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Los Cinco Lo Pasan Estupendo - Enid Blyton PDF

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Los Cinco se van de nuevo a pasar las vacaciones en

unos carromatos, y el camino los lleva cerca de las


ruinas del castillo Faynights Castle. Por allí también
acampan unos feriantes, nada simpáticos con los niños
hasta que aparece la sobrina de uno de ellos, que
resulta ser su vieja amiga Jo.
Pero cuando las cosas empiezan a ir bien, los
muchachos ven una cara en la ventana del abandonado
castillo. ¿Quién será y qué está sucediendo en las
ruinas?
Enid Blyton

Los cinco lo pasan


estupendo
Los cinco - 11
ePub r1.0
Annatar 22.10.13
Título original: Five have a wonderful time
Enid Blyton, 1952
Traducción: Federico Ulsamer
Diseño de portada: José Correas
Editor digital: Annatar
ePub base r1.0
Capítulo 1
Jorge esta sola
—¡No hay derecho! —exclamó Jorge fieramente—. ¿Por
qué no puedo ir yo si van los demás? Llevo quince días en
casa, sin haber visto a los otros desde que terminaron las
clases. Y ahora se han ido a pasar dos semanas maravillosas y
yo he tenido que quedarme.
—No te portes mal, Jorge —le contestó su madre—.
Podrás ir a reunirte con ellos en cuanto mejores de tu
resfriado.
—Ya estoy mejor —insistió Jorge, cejijunta—. Mamá, tú
sabes que digo la verdad.
—Basta ya, Jorgina —intervino su padre, levantando la
vista del periódico—. Éste es el tercer desayuno en que
sostenéis la misma cuestión. Calla de una vez.
Jorge jamás contestaba cuando le llamaban Jorgina…, a
pesar de tener la respuesta en los labios. Cerró la boca y volvió
la cabeza.
La madre se echó a reír.
—¡Oh, Jorge, querida! No pongas esa cara de fierecilla.
Agarraste ese resfriado por tu propia culpa. Te empeñaste en
bañarte en el mar y nadaste largo tiempo, cuando tan sólo
estamos en la tercera semana de abril.
—Siempre me baño en abril —replicó Jorge, enojada.
—¡He dicho que te calles! —interrumpió su padre
golpeando la mesa con el periódico—. Una palabra más, Jorge,
y no irás con tus tres primos estas vacaciones.
—¡Guau! —intervino Tim desde debajo de la mesa. No
podía sufrir que nadie gritara con enfado a Jorge.
—¿Qué significa esto? Tú tampoco has de discutir
conmigo —dijo el padre de Jorge, dando un puntapié a Tim y
frunciendo el entrecejo exactamente igual que su hija.
Su mujer volvió a reírse.
—¡Vaya! Callaos los dos —exclamó—. Jorge, querida, ten
paciencia. Te dejaré ir con tus primos tan pronto como
pueda… mañana, si te encuentras bien y si hoy no tienes
mucha tos.
—¡Mamá…! ¿Por qué no me lo dijiste antes? —contestó
Jorge, desapareciendo su enfado como por encanto—. No he
tosido en toda la noche. Hoy me encuentro completamente
bien. ¡Si mañana puedo ir a Faynights Castle, prometo no toser
ni una sola vez!
—¿Qué es eso de Faynights Castle? —preguntó su padre
levantando de nuevo los ojos—. Es la primera vez que oigo
hablar de ello.
—¡Pero, Quintín, querido! Te hablé de ello por lo menos
tres veces últimamente —dijo su mujer—. A Julián, Dick y
Ana les han prestado dos hermosos y antiguos carromatos
unos amigos de la escuela. Con ellos acampan cerca del
pueblo de Faynights Castle.
—¡Ah! ¿De manera que no están hospedados en un
castillo? Menos mal —repuso el padre de Jorge—. No podría
sufrirlo. No toleraría que Jorge regresase a casa altanera y
engreída.
—No es posible que Jorge se vuelva jamás altanera y
engreída —observó su mujer—. ¡Con lo que me cuesta
conseguir que se limpie las uñas y que lleve los shorts
decentes! Sé comprensivo, Quintín. Sabes perfectamente que a
Jorge y a sus primos les gusta pasar juntos las vacaciones.
—Y correr juntos aventuras —añadió riendo Jorge, que
ahora estaba de muy buen humor pensando en la alegría de
reunirse con sus primos al día siguiente.
—No, esta vez no viviréis ninguna de vuestras antipáticas
aventuras —replicó su madre—. Sea como sea, no veo cómo
podríais correr ninguna, acampando en un lugar tan pacífico
como es el pueblo de Faynights Castle y viviendo en un par de
viejos carromatos.
—Creo a Jorge capaz de todo —dijo su marido—. Dale un
simple sorbo de aventura y correrá tras ella. Jamás he
conocido a nadie como Jorge. Gracias a Dios que sólo tenemos
una hija. Creo que no sería capaz de convivir con dos o tres
Jorges a la vez.
—Hay mucha gente parecida a Jorge —observó su mujer
—. Julián y Dick, por ejemplo. Siempre se encuentran
enredados en una u otra… con Ana tras ellos, tratando de
conseguir una vida tranquila.
—Bien, basta de discusiones —exclamó el padre de Jorge
empujando la silla al levantarse.
Descuidadamente dio un pisotón a Tim, el cual soltó un
aullido.
—Este perro no tiene pizca de juicio —observó el hombre,
impaciente—. Se pasa las horas de las comidas debajo de la
mesa y se figura que yo he de recordar que está aquí. Bien,
voy a trabajar un rato.
Salió de la habitación dando un portazo. Se oyó golpear la
puerta del estudio. Luego se cerró una ventana de golpe. Los
leños de la chimenea fueron revueltos vigorosamente. Crujió
un sillón y se oyó el ruido de alguien que se sentaba
pesadamente. Al fin, reinó el silencio.
—Ahora tu padre estará ausente del mundo hasta la hora
de comer —comentó la madre de Jorge—. Querida, créeme, al
menos le he contado tres veces lo de Faynights Castle, en
donde acampan tus primos. ¡Es un bendito…! Bien, Jorge,
creo que realmente mañana podrás irte con tus primos… Hoy
tienes un aspecto mucho mejor. Puedes preparar tus cosas y ya
las empaquetaré esta tarde.
—Gracias, mamá —gritó Jorge dándole un apretado
abrazo—. De todos modos, papá se alegrará de tenerme fuera
de casa durante una temporada. Le soy demasiado molesta.
—Sois una buena pareja —exclamó su madre, recordando
los numerosos portazos y otras cosas—. Los dos me causáis a
veces grandes problemas, pero no sabría arreglármelas sin
vosotros. Tim, ¿aún sigues bajo la mesa? ¿Por qué encoges
tanto el rabo? ¿Acaso te he hecho daño?
—No está resentido contigo, mamá —opinó Jorge
generosamente—. Voy a preparar mis cosas ahora mismo.
¿Cómo iré a Faynights Castle? ¿En tren?
—Sí. Te llevaré a la estación de Kirrin y allí podrás tomar
el tren de las diez cuarenta. Habrás de transbordar en Liming-
Ho, donde enlazarás con el tren que se dirige a Faynights. Si
envías una postal a Julián, la recibirá mañana y podrá ir a
esperarte.
—Ahora mismo la escribo —contestó Jorge, feliz—. ¡Ay,
mamá! Ya me temía que este antipático resfriado durase hasta
el final de las vacaciones. Nunca más me bañaré en días tan
fríos de abril.
—Ya lo dijiste el año pasado… y el anterior también —
observó su madre—. ¡Qué mala memoria tienes, Jorge!
—Ven, Tim —llamó Jorge. Y los dos salieron como un
torbellino por la puerta. Ésta se cerró de golpe, sacudiendo
toda la casa.
En seguida se abrió la puerta del estudio y una voz gritó
con fuerza:
—¿Quién da portazos mientras yo trabajo? ¿Es que en esta
casa nadie es capaz de cerrar una puerta con suavidad?
Jorge hizo una mueca y voló escaleras arriba. Su padre era
quien daba los portazos más fuertes, pero sólo oía los que
daban los demás. Jorge revolvió su escritorio en busca de una
postal. Tenía que enviarla inmediatamente para que Julián la
recibiera a tiempo… ¡Sería tan bonito encontrar a los tres
primos en la estación!
—Nos vamos mañana —contó a su amigo Tim. Éste la
miraba atentamente, agitando el rabo—. Sí, tú vendrás
conmigo, desde luego… para que los cinco estemos de nuevo
juntos. ¡Los famosos cinco! ¿Te alegras, Tim, verdad? Yo
también.
Escribió rápidamente la postal y corrió escaleras abajo
para echarla al buzón. ¡Pam! Golpeó la puerta de la casa y su
padre pegó un brinco de indignación. Era un hombre muy
listo, un científico que trabajaba incansablemente. Impaciente,
colérico, pero también benévolo y muy olvidadizo. ¡Cómo
deseaba que su hija no se le pareciese, que fuera como su
sobrinita Ana, quieta, gentil y amable!
Jorge llegó a tiempo para la recogida de cartas. Su misiva
era escueta:

Curado el resfriado. Llego mañana. Espero


encontraros
a todos en la estación a las doce y cinco.
Tim y yo agitamos el rabo, figuraos.
Jorge.

A su regreso a casa, Jorge abrió el armario y la cómoda.


