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CUENTOSde VENEZOLANOS

El cuento narra la historia de un verdugo que se da cuenta de que existe un error en la condena de un hombre a muerte. El verdugo visita a su hermana y luego va al patíbulo donde espera la ejecución. Sin embargo, el condenado nunca llega. El verdugo decapita entonces a un hombre que no está presente, dejando a todos sorprendidos.
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CUENTOSde VENEZOLANOS

El cuento narra la historia de un verdugo que se da cuenta de que existe un error en la condena de un hombre a muerte. El verdugo visita a su hermana y luego va al patíbulo donde espera la ejecución. Sin embargo, el condenado nunca llega. El verdugo decapita entonces a un hombre que no está presente, dejando a todos sorprendidos.
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CUENTOS

El verdugo lúcido, de Gabriel Jiménez Emán

Vive solo en una cabaña junto al río. Duerme hasta tarde en la mañana, pues apenas si logra
conciliar el sueño por la noche. Se levanta, no se mira nunca a un espejo, se despereza y va
al río donde se da un buen chapuzón; se distrae en el bosque, observa los pájaros, los
panales de avispas en los troncos de los árboles, las lagartijas que reptan junto a las piedras.
Regresa y pone un sartén en la leña con huevos y tocino, que saborea lentamente. Después
va a la casucha de su amigo el arriero a tomar un poco de café; se entera por éste de los
recientes pormenores del pueblo, los escucha sin hacer ninguna pregunta ni emitir opinión.
Después regresa por un camino solitario hasta su cabaña, acaricia al perro y juega con los
bigotes del gato, mientras su mirada se pierde en la corriente del río.
Se dirige al ropero, toma la capucha, las botas y el grueso cinturón de cuero, y los introduce
en una maleta. El hacha la afila en un amolador rústico, la guarda en un estuche, bien
limpia y desinfectada con un chorro de aguardiente.
Antes de dirigirse a su trabajo en el patíbulo, va a visitar a una hermana mayor, que le sirve
un buen tazón de café retinto, y a ella le comenta el acontecimiento acerca de un mínimo
cambio en el estado del tiempo. Hay un incidente que le preocupa y a veces le perturba,
pero no comenta nada. Termina su café, y en ese instante es asaltado por un rapto de
lucidez: se da perfecta cuenta de todo cuanto ocurre en el pueblo, y dentro de si mismo.
Revisa en su mente el dictamen del juez acerca del hombre que va a ser decapitado.
Recuerda entonces a su madre, su mujer y su hijo muertos. Constata que existe una
lamentable equivocación en el fallo que acaba de hacer la suprema corte. Se cerciora de que
el dictamen de los jueces ha estado errado en otras ocasiones: la lucidez se mete en su
cuerpo y recorre todos los intersticios de su cabeza; su mente se puebla de ideas que
explotan en el interior de su cerebro como pequeñas bombas de agua, salpicando gotas en
todas direcciones.
Va al cuarto de su hermana. Se quita la ropa y saca de la maleta las botas, el pantalón
negro, la correa y la capucha, y se las coloca. Bebe un largo trago de aguardiente. Saca el
hacha del estuche y se dirige al patíbulo. Su figura, recortada en la vastedad del campo
contra el cielo índigo, cobra una fuerza poderosa.
Apura el paso y cruza el tumulto de gente que va a asistir al máximo evento. Entra a la
parte inferior de la tarima del patíbulo a revisar los últimos detalles de la decapitación. Sube
a la tarima y espera la orden del alcalde. El acusado está por llegar; lo están trayendo en
este momento desde la prisión. El verdugo espera con paciencia; su pulso está perfecto.
Hay una hora de retardo, y el acusado no llega. La gente está alterada, exige a gritos que
traigan al acusado. Los ánimos se van caldeando hasta que todo aquello se vuelve una turba
histérica.
Entonces el verdugo lúcido sube a la tarima, levanta el hacha y la deja caer sobre el cuerpo
del hombre que nunca llega. Se quita la capucha para que todos presencien la placentera
sonrisa que se dibuja en su rostro.
Del libro: Consuelo para moribundos y otros microrrelatos (Ediciones Rótulo, 2012)
El pasajero Picasso, de Fernando Núñez Noda

Una mañana luminosa de domingo y una consideración sobre la altura del césped son
calmos placeres que Albert Banchank conoce y practica. Su casa es amplia, con dos pisos y
ático.
La parte trasera tiene un largo jardín, tan grande que toma varios minutos alcanzar una
cerca de madera al fondo. En el extremo oeste la piscina es perturbada por la brisa. Albert
se sienta en el porche y mira la TV, o come alguna de las variadas cosas que su esposa
Audrey coloca. Ayer llegó de Houston, hizo excelentes negocios.
A los cincuenta años su vida es bastante satisfactoria: un poco más arriba de la clase media
y muy orgulloso de ello, por cierto, porque prueba que el trabajo duro, bien hecho, produce
sus frutos.
Ejerce el libre comercio desde 1978. Su esposa es contadora y él es ingeniero químico,
profesión que jamás ha ejercido. Vive con ellos su hija menor, de quince años.
Lauren, la segunda, está en la Universidad de Michigan. El mayor, de veintiocho años y
graduado, ya se encarga parcialmente de la compañía (almacenes de mayoreo de
herramientas) y su probable matrimonio con una chica de prestigiosa familia sureña, sería
tópico de orgullo generacional para los Banchank.
Pero ese día la cavilación es corta. Audrey trae el teléfono, tapando con los dedos la bocina.
– Es Bill, tu viejo compañero de la compañía de taxis.
Albert toma el aparato.
– ¡Bill, qué sorpresa!
– Hola Albert, debo hablarte.
– Dime.
– Hace unos minutos salieron para tu casa dos agentes del FBI. Querían saber quién había
manejado el taxi # 25, el 10 de febrero de 1973. De eso hacen veintidós años, tú sabes, por
eso tuvimos que cavar en los archivos y entonces averiguamos que fuiste tú el chofer aquel
día.
– ¿Y qué hay con eso?
– Parece ser tremendamente importante un pasajero que llevaste ese día. ¿Puedes recordar?
– ¿Recordar, Bill? Claro, la famosa tormenta, tuvimos nieve en New Orleans. Recuerdo
esos días, pero hace tantos años…
– ¿Recuerdas algo en particular? ¿Un tal Herbert Avidson no hace sonar una campanilla?
– ¿Avidson? No, bueno, no sé, para esa fecha… yo estaba en Loyola y era sustituto ¿o ya
era titular?
– Sustituto aún, creo.
– Bueno, llámame luego, para saber.
– Sí, – dijo separando las persianas con los dedos- deben ser esos.
En efecto, llegan los policías. Podría ser una pareja de detectives de cine, excepto que
ambos son blancos. Toman café en la amplia cocina de los Banchank.
– ¿Estoy en problemas?, preguntó a secas Albert.
– No se preocupe Sr. Banchank, usted no ha hecho nada. Nos interesa un pasajero que tuvo
hace veintidós años, cuando era taxista. Su nombre es Herbert Avidson.
– ¿Le dice algo ese nombre? -dice el otro, acercándose insidioso.
– No, en absoluto me dice nada ese nombre…
– Acompáñenos, por favor.
Camino a la oficina del FBI, un insólito domingo en la mañana, Albert ya cree saber a
quién se refieren los agentes, el pasajero que tuvo en aquel atípico invierno sureño.
El resto es silencio hasta que llegan. El edificio está vacío, excepto por una oficina de
improvisado ajetreo. Surgen de repente asistentes y otros detectives. Están aquí por Albert,
o por lo que Albert pueda recordar.
Los recibe un superior, de aspecto altivo pero de trato respetuoso. Ésta, obviamente, no es
su oficina, dado que todo lo amontonó en una mesa lateral. El resto intacto.
– Sr. Banchank, tome asiento, lamentamos quitarle tiempo pero el gobierno está muy
interesado en su colaboración.
– Cualquier cosa que pueda hacer…
– ¿No recuerda usted a este hombre?
Saca una fotografía tamaño carta, la ampliación de una foto-carnet, que muestra a un
hombre como de 35 años, de rostro alargado, pelo muy liso con carrera del lado derecho,
labios delgados, pómulos suaves y cejas tenues. Sólo se apreciaba un nudo de corbata
grueso y un cuello de camisa blanco.
– ¿Es éste el tal Avidson?
– Sí. Él dice que estuvo en su auto el 10 de febrero de 1973, entre las 12:05 y las 4:00 am,
según su diario. Queremos verificar, en principio, si esto es cierto.
– Me acuerdo, no soy mal fisonomista. Este hombre se parece… al de la (EN VOZ MUY
BAJA): intldog astfh emation…
– ¡¿Cómo!?- preguntaron varios a la vez.
– …el de la intoxicación estomacal, incluso vómitos…
– Sí, en efecto -dice el jefe- ése resulta el rasgo distintivo de la historia.
– Fue muy extraño, dimos muchas vueltas -murmuró Albert.
– ¿Cómo pudo recordar el episodio tan rápido?
– Imposible olvidarlo, nevó en New Orleans y el episodio con este Avidson (me entero de
su nombre) fue tan cómico y tan trágico.
– ¿Cómico? ¿Podría contárnoslo?
-Bueno, puedo tratar. Aunque (parece despertar de un sueño)… ¿ustedes no saben qué
pasó? ¿El hombre no les contó?
– Es muy importante escuchar su versión antes de contrastarla con la de él, Sr. Banchank.
– O sea que no se murió… ¡Ja! ¿Y qué pudo hacer ese pobre hombre esa noche? Estaba…
acabado.
– Cuéntenos…
– Fue un… a ver…
– …sábado en la madrugada -se apuró a decir Jackie, un asistente con buena perspectiva de
jefe de zona.
– Recuerdo un frío insoportable, menos de 20 [Fahrenheit, alrededor de -6 grados
centígrados]. Iba yo por la avenida Carrolton, la empresa de taxis se llama “Carrolton”, que
raro ¿no? Conocía a Bill, entonces pequeño accionista, quien me cedía taxis. Como era
novato, debía atenerme a las horas más incómodas, casi siempre nocturnas.
Se recuesta de la silla, disfrutando el recuerdo:
– Esa noche creo que escuchaba una emisora de radio, mezclada con mi CB, que esputaba
sin cesar órdenes y diálogos entre Bill y las decenas de taxistas que cruzábamos la ciudad.
Franjas de hielo bordeaban las aceras y las mansiones exhibían decoraciones navideñas.
“Siempre lo mismo, usted sabe: los burdeles de la calle Decatur; la zona del Hyatt o el
Lakefront. Algún “preppie” cerca de Tulane. El caso es que iba por ese túnel de árboles
cuando me informaron que alguien solicitaba un taxi en Audubon Place, uno de los lugares
más exclusivos de la ciudad.
” ‘Propina’ era la palabra mágica en esas llamadas. Al torcer el codo de sur a este, entré en
la calle Saint Charles… seguí hasta cruzar hacia Audobon Place, cerca del parque del
mismo nombre. El guardia me dejó pasar… anotó la placa.
“Audubon Place es lugar de gente rica. Me dirigí a la dirección y contemplé una enorme
mansión de piedra que me gustaba ver desde las afueras de la urbanización. El hombre
estaba allí, estático. Creo que fumaba. Se montó, con un paquete o algo similar.
“Me dio una dirección ¿un hotel de mala muerte o un bar? creo que fue un hotel. ¡Ah sí! De
allí sacó sus cosas. El contraste me perturbó, pero decidí no hacerle caso. Me dijo que había
comido algo que le cayó muy mal y pronto lo empecé a ver decaído. Pobre hombre.
Recuerdo su grito para que me detuviera. Abrió la puerta y vomitó.
– ¿Poco o mucho?
– Levemente, tosiendo repetidas veces… Acostumbrado a estos menesteres, le di agua de
una cantimplora que llevaba en la guantera. La tomó con desesperación, temblando.
-le dije. Lo voy a llevar a un hospital…
Ríe profusamente:
– Siempre me he acordado de él, pero no sabía cómo se llamaba y que lo estaban buscando
o algo por el estilo…
– ¿Usted ofreció llevarlo a un hospital?
– “No, no lo haga”, me dijo, “ya estoy bien, sólo necesitaba vomitar, ya estoy mejor…”
“Y me dio otra dirección. Me pidió que me bajara con él… era un callejón oscuro. Me
compadecí y lo acompañé. Caminaba en ligero zigzag, como bajo una embriaguez
controlada. Lo esperé frente a un caserón y, por un rato, pensé que se había escabullido. Al
voltear estaba allí, casi desmayado en la acera, vomitando la bilis.
“Esta escena, tan prosaica, no ocurrió una sino varias veces. El hombre, sobrecogido por la
vergüenza, quería adentrarse en los lugares más oscuros y solitarios para descargar su
estómago. Claro que me pareció un poco loco, pero me dio lástima y lo acompañaba.”
– ¿Recuerda alguna situación específica?
– El Parque Audubon, a ver, sí, el bosque, tan tupido, esos montoncitos de nieve que
quedan en los lugares donde una nevada es una fiesta. Era una noche clara, pero allí se veía
más por las luces laterales y artificiales de los postes. El individuo salió disparado.
Hablaba, más para sí, expulsando gruesos vahos de vapor; se pedía perdón, parecía no
poder resistir esa situación de ridículo. Patinaba con el hielo disperso. Y le daba mucha
pena conmigo, estaba terriblemente avergonzado. En ese lugar lloró, pero no entendí sus
palabras. Devolvió y lo dejé solo. Le di la espalda.
“Sentí, no sé, que ese hombre estaba viviendo un tormento indescriptible, un amor roto, la
muerte de alguien, lo sentí solo y desvalido, muy en el filo, usted sabe, habría tenido que
tomar tanto…
“Se hizo un repentino silencio. Volteé y no estaba. El chasquido de las hojas lo revelaron,
daba vueltas, concentrándose para recuperarse, caminando con paso marcial, recordándose
una y otra vez que estaba bien y que el malestar era una especie de ilusión. Había mucho de
una religión extraña en ese individuo.
“Yo cerré los ojos y me recosté del tallo de un árbol, estrujándome el entrecejo: ´¿Por qué a
mí? ¿Qué hago aquí congelándome el culo?´ Entonces decidí llevarlo, no a la fuerza, pero
sí persuasivamente a un médico.
“Cuando giré para ubicarlo ya no estaba. Fui hacia el lugar de su incomprensible monólogo
y no había rastros. Preparado para irme al carro y esperarlo allá, sentí unas manos que se
posaron sobre mis hombros. Aquél pobre ser pedía auxilio. Se desplomó frente a mí. Su
ímpetu, a pesar del colapso, era tal que parecía más bien querer cargarme a mí.
“Lo llevé en brazos al taxi, mejor dicho, empujado. Murmuré que quizá era mejor dejarlo
directamente en la estación de bomberos o en la policía. Como no parecía mejorar, por un
segundo pasó por mí el inquietante terror de que ese hombre se muriera en mi carro. ¿No
era negligencia de mi parte?
“Pero cada vez que le hablaba de hospital o policía estallaba de ira, a regañadientes
prometía mejorarse pero en realidad se ponía peor. Nos bajamos en muchos lugares y el
hombre se perdía, para aparecer súbitamente frente a mí, surgido de las sombras. Fue una
locura, algo absurdo. Para el momento ya yo estaba mareado y casi congelado… atontado
por la calefacción del carro, por la modorra de esa madrugada sin sentido.
“En una de las paradas lo vi a lo lejos, en la oscuridad. Caminaba con extrema lentitud,
pero se esforzaba en ir más rápido. Al acercarme me di cuenta que cargaba una barra de
hierro muy pesada, la cual le hice soltar. Me pareció que el pobre estaba saliendo de sus
cabales.
“Especulé, malévolamente, que este hombre huía de la ley o algo por el estilo, porque
rehusaba los lugares muy iluminados o concurridos. O quizá flirteaba con el abismo, era un
suicida y yo un guardián no invitado, que una y otra vez lo ayudaría a no morir. ¿Cómo me
dijo que se llamaba?”
– Herbert Avidson.
Prosigue Banchank:
“Vaya periplo que hicimos: de Saint Charles a Decatur St., pasando por la Plaza Jackson.
Nos dirigimos, también, al Lakefront pero -según él- estaba muy concurrido. Volvimos al
Garden District, nos detuvimos en las veredas del Parque Audubon. Bajamos por Napoleon
St. e hicimos una parada en Tipitina´s, donde esa noche estaba, nada más y nada menos,
que Johnny Lee Hooker, un blusista de la calle. Lo que pasó allí fue desastroso con ese
pasajero: se retorcía, corría al baño, salía con un aspecto patético y mortecino.
“Terminamos en una vereda del río, a lo largo de Magazine St. Allí ocurrió lo terrible, por
lo cual jamás olvidaré ese pobre ser, varias horas después de haberlo recogido. Me alejé del
carro para orinar, había luna creciente. Al regresar aquel hombre tenía un cuchillo en la
mano en franca actitud de quitarse la vida.
“Me lancé sobre él para detener tal acto, pero estaba tan débil que no hubiera podido
hundirse la hoja en lugar alguno. Traté de someterlo, para llevarlo a un doctor a la fuerza, y
entonces sacó una energía contenida, forcejeamos, logró derribarme al piso del auto, se
escabulló y huyó para siempre.
“Recuerdo ese rostro feroz pero debilitado, poblado de pedacitos de vómito seco. Quiso
pelear conmigo por escasos segundos, pero al constatar que era pérdida segura, haló con
inesperada fuerzas su bolso, se fundió en la noche y no lo vi más.
“Dejó en el asiento, atado por una liga, suficiente dinero para pensar en una generosa
propina. Aunque fue trágico no puedo dejar de reírme ante la imagen de un hombre
vapuleado, que decía: ‘Estoy bien, estoy perfecto, ya me curé’ y ¡búa! vomitaba las
entrañas por la ventana.”
– ¿Es todo?
– Una vez soñé con el son of the gun.
– ¿Sí? ¿Qué soñó?
– El hombre estaba vestido de gris y me decía, varias veces: “Algún día el sirviente será
rey”. Por supuesto que jamás he tratado de explicarme estas palabras sin sentido. Pero, no
sé porqué, me inquietaron.
– ¿Hablaron mucho?
– Supongo que sí, todo taxista tiene algo de sicólogo. En realidad no recuerdo esa conversa.
¿Usted cree que ése fue el único loco que me conseguí? Ahora dígame, porqué es tan
importante este episodio que yo recuerdo con cariño pero que siento como una anécdota sin
mayor importancia…
– ¿Ha oído usted hablar de “El Pasajero”?
– ¿El Pasajero? ¿Una serie de TV?
– Le refresco un poco la memoria.
Acto seguido activa un aparato de video que contiene un fragmento del noticiero CNN.
Dice la narradora:
– La policía de San Diego se mantiene hermética ante la información extraoficial llegada
hace unos minutos sobre la supuesta captura del célebre asesino en serie “El Pasajero”. Dan
Frigger, jefe del FBI en California, informó que el sospechoso -cuyo nombre no ha sido
revelado- es sometido a intensos interrogatorios y que un equipo especializado revisa su
casa para recolectar evidencia. Como el Unabomber, que fue investigado y perseguido
durante 19 años, el Pasajero ha frustrado a investigadores federales por más de 25 años y
tiene el dudoso honor de estar en la Enciclopedia Guiness como el “Hombre más buscado
por mayor período de tiempo continuo (12 años)”.
Corte de edición casera. Abrupto. Prosigue un clip reporteril, con diversas imágenes y voz
en off del reportero:
[Mostrando la última versión del famoso retrato hablado]: Con un trabajo circunscrito al sur
de los Estados Unidos, entre Florida y California, el asesino en serie “El Pasajero” ha
desconcertado a las autoridades y también al gran público norteamericano por casi treinta
años. Considerado como uno de los más sanguinarios asesinos, la policía ha logrado
construir un perfil sicológico más preciso pero no ha podido ponerse sobre las pistas
correctas. Otros, como el doctor Calvin Woodrow, jefe de la Unidad de Siquiatria del FBI,
no son tan optimistas:
[Declaración]: “Excepto una inteligencia fuera de lo común y una especie de obsesión
seudo religiosa, es poco lo que podemos decir de la mente de este individuo. Mi teoría es
que sus cartas están llenas de trampas. Recuérdese lo que pasó en los setenta…”
Reportero: En los años setenta, el FBI y la prensa se apresuraron a etiquetar al Pasajero
como un simple loco y a pronosticar su pronta captura. Diez años después ya los
especialistas estaban convencidos que el hombre había construido, deliberadamente, un
falso perfil de sí mismo. Su locura era el disfraz de otra, no menos terrible, pero sí menos
descifrable…
[Otro corte.]
Reportero: ¿Qué aspecto tiene el Pasajero?
M. J., detective: Es blanco, fornido, debe tener casi sesenta años actualmente. Hombre
culto, de comportamiento social refinado. (RÍE). Bueno, ese nos deja con quince millones
de individuos.
[Fotografía de víctimas; videos de cuerpos encontrados]: La ola de crímenes de este asesino
comenzó en 1971 y se ha extendido hasta 1987, fecha de su último asesinato conocido.
Desde siempre mantuvo una intensa correspondencia con la policía, mucha de la cual ha
sido estudiada por los especialistas. Su carrera homicida se desarrolló en las interestatales,
en las carreteras de campo, en las líneas de tren. Sus víctimas son preferentemente
camioneros, taxistas, choferes y conductores en general. Se le atribuyen al menos 35
asesinatos, en los cuales desfiguraba salvajemente a sus víctimas, haciendo lo que él
llamaba una “escultura humana”, un macabro arte corporal. Se sospecha, sin embargo, que
la lista de víctimas desconocidas es mucho mayor.
Fin del video. Albert mira las fotos y las suelta instintivamente. Comienza a compararlas
con el recuerdo. Está anonadado. Dice al agente:
– Estuve con El Pasajero aquella noche…
– Nada más y nada menos que con Herbert Avidson, el hombre más buscado del país, un
hombre de una locura, de una crueldad y de una peligrosidad indecible, pero de inteligencia
superior, sabe, para poder burlar a la policía por tanto tiempo. El caso es que, gracias a la
casualidad más inesperada, se le descubre ahora, casi septuagenario, con un diario detallado
de cada uno de sus crímenes.
– ¿Sí?
– Sí. La prensa sería capaz de matar por esta obra maestra del crimen. La seguridad que
estamos aplicando es máxima. Queremos verificar todo lo dicho en ese diario antes de
hacerlo público y, sobre todo, estudiarlo con equipos muy especializados de sicólogos y
expertos en conducta humana.
– ¿Tanta importancia tiene?
– Sí, porque éste en particular expresa uno de los altos niveles de astucia que hemos
encontrado. Pocas veces la policía se mantuvo tan ignorante acerca de unos asesinatos tan
aparatosos. Además, hay una ola de admiración por estas lacras, que propicia imitaciones o
emulaciones y queremos tratar ese asunto también. Como le dije, tenemos que verificar los
hechos.
– ¿Tendré que identificarlo en persona?
– Realmente no… Herbert Avidson confesó ser El Pasajero, es más, nunca lo negó.
Abre, un tanto ritualmente, la gaveta de su escritorio. Saca un sobre que contiene fotocopias
de la transcripción del diario, junto a algunos facsímiles del mismo.
– El hombre narra todos y cada uno de sus crímenes, con lujo de detalles y una prosa nada
mala. Es usted, junto a Desiree Stanton en Lake Charles y un anciano, Malcom Balder en
Phoenix, Arizona, el único que acepta que no pudo matar aunque lo quiso y lo intentó.
Ambos testigos ya han muerto, uno de viejo y la otra de un infarto, no se asuste, usted es el
único que nos puede arrojar luz sobre la validez de este relato para poder calibrar la
confiabilidad de esta bitácora del infierno.
Acto seguido, exaltado por una curiosidad sobrehumana, Albert toma los papeles y los
hojea aleatoria y nerviosamente.
– Póngase cómodo ¿café?
– Gracias.
Fija su vista, primero en los facsímiles del diario manuscrito. Aunque la imagen no es
precisa, muestra claramente una letra consistente, cursiva, con pocos tachones pero sí
algunas notas laterales. Albert saca los lentes y comienza a leer, borrada de su rostro la
sonrisa inicial:
…………………………….
“02/10/73
12:15 a 4:00 am.
 
Albert…
Taxis Carrolton, #25
Nueva Orleans, LA
El método había sido exitoso desde Panama City. Llamar de un público a la empresa de
taxis, en un lugar glamoroso pero oscuro, dar el teléfono del público y esperar. Fumaba
entonces, de modo que consumí un cigarrillo mientras esperaba.
Audubon Place tiene esa extraña combinación de bulevar hollywoodense con aristocrática
calle inglesa. Estaba nervioso porque demoraba. Cuando ví las luces y el pequeño letrero de
taxi, me invadió la usual excitación sexual: una noche entera de faena, de acto creativo
sumergido en la oscuridad.
Me preocupaba sobremanera el aliento. En realidad, mi afición al alcohol era reciente en el
viaje nocturno. La sensación dionisíaca, el mareo impetuoso, la desinhibición mayor: todo
invitaba a pensar que Baco sería mi secuaz de muerte. Pero el aliento a alcohol me
asqueaba y avergonzaba.
Era yo, pues, un ángel de la noche, un vampiro-escultor sediento de sangre pero también
del lienzo mismo, un consumador de Del asesinato considerado como una de las Bellas
Artes. Cómo decirlo, una especie de diablillo seducido por la luz del arte, un escándalo en
el cielo y en el infierno por igual.
Esa lucha ¡el horror! se reproducía en mi estómago desde hacía varios minutos. Mi espina
era sacudida por corrientazos cada vez más continuos.
La comida y la bebida se entremezclaban en mí como lava sobre agua de mar. Retorcijones
que anunciaban un posible saboteo de mi fiesta. Después de hacer la llamada me sentí
mejor, ya mi rescate venía en camino. Era vital que el nombre dado a la compañía de taxis
fuese una recomposición del mío. Así manejaba mis seudónimos artísticos.
En vez de nome de plumme, yo tenía nome de marteau. En once veces que hice tal cosa,
siempre mi nombre pudo haberse encontrado con un trabajo más malicioso de
investigación. Cualquier detective televisivo lo habría resuelto en medio capítulo.
Pero volvamos al taxi que inundaba de luz el recinto de árboles y muros donde me hallaba.
Tengo por costumbre dejarme ver bien por los beneficiarios de mi arte, de modo que me
encantó ser iluminado, como si en una obra teatral apareciera de entre las sombras el
personaje más misterioso: el pasajero Picasso.
En pleno proceso de mariposas en el estómago, boté el cigarrillo, porque jamás entro
fumando a vehículo alguno. Abrí la puerta y se desató la primera señal de mi caída
estomacal e intestinal.
Vestía sobretodo y una ropa de algodón, muy mal planchada, por cierto. Los días de mal
vestir, para mí, son en compensación jornadas de orden y concierto.
Soy bastante inmune al frío, mi calor interno es tal que no puede lacerarme ni el más
despiadado viento del norte. Pero en ese momento el temblor en el estómago me hizo
momentáneamente vulnerable a la gélida brisa. De hecho, producía rayos de frío,
exacerbados con el templado exterior.
Por eso deseé entrar en ese taxi, para compartir su calefacción. Así mi pesado maletín de
médico y me puse en posición, no hubo llamada de confirmación. Al conductor le extrañó
que estuviese afuera.
– ¿Mr. Daffy?
– Sí.
– Móntese.
Así hice, en el asiento trasero. A diferencia de Nueva York, donde las había visto, en New
Orleans no habían esas rejillas de separación entre el chofer y su cliente. Mi cuerpo se
sumergía en una marejada de escalofríos.
Al cerrar la puerta y arrancar, recuperé el bienestar. Miré los robles y abedules impregnados
del perfume de la magnolia, las luces de navidad que alegraban las fachadas de casas y
edificios. En invierno prevalecía un olor a leña ya hecha humo. El taxi llevaba calefacción,
pero el aroma penetraba y se disfrutaba en toda su tibieza.
– ¿Qué le pasa, señor?
– Me siento mal, he abusado del Gumbo y de los mariscos y del bourbon. Pero estaré
mejor…
– Espero…
– ¿Cómo se llama, amigo?
– Albert…
– Lléveme hacia el French Quarter.
“Sí -pensé- llévame hacia mi orgía nocturna de piel y sangre. Llévame a tu propio
holocausto.”
Porque gustaba pensar que yo corregía con furia las deficiencias que la naturaleza añade -o
le niega- a la gente. Quedó grabada en mí una frase de la película El Mago de Igmar
Bergman, donde un moribundo borracho dice que ama el cuchillo, “una hoja filosa para
cortar las deficiencias”.
De modo que yo los lijaba, los recomponía como Picasso hasta lograr las formas que la
desquiciada Natura perdía. Lejos de ese superficial mote (El Pasajero, The Passenger), debí
haber sido llamado El Escultor o, más audazmente, el “Rehacedor” (The Remaker) o
incluso Picasso o NeoPicasso, uno que hacía cubismo anatómico.
Lamento profundamente no haber enviado esa carta al Houston Chronicle en 1971, habría
cimentado mi leyenda desde hace buen tiempo y dádome un nombre que sólo después de
mucha hermenéutica la prensa especializada ha dibujado.
Mi última víctima antes del taxista sin nombre es un ejemplo perfecto de esta evolución que
daba mi carrera: un gran deseo de ser leído en mi trabajo, un esfuerzo honesto por
revelarme en mi inevitable destino de hombre escondido. Bernard Cox (extraño nombre),
era un miserable.
Su vida estaba entregada a la más abyecta ruindad: en los bares, escapando un Vietnam que
sus hermanos no eludieron, borracho con cerveza, como un niño. Jugaba mal pool ¡ay, no!
había que destrozarlo. Un animal.
Quien crea que pretendo justificar mi acto se equivoca: yo sé quien soy. Lo sentencié y
murió. Punto. Algún día la vida me sentenciará, pero igual será el mismo castigo que le
otorga al más piadoso. Por eso sentencié a Bernie. Porque era un asno y no comprendía
estas cosas.
Recuerdo la nota que envié a la policía (nunca fue publicada, al menos correctamente):
“Me bastó una hora para saber que era un malnacido. Si fuera ustedes me descubriría, en
uno o dos meses. Yo debería ayudarlos con otros asesinos. Soy el más grande y no me
simpatiza la competencia. Quiero el monopolio del anatema. Quiero posicionarme como el
artista del asesinato.”
 
