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Ignacio Walker - La Democracia en America Latina Entre La Esperanza y La Desesperanza

Este libro es un diálogo entre la academia y la política. Mi vida ha transcurrido entre ambas. Después de una década dedicada al derecho, primero como alumno y luego como abogado en el campo de los derechos humanos, bajo la dictadura de Pinochet, mi vida ha girado entre la ciencia política y la política activa, con una sola obsesión: la consolidación de la democracia y el respeto por los derechos humanos en Chile y en América Latina.
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Ignacio Walker - La Democracia en America Latina Entre La Esperanza y La Desesperanza

Este libro es un diálogo entre la academia y la política. Mi vida ha transcurrido entre ambas. Después de una década dedicada al derecho, primero como alumno y luego como abogado en el campo de los derechos humanos, bajo la dictadura de Pinochet, mi vida ha girado entre la ciencia política y la política activa, con una sola obsesión: la consolidación de la democracia y el respeto por los derechos humanos en Chile y en América Latina.
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Colección CIEPLAN

LA DEMOCRACIA EN

LATINA
ENTRE LA ESPERANZA Y LA DESESPERANZA
LA DEMOCRACIA EN

LATINA
ENTRE LA ESPERANZA Y LA DESESPERANZA

Ignacio Walker
Dirección de Colección Cieplan: Eugenio Tironi

La democracia en América Latina


Entre la esperanza y la desesperanza

© Ignacio Walker
© Uqbar editores, agosto 2009
© Corporación de Estudios para Latinoamérica (CIEPLAN), agosto 2009

RPI Nº xxx.xxx
ISBN Nº 978-956-8601-xx-x

www.uqbareditores.cl
Teléfono: (56-2) 224 72 39
Santiago de Chile

Dirección editorial: Isabel M. Buzeta Page


Diseño de portadas Coleccion Cieplan: Caterina di Girolamo
Diagramación: Salgó Ltda.
Impresión: CyC Impresores

Queda prohibida la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento.
A Albert Hirschman
Índice

Prólogo  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11

Introducción  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17

Capítulo I
La búsqueda de alternativas al predominio oligárquico  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27

Capítulo II
Hacia un nuevo modelo de desarrollo  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63

Capítulo III
Quiebre, transición y consolidación democrática  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83

Capítulo IV
Hacia una nueva estrategia de desarrollo  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 119

Capítulo V
Democracia, gobernabilidad y neo-populismo  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 139

Capítulo VI
Presidencialismo y parlamentarismo  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 173

Capítulo VII
La nueva cuestión social  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 201

Capítulo VIII
Democracia de instituciones  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 223

Bibliografía  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 245
Prólogo

Este libro es un diálogo entre la academia y la política. Mi vida ha transcurri-


do entre ambas. Después de una década dedicada al derecho, primero como
alumno y luego como abogado en el campo de los derechos humanos, bajo la
dictadura de Pinochet, mi vida ha girado entre la ciencia política y la política
activa, con una sola obsesión: la consolidación de la democracia y el respeto por
los derechos humanos en Chile y en América Latina.
Pertenezco a una generación política marcada por dos fechas vitales: el
11 de septiembre de 1973, con el golpe militar que interrumpió la vida de una
de las democracias más antiguas de América Latina, y el 5 de octubre de 1988,
con el plebiscito que puso fin a la dictadura de Pinochet y que abrió el camino
a la democracia. Ambos procesos, de quiebre y de transición a la democracia,
impusieron en muchos de nosotros la necesidad de pensar a fondo en el pasado,
el presente y el futuro de la democracia en la región.
En la década de 1980 me dediqué a una reflexión sistemática en relación a
los procesos de quiebre democrático y los incipientes procesos de transición a
la democracia. Lo hice, primero, como alumno de post-grado en la Universidad
de Princeton, donde obtuve un Doctorado en Ciencia Política y, luego, como
parte de un equipo excepcional en CIEPLAN (Corporación de Estudios para
Latinoamérica), bajo el liderazgo de Alejandro Foxley.
En la década de 1990, y en lo que va de la del 2000, todo lo que habíamos
aprendido, padecido y, sobre todo, anhelado y soñado, basado en ciertos valores
fundamentales y en el rigor académico, procuramos volcarlo hacia la acción.
Con el trasfondo de un gran fracaso político, esta vez no podíamos fallar. Por
nosotros mismos y por las tremendas expectativas cifradas en estos procesos de
democratización por parte de los pueblos de América Latina, víctimas de tantos
engaños y frustraciones a través de la historia, a la vez que portadores de una
mirada esperanzada en relación a un futuro de progreso económico y social,
donde la dignidad y los derechos de las personas fuesen respetados.

11
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

En lo personal, pasé a desempeñarme como Director de Relaciones Polí-


ticas del Ministerio Secretaría General de la Presidencia (1990-1994), bajo el
liderazgo de Edgardo Boeninger, en el gobierno de transición a la democra-
cia encabezado por Patricio Aylwin. Fue como obtener un segundo doctorado,
esta vez volcado a la acción política, en lo que no dudo en considerar como
una transición exitosa. Posteriormente fui elegido diputado de la República en
dos períodos consecutivos (1994-1998, 1998-2002), coincidiendo con buena
parte del gobierno del Presidente Eduardo Frei Ruiz-Tagle. Finalmente, fui
designado, por el Presidente Ricardo Lagos, ministro de Relaciones Exteriores
(2004-2006).
Los contenidos básicos de este libro están inspirados en el curso que im-
partí como profesor e investigador visitante (Laporte Distinguished Fellow) en la
Universidad de Princeton, en el Program in Internacional and Regional Studies
(PIIRS) y Woodrow Wilson School for International and Public Affairs, año acadé-
mico de 2007-2008. Habiendo perdido contacto con la disciplina de la ciencia
política por más de quince años, tuve la oportunidad de leer una gran canti-
dad de material académico en un corto período de tiempo, lo que me ayudó a
sistematizar mis reflexiones sobre el tema que trato en este libro. Mi gratitud
especial a Jeremy Adelman, Deborah Yashar y Katherine Newman, los que
me acogieron e hicieron posible mi estadía en esa universidad durante un año
académico. Mi gratitud especial a mis alumnos, tanto del curso ya mencionado,
como del Freshmen Seminar que tuve la oportunidad de impartir, sobre Chile:
from Revolution to Reform and Beyond. No puedo dejar de mencionar mi grati-
tud de siempre –mía, de Cecilia y de nuestros hijos–, hacia los muy queridos
amigos y amigas que hemos encontrado en esa universidad, como Albert y
Sarah Hirschman, Paul Sigmund, Arcadio Díaz-Quiñones, Alma Concepción,
Nancy Bermeo y Peter Johnson. Siempre encontré en esa querida universidad
un ambiente muy estimulante, en lo humano y en lo intelectual, como alumno
y como profesor e investigador visitante. Si hay algo de lo que ese gran país
puede sentirse legítimamente orgulloso, es de su gran sistema universitario, al
que pude acceder en la década de 1980 gracias a la Comisión Fulbright y a la
Fundación Ford.
En este sentido, deseo mencionar también el gran aporte que ha significado
en mi vida, y en mi proceso de formación académica e intelectual, la Universi-
dad de Notre Dame y el Kellogg Institute for International Studies, creado por ese
hombre visionario que fue (y que es) el Padre Theodore Hesburgh c.s.c. Desde
la primera vez que estuve allí, como visiting fellow, en 1987, en plena eferves-
cencia en torno a los procesos de transición a la democracia en América Latina,
hasta el día de hoy, he encontrado un ambiente intelectual muy estimulante,
que me ha ayudado a plantear, re-plantear, y cuestionar muchas de las ideas

12
  Prólogo

aquí contenidas. Mi gratitud especial para los profesores Timothy Scully c.s.c.
y Scott Mainwaring, dos grandes amigos. He tenido el privilegio, en diversos
momentos, de servir en el Consejo Asesor del Programa de América Latina
tanto de la Universidad de Notre Dame como de la Universidad de Princeton
(en este último caso, hasta el día de hoy), beneficiándome de múltiples conver-
saciones con diversos académicos de los Estados Unidos y de América Latina.
Un primer borrador, en torno a algunas de las ideas contenidas en este li-
bro, pude escribirlo tras una invitación de los profesores Mainwaring y Scully, a
dictar una charla en CIEPLAN, en Santiago, hacia fines de 2005, en un seminario
sobre «Gobernabilidad democrática en América Latina», en momentos en que
me desempeñaba como ministro de Relaciones Exteriores. Esa presentación
fue luego publicada en Foreign Affairs (español), Vol. 6, No. 2, 2006, bajo el títu-
lo de «Democracia en América Latina». Posteriormente, Mainwaring y Scully
editaron el libro Democratic Governance in Latin America, que será publicado
próximamente por Stanford University Press. Ese libro contiene un segundo
paper, que escribimos con Patricio Navia sobre Political Institutions, Populism, and
Democracy in Latin America. Durante mi estadía en la Universidad de Princeton
(2007-2008) publiqué un tercer paper, bajo el título de Democracy and Populism
in Latin America, como Working Paper No. 346, abril de 2008, del Kellogg Institu-
te for International Studies. Una versión de ese paper fue publicado en Dissent, en
el otoño de 2008, bajo el título The Three Lefts of Latin America. Finalmente, en
el libro editado por Fernando H. Cardoso y Alejandro Foxley, A Medio Camino:
Nuevos Desafíos de la Democracia y del Desarrollo en América Latina (CIEPLAN/
Uqbar Editores, 2009), publiqué el paper «Democracia de Instituciones», el
que también ha sido publicado por Estudios Públicos, 113 (verano 2009), bajo
el título «Por una Democracia de Instituciones para América Latina». Con la
excepción de este último paper, que corresponde al capítulo final de este libro,
con algunos cambios menores que me he permitido introducir, los demás pa-
pers han servido de insumo para algunos de los capítulos del libro, el que he
concebido, no como una recopilación de papers ya publicados, sino como una
creación enteramente distinta. Todos estos papers y las reflexiones contenidas en
este libro han tenido lugar en el contexto del proyecto «Nueva Agenda Econó-
mica y Social para América Latina», llevado a cabo en conjunto entre CIEPLAN
y el Instituto Fernando H. Cardoso, en los años 2006-2008, con financiamiento
del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), la Agencia Española para la Co-
operación Internacional (AECI) y el Programa de las Naciones Unidas para el
Desarrollo (PNUD). Mi particular gratitud hacia estas cinco instituciones.
A decir verdad, la idea original era escribir un texto de estudio (textbook).
Ello surgió como una verdadera necesidad cuando al dictar el curso ya aludido
sobre «Democracia en América Latina», en la Universidad de Princeton, no

13
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

encontré ni en inglés ni en español, un libro de este tipo que me satisficiera


realmente. La cantidad de libros y papers, en inglés y en español, publicados so-
bre el tema de la democracia en América Latina es interminable. Sin embargo,
no encontré un texto que fuese más comprehensivo, dirigido tanto a los exper-
tos como a un público más amplio. Tuve, desde entonces, la idea de producir
uno como el que se contiene en este libro. De allí las múltiples referencias que
abundan a lo largo de todos los capítulos, las que están contenidas en la parte
final del libro, y en las que he querido reunir a algunas de las principales con-
tribuciones académicas en relación al tema en cuestión, de una amplia variedad
de autores, principalmente estadounidenses.
En el camino, lo que estaba concebido inicialmente como un texto de estu-
dio, empezó a formar parte de una argumentación central que se desarrolla a lo
largo de todo el libro, en la forma, si se quiere, de un ensayo. En momentos en
que la ciencia política se transforma, ella misma, en una especie de subconjunto
de las matemáticas y las estadísticas aplicadas, me ha parecido importante res-
catar la historia, sin la cual no hay verdadera ciencia política, y rescatar también,
por qué no decirlo, el género del ensayo, tan propio de América Latina, aunque
en la perspectiva de una aproximación sistemática, con el rigor académico que
requiere un tema como el que aquí se trata.
Tengo muy en mente la interesante charla que le escuché a la profesora
Frances Hagopian, en la celebración de los veinte años del Kellogg Institute for
International Studies, en la que advirtió sobre un doble peligro en el campo de
la ciencia política: el peligro del enfoque híper-especializado (risk of narrowing),
que denota una marcada incapacidad para hablar más allá de un estrecho círcu-
lo de expertos, y el peligro exactamente opuesto, basado en las generalizaciones
(risk of generalizations), enfoque del que, por lo general, los latinoamericanos he-
mos usado y abusado. No se me escapa el hecho que, muchas veces, frente a este
segundo peligro, podemos situar el género del ensayo, tan extendido en Améri-
ca Latina. Sin embargo, ante la tendencia actual hacia una híper-especialización
en el campo de la ciencia política, sobre la base de modelos y estadísticas, me
ha parecido que un enfoque que escapa de variables dependientes e indepen-
dientes, de correlaciones y regresiones, como el que se contiene en este libro,
permite que el mismo sea leído más allá de un círculo reducido de expertos.
De hecho, este es un objetivo que persigo deliberadamente. He intentado
que materias complejas, sobre las cuales se han planteado teorías sofisticadas,
sean conocidas por parte de un público más amplio. Tengo serias dudas, como
ya lo indiqué, en relación a las tendencias actuales de la ciencia política, en su
intento casi obsesivo por medirlo todo. Tengo en mente aquella clásica defini-
ción, formulada por Maquiavelo, en el sentido de que «los asuntos humanos
están siempre en un estado de mutación» (Discursos, Prefacio al Libro II), lo

14
  Prólogo

que impone la necesidad de hacerse cargo de la complejidad y el dinamismo


de los procesos históricos. La ciencia política sin historia, es una ciencia polí-
tica sin contenido. Mis referentes, en la comprensión del fenómeno político,
como alumno que fui de Sheldon Wolin, son autores clásicos como Tucídides,
Maquiavelo y Tocqueville. Son ese tipo de autores los que me han ayudado a
entender la verdadera naturaleza del fenómeno político.
Escribo este prólogo de vuelta en CIEPLAN. Como ha dicho Alejandro
Foxley, tras el fin de su período como ministro de Relaciones Exteriores de
Chile (2006-2009), volver a CIEPLAN es como «la vuelta al propio hogar». Aquí
comenzó nuestra reflexión sobre Chile y América Latina, y aquí ha de conti-
nuar en lo que hemos llamado el CIEPLAN «en la nueva etapa»; una etapa más
volcada a América Latina que a Chile, en el anhelo compartido a lo largo de
tantos años de hacer compatibles la democracia política, el crecimiento econó-
mico, y la equidad social, en la nueva era de la globalización, con sus sombras y
sus luces y, sobre todo, sus enormes posibilidades.
Finalmente, agradezco los comentarios que diversos académicos han hecho
en relación a borradores iniciales de los distintos capítulos de este libro; entre
ellos, especialmente a Iván Jaksic (capítulo I), Oscar Muñoz (capítulos II y IV),
Scott Mainwaring (capítulo III), y Patricio Meller (capítulo VII), por sus muy su-
gerentes comentarios en relación a dichos capítulos. El capítulo VIII y final, que
es el único que ha sido publicado anteriormente, recibió, en su momento, los
comentarios y aportes de Edgardo Boeninger, Maria Herminia Tavares, Scott
Mainwaring, Fernando Luiz Abrucio, Marcus André Melo y Cristóbal Aninat.
Agradezco también al cientista político Sergio Toro por sus muy pertinentes
comentarios y sugerencias sobre un borrador final del libro, y a Eugenio Tironi
y Francisco Saffie por sus comentarios al prólogo e introducción. Ninguno de
ellos tiene responsabilidad alguna por el contenido de este libro.

15
Introducción

Tal vez una de las paradojas de nuestra región y de nuestro tiempo sea que, a
la vez que experimentamos una de las situaciones –ni siquiera digo «regíme-
nes»– democráticas más amplias y extendidas de toda nuestra historia republi-
cana, existe una percepción bastante generalizada acerca de la fragilidad de esas
democracias. Se habla, así, del «déficit» democrático, o de los problemas de
gobernabilidad democrática en América Latina.
En efecto, en los últimos cinco años (2004-2009) han tenido lugar diecio-
cho elecciones presidenciales en la región1; es decir, en todos los países (incluyo
a República Dominicana, del Caribe), con la sola excepción de Cuba, la que
permanece como la única dictadura entre los 34 estados de las Américas, que
comprenden desde Canadá, por el norte, hasta la Patagonia, por el sur. Consi-
dero a estas elecciones como un ejemplo de «democracia electoral», entendida
esta última como la realización de elecciones libres, transparentes y competiti-
vas. Lo anterior, como un aspecto de un concepto minimalista o procedimental
de democracia, dentro de la tradición de Joseph Schumpeter (1942) y Robert
Dahl (1971), sin adentrarnos aún en la cuestión de qué tipo de democracia es
la que emerge en la región en un sentido más sustantivo. Los siguientes son los
elementos que deben ser comprendidos en una definición procedimental de la
democracia, en la tradición de Schumpeter y de Dahl: la existencia de eleccio-
nes abiertas y competitivas –lo que conocemos como «democracia electoral»

1
Uruguay (octubre de 2004), Honduras (noviembre de 2005), Chile (diciembre de 2005 y ene-
ro de 2006), Bolivia (diciembre de 2005), Costa Rica (febrero de 2006), Perú (abril y junio de
2005), Colombia (mayo de 2006), México (julio de 2006), Brasil (octubre de 2006), Nicaragua
(noviembre de 2006), Venezuela (diciembre de 2006), Guatemala (septiembre y noviembre de
2007), Argentina (octubre de 2007), Paraguay (abril de 2008), República Dominicana (mayo
de 2008), El Salvador (marzo de 2009), Ecuador (abril de 2009) y Panamá (mayo de 2009).
Hemos incluido la última elección presidencial en cada uno de estos países (Ecuador también
las tuvo en octubre de 2006).

17
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

propiamente tal–, sin fraude, coerción o proscripciones, las que determinan


quién establece las políticas públicas, permitiendo la posibilidad de la alternan-
cia en el poder; la existencia de sufragio universal adulto, y la garantía de ciertos
derechos civiles tradicionales, como la libertad de expresión y de organización, y
el debido proceso (Mainwaring y Shugart, 1997b, p. 14). Otros añaden la subor-
dinación efectiva de los militares a las autoridades legítimamente constituidas.
Aunque no me contento con este concepto y profundizaré más adelante
en torno al tipo de democracia que aparece como deseable, es digno destacar
que esta «tercera ola» democratizadora (Huntington, 1991), aparece como un
avance significativo en relación a la anterior ola autoritaria iniciada con los gol-
pes de estado que tuvieron lugar en Brasil (1964), Perú (1968), Uruguay (1973),
Chile (1973) y Argentina (1976). El ya clásico estudio de Huntington distingue
entre la larga ola de democratización que va entre 1828 y 1926, la corta ola de
democratización que va entre 1943 y 1962, y la actual (tercera) ola de democra-
tización, que tiene lugar desde 1974. Bástenos con recordar que, hacia fines de
la década del setenta, sólo tres países en la región celebraban elecciones libres,
transparentes y competitivas: Colombia, Venezuela y Costa Rica.
Más aún, estas dieciocho elecciones presidenciales fueron acompañadas de
una gran movilización político-electoral, tal vez como nunca antes en la historia
de América Latina (Hagopian y Mainwaring, 2005). No es ahí, pues –esto es, en
la ausencia de participación electoral– donde ha de encontrarse el problema en
términos de gobernabilidad democrática. Hubo también avances cualitativos.
Así, por ejemplo, en América del Sur y, por primera vez en nuestra historia, han
sido elegidos como Presidentes de la República, un líder sindical (Luis Inácio
Lula da Silva, en Brasil), dos mujeres (Michelle Bachelet, en Chile, y Cristina
Fernández, en Argentina) y un líder indigenista (Evo Morales, en Bolivia), a la
vez que Haití ha celebrado las que tal vez puedan ser consideradas como las elec-
ciones presidenciales y parlamentarias más democráticas de su historia (2006).
Lo anterior coexiste, sin embargo, con una serie de interrogantes en rela-
ción a la solidez de estos procesos, muy distintos entre sí, en el contexto de la
gran heterogeneidad de América Latina. La mejor demostración de las dificul-
tades en consolidar una democracia estable, en claro contraste con la solidez de
la democracia electoral, es que bajo esta tercera ola de democratización, catorce
gobiernos elegidos democráticamente no han podido concluir su período cons-
titucional2. En términos más bien periodísticos, considero que esta paradoja

Hernán Siles Suazo (1985), Gonzalo Sánchez de Lozada (2003) y Carlos Mesa (2005), en
2

Bolivia; Abdalá Bucarán (1997), Jamil Mahuad (1999) y Lucio Gutiérrez (2005), en Ecuador;
Fernando Collor de Mello, en Brasil (1992); Jorge Serrano Elías, en Guatemala (1993); Carlos
Andrés Pérez, en Venezuela (1993); Joaquín Balaguer, en República Dominicana (1994), Raúl
Cubas Grau, en Paraguay (1999); Alberto Fujimori (2000), en el Perú; Raúl Alfonsín (1989) y

18
 Introducción

está bien recogida en un titular de la revista chilena Siete+7 (29 de noviembre


de 2002), que decía «América Latina: democrática e ingobernable», aludiendo,
por un lado, a la buena salud de que goza la región en términos de democracia
electoral y, por otro, a los serios déficits en términos de gobernabilidad. El gol-
pe de estado llevado a cabo en Honduras, el 28 de junio de 2009, contra el go-
bierno constitucional del Presidente Manuel Zelaya, es tal vez la demostración
más reciente y dramática de la precariedad de la democracia en la región.
El contraste anterior refleja de manera adecuada lo que constituye el con-
tenido específico de este libro, referido a un análisis de las luces y las sombras
de la democracia en América Latina. Lo que sigue son algunas reflexiones que
intentan contribuir a la tarea necesaria, impostergable y permanente de desen-
trañar algunas de las claves para entender tanto las posibilidades, como las difi-
cultades, para consolidar una democracia estable en América Latina, en condi-
ciones aceptables de gobernabilidad. La tesis de este libro es que, a lo largo del
último siglo, la historia de América Latina se caracteriza por la búsqueda, más o
menos exitosa, de respuestas o alternativas a la crisis del predominio oligárqui-
co, con una marcada dificultad por sustituir el orden oligárquico por un orden
democrático. En esa búsqueda, puede decirse que la respuesta más característi-
ca de nuestra región a la crisis oligárquica y los devaneos históricos posteriores,
de oleadas de democratización y autoritarismo, ha sido el populismo. De algu-
na manera importante, aún estamos en un proceso de «des-oligarquización»,
como lo demuestra el surgimiento del neo-populismo en nuestra historia más
reciente. El liberalismo ha sido más bien marginal, más propio de las elites que
de los pueblos, más de la mano del autoritarismo que de la democracia. Esta
última se ha dado a tientas, con altibajos, en forma confusa e inconsistente, más
como aspiración que como realidad.
En efecto, antes y después de los procesos de independencia, existió un
orden oligárquico, en lo económico, lo social y lo cultural, asumiendo distin-
tas formas políticas, coloniales y postcoloniales. Se trató de un orden elitista,
jerárquico y, a la postre, excluyente, pero de un orden al fin y al cabo. Tras su
desplome, desde comienzos del siglo XX, en la forma de lo que hemos deno-
minado la crisis del predominio oligárquico, le siguió el desorden más que un
nuevo orden, este último entre mesocrático y popular, con serias dificultades
de institucionalización, a veces de la mano de la democracia, muchas otras de
la mano del autoritarismo, con incrustaciones republicanas y revolucionarias,
dependiendo del período y el lugar de que se trate.

Fernando de la Rúa (2001), en Argentina (ver, sobre el particular, Valenzuela (2004) y Latino­
barómetro (2008))

19
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

Esta crisis oligárquica se dio en forma muy irregular en el tiempo, en al-


gunos casos de manera prematura y radical, como en la revolución mexicana
de 1910 y, en otros, en forma bastante tardía, como en América Central, el
Perú y Bolivia, hacia los años cincuenta y sesenta. En general, especialmente
en América del Sur, la crisis oligárquica se dio en las décadas de 1920 y 1930.
En este proceso de búsqueda de respuestas o alternativas a la crisis oligárquica,
hubo tradiciones revolucionarias, como las de México (1910), Bolivia (1952),
Cuba (1959) y Nicaragua (1979); hubo diversas formas de autoritarismo, de
tipo tradicional (Fulgencio Batista, en Cuba, Anastasio Somoza, en Nicaragua,
Rafael Trujillo, en República Dominicana, Francois Duvalier, en Haití, Alfredo
Ströessner, en Paraguay, Marcos Pérez Jiménez, en Venezuela, Gustavo Rojas
Pinilla, en Colombia, sin mencionar a los autoritarismos del siglo XIX), popu-
lista (Juan Domingo Perón en Argentina, Getulio Vargas, en Brasil, y Lázaro
Cárdenas, en México, sólo por mencionar a algunos de los más emblemáticos)
o burocráticos, como los militarismos del Cono Sur (Argentina, Brasil, Chile y
Uruguay), en las décadas de 1960, 1970 y 1980, pero escasamente hubo demo-
cracia. Chile, Uruguay y Costa Rica tienen una larga trayectoria democrática,
aunque acabamos de referirnos a los dos primeros como ejemplos de regímenes
burocrático-autoritarios en la década de 1970. En otro sentido, Colombia y
Venezuela también lo han sido, con todos los «pero» y reservas que habría que
añadir. Finalmente, las democracias inauguradas en los «pactos» de fines de la
década de 1950, tras las dictaduras de Rojas Pinilla y Pérez Jiménez, respectiva-
mente, devinieron en democracias bipartidistas, elitistas y excluyentes, que, en
el caso de Colombia, llevó a un autor a definirla como «Conversaciones de Ca-
balleros» (Alex Wilde, 1982). Lo cierto es que lo que sí hubo en América Latina
fue populismo, o un cierto modelo «nacional y popular», como también se le ha
dado en llamar, respecto del cual sólo queremos señalar que una de sus princi-
pales características ha sido, y sigue siendo, según argumentaremos, su marcada
ambigüedad en torno a la democracia representativa y sus instituciones.
Diversas teorías se han planteado a nivel académico para tratar de explicar
tanto las posibilidades como las limitaciones de la democracia en América La-
tina. Junto con hacer una revisión sistemática de algunas de las principales teo-
rías al respecto, sobre la base de un análisis que considera la interacción entre
factores políticos, económicos y sociales, sostengo que son principalmente los
actores, las instituciones y las políticas las que hacen la diferencia en términos
de los avances y retrocesos de la democracia en América Latina. Al margen de
todo determinismo, escapando de aquellas teorías que ponen el acento en las
condiciones, requisitos, pre-requisitos o determinantes «estructurales» –econó-
micos, sociales, políticos o culturales– para explicar los procesos políticos, como
las oleadas de democracia y autoritarismo que hemos conocido en la región,

20
 Introducción

asigno un papel crucial al papel de los actores políticos, de las instituciones y de


las políticas públicas en términos de las posibilidades y de las limitaciones, de
los avances y retrocesos, de la democracia en la región. Lo anterior, sin desco-
nocer la importancia de los factores estructurales que subyacen a los fenómenos
políticos, pero que escasamente explican los cambios y las transformaciones de
(y en) los regímenes políticos. Concluyo en que es la «democracia de institucio-
nes» la que está en mejores condiciones de consolidar una democracia estable
en América Latina, en condiciones aceptables de gobernabilidad.
Escribo esta introducción y termino de escribir este libro en medio de la
más aguda crisis económica de los últimos 70 años, con todas las dudas, interro-
gantes e incertidumbres, que ello plantea hacia el futuro. Lo hago con el firme
propósito de contribuir a afirmar el valor de la democracia, anhelando que no
haya regresiones autoritarias, aunque con el realismo y el necesario margen de
escepticismo de saber, a la luz de nuestra propia historia, que no hay marchas
irreversibles ni siquiera en la dirección de la democracia. Este libro no elude
ninguna de las dificultades para consolidar la democracia en la región, pero
expresa una clara opción normativa a favor de la misma. Reflexionando sobre la
historia de la democracia en América Latina, en una perspectiva comparativa,
y de una manera sistemática, espero contribuir a afirmar que la democracia no
está reservada para los países de cierto nivel de desarrollo, o de determinadas
características culturales, y que América Latina no está condenada al autorita-
rismo y el subdesarrollo.
En el capítulo I argumento que, a pesar de que los intentos por establecer
un gobierno constitucional y representativo arrancan desde los procesos mis-
mos de la independencia, diversas circunstancias, ideologías y arreglos institu-
cionales conspiraron, a lo largo del siglo XIX y XX, contra el establecimiento de
una democracia estable en la región. El liberalismo «realmente existente», el
positivismo, la revolución, el corporativismo, el patrimonialismo, el clientelis-
mo, el socialismo y el populismo fueron algunos de los principales intentos por
hacerse cargo de la crisis del predominio oligárquico, procurando abrir paso
a un nuevo orden social y político. Argumento que todos ellos, de una u otra
manera, dieron cuenta de serias tensiones y contradicciones con la democracia
como régimen político de gobierno. Nada de ello debe oscurecer, sin embargo,
los intentos que, desde muy temprano, tuvieron lugar en la región tras el esta-
blecimiento de una auténtica democracia representativa.
En el capítulo II analizo el paso desde la «era de las exportaciones» (1870-
1920), basada en el crecimiento «hacia fuera», a la industrialización sustitutiva
de importaciones dirigida desde el Estado, como tal vez el aspecto más im-
portante de la crisis oligárquica desde el punto de vista de las estrategias de
desarrollo. De alguna manera importante, el proceso de industrialización fue

21
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

visto como un aspecto del proceso más amplio de democratización en América


Latina, con miras a la incorporación de los nuevos sectores sociales emergentes,
populares y medios, y a la absorción de la mano de obra disponible, producto
de las fuertes migraciones del campo a la ciudad. No obstante, al poco andar,
surgieron fuertes críticas, y autocríticas, en torno al nuevo modelo de desa-
rrollo basado en la industrialización, y el crecimiento «hacia adentro». En el
centro de esas críticas estuvo el «pesimismo exportador», el proteccionismo y
el nacionalismo desarrollista característicos de dicho modelo, los que llegaron
a constituirse en el verdadero «talón de Aquiles» del mismo. Los magros re-
sultados del proceso de industrialización, especialmente en consideración a la
realidad extendida de la pobreza y la desigualdad, produjeron fuertes frustracio-
nes, a nivel social, y condujeron a un encendido debate intelectual, en un clima
de ideologización, polarización y conflicto. Según algunos (O´Donnell, 1979),
los procesos de quiebre democrático de fines de la década de 1960 y comien-
zos de la década de 1970, no estuvieron desligados de las características de esa
estrategia de desarrollo basada en un cierto tipo de industrialización.
En el capítulo III reflexiono sobre algunas de las principales características
de los procesos de quiebre democrático, de transición y de consolidación de
la democracia en América Latina. Dada la abundante literatura existente, y a
modo de sistematización de la misma, a ratos casi como un review, me inclino
a explicar los procesos de quiebre sobre la base de factores internos, más que
externos, y políticos, más que económicos, argumentando que no hubo nada
de inevitable en los mismos. Junto con procurar explicar las diferencias analí-
ticas entre transición y consolidación democrática, sostengo que los recientes
procesos de democratización en América Latina, y en el mundo entero, a decir
verdad, parecieran tirar por la borda la mayoría de las teorías que se habían
planteado en el campo de las ciencias sociales, en torno a las dificultades para
establecer y consolidar la democracia. Entre ellas, las que pusieron un desme-
dido énfasis en los requisitos, o pre-requisistos, económicos, y/o sociales para
la democracia, o en ciertos factores relativos a la cultura política o, incluso, en
forma más reciente, en la forma de gobierno (presidencial), todos los cuales
contribuyeron, de alguna manera, a crear la impresión de que la democracia
estaba reservada para países de cierto grado de desarrollo económico (alto) o
de determinadas estructuras sociales (complejas), o características culturales
(protestantes, tolerantes, pluralistas) o formas de gobierno (parlamentarias).
Definitivamente, a pesar de todas sus limitaciones, la democracia ha resultado
más robusta de lo que la literatura presagiaba para una región como América
Latina (subdesarrollada, católica y presidencialista). Lo anterior, sin perjuicio
de las serias debilidades asociadas a las nuevas democracias, principalmente en
el ámbito de la gobernabilidad, las que analizaremos en el capítulo V.

22
 Introducción

En el capítulo IV sostengo que, lo que existe en América Latina, en las dé-


cadas del ochenta y del noventa, es una doble transición, desde el autoritaris-
mo a la democracia, y desde la industrialización sustitutiva de importaciones,
basada en el proteccionismo y la acción del estado, hacia una nueva estrategia
basada en la apertura externa y la liberalización del comercio, en la nueva era
de la globalización. Analizo las características de lo que, a todas luces, puede
considerarse como una transición bastante tortuosa, con avances y retroce-
sos, y múltiples contradicciones, primero en dictadura y luego en democracia,
desde una estrategia de desarrollo a otra. Argumento que no se puede hablar,
sin más, de la nueva «era neoliberal», o de la «democracia neoliberal», pues el
proceso que se vive en la región es mucho más rico, más complejo, más diverso
y más interesante de lo que estas expresiones sugieren. De hecho, señalo que
lo que existe, más recientemente, es el paso de una fase de marcado contenido
ideológico (neoliberal), en torno al Consenso de Washington, a una fase mu-
cho más pragmática (economía política de lo posible), en la década del 2000.
En el capítulo V argumento que aún queda mucho por hacer en términos
de asentar una democracia estable en la región y que, junto con los grandes
logros en términos del establecimiento de la democracia electoral, existe un
gran déficit en términos de la calidad de las instituciones y de la gobernabili-
dad democrática. Junto con resaltar ciertos dilemas que han caracterizado a la
política latinoamericana en el último siglo –pueblos u oligarquías, desarrollo
o dependencia, reforma o revolución, democracia o dictadura– me detengo en
los claroscuros del actual proceso de democratización, con la existencia de si-
tuaciones semi-democráticas, o híbridas, que dan cuenta de la distancia que aún
separa a la democracia electoral de una democracia auténticamente represen-
tativa (tema que analizaremos sistemáticamente en el capítulo final). Analizo
principalmente las tensiones que existen entre el neo-populismo que surge en
la última década y media, principalmente –aunque no exclusivamente– en torno
a la figura de Hugo Chávez, y la democracia representativa y sus instituciones.
En todo caso, a pesar de ser la figura más estridente y visible de la región, el
régimen de Chávez es la excepción y no la regla general. Junto con las respues-
tas –y alternativas– populistas a las reformas neoliberales de la década de 1990,
surgen respuestas no populistas, entre las que destaca el surgimiento de una
nueva izquierda socialdemócrata en América Latina.
En el capítulo VI he querido involucrarme en el agitado debate acadé-
mico sobre presidencialismo y parlamentarismo. A partir de los pioneros tra-
bajos de Juan Linz sobre esta materia, popularizados en la década de 1980,
que dieron lugar a un intenso debate, analizo las ventajas y desventajas de una
y otra forma de gobierno, para concluir que no hay nada intrínseco, ya sea
en el presidencialismo o en el parlamentarismo, que nos ayude a explicar la

23
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

estabilidad o inestabilidad política de la región. De hecho, en el caso de Amé-


rica Latina aparece, en la historia más reciente, una fórmula que tiende a des-
entrampar la aparente contradicción entre presidencialismo y multipartidismo,
a través de lo que se conoce en la literatura como «presidencialismo de coali-
ción». Sin perjuicio de que desarrollo una visión crítica del presidencialismo, en
múltiples direcciones y sentidos, invito a una mirada desprejuiciada en torno al
tema, sugiriendo que, más que concepciones dogmáticas, en uno u otro sentido,
hay que abrirse a un «menú de opciones» en relación a distintos arreglos insti-
tucionales y combinaciones de diversa índole, tras el objetivo de la estabilidad
política y la gobernabilidad democrática. Aunque el presidencialismo muestra
un fuerte arraigo en la región –algo así como la cordillera de Los Andes– no
puede descartarse, a priori, algún tipo de innovación en esta materia.
En el capítulo VII me hago cargo de las profundas transformaciones eco-
nómicas, sociales y culturales que han tenido lugar en las últimas dos décadas,
en torno al surgimiento de lo que he denominado «la nueva cuestión social»
en América Latina. Esta última se refiere a la existencia, ya no de países atrasa-
dos o subdesarrollados, pertenecientes al llamado «Tercer Mundo», como era
la realidad de la región hasta la década del sesenta y del setenta, sino a países
de ingresos medios, al interior de economías emergentes que se encuentran
a mitad de camino entre el subdesarrollo y el desarrollo. Argumento que, en
ese contexto, y en una perspectiva de futuro, los actuales niveles de carga
tributaria y de gasto social son insostenibles. Surge, asimismo, la necesidad
de pasar, en el ámbito de las políticas sociales, desde un enfoque tradicional,
estático, de focalización en la pobreza y la extrema pobreza, a un nuevo en-
foque, dinámico, en una perspectiva de universalización de las prestaciones
y/o derechos sociales, haciéndose cargo de la nueva realidad de los sectores
medios que surgen en este proceso de desarrollo. Junto con enfatizar la tre-
menda diversidad de la región, la que impide las generalizaciones y los análisis
simplistas, dicho capítulo propone que es el enfoque de la «cohesión social»
el más adecuado para enfrentar la realidad de la pobreza, la desigualdad, el
crimen y la corrupción.
En el capítulo VIII, y final, afirmo que es la «democracia de instituciones»
la que mejor responde a las nuevas necesidades del desarrollo económico, social
y político de América Latina. El contraste entre las dieciocho elecciones demo-
cráticas que han tenido lugar en los últimos cinco años –todos los países, con
la sola excepción de Cuba–, y los catorce gobiernos que no han concluido su
período constitucional en las últimas dos décadas, nos habla de los claroscuros
del desarrollo político e institucional en la historia más reciente de América
Latina. Por un lado, se consolida la democracia electoral, con elecciones li-
bres, competitivas y transparentes, y niveles no despreciables de participación

24
 Introducción

electoral. Por otro lado, sin embargo, existe un fuerte «déficit democrático»,
referido principalmente a la brecha que se advierte entre aspiraciones y realida-
des. Cómo transitar desde la democracia electoral hacia una auténtica democra-
cia representativa, entendida esta última como «democracia de instituciones»,
en la perspectiva más amplia de la gobernabilidad democrática aparece, hoy
por hoy, y en una perspectiva de futuro, como el principal desafío político de
América Latina.

25
Capítulo I

La búsqueda de alternativas al
predominio oligárquico

El liberalismo, el positivismo, la revolución, el corporativismo, el clientelismo,


el patrimonialismo, el socialismo y el populismo, en distintos momentos y de
las más diversas formas, han sido algunos de los conceptos, ideologías, fórmu-
las y arreglos institucionales que se han intentado en la búsqueda de un nuevo
orden social y político que pudiera dejar atrás el predominio oligárquico y las
características asociadas al antiguo régimen. De todos ellos, es el populismo
el que aparece como la respuesta paradigmática de la región frente a la crisis
oligárquica y el surgimiento de la llamada «cuestión social», la que tiene lugar
desde comienzos del siglo XX. Sostengo que, en prácticamente todos ellos, y no
sólo en el populismo, ha habido tensiones y contradicciones en relación a la de-
mocracia como régimen político de gobierno. Ello, sin perjuicio de reconocer
que, más allá de sus propias tensiones y contradicciones, en el ideario liberal
y republicano del siglo XIX, e incluso en el ideario positivista, especialmente
tras su búsqueda de la idea de modernidad, existió un germen de desarrollo
democrático.

Liberalismo. Desde los inicios de los procesos de independencia estuvo en


las mentes de las elites dirigentes la búsqueda de un gobierno representativo
y constitucional. Esta concepción republicana estuvo fuertemente influida por
los procesos políticos que tenían lugar en Europa y los Estados Unidos de Amé-
rica, pero también por un cierto republicanismo y constitucionalismo que es-
tuvo presente en el mundo hispánico. No se puede decir que el republicanismo
–y, para estos efectos, el liberalismo– hayan sido simplemente «importados»
desde Europa. Aunque no es este el espacio y el momento para hacernos cargo
de las diferencias y disputas teóricas e historiográficas entre republicanismo y
liberalismo –ver, sobre el particular, Aguilar y Rojas (2002)–, es evidente que,
a lo largo del siglo XIX, el liberalismo fue una de las ideologías más influyen-
tes, especialmente en el nivel de las elites dirigentes. Lo que afirmo es que el

27
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

liberalismo «realmente existente» que hemos conocido en América Latina, en


la segunda mitad del siglo XIX y a lo largo del siglo XX, se dio de la mano de la
libertad económica más que de la libertad política, del autoritarismo más que
de la democracia. El liberalismo, como filosofía política, no logró arraigar en
los procesos políticos y sociales, más allá de unas vagas referencias a la idea
genérica de libertad contenidas en los textos constitucionales. Sólo de manera
tardía, parcial y contradictoria, con muy escasas excepciones, se dieron luchas
por la ampliación del sufragio universal, tras la búsqueda de un régimen autén-
ticamente democrático y representativo. En la marcha histórica del liberalismo
en América Latina, la democracia fue la excepción y no la regla general.
Las ideas liberales y republicanas que conocieron y defendieron los for-
jadores de la independencia tuvieron su origen, principalmente, en las revo-
luciones estadounidense (1776) y francesa (1789), y su recepción por parte de
las elites en la América hispánica estuvo muchas veces desligada de la realidad
cultural, social y política de la región. A decir verdad, ya en las postrimerías
de la colonia, un cierto tipo de «despotismo ilustrado» había estado presente
en las monarquías de España y Portugal, con los primeros atisbos de reformas
liberalizadoras en lo económico, rompiendo el rígido control monopólico del
comercio entre la península ibérica y las colonias de ultramar. La otra cara de
las reformas borbónicas, en España, y pombalinas, en Portugal, sin embargo,
con su componente racionalista, modernizador, reformista, y liberalizador, fue
una fuerte re-centralización administrativa, tendencia que fue reforzada, una y
otra vez, por las fuerzas conservadoras en las nacientes repúblicas americanas,
durante el siglo XIX. La Constitución de Cádiz, de 1812, una de las más nota-
bles expresiones de los principios liberales, en España, tuvo una recepción en la
América hispánica que varió de un país a otro, al tiempo que la restitución en
el trono de Fernando VII, en 1814, no hizo más que reforzar los esfuerzos por
asegurar la precaria e incipiente independencia forjada desde 1810. Las guerras
de la independencia tuvieron como desenlace, no necesariamente el ideario de
la libertad y la democracia, sin perjuicio de los múltiples ensayos en tal senti-
do, a lo largo del siglo XIX, sino la anarquía, el caudillismo, el militarismo y las
guerras civiles, acompañados, las más de las veces, de soluciones autoritarias y
conservadoras, más que liberales y democráticas.
Los precursores de la independencia hispano-americana, como Francis-
co de Miranda y Simón Bolívar, en Venezuela; Antonio Nariño, en Colombia;
Manuel Belgrano y José de San Martín, en Argentina; Bernardo O´Higgins,
en Chile, sólo por mencionar a algunos de los principales, lucharon con ahín-
co por la independencia y la separación de España, pero escasamente por la
libertad y la democracia. La mayoría de ellos abogó por una concepción re-
publicana, entendida esta última como una forma de gobierno contraria a la

28
Capítulo I  La búsqueda de alternativas al predominio oligárquico

monarquía, basada en el sistema representativo de gobierno, electivo y consti-


tucional (Aguilar y Rojas, p. 82), aunque algunos de ellos terminaron abrazando
la causa monárquica, mientras que otros optaron derechamente por el ejercicio
dictatorial del poder. En el caso de Lusoamérica, tras la invasión de la península
ibérica por parte de las fuerzas napoleónicas, la monarquía se trasladó, literal-
mente, a Brasil. Sólo en 1889 se instaurará la república. Todo lo anterior, en
claro contraste con lo ocurrido en los Estados Unidos de América, que abraza-
ron sin ambigüedades –y sin perjuicio de sus propias contradicciones internas,
según veremos más adelante–, la causa de la república y de la libertad, con
incrustaciones democráticas que habrían de profundizarse y desarrollarse a lo
largo del siglo XIX. La Declaración de Independencia planteó, desde la partida,
el principio de la igualdad y los padres fundadores debatieron con pasión acerca
de la Constitución y las instituciones que fuesen más acordes y consistentes con
el ideario compartido de la república y de la libertad.
El siglo XIX, en hispanoamérica, estuvo marcado por las luchas permanen-
tes entre liberales y conservadores. Mientras aquellos procuraban abrir paso al
federalismo, bajo la influencia de los Estados Unidos, el conservadurismo de-
fendía el centralismo. Mientras los liberales procuraban limitar o, derechamen-
te, eliminar los fueros eclesiásticos, a la vez que abogar por la separación de la
Iglesia y el estado, los conservadores se erigían en el escudo de la Iglesia Católi-
ca y sus prerrogativas. Mientras los primeros procuraban abrir paso a la noción
de derechos individuales, alrededor de una vaga idea de progreso económico
y libre comercio, los conservadores defendían muchas de las instituciones del
antiguo régimen, especialmente en el orden social.
Las ideas liberales surgieron, en los procesos de la independencia, y los años
inmediatamente posteriores, asociados a un José María Luis Mora, en Méxi-
co; un Bernardino Rivadavia, en Argentina –principalmente en la provincia de
Buenos Aires–, en torno a la Constitución de 1826; un Francisco Morazán, en
Honduras, asociado, este último a la Constitución de 1824 de las nacientes –y,
a la postre, frustradas– Provincias Unidas de América Central, o a la irrupción
de los «pipiolos», o liberales, en los experimentos constitucionales de la década
de 1820, en Chile. El impulso liberal tomó un mayor cuerpo y consistencia bajo
la presidencia de Francisco de Paula Santander (1832-1836) en Colombia, un
liberal pragmático que impulsó reformas políticas, constitucionales y religiosas
asociadas al modelo de un gobierno constitucional y el imperio de la ley. Los
experimentos en torno al ideario liberal fueron escasos e intermitentes, culmi-
nando en la frustración y en diversas formas de restauración conservadora.
Tras la sucesión de experimentos constitucionales de las décadas de 1810 y
1820, enfrentados al desorden y la anarquía, surgió la necesidad de una cierta es-
tabilidad política, la que, las más de las veces, se logró bajo una forma autoritaria.

29
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

Juan Manuel de Rosas, quien manejó los hilos del poder en Argentina, entre 1829
y 1852, y que ya en 1835 demandara poderes ilimitados para ejercer un con-
trol efectivo y dictatorial sobre las provincias; el Dr. José Gaspar Rodríguez de
Francia (1812-1840) en Paraguay; José Antonio Páez, en Venezuela, un caudillo
militar más que un dictador a la usanza de Rosas, quien gobernó hasta la década
de 1840; el General Antonio López de Santa Anna en México, quien suspende
la Constitución federalista de 1824, para dar paso a un ejercicio más bien auto-
ritario del poder; José Rafael Carrera, quien derrota los intentos liberalizadores
(1823-1837) de Morazán en América Central, instituyendo un orden conserva-
dor, restaurando los privilegios y fueros eclesiásticos, a la vez que dominando la
escena política bajo una forma más bien autoritaria hasta su muerte, en 1865; en
fin, el autoritarismo presidencial creado por Diego Portales en Chile, aunque
bajo una forma política basada en la autoridad impersonal y la transferencia legal
y ordenada del poder, fueron algunas de estas reacciones autoritarias.
Fue precisamente en contra de estas arremetidas conservadoras y auto-
ritarias que surgió una nueva generación política en la década de 1850, con-
vencida de la necesidad de impulsar reformas liberales en la región. El período
comprendido entre las décadas de 1850 y de 1880, es el que, en general, los
historiadores denominan como el de auge de las reformas liberales en América
Latina (Bushnell y Macauley, 19881). Esta nueva generación política, la primera
en postular con auténtica convicción los ideales liberales, aspira a una profunda
reforma política y constitucional, procurando sentar las bases de un orden libe-
ral. Tal es el caso de Benito Juárez, un indio zapoteca que hasta los doce años de
edad escasamente hablaba el español y que lleva a cabo lo que los historiadores
conocen como el período de «La Reforma» (1855-1861) en México, principal-
mente alrededor de la Constitución de 1857. Ya en la Ley Juárez (1855), este
había puesto fin a los privilegios, fueros y prerrogativas eclesiásticos y militares,
generando fuertes disputas con los sectores más conservadores, lo que resulta-
ría en graves trastornos políticos y sociales (Halperin, 1993). Un régimen de
libertades individuales, contrario al sistema corporativo del estado central y al
centralismo conservador que imperó en ese país hasta la década de 1850; un
sistema federal y la introducción por primera vez del sufragio universal, aunque
con una serie de limitaciones, fueron algunos de los contenidos de la Consti-
tución de 1857, al mismo tiempo que la Iglesia Católica procedía a excomulgar
a cualquier persona que jurara respetar y defender dicha Constitución. En de-
finitiva, fue el General Porfirio Díaz quien encabezó el régimen que sirvió de
modelo al ulterior desarrollo político latinoamericano, basado en una mezcla

En las líneas que siguen, he tenido especialmente en cuenta los trabajos de Bushnell y Macau-
1

ley (1988) y Halperin (1993).

30
Capítulo I  La búsqueda de alternativas al predominio oligárquico

de autoritarismo político y liberalismo económico. La ironía del período es que,


bajo el mismo lema con que Porfirio Díaz se había instalado en el poder («no a
la re-elección, sufragio efectivo»), contra el intento de re-elección de Sebastián
Lerdo y Tejeda, en 1876, fue aquel removido un cuarto de siglo después, culmi-
nando todo ello en la revolución de 1910. El efímero intento, durante quince
meses, del gobierno de Francisco Madero, en 1911, por retomar el ideario li-
beral de José María Luis Mora y Benito Juárez, fue una ulterior confirmación
de la permanente dificultad en América Latina para consolidar el ideario del
gobierno constitucional y de un orden democrático y liberal.
Otro de los intentos por instaurar un orden liberal en América Latina, en
la senda mostrada por el Presidente Santander, en Colombia, fue el caso de «La
Reforma» (liberal) llevada a cabo por el General José Hilario López, tras el
triunfo electoral que puso fin al gobierno conservador del General Mosquera
(1849), iniciando un período de fuertes convulsiones y de una violenta confron-
tación entre liberales y conservadores. El derecho a voto, el federalismo –más
en términos nominales que reales–, la abolición definitiva de la esclavitud, la
separación entre la Iglesia y el estado, con un fuerte sentido anticlerical que
incluyó la expulsión de los jesuitas desde territorio colombiano, fueron algunos
de los aspectos de la Constitución liberal de 1853. Tras la reacción conserva-
dora y la guerra civil de 1858-1861, el triunfo liberal de 1863 dio lugar a una
nueva Constitución del mismo año, que duró veintidós años. En virtud de sus
disposiciones, las propiedades de la Iglesia fueron confiscadas, el federalismo
fue confirmado, mientras que los derechos individuales y el sufragio universal
fueron garantizados. En 1870 se estableció un sistema de educación primaria
gratuita y universal. La tónica, sin embargo, estuvo dada por la permanente
confrontación entre liberales y conservadores, en medio de las guerras civi-
les y la violencia que han sido características de Colombia hasta nuestros días.
Finalmente, tras la guerra civil de 1876, sobrevino el fin de la «era liberal» en
Colombia, con la crisis de las exportaciones y del comercio exterior, dando lu-
gar a la dictadura de Rafael Núñez y la Constitución de 1886, al interior de una
administración centralista y conservadora, dejando en el recuerdo los logros y
reformas de la era liberal. Desde que el dictador Núñez decretara el proceso
de «Regeneración» (conservadora) en la década de 1880, sobrevino casi medio
siglo de conservadurismo, incluyendo la «Guerra de los mil días» (1899-1903),
hasta que en 1930 fue elegido nuevamente un liberal, Enrique Olaya Herrera.
Las estructuras sociales, sin embargo, permanecieron prácticamente intocadas,
conduciendo a una fuerte radicalización de al menos una facción del liberalismo
colombiano, como la que representó Jorge Eliécer Gaitán y el nuevo período
de violencia gatillado por su asesinato el 9 de abril de 1948, culminando todo
ello en la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla (1953-1957).

31
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

Algo similar a lo ocurrido bajo el régimen liberal de Juárez, aunque en


un sentido más moderado, ocurrió en Argentina tras el fin de la dictadura de
Rosas, en 1852. Esto se reflejó en el advenimiento de una nueva era política,
y de una nueva generación política, de corte liberal, progresista y federalista,
siempre teniendo como trasfondo las pugnas entre Buenos Aires y el resto de
las provincias, siendo uno de sus logros más tangibles y perdurables el de la
Constitución de 1853. Estas reformas liberales incluyeron el establecimiento
de un sistema federal, además de la garantía de los derechos individuales y la
efectiva separación de poderes, la libertad religiosa, la abolición definitiva de
la esclavitud y de los fueros eclesiásticos y militares, entre otros. No incluyó,
sin embargo, una verdadera ampliación del derecho a voto –ya insinuada en la
ley de sufragio universal de 1821–, cuestión que sólo vino a ser resuelta por el
Presidente Roque Sáenz Peña en 1912. Entre los precursores del proceso de re-
forma liberal en Argentina destacan Domingo Faustino Sarmiento, Presidente
de la República en los años 1868-1874, y líderes e intelectuales de la estatura de
Juan Bautista Alberdi y Bartolomé Mitre. Sin embargo, las reformas liberales
llevadas a cabo en Argentina, especialmente entre las décadas de 1850 y 1870,
terminaron como tantos otros intentos por llevar a cabo reformas similares
en América Latina, con la irrupción de la dictadura del General Julio Roca, a
comienzos de la década de 1880. Las presidencias de Roca (1880-1886 y 1898-
1904) vinieron a concluir el accidentado proceso de formación del estado na-
cional, incluyendo la «federalización» de Buenos Aires. La irrupción de Roca,
primero como militar y luego como político, abarcó prácticamente dos décadas
de la política argentina, hacia fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, hasta
el punto que Natalio Botana se pregunta si acaso no corresponde calificar a ese
período como un «porfiriato encubierto» (Botana, 2005, p. 34).
Una generación política similar apareció en Chile, en la década de 1850,
que en su forma más radical adoptó la forma de la «Sociedad de la Igualdad»,
bajo la influencia de Francisco Bilbao, mezcla de liberalismo político y socia-
lismo utópico. Esta irrupción del ideario liberal conoció distintas formas, unas
más doctrinarias, otras más pragmáticas, entre esa década y la de 1880, incluyen-
do la tendencia hacia la tolerancia religiosa –las pugnas clericales-anticlericales
marcaron el período y dieron surgimiento al sistema de partidos en la década de
1850– y la necesidad de limitar el enorme poder político del ejecutivo estableci-
do en la Constitución de 1833 y el autoritarismo presidencial de los decenios de
José Joaquín Prieto, Manuel Bulnes y Manuel Montt (1830-1860). Este último
aspecto condujo a la formación de una curiosa «Fusión Liberal-Conservado-
ra», destinada a fortalecer el poder del parlamento y de los partidos, y de un
régimen de libertades que fueron de co-autoría de liberales y conservadores,
hasta culminar en las reformas políticas de 1874, que incluyeron, por primera

32
Capítulo I  La búsqueda de alternativas al predominio oligárquico

vez, el establecimiento del sufragio universal. El intento del Presidente liberal,


José Manuel Balmaceda (1889-1891) de revertir esas reformas, fortaleciendo
el poder del ejecutivo, condujo, entre otros factores, a una guerra civil (1891),
que, a diferencia del resto de América Latina, no devino en una dictadura sino
en una suerte de presidencialismo desvirtuado –el mal llamado «régimen par-
lamentario» (1891-1920), en medio de la vigencia de un amplio régimen de
libertades públicas.
En el caso de América Central, hacia fines del siglo XIX, se vivió un nuevo
impulso en torno al ideario liberal, como fue el caso, por ejemplo, de la presi-
dencia de José Santos Zelaya, en Nicaragua, a partir de 1893. Una vez más, sin
embargo, las reformas liberalizadoras en América Central fueron, las más de las
veces, acompañadas de una forma política autoritaria, como en el caso de Justo
Rufino Barrios, tras la Revolución Liberal de 1871, en Guatemala, convertido
luego en Presidente de la República (1873-1885). Las «dictaduras republica-
nas» (Skidmore y Smith, 2005) de América Central confirmaron la coexisten-
cia, tan extendida en el conjunto de la región, entre liberalismo económico y
autoritarismo político, bajo una cerrada alianza de las oligarquías y los milita-
res. Este control interno fue acompañado, crecientemente, de distintas formas
de control externo, especialmente por parte de los Estados Unidos, en la me-
dida que dicho país se empieza a transformar, especialmente desde la Primera
Guerra Mundial, en una potencia mundial. Consideraciones de tipo económico
y estratégico, en torno a la idea de un «destino manifiesto» que ya se había
insinuado en la doctrina Monroe (1823), fueron transformando a las repúblicas
centroamericanas en verdaderos «protectorados» de los Estados Unidos, bajo
la premisa de querer «civilizar» a las nacientes (y caóticas) repúblicas hispano-
americanas. La diplomacia de las cañoneras (gunboat diplomacy) y la política del
garrote (big stick), impulsadas desde los tiempos de Theodore Roosevelt (1901-
1909), transformaron a América Central y los países del Caribe en una zona de
influencia de los Estados Unidos con intervenciones y ocupaciones permanen-
tes. En el lado económico, la presencia de la mítica United Fruit Company lleva
a referirse a los países de la región como repúblicas «bananeras», a la vez que
se suceden los Batista, los Somoza, los Trujillo y todos aquellos exponentes de
repúblicas que no trepidan en proclamar, a los cuatro vientos, la libertad eco-
nómica, siempre bajo formas políticas autoritarias.
Como veremos en los próximos capítulos, en el siglo XIX, la historia de
América Latina fue la de una «lenta adaptación a la economía mundial» (Skid-
more-Smith, p. 38). En ese proceso, el liberalismo fue una doctrina que acom-
pañó a la libertad económica más que a la libertad política. El período com-
prendido entre 1850 y 1880 que marca el auge del ideario liberal, correspondió
a lo que un historiador ha llamado de construcción de un orden económico

33
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

«neo-colonial», marcado por la irrupción del comercio, la libertad económica,


las exportaciones de materias primas y el triunfo del liberalismo económico
(Halperin, 1993, p. 128). En esta lenta y desigual incorporación a la economía
mundial, el liberalismo actuó como el sustento del progreso, el libre comercio
y el esfuerzo exportador, más que de un tipo de régimen político democrático
y liberal, al interior de un orden social que permaneció, básicamente, como un
elemento de continuidad entre el antes y el después de los procesos de indepen-
dencia. Desde los «Científicos», bajo la dictadura de Porfirio Díaz, en México,
a finales del siglo XIX e inicios del siglo XX, hasta los llamados «Chicago Boys»,
bajo la dictadura de Pinochet (1973-1990), en nuestra historia más reciente,
el «autoritarismo liberal», más que la democracia liberal, ha sido la tónica en
la región. Si bien a lo largo del siglo XIX el liberalismo permaneció como la
«ideología dominante» (Bushnell y Macauley, 1988, p. 12 y 287) –incluso más
que en el siglo XX– y si bien ese liberalismo incipiente y doctrinario se convir-
tió en semilla de los ulteriores procesos democratizadores en la región, dichos
ensayos estuvieron marcados por tensiones y contradicciones no resueltos, que
resultaron, una y otra vez, en formas políticas autoritarias. La experiencia más
reciente de los regímenes burocrático-autoritarios en el Cono Sur de Améri-
ca Latina es sólo la más actual y refinada (e implacable) de todos los intentos
«liberales» que hemos conocido por asentar la libertad económica sobre bases
sólidas, sacrificando la libertad política. De hecho, si se revisan los contenidos
de las constituciones políticas que en su tiempo dictaron un Batista, un Somoza
o un Trujillo, estas fueron de las más «liberales» de su tiempo; una libertad,
sin embargo, que mantuvo prácticamente intactas las estructuras sociales y el
orden oligárquico, bajo formas políticas autoritarias.
Nada de lo dicho anteriormente debe llevarnos a pensar en el liberalis-
mo, en la historia independiente de América Latina, simplemente como una
mascarada o una forma velada de autoritarismo. Por de pronto, el liberalismo,
como ideología, y los intentos por establecer un gobierno de tipo representa-
tivo y constitucional, dentro de una concepción republicana, tuvo que convivir
con la necesidad de establecer un nuevo orden político –un verdadero «estado
en forma» como lo llamara Alberto Edwards, referido al caso chileno–, tras el
desplome de las monarquía absolutas. De alguna manera importante, «no había
demasiadas opciones viables para crear un orden político en el mundo hobbe-
siano que enfrentaba el proyecto republicano en la América hispana del siglo
XIX» (Daniel Negretto, en Aguilar y Rojas, 2002). Es en ese contexto, con sus
luces y sombras, en un proceso no exento de tensiones y contradicciones, que se
dieron los intentos y luchas por el establecimiento del ideario liberal, el que, en
todo caso, y más allá de sus limitaciones, apareció como la ideología dominante
del siglo XIX.

34
Capítulo I  La búsqueda de alternativas al predominio oligárquico

Positivismo. En el caso del positivismo, se trató de uno de los primeros in-


tentos, de los más sistemáticos y profundos, por plantearse la cuestión de la
«modernidad» en la región, como una alternativa a las formas premodernas
del antiguo régimen oligárquico. El positivismo campeó en distintos países de
América Latina, desde la década de 1880 hasta la de 1920, aproximadamente,
pero su mayor aceptación se dio en México y Brasil. Este no llegó, sin em-
bargo, de la mano del liberalismo –mas bien fue crítico del mismo; tampoco
de la mano de la democracia política, postulando una concepción elitista y
jerárquica, buscando acomodo en concepciones y estructuras autoritarias más
que democráticas.
En efecto, en la segunda mitad del siglo XIX, surgen diversos intentos por
modernizar las estructuras económicas, sociales y políticas y, junto con ello,
alcanzar nuevos y superiores niveles de orden y estabilidad política, en un siglo
marcado por la guerra civil, los caudillismos y las dictaduras de diverso tipo, al
interior de las interminables luchas entre liberales y conservadores, federalistas
y centralistas, clericales y anticlericales. Las inmigraciones provenientes de Eu-
ropa, la presencia de capitales extranjeros (británicos, principalmente), los pri-
meros atisbos de creación de una nueva infraestructura económica, la creación
de una incipiente burocracia que fuese consistente con las características de la
autoridad «legal-racional», según la clásica terminología de Max Weber, y de
unas fuerzas armadas capaces de velar por la seguridad de las nuevas fronteras
establecidas tras el fracaso del sueño bolivariano de la «Gran Colombia», todos
ellos fueron expresión de la búsqueda de una racionalización de las estructuras
y, sobre todo, de una nueva filosofía que le pudiera dar sustento a los anhelos de
progreso y modernización de las estructuras (Wiarda, 2001, p. 146).
El positivismo, incluso más que el liberalismo, resultó ser una de las po-
sibles respuestas, especialmente en el nivel de las elites. Los primeros atisbos
de progreso económico, desde la década de 1850 en adelante, hicieron im-
periosa la búsqueda de la estabilidad política, sobreponiéndose a la posición
«reaccionaria» de la Iglesia, el ejército y la oligarquía, los que eran percibidos
como los últimos bastiones del antiguo régimen. Todo esto quedó expresado
en la idea de «orden y progreso», expresión práctica de la filosofía positivista
en América Latina.
En ese contexto, se recurre a Auguste Comte (1798-1857), uno de los pa-
dres de la sociología, quien sostiene la tesis de un orden orgánico del universo,
en el intento de procurar desentrañar las «leyes científicas» que gobiernan el
universo y la sociedad. El «positivismo» sería la última de tres etapas –teoló-
gica, metafísica y científica–, caracterizado aquél por una visión racionalista y
moderna del fenómeno social. Crítico del liberalismo de John Locke y del in-
dividualismo, esta visión orgánica de la sociedad encontró eco en aquellas elites

35
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

latinoamericanas que aspiraban al orden y al progreso, expresados concreta-


mente en el impulso a la educación, la infraestructura, una burocracia moderna
y unas Fuerzas Armadas profesionales. Todo esto se expresó en una cierta «in-
geniería social», desde arriba, capaz de moldear a la sociedad y las estructuras,
abriendo paso a la modernidad y el progreso, procurando sustituir la escolástica
tradicional por una nueva filosofía política (positivista).
Esta visión se hizo carne en la dictadura de Porfirio Díaz (1876-1910),
en México, sobre la base de la acción de los «Científicos», algo así como una
tecnocracia de la época, lo que dio lugar a un período de estabilidad política,
de tipo autoritario, y de progreso económico sin precedentes. Autoritarismo
político y liberalismo económico fue la fórmula del «porfiriato», caracterizado
por el surgimiento de una nueva clase media, sin perjuicio de acumular, en su
interior, profundas contradicciones que terminarían por madurar a comienzos
del siglo XX, hasta estallar en la revolución de 1910.
En el caso de Brasil, el positivismo fue introducido por las elites tecno-
cráticas y las escuelas militares, en una dirección de modernización de las es-
tructuras, resultando todo ello en el lema de la bandera brasilera («orden y
progreso»), tras la tardía instauración de la república (1889). Aunque vinculado
al surgimiento de la república, el papel de los militares y de los técnicos le die-
ron a esta nueva filosofía un carácter elitista y, en definitiva, al igual que en el
caso de México bajo el «porfiriato», marcadamente autoritario, convirtiendo a
los militares en actores políticos relevantes y protagónicos del proceso político
brasilero a lo largo del siglo XX. Esta alianza de tecnócratas y militares, de ideas
liberales, en lo económico, en una dirección de progreso y modernización, y de
estructuras políticas autoritarias, pasaría a constituirse en uno de los paradig-
mas del desarrollo político y económico de América Latina a lo largo del siglo
XX. Ni el liberalismo –incipiente, parcial y contradictorio– ni el republicanismo
–un ideal más que una realidad política– ni el positivismo –elitista, jerárquico
y vertical–, se constituyeron en alternativas que pudieran, o supieran, sustituir
el viejo orden oligárquico por un nuevo orden democrático. Ello, sin perjuicio
de que en estos tres conceptos existió, a lo largo del siglo XIX, un germen de
desarrollo democrático.

Revolución. Muchas de las contradicciones que se fueron acumulando al in-


terior de las estructuras económicas, sociales y políticas, en el paso del antiguo
régimen (oligárquico) al nuevo orden social que se buscaba afanosa e infruc-
tuosamente, resultaron en los procesos revolucionarios que se desarrollaron a
lo largo del siglo XX. Una vez más, y en forma notable desde el punto de vista
comparativo –si consideramos que la revolución bolchevique tendría lugar sólo
siete años después– fue México el primer escenario de este proceso de búsqueda

36
Capítulo I  La búsqueda de alternativas al predominio oligárquico

en torno a la revolución de 1910. El ideario de la revolución capturaría la ima-


ginación de las elites a lo largo del siglo XX. Sin embargo, esta búsqueda no irá
de la mano de la democracia, sino del autoritarismo.
Si bien Gary Wynia tiene razón al sostener que las revoluciones propia-
mente tales, entendidas como la transformación violenta de las estructuras so-
ciales, económicas y políticas, con la sustitución del antiguo régimen por un
nuevo orden social, han sido más bien escasas en la historia moderna de Amé-
rica Latina (Wynia, 1984, p. 247), no es menos cierto que, en distintos mo-
mentos, en diferentes países, y bajo distintas modalidades, las revoluciones han
sido parte de la búsqueda de respuestas y alternativas a la crisis del predominio
oligárquico. Más aún, como dice el propio Wynia, en el caso de México, la
violenta revolución de 1910 devino en la sustitución de una oligarquía –la del
«porfiriato» y el antiguo régimen oligárquico, que se mantuvo en pie a pesar de
las reformas modernizadoras de Porfirio Díaz– por una nueva oligarquía, la del
Partido de la Revolución Institucional (PRI), establecido primero por Plutarco
Elías Calles (1924-1928) y, en su forma definitiva, por Lázaro Cárdenas, en la
década de 1930, como una fórmula de compromiso entre las distintas facciones
de la revolución.
Se trató en definitiva, de la sustitución de una dictadura por otra («dicta-
dura perfecta», la llamaría Mario Vargas Llosa), dando lugar a un régimen de
partido hegemónico o dominante, el PRI, que sí fue capaz de establecer un nue-
vo orden político –logro nada despreciable en la realidad de América Latina,
caracterizada por la inestabilidad y el desorden político–, pero en ningún caso
un orden político democrático. Ni la sangre derramada por Francisco Madero,
Emiliano Zapata, Pancho Villa, Venustiano Carranza y Alvaro Obregón, todos
ellos asesinados en distintos momentos, en los años que siguieron a la revo-
lución, ni las nuevas estructuras corporativas establecidas por el régimen del
PRI, fueron capaces de transformar el antiguo orden oligárquico por un nuevo
orden democrático. La nueva oligarquía gobernaría, ordenada y legalmente,
dotando al país de estabilidad política y de un cierto progreso económico, pero
al margen de toda concepción democrática. Sólo en el año 2000 culminó la
transición a la democracia en México, con el traspaso del mando desde Ernesto
Zedillo a Vicente Fox, en un complejo proceso de reformas, de avances y retro-
cesos, iniciado a fines de la década del sesenta.
El régimen del PRI y el estado «priísta» se caracterizaron por una estruc-
tura corporativa, inclusiva y clientelista, capaz de integrar, desde arriba, y de
controlar y cooptar, no sólo a las distintas facciones y líderes surgidos en torno
a la revolución, sino a los sectores sociales que les sirvieron de apoyo: los traba-
jadores, los campesinos, las propias Fuerzas Armadas y el «sector popular», esta
última una denominación ambigua que incluía a intelectuales y otros sectores

37
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

de la sociedad. Si bien el nuevo régimen fue extraordinariamente eficaz y capaz


a la hora de asegurar una transferencia legal y ordenada del poder, sobre la base
del poder de los Presidentes de la República y la regularidad de los «sexenios»,
todo ello se hizo posible gracias al predominio incontrarrestado y cuasimono-
pólico del PRI, que estableció un control efectivo sobre la sociedad. El régimen
del PRI logró, siguiendo a Wynia, no sólo sustituir una oligarquía por otra, sino
que terminó imponiendo, en su fase final, la misma lógica tecnocrática que ha-
bía estado presente bajo los «Científicos», aunque de una manera más compleja
y sofisticada, bajo las presidencias de José López Portillo (1976-1982), Miguel
de la Madrid (1982-1988), Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) y Ernesto
Zedillo (1994-2000). Hay que reconocer que fue este último el que facilitó la
transición a la democracia, al pasar la banda presidencial al Presidente Vicente
Fox en el 2000.
¿Por qué, se pregunta Huntington, puede considerarse a la revolución
mexicana como un caso exitoso de revolución y a la boliviana (1952) como un
caso no exitoso de revolución? (Huntington, 1968) Recordemos que a Hun-
tington lo que le interesa no es la forma de gobierno (dictadura o democracia),
que sí es lo que nos interesa en este libro, sino el grado de gobierno, y la ca-
pacidad para construir un orden político –y qué duda cabe que la revolución
mexicana, y su posterior institucionalización, fue extraordinariamente efectiva
y exitosa al momento de sustituir un cierto orden político, el del «porfiriato»,
altamente personalizado, por un nuevo orden político, el régimen del PRI, alta-
mente institucionalizado.
Y es aquí, precisamente, donde Huntington cree encontrar la respuesta,
en la comparación entre México y Bolivia: en los altos niveles de institucio-
nalización del régimen del PRI, en relación a la baja institucionalización de la
revolución boliviana, precaria en el nacimiento, diríamos, y precaria también
en su desarrollo. En el caso de México, la revolución de 1910 fue precedida de
una dictadura, en lo político, pero también de un proceso de gran dinamismo
económico, acompañado de grandes contradicciones sociales y de una alta per-
sonalización del poder. La revolución mexicana habría sido exitosa, no sólo por
su gran despliegue de violencia (un millón de muertos), lo que es inherente a
todo proceso genuinamente revolucionario, sino por la muy exitosa institucio-
nalización posterior, lo que, sumado al mito de la revolución misma, un mito
unificador de la sociedad mexicana, habría permitido el paso desde el antiguo
régimen al nuevo régimen.
Nada de esto habría existido en la revolución boliviana de 1952, siguiendo
con el análisis de Huntington, la que correspondería a un caso no exitoso de
revolución. Esta última tuvo su antecedente en un golpe de estado (1943), de
oficiales de rango intermedio y jóvenes dirigentes del Movimiento Nacionalista

38
Capítulo I  La búsqueda de alternativas al predominio oligárquico

Revolucionario (MNR), con el trasfondo de la ignominiosa y sangrienta Guerra


del Chaco. La revolución de 1952 habría tenido por objeto, no sólo reivindicar
el triunfo obtenido en las urnas por Víctor Paz Estensoro, en las elecciones de
1951 –el líder del MNR terminó en el exilio, tras desconocerse su legítimo triun-
fo electoral–, sino avanzar en sustituir un orden político (oligárquico) por otro
(revolucionario), en medio de eternas disputas de poder entre Paz Estensoro y
Hernán Siles Zuazo, las que se prolongaron hasta la década del noventa.
¿Qué falló, según Huntington, en la revolución de 1952? En primer lugar,
la toma del poder por parte de los oficiales jóvenes y los líderes del MNR signi-
ficó poca violencia (3.000 muertos contra un millón en el caso de la revolución
mexicana); en segundo lugar, los distintos líderes de la revolución coexistieron
entre ellos, al tiempo que Paz Estensoro intentaba perpetuarse en el poder
(en el caso de la revolución mexicana, en cambio, casi todos los líderes fueron
física y violentamente eliminados, poniendo fin a cualquier intento de perma-
necer en el poder, recurriendo, en definitiva, a la fórmula de institucionalizar
–es decir, resolver pacíficamente– la sucesión en el poder); en tercer lugar, no
habría existido, en el caso de la revolución boliviana, un intento de centra-
lización institucional efectiva capaz de subordinar a todos los grupos bajo la
autoridad de una sola fuerza política, deviniendo, en cambio, en un verdadero
cogobierno entre el MNR y la COB (Central Obrera Boliviana), tan distinto
del arreglo corporativo, de integración y subordinación efectiva de las fuerzas
sociales emergentes a la autoridad del PRI; finalmente, concluye Huntington,
en el caso de la revolución boliviana habría existido una curiosa ausencia de un
sentimiento anti-extranjero, en la medida que los propietarios de las principales
minas eran bolivianos (Patiño y Aramayo, entre ellos), a la vez que hubo una
cierta simpatía desde el exterior, incluso por parte de Estados Unidos. Habría
existido, pues, un componente anti-oligárquico, pero no un sentimiento anti-
imperialista, tan propio de casi todo proceso revolucionario, al menos en el caso
de América Latina. Lo cierto es que el escenario posrevolucionario, en Bolivia,
trajo cualquier cosa menos la consolidación de un régimen democrático de go-
bierno. Sólo a partir de mediados de la década del ochenta, Bolivia alcanzó una
cierta estabilidad política democrática, al menos cuando se le compara con su
propia historia.
Si el ideario del liberalismo, el positivismo y la revolución, ha caminado
por un sendero más autoritario que democrático, en esta búsqueda incesante, y
a ratos frenética, de alternativas al predominio oligárquico, el corporativismo
–y sus parientes cercanos, el clientelismo y el patrimonialismo–, como expre-
sión de ciertos rasgos de la cultura política latinoamericana, y de sus estructuras
sociales y políticas, tampoco han correspondido a las expectativas y exigencias
de un régimen democrático de gobierno.

39
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

Corporativismo. Así como el positivismo logró una importante presencia en


América Latina entre las décadas de 1870 y 1920, el corporativismo encontró
un terreno fértil sobre el cual asentarse en las décadas de 1930 y 1940, en el
período entre guerras. De origen medieval, vinculado al pensamiento tomista,
con fuerte raigambre en el catolicismo y el hispanismo, el corporativismo es el
reflejo de una concepción orgánica de la sociedad, distante tanto del liberalismo
como del marxismo –tal vez fuera esta una de las razones por las que logró asen-
tarse en América Latina. De hecho, fueron la crisis del capitalismo liberal, en
torno al crash de 1929, y la amenaza comunista, tras la revolución bolchevique
(1917), las que crearon las condiciones para la irrupción del corporativismo,
tanto en la Europa meridional (Italia, España y Portugal) como en América
Latina –ambas regiones bajo una fuerte influencia del catolicismo.
El corporativismo corresponde a una manera de articular las relaciones
entre el estado y la sociedad, a través de un sistema de representación, o de in-
termediación, de intereses. A veces, especialmente en la tradición católica, se le
ha identificado con el tema de los «cuerpos intermedios», sobre la base de «ca-
tegorías jerárquicamente ordenadas y funcionalmente diferenciadas» (Philippe
Schmitter, en Cohen y Pavoncillo, 1987, p. 117). Vinculado históricamente, es-
pecialmente en el medioevo, a los fueros y prerrogativas de la Iglesia, la nobleza
y el ejército, en el caso de América Latina, desde la década de 1930, el corpo-
rativismo correspondió a una forma de articular los intereses de trabajadores,
empresarios y estado, buscando la armonía entre las clases sociales, como una
alternativa a la lucha de clases y el liberalismo individualista. El corporativismo
supone alguna forma de control del estado, desde arriba, y alguna forma de pri-
vilegio –cuando no de monopolio– de los intereses particulares representados
en la sociedad. Lo anterior, a diferencia de una concepción pluralista, de tipo
horizontal, incluyendo la representación no jerárquica de una multiplicidad de
intereses, sobre la base de la competencia y la voluntariedad, como es propio de
la tradición liberal.
El corporativismo tuvo su momento culminante en América Latina en el
período entre guerras. Variando de un lugar a otro, dio cuenta de diversas in-
fluencias, incluyendo el fascismo de Benito Mussolini, en la década de 1930,
como un intento de articular los intereses del capital y el trabajo, a través de
la acción del estado y, en otro sentido, la encíclica social Quadragessimo Anno
(1931), de la Iglesia Católica, bajo el Pontificado de Pío XI. Usualmente enten-
dido como una suerte de «tercera vía» entre el capitalismo liberal y el marxis-
mo, el corporativismo se estableció en diversos países de América Latina, como
el ya aludido régimen del PRI, en México y, de manera muy significativa, bajo la
fórmula del Estado Novo, de Getulio Vargas, en Brasil en la década del treinta.
Junto a ellos, cual más cual menos, el Movimiento Nacionalista Revolucionario

40
Capítulo I  La búsqueda de alternativas al predominio oligárquico

(MNR) en Bolivia, la Acción Popular Revolucionaria de América (APRA) en el


Perú, la acción de jóvenes políticos de origen católico, conocida como «Falange
Nacional», en Chile, recibieron una fuerte influencia de la ideología corpora-
tivista. Si dicha ideología no prosperó fue porque la derrota del fascismo, en
Italia, y el descrédito de las formas autoritarias y corporativistas surgidas en la
España franquista y el régimen instaurado por Oliveira Salazar en Portugal,
entre otros, fueron minando el importante ascendiente que las formas corpo-
rativistas lograran en la década de 1930. El resurgimiento tanto del capitalismo
liberal, en los países de occidente, como del comunismo, en la URSS y los países
de Europa del Este, tras la Segunda Guerra Mundial, terminaron por minar las
bases del modelo corporativo.
En el centro del corporativismo estuvo el intento por superar, no sólo la
crisis del capitalismo liberal, sino también la crisis del predominio oligárquico,
con una nueva forma de articulación de la relación entre estado y sociedad.
En el caso de América Latina, el corporativismo adoptó formas conservadoras
y progresistas. Ejemplo de esta última, a la vez que demostración de que las
formas corporativas se negaban a morir, fue la original –y, a la postre, frustra-
da– experiencia del Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas, en el
Perú de Juan Velasco Alvarado (1968-1975), experimento que tomó la forma,
justamente, de una «tercera vía» entre capitalismo y comunismo, sobre la base
de una concepción orgánica y corporativista (Lowenthal, 1975). Basada en la
misma doctrina de la seguridad nacional de los demás regímenes burocrático-
autoritarios del Cono Sur (Brasil, Uruguay, Chile y Argentina), se distinguió
de ellos, sin embargo, en que colocó el énfasis principal en los desafíos del
desarrollo más que en la lógica del anticomunismo, apuntando a la inclusión
más que a la exclusión de diversos sectores sociales. En definitiva, según Julio
Cotler, a pesar de su fracaso en casi todos los niveles, uno de los pocos logros de
la revolución de 1968 fue que «el gobierno militar ha puesto término a la fase
oligárquica de la historia del Perú» (en Lowenthal, p. 62).
De hecho, fue de la experiencia peruana de 1968-1975 que se tomó Alfred
Stepan para plantear su teoría sobre la relación del estado y la sociedad en la
realidad concreta de América Latina, tomando como base una concepción or-
gánica y corporativista de la misma (Stepan, 1978). En apretada síntesis, la tesis
de Stepan es que ni las teorías liberales (o liberales-pluralistas), ni las teorías
marxistas, logran captar adecuadamente la verdadera naturaleza de la relación
entre el estado y sociedad en América Latina, pues ambas teorías comparten
una visión negativa del estado. En América Latina, en cambio, a partir de sus
influencias católicas e hispánicas, con el trasfondo de Aristóteles, el derecho
romano y el derecho natural, existiría una visión positiva del estado, entendido
este último como agente del bien común. Esta teoría, que denomina de «esta-

41
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

tismo-orgánico» (organic-statism), tendría como base una noción cimentada en


la autonomía del estado; lo anterior, en claro contraste con el liberalismo y el
marxismo, en que el estado aparece como reflejo o epifenómeno de estructuras
sociales y económicas –en el lenguaje de las ciencias sociales, la concepción
estatista-orgánica considera al estado como variable independiente, no como
variable dependiente. Esta teoría, elitista, orgánica y jerárquica, expresaría la
realidad, no sólo del gobierno revolucionario de las Fuerzas Armadas, en el
Perú, sino de la región en un sentido más amplio; la realidad de una región
en que las elites procuran moldear la sociedad desde arriba, sobre la base de la
acción del estado. El corporativismo sería una consecuencia, y un arreglo con-
creto y aterrizado de esta forma más abstracta del modelo estatista-orgánico.
Cualesquiera hayan sido las características del corporativismo en América
Latina, y a pesar de que, bajo distintas modalidades, variando de un país a otro,
estuvo empeñado en buscar una respuesta o alternativa a la crisis del predomi-
nio oligárquico, bajo formas más conservadoras o más progresistas, mal puede
decirse que haya influido en una dirección democrática. Tampoco puede decir-
se de las fórmulas y estructuras, entre clientelistas y patrimonialistas, que han
surgido y se han desarrollado muy de la mano de las formas corporativistas,
que hayan hecho una contribución a la democracia como forma política de
gobierno.

