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Michel Foucault y la critica del presente: prácticas de
resistencia y transformación
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transformacion
Max Hidalgo Nácher, 10 de noviembre de 2014 Comunicación PcD 1 comentario
Este año se cumplen treinta años de la muerte de Michel Foucault (1926-1984). Pensador del
que sería difícil trazar un retrato intelectual de un solo trazo (pues, según su propio
testimonio, escribía “para no tener ya rostro”), consideraba sus libros ante todo como
intervenciones. “Quisiera construir libros bomba”, decía, “libros útiles precisamente en el
momento en el que alguien los escribe o los lee. Y que desaparecieran luego”. Así, Foucault
soñaba con libros imposibles que brillaran con la fuerza del acontecimiento y posibilitaran
una transformación antes de verse reducidos a ceniza.
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Mª José Comendeiro.
Gilles Deleuze, al que le unían no pocas complicidades, insistía en esa misma idea en una
célebre conversación con él: “Una teoría es exactamente como una caja de herramientas. Es
preciso que sirva, que funcione. Si no hay personas para utilizarla, es que no vale nada, o
que su momento no llegó aún”. De ese modo, la teoría tendría que posibilitar una
transformación generalizada: de las disciplinas, del pensamiento, del mundo y de sí mismo.
Eso, referido a alguien que decía en 1981 que “cada vez que he intentado llevar a cabo una
obra teórica ha sido partiendo de elementos de mi propia existencia”, da cuenta de una
actitud radical que practicó tanto en su vida como en su pensamiento.
Foucault (a quien muchas veces se ha etiquetado como “posmoderno”) consideraba que la
filosofía tenía el imperativo de pensar la contemporaneidad. Seguía en eso al Kant de ¿Qué
es la Ilustración?, quien hacía emerger (lo que era sin duda una novedad radical en su
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época) “la pregunta del presente, la pregunta de la actualidad: ¿qué sucede hoy?, ¿qué
sucede ahora?”. Foucault se reclamaba ante todo heredero de esta problemática (que funda
una “ontología del presente, una ontología de nosotros mismos”), hasta el punto de que su
obra puede entenderse como un intento sistemático de producir los medios para hacer
inteligible nuestro tiempo, mostrando en ese mismo gesto algunos de los límites de nuestro
propio pensamiento.
Quizás por ello, leer a Foucault supone exponerse a una extraña inquietud que nos hace
perder pie y preguntarnos (después de hacer naufragar algunas de nuestras antiguas
certezas) hasta qué punto somos capaces de pensar nuestro tiempo; y hasta qué punto
(dada la incorregible vocación práctica del pensamiento) ese acto sería capaz de
transformarlo.
Saber-poder
Su obra está atravesada por una reflexión en torno a las transformaciones históricas del
poder. El antiguo poder soberano “de hacer morir o de dejar vivir” a los súbditos (poder de
dar la muerte) se convierte o complementa, en un largo proceso que arrancaría en el siglo
XVII, con “un poder que se ejerce positivamente sobre la vida, que trata de gestionarla,
acrecentarla, multiplicarla”. Desde mediados del siglo XIX, al viejo derecho de hacer morir o
de dejar vivir se le superpone un poder de hacer vivir o de dejar morir y, desde entonces, la
política deja de ser un campo claramente delimitado y tiende a infiltrarse cada vez más en
el cuerpo social. A ese nuevo poder, Foucault le llamará “bio-poder”, y su práctica será la
“bio-política”. Con ella, la política abandonará su antigua base jurídica para encontrar
(gracias al desarrollo científico y tecnológico) un fundamento biológico. Y, en ese mismo
momento, junto a la política institucional, aparecerá el vasto y multiforme espacio de lo
político. Campos como el de la clínica, las ciencias humanas o el encierro, todos ellos
estudiados por Foucault, descubrirán así un estrato político en tanto que dispositivos al
servicio de la disciplina del cuerpo y de la gestión de las poblaciones.
De hecho, el trabajo histórico del filósofo durante los años sesenta puede leerse
retrospectivamente como una labor de politización de ámbitos de la experiencia pensados
hasta entonces como apolíticos. Y es que Foucault buscaba en la historia destapar
problemas del presente generalmente ignorados, para posibilitar una transformación. Así
es como hay que entender sus trabajos arqueológicos y genealógicos en los que rastrea la
emergencia de prácticas, saberes, dispositivos e instituciones en los que estamos tan
instalados que, en el silencio de la concordancia, nos constituyen en lo más íntimo. Ahora
bien, lo que tiene su surgimiento en la historia, en algún momento habrá de desaparecer (y,
con ello, nosotros en tanto que éramos su resultado).