Le di, muy secamente, un leñazo en la parte posterior del cráneo. No murió; quedó
agonizante en el asiento, embebiéndolo de sangre. Yo, temblando de la excitación, tomé mi
alicate y un bisturí para formar la primera imagen cubista. Labios distribuidos, frentes
surcadas, orejas en el centro de la cara.
Con los ojos no jugué sino mucho tiempo después, hacia principios de los ochenta, como
doy fe. Mi obra es un perpetuo y, yo diría, enfermizo deseo de que la gente entienda qué
quiero decir, aun cuando no sepan quién soy. He sido y soy, un mensaje sin emisor.
Ya de Bernie hablo profusamente en su capítulo respectivo. Lo traigo a colación porque
sentí esa “sensación tipo Bernie” con este taxista miserable.
Mi sensibilidad era tan grande para entonces… que nadie me creería, jamás, la
circunstancia insólita de que no soy malo. Mi discurso es riguroso para probar que no soy
un loco, pero incluso eso se dudará cuando diga que mi problema es que he sido demasiado
bondadoso. Amo demasiado.
La bondad de mis actos era un deseo de convivencia con la materia prima de mi trabajo.
Los necesitaba vivos para poder inmortalizarlos. Eso intenté decirlo al Chronicle, pero
nada, caso omiso. “Loco, insano, monstruo”. Volvamos al taxista.
No sé porqué, pero el Albert me irritó. Al principio su distancia me gustó, su porte lejano,
pero cuando empezó a congeniar con esas estúpidas frases hechas, mi sangre empezó a
hervir. Saqué la pequeña botella para absorber el escocés con frenesí, pero las náuseas me
obligaron a esconderla en el bolsillo. Mi maletín pesaba cuatro kilos.
Mi intuición, para entonces, se había aguzado. Por eso me siento un vampiro, porque
percibo cosas. Por ejemplo, capté claramente que aquel ingenuo me creía un desvalido y no
sospechaba que al recuperar yo mis fuerzas lo suaría como insumo estético. La trayectoria
de allí en adelante fue conflictiva: un penoso malestar creciente, una puntada muy aguda,
como un sable que atravesaba mis intestinos, comenzaba a penetrar, soltando alrededor
escalofríos que me hacían temblar. ¡Qué desastre!
Pensé que la brisa del Lago Pontchartrain me calmaría y que, en todo caso, su largo bulevar
me ofrecería el sosiego para darle a mi cuerpo un estado neutro y luego desatar mi
crescendo y para transformar a ese otro Bernie en un arreglo floral.
Pero frente a esa gran masa oscura de agua, frente al vaivén de una pupila lunar amplia y
tétrica, mi cuerpo se estremeció. El mareo era insoportable, resultaba impensable salir y
vomitar en público. Las parejas pasaban y yo, allí adentro, paralizado por el escalofrío.
Me preguntaba, no obstante, qué horrorosa justicia aplicaría a tan insigne John Doe que me
conducía. A ratos ¿se podría decir? incluso lo sentía agradable, poco dado a hacer
preguntas, práctico como todo hombre de esta nación… Su manejar era suave y eso más mi
expectativa de trabajo hacían que me recuperara lentamente.
Puras ilusiones, sin embargo. A medida que nos desplazamos por esas galerías vegetales, el
Gumbo en mi estómago hacía estragos. Detuve el auto dos veces para vomitar. Ese acto
repulsivo de “devolver” al mundo lo que nos ha dado, de forma tan escatológica… me
hacía vomitar más. Y mientras más devolvía, quedando por segundos asfixiado, tosiendo
como un tísico, más deseaba volcar mi furia contra el chofer.
En el llamado Garden District le pedí detenernos en el amplio Parque Audubon, que se veía
brilloso bajo la luna. Allí decidí acabar con todo. Nos bajamos y comencé a deambular. Me
hablaba, o trataba de hablarme, para recuperar la compostura, para saber que vivía y que mi
misión requería fuerzas más allá de la falibilidad humana.
Desde entonces poco recuerdo, excepto el deseo punzante de matar. Sólo eso me
estabilizaba ¡así sería el temblor… el temor y temblor de Kierkegaard, el que sintió
Abraham al disponerse a sacrificar a Isaac! ¿Qué es Abraham, un héroe o un asesino? Yo
respondo: uno como yo, pero ingenuo.
Entonces colapsé y aquel chofer llamado Albert me llevó cargado al taxi. Otra vez camino a
ninguna parte, le ordené a mi conductor que se detuviera. Vi algunos claros en el camino,
ideales para salir o minimizar mi infierno. Varias veces me resbalé en la escarcha sobre las
calles. Sudaba frío, incluso llegué a temer por mi vida. Al detenernos salí aparentando
normalidad, dejé el maletín. Me adentré en la oscuridad de un largo callejón, deseando que
me siguiera para aplastarle alguna piedra en la cabeza, llenar su boca de trapos y buscar mi
preciosa caja de herramientas estéticas.
Localicé una barra de hierro, oxidada, pero imponente. Lo esperé detrás de una vuelta de
esquina, el infeliz sureño me buscaba con una generosidad que no comprendía. En ese
momento pensé que la noche recobraría su gloria. Apreté la barra, sentí sus pasos y, al alzar
mis brazos, una descarga eléctrica exaltó mis nervios y en mis adentros sentí la erupción de
un volcán.
En ese momento sólo pude salir patéticamente con la barra en la mano, buscando fuerzas
para activarla. Fue penoso. Me retorcí del dolor, el frío comenzó seriamente a
entumecerme.
Al despertar de ese colapso estaba en el auto, otra vez. Mi mareo vomitivo flirteaba con la
vigilia, o con el esfuerzo de la vigilia, ante el miedo extremo a que este hijo de vecino me
llevara a un hospital o peor, a la policía. No tanto por mí sino, obviamente, por mi maletín.
Pensé nebulosamente que podría simplemente bajarme pero en pocos minutos la orden
“¡detén el vehículo!” era para una devolución… Estaba a merced de una gravedad infalible:
el peso del cuerpo cuando se desploma ¿sería un mensaje, una metáfora para mi arte?
Al menos, fue la última vez que usé ése maletín y lo sustituí por herramientas que escondía
en mi ropa y morral. Albert, un poco confuso él mismo, se detuvo frente a un local de jazz
y, no sé por qué vesánica circunstancia, lo convidé a bajarnos.
El ambiente era ruidoso, humeante y el olor a cerveza y escocés barato terminaron por
alborotar mis náuseas. Mi taxista, obstinado -supongo- me siguió, tomóme por un brazo y
quiso sacarme a la fuerza. Claro, el muy imbécil no notó que mi maletín yacía en el suelo y
que lo dejábamos atrás.
Entonces me abalancé sobre él con la poca fuerza que tenía. Intenté impulsiva y
divagatóriamente ahorcarlo. Logré, al menos, conectarle un buen golpe a la cara y derramar
un vaso de maloliente cerveza que había comprado. El hombre, mil veces más fuerte que yo
en ese instante, me sacudió contra la pared y me sacó de ese lugar con violencia, no sin
antes arrastrar el maletín consigo. Yo pensé: “Sí, Jesús, carga tu propia cruz”.
En el carro:
– Ahora sí lo llevo a un hospital, usted está mal…
– No, esta vez, le prometo Albert, me recupero, sólo deme un paseo y disculpe por el golpe,
estoy un poco abrumado y no sabía que era usted -eso lo dije fingiendo ser un humano
cualquiera.
Luego, más humano aún:
– Tendrá la propina de su vida, pero por favor déjese de tonterías. Lléveme a un sitio cerca
del río, permítame tomar aire y luego déjeme botado en una dirección que le daré. Perdone
todas las molestias.
A esas alturas estaba impregnado de vómito, cansado pero con reservas… el maletín seguía
allí, afortunadamente. Decidí dar el finiquito en la rivera del Mississippi. Incluso imaginé la
obra final, no un cubo, sino un hipercubo carnal. Llegamos una parte solitaria y marginal de
la calle Magazine, con casas de madera cruzadas por vías férreas.
Nos detuvimos en un banco de césped que, al cruzarse, conducía a un trecho incólume del
gran Mississippi. El hombre salió muy rápido, a orinar, supongo. Yo acumulaba fuerzas,
me resultaba insoportable perder el tiempo de esa manera y sobre todo la última
oportunidad real de divertirme aquella noche. Abrí mi maletín y saqué un puñal, muy
efectivo en el pasado y participante en el festín de Bernie.
Lo empuñé y ya todo terminó. Tenía la puerta abierta y Albert se acercaba. Ese hombre
ahora era un monstruo para mí. A todas estas nunca entendí cómo no se daba cuenta.
Forcejeó para quitarme el cuchillo. Yo tomé una decisión, triste, pero ya incambiable.
Como artista he de aceptar el fracaso cuando se presenta. Éste era un bloque de mármol que
rehusaba ser cincelado, un lienzo impintable. Mi único consuelo era el futuro, la
oportunidad de volver y liquidarlo. Ya sabía dónde trabajaba, encontrarlo no sería difícil.
Le dije que me llevara a un hospital. Cuando giró para abordar el carro, abrí la puerta, así el
maletín y emprendí una loca carrera hacia la oscuridad. Mi terror consistía en que me
persiguiera, cosa que nunca supe si ocurrió. Mi miedo aumentaba, desbocado
frenéticamente a través de las altas hierbas ribereñas… sentía que pronto sucumbiría y
caería desmayado. ¿Qué pasa si me consigue y lleva al hospital? ¿O si me quita la vida?
¿Me deshago del maletín?
En efecto, me desboqué inconsciente a una vereda del río y allí dormí hasta el día siguiente,
cuando me recuperé y pude llegar de alguna forma a la desvencijada habitación. No puedo
negar que tuve terribles pesadillas: aquel taxista era, para mí, como yo he sido para mis
víctimas.
Dejé a Albert para después, esa tarde me fui en un Greyhound hacia Missouri, donde
resurgiría mi gloria con el caso de Bertha Lowenstein, la primera fémina que descosí.
Registré mucho y nunca encontré un paquete de billetes que tenía en el bolsillo. Bueno,
propina para engordar un bloque de mármol carnal…”
(Fin del texto).
…………………………….
El escrito parece seguir, pero la copia fotostática llega hasta ahí. Albert cierra los folios.
– Aunque lo que pensó no lo sé, su recuento del viaje y sus peripecias es exacto.
Aunque al terminar de leer conversa mucho con los policías y éstos toman abundantes
notas, el regreso a casa, en el asiento trasero del auto, es particularmente silencioso.
– Algún día el sirviente será rey… -piensa una y otra vez.
Mira a lo lejos surgir su casa entre los árboles. Comienza a despedirse de los policías, a
intercambiar tarjetas. Está desesperado de llegar y contárselo todo a Audrey.
Eso le hará ver a ella que en la vida de Albert, alguna vez, por fin y verdaderamente, había
pasado algo.
Del libro: Encuentros en el vórtice (Editorial Amarante, 2012)

Diez gotas, de María Paula Russa Pérez

obtuvo el primer lugar del XII Premio de Cuento Policlínica Metropolitana para


Jóvenes Autores.

comunista. Ya había pasado las noches en Cuyagua y en Playa Pantaleta con media botella
de anís y con cualquier bobita que se prendara de mis discursos diletantes de
Argentino wanna be.
Sabía que tenía buen porte. Alto, blanco, de rulos rubios y barba medio rojiza. Par de
tatuajes en la espalda que, aunque creía saber qué significaban, no estaba del todo seguro.
Nunca dejé que las marcas que el acné de la pubertad me dejó, me hicieran sentir menos.
Yo sabía que era bien parecido y que los Ray Ban de aviador eran ese toque que ocultaba
cualquier imperfección.
Usaba palabras como “auto” en vez de “carro”, “laburo” en vez de “trabajo”, “guita” en vez
de “plata” y nadie me corregía. Todos me celebraban mi forma encantadora de hablar y se
sentían seducidos por el mismo cuento de siempre: aunque no nací en Buenos Aires, me
siento porteño porque papá lo es. Además hice un curso de mercadeo tres meses por allá.
Eso cuenta.
La verdad es que el curso no me sirvió de nada, pero le hice suponer a mucha gente que con
ese certificado sabía más que un Doctor en Física Cuántica de la Universidad de Oxford…
Y me creían. Qué curioso.
Nunca supe mi verdadera vocación. Nunca supe qué me gustaba hacer, ni para qué era
bueno. Siempre me la pasaba con malas juntas, fumando marihuana y cigarros.  Detrás de
faldas sin cerebro que me hacían sufrir. Cómo me encantaba sufrir. Llorar por las esquinas
amores que nunca tuve.
Me entusiasmaban los proyectos absurdos. El que más me gustó fue el de sembrar cannabis
en Mérida. Compré las palas, el pasaje en autobús, reuní para la posada. Aprendí un poco
de botánica, de geología, de meteorología. Para eso sí estudié.
Y mientras yo andaba en nada, papá luchaba contra dos accidentes cardiovasculares y un
cáncer de páncreas. Nadie nunca me ocultó nada. Mamá me lo explicaba todo y aunque yo
no alcanzaba a entender con exactitud, la abrazaba, le daba un beso en la frente y salía de
casa muy triste a buscar cualquier otra distracción o algún problema nuevo. Algo tenía que
ponerme a hacer. Algo que no fuera ocuparme de ellos.
El insomnio siempre fue mi compañero de todas las noches. Tomaba café sin parar, para no
dormir. Los hombres interesantes como yo, debíamos permanecer sin descanso.
Yo no creía en fantasmas, pero una noche pensé que había visto uno. Era papá que
deambulaba de un lado a otro. “Estoy amarisho” me dijo. Mamá se había ido a casa de mi
hermana a cuidar a Sebas, mi sobrino. Estábamos solos.
Me tocó ponerle un pantalón y un suéter, subirlo a la camioneta y arrancar para la clínica.
“Le queda poco. Llévalo a casa” fueron las palabras del doctor. Y así nos devolvimos.
“Algo debe quedar por hacer” pensé. De pronto recordé todo lo que había leído acerca de la
marihuana y sus propiedades medicinales. Que estaba comprobado que tenía efectos
favorables en pacientes terminales. No cura el cáncer, pero adormece los dolores o los
pensamientos.
Papá no aceptaría fumarla, aunque sabía que yo me gastaba la quincena comprándole a mis
“amigos” de la cuadra. Tenía que encontrar la manera de suministrársela sin que supiera.
Por fin el café y el insomnio tenían utilidad. Pasé tres madrugadas leyendo, buscando a
quién contactar, averiguando qué tratamientos alternativos e ilegales pudieran ayudar. Al
fin había encontrado una distracción provechosa. A nadie le he dicho, pero todavía no sé
qué me embriagaba más, si la idea de salvar a mi padre o el hecho de que el motivo de su
mejora fuera gracias a lo que a mi más me gustaba, a eso por lo que siempre había sido
juzgado, criticado, execrado. Todos tendrían que tragarse sus palabras, sus miradas
reprobatorias.
Después de tanto indagar, di con el tipo. Una especie de brujo homeópata, que comprime la
hierba, la pasa por unos procesos químicos y la convierte en un concentrado. Unas gotas,
que suministradas dos veces al día podrían hacer lo que tanto dinero gastado no pudo. No
es que fueran económicas. Tendría que pedir las vacaciones para cobrar el bono y juntar
unos ahorros en verdes, para poder comprarlas y estar con papá para ver cómo
evolucionaba con mi tratamiento.
Llamé al Chino. Un viejo amigo del liceo, que acababa de terminar su postgrado en
medicina interna y le conté. “No sé cómo vaya a reaccionar, pero no está mal que pruebes”,
me dijo.
Cuando tuve la guita me fui en busca de la dirección. Le pedí al Chino que me acompañara.
Yo era un comunista sifrino y con esta cara de extranjero, no me sentía seguro yendo solo.
La casa del brujo era en La Bombilla de Petare, un barrio peligroso y sin ley. Tuvimos que
agarrar el metro, un autobús y un jeep que nos subiera hasta la parte más alta del cerro. Al
bajarnos, caminamos bastante. Subíamos y bajábamos escaleras, buscando el lugar. No nos
llevamos nada. Andábamos sin celular, con los zapatos más viejos que teníamos y con la
guita de las gotas metida en los interiores y las medias. Menos mal el Chino sabía poner
cara de malo. Quién sabe por qué le decíamos Chino, si era más venezolano que la bandera,
no solo por lo moreno sino por lo bien que se sabía mover en empresas de este tipo. El
Chino era el que entraba a las licorerías con el uniforme del colegio y salía con “una” de
ron Superior sin ningún problema, el que se robaba los exámenes y les cambiaba los
nombres, el que le había metido la mano por el sostén a Alejandra en sexto grado. El Chino
era una héroe. Siempre lo había sido.
Una vez en el lugar, una señora nos hizo pasar a lo que ella llamaba la sala. Un espacio
pequeño delimitado por sábanas de distintos motivos, guindadas del techo, que hacían las
veces de paredes. “El doctor Genaro no puede atenderlos, está con un paciente. ¿Tienen la
plata?” nos dijo la mujer. Se la di y a cambio ella me entregó una pequeña botella de vidrio
marrón, tapada con un gotero negro. Era el típico remedio de botica. “Aquí está. Diez gotas
cada doce horas” agregó y nos fuimos. El regreso fue peor y más largo. Ya los malandros
del barrio sabían que dos catiritos del este andaban por sus territorios. “Sí, yo soy catire.
Catire pasado de horno” me dijo el Chino entre dientes. Los bichos esos sabían también que
habíamos estado donde Genaro, por lo que no se metieron con nosotros. Esa era una regla:
a los pacientes del doctor, no. Pero igual nos decían cosas, nos amenazaban, nos pedían que
saliéramos rápido de ahí, que no había plata para la piedra y que nosotros teníamos cara de
billete.
Cuando llegamos a casa, al Chino se le ocurrió una idea “vamos a probar esta vaina a ver.
Cinco gotas cada uno”. Pero para nosotros eso no era suficiente. Teníamos que elevar la
experiencia, así que nos fuimos al barcito que papá tenía en el estudio. Una mesa con
ruedas donde habían varios licores. Para qué tomarnos las gotas con agua, si podíamos
diluirlas en brandy, jerez, coñac. Teníamos que brindar a la salud de mi viejo.
Una, dos, tres, cuatro y cinco gotas en dos vasos cortos. Elegimos whisky. Sin hielo. Y nos
sentamos en los sillones de cuero del estudio a libar como si fuéramos dos intelectuales. O
bueno, eso creíamos nosotros. Empezamos a hablar de puras tonterías: el trasero de Isabel,
el motor de la camioneta, el equipo de sonido de la camioneta, el tubo de escape de la
camioneta. Cuando nos terminamos de tomar el trago, nos dimos cuenta de que nada había
cambiado. No nos sentíamos más ligeros, ni más agudos, ni más felices. “O Genaro me
estafó, o ya nos volvimos masters de la marihuana” le dije al Chino y los dos nos reímos.
No hizo falta decir nada. Yo me levanté de la silla y destapé la botella de whisky otra vez.
El Chino contó cinco gotas más en cada vaso y volvimos a brindar por papá. Nada. Era un
hecho. El típico calor que siente uno en el esófago cuando un trago es seco. Teníamos dos
opciones, seguir contando de cinco en cinco gotas, hasta que sintiéramos la diferencia o
experimentar con el verdadero paciente. Elegimos la obvia. Pero si esto iba a ser una fiesta,
tenía que ser una fiesta de verdad. Había que llamar a un par de nenas bien dispuestas.
Isabel y Mariana estaban en Greenwich, un bar que debe tener en Caracas los mismos años
que tiene la ciudad de fundada. Ese hueco siempre ha estado ahí, con el letrero de neón en
la entrada, las mesas de madera, las paredes de piedra y el mismo disco que, cuando se
termina, vuelve a empezar. Ellas siempre se sentaban al fondo. Allí fue donde las
conocimos. No eran tan bellas, pero la estaban pasando tan bien aquella noche con sus
faldas cortas y sus labios rojos, que buscamos unas sillas y, en medio de tanta gente y tanta
oscuridad, nos presentamos, intercambiamos teléfonos y desde ese día cada vez que había
un plan sospechoso las llamábamos a ver en qué andaban, porque nunca decían que no.
Ellas no eran las niñas de su casa, con zarcillos de perlas, pantalones blancos y suéteres
amarrados al cuello. Tampoco eran de las que iban en la tarde a merendar con las amigas a
hablar de los novios, de los anillos de compromiso, de las vacaciones en Miami. Isabel y
Mariana eran completamente distintas. Eran la versión femenina de nosotros. Nada más
sensual que eso. Dos mujeres fumando Marlboro Rojo, teniendo sexo por diversión y
probando lo que les pusiéramos en frente. Llenamos una carterita con el whisky que
estábamos tomando, agarramos la botella de las gotas y nos fuimos en la camioneta de papá
a encontrarnos con ellas.
Ahí estaban. Donde siempre. Piernas cruzadas y risas estruendosas. En la mesa tenían
varias latas de cerveza ya vacías, shots de tequila que ya se habían tomado y esas mujeres
se veían enteras, como si hubieran pasado el rato a punta de agua. El Chino y yo quisimos
emparejar el nivel de alcohol. Dos whiskeys era chuchería en comparación con lo que
siempre tomábamos. “¡Tequila para los caballeros de esta mesa!” exclamó Mariana y le
hizo al mesonero el típico círculo en el aire con el brazo, indicando la nueva ronda.
Llegaron cuatro cervezas y cuatro tequilas. Y así empezó la noche.
El Chino y yo nos habíamos repartido a Mariana y a Isabel en varias oportunidades. A
veces yo me llevaba a una por ahí y él a la otra. Y a la semana siguiente cambiábamos. Esa
noche me daba igual. Con cualquiera que estuviera dispuesta a irse conmigo a la cama más
cercana, era suficiente.
La botella de las gotas me latía en el bolsillo interno de la chaqueta de jean. Me llamaba
como si estuviera desesperada por salir de ahí. Me quemaba el pecho, como si tuviera un
carbón encendido. Ya era el momento. “Compré algo que todavía no sabemos qué hace
¿quieren?”, dije en voz baja, como si las demás personas pudieran escuchar algo en medio
de tanto ruido. Las muchachas, sin ni siquiera pensarlo, acercaron los pequeños vasos en
los que hace unos minutos estaban hasta el tope de tequila, puse cinco gotas en cada uno y
dos dedos del whisky que me había llevado en la carterita y que se acabó inmediatamente.
A partir de ahí el procedimiento tenía todo un orden: primero el shot de tequila, luego la
cerveza y finalmente las gotas diluidas en lo que fuera: vodka, ron, ginebra, cocuy.
Greenwich estaba repleto de gente y el ambiente estaba como siempre, pero nosotros
teníamos nuestra propia fiesta privada en la mesa del fondo. Las cervezas nada tenían que
envidiarle a la champaña. Isabel y Mariana nada tenían que envidiarle a esas modelos top
que salen en las revistas. El Chino y yo nada teníamos que envidiarle a los novios de esas
modelos.
Las chicas, para variar un poco, empezaron a pedir cosmopolitans, piñas coladas, mojitos, y
nos pedían a nosotros martinis y old fashions que, según ellas, eran los únicos cocteles para
machos. Menos mal y estaba el Chino que ganaba sueldo de doctor con experiencia en la
clínica de su papá, porque no había forma de que yo pagara la mitad de esa cuenta y menos
después de haberme bajado de la mula en La Bombilla.
Mientras el tiempo pasaba, las chicas se iban viendo cada vez más atractivas, más
provocativas. Y yo me iba sintiendo cada vez más liviano, más tranquilo, más alegre. Isa se
me acercó y me dijo en secreto “¿nos vamos?”, le hice una seña al Chino y éste entendió de
inmediato. Con solo mirarlo le dije “tranquilo, yo me la llevo y en dos horas estoy de
vuelta” y él, sin decirme nada, me contestó “dale sin miedo, cualquier vaina agarramos un
taxi”. Qué buen amigo era el Chino.
Salimos del bar abrazados y riendo a carcajadas. Nos metimos en la camioneta y cuando
arranqué, Isa empezó su rutina de siempre “¿te gusta mi short?” y separó las piernas. Eso
era lo que me atraía de ella. Era desinhibida y sin la doble moral que tienen las niñas
reprimidas que estudiaron en un colegio de monjas, pero a la vez se movía con elegancia.
Nada era vulgar y ordinario en ella. No era mi estilo, pero me gustaba. Me gustaba su piel
lisa y blanca, me gustaba su cuello largo, me gustaba que fuera un centímetro más alta que
yo y me gustaba que aunque ya la había visto sin ropa, no me aburriría verla de nuevo.
En la billetera tenía algo de efectivo y la extensión de la tarjeta de crédito de mamá. Con
los billetes me alcanzaría para un hotelucho de mala muerte, pero con la tarjeta podría
llevármela a un lugar más decente. Ella no era exigente, era yo el que no soportaba la
decoración barata, las sábanas curtidas y los afiches pornos de los ochentas. Sabía
exactamente para dónde la iba a llevar.
A un par de calles del bar quedaba un hotel muy viejo. Hace años seguro era el lugar
perfecto para empresarios extranjeros, pero después se convirtió en un sitio de camas para
gente como yo. No tenía cinco estrellas, pero era aceptable. Tenía un estilo parecido a la
locación de aquella película de Kubrick, donde Jack Nicholson perdía la cabeza y quería
matar a su esposa y a su hijo.
El hotel era tenebroso e interesante. Portones de madera, piso de granito, una fuente en la
entrada que no tenía agua y una recepcionista que hablaba poco. “Es la cuarenta y tres” nos
dijo la mujer sin mirarnos a la cara y nos dio el típico llavero de acrílico gigante con el
número de un lado y en el otro un escudo medieval con el nombre del hotel: “El Cid”.
No recuerdo cómo llegamos al cuarto. No sabía si habíamos subido por las escaleras o el
ascensor, ni en qué momento me había quitado los zapatos. Trataba de recobrar los sentidos
para no confundirme de nombre, cuando estuviera preso entre los muslos de Isabel. “Isabel,
Isabel, Isabel”, me repetía en silencio para no equivocarme y daba tumbos por el angosto
pasillo que conectaba la habitación con la pequeña sala, donde una nevera ejecutiva
oxidada, hacía un ronroneo parecido al que hacen los carros cuando les cuesta subir por una
pendiente muy empinada.
Isabel no estaba en la cama, ni en el baño, ni en el sofá ¿dónde estaba? El viento sopló una
sola vez y al mover la cortina del balcón descubrió su silueta completamente desnuda y de
espaldas, mostrándole a la ciudad todo su cuerpo. Era tarde y ya no había nadie en la calle,
pero a ella no le hubiera importado que alguien la viera. No le interesaba ser perfecta, le
interesaba sentirse libre, aunque eso fuera simplemente estar a la intemperie sin ropa.
Entonces recordé a Francesca. La perra aquella que me destrozó en mil pedazos en la
universidad. La única mujer con la que me hubiera gustado casarme y tener hijos. Isabel no
se parecía en nada a ella, pero al verla ahí me provocó vengarme de alguna forma. Quería
herirla, como Francesca había hecho conmigo. Castigarla por ser otra más. Una maldita
más de ese montón, que lo único que quería era un tipo bello y con plata. “Quédate quieto”
me dije y ella volteó al escuchar mi voz e inmediatamente volvió a su posición inicial,
mirando hacia la calle como si nada hubiera pasado. Como si yo no estuviera ahí. Su
indiferencia me atrajo. Sentí que la deseaba. Sentí que la amaba.
Fui caminando hasta el balcón como pude, mientras me bajaba el cierre del pantalón lleno
de expectativas. No había tiempo de llevármela lentamente a la cama, ni de decirle
estupideces al oído. Tenía que ser ahí donde ella estaba. Tenía que ser espontáneo, como
había sido ella en la camioneta, cuando me enseñó el short y las piernas. Presioné mi
cuerpo contra el suyo, le acaricié la espalda y los brazos, pasé mis manos por delante de su
torso y le agarré las tetas. “¿Qué estás haciendo?” me dijo Isabel entre risas burlonas, pero
su voz venía de otro lado. Giré la cabeza y detrás de mí, a unos dos metros de distancia,
estaba ella viéndome extrañada, como asqueada y cínica a la vez. Todavía vestida. Entre
mis dedos sentía el vacío de la nada que estaba abrazando. Mis muslos sentían el frío
concreto del balcón, donde se apoyaban creyendo que era ella.
Isabel con una voz suave me dijo “ven” y extendió su mano. Me apresuré para alcanzarla.
Ella, al verme, empezó a correr por toda la habitación. No era una habitación, era un
apartamento. No era un apartamento era una mansión. No era una mansión. Era un castillo.
Ella comenzó a bajar unas amplias escaleras, corrió hasta llegar a un jardín interno lleno de
flores y ahí dio vueltas como un carrusel, danzó descalza como una musa, rió alegre como
un hada. Se veía hermosa, delicada. Parecía ser ligera como las alas de un colibrí. Tan ágil
que pasaba, rozándome apenas, y seguía correteando como una niña. Yo intenté alcanzarla,
pero era imposible. Se escondió detrás de las puertas, salió por las ventanas, entró en todas
las habitaciones y cuando sentí que la iba a atrapar con las dos manos, como se atrapan los
grillos en la grama, se desvaneció.
El silencio se apoderó del amplio salón donde me abandonó. No había nada a mi alrededor,
solo paredes. Recordé al Chino y a Mariana en Greenwich. ¿Cuánto tiempo había pasado?
Tenía que salir de ahí. “Isabel ¿dónde estás?” grité. Mi voz se devolvió en un eco afilado y
estridente. Caí al piso. No respondió mi cuerpo cuando le pedí que se levantara, no sonó mi
voz cuando le pedí que hablara, no se abrieron mis ojos cuando les pedí que miraran. Yo
sabía que estaba vivo y despierto, pero no podía hacer nada. Nadie me encontraría ahí. Ni
yo mismo sabía donde estaba. De pronto una calma se apoderó de mis pensamientos, dentro
de mis párpados ya no se veían colores y destellos, todo se iba apagando. Hacía tanto
tiempo que no me entregaba así al descanso. Se me había olvidado lo que era la serenidad.
Lo que era no pensar en nada, lo que era renunciar a los tormentos. Sin testigos no tenía que
pretender. Podía ser alguien normal. Alguien que duerme en medio de un salón, en un
castillo desconocido.
De repente un susto. Un golpe. Un chillido. Mis párpados dejaron entrar una delgada línea
de luz muy brillante. Poco a poco pude acostumbrarme al rayo de sol que entraba por la
ventana. Ahí estaba yo, en medio de la habitación cuarenta y tres, con el cierre del pantalón
todavía abajo, solo, con un pequeño río de saliva en la mejilla. La mucama seguía dándome
cachetadas. Logré incorporarme y me senté en el suelo. Todo a mi alrededor era un
desastre. El colchón contra la pared, las lámparas de cerámica rotas, la pantalla del televisor
partida, huellas de sangre en la alfombra. “Señor ¿me escucha?” me repetía la mujer una y
otra vez. Claro que la escuchaba, pero poco me importaban su presencia y sus preguntas.
Busqué en el bolsillo del pantalón y ahí tenía las llaves de la camioneta y el celular. Me
puse los Ray Ban de aviador, aparté a la señora del pasillo y salí de la habitación en calma,
muy lentamente. Atrás se quedó la mujer gritándome.
El ascensor estaba ahí, pero preferí bajar por las escaleras. Caminé largo rato por el
pequeño estacionamiento buscando el auto, hasta que por fin lo encontré. Encendí el motor
y cuando pisé al acelerador me di cuenta de que estaba todavía descalzo y que tenía la
planta de los pies rotas, ensangrentadas. No sentí dolor y arranqué.
En el camino de regreso estaba tranquilo. Bajé los vidrios y recordé lo mucho que odiaba
mamá que lo hiciera. Encendí un cigarro y recordé que mamá también odiaba que fumara
en el auto. Prendí la radio:
 