Patrimonialismo. Este arreglo corresponde a uno de los tipos de dominación


«tradicional» establecidos en la clásica tipología de Max Weber. Se refiere al
gobierno –o, en un sentido más amplio, al estado, y a la propia comunidad
política– entendido en el sentido de «dominio privado» del gobernante, como
si fuese aquél su propio hogar, o una extensión del hogar, o su propio dominio
(patrimonio). Es la necesidad de adaptarse a comunidades políticas más gran-
des que el ámbito restringido del hogar. La autoridad de tipo patrimonialista
gobierna a los suyos como si fuesen sus dependientes personales. Bajo esta for-
ma de dominación tradicional, el gobernante ejerce el poder político como un
aspecto de su propiedad privada: «Bajo el patrimonialismo el gobernante trata
al conjunto de la administración política como su asunto personal, de la misma
manera en que explota el uso del poder político como un aspecto de su propie-
dad privada» (Bendix, 1977, p. 334 y 345).
Hay que tener presente que Weber distingue entre diversos tipos de le-
gitimación de las formas de dominación, procurando responder a la pregunta
de por qué los hombres obedecen a otros hombres. Los tipos de dominación
serían el tradicional, que corresponde a la autoridad del «eterno ayer», de los
usos y costumbres, del patriarca o el «Príncipe» de antaño, el de dominación
carismática, relativo a los especiales dones de un liderazgo individual, unido a la

42
Capítulo I  La búsqueda de alternativas al predominio oligárquico

devoción y confianza personal que este concita en los demás, como el profeta,
el líder «plebiscitario, el «gran demagogo» o el líder partidario, y, finalmente, la
dominación legal-racional, relativa a la autoridad basada en los estatutos legales
y la competencia funcional asentada en las reglas creadas racionalmente, como
la del funcionario público y, en general, del estado moderno (Perth y Mills,
1946). El patrimonalismo, pues, sería una forma tradicional y personalizada
de ejercicio del poder, de relación y de intercambio, para diferenciarse de la
forma moderna, burocrática y legal-racional de la autoridad (necesariamente
impersonal).
El patrimonialismo se caracteriza por «una burocracia permeada por rela-
ciones personales de tipo clientelar» (Roth y Heeger, en Theobald, p. 550). Se
trata de un fenómeno que usualmente se presenta en el mundo subdesarrolla-
do (o en desarrollo), como forma tradicional de dominación que es capaz, sin
embargo, de coexistir con estructuras o burocracias modernas, sin perjuicio de
las evidentes tensiones entre ambas. En el caso de América Latina, la literatura
generalmente refiere el caso del patrimonialismo al Brasil. Pensando en dicho
país, Roett ha definido esta forma tradicional de autoridad, de tipo patrimo-
nialista, como un orden público altamente flexible y paternalista, basado en el
intercambio de favores sustantivos, particularmente en el ámbito del empleo
público, en que los recursos son utilizados por la elite como una forma de co-
optación y control (Riordan Roett, en Theobald, p. 551).
Según el cientista político brasilero, Bolívar Lamonuier, el patrimonialis-
mo es un rasgo que no sólo explica muchas de las cosas ocurridas en el período
democrático de 1948-1964, en Brasil, sino que subsiste hasta el día de hoy,
especialmente en la forma en que se relacionan el mundo de la política con el
mundo de los negocios y la empresa: «Brasil tiene una formación patrimonia-
lista, o sea, el Estado es el verdadero detentor de la riqueza. Su poder es avasa-
llador… todo gran empresario brasilero precisa de una relación simbiótica con
el gobierno, porque la mano del gobierno está presente en todo» (entrevista en
O Estado de Sao Paulo, 13 de julio de 2008). Esta sería una de las explicaciones de
por qué la corrupción permanece como un fenómeno enquistado en las estruc-
turas de poder de Brasil y de América Latina, en general, podríamos añadir. El
tipo de relación entre estado y sector privado –y grupos de interés en general–,
correspondería precisamente al tipo de relación entre patrón y cliente que es
inherente al patrimonialismo (y que se expresa, como veremos a continuación,
en el fenómeno relacionado del clientelismo).
A decir verdad, variando de un lugar a otro, esta ha sido una característica
permanente de la manera de hacer política en América Latina, ya sea bajo una
forma autoritaria o democrática. El poder del estado, los niveles de discrecio-
nalidad de la autoridad, la ausencia de un estado de derecho y de instituciones

43
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

que velen por la transparencia, la falta de «accountability» (exigencia y necesidad


de rendir cuentas), hacen que la realidad extendida de la corrupción sea una de
las características más importantes de los sistemas políticos latinoamericanos,
ya sea bajo una forma política autoritaria o democrática. Sobre todo ello volve-
remos más adelante. Por ahora bástenos con señalar que el patrimonialismo y
el clientelismo están a la base de esta realidad y de las dificultades de consolidar
la modernidad y una auténtica democracia representativa. La personalización
del poder, característica del patrimonialismo, el clientelismo y el populismo,
así como del caciquismo y el caudillismo, aparecen como una seria limitante
en términos del desafío de consolidar una democracia moderna y estable en
la región.
Desde una perspectiva republicana, esta confusión entre lo público y lo
privado, como si aquello fuese una extensión o prolongación de esto último,
atenta contra un principio básico y fundamental de esa misma concepción re-
publicana, como es la distinción clara, tajante y definitiva, entre la esfera de
lo público y la esfera de lo privado. Es la autonomía y la dignidad de la esfera
pública, en relación a los legítimos intereses privados representados en la so-
ciedad, lo característico de una concepción republicana. En América Latina, en
cambio, la realidad extendida del patrimonialismo y el clientelismo son clara-
mente atentatorias contra ese principio republicano.

Clientelismo. A decir verdad, el patrimonialismo y el clientelismo son prác-


ticamente inseparables, conceptualmente hablando, y suelen encontrarse bajo
un cierto tipo de articulación (personal y premoderna), de las relaciones entre
estado y sociedad. Una vez más, sin embargo, el clientelismo, al igual que el
patrimonialismo, puede coexistir con estructuras modernas, asociado a los pro-
cesos de creación y declinación de las instituciones políticas. El clientelismo se
refiere, por definición, al intercambio de favores y lealtades, dentro de lo que
tradicionalmente se conoce como la relación entre patrón y cliente.
Cuando hablamos en América Latina de «patronazgo», «máquinas po-
líticas», «clientelismo», nos estamos refiriendo a una forma personalizada de
relación entre gobernantes y gobernados, basada en la reciprocidad entre un in-
ferior y un superior, sobre la base de una desigualdad en la apropiación y uso de
recursos de distinto tipo (Lamarchand y Legg, p. 151). En claro y abierto con-
traste con el «tipo ideal», en un sentido weberiano, de relaciones burocráticas,
sobre la base de la racionalidad, el anonimato, la impersonalidad y el universa-
lismo, los que están básicamente ausentes en el tipo de relación clientelista, esta
última se basa en una relación más bien afectiva, personalizada, particularista y
de reciprocidad entre los actores sociales y políticos. Es la red de reciprocidad
que se crea en torno a este intercambio de favores y lealtades personales, lo que

44
Capítulo I  La búsqueda de alternativas al predominio oligárquico

es característico del clientelismo. Como los mismos autores lo señalan, y con-


trariamente a lo que pudiera pensarse, el clientelismo bien puede actuar como
«agente de modernización», aprovechando en América Latina la existencia de
estructuras estatales fuertemente centralizadas, que facilitan esta relación entre
el estado (patrón) y los grupos de interés (clientes). No debe extrañarnos, pues,
que el patrimonialismo y el clientelismo, según aparecen y se desarrollan en
América Latina, puedan considerarse como parte de esta búsqueda de respues-
tas a la crisis oligárquica.
Tampoco debe extrañarnos que, por su propia lógica, se constituyan en
obstáculos desde la perspectiva tanto de la modernización como de la demo-
cratización de las estructuras. Las redes de reciprocidades y de lealtades perso-
nales mal entendidas asociadas al patrimonialismo y el clientelismo, explican
una parte importante de los problemas que ha vivido la región en términos
de sus estrategias de desarrollo. Este rasgo, según veremos en el próximo ca-
pítulo, se acentuó aún más bajo el paradigma de desarrollo que predominó
entre las décadas de 1940 y 1970, basado en el fortalecimiento del poder del
estado, sin un correlato que considerase adecuadamente el fortalecimiento
del estado de derecho y la supremacía de la ley. Las estrategias de desarrollo
surgidas bajo los regímenes burocrático-autoritarios, en nuestra historia más
reciente, a pesar de haber impulsado diversas reformas de mercado, no lo
hicieron mejor a este respecto (de hecho, se constituyeron en la forma más
brutal de concentración de poder político y estatal desde los procesos de la
independencia).
Más adelante, y contrariamente a lo que pudiera pensarse a estas alturas
de nuestra reflexión, argumentaré que estas características de la cultura po-
lítica y de la estructuras políticas y sociales de América Latina, y las distintas
fórmulas o modalidades que se han intentado en este intento por sustituir el
orden oligárquico por un nuevo orden democrático, no son, ni han sido, ni
pueden ser consideradas como un obstáculo insalvable para el establecimiento
de la democracia como régimen político de gobierno. De hecho, cuestionaré
las teorías deterministas que han estado tan en boga en las ciencias sociales,
desde dentro y desde fuera de la región, para explicar, sino la imposibilidad, al
menos las dificultades para establecer y consolidar la democracia en la región.
Las características y estructuras culturales, económicas, sociales o políticas de
América Latina, algunas de las cuales hemos mencionado, no significan o impli-
can que estemos condenados al autoritarismo. Por ahora, bástenos con señalar
que la experiencia histórica del «liberalismo real», el positivismo, la revolución,
el corporativismo, el patrimonialismo y el clientelismo, han estado en perma-
nente tensión con la democracia política, en el intento por sustituir el orden
oligárquico por uno nuevo.

45
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

Socialismo. Antes de pasar al análisis más pormenorizado de la relación entre


populismo y democracia, no puedo dejar de mencionar, aunque sea somera-
mente, el surgimiento y desarrollo del socialismo, como una de las tantas alter-
nativas en la búsqueda de respuestas a la crisis oligárquica. Lo cierto es que el
socialismo, según aparece y se desarrolla en América Latina, no escapa a estas
tensiones y contradicciones que hemos anotado en relación a la democracia
política. De alguna manera importante, ni el liberalismo, en el siglo XIX, ni el
marxismo, en el siglo XX, han logrado un verdadero arraigo popular en América
Latina (Wiarda, 2001, p. 352), en el contexto de una cultura política y unas es-
tructuras, coloniales y postcoloniales, que han mostrado serias resistencias fren-
te al individualismo liberal y el colectivismo marxista. Aunque las luchas de la
izquierda latinoamericana estuvieron vinculadas, en un sentido amplio, a las lu-
chas por la democratización de las estructuras, ellas se desarrollaron en una per-
manente tensión con las instituciones políticas de la democracia representativa,
calificadas en términos de su contenido de clase, como democracia «formal» o
«burguesa». Como veremos más adelante, es sólo en la historia más reciente de
la región que empieza a surgir, en un importante sector de la izquierda latinoa-
mericana, un socialismo democrático propiamente tal, en el centro del cual está
la valorización de la democracia política como un bien en sí mismo.
Es a comienzos del siglo XX que surgen, en América Latina, los primeros
atisbos de la idea de socialismo, vinculados a las luchas de la clase obrera y la
llamada «cuestión social», en el incipiente proceso de industrialización, urba-
nización y migraciones del campo a la ciudad que caracterizó a la región en ese
período. Sus primeras formas de organización social estuvieron constituidas
principalmente por las mutuales, los sindicatos y las huelgas, mientras que, en
lo político, el espacio de la izquierda estuvo marcado, al igual que en Europa,
por la presencia, en una tensa relación, de fuerzas marxistas y anarquistas. El
desarrollo posterior del socialismo latinoamericano, sin embargo, a diferencia
de Europa, fue mezcla de nacionalismo y de populismo, con alguna presencia
no despreciable del tema indigenista, más que de marxismo y anarquismo. En
la Rusia de 1917 la pugna fue entre bolcheviques y mencheviques, mientras que
en el resto de Europa se dio entre la izquierda comunista, bajo la inspiración
de Lenin y Antonio Gramsci, y la izquierda socialdemócrata, bajo la influencia
de Edward Bernstein y Jean Jaurès, entre otros. El socialismo y la izquierda
latinoamericana, en cambio, evolucionaron desde un socialismo que fue mezcla
de populismo, nacionalismo e indigenismo, variando de un país a otro, a un so-
cialismo marxista y revolucionario que tuvo diversas expresiones a lo largo del
siglo XX, pero que se fue consolidando, especialmente a partir de la revolución
cubana, en oleadas de convergencia y de oposición entre los partidos socialistas
y comunistas de la región.

46
Capítulo I  La búsqueda de alternativas al predominio oligárquico

En ninguna de estas fases, bajo la influencia del marxismo o del anarquis-


mo, del socialismo populista o marxista, de la izquierda comunista o socialista,
hubo una valoración intrínseca de la democracia política. La posición de una
izquierda definida en términos de la lucha de clases y la revolución, más bien
denunció en forma permanente y sistemática las instituciones de la democra-
cia política, como una forma de dominación capitalista y, a lo más, una forma
cosmética de democracia. Esto incluyó una severa y permanente crítica a la
izquierda y la socialdemocracia europeas, sobre la base de su reformismo y de
pretender, a lo más, la construcción de un capitalismo «con rostro humano».
Lo anterior se hizo particularmente nítido y crítico tras el triunfo de la revo-
lución cubana, en plena guerra fría, produciendo, al interior de la izquierda
latinoamericana, una extrema radicalización y una tensión, nunca resuelta del
todo, entre las tesis de la ortodoxia (comunismo) y de la heterodoxia (socialis-
mo). Esta última, con la tesis de «saltarse etapas» –del capitalismo al socialis-
mo, y del socialismo al comunismo, en un largo proceso de maduración de las
contradicciones internas de cada modo de protección– puso a la defensiva a la
ortodoxia comunista, y creó la impresión –y, aparentemente, las condiciones–
para avanzar al socialismo sin etapas intermedias, incluida la del capitalismo
democrático-burgués.
El primero en plantear esta tesis de «saltarse etapas» fue el intelectual
peruano José Carlos Mariátegui, quien a la vez denunciara el «populismo re-
formista» de Víctor Raúl Haya de la Torre, forjador del «aprismo» peruano.
Ambos plantearon una alternativa de izquierda, a partir del tema indígena, en
un sentido latinoamericanista y anti-imperialista, aunque con contenidos dis-
tintos, y en una perspectiva diferente. El tema planteado por Mariátegui en
la revista «Amauta» de gran circulación e influencia en la intelectualidad la-
tinoamericana de izquierda, y en sus «Siete Ensayos de Interpretación de la
Realidad Peruana», consistía básicamente en cómo pasar del feudalismo, el la-
tifundio, la servidumbre y el imperialismo, al socialismo, en un tránsito que
no podría ser ni liberal ni burgués –por la ausencia de una clase capitalista o
burguesa–, teniendo como punto de partida el tema indígena –este último no
sólo como componente étnico (raza), sino en la perspectiva más amplia de las
clases sociales, en su dimensión política, económica y social (era aquí donde el
intelectual de la izquierda peruana y latinoamericana recurría al instrumental
teórico del marxismo, procurando su adaptación a la realidad latinoamericana).
Asociar el indigenismo al nacionalismo revolucionario fue el tema desarrollado
por Mariátegui, lo que resumió en su concepto de «socialismo indoamericano»
(Rojas Mix, 1991, p. 296). Se trataba de un proyecto revolucionario de indios,
proletarios y campesinos, contra el régimen feudal y el capitalismo, sin las eta-
pas intermedias previstas por los clásicos del marxismo, incluida la revolución

47
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

democrático-burguesa. En su forma más extrema, el pensamiento de Mariáte-


gui fue tomado, junto con el de Mao –señalados como las «dos espadas de la
revolución»– por Sendero Luminoso en las décadas de 1970 y 1980 y, en una
forma menos extrema, con un mayor componente indigenista, por el proyecto
de «revolución democrática y cultural» de Evo Morales, en Bolivia, en nuestra
historia más reciente.
Lo cierto es que no fue el proyecto de Mariátegui, sino el de Haya de la
Torre y el «aprismo» el que logró interpretar a los sectores populares del Perú,
en permanente tensión con el pensamiento de Mariátegui y la izquierda mar-
xista. Así como el exilio de Mariátegui, en Europa, bajo la dictadura de Augusto
Leguía (1919-1929), lo llevó a estudiar la experiencia rusa y el aporte teórico
del marxismo, el exilio de Haya de la Torre, en México, lo hizo concentrarse en
América Latina, a partir de sus raíces indígenas, pero en una forma que condujo
al reformismo más que a la revolución, en un sentido de pacto de clases más que
de lucha de clases, bajo la dirección de las clases medias más que del proletariado
y el campesinado. Para Haya de la Torre, la cuestión de «indoamérica» era vista
a partir de la cuestión indígena como identidad transformada en acción política,
en un proyecto de sociedad que va «de un internacionalismo de raza oprimida
a un nacionalismo de pacto de clases», o de «nacionalismo continental», como
lo llamara Luis Alberto Sánchez, otro de los forjadores del APRA (Rojas Mix,
1991, 285). Compartiendo, pues, con Mariátegui, la preocupación por el tema
indígena, en un sentido latinoamericanista y anti-imperialista, Haya de la Torre
logró engarzar con un socialismo que tuvo más de nacionalismo, populismo y
reformismo, que de marxismo y revolución.
De esta manera, fue la lógica de Haya de la Torre y del APRA, la que logró
cristalizar en América Latina. El «aprismo» tuvo diversas contrapartes en la re-
gión, bajo influencias muy distintas, dentro de la heterogeneidad de la izquierda
latinoamericana, como fue el caso del «Movimiento Nacionalista Revoluciona-
rio» (MNR) de Víctor Paz Estensoro, en Bolivia, el propio PRI, especialmente
bajo Lázaro Cárdenas (1934-1940), en México, el Partido Socialista de Chile
–cuya principal influencia externa estuvo constituida por el «aprismo» perua-
no– y, con menor intensidad ideológica, el «varguismo», en Brasil, y el «pero-
nismo», en Argentina, según veremos más adelante (Waiss, 1954). El «pacto
populista» fue la tónica de la izquierda en América Latina, la que copó la es-
cena, impidiendo el surgimiento de una izquierda marxista propiamente tal,
partidaria de la lucha de clases y la revolución.
Esta última revivió con la revolución cubana (1959) y la idea de «saltarse
etapas», creando una tensión con la visión más ortodoxa de un Partido Comu-
nista que, desde sus inicios, había caminado de la mano de una comprensión
más «etapista», gradualista y tradicional de la historia. Fueron los rigores de

48
Capítulo I  La búsqueda de alternativas al predominio oligárquico

la guerra fría los que condujeron al «Movimiento 26 de julio» (1953) –que,


como tantos otros en la región, partió con una definición nacionalista más
que revolucionaria– a una definición marxista y leninista, hasta convertirlo en
la fuerza rectora de un régimen comunista, aliado de la URSS, con su crítica
irreductible a la democracia representativa y sus instituciones. Como sabe-
mos, la influencia de la revolución cubana provocó una fuerte radicalización
de la izquierda latinoamericana, en plena guerra fría, la que se expresó, en las
FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), el FSLN (Frente San-
dinista de Liberación Nacional), en Nicaragua, el FMLN (Frente Farabundo
Martí de Liberación Nacional), en El Salvador, y las distintas versiones de
«guevarismo», MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria) y otras expre-
siones de la ultra izquierda latinoamericana, incluyendo a «Montoneros» y
«Tupamaros», en Argentina y Uruguay, respectivamente. La tradición de una
izquierda socialista y marxista, partidaria de la lucha de clases y la revolución,
revivió sólo para apartarse aun más de cualquier valoración de la democracia
política o representativa. Si el socialismo populista estuvo marcado por una
clara ambigüedad y una valoración meramente instrumental de la democracia
política, el socialismo marxista que siguió y se extendió en la región después de
la revolución cubana, estuvo caracterizado por una posición de oposición fron-
tal e irreductible a la democracia «formal» o «burguesa» y sus instituciones.
Incluso la original experiencia de la Vía Allendista al Socialismo, en «democra-
cia, pluralismo y libertad», no escapó a estas tensiones y contradicciones de la
izquierda latinoamericana, bajo una fuerte influencia de la revolución cubana
y el «guevarismo», hasta culminar en el fracaso del experimento de Salvador
Allende y la Unidad Popular (Walker, 1990).
Argumentaré que es sólo bajo la «tercera ola» democrática, que surge,
por primera vez en América Latina, al interior de un significativo sector de la
izquierda latinoamericana, un auténtico socialismo democrático, basado en la
afirmación del valor intrínseco –y no meramente instrumental– de la democra-
cia, entendida esta última como espacio y límite de la acción política.

Populismo. El populismo emergió en América Latina en medio de una ola auto-


ritaria, si hemos de seguir la distinción de Samuel Huntington (1991) entre una
larga ola democrática (1828-1926) y una breve ola democrática (1943-1962). El
período comprendido entre las décadas de 1930 y 1940, que presenció el surgi-
miento del populismo latinoamericano, correspondió al de una ola autoritaria,
caracterizada por una visión y una actitud negativa en relación al liberalismo,
incluidos el capitalismo liberal y la democracia liberal. Este período entre gue-
rras vio el surgimiento del nazismo, el fascismo y el estalinismo, en Europa y,
en el caso de América Latina, del corporativismo y el populismo. Este rasgo,

49
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

que estuvo dado por un fuerte descrédito de las instituciones de la democracia


liberal, o representativa, debe señalarse como una diferencia fundamental con
el neopopulismo de nuestros días –al que me referiré en el capítulo VI–, carac-
terizado por un prestigio sin precedentes del ideario y las instituciones de la
democracia representativa en América Latina y en el mundo.
En el centro del surgimiento del populismo, en América Latina, estuvo la
crisis del predominio oligárquico, al tiempo que los sectores populares y me-
dios emergentes reclamaban su lugar bajo el sol, en términos de las aspiraciones
compartidas de una mayor inclusión social y política. En las próximas líneas
paso a describir algunas de las principales características del populismo en la
región, según este emerge y se desarrolla desde la década de 1930.
La primera característica del populismo latinoamericano corresponde a su
elemento nacional y popular. Fue «popular» en cuanto a su definición antioli-
gárquica; fue «nacional» en cuanto a su definición antiimperialista. Fue popular
en términos de su reacción contra el antiguo orden oligárquico y especialmente
contra el predominio y hegemonía de la antigua aristocracia terrateniente. Fue
antiimperialista en términos de su rechazo del control externo sobre los recur-
sos naturales, las riquezas básicas y la economía nacional, lo que se expresó en
un vivo nacionalismo que se desarrolló en el período entre guerras, en América
Latina y en el resto del mundo.
El verdadero dilema a resolver era aquel entre pueblos u oligarquías, con-
siderado el pueblo como una categoría moral más que como una categoría
sociológica. Fueron las masas populares, los trabajadores urbanos, como los
«descamisados» o los «cabecitas negras», en la Argentina de Perón, los que
se convirtieron en el contenido esencial del movimiento populista –porque se
trató más de un movimiento que de una organización partidaria propiamente
tal. Lo que era bueno para el pueblo, era bueno para el país en su conjunto, en
una dirección antioligárquica.
De allí que, desde sus inicios, hubiese una tensión no resuelta entre popu-
lismo y marxismo. No era la contradicción entre el proletariado y la burguesía,
propia de la revolución industrial y el desarrollo capitalista, según el análisis
marxista de la lucha de clases y la revolución, sino la contradicción entre pueblo
y oligarquía, la principal a resolver. Desde sus orígenes existió una tensión entre
populismo y marxismo, y entre el movimiento populista y los partidos de la iz-
quierda marxista. De hecho, entre los líderes populistas de la época, como Juan
Domingo Perón, en Argentina, o Getulio Vargas, en Brasil, existió siempre un
interés por evitar la intensificación de la lucha de clases, en una actitud crítica
del marxismo y la revolución. Más aún, y de manera muy significativa, fue el
temor a la expansión del marxismo y del comunismo, tras la revolución bol-
chevique, lo que llevó a muchos de los líderes del populismo latinoamericano

50
Capítulo I  La búsqueda de alternativas al predominio oligárquico

a impulsar las reformas de tipo antioligárquico y antiimperialista que fueron


características de dicho movimiento. Esta tendencia cobró aún más fuerza a
la luz de un tipo de mentalidad, y de las propias doctrinas, que se hicieron
presente entre los militares jóvenes de la época, de los que emergieron varios
de los líderes populistas, incluido el mismo Perón, los que daban cuenta de un
anticomunismo militante.
La segunda característica del populismo latinoamericano consistió en que,
por lo general, tomó la forma de una alianza social y política, especialmente
entre los sectores populares y medios. Tal vez sea esta una de las más caracte-
rísticas más interesantes del populismo latinoamericano. Cuando nos referimos
al fenómeno o movimiento populista de las décadas de 1940 y1950, me refiero
a la «coalición populista», en referencia a una alianza multiclasista, ya sea entre
los sectores populares y medios, o bien, por ejemplo, entre capital, trabajo y
estado, como ocurrió en el Brasil de Getulio Vargas (1951-1954) y de Juscelino
Kubitschek (1956-1961).
Este rasgo pasó a constituirse en otro punto de tensión con el marxismo,
en torno a aquél viejo debate en torno a la existencia, o inexistencia, –y con qué
características– de una clase media propiamente tal o una «burguesía nacional»
cuyos intereses no coincidieran, necesariamente, con los de la antigua oligar-
quía y la aristocracia terrateniente. Esto condujo a innumerables debates y ten-
siones entre líderes e intelectuales, populistas y marxistas, incluidos los debates
al interior de la Internacional Comunista en sus distintas etapas de desarrollo.
Por cierto que el momento de mayor convergencia entre estas dos vertientes
estuvo constituido por el giro táctico de la Internacional Comunista en 1935
en su VII Congreso –cuando se imponen las tesis de Dimitrov sobre el «Frente
Popular»– que estableció una clara prioridad de la lucha «antifascista» sobre la
lucha «anticapitalista». Esto facilitó las cosas en términos de una amplia alianza
de clases, de sectores populares y medios, en una dirección de lucha antifas-
cista, de modernización de las estructuras y de profundización democrática.
Esta «coalición populista», en torno a esta alianza multiclasista, tuvo un gran
potencial, como veremos más adelante, tanto en términos de democratización
como de modernización, pero de una manera incompleta y ambigua, siempre
en tensión con las instituciones de la democracia representativa, especialmente
en su acepción liberal. Junto con España y Francia, el Frente Popular alcanzó
un importante protagonismo en Chile, entre los años 1938 y 1948.
Una tercera característica del populismo estuvo referida al papel crucial
del estado, concebido en términos casi míticos como el vehículo de salvación de
los desposeídos. Así como podemos hablar con propiedad de la existencia de una
«coalición populista», así también podemos hablar de un «estado populista».
De hecho, el populismo está, casi por definición y desde sus orígenes, orientado

51
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

a la acción del estado. El populismo da cuenta de un importante componente


estatal. Todavía se puede debatir si el estado asumió un papel importante en el
desarrollo de América Latina, especialmente desde la década de 1930, ante la
inexistencia de un sector privado –o la «burguesía nacional»– que pudiera ha-
cerse cargo de las tareas del desarrollo, o si no existió un sector privado de estas
características porque el estado pasó a ocupar un excesivo protagonismo en el
desarrollo económico. El punto es muy discutible. Lo cierto es que el estado
pasó a ocupar un papel protagónico en la dirección de la economía. El surgi-
miento y la posterior evolución, especialmente desde la década de 1940, de un
«estado desarrollista», o de un «estado empresario», o de la industrialización
sustitutiva de importaciones (ISI) dirigida desde el estado, tiene mucho que ver
con esta concepción (ese será el tema del próximo capítulo).
En los hechos, y en el desarrollo posterior de la región, el estado pasó a
ocupar un rol central en cuanto refugio o, más aún, instrumento de salvación
para las masas de trabajadores, el pueblo, los trabajadores urbanos, en sus lu-
chas contra el predominio oligárquico, la aristocracia terrateniente y el antiguo
régimen. El estado pasó a ser el principal instrumento en aras del progreso y el
bienestar –esta era la percepción, al menos, de los sectores populares y medios,
y sus representantes, al interior de la coalición populista.
La cuarta característica del populismo, muy ligada a lo que hemos dicho
en torno al papel del estado, fue la cuestión de la industrialización, concebida
como estrategia de desarrollo, tras la búsqueda de la modernización de las es-
tructuras sociales y económicas. Este elemento no estuvo presente en la fase
inicial del fenómeno populista en América Latina, que se apoyó más en la in-
tuición que en la teoría. Sin embargo, desde fines de la década de 1940, con las
teorías de Raúl Prebisch y la CEPAL, se le dio un marco teórico a las estrategias
de desarrollo de la «coalición populista», en una dirección de modernización de
las estructuras económicas y sociales. La industrialización llegó a ser vista como
el medio a través del cuál los trabajadores urbanos y el «excedente» de mano
de obra resultante de la urbanización y las migraciones masivas del campo a la
ciudad, serían absorbidas, proveyendo a las masas de trabajadores de nuevas
oportunidades de bienestar y de progreso. Veremos, en el próximo capítulo, las
luces y sombras de esa estrategia de desarrollo.
La quinta característica del populismo, y una que aparece como un ele-
mento de continuidad entre el viejo y el nuevo populismo, es la identificación
entre un líder carismático y las masas de trabajadores. De hecho, casi por de-
finición, el populismo se refiere a la apelación directa a las masas por parte
de un líder carismático, ya sea civil o militar, bajo un régimen autoritario o
democrático, en un contexto de debilidad institucional. Este elemento de per-
sonalización del poder aparece como una de las características más distintivas y

52
Capítulo I  La búsqueda de alternativas al predominio oligárquico

una de las constantes del populismo latinoamericano, desde la década de 1930 y


hasta nuestros días. El populismo supone un bajo nivel de institucionalización.
De hecho, pareciera existir un verdadero «trade-off» entre populismo e insti-
tuciones, que, como veremos más adelante, está en el centro de las tensiones
entre populismo y democracia, especialmente cuando definimos a la democra-
cia como un «sistema de instituciones» (Przeworski, 1991). Las tensiones que
encontramos entre populismo y democracia están muy relacionadas con las
tensiones entre personalización e institucionalización del poder.
La sexta característica del populismo creemos encontrarla en la ambigüe-
dad intrínseca que existe entre el mismo y las instituciones de la democracia
representativa. Lo que verdaderamente importa en la lógica del populismo es
la incorporación de las masas, generalmente en términos de una alianza social y
política, ya sea bajo una forma autoritaria o democrática. De esta manera, puede
decirse que sí existe un elemento de «democratización» en el populismo, tanto
en el viejo como en el nuevo, pero una democratización entendida en términos
sociales más que políticos. Efectivamente se impulsa la incorporación de las
masas, pero no necesariamente a través de las instituciones de la democracia re-
presentativa, las que son miradas con sospecha. Como ha escrito Enzo Faletto,
«el populismo surgió como una respuesta a la crisis del predominio oligárquico,
pero, al mismo tiempo, constituyó un divorcio con la concepción liberal de la
democracia» (Faletto, 1985, p. 70).
El populismo generalmente tomó una forma política autoritaria más que
democrática. Este fue el caso, por ejemplo, de Juan Domingo Perón en Ar-
gentina, y Getulio Vargas en Brasil, tal vez los dos casos más emblemáticos y
representativos del viejo populismo latinoamericano. Esto no significa que no
hubiese existido un componente democrático en las experiencias populistas,
incluyendo un componente de tipo electoral. En el caso de Perón, por ejem-
plo, este fue electo en elecciones libres, transparentes y competitivas, como las
de 1946, aunque este no fue el caso de las elecciones de 1951, las que suelen
considerarse como un caso de fraude electoral. No hay que olvidar que Perón
emergió como líder en su calidad de coronel vinculado al golpe militar de 1943,
a la vez que el fascismo fue una influencia importante en las etapas iniciales del
peronismo. En el caso de Vargas, cabría hacer una distinción entre la etapa del
Estado Novo en la década de 1930, con sus influencias fascistas, corporativas y
autoritarias, y el Vargas que fue electo democráticamente en 1950. El hecho es,
sin embargo, que Vargas siempre se mostró partidario de un gobierno fuerte
más que de un gobierno constitucional, y que fue «más feliz gobernando como
un líder autoritario que como un demócrata liberal» (Wynia, p. 141). Vargas,
como Perón, dominó la escena política brasilera de una manera marcadamente
personalista.

53
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

Aunque esta inclinación autoritaria fue un elemento bastante característico


del populismo latinoamericano en la década de 1940 y como para enfatizar una
vez más las enormes complejidades del fenómeno populista, recordemos que
también hubo casos que, a pesar de sus propias ambigüedades, se colocaron más
cerca de una concepción democrática que de una autoritaria. Tal puede haber
sido el caso del APRA en el Perú de Haya de la Torre y de Acción Democrática
(«Adecos») en Venezuela –a pesar del apoyo, en este último caso, de una parte
importante de sus líderes al golpe militar de 1945 («Revolución de octubre»).
El hecho es que la mayoría de las experiencias que conocemos como «po-
pulistas» en las décadas de 1940 y 1950, estuvieron más cerca de una concep-
ción autoritaria que de una democrática. Sin duda que existió un elemento de
democratización en términos de la incorporación al proceso social de las masas
de trabajadores (urbanos, principalmente), pero en ningún sentido en términos
de una adhesión a las instituciones de la democracia representativa. De hecho,
tal como veremos más adelante, tanto el viejo como el nuevo populismo en
América Latina se han empeñado en construir un tipo de democracia que fuese
distinto de la democracia representativa, propia de la tradición liberal.
Hasta ahora he tratado de evitar una definición del populismo pues siem-
pre he pensado que definir el populismo es una forma de matarlo, privándolo
de una ambigüedad que es inherente al concepto mismo. Es por ello que me he
concentrado en lo que son algunas de sus características. Tal vez la forma más
elocuente de referirse al populismo, evitando la tentación de definirlo (y des-
truirlo), es en torno a aquella carta que Juan Domingo Perón escribiera (1953)
a su amigo Carlos Ibáñez del Campo, en Chile, recién electo Presidente de la
República (1952), conteniendo algunos consejos sobre el arte de gobernar y la
experiencia acumulada por Perón en el ejercicio del poder (1946-1955):

«Mi estimado amigo: Déle a la gente, especialmente a los trabajadores, todo lo


que sea posible. Cuando a Usted le parezca que les está dando demasiado, déles
aún más. Verá Usted los resultados. Todo el mundo tratará de asustarlo con el
fantasma del colapso económico. Pero todo esto es una mentira. No hay nada más
elástico que la economía, a la que todos temen tanto porque no logran entender-
la» (en Hirschman, 1979, p. 65).

A partir de esta cita resulta más fácil entender el legado del populismo en
Argentina y, en un sentido más amplio, en América Latina, con su concepto más
bien sui generis acerca de la «elasticidad» de la economía, dando lugar a fenó-
menos de inflación e hiperinflación, e inestabilidad macroeconómica crónica.
Esto, a su vez, según veremos más adelante, nos ayuda a explicar algunas de las
dificultades en consolidar una democracia estable en la región.

54
Capítulo I  La búsqueda de alternativas al predominio oligárquico

Más allá del caso argentino y del peronismo, considerado este último como
una de las expresiones más emblemáticas del populismo latinoamericano, hay
que decir que, en el período entre guerras y desde comienzos del siglo XX, el
surgimiento del movimiento obrero contribuyó, a la postre, a una re-configu-
ración del paisaje político en América Latina. En el centro de ese proceso, en
torno a la «cuestión social», estuvieron las alianzas sociales y políticas de los
nuevos sectores emergentes, basadas en una nueva relación entre el estado y
las organizaciones de trabajadores. Tal vez el efecto más perdurable de aquello
fue el progresivo debilitamiento del predominio oligárquico, principalmente en
América del Sur, dando lugar a nuevos alineamientos políticos y sociales.
Esta es la tesis que desarrollan Collier y Collier (2002), en cuanto a que
a través de distintos patrones de incorporación del movimiento obrero, el que
varió de un país a otro, se fue reconfigurando la arena política a través de una
nueva relación entre el estado y las organizaciones de trabajadores. Los dis-
tintos patrones de incorporación del movimiento obrero estarían dados por el
«populismo radical», que los autores refieren a México y Venezuela, el «po-
pulismo laborista» (labor populism), como el que se encuentra en Argentina y
el Perú, diversas formas de «movilización electoral» de estas nuevas organiza-
ciones laborales, referidos a los casos de Uruguay y Colombia y, finalmente, un
patrón que denominan de «despolitización y control», referidos principalmen-
te a los casos de Brasil y Chile. Partiendo, inicialmente, por diversas formas de
control y de represión, los estados y los actores políticos, bajo diversas formas
de alianzas, políticas y sociales, fueron progresivamente incorporando a las or-
ganizaciones de trabajadores, en un proceso de transición a estructuras sociales
modernas, vinculado al surgimiento de una nueva política de masas. En algunos
de estos casos se dieron alianzas de «acomodación» con los sectores dominan-
tes, mientras que otros casos se dieron sobre la base de una «alianza populista»
entre sectores populares y medios. En general, el estado asumió un papel de
mediación de los conflictos de clase y de árbitro en las disputas entre empre-
sarios y trabajadores, en una lógica de «armonización» de las relaciones entre
capital y trabajo, al interior de arreglos corporativos que fueron incorporando,
legalizando e institucionalizando la participación del movimiento obrero y sus
organizaciones. Según Guillermo O´Donnell escribe en el prólogo de ese libro,
lo medular de todo ese proceso estuvo dado por «el fin de la dominación oli-
gárquica y de una sociedad predominantemente agraria en estos países» (prin-
cipalmente en América del Sur), (Ibid, p. xi).
Finalmente, ¿qué pasó con el populismo en América Latina? Tres fenó-
menos conspiraron contra su desarrollo posterior, al menos en la forma que se
había presentado en las décadas de 1930 y 1940 (e incluso de 1950): (1) la nueva
(y breve) ola democratizadora que siguiera a la Segunda Guerra Mundial, en el

55
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

contexto de la «segunda ola» democratizadora en el mundo (que para algunos


países de América Latina fue la primera), (2) los problemas (agotamiento, según
algunos) en torno a la industrialización sustitutiva de importaciones dirigida
desde el estado, que estuvo en el centro de la «coalición populista» y (3) fi-
nalmente, y de una manera más radical, el tremendo impacto de la revolución
cubana, que condujo a un cambio de paradigma desde el populismo a la re-
volución, en torno a aquel trágico dilema de «reforma o revolución» que fue
característico de la región en la década de 1960 y comienzos de 1970 y que llegó
a sustituir a aquél entre pueblo u oligarquía, propio del populismo.
Esto no significa que el impulso populista haya desaparecido por completo:
Joao Goulart, a comienzos de la década de 1960, en Brasil, Juan Velasco Alvarado,
hacia fines de la década de 1960, en el Perú, y Salvador Allende, a comienzos de
la década de 1970, en Chile, siguieron, cual más cual menos, variando de una ex-
periencia a otra, políticas económicas populistas, en el contexto de la extrema po-
larización que caracterizó a América Latina en esos años. Finalmente, los nuevos
regímenes «burocrático-autoritarios» que surgieron desde mediados de la década
de 1960, y las reformas de mercado que impulsaron, primero bajo una forma au-
toritaria y después bajo una forma democrática, tuvieron mucho que ver con los
problemas, o el virtual agotamiento, del viejo populismo, el estado desarrollista,
la coalición populista y las estrategias y políticas asociadas a la industrialización
sustitutiva de importaciones y el modelo «nacional y popular». Sólo hacia fines
de la década de 1990 renacerá el populismo, en una nueva forma, con elementos
de continuidad y cambio en relación al viejo populismo. El fenómeno del neo-
populismo, y su relación con la democracia, será analizado en el capítulo V.

La tardía, lenta, e inacabada construcción de la democracia en


América Latina

«Cómo organizar un gobierno representativo que fuese legítimo fue el tema


central en el proceso político que condujo a la independencia» (Valenzuela y
Posada-Carbó, 2008). Doscientos años después de la invasión de la península
ibérica (España y Portugal) por parte de las tropas de Napoleón Bonaparte
(1808), podríamos decir que aún estamos en ese proceso; en el intento por con-
solidar un auténtico gobierno representativo. Los autores sostienen que, desde
un punto de vista comparativo, en los orígenes de la democracia en América
Latina habría existido un intento por establecer una forma de «constituciona-
lismo democrático», sobre la base del establecimiento del sufragio universal,
bajo la influencia de la Constitución (liberal) de Cádiz (1812). De hecho, en
algunos casos, se habría ido incluso más lejos que en los Estados Unidos de

56
Capítulo I  La búsqueda de alternativas al predominio oligárquico

América. Así, por ejemplo, la abolición de la esclavitud en las nacientes repúbli-


cas hispanoamericanas, entre 1811 y 1830, habría creado condiciones favora-
bles para la extensión del sufragio masculino «universal» (a pesar de todas sus
limitaciones), especialmente cuando se le compara con los Estados Unidos, en
términos de la exclusión, en este último caso, de los pueblos originarios (na-
tivos) y afro-descendientes. En este sentido, las incipientes democracias de la
región no habrían sido necesariamente una «anomalía», al menos cuando se les
compara con otros procesos políticos, incluida Europa. Más aún, la democracia
estadounidense del siglo XIX no habría escapado a «patologías» tales como el
fraude, la intimidación a los votantes y la violencia. Los incipientes procesos
electorales, sobre la base de la extensión gradual del sufragio y las instituciones
electorales en hispanoamérica, habrían sido un aspecto «de la democracia antes
de la democracia» (Valenzuela, en Posada-Carbó, 1996). Si bien este proceso
no fue lineal y la historia posterior del siglo XIX dio cuenta de una serie de
limitaciones y retrocesos en relación a la extensión del sufragio, este habría
correspondido a un intento serio por establecer algún tipo de democracia cons-
titucional y representativa en la región.
Hubo sí, inicialmente, y entre los líderes del proceso emancipatorio, un
cierto escepticismo en cuanto a la posibilidad de establecer un régimen demo-
crático de gobierno, tomando en cuenta algunas de las características de la cul-
tura política, las instituciones y las estructuras políticas, económicas y sociales
de hispanoamérica, principalmente desde el punto de vista del legado colonial.
Uno de los testimonios más elocuentes a este respecto, que da cuenta de un
marcado escepticismo en relación a la capacidad de las nacientes repúblicas
para darse un sistema de autogobierno, fue el del propio Simón Bolívar, quien,
en su famosa Carta de Jamaica (1815) mostraba sus propias dudas –casi hasta la
obsesión– en relación a la capacidad para asentar el gobierno representativo y
la democracia constitucional en hispanoamérica:

«Esa es la razón por la cuál resulta tan difícil para nosotros alcanzar el goce de
la libertad. En todo lo concerniente a los asuntos públicos, fuimos dejados en
estado de una perpetua infancia... Los hechos ya nos han demostrado que un tipo
de instituciones completamente representativas no son adecuadas en considera-
ción a nuestro carácter, nuestros hábitos y nuestro nivel de educación… Mientras
nuestros conciudadanos no adquieran los talentos y las virtudes que distinguen a
nuestros hermanos del norte, un sistema de gobierno del pueblo, lejos de ser un
bien para nosotros, traerá la ruina» (en Pierson, 1950).

Adicionalmente, la militarización de la América hispánica, asociada a los


movimientos en favor de la independencia, pasó a constituirse en una de las

57
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

principales barreras en términos de los esfuerzos por establecer la democracia


representativa en las nacientes repúblicas (Halperin, 1993, p. 76 y siguientes).
De hecho, la carrera militar pasó a constituirse en una de las formas más rápi-
das y eficientes en términos de la movilidad social ascendente. Otros procesos,
en cambio, según Halperin, facilitaron la democratización: la abolición de la
esclavitud, en algunos países en forma temprana y en otros en forma más bien
tardía; la sustitución del sistema de castas de los tiempos de la colonia y las ma-
yores posibilidades de movilidad social de mestizos y mulatos –a pesar de que
el orden social, como tal, permanecería bastante intacto–; el surgimiento de
nuevas elites urbanas, más cosmopolitas, con intereses que no necesariamente
coincidían con los de las elites tradicionales, con una Iglesia Católica cada vez
más a la defensiva, que perdía prestigio y poder –aunque sin perder su arraigo
popular–, serían algunos de esos factores.
Podríamos agregar que la alianza entre oligarquías y militares habría de
ser, a la postre, y en la experiencia comparada de América Latina, especialmente
en América Central, uno de los principales obstáculos a la democratización de
las instituciones. A su vez, la realidad del caciquismo, presente desde la época
de las culturas pre-colombinas, y del caudillismo, bajo la influencia hispánica,
cobrando aún mayor fuerza tras los procesos de la independencia y a lo largo
del siglo XIX y, en general, de un marcado personalismo como forma de ejer-
cicio del poder político, hicieron otro tanto para dificultar el asentamiento del
gobierno representativo y la democracia constitucional en la región.
Lo dicho anteriormente, sin embargo, no debe llevarnos a subestimar los
esfuerzos que, desde los albores de las nacientes repúblicas, y en medio de las
luchas por la independencia, tuvieron lugar en la dirección de un gobierno tipo
representativo, con diversas exploraciones en torno a la ampliación del sufragio.
De hecho, un cierto revisionismo historiográfico más reciente nos ha hecho ver
que, a lo largo del siglo XIX, el ideario liberal y republicano –y, potencialmente,
el ideario democrático, especialmente cuando se le mira en una perspectiva
comparativa– estuvo más presente en el desarrollo político de la región de lo
que comúnmente se acepta. Los intentos por ampliar el sufragio cobraron fuer-
za, en una primera fase, tras el cautiverio de Fernando VII, en torno a la idea
de que la soberanía volvía al pueblo. La elección de diputados en la América
hispánica para concurrir ante la Junta Central de Sevilla, tras la invasión de las
fuerzas napoleónicas, y el modelo liberal y democrático de la Constitución de
Cádiz (1812), llegaron a configurar una verdadera «fiebre electoral» en los paí-
ses de la región, en medio de las luchas por la independencia. Si bien la oleada
autoritaria de las décadas de 1830, y de ahí en adelante, vino a interrumpir y,
muchas veces, a revertir muchos de estos procesos, la historia política y elec-
toral de América Latina a lo largo del siglo XIX, especialmente cuando se le

58
Capítulo I  La búsqueda de alternativas al predominio oligárquico

mira de una manera comparativa, teniendo a la vista lo que ocurría en Europa


y Estados Unidos, da cuenta de una serie de episodios, de una abundante legis-
lación y de reiterados intentos por abrir paso a la democracia representativa y
sus instituciones. A pesar de lo restringido del sufragio, de las múltiples formas
de intervención gubernamental y de las formas de fraude electoral, la historia
política de América Latina en el siglo XIX considera también la existencia de
«elecciones antes de la democracia» (Posada-Carbó, 19962).
En una línea similar y en un muy reciente libro que constituye tal vez el
más amplio y sistemático estudio sobre la historia de la democracia en América
Latina, Paul Drake (2009) señala que, a pesar de que la historia de la región en-
tre 1800 y 2006 transcurre «entre la tiranía y la anarquía» –tomando la expre-
sión del propio Simón Bolívar–, ello no debe impedir apreciar la larga historia
de luchas por establecer y afianzar la democracia en la región, y las profundas
raíces de esta última, desde los procesos mismos en favor de la independencia.
De hecho, según el autor, junto con la fama de ser una de las regiones donde ha
anidado el despotismo, no debe olvidarse que, paralelamente, América Latina
puede también exhibir una de las historias de experimentos con la democracia
más largas, profundas y ricas del planeta. El principal dilema habría consisti-
do en «cómo reconciliar sistemas políticos que teóricamente han abrazado la
igualdad legal con sociedades que se encuentran divididas por formas extremas
de desigualdades socioeconómicas» (p. 2). De allí que, junto con el conocido di-
lema entre tiranía y anarquía, los experimentos en torno a la democracia hayan
fluctuado entre la «democracia protegida» (elitista) y la «democracia popular»,
con un predominio de aquella sobre esta última. Ninguna de estas dos concep-
ciones, sin embargo, habría abrazado el concepto clásico de democracia liberal,
como el que se origina en los Estados Unidos y Thomas Jefferson, a la vez que
ambas concepciones, en versiones más hacia la derecha o hacia la izquierda, ha-
brían asumido formas paternalistas o derechamente autoritarias, dependiendo
de las circunstancias y del período histórico de que se trate.
Aun cuando una buena parte de la historia del siglo XIX se caracterizó por
la violencia política, en medio de guerras externas y civiles, asonadas militares
y anarquía, el período que va entre las décadas de 1880 y 1930 marcó una sig-
nificativa prosperidad económica, sobre la base del esfuerzo exportador, apro-
vechando las condiciones ventajosas del comercio exterior, y la economía inter-
nacional. En ese contexto, a pesar de los intentos por consolidar lo que varios
autores denominan una «república oligárquica» (Hartlyn y Valenzuela, 1994,

Me he beneficiado de los interesantes y abundantes trabajos presentados en el seminario «The


2

Origins of Democracy in the Americas, 1770S-1870S», celebrado en el Kellogg Institute for


Internacional Studies, de la Universidad de Notre Dame, en Septiembre de 2008.

59
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

Smith, 2005, Drake, 2009), la escasa estabilidad política se impuso, las más de
las veces, bajo formas autoritarias, desde Porfirio Díaz, por el norte, hasta Julio
Roca, por el sur. Según Hartlyn y Valenzuela, a partir de la década de 1930, la
democracia en América Latina, especialmente en lo que se refiere al desarrollo
de los partidos y sistemas de partidos, se habría dado principalmente en ocho
países: Chile, Uruguay, Costa Rica, Venezuela y Colombia –especialmente en
los dos primeros–, con una trayectoria más larga de elecciones y alternancia
democrática, y Argentina, Brasil y Perú, en forma más débil y difusa. Como se
puede apreciar, con la sola excepción de Costa Rica, todos ellos corresponden a
países de América del Sur.
Según los autores, la lucha por consolidar regímenes que fuesen auténtica-
mente representativos en la región, habría sido «contínua y desigual», corres-
pondiendo los experimentos democráticos de comienzos del siglo XX a casos de
«democracias oligárquicas», es decir, «regímenes en los cuales los presidentes
y las asambleas nacionales se derivaban de la competencia franca, aunque no
totalmente limpia, por el apoyo de un electorado limitado, de acuerdo con las
reglas constitucionales que ordenaba la ley y que en gran parte podían compa-
rarse con los sistemas representativos limitados de la Europa del mismo perío-
do» (Hartlyn y Valenzuela, 1994, p. 12). El sufragio universal, establecido en
Argentina, en 1912, y en Uruguay, en 1918 –Chile estableció la primera ley de
sufragio universal en 1874, aunque tomaría un buen tiempo avanzar hacia un
verdadero sufragio universal– habrían acelerado el ritmo de democratización.
A pesar de los avances, los profundos trastornos de la crisis económica de 1929
habrían resentido este desarrollo democrático –bástenos con señalar que en
seis de los ocho países mencionados hubo golpes militares durante los difíciles
tiempos de la depresión. El fin de la Segunda Guerra Mundial habría dado lu-
gar a un nuevo «momento» democrático hasta el punto que, en 1946, los ocho
países señalados habrían contado, simultáneamente, con una democracia polí-
tica (en ese período, América Latina llegó a contar con once gobiernos cons-
titucionales). Esta «corta ola» de democracia, con interrupciones desde fines
de la década de 1940, fue seguida de una brutal y generalizada ola autoritaria
hasta el punto que, hacia fines de la década de 1970, sólo Costa Rica, Venezuela
y Colombia celebraban elecciones libres y democráticas. Finalmente, es solo
desde la década de 1980 que se puede hablar de un proceso generalizado de
democratización en América Latina, incluida América Central y México. De
todo ello nos ocuparemos en el capítulo III.
En todo ese proceso, la democracia, entendida como «democracia políti-
ca», en su triple dimensión de competencia, constitucionalismo, e inclusividad
o participación, habría encontrado serios problemas de consolidación. A pesar
de esas dificultades políticas, ideológicas y de todo tipo, Hartlyn y Valenzuela

60
Capítulo I  La búsqueda de alternativas al predominio oligárquico

sostienen que «la legitimidad de la democracia como el sistema institucional


más apropiado para gobernar un país y resolver pacíficamente los conflictos
es parte fundamental del patrimonio de la cultura política de América Latina
desde la independencia» (p. 63).
Peter Smith (2005), por su parte, en un estudio para 19 países de América
Latina, a lo largo del siglo XX (1900-2000), referido a la calidad de la demo-
cracia política en términos de los ciclos de cambio político, teniendo como eje
la incidencia y durabilidad de la «democracia electoral» (elecciones libres y
transparentes), señala que el 47% de los casos bajo estudio correspondería a
regímenes autoritarios o no democráticos, el 26% a regímenes democráticos
propiamente tales (democracia electoral), el 18% a regímenes oligárquicos –es-
pecialmente en las primeras décadas del siglo XX– y el 10% a lo que denomina
«semi-democracias». En total, habrían existido 155 cambios de régimen polí-
tico a lo largo del siglo XX, demostración, a su vez, de la inestabilidad política
que habría caracterizado a la región. El período de «competencia oligárquica»,
principalmente entre 1900 y 1939, habría sido seguido de oleadas de democra-
tización y autoritarismo, para establecer la «democracia electoral» como una
realidad generalizada en la región sólo a partir de la década de 1980, bajo la
llamada «tercera ola» de democratización. Según Smith, solo Argentina, Chile,
Colombia y Uruguay habrían formado parte de la «primera ola» de demo-
cratización. En la «segunda ola» habría que sumar a Costa Rica, Venezuela,
Bolivia, Brasil, Perú y Ecuador, con lo que se llegaría a diez países, de un total
de diecinueve. América Central, con la sola excepción de Costa Rica, y México,
se habrían incorporado como democracias electorales recién bajo la «tercera
ola» democratizadora (Smith, p. 32). Aún así, existiría una gran distancia entre
la democracia electoral y la democracia liberal propiamente tal, entendida esta
última como aquella que garantiza efectivamente un estatuto de libertades civi-
les. De ello nos ocuparemos en el capítulo V.
Lo cierto es que el desarrollo político de América Latina, hasta la década
de 1920 –un poco antes en México, algo después en el resto de la región, muy
tarde en América Central– tuvo lugar sobre la base de un régimen oligárquico,
con la dificultad consiguiente de consolidar una forma de gobierno auténtica-
mente democrática y representativa, capaz de sustituir el orden oligárquico con
un nuevo orden democrático. Las oleadas de democratización y autoritarismos
de distinto signo que siguieron a este intento –siempre conflictivo, imperfecto y
contradictorio– por procurar respuestas y alternativas a la crisis oligárquica, son
la manifestación más elocuente de las dificultades para establecer un nuevo or-
den político en la región. Según veremos más adelante, a propósito de la recien-
te ola democratizadora en América Latina, no hay nada «estructural» que im-
pida establecer la democracia en la región. A fin de cuentas, la democracia no se

61
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

refiere sólo al establecimiento de instituciones sino a la existencia de un proceso


político; un proceso de aprendizaje, de ensayo y error, con avances y retrocesos.
Es por ello que los procesos de re-democratización, como el mismo Peter Smi-
th lo señala (2005, p. 38), han sido más efectivos en consolidar la democracia,
basados, justamente, en la experiencia acumulada previamente, de intentos, fra-
casos, retrocesos y nuevos intentos por consolidar la democracia política. Esta
realidad de la re-democratización le daría una cierta ventaja a América del Sur
sobre América Central, pero no hay nada escrito ni pre-determinado que impi-
da a esta última y a las experiencias de la «primera ola» democratizadora en la
historia más reciente de la región, como es el caso de México (salvo por el breve
experimento democrático de Francisco Madero en 1910-1911), consolidar una
democracia estable. La inestabilidad política, que ha sido endémica en América
Latina, explica muchas cosas, pero no condena ni predispone a la región en nin-
guna dirección autoritaria. Como veremos en los próximos capítulos, las olea-
das de democracia y autoritarismo, con el trasfondo de los profundos cambios
en los paradigmas de desarrollo de la región, constituyen también un proceso
de aprendizaje –uno muy doloroso, por cierto, especialmente en términos de
la reciente ola de regímenes «burocrático-autoritarios»– en el centro del cual
está la revalorización de la democracia política como un valor en sí mismo, al
margen de toda concepción instrumental.

62
Capítulo II

Hacia un nuevo modelo de desarrollo

Un aspecto central de la crisis oligárquica en América Latina fue la crisis del


modelo primario exportador que sirvió de base al antiguo orden oligárquico
y que subsistió, con escasos contratiempos, hasta la década de 1920. La bús-
queda de alternativas al modelo de crecimiento «hacia fuera», que se había
desarrollado sobre la base del esfuerzo exportador y el libre comercio, se volcó,
en América del Sur, más que en América Central, hacia un nuevo modelo de
crecimiento «hacia adentro», sobre la base de una industrialización sustitutiva
de importaciones (ISI) dirigida desde el estado. Este cambio de paradigma fue
gatillado, principalmente, por la crisis económica de 1929, adquirió una forma
más definitiva con las teorías de Raúl Prebisch y la CEPAL, a fines de la década
de 1940, y permaneció, en un proceso complejo, no exento de tensiones y con-
tradicciones, hasta la década de 1970.
América Latina no volvería a ser la misma en el tránsito desde el orden
oligárquico hacia un nuevo orden mesocrático, con una participación muy
desigual de los sectores populares emergentes. La búsqueda de una «segunda
independencia» (económica), que pudiese dotar a la región de una mayor auto-
nomía, sobre una base nacional y el desarrollo de mercados domésticos que hi-
cieran a la región menos vulnerable frente a los «shocks» económicos externos,
no estuvo exenta de dudas, interrogantes y debates. Si el intento por sustituir un
orden político (oligárquico) por otro (democrático) estuvo lleno de problemas
y complejidades, según hemos visto en el capítulo anterior, el intento por sus-
tituir un modelo de desarrollo por otro fue tanto o más tortuoso, con avances
evidentes en una serie de aspectos, pero con un balance que aun no se termina
de escribir y que arroja una serie de interrogantes, tanto en relación al pasado
como al futuro. Las líneas que siguen procuran hacer una contribución crítica
a la tarea aún no concluida de desentrañar algunas de esas complejidades. Lo
hacemos sobre la base de una argumentación que recorre todo este libro como
es la de tratar de mirar la historia, entre otras cosas, como un proceso de apren-

63
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

dizaje que nos aporta lecciones a la hora de dar con un modelo de desarrollo
político y económico para América Latina que logre satisfacer los anhelos de
estabilidad política, crecimiento económico y equidad social.
Puede decirse que son cuatro los modelos de desarrollo económico que
se han intentado, históricamente, en América Latina: el capitalismo mercan-
tilista, que se dio durante la era colonial, el capitalismo liberal, que se insinuó
desde fines del siglo XVIII y que tomó una forma más definitiva desde mediados
del siglo XIX (crecimiento hacia afuera), el modelo desarrollista que se inten-
tó principalmente en torno a la industrialización sustitutiva de importaciones
(crecimiento hacia adentro), y el nuevo modelo de crecimiento hacia afuera que
se vuelve a intentar desde la década de 1990, sobre una base, y en un contexto,
muy distintos del anterior. Algunos denominan a este último modelo como
«neoliberal» (French-Davis, 2005,Ocampo, 2007, y Sunkel, 2007). Sin embar-
go, como veremos en el capítulo IV, dicho modelo –que más bien corresponde
a una estrategia de desarrollo– es más complejo, más interesante, más rico, y
más diverso, de lo que esta definición sugiere. En este capítulo me concentraré
principalmente en el tercer modelo de desarrollo mencionado, que coincide
con el desarrollo político y económico de América Latina entre las décadas de
1940 y 1970, sometiéndolo a un análisis crítico, sin perjuicio de reconocer sus
importantes logros y avances. Como veremos en el próximo capítulo, el quiebre
democrático de fines de la década de 1960 y comienzos de la década de 1970, y
el advenimiento de los nuevos regímenes «burocrático-autoritarios» de Amé-
rica del Sur, muy particularmente del Cono Sur de la región (Brasil, Argentina,
Chile y Uruguay), no estuvo completamente desligado de las características,
problemas, complejidades y contradicciones del nuevo modelo de desarrollo
económico que marcó una parte significativa de la historia del siglo XX.
La fase de desarrollo del capitalismo mercantilista de América Latina
muestra un tipo de desarrollo económico que se dio sobre la base de la explo-
tación de los metales preciosos (oro y plata, fundamentalmente), constituida en
la principal fuente de la riqueza de las colonias hispanoamericanas, un fuerte
proteccionismo, asociado a las estructuras administrativas de tipo colonial exis-
tentes, y el monopolio del comercio por parte de la Península Ibérica (España
y Portugal). Desde muy temprano, el desarrollo económico de América Latina
se dio en términos de un tipo de inserción en la economía internacional que fue
transitando, en forma lenta y gradual, especialmente desde fines del siglo XVIII
y comienzos del siglo XIX, desde el capitalismo mercantilista al capitalismo libe-
ral, con una estructura social de tipo oligárquico que permaneció prácticamente
inalterada.
En esta primera fase de desarrollo, junto con la extracción, producción y
exportación de minerales como el oro y la plata, la agricultura jugó un papel

64
Capítulo II  Hacia un nuevo modelo de desarrollo

importante, variando desde las zonas más templadas a las más tropicales, estas úl-
timas cimentadas en una agricultura de plantación que incluyó el trabajo esclavo
hasta bastante avanzado el siglo XIX, con productos como el tabaco y el azúcar.
La estructura social se conformó sobre la base de la encomienda, como un tipo
de concesión administrativa otorgada por la corona en beneficio de los coloni-
zadores, y la hacienda, en la forma de largas y extensas unidades productivas. A
pesar de que las encomiendas tendieron a desaparecer en países como México y
Perú, en los siglos XVI y XVII, siendo reemplazadas por los «repartimientos» y
diversos regímenes laborales, y que la estructura de la hacienda sufrió diversas
modificaciones en la medida que se consolidaba el esfuerzo exportador –pri-
mero, en torno a la economía de plantación y, luego, a la minería– muchos de
sus rasgos, particularmente referidos a la estructura social, no sufrieron grandes
transformaciones tras los procesos de independencia y durante la mayor parte
del siglo XIX. Desde el punto de vista fiscal, algunos impuestos se establecieron
para financiar las estructuras administrativas de la colonia, mientras que España
y Portugal ejercieron un monopolio comercial que sólo se vio afectado por el
contrabando hacia naciones europeas como Inglaterra, España y Holanda.
Hacia fines del siglo XVIII, las reformas borbónicas, en la América hispáni-
ca, junto con las reformas pombalinas, en Brasil, contribuyeron a liberalizar el
comercio, hacia y desde Europa, permitiendo el germen de un cierto comercio
intrarregional. Dichas reformas constituyeron un aspecto (modernizador) del
despotismo ilustrado de la época, en una clara tensión con las tendencias cen-
tralizadoras en el campo administrativo, que fueron la otra cara de la moneda
de esas reformas modernizadoras. Hacia fines del siglo XVIII, las economías
hispanoamericanas habían alcanzado un grado no despreciable de crecimiento,
como que su ingreso per capita era, para el año 1800, de unos US$ 245, equi-
valentes a los US$ 239 de América del Norte (Bulmer-Thomas, p. 27). ¿Qué
produjo que América Latina se estancara en el tiempo, a la vez que se distancia-
ra de América del Norte, hasta el punto que, en nuestros días (2007), el ingreso
per capita promedio de América Latina es de US$ 8.257, comparado con US$
45.845 en Estados Unidos y US$ 38.435 en Canadá (FMI, World Economic Out-
look, April de 2008, todo en paridad de poder de compra)? Es una pregunta que
va más allá del alcance de este libro pero que, según veremos, tiene bastante que
ver con las carencias e insuficiencias del modelo de industrialización sustitutiva
de importaciones y el desarrollismo nacionalista del siglo XX, especialmente a
partir de la década de 1930.
Si bien ese dinamismo relativo de las economías hispanomericanas se vio
afectado negativamente por las convulsiones asociadas a las guerras y proce-
sos de independencia, dichas reformas fueron el germen de una liberalización
económica de mayor profundidad que se dio en el paso desde el capitalismo

65
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

mercantilista hacia el capitalismo liberal a lo largo del siglo XIX. Este modelo
de desarrollo se basó en un tipo de inserción en la economía internacional que
estuvo dado por la división internacional del trabajo y la especialización, en
torno a un intercambio comercial basado en la exportación de materias primas
y la importación de manufacturas, hacia y desde Europa, respectivamente (solo
desde comienzos del siglo XX y especialmente desde la Primera Guerra Mun-
dial, los Estados Unidos reemplazaron a Europa como socio comercial). En esta
segunda mitad del siglo XIX y, muy particularmente, entre 1870 y la Primera
Guerra Mundial, que marcó el auge del libre comercio y el crecimiento ex-
portador, «América Latina contribuyó de una manera importante al comercio
mundial, constituyéndose en una fuente principal de suministro de materias
primas para los países industrializados» (Furtado, 1976, P. 51). Según el mismo
autor, los principales productos de exportación estuvieron constituidos por la
agricultura de zonas templadas (Argentina y Uruguay), a través de la explotación
de grandes extensiones de tierra, las exportaciones agrícolas de zonas tropicales
(Brasil, Colombia, Ecuador, América Central, el Caribe y algunas regiones de
Venezuela y México) y las exportaciones de productos mineros (México, Chile,
Perú y Bolivia).
Según Ocampo (2007), esta «era de las exportaciones» (1870-1920) que
tuvo su antecedente en la muy temprana (y profunda) inserción de América
Latina en la «era del capitalismo mercantilista», y que presenció un claro me-
joramiento en los términos de intercambio de los productos primarios, hasta el
punto que «todos los países se beneficiaron de la mayor integración a la econo-
mía mundial», no estuvo acompañada del desarrollo de instituciones políticas
liberales –tal como hemos señalado en el capítulo anterior– y dejó básicamente
intocada la estructura agraria heredada desde la época de la colonia. Dio cuenta,
asimismo, de una marcada incapacidad para absorber la fuerza de trabajo que
se generó en torno a la agricultura, y el incipiente proceso de urbanización,
producto de las migraciones del campo a la ciudad, que acompañó a los pri-
meros atisbos de industrialización en la región, que ya se hacía presente ligada
al esfuerzo exportador. Lo cierto es que este crecimiento «hacia afuera» había
creado una marcada dependencia de los mercados externos, lo que, unido a los
ciclos de auge y contracción del financiamiento externo, fueron constituyén-
dose, al menos cuando se le mira en retrospectiva, en una suerte de «Talón de
Aquiles» de este paradigma de desarrollo, con la ausencia de una base nacional
y de unos mercados domésticos que fuesen capaces de crear una cierta autono-
mía económica, junto a la existencia de estados e instituciones que, en general,
eran particularmente débiles e incipientes.
Estas debilidades estructurales –estructura agraria premoderna, precapi-
talista, semi-feudal, o como quiera llamársele, excesiva dependencia externa,

66
Capítulo II  Hacia un nuevo modelo de desarrollo

falta de una base nacional, vulnerabilidad consiguiente frente a los shocks exter-
nos, entre otros– quedaron completamente expuestas con el crash económico
de 1929, que tuvo «proporciones catastróficas» en la región (Furtado, 1976, p.
54), en la medida que resintió fuertemente unas economías que habían pasado
a depender, principalmente, del comercio exterior. La crisis internacional del
capitalismo liberal habría de tener efectos perdurables en las economías lati-
noamericanas, marcando el lento, pero persistente, proceso de transformación
desde una economía primario-exportadora hacia una basada en la industrializa-
ción sustitutiva de importaciones dirigida desde el estado, de crecimiento «ha-
cia adentro». El único elemento de continuidad estuvo dado por una estructura
agraria que, tal vez con la excepción de México, quedaría prácticamente intoca-
da (al menos por algunas décadas).
Este nuevo modelo de desarrollo, que tuvo fuertes implicancias desde el
punto de vista económico, social y político, no nació de un ejercicio de pizarrón,
o de un modelo teórico, el que habría de explicitarse mucho tiempo después,
hacia fines de la década de 1940. Surgió, más bien, de un tipo de circunstancias
–externas, principalmente– que introdujeron un giro radical en las estrategias
de desarrollo económico de la región –de hecho, en el caso chileno, la ISI sur-
gió asociada a los efectos devastadores del terremoto de 1939 y la necesidad de
contar con una agencia pública (CORFO, Corporación de Fomento) que fuese
capaz de contribuir a la creación de una cierta infraestructura industrial. Como
dice Joseph Love (1996), «la industrialización en América Latina fue un hecho
antes que una política y una política antes que una teoría» (p. 209). Fue la ines-
tabilidad del período entre guerras, teniendo como centro la crisis y la depre-
sión gatilladas a partir de 1929, la que condujo, a la postre, a revisar las teorías
(liberales) en boga y las que habían descansado principalmente en el esfuerzo
exportador, el libre comercio y el principio de especialización proveniente de la
división internacional del trabajo.
Tanto a fines del siglo XVIII, en las postrimerías de la etapa del capitalismo
mercantilista, como a fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, que mar-
caba el ocaso de la era de las exportaciones, las economías de la región habían
experimentado un dinamismo económico bastante significativo, pero sobre
bases sociales y políticas extremadamente débiles, lo que quedó en evidencia
en torno al estallido de la llamada «cuestión social» asociada a la crisis del pre-
dominio oligárquico y del modelo primario exportador que había servido de
base al antiguo régimen. Los shocks del período entre guerras correspondieron
a factores externos que dejaron al descubierto falencias internas que serían
recogidas por un nuevo modelo «nacional y popular», de tipo desarrollista,
apuntando a una suerte de segunda independencia nacional, esta vez de tipo
económica.

67
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

El nacionalismo y la industrialización, junto a una activa intervención del


estado, se convirtieron en la base del modelo desarrollista. Este tuvo lugar, prin-
cipalmente, en América del Sur y en México, más que en América Central, la
que permanecería con un pie importante en el modelo primario exportador, sin
perjuicio de uno u otro caso –como el de Costa Rica– que puede considerarse
como representativo de una nueva economía y de una nueva clase empresarial
de tipo agro-exportadora. Si bien la ISI nació de estas bases reales, vinculadas a
la crisis económica de 1929 y la gran inestabilidad del período entre guerras, el
proceso de industrialización, indisolublemente ligado a un papel cada vez más
activo del estado, sufrió con el tiempo una fuerte ideologización, la que, según
argumentaremos, tendió a desvirtuar su sentido original en el sentido de avan-
zar hacia una mayor autonomía económica de la región.
En estricto rigor, los orígenes de la industrialización en América Latina
no estuvieron vinculados solo al impacto de estas variables externas, sino a la
expansión gradual de la economía en la época del crecimiento «hacia fuera», en
la era de las exportaciones, lo que implicó la creación de un mercado domésti-
co, principalmente en torno a la producción de bienes de consumo (Hirshman,
1968). De hecho, la ISI surgió en las primeras décadas del siglo XX vinculada a
la acción de los sectores industriales que fueron presionando al estado para in-
volucrarse más activamente en dicho proceso. Fueron los propios empresarios
industriales los que empujaron hacia la sustitución de importaciones, lo que se
transformó en una necesidad imperiosa tras la declinación de las importacio-
nes –y el deterioro del comercio exterior, en general–, a partir de la crisis de
1929. Del mismo modo, el crecimiento de un comercio intrarregional tendió
a crear un mercado doméstico ampliado que avanzó, paulatinamente, desde la
producción de bienes de consumo, en la etapa «fácil» de la industrialización y
la sustitución de importaciones, hacia la producción de bienes intermedios y
de capital, en la etapa compleja o «avanzada» de sustitución de importaciones
(especialmente en países como Brasil, México y Argentina).
Según Joseph Love (1996), el propio Raúl Prebisch, quien se convirtió,
hacia fines de la década de 1940, en el principal teórico de la ISI, estuvo fuerte-
mente influido por las ideas de un industrial argentino, Alejandro Bunge, para
quien trabajó en sus primeros años como economista. Este empresario fue un
importante promotor de la industrialización en Argentina, país que había pros-
perado, hasta la década de 1930, en torno a la teoría de las ventajas comparati-
vas, basada en el principio de división del trabajo y la especialización, lo que se
expresaba en la exportación de granos y carnes, bajo una fuerte dependencia de
capitales ingleses. Ya en 1934, Prebisch había escrito sobre el «deterioro de los
términos de intercambio», concepto que se convertiría en la columna vertebral
de la ISI, al constatar que los precios de los productos agrícolas caían más fuer-

68
Capítulo II  Hacia un nuevo modelo de desarrollo

temente que los precios de los productos industriales, cuestionando la ortodoxia


económica neoclásica. En 1937, Prebisch formulaba su teoría del «intercambio
desigual», afirmando que la posibilidad de un crecimiento económico basado
en el esfuerzo exportador ya no era viable en términos del desarrollo econó-
mico (Love, p. 222); lo anterior, en momentos en que la producción manufac-
turera argentina comenzaba a crecer de manera significativa, contando con un
sector industrial que presionaba al estado por una intervención más activa en la
economía y el proceso productivo. Finalmente, en 1944, Prebisch escribe sobre
el «centro» y la «periferia», referidos al mundo desarrollado y subdesarrollado,
respectivamente, postulando derechamente la necesidad de un «crecimiento
hacia adentro», que estuvo en lo medular de la ISI, encaminado a romper esta
dependencia de la periferia –exportadora de materias primas– respecto de los
países desarrollados (centro), exportadores de manufacturas. En torno a estos
dos conceptos fundamentales –deterioro de los términos de intercambio y cre-
cimiento hacia adentro– se construyeron las teorías de la CEPAL, hacia fines de
la década de 1940, las que terminaron por consolidar estos primeros atisbos de
industrialización en la región.
El golpe de estado llevado a cabo por el coronel Juan Domingo Perón y los
militares argentinos, en 1943, y el gobierno que aquel encabezara (1946-1955),
condujeron a una consolidación de estas ideas basadas en un fuerte nacionalis-
mo, en la industrialización, como camino hacia la autonomía económica, una
fuerte y decidida intervención del estado, y una actitud de sospecha permanente
frente a los capitales extranjeros (como los capitales ingleses y, más tarde, los
capitales estadounidenses). El proceso de sustitución de importaciones, que ya
había comenzado en la era de las exportaciones y que había adquirido un mayor
ritmo en las primeras décadas del siglo XX, se transformaba en una verdadera
estrategia de desarrollo, en Argentina y, crecientemente, en América del Sur
y México. Este fue también, y de manera muy significativa, el caso de Bra-
sil, bajo el Estado Novo de Getulio Vargas (1937-1945), y posteriormente, bajo
la nueva administración –ahora como gobierno constitucional– de Vargas, en
1951-1954, y la administración de Juscelino Kubitsheck (1956-1961), los que
sentaron las bases del desarrollo industrial brasilero.
Fueron las ideas de Raúl Prebisch y otros (Werner Sombart, Mihail Ma-
noilescu, Aníbal Pinto, Charles Kindleberger, sólo por mencionar a algunos) las
que quedaron consagradas en las nuevas teorías de la CEPAL (Comisión Eco-
nómica para América Latina), formuladas y explicitadas en 1948-49. Estas se
basaron en la premisa que dice que la industrialización era la solución para los
problemas de la región, en términos de hacer sus economías menos vulnerables
a los shocks externos, en la búsqueda de un desarrollo más autónomo y menos
dependiente. En el trasfondo de este nuevo modelo de desarrollo estuvo un

69
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

marcado «pesimismo exportador» en la medida que, según pensaban los inte-


lectuales de la CEPAL –los que alcanzaron una clara hegemonía entre los intelec-
tuales latinoamericanos–, la tendencia que subyacía al esfuerzo exportador, de
crecimiento hacia fuera, no hacía más que transformar a las economías latinoa-
mericanas en una «periferia» cada vez más dependiente del exterior, junto con
un marcado y persistente deterioro de los términos de intercambio en beneficio
de las manufacturas y de los países desarrollados (centro). Estas nuevas teorías
se convirtieron en una verdadera doctrina económica –un verdadero «Mani-
fiesto», al decir de Albert Hirschman–, logrando imponerse prácticamente sin
contrapesos, al menos hasta los cuestionamientos que fueron surgiendo desde
fines de la década de 1950 y, con mayor fuerza, durante la década de 1960.
El surgimiento de la llamada escuela «estructuralista» que cuestionó de
manera radical la ortodoxia económica neoclásica basada en un supuesto «equi-
librio» de la economía, postulando, en una línea «keynesiana», la necesidad de
una mayor y más decisiva intervención del estado en el proceso económico,
enfatizó, justamente, los factores «estructurales» que constituían un obstáculo
para el desarrollo en América Latina –típicamente, una estructura agraria pre-
moderna construida sobre la base de la hacienda y el latifundio–. En el tras-
fondo de estas teorías estructuralistas y desarrollistas estuvo la vieja discusión
en torno a las estrategias de desarrollo a seguir en aquellos países de desarrollo
«tardío» («late industrialization»), como había sido el caso de Rusia, Alemania e
Italia, en Europa. Particularmente influyentes, en esa discusión, fueron las ideas
de Gershenkrom, quien defendió la necesidad de un activo papel del estado en
aquellos casos de países de industrialización tardía. El caso de América Latina
correspondería a un caso de desarrollo o industrialización doblemente tardía
(«late, late industrialization» –Hirschman, 1968), característica que también se
haría extensiva a otros casos, en diversas latitudes, como los de Japón y Corea
del Sur, en el Asia del este. La escuela estructuralista y el marco teórico de este
modelo desarrollista parecían estar en sintonía tanto con el keynesianismo de
la época, como con las teorías de Gershenkrom, todos los cuales confluían en la
necesidad de una intervención más activa del estado.
Lo cierto es que el desarrollo económico de América Latina fue, especial-
mente a partir de la década de 1930, bastantes diverso y heterogéneo. Según
Bulmer-Thomas (2003), la estrategia de ISI se dio principalmente en México,
Brasil, Argentina, Chile, Uruguay y Colombia, mientras que países como los de
América Central, Bolivia, Paraguay y Perú, entre otros, optaron por mantener
algunas de las características de un modelo clásico, de tipo primario-exporta-
dor, coexistiendo con un sector industrial más bien débil –de hecho, dice el
autor, los intentos de países, como los tres últimos mencionados, de impulsar,
en distintos momentos, algún tipo de esfuerzo industrial, resultaron bastante

70
Capítulo II  Hacia un nuevo modelo de desarrollo

desastrosos. En algunos de estos últimos países existió un intento de «inten-


sificación» del esfuerzo exportador, basado en economías mono, o primario-
exportadores (Venezuela con el petróleo, Bolivia con el estaño, Cuba con el
azúcar), mientras que en otros se dio un esquema de «diversificación» de las
exportaciones (Perú, Ecuador, Paraguay, América Central) con distintos tipos
de resultados, pero con un esquema más tradicional que no se embarcó en la ISI
de los países del sur.
No puede decirse, pues, que la industrialización haya sido un modelo úni-
co, o una estrategia de desarrollo adoptada por el conjunto de la región, sin
perjuicio de ciertos rasgos comunes: «Las décadas que siguieron a la Segun-
da Guerra Mundial fueron testigo de experiencias y prácticas extremadamente
dispares, dentro de un marco común que estuvo dado por una cierta sabiduría
adquirida en materia de estrategias de desarrollo, presiones demográficas in-
ternas, y posibilidades y amenazas externas» (Thorp, 1998, p. 178). Se trató, en
efecto, de trayectorias bastante desiguales, que variaron de un país a otro, acor-
de con la gran heterogeneidad de América Latina, sin perjuicio de que el mode-
lo predominante (hegemónico) estuvo dado por la industrialización sustitutiva
de importaciones dirigida desde el estado, especialmente en América del Sur.
Los resultados variaron de un país a otro, con mayor éxito en Brasil y
México, algo menos en Argentina, y con resultados bastante dudosos en países
como Chile y Uruguay, cuyo tamaño –entre otros factores– hacía bastante cues-
tionable que se pudiese aplicar una estrategia de crecimiento «hacia adentro»,
la que, más bien, parecía reservada para países de un tamaño mayor. Adicional-
mente, países como Colombia, México, Venezuela y la mayoría de las naciones
centroamericanas, crecieron rápidamente en la segunda mitad de la década de
1960 y comienzos de la década de 1970. En lo positivo, este nuevo modelo de
desarrollo dio cuenta de un desempeño económico que alcanzó, para el conjun-
to de América Latina, una tasa anual promedio de crecimiento del PIB (Produc-
to Interno Bruto) de un 5,5% para el período 1950-1980 –alcanzando un nivel
máximo de 7,2% para los años 1968-1974–, con un crecimiento per capita de
2,7% para el mismo período (Ocampo, 2007, Cardoso y Fishlow, 1992), cifra
nada despreciable si se le mira comparativamente. Sin duda que se logró un
fuerte avance en términos de la creación de una infraestructura y de una base
industrial que, efectivamente, y en especial para países como Brasil y México,
significó un progreso importante. También deben considerarse logros sociales
significativos en materia de alfabetización, especialmente a nivel de educación
primaria, reducción de la mortalidad infantil, aumento de la esperanza de vida
y mejoramiento de las condiciones de vida de aquellos trabajadores asalaria-
dos, del sector industrial, en sectores urbanos, que lograron incorporarse al
proceso de desarrollo industrial. Estos grupos, especialmente en la medida que

71
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

adquirían una cierta organización (sindical) lograron tener «voz» en el sistema


político y presionar al estado en la dirección de sus propias demandas y aspira-
ciones. Muchas veces, como en el caso de Brasil y, de alguna manera, en México,
Argentina, Chile y Uruguay, estas fuerzas sociales lograron presionar sobre el
estado constituyendo distintos tipos de alianzas, políticas y sociales, que eran,
tal como hemos visto en el capítulo anterior, inherentes a la «coalición popu-
lista» que gobernara, bajo distintas modalidades y formas políticas, autoritarias
o democráticas, entre las décadas de 1940 y 1970. Estas alianzas, típicas del
modelo populista, fueron dejando fuera del radar del desarrollo económico y
social, sin embargo, a aquellos sectores marginales, del campo y de la ciudad,
que carecían de una organización, de una voz y/o de una representación que les
permitiera obtener su propia tajada en los beneficios del desarrollo económico,
que, como promedio, y en términos de tasa anual de crecimiento, fue bastante
significativo.
A pesar de sus logros, este nuevo modelo de desarrollo comenzó a mostrar
serias fisuras, vacíos y contradicciones, al tiempo que comenzaba a surgir un
apasionado debate intelectual, en el ámbito académico y político, desde fines de
la década de 1950 y durante la década de 1960, acerca de las ventajas y desventa-
jas de esta estrategia de desarrollo. Los propios autores intelectuales y máximos
exponentes del «modelo», incluida la CEPAL, fueron planteando diversos tipos
de dudas e interrogantes en relación a la ISI. Junto con la escuela «estructura-
lista», que había ejercido una clara y casi incontrarrestada hegemonía en las dé-
cadas de 1940 y 1950, surgió una nueva escuela «monetarista» que explicaba el
fenómeno cada vez más preocupante de la inflación, no en las supuestas causas
«estructurales» de esta, sino en la irresponsabilidad fiscal y monetaria, tenien-
do como denominador común el aumento desmedido e inorgánico del gasto
público y las emisiones monetarias. En el extremo opuesto, y como haciéndose
eco de la fascinación que ejerció, en sectores de la izquierda latinoamericana, la
revolución cubana (1959), surgieron las teorías de la «dependencia», basadas,
una vez más, en el tipo de inserción internacional de las economías latinoameri-
canas, pero sobre una base completamente distinta de las anteriores. Finalmen-
te, entre las teorías monetaristas y de la dependencia, surgieron algunas voces
más equilibradas o moderadas, al interior de la propia CEPAL y de intelectuales
de la estatura de Albert Hirschman, que asumieron una postura más ecléctica.
Revisemos brevemente la situación creada hacia fines de la década de 1950
y las respuestas, ya no sólo teóricas o doctrinarias, sino fuertemente ideológicas,
acorde con el ambiente que existía en la región en la década de 1960.
El creciente desencanto con algunos de los efectos no deseados del tipo de
industrialización que se había seguido desde la década de 1940, se reflejó en el
pensamiento y las expresiones públicas de algunos de sus principales exponentes.

