerick sintió el frío de la hoja que penetraba profundamente en su pecho.
Gritó.
Pero la voz murió rápidamente en sus labios.
Los danzantes se convirtieron en seres incorpóreos. La luz de la luna pasaba a
través de sus figuras que, repentinamente, se habían inmovilizado.
Sharon desapareció de su vista. Y los danzantes. Y el prado... Todo se hizo
negro.
CAPITULO VI
Greeley dormía profundamente y el grito le sobresaltó.
Sentóse en la cama. No se oía nada, pero tenía la plena seguridad de haber
oído gritar a alguna persona.
Inmediatamente, encendió la luz y saltó de la cama. Mientras caminaba hacia
la puerta, terminó de ponerse el batín. Descendió al primer piso y se detuvo, un
tanto desorientado.
De pronto, vio que se habría una puerta.
Niobe asomó al pasillo.
—Steve...
Greeley avanzó hacia ella.
—Me pareció oír un grito —dijo el joven.
—Yo también. ¿Sabe quién ha gritado?
—Tal vez lady Charlotte...
—No, no era voz de mujer.
Greeley y Niobe cambiaron una mirada.
—Limerick —dijo ella.
—Sí, eso pienso.
—Habrá sufrido una pesadilla —apuntó Niobe.
—Tal vez.
Niobe vaciló.
—¿Y si entrásemos a ver? ¿Lo cree discreto?
—Quizá está despierto. Si es así, me ofreceré para hacerle una taza de té.
—Muy bien.
Ella avanzó unos pasos, abrió la puerta y alargó el cuello, para mirar al interior
de la estancia.
—Oh...
—¿Qué pasa?
—Se ha dormido como un tronco.
Greeley miró también. Limerick estaba en la cama, con el libro caído sobre la
cara.
—Como un tronco, en efecto —sonrió—. Voy a apagarle la luz.
—No le quite el libro de la cara. Cuando despierte, lo notará encima y así
sabrá lo que le ha pasado.
—Está bien.
Greeley salió a los pocos instantes y cerró la puerta cuidadosamente.
—No parece que sea él quien ha gritado. Quizá se habría dormido en el acto
otra vez, pero no tendría el libro sobre la cara, me parece. Esos gritos, a causa de
una pesadilla, van acompañados siempre de una sacudida. En tal caso, el libro
habría caído al suelo.
—Sí, parece una suposición razonable —convino la chica—. ¿Habrá sido en el
exterior?
De súbito, se acordó de una cosa.
—¡La pantera! —exclamó.
—¿Habrá atacado a algún intruso?
—¡Ahora mismo lo sabremos!
Niobe echó a correr hacia la escalera, antes de que el joven pudiera detenerla.
Greeley la siguió y llegó a la puerta casi al mismo tiempo, aunque no pudo
impedir que fuese ella quien la abriese.
En el mismo instante, lanzó un chillido. Aterrada, dio un paso atrás.
La pantera estaba en el umbral. Sus ojos parecían brasas de fuego verde.
Enseñaba los atroces colmillos y gruñía amenazadoramente.
Greeley actuó con rapidez y cerró la puerta, antes de que el felino pudiese
atacar. Luego se volvió hacia la muchacha, que temblaba como hoja de árbol
durante un vendaval.
—Ese animal... tan horrible...
—Será mejor que se vuelva a su habitación —propuso él.
—¿Sucede algo, Steve?
Greeley levantó la cabeza. Sharon estaba en el primer piso, agarrada con
ambas manos a la barandilla protectora.
—Hemos oído gritar, señora —contestó el joven—. Pensamos que habría
alguien en el parque, pero vimos a la pantera ante la puerta...
—Han cometido una imprudencia —dijo Sharon con severidad—. No salgan
de noche sin avisarme antes.
—¿No tiene miedo de la pantera, señora Oxford? —preguntó Niobe.
—Somos buenas amigas.
—Yo creí que esa bestia sólo obedecía a mi tía.
—También a mí, señorita. He conseguido el afecto de «Shaida».
—Es usted una mujer afortunada —dijo Niobe irónicamente. Se recogió la
bata—. Buenas noches, Steve.
—Buenas noches, señorita.
Greeley subió a su habitación. Sentía vivos deseos de conversar con la
muchacha, pero la inesperada aparición de Sharon se lo había impedido.
Regresó a su habitación. Encendió un cigarrillo. La tensión nerviosa
desapareció gradualmente y volvió a dormirse.
* * *
El huésped ya no estaba por la mañana. Sharon le informó que se había
marchado muy temprano.
—Con la deuda saldada, por supuesto —añadió.
Greeley no hizo el menor comentario. A los pocos minutos, Niobe se asomó a
la cocina y pidió que le sirvieran el desayuno.
—Se lo llevaré en seguida, señorita —dijo el joven.
—¿Qué tal ha pasado el resto de la noche, Steve? —preguntó ella, minutos
más tarde.
—Perfectamente, señorita. ¿Y usted?
—Me costó un poco dormirme. ¿No le pasó algo parecido, Steve?
—Sí, desde luego. Pero lo solucioné con un cigarrillo.
—Esa pantera... —murmuró Niobe—. Mirando fríamente, es un animal
precioso, pero, cuando se lo ve a poca distancia, enseñando los colmillos... No sé
qué diablos tuvo mi tía para comprar semejante bicho.
—¿Lo encuentra ilógico?
—Hasta cierto punto, sí. Me hubiera parecido más sensato que comprase un
par de mastines. No es que mi tía se chifle por los animales, pero creo que la
pantera es ya algo exagerado.
—No le dé más vueltas; tuvo ese capricho.
—Sí, ya lo veo. De todas formas, sigo preocupada.
—Por su salud, supongo.
Niobe calló unos instantes.
Luego, en voz baja, dijo:
—Steve, aquí pasan cosas muy raras.
—Cierto —convino el joven.
Ella le miró fijamente.
—¿Qué sabe usted? —preguntó.
—¿Quiere perdonarme un momento, señorita?
Y antes de que Niobe pudiera hacerle alguna objeción, Greeley abandonó el
comedor, para regresar a los pocos instantes.
—No hay nadie en el salón —dijo.
—Steve, ¿por qué ha dicho eso? —preguntó Niobe, extrañada.
—Señorita, ¿sabía usted que todo lo que se dice en el salón, se oye
perfectamente aquí, en el comedor?
—Pero, ¿qué está diciendo, hombre de Dios? Hay más de un metro de pared...
—Si no temiera que nos sorprendiesen, le haría una demostración —dijo el
joven muy serio—.Usted pasó aquí largas temporadas, cuando era una niña. ¿No
conoció entonces ese fenómeno?
—Steve, cuando yo era una niña, había sitios en donde tenía vetada la entrada.
El comedor era uno de ellos, salvo cuando iba acompañada por los mayores. Y el
salón también, a causa de algunos libros que hay allí. Pero, por otra parte, jamás
oí comentar nada semejante a las personas mayores.
—Pues es rigurosamente cierto. Por eso fui hace unos instantes al salón; para
cerciorarme de que no había nadie que pudiera escucharnos.
—Creo que le entiendo, aunque me gustaría saber adónde va a parar, si no le
importa.
Greeley hizo un gesto con la cabeza.
—Antes dijo que aquí pasan cosas muy raras. ¿A qué se refería?
—La enfermedad de mi tía... No acabo de convencerme de... de su
antropofobia... Maldita palabra; se me atasca en la garganta como si fuese una
pelota de borra... Pero algo le pasa, indudablemente.
—Usted la conoce bien. ¿No ha querido confiarse cuando han estado a solas?
—Siempre se ha mostrado reticente, propensa a desviar la conversación en
cualquier momento... cuando no guardaba silencio. Pero, además, hay otra cosa.
—Sí, señorita.
—La deuda con Limerick... Puede que ese individuo tenga razón y sea una
especie de proveedor general de Barlowe Castle; en realidad, todo es más
cómodo así. Pero no creo que mi tía padezca tanta penuria como para no poder
satisfacer una deuda de menos de cuatro mil libras.
—Esa deuda ha sido saldada ya, señorita. Me lo dijo el ama de llaves esta
misma mañana.
—Vaya, al menos, tenemos una buena noticia. ¿Sabe usted algo más, Steve?
Greeley dudó un momento.
—Sí, algo muy extraño y que me tiene preocupado desde el primer día —
contestó.
—¿Puedo saber de qué se trata?
—Usted recuerda perfectamente que mi amigo Rocky Garwish murió aquí, a
causa de un desdichado accidente.
—Sí, en efecto. Parece que bebió demasiado...
—Ahí está el enigma. Rocky era abstemio.
Niobe le miró atónita.
—¿Seguro, Steve?
—Absolutamente. Mire, usted ya sabe lo que hacen los amigos muchas veces.
Se reúnen en el pub, toman unas copas o unas jarras de cerveza, se juegan el
gasto a los dardos... Rocky alternaba con nosotros y era el más alegre y jovial de
todos y, desde luego, tomaba parte en el juego y si perdía, pagaba... pero a veces
yo pensaba si su abstención de alcoholes, todos, incluso el de la cerveza, no sería
una especie de alergia. Le digo que era absolutamente abstemio, señorita.
—Vaya noticia —comentó la chica a media voz.
—Por supuesto, no era uno de esos fanáticos de los que odian el alcohol; todo
lo contrario, era muy tolerante con los que, bebían. Pero él, insisto, no probaba
en absoluto el alcohol.
—Y el forense dijo que había bebido...
—Y también la señorita Oxford.
Greeley empezó a recoger el servicio.
—Hablaremos en otro, momento —dijo—. Llevo ya demasiado rato y no
quiero que puedan recelar de nosotros.
—Sí, comprendo.
—Le contaré algo de lo que he oído hablar en el salón.
—No lo eche en olvido, Steve.
—Descuide, señorita.
Greeley llevó el servicio a la cocina. Al entregárselo a Anita, le formuló una
pregunta:
—Anita, ¿sabe usted el nombre del forense que reconoció el cadáver del señor
Garwish?
La cocinera dudó un instante. Parecía desconcertada.
—Fue el doctor Crowland.
Greeley se volvió. Jerry, el jardinero, estaba en el umbral de la cocina.
—¿Es también forense? —preguntó.
—Creo que admitieron su dictamen —contestó Jerry.
El joven sonrió.
—Muchísimas gracias, Jerry.
Sentíase extrañado. ¿Por qué un médico privado iba a tomarse las atribuciones
del forense? Claro que éste podía haber admitido el informe de Crowland. Entre
colegas...
Jerry le miraba fijamente. Greeley, de pronto, se sintió incómodo y abandonó
la cocina.