Sacó todo lo que quería llevarse. Su madre acudió para
ayudarla. Siempre discutían al empaquetar, porque Jorge
quería guardar tan poco como fuera posible, y ninguna prenda
de abrigo, desde luego. Su madre, en cambio, opinaba todo lo
contrario.
Sin embargo, entre las dos lograron llenar la maleta de
cosas útiles. Como siempre, Jorge se negó a meter en ella
ningún vestido.
—Quisiera saber cuándo te sentirás mayor y dejarás de
querer ser un chiquillo y de actuar como tal —suspiró su
madre, exasperada—. Conforme, conforme… Empaqueta
estos horrorosos shorts viejos que tanto te gustan. Y el jersey
rojo. Pero también has de llevar estas camisetas de abrigo. Las
metí antes en la maleta, pero tú las has vuelto a sacar. También
has de llevar una buena manta, según Julián. Los carromatos
no resultan muy calientes con este tiempo.
—Tengo curiosidad de saber cómo son —dijo Jorge
metiendo las camisetas—. Julián dijo que eran antiguos y
graciosos. A lo mejor, son como los de los gitanos… o como
los remolques aerodinámicos modernos.
—Mañana los verás —observó su madre—. ¡Jorge, ya
vuelves a toser!
—Es sólo el polvo, nada más —replicó Jorge, poniéndose
colorada al luchar contra el escozor que sentía en el cuello.
Rápidamente bebió un vaso de agua. ¡Sería horroroso que
su madre se volviera atrás y no la dejara partir!
Pero su madre estaba convencida de su curación. Había
permanecido en cama toda una semana, originando un gran
trastorno, pues era una paciente muy difícil. Ahora, después de
llevar varios días levantada, volvía a ser ella misma.
«Le hará bien pasar unos días en Faynights, donde el aire
es puro —pensó su madre—. Necesita compañía de nuevo.
Además… no resiste estar sola sabiendo que los demás
disfrutan de las vacaciones sin ella».
Jorge se sintió feliz aquella tarde. Sólo una noche más, y
luego gozaría de quince días de camping. Con tal que el
tiempo fuera bueno, pasarían unos días maravillosos.
De pronto sonó el teléfono. «¡R-r-r-r-r-ring! ¡R-r-r-r-r-
ring!»
La madre de Jorge cogió el auricular.
—¡Hola! —gritó—. ¿Eres tú, Julián? ¿Todo en orden?
Jorge irrumpió corriendo en el vestíbulo.
«¡Que no ocurra nada malo! —pensaba—. ¡No es posible
que ocurra nada! ¡No es posible que Julián llame para decirme
que no vaya!»
Escuchó conteniendo la respiración.
—¿Qué dices, Julián? No entiendo de qué me hablas,
querido. Sí, desde luego, tu tío se encuentra bien. ¿Por qué no
había de estarlo? No, no ha desaparecido. Julián, ¿a qué te
refieres?
Jorge escuchaba, impaciente. ¿De qué se trataba? Parecía
que de nada extraordinario, a fin de cuentas. Cuando, por
último, su madre colgó el auricular, explicó a Jorge:
—No temas nada, Jorge. Todo marcha bien, puedes irte
mañana. Julián tan sólo llamó para convencerse de que tu
padre no es ninguno de los científicos que han desaparecido
repentinamente. Por lo visto, los diarios de esta tarde traen la
noticia de dos que se han esfumado… y el pobre Julián quiso
cerciorarse de que tu padre se encuentra a salvo.
—¡Cómo si papá pudiera esfumarse! —espetó Jorge,
indignada—. Julián debe de estar loco. Sin duda se trata de
otros dos de esos malvados científicos desleales a su país, que
desaparecen para vender nuestros secretos al extranjero. Eso es
lo que podías haber contestado a Julián.
Capítulo 2
Todos juntos de nuevo
A la mañana siguiente, en una ladera cuajada de rocío,
situada a buena distancia de Kirrin, el lugar donde vivía Jorge,
dos muchachos descendieron de un carromato y se dirigieron a
otro que había contiguo. Golpearon la puerta.
—Ana, ¿estás despierta? Hace un día delicioso.
—Claro que estoy despierta —contestó una voz infantil—.
La puerta está abierta. Entrad. Estoy preparando el desayuno.
Julián y Dick empujaron la puerta pintada de azul. Ana se
hallaba frente a una cocinita en un rincón de su carreta,
hirviendo huevos en un cazo.
—No puedo volver la cabeza —advirtió—. Tengo que
estar atenta al reloj. Falta un minuto.
—El cartero acaba de traer una postal de Jorge —
comunicó Julián—. Dice que tanto ella como Tim «agitan el
rabo» de contentos. Me alegro de que venga al fin… lo mismo
que Tim.
—Iremos todos a su encuentro —prepuso Ana con los ojos
fijos aún en el reloj—. Sólo faltan veinte segundos.
—Total, sólo llevamos tres días aquí —puntualizó Dick—.
De manera que no ha perdido gran cosa. Esos huevos van a
quedar duros, Ana.
Ana levantó la vista.
—No, no quedarán duros. Estarán en su punto exactamente
—los fue sacando del cazo con un cucharón—. Colócalos en
las hueveras, Dick. Están allí, justamente debajo de tus
narices.
Sin más ni más, Dick cogió un huevo del plato en que los
había colocado Ana. Pero se quemó y hubo de soltarlo,
dejando escapar un grito. El huevo se estrelló en el suelo y la
yema se salió de la cáscara y se derramó.
—¡Pero Dick! ¿No viste como los sacaba yo del agua
hirviendo? —se lamentó Ana—. Ahora tendré que cocer otro
huevo. Lástima que no esté Tim aquí. Habría lamido el suelo
con toda rapidez y yo no tendría que fregarlo.
—¿Por qué no tomamos el desayuno sentados en los
peldaños de tu carromato? —propuso Julián—. El sol brilla
que da gusto.
Y allí se sentaron para comer huevos pasados por agua,
rebanadas de pan untadas con mantequilla, después mermelada
casera y, por último, unas jugosas manzanas. El sol calentaba y
Julián se quitó la chaqueta.
Los dos carromatos habían sido emplazados en un prado
verde en declive. Un alto seto se alzaba a sus espaldas,
protegiéndolos del viento. A los pies del seto florecían doradas
prímulas y las brillantes campanillas inclinaban sus cabezas a
los rayos del sol.
Algo apartados de allí había otros tres carromatos, aunque
éstos eran remolques modernos. La gente que los habitaba aún
no se había levantado y sus puertas estaban herméticamente
cerradas. Nuestros tres muchachos no habían tenido ocasión de
hacer amistad con ellos.
Sobre la colina opuesta se elevaba un viejo castillo en
ruinas, cuyos altos muros desafiaban todavía al viento que a
veces soplaba por encima de las colinas. Tenía cuatro torres.
Tres de ellas se hallaban derruidas, pero la cuarta parecía estar
completa. En lugar de ventanas tenía aspilleras, construidas en
la época en que arqueros disparaban sus flechas desde ellas.
Un sendero muy empinado conducía hacia el castillo.
Terminaba ante un enorme portalón de grandes sillares
blancos. Dicho portalón se encontraba cerrado actualmente por
una madeja de hierros retorcidos que impedía el paso. La única
entrada practicable quedaba al pie de una torre más pequeña.
Había allí una pequeña puerta giratoria, por la que habían de
pasar los habitantes del castillo.
Un muro alto y grueso rodeaba toda la construcción, en pie
aún después de tantos años. Muchas piedras de su remate se
habían desprendido y yacían medio fragmentadas sobre la
hierba. Había sido en otros tiempos un magnífico castillo,
levantado en la cumbre de la escarpada colina como refugio,
un lugar desde el que los guardas del castillo podían otear el
país en muchos kilómetros a la redonda.
Según decía Julián, cualquier persona subida en una de las
torres o en la muralla sería capaz de descubrir al enemigo
avanzando desde siete condados. Sobraría tiempo para
atrancar el gran portalón, ocupar los muros y preparar la
resistencia para un largo sitio, si fuera necesario.
Terminado el desayuno, los tres siguieron sentados en los
peldaños, ganduleando al sol. Miraban hacia las ruinas del
viejo castillo y contemplaban los grajos que revoloteaban
alrededor de las cuatro torres.
—En esas torres hay por lo menos unos mil grajos —
afirmó Dick—. Lástima no tener unos buenos prismáticos para
seguir sus evoluciones. Sería como en el circo. Me encanta
cuando todos juntos levantan el vuelo para girar por el aire sin
chocar nunca entre sí.
—¿Es que anidan en el viejo castillo? —preguntó Ana.
—Desde luego… Llenan las torres de palitroques —
explicó Dick—, y construyen sus nidos encima. Apuesto a que
cuando subamos encontraremos el suelo junto a las torres
cubierto de palos. Seguro que nos llegan hasta los tobillos.
—Muy bien, iremos cualquier día, cuando ya Jorge esté
aquí —repuso Ana—. La entrada tan sólo cuesta seis peniques.
Me gustan los castillos antiguos. Me gusta el ambiente de
lugares de otras épocas.
—A mí también —aseguró Julián—. Espero que Jorge se
traiga los prismáticos que le regalaron por su cumpleaños.
Podríamos llevárnoslos al castillo para observar desde allí el
paisaje a muchos kilómetros de distancia. Podríamos ver los
siete condados.
—Bueno. Tengo que fregar —suspiró Ana levantándose—.
Quiero dejar limpios los carromatos antes de que llegue Jorge.
—No esperarás que Jorge se dé cuenta de si están limpios
o no, ¿verdad? —observó Dick—. Vas a perder el tiempo,
Ana.
Pero a la pequeña Ana le gustaba hacer la limpieza y
guardar todas las cosas en armarios y estantes. Presumía de
tener los carromatos como tacitas de plata. Se había
preocupado de darles sabor de hogar y quería causar buena
impresión a Jorge.
Corrió hacia el seto e hizo un gran ramo de prímulas. Al
volver, lo dividió en dos. Colocó una mitad en un jarrito azul,
rodeando las flores de sus hojitas verdes, y luego puso la otra
mitad en un segundo jarro.
—Haréis juego con las cortinas amarillas y verdes —
murmuró.
Rápidamente barrió y limpió el polvo. Dudó en enviar a
Dick al arroyo a lavar los platos del desayuno, pero desistió.
Dick era algo torpe con la loza y ésta no les pertenecía… Era
de los propietarios de los carromatos.
A las once y media, ambos quedaron listos y relucientes.
Las sábanas y mantas de Jorge estaban en el estante sobre
su cama, que, de día, se plegaba adosándose a la pared para
ocupar menos espacio. La cama de Ana estaba enfrente.
—Éstas son las vacaciones que a mí me gustan —se dijo
Ana en voz alta—. Un rincón donde cobijarse, rodeado de
campos y montañas, buenas merendolas… y sólo un poquitín
de aventuras.
—¿Qué estás murmurando, Ana? —preguntó Dick
asomando la cabeza por la ventana—. Me parecía oír algo
sobre aventuras. ¿Ya estás tras de alguna?
—¡Ni pensarlo! —exclamó Ana—. Es lo último que
desearía. Y es lo último que puede ocurrir en este lugar tan
apacible, gracias a Dios.
Dick sonrió burlonamente.
—Bien, nunca se sabe —observó—. ¿Estás lista para ir a
recibir a Jorge, Ana? Ya va siendo hora de marchar.
Ana bajó corriendo los escalones y se reunió con Dick y
Julián.
—Será mejor que cierres la puerta con llave —le indicó
Dick—. Nosotros ya hemos cerrado la nuestra.
Ana dio vuelta a la llave y los tres se pusieron en camino
por el verde prado hacia el portillo que daba paso a la
carretera. El viejo castillo, en la cumbre de la colina opuesta,
parecía subir y subir sobre el horizonte mientras ellos se
alejaban en dirección al pueblo.
—Será estupendo volver a ver a Tim —dijo Ana—. Y me
alegro de poder tener a Jorge conmigo en la carreta. No me
importa estar sola de noche…, pero siempre es más agradable
tener a Jorge cerca y a Tim gruñendo en sueños.
—Pues debieras dormir con Dick si te gustan los gruñidos,
los ronquidos y los gemidos —se burló Julián—. ¿Qué es lo
que sueñas, Dick? Debes de tener más pesadillas que cualquier
otra persona en todo el país.
—Jamás gruño, ni ronco, ni gimo —contestó indignado
Dick—. Deberías oírte a ti mismo. Porque…
—Mirad… ¿no es ése el tren que llega? ¿No es aquel que
toma la curva allá lejos? —interrumpió Ana—. Tiene que
serlo. Aquí sólo pasa un tren por las mañanas. ¡Corramos! No
llegaremos a tiempo.
Los tres emprendieron una carrera salvaje y arribaron al
andén en el mismo instante en que el tren entraba en la
estación. Una cabeza de cabellera rizada asomaba por una
ventanilla… y luego apareció otra de color castaño oscuro
debajo de la primera.
—¡Jorge… y Tim! —gritó Ana.
—¡Hola! —exclamó Jorge, que por poco se cae por la
portezuela.
—¡Guau! —ladró Tim, y saltó al andén derribando casi a
Dick.
De un salto bajó también Jorge, con los ojos brillantes.
Abrazó a Ana y dio unas palmadas a Julián y Dick.
—Ya estoy aquí —dijo—. Me sentía triste al saberos de
camping sin mí. Hice pasar muy malos ratos a mi pobre
madre.
—Me lo figuro —asintió Julián cogiéndola del brazo—.
Déjame llevar la maleta. Iremos primero al pueblo para
celebrar nuestro encuentro con unos mantecados. Hay una
tienda que los hace bastante aceptables.
—¡Estupendo! Me siento dispuesta a tomar un helado —
agradeció Jorge, feliz—. Mira, Tim ha comprendido lo que
dices. Saca la lengua pidiendo un helado. Tim, ¿no te alegras
de que volvamos a estar todos juntos?
—¡Guau! —aprobó Tim, y lamió la mano de Ana por
vigésima vez.
—Habré de pensar en traerme una toalla cada vez que me
encuentre con Tim —observó Ana—. ¡Tiene la lengua tan
húmeda! ¡Oh, no! ¡Basta ya, Tim! ¡Anda, vete a lamer un poco
a Julián!
—¿Qué os decía yo? Mirad, Jorge ha traído sus
prismáticos —dijo Dick, al darse cuenta de que la correa que
su prima llevaba en bandolera no correspondía a una máquina
fotográfica, sino al estuche de cuero de los anteojos—. ¡Qué
bien! Ahora podremos observar los grajos del castillo. Y
también algunas urracas que he visto por el pantano.
—¡Magnífico! Me figuré que debía traerlos —replicó
Jorge—. Serán las primeras vacaciones en que tendremos
ocasión de usarlos. Mamá no me dejó llevarlos al colegio.
Pero… ¿falta mucho para llegar a la tienda de helados?
—Es aquí mismo, en esta lechería —dijo Julián
conduciéndola al interior—. Y te recomiendo que empieces
con vainilla, sigas con grosella y termines con chocolate.
—¡Vaya plan fenómeno! —aprobó Jorge—. Espero que
tengáis dinero a montones para tanto festín de helados. Mamá
no me dio demasiado para los pequeños gastos.
Se sentaron a una mesa y pidieron helados. La lechera,
regordeta y pequeña, les sonrió. Ya los iba conociendo.
—No os quejaréis del tiempo que hace, ¿eh? —comentó
—. ¿Hay muchas carretas en el camping de Faynights?
—No, no muchas —contestó Julián atacando su helado.
—Bueno, no tardaréis en tener más compañía —les reveló
la regordeta lechera—. Oí decir que están a punto de llegar
saltimbanquis… Suelen acampar en aquel lugar. Si es verdad,
os divertiréis de lo lindo.
—Anda, ¡qué bien! —exclamó Dick—. Será estupendo
hacernos amigos de ellos. Nos gustan los saltimbanquis,
¿verdad, Tim?
Capítulo 3
Una mañana muy agradable
—¿Va a celebrarse una feria por aquí? —preguntó Jorge,
olvidando su helado de grosella—. ¿Qué clase de feria?
¿Acaso un circo?
—No. Tan sólo unas variedades —aclaró la lechera—.
Habrá un tragallamas, que por sí solo hará que casi todo el
pueblo asista al espectáculo. ¡Un tragallamas! ¿Oísteis jamás
algo semejante? No comprendo cómo nadie puede hacer de
algo así su profesión.
—¿Habrá algo más? —preguntó Ana, a quien no le pareció
muy interesante ver a alguien tragando fuego.
—Pues sí. Un hombre que se desata en menos de dos
minutos, sin importarle el tamaño de las cuerdas ni la presión
de las ligaduras —continuó la mujer—. ¡Debe de ser algo
extraordinario! Luego hay un hombre llamado «Mister
Goma», de la India, porque se encoge y estira como la goma,
se mete por cualquier tubo y se introduce por una ventana con
sólo que tenga un resquicio abierto.
—¡Vaya gracia! Muy a propósito para un ladrón —
interrumpió Jorge—. Me gustaría ser como el hombre de
goma. ¿Rebota cuando se cae?
—Hay otro hombre con serpientes —continuó la mujer
gordinflona estremeciéndose—. Yo no pararía de correr en un
kilómetro si viera que se me acercaba una serpiente.
—¿Son venenosas sus serpientes? ¡Me extrañaría! —
intervino Dick—. No me gustaría ver nuestros carromatos
rodeados de serpientes venenosas.
—No digas eso —exclamó Ana—, que me marcho a casa.
Entró otro cliente y la lechera tuvo que abandonar a los
niños para servirle. Los cuatro se sentían muy excitados. ¡No
era poca suerte tener a gente tan emocionante en su mismo
camping!
—¡Un tragallamas! —comentó Dick—. Siempre deseé ver
a uno de cerca. Apuesto a que en realidad no se traga el fuego.
Se quemaría la boca y el cuello.
—¿Habéis terminado todos? —preguntó Julián sacando
unas monedas del bolsillo—. Es hora de llevar a Jorge al
campamento y enseñarle nuestros alegres carromatos. No son
como aquellos modernos en los que fuimos de excursión una
vez, Jorge… Éstos son anticuados como los carromatos de los
gitanos. ¡Te gustarán! Son alegres y muy pintorescos.
—¿Quién os los dejó? —preguntó Jorge cuando salieron
de la tienda—. Algún compañero de colegio, ¿verdad?
—Sí. Él y su familia van con ellos de excursión en las
vacaciones de Pascua y de verano —explicó Julián—. Pero
estas Pascuas las pasan en Francia y, antes de dejarlos
desocupados, prefirieron prestarlos a alguien. Y resultamos
nosotros los favorecidos.
Fueron caminando carretera arriba hasta llegar al portillo.
Jorge se quedó contemplando el castillo, con su torre que
brillaba al sol coronando la cercana colina.
—Faynights Castle —declamó—, con centenares de años a
cuestas. Cómo me gustaría saber las cosas que ocurrieron tras
sus murallas a lo largo de los siglos. Me encantan las
antigüedades. Propongo que subamos a explorarlo.
—Lo haremos. La entrada sólo vale seis peniques —aclaró
Dick—. Creo que vale la pena gastarlos en verlo. Seguramente
tendrá alguna mazmorra oscura, húmeda, triste y terrible.
Subieron la pendiente cuajada de hierbas hacia el campo
en donde estaban sus carromatos. Jorge exclamó,
entusiasmada:
—¿Son éstos nuestros famosos carromatos? ¡Si son
maravillosos! Son exactamente iguales a los que usan los
gitanos, sólo que éstos parecen más limpios y alegres.
—El carromato rojo, con adornos negros y amarillos, es el
nuestro —dijo Dick—. El azul, con iguales adornos, es el tuyo
y el de Ana.
—¡Guau! —protestó Tim.
—¡Perdón! También tuyo —añadió Dick. Y todos se
echaron a reír.
Tenía gracia cómo Tim intervenía en la conversación con
su ladrido, como si efectivamente entendiera todas cuantas
palabras se decían. Jorge, desde luego, estaba convencida de
ello.
Los carromatos se alzaban sobre ruedas altas. Tenían una
ventana en cada lado. La puerta estaba en la parte trasera, lo
mismo que los peldaños para alcanzarla, como es natural.
Alegres cortinas colgaban de las ventanas y un borde
esculpido asomaba en las esquinas por debajo del saliente del
techo.
—Verdaderamente son antiguos carromatos de gitanos,
remozados y modernizados —explicó Julián—. Por dentro son
muy confortables… unas literas que de día se pliegan contra
las paredes… un pequeño fregadero, aunque solemos llevar la
vajilla en el río para no tener que acarrear tanta agua… una
pequeña despensa, alacenas y estantes… pavimento de corcho
en el suelo y alfombras de colorines que impiden las corrientes
de aire…
—Parece como si trataras de vendérmelos —dijo Jorge
riéndose—. No hace falta que los alabes. Me gustan los dos y
los encuentro mil veces más bonitos que aquellos remolques
modernos de allá abajo. Éstos parecen, en cierto modo,
auténticos.
—Bueno, los otros también lo son —prosiguió Julián—, y
tienen mucho más espacio… Pero nosotros no necesitamos
espacio, puesto que la mayor parte del tiempo la pasamos
fuera.
—¿Tenemos fuego de campamento? —preguntó Jorge,
ansiosa—. ¡Ah, sí! Ya lo veo. Allí están las cenizas donde
ardió la hoguera. Julián, por favor, encendamos una hoguera
esta noche, para sentarnos a su alrededor en la oscuridad.
—Con mosquitos que nos piquen y murciélagos volando
alrededor —observó Dick—. Pero la encenderemos. Entra,
Jorge.
—Primero ha de entrar en mi carromato —invitó Ana
empujando a Jorge peldaños arriba.
Jorge se mostró verdaderamente entusiasmada. Se sentía
feliz pensando en que iba a pasar dos semanas llenas de paz en
compañía de sus tres primos y de Tim. Abatió y volvió a
plegar su litera para estudiar su funcionamiento. Abrió las
puertas de la despensa y de la alacena. Luego, fue a ver el
carromato de los muchachos.
—¡Qué limpio! —exclamó sorprendida—. Esperaba que el
de Ana estuviera limpio… pero el vuestro resplandece también
de limpieza. ¡Ay, amigos…! Espero que no hayáis emprendido
un nuevo camino, transformándoos en modelos de pulcritud.
¡Yo no lo he hecho!
—No te preocupes —advirtió Dick con amplia sonrisa—.
Ana hizo una de las suyas… Ya la conoces, tiene la manía de
tener todo arreglado. No necesitamos preocuparnos cuando
ella se pone a trabajar. ¡Nuestra buena madrecita Ana!
—De todos modos, Jorge tendrá que ayudarme —intervino
Ana firmemente—. No espero que los chicos limpien, cocinen
o hagan cosas de éstas… pero Jorge sí ha de hacerlo, puesto
que es una mujer.
—¡Lo que daría por haber nacido chico! —suspiró Jorge
—. Conforme, Ana, aportaré mi granito de arena… alguna
vez. Qué te parece, ¿habrá sitio para Tim en mi litera cuando
duerma?
—Lo que es en la mía no se acostará —contestó Ana—.
Puede dormir en el suelo, sobre una alfombra, ¿verdad, Tim?
—¡Guau! —contestó Tim sin agitar el rabo. No parecía
estar muy conforme.
—Ya lo veis… dice que ni pensar en tal cosa —tradujo
Jorge—. Está acostumbrado a dormir sobre mis pies.
Volvieron a salir al exterior. El día era extremadamente
agradable. Las prímulas abrían cada vez más sus florecillas
amarillas y un mirlo silbó repentinamente su canción
melodiosa desde las ramas de un espino en el cercano seto.
—¿Alguno de vosotros ha comprado un periódico en el
pueblo? —preguntó Dick—. ¡Ah! Tú pensaste en ello, Julián.
¡Estupendo! Déjame ver el pronóstico del tiempo. Si es bueno,
daremos un buen paseo esta tarde. El mar no queda muy lejos
de aquí.
Julián sacó el periódico doblado de su bolsillo y se lo
entregó a Dick. Éste se sentó en los peldaños de su carreta y lo
abrió.
Buscaba el boletín meteorológico cuando unos titulares
captaron su atención. Se le escapó un grito.
—¡Anda! Aquí vienen más detalles sobre los dos
científicos desaparecidos, Julián.
—¡Oh! —exclamó Jorge, recordando la llamada telefónica
de Julián la noche anterior—. Julián, ¿cómo demonios pudiste
creer que mi padre fuera uno de los científicos desaparecidos?
¡Cómo si él fuera capaz de traicionar a su patria y vender
secretos a otro país!
—Bueno… yo no pensaba tal cosa —protestó Julián—.
Desde luego que no. ¡Qué barbaridad! Jamás creí que tío
Quintín hiciera algo por el estilo. No… los diarios de ayer sólo
decían que dos de nuestros más famosos científicos habían
desaparecido, y yo me figuré que quizá los hubiesen raptado.
Y pensando que tío Quintín es muy famoso, se me ocurrió
llamar para estar seguro.
—Eso es otra cosa —aceptó Jorge—. Bien, como mamá no
sabía nada del asunto, se quedó boquiabierta cuando le
preguntaste si papá había desaparecido. Sobre todo porque en
aquel momento estaba en el estudio armando un ruido
tremendo al buscar algo que había perdido.
—Algo que llevaría encima, como de costumbre, supongo
—intervino Dick riendo—. Pero escuchad esto… No parece
que los dos hombres hayan sido raptados… Más bien da la
impresión de que huyeron llevándose documentos importantes.
¡Canallas! Abunda demasiado esta clase de gente hoy en día,
creo.
Leyó un par de párrafos:
Derek Terry-Kane y Jeffrey Pottersham han sido
dados por desaparecidos hace dos días. Se
encontraron en casa de un común amigo para discutir
cierto aspecto de su trabajo y luego se despidieron
ambos para tomar el metro. Desde entonces no se les
ha vuelto a ver.
Ha podido comprobarse que Terry-Kane había
renovado su pasaporte y había comprado un pasaje
para volar a París. No ha habido noticia alguna de su
llegada a aquella capital.
—¿Lo veis? Es lo que dije a mamá —exclamó Jorge—. Se
han escapado para vender sus secretos a otro país. ¿Por qué les
dejamos?
—A tío Quintín no le gustará esto —advirtió Julián—. ¿No
es verdad que colaboró una vez con Terry-Kane?
—Sí, creo que sí —contestó Jorge—. Me alegro de no
estar hoy en casa… Papá estará inaguantable contándole
centenares de veces a mamá lo que piensa de los científicos
traidores.
—Así lo creo —dijo Julián—. ¡Y lo comprendo! Es algo
que no concibo: traicionar a su propio país. Sólo pensar en ello
me produce mal sabor de boca. Bueno… pensemos en la
comida, Ana. ¿Qué comeremos?
—Salchichas fritas y cebollas, patatas, melocotón en
almíbar y, además, voy a hacer un flan.
—Yo freiré las salchichas —se ofreció Dick—. Encenderé
el fuego aquí fuera y sacaré la sartén. ¿A alguno le gustan sus
salchichas partidas mientras se fríen?
A todos les gustaban.
—Yo quiero las mías bien pasaditas —pidió Jorge—.
¿Cuántas hay para cada uno? Sólo he tomado aquel helado
desde el desayuno.
—Hay doce —contó Ana mientras las entregaba a Dick—.
Tres para cada uno. Ninguna para Tim. Pero he comprado un
gran hueso grasiento para él. Julián, ¿querrás traerme algo de
agua, por favor? Allí detrás está el cubo. Voy a pelar las
patatas. Jorge, ¿querrás abrir la lata de melocotones sin
cortarte un dedo, como hiciste la última vez?
—Sí, mi capitán —contestó Jorge haciendo un guiño—.
¡Ah…! Es como en nuestros viejos tiempos. Buena comida,
buena compañía y un buen tiempo. ¡Tres vivas por nosotros!
Capítulo 4
Llegan los saltimbanquis
El primer día de estar todos juntos resultó agradabilísimo.
Disfrutaron de lo lindo, especialmente Jorge, que había
padecido sola, en su casa, los quince días anteriores. También
Tim se sentía muy feliz. Perseguía conejos, en su mayoría
imaginarios, a través del campo y dentro del seto, hasta quedar
extenuado.
Después de sus correrías, se tumbaba junto a los cuatro
niños, jadeando como una locomotora cuesta arriba, su larga
lengua rosada cayendo fuera del hocico.
—Me das calor con sólo mirarte —suspiró Ana
apartándolo de sí—. Mira, Jorge… Tiene tanto calor que hasta
echa humo. Un día de éstos, Tim, te derretirás.
Al atardecer dieron un paseo, pero no llegaron a la orilla
del mar. Lo vieron desde un altozano, brillando a lo lejos con
un azul intenso, pareciendo las olas desde lejos cisnes con alas
extendidas. Tomaron el té en una granja, admirados por un
grupo de niños de grandes ojos curiosos.
—¿Queréis llevaros un poco de jamón casero? —preguntó
la simpática granjera de cara colorada cuando los niños le
pagaron la merienda.
—Sí, desde luego —aceptó Dick—. Y quizá nos quiera
vender también un poco de tarta de frutas. Estamos de
campamento con unos carromatos en Faynights Field, justo
enfrente del castillo… Por eso hemos de prepararnos merienda
todos los días.
—Sí, podéis llevaros una tarta entera —replicó la granjera
—. Ayer encendí el horno, por lo que tengo en abundancia.
¿Queréis tocino? También tengo exquisitas cebollas en
vinagre.
¡Qué estupendo! Hicieron su compra a buen precio y se
llevaron satisfechos las provisiones a casa.
A medio camino, Dick cogió el manojo de cebollas y se
dedicó a olerlas.
—Mejor que cualquier perfume —exclamó—. Huele,
Jorge.
La cosa no quedó en oler, desde luego. Cada uno se
apoderó de una cebolla, excepto Tim, que se apartó haciendo
muecas. Las cebollas eran un manjar que le repugnaba. Dick
volvió a guardar el manojo.
—Creo que será preferible que cualquier otro se haga
cargo de las cebollas para que no estén al alcance de Dick —
propuso, preocupada, Ana—. No quedaría apenas una cuando
llegásemos al campamento.
Mientras subían la cuesta que llevaba a la entrada del
campo, el sol se estaba poniendo. La estrella vespertina había
aparecido en el cielo y brillaba con todo su esplendor. Cuando
se dirigieron hacia sus carretas, Julián se detuvo de pronto.
—¡Hola! Mirad —señaló—. Ahí hay otros dos carromatos
parecidos a los nuestros. ¿Serán ya los saltimbanquis?
—Y por allí se ve otro… Avanza por la carretera —
observó Dick—. Debe de dirigirse hacia el portalón del
campo, ya que no puede subir la cuesta por donde hemos
venido nosotros. Por allí viene.
—Pronto tendremos vecinos emocionantes —exclamó Ana
alegremente.
Se acercaron a sus propios carromatos y contemplaron
curiosos el que estaba más próximo a los suyos. Era de color
amarillo, con adornos azules y negros, y necesitaba
urgentemente una nueva capa de pintura. Se parecía mucho a
los suyos, pero su aspecto era más viejo.
—Hay una gran caja debajo del carromato más próximo —
observó Julián—. ¿Qué contendrá?
La caja era larga, plana y ancha. En los costados tenía
taladrados agujeros redondos, repartidos regularmente. Jorge
se acercó y se agachó para ver mejor la caja, deseosa de
averiguar si contenía algún animal vivo.
Tim la acompañó y olfateó lleno de curiosidad en los
orificios. De pronto, dio un salto atrás y comenzó a ladrar con
fuerza. Jorge lo agarró por el collar y trató de apartarlo, pero el
perro no la obedeció. Ladraba sin parar.
Del interior de la caja salía un ruido sordo, crujiente,
susurrante, que provocaba ladridos aún más furiosos de Tim.
—¡Calla, Tim, calla! —gritaba Jorge forcejeando con el
perro—. Julián, ven, ayúdame. Hay algo en esta caja que Tim
no conoce… ¡Quién sabe lo que será…! Tim está medio
intrigado y medio asustado. Sus ladridos expresan
desconfianza… y no parará hasta que logremos apartarlo.
Una voz colérica se oyó en el extremo del campo junto al
portillo:
—¡Eh, vosotros! Apartad ese perro. ¿Qué pretendéis con
meteros en mis asuntos…? Vais a alborotar a mis serpientes.
—¡Ay, serpientes! —gritó Ana corriendo hacia su
carromato—. Jorge, ahí dentro hay serpientes. Aparta a Tim.
Julián y Jorge se esforzaron por llevarse a Tim tirando del
collar hasta casi asfixiarle, pero el perro no parecía darse
cuenta. La voz colérica sonaba ahora a sus espaldas.
Jorge se volvió y vio a un hombrecillo oscuro, de mediana
edad y con ojos negros muy brillantes. Mientras vociferaba,
agitaba los puños.
—Lo siento —se disculpó Jorge, sujetando con más fuerza
a Tim—. Por favor, deje de gritar, o mi perro se lanzará sobre
usted.
—¡Vaya frescura! ¿Que se lanzará sobre mí? Conque un
perro peligroso, ¿eh? Espanta a mis serpientes y después se
lanzará sobre mí —gritó el hombrecillo, furioso, saltando
sobre uno y otro pie como un boxeador—. ¡Ahhh…! Esperad a
que suelte a mis serpientes… y tu perro echará a correr, a
correr… y jamás volverá.
La amenaza era alarmante. Con un supremo esfuerzo,
Julián, Dick y Jorge se hicieron, finalmente, con Tim, lo
arrastraron hasta la carreta de Ana y cerraron la puerta tras él.
Ana trató de tranquilizarlo, mientras que los demás volvían
junto al enfadado hombrecillo.
Éste, entre tanto, había sacado la caja de debajo de la
carreta y abierto su tapa. Los tres miraban fascinados. ¿Qué
clase de serpientes habría allí dentro? ¿Serpientes cascabel?
¿Culebras? Estaban dispuestos a correr todo lo que pudieran si
los bichos resultaban tan furiosos como su dueño.
Una gran cabeza surgió de la caja y se tambaleó de un lado
para otro. Dos ojos fijos y oscuros relucieron… y, luego, un
cuerpo larguísimo reptó hacia fuera y se deslizó por las piernas
del hombre hacia arriba, rodeando su torso y su cuello. Éste la
acarició y le habló con voz dulce y cariñosa.
Jorge se estremeció. Julián y Dick se mantenían alerta.
—Es una boa pitón —advirtió Julián—. Hay que ver, ¡qué
monstruo! Jamás he visto una tan de cerca. No me extrañaría
que estrujase a este individuo y lo aplastase.
—Se ha enroscado alrededor de él hasta la cola —observó
Dick, atento—. Anda, ahora sale otro bicho.
En efecto, otra serpiente pitón se deslizaba fuera de la caja,
anillo tras anillo. También ésta se enroscó alrededor de su
amo, produciendo un fuerte sonido de roce al hacerlo. Su
cuerpo era más grueso que la pantorrilla de Julián.
Ana contemplaba la escena desde la ventana de su
carromato, incapaz de creer a sus ojos. Nunca en su vida había
visto serpientes como aquéllas. Ni siquiera sabía de qué clase
eran. Deseó que su carreta estuviera a una distancia de miles
de kilómetros.
Por último, el hombrecillo tranquilizó a sus serpientes.
Casi lo ocultaban bajo sus grandes anillos. Por cada lado de su
cuello asomaba la cabeza de uno de los animales, plana y
reluciente.
Tim también se asomó a la ventana, manteniendo su
cabeza al lado de la de Ana. Se asustó al ver cómo se
deslizaban las serpientes y comenzó a ladrar de nuevo. Bajó de
la ventana y se acurrucó debajo de la mesa. Por lo visto, no le
hacía gracia la presencia de tales bichos.
El hombre acarició a las serpientes y luego, hablándoles
siempre suavemente, las volvió a introducir en la caja. Las dos
reptaron al interior y se enrollaron, anillo sobre anillo. El
hombre bajó la tapa y la cerró.
Después se volvió hacia los tres niños que le
contemplaban.
—¿Habéis visto cómo alborotasteis a mis serpientes? —
dijo—. Ahora, quitaos de delante, ¿habéis oído? Y cuidado
con vuestro perro. ¡Ay, niños, niños! Siempre metiendo las
narices en todas partes, curioseando. No me gustan los niños y
tampoco les gustan a mis serpientes. No volváis a acercaros,
¿entendido?
El hombrecillo escupió las últimas palabras tan enfurecido
que los tres chiquillos dieron un brinco.
—Oiga usted —dijo Julián—, nosotros sólo venimos para
decirle que sentíamos que nuestro perro ladrara de aquella
manera. Los perros siempre ladran en presencia de cosas raras
que no entienden. Es algo natural.
—También odio a los perros —añadió el hombrecillo
entrando en su carromato—. De manera que mantenedlo
apartado de aquí, especialmente mientras saque a mis
serpientes, o una de ellas será capaz de darle un abrazo
demasiado amoroso y aplastarlo. ¡Ja, ja, ja!
Desapareció en su carromato, cerrando de un portazo la
puerta.
—¡Qué asco! —comentó Julián—. Parece que nuestras
relaciones con los saltimbanquis han empezado de mala
manera… ¡Y yo que esperaba hacer amistad con ellos y lograr
descubrir alguno de sus secretos!
—No me gusta nada lo que dijo al final —observó Jorge,
molesta—. Un «abrazo amoroso» de una de esas dos pitones
supondría el final de Tim. Desde luego lo sujetaré cuando vea
que ese extraño hombrecillo saca a sus serpientes. Parece que
las quiere de veras, ¿verdad?
—En efecto, eso parece —contestó Julián—. Bien, ¿qué
clase de personaje vivirá en el otro carromato? Me temo que
no voy a atreverme a echarle ni una mirada, por si contiene
gorilas o elefantes, o hipopótamos, o…
—¡No seas idiota! —interrumpió Jorge—. Anda, ven, está
oscureciendo. ¡Ah! Ya llega el carromato que vimos venir por
la carretera.
Éste iba subiendo lentamente la ladera del campo, dando
trompicones. En su costado llevaba pintado un nombre con
grandes letras rojas.
«Míster Goma», de la India.
—¡Oh… el hombre de goma! —exclamó Jorge—. Dick,
¿será el conductor? ¿Qué te parece?
Todos se quedaron mirando fijamente al conductor. Éste
era largo, flaco y marchito, y daba la sensación de que iba a
romper a llorar de un momento a otro. Su caballo producía un
parecido efecto lamentable.
—Pue… puede que sea el propio «Míster Goma» —opinó
Julián—. Pero, desde luego, no parece ser muy elástico que
digamos. Mirad… ahora baja.
El hombre descendió de un salto ágil y gracioso que no
cuadraba con su cuerpo encogido. Desenganchó el caballo y lo
dejó suelto en el campo. El animal se alejó mordisqueando la
hierba aquí y allá, con su figura tan seca y marchita como la de
su amo.
—Bufflo —llamó el hombre de pronto—. ¿Estás dentro?
Se abrió la puerta de la segunda carreta y se asomó un
hombre joven… un enorme mozo con un mechón de cabello
rubio, una camisa roja y una amplia sonrisa.
—¡Hola, «Goma»! —contestó—. Hemos llegado primero.
¡Anda, entra…! Skippy ha preparado algo para comer.
«Míster Goma», de la India, subió corriendo los peldaños
del carromato de Bufflo y la puerta se cerró tras él.
—Es emocionante, ¿verdad? —exclamó Dick—. Un
hombre de goma de la India… ¿Y quiénes serán Bufflo y
Skippy…? Y un domador de serpientes a nuestro alrededor.
¿Qué más vendrá?
Ana los llamó:
—Venid, Tim está impacientísimo.
Subieron los peldaños de su carreta y encontraron que Ana
les había preparado una cena ligera: un bocadillo de jamón, un
trozo de tarta de fruta y una naranja para cada uno.
—Quisiera también una cebolla en vinagre con mi
bocadillo, por favor —pidió Dick—. La aplastaré sobre el
jamón y estará riquísimo. ¡Se me ocurre cada ideíta!
Capítulo 5
De la noche a la mañana
Después de la cena hablaron de los molestos recién
llegados. Tim se arrimó a Jorge, tratando de expresarle su
sentmiento por haber causado tanto trastorno. Ésta le acarició
y le riñó al mismo tiempo:
—Comprendo perfectamente que no te gusten las
serpientes, Tim…, pero, cuando yo te mando callar y te ordeno
marcharte, has de obedecerme, ¿comprendes?
Tim agitó el rabo y colocó la cabeza sobre las rodillas de
Jorge, emitiendo un ligero lamento.
—No creo que vuelva a acercarse jamás a aquella caja,
ahora que vio su contenido de serpientes —opinó Ana—.
Tenías que haber visto lo asustado que estaba cuando se asomó
conmigo a la ventana y vio las serpientes. Se escabulló y se
escondió debajo de la mesa.
—Es una lástima que nuestro primer encuentro con
saltimbanquis haya sido tan desafortunado —se lamentó Julián
—. No creo que a ninguno de ellos les gusten los niños,
porque ya se sabe que los chiquillos suelen ser molestos…
metiéndose por todos lados.
—Me parece oír que llegan más carromatos —observó
Jorge. Tim enderezó sus orejas y se puso a gruñir—. Quédate
quieto, Tim. No somos los únicos con permiso para instalarnos
en este campo.
Dick se acercó a la ventana y miró al exterior en
penumbra. Distinguió unas sombras grandes en un rincón del
campo, destacándose en la oscuridad. Una pequeña hoguera
ardía frente a una de ellas, descubriendo a una figura menuda,
inclinada sobre las llamas.
—¡Qué ricos son estos emparedados, Ana! —dijo al
retirarse de la ventana—. ¿Que os parece otra cebolla en
vinagre para cada uno?
—No Dick —contestó Ana con firmeza—. Ya te has
comido tu bocadillo.
—Bien, pero creo que puedo comerme una cebollita sin
bocadillo —opinó Dick—. ¿No te parece, Ana?
Ana se negó rotundamente.
—Las he escondido-dijo. —Supongo que querrás alguna
mañana, ¿verdad? No seas insaciable, Dick. Toma un
bizcocho, si aún sientes hambre.
—Antes os quería pedir que encendiéramos una hoguera
de campamento en el exterior —recordó Jorge—. Pero ahora
me sienta tan fatigada y tengo tanto sueño que temo que me
dormiría frente a la hoguera.
—Yo también tengo sueño —suspiró Ana—. Recojamos,
Jorge, y metámonos en nuestros camastros. Los chicos pueden
ir a su carromato a charlar o a jugar si quieren.
Dick bostezó;
—De acuerdo… Pienso leer un ratito —dijo—. Espero que
tendrás suficiente agua, Ana… porque yo no pienso ir al río a
través del campo a oscuras, para tropezar con serpientes y
demás bichos que los saltimbanquis hayan dejado diseminados
por la hierba.
—No creerás que esas serpientes andan sueltas por ahí,
¿verdad que no? —preguntó Ana, asustada.
—Claro que no —intervino Julián—. De todos modos,
Tim se cuidará de despertar a todo el campo con sus ladridos
con sólo que se acerque un ratón, de manera que no te
preocupes por las serpientes.
Los muchachos dieron las buenas noches y se retiraron a
su carromato. Las chicas vieron encenderse una luz y unas
sombras que se movían tras las cortinas que cubrían la
ventana.
—Dick ha encendido su lámpara —advirtió Ana. La suya
ya estaba encendida y, a su luz, la carreta ofrecía un aspecto
acogedor y hogareño. Ana enseñó a Jorge cómo se abatía su
litera. Ésta encajó en su sitio, quedando sólidamente sujeta.
Aparentaba ser blanda e invitaba al reposo.
Ambas hicieron sus camas colocando sábanas, mantas y
colchas.
—¿Dónde está mi almohada? —preguntó Jorge—. ¡Ah! Es
un cojín, ¿verdad? ¡Buena idea!
Ana y ella quitaron las fundas de colores de los cojines que
había sobre las sillas. Debajo encontraron las fundas blancas,
dispuestas para la noche.
Se desnudaron, se lavaron con un poco de agua en la
pequeña palangana, se limpiaron los dientes y se cepillaron el
pelo.
—Si quito el tapón, ¿el agua se vierte a tierra? —preguntó
Jorge—. ¡Allá va!
El agua salió gorgoteando y se extendió por tierra, debajo
de la carreta. Tim enderezó las orejas y escuchó. Se convenció
de que tendría que acostumbrarse a una serie de nuevos ruidos
en este lugar.
—¿Has traído tu linterna? —preguntó Ana, cuando
finalmente las dos se habían metido en sus literas—. Voy a
apagar la lámpara. Si necesitas algo durante la noche, tendrás
que encender tu linterna, Jorge. Mira, Tim aún está en el suelo.
No se da cuenta de que nos hemos acostado. ¡Tim!, ¿esperas a
que subamos escaleras arriba?
Tim agitaba el rabo, dando golpes con él en el suelo. Sí,
esto era precisamente lo que esperaba. Cuando Jorge se iba a
la cama siempre tenía que subir unas escaleras, tanto en el
colegio como en casa… Sin embargo, no había logrado
descubrir ninguna escalera en la carreta, aunque confiaba en
que Jorge supiese dónde estaba.
Tim tardó algún tiempo en comprender que Jorge dormiría
en la litera que había abatido junto a la pared. Luego, de un
bote, saltó encima de ella y se acostó sobre sus piernas. Jorge
soltó un chillido.
—¡Ay, Tim! No seas bruto. Bájate de mis piernas… ponte
más abajo… detrás de las rodillas.
Tim encontraba la litera demasiado estrecha para que fuese
cómoda. Sin embargo, se las arregló para ocupar el menor
espacio posible, colocó su cabeza sobre una de las rodillas de
Jorge, suspiró lánguidamente y se durmió.
No obstante, mantuvo las orejas abiertas por si acaso…
Con una escuchaba a una rata, que, por alguna razón sólo de
ella conocida, corría sobre el techo del carromato… Con otra
oía el ruidito que hacía un conejo mordisqueando la hierba
debajo del vehículo… Pero lo que más le intrigaba era un
moscardón que volaba hacia la ventana de la derecha, hasta
que chocó contra el vidrio, justamente sobre la litera de Jorge.
¡Plang! El choque fue violento y el moscardón cayó al
suelo. Tim no llegó a comprender de lo que se trataba y volvió
a dormirse, pero siempre con una oreja alerta. El mirlo que
cantaba en el espino le despertó temprano. Había estudiado
una nueva melodía y la ensayaba a toda potencia. Un tordo
cercano se sumó a su canto.
«¡Mira lo que dices, mira lo que dices!», cantaba el tordo
con el timbre más alto de su registro. Tim se levantó y se
estiró. Jorge se despertó repentinamente, porque Tim pesaba
demasiado sobre su cuerpo.
Al principio, no comprendía dónde se hallaba. Luego
recordó y sonrió. Claro… en un carromato, con Ana. ¡Qué
bien cantaba aquel mirlo…! Bastante mejor que el tordo. Unas
vacas mugían a lo lejos y los primeros rayos del sol penetraban
por la ventana y hacían abrirse las flores de las prímulas.
Tim se volvió a tumbar. Si Jorge no se levantaba, él
tampoco lo haría. Jorge cerró los ojos y volvió a dormirse. En
el exterior, el campamento empezó a despertarse. Se abrieron
las puertas de varios carromatos. Fueron encendidos fuegos.
Alguien bajó hacia el río en busca de agua.
Los chicos llamaron a la puerta de las niñas.
—¡Despertad, dormilonas! Son las siete y media y tenemos
hambre.
—¡Santo Dios! —exclamó Ana sentándose en su cama,
con los ojos aún medio cerrados de sueño—. Jorge, despierta.
No tardaron mucho en estar todos sentados alrededor de
una pequeña hoguera, de la que se desprendía un olor
apetitoso. Dick freía tocino y huevos, y el olor estimulaba el
apetito. Ana había hervido un puchero de agua en su cocinita y
estaba preparando el té. Bajó los peldaños, llevando una
bandeja sobre la que había colocado la tetera y un pote con
agua caliente.
—Ana siempre hace lo más conveniente —observó Dick
—. Toma, Julián, acerca tu plato… ¡Oh!, tu tocino ya no vale.
Aparta el hocico, Tim, perro estúpido… Te lo volveré a pasar
por la sartén. Has de vigilar a Tim, Jorge, mientras yo cocino.
Ya ha robado una lonja de tocino.
—Bueno, así te evitas el tener que freírla —contestó Jorge
—. Fijaos, ¿verdad que hay ahora una buena colección de
carromatos? Deben de haber llegado durante la noche. Es una
verdadera caravana.
Echaron una mirada alrededor del campo. Al lado del
carromato del hombre de las serpientes, de la de Bufflo y de
«Míster Goma» había cuatro o cinco más.
Una de ellas interesó sobremanera a los niños. Era de un
color amarillo brillante, con llamas rojas pintadas en los
costados. También llevaba un nombre: «Alfredo, el
Tragallamas».
—Me figuro que será un tío alto y gordo —opinó Dick—.
Un tipo que come fuego, con un temperamento terrible, un
vozarrón enorme y que camina a grandes zancadas.
—Probablemente será un hombrecito pequeño y flaco, que
camina a pasitos menudos, como un pony —rechazó Julián.
—Alguien sale ahora de su carromato —advirtió Ana—.
Su mujer, supongo. ¡Qué menuda es… casi una muñeca!
Parece española, con la tez tan oscura[1].
—Y ése debe de ser el tragallamas, el que sale tras ella —
opinó Jorge—. Seguramente es él. Y es tal como te lo
imaginabas, Dick. Eres la mar de listo.
Un tipo alto y gordo bajaba los peldaños tras una menuda
mujercita. Tenía un aspecto bastante fiero, producido por una
melena de pelo tostado como la de un león y una cara roja, con
ojos grandes y brillantes. Daba unos pasos enormes al andar y
su mujer, como era tan menuda, tenía que correr para no
quedarse atrás.
—Corresponde exactamente a la idea que yo tenía de un
tragallamas —confirmó Dick, satisfecho—. Creo que no
debemos acercarnos a él hasta averiguar si a él tampoco le
gustan los niños, como al hombre de las serpientes. ¡Qué
mujer tan pequeña tiene! Apuesto a que la tiene dominada y la
hace trabajar como a una esclava.
—Es posible… De todos modos, ahora él está sacando
agua del río para ella —replicó Ana—. Dos cubos llenos.
¡Caray! Realmente tiene el aspecto de un tragallamas, ¿no oí
parece?
—Hay alguien más, mirad cómo se dirige al río… Camina
como un tigre o un gato… deslizándose majestuosamente.
—Es el hombre que sabe librarse de las ligaduras, no
importa lo fuerte que sean —opinó Ana—. Estoy segura de
que lo es.
Era emocionante observar a los recién llegados. Parecían
conocerse todos los unos a los otros. Se paraban para
conversar entre sí, reían, visitaban los carromatos de los
demás. Finalmente, tres mujeres se alejaron juntas llevando
sendas cestas.
—Sin duda van de compras —intervino Ana—. Es lo que
voy a hacer yo también. ¿Vienes conmigo, Jorge? Hay un
autocar hacia el pueblo dentro de diez minutos. Podemos hacer
la limpieza al regreso.
—Me parece bien —aprobó Jorge. Y se levantó también
—. ¿Qué harán los chicos mientras tanto?
—Muy sencillo: ir a buscar agua, recoger leña para el
fuego y arreglar sus propias literas —propuso Ana con aire
inocente.
—¿Todo eso esperas de nosotros? —contestó Dick con risa
de conejo—. Bien, podríamos hacerlo. Por otra parte, quizá no
lo hagamos. De todos modos, vosotras marchaos, puesto que
se nos acaban las provisiones, lo cual es muy serio. Ana,
¿querrás traerme pasta para los dientes? Y si encontráis de
aquellos buñuelos en la lechería, traed una docena.
—Sí… y si podéis, una lata de piña —añadió Julián—. No
olvidéis tampoco que necesitamos leche.
—Si vais a pedir más cosas, tendréis que acompañarnos
para traerlas —advirtió Ana—. ¿Algo más?
—Pasad por correos a ver si ha llegado alguna carta —
pidió Dick—. Y no olvidéis comprar un periódico. Nos
conviene enterarnos de lo que pasa en el resto del mundo. No
es que me interese mucho de momento…
—Conforme —aprobó Ana—. Vamos, Jorge…, no
podemos perder ese autocar.
Y las dos se marcharon a toda prisa.
Capítulo 6
Gente hostil
Los dos muchachos decidieron ir por agua y recoger leña
mientras las dos chicas estuvieran de compras. También
«arreglaron» sus literas, por el simple procedimiento de sacar
toda la ropa y, haciendo un lío con ella, meterla en el armario,
levantando después las literas contra la pared.
Terminado lo anterior, no tenían nada más que hacer que
esperar a las chicas. Por lo tanto, se fueron a dar una vuelta por
el campamento. Procuraron no acercarse al hombre de las
serpientes, el cual estaba haciendo algo extraño a una de las
boas.
—Parece que la está puliendo, cosa que no puedo creer —
opinó Julián—. Me gustaría acercarme a observar, pero un tipo
de tan mal talante es capaz de azuzar a una de esas enormes
serpientes pitón contra nosotros.
El hombre estaba sentado sobre una caja y tenía a una
serpiente extendida encima de sus rodillas. Algunos de los
anillos rodeaban una de sus piernas y los otros se enroscaban
alrededor del pecho. La cabeza se escondía en una axila. El
hombre cepillaba con fuerza el cuerpo liso de la serpiente y
ésta parecía disfrutar con ello.
Bufflo se entretenía con un látigo que tenía un puño
magnífico, adornado con piedras semipreciosas, que reflejaban
los rayos del sol y relucían en diversos colores.
—Fíjate en el látigo —dijo Julián—. Alcanza lejísimos.
Me gustaría ver cómo lo maneja.
Como si le hubiese oído, Bufflo se puso de pie y agitó el
gran látigo en su mano. Luego lo lanzó y seguidamente se oyó
un ruido igual a un pistoletazo. La correa crujió al ser lanzada
por el aire. Los dos muchachos dieron un brinco, porque no
esperaban un ruido tan fuerte.
Bufflo volvió a hacerlo estallar. Después silbó, y una mujer
pequeña y ruda se asomó en los escalones de su carreta.
—¿Lo consigues ahora? —preguntó.
—Puede —contestó Bufflo—. Dame un pitillo, Skippy,
corre.
Skippy metió la mano en el carromato, buscó en un
anaquel y sacó una cajetilla. No bajó los peldaños; permaneció
en lo alto, sosteniendo un pitillo entre el pulgar y los demás
dedos.
Bufflo agitó su látigo. ¡Crac! El pitillo desapareció como
por arte de magia. Los muchachos quedaron boquiabiertos.
¿Era posible que el extremo de la correa arrebatara el cigarrillo
de los dedos de Skippy? Parecía imposible.
—Allí está —dijo Bufflo señalando a cierta distancia—.
Sosténlo de nuevo, Skippy. Creo que este latigazo ha quedado
ahora perfecto.
Skippy recogió el pitillo y lo colocó en su boca.
—No —exclamó Bufflo—. Todavía no estoy
suficientemente entrenado en este latigazo. Sosténlo como
antes.
Skippy se sacó el pitillo de la boca y volvió a sostenerlo
con los dedos.
¡Crac! Como un pistoletazo volvió a restallar el látigo y de
nuevo desapareció el cigarrillo.
—¡Ay, Bufflo…! Lo has roto por la mitad —reprochó
Skippy, señalando el lugar en donde había caído el pitillo
partido—. Esta vez no te ha salido bien.
Bufflo no dijo nada. Se limitó a volver la espalda a Skippy
y se puso a trabajar de nuevo con el látigo, pero los muchachos
no lograron averiguar lo que hacía realmente. Se acercaron
algo más para verlo.
Bufflo les volvió la espalda, pero debió de oírles venir.
—¡Vosotros, fuera de aquí! —les espetó alzando la voz—.
No se permiten niños en este lugar. ¡Ahuecad… u os daré un
latigazo que os arranque los cabellos!
Julián y Dick no dudaron de que sería capaz de cumplir su
amenaza y se retiraron con la mayor dignidad de que fueron
capaces.
—Me figuro que el hombre de las serpientes le contarla el
barullo que armó anoche Tim con las boas —dijo Dick—. ¡Uf!
Espero que eso no nos enemiste con todos los feriantes.
Cruzaron el campo. Por el camino vieron a «Míster
Goma». No pudieron evitar quedarse parados para
contemplarlo. Efectivamente, parecía estar hecho de goma…
Era de un color gris especial, el gris de una goma de borrar
corriente.
Con voz furiosa les gritó:
—¡Fuera de aquí! No se permiten niños en nuestro campo.
Julián se enfadó.
—Este campo es tan nuestro como de ustedes —contestó
—. Tenemos un par de carromatos aparcados allá arriba.
—Bueno, éste ha sido siempre nuestro campo —insistió
«Míster Goma»—. Por lo tanto, marchaos a otro camping.
—No tenemos caballos para arrastrar nuestras carretas,
aunque quisiéramos irnos, lo que no pensamos hacer —
continuó Julián, angustiado—. De todos modos, ¿qué tienen
contra nosotros? Quisiéramos ser amigos de ustedes. No
pensamos molestarles para nada ni causarles ningún trastorno.
—No puede mezclarse dos clases de gente —se obstinó el
hombre—. No os queremos aquí… ni que nadie aparque sus
remolques en el mismo sitio que nosotros —y señaló hacia los
tres remolques modernos que había en un rincón del campo—.
Siempre ha sido nuestro campo.
—No discutamos más —propuso Dick, que durante todo
aquel rato había estado mirando al hombre, lleno de curiosidad
—. ¿Es usted realmente tan elástico que puede deslizarse a
través de tubos y cosas por el estilo? Usted…
Pero no consiguió terminar sus preguntas, porque el
hombre de goma se lanzó al suelo, hizo algunas raras
contorsiones, se deslizó por entre las piernas de los
muchachos… y ¡patapán! Ambos se encontraron tumbados en
tierra. El hombre de goma se marchaba tranquilamente, al
parecer muy satisfecho de sí mismo.
—¡Huy! —exclamó Dick, palpándose un chichón que le
salía en la cabeza—. Traté de agarrarle las piernas y, en
verdad, daba la sensación de ser de goma. ¡Qué pena que esta
gente nos sea tan hostil! No es nada agradable tenerlos unidos
en contra de nosotros. Tampoco es justo. Nosotros hemos
tratado de mostrarnos amables con ellos.
—¡Qué le vamos a hacer! Puede que se trate precisamente
de un caso de gente exclusivista —objetó Julián—.
Modernamente hay mucha gente que siente como ellos, cosa
realmente desagradable. Todos somos iguales debajo de
nuestra piel. Siempre nos hemos entendido bien con otros
feriantes.
No se atrevieron a acercarse a los otros carromatos a pesar
de su deseo de ver de cerca a «Alfredo el Tragallamas».
—Su aspecto es exactamente igual a como yo imaginaba a
un tragallamas —comentó Dick—. No me extrañaría que fuese
el jefe de todos estos feriantes… suponiendo que tengan un
jefe.
—Mira… aquí viene —señaló Julián.
Y, en efecto, corriendo como un loco, apareció Alfredo por
detrás de su carromato. Se dirigía directamente hacia los
muchachos y Julián creyó al principio que iba a echarles del
campo. No pensó en escaparse de Alfredo, pero no resultaba
muy agradable quedarse quieto, viendo cómo se les echaba
encima aquel enorme tipazo, de mejillas coloradas como el
fuego y con su gran melena flotando al aire.
Luego comprendieron por qué corría Alfredo. Tras él
apareció su morena mujercita. Le estaba gritando algo en un
idioma extranjero y le perseguía blandiendo una cacerola.
Alfredo frenó junto a los dos muchachos con cara de
asustado. Bajó hacia la barrera, saltó por encima y desapareció
carretera abajo.
La mujer menuda y morena se quedó parada viendo cómo
huía. Una vez que Alfredo volvió la cabeza, le amenazó con la
cazuela.
—Grandote malo —gritaba—. Otra vez quemas desayuno.
Otra vez, otra vez. Yo te pegar con cacerola, grandote malo.
Ven, Alfredo, ven.
Pero Alfredo no pensaba en volver. La mujercita,
enfadada, se volvió hacia los dos muchachos.
—Él quemar desayuno —repitió—. Él no vigilar, él
siempre quemar.
—Parece raro en un tragallamas quemar lo que está
cocinando —observó Julián—. Sin embargo, pensándolo bien,
puede que no lo sea.
—¡Bah! Tragar llamas es fácil —manifestó la apasionada
mujercita de Alfredo—. Cocinar no ser tan fácil. Hacer falta
cerebro y ojos y manos. Pero Fredo no tener cerebro, sus
manos son torpes… Sólo saber tragar fuego… ¿Para qué
servir?
—Bueno… supongo que con ello ganará dinero —contestó
Dick, divertido.
—Él ser mi grandote malo —continuó la menuda mujer.
Dio media vuelta para marcharse, pero giró de nuevo con una
sonrisa repentina—. Pero a veces es bueno —añadió.
Regresó a su carreta. Los chicos se miraron el uno al otro.
—¡Pobre Alfredo! —comentó Dick—. Parece tan fiero
como un león… y verdaderamente es un gigante… pero ha
resultado tan tímido como un ratón. Es chocante cómo escapa
de una mujer tan pequeña.
—¡Toma! No estoy muy seguro de que yo no hiciera lo
mismo, si saltase tras de mí blandiendo esa cacerola tan
amenazadora —objetó Julián—. ¡Ah! ¿Quién es éste?
El hombre de quien Ana había supuesto que era aquel que
sabía desatarse de cualquier ligadura iba acercándose al
portillo. Caminaba rápido y ligero, auténticamente como un
gato. Julián se fijó en sus manos… Eran pequeñas, pero
parecían muy fuertes. Sí… No cabía duda de que, con tales
manos, desharía fácilmente cualquier nudo. Lo contemplaron
llenos de curiosidad.
—¡No se permiten niños aquí! —les dijo el hombre al
llegar.
—Lo sentimos, pero también hacemos camping en un
carromato —replicó Dick—. Dígame… ¿es usted el individuo
que se deshace de sus ligaduras?
—Puede que sí —contestó el hombre continuando su
camino. De pronto se volvió—. ¿Quieres que te ate? —
vociferó—. Conozco muchas ligaduras para ensayar. Procura
no entrometerte o, en verdad, lo haré.
—¡Hay que ver…! ¡Vaya una colección de gente simpática
y amable! —suspiró Julián—. Muy diferentes a las demás
gentes de circo que hemos conocido. Empiezo a creer que no
haremos amistades con la facilidad que me imaginaba.
—Creo que hemos de tener mucho cuidado —opinó Dick
—. Parece que están resentidos, Dios sabe por qué. Las cosas
se van poniendo muy desagradables. No rondemos más por
aquí esta mañana. Mantengámonos apartados de ellos hasta
que se acostumbren a nuestra presencia. Entonces, puede que
se vuelvan algo más amables.
—Bien, vayamos al encuentro de las chicas —propuso
Julián.
Se dirigieron hacia el portillo y caminaron hacia la parada
del autobús. Éste venía traqueteando cuesta arriba en aquel
mismo instante y las chicas descendieron del vehículo,
seguidas de las tres mujeres de los feriantes.
Las muchachas se acercaron a los chicos.
—Hemos hecho la mar de compras —exclamó Ana—.
Nuestras cestas pesan una enormidad. Gracias, Julián, por
llevarme la mía. Dick puede coger la de Jorge. ¿Os habéis
fijado en esas mujeres que fueron con nosotras?
—Sí —contestó Julián—. ¿Por qué?
—Veréis, tratamos de entablar conversación con ellas, pero
se mostraron muy poco amables —continuó Ana—. Nos
sentimos desairadas. Tim gruñó como nunca, desde luego, con
lo que la cosa resultó peor todavía. Creo que no le gustó su
olor. Olían a sucias.
—A nosotros no nos ha ido mejor con el resto de los
feriantes —repuso Julián—. Desde luego, no puedo afirmar
que Dick y yo tuviéramos el menor éxito. Lo único que
quieren de nosotros es que nos vayamos.
—Te traigo un periódico —interrumpió Ana—, y Jorge
encontró en Correos una carta de su madre. Va dirigida a todos
nosotros, por eso no la hemos abierto. La leeremos cuando nos
reunamos en nuestras carretas.
—Espero que sea ya la hora de comer —observó Jorge—.
¿Qué te parece, Tim?
Tim conocía la palabra «comer». Soltó un alegre ladrido y
pegó un brinco. ¿Comer? No podía haber oído nada mejor.
Capítulo 7
Una carta, un paseo y una mala jugada
Jorge abrió la carta de su madre al terminar la comida.
Todos convinieron en que había sido un almuerzo
verdaderamente mágico: dos huevos duros por cabeza, lechuga
fresca, tomates, berros con mostaza y patatas asadas al fuego
con su piel, seguidas por el plato solicitado por Julián: rodajas
de piña en conserva, muy dulces y sabrosas.
—Estupendo —suspiró Julián tumbándose al sol—. Ana,
eres una magnífica ama de casa. Ahora, Jorge, oigamos lo que
tía Fanny dice en su carta.
Jorge desplegó la carta y la alisó.
—Es para todos nosotros —confirmó. Y empezó a leer:

Queridos Jorge, Ana, Julián y Dick: Espero que Jorge


haya llegado sana y salva y que todos hayáis ido a
recibirla. En realidad escribo para recordar a Jorge que
el sábado su abuela cumple años y que ha de escribirle
felicitándola. Me olvidé de advertírselo antes de partir,
por lo que me apresuro a escribir esta carta.
Jorge, tu padre está muy irritado por lo de los dos
científicos desaparecidos. Conoce mucho a Derek Terry-
Kane, con el que colaboró durante un tiempo. Dice que
está absolutamente convencido de que no es un traidor a
su patria. Cree que ha sido secuestrado, lo mismo que
Jeffrey Pottersham… Probablemente llevados en avión a
miles de kilómetros de aquí e internados en un país que
quiere obligarles a revelar sus secretos. Te marchaste
justamente a tiempo, porque esta tarde tu padre no para
quieto un momento, le busca tres pies al gato y da
portazos a todo pasto, el pobre.
Si escribes, por lo que más quieras, no menciones a
los científicos, ya que tengo la esperanza de que no
tardará en recobrar la calma. En verdad está fuera de sí;
continuamente pregunta que adonde va el mundo, cuando
sabe sin lugar a dudas que va adonde los científicos
quieren que vaya.
Que lo paséis bien todos juntos. Y no te olvides de
escribir a tu abuela, Jorge.
Os quiere vuestra madre y tía,
Fanny.

—¡Uf! Me imagino a papá vagando de un lado para otro


como un… como un…
—Como un tragallamas —completó Julián, irónico, al ver
que Jorge no encontraba la palabra—. Algún día conseguirá
que tía Fanny le persiga blandiendo una cacerola. Es un caso
desagradable el de estos científicos, ¿verdad? Al fin y al cabo,
Terry-Kane había planeado salir del país… Ya había reservado
su pasaje en avión y todo lo demás… Por lo que, aunque tu
padre tenga fe en él, el asunto no está nada claro, ¿no os
parece?
—¿No dice nada el diario? —preguntó Dick abriendo sus
páginas—. Sí, aquí pone algo:

Ahora ya no hay duda de que Jeffrey Pottersham se


hallaba a sueldo de una potencia hostil a nosotros y que
planeaba llevarse a Terry-Kane en su fuga. Nada
concreto se sabe de ambos, aunque se han recibido
noticias de haber sido vistos en diversos lugares del
exterior.
—Ya está —interrumpió Julián—. Dos tipos realmente
indeseables. Mirad aquí… sus fotografías.
Los cuatro se inclinaron sobre el periódico para ver mejor
los retratos de los dos hombres.
—¡Caramba! Me parece que cualquiera que viera a Terry-
Kane habría de reconocerlo —opinó Ana—. Estas cejas tan
pobladas y arqueadas y esta frente enorme… Si yo viera a
alguien con unas cejas así, pensaría que son postizas.
—Se las habrá afeitado —advirtió Dick—, con lo que su
aspecto actual será completamente distinto. Con toda
probabilidad, se las habrá pegado debajo de la nariz para que
le sirvan de bigotes.
—No seas tonto —rió Jorge—. El otro individuo no se
diferencia en nada de un hombre corriente, a no ser por su
frente, tan ancha. Es una pena que ninguno de los cuatro
tengamos la frente despejada. Supongo que se deberá a que no
somos muy inteligentes.
—No hay para tanto —protestó Julián—. Muchas veces
hemos tenido que usar nuestros cerebros en nuestras
aventuras… y no hemos quedado tan mal.
—Recojamos las cosas y demos un paseo —propuso Ana
—. Si no lo hacemos, me quedaré dormida. El sol brilla que da
gusto; noto cómo me voy tostando.
—Tienes razón, demos un paseo —aceptó Julián
levantándose—. ¿Qué os parece si fuéramos a ver el castillo?
¿O preferís dejarlo para otro día?
—Dejémoslo —contestó Ana—. No me siento con fuerzas
para escalar aquella cuesta tan empinada. Me parece mejor
hora por la mañana.
Después de recoger y de limpiarlo todo, cerraron con llave
ambos carromatos y se pusieron en camino. Julián miró hacia
atrás. Algunos feriantes tomaban juntos la comida. Miraban a
los niños en silencio. La cosa no era nada agradable.
—No nos tienen simpatía precisamente, ¿verdad? —
suspiró Dick—. Ahora escúchame, Tim… No aceptes nada de
esa gente, ¿entiendes?
—¡Dick! —exclamó Jorge, alarmada—. ¿No pensarás que
traten de hacer algún daño a Tim?
—No, no lo creo en realidad —contestó Dick—. Pero
hemos de tener cuidado. Tal como insinuó el hombre de goma
esta mañana, los de su clase y los de la nuestra piensan de
diferente manera respecto a ciertas cosas. Eso no tiene
remedio. Pero me gustaría que aceptasen nuestra amistad. No
me agrada esta tensión.
—Bueno, sea como sea, mantendré a Tim pegado a mis
pies todo el tiempo —determinó Jorge con toda firmeza—.
Tim, aquí. Escúchame bien: mientras estemos en el
campamento, tú pegadito a mis pies, ¿entendido?
—¡Guau, guau! —contestó Tim. E inmediatamente se
pegó a los pies de Jorge, de manera que ésta tuvo que hacer
esfuerzos para no tropezar con su hocico.
Decidieron tomar el autobús hacia Tinkers’ Green y, desde
allí, caminar hasta el mar. Tendrían tiempo de ir y volver antes
de oscurecer. El autobús esperaba en la esquina y corrieron
para alcanzarlo. Había unos tres kilómetros y medio hasta
Tinkers’ Green, una hermosa aldea con un estanque limpio y
verde en el que nadaban patos blancos.
—¿Tomamos un helado? —sugirió Dick cuando llegaron a
una tienda con señales de vender mantecados.
—No —contestó Julián rotundamente—. Acabamos de
despachar un gran banquete, así que reservaremos los helados
para la hora de merendar. Nunca llegaremos a la orilla del mar
si nos sentamos a tomar helados la mayor parte de la tarde.
Fue un paseo delicioso. Descendieron por caminos
pavimentados con guijarros y, después, a través de brezales
salpicados de prímulas e incluso de campánulas azules muy
tempranas, que entusiasmaron a Ana.
—Allí está el mar. ¡Qué cala tan acogedora! —exclamó
Ana, emocionada—. ¡Y qué azul tan intenso! Parece un campo
de nomeolvides. Podríamos darnos un baño, ¿no creéis?
—No te lo aconsejo —la frenó Julián—. El agua ha de
estar helada. ¡Hala!, bajemos al muelle a echar un vistazo a las
barcas de pesca.
Bajaron al muelle de piedra, calentado por el sol, y
entablaron conversación con los pescadores que allí estaban.
Algunos de ellos se ocupaban en remendar redes y se
mostraron dispuestos a charlar.
—Qué agradable resulta la amabilidad de estos hombres,
en comparación con la antipatía y rudeza de los feriantes —
dijo Dick a Julián, quien se sentía igualmente contento.
Un pescador les dejó subir a su barca y les explicó la mar
de cosas que ya conocían y otras que ignoraban. Era estupendo
estar allí sentados, escuchando su conversación franca y
contemplando sus azules y profundos ojos. Tenía la piel tan
tostada como una bellota.
—¿Habría posibilidad de alquilar una barca? —preguntó
Julián—. ¿No habrá alguna que pudiéramos gobernar nosotros
mismos? Tenemos bastante práctica en navegar a vela.
—El viejo José tiene una barca que podría alquilaros si lo
deseáis —les informó el hombre con el que conversaron—. La
alquiló el otro día y supongo que también os la alquilará si
verdaderamente sabéis navegar.
—Gracias. Se lo preguntaremos si decidimos dar un paseo
por mar —prometió Julián mientras miraba su reloj—. Es hora
de ir a algún lado a merendar. Hemos de estar de regreso antes
de anochecer. Acampamos cerca de Faynights Castle.
—¿Ah, sí? —contestó el pescador—. Allí deben de
acampar también los feriantes, ¿verdad? Hace quince días
estuvieron aquí. Hay que ver, ese tragallamas es un verdadero
portento, ya lo creo. Y aquel hombre de las ligaduras… pues,
os contaré: lo até con la cuerda de mi red… podéis verla, más
fuerte que cualquier otra. Lo até con todos los nudos que sé
hacer… y en menos de un minuto se levantó… libre y con los
nudos deshechos.
—Sí, así es —continuó el viejo llamado José, que se había
unido a ellos—. Es una maravilla ese hombre. Lo mismo que
el hombre de goma. Pidió un tubo estrecho como éste, ¿lo
veis?, y se deslizó a través de él, resbaladizo como una
anguila. Causaba espanto ver cómo salía por el otro extremo.
—Iremos a verles trabajar cuando empiecen su espectáculo
—aseguró Julián—. De momento, no son muy amables con
nosotros. No les gusta que acampemos junto a ellos.
—Les gusta estar ellos solos —continuó José—. Tuvieron
bastante lío en el lugar donde actuaron antes de aquí…
Alguien les denunció a la policía y ahora recelan de todo el
mundo.
—Buenos, hemos de irnos —insistió Julián.
Se despidieron de los amables pescadores y se fueron.
Merendaron en un pequeño café y luego continuaron hacia
casa.
—¿Alguno de vosotros desea tomar el autobús? —
preguntó Julián—. Nos sobra tiempo para llegar andando antes
de oscurecer… pero si las chicas están cansadas, tomaremos el
autobús desde Tinkers’ Green.
—Claro que no estamos cansadas —se indignó Jorge—.
¿Me has oído jamás decir que estoy cansada, Julián?
—Está bien, está bien. Solamente lo pregunté por cortesía
—se excusó Julián—. Adelante…, pongámonos en marcha.
El camino era más largo de lo que habían pensado.
Oscurecía ya cuando llegaron al portillo que cerraba el
campamento. Treparon por encima de él y caminaron
lentamente hacia su rincón.
Repentinamente se quedaron parados, atónitos. Echaron
una mirada alrededor, sin acabar de comprender.
Sus dos carromatos habían desaparecido. Veían el lugar en
donde habían estado y donde encendieron la hoguera. Pero los
carromatos no estaban allí.
—¡Bueno! —exclamó Julián, asombrado—. ¡Esto es el
colmo! No veo señal ninguna de nuestras carretas por ninguna
parte.
—Sí… pero…, ¿cómo es posible? —balbuceó Ana,
extrañada—. Si no teníamos caballos para arrastrarlas. No es
posible que se fueran por sí solas.
Silencio absoluto. Los cuatro no salían de su asombro.
¿Cómo podían volatilizarse dos carretas sólidas y pesadas?
—Mirad… allí hay huellas de ruedas en la hierba —señaló
Dick de pronto—. Ved, nuestras carretas pasaron por aquí.
Sigamos las huellas. Bajan por la ladera, mirad.
Con el mayor asombro, los cuatro niños y Tim siguieron
las huellas de las ruedas. Julián volvió una vez la cabeza,
presintiendo que los vigilaban. Pero no se veía a ninguno de
los titiriteros. «Puede que nos vigilen escondidos tras las
cortinas de sus carromatos», pensó, molesto.
Las huellas de las ruedas se dirigían campo abajo y
llegaban al portillo. Ahora estaba cerrado, pero debió abrirse
para dejar paso a los carromatos, puesto que las huellas
continuaban en la hierba por el otro lado y se perdían en la
carretera.
—¿Qué hacemos? —preguntó Ana, asustada—. Han
desaparecido. No tenemos donde dormir. ¡Oh, Julián! ¿Qué
haremos ahora?
Capítulo 8
¿Donde están los carromatos?
Por una vez, Julián se quedó sin saber qué decir. Según
todas las apariencias, alguien había robado ambos
carromatos… se los había llevado a alguna parte.
—Creo que deberíamos dar parte a la policía —logró decir
al fin—. Recuperará los carromatos y detendrá a los ladrones.
Pero esto no nos solucionará la noche. Hemos de buscar un
lugar donde dormir.
—Yo opino que debiéramos tratar de sonsacar algo a
cualquiera de los feriantes —propuso Dick—. Aunque no
tengan nada que ver con lo ocurrido, tienen que haber visto
cómo se los llevaban.
—Sí, me parece que tienes razón —asintió Julián—.
Tienen que saber algo de lo que ha pasado. Jorge, quédate aquí
con Ana, por si acaso esos saltimbanquis se vuelven groseros.
Nos llevamos a Tim… Podría sernos útil.
Jorge no deseaba permanecer aparte, pero comprendió que
Ana lo necesitaba. Por eso se quedó con ella, siguiendo con la
vista a los dos muchachos, que volvían a subir la cuesta
acompañados por Tim.
—No nos acerquemos al hombre de las serpientes —
previno Dick—. Podría estar jugando con ellas en su
carromato.
—No sé a qué se puede jugar con serpientes —reflexionó
Julián—. ¿O acaso piensas en el juego de las serpientes y las
escaleras?
—Pues es un juego bastante divertido —contestó Dick sin
inmutarse—. Mira, aquí hay alguien junto a una hoguera…
Supongo que se trata de Bufflo. No, es Alfredo. Bueno,
sabemos que no es tan fiero como aparenta… interroguémosle
sobre los carromatos.
Se acercaron al gran tragallamas, que fumaba sentado
frente a la hoguera.
El tragallamas no los oyó aproximarse y se estremeció
cuando Julián le habló.
—Señor Alfredo —comenzó Julián—, ¿podría decirnos
adonde han ido a parar nuestros carromatos? Los encontramos
a faltar al regresar de nuestro paseo hace un instante.
—Preguntad a Bufflo —contestó Alfredo ásperamente, sin
mirarlos.
—Pero ¿usted no sabe nada de lo ocurrido? —insistió
Julián.
—Preguntad a Bufflo —repitió Alfredo soltando
bocanadas de humo.
Julián y Dick se volvieron disgustados y se dirigieron
hacia la carreta de Bufflo. Estaba cerrada. Llamaron a la puerta
y apareció Bufflo, con su melena rubia brillando a la luz de la
lámpara.
—Señor Bufflo —empezó de nuevo Julián amablemente
—, el señor Alfredo nos indicó que le preguntáramos a usted
por nuestros carromatos. Han desaparecido y…
—Preguntad al hombre de goma —atajó Bufflo, y cerró la
puerta de golpe.
Julián se enfadó y volvió a llamar.
Se abrió la ventana y Skippy, la menuda mujer de Bufflo,
se asomó.
—Id a preguntar a «Míster Goma» —les dijo, y cerró la
ventana, haciendo una mueca que les pareció burlona.
—¿Nos estarán tomando el pelo? —exclamó Dick, a punto
de reventar.
—Eso parece —confirmó Julián—. Bien, lo intentaremos
con el hombre de goma. Vamos. Será el último con quien
probemos suerte.
Se acercaron a la carreta del hombre de goma y llamaron
suavemente a su puerta.
—¿Quién hay? —preguntó el hombre de goma.
—Salga, por favor; queremos preguntarle algo —contestó
Julián.
—¿Quién hay? —repitió el hombre de goma.
—Sabe muy bien quiénes somos —contestó Julián
levantando la voz—. Nuestras carretas han sido robadas y
queremos saber quién nos las ha quitado. Si usted no puede
ayudarnos, vamos a telefonear a la policía.
La puerta se abrió y el hombre de goma se plantó en el
último peldaño, mirando a Julián desde arriba.
—Nadie las ha robado —aseguró—. Nadie en absoluto.
Preguntad al hombre de las serpientes.
—Si usted se figura que vamos a ir preguntando a cada
uno en particular en el campamento, se equivoca —afirmó
Julián, enfadado—. No tengo ningún deseo de denunciarles a
la policía… Queríamos ser amigos de ustedes, los feriantes, no
enemigos. Todo esto es muy desagradable. Si los carromatos
han sido robados, no tenemos más remedio que dar parte a la
policía… Y me imagino que no desearán ustedes tenérselas
que ver de nuevo con ella. Sabemos que les molestaron hace
pocas semanas.
—Sabéis demasiado —contestó el hombre de goma con
voz muy insolente—. Vuestros carromatos no han sido
robados. Voy a enseñaros dónde están.
Bajó rápidamente los peldaños de su carromato y echó a
andar delante de los muchachos en la oscuridad. Atravesó la
ladera de hierba hacia el lugar en que habían estado las
carretas de los niños.
—¿Adonde nos lleva usted? —gritó Julián—. Sabemos
perfectamente que las carretas no están ahí. Por favor, no nos
tome el pelo, que ya estamos hartos.
El hombre no contestó y siguió andando. Los chicos y Tim
no pudieron hacer otra cosa que seguirle. Tim no se sentía
feliz. Todo el tiempo gruñía por lo bajo, haciendo un ruido
como de un trueno lejano. El hombre de goma no dio muestras
de enterarse.
Julián pensó si su falta de temor a los perros no se debería
a que pensaba que éstos no son capaces de morder la goma.
El hombre los condujo hasta el seto que limitaba un lado
del campo, detrás del lugar en que habían estado los
carromatos.
Julián empezaba a perder la paciencia. Sabía
perfectamente que los carromatos habían sido llevados al
portillo del campo y de allí a la carretera. Entonces, ¿por qué
este individuo les conducía en dirección contraria?
El hombre de goma se abrió camino a través del seto y los
muchachos le siguieron… Y allí, justamente al otro lado, dos
sombras grandes y oscuras se destacaban en la penumbra…
¡Los carromatos!
—Bueno —exclamó Julián, sorprendido—. ¿Qué se
proponían con traer los carromatos a este lugar, al campo
vecino?
—Nuestra clase y vuestra clase no deben mezclarse —
contestó el hombre—. No nos gustan los niños entrometidos.
Hace tres semanas había entre nosotros un hombre con
canarios, con más de cien pájaros adiestrados para un
espectáculo… y unos chicos abrieron una noche todas las
jaulas y los dejaron escapar.
—¡Caramba! —exclamó Julián—. Morirán, desde luego,
en libertad… No saben buscarse la comida. Fue una mala
jugada. Pero nosotros no hacemos cosas así.
—No queremos niños entre nosotros —continuó el hombre
de goma—. Por eso hemos enganchado caballos a vuestros
carromatos, los condujimos al portillo y de allí al campo
vecino… y aquí están. Creímos que volveríais de día y los
veríais.
—Bien, es agradable descubrir que usted sabe mostrarse
hablador, así de sopetón —comentó Julián—. No gruñas más,
Tim. Todo está en orden. Hemos encontrado nuestros
carromatos.
El hombre de goma desapareció sin añadir palabra. Oyeron
cómo se metía por el seto. Julián sacó la llave de su carreta,
subió los peldaños y abrió la puerta. Tanteó alrededor y halló
su linterna. La encendió y dirigió el haz hacia todos los
rincones. Nada había sido tocado.
—Bien, así está la cosa —meditó—. Justamente una
pequeña venganza de los feriantes, supongo… castigándonos
por lo que aquellos gamberros hicieron con los canarios.
Desde luego, fue algo vergonzoso eso de abrir las jaulas… La
mitad de esas pobres aves habrán muerto. No me gustan los
pájaros enjaulados… pero como los canarios son incapaces de
vivir en este país fuera de sus jaulas, es cruel darles la libertad.
Es igual a condenarlos a muerte.
—Pienso lo mismo que tú —se adhirió Dick.
Caminaron ladera abajo en busca del hueco en el seto por
el que pasaron los carromatos.
Jorge y Ana se sentirían aliviadas al saber que los habían
encontrado.
Julián emitió un silbido y Jorge contestó con otro.
—Seguimos aquí, Julián. ¿Qué ocurrió?
—Hemos recuperado las carretas —les hizo saber Julián
alegremente—. Están en este campo.
Las chicas se reunieron con ellos y quedaron sorprendidas
ante lo que Julián les explicaba.
—Resulta que los feriantes tienen antipatía a los niños —
explicó—. Al parecer, había entre ellos un adiestrador de
canarios, cuyo espectáculo consistía en canarios cantores… y
unos niños los soltaron a todos durante una noche… por lo que
la mitad se murió. Y ahora los feriantes no quieren tener de
ninguna manera a chiquillos cerca de ellos.
—Supongo que el hombre de las serpientes teme que
soltemos a sus animalitos —cloqueó Dick—. Bueno, a Dios
gracias, hemos encontrado las carretas. Ya me temía que
tuviéramos que dormir esta noche en un pajar.
—No me habría importado —intervino Jorge—. Me
gustan los pajares.
—Encenderemos fuego para cocinar alguna cosa —
propuso Julián—. Me siento hambriento después de tanto lío.
—Yo no —se quejó Ana—. Me duele que los feriantes no
sean amables. Son malos. No nos lo merecemos.
—Sí…, pero ellos mismos son casi como chiquillos —
replicó Julián—. Si alguien les juega una mala pasada, ellos se
vuelven huraños y, a la primera ocasión, devuelven el golpe…
Además, alguien azuzó a la policía contra ellos. Era lo que
faltaba, no lo olvidéis… Por todo lo cual ahora son
hipersensibles, me figuro.
—Bueno, es una pena —opinó Jorge, mientras
contemplaba como Dick encendía hábilmente una hoguera—.
¡Yo que esperaba pasarlo tan bien con ellos! ¿Creéis que el
dueño de este campo consentirá en tenernos aquí?
—Es verdad… no se me había ocurrido —exclamó Julián
—. Este lugar no estará dedicado a camping seguramente.
¡Ojalá no se presente mañana un campesino malhumorado y
nos eche de su campo!
—Además, ahora estamos demasiado lejos del río —
observó Ana—. Nos han dejado en el extremo opuesto del
campo… y el agua nos es imprescindible.
—Esta noche habremos de pasarnos sin ella —sentenció
Dick con energía—. No pienso exponerme a que Bufflo me
arranque los cabellos, o a que el hombre de las ligaduras me
ate las piernas, o a que me persiga una serpiente. Apuesto a
que estos feriantes nos acechan a ver si vamos a buscar agua.
¡Qué asco! No me gusta nada todo esto.
La cena transcurrió solemne. Las cosas tomaban un cariz
complicado. No podían denunciar a la policía una cosa tan
estúpida…, ni tenían ganas de hacerlo. Pero si el amo del
campo los echaba de allí, ¿cómo iban a regresar a su primitivo
emplazamiento? Ninguno deseaba vivir en un campo rodeado
de enemigos.
—Consultaremos con la almohada —aconsejó Julián por
último—. No os preocupéis, muchachos. Encontraremos un
camino para salir del atolladero. Tenemos bastante experiencia
en vencer dificultades. ¡Quién dijo miedo!
—¡Guau! —asintió Tim de corazón.
Jorge lo acarició.
—Ésa es una de tus máximas, ¿verdad, Tim? —le dijo.
—Y otra máxima suya es: «Deja tranquilo al perro
dormido» —intervino Dick riendo a gusto—. Le molesta ser
despertado cuando sueña algo estupendo, como millones de
conejos para cazar.
—Bueno, hablando de sueño, ¿qué os parece si nos
retiramos a nuestras literas? —propuso Julián bostezando—.
Hemos dado un paseo bien largo hoy y estamos cansados. Voy
a tumbarme en mi litera a leer un rato.
Todos pensaron que era buena idea. Recogieron los
utensilios de la cena y las chicas dieron las buenas noches a
los muchachos.
Acompañadas de Tim, entraron en su carromato.
—Espero que estas vacaciones no resulten un fracaso —
murmuró Ana al meterse entre las sábanas. Jorge soltó un
resoplido.
—¡Un fracaso! Espera y verás. Tengo el presentimiento de
que resultarán «súper».
Capítulo 9
Una gran sorpresa
No parecía, a la mañana siguiente, que el presentimiento
de Jorge de que las vacaciones acabarían siendo «super» fuera
a verificarse. Antes de que los chicos hubieran despertado,
sonó una fuerte llamada a la puerta de su carromato.
Y, a continuación, una cara colorada apareció en la
ventana, dando un susto considerable a Julián.
—¿Quién os dio permiso para acampar aquí? —preguntó
la cara, hosca como una tormenta.
Julián se dirigió a la puerta en pijama.
—¿Es usted el dueño de este campo? —preguntó con toda
corrección—. Verá usted, acampábamos en el campo de al
lado, cuando…
—Aquél está dispuesto para acampar y para estacionar
caravanas —sentenció el hombre, que vestía como un
campesino—. Éste no lo está.
—Como le decía, acampábamos en el campo de al lado —
repitió Julián—, y, por alguna razón, los feriantes nos han
cogido antipatía… Mientras estábamos fuera, ellos trajeron
nuestras carretas aquí. Como no disponemos de caballos para
marcharnos, no pudimos hacer otra cosa que quedarnos.
—Bien, pero no podéis quedaros —respondió el
campesino—. No alquilo mi campo. Lo necesito para mis
vacas. Tendréis que marcharos hoy mismo. En caso contrario,
llevaré vuestras carretas a la carretera.
—Sí, pero comprenda usted… —empezó Julián, pero se
calló en seguida. El campesino se alejaba ya. Era un tipo
característico, con pantalones de montar y chaqueta raída. Las
chicas abrieron su ventana y llamaron a Julián.
—Hemos oído lo que ha dicho. ¡Vaya fastidio! Y ahora,
¿qué vamos a hacer?
—Vamos a levantarnos y a desayunarnos —contestó Julián
—. Y después iré a dar otra oportunidad a los feriantes…
tendrán que prestarnos dos caballos… los que ayer sirvieron
para trasladar nuestros carromatos… y nos volverán a llevar a
nuestro emplazamiento legítimo. Si se niegan, me temo que
tendré que dar parte a la policía.
—¡Dios mío! —exclamó Ana—. Cómo me molestan estas
cosas. Lo pasábamos tan bien antes de venir los feriantes. Y
ahora me parece imposible alcanzar jamás su amistad.
—Así es —confirmó Julián—. Aunque no estoy muy
seguro de que aún desee su amistad. Prefiero dar por
terminadas estas vacaciones y regresar a casa antes que tener
que pelearme continuamente. Dick y yo iremos a discutir con
los saltimbanquis después del desayuno.
El almuerzo transcurrió con una solemnidad parecida a la
de la cena. Julián permaneció callado. Pensaba en lo que había
de decir a la gentuza del campo vecino.
—Tenéis que llevaros a Tim con vosotros —observó Jorge
expresando el pensamiento de todos.
Julián y Dick, acompañados de Tim, se pusieron en
camino pasadas las ocho y media. Todos los feriantes estaban
levantados y en plena actividad. El humo de sus hogueras se
elevaba por el aire de la mañana.
Julián se propuso discutir con el tragallamas, por lo que los
dos muchachos se dirigieron a su carreta.
Los otros feriantes fueron levantando la cabeza y, uno tras
otro, abandonaron sus carromatos o sus hogueras y rodearon a
los muchachos. Tim rechinó los dientes y gruñó.
—Señor Alfredo —empezó Julián—, el dueño del campo
vecino nos echa. Hemos de volver aquí. Necesitamos que nos
preste dos caballos para arrastrar nuestras carretas.
Una sonora carcajada estalló entre la gente que escuchaba.
El señor Alfredo contestó correctamente, con amplia sonrisa.
—Es una pena, pero no alquilamos nuestros caballos.
—No pretendo alquilarlos —contestó Julián pacientemente
—. Es deber de ustedes prestárnoslos para volver nuestros
carromatos a su sitio. Si no lo hacen… Bien, habré de pedir
ayuda a la policía. Estos carromatos no nos pertenecen.
Se oyó un murmullo de la gente que escuchaba. Tim
gruñía cada vez con más fuerza. Uno o dos de los feriantes
retrocedieron al oírlo.
¡Crac! Julián se volvió rápidamente. Los feriantes se
apartaron y los dos muchachos se encontraron frente a Bufflo,
quien, haciendo una mueca desagradable, blandía el látigo en
su mano.
¡Crac! Julián pegó un brinco, porque un mechón de
cabellos fue arrancado bruscamente de su cabellera… El
extremo del látigo se lo había arrebatado.
La multitud rió estrepitosamente. Tim les mostró sus
blancos dientes y gruñó. Dick agarró el collar del perro.
—Vuelva a hacerlo y no seré capaz de sujetar al perro —
advirtió gritando.
Julián se mantuvo inmóvil, sin saber qué hacer. No podía
quedarse esperando otro latigazo, acompañado de los gritos y
burlas del público. Estaba tan furioso que no le salían las
palabras.
Y entonces ocurrió algo inesperado. Algo tan sorprendente
que nadie se sintió capaz de intervenir, dejando que los
acontecimientos se sucedieran libremente.
Una figura infantil se acercó corriendo por el prado…
alguien muy parecido a Jorge, con cabello corto y rizado y la
cara muy pecosa… Alguien que vestía, sin embargo, una falda
corta en lugar de shorts, como Jorge.
Venía corriendo y gritando con todas sus fuerzas:
—¡Dick! ¡Dick! ¡Eh, Dick!
Dick se volvió y quedó boquiabierto.
—¿Es posible?… ¡Pero si es Jo! ¡Jo! La gitanilla que una
vez intervino en una aventura nuestra.
No había duda, era Jo. Llegaba alborozada, con la cara
expresando la mayor alegría. Se abalanzó sobre Dick, Siempre
lo había preferido a los otros.
—¡Dick! No sabía que estabas aquí. ¡Julián! ¿También
están las niñas? Tim, querido y viejo Tim. Dick, ¿acampáis
aquí? ¡Oh, es demasiado bonito para ser verdad!
Jo parecía estar a punto de abalanzarse otra vez sobre
Dick, quien la apartó de sí.
—Jo, ¿de dónde demonios sales?
—Verás —contestó atropelladamente Jo—. Tengo
vacaciones como vosotros… y pensé visitaros en «Villa
Kirrin». Lo hice, pero vosotros habíais volado. Esto fue ayer.
—Sigue —la animó Dick, cuando Jo se calló porque había
perdido la respiración.
—Bien, no tuve ganas de volverme a casa tan pronto —
prosiguió Jo—. Y se me ocurrió hacer una visita a mi tío… Es
el hermano de mi madre… Sabía que acampaba aquí, así que
me vine anda que te andarás hasta llegar a última hora de la
noche.
—Comprendo —replicó Julián—. ¿Y puede saberse quién
es tu tío?
—Pues «Alfredo el Tragallamas» —fue la extrañada
contestación de Jo—. ¿No lo sabíais? ¡Oh, Dick! ¡Julián!
¿Puedo quedarme aquí con vosotros? Decid que sí, por favor,
decid que sí. ¿No me habréis olvidado, verdad que no?
—Claro que no —se apresuró a negar Dick, pensando que
nadie sería capaz de olvidar a esta gitanilla salvaje, de maneras
poco finas y de afectos desbordantes.
Fue entonces cuando Jo se dio cuenta de que algo extraño
sucedía. ¿Qué significaba toda aquella multitud que rodeaba a
Julián y Dick?
Miró alrededor e inmediatamente notó que los feriantes se
mostraban hostiles a los dos muchachos…, aunque la
expresión general de sus caras era ahora de sorpresa. ¿Cómo
es que Jo conocía a estos chicos? Aquello les extrañaba. ¿Por
qué se comportaba Jo tan cariñosamente con ellos? Estaban
intrigados y confusos.
—Tío Alfredo, ¿dónde estás? —preguntó Jo mirando por
todas partes—. ¡Ah!, aquí estás. Tío, éstos son mis mejores
amigos… lo mismo que las chicas, donde sea que estén. Te
contaré todo lo que sé de ellos y de lo buenos que fueron
conmigo. Os lo contaré a todos.
—Bien —intervino Julián, sintiéndose embarazado por lo
que Jo pudiera revelar—, bien, cuéntales, Jo. Mientras tanto,
iré a llevar la buena nueva a Jorge y a Ana. Se quedarán
boquiabiertas al saber que estás aquí… y que Alfredo es tu tío.
Los dos muchachos dieron media vuelta para marcharse.
El grupo se apartó para dejarles paso. Luego volvió a cerrarse
alrededor de la excitada Jo, cuya voz pudieron oír los chicos
mientras cruzaban el campo.
—Bueno, bueno —comentó Dick mientras atravesaban el
seto—. ¡Qué cosa más sorprendente! No podía creer a mis ojos
cuando apareció la pequeña Jo. ¿Y tú? Espero que a Jorge no
le moleste. Solía sentir celos de Jo y de sus habilidades.
Las dos muchachas se asombraron al escuchar la noticia
que les traían los chicos, aunque Jorge no se alegró demasiado.
Prefería a Jo distante mejor que cerca de ella. Quería y
admiraba a Jo, pero casi contra su voluntad. Jo se parecía
demasiado a la propia Jorge para que ésta le entregara toda su
amistad.
—¡Qué suerte que Jo esté aquí! —exclamó Ana—.
Julián… fue un prodigio que Jo llegase en el instante en que lo
hizo. No me gusta nada la mala jugada de Bufflo, arrancándote
los pelos con su látigo.
—Sólo fueron cuatro pelos —concedió Julián—. Pero
¡menudo susto me dio! Y creo que los feriantes también se
llevaron un buen susto cuando Jo llegó como un vendaval,
gritando con toda su fuerza y abalanzándose sobre el pobre
Dick. Casi lo tira.
—No es mala —la defendió Dick—, pero nunca se para a
pensar. Me temo que las personas con quienes vive no sepan
adonde ha ido. No me sorprendería que hubiese desaparecido
sin decir palabra.
—Lo mismo que los dos científicos —completó Julián
riendo—. ¡Caramba! No logro sobreponerme. Jo es la última
persona que esperaba encontrar aquí.
—Bueno, no es tan extraño, si reflexionamos un poco —
dijo Ana—. Su padre es gitano, ¿verdad?… y su madre
actuaba en un circo, nos lo contó ella misma. Amaestraba
perros, ¿no lo recordáis? Es, pues, natural que Jo esté
relacionada con saltimbanquis y titiriteros. Resulta chocante
tener a un tragallamas por tío.
—Sí… me había olvidado de que la madre de Jo actuaba
en un circo —concedió Julián—. Supongo que tendrá
amistades raras por todo el país. ¿Qué diablos les estará
contando de nosotros a los feriantes?
—En todo caso, seguro que está cantando las alabanzas de
Dick —comentó Jorge—. Siempre ha sido su preferido. Puede
que los feriantes nos demuestren menos antipatía cuando se
enteren de cómo nos quiere Jo.
—Bueno, estarnos en una estacada —dijo Dick—. No
podemos quedarnos en este campo o el dueño volverá a
molestarnos… No veo que los feriantes nos dejen sus
caballos… y sin caballos no podemos salir de aquí.
—Podemos pedir al campesino que nos deje los suyos —
sugirió Ana.
—Tendríamos que pagarle, encima, y no veo por qué
habríamos de hacerlo —protestó Julián—. Al fin y al cabo, no
es culpa nuestra que los carromatos se encuentren aquí.
—Pienso que éste es un lugar horrible e inhóspito —
manifestó Ana—. Yo no deseo quedarme aquí ni un día más.
No disfruto lo más mínimo.
—¡Arriba los ánimos! —exclamó Dick—. ¡Nunca te des
por vencido!
—¡Guau! —aprobó Tim.
—Mirad… alguien está pasando por aquel hueco en el
seto, junto a la carretera —advirtió Jorge—. ¡Es Jo!
—Sí… ¡Hurra! Trae un par de caballos —gritó Dick—.
¡Viva la pequeña Jo! Ha conseguido los caballos de Alfredo.
Capítulo 10
De nuevo con los feriantes
Los cuatro, seguidos de Tim, corrieron al encuentro de Jo.
Ésta abrazó a cada una de las niñas.
—¡Hola, Ana! ¡Hola, Jorge! Estoy contenta de volveros a
ver. Es una sorpresa a medias.
—Jo, ¿cómo conseguiste estos caballos? —preguntó Dick,
cogiendo a uno por la brida.
—Muy fácil —rió Jo—. No hice más que contarle todo los
que sabía de vosotros al tío Fredo… lo estupendos que sois…
todo lo que hicisteis por mí… ¡Y cómo me enfadé al
enterarme de que os habían echado del campamento! Entonces
tuvieron que oírme. Les solté todo lo que pensaba de ellos, por
tratar a mis mejores amigos de tal manera.
—¿Lo hiciste verdaderamente? —dudó Jorge.
—¿Es que no me oísteis? —preguntó Jo—. Le grité con
todas mis fuerzas al tío Fredo, y después su mujer, mi tía
Anita, también le gritó… y luego las dos les gritamos a todos
los demás.
—Debió de ser un concurso de gritos —comentó Julián—.
Y el resultado es que te has salido con la tuya y has
conseguido los caballos para volver al campamento con
nuestros carromatos, ¿verdad, Jo?
—Bien, cuando tía Anita me contó cómo llevaron vuestros
carromatos al campo vecino y los abandonaron allí, y que no
os querían prestar los caballos para volverlos a traer, les dije a
todos unas cuantas cosas —prosiguió Jo—. Les dije… no, será
mejor que no os lo cuente. No era muy fino lo que dije.
—Apuesto a que no lo era —aprobó Dick, el cual ya había
tenido experiencias, el año anterior, con la suelta lengua de Jo.
—Y cuando les conté cómo mi padre fue llevado a la
cárcel y cómo vosotros me proporcionasteis un hogar, con
alguien que cuidase de mí, sintieron haberos tratado tan mal —
continuó Jo—. Y así le dije al tío Fredo que me llevaba los
caballos para devolver vuestros carromatos al campamento.
—Comprendo —repuso Julián—. ¿Y los demás feriantes
lo consintieron?
—Claro que sí —confirmó Jo—. De manera que
enganchémoslos y volvamos al campamento. ¿No será ese que
se acerca el dueño del campo?
Lo era y venía con cara de pocos amigos. Julián se
apresuró a enganchar uno de los caballos al carromato de las
chicas y Dick hizo lo mismo con la otra carreta. El campesino
se los quedó mirando.
—¿De manera que decidisteis, al fin, conseguir caballos?
—observó—. Ya me figuré que lo haríais. No sé para qué me
contasteis el cuento de haber encallado aquí y no poder salir.
—¡Grrr! —gruñó Tim, el único que se dignó contestar.
—¡Arre, anda! —gritó Jo, llevando las riendas del caballo
que arrastraba el carromato de las chicas—. Adelante, arre, de
prisa.
El caballo arrancó y Jo lo condujo tan cerca del campesino
que éste tuvo que apartarse de un salto. Gruñó algo contra Jo.
Tim, apareciendo por el otro lado de la carreta, le contestó con
un gruñido más fuerte. El campesino se apartó aún más y se
quedó contemplando como los dos vehículos bajaban la ladera,
cruzaban el amplio hueco en el seto y seguían por la carretera.
Llegaron al portillo y Ana lo abrió. Los caballos entraron
resoplando, porque ahora iban cuesta arriba y los carromatos
pesaban lo suyo.
Finalmente, llegaron al rincón donde se habían instalado
antes.
Julián maniobró para dejarlos en la posición primitiva.
Desenganchó los caballos y entregó las riendas de uno de
ellos a Dick.
—Vamos a devolverlos nosotros mismos —ordenó.
Los dos muchachos condujeron los caballos al lugar en que
se encontraba Alfredo. Estaba ocupado en tender la ropa
lavada en una cuerda. No parecía un trabajo muy digno para
un tragallamas, pero aquello no parecía importarle a Alfredo.
—Señor Alfredo, gracias por habernos prestado los
caballos —dijo Julián con voz amable—. ¿Los atamos a algún
sitio o los dejamos sueltos?
Alfredo se volvió y se sacó unas pinzas, para la ropa, de la
boca. Aparentaba sentirse algo avergonzado.
—Soltadlos —contestó. Titubeó antes de poner la pinza en
la cuerda—. No sabíamos que erais amigos de mi sobrina —
añadió—. Nos contó todo lo vuestro. Teníais que habernos
dicho que la conocíais.
—¿Y cómo iban a hacerlo si no sabían que era tu sobrina?
—intervino la mujer de Alfredo desde la puerta de su
carromato—. Fredo, no tienes cerebro, ni pizca de cerebro.
¡Ay! Has dejado caer al suelo mi mejor blusa.
Se le acercó corriendo y Alfredo puso cara de asustado.
Afortunadamente, esta vez no llevaba ningún cacharro en la
mano. Se volvió hacia los muchachos, que la contemplaban
divertidos.
—Alfredo siente haber trasladado vuestros carromatos —
dijo—. ¿No es verdad, Fredo?
—Bueno, tú fuiste quien… —empezó Alfredo con una
mirada de asombro. Pero no le dejaron terminar. Su morena
mujercita le dio un fuerte codazo y volvió a hablar ella,
atropellándose con las palabras.
—No hagáis caso a este mal hombrón. No tiene cerebro.
Sólo sabe tragar llamas, bien poca cosa. Pero Jo sí tiene
cerebro. Es una niña salvaje, lo comprendo, pero tiene cabeza.
Bien, ¿no estáis contentos de volver a ocupar vuestro rincón?
—Nos sentiríamos mucho más satisfechos si ustedes se
hubieran comportado amablemente con nosotros —contestó
Julián—. Creo que ya no nos quedan ganas de permanecer
mucho tiempo aquí. Probablemente nos marcharemos mañana.
—¿Lo ves, Fredo? Mira lo que has hecho. Has echado a
estos simpáticos muchachos —gritó la mujer de Alfredo—.
Son educados estos chicos, algo de lo que tú no tienes idea,
Fredo. Deberías aprender de ellos, Fredo, deberías…
Fredo extrajo algunas pinzas de su boca con intención de
dar una contestación indignada, pero su mujer dejó escapar un
chillido y corrió hacia su carromato dando gritos y
gesticulando.
—¡Algo se quema! ¡Algo se quema!
Alfredo soltó una carcajada, tan fuerte que sorprendió a los
muchachos.
—¡Ja! Hoy cuece pan y quema la tarta. No tiene cerebro
esta mujer. Ni pizca de cerebro.
Julián y Dick giraron sobre sus talones para irse. Alfredo
les habló en voz baja:
—Ahora podéis quedaros aquí en este campo. Sois amigos
de Jo. Esto es suficiente para nosotros.
—Puede que lo sea —contestó Julián—. Pero no nos basta
a nosotros. Lo siento. Nos iremos mañana.
Los muchachos regresaron a su rincón. Jo estaba sentada
en la hierba con Jorge y Ana, contándoles apasionadamente
cosas de su vida en el hogar de una familia muy simpática.
—Pero no me dejan llevar shorts o comportarme como un
chico —terminó, compungida—. Por eso ahora llevo falda.