72
Capítulo II  Hacia un nuevo modelo de desarrollo

Así, por ejemplo, Raúl Prebisch, quien había impulsado decididamente la estra-
tegia de industrialización en la región, basada en la teoría del deterioro de los
términos de intercambio y la asimetría entre el centro y la periferia, sostenía,
en 1962, tras asumir la secretaría general de la UNCTAD (Conferencia de las
Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo), surgida esta última con miras
a la creación de un «nuevo orden económico internacional», que, en la década
y media anterior, había surgido una estructura industrial virtualmente «aislada»
del mundo exterior por los altos aranceles y el fuerte proteccionismo existentes,
hasta el punto que, «como es bien sabido, la proliferación de las más variadas
industrias en un mercado cerrado ha privado a los países latinoamericanos de
las ventajas de la especialización y las economías de escala y, debido a la pro-
tección que resulta de los excesivos niveles de tarifas aduaneras y restricciones
existentes, una sana forma de competencia interna no ha podido desarrollarse
en detrimento de una producción eficiente» (en Hirschman, p. 2). De una ma-
nera similar, Celso Furtado, otro de los grandes exponentes de la ISI, hablando
desde la experiencia de Brasil, señala, en 1966, que «en América Latina (…)
existe una conciencia generalizada de estar viviendo un período de declinación
(…) La fase «fácil» de industrialización a través de la creciente exportación
de productos primarios o de la sustitución de importaciones,se ha agotado en
todas partes» (en Hirschman, p. 3).
¿Raúl Prebisch (Argentina) y Celso Furtado (Brasil), transformados en
proto-neoliberales en la década de 1960? Nada de eso. Es sólo una de las ma-
nifestaciones, una particularmente elocuente, de los problemas que enfrentaba
este nuevo modelo de desarrollo en las décadas de 1950 y 1960: «La confianza
inicial exclusiva de América Latina en la ISI como vía a la industrialización se
estaba agotando a finales de los años cincuenta….De modo que, al inicio de los
años sesenta, este modelo había dejado de servir, tal como lo demuestran los
crecientes desequilibrios externos e internos que caracterizaron a las econo-
mías latinoamericanas» (Ffrench-Davis, Muñoz y Palma, 1997, p. 100). Según
veremos más adelante, Hirschman niega que estuviésemos frente a un «agota-
miento» de la industrialización, pero no deja de ser sintomático que algunos
de los padres de la criatura (ISI), por así decirlo, como Prebisch y Furtado,
compartieran un diagnóstico tan crítico sobre una estrategia de desarrollo que
ellos mismos habían impulsado (aunque con unas modalidades, características y
supuestos al parecer distintos de los que fueron exhibidos en su fase de imple-
mentación). Las palabras de ambos economistas nos hablan de la gran crítica, o
autocrítica, que se cernía sobre el «modelo», tal cual este se había desarrollado
desde su creación, principalmente en términos de un excesivo proteccionismo,
el que había privado a la región de los beneficios asociados al gran dinamismo
de la economía internacional en las décadas de 1950 y 1960. Lo anterior es

73
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

elocuentemente sintetizado por Bulmer-Thomas, al señalar que, mientras la


economía internacional vivía una fase de gran expansión, América Latina había
optado por un «exilio auto-impuesto» (2003, p. 262). De hecho, como nos lo
recuerda Love, Alejandro Bunge, uno de los mentores de Prebisch, a la vez que
decidido impulsor de la industrialización argentina, había siempre pensado «la
industrialización como un complemento, y no como un sustituto, del creci-
miento basado en las exportaciones» (Love, 1996, p. 232).
Este «exilio auto-impuesto» era exactamente lo opuesto de lo que habían
intentado, inicialmente, los países del este de Asia (Japón y, más tarde, Corea
del Sur), posteriormente, del sudeste asiático (Taiwán, Singapur, Hong Kong)
y, más tarde, del sur de Asia (China e India), los que basaron su estrategia de
desarrollo en niveles importantes de proteccionismo y un papel no menor del
estado en la economía, pero, simultáneamente, en un fuerte impulso de sus ex-
portaciones al interior de una importante estabilidad macroeconómica. Con el
tiempo, hacia la nueva etapa que se inicia en la década de 1990, con una nueva
experiencia de crecimiento «hacia afuera», las experiencias de los países asiá-
ticos llegaron a constituirse en un referente fundamental del nuevo (y cuarto)
modelo de desarrollo en la región de América Latina (que analizaremos en el
capítulo IV).
De alguna manera importante, como tantos otros procesos similares en
el ámbito económico, social y político, esta estrategia de industrialización, y el
modelo de desarrollo asociado a la misma, terminó siendo, no sólo una teoría,
una doctrina, un manifiesto o una consigna, sino parte del fenómeno de «in-
flación ideológica» (Hirschman, en Collier, 1979) que caracterizó a América
Latina en la década de 1960 y comienzos de 1970. Es en este contexto que surge
el debate entre «estructuralistas», «monetaristas», partidarios de la teoría de
la «dependencia» y exponentes de lo que pudiésemos llamar una postura más
«ecléctica», el que alcanzó ribetes épicos durante las décadas de 1960 y 1970, en
el contexto de un clima de fuerte polarización y desencuentro que contribuyó, a
su vez, a los procesos de quiebre democrático en el mismo período. ¿Habrá sido
solo una coincidencia que los regímenes autoritarios surgidos en Brasil, Chile,
Uruguay y Argentina, hayan emergido, precisamente, en los cuatro casos más
emblemáticos de la industrialización sustitutiva de importaciones dirigida desde
el estado? Guillermo O´Donnell dirá que no fue una simple coincidencia, y que
entre la ISI –especialmente en el paso desde la etapa «fácil» a la etapa «avanza-
da» de la industrialización, pasando de la producción de bienes de consumo a
la producción de bienes intermedios y de capital– y el advenimiento de dichos
regímenes autoritarios, existió una «afinidad electiva», en un sentido weberia-
no. Otros, en cambio, como Juan Linz, cuestionarán severamente las teorías de
O´Donnell y enfatizarán, en cambio, los factores políticos e institucionales que

74
Capítulo II  Hacia un nuevo modelo de desarrollo

explicaron dichos procesos de quiebre democrático. A todo ese debate me refe-


riré en el próximo capítulo. Lo cierto es que, hacia fines de la década de 1960,
quedaban pocos partidarios del tipo de industrialización que se había intentado
bajo este nuevo modelo de desarrollo, al menos en la forma en que se había
aplicado desde la década de 1940.
Antes de revisar el agitado debate intelectual de la década de 1960, podría
decirse, en apretada síntesis, que las principales falencias que se advertían en
el tipo de industrialización que se intentó en el período bajo consideración, y
las principales críticas que se dirigían al mismo, eran las siguientes: en primer
lugar, tal como ya lo hemos adelantado, está el hecho de que el «pesimismo
exportador» que acompañó a ese tipo de industrialización «hacia adentro», con
el trasfondo de un marcado nacionalismo, privó a las economías de la región de
una más activa inserción internacional sobre la base del esfuerzo exportador, en
medio de una fase de gran dinamismo de la economía internacional. Bástenos
con señalar que en el período comprendido entre 1950 y 1973, la producción de
las economías de mercado desarrolladas creció en un 5% anual y, en términos
per cápita, en un 3,8% anual. Lo anterior significó que, en ese período, el PIB
se triplicó, mientras que la renta per cápita se multiplicó por un factor de 2,4,
a la vez que las exportaciones crecieron en un 9% anual. El período que va de
1960 a 1973 constituyó la fase más dinámica en la historia de las economías
de mercado desarrolladas y de los países menos desarrollados (Ffrench-Davis,
Muñoz y Palma, p. 84 y 99). Agreguemos que en los años 1948-1973 el comer-
cio internacional creció a una tasa anual de 9,7%, mientras que, en claro con-
traste con lo anterior, la participación de América Latina en las exportaciones
mundiales cayó desde un 13,5% en 1946, a un 7% en 1960 (Bulmer-Thomas,
2003, p. 264).
En segundo lugar, está la cuestión no menor de un cierto abandono y ol-
vido del desarrollo agrícola –como no fuese para advertir, y procurar corregir,
las deficiencias «estructurales» de la hacienda y el latifundio–, en la medida
que, por definición, el proceso de industrialización suponía un fuerte énfasis
en la producción de manufacturas, desaprovechando el enorme potencial de
la región en el ámbito agrícola. En tercer lugar, está la crítica cuestión de la
inestabilidad macro económica reflejada en la realidad aguda y extendida de
la inflación y la hiper inflación, las agudas crisis fiscales y los problemas recu-
rrentes de balanza de pagos, los que se transformaron en uno de los más altos
costos de esta situación permanente y generalizada de presiones sobre el estado,
acompañada de políticas públicas que no hacían más que ahondar la crónica
inestabilidad macro económica. En cuarto lugar, pueden mencionarse las tre-
mendas ineficiencias y distorsiones existentes, derivadas no sólo de las altas ta-
rifas aduaneras y el proteccionismo que le sirviera de base, sino también del uso

75
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

y abuso de diversos controles –cuotas de importación, manipulación del tipo de


cambio, extensos subsidios, muchas veces regresivos, entre otros– asociados a
dicha estrategia de desarrollo, los que Ffrench-Davis, Muñoz y Palma no dudan
en calificar de «burdos», «confusos» e «ineficientes» (p. 96).
Finalmente, está la realidad extendida de la pobreza y la desigualdad, la
que permaneció como la cara oculta de un modelo que, sin perjuicio de algunos
avances, no logró satisfacer las enormes expectativas que generó en la mayoría
de la población. Junto con el lado claro de la luna, en la columna del «haber»,
en torno a algunos de los logros que hemos mencionado, existió un lado oscuro
de la luna, en la columna del «debe», relativo a un significativo costo social
en términos de pobreza y desigualdad. Según Cardoso y Fishlow (1992), tal
vez fuera esta la más seria limitación del proceso de desarrollo del período de
la posguerra en América Latina, hasta el punto que, hacia 1970, un 40% de
la población vivía bajo la línea de la pobreza. El crecimiento económico y la
industrialización habrían coexistido con una pobreza masiva, tensiones socia-
les, desequilibrios regionales, una extendida realidad de inestabilidad política
y una aguda injusticia social: «En definitiva, los agudos niveles de pobreza y
el problema de la distribución del ingreso de América Latina dan cuenta del
fracaso del proceso de desarrollo de la posguerra» (Cardoso y Fishlow, p. 217).
Aunque estas palabras pueden aparecer como fuertes, e incluso exageradas, en
torno a un proceso que requiere de matices y distinciones de diverso tipo, ellas
expresan la enorme frustración existente en significativos sectores sociales de la
región, incluidos los intelectuales y la elite dirigente.
Tal como lo hemos anticipado, en el centro de la estrategia desarrollista es-
tuvo el papel activo del estado como promotor de la industrialización. Fue ese,
precisamente, el punto de partida del apasionado debate intelectual que tuvo
lugar en la década de 1960, en la medida que, mientras para algunos («estructu-
ralistas»), el estado había sido parte de la solución de los problemas, para otros
(«monetaristas»), el estado era parte del problema (Bulmer-Thomas, 2003).
Ambas teorías abordaron diversos temas, pero el más decisivo fue aquel sobre
las causas de la inflación, fenómeno extendido en la región y dolor de cabeza de
todos los gobiernos –bástenos con señalar, a modo de ejemplo, que, en los 50
años anteriores a la autonomía del Banco Central, en Chile (1989), la tasa media
anual de inflación de dicho país fue de un 43% (Bianchi, 2008). Así, mientras
los «estructuralistas» aludían a la existencia de ciertos factores «estructurales»
que impedían el desarrollo, como la existencia de la hacienda y el latifundio, los
que aparecían como un verdadero «cuello de botella» en términos de la mo-
dernización y el desarrollo agrícola, los «monetaristas» explicaban los procesos
de inflación como el resultado de un gasto público desbordado, acompañado
de emisiones inorgánicas, los que habrían resultado en procesos de inflación,

76
Capítulo II  Hacia un nuevo modelo de desarrollo

déficit fiscales crónicos, y crisis recurrentes de balanza de pagos, entre otros,


culminando todo ello en una realidad extendida de inestabilidad macro econó-
mica. Me adelanto a señalar que esta última escuela, que habría de alcanzar su
más alto grado de desarrollo en la década de 1970, con los trabajos de Milton
Fridman y Friederich von Hayek –ambos galardonados con el Premio Nobel
de Economía, en 1976 y 1974, respectivamente– y los gobiernos de Margaret
Thatcher (1979-1990) y Ronald Reagan (1981-1989), en Gran Bretaña y los Es-
tados Unidos, todos los cuales apuntaban sus dardos a la irresponsabilidad fiscal
y monetaria, y a la posición desmedida del estado en la economía, terminaría
por imponerse en América Latina, en las décadas de 1960 y 1970. Los nuevos
regímenes autoritarios propiciaron, variando en intensidad de un país a otro,
profundas reformas de mercado, procesos de privatización y desregulación, ma-
yor control del gasto fiscal, y diversas medidas de apertura externa y liberaliza-
ción del comercio, en algunos casos con mayor fuerza y profundidad (Chile), y
en otros con menor intensidad y unas inercias relacionadas con el proteccionis-
mo y el papel del estado, como había sido bajo la ISI (Brasil y Argentina).
En apretada síntesis, puede decirse que el intenso debate intelectual ha-
bido en la década de 1960 tuvo lugar, por un lado, entre «estructuralistas» y
«monetaristas», referido principalmente a las causas de la inflación y, por otro,
en un sentido más amplio, entre las teorías de la «modernización» y la «de-
pendencia», referidas a las posibilidades y obstáculos de la modernización y el
desarrollo en América Latina.
La teoría de la dependencia surgió a partir de la constatación, por parte
de un conjunto de intelectuales latinoamericanos, fuertemente influidos por
la revolución cubana, el marxismo, y las teorías sobre el imperialismo, de que,
lejos de conducir a una mayor autonomía económica, como había sido el deseo
inicial de quienes embarcaron a la región en este nuevo modelo de desarrollo,
la industrialización sustitutiva de importaciones había conducido a una profun-
dización de los niveles de dependencia de los países de la periferia –en este caso,
América Latina– en relación a los países del centro (principalmente los Estados
Unidos). Esta tendencia, que venía desde los tiempos de la colonia y el capita-
lismo mercantilista, se había hecho aún más profunda con el paso de la etapa
«fácil» de industrialización, a la etapa «avanzada» (principalmente en países
como Brasil, México y Argentina). La creciente dependencia que esto último
implicaba, en términos de la necesidad de contar con nuevos capitales, nuevas
tecnologías y un adecuado financiamiento externo, se expresaba en los niveles
crecientes de inversión extranjera y la presencia de empresas multinacionales
que aparecían, en la etapa del capitalismo avanzado –lo que más tarde conoce-
ríamos como el capitalismo global– como los tentáculos del «imperialismo» en
los países subdesarrollados y dependientes.

77
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

Según Arturo y Samuel Valenzuela (1978), la teoría de la dependencia sólo


puede entenderse con referencia a las teorías de la «modernización» que surgie-
ron en el campo de las ciencias sociales, desde la década de 1950, relacionadas,
a su vez, con la posición hegemónica asumida por los Estados Unidos en el
período de post-guerra. De acuerdo a las teorías de la modernización, el subde-
sarrollo tenía sus orígenes en la existencia de valores, instituciones y patrones
«tradicionales», principalmente endógenos, heredados de la época colonial, los
que aparecían como el principal obstáculo en el camino de la modernidad y el
desarrollo. La modernización consistía, precisamente, en la remoción de estos
valores, instituciones y patrones tradicionales, tanto en lo económico como en lo
cultural, y en la «difusión» de los valores, instituciones y patrones de los países
desarrollados hacia los países subdesarrollados. Tradición y modernidad, pues,
serían parte de un continuo que debía ser visto en términos de una progresión
lineal y evolutiva desde la tradición (atraso) a la modernidad (desarrollo). Adi-
cionalmente, la difusión de capitales y tecnologías, desde los países desarrollados
a los subdesarrollados, suponía terminar con el carácter «dual» de las sociedades
latinoamericanas, en la medida que una sociedad de tipo feudal coexistía con una
sociedad de tipo capitalista, debiendo esta última imponerse a aquella.
En claro contraste con las teorías de la modernización, las teorías de la
dependencia sostenían que esta última (la dependencia) aparecía como un fac-
tor «exógeno», impuesta por el centro sobre los países periféricos. «Somos
subdesarrollados, porque somos dependientes», fue la afirmación central de
las tempranas teorías de la dependencia. De esta manera, dependencia y sub-
desarrollo aparecían como las dos caras de la misma moneda. La unidad de
análisis no estaba dada por la sociedad «nacional», como en la perspectiva de
la modernización, o por los factores culturales o institucionales, sino por la
inserción histórica de América Latina en un tipo de economía internacional
definida, desde los tiempos de la colonia, por una relación de subordinación
entre el centro y la periferia. Esta habría sido la realidad de América Latina en
los tiempos del mercantilismo (1500-1750), del período de crecimiento hacia
afuera, dependiente de la exportación de materias primas (1750-1914), del pe-
ríodo de crisis del «modelo liberal» (1914-1950) y del período, en la década de
1960, del capitalismo «transnacional», con las nuevas formas de dependencia
y subordinación dada por la presencia de las empresas transnacionales (Valen-
zuela y Valenzuela, 1978, p.546). En todo el período descrito anteriormente, la
línea de continuidad de América Latina estaría dada por un tipo de inserción
internacional basado en el capitalismo dependiente.
Las tempranas teorías de la dependencia, en torno a los trabajos de intelec-
tuales como Theotonio dos Santos, Andre Gunder Frank, Ruy Mauro Marini,
James Petras y otros, sostenían como tesis central que «más que constituirse

78
Capítulo II  Hacia un nuevo modelo de desarrollo

en una fuerza para el desarrollo, la penetración externa ha creado el subdesa-


rrollo» (Chilcote y Edelstein, 1974, p. 26). De esta manera, se sostiene que el
subdesarrollo no es un estado original sino un estado creado por la expansión
del capitalismo, desde la época de la expansión colonial. La dependencia, así en-
tendida, se define como «una situación en la cual la economía de ciertos países
se encuentra condicionada por el desarrollo y la expansión de otra economía a
la cual aquella está subordinada» (idem, p. 27). Esta escuela acusa a las teorías
de la modernización de ser a-históricas, sosteniendo, como afirmación central,
que el desarrollo y el subdesarrollo son aspectos de un mismo proceso histórico
basado en la expansión del capitalismo y la dependencia.
Fue contra este marcado simplismo de las tempranas teorías de la depen-
dencia que surgió el trabajo –clásico, a estas alturas– de Fernando H. Cardoso y
Enzo Faletto, en su libro sobre «Dependencia y Desarrollo en América Latina«
(Cardoso y Faletto, 1979). Como su provocativo título lo indica, las relaciones de
dependencia no condenan a los países de América Latina –y del Tercer Mundo,
en general–, al subdesarrollo. Habría un espacio para el desarrollo, a pesar de las
limitaciones estructurales existentes, como lo comprueba, entre otros, el caso de
Brasil, ejemplo de un desarrollo dependiente. No existiría, necesariamente, un
«trade-off» entre dependencia y desarrollo. Más que una «teoría general» de la
dependencia –de hecho, los autores niegan que pudiera existir tal cosa–, lo que
existen son «situaciones» de dependencia, las que deben analizarse históricamen-
te, caso a caso, pues varían de un lugar a otro, y de una época a otra. Estas situa-
ciones de dependencia, históricamente consideradas, corresponden a una trama
compleja de variables externas e internas, por lo que niegan que la dependencia
deba ser vista, de manera simplista, como una variable «externa». En un enfoque
que califican de dialéctico, histórico y estructural, los autores se alejan de cual-
quier determinismo simplista para afirmar que hay espacio para el desarrollo,
que existen alternativas, y que los países de América Latina no están condenados
al subdesarrollo. Lo que estaría ocurriendo en las décadas de 1960 y 1970 es que
junto con las formas históricas que había asumido la dependencia en América
Latina, surgía un nuevo tipo de dependencia que estaba dado por la internacio-
nalización de los mercados, lo que nos habla de los «límites estructurales» de las
experiencias previas en torno al «estado desarrollista» y la «coalición populista»;
habría, pues, ciertos «límites» a las posibilidades de un desarrollo nacional y au-
tónomo, en la medida que se requiere de capitales financieros, nuevas tecnologías
y mercados, para impulsar el desarrollo. Es en esa nueva etapa, de internaciona-
lización de los mercados y del capitalismo, que surgen los regímenes «burocrá-
tico-autoritarios» en América Latina, siguiendo la denominación de Guillermo
O´Donnell, sobre la cual volveremos en el próximo capítulo, base de una nueva
alianza entre fuerzas armadas y tecnócratas (economistas, principalmente).

79
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

Finalmente, junto a los polos opuestos de «monetaristas» y «estructuralis-


tas», y de las teorías de la «modernización» y de la «dependencia», en todo este
debate de los años 60 hubo también posiciones más moderadas y eclécticas, si
se quiere, algunas de ellas vinculadas a la propia escuela «estructuralista», liga-
da a la CEPAL, y otras como las que encontramos en el pensamiento de Albert
Hirschman. En el caso de la CEPAL y de algunos de sus intelectuales más pro-
minentes, como Osvaldo Sunkel, se trató de llamar la atención sobre algunos
de los principales problemas que ya se advertían en torno a la ISI, propiciando,
en la década de 1960, un proceso de integración regional que pudiese crear un
mercado ampliado para el comercio intrarregional, complementando el esfuer-
zo industrializador con el esfuerzo exportador. Así, por ejemplo, Sunkel (1967)
habla, derechamente, hacia fines de la década, de «exportar o morir», como el
principal dilema a resolver. Desde una perspectiva claramente identificada con
la escuela «estructuralista» vinculada a la CEPAL, y la teoría de la dependencia,
Sunkel señala que el paso desde la producción de bienes de consumo a la pro-
ducción de bienes intermedios y de capital, y las necesidades de financiamiento
externo, no habrían hecho más que profundizar los niveles de dependencia,
vulnerabilidad e inestabilidad de la región. Agrega que la industrialización por
sustitución de importaciones se ha comenzado a «debilitar» y tiende al «estan-
camiento», a la vez que no ha producido los beneficios que de dicho proceso se
esperaban –especialmente de reducción de la dependencia externa–. Junto con
acentuar la gran vulnerabilidad de la balanza de pagos, sostiene que la forma en
que se ha implementado la ISI, sobre la base de la acción del estado, ha condu-
cido, entre otros efectos, a que «la gallina de los huevos de oro –el sector ex-
terno– se ha quedado relativamente estancado» (idem, p. 53). Junto con abogar
por la integración latinoamericana, concluye que, frente a los extremos dados
por una «revolución socialista radical» y el modelo de «país-sucursal», hay que
avanzar hacia un verdadero modelo de «desarrollo nacional» que tienda a susti-
tuir la dependencia por la interdependencia, y que promueva las exportaciones,
pasando desde una estructura mono-exportadora a una que promueva la inten-
sificación y diversificación de las exportaciones.
En consonancia con quienes enfatizaban las limitaciones de los estrechos
mercados nacionales, y la necesidad de avanzar hacia una integración regional,
la creación de la UNCTAD, en la década de 1960, propiciando un «nuevo or-
den económico internacional» que pudiese crear condiciones favorables para
la producción y exportación de manufacturas desde el mundo subdesarrollado,
la creación de la ALALC (Asociación Latinoamericana de Libre Comercio) y
del Mercado Común Centroamericano, en 1960 y, posteriormente, del Pacto
Andino, hacia fines de la década, fueron todos ellos intentos por ampliar el ho-
rizonte de los mercados domésticos (nacionales), aunque siempre con un cierto

80
Capítulo II  Hacia un nuevo modelo de desarrollo

«pesimismo exportador» que privilegiaba los mercados internos, ahora amplia-


dos a la región. Se trató de avances muy tímidos, sin continuidad en el tiempo, ni
objetivos claros, con avances y muchos retrocesos, aun muy distantes de lo que
ocurría en los países del este y el sudeste de Asia, los que encararon su propio
proceso de industrialización con políticas proteccionistas y una intervención no
despreciable del estado, pero siempre con miras a su inserción en la economía
internacional, sobre la base del esfuerzo exportador, la búsqueda permanente de
mayores y mejores niveles de competitividad, y la estabilidad macroeconómica.
Hirschman, por su parte, junto con negar el supuesto «agotamiento» o
«fracaso» de la ISI, y de precisar algunos aspectos históricos y teóricos sobre
la misma, en una perspectiva más global que comprendía a los países de desa-
rrollo tardío, da a entender que no existía necesariamente una contradicción
(«trade-off») entre industrialización y esfuerzo exportador, como de alguna ma-
nera se había insinuado en el proceso de industrialización en las décadas de
1940 y 1950 (Hirschman, 1968). Admite que hay problemas con la forma en
que se ha llevado a cabo la industrialización en América Latina, y que existe
una cierta frustración o desencanto en la región, especialmente en el caso de
Brasil, sobre el cual se habían cifrado grandes expectativas y que terminó por
sucumbir ante un golpe de estado (1964). En el centro de esos problemas esta-
rían las «políticas públicas» («policies») implementadas para apoyar el proceso
de industrialización, las que habrían sobreestimado la tolerancia de la economía
ante una serie de situaciones, incluida la idea de una suerte de «incapacidad
congénita» de la ISI para encarar el desafío del esfuerzo exportador. La exis-
tencia de tarifas arancelarias de tipo proteccionista, acompañadas de arancel
cero para importaciones de ciertos insumos, y el énfasis unilateral en «sustituir
importaciones», sin considerar la necesidad de combinar la industrialización
con un vigoroso esfuerzo exportador, como había sido el caso de tantos países
de desarrollo tardío, estaría en el centro de estos errores de políticas: «la in-
dustrialización de los países de desarrollo tardío («latecomers») estuvo las más
de las veces acompañado, tanto de barreras arancelarias de protección como de
un vigoroso esfuerzo exportador» (Hirschman, p. 25). Las propias subsidiarias
de las empresas multinacionales presentes en América Latina, en las décadas de
1950 y 1960, habían recibido instrucciones de sus casas matrices de no competir
afuera y concentrarse más bien en estos mercados domésticos, protegidos por
elevados aranceles externos. Lo cierto es, de acuerdo al análisis de Hirschman,
que sí existía un margen importante de maniobra, apuntando a compatibilizar
la industrialización con el esfuerzo exportador, sobre la base de políticas públi-
cas adecuadas y de unas instituciones que pudieran y supieran establecer una
verdadera y conveniente estructura de incentivos con miras a dicho esfuerzo.
Es la ausencia de esas políticas y de esas instituciones lo que habría contribuido

81
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

a generar un clima subjetivo de desencanto y frustración: «Se esperaba de la


industrialización que contribuyera a cambiar el orden social y todo lo que hizo
fue proveer de manufacturas. De allí que uno está muy presto a reconocer la
evidencia de un fracaso total, al primer problema que se presenta» (p.32).
Lo anterior, a un costo muy alto, con serias ineficiencias y distorsiones
desde el punto de vista de las políticas públicas adoptadas, y una mirada unila-
teral y sesgada en favor de la «sustitución de importaciones» y el crecimiento
«hacia adentro», como único norte. Es relativamente fácil comprender que,
ante los shocks externos del período entre guerras, hubiesen surgido políticas
destinadas a apurar el paso de un proceso de sustitución de importaciones que
ya estaba en marcha en la última fase de la anterior era de exportaciones. Lo
difícil es entender que esas políticas hayan continuado su curso, con todas las
distorsiones que hemos anotado, hacia la década de 1960, cuando la economía
mundial mostraba un gran dinamismo y tremendas posibilidades para los países
subdesarrollados (o en desarrollo). Lo anterior es aún más difícil de entender,
y de justificar, considerando la experiencia acumulada de tres siglos de esfuerzo
exportador, ya sea bajo el capitalismo mercantilista o el capitalismo liberal, el
que había pasado a ser parte del ADN de la región.
Me he detenido en las teorías monetaristas y estructuralistas, de la moder-
nización y la dependencia y en algunas posiciones más moderadas o eclécticas
surgidas del mismo debate, porque todo lo anterior da cuenta no sólo de la
gran efervescencia intelectual de la época, sino de una verdadera contaminación
dada por la fuerte ideologización y polarización de la política latinoamericana,
muy especialmente tras la revolución cubana (1959), la que pasaría a tener un
efecto tan cismático como la crisis económica de fin de fines de la década de
1920. Las fechas de 1929 y 1959 quedarían impresas en el proceso de desarro-
llo político y económico de América Latina, no sólo como puntos de inflexión,
como quien pasa de una estrategia a otra, sino como verdaderos cambios de
paradigma, especialmente en el nivel de las elites, con resultados de frustración
y desencanto no sólo en términos de los pobres resultados de la ISI, sino de un
proceso que, a la postre, y por causas muy complejas que no admiten análisis
simplistas, terminó por enterrar las pocas (y débiles) experiencias democráticas
que habían surgido en esta «segunda ola» de democratización que se había
iniciado, en forma más o menos auspiciosa, en la década de 1940. Los nuevos
regímenes autoritarios surgidos en el Cono Sur de América Latina, a fines de la
década de 1960 y comienzos de la década de 1970, iniciarían un cuarto proceso
de desarrollo, que comenzó con las reformas de mercado, de tipo neoliberal,
bajo una forma autoritaria, y que continuó y se profundizó tras los auspiciosos
procesos de democratización de las décadas de 1980 y 1990.

82
Capítulo III

Quiebre, transición y consolidación


democrática

Tal como lo he anticipado, las oleadas de democracia y autoritarismo han sido la


tónica del desarrollo político latinoamericano en el último siglo, en un contexto
de crónica inestabilidad política y económica. En este capítulo deseo concen-
trarme en los procesos de quiebre, transición y consolidación democrática en
la región, procurando desentrañar algunas de sus características, y de sus cau-
sas, a la luz de la vasta literatura existente sobre la materia. Dado el abundante
material disponible –especialmente en el campo de la política comparada– y el
desconocimiento que suele existir en torno al mismo, me detendré en algunas
de las principales teorías existentes, procurando sistematizarlas y ordenarlas,
pensando en una audiencia más amplia, que vaya más allá de los a veces estre-
chos márgenes de la academia.
¿Cómo explicar los procesos que condujeron al quiebre democrático en
las décadas de 1960 y 1970, en América Latina y especialmente en América del
Sur? ¿Qué grado de vinculación podría existir entre el modelo de desarrollo
económico llevado a cabo entre las décadas de 1940 y 1970 con dichos procesos
de quiebre? ¿Debemos mirar principalmente a las variables económico-sociales
o a las de tipo político-institucional o a una combinación de ambas, para en-
tender esos procesos? ¿Cómo explicar los procesos de transición y consolida-
ción democrática? ¿Cuáles son algunas de sus principales características y qué
relación existe entre ellos? ¿Qué nos aporta la literatura, desde una perspectiva
comparativa, en estas tres dimensiones de quiebre, transición y consolidación
democrática? Son algunas de las preguntas que me hago en este capítulo.
La tesis que desarrollo es que la actual ola democratizadora de América
Latina cuestiona la mayoría de las teorías que se habían desarrollado en el cam-
po de las ciencias sociales, al menos desde la década de 1950, en relación a las
posibilidades –y sobre todo las dificultades– de establecer y consolidar la de-
mocracia en la región. A decir verdad, esta «tercera ola» democratizadora nos
ha sorprendido a todos, no solo en América Latina, sino en el mundo entero.

83
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

De pronto parecía que la democracia estaba reservada para ciertos países, de


determinadas características económicas, sociales o culturales. Sin embargo, el
reciente proceso de democratización muestra una persistencia que sigue sor-
prendiendo, especialmente si consideramos la realidad extendida de la pobreza,
la desigualdad, la corrupción y la delincuencia. Si el gran desafío –y los princi-
pales problemas– del desarrollo político de América Latina, en el último siglo,
ha girado en torno al intento por sustituir el antiguo orden oligárquico por
un nuevo orden democrático, entonces puede decirse que nunca hemos estado
tan cerca de alcanzar dicho objetivo. No obstante, los auspiciosos procesos de
democratización iniciados en América Latina desde fines de la década de 1970
y comienzos de la de 1980, han estado llenos de sobresaltos y obstáculos, es-
pecialmente en la perspectiva de la gobernabilidad democrática –tema al que
dedicaremos íntegramente el capítulo V.

Quiebre democrático. Como es bastante sabido, la «segunda ola» de democra-


tización en América Latina –una «ola corta», en las palabras de Huntington–,
iniciada en forma más o menos auspiciosa tras la Segunda Guerra Mundial, tuvo
un desenlace bastante trágico, en la forma de los nuevos regímenes autoritarios
surgidos a mediados de la década de 1960 y comienzos de la década de 1970, es-
pecialmente en América del Sur. El optimismo de la primera hora, tras la derro-
ta del nazismo y el fascismo, en Europa, y el surgimiento de las nuevas democra-
cias en América Latina (Costa Rica, Venezuela, Bolivia, Brasil, Perú y Ecuador),
las que vendrían a sumarse a las que ya habían surgido bajo la primera ola demo-
cratizadora (Argentina, Chile, Colombia y Uruguay), generaron la impresión de
que era posible establecer una democracia estable en la región. Después de todo,
al menos en lo que se refiere al contexto internacional, la «amenaza comunista»
era vista, básicamente, como una realidad externa, percepción que cambiaría
radicalmente a partir de la revolución cubana (1959). Se creía, en el período de
posguerra, que dicha amenaza, en términos de su potencial subversivo y disrup-
tivo en relación a la democracia representativa y sus instituciones, era abordable
dentro de la lógica de la «contención» que sirviera de base a la política exterior
estadounidense, en plena Guerra Fría, y que, de una u otra forma, fue ejerciendo
una influencia importante en la región, hasta sumirla en una brutal polarización.
Lo cierto es que, tal vez con la excepción de Chile y Uruguay que terminaron
por sucumbir en 1973, este impulso democratizador que sobrevino a la Segunda
Guerra fue seguido de nuevas oleadas de autoritarismo y democracia, proceso
que alcanzó un mayor dramatismo en las décadas de 1960 y 1970.
Las dictaduras de Rojas Pinilla y Pérez Jiménez, en Colombia y Venezuela
respectivamente, en la década de 1950, fueron como un anticipo de esta nueva
oleada autoritaria surgida en América del Sur. En ambos países los procesos de

84
Capítulo III  Quiebre, transición y consolidación democrática

transición a la democracia iniciados en forma auspiciosa hacia fines de la década


de 1950, en torno a los «pactos» suscritos por las elites dirigentes, crearon la
sensación de que una nueva oleada democratizadora se abría paso en la región.
Con el transcurso del tiempo, sin embargo, quedó en evidencia que los proce-
sos democráticos iniciados tras el desplome de ambas dictaduras, dieron lugar
a una democracia elitista, oligárquica, duopólica y excluyente, conduciendo a la
agudización de sus contradicciones internas. Con todo, el verdadero signo de
exclusión en América Latina estuvo dado por los nuevos regímenes autoritarios
surgidos en las décadas de 1960 y 1970, principalmente en el cono sur de Amé-
rica Latina (Brasil, Uruguay, Chile y Argentina).
Antes de pasar a revisar las posibles causas de los procesos de quiebre de-
mocrático, revirtiendo el clima de optimismo en torno a esta «segunda ola»
democratizadora, digamos que el desarrollo de las ciencias sociales, especial-
mente en los Estados Unidos, había contribuido de manera significativa al
optimismo del período de la posguerra. En efecto, especialmente durante la
década de 1950, algunas de las principales escuelas y teorías en el campo de
las ciencias sociales habían apostado a que el desarrollo económico conduciría,
muy probablemente, tanto a la estabilidad política como a la democracia. Tal
era la «ecuación optimista» de Seymour Martin Lipset, expresada en su clásico
libro, «Political Man» (Lipset, 1960). En apretada síntesis, estas escuelas y teo-
rías apostaban a que el desarrollo económico y social –y, en general, la moder-
nización– conducirían a sentar las bases tanto de la estabilidad política como de
la democracia. Hacia mediados de la década de 1960, y comienzos de la década
de 1970, sin embargo, dichas teorías fueron sometidas a un cuestionamiento
bastante radical, primero por la propia fuerza de los hechos y, luego, a través de
un intenso debate intelectual y académico.
Por un lado, Samuel Huntington argumentó que, lejos de conducir a la
estabilidad política, la modernización era en sí misma desestabilizadora: «no es
la ausencia de la modernidad, sino los esfuerzos por alcanzarla, lo que condu-
ce al desorden político», añadiendo que «la modernidad significa estabilidad,
mientras que la modernización significa inestabilidad» (Huntington, 1968, p.
41 y 43). Según el autor, en el caso concreto de América Latina, esto se reflejó
en la existencia de golpes de estado exitosos en 17 de los 20 países de la región.
Algunos años después, sobre la base de los nuevos regímenes autoritarios sur-
gidos en América del Sur, Guillermo O´Donnell (1979) señaló que un cierto
tipo de modernización, en la fase de «alta industrialización», lo más probable
es que condujese al autoritarismo más que a la democracia. En el centro de
estos debates estuvo la vieja discusión, que se remonta al propio Aristóteles, en
torno a la relación entre las estructuras socio-económicas y las variables de tipo
político-institucional. Revisemos brevemente dicho debate.

85
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

En su clásico libro sobre «El Orden Político en las Sociedades en Cambio»,


escrito en el crucial año de 1968, marcado precisamente por la idea del cambio
social, en América Latina, en Europa, y en el mundo entero, Huntington señala,
como tesis central, que los altos niveles de movilización social y de expansión de
la participación política asociados a la modernización, unido todo ello a bajos
niveles de institucionalización política, habrían conducido, en el período de la
posguerra, a una decadencia o declinación del orden político, socavando la au-
toridad, la efectividad y la legitimidad del gobierno (en un sentido amplio). De
esta manera, la desestabilización del orden político encuentra su explicación en
la existencia de una brecha, o rezago, entre el desarrollo económico, la movili-
zación social y la participación política, por un lado, y las instituciones políticas,
por otro. Siguiendo al autor, son las instituciones políticas las que hacen la di-
ferencia entre el desarrollo y el subdesarrollo político. La modernidad, que se
produce cuando la participación política va acompañada de una adecuada insti-
tucionalización política, es sinónimo de estabilidad, mientras que la moderniza-
ción es sinónimo de inestabilidad. Es la relación entre los niveles de participa-
ción política y de institucionalización política la que determina la existencia de
estabilidad o inestabilidad política. Cuando las instituciones no son capaces de
cumplir con esa función, sobre la base de las características ya mencionadas, se
produce un proceso de desborde institucional, o de «pretorianización». En el
extremo, este proceso puede desembocar en una intervención militar, o en una
revolución, ambas entendidas como agentes de la modernización. Habría sido
una ingenuidad, y un error, por parte de la política exterior estadounidense, en
el período de la posguerra, pensar que el desarrollo económico conduciría, por
sí mismo, a la estabilidad política. Estos últimos corresponderían a objetivos
distintos, independientes entre sí, sin que existiera entre ellos una relación de
causalidad de tipo lineal.
El aporte de Huntington fue de gran valor en el campo de la política com-
parada. Hoy nos parece bastante evidente hablar de la importancia de las insti-
tuciones, especialmente desde 1990 en adelante, en torno a la escuela conocida
como «neo-institucionalismo» (ver Hall y Taylor, 1996), que ha sido la predo-
minante en el campo de la ciencia política y de la propia economía. Hay que dar
crédito a Huntington, sin embargo, por haber desarrollado esta teoría en forma
sistemática, frente a los complejos procesos de modernización y de cambio social
y político impulsados en el siglo veinte y, muy particularmente, en el período
de posguerra. Si los economistas pusieron el énfasis en el desarrollo económico,
según hemos visto en el capítulo anterior, Huntington puso el énfasis en el tema
del orden político, centrado principalmente en el papel de las instituciones.
La crítica que uno pudiera dirigir al clásico trabajo de Huntington, com-
partiendo muchas de sus tesis centrales, especialmente en relación al papel de

86
Capítulo III  Quiebre, transición y consolidación democrática

las instituciones, es que, de alguna manera, existe un marcado sesgo en favor del
orden político, o la estabilidad política, hasta el punto que, al menos implícita-
mente, el cambio social es visto como algo esencialmente disruptivo, casi como
una anomalía, o patología. Adicionalmente, estas teorías, así como una parte
importante de la literatura en el campo de las ciencias sociales, en los Estados
Unidos, en las décadas de 1950 y 1960, aparecieron como funcionales a la po-
lítica exterior de dicho país, la que terminó dando su apoyo a los nuevos regí-
menes autoritarios surgidos en América Latina en las décadas de 1960 y 1970.
Al fin y al cabo, estos últimos habían demostrado una capacidad para producir
un cierto «orden político», en un contexto de «pretorianismo de masas» y des-
borde institucional, frente a la amenaza comunista, en plena época de Guerra
Fría. En el caso de Huntington, debe tenerse en cuenta que, más que la forma
de gobierno, o el régimen político propiamente tal (democracia o dictadura),
que es el enfoque de nuestro análisis, su interés estuvo dado por el «grado» de
gobierno, atendiendo principalmente a los niveles de institucionalización po-
lítica en relación a los procesos de desarrollo económico, movilización social y
participación política. Ese orden político podía darse ya fuese bajo una forma
democrática o una forma autoritaria de gobierno, en la medida que hubiese un
adecuado nivel de institucionalización política. Así, por ejemplo, el régimen del
PRI, en México, o la propia Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS),
más allá de que se tratase de regímenes políticos no democráticos, correspon-
derían a casos exitosos de institucionalización política.
Si Huntington se encargó de argumentar que el proceso de moderniza-
ción era en sí mismo desestabilizador, Guillermo O´Donnell, en su clásico tra-
bajo sobre «Modernización y Regímenes Burocrático-Autoritarios (Estudios
en la Política de América del Sur)», primero publicado en español, en 1971,
y luego en inglés, en 1979, sostuvo que, en el caso concreto de América del
Sur, un cierto tipo de modernización, en la fase de «alta industrialización», lo
más probable es que condujese a un tipo de régimen autoritario que denominó
«burocrático-autoritario», más que a uno democrático. Se trataría de un au-
toritarismo «excluyente», destinado a reprimir y excluir a los sectores sociales
previamente activados bajo el modelo nacional y popular. El paso de un tipo
de industrialización «fácil», basado en la producción de bienes de consumo,
a un tipo de industrialización difícil, o «avanzado», basado en la producción
de bienes intermedios y de capital, en el contexto del desarrollo dependien-
te de América Latina, habría conducido a las elites militares, empresariales y
tecnocráticas, a la necesidad de reprimir a estos sectores sociales previamente
activados bajo la «coalición populista», y reemplazarlos por una nueva coali-
ción gobernante. O´Donnell sustituye lo que considera un enfoque tradicional
(«estático»), como el de la «ecuación optimista» de Lipset, basado en la idea

87
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

de que lo más probable es que el desarrollo económico y social condujese a la


democracia política, por un enfoque alternativo («dinámico»), en que lo más
probable es que altos niveles de modernización, en la realidad concreta de los
países de América del Sur, en las décadas de 1960 y 1970, condujesen a un tipo
de régimen burocrático-autoritario como el que hemos descrito.
Este tipo de régimen autoritario sería distinto de los regímenes autorita-
rios «tradicionales», como la mayoría de los que han existido históricamente en
América Latina, y de los regímenes autoritarios de tipo «populista», inaugura-
dos por Juan Domingo Perón y GetulioVargas, en Argentina y Brasil, respecti-
vamente, y que, a fines de la década de 1960, se habrían expresado también en
el autoritarismo populista del General Juan Velasco Alvarado, en el Perú, tras
el golpe militar de 1968. Ambos tipos de regímenes autoritarios, tradicionales
y populistas, habrían surgido en contextos de bajos niveles de modernización
y diferenciación social. En este nuevo tipo de regímenes «burocrático-autori-
tarios», en cambio, basados en altos niveles de modernización y diferenciación
social, serían las Fuerzas Armadas en cuanto tales las que asumen el poder, do-
tando a estos nuevos regímenes políticos de altas capacidades organizacionales.
Estos últimos, basados en la doctrina de la seguridad nacional –que incluyó,
quizás por primera vez, una cierta visión del desarrollo económico y social–, se
articularon en torno a un nuevo tipo de alianza entre las Fuerzas Armadas, los
nuevos sectores tecnocráticos que fueron desplazando a los sectores populares
previamente activados bajo la coalición populista, y los sectores empresariales
que habían visto amenazados sus intereses vitales, conformando una «coalición
golpista» y, en definitiva, una nueva coalición gobernante llamada a profundizar
el proceso de modernización capitalista (dependiente).
El carácter «excluyente» de este nuevo tipo de regímenes autoritarios con-
trasta con el carácter «incluyente» de la coalición populista que había surgido a
partir de la década de 1940. De esta manera, América Latina habría avanzado (o
retrocedido) desde una alianza inclusiva, popular, nacional, y desarrollista, basada
en el modelo de industrialización sustitutiva de importaciones, impulsado desde
el estado, a una nueva alianza militar, autoritaria, burocrática y excluyente, lla-
mada a profundizar dicho proceso de modernización capitalista. Esta «profun-
dización» del proceso de modernización, en países como Brasil y Argentina, tras
los golpes de estado de 1964 y 1966, respectivamente, ante el agotamiento de la
etapa fácil de industrialización, aparecía ligada a un nuevo modo de acumulación
capitalista, en el contexto del desarrollo dependiente de América Latina. La ne-
cesidad de atraer capitales extranjeros, con la consiguiente y necesaria presencia
de empresas multinacionales, y las nuevas tecnologías asociadas a dicho proceso,
hacían necesario un nuevo orden político (autoritario) que permitiese acometer
las tareas del desarrollo capitalista. Ante la percepción de las clases propietarias

88
Capítulo III  Quiebre, transición y consolidación democrática

de que las demandas previamente activadas de los sectores populares aparecían


como «excesivas», surgía la necesidad de reprimir y excluir a dichos sectores, a
fin de estabilizar las economías en torno a los procesos de ajuste que pudieran
hacer frente a la inestabilidad macroeconómica crónica basada en la inflación, el
déficit fiscal y las crisis recurrentes de balanza de pagos que, de alguna manera
importante, habían estado vinculados al tipo de industrialización sustitutiva de
importaciones llevado a cabo en las décadas anteriores.
En síntesis, el doble proceso de (alta) modernización y pretorianismo (de
masas) estaría en el centro de este proceso de quiebre democrático y el adveni-
miento de un nuevo tipo de autoritarismo en América del Sur. Contrariamente
a lo que se había sugerido en torno a la «ecuación optimista» de S. M. Lipset,
«los altos niveles de modernización en la América del Sur contemporánea no
están asociados con la democracia política» (O´Donnell, 1979, p. iii), sino con
este nuevo tipo de regímenes autoritarios. El desarrollo económico y social, en
el caso concreto de América del Sur, no habría conducido «a la democracia y/o
la estabilidad política» (p. 204), prevista por una parte importante de las cien-
cias sociales referida al desarrollo y la modernización, y más bien existiría una
«afinidad electiva» o una «fuerte tendencia» (p. 198) a asociar las estructuras
económicas y sociales, propias de la alta modernización o industrialización, con
estas nuevas estructuras políticas de tipo burocrático-autoritario.
La polémica en torno al sugerente y provocativo estudio de O´Donnell
duró por lo menos una década, y la crítica no se hizo esperar. En el centro de
esa crítica, y del debate suscitado en torno a las tesis de O´Donnell, estuvo el
tipo de relación de causalidad que el politólogo argentino estableció entre los
grados de desarrollo, industrialización o modernización alcanzados en algu-
nos países de América del Sur –principalmente Brasil y Argentina– y el tipo de
régimen político (burocrático-autoritario) resultante, advirtiéndose en ello un
enfoque marcadamente determinista. Por un lado, los golpes de estado ocurri-
dos en Chile y Uruguay, en 1973, parecían contradecir su teoría, en la medida
que ambos países aparecían como casos de «desarrollo intermedio» –más que
de alta modernización o industrialización–, supuestamente más propensos a la
democracia política. A pesar de esta diferencia en términos de su nivel de de-
sarrollo, ambos países terminaron por compartir, con Brasil y Argentina, las
características de estos nuevos regímenes «burocrático-autoritarios», marca-
damente excluyentes. La mayor crítica, sin embargo, al trabajo de O´Donnell,
que nadie dudó en considerar como un gran aporte teórico, estuvo en lo que se
advertía, por muchos de sus detractores, como un enfoque excesivamente eco-
nomicista y determinista, al procurar explicar el surgimiento de estos nuevos
regímenes autoritarios, sobre la base de ciertas características «estructurales»
del desarrollo económico y social de América Latina.

89
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

Algunos de sus críticos consideraban que «los regímenes burocrático-au-


toritarios no podían ser explicados simplemente como una consecuencia de la
interacción de fuerzas económicas» (Collier, 1979, p. 8). Así, por ejemplo, en el
mismo libro editado por Collier, Fernando H. Cardoso, uno de los principales
intelectuales de la teoría de la dependencia, sostuvo que la relación entre los
«estados» (capitalistas y dependientes) y los «regímenes» políticos, entendidos
estos últimos como las reglas formales que vinculan a las principales institu-
ciones políticas con la naturaleza política de los vínculos entre los ciudadanos
y los gobernantes, era una relación necesariamente «compleja». De esta forma,
idénticas formas de estado (capitalistas y dependientes) podían coexistir con
una variedad de regímenes políticos (autoritarios, fascistas, corporativos, e in-
cluso democráticos), debiendo tenerse en cuenta que los regímenes burocráti-
co–autoritarios se refieren a las características del régimen político más que del
estado propiamente tal.
Tal vez la crítica más incisiva provino de Albert Hirschman, en el mismo
libro anterior, quien sostuvo, bajo el sugerente título «Contra los Determinis-
mos Económicos», que, en el campo de las ciencias sociales, debía evitarse el
excesivo énfasis en variables de tipo económico para explicar los fenómenos
políticos. Cuestiona la existencia de ciertas exigencias «intrínsecas» de la eco-
nomía y el crecimiento, cuyas características «estructurales» contribuirían a
explicar el surgimiento de este nuevo tipo de regímenes autoritarios. Critica,
pues, la tesis de O´Donnell referida a la existencia de ciertas exigencias intrín-
secas del proceso de «profundización» capitalista, y la necesidad de pasar de
la etapa fácil a la etapa difícil de industrialización, recordando que había alter-
nativas –que no fuesen necesariamente el advenimiento de un régimen autori-
tario–, al supuesto «agotamiento» de le etapa fácil de industrialización. Entre
ellas, menciona la necesidad de haber introducido medidas más «ortodoxas»
en el manejo de la economía, con mayor énfasis en el esfuerzo exportador, y
la necesidad de crear mercados de capitales y políticas pro-mercado, en claro
contraste con una supuesta «elasticidad» de la economía comúnmente asociada
a la etapa fácil de industrialización, de la que claramente se habría abusado. En
apretada síntesis, recogiendo su crítica tanto a la «escuela estructuralista» que
había predominado en América Latina, como a los «remedios fundamentalis-
tas» de los nuevos regímenes autoritarios, Hirschman señala que «la búsqueda
de una única y específica dificultad económica de tipo estructural para explicar
el surgimiento del autoritarismo en América Latina, parece como poco pro-
metedora» (Hirschman, en Collier, p. 81). Algunas de esas explicaciones había
que buscarlas, no tanto en las explicaciones vinculadas a las transformaciones
«estructurales», de tipo económico, llevadas a cabo en América Latina, en las
últimas décadas, sino en fenómenos como el de «escalamiento ideológico» (y la

90
Capítulo III  Quiebre, transición y consolidación democrática

responsabilidad consiguiente de los intelectuales y de las elites dirigentes) que


había conducido a la realidad de «experimentos fallidos» en la región. Frente
a la posibilidad de ser acusado de asumir una postura ecléctica, la respuesta de
Hirschman no se hizo esperar: «prefiero ser acusado de ecléctico que de reduc-
cionista» (Hirschman, 1979, p. 98).
Fue sobre la base del indiscutible aporte teórico de O´Donnell, del inten-
so debate a que diera lugar su trabajo sobre modernización y autoritarismo, y
de las fuertes críticas que recibiera, algunas de las cuales hemos mencionado,
que surgió una vasta literatura, alternativa a la anterior, que procuró explicar
el surgimiento de estos nuevos regímenes autoritarios sobre la base, principal-
mente, de variables políticas. Tal vez la expresión más emblemática de toda esa
literatura fueron los trabajos de Juan Linz sobre los procesos de quiebre demo-
crático en América Latina (Linz, en Linz y Stepan, 1978). En apretada síntesis,
Linz se pregunta sobre el cómo y el porqué de los quiebres democráticos en
la región y, junto con desechar las explicaciones «estructurales», basadas en
variables de tipo económico, el autor adopta un enfoque «descriptivo» y «pro-
babilístico» (no determinista, como el que resulta del enfoque estructuralista),
que enfatiza variables políticas, sobre la base de un enfoque histórico. De esta
manera, la realidad bastante extendida de la violencia política, la existencia de
partidos anti-sistema, o de una oposición desleal, la situación de vacío de poder
resultante y, en general, el papel de los actores políticos –todas ellas variables
de tipo político– ayudarían a explicar dichos procesos de quiebre, más que las
características estructurales de la economía o las variables de tipo económico.
Lo anterior implica que no hay nada «inevitable» en los mismos y que, antes
bien, el papel de los actores políticos y las dinámicas de los procesos políticos
pueden conducir en una situación de crisis, a un «re-equilibrio» del proceso
político, evitando el quiebre democrático.
Tomando como base el análisis de Max Weber en torno a los elementos de
legitimidad, eficacia y efectividad de los sistemas políticos, Linz atribuye una
importancia crucial a los sistemas de partidos. Al respecto, argumenta que las
crisis de las democracias dicen relación –siguiendo en esto a Giovanni Sartori
y su clasificación de sistemas de partidos «moderados» y «polarizados»–, con
la existencia de sistemas multipartidistas extremos, polarizados y centrífugos,
contando con la presencia de partidos más ideológicos que pragmáticos. En
ese contexto, la falta de eficacia (capacidad de un régimen político para encon-
trar solución a los problemas básicos de la gente) y de efectividad (capacidad
para implementar dichas soluciones), tienden a minar la existencia de aquellos
consensos básicos que inciden, finalmente, en la legitimidad del sistema en tér-
minos de aquellas creencias compartidas, por parte de un número sustancial de
ciudadanos, de adhesión (lealtad, en definitiva) a determinadas reglas del juego.

91
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

De esta manera, los problemas «estructurales» no resueltos pueden contribuir a


afectar la eficacia y, en el largo plazo, la legitimidad del sistema, pero raramente
constituyen la causa «inmediata» de los procesos de quiebre democrático. Más
bien, son estas falencias en el nivel de la intermediación política, principalmen-
te referido al papel de las elites dirigentes y los sistemas de partidos, donde han
de encontrarse las causas de los quiebres democráticos. Del mismo modo, las
variables externas tampoco conducen, por sí mismas, a los procesos de quiebre
democrático, los que suelen explicarse por factores internos, más que externos.
En todo este proceso, la forma de gobierno (presidencialismo versus parlamen-
tarismo) también aparecería como una variable política a considerar (a ese de-
bate dedicaré, íntegramente, el capítulo VI).
En una línea similar a la adoptada por Linz, sostengo que los procesos de
quiebre democrático deben explicarse por factores internos más que externos,
políticos más que económicos (o «estructurales»). En general, especialmente
en los Estados Unidos, existe una cierta incapacidad para identificar las causas
internas, o domésticas, de los procesos políticos en América Latina, incluidos
los de quiebre democrático. Suele creerse que todo lo que ocurre en el mundo
–especialmente al sur del Río Grande– está digitado o monitoreado directa-
mente desde el norte. Recuerdo nítidamente que cuando llegué a los Estados
Unidos para seguir estudios de postgrado en ciencia política, a comienzos de
la década de 1980, bajo la primera administración de Ronald Reagan, en me-
dio de este encendido y fascinante debate entre O´Donnell, Linz y otros, pude
constatar que, en la percepción de un número importante de líderes de opinión
estadounidenses, y de una manera bastante simplista, Nixon y la CIA habían
destruido la democracia chilena y derrocado al Presidente Allende –algo simi-
lar podía decirse de los restantes procesos de quiebre democrático en América
Latina, los que habrían estado decisivamente vinculados a la política exterior
estadounidense. Cualquier otra consideración o explicación era vista como alta-
mente improbable, interesada o incluso sospechosa, proveniente seguramente
de las fuerzas de la reacción interna, en cada uno de estos países («down there»).
Después de vivir, estudiar y enseñar durante algunos años en dicho país, des-
cubrí que la realidad opuesta era igualmente cierta; esto es, que desde el punto
de vista de quienes estábamos inmersos en los procesos políticos internos, en
cualquiera de los países de la región, existía –y existe– una marcada dificultad
para entender los procesos externos y las influencias que ejercían –y ejercen–
sobre los procesos internos. Lo que surge, pues, es la necesidad de una posición
más equilibrada, que sepa conjugar de manera adecuada el peso relativo de los
factores internos y externos.
No dudo en sostener que los factores que explican los procesos de quiebre
democrático en América Latina son principalmente internos y que los factores

92
Capítulo III  Quiebre, transición y consolidación democrática

externos a lo más deben considerarse como «variables intervinientes» –lo que


no es una cuestión menor o trivial–, que contribuyeron a ahondar o intensifi-
car las crisis internas o a precipitar las cosas en una determinada dirección, sin
constituir la causa directa o inmediata de esos procesos de quiebre democrático.
De esta manera, resulta bastante obvio afirmar que los Estados Unidos efec-
tivamente vieron con alivio –y que en la mayoría de estos casos dio su apoyo,
directa o indirectamente– el conjunto de golpes militares iniciados en Brasil, en
1964, seguido de Chile y Uruguay, en 1973, y en Argentina, en 1976. Es más,
habría que dedicar capítulos enteros al análisis de la política exterior estado-
unidense, en plena Guerra Fría, con menciones a la doctrina de la seguridad
nacional y las técnicas de contra-insurgencia, la formación de las elites militares
en la Escuela de las Américas, en Panamá, y los intereses económicos expre-
sados en las inversiones estadounidenses y las empresas multinacionales, para
entender a cabalidad esos procesos de quiebre. Todo ello debe ser objeto de un
análisis minucioso, caso a caso, con buena base empírica, al margen de prejui-
cios ideológicos y caricaturas. Una cosa muy distinta, sin embargo, es deducir
una relación de causalidad, directa y mecánica, entre estos factores externos y
los procesos de quiebre democrático. Ello, sin perjuicio de que, según veremos
más adelante, en los procesos de transición y consolidación democráticos los
factores externos sí tuvieron un peso específico más relevante.
En esa búsqueda de una posición más equilibrada, el debate en torno
a los factores externos debe referirse, principalmente, a las dinámicas de la
Guerra Fría y la confrontación este-oeste, entre los Estados Unidos y la URSS,
y sus implicancias y repercusiones en América Latina, especialmente a partir
de la revolución cubana (1959). Si hay un factor externo que puede ser men-
cionado precisamente como una variable «interviniente» en los procesos de
quiebre democrático en América Latina, en las décadas de 1960 y 1970, fue
precisamente el de la revolución cubana. Ello contribuyó, como pocos fac-
tores, a producir una fuerte polarización política en la región. Nadie quedó
indiferente frente a esta nueva dinámica política. Por un lado, la revolución
cubana demostró, en los hechos, que era posible «saltarse etapas» en el pro-
ceso de construcción del socialismo y que las tesis «etapistas» sostenidas his-
tóricamente por el Partido Comunista, sobre la base de la maduración de las
contradicciones internas del capitalismo, chocaban con el ejemplo elocuente
de la revolución cubana y las posibilidades que se abrían para el conjunto de
la región. Por otro lado, la «internalización» de lo que hasta ese momento
aparecía como una amenaza «externa» (el comunismo), sumió rápida y dra-
máticamente al conjunto de la región en niveles desconocidos de polarización
política. América Latina pasó a ser escenario de un conflicto global que no
admitía matices ni distinciones ni treguas.

93
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

Esta fuerte polarización política se expresó, en la realidad concreta de


América Latina, en torno a aquel trágico dilema que marcó el escenario político
en el período señalado, entre «reforma o revolución». O se estaba del lado de
la reforma o se estaba del lado de la revolución. La derecha pasó a adoptar una
postura meramente defensiva, a veces como mera espectadora, a veces optando
por el «mal menor», o derechamente embarcada en estrategias golpistas de la
mano de los Estados Unidos. En ese contexto, y como muchos otros países,
Chile pasó a ser un verdadero caso de estudio («showcase») entre los partidarios
de la reforma, en torno a la «Revolución en Libertad», encabezada por el Pre-
sidente Eduardo Frei Montalva, y los partidarios de la revolución, en torno a
la «Vía Chilena al Socialismo», encabezada por el Presidente Salvador Allende.
Mientras las fuerzas de la reforma y de la revolución –es decir, las fuerzas par-
tidarias del cambio social, con propuestas programáticas bastante similares, por
lo demás– se enfrascaban en una lucha sin cuartel, fuertemente influida por la
revolución cubana, con el surgimiento de una extrema izquierda, guerrillerista y
foquista, basada en la subversión del orden «democrático-burgués», la derecha
preparaba su contra-ofensiva y contra-hegemonía para deshacerse de ambas,
las más de las veces con el apoyo explícito o implícito de los Estados Unidos.
A su turno, la URSS, con serias reservas en torno a la experiencia de Allende, de
un socialismo construido en «democracia, pluralismo, y libertad», consolidaba
su alianza, y apoyo, a la revolución cubana, considerada como cabeza de playa
(«beachhead») en la región y, con algunas reservas ideológicas, apoyaba a una
extrema izquierda que es tal vez lo más cercano que hayamos tenido en la re-
gión al «infantilismo revolucionario» denunciado por V. I. Lenin a comienzos
del siglo veinte.
Del mismo modo, puede decirse que fueron las variables políticas más
que las variables económicas las que influyeron decisivamente en los procesos
de quiebre democrático. No es que los factores «estructurales» no tuviesen
importancia en el largo plazo. No puede considerarse que fuese una simple co-
incidencia el que los casos más brutales y emblemáticos de quiebre democrático
en América Latina, como Brasil, Chile, Uruguay y Argentina, correspondiesen
precisamente a los casos más emblemáticos de sustitución de importaciones di-
rigidas desde el estado, especialmente a partir de la década de 1940. Esta fue la
gran contribución teórica de O´Donnell. Resulta innegable que, hacia fines de
la década de 1960, ese modelo de desarrollo experimentaba una profunda crisis,
y evidentes signos de agotamiento, tal como lo hemos analizado en el capítulo
anterior. Adicionalmente, la crisis de ese modelo de desarrollo fue un aspecto
del atractivo que ejerció la revolución cubana en las décadas de 1960 y 1970. En
efecto, si, tal como sostuvieron los máximos exponentes de la teoría de la depen-
dencia, ya sea en su versión más temprana, con su simplismo y reduccionismo,

94
Capítulo III  Quiebre, transición y consolidación democrática

o en su versión más tardía, con su mayor complejidad, el intento por consolidar


un capitalismo nacional, sobre la base de la idea de una segunda independencia
nacional y un crecimiento «hacia adentro», de sustitución de importaciones, no
había hecho más que profundizar los lazos de dependencia con los países desa-
rrollados, principalmente con los Estados Unidos, entonces la única salida era
derechamente la revolución socialista, de tipo anti-imperialista, tesis que cobró
vida tras el triunfo de la revolución cubana.
Más allá de estas consideraciones, sin embargo, y sin desmerecer las va-
riables «estructurales» ligadas al proceso de desarrollo, o los factores externos,
los procesos de quiebre democrático fueron gatillados principalmente por fac-
tores políticos, más que económicos, y de carácter interno, más que externo.
La responsabilidad de las elites dirigentes, el rol de los actores políticos, ciertas
características de la forma de gobierno presidencialista, y su relación con los
sistemas de partidos y sistemas electorales, los niveles de polarización política
existentes, el deterioro de los niveles de legitimidad, eficacia y efectividad de
los sistemas políticos, fueron conduciendo, no en forma inevitable, pero sí de
manera sostenida, a un grave proceso de erosión de las bases mismas del régi-
men democrático de gobierno, hasta desembocar, en varios países de la región,
en un proceso de quiebre democrático. No hubo nada de «inevitable» en estos
procesos, como que países como Colombia y Venezuela no sufrieron el mismo
desenlace autoritario. Ello no obsta a que en muchos de estos procesos existiese
la percepción de estar en presencia de una verdadera «tragedia griega», como
le expresara el ex Senador y ex candidato a la Presidencia de la República por
el Partido Demócrata Cristiano, Radomiro Tomic, en carta dirigida al General
Carlos Prats, Comandante en Jefe del Ejército de Chile, en agosto de 1973, un
mes antes del golpe militar: «Como en las tragedias del teatro griego clásico,
todos saben lo que va a ocurrir, todos dicen no querer que ocurra, pero cada
cual hace precisamente lo necesario para que suceda la desgracia que pretende
evitar» (en Alfredo Jocelyn-Holt, revista Qué Pasa, noviembre de 2008, p. 20).
Es evidente que las múltiples manifestaciones de la crisis económica, liga-
da a los fenómenos de inflación e hiperinflación, déficit fiscales crónicos y crisis
de balanza de pagos, entre otras tantas manifestaciones de inestabilidad macro
económica, según hemos analizado en el capítulo II, contribuyeron a ahondar
la crisis, precipitando las cosas de diversas maneras, a la vez que alienando a las
clases medias, las que llegaron a constituirse en uno de los principales sopor-
tes de los nuevos regímenes autoritarios. Nada de lo anterior es suficiente, sin
embargo, a la hora de explicar, en una relación de causalidad, los fenómenos de
quiebre democrático. Más gravitante que todo ello fue el peso de los factores
políticos, en un contexto internacional que estuvo dado por la Guerra Fría, la
confrontación este-oeste y el decisivo impacto de la revolución cubana, y en un

95
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

contexto interno de fuerte polarización política, factores que incidieron direc-


tamente en los procesos de quiebre democrático. Tampoco existen dudas –muy
por el contrario, existe una amplia evidencia al respecto– de que en la mayoría
de esas intervenciones militares estuvo presente, directa o indirectamente, la
acción de los Estados Unidos. Sin embargo, lo que nos interesa enfatizar es
la primacía de los factores internos, por sobre los factores externos, y de las
variables políticas por sobre las variables económicas (o «estructurales») en los
procesos de quiebre democrático en América Latina.