CAPITULO VII
—Steve, a veces dudo de que sea mi tía.
Greeley estaba sirviendo la cena y miró sorprendido a la muchacha. Niobe
hizo un gesto con la mano.
—No se preocupe —dijo—. El salón está vacío.
—Muy bien. ¿Por qué duda?
—La he visto poco, pero eso no tiene importancia. Comprendo su dolencia y
no quiero importunarla demasiado. Sin embargo...
—¿Cree que puede ser otra persona?
—A veces, lo pienso así, Steve.
—En tal caso, ¿por qué no le hace preguntas cuya respuesta sepa que sólo ella
ha de formular?
—Ya lo he hecho —dijo Niobe.
—¿Ha dado resultado?
—Invariablemente, cambia de conversación. Incluso desvaría. Balbucea, dice
frases incoherentes...
—Hay una explicación, señorita.
—A ver, dígalo.
—Lady Charlotte se casó muy joven.
—En efecto. Tenía dieciocho años.
—Es decir, hace quince.
—Sí.
—Y usted tenía...
—Seis años.
—Entonces, vivía lord Beaston-Mount. Para ella, debió de ser la época más
feliz de su vida. Simplemente, se niega a volver a esa época. Inconscientemente,
evita esos recuerdos; rechaza la vieja memoria. Ha acorazado su mente en ese
aspecto y no es posible romper esa barrera.
—Creo que tiene razón —convino ella—. Pero en tal caso, el doctor Crowland
no es el más apropiado para curarla.
—No puedo formular ningún juicio al respecto, señorita.
Niobe se recostó en el sillón.
—Steve, ¿es mi tía?
—Yo creo que sí —contestó él.
—¿La ha visto?
—Sí, un par de veces.
—Voy a pedirle un favor, Steve.
—Lo que usted diga, señorita.
—En la próxima ocasión, procure sondearla. Hay un detalle infalible que nos
permitirá salir de dudas definitivamente.
—¿Cuál es ese detalle?
—El nombre del perrito que me regaló cuando yo cumplí los siete años. Es
corto, pero difícil y, sobre todo, muy raro. Pregúnteselo en la primera ocasión
que tenga.
—Así lo haré, señorita, pero ¿cómo se llamaba el perro?
—Yo se lo confirmaré, cuando me traiga la respuesta.
—Muy inteligente —aprobó Greeley—. ¿Desea un poco más de este riquísimo
asado, señorita?
Niobe observó que el joven se había puesto súbitamente envarado.
—No, gracias, Steve; no tengo ganas de comprarme vestidos nuevos, una talla
mayor —rió alegremente—. Algunos dicen que no tengo problemas con mi
línea, pero yo pienso como aquél: «Más vale prevenir...»
—Es una conducta muy sensata, señorita.
La puerta se abrió en aquel momento.
—¿Desea algo de mí, señorita Niobe? —Dijo Sharon—. Tengo un poco de
jaqueca y voy a acostarme...
—No, muchas gracias, señora Oxford. Aunque... me gustaría ver a mi tía...
—Ha dado orden de que no se la moleste, señorita.
—Entonces, la veré mañana. Buenas noches.
Sharon se retiró.
—¿Cree que escuchaba detrás de la puerta? —preguntó Niobe, con un
murmullo de voz.
—Diez a uno, a favor del sí —sonrió Greeley.
—Esa mujer no me gusta nada, pero lo que se dice nada. De todos modos,
mañana iré al pueblo y hablaré con el doctor Crowland. No se olvide del nombre
de mi perro.
—Descuide.
Niobe se marchó. Greeley llevó el servicio a la cocina. Después de cenar, fue
al salón y buscó en la librería. No tardó en encontrar el volumen deseado.
—Voy a ver qué tiene de interesante La Danza de los Fantasmas —se dijo.
* * *
El que lea este libro se sumergirá en placeres hasta ahora no conocidos.
Abandonará este mundo momentáneamente y viajará a otro irreal, pero real.
Creerá estar entre fantasmas y vivirá auténticos momentos de incomparables
delicias, disfrutará de instantes jamás vividos hasta ahora, gustará de los placeres
que una absurda civilización considera como prohibidos; no estará sujeto a
ninguna ley que la de su propio capricho y obtendrá cuando desee su fantasía, y
se encontrará con hombres y mujeres, absolutamente enemigos de inicuas leyes e
injustas prohibiciones. Lector, pasa las páginas, una tras otra, sin cesar, y
alcanzarás momentos de éxtasis jamás imaginados. Saldrás de tu mundo
aprisionado por la ignorancia y la superstición, y entrarás en otro donde todo está
permitido y en el que podrás elegir el placer y la felicidad a tu capricho. Sigue
leyendo y te unirás a las personas que te aguardan en las páginas de este libro, a
las que no tomarás como fantasmas, sino como seres de carne y hueso. Lee y
embriágate de placeres.
—No está mal el prólogo —comentó Greeley.
La siguiente página costaba un poco de pasar y se mojó el pulgar.
Un cuarto de hora más tarde, dedujo que era un libro de aventuras eróticas,
narradas con singular realismo y sin omitir descripciones, con palabras y frases
crudísimas. Los grabados podían ser muy artísticos, pero eran de una obscenidad
increíble.
De repente, sintió un fogonazo en el cerebro.
Una espesa niebla se agitó ante sus pupilas, vibró, remolineó, giró
velozmente... La habitación desapareció de su vista,.
Estaba en un prado, completamente desnudo. Una docena de hombres y
mujeres bailaban una frenética danza. Todos eran jóvenes y ellas eran muy
hermosas, incomparablemente atractivas en su lúbrica desnudez.
De pronto, Greeley vio a Sharon.
El ama de llaves avanzó hacia él, sonriendo impúdicamente, sin una prenda de
ropa sobre su cuerpo escultural. Sus labios eran rojos, carne roja y pulposa, a
través de los cuales se veían los dientes marfileños. Al caminar, sus senos
oscilaban ligeramente, rematados por los picudos vértices de color rosado.
—Ven, ven —susurró ella ardientemente.
De súbito, Greeley sintió un vivísimo dolor en la mano izquierda. Un gemido
se escapó de sus labios.
Sharon desapareció. Los fantasmas desaparecieron.
Sacudió la mano izquierda. Vagamente, se dio cuenta de que el cigarrillo que
había encendido, sujeto por los dedos, se había ido consumiendo, hasta que la
brasa quemó su epidermis.
Con torpes movimientos, se levantó de la cama. El cigarrillo había sido
despedido por el manotazo inconsciente y estaba en el suelo. Lo recogió y se
encaminó al baño, arrojándolo al inodoro. Luego metió la cabeza bajo el grifo,
para alejar de sí aquel aturdimiento que le poseía.
Al cabo de unos minutos, empezó a reaccionar. Miró a su alrededor. Todo
estaba tranquilo y en orden. ¿Había padecido una alucinación?, se preguntó.
El libro yacía en el suelo, junto a la cama. Greeley lo abrió por una de las
páginas, en la que había una ilustración que representaba al grupo de danzantes,
todos ellos completamente desnudos.
Lo había visto realmente... pero lo más probable era, se dijo, que al quedarse
dormido, la pesadilla hubiese sido una especie de continuación inconsciente de
la lectura. En todo caso, se dijo, no debía continuar leyendo.
—Al menos, esta noche.
De pronto, oyó el zumbido del teléfono.
Levantó el aparato.
—Greeley —dijo.
—Steve, tráigame una taza de té.
—Sí, milady.
Greeley dejó el teléfono en la horquilla. Bien, era la ocasión apropiada para
comprobar si aquella hermosa y sensual mujer era o no lady Charlotte.
* * *
—Me pregunto por qué no quieres que fume —dijo Greeley, mucho más tarde,
en la oscuridad del dormitorio.
—¿Tienes ganas de fumar?
—Hombre... a veces, después de... —El joven lanzó una risita—. Se suele
fumar un cigarrillo, compréndelo. Y ella también, claro.
—El humo del tabaco me da verdaderos accesos de tos, pero si tienes tantas
ganas, levántate y fuma junto a la ventana abierta.
—No, mujer, no soy un fanático del tabaco. Era simple curiosidad.
—Lo siento mucho, querido. Me gustaría complacerte...
—No te preocupes; tu salud es lo primero. Espero que cures pronto de esas
dolencias psíquicas.
—Me esfuerzo, pero, a veces, pueden más que yo, Steve. Claro que tú me
ayudas mucho.
—Gracias.
Ella le besó cariñosamente.
—Me siento muy bien a tu lado. ¿Cuántos años tienes?
—Voy a cumplir treinta, Charlotte.
—Yo tengo treinta y tres. La diferencia no es tan grande, me parece.
Greeley se alarmó. ¿Qué trataba de sugerirle Charlotte?
—Eres muy guapo y resultas un perfecto amante —añadió ella—. Dejaremos
pasar el tiempo. Más adelante...
—Tu familia podría objetar algo, ¿no crees?
—No tengo que depender en absoluto de mi familia. Ya ves, mi hermana ni
siquiera ha venido a visitarme. Envió a su hija, esa chica presumida y orgullosa...
Claro que son cosas de la edad. Ya se le pasará.
—Sí, seguro.
—De pequeña era mucho más cariñosa. Recuerdo, precisamente, que le regalé
un perrito cuando tenía siete años. Un animal precioso, créeme.
—A los niños les encanta jugar con los perros —dijo Greeley, enormemente
satisfecho de que ella hubiese sido quien sacase el tema a colación.
—Sí, pero ahora yo los detesto. Es una lástima, no sé qué me ha pasado... Me
gustaría tener otro terrier pelo duro, como «Kwitchie»... Así se llamaba el que le
regalé a Niobe.
—Vaya un nombrecito —comentó él.
—Cosas de niños. Ella se lo puso...
—¿Eres alérgica a los perros?
—Los detesto desde que murió mi esposo. Iba de caza con uno de ellos y el
animal se cruzó de repente en su camino. Al caer, se le disparó la escopeta.
—Lo siento, Charlotte.
—Creo que estoy superando el trauma.
—Y por eso tienes la pantera, ¿no?
—Sabe cuidar Barlowe Castle por la noche. Desde que la tengo, no ha entrado
un solo ladrón.
—Se habrá corrido la noticia, supongo.
—Eso creo yo también. Así podemos dormir tranquilos.
Charlotte soltó una risita.
—Aunque ahora, precisamente, no estamos dormidos —añadió.
Buscó la boca de Greeley. El joven se dejó llevar por la pasión que despedían
aquellos labios. El cuerpo de Charlotte era fuego puro y ardió en él, hasta el
agotamiento.