En la serie que arranca con La historia de la locura en la época clásica (1961), sigue con El
nacimiento de la clínica (1963) y desemboca en Las palabras y las cosas (1966), Foucault
plantea, cada vez con mayor perspectiva, una misma problemática. Esa interrogación
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persigue nada más y nada menos que acotar el espacio histórico de emergencia de un
nuevo objeto de saber que aparece como tal a finales del siglo XVIII: el Hombre. Y sus
estudios muestran que el surgimiento de ese nuevo objeto (el desenvolvimiento de cuya
esencia parecía durante los dos últimos siglos la labor suprema del pensamiento) va
íntimamente ligado a los nuevos modos de ejercicio de un poder que hace del saber una de
sus armas. De ese modo, lo que comienza siendo un estudio de la clínica acabará
convirtiéndose en una inquisición por la vida política del hombre moderno a través de las
prácticas, dispositivos, discursos e instituciones de control y normalización social del que es
el resultado.
Con esos trabajos, Foucault sentaba las bases para estudiar cómo el propio saber implica,
por él mismo, efectos de control y de disposición de las conductas (ligados a la
normalización, el internamiento o la medicalización de las poblaciones) que no han dejado
de profundizarse hasta nuestros días. De ese modo, se dedicó a analizar los regímenes
históricos de producción de verdad y sus ámbitos de acción específicos, descubriendo que
la relación poder-saber es más íntima de lo que la mayoría de médicos, filósofos y
educadores estarían dispuestos a confesar.
De hecho, sólo tras una revisión radical de la teoría del poder podrá entenderse como
verdaderamente política una obra como Historia de la locura (1961). Mayo de 1968 será una
fecha clave en la que algunos ámbitos menores (que habían sido despreciados por los
especialistas hasta el momento) comenzarán a encontrar su razón de ser. La obra recién
citada, que no era política en su origen, ya se había cargado de contenido político en 1974,
dado que, como constataba Foucault:
“La frontera política ha cambiado su trazado y, ahora, temas como la psiquiatría, el
internamiento, la medicalización de una población se han convertido en problemas
políticos. Después de lo que ha pasado en los últimos diez años, los grupos políticos se han
visto obligados a integrar esos dominios a su acción, y así nos hemos encontrado, ellos y yo
[…], porque, en este caso, puedo decir con orgullo que es la política la que ha venido hacia
mí o, más bien, la que ha colonizado esos dominios que eran ya casi políticos, pero no eran
reconocidos como tales”.
La naturaleza humana
El historicismo radical de Foucault hace que se tambaleen incluso nociones en apariencia
inocentes como las de “verdad” o “naturaleza”, las cuales también tienen su origen en la
historia. Sus efectos políticos no son ni mucho menos despreciables, sobre todo cuando
convergen en el término “naturaleza humana”. Así, en un debate con Chomsky en 1971,
criticaba cualquier tipo de política basada en una idea de naturaleza humana y, para
hacerlo, señalaba algunos de los efectos que esa idea había tenido en las revoluciones
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socialistas de principios del siglo XX. Dicho socialismo “admitía que en las sociedades
capitalistas el hombre no había hecho realidad todo el potencial de su desarrollo y
autorrealización; y soñaba con una naturaleza humana finalmente liberada”.
La paradoja es que ahí se seguía pensando esa naturaleza humana en términos burgueses,
dado que, para ese socialismo, “una sociedad desalienada era una sociedad que daba lugar
a una sexualidad de tipo burgués, a una familia de tipo burgués, a una estética de tipo
burgués”. Esa imposibilidad de pensar otras sexualidades, otras formas mínimas de
sociabilidad, otras experiencias estéticas (en una palabra, otras formas de vida) señala
algunos de los límites de una concepción política basada en exclusiva en modelos jurídicos,
económicos e institucionales.