Transición democrática. Hemos sido sorprendidos por la magnitud y pro-


fundidad de la «tercera ola» democratizadora iniciada en el sur de Europa, a
mediados de la década de 1970, y en América Latina, hacia fines de esa década
y comienzos de la década de 1980. Bástenos con señalar que, mientras en 1969,
el 19% de la población latinoamericana vivía bajo regímenes democráticos, en
1999 ese porcentaje llegaba a un 96%; es decir, todos los países de la región,
con la sola excepción de Cuba (Mainwaring y Pérez-Liñán, 2003). Lo anterior,
sin perjuicio de las serias debilidades y falencias de estas nuevas democracias,
especialmente en términos de los desafíos de la gobernabilidad democrática,
según veremos en el capítulo V.
¿Cómo surgieron estos procesos de transición a la democracia en Améri-
ca Latina? ¿Cómo se puede explicar esta «tercera ola» democratizadora en la
región, en nuestra historia más reciente? ¿En qué situación nos encontramos
actualmente, enfrentados a los desafíos de los procesos de transición y consoli-
dación democrática en la región? ¿Cuál es el escenario que surge a comienzos
de la década de 2000? Éstas son algunas de las preguntas que me hago en las
líneas que siguen.
La referencia obligada a este respecto, y el punto de partida, es el clásico
trabajo de O´Donnell y Schmitter, llevado a cabo junto a Laurence White-
head (1986), con una introducción de Abraham Lowenthal, en un proyecto
llevado a cabo entre 1979 y 1984; es decir, con las primeras transiciones que
correspondieron a los casos de República Dominicana (1978), Ecuador (1979)
y Perú (1980). Es digno de destacar que este estudio no se refiere a los procesos
de transición «hacia la democracia», sino a los procesos de transición «des-
de el autoritarismo», como para enfatizar la incertidumbre en términos del
desenlace de dichos procesos y la precariedad que ya se advertía en las nuevas
democracias de América Latina –precariedad que se extiende hasta el día de
hoy, como veremos más adelante-. Aclaran que se trata de transiciones «no
revolucionarias» desde regímenes autoritarios, por lo que se excluyen los casos
de Nicaragua y Cuba, junto con señalar que existe un «sesgo normativo» en esa
opción metodológica y conceptual, sobre la base de postular el valor intrínseco

96
Capítulo III  Quiebre, transición y consolidación democrática

de la democracia política. Finalmente, en una perspectiva comparativa con las


transiciones a la democracia que tienen lugar en la Europa meridional (España,
Portugal y Grecia), los autores afirman que, en el caso de América Latina, y a
diferencia de Europa, son los factores domésticos, más que los factores exter-
nos, los que explican los procesos de transición.
En apretada síntesis, en el volumen referido a América Latina, O´Donnell
y Schmitter afirman que no es posible formular una «teoría general» sobre las
transiciones y que lo que hay son conclusiones «tentativas», sobre democracias
«inciertas». A lo más, de lo que se dispone es de ciertos «pedazos de mapa»,
sobre la base de los «instrumentos de navegación» que manejan los actores
políticos y sociales. En el centro de estas transiciones están los procesos de «li-
beralización» que preceden a los procesos de «democratización» propiamente
tales. Partiendo de la base de que los procesos de democratización son perfec-
tamente reversibles, y que la regresión autoritaria es posible, es el proceso de
apertura o liberalización, el que abre paso a la democratización.
El «Talón de Aquiles» de los regímenes burocrático-autoritarios estaría
dado, según los autores, por la promesa inicial de dichos regímenes de resta-
blecer la democracia y la libertad, con la consiguiente pugna entre «duros» y
«blandos», la que facilita, a la postre, el paso desde la «dictablanda» (autorita-
rismo liberalizado) a la «democradura» (democracia limitada). En ese proceso
aparece como deseable que el proceso de transición tenga lugar sin mayores
componentes de violencia o discontinuidades dramáticas, pues en ese caso
el desenlace puede ser la revolución más que la democracia (como de hecho
ocurrió en Nicaragua en 1979). El paradigma que predomina al interior de la
«tercera ola» democratizadora, es el de la negociación a través de pactos («de-
mocracia pactada»), más que la derrota en una guerra externa o una revolución
que, como se ha dicho, es más conducente a un tipo de régimen autoritario que
a uno democrático. En este proceso, como los regímenes militares ya no res-
ponden a la forma tradicional basada en la acción de los «caudillos», sino que
son las Fuerzas Armadas en cuanto tales las que ejercen el poder, en los cálculos
que estas realizan, especialmente en el nivel de los altos mandos, resulta clave la
percepción de poder ver amenazada su integridad profesional (institucional), el
temor a una politización o, incluso, en algunos casos, el tema de la corrupción,
todo lo cual juega a favor del proceso de democratización.
Aunque estos procesos de transición, en cuanto «negociación pactada»,
generalmente se basan en el papel de las elites dirigentes, civiles y militares, de
gobierno y oposición, es la llamada «resurrección de la sociedad civil» la que
gatilla el momento de «liberalización», como preámbulo del proceso de «de-
mocratización». El primero sigue siendo un momento esencialmente militar,
mientras que este último es, esencialmente, un momento político. El llamado a

97
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

elecciones suele ser el hecho que gatilla el proceso de transición, con profundos
impactos entre los actores políticos, especialmente en cuanto a la reorganiza-
ción de los partidos políticos y la interacción entre los «blandos», del régimen
autoritario y los «moderados» de la oposición. Los maximalistas o voluntaristas
de ambos lados suelen constituir un obstáculo en términos del proceso de tran-
sición, aunque son parte del juego político. En todo este proceso de transición
desde la liberalización, o apertura, hacia la democratización, y siguiendo la me-
táfora de un juego de ajedrez entre varios actores, especialmente en cuanto a los
niveles de incertidumbre asociados a dichos procesos, hay dos generalizaciones
que sí se pueden hacer: está prohibido para los actores amenazar, o tomar, el
«rey», que corresponde a los derechos de propiedad de la burguesía (que son
inviolables), o la «reina», que corresponde a la existencia e integridad institu-
cional de las Fuerzas Armadas.
En todo este juego político, basado en la acción de los actores políticos, y
en factores internos más que externos, hay avances y retrocesos. Este es, pre-
cisamente, el enfoque adoptado por Frances Hagopian y Scott Mainwaring
(2005), basado en la «tercera ola» democratizadora iniciada en 1978, en Amé-
rica Latina. Ambos autores, que escriben dos décadas después del –a estas altu-
ras– clásico trabajo de O´Donnell y Schmitter, cuestionan, teórica y empírica-
mente, los enfoques basados en las teorías de la «modernización» (desarrollo
económico), de la «estructura de clases» (por ejemplo, la necesidad de contar
con una burguesía fuerte o una clase trabajadora de determinadas característi-
cas), o del «desempeño económico», para explicar la durabilidad de la demo-
cracia en la región. Lo cierto es, según Hagopian y Mainwaring, que en este
proceso reciente de democratización, absolutamente inédito en la historia de
América Latina, las nuevas (y no tan nuevas) democracias han sobrevivido a
niveles críticos de pobreza y desigualdad. Asimismo, las democracias de masas
han ido sustituyendo a las democracias elitistas que existieron históricamente,
con niveles crecientes de participación electoral.
Procurando explicar los cambios de regímenes políticos en la región que
van entre 1946 y 1999 (53 cambios de régimen, incluyendo 32 casos de tran-
siciones a la democracia y 21 casos de quiebre democrático) a través de los
efectos combinados de una serie de variables que incluyen el nivel de desarrollo
económico (ingreso per capita), la estructura de clases (porcentaje de la fuerza
de trabajo en el sector manufacturero), el desempeño económico (crecimiento
e inflación), el ambiente político regional, la fragmentación política (número
efectivo de partidos existentes) y la polarización partidaria, los autores conclu-
yen que son los factores políticos –principalmente de contingencia («contin-
geny») y de agencia («agency»)– más que los factores «estructurales», los que
ayudan a explicar los cambios de regímenes políticos en América Latina. De

98
Capítulo III  Quiebre, transición y consolidación democrática

todos estos factores, ya sea en términos de transición a la democracia o de quie-


bre democrático, el ambiente político regional –favorable o adverso a uno u
otro proceso especialmente en el nivel de las elites dirigentes– tendría un peso
específico particularmente influyente.
Si los avances son dignos de destacar, en una serie de niveles, los retrocesos
no pueden ser ignorados. Estos se refieren, principalmente, según los autores,
al «pésimo desempeño gubernamental» («dismal government performance»), en
medio de esta ola democratizadora. En la mayoría de los países, los regímenes
democráticos habrían fallado en promover el crecimiento económico, reducir
la pobreza, disminuir las desigualdades y enfrentar los amenazantes niveles de
delincuencia (Ibid, p. 10). A pesar de todas estas dificultades y retrocesos, las
nuevas democracias fueron capaces de sobrevivir, más allá de su mal desempeño
económico –y es que el impacto de este último, en términos de su incidencia en
la sobrevivencia de la democracia, está mediado por factores de tipo político,
que son los que más pesan. Entre estos últimos, cabe mencionar los factores
externos, como la existencia de un ambiente internacional (regional y global)
favorable a la democracia y las actitudes (en general, favorables) de las elites y
las masas, los cuales han contribuido a sostener las nuevas democracias. A pesar
de la polarización, la fragmentación y un crecimiento económico mediocre, es-
tas nuevas democracias surgidas bajo la «tercera ola» democratizadora, darían
cuenta de mejores condiciones y posibilidades de «sobrevivencia» («survivabi-
lity») que la anterior ola democratizadora de 1944-1977. Es aquí, precisamente,
donde los factores externos adquieren una influencia determinante. Así, por
ejemplo, la intervención de la Organización de Estados Americanos (OEA) en
Paraguay, Guatemala y Perú, o de los Estados Unidos en El Salvador y Guate-
mala en la década de 1980, tuvieron una importancia decisiva en términos de
los procesos de democratización en ambos países.
En síntesis, el contraste entre los avances y retrocesos había contribuido
a crear una fuerte brecha entre expectativas y realidades, teniendo como tras-
fondo una marcada debilidad de los estados (Mainwaring) y vulnerabilidad de
las instituciones (Hagopian), todo lo cual conduciría a un creciente desencanto
ciudadano en relación a las nuevas democracias. Si bien es cierto que estas últi-
mas han sobrevivido a los más diversos obstáculos, lo han hecho en condiciones
de vulnerabilidad. Finalmente, aunque no son los factores estructurales, y de
desempeño económico, los que ayudan a explicar los cambios de regímenes
políticos, ellos sí serían importantes en términos de la calidad, y de la solidez,
de las nuevas democracias (abordaremos el tema con mayor detención en el
capítulo V).
En las líneas que siguen, deseo argumentar que uno de los aspectos más
notables que presenta esta reciente ola democratizadora en América Latina, es

99
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

la manera en que cuestiona aspectos medulares de algunas de las principales


teorías que se habían desarrollado en el campo de las ciencias sociales, espe-
cialmente desde la década de 1950. Es así, por ejemplo, que Adam Przeworski,
refiriéndose a la caída del Muro de Berlín (1989) como uno de los aspectos
más visibles de esta reciente ola democratizadora, señala que la «Primavera del
Pueblo» fue un «fracaso estruendoso («dismal failure») de la ciencia política»
(Przeworski, 1991). La afirmación se refiere, principalmente, a la distinción
que se había hecho en el campo de la ciencia política –principalmente por parte
de Juan Linz, reflexionando sobre el caso español, en una perspectiva compa-
rada– entre regímenes «totalitarios» y «autoritarios». Una de las diferencias
más importantes entre ambos tipos de regímenes se refería al supuesto carácter
«irreversible» de los regímenes llamados «totalitarios», a diferencia de los re-
gímenes «autoritarios», los que aparecían como esencialmente reversibles. No
cabe aquí referirse al uso y abuso político que se hizo de esta distinción por par-
te de la primera administración del Presidente Ronald Reagan, especialmente
del Secretario de Estado, Alexander Haig, y la Embajadora en Naciones Unidas,
Jeanne Kirkpatrick, los que procuraron justificar la enemistad frontal con los
regímenes «totalitarios» (comunistas) y una mayor flexibilidad, cuando no una
franca cercanía o complicidad, con los regímenes meramente «autoritarios»,
como los de América Latina, basados, justamente, en el carácter supuestamente
irreversible de aquellos y el carácter reversible –además de su anti-comunismo
militante– de estos últimos.
El «fracaso estruendoso» de la ciencia política bien puede interpretarse
como una carencia, en un sentido más amplio, de las ciencias sociales, espe-
cialmente a la luz de toda aquella literatura que había apuntado a la necesidad
de una serie de requisitos, prerrequisitos o condiciones –estructurales, princi-
palmente–, de tipo económico, social, o cultural, para el establecimiento y la
consolidación de la democracia en regiones como América Latina. En el fondo,
la democracia aparecía como reservada para los países desarrollados o de de-
terminadas características culturales. Así, por ejemplo, Seymour Martin Lipset,
quien escribiera uno de los trabajos clásicos sobre la materia («Algunos Requi-
sitos Sociales de la Democracia: Desarrollo Económico y Legitimidad Políti-
ca», 1959), argumentó que «en el mundo moderno…el desarrollo económico,
que incluye la industrialización, la urbanización, altos niveles educacionales,
y un aumento sostenido en los niveles de la riqueza general de la sociedad,
aparece como una condición básica para la sustentación de la democracia» (p.
86). El propio Lipset se remite a Max Weber, quien sostuvo que la democracia
moderna sólo podía desarrollarse bajo las condiciones únicas de la industriali-
zación capitalista (Idem, p. 73). Así como la legitimidad, basada en la capacidad
del sistema político de generar y mantener la creencia en que determinadas

100
Capítulo III  Quiebre, transición y consolidación democrática

instituciones políticas son las más apropiadas para el sistema, era fundamental
para la estabilidad de un sistema social y político, la efectividad del mismo esta-
ba dada por el grado de desarrollo económico con los rasgos o características
señalados anteriormente. Finalmente, en el caso concreto de América Latina,
Lipset sostenía que la estructura económica y social heredada de la colonia
había impedido a la región continuar por el camino seguido por las ex colonias
inglesas, resultando de todo ello que las nuevas repúblicas nunca desarrolla-
ron los símbolos y el «aura» de legitimidad necesarios para la estabilidad del
sistema social y político.
Existe una vasta literatura, en la línea de Weber y Lipset, que sostiene que
el nivel de desarrollo económico, generalmente referido al nivel de ingreso per
cápita, es un buen predictor de la democracia. Así, por ejemplo, Arend Lijphart
sostiene, sobre la base del estudio de 21 democracias ininterrumpidas, desde la
Segunda Guerra Mundial, que ellas corresponden a los países de mayor bien-
estar, caracterizados por altos niveles de desarrollo económico –en términos
de alta industrialización y alta urbanización– y que, la mayoría de ellos, están
concentrados en el área noratlántica de países (Lijphart, 1984). Incluso entre
los críticos de algunas de estas teorías, suele existir un consenso bastante amplio
acerca de la existencia de un cierto tipo de relación entre niveles de desarrollo
económico y estabilidad democrática. Lo que se cuestiona es que, en el caso
particular de América Latina, el argumento acerca de los requisitos, pre-requi-
sitos o condiciones para la democracia, no se sostiene, lo que se haría aún más
evidente a la luz de esta reciente ola democratizadora.
Ya he señalado que el clásico trabajo de O´Donnell (1979) fue el primero
en cuestionar la «ecuación optimista» de Lipset en cuanto a que el desarrollo
económico conduciría, probablemente, a la democracia. En una línea similar,
que incluye la tercera ola democratizadora en el mundo, Mainwaring y Pé-
rez-Liñan (2003) replantean esta relación entre modernización y democracia,
refiriéndose derechamente al «excepcionalismo» de América Latina en pers-
pectiva comparada. Concretamente, y sobre la base de un estudio empírico, de
tipo cuantitativo, sostienen que, en el período comprendido entre 1945 y 1996,
queda claramente demostrado que (1) el nivel de desarrollo tuvo un impacto
más bien modesto en las perspectivas de la democracia en la región, (2) que el
ingreso per cápita y, en general, el nivel de desarrollo económico, es un mal
predictor de la democracia en América Latina, al menos cuando se le compara
con otros países en el mismo rango de ingreso per cápita, y (3) que este «ex-
cepcionalismo» de América Latina cuestiona las explicaciones «estructurales»
referidas a la relación entre niveles de desarrollo económico y tipo de régimen
político. En síntesis, y contrariamente a lo que suelen indicar los estudios com-
parativos, la sobrevivencia de la democracia en América Latina ha sido posible

101
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

en un contexto de bajo desarrollo económico, descartándose cualquier tipo de


relación lineal entre ambas variables.
Si el surgimiento de esta reciente ola democratizadora pareciera sorpren-
der –por su persistencia o resiliencia– en relación a aquellas teorías que ponían
el acento en el desarrollo económico, en la modernización de las estructuras
económicas y sociales como condición para la democracia, algo similar puede
decirse en relación a toda una vasta literatura que, durante años y décadas,
enfatizó ciertas características de la cultura política latinoamericana para ex-
plicar las dificultades en establecer y consolidar la democracia en la región.
En apretada síntesis, la existencia de una cultura católica, centralista, corpo-
rativista, clientelista, patrimonialista, elitista, jerárquica, vertical, entre otros
rasgos que suelen atribuirse a la cultura política latinoamericana –en definitiva,
una cultura política más bien autoritaria–, estaría en la raíz de las dificultades
para establecer la democracia en la región. Así como Lipset (y Weber) pueden
señalarse como los pioneros de las teorías basadas en el desarrollo económico,
o la modernización, Howard Wiarda es un buen exponente de este otro tipo
de explicaciones, basadas en ciertas características de la cultura política latinoa-
mericana. «El hecho es» –sostiene Wiarda– «que América Latina fue fundada
sobre una base feudal, oligárquica, autoritaria y elitista. América Latina fue el
producto de la contrarreforma, de la escolástica medieval y el catolicismo, de
la inquisición y, francamente hablando, de principios no igualitarios, no plura-
listas y no democráticos. Muchas de estas características, que están presente en
el desarrollo temprano de la región, por mucho que hayan sido modificadas,
puestas al día o «modernizadas», están presentes hasta el día de hoy, insertas en
el comportamiento cultural, social y político, y en las principales instituciones
de la región» (Wiarda, 2001, p. viii). Algunos años antes, junto a Harvey Kline,
Wiarda había sostenido que «probablemente podemos afirmar, con bastante
seguridad, que, mientras la cultura política norteamericana es fuertemente li-
beral y lockeana, la de América Latina, al menos históricamente, es fuertemen-
te elitista, jerárquica, autoritaria, corporativista, y patrimonialista» (Wiarda y
Kline, 1979, p. 11).
Estas características, que el autor relaciona con la existencia de una cultura
y una civilización muy particular y diferenciada («distinct»), como la de Amé-
rica Latina, tendrían sus orígenes en la experiencia colonial, de la conquista, y
las raíces feudales, medievales, y tomistas, propias del desarrollo histórico de
España y Portugal, basadas en la ortodoxia religiosa y el autoritarismo político.
Tres siglos de experiencia colonial, por una senda muy distinta, diametralmente
opuesta a la de Norteamérica, habrían dejado una profunda huella en las estruc-
turas de iberoamérica, explicando buena parte de las dificultades para establecer
y consolidar la democracia. El liberalismo, a diferencia de los Estados Unidos,

102
Capítulo III  Quiebre, transición y consolidación democrática

nunca habría pasado a ser la ideología dominante o a alcanzar un status de ma-


yoría o a sustituir el tradicionalismo. Rousseau, más que Locke, el positivismo
de Comte y el corporativismo de la Iglesia Católica, de raíz medieval, más que
el liberalismo, el pluralismo, y la tolerancia, habrían sido las principales influen-
cias en el desarrollo político de América Latina. Desde muy temprano, tras los
procesos de independencia, el autoritarismo conservador habría terminado por
imponerse sobre el incipiente liberalismo de algunos de los precursores de la
independencia, al interior de unos regímenes políticos que a lo más vieron la
luz de la república, pero en ningún caso de la democracia.
Por su parte, Claudio Véliz, en su libro, «La tradición centralista de Amé-
rica Latina», sostiene que uno de los rasgos que caracterizan a América Latina,
y que marcan un claro contraste con Europa Occidental y los Estados Unidos,
es el del centralismo. La tesis de Véliz, en un libro escrito en medio del período
de los regímenes burocrático-autoritarios (1980), es que esa más reciente ola
autoritaria, como otras en el pasado, tendría sus raíces en la tradición centralista
de América Latina, correspondiente a una «disposición secular de la sociedad
latinoamericana» que la hace tan diferente de la de los países industrializados
del norponiente europeo (Véliz, 1980. P. 1). Dicho centralismo latinoamericano
tendría su explicación en cuatro ausencias: (1) la ausencia de una experiencia
feudal –más bien lo que habría existido es un absolutismo español, de la mano
de un centralismo regalista, con la excepción de la «pausa liberal» de fines del
siglo XIX, (2) la ausencia de un inconformismo religioso, como el que acompa-
ñó a la reforma protestante, resultando todo ello en el fuerte centralismo de
la Iglesia Católica, (3) la ausencia de algo parecido a la revolución industrial
que tuvo lugar en Europa, resultando en una compleja estructura de clases (la
misma de la que América Latina careció), y (4) la ausencia de aquellos desarro-
llos ideológicos, sociales, y políticos asociados a la revolución francesa, que tan
dramáticamente transformaron el carácter de las sociedades europeas (Véliz,
p. 3). Contrariamente a todo aquello, América Latina habría evolucionado por
otros derroteros basados en sociedades preindustriales, y una racionalización y
burocratización premodernas, de corte centralista.
Obviamente que el solo enunciado de tales «ausencias», bien puede cons-
tituirse en el punto de partida de la crítica a la tesis de Véliz, en la medida que,
difícilmente, el desarrollo político, económico, social y cultural de una región
–en este caso, América Latina–, puede explicarse simplemente por «ausencias»,
como las ya indicadas, o cualesquiera otras, teniendo como modelo el de los
países europeos y norteamericanos, hijos, la mayoría de ellos, del feudalismo, la
reforma protestante, la revolución francesa o la revolución industrial, con todos
los cambios asociados a los mismos. Lo que tienen en común Wiarda, Kline,
Véliz y otros, es el intento de explicar los procesos políticos a partir de ciertos

103
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

rasgos culturales, los que dirían relación, entre otras cosas, con las dificultades
para asentar la democracia en América Latina.
Algunas de las teorías de la década de 1950 fueron aún más lejos, para
hablar derechamente de ciertas «patologías» que caracterizarían a los países
latinoamericanos, en el campo social, económico, político o cultural, incluida la
«Patología de la Democracia en América Latina» (Pierson, 1950) –entre otras,
las mil maneras en que América Latina sería distinta del modelo liberal, anglo-
sajón, protestante, descentralizado y democrático. Así, por ejemplo, tras tres
siglos de «incomunicación» con el exterior, sumidos en la «oscuridad» de los
tiempos y estructuras coloniales, el «fogonazo» de la luz del mediodía a la que
de pronto se vieron expuestos los líderes de la independencia hispanoamericana,
habría hecho que se vieran repentinamente «enceguecidos» por la luminosidad
del pensamiento revolucionario de Francia, Inglaterra y los Estados Unidos (el
mundo «exterior»), para volver a caer en la oscuridad constituida ahora por la
anarquía y el despotismo –sólo en el curso del siglo XX América Latina se habría
reencontrado con el mundo exterior, alcanzando a sintonizar con algunas de las
ideas liberales presentes en los países más «avanzados»(Pierson, p. 102 –ver,
también, Griffith, Plamenatz y Pennock, 1956).
En fin, podrá ser esta última la forma más extrema, y hasta caricaturesca, de
explicar ciertos rasgos de la cultura política latinoamericana, o hispanoamerica-
na, y la forma en que estos rasgos procuran explicar ciertos procesos políticos,
como el de la democratización. Lo que hay, sin embargo, detrás de todas estas
explicaciones que he revisado muy someramente, es un cierto determinismo,
económico, social o cultural, que nos impide una cabal comprensión de fenó-
menos como el de la reciente (y actual) democratización en América Latina.
En otro nivel, y en forma más reciente, existe una interesante literatura que
intenta explicar algunos de los problemas relacionados con la estabilidad demo-
crática en América Latina, basada, ya no en las estructuras económicas o en cier-
tos rasgos de la cultura política, sino específicamente en la forma de gobierno
(presidencial) adoptada por la totalidad de los países de la región, desde los proce-
sos de la independencia (hemos excluido de este libro a los países del Caribe). Sin
perjuicio de que, en lo personal, tengo bastante afinidad con muchas de las afir-
maciones contenidas en este tipo de enfoques, no puedo dejar de señalar que tam-
bién aquí se puede advertir un cierto determinismo que no logra explicar cómo
las nuevas –y no tan nuevas– democracias de la región se mantienen como tales a
pesar de tener en común una forma de gobierno presidencial Podría decirse que
la persistencia de la democracia en América Latina no sólo tiende a cuestionar la
mayoría de las teorías de tipo estructural, algunas de las cuales hemos revisado,
sino también un cierto determinismo que se advierte en estas nuevas teorías sobre
el presidencialismo y su relación con la estabilidad política democrática.

104
Capítulo III  Quiebre, transición y consolidación democrática

En apretada síntesis, algunos de los máximos exponentes de esta escuela,


como Juan Linz y Arturo Valenzuela (1994) sostienen que la gran mayoría de
las democracias estables en el mundo, han sido parlamentarias y, unas pocas,
semipresidenciales o semiparlamentarias. El caso del presidencialismo esta-
dounidense, que fue adoptado por la totalidad de las naciones hispanoameri-
canas, correspondería, en una perspectiva comparativa, a un caso excepcional.
La legitimidad democrática «dual» que se encuentra en dichos sistemas, en la
medida que tanto el Presidente de la República como el Parlamento tienen
su origen en el voto popular, con el potencial conflicto entre ambos poderes
del estado que ello implica, la «rigidez» de los sistemas presidenciales, en la
medida que se basan en períodos presidenciales fijos e inamovibles, las ven-
tajas de un voto de «no confianza», como ocurre bajo las formas de gobierno
parlamentarias, comparados con el mecanismo extremo de las «acusaciones
constitucionales», bajo los sistemas presidenciales, enfrentados a una crisis, el
juego de «suma cero» que existiría en una forma de gobierno presidencial, en
el que la fuerza triunfante se lo lleva todo, mientras que la fuerza derrotada
lo pierde todo, el componente implícito de tipo plebiscitario que estaría pre-
sente bajo una forma de gobierno presidencial, y su tendencia hacia la polari-
zación, el personalismo, el populismo y la presencia de «outsiders» en la arena
política, a diferencia de una forma parlamentaria de gobierno, basada en un
sistema de partidos institucionalizada, serían algunas de las características y de
las ventajas del parlamentarismo frente al presidencialismo. Adicionalmente,
Arend Lijphart, en el mismo libro anterior, añade a las ventajas de una forma
de gobierno parlamentaria en relación a una forma presidencial, las de una
«democracia consensual», con su tendencia a compartir, limitar y dispersar el
poder en relación a la «democracia mayoritaria», la que considera inherente al
presidencialismo.
Sea como fuere, lo que está implícito en este tipo de análisis es que, en la
consideración de las razones que explican la mayor propensión a la inestabili-
dad política en América Latina, no se debe recurrir a las estructuras económicas
y sociales, o a ciertos rasgos de la cultura política, sino a los arreglos políticos e
institucionales que rigen la vida social. En esa perspectiva, «los problemas es-
tructurales que son inherentes al presidencialismo» (Linz, en Linz y Valenzue-
la, p. 69) explicarían una parte importante de estas dificultades para consolidar
una democracia estable en la región. Lo cierto es que esta tercera ola democra-
tizadora también ha demostrado que es posible avanzar hacia la consolidación
democrática en el marco del presidencialismo. De hecho, el «presidencialismo
de coalición», según veremos en el capítulo VI, es una de las formas que pre-
sentan los recientes procesos de democratización en América Latina con miras
a combinar el presidencialismo y el multipartidismo.

105
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

En síntesis, afirmo que esta reciente ola democratizadora –y las anteriores,


para estos efectos–, demuestran que América Latina no está condenada, por así
decirlo, a un régimen político autoritario, y que, antes bien, la profundidad de
esta «tercera ola» democratizadora, sin perjuicio de las dificultades y carencias
a las que me referiré más adelante, somete a un fuerte cuestionamiento a los
determinismos y explicaciones «estructurales» de diverso tipo que han preva-
lecido en el campo de las ciencias sociales, al menos desde la década de 1950.
Argumentaré, a lo largo de este libro, que son los actores, las instituciones y las
políticas, más que los factores «estructurales» (económicos, sociales o cultura-
les), los que nos ayudan a explicar tanto las posibilidades como las limitaciones
de la democracia en América Latina, incluidos los cambios o transformaciones
de (y en) los regímenes políticos. Lo anterior, sin perjuicio de reconocer la
importancia de los factores estructurales que subyacen a los procesos políticos,
en una perspectiva de largo plazo. En otras palabras, se trata de reconocer un
amplio espacio abierto a la «agencia», en términos del papel de los actores po-
líticos, de las instituciones y de las políticas públicas en todos estos procesos,
sin perjuicio de que, como veremos más adelante, los factores económicos y
sociales, ligados al desempeño de los estados, y sus resultados, sí aparecen como
centrales al momento de explicar los desafíos en términos de la gobernabilidad
democrática.

Consolidación democrática. En la década de 1990, la atención de los actores


políticos y sociales, y de la literatura, en general, comenzó a girar desde los
desafíos de la transición hacia los de la consolidación democrática. América
Latina, tal como había sido el caso en la Europa meridional y central, de Asia
y de África, con sus avances y retrocesos, variando de un país a otro, según sus
propias y distintas características, fue dejando atrás los procesos de transición
para adentrarse en las complejidades mayores de los procesos de consolidación
democrática, en la perspectiva más amplia de la gobernabilidad democrática.
Partamos por afirmar que estos no son procesos lineales, que se vayan
cumpliendo como por etapas, sino que están llenos de contradicciones y «zonas
grises». Esto es, precisamente, lo que lleva a Thomas Carothers (2002) a ha-
blar, derechamente, del «Fin del Paradigma de la Transición». Según el autor,
ninguno de los cinco supuestos detrás del «paradigma de la transición», y de
una buena parte da la literatura al respecto, comenzando por al clásico trabajo
de O´Donnell y Schmitter, habrían sido confirmados en la realidad mucho más
compleja y contradictoria de los procesos de democratización que han tenido
lugar en un centenar de países; a saber, (1) que los países que eran capaces de
transitar «desde» una dictadura, lo más probable es que lo hicieran «hacia» la
democracia (de hecho, muchos de ellos habrían transitado hacia regímenes no

106
Capítulo III  Quiebre, transición y consolidación democrática

democráticos), (2) que los procesos de democratización tienden a seguir una


secuencia ordenada de etapas que van desde la apertura, o liberalización, hacia
el colapso de los regímenes autoritarios, y la consolidación democrática (más
bien lo que se observa es un proceso bastante caótico), (3) que la realización de
elecciones era la demostración más clara de que nos encontraríamos en pre-
sencia de un régimen democrático de gobierno (de hecho, muchos regímenes
competitivos asumirían una forma autoritaria), (4) que las «condiciones subya-
centes», o los factores «estructurales» (económicos, sociales o culturales) no
eran factores fundamentales en estos procesos de democratización, y que, por
así decirlo, en términos de avanzar hacia una forma democrática de gobierno,
«cualquiera podía hacerlo», en circunstancias que la realidad demostraría que,
a la postre, dichos factores estructurales sí serían importantes para consolidar
una democracia estable, y (5) que los procesos de transición a la democracia
estaban construidos sobre la base de estados coherentes, bien constituidos, asu-
miendo que el proceso de construcción de la democracia y de construcción del
estado se reforzaban mutuamente (sabemos que lo contrario ha ocurrido en
muchos casos).
Pues bien, según Carothers, toda esta literatura en torno al «paradigma
de la transición» habría pecado de un excesivo optimismo («wishful thinking»),
frente a una realidad en que, no más de unos 20 casos, del total de 100 transi-
ciones a la democracia entre las décadas de 1970 y 1990, tomarían la forma de
regímenes democráticos propiamente tales. La gran mayoría de las transiciones
corresponderían a una suerte da «zona gris» –ni democracias ni dictaduras,
estrictamente hablando–, incluidos la mayoría de los países en desarrollo y de
la ex URSS. Habrían surgido, así, diversos tipos de democracias «con apellido»
(semi-democracias, seudo-democracias, democracias de fachada, democracias
no liberales («illiberal democracies»), democracias «delegativas», entre otros «ad-
jetivos») mientras que muchas de las trayectorias serían aún poco claras.
En ese contexto, cabe preguntarse, ¿es posible hablar de transiciones
«completas»? En las próximas líneas veremos que, según O´Donnell, es una
«ilusión» hablar de consolidación democrática propiamente tal. Juan Linz y Al-
fred Stepan, en cambio, en su clásico trabajo sobre «Los Problemas de la Tran-
sición y la Consolidación Democrática» (1996), sostienen que sí puede hablarse
de transiciones democráticas «completas». Quiebres, transiciones y consolida-
ciones democráticas corresponderían a categorías perfectamente delimitadas.
Así, por ejemplo, puede decirse que una transición democrática es «completa»
cuando «se ha alcanzado un acuerdo suficiente sobre procedimientos políticos
encaminados a producir un gobierno electo, cuando un gobierno llega al poder
como el resultado directo de una elección popular libre, cuando este gobierno
de facto cuenta con la autoridad para generar las nuevas políticas, y cuando los

107
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

poderes ejecutivo, legislativo y judicial generados por la nueva democracia no


tiene que compartir, de jure, el poder con otros cuerpos» (Linz y Stepan, 1996,
p. 9). Lo cierto es que, analíticamente, y en una perspectiva comparativa, no es
fácil establecer una clara línea divisoria entre los procesos de transición y de
consolidación democrática.
El 9 de agosto de 1991, Patricio Aylwin, Presidente de Chile, declaró pú-
blicamente que la transición a la democracia había terminado. «La transición
terminó» fue su sentencia, escueta y tajante. En el caso chileno, la controversia
se mantiene hasta el día de hoy. Obviamente que la afirmación del Presidente
Aylwin no era una afirmación académica, sino política. De manera importante,
una transición democrática conlleva, por definición, elementos importantes de
incertidumbre. A lo que apuntaba dicha afirmación presidencial, en el contexto
de una transición particularmente compleja, en la que, solo a modo de ejem-
plo, el General Pinochet permaneció como Comandante en Jefe del Ejército
hasta 1997, era a generar condiciones de estabilidad política y democrática. Se
trataba de una afirmación política y «segurizante», llamada a superar las incer-
tidumbres y precariedades comúnmente asociadas a un proceso de transición
democrática.
Surge en todo caso, la pregunta, ¿donde y cuándo comienza y termina
un proceso de transición a la democracia?, ¿cuál es la línea divisoria entre un
proceso de transición y uno de consolidación democrática?, ¿existe tal línea di-
visoria?, ¿cómo caracterizar a uno y otro proceso? La literatura es muy amplia,
tanto en términos de quiebre, como de transición y consolidación democrática.
Así, por ejemplo, Guillermo O´Donnell señala que, a decir verdad, no existe
una, sino dos transiciones a la democracia: la transición desde un «gobierno» au-
toritario a uno democrático, reflejados en el proceso de liberalización y apertu-
ra política, acompañado de la garantía de ciertos derechos básicos, culminando
todo ello en las elecciones que deciden sobre el futuro gobierno democrático, y
la transición desde un «régimen» autoritario a uno democrático, lo que supone
que una regresión autoritaria no es posible, avalado por el rechazo de gran parte
de la población a una forma autoritaria de gobierno, acompañado todo ello de
un proceso de establecimiento de las instituciones de la democracia representa-
tiva. En el primer caso, hablamos de «transición» a la democracia propiamente
tal (transición desde un gobierno autoritario a uno democrático), mientras que
en el segundo caso hablamos de una «consolidación» democrática (transición
desde un régimen autoritario a uno democrático) (en Mainwaring, O´Donnell
y Valenzuela, 1992). Existiría, pues, una diferencia cualitativa entre un proceso
de transición y uno de consolidación democrática, sin perjuicio de que, depen-
diendo del caso, y variando de un país a otro, se trate de procesos complejos e
inciertos, donde no siempre es fácil dibujar la línea divisoria entre uno y otro.

108
Capítulo III  Quiebre, transición y consolidación democrática

En el mismo libro anterior, Scott Mainwaring nos dice que es imposible


una separación tajante entre transición y consolidación democrática y que, de
hecho, la forma y las características que asuma la transición propiamente tal
incidirán significativamente en la forma y características de la consolidación
democrática. Así, por ejemplo, en algunos casos, la transición tendrá lugar so-
bre la base de una derrota o colapso del antiguo régimen, como en los casos de
Alemania, Italia y Japón, tras el término de la Segunda Guerra Mundial, o en
los casos de Argentina, Portugal y Grecia, y de los países de Europa del Este,
tras la caída del Muro de Berlín (1989), en nuestra historia más reciente. En
otros casos, en cambio, la transición tendrá lugar sobre la base de una compleja
trama de transacciones, pactos y negociaciones («transición pactada»), como en
los casos de España, Brasil y Corea del Sur, mientras que, en un tercer tipo de
casos, existe una transición pero sobre la base de una extracción («extraction»)
de parte de los militares, en términos de poder negociar su propia situación
antes de abandonar el poder. Los desenlaces de cada una de estas modalidades
de transición tendrán significativas repercusiones en el tipo de régimen demo-
crático resultante.
Finalmente, Samuel Valenzuela, en el mismo libro anterior, señala que un
proceso de consolidación democrática supone también la remoción de los «en-
claves autoritarios», de los «poderes tutelares» –de tipo militar, principalmen-
te–, de los llamados «dominios reservados» –particularmente en el ámbito de
las políticas públicas, limitando las posibilidades del nuevo gobierno y régimen
democrático– y de los «poderes fácticos», todo lo cual resulta ilustrado y avalado
por el caso chileno en torno a la Constitución autoritaria de 1980. Todas estas
modalidades y características de una transición incidirán, de manera significati-
va, en los elementos de continuidad y cambio que se presentan en los distintos
procesos hacia la consolidación democrática, variando de un país a otro. De esta
manera, el proceso hacia la consolidación democrática daría cuenta de un paso
desde las formas «perversas» que asumían las instituciones bajo un régimen au-
toritario de gobierno, hacia una forma «virtuosa» de institucionalización, vin-
culada fundamentalmente a la existencia de normas mínimas de procedimiento
comúnmente asociadas a la realización de elecciones libres y democráticas.
Por su parte, Linz y Stepan (1996) señalan que, si bien en un sentido am-
plio se puede hablar de una consolidación democrática atendiendo a la calidad
de la democracia, en un sentido más acotado puede decirse que la consolida-
ción democrática tiene lugar cuando la democracia se ha transformado en el
único juego en la arena política («the only game in town»). Lo anterior implica
que ningún grupo significativo intentará remover o subvertir dicho régimen
democrático –o promover una secesión del estado–, que una amplia mayoría de
la población considera que cualquier cambio político tiene que emerger desde

109
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

el interior de los parámetros propios de la democracia y que todos los actores


logran acomodarse al hecho de que el conflicto político será resuelto de acuer-
do a las normas establecidas. En apretada síntesis, puede hablarse de un proceso
de consolidación democrática cuando la «democracia deviene en rutina y logra
internalizarse profundamente en la vida social, institucional, e incluso sicoló-
gica, así como en los cálculos para alcanzar el éxito» (Linz y Stepan, p. 5). La
rutinización y habituación de las conductas y las prácticas sería lo característico
de la consolidación democrática.
Según ambos autores, tanto en términos de la transición como de la conso-
lidación democrática, se requiere de la consideración de dos variables que deno-
minan «macro políticas», a saber, la existencia de un estado soberano («stateness»)
como prerrequisito tanto de la democracia como de la ciudadanía, y la considera-
ción acerca del tipo de régimen pre-existente, en la medida que el tipo de camino
que conduce a la transición y consolidación de la democracia, incidirá en las
características de esta última –se trataría, pues de un proceso que sería «path-de-
pendent». Califican los regímenes pre-existentes en totalitarios, post-totalitarios
(ex URSS), autoritarios y sultanísticos, entendido este último como una «forma
extrema de patrimonialismo», según la clásica definición de Weber, como sería
el caso, en América Latina, de Haití, bajo Duvalier, o de República Dominicana,
bajo Trujillo. Junto con las dos variables macro políticas ya mencionadas, que
serían comunes a los procesos de transición y de consolidación democrática,
en el caso de estos últimos intervendrían cinco arenas interactivas («interacting
arenas»), referidas al desarrollo (1) de una sociedad civil vigorosa y autónoma
–del estado, principalmente–, (2) de una sociedad política debidamente valorada
y autónoma –de los poderes de facto, principalmente–, en control del aparato es-
tatal y el poder político, (3) de un estado de derecho, que es lo que transforma a
la democracia simplemente electoral en una democracia liberal o representativa,
(4) de la existencia de una burocracia estatal debidamente establecida y (5) de la
existencia de una sociedad económica institucionalizada, con normas, institucio-
nes y regulaciones que establezcan las reglas del juego a seguir.
Como se puede apreciar, la tipología de Linz y Stepan es aún más exigente
si la aplicamos al caso de América Latina, caracterizada por la existencia de esta-
dos, sociedades civiles y políticas, más bien débiles, sin la suficiente autonomía,
en un contexto de no vigencia del estado de derecho –«(un)rule of law», según
la clásica definición de O´Donnell–, con burocracias estatales que muchas veces
se acercan a sistemas patrimonialistas caracterizados por una débil separación
entre la esfera de lo público y de lo privado, y una institucionalidad económica
que, más que consagrar normas, instituciones y regulaciones (reglas del juego)
destinadas a «aplanar» la cancha para todos los jugadores, dan cuenta de impor-
tantes niveles de discrecionalidad de la autoridad pública.

110
Capítulo III  Quiebre, transición y consolidación democrática

El paso desde una democracia electoral a una auténtica democracia liberal


o representativa es, precisamente, una de las mayores dificultades en el proceso
hacia la consolidación democrática. Así, por ejemplo, Larry Diamond (1999)
señala que, lo que habría existido en la década de 1990 es una creciente brecha,
o distancia, entre la «democracia electoral», en términos de la realización y la
universalización de elecciones libres, transparentes y democráticas, y la demo-
cracia «liberal» o «representativa», la que supone, además de la realización de
elecciones libres y democráticas, la existencia de ciertas características común-
mente asociadas a la democracia «constitucional», incluyendo, por ejemplo, la
vigencia efectiva del estado de derecho. De esta manera, de las 117 democracias
que se podían identificar como tales, en la década de 1990 –contra 39 demo-
cracias en la década de 1970– solo 81 de ellas corresponderían efectivamente a
una democracia «liberal». El tema, pues, en la perspectiva de la consolidación
democrática, sería la «calidad» de la democracia, lo que va más allá de la reali-
zación de elecciones libres y democráticas.
Siguiendo a Linz y Stepan, Diamond concuerda en que, para que pueda
hablarse de consolidación democrática propiamente tal se hace necesario que la
mayoría de los actores perciba a la democracia como «the only game in town», y
añade que, en términos de consolidación de la misma, surgen tres tareas impor-
tantes; a saber, la de «profundización» democrática, referida a transformar las
estructuras formales de la democracia en la dirección de una democracia liberal
y representativa –especialmente en términos de «accountability»–, la de «insti-
tucionalización» política, referida a las reglas y procedimientos de la democra-
cia, y la cuestión clave del «desempeño» del régimen democrático, referido al
papel de las políticas públicas y su capacidad para hacer frente a las principales
demandas sociales. De esta manera, la democracia, más que un sistema político,
correspondería a un proceso político, en permanente desarrollo, apuntando a
una calidad de la democracia que debe medirse por el grado de respeto por
los derechos políticos y libertades civiles. Lo anterior significa que la ausencia
de un estado de derecho correspondería al caso de una democracia no-liberal
(«illiberal democracy»), en tensión con la democracia liberal, representativa, o
constitucional.
En una suerte de contrapunto con la lógica que existe detrás de la teoría
de Diamond, y de todos aquellos autores que enfatizan la «consolidación» de-
mocrática en términos de una larga lista de problemas y exigencias que pasan a
constituirse en una «espesa neblina conceptual» que va más allá de toda posibi-
lidad analítica, Andreas Schedler (1998) propone, en términos simples, «volver
a los orígenes», en cuanto a la preocupación inicial por la «sobrevivencia de-
mocrática». Esto último implica que es la probabilidad –o improbabilidad– de
una regresión autoritaria lo que define a la consolidación democrática, ya sea

111
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

en la forma de un «quiebre» democrático o, como suele ser el caso en la década


de 1990, en muchos países, de una «erosión» de la democracia. La crítica de
Schedler se dirige contra una literatura que, en el extremo, en esta suerte de
inflación conceptual, ha llegado a identificar 550 tipos y subtipos de regímenes
democráticos, lo que carece de todo valor y utilidad. Al final del día, señala
Schedler, la clasificación de regímenes políticos, incluyendo las variaciones de
democracia «con adjetivo», se reduce a cuatro: regímenes autoritarios, demo-
cracias «electorales» –o «semi democracias», que son aquellas en que, habien-
do elecciones limpias y competitivas, no se respetan adecuadamente las liberta-
des civiles y políticas–, democracias «liberales» –o «poliarquías», en la clásica
definición de Robert Dahl–, que son aquellas en que existen tanto elecciones
libres y democráticas como un debido respeto por los derechos civiles y políti-
cos y, finalmente, democracias «avanzadas», que son aquellas que van más allá
de una concepción minimalista o procedimental de democracia. Esta tipología
de cuatro regímenes políticos presenta diversas trayectorias, no necesariamente
en ascenso o en una progresión lineal de la primera a la última. Según el autor,
la perspectiva de la «calidad», o de la «profundización» de la democracia, con
miras a «completar» la democracia según los cánones y estándares de los países
«avanzados», es bastante poco clara, controversial y problemática, mientras que
la perspectiva de una democracia «liberal», que ha sido suficiente y adecua-
damente definida por Robert Dahl y otros, en torno a la cual suele existir un
amplio consenso, sería mucho más adecuada.
En una línea similar, O´Donnell señala, derechamente, que es una «ilu-
sión» tratar de definir el concepto de «consolidación» democrática en términos
del modelo de democracia de los países avanzados, o de las «viejas poliarquías»
de los países nor-occidentales, como los Estados Unidos y Europa (en Diamond
y Plattner, 2001). Por lo pronto, el proceso de institucionalización democrática,
en países como los de América Latina, se da, no sólo en torno a las instituciones
«formales» de las poliarquías clásicas, o de los países más avanzados, sino tam-
bién en torno a un conjunto de instituciones «informales» acompañadas de di-
versas formas de clientelismo, nepotismo, corrupción o formas «particularistas»
que no corresponden, necesariamente, a las prácticas «universalistas», propias
de un tipo de autoridad «legal-racional» –en un sentido weberiano– como el
que impera en los países avanzados, con sus conceptos de «accountability», esta-
do de derecho y, en general, las características propias de una democracia repre-
sentativa. Al revés de esta última, en América Latina nos encontraríamos frente
a una forma de democracia «delegativa», definida como la existencia de «un
ejecutivo cesarista y plebiscitario que, una vez electo, se ve empoderado para
gobernar como mejor le plazca» (Idem, p. 123), sin los controles propios de la
democracia representativa que son característicos de las viejas oligarquías.

112
Capítulo III  Quiebre, transición y consolidación democrática

En términos simples, señala O´Donnell, es la institucionalización de elec-


ciones libres y democráticas –la institución de la democracia por excelencia, en
términos del modelo de Robert Dahl, de competitividad y transparencia del
sistema– lo que caracteriza a la consolidación democrática. Según el autor, el
proceso de consolidación democrática corresponde a un proceso de institucio-
nalización, y no existe una sola forma de institucionalización, exclusiva y ex-
cluyente. Tampoco existe una institucionalización «completa». A decir verdad,
sería imposible precisar cuando una democracia se ha consolidado completa y
definitivamente –estaríamos frente a un verdadero «limbo teórico». Hay que
descartar, pues, aquella «ilusión teleológica» de pretender definir la consolida-
ción democrática teniendo en mente, como único modelo, la democracia avan-
zada, de institucionalización formal, de los países noroccidentales (europeos
y estadounidense). Esto implica, también, una crítica al concepto de Linz y
Stepan de entender la consolidación democrática como «the only game in town»,
pues, lo que hay, en verdad, es un conjunto de juegos y una gran variedad de
democracias o poliarquías. Aunque débiles, especialmente en la perspectiva de
una concepción liberal –basada en el estado de derecho y la vigencia de las li-
bertades fundamentales– y republicana –basada en una clara separación entre la
esfera pública y privada–, y aunque corresponden a «poliarquías informalmente
institucionalizadas», más que a «poliarquías formalmente institucionalizadas»,
como las que caracterizan a los países noroccidentales del mundo, en América
Latina sí existiría una consolidación democrática, entendida esta última como
la institucionalización de elecciones libres y democráticas. Este sería, y no otro,
el verdadero concepto de consolidación democrática.
Finalmente, entre otros autores y teorías que podrían mencionarse, procu-
rando recoger lo más medular de una literatura que ocupa una buena parte del
debate intelectual de los últimos veinte años, deseo concluir este capítulo con
una referencia a dos aproximaciones teóricas que intentan, de alguna manera,
una aproximación más general y sistemática al proceso de «democratización»
en América Latina, tal vez queriendo escapar de los (¿estrechos?, ¿artificiales?)
márgenes analíticos de «quiebre», «transición» y «consolidación» democráti-
ca, que hemos recogido, analizado y sistematizado en este capítulo. Me refiero
a los trabajos de Rueschemeyer, Stephens y Stephens (1992) y Garretón (2003),
los que intentan explicar, desde distintas perspectivas, de la ciencia política y
la sociología, respectivamente, las características, posibilidades, limitaciones y
dinámicas de la democratización en América Latina.
Garretón reconoce que, históricamente, en América Latina, existió una
valorización meramente «instrumental» de la democracia, la que era conside-
rada como una variable «dependiente» (de estructuras económicas, sociales y
culturales). El énfasis estaba más en lo «social», en un sentido amplio, que en lo

113
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

«institucional», en un sentido estricto. Ello condujo a abordar la cuestión de la


democracia básicamente como un mero reflejo de ciertas estructuras económi-
cas, sociales y culturales. El impacto de las dictaduras, en nuestra historia más
reciente, y la cuestión central de los derechos humanos, habría tenido un doble
efecto positivo: por un lado, reconocer el valor intrínseco de la democracia y,
por otro, en el campo específico de las ciencias sociales, reconocer el tema de
la democracia como objeto de estudio, al margen de todo determinismo. Sur-
ge, así, en la región, una nueva aproximación a la democracia entendida como
«régimen político», esto es, como «sistema de mediación institucional» entre el
estado y la sociedad. Con todo, advierte el autor, no debe caerse en el extremo
opuesto de considerar a la democracia como un paradigma que se explique por
sí mismo, como la única problemática a tratar, al margen de otras consideracio-
nes económicas, sociales, políticas o culturales.
En lo que se refiere al tema específico que hemos tratado en este capítu-
lo, Garretón cuestiona los paradigmas de las «transiciones» a la democracia, y
prefiere hablar de «democratización política» en un sentido más amplio, pues
considera que este concepto abarca tanto los casos de «fundación» de nuevas
democracias, como las de América Central –que, más que referirse a dictaduras
militares previas, corresponden a casos de transiciones desde guerras civiles y
procesos de paz–, de «transiciones» propiamente tales, como son las que se ini-
cian con la transición española y se extienden al Cono Sur de América Latina
y, finalmente, de «reforma política», en una perspectiva de cambio de régimen,
como el proceso que tiene lugar en México. En el caso de América Latina, se
trataría de democracias «incompletas» en los tres tipos de democratización po-
lítica indicadas anteriormente. Junto con la necesidad de hacerse cargo de los
«problemas pendientes» (no resueltos) de las transiciones y consolidaciones
democráticas, principalmente en relación a los enclaves autoritarios que aún
subsisten y los poderes fácticos que limitan la democracia de diversas maneras,
Garretón sostiene que el gran desafío de América Latina radica en responder
adecuadamente al desafío de «profundización, relevancia y calidad» de estos
nuevos regímenes democráticos. En definitiva, se trata del desafío de construir
«una nueva legitimidad política que posibilite el surgimiento de estados fuertes,
partidos fuertes y actores sociales fuertes que sean a la vez autónomos y com-
plementarios entre sí (p. 50). El cambio desde una sociedad «nacional-estatal-
industrial», como la que caracterizó a América Latina entre las décadas de 1930
y 1970, sobre la base de una fuerte articulación –y una verdadera fusión– entre
sociedad y estado (y el sistema de partidos), a una sociedad «post-industrial
globalizada», con predominio de las fuerzas transnacionales de mercado, como
la que emerge más recientemente, caracterizada por la desarticulación de este
tipo de relación, impone la necesidad de una nueva articulación entre estado,

114
Capítulo III  Quiebre, transición y consolidación democrática

sistema de representación (sistema de partidos) y sociedad civil, que aliente


tanto la autonomía como la complementariedad de estas esferas.
Esta relación entre estado, partidos políticos y sociedad civil también es
tratada en forma sistemática por Rueschemeyer, Stephens y Stephens, los que,
en su libro sobre «El Desarrollo Capitalista y la Democracia», junto con reco-
nocer y afirmar, sobre una base teórica y empírica, que existe una estrecha rela-
ción –una correlación positiva, aunque imperfecta– entre desarrollo económico
y democracia, y entre capitalismo y democracia, sostienen, como tesis central,
que, en general, «la industrialización transformó a las sociedades de una mane-
ra tal que confirió poder a las clases subordinadas, haciendo difícil su exclusión
política», agregando que «el desarrollo capitalista está asociado a la democracia
porque transforma la estructura de clases, fortaleciendo las clases populares y
medias, a la vez que debilitando a las clases latifundistas» (Ibid,. P. vii y 7). No
es, pues, como se ha sostenido por teorías de derechas y de izquierdas, que la
democracia sea la forma política del capitalismo –de hecho, ha habido sufi-
cientes casos de capitalismo autoritario (Taiwán, Corea del Sur, Brasil, Chile,
entre otros)–, o que hayan sido la burguesía y/o las clases medias las que han
impulsado, históricamente, la democratización, como lo sugieren teorías tanto
de corte liberal como marxista; tampoco se trata de que el capitalismo haya
creado, por sí mismo, las condiciones para la democracia –de hecho, han sido
más bien «las contradicciones del capitalismo las que han hecho posible la causa
de la democracia»–, sino que ha sido la interacción entre las clases sociales, el
estado y las estructuras transnacionales de poder las que explican el desarrollo
(y el quiebre) de las democracias en el proceso de desarrollo capitalista. En el
caso del estado, se considera especialmente su relación con la sociedad civil y el
papel de mediación de los partidos políticos.
Históricamente, según los autores, han sido las clases de trabajadores las
fuerzas más consistentemente democráticas, mientras que las clases latifundis-
tas han sido las más anti-democráticas; por su parte, la burguesía generalmente
ha favorecido el gobierno constitucional y representativo, pero se ha opuesto
a la extensión de la inclusión política a las clases bajas, mientras que las clases
medias han jugado un papel ambivalente, tanto en la instalación como en la
consolidación de la democracia. Finalmente, el campesinado y los trabajado-
res rurales han jugado los roles más diversos, que van desde las familias in-
dependientes («farmers») de Estados Unidos, las que han jugado a favor de
la democratización, hasta las más subordinadas o dependientes de los grandes
latifundios.
¿Cómo se aplica la teoría general expuesta anteriormente a América Lati-
na? Pues bien, las clases de trabajadores han sido más pequeñas y más débiles,
cuando se les compara con otros procesos históricos, mientras que las clases

115
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

agrarias han sido más fuertes, por lo que el «balance de poder» ha sido me-
nos favorable a la democratización; por su parte, si bien las clases medias han
ejercido un cierto liderazgo en materia de democratización, lo han hecho en
la dirección de una democracia más restringida que completa. En cuanto a la
consolidación del poder del estado –que, en general, y en una perspectiva com-
parativa, aparece como un «prerrequisito esencial» en favor de la democrati-
zación– esta ha sido más difícil y más compleja, sin perjuicio de que el estado
ha evolucionado en una dirección de relativa autonomía respecto de las clases
dominantes, de creciente involucramiento en la promoción del desarrollo eco-
nómico –especialmente bajo la industrialización que va desde la década de 1940
a la de 1970–, y de contribución a la necesaria articulación política en favor de
las clases subordinadas. Por su parte, las estructuras de poder transnacionales,
en un contexto de «dependencia económica», han contribuido más bien a con-
formar la estructura de clases en una dirección contraria a la democratización.
Finalmente, los partidos políticos sí han jugado un papel fundamental, constru-
yendo distintos tipos de mediaciones y alianzas, en favor tanto de la instalación
como de la consolidación democrática. Ellos han jugado un papel crucial en
términos de una institucionalización del poder de contestación, de una movili-
zación de las presiones desde abajo encaminadas a abrir el sistema político, y de
mediación en relación a las percepciones de amenazas que pudieren existir en
las elites dirigentes, permitiendo y facilitando diversos tipos de concesiones en
la dirección de la democratización.
Aunque los autores señalan explícitamente que su enfoque se basa en la
«interacción de variables estructurales e institucionales» (p. 159), así como en
la consideración de las «coyunturas políticas» a las que aluden Collier y Collier
(2002), que hemos visto en el capítulo I, para explicar el paso desde el antiguo
régimen al nuevo régimen, tanto en el proceso de instalación como de con-
solidación (y transformación) de la democracia, ya sea bajo la modalidad de
democracia restringida o democracia completa, no podemos menos que con-
cluir este capítulo advirtiendo, una vez más, sobre las dificultades de este tipo
de análisis, basado en consideraciones «estructurales» y en las «condiciones»,
«requisitos» y «determinantes» –términos que abundan en el libro de Rues-
chemeyer, Stephens y Stephens– de este tipo de procesos. Aunque hay aquí uno
de los intentos más sistemáticos, acabados y lúcidos por explicar los procesos de
democratización, tanto en general como en particular, referido al caso de Amé-
rica Latina, principalmente sobre la base del balance de poder entre las clases
sociales, y su interacción con el estado, la sociedad civil, los partidos políticos
y las fuerzas transnacionales, queda siempre en evidencia las limitaciones de
este tipo de análisis en la comprensión de los fenómenos políticos. Aunque los
autores explícita y deliberadamente procuran alejarse de enfoques abstractos y

116
Capítulo III  Quiebre, transición y consolidación democrática

deterministas, subrayando la importancia de los procesos históricos y el papel


de los actores, queda siempre la sensación de que son las estructuras econó-
micas y sociales –no así las culturales, según ellos mismos aclaran– las que, en
definitiva, determinan los procesos políticos. De hecho, en la conclusión final
del libro, y en forma explícita, los autores concluyen que es la combinación e
interacción entre estos tres factores (clases sociales, estado y estructuras trans-
nacionales de poder), de distintas maneras y con distintas secuencias, los que
«determinan los desarrollos políticos» (p. 269), en un marco teórico y compa-
rativo que se concentra en «los factores estructurales que favorecen o socavan
la democratización y la estabilidad de la política democrática» (p. 291). Sería
el balance de poder de las clases sociales el que, en definitiva, nos ayudaría a
explicar el tipo de relación entre desarrollo capitalista y democracia, así como
los avances y retrocesos en materia de democratización. De todas ellas, sería la
clase trabajadora organizada la más propensa a avanzar hacia una democracia
completa. Dada la menor fuerza relativa de la clase trabajadora organizada en
América Latina, la democracia resultante habría sido, por lo general, más res-
trictiva (limitada) que completa. Hacia el futuro, este mismo factor los hace
ser más bien pesimistas en relación a las posibilidades de establecer regímenes
democráticos estables en la región.

117
Capítulo IV

Hacia una nueva estrategia


de desarrollo

«Si la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial finalmente enterraron


el modelo de crecimiento basado en las exportaciones, la crisis de la deuda, en
la década de 1980, puso fin a la fase de crecimiento hacia adentro» (Bulmer-
Thomas, 2003, p. 401). Esta última fue reemplazada por una nueva estrategia
de desarrollo –no necesariamente un nuevo «modelo»–, basada en la apertura
externa y la liberalización del comercio, en un proceso de gradual, pero soste-
nida integración a la economía mundial. En definitiva, las respuestas a los shocks
externos de la década de 1980, en el centro de los cuales estuvo la crisis de la
deuda, dieron cuenta «de un profundo giro en la estrategia de desarrollo, desde
los modelos de crecimiento hacia adentro, dirigidos por el estado, hacia un nue-
vo énfasis en el mercado, la propiedad privada, y una mayor apertura hacia el
comercio internacional y la inversión extranjera» (Haggard y Kaufman, 1995,
p. 3). Los recurrentes shocks externos de las décadas de 1970 (crisis del petróleo),
1980 (crisis de la deuda) y 1990 (crisis del Tequila, crisis asiática), dejaron al des-
cubierto algunas de las falencias estructurales del modelo de industrialización
sustitutiva de importaciones (ISI) que se había llevado a cabo desde la década de
1940, conduciendo a una nueva estrategia de desarrollo. A decir verdad, las fa-
lencias, insuficiencias y errores de política en torno a la ISI ya estaban presentes
en las décadas de 1950 y 1960. Las crisis externas de las décadas de 1970, 1980 y
1990 vinieron a confirmar la vulnerabilidad de las economías latinoamericanas
ante los shocks externos, con un nuevo énfasis en las variables macroeconómicas,
pero también a confirmar la imposibilidad de una estrategia de desarrollo basa-
da en el crecimiento «hacia adentro», en la nueva era de la globalización.
Algunos autores han señalado que este nuevo «modelo» correspondería al
de un «orden neoliberal» (Ffrench-Davis, 2005, Ocampo, 2007), o de una «de-
mocracia neoliberal» (Drake, 2009). En las próximas líneas argumentaré que se
trata, en verdad, de un proceso mucho más rico, más complejo y más diverso
que lo que esta calificación sugiere. Sostengo que este proceso está aún en fase

119
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

de decantación, y que se ha transitado desde una fase altamente ideológica que


estuvo dada, principalmente, por el precoz experimento de los «Chicago Boys»,
bajo la dictadura de Pinochet, y las reformas económicas en torno al Consenso
de Washington –a todas las que no dudo en calificar de «neoliberales», y de
altamente ideológicas–, hacia una fase más pragmática, en la década de 2000,
en torno a lo que Javier Santiso (2006) ha llamado una «economía política de
lo posible», principalmente referido a países como Brasil, Chile y México. A
diferencia del amplio consenso que logró establecerse en torno a la ISI, dirigida
desde el estado, y sin perjuicio de sus propios errores e insuficiencias, y de la
crítica y la autocrítica posteriores, el reciente proceso de inserción en la econo-
mía internacional, en la era de la globalización, se da en medio de un intenso
debate ideológico, el que tiende a intensificarse tras la crisis financiera y econó-
mica internacional de 2008-2009. Habiendo concluido el proceso de transición
a la democracia, con la sola excepción de Cuba, estamos aún en un proceso de
consolidación de esta nueva estrategia de desarrollo que gira, principalmente,
en torno a la apertura externa y el esfuerzo exportador en una lógica de creci-
miento «hacia afuera».
En la dolorosa trayectoria que va desde la década de 1970 a la de 1990,
en medio de crisis políticas y económicas, con ciclos de bonanza («boom») y de
contracción («bust»), ante los fuertes y devastadores shocks económicos externos,
acompañado todo ello de las políticas de ajuste económico impulsadas por las
instituciones financieras internacionales y los intentos más o menos exitosos de
llevar a cabo reformas económicas de diverso tipo, en distintos países de la re-
gión, coexisten, a decir verdad, dos transiciones: una, relativa al tipo de régimen
político, desde el autoritarismo a la democracia y, otra, referida al modelo de
desarrollo, desde la industrialización sustitutiva de importaciones a la apertura
externa y la liberalización del comercio. Los procesos de quiebre, transición y
consolidación de la democracia, que hemos analizado en el capítulo anterior,
tienen lugar en medio de una compleja relación con la cuestión de la estrategia
de desarrollo, en el contexto de los profundos cambios políticos, económicos y
sociales que han tenido lugar en el mundo entero.
En el trasfondo de este proceso está la búsqueda de un nuevo equilibrio
entre democracia y desarrollo, que supere definitivamente la inestabilidad polí-
tica y económica que ha caracterizado a América Latina en las últimas décadas,
y a lo largo del último siglo, en este intento por sustituir un orden oligárquico
por un nuevo orden democrático. En los capítulos que siguen me detendré en
el análisis tanto de las posibilidades como de los obstáculos de este esfuerzo
que, tal vez por primera vez en la historia de la región, aspira a conciliar la de-
mocracia política con el crecimiento económico, con un gran déficit en torno a
aquello que permanece, desgraciadamente, como un elemento de continuidad a

120
Capítulo IV  Hacia una nueva estrategia de desarrollo

través de nuestra historia, como es el tema de la pobreza y la desigualdad. Argu-


mentaré, sin embargo, que incluso en este ámbito tan deficitario, existen casos
que nos acercan a la posibilidad de hacer compatibles democracia, crecimiento
y equidad. En este capítulo me concentraré en la nueva estrategia de desarrollo
impulsada en nuestra historia más reciente, en medio de los dramáticos –y a
ratos prometedores– cambios que han tenido lugar, con sus luces y sombras, sus
posibilidades y obstáculos.
En síntesis, puede decirse que la década de 1960 fue de profunda revi-
sión del modelo basado en la industrialización sustitutiva de importaciones, en
medio de uno de los períodos de mayor dinamismo de la economía mundial y
latinoamericana. La década de 1970 dio cuenta de un tímido, aunque frustra-
do, intento por avanzar hacia una nueva fase exportadora, generalmente bajo
regímenes autoritarios, en medio de fuertes tensiones y contradicciones, en el
centro de las cuales estuvo la crisis del petróleo y sus negativas consecuencias
para la región. La década de 1980 marcó la esperanza en torno a los auspiciosos
procesos de democratización surgidos en la región y, en claro contraste con lo
anterior, el enorme y devastador impacto que tuvo la crisis de la deuda exter-
na, que culminó en la llamada «década perdida». Finalmente, en la década de
1990 se logra perfilar una nueva estrategia de desarrollo, basada en la apertu-
ra externa, la liberalización del comercio y el esfuerzo exportador, transitando
desde una fase más ideológica a una más pragmática. No cabe duda que los
«tumultuosos eventos y cambios en América Latina a través del último cuarto
de siglo», tanto externos como internos, trajeron consigo «un cambio radical
de paradigma», pero no necesariamente un «nuevo modelo», en la medida que
lo que tuvo lugar fue una sucesión de reformas económicas que variaron en
intensidad, profundidad y forma a través de la región (Thorp, 1998, p. 241).
Concordamos con esta caracterización formulada por Rosemany Thorp, sin
perjuicio de sostener que lo que sí terminó por configurarse, como tendencia en
América Latina, dentro de la gran heterogeneidad de la misma, fue una nueva
estrategia de desarrollo, cualitativamente distinta de la que se había seguido
desde la década de 1940. De hecho, una de las características de la década de
1990 fue que la región parecía venir de vuelta de los «modelos» intentados en
las décadas anteriores en diversos ámbitos y niveles.
«El período de 1960 a 1973 constituye la fase más dinámica nunca habida
en la historia económica de las economías de mercado desarrolladas y de los
países menos desarrollados por igual» (Ffrench-Davis, Muñoz y Palma, 1997,
p. 99). En el caso de América Latina, la producción manufacturera creció a una
tasa anual de 6,8% y su participación en el PIB pasó del 21% al 26%, a la vez
que la inversión bruta interna se expandió en un 9% anual, lo que significa que
el nivel de inversión, en 1973, fue más del triple que el de 1960 (Idem, p. 102).

121
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

Es en ese contexto que se inicia la fase de declinación de la ISI en la medida que


el «exilio auto-impuesto» que la caracterizó, privó, entre otras cosas, a América
Latina de la posibilidad de beneficiarse del gran auge de la economía mundial
en las décadas de 1950 y 1960, sumado a las demás falencias y errores de polí-
tica que hemos analizado en el capítulo II. La idea de apostar a la integración
regional, como una manera de suplir algunas de esas deficiencias y ampliar los
mercados desde el punto de vista del comercio intrarregional, sólo alcanzó a
repercutir favorablemente en términos de las exportaciones de manufacturas
de algunos países, como Brasil, México y, en menor medida, Argentina, pero
con un esquema basado en los mismos rasgos estructurales que habían carac-
terizado a la ISI; esto es, la sustitución de importaciones y el proteccionismo:
«Hacia los años sesenta se había hecho evidente que la integración económica
había fracasado en el cumplimiento de sus promesas iniciales» (Ffrench-Davis,
Muñoz y Palma, p. 136). Tampoco el favorable ambiente externo había sido
aprovechado por América Latina en la década de 1960. La Alianza para el Pro-
greso, lanzada auspiciosamente por los Estados Unidos, en 1960, y el progra-
ma de asistencia económica entregado a los líderes de la región, en Punta del
Este, Uruguay, en agosto de 1961 –el que, se suponía, iba a alcanzar una cifra
de US$ 2.000 millones en una década– había llegado, como «muy poco y muy
tarde» (Edwards, 2007).
Por su parte, los problemas de balanza de pagos, los desequilibrios macro
económicos y los desajustes externos, habían pasado a constituirse en el «talón
de Aquiles» del modelo de sustitución de importaciones (Bulmer-Thomas, p.
313), con el trasfondo de un sesgo anti-exportador que había caracterizado a
las políticas comerciales impulsadas en la región desde la década de 1940. Lo
anterior, en claro contraste con las pujantes economías del este y sudeste –y
después, del sur– asiático, que irrumpían en los mercados internacionales con
nuevos bríos. Surgía, así, la búsqueda de nuevas alternativas al modelo de desa-
rrollo seguido desde la década de 1940, con resultados parciales e irregulares,
con más beneficios para economías como las de Brasil y México, producto, en-
tre otras cosas, del gran tamaño de su mercado interno, y con menos beneficios
para economías de menor tamaño, como las de Chile y Uruguay. Otros países
de la región, como los de América Central, Bolivia, Ecuador y Venezuela, en
el caso de América del Sur, habían persistido en la política de exportación de
bienes básicos, pero sujetos a la gran volatilidad de los precios internacionales
de las materias primas, lo cual planteaba una serie de interrogantes en torno
al futuro.
La necesidad de avanzar hacia una nueva fase exportadora se hizo aún más
evidente en la década de 1970. Esta estuvo marcada por un «boom» de las expor-
taciones de materias primas y un auge de las nuevas economías industrializadas

122
Capítulo IV  Hacia una nueva estrategia de desarrollo

–«NICs», en la sigla en inglés (Newly Industrializad Countries)–, basadas en una


activa inserción internacional, teniendo como base la exportación de manufac-
turas. Este fue el caso, principalmente, de países del este y sudeste asiático como
Hong Kong, Singapur, Corea del Sur y Taiwán, cuya experiencia fue seguida
muy de cerca por la CEPAL y, principalmente, por economistas como Fernan-
do Fajnzylber, que supieron identificar el enorme potencial de las mismas y el
virtual agotamiento del modelo de desarrollo seguido hasta ese entonces en
América Latina. Este seguía caracterizado por una matriz basada en la susti-
tución de importaciones y el proteccionismo, el interior de un esquema que
colocaba el énfasis en la industrialización más que en las exportaciones, con una
fuerte presencia del estado –bástenos con señalar, a vía de ejemplo, que, hacia
fines de la década de 1970, Brasil contaba con 654 empresas públicas (Bulmer-
Thomas, p. 344). Esta conciencia acerca de la necesidad de pasar a una nueva
fase exportadora, sobre la base de un mayor protagonismo del sector privado,
fue explorada, tentativamente, por los regímenes autoritarios surgidos en el
Cono Sur de América Latina, en la misma década de 1970, en algunos casos
con una mayor consistencia y una fuerte base ideológica (Chile) y, en otros, en
forma más zigzagueante y contradictoria, sin mucha claridad sobre la cuestión
de los objetivos y los medios (Uruguay y Argentina). Se reproducía y actuali-
zaba aquella vieja fórmula que América Latina había conocido, una y otra vez,
desde fines del siglo XIX, de autoritarismo político y liberalismo económico. En
ese contexto, Brasil tendía más bien a profundizar que a reemplazar la trilogía
estado-industrialización-sustitución de importaciones, aprovechando su enor-
me mercado interno y las posibilidades surgidas en torno al comercio intrarre-
gional, con un nuevo impulso a las exportaciones de manufacturas. En el caso
de Brasil, la significativa presencia de las empresas multinacionales contribuyó
no solo a la introducción de nuevas tecnologías y capitales, con un énfasis inicial
en el mercado interno, sino a impulsar y reforzar el proceso de exportación de
manufacturas.
En la década de 1970, en que la brutalidad de los regímenes políticos,
autoritarios y militaristas, iba de la mano del libre comercio y la economía
de mercado, el caso de Chile se transformó en un experimento emblemático
(«showcase») de la nueva impronta neoliberal que se hacía presente en la región,
tanto por la radicalidad de sus políticas como por la fuerte base ideológica de
las mismas. Como he dicho en el capítulo I, desde los «Científicos», en Méxi-
co, a fines del siglo XIX, bajo el régimen de Porfirio Díaz, hasta los «Chicago
Boys», en el Chile de fines del siglo XX, bajo la dictadura de Pinochet, se había
dado esta dificultad permanente de articular, en forma consistente, la libertad
política y la libertad económica. El experimento neoliberal llevado a cabo en
Chile anticipó algunos de los profundos cambios económicos y sociales que

123
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

tendrían lugar en América Latina, aunque sobre la base de un fuerte dogma-


tismo ideológico, una brutal represión política y un alto costo social. Las ideas
libremercadistas y monetaristas de Friedrich Von Hayek y Milton Friedman, en
una época marcada por los liderazgos de Margaret Thatcher y Ronald Reagan a
nivel mundial, encontraron un terreno fértil sobre el cual asentarse en el Chile
de Pinochet.
«En la década de 1960 tuvo lugar un creciente y repentino interés en las
ideologías y las visiones utópicas… Existió mucho entusiasmo, así como deba-
tes conceptuales de alta intensidad, y un exceso de voluntarismo… La revolu-
ción fue un grito movilizador compartido casi por todos. La imaginación tenía
que alcanzar el poder» (Meller, 2000, p. 68). Esa fue la realidad de Chile en las
décadas de 1960 y 1970. La «Revolución en Libertad», del democratacristiano
Eduardo Frei Montalva (1964-1970); la revolución socialista, «en democracia,
pluralismo y libertad» de Salvador Allende (1970-1973); y la revolución neoli-
beral, bajo la dictadura del General Pinochet (1973-1990), todas ellas motivadas
por la idea de llevar a cabo procesos supuestamente «irreversibles», fueron tres
experimentos radicales en un contexto de alta confrontación y polarización. En
el trasfondo de estas tres revoluciones, con mayor o menos conciencia acerca de
ello, estuvo la necesidad de hacerse cargo de la crisis del modelo de desarrollo
basado en la sustitución de importaciones y el proteccionismo.
El modelo neoliberal llevado a cabo por los «Chicago Boys» –la mayoría
de ellos había sido estudiante de la Universidad de Chicago, bajo la impronta
monetarista de Milton Friedman–, lo tuvo todo para transformar las estruc-
turas económicas y sociales de Chile: una dictadura política que le proveía de
un clima de «paz social», mantenida e impuesta por la fuerza de las armas, una
supuesta neutralidad ideológica y política atribuida a una racionalidad «técni-
ca» o «científica», como la de los economistas de Chicago (Valdés, 1995), en
un país que se había desgarrado, con una secuela de polarización y quiebre, en-
tre las fuerzas de la reforma (democraciacristiana) y la revolución (socialismo),
proveían de un escenario inmejorable para llevar a cabo una revolución de ese
tipo. Mientras las fuerzas partidarias del cambio social se disputaban la historia,
creyéndose dueñas de la misma, adoptando posturas irreconciliables entre sí,
la derecha militar, empresarial y tecnocrática –la clásica trilogía de los regíme-
nes «burocrático-autoritarios», según O´Donnell–, con un sentido de misión
de ninguna manera inferior a las de Frei y Allende, se preparaba, primero, y
tomaba posiciones, tras el golpe de estado del 11 de septiembre de 1973, para
intentar buscar un camino radicalmente distinto a todo lo que se había cono-
cido, en torno a un nuevo modelo basado en la apertura externa y la liberaliza-
ción del comercio, la desregulación de la economía, la privatización del aparato
productivo y el retiro del estado de casi todos los ámbitos de la vida económica.

124
Capítulo IV  Hacia una nueva estrategia de desarrollo

Todo ello junto a una clara y radical arremetida contra el proteccionismo, el


estatismo, la sustitución de importaciones y una industrialización que se había
llevado a cabo –de acuerdo al raciocinio de los «Chicago Boys»– de una ma-
nera enteramente artificial, sacrificando, entre otros, el potencial exportador y
agrícola de un país como Chile.
No es este el momento, ni el lugar, para hacer un análisis crítico del ex-
perimento neoliberal de los Chicago Boys, bajo el «capitalismo autoritario»
de la dictadura de Pinochet, salvo para destacar que, en el balance final, visto
en retrospectiva y en una mirada comparativa, lo que es rescatable de dicha
experiencia es el acento en la apertura externa como una nueva dimensión es-
tructural de la estrategia de desarrollo que se abriría paso en prácticamente
toda América Latina, en las décadas de 1990 y 2000; un modelo de crecimiento
«hacia fuera», basado en el esfuerzo exportador, la reducción de aranceles, la li-
beralización del comercio y la apertura externa. La experiencia chilena anticipó
dicha tendencia, pero bajo una forma extremadamente ideológica. Algo similar
se intentó por parte del llamado «Consenso de Washington», en la década de
1990, según analizaré más adelante, ahora en plena democracia. Ambas expe-
riencias, las del Cono Sur de América Latina, bajo los regímenes autoritarios de
la década de 1970, y la del Consenso de Washington, tiñeron este nuevo modelo
de desarrollo basado en la apertura externa de una fuerte impronta ideológica
de tipo neoliberal. Sin embargo, como argumentaré más adelante, en la década
de 2000 se impuso un mayor pragmatismo, en medio de una fuerte revisión crí-
tica del legado de las reformas neoliberales de las décadas de 1970, 1980 y 1990,
apuntando, por primera vez en la historia de América Latina, a una fórmula más
equilibrada capaz de conciliar democracia, crecimiento y equidad.
Bástenos con señalar, por ahora, que los experimentos de liberalización
financiera y comercial llevados a cabo por las dictaduras militares del Cono Sur
de América Latina, incluido el caso chileno, terminaron en un verdadero de-
sastre hacia fines de la década de 1970 y comienzos de la década de 1980. En el
centro de ese desenlace, junto con los errores de política, estuvo la crisis del pe-
tróleo –las dos crisis del petróleo, a decir verdad, de 1973 y 1979– y la situación
de liquidez internacional a que dio lugar, sumiendo a muchos de los países de la
región en una verdadera borrachera consumista (la época de la «plata dulce»).
Se trató de una liberalización del comercio que, unida a políticas que tendían a
una sobre-apreciación cambiaria, inclinaron la balanza a favor de las importa-
ciones, generando un verdadero «boom» de las importaciones de bienes de con-
sumo. Junto con ello, la desregulación de los mercados financieros, las oleadas
de privatizaciones y un sostenido proceso de desindustrialización, variando en
intensidad de un país a otro, fueron algunas de las características de estos cam-
bios, teniendo como trasfondo el progresivo endeudamiento de la región.

125
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

El precio del petróleo se cuadruplicó en 1973-1974, lo que significó que


las cuentas corrientes de las economías de mercado desarrolladas pasaran de
un excedente de US$ 10.000 millones, a un déficit de US$ 15.000 millones,
mientras que los países de menor desarrollo pasaron de un déficit de US$ 9.000
millones, a uno de US$ 21.000 millones. Lo anterior, a pesar de que en América
Latina las exportaciones netas de petróleo se elevaron de US$ 7.000 millones,
en 1973, a US$ 23.000 millones, en 1981. En el mismo período anterior, la im-
portación de bienes de América Latina creció, en términos reales (a precios de
1980), de US$ 44.000 millones, a US$ 93.000 millones, mientras que su déficit
en cuenta corriente se elevó de US$ 10.000 millones, a US$ 40.000 millones
(Ffrench-Davis, Muñoz y Palma, p. 103). Estas cifras nos dicen algo acerca de
los tremendos efectos que tuvo la primera crisis del petróleo (1973), en la eco-
nomía internacional, en general, y en América Latina, en particular.
El crecimiento basado en el endeudamiento, producto de la enorme liqui-
dez internacional asociada a los «petrodólares», fue la tónica de la década de
1970. Incluso los países latinoamericanos exportadores de petróleo, que se be-
neficiaron con dicha alza de precios, vieron incrementada fuertemente su deuda
externa, embarcados en mega-proyectos dirigidos a fortalecer el sector público
y las empresas del estado, lo que demandaba más y más recursos financieros
externos (Edwards, 2007) –esta era también la situación de Brasil, aunque no
se tratara de un país exportador de petróleo. A pesar de la fuerte sacudida pro-
vocada en la economía internacional por la segunda crisis del petróleo (1979),
la existencia de préstamos –prácticamente sin condiciones– a América Latina
continuó como si nada, hasta el punto que el endeudamiento de la región pasó
de US$ 184 billones, en 1979, a US$ 314 billones, en 1982, alentando aún
más el «boom» de las importaciones (principalmente de bienes de consumo). A
comienzos de la década de 1980, América Latina llegó a tener la más elevada
deuda externa del Tercer Mundo. Desde otra perspectiva, entre 1973 y 1981,
América Latina absorbió más de la mitad de la deuda privada que fluyó en el
mundo, en su mayor parte de corto plazo (Ocampo, 2007), resultando todo ello
en una transferencia negativa de recursos al exterior. En el centro de la crisis
estuvo una liberalización financiera que, sin las instituciones y supervisión ade-
cuadas, condujo a un endeudamiento desorbitado. En ausencia de ese tipo de
resguardos, «la extrema apertura de América Latina en la cuenta de capitales
permitió una aguda acentuación en los grados de exposición hacia fines de la
década» (Thorp, p. 216).
La cuenta de la «borrachera consumista» de la década de 1970 se vino a
pagar con creces en la década de 1980. En esta última, el PIB per cápita de Amé-
rica Latina cayó en un 8,3%, lo que contrastaba claramente con las economías
asiáticas, que, en el mismo período, vieron su ingreso per cápita aumentar en un

126
Capítulo IV  Hacia una nueva estrategia de desarrollo

promedio anual de más de un 5% (Cardoso y Fishlow, 1992, p. 197). Por su par-


te, según cifras de la CEPAL, en la misma década de 1980, la pobreza en la región
aumentó desde un 40,5% a un 48,3% (unas 200 millones de personas). Todo ello
llevó a hablar de la «década perdida». A la segunda crisis del petróleo, en 1979,
sobrevino la crisis financiera de 1982. Ese año, México anunció la cesación de
pagos de su abultada deuda externa y nacionalizó su banca, en momentos en
que la transferencia de recursos financieros en la región había pasado a ser ne-
gativa. Los flujos financieros externos se detuvieron abruptamente y, de ahí en
adelante, se sucedieron prácticamente todos los males, eclipsando lo que era, a
todas luces, la gran noticia de América Latina: los procesos de transición a la
democracia iniciados, auspiciosamente, a fines de la década de 1970 (República
Dominicana, el Perú y Ecuador) y comienzos de la década de 1980 (Argentina,
Brasil y Uruguay). Sobrevinieron el Plan Baker (1985) y el Plan Brady (1989)
y los programas de ajuste económico y estabilización impulsados por el Fondo
Monetario Internacional, con exigentes cláusulas de condicionalidad para los
países de la región. Es así como, hacia la segunda mitad de la década de 1980, se
reestructuró un total de US$ 176.000 millones de deuda externa de la región,
sobre la base de diversas modalidades de «ajuste estructural» (Ffrench-Davis,
Muñoz y Palma, p. 151). La oferta de transformar deuda bancaria de corto pla-
zo en bonos de largo plazo, acompañado todo ello de ciertos ajustes, o reformas,
de las economías beneficiarias, estuvo en el centro del Plan Brady. Diversos
países de la región se acogieron a sus beneficios, tras el objetivo de alivianar la
abultada deuda externa y retomar la senda del crecimiento.
Estos planes y programas tenían relación con la crítica inestabilidad macro
económica que se apoderó, una vez más, de América Latina, con la realidad
consabida y extendida de inflación, déficit fiscales crónicos, y agudos proble-
mas de balanza de pagos. Esta era la otra cara de la moneda de los procesos
de democratización llevados a cabo en países como Brasil, bajo el gobierno de
José Sarney, Argentina, de Raúl Alfonsín, Perú, de Alan García, y Bolivia, de
Víctor Paz Estensoro. La inflación de las últimas décadas se transformó, en la
década de 1980, en un peligroso proceso de hiperinflación que afectó a algunos
de estos países con cifras de inflación anual de 12.339%, para Bolivia (1985),
3.058%, para Argentina (1989), 6.837% para el Perú, y 2.735% para Brasil
(ambos en 1990) (cifras del Banco Mundial). Los diversos tipos de planes que
se intentaron para hacer frente a dicho flagelo y lograr alguna estabilidad ma-
croeconómica –Plan Cruzado, en Brasil; Plan Austral, en Argentina; Plan Inti,
en el Perú, entre otros– apuntaron precisamente en esa dirección, con diversos
tipos de resultados, más negativos que positivos. Sólo en 1993, bajo la admi-
nistración del Presidente Itamar Franco, en Brasil, el ministro de Hacienda
de la época, Fernando Henrique Cardoso, pudo dar con un plan exitoso (Plan

127
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

Real), que condujo a dicho país por una nueva senda de «orden y progreso»
(1994-2009), haciendo honor al lema de su bandera. Más allá de la inflación
o la hiperinflación, lo que quedaba en evidencia era la resiliencia de la crónica
inestabilidad macroeconómica que había caracterizado a América Latina en las
últimas décadas y la necesidad de introducir cambios radicales que pasaban,
necesariamente, por la cuestión de la estrategia de desarrollo a seguir.
La década de 1990, especialmente la primera mitad de la misma, fue testi-
go de un importante proceso de recuperación económica, en la medida que los
países de la región volvieron a acceder a los mercados financieros voluntarios,
con una fuerte presencia de la inversión extranjera, y una recuperación en los
precios de las materias primas. Hacia 1992, la transferencia neta de recursos
externos había finalmente llegado a jugar a favor de América Latina, por pri-
mera vez desde 1981 (Thorp, p. 226). Las reformas económicas de la década y
el favorable ambiente externo condujeron a una integración más profunda de
América Latina en la economía mundial, hasta el punto que, desde 1990 a 2000,
la región experimentó un crecimiento anual, en sus volúmenes de exportacio-
nes, de un 9%, el más rápido de su historia (Ocampo, 2007). Lo anterior, en
una nueva realidad que no sólo vio aumentar el volumen de las exportaciones,
sino su diversificación y el fomento de las exportaciones no tradicionales. Adi-
cionalmente, la caída del Muro de Berlín (1989) y el colapso de los regímenes
comunistas basados en la planificación central y el papel rector del estado en la
economía, contribuyeron a generar nuevas condiciones, a nivel mundial, para
el asentamiento de la libertad y la democracia. En América Latina, la libertad
política se empezó a alinear con la libertad económica, y la democracia con el
desarrollo, al tiempo que se retomaron los altos niveles de endeudamiento que
se habían conocido en años anteriores, con una nueva arremetida de procesos
de liberalización, privatización y desregulación, como en el Brasil de Fernando
Collor de Mello, la Argentina de Carlos Menem y el Perú de Alberto Fujimori
–quien, por primera vez en muchos años, revierte la tendencia hacia la demo-
cratización política en la región, al llevar a cabo un autogolpe, en 1992.
La bonanza de comienzos de la década de 1990 estuvo acompañada de
nuevas aventuras especulativas y financieras, hasta el punto que la crisis de la
deuda se hizo nuevamente insostenible, especialmente para algunos países, y
es así como sobrevino la «crisis del Tequila», en México (1994), seguida de un
fuerte paquete de rescate por parte de los Estados Unidos y el FMI. Las crisis fi-
nancieras se sucedieron, una tras otra, en una verdadera cadena que se extende-
ría por el Asia (1997) y Rusia (1998), hasta alcanzar a Argentina en 2001-2002,
enfrentada a la más severa crisis económica de las últimas décadas. Los shocks
financieros externos, asociados a los ciclos de «boom» y «bust», junto con los
pésimos manejos internos en materia macro-económica, se convirtieron en una

128
Capítulo IV  Hacia una nueva estrategia de desarrollo

verdadera pesadilla para la región. Entre esos manejos, cabe hacer referencia a
la curiosa combinación entre un tipo de cambio fijo y una fuerte y descontrola-
da liberalización financiera, como la que se dio en el Chile de Sergio de Castro
y los «Chicago boys», a fines de la década de 1970 y comienzos de la década de
1980; en México, en los años que antecedieron a la crisis de 1994, y en la Argen-
tina de Menem, en la década de 1990, bajo la conducción de Domingo Cavallo.
Algunas de esas políticas estuvieron en el centro de la crisis en estos tres países.
Por el contrario, un tipo de cambio más flexible, como el que introdujo Chile
en la década de 1990 en torno al «crawling peg», o mini-devaluaciones perió-
dicas, y una liberalización financiera más controlada, como la que siguió dicho
país, con la introducción del «encaje» para los capitales «golondrina» de corto
plazo –también llamados «especulativos»–, condujeron a una trayectoria más
equilibrada y predecible y a una posición más sólida frente a los recurrentes
«shocks» externos.
La seguidilla de crisis económicas experimentadas en las décadas de 1970,
1980 y 1990 fue provocando una serie de cambios en términos de la movilidad
espacial de las personas y los trabajadores tras la búsqueda de nuevas oportuni-
dades de trabajo. Fue así como el número de inmigrantes de origen latinoame-
ricano y caribeño que vivían en los Estados Unidos aumentó de 4,4 millones en
1980, a 8,4 millones en 1990, y 14,5 millones en 2000. Lo anterior tuvo un fuer-
te impacto en términos de las remesas monetarias dirigidas a América Latina,
las que aumentaron de US$ 1.900 millones, en 1980, a US$ 5.700 millones en
1990, y US$ 19.200 millones en 2000, abarcando más del 1% del PIB regional
(Ocampo, 2007). El BID estima que, en 2008, las remesas hacia la región alcan-
zaron US$ 67.500 –a modo de comparación, digamos que esa cifra supera, para
ese año, el total de la inversión extranjera directa dirigida a América Latina.
El ciclo de convulsiones experimentado entre las décadas de 1970 y 1990
abría, una vez más, preguntas de fondo: ¿sería posible alcanzar, de una vez, la
estabilidad política y económica en América Latina? ¿Era posible avanzar si-
multáneamente en la dirección de la democracia y el desarrollo sin grandes so-
bresaltos o trastornos? ¿Existía alguna forma de hacer frente a la vulnerabilidad
de las economías latinoamericanas frente a los shocks externos sin los sobresaltos
del pasado? ¿Sería posible construir una democracia sin inflación o estábamos
condenados a combinaciones perversas de desequilibrios macro políticos y ma-
cro económicos? ¿Era posible alcanzar estos objetivos por medios propios, con
políticas sensatas y adecuadas, sin que mediara la intervención o la imposición
de un tercer país como Estados Unidos, o de algún organismo financiero in-
ternacional como el FMI? Eran algunas de las preguntas que rondaban en las
mentes de las elites dirigentes hacia fines de la década de 1980 y comienzos de
la década de 1990 en un ambiente internacional bastante más auspicioso.