Cerca de la madrugada, ella le sacudió fuertemente.
—Eh... ¿qué...? —dijo el joven, con voz torpe.
—Steve, cariño, es hora de que vuelvas a tu habitación.
—Sí, claro.
—Dame un beso de despedida, amor.
Greeley la besó. Vistióse rápidamente, a tientas, y atravesó las cortinas.
Momentos después, estaba en su dormitorio. Maldijo entré dientes. No le
gustaba la idea. Se había convertido en el amante de lady Charlotte.
* * *
Greeley no vio a Niobe a la hora del desayuno, aunque pudo enterarse de que
la chica había salido muy temprano de casa. A media mañana, la vio regresar en
su Mini.
Jerry, el jardinero, se hizo cargo del cochecito y lo llevó al garaje. Greeley
estaba en el salón, limpiando el polvo de los muebles.
—¿Molesto? —dijo ella.
—En absoluto, señorita.
Niobe cruzó el umbral y cerró la puerta a sus espaldas.
—He estado en el pueblo. Crowland no vive allí. Es más, nadie le conoce.
Greeley arqueó las cejas.
—Increíble —murmuró.
—Sin embargo, he hablado con el sargento Larrymore, quien me ha dicho ser
el único que conoce a Crowland y ello por motivos profesionales. Crowland fue
el que certificó la defunción de Garwish. El médico del pueblo que,
naturalmente, desempeña también las funciones de forense cuando es necesario,
aceptó sin discusión el diagnóstico de su colega.
—Entonces, todos aceptaron la tesis de la embriaguez de Garwish.
—Sí, en efecto.
—Me enteraré de lo que hizo aquella noche durante la cena. Mi tío ya no
estaba y alguna de las dos mujeres tuvo que servirle la mesa.
—¿Y si lo hizo Jerry?
—Luego lo sabremos. No haga usted ninguna pregunta; yo me ocuparé de
ello.
—Está bien, Steve. Pero si me entero de que están haciendo algo malo a mi
tía, juro que traeré un batallón de policías...
Greeley sonrió. Lady Charlotte estaba mucho mejor de lo que el mundo creía.
—Pienso que la cosa no llegará a tanto —dijo—. Por cierto, deberá disipar sus
dudas.
—¿Cómo?
—Lady Charlotte es... lady Charlotte. Y su terrier pelo duro se llamaba
«Kwitchie».
—Es cierto —admitió Niobe, meditabunda—. ¿Cuándo se lo dijo?
—Anoche, ya un poco tarde. Me pidió le llevase una taza de té. Parecía con
ganas de conversar un poco. No podía mostrarme descortés. Y entonces, en el
transcurso de la conversación, salió su nombre de usted y, claro, el del perrito.
—¿Qué le dijo de mí, Steve?
—En realidad, no hizo ningún comentario personal. Simplemente, mencioné la
pantera y ella dijo que detesta los perros, desde que su esposo murió en un
accidente de caza.
—Eso sí es cierto. Pero no parece lógico detestar a los perros, para tener en
casa un animal infinitamente más feroz, ¿no le parece?
—No me atreví a entrar en el fondo de la cuestión, señorita.
Niobe emitió una brillante sonrisa.
—Gracias por todo, Steve. Ahora me siento un poco más tranquila... si no
pienso en el doctor Crowland.
La chica se marchó. Greeley continuó con su tarea, mientras se preguntaba si
de veras Crowland era médico. Y si no lo era, si tramaba algún delito, ¿qué
beneficio podía obtener?
Más tarde, fue a la cocina. Anita le sirvió una taza de té.
—Le veo muy pensativo, señor Greeley —dijo la cocinera.
—Un poco... Me acordaba de mi difunto amigo, Rocky Garwish... Morir tan
joven, pero un estúpido accidente... ¿Lo vio usted?
—Oh, sí, señor. Me pareció una persona excelente, muy atento y simpático.
Me llevé una terrible impresión al conocer la noticia, créame.
—Mi tío había fallecido ya. Alguien tuvo que atenderle, cuando se quedó en
Barlowe Castle, ¿no es así?
—En efecto. Betty se ocupó de su habitación y luego le sirvió la cena. Por
cierto, hizo un comentario que me extrañó muchísimo.
—¿Sí? ¿Qué era?
—Fue al recoger el servicio de mesa. La botella de vino estaba vacía por
completo. Pero cuando pasó junto a la palmera que hay a la entrada, percibió un
penetrante olor a vino, como si alguien hubiese derramado allí parte del
contenido de la botella. Al notarlo, se inclinó un poco y pudo ver la tierra
húmeda todavía. Así confirmó sus suposiciones..., aunque, lógicamente, ya no
pudo saber quién había tirado allí el vino.
Greeley sonrió ampliamente.
—Muchas gracias, Anita —contestó.
CAPITULO VIII
Cuando sonó la campanilla de llamada, Greeley se estiró maquinalmente el
chaleco y ajustó un poco el nudo de la corbata. Llegó a la puerta, abrió y se
encontró ante un hombre de uniforme, con galones de sargento.
—Señor —dijo.
—Soy el sargento Larrymore —se presentó el policía—. Usted es nuevo en
Barlowe Castle, a lo que parece.
—El nuevo mayordomo, en efecto. Steve Greeley, a su disposición, señor.
—Muchas gracias. Deseo hablar con lady Charlotte y, si no es posible, con la
señora Oxford.
—Avisaré a la señora Oxford...
—¿Qué sucede, sargento? —sonó entonces una voz femenina.
Larrymore se volvió.
—Es la señorita Niobe Wallace, sobrina de lady Charlotte —dijo Greeley.
Niobe salía de la biblioteca en aquel momento y avanzó hacia donde estaban
los dos hombres. Larrymore se llevó la mano a la gorra de uniforme.
—Es un placer conocerla, señorita, aunque sea en circunstancias tan poco
agradables como las que me traen a esta casa.
—Pero, ¿qué ha pasado, si se puede saber? —preguntó la chica, impaciente.
—Hemos encontrado el cadáver de un individuo, cruelmente apuñalado, sin
duda para robarle y despojarle cuanto tenía de valor. Por la documentación
hemos sabido su nombre, Harder Limerick.
Se oyó un gemido de angustia. Greeley, aturdido todavía por lo inesperado de
la revelación, se volvió y divisó a Sharon a poca distancia.
—Dios mío, qué horrible —dijo el ama de llaves.
—Espantoso —calificó Niobe.
—Pero... si estuvo aquí hace un par de noches... —dijo Sharon, titubeando
visiblemente—. Se marchó ayer por la mañana, muy temprano...
—¿Puedo saber qué vino a hacer en Barlowe Castle, señora Oxford? —
preguntó Larrymore.
—Lady Charlotte le debía cierta suma de dinero y vino a reclamarla.
Comprenda, sargento; con su enfermedad, se han sufrido algunos descuidos
involuntarios... La deuda quedó a entera satisfacción del señor Limerick.
Conservo, incluso, el recibo que me dio al entregarle el cheque que cancelaba
dicho débito.
—Le han despojado absolutamente de todo, con el horrible detalle de un dedo
amputado, sin duda para robarle una valiosa sortija.
—¡Qué horror! —se estremeció Niobe.
—Sí, lo recuerdo bien —dijo Sharon—. Era un gran anillo de oro, con un rubí
y una docena de brillantitos. Muy valioso, en efecto, sargento.
—Su billetera no ha aparecido. ¿El cheque, era nominal o al portador?
—Nominal, sargento.
—En tal caso, el asesino lo habrá destruido, quedándose, únicamente, con los
billetes, si es que llevaba dinero en efectivo.
—Sí, llevaba algo de dinero. Lo vi, cuando abrió la billetera para guardar el
cheque en ella.
—Debieron de sorprender su buena fe, haciéndole parar en el camino.
Entonces, le asaltaron, cosiéndole literalmente a cuchilladas. Luego lo
arrastraron fuera del camino y lanzaron su cuerpo al otro lado de unos
matorrales. El coche quedó volcado, al pie de un terraplén. Lo vio por casualidad
un vecino y vino a avisarme —dijo Larrymore.
—¿Debemos entender que fueron más de una persona quienes cometieron esa
salvajada?
Larrymore hizo un gesto ambiguo.
—Aún no podemos afirmar nada. Parece como si hubiesen querido borrar las
huellas de los pies... En fin, agradezco mucho sus informes, señora Oxford.
—Me siento terriblemente consternada. Y pensar que esta mañana
conversamos tan tranquilamente... —dijo Sharon.
—Sí, ha sido una cosa horrible. Bien, tendrán que dispensarme. Señorita
Wallace, señora... Encantado de conocerle, Steve.
Greeley inclinó la cabeza.
—Ha sido un placer, sargento —contestó.
Larrymore se marchó en su coche. Los tres quedaron unos instantes en el
vestíbulo.
—Voy a mi cuarto a leer un poco —declaró Niobe—. Señora Oxford, ¿ha visto
hoy a mi tía?
—Está perfectamente, señorita. Hoy ha amanecido muy sosegada, aunque, de
todas formas, le recomiendo no la moleste, a fin de no perturbarla
innecesariamente —contestó Sharon.
—Está bien.
—Procuraremos callar lo ocurrido —añadió el ama de llaves—. Estas cosas la
excitan muchísimo. Cuando se enteró de la muerte del señor Garwish, sufrió un
shock muy fuerte.
—No se preocupe, no le diré nada.
Niobe se marchó con paso vivo. Sharon se volvió y miró críticamente al joven.
—No ha hecho ningún comentario —observó.
—Mi posición no me lo permite, señora —respondió el joven.
—Ahora le autorizo a que lo haga delante de mí, Steve.
—No hay nada que comentar, señora. El señor Limerick ha sido víctima de
una época actual, marcada por una falta absoluta de respeto a la vida humana y a
la ley y el orden.
—Muy cierto —convino ella. Sonrió ligeramente—. Gracias, Steve.
—A sus órdenes, señora.
* * *
—Se me ha ocurrido una idea, Steve —dijo Niobe, mientras Greeley le servía
la copa.
—Sí, señorita.
—Esta noche, cuando todos estén durmiendo, me gustaría ir al dormitorio de
mi tía.
—¿Puedo conocer los motivos, señorita?
—Se lo diré claramente. A pesar de todo, no estoy convencido de que esa
mujer sea realmente lady Charlotte.
—Pero... usted me dijo que el nombre del perro serviría para identificarla
plenamente. Y ella lo pronunció y usted aceptó la respuesta.