“Cuando Juanica y Chan Chan
en el mar cernían arena
cómo sacudía el ‘jibe’
a Chan Chan le daba pena”.
 
Me provocó bailar. “Ah, sí es verdad. Tú no sabes bailar.” dije en voz alta viéndome en el
retrovisor y me reí.
Al llegar a casa, estaba mamá sentada en la mesa del comedor frente a una taza de café. Le
di un beso en la cabeza y seguí como si nada. “Se murió” dijo y me detuve sin voltearme a
mirarla. “Estoy esperando al doctor para el acta de defunción. Ya tu tío Alfredo viene”. Fui
a abrazarla pero ella no se dejó. “Tienes los pies rotos. Estás ensuciando la alfombra”.
Como sabía que ya nada se podía hacer, me metí en el baño, cerré la puerta y abrí la llave
del agua caliente de la ducha. Me empecé a desvestir viéndome al espejo. Al dejar caer el
pantalón en el suelo, un ruido sólido me hizo levantarlo nuevamente. Revisé todos los
bolsillos y ahí estaba la botella de las gotas. No le quedaba mucho pero algo había. La puse
sobre el lavamanos y seguí inmóvil, observando mi reflejo, que poco a poco se iba
empañando.

Contra la obesidad, de Federico Vegas

Cuando estrella entró a trabajar con nosotros debe haber pesado más de noventa kilos, pero
era una gordura que iba bien con su personalidad amable, bien asentada, plena de
conocimientos y grandes sorpresas. Bastaba con preguntar: «¿Dónde podrán traducir esto al
italiano?», para que Estrella diera la solución:
–Yo pasé dos años en Milán.
Y los dos años resultaban ser un posgrado sobre Virgilio, un capítulo con suficiente fuerza
y secuelas para explicar una buena parte de su personalidad, y de su peso.
Una vez me rasgué el pantalón con la platina suelta de un carro y, al llegar a la oficina y
preguntar dónde podrían arreglarlo, se abrió un nuevo episodio: Estrella es hija de un sastre
italiano y estuvo a punto de formar parte del negocio, pero el padre no quería expandirse
hacia la ropa para mujeres y ella buscó otro camino. Aún domina el zurcido invisible, un
arte que en Caracas solo conocen Estrella y unas viejas portuguesas que trabajan por San
Bernardino.
Sus experiencias podrían parecer una inconexa sumatoria de pasiones y oficios, pero, al
conocerla bien, se empiezan a entrelazar en un estilo coherente, fascinante. La vitalidad de
esos entrelazamientos, el caudal de información que es capaz de acumular, las
responsabilidades que los demás cargamos en ella, las maravillas que nos aguardan en cada
pregunta que le hacemos, constituyen una tentadora invitación a asociar su gordura con su
capacidad de almacenamiento. Una explicación ciertamente injusta si Estrella no fuera la
primera en aceptarla. En su particular relación con la humanidad, «dar» equivale a
responsabilizarse cada vez con más exigencias, y esta puede ser la causa o la consecuencia
de su obesidad. Es lo que ella cree, y creerlo ha sido su trauma.
Nadie en la oficina se inmiscuyó en su peso, ni ella daba detalles de dietas o se quejaba de
las crueles trampas de su metabolismo. Los comentarios no pasaban de «va al cafetín a
media mañana y dos veces en la tarde», «no debería tomar tanta azúcar con el café»,
aunque todos veíamos cómo iba des- bordando la silla y alejándose del escritorio. Era algo
tan paulatino e integrado a su pericia y generosidad que sobrepasó sin mayor drama los 100
kilos y se sometió a peligrosas liposucciones y a un anillo en el estómago. Pero cuando
rebasó los 130, Estrella sintió que estaba cayendo en el abismo de lo monstruoso y ocurrió
un episodio confuso, como todo intento de suicidio que no termina de definirse. Con ese
trance comenzó a hacerse evidente lo que ya sabíamos y yo pretendía ignorar: Estrella es
tan generosa como indispensable, tan indispensable como frágil. Había que ayudarla.
Mi empeño en enfrentar solo las tareas agradables, como una cómoda estrategia para tener
una visión de la totalidad, depende de su omnívora capacidad de tragar y manejar
dificultades, desagradables rutinas, enfrentamientos internos y externos, las tareas
fundamentales y cotidianas. Al otro extremo del espectro está mi egoísta manera de amar a
Estrella, una pasión que se apoya en su gordura para jurarse imposible y manifestarse solo
como un cariño con cierta lástima, o como una simple preocupación por el bienestar de una
empleada con destrezas de heroína.
Después del episodio que tanto nos asustó a todos, mi socio y yo decidimos buscar un
solución en el exterior. Por supuesto que la propia Estrella se encargó de analizar las ofertas
y encontrar el mejor sitio en el planeta. Sé bien que en la excelencia suelen esconderse los
peores engaños, pero yo estaba desesperado con su estado, lo que me convertía en uno de
esos ilusos que tiene una fe ciega en los oscuros trucos de los especialistas, y la dejé
marchar a la aventura que ella seleccionó entre las opciones de la industria norteamericana
para adelgazar, que es casi de la misma escala de la dedicada a engordarnos.
Los grandes emporios del tabaco alrededor de la ciudad de Raleigh proveen a la
Universidad de Carolina del Norte con fondos inextinguibles para sus programas e
investigaciones. Solo piden a cambio que se excluya de los cuestionarios médicos una sola
pregunta: «¿Usted fuma?». Estrella partió hacia el departamento de «Obesity Control and
Prevention» como si las maletas las llevara debajo del vestido. En las semanas de
preparación, antes de dejar su destino en buenas manos, comió con la feliz gula de quien
jura que todo va a cambiar para siempre.
Durante un mes no tuvimos noticias suyas. Llegué a pensar que el tratamiento consistía en
meter- la en una jaula a punta de caldos de repollo hasta matarla de hambre. Me hacía
mucha falta su apoyo y, gracias a la costumbre de centrarme en su obesidad, me consolaba
pregonando la cantaleta de mi preocupación por su salud.
Justo a las tres semanas llegó el primer reporte en una postal con la foto de un camino entre
grandes árboles de caoba. El mensaje era breve:
¡Soy otra!
A Estrella siempre le han gustado esas frases comprimidas, estimulantes. Las utiliza para
negociar y es aún más concisa para confesar sus sentimientos. Y funcionó, pues yo no hacía
sino pensar en esa «otredad» que podía ir desde una genuina metamorfosis hasta una treta
tan comercial como la gordita que aparecía en el folleto promocional de la clínica diciendo
orgullosa: «Estoy más sana. Ahora puedo comprar ropa en cualquier tienda».
«Soy» y «otra» incluyen tantas posibilidades que no resistí la curiosidad y decidí irme a
Carolina del Norte. Esta vez me armé con una excusa algo más solidaria: «Si Estrella dice
que es bueno es que es excelente, y yo debería quitarme unos quince kilos».
No fui bien recibido. Mi aspecto levantaba sospechas; parecía uno de esos periodistas que
se inscriben en un tratamiento para luego vender a una revista la versión de que todo es un
fraude. Pero contaba con mi buena Estrella, quien ya era un personaje popular en la
institución. Ella misma me advirtió con un «tú no perteneces a este mundo», pero se
encargó de inventar que yo tenía una condición cardíaca y fui aceptado en un programa
para el que no daba la talla ni el peso.
Al día siguiente me evaluaron y pasé al gran salón de los nuevos. La primera terapia
consiste en enfrentar las crudas realidades del cuerpo y nos mandaron a quedarnos en ropa
interior. Habría bastante más de dos mil kilos contemplándose unos a otros, masas de
roscas colgantes que parecían repartirse en porciones iguales, como si los cuerpos al
engordar tendieran a parecerse. El eje de todas las miradas fue mi cintura, indecente por su
insólita falta de verdadera sustancia. Tenía en mi contra el estigma de la normalidad y
aquellos sufridos combatientes contra su voraz apetito pensaron que me daba placer
insultarlos al mostrarles una panza estándar, incluso reciente.
Antes de vestirnos nos tomaron toda clase de medidas y fotografías para las típicas duplas
de «antes» y «después». Luego rezamos oraciones y cantamos himnos encomendando a
Dios nuestro sobrepeso.
Estrella me había recibido, tal como lo hacía todos los lunes, con un resumen de cuáles eran
las bases del tratamiento: «Camaradería y caminatas». Lo de «camaradería» resultó ser
graciosamente literal, porque todos los pacientes terminaban unos en las camas de los otros.
La razón es muy simple: la obsesión por la comida es un sustituto de una obsesión sexual.
Al engordar, el cuerpo se aleja de su sexualidad y se refugia cada vez más en lo oral. La
idea solapada del tratamiento, incluyendo las periódicas y colectivas revisiones oculares, es
que la pasión retorne a su santo lugar al ofrecerle al paciente la liberadora alternativa del
sexo. De esta manera, lo que la obesidad ha represado se desata con un vigor proporcional
al peso perdido.
Nunca en mi vida he visto gordas tan proselitistas y cachondas. Las expresiones gestuales y
las verbales expresadas en clara e inteligible voz, como «¡te quiero comer!», me acosaron
hasta agotarme, porque la implacable dieta me tenía cansadísimo y vagaba como un
esmirriado indígena entre rapaces misioneros. Añádase que el hambre crónica genera unos
alientos de oso polar.
Las caminatas por los bellos jardines de la universidad eran encantadoras, aunque los
enfermeros insistieran en darles un aire marcial. Allí se daba el inicio de la «camaradería»
mediante una incitante oxigenación. Allí también descubrí las disparidades entre los obesos
al observarlos en pleno movimiento, porque los había tan lentos como un cubo de plomo
arrastrado por una alfombra persa y tan dinámica como Dumbo en pleno vuelo. En esos
recorridos pude acompañar a Estrella gracias a que los iniciados y los expertos se unían en
una misma marcha.
En el proceso de adelgazar también van emergiendo notables diferencias. En unos
comienza a pre- dominar lo descolgado, lo ojeroso, y se deslizan hacia una languidez
mortuoria, peor que la tristeza, como si llevaran luto por las carnes perdidas. Otros, como
Estrella, adquieren el esplendor de una graciosa coordinación al sentirse más ligeros, y su
libre alegría va creciendo hasta llegar a una sospechosa euforia que nunca logra asentarse, y
quieren recuperar todo lo que no disfrutaron cuando arrastraban una carga que ahora
recuerdan como ajena. Es en estos casos cuando se da la sexualidad más beligerante.
Durante las caminatas, Estrella estaba en el grupo de los que avanzaban con buen fuelle y
hasta gritaban consignas que terminaban en «amén». Nuestros encuentros eran breves
porque yo nunca lograba alcanzarla. No me importaba quedarme atrás. Los gordos tienden
a ser gente culta y al final de la cola era donde se daban las conversaciones más sórdidas y
entretenidas.
Alguna vez nos llevaron a visitar los campos de tabaco para aclararnos quién era el gran
benefactor de las investigaciones. En los días de lluvia nos trasladaban a un gran centro
comercial llamado Crabtree Valley, una pequeña ciudadela donde podíamos cumplir la
meta de los diez mil pasos diarios. En aquel indescifrable laberinto de galerías uno jamás
cruzaba frente a una misma tienda. Parecíamos una tropa de delincuentes o retardados
mentales bajo la vigilancia de una docena de enfermeros que nos obligaban a llevar el paso
con cantos que reforzaran nuestra fuerza de voluntad.
Todos marchábamos a buen ritmo hasta pasar frente a una feria tan vasta como
estandarizada de hamburguesas, chicken fingers y calamares vietnamitas. La cercanía al
epicentro de las más tórridas tentaciones se presentía en los temblores de rodillas, en los
giros de torsos y hasta en rugidos gástricos de elefante. Estrella iba siempre adelante, cada
vez más exaltada y portando en sus ojos el brillo y la franqueza que tantas veces evité
confrontar.
Utilizaba una mezcolanza de italiano e inglés para animarnos con su vibrante voz de
soprano:
–Let’s go, my friends… Avanti, sempre avanti!
Pero no hay vigilancia que pueda vencer la astucia de un gordo hambreado. A veces, en un
descuido de los enfermeros, uno de los esforzados pacientes lograba quedarse rezagado tras
una columna y, ya libre del grupo, se colaba en aquel paraíso de fritangas tan expeditas
como insípidas. El problema es que estaba prohibido llevar dinero, porque durante el
tratamiento nuestra tropa juraba renegar de los excesos mercantilistas, así que la única
oferta disponible eran los desperdicios o robarle la comida a un niño.
Fue en esas vueltas cuando pude medir la magnitud de las fuerzas telúricas que se
intentaban controlar. Era tan conmovedor como asqueroso presenciar el espectáculo de un
ejecutivo, de quién sabe qué transnacional, que se abalanza de cuerpo entero dentro de un
basurero para morder una lonja de pizza y se aferra al contenedor de sus tesoros mientras lo
jalan por los pies entre cuatro guardianes. Luego venía el arrepentimiento del pecador por
traicionar a sus compañeros de tropa y continuaba su marcha lamiéndose la franela
manchada de inmundicias.
El arsenal de la clínica incluía bastante más que camaradería y caminatas. Estaban también
los potajes vitamínicos, las inyecciones de placenta, las pastillas para las migrañas y los
problemas de columna, la ansiedad y el insomnio, todo disfrazado con unas charlas
religiosas que debían cambiar nuestros patrones de vida. Estrella era una líder natural en
esa cruzada de hacernos creer soldados del espíritu y su proselitismo fue haciendo su
sexualidad más y más sublime. Yo, en cambio, iba perdiendo fuerzas mientras lucía cada
vez más falsa mi comedia del corazón débil. No podía hacer más que seguirla y observarla
en silencio, sin invadirla, sin acosarla.
Este estado mío tan pasivo, tan desapegado, se agravó cuando Estrella se enamoró de otro
paciente. Cuando el obeso pasa de la comida al sexo ya viene muy focalizado. Comer es
algo objetivo, concreto, y de igual manera y con la misma periodicidad de las tres comidas
diarias, tiende entonces a saciarse ese otro frenesí que permanecía subyacente.
Inmediatamente se selecciona a una persona, la que esté más próxima. Estrella se unió a
otro de su misma condición y disciplina, un alma gemela que jamás hubiera conocido si no
hubieran buscado la misma solución en el mismo sitio y durante los mismos días. Al
romanticismo le gusta nutrirse de esas simples casualidades que considera milagrosas.
Los dos obesos se aferraron a esas coincidencias y establecieron un idílico comienzo de
predestinados, aunque el origen era pragmático y ferozmente animal. Seguro que germinó
mientras se observaban durante los escarceos nudistas, hasta llegar al peso y a las formas
que harían posibles unas grandiosas fornicaciones anheladas por años. O por toda una vida
si, como quiero creer, Estrella era virgen.
Cuando ya se entendían, dieron un extravagante paso hacia sus fantasías. Durante una
caminata por el Crabtree Valley Mall, se fueron quedando los dos atrás, pero no se
abalanzaron como los demás sobre los basureros. Estos disciplinados amantes tuvieron la
voluntad de planificar algo más espiritual: escaparse a San Francisco, la ciudad que los
llamaba desde que eran unos adolescentes prisioneros en unos cuerpos de dinosaurios.
Estrella ya tenía un itinerario y un carro bien equipado aguardando en el estacionamiento.
Había hasta una carpa en la maleta para pasar una noche en el Yosemite National Park, otro
de los mutuos sueños incumplidos.
Cuando me enteré de aquel gran escape, mi primera dificultad fue transmitir a aquella
pragmática institución mi horror por una fuga que los médicos consideraron un «buen
síntoma». He debido ser más prudente y comprensivo ante los delirios de una mujer que
partía hacia su primera historia de amor, pero juré demandarlos por haber trastornado a
Estrella, «una mujer con instintos suicidas», les advertí para alarmarlos. Solo así logré que
la oficina del «Obesity Control and Prevention» movilizara sus servicios policiales para
averiguar hacia dónde se dirigía la pareja. Obtuve además los datos del automóvil, el
destino final y el teléfono de la esposa del cómplice de Estrella.
Estaba tan angustiado como decaído. Me limité a abrir un mapa y unir con un grueso
marcador rojo la autopista que va de Raleigh a San Francisco. No podía hacer más, no
había un delito que justificara una persecución. También sabía que, sin la ayuda de la
propia Estrella, jamás podría alcanzarla. Eran más de dos mil millas, 43 horas manejando
sin parar, una gesta imposible para mi actitud contemplativa y manía de delegar las
acciones importantes.
La pareja ni siquiera llegó a Graceland, una de las paradas que habían planificado en sus
caminatas por entre los jardines y arboles sin frutos de la universidad. La casa de Elvis
Presley hubiera sido un buen intermedio para no sentir con tanta fuerza el remordimiento
del fracaso.
Después de ocho horas manejando llegaron a Nashville y decidieron continuar un poco
más, hasta que el cansancio por el exceso de emociones los detuvo en un motel con aspecto
de pueblo de leñadores en medio de un parque natural llamado Hatchie National Wildlife
Refuge. Habían visto por entre las siluetas de los grandes árboles un aviso luminoso que
auguraba un reino de meandros y garzas, y se comprometieron a cumplir al día siguiente
con la caminata de los diez mil pasos antes de volver a agarrar carretera.
Satisfechos con la jornada cumplida de pasar sin detenerse a través de infinitas ofertas de
comida, se entregaron esa primera noche, sin vigilantes ni horarios, a una desatada sesión
de alaridos y nalgadas fornicando como las orcas y los gladiadores. Luego durmieron unas
horas y los dos soñaron una misma pesadilla de hambre vieja a través de kilómetros de
asfalto. A las cuatro de la mañana se despertaron secos y vacíos. La sed era inaguantable y
gritaron eufóricos cuando descubrieron un colorido tríptico en la mesa de noche con una
merengada de chocolate en la portada. El mensaje más peligroso estaba en el margen
inferior: «24 horas de servicio a la habitación».
Como una película que se acelera hacia el final, irían sustituyendo por comida el erotismo
que tanto habían gozado y soñado gozar. Con el paso de las horas llegó el momento en que
se observarían soñolientos y grasosos, preguntándose qué rayos era lo que antes les
apasionaba tanto de sus cuerpos.
El menú del motel no era extenso, y consiguieron el teléfono de un lugar cercano que
también habían visto en la carretera mientras cruzaban el par- que antes de llegar al motel.
Era un restaurante que anunciaba las mejores costillas de Tennessee de una manera tan
estrafalaria que, al verlo desde la ventana del carro, la pareja se había reído con la ascética
solidaridad de unos cruzados incorruptibles. Ahora se regían por otras leyes y sus pedidos
de carne de cerdo y papas fritas comenzaron a llegar prestos y bien calientes a la habitación
del motel.
Parece que sí llegaron a ensayar alguna corta caminata que suspendieron con la excusa de
volver a hacer el amor, pero apenas se desnudaban y se echaban en la cama volvían a
llamar al restaurante de las costillas. Mientras aguardaban el pedido, se daban uno que otro
beso amistoso, aceptando con resignación el inexorable retorno a sus orígenes.
Primero se marchó el hombre, quien resultó ser un operador de grúas. Se llevó el carro a
mitad de la noche y regresó a la clínica para continuar su tratamiento. Juraba que Estrella
era la culpable. Y puede que tenga razón, porque ella se ha pasado guiando las vidas de los
demás, incluyendo la mía, satisfaciendo deseos que uno no se atreve a confesar. El
operador de grúas fue quien me dio la dirección del motel y los detalles de lo que iba a
encontrar.
–Ella está muy mal, muy arrepentida –afirmó, como si se hubiera convertido en su piadoso
confesor.
Era tan incómodo pasar por la faena de alquilar un carro. Llamé a la misma agencia y pedí
las mismas condiciones que Estrella, el mismo modelo con los mismos seguros. Ya en la
carretera pensé varias veces en devolverme, mientras imaginaba un final tan predecible
como las inexorables líneas blancas entre los carriles de la autopista.
Llegué a la pequeña cabaña en medio del parque también de noche. No encontré el desastre
que esperaba. La habitación lucía impecable. Estrella estaba sentada en el borde de la cama
como aguardando a que su jefe le dictara el inicio de una carta que solo ella sabría cómo
terminar. Mientras me acostaba a su lado y apoyaba la cabeza en sus piernas, le dije como
entrando en un profundo sueño:
–Siempre te voy a cuidar, Estrella. Ahora vamos a dormir un poco… Ha sido un viaje
interminable… Son ya muchos años… Es suficiente… Estoy tan cansado.
Desde su regazo, levanté la vista y pude ver la opulenta barbilla con su hoyuelo de hada
madrina y, más allá, la dulce y oronda plenitud de su rostro. No parecía venir de una
recaída. La sentí segura, ávida, amorosa. Cubrió mi rostro con sus senos y, colocando el
peso de su mano en mi pecho, comenzó a abrir los botones de mi camisa y a acariciarme las
tetillas mientras susurraba con apasionada eficiencia:
–Es verdad, mi amor, ha sido una larga espera… Mira cómo estás de flacuchento… ¿No te
provoca comer algo?
 
