Crítica y literatura en Roland Barthes
Max Hidalgo Nácher, 21 julio 2015
Roland Barthes es quizás el crítico literario francés más importante de la segunda mitad
del siglo XX y un exponente privilegiado de la renovación de los estudios literarios. Su
primera obra, 'El grado cero de la escritura' (1953), está dedicada a la literatura moderna
y la última, 'La cámara lúcida' (1980), a la fotografía, lo que da cuenta de la disparidad
de sus intereses durante treinta años de escritura. En ese tiempo, Barthes se ocupó de los
campos más diversos, siempre a la vanguardia del pensamiento: estudió la
comunicación de masas ('Mitologías', 1958) en un momento en el que todavía se
consideraba un objeto indigno de atención; se interesó por la moda ('Sistema de la
moda', 1967); apostando siempre por la ruptura, en los años setenta, en un momento de
cientifismo, reinvidicó el placer de la lectura y la escritura ('El placer del texto', 1973);
y, siguiendo esa reivindicación, escribió un libro biográfico compuesto por fragmentos
en tercera persona ('Roland Barthes' por Roland Barthes, 1975) y otro, sorprendente,
sobre el discurso amoroso ('Fragmentos de un discurso amoroso', 1977), que llegó a ser
un 'best-seller'.
Este año se cumple el centenario de su nacimiento. Para conmemorarlo, se celebran
actos por todo el mundo. En España, sin embargo, esta efeméride está pasando por el
momento sin pena ni gloria. Barthes, de hecho y como ha señalado Ester Pino Estivill,
ha encontrado un difícil acomodo en el panorama español[1]. Estuvo en España sólo una
vez, en 1969, concretamente en Barcelona, coincidiendo con la temprana publicación en
catalán de Crítica i veritat, y la mayoría de los testigos coinciden en que fue un
encuentro frustrado: Barthes hablaba un nuevo lenguaje crítico en el que no se
reconocían sus interlocutores. De entre los testimonios, parece que sólo Alexandre
Cirici valoró positivamente lo que ahí estaba en juego: “Barthes ens ha semblat
representar bé aquell estructuralisme que exigeix […] una metodologia apta per a una
funció històrica: la crítica del món present”[2].
Una sensibilidad crítica
Se entiende, por lo demás, que la crítica barthesiana diera lugar a equívocos, pues no fue
un autor de una pieza. Hay tantos Barthes como objetos de los que se ocupó o como
textos escribió. Eso implica que no puede reducirse su pensamiento a una unidad, dado
que buscaba desplazar constantemente los límites de lo decible y de lo pensable. Ser
barthesiano no implica seguir una doctrina (pues Barthes, si siguió varias a lo largo de
su trayectoria, acabó renegando de todas ellas); en todo caso, ser barthesiano, si es que
esta expresión puede tener algún sentido, sería compartir una cierta sensibilidad crítica,
dado que cuando Barthes se ocupaba de los más diversos campos lo hacía desde una
sensibilidad labrada en un trato íntimo con la literatura. Beatriz Sarlo dio una breve pero
certera caracterización de Barthes en un texto del 2005 titulado elocuentemente
“Barthesianos de por vida”[3]:
“De la literatura, su obra recibió el poder de encantamiento. Barthes vuelve barthesianos
a sus lectores, del mismo modo en que Proust los hace proustianos. No es una cuestión
de gusto, ni siquiera es una cuestión de ideas, ni de estilo. Se trata, más bien, del
descubrimiento de una sensibilidad y de sus reflejos, dónde pone los acentos, cuáles son
los detalles que le importan. Los que seguimos leyendo a Barthes somos barthesianos de
por vida. Se trata, sencillamente, de una conversión”.
La literatura no es sólo un objeto sobre el que el crítico piensa. La relación de Barthes
con ella llega a convertirla en un motor de su propia escritura. Es un punto difícil de su
obra, pero fundamental. Ya en 1953 Barthes dejaba ver que la literatura se constituye
como tal a partir de un problema de lenguaje. El escritor sólo se hace escritor, en el
sentido actual del término, en el siglo XIX, cuando descubre diversas formas de
escribir (todas ellas inconmensurables) y tiene que decantarse por una, que será la suya.