¿Podrías prestarme algún short, Jorge?
—No, no puedo —contestó Jorge con firmeza. Jo ya se le
parecía bastante tal como era, sin necesidad de llevar shorts—.
Bien, pareces haber comenzado una nueva vida, Jo. ¿Sabes
leer y escribir ahora?
—Bastante —confirmó Jo, volviendo la vista a otra parte.
El estudio se le hacía muy difícil, ya que anteriormente,
cuando vivía con su padre, no había ido nunca a la escuela.
Volvió a mirarles con ojos brillantes—. ¿Puedo quedarme con
vosotros? —preguntó—. Mi madre adoptiva me dejaría, estoy
segura, si supiera que estoy en vuestra compañía.
—¿No le dijiste que venías aquí? —intervino Dick—. Eso
no está bien, Jo.
—No se me ocurrió —contestó Jo—. Envíale una postal
por mí, Dick.
—Envíala tú misma —terció Jorge—. Dijiste que sabías
escribir.
Jo no le hizo caso.
—¿Puedo quedarme con vosotros? —insistió—. No
dormiré en los carromatos, dormiré debajo. Siempre lo hice así
con buen tiempo, cuando vivía con mi papá en su carreta.
Resultará algo desacostumbrado ahora eso de no vivir en una
casa. Hay muchas cosas en las casas que me gustan, cosas que
nunca imaginé, pero siempre preferiré dormir al aire libre.
—Bien… podrías quedarte con nosotros, si
permaneciésemos aquí —otorgó Julián—. Pero no me apetece
demasiado después del recibimiento tan poco amable que
hemos tenido por parte de todos.
—Hablaré con cada uno de ellos para que se porte bien con
vosotros —prometió Jo. Y se levantó como si fuese a ir ahora
mismo a obligar a cada uno a ser amable.
Dick la obligó a sentarse de nuevo.
—No. Nos quedaremos aún hoy y esta noche. Lo
decidiremos mañana. ¿Qué te parece, Julián?
—Conforme —aceptó Julián. Miró su reloj—. Vayamos a
celebrar la llegada de Jo con unos cuantos helados. Supongo
que vosotras tendréis que ir de compras, ¿o me equivoco?
—No, no te equivocas —confirmó Ana, y cogió la cesta de
la compra.
Los cinco y Tim bajaron la ladera. Cuando pasaban cerca
del hombre de las serpientes, éste les saludó cariñosamente:
—Buenos días. Un día muy hermoso hoy, ¿verdad?
Después de los desprecios y malos modos sufridos de los
feriantes hasta entonces, esto constituyó una verdadera
sorpresa.
Ana sonrió, pero los chicos y Jorge se limitaron a inclinar
la cabeza y seguir su camino. No perdonaban tan fácilmente
como Ana.
Se cruzaron con el hombre de goma, que traía agua del río.
Detrás de él iba el hombre de las ligaduras. Ambos saludaron a
los niños y la cara adusta del hombre de goma ahora sonreía.
Luego vieron a Bufflo ensayando su látigo… crac, crac,
crac… Se acercó a ellos.
—Si queréis probar a manejar mi látigo, seréis bienvenidos
a cualquier hora —dijo Julián.
—Gracias —contestó Julián amablemente, aunque con
frialdad—. Pero probablemente nos iremos mañana.
—Guarda tu cabello —exclamó Bufflo, sintiéndose
reprendido.
—Lo haría si usted me dejase —replicó Julián, pasando su
mano por el lugar de donde Bufflo le había arrancado el
mechón de pelos.
—¡Ajá! —se rió Bufflo, y luego calló bruscamente,
temeroso de haberle ofendido. Julián le sonrió. Sentía simpatía
por Bufflo, con su cabellera rubia y rizada.
—Quedaos con nosotros —invitó Bufflo—. Os prestaré
uno de mis látigos.
—Probablemente nos marcharemos mañana —repitió
Julián. Hizo un gesto amistoso y siguió su camino junto con
los otros.
—Empiezo a creer que preferiría quedarme, a pesar de
todo —observó Jorge—. ¡Resulta tan diferente cuando la gente
es amable!
—Bueno, pues no nos quedaremos —contestó Julián con
brusquedad—. Yo ya me había decidido… pero esperaremos a
mañana. Es una especie de orgullo lo que siento. Vosotras,
muchachas, no podéis comprender lo que me pasa después de
todo lo ocurrido.
No le comprendieron. Dick sí, y pensó lo mismo que
Julián.
Siguieron hacia el pueblo y se dirigieron a la tienda de los
helados.
Pasaron un día muy agradable. Tuvieron una comida
estupenda, sentados en la hierba, junto a sus carromatos… y,
para sorpresa de todos, la mujer de Alfredo se presentó con
una bandeja de bocadillos que les había preparado. Ana
expresó con vehemencia su agradecimiento para contrarrestar
la frialdad de las gracias dadas por los muchachos.
—Podríais haber sido un poco más efusivos —les reprochó
—. Es realmente una mujercita simpática. Francamente, no me
importaría quedarme ahora.
Pero Julián se mostraba muy obstinado. Negó con la
cabeza.
—Nos vamos mañana —dijo—. A no ser que ocurra algo
inesperado que nos decida a quedarnos. Aunque no ocurrirá.
Pero Julián se equivocaba. Ocurrió algo inesperado. Algo
realmente particular, en verdad.
Capítulo 11
Algo muy extraño
La cosa inesperada sucedió aquella tarde, después de la
merienda. Ésta había sido estupenda, si bien algo tardía. Pan
con mantequilla y miel… nuevos buñuelos de la lechería… y
la tarta que la mujer de Alfredo les había regalado y que,
ciertamente, estaba muy suculenta.
—Ya no me cabe nada más —suspiró Jorge—. Esta tarta
era demasiado buena. No me siento siquiera con ánimos para
levantarme a lavar los platos… Por lo tanto, no intentes
proponerlo, Ana.
—Ni pensarlo —contestó Ana—. Tenemos tiempo de
sobra. Hace una tarde espléndida… Quedémonos un rato
sentados. Ya vuelve a cantar el mirlo. Cada vez nos sorprende
con una nueva melodía.
—Por eso precisamente me gustan los mirlos —intervino
Dick con indolencia—. Son auténticos compositores. Inventan
sus propias melodías… lo contrario de los tordos, que no
hacen más que repetir la misma cantinela, siempre la misma.
Esta mañana escuché a uno que se repitió cincuenta veces sin
parar.
—Chip-chip-chip, cherri-erri-erri, chipii-uu-ai-ai-ar —se
oyó cantar a un tordo, como si se lo supiese de memoria—.
Chip-chip-chip…
—Ya empieza de nuevo —continuó Dick—. Cuando no
canta eso, silba «pico-pico-pico», como alabando el suyo.
Miradlo allá arriba… ¿no es precioso?
En efecto, era una hermosura. Voló sobre la hierba junto a
los niños y se puso a picotear las migas, atreviéndose incluso a
coger una de la rodilla de Ana. Ésta se mantuvo quieta,
maravillada.
Tim gruñó y el tordo escapó volando.
—¡Feo Tim! —le riñó Jorge—. ¡A quién se le ocurre tener
celos de un tordo! ¡Oh, mira, Dick! Mira esas garzas. ¿Estarán
volando hacia el pantano, al este del monte del castillo?
—Sí —confirmó Dick levantándose—. ¿Dónde tienes tus
prismáticos, Jorge? Podríamos observar a esas grandes aves
con ellos.
Jorge fue a buscarlos a su carromato y los entregó a Dick.
Éste enfocó el pantano.
—Sí… hay cuatro garzas… Hay que ver qué patas más
largas tienen, ¿verdad? Caminan tranquilamente por el agua…
Ahora una coge algo con su gran pico. ¿Qué será? Sí, es una
rana. Puedo ver sus patas traseras.
—No puede ser —exclamó Jorge arrebatándole los
prismáticos—. Eres un embustero. Los anteojos no son lo
bastante potentes como para distinguir las patas de una rana a
tanta distancia.
Pero sí que eran lo bastante potentes. Eran efectivamente
magníficos, casi demasiado buenos para Jorge, la cual no
prestaba demasiado cuidado a las cosas valiosas.
Llegó justamente a tiempo para ver cómo las patas de la
pobre rana desaparecían en el enorme pico de la garza. Pero
luego algo debió de espantar a las aves y, antes de que los
demás pudieran echar un vistazo, se fueron volando.
—¡Con qué suavidad mueven sus alas! —comentó Dick—.
Seguramente lo hacen con más suavidad que cualquier otro
pájaro. Déjame otra vez los anteojos, Jorge. Quiero echar una
mirada a aquellos grajos. Hay una bandada de miles volando
sobre el castillo… Debe de ser la hora de su cena, me figuro.
Se llevó los prismáticos a los ojos y fue siguiendo con la
vista las evoluciones de los negros grajos. El sonido de sus
graznidos llegó hasta ellos a través del aire tibio de la tarde.
«¡Chac-chac-chac-chac!»
Dick observó que algunos de ellos descendían sobre la
única torre intacta del castillo. Apuntó con los anteojos y vio
como un grajo se posaba en el alféizar de una de las aspilleras,
en lo más alto de la torre. Permaneció medio segundo allí y
luego levantó el vuelo, como asustado.
Y entonces Dick percibió algo que hizo que el corazón le
diese un vuelvo. Los prismáticos enfocaban directamente la
aspillera. Lo que vio era algo muy sorprendente. Miró
fijamente, como si no pudiera dar crédito a sus ojos. Luego
dijo en voz baja a Julián:
—Julián, toma los prismáticos, ¿quieres? Enfoca la
aspillera en lo alto de la única torre completa… y dime lo que
ves. ¡Date prisa!
Julián, extrañado, alargó la mano para hacerse cargo de los
prismáticos. Los demás levantaron la cabeza, sorprendidos.
¿Qué podía haber visto Dick? Julián miró por los anteojos,
enfocando el vano que le había indicado Dick. Miró con
atención.
—Sí, sí, puedo verlo. ¡Qué cosa más extraordinaria! Debe
de tratarse de un efecto de luz…
Entre tanto, las niñas habían alcanzado un grado de
curiosidad tal que ya no podían contenerse. Jorge arrebató los
anteojos a Julián.
—Déjame ver —gritó fieramente. Enfocó la aspillera y se
quedó mirando con fijeza.
—No hay nada —exclamó Jorge, disgustada. Dick se
apoderó de los anteojos para volver a contemplar la aspillera.
Al cabo de un rato, dijo a Julián:
—Se ha ido, ya no hay nada.
—Dick, si no nos dices lo que has visto, te echamos
rodando prado abajo —amenazó Jorge, enfadada—. ¿Estás en
la pista de algo? ¿Qué has visto?
—Bien —concedió Dick mirando a Julián—, he visto una
cara. Una cara que miraba a través de la ventana, o aspillera, o
lo que quiera ser aquella abertura. ¿Y tú qué viste, Julián?
—Exactamente lo mismo —confirmó Julián—. También
me pareció incomprensible.
—¡Una cara! —exclamaron Jorge, Ana y Jo a la vez—.
¿Qué queréis decir con eso?
—Pues… justamente lo que hemos dicho —replicó Dick
—. Una cara… con ojos, nariz y boca.
—¡Pero si no vive nadie en el castillo! Es una ruina —
advirtió Jorge—. Se tratará de algún visitante, ¿no lo creéis?
Julián miró su reloj.
—No, no puede tratarse de un visitante. Estoy seguro…
Cierran a las cinco y media y son ya las seis pasadas.
Además… parecía una… una especie de cara desesperada.
—Si. A mí también me lo pareció —se sumó Dick—. Es,
bien, es algo muy extraño, ¿verdad, Julián? Tiene que haber
una explicación vulgar, pero… no puedo evitarlo, creo que
ocurre algo extraño.
—¿Era la cara de un hombre? —preguntó Jorge—. ¿O de
una mujer?
—De un hombre, me parece —aclaró Dick—. No pude ver
bien el cabello a causa de la oscuridad que reina en el interior
de la ventana. Tampoco distinguí la ropa que llevaba. Pero
parecía la cara de un hombre. ¿Te fijaste en las cejas, Julián?
—Sí, en efecto —contestó Julián—. Eran muy pobladas,
¿verdad que sí?
Jorge reaccionó con viveza.
—¡Cejas! —exclamó, excitada—. ¿Recordáis el retrato de
aquel científico, Terry-Kane? Tiene unas cejas negras
enormes… Tú decías que se las habría afeitado y se las habría
pegado debajo de las narices para simular unos bigotes,
¿recuerdas, Dick?
—Sí, lo recuerdo —confirmó Dick mirando
significativamente a Julián. Pero éste negó con la cabeza.
—Yo no veo la semejanza —dijo—, aunque, al fin y al
cabo, aquello está muy distante. Gracias a que los prismáticos
de Jorge son tan extraordinarios, hemos sido capaces de
descubrir una cara mirando por una ventana a tanta distancia.
Me imagino que la cosa ha de tener una explicación sencilla…
Es precisamente lo que nos ha alarmado… y nos ha hecho
creer en algo misterioso.
—Quisiera haber visto la cara —se quejó Jorge—. Al fin y
al cabo, son mis prismáticos y, sin embargo…, no he visto la
cara.
—Bueno, puedes seguir mirando para ver si vuelve a
aparecer —propuso Dick entregándole los anteojos—. Quizá
dé resultado.
Así fue como Ana, Jorge y Jo se fueron turnando en
observar seriamente a través de los prismáticos…, pero no
descubrieron ninguna cara. Finalmente se hizo tan oscuro que
casi resultaba imposible ver siquiera la torre, cuando menos el
ventanillo o cualquier cara que fuese.
—Os diré lo que deberíamos hacer —propuso Julián—.
Podríamos subir mañana al castillo para indagar. Podríamos
entrar en aquella torre y convencernos si realmente hay allí
alguna persona.
—Pero yo creía que mañana nos marchábamos —observó
Dick.
—¡Ah!, sí, habíamos pensado en irnos, ¿verdad? —
admitió Julián, que había ol-vidado su propósito con la
excitación—. Bien… me temo que no podremos marcharnos
antes de explorar ese castillo y descubrir la explicación de la
presencia de la cara.
—¡Desde luego que no podemos! —asintió Jorge—. Sería
gracioso observar una cosa así y abandonarla sin indagar su
causa. Me sería imposible.
—Yo me quedaré de todos modos —anunció Jo—. Puedo
vivir con mi tío Alfre-do, si os vais. Y os haría saber si
reaparece la cara… si Jorge me presta sus prismáticos.
—¡Ca! No te los dejaría —determinó Jorge—. Si yo me
voy, mis prismáticos se van conmigo. Pero yo no me voy.
¿Verdad que ahora querrás quedarte, Julián?
—Nos quedaremos a indagar lo de la cara —determinó
Julián—. Estoy verdaderamente muy intrigado. ¡Hola! ¿Quién
viene?
Una gran figura emergió de la semioscuridad. Era
«Alfredo el Tragallamas».
—Jo, ¿estás aquí? —preguntó—. Tu tía te invita a cenar…
y también a todos tus amigos. Venid conmigo.
Hubo una pausa. Ana miró a Julián llena de expectación.
¿Aún se haría el ofendido? Esperaba que no.
—Gracias —contestó Julián por último—. Aceptamos
complacidos. ¿Quiere que vayamos ahora mismo?
—Me sentiré muy honrado —confirmó Alfredo haciendo
una breve reverencia—. Tragaré llamas en vuestro honor. ¿Os
parece bien?
Era demasiado tentador para resistirse. Todos se levantaron
apresuradamente y siguieron al grandote de Alfredo por el
prado hasta su carromato. Afuera había una buena hoguera,
sobre la que colgaba una olla negra que despedía un olor
maravilloso.
—La cena todavía no está lista —comunicó Alfredo.
Los cinco niños se sintieron aliviados. Después de su
abundante merienda, no se sentían preparados para consumir
una comida que oliera tan bien como la que había en la olla.
Se sentaron junto a la hoguera.
—¿Es verdad que usted nos va a ofrecer una exhibición de
tragallamas?
—¡Oh, es muy difícil! —contestó Alfredo—. Únicamente
lo haré si me prometéis no intentarlo vosotros. Supongo que
no querréis tener llagas en vuestra boca, ¿verdad que no?
Ninguno quería tenerlas.
—Tampoco quiero que usted se queme la boca —añadió
Ana.
Alfredo se extrañó.
—Soy un tragallamas extraordinario —aseguró—. Los
buenos tragallamas jamás se causan llagas en la boca.
Ahora…, estaos quietos, que yo encenderé mi antorcha y
tragaré llamas para vosotros.
Alguien más se sentó junto a ellos. Era Bufflo. Les sonrió.
También vino Skippy y se acomodó entre ellos. Luego
apareció el hombre de las serpientes y se sentó al otro lado de
la hoguera.
Alfredo volvió trayendo varias cosas en sus manos.
—Será un circo familiar —comentó—. Ahora, mirad…
Voy a tragar llamas para vosotros.
Capítulo 12
El tragallamas y otras cosas
Alfredo se sentó en la hierba, algo apartado de la hoguera.
Colocó enfrente de él una cazuelita de metal, que olía a
petróleo. Mostró a los niños dos cosas.
—Son sus antorchas —explicó la mujer de Alfredo—. Le
sirven para comer fuego.
Alfredo dijo algo al hombre de las serpientes, mientras
apuntaba con las dos antorchas a la cazuela. Todavía no
estaban encendidas y a los niños les parecían simplemente
unos palos largos, con un mechón de lana sujeto en un
extremo.
El hombre de las serpientes se inclinó y sacó una rama
encendida de la hoguera. De un certero golpe la tiró en la
cazuela de metal. Inmediatamente prendió el petróleo y
surgieron llamas en la oscuridad.
Alfredo sostenía las antorchas una en cada mano, las
aproximó al fuego del petróleo.
Se encendieron inmediatamente, despidiendo cada
antorcha una llama roja. Sus ojos relucían reflejando la luz
brillante de las llamas. Los cinco niños contenían la
respiración, expectantes.
Entonces Alfredo inclinó la cabeza hacia atrás, cada vez
más atrás, abriendo por completo su gran boca. Introdujo una
de las antorchas encendidas en ella y, al cabo de un rato, la
sacó. Cerró la boca, de manera que sus mejillas
transparentaban el brillo rojo extraño e inverosímil de las
llamas en el interior de su boca. Ana soltó un pequeño grito y
Jorge suspiró. Los dos chicos mantenían la respiración.
Únicamente Jo contemplaba fríamente la escena. Había visto a
su tío hacer lo mismo muchas veces.
Alfredo abrió la boca y soltó una bocanada de llamas,
como una cascada de fuego. La visión de la otra antorcha
encendida en su mano izquierda, el petróleo ardiendo en la
cazuela, la antorcha en su mano derecha y las llamas saliendo
de su boca constituían, realmente, una escena fantástica.
Repitió lo mismo con la otra antorcha y de nuevo sus
mejillas brillaron como una lámpara. Volvieron a surgir llamas
de su boca, meciéndose de un lado para otro en la brisa del
anochecer.
—¿Qué…? ¿Os ha gustado verme tragar el fuego? —
preguntó Alfredo apagando sus antorchas. También se había
apagado la cazuelita y únicamente la luz de la hoguera
iluminaba la escena.
—¡Es maravilloso! —manifestó Julián, admirado—. Pero
¿no se quema usted la boca?
—¿Quién, yo? No, nunca —rió Alfredo—. Al principio
puede que sí, cuando empecé… hace muchos años. Pero ahora
no. Sería vergonzoso si me quemara la boca… Bajaría la
cabeza y abandonaría el oficio.
—¿Pero cómo consigue usted no quemarse la boca? —
preguntó Dick, intrigado.
Alfredo no quiso dar ninguna explicación. Era parte del
secreto de su acto y no iba a divulgarlo.
—Yo también sé tragar llamas —anunció Jo
inesperadamente—. A ver, tío, déjame una de tus antorchas.
—¡Que te lo has creído! No harás nada de eso —refunfuñó
Alfredo—. ¿Es que quieres quemarte viva?
—No, no me quemaré —aseguró Jo—. Te he observado y
sé cómo hay que hacerlo. Ya lo he probado.
—¡Embustera! —saltó de repente Jorge.
—Escúchame —empezó de nuevo Alfredo—. Si intentas
tragar llamas, te daré una paliza que te acordarás toda tu vida.
Yo haré…
—Calla, Fredo —interrumpió su mujer—. No harás nada
de eso. Yo me las entenderé con Jo si intenta hacer disparates.
En cuanto a tragar llamas… bueno, si hay alguien que lo
intente, seré yo, tu mujer.
—Tú no te dedicarás a tragallamas —se obstinó Alfredo,
indudablemente alarmado de que su apasionada mujer
intentara hacerlo.
Ana soltó de pronto un grito de miedo. Un cuerpo largo y
gordo se deslizaba entre ella y Julián… Era una pitón del
hombre de las serpientes. La había traído consigo sin que los
niños se dieran cuenta. Jo la agarró y se puso a acariciarla.
—Dejadla en paz —aconsejó el hombre de las serpientes
—. Volverá conmigo. Es que necesita dar un paseo.
—Déjemela tener un poco —pidió Jo—. ¡Es tan suave y
tan fría! Me gustan las serpientes.
Julián alargó su mano para tocar tímidamente la gran
serpiente. Al tacto la encontró inesperadamente suave y
bastante fría. Era extraordinario. Por el aspecto aparentaba ser
escamosa y áspera.
La serpiente, mientras tanto, reptó por el cuerpo de Jo,
pasó por su hombro y descendió por la espalda.
—Cuidado, no dejes que te rodee con la cola —advirtió el
hombre de las serpientes—. Ya te avisé antes.
—La llevaré alrededor del cuello —propuso Jo. Y
procedió a rodearse con el cuerpo de la serpiente, sosteniendo
cabeza y cola con las manos. Jorge la contemplaba llena de
admiración involuntaria. Ana se había apartado de Jo lo más
lejos que pudo. Los chicos observaban a Jo boquiabiertos,
sintiendo nuevo motivo de respeto por la gitanilla.
Alguien hizo sonar una suave melodía en una guitarra. Era
Skippy, la mujer de Bufflo. Era una pequeña canción
melancólica, como un zumbido, a cuyo refrán se unieron a
coro los demás feriantes. Casi todo el campamento se había
reunido allí, entre ellos muchos que los niños no habían visto
anteriormente.
Fue una sesión memorable. Sentados alrededor de la
hoguera, escuchando el tañido de la guitarra y la voz suave y
clara de Skippy… junto al tragallamas y a un palmo de una
serpiente que también parecía disfrutar de la música. Se erguía
al ritmo del coro y luego descendió del cuerpo de Jo y reptó
hacia su amo, el hombre de las serpientes, como obedeciendo
a una atracción mágica.
—¡Encanto mío! —exclamó el gracioso hombrecito,
dejando deslizarse entre sus manos los potentes anillos de la
pitón—. ¿Te gusta la música, preciosa?
—Parece que en verdad quiere a sus serpientes —murmuró
Ana a Jorge—. ¿Cómo es posible?
La mujer de Alfredo se levantó.
—Es hora de terminar —dijo al auditorio—. Alfredo tiene
que cenar. ¿No es así, grandullón mío?
Alfredo asintió y volvió a colocar el pesado puchero de
hierro sobre el rescoldo de la hoguera. A los pocos minutos, se
volvió a sentir un olor tan apetitoso que los cinco muchachos
se pusieron a olfatear llenos de expectación.
—¿Dónde está Tim? —preguntó Jorge de pronto. No se le
veía por ninguna parte.
—Se escabulló con el rabo entre las piernas en cuanto vio
a la serpiente —reveló Jo—. Le vi marcharse. ¡Tim, vuelve!
Todo está en orden, Tim. ¡Tim!
—Ya lo llamaré yo, gracias —interrumpió Jorge—. Es mi
perro. ¡Tim!
Tim vino con el rabo entre piernas todavía. Jorge lo
acarició y también lo hizo Jo. El perro lamió a las dos por
turno. Jorge trató de apartarlo de Jo. No le gustaba que Tim se
mostrara afectuoso con la gitanilla…, pero no podía evitarlo.
Tim la quería.
La cena fue muy agradable.
—¿Qué ha puesto en el puchero? —preguntó Dick,
aceptando un segundo plato—. Nunca en mi vida probé un
guisado tan rico.
—Cabrito, pato, buey, jamón, conejo, liebre, erizo,
cebollas, nabos… —fue enumerando la mujer de Alfredo—.
Meto todo lo que se presenta. Cuece y remuevo, cuece y
remuevo. A veces añado una perdiz y otro día un faisán y…
—Ten quieta la lengua, mujer —le riñó Alfredo, quien
sabía demasiado bien que los campesinos de los alrededores
podrían indagar sobre la procedencia de los ingredientes del
puchero.
—¿Tú me dices que tenga quieta la lengua? —gritó la
pequeña señora de Alfredo, enfadada, blandiendo un cucharón
—. ¿Tú me mandas callar?
—¡Guau! —intervino Tim al caerle algunas gotas en el
hocico y lamerlas entusiasmado—. ¡Guau!
Se levantó y corrió tras el cucharón, esperando alcanzar
algo más.
—Tía Nita, dale un cucharón de guisado —pidió Jo.
Y para gran alegría de Tim, recibió un plato repleto para él
solo. Apenas podía creerlo.
—Muchas gracias por la espléndida cena —dijo Julián,
viendo que era hora de marcharse. Se levantó y los demás
siguieron su ejemplo.
—Gracias también por la exhibición que ha hecho para
nosotros, Alfredo —añadió Jorge—. Parece que comer fuego
no estropeó su apetito.
—¡Quiá! —exclamó Alfredo, despreciando tal
probabilidad—. Jo… ¿piensas pasar la noche con nosotros?
Serás bienvenida.
—Sólo necesito una manta vieja, eso es todo, tía Nita —
contestó Jo—. Voy a dormir bajo el carromato de Jorge.
—Puedes dormir dentro, en el suelo, si quieres —propuso
Jorge. Pero Jo negó con la cabeza.
—No. Ya he dormido bastante en interiores por toda una
temporada. Quiero dormir al aire libre. Debajo de la carreta
me encontraré estupendamente. Los gitanos suelen dormir ahí
cuando hace buen tiempo.
Regresaron por la ladera en la oscuridad. Brillaban algunas
estrellas, pero la luna aún no había salido.
—Fue una tarde estupenda e interesante —opinó Dick—.
Me gustó. Encuentro simpáticos a tus tíos, Jo.
Jo estaba encantada. Siempre apreció las alabanzas de
Dick. Se cobijó debajo de la carreta de las chicas y se envolvió
en su manta. Se había acostumbrado a limpiarse los dientes, a
lavarse la cabeza y a peinarse en los pocos meses que llevaba
viviendo con su madre adoptiva…, pero todo eso quedaba
olvidado al reemprender su vida de gitana.
—En uno o dos días volverá a ser la niña asquerosa, sucia,
despeinada y grosera que era cuando la conocimos —comentó
Jorge mientras se cepillaba el pelo cuidadosa-mente—. Me
alegro de que nos quedemos, a pesar de todo. ¿Tú también,
Ana? Estoy convencida de que los feriantes se mostrarán en
adelante amables con nosotros.
—Gracias a Jo —asintió Ana.
Jorge calló. No le gustaba sentirse obligada a Jo. Terminó
de arreglarse y se metió en su litera.
—Me gustaría haber visto aquella cara de la ventana; ¿a ti
no, Ana? —preguntó—. Me gustaría saber a quién
pertenecía… y por qué se encontraba allí, mirando al exterior.
—Me parece que no tengo muchas ganas de hablar de
caras asomadas a ventanas, precisamente ahora —protestó
Ana, metiéndose a su vez en su litera—. Cambiemos de tema.
Apagó la lámpara y se acostó. Hablaron entre ellas un rato,
hasta que de pronto Jorge oyó algo en el exterior del
carromato. ¿Qué podía ser? Tim levantó la cabeza y emitió un
débil gruñido.
Jorge miró hacia la ventana que tenía enfrente. Se veía una
estrella solitaria… De súbito, algo se interpuso ante ella, apagó
su brillo y se apretó contra el cristal. Tim volvió a gruñir,
aunque no muy fuerte. ¿Sería alguien a quien conocía?
Jorge encendió su linterna e inmediatamente vio de lo que
se trataba. Soltó una ligera carcajada. Luego llamó a Ana.
—¡Ana! ¡Ana! Date prisa, hay una cara en la ventana.
¡Ana, despierta!
—No estoy dormida —se oyó la voz de Ana, que se sentó
en la cama y miró en la dirección indicada—. ¿Qué cara?
¿Dónde? Tratas de asustarme, ¿verdad?
—No… allí está, mira —insistió Jorge, dirigiendo el haz
de su linterna a la ventana.
Una cara grande, larga, parda, miraba por el cristal. Ana
dio un chillido. Después se echó a reír.
—¡Jorge, animal…! Si no es más que el caballo de
Alfredo. ¡Qué susto me diste! Me dan ganas de echarte de la
litera abajo. Vete, caballo antipático y curioso… ¡Sooo, vete!
Capítulo 13
Excursión al castillo
Por la mañana, una vez que se hubieron desayunado, los
niños volvieron a discutir sobre la cara que apareció en la
ventana del castillo. Habían enfocado los prismáticos varias
veces hacia la aspillera, pero no se veía nada de particular.
—Vayamos al castillo para visitarlo en cuanto abran —
propuso Dick—. Pero ¡cuidado…! Que nadie mencione nada
sobre caras en los ventanillos… ¿Me entiendes, Jo? A veces
no eres capaz de mantener quieta la lengua.
Jo protestó violentamente:
—Yo no me voy de la lengua. Sé guardar un secreto, bien
lo sabes.
—Conforme, tragallamas —respondió Dick riendo. Echó
una mirada a su reloj—. Aún es temprano para ir.
—Voy a ayudar al señor Slither con sus serpientes —
anunció Jo—. ¿Me acompaña alguno?
—Señor Slither… ¡Qué nombre más apropiado para un
domador de serpientes! —comentó Dick—. No me importa ir
a mirar, pero no me gusta la manera en que esos bichos suben
y bajan por el cuerpo de uno.
Todos fueron al carromato del señor Slither, excepto Ana,
que prefirió quedarse a limpiar las cosas del desayuno.
El hombre de las serpientes había sacado a ambos reptiles
de su caja.
—Les está sacando brillo —explicó Jorge, sentándose
cerca de él—. ¡Hay que ver cómo hace relucir sus cuerpos
castaños!
—Ven acá, Jo…, ¿quieres pulir a Beauty por mí? —
propuso el señor Slither—. Encontrarás crema en aquella
botella. Se le han metido otra vez esos molestos granos de
arena bajo las escamas. Frótala con la crema y pronto se verá
libre de la molestia.
Jo parecía saber lo que tenía que hacer. Cogió un trapo y lo
empapó en la crema amarilla. Acto seguido, se puso a frotar
suavemente a una de las serpientes, haciendo penetrar la
loción entre las escamas.
Jorge, deseando tomar parte en la faena, se ofreció a
limpiar a la otra serpiente.
—Toma, hazte cargo de ella —aceptó el señor Slither.
E hizo deslizarse la serpiente hacia Jorge. Él se levantó y
entró en su carromato. Jorge no se había esperado aquello. La
serpiente subió sobre sus rodillas y luego empezó a enroscarse
alrededor de su cuerpo.
—No dejes que la cola encuentre un punto de apoyo —le
advirtió Jo.
Los muchachos pronto se cansaron de contemplar a Jo y
Jorge, ocupadas con sus respectivas serpientes, y se dirigieron
hacia el lugar en donde Bufflo se entrenaba con su látigo.
Trazaba con el mismo complicadas figuras en el aire. Sonrió a
los chicos.
—¿Queréis probar? —invitó. Pero ninguno de los dos
logró nada con el látigo.
—A ver si coge usted algo con el extremo del látigo —
propuso Dick—. Creo que es usted habilísimo.
—¿Qué queréis que alcance? —preguntó Bufflo,
preparando su larguísimo látigo—. ¿Las hojas más altas de
aquel arbusto?
—Sí —aceptó Dick.
Bufflo miró hacia las hojas, agitó varias veces el látigo, lo
levantó y lo lanzó. Como por arte de magia, desaparecieron las
hojas más altas del arbusto. Los muchachos quedaron
admirados.
—Ahora arranque aquella margarita —señaló Julián.
¡Crac! La margarita desapareció.
—Esto es fácil —dijo Bufflo—. Veamos, que uno de
vosotros sostenga en la mano un lápiz o algo por el estilo. Lo
arrebataré sin tocaros los dedos.
Julián titubeó, pero Dick metió su mano en el bolsillo y
extrajo un lápiz rojo, no muy largo. Extendió la mano con el
lápiz sujeto entre los dedos. Bufflo miró con los ojos medio
cerrados, como calculando la distancia. Después levantó el
látigo.
¡Crac! El extremo del látigo se enrolló alrededor del lápiz
y lo arrancó limpiamente de la mano de Dick. Voló por el aire
y Bufflo lo atrapó con la suya.
—¡Maravilloso! —exclamó Dick, lleno de admiración—.
¿Se tarda mucho en aprender a hacer algo así?
—Es cuestión de veinte años… o más —contestó Bufflo
—. Hay que empezar cuando se es todavía un crío… a los tres
años o algo así. Mi papá me enseñó… Y cuando me portaba
lento y torpe, me arrancaba la piel del borde de las orejas con
un lazo. ¡Qué de prisa se aprende cuando uno sabe lo que le
espera!
Los muchachos miraron las orejas de Bufflo. Su borde
mostraba, en efecto, unas huellas rugosas.
—También lanzo cuchillos —reveló Bufflo, gozando de la
admiración de los muchachos—. Coloco a Skippy ante una
tabla y lanzo cuchillos alrededor de ella… de manera que,
cuando ella, al final, se aparta de la tabla, los cuchillos
clavados dibujan su silueta. ¿Os gustaría verlo?
—Sí, pero no ahora —contestó Julián mirando su reloj—.
Queremos subir al castillo. ¿Lo ha visitado alguna vez, Bufflo?
—No. ¿Quién va a perder el tiempo recorriendo un viejo
castillo en ruinas? —objetó Bufflo, burlonamente—. No seré
yo.
Se encaminó hacia su carromato, trazando círculos en el
aire con su látigo mientras caminaba. Dick sintió envidia en el
fondo de su corazón. ¡Qué pena no haber empezado a tiempo a
aprender estas cosas! Sospechaba que nunca lograría adquirir
habilidad en la materia. Era demasiado viejo.
—Jorge, Jo, es hora de irnos —llamó Julián—. Dejad las
serpientes y venid. ¡Ana! ¿Estás lista?
El señor Slither vino a recoger sus serpientes. Reptaron
hacia él con alegría y él acarició sus cuerpos suaves y
brillantes.
—Tengo que lavarme las manos antes de irnos —dijo
Jorge—. Están algo viscosas. ¿Vienes, Jo?
Jo no comprendía la necesidad de lavarse las manos
después de tocar serpientes, pero fue con Jorge hasta el río y
las hundió en el agua. Jorge secó sus manos en un pañuelo no
muy limpio y Jo lo hizo con su falda, bastante menos limpia
todavía. Contempló con envidia los shorts de Jorge. ¡Qué pena
tener que llevar faldas!
No cerraron con llave sus carromatos. Julián estaba seguro
de que los feriantes serían ahora buenos con ellos y no les
quitarían nada, ni permitirían que otros lo hiciesen. Todos
juntos caminaron colina arriba, con Tim dando alegres saltos a
su alrededor, bajo la impresión de que se trataba de un paseo
bien largo.
Treparon por encima del portillo, siguieron un trozo de la
carretera y llegaron a la verja de madera de la que arrancaba el
sendero empinado que conducía al castillo.
Éste se hallaba ahora tan cerca de ellos que parecía a punto
de derrumbarse sobre sus cabezas.
Siguieron el sendero y llegaron a la pequeña torre. En ella
vieron una puertecita por la que se entraba en el recinto del
castillo. Había allí una vieja que parecía algo así como una
bruja. Si sus ojos fueran verdes, Ana habría asegurado que se
trataba, en efecto, de la descendiente de una bruja. Pero sus
ojos eran negros como el azabache. No tenía dientes, por lo
cual resultaba difícil entender lo que decía.
—Cinco entradas, por favor —pidió Julián entregando
media corona.
—No podéis entrar con el perro —advirtió la vieja, pero lo
dijo gruñendo, de manera que no la comprendieron. Señaló al
perro mientras repetía su objeción, moviendo la cabeza de un
lado para otro.
—¡Oh…! ¿No puede entrar nuestro perro? —preguntó
Jorge—. No hará ningún daño.
La vieja señaló un cartel en el que se decía: No se permiten
perros.
—Bueno, entonces lo dejaremos fuera —aceptó Jorge con
enfado—. Qué instrucciones más antipáticas. Tim, quédate
aquí, no tardaremos mucho.
Tim encogió el rabo. No estaba conforme. Pero sabía, que
existían lugares en los que no podía entrar, como las iglesias,
por ejemplo, y se imaginó que aquello sería una iglesia
enorme…, algo parecido al lugar en el que Jorge desaparecía
muchos domingos. Se echó en un rincón soleado.
Los cinco niños atravesaron el portillo giratorio. Luego
abrieron la puerta que había detrás y entraron en los dominios
del castillo. La puerta se cerró tras ellos.
—Esperad…, necesitamos una guía —observó Julián—.
Quiero saber detalles de aquella torre.
Volvió atrás y compró una por una moneda de seis
peniques. Se reunieron en el gran patio del castillo para
estudiar la guía. Contenía la historia del antiguo lugar…, una
historia de paz y de guerra, batallas, querellas y disputas,
feudos familiares, matrimonios y las demás cosas por el estilo
que forman la historia.
—Sería una historia emocionante si estuviera bien escrita
—comentó Julián—. Mirad, aquí está el plano del castillo.
Figuran también las mazmorras.
—No están abiertas al público —leyó Dick con amargura
—. ¡Qué pena!
—En otros tiempos fue un castillo fuerte y potente —
explicó Julián observando el plano—. No le falta el grueso
muro que aún lo rodea… y el castillo en sí está construido en
medio de un gran patio, que lo rodea por todas partes. Aquí
dice que los muros del propio castillo miden un metro veinte,
aproximadamente, de grueso. ¡Un metro veinte nada menos!
No es extraño que una gran parte siga en pie.
Contemplaron atemorizados las silenciosas ruinas. El
castillo se elevaba con algunas grietas aquí y allá. En algún
lugar faltaba todo un muro y todas las puertas estaban
derruidas.
—Como se indica, tuvo cuatro torres —continuó Julián,
con la nariz metida en las páginas de la guía—. Aquí dice que
tres de ellas están actualmente en ruinas, que la cuarta sigue en
condiciones bastante buenas…, pero la escalera de piedra que
conducía a los pisos superiores se ha derrumbado.
—Bien, en ese caso es imposible que hayáis visto una cara
en aquel ventanillo —observó Jorge mirando hacia lo alto de
la cuarta torre—. Si la escalera se ha derrumbado, nadie puede
subir allá arriba.
—¡Hum! Comprobaremos hasta qué punto se ha
derrumbado. Puede que sea peligroso para el público en
general y puede que encontremos un cartel avisando el
peligro…, pero puede también que aún sea posible trepar por
ella.
—Si es así, ¿subimos? —preguntó Jo, con los ojos
brillantes—. ¿Qué haremos si encontramos la cara?
—Esperemos a encontrarla primero —la frenó Julián.
Cerró la guía y la metió en su bolsillo—. Bien, parece que
somos los únicos aquí. En marcha. Primero demos una vuelta
por el patio.
Caminaron a lo largo del patio que rodeaba el castillo.
Estaba salpicado de grandes piedras blancas sueltas, que se
habían desprendido de los muros del castillo. En un lugar
había caído todo un muro y pudieron ver el interior del
castillo, oscuro e inhóspito.
Llegaron de nuevo al punto de partida.
—Entremos por la puerta principal…, si merece tal
nombre aquel gran arco de piedra —propuso Julián—. Me
imagino… figuraos caballeros cabalgando por el patio,
impacientes por ir a algún torneo, sus caballos piafando
continuamente.
—Sí —exclamó Dick—. Ya lo creo que me lo imagino.
Entraron por el portal del arco y caminaron de sala en sala,
todas ellas con pavimentos de losas y paredes de piedra y con
ventanillos estrechos como aspilleras que dejaban pasar muy
poca luz.
—No conocían el vidrio de ventana en aquellos tiempos —
comentó Dick—. Supongo qué en los días fríos y ventosos se
alegrarían de que las ventanas fueran tan estrechas. ¡Brrrr!
Debió de ser un lugar muy frío para vivir en él.
—Los suelos solían estar cubiertos de alfombras y grandes
tapices colgaban en las paredes —aclaró Ana, recordando sus