—Es cierto —admitió la chica—. Sin embargo, continuó pensando que aquí
sucede algo raro.
—A ver, hable.
—Nunca he visto juntas a las dos.
—¿Cómo?
—Cada vez que he ido a visitar a mi tía, la señora Oxford me ha llamado y
luego, cuando he subido al primer piso, ella ya no estaba ante la puerta del
dormitorio.
—Es lógico. Ella no tiene por qué estar presente en la conversación —alegó
Greeley.
—Sí, pero... —Niobe sacudió la cabeza—. Oh, no me haga caso, Steve.
Cuando era pequeña, no lo notaba, pero ahora me doy cuenta de que el ambiente
me crispa los nervios y me deprime al mismo tiempo. Aquí sucede algo, Steve.
No sé qué es exactamente, pero la normalidad que apreciamos es sólo la tapadera
de una olla donde el agua está hirviendo constantemente. En cualquier momento,
la presión del vapor hará saltar la tapadera y... ¿Comprende la metáfora?
—Es sólo una metáfora, señorita; todo está en orden —sonrió Greeley.
—Pero usted mismo dijo que había sucedido algo raro. Se acusó a Garwish de
embriaguez y era abstemio. Simularon su borrachera, vertiendo el vino de la
cena en la tierra de una maceta. ¿No le parece un comportamiento muy raro, sea
de quien sea?
—Sí, efectivamente.
—¿Y no piensa hacer nada?
—Si me lo indica usted, señorita...
Niobe hizo un gesto de enojo.
—¿Cómo se lo voy a indicar, si ni yo misma lo sé? Había pensado en ir al
dormitorio de mi tía a la media noche, cuando estén dormidos...
—¿Por qué no lo hace?
—¿Le parece bien?
—Suponiendo que vaya a visitarla, ¿qué le dirá? Pero tal vez no consiga nada.
—¿Por qué?
—Tengo entendido que toma sedantes, en ocasiones.
—No importa. Iré —dijo ella, muy decidida.
Le miró fijamente.
—Y usted, ¿no se atreve a acompañarme?
—¿Quiere una respuesta sincera?
—Se lo agradeceré.
—Señorita Niobe, no me siento absolutamente indiferente a lo que pueda
pasar en Barlowe Castle, pero le ruego tenga en cuenta mi especial situación. He
de pasar aquí un año, al cabo de cuyo plazo, recibiré cincuenta mil libras, con las
que creo poder asegurar mi futuro.
—Sí, es cierto y yo no debo forzarle a hacer algo que pueda comprometerle —
contestó ella, desanimada—. De todos modos, muchas gracias, Steve.
—Lo siento de veras, pero, si ello ha de servirle de algo, créame, su tía... es su
tía—. Greeley hizo una corta pausa y añadió—: No cometa imprudencias,
señorita.
—Lo tendré en cuenta, Steve —respondió la muchacha.
* * *
Cuando hubo terminado su tarea, fue a la biblioteca y extrajo de su sitio La
Danza de los Fantasmas. Pensaba continuar la lectura del libro, interrumpida
hacia la mitad, aproximadamente. De pronto, oyó ruido en el vestíbulo.
Abrió la puerta. Sharon cruzaba el enorme hall con la pantera atraillada. El
animal le vio y enseñó su fenomenal dentadura, a la vez que emitía unos
gruñidos poco tranquilizadores.
—Voy a soltarla por el parque —sonrió Sharon.
—No parece muy amistosa —comentó él.
—Sólo hay dos personas hacia las que siente afecto: lady Charlotte y yo.
Sharon llegó a la puerta principal, la abrió y luego soltó la cadena. La pantera,
ávida de libertad, desapareció de un salto, fundiéndose instantáneamente con la
noche. Luego, Sharon cerró y se apoyó en la puerta, con las manos a la espalda.
—¿Lleva lectura para la cama, Steve?
—Sí, señora. Es un libro que dejé anoche a la mitad... ¿He cometido alguna
inconveniencia?
—Oh, no, en absoluto; la biblioteca está abierta para todos los habitantes de la
casa. ¿Me permite ver el título?
—No faltaría más, señora.
Greeley le dejó el libro. Sharon sonrió.
—He leído este libro —manifestó—. Muy... audaz.
—Sí, en efecto.
Hubo un instante de silencio. Sharon sonreía enigmáticamente.
—Steve, dígame con toda sinceridad, ¿le gustaría hacer realidad algunas de las
cosas que se describen en esta obra?
—Hay algunos asesinatos...
—No me refiero a las muertes.
—Usted quiere decir... otras cosas.
—Sí, en efecto.
—Según y cómo, señora.
—A ver, explíquese.
—Hay cosas que no me gustan en comunidad. No deben suceder más que
entre dos personas. Del sexo opuesto, naturalmente.
Sharon lanzó una risita.
—Opino igual que usted, Steve. Y tal vez un día le pida que me explique cómo
se hacen esas cosas entre dos.
—¿De veras necesita que se lo expliquen?
Ella volvió a reír, a la vez que se encaminaba hacia la escalera.
—Buenas noches, Steve.
—Buenas noches, señora Oxford.
CAPITULO IX
En el gran carillón del vestíbulo sonaron las doce campanadas de la media
noche. Los ecos se perdieron lentamente y volvió el silencio.
Cubierta con una bata, Niobe se asomó al corredor. La quietud era absoluta.
Un par de lámparas iluminaban el vestíbulo y su luz proporcionaba al pasillo una
penumbra suficiente para moverse sin dificultades.
De pronto, cuando se disponía a salir, oyó un ruido y se retiró rápidamente,
dejando, no obstante, una rendija, para poder ver lo que sucedía.
Jerry, el jardinero, salió del cuarto donde estaba encerrada la pantera. Niobe
vio que llevaba diversos útiles de limpieza. Jerry se alejó hacia la escalera. A
Niobe le extrañó que Jerry hiciese la limpieza de la jaula a una hora tan
avanzada.
Esperó unos minutos más. Cuando estuvo segura de no ser vista, salió de su
dormitorio y avanzó rápidamente hacia la puerta por donde había visto salir al
jardinero. Al abrirla, vio la reja, a un par de metros.
La jaula había sido desinfectada. Aún se percibía el olor de la sustancia
higiénica, proyectada sin duda por un pulverizador. Niobe contempló con toda
atención el interior de la estancia. ¿Por qué había de estar la pantera en aquella
habitación precisamente?
Dio unos pasos y asió los barrotes de la puerta de la jaula. Estaba cerrada con
llave y, observó, era de doble cerradura. Imposible pasar al otro lado y, aunque lo
consiguiera, ¿qué iba a ver más de lo que ya estaba viendo?
Retrocedió un poco. Entonces, tropezó con algo blando.
El aire huyó de sus pulmones. Quiso gritar, pero se había quedado
repentinamente sin voz.
Una mano se apoyó en su hombro.
—No tema —dijo Greeley.
Niobe exhaló un largo suspiro.
—Por Dios, Steve, no vuelva a darme otro susto semejante —exclamó.
—Lo siento de veras. Créame, no pretendía asustarla.
Ella se volvió.
—¿Qué hace levantado?
Greeley sonrió.
—Presentía que saldría de su habitación —contestó.
—Voy a ver si ella es mi tía —insistió Niobe—. Aún no estoy convencida de
su verdadera personalidad.
—De acuerdo, pero ¿qué hace aquí?
—Cuando iba a salir, vi a Jerry. Acababa de hacer la limpieza de este lugar.
—¿Tan tarde? Hace más de dos horas que soltaron la pantera —se extrañó él.
—No sé por qué lo ha hecho tan tarde. El caso es que salía con los útiles de
limpieza.
Greeley miró a todas partes. Luego se acercó a la reja y la sacudió un par de
veces.
—Imposible abrirla sin la llave —dijo.
—Y tiene dos cerraduras —recalcó Niobe.
—Bien. ¿Piensa ir al dormitorio de lady Charlotte?
—Usted, ¿qué me aconseja?
—Hágalo, si eso la va a tranquilizar —sonrió él.
Niobe dudó. Luego se dirigió hacia la puerta.
—Creo que me volveré a la cama —dijo—. De todas formas, mañana podré
verla.
Hablaré con ella muy seriamente.
—Es una excelente decisión —aprobó Greeley.
—Es una excelente decisión —aprobó Greeley.
Acompañó a la chica hasta la puerta de su dormitorio y luego regresó al suyo.
El libro yacía sobre la cama. Ya había terminado de leerlo y no había vuelto a
sufrir alucinaciones. Fue a encender un cigarrillo, pero, de pronto, se dio cuenta
de que no tenía fósforos.
Contuvo una exclamación de enojo. No le agradaba tener que bajar a la cocina.
Entonces, recordó que en su maleta había un par de tiras de fósforos, que había
arrojado allí en el momento de hacer el equipaje.
Inmediatamente, se levantó, fue al armario y abrió la puerta. Al acuclillarse,
vio que una de las presillas de la maleta estaba levantada.
Frunció el ceño. Estaba completamente seguro de haber dejado la maleta bien
cerrada en la última ocasión que tuvo necesidad de sacar algo de su interior.
Pensativamente, levantó y examinó el contenido de la maleta.
Todo estaba en orden, incluso el testamento de su tío Alfred. Pero el
documento estaba dentro de un sobre de buen tamaño, y la última vez que lo
había visto, ofrecía el anverso a la primera mirada. Ahora estaba en posición
opuesta, con el reverso a la vista..
Lentamente, sacó el sobre y regresó con él a la cama, para leer una vez más el
testamento, escrito a máquina, con unos tipos muy grandes, líneas esparcidas y
papel muy grueso.
Indudablemente, el documento había sido redactado en Londres, enviado a
Barlowe Castle por correo y firmado luego por el testador, quien, acto seguido,
lo había devuelto a su abogado. Era de suponer, se dijo, que tío Alfred hubiera
expresado previamente sus deseos al abogado Epsom.
Alguien había leído el testamento, no cabía duda. Pero ¿qué beneficio podía
obtener de algo que resultaba del dominio público?
Profundamente pensativo, meditó unos segundos sobre el incidente. ¿Quién
había registrado su maleta?
La excitación le hizo sentir un poco de calor. Maquinalmente, se abanicó con
el papel. Estaba recostado, con la luz de la lámpara a su derecha. De súbito, le
pareció ver algo extraño en el documento.
Las letras, tenues, apenas perceptibles, aparecían y desaparecían según los
movimientos de su mano. Temblando de nerviosismo, puso el testamento ante la
lámpara, tocando a la pantalla, de vidrio deslustrado, imitación de un quinqué de
petróleo.