Como señala Foucault en esa misma conversación, la URSS, lejos de acabar con la sociedad
burguesa del siglo XIX, universalizó paradójicamente su modelo. Y lo mismo ocurrió con la
repulsa oficial al arte de vanguardia en la URSS a través de la aplicación de criterios
estéticos surgidos en el seno de la burguesía decimonónica. Así es como la vanguardia
política revolucionaria se convertía en estéticamente reaccionaria al aplicar criterios
estéticos perimidos a formas de producción artística contemporáneas; así es como, en
nombre del imperativo político, los revolucionarios daban rienda suelta al pequeño burgués
que llevaban dentro.
La experiencia de lo político
La necesidad de pensar en su especificidad esos ámbitos locales obliga a revisar tanto el
afán de totalización (pues los acontecimientos históricos no son unitarios, sino múltiples)
como algunas de las categorías políticas que usamos comúnmente para explicarlos. Un
caso claro de ello es la distinción heredera de la Ilustración entre público y privado, que se
sigue manejando acríticamente, a más de dos siglos de distancia de su acuñación. El
siguiente testimonio de Giorgio Agamben, escrito a comienzos de los años noventa desde
Italia, es suficientemente ilustrativo:
“¿Qué es lo que hemos vivido en los años ochenta? ¿Un delirante y solitario acontecimiento
privado o un momento decisivo en la historia italiana y planetaria, cargado a reventar de
acontecimientos? Es como si todo lo que hemos experimentado en estos años hubiera
caído en una zona opaca de indiferencia, en la que todo se confunde y se hace ininteligible.
Los hechos de la etapa de la corrupción, por ejemplo, ¿son sucesos públicos o privados? He
de confesar que no lo tengo claro. Y si el terrorismo ha sido en verdad un momento
importante de nuestra historia política reciente, ¿cómo es posible que sólo aflore a la
conciencia a través de la experiencia interior de algunos individuos en forma de
arrepentimiento, sentido de culpa o conversión? Este deslizamiento de lo público hacia lo
privado tiene su correspondencia en la publificación espectacular de lo privado: el cáncer en
el pecho de la diva o la muerte de Ayrton Senna, ¿son hechos públicos o privados? ¿Y cómo
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tocar el cuerpo de la estrella porno, en el que no hay un centímetro que no sea público? No
obstante, es de esta zona de indiferencia, en que las acciones de la experiencia humana se
malbaratan, de la que hoy tenemos que partir”.
Este escrito señalaba un cambio histórico en el espacio de lo político. Las categorías con las
que muchos de nosotros pensamos el presente están obsoletas desde este punto de vista,
pues la politización pasa, hoy más que nunca, por ámbitos calificados tradicionalmente
como “privados”. Y esto implica tanto el ámbito del trabajo (en el que cada cual se ha
convertido hoy en día en empresario de sí mismo) como las vicisitudes de unas vidas
determinadas por (y el eufemismo no es tal, sino el discurso de la gestión en marcha) la
“desocupación”. Aquello que tradicionalmente, en tanto que “privado”, era lo que,
manteniéndose al margen de la política, constituía su fundamento, se ha convertido en
nuestros días en el espacio en el que la política se dirime cotidianamente en nuestros
cuerpos. Foucault dio algunos elementos para empezar a pensar este nuevo espacio en el
que no es posible separar con una línea clara lo público de lo privado. En nuestro tiempo,
sin abolirse nunca las fronteras (que no dejan de multiplicarse en el corazón más recóndito
de las cosas), éstas se desplazan a un ritmo vertiginoso que convierte lo “público” en
“privado” y lo “privado” en “público”, hasta mostrar como inoperantes estos conceptos y
reclamar su revisión y, con ella, la de nuestro pensamiento.
Nuestra experiencia de lo político es quizás todavía balbuceante. Pero no podremos
conquistarla renegando de las transformaciones que llevan a que no sólo la realidad, sino
los conceptos y los discursos que utilizamos para pensarla, se hayan vuelto inoperantes. Sin
ir más lejos, el actual desmantelamiento de la sanidad y la educación en nuestro país no
podrán ser frenados a través de una demanda abstracta en favor de lo público, tanto más
cuanto que la organización interna de esas instituciones está ya regida por unos parámetros
de gestión que hoy en día comparten mayormente tanto las instituciones “públicas” como
las “privadas”.