lecciones de Historia—. Julián… vayamos adonde está la
escalera de la torre. ¡Hala, no tardemos más! Estoy impaciente
por descubrir si realmente hay una cara en aquella torre.
Capítulo 14
«Faynights Castle»
—¡Chac-chac-chac! ¡Chac-chac-chac!
Los grajos evolucionaban alrededor del viejo castillo,
llamándose los unos a los otros con sus amables y divertidas
voces. Los cinco niños levantaron la vista y se quedaron
contemplándolos.
—Se pueden ver plumas grises en sus pescuezos —
observó Dick—. ¡Quién sabe los años que llevan estos bichos
dando vueltas al castillo!
—Supongo que las ramas que hay esparcidas por el patio
las habrán traído ellos —repuso Julián—. Construyen sus
nidos con palos bastante gruesos… De verdad, deben de haber
tirado tantos como han utilizado. Fijaos en aquel montón.
—Hay una enormidad —asintió Dick—. Me gustaría que
algunos de ellos dejasen caer unos cuantos palos cerca de
nuestro carromato. Así me evitaría el recoger leña cada día.
Se habían detenido en la gran arcada que adornaba la
entrada al castillo. Ana se impacientó.
—Echemos una mirada a las torres ahora —imploró.
Se dirigieron a la más próxima, pero les resultó imposible
comprobar que jamás hubiera sido una torre. Ahora no era más
que un informe montón de piedras, apiladas de cualquier
manera.
Fueron hacia la única torre en buen estado. Habían tenido
la esperanza de hallar algún vestigio de la escalera de piedra,
pero tuvieron un desengaño. Ni siquiera pudieron mirar a su
interior. Una de las paredes interiores se había derrumbado y
los escombros bloqueaban completamente el suelo. No había
huella de escalera. O se había caído también o quedaba
cubierta por las piedras del muro derrumbado.
Julián quedó pensativo. Resultaba obvio que nadie podía
subir a la torre desde el castillo. Entonces, ¿cómo diablos pudo
haber una cara en el ventanillo de la torre? Empezaba a
sentirse molesto. ¿Se trataba de una cara? Y si no lo era, ¿qué
podía haber sido?
—Esto es ridículo —exclamó Dick, pensando lo mismo
que Julián y señalando el montón de piedras de la planta baja
de la torre—. Parece absolutamente imposible subir por aquí.
Bien… ¿qué hay entonces de aquella cara?
—Vayamos a preguntar a la vieja si hay otro camino para
subir a la torre —sugirió Julián—. Puede que lo sepa.
De manera que abandonaron el edificio del castillo y
caminaron a través del gran patio hacia la pequeña torre en la
muralla exterior, en la que estaba la garita del portero. La vieja
se hallaba sentada junto al portillo giratorio, haciendo calceta.
—¿Podría decirnos, por favor, si hay alguna manera de
subir a aquella torre? —preguntó Julián.
La vieja contestó algo, pero no había manera de entenderle
una palabra. Sin embargo, como movía vigorosamente la
cabeza de un lado para otro, resultaba evidente que no había
otra subida a la torre. La cosa era extraña.
—¿Existe algún plano del castillo mejor que éste? —
preguntó Julián mostrando su guía—. ¿Un plano de las
mazmorras, por ejemplo…, y un plano de las torres, tal como
fueron antes de convertirse en ruinas?
La vieja farfulló algo así como «Sociedad de Conservación
de Alguna Otra Cosa».
—¿Qué dice usted? —insistió Julián con paciencia.
La mujer parecida a una bruja se iba cansando,
evidentemente, de las preguntas. Abrió un gran libraco que
contenía su contabilidad y fue mirando las páginas. Puso el
dedo sobre algo anotado allí y lo enseñó a Julián.
—«Sociedad de Conservación de Monumentos Antiguos»
—leyó éste—. ¡Oh! ¿Ha venido algo de ellos últimamente?
¿Saben algo más de lo que dice la guía?
—Sí —contestó la vieja—. Vinieron dos hombres. Pasaron
todo el día aquí… el jueves pasado. Pregunta a esa sociedad lo
que quieras saber… no a mí. Yo sólo me encargo de cobrar.
Sus palabras sonaron bastante claras por un instante.
Luego volvió a enmudecer y nadie logró entenderle otra
palabra.
—De todos modos, nos ha dicho lo que deseábamos saber
—comentó Julián—. Telefonearemos a la Sociedad y les
preguntaremos si pueden revelarnos algo más sobre el castillo.
Puede haber pasadizos secretos y otras cosas no mencionadas
en la guía.
—¡Qué emocionante! —exclamó Jorge estremeciéndose
—. Propongo volver a la torre para estudiar la parte de fuera.
Es posible que pueda treparse por allí.
Volvieron atrás para verlo…, pero no era escalable.
Aunque las piedras con que estaba construida eran irregulares,
formando hendiduras donde apoyar las manos y los pies, la
escalada resultaría demasiado peligrosa para ellos…, incluso
para Jo, con sus pies de gato. Desde luego era imposible saber
qué piedra estaba suelta y qué otra firme, hasta que el
escalador no se apoyase en ella… y entonces se desplomaría
probablemente.
A pesar de todo, Jo estaba dispuesta a intentarlo.
—Yo seré capaz de hacerlo —propuso, sacándose un
zapato.
—Ponte el zapato —ordenó Dick—. No probarás ninguno
de tus trucos. Ni siquiera hay hiedra por la que puedas trepar.
Jo volvió a calzarse, disgustada, poniendo una cara
enfurruñada, parecida a la de Jorge cuando se enfadaba. Y
luego, ante el asombro de todos, vieron venir a Tim
alegremente hacia ellos.
—¡Tim! ¿De dónde sales? —preguntó Jorge, sorprendida
—. No hay otra entrada que por el portillo giratorio… y la
puerta que hay detrás del mismo está cerrada. La cerramos
nosotros mismos. ¿Cómo has conseguido entrar?
—¡Guau! —ladró Tim tratando de explicarse. Corrió hacia
la torre entera, trepó por encima de los bloques de piedra
amontonados y se paró ante un paso estrecho entre tres o
cuatro de las piedras caídas—. ¡Guau! —y volvió a saltar
ladrando a una de las piedras.
—Ha salido por aquí —señaló Jorge. Empujó una de las
piedras, aunque, claro está, no logró moverla ni un milímetro
—. No comprendo cómo Tim ha logrado deslizarse a través de
este hueco… ¡Si ni siquiera parece suficiente para un conejo!
Desde luego, ninguno de nosotros puede entrar por aquí.
—Lo que me intriga —intervino Julián— es por dónde
entró Tim ahí desde el exterior. Le dejamos fuera del
castillo…, por lo tanto, debió de correr a lo largo de la muralla
hasta encontrar un agujero en algún sitio. Y entonces se metió
por él.
—Sí, así debió de ser —confirmó Dick—. Sabemos que la
muralla tiene un grueso de un metro veinte, de manera que
debió de encontrar un lugar con alguna piedra desprendida y
se habrá metido por allí. Pero…, ¿es posible que un agujero
atraviese el metro veinte de la muralla?
La cosa resultaba intrigante. Todos se quedaron mirando a
Tim y éste movió el rabo, lleno de expectación. Luego se puso
a ladrar y a brincar jugueteando.
La puerta que había junto al portillo giratorio se abrió de
pronto, dejando pasar a la vieja portera.
—¿Cómo entró este perro? —gritó—. Tiene que salir
inmediatamente.
—No sabemos cómo entró —respondió Dick—. ¿Hay
algún agujero en la muralla?
—No —respondió la vieja—. Ninguno. Seguro que
vosotros dejasteis entrar al perro mientras yo estaba distraída.
Tiene que marcharse. Y vosotros también. Ya habéis estado
bastante tiempo.
—Nos íbamos de todos modos —aceptó Julián—. Hemos
visto todo lo que hay que ver… o todo lo que permiten ver.
Estoy seguro de que existe algún modo de subir a esa torre, a
pesar de haberse derrumbado la escalera. Llamaré a la
«Sociedad de Conservación de Monumentos Antiguos» y les
pediré que me pongan en contacto con las personas que
examinaron el castillo la semana pasada.
—Sí. Seguramente poseerán un plano detallado —aprobó
Dick—. Pasadizos secretos, mazmorras, habitaciones ocultas y
demás…, si es que existen.
Agarraron a Tim por el collar y pasaron por el portillo
giratorio: «clic-clic-clic».
—Siento la necesidad de comer unos buñuelos en la
lechería —exclamó Jorge—. Y también de beber limonada.
¿Alguno de vosotros siente algo parecido?
Todos estaban de acuerdo, incluso Tim, que expresó su
conformidad ladrando.
—Tim se enfada por los buñuelos —interpretó burlona
Jorge—. Sus ladridos van contra ellos.
—Es un derroche —advirtió Ana—. Se comió cuatro la
última vez… más que cualquiera de nosotros.
Fueron caminando hacia el pueblo.
—Entrad vosotros y encargad lo que queráis —decidió
Julián—. Mientras tanto voy a tratar de localizar aquella
Sociedad. Puede que tenga una delegación en este distrito.
Se dirigió a la oficina de Correos para telefonear y el resto
del grupo entró en la bonita y alegre lechería. La regordeta
lechera los recibió radiante. Ya los consideraba como sus
mejores clientes, y, en efecto, lo eran.
Todos tomaban ya su segundo buñuelo cuando regresó
Julián.
—¿Alguna novedad? —preguntó Dick.
—Sí —afirmó Julián—. Y muy extraña, por cierto.
Encontré la dirección de la Sociedad… Tienen una delegación
a unos noventa kilómetros de aquí. Se ocupa de todos los
monumentos antiguos en un radio de ciento ochenta
kilómetros. Les pregunté si tenían algún folleto reciente sobre
el castillo.
Hizo una pausa para tomar un buñuelo y darle un
mordisco. Los demás esperaron pacientemente mientras
mascaba.
—Me informaron de que no tenían. La última vez que
confrontaron algo sobre «Faynights Castle» fue hace dos años.
—Pero…, pero entonces, ¿qué hay de los dos hombres que
visitaron el castillo la semana pasada por encargo de la
Sociedad? —preguntó Jorge.
—Eso mismo objeté yo —contestó Julián dando otro
bocado—. Y aquí está el intríngulis. Me dijeron que ignoraban
totalmente de qué les hablaba, que nadie había sido enviado
allí por la Sociedad y que, de todos modos, quién era yo.
—¡Troncho! —exclamó Dick, pensando intensamente—.
Entonces… aquellos hombres examinaron y exploraron el
castillo por su propia cuenta.
—Exactamente —confirmó Julián—. Y no puedo evitar
seguir pensando en aquella cara que vimos en la aspillera.
Esos dos hombres tienen algo que ver con el asunto. Es casi
seguro que dichos hombres no tenían la menor relación con
ninguna entidad oficial… Lo dijeron únicamente como excusa,
porque querían averiguar qué clase de escondites podía haber
en el castillo.
Todos quedaron boquiabiertos, sintiendo que una emoción
familiar se iba apoderando de ellos… lo que Jorge llamaba
«sensación de aventura».
—Entonces hubo de verdad una cara en aquella aspillera
de la torre… Y, en cierto modo, algo está ocurriendo allí —
dedujo Ana.
—Sí —confirmó Julián—. Reconozco que lo que imagino
parece demasiado inverosímil, pero creo que pudiera haber la
posibilidad de que los dos científicos desaparecidos se
ocultasen allí. No sé si lo leísteis en el periódico, pero uno de
ellos, Jeffrey Pottersham, ha escrito un libro sobre ruinas
célebres. Podía conocerlo todo sobre «Faynights Castle», ya
que era un castillo muy célebre. Si querían ocultar algo hasta
que se calmara el escándalo causado por su desaparición y
luego escapar a otro país, bien…
—Podían esconderse en la torre y luego salir
silenciosamente de allí cualquier noche, bajar hasta el mar y
alquilar un bote de pesca —gritó Dick, quitándole a Julián las
palabras de la boca—. Atravesarían el Canal de la Mancha en
un instante.
—Sí, eso mismo es lo que yo me imagino —confirmó
Julián—. Casi creo que debo telefonear a tío Quintín y
explicárselo todo. Le describiré la cara lo mejor que pueda.
Siento que todo esto es demasiado importante para que lo
llevemos nosotros solos. Esos hombres pueden estar en
posesión de secretos importantísimos.
—Volvemos a tener una aventura —exclamó Jo con la cara
seria, pero con los ojos muy brillantes—. ¡Estoy contenta de
tomar también parte en ella!
Capítulo 15
Una jornada interesante
Todos se sentían terriblemente excitados.
—Me parece que tomaré el autobús hasta la próxima
ciudad —dijo Julián—. El teléfono de aquí está demasiado a la
vista. Escogeré una cabina en alguna calle, donde nadie puede
oír lo que diga.
—Muy bien, vete tú —contestó Dick—. Nosotros haremos
algunas compras y volveremos a nuestros carromatos. Me
gustaría saber lo que dirá tío Quintín.
Julián se dirigió a la parada del autobús. Los otros
recorrieron las escasas tiendas del lugar e hicieron sus
compras: tomates, lechugas, mostaza y berros, salchichas, tarta
de frutas y fruta en conservas, así como mucha leche en
pequeñas botellas.
Por el camino tropezaron con alguno de los feriantes, que
se mostraron muy corteses. La esposa de Alfredo llevaba una
cesta enorme, casi tan grande como ella misma. Alegremente
les contó:
—Ya veis, yo misma tengo que ir de compras. Ese mal
hombre grandullón es demasiado gandul para hacerlo por mí.
Además, no tiene cabeza. Le digo que me traiga carne y me
trae pescado; le digo que me compre coles y trae lechugas. No
tiene ni pizca de cabeza.
Los niños se echaron a reír. Resultaba tan chocante que el
grandísimo Alfredo, un auténtico tragallamas, se dejara
mandar y regañar por su mujer, tan menuda…
—¡Vaya cambiazo que han dado! Ahora son todos tan
amables… —observó Jorge, complacida—. ¡Ojalá dure! Por
ahí viene el hombre de las serpientes, el señor Slither… Y no
lleva ninguna serpiente consigo.
—Eso faltaba. Si lo hiciera, tendría todo el pueblo para él
solo —replicó Ana—. ¿Qué comprará para dar de comer a sus
reptiles?
—Sólo hacen una comida cada quince días —explicó Jo—.
Engullen…
—No, no me lo expliques —interrumpió Ana con
vehemencia—. No quiero saberlo. Mira, aquí tenemos a
Skippy.
Skippy saludó cariñosamente. Llevaba dos capazos llenos
hasta los topes. Los feriantes, verdaderamente, se cuidaban
bien.
—Deben de ganar mucho dinero —calculó Ana.
—Sí, pero lo gastan tan pronto como lo ganan —aclaró Jo
—. Jamás ahorran. Tanto si la temporada es buena como si es
mala. Debieron de tener buena entrada en su última
exhibición. Todos parecen muy ricos.
Regresaron al campo y disfrutaron de un día muy
entretenido, porque los feriantes, deseosos de corregir el hostil
comportamiento anterior, los recibían con los brazos abiertos.
Alfredo amplió sus explicaciones sobre el arte de tragar fuego
y les mostró cómo colocaba pelotas de algodón en rama en el
extremo de las antorchas y cómo las empapaba en petróleo
para inflamarlas con facilidad.
El hombre de goma deslizó su cuerpo entre los radios de
las ruedas de su carromato, cosa que requería enorme destreza.
También se doblaba hasta enlazar brazos y piernas de manera
tan particular que, en vez de un ser humano, parecía un
enorme pulpo.
Se ofreció a enseñar a Dick cómo hacerlo, pero Dick ni
siquiera logró doblar su cuerpo por completo. Se sintió
defraudado por perder la ocasión de aprender un maravilloso
truco para exhibirse y lucirse en el campo de juego de la
escuela.
El señor Slither les dio una interesante conferencia sobre
reptiles y terminó con algunas informaciones sobre serpientes
venenosas que podían serles muy útiles.
—Por ejemplo, las serpientes cascabel —explicó—, o las
cobras, o cualquier otra serpiente venenosa. Si queréis capturar
una para domarla, no la persigáis con un palo, ni la sujetéis
contra el suelo. Esto la asustaría y no lograríais hacer nada con
ella.
—¿Qué hay que hacer entonces? —preguntó Jorge.
—Bien, habéis de observar sus lenguas partidas —
continuó el señor Slither muy serio—. ¿Sabéis cómo las sacan
y cómo las hacen vibrar?
—Sí —contestaron todos.
—Bien. Pues si una serpiente venenosa mantiene la lengua
tiesa, sin vibrar, tened cuidado —siguió diciendo el señor
Slither solemnemente—. No la toquéis entonces. Pero si su
lengua vibra y no está hinchada, podéis acercar vuestros
brazos a su cuerpo y se dejará coger.
Mientras hablaba, iba haciendo todos los gestos que
describía, como si recogiese una serpiente imaginaria y dejara
deslizarse su cuerpo entre sus brazos. Era fascinante
contemplarle. Parecía un brujo.
—Muchas gracias —dijo Dick—. Cuando trate de capturar
serpientes venenosas, haré exactamente como usted nos lo ha
explicado.
Los demás se rieron. ¡Cómo si la captura de bichos
venenosos fuera un trabajo cotidiano para Dick! Al señor
Slither le complacía tener un auditorio tan atento.
Jorge y Ana, sin embargo, pensaron que, ante una serpiente
venenosa, no se pararían a observar su lengua. Muy al
contrario, echarían a correr inmediatamente.
Había todavía más feriantes sobre los cuales los niños lo
ignoraban todo. Dacca, «El Zancudo», que se calzó unos
zancos muy largos y estuvo bailando para los niños sobre el
techo de su carromato; Pearl, una equilibrista que sabía
caminar y bailar maravillosamente sobre una cuerda, cayendo
después en pie sobre un alambre que había debajo. Y otros,
que tomaban parte también en el espectáculo, aunque sólo
hicieran de comparsas o como números de relleno entre las
atracciones más importantes.
Jo no los conocía a todos, pero pronto hizo buenas
amistades e incluso daba la sensación de encontrarse allí como
en su propia casa, tanto que la pandilla empezó a dudar de que
jamás volviera al hogar de su madre adoptiva.
—Ahora es exactamente igual a todos ellos —observó
Jorge—. Aseada y sucia al mismo tiempo; avara y generosa,
gandula y también trabajadora, igual que hace Bufflo, capaz de
pasar horas y horas practicando incansablemente con el lazo y
en cambio luego deja transcurrir el tiempo tumbado sin dar
golpe. Son gente extravagante. Pero me gustan, lo confieso.
Los demás opinaban lo mismo. Comenzaron a comer sin
Julián, que no había vuelto todavía. ¿Por qué tardaba tanto? Si
sólo tenía que telefonear a su tío.
Por fin llegó.
—Siento venir tarde —se excusó—, pero, en primer lugar,
no contestaban, por lo que tuve que esperar un rato por si tía
Fanny y tío Quintín habían salido. Y aproveché para tomarme
unos bocadillos. Luego volví a llamar y me contestó tía Fanny,
pero me dijo que tío Quintín se había marchado a Londres y
no regresaría hasta la noche.
—¿A Londres? —preguntó Jorge, asombrada—. Pero si no
suele ir nunca a Londres.
—Por lo visto fue por el asunto de los dos científicos
desaparecidos —aclaró Julián—. Él está seguro de que su
amigo Terry-Kane no es un traidor y ha ido a decirlo a las
autoridades. Y, claro, yo no podía esperar hasta la noche.
—¿Les dijiste lo que hemos averiguado? —preguntó Dick,
preocupado.
—Sí, pero se lo tuve que decir a tía Fanny —repuso Julián
—. Me prometió que se lo repetiría palabra por palabra a tío
Quintín cuando éste regresara por la noche. Es una pena que
no pudiera hablarle y saber su opinión acerca de todo esto. Le
dije a tía Fanny que le pida que me escriba inmediatamente.
Después de la merienda volvieron a tumbarse al sol en el
prado. El tiempo era realmente maravilloso. Julián miró hacia
las ruinas del castillo, enfrente de ellos. Fijó su mirada en la
torre en la que habían visto la cara. Estaba tan lejana que
únicamente distinguía la ranura de la aspillera.
—Dame tus prismáticos, Jorge —pidió—. Echaremos otra
ojeada hacia aquella abertura. Sería poco más o menos esta
misma hora cuando vimos aquella cara.
Jorge los cogió, pero no quiso dárselos a Julián sin antes
mirar ella misma primero. Enfocó la ventana. Primero no vio
nada, pero después, súbitamente, se le apareció un rostro.
Jorge quedó tan asombrada que soltó un chillido. Julián se
apoderó de los anteojos y enfocó la ventana, descubriendo a su
vez aquella cara. Sí, era la misma del día anterior, con sus
cejas negras y todas las demás facciones idénticas.
Los anteojos pasaron a Dick y todos fueron turnándose
para observar aquel misterioso rostro. No se movía en
absoluto. Podían verle inmóvil y mirando fijamente. Luego,
cuando le tocó el turno a Ana, desapareció de pronto y ya no
volvió a asomarse.
—Bien… ¡No fue imaginación nuestra! —sentenció
entonces Julián—. Sigue allí. Y donde hay una cara, podemos
creer que hay también un cuerpo. ¿Alguno de vosotros ha
observado si la cara tenía expresión desesperada?
—Sí —confirmó Dick, mientras que los demás asentían
con gestos—. También ayer me lo pareció. ¿Supones que esa
persona, quienquiera que sea, está prisionera allí arriba?
—Eso parece —contestó Julián—. Pero ¿cómo demonios
pueden haberle metido allí? Es un lugar estupendo para
encerrar a alguien, desde luego, pues nadie sospecharía un
escondite semejante. Y si no fuera porque observábamos los
grajos con estos magníficos prismáticos, jamás lo hubiésemos
descubierto. Había una posibilidad entre mil de que le
viéramos.
—Entre un millón —amplió Dick—. ¿Qué te parece,
Julián? Deberíamos ir al castillo y llamarle. Podría
contestarnos a gritos y darnos un mensaje.
—Pero ¿no crees que si hubiera podido dar un mensaje ya
lo habría hecho antes? —opinó Julián—. Sólo conseguiría
hacerse oír sacando la cabeza por entre los muros y no
llegaría, que son demasiado gruesos.
—¿No podríamos encaramarnos y descubrir algo dentro?
—propuso Jorge, deseosa de entrar en acción—. Al fin y al
cabo, Tim entró de alguna manera y nosotros también lo
lograremos.
—¡Buena idea! —aprobó Julián—. Tim encontró una
manera de entrar. Puede que sea el camino que conduzca a la
cima de la torre.
—¡Adelante entonces! —animó Jorge, impaciente.
—Todavía no —frenó Julián—. Nos verían si trepáramos
allá arriba por el exterior de los muros del castillo. Hemos de
hacerlo de noche. Podemos salir cuando aparezca la luna.
Una ráfaga de entusiasmo se apoderó de los cinco. Tim
golpeaba el suelo con su rabo. Había permanecido atento a la
conversación, como si lo entendiera todo.
—También te llevaremos, Tim —prometió Jorge—, por si
nos pasa algo…
—No debe pasarnos nada —protestó Julián—. Únicamente
vamos a explorar y no creo encontrar gran cosa, porque estoy
seguro de que no seremos capaces de hallar la entrada. Sin
embargo, espero que opinéis lo mismo que yo: que no
podemos resolver el misterio de la cara en la ventana nosotros
solos, pero que tenemos necesidad de intentarlo. El trepar
alrededor de las viejas ruinas en seguida es para nosotros un
deber. Lo intentaremos.
—Sí, eso es lo que opino exactamente —confirmó Jorge
—. No seré capaz de dormir tranquila esta noche, lo sé. ¡Oh,
Julián, qué emocionante es todo!
—¡Y tanto! —dijo Julián—. Me alegro de no haber
regresado hoy como pensábamos. De veras, ya estaríamos en
camino si no hubiera sido por el descubrimiento del rostro en
la ventana.
El sol se puso y la temperatura descendió. Se metieron en
el carromato de los chicos y jugaron a las cartas, sin sentir
sueño. Jo era mala jugadora y dejó pronto el juego, que no
entendía bien. Se quedó velando, abrazada al cuello de Tim.
La cena consistió en salchichas fritas y grosellas en
compota.
—Es una pena que en la escuela no nos den comidas como
ésta —observó Dick—. Se prepara sin trabajo y se come con
gusto. Julián, ¿no será hora de irnos?
—Sí —aceptó Julián—. Abrigaos todos, que nos ponemos
en camino inmediatamente. ¡Será una noche llena de emoción!
Capítulo 16
Pasadizos secretos
Esperaron a que la luna se ocultara tras una nube y
entonces, como sombras vivientes, descendieron a toda
velocidad por el prado del campamento. No deseaban ser
vistos por ningún feriante. Saltaron por encima del portillo y
subieron por la carretera. Después continuaron por el sendero
empinado que conducía al castillo, pero, al llegar a la torrecilla
donde se hallaba la entrada al recinto, torcieron a la derecha y
avanzaron arrimados al pie de las grandes y gruesas murallas.
El camino era muy dificultoso, debido a lo escabroso del
terreno y a la mucha humedad que lo hacía resbaladizo. Tim
les acompañaba, excitado por lo inesperado del paseo.
—Ahora, Tim, escucha: queremos que nos enseñes cómo
entraste —le aleccionó Jorge—. ¿Me oyes, Tim? Entra, Tim,
entra por donde lo hiciste esta mañana.
Tim agitó su largo rabo, jadeó y dejó caer la lengua en
señal de que ayudaría en la medida de sus fuerzas.
Inmediatamente se puso a la cabeza de la comitiva,
husmeando el camino.
De pronto se paró y miró atrás. Soltó un débil gemido. Los
demás se apresuraron a alcanzarlo.
En aquel momento, la luna tuvo la mala idea de
desaparecer tras una nube. Julián encendió su linterna y dirigió
el haz de luz hacia el lugar donde estaba Tim. El perro se
mantenía quieto, muy satisfecho.
—Bien, ¿qué hay aquí para que estés tan satisfecho y
contento, Tim? —preguntó Julián, intrigado—. No veo por
parte alguna ningún agujero por el cual podamos entrar. ¿Qué
tratas de mostrarnos?
Tim soltó un pequeño ladrido. Y, repentinamente, trepó
unos ciento veinte centímetros por encima de unas piedras
salientes de la muralla y desapareció.
—Demonios, ¿por dónde se ha ido? —exclamó Julián,
alarmado. Elevó su linterna—. Ya lo veo. Allí falta una piedra,
un gran sillar, y Tim se ha metido por el hueco.
—Aquí está el sillar caído, que ha rodado ladera abajo —
observó Dick señalando un enorme bloque blanco, toscamente
labrado—. Pero ¿cómo ha podido entrar Tim por ahí, Julián?
Esta muralla tiene un grueso enorme y, aunque se desprenda
una piedra, han de quedar muchísimas más detrás.
Julián trepó muro arriba. Alcanzó el hueco dejado por la
piedra desprendida y dirigió el haz de luz hacia el interior.
—¡Caramba! Esto se pone interesante —exclamó—. La
muralla está hueca precisamente en este sitio. Tim se ha
metido en el hueco.
Todos quedaron sobrecogidos por la emoción.
—¿Podemos entrar nosotros y seguir a Tim? —preguntó
Jorge—. Llámale, Julián, para saber dónde está.
Julián llamó por el hueco:
—Tim, Tim, ¿dónde estás?
Le contestó un ladrido distante y amortiguado y,
súbitamente, los ojos de Tim brillaron reflejando la luz de la
linterna. El perro se hallaba en el hondo orificio que partía del
hueco de la piedra desprendida.
—Aquí está —notificó Julián a los demás—. Os diré lo
que me parece que hemos descubierto. Cuando se construyó
esta enorme muralla, debieron dejar este hueco en su interior,
bien para ahorrar piedras o con el propósito de hacer un
pasadizo secreto, no sé con cuál de las dos ideas. La piedra
desprendida ha puesto al descubierto ese hueco. ¿Qué os
parece? ¿Lo exploramos?
—¡Sí, sí! —fue la contestación unánime.
Julián se introdujo por el hueco de la muralla y enfocó la
linterna escudriñando a su alrededor.
—En efecto —gritó—, se trata de una especie de pasadizo.
Es estrecho, sin embargo. Tendremos que agacharnos mucho
para recorrerlo. Ana, tú primero. Así podré ayudarte.
—¿Será respirable el aire? —preguntó Dick.
—Huele a humedad —contestó Julián—. Pero, si
realmente es un pasadizo, ha de haber orificios disimulados
para la entrada de aire fresco. Así va bien, Ana, mantente
siempre junto a mí. Ahora le toca a Jo, luego sigue Jorge y, por
último, Dick.
Pronto se encontraron en el curioso pasadizo que se
extendía por el interior de la muralla. Era en verdad muy bajo
de techo y todos se cansaron de caminar tan agachados. La
oscuridad, además, era absoluta, y aunque cada cual, excepto
Jo, llevaba su linterna, la visibilidad era escasa.
Ana no soltaba la chaqueta de Julián, a la que se agarraba
como un náufrago. No las tenía todas consigo, pero por nada
del mundo hubiera renunciado a ir con los demás.
Julián se paró repentinamente y todos chocaron entre sí:
—¿Qué ocurre? —preguntó Dick desde la retaguardia.
—Aquí hay escalones —contestó Julián—, peldaños que
descienden… Es toda una escalera muy empinada. Tened
mucho cuidado.
Los peldaños eran realmente muy altos.
—Será mejor descender de espaldas —decidió Julián—.
Así podremos sostenernos con pies y manos. Ana, espera que
llegue al fondo y podré ayudarte.
Los escalones bajaban poco más o menos tres metros.
Julián llegó sano y salvo al fondo. Ana se puso de espaldas a
su vez y fue descendiendo, como por la escala de un barco.
Así resultaba mucho más fácil.
Ya en el fondo, encontraron otro pasadizo, más ancho y
alto que el anterior, de lo cual se alegraron todos.
—¿Adonde conducirá éste? —se preguntó Julián,
parándose para reflexionar—. Este pasadizo forma ángulo
recto con la muralla… De manera que ahora hemos
abandonado la muralla exterior… Debemos de encontrarnos
en algún lugar del patio, me figuro.
—Apuesto a que no estamos lejos de la torre —exclamó
Dick—. Creo… espero que este túnel nos lleve hasta ella.
Ninguno podía asegurar con certeza adonde iban a llegar.
Sea como fuere, parecía que se dirigían directamente adonde
querían. Después de recorrer unos veinticinco metros, Julián
volvió a detenerse.
—Otra vez escalones, esta vez subiendo —avisó—. Una
escalera igual que la anterior. Me figuro que estamos en el
interior de un muro del castillo. Probablemente es un pasadizo
secreto que comunica con uno de los antiguos aposentos del
castillo.
Subieron con cuidado los peldaños de piedra y llegaron a
un lugar que ya no era corredor, sino una minúscula habitación
construida en el interior de un muro del propio castillo.
Julián se paró, sorprendido, y los demás fueron metiéndose
como pudieron en el reducido espacio. Verdaderamente no era
mucho mayor que un gran armario. Había un banco estrecho
en un lado y un estante encima de él.
Sobre éste asomaba un viejo cántaro con el asa rota y,
sobre el banco, había un cuchillo roto y enmohecido.
—¡Hay que ver! Es un auténtico cuarto secreto, como solía
haberlos en las mansiones antiguas, para servir de escondite en
caso necesario —explicó Julián—. Nos encontramos en el
interior de los muros del propio castillo, quizás en la pared de
un antiguo dormitorio.
—Y aquí está el viejo cántaro de agua —declaró Jorge—.
Y un puñal. ¿Quién se escondería aquí… y cuánto tiempo
habrá pasado desde entonces?
Dick fue iluminando todos los rincones, tratando de
descubrir más cosas. De pronto soltó una exclamación,
mientras enfocaba una de las esquinas del cuarto.
—¿Qué hay? —preguntó Julián.
—Papel… papel de plata, rojo y azul —explicó Dick—.
Una envoltura de chocolate. ¡Cuántas veces hemos comprado
chocolate envuelto en esta clase de papel, papel de plata con
franjas rojas y azules!
Lo recogió y lo alisó. En efecto, aún podía leerse la marca
del fabricante de chocolate.
Todos se quedaron callados. Esto sólo podía significar una
cosa. Alguien había estado recientemente en este lugar,
alguien que comía chocolate, alguien que había tirado la
envoltura seguro de que jamás sería encontrada.
—Bien —dijo Julián rompiendo el silencio—. Es
sorprendente. Hay otra persona que conoce este camino.
¿Adonde conducirá? A lo alto de la torre, supongo.
—¿No deberíamos tomar precauciones? —advirtió Dick,
bajando la voz—. El que estuvo aquí puede andar cerca.
—Sí, será mejor retroceder —propuso Julián, pensando en
las chicas.
—No —replicó Jorge en voz baja, pero enérgica—.
Sigamos adelante. Tendremos cuidado.
Un pasadizo partía del extraño escondite. Seguía al mismo
nivel durante un trecho, hasta llegar al pie de una escalera de
caracol, que ascendía como un sacacorchos. Terminaba ante
una puertecilla muy estrecha. Tenía por picaporte una gran
anilla de hierro forjado.
Julián dudó si abrir o no la puerta. Tras un minuto de
reflexión, susurró a los que iban detrás de él:
—He llegado ante un portillo, ¿lo abro?
—Sí —le contestaron todos de la misma manera.
Julián asió con cuidado la vieja anilla y la hizo girar
suavemente. No emitió el menor chirrido. Por un momento,
Julián temió que la puerta estuviera sujeta por el otro lado.
Pero no lo estaba. Se abrió silenciosamente.
Julián esperaba encontrar una habitación al otro lado. Se
equivocaba. Se vio en una galería estrecha, que parecía dar la
vuelta por el interior de la torre. Un rayo de luna penetraba a
través de una aspillera y Julián se dio cuenta de que esta
galería rodeaba una sala de la segunda o tercera planta de una
torre…, probablemente la tercera.
Ayudó a pasar a Ana, y los otros tres le siguieron. No se
oía ningún sonido. Julián murmuró a los demás:
—Hemos salido a una sala de la torre, mejor dicho, a una
galería que corona una sala. Debe de ser la segunda planta,
puesto que sabemos que el suelo de la primera está hundido.
También puede ser el tercer piso.
—Tiene que ser el tercero, seguro —opinó Dick—.
Estamos a bastante altura.
Su bisbiseo se difundió por los rincones de la galería y el
eco devolvió sus palabras. Dick había hablado más fuerte que
Julián. Se llevaron un buen susto.
—¿Cómo podremos subir más arriba? —preguntó Jorge—.
¿Tiene alguna salida esta galería?
—La recorreremos y podremos verlo —sentenció Julián—.
¡Por Dios! Haced el menor ruido posible. Yo no creo que haya
nadie aquí, pero nunca se sabe. Y vigilad vuestros pasos.
Puede haber piedras sueltas. Hay muchos escombros por aquí.
Julián abrió marcha por la estrecha y curiosa galería.
¿Había servido alguna vez aquella sala para representaciones,
juegos o actos públicos? ¿Era la galería una especie de
«gallinero» para los espectadores?
Le gustaría poder retroceder en el tiempo, hasta siglos
atrás, y, reclinado sobre la baranda de la galería, contemplar lo
que ocurría en el fondo de la sala, cuando el castillo estaba
lleno de vida.
Después de recorrer un trecho, unos escalones conducían
al fondo de la sala.
Pero, precisamente donde empezaba la bajada, vieron otra
puerta en la pared. Era muy parecida a la que ya habían
atravesado.
Tenía también una gran anilla de hierro en lugar de plomo.
Julián la hizo girar, pero la puerta no se abrió. ¿Estaría cerrada
con llave? Una, muy grande, aparecía metida en la cerradura y
Julián probó a darle la vuelta. A pesar de ello, tampoco pudo
abrir la puerta. Por fin, se dio cuenta de que había, además, un
gran cerrojo.
El cerrojo atrancaba la puerta. Por lo tanto, era de suponer
que alguien se hallaba encerrado en el otro lado. ¿Sería el
individuo cuyo rostro veían por el ventanuco?
Julián se volvió hacia Ana y le dijo al oído:
—Hay una puerta atrancada por nuestro lado. Parece que
llegamos a descubrir el misterio de la cara. Dile a Jorge que
haga subir a Tim.
Ana dio el recado a Jorge y ésta empujó a Tim hacia
adelante. Se coló entre las piernas de Ana y llegó junto a
Julián, como dispuesto a cooperar.
«Probablemente llegamos a la escalera que conduce a la
parte superior de la torre, donde está el ventanillo en que
vimos la cara», pensaba Julián mientras descorría el cerrojo
con todo cuidado.
Empujó la puerta y ésta se abrió. Se quedó escuchando sin
encender la linterna. Luego la encendió.
Tal y como había imaginado, otra escalera de piedra subía
muy empinada. Al final de ella hallarían quizás al prisionero,
quienquiera que éste fuese.
—¡Subamos! —ordenó Julián en voz baja—. ¡Que nadie
haga el menor ruido!
Capítulo 17
Intriga y emoción
Tim tiraba hacia adelante, pero Julián lo sujetaba con
firmeza del collar. Acabó de subir aquella escalera de piedra,
tan angosta y empinada. Los demás le seguían sin hacer ruido.
Todos llevaban suelas de goma en los zapatos, excepto Jo, que
iba descalza. Tim era el que hacía más ruido, porque sus uñas
rascaban contra las piedras.
Al final hallaron otra puerta, a través de la cual percibieron
un extraño ruido, algo así como un sonido gutural. Tim
empezó a gruñir, aunque por lo bajo. Al principio, Julián no
lograba identificar el ruido que provocó el gruñido del perro,
pero luego comprendió de qué se trataba.
—Alguien está roncando ahí dentro. Bueno, algo es algo.
Esto nos facilita la tarea. Puedo echar una mirada para saber
quién es. Sin duda nos encontramos ahora en lo más alto de la
torre.
La puerta no estaba atrancada. Julián abrió y miró al
interior sin soltar el collar de Tim.
Un rayo de luna pasaba por una estrecha aspillera e iba a
caer justamente sobre el rostro de un hombre dormido,
iluminándolo. Julián lo contempló lleno de emoción. ¡Aquellas
cejas! Sí, eran las mismas de la cara que vieron aparecer desde
lejos detrás de la aspillera. «Y también sé de quién se trata. ¡Es
Terry-Kane! —pensó Julián al penetrar más en la habitación
—. Es exactamente igual a la fotografía que apareció en el
periódico. Quizás el otro hombre esté aquí también».
Miró a su alrededor, pero no pudo descubrir a nadie más,
aunque acaso estuviera en el rincón, donde las sombras eran
más densas. Se quedó escuchando.
Únicamente se oían los ronquidos del hombre iluminado
por la luna. No podía percibir ninguna otra respiración. Con la
mano todavía en el collar de Tim, Julián encendió su lámpara
y dirigió el haz luminoso por todo el cuarto, iluminando los
rincones oscuros.
¡Nadie en absoluto! Sólo aquel hombre durmiendo, y, con
gran sobresalto, Julián se percató de que estaba atado con
cuerdas.
Tenía los brazos atados a la espalda y las piernas ligadas
entre sí. Si aquél era Terry-Kane, entonces su tío tenía razón:
aquel hombre no podía ser un traidor, sino al contrario, la