Del libro: La nostalgia esférica (Editorial Punto Cero, 2014)

Un padre ejemplar, de Jacobo Penzo


Levantó al niño con cuidado y lo sacó de la bañera de plástico. El cuerpo regordete del bebé
chorreaba agua mientras daba patadas al aire. Lo colocó encima de la tapa de la cuna y lo
secó con suavidad.
Después lo vistió con la franela blanca con cierta aprensión, ya le quedaba pequeña, sentía
temor de romperle un dedo o torcerle una muñeca con sus manazas. Aún no se había dado
cuenta de lo flexibles que son las articulaciones de los niños pequeños.
El bebé hizo unos sonidos como si se tragara la risa. Lo colocó boca abajo y abrió el tubo
de Desitín. Le extendió la pomada en las nalgas y después de darle vuelta, le untó los
diminutos testículos y la parte interior de los muslos.
Sabía cómo se le irritaba la delicada piel cada vez que se orinaba o hacía pupú. Despegó las
bandas adherentes del pañal, lo colocó a un lado de la mesa y acostó al niño encima. Con
un movimiento rápido cerró el pañal haciendo coincidir casi exactamente las bandas con los
pequeños rectángulos de plástico. Era lo único que había aprendido a hacer bien en su papel
de mamá. Se había convertido en un as poniendo pañales. Lo hacía rápido y con precisión.
Hacía poco tiempo se había separado de su mujer. En realidad no se habían separado, ella
se había ido con otro porque no soportaba la vida con él. Casi nadie la soportaba. No es que
fuera mal tipo, pero el día a día a su lado era duro, muy duro.
Se negó a que su mujer abortara, a pesar de su difícil situación. El nacimiento del niño lo
había hecho tan feliz que trató seriamente de cambiar, pero ya era tarde para él. Era muy
tarde y no había regreso.
A los seis meses su mujer desquiciada por la paranoia y los tranquilizantes, lo dejó con el
niño. La maldijo pero la entendió. La única familia que él tenía era una hermana, pero vivía
en Atlanta y hacía diez años que no la veía ni hablaba con ella. Tenía que buscarle una
solución al asunto porque las cosas se iban complicando cada vez más. Por el momento se
había prometido no separarse del niño ni desampararlo, pasara lo que pasara.
Casi no salía, atento a las necesidades del bebé y por seguridad. Mientras lo acunaba
canturreaba una canción que había inventado y que hablaba de una familia de osos. La vida
de aquellos osos estaba en peligro todo el tiempo, pero milagrosamente lograban escapar de
los cazadores.
Preparó varios teteros con leche y uno con agua hervida y los metió en la nevera como
hacía todas las noches, se acercó a la cuna donde el niño dormía y le palpó la frente. Notó
una calidez desacostumbrada. Lo volvió a tocar y comprobó algo que le produjo terror: el
bebé tenía fiebre.
Desde que estaban los dos solos, el bebé nunca había tenido fiebre. En los tiempos de su
mujer era ella quien se ocupaba de esos accesos de temperatura. “Todos los niños a su edad
tienen fiebre” decía en broma mientras le daba un gotero de Tempra.
Pero ahora él estaba a cargo. Registró el gabinete del baño, colocó el frasco a contraluz.
Una gota malva se extendió en el interior del envase escurriéndose hasta desaparecer. Nada,
tendría que salir a comprar el medicamento.
Observó al niño que dormía y pensó que podía volver en quince minutos. La farmacia está
a solo tres cuadras, pensó intentando tranquilizarse. En un cuarto de hora estaré de regreso,
seguro no se va a despertar antes de que yo vuelva. Recordó las palabras lapidarias de su
mujer: “La fiebre hay que bajarla como sea, y si no baja hay que llevarlo al médico”. Esta
última posibilidad era la más preocupante.
Se colocó la funda con la pistola en el bajo vientre con el cañón siguiendo la línea del
miembro, ahí la policía no lo registraría, y salió silenciosamente del departamento. Eran las
diez y veinte. El aire fresco de la noche y la quietud de la avenida desierta lo pusieron de
buen ánimo. Tenía tres días que no salía y respiró a pleno pulmón sintiendo en la cara el
frescor de la noche, después avanzó bajo los árboles por la calle en penumbra.
Llevaba caminadas dos cuadras cuando al doblar una esquina las luces rojas y azules de la
patrulla lo sorprendieron. Había tres policías junto a un vehículo estacionado.
Uno de los policías, el que fumaba, lo vio desde lejos. No podía darse la vuelta sin levantar
sospechas. El vello de la nuca se le erizó pero siguió caminando como si nada. Pasó junto a
los policías sin mirarlos y eso parece que les llamó la atención. El que fumaba tiró el
cigarrillo apenas comenzado y lo aplastó con la suela del zapato.
Después fue la rutina de siempre: Las manos contra la pared, el cacheo, la cédula y demás.
Pero no descubrieron la automática. Uno de los policías pidió información por radio
mientras se daba golpecitos en el bigote con la cédula. El que estaba frente al volante apagó
la luz del techo de la patrulla, a Daniel le pareció curioso el gesto pero se mantuvo quieto.
A los cinco minutos el radio vomitaba un enredijo de claves en que se mezclaban cifras de
uno y dos dígitos con palabras como “Halcón”, “Móvil”, “Dragón”, “Azul” entre
interrupciones bruscas y estática.
Todo hombre intuye cuando está perdido, cuando la desgracia le llega y el destino se cierra
como un oscuro telón. Esa nítida sensación fue la que se le instaló en el alma mientras veía
crecer la tensión en el rostro de los policías que lo rodeaban.
El que estaba a su espalda exhalaba una energía siniestra y Daniel lo vio sin verlo, como si
le hubieran crecido ojos en la nuca. El que estaba de frente, apoyado en el capó de la
patrulla, bajó la mirada en un gesto casi pudoroso, mientras comenzaba a moverse con
lentitud hacia Daniel. Se movía casi en sincronía con el que estaba dentro de la patrulla que
se iba incorporando lentamente. Los tres se acercaban con prudencia a Daniel formando un
semicírculo que, cosas de la mente, él pensó protector. Los tres pensaban, confiados, que
Daniel no estaba armado, a fin de cuentas lo habían cacheado cuidadosamente. Mientras
tanto se seguía escuchando la radio de la patrulla que entre claves y estática traducía
“Guillermo Ferrari, alias Daniel Bustillos es un sujeto violento, extremadamente peligroso
y tirador experto…”
Lo primero que Guillermo, el asesino, el otro que no era Daniel sintió fue la estranguladora
del policía que tenía detrás, inmediatamente el que estaba al frente le dio un puñetazo en la
boca que le partió el labio inferior. Entre los otros dos lo arrastraron hacia el asiento trasero
de la patrulla y el más corpulento se sentó sobre él mientras lo insultaba. Guillermo cayó
bocabajo sobre el asiento. Había tratado de protegerse la cara con una mano mientras con la
otra se tanteaba la entrepierna. Sintió en los dedos de la mano izquierda, aplastada contra la
nariz, un resto de olor a Desitín y tuvo la certeza de que su hijo despertaría hambriento y lo
peor, prendido en fiebre.
En los límites de la desesperación logró meter la otra mano bajo el cinturón y empuñó con
firmeza la pistola. Uno de los policías arrodillado en el asiento delantero lo golpeaba con la
culata de su arma. Guillermo levantó la pistola y disparó seis veces moviendo el arma de
izquierda a derecha. Al hombrón que lo aplastaba una bala le penetró a un lado de la oreja y
la otra en un pómulo. El hombre se desplomó sobre él. Al otro, dos tiros certeros le dieron
en la frente. El policía lanzó un quejido breve y cayó hacia atrás, la cabeza le rebotó contra
el parabrisas. Cubriéndose detrás del gordo le disparó dos veces al tercero que trataba de
huir. Un disparo le atravesó el cuello, cayó bocarriba en la acera, su brazo derecho apenas
se movía. Guillermo salió rápidamente de la patrulla y lo remató de un tiro en la sien. Por
unos segundos la calle siguió en silencio y a oscuras. La radio de la patrulla desgarró de
nuevo la quietud nocturna con su absurda cháchara. Guillermo se metió la pistola en el
cinturón y caminó apresurado. Con la manga de la chaqueta se secó la sangre que le
escurría del labio. La calle seguía desierta pero algunas ventanas de los edificios cercanos
comenzaron a iluminarse. Corrió mientras alguien gritaba algo que no entendió.
Abrió la puerta y escuchó expectante durante unos segundos. Todo estaba en silencio. Fue
hacia el cuarto y encendió la luz. El niño dormía tranquilo bocabajo. Le palpó la frente y
notó que ya no tenía fiebre.
Miró el reloj, eran las diez y cincuenta. Coño, me atrasé quince minutos, pensó. El niño
entreabrió los ojos encandilado por la luz y, sin transición, se largó a llorar. Lo acunó en los
brazos canturreando para calmarlo. Se lo llevó a la cocina, sacó un tetero y lo entibió. Sin
duda tenía hambre porque no paraba de llorar.
Se sentó en el sofá y comenzó a darle el tetero. Poco a poco el niño se calmó, pero a veces
dejaba de chupar y volvía a exhalar un sollozo quedo. Guillermo se levantó con el bebé en
brazos y miró a través de la ventana. La oscuridad parecía presionar contra el cristal como
si intentara destrozarlo para precipitarse violentamente dentro del departamento.
Del libro: Qué habrá sido de Herbert Marcuse (Editorial Eclepsidra, 2014)
 Noticias
 Una mujer por siempre jamás, de Ángel Gustavo Infante

El dueño de la cueva era un gay de estatura y elegancia pobres. Semejaba un colibrí cuando
debía cumplir algún encargo: volaba nervioso sobre apuntes y bocetos, saltaba grabando
retazos de parlamentos: decorar interiores y rellenar escenarios de telenovelas en calidad de
extra eran sus oficios. De eso, y de mi puntualidad en las mensualidades, vivía.
Vine a dar con él después de varios meses de andar buscando habitación cerca de la
universidad.
La cueva, como bauticé de inmediato a aquel dormitorio, tenía baño y entrada
independientes. Las paredes permanecían ocultas bajo un papel de nubecitas blancas sobre
fondo rosado. Las listas, colocadas con prisa o desgano, acababan anárquicas alterando la
simetría del techo donde el ímpetu gestual del decorador había rematado la obra con pelotas
de engrudo.
No había espacio para un clóset. En su lugar, un tubo cruzaba la habitación de pared a
pared supliendo las funciones aéreas. Del lado derecho, donde el tubo destrozaba varias
nubecitas, se hallaba un termo que al tiempo de suministrar agua caliente a todo el
apartamento, brindaba una insufrible gotera que se empozaba en el granito del rincón.
Un box spring matrimonial y una mesita de noche constituían el mobiliario de la pieza.
Después de vencer cierta repulsión comencé a divertirme con las diversas manchas que se
extendían en el colchón. Sentado sobre la mesita y armado con la paciencia de un
espeleólogo, me ocupaba en traducir aquellas figuras producidas por los fluidos del cuerpo:
dragones de orín, mariposas de semen, cabezas de bestias asomadas a la ventana de una
nube invernal, se resumían en un archipiélago grabado por criaturas nocturnas al centro de
un atlas secreto, compuesto, quizás, por las amistades de mi casero en noches como las que
conocería muy pronto.
Un breve pasillo conducía al baño donde no había nada especial, salvo la edad reflejada en
las manchas del espejo, en el modelo de las llaves del lavamanos y la ducha, en la
austeridad de la porcelana. A través de una rejilla de madera se apreciaba la efervescencia
de Bello Monte, en especial el movimiento de la avenida Miguel Ángel, y se colaba el
rumor de un automercado ubicado en la planta baja del edificio.
El primer fin de semana me di a la tarea de transformar aquel ambiente con la ayuda de
Lorena, con quien llevaba algunos meses en una relación intermitente, compartida con sus
amigas Ana y Beatrice, quienes, por cierto, jamás aparecían en los momentos necesarios.
Concluimos hacia la noche del domingo bañados en pintura blanca. En aquellos días
redactaba mi tesis de maestría, basada en una investigación sobre el referente urbano en la
novelística de los años cuarenta, y extraje del bolsillo una ficha que había seleccionado de
mi archivo para colocarla en el corcho, junto a las fotografías, como epígrafe a mi nueva
vida:
Habitar, para el individuo o para el grupo, es apropiarse de algo. Apropiarse no es tener en
propiedad sino hacer su obra, modelarla, formarla, poner el sello propio. Habitar es
apropiarse un espacio.
Me consolaba un poco esta cita de Lefebvre. Procedía, entonces, de una separación
aparatosa. Había caído de las alturas, como Altazor. Fui expulsado del paraíso. Mis alas aún
estaban golpeadas. Emergía en aquel mísero espacio y como el itabirano enmarcaba en una
fotografía la dicha pasada.
El insomnio fue cediendo entre las atenciones de Lorena, los tragos y la lectura de ciertas
novelas somníferas. Logré retomar mi horario habitual: me levantaba a las cinco de la
mañana, montaba el café en una cocinilla eléctrica que había adquirido para los efectos y ya
en el baño, mientras terminaba de despertar, celebraba la aparición del primer «San
Ruperto», un autobús que adelantándose al sol lo imitaba en su puntualidad.
Trabajaba en la tesis hasta las nueve. Luego iba a la universidad. A veces almorzaba en
casa de mis padres, después me internaba en la biblioteca hasta la extinción del día cuando
salía a rellenar el crucigrama de la noche por las calles de Sabana Grande, tomaba el metro
hasta la cinemateca o conversaba con el abuelo de Lorena, un anciano de ojos eslavos
donde se reflejaba un jardín de Trieste: la acuarela pintada en su juventud antes de
refugiarse en América, mucho antes de que la artritis cancelara sus manos.
Regresaba a la cueva hacia las diez. Lorena a veces venía a brindar un sosiego transitorio.
Había sido mi amante durante los últimos días de matrimonio y era el papel que mejor
representaba. Decidí no exigirle nada. No estaba en capacidad de dar más. Repetía como
suyas las frases del poeta: «Que el amor sea eterno mientras dure». Así lo comprendimos y
bailamos el bossa triste de Vinicius. Ya no debía importarme que la eternidad le estuviera
reservada a Beatrice y Ana.
Esa era mi rutina.
Hasta el día en que Elio, mi casero, decidió retomar la suya: todo iba muy bien hasta el
jueves, el viernes comenzaba la fiesta. La primera vez me sorprendió la mañana del sábado
con un cúmulo de voces, risas y canciones que se fue disolviendo con la luz.
Me resultaba difícil imaginar a ese sujeto frágil y asustadizo en parrandas de tal magnitud.
Aunque también es cierto que fuera del apartamento tenía otra apariencia: esa misma
semana habíamos coincidido en el automercado y me dio la impresión de estar ante otra
persona: imprimía un tono viril a la voz y a los gestos en la transacción con la cajera quien,
por cierto, parecía ser su amiga.
Mantuvo esa actitud hasta salir del automercado. En la medida en que nos acercábamos al
cuarto piso e íbamos quedando solos en el ascensor, Elio se iba transformando: desafío y
poder a través de la mirada incongruente con la textura de la voz, acudían a identificarlo.
¿La impostura había quedado abajo entre la charcutería y las hortalizas o se abría con la
reja de su apartamento? El analista que predominaba en mí elaboró una respuesta acorde
con las teorías que entonces manejaba. El hombre triste que también iba siendo sintió
deseos de seguirlo y entrar a ese universo paradójico que, en medio de la repulsión, lograba
atraerlo.
En todo caso era un problema menor y, sobre todo, su problema. Me respondí acostado
sobre el archipiélago. Además, ¿a quién podría interesarle? El mundo está lleno de
homosexuales y bisexuales desde la antigüedad. Eso ya no alarma a nadie.
Yo sólo debía ocuparme del trabajo de grado, de las amenazas de mi ex mujer, de preparar
las clases, de la mensualidad de la cueva, de Lorena. Pero no, algo en mí (¿un mecanismo
de defensa?) gustaba de las digresiones indiscretas.
La noche de ese mismo sábado regresé temprano con la aspiración de recuperar el sueño.
Lorena estaba en el cine con sus amigas. Me recibió un silencio inusual. Sentí nostalgia por
las tardes del sábado en el barrio: las rondas de anís, las cornetas atronadoras de Henry en
un concierto ecléctico, los reclamos de mamá por el volumen, el olor de la marihuana
disimulado entre ventiladores e incienso.
Sentí frío. Terminé de entrar. Eché una cobija sobre mis hombros. Boté los zapatos y apoyé
la frente sobre la rejilla de la ventana. Tomé un trago de brandy directo de la botella que
calmaba mi insomnio. Vi a John Travolta bajo las luces en Saturday Night Fever. Tomé
otro, largo como un aullido, y acudió la voz de Lorena: «No me imagino un sábado
inactivo, sin fiesta, sin restaurant, sin cine, sin algo fuera de lo común».
Abajo, una pareja parecía discutir. Varias personas hacían fila frente a los telecajeros. Un
«San Ruperto» vacío y con las luces encendidas cumplía otra vuelta.
Desperté.
Una brigada asaltó la medianoche: Elio y varios amigos dando traspiés. Una manada de
váquiros destruía mis libros. Volví a despertar. Juan Gabriel estaba con los muchachos
vestido de mariachi rosa lamiendo el micrófono. Definitivamente desperté: en efecto, el
último CD de Juan Gabriel, su voz quebrada por el choque de copas, las risas y el resumen
de la ronda.
Otros sueños interfirieron. Un acetato apenas permitía seguir «Luna que se quiebra sobre la
tiniebla de mi soledad…» y el crepitar de la aguja envolvía en llamas la cicatriz de Agustín
Lara. Hubo una historia demorada por la ebriedad. Sucedió en una barra esa misma noche.
El personaje parecía ser muy joven. Les habría ofrecido ser de ellos. De los tres o cuatro
que estaban allí incluyendo a Elio. A cambio de varios gramos de «perico». Uno de ellos le
ofreció una «piedra». Cocaína pura vía Medellín. El muchacho propuso un adelanto de
ambas partes. Entraron al baño.
Rocío Dúrcal suspendió el desenlace con aquella canción bellísima dedicada a su hija
muerta. El dolor del coro tenía otros motivos. Un dolor destemplado, sin ensayos e
imposturas se repitió hasta el amanecer.
A mediodía entré por segunda vez al apartamento de Elio. Todo estaba en orden. En el
rostro de mi casero apenas se insinuaba el trasnocho. Dudé. Quise devolverme. Antes había
estado allí, en el sofá que lucía impecable, firmando el contrato de arrendamiento. Ahora
venía a quejarme.
Colibrí voló a la cocina. Regresó con una taza de café. Enrolló algunos pliegos extendidos
sobre su mesa de trabajo. Sacó unas matas al balcón. Enderezó un cuadro. Voló hasta mi
café intacto y dijo con voz aflautada:
—¡Qué aburridos son los domingos!, ¿no?
—Sobre todo si te impiden dormir la noche anterior. Respondí automáticamente.
—¡No me digas que estabas en tu habitación! Haberlo sabido. Vinieron algunos amigos a
tomar unos traguitos. En tu lugar me hubiese incorporado a la reunión. Pero no te
preocupes que estoy preparando un consomé de gallina ri-quí-si-mo. Después caerás
rendido hasta mañana si es que no te despierta tu novia.
Hablaba planeando sobre la sala. Voló a la cocina. De regreso trajo una bandeja con dos
platos de consomé y varias rebanadas de pan integral. Organizó el almuerzo en la mesa
central del recibo de donde había desaparecido, como por arte de magia, la colección de
piedras mexicanas, los ceniceros, algunas piezas de cerámica y mi café a medio probar.
Me obligó a repetir el consomé. Luego sirvió ensalada de frutas y continuó revoloteando.
Se conducía con tanta naturalidad que logró darle un vuelco a la situación: a través de aquel
agasajo imprevisto convirtió en fiesta lo que pudo derivar en discusión.
Se detuvo. Me propuso compartir una siesta. Acepté con la condición de que cada quien la
hiciera en su habitación. Lo tomó como un chiste cruel: ya había preparado el sofá. Me
despedí agradeciendo sus atenciones y caminando de espaldas llegué a la puerta.
Lorena pasó por mí a las tres. Fuimos al Museo de Bellas Artes. En el trayecto me contó la
película completa. No tuvo la amabilidad de una sinopsis. Guardé silencio sin poder
explicar el castigo: ella siempre estuvo al tanto de mi aversión hacia ese tipo de historias,
además, contaba muy mal. Quizás sentía el deber de divertirme o la necesidad de rellenar
con palabras el abismo que ambos evadíamos.
En el museo me descubrí pensando en Elio. Lo percibía allí revoloteando entre
transparencias y veladuras. Lorena había recorrido la exposición como quien revisa un
álbum de fotografías sabiendo de antemano que no hallaría su imagen. Más tarde,
instalados en el café del ateneo, agradecí su discreción: por fortuna no se dedicó a
identificar figuras en la abstracción, prefirió olvidar las pinturas y hablar del tiempo.
Volví a amarla. Aún no entiendo por qué.
Accedió a dormir conmigo. Nos abastecimos de pizza y vino. Adoraba hundir sus pezones
en la copa y lamer la eclosión de pecas sobre los senos hinchados, bajar probando las
periferias de su cuerpo, desplegar mi lengua y allanar la vagina urgido por encontrar las
razones de mi amor. Para retrasarnos la muerte, como pedía la canción, bebimos vino y
seguimos las melodías que logramos sintonizar en la radio.
A la noche siguiente, cuando una novela insufrible caía de mis manos, Elio llamó a mi
puerta con el pretexto de revisar la decoración y cambiar los horrores heredados del antiguo
inquilino. Estaba más nervioso que nunca. Algo andaba mal. Aprobó los cambios sin
sorpresa. No se detuvo en las fotografías ni en el par de óleos que había salvado de las
garras de mi ex mujer. Le expliqué que me disponía a dormir. No logró justificar su
permanencia. Se derramó en llanto sobre el archipiélago. Me senté a su lado. Colibrí encajó
la cara entre las almohadas y emitió un gemido interminable. Reaccioné: lo tomé por los
hombros, lo sacudí sin violencia, lo traje hacia mí. Por un momento quedó a la deriva,
desaliñado como un muñeco de trapo. Luego dejó caer la cabeza sobre mis piernas y con
una mirada me suplicó no censurarlo.
Había recibido varias llamadas telefónicas: alguien quería matarlo. Al principio dijo ignorar
quién podría estar detrás de todo y el móvil que lo inspiraba. Seguro de que nadie nos veía
le acaricié la frente. El cuadro era ridículo. Se relajó. Traté de persuadirlo: ese tipo de
llamadas abundaba en la ciudad, generalmente las realizaban jóvenes desocupados, sólo por
bromear. Entonces relató parte de la verdad: era la venganza del muchacho de la otra
noche, el de la barra.
Volvió el desasosiego. Le serví un brandy doble y decidí esperar la confesión in vino
veritas. Alterada quizás por la cercanía de nuestros cuerpos y el desconocimiento mutuo, su
versión rendía en proporción inversa al licor. A la cuarta copa concluyó entre hipérboles
dignas de una borrachera en cierne.
Durante todo ese tiempo permanecí en silencio, mi atención no se desvió ni en el momento
de servir los tragos. El temor de Colibrí no era infundado. Habían exagerado con el
muchacho: después del baño, donde uno de ellos le mostró el premio que nunca obtendría,
tomaron la Cota Mil en el Nova de Roberto, a quien yo apenas conocía de vista. Las pocas
parejas que apreciaban la ciudad desde el mirador no advirtieron la presencia de cinco
hombres en el carro blanco que se detuvo al final del paseo, en el lugar más oscuro. Allí
continuaron inhalando «perico» y bebiendo ron directo de la botella. El muchacho quería el
intercambio y regresar temprano a la barra. Entre Roberto y los otros dos se estableció un
acuerdo tácito. Elio, según su versión, de haberse enterado previamente jamás habría
aprobado esos métodos: cuando el muchacho estuvo a punto de eyacular en la boca de
Roberto, los otros lo amordazaron y maniataron. Él se dejó hacer guiado por las fantasías
relatadas, el juego, el mareo. Lo extendieron boca abajo en el asiento trasero. Él quiso
oponer resistencia. Roberto le metió la cabeza en una bolsa plástica para amedrentarlo. Los
otros dos le abrieron las piernas y con pulso exacto le hundieron el pico de la botella en el
ano.
Después, entre un ataque de risa y tos, me dijo que lo habían abandonado allí,
semiinconsciente.
Ahora Colibrí estaba aterrado y con ganas de seguir bebiendo. En medio del impacto que
me produjo la historia pude entender que había ascendido a la categoría de confidente y, en
consecuencia, podría ser castigado por encubridor. Aunque sabía de antemano que la
policía no se enteraría del asunto. Colibrí, aprovechando la situación, intentó besarme. Me
levanté de la cama. Ahora el desconcierto era mío. Le pedí que saliera del cuarto. Retomó
sus llantos. Imploró protección abrazado a mis rodillas. Se lo prometí. No sé si actuaba bien
o mal. Quizás era mi deber. Se lo prometí. Sí. Y al final no lo hice.
Estaba confinado en la cueva. Debía entregar la tesis para finales de año y ya terminaba
octubre. Suspendí mis paseos nocturnos. De Lorena y su abuelo sólo sabría los domingos.
Cumplía un horario mínimo en la universidad. Me asomaba a la biblioteca sólo para
verificar algún dato. Aceleré el ritmo de la redacción. Durante el día oía el repicar del
teléfono y, a veces, los gritos ahogados de Elio. Me esforzaba por no cruzarme con él: nada
debía distraerme. Sin embargo, las imágenes del relato se imponían involuntariamente.
Temía por Colibrí. Temía por mí. Debía concluir el trabajo antes de quedar de nuevo en la
calle.
El sábado en la tarde entré por tercera y última vez al apartamento. Elio llevaba un kimono
rojo. Había encargado comida japonesa. Yo no estaba en condiciones de rechazar la
invitación. El volumen del teléfono era mínimo: el asedio continuaba. Evadimos el tema y
brindamos con vino de arroz. La onda oriental calmaba los nervios de mi casero. Sin más
preámbulos y con la seguridad de rendir una lección muy bien aprendida me dijo que estaba
enamorado de mí, que mi presencia le daba paz y seguridad, que era capaz de todo por
tenerme y que estaba dispuesto a brindarme las satisfacciones que una mujer por siempre
jamás me daría.
Lo último despertó mi curiosidad. Lo primero, pese a la gravedad en la dicción, pudo
ahorrárselo. Le dije que se dejara de mariqueras conmigo, que le tenía afecto, que había
prometido protegerlo, que estaba pendiente de él, pero hasta ahí. Mis palabras rebotaron
contra los versos irrefutables de Jayyam:
Disfruta tus horas. El aliento te dejará en tu día.
Te perderás bajo el misterio de la nada
Bebe: No sabes de dónde has venido.
Bebe: No sabes a dónde irás.
Necio. Me sentí como un necio por subestimarlo. ¿Acaso algo le impedía conocer los
antiguos Rubaiyyat? Impresionado por el nuevo recurso acepté el escocés que vino a
suplantar al sake. Bebimos en silencio y la figura de Elio creció hasta envolverme en los
mantos de satén. El tiempo dejó de importarme. Sólo unos minutos íntimos rodearon mi
repentina erección y las destrezas felativas de Elio, y se acoplaron al sofá cuando tomé su
trasero rasurado para penetrarlo lenta, temerosa, asquerosamente bien.
Lorena, puntual e impecable, pasó el domingo a las tres. Fuimos a merendar a El Hatillo.
Esta vez fui yo quien sintió la necesidad imperiosa de rellenar el trayecto. Contra sus mal
disimulados bostezos le expuse solamente el marco teórico y la metodología aplicada en la
tesis. Mi soliloquio quiso prolongarse más allá del postre y ella, con semblante de santa
patrona de los mártires, me rogó un poco de silencio.
Así anduvimos hasta regresar a la cueva. Estrenaba un body negro. De su breve equipaje
extrajo algunos cassettes, un frasco de encurtidos y un paquete de galletas de soda. Dispuso
todo con propiedad mientras yo cambiaba la sábana al archipiélago. De pronto
comenzamos a escuchar un sollozo lento, despegando de una vieja canción de Aznavour.
Recordé un almuerzo de despedida frente al mar. Lorena recordó cepillarse los dientes. Elio
de seguro recordaba y quizás repetía en silencio, pegado a la pared, los versos aprendidos.
Después vino Javier Solís, la Dúrcal, Juan Gabriel. Y ya no quise oír las cintas de Ana. Nos
dormimos en paz sobre los lamentos y el despecho contiguo.
Cuando desperté, Lorena, aterrada, se tapaba la boca con ambas manos sentada en el borde
de la cama. La abracé. Entendí que había llegado la hora. El muchacho había logrado entrar
y destrozaba todo a su paso. Juraba matarlo. Elio, al parecer, estaba encerrado en alguna de
las habitaciones. Los cristales se estrellaban contra las rejas del balcón. El muchacho
trataba de derribar la puerta. Elio bramaba como una bestia acorralada. El muchacho bajó la
voz para describir en detalle cómo lo apuñalaría. Ana no hacía más que imitarme. Nos
vestimos sin prender la luz. El muchacho arremetió con más fuerza. Abrió la puerta.
Al salir, descalzos y sin aliento, en la alta madrugada Elio pronunció mi nombre.
Del libro: Una mujer por siempre jamás (Monte Ávila, 2007)

Carolina Lozada: “El cumpleaños de Elisa”