129
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

Fue así como el «neoliberalismo» se dio una segunda oportunidad en


América Latina, pero ahora bajo una forma política democrática, superada la
oleada autoritaria de la década de 1970. El llamado «Consenso de Washing-
ton», en la década de 1990, fue uno de los intentos por responder a estas –y
otras– preguntas que surgían recurrentemente en la región, principalmente en-
tre las elites dirigentes, enfrentadas a la necesidad de avanzar hacia un nuevo
tipo de inserción económica internacional, de una forma tal que se pudiera
hacer frente a los crónicos desequilibrios macro-económicos de la década de
1980. Sumando y restando, e intentando un balance de las últimas dos décadas,
quedaba en evidencia que la región había aprendido a exportar –y los países
que aún no lo habían hecho entendían la necesidad de hacerlo, procurando
insertarse en el nuevo mundo global–, sobre la base de un nuevo protagonis-
mo del sector privado, enfrentados al flagelo de la hiperinflación que golpeaba
principalmente a los bolsillos de los trabajadores y asalariados. Fue en esas con-
diciones, aprovechando el buen momento que las economías latinoamericanas
experimentaban a comienzos de la década de 1990, y el desastre de la década
anterior, que el estadounidense John Williamson (1990) convocó a un selecto
grupo de economistas y prescribió un programa de diez medidas para hacer
frente a los males de la región, tras el objetivo de retomar la senda del creci-
miento económico. En el trasfondo de todas las medidas propuestas estaba la
constatación de que el cambio estructural que verdaderamente se abría paso en
la región era el paso de una estrategia de desarrollo a otra, basada en la aper-
tura externa y la liberalización del comercio, en el marco de un nuevo tipo de
inserción en la economía global.
Las diez medidas propuestas por Williamson en 1990 fueron las siguientes:
disciplina fiscal; priorización (y reducción) del gasto público, concentrándolo
principalmente en la educación básica (más que universitaria) y salud primaria
(más que hospitalaria), eliminando subsidios e invitando al sector privado a in-
vertir en algunas áreas tradicionalmente reservadas al sector público; reforma
tributaria, a través de una reducción de los impuestos; liberalización de las tasas
de interés, las que debían pasar a ser determinadas por el mercado; tipo de
cambio competitivo, determinado por el mercado; liberalización del comer-
cio, alejándose del proteccionismo; liberalización y promoción de la inversión
extranjera directa; privatización de las empresas, considerando que estas son
mejor administradas por el sector privado que por el sector público; desre-
gulación de la economía, en la medida que el exceso de regulaciones genera,
entre otros efectos, procesos de corrupción y, finalmente, fortalecimiento del
derecho de propiedad, especialmente en consideración a la magnitud de la eco-
nomía informal de América Latina. Al decir de Williamson, las tres áreas en las
que se podrían resumir estas diez medidas económicas eran las de disciplina

130
Capítulo IV  Hacia una nueva estrategia de desarrollo

macro-económica, políticas de mercado y liberalización del comercio. Estas


medidas que procuraban reflejar el «consenso» de las principales agencias, pú-
blicas y privadas, nacionales y extranjeras, de economistas, «Think Tanks» y «po-
licy makers», con domicilio en Washington D.C., correspondieron al llamado
«Consenso de Washington»; en definitiva, medidas que apuntaban a la liberali-
zación y la competitividad de las economías de la región, con el trasfondo de la
«década perdida» (1980s), caracterizada por un nulo crecimiento económico y
fuertes desequilibrios macroeconómicos.
Como el propio Williamson (2004) lo señalara quince años después de
haber expuesto estas ideas en un seminario en Washington D.C. (1989), su
idea original había sido la de revisar las políticas económicas llevadas a cabo en
América Latina, desde la década de 1950, a la luz de las políticas económicas de
la OCDE. De hecho, todo habría comenzado en 1989, cuando le tocó testificar
ante el Congreso de los Estados Unidos, en relación al Plan Brady –formulado
ese mismo año, destinado a aliviar el endeudamiento externo en la región– y
constatar la existencia, entre los congresistas, de un marcado pesimismo en re-
lación a las posibilidades de que América Latina introdujera cambios impor-
tantes en sus políticas económicas. Agrega Williamson que jamás pensó en la
tremenda controversia ideológica que iban a generar las medidas propuestas,
aunque reconoce que, más que los contenidos específicos de las mismas, habría
sido el término empleado («Consenso de Washington») el que terminó por
definir el tono y la intensidad del debate, llegando a constituirse en un «regalo
propagandístico para la vieja izquierda».
A decir verdad, en el imaginario colectivo de la época (1990s), de las elites
y de los pueblos, «Consenso de Washington», neoliberalismo, ajuste económi-
co, condicionalidad, fundamentalismo de mercado, FMI, imperialismo, Estados
Unidos, pasaron todos ellos a ser términos equivalentes, como la expresión de
una «receta» que era percibida, a su vez, como una imposición de Washington y
de los organismos financieros internacionales sobre los países latinoamericanos.
La crisis económica de Argentina, en 2001, como el propio Williamson lo re-
conoce, sería vista como la demostración final de esta suerte de conspiración de
las instituciones financieras internacionales y el gobierno de los Estados Uni-
dos contra el mundo en desarrollo, en general, y América Latina, en particular.
Más allá de las caricaturas, buenas o malas intenciones, y del sinnúmero
de interpretaciones y mitos que se han tejido en relación a un Consenso de
Washington que, a decir verdad, más que al enunciado de una doctrina, a lo
que apuntaba era a la exposición de un conjunto de políticas en las áreas que
hemos mencionado– y, sin perjuicio de que muchas de ellas o todas o algunas,
individualmente consideradas, puedan ser acertadas, cuatro son las principales
críticas que se le pueden formular a dicha propuesta: en primer lugar, cabe

131
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

mencionar su marcado economicismo y el reduccionismo que ello importa. A


fin de cuentas, se trataba de diez medidas económicas, lo que ha derivado en
esta asociación con un «neoliberalismo» que es visto, básicamente, como una
mirada que pareciera reducirlo todo al ámbito de la economía y el mercado. De
allí deriva una segunda crítica: haber descuidado el ámbito social y las políticas
sociales, como si todo se pudiere reducir al ámbito de la economía y el mercado,
y el resto viniera por «añadidura», como sería la lógica del derrame («trickle
down-economics») que, comúnmente, se asocia al neoliberalismo económico.
La tercera crítica es otra derivación de la primera y dice relación con el
hecho de haber ignorado por completo las variables políticas e instituciona-
les. Si hay algo que hemos aprendido –o debiéramos haber aprendido– y que
constituye una línea central de argumentación a lo largo de todo este libro,
es que las fuerzas económicas y los mercados no actúan en un vacío político e
institucional, y que es imposible entender la compleja realidad de la vida eco-
nómica, social y política en América Latina –o en cualquiera región, para estos
efectos– reduciéndolo todo al mercado, al margen de las variables políticas e
institucionales (Payne, Zovatto y Mateo Díaz, 2007).
La cuarta y última crítica que uno pudiera dirigir a las medidas económi-
cas propuestas por Williamson, en 1990, es la alta inconveniencia de cualquier
fórmula que se asemeje a un tipo de receta única («one-size-fits-all»), impuesta
unilateral e ideológicamente, sin atender debidamente a la gran diversidad y
heterogeneidad de América Latina. Ya a comienzos de la década de 1960, Al-
bert Hirschman había advertido contra lo que denominó «la Rage de Voulier
Concluir», referida a la búsqueda de una sola y única solución, aplicable a todas
las situaciones (Hirshman, 1963, p. 313). En momentos en que parecía que la
región venía como de vuelta de las ideologías, utopías y «planificaciones glo-
bales» de las décadas de 1960 y 1970, bajo signos de derechas o de izquierdas,
el «recetario» (único) del «Consenso de Washington», introdujo, por enésima
vez, una suerte de camisa de fuerza, en una región demasiado dada a los experi-
mentos ideológicos, produciendo nuevos tipos de trastornos y distorsiones.
Para ser fieles a la concepción original de Williamson y a su propia auto-
crítica posterior, es necesario señalar que muchos de estos vacíos se recogie-
ron en el libro que junto a Pedro Pablo Kuczynski, publicaron en 2003, bajo
el título «Después del Consenso de Washington», en que se hacen cargo, de
manera pormenorizada de buena parte de estos vacíos y de estas críticas. Cabe
agregar que ese libro se publica exactamente al final de la «media década perdi-
da» (1998-2003), en el centro de la cual estuvo una fuerte crítica, desde distin-
tos sectores políticos latinoamericanos, pero especialmente desde lo que ya se
perfilaba como la izquierda populista encarnada por Hugo Chávez, al llamado
«Consenso de Washington».

132
Capítulo IV  Hacia una nueva estrategia de desarrollo

En apretada síntesis, en ese último libro, los autores revisan las políticas
económicas llevadas a cabo en la región en la década de 1990, con el trasfondo
de las propuestas del Consenso de Washington, teniendo muy en mente la crisis
argentina de 2001-2002, con sus efectos devastadores, en las postrimerías del
gobierno de Carlos Menem. Es así como los autores reconocen que, a pesar de
los avances en términos de disciplina fiscal y control de la inflación, la región
había vuelto a una etapa de bajo crecimiento. Cuatro serían las grandes tareas
hacia el futuro: reducir la vulnerabilidad de los países de la región ante los shocks
financieros externos a través del control presupuestario; el manejo responsable
de los excedentes en tiempos de prosperidad (políticas fiscales contra-cíclicas) y
una adecuada política cambiaria y monetaria; completar las reformas de prime-
ra generación, especialmente en lo que se refiere a la necesaria flexibilización
de los mercados laborales; llevar a cabo las reformas de segunda generación,
particularmente en términos de la provisión de ciertos bienes públicos básicos
y del necesario fortalecimiento de las instituciones, incluyendo reformas judi-
ciales, reformas industriales y desarrollo de nuevas tecnologías y, finalmente,
hacer frente a las carencias y desafíos en materia de distribución del ingreso y
reformas en el ámbito de las políticas sociales, pero sin llegar a comprometer
los equilibrios macroeconómicos básicos y el crecimiento económico mismo.
Kuczynski, por su parte, asigna una especial responsabilidad en los males de la
región a las políticas fiscales pro-cíclicas y a la expansión del gasto público en
tiempos de bonanza, sin pensar en el ahorro futuro, a la vez que llama a forta-
lecer el papel del estado en ciertas áreas fundamentales. En el libro señalado,
diversos autores revisan distintos tipos de políticas en los países de la región,
enfatizando la necesidad de pasar desde las reformas de primera a las de segun-
da generación, con un fuerte acento en las instituciones y las políticas públicas,
asumiendo una perspectiva de mediano y largo plazo.
Cualesquiera hayan sido los devaneos posteriores, lo cierto es que las me-
didas económicas propuestas por Williamson tuvieron lugar en medio de una
serie de reformas de mercado que se implementaron en América Latina en
las décadas de 1980 y 1990, en democracia, en el centro de las cuales estuvo
la crisis del modelo de industrialización sustitutiva de importaciones y su re-
emplazo –paulatino, contradictorio, sobre la base de avances y retrocesos– por
una nueva estrategia de desarrollo basada en la apertura externa y la libera-
lización del comercio, apuntando al crecimiento económico y la estabilidad
macroeconómica. La crítica y la extendida inestabilidad macroeconómica de
la década de 1980, a partir de las viejas recetas que no hacían más que ahondar
los problemas de inflación e hiperinflación, déficit fiscales crónicos y agudos
problemas de balanza de pagos, devinieron en un sesgo favorable a estas nuevas
reformas de mercado. Simultáneamente, la exitosa transición chilena, el mayor

133
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

pragmatismo de la política económica seguida en la última etapa de la dictadu-


ra de Pinochet (1985-1990) y los elementos de continuidad entre algunas de
esas políticas, principalmente vinculadas a la apertura externa, y las políticas
económicas llevadas a cabo en el Chile de la Concertación (1990-2010), con-
firmaron que muchas de esas reformas de mercado, sobre una base de mayor
pragmatismo, apuntaban en la dirección correcta.
Lo cierto es que la primera mitad de la década de 1990, que es el contexto
en el que se proponen las medidas económicas del Consenso de Washington,
puede considerarse como un período bastante auspicioso, especialmente cuan-
do se le compara con la debacle de la década anterior. Este optimismo quedó
bien reflejado en el libro de Sebastián Edwards (1995), bajo el sugerente título
de «Crisis and Reform in Latin America (from Despair to Hope)», en el que señala:
«Durante las décadas de 1980 y 1990, tuvo lugar una marcada transformación
en el pensamiento económico de América Latina. Aquella visión que alguna vez
estuvo basada en un fuerte intervencionismo estatal, de crecimiento hacia aden-
tro, y el desprecio por los equilibrios macroeconómicos, lentamente dio lugar
a un nuevo paradigma basado en la competencia, una orientación de mercado,
y la apertura externa» (p. 41). Esto habría quedado reflejado, finalmente, en los
propios documentos de la CEPAL, bajo el influyente pensamiento de Fernando
Fajnzylber, organismo que había estado en el centro de la formulación de la
ISI. Más allá de la nueva conciencia cepaliana sobre la necesidad de asentar una
nueva estrategia de desarrollo basada en la apertura externa, la liberalización
del comercio y los equilibrios macroeconómicos, lo que habría surgido en la re-
gión, según el mismo Edwards, habría sido un verdadero «consenso» en torno
a esta nueva estrategia de desarrollo. Las políticas «populistas» de la década de
1980, que habían sumido a los países de la región en una grave crisis, quedaban
atrás y muchos de sus propios exponentes –como Carlos Andrés Pérez en Ve-
nezuela, convertido de populista socialdemócrata en convencido neoliberal, o
el propio Carlos Menem en Argentina, que hizo un giro desde la «revolución
productiva» de la campaña electoral, a las medidas neoliberales implementadas
durante la década de 1990– habrían llegado a la convicción de que era necesario
impulsar medidas radicales en la dirección de la disciplina fiscal, la liberaliza-
ción del comercio y las finanzas, y las privatizaciones. En ese contexto, concluye
Edwards, «el grado de convergencia doctrinal en esa parte de América Latina
fue verdaderamente notable» (p. 42).
Aunque el propio autor admitía que era aún prematuro hablar de «conso-
lidación» de las reformas pro-mercado –con la sola excepción de Chile, según
él mismo– lo cierto es que, a la luz de la evolución posterior, especialmen-
te a fines de la década de 1990 y comienzos de 2000, quedó una vez más en
evidencia que la región como un todo estaba aún lejos de quedar inmune a

134
Capítulo IV  Hacia una nueva estrategia de desarrollo

la crónica inestabilidad política y económica que la había caracterizado en el


último siglo, y aún lejos de alcanzar un «consenso» en torno a la nueva estra-
tegia de desarrollo. La «crisis del Tequila», en México en 1994, que el propio
Edwards alcanza a tratar en la parte final de su libro, tal vez como anticipando
los problemas que se vislumbran en el horizonte, fue seguida de una serie de
crisis en la región, hasta llegar a la «media década perdida» (1998-2003), de
bajo crecimiento económico y alto desempleo. En todo ese doloroso proceso,
no solo se cuestionaron algunos de los legados del Consenso de Washington
y las reformas económicas «neoliberales» asociadas al mismo (Ffrench-Davis,
2005, Sunkel 2007), así como las políticas de «ajuste estructural» impulsadas
–según algunos, impuestas– por las instituciones financieras internacionales y
los Estados Unidos, todo ello en la década de 1990, sino que fue surgiendo un
nuevo fenómeno populista, radicalmente crítico del neoliberalismo, en torno a
la figura emblemática de Hugo Chávez en Venezuela.
Sea como fuere, lo que quedaba meridianamente claro, hacia la década de
1990 y más aún entrada la de 2000, es que América Latina había pasado por una
tortuosa transición desde un tipo de desarrollo, basado en la sustitución de im-
portaciones, el crecimiento «hacia adentro» y el proteccionismo, con un fuerte
y decisivo papel del estado, unido a una crónica inestabilidad macroeconómica,
hacia una nueva estrategia de desarrollo basada en la apertura externa, la libera-
lización del comercio y el crecimiento «hacia afuera», sobre la base del esfuerzo
exportador, con un nuevo protagonismo del sector privado, unido a una mayor
conciencia acerca de la centralidad de la estabilidad macro económica. El desa-
fío de consolidar una democracia sin inflación, como síntesis de la tan ansiada
estabilidad macropolítica y macroeconómica, en el paso del orden oligárquico
al orden democrático, había experimentado un progreso notable, con avances y
retrocesos, encontrándose con un nuevo ciclo virtuoso en los años 2003-2007,
que es cuando más cerca ha estado la región de avanzar simultáneamente en
la dirección de la democracia política, el crecimiento económico y la equidad
social, sin que por ello hayan desaparecido del todo las tensiones y contradic-
ciones que han acompañado el desarrollo político y económico de la región.
El contraste entre los años 1998-2003 y 2004-2007 no puede ser más elo-
cuente en relación a los ciclos que enfrentan las economías latinoamericanas,
muy relacionados con los ciclos de la economía internacional. Es así como el
crecimiento anual del PIB pasó de un promedio de 1,2% en los años 1998-2003,
a uno de 5,4% para los años 2004-2007. Por su parte, el crecimiento anual
del PIB per cápita pasó de un -0,2% para el quinquenio 1998-2003 a un 4,0%
para los años 2004-2007. Lo anterior, teniendo como trasfondo una reducción
de la pobreza en la región, desde un 44%, en 2003, a un 34%, en 2007 (todas
las anteriores son cifras de la CEPAL). Este ciclo virtuoso de crecimiento con

135
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

reducción de la pobreza, especialmente para los años 2004-2007, se dio en un


marco de intensa actividad democrática y electoral, como que, entre 2004 y
2009, han tenido lugar dieciocho elecciones presidenciales, libres y democráti-
cas, en América Latina.
Es cierto que el balance del período que va de 1970 a 2004 es bastante
desolador si consideramos que el crecimiento promedio anual del ingreso per
cápita de América Latina fue de un 1,01%, en un marcado contraste con el
crecimiento de las economías asiáticas que alcanzó, para el mismo período, a
un 2,95% (Edwards, 2008). Con todo, muchas de las reformas de mercado im-
pulsadas en las décadas de 1980 y 1990, algunas de las cuales serían profundi-
zadas en la década de 2000, mientras que otras serían revertidas, llegaron para
quedarse. En el centro de esas reformas estuvo la realidad de la nueva inserción
internacional de América Latina, en la era de la globalización. Bástenos con
señalar, a este último respecto, que el grado de apertura externa, expresado
en términos de la suma de exportaciones e importaciones (comercio exterior),
como porcentaje del PIB, en América Latina y el Caribe, subió desde un 28%,
en 1985, a un 49%, en 2006 (Banco Mundial), lo que nos da cuenta de la nueva
realidad de la región. Por su parte, la inversión extranjera directa, en América
Latina y el Caribe, aumentó desde un promedio anual de US$ 27.536 para los
años 1992-1996, a US$ 72.440 millones, para el año 2006 (cifras de la CEPAL).
Todo lo anterior, sin mencionar la proliferación de tratados de libre comercio,
especialmente de países como México y Chile, y las diversas iniciativas regio-
nales y sub-regionales en tal sentido (APEC, NAFTA, Iniciativa de las Américas,
entre otras), con distintos grados de avance.
Si bien, en algún sentido, las reformas neoliberales asociadas al Consenso
de Washington revivieron un cierto clima ideológico, el que se vio reforzado
por el surgimiento del nuevo populismo latinoamericano que surge en nuestra
historia más reciente –fenómeno al que nos referiremos en el capítulo V–, tam-
bién debemos consignar el surgimiento en sectores progresistas de la región,
de un nuevo pragmatismo y gradualismo no populista, del que nos haremos
cargo en los próximos capítulos. En el trasfondo de estos dos tipos de respues-
tas, populistas y no populistas, a las reformas neoliberales de la década de 1990,
existirá una tensión entre la «economía política de la impaciencia», asociada a
las respuestas populistas, y la «economía política de lo posible», asociada a las
respuestas no populistas, siguiendo la terminología de Santiso (2006). A ese
análisis nos referiremos en el próximo capítulo.
Bástenos, por ahora, señalar, siguiendo a Rosemary Thorp, que, «gradual-
mente, el cambio inicial del péndulo a favor de políticas pro-mercado, fue mo-
derándose hacia una apreciación más madura acerca del rol del estado, las ins-
tituciones públicas y la base política de las políticas públicas» (Thorp, p. 279).

136
Capítulo IV  Hacia una nueva estrategia de desarrollo

De acuerdo a la autora, las nuevas democracias surgidas en la región hacia fines


de la década del setenta y durante la década de los ochenta, y fenómenos como
la caída del Muro de Berlín (1989), llevaron a sectores progresistas de la región
a plantear la necesidad de un esfuerzo renovado tendiente a integrar el desa-
rrollo económico y social, aprovechando también las nuevas oportunidades que
surgen en torno al «nuevo consenso» referido a los procesos de liberalización
y privatización de la economía, todo ello en el contexto de la enorme variedad
de experiencias existentes en la región, lo que nos aleja de las generalizaciones
fáciles y las caricaturas. Argumentaré que, en este nuevo contexto de la década
de 2000, hay una especie de momento «hirschmaniano» en América Latina,
al que nos referiremos en el capítulo final, que considera el muy «perceptible
progreso en la economía política en América Latina» (Idem, p. 280). Los avan-
ces en materia de política fiscal, política monetaria y control de la inflación –y,
en general, la necesidad de velar por un cierto equilibrio macroeconómico, en
condiciones adecuadas de estabilidad–, unido a los desafíos aún pendientes en
términos de la extendida realidad de la pobreza y la desigualdad en la región, en
un sentido de consolidación y profundización de la democracia, son algunos de
los ejemplos y contenidos de esta nueva economía política de la región.
Una de las implicancias de esta nueva economía política, desde sectores
progresistas, no populistas, es la nueva manera de entender la relación entre
el mercado y el estado. Así, por ejemplo, Alejandro Foxley (2006) –un claro
exponente de la escuela hirschmaniana– argumenta que, mientras en la primera
parte de la década de 1990 se cifraron grandes esperanzas en términos del cre-
cimiento económico, hacia fines de esa década, tras la crisis asiática, volvió a im-
perar un marcado pesimismo. De estas fluctuaciones en los estados de ánimo,
habrían surgido dos posiciones opuestas: por un lado, la de quienes ponen el
acento en el fracaso de las reformas neo-liberales, pro-mercado, de las décadas
de 1980 y 1990, postulando la necesidad de un fuerte y significativo papel del
estado, mientras que, en el lado opuesto, se ubican quienes sostienen que esas
reformas habrían sido muy tímidas y que lo que había que hacer era perseverar
en las mismas, con reformas de segunda y de tercera generación. Más estado
y menos mercado, sería la fórmula de aquellos; más mercado y menos estado
sería la fórmula de estos últimos. Foxley argumenta que ese es un debate que
está mal planteado y que es inconducente al objetivo del desarrollo económico
y social de América Latina. Lo que se necesita es una visión más equilibrada e
integrada, referida a la necesidad de un estado diferente, que considere la reali-
dad de la nueva inserción de la región en la economía global y la nueva realidad
de países de ingresos medios.
En síntesis, lo que se requiere es un estado diferente, especialmente cuan-
do se le compara con el que predominó desde la década de 1950, ajustado a la

137
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

nueva realidad de la economía global: «no se trata de más estado o de menos


estado, sino de un estado distinto del que hemos conocido en el pasado». Se
requiere de un nuevo estado (o sociedad) de bienestar, que proteja no solo a
los que se encuentran al interior del sistema (trabajadores sindicalizados, por
ejemplo) sino también a los que están excluidos del sistema (como los desem-
pleados jóvenes y las mujeres), con todos los ajustes que ello implica. Más y
mejor estado es lo que se necesita, incluyendo el establecimiento de una red de
protección social que se haga cargo de los sectores emergentes, en economías
como las de América Latina que han transitado desde un modelo de desarrollo
hacia otro muy distinto, en condiciones internacionales enteramente nuevas.
En estas condiciones, y en consonancia con el Banco Mundial, el estado debe
actuar como un «catalizador» del desarrollo, en consideración a las nuevas con-
diciones de la economía internacional. Todo lo anterior requiere de una re-
estructuración más que de un desmantelamiento del estado.
Lo que hay, en definitiva, en este tormentoso proceso que va de la déca-
da de 1970 a la de 2000, es la búsqueda de una nueva estrategia de desarrollo
que, más que un «orden neoliberal», corresponde a la necesidad de adaptar la
economía de la región a la nueva realidad de la globalización, introduciendo
aquellas reformas económicas que permitan retomar una senda de crecimiento
económico, haciéndose cargo, a su vez, de la «nueva cuestión social» que carac-
teriza a América Latina y que analizaremos en el capítulo VII. En este proceso,
no hay nada parecido a lo que hicieron la CEPAL y Raúl Prebisch en 1948, en
términos de un verdadero «modelo» de desarrollo que terminó introduciendo,
más allá de sus logros evidentes, que no pueden desconocerse, una cierta rigidez
que impidió, por un lado, hacerse cargo de la enorme diversidad y heteroge-
neidad de la región y, por otro, aprovechar el gran dinamismo de la economía
internacional en las décadas de 1950 y 1960. Se trata, en este sentido, de una
nueva estrategia de desarrollo más que de un «modelo» propiamente tal, en una
búsqueda que aún no concluye pero que ha dejado atrás los rasgos fundamen-
tales del modelo de desarrollo que caracterizó a la región entre las décadas de
1940 y 1970.

138
Capítulo V

Democracia, gobernabilidad
y neo-populismo

«La democracia es más fuerte». Así podría resumirse el argumento que he desa-
rrollado en el capítulo III, en torno a las características de esta nueva oleada de-
mocratizadora que ha caracterizado a América Latina en las últimas tres décadas.
Hemos sido sorprendidos por la persistencia de esta nueva ola democrática en
la región, cuestionando todo un cuerpo de ideas desarrollado en el ámbito de las
ciencias sociales desde la década de 1950. La democracia electoral, referida a la
realización de elecciones libres y competitivas, campea por la región con singular
fuerza y goza de una nueva legitimidad. Adicionalmente, con la sola excepción
de Honduras (junio de 2009), no ha habido regresiones autoritarias ni golpes de
estado en una región caracterizada, a través de su historia, por las recurrentes
intervenciones militares. Nada hay de irreversible en todo este proceso, pero
resulta imposible desconocer los avances alcanzados en este ámbito de cosas.
En el capítulo III he revisado el triple proceso de quiebre, transición y con-
solidación democrática en América Latina. Argumenté que se puede hablar del
«fin del paradigma de la transición» (Carothers), en la región y en el mundo,
y que, en un sentido estricto, pretender una verdadera «consolidación» de la
democracia, especialmente cuando se tiene en mente el modelo de los países
noratlánticos (Europa y los Estados Unidos), aparece como una verdadera «ilu-
sión» (O´Donnell) en una región como América Latina con sus propias estruc-
turas, instituciones –formales e informales–, cultura política y modalidades de
democratización. Hemos adoptado como propia la definición de consolidación
democrática de O´Donnell, entendida como la institucionalización de eleccio-
nes libres y democráticas. Tal es la realidad de la región, sin perjuicio de las
insuficiencias que se advierten a este respecto.
«No todo lo que brilla es oro». Tal podría ser la síntesis del argumento
que me propongo desarrollar en este capítulo, con el trasfondo de los profun-
dos cambios políticos y económicos que han tenido lugar en la región en las
últimas dos décadas, algunos de los cuales hemos revisado en los dos capítulos

139
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

anteriores. ¿Qué tipo de democracia es el que emerge en América Latina? He-


mos visto las luces, y en este capítulo queremos analizar las sombras de las nue-
vas democracias que emergen en la región. ¿Qué tipo de democracia aparece
como deseable? Es otra de las preguntas que nos hacemos y que se relaciona, a
su vez, con la pregunta anterior. En las líneas que siguen queremos dar cuenta
de los nuevos aportes en el campo de la ciencia política, relacionados, princi-
palmente, con las cuestiones centrales de la «calidad» de la democracia y de
la «gobernabilidad» democrática. En el capítulo final desarrollaré mi propia
visión acerca del tipo de democracia que aparece como deseable para Amé-
rica Latina, en términos de lo que denomino «democracia de instituciones»,
al interior de un análisis que considera la democracia electoral, la democracia
representativa y la gobernabilidad democrática.
Podría decirse que hay un triple proceso en marcha en América Latina:
una marcada conciencia acerca de la precariedad de las nuevas democracias,
sin perjuicio de reconocer los avances en torno al establecimiento de la «de-
mocracia electoral»; una mayor exigencia teórica desde el punto de vista de la
democracia que se postula como deseable, sin perjuicio de admitir el mérito,
teórico y práctico, de una concepción «minimalista» y «procedimental» de la
democracia y, finalmente, tal vez producto de la brecha que se advierte entre las
dos cuestiones anteriores, y entre realidades y aspiraciones, una cierta frustra-
ción, desencanto, o «malaise», que recorre a toda la región.
Partamos por esto último. Podría decirse que es casi una cuestión de senti-
do común advertir el desencanto que se advierte en torno a estas nuevas demo-
cracias y las insuficiencias de que dan cuenta: «La democracia pareciera estar
consolidada, pero no es la democracia que la gente esperaba» (Sorj, 2007, p. 8).
Más allá de esta apreciación, la realidad del desencanto en América Latina está
suficientemente documentada. Así, por ejemplo, el Latinobarómetro (2008)
consigna que, a pesar de los evidentes avances económicos de lo que denomi-
na el «quinquenio virtuoso» (2004-2008), el apoyo a la democracia es, como
promedio, de solo un 57%. Según el informe, existe una clara relación entre
crecimiento económico y apoyo a la democracia, en el entendido que la eco-
nomía produce más castigo, en tiempos de crisis, que recompensa, en tiempos
de bonanza. Es así que el «peak» de apoyo a la democracia alcanzó un 63% en
1997, cuando el crecimiento de la región fue de un 6,6%, bajando ostensible-
mente a un 48%, en 2001, como efecto de la crisis asiática y de la «media dé-
cada perdida» (1998-2003). Le sigue una clara fase de recuperación del apoyo
a la democracia en los años 2004-2008, coincidiendo con tasas de crecimiento
económico de 6,1% (2004), 4,8% (2005), 5,6% (2006) y 5,7% (2007), todo ello,
según cifras de la CEPAL. Tal pareciera ser, pues, que la democracia en América
Latina da cuenta de un importante componente económico.

140
Capítulo V Democracia, gobernabilidad y neo-populismo

Es interesante constatar que gobernar con eficacia –por ejemplo, alentando


el crecimiento económico– tiene importantes implicancias en las percepciones
ciudadanas en torno al funcionamiento de la democracia y sus instituciones. Es
así como el porcentaje de personas que considera que no puede haber democra-
cia sin congreso aumenta desde un 49% en 2001, a un 57% en 2008, mientras
que el porcentaje de personas que tiene confianza en el parlamento aumenta
desde un 17% en 2004, a un 32% en 2008. Por su parte, el porcentaje de perso-
nas que considera que no puede haber democracia sin partidos, aumenta desde
un 49% en 2001, a un 56% en 2008, mientras que la confianza en los partidos
aumenta desde un 11% en 2003, a un 21% en 2008 –el que sigue siendo, por
cierto, muy bajo. Ha aumentado también la actitud positiva hacia la política y
la aprobación de los gobiernos, también como efecto de este ciclo virtuoso de
crecimiento económico. Es así como la aprobación del gobierno sube desde un
36% en 2002, a un 52% en 2006, mientras que la confianza en el gobierno au-
menta desde un 19% en 2003, a un 44% en 2008. Esta mejor evaluación de los
gobiernos, sin embargo, no redunda directa y automáticamente en una mejor
evaluación de la democracia, como que la satisfacción con el funcionamiento
de la democracia (37%) es inferior al desempeño de los gobiernos (52%). En
fin, un 59% de las personas considera que el voto es un instrumento efectivo
para cambiar las cosas –a modo de comparación, solo un 16% considera que las
protestas son un medio efectivo tras ese objetivo.
Todos los anteriores son signos alentadores, producto, principalmente, de
la fase de recuperación económica de la región en los últimos años. Ello es
importante porque demuestra que hacer las cosas bien, crecer económicamen-
te, disminuir la pobreza, ampliar la participación electoral, tiene dividendos
concretos en términos de las percepciones ciudadanas sobre la democracia y
sus instituciones. ¿Dónde está el problema, entonces? En primer lugar, en que
si bien la aprobación de la democracia llega a un 57% en 2008, comparado
favorablemente con el 48% de 2001, el grado de satisfacción con el «funcio-
namiento» de la democracia es de solo un 37%. Existe, pues, un importante
apoyo en términos de la legitimidad de la democracia, pero un serio déficit en
términos de la eficacia de la democracia. Por cierto que este es un promedio
que esconde las enormes variaciones en estas percepciones, de un país a otro.
Es así, por ejemplo, que el ránking de personas que consideran que en su país la
democracia funciona mejor que en otros países de la región, varía desde países
como Chile (44%), Uruguay (43%) y Costa Rica (42%), a países como Guate-
mala (8%), El Salvador (8%), Honduras (7%) y el Perú (7%).
En segundo lugar, está la cuestión de la desigualdad social y la brecha que
se advierte entre la vigencia de un régimen de libertades básicas y las enormes
carencias en términos sociales: «la democracia es percibida como garantizando

141
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

las libertades civiles y políticas, pero no las sociales y económicas» (Latinoba-


rómetro, 2008, p. 93). Es así, por ejemplo, que un 79% considera que la libertad
de profesar cualquier religión está garantizada, a la vez que un 63% considera
que la libertad para participar en política también lo está. En contraste con lo
anterior, sin embargo, solo un 25% considera que la riqueza está distribuida
con justicia, a la vez que solo el 28% considera que las oportunidades de con-
seguir trabajo están garantizadas. En otro sentido, un 70% considera que su
país está gobernado por unos cuantos grupos poderosos en su propio beneficio,
mientras que solo un 25% considera que está gobernado para el bien de todo el
pueblo. A pesar de los avances en términos de crecimiento económico, un 48%
considera que las desigualdades sociales han permanecido sin grandes cambios,
mientras que solo un 21% considera que han disminuido. Todo esto correspon-
de a la «paradoja de la democracia» de que habla Sorj (2007, p. 10), caracteriza-
da por grandes expectativas en la dirección de la igualdad, acompañadas de una
profundización de la desigualdad social. La existencia y subsistencia, a través
del tiempo, de la desigualdad social, permanece como una de las principales
limitantes en términos de la gobernabilidad democrática en la región.
En tercer lugar, el informe señala que «las actitudes hacia el autoritarismo
se levantan como fantasmas en la región a pesar de que no ha habido regresio-
nes autoritarias» (Latinobarómetro 2008, p. 83). Así, por ejemplo, a pesar del
mejor desempeño económico de los últimos años, un 53% de las personas se-
ñala que no le importaría un gobierno no democrático si resuelve los problemas
económicos. Lo digno de destacar es que esta cifra permanece en forma más
o menos constante en los últimos años –51% en 2001, y 55%, en 2004– por
lo que va más allá de los ciclos económicos. Los avances, pues, en términos de
las percepciones ciudadanas asociadas a un ciclo virtuoso de la economía, una
reducción en los niveles de pobreza y la ola de elecciones de los años 2006-
2007, donde los Presidentes elegidos asumen con grandes mayorías, no logran,
sin embargo, erradicar ciertas actitudes autoritarias que permanecen como una
constante a través del tiempo.
Están por verse los efectos que la actual crisis económica mundial (2008-
2009) vayan a tener sobre las democracias de la región. Está bastante demostra-
da la relación que existe entre crecimiento económico (o crisis económica) y los
grados de aprobación (o desaprobación) de la democracia. Los gobiernos saben,
o debieran saber, que un buen desempeño económico, con todo lo que ello im-
plica en materia de variables macro económicas, papel de las políticas públicas
y rol del estado, entre otros, tiene importantes efectos en términos de las per-
cepciones ciudadanas sobre la democracia. Subsiste, sin embargo, en promedio,
variando de un país a otro, una relativamente baja aprobación de la democracia,
en especial en relación a su funcionamiento, y una cierta cultura autoritaria que

142
Capítulo V Democracia, gobernabilidad y neo-populismo

permanece bajo la superficie, más allá de los ciclos económicos de expansión o


contracción. En el lado positivo, existe la percepción de que, a pesar de todo, y
por imperfecta que sea, los pueblos han elegido continuar con la democracia:
«No hay regresión autoritaria en la región a pesar de los indicadores respecto
de actitudes no tan democráticas de su población, especialmente respecto de las
instituciones» (Ibid., p. 7). No sólo no ha habido regresiones autoritarias en la
última década y media, sino que la democracia goza de una nueva legitimidad.
Los problemas residen, principalmente, en los grados de eficacia y en el funcio-
namiento de la misma, lo que incide, según veremos más adelante, en el tema
de la gobernabilidad democrática. Todo lo anterior se da en un contexto de altas
expectativas en términos del futuro, como lo acredita tanto el informe Latino-
barómetro, como el informe ECosociAL-2007 (según veremos en el capítulo
VII). Esta verdadera revolución de las expectativas permanece, según veremos,
como uno de los principales elementos a tener en cuenta a la hora de evaluar y
proyectar las posibilidades y limitaciones de la democracia en América Latina.
Un segundo aspecto a considerar en este capítulo dice relación con el tipo
de democracia que se impone en la región. La tensión entre los procesos de
transición a la democracia llevados a cabo en la década de 1980 y las dificulta-
des en el campo económico, en torno a la crisis de la deuda, los desequilibrios
macroeconómicos y el nulo crecimiento de la llamada «década perdida», no
cedieron ante las nuevas condiciones económicas más favorables de comienzos
de la década de 1990. Muy por el contrario. El auto-golpe de Alberto Fujimori,
en 1992 en el Perú, constituyó, a todas luces, el primer revés serio en medio de
la auspiciosa «tercera ola» democratizadora iniciada, justamente, en el Perú a
fines de la década de 1970. Las reformas económicas impulsadas por Fujimori,
en el Perú, y por Carlos Menem, en Argentina, desde comienzos de la década
de 1990, que algunos calificarán de «neopopulismo neoliberal» según veremos
más adelante, unidas a otras experiencias similares, como la llevada a cabo por
Fernando Collor de Mello en Brasil, dejaron en evidencia la precariedad en que
se desenvolvían las nuevas democracias de la región, fundamentalmente en lo
que se refiere al papel de las instituciones. La debilidad de estas últimas, el gran
poder del ejecutivo, unido a las crisis económicas por las que atravesaba una
buena parte de los países de la región, llevaron a Guillermo O´Donnell (1994)
a acuñar la expresión «democracia delegativa» para distinguirla claramente de
la democracia representativa y sus instituciones.
En síntesis, la tesis de O´Donnell es que, a diferencia de lo que común-
mente conocemos como democracias representativas, principalmente en los
países desarrollados, las que se caracterizan por altos niveles de instituciona-
lización política, lo que habría surgido en América Latina, hacia comienzos
de la década de 1990, era una forma de democracia «delegativa» caracterizada

143
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

por la debilidad de las instituciones políticas y la dificultad para avanzar desde


«gobiernos» democráticos hacia «regímenes» democráticos propiamente tales
–recordemos, tal como hemos visto en el capítulo III, que, según O´Donnell,
lo propio de una transición a la democracia es la elección de un «gobierno»
democrático, mientras que lo propio de una consolidación democrática es el
paso desde gobiernos democráticos hacia «regímenes» democráticos propia-
mente tales. La realidad de América Latina, a comienzos de la década de 1990,
caracterizada por la existencia de severas crisis económicas y sociales, unido al
legado de los regímenes autoritarios y el desfavorable contexto internacional
de las décadas de 1970 y 1980, habría llevado a una cierta impaciencia de las
grandes mayorías nacionales, y la búsqueda de líderes mesiánicos convertidos
en la personificación misma de la nación. Tal habría sido el caso de Fujimori,
Menem y Collor de Mello, entre otros. En esas condiciones, la población habría
«delegado» el poder de decisión en estos nuevos gobernantes, elegidos con
grandes mayorías electorales, dando cuenta de fuertes componentes persona-
listas, plebiscitarios, cesaristas, bonapartistas, caudillistas; en definitiva, todas
aquellas formas que importan bajos niveles de institucionalización. De esta ma-
nera, la democracia «delegativa» descansaría «en la premisa que, quienquiera
sea el que gane una elección a la Presidencia de la República, está facultado
para gobernar como él o ella estime conveniente, limitado(a) solamente por las
duras realidades de las relaciones de poder existentes, y por un período limitado
constitucionalmente» (O´Donnell, 1994, p. 59).
La figura «paternal» asociada a este nuevo tipo de regímenes democráti-
cos habría llevado a estos líderes mesiánicos a gobernar por encima de los par-
tidos y los intereses organizados, ignorando o pasando a llevar las instituciones
de la democracia representativa, como los partidos, o los parlamentos, recu-
rriendo generalmente al gobierno por decreto presidencial, sin la necesidad de
rendir cuenta de su actuación en el poder («accountability»). Más bien, se habría
impuesto la modalidad de relacionarse directamente con la gente, con fuerte
legitimidad electoral, pero con una muy débil institucionalización del poder,
conduciendo a prácticas clientelistas, patrimonialistas y corruptas, con una seria
dificultad para distinguir entre el ámbito de lo público y de lo privado, que es
la esencia de una concepción republicana de la democracia. En el trasfondo de
este poder «delegado» estaría la severa crisis económica y social que caracterizó
a América Latina en la década de 1980 y la necesidad de que alguien pudiese lle-
gar a imponer un cierto orden, llevando a cabo las reformas económicas –neo-
liberales, en los tres casos mencionados– que pudieran conducir a un control
de la inflación (o hiperinflación), a la vez que retomar la senda del crecimiento
económico. De esta manera, pues, estos nuevos regímenes políticos tendrían
las características de una democracia, en el sentido de «poliarquía», siguiendo

144
Capítulo V Democracia, gobernabilidad y neo-populismo

la definición de Robert Dahl, pero darían cuenta de una nueva especie de de-
mocracia, distinta de la democracia representativa. Ni la institucionalización
del poder ni la eficacia gubernamental, serían características, precisamente, de
estas nuevas democracias delegativas. Las únicas excepciones serían los casos
de Uruguay y Chile, justamente en consideración a su alta institucionalización
política, lo que se habría visto facilitado por el hecho de que se trató de casos
de re-democratización política, con el antecedente de toda una historia de crea-
ción de instituciones. Ambos casos serían lo más próximo en la región a una
democracia representativa.
En una línea similar a la de O´Donnell, que ya insinuaba la distancia entre
estas formas de democracia delegativa y la democracia representativa, propia
de la tradición liberal, aunque haciendo el análisis extensivo a otras regiones
del mundo, Fareed Zakaria, editor del Foreign Affairs y el Newsweek, sostuvo que
muchas de las democracias que surgen en esta tercera ola democratizadora, en
países del Asia, África y América Latina, corresponden a «illiberal democracias»,
es decir, a un tipo de democracia que está reñida con lo que comúnmente co-
nocemos como «democracia liberal». En síntesis, la tesis de Zakaria (1997), es
que muchas de las nuevas democracias del mundo, que efectivamente corres-
ponden a democracias electorales, en la medida que las autoridades surgen de
elecciones libres y democráticas, se han apartado de la tradición del «constitu-
cionalismo liberal», el que incluye la vigencia del estado de derecho, los pesos
y contrapesos («checks and balances») propios de la democracia constitucional
o liberal, la protección de ciertos derechos y libertades fundamentales, y los
límites constitucionales establecidos en el ejercicio del poder. Mientras la de-
mocracia se refiere al uso y al proceso de acumulación del poder, el liberalismo
constitucional, propio de los países «occidentales», se refiere a los límites del
ejercicio del poder, con miras a hacer compatibles la democracia y la libertad,
en la tradición de Alexis de Tocqueville y John Stuart Mill, en el siglo XIX. En
esta tradición, el constitucionalismo sería «liberal» en relación a la vigencia de
las libertades individuales y «constitucional» en cuanto a la vigencia efectiva del
estado de derecho.
En este sentido, bajo esta reciente ola democratizadora, efectivamente
habría surgido la democracia por doquier, pero no, necesariamente, la que es
propia de la tradición del liberalismo constitucional. De hecho, si distinguimos
entre las «libertades políticas», propias de una democracia, y las «libertades
civiles», propias del liberalismo constitucional, tendríamos que la mitad de los
países en proceso de democratización corresponderían a «illiberal democracias»,
con más énfasis en las libertades políticas que en las libertades civiles. Zakaria
está consciente que está adoptando una perspectiva que va más allá de un con-
cepto minimalista o procedimental de democracia, en la tradición de Dahl, pero

145
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

lo hace, precisamente, con la intención de subir los estándares de la democracia


y dejar al descubierto la situación de muchas democracias, que lo son bajo cier-
tos respectos (democracia electoral), pero no bajo otros respectos (liberalismo
constitucional). Lo suyo debe entenderse a partir de una defensa normativa de
la democracia constitucional o liberal. De esta manera, muchas de las democra-
cias surgidas en nuestra historia más reciente tendrían su origen en el modelo
de la revolución francesa, de una democracia mayoritaria, sin contrapesos, al
interior de estados fuertes, centralizados y presidencialistas, como serían la ma-
yoría de los casos que se han conocido en el llamado «Tercer Mundo». En el
caso de América Latina, y solo a modo de ejemplo, tal sería el caso de Alberto
Fujimori, en el Perú, y Carlos Menem, en Argentina, caracterizados por una
verdadera «usurpación» del poder.
Las carencias de las nuevas –y viejas, para estos efectos– democracias de
América Latina, en términos de la primacía de la ley y del estado de derecho,
como fundamentos de la democracia liberal, o constitucional, son confirma-
das por Guillermo O´Donnell, quien derechamente se refiere a la realidad del
«(Un)rule of Law» en la región; es decir, de la ausencia o negación del estado
de derecho. Según el autor, hay una exigencia que se refiere a la igualdad de
los individuos, no solo en cuanto individuos, «sino como «personas legales» y,
en consecuencia, como «ciudadanos», esto es, portadores de derechos y obli-
gaciones que derivan de su calidad de miembros de una comunidad política»
(O´Donnell, en Méndez, O´Donnell y Pinheiro, 1999, p. 305). Esta ciudadanía
debe entenderse en un sentido amplio, referido al ejercicio de derechos civiles,
políticos y sociales. Las «poliarquías» latinoamericanas darían cuenta de una
expansión de los derechos políticos, especialmente bajo la reciente ola demo-
cratizadora, pero, al mismo tiempo, de un ejercicio «incompleto» de los dere-
chos civiles y, qué decir, de los derechos sociales, en sociedades muy desiguales,
marcadas por el signo de la discriminación y la exclusión (O´Donnell, 2001). En
este sentido, el alcance del «estado legal» –y la democracia correspondería no
solo a un tipo de régimen político, sino a una forma de estado– sería muy limi-
tado e incompleto. Los pobres lo serían, no solo en un sentido material, como
privación de bienes y servicios, sino en un sentido legal, como privación de de-
rechos (ver también O´Donnell, en Diamond y Morlino, 2005). Lo que existiría
en América Latina serían democracias con las características de una «poliar-
quía», dentro de una concepción minimalista y procedimental de la democra-
cia, pero escasamente una democracia basada en el estado de derecho, propia
del «estado legal» que es inherente a una democracia liberal y, en definitiva, a
una concepción republicana de la democracia. Se trataría de una democracia de
«baja calidad» y de una ciudadanía de «baja intensidad» (ver también, sobre el
particular, O´Donnell, Vargas y Iazetta, 2004). El contraste entre los procesos

146
Capítulo V Democracia, gobernabilidad y neo-populismo

de democratización, en América Latina, y las enormes carencias en el plano del


estado de derecho, es el centro del análisis del mencionado libro. Existiría en
la región la realidad bastante extendida de un ejercicio ilegal y arbitrario del
poder, lo que afectaría la vigencia de una «ciudadanía completa», caracterizada
por el ejercicio de los derechos civiles, políticos y sociales y, en definitiva, de los
derechos humanos. Se estaría, pues, frente a una realidad de «democracia sin
ciudadanía», caracterizada por una violencia ejercida al margen de la ley y el
estado de derecho, especialmente en relación a los pobres y excluidos (que son
la mayoría de la población).
Las numerosas falencias e insuficiencias –las sombras y no solo las luces–,
de las nuevas democracias en América Latina, en las décadas de 1990 y 2000,
empezaron a ser objeto de un análisis que, a decir verdad, iba más allá de la
región. Se empezó a advertir que muchas de las llamadas «democracias» surgi-
das en esta reciente ola democratizadora en el mundo entero, daban cuenta de
enormes carencias. Por así decirlo, el «entusiasmo» de la primera hora, en las
décadas de 1970 y 1980, en torno a los procesos de transición a la democracia,
fue dando lugar a una visión más equilibrada y realista en relación a las princi-
pales características, limitaciones y contradicciones de las nuevas democracias
surgidas en América Latina, Europa Central y del Este, la ex URSS (Unión de
Repúblicas Socialistas Soviéticas), Asia, África, y Medio Oriente. No es el obje-
to de estas líneas reproducir la vasta literatura que surgió en torno a la cuestión,
ya no de las transiciones y la consolidación de la democracia, sino de la «cali-
dad» de la democracia. Un ejemplo de este análisis crítico quedó bien reflejado
en el número del «Journal of Democracy» dedicado a este tema, bajo el sugerente
título de «Elections without Democracy» (Volumen 13, número 2, abril de 2002),
dejando entrever, como el título lo indica, que la sola realización de elecciones
–incluso de elecciones libres y democráticas– no determina la existencia de una
democracia propiamente tal.
Es así como, en ese número, Larry Diamond (2002), uno de los mayo-
res exponentes de estas teorías sobre la «calidad» de la democracia, se refiere
derechamente a lo que califica de regímenes «híbridos», surgidos en diversas
latitudes del mundo. ¿Puede considerarse a países como Rusia, Ucrania, Ni-
geria, Indonesia, Turquía o Venezuela, como ejemplos de democracia?, se pre-
gunta el autor. Es evidente que en todos estos países existen elecciones, pero,
¿son democracias propiamente tales? De hecho, «Freedom House» califica a estos
seis casos de democracias, en el entendido que se trata de «democracias elec-
torales». Diamond discrepa de ello y prefiere hablar, para casos como estos, de
algo menos que «democracia electoral», correspondiendo más bien a «sistemas
autoritarios competitivos», «sistemas de partidos hegemónicos», «seudo-de-
mocracias», «semi-democracias» o, simplemente, «regímenes híbridos». Estos

147
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

últimos combinan elementos democráticos y autoritarios, y pueden incluirse, en


general, bajo el rótulo de «autoritarismo competitivo» (elecciones sin democra-
cia). En síntesis, hacia 2001, habrían existido 104 democracias en el mundo –34
más de las que existían a comienzos de la «tercera ola» democratizadora–, de las
cuales 73 (38%) corresponderían a «democracia liberales» y 31 (16,1%) a «de-
mocracias electorales», siguiendo la distinción de «Freedom House» entre «liber-
tades civiles» y «libertad política», respectivamente, confirmando lo que se ha
dicho en cuanto a que no todas las democracias electorales corresponderían a
democracias liberales. En el otro extremo habrían existido 50 casos (26%) de re-
gímenes autoritarios, bajo distintas modalidades. Entre ambos extremos, sin em-
bargo, existirían 38 casos (19,8%) de regímenes que podrían considerarse como
«híbridos», entre los que denomina «ambiguos» (17 casos, con un 8,9%) o de
«autoritarismo competitivo» (21 casos, o un 10,9%). El autor concluye en que,
aunque los «regímenes militares» han tendido a desaparecer, no debe descono-
cerse esta nueva realidad de «seudo-democracias», en torno a estos regímenes
«híbridos», mezcla de democracia y autoritarismo. En el caso de América Latina
y el Caribe, Cuba correspondería al único ejemplo de «régimen autoritario ce-
rrado», Antigua y Barbuda y Haití, corresponderían a casos de «autoritarismo
competitivo», mientras que Venezuela, Paraguay y Colombia corresponderían a
casos de regímenes «ambiguos». Por su parte, Argentina, El Salvador, Jamaica,
México, Brasil, Ecuador, Honduras, Nicaragua, Trinidad y Tobago y Guatemala
son calificados de «democracias electorales», mientras que solo Uruguay, Costa
Rica, Panamá, Surinam, Bolivia, Perú, Chile, República Dominicana y Guyana
–además de ocho países del Caribe que se mencionan, separadamente, en el
estudio– son clasificados como «democracias liberales». De esta manera, y a di-
ferencia del África-Subsahariana, Medio Oriente y Norte de África, la inmensa
mayoría de los países de América Latina y el Caribe corresponderían, con las seis
excepciones ya señaladas, a casos de democracia liberal o electoral.
En una línea similar, en esta serie de artículos del «Journal of Democracy»,
Schedler (2002) sostiene que la gran mayoría de regímenes existentes, hacia co-
mienzos de la década de 2000, pertenecen a una «zona nebulosa» que está entre
las «democracias liberales» y los «autoritarismos cerrados», y que califica como
«democracias electorales» y «autoritarismo electoral», sobre la base de siete
criterios que permiten distinguir entre estos dos últimos. En apretada síntesis, y
de manera elocuente, siguiendo la definición de democracia dada por Przewor-
ski, como aquel sistema «en que los partidos pierden elecciones», señala que el
«autoritarismo electoral» es aquel sistema «donde los partidos de oposición pier-
den elecciones» (Ibid., p. 47). Finalmente, Levistky y Way (2002), en una ló-
gica similar, referida a los regímenes «híbridos», señalan que es perfectamente
posible hablar de regímenes que son a la vez competitivos y autoritarios. Tal

148
Capítulo V Democracia, gobernabilidad y neo-populismo

sería la lógica del «autoritarismo competitivo», como un tipo de régimen hí-


brido caracterizado por la existencia de instituciones democráticas formales –la
realización de elecciones, principalmente– pero sin cumplir con los estánda-
res mínimos de una democracia. Estos últimos se refieren a la realización de
elecciones abiertas, libres y transparentes de los ejecutivos y parlamentos, el
derecho de voto prácticamente universal de los adultos, la protección amplia
de los derechos políticos y las libertades civiles, y la existencia de una autoridad
elegida por el pueblo que gobierna efectivamente, sin estar sujeta al control
tutelar de líderes militares o clericales. La mayoría de estos casos, según los
autores, corresponderían al África y la ex URSS. En el caso de América Latina,
el Perú de Fujimori, en la década de 1990, Haití, después de 1995, México,
antes de las elecciones de 2000, y Venezuela, en nuestra historia más reciente,
serían ejemplos de este tipo de regímenes. De esta manera, pues, si bien algunas
formas de autoritarismo, como los regímenes «totalitarios» o «burocrático-
autoritarios» que se han conocido en el pasado, se baten en retirada, surge un
tipo de régimen más sutil, en la era de la Post Guerra Fría, y bajo esta última
ola democratizadora, referido a aquellos regímenes del «autoritarismo compe-
titivo» que hemos mencionado.
Son innumerables los artículos y libros que se refieren a estas sombras de
la reciente ola democratizadora, desde la perspectiva de la calidad de la demo-
cracia. «No todo lo que brilla es oro», pareciera ser el trasfondo de toda esa
literatura, la que nos llama a ser más cautos y menos triunfalistas a la hora de
analizar este reciente proceso de democratización. Todo ello queda reflejado en
lo que el propio Diamond denomina «The Democratic Rollback» (2008), como
una suerte de «recesión democrática» en el centro de la cual está el resurgi-
miento del «estado predatorio». No hay que cantar victoria, es el mensaje de
Diamond. Los problemas relacionados con la «baja governanza» («governan-
ce»), y la realidad extendida de instituciones débiles, en unos 50 países, estarían
en el meollo de esta recesión, con serios riesgos desde el punto de vista de cier-
tas características básicas de la democracia («at-risk democracies»), frente a los
cuales los desafíos de la «buena governanza» y la necesidad de establecer una
adecuada rendición de cuentas («accountability»), en el contexto de realidades
como el clientelismo y la corrupción, aparecerían como antídotos necesarios y
fundamentales. Si bien puede decirse que unos 90 países llevaron a cabo pro-
cesos de «transición» a la democracia, desde 1974, y un 60% de los estados
independientes podían considerarse como democracias a comienzos del nuevo
siglo, ciertas corrientes autoritarias, asociadas a los nuevos estados predatorios,
habrían conducido a esta recesión democrática. Es así como el propio Freedom
House advierte, en un informe de enero de 2008, que, por primera vez desde
1994, la libertad en el mundo había experimentado una clara declinación o

149
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

retroceso. El bajo desempeño de muchas de estas nuevas democracias estaría


en el centro de los problemas anotados. Por su parte, el Index of Democracy de
The Economist (2008), confirma que, «siguiendo a una tendencia global de varias
décadas de democratización, la diseminación de la democracia se ha deteni-
do», agregando que «el patrón dominante en los últimos dos años ha sido el
estancamiento». A la luz de diversos enfoques e informes de este tenor, puede
señalarse que el principal problema que enfrentan las nuevas democracias en el
mundo, no está tanto en la cuestión de su legitimidad, sino de su desempeño,
relacionado principalmente con la cuestión de la gobernabilidad democrática
(«democratic governance»).
Este último es, precisamente, el tema que abordan Mainwaring y Scully
(2008, 2009), partiendo de la base que la literatura sobre transiciones y consoli-
dación de la democracia ha quedado superada por los hechos y que es necesario
buscar nuevas avenidas de investigación que se hagan cargo de los nuevos de-
safíos de la democracia en América Latina, en la realidad de fines de la década
de 2000. Incluso se distancian de la literatura sobre «calidad» de la democra-
cia –típicamente la de Larry Diamond y otros, algunos de los cuales hemos
mencionado anteriormente– por considerar que la misma se mantiene en los
aspectos procedimentales de la democracia, y que, junto con preocuparse por el
carácter democrático («democraticness») de este tipo de regímenes políticos, hay
que preguntarse por la efectividad («effectiveness») de las nuevas democracias.
Es aquí donde se encontrarían las grandes deficiencias de las nuevas democra-
cias de la región, en el nivel de la gobernabilidad («governance») democrática.
Aunque nos referiremos a este aspecto en el capítulo final, en su relación con
la democracia electoral y la democracia representativa, de lo que se trata, según
los autores, es de enfrentar no solo los desafíos en términos de la efectividad de
las instituciones políticas, que es la preocupación del «neo-institucionalismo»
que impera en la ciencia política, sino de la efectividad del desempeño esta-
tal, en términos de las políticas públicas («policies») impulsadas desde el estado.
De allí provendría el desencanto y la frustración con el funcionamiento de las
nuevas democracias en América Latina. Junto, pues, con relevar el papel de las
instituciones políticas, que es un aspecto central de la calidad de la democracia,
y con cuestionar el excesivo optimismo en torno a las reformas económicas
neoliberales de la década de 1990 –que ignoraron el papel central de la política
y de las instituciones– lo que los autores hacen es relevar el papel del estado, de
las políticas públicas y del desempeño del mismo en ciertas áreas fundamentales
para los ciudadanos y su propia percepción sobre la democracia. No se trata de
cuestionar el contenido de muchas de esas reformas económicas, las que, en
general, apuntaban en la dirección correcta. Menos aún se trata de cuestionar el
papel insustituible de las instituciones políticas, las que resultan fundamentales

150
Capítulo V Democracia, gobernabilidad y neo-populismo

en la perspectiva de la gobernabilidad democrática, sino de entender que, sin


un adecuado desempeño estatal, en el plano de las políticas públicas, no será
posible asegurar niveles adecuados de gobernabilidad. De lo que se trata es de
gobernar democráticamente, pero también con efectividad. Es esa la síntesis
que está detrás de la fórmula de la «gobernabilidad democrática» –entendida
como «democratic governance»–, y es aquí donde estarían las principales deficien-
cias y carencias en las nuevas democracias de América Latina.
La debilidad de los estados y la debilidad de las instituciones serían algu-
nos de los aspectos centrales detrás de la «crisis de representación democrá-
tica» que sería característica de los países de América del Sur, principalmente
de los países andinos de la región. Tal es la hipótesis que desarrollan el propio
Mainwaring, junto a Bejarano y Pizarro (2006) para explicar el desencanto y
frustración que existe en vastos sectores de la población en relación a las nue-
vas democracias de la región. Ese desencanto y frustración se manifestaría en
la muy baja confianza en los partidos políticos y los parlamentos, dos de las
instituciones políticas más importantes de la democracia representativa. Detrás
de esa baja confianza, sin embargo, estaría lo que los autores denominan una
verdadera «crisis de representación democrática» que se explicaría, ya sea por
las deficiencias en los arreglos institucionales de la democracia, principalmente
de instituciones políticas tan importantes como los partidos y los parlamentos,
o por las deficiencias en el nivel del desempeño de los estados, en la medida que
no son capaces de cumplir con sus funciones básicas en términos de seguridad,
desempeño económico y social, entre otros. No es que no exista una adecuada
participación electoral en la región –de hecho, en los últimos años han existido
niveles récord de participación electoral en muchos de los países andinos– sino
que la baja confianza en instituciones tradicionales de la democracia represen-
tativa, como los partidos y los parlamentos, tendrían raíces más profundas que
se expresan en esta crisis de representación democrática, producto de la debili-
dad y las deficiencias de las instituciones políticas y/o de los estados. Es de esa
crisis que surgen respuestas, u ofertas, de líderes populistas, o «outsiders», con
discursos «anti-establishment» que vienen a encarnar la protesta social contra las
elites y las instituciones tradicionales. El surgimiento de este tipo de liderazgos,
más que una causa de los problemas –sin perjuicio de que tienen un efecto dis-
ruptivo en relación a la democracia representativa y sus instituciones–, serían
una manifestación de esta crisis más profunda. Ellos vendrían a llenar un vacío,
por así decirlo, de esta crisis de representación democrática, que conlleva una
crisis de las instituciones tradicionales y emblemáticas de la democracia repre-
sentativa. La alta volatilidad electoral, el colapso del sistema de partidos –típica-
mente en países como Venezuela, Bolivia y Ecuador– y la emergencia de líderes
populistas o «outsiders», serían algunas de las manifestaciones de esta crisis.

151
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

Democracia y neo-populismo en América del Sur

Ya hemos dicho, en el capítulo I, que, en la búsqueda de respuestas o alternati-


vas al predominio oligárquico, tras la crisis de este último desde comienzos del
siglo veinte, el populismo aparece como la respuesta más paradigmática de la
región, enfrentada a los desafíos del desarrollo económico, social y político. En
esta sección queremos argumentar que el surgimiento del neo-populismo, en la
historia más reciente de América Latina, especialmente de América del Sur, nos
demuestra que, de alguna manera, aún estamos en un proceso de «desoligar-
quización», en la medida que uno de los rasgos centrales del populismo, viejo
y nuevo, es precisamente su carácter «anti-oligárquico». Argumentaremos que
en el centro de la relación entre populismo y democracia está la marcada ambi-
güedad de aquel en torno a esta última. Esta característica aparece como un ele-
mento de continuidad, y una característica intrínseca del populismo latinoame-
ricano, viejo y nuevo, especialmente en relación a la democracia representativa
y sus instituciones.
Podría decirse que una de las formas de analizar la historia de América La-
tina, en el último siglo, en este intento por sustituir el orden oligárquico por un
nuevo orden democrático, es a través de ciertos dilemas que se han planteado, en
distintos momentos y con diversos grados de intensidad, y que han definido el
proceso político. Queremos argumentar, en las líneas que siguen, que son cuatro
los principales dilemas que se han planteado en la región, a lo largo del último
siglo, y que es en torno a ellos que ha girado la política latinoamericana. Nos re-
ferimos a los dilemas de pueblos u oligarquías, desarrollo o dependencia, refor-
ma o revolución, y democracia o dictadura. Finalmente, sostendremos que, en la
historia más reciente de la región, junto con el dilema entre incluidos y exclui-
dos, que se hace más visible en la era de la globalización, uno de los principales
dilemas que enfrenta América Latina es aquel entre democracia y populismo.
En efecto, el primer dilema que enfrentó América Latina, frente al estalli-
do de la «cuestión social» y el proceso de crisis oligárquica que tuvo lugar en
el primer tercio del siglo XX, fue aquel entre pueblos u oligarquías. El compo-
nente «nacional y popular» del viejo populismo, tal como hemos analizado en
el capítulo I, vino a expresar este dilema, en un sentido anti-imperialista y anti-
oligárquico. La industrialización sustitutiva de importaciones dirigida desde el
estado, y el modelo de crecimiento «hacia adentro», alrededor de la llamada
«coalición populista», fue la respuesta a dicho dilema, impulsando tanto la mo-
dernización como la democratización de las estructuras económicas, sociales y
políticas, con una marcada tensión entre populismo y democracia.
Un segundo dilema, que surgió hacia fines de la década del cincuenta y du-
rante la década del sesnta, de algún modo relacionado con ciertas características

152
Capítulo V Democracia, gobernabilidad y neo-populismo

del modelo de desarrollo impulsado desde la década de 1940, fue aquel entre
desarrollo o dependencia. Desde una postura radical, de izquierda, sobre todo
de sectores de intelectuales, todos ellos fuertemente influidos por la revolución
cubana, se constataba que, lejos de haber alcanzado una «segunda indepen-
dencia nacional», como, de alguna manera, se pretendía con dicho modelo de
desarrollo, se había profundizado la dependencia de los países de la región, en
torno a una relación de subordinación entre el centro y la periferia. La nacio-
nalización de las riquezas básicas, las reformas estructurales y, en definitiva,
la revolución, aparecían como la única forma de romper con esas cadenas de
dependencia y subordinación. A la postre, y visto en retrospectiva, el dilema
entre desarrollo y dependencia demostró ser un falso dilema. El gran salto cua-
litativo lo dieron los países asiáticos, del este, del sudeste y, en definitiva, del
sur de Asia, los que demostraron que sí había una manera de romper con esa
posición subordinada y dependiente, a través de un fuerte impulso de las expor-
taciones, especialmente de exportaciones de manufacturas y, en definitiva, de
una activa inserción en la economía internacional. América Latina ha seguido
su propio camino en esa misma dirección, con todas las dificultades, tensiones
y contradicciones que hemos anotado, en un largo proceso que ha significado
pasar desde un modelo de desarrollo, de sustitución de importaciones, sobre la
base de un fuerte proteccionismo, a otra estrategia, sobre la base de la apertura
externa y la liberalización del comercio. Todo ello demostró que no estábamos
condenados al subdesarrollo, basados en nuestra –real o supuesta– condición de
países dependientes. Los intentos más recientes de enarbolar banderas «anti-
imperialistas», en la era de la globalización y, aún más, frente a la reciente cri-
sis financiera y económica del capitalismo global (2008-2009), no han logrado
darle un contenido sustantivo al intento –precario, solapado, contradictorio– de
revivir las teorías de la dependencia y del imperialismo que conoció la región
en la década de 1960.
Habría que decir también, en un sentido positivo, que estas teorías de la
dependencia hicieron una importante contribución a las ciencias sociales, en
general, y a las teorías del desarrollo, en particular, en términos que nos ense-
ñaron a mirar a América Latina desde el punto de vista de su inserción en la
economía internacional, de una manera más sistémica y comprehensiva. En este
sentido, y más allá de sus evidentes falencias, las que fueron primero develadas
por el propio trabajo de Cardoso y Faletto, desde el interior de las teorías de
la dependencia (así, en plural), tal como lo hemos analizado en el capítulo II,
ese puede haber sido el mayor aporte de dichas teorías, las que desataron, en su
momento, las más intensas pasiones a nivel de la intelectualidad.
Un tercer dilema que enfrentó la región, en las décadas de 1960 y co-
mienzos de la década de 1970, fue aquel entre reforma o revolución. Tal fue el

153
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

principal –y el más dramático– dilema de América Latina, especialmente ante


el tremendo impacto de la revolución cubana, en plena Guerra Fría, con un
mundo dividido en dos, entre los Estados Unidos y la URSS, en que no había
lugar para los matices o las sutilezas. Fue un mal momento para la política y
para la democracia, en la medida que el «arte de la política», sobre la base de
la negociación y el compromiso, en la difícil pero necesaria tarea de articula-
ción de gobiernos, partidos, parlamentos y movimientos sociales, y las críticas
radicales en torno a la democracia «formal» o «burguesa», vinieron a crear
un escenario de polarización y confrontación, que devino, trágicamente (no
inevitablemente), en los procesos de quiebre democrático que hemos anali-
zado anteriormente, especialmente en América del Sur. Ni los partidarios de
la revolución ni los de la reforma resultaron triunfantes en una confrontación
que concluyó con la instalación de los regímenes «burocrático-autoritarios»
de las décadas de 1970 y 1980, sobre la base de la triple alianza entre militares,
empresarios y tecnócratas.
Un cuarto dilema fue aquel entre dictadura o democracia. Se trató, en
verdad, de un verdadero dilema, y de un trágico dilema –tal vez el más trágico
y verdadero de nuestra historia–, en la medida que las nuevas dictaduras sur-
gidas en el Cono Sur de América Latina, condujeron, más allá de los esfuerzos
modernizadores de las estructuras económicas y sociales, más exitosos en al-
gunos casos, menos exitosos en otros, a una brutal represión, manifestada en
la sistemática violación de los derechos humanos. Este dilema ya no giraba en
torno a la cuestión de la propiedad sobre los medios de producción –como,
de alguna manera, lo habían sido los dos dilemas anteriores– sino en torno
a la cuestión del régimen político (democracia o dictadura). Fue la lucha por
los derechos humanos, las movilizaciones sociales, políticas y electorales, y los
procesos de liberalización que precedieron a los de democratización, los que
caracterizaron a este período. En el aspecto positivo, tal como lo hemos visto
anteriormente, y como analizaremos en el capítulo final, surgió en la región una
nueva conciencia, ética, jurídica y política, acerca de los derechos humanos, y
una nueva valoración sustantiva en torno a la democracia política, democracia
representativa, o «poliarquía», todo lo cual contribuyó, decididamente, a soste-
ner y afirmar las precarias democracias surgidas en esta nueva, y más reciente,
ola democratizadora.
Surge, entonces, de manera inevitable, la pregunta: ¿cuál es el dilema que
enfrenta América Latina en la hora actual? Una respuesta evidente, cuando
se analiza la situación de la región, es el dilema que se expresa en la realidad
de los «incluidos» y los «excluidos» en torno a esta nueva estrategia de desa-
rrollo basada en la apertura externa, la liberalización del comercio y la nueva
inserción internacional de América Latina, en la era de la globalización. Tal es

154
Capítulo V Democracia, gobernabilidad y neo-populismo

la perspectiva, a modo de ejemplo, de uno de los informes del Banco Intera-


mericano de Desarrollo (BID), que queda expresada en el sugerente título de
una reciente publicación, «Outsiders? The Changing Patterns of Exclusion in Latin
America and the Caribbean» (BID, 2007). A juicio del informe, la «exclusión so-
cial» de vastos sectores, antiguos y nuevos, de la sociedad, con características
más urbanas y visibles que en el pasado, no resulta del hecho de estar «afuera»,
sino del tipo de «interacciones» al interior de sociedades que son prósperas y
modernas en muchos sentidos, pero que tienen esta otra cara de la exclusión.
En el capítulo VII haremos un análisis más en profundidad acerca de la «nueva
cuestión social» que surge en América Latina, alrededor del concepto de «co-
hesión social» (o la falta de ella); por ahora, bástenos con señalar que subsisten
importantes formas de exclusión social, a las que se añaden nuevas formas de
exclusión, y que aquí estamos frente a un serio dilema económico-social en la
región, como es aquel entre exclusión e inclusión.
En esta sección, sin embargo, queremos hacer un análisis más en profun-
didad del llamado «neo-populismo» en la región, procurando desentrañar su
verdadera naturaleza y características, así como los elementos de continuidad
y ruptura en relación al viejo populismo. Lo que queremos recalcar, en defini-
tiva, son las tensiones y contradicciones que surgen entre el neo-populismo y
la democracia representativa y sus instituciones. Hay aquí también un nuevo
dilema en la región –nuevo de puro viejo, a decir verdad–, como es aquel entre
democracia y populismo. Más que «culpar» a esta neopopulismo por los males
de la región, queremos poner énfasis que el surgimiento de este nuevo fenó-
meno en América Latina demuestra que aún estamos en un proceso de «des-
oligarquización» que no ha concluido, con el trasfondo de la realidad extendida
de la pobreza y la desigualdad, en el tránsito entre el antiguo orden oligárquico
y un nuevo orden democrático que se abre paso de manera significativa, aunque
no exento de tensiones y contradicciones.
Puede decirse que el surgimiento y desarrollo del neo-populismo, en Amé-
rica Latina, en nuestra historia más reciente, corresponde –por así decirlo– a
una obra en cuatro actos, que pasamos a describir y analizar a continuación.