víctima de un rapto. Estaba prisionero.
Entre tanto, todos habían entrado en la habitación y
contemplaban estupefactos al hombre que estaba acostado.
Éste, sin darse cuenta de nada, dormía con la boca abierta y
emitía grandes ronquidos.
—¿Qué vamos a hacer, Julián? —susurró Jorge—.
¿Piensas despertarlo?
Julián asintió y, acercándose al hombre dormido, le tocó en
la espalda. Con un sobresalto, el individuo se despertó y
contempló asustado a Julián, iluminado entonces por los rayos
de la luna. Al fin, se incorporó, quedándose sentado.
—¿Quién eres? —preguntó—. ¿Cómo entraste aquí?
¿Quiénes son esos otros que hay en la sombra?
—¡Escúcheme! ¿Es usted el señor Terry-Kane? —
preguntó Julián.
—Sí, soy yo. Pero ¿quiénes sois vosotros?
—Nosotros acampamos en la colina, enfrente del castillo
—contestó Julián—. Vimos su cara por la aspillera con
nuestros prismáticos y hemos venido a buscarle.
—Pero ¿cómo sabes quién soy? —preguntó el hombre,
más asombrado todavía.
—Hemos leído algo sobre usted en los periódicos —aclaró
Julián— y, además, vimos su retrato. Nos llamaron la atención
sus cejas tan gruesas, que incluso podían descubrirse a través
de los anteojos.
—Está bien. Ahora, ¿puedes desatarme? —pidió el
hombre, muy emocionado—. Tengo que escapar de aquí
inmediatamente. Mañana por la noche, mis enemigos piensan
sacarme de esta torre para llevarme hasta la orilla del mar,
donde hay preparado un barco para pasarme al continente.
Quieren obligarme a revelarles los resultados de mis últimas
investigaciones. No pienso hacerlo, desde luego, pero ya veis
que la vida que me espera no será muy agradable ni tranquila.
—Voy a cortar las cuerdas —dijo Julián sacando su navaja,
y en seguida cortó los nudos que oprimían las muñecas de
Terry-Kane y luego liberó también sus piernas. Tim estaba
preparado para saltar encima del hombre, si éste hacía algún
movimiento sospechoso.
—¡Gracias! Así estoy mejor —suspiró el hombre,
estirando sus brazos.
—¿Cómo se las arreglaba usted para alcanzar la ventana?
—preguntó Julián, mientras el nombre se frotaba los brazos y
las rodillas.
—Cada tarde, uno de mis carceleros me traía comida y
bebida —contestó Terry-Kane—, y me desataba las manos
para que pudiera comer. Mientras tanto, él se ponía a fumar,
sin prestarme atención alguna. Entonces yo me estiraba de
puntillas hacia la ventana, para poder respirar un poco de aire
fresco. No podía estar mucho rato, claro está, pues me
resultaba incómoda la posición y me cansaba pronto. No
comprendo cómo pudisteis descubrir mi cara a través de un
ventanuco tan hondo.
—Gracias a nuestros anteojos —explicó Julián—. Son
muy potentes. Pero también fue la suerte de coincidir con los
momentos en que usted estaba tomando el fresco en la
ventana.
—Julián, oigo un extraño ruido —advirtió Jo
repentinamente. Tenía los oídos como un gato, capaces de
detectar el menor sonido.
—¿Dónde? —preguntó Julián volviéndose bruscamente.
—¡Por las escaleras! —susurró Jo—. Espera, voy a mirar
yo misma.
Se deslizó por la puerta, bajando los empinados escalones
con su andar sigiloso. Llegó a la puerta del fondo, la que daba
a la galería. La traspasó, pero entonces oyó que alguien se
acercaba. Ya estaba en la galería. Jo reflexionó con rapidez. Si
volvía atrás para avisar a los demás, el nuevo personaje podía
subir también y todos quedarían atrapados. A lo mejor
atrancaba la puerta de arriba, dejando seis prisioneros en vez
de uno solo. Decidió, por lo tanto, agazaparse en el suelo, en el
rincón más oscuro de la galería. Las pisadas se acercaron al
lugar en que ella se encontraba y se detuvieron frente a la
puerta. El recién llegado se quedó de una pieza cuando
descubrió el cerrojo descorrido. Se quedó parado un buen rato,
escuchando atentamente. Jo creyó que por fuerza tenía que oír
el latido de su corazón, que tan fuertemente redoblaba en su
pecho. Y no se atrevió a gritar para dar la alarma a sus amigos,
porque, si lo hacía, caerían en poder del recién llegado.
Entonces Jo oyó a Julián llamándola por la escalera de
piedra:
—¡Jo, Jo! ¿Dónde estás? —y le pareció que bajaba las
escaleras en su busca.
«¡No vengas, Julián! —gritó mentalmente Jo—. ¡No
vengas, por Dios!»
Pero Julián se acercaba al galope, y tras él, Terry-Kane y
Dick, seguidos de las chicas y Tim, todos hacia el camino de la
luz.
El hombre que estaba al pie de la escalera quedó todavía
más estupefacto al oír voces y pisadas. Reaccionó pronto y
cerró la puerta con el cerrojo. Las pisadas en la escalera
cesaron inmediatamente.
—¡Eh, Jo! ¿Eres tú? —gritó Julián—. Abre la puerta.
Le contestó una voz desconocida:
—La puerta está cerrada. ¿Quién es usted?
Hubo un profundo silencio.
Luego contestó Terry-Kane:
—¿Conque está usted de regreso, Pottersham? Abra
inmediatamente la puerta.
«¡Caracoles! —pensó Julián—. De manera que el otro
científico también está aquí. ¡Jeffrey Pottersham! Debe de ser
él quien ha raptado y encerrado a Terry-Kane. ¡Santo Dios! ¿Y
qué le habrá ocurrido a Jo?»
El hombre que estaba frente a la puerta permanecía
inmóvil. No sabía qué hacer. Jo estaba encogida y escuchaba
con toda atención. Por fin oyó que el hombre decía:
—¿Quién le ha desatado? ¿Quién hay con usted?
—Escuche, Pottersham —se oyó de nuevo decir a Terry-
Kane con energía—. Estoy harto de tantos disparates. Usted ha
de estar loco para actuar de esta manera. Engañarme,
raptarme, decirme que va a llevarme al continente en un barco
de pesca y todo lo demás. Aquí hay cuatro niños que vieron mi
cara por la ventana y vinieron a descubrir lo que había aquí.
—¿Niños? —exclamó Pottersham, sorprendido—. Pero
¿cómo puede ser, en plena noche? ¿Cómo subieron a la torre?
Yo soy el único que conoce el camino.
—Pottersham, abra la puerta de una vez —gritó furioso
Terry-Kane, dando una patada a la puerta. Sin embargo, ésta
era maciza y fuerte.
—Volveos a la torre todos juntos —ordenó Pottersham—.
Yo me voy en busca de nuevas órdenes. Me parece que
también tendremos que raptar a esos chiquillos, Terry-Kane.
De veras se arrepentirán de haber husmeado y descubierto su
cara. Esto les pasa por meterse donde no les importa. No les
gustará la vida del lugar adonde les llevaremos.
Pottersham dio media vuelta y se marchó por donde había
venido. Jo dedujo que seguía el mismo camino que ellos
habían descubierto y esperó hasta comprobar que se había
alejado lo suficiente. Entonces se alzó hacia la puerta para
golpearla con todas sus fuerzas.
—¡Dick, Dick!
En el acto oyó la contestación y los pasos de Dick.
—¡Jo! ¡Jo! ¡Descorre el cerrojo, de prisa!
Jo lo descorrió, pero la puerta no se abría. Mientras tanto,
se había acercado también Julián, que aconsejó:
—¡Dale la vuelta a la llave, Jo! Habrá cerrado con ella
también.
—¡Julián! ¡Pero si la llave ha desaparecido! —gritó Jo,
zarandeando en vano la puerta al tiempo de descorrer el
cerrojo—. Ha echado la llave y se la ha llevado. ¿Cómo podré
salvaros?
—No puedes —contestó Dick—. Sin embargo, estás libre
para ir a avisar a la policía. Corre ahora mismo. Sabes el
camino, ¿verdad?
—No tengo linterna —se lamentó Jo.
—¡Diablos! Eso no lo podemos arreglar —dijo Dick—. A
menos que podamos darte una de las nuestras. Será mejor que
esperes la luz del día. Podrías perderte por esos pasadizos tan
oscuros. No hay más remedio que esperar hasta mañana.
—Los pasillos seguirán oscuros de madrugada —exclamó
Jo—. Será mejor que me ponga en camino ahora mismo.
—¡No! Tienes que esperar hasta mañana —ordenó Julián,
temiendo que Jo se extraviara en el laberinto de pasadizos y se
perdiera para siempre. Podría caer en las mazmorras. El solo
pensamiento le daba escalofríos.
—Conforme —aceptó Jo—. Esperaré hasta mañana. Me
tenderé en esta galería, arrebujada, y no tendré frío. Hace
buena temperatura.
—¡Te será muy duro! —observó Dick—. Nosotros
volvemos a la habitación de arriba. Llámanos si ocurre algo.
¡Qué suerte que hayas quedado libre tú!
Jo se acomodó como pudo en el suelo, pero le fue
imposible conciliar el sueño. El suelo estaba muy duro y las
piedras eran muy frías. Entonces se acordó del cuartito en el
que vieron el cántaro, el cuchillo y el envoltorio de chocolate.
Sería un lugar mucho mejor para dormir. Podría incluso
echarse sobre el banco.
Se levantó y trató de recordar el camino. Todo lo que tenía
que hacer era recorrer la galería hasta llegar a la puertecita que
daba a la escalera de caracol.
Hizo el camino con todo cuidado hasta la puerta. A tientas
buscó la anilla de hierro y la hizo girar. La puerta se abrió. La
oscuridad era absoluta. No podía ver nada delante de ella.
Adelantó un pie con cuidado. ¿Estaría ya allí el primer peldaño
de la escalera de caracol?
Comprobó que así era, en efecto; se sujetó con ambas
manos a las paredes de piedra y fue descendiendo, despacio,
escalón tras escalón.
«¡Dios mío! ¿Iré por buen camino? ¡Esta escalera parece
no acabarse nunca! —se dijo angustiada Jo—. No me gusta
nada, pero he de seguir adelante».
Capítulo 18
Jo vive sola una extraordinaria aventura
Por fin llegó al final de la escalera de caracol. El suelo
volvía a estar nivelado y Jo recordó el corto pasadizo que
conducía desde el pie de la escalera hasta el cuarto secreto.
Bien, muy requetebién. Ahora llegaría a la habitación y podría
echarse a dormir en el banco.
Atravesó el umbral del cuarto secreto sin darse cuenta.
Tanteó por las paredes y de pronto notó la esquina del banco.
—¡Al fin he llegado! —exclamó en voz alta, sin percatarse
de la imprudencia. Y entonces, ¡pobre Jo!, sufrió un terrible
susto. Se sintió rodeada por unos fornidos brazos, que le
impidieron moverse. Se revolvió como una fiera, pero de nada
le sirvió. El corazón le latía con gran fuerza. ¿Quién sería?
¡Ah, si tuviese una luz!
Entonces se encendió una linterna, enfocándole el rostro.
—¡Ajá! Tú debes ser Jo, supongo —exclamó la voz de
Pottersham, que surgía de la oscuridad, detrás de la lámpara—.
Ya sospechaba yo que podías estar por ahí cuando oí que uno
de los chicos te llamaba desde dentro. Deduje que te habías
quedado fuera y esperé a que vinieras a este cuarto para
echarte aquí en el banco.
—¡Suélteme! —chilló Jo con fiereza, mientras se revolvía
como un gato salvaje, pero el hombre la sujetaba con más
ahínco. Era un hombre fortísimo.
De repente, Jo bajó la cabeza y le mordió en la mano. Él
dio un grito y aflojó instintivamente. Jo casi se sintió libre,
pero el individuo volvió a estrechar los brazos en torno a ella y
la zarandeó como un muñeco.
—Tú, fiera salvaje, no vuelvas a hacerlo.
Sin embargo, Jo volvió a morderle de nuevo, incluso con
más fuerza que antes. Entonces el hombre la tiró al suelo. Jo
gateó rápidamente hacia la salida del cuarto, pero el hombre le
cortó el paso y volvió a sujetarla.
—Voy a atarte —amenazó el hombre, furioso—. Te ataré
de manera que no puedas moverte y te dejaré sola en la
oscuridad hasta que esté de regreso.
Sacó una cuerda del bolsillo derecho de su chaqueta y ató a
Jo firmemente. Las manos quedaron en la espalda y las piernas
soldadas por estrechos nudos.
La niña cayó al suelo, gruñendo e insultando al hombre
con todas las palabrotas que conocía.
—Bien, ahora ya estás fuera de juego por mucho tiempo
—dijo Pottersham mientras se chupaba la mano mordida—.
Yo me voy. Deseo que disfrutes del suelo frío y de la
oscuridad, fierecilla salvaje.
Jo oyó cómo se alejaban sus pisadas. Deseaba insultarse a
sí misma por no haber supuesto que él la esperaría en algún
sitio. Ahora ya no podía buscar la ayuda que los otros
necesitaban. Su propia situación era peor aún que la de ellos,
puesto que la habían atado.
¡Pobre Jo! Exhausta, iba adormilándose. La batalla terrible
vivida la había agotado. Estaba tendida contra la pared, pero
de una manera tan incómoda que cada cinco minutos se
despertaba inquieta.
De pronto una idea le vino a la mente. Se acordó del
hombre de las ligaduras, de cómo sabía libertarse con todo el
cuerpo atado con cuerdas. Muchas veces le había observado la
forma en que se desligaba fácilmente. ¿No podría valerse ella
de alguno de sus trucos?
«El hombre de las ligaduras saldría de este trance en dos
minutos», pensó. Y empezó a forcejear para intentar librarse.
Pero ella no era el hombre de las ligaduras y, tras una hora de
intentos vanos, se sintió tan rendida que volvió a dormirse
profundamente.
Cuando se despertó se sintió mejor. Intentó incorporarse y
sentarse para poder reflexionar con calma y serenidad.
«Primero desataba un nudo —pensó, recordando la técnica
del hombre de las ligaduras—. Al principio, no sabrás qué
nudo es el principal. Cuando lo sepas, serás siempre capaz de
desatarte en dos minutos. Pero, ante todo, importa descubrir el
nudo clave».
Todo esto se lo decía a sí misma, mientras trataba de
encontrar el nudo importante para deshacerlo. Por último notó
una ligazón más débil que las demás. Era el que ligaba la
muñeca izquierda con la derecha. Giró su mano hasta que el
pulgar alcanzó el nudo. Tiró y apretó hasta que consiguió
aflojarlo algo. Ya podía controlar mejor esta mano, pero ¡si
pudiera disponer de una navajita! Se arreglaría como pudiera a
fin de agarrarla entre el pulgar y los otros dedos y quizás
alcanzara a cortar la cuerda.
De pronto perdió la paciencia y, al dar un fuerte tirón,
chocó con la cabeza contra el banco. Golpeó contra algo, que
cayó al suelo con ruido metálico. Jo se extrañó. ¿Qué sería
aquello?
«¡Aquel cuchillo viejo y enmohecido! ¡Qué suerte! Si
puedo alcanzarlo estoy salvada», se dijo.
Se revolcó por el suelo hasta hacer contacto con el cuchillo
y se puso de espaldas encima, hasta que logró colocarlo de
forma que pudiese alcanzarlo con el pulgar.
Se enderezó, inclinó el cuerpo hacia delante e hizo todo lo
posible para que la hoja del cuchillo rozara la cuerda que ataba
sus manos. Resultaba dificilísimo, porque tenía poco juego en
las muñecas.
Maniobró con tanta fuerza que pronto se cansó de nuevo.
Le fue necesario descansar. Luego, aunque con menos
energías, volvió a intentar y otra vez le fue preciso el reposo.
Por tercera vez lo intentó. Aquélla fue la vencida: la cuerda
cedió por último, liberando casi las manos. Siguió
maniobrando con el nudo.
Jo tardó en conseguir la total liberación, pero la logró al
fin. Un súbito temblor atacó sus manos y le impidió llegar
hasta las piernas. Pero, tras un buen descanso, terminó por
deshacer las ligaduras de las piernas y liberarse totalmente.
—Bien, gracias a Dios aprendí algunos trucos del hombre
de las ligaduras —se dijo en alta voz—. Sin recordarlos, nunca
habría podido desatarme.
No tenía idea de la hora que era. La oscuridad de aquella
habitación resultaba impenetrable. Se levantó. Las piernas no
la sostenían. Dio unos cuantos pasos y volvió a sentarse. Al
fin, las piernas se recuperaron e intentó de nuevo alzarse.
«Ahora he de encontrar la salida —se dijo—. ¡Qué falta
me está haciendo una linterna!»
Descendió con cuidado la escalera de piedra que bajaba del
cuartito y llegó al amplio pasadizo que pasaba por delante del
patio; lo recorrió satisfecha de haber hallado un camino recto y
subió a la escalera que había en el interior de la muralla.
Jo trepó contenta, sabiéndose ya en buen camino, aunque
todavía reinaba la oscuridad. Llegó al otro pasadizo, el que
pasaba bajo la muralla y con tan poca altura de techo que la
obligaba a andar agachada. No obstante, Jo exhaló un suspiro
de alivio. Seguro que pronto encontraría la piedra desprendida
y vería por fin la luz del día. Sin embargo, mucho antes de
llegar allí, vio ya la luz. La vislumbró muy lejana y pequeña.
Primero no sabía lo que era hasta que fue agrandándose a
medida que avanzaba. ¡Al fin!
«¡Luz del día! Gracias a Dios», se dijo. Alcanzó el agujero,
saltó por él y se sentó feliz, bebiendo con fruición los rayos del
sol. Eran cálidos, brillantes y muy confortables. Después de la
oscuridad de los pasadizos, aquel raudal de luz la embriagada.
De pronto, se dio cuenta de que el sol estaba muy alto en el
firmamento. ¡Santo Dios! Ya debía de ser el mediodía.
Oteó desde su sitio por el exterior de la muralla. Ahora que
se sabía tan cerca de la libertad, temía que pudiera haber
alguien acechándola. ¡Nadie! ¡No había nadie!
Jo se deslizó muralla abajo y corrió por el sendero de la
colina. Corría descalza como una cabrita. Llegó por fin a la
carretera y siguió hasta llegar al campamento.
Estaba a punto de saltar el portillo cuando se detuvo para
reflexionar. Julián le había ordenado que fuera a avisar a la
policía. Pero Jo, como buena gitana, tenía pánico a los
guardias. Ningún gitano quiere tratos con la policía. Jo se
estremeció pensando que no tenía otro remedio que hablar con
un guardia.
«No —pensó—. Prefiero contárselo todo a tío Fredo. Él
sabrá lo que hay que hacer».
Mientras atravesaba el prado, vio a una persona extraña.
¿Quién era? ¿Podía ser aquel malvado que la había atado? Ella
no lo había visto en la claridad y temía que pudiera ser él.
Observó que hablaba muy nervioso con algunos de los
feriantes. Éstos le escuchaban con atención, pero Jo se daba
cuenta de que ellos le tomaban por loco. Se acercó
sigilosamente y oyó que preguntaba por Julián y los demás. El
hombre se impacientaba con los titiriteros, porque éstos
declaraban no saber dónde estaban los niños.
«Seguro que es el hombre que se llama Pottersham», pensó
Jo ocultándose debajo de un carromato. Se mantuvo oculta
hasta que el individuo se alejó, yéndose hacia la carretera con
el rostro enrojecido y amenazando con avisar a la policía. Jo
salió del escondite y los feriantes la rodearon en seguida.
—¿Dónde has estado? ¿Dónde están los demás? Este
hombre preguntaba por ellos y quería saber dónde estabais.
Parece medio loco.
—Es un hombre malo —reveló Jo—. Os contaré todo lo
que sé de él y también dónde están los demás. Hemos de ir a
rescatarlos.
Con lo cual, Jo entró de lleno en su relato con el mayor
entusiasmo, empezando por la mitad, retrocediendo luego al
principio, introduciendo sus omisiones anteriores y
revolviéndolo todo. Cuando terminó, todos la miraban,
admirados. No sabían de lo que se trataba, pero captaron unos
cuantos hechos.
—¿Pretendes decirnos que esos chicos están encerrados en
aquella torre de ahí arriba? —resumió Alfredo, aún
sorprendido—. Y que hay un espía con ellos.
—No, no es un espía, es un hombre bueno —explicó Jo—.
Ellos le llaman un científico, muy, muy sabio.
—Aquel hombre que acaba de irse dijo que él era un… un
«cientilífico» —intervino Skippy, tropezando con la palabra,
que no le era familiar.
—Bueno, es un hombre malo —aseguró Jo con firmeza—.
Probablemente es un espía. Él raptó al hombre bueno, el que
está en la torre, para llevárselo a otro país. Y también me ató a
mí, tal como os lo conté. ¡Mirad mis muñecas y mis piernas!
Las huellas de Jo les disgustaron. Los saltimbanquis las
contemplaron en silencio, hasta que Bufflo dio un chasquido
con su látigo que hizo pegar un brinco a todos.
—Vamos a rescatarlos —propuso—. Esto no es cosa de la
policía. Es cosa nuestra.
—Cuidado, que vuelve aquel «cientilífico» —advirtió
Skippy. En efecto, se aproximaba a través del prado para hacer
más preguntas.
—Ahora verá —murmuró Bufflo. Todos los feriantes
esperaron en silencio. Cuando llegó le rodearon
estrechamente. Se pusieron a caminar prado arriba,
arrastrándolo con ellos. Él no pudo sustraerse. Fue empujado
hacia un carromato y, antes de que la multitud se apartara, se
encontró cuerpo a tierra, sólidamente atado por el hombre de
las ligaduras.
—Bien, ya te hemos atrapado —dijo el hombre de las
ligaduras—. Y ahora vamos a empezar la segunda parte de
nuestra tarea.
Capítulo 19
Jo vuelve a actuar
El «cientilífico», como Skippy se empeñaba en llamarle,
fue encerrado en un carromato vacío, con las puertas y
ventanas bien cerradas para acallar su vocerío. Cuando el
hombre de las serpientes abrió la puerta e hizo entrar a una de
sus boas, el científico se aplacó y cesó el escándalo por fin.
El hombre de la serpiente dejó entonces que saliera otra
vez la pitón. El hombre encerrado en el carromato había
aprendido a callar. A partir de ese momento, ya no volvió a
oírsele más.
Luego, todos los del campamento se reunieron para
conferenciar. Lo hicieron sin precipitación, porque habían
acordado no tomar decisiones hasta la noche.
—Si nos ponemos en camino a la luz del día, en seguida se
presentará la policía —advirtió Alfredo—. Nos impedirán
actuar y no nos creerán una sola palabra. Nunca dan crédito a
lo que decimos.
—¿Cómo haremos para rescatarlos? —preguntó Skippy—.
Será necesario ir por los extraños pasadizos y escaleras de
piedra. La verdad es que no me gusta mucho todo esto.
—No es nada agradable —confirmó Jo—, pero de todos
modos es inútil. La puerta que da al cuarto de la torre está
cerrada, ya os lo dije. Y aquel hombre se llevó la llave.
—¡Ah! —exclamó Bufflo poniéndose en pie—. ¿De
manera que él tiene la llave? Pues se la voy a quitar.
—No pensé en ello, la verdad —confesó Jo, mirando como
Bufflo subía brincando las escaleras del carromato. A los
pocos minutos, salió de nuevo y volvió a reunirse con sus
compañeros.
—No tiene llave alguna —manifestó—. Dice que nunca
tuvo ninguna. Y añade que todos estamos locos y que él dará
parte a la policía de este atropello.
—No le será fácil ir ahora a la policía —se chanceó la
mujer de Alfredo sonriendo—. Habrá escondido la llave o la
habrá entregado a algún cómplice.
—Bien, está claro que por ahora no podemos entrar en la
torre por aquella puerta —dijo el domador de serpientes, que
parecía tener más clara la cabeza que los demás—. ¿Hay otra
manera de entrar en aquel cuarto?
—Únicamente por la ventana —contestó Jo—. Por aquel
ventanuco de allí arriba, demasiado alto para cualquier
escalera, desde luego. De todos modos, antes hemos de llegar
al gran patio y, para esto, hemos de escalar la gran muralla de
afuera.
—Eso es fácil —opinó el hombre de goma—. Yo puedo
trepar por cualquier muro, pero quizás el de la torre me resulte
demasiado elevado.
—¿Puede pasar alguien por la ventana? —preguntó Bufflo
fijando su vista en la torre.
—¡Oh, sí! Es más grande de lo que parece —contestó Jo
—. Sólo que es muy profunda, porque los muros son muy
gruesos, ¿comprendes? Aunque me figuro que allí en lo alto
son menos profundos que aquí. De todas maneras, Bufflo,
¿cómo podremos alcanzar la ventana?
—Puede hacerse —contestó Bufflo—. No es tan difícil.
¿Nos puedes prestar una cuerda de escalada, Jekky? —añadió
dirigiéndose al hombre de las ligaduras.
—Sí —contestó Jekky. Jo sabía ya de qué se trataba. Eran
unas cuerdas muy gruesas, con palos atados de trecho en
trecho para servir de apoyo a pies y manos.
—¿Y cómo vas a colgar la cuerda de escalada? —preguntó
Jo, extrañada.
—Puede hacerse —volvió a contestar Bufflo. Y
continuaron discutiendo los planes.
Jo se sintió repentinamente hambrienta y abandonó la
reunión para ir en busca de algo que comer. Cuando volvió,
todo parecía ya resuelto.
—Nos pondremos en camino tan pronto como oscurezca
—le explicó Bufflo—. Tú no vendrás, Jo. Es tarea de hombres.
—¡Claro que iré! ¡No faltaría más! —protestó Jo,
indignada ante el pensamiento de que la dejaran atrás—. Son
mis amigos, ¿verdad? Por lo tanto, debo ir.
—¡No irás! —repitió Bufflo. Jo se propuso escapar,
esconderse y prepararse para seguirles.
Serían ya las seis de la tarde cuando Bufflo y el hombre de
goma desaparecieron en el carromato de Jekky, en donde lo
prepararon todo. Jo trató de curiosear, pero la echaron fuera.
—Esto ya no es trabajo tuyo —le dijeron. Y le dieron con
la puerta en las narices.
Al llegar el anochecer, un pequeño grupo salió del
campamento. Habían buscado a Jo para cerciorarse de que se
quedaba en el campamento, más ésta había desaparecido.
Bufflo iba delante, cuesta abajo. Parecía gordísimo, porque
llevaba la cuerda arrollada a su cuerpo. Le seguía el señor
Slither, envuelto en una de sus boas, y, por último, el hombre
de goma con el señor Alfredo.
Bufflo también llevaba un látigo, aunque nadie sabía para
qué. En realidad, Bufflo nunca se separaba de su látigo.
Formaba parte de su indumentaria normal y, por lo tanto, nadie
se intrigó demasiado por él.
Tras ellos, como una pequeña sombra, se deslizaba Jo.
¿Qué iban a hacer? Ella había vigilado la ventana de la torre
durante aquellas horas de espera. Al hacerse oscuro, divisó una
luz que se encendía y se apagaba continuamente.
«Eso es Dick o Julián haciendo señales —se dijo—. Se
habrán extrañado de no recibir en todo el día la ayuda que yo
les prometí. Ellos no saben que fui atrapada y atada. Tendré
que contárselo cuando volvamos a estar juntos».
El pequeño grupo llegó al portillo y lo saltó. Siguió por la
carretera y luego subió por el sendero hacia el castillo.
Llegaron a la muralla. El hombre de goma tomó carrera y
trepó por la muralla como si fuera un camino normal. Llegó a
la cima y desapareció por el otro lado.
—Lo ha logrado —comentó Bufflo—. Como es de goma,
todo es facilísimo para él.
Un largo silbido se dejó oír del otro lado de la muralla.
Bufflo desató una cuerda fina que llevaba arrollada a su
cuerpo, ató una piedra y la lanzó por encima de la muralla.
Toda la cuerda se alzó con el impulso y siguió a la piedra
como un largo gusano.
—¡Plaff! —oyeron como caía la piedra por el lado opuesto
del muro. Otro leve silbido les hizo saber que el hombre de
goma acusaba recibo de la cuerda.
Bufflo acabó de desenrollar la cuerda de escalar de su
cuerpo y entre él y los demás la extendieron. Luego ataron su
extremo a la cuerda más fina que pendía de la muralla.
El hombre de goma, desde el otro lado, fue tirando del
grueso cordel y, cuando ya lo hubo enrollado casi todo, la
cuerda de escalar empezó a subir culebreando como una
oruga. Los palos que atravesaban el trenzado le daban todavía
más el aspecto de los aros que marcaban el cuerpo de un reptil.
Jo contemplaba escondida la maniobra. Sí. Estaba bien
pensado. Era una manera fácil e ingeniosa de salvar la muralla,
pero le parecía imposible que de aquel modo pudieran alcanzar
también el ventanuco de la torre.
Se volvió a oír un silbido. Bufflo soltó el extremo de la
cuerda y ésta dio contra un muro y quedó colgando
verticalmente. Entonces él tiró de la cuerda para comprobar si
estaba bien sujeta. En efecto, el hombre de goma la había
asegurado firmemente. Ya no había peligro en subir. Seguro
que aguantaría bien el peso de cualquiera sin ceder.
Bufflo fue el primero en iniciar la escalada, utilizando los
pequeños travesaños como soporte para sus pies, mientras que
con las manos sujetaba la cuerda haciendo presión hacia
arriba.
Los demás hombres subieron asimismo con facilidad por
la cuerda. Jo esperó a que subiera el último y luego se agarró a
su vez a la cuerda. Como un gatito, trepó rápidamente y llegó
al lado de Bufflo, en el interior de la muralla.
Él se quedó pasmado. Le dio una bofetada y Jo hubo de
apartarse en seguida para evitar otra. Estaba intrigada por ver
cómo alcanzarían la muralla y, además, se sentía segura de
poder prestar su ayuda.
Los cuatro hombres, iluminados por la luz de la luna,
miraban hacia la ventana de la torre. Hablaban entre sí en voz
baja, mientras el hombre de goma desataba el cordel grueso de
la cuerda y la arrollaba como para hacer un lazo. La cuerda de
escalada quedó pendiente de la muralla.
Jo oyó circular un coche por la carretera al pie de la colina
del castillo. Percibió cómo frenaba e iniciaba una maniobra.
Parte de su atención estaba absorbida por los hombres. No
obstante, siguió atenta al ruido del coche en la carretera.
El coche paró su motor y ya no se oyó más ruido. Jo lo
olvidó por unos minutos, pero luego volvió a escuchar,
intrigada. ¿No eran voces las que sonaban acercándose?
Escuchó con toda atención. Volvió a percibir el ruido. No
había duda: eran voces que se acercaban.
Jo contuvo la respiración. ¿Era posible que aquel horrible
hombre…? ¿Cuál era su nombre? ¿Pottersham?… ¿Podría
haber organizado un plan para que sus infames compinches se
llevasen esta misma noche al señor Terry-Kane y a los niños
hasta el continente? A lo mejor ya tenían alquilada la barca de
pesca de José, el viejo pescador, y todos se marcharían sin que
nunca más se volviera a saber de ellos.
Jo se atormentaba con estos pensamientos. Era muy
posible que el señor Pottersham hubiera recibido nuevas
órdenes y que le hubiera sobrado tiempo para organizarlo todo
antes de visitar el camping, donde había sido apresado y
encerrado en el carromato.
¡Oh, santo Dios! Era necesario que avisara a su tío
Alfredo, a quien veía a la luz de la luna conferenciando con los
otros.
«Me pegará si me ve —pensó Jo frotándose la oreja
izquierda, que aún le dolía a causa del cachete de Bufflo—. No
me harán caso, lo sé. Pero debo intentarlo».
Con todo cuidado, se acercó al grupo de hombres. Vio
como Bufflo sacaba de su bolsillo una navaja en forma de
puñal y lo ataba al extremo de la cuerda que sostenía el
hombre de goma. En seguida comprendió lo que trataba de
hacer y corrió hacia él.
—¡No, Bufflo, no! No tires ese cuchillo allá arriba. Podrías
herir a alguno. ¡No, por favor!
—Fuera de aquí, mocosa —contestó Bufflo, indignado,
levantando la mano para pegarle de nuevo. Pero Jo se
escabulló. Rodeó el grupo y se acercó a su tío.
—¡Tío Fredo! —le dijo en tono conciliador—. Oigo voces.
Escucha. Me figuro que son aquellos…
Alfredo la apartó bruscamente:
—¡Jo! ¡Entrometida! ¿Vas a callarte de una vez? Eres más
pesada que una mosca zumbante.
El señor Slither la llamó:
—Ven aquí, Jo. Si quieres ser útil, cuídate de Beauty. No
tardará en estorbarme.
Y dicho y hecho, le colocó la serpiente sobre los hombros.
Beauty silbó y se enrolló alrededor del cuerpo de Jo, mientras
ella la sujetaba por la punta del rabo. Ella quería mucho a
Beauty, pero en aquella ocasión no le hacía gracia el
encarguito. Se mantuvo alerta, a la expectativa, espiando lo
que iba a hacer Bufflo, aunque ya se lo imaginaba y su
corazón latía lleno de temor. Él intentaría lanzar el cuchillo por
la ventana, como únicamente él podía hacer con pericia.
«Pero si, al caer de la ventana, hiriera a alguno de los
cuatro o bien al señor Terry-Kane… —pensó, llena de pánico
—. Puede herir a Dick o a Tim. ¡Oh, cómo deseo que Bufflo
no llegue a intentarlo!»
Volvió a oír voces. Esta vez procedían justamente del otro
lado de la muralla.
Sin duda pensaban meterse por los pasadizos secretos para
llegar al cuarto de la torre. Jo estaba segurísima de ello.
Llegarían allí antes de que Bufflo y los otros hubiesen acabado
de organizar su plan de rescate. Se imaginó a los cuatro niños
arrastrados escaleras abajo y también a Terry-Kane. ¿Los
defendería Tim? Seguramente lo haría, pero los hombres
sabrían defenderse. Ellos conocían ya la existencia de un perro
allí dentro, puesto que Tim ladró la noche anterior.
«¡Oh, santo Dios! —pensó Jo, desesperada—. Tengo que
hacer algo… Pero ¿qué puedo hacer yo?»
Capítulo 20
Un montón de emociones
Jo tomó una decisión: seguiría a aquellos hombres a través
de los pasadizos y trataría de avisar a los otros, gritando al
llegar cerca del cuarto de la torre. Les ayudaría fuera como
fuera. Bufflo y sus compañeros seguramente llegarían tarde.
Jo corrió a la muralla. En un santiamén subió
descendiendo luego por la escalera de cuerda dejada allí.
Después siguió corriendo hasta el lugar donde la piedra
desprendida señalaba el boquete de entrada en la muralla.
Beauty, la boa, se llevó una gran sorpresa al encontrarse en
el suelo mientras Jo corría. No estaba acostumbrada a estos
tratos. Se quedó formando anillas con su cuerpo,
completamente desconcertada. ¿Adonde demonios se había
ido aquella traviesa muchacha? Beauty quería a Jo, porque
siempre la trataba bien.
Se deslizó reptando en pos de ella. También trepó por el
muro y descendió fácilmente por el otro lado, ya que ella no
necesitaba la ayuda de la cuerda como Jo. Siguió reptando
rápidamente tras Jo. Era magnífico verla culebrear cuando
avanzaba de prisa.
Llegó al agujero del muro. ¡Ah, cómo disfrutaba con los
agujeros! Se metió dentro después de Jo. La alcanzó
justamente al final del pasadizo bajo, que la chica tenía que
recorrer agachada. Chocó con sus piernas y en seguida volvió
a enroscarse en su cuerpo.
Ésta soltó un pequeño chillido hasta comprender de qué se
trataba:
—Beauty, te va a castigar el señor Slither por escaparte
conmigo. Vuelve a tu sitio. No te enrosques en mi cuerpo, que
yo tengo cosas muy importantes que hacer. ¡Vete!
Pero Beauty no era como Tim. Ella sólo obedecía cuando
quería, y no estaba dispuesta a obedecer en aquel momento.
—Bueno, ven conmigo si quieres —dijo Jo por fin,
después de haber tratado en vano de apartarla—. Me harás
compañía, supongo. Pero, por favor, no silbes de esta manera,
Beauty. Pareces un barco soltando vapor en este estrecho
pasadizo.
No tardó Jo en bajar la escalera que conducía al túnel
debajo del patio. También Beauty bajó los escalones, aunque
algo sorprendida por la bajada. Anduvieron por el túnel todo
recto y Beauty se adelantó. Jo le pisaba a veces la cola.
Otra vez escaleras. Esta vez para arriba y por el interior del
grueso muro del castillo. Algo que brillaba delante de ella hizo
que Jo se parara de súbito. Se puso a escuchar, pero nada oyó.
Avanzó con sigilo y encontró que en el cuartito secreto habían
abandonado una linterna encendida. Debía de pertenecer a
alguno de los hombres que pasaron antes que ella.
Vio el cuchillo enmohecido en el suelo, allí donde lo había
dejado ella la noche anterior, y se echó a reír. También estaba
allí la cuerda con la que le habían atado brazos y piernas.
Jo siguió adelante por el pasadizo que conducía a la
escalera de caracol. Ahora percibía algún ruido. Trepó por los
escalones de piedra, enfadada con Beauty porque ésta la había
empujado y casi la había hecho caer en el tropiezo. Llegó por
último a la puerta que le separaba de la galería. ¿Se atrevería a
abrirla? ¿Y si los hombres estaban justamente al otro lado?
La entreabrió cautelosamente. Al otro lado reinaba una
oscuridad absoluta, pero Jo sabía que ya se encontraba en buen
camino. Beauty, de repente, se enroscó amorosamente
alrededor de su cuerpo. Jo no logró desenroscarla y tuvo que
entrar en la galería con Beauty firmemente abrazada a ella.
Y entonces, ¡qué espantoso ruido! Se quedó casi
paralizada. ¿Qué demonios ocurriría allí arriba? Oyó voces
excitadas; una de ellas pertenecía seguramente a Bufflo. Y
aquel ¡crac!, ¿sería un disparo de pistola? Y, entre tanto, ¿que
había ocurrido con los demás, allá abajo, mientras Beauty
desaparecía con Jo por encima de la muralla y a través de los
pasadizos?
Ninguno de los hombres se había dado cuenta, tan
interesados estaban en su plan. Bufflo iba a utilizar su
habilidad como lanzador de cuchillos en una forma muy
diferente a la habitual. Iba a lanzar su puñal al aire y hacer que
su trayectoria traspasara el muro, por la ventana que se abría
en lo alto de la torre. Bufflo era un especialista en el
lanzamiento de puñales, mejor dicho, en toda clase de
lanzamientos. Se había plantado en medio del patio, mirando
fijamente hacia la elevada ventana. Con los ojos medio
cerrados calculó en su mente la distancia y el impulso. De
pronto la luna se ocultó y él aflojó la mano. ¡No podía apuntar
bien en la oscuridad!
La luna volvió a aparecer más brillante todavía y otra vez
Bufflo respiró profundamente. Sus ojos se estrecharon e
inmediatamente el cuchillo salió disparado por el aire,
brillando en su camino y arrastrando tras de sí, como una larga
cola, la cuerda fina. Chocó contra el dintel de la ventana y
volvió a caer abajo. Bufflo cogió de nuevo el cuchillo. A la luz
de la luna se vio que la punta no era aguda. Bufflo la había
limado previamente. ¡Jo no tenía por qué haber temido tanto!
No había peligro de que a nadie se le clavara la punta.
Bufflo inhaló aire de nuevo y probó otra vez, lanzando con
más fuerza el cuchillo por el aire, como una golondrina
reflejando plata en su camino.
Esta vez cayó limpiamente en el sitio deseado: entró en
línea recta, resbalando sobre el alféizar interior, y cayó al suelo
de golpe.
Causó el natural espanto allí dentro. La sorpresa fue
enorme. El señor Terry-Kane, los cuatro niños y Tim estaban