Elisa fue sola al cine el día de su cumpleaños, lo sé porque yo estaba detrás de ella en la fila
para comprar los boletos. También sé que se llama Elisa porque mostró su cédula de
identidad para comprobar que en efecto era el día de su aniversario y así poder gozar del
combo cumpleañero, cortesía de la casa: pagaría sólo la mitad de la entrada y la empresa le
obsequiaría unas cotufas con refresco. ¡Feliz cumpleaños, Elisa!, le deseó con una gran
sonrisa la muchacha de la boletería al mirar su cédula. La mujer  agradeció la felicitación
con un gesto que no llegó a ser una sonrisa completa, sino apenas un asomo de reservada
cortesía.
          Muchos de los que se encontraban en la fila ni se enteraron de la noticia personal de
esta mujer que ese martes estaba cumpliendo unos cuarenta y tantos años y que lucía un
aspecto pasado de moda. Elisa parecía una maestra rural de los años cincuenta, con su
cuerpo largo y flaco, sus labios estrechos pintados de rosa vieja y esa falda oscura y fea que
llevaba puesta en conjunto con una blusa sin mangas, beige, que resaltaba la planicie de su
pecho. Remataba su aspecto  soso y desaliñado con unos lentes de carey, de esos que ya no
se usan, unos lentes demasiados grandes para su rostro.
          Las entradas para las salas 1 y 3 se agotaron desde temprano. La mayoría de las
personas que hacían fila para estas funciones eran jóvenes y niños, que esperaban ansiosos
para ver el documental con las últimas imágenes en vida de una estrella musical que
acababa de morir. Buena parte de ellos iban vestidos imitando el atuendo del cantante,
algunos llevaban guantes brillantes, otros sombreros negros, y muchos repetían sus pasos
de baile mientras esperaban por su boleto. En contraste con esa vistosidad y bullicio
resaltaba la figura sola y seca de Elisa.
          Un viejo que ya había comprado su boleto y que escuchó cuando la felicitaron, se 
acercó y le deseó feliz cumpleaños, lo hizo con un acento extranjero aclimatado, que apenas
pude percibir pero que en ese momento no logré saber de dónde provenía. Elisa  le dio las
gracias, el gesto que usó al hacerlo fue nuevamente esa mueca que no terminaba de
convertirse en sonrisa. Yo hice lo propio y me acerqué para felicitarla. Llegué hasta la
venta de golosinas, donde la agasajada esperaba la otra parte de su obsequio. Con cierto
recelo le dije: Felicidades, Elisa. Al hacerlo no usé signos exclamativos, mi entusiasmo ante
su patético festejo no me daba para tanto. Mi saludo fue casi tan lánguido como su
intención de sonrisa de agradecimiento.  Luego, el joven dependiente le entregó una bolsa
de cotufas pequeñas y un refresco de cola, igualmente pequeño. A Elisa ese menoscabo en
la cantidad del premio no le gustó, así que reclamó lo que consideraba su derecho, con voz
bajita le dijo al joven que ella quería un paquete de cotufas como el que le daban al resto,
gigante y con la silueta del cantante y bailarín sobre un fondo blanco. El dependiente le
explicó con una sonrisa, aprendida en los entrenamientos de la empresa, que el combo
cumpleañero consistía en un paquete pequeño de ambas cosas. Remató con un “Sorry.
¡Feliz cumpleaños!” el final de su rápida explicación. Elisa aceptó a regañadientes las
excusas del muchacho, porque entendía que él era sólo un empleado que cumplía órdenes,
pero dejó claro que no estaba de acuerdo con esa política  de la cadena de cines, tan 
timadora e injusta. De lo molesta que estaba ni siquiera se acordó de agradecer el saludo de
cumpleaños del joven, quien no pudo hacer más que sonreír con disimulada incomodidad
ante el resto de clientes en espera. Mientras Elisa reclamaba, me fijé que sus labios eran tan
finos como el leve trazo de un lápiz. Sus besos seguramente deben ser tan desabridos como
el resto de su cuerpo, pensé con cierta pena por ella. De pronto Elisa se quedó callada,
intimidada por las personas que a su alrededor la miraban con cierta burla y una no
disimulada conmiseración, así que la solitaria cumpleañera cogió su bolsa de cotufas de
plaza de pueblo junto a su bebida inundada de cubos de hielo y se metió con mala cara en la
sala 2.
        Éramos pocos en esa sala, entraron la cumpleañera, el viejo, una pareja tomada de la
mano, algunos jóvenes con aire de estudiantes de cine y un grupo pequeño de muchachos
que odiaban la música pop y que se dedicaron a hablar pestes de la estrella muerta; lo
hicieron antes de entrar y durante la proyección. Eran insufribles. Yo me senté en la última
fila, es una costumbre panóptica que tengo, desde esa posición puedo verlos a todos, la
pantalla y los espectadores. Una vez acomodada en mi butaca supe que lo que iba a ver no
sería nada optimista. El filme se llamaba Katyń y el director era el polaco Andrzej Wajda.
         Una música densa acompañaba a unas nubes oscuras y tenebrosas que servían de
fondo para poner los primeros créditos de la película, y sobre esas nubes, en letras y
números corroídos, aparecieron un nombre y una fecha: 17 WRZEŚNIA 1939. Al leerlo no
pude contener una risa maliciosa, se trataba de la invasión roja a Polonia. Bonito regalo de
cumpleaños, pensé, e inmediatamente clavé los ojos en el asiento de Elisa, que estaba a
unos pocos pasos del mío. Al hacerlo me fijé que se levantó cuando vio la tormenta de
nubes oscuras sobre la pantalla, tal vez presintiendo el drama que se avecinaba. Sin
embargo, una muy buena primera secuencia la hizo desistir de evacuar el área. En esa
primera toma se ve, dentro de un plano general, a un grupo de personas huyendo en
dirección a un puente; del otro lado del puente viene otro grupo más disperso y pequeño.
Ambos bandos se notan asustados. Cuando los dos grupos se avizoran se dan entre sí gritos
y advertencias para que se devuelvan. El miedo colectivo los atrapa en el centro del
conflicto: de un lado huyen de los alemanes, del otro escapan de los soviéticos. Estaban
jodidos.
          Katyń fue el lugar donde el ejército ruso asesinó en serie a un gran número de
prisioneros polacos. La película mostraba la guerra, a los verdugos soviéticos metiéndoles
un tiro en la nuca a los condenados a muerte, a unas mujeres aferradas a la esperanza de
que sus maridos regresaran a casa. Sólo unos pocos volvieron, el resto quedó enterrado en
el frío y el silencio de un bosque invernal. A pesar de la dureza del filme bélico, la pareja
de enamorados no dejó de darse besos y manosearse con descaro y sin pudor, aprovechando
la clásica oscuridad y una sala casi vacía. Se encontraban en la última fila de asientos,
diagonal a la mía. Yo escuchaba el roce de sus ropas, los jadeos contenidos. Mientras en la
pantalla se oían las botas de los nazis y los bolcheviques sobre el suelo de Varsovia, los
enamorados emitían gemidos propios de una gran excitación. En esa sala se estaba viviendo
el sexo y la guerra en un mismo plano, ambos crudos e incontenibles.
          El viejo de acento extranjero estaba sentado una fila antes de la mía, miraba
concentrado la película, casi ni se movía, al punto que llegué a pensar que se había quedado
dormido. Ni siquiera el juego de los amantes lo distraían de su concentración.  Los
muchachos anti-pop se sentaron en una de las hileras del centro y no cesaban de hablar y
despotricar. Con ese humor fascista característico de la adolescencia opinaban que a la
estrella que homenajeaban en las otras salas también debieron pasarla por las armas. Los
estruendos de sus risas ante tamaño comentario se confundían con el sonido de las balas en
las cabezas polacas. Entretanto, Elisa se estremecía con cada una de las crueldades de la
invasión rusa, al tiempo que racionaba su bolsa de cotufas para que le alcanzara para toda la
función. 
          Cuando Katyń terminó algunos de los corazones de la sala salieron devastados. Otros
se tomaron las cosas más a la ligera, como uno de los muchachos que al pasar por mi lado
se quejó porque “en la película no se asomó ni una teta”. Como siempre, me quedé hasta el
final, ésa es otra de mis costumbres en el cine: quedarme hasta que desaparezcan todos los
créditos. Al encenderse las luces pude ver que la pareja de enamorados se acomodaba la
ropa y el pelo, y al fijarse que los observaba se hicieron los desentendidos y salieron
rápidamente. El viejo se quedó sentado un  largo rato, como si no pudiera levantarse, él y
yo fuimos los últimos en salir.  A Elisa la perdí de vista, debió abandonar el lugar muy
rápido. Cuando me dirigía a la parte de afuera pasé cerca de los muchachos que parecían
estudiantes de cine y oí a uno de ellos emitir uno de los juicios más característicos de
quienes se ufanan de conocer el mundo cinematográfico: “excelente fotografía”. Fuera de la
sala oscura nuestros rostros contrastaban con las caras risueñas de los asistentes de la otra
proyección. Ellos sonreían ante la inmortalidad glamorosa de Hollywood, en tanto que
nosotros teníamos el rostro enjuto frente a la fragilidad humana.
          El viejo y yo tomamos la misma dirección, aunque cada uno iba por su lado. Al llegar
a la estación del trolebús me di cuenta de que Elisa también estaba ahí. Los tres
coincidimos en la misma ruta, ya era un poco tarde y había pocos pasajeros y suficientes
puestos desocupados. Algunas caras del vagón estaban adormecidas, otras se notaban
cansadas, como las de dos obreros que cabeceaban sobre sus mochilas de trabajo. A pesar
de la buena cantidad de puestos vacíos, el viejo se acercó y se sentó a mi lado y con una
sonrisa amable exclamó: “¡fuerte la película, eh!”. Buscaba conversación, todo lo contrario
de Elisa, que aprovechó uno de los asientos individuales, probablemente con la intención de
no ser molestada. “Tal vez demasiado dura—le comenté—, creo que hubo un morbo
innecesario, mucho afán en mostrar las ejecuciones”. El anciano me miró y se quedó
callado por unos instantes, luego cruzó los brazos, miró hacia adelante y antes de soltar un
suspiro exclamó con voz profunda: “No, muchacha, dura es la guerra. Yo vengo de ella, y
aunque el tiempo pase uno le sigue perteneciendo, no importa que ella haya terminado”.
Ahora entendía su acento extranjero. Era polaco. 
          Como única respuesta sólo pude mirarlo, apretar los labios y alzar las cejas. “Sí, dura
es la guerra”, volvió a exclamar antes de bajarse en su estación. Al hacerlo, se cruzó con
unos músicos que entraban y que estaban algo borrachos. Eran tres de esos músicos
callejeros que se ganan la vida tocando en el transporte público. Uno cantaba, el otro tocaba
la guitarra y el tercero recogía el dinero ganado en un sombrero. Aproveché su presencia
para pedirles, en voz bajita, que le dedicaran una canción a la señora de lentes que iba sola
en uno de los puestos de adelante. También les informé que ella estaba de cumpleaños. Por
unas monedas, y con una voz un poco distorsionada por el alcohol, le cantaron las
mañanitas y le dijeron unas palabras de felicitaciones. Los obreros somnolientos
despertaron con las notas musicales y aplaudieron al finalizar, algunos otros pasajeros
celebraron la ocurrencia con sonrisas y aplausos. Elisa volteó sorprendida, me miró y nos
dio las gracias a todos. Los músicos se quedaron en la estación en que yo también debía
bajarme. Sin embargo, no lo hice, un afán detectivesco o el síndrome Amélie hizo que
pasara mi ruta y siguiera los pasos de la cumpleañera solitaria. En el fondo temía que a ella
se le ocurriese algo fatal en su desolado aniversario. Se notaba tan desamparada y frágil que
temí que su última parada fuera el viaducto más cercano o que se tirara sobre las vías del
trolebús.
          Elisa se quedó en la antepenúltima estación del recorrido, casi en las afueras de la
ciudad. Yo me escabullí entre el resto de los pasajeros al bajar, para evitar que ella se diera
cuenta de que le seguía los pasos. Una vez en la calle, decidí detenerme en un kiosco con la
intención de comprar cigarrillos, para darle tiempo a la mujer de que siguiera adelante, yo
la alcanzaría después. A lo lejos se divisaba el anuncio en luces de neón de un popular
establecimiento de comida rápida; Elisa tomó esa dirección.
          Pocos minutos después reanudé mi persecución hasta el restaurante, pero no entré,
preferí quedarme afuera, en un lugar desde donde pudiera observarla. Vi que hizo la cola y
pidió un pedazo de torta y una cajita infantil, de ésas que vienen con una minihamburguesa
y un juguete. Elisa se sentó en una mesa pequeña, alrededor suyo había unas pocas
personas. Cerca de donde yo estaba se encontraban unos empleados del lugar sacando la
basura, y junto a ellos estaba el payaso que ameniza las fiestas infantiles del local. El
payaso fumaba, charlaba y eventualmente se subía los testículos. Cuando lo escuché noté
que tenía la voz ronca como la de un fumador crónico. Con la excusa de buscar fuego para
mi cigarrillo me acerqué, mientras Elisa sacaba el juguete de su cajita y lo ponía frente al
trozo de torta. El payaso me dio fuego y al tenerlo cerca pude percibir que sobre su rostro
maquillado de blanco surgían unos pelitos propios de quien lleva varios días sin afeitarse.
Con el cigarrillo encendido fingí postura de fumadora, aunque no fumo. Le busqué
conversación al payaso mientras los empleados volvían adentro a buscar más bolsas de
basura. Le dije: “¿tú ves esa mujer que está sentada cerca del rincón del baño?” “Sí, ¿qué
pasa con ella?”, me preguntó sin mucho interés, con su boca muy grande y muy roja y con
un aliento de fumador empedernido. Hoy es su cumpleaños y está más sola que la una, le
respondí. “Todos estamos solos”, dijo el payaso de súbito—una reflexión filosófica que me
pareció casi una altanería—. No le hice caso a su comentario y retomé mi plan: “¿Será que
tú puedes…?”—comencé a formular la pregunta que el payaso no permitió terminar—.
“¿Tú puedes qué?”, preguntó a la defensiva. “Hacerle una fiesta, hacer tus gracias”,
respondí mientras veía cómo Elisa miraba su trozo de torta y, estoy segura, se cantaba en
silencio su cumpleaños feliz. “No, a esta hora no me gusta ser payaso de nadie, ya mi
horario de trabajo finalizó, además sólo animo fiestas infantiles, suficiente con eso, así que
olvídalo”.
         No sé de dónde saqué valor, supongo que fue el ver a esa solitaria cumpleañera frente
a un pedazo de torta y un juguete por acompañante lo que me empujó a agarrar al payaso
por la braga amarilla, a la altura del cuello, y pedirle con determinación: “anda y le cantas
el cumpleaños, ¿qué te cuesta, cajita feliz?” El payaso no esperaba tal reacción y quedó
desconcertado por unos segundos, después miró hacia la mesa de la mujer, tiró lo que
quedaba de su cigarrillo al piso, lo estrujó con su zapato cabezón y, antes de entrar, dijo:
“está bien, lo voy a hacer, a ver si esta noche alguien se queda conmigo”.
         No puedo asegurar cómo terminó la película de Elisa sin inventar un poco, sin
creerme con el derecho de ser la guionista de su celebración de cumpleaños. El resto de lo
que vi esa noche fue a un payaso vestido con una braga ancha y amarilla acercándose a su
mesa, mientras otros empleados comenzaban a levantar las sillas y a barrer el lugar, y
algunas luces se apagaban. Si desde la vidriera se me ocurriera hacer un primer plano diría
que al principio Elisa no sonrió ante la irrupción del ridículo payaso, pero que después su
mirada se fue suavizando hasta que por fin se asomó una sonrisa en su rostro. Tal vez esto
ocurrió cuando el payaso, ya sin maquillaje, se la llevó al cuartito que seguramente tiene
por vivienda. El resto, me gustaría inventar, es un foco circular, como en el cine mudo,
cerrando la escena de dos solitarios que se besan, y un empleado que se acerca a la puerta
del restaurante para poner el aviso de Closed, pero que en  su lugar se lea: The End. 

Federico Vegas: “José Luis Zuazola Gómez y Ricardo Miranda Loynaz”

Los curas de nuestro colegio pertenecían a una familia mitológica que ya entonces
comenzaba a desvanecerse. Recién terminaban los extremos inverosímiles que sirven de
sustento a la santidad. Los mitos se convertían en fama: la de la fuerza, la memoria, la
hediondez, la ferocidad, la bondad, la telepatía; y estas reputaciones perduraban a través de
nuestras imitaciones secretas y dos o tres frases que luego heredaban otros cursos.
         Casi todos eran vascos fuertes que en su juventud lanzaron enormes piedras contra la
neblina, sudando una mezcla de aguakina y linaza. La quijada se les encajaba mas allá de
los dientes sin encontrar reposo y el mentón siempre lo tenían tenso. A partir de ese
máximo común denominador cada uno desarrollaba un gesto característico. Recuerdo una
mano derecha sobando a la izquierda hasta dejarla inmóvil y seducida; unos codos que
sujetan las costillas flotantes y luego saltan en un aleteo amenazador; una boca abierta con
un tic que es cerrarla y reabrirla con un falso bostezo. Está el que convierte los mocos en
diminutas esferas y con veloz discreción los esconde en la faja de la sotana, su alcancía
secreta; el de la calva seca que desciende sin brillo, sin arrugas ni recuerdos aparentes,
hasta llegar a dos cejas arrinconadas donde guarda puros malos pensamientos; el enano
velocísimo de olfato extraordinario que nos obliga a soplarle en la frente y adivina la marca
de nuestros cigarrillos furtivos. Un santo gordo y venerable cada vez más sentado y
sonriente, se orina a media mañana en los bancos de granito mientras observa a los hijos de
los hijos jugar durante el segundo recreo. Otro es flaquísimo, parpadeante, de andar
espasmódico y sotana majestuosa; tiene una histeria sacra y masculina que convierte las
pecas de su cara en erupciones de nalga blanca. Hay uno que habla como si rezara y reza
como espichándose; lo sigue el que agarra los zancudos en el aire con dos dedos. Y, por
último, el más temido y espiritual, el encargado de confesarnos; tiene una respiración
profunda ungida de un dulcísimo café con leche que se filtra en la rejilla del confesionario
hasta otorgarle la consistencia y el aroma de los panales de miel; su lista de penitencias
viene con un vaho que va almibarando el tejido de mimbre e incita a las primeras moscas
de la mañana a compartir el secreto de la confesión.
         En esos años, más recatados y llenos de latín, a veces salía alguno de nuestros curas al
mundo vestido de civil, pero aun así se le reconocía por usar el suéter dentro del pantalón
brincapozo, las camisas blancas con los botones como uñas de fumador, los zapatos negros
con las puntas erguidas, las correas secas y larguísimas. Esto confirma la persistencia de los
principios, lo aferrados que estaban a su orden, la religiosidad genética.
         Había leyendas de túneles hacia conventos de monjas, de hostias
perdidas,cementerios de fetos, mastines que andaban libres en la noche y que alguna vez
devoraron a un novicio. Recuerdo también misterios que los curas jamás resolvieron, como
la identidad del cazapicón cuando el San José de Tarbes trajo el “Festival del joropo”; o,
“¿Quién se orinó en el casco del cura Calderón?” Son montañas de cuentos y mentiras
superpuestas desde los orígenes de esta ciudad, que cada cierto tiempo no soportan su
propio peso y se desparraman sin orden ni sentido.
         Lo que recuerdo con más intensidad, para describir al menos una parte de mi enorme
colegio, son las rutas hacia la comida. Un ancho pasillo de mosaicos verdes nos llevaba a la
cantina, donde todas las mañanas se sublimaban tres calamidades: la mantequilla rancia, el
pan duro y el queso viejo. Un hermano se ponía unos guantes de amianto, se tomaba varios
vasos de agua para tener con qué sudar y enchufaba la plancha. Todos acudíamos a ver la
transmutación. Con un tajo abría el pan, lo frisaba de mantequilla, dejaba caer la salpullida
lonja de queso, y colocaba el sánduche entre otras once piezas idénticas. Bajaba el tope de
la plancha y todo quedaba estripado. De entre los hierros al rojo vivo salían vapores
acuosos, salpicones de grasa, aceites ácidos acompañados de ruidos gástricos que iban
desde los pequeños gritos del trigo hasta los estertores de la manteca. Era la iniciación a la
vida de un nuevo ser babeando borbotones de Kraft. Después de un olor a bruja quemada,
se sienten aromas a café caliente, a panquecas, a fogón de leña, a ropa planchada. Al
levantar la tapa salen cúmulos y rizos que la brisa lleva hasta los campos de fútbol
anunciando la buena nueva. Se aclara el horizonte y se animan las almas que no han
desayunado por comulgar en misa y andan como neveras abiertas y vacías. ¡Albricias!
Salen y salen docenas de sánduches desde la plancha mágica hasta una caja de vidrio donde
otras moscas, también hambrientas, se contornean y aplastan inútilmente el espinazo
tratando de darse un festín.
         Al lado de la cantina se encuentra el comedor de los seminternos. Después de
almuerzo lo asean con trapos presurosos que brincan de mesa en mesa, y cada gota que
salpica no se evapora sino que deja una ampolla gordita y visible al contraluz. El jugo de
carne y los restos de frijoles van formando en los trapos grises un líquido denso que barniza
los muebles en vez de limpiarlos. Es un fino lacre que al secarse deja impresas las huellas
de los codos y atrapa brevemente los antebrazos de quien almuerza al día siguiente.
Prevalece un olor punzo penetrante a sotana frita. Hay algo digestivo en ese sumergir los
trapos en las poncheras y pasarlos sobre las mesas. Es la comida que regresa diluida al
mobiliario, alimentándolo con el propio extracto de lo que propicia. Los trapos jamás se
renuevan, un buen día desaparecen en las poncheras: se mete la mano en el líquido turbio y
sólo hay algunas hebras e hilachas. 
         Por estos y otros predios andaba el Padre Ascupe cundido de juanetes, callos,
ampollas y uñas encajadas al mismo tiempo y en ambos pies. Nos vigilaba todo el día, y al
final de la tarde entrenaba a la banda del colegio llevando el ritmo de los tambores y las
cornetas emitiendo marciales peítos con los labios. Tanto andar en un hombre alto y agudo
le causó dolores en los pies. En la noche se los acariciaba por horas y murmuraba entre sus
oraciones:
         —¡Dios mío, siento que camino sobre mis muelas!
         Durante años probó todos los calzados posibles. El clásico zapato negro de trenza y
suela de cuero y algunas variantes ortopédicas, el mocasín con horma y plantillas de papel
de periódico, el zapato de Bowling, la espadrilla playera, alpargatas, pantuflas y sandalias,
hasta terminar usando unas zapatillas negras de ballet a las que quitó el lacito. Calzado de
esta manera, además de aliviar un poco sus dolores, Ascupe se hizo más ágil y veloz.
Incrementó en secreto su facilidad para el sobresalto, la súbita media vuelta, los giros de
torso, la aparición a contraluz y el desconcierto. Con las zapatillas y dos medias de fútbol
había triplicado su disposición para el sigilo y se había hecho inaudible y casi transparente.
Era inevitable que tarde o temprano atrapara a Zuazola dando función, el pajizo más
notorio del colegio.
                 La epidemia de la masturbación la amainó el cura Sosa mediante una campaña
científica. Era nuestro profesor de biología y su discurso se basaba en estudios médicos y
datos estadísticos. Acompañaba sus demostraciones con dibujos en el pizarrón señalando
con tizas de colores cada uno de los órganos afectados. También era capaz de adivinar
quién era un asiduo por ese crecimiento de cejas y pestañas que producen los desequilibrios
hormonales. Apenas nos observaba, tratábamos de poner la expresión más sana y alerta
posible, pujando para que la mirada fuera brillante y apretando las nalgas contra el asiento
del pupitre. Sus ejemplos eran intimidantes:
         -—Un individuo que se masturba realiza un gasto de calorías equivalente a darle
cinco vueltas al campo de fútbol. En caso de sucumbir a la tentación hay que colocarse
inmediatamente de cabeza contra una pared por un cuarto de hora de forma que la sangre
irrigue de nuevo el cerebelo.
         El padre Sosa alcanzó reconocidos éxitos con Pérez Iturbe y el Mono Avendaño.
Fracasó con Carpio, que se la hacía abriendo huecos con una navaja suiza en un colchón de
goma espuma. En Manolito Brandt produjo el efecto contrario: una sofisticada
exacerbación de la rutina que iba a incluir una variante de su invención: “Te sientas antes
sobre la mano derecha hasta dormirla. Creerás que eres otro”.
         Ricardo Miranda Loynaz era uno de los más graves adictos y decidió pedir ayuda.
Para esos casos extremos había un tratamiento especial basado en la “Composición de
lugar” de San Ignacio de Loyola. En la primera cita, después de exigirle datos precisos
sobre sus costumbres para establecer el síndrome, el cura Sosa le dijo a Miranda:
         —Imagínate un llamado urgente del Supremo General, y que el soldado se levanta
con la mirada turbia y sin fuerza en los muslos. Sus compañeros están ya en fila, limpios,
uniformados y listos para la gran batalla, mientras el desertor se cubre con la funda de una
almohada.
         Cuando Miranda fue a la segunda cita del tratamiento, el padre Sosa lo recibió con
una pregunta:
         —¿Estás con Cristo?
         Con el rostro despejado, Miranda cerró los puños y los esgrimió contra el aire
mientras exclamaba:
         —¡Sí Padre!
         —Bienvenido seas a la primera línea de combate, a la delantera del equipo.
         —¡Sí Padre!
         Cada vez gritaba más animoso. Hasta que le estiraron la pregunta:
         —Soldado… compañero de batalla… ¿de verdad estás con Cristo Rey?
         Miranda no aguantó aquel tuteo militarista. Antes se tapó la cara con las manos;
esperaba llenarlas de lágrimas pero seguían secas; tenía incluso unas insoportables ganas de
reír mientras explicaba, con sorprendente coherencia, que había pasado varios días usando
agua helada, hasta que una tarde sintió escalofríos en el cuerpo, y decidió que, sólo por
aquella vez, se bañaría con agua tibia. Pensó que si lo hacía en el baño de sus padres estaría
a salvo. ¿Quién se atreve a masturbarse donde se baña la madre? Ya en el sitio y desnudo,
recordó las estadías en aquel mismo lugar jugando con diminutos trasatlánticos mientras le
frotaban la espalda. Todo parecía unirse en su contra: el olor a coliflor de las cortinas, los
delfines deformes estampados en el plástico, las porcelanas color melón húmedas y
centelleantes, las gotas enloquecidas buscando camino. Con el agua golpeándole los ojos
buscó a tientas la jabonera y encontró un jabón pequeño con forma de concha marina. Al
frotarlo en su pecho se convirtió en una densa espuma azul y desapareció. Sólo divisaba un
alud de burbujas que descendían sin peso más allá de su ombligo. Fue entonces cuando
Miranda ofreció su única excusa:
         —Es que el jaboncito olía divino, padre Sosa.
         Algo reverberó en el pasado del biólogo y sacerdote, algo delicioso que aleteaba y
emprendía vuelo, porque, ante aquel argumento, el padre Sosa no pudo hacer nada mejor
que responder con sospechosa camaradería:
         —Anda hijo, vete en paz, que lo tuyo no tiene remedio.
         Miranda recordaría la masturbación con que cerró su infructuoso tratamiento en el
baño de sus padres como una experiencia mística. En el armario de la mamá descubrió una
caja repleta con otros jabones de graciosos colores. Había formas de pera, de estrellas,
brazos de angelitos, columnas griegas, canarios y osos polares. Fue prudente y se robó
apenas tres (si es que se puede llamar robar quitarle a la madre un jabón). Terminaron para
siempre sus masturbaciones veloces, casi epilépticas, de cuando suponía que el pecado
mientras más corto es menos pecado.
          Ante tamaño fracaso, al mejor amigo de Miranda Loynaz, el impávido Zuazola,
jamás le pasó por la mente pedirle una cita al Padre Sosa. Zuazola estaba seguro de su
afición; la consideraba una costumbre tan apropiada a su constitución como bostezar o
peinarse. Era de carácter relajado, poco dado a la culpa y las abstracciones. Ya a las diez de
la mañana el Breelcream de su copete ladino se había disuelto y el sol se reflejaba en su
frente, nariz y descomunal nuez de adán; también resplandecían la hebilla, los anteojos, los
pantalones tornasol y los protozoarios de la camisa. Esa tendencia al destello y la
notoriedad tendrían que ver con su perdición. Siempre estaba en posición de apoyo, entre
torcido y reclinado. Su posición ideal era adormecerse con una mano en el bolsillo y otra en
un hombro ajeno y así, con los ojos entrecerrados, nos escuchaba conversar. Sólo intervenía
para reírse en medio de convulsiones silenciosas mientras buscaba algo más dónde
apoyarse y dónde escupir. Era un buen amigo, tranquilo, con una sólida reputación ganada
en los urinarios del colegio, frente a los cuales arqueaba hacia atrás la columna con las
piernas abiertas en un éxtasis acrobático y se sacaba una verga que aventajaba en grosor,
arrugas, negritud, pelambre, cabeza y expresión sombría a las nuestras, inciertas y
cabizbajas por estar en incipiente maduración. En su campaneo final, Zuazola caminaba en
retroceso dándole palmadas de aprecio y guardándosela en los calzoncillos como si
envolviera una pieza de porcelana. Luego emergía por la puerta de los baños estirando los
brazos con bostezos de leñador.
         El colegio tenía dos largos edificios frisados de un gris carrasposo: el bachillerato y la
primaria. Cada uno tenía de un lado el pasillo y el patio donde hacíamos filas, y del otro
ventanas altas y basculantes por donde apenas pasaba una cabeza. El Padre Ascupe
caminaba planificando ante cada clase sus apariciones vertiginosas e insospechadas. Una
tarde, muy cerca del pastoso final de una clase de historia sobre asirios e hititas, el Padre
Ascupe se materializó frente a nuestro pizarrón. Nadie lo vio cruzar por la puerta del salón;
comenzamos a percibirlo cuando descendía ingrávido y aún flotando con la sotana abierta.
         Al aterrizar el Padre Ascupe tenía la costumbre de apuntar con el dedo al primer
movimiento brusco que viera entre las filas de pupitres. Sus máximas no fallaban: “Donde
hay agitación, hay culpa”, “Gesto súbito, pecado mórbido”. El cambio de luminosidad entre
el pasillo y el interior del salón lo cegaba y confiaba más en sus instintos desarrollados
desde el seminario que en imágenes faltas de luz. Esa vez el dedo señaló al refulgente
Zuazola que en la última fila se encogía como si se fuera a meter dentro del pupitre. El
Padre Ascupe se limitó a pronunciar sus temibles dos sílabas:
         —¡A… cá!
         Su dedo alargadísimo, después de señalar a Zuazola, descendió y quedó colgando
sobre un trozo de suelo. Era la forma de ordenarle al sospechoso que caminara hasta
detenerse en ese punto preciso. Mientras esperaba al alumno, Ascupe se balanceaba sobre
la punta de sus zapatillas, y la mano del dedo, aún estirado, se movía como un péndulo. La
otra mano se la encajaba en la sotana negra presionándose la ingle, y sus uñas, temblando
por el esfuerzo, parecían estirar el tiempo o acortarlo según la inclinación y la presión que
les diera. Nada más intimidante que ver a una autoridad menearse como un columpio; nos
recuerda que nuestro destino depende de una balanza irrevocable y a la vez caprichosa.
         La otra arma del Padre Ascupe era su voz. Hablaba desde los fondos del esófago con
un timbre de monja engripada que brotaba entre tempestades de saliva, olor a muelle y agua
salada. Sus frases podían seguir sin pausa ni sosiego o cesar repentinamente. En las
primeras embestidas usaba frases cortas dichas sin separar los dientes:
         —A… cá. Síiii, acá tú. Sí, sí, sí, sí… ¡Acá! ¡Tú mismo! ¡Sí!
         Así convertía al español en una lengua africana, tribal, guerrera, y como machacada
por un misionero; luego venía el silencio y una mirada de asco y juicio final. Aquel día,
cuando vi la cara de Zuazola, supe que se iniciaba algo importante en mi vida, un cuento
que habría de acompañar esta vejez solitaria. Busqué una posición para mirar sin que se
oyera mi respiración; metí la barbilla detrás del codo y bajé los ojos hasta dejar asomada
sólo las mitades de las pupilas.
         Poco antes de llegar el Padre Ascupe, Zuazola había iniciado, como en toda tarde
lluviosa, las caricias y frotaciones de una masturbación lánguida y caprichosa. Algo en el
ozono o en la humedad del aire lo solía motivar. Apenas escuchábamos caer las primeras
gotas del aguacero ya sabíamos que Zuazola, metódico y previsivo, arrancaría una hoja del
block de dibujo para no salpicarse los pantalones. Con solo oír el rasgar del papel ya sus
vecinos sabíamos que dentro de poco habría función.
         Cuando Zuazola sintió ese “¡Acatú!” inconfundible, trató de guardárselo, pero ya lo
tenía enervado, pleno. Su cara estaba traslúcida porque toda la sangre se había ido al único
lugar de su cuerpo que permanecía cálido y valiente. Zuazola lo golpeó, trató de doblarlo,
lo ahorcó por la base, le aplastó la testa mientras le pedía apoyo en secreto, pero sólo
conseguía envalentonarlo, darle un aire cada vez más aguerrido y tozudo.
         El Padre Ascupe, ya enfocando mejor, sacó una conclusión preliminar: “Seguramente
lo que Zuazola oculta entre las piernas es una revista con mujeres desnudas, el Gallo
Pelón quizás, y quiere plegarlo para ocultarlo dentro del pantalón”. Así que despegó la
mano de la ingle, la paseó en el aire con ondulaciones de flamenco y dijo con un tono de
hipócrita apoyo y comprensión:
         —No se lo guarde, querido Zuazola, tráigalo acá… ¡Sí, sí, sí!.. ¡A… cá!
         Zuazola aún tenía varios segundos para hacer un último intento, pero después de una
frase tan empalagosa como certera, se sintió descubierto y se entregó a lo que habría de
venir. Antes de caminar hacia el punto que le señalaban, cerró la hebilla y la correa, lo que
tuvo un efecto contraproducente al dejar asomado entre la bragueta y las puntas de la
camisa a ese especie de títere calvo que parecía saludar a su público desde un telón
entreabierto. Ya de pie y caminando, se lo miró y le pareció distante, como si fuera de otro
cuerpo o de otra época. En cada paso trataba de amortiguar los bamboleos afirmativos,
equilibrar aquel inexorable vaivén del que pretendía ya no ser responsable.
         La lenta marcha de Zuazola le dio al Padre Ascupe suficiente tiempo para entender la
magnífica plenitud que le traían, pero se negaba a aceptar el hecho: aún creía ver la revista
doblada que había previsto, y luego una bolsa de pistacho, o esas cachiporras de los
antiguos matones, todo menos la evidencia absoluta. Las alternativas cesaron cuando la
escala y la realidad de aquellos nervios brotados, ya contiguos a su dedo, no le permitieron
dudar más.
         Enfrentado por fin a la más primitiva representación del pecado, quitó la cara de
policía eficiente y arrugó la boca como haciendo un tubito para silbar. Se golpeó la frente
con la palma como si matara una avispa y de un solo envión la subió abierta hasta apuntar
el techo y rozar el ventilador, dejando que la manga de la sotana le bajara hasta el codo.
Así, con la mano que antes era péndulo en lo más alto, unió los dedos, se dio tres golpes
cada vez más fuertes entre las dos cejas, y exclamó distanciando las tres silabas en tres
bocanadas de aire:
         —Zuaaa… zoo… laaa… 
         Fue un suspiro solemne expelido con la cadencia del descalabro, la musicalidad de los
mares profundos, el abatimiento de tantas noches sumido en la desolación.
         Con una mueca de consternación, Zuazola miró al causante de su tragedia como
achacando el tamaño prodigioso a una picada de alacrán. En su imaginación de niño quería
infundirle la ingenuidad de Pinocho, la docilidad de Geppeto y la aparente buena
conciencia de Pepe Grillo. Se iban amontonando los segundos y allí seguía aquel símbolo,
cada vez más primitivo y legible, impertérrito frente al Padre Prefecto, sin perder ángulo ni
aplomo. Lo recuerdo con la seguridad que ofrece una perplejidad perfecta y la impavidez
de las frutas maduras aún en los árboles. El terror, en vez de causarle flacidez, le produjo un
entumecimiento impersonal. Persistía el rojo anacarado y la rigidez de la epilepsia. Nada de
actitudes sumisas, excusas o ambigüedades; estaba desplegado y pelado, aflorando y
enfrentando; tenía todas las cualidades de un desastre inolvidable.
         El Padre Ascupe miró al profesor de Historia exigiendo una explicación, pero éste
sólo acertaba a limpiarse con el pañuelo las manos llenas de tiza después de haber dibujado
la planta de un templo hitita. Ascupe decidió llegarse con Zuazola hasta el rectorado y, más
por desconcierto que por maldad, se lo llevó tal como lo había encontrado. Avanzaron
lentamente por los pasillos de mosaico verde a unos diez pasos uno del otro.
         Hasta los exámenes finales el gran tema en todos los recreos fue qué había ocurrido
en el despacho del Padre Rector. Esas discusiones nos hicieron sentirnos expertos y algo
cínicos, al hablar con desenfado de un compañero de clase expulsado para siempre. Se
amontonaban versiones, ejercicios imaginativos que se abrían en variantes insólitas,
algunas malintencionadas, otras simplemente desquiciadas: “Se la habían tapado con la
funda de la máquina de escribir, con la boina negra del Rector”. “Le habían tomado fotos
para los archivos del Ministerio de Educación, para un manual de anatomía”. “Al saber que
estaba expulsado, Zuazola pidió autorización para terminar de hacérsela”. “Se le había
quedado tiesa e hizo falta bajársela con baños de vapor, agua bendita, sal de higuera, hielo
seco”. “Se le había gangrenado”. También hablábamos de su futuro, y aquí el nivel
mejoraba porque todos le deseábamos suerte: “Estudiaba en el Emil Friedman donde
aprendió a tocar el violín”. “Lo habían mandado a una academia militar en los Estados
Unidos”, “volvería al colegio después de un año de castigo”.
         Todos los días pasábamos en el autobús del colegio frente a donde vivía Zuazola. Su
casa tenía un muro de piedra como de un metro del cual partía una suave rampa de grama
con matas de rosas. La tarde en que lo vimos, él nos vio antes a nosotros. Estaba regando el
jardín e hizo presión con el dedo en la boca de la manguera y quedó sumergido tras una
cortina de agua. Buscábamos su rostro, pero era justo lo que escondía con los brazos
extendidos. Traté de abrir la ventanilla para saludarlo; cerré los ojos con el esfuerzo y
cuando pude sacar la cabeza ya estábamos en otra calle, frente a otras casas.
         Treinta años más tarde me contaron que fue el ingeniero de una importante represa en
el río Uribante, y recordé el potente chorro que usó aquella última vez para escudarse.