El calor de la lámpara hizo surgir entonces el mensaje secreto escrito entre las
líneas mecanografiadas:
Ella está en la habitación tapiada que da al Sur. Para rescatarla, sube por la
chimenea del comedor. Yo no tengo fuerzas y, además, sé que mi muerte es
inminente. La señora Oxford se ha dado cuenta de que he descubierto el secreto.
Es la única forma de hacer saber la verdad; si lo dijese de otro modo, lady
Charlotte moriría. Yo me siento ya muy viejo y cansado y esto es todo lo que
puedo hacer. ¡Que Dios tenga piedad de mi alma!
¡Sálvala, Steve, sálvala!
Greeley separó el documento de la luz. A los pocos momentos, las letras se
borraron y el papel recobró su apariencia habitual.
Se preguntó si el autor del registro habría sido capaz de leer aquel terrible
mensaje, escrito con tinta simpática. Pero, por otra parte, ¿cómo había sido su tío
capaz de escribirlo, sin advertirle previamente?
Acaso no había tenido tiempo... y si ello era cierto, significaba que el viejo
mayordomo había fallecido violentamente.
Quizá no había podido avisarle, mediante una carta de advertencia, en la que
habría una clave de descifrar. Como fuese, ahora sabía una cosa con absoluta
certeza: lady Charlotte estaba encerrada en alguna parte.
Secuestrada, no cabía duda.
Los motivos del secuestro importaban poco ahora. La pregunta inmediata,
terriblemente aflictiva para él, era: ¿quién era aquella voluptuosa mujer junto a la
cual había pasado tan deliciosos momentos de pasión?
* * *
Mientras vertía el té en la taza, murmuró:
—Tengo que decirle algo importantísimo, señorita. Por favor, no alce la voz,
no grite ni haga aspavientos. Pueden estar observándonos. Compórtese con
absoluta naturalidad, se lo ruego.
Niobe asintió brevemente.
—Sí, pero hable pronto, por favor; no me tenga... con los pies descalzos sobre
las brasas.
Greeley sonrió al escuchar la metáfora.
—Su tía está encerrada en alguna parte. Secuestrada, para definirlo con la
palabra adecuada.
Hubo una leve sacudida en el esbelto cuerpo de la chica.
—Lo presentía —murmuró—. Había algo que no marchaba bien... y ahora ya
lo sé. ¿Cómo se ha enterado usted, Steve?
—Mi tío dejó un mensaje secreto en el testamento. Anoche lo encontré, por
casualidad.
—Fantástico —calificó ella—. ¿Y...?
—Incluso me indica el camino que es preciso seguir para llegar a la habitación
donde está encerrada.
—Entonces, vamos...
—Calma, por favor —recomendó Greeley—. Es evidente que lady Charlotte
está secuestrada desde hace mucho tiempo. Indudablemente, y por ahora al
menos, no pretenden quitarle la vida. Unas horas más de espera, no harán daño a
nadie y pueden ser decisivas para su rescate.
—Tiene usted razón —convino la chica—. Entonces, ¿cuándo?
—A la noche.
—Está bien. ¿Vendrá a buscarme?
—Claro.
—Eso significa que usted sabe dónde está.
—Por lo menos, conozco el camino. Un poco más de té, ¿señorita?
La puerta del comedor se abrió en aquel momento.
—Steve, tenga la bondad de llevar el desayuno a milady —ordenó Sharon.
Greeley se volvió hacia la puerta.
—Ahora mismo, señora Oxford —contestó.
—No es necesario que se apresure. Termine antes con la señorita Niobe.
—Señora Oxford, ¿puedo acompañar a Steve? —solicitó la chica.
—Claro, ¿por qué no?
Sharon se marchó. Greeley y Niobe cambiaron una mirada.
—Si está secuestrada, parece un secuestro muy liviano —comentó ella.
—¿Qué me dice de un posible tratamiento de drogas?
Niobe asintió.
—Sí, sería posible —murmuró—. Así, haría lo que ellos quisieran... Pero
¿quiénes?
—Hasta que no esté curada por completo, no lo sabremos.
—Steve, vaya a prepararle el desayuno; lo terminaré en seguida.
Minutos más tarde, los dos jóvenes subían al primer piso. Greeley se detuvo
ante la puerta y tocó con los nudillos. Una voz femenina, dijo:
—¡Adelante!
Greeley empujó la puerta y esperó a que la chica hubiese cruzado el umbral.
Luego entró a su vez.
—Estoy en el baño —dijo lady Charlotte.
—Tía, soy Niobe. ¿Te importa que pase?
—Oh, no, en absoluto, querida.
Greeley empezó a disponer el servicio encima de una mesita. Con el rabillo
del ojo vio que Niobe entraba en el baño. Desde su sitio, oyó el diálogo entre las
dos mujeres:
—¿Cómo te encuentras, tía? —preguntó Niobe.
—Magníficamente, sobrina. ¿Qué tal lo estás pasando aquí?
—Psé... Regular, nada más.
—En Barlowe Castle no hay muchas distracciones, en efecto. Una chica como
tú debería de estar divirtiéndose ahora en una playa del Mediterráneo. Capri,
Marbella, Ibiza...
—Mañana me marcharé. Mamá se sentirá muy contenta de tu mejoría, tía
Charlotte.
—Dale un beso muy fuerte de mi parte, cariño.
—Sí, lo haré.
Niobe salió del baño. Parecía muy desconcertada.
Enseñó las palmas de sus manos. Greeley sonrió en silencio.
Entonces, llamó lady Charlotte:
—¿Steve?
—¿Sí, milady?
—Tráigame una taza de té, por favor.
Greeley consultó a la chica con la mirada. Ella asintió. El joven preparó la taza
y fue al baño.
—Déjela en el taburete, junto a la bañera —indicó lady Charlotte—. Por
ahora, eso es todo. Puede retirarse, Steve.
—Bien, milady.
Esta vez, la cortina había estado corrida todo el tiempo. Si la persona que
había al otro lado era una impostora, pensó Greeley, era preciso convenir que
sabía hacer muy bien las cosas.
No habían producido indiscreciones ni había dicho frases comprometedoras.
Ella sabía que Niobe estaba escuchando.
Lo cual, en medio de todo, le hizo sentir un enorme alivio.
Al salir de la habitación, miró a la muchacha.
—¿Y bien, es o no es? —preguntó a media voz.
Niobe se mordió los labios.
—Yo diría que sí, pero...
—¿Cuál es la duda?
—La duda estriba en que no le he visto la cara un solo momento, al menos, de
una forma completa. Si le veía los ojos, no veía el resto de las facciones. Y si
veía la boca, todo lo demás estaba tapado por las manos con que se frotaba la
espuma de baño. ¿Ha visto usted algo?
—La cortina estaba completamente corrida —respondió Steve gravemente.
—Entonces, será preciso aguardar a la noche.
—Es lo mejor que podemos hacer —confirmó él.
CAPITULO X
La campanilla tintineó varias veces. Ajustándose maquinalmente el chaleco
rayado, Greeley cruzó el vestíbulo y abrió la puerta.
—Buenos días, doctor Crowland —saludó.
—Hola, Steve —dijo el galeno—. ¿Cómo está hoy lady Charlotte?
—A la hora del desayuno, por lo menos, se sentía magníficamente, doctor.
—Es una buena noticia, Steve. Ahora iré yo a reconocerla, pero antes, por
favor, ¿quiere avisar a la señora Oxford?
—Sí, señor, con mucho gusto.
Greeley empezó a volverse, pero rectificó el movimiento y quedó de nuevo
frente a Crowland.
—¿Doctor?
—¿Ocurre algo, Steve?
—Perdóneme, doctor... Pero quisiera preguntarle algo referente a mi tío
Alfred...
—Ah, el viejo y servicial Alfred. Lamenté mucho su muerte, créame. Pero
eran ya demasiados años...
—De eso precisamente se trata. ¿Puede decirme las causas de su muerte,
doctor?
Crowland emitió un ligero carraspeo.
—Muchacho, en la vida de toda persona llega un momento en que la máquina
se niega a seguir funcionando. Simplemente, está muy desgastada y no hay
piezas de repuesto —contestó con cierta pedantería en la voz.
—¿Debo entender que le falló el corazón?
—Exactamente. Yo mismo lo comprobé. Es más, había llegado la víspera y
Alfred ya no se sentía bien. Le visité en su habitación, le prescribí un
medicamento... pero, a la mañana siguiente, apareció muerto. Murió
plácidamente, durante el sueño. No es mala manera de morir, ¿verdad?
Greeley sonrió.
—A cierta edad, desde luego. Muchísimas gracias, doctor.
—No hay de qué, Steve. Diga a la señora Oxford que estoy en el salón —
indicó Crowland.
Sharon bajó del primer piso a los pocos momentos. Greeley aparentaba estar
muy ocupado limpiando el polvo a una armadura situada junto al arranque de la
escalera. Cuando vio que el ama de llaves desaparecía en el salón, suspendió su
labor y corrió hacia el comedor.
Niobe bajó las escaleras a todo correr y entró también en el comedor. Greeley
se puso un dedo ante los labios y ella asintió.
Lo primero que oyeron fue el gorgoteo de un líquido al caer desde la botella al
vaso. Luego sonó la voz de Crowland:
—Un licor magnífico —elogió alegremente.
El ama de llaves dijo:
—Espero que no abuses del whisky mientras permanezcas aquí, John.
* * *
Hasta el comedor llegó el apreciativo chasquido de la lengua de Crowland.
Luego sonó una risita:
—No temas, encanto; sabré comportarme mesuradamente. A propósito, ¿cómo
está ella?
—Bien, no te preocupes.
—¿Han sospechado algo?
—¿A quién te refieres, John?
—Al mayordomo. Preguntó por las causas de la muerte de su tío.
—Una pregunta lógica, me parece. Pero no te preocupes; no sospecha en
absoluto. La chica, sin embargo, sí parece un poco más suspicaz. Por fortuna, se
marchará mañana.
—Deberíamos liquidar el asunto y desaparecer, Sharon —propuso Crowland.
—Todavía no...
—Podríamos hacerlo. Pasaría mucho tiempo antes de que se diesen cuenta.
Para entonces, ya habríamos volado lo suficientemente lejos como para no ser
encontrados jamás.
—¡Te digo que aún no es la hora, John! —exclamó ella con voz crispada.
—Pero, mujer...
—Todavía no, todavía no —insistió Sharon—. Quiero hacerle padecer los mil
tormentos del infierno, quiero verla arrastrarse a mis pies, pidiéndome piedad
una y otra vez y mil veces... Con mil vidas, no pagaría lo que me hizo,
¿entiendes?