Sólo hay literatura a partir de la problematización de un lenguaje que ha perdido su
transparencia, su naturalidad, y que por ello no puede ser reducido a mero instrumento
para transmitir unos contenidos previos. Por eso mismo, la literatura (que es siempre
más rica y más compleja que los discursos que hablan de ella) es algo que exige ser
pensado, pero que no se deja pensar. Por eso, si el crítico quiere hacer honor a la
literatura, tiene que convertirse en escritor: tiene que prolongar, por otros medios,
aquello que está en juego en la literatura. Con todo ello, Barthes propone al crítico que
renuncie a una falsa objetividad para “ir hacia la literatura, pero no ya como ‘objeto’ de
análisis sino como actividad de escritura”[4].
La literatura
El crítico tiene que convertirse en escritor, poner en práctica en su escritura crítica las
cualidades de la literatura. Ahora bien, ¿cómo se podría caracterizar esta literatura? En
el prólogo catalán a Crítica i veritat (1969), que no se encuentra ni en francés ni en
castellano, escribe Barthes: “La literatura […] és el camp mateix de les subversions del
llenguatge”[5]. La literatura es, pues, para el crítico, esencialmente subversiva. Esa
subversión del lenguaje que define a la literatura puede acotarse en función de tres
aspectos que Barthes tiene siempre presentes: contra el privilegio del contenido (de lo
dicho), la importancia de la forma literaria (del modo de decirlo); contra la primacía del
comentario y la paráfrasis, el énfasis en la literalidad de la literatura; contra la búsqueda
de la verdad de la obra en el autor o en su sociedad, la reivindicación del valor de la
lectura.
Este planteamiento choca en gran medida con las ideas comunes que tenemos la
mayoría sobre la crítica y la literatura. En tiempos de Barthes (y, en parte, aún en los
nuestros), el crítico era pensado, generalmente, como un mediador y un comentarista.
Su función sería, así, acercar las obras a los lectores y los lectores a las obras. Ese gesto,
a primera vista generoso, implica una relación muy problemática con una literatura a la
que se le supone que esconde una verdad que sólo el crítico podría administrar. Por ello,
el lector pierde su libertad (es el crítico, y no él, el que sabe); pero, a cambio, conquista
un cierto confort (ya no sentirá angustia por no saber, dado que alguien sabe por él). Se
produce una división del trabajo: el escritor produce, el crítico comenta, el lector
consume. Barthes propone liberar al lector de esa posición subalterna para convertirlo, a
él también, en un productor; lo que no se hará sin hacerle perder muchas de sus antiguas
seguridades.
La crítica tiene que hacerse cargo de tres subversiones que ya se han dado en la
literatura moderna. La primera se efectúa, más que a través de los contenidos, en la
forma misma de la escritura. El compromiso del escritor no pasa por lo que dice, sino
(sobre todo) por la manera de decirlo. Ser escritor no pasaría, pues, por escribir
ficciones, sino por sostener una actitud determinada ante el lenguaje: “Es escritor aquel
para quien el lenguaje es un problema”[6]. De ese modo, siempre que problematice
convenciones y códigos, siempre que dude de la consistencia natural del lenguaje, la
literatura puede convertirse en crítica y la crítica en literatura. Flaubert, uno de los
autores que marca con su obra el surgimiento de este problema de lenguaje, es el
paradigma del escritor artesano que planea escribir una novela sobre nada, sostenida en
su escritura con independencia de su contenido y reescrita hasta la extenuación para
dotarse de un estilo. Desde este punto de vista, la forma de la escritura es más
importante que el contenido. Como escribía el novelista Alain Robbe-Grillet[7],
“antes del trabajo artístico no hay nada, no hay certeza, no hay tesis, no hay mensaje.
Creer que el novelista tiene ‘algo que decir’ y que es entonces cuando busca una forma
de decirlo es la más grave de las equivocaciones. Porque es precisamente esta ‘forma’,
esta manera de hablar, la que constituye su empresa como escritor, una empresa más
oscura que cualquier otra, y que más tarde será el contenido incierto del libro”.