Ibsen Martínez: “Cessna A 188”

 Cristóbal Ponce celebró sus sesenta años con una parrillada dominical en un hangar, junto
a sus únicas posesiones: un monoplaza fumigador Cessna y un viejo Piper Arrow de
entrenamiento. El hangar estaba  en el aeródromo de un polígono industrial.
          El fumigador era el único activo de Cristóbal pues ya no era aerotaxista ni daba
clases de vuelo. “Activo es todo lo que pone dinero en tu bolsillo”, había escuchado decir
alguna vez a su hijo, el economista. Le gustaba repetirlo, viniese o no a cuento.
          Aunque el biplaza de entrenamiento era anticuado – tenía casi cuarenta años–, el
mercado de los aviones es muy sentimental y siempre habrá quien quiera un Piper Arrow
todavía en condiciones de volar. Una academia de vuelo costarricense le había ofrecido
hacía poco casi ochenta mil dólares por él. Pero él no pensaba desprenderse del biplaza a
menos que fuera absolutamente necesario. “Es ahorro volante; no tengo plan de retiro”,
decía. Vivía exclusivamente de las fumigaciones.
          A la parrillada vinieron un joven piloto destajista, un médico asimilado a la Guardia
Nacional, un  abogado, las esposas de éstos y una mujer que había contratado servicios de
fumigación agrícola hacía unas semanas.
          La mujer se llamaba Herminia Collado, tenía un rebaño de búfalos de agua y había
iniciado un cultivo de arroz en una sabana anegadiza. Había llamado por teléfono para
indagar tarifas y condiciones. A Cristóbal le gustaron su voz carrasposa y el modo
desenvuelto de cerrar el trato.  En los días que siguieron a la llamada se preguntó varias
veces qué edad podría tener la voz de Herminia. 
          Quedaron en que, al regreso de otra fumigación en una  hacienda cercana, el piloto
sobrevolaría la finca de arroz para evaluar los requerimientos del trabajo.  Antes de colgar,
Herminia dijo que en su hacienda había una pista de cuatrocientos  metros, algo enmontada
y bastante en desuso, pero que  podía hacerla acondicionar en cuestión de una semana o
poco más si fuese necesario. Cristóbal  respondió que al piloto no le haría falta aterrizar
porque sólo echaría  un vistazo desde el aire.
          El padre de Herminia, el fundador del hato de búfalos, fue un  médico cirujano de
Caracas que volaba semanalmente a la finca en un monomotor. Ni ella ni sus hermanos
aprendieron a volar, pese a  las exhortaciones del padre. Al morir el viejo vendieron la
avioneta.
          La fumigación se demoró varios días y una mañana ociosa Cristóbal resolvió ir a
personalmente a reconocer el arrozal.  Pensó volar en el Piper, pero en el último minuto
saltó al  fumigador. Le gustaba su mucha maniobrabilidad a poca altura.  A sólo diez
minutos de vuelo avistó la casa de la hacienda, las negrísimas manchas de los rebaños
bufalinos, los sembrados de sorgo forrajero  y la pista, pero no vio el arrozal por ninguna
parte. Descendió hasta los novecientos pies, luego bajó trescientos más y  aún  otros cien
pies para pasar en vuelo rasante y echar un vistazo.
          La pista era un desastre: grandes surcos abiertos por las aguas de sucesivos inviernos
rajaban a lo largo el claro ahora reseco. Con seguridad habría madrigueras de armadillos –
cachicamos los llaman allí – entre los matorrales. Cinco o seis búfalos se hundían hasta el
belfo en una laguneta cenagosa junto a una de las cabeceras.
          De tomar tierra en aquel zanjón, Cristóbal arriesgaba, en el mejor de los casos,
perder el tren de aterrizaje, doblar la hélice, clavar un ala o la nariz en tierra. Después de la
pasada a ras del suelo, trepó otra vez hasta los  mil doscientos pies y se alejó dos millas
hacia el oriente  antes de  virar en redondo y aproximarse a la pista de Herminia Collado.
          Tomó tierra a  cincuenta y cinco nudos, apretando los dientes, confiando en no caer
en una madriguera de cachicamo. Se detuvo a cinco metros de los búfalos. Alarmados,
aunque no demasiado – era sólo un avión –, los búfalos salieron  de su lodoso chiquero   y
trotaron  hasta un grupo de acacias.  Ya en tierra,  sin parar el motor, Cristóbal viró ciento
ochenta grados y cortó el gas. Salió de la carlinga y lo aplastaron el calor y la cegadora  
reverberación del llano a esa hora de la mañana.
          Dio una vuelta en torno al fumigador que, aparentemente, no había sufrido daño
alguno al aterrizar en aquella manga agujereada y cubierta de matojos. Caminó un poco por
la pista, mirando a todos lados hasta convencerse de que  había agotado toda su buena
suerte en el aterrizaje y que no podría intentar el despegue desde allí sin desnucarse. Se
acuclilló bajo el ala del avión y se puso a mirar la sabana. Un gavilán piaba en las
cercanías. Al rato, chasqueó y comenzó a mover la cabeza.
           —¡Huevón! – soltó –. ¡ Ah viejo huevón!
          La pista estaba en el confín de la propiedad y se llegaba a ella  por una trocha para
vehículos de motor  que  había visto desde el aire.  Cristóbal caló su gorra y por ese camino
se internó sin prisa en el chaparral.   Kilómetro y medio chaparral adentro comenzó a ver
árboles llaneros, duros  y nudosos – primero un cañafístolo, más tarde un merecure – y el
olor a bosta le advirtió de la cercanía de un rebaño.
          De pronto vio a su derecha, bajo una acacia,  un saladero artificial desde donde una
punta de ganado bufalino se desparramaba sobre el camino, cortándole el paso. Aunque
lamían sal y rumiaban mirando a otra parte, los  búfalos  parecían estar esperándolo.
          Ahora bien, Cristóbal había hecho muchas cosas en su vida y  alguna de ellas
requirieron mucho coraje, mucho más  del ordinario, pero hallarse a corta distancia de
ganado en pie, sin burladero a la vista, era algo que podía desazonarlo atávicamente hasta la
parálisis  aunque  se tratase de dóciles búfalos de agua.
          Allí se estuvo parado un rato,  sin pensar siquiera en dar un rodeo por entre el
chaparral y volver al camino más adelante.  Se disponía a regresar  al avión, sin saber bien
para qué, cuando escuchó el motor de un todoterreno aproximándose a toda velocidad. Los
búfalos se hicieron a ambos lados sin mucha alarma, como siempre, sin atropellarse: era
sólo un Toyota Landcruiser  negro que atravesó raudamente el rebaño, avanzó resuelto
hacia Cristóbal y frenó a su lado.
          Lo conducía una mujer que vestía bermudas y una franela muy gastada con el logo
del  “Campamento Vacacional Las Bufalinas”. Traía  puesta una gorra de los  Medias
Blancas de Chicago.  Un zagaletón de la hacienda la acompañaba. 
          —    Buenas – dijo la mujer.
          —    Buenas, señora.
          —    ¿Aterrizó con bien?
          Era la voz de Hermina Collado. 
          —    Aterricé con bien, gracias a Dios, pero no he debido  poner ese avión ahí.
          —    ¿Usted es el fumigador de “Aeroponce”?
          —    No. Yo soy  Cristóbal, el dueño de “Aeroponce”. Usted habló conmigo.
          Se presentaron formalmente y  Herminia  dijo:
          —    Me agarró por sorpresa. Pensaba que nada más iban a sobrevolar.
          —    Yo también. Pero se presentó una falla mecánica. Como tenía visual de su pista
no lo pensé más y me lancé de cabeza.
          Cristóbal subió a la trasera del todoterreno y fueron a ver el avión. Herminia
conducía a mucha velocidad y en tres minutos estuvieron allí. Dieron una vuelta en torno al
fumigador sin  detener el vehículo.
          — Va a tener que desarmarlo y llevárselo en parihuela. De ese cangilón más nunca
sale volando – dijo ella y tomó el camino de regreso a la finca.
          Cada año, de  agosto a octubre, la mujer abría un campamento vacacional para
escolares capitalinos. La casa de la hacienda hervía de niños en edad escolar que todo el
tiempo se tomaban fotos unos a otros con sus teléfonos celulares. Herminia dejó a Cristóbal
instalado en su oficina mientras se ocupaba del almuerzo de los chicos.
          La oficina era un lugar umbrío con aire acondicionado. Su austeridad,  el escritorio
“Reina Ana” de Herminia y la bulla escolar que venía del exterior sugerían la rectoría de un
colegio religioso  durante la hora de recreo. Las paredes estaban cubiertas de fotos
enmarcadas pero el resplandor del contraluz no dejaba verlas. Al quedarse a solas, Cristóbal
llamó por celular al piloto y le contó del fumigador atrapado en la pista.
          —¡Hágame el favor! ¿Y usted qué fue a buscar ahí?
          — Vainas de viejo.  Vente para acá, broder,  a ver cómo hacemos.
          Le indicó dónde estaba la finca, apagó el celular y se puso a mirar las fotos, una a una
y con las manos enlazadas a la espalda.  Pesca con atarraya en ríos llaneros, partidas de
caza en los años cincuenta. Tigres, pecaríes que allí llaman báquiros, y  venados  abatidos,
muchos años atrás, por el papá de Herminia y  sus amigos. ¿A quién había esperado
encontrar allí? ¿A Meryl Streep como la baronesa Karen Blixen de Recuerdos de África?
              Almorzaron juntos, al fresco, en una mesita bajo un tamarindo.  Herminia dijo
estar harta de la carne asada y sirvió vermicelli con una salsa  fría hecha de nueces, queso
parmesano  y aceite de oliva. Regaron la pasta con un Frascati muy frío. Herminia se había
duchado y  cambiado a un vestido de verano de algodón estampado. Se conocía que se
había hecho las tetas recientemente.
          Durante el almuerzo Cristóbal supo que  Collado era el apellido de casada que
conservó al divorciarse. Tenía dos hijos, varones y adultos ya, que estudiaban fuera del
país, y una chica que acababa de entrar a la universidad.  El ELN había secuestrado a
Herminia hacía unos años – en  otra finca de la familia, más al occidente, en la frontera con
Colombia, que sus hermanos vendieron a precio de gallina flaca para recuperar parte del
dinero del rescate –, pero eso no hizo sino encariñarla aún más con sus búfalas. 
          Perseveraba con la mozzarela y los bocconcini pero el negocio mayor estaba en el
beneficio de la carne. Su principal comprador era un matadero industrial nacionalizado por
el gobierno. Para cobrar, Herminia debía ceder parte del dinero a un oficial de la guarnición
estatal. “Coronel Veinte Por Ciento lo llaman”, dijo. Cristóbal lo conocía de vista.
          Herminia preguntó qué tipo de falla había sufrido el “avioncito” y si Cristóbal había
corrido algún peligro y él mintió al decir que, una vez en tierra y en un santiamén, había
alcanzado a corregir a mano limpia lo que andaba mal en el motor. “Una tontería” que ni
siquiera necesitaba refacción, dijo. El problema ahora era la pista.
          — Ya mandé a emparejarla –dijo Herminia mientras recogía los platos–. Con el favor
de Dios estará lista la semana que viene.  
          —Lucro cesante– dijo Clemente, sonriendo resignado.
          —¿Cómo dice?
           “Lucro cesante”, repitió, se  sirvió más Frascati y se volvió en la silla para mirar a
sus anchas a Herminia mientras ella regresaba a la casa con los platos, dándole la espalda.
Doña Bárbara sin bigotes ni  fatiga del motor, llegando a los cincuenta en pie de guerra, con
nalgas retemblonas, sí, pero con tetas nuevas. Llevaba una gargantilla de cáñamo con un
dije de plata  en forma de búfalo y un tatuaje pitiminí – otro búfalo – sobre el tobillo
derecho. El único defecto que halló era su rostro: una cruza de Virginia Woolf y Tommy
Lee Jones.
          Después del almuerzo fueron a pie a la quesera que estaba a un cuarto de kilómetro
de la casa. Una perrita sata e importuna los acompañó. En un establo pequeño junto a la
quesera se alojaba Hernando, el padrote decano, vástago de un rebaño traído de Italia hacía
quince años. Cristóbal se asombró de que Italia exportase búfalos de agua. Los suponía
indochinos, filipinos, brasileños. “Muérete que también tenemos búfalos rumanos”,  dijo
Herminia, risueña. Hernando era trinitario. Cristóbal acarició la testuz de Hernando y dijo:
“tremendo negocio tienes aquí”, tuteándola de vuelta.
          —Ni tan bueno– dijo ella.
          Pagaba a la guerrilla colombiana novecientos dólares mensuales como vacuna
antisecuestro y vivía amenazada de invasión por los vecinos sin tierra. La Guardia Nacional
no iba contra ellos si no les pagabas y aun así nunca estabas seguro.  Al regreso, el piloto ya
estaba allí, esperando a Cristóbal para llevarlo a casa. Había tenido tiempo de echar un
vistazo al fumigador.
          —¿Cómo hizo para ponerlo en ese chiribital?–  bromeó–. ¿Con una grúa-
helicóptero? 
          Las fumigaciones se contrataban inmediatamente antes y después del invierno y ya se
acercaba de nuevo el verano. Cristóbal pasó la semana mano sobre mano, dando largas a
los arroceros y a los cultivadores de sorgo que llamaban para hacer fumigar sus plantíos. El
jueves estaba tan deprimido por el lucro cesante que no salió de la cama hasta casi
mediodía, cuando se levantó para ducharse, rasurarse, vestirse e irse a almorzar con  el
doctor Méndez, su amigo abogado. Los jueves solían reunirse en “Marcelo Grill”, el
restorán mejor puesto de la ciudad.
          Méndez estaba ya sentado a la mesa favorita de Cristóbal, bebiendo con un
funcionario de la Gobernación. Siguió llegando gente amiga del abogado, tanta que
terminaron por juntar dos mesas. Con ellos almorzó carne asada con yuca sancochada y
ayudó a despachar  dos botellas de whisky. Unas chicas que trabajaban en el Ministerio de
Tierras alegraron la tarde.
          El abogado y sus amigos atendían enrevesados asuntos por teléfono y a ratos se
quedaban absortos en sus blackberrys, leyendo el correo y enviando mensajes de texto. A
intervalos departían con Cristóbal. Se habló de los últimos secuestros y de las
expropiaciones agrícolas: treinta en lo que iba del año, solamente en aquel Estado. Una
chica mostró y leyó en voz alta algo que propagaba el twitter: la invasión, estimulada o
tolerada por el gobierno,  de la finca vecina a la de Herminia.”Así funciona el petroestado
populista  clientelar”, dijo Cristóbal. También eso lo había escuchado decir a su hijo
economista. Nadie reaccionó al comentario.
          A las cinco de la tarde estaba tan bebido que prescindió de su carro y regresó
andando a casa. Se echó vestido en la cama y despertó a cerca de las diez de la  noche.
Entonces, todavía echado, sin encender la luz, llamó en un impulso al teléfono celular de
Herminia.
          Estaba en Caracas, en un reencuentro de ex condiscípulas del colegio de monjas,
promoción 1976. Al fondo se escuchaba My Life de Billy Joel, también risas y chillidos.
Confundido, Cristóbal se excusó por lo tardío de la hora y sólo atinó a preguntar por el
estado la pista. Herminia soltó una carcajada.
          —Tú lo que estás es enamorado, chico– dijo.
          La pista estaría cruda hasta la semana siguiente, ¿lo  había  olvidado?  Sin embargo,
Herminia dijo que le alegraba su llamada y luego preguntó a  quemarropa: “¿qué haces el
sábado?”. Las vacaciones habían terminado, “no queda ni un chamo por todo aquello”.
          —Vete para allá, chico, anda. Tipo la una de la tarde. Y nos damos un piscinazo.  
          En bañador enterizo, negro y turquesa, la baronesa Herminia Blixen-Collado luce aún
mejor que con su vestido de verano.  Cada mañana nada un crawl lento, vigoroso y
acompasado que sostiene durante dos mil metros.
          Herminia ha dispuesto en la mesita bajo el tamarindo una bandeja con jamón
serrano, bocconcini, aceitunas, queso llanero, trocitos de casabe al ajillo, berenjenas
braseadas, pimientos morrones, grissini. También Frascati, cerveza helada, vodka, jugo de
naranja, agua de coco, ginebra, escocés. Metidos en el agua hasta la cintura, con los tragos
en el bordillo, a cada tanto Herminia despeja la pileta de hojas de mango caídas mientras
Cristóbal, animado por el gin,  cuenta sus anécdotas más probadas.
          La de mayor efecto ha sido siempre la de la fiesta  en la que Carlos, el Chacal, 
asesina a dos policías secretos franceses y un chivato argelino: una noche de 1975, el
teniente Cristóbal Ponce, de la fuerza aérea venezolana, abandonó sin permiso la base de
Creil donde recibía entrenamiento para acudir a una cita a ciegas con una estudiante de
posgrado, amiga de una amiga. Terminaron juntos en una  languideciente fiesta de
estudiantes de sociología y ciencias políticas, en un minúsculo piso de la rue Touillier, en
París.
          Aquella fiesta animó la leyenda urbana  favorita de toda una generación de becarios
del petroestado populista clientelar durante el boom de precios que siguió al embargo árabe
del 73.
          —Todo el mundo estuvo en esa fiesta– dice Herminia–. Hay por lo menos doce mil
seiscientas trece personas que dicen haber estado en la última fiesta del Chacal en París.
          —Pues yo sí estuve ahí. Y llegué antes que empezaran los tiros.
          Herminia se ha aboyado de espaldas para escuchar el cuento mirando plácidamente al
cielo, incrédula pero divertida. Su monte de Venus, empacado en lycra negriverde, 
sobresale, somero, del agua entre sus muslos dorados y al verlo Cristóbal experimenta un
fogonazo hemodinámico.
          En su relato, Cristóbal, vestido de paisano, bebía una copa de vino tinto y
mordisqueaba un trocito de queso, sin unirse a la conversación que su amiga había
entablado con quienes, a todas luces, eran sus condiscípulos, cuando llamaron a la puerta.  
          Eran tres agentes de una agencia de seguridad doméstica –la Direction de la
Surveillance du Territoire– que escoltaban a un chivato pequeñajo, manso y argelino.
Preguntaron por un hombre que salió de la cocina a recibirlos con buenos modales y
hablando sosegadamente en francés. El argelino se exaltó al ver que el hombre lo ignoraba
por completo y comenzó a manotear y a gritar, alternando el francés con el árabe. Los
detectives pidieron al hombre que mostrara sus papeles y este se excusó: estaban en su
chaqueta, dijo cortésmente, y se dirigió a la única habitación del apartamento en busca de
ellos.
          El argelino no dejaba de vociferar insultos en árabe. Los agentes decidieron
esposarlo, rutinarios e impacientes. Los invitados a la fiesta miraban todo esto, más
curiosos que inquietos, cuando el hombre salió de la habitación con una pistola automática
en la mano. Disparó primero  a la cabeza del argelino, luego a la de cada uno de los
agentes. Un tiro por cabeza, en controlada cadencia de fuego. No habían terminado de caer
y ya el hombre saltaba por sobre ellos y corría escaleras abajo, sin despedirse. Cristóbal se
lanzó inmediatamente detrás de él. ¿Por qué?
          Porque andaba lejos de su base, sin licencia, se le había hecho muy tarde tratando de
“concretar” con la estudiante de sociología y todavía quería por sobre todas las cosas hacer
carrera en la fuerza aérea. Acababa de ver matar a tres hombres –sólo el cuarto iba a
salvarse–, debía huir de allí y regresar a su base cuanto antes. En la carrera escaleras abajo,
Cristóbal fue más rápido que Carlos, tanto que casi le da alcance al llegar a la puerta.
Carlos se volvió, dispuesto a disparar sobre él, y aunque apuntó directo a la cabeza no lo
hizo porque Cristóbal alzó las manos y, espeluznado, gritó:
          —Pas de culebra avec toi, pana! Ne me brûlez pas! Pas de culebra!
              Herminia se hundió en el agua de golpe, chapoteando entre carcajadas.
          —¿Qué fue lo que le dijiste?– preguntó, muerta de risa, achinando los ojos, el cabello
chorreando agua.
          — “No tengo culebra contigo, pana, no me quemes”.
          —¿Y por qué en un francés tan choreto?
          —Del susto se me encasquilló el español y le solté esa vaina. Fue lo que  me salvó,
digo yo, porque al oírme Carlos comprendió que yo era un huevonote inofensivo, bajó la
pistola, me dio la espalda y cogió la calle.
          Cristóbal aguardó unos segundos antes de salir él también y correr en dirección
contraria a la que había tomado Carlos. Por la rue Victor Cousin ganó la Plaza de la
Sorbona y en Saint-Germain-des-Prés tomó un taxi. Pagó una fortuna por la carrera: la base
aérea de Creil está a setenta kilómetros de París.
          A la mañana siguiente se las apañó para obtener, con una excusa inverosímil,
permiso para abordar un Hércules C-130 que transportaba a Venezuela tres cazas Mirage
IIIE, recién adquiridos, y una carga de piezas de recambio.
          La policía francesa no tuvo que apretar mucho a los asistentes a la fiesta para que la
estudiante de sociología identificara plenamente al hombre que solamente ella conocía y
que había escapado junto con Carlos. Al aterrizar en la base de Palo Negro, fue detenido
por la Dirección de Inteligencia Militar, a solicitud de la Sureté francesa. Estuvo siete
meses preso antes de que lo exoneraran de toda sospecha, pero igual lo echaron de la
Fuerza Aérea y desde entonces era piloto comercial.
          Por la noche, Herminia lo llevó al observatorio que, en un extremo de la pista y en
noches despejadas, disponía para los chicos vacacionistas desplegando dos docenas de
sillas de lona extensible y plantando entre ellas un telescopio con qué mirar por turnos la
bóveda celeste del llano. 
          Ella misma dictaba la charla sobre las constelaciones del hemisferio austral que ahora
brindó a Cristobal, sentado éste en una tumbona. Compartieron un habano que él había
traído y bebieron ron seco en pocillitos. Herminia dejó los faros del todoterreno encendidos
y dirigidos a otro lado para alejar los insectos.
          El tractor de la finca, con una traílla uncida a él, estaba aparcado en la pista a medias
reparada, junto al fumigador. Cuando terminó la instrucción sobre la bóveda austral,
Herminia preguntó sin decir agua va: “¿Cuál es el avión mas arrecho que tú hayas volado?”
          Él respondió sin titubeo: el caza Dassault Dornier Alpha, de entrenamiento, del que
se eyectó en vuelo de prácticas sobre un viñedo, cerca de Aisne, durante su preparación
para volar los Mirage IIIE, treinta años atrás. De no haberse eyectado no habría querido
aterrizar nunca más.
          —¿Y el avión que más hayas querido volar?
          —Un Gipsy Moth. Un biplano como ya no los hacen.
          Para ilustrarla sobre el biplano de alas retráctiles, contó que Denis Finch Hatton, el
aristócrata “cazador blanco”, el guía de safaris que la baronesa Blixen amó, compró uno y
lo llevó en barco a Mombasa, en Kenia, donde tenía su finca. Robert Redford hizo el papel
de Denys Finch en la película de Sidney Pollack basada en las memorias de la baronesa.
          —¡Pero fue volando en ese trasto viejísimo que se hizo mierda!
          —Los aviones no se caen, Herminia: los tumban los pilotos chambones como Denys
Finch. Seguramente iba distraído  mirando los elefantes cuando entró en pérdida. Era
cazador de leones, no piloto.
          —Lloré como una mismísima cuando Robert Redford se da tremendo bollo en el
avión y se mata y Meryl Streep se queda íngrima y sola. ¿Te gustaría matarte en un biplano
de esos?
          —No me voy a matar ni en ese ni en ningún avión.
          Estaban ya los dos bastante achispados y se fueron a la cama temprano. La casa tenía
varios cuartos de huéspedes y Herminia alojó a Cristóbal en uno de ellos. Al día siguiente,
ya en casa, Cristóbal pactó por correo la venta del Piper Arrow a la academia de vuelo en
Costa Rica. Tan pronto la pista estuvo lista, días después, fue a la finca a recuperar el
fumigador. Menos de una hora más tarde regresó pilotando el biplano de entrenamiento.
          —¡Setenta mil dólares! Estás  buchón–dijo Herminia–.¿Qué  vas a hacer con todo ese
dinero?
          —Comprar búfalas. ¿Cuanto me cuesta una búfala?
          —Vendrían siendo mil dólares por ser para tí. Cómprame seis nada más, para
empezar. Llenas.  
          —¿Llenas de qué?
          —De bufalinos, gafo. Con el favor de Dios en trescientos días paren y así vas viendo
si me compras. Con la  leche que producen se paga la pensión. Son ahorro semoviente
porque no se deprecian. En cualquier apretativa se venden facilito porque la gente siempre
querrá comer carne.
          —Activo es todo lo que ponga dinero en tu bolsillo.
          Cerraron el trato y él la invitó entonces a dar una última vuelta en el biplaza antes de
ponerlo a punto para sus compradores. Sobrevolaron a novecientos pies la finca vecina,
invadida ya, y el arrozal sitiado por los búfalos.  Después treparon hasta los dos mil pies.
No era Mombasa lo que podía verse sino el petroestado populista autoritario y
clientelar. Tampoco él era Denys Finch Hatton, pero nadie es perfecto.
          —Muéstrame mis búfalas, Karen–  dijo Cristóbal por el intercom. La luz del sol
cabrilleaba en el agua de un embalse.
          —¿Karen? ¿Me llamaste “Karen”?