—Sharon, tu comportamiento no tiene nada de sensato —dijo Crowland
calmosamente—. Han pasado ya demasiados años; eres joven, muy hermosa...
Pero seguir pensando así...
—No te preocupes y déjame actuar a mi modo —exclamó violentamente el
ama de llaves—. Yo soy la que dirige el juego y tú tienes que acatar las reglas.
—Y si no me gusta, tendré que marcharme, ¿verdad?
—Harás lo que yo te diga, simplemente.
—Pero, Sharon... Piénsatelo bien. Ya tenemos suficiente. ¿Para qué correr más
riesgos? Hay bastante para que podamos vivir sin trabajar el resto de nuestros
días. En el banco empiezan ya a mirarme de reojo cada vez que voy por allí con
un cheque. Insisto, vámonos antes de que la cuerda se rompa. Está ya muy
tirante, ¿comprendes?
Sobrevino un momento de silencio. Era evidente que Sharon parecía sensible a
los argumentos del galeno.
—Déjame pensarlo veinticuatro horas —respondió ella finalmente—. Mañana,
a esta misma hora, te daré la respuesta, John.
—Resultaría tan fácil... —suspiró él—. Tengo un buen amigo, piloto. Bastaría
una llamada, para que alistase su aparato en pocos minutos. Media hora más
tarde, habríamos cruzado ya el canal...
—¿Y el dinero? Habría que ir a buscarlo, ¿no?
Crowland se echó a reír.
—Querida, ¿me supones tan tonto? El dinero está seguro. Lo llevo siempre
conmigo. No me separo de él ni para dormir.
—¿Significa eso que lo tienes en el coche?
—Sí, encanto.
—Pero eso es una barbaridad... ¿Qué pasaría si te robasen el coche?
—Sharon, cada vez que lo dejo en el estacionamiento, me lo llevo a casa. No
hay cuidado al respecto; esta misma mañana, antes de salir hacia aquí, volví a
ponerlo en el automóvil. Como puedes comprender, bastaría con salir corriendo
de aquí; en el pueblo, nos detendríamos un momento para avisar a mi amigo el
piloto y...
—Te he pedido veinticuatro horas, ni un minuto más —dijo ella.
—Muy bien, de acuerdo. Hay una cosa, sobre todo, que debes tener muy en
cuenta.
—¿Qué es, John?
—Los forenses no son tontos. Esta vez, no he podido yo hacer nada...
—Claro que no. Una segunda muerte por cuchillo, se habría hecho demasiado
sospechosa.
—Pero es muy fácil saber si un cuerpo acuchillado ha muerto en el lugar en
que se le encuentra o ha sido asesinado en otro sitio.
—Todos los rastros fueron borrados escrupulosamente. La policía supone que
los asesinos de Limerick hicieron lo mismo.
—Condenado Limerick —gruñó Crowland—. Su aparición no pudo ser más
inoportuna.
—Nos descuidamos en los pagos —admitió Sharon—. No se me ocurrió
pensar...
—Está bien, está bien, dejemos el asunto. De modo que ni Steve ni la chica
sospechan nada.
—No, en absoluto. Esta misma mañana, incluso, me han visto los dos, en el
papel de lady Charlotte. Han quedado plenamente convencidos.
—De acuerdo, pero esto no puede durar demasiado. Cuando te ven a ti, no la
ven a ella y viceversa. Un día querrán veros a las dos juntas. ¿Cómo lo
solucionarás?
Greeley y la muchacha cambiaron una mirada de inteligencia.
Aquellas frases eran sumamente reveladoras. Lo decían todo en muy pocas
palabras.
Y Greeley, a su vez, supo que la mujer con quien había gozado no era lady
Charlotte, cosa que le alivió considerablemente. Aunque por otra parte, no
resultaba agradable recordar los momentos de pasión vividos junto a una asesina.
—Pronto estará solucionado todo —dijo Sharon—. Mañana, a estas horas, te
haré saber mi decisión.
—De acuerdo. Ah, falta un problema por resolver.
—¿Cuál, John?
—Jerry.
—Cuando se quiera dar cuenta de lo sucedido, ya estaremos muy lejos.
—¿Y si se muestra impaciente?
—Entonces, tápale la boca con un puñado de dinero. Y basta ya de discusión.
Las voces se alejaron hacia la puerta. Greeley comprendió que Sharon y
Crowland se disponían a abandonar el salón.
Momentos después, a través de una rendija, los vio subir al primer piso. Ella
dijo:
—Este es un camino mucho más cómodo que el de la chimenea.
* * *
Las manos de Niobe se crisparon sobre los hombros de Greeley.
—Steve, tenemos que hacer algo. Y pronto —dijo, vivamente excitada.
—Calma —aconsejó él—. Ella, por el momento, no corre ningún peligro. A la
noche, insisto, iremos a rescatarla.
—Dios mío, son unos asesinos...
—Ya no cabe la menor duda, aunque es cierto que han sabido hacer las cosas
muy bien. Pero puedes tener la seguridad de que pagarán muy caros sus
crímenes. Ahora, ¿quieres acompañarme, por favor?
—¿Adónde vas? —quiso saber ella.
—Ya has oído lo que están haciendo. Voy a «limpiar» el coche.
—Oh... Han estado despojando a mi tía...
—Saqueando su cuenta corriente, es la frase correcta.
—¿Falsificaban su firma?
—¿Para qué necesitaban una cosa así? Seguramente, cada vez que debía
firmar un cheque, la presionaban de una forma u otra...
—Es horrible, horrible —musitó Niobe—. Son unos canallas...
—Silencio —aconsejó él.
Ya habían llegado a la puerta posterior y Greeley exploraba el lugar con los
ojos. La puerta del garaje estaba abierta.
—Te quedarás a la entrada —dijo él—. ¿Sabes silbar?
—Sí.
—Entonces, si ves que alguien se acerca, silba... El Submarino Amarillo,
¿entendido?
—De acuerdo.
Greeley arrancó a correr de pronto y en cuatro saltos estuvo en el garaje. El
coche de Crowland era grande, un tanto anticuado, pero en magníficas
condiciones. Aquel Bentley dejaría atrás al suyo como si se hubiese quedado
repentinamente sin motor, a poco que se lo propusiera el conductor.
Las portezuelas estaban cerradas. Greeley no se arredró. Fue al suyo y, en una
bolsa de herramientas, encontró un destornillador, con el que forzó uno de los
deflectores de viento, de una puerta delantera.
El resto fue fácil. Una vez abiertas las puertas, empezó a pensar en dónde
podría guardar Crowland su botín.
Tanteó el asiento posterior. Al cabo de unos segundos, lo levantó.
Debajo había una especie de maleta, rectangular, alargada y no excesivamente
gruesa. Greeley levantó la tapa.
Sintió que perdía la respiración. Aquella caja estaba repleta de fajos de billetes
de banco, todos ellos de cien libras.
Contó rápidamente los fajos. Cincuenta y cada uno era de cien billetes.
—Jesús, medio millón —exclamó, sin poder contenerse.
Pero a los pocos segundos reaccionó. Dejó todo tal como estaba y, con la caja
en la mano, regresó junto a la muchacha.
Niobe le miró con ojos brillantes.
—¿Lo has conseguido?
Greeley asintió.
—Ahora debemos buscar un sitio donde esconderlo —dijo.
—En mi cuarto —contestó ella resueltamente—. Ya lo han arreglado y nadie
volverá a entrar; menos aún, si guardo yo la llave.
—Está bien.
Llegaron al vestíbulo y escucharon unos momentos. Luego, de pronto, Niobe
corrió hacia la escalera. A los pocos momentos, regresó, con la sonrisa en los
labios.
—Hecho —murmuró.
—De acuerdo —sonrió él—. Iré a buscarte a la noche.
—Muy bien.
De pronto, Niobe se puso de puntillas y le dio un fuerte beso en la boca.
Greeley la miró sorprendido.
—¿No te ha gustado? —preguntó ella.
—Bueno... me ha sorprendido, señorita.
Niobe se puso las manos en las caderas.
—Hace unos instantes no me tratabas con tanto protocolo—se quejó.
—Mantengamos las distancias... por ahora. Es lo mejor.
—Sí —sonrió la chica—. Es lo mejor. Hasta la noche, Steve.
Greeley la vio alejarse, vivaz, desenvuelta, estampa pura de la juventud y la
frescura. Una chica maravillosa... cuya compañía debería frecuentar más
adelante. «Cuando haya pasado el año», se dijo.
CAPITULO XI
—¿Y dices que estuvo leyendo el libro?
—Sí. Incluso se lo recomendé yo.
—¿No fue una imprudencia? —preguntó Crowland, preocupado.
—Quería observar sus reacciones.
—¿Qué resultado dio en él?
—Negativo.
Crowland se sirvió una copa.
—Es extraño. ¿Por qué no ha bajado esa chica a cenar?
—Pidió que le sirvieran en su cuarto. Dijo que tenía jaqueca. Pero estábamos
hablando del libro. ¿No crees que deberíamos quemarlo?
—Hay tiempo —respondió el galeno.
—Por fortuna, no vamos a tener que utilizarlo más —dijo Sharon—. Es un
bonito truco, John.
—La droga durará mucho tiempo, años, quizá. Costó un poco, pero merecía la
pena, creo.
—Sí, desde luego.
En el salón, Greeley lanzó una mirada a la estantería donde se hallaba La
Danza de los Fantasmas. Había comprendido los motivos de su visión, sus
alucinaciones.
—Y si la hubieras puesto en un libro., por ejemplo, de guerra... —dijo Sharon
de pronto.
—El lector habría creído tomar parte en los combates —contestó Crowland.
—No me habría gustado verle bajar, atacando a la bayoneta calada —rió ella.
—Habría usado una lanza de la panoplia. Por cierto, supongo que no estarán
enterados del camino de la chimenea.
—No, en absoluto.
De pronto, se abrió la puerta,
—¿Qué quieres, Jerry? —preguntó Sharon.
—Me estoy cansando de la situación —contestó el interpelado—. Deseo
terminar cuanto antes. Denme mi parte, eso es todo.
—Jerry, ahora no...
Crowland levantó una manó.
—Por favor, querida —dijo—. Permíteme que solucione este asunto a mi
manera. En tu opinión, ¿cuánto te corresponde, Jerry?
—Una cuarta parte —contestó el jardinero.
—Completamente de acuerdo —accedió Crowland—. ¿Te irás esta noche?
—Sí, en cuanto tenga la pasta.