La segunda subversión va ligada a la literalidad: un texto literario no puede
parafrasearse sin menoscabo. Aquí la nueva crítica barthesiana se opone a un
procedimiento escolar: el comentario de texto que, según la célebre metáfora,
atravesaría la corteza de la letra (mero envoltorio) para darnos acceso a su esencia
(verdad sustancial, principio y fin de la escritura): su significado. Al escritor Juan Benet,
autor de la novela Volverás a Región (1967), le preguntaron una vez por qué
“rechaza[ba] hacer resúmenes de las ideas que están detrás” de las novelas que escribía.
Ésta fue su respuesta[8]:
“Si me fuera posible hacer un resumen y una definición brillante, la habría hecho, en
lugar de escribir cuatrocientas páginas de prosa casi casi ininteligible […]. Una cosa
sólo se puede decir de una manera, y en cuanto cambias la mínima partícula de la
expresión, ya has cambiado lo que querías decir. Por consiguiente, es una hipótesis
crítica muy aventurada la de suponer que estas mismas ideas tenían otro vehículo
posible”.
En Barthes habría, por último, un tercer aspecto derivado de los otros dos: la
importancia de la lectura. Una lectura que se descubre a sí misma como problemática.
Ni obvio ni natural, el acto de lectura movilizaría toda una serie de competencias que
hacen de ella un acto eminentemente material. Por lo demás, la subversión del lenguaje,
la atención en la forma de la escritura y en su literalidad, desestabiliza las expectativas
de un lector que espera encontrar un mundo conocido y descubre en su lugar un
lenguaje que opone resistencias. La literatura supone así un momento de opacidad y de
extravío. El lector no reconoce qué se le está diciendo o, reconociendo lo escrito, no
entiende por qué se dice eso o por qué se dice de esa manera.
Imaginemos una escena de lectura. Leo La metamorfosis de Kafka y espero que la
acción evolucione hacia algún tipo de resolución. Pero el relato no evoluciona. Espero
que suceda algo, pero eso que espero no acaba de llegar. Al cerrar las páginas del libro
(tengo dieciséis años, es la primera vez que leo ese relato), me doy cuenta de que me he
perdido alguna cosa. O La metamorfosis es un mal relato (lo que se me hace
inverosímil) o yo soy un mal lector de La metamorfosis (lo que me hiere y me violenta).
Me decanto por la segunda opción y, tiempo después, vuelvo a leerlo: descubro
entonces que el relato me dice cosas (¡tantas cosas!) que no me decía la primera vez.
El lapso entre una lectura y la otra (aquí está en juego el problema de la relectura) pone
al descubierto lo que Barthes llamaba la significancia: la participación activa del lector
en lo que lee, el sentido en tanto se produce sensualmente, la productividad de la
lectura. Esa experiencia de lectura en la cual el lector se enfrenta en algún momento con
algo ilegible, que no se deja leer, y que le obliga, por lo tanto, a volver de otro modo
sobre lo leído, es uno de los núcleos centrales de la crítica barthesiana.
Por lo demás, ya Barthes había presentado su “nueva crítica” de modo certero en un
texto de 1963 (“Qué es la crítica”): “La crítica no es un homenaje a la verdad del
pasado, o a la verdad del otro, sino que es construcción de lo inteligible de nuestro
tiempo”. Todos los que hemos estudiado literatura en la escuela o en el instituto estamos
muy familiarizados con estas dos primeras modalidades de la crítica. La primera
(“verdad del pasado”) consiste en justificar la lectura que se hace remitiendo a un
contexto histórico del que la obra sería el documento; es lo que se llama historicismo.
La segunda (“verdad del otro”), en reducir la obra a la expresión de un autor; es lo que
se llama biografismo. Son las versiones objetivista y subjetivista de una misma
ideología que reduce la literatura a algo que no es ella; y que, partiendo de la literatura,
nos permite en último término olvidarnos de ella.
Barthes no busca tanto invalidar sin más estos modos de la crítica como poner en
evidencia que son eso: modos históricos de afrontar la literatura. Ambos procedimientos
de lectura vienen del siglo XIX. Hasta entonces, leer literatura era en gran medida
estudiar una retórica; pero en el siglo XIX surge una relación que hace de la literatura, a
la vez, expresión subjetiva de un autor y documento objetivo de una sociedad o época.