Israel Centeno: “Un gorila en la niebla”


“Of our elaborate plans, the end”            
Tengo la mala costumbre de invitarme a cenar a la casa de mis amigos. Soy impertinente.
Uno de estos días Calixto o Margarita terminarán por echarme.
Me presento puntual al finalizar el día. No les doy tiempo para cambiarse, bañarse ni para
estar un poco a solas. Soy peor que una venganza. Tengo otros amigos, podría molestar a
Alberto y a Consuelo o  a Ramón, que anda divorciado.
-Cuando se ha vivido algo te das cuenta de que puedes franquear la puerta de cualquier
persona -le dije a Calixto mientras sacaba una botella de ron de la bolsa de papel.
Han vuelto a dar bolsas de papel en las licorerías.
Calixto abre la nevera y hace silbar tres latas de cerveza. Un silbido sensual que me
recuerda mi primera cerveza. La robé de la maletera de un Mustang 68, hará algo más de
treinta años, al pretendiente de una tía. Por aquella época yo era una criatura antipática y
mostraba los dientes de una adolescencia aburrida.
Margarita entra a la cocina y me sonríe, tiene una sonrisa limpia que adoro. Les comento
que ando escribiendo una nueva novela, que no haré guiones cinematográficos, ellos ya lo
saben, pero les hablo sobre los avances en la trama hasta ahora imaginaria. Ambos levantan
las latas y brindan por la novela imaginaria.
-Tengo treinta cuartillas borroneadas. – Hacen el gesto de nuevo, pienso que se burlan,
levanto mi brazo y bebo.
Cuando voy a casa de Calixto y Margarita no cenamos. Al menos nadie cocina. O cenamos
por aburrimiento.  Abren la nevera, sacan filetes de salmón ahumado y ponen galletas sobre
la mesa, descorchan unas botellas de vino blanco y las bebemos en recipientes de
mermelada o de queso fundido.
–Son los mejores vasos. – Solemos decir -.
Entonces para qué la copa. Antes, recién casados, se esmeraban y sacaban copas y ponían
carne con uvas pasas en el horno; Margarita  sonreía, nunca ha dejado de sonreír; es
hermosa cuando lo hace. Sonreía y dejaba que sonara algo de jazz, muere por el jazz; ahora
nos sentamos en el pantry desnudo, con filetes de salmón y galletas, intercambiamos frases
y bostezos. De eso está hecha la vida verdadera.
-Es lo dramático -me dice Calixto, aprovechando que su mujer ha ido a poner algo de
música.
– Qué nos queda –riposto.
-En la vida común hay más bostezos que frases – repite mi amigo; sus ojos están opacos -.
Uno cree que se enamora, eso te hace sonreír, sentir la tesitura de la existencia, quieres
compartir la vida con alguien por siempre, piensas que las miserias son mitos de personas
fracasadas.
Saca otras cervezas, las destapa, veo a Calixto de espaldas, deja caer los hombros, se
encorva un poco; esto es nuevo, mis sentimientos se comprimen, quiero decirle que siempre
lo he advertido, se lo dije a él y a Margarita, una y otra vez cuando insistían en compartir la
vida y otros enseres.
-Para qué van a ponerse a vivir juntos, la tragedia comienza cuando uno va metiendo la
ropa de contrabando en el armario del otro. -Supuse que lo decía porque pensaba que
estaría bien que Margarita tuviera a escondidas mi cepillo de dientes en el gabinete de su
baño. No tiene sentido reconvenir a los amigos. A Alberto y a Consuelo no les va mejor.
-Esas son vainas que suceden luego de la luna de miel, es un mal de tres años; luego,
sentirás que lo necesitas para hacer llevaderas todas las horas muertas del resto de la vida –
trato de zurcir y bordar-. Si te crees Bogart o Mickey Rourke, para qué carajos abriste tu
armario y firmaste ante un juez.
Veo a mi amigo doblado sobre sí mismo y sin embargo hay un rótulo de tranquilidad en la
pareja. Calixto y Margarita han aceptado caminar tomados de la mano hacia la vejez.
Quizá sea ése  el error de quienes viven juntos, aceptar que leerán a coro las líneas de un
guión. Les digo que me voy a servir un trago. No más cerveza. Margarita me hace un no
con su largo dedo índice. Calixto sale de la cocina.
-Y tú ¿no te piensas casar?
Me encojo de hombros. Ella sonríe.
-Me hubiera casado contigo. Tan sólo por tu sonrisa de luz lunar -río-. Mis amigos me han
salvado de cometer la insensatez- imposto con un tono melodramático y ella lo resiente.
Coge un vaso y dice:
-Sírveme un poco. Me animo con tal de que me cuentes tus historias de amor.
-¿Crees que tenga historias?
-Debes tener una distinta a la de ser el enamorado de las mujeres que se casan con tus
amigos.
-¿La de amante?
Es encantadora. Usa las camisas de Calixto y lleva el pelo suelto. Siempre anda así por la
casa. Me ha sabido cantar uno de los decálogos de Moisés. Por qué darme por aludido si
nunca he deseado a la mujer del prójimo. Quise decirle sí, en algún momento lograste
sacarme un suspiro quejumbroso y ahora me inquietas de nuevo. Me guardo todos los
suspiros porque, como una procesión, deben ir por dentro… Apuro un trago. Me sirvo otro.
Viene Calixto, se ha cambiado, se ha puesto pantalones cortos y pantuflas. Es todo un señor
de casa. Nos ponemos a beber en silencio y dejamos que la atmósfera se cargue hasta
condensarse. Siento que alguien va a gritar o a llorar.
-No hay nada que decir sino tonterías – dice él.
Yo le respondo que todas las conversaciones son tontas. Si uno se pone a sacar en limpio
las conversaciones sostenidas en la vida, apenas rescataría tres o cuatro frases.
Margarita pide que le sirva otro trago, le pregunto si quiere que le ponga cocacola y ella me
dice que no, sólo hielo, siento el peso de su mirada, no me atrevo a confrontarla, hay rabia.
-La gente no se puede pasar la vida pensando que todo es una mierda -dice.
-Yo me tomo las cosas a manera de inventario –respondo-. No me hagas caso.
Ella arremete de nuevo.
-Te la pasas hablando sobre la pesadumbre y sobre la inutilidad. Eres majestuoso al decirlo.
¿Qué te pasó, Rubén?
-Nada.
Me comenzaba a saturar con increpaciones de baja intensidad. Calixto me miraba y sonreía.
Su sonrisa era amarga. Ella continuaba.
-Dijiste que el amor era una virosis.
-Hubiese sido peor catalogarlo como una patología bacteriana.
-No es gracioso – dice Calixto-. Es demasiado para mí. ¿Qué te pasó? ¿Por qué arrugaste?
-Porque siempre hay un ángel liberador.
-Te gustaba.
-¿Quién? – miré a Margarita. Hacía calor, había tomado un cubo de hielo y se lo pasaba por
el cuello.
-Consuelo.
Consuelo iba a los seminarios sobre creación de guiones cinematográficos. Íbamos todos.
Uno va con expectativas a los talleres y seminarios, son coto de caza, decía Alberto. Él me
confesó, al ver a Consuelo, que era la mujer más hermosa del mundo. Quise imaginar a la
mujer más hermosa del mundo. Consuelo era rubia y baja, cuando respiraba dejaba ir y
venir sus grandes tetas como si estuviera a punto de un colapso. Su cara se dibujaba
impecable, ojos grises y tristes, un poema intenso, los labios protuberantes y demarcados.
Me la imaginaba en una vendimia en el mediodía italiano. Cada quien podía tener una idea
de la mujer más linda del mundo y ésta no estaba mal. Le sonreí y me acerqué a ella;
siempre he sentido curiosidad por las mujeres que les gustan a mis amigos, por eso
comenzó el asedio, la puja; hubo un momento en el que Alberto y yo nos dejamos de
hablar, apenas decíamos algo para señalar las miserias del trabajo del otro.
-Te falta mano izquierda en ese texto -me dijo al comentar un guión que llevaba a
confrontar en el seminario.
Respondí que la tenía ocupada. Si hubiésemos sido más jóvenes habríamos arreglado ese
comentario a golpes.
Me apliqué a trabajar la imagen en el día a día junto a Consuelo, me hacía meloso y
profuso, la abordaba cuando corregía un texto en clase y le respiraba cerca de la nuca. Hay
que atrapar el olor y despedir feromonas; es una vieja técnica normanda. De eso se trata
todo. Calixto nos invitaba a tomar cerveza en un antro de los alrededores, nos reuníamos y
nos ensordecíamos con charadas irrepetibles al día siguiente.
Le robé el primer beso a Consuelo mientras la acompañaba hasta su carro.
Salíamos de una de esas tertulias:
-Te das cuenta de que no valen la pena cuando deseas estar a solas con alguien – le soplé al
oído.
Tenía los labios dulces, la abracé y la respiré dos o tres veces. La besé de nuevo. Alberto
nos había seguido. Nos miraba desde el toldo del local. Consuelo sonrió y me dijo algo, no
puedo recordar con exactitud qué me dijo, fue dopo o después o más tarde, mañana. Fatal.
Al día siguiente corrieron una película de Coppola a manera de ejercicio. Recuerdo que
volteé justo en el momento en que Jim Morrison cantaba: The end: I´ll never look in to
your eyes again. Me estremecí. Vi sus ojos, era Margarita, alta y espigada; iba de negro,
realzaba su palidez, roja sólo en los pómulos y en los labios. Mi primer impulso fue querer
tocar la piel de su cara; era un durazno blanco. Esta vez fue Calixto el que me dijo:
-Es la mujer más hermosa del mundo.
Tenía razón pero no se la di. Le dije que era una mujer hermosa, ni más ni menos. Remonté
el río y vi en los espejos de agua o en el denso pantano un durazno blanco y rosado que
flotaba por inercia hacia el corazón de las tinieblas, Ride the highway west, baby.
Comprendí que debía decirle adiós a Consuelo.
Había engripado de amor y estornudaba torpezas. Cómo abordaría a esta mujer y a su risa
de luz lunar, cómo lanzaría la zancadilla a los inoportunos que la miraban con la estupidez
propia de quienes no saben qué hacer con su mirada. Terminó la película y nos pusimos a
trabajar para señalar los puntos argumentales en el guión literario. Estaba convencido, debía
ser el último en invitarla a ser parte del grupo y el primero en hacerle saber que la
perseguiría hasta los bordes de un mundo hostil y la atraería junto a mi pecho, contra mi
piel, bajo mi respiración de espadas en movimiento. A pesar de las aspas de los
helicópteros y de la cabalgata de las valkirias. Por eso intercambiamos una sola mirada
hasta el fin. La de ella negra y brillante como sus ojos, la mía hambrienta y sin consuelo.
Consuelo esperó a que la buscara otra vez sin comprometer su orgullo. Los días pasaron y
me olvidé de ella. Iba a las clases del seminario y me sentaba aparte. Nunca más fui a tomar
cerveza con los compañeros del grupo. Ella arriesgó el decoro y me preguntó si la iba a
dejar vestida a las puertas de la fiesta. Le señalé que debíamos protegernos de las fiestas, no
son más que tragedias. Era mejor saber parar a tiempo. Que recordara que existían
postergaciones salvadoras, dopo o domani, ¿no lo había dicho? Fue muy perceptiva
entonces. Achicó los ojos, dos brasas me cruzaron el cuello, sentí un nudo feroz en la
garganta; al final dijo:
-Rubén ¿tú no serás marico?
 Bien por ella, se le ocurrió una frase célebre, algo nunca dicho por una mujer despechada.
Le di la espalda, antes le rogué que me disculpara, que temía enamorarme; no quería
compromisos insanos.
-Ya verás cómo nos salvábamos de una enemistad irreversible.
Calixto fue audaz. Invitó a Margarita a salir al cine, a cenar, a bailar. A leer guiones y a
tomar vino rojo en un bodegón. Sabía que era incapaz de besarla si ella no lo abordaba
antes. Yo arriesgaba que lo hiciera. Era parte del juego, quise creer. Ella debería ir lejos con
el más osado sin olvidar que desde un ángulo invisible yo la miraba con todo el peso del
deseo. Nunca arriesgué demasiado. Alberto buscó la manera de llevar a Consuelo al cine o
a comer helados. Mis amigos eran anacrónicos. No trabajaban el primer beso en silencio,
no sabían desplegar las cartilaginosas alas de la voluptuosidad. Nadie puede pasarse un mes
en salidas inútiles, en intentos tímidos e ir tomados de la mano por allí, sin jalar hacia el
pecho y sujetar con la boca a la boca amada.
El tango prosaico de la conquista amorosa se baila desde la primera salida. El ridículo
exquisito de la ansiedad debe salir fuera de cauce una vez abierto un capítulo amoroso.
Estaba alegre por Alberto y Consuelo, nos hablamos de nuevo y comimos pizza juntos,
celebramos con cerveza el cierre del guión de ambos, habían trabajado mucho, horas en
eso, habían terminado el trabajo de fin de seminario, lo hicieron como si estuvieran
cursando de nuevo los primeros años en la universidad. Era ineludible que se casaran.
Se acababa el curso. No podía dejar pasar el momento. Una tarde estaba en la terraza del
café donde nos reuníamos antes de entrar a las sesiones. Margarita mostraba la luz de luna
en su boca de líneas bálticas y su mirada brillaba. No brillaba como brilla cualquier mirada;
era la estrella, el punto luminoso sobre un cristal, recuerdo que achicó los ojos y pude
entrever un esplendor intenso y diminuto. Estaba solo con ella, junto a ella, era el momento
de desplegar mis alas y cubrirla con un vaho de absenta. Era la hora crepuscular, el cielo se
desdibujaba en naranjas intensos y azules oscuros; sentí la enfermedad avanzar en la
sombra y una fuerza súbita me impelió a buscar sus manos. Las tomé entre las mías. De
nuevo en sus ojos los míos, supe que me faltaba el aire necesario y me lancé al abismo; la
invité a caminar en la incipiente noche bajo las acacias de la avenida. La luz amarilla de los
autos nos postergaba en los muros grafitados, le pasé el brazo por la cintura, la acerqué a mí
e intenté besarla. Ella se resistió y dejó caer su cabeza sobre mi hombro. Pude oler su pelo.
Olía a noche sin retorno, a hierba húmeda, a espliego. Qué tonto se puede ser entonces. Me
detuve y la enfrenté con mi pasión; miré sus ojos, hubiera querido besarla con crueldad,
buscar con mis manos su cuello, bajar hacia sus tetas, lanzarme junto a su cuerpo contra un
muro y apretarme a ella, encontrar sus muslos, el centro musgoso de su existencia, la
mojada razón de la mía. Pero me quedé fijo, atrapado por su mirada. En ese momento
apareció Calixto caminando a contramano por la acera; debí besarla. No lo hice. La fui
dejando al otro lado, la fui dejando como si cayera y me mirara. Ven, pudo haberme dicho,
ven, pudo haber gritado. Qué escondía esa mirada. Ride the snake, to the lake. Sentí miedo
y decidí no verme reflejado en sus ojos. Dije lo de siempre. Es malo enamorarse. Mirar
desde un andén a otro no es lo mismo que cruzarlo. Si lo cruzo me arrolla el tren o su
mirada, pensé. Entonces, supe que había perdido a Consuelo, a Laura, a Doménica, al tren,
a la mirada, a ella. La serpiente y el veneno, perdí desde siempre en una sola mano.
Margarita era coto prohibido, sus espadas flamígeras cerraban el huerto. Le temí. Sabía
danzar con cimitarras y puñales. Supe que rompería mi pecho. Por eso imaginé a Consuelo
tomando helados con Alberto, humedecía sus labios dulces en el ron con pasas. Era
inofensiva. Calixto vino desde el otro lado de la avenida, me ignoró, le sonrió a Margarita
mientras abría sus brazos. Se los pasó por los hombros, la atrajo hacia sí, me rezagué unos
pasos y lo escuché decir que yo era un soltero empedernido.
-Aun casado, el cabrón será lo que es –dijo.
Me sentí liberado por el gran Calixto. Los libertadores son inoportunos. Esa noche me
emborraché hasta perder la conciencia.
Apuré el trago. Pensé que era hora de irme. Hacía calor y Margarita se preparó otro ron.
Esperaba una respuesta. Siempre uno espera una respuesta a la vuelta de los años, cuando
los amigos se hacen habituales. Desde los tiempos del seminario evité retornar a sus ojos.
Intercambiamos visiones, nunca miradas. No sé si brillan como antes, ahora que va por su
tercer trago, salen las serpientes numinosas a buscar lagos prohibidos. La gente se
desinhibe con el alcohol. El desprecio o el afecto afloran, o viene un silencio envilecido.
Calixto se para de la silla y busca en la nevera un trozo de queso uruguayo. Estamos
mareados por la noche, es cierto, mi visita siempre ha sido impertinente, tanto como lo fue
el advenimiento de Calixto aquella tarde en que se apareció por la avenida con un As de
corazones en la mano. Un nudo que se ha mantenido en el tiempo. Nadie se ha atrevido a
cortarlo. El me pregunta de nuevo por Consuelo, me encojo de hombros, cosas que pasan.
-Yo no me he enamorado nunca, tú lo sabes -le digo.
Levanto los ojos, miro un punto crispado y diminuto que destella en la mirada de
Margarita. Comprendo que un tren se puede perder dos veces. Que las segundas
oportunidades no son la muletilla de una telenovela. Son otra posibilidad. El derecho a
reincidir. La amargura del licor se me hace buche, siento que he pisado en falso y caigo
sobre los rieles. No sé si Calixto me dijo cobarde. En todo caso hice un gesto vago y no
respondí. Pensé que debía dejarlos solos de una vez y hasta la otra. Cada quien tiene su
lectura de la vida. Me incorporé y me fui. Bajé del departamento a la calle; el país estaba
revuelto, la ciudad bullía, la gente gritaba consignas extrañas, un ensordecedor golpe de
cacerolas me dejó en silencio. Así deseaba estar por siempre, ajeno a todos, incluso a mis
lágrimas.

Leo Felipe Campos: “El malandro soy yo”