—No se hable más. Jerry, ¿quieres acompañarme? Sharon, dispénsanos, por
favor.
Greeley oyó el ruido de una silla que se movía. Por precaución, se mantuvo en
el mismo sitio. Crowland y Jerry salieron de la casa y se encaminaron hacia el
garaje.
Jerry encendió las luces. Crowland abrió primero la portezuela del lado
derecho y luego la trasera: A continuación, levantó el asiento.
Una maldición se escapó de sus labios en el acto.
—¿Qué pasa? —preguntó Jerry.
Crowland se volvió hacia él, lívido como un difunto.
—No está —dijo.
—No está, ¿qué?
—El dinero, ¡estúpido!
Jerry frunció el ceño.
—Quieres engañarme, ¿eh?
—Por todos los demonios...
—John, he estado haciendo las faenas más sucias; he aguantado aquí los
peores trabajos... y ahora quieres dejarme sin la parte que me corresponde. Pues
no te lo voy a consentir, ¿te enteras?
Crowland retrocedió, hasta que su espalda chocó contra el coche.
—Jerry, te lo juro, alguien se ha llevado el dinero...
Su rostro se contorsionó de pronto en una mueca de agonía. Fue a gritar, pero
la poderosa mano de Jerry tapó su boca. El jardinero movió la mano derecha de
atrás adelante, una, dos, tres, cuatro veces... hasta que sintió que el cuerpo de
Crowland se relajaba y empezaba a caer al suelo.
Entonces, se inclinó sobre él y registró rápidamente sus ropas. Al cabo de unos
segundos, se incorporó, arrojando fuego por los ojos.
—Esa maldita zorra me va a escuchar...
Caminó hacia la puerta del garaje con paso muy vivo. Cuando salía, algo le
golpeó en la nuca con tremenda fuerza y lo dejó completamente inconsciente.
Greeley se inclinó sobre el caído. Jerry respiraba todavía. Volvió la cabeza.
Tenía que encontrar una cuerda para atar al asesino.
* * *
El jardinero quedó bien atado y amordazado. Para mayor seguridad, Greeley lo
sujetó al eje delantero de uno de los coches, con otra cuerda.
Luego apagó las luces, cerró la puerta del garaje y se echó la llave al bolsillo.
Allí, en el suelo, quedaba la navaja, todavía ensangrentada, con la que Jerry
había cometido su crimen.
Corrió hacia la casa y después de entrar, escuchó atentamente. No se percibía
el menor sonido.
Lentamente, subió al primer piso y se acercó a la puerta del dormitorio de
Niobe. Abrió sin llamar. La muchacha estaba sentada en la cama y se puso en pie
al verle. Greeley entró y cerró muy despacio a sus espaldas.
—¿Todo bien? —preguntó.
—Jerry ha asesinado al doctor Crowland.
Niobe vaciló ligeramente.
—Dios mío... ¿Qué ha sucedido, Steve?
—Jerry creyó que Crowland quería engañarle, cuando éste vio que faltaba la
caja con el dinero. No atendió a sus disculpas y lo acribilló a navajazos.
—Entonces, Jerry está suelto...
—No. Cuando salía, le aticé un buen garrotazo en la nuca. Creí que le había
matado, pero tiene la cabeza muy dura. Ahora está atado y amordazado. No se
librará, te lo aseguro. Además, he cerrado el garaje y guardo la llave en el
bolsillo.
—Habrá que avisar a la policía...
—Primero, libertaremos a lady Charlotte. —De pronto, Greeley frunció el
ceño—. Niobe, a mí pudo engañarme, porque no la había visto nunca antes, pero
¿cómo pudiste confundirte, cuando hablabas con ella?
—Una vez estaba sentada, junto a la ventana, pero estaba cerrada casi por
completo y su rostro quedaba a contraluz. En las otras ocasiones, ella estaba en
la cama y hablábamos a través de las cortinas.
—¿Era habitual en ella ese comportamiento?
—No. Por eso sentía tantas dudas. Aunque ella no se encontrase bien, yo
pensaba que no podía sentir tanto horror hacia las personas y menos hacia mí. A
pesar de las diferencias con mi madre, ella siempre me quiso mucho.
—Comprendo. ¿Estás preparada?
—Sí. —Niobe agarró el brazo del joven—. Steve, ¿cuánto dinero hay en la
caja?
—Medio millón de libras.
Ella cerró los ojos un instante.
—Esa cifra da vértigo —murmuró.
—Y explica los motivos del secuestro de lady Charlotte. Hasta cierto punto,
fueron muy astutos, no exponiéndose a una falsificación en la firma de los
cheques que, inevitablemente, habría provocado su detención antes de reunir una
cantidad semejante.
—Está bien, vamos. Dices que conoces el camino, Steve.
—Hay que entrar por la chimenea del comedor... —De pronto, Greeley se dio
una palmada en la frente—. Estúpido de mí, ¿cómo no he sabido verlo antes?
—¿De qué se trata? —preguntó Niobe.
—Las dos chimeneas —dijo él—. Están a la misma distancia de la pared que
da al vestíbulo. El muro interior, que es el que soporta el fuego, no está completo
seguramente y hay un hueco que permite el paso de los sonidos. De esta forma,
un mismo cañón sirve para el tiro de las dos chimeneas.
—Fantástico —exclamó ella—. Eso no se me hubiera ocurrido a mí en los días
de mi vida.
—A mí se me acaba de ocurrir ahora mismo.
—Ellos no debían de saberlo, supongo. A menos que nos oyeran cuando te
indiqué que averiguases el nombre de mi perrito.
—Ella debió de oír algo, pero desde la puerta, en todo caso. O quizá pensó que
era un detalle que podía ayudar eficazmente a la simulación y se lo preguntó a tu
tía. Creo —dijo Greeley muy serio—, que lo ignoraban.
—¿Por qué piensas así, Steve?
—En tal caso, ahora no estaríamos vivos.
Niobe se estremeció.
—Tienes razón —musitó—. ¿Vamos?
Greeley abrió la puerta. Abajo no se percibía el menor sonido. Muy despacio,
pisando de puntillas, se dirigieron hacia la escalera. Paso a paso descendieron
hasta el vestíbulo. Greeley abrió la puerta del comedor. La enorme chimenea
apareció ante sus ojos. Su cuadrada embocadura semejaba las fauces de una
horrible fiera, dispuesta a devorarles.
Niobe cruzó el umbral y él cerró con todo cuidado. Luego descolgó de su
cinturón una linterna eléctrica, que había preparado anticipadamente.
Junto a la chimenea, dirigió una mirada a la muchacha.
—¿Lista?
Niobe, muy pálida, asintió.
—Sí, Steve.
—Yo subiré primero. Tú me seguirás.
—De acuerdo.
Greeley se inclinó y penetró en el hogar. Niobe le vio meter el torso en el
interior de la chimenea, de tal modo, que sólo era visible su cuerpo desde los
hombros para abajo.
Luego, fascinada, vio que Greeley ascendía hacia las alturas, como arrebatado
por una fuerza invisible.
CAPITULO XII
—Y dice usted que hace tiempo que no ve a lady Charlotte.
El sargento Larrymore asintió.
—En efecto, inspector. Pero no es de extrañar; está enferma y no recibe
visitas. Todavía no ha podido superar el shock que le causó la muerte de su
esposo.
El inspector Chills, de Scotland Yard, hizo un gesto de escepticismo.
—Muchas veces, una pretendida enfermedad psíquica sirve para encubrir
crímenes verdaderamente repulsivos —dijo—. Sinceramente, no acabo de creer
del todo en su enfermedad.
—Inspector, yo sólo soy un pobre policía de pueblo —reconoció Larrymore
humildemente—. Por eso me puse en contacto con ustedes. También a mí me
infunden sospechas algunas de las cosas que suceden en Barlowe Castle.
—Hizo bien. En ciertos asuntos, vale más pecar por exceso, sobre todo,
cuando en los dos cadáveres, hay heridas causadas por una misma arma, según el
dictamen de los forenses.
»E1 primero murió de una sola y certera puñalada. En el segundo, en cambio,
se encontraron señales de doce o más cuchilladas. Pero sólo una había sido
causada por un cuchillo de gran tamaño; las otras procedían de una vulgar
navaja. Y en las heridas de navaja, ya no había sangre, lo cual significa que
fueron inferidas bastante tiempo después de haber muerto la víctima.
—¿Piensa usted que pudo haber sido lady Charlotte?
Chills hizo una mueca. Delante de él, los faros del coche rasgaban las tinieblas
de la noche. El camino a Barlowe Castle era angosto y con numerosas curvas.
Era preciso concentrarse en la conducción, a fin de evitar un accidente de nada
agradables consecuencias.
—Creo que podrá tomar una decisión después de haberla interrogado a fondo,
con o sin el permiso del doctor Crowland —contestó.
* * *
Cuando Niobe entró en la chimenea, vio luz a unos metros por encima de su
cabeza. La voz de Greeley llegó fácilmente a sus oídos.
—Verás una barra justo a la altura de tus ojos. Hay otra más un poco arriba.
Puedes izarte sin dificultad.
Ella lo comprendió en el acto y sus pies se separaron del suelo. Sosteniéndose
con las manos, alcanzó una tercera barra de hierro. Se contorsionó un poco y
pudo poner los pies en la primera barra.
—El cañón de la chimenea es lo suficientemente ancho —dijo él—. Hay una
escalera de peldaños de hierro, muy cómoda.
—Sí, ya lo veo.
Continuaron el ascenso. A poco, Niobe sintió que la mano de Greeley asía su
brazo y tiraba de ella con firmeza. De pronto, se encontró en una plataforma de
metal, muy angosta, que atravesaba el cañón de lado a lado. Las rejas de que
estaba compuesta permitían el paso del humo sin dificultad.
Niobe divisó delante de ella una puerta muy angosta, de recios tablones. En
Barlowe Castle, pensó, había pasadizos secretos cuya existencia le era
completamente desconocida. ¿Cuántos años hacía que había sido construida
aquella vía de escape?
Greeley forcejeaba en la puerta con una herramienta. Al cabo de unos
segundos, oyó un chasquido.
—Ya está —exclamó él.
La puerta giró a un lado. Greeley cruzó el angosto umbral. Una voz de mujer
sonó en aquel momento:
—¿Quién es usted?
Niobe lanzó un grito y se precipitó en el interior de la estancia secreta.
—¡Tía Charlotte!
La mujer que estaba allí encerrada se puso lentamente en pie. Greeley observó
que era muy hermosa, aunque, indudablemente, los largos meses de cautiverio
habían afectado considerablemente sus rasgos. El rostro ofrecía una blancura
absoluta y se la veía demacrada, aunque en mejor estado de lo que cabía suponer.