Acto I. El «ciclo populista». En algunos de sus escritos y conferencias en


las décadas de 1980 y 1990, Alejandro Foxley, Ministro de Hacienda de Chile
(1990-1994), se refirió al surgimiento, en América Latina en la década de 1980,
en pleno proceso de transición a la democracia, de lo que denominó el «ciclo
populista». Se refería, principalmente, al tipo de políticas económicas llevadas
a cabo bajo los gobiernos de Alan García, en el Perú, José Sarney, en Brasil,
y Raúl Alfonsín, en Argentina –entre los más emblemáticos– que, finalmente,
condujeron a la llamada «década perdida». Este «ciclo populista», pues, debe

155
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

distinguirse de un régimen populista propiamente tal, al que nos referiremos


más adelante, en la medida que se refiere principalmente a las políticas económi-
cas llevadas a cabo por esos gobiernos, en pleno proceso de democratización.
En síntesis, la lógica detrás de las políticas económicas impulsadas por
varios de los gobiernos de la época, se basaba en la necesidad de activar la eco-
nomía y subir el nivel de los salarios a través de una suerte de «shock fiscal», en
torno al viejo argumento referido a la «capacidad ociosa» de la economía, tal
vez una variación de aquel otro argumento referido a la «elasticidad» de la eco-
nomía al que nos hemos referido a propósito de los dichos de Juan Domingo
Perón. Esas políticas económicas condujeron, al menos en el primer año de esos
gobiernos, a una gran popularidad de los Presidentes. Piénsese, por ejemplo, en
la enorme popularidad alcanzada inicialmente por el Presidente Alan García,
en el Perú, en la medida que las cosas parecían ir, no solo bien, sino que muy
bien. En el segundo año, sin embargo, había que pagar la cuenta en términos
de los procesos de inflación e hiperinflación que comenzaron a aparecer en el
horizonte, conduciendo a los primeros signos de crisis económica. En el tercer
año –tal era la lógica del «ciclo populista»–, la crisis económica se transformaba
en una crisis social, con protestas masivas en las calles de los sectores populares
y las masas de trabajadores y asalariados, acompañado de una caída en la popu-
laridad presidencial. Finalmente, en el cuarto año, la crisis económica y social
se transformaba en una crisis política, e incluso en una crisis constitucional,
como en el caso de Argentina, en que el Presidente Alfonsín tuvo que hacer una
entrega anticipada del poder a su sucesor (Carlos Menem).
Este «ciclo populista» corresponde a lo que Patricio Meller ha definido
como aquel conjunto de políticas macroeconómicas, con un fuerte componente
redistributivo, de tipo populista, dirigidas al logro de una rápida recuperación
de la economía (Meller, 2000). Este paradigma se caracteriza, según el autor,
por una fase inicial que pareciera producir resultados muy exitosos. Sin embar-
go, en una segunda fase, el fuerte aumento en los niveles de demanda genera un
creciente desequilibrio, mientras que la tercera fase concluye en intentos deses-
perados de ajustes económicos, dirigidos a contener las presiones inflacionarias,
dentro de un fuerte y ortodoxo esquema de estabilización. Aparte del hecho de
que este paradigma populista termina por infligir un costo terrible en los mis-
mos sectores sociales a los que procura favorecer, en el marco del proceso de
transición a la democracia de la década de 1980, este ciclo populista tuvo un cla-
ro efecto de desestabilización, pavimentando el camino, paradójicamente, a las
reformas económicas de tipo neoliberal llevadas a cabo en la década de 1990.
Tal vez el mejor y más acabado trabajo, teórico y comparativo, sobre el po-
pulismo en términos de las políticas económicas asociadas al mismo, es el libro
de Rudiger Dornbusch y Sebastián Edwards, The Macroeconomics of Populism in

156
Capítulo V Democracia, gobernabilidad y neo-populismo

Latin America (1991). Basados en las políticas macroeconómicas llevadas a cabo


en países como Argentina, Chile, Brasil, Nicaragua, México y Perú, en la década
de 1980, los autores acuñan el concepto de «paradigma populista» y, más es-
pecíficamente, el de «macroeconomía del populismo» para referirse a aquellos
regímenes populistas que, históricamente, intentaron abordar temas de des-
igualdad en los niveles de ingreso a través del uso (y abuso) de políticas ma-
croeconómicas en extremo expansivas, conduciendo casi de manera inevitable a
grandes crisis económicas. Según los autores, «el uso de políticas macroeconó-
micas para alcanzar objetivos de tipo distributivo, históricamente, ha conducido
al fracaso, el lamento y la frustración» (Idem, p. 2). En definitiva, esas políticas
habrían fracasado en su intento por beneficiar a los segmentos más pobres de
la sociedad, resultando en el hecho, por ejemplo, que los salarios reales termi-
naron por ser más bajos de lo que eran al principio de esos experimentos. Este
rasgo «autodestructivo» del populismo, como resultado de un mal manejo y de
una persistente inestabilidad macroeconómica, habría conducido, en definitiva,
a un fracaso de la macroeconomía del populismo en América Latina.
No es una simple coincidencia, dicho sea de paso, que esta primera aproxi-
mación al neo-populismo en nuestra historia más reciente, referida al «ciclo
populista», con su énfasis en las políticas económicas y la macroeconomía del
populismo, provenga de economistas como Dornbusch, Edwards, Foxley y
Meller. Argumentaré, a continuación, que, en los años que siguieron, el neo-
populismo adoptó una forma que combina ciertos rasgos tradicionales sobre la
economía o macroeconomía del populismo, con aspectos políticos e institucio-
nales que tienen que ver con la crisis de representación democrática en Amé-
rica Latina y la adopción de formas altamente personalistas y plebiscitarias de
democracia. De esta manera, sostenemos que no se trata tan solo de las políticas
económicas, o de la economía o macroeconomía del populismo, sino también
de la política del populismo (o neopopulismo).

Acto II. Neo-populismo neoliberal. A decir verdad, en la historia más reciente


de América Latina el neo-populismo no surgió desde la izquierda, sino desde la
derecha, en la forma de las reformas neoliberales llevadas a cabo en la década de
1990. Fernando Collor de Mello, en Brasil, Carlos Menem, en Argentina, Al-
berto Fujimori, en el Perú, introdujeron, no solo aquellas reformas económicas
neoliberales características del llamado «Consenso de Washington», a las que
nos hemos referido en el capítulo IV, sino también un tipo de democracia alta-
mente personalista, plebiscitaria, populista y delegativa, que aparece como un
rasgo central y definitivo del neo-populismo surgido en la historia más reciente
de América Latina. El gobierno por decreto presidencial, la apelación directa
a las masas (opinión pública), la gran popularidad de estos líderes populistas, al

157
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

menos en la fase inicial, lo que condujo a la re-elección de Menem y Fujimori, y


un programa radical de reformas económicas de tipo neoliberal, fueron algunas
de las características más salientes de estos gobiernos y de las políticas impul-
sadas por ellos.
Kurt Weyland (2003) acuñó el concepto de «neo-populismo neoliberal»,
procurando justamente desentrañar algunas de las características centrales de
estos procesos. Hay que decir también que, ya a mediados de la década de 1990,
a partir de la experiencia del caso peruano, bajo Fujimori, Kenneth Roberts se
refirió a aquella «nueva paradoja» consistente en «el surgimiento de líderes
personalistas, con una amplia base de apoyo, que siguen recetas de tipo neo-
liberal en una dirección de austeridad económica y ajustes estructurales pro-
mercado» (Roberts, 1996). Weyland argumenta que, aunque la literatura suele
considerar los términos «neoliberalismo» y «neo-populismo» como opuestos
entre sí, de hecho lo que ocurre en la década de 1990 es que existió una «siner-
gia» entre ambos, en la medida que las reformas neoliberales necesitaban de
una especie de permiso o salvoconducto («free hand»), para impulsar reformas
y políticas que procurasen introducir alguna estabilidad, o predictabilidad, en
la vida diaria de las personas, a través de la acción del estado. Todo esto, como
una respuesta a los procesos de inflación e hiperinflación tan característicos de
los procesos de democratización en la década de 1980, con efectos económi-
cos devastadores, particularmente para los sectores populares, lo que, a su vez,
explica la gran popularidad inicial de Menem y Fujimori. De esta manera, un
componente fuertemente personalista y plebiscitario se añadió a este «neo-
populismo neoliberal», en el marco de bajos niveles de institucionalización,
lo que, a su vez, aparece como una característica muy distintiva del fenómeno
populista, viejo y nuevo, en América Latina. Luego de una fase inicial, carac-
terizada por la radicalidad y audacia de estas reformas neoliberales, aparece
la necesidad de algún tipo de «reglas institucionales» con el fin de introdu-
cir algún grado de predictibilidad a los inversionistas extranjeros y los actores
económicos. Esto mismo condujo, casi por definición, a una erosión gradual
del modelo neo-populista neoliberal. Con ello, las sinergias iniciales que con-
tribuyeron a explicar esta relación aparentemente contradictoria, terminaron
también por desvanecerse.
Como bien sabemos, y como hemos visto en el capítulo IV, las refor-
mas económicas neoliberales, populistas o no populistas, terminaron mal en
América Latina. En el caso de Argentina, la historia concluyó en la dramática
crisis de 2001. En el caso del Perú, Fujimori terminó en el exilio, para luego
ser extraditado por Chile a su país de origen. En términos amplios, y en forma
resumida, desde el «Caracazo», en Venezuela, en 1989 –una reacción popular,
con fuertes manifestaciones en las calles, contra el «paquete de austeridad» y

158
Capítulo V Democracia, gobernabilidad y neo-populismo

las reformas neoliberales adoptadas por Carlos Andrés Pérez– hasta los san-
grientos sucesos de octubre de 2003, en Bolivia, los que concluyeron en el
derrocamiento de Gonzalo Sánchez de Lozada, con cientos de muertos en las
calles de Caracas y La Paz, respectivamente, las reformas económicas neoli-
berales llevadas a cabo en la década de 1990, con el trasfondo del Consen-
so de Washington, terminaron en forma desastrosa. Podrá discutirse hasta el
cansancio si dicho fracaso se debió al diseño mismo de tales reformas, o a la
forma en que fueron implementadas, o a una combinación de ambas, pero lo
cierto es que terminaron mal. Sin embargo, el populismo logró sobrevivir a
las mismas. De hecho, volvió a surgir como una respuesta y una alternativa a
las reformas económicas neoliberales de esa década, especialmente en países
como Venezuela, Bolivia y Ecuador.

Acto III. Neo-populismo de izquierda. Dos son los procesos, relacionados


entre sí, que tuvieron lugar hacia fines de la década de 1990 y comienzos de
la década de 2000, que tal vez nos puedan ayudar a explicar la sobrevivencia
del populismo en América Latina, ahora en la forma de un neo-populismo de
izquierda: por un lado, la profunda crisis y descomposición de las elites e ins-
tituciones políticas tradicionales en países como Venezuela, Bolivia y Ecuador,
conduciendo al colapso de los sistemas de partidos –de hecho, Bolivia tuvo seis
gobiernos en seis años, Ecuador tuvo siete gobiernos en diez años, y la crisis
de 1998 condujo, en ese mismo año, a la elección de Hugo Chávez, en Vene-
zuela, quien resultara re-electo en 2000 y nuevamente en 2006. Por otro lado,
surgió lo que podríamos llamar el «grito de la gente», un grito desesperado, en
la forma de las demandas de diversos sectores de la sociedad, provenientes del
desempleo urbano, especialmente de los jóvenes, de los nuevos movimientos
sociales e indigenistas, como en el caso de Bolivia, entre otros ejemplos que ex-
presaban el grave descontento y la frustración de vastos sectores de la sociedad,
particularmente contra las elites e instituciones tradicionales, procurando en
todo este proceso alcanzar su «lugar bajo el sol» en términos de las más sentidas
demandas sociales de estos sectores emergentes.
El elemento de continuidad entre el «neo-populismo neoliberal» de la
década de 1990 y este «neo-populismo de izquierda», estuvo constituido por
el tipo de democracia que caracterizó a ambos, altamente personalista, plebis-
citaria y delegativa. Ya sea desde la derecha, o desde la izquierda, esta forma
que asume la democracia en las últimas dos décadas aparece como un rasgo
distintivo del neo-populismo, en América Latina, y uno de los más serios obs-
táculos, y de los principales desafíos, en términos de la consolidación de una
democracia estable –cuestión que analizaremos en forma más detenida en el
último capítulo. Defino aquí el populismo contemporáneo, o neo-populismo,

159
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

siguiendo a René Mayorga, en términos de «un patrón de política personalista


y antiinstitucionalista, enraizado principalmente en la apelación hacia, o des-
de, la movilización de las masas marginalizadas» (Mayorga, en Mainwaring,
Bejarano y Pizarro, 2006, p. 134). De una manera similar, Weyland define el
populismo como «una estrategia política a través de la cual un líder perso-
nalista procura ejercer el poder gubernamental basado en el apoyo directo,
sin mediaciones institucionales, de vastos sectores de seguidores que carecen
de una organización propiamente tal» (Weyland, 2001, p. 14). A su vez, esta
definición está en sintonía con la que proporciona Roberts, en términos de
definir el populismo como «una movilización política de las masas, de arriba
hacia abajo, a través de líderes personalistas que desafían y cuestionan a las
elites dirigentes actuando en nombre del «pueblo» o de la «gente», sin que
estos términos sean adecuadamente definidos» (Roberts, invierno-primavera
de 2007, p. 5).
Qué duda cabe que existió un alto costo social asociado a las reformas
neoliberales llevadas a cabo en la década de 1990, lo que provocó el surgimiento
de fuertes y sentidas demandas sociales desde vastos sectores de la sociedad. Tal
vez ninguna expresión sea más elocuente de la magnitud y la intensidad de estas
demandas, y de las frustraciones y el desencanto con las reformas económicas
neoliberales de la década anterior, que aquella frase escrita con graffiti –expre-
sión, por lo tanto, de la cultura popular, sobre todo juvenil–, en alguna calle de
Lima, Perú, hace algunos años atrás, que es más elocuente que mil palabras:
«No más realidades, queremos promesas» (lo anterior me fue relatado por el
cientista político, Arturo Valenzuela, quien vio esta frase escrita en algún muro
de Lima).
Los tres elementos señalados anteriormente, esto es, el fracaso de las re-
formas económicas neoliberales de la década de 1990, el proceso de descom-
posición de las elites y las instituciones tradicionales, y las nuevas demandas
sociales asociadas a estos sectores emergentes, condujeron al surgimiento de
algunos de los actores más representativos de este neo-populismo de izquierda,
como Hugo Chávez, en Venezuela, Evo Morales, en Bolivia, y Rafael Correa,
en Ecuador. Tal vez se podría incluir el caso de Néstor Kirchner y Cristina
Fernández, en Argentina, tras el estrepitoso fracaso de las reformas económi-
cas llevadas a cabo por Menem, en la década anterior, aunque con unas carac-
terísticas, y en un contexto, que requeriría de todo un tipo de análisis distinto.
Lo que une a este último caso con los anteriores, sin embargo, es la fuerte
personalización del poder, y la marcada «debilidad institucional» que ha esta-
do en el centro de la permanente y recurrente inestabilidad característica de
Argentina a lo largo de las últimas décadas (Levistky y Murillo, 2005). Adicio-
nalmente, el «kirchnerismo» pertenece a la tradición y la cultura política del

160
Capítulo V Democracia, gobernabilidad y neo-populismo

«peronismo» que es, a su vez, una de las expresiones más paradigmáticas del
populismo latinoamericano.
De esta manera, el surgimiento del neo-populismo de izquierda debe ser
visto, en primerísimo lugar, como el desenlace de todo un proceso; esto es,
como una respuesta al fracaso de las reformas económicas neoliberales y la
descomposición de las elites e instituciones políticas tradicionales, ante su in-
capacidad para responder a las demandas sociales de los sectores emergentes,
especialmente en algunos de los países de la región –no en todos, ni siquiera
en la mayoría, sino en algunos de ellos, como veremos más adelante, por lo
que no conviene hacer generalizaciones. De cualquier manera, en relación a lo
que es el eje central de nuestro análisis, en esta sección, referido a la relación
entre populismo y democracia, debe afirmarse con mucha claridad que este
neo-populismo de izquierda confirma las tensiones y contradicciones intrínse-
cas que existen entre populismo y democracia. Todo ello, con el trasfondo del
proceso de «desoligarquización» que es propio del viejo y nuevo populismo en
América Latina.
Como veremos en el capítulo final, estas tensiones y contradicciones se re-
lacionan con los rasgos personalistas y plebiscitarios del populismo, y el choque
que ello produce con la democracia representativa o lo que llamaremos «de-
mocracia de instituciones». Argumentaremos que, detrás de la apelación a un
tipo de democracia «directa» o «participativa», la que es vista como una forma
«superior» de democracia, los regímenes populistas esconden la realidad de
una democracia personalista y plebiscitaria o, en las palabras de Coppedge, para
definir al régimen «chavista», de «un caso extremo de democracia delegativa»
(en Domínguez y Shifter, 2003, p. 165). La definición de José Vicente Rangel
–uno de los más cercanos colaboradores de Hugo Chávez en su calidad de vice-
presidente, ministro de Defensa y de Relaciones Exteriores del mismo, en dis-
tintos momentos– para definir al régimen de Chávez, nos ahorra comentarios:
«si algún poder representa Chávez es el poder del pueblo, es decir, Chávez está
por encima de las instituciones porque encarna al pueblo» (entrevista en Últi-
mas Noticias de Caracas, de 11 de febrero de 2007, reproducida por La Tercera,
en Santiago, el 13 de febrero).
En el centro de estas tensiones entre democracia y populismo están las
tensiones entre la fortaleza de las instituciones y la aparición de liderazgos
personalistas, los que generalmente florecen en contextos de baja instituciona-
lización (Navia y Walker, 2006). A mayor fortaleza institucional, más acotados
los liderazgos personales. Cuando las instituciones democráticas son sólidas y
fuertes, los liderazgos personalistas pueden desarrollarse en contextos acotados
que, por cierto, pueden ser conducentes a fortalecer aún más las instituciones
democráticas. Las instituciones constituyen pesos y contrapesos que acotan,

161
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

limitan, restringen, pero también facilitan y legitiman el ejercicio del poder


por parte de los representantes democráticamente electos. Las instituciones
son la mejor forma de garantizar que la discrecionalidad en el ejercicio de los
derechos y atribuciones de los gobernantes estará acotada. Es así como las ins-
tituciones, en general, y los partidos políticos, en particular, pueden llegar a
constituirse en el mejor «antídoto» contra el populismo en América Latina
(Navia, 2003).
Sabemos que los liderazgos carismáticos son esenciales para obtener triun-
fos electorales. Los buenos candidatos son capaces de comunicar exitosamente
sus propuestas. Porque los medios masivos de comunicación se han convertido
en los principales vehículos para comunicar mensajes, y porque los mensajes
precisos y convocantes son las herramientas de campaña más efectivas, el atrac-
tivo personal de los candidatos es requisito esencial para una aventura electoral
exitosa. En un contexto, sin embargo, donde las instituciones democráticas son
débiles, los liderazgos atractivos tienden a devenir en populismo. En la medida
que como candidatos se convierten en depositarios de la confianza de sus elec-
tores, cuando asumen el poder tienden a concentrarlo en sus propias manos.
Independiente de las políticas económicas que adopten, los mandatarios que
concentran poder en contextos de instituciones democráticas débiles tienden a
caer en la tentación populista. Por el contrario, cuando existen instituciones de-
mocráticas sólidas, la popularidad de los candidatos ganadores se transforma en
una fuerza que genera apoyos y lealtades en las instituciones que tienen capaci-
dad de ejercer poder de veto sobre la adopción de políticas públicas. Mientras
más populares, más capacidad tienen los presidentes para avanzar en sus agen-
das legislativas. Cuando existe un contexto democrático institucional sólido, los
mandatarios populares no caen víctimas de tentaciones populistas. Uno de los
principales problemas de la reciente ola democratizadora en América Latina es
que los procesos de consolidación democrática se dan en contextos favorables
para la aparición de liderazgos populistas.
La Tabla 1 muestra la interacción entre la popularidad de un mandatario
presidencial y la solidez de las instituciones democráticas. Los políticos popu-
lares pueden convertirse en presidentes exitosos en contextos de instituciones
democráticas sólidas, o bien ceder ante la tentación populista en contextos de
instituciones democráticas débiles. Por otro lado, los presidentes impopula-
res son incapaces de llevar adelante sus agendas y cumplir con sus promesas
de campaña aún cuando existan instituciones democráticas sólidas. El peor
de los mundos es aquel donde no existan instituciones democráticas sólidas y
los presidentes son impopulares. En esas condiciones, se corre el riesgo de la
ingobernabilidad.

162
Capítulo V Democracia, gobernabilidad y neo-populismo

Tabla 1
Interacción entre popularidad presidencial y
solidez de las instituciones

Instituciones democráticas sólidas Instituciones democráticas débiles


Presidente popular Gobierno implementa exitosamente Gobierno enfrenta tentación populista
promesas de campaña
Presidente impopular Gobierno fracasa en implementar Riesgo de Ingobernabilidad
promesas de campaña
Fuente: Navia y Walker, 2006, p. 16

Una última nota sobre otra «sinergia» entre neoliberalismo y neopopulis-


mo, tomando como base el trabajo de Weyland: no es cierto que la ambigüedad
en relación a la democracia representativa y sus instituciones sea monopolio
del neopopulismo de izquierda, o una característica que sea exclusiva y exclu-
yente del viejo y nuevo populismo en América Latina, como hemos argumen-
tado extensamente. En algún sentido importante, este es un punto significativo
de convergencia entre neoliberalismo y neopopulismo. Ya hemos dicho, en el
capítulo I, que el liberalismo «realmente existente» en la historia de América
Latina, ha ido más de la mano del autoritarismo que de la democracia. Esa fue
la realidad de una parte significativa del viejo liberalismo en la región, y lo es
también del nuevo liberalismo surgido en las últimas décadas. Recordemos que
este surge en la década de 1970 asociado a los nuevos regímenes burocrático-
autoritarios que impulsaron un conjunto importante de reformas económicas
de tipo neoliberal en América Latina. En la era democrática, postautoritaria,
las reformas económicas del «neopopulismo neoliberal» de Alberto Fujimori
fueron posibles, entre otras cosas, merced a un autogolpe llevado a cabo en
1992. Lo que hemos querido decir, tanto en el capítulo I como en este capítulo
y los siguientes, es que, a la luz de su historia, el viejo y el nuevo liberalismo
muestran un balance que está más inclinado al debe que al haber en relación a
la democracia representativa y sus instituciones.
Tal vez esto último requiera de una nota adicional, y final. Cuando habla-
mos de «neoliberalismo», debemos hacerlo para distinguirlo del liberalismo
clásico, más que del «neopopulismo». En este sentido, puede decirse que tres
son las principales diferencias entre el liberalismo clásico y el neoliberalismo,
de las que emergen con claridad la superioridad de aquel frente a este último,
especialmente desde el punto de vista de la cuestión central de la democra-
cia. En primer lugar, lo más característico del neoliberalismo, en la historia
más reciente de América Latina, es su fuerte reduccionismo economicista, en
contraposición al viejo liberalismo que fue, simultáneamente, una formulación
filosófica, ética, legal, política, económica y social. En segundo lugar, y como

163
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

consecuencia de lo anterior, existe en el neoliberalismo una suerte de desprecio


por el ámbito de lo público, de la política y del estado, en contraposición al
liberalismo clásico que desarrolló un completo sistema de ideas, abarcando no
sólo el ámbito de la economía y del mercado, sino de la política y del estado.
De ambas características anteriores, surge una tercera característica del neo-
liberalismo que se refiere, precisamente, a una cierta ambigüedad en relación a
la democracia representativa y sus instituciones, lo que habría sido un escándalo
para los clásicos del liberalismo, como John Locke, John S. Mill o Alexis de
Tocqueville.
En suma, los neoliberales –y desgraciadamente no es muy distinto lo que
puede decirse de muchos de los viejos liberales en la región– no han escapado
a las ambigüedades en torno a la democracia representativa y sus institucio-
nes, y a las formas dictatoriales de gobierno. No ha sido fácil el encuentro en
América Latina entre liberalismo y democracia, como tampoco ha sido fácil el
encuentro entre populismo y democracia. Más bien se trata de una historia de
desencuentros.

Acto IV. Respuestas populistas y no populistas a las reformas económicas


neoliberales de la década de 1990 (el surgimiento de un nuevo movimien-
to socialdemócrata). En la parte final de esta sección deseo argumentar que
tal vez Hugo Chávez pueda ser percibido como la figura política más visible y
más estridente de América Latina, pero en ningún caso corresponde a la más
representativa, en la realidad mucho más compleja, rica y diversa de la región.
Por cierto que esta afirmación puede aparecer como bastante contra-intuitiva,
si consideramos que Chávez usualmente acapara los principales titulares y pá-
ginas editoriales más allá de la región (y dentro de la región). Sin embargo, esto
en ningún caso lo transforma en la figura política más representativa de Amé-
rica Latina. De hecho, argumentaré que Chávez es la excepción y no la regla
general en términos del desarrollo político y económico de la región.
Algo similar puede decirse en torno a la figura de Evo Morales. Es cierto
que, en forma creciente, los titulares y editoriales desde fuera de la región han
ido dirigidos a relevar la figura del líder indigenista boliviano, aunque deben
evitarse las comparaciones simplistas. Si bien hay muchos elementos en común
entre ambos procesos, Bolivia no es Venezuela, y Morales no es Chávez, de la
misma manera que América Latina no es Chávez, y Chávez no es América La-
tina. De hecho, los procesos en Venezuela y Bolivia tienen, cada uno de ellos,
su propia especificidad. Por de pronto, en el caso de Bolivia está la importancia
del tema indigenista, que no es el caso de Venezuela. Adicionalmente, a pesar
de que la Constitución de Bolivia ha sido aprobada en un proceso que merece
dudas, desde distintos puntos de vista, no debe olvidarse que la oposición –o

164
Capítulo V Democracia, gobernabilidad y neo-populismo

las oposiciones– es mayoría tanto en el senado como en cinco de los nueve


Departamentos de dicho país andino. En el caso de Venezuela, la oposición
prácticamente no tiene representantes en el parlamento. Es aún temprano para
hacer un análisis definitivo, pero los casos de Ecuador y Argentina, también el
de Nicaragua, tienen sus propias especificidades, de manera que no admiten
generalizaciones fáciles. Lo cierto es que el surgimiento de este neopopulismo
de izquierda está aún en proceso de decantación.
La afirmación central que quiero hacer, en esta parte, es que no hay un solo
tipo de respuestas a las reformas neoliberales de la década de 1990, sino que hay
distintos tipos de respuestas, populistas y no populistas (Navia y Walker, 2006).
Dichas reformas, y su ulterior desenlace, pueden haber pavimentado el camino
para el surgimiento de la izquierda neopopulista –qué duda cabe–, pero sin
perder de vista que hubo también un conjunto de países que han impulsado
diversos tipos de respuestas no populistas. De hecho, argumentaré que esa es la
realidad de la mayoría de los países de la región.
Por un lado, no hay que perder de vista que hay gobiernos de derecha o
centroderecha que son parte del paisaje político de la región. Tal es el caso de
los cuatro últimos gobiernos del ARENA (Alianza Republicana Nacionalista), en
El Salvador, entre 1989 y 2009, bajo las presidencias de Alfredo Cristiani, Ar-
mando Calderón, Francisco Flores y Elías Antonio Saca. La reciente elección,
en marzo de 2009, del periodista independiente, candidato del FMLN, Mauricio
Funes, colocó, por primera vez en su historia, a un presidente de izquierda, o
centro-izquierda, en la presidencia de dicho país, confirmando la tendencia ha-
cia la izquierda en la región de América Latina (en sus declaraciones públicas el
presidentes Funes ha dicho que se identifica con el presidente Lula, de Brasil, y
que aspira a fortalecer las relaciones con Estados Unidos, incluso con indepen-
dencia del propio FMLN). Este es también el caso del presidente Álvaro Uribe,
en Colombia, representante de la derecha o centroderecha de dicho país, quien
ha sido electo y re-electo con más del 60 por ciento de los votos. Un tercer
ejemplo de este tipo de gobiernos de centroderecha, es nada menos que el de
México, con dos gobiernos del PAN (Partido de Acción Nacional), encabezados
por Vicente Fox y Felipe Calderón. Más aún, debemos tener en mente que
tanto Andrés Manuel López Calderón, en México, del PRD (Partido de la Revo-
lución Democrática), como Ollanta Humala, en el Perú, típicos exponentes del
neopopulismo de izquierda, perdieron las elecciones, frente a Felipe Calderón
y Alan García, respectivamente. Es efectivo que la realidad política de la región
sería bien distinta en el caso de haber resultado vencedores ambos candidatos,
pero lo cierto es que ambos fueron derrotados en las urnas. Ello no hace sino
confirmar que no puede hablarse de una suerte de predominio incontrarrestado
de la izquierda populista en América Latina.

165
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

Más allá de estos casos, en particular, sostengo que no es cierto que exista
una sola izquierda en la región, o dos izquierdas, como lo han argumentado
Jorge Castañeda (2006) y Patricio Navia (2006). Lo cierto es que hay, al menos,
tres izquierdas en América Latina, y que estas hacen una gran diferencia en tér-
minos del tema central que nos preocupa, relativo a la cuestión de la democra-
cia. Nos referimos a la existencia de una izquierda marxista, una populista y una
social-demócrata (Walker 2008). Es cierto que las dos primeras han tendido a
converger, y a construir alianzas, dejando de lado aquellas viejas disputas ideo-
lógicas y políticas que se dieron históricamente entre la izquierda marxista y la
izquierda populista. Esta nueva alianza o convergencia queda en evidencia con
el acercamiento entre Fidel Castro, Hugo Chávez y Evo Morales. Junto con
ambas izquierdas, sin embargo, surge, de manera no despreciable, una nueva
izquierda socialdemócrata en distintos países de la región, la que no se puede
ignorar. Este proceso de «social-democratización» de un significativo sector de
la izquierda es algo relativamente reciente, que no tiene muchos antecedentes
en la historia de la izquierda latinoamericana, la que más bien miró con un cier-
to desprecio a la izquierda socialdemócrata (principalmente europea).
Tomo el término «socialdemócrata» en términos de una posición «reformis-
ta», en la tradición de Edward Bernstein, padre de la social democracia europea,
quien postulara la necesidad de un partido «socialista, democrático, de reforma»,
sin ambigüedades en términos de su adhesión a las instituciones de la democracia
representativa. Se trata de una izquierda que constata la enorme brecha o distan-
cia que existe (y que existió, ya desde comienzos del siglo XX) entre las premisas
del marxismo y la realidad del desarrollo del capitalismo, el que ha mostrado una
gran capacidad de adaptación, más allá de todo lo previsto por los teóricos del
marxismo y la revolución. Lo «socialdemócrata» se refiere, específicamente, a las
reformas sociales que se le van introduciendo al capitalismo, en la dirección de lo
que en Europa se ha conocido como el «estado de bienestar» o, si se quiere, dere-
chamente, la construcción de un capitalismo «con rostro humano». En nuestros
días, y en la hora presente, esta postura socialdemócrata ha adoptado una postura
más amigable frente a la economía de mercado y el proceso de globalización, con
sus oportunidades y no solo con sus amenazas, como parte de una tendencia más
universal que se extiende también por diversos países y regiones.
Refiriéndose a las experiencias de Brasil y Chile, el ex Presidente Fer-
nando H. Cardoso –quien, junto al ex presidente Ricardo Lagos, tal vez sea
una de las figuras más representativas de esta nueva izquierda socialdemócrata
latinoamericana–, se refiere derechamente a la existencia de un «modelo po-
lítico», que denomina de la «social democracia globalizada», que «no teme a
los mercados externos, valora las instituciones y la responsabilidad de los ciu-
dadanos, es consciente de que la estabilidad del proceso democrático depende,

166
Capítulo V Democracia, gobernabilidad y neo-populismo

en una medida importante, del progreso económico, pero también, de manera


fundamental, de las políticas activas dirigidas a la reducción de la pobreza y la
ampliación del bienestar social» (Cardoso 2008). El surgimiento de esta nueva
izquierda socialdemócrata en América Latina tiene mucho que ver con el hecho
de estar viviendo en una era de la post-Guerra Fría, post-marxista, post-autori-
taria y post-revolucionaria, lo que de alguna manera explica su carácter refor-
mista, moderado, de centro-izquierda y, me atrevería a añadir, sin complejos en
ninguno de estos sentidos. Esta definición seguramente explica la clara línea
divisoria que existe entre, por un lado, la izquierda marxista y populista y, por
otro, esta nueva izquierda socialdemócrata, especialmente en lo que se refiere a
la cuestión de la democracia representativa y sus instituciones.
Es evidente que, junto con la izquierda populista, existe una izquierda que
está enraizada en una tradición marxista, que no puede ser ignorada. Es parte
da la cultura política y del paisaje político de la región, con su propia especifi-
cidad. Tal es el caso de la Cuba de Fidel y Raúl Castro, del Partido Comunista
de Chile, de sectores importantes del Frente Farabundo Martí de Liberación
Nacional (FMLN), en El Salvador, y del Frente Sandinista de Liberación Na-
cional (FSLN), en Nicaragua, y de partidos y facciones hacia la izquierda del PT
(Partido de los Trabajadores), en Brasil, o incluso sectores minoritarios del PT.
Es cierto que esta izquierda marxista no es lo que fue en la década de 1960, tras
la revolución cubana, o incluso en las décadas de 1970 y 1980, en torno a la re-
volución nicaragüense, pero es una izquierda que tiene su propia especificidad
y sus propias raíces históricas.
Junto con la izquierda marxista y populista surge esta nueva izquierda so-
cialdemócrata. En algún escrito anterior, aunque en un contexto diferente, he
argumentado que ya en las décadas de 1970 y 1980 existía, en ciernes, un pro-
ceso de «social-democratización» de la izquierda, específicamente en torno al
proceso de «renovación socialista» llevado a cabo al interior de un importante
sector de la izquierda chilena, bajo la dictadura de Pinochet (Walker, 1990).
Dicho proceso condujo, como cuestión central, a una nueva valoración de la
democracia política, otrora calificada peyorativamente de «formal» o «bur-
guesa», a partir de un descubrimiento de las raíces democráticas y reformistas
de la izquierda europea, y un redescubrimiento de las raíces democráticas del
socialismo chileno. Este proceso de renovación condujo, en el caso chileno, a
la formación de la «Concertación de Partidos por la Democracia», como un
acercamiento político y estratégico entre la democracia cristiana y el socialis-
mo democrático, derivando en los gobiernos de la Concertación (1990-2010),
incluyendo los del presidente Ricardo Lagos (2000-2006) y Michelle Bachelet
(2006-2010), ambos representativos de este nuevo socialismo democrático que
surge en el Chile de las últimas dos décadas.

167
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

Este proceso de «social-democratización» de la izquierda va mucho más


allá del caso chileno. Tal es el caso, también, y de manera muy significativa, de
los Presidentes Fernando H. Cardoso (1994-2002) y Luiz Inácio «Lula» da Sil-
va (2002-2010) en Brasil. Ambos Presidentes, y los partidos que lideran, el Par-
tido Social Demócrata Brasileño (PSDB) y el PT, sin perjuicio de las diferencias
que uno pudiera identificar entre uno y otro, son representativos de este pro-
ceso de social-democratización de la izquierda latinoamericana –hasta el punto
que algunos sectores minoritarios, de izquierda, han abandonado el PT tras de-
nunciar las políticas «neoliberales» seguidas por el presidente Lula. Lo mismo
dijeron sectores importantes de la izquierda chilena en relación a las políticas
de los gobiernos de Lagos y Bachelet, en el Chile de la Concertación. El caso
de Brasil es aún más significativo y emblemático si recordamos los «fantasmas»
que se levantaron a propósito de la elección de Lula, en 2002, a quien, tal vez
producto de su propia trayectoria –y la de su partido–, de sus orígenes sociales,
y de sus posturas radicales en el Brasil de las décadas de 1980 y 1990, se le sindi-
caba como un fiel exponente del «populismo» latinoamericano. Lo cierto es que
estos fantasmas fueron disipados al poco andar, y la estabilidad alcanzada por el
Chile de la Concertación y el Brasil de Cardoso y Lula, son la mejor demostra-
ción de la existencia de una nueva izquierda, democrática y reformista, que da
cuenta de diferencias insalvables con la izquierda marxista y populista.
Hay otros casos en la región, representativos de este fenómeno político, de
renovación y cambio, al interior de la izquierda latinoamericana. Tal es el caso
también del Presidente Tabaré Vázquez y del «Frente Amplio», en Uruguay, de
Martín Torrijos, en Panamá, de Oscar Arias, en Costa Rica, y de Lionel Fernán-
dez, en República Dominicana, quien, de hecho, sucedió a un líder de neto corte
populista, como Hipólito Mejía. Más recientemente, en Guatemala, un modera-
do, de centro-izquierda, como Alvaro Colón, derrotó al ex General Otto Pérez,
el que bajo la consigna de «mano dura», en medio de los serios problemas de
seguridad ciudadana en dicho país, aparecía, según las encuestas, como seguro
ganador; y podríamos mencionar otros casos, como los de la mayoría de los
países del Caribe, bajo el liderazgo de gobiernos social-demócratas («Labor»)
todo lo cual nos indica que, a pesar de tratarse de una realidad tal vez menos
visible, o estridente, cuando se la compara con la de los Castro en Cuba, Chávez
en Venezuela, o Morales en Bolivia, demuestra en forma fehaciente que, junto
con la izquierda marxista y populista, coexiste una izquierda moderada, de cen-
troizquierda, de corte socialdemócrata. En el centro de ese proceso está la valo-
ración, sin ambigüedades, de la democracia representativa y sus instituciones.
Procurando desentrañar el verdadero sentido y alcance de estas respuestas
populistas y no populistas a las reformas neoliberales de la década de 1990, Mi-
chael Reid (2007), editor para América Latina de The Economist, sostiene que, en

168
Capítulo V Democracia, gobernabilidad y neo-populismo

la realidad de la última década, la lucha por el «alma» de América Latina habría


tenido como contendores a dos concepciones muy distintas entre sí: la que
denomina «autocracia populista», personificada por Hugo Chávez, y el «re-
formismo democrático» que se puede encontrar en países como Brasil, Chile
y México. Aunque aquella habría recibido mucha más atención por parte de la
opinión pública internacional, sería esta última concepción, de más bajo perfil,
pero no por eso menos efectiva, la que estaría ganando la batalla por el alma de
la región. Si bien el autor reconoce que el paso del excesivo optimismo de me-
diados de la década de 1990, en el plano económico, a un marcado pesimismo,
hacia fines de la década, fue capitalizado –al menos en apariencia– por el lla-
mado «neopopulismo», y si bien la región está lejos de alcanzar una verdadera
consolidación democrática, en condiciones aceptables de gobernabilidad, es el
reformismo democrático el que se presenta en mejores condiciones para lograr
la consolidación de una democracia estable en América Latina. Su mayor prag-
matismo, con una clara opción en favor del reformismo, la búsqueda de ciertos
consensos básicos, y una mirada más amistosa en relación a la globalización, lo
colocan en mejores condiciones de alcanzar una verdadera democracia, acom-
pañada del crecimiento y la equidad. Más allá del generalizado desprestigio
de las reformas «neoliberales» asociadas al Consenso de Washington –a todas
luces una mala marca, según el autor–, el fracaso más importante de la década
de 1990 no diría relación con las reformas económicas mismas que se llevaron
a cabo, como con la falta de reformas del estado y de las instituciones públicas,
y los errores y deficiencias en el plano de las políticas públicas.
Aunque a nuestro juicio sí hubo graves fallas o deficiencias tanto en la con-
cepción como en la implementación de dichas reformas neo-liberales, tal como
lo hemos argumentado, y aunque la clasificación de Reid tiende a desconocer
la legitimidad democrática formal de que están revestidos las «autocracias po-
pulistas» que surgen en la historia más reciente de la región –sin perjuicio de
reconocer sus inclinaciones autoritarias en el ejercicio del poder–, nos parece
pertinente el énfasis en las posibilidades de este «reformismo democrático»,
como una respuesta no populista, a las reformas neoliberales de la década de
1990. En el capítulo final argumentaremos en favor del reformismo, como una
cualidad inherente a lo que llamamos «democracia de instituciones», la que
surge como una alternativa a la democracia personalista tan típicamente asocia-
da al populismo y neo-populismo latinoamericanos.
Junto con la adhesión sin ambigüedades a la democracia representativa y
sus instituciones, una de las principales características de las respuestas no po-
pulistas surgidas en la región, en la última década, es la moderación de sus pro-
puestas en materia de reformas económicas y sociales. Muchos de estos casos,
como los de Brasil y Chile, corresponden a lo que Javier Santiso ha llamado «La

169
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

Economía Política de lo Posible en América Latina (Más Allá de los Buenos


Revolucionarios y los Libre Mercadistas)» (2006). Alejada de las utopías que re-
corren la historia de la región desde el tiempo de la conquista, y del sinnúmero
de experimentos que han tenido lugar desde la década de 1950, América Latina
–la tierra del «realismo mágico», como nos lo recuerda Santiso, con sus grandes
teorías y paradigmas–, habría adoptado, en su historia más reciente un mayor
pragmatismo o «posibilismo» (en un sentido hirschmaniano), expresado en po-
líticas económicas más realistas, dando cuenta de un salto cualitativo desde el
«utopismo» de un pasado no muy lejano, con su búsqueda del paraíso en la tie-
rra. Esto se expresaría no sólo en las políticas fiscales y monetarias adoptadas en
países como Chile, Brasil y México, sino en el proceso de construcción institu-
cional, alejado todo ello de los extremos del pasado: «las economías de la región
han lanzado uno de los más notables procesos de reforma de su historia, unido
a un movimiento generalizado en torno a la democracia. Aunque incompleto e
imperfecto, este sincronizado movimiento dual de reformas económicas y una
transición a la democracia, es muy estimulante. En algún sentido importante,
esta transformación política y económica ha sido acompañada de un cambio
epistemológico. Las políticas de reformas llevadas a cabo reflejan una aproxi-
mación más pragmática, una economía política de lo posible» (Idem., p. 4).
Esta economía de lo posible impulsada por partidos o coaliciones mode-
radas, generalmente de centroizquierda, en línea con lo que hemos denomi-
nado respuestas «no populistas» a las reformas económicas neoliberales de la
década de 1990 y el «Consenso de Washington», serían diferentes, no sólo de
la «economía política de lo imposible», como la mayoría de los experimentos
llevados a cabo en América Latina en las décadas de 1960 y 1970, con su mar-
cada tendencia a la «inflación ideológica», sino también de lo que denomina la
«economía política de la impaciencia», como la que caracteriza al populismo.
La era de los «buenos revolucionarios», de inspiración marxista, tras el impacto
de la revolución cubana, y de los «libre-mercadistas» a ultranza, con su dog-
matismo neoliberal, habría dado lugar a una era de mayor pragmatismo en la
región. En el centro de estos nuevos intentos, en torno a la «economía política
de lo posible», estaría una sana combinación de políticas fiscales más ortodoxas,
destinadas a controlar la inflación y políticas sociales progresistas, destinada
combatir la pobreza y la desigualdad. En este verdadero cambio epistemoló-
gico desde el utopismo al posibilismo, desde el estado y la revolución, hacia la
democracia y el mercado, desde la retórica de la intransigencia hacia el mayor
pragmatismo propio de una nueva era de colaboración que va dejando atrás la
era de la política concebida como un juego de «suma cero», existiría también
una fuerte influencia, siguiendo la distinción de Max Weber, de la «ética de las
consecuencias» (y de la responsabilidad), tan distinta de la sola «ética de las

170
Capítulo V Democracia, gobernabilidad y neo-populismo

convicciones» en torno a la cual habría girado una buena parte de la política


del pasado. Aunque el autor no deja de advertir los «cantos de sirena» que aún
rondan en la región, de «neo-populistas» y «neo-liberales», y a pesar de que el
momento «posibilista» es frágil e incompleto, Santiso da cuenta de una lectura
positiva en relación a este proceso reciente, en el espíritu de Albert Hirshman y
su clásico sesgo a favor de la esperanza («A Bias for Hope»).
Con los argumentos desarrollados anteriormente espero haber demostra-
do que América Latina no está condenada a elegir entre neo-liberalismo y neo-
populismo. A decir verdad, se trata de un falso dilema. Hay otros dilemas que
sí hemos presentado como reales o verdaderos, a través del último siglo y en
nuestra historia más reciente. La realidad actual de la región, sin embargo, es
mucho más rica, compleja y diversa de lo que este aparente dilema sugiere. Las
respuestas populistas y no populistas llevadas a cabo como respuestas –y alter-
nativas– a las reformas neoliberales de la década de 1990 así lo demuestran.

171
Capítulo VI

Presidencialismo y parlamentarismo

El debate que ha tenido lugar en América Latina –y en el ámbito académico de


los Estados Unidos, en relación a la región– en torno a la cuestión del presi-
dencialismo y el parlamentarismo, motivado principalmente por los trabajos de
Juan Linz (ver Linz y Valenzuela, 1994, aunque inicialmente el manuscrito de
Linz sobre «Presidential or Parliamentary Democracy: Does it Make a Difference?»,
circuló desde 1985), es solo comparable a los encendidos debates que tuvieron
lugar en relación al tema de modernización, democracia y autoritarismo, en la
década de 1980, motivados por el libro de Guillermo O´Donnell (1979) al que
nos hemos referido en el capítulo III. ¿Cuáles son los orígenes del parlamenta-
rismo y el presidencialismo? ¿Cómo caracterizar a ambas formas de gobierno?
¿En qué difieren? ¿Hasta qué punto puede responsabilizarse a la forma de go-
bierno presidencial, adoptada por toda América Latina, sin excepción, desde los
procesos de la independencia y hasta nuestros días, de la inestabilidad política
–y, en el extremo, de los quiebres democráticos– que han caracterizado a la re-
gión a lo largo de dos siglos y, especialmente, en nuestra historia más reciente?
¿Existe alguna cualidad intrínseca en la forma de gobierno presidencial que
pueda explicar dicha realidad recurrente de inestabilidad política o hay otros
elementos que deben ser tenidos en cuenta? En definitiva, ¿qué relación de
causalidad –si es que la hay– existe entre el presidencialismo y la inestabilidad
política de América Latina? ¿Estamos condenados al presidencialismo en la re-
gión o existe alguna posibilidad de adoptar una forma de gobierno parlamenta-
ria, o semi-presidencial? Son algunas de las preguntas que nos hacemos en este
capítulo a la luz de la rica y vasta literatura existente.
Si tomamos como punto de partida el trabajo de Shugart y Carey (1992),
sobre los orígenes del parlamentarismo y el presidencialismo, adaptándolo a
nuestro propio análisis y a la realidad de América Latina, podría decirse que di-
cha evolución comprende al menos cinco etapas. Históricamente, el surgimien-
to de las formas de gobierno parlamentarias estuvo vinculado a la evolución

173
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

–principalmente a lo largo del siglo XIX– de las «monarquías constitucionales»,


y el giro que tuvo lugar en las relaciones de poder desde las monarquías hacia
los parlamentos. Esta evolución estuvo muy relacionada con los procesos his-
tóricos de los siglos XVII y XVIII, en torno a la revolución inglesa y francesa,
respectivamente, y sus luchas contra las «monarquías absolutas» del antiguo
régimen, hasta ir perfilando, en el siglo XIX, las monarquías constitucionales
asentadas sobre la base del papel central de los parlamentos. Es así como van
surgiendo los conceptos de «democracia parlamentaria», «responsabilidad mi-
nisterial» (del gabinete hacia el parlamento), y «confianza parlamentaria», en-
tre otros, tan típicamente asociados al parlamentarismo. En muchos de estos
países –europeos, principalmente– el jefe de Estado (monarca) ya existía, por
lo que no se hizo necesario reemplazarlo, sin perjuicio de que su rol es más
ceremonial que real. Otros, en cambio, adoptaron derechamente una forma
republicana, no monárquica –en el caso de Francia, la república se estableció
definitivamente en 1871, y en Alemania, en 1918–, por lo que el jefe de Estado
es democráticamente electo, ya sea en forma directa por el pueblo, como ocurre
con las formas «semi-presidenciales» (como en Francia, a partir de 1962), o en
forma indirecta, por el propio parlamento, como ocurre con las democracias
parlamentarias (como en el caso de Alemania a partir de la Constitución de
1949). Es, pues, en esta primera etapa en la que surgen los conceptos de «de-
mocracia parlamentaria» y «monarquía constitucional».
En una dirección diametralmente distinta, opuesta a la anterior, y de ma-
nera muy excepcional, puede distinguirse una segunda etapa histórica que está
dada por el surgimiento de una forma de gobierno presidencial en los Estados
Unidos, tras su proceso de independencia, a fines del siglo XVIII. Se trata de una
creación original, de una tarea de «ingeniería» política y constitucional, crea-
da desde arriba, sin que hubiesen existido precedentes históricos al respecto.
Tratándose de un país nuevo –en los Estados Unidos «se puede ver el punto de
partida», de acuerdo a la clásica observación de Alexis de Tocqueville–, los «Pa-
dres Fundadores» de dicho país, como lo consignan con singular elocuencia los
«Federalist Papers», siguiendo en esto a Montesquieu, establecieron una forma
de gobierno presidencial basada en el concepto de separación de poderes, sobre
la base de pesos y contrapesos («checks and balances»), y de períodos fijos de go-
bierno presidencial. Esta separación de poderes entre el ejecutivo y el legislativo,
como un aspecto de estos pesos y contrapesos, marcó una importante diferencia
con el esquema de colaboración de poderes que usualmente identificamos con
una forma de democracia parlamentaria. Ambos poderes del estado, el ejecutivo
y el legislativo, tienen su origen en la voluntad popular –otra diferencia con la
forma de gobierno parlamentaria–, expresada en un colegio electoral que fue
establecido por el Presidente Andrew Jackson, en la década de 1830, en el que

174
Capítulo VI  Presidencialismo y parlamentarismo

se expresan las preferencias populares y un verdadero «mandato popular» en


relación a la elección del Presidente de la República. Por razones obvias, en el
caso de los Estados Unidos no existió un monarca que pudiese actuar como un
elemento de continuidad y de unidad, entre el antes y el después del proceso
que condujo a la independencia, por lo que el jefe de Estado correspondió a un
Presidente de la República democráticamente electo, alejándose del modelo de
democracia parlamentaria y, en su caso, de monarquía constitucional, como el
que fue adoptado en el viejo continente.
Puede decirse que América Latina aparece en lo que podría considerar-
se como una tercera etapa de democratización, que correspondió a una copia
prácticamente exacta de la Constitución presidencialista de los Estados Uni-
dos, bajo la influencia directa de este último país. La elección directa de un
Presidente de la República, por un período fijo, fue la expresión concreta de
este proceso, y de la forma de gobierno establecida por las nacientes repúblicas
hispanoamericanas, sin excepción. Algunos países de la región adoptaron, con
el tiempo, una forma de estado federal, y otros una forma unitaria, algunos
fueron más centralizados y otros más descentralizados, en algunos casos hubo
un sistema bipartidista y en otros uno multipartidisa, con los más variados sis-
temas electorales, pero en lo que todas las nuevas repúblicas coincidieron fue
en la adopción, casi mecánica, de una forma de gobierno presidencial. Al igual
que en los Estados Unidos, la ausencia de una monarquía que pudiese servir de
elemento de continuidad y de unidad –sin perjuicio de los esporádicos intentos
que hubo en tal sentido–, tras los procesos de independencia y la ruptura que
ellos implicaron con la monarquía absoluta de España –pues, en el caso de Bra-
sil, la república fue establecida solo en 1889–, condujo también a la elección de
un Presidente de la República por un período fijo.
Volviendo al análisis de Shugart y Carey, habría existido una segunda etapa
de democratización en Europa, la que hemos identificado como una cuarta eta-
pa en el desarrollo del presidencialismo y el parlamentarismo. Esta tuvo lugar a
partir de la independencia de Finlandia (1905) –de Rusia– y el fin de los impe-
rios austro-húngaro y germánico, tras la Primera Guerra Mundial. En general,
esta segunda ola democratizadora en Europa condujo a una forma de gobierno
distinta tanto del parlamentarismo como del presidencialismo, asumiendo for-
mas «semi presidenciales» o «presidencialismo de Premier» («Premier Presi-
dentialism»), como en los casos de Finlandia, la República de Weimar, Austria,
Irlanda, Islandia y, desde 1962, Francia, bajo la Quinta República instaurada
por Charles de Gaulle, en 1958. A diferencia de la primera ola democratizadora
en Europa, en estos países no existió, o subsistió, un monarca que hiciera las
veces de jefe de Estado, por lo que se optó por un Presidente de la República
democráticamente electo, en forma directa, por el pueblo. En definitiva, como

175
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

el tiempo se encargaría de demostrarlo, el conjunto de Europa adoptó, por


regla general, una forma de gobierno parlamentaria, mientras que, excepcio-
nalmente, algunos países adoptaron una forma semi-presidencial. En casi todos
los países de esta última categoría, el Jefe de Gobierno, usualmente un primer
ministro, y el gabinete, tienen responsabilidad ante el parlamento.
Finalmente, podría hablarse –en nuestra propia adaptación del análisis
de Shugart y Carey–, tal vez de una quinta etapa de desarrollo, que tiene sus
antecedentes en muchos de los procesos de descolonización de los países del
llamado «Tercer Mundo», pero que cobra una renovada fuerza en las nuevas
democracias que surgen en las décadas de 1970, 1980 y 1990, bajo la tercera ola
de democratización. La mayoría de estos procesos dan cuenta de la adopción de
una forma de gobierno presidencial, con importantes excepciones en los países
del sur y del este de Europa, lo que no es de extrañar si consideramos que fue en
el continente europeo donde primero se estableció y consolidó la democracia
parlamentaria. Incluso algunos países que corresponden a ex colonias inglesas,
dentro de la «Commonwealth», cuna del parlamentarismo, como Gyuana, Nige-
ria y Zimbabwe, adoptaron formas de gobierno presidenciales.
A partir de esta breve reseña histórica, sobre los orígenes y la evolución
del parlamentarismo y el presidencialismo, conviene caracterizar a uno y otro,
señalando las principales diferencias entre ambos. Puede decirse que hay dos
grandes diferencias entre una y otra forma de gobierno. Mientras bajo una for-
ma de gobierno presidencial el Presidente de la República es elegido directa-
mente por el pueblo –o en algunos casos más bien excepcionales como el de
Estados Unidos por un colegio electoral–, en el caso de una forma de gobierno
parlamentaria, el gobierno, que corresponde, por regla general, a un Primer
Ministro –o a un Presidente del Consejo de Ministros, como en el caso de
España, o al «Canciller», como en el caso de Alemania–, es elegido en forma
indirecta por el parlamento. En segundo lugar, bajo una forma de gobierno
presidencial, el Presidente de la República es elegido por un período fijo, ge-
neralmente de 4, 5 ó 6 años, con o sin re-elección, variando de un país a otro,
mientras que bajo una forma parlamentaria de gobierno no existe un período
fijo –sin perjuicio de que debe llamarse a elecciones dentro de un cierto número
de años– y, por lo tanto, el gobierno permanece en su lugar mientras cuente con
la confianza del parlamento.
De estas dos grandes diferencias, y relacionadas con las mismas, surgen
otras que no son menos importantes. Así, por ejemplo, bajo una forma de go-
bierno presidencial el Jefe de Estado (Presidente de la República) es al mismo
tiempo el Jefe de Gobierno, mientras que bajo una forma parlamentaria son dos
autoridades y dos personas distintas; en el primer caso, el Presidente de la Re-
pública no puede disolver el Congreso (Asamblea), mientras que en el segundo

176
Capítulo VI  Presidencialismo y parlamentarismo

caso el parlamento sí puede ser disuelto, debiendo llamarse a nuevas elecciones;


en el caso del presidencialismo, el Jefe de Gobierno, que es al mismo tiempo
Jefe de Estado, no puede ser removido de su cargo, excepto por el mecanismo
excepcional de una «acusación constitucional» o «impeachment», mientras que
en el caso del parlamentarismo el Jefe de Gobierno, que es distinto del Jefe de
Estado, sí puede ser removido, generalmente a través de un voto de «no con-
fianza», que sería menos traumático –por así decirlo– que el «impeachment»; el
presidencialismo se basa en la separación de poderes, a base de pesos y contra-
pesos («checks and balances»), mientras que el parlamentarismo se basa en una
colaboración entre el ejecutivo y el legislativo; bajo una forma de gobierno pre-
sidencial, puede hablarse de una «independencia» mutua entre el ejecutivo y el
legislativo, especialmente en la medida que ambos son elegidos por la voluntad
popular, mientras que bajo una forma parlamentaria puede hablarse de una
«dependencia» mutua entre ambos, en la medida que el gobierno (ejecutivo)
se genera en el propio parlamento (legislativo) (ver, sobre este punto, Alfred
Stepan y Cindy Shack, en Linz y Valenzuela, p. 120); finalmente, en el primer
caso, el Presidente de la República designa y remueve de sus cargos al gabinete
y los ministros que lo componen, lo que cabe dentro de su propia esfera de
competencia, exclusiva y excluyente, mientras que en el segundo caso es el Jefe
de Gobierno –usualmente un Primer Ministro– el que designa o remueve al
gabinete ministerial, interactuando con los partidos políticos.
Finalmente, bajo una forma de gobierno «semi-presidencial», como la
que existe en algunos países que ya hemos mencionado, el Presidente de la
República es elegido directamente por la voluntad popular, y sus poderes po-
líticos incluyen la facultad de nombrar al Primer Ministro o Jefe de Gobierno
y disolver el parlamento; sin embargo, a diferencia de una forma de gobierno
presidencial, el gabinete es colectivamente responsable ante el parlamento. Tal
sería el caso en Francia, Portugal, Finlandia e Islandia, entre otros, los que se
han conocido principalmente en Europa. La principal crítica de Linz a este
tipo de regímenes, dentro de lo que considera su «ambigüedad» y gran varie-
dad, es que la existencia de lo que denomina el ejecutivo «dual» o «bipolar»,
entre un Presidente de la República generado, directa o indirectamente, por la
voluntad popular, y un Primer Ministro que requiere de la confianza parlamen-
taria, no conduce necesariamente a la estabilidad política y su éxito depende
principalmente de la personalidad y habilidad del Presidente de la República,
y de las características del sistema de partidos. En todo caso, añade, ese tipo de
regímenes han surgido bajo condiciones «únicas» o «excepcionales», como en
el caso de la Quinta República francesa, a la vez que muchos de los casos de
«semipresidencialismo» que se conocen en Europa se acercan a una suerte de
parlamentarismo de facto.

177
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

En América Latina, todos los países, sin excepción, cuentan con una forma
de gobierno presidencial. No existen casos de parlamentarismo o semipresiden-
cialismo. Sólo en el Caribe de influencia inglesa, y en Canadá, todo ello en el
marco de la «Commonwealth», se conocen formas parlamentarias de gobierno.
Es a partir de la caracterización que hemos hecho de ambas formas de
gobierno –algunos hablan de «regímenes políticos» o de «sistemas políticos» o
de «sistemas de gobierno» para referirse al parlamentarismo, presidencialismo
o semi-presidencialismo– que algunos deducen ciertas ventajas y desventajas,
en una y otra forma de distribución del poder. Se trata, en verdad, de un lar-
go, extenso e intenso debate. Sin embargo, procurando hacer una síntesis de
los principales argumentos esgrimidos en su favor, muy especialmente sobre la
base del trabajo de Juan Linz, al que ya hemos aludido, podría decirse que las
siguientes son vistas como algunas de las principales ventajas del parlamentaris-
mo sobre el presidencialismo; en primer lugar, su simplicidad, frente a la mayor
complejidad de una forma de gobierno presidencialista. Así, en el primer caso,
el gobierno permanece en su lugar mientras cuente con la confianza del parla-
mento, mientras que, bajo el presidencialismo, en virtud del principio que Linz
denomina de «doble legitimidad», en la medida que tanto el Presidente como
el Parlamento tienen su origen en la voluntad popular, existiría, permanente-
mente y casi por definición, un potencial conflicto entre los poderes ejecutivos
y legislativo.
En segundo lugar, estaría la flexibilidad del parlamentarismo, frente a la
rigidez del presidencialismo, en la medida que este último está basado en un
período fijo de gobierno. ¿Qué ocurre si el gobierno de turno pierde el apoyo
de la opinión pública, del electorado o del parlamento? No hay vuelta atrás:
debe concluir su mandato, aunque queden varios años por delante. En tercer
lugar, estaría la lógica de colaboración entre el ejecutivo y el legislativo, que
es propia del parlamentarismo, con su mayor propensión a la construcción de
coaliciones o alianzas políticas de gobierno, frente al juego de «suma cero»
que estaría implícito en el presidencialismo, en la medida que el que gana una
elección presidencial se lo lleva todo («winner-takes-all»), mientras que el que
pierde, lo pierde todo. En cuarto lugar, existiría una mayor coherencia bajo una
forma de gobierno parlamentaria, en la medida que la mayoría representada en
el gobierno (ejecutivo) generalmente corresponde a la mayoría representada
en el parlamento (legislativo). Por el contrario, bajo una forma presidencial
muchas veces se da la realidad de un «gobierno dividido», o de una «mayoría
dividida», o derechamente de gobiernos minoritarios o débiles, que pueden
conducir al inmovilismo y la parálisis, en la medida que las mayorías represen-
tadas en el gobierno y en el parlamento no necesariamente coinciden entre sí
(habría, pues, menos coherencia).

178
Capítulo VI  Presidencialismo y parlamentarismo

En quinto lugar, los jugadores («players»), bajo una forma de gobierno par-
lamentaria, generalmente corresponde a la realidad de actores políticos –líderes
partidarios y parlamentarios– que tienden a actuar dentro del sistema («insi-
ders»), mientras que, por su propia lógica, el presidencialismo tiende a atraer a
personas que actúan desde fuera del sistema («outsiders») o, derechamente, con-
tra el sistema, lo que conduce a un debilitamiento del sistema de partidos y del
parlamento o abiertamente a una hostilidad en relación a ellos, con una cierta
propensión a una conducta «anti-sistema». América Latina está llena de ejem-
plos de este último tipo, como Fernando Collor de Mello y Alberto Fujimori,
en Brasil y el Perú, respectivamente, en la década de 1990, en la medida que al
interior del sistema presidencialista que caracteriza a la región –o de cualquiera
otra región, para estos efectos– existe «un componente implícito de tipo plebis-
citario de la autoridad presidencial» que fácilmente deriva en el populismo, o
en el fenómeno de «democracia delegativa» acuñado por O´Donnell (Linz, en
Linz y Valenzuela, 1994, p. 25 y p. 29).
En sexto lugar, bajo una forma de gobierno parlamentaria, casi por defini-
ción, una crisis de gobierno o una crisis política, no conducen necesariamente
a una crisis del régimen político (democrático). Esto se debería a que, bajo
esa forma de gobierno –como el Jefe de Estado que representa la unidad de la
nación es distinto del Jefe de Gobierno que es la expresión de la lucha partidis-
ta– una crisis política puede comprometer la continuidad del Jefe de Gobierno,
en la medida que puede ser removido de su puesto, sin afectar la continuidad
básica del estado. Podría decirse que el Primer Ministro con mayor facilidad
puede convertirse en un verdadero «fusible», en cuanto su salida o abandono
del cargo no provoca mayores trastornos en el funcionamiento del conjunto
del sistema político. Hay que decir, a estas alturas, que Linz cree ver muchas
de estas ventajas en el caso de la transición española, en que la existencia de
una forma de gobierno parlamentaria, con muchas de las características que
hemos señalado (simplicidad, flexibilidad, lógica de colaboración más que de
confrontación, coherencia, propensión a la presencia de «insiders» más que de
«outsiders») jugaron a favor del buen éxito del proceso. En el lado opuesto,
con una crónica historia de inestabilidad política, expresada en las oleadas de
autoritarismo y democracia que ha conocido a través de su historia, estaría el
caso de América Latina, caracterizada, sin excepción, por formas de gobierno
presidencialistas.
Una séptima ventaja del parlamentarismo sería que este facilita la for-
mación de coaliciones o alianzas políticas, lo que es particularmente relevan-
te bajo la existencia de sistemas multipartidistas –debe recordarse que una de
las razones que muchos atribuyen a la estabilidad política del presidencialismo
estadounidense es que se trata de un sistema bipartidista, a diferencia de la

179
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

gran mayoría de los casos de Europa y de América Latina, que dan cuenta de
sistemas multipartidistas. La existencia de varios partidos y la necesidad de dar
representación a estos, tanto en el gobierno como en el parlamento, harían
necesaria la existencia de instituciones con incentivos para la formación de coa-
liciones estables y mayoritarias de gobierno. Esta sería una ventaja de la forma
de gobierno parlamentaria, mientras que el caso opuesto sería el de una forma
de gobierno presidencial, en la que, por su propia lógica de «suma cero», «go-
bierno dividido», «mayoría dividida», «gobierno de minoría», o como quiera
llamársele, conduce a que, muchas veces, Presidentes que cuentan con una gran
mayoría, tienen, sin embargo, una representación minoritaria en el parlamen-
to, con el consiguiente peligro de inestabilidad o de parálisis. Esta sería una
realidad bastante extendida en el caso de América Latina –piénsese, por ejem-
plo, en el Presidente «Lula» en Brasil, habiendo sido elegido y re-elegido con
mayorías por sobre el 60%, mientras que su propio partido, el Partido de los
Trabajadores (PT), cuenta con un 15 a 20% de los parlamentarios. Los propios
Mainwaring y Shugart, que desarrollarán una visión crítica de las tesis de Linz,
reconocen que «las coaliciones inter-partidistas tienden a ser más frágiles en
los sistemas presidenciales» (1997b, p. 396). Una de las principales ventajas del
parlamentarismo frente al presidencialismo, pues, se haría presente en aquellos
países con sistemas multipartidistas, que son, precisamente, los que requieren
de mayores incentivos para la formación de coaliciones estables y mayoritarias
de gobierno. De allí que América Latina habría sido tan propensa, histórica-
mente, al surgimiento y a la proliferación de «presidencialismos de minoría».
Una octava ventaja de la forma de gobierno parlamentaria, siguiendo a
Linz, es que los liderazgos que se construyen en su interior serían más institu-
cionales que personalistas. Los liderazgos que surgen bajo una forma semejante
de gobierno tendrían su origen en las instituciones propias de la democracia
representativa, como los partidos políticos y el parlamento, mientras que los
liderazgos personalistas serían mucho más comunes bajo las formas presiden-
cialistas. De hecho, Linz va más allá para sostener que es un «mito» que los li-
derazgos, siempre necesarios bajo un régimen político democrático, ya sea bajo
una forma de gobierno parlamentaria o presidencialista, serían más propios de
esta última, mientras que bajo el parlamentarismo habría una cierta dificultad
para generar liderazgos políticos. ¿O, no es acaso, se pregunta Linz, que los li-
derazgos de Winston Churchill y Margareth Thatcher, en Gran Bretaña, Kon-
rad Adenauer y Willy Brandt, en Alemania, Alcides de Gasperi, en Italia, Olaf
Palme, en Suecia, Adolfo Suárez y Felipe González, en España, solo por dar
algunos ejemplos, demuestran exactamente lo contrario; esto es, que es un mito
que sólo los presidencialismos son capaces de generar verdaderos liderazgos?
No sería, pues, esta una diferencia entre una y otra forma de gobierno, sino

180
Capítulo VI  Presidencialismo y parlamentarismo

una demostración de que, en el caso del parlamentarismo, los liderazgos serían


más institucionales que personalistas, alejando el peligro del caudillismo y del
populismo, tan propio de los presidencialismos latinoamericanos.
De allí que, especialmente Juan Linz, pero, como él, muchos otros, como
Arturo Valenzuela, Arend Lijphart y Alfred Stepan, solo por mencionar a algu-
nos, y por las más diversas consideraciones, que no siempre coinciden entre sí,
se muestren más inclinados hacia el parlamentarismo o, dicho de otro modo,
sean más críticos del presidencialismo, principalmente desde el punto de vista
de la estabilidad democrática (no necesariamente en consideración a los «quie-
bres» democráticos, que dan cuenta de la forma extrema de inestabilidad polí-
tica). Como para resumir su postura, Linz señala que su análisis se ha enfocado
«en algunos de los problemas estructurales que son inherentes al presidencia-
lismo: la legitimidad democrática simultánea del presidente y el congreso, la
probabilidad del conflicto, la ausencia de mecanismos obvios para resolverlo, el
carácter de «suma cero» de las elecciones presidenciales, la implicancia mayo-
ritaria que puede conducir a una desproporcionalidad que deje a más del 60%
de los electores sin representación, la polarización potencial, la rigidez de los
términos fijos de gobierno y las reglas sobre no-reelección asociadas al presi-
dencialismo» (Linz y Valenzuela, p. 69). Es justamente sobre la base de muchas
de estas características que, según Valenzuela, no deba extrañarnos ni pueda
ser considerado como una simple coincidencia, que, en los últimos 25 años, en
medio del reciente proceso de democratización, catorce presidentes no hayan
podido concluir su mandato (Valenzuela, 2004). Si bien es alentador que estos
casos no hayan devenido en intervenciones militares, como en el pasado, ellos sí
demostrarían una mayor propensión hacia la inestabilidad política, a partir de la
«lógica confrontacional básica» que sería inherente al presidencialismo.
En el mismo volumen de Valenzuela y Linz, Arend Lijphart aborda este
tema, pero desde una perspectiva distinta, sosteniendo como tesis central que
el presidencialismo da cuenta de una marcada tendencia hacia una «democracia
mayoritaria», principalmente por concentrar todo el poder en una sola per-
sona –el Presidente de la República, que es a la vez Jefe de Estado y Jefe de
Gobierno–, mientras que el parlamentarismo, al concentrar el poder en el Jefe
de Gobierno (Primer Ministro) y el gabinete ministerial, constituidos en un
cuerpo ejecutivo colegiado, sería más propenso a la construcción de consensos
(Lijphart, «Presidentialism and majoritarian democracy: Theoretical Observations»,
en Linz y Valenzuela). De esta manera, el presidencialismo sería, por definición,
más inclinado a la democracia mayoritaria («Presidentialism spells majoritaria-
nism»), lo que sería altamente inconveniente en aquellos países que carecen de
algún tipo de consensos básicos, o que necesitan de una manera muy especial
de ellos, especialmente en aquellos procesos de re-democratización, desde una

181
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

dictadura militar, o una guerra civil, en procura de la consolidación y la estabi-


lidad democrática. Se trataría, pues, de una debilidad de la forma de gobierno
presidencial frente a la forma parlamentaria. Así, siguiendo en esto a Philippe
Schmitter, una democracia consensual («consensus democracy»), que es, por defi-
nición, una democracia «defensiva», basada en la lógica de «compartir, limitar
y dispersar» el poder, sería mucho más funcional al objetivo de la estabilidad
democrática que una «democracia mayoritaria», como la del presidencialismo,
que es más bien una democracia «agresiva», basada en una cierta pretensión de
una «legitimidad democrática superior», lo que haría al Presidente menos pro-
penso a la transacción y el compromiso (Lijphart, p. 103). La «democracia ma-
yoritaria» sería apropiada para las sociedades más homogéneas, mientras que
la «democracia consensual» lo sería para las sociedades más plurales, diversas
o heterogéneas, en la medida que facilitan el «gobierno de coalición», permi-
tiendo la participación de las principales fuerzas políticas en la conformación y
la conducción del gobierno.
Como hemos dicho en el inicio de este capítulo, el vendaval de comenta-
rios y críticas surgidos en la década de 1990, y hasta el día de hoy, en relación
al trabajo de Juan Linz, en su defensa del parlamentarismo y su crítica al pre-
sidencialismo, es solo comparable, en extensión e intensidad, a las críticas que
surgieron, en la década de 1980, en relación al libro de Guillermo O´Donnell
sobre regímenes burocrático-autoritarios, en su análisis sobre modernización,
autoritarismo y democracia. No es exagerado decir que O´Donnell y Linz han
marcado una buena parte del debate en el ámbito de la ciencia política, sobre
América Latina, en las últimas tres décadas. Si en el centro de la polémica
sobre el libro de O´Donnell estuvo el tipo de relación de causalidad que el
politólogo argentino estableció entre el grado de desarrollo, industrialización
o modernización alcanzados en algunos países de América del Sur, y el tipo de
régimen político (burocrático-autoritario) resultante, en el centro del debate
en torno al trabajo de Linz ha estado la idea de que no puede considerarse que
el presidencialismo sea, en sí mismo, el causante de la inestabilidad democrática
que ha caracterizado a la región. Por cierto que, en las críticas a ambos autores,
muchas veces se ha llegado a una verdadera caricatura de lo que es su inesti-
mable aporte teórico. Lo que todas esas críticas dejan entrever, sin embargo,
es que ambos autores apuntaron a cuestiones muy medulares de la democracia
en América Latina, tanto desde el punto de vista de los procesos como de las
instituciones políticas.
Del cúmulo de críticas que se han dirigido a Linz, queremos concentrar-
nos en dos de ellas, distintas entre sí, que reflejan, adecuadamente, a nuestro
juicio, el conjunto de críticas que se han planteado en relación al trabajo del
autor. Una de ellas, la de Mainwaring y Shugart, (1997a y 1997b), es de un

182
Capítulo VI  Presidencialismo y parlamentarismo

tono más moderado, mientras que la otra, de Cheibub (2007), es bastante más
radical. Lo que está claro es que el trabajo de Linz no ha dejado indiferente a
nadie, y que el debate en torno a las ventajas y desventajas del presidencialismo
y el parlamentarismo, principalmente desde el punto de vista de la estabilidad
política y la sobrevivencia de las democracias, no está para nada concluido (a
pesar de lo que piensa Cheibub, según veremos más adelante).
La crítica de Mainwaring y Shugart (1997a y 1997b) es que el presiden-
cialismo y el parlamentarismo no pueden ser considerados, en sí mismos, como
una forma de gobierno inferior o superior, la una respecto de la otra, y que
la cuestión de la estabilidad (o inestabilidad) política, y de la sobrevivencia (o
quiebre) de las democracias, deben ser vistos y analizados a la luz del contexto
institucional en su conjunto y, muy particularmente, de la interacción entre
presidencialismo y sistema de partidos, particularmente, según Mainwaring, la
«difícil relación» entre presidencialismo y multipartidismo. Advierten que el
presidencialismo presenta importantes variaciones, de un país a otro, y que es-
tas variaciones tienen implicancias o consecuencias para el conjunto del sistema
político. Adicionalmente, la democracia parlamentaria existe casi exclusivamen-
te en países europeos, y funciona mejor en países de altos ingresos, en las ex co-
lonias británicas, y en países de tamaño pequeño. En América Latina, en cam-
bio, junto con la interacción entre el presidencialismo y el sistema de partidos,
deben considerarse los factores socio-económicos y la existencia (o ausencia)
de una cultura democrática, al momento de explicar la estabilidad/inestabilidad
política. Refuerza el argumento en torno a los niveles de desarrollo el hecho
que la mayoría de los casos de presidencialismo fallido («failed presidentialism»)
tengan lugar en países subdesarrollados, del llamado Tercer Mundo.
En cuanto a las variaciones que experimentan los distintos presidencialis-
mos que se conocen en América Latina, debe considerarse, preferentemente, la
interacción que existe entre los poderes constitucionales de los Presidentes y
el grado de control que tienen sobre los partidos políticos. Así, por ejemplo, en
el primer caso, los poderes «pro-activos», a través de decretos presidenciales
que crean un nuevo statu quo, los poderes «reactivos» (de veto), encaminados
a defender una determinada situación establecida, y la iniciativa exclusiva de
los Presidentes en determinadas materias (económicas, principalmente), nos
señalan cuan fuertes o débiles son las presidencias latinoamericanas, y son este
tipo de variables y consideraciones las que explican, finalmente, los niveles de
estabilidad o inestabilidad política. En el caso del sistema de partidos, factores
como el número de partidos, los niveles de fragmentación partidaria, y de dis-
ciplina partidaria, y la forma en que estos interactúan con el Presidente de la
República, sí hacen una diferencia en términos del funcionamiento de la demo-
cracia presidencial. En el caso de América Latina, sería tan deseable contar con

183
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

una reducida fragmentación partidaria y una cierta disciplina partidaria, como


evitar una abrumadora mayoría presidencial que pudiera llegar a afectar los
pesos y contrapesos al interior del sistema político. Muchos de los elementos
mencionados anteriormente, y especialmente la existencia de una cierta disci-
plina partidaria, facilitan la «institucionalización» del sistema de partidos (ver,
sobre este punto, Mainwaring y Scully, 1995). En un sentido opuesto, la excesi-
va fragmentación partidaria o la ausencia de una cierta disciplina partidaria; en
definitiva, la falta de institucionalización del sistema de partidos, conducen fá-
cilmente al clientelismo, el patronazgo y el caudillismo, con la tentación siem-
pre presente de que el Presidente termine por «bypasear» al parlamento, adop-
tando medidas administrativas de dudosa constitucionalidad, conduciendo, de
esta manera, a una parálisis institucional.
En definitiva, más que atender a las características intrínsecas de una y otra
forma de gobierno, presidencial o parlamentaria, la continuidad de los regíme-
nes democráticos se explicaría más bien por la cuestión de «donde» –en qué
país o región– se establece una u otra forma de gobierno –por un lado, Europa,
las ex colonias inglesas y los países de la «Commonwealth», más propensos a
una forma de gobierno parlamentaria y, por otro lado, América Latina, África y,
excepcionalmente, los Estados Unidos, más propensos a una forma de gobierno
presidencial– y bajo qué «condiciones», en términos de niveles de ingreso o de
desarrollo, tamaño del país o de su población, entre otros. Dependiendo del
país o la región de que se trate, y de las condiciones bajo las cuales se establezca,
el presidencialismo puede presentar ventajas sobre el parlamentarismo (según
veremos más adelante).
La crítica de Cheibub, por su parte, se basa en la afirmación de que los
argumentos expuestos por Linz, en su crítica al presidencialismo, no tienen
base empírica alguna. Muy por el contrario, sobre la base del modelo y los
datos que el propio Cheibub desarrolla y reúne, el autor argumenta que to-
das y cada una de las afirmaciones e hipótesis desarrolladas por Linz resultan
equivocadas e insostenibles (empíricamente hablando). Entre ellas, (1) que la
separación de poderes, o la mutua independencia del ejecutivo y el legislativo,
sería una de las principales fuentes de la inestabilidad política, (2) los escasos o
nulos incentivos para la formación de coaliciones políticas que existirían bajo
una forma de gobierno presidencial, (3) las frágiles coaliciones, compuestas de
partidos indisciplinados, o más propensas a la generación de gobiernos de mi-
noría, al conflicto, la parálisis y la ineficacia legislativa, y (4) la tendencia de las
democracias presidencialistas a producir inestabilidad: «la cadena de eventos
que se desencadenarían por la separación de poderes que es inherente al pre-
sidencialismo (por ejemplo, la existencia de gobiernos de minoría carentes de
apoyo legislativo, la parálisis y el quiebre democrático), no se materializan, o se

184
Capítulo VI  Presidencialismo y parlamentarismo

expresan, en los sistemas presidencialistas que han existido desde 1946» (Chei-
bub, p. 19). Aunque admite que las democracias presidenciales tienden a ser
más inestables que las democracias parlamentarias, esto no podría explicarse
por las características intrínsecas del presidencialismo. Por su parte, reconoce
que las explicaciones en base a condiciones «exógenas», como los niveles de
desarrollo, o el tamaño de un país, no lo han hecho mucho mejor, y que, en este
sentido, el «puzzle permanece abierto».
La hipótesis alternativa que plantea Cheibub es que las fragilidades de
las democracias presidenciales en América Latina, no se explican por ciertas
cualidades intrínsecas del presidencialismo, sino, principalmente, por el «nexo
militarismo-presidencialismo», o el «legado autoritario». Por lo general, una
dictadura militar es seguida de una forma de gobierno presidencial (casi nunca
una dictadura es seguida del parlamentarismo, sino del presidencialismo). Una
vez activados, sería difícil controlar a los militares y es así como las democracias
presidenciales siguen a las dictaduras militares con mucha mayor frecuencia
(66%, según el modelo de Cheibub) que las democracias parlamentarias (28%).
En un sentido inverso, las dictaduras militares tienden a emerger de condi-
ciones de democracias presidenciales más que de condiciones de democracias
parlamentarias. Sería la relación que se advierte entre dictaduras militares y
presidencialismo, lo que explicaría la fragilidad de las democracias presidencia-
listas. Estas últimas tienden a existir, o a surgir, en países que son más propensos
a experimentar con dictaduras militares. Bajo estas condiciones, prácticamente
cualquier forma de democracia está condenada a perecer. No habría, pues, re-
lación alguna de causalidad entre presidencialismo y quiebre democrático. Más
bien sería el «legado autoritario» el que explicaría la fragilidad de las democra-
cias presidenciales.
Habría mucho que decir sobre la metodología de Cheibub, relacionada
con los modelos tan en boga en la ciencia política de los últimos años y décadas,
muy vinculados a la estadística aplicada, las matemáticas y la econometría, entre
otros, en un cierto afán por medirlo todo, con entera precisión, incluida la capa-
cidad para predecir. Aunque ello escapa por completo al interés de este libro y
de estas consideraciones, no puedo dejar de advertir la presencia, en algunos de
estos enfoques, de una cierta arrogancia intelectual, la que, a mi juicio, se refleja
muy nítidamente en el trabajo de Cheibub. Así, por ejemplo, el autor señala,
textualmente, que «podemos dejar descansar la noción de que las institucio-
nes presidenciales no son conducentes a la consolidación democrática… esta
noción carece de apoyo empírico en los datos disponibles» (p. 165), agregando
que «la mayor inestabilidad de las democracias presidenciales puede ser entera-
mente atribuida a su legado autoritario; no tiene nada que ver con su estructura
constitucional» (p. 173). Dicho de otra manera, «no se puede cuestionar el nexo

185
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

militarismo-presidencialismo, en la medida que su existencia está fuertemente


sustentada en los datos disponibles» (p. 23) (los subrayados son míos). Lo que
las palabras anteriores sugieren es que la mayor inestabilidad (o fragilidad) de
las democracias presidenciales estaría «enteramente» –es decir, 100%– expli-
cada por el legado autoritario, y no tendría «nada que ver» –es decir, 0– con su
estructura constitucional.
Habría que ver, adicionalmente, hasta qué punto Cheibub refleja con fi-
delidad las principales tesis de Linz, como, por ejemplo, sus permanentes re-
ferencias al «quiebre» democrático (y la sobrevivencia de la democracia), en
circunstancias que el trabajo de Linz, aunque efectivamente se planteó a pro-
pósito de los quiebres democráticos en América Latina, como hemos visto en
el capítulo III, se refieren más bien a la cuestión de la estabilidad/inestabilidad
democrática. Adicionalmente, es evidente que en el trabajo de Cheibub, a pesar
de su pretensión «científica», existe un sesgo a favor del presidencialismo, aun-
que comparto con el autor que la inestabilidad política no debe ser atribuida
a ciertas características intrínsecas, o endógenas, del presidencialismo, que es,
a decir verdad, la principal crítica que se ha dirigido a Linz desde la literatura,
que tiendo a compartir. Dicho todo lo anterior, no deja de ser interesante, y
hasta cierto punto sorprendente, que el propio Cheibub admita que las «demo-
cracias presidenciales son más inestables que las democracias parlamentarias»
(p. 6), y que aquellas «tienen una vida más corta» que estas últimas (p. 4), aun-
que procure explicar lo anterior por causas distintas de las planteadas por Linz,
según hemos visto.
Sea como fuere, lo que está claro es que el debate en torno al presidencia-
lismo y el parlamentarismo, y la real o supuesta vinculación que existiría con la
inestabilidad política, está muy lejos de ser un debate zanjado y resuelto, teórica
y empíricamente. Mal podría decirse, pues, que podemos «poner a descansar»
la noción de que las instituciones presidenciales no serían conducentes a la
estabilidad política. Este tipo de afirmaciones no se compadece con la verda-
dera naturaleza de las ciencias políticas, en particular, y de las ciencias socia-
les, en general, las que discurren sobre la base de hipótesis –necesariamente
tentativas y preliminares–, más que de afirmaciones definitivas y enteramente
concluyentes.
Aunque he procurado sintetizar algunos de los aspectos medulares de una
vasta y fascinante literatura gatillada, sin duda alguna, por los interesantes y
pioneros trabajos de Juan Linz sobre la materia, queda aún por señalar cuáles
serían las ventajas de una forma de gobierno presidencial en relación a una
forma parlamentaria. Tal como al inicio, siguiendo los trabajos de varios au-
tores, pudimos identificar algunas de las principales ventajas del parlamenta-
rismo sobre el presidencialismo, conviene a continuación identificar algunas

186
Capítulo VI  Presidencialismo y parlamentarismo

de las principales ventajas de una forma de gobierno presidencial. En apretada


síntesis, y sobre la base, principalmente, de los trabajos de Mainwaring y Shu-
gart a que hemos hecho mención (1997a, páginas 460 y siguientes, y 1997b,
páginas 33 y siguientes), y de Shugart y Carey (1992), entre otros, podríamos
decir que las siguientes aparecen como ventajas del presidencialismo sobre el
parlamentarismo.
En primer lugar, estaría el principio de la «separación de poderes», basada
en un sistema de pesos y contrapesos («checks and balances»), como una de las
características –si no «la» principal característica– del presidencialismo. Esta
sería una garantía de ciertos equilibrios básicos al interior del sistema político,
evitando una supremacía, o un poder incontrarrestado, del ejecutivo sobre el
legislativo (o viceversa). Esta fue, a decir verdad, la genialidad y la originalidad
de los «Padres Fundadores» de los Estados Unidos de América, al momento
de concebir, diseñar y crear una forma de gobierno nueva, desconocida hasta
ese entonces, cuyo éxito muchos vinculan a la experiencia histórica –inédita
y excepcional– de dicho país, en el contexto de un sistema bipartidista. Las
Constituciones adoptadas en la primera mitad del siglo XIX, en América Latina,
fueron una copia de aquella, sin la rica discusión constitucional que tuvo lugar
entre los «Padres Fundadores» –volveremos sobre ello más adelante. Esta ló-
gica de pesos y contrapesos es particularmente importante cuando se está en
presencia de una mayoría abrumadora que, en sí misma, pudiera conducir a un
desequilibrio al interior del sistema. Bajo una forma presidencial de gobierno,
más que una suerte de «inmovilismo» político-institucional, como algunos de
los críticos del presidencialismo han hecho notar, lo que existiría es el normal
funcionamiento de los pesos y contrapesos, a través de la interacción del eje-
cutivo y el legislativo, sobre la base de la negociación y el compromiso, lo que
impide la imposición unilateral de la voluntad del ejecutivo sobre el legislativo,
y de la mayoría sobre la minoría.
Una segunda ventaja estaría dada por la fácil «identificación» («identifia-
bility») que se da bajo una forma presidencial, en la medida que el electorado
vota, precisamente, por tal o cual persona en particular, con nombre y apellido,
claramente identificable. A diferencia de una forma parlamentaria, en que el
electorado vota por un parlamentario, o por una lista parlamentaria, o por una
lista cerrada de candidatos designados por los partidos, en que es la mayoría del
parlamento la que elige, indirectamente, al ejecutivo, bajo el presidencialismo
se logra identificar, directamente, a través del sufragio, a una persona en parti-
cular. Hay aquí un argumento a favor del voto popular, en la medida que el Jefe
de Gobierno, que es también el Jefe de Estado (Presidente de la República),
es elegido directamente por el pueblo. Esto, a su vez, facilita la rendición de
cuentas («accountability») de esta autoridad, en la medida que el ejecutivo es

187
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

directamente responsable ante el electorado –algunos agregan que la reelección


del Presidente de la República sería otra forma de afirmar y reforzar este siste-
ma de rendición de cuentas.
Una tercera ventaja estaría dada por la mayor «predictibilidad» y «estabi-
lidad» del presidencialismo, en relación a la existencia de un período fijo de go-
bierno. Lo que para los críticos del presidencialismo es una desventaja, para sus
partidarios es una ventaja. Se sabe perfectamente y de antemano que tal o cual
Presidente de la República, por el cual se está votando directamente, tiene un
período fijo en el poder, por lo que se trata, por así decirlo, de un mandato con
«fecha de vencimiento», que es conocida para todos de antemano. Lo anterior
contrasta con la realidad del parlamentarismo, el que muchas veces, en ausencia
de un período fijo, conduce a cambios frecuentes de gabinete, dependiendo de
las mayorías y minorías representadas en el parlamento, las que son fluctuantes
y, en el extremo, puede conducir a una marcada inestabilidad política.
Una cuarta ventaja del presidencialismo es que el elector, al momento de
sufragar, tiene dos opciones y no solo una opción, como ocurre bajo una for-
ma de gobierno parlamentaria. En este último caso, el elector marca una sola
preferencia, por el parlamentario, lista de parlamentarios o lista cerrada de
partido, de su elección, mientras que bajo el presidencialismo el elector elige,
directamente, tanto al ejecutivo (Presidente de la República) como al legisla-
tivo (parlamento o asamblea). Existiría, pues, un mayor y más amplio poder
de decisión, con la consiguiente mayor legitimidad de autoridades que son
directamente generadas por los electores. Tal sería la lógica de la democracia
presidencial, caracterizada por la existencia de «dos agentes» (Presidentes
y asambleas electas por el pueblo, bajo distintas formas de diseño constitu-
cional y dinámicas electorales), a diferencia de la democracia parlamentaria,
basada en la elección de un solo agente: la asamblea o parlamento (Shugart y
Carey, 1992).
Una quinta ventaja del presidencialismo sería que, por definición, el parla-
mento tiene una mayor independencia en materias legislativas. Como sabemos,
y hemos dicho anteriormente, bajo una forma presidencial el ejecutivo y el
legislativo son dos poderes independientes entre sí, como un aspecto de la sepa-
ración de poderes que es característica de esa forma de gobierno. Esto implica
que el parlamento, al momento de conocer de una determinada legislación, la
analizará, considerará y votará en su propio mérito, con mucha independen-
cia: «una ventaja del presidencialismo es la posibilidad de una independencia
legislativa suficiente, de manera tal que el apoyo a las iniciativas del ejecutivo
no es automática (1997b, p. 419). En cambio, bajo una forma parlamentaria,
muchas veces ocurre que el análisis y estudio de una determinada legislación
está relacionada, directa o indirectamente, con la «confianza» depositada en el

188
Capítulo VI  Presidencialismo y parlamentarismo

gobierno, la que puede conducir, incluso, a la remoción de dicho gobierno (a


través del voto de «no confianza»).
Una sexta ventaja del presidencialismo sería que la existencia de un mar-
cado equilibrio entre el ejecutivo y el legislativo, basado en el mecanismo de
pesos y contrapesos, evita la imposición unilateral de la voluntad de una ma-
yoría abrumadora. Contrariamente a lo que sostienen los críticos del presiden-
cialismo, esta lógica de los «checks and balances» evita la posibilidad de que el
que gana se lo lleve todo («winner-takes-all»). De hecho, bajo ciertas formas de
democracia parlamentaria, como la democracia de Westminster («Westminster
Democracy»), en Gran Bretaña, existe mucha más posibilidad de una imposición
unilateral de la mayoría gobernante, justamente por el predominio del parla-
mento y la ausencia de los pesos y contrapesos que son propios de las democra-
cias presidencialistas. La mayoría parlamentaria inglesa puede hacer y deshacer,
con muy pocos límites y contrapesos.
Una séptima consideración en favor del presidencialismo sería que, a decir
verdad, una forma de gobierno parlamentaria ha sido exitosa sólo en ciertos
países o regiones, bajo condiciones muy precisas y excepcionales. La democra-
cia parlamentaria, pues, habría tenido un éxito parcial, y no general. Así, por
ejemplo, en países o regiones de cierto nivel de desarrollo, o que constituyen
ex colonias inglesas, o que pertenecen a la «Commonwealth», o que son países
de tamaño pequeño, efectivamente el parlamentarismo habría tenido bastante
éxito. Adicionalmente, y bajo la misma lógica anterior, muchos de los proble-
mas que se atribuyen a los presidencialismos no dicen relación con el presiden-
cialismo en sí mismo, sino con otras variables, como, por ejemplo, el tipo de
relación entre el presidencialismo y el sistema de partidos, las características de
este último, como la mayor o menos fragmentación o indisciplina partidaria, los
niveles de desarrollo, las características de la cultura política de un determinado
país o región, entre otros factores o consideraciones.
Finalmente, cabe señalar que no puede hablarse de la forma de gobierno
presidencial como un todo homogéneo, porque, a decir verdad, existe una va-
riada gama de presidencialismos, como lo demuestra el caso de América Latina.
Así, por ejemplo, es muy distinto un presidencialismo con un poder amplio e
incontrarrestado del Presidente de la República, o del gobierno, en un contexto
de instituciones políticas frágiles, con parlamentos débiles, y una realidad de
fragmentación e indisciplina partidaria, que un presidencialismo al interior de
un sólido sistemas de partidos, debidamente institucionalizado, con disciplina
partidaria y un número reducido de partidos. De esta manera, el diseño consti-
tucional, la ingeniería política y el proceso de construcción de instituciones ha-
cen la diferencia en términos de la viabilidad o sustentación de una determinada
forma de gobierno, y entre uno y otro tipo de presidencialismo.