En el ámbito universitario (que está sufriendo una radical reorganización que lo convierte a
esos criterios de gestión) no se sabe muy bien a qué pueden remitir las demandas, sin duda
bienintencionadas, por una universidad “pública”. Más allá de unos parámetros económicos
y de accesibilidad fundamentales, lo cierto es que la universidad española ha establecido,
en los últimos ochenta años, una relación muy problemática con el “uso público de razón”
(Kant) como, por lo demás, sabemos bastante bien la mayoría de quienes la hemos
transitado o trabajamos en ella. Por mucho que en las aulas se hable de crítica, sólo
detectando las múltiples prácticas que constituyen a día de hoy el cuerpo universitario
podría ensayarse, más allá de voluntarismos estériles, una efectiva transformación.
Modos de resistencia
La obra de Foucault ayuda a entender que el poder ya no es una unidad, sino que irradia en
múltiples direcciones sin centro fijo. Por eso, “este sistema en el que vivimos no puede
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soportar nada: de ahí su fragilidad radical en cada punto” (Deleuze); y por eso también
cualquiera (por poco poder que tenga) puede convertirse, por poco que se enamore del
poder, en un pequeño tirano. En estos nuevos espacios de gestión donde se fomenta un
estado de crisis indefinida basado en la competición y en una evaluación multilateral,
regidos por un “estado de excepción” (Agamben) permanente, se generalizan esas tiranías
de la vida cotidiana, a las que Foucault llamó “micro-fascismos”.
Su obra podría ser leída, en ese sentido, como un esfuerzo continuado de resistencia a
dichas prácticas imperceptibles que gobiernan la existencia actual. Refiriéndose a ellas en
su presentación de El Antiedipo de Deleuze y Guattari, Foucault hablaba de un “fascismo que
está en todos nosotros”, “el fascismo que nos hace amar el poder, amar incluso aquello que
nos somete y nos explota”. Un fascismo que estaría en nuestros propios cuerpos y que
nosotros administraríamos en los otros y en nosotros mismos. Foucault llamaba a resistir
frente a esos micro-fascismos y presentaba ese libro (tal como nosotros podemos presentar
hoy su obra) como “una introducción a la vida no fascista”, como “la batida de todas las
variedades de fascismo, desde aquéllas, enormes, que nos rodean y aplastan, hasta esas
otras insignificantes que constituyen la amarga tiranía de nuestras vidas cotidianas”.
El gesto de Foucault pasa, de ese modo, por una constante puesta en cuestión de todo
aquello que pretende hacerse pasar por necesario o natural con el fin de desenmascarar su
función política y sus efectos de poder y muestra cómo ese poder (lejos de ser algo externo
que se basa en la represión) es algo que sólo puede sostenerse en nuestros cuerpos y que
funciona primariamente como disposición de conductas.
Poco antes de su muerte, Foucault dirá que el único problema del que se ocupó en su obra
fue el del sujeto: “En realidad, ése siempre ha sido mi tema, aun si he expresado en
términos diferentes el encuadre de esta idea. He intentado descubrir cómo el sujeto
humano entra en juegos de verdad”. Ese último gesto apuntaba a que lo que se dirimía en
todos esos trabajos era un combate del pensamiento en favor de nuevas prácticas y formas
de vida. Pues una última cosa que nos enseñó Foucault es que, en último término, lo que
está en juego en esas luchas no es ni la Verdad ni la Justicia (las cuales, finalmente, no son
ajenas a la historia en la que surgen), sino algo mucho más importante que quizás no tiene
que ver propiamente con la libertad, pero sí con la liberación:
“El gran juego de la historia es quién se amparará en las reglas, quién ocupará la plaza de
aquellos que las utilizan, quién se disfrazará para pervertirlas, utilizarlas a contrapelo y
lanzarlas contra aquellos que las habían impuesto; quién, introduciéndose en el complejo
aparato, lo hará funcionar de tal modo que los dominadores se encontrarán dominados por
sus propias reglas”.
A esa partida, constantemente vuelta a empezar, es a la que nos invita a jugar la obra y el
pensamiento de Foucault.
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Max Hidalgo Nácher es profesor de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la
Universitat de Barcelona y co-director de la revista Puentes de crítica literaria y cultural
(www.puentesdecritica.com), publicada en Barcelona, Buenos Aires y Madrid.
Artículo publicado en el nº63 de Pueblos – Revista de Información y Debate, cuarto trimestre
de 2014.
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