En aquel momento, esos modos de la crítica podrían estar conectados a la actualidad y,
en ese sentido, tener efectos sobre ella; pero, actualmente, ¿sigue siendo así? Los dos
comparten un rasgo: el de reducir la literatura a algo previo y sustantivo. En el primer
caso, la literatura se explica por la sociedad en la que se inserta; en el segundo caso, por
el autor que en ella se expresa. Ahora bien, ¿y si no redujésemos la literatura a la
expresión de un autor? ¿Y si no redujésemos la literatura a ser el documento
(generalmente, reflejo) de un momento histórico?
La irreductibilidad de la relación literaria
Tal como se ha transformado la literatura en el siglo XX (de Marcel Proust a Bertold
Brecht, de Franz Kafka a Samuel Beckett), Barthes plantea renovar la crítica haciéndose
cargo de dichas transformaciones. Si hacemos eso, quizás podamos empezar a pensar
que la literatura no es sólo un resultado, sino también, bajo ciertas condiciones, una
acción que tiene efectos transformadores en el sujeto que escribe y en el lector que lee.
Eso implicaría asumir que toda crítica es ideológica (y más ideológica la que pretende
no serlo, por esconderse en una falsa neutralidad). Desde ese momento, la lectura pasará
a ser entendida como reescritura. Como escribía Borges[9],
“la literatura no es agotable, por la suficiente y simple razón de que un solo libro no lo
es. El libro no es un ente incomunicado: es una relación, es un eje de innumerables
relaciones. Una literatura difiere de otra, ulterior o anterior, menos por el texto que
por la manera de ser leída: si me fuera otorgado leer cualquier página actual (ésta, por
ejemplo) como la leerán el año 2000 yo sabría cómo será la literatura del año 2000”.
De la “vieja crítica” a la “nueva crítica” se produce un desplazamiento del estudio del
autor al de la obra; y, a continuación, al descubrimiento de la importancia del lector en
la relación literaria. Como escribía Barthes en 1968 en un texto provocativo titulado “La
muerte del autor”: “El nacimiento del lector se paga con la muerte del Autor”. Tanto en
Borges como en Barthes tenemos una literatura crítica y una crítica literaria: una
crítica y una literatura que se buscan entre sí. De cómo seamos capaces de leer (o no
leer) estos textos de Barthes y de Borges dependerá qué sea la literatura del año 2015.
Sólo a riesgo de ponernos en juego en la lectura la literatura se convierte en un objeto
complejo, y la crítica, efectivamente y más allá de Barthes, en “construcción de lo
inteligible de nuestro tiempo”: en aquello que somos capaces de pensar, del pasado y
del presente, desde el presente.
Max Hidalgo Nácher es profesor de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en
la Universitat de Barcelona y codirector de la revista Puentes de crítica literaria y
cultural (www.puentesdecritica.com), publicada en Barcelona, Buenos Aires y Madrid.
Artículo publicado en el nº66 de Pueblos – Revista de Información y Debate, tercer
trimestre de 2015.
NOTAS:
1. Ester Pino Estivill, “L’écriture barthésienne contre l’oubli (vue depuis
l’Espagne)”, 452ºF, nº 12 (enero 2015). Para ir al enlace pincha aquí.
2. “Barthes nos ha parecido representar bien aquel estructuralismo que exige […]
una metodología apta para una función histórica: la crítica del mundo presente”.
Alexandre Cirici, “Converses amb Barthes” (p. 53-55), Serra d’Or, año XI, nº
113, febrero de 1969.
3. Beatriz Sarlo, “Barthesianos de por vida”, Página/12, 26 de marzo de 2005.
4. Roland Barthes, “De la ciencia a la literatura” (1967), El susurro del lenguaje,
Barcelona, Paidós, 1987, p. 17.
5. Roland Barthes, “Pròleg” (1968), Crítica i veritat, Barcelona, Llibres de Sinera,
1969, p. 10.
6. Roland Barthes, Critique et vérité, Paris, Minuit, 1966, p. 46.
7. Alain Robbe-Grillet, “Nouveau Roman, homme nouveau”, Pour un nouveau
roman, Paris, Minuit, 1963, p. 121.
8. Juan Benet, Cartografía personal, Madrid, Cuatro ediciones, 1997, pp. 145-146.
9. Jorge Luis Borges, “Notas sobre (hacia) Bernard Shaw” (1951), Otras
inquisiciones (1952), en Obras completas I, Barcelona, RBA, 2005.