189
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

¿Qué decir, de nuestra parte, sobre un debate tan interesante, que ha con-
citado las más grandes pasiones y que está lejos de haber concluido? Lo que
siguen son mis propias reflexiones y apreciaciones sobre el tema.
Quisiera partir por hacerme eco de la principal crítica que, desde distin-
tos ángulos, se ha dirigido en relación al muy interesante, y pionero, trabajo
de Juan Linz, en cuanto a que no puede decirse que el parlamentarismo o el
presidencialismo sean, en sí mismos, buenos o malos, inferior o superior, el uno
respecto del otro. No existen, a decir verdad, cualidades intrínsecas en una u
otra forma de gobierno que la hagan funcional o disfuncional, conducente o
inconducente, al objetivo de la estabilidad democrática. La abundante evidencia
empírica, aportada por el trabajo de numerosos autores, aporta argumentos en
uno y otro sentido. Hay otro aspecto del muy interesante trabajo de Linz que
merece una crítica, y es que, de alguna manera, todo lo que no es democracia
parlamentaria exitosa, sería de suyo «excepcional». Así, por ejemplo, el «presi-
dencialismo» estadounidense sería exitoso desde el punto de vista de la estabi-
lidad democrática, pero como un caso excepcional. Por su parte, no se podrían
negar los méritos de la democracia «semi-presidencial» de la Quinta República
francesa, pero casos como este surgirían de «circunstancias muy especiales y
únicas» (Linz, p. 49). De esa forma, pareciera que sólo la democracia parlamen-
taria tendría las cualidades intrínsecas para asegurar condiciones de estabilidad
democrática, mientras que los otros casos, ya sea de democracia presidencial o
semi-presidencial, solo excepcionalmente habrían logrado dicho objetivo.
En segundo lugar, no es posible desconocer que el presidencialismo, en
América Latina, tan fuertemente arraigado a través de su historia y en su cultu-
ra política, presenta ciertas características singulares. Ya hemos visto que no se
puede hablar del presidencialismo como un todo homogéneo, y que una de las
principales contribuciones de Mainwaring y Shugart ha sido, precisamente, la
de haber distinguido entre distintos tipos de presidencialismo en la región. Más
allá de lo anterior, sin embargo, desde los propios procesos de independencia,
se ha ido construyendo una suerte de mito en torno al presidencialismo, hasta
el punto que uno se pregunta si es posible, realmente, buscar alternativas a esta
forma de gobierno, y cuáles son, verdaderamente, los márgenes de acción y las
posibilidades de innovación al respecto. Algunos tratadistas e historiadores no
dejan de advertir una continuidad fundamental entre la vieja monarquía espa-
ñola y los nuevos presidencialismos de las nacientes repúblicas. Así, por ejem-
plo, Simón Bolívar llegará a decir que «los nuevos estados de la América antes
española necesitan reyes con el nombre de Presidente» (en Botana, 2005, p. 80),
mientras que el ensayista chileno Alberto Edwards, refiriéndose a la «república
portaliana» de los años 1830-1860, forjada sobre la base de una Constitución
fuertemente presidencialista, como la de 1833, llegará a decir que aquella «era

190
Capítulo VI  Presidencialismo y parlamentarismo

nueva de puro vieja: lo que hizo fue restaurar material y moralmente la monar-
quía, no en su principio dinástico, que habría sido ridículo o imposible, sino
en sus fundamentos espirituales como fuerza conservadora del orden y de las
instituciones» (Edwards, 1959, p. 46).
El mito, y los mitos, construidos en torno al presidencialismo, la fuerte
concentración del poder depositada en el ejecutivo, y la relativamente débil po-
sición de los parlamentos, son algunos ejemplos de lo anterior. Adicionalmente,
la forma en que re-emerge la democracia en el contexto de las transiciones de
las últimas tres décadas (1979-2009), sobre la base de un reforzamiento de los
sistemas presidenciales –aunque hay quienes dudan de esto último, según vere-
mos a continuación–, no hace más que resaltar esta característica fundacional
de las naciones hispanoamericanas. Los trabajos de O´Donnell sobre la «demo-
cracia delegativa», y las múltiples expresiones de lo que se ha dado en llamar el
«presidencialismo reforzado», «hiper-presidencialismo» o «presidencialismo
imperial» presentes en la historia de la democracia presidencial latinoamerica-
na, son otros ejemplos en el sentido señalado.
Por cierto que en muchas de estas apreciaciones hay una suerte de exa-
geración y, muchas veces, una verdadera caricatura de las formas de gobierno
presidencial «realmente existentes» en América Latina, que son mucho más
débiles y precarias de lo que usualmente se afirma. A decir verdad, desde el
punto de vista de la estabilidad democrática, que es la perspectiva que hemos
adoptado en este capítulo, no podemos concentrar el análisis en las cualidades
intrínsecas del presidencialismo, al margen del cúmulo de instituciones que
componen el sistema político en su conjunto. Por mi parte, pienso que estamos
frente a lo que podríamos llamar una «mesa de tres patas» cuyos componentes
fundamentales son el ejecutivo, el legislativo y el sistema de partidos, y que es el
tipo de combinación resultante de estos tres componentes lo que hace a la esta-
bilidad, o inestabilidad, de la democracia (ver, sobre el particular, Smith, 2005,
capítulo 6). Incluso podría decirse que se trata de una mesa «de cuatro patas»,
si incluimos también el sistema electoral. A partir de la historia e idiosincracia
de un determinado país, de las características de su cultura política y de sus ni-
veles de desarrollo económico y social, deben concebirse aquellos arreglos ins-
titucionales que apunten a crear condiciones de estabilidad democrática. Aquí,
una vez más, no hay recetas ni fórmulas únicas, abstractas, o de validez general,
del tipo «one-size-fits-all», que hemos criticado en este libro, y que seguiremos
criticando en el capítulo final.
Este es, precisamente, el enfoque que aporta el libro de Payne, Zovatto
y Mateo Diaz (2007), que, más que postular tal o cual forma de gobierno, sis-
tema de partidos o sistema electoral, como ideales, en abstracto, apunta a los
«trade-offs» que existen entre distintas instituciones, o arreglos institucionales,

191
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

los que varían de un país a otro. Lo que sí está claro, agrega el informe, es que
las instituciones importan, y que son posibles distintos tipos de combinacio-
nes, o arreglos, al interior de los regímenes políticos democráticos. Lo anterior,
partiendo de la base, como señalan los autores, que una democracia que fun-
ciona adecuadamente es una condición necesaria para un desarrollo equitativo
y sustentable, en la medida que las fuerzas económicas, incluidas las reformas
de las últimas dos décadas en América Latina, no actúan en un vacío político e
institucional. ¿Qué tipos de arreglos institucionales son más conducentes a la
estabilidad política, en el contexto de una «democracia presidencial», como la
que existe en la región? Es la pregunta que se formula el informe, advirtiendo
que no se ven señales de querer moverse desde una democracia presidencialista
hacia otra forma de gobierno (parlamentaria o semi-presidencial). En Améri-
ca Latina, la combinación más recurrente es aquella entre presidencialismo,
multipartidismo, y sistemas electorales de representación proporcional. No
es una combinación fácil, pero tampoco es una combinación imposible (como
argumentaremos más adelante). En este contexto, según los autores, el desa-
fío consiste en introducir incentivos tendientes a la construcción de alianzas
políticas de tipo mayoritario, dentro de una democracia presidencial de tipo
multipartidista. Tanto la forma de gobierno, como el sistema de partidos y el
sistema electoral, deberían apuntar en esa dirección, con una especial atención
por la cuestión de la institucionalización del sistema de partidos, evitando la
fragmentación y la polarización partidarias.
De los tres componentes que hemos mencionado –ejecutivo, legislativo
y partidos políticos– es el presidencialismo el dato más duro de todos (algo así
como la cordillera de Los Andes). Trataremos de argumentar más adelante que
no estamos necesariamente condenados a una forma de gobierno presidencial,
pero no podemos ignorar que es la que predomina en la región, sin excepciones,
desde los tiempos de la independencia. Distinto es el caso de los sistemas de par-
tidos, los que han experimentado importantes variaciones a través del tiempo.
De hecho, en este nivel América Latina ha tenido casos importantes de sistemas
bipartidistas, fórmula que, según algunos autores –el trabajo clásico al respecto
es el de Maurice Duverger– corresponde a la tendencia natural de todo sistema
de partidos, y que facilitan la estabilidad democrática (como lo demostraría el
caso de los Estados Unidos, ejemplo clásico de una democracia bipartidista). En
efecto, países como Colombia (Liberales y Conservadores), Venezuela (Adecos
y COPEI, o social-demócratas y demócrata-cristianos, respectivamente), Uru-
guay (Colorados y Blancos), Costa Rica (PLN, Partido de Liberación Nacional,
y PUSC, Partido Unidad Social-Cristiana), Honduras (Partido Liberal y Par-
tido Nacional) y Argentina (Peronistas y Unión Cívica Radical), han tenido,
durante la mayor parte de la historia contemporánea, dos partidos principales

192
Capítulo VI  Presidencialismo y parlamentarismo

(efectivos), aproximándose a la realidad de un sistema bi-partidista. Esto ha va-


riado de manera generalizada en nuestra historia más reciente, bajo la tercera
ola de democratización. No solo se advierte un tránsito generalizado desde el
bipartidismo hacia el multipartidismo, sino hacia una creciente fragmentación
partidaria. Puede decirse que solo en el caso de Honduras, con el Partido Na-
cional y el Partido Liberal, de larga trayectoria en dicho país y, de alguna ma-
nera, en El Salvador, con ARENA (Alianza Republicana Nacionalista) y el FMLN
(Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional), subsiste un sistema biparti-
dista. Todos los demás países han evolucionado hacia el multipartidismo.
De manera tal que la relación predominante en América Latina es aquella
entre presidencialismo y multipartidismo, con sistemas electorales que varían
de un país a otro, pero que giran, principalmente, en torno a la representa-
ción proporcional. Los distintos sistemas pueden variar de un país a otro, con
re-elección o sin ella, con primera vuelta («plurality») o segunda vuelta («ru-
noff»), con simultaneidad o sin simultaneidad de elecciones presidenciales y
parlamentarias, con voto voluntario u obligatorio, con listas abiertas o cerradas
de candidatos, con sistemas unicamerales, como en la mayoría de los países
centroamericanos, o sistemas bicamerales, como en México y la mayoría de los
países sudamericanos, pero en el entendido que el tipo de combinación que se
establezca entre estas distintas fórmulas, debe apuntar a la representatividad y
la eficacia del sistema político en su conjunto, para asegurar la gobernabilidad
democrática. Los énfasis en uno (representatividad) u otro (eficacia), variarán
de un país a otro, pero es necesario tomar en cuenta los «trade offs» que existen
entre una y otra opción. No existe, pues, una fórmula única, una receta o una
prescripción que sea válida, uniformemente, para todos, sino un «menú de op-
ciones» que se pueden intentar y que, de hecho, se han intentado, en distintos
países y regiones del mundo.
Por mucho que América Latina se haya caracterizado, desde siempre, y
en forma invariable, por una forma de gobierno presidencial –y nada nos dice
que existan posibilidades reales de avanzar hacia una forma de gobierno semi-
presidencial o parlamentaria–, cada país, de acuerdo a su propia realidad, tiene
que optar por el tipo de arreglos institucionales que sea más conducente a la go-
bernabilidad democrática. No estamos condenados a la inestabilidad política o
democrática por compartir, sin excepción, una forma de gobierno presidencial.
Es la existencia de distintos tipos de presidencialismo, como lo ha argumentado
elocuentemente Scott Mainwaring, y de distintos arreglos institucionales, los
que hacen una diferencia entre la estabilidad y la inestabilidad democrática.
El arte de la política y la ingeniería constitucional consisten, justamente, en
diseñar e implementar esos arreglos institucionales, y las distintas combinacio-
nes posibles, escapando de las fórmulas simplistas. Se trata de la capacidad de

193
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

adoptar e implementar decisiones que correspondan adecuadamente a los pro-


blemas sociales y económicos de cada país, de acuerdo a su nivel de desarrollo,
y al tipo de cultura política existente. Es la interacción, y el tipo de negociación
y acuerdos, que puedan surgir entre los actores políticos, lo que incide en uno u
otro desenlace. No hay «camisas de fuerza» –por así decirlo–, de las que no po-
damos escapar, trátese de una forma de gobierno presidencial o parlamentaria,
y los distintos tipos de combinaciones u arreglos a los que nos hemos referido,
y lo que hay es este menú de opciones que debe ser explorado en cada país, de
acuerdo a su propia realidad y los objetivos que se persigan. Lo que la ciencia
política puede hacer, como bien dicen Payne, Zovatto Mateo Díaz, es llamar
la atención sobre los «trade-offs» que existen entre una y otra opción, en una
perspectiva teórica y comparativa. Nada sustituye, sin embargo, el papel de los
actores políticos y sus propias decisiones estratégicas sobre esta materia.
Una perspectiva similar a la que hemos expresado anteriormente, en torno
a lo que hemos denominado la «mesa de tres patas», es la que adopta el infor-
me del Banco Interamericano de Desarrollo (IADB, 2005, pp. 27 y siguientes),
desde el punto de vista de las políticas públicas. Según el informe, lo que im-
porta, verdaderamente, es el tipo de relación, o de interacción, entre el ejecu-
tivo, el legislativo y los partidos políticos. Basado en un enfoque de políticas
públicas, teniendo como parámetro la habilidad del Presidente de la República
(gobierno) para avanzar en su agenda legislativa, el informe asigna un papel
fundamental a los partidos políticos y el sistema de partidos. De sus estructu-
ras dependerá, en buena medida, una exitosa implementación de las políticas
públicas (agenda legislativa). Así, por ejemplo, actuando dentro de un sistema
presidencialista, la existencia de partidos «programáticos», más que «cliente-
lísticos», al interior de un sistema de partidos debidamente institucionalizado,
aparece como una de las claves del éxito. La fragmentación, y la indisciplina
partidaria, en cambio, pueden comprometer el éxito de la agenda legislativa
gubernamental. Particularmente crítica, concluye el informe, es la situación de
una democracia presidencial en un contexto de «gobierno dividido». Al igual
que el informe de Payne, Zovatto y Mateo Díaz, el BID concluye que los go-
biernos de minoría, la fragmentación y la indisciplina partidaria terminan por
crear condiciones adversas desde el punto de vista de la gobernabilidad demo-
crática. De allí que, tan importante como el contenido y las características de
las políticas públicas, sea la «política de las políticas públicas», en el contexto
de la democracia presidencial.
Una y otra vez, desde distintos enfoques académicos, se llega a lo que
Mainwaring denominó la «difícil relación» entre presidencialismo y multiparti-
dismo, en la realidad de América Latina. A decir verdad, si se analiza a los distintos
países y regiones que corresponden a casos de «democracias multi-partidistas»

194
Capítulo VI  Presidencialismo y parlamentarismo

–existen múltiples estudios empíricos sobre esta materia–, se constata que la


inmensa mayoría de los casos exitosos, en términos de estabilidad democrática,
corresponden a democracias parlamentarias. Tal es el caso de Europa, incluida
la Europa central y del este, tras la caída del muro de Berlín, con algunos casos
de formas semipresidenciales (que son la excepción más que la regla general), de
Canadá, Australia, Nueva Zelanda y la gran mayoría de los países miembros de
la «Commonwealth», de la India, que corresponde nada menos que a la democra-
cia más grande, y una de las más pobres, del mundo –lo que, dicho sea de paso,
cuestiona, una vez más, aquel argumento relativo a los requisitos, prerequisitos,
o condiciones socio-económicas para la democracia– y de Japón, en el este de
Asia, entre tantos otros ejemplos que podríamos mencionar de estabilidad de-
mocrática en el contexto de sistemas multi-partidistas. El ejemplo exactamente
opuesto, de inestabilidad política crónica, a través de la historia, es precisamente
el de América Latina, caracterizada desde siempre –al menos desde los procesos
de la independencia– por una forma de gobierno presidencial: «es significativo
que, con la notable excepción de los países latinoamericanos, pocas democra-
cias han optado por el modelo presidencialista estadounidense...América Latina
escasamente ha producido una estabilidad política duradera… La gran mayoría
de las democracias estables en el mundo contemporáneo han tenido formas
parlamentarias de gobierno» (Linz y Valenzuela, p. x).
¿Será lo anterior una mera coincidencia? ¿Será una coincidencia que, se-
gún parece, la inmensa mayoría de los casos de estabilidad democrática, bajo
formas multipartidistas, correspondan a democracias parlamentarias, mientras
que la inmensa mayoría de los casos de inestabilidad política, bajo formas mul-
tipartidistas, correspondan a democracias presidenciales, como en América La-
tina? Sea como fuere, lo que no puede desconocerse es que la región, con el
trasfondo de una inestabilidad crónica a través de su historia, ha hecho progre-
sos importantes en las últimas tres décadas, bajo esta reciente ola democratiza-
dora. Por de pronto, no ha habido golpes militares ni regresiones autoritarias,
con la sola excepción de Honduras. El auto-golpe de Alberto Fujimori (1992)
y los rasgos autoritarios o semi-autoritarios de Hugo Chávez, en Venezuela
–aunque no se puede negar que este último tiene una legitimidad democrática
formal–, entre otros casos de dudosa vocación democrática, son la excepción y
no la regla general. Están, por cierto, los problemas sobre la calidad de la de-
mocracia y el déficit en términos de gobernabilidad democrática, tema sobre el
cual volveremos en el capítulo final. Pues bien, puede decirse que los progresos
dicen relación también con la forma en que se ha ido articulando la relación
–aparentemente contradictoria– entre presidencialismo y multipartidismo.
Una de las primeras aproximaciones a este tema, al interior de una decla-
rada y explícita defensa del presidencialismo en América Latina, fue el libro de

195
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

Nohlen y Fernández (1998), en el que se sostiene como tesis central que el pre-
sidencialismo habría sorteado con éxito los desafíos de la transición, la consoli-
dación y la gobernabilidad democrática en la región. Argumentan que el desafío
que enfrenta América Latina es más bien cómo hacer que las democracias sean
más eficientes, participativas y transparentes, en medio de la crisis de credibili-
dad y eficacia de la representación política que caracteriza a la región. Se trata,
pues, de «renovar» la democracia y «adecuar» el presidencialismo para mejorar
el funcionamiento de los gobiernos. Por su parte, escapando de los cánones
tradicionales, y de las disputas teóricas entre presidencialismo y parlamentaris-
mo, en el libro editado por Lanzaro (2001), se sostiene que América Latina ha
ido avanzando en la articulación entre presidencialismo y multipartidismo, en
torno a lo que se conoce como «presidencialismo de coalición». Aunque estos
términos pudieran aparecer como contradictorios, por aquello de la «difícil
combinación» –aunque no imposible, como veremos– entre presidencialismo
y multipartidismo, la realidad de América Latina en las últimas tres décadas da
cuenta de ricas y variadas experiencias sobre la materia.
En efecto, Jorge Lanzaro y René Antonio Mayorga señalan que, a pesar
que en esta reciente etapa de democratización en la región el régimen presiden-
cial sigue siendo la fórmula común de gobierno, dentro de esta fórmula, y en
consideración a la enorme diversidad del presidencialismo «realmente existen-
te», ha habido formas innovadoras de encarar esta relación, las que dan cuenta
de las ventajas, y no solo de las desventajas, de una forma de gobierno presiden-
cial. Ya sea bajo formas de democracia presidencial de corte «mayoritario», o de
raigambre «pluralista», incluidas las fórmulas «populistas» o «neopopulistas»,
bajo estructuras más o menos descentralizadas, o bajo distintos sistemas de par-
tidos y sistemas electorales, con gobiernos de mayoría o de minoría, en la expe-
riencia reciente de América Latina no se habrían dado los «efectos perversos»
que algunos autores –Juan Linz, entre los principales– atribuyen al presiden-
cialismo. Junto con casos de «presidencialismo duro», habrían surgido diver-
sos casos de «moderación» del sistema presidencial, bajo distintas modalidades
de cooperación, negociaciones, pactos, acuerdos, compromisos y construcción
de coaliciones. De esta manera, los incentivos tendientes a la construcción de
alianzas o coaliciones políticas, que se supone serían privativos del parlamenta-
rismo, habrían surgido también bajo este «presidencialismo de coalición». Este
«neopresidencialismo», surgido en la historia más reciente de la región, ten-
dría márgenes considerables de flexibilidad y de productividad, mucho más allá
de lo previsto por las teorías del presidencialismo y el parlamentarismo. En la
realidad concreta de América Latina existiría, pues, una rica diversidad de expe-
riencias en tal sentido, demostrando que la combinación entre presidencialismo
y multipartidismo es posible.

196
Capítulo VI  Presidencialismo y parlamentarismo

Profundizando en estas ideas, Lanzaro señala que «el desenvolvimien-


to del gobierno presidencial puede igualmente ajustarse a la geometría de los
equilibrios institucionales y al abanico de opiniones a través de un armado de
voluntades en el que pesen la separación de poderes y la pluralidad de represen-
taciones políticas» (p. 20), con distintos esquemas y esfuerzos de compromiso,
alianzas y coaliciones. Sin desconocer que el presidencialismo tiene, para bien
o para mal, una propensión «plebiscitaria innata», que se instala más cómo-
damente en sistemas de vocación «mayoritaria», no pueden desconocerse las
experiencias en torno a un «presidencialismo moderado», más propenso a las
«gramáticas pluralistas». Por su parte, en el mismo volumen anterior, Daniel
Chasquetti cuestiona aquello de la «difícil combinación» entre presidencialis-
mo y multipartidismo, y afirma que una forma presidencial de gobierno puede
incentivar la construcción de coaliciones, que esto último «atenúa» las tensiones
que existirían entre presidencialismo y multipartidismo, que cuando se trata de
«coaliciones mayoritarias» de gobierno se facilita aún más la estabilidad demo-
crática y, finalmente, que el multipartidismo «moderado» ha de preferirse a los
multipartidismos «extremos» (definidos estos últimos por la excesiva prolifera-
ción de partidos políticos). El principal problema, pues, estaría radicado en los
presidencialismos multipartidistas sin coaliciones de gobierno. Por el contrario,
el presidencialismo con coalición, o presidencialismo de coalición, haría posible
la articulación entre presidencialismo y multipartidismo.
Todas estas contribuciones apuntan a recordar que el presidencialismo
multipartidista es, hoy por hoy, la combinación político institucional más co-
mún en la región, y que existen, al respecto, una variedad muy rica y diversa de
experiencias en torno a distintos tipos de presidencialismo que han podido co-
existir con un sistema multipartidista, en torno a la construcción de coaliciones
políticas. Son estas últimas, y los incentivos que se pueden diseñar y establecer
en torno a ellas, las que hacen posible esa coexistencia. De esta manera, las
coaliciones políticas son viables en el presidencialismo, y la estabilidad políti-
ca es posible bajo una democracia presidencial multipartidista. Esa estabilidad
democrática sería particularmente viable bajo fórmulas de coaliciones mayori-
tarias de gobierno, al interior de un multipartidismo moderado.
Diversos trabajos han abordado, en la ciencia política, en una perspectiva
comparativa, sobre una base teórica y empírica, el tipo de relación entre el ejecu-
tivo y el legislativo, que está en el centro de este debate en torno al presidencia-
lismo y el parlamentarismo. Muchos de ellos tienden a demostrar, no sólo que es
posible la estabilidad democrática bajo una forma de gobierno presidencial, sino
que, en muchos países de América Latina, los parlamentos tienen más poder
del que usualmente se reconoce. Entre esos trabajos, queremos mencionar muy
particularmente el interesante aporte de Pérez Liñán (2005), quien, sobre la

197
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

base de un estudio de 27 episodios que tuvieron lugar entre 1950 y 2000, en que
el ejecutivo clausuró el legislativo, o en que este último removió al Presidente de
la República de su cargo, señala como hipótesis central que la democratización
de los sistemas presidenciales, en América Latina, especialmente en la medida
que se consolida la democracia, ha tendido a limitar la habilidad de los Presi-
dentes para desafiar a las legislaturas, y que, incluso, en muchos casos, puede
hablarse de una verdadera «supremacía legislativa». La menor probabilidad de
las intervenciones militares, la eliminación de mecanismos constitucionales que
han sido utilizados por el ejecutivo para disolver al congreso y, en general, la sig-
nificativa estabilidad que se puede notar en el ambiente constitucional, habrían
contribuido a ello. Recordemos que, en otro trabajo (Pérez-Liñán, 2007), según
hemos visto en el capítulo III, el autor se ha referido a cómo las «acusaciones
constitucionales» –una de las expresiones de esta «supremacía legislativa»– ha-
brían colocado al ejecutivo a la defensiva. Las acusaciones constitucionales ha-
brían conducido a cambios de gobierno, pero no a cambios de régimen político
–se trataría de «crisis sin quiebre» (democrático). De esta manera, lo que estaría
emergiendo en la historia más reciente de América Latina sería una relación
más equilibrada entre el ejecutivo y el legislativo. De hecho, habríamos pasado
de una «moderada supremacía del ejecutivo», en las décadas de 1960 y 1970, a
un mayor predominio parlamentario bajo esta reciente ola democratizadora.
Finalmente, cabe formular la pregunta: ¿está América Latina condenada al
presidencialismo? Si el presidencialismo es, tal como lo hemos insinuado ante-
riormente, algo así como la cordillera de Los Andes, entonces no hay nada que
hacer. Si bien es cierto que el presidencialismo está en el ADN de América La-
tina, ello no debe llevarnos a una mirada a-crítica, generalmente fundada entre
el mito del presidencialismo y un marcado prejuicio contra el parlamentarismo
–el que, dicho sea de paso, nunca se ha intentado seriamente en América La-
tina. Lo más cerca que ha estado este último de convertirse en realidad fue en
el marco de la Asamblea Constituyente de Brasil, en 1987-1988 –y, de alguna
manera, en la vieja república de 1889-1930–, en que la fórmula fue rechazada
por el electorado. En el caso de Chile, se habla, erróneamente a mi juicio, por
ensayistas e historiadores, no así de politólogos, del llamado «régimen parla-
mentario», como el que habría existido entre 1891 y 1920. En algún trabajo
(Burgos y Walker, 2003) he argumentado que se trató de un «presidencialismo
desvirtuado» más que de una forma de gobierno parlamentaria, conteniendo,
eso sí, una serie de «incrustaciones parlamentarias», relacionadas con las prác-
ticas políticas más que con los textos constitucionales. En ese mismo trabajo
hemos postulado la posibilidad de una forma de gobierno parlamentaria para
Chile, aunque no viene al caso reproducir los argumentos allí expresados, en
este libro que es sobre América Latina.

198
Capítulo VI  Presidencialismo y parlamentarismo

No puedo negar, como ocurre con muchas personas, estudiosos y polí-


ticos, que con el tiempo me he hecho un poco más escéptico sobre el tema,
no tanto porque no logre divisar buenas razones para instaurar una forma de
gobierno parlamentaria para países como Chile, Uruguay y Costa Rica, sino
porque no diviso la viabilidad de una empresa semejante, que, a decir verdad,
sería un verdadero giro copernicano en América Latina, en términos tanto de
las instituciones como de la cultura política. Tal vez, como ha ocurrido en mi
caso, ocho años en el parlamento, y otros tantos en el ejecutivo, han contribuido
a ese mayor escepticismo. Adicionalmente, como han dicho Shugart y Carey,
la «mala noticia» para los defensores del parlamentarismo es que «ningún caso
de sistema presidencial existente ha cambiado hacia un sistema parlamentario,
mientras que en varios casos encontramos la trayectoria opuesta» (Shugart y
Carey, 1992, p. 3). Sea como fuere, lo que no puede desecharse a priori es la
posibilidad de innovar al respecto, teniendo en cuenta, que más que la cuestión
del presidencialismo –o del parlamentarismo, para tal efecto–, en sí mismo, la
cuestión que debe plantearse es la relación entre el ejecutivo, el legislativo y el
sistema de partidos y las distintas combinaciones entre ellos.
Si el caso a favor del parlamentarismo puede aparecer tal vez como una
idea descabellada, en consideración a la cultura política de América Latina
–aunque hemos hecho lo posible a lo largo de este libro por escapar de los de-
terminismos de cualquier tipo–, ¿por qué entonces no plantearse, en algún país,
o conjunto de países, con ciertas características –un grado apreciable de institu-
cionalización de su sistema de partidos, por ejemplo, y una cultura democrática
más arraigada–, la posibilidad de introducir la figura de un Primer Ministro,
al lado de la figura del Presidente de la República? Los politólogos entrarán a
definir hasta qué punto una experiencia semejante se acerca, o no, a la de una
forma de gobierno semi-presidencial. En fin, lo que he querido hacer en estas
últimas líneas, es formular ciertas preguntas e interrogantes, de un modo ten-
tativo y preliminar, abriendo nuevas avenidas para el debate en el plano de las
ideas, el debate académico y el quehacer político, más que cerrar posibilidades
en tal o cual sentido, escapando de prejuicios, fatalismos o determinismos de
cualquier tipo. A pesar de lo que afirma Cheibub, el debate no está cerrado y lo
que estas líneas han intentado es analizar los pro y los contra de las distintas op-
ciones, mostrando la complejidad y la rica diversidad de América Latina sobre
esta y tantas otras materias.

199
Capítulo VII

La nueva cuestión social1

La llamada «cuestión social» en América Latina estuvo en el centro de la crisis


oligárquica y del modelo nacional y popular que apuntó a la sustitución del
antiguo orden oligárquico por un nuevo orden democrático, cuestión que cons-
tituye la trama y guía de este libro. Aquella estuvo vinculada al surgimiento de
un nuevo proletariado, en el incipiente proceso de industrialización que se abría
paso en la última fase del crecimiento «hacia fuera», acompañado de las mi-
graciones del campo a la ciudad y de los fenómenos de urbanización asociados
a los procesos de modernización. Las pugnas entre clericales y anti-clericales,
típicas del siglo XIX, en torno a la «cuestión religiosa», fueron dando lugar a
nuevos movimientos y organizaciones, sociales y políticos, que procuraron re-
presentar los intereses de los sectores populares y medios emergentes, en torno
a un nuevo modelo de desarrollo basado en la industrialización sustitutiva de
importaciones dirigida desde el estado, la que procuraba sentar las bases de un
desarrollo más autónomo, con un importante componente nacional y popu-
lar. Algunas veces ese proceso se dio bajo una forma política democrática, en
otros casos se dio bajo una forma autoritaria. Las características, consecuencias
e implicancias, económicas, sociales y políticas, de ese modelo de desarrollo, las
hemos analizado en los capítulos II y III.

Este capítulo se basa, fundamentalmente, en las investigaciones y estudios llevados a cabo,


1

conjuntamente, entre CIEPLAN y el Instituto Fernando H. Cardoso, entre los años 2006 y
2009. Los resultados de los mismos pueden encontrarse en Cardoso y Foxley (2009), y en los
tres volúmenes publicados bajo la coordinación de Eugenio Tironi, sobre «cohesión social»
en América Latina: Tironi (2008), Valenzuela y otros (2008), y Gasparini y otros (2008). Son
innumerables las conversaciones, conferencias, seminarios y monografías, dentro y fuera de
Chile, que han inspirado las ideas contenidas en este capítulo, incluyendo el seminario sobre
«Social Cohesión in Latin America (Assembling the Pieces)», que tuvo lugar en el Kellogg Institute
for International Studies de la Universidad de Notre Dame, el 16 de abril de 2009. En las
líneas que siguen he procurado recoger lo más medular de esa reflexión, en relación a lo que
se ha denominado la nueva cuestión social de América Latina.

201
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

Aunque, en algún sentido, aún estamos en un proceso de «des-oligarqui-


zación», el que tiene bastante que ver con el fenómeno del «neo-populismo»
al que nos hemos referido en el capítulo V, y aunque el tema de la pobreza y
la desigualdad permanece como el elemento de continuidad en términos de su
desarrollo económico y social, América Latina ya no es la misma de antes. La
nueva cuestión social que surge en la región, en nuestra historia más reciente,
tiene características muy distintas de las que hemos conocido en el pasado. Esta
surge de los profundos cambios económicos y sociales, vinculados a la nueva es-
trategia de desarrollo que se impone en la región, en la era de la globalización.
A esas profundas transformaciones hemos dedicado el capítulo IV. Más impor-
tante aún, esta nueva cuestión social surge en un contexto democrático.
Tal vez como un aspecto de la vieja promesa de pasar del subdesarrollo al
desarrollo, los países de la región tienen poco que ver con el paisaje económico
y social basado en el atraso, el subdesarrollo y el llamado «Tercer Mundo» que
conocimos hasta las décadas de 1960 y 1970, coincidiendo con la declinación del
anterior modelo de desarrollo. La nueva cuestión social se relaciona, más bien,
con la realidad de países de «ingresos medios», en el contexto de las economías
emergentes, las que aparecen, en la historia más reciente, como las más dinámi-
cas del mundo. Como señala Alejandro Foxley, los países de ingresos medios son
algo así como un «Segundo Mundo», distinto del Primero y del Tercer Mun-
do, pero compartiendo, simultáneamente, características de ambos: «se trata de
sociedades caracterizadas por el conflicto, que pueden alcanzar un significativo
progreso durante un determinado período de tiempo, pero que son afectadas
por frecuentes caídas en los niveles de crecimiento, tensiones sociales e inestabi-
lidad política. En síntesis, se trata de economías y sociedades en las que no todo
va bien al mismo tiempo, aunque la tendencia predominante ha sido hacia más
elevados niveles de desarrollo» (Foxley, 2009). Aunque América Latina está aún
muy lejos de alcanzar el gran dinamismo de los países asiáticos –del sudeste, del
este y del sur de Asia–, sí puede decirse que nos encontramos «a medio camino»
(Cardoso y Foxley, 2009), en la perspectiva del desarrollo económico y social.
Lo anterior, sin perjuicio de la necesidad de hacernos cargo de la gran
heterogeneidad de la región, con algunos países que llevan la delantera (Brasil,
México, Chile, Costa Rica, Panamá, Uruguay y Argentina), mientras que otros
países muestran un gran rezago (Nicaragua, Honduras, Guatemala, Bolivia y
Paraguay). Un tercer grupo de países se encuentra en una etapa de desarrollo
intermedio (Colombia, Perú, Venezuela, El Salvador y Ecuador), según vere-
mos más adelante, sobre la base de los estudios del Banco Mundial. Se trata,
pues, de un proceso desigual, en el que se ha transitado, y se sigue transitando,
en forma contradictoria y a ratos tortuosa, con avances y retrocesos, desde el
subdesarrollo al desarrollo.

202
Capítulo VII  La nueva cuestión social

Un ejemplo de los avances que han tenido lugar en la región es el quin-


quenio virtuoso de los años 2003-2007, en que, tal vez como nunca antes, nos
hemos acercado al triple objetivo de democracia, crecimiento y equidad (tanto
en términos de reducción de la pobreza como de la desigualdad). Todo ello, en
claro contraste con la «década perdida» (1980s), en medio de los complejos
procesos de transición a la democracia de esa misma década, y la «media década
perdida» (1998-2002), tras el impacto de la crisis asiática. Hoy por hoy, imperan
elecciones libres y democráticas (democracia electoral), tal vez como nunca an-
tes en la historia de América Latina (volveremos sobre este punto en el próximo
capítulo). Junto con ello, la región ha experimentado, para el quinquenio 2003-
2007, un ritmo de crecimiento económico de 5,5%, con un crecimiento de las
exportaciones de un 7% anual. Por su parte, la deuda pública se redujo desde un
65% del PIB, en 2003, a un 35%, en 2007, mientras que el desempleo disminuyó
desde un 11 a un 7,5% (Foxley, 2009). En lo que se refiere a la pobreza, según
cifras de la CEPAL, esta disminuyó desde un 44% (2003), a un 34% (2007), lo
que significa que hay 184 millones de latinoamericanos que aún viven bajo la
línea de la pobreza (mientras que 68 millones viven en la indigencia). Según la
CEPAL (Panorama Social, 2008), nueve países de la región mejoraron su distri-
bución del ingreso en el quinquenio anterior. En una línea similar, Nora Lustig
(2009) argumenta que, desde comienzos de la década actual, 11 de 18 países de
la región dieron cuenta de un mejoramiento en la distribución del ingreso. A
pesar de ello, América Latina sigue siendo, junto con el África Sub-Sahariana,
la región más desigual del mundo.
Más allá de que aún no sabemos cuáles serán las verdaderas implicancias
de la profunda crisis financiera y económica de 2008-2009 –la que, dicho sea de
paso, confirma que los shocks externos siguen siendo uno de los principales obs-
táculos en el camino del desarrollo–, lo cierto es que, según intento demostrar
en las líneas que siguen, América Latina ya no es la misma de antes. Los pro-
fundos cambios de todo tipo, en la región y en el mundo, y las grandes trans-
formaciones económicas y sociales habidas en las últimas dos o tres décadas,
nos hablan de una estructura económica y social muy distinta de la que hemos
conocido históricamente. En el corazón de esos cambios está la nueva realidad
de países de ingresos medios.
En efecto, dentro de la gran heterogeneidad de la región y siguiendo la cla-
sificación del Banco Mundial entre países de ingreso «alto», países de ingreso
«medio-alto», países de ingreso «medio-bajo» y países de ingreso «bajo», pue-
de decirse que, «en 2007, este indicador revela que la situación de la población
latinoamericana concuerda con una especie de clase media internacional. No
hay países considerados de ingreso bajo y casi dos tercios (65%) se encuentran
en países de ingreso medio-alto» (Medici, en Cardoso y Foxley, p. 494). En una

203
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

línea similar, sistematizando y ampliando los datos disponibles, sobre la base del
criterio empleado por el Banco Mundial, que es también el de la OECD, aunque
ahora desde el punto de vista de la cooperación internacional con «países de
renta media» (PRM), el Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación de
España (2006) señala que existen en el mundo 93 países, sobre un total de 208
países y territorios, que pueden considerarse como de renta media. Junto con
los 54 países que denomina de «ingreso alto» (ninguno de ellos de América
Latina), y los 61 países que corresponderían a «ingreso bajo» (sólo Nicaragua
estaría en esta categoría, en lo que se refiere a la región), existirían 93 países de
renta media, que a la vez se subdividen en 37 países de ingreso «medio-alto»
(entre US$ 3.035 y US$ 9.385 –dólares de 2003) y 56 países de ingreso «medio-
bajo» (entre US$ 766 y US$ 3.035). Estamos hablando, pues, de países de un
ingreso per cápita que va de US$ 766 a US$ 9.385, que corresponden al 35%
del PIB mundial (en paridad del poder adquisitivo), al 31,1% de las exportacio-
nes e importaciones de bienes y servicios, al 23,7% de la inversión extranjera
directa, y al 57,8% de las remesas al exterior. En estos países reside el 47,5%
de la población mundial, algo más del 41% de la población pobre del mundo,
agrupando al 60% de los países tradicionalmente considerados «en desarrollo».
El grueso de los PRM estaría concentrado en dos regiones: América Latina, con
el 32% de los casos, y Europa y Asia Central, con el 25%. Dentro de su gran
heterogeneidad interna, estos países y regiones se caracterizan por su gran vul-
nerabilidad a los shocks externos y a las crisis internas. Según el informe, en el
caso de América Latina, dentro de la categoría de renta «media-alta» estarían
situados Chile, Costa Rica, Uruguay, México, Panamá, Argentina, Venezuela
y Brasil, mientras que en la categoría de renta «media-baja» estarían ubica-
dos El Salvador, Perú, Ecuador y Colombia, y, más atrás, Guatemala, Paraguay,
Honduras y Bolivia.
Por su parte, confirmando las tendencias anteriores, aunque ahora desde
el punto de vista de las percepciones en términos de opinión pública, es intere-
sante constatar que, según Latinobarómetro (2006, preparado en conjunto con
la CEPAL), el 7% de la población latinoamericana se considera «rica», el 32%
se considera «pobre» y un significativo 60% se considera de «clase media». Ar-
gentina, Chile y Uruguay lideran el grupo, con más del 70% de los encuestados
autocalificados como de «clase media», mientras que Nicaragua, El Salvador,
Honduras y Ecuador se consideran en el extremo «pobre». Lo anterior indica
que, tanto objetivamente, sobre la base de la clasificación del Banco Mundial,
como subjetivamente, en términos de las percepciones en el nivel de la opinión
pública, la nueva realidad social de América Latina está dada por países de ingre-
sos medios que han transitado, y siguen transitando, entre el subdesarrollo y el
desarrollo, dentro de la gran heterogeneidad que es característica de la región.

204
Capítulo VII  La nueva cuestión social

Esta nueva realidad económica y social tiene bastante que ver con la in-
serción internacional de América Latina, en la era de la globalización, aunque
a este respecto habría que hacer referencia tanto a los logros como a las enor-
mes carencias existentes. En efecto, según un estudio (Benavente, en Cardoso
y Foxley, 2009), desde el punto de vista de la innovación y la competitividad,
que es donde reside la gran brecha entre los países desarrollados y los países
en desarrollo, junto con los países «avanzados» con ingresos por habitante su-
periores a US$ 35.000 anuales (Finlandia, Irlanda y algunos países asiáticos), y
un segundo grupo de países avanzados, aunque de desarrollo más reciente, con
ingresos entre US$ 24.000 y US$ 30.000 (Australia, Corea del Sur, Portugal,
Nueva Zelanda, entre otros), recién en un tercer grupo, mucho más atrás, se
asomarían algunos países en vías de desarrollo, como los países bálticos y Mala-
sia, entre los que se incluirían, con algún grado importante de distancia, países
latinoamericanos como Argentina y Chile. La tesis del autor es que, junto con
tener cuentas macro económicas ordenadas, y los esfuerzos de «transpiración»
que se requieren en términos de ahorro e inversión, lo que se necesita para
pasar a los dos primeros grupos es un grado mucho mayor de «inspiración»,
en términos de la incorporación de mayor conocimiento, mejores prácticas
productivas y, en definitiva, capacidad de innovación.
De esta manera, si lo que veíamos anteriormente en términos de la reali-
dad de «países de renta media» nos ayuda a distanciarnos, hacia abajo, de los 61
países de ingreso «bajo», principalmente de África, la gran brecha existente en
términos de innovación y competitividad nos separa, hacia arriba, de los países
desarrollados. Así, el crecimiento de América Latina habría estado muy basado
en la transpiración (principalmente el trabajo, con mano de obra barata y mal
calificada, concentrada en la explotación de los recursos naturales), pero con
avances poco significativos en materia de inspiración (conocimiento). Cómo
pasar de un país de US$ 15.000 (PPP), como en el caso de Chile, uno de los
países más abiertos de América Latina, a uno de US$ 20.000 o US$ 25.000 –es
decir, a ser un país desarrollado–, es el estudio que encabeza Alejandro Foxley
(2009), reforzando la idea de un país, y de una región, que se encuentra «a mi-
tad de camino» en la perspectiva del desarrollo. Al hacer una comparación con
«países afines» –esto es, de tamaño mediano o pequeño, situados en la periferia
de los centros de poder económico, que alguna vez estuvieron a mitad de cami-
no y que han logrado dar el salto al desarrollo (Australia, Nueva Zelanda, Corea
del Sur, Finlandia, Irlanda, Noruega, España y Portugal)–, Foxley atribuye una
gran importancia a la formación de capital humano de calidad, especialmente
en el ámbito de la educación.
Por su parte, al observar el Índice de Competitividad del Foro Económico
Mundial, junto con advertir el gran rezago de América Latina en este ámbito,

205
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

Benavente añade que países como Argentina, Chile, Costa Rica, México, Pa-
namá y Uruguay se encontrarían en una segunda etapa de desarrollo («inter-
media»), en que, a los factores de trabajo y capital (transpiración), se añade la
búsqueda de ganancias de eficiencia. El salto más importante, sin embargo,
desde el punto de vista del desarrollo, es el que tiene lugar entre esta etapa, y
la tercera y definitiva, en que priman la innovación y el progreso tecnológico
(solo Brasil, Chile y Costa Rica tendrían alguna posibilidad de acercarse a esta
tercera y última etapa). América Latina, con un gasto de solo 0,8% en investiga-
ción y desarrollo, muestra un gran rezago desde una perspectiva comparativa, si
consideramos, por ejemplo que, en 2005, los países europeos acordaron elevar
su gasto en investigación y desarrollo a un nivel superior al 3% de su producto
(nivel que ya existe en países como Israel, Finlandia y Corea del Sur). Concluye
el autor señalando que «la mayoría de los países de América Latina se encuen-
tran todavía en etapas intermedias de ingreso» (Ibid., p. 335), con una fuerte
distancia de los países desarrollados.
Surgen, del contraste anterior –hacia abajo, como países de ingreso medio,
y hacia arriba, en términos de innovación y competitividad–, los claroscuros del
desarrollo social y económico de América Latina, en este intento por transitar
desde el subdesarrollo al desarrollo.
Tal vez la manera más adecuada de caracterizar la nueva realidad social de
la región es en relación a los profundos cambios sociodemográficos que han
tenido lugar en su interior, en las últimas décadas. Es así como, según el estudio
de Osvaldo Larrañaga (en Tironi, 2008), los siguientes corresponden a algunos
de los principales cambios que han tenido lugar en América Latina: en primer
lugar, están los cambios en los comportamientos reproductivos de la familia
latinoamericana, caracterizados por una profunda y rápida caída en la tasa de
fecundidad, hasta el punto que las mujeres de la región están teniendo la mitad
de los hijos que sus madres hace tres o cuatro décadas (2,9 contra 6,2 hijos).
Esta caída de la tasa de fecundidad, junto al aumento de la esperanza de vida,
modifica estructuralmente el funcionamiento de los hogares y las sociedades,
incluyendo el llamado «bono demográfico» –asociado este último a una más
favorable relación entre individuos laboralmente activos y pasivos– con poten-
ciales beneficios desde el punto de vista de los aumentos en la disponibilidad de
bienes por habitantes, reducción de las desigualdades de ingresos y de oportu-
nidades, y una mayor igualación de género.
Un segundo cambio se refiere a la nueva división del trabajo en los hoga-
res, lo que está dado principalmente por la progresiva incorporación de la mu-
jer al mercado del trabajo. Tal vez sea este el mayor cambio sociodemográfico,
en América Latina, en las últimas décadas. Lo anterior redunda, no solo en un
mejoramiento en términos de la reducción de la pobreza y la desigualdad de

206
Capítulo VII  La nueva cuestión social

ingresos, sino que en la propia autoestima y dignidad de la mujer, incluyendo su


incorporación al espacio de lo público. Veremos más adelante, sin embargo, que
cada uno de estos cambios conlleva diversos tipos de costos, con importantes
implicancias, por ejemplo, en términos de los regímenes de bienestar social y
de las políticas sociales.
Un ejemplo de estos costos se relaciona con un tercer cambio que anota
Larrañaga, que es el que se refiere al crecimiento de la población constituida
por los adultos mayores, en la medida que dicho sector requiere de nuevos tipos
de financiamiento, de provisión de salud y de cuidado. Al igual que la situación
de los niños, la situación de creciente desprotección de los adultos mayores se
relaciona con la progresiva ausencia de la mujer del hogar, y las nuevas moda-
lidades de relación entre el estado y las familias. El aumento de la población de
adultos mayores está relacionado con el descenso en la tasa de fecundidad y/o
los aumentos en la expectativa de vida de la población, la que ha pasado de 56
años (1960), a 72 años en la actualidad.
Un cuarto cambio se refiere a los tipos de familias existentes en la re-
gión, en torno a las modalidades alternativas al matrimonio, asociados a nuevos
patrones culturales y sociales. El aumento de las separaciones, convivencias,
madres solteras, niños que crecen con un solo padre biológico y, en general, la
fragmentación de la familia tradicional, en relación al modelo de familia nu-
clear, son algunos de los cambios que experimentan los países latinoamericanos.
Aunque siempre hubo una «dualidad de códigos» en las familias hispanoame-
ricanas, que estuvo dado, por un lado, por el patriarcado tradicional europeo
sobre la base de la dominación masculina y la obediencia de la mujer y, por el
otro, el establecimiento de parejas informales y nacimientos extra-conyugales,
la realidad actual de uniones consensuales y de niños que viven en hogares
monoparentales, entre otros, tienden a reforzar los cambios sociodemográficos
que hemos señalado, con fuertes incidencias en materia de políticas sociales.
Finalmente, según Larrañaga, están los cambios en relación al rol de la fa-
milia en la transmisión de la desigualdad socioeconómica. Aquella es una de las
instituciones sociales clave en la reproducción de la desigualdad social, como lo
demuestra, por ejemplo, la formación de parejas entre pares; es decir, que com-
parten las mismas características socioeconómicas (homogamia). La práctica
extendida de segregación económica en la formación de parejas es una de las
causas de la reproducción de la desigualdad. Todos los cambios señalados ante-
riormente, en el centro de los cuales están el rol de la familia y de la mujer, son
similares a los experimentados por los países desarrollados, como un aspecto de
la modernización de las estructuras económicas y sociales. Aunque muchos de
estos cambios apuntan en una dirección positiva, especialmente desde el punto
de vista de la «cohesión social», a la que nos referiremos más adelante, ellos

207
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

conllevan fuertes modificaciones, no solo en los patrones sociales y culturales


existentes, sino en las políticas sociales, con implicancias tanto positivas como
negativas.

Regímenes de bienestar social

Los cambios económicos y sociales que ha experimentado América Latina en


los últimos años y décadas, algunos de los cuales hemos mencionado anterior-
mente, conllevan una nueva forma de entender los regímenes de bienestar so-
cial2. La nueva realidad de países de ingresos medios, con el surgimiento de
nuevos sectores medios, en una etapa intermedia de desarrollo, basada en la
inserción en la economía global, tiene fuertes implicancias en términos de los
regímenes de bienestar social existentes en América Latina, en una realidad
muy distinta a la de los países desarrollados (principalmente europeos, en torno
al estado de bienestar). En apretada síntesis, sobre la base de los trabajos de
Esping-Andersen, Mario Marcel (en Tironi, 2008) sostiene que, en la realidad
de los países desarrollados del mundo capitalista, los regímenes de bienestar
social –principalmente desde el punto de vista de los proveedores de bienestar–
se habrían constituido sobre la base de distintas formas de articulación entre el
estado, el mercado y las empresas. Según el énfasis en uno u otro, aquellos con
mayor incidencia del estado corresponderían a un régimen «social demócrata»
(Suecia, Dinamarca), aquellos con mayor énfasis en el mercado corresponde-
rían a un régimen «liberal» (Estados Unidos, Canadá, Nueva Zelanda, Gran
Bretaña), mientras que aquellos con acento en las empresas –y en menor gra-
do, del estado– corresponderían a un tipo de régimen que Esping-Andersen
denomina «conservador-corporativista» (Alemania, Italia).
La realidad de América Latina sería diferente del modelo existente en
los países desarrollados, en el sentido que, junto con el papel del estado, del
mercado y de las empresas, existiría una fuerte incidencia de las familias –una
de las críticas que se ha dirigido a Esping-Andersen es el haber descuidado el
análisis de la familia para los casos del sur de Europa, más parecidos a la reali-
dad de América Latina– y de la economía informal (sumergida). Se trata, pues,
una vez más, de una realidad mucho más compleja, que deriva, finalmente, en
cuatro tipos de regímenes de bienestar: los que denomina de «potencial esta-
do de bienestar» (PEB), que corresponden a los que, históricamente, supieron
combinar la sustitución de importaciones con diversos sistemas de seguridad

Se entiende por «régimen de bienestar» el conjunto de reglas, instituciones, actores e intere-


2

ses estructurados que producen resultados en términos de bienestar social.

208
Capítulo VII  La nueva cuestión social

social, contando con un papel más activo del estado, y una mayor continui-
dad democrática y solidez institucional (Argentina, Brasil, Chile, Costa Rica
y Uruguay); en el extremo opuesto, los regímenes de tipo «informal-desesta-
tizado», caracterizados por una virtual ausencia del estado como proveedor
significativo de bienestar, siendo reemplazado por la informalidad, el mercado
y/o las familias, con serios conflictos internos y una significativa debilidad de
sus instituciones políticas, dentro de estructuras que podrían calificarse de
premodernas y precapitalistas (El Salvador, Guatemala, Honduras, Nicaragua,
Paraguay y Perú). Finalmente, entre los dos extremos, en una suerte de nivel
intermedio estarían, por un lado, un tipo de régimen de bienestar social que
Marcel califica de «conservador», en que los principales proveedores serían
las empresas y las familias, con fuerte incidencia de los ingresos no tributarios
(petróleo), y con historias político-institucionales muy disímiles (Ecuador,
México y Venezuela) y, por otro, uno que denomina «dual», con fuerte pre-
sencia de la informalidad (economía sumergida) y, en menor medida, del mer-
cado y el estado, con niveles significativos de conflictividad (Bolivia, Colombia
y Panamá).
Estos cuatro regímenes de bienestar social dan cuenta, a su vez, de disími-
les niveles de desempeño en el ámbito económico-social. Así, por ejemplo, el
porcentaje de personas que están bajo la línea de la pobreza (siguiendo el crite-
rio del Banco Mundial, de US$ 2 diarios) en los países de «potencial estado de
bienestar», es de un 8,3%, contra un 38,7% de los «informales-desestatizados»,
con un PIB per cápita de US$ 8.714 para los primeros, y de US$ 4.194 para estos
últimos. Mientras los países de PEB cuentan con un 30% de gasto público total
en relación al PIB, la cifra para los países informales-desestatizados es de solo un
18%, con un gasto social para los primeros de un 64,5% del gasto público total,
en comparación a un gasto social para estos últimos de un 41,6%. Finalmente,
entre otros ejemplos que se podrían citar, mientras los países del PEB tienen una
carga tributaria de 18,8% del PIB, la cifra para los países de regímenes informa-
les-desestatizados es de solo un 14,8%. En general, los dos regímenes restantes
se ubican en posiciones intermedias, bajo distintos parámetros.
Una de las conclusiones de Marcel, comparando este tipo de regímenes
de bienestar social existentes en América Latina, «en proceso de transición a
la modernidad», es que «la mayor participación del Estado en la generación
y distribución de bienestar es claramente beneficiosa desde el punto de vista
del desarrollo social y no parece involucrar una pérdida de competitividad ni
de potencial de crecimiento» (Ibid, p. 206). El contraste entre los países de
PEB y los informales-desestatizados es elocuente al respecto. Lo anterior, en un
cuadro de considerable dispersión de los indicadores sociales, en un contexto
general de alta pobreza y distribución desigual de los ingresos. A pesar de los

209
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

niveles de desigualdad, añade Marcel, la mayoría de los países de la región se


ubica en un «estado intermedio de desarrollo».
Los cambios económicos y sociales que brevemente hemos descrito, casi
como pinceladas de una realidad mucho más compleja, llena de tensiones y
contradicciones, tienen una serie de implicancias en cuanto a la forma de abor-
dar los temas de la pobreza y la desigualdad, especialmente desde el punto de
vista de las políticas públicas y, dentro de ellas, de las políticas sociales. Así, por
ejemplo, según el propio Marcel, como lo ha expresado, en diversos trabajos
y presentaciones, esta nueva realidad social implica pasar desde un enfoque
estático (foto), como ha sido tradicional en la región, que consiste básicamente
en contar el número de pobres, según estén por sobre o por debajo de la línea
de la pobreza, a un enfoque dinámico (película), en que las políticas sociales
consideran la situación de aquellos sectores que entran y salen, hacia y desde el
mundo de la pobreza, atendiendo a la vulnerabilidad de distintos sectores so-
ciales, en la perspectiva más amplia de la movilidad social. Ello implica atender
a la realidad de los nuevos sectores medios, junto con la realidad de los sectores
de pobreza y extrema pobreza. Como estos últimos tienden a disminuir su im-
portancia relativa, y los sectores medios a aumentar la suya, se hace necesario
pasar desde un enfoque tradicional, de «focalización» en la pobreza y la extre-
ma pobreza, muy propio de un esquema estático, o tradicional, a un enfoque de
«universalización» de prestaciones y/o derechos sociales –según sea el enfoque,
o perspectiva que se adopte–, en la perspectiva de lo que en Europa se conoce
como «estado de bienestar», o lo que en la realidad de América Latina general-
mente se conoce como una «red de protección social». Esto implica atender a
las necesidades y demandas del conjunto de la población y, muy especialmente,
de los sectores más vulnerables, que, como se ha dicho, ya no se agotan en los
sectores de pobreza y extrema pobreza, sino que deben considerar también la
realidad mucho más amplia, dinámica, y compleja de los nuevos sectores me-
dios que caracterizan al desarrollo económico y social de América Latina –por
su heterogeneidad y falta de identidad en términos de clase, corresponde hablar
de «sectores medios» más que de «clase media» propiamente tal.
Sin duda alguna que lo anterior pasa por plantearse hasta qué punto es sos-
tenible en el tiempo –la hipótesis que acompaña a este análisis es que no lo es–
el mantener los actuales niveles de gasto social y de carga tributaria, en la nueva
realidad de países de ingresos medios que hemos descrito. En una región con
elevados niveles de pobreza (34%, equivalente a 184 millones de pobres, para
2007), considerada como la más desigual del mundo, con un coeficiente de Gini
de .53 –frente a un .45 del este de Asia y África Sub-Sahariana, y a un .36 de
Europa, Asia central, sur de Asia, y países desarrollados (Lustig, 2009)–, en pro-
ceso de modernización, «a medio camino» en el tránsito desde el subdesarrollo

210
Capítulo VII  La nueva cuestión social

al desarrollo, es inevitable plantearse la cuestión del esfuerzo fiscal que ello


implica. Lo anterior supone, por cierto, preguntarse tanto por el nivel del gasto
social y de la carga tributaria, como por la eficiencia de ambos.
El gasto promedio del gobierno general, en América Latina, a mediados de
la década del 2000, era de un 25% del PIB, comparado con un 40% en el caso
de los países de la OECD, mientras que en términos del gasto público por habi-
tante, la diferencia entre la región y los países de la OECD es de 1 a 20 (los datos
siguientes están tomados de Marcel y Rivera, y Meller, en Cardoso y Foxley).
Por su parte, el gasto social representa un 48% de ese gasto promedio, equiva-
lente al porcentaje que destinan a tal efecto los países de la OECD. En relación
al PIB, el gasto público social de la región en su conjunto (promedio) es de un
11,5%, con variaciones que van entre un 5 y un 23%, dependiendo del país de
que se trate –la cifra de la OECD (2003) es de un 29% del PIB, casi el triple. En
general, se trata de un gasto moderadamente redistributivo, con mayores gra-
dos de focalización (en los más pobres) en educación primaria y salud, compa-
rado con un gasto social más regresivo en la educación superior y las pensiones.
Desde el punto de vista de los componentes del gasto social, puede decirse que,
mientras más desarrollado es el país –lo que es particularmente cierto en el caso
de los países que hemos calificado de «potencial estado de bienestar»–, mayor
es el gasto en pensiones y, mientras más pobre, mayor es el gasto que se destina
a educación. En general, desde el punto de vista de los ciclos económicos, el
gasto social ha sido bastante pro-cíclico, lo que significa que en los tiempos de
«vacas gordas», aumenta el gasto social, mientras que en los tiempos de «vacas
flacas», disminuye, afectando a los sectores de menores recursos cuando más se
necesita de la ayuda del estado. En general, el gasto social en la región ha tenido
un carácter marcadamente «asistencialista», sin perjuicio de que, en la última
década, se aprecian resultados interesantes en términos de las «transferencias
monetarias condicionadas», más en términos del ataque frontal a la pobreza
y la extrema pobreza, en el corto plazo, que en la creación de capital huma-
no (que era, al menos inicialmente, uno de los objetivos declarados de dichos
programas), en el largo plazo.
Un bajo gasto social, y una baja carga tributaria, serían dos de las carac-
terísticas del desarrollo económico y social de América Latina, los que resul-
tan del todo insuficientes para dar cuenta de las nuevas realidades sociales que
hemos descrito. Es así como la carga tributaria de la región corresponde a un
16% del PIB (2005) –la mitad de la que existe en los países de la OECD–, sin per-
juicio de resaltar que los ingresos tributarios totales crecieron en el equivalente
a 4,5% del PIB en los últimos 16 años (1992-2008). Estos ingresos tienen un
fuerte componente de impuestos indirectos (9,8% del PIB), lo que se compara
desfavorablemente con los de países desarrollados (5,5% del PIB), que ponen el

211
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

acento en los ingresos directos. Algunos países de la región, como México, Ve-
nezuela y Ecuador, debido a la importancia de los recursos naturales (petróleo),
descansan fuertemente en ingresos no tributarios (un tercio de los ingresos to-
tales, en los tres países mencionados), con lo que se relaja el esfuerzo tributario
interno, en términos de impuestos directos e indirectos.
Diversas teorías procuran explicar la realidad, en América Latina, de esta-
dos pequeños, con una baja carga tributaria y un bajo gasto social; entre ellas,
destacan las que ponen el acento en las ineficiencias de los estados en materia
de gasto –y los consiguientes problemas de «legitimidad» asociados a los mis-
mos–, las que enfatizan la falta de «reciprocidad» entre los aportes de los con-
tribuyentes y los servicios que provee el estado –lo que se hace particularmente
crítico en el caso de los sectores medios– y, finalmente, están las que enfatizan
la resistencia de grupos corporativos, con fuerte capacidad de presión para im-
pedir aumentos en los niveles de impuestos y, en consecuencia, del gasto social
–de hecho, en muchos intentos recientes por llevar a cabo reformas tributarias
en la región, este último factor habría sido bastante decisivo (Meller, en Car-
doso y Foxley, p. 275). Sea como fuere, los niveles de carga tributaria y de gasto
social existentes en la región son insostenibles desde el punto de vista de la
realidad de países de ingresos medios.
Una de las principales diferencias entre América Latina y los países de-
sarrollados (principalmente europeos), es el muy disímil impacto de los im-
puestos y las transferencias desde el estado, en términos de desigualdad y re-
distribución. En efecto, en el caso de Europa, el coeficiente de Gini, después
de impuestos y transferencias es, en promedio, 10 puntos porcentuales más
bajo –es decir, menos desigual– que el coeficiente de Gini determinado por el
mercado (antes de impuestos y transferencias), mientras que la diferencia en
América Latina es de solo uno o dos puntos porcentuales (Lustig, 2009). Dicho
de otra manera, cuando se le compara con Europa, la desigualdad de ingresos
que existe en América Latina, antes de impuestos y de transferencias (ingreso
de mercado), es un 18% más alta que la que la de Europa, en cambio, cuando se
considera la desigualdad de ingreso después de impuestos y transferencias (in-
greso disponible), es un 45% más alta que la de Europa. Lo anterior significa,
simplemente, que, a diferencia de lo que ocurre en Europa, los impuestos y las
transferencias del estado tienen un muy bajo efecto redistributivo en América
Latina, en términos de una reducción de la desigualdad de ingresos determi-
nada por el mercado. Tal vez sea por lo anterior que, en el caso de América
Latina, el gasto social presenta un impacto redistributivo mucho mayor que el
de los impuestos.
En un sentido más cualitativo, puede decirse que los programas sociales
de los gobiernos, principalmente en lo que se refiere al gasto social, recién

212
Capítulo VII  La nueva cuestión social

empiezan a dar cuenta, tímidamente y en forma gradual, de los nuevos sectores


medios, especialmente en la medida que la «focalización» (en la pobreza y la
extrema pobreza) sigue siendo la tónica general. Cómo dirigir el esfuerzo fiscal
a la realidad de los sectores medios emergentes, identificando los sectores más
vulnerables entre estos últimos, en un sentido más dinámico que estático, de
universalización de las prestaciones y no sólo de focalización, aparece como uno
de los principales desafíos a resolver. Según Marcel, la transición demográfica
que experimenta la región –como ocurre con la caída en las tasas de natalidad–,
junto con la reducción de la mortalidad infantil, el aumento en las expectativas
de vida, los aumentos en los niveles de escolaridad y la incorporación de la mu-
jer al trabajo remunerado, deberían resultar en una mayor presión (voz) sobre
el sistema político y los actores políticos, fortaleciendo el componente fiscal en
la lucha contra la pobreza y la extrema pobreza, a la vez que redirigiendo dichos
esfuerzos en apoyo de los nuevos sectores medios que se abren paso como uno
de los elementos más característicos de lo que hemos denominado la nueva
cuestión social en América Latina. La debilidad de los estados y de las institu-
ciones, y el bajo nivel del gasto social, serían incompatibles con las dinámicas de
una región caracterizada por la existencia de países de ingresos medios. El paso
de una noción excluyente, en el campo de las políticas sociales, a una noción
más inclusiva, supone nuevos «pactos fiscales» que se hagan eco de estas nuevas
demandas sociales y políticas.

La perspectiva de la cohesión social

A partir de la realidad extendida de la pobreza y la desigualdad –que, a pesar de


los importantes avances del último quinquenio, permanece como un elemento
de continuidad a través de la historia–, y de las nuevas amenazas que se ciernen
sobre la región, como el crimen y la corrupción –nuevas al menos en cuanto a
su extensión y profundidad– surge inevitablemente la pregunta acerca de qué
es lo que impide el «estallido social» en América Latina, más allá del hecho de
vivir en democracia, o de la experiencia más reciente en torno a un quinque-
nio virtuoso (2003-2007). En otras palabras, surge la pregunta acerca de qué
es, en definitiva, lo que nos mantiene unidos (cohesionados) como sociedades,
más allá de los males, problemas y amenazas, viejos y nuevos, que aquejan a la
región. En lo que resta de este capítulo, queremos sugerir que tal vez la forma
más apropiada de abordar viejos y nuevos temas sociales, como los que hemos
mencionado, sea la de la «cohesión social», tanto desde el punto de vista de lo
que la hace posible como de las amenazas que se ciernen sobre la misma, es
decir, de los factores que la sostienen y que la erosionan.