—¡Niobe! Pero ¿qué haces aquí? —exclamó lady Charlotte.
—Hemos venido a liberarte, tía —dijo la chica—. Nos hicieron creer que
estabas enferma... Perdona, él es Steve, el sobrino de Alfred, el viejo
mayordomo.
—Ah, Steve... Pobre Alfred, sentí muchísimo su muerte...
—Probablemente, murió asesinado —dijo el joven—. Quizá le taparon la cara
con una almohada. No resistiría mucho tiempo.
—Tía —exclamó Niobe—, han ocurrido muchas cosas, pero, para ti, ya se han
acabado todos los padecimientos. Más adelante te explicaremos; ahora no
podemos perder tiempo. —Se volvió hacia el joven—. ¿Cómo la sacaremos de
aquí, Steve? —consultó.
Greeley miró pensativamente hacia la puerta que se veía al fondo.
—Apostaría a que al otro lado de esa puerta hay una pantera —dijo.
—Sí —confirmó lady Charlotte.
—En tal caso, no hay más que una solución: salir por donde hemos venido.
—Steve, ella no tendrá fuerzas...
—Veo una cama y sábanas —dijo el joven—. Con las tiras, haremos una soga.
Tú bajarás primero; yo la sostendré y así evitaremos cualquier percance.
Charlotte se puso en pie. Los largos meses de cautiverio la habían debilitado
bastante, pero ofrecía un aspecto mejor del que se hubiera podido sospechar.
—De cuando en cuando, usted firmaba un cheque, ¿no es así, lady Charlotte?
—dijo Greeley, mientras se entregaba a la labor de rasgar las sábanas.
—Sí. ¿Cómo lo sabe? —exclamó ella.
—Tía, Steve ha recuperado medio millón de libras, que esos granujas te
sacaron con malas artes —informó Niobe.
—Fue mala suerte la mía el día en que acepté tomarla como ama de llaves —
explicó la dama—. Nos conocíamos de antaño, dijo que estaba en mala
posición...
—Te odia, tía. ¿Por qué?
—Estuvo enamorada de mi esposo. Se casó conmigo y no me lo perdonó
nunca. Lo dijo cuando me encerró aquí.
—Una venganza muy utilitaria —dijo Niobe con sarcasmo—. Podía haberte
matado sin más, pero no; prefirió vaciar tu cuenta corriente.
—La venganza, cuando, además, reporta una utilidad, resulta mucho más
sabrosa — sonrió Steve—. Tendré la soga lista dentro de unos minutos —añadió.
—No le servirá de nada —sonó de súbito la voz de Sharon Oxford.
* * *
Había aparecido en la puerta de la pared opuesta y contemplaba la escena con
ojos hirvientes de furia, pese a su aparente calma. Greeley vio que Sharon tenía
las manos a la espalda y supuso que estaba ocultando un arma.
—¿Piensa añadir nuestros nombres a la lista de sus crímenes? —preguntó
Greeley, después de unos instantes de silencio.
—No me dejan otra solución —contestó ella fríamente—. Luego, el doctor
Crowland y yo...
—Crowland está muerto. Lo asesinó Jerry.
El cuerpo de Sharon sufrió una fortísima sacudida.
—No es cierto! —gritó.
—Lo he visto yo —dijo el joven con toda calma—. Jerry está atado y
amordazado en el garaje.
—Y hemos recobrado el dinero que robó a lady Charlotte —terció Niobe
impulsivamente.
—Ahora es cuando tengo que matarlos —dijo Sharon—. No puedo marcharme
de aquí, dejándolos vivos.
—A decir verdad matar a las personas no le pilla a usted de nuevas. Garwish
murió asesinado... ¿Por qué? No fue un accidente, sé que no bebía y que el vino
de su cena fue a parar a una maceta.
—Me vio entrar en la chimenea. Temí que encontrase el camino hasta aquí.
—¿Y Limerick? Ah, claro, se le debía dinero... y quizá no había más fondos en
la cuenta corriente.
—Sospechó algo. Era un hombre muy listo. No podíamos permitir que se
marchase de aquí y fuese con sus sospechas a la policía.
—Señora Oxford, usted me aconsejó cierto libro...
Sharon sonrió.
—¿Le gustó? Las páginas, muy gruesas, estaban impregnadas de cierta droga
compuesta por el doctor Crowland. Producía alucinaciones, que hacían creer al
lector era protagonista de los sucesos que se describían en el libro. A veces,
Crowland y yo lo leíamos juntos...
—Agotada la fantasía propia, bebían en otras fuentes —adivinó Greeley—.
Pero yo terminé la lectura, empezando a partir de la mitad, y ya no tuve más
alucinaciones.
—Sólo había droga en la primera mitad.
Sharon meneó la cabeza.
—Es lastimoso, pero no puedo actuar de otro modo —dijo, simulando
aflicción.
Greeley se preparó para hacer algo, en el momento en que Sharon sacase el
arma que llevaba prevenida, sin duda, una pistola. Pero, con gran sorpresa suya,
Sharon se limitó a dar un paso hacia atrás y abrir la puerta de golpe.
—¡Ataca, «Shaida»!. —ordenó.
La pantera negra asomó en el umbral, enseñando sus colmillos, a la vez que
gruñía ominosamente.
—¡Ataca, maldita! —aulló descompuestamente—. ¡Te digo que ataques!
Completamente fuera de sí, pateó al animal en la grupa. Entonces, el felino
emitió un atroz rugido y se revolvió, increíblemente veloz, como una mancha de
color negro que, de súbito, dio un tremendo salto hacia arriba.
Sharon lanzó un espeluznante alarido. Extendió las manos, pero la pantera
atravesó fácilmente aquella débil barrera y golpeó con las zarpas delanteras los
senos de la mujer.
Se oyó otro atroz chillido. Sharon cayó de espaldas, con el pecho rasgado por
los zarpazos. Manoteó, a la vez que emitía gritos indescriptiblemente atroces. De
pronto, las mandíbulas de «Shaida» se cerraron sobre su garganta.
Greeley apartó a Niobe a un lado, para evitar que siguiera contemplando
aquella horripilante escena. Las piernas de Sharon, observó, se agitaban con
movimientos cada vez más débiles.
De repente, se abrió la puerta del fondo. Dos hombres irrumpieron en la
estancia y se detuvieron junto a la reja.
—Dios santo, ¿qué es esto? —exclamó el sargento Larrymore.
El inspector Chills fue más práctico y sacó la pistola.
—Apártense —ordenó.
La pantera parecía muy ocupada en sorber la sangre de su presa. Chills tomó
puntería con todo cuidado. Bastó un solo disparo para perforar el cerebro del
animal, que cayó fulminado sobre su víctima.
Greeley respiró aliviado. Sin poder contenerse, miró al techo.
—Tío Alfred, tu última voluntad se ha cumplido —murmuró.
* * *
Lady Charlotte aparecía completamente restablecida. Vestida con gran
elegancia, llevando en la mano un abrigo ligero y un neceser, llegó a la puerta y
cruzó el umbral.
Steve aguardaba junto al coche, manteniendo la portezuela abierta.
—Deseo a milady unas gratas vacaciones —dijo.
Charlotte le miró, sonriendo maliciosamente.
—Estaré mucho tiempo fuera —dijo—. Necesito viajar, olvidarme de todo...
—Milady lo conseguirá muy pronto, sin duda alguna.
—Gracias a usted, Steve.
—Gracias a tío Alfred también, milady.
—Es cierto. Steve, dígame, ¿cuánto tiempo le queda para cumplir el año?
—Once meses, milady.
Charlotte sonrió.
—Se pasan pronto —dijo—. Cuidara de Barlowe Castle durante mi ausencia.
—Es mi deber, señora.
Ella lanzó el abrigo y el maletín sobre el asiento delantero. Luego ocupó el
puesto del conductor.
—Steve, creo que hay alguien que le hará más entretenida la espera —se
despidió.
Greeley cerró la portezuela. El coche arrancó de inmediato. Greeley
permaneció en el mismo sitio, hasta que vio desaparecer el vehículo bajo la
arboleda.
Luego entró en la casa y se dirigió hacia la biblioteca. Niobe llegó momentos
después y le extrañó ver fuego en la chimenea.
—¿Qué se quema, Steve?
—La Danza de los Fantasmas —contestó él.
—Oh... me parece muy bien. Era un libro maldito. ¿Resultaba interesante?
—Psé... En el fondo, muy vulgar.
—Steve, he hablado con tía Charlotte. Está de acuerdo en quitar la maldita
reja. Ya no hay necesidad de una pantera... que la guardaba a ella más que a la
casa.
—Es una buena idea.
De pronto, ella le miró suspicazmente.
—Steve, cuando tenías que llevar el té y ella decía que estaba en el baño, ¿no
se te ocurrió nunca descorrer la cortina?
Greeley rememoró aquellas escenas. Sharon, enseñándole una pierna,
mirándole con la cara cubierta por la cortina, salvo los ojos, en la oscuridad,
irritándose ante sus deseos de fumar... Un fósforo encendido hubiera revelado su
rostro verdadero...
—¡Por Dios! —contestó virtuosamente—. A un mayordomo no se le ocurren
semejantes impertinencias.
—¡Hum! —dudó ella—. Pero será mejor que pasemos una, esponja mojada
sobre ciertos momentos, que es mejor olvidar para siempre.
—Estoy de acuerdo contigo, Niobe.
—Steve, los términos del testamento son muy concretos. Pero me imagino que
no seguirás en Barlowe Castle una vez haya finalizado el plazo.
—No. El negocio es bueno y quiero reactivarlo. Bien llevado, modestia aparte,
puede producir buenos rendimientos.
Ella suspiró.
—Y te casarás, supongo.
—Todavía no tengo novia. Debo esperar once meses. A ella también le
conviene. Debe pensar si sus sentimientos actuales son fruto de la situación o
van a durar toda la vida.
—¿Quién es ella? —preguntó la chica.
—Era esposa de Anfión, rey de Tebas. Tuvo doce hijos y despreciaba
profundamente a Latona, quien sólo tenía a Apolo y Artemisa. Como castigo,
éstos dieron muerte a los doce hijos de esa reina y a ella la convirtieron en roca.
Se llamaba como tú.
—Pero eso es mitología. ¡Y yo no quiero tener doce hijos! —exclamó Niobe.
Greeley sonrió.
—Hay tiempo de sobra para pensarlo —dijo.
Niobe le guiñó un ojo.
—Sí, once meses —contestó.
FIN