acurrucados en el mismo rincón para darse calor mutuamente.
Tenían frío y hambre. Nadie les había llevado comida. Y no
tenían más prendas de abrigo que la manta de Terry-Kane.
Todo el día habían vivido en la esperanza, mirando por la
ventana o gritando todos juntos con fuerza desde el cuarto de
la torre, pero nadie les oyó ni les vio.
¿Por qué Jo no les traía ayuda? Se lo habían preguntado
miles de veces a lo largo de aquel interminable día. Ellos
ignoraban que la pobre Jo había sido atada y había tardado
horas en liberarse de sus ligaduras.
Habían mirado por la ventana hacia el campamento en la
ladera, donde los feriantes seguían sus tareas. Parecían
hormigas corriendo por el verde césped. ¿Estaría Jo entre
ellos? La distancia era demasiado enorme para precisar los
detalles. Al oscurecer, Julián había hecho señales con su
linterna. Después, llenos de frío y de desesperación, se habían
agrupado en una esquina del cuartucho, mientras Tim les iba
lamiendo uno tras otro, sin comprender por qué permanecían
quietos en aquel lugar.
—Tim debe de tener sed —había observado Jorge—. Se
relame el hocico, como hace siempre que desea beber.
—Bueno, yo también me estoy abrasando de sed y de
hambre —murmuró Dick.
Estaban medio dormidos cuando se produjo la irrupción
del cuchillo, chocando contra el suelo del cuarto.
Tim pegó un brinco y se puso a ladrar, furioso. Se plantó
delante del cuchillo, que brillaba a la luz de la luna, y siguió
ladrando sin parar.
—¡Un puñal! —gritó Jorge, excitada—. ¡Un cuchillo con
un cordel atado!
—¡Está despuntado! —exclamó Julián levantándolo—. La
punta ha sido limada. ¿Qué significará esto? ¿Y este cordel?
—Ten cuidado de que no llegue otro cuchillo por la
ventana —advirtió Terry-Kane.
—No hay cuidado —contestó Julián—. Estoy seguro de
que esto tiene algo que ver con Jo. No ha ido a avisar a la
policía, sino que ha traído a los feriantes para que nos ayuden.
Este cuchillo es de Bufflo, estoy seguro.
Todos le rodearon para examinar el objeto.
—Voy a asomarme a la ventana —dijo Julián—. Quiero
echar una mirada al patio. Sujétame las piernas, Dick.
Subió encaramándose al alféizar de piedra y se arrastró a
través del grueso del muro hasta la abertura exterior. Llegó al
borde y miró hacia abajo. Dick le agarraba por las piernas,
temeroso de que perdiera el equilibrio y cayera al vacío.
—Veo cuatro individuos abajo en el patio —dijo Julián—.
¡Oh, estupendo! Uno es Alfredo, otro Bufflo…, pero no logro
identificar a los otros dos. ¡Hola, los de abajo! —añadió
gritando.
Los cuatro hombres miraban atentamente hacia arriba.
Vieron la cabeza de Julián en la ventana y le hicieron señas.
—¡Recoge la cuerda! —gritó Bufflo, mientras volvía a
unir la cuerda de escalada al cordel grueso. Los demás le
ayudaban a izarla.
Julián se deslizó de nuevo hacia el interior de la torre.
Estaba emocionado.
—El cordel del cuchillo llega hasta el patio y está atado a
la cuerda de una escala —les explicó—. Voy a recogerlo. Así
conseguiremos un medio para iniciar la huida.
Fue tirando de la cuerda, que cada vez se arrollaba más
dentro del cuarto. Luego Julián sintió más peso y adivinó que
la cuerda gruesa iba subiendo. Ahora recogía con más lentitud,
aunque Dick le ayudaba.
Por encima del alféizar apareció el primer tramo de la
cuerda de escalada. Los niños nunca habían visto una igual.
Sólo conocían cuerdas ordinarias, pero Terry-Kane sabía de
qué se trataba.
—Es una cuerda-escala —les explicó—. La gente de circo
y feria las utilizan mucho. Son más sencillas y más fáciles de
emplear que las escaleras de cuerda. Hemos de atar al extremo
algo bien sólido, a fin de que pueda sostener nuestro peso.
Ana miró la cuerda de escalada algo desilusionada. No le
hizo mucha gracia la idea de descender por ella balanceándose
sobre el abismo.
Pero los otros la examinaban llenos de emoción. Era su
única manera de escapar. Se trataba de una cuerda buena y
fuerte, que les serviría para salir de tan fría y odiosa cárcel.
Terry-Kane buscó algo fuerte para atar la cuerda. En el
muro, al lado de la ventana, había una gran anilla de hierro
enganchada en la piedra. Nadie sabía para qué se habría
utilizado antaño, pero ahora sí que sería aprovechada.
No había peldaños en los primeros metros de cuerda.
Terry-Kane y Julián cortaron el cordel que les había servido
para subir la cuerda y pasaron el extremo de ésta por la anilla.
Luego tiraron de ella hasta que el primer peldaño llegó al
borde de la ventana, e hicieron un nudo muy fuerte con objeto
de que no pudiera desprenderse.
Julián asió la cuerda y tiró con todas sus fuerzas.
—¡Aguantaría una docena de nosotros a la vez! —
exclamó, complacido—. ¿Quiere que salga yo primero, señor?
Podría ayudar a los que me siguen cuando esté afuera. Dick y
usted pueden ayudar a las niñas a encaramarse para salir.
—¿Qué hacemos con Tim? —preguntó de pronto Jorge.
—Lo envolveremos en la manta y lo ataremos firmemente
con el cordel —propuso Dick—. Es un cordel muy fuerte. En
realidad, se trata de una cuerda delgada.
—Ahora voy a bajar yo —dijo Julián dirigiéndose a la
ventana. Pero, de pronto, se quedó parado. Se oían pisadas en
la escalera de piedra que conducía a la torre. Alguien se
acercaba a la puerta. ¿Quién sería?
Capítulo 21
En el cuarto de la torre
La puerta se abrió violentamente y apareció un hombre
furioso. Detrás de él entraron otros tres:
—¡Pottersham! —exclamó Terry-Kane—. ¿Otra vez aquí?
—Sí, aquí estoy —dijo el hombre, violento.
Tim comenzó entonces a ladrar, tratando de escapar de la
mano de Jorge. Mostraba los dientes, y los pelos de su cuerpo
se erizaban. Su aspecto era verdaderamente salvaje.
Pottersham retrocedió. Le asustaban los ojos de Tim.
—Si soltáis a ese perro, lo mato —amenazó, mientras lo
encañonaba con un fusil.
Jorge trató con todas sus fuerzas de contener a Tim, pero
pronto hubo de acudir a Julián.
—Julián, ayúdame a sujetarlo. Quiere echarse sobre ese
hombre. Está de verdad furioso.
Julián acudió en su ayuda y entre los dos obligaron al
salvaje perro a mantenerse quieto en una esquina. Jorge trató
de pacificarlo. El temor de que pudieran matarlo la tenía
atemorizada.
—Usted no puede portarse de esta manera —empezó
Terry-Kane. Pero en seguida le cortaron la palabra.
—No hay tiempo que perder. Nos lo llevamos con nosotros
y junto a usted vendrá uno de estos chiquillos. Nos servirá de
rehén si su desaparición nos crea problemas. Nos llevaremos a
este muchacho —añadió cogiendo a Dick. Éste se defendió
inesperadamente dándole un puñetazo en la mandíbula, en
tanto agradecía mentalmente a las estrellas sus buenos ratos de
boxeo en la escuela. Mas pronto se encontró tirado en el suelo.
Los hombres se le habían lanzado encima. No estaban para
bromas. Tenían mucha prisa.
—¡Agárralo! —ordenó Pottersham a uno de sus cómplices
que estaba detrás. Éste le cogió del suelo y lo sujetó. Luego
prendieron también a Terry-Kane, atándole los brazos a la
espalda.
—¿Qué haréis con los otros? —preguntó el científico,
preocupado—. ¡No podéis dejarles en esta habitación
encerrados!
—Pues precisamente ésa era nuestra intención —contestó
Pottersham—. Dejaremos una nota a la guardiana del castillo
diciéndole que están aquí. Que venga la policía si quiere y que
los rescate si puede.
—Es usted un… —empezó Terry-Kane, pero hubo de
agacharse para evitar un puñetazo.
Tim ladraba como un loco todo el tiempo y casi se
despellejaba tratando de soltarse de Jorge y Julián. Estaba
rabioso y aún se enfureció más cuando vio que maltrataban a
Dick. Dio un estirón y estuvo a punto de soltarse. Sin
embargo, los niños lo sujetaron de nuevo.
—¡Lleváoslos! —ordenó Pottersham—. ¡De prisa! Bajad
las escaleras.
Los tres hombres comenzaron a arrastrar a Terry-Kane y a
Dick hacia las escaleras, pero en aquel momento ocurrió algo
sorprendente. Todos se volvieron, asombrados. Una voz fuerte
se dejó oír desde la ventana.
Ana se quedó boquiabierta. ¡Allí estaba Bufflo! No
comprendiendo por qué nadie bajaba, había subido a ver lo
que pasaba. Y, para gran sorpresa suya, resultaba estar viendo
todo un tremendo espectáculo.
—¿Qué es esto? ¡Todo el mundo quieto! —rugió
deslizándose al interior del cuarto. Parecía un ser de otro
mundo, con su pelo alborotado y amarillo, su camisa de
colorines y el látigo en la mano.
—¡Bufflo! —gritaron los cuatro niños, mientras que Tim
cambiaba su ladrido de rabia por otro de bienvenida.
Terry-Kane le miraba lleno de asombro, con sus brazos
aún sujetos a la espalda.
—¿Quién es usted? —exclamó Pottersham,
verdaderamente aterrado ante aquella repentina aparición
desde la ventana—. ¿Cómo demonios pudo entrar por ahí?
Bufflo se fijó en el fusil que Pottersham empuñaba e,
instintivamente, hizo chasquear un par de veces su potente
látigo.
—¡Suelta ese cacharro! —ordenó con voz potente,
arrastrando las palabras en son de amenaza—. ¡No debes
manejar fusiles con niños a tu alrededor! ¡Suéltalo he dicho!
Y volvió a chasquear su látigo. Pottersham, furioso, le
apuntó con el arma. En un santiamén pasó algo sorprendente:
el fusil desapareció de las manos de Pottersham, voló por los
aires y cayó en manos de Bufflo. Todo esto con un solo
chasquido de látigo.
¡Crac! Sólo eso, y el fusil había sido arrebatado por la
potente cola de cuero, a la vez que ésta lastimaba los dedos de
Pottersham, el cual estaba ahora soplándoselos con expresión
dolorida.
Terry-Kane se había quedado boquiabierto. ¡Qué gran
truco! Limpio y rápido, pero ¡qué peligroso! El fusil pudo
haberse disparado. La situación había sido completamente
tergiversada, porque ahora era Bufflo quien sostenía el fusil y
no Pottersham. Éste estaba pálido. Miraba fijamente, sin saber
qué hacer.
—¡Soltadlos! —ordenó Bufflo, indicando a Terry-Kane y a
Dick. Los tres hombres soltaron al punto a los dos presos y
retrocedieron.
—¡Parece que ya es hora de avisar a la policía! —se
lamentó Bufflo con voz normal, como si la decisión le costara
—. Suelta al perro ya, Julián.
—¡No! ¡No! —gritó Pottersham, lleno de terror.
En aquel momento, la luna se ocultó tras una nube;
mientras el cuarto de la torre se sumergía en la oscuridad. Sólo
quedó la luz de la linterna que Pottersham había depositado en
el suelo a su llegada.
El hombre comprendía que se le presentaba una
posibilidad de salvarse. De repente, dio un puntapié a la
linterna, que voló por los aires, dándole a Bufflo en la cara. Se
apagó y el cuarto quedó completamente a oscuras. Bufflo no
se atrevió a disparar. Podía dar a los suyos.
—¡Soltad el perro! —gritó.
Pero era demasiado tarde. Cuando Tim llegó a la puerta,
ésta había sido ya cerrada de golpe y atrancada mediante el
cerrojo exterior. Se oyeron las pisadas de los que huían
escaleras abajo precipitadamente.
—¡Maldita seas! —gritó Bufflo a la luna cuando salió de
nuevo iluminando los rostros desilusionados de los que
quedaban de nuevo encerrados—. ¡Hemos fracasado! ¿No os
parece? ¡Se han escapado!
—Sí, pero sin nosotros —manifestó Terry-Kane mientras
Dick le desataba los brazos—. Probablemente están escapando
ahora a través de los largos pasadizos. Y habrán salido del
recinto antes de que podamos hacerlo nosotros, lo que es peor
aún. Bien, tendremos que bajar por la escalera de cuerda por el
exterior de la torre, ya que la puerta está cerrada.
—Adelante, pues —propuso Julián—. Vayámonos antes de
que ocurra algo más.
Se dirigió a la ventana, se deslizó por ella y se agarró a la
cuerda. Fue muy fácil el descenso, aunque no resultaba
agradable mirar hacia el patio. ¡Parecía tan inmensamente
lejos! Ana fue la siguiente. Estaba muy asustada, aunque
procuraba no demostrarlo. Como era buena gimnasta, no halló
dificultades en su descenso. Sin embargo, se sintió muy feliz
cuando se vio ya abajo, a salvo y al lado de Julián.
—No puedo imaginarme lo que les ocurre a esos cuatro
hombres. Parece que siguen arriba y están gritando como
locos. Suena como si estuviesen prisioneros en la galería que
hay inmediatamente debajo de la torre.
—Bueno. ¡Déjalos! Cuanto más tarden, mejor; así les
podremos atrapar en la salida, junto al agujero de la muralla.
—Ahora baja Tim —dijo Jorge, que ya había descendido
—. Lo he envuelto en la manta y lo he atado bien. La cuerda le
defiende y Dick lo sujeta para evitar que se haga daño. Mira.
Ya lo descienden. Pobre Tim, no puede imaginarse lo que está
ocurriendo.
Tim bajaba suavemente, balanceándose un poco y dando
ligeros golpes contra el muro. Cada vez que esto sucedía,
dejaba escapar un débil gemido y Jorge estaba segura de que
se haría pequeños cardenales. Llena de ansiedad, esperaba su
llegada.
—Tim ya debería estar acostumbrado a estas aventuras —
comentó Julián—. Ha pasado tantos apuros en las hazañas que
hemos llevado a cabo juntos… ¡Hola, Tim! Ya estás a salvo.
Eres un buen perro. Apuesto a que te alegras de volver a pisar
tierra firme.
Tim se alegraba. ¡Cómo no! Pero supo mantenerse quieto
mientras Jorge lo desataba. Luego dio unos cuantos pasos,
para ver si el suelo era realmente firme bajo sus pies. Al
comprobarlo, brincó alrededor de Jorge, manifestando así su
alegría desbordante al encontrarse en libertad.
—Ahora llega Dick —dijo Julián. La escala de cuerda se
tambaleó con más fuerza y Alfredo acudió a sujetarla,
poniéndola más tirante. Tanto él como el señor Slither y el
hombre de goma estaban preocupados por algo. Tanto que
apenas encontraban palabras para hablar con Julián, Jorge y
Ana.
Repentinamente se habían dado cuenta de que Jo y la
serpiente habían desaparecido. Al hombre de las serpientes le
tenía sin cuidado lo que pudiera pasarle a Jo, pero sí le
importaba lo que pudiera ocurrir a su magnífica, preciosa y
apreciada boa. Ya llevaban un buen rato buscándola por todos
los rincones del patio.
—Si Jo se la ha llevado al campamento, le arrancaré los
pelos —murmuró el hombre de las serpientes, indignado.
Julián lo miró, asombrado. ¿Qué demonios farfullaba?
Terry-Kane fue el siguiente en bajar. Y el último de todos,
Bufflo, quien descendió de una manera formidable, sin utilizar
los peldaños, y llegó al lado de los otros riendo.
—Hay un alboroto tremendo allá arriba. Se oyen carreras,
gritos y chillidos. ¿Qué les ocurrirá a esa gente? Podremos
atraparles fácilmente corriendo ahora al agujero de la muralla.
No tardarán en salir, supongo. Vamos allá.
Capítulo 22
Beauty y Jo se divierten de lo lindo
Algo extraordinario había ocurrido, en efecto, para asustar
a Pottersham y a sus compinches. Después de haber cerrado y
atrancado la puerta del cuarto de la torre, los hombres habían
bajado la escalera de piedra, llegando hasta la puerta de la
galería, la habían abierto y habían salido.
Pero antes de llegar a la escalera de caracol, Pottersham
había pisado algo, algo que silbaba como una caldera que
suelta vapor y que se atornilló alrededor de sus piernas.
Gritó como un condenado y chocó contra aquella cosa
extraña. Primero creyó que era un hombre que le acechaba y
que le agarraba, sujetándole las piernas, pero ahora
comprendía que no se trataba de un hombre. Aquel silbido no
podía ser humano.
Uno de los hombres encendió su linterna para ver lo que le
ocurría a Pottersham. Lo que vio le hizo gritar a su vez. Por
poco deja caer la linterna.
—¡Es una serpiente! ¡Una boa de lo más grande que he
visto en mi vida! ¡Le tiene atrapado, Pottersham!
—¡Socorro! ¡Ayudadme! —gritó Pottersham golpeando
con los puños a la serpiente con todas sus fuerzas—. Me está
aplastando las piernas con sus anillos.
Los demás corrieron en su ayuda. Pero tan pronto como
atacaron, Beauty se desenroscó y se perdió en las sombras.
—¿Dónde se ha metido ese monstruo horrible? —vociferó
Pottersham—. ¡Me ha hecho polvo las piernas! De prisa,
escapemos antes de que regrese. ¿De dónde diablos habrá
salido?
Dieron unos cuantos pasos, mas la serpiente estaba
acechándoles. Los hizo tropezar a todos deslizándose entre sus
piernas y luego empezó a enroscarse alrededor del cuerpo de
uno de los hombres.
Se armó entonces un guirigay espantoso. Todos chillaban y
brincaban para escapar. Si alguna vez hubo hombres
completamente asustados, lo eran estos cuatro. Lo mismo daba
que fueran a un lado o a otro. La serpiente parecía estar en
todas partes. Enroscándose y desenroscándose, reptando por el
suelo y trazando anillos alrededor de los cuerpos. Y todo ello
en tanto silbaba espantosamente.
Desde luego, había sido Jo la que había azuzado a la boa
contra los hombres. Jo había permanecido en la galería durante
todo el jaleo que se había armado en la torre. Tenía a Beauty
arrollada amorosamente a su cuello. Jo trataba en vano de
comprender cuanto ocurría allá arriba.
Luego había oído cómo se cerraba la puerta y era
atrancada a continuación. Y los pasos de los hombres bajando
las escaleras. Dedujo que debía tratarse de los cuatro cuyas
voces había oído antes y a quienes estaba siguiendo a través de
los pasadizos.
—Beauty, ahora entras tú en escena —dijo a la serpiente,
mientras soltaba sus anillos de los hombros. La boa se deslizó
hacia el suelo con elegantes movimientos. Reptó hacia los
hombres que se acercaban por la galería.
Después de esto, la serpiente boa se divirtió de lo lindo.
Cuando más aullaban los hombres, más se excitaba ella.
Jo se revolcó en una esquina, riéndose a mandíbula
batiente. Las lágrimas le rodaban por las mejillas. Ella sabía
que la serpiente era inofensiva, salvo algún que otro apretón
que pudiera propinar a los hombres. Desde su escondrijo no
podía ver lo que ocurría, pero lo oía perfectamente.
«¡Vaya por Dios! Ahora ya va otro agarrado —pensó Jo al
oír que otro de los hombres caía al suelo—. Ahora otro más.
Me voy a morir de risa. ¡Qué estupendamente lo haces,
Beauty! Nunca te han permitido portarte así en tu vida normal.
¡Cómo debes divertirte!»
Por último, los hombres ya no aguantaron más.
—Volvamos al cuarto de la torre —gritó Pottersham—. Me
niego a recorrer estos pasadizos llenos de serpientes. Debe de
haber docenas de ellas. Pronto nos morderán.
Jo rió en alta voz. «¡Docenas de ellas! Realmente Beauty
parece multiplicarse entre los hombres asustados que tropiezan
en la oscuridad, pero mi querida boa no muerde. No es
venenosa».
De alguna manera, los hombres consiguieron regresar al
cuarto de la torre, dejando atrás a la serpiente. Beauty estaba
ya cansada del juego y regresó tranquilamente al lado de Jo
cuando ésta la llamó. Volvió a enroscarse alrededor del cuello
de la niña. Ésta seguía escuchando.
La puerta del cuarto se abrió y se cerró de golpe. Jo se
deslizó entonces escaleras arriba, tanteó el cerrojo en la
oscuridad y lo corrió. Ahora, si los hombres no se arriesgaban
a bajar por la escalera de cuerda que Jo suponía izada por
Bufflo en la ventana, quedarían atrapados allí arriba. Y si lo
hacían, caerían en manos de los que esperaban abajo.
—Vámonos, Beauty —exclamó Jo bajando las escaleras.
Deseaba tener una linterna. Entonces recordó la pequeña
lámpara del cuarto secreto y se sintió aliviada. Le serviría para
recorrer tranquilamente los pasadizos oscuros.
Beauty reptaba ante ella. Se sabía bien el camino. Llegaron
al cuarto secreto y Jo recogió entusiasmada la lamparita
encendida. Echó una mirada a la gran serpiente y ésta se la
devolvió, con sus ojos fijos y brillantes.
Su largo cuerpo formaba eses y sus escamas de color
castaño relucían a la luz.
—No me importaría tenerte como animal preferido junto a
mí, si fueras más pequeña —manifestó Jo—. No comprendo
por qué la gente se asusta de las serpientes. ¡Oh, Beauty! ¡Qué
gracia me hacías cuando asustabas a aquellos hombres!
Y estalló otra vez en risas, mientras recorría los pasadizos
secretos manteniendo en alto la luz, excepto en el último
tramo, en que tuvo que agacharse más y más.
Beauty la esperó al llegar al agujero de la muralla. Había
oído voces en el exterior. Jo salió primero y quedó
intensamente sorprendida al sentirse agarrada y sujetada.
Se retorció dando patadas y finalmente mordió la mano
que la sujetaba.
Entonces le enfocaron un rayo de luz.
—¡Pero si es Jo! ¿Dónde estabas, Jo? ¡Ay, fierecilla! Si
muerdes de esta manera, te daré una azotaina.
—¡Bufflo! Lo siento, pero ¿por qué me agarraste tan
fuerte? —preguntó Jo. De pronto reapareció la luna y alumbró
toda la escena. Vio a Julián y al resto subiendo a toda prisa por
las piedras.
—Jo. ¿Estás bien? —preguntó su tío—. Estábamos muy
preocupados por ti. ¿Dónde has estado?
Jo no hizo caso. Corrió hacia Dick y los demás chicos.
—¿Habéis escapado? —gritó—. ¿Pudisteis bajar sin
peligro por la cuerda?
—No hay tiempo para explicarte nada ahora —interrumpió
Bufflo, que vigilaba el agujero de la muralla—. ¿Qué sabes de
aquellos individuos? Los estamos esperando por aquí. ¿No los
viste, Jo?
—¡Pues sí, ya lo creo! ¡Los seguí! ¡Si supieras, Bufflo, fue
tan divertido todo! —contestó Jo riendo.
Bufflo trató de contenerla, pero no lo consiguió. Entonces,
por el agujero, algo salió reptando… ¡Y quién había de salir
reptando sino la propia Beauty!
El señor Slither la vio y soltó un grito:
—¡Beauty! Jo, tú te la llevaste. ¡Eres tremenda!
La serpiente se deslizó hacia él, arrollándose en torno a él
cariñosamente.
—¡Yo no soy tremenda! —contestó Jo, indignada—.
Beauty me siguió porque le dio la gana y gracias a ella, que se
enroscó en todos aquellos hombres y…
Volvió a estallar en carcajadas. Dick se contagió. ¡Jo
resultaba siempre muy graciosa cuando no podía contener sus
risas!
Alfredo la zarandeó violentamente para hacerla callar.
—Dinos lo que sabes de esos hombres —ordenó—. ¿Van a
salir de aquí? ¿Dónde están?
—¡Oh, los hombres! —contestó al fin Jo, secándose las
lágrimas y reprimiendo su risa—. Están bien. Beauty les hizo
volver al cuarto de la torre y yo los encerré allí. Espero que no
hayan intentado bajar por la cuerda, pero apuesto a que no lo
harán.
Bufflo soltó una buena risa:
—Lo hiciste bien, Jo. Tú y Beauty.
Tras esto dio una breve orden al hombre de goma y a
Alfredo, los cuales fueron hacia el patio para vigilar que los
hombres no escaparan por la cuerda.
—Creo que sería buena idea avisar ahora a la policía —
propuso Terry-Kane, que se creía en un sueño extraordinario
por el que desfilaban escalas de cuerda, látigos, cuchillos y
serpientes—. Ese individuo, Pottersham, es peligroso. Es un
traidor y hay que capturarlo antes de que revele los secretos de
las investigaciones que él y yo realizábamos.
—Tiene razón —asintió Bufflo—. Tenemos también otro
individuo encerrado en un carromato vacío.
—Pero ¿no se ha escapado? —preguntó Jo, sorprendida—.
Yo creí que ese hombre llamado Pottersham que está ahora
arriba en la torre era el mismo que habíamos encerrado en la
feria.
—El que nosotros tenemos prisionero sigue encerrado —
afirmó Bufflo enérgicamente.
—Entonces, ¿quién será? —preguntó Terry-Kane,
extrañado.
—Pronto lo averiguaremos —manifestó Bufflo—.
Vayamos allá. Es muy tarde. Vosotros, niños, tenéis que estar
muertos de hambre. Alguien ha de ir a la policía y yo quiero
volver al campamento.
—Alfredo y el hombre de goma vigilan la cuerda —dijo el
señor Slither mientras acariciaba a Beauty—. No hace falta
que los demás permanezcamos más tiempo aquí.
Bajaron la colina en un santiamén. Terry-Kane fue a
informar a la comisaría de policía y a las que llamó vagamente
«autoridades superiores».
Los cinco niños empezaron a pensar, hambrientos, en algo
de comer y de beber. Tim corrió al río en cuanto llegaron al
campo y se puso a beber, lleno de ansiedad.
—Vamos a ver si conocéis al individuo que tenemos
encerrado en el carromato —dijo Bufflo—. Es la única pieza
que no ajusta en este rompecabezas.
Abrió la puerta del carricoche y gritó fuertemente:
—¡Salga! Queremos saber quién es usted.
Mantuvo en alto la luz y el hombre que había dentro se
asomó a la puerta.
Un grito de admiración salió de la boca de los niños:
—¡Tío Quintín! —gritaron Julián, Dick y Ana.
__¡Papá! —exclamó Jorge—. ¿Qué estás haciendo aquí?
Capítulo 23
Unos dias maravillosos
Hubo un minuto o dos de silencio. Todos estaban
consternados. ¡Pensar que el padre de Jorge había sido
encerrado de aquella manera! Desde luego fue una
equivocación de Jo, al estar tan segura de que se trataba del
señor Pottersham.
—Julián —dijo tío Quintín muy dignamente, pero también
lleno de enfado—. Te ruego vayas en busca de la policía. Me
encerraron en este carromato sin darme explicación alguna.
Bufflo empezó a sentirse avergonzado. Se volvió hacia Jo.
—¿Por qué no nos dijiste que era el padre de Jorge? —
preguntó.
—No sabía que lo era —contestó Jo—. Nunca le había
visto y creí de verdad que…
—No importa lo que tú creíste —interrumpió tío Quintín,
mirando disgustado a la pequeña y flacucha gitanilla—. Insisto
en que se vaya en busca de la policía.
—¡Tío Quintín! Estoy seguro de que todo fue un equívoco
—intervino Julián—. De todos modos, el señor Terry-Kane ha
ido ya a avisar a los policías.
Su tío se le quedó mirando, sin dar crédito a sus oídos.
—¿Terry-Kane? ¿Dónde está? ¿Qué ha ocurrido? ¿Lo
habéis encontrado vosotros?
—Sí. Es una historia muy larga —explicó Julián—. Todo
empezó cuando vimos aquella cara en la ventana. Se lo conté a
tía Fanny, tío, y ella prometió explicártelo cuando regresaras
de Londres. Pues bien, en efecto, era Terry-Kane el que estaba
allí.
—También lo creí yo. Dije a vuestra tía que tenía el
presentimiento de que era él —contestó su tío—. Por eso vine
aquí en cuanto pude. Pero vosotros no estabais. ¿Qué os había
ocurrido?
—Bueno, eso forma parte de la historia —contestó Julián
pacientemente—. Sin embargo, quisiera comer antes.
Verdaderamente hemos estado a punto de morirnos de hambre.
Desde ayer no hemos probado bocado.
Con esto se terminó la entrevista, de momento. La señora
de Alfredo se ocupó de organizar la comida y pronto todos
pudieron saciar su hambre con la magnífica cena ofrecida a los
cinco niños hambrientos.
Se sentaron alrededor de una hoguera y se dedicaron a
comer y a comer sin parar. La mujer de Alfredo vació
prácticamente su despensa para saciarlos. Tim se vio rodeado
de platos de sobras y de grandes huesos que le iban trayendo
todos los miembros del campamento. Casi cada minuto salía
alguien de la oscuridad con grandes fuentes de víveres para los
niños y para Tim. Por último, ya no pudieron pasar un bocado
más y entonces Julián se dispuso a contar todo lo acontecido
en aquellas horas.
Era toda una historia. Dick intervenía a veces en la
narración y Jorge añadía algún que otro detalle. Pero la que
más interrumpía era Jo, aunque Tim no le iba a la zaga,
sazonando la historia con sus ladridos expresivos. Únicamente
Ana se mantuvo callada. Se había apoyado en su tío y estaba
profundamente dormida.
—Nunca en mi vida he oído una aventura como ésta —
exclamaba tío Quintín de cuando en cuando—. ¡Jamás!
¡Pensar que ese individuo, Pottersham, fuera capaz de raptar a
Terry-Kane de tal manera! ¡Yo sabía que Terry-Kane era de los
buenos, de los que nunca traicionan a su país! En cambio,
Pottersham nunca me gustó. Bien. Continúa.
Los feriantes se interesaron tanto por la narración como el
propio tío Quintín. Se acercaban cada vez más. Se interesaron
especialmente por los episodios relativos a los pasadizos
secretos, al cuarto escondido y a las escaleras de piedra.
Se emocionaron cuando oyeron cómo Bufflo hizo su
aparición por la ventana de la torre y cómo arrebató el fusil de
la mano de Pottersham con su látigo. Tío Quintín apartaba la
cabeza y se indignaba al saber que Pottersham había
amenazado con el fusil a los niños.
—¡Qué espanto debió sentir ese individuo ante el latigazo
de Bufflo! Me hubiera gustado verle. Bien, nunca oí una
historia como ésta.
Luego fue Jo quien intervino. Su narración resultó aún más
impresionante: cómo siguió los pasos de los cuatro hombres
por los pasadizos y cómo les azuzó con la serpiente. Mientras
lo contaba, volvía a escapársele la risa. Y pronto, todos a una,
acabaron riéndose a carcajada limpia. Algunos de los niños se
revolcaban por el suelo y las lágrimas resbalaban por sus
mejillas.
Únicamente tío Quintín permanecía solemne y grave en
este punto. Recordaba con horror cuando a él mismo le fue
soltada la serpiente dentro del carromato para hacerle callar.
—Señor Slither, suelte usted a Beauty —pidió Jo—.
Quiero que escuche esta parte de la historia. Se portó
maravillosamente. Se divirtió de lo lindo y estoy segura de que
se hubiera reído ella también si las serpientes fueran capaces
de reír.
El pobre tío Quintín no se atrevió a objetar nada cuando el
hombre de las serpientes puso en libertad a las dos boas. Éstas
se vieron halagadas. Todo el mundo las acariciaba y ellas se
sentían mimadas.
—Déjeme sostener a Beauty, señor Slither —pidió Jo. Y
colocó en seguida a la serpiente como si fuera su bufanda.
Tío Quintín parecía marearse. Por su gusto se hubiera
levantado para marcharse, pero temía despertar a su sobrina
favorita, Ana, que tan dulcemente dormía apoyada en su
hombro.
«¡Qué amistades más extrañas tiene Jorge! —pensaba—.
Supongo que son buena gente en el fondo, pero todas estas
historias de látigos, fusiles y serpientes son en realidad muy
raras».
—Alguien viene por el campo —avisó Jo repentinamente
—. Sí, es el señor Terry-Kane. Le acompañan tres policías.
Inmediatamente todos los feriantes se apartaron,
desapareciendo en la oscuridad. Aunque sabían muy bien que
la policía no venía por ellos, sino por el señor Pottersham y sus
desagradables compinches, nunca les complacía el trato
directo con la policía. Los tres voluminosos policías que
subían con Terry-Kane por la colina eran visitas mal recibidas
en la feria.
Tío Quintín se levantó tan pronto como vio a Terry-Kane.
Lleno de alegría, corrió a su encuentro, le dio su mano y
estrechó la suya tan violentamente que el pobre Terry-Kane
quedó exhausto.
—¡Querido amigo! —iba diciendo tío Quintín—. Es
maravilloso que te encuentres a salvo. Ya decía yo a todo el
mundo que tú no eras un traidor, a todo el mundo se lo
aseguraba. También fui a Londres a manifestarlo así. Me
alegro de que estés libre y bien.
—Gracias a estos niños —contestó al fin Terry-Kane, que
parecía muy cansado—. Supongo que habrás oído la extraña
historia de mi cara en la ventana.
—Sí, es tan extraordinaria que no la creería de haberla
leído en un libro —contestó tío Quintín—. Y, sin embargo,
todo ha sucedido realmente. Querido amigo, debes de estar
muy cansado.
—Lo estoy —confirmó Terry-Kane—, pero no pienso
echarme a dormir hasta saber que esos individuos, Pottersham
y sus cómplices, están a buen recaudo y bajo llave en la cárcel.
¿Te importa que te abandone ahora para volver al castillo?
Tenemos que detenerlos ahora mismo. Vine para ver si alguno
de los niños podría acompañarnos, pues tengo entendido que
hemos de recorrer un verdadero laberinto de pasadizos,
galerías, escaleras de caracol y Dios sabe cuánto más.
—Pero ¿no siguió usted mismo este camino cuando
Pottersham le prendió y le encerró en aquella habitación? —
preguntó sorprendido Dick.
—Sí, sin duda fuimos por aquel camino, efectivamente,
pero yo llevaba los ojos vendados y estaba medio inconsciente
a causa de una droga que me hicieron beber. No tengo idea del
camino. Desde luego, Pottersham lo conoce palmo a palmo.
Como sabréis, ha escrito libros sobre castillos antiguos y no
hay nadie que conozca mejor sus secretos. No hay duda de que
se aprovechó de estos conocimientos para secuestrarme.
—Yo iré con usted —se ofreció Jo—. Ya he recorrido
cuatro veces los pasadizos. Me los sé de memoria. Los otros
sólo fueron una vez.
—Sí, ve tú —aceptó Bufflo.
—Puedes llevarte a Tim —propuso Jorge, dando pruebas
de una generosidad desacostumbrada, ya que, en general,
nunca consentía en que Tim fuera con Jo.
—Llévate una serpiente —sugirió Dick riendo.
—No pienso llevarme nada —contestó Jo—. Ya voy bien
con tres robustos policías. Mientras no sea a mí a quien
persigan, somos buenos amigos.
En realidad, no estaba muy contenta de ir con ellos, pero
no podía evitar la pequeña fanfarronada de hacerse la valiente.
Se puso en camino con Terry-Kane y los tres policías,
pavoneándose un poco y sintiéndose una auténtica heroína.
Los demás se dirigieron a sus carromatos, verdaderamente
rendidos de cansancio. Tío Quintín se sentó a la hoguera, para
esperar a Pottersham y a sus tres cómplices.
—Buenas noches —dijo Julián a las chicas—. Me gustaría
esperar el regreso de la expedición con el hombre de goma y
Alfredo, pero me caigo de sueño y, si sigo un minuto más, me
quedaré dormido de pie. ¡Qué cena más estupenda nos han
dado! —añadió.
—¡«Súper»! —confirmaron los demás—. Bien, hasta
mañana.
Al día siguiente, todos durmieron hasta muy tarde. Jo
había regresado mucho antes de que ellos despertaran. Estaba
ansiosa de contarles cómo habían capturado a Pottersham y a
los otros, cómo los habían llevado a la comisaría de policía,
seguidos por ella todo el camino.
Pero el señor Alfredo no le permitió despertar a sus
amigos.
De todos modos, no tardaron en despertarse y levantarse
rápidamente, recordando las emociones vividas el día anterior.
Pronto bajaron los escalones de los dos carromatos,
ansiosos por conocer las últimas noticias.
—¡Hola, papá! —gritó Jorge, viéndole allí cerca.
—¡Hola, tío Quintín! ¡Hola, Jo! —exclamaron los otros. Y
pronto fueron informados detalladamente de los últimos
acontecimientos por Jo, orgullosa de haber asistido hasta el
final de todo.
—No opusieron resistencia —añadió ella—. Creo que
Beauty les había quitado todas las ganas de pelea la noche
anterior. Se entregaron sin decir una sola palabra.
—¡Oíd, niños! —gritó la mujer de Alfredo—. He
preparado un pequeño desayuno para vosotros. ¿Queréis
venir?
¡Ya lo creo que querían! Jo también fue, aunque ya se
había desayunado antes. Tío Quintín se acercó asimismo,
admirado de todo cuanto ocurría en el campamento. Bufflo
hacía ejercicios con su lazo y su látigo. El hombre de goma
pasaba su cuerpo entre los radios de las ruedas de su carromato
una y otra vez. El señor Slither lavaba y pulía la piel de sus
serpientes. Dacca bailaba zapateado sobre un tablado: «cric,
cric, tap, tip, cric».
Alfredo se acercó con sus antorchas preparadas y sus
cazuelas de metal para encenderlas.
—Voy a darle una representación gratuita —ofreció a tío
Quintín—. Quiero que me vea tragar llamas. ¿Le gustará?
Tío Quintín se lo quedó mirando como viendo visiones.
—Es un tragallamas, tío —explicó Dick.
—¡Oh! ¡No, gracias, buen hombre! Prefiero no verle tragar
llamas —reaccionó tío Quintín, contestando amable pero
firmemente.
Alfredo se quedó disgustado. Había creído hacerle un gran
favor obsequiándole con su arte y se fue cabizbajo, perseguido
por su mujer, la cual le decía a gritos:
—¡Eres un tonto! ¡Nadie quiere verte tragar llamas! Eres
tan estúpido como gordote. Ya estamos todos hartos con tus
llamas.
Tío Quintín se la quedó mirando, asombrado por el
arrebato inesperado de aquella mujercita.
«¡Qué sitio tan extraño! ¡Dios santo! ¡Qué clase de gente
habita aquí! Todo es extraordinario en este lugar», pensó.
—Hoy vuelvo a casa, Jorge —manifestó de pronto—, ¿no
queréis regresar todos conmigo? No me parece lugar a
propósito para vosotros este sitio. ¡Suceden cosas tan raras!
—¡Oh, no, papá! —contestó Jorge, indignada—.
¿Volvernos a casa ahora que empezamos a sentirnos a gusto?
Desde luego, no. Rotundamente no. Ninguno de nosotros
quiere marcharse, ¿verdad, Julián?
Julián contestó firmemente:
—Jorge tiene razón, tío. Ahora es cuando empezamos a
disfrutar de todo esto. Todos sentimos lo mismo, creo yo.
—Sí, sí —gritaron todos, mientras que Tim, agitando el
rabo, soltó un potente ¡guau!
—Muy bien-aceptó tío Quintín levantándose. —Pues yo
tengo que irme. He de tomar el autobús que va a la estación.
Acompañadme.
Fueron con él hasta la carretera. El autobús de línea vino
puntualmente y el tío Quintín se montó en él.
—¡Adiós! —dijo—. ¿Qué es lo que quieres que diga de tu
parte a tu madre, Jorge? Ella espera que le cuente algo de
vosotros cinco.
—Bien —contestaron todos—. Dile solamente que los
cinco están pasando unos días maravillosos. ¡Adiós, tío
Quintín, adiós!
Notas
[1]<<En los países anglosajones suele tenerse la errónea idea
de que todos los españoles son morenos.

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