213
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

En un sentido amplio, la pregunta sobre la cohesión social es como la pre-


gunta clásica acerca de la modernidad y los efectos disruptivos de esta última en
relación a los lazos tradicionales –solidarios y comunitarios– que han manteni-
do unidas a las sociedades, históricamente. En la época actual, tras la experien-
cia reciente de las reformas neoliberales, bajo la hegemonía de los paradigmas
neoclásicos, con su énfasis en un supuesto «orden espontáneo» basado en la
interacción de los individuos, los contratos y los mercados (Peña y Tironi, en
Tironi, 2008, pp. 19 y siguientes), tal vez se haga aún más difícil preguntarse
por los factores que hacen a la cohesión social, en la medida que esta no es el
resultado de la mano invisible del mercado. Tampoco surge automáticamente
de la naturaleza humana, o de un designio divino. La cohesión social no existe
en estado natural, sino que se crea o se rompe. La cohesión social es «aquella
fuerza o acción mediante la cual los individuos pertenecientes a una sociedad se
mantienen unidos» (Tironi, 2008, p. 323). Es el pegamento que mantiene unida
a una colectividad, en torno a un cierto sentido de pertenencia a la misma.
En lo que interesa a nuestro análisis, y desde una perspectiva comparativa,
puede decirse que son tres los principales modelos que se plantean en torno a
la cohesión social: el europeo, el estadounidense y el latinoamericano (Sorj y
Tironi, 2007). Cada uno de ellos tiene su propia especificidad y da cuenta de
distintas formas de entender y abordar la cohesión social, atendiendo a sus par-
ticulares configuraciones históricas, económicas, sociales y culturales.
El modelo europeo surge de dos grandes confrontaciones históricas, como
fueron las guerras religiosas del siglo XVII, que dieron lugar al concepto moder-
no de estado («estado absoluto», en un sentido hobbesiano), y los conflictos de
clases sociales que surgieron en torno al proceso de industrialización en el siglo
XIX, que dieron lugar al «estado de bienestar» que se desarrolla a lo largo del
siglo XX. De esta manera, es el estado el factor clave que aglutina a las socieda-
des europeas. El «modelo social» europeo, o estado de bienestar, se fue confi-
gurando en torno a la extensión de los derechos sociales, en un sentido amplio
de ciudadanía referido al ejercicio de los derechos civiles, políticos y sociales.
Es así como el Consejo de Europa (2005) llega a definir la cohesión social como
«la capacidad de una sociedad de asegurar el bienestar de todos sus miembros,
minimizando disparidades y evitando la polarización. Una sociedad cohesiona-
da consiste en una comunidad de individuos libres que se apoyan en la búsque-
da de estos objetivos comunes bajo medios democráticos». Siguiendo con el
análisis de Tironi y Sorj, fue la tradición social-demócrata, con su énfasis en el
estado, la política y los derechos, y la tradición social-cristiana, con su énfasis en
la familia, la sociedad civil y la vida comunitaria, compartiendo ambas un senti-
do anti-individualista, las que terminaron por imponerse en el viejo continente,
en torno al modelo social europeo. Dicho modelo enfatiza el papel del estado,

214
Capítulo VII  La nueva cuestión social

de las políticas públicas y de las políticas sociales en su capacidad para crear y


asegurar adecuados niveles de cohesión social. Es eso lo que mantiene unidas y
cohesionadas a las sociedades europeas. El gran desafío de estas últimas, en la
hora actual, frente a la irrupción de la globalización y el neoliberalismo, consis-
te en cómo afirmar los soportes de la cohesión social sin perder competitividad
en el marco de la nueva economía global, con una especial preocupación por los
temas de las migraciones, el desempleo y la violencia urbana.
El modelo estadounidense es muy distinto del modelo europeo. En oposi-
ción al viejo continente, con su tradición y su historia de larga data, el «nuevo
mundo» aparece como la promesa de las oportunidades («land of opportunity»),
sobre la base del esfuerzo individual y la movilidad ascendente. A diferencia
del modelo europeo, en este «la cohesión social no se funda tanto en el esta-
do como en la sociedad civil, en la ética individual y en el mercado, que es el
principal mecanismo de distribución del bienestar y el reconocimiento» (Sorj y
Tironi, 2007). Su promesa no es la igualdad sino la movilidad social que se fun-
da en el mérito y el esfuerzo individual («american dream»). El modelo europeo
gira en torno a una verdadera cultura de derechos sociales, desarrollada prin-
cipalmente a partir de la acción del estado, mientras que el estadounidense va
de la mano del individuo y de la sociedad civil, y su interacción en el mercado.
Es el acuerdo entre las partes privadas lo que va conformando el cuerpo social
y político de la nación. Tal fue el espíritu original de los «Padres Fundadores»,
el que se recrea permanentemente a través de múltiples asociaciones civiles que
constituyen, como lo anotara Tocqueville, en la primera mitad del siglo XIX, el
pegamento que mantiene unida y cohesionada a la sociedad estadounidense.
En la realidad concreta de América Latina, el concepto de cohesión social
tiene bases y características muy distintas cuando se le compara con los dos mo-
delos anteriores. A diferencia de Europa, que es donde tiene su origen el con-
cepto de «cohesión social», en América Latina no se habrían dado los quiebres
dramáticos y agonísticos del orden social que se dieron en el viejo continente en
torno a las guerras religiosas y la lucha de clases, los que resultaron, finalmente,
en el concepto de estado que hemos descrito anteriormente (incluyendo el esta-
do de bienestar). Ni el estado ni la sociedad civil explicarían la cohesión social en
América Latina, sino las relaciones comunitarias y su sustrato («ethos») cultural,
las que han actuado, históricamente, como el principal factor de cohesión social
en la región, haciendo más improbable el desorden social (Cousiño y Valenzue-
la, 1996). Así, por ejemplo, el «mestizaje» habría contribuido a neutralizar las
diferenciaciones étnicas existentes, impidiendo que estas llegasen a niveles de
segregación («apartheid») tales que pudiesen haber conducido a la ruptura de
la cohesión social. Por su parte, la evangelización llevada a cabo por la Iglesia
Católica habría impedido que la diferenciación religiosa alcanzara magnitudes

215
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

críticas, como en la Europa del siglo XVII, mientras que la fuerte irrupción de las
Iglesias evangélicas, en nuestra historia más reciente, tampoco ha conducido a
la desorganización social. En cuanto a la diferenciación política, esta habría sido
abordada sobre la base de ciertos niveles de reciprocidad entre gobernantes y
gobernados, en torno a distintos modelos de autoridad, como el del «patronaz-
go», el caciquismo y el populismo, basados en el intercambio de favores y lealta-
des básicas. Finalmente, en términos de los niveles de diferenciación económica,
a pesar de las enormes diferencias existentes y producto de una cierta abun-
dancia de recursos naturales (agrícolas), la baja densidad poblacional y ciertas
características del antiguo orden agrario, no existió la experiencia del hambre y
más bien, históricamente, con la excepción de la revolución mexicana, el campo
habría sido un espacio bastante pacífico. En síntesis, las relaciones familiares y
comunitarias, la cultura y la reciprocidad, el mestizaje, la evangelización, el pa-
tronazgo, el caciquismo y el populismo, entre otros, habrían sido algunas de las
formas que adquirió, históricamente, la cohesión social en América Latina. Ello
habría impedido que la diferenciación étnica, social, política o religiosa, y los
niveles de polarización existentes, alcanzaran los niveles de «magnitud crítica»
que llegaron a tener en otras regiones (típicamente, en Europa).
Dicho lo anterior, cabe hacerse la pregunta acerca de cuáles son, hoy por
hoy, en la realidad concreta de América Latina, los factores que contribuyen
tanto a sostener como a erosionar la cohesión social. A ese respecto, la encuesta
ECosociAL, llevada a cabo en 2007, entre CIEPLAN, el Instituto Fernando H.
Cardoso y el Kellogg Institute for International Studies de la Universidad de
Notre Dame, en las grandes ciudades de siete países latinoamericanos (México,
Guatemala, Colombia, Brasil, Argentina, Perú y Chile), nos aporta nuevos e
interesantes antecedentes sobre la pregunta anterior. En general, desde una
perspectiva comparativa, digamos que, a diferencia de la tradición asociativa, de
tipo tocqueviliana, que está presente en la sociedad estadounidense, en América
Latina se advierte una debilidad en el nivel de la sociedad civil, acompañada de
importantes niveles de desconfianza y temor, lo que afecta la cooperación y el
compromiso cívico de los individuos (Valenzuela y otros, 2008). Por su parte, a
diferencia del modelo más igualitario, de tipo europeo, basado en una distribu-
ción equitativa de los recursos y las oportunidades de bienestar, a través de arre-
glos institucionales específicos, en América Latina subsisten grandes desigual-
dades, con fuertes niveles de desconfianza en el estado y en las instituciones.
Entre los factores que erosionan, o que amenazan, la cohesión social en
América Latina, pueden mencionarse tres fenómenos principales3: en primer

Las líneas que siguen se basan en el análisis de la encuesta ECosociAL realizado por Valenzuela
3

y otros (2008).

216
Capítulo VII  La nueva cuestión social

lugar, la desorganización social, y su correlato en la inseguridad y el temor,


los que resienten la disposición hacia la acción colectiva y la cooperación. La
delincuencia asoma como una de las principales amenazas en términos de la
cohesión social, especialmente en las grandes ciudades (no hay datos sobre el
mundo rural en la encuesta). Así lo indican los factores de victimización y temor
existentes. Puede decirse que, aún cuando no se ve un potencial en términos de
macro-violencia política (revolución), sí se ve un importante potencial en tér-
minos de micro-violencia urbana (crimen, delincuencia, narco y micro tráfico,
crimen organizado, «maras», entre otros). Por cierto, está por verse hasta qué
punto los déficit existentes en este último nivel (micro) pudieran llegar a tener
efectos en el primer nivel (macro). Bástenos con señalar que, junto con ser la
región más desigual del mundo, América Latina tiene la tasa de homicidios más
elevada del mundo.
En segundo lugar, aparece la desconfianza hacia las personas más ajenas
al círculo próximo, acompañada de un sentimiento de discriminación e intole-
rancia. Existe una elevadísima proporción de desconfianza interpersonal, espe-
cialmente hacia las personas ajenas al círculo más íntimo (familiares, amigos,
vecinos), acompañado de modestos niveles de asociatividad. Finalmente, en ter-
cer lugar, cabe mencionar la desconfianza y la enorme distancia respecto de las
instituciones políticas, lo que resiente las tasas de lealtades democráticas, al in-
terior de una fuerte alienación respecto del poder político. Lo anterior se mani-
fiesta incluso en el grado de justificación de mecanismos extra-constitucionales,
especialmente en países como Guatemala y México. En general, puede decirse
que la inseguridad y la delincuencia aparecen como la principal amenaza desde
el punto de vista de la cohesión social en América Latina.
Ahora bien, considerando la debilidad tanto del estado como de la socie-
dad civil, a diferencia de Europa y los Estados Unidos, respectivamente, ¿cuáles
son entonces los factores que sostienen la cohesión social en América Latina?
Según la encuesta ECosociAL y el análisis de Valenzuela y otros (2008), los
siguientes serían los principales factores de soporte de la cohesión social en
América Latina: en primer lugar, están las solidaridades o vínculos básicos que
anidan en la familia, en la amistad, en el vecindario y, sobre todo, en la lealtad a
la nación. Es interesante destacar que, a pesar de la existencia de fenómenos tí-
picamente asociados a la modernización, como la creciente individuación, sub-
sisten importantes vínculos de tipo tradicional, o comunitario; principalmente,
la familia y la nación y, en menor medida, los amigos y los vecinos. En el caso
de la familia, está por verse hasta qué punto los profundos cambios sociodemo-
gráficos que hemos descrito anteriormente, especialmente a partir de la incor-
poración de la mujer al mundo del trabajo remunerado, pueden llegar a afec-
tar la cohesión social, en los términos que la hemos conocido históricamente,

217
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

planteando la necesidad de una nueva relación entre el estado y las familias. En


el caso de la nación, cabe destacar que este vínculo, que tiene un fuerte compo-
nente popular, es de los más fuertes elementos de cohesión social en América
Latina, muy por sobre las identidad regionales y étnicas: «la identidad nacional
predomina largamente sobre cualquier identificación étnica o regional» (Ibid,
p. 59). Esta fortaleza simbólica de la nación permitiría sobrevivir a la debilidad
institucional de los estados, aunque está por verse cuáles pueden ser los efectos
de la globalización a este respecto, en una perspectiva de futuro.
En segundo lugar, contrariamente a lo que pudiera pensarse, Valenzuela
y otros, sobre la base de la encuesta ECosociAL (2007), constatan la existencia
de relativamente bajos niveles de polarización política, étnica, socioeconómica
(o de clase) y religiosa en la región, lo que, unido a las altas expectativas en
términos de movilidad, contribuye a sostener la cohesión social. En efecto, es
importante destacar que, a pesar de los altos grados de desigualdad socioeco-
nómica existentes, en general, existen bajos niveles de polarización –entendida
esta última como una alta identificación con el grupo de pertenencia (pobres,
por ejemplo) y una hostilidad igualmente alta hacia el grupo de no-pertenencia
(ricos, por ejemplo). A pesar de la existencia de una cierta polarización religiosa,
especialmente en algunos países (México y Colombia), no se advierten grados
importantes de polarización socioeconómica, étnica y política en América Lati-
na. Incluso, puede decirse que los bajos niveles de polarización social (de clase),
coexisten con una cierta legitimación de la desigualdad social, en la medida
que los factores que inciden en la pobreza y en la riqueza están más asociados
al logro individual que a los factores adscriptivos o sistémicos. Así, serían fac-
tores adquisitivos, o de logro, más que razones adscriptivas (dinero heredado,
influencia o contactos) los que explican la riqueza y la pobreza: «aunque con
diferente intensidad, la cultura del logro se impone claramente sobre la de la
adscripción y esto ocurre horizontalmente en todos los estratos sociales: tanto
la riqueza como la pobreza se asocian más al esfuerzo y al mérito que al origen,
la fatalidad o el sistema social» (Ibid., p. 57).
En tercer lugar, de manera bastante significativa, está el efecto cohesivo
que producen las elevadas tasas de movilidad educativa, según lo atestiguan
los significativos avances en materia de cobertura escolar, básica y secundaria
–e incluso en algunos países, en el nivel de la educación superior–, lo que se
suma (y contribuye) a las optimistas expectativas en términos de la movilidad.
Llama la atención hasta qué punto la cohesión social descansa fuertemente en
las elevadas tasas de movilidad educativa que ha experimentado la región, las
que tienden a atenuar o neutralizar los efectos de una distribución muy desigual
del ingreso. Esas tasas, a su vez, según Valenzuela, hacen de soporte a un «exa-
cerbado optimismo» en términos de las posibilidades de una movilidad social

218
Capítulo VII  La nueva cuestión social

ascendente, lo que resulta probablemente desproporcionado frente a lo que


objetivamente señalan una serie de indicadores en términos del sistema educa-
cional y el mercado del trabajo, entre otros. Una de las mayores interrogantes a
este respecto surge a partir de la crisis financiera y económica 2008-2009, y la
forma en que esta puede llegar a frustrar esas expectativas, especialmente cuan-
do se le compara con el quinquenio virtuoso de nuestra historia más reciente.
Es interesante señalar que, ya hacia fines de la década de 1990, en medio
de las profundas transformaciones estructurales que tuvieron lugar en la región,
principalmente en una dirección pro-crecimiento y pro-mercado, diversos au-
tores planteaban la necesidad de un enfoque más dinámico en relación a los
temas de la pobreza y la desigualdad, adoptando, por ejemplo, el de «movili-
dad». Así, Graham y Pettinato (1999), intentando responder a la pregunta de
por qué algunas sociedades toleran pacíficamente altos niveles de desigualdad, y
otras no, explorando, para el caso de América Latina, la relación entre variables
objetivas de desigualdad y movilidad social, con variables subjetivas como au-
toevaluación de la movilidad pasada y expectativas de movilidad futura, llegan
a dos grandes conclusiones: por un lado, que las oportunidades y la movilidad a
lo largo del tiempo son tan importantes como su distribución actual y, por otro,
que las evaluaciones subjetivas de la movilidad pasada y las expectativas sobre la
movilidad futura son tan importantes como las tendencias objetivas. En cuanto
a las implicancias de políticas públicas de dicho análisis, los autores sugieren
que el nivel de volatilidad macroeconómica y los programas de protección so-
cial existentes, resultan clave para entender las grandes diferencias en relación
a la importancia relativa que los individuos le asignan al mercado/estado, y
al crecimiento/redistribución. Así, por ejemplo, los datos muestran que en los
países con crisis y reformas más recientes, que se han estabilizado hace poco,
con bajos niveles de protección social, las personas tenderán a inclinarse a favor
de las políticas pro-mercado y pro-crecimiento, y menos a favor de la redistri-
bución estatal, lo que indicaría que en contextos de volatilidad económica los
ciudadanos premian el crecimiento y la estabilidad. Por su parte, en aquellos
países con reformas más estabilizadas, y con mejores sistemas de protección
social, los individuos adoptarán una postura más favorable a la redistribución
que al crecimiento, y al estado que al mercado.
Un año más tarde, Nancy Birdsall y la propia Carol Graham (2000) es-
criben un libro referido a los efectos de las reformas de mercado impulsadas
en América Latina en la década de 1990, en un contexto de democratización,
desde el punto de vista de la «movilidad», sobre la base de variables objetivas y
subjetivas,. Las autores se preguntan si tal vez las nuevas tendencias en materia
de movilidad y oportunidades que se advierten en América Latina, relaciona-
das con las reformas pro-mercado y pro-crecimiento impulsadas en esa década,

219
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

asociadas a una reducción en los niveles de pobreza –no así de desigualdad–,


pudieran tener algún efecto en el apoyo (legitimidad) a dichas reformas eco-
nómicas en la región. En otras palabras, si las reformas de mercado de la época
contribuyeron, o no, a crear nuevas oportunidades para los individuos, en el
contexto de la enorme movilidad económica y social asociada a un mundo en
transformación. Tal vez por primera vez en su historia, América Latina avan-
zaba simultáneamente en la dirección de la democracia y el mercado, y surgía
la pregunta acerca de la legitimidad, la sustentabilidad, y las implicancias de
dichos cambios. Partiendo de la base que no había avances en términos de des-
igualdad –más bien, existió un retroceso–, la pregunta era si las mejores pers-
pectivas en términos de movilidad individual (ascendente), y las oportunidades
asociadas a dichos cambios económicos y sociales, en base a un sistema más
meritocrático, compensaban, de alguna manera, los déficit existentes en materia
de desigualdad social.
La idea central que plantean ambas autoras es que la movilidad es una
mejor forma de medición en relación a las nuevas oportunidades que surgen de
los cambios económicos y sociales anotados, cuando se la compara, por ejem-
plo, con las mediciones tradicionales sobre desigualdad (como el Índice Gini),
que no dan cuenta suficientemente de dichos cambios, tanto en un sentido
objetivo como subjetivo, relativo a las percepciones de los actores. Junto con
constatar la existencia de una actitud de cierta satisfacción con las perspectivas
de movilidad ascendente, sobre la base del mérito y del esfuerzo individual, las
autoras advierten también la existencia de un temor bastante generalizado en
términos de la inexistencia de una adecuada red de protección social para los
sectores más vulnerables, así como sobre la falta de eficacia de las instituciones
estatales. Esta doble percepción, concluyen, podría llegar a erosionar la legiti-
midad de dichas reformas pro-mercado y de las instituciones democráticas en
que se sustentan.
Lo que queremos destacar es que, aunque el desenlace de dicho debate es
relativamente conocido, en la medida que sobrevino la crisis asiática, la media
década perdida (1998-2002), el surgimiento del neo-populismo y un serio cues-
tionamiento referido a las reformas económicas (neo-liberales) de la década de
1990, la perspectiva asumida por los estudios de la época, en torno a la cuestión
de la movilidad, no solo es pertinente, sino que es perdurable y, sobre todo, nos
ayuda a entender algunas de las dinámicas asociadas a lo que hemos denomina-
do la nueva cuestión social en América Latina. La encuesta ECosociAL (2007),
que tiene lugar en un nuevo momento de bonanza en la región, confirma la
centralidad del concepto de movilidad social, y las enormes expectativas en rela-
ción a los cambios económicos y sociales de nuestra historia más reciente. Nue-
vamente, surge como una gran interrogante en relación a la crisis económica y

220
Capítulo VII  La nueva cuestión social

financiera que tiene lugar en 2008-2009, y los efectos que pudiera llegar a tener
en relación a las elevadas expectativas de movilidad social ascendente.
Digamos, para finalizar, que tanto los soportes como las amenazas que he-
mos descrito en relación a la cohesión social en América Latina deben ser anali-
zados en un sentido dinámico, en términos de una realidad siempre cambiante,
en permanente movimiento. Ello nos remite necesariamente a la importancia y
el papel central e insustituible de las políticas públicas, las que pueden conducir
tanto a sostener como a erosionar la cohesión social. En otras palabras, la co-
hesión social es un «bien público» que las políticas públicas deberían promover
(Tironi, Universidad de Notre Dame, 15 de abril de 2009). No basta con las re-
laciones comunitarias y su sustrato cultural para sostener la cohesión social en
América Latina. Tampoco puede considerarse la ausencia de grandes conflictos
(polarización) –al menos en niveles de «magnitud crítica»– como sinónimo de
cohesión social, así como la desigualdad social no conduce, por sí misma, a la
ruptura de la cohesión social. Se trata de un concepto mucho más rico, com-
plejo, y dinámico que pasa por considerar, en toda su magnitud, los profun-
dos cambios económicos, sociales y culturales que ha experimentado América
Latina en las últimas dos décadas, algunos de los cuales hemos mencionado
anteriormente. Ellos plantean la necesidad de colocar en el centro del debate el
papel de las políticas públicas, innovando desde la forma tradicional de abordar
los temas de pobreza y desigualdad, hacia nuevos enfoques que consideren las
características propias de la nueva cuestión social que caracteriza a América
Latina, como países de ingresos medios que se ubican «a medio camino» entre
el subdesarrollo y el desarrollo.
Tal como hemos visto, las políticas públicas han ocupado un papel cen-
tral en la cohesión social europea. Aunque América Latina tiene sus propias
especificidades, tanto en relación al modelo europeo como al estadounidense,
los cambios que hemos descrito imponen la necesidad de un nuevo contra-
to social, que pasa por una redefinición de las relaciones tradicionales entre
estado, mercado, empresas, familia y mercado informal, con nuevos «pactos
fiscales» –y políticas públicas y sociales, en general– que se hagan cargo de
la nueva realidad de países de ingresos medios, caracterizados por el surgi-
miento de nuevos sectores medios que coexisten con los sectores de pobreza
y extrema pobreza. En aquellos países en que predomina la pobreza y la ex-
trema pobreza, habrá que poner el énfasis en el crecimiento económico y en
la educación como prioridades absolutas, con políticas más tradicionales de
focalización. En cambio, en aquellos países que se van acercando a regímenes
de «potencial estado de bienestar», habrá que poner el acento en políticas de
redistribución, tanto como de crecimiento, tendiente a una universalización de
las prestaciones sociales.

221
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

De esta manera, el diseño e implementación de políticas públicas pro-co-


hesión social deben considerar la enorme diversidad de la región, escapar –una
vez más– de las recetas únicas del tipo «one-size-fits-all», y procurar responder
con flexibilidad a los profundos cambios económicos y sociales que hemos des-
crito, atendiendo a la realidad de cada país. Así, por ejemplo, la incorporación
de la mujer en el mercado laboral y los cambios en la familia, conllevan todo un
desafío en términos de los regímenes de bienestar social. La familia constituye
uno de los grandes soportes tradicionales –hasta el día de hoy– de la cohesión
social en América Latina, lo que abre una serie de interrogantes y, sobre todo,
de desafíos en el ámbito de las políticas públicas, en términos de acompañar a
la mujer en su proceso de incorporación en el ámbito social y económico –y
público, en general– y, al mismo tiempo, suplir, a través de nuevas modalidades
de políticas públicas, su progresiva ausencia en el hogar (piénsese, a modo de
ejemplo, en lo que atañe al cuidado de los niños y los ancianos, o a las redes y es-
trategias de solidaridad y subsistencia que se han logrado tejer en el mundo de
los pobres, basado todo ello en una fuerte presencia de la mujer). Por su parte, la
gran amenaza constituida por la percepción extendida de victimización, frente
a la realidad del crimen, o la delincuencia, especialmente en las áreas metropo-
litanas, y las nuevas y amenazantes características que adquiere la violencia en
la región, suponen nuevas modalidades de acción en el campo de la seguridad
pública. En fin, la relación entre las políticas educacionales y los mercados del
trabajo aparecen como una de las dimensiones centrales de esta nueva realidad
social, en términos de los aumentos significativos en las tasas de escolaridad, así
como de las grandes expectativas e ilusiones en términos de movilidad.
Los cambios económicos y sociales que hemos descrito brevemente, de-
bieran ir generando nuevas demandas y presiones sobre los estados y los actores
políticos, lo que repercute en el tipo de democracia que existe y que estamos
llamados a construir. En el próximo capítulo, y final, argumentamos que es la
«democracia de instituciones» la que está en mejores condiciones de enfrentar
estas nuevas demandas económicas y sociales, en torno a uno de los princi-
pales y más significativos dilemas que enfrenta América Latina: aquel entre
personalización e institucionalización del poder.

222
Capítulo VIII

Democracia de instituciones

Cómo transitar desde la democracia electoral hacia una auténtica democracia


representativa, en la perspectiva más amplia de la gobernabilidad democrática,
aparece, hoy por hoy, y en una perspectiva de futuro, como el principal desafío
político de América Latina. Es en torno a estas tres coordenadas –democracia
electoral, democracia representativa, entendida como «democracia de insti-
tuciones», y gobernabilidad democrática–, que discurre el presente capítulo.
Tratándose de un proceso, sostengo que es sobre la base de la gradualidad y el
reformismo que debe recorrerse este camino de profundización democrática en
América Latina. Administrar los tiempos de espera y dotar a estos últimos de la
necesaria legitimidad, aparece como uno de los principales desafíos a resolver.

Democracia electoral. Tal vez la gran lección que hayamos podido aprender
en América Latina, en nuestra historia más reciente, es la del valor intrínseco
de la democracia política, o la democracia como «valor universal» (Sen, 1999).
Como hemos visto en capítulos anteriores, acostumbrados a toda una literatura
en el campo de las ciencias sociales acerca de los «requisitos», «pre-requisitos»
o condiciones «estructurales» para la democracia, hemos sido sorprendidos por
la persistencia de la democracia en la región, en esta última ola democratiza-
dora iniciada hacia fines de la década de 1970. El hecho de vivir en una era
post-autoritaria, con el desmoronamiento de totalitarismos y autoritarismos de
distinto signo, salvo por algunos vestigios del antiguo régimen, seguramente
tiene mucho que ver con esta revalorización de la democracia política y sus ins-
tituciones. Los derechos humanos y la democracia se constituyen en aspectos
centrales y medulares del proceso de globalización que vivimos en todos los
ámbitos de la vida social, económica, política y cultural. La democracia goza
así de una nueva legitimidad, aunque subsisten grandes problemas y desafíos
desde el punto de vista de su eficacia práctica, la calidad de sus instituciones, y
los problemas y desafíos en términos de la gobernabilidad.

223
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

Constituye un hecho sólido y alentador que, entre 2004 y 2009, hayamos


completado dieciocho elecciones presidenciales, libres y democráticas, en Amé-
rica Latina (en muchos de estos países también se han renovado las autorida-
des legislativas y locales). En nueve de esas dieciocho elecciones (Costa Rica,
Perú, Colombia, Brasil, Nicaragua, Venezuela, Bolivia, República Dominicana
y Ecuador) hubo candidatos que se presentaron a la reelección, con triunfos
electorales para ocho de ellos (todos menos Bolivia, con la derrota de Jorge
Quiroga): tres fueron casos de reelección alterna (Óscar Arias, en Costa Rica,
Daniel Ortega, en Nicaragua, y Alan García, en el Perú) y cinco de reelección
inmediata (Álvaro Uribe, en Colombia, Luis Inácio Lula da Silva, en Brasil,
Hugo Chávez, en Venezuela, Leonel Fernández, en República Dominicana, y
Rafael Correa, en Ecuador). Adicionalmente, en dos de las dieciocho eleccio-
nes resultaron electos candidatos de la misma coalición gobernante, corres-
pondiendo a dos mujeres: Michelle Bachelet, en Chile, y Cristina Fernández,
en Argentina. El oficialismo ganó en nueve casos, mientras que la oposición
ganó en los otros nueve casos (para un análisis de la mayoría de esas elecciones
recientes, ver Zovatto, 2007).
Si nos atenemos al Índice de Freedom House (2008), que mide los grados de
libertad política y respeto por las libertades civiles, tendríamos que, en América
Latina, 10 de los 19 países de la región podrían considerarse como países «li-
bres»: Argentina, Brasil, Chile, Costa Rica, El Salvador, México, Panamá, Perú,
República Dominicana y Uruguay. Por su parte, 8 de los 19 países latinoame-
ricanos podrían considerarse como «parcialmente libres»: Bolivia, Colombia,
Ecuador, Guatemala, Honduras, Nicaragua, Paraguay y Venezuela, mientras
que sólo Cuba correspondería a un país «no libre» en la región.
Por su parte, el Índice de Democracia de The Economist (2008) considera
cinco indicadores, que van más allá de la democracia electoral, para incluir
aspectos cualitativos o sustantivos. Esos indicadores se refieren a la realización
de elecciones libres, transparentes y competitivas (democracia electoral); al
respeto por las libertades civiles como un aspecto de la «democracia liberal»;
al funcionamiento del gobierno, de acuerdo al grado de implementación de
las decisiones gubernamentales; a la participación electoral, como un aspecto
de la participación de los ciudadanos en la vida pública, y a la existencia de una
cultura política democrática. Dicho informe no considera los niveles de bien-
estar económico y social, pues, según señala, una variedad de niveles socio-
económicos son compatibles con la democracia política. Una adaptación de
ese índice, nos da el siguiente resultado para América Latina (se indica entre
paréntesis el lugar que ocupa cada país entre los 167 países considerados en
el mundo):

224
Capítulo VIII Democracia de instituciones

Democracias «completas» (1-30)


Uruguay (23)
Costa Rica (27)
Chile (32)1

Democracias «imperfectas» (o «defectuosas») (31-80)


Brasil (41)
Panamá (43)
México (55)
Argentina (56)
Colombia (60)
Paraguay (66)
El Salvador (67)
Perú (70)
República Dominicana (73)
Honduras (74)
Bolivia (75)
Nicaragua (78)
Guatemala (79)

Regímenes «híbridos» (81-116)


Ecuador (85)
Venezuela (95)

Regímenes autoritarios (117-167)


Cuba (125)

Como región, cabe hacer presente que América Latina aparece en el tercer
lugar del Índice de Democracia; es decir, está por debajo de América del Norte
y Europa Occidental, pero por encima del Caribe, Europa del Este, Asia y Aus-
tralia, el África Subsahariana y Medio Oriente y África del Norte. La mayoría
de las democracias «imperfectas» se encuentran en América Latina, Europa
del Este y, en menor medida, en Asia. En el caso de América Latina, el infor-
me señala que, a pesar de los avances de los últimos años, bajo la reciente ola

Hemos incluido a Chile en esta categoría porque, a pesar de que The Economist lo incluye en
1

la categoría de democracias «imperfectas», los puntajes que lo separan con Costa Rica y Uru-
guay son insignificantes. Adicionalmente porque, de lo contrario, Chile aparecería junto a paí-
ses latinoamericanos como Paraguay (66), Perú (70), Bolivia (75), Nicaragua (78) y Guatemala
(79), y que están mucho más atrás en la lista, pero bajo la misma denominación de democracias
«imperfectas» o «defectuosas».

225
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

democratizadora, muchos de los países de la región permanecen como demo-


cracias «frágiles», especialmente en términos de los niveles de participación po-
lítica –muy bajos, comparativamente– y cultura democrática, con el fenómeno
del «caudillismo», y otros elementos que la hacen aparecer, comparativamente,
en una posición de debilidad.
A pesar de las insuficiencias, no debe perderse de vista que, en una pers-
pectiva histórica, esta tercera ola democratizadora en la región da cuenta de un
importante nivel de estabilidad política. Hay más apoyo popular y de las elites
a la democracia que en el pasado –aunque subsiste un déficit normativo, en
cuanto al soporte valórico de la democracia– y, contrariamente a lo sucedido en
la historia de América Latina, los episodios de inestabildad política no han ido
acompañados de quiebres democráticos y golpes de estado. Tal vez la demos-
tración más evidente de esto último es que los casos de acusación constitucio-
nal («impeachment») –que constituyen una forma extrema de fracaso político, y
que proliferaron con singular fuerza entre 1992 y 2004–, han sido mecanismos
institucionales para resolver episodios de crisis política, sin recurrir a inter-
venciones militares. Como señala Aníbal Pérez-Liñan (2007), América Latina
experimenta nuevas formas de inestabilidad política, muy distintas de las que se
conocieron en el pasado: «como en décadas anteriores, gobiernos que han sido
democráticamente electos siguen experimentando procesos de quiebre, pero,
contrariamente a lo ocurrido en décadas anteriores, los regímenes democráti-
cos no experimentan quiebres» (p. 3). Esta «paradoja de estabilidad de regí-
menes democráticos», según el autor, se daría con el trasfondo de una forma
presidencial de gobierno, como es propio del «impeachment», y de un tipo de
relaciones entre ejecutivo y legislativo que demostraría que este último no está
tan desprovisto de recursos de poder institucionales como suele creerse en la
realidad de una región marcada por un fuerte predominio de los Presidentes y
los Ejecutivos.

Democracia representativa. Las fuerzas económicas y sociales no actúan en


un vacío político. Surge, así, como aspecto central del desarrollo económico y
social, la necesidad de la política y de las instituciones (Payne, Zovatto y Díaz,
2006). Fue bajo la inspiración de Douglas North, y desde la perspectiva de
la economía, que primero se planeó la importancia de las instituciones en la
perspectiva del desarrollo (North, 1990). El marcado economicismo asociado
a las reformas económicas de la década de 1990, principalmente en torno al
Consenso de Washington, no hizo sino reforzar la necesidad de contar con un
marco institucional que le diera sustentabilidad a los procesos económicos y al
desarrollo. Más aún, las reformas de mercado hacían necesario no sólo contar
con un adecuado marco institucional, sino con un estado capaz de asegurar

226
Capítulo VIII Democracia de instituciones

condiciones adecuadas de gobernabilidad (Naim, p. 32). Bajo esta lógica sur-


gieron las reformas de «segunda generación» encaminadas, justamente, a for-
talecer las capacidades estatales. La trayectoria, pues, del debate intelectual y
académico, y de los procesos políticos y de toma de decisiones en el campo de
las políticas públicas, ha tenido como ejes temáticos las reformas económicas
(de mercado), las instituciones, y los estados, en el contexto más amplio de los
procesos de democratización en la región.
A decir verdad, no es la democracia como tal la que está en crisis en Amé-
rica Latina. Ya hemos dicho que esta goza de una legitimidad como nunca antes,
sin perjuicio del malestar y el descontento que también existen respecto de ella,
especialmente en torno a su funcionamiento. Son los sistemas políticos mismos,
y las distintas combinaciones de presidencialismo, multipartidismo y represen-
tación proporcional que se conocen en la región, los que explican muchas de
las dificultades por consolidar una democracia estable. Así, por ejemplo, varian-
do de un lugar a otro, el hiper-presidencialismo (presidencialismo reforzado o
«presidencialismo imperial»), el gobierno por decreto presidencial, el deterioro
y creciente desprestigio de la actividad legislativa, la proliferación de asambleas
constituyentes, la fragmentación partidaria, los gobiernos de minoría, los siste-
mas electorales de representación proporcional sin límite y la consiguiente di-
ficultad para formar coaliciones estables y mayoritarias de gobierno, la falta de
correspondencia entre las mayorías representadas en el ejecutivo y el legislativo,
la proliferación de elecciones y la no concurrencia o simultaneidad entre elec-
ciones presidenciales y parlamentarias, la ausencia de mecanismos efectivos de
pesos y contra-pesos («checks and balances»), y de control y rendición de cuentas
(«accountability»), horizontales y verticales, la ausencia de una administración
pública profesional («civil service»), apoyada en cuadros técnicos competentes,
y de mecanismos adecuados que velen por la equidad y la transparencia en
términos del financiamiento de la política y las elecciones, todo lo anterior en
el contexto de una cultura política y unas estructuras políticas caracterizadas,
muchas veces, por la realidad extendida del clientelismo, el patrimonialismo, y
la corrupción, son algunos de los elementos que dificultan la consolidación de
la democracia en la región, bajo condiciones aceptables de gobernabilidad.
Puede decirse que, con haber transitado con bastante éxito desde la dic-
tadura hacia la democracia electoral, aún estamos lejos de haber consolidado
una auténtica democracia representativa. Esto último pasa necesariamente por
asegurar, fortalecer y perfeccionar las instituciones de dicho régimen político; a
saber, gobiernos y parlamentos elegidos en forma libre y democrática, actuando
con estricto apego a la Constitución y a la ley; vigencia efectiva del estado de
derecho; igualdad ante la ley; gobierno de la mayoría y respeto por las minorías;
pluralismo político; un poder judicial independiente, con órganos transparentes

227
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

y eficaces, capaces de velar efectivamente por los derechos de las personas y el


equilibrio entre los poderes del estado; sistemas de partidos debidamente insti-
tucionalizados; partidos políticos sólidos y estables que actúen como vehículos
efectivos de representación política; respeto y protección por los derechos y
libertades fundamentales, entre otros aspectos. La sola enumeración de estas
características clásicas de la democracia representativa, dejan en evidencia la
enorme brecha que separa a la democracia electoral de esta última. En este con-
texto, la democracia representativa aparece, en la realidad de América Latina,
más como una aspiración que como una realidad.
La aspiración que aquí manifestamos en términos de la necesidad de avan-
zar hacia una auténtica democracia representativa, no es el resultado de un
ejercicio puramente teórico, académico o intelectual. Cabe recordar y tener
presente que todo el sistema interamericano, desde la Carta de la OEA, de 1948,
hasta la más reciente Carta Democrática Interamericana, de 11 de septiembre
de 2001, está construido expresa y declaradamente sobre la base de la «demo-
cracia representativa». En efecto, ya en el preámbulo de la Carta, la democra-
cia representativa fue considerada como «una condición indispensable para la
estabilidad, la paz y el desarrollo de la región», mientras que su promoción y
consolidación fueron considerados como uno de los «propósitos esenciales» y
«principios» de la misma, apuntando a un «ejercicio efectivo» de la democracia
representativa. Por su parte, la Resolución 1080, de 1991, «Sobre la Democra-
cia Representativa», creó una serie de mecanismos para hacerla operativa, de
una manera efectiva, a la vez que la Carta Democrática Interamericana, de 11
de septiembre de 2001, llegó a definir los «elementos esenciales» de la demo-
cracia representativa en términos del respeto por los derechos humanos y las
libertades fundamentales, el apego al estado de derecho, la realización de elec-
ciones periódicas, libres y transparentes basadas en el voto secreto y el sufragio
universal como expresión de la soberanía popular, un sistema pluralista de par-
tidos y organizaciones políticas, y la separación e independencia de los pode-
res del estado. Por su parte, la Primera Cumbre de las Américas, celebrada en
Miami, en 1994, declaró que la democracia representativa es el «único sistema
político» capaz de garantizar ciertos derechos y libertades fundamentales. De
esta manera, la adhesión a la democracia representativa constituye un compro-
miso ineludible de los 34 estados americanos y, más aún, la columna vertebral
de todo el sistema interamericano.
Para que la gobernabilidad democrática haga posible la «cohesión social»
(ver capítulo VII), se requiere de un sistema político que goce de legitimidad
y eficacia práctica. Sólo puede reunir estas características un sistema que sea
verdaderamente representativo; un sistema que sea expresión, a su vez, de la
diversidad social, capaz de diseñar e implementar políticas públicas que logren

228
Capítulo VIII Democracia de instituciones

equilibrar el crecimiento de la economía, una efectiva igualdad de oportunida-


des, y la protección de los más débiles. Afirmamos, en este sentido, que no hay
sustituto para la democracia representativa. A decir verdad, no existe más que la
democracia representativa. Todas las democracias conocidas, que pueden con-
siderarse como exitosas, corresponden a esta forma política de gobierno. Los
mecanismos de participación y formas de «empoderamiento» («empowerment»)
ciudadano deben canalizarse a través de las instituciones de la democracia re-
presentativa. El traslado de la política a la calle es una seria amenaza para el buen
funcionamiento de las instituciones. La política entendida en torno a modalida-
des de «acción directa» de las masas, en un sentido meramente contestatario,
ya sea bajo ideologías anarquistas, fascistas, o populistas, son incompatibles con
la concepción de democracia representativa que aquí desarrollamos (Flisfisch,
2008). En algún sentido importante, una genuina noción de ciudadanía bajo
una concepción democrática y republicana de gobierno es aquella que se basa
en la primacía de las instituciones.
En esta perspectiva, compartimos con Brennan y Hamlin (1999) que la de-
mocracia representativa es un «first-best» y una «alternativa política superior»,
especialmente cuando se le compara con la llamada democracia «directa», y
sus diversas variantes y modalidades. Como los mismos autores lo señalan, ha
existido una cierta tendencia en el campo de la teoría democrática que atribuye
a la democracia directa las características de una forma superior de democracia,
pero impracticable o, al menos, difícil de llevar a la práctica. Frente a esa rea-
lidad, se aceptaría la modalidad indirecta de mediación y toma de decisiones,
que sería la democracia representativa, entendida como un «second-best». La
realidad de las democracias realmente existentes, sin embargo, y las que pueden
considerarse como exitosas en el mundo, demuestran lo contrario; a saber, que
la democracia representativa aparece como una forma superior de gobierno,
cuando se le compara con la democracia directa. Adicionalmente, la democra-
cia representativa es el régimen político menos oneroso de imponer. Otros son
posibles, pero sobre la base de una dosis extraordinaria de coerción –piénsese,
por ejemplo, en la experiencia de las llamadas «democracias populares» (comu-
nismo), o las «democracias orgánicas» (fascismo, nazismo), a lo largo del siglo
XX, o las más recientes experiencias de los regímenes burocrático-autoritarios
en el Cono Sur de América Latina, principalmente el caso chileno, en torno al
concepto de «democracia protegida», como algunas de las alternativas que se
han propuesto a la democracia representativa.

Democracia «directa» o «participativa». La crisis de representación y el


«déficit democrático» que se advierten en América Latina, no se resuelven
sobre la base de sustituir, sino de perfeccionar, y profundizar la democracia

229
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

representativa y sus instituciones. En la historia de esta reciente ola democra-


tizadora en América Latina hemos conocido de muchos intentos por sustituir
el normal funcionamiento de las instituciones de la democracia representativa,
por formas de democracia «directa» o «participativa». Así, por ejemplo, entre
1978 y 2005 tuvieron lugar en la región 35 consultas populares en once paí-
ses (cinco de ellas bajo situaciones autoritarias) (Zovatto, en Latinobarómetro,
2006). Hay que reconocer que, muchas veces, esta apelación se hace justamente
a partir del bajo prestigio y legitimidad de instituciones como los partidos y
los parlamentos, la política y los políticos. Estas formas de democracia direc-
ta tienden, supuestamente, a reforzar los mecanismos de participación de los
ciudadanos. Sin embargo, en la práctica, muchas veces se cae en una verdadera
manipulación de la opinión pública y del electorado, sin las «distorsiones» de
los mecanismos de intermediación política que son propios de la democracia
representativa, como los partidos y los parlamentos, y las instituciones común-
mente asociadas a un estado de derecho, como un poder judicial independiente,
una corte suprema que vele efectivamente por la vigencia de los derechos y
libertades fundamentales, o un tribunal constitucional que asegure la vigencia y
supremacía de la Constitución, y las garantías democráticas que le son inheren-
tes. La apelación directa a las masas (opinión pública), el gobierno por decreto
presidencial, al margen de las instituciones y procedimientos de la democracia
deliberativa y representativa, el uso y abuso de las convocatorias a asambleas
constituyentes, entre otros, son algunas de las prácticas recurrentes detrás de
este tipo de apelación.
Tal como hemos dicho en el capítulo V, muchas veces, detrás de la apela-
ción a una cierta forma de democracia «directa» o «participativa», se esconde
la realidad y la práctica de una democracia personalista, populista, plebiscitaria
y delegativa. Esta forma de democracia directa o participativa se presenta, las
más de las veces, como una alternativa y una forma superior de democracia,
lo que suele traducirse, en la práctica concreta de su funcionamiento, en un
cuestionamiento de las instituciones de la democracia representativa. Es cierto
que, a diferencia del viejo populismo, surgido bajo la oleada autoritaria de las
décadas de 1930 y 1940, este nuevo populismo surge, no sólo bajo una oleada
democrática, sino con las características de una legitimidad democrática formal,
como lo demuestra el hecho que sus figuras más emblemáticas han sido elegidas
en las urnas. Sin embargo, en última instancia, son las características personales
del líder carismático, y su identificación con las masas, y no el papel central de
las instituciones, los elementos que definen las características de este tipo de
regímenes. Como ha dicho un autor, «a diferencia del populismo histórico, el
neo-populismo está involucrado en el juego democrático. Acepta las reglas de
la competencia política, pero al mismo tiempo apela a las cualidades superiores

230
Capítulo VIII Democracia de instituciones

y la legitimidad del líder, que se presenta a sí mismo como el redentor y la en-


carnación del pueblo y de la nación» (René Mayorga, en Mainwaring, Bejarano,
y Leongómez, 2006, p. 135).
Bajo el temor y la crítica a la globalización y el neoliberalismo, y la sensa-
ción de desamparo asociada a ambos, se tiende a buscar refugio o protección en
el viejo modelo del líder carismático, y el estado nacional y popular. La emer-
gencia de la democracia y la economía de mercado tienen un sentido bivalente
para la gente: entusiasmo por las oportunidades y temor al desamparo (Correa,
2007). Si lo que predomina es el temor al desamparo por sobre el entusiasmo
por las oportunidades, la gente corre detrás de los caudillos, de sus propues-
tas de democracia «con apellido», y entonces los sistemas democráticos se ven
afectados, amenazados, o erosionados en sus bases fundamentales. No podemos
desconocer que este tipo de regímenes «con apellido» tienen bases sociales
reales. La historia de «caciquismo», «caudillismo» y ejercicio personalista del
poder, tiene importantes antecedentes en la historia pre-colombina, colonial, y
post-colonial de América Latina, en el contexto de una cultura política y unas
estructuras patrimonialistas, o neo-patrimonialistas, que impiden trazar una
clara línea divisoria entre la esfera de lo público y de lo privado. Es más. En
general, este tipo de regímenes personalistas son el producto o desenlace de
una compleja trama de acontecimientos y situaciones que tienden a sumir a los
pueblos en el malestar y la desesperanza.
Tal como lo hemos señalado en el capítulo V, en la base de este nuevo
populismo encontramos la crisis de los sistemas políticos tradicionales, de sus
sistemas de partidos y sus liderazgos; el surgimiento de nuevas demandas y
movimientos sociales que no logran ser satisfechas o canalizadas por estos sis-
temas tradicionales; y la experiencia reciente, en la década de 1980 y de 1990,
de experimentos neoliberales en extremo simplistas y dogmáticos, con graves
consecuencias sociales y políticas. En este sentido, afirmamos que el proble-
ma de América Latina no es el populismo, en sí mismo, sino las causas que lo
originan. Muchas veces el fenómeno populista logra apelar a sentimientos y
emociones que no encuentran eco, ni acogida, en los procedimientos formales
de la democracia representativa, cuyas instituciones son vistas, a veces, como
ajenas a la vida cotidiana de las personas, especialmente de los sectores popula-
res. En muchos sentidos, este nuevo populismo ha venido a llenar, en el plano
simbólico, el vacío dejado por las instituciones de la democracia representativa,
las que son vistas como lejanas y meramente formales, cuando no corruptas o
en proceso de descomposición.
Nada de lo dicho anteriormente debe conducir a descartar la existencia de
un espacio importante, en condiciones adecuadas, para la consulta directa y la
participación ciudadana. Este es, típicamente, el caso del gobierno local, en que

231
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

la participación directa de los vecinos y ciudadanos es, no sólo posible, sino a


veces deseable o recomendable, en cuestiones que atañen a los municipios, in-
tendencias, y prefecturas, entre otras formas administrativas del gobierno local.
La modalidad de elaboración de presupuestos participativos, o la determinación
de prioridades en la ejecución de los presupuestos, son algunos de los ejemplos
que podríamos citar, y que se han intentado, con resultados mejores y peores,
variando de un lugar a otro. También es posible concebir plebiscitos o referen-
dos que tengan lugar frente a coyunturas críticas como cambios de régimen
político, o temas de interés nacional en que se haga necesaria o conveniente la
consulta directa a la ciudadanía. Se trata, en todo caso, de que estos mecanis-
mos de democracia directa complementen, pero en ningún caso sustituyan, el
normal funcionamiento de la democracia representativa y sus instituciones. Los
plebiscitos, los referendos y los mecanismos de participación ciudadana propios
de la democracia directa deben ser la excepción y no la regla.

Democracia de Instituciones. Institucionalización versus personalización del


poder: he ahí uno de los principales dilemas a resolver en América Latina, en
lo que concierne a la cuestión de la democracia como régimen político de go-
bierno. Existe en la región, tal como hemos argumentado, una evidente tensión
entre la democracia política –o democracia representativa, o democracia de
instituciones, que aquí utilizamos indistintamente– y la democracia personalis-
ta, populista, plebiscitaria y delegativa, que, bajo la apelación a una democracia
supuestamente «directa» o «participativa», termina por amenazar, desconocer,
o suprimir, el valor y la vigencia de las instituciones de la democracia represen-
tativa. Bajo la invocación a una democracia «de resultados», basada en la idea
de una «igualdad real», y la vieja contraposición entre democracia «sustantiva»
y «formal», se esconde el peligro de socavar las bases mismas, para terminar
cancelando, la igualdad formal que es propia de la democracia representati-
va y sus instituciones. Es la vieja cuestión de la democracia formal versus la
democracia sustantiva.
Siguiendo a Przeworski (1991, p. 39), definimos la democracia como un
«sistema de instituciones», que aspira a obtener la adhesión espontánea de las
principales fuerzas políticas (principalmente los partidos), basada en la compe-
tencia político-electoral y la incertidumbre sobre los resultados. La democra-
cia, según el autor, correspondería a un sistema en que «los partidos pierden
elecciones»; un sistema, por lo tanto, basado en la institucionalización de la
incertidumbre. Para ser perdurable, la democracia debe concitar la adhesión
espontánea de las principales fuerzas políticas, basadas en la persecución de su
propio interés particular («self-interest»). Siguiendo la teoría de juegos, el autor
argumenta que la democracia debe entenderse en términos de un equilibrio

232
Capítulo VIII Democracia de instituciones

de estrategias descentralizadas de fuerzas políticas autónomas. La democracia


provee del «marco institucional» que hace posible la competencia de múltiples
fuerzas políticas –en ese sentido sería un «sistema de instituciones». Son las
instituciones y el libre juego de las fuerzas políticas que persiguen su propio
interés particular, las que hacen posible un equilibrio y un «sistema de auto-
gobierno». Es esto lo característico de la democracia como régimen político de
gobierno. En definitiva, son las instituciones las que hacen la diferencia.
Afirmamos que es la democracia de instituciones, entendida esta última
como un sistema político auto-sustentable capaz de producir resultados con-
cretos para sus ciudadanos, la más conducente y la más funcional al objetivo de
la gobernabilidad democrática. Tal como hemos argumentado en el capítulo
V, lo anterior es particularmente pertinente en términos de la consolidación
democrática en un contexto favorable para la aparición de liderazgos persona-
listas en la región. Así, el mayor y mejor antídoto contra la democracia perso-
nalista, está en la consolidación de instituciones políticas democráticas; esto es,
en reglas del juego o de procedimiento capaces de aplanar la cancha para que
todos los jugadores puedan participar en condiciones de igualdad. La democra-
cia debe entenderse como un sistema de instituciones capaz de garantizar que la
discrecionalidad en el ejercicio de los derechos y atribuciones de los gobernan-
tes estará acotada. Hay una tensión evidente, y una suerte de «trade-off», entre
la fortaleza de las instituciones y la aparición de liderazgos personalistas, tan
propios de la tradición caciquista y caudillista de América Latina. El argumento
anterior no va dirigido contra el papel necesario e insustituible de los lideraz-
gos en las democracias, sino contra la idea de que los liderazgos pueden llegar
a sustituir a las instituciones. Se hace necesaria una adecuada relación entre
instituciones y liderazgos para el fortalecimiento de la democracia.
De esta manera, el énfasis en la democracia de instituciones no debe lle-
var a subestimar el papel insustituible de los liderazgos y los actores políticos.
Las instituciones actúan como sistemas de incentivos sobre actores políticos
que se mueven intencionalmente. Las instituciones políticas corresponden a
arreglos institucionales que afectan –incentivando o restringiendo– el compor-
tamiento de los actores políticos. Las instituciones pueden ser indudablemente
cambiadas y perfeccionadas, pero hay límites a la ingeniería institucional. Las
representaciones, preferencias y orientaciones de los actores deben ser tenidos
especialmente en cuenta. Si bien las instituciones y los arreglos institucionales
pueden llegar a hacer la diferencia desde el punto de vista de la estabilidad y la
gobernabilidad democrática, ello no puede ser visto al margen del tipo de lide-
razgos y el papel que los actores políticos juegan en el proceso democrático.
Lo cierto es que, con ser un gran avance, no basta con la democracia elec-
toral para consolidar una democracia estable en América Latina, en condiciones

233
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

aceptables de gobernabilidad. En un informe reciente, el PNUD (2004) llama


a avanzar desde la «democracia electoral» –la que considera como un avance
significativo en la historia reciente de América Latina– hacia una «democracia
de ciudadanos y ciudadanas». Esta última es vista como una forma superior
a una concepción meramente minimalista o procedimental de la democracia.
Sostiene que la democracia es más que un simple método para elegir a los go-
bernantes. Es la vieja y siempre actual cuestión de la persona entendida como
sujeto de derechos y deberes, en la perspectiva más amplia de una «plena ciuda-
danía» entendida como el ejercicio efectivo de los derechos políticos, civiles y
sociales. La democracia es vista como una «parte integral» de esta concepción
más amplia de derechos, en que es el ciudadano o ciudadana, más que el simple
elector, el actor fundamental. Sin desconocer los resultados obtenidos en térmi-
nos del ejercicio de los derechos políticos, al interior de la democracia electoral,
esta propuesta apunta a ampliar de manera efectiva la «ciudadanía social». La
democracia debe ser vista en términos de su capacidad para hacer efectivos los
derechos de los ciudadanos, incluida la amplia gama de derechos políticos, ci-
viles y sociales. De esta manera, la democracia electoral no podría considerarse
al margen de la persistencia de la pobreza y la desigualdad, las que constituyen
el problema más acuciante de América Latina. Así, el «déficit democrático»
abarcaría tanto las insuficiencias en el plano de las instituciones, lo que requie-
re de más y mejor democracia, como los desafíos de una mayor igualdad, en la
perspectiva de un desarrollo económico y social. Existiría una contradicción
entre, por un lado, la igualdad formal de la democracia política, y la desigualdad
de facto que encontramos en la región en el ámbito económico-social. En este
contexto, la «crisis de la política» no debe entenderse como referida sólo a los
partidos y las instituciones representativas, sino también a la ineficacia de los
estados para hacerse cargo de las exigencias en el ámbito de la ciudadanía. En
síntesis, «la democracia de ciudadanos y ciudadanas es más comprehensiva que
el sistema político y la mera existencia de derechos políticos. La democracia
debe ser profundizada hasta abarcar el ámbito de los derechos civiles y socia-
les». La realidad de estados débiles y democracias frágiles en América Latina,
en que subsisten, contradictoriamente, la igualdad legal y la desigualdad de facto,
harían necesario un esfuerzo en la dirección señalada.
Consideramos que estos contenidos del informe reciente del PNUD, que
brevemente hemos reseñado, son perfectamente compatibles con el concepto
de «democracia de instituciones» que aquí postulamos. A decir verdad, se trata
de un concepto de ciudadanía que no puede ser visto al margen de la cuestión
central de las instituciones (como que la ciudadanía es en sí misma una insti-
tución, conforme a la tradición de la democracia republicana). La Democra-
cia de Ciudadanos y Ciudadanas que recoge el informe del PNUD, teniendo

234
Capítulo VIII Democracia de instituciones

como trasfondo las concepciones sobre «desarrollo humano» desarrolladas por


Amartya Sen y las teorías de Guillermo O´Donnell sobre la democracia, debe
ser vista como un aspecto de la Democracia de Instituciones que postulamos
como necesaria y deseable para América Latina, en una perspectiva de profun-
dización de la democracia representativa y sus instituciones.
Tal vez un matiz de diferencia que podríamos anotar entre el informe seña-
lado y lo que hemos expuesto hasta aquí, es que, lo que los autores del informe
del PNUD denominan como «pre-condiciones» (o pre-requisitos) –principal-
mente, en el ámbito económico y social–, para el buen funcionamiento de la
democracia, en términos de su capacidad para resolver los problemas de la gente,
no deberían ser considerados, a nuestro juicio, como elementos intrínsecos de la
democracia política o democracia representativa o democracia de instituciones,
sino de ciertas exigencias que se le formulan a la democracia en términos de las
condiciones de eficacia de la misma o de su gobernabilidad. Como argumenta-
remos más adelante, pensamos que esas exigencias, o condiciones de eficacia, se
refieren a los desafíos de la «gobernabilidad», más que a atributos inherentes a la
democracia como régimen político de gobierno. De hecho, las democracias que
conocemos en el mundo, que son, fundamentalmente, y como lo hemos dicho
una y otra vez, democracias representativas, conviven, variando de un lugar a
otro, con diversos tipos de desigualdad económica y social. Cada sociedad, cada
sistema político, debe sí discutir y pactar los grados de desigualdad social que está
dispuesta a tolerar, a fin de asegurar condiciones adecuadas de gobernabilidad.
Finalmente, postular una democracia representativa como democracia de
instituciones no significa una preferencia por tales o cuales instituciones. Tal
como se ha tendido a rechazar la pretensión de «recetas únicas» («one-size-
fits-all)» en el campo de las reformas económicas, así también debe rechazarse
tal pretensión en el campo de las reformas institucionales. De hecho, lo que
se advierte en América Latina, en nuestra historia más reciente, es una gran (y
rica) variedad institucional en la que conviven sistemas federales y unitarios,
sistemas electorales proporcionales, mayoritarios y mixtos, y una gran variedad
de sistemas de partidos, con diversos grados de institucionalización y fragmen-
tación. Dani Rodrik señala, en el campo económico, que lo que verdaderamen-
te importa en el nivel de las instituciones es la función que cumplen más que
la forma particular que asumen, lo que traduce en la fórmula de «one economics,
many recipes», o la idea de que «la función institucional no determina, por sí
misma, la forma institucional» (Rodrik, 2007). Lo mismo puede decirse de las
instituciones políticas, las que pueden adquirir diversas formas, sirviendo a un
mismo objetivo o función.
Algo similar ocurre con la forma de gobierno, en que la aparente dificul-
tad de conciliar formas presidenciales con sistemas multipartidistas –lo que ha

235
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

sido suficientemente documentado en la literatura– va encontrando diversos


tipos de respuestas propias de la realidad latinoamericana, como el llamado
«presidencialismo de coalición» (ver capítulo VI). Más que mirar el presiden-
cialismo latinoamericano como una suerte de «anomalía», debe ser visto como
un modelo específico que lo ubica en algún lugar intermedio entre el presiden-
cialismo estadounidense –bipartidista, basado en una muy particular fórmula
de peso y contrapesos («checks and balances»), y una cierta manera de relacio-
narse entre el ejecutivo y el legislativo– y el parlamentarismo europeo, que
correspondería a la forma más acorde de una democracia multipartidista. Lo
cierto es que no hay instituciones ideales. Lo anterior también se extiende a la
cuestión de la forma de gobierno (presidencialismo o parlamentarismo). Antes
bien, existe una variedad institucional que, en la realidad actual de América
Latina, debe llevarnos a alejarnos de posturas simplistas, o dogmáticas, para
asumir un mayor pragmatismo, escogiendo entre un menú de opciones que
puedan ser conducentes al mismo objetivo de asegurar condiciones adecuadas
de gobernabilidad. El mismo Rodrik señala que, en el campo de las reformas de
políticas en los países en desarrollo, muchas veces debe optarse por «second-best
institutions» –no necesariamente «best-practice institutions»– a partir de fallas de
mercado o de gobierno en contextos específicos que no pueden ser removidos
en el corto plazo. En las experiencias de los países en desarrollo –y también de
los países desarrollados– existiría una variedad de formas institucionales para
servir a ciertos fines u objetivos. A diferencia del sesgo en favor de las «mejores
prácticas» que son postuladas por organismos multilaterales como el BM, el FMI
o la OMC, muchas veces los reformadores del mundo real (en desarrollo) operan
en un «second-best environment» (Rodrik, 2008). Lo anterior no significa renun-
ciar a la búsqueda de esas mejores prácticas, sino reconocer que la realidad es
mucho más compleja y diversa.
Lo que importa, a decir verdad, más allá de tal o cual institución en par-
ticular, es la combinación de instituciones, o el tipo de arreglos institucionales
que permiten avanzar hacia el objetivo de la gobernabilidad, atendiendo a la
realidad de cada país.

Gobernabilidad («governance») democrática. La democracia representativa,


o de instituciones, sin embargo, con ser una condición necesaria, no es una con-
dición suficiente para asegurar la gobernabilidad democrática. Antes de pasar
al análisis más pormenorizado de esta última, conviene hacer una precisión en
relación al concepto mismo de gobernabilidad democrática. Este último térmi-
no adquiere una cierta complejidad si tomamos lo que, en inglés, se denomina
«governance», referido a la capacidad de los gobiernos democráticos de produ-
cir, o asegurar, ciertos resultados en el campo económico y social. Se le vincula,

236
Capítulo VIII Democracia de instituciones

así, más a las políticas («policies») que a la política, los procesos políticos, y las
instituciones políticas. Se habla, por ejemplo, del desempeño («delivery») de las
democracias, y de su capacidad de asegurar, no sólo ciertas condiciones de legiti-
midad de las instituciones políticas, sino también ciertos resultados en el ámbito
económico y social, desde el punto de vista de su eficacia práctica y su funcio-
namiento. En el trasfondo de esta concepción, se recoge una cierta percepción
a nivel de la opinión pública latinoamericana, manifestada en diversos estudios
cualitativos y cuantitativos, de que los sistemas políticos –y los estados–darían
cuenta de una cierta incapacidad para atender adecuadamente las demandas so-
ciales de la población. Esto conllevaría un riesgo de pérdida de legitimidad del
sistema, y eventualmente de ingobernabilidad, con la consiguiente búsqueda de
«alternativas» a las instituciones de la democracia representativa.
En el campo de la teoría política y de la política comparada, diversos auto-
res señalan la necesidad de ir más allá de la democracia como régimen político
de gobierno, para incluir esta dimensión económica y social. Así, por ejemplo,
Adam Przeworski señala la necesidad de vincular el tema de las «institucio-
nes», con el de ciertas «condiciones», económicas y sociales, en un sentido
de resultados sustantivos –es la vieja cuestión, como él mismo señala, de las
«condiciones sociales de la democracia» (Przeworski, p. 26). De una mane-
ra similar, Guillermo O´Donnell señala que el «régimen democrático» es un
«componente fundamental» de la democracia, pero es «insuficiente» para una
adecuada conceptualización de la democracia (O´Donnell, 2004, p. 9). Según
O´Donnell, la democracia política, o la poliarquía, o el régimen democrático
–los que considera términos intercambiables, como sinónimos entre sí–, no son
suficientes para la cabal comprensión de la democracia en términos de una
ciudadanía amplia, como ejercicio de los derechos civiles, políticos y sociales.
Por su parte, Scott Mainwaring y Timothy Scully nos ofrecen una definición de
«democratic govenance» en términos de «la capacidad sostenida de los gobiernos
democráticos de implementar políticas efectivas con miras al bienestar político,
social y económico de un país» (2008, p. 113). Así, una «governanza» democrá-
tica exitosa («successful democratic governance») estaría dada por la capacidad de
los gobiernos para mantener una razonablemente alta calidad de las prácticas
políticas, en términos de contribuir a que sus países progresen económicamen-
te, proveyendo a sus ciudadanos de seguridad, a la vez que haciendo frente, de
manera efectiva, a los principales problemas sociales de pobreza, distribución
del ingreso y servicios sociales. Se trataría, pues, no sólo de gobernar democrá-
ticamente («democraticness»), sino de hacerlo de manera efectiva («effectiveness»),
velando no sólo por la buena salud de las instituciones democráticas sino por el
buen desempeño del estado, en términos de los resultados concretos en el cam-
po de las políticas públicas. Finalmente, entre otros ejemplos que podríamos

237
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

citar, Payne, Zovatto y Mateo Díaz definen la «gobernabilidad democrática»


como una que «incluye la capacidad para adoptar e implementar decisiones
que respondan adecuadamente a los problemas económicos y sociales más acu-
ciantes de un país» –con el trasfondo, agregan, de la «inestabilidad política» y
la «debilidad institucional» de América Latina entre las décadas de 1950 y 1980
(2006, p. 86).
En estas líneas distinguimos entre lo que son los atributos o cualidades
intrínsecas de la democracia como régimen político de gobierno, y lo que son
las condiciones, incluidas las de tipo económico y social, desde el punto de vista
de las exigencias de la gobernabilidad («governance»). En este sentido, afirma-
mos que la gobernabilidad democrática comprende la estabilidad política, el
progreso económico y la paz social (Boeninger, 2007). En un sentido amplio,
entendemos por gobernabilidad democrática la capacidad de una sociedad para
gobernarse a sí misma y, en un sentido más acotado, la capacidad de los sistemas
políticos y sus instituciones –y del estado, en definitiva– para absorber, canalizar
y procesar, pacíficamente y en términos efectivos, las demandas de la ciudadanía
en el ámbito económico y social. Esto se hace particularmente necesario de
definir, en términos conceptuales, en el caso de América Latina, enfrentados
a una verdadera revolución de las expectativas, como la que tiene lugar en la
actualidad, en el marco de los procesos de democratización de las instituciones,
del crecimiento económico y de los profundos cambios sociales que han tenido
lugar en la última década y media. Esta revolución de las expectativas implica
impaciencias mayores o, dicho de otro modo, un grado menor de tolerancia
hacia las desigualdades sociales, las que permanecen, a través de la historia,
como un verdadero elemento de continuidad entre el antes y el después de los
recientes –y no tan recientes– procesos de democratización. En última instan-
cia, se trata de la capacidad de la democracia de hacerse cargo del desafío de la
cohesión social en América Latina.
Ya que la realidad de la región corresponde cada vez más a la realidad de
países de ingresos medios, en un proceso de integración a la economía mundial,
con profundos cambios en sus estructuras económicas y sociales (ver capítulo
VII), los desafíos de la gobernabilidad democrática imponen a los regímenes
democráticos ciertas exigencias que son necesarias de cumplir si se quiere con-
solidar la estabilidad política, el progreso económico y la paz social. La mejor
demostración de que estas exigencias que impone la gobernabilidad sobre los
regímenes democráticos no son atributos inherentes a estos últimos, es que
diversas democracias conviven en el mundo con distintos niveles de desarrollo
económico y social. Esto, que es cierto, en general, lo es aún más en el caso
de América Latina: «América Latina es la única zona que combina regímenes
electos democráticamente en todos sus países (salvo Cuba), con altos niveles

238
Capítulo VIII Democracia de instituciones

de pobreza (40%) y con la distribución más desigual del mundo» (Zovatto,


2007, p. 24).
En definitiva, sostenemos que la necesidad de un cierto desempeño («per-
formance», «delivery», en términos de «policies» y «governance») en el ámbito
económico y social, debe entenderse como una exigencia que se le formula a la
democracia desde el punto de vista de la gobernabilidad, sin que corresponda
necesariamente a un elemento intrínseco de la democracia definida como ré-
gimen político de gobierno. En otras palabras, la democracia política –o repre-
sentativa o de instituciones– puede convivir con distintos niveles de desigual-
dad social, sin perjuicio de que su desempeño económico y social tendrá efectos
desde el punto de vista de la gobernabilidad.

Gradualidad del cambio y legitimidad de la espera. La democracia no debe


entenderse sólo en términos de un régimen político de gobierno, referido al
papel de las instituciones, sino también como un proceso político. El arte de la
política (Cardoso y Setti, 2006), y el arte de gobernar, consisten, precisamente,
en equilibrar la democracia como «sistema de instituciones», y la democracia
como proceso político. Ello nos remite principalmente al tema de los cambios
en democracia, y de los ritmos, tiempos, profundidad y modalidades del cam-
bio social. La democracia no excluye el cambio –muy por el contrario, lo hace
posible, especialmente en la medida que cuente con instituciones autónomas,
adaptables, complejas y coherentes, según la clásica definición de Huntington
(1968). La democracia tampoco excluye, ni desconoce, el conflicto que es in-
herente a toda sociedad –muy por el contrario, la democracia es, hasta cierto
punto, la institucionalización del conflicto. Lo que la democracia requiere, a fin
de evitar un conflicto generalizado que, a la vez, y dependiendo de las condi-
ciones y circunstancias, pueda devenir en crisis, vacío de poder y, en el extremo,
en un proceso de quiebre, es que las instituciones caminen de la mano –por así
decirlo–, y en forma coherente, con los procesos políticos y sociales. No cual-
quier cambio, ni a cualquier ritmo, velocidad, o profundidad o bajo cualquier
modalidad, es tolerado por una democracia representativa o de instituciones, en
condiciones adecuadas de gobernabilidad.
Esto es relevante a la luz de nuestra historia más reciente en América La-
tina. En lo político, la democracia se extiende por la región como nunca antes
en nuestra historia. En lo económico, los mercados y el crecimiento juegan un
papel fundamental en la perspectiva del desarrollo –aunque están por verse las
implicancias y consecuencias de la crisis financiera de 2008-2009–, a la vez que,
en general, y con distintos grados de avance, la apertura económica y la libera-
lización del comercio se abren paso acorde con las exigencias de la globaliza-
ción, en la perspectiva de una nueva inserción internacional de nuestros países.

239
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

Tenemos muy en cuenta, a este respecto, las conclusiones del documento final
de la APEC (Asia Pacific Economic Cooperation), celebrada en Santiago de Chile, en
diciembre de 2004, que señalaba que la apertura económica y la liberalización
del comercio no deben entenderse como un fin en sí mismo, sino como un me-
dio tras la búsqueda de un «crecimiento equitativo y sustentable». Con todo, la
persistencia de la pobreza y la desigualdad sigue siendo uno de los signos más
distintivos y característicos de América Latina. Es aquí, precisamente, donde
residen los principales debates y diferencias en la región; particularmente, en
torno a la cuestión de cuáles son las estrategias de desarrollo y las políticas so-
ciales más eficaces para hacer frente a la pobreza y la desigualdad. Cómo conci-
liar democracia política, crecimiento económico y equidad social, es el principal
desafío que enfrentan los países de la región.
La persistencia de la pobreza y la desigualdad se hace aún más patente
e inaceptable en la medida que hay más democracia y más crecimiento en la
región. La democratización, la urbanización y la globalización hacen más visi-
ble la exclusión, mientras que se desarrolla una mayor conciencia en lo que se
refiere a los costos económicos y políticos de esta última. Todo lo anterior hace
necesario asignarle una importancia estratégica a la problemática social, con
horizontes de mediano y largo plazo, dándole continuidad a las políticas, más
allá de los ciclos electorales y económicos de corto plazo.
Lo anterior implica una opción estratégica por la estabilidad. El sentido
estratégico de las políticas sociales y la continuidad de las mismas suponen un
horizonte de estabilidad. Esto último, tanto en términos de estabilidad macro
política (democracia) como de estabilidad macro económica (democracia sin
inflación). Así como el estado tiene la obligación de garantizar ciertos bienes
públicos tales como la seguridad, tiene también la obligación de asegurar una
adecuada estabilidad macro económica, entendida esta última como un bien
público. La inestabilidad golpea principalmente a los sectores de menores in-
gresos. La estabilidad, en un sentido positivo, es una condición necesaria, aun-
que no suficiente, del crecimiento económico y la lucha contra la pobreza y la
desigualdad. Con el trasfondo de una historia de inestabilidad política, que está
dada por las oleadas de democracia y autoritarismo que hemos conocido en la
región, y una historia de inestabilidad económica (inflación, hiper-inflación,
déficit fiscales crónicos, crisis de balanza de pagos, abultadas deudas externas,
entre otros), es un imperativo en el nivel de la ética de la responsabilidad ase-
gurar condiciones de estabilidad política y económica para el progreso, el bien-
estar y el desarrollo de la región. Adicionalmente, los ciclos de la economía,
de «boom» y «bust», y la vulnerabilidad frente a los «shocks» financieros exter-
nos, requieren de una perspectiva de futuro, de mediano y largo plazo, que
establezca algún tipo de control sobre las variables de corto plazo y los ciclos

240
Capítulo VIII Democracia de instituciones

electorales. La responsabilidad fiscal, las políticas económicas anti-cíclicas, la


autonomía de la autoridad monetaria, la existencia de instituciones de mercado
–y de instituciones, en general, en términos de reglas del juego claras, estables
y equitativas–, y de adecuadas regulaciones económicas, la rendición de cuentas
(«accountability») y, sobre todo, la construcción de acuerdos básicos, son algunos
de los desafíos en la búsqueda de la estabilidad, procurando asegurar un cierto
grado de predictibilidad a la vida diaria de los ciudadanos y ciudadanas.
De alguna manera importante, la democracia es una carrera entre la es-
peranza y la desesperanza; una carrera, por lo tanto, que desconfía de las solu-
ciones –o las promesas de soluciones– inmediatas, de corto plazo, de la noche
a la mañana («overnight»). Lo anterior requiere de una administración de los
tiempos de espera, dotando a estos últimos de la necesaria legitimidad, a fin de
asegurar condiciones adecuadas de gobernabilidad. Lo que hay detrás de un
cierto (y muy justificado) descontento, malestar o «malaise» en América Latina,
es una suma de injusticias e impaciencias que, muchas veces, se traducen en
la búsqueda de un líder carismático que termina por proporcionar una cierta
sensación de identidad y pertenencia, bajo la promesa de una satisfacción in-
mediata de las demandas sociales. De lo que se trata, más bien, es de gobernar
de una manera que haga creíble (y legítima) la espera, impidiendo la tentación
de cambios radicales, de tipo revolucionario, y de las promesas fáciles, de tipo
populista, a la vez que enfrentando las causas, y removiendo las condiciones,
que conducen a uno y otro.
Lo anterior requiere de instituciones para la gradualidad, como un aspecto
central de lo que hemos denominado «democracia de instituciones». Se trata
de procesos e instituciones que recojan la verdadera naturaleza de la política
como el arte de lo posible, en un sentido «hirschmaniano», de «posibilismo»
(Hirschman, 1973). Hirschman señala la necesidad de ampliar los límites de lo
posible, dentro de la lógica de lo que es posible hacer y obtener. Expresa, a la
vez, su desconfianza en el cambio radical, o revolucionario, al que califica de
«voluntarismo», y desconfianza también en el rol del «economista puro», que
desconoce la dimensión política de las cosas. Este argumento, como el propio
Hirschman lo señala, no debe entenderse en un sentido conservador, de defensa
del status quo, o de un cierto orden social o político. La democracia hace posi-
ble el cambio, especialmente en la medida que sepa equilibrar las instituciones
políticas y los procesos de cambio. El «posibilismo» busca justamente ir más
allá de lo meramente «probable», que es el ámbito propio de las ciencias so-
ciales, para ampliar los límites de lo posible, sin prejuzgar sobre la profundidad
de los cambios, sino más bien velando por la sustentabilidad de los mismos. Se
trata, en definitiva, de algo así como el «efecto túnel» que el propio Hirschman
plantea, y que es el que permite dotar de legitimidad a la espera; esto es, en

241
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

la medida que uno es capaz de ver la luz al final del túnel y que ve que otros
actores (vehículos) se mueven en esa dirección, uno estará en mejores condi-
ciones de pagar los costos que impone la espera, en el corto plazo. Por cierto,
siguiendo el análisis del mismo Hirschman, referido a los cambiantes niveles de
tolerancia en relación a la desigualdad de ingresos, que lo anterior supone que,
en algún momento, uno mismo avanza en esa dirección, pues, de lo contrario,
en caso de estancamiento y peor aún de retroceso, ello deviene en frustración y,
en el extremo, en rebelión contra el statu quo.
En términos de las estrategias de desarrollo que se han conocido en la re-
gión, del necesario proceso de aprendizaje asociado a las mismas, y de nuestra
historia más reciente, esto tiene mucho que ver, siguiendo a Santiso (2006),
siempre en una lógica hirschmaniana, con lo que se ha dado en llamar la «eco-
nomía política de lo posible». Esta es lo contrario a la «economía política de lo
imposible», que caracterizó a América Latina en la era de las utopías y las «pla-
nificaciones globales», y a la «economía política de la impaciencia» que carac-
teriza, muchas veces, a los regímenes populistas. En el fondo, esta concepción
de la democracia desconfía profundamente de los «atajos», y si hay algo que
debiéramos haber aprendido en la historia más reciente –y no tan reciente– de
América Latina, es que no hay atajos en el camino del desarrollo y la democra-
cia, para la solución de los grandes problemas socioeconómicos. Es la reforma
gradual la que hace posible, viable y legítimo el cambio social en democracia.
Lo anterior cobra aún mayor importancia y significación en una región,
como América Latina, que viene de vuelta –así queremos creerlo– de los «pa-
radigmas» y utopías que convirtieron a la región en un verdadero laboratorio
social en el que distintos «experimentos» tuvieron lugar, generalmente acom-
pañados de una fuerte polarización política. Los costos de estos experimentos
de cambio radical, revolucionario o autoritario (o ambos), y la opción por una
economía política de lo imposible, o de la impaciencia, generalmente termina-
ron por pagarlos los pueblos y, muy particularmente, los sectores más pobres
y vulnerables de la sociedad. Venimos de vuelta de los paradigmas y nos enca-
minamos (o debiéramos hacerlo) en la dirección de un mayor pragmatismo,
animados por una mirada esperanzada, pero sin ilusiones. En el trasfondo de
este tema está también la cuestión sobre qué tipo de igualdad queremos: si
de resultados inmediatos o de oportunidades efectivas. Los «tiempos de es-
pera» son distintos en uno y otro caso. Los niveles de paciencia o impaciencia
también lo son.
Esto remite a la cuestión muy central de qué tipo de desigualdad pue-
de tolerar una democracia. Cambio eficiente es aquel en que algunos mejoran
sin que otros empeoren. El problema del neo-liberalismo –que muchas veces
aparece como la contraparte del neo-populismo (y a veces se constituye en su

242
Capítulo VIII Democracia de instituciones

antecedente principal)– es que no hay un mayor apoyo o preocupación por la


suerte de los «perdedores». En democracia, especialmente en la era de la glo-
balización, por las percepciones de incertidumbre e inseguridad asociadas a la
misma, hay que hacerse cargo de los perdedores y construir redes de protección
social que se hagan cargo especialmente de los sectores más vulnerables de la
sociedad, que viven entre la incertidumbre y la inseguridad. Lo anterior es par-
ticularmente necesario en tiempos de crisis La espera está muy relacionada con
la capacidad de persistir en torno a ciertas convicciones compartidas basadas en
la confianza en las instituciones –más que en los liderazgos personalistas– y en
un sistema de financiamiento estable, y de gestión eficiente, de los programas
sociales. Así, pues, el cambio gradual o incremental, y la legitimidad de la espe-
ra, se convierten en uno de los principales desafíos que enfrenta América Latina
en la hora actual y en una perspectiva de futuro.
El argumento que hemos desarrollado debe entenderse como una lectura
crítica de los enfoques deterministas y reduccionistas que han imperado en el
campo de las ciencias sociales a partir de la década de 1950, relacionados con
ciertas exigencias «intrínsecas» comúnmente asociadas a los procesos políticos,
económicos y sociales, y sus características estructurales. Se trata, en definitiva,
de un enfoque alternativo que releva el papel de las instituciones y de las políti-
cas. Son estas las que hacen la diferencia entre el desarrollo y el subdesarrollo,
entre la democracia y el autoritarismo. Sin desconocer la importancia de los
factores estructurales que subyacen a los procesos políticos, se trata de recono-
cer que hay alternativas, y que América Latina no está condenada al autoritaris-
mo y al subdesarrollo.
En su reciente libro sobre «El Espíritu de la Democracia», Larry Diamond
(2008), junto con estudiar los reveses que la «tercera ola» de democratización
comienza a experimentar desde fines de la década de 1990, a los que se refiere
como «recesión democrática», y preguntarse por las esperanzas y expectativas
en relación al futuro de la democracia, señala que, «en definitiva, sostengo que
son las políticas y la voluntad colectiva de las democracias establecidas las que
pudieran llegar a constituirse en la diferencia crucial» (Ibid., p. 13). De nuestra
parte, nos preguntamos, ¿qué son las instituciones sino la «voluntad colectiva»
de las sociedades democráticas? Desde el primer capítulo hemos argumentado,
al margen de todo determinismo, que no estamos condenados a ninguno de los
males que ha conocido la región a través de su historia. Si bien en el tipo de
inserción internacional que ha caracterizado a América Latina a través de su
historia, en su cultura política (sustrato o «ethos» cultural), en el «legado colo-
nial» y las estructuras económicas y sociales que heredamos de españoles y por-
tugueses, en fin, en el presidencialismo que ha caracterizado a la región desde la
independencia, solo por mencionar algunas de las configuraciones estructurales

243
La Democracia en América Latina  Ignacio Walker

que han existido a través de nuestra historia, encontramos todo tipo de tensio-
nes en torno al doble objetivo de democracia y desarrollo, muchas de las cuales
hemos descrito a través de estas páginas, ninguna de ellas se convierte en un
obstáculo insalvable en términos de alcanzar ese doble objetivo. Esas caracterís-
ticas estructurales no deben ser tomadas en cuenta de una manera determinista,
fija, e inamovible, al margen de los procesos históricos, del papel de los actores
políticos y sociales, de las instituciones y las políticas públicas, hasta el punto
que pareciera existir una situación sin salida («no exit»), en términos de la de-
mocracia y el desarrollo, de la estabilidad política y económica.
Este proceso, a no dudarlo, está lleno de tensiones y de contradicciones,
con el trasfondo de la pobreza y la desigualdad, de la inseguridad ciudadana y la
corrupción. En este contexto, no hay cabida para posturas ingenuas, voluntaris-
tas, y triunfalistas, pero tampoco para el pesimismo generalizado y paralizante.
El desafío de fortalecer los mercados, los estados, las instituciones y la sociedad
civil, con políticas públicas eficaces e innovadoras, dirigidas a la superación de la
pobreza y la desigualdad, apuntando a la transparencia y la vigencia efectiva del
estado de derecho, está en el centro de este esfuerzo por conciliar democracia
y desarrollo. Ni los «cantos de sirena» del neopopulismo ni el reduccionismo
economicista del neoliberalismo, han demostrado ser capaces de enfrentar los
nuevos desafíos del crecimiento económico y la equidad social, en condiciones
aceptables de gobernabilidad democrática. Más allá de estos dos enfoques, que
suelen captar la atención internacional, surge en América Latina una nueva
realidad, de mayor pragmatismo y menor estridencia, que plantea la posibilidad
de acercarnos, tal vez como nunca antes, al triple objetivo de la democracia, el
crecimiento y la equidad.

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