 Mi nombre es Ismael y soy una persona insegura, tímida, acomplejada. Como ven, soy
crítico, muy autocrítico. Y también un poco miedoso. No me odio, pero me tengo arrechera.
Soy alto y flaco, ni tan alto, ni tan flaco, pero más o menos. Digamos que soy un nerd
clásico, con una inteligencia superior que no sirve para nada. O que no sirve para mucho.
Con ella he podido alejarme de mi familia lo suficiente como para no tener que soportar a
diario sus estupideces, sus frivolidades, sus adicciones. Con ella he podido entender las
diferencias entre el Minimal, el IDM, el Europop, el Techno, el Trance y esa nefasta y
maravillosa invención que llaman Changa Tukki. No más. 
          La Changa Tukki es para las criaturas de sangre fría, para los hombres-lagartos, para
los niños con frío que buscan afecto en personas que no conocen; por eso se juntan, se
tuercen y se arrastran, algunas veces en pareja y otras en grupo, como la copia gastada,
reciclada y contrastada de aquellos mundiales de Aerobics que hasta hace poco transmitían
por la televisión. No solo se activan y estimulan sus reacciones químicas en ambientes de
sudor y pistas de baile donde nunca caben, sino que se ríen, siempre se ríen, y celebran. Eso
también me da arrechera.
          El IDM es menos para bailarines y más para peperos. Los peperos son artistas o creen
serlo, por eso inventaron el nombre: Inteligente Dance Music. Si el inteligente no baila, y el
que no baila es pepero, quiere decir que el inteligente es artista. Yo soy inteligente. Pero
también, ahora que me detengo a pensar, soy contradictorio, porque hace dos semanas que
dejé el éxtasis. Por lo tanto se podría afirmar que ya no soy pepero. En todo caso soy un
vejete trasnochado, y el Europop es para vejetes trasnochados, para nostálgicos de lujo. Es
el bolero de los soñadores; en la electrónica, claro. La electrónica no es un estilo de música,
es una ilusión de encierro. Es, en cierta forma, un desplazamiento entre los intersticios
infinitos, laberínticos y deformes que tiene el cerebro. Yo soy un nerd en continuo
desplazamiento, hasta allí llega mi supuesta razón.
          Hace mucho intenté ser malabarista, pero fallé. No fue un fracaso. Con las pelotas
pude concentrarme, divagar sobre algunas ideas que tengo acerca del arte, de la fe, de la
ética, del compromiso. Un poco más de lo que podía aspirar para entonces, por eso me
gustaba. No hablar con nadie, atender con un afán casi exclusivo a los movimientos de mi
cuerpo, a la sincronía de mis manos, al juego del hábito… Estaba también todo el asunto de
la física, del aprendizaje: primero observas, luego actúas. Te mueves, aprendes la mecánica
de memoria y te la apropias, la haces tan tuya hasta que se te olvida y entonces puedes
acceder a un próximo nivel, cuando das tu segundo gran paso: medir la fuerza del viento y
la velocidad de tus dedos que se desplazan para soltar las bolas, sentir el fino roce de ellas
con las palmas de tus manos, el reto de mantenerlas en el aire, de dominarlas, de hacerlas
girar a tu antojo mientras ajustas el balance y logras el equilibrio; no el movimiento, sino la
resistencia que el viento le ofrece al objeto, a los objetos, y la forma del arco, del círculo
perfecto, del óvalo del mundo, ese dibujo que logran sus colores. Fue bello, pero no duró
más de dos meses porque mi ansiedad nunca me permitió avanzar a ese segundo nivel del
que hablaba. Y a mí me daba pena, sentía dolor pero también me avergonzaba, digamos,
que me impulsaran a mejorar y que al mismo tiempo se pudieran reír a mis espaldas. No
podía evitar pensar en eso. Tanta neurosis me producía escalofríos, comezón y una
arrechera intrínseca.
          Después quise ser mariguanero, como mis dos mejores amigas en la universidad:
Martha y Camila, pero siempre terminaba ahogado y maltripeando. Una bocanada por aquí,
en La Miranda, en Los Chorros, en los campos de golf, en la calle ciega del colegio en
Bello Monte, cerca de la Morgue. Una bocanada por allá, en el apartamento de Playa El
Yaque en Margarita, donde me cogí a Martha, y a Camila, o en el carro de mi mamá,
cuando salíamos del Ateneo rumbo a Higuerote por la Cota Mil, con los vidrios arriba y el
volumen al tope, escuchando a Ziggy Marley, a Peter Tosh, a Steel Pulse, a Gregory
Isaacs… pero qué va, era demasiado para mí, para este cuerpecito medio enfermizo y mala
leche al que no le gusta el reggae y que, de paso, siempre ha sido una mata de nervios.
          A Martha no la vi más desde que nos graduamos, se fue con su novio a Portugal y
chao pescao. Ni una postal, ni una indiscreción de madrugada, ni un impulso, ni un recado.
Era una mujer alegre, pero se anulaba cuando conseguía un novio. Así que después del
panadero (no es chiste, el tipo tenía una tasquita por el centro, cerca del Ministerio de
Educación, una carnicería en La Pastora y una panadería en Macuto, que era donde más
trabajaba. Y hay que decirlo, era un duro entre los Portus, vivía, literalmente, partiéndose el
lomo catorce horas diarias desde los siete años), bueno, después del panadero vino el anillo
de compromiso. Y después del anillo, obvio, una fiesta que ya traía una barriga con
apartamento en Los Corales incluido, cocina empotrada, bar, una sala grandísima y
lámparas que colgaban del techo. Las paredes, me acuerdo, eran rosado pálido. Mal gusto-
mal presagio, pensé yo. Por supuesto, el regalo también incluía caseta de vigilancia, un
portón eléctrico, dos puestos de estacionamiento y una piscina para niños. En medio de la
paranoia que comenzaba a instalarse entre los caraqueños, ahí estaba todo lo que una
familia trabajadora podía necesitar. Yo no sabía ni qué comprarle. La noche de su boda me
aparecí con un smoking alquilado y un tosti arepas para seis. Fui un domingo a probarlo,
cuando el Portu estaba de viaje. Martha me dio luces sobre su nuevo horario, uno que se
marcaba a golpecitos secos del dedo índice sobre la mica del reloj. Me mostró la cicatriz de
la cesárea, un portuguesito de tres meses, y un hematoma de seis centímetros de diámetro
que le subía desde la nalga hasta la base de la espalda. También me contó, entre lágrimas y
porros, entre risas y porros, entre besos y porros, lo que yo le advertí hacía un año atrás, que
el Portu era una rata, que una rata es un mal esposo, que un mal esposo es una mala crianza:
no te pintes, quítate la falda, no me esperes esta noche, no vayas sola a la playa, no quiero
que venga el mariconcete ese de Ismael, nos vamos de esta verga… Ese fue nuestro último
arrebato. Después cayó el palo de agua de la vaguada y no hubo más que montarse en un
avión rumbo a Madeira. Hace un mes la vi en Facebook. Aparecía lavando los platos, era su
foto de perfil. Eso me produjo arcadas y otra vez sentí una profunda arrechera. Ustedes
dirán que soy un hombre intolerante, que no me corresponde juzgar ni etiquetar ni entrar a
la vida de otros, pero me tiene sin cuidado, la bloqueé. De Camila, en cambio, puedo decir
mucho y todo con orgullo, pero no quiero. Se murió en un accidente de tránsito hace menos
de dos años y como se imaginarán, me pongo triste con mucha facilidad cuando la
recuerdo.
          Volvamos a mí: como pueden notar, soy un nerd, no una caricatura. Tengo el cabello
liso y nunca sufrí de acné. Además, soy una bestia jugando fuchi. O fui, porque también me
dejé de eso. Eran los tiempos en los que me lancé de frente con la estúpida idea de ser
payaso. Ya saben, un nerd en continuo desplazamiento. Llegué a ir nueve veces a varios
hospitales, a presentar unas obras de teatro con títeres en las que cantábamos y bailábamos
como esos horrendos muñecos de Plaza Sésamo. Teníamos buen ritmo, pero recuerdo que
una tarde, en medio del coro de voces que anunciaban el desenlace de la obra (un papagayo
que no puede volar y finalmente, luego de mucho esfuerzo, de probar la comida que no le
gustaba y sufrir algunas enfermedades, de hacerle caso a Papá Papalote y a Mamá Cometa,
de ir a la Escuela de Volantines y vencer obstáculos, y curarse y soñar, logra enrumbar su
colita hacia las estrellas y se pierde en el firmamento, creo que la canción decía “a la
galaxia”, pero no importa) una niñita con cáncer se echó a llorar y no pudimos contener sus
lágrimas. Yo hacía teatro, repetía, yo hacía teatro, y ahora que me muera ya más nunca
voy a poder hacerlo. Me sentí horrible, obviamente. No tanto por la niña, sino por nosotros,
esa cuerda de Barneys bobalicones que se esforzaban por dar risa y terminaban dando
lástima.
          El grupo, visto así, era una amalgama de perdedores que se resquebrajaba.
Llevábamos sol. Sudábamos. Éramos pobres y nos besábamos entre todos. El único espacio
privado presente en el breve lapso de nuestros ensayos, fiestas y presentaciones, era un
desnudo esperpéntico, la inevitable exposición de nuestros cuerpos, el cambio de vestuario
que nos devolvía lo que éramos: unos perdedores, unos marginales, unos locos sin peligro.
Eso es lo que pasa con el entusiasmo cuando asumes la posición del diletante, que más que
una posición, es una elección. Es un disfraz.
          Después intenté con la escritura y me fajé a investigar: ahí no me fue tan mal. Me
detuve en aquella idea de la creación como punto de apoyo. A mano y con la derecha
(porque soy zurdo), para volver a la niñez, cuando cada letra que salía de mi mano era
sinónimo de asombro y descubrimiento. Eso es mágico. Me obligué a que toda experiencia
imaginativa, de constante construcción, partiera de esa fuerza de choque. Sin ilusión propia
no hay sorpresa, me dije. Me impuse y me impulsé. Tenía listas de tareas por escribir, tenía
palabras prohibidas, tenía juegos y restricciones. Tenía la obligación de mirar cada párrafo
en dos y en tres dimensiones, para tocar lo imposible: la profundidad y la luz. Es lo que
llamo mi aproximación a la estética. Hasta logré algunos aplausos en las presentaciones que
tuve en la escuela. La de comunicación social, sí, porque… ¡ah, no lo he dicho!, ahora soy
periodista y escritor, aunque realmente pienso que sólo puedes ser una de las dos cosas.
          Quiero aclarar algo, antes de seguir: que sea un nerd no significa que soy un idiota. Y
que sea un manojo de sentimientos mal resueltos, no quiere decir que no tenga el valor de
atreverme. Esa es mi lucha. La vergüenza y el riesgo. El temor y el ánimo. Yo también sé
que suena mejor cuando dices que eres periodista y escritor, que cuando dices que eres
periodista. O cuando dices que eres escritor. Así, a secas. Y además, como sabrán, y si no
lo saben no importa porque para eso estoy acá, o no para eso, pero ya que estoy hablando
de mí, pueden escucharlo de mi boca: hoy por hoy soy un periodista reconocido. Gracias a
mí se acercaron, por ejemplo, dos bandas rivales durante una fiesta de San Juan. No fue
gracias a mí, sino gracias a mi trabajo. A mi trabajo como periodista, en este caso; en la
colaboración que hice para una revista que terminó reproduciéndose en tres periódicos, dos
de ellos con gran tiraje y una muy buena aceptación entre los lectores de las zonas
populares. Porque también hay lectores en las zonas populares. Yo me fui derechito a
hablar con los capos –es una manera amable, respetuosa, de llamar a los líderes de esos
grupetes de muchachos desadaptados– y les dije: mire compa –a ellos les encanta esa
fórmula: impersonal y cercano, me hablas de usted, primero, y después te atreves con algo
que señale cariño, afecto puro, una cierta reverencia: maestro, don, tigre, convive, mi negro,
compa, que sirve igual para compadre y para compatriota– les dije, con voz clara, de frente,
sin mucha vuelta, o dejan la mariquera y hacen una tregua, o el santo los va a reventar a
todos. Por supuesto, también les prometí, por separado, hacer un reportaje sobre la fuerza y
el poder que tenía cada uno de ellos como grupo organizado en su zona, que los vendería
como gente que tiene que defenderse de las injusticias del sistema que los señala, y que
reflejaría, con maña, con destreza, todas las acciones positivas que llevan a cabo, y aquello
de lo bueno que logran por su barrio. Les aclaré que para sellar el trato tenían que prestar a
sus mejores percusionistas y ponerse a tocar en conjunto, como si fueran una sola banda.
No fue fácil, pero al final Los Pitufos me mandaron a dos viejos congueros y a un niño de
doce años que movía sus manos con una velocidad impresionante, se batía como ninguno
en los bongós y la verdad es que destacaba por encima del resto, le decían aguacerito, por
su tamaño, por su agilidad y por el vigor con el que le daba a los cueros. Qué cuchura, se
robó el show. Los Binladen fueron más astutos, me enviaron a sendas niñas, dos
muñequitas que eran una delicia y, por supuesto, se quedaron de inmediato con mi corazón
y lo poco que había en mi billetera. Yo las alimenté y les pagué los trajes que vistieron
durante los tres días que duró la Parranda. Y San Juan se veía tan bello, estaba tan contento.
Ese hecho fue festejado ante la mirada incrédula de los mismos organizadores, ni qué decir
de las autoridades. Desde entonces me tengo que esconder porque la ineptitud que sostiene
a algunas instituciones que ya no deberían existir (pienso en Fundaciones Culturales, pienso
en ONG’s, pienso en Centros de Estudiantes, pienso en alcaldías, gobernaciones y
periódicos), sirve para que sus representantes me inviten dos a tres veces por mes, para
ofrecer charlas y conferencias sobre la violencia en los barrios. Ellos hablan de
marginalidad y quieren algo que no existe, una fórmula mágica. Yo quiero que entiendan
que lo mío pudo salir mal, y que si no fue así es porque no siempre se puede tener tan mala
fortuna.
          Yo no soy un apologista de la pobreza, precisamente, ni de la marginalidad, ni de la
dignidad, ni de lo místico religioso, soy alguien que busca, un hombre con fe. Eso es todo.
Y soy rico, o fui rico mientras viví con mis padres, y ahora me tengo que calar mi encierro
clase media en un apartamentico tipo estudio de lo más chic que compré en El Rosal: 48
metros cuadrados donde no caben más de dos personas, mi gata y mis Santos Malandros.
De ellos quería hablarles. La Corte Calé. Pero antes quisiera desviarme un poquito, si me lo
permiten, para contarles algo sobre mi novia, que ya no es mi novia porque me consiguió
hace dos domingos cayéndome a besos con mi primito, que tiene 17 años y siempre me ha
gustado.
          Ella, mi novia, sí es periodista y escritora, aunque yo crea que solo se puede ser una
de las dos cosas. Y es más arriesgada. Tiene algo que yo no tengo, por ejemplo: contactos,
fuentes de información, y ganas de trabajar por la verdad. A mí la verdad no me interesa.
Me importan más mi gata y la música electrónica. Aunque también escucho salsa de vez en
cuando. Salsa brava. Lo sé, soy bastante extraño, debe ser por eso que tengo pocos amigos.
Lo que pasa, diría yo, es que por ser tan nerd desde pequeño, y por aburrirme de las
ñoñerías de mi familia, lo único que me quedaba o eso era lo que creía y de alguna forma
sigo creyendo, era la música.
          Bueno, mi novia. Ella se llama Fabiana y es medio lesbiana, pero ahora resulta que
yo no puedo ser medio marico. Qué bolas, ¿no? A veces llevamos el machismo empotrado
en el cerebro y ni nos enteramos. El caso es que Fabiana me consiguió un contrato con una
productora audiovisual para escribir el guión de una película. Son como 30 palos, pero
tengo que entregar la vaina en seis meses. Tampoco está mal, pienso, con eso me alcanza
para la vodka, mis discos y la arena de la gata. El único problemita, lo que me inquieta, es
que la productora, obviamente, quiere ver avances de mi trabajo una vez cada quince días, y
ya saben cómo me pone la presión.
          Con todo, decidí avanzar. No sé, soy así. A veces impulsivo y atrevido. Voy a contar
la historia del Malandro Ismael. Sí, mi tocayo, el líder de la corte Calé. Y aquí arranca el
asunto: con ese deseo que existe en todos nosotros de hacer el bien. Porque nos dicen que el
bien es lo que manda, que lo malo es malo y hace daño. Y así, como nadie se atreve a
hablarnos del reconocimiento, de lo de pinga que resulta ser el mejor, cuando un malandro
consigue inflar su ego entre pistolas, terrores y un porrito, un periquito, un cariñito, una
cuquita, o rolo de macana y una moto, lo único que le queda es portarse bien de alguna
forma.
          Ese deseo de bondad que nos atrapa, estúpido y superficial, esa capa de ternura que
aparentemente nos ayuda a respirar aliviados, como aquél concierto de tumbadoras en la
mitad del barrio, o aquél pésimo disfraz de pajarraco con peluca que bailaba en un hospital,
y esas malditas narices rojas que regalábamos a los niños, esos instantes de reflexión que
vuelan como la luz y nos agravan, son tan fuertes, toda la cuestión es tan jodida, que
termina resultando lo siguiente: un malandro que roba y no le entrega a los suyos parte del
botín es un hombre sin principios. Así es, el reconocimiento es importante para todos
nosotros. Que nos valoren, que nos quieran. Sí, muy atávico, muy freudiano, muy griego,
muy marico. ¿Y qué? Ya les dije: soy un nerd. Un nerd en continuo desplazamiento.
          En todo caso, ahora la pregunta es ¿qué voy a hacer yo para ser reconocido? Y aquí
está mi respuesta: voy a ir a una consulta con un espiritista, con un palero o como se llame
esa vaina, con un ser-materia que le pida permiso a mi Malandro Ismael para que baje a la
tierra y me eche el cuento sobre su vida y su muerte. Voy a visitar otro ranchito sin agua en
el baño, a ponerme unas cholas ajenas y a tomarme una sopita, una tacita de café, dos
bombonas de anís. Voy a dejar que me escupan en la cara y me peguen a la cabeza el cañón
de una punto cuarenta y cinco mientras me abrazan, me prometen fechas, amaneceres y
redenciones. Voy a dejar que crean que yo soy el mismísimo malandro montado, que se ríe,
aplaude y besa a los niños cuando se portan bien. Voy a fumarme un porro y voy a escribir
una película de puta madre. También voy a cogerme a mi primito, o por lo menos a lograr
que nos masturbemos mutuamente, a ver qué pasa. Y voy a pedirle a Fabiana, a Fabi, mi
novia, que vuelva conmigo. Ninguna de esas cosas las he hecho antes, pero voy a buscar,
aunque me sienta inseguro. Me voy a atrever. Me voy a animar.
Aquí hay algo que no han visto: una empresa confía en mí, y eso tiene un gran valor. Yo
tengo que responder, aunque el proceso emocional se convierta en una especie de metáfora.
Esto es un desafío: me voy a ganar mis 30 palos sin hacerle bien a los demás, y voy a poder
decir que soy un periodista y escritor. O al menos voy a poder asegurar que soy periodista y
guionista, que es menos elevado, pero igual de cool. Yo diría: hasta más chic.
Lo del Malandro Ismael es solo otra trampa para mi distracción, es una excusa para
encerrarme a escuchar música electrónica, o salsa brava, en tanto invento que el bien es una
porquería, una materia en descomposición sobrevalorada que tiene años perdiendo en
nuestras sociedades contemporáneas (Oriente, Occidente, da lo mismo) y que el único
camino posible, o al menos uno de los pocos que nos quedan, es enredarnos en
experimentos personales sin hacerle bien a los demás.
Verán, les puedo contar el final de mi película, y siento mucho que tengan que ir al cine
sabiendo esto, pero es necesario: durante la madrugada del primero de enero de 1969, en
complicidad con sus dos amigos Carlitos Ratón y Juan José Aguirre –aka Petróleo–, su
medio hermano Luis Sánchez y el amor de su vida, Isabel, una niña de clase media que
asesinó a su padrastro a los nueve años cuando éste quiso abusar de ella, el Malandro
Ismael logra encerrar a todo el comando activo de la sede principal de la Policía
Metropolitana en Caracas, que había sido creada un par de semanas antes para juntar a las
Policías Municipales de los Distritos Federal y Sucre.
No era la estafa perfecta, pero estaba saliendo bien. ¿Saben lo que dicen del Malandro
Ismael? Que él era bueno, que su madre era una cumanesa culta y humilde, que aprendió a
leer desde chiquito y dejó los estudios para dedicarse a combatir las injusticias, que como
aquél arquetípico Robin Hood de la Edad Media en Inglaterra, robaba a los ricos para
ofrecerle algo más que esperanzas a los pobres y oprimidos. Y si Robin Hood, o su imagen
transformada en símbolo como un grupo que juntaba pillos, campesinos y leñadores, se
enfrentaba al Sheriff de Nottingham y al Príncipe Juan sin tierra, el Malandro Ismael y los
Soñadores del Núcleo (así se llamaba su pandilla) se enfrentó por igual a Pérez Jiménez, a
Betancourt, a Leoni, y también a los dueños de los 19 bancos y 11 joyerías que logró robar.
Según la leyenda urbana, el Malandro Ismael era, además de malandro, curandero; nunca
mató a nadie, excepto policías, y siempre en enfrentamientos armados. Como vemos, el
héroe popular es bueno por antonomasia. ¿Y cómo mueren los buenos? Traicionados, por
pendejos. Y si es en una tragedia, mejor. ¿Cuál es su obra? Ninguna, excepto la que
nosotros, los escritores desalmados, ganados por la cobardía y la flojera, nos disponemos a
interpretar.
El Malandro Ismael, trigueño, pelo rulo, ojos pardos y pantalones campana, con todo el
trasnocho que le producen sus inmejorables intenciones, está contento, o parece estarlo,
frente al Banco Mercantil, cerca de la Esquina de Ánimas. Desde que salió del barrio, el
plan ha ocurrido según lo planeado. Todo está bien: ya tienen el dinero y abandonan el
banco. Ismael se ríe, canta: “de todas maneras rosas para quien ya me olvidó”. El dinero va
hacia el carro, lo lleva Petróleo. Qué nombre, ¿no? Ni se imagina todo lo que nos va a
causar años más tarde. Al fondo suena la alarma, como en las películas. No lo olviden, esto
es una película. Pero Isabelita grita algo. Petróleo lo llama, a Ismael, apuntándolo con una
pistolota desde la espalda. Le dice: hasta aquí llegaste Fantasma. A Ismael le decían el
Fantasma del Barrio, porque se escondía mejor que nadie. Imagínense, escapando desde
1957 hasta 1969: doce años. ¿Y saben quién era la que mejor lo escondía? Isabel. Pero esa
es otra historia. Ella grita, Ismael voltea, Petróleo dispara. Su pistolota tiembla y brilla. “La
mujer es una rosa, con espinas de pasión”. La bala le da a Isabelita, la atraviesa y llega
hasta Ismael. Le da en el pecho. Lo perfora. El espectáculo. El estallido. La cámara lenta y
sus esquirlas de muerte. La sangre brota como un chorro a presión. Huele a pólvora. Luis
Sánchez, el medio hermano de Ismael, llega corriendo. Ha descubierto a Petróleo. Sabe que
Petróleo lo único que quiere es hacernos daño, empobrecernos, que no es tan justo y
servicial como se pinta, que es un coñoemadre, una mala suerte, una rata, como el Portu, el
novio de mi amiga Martha, que se ha transado con los pacos, con los pericos, con la mafia,
para nada bueno, y ahora se quiere ir de viaje.
Luis Sánzhez le dispara a Petróleo. Petróleo le dispara a Luis Sánchez. Ambos fallan.
Vuelven a disparar –la alarma sigue sonando– y Luisito Sánchez cae al piso, herido.
Carlitos Ratón, a quien también le dicen Tenedor porque le gustaba matar a sus enemigos
con un tridente de plata que siempre tenía en el bolsillo, se ha quedado en el carro. Pero
ahora se baja, sin entender mucho. Apenas lo hace, Petróleo le grita: “nos traicionó”. Y
señala a Luisito, tirado en el piso. “Mató a Ismael y a Isabelita”, completa, “¡qué mierda!”.
Carlitos, aka Ratón, aka Tenedor, le dice que corra, que se vayan de esa vaina, carajo, que
se apure o nos van a agarrar los rococosos, los picapiedras, los pericos, los gendarmes.
Corre Petróleo, coño. Y Petróleo corre hacia el carro. Por supuesto, Carlitos Ratón le
dispara y lo mata. Va hasta él y le clava el tridente. Para asegurarse. Para cumplir con el
libreto. Se voltea y trota hacia donde está Luis Sánchez, herido en el piso. Luis le pide que
le dé el tiro de gracia. Carlitos Ratón no puede. Le grita que aguante, que no se preocupe,
que lo va a llevar al barrio. Pero qué va, ambos saben que ese cuerpo no aguanta tanto
bamboleo, así que Luis lo convence, le exige la pistola y le pide que por favor se voltee,
que no vea. Y se dispara él mismo. Entonces Carlitos Ratón corre directo al carro, se va con
los reales, con la cara llena de lágrimas, maldiciendo, escupiendo, triste pero buchón. Se
acabaron los Soñadores del Núcleo. Ya no habrá más locuras, más razones, más nada. Está
confundido, anonadado, borracho de histeria. Se monta, enciende el motor y arranca. Mira
el asiento trasero, ahí está el dinero. Al girar la primera curva, perfecto, todo está en calma.
Ya ni siquiera se escucha la alarma. Sigue avanzando. Parece que se escapa, efectivamente.
Qué maravilla. Pero como no me gustan esas películas que se resuelven al final con una
pobre leyenda, decido que mejor lo maten. Así, de la nada, como suelen actuar los
criminales uniformados. Tres pepazos. Qué sé yo, se escaparon del encierro, lograron burlar
alguna de las salidas. La brigada especial de otra policía aparece de repente para hacer
justicia. Dependerá también de lo que me digan, recuerden que esta es la historia de un nerd
en continuo desplazamiento, que soy yo, que viajo y cruzo la frontera, no entre la realidad y
la ficción, sino entre mi realidad y los recuerdos de otros.
Así funciona esto de ser periodista y guionista. Ya me estoy aproximando. Tengo clara en
mi mente la imagen de la autopista Francisco Fajardo, a la altura de Plaza Venezuela,
donde ya para ese entonces estaba María Lionza, la reina Yara. Será una grúa que se aleja y
nos muestra la amplitud de la ciudad, su anchura y sus pliegues, al mismo tiempo su
promesa modernista y su falta de intuición: desarrollo, soltura, muchedumbre. Caos y
sincretismo. Toda esa mierda que nos dicen los arquitectos. Es un final pobre, lo sé, pero
también sé que los 30 palos pueden enriquecerlo un poquito. El punto es que no triunfa el
bien.
Verán, esta no es una historia de perdedores, ni de seres abominables, ni siquiera de
canallas inescrupulosos que se salen con la suya, a mí no me interesa que gane el mal, ni
creo que siempre gana el mal, sólo sé que nunca gana el bien. O no necesariamente. Yo seré
el hombre que se decide a ser reconocido. Ya lo soy. Quiero decir, no soy reconocido, pero
soy un hombre decidido. Y mi triunfo serán los premios. Ellos dirán por mí: gracias, lo he
logrado. Hay gente que se pone cursi, no entienden de atributos trascendentales y virtudes
morales. Serían incapaces, ya no digo de admirar, sino siquiera de reconocer el valor ético
en la música, de admitir que la voluntad de creación permite convivir con el placer y
convertirlo en el fin de algo. No existe algo más desviado que la conciencia del mundo. Por
favor, qué pesadilla. Por eso es que a veces me ataca esta arrechera. Porque pienso en eso y
recuerdo a mi familia. Pienso en el emporio de Emilio y Gloria Stefan. En los malabaristas.
En la changa Tukki. En Fabiana y su lesbianismo solapado. Voy a poner algunas secuencias
de música electrónica y a servirme un trago de vodka con limón. También voy a llamar a
mi primito. Por algún lado tengo que empezar.

Miguel Gomes: “Lorena llora a las tres”

A todas horas últimamente. A las tres lo hace con más fuerza, porque ya no le interesa
disimularlo; es media tarde y se abandona, deja que le caigan las lágrimas sobre el
fregadero mientras lava las ollas que quedaron del almuerzo o de la cena del día anterior.
Yo me hago el desentendido; no es que no me importe o que no me parta el alma oírla así,
pero no sé qué hacer. Me consta, además, que cualquier esfuerzo de consolarla empeora la
situación. Me la figuro mirándome con cara de rabia, como la otra vez, como las otras —
muchas— veces, antes de espetarme un insulto, No te quedes allí parado como un necio, o
antes de correr la cortina de flores que separa la cocina de la sala, no con delicadeza, sino
de un brusco manotón —como los otros (demasiados) manotones que tienen la cortina
raída, hecho un desastre el colgador—, Para de mirarme, zoquete, o decida repetir lo que
viene diciéndome siempre que trato de conversar con ella y le hago el menor amago de
matizar lo que sería, si no, un monólogo de su parte, Pero es que tú no me entiendes, chico,
tú no me comprendes, no puedo hablar contigo porque es una pérdida de tiempo, y yo
Lorena, no me dejas ni abrir la boca, y ella No, qué va, no lo vas a entender, no puedes.
Tengo que dejarlo de ese tamaño, la garganta tiesa, como con una nuez atravesada: la siento
rugosa bajarme hasta el pecho.
Llora a las tres, a las dos de la tarde. Ha llorado a las diez de la mañana, con la cara
hinchada de tanto haberlo hecho. El otro día la encontré limpiando el patio y le caían
gordos lagrimones sobre la palangana y el estropajo. Le pregunté si quería que la relevara,
Descansa miamor, déjame que me encargue, y ella Vete de aquí, no me fastidies. La verdad
es que no la entiendo: aquel puercoespín no es la mujer con la que me casé. Ni siquiera la
conozco. Me la quedé viendo un rato; estaba de espaldas, con el vestido de andar por casa
que se pone cuando le da por la limpieza; se le adivinaban los senos, y medio se los vi,
porque no se ponía sostenes cuando estaba de faenas. Le sudaba el cuello y tenía los bordes
del vestido mojados. El matojo de pelos contenidos por un moño mal hecho. Las
pantorrillas fuertes que dicen de gallega (aunque Lorena, que yo sepa, no tiene ni pizca de
gallega, tampoco puede descartarse, porque los maracuchos tienen un poquito de todo,
menos de discretos). Le veo las pantorrillas macizas; el nudo del moño; las canas que se le
enredan un poco y le quedan tan bien que parecen teñidas, puestas a propósito; las manchas
de sudor; los senos que le tiemblan con el esfuerzo. Le veo también las caderas anchas, más
anchas que lo demás. Siento una erección que pronto afloja; una nuez con su cáscara en el
cuello; y ganas de también ponerme a llorar, porque sin esa mujer no me imagino nada, no
importa que no la entienda. Quizá sea un paso de luna. Pero igual.
Es como una estafa: hasta hace unos meses, si alguien me hubiese preguntado quién era la
persona más sensata que conocía, le habría respondido que Lorena. A los amigos siempre
les digo que ella se quedó con el sentido común de esta casa. El perro no lo tiene. Los
muchachos no lo tienen (inteligentes son, todos unos señores en lo que hacen, hojillas en su
carrera, pero eso no es sentido común). Yo a veces lo tengo, pero mucho menos que ella, y
hago cosas incomprensibles como aquello de venderle mi parte del bufete al pendejo de
Gonzalo, y por un precio ridículo (nunca voy a arrepentirme lo suficiente), para dedicarme
a la pizzería, porque en este país de locos el derecho de propiedad intelectual no es negocio;
uno acaba más bien administrando cantantes, y pronto estos se van y uno empieza a liarse
con actores o gente de teatro, y allí todo es resbaloso; cosas incomprensibles como
dedicarme a una pizzería justo en Altamira, y en la Plaza Francia, cuando empezaron las
protestas y a pocos días de la masacre (unas horas antes vendimos como nunca);
incomprensibles totalmente, como acabar deshaciéndome de la pizzería, que estaba dando
pérdidas, y montar de nuevo mi negocio de abogado, con el nombre ahora de Centro de
Talentos, pero esta vez desde casa, para no estar pagando frente ni empleados. Motorizado
y va que chuta (suelo ahorrármelo, cuando me entran ganas de manejar). A Raquel la
despedí; ya no más recepcionistas, que son como un castigo divino. A Gonzalo lo mandé al
carajo, porque era un bueno para nada y no hacía sino llenarse los bolsillos a costa de mi
trabajo (me han contado que está vendiendo el bufete, porque quebró; cómo no iba a
quebrar, si era yo el que lo hacía todo). Soy el incomprensible, no Lorena; ella estaba
siempre tranquila y cuando más me desesperaba, la encontraba dispuesta a aconsejarme y a
jalarme las orejas si era necesario. Casi siempre convenía. Pero ahora está así: va para un
año. Y se me acaban los recursos. Una estafa total: alguien me engañó, me vendió gato por
liebre, me cambió la mujer. De Lorena no es la culpa; la pobre está que no se aguanta.
Ahora mismo la oigo: se ha metido en el cuarto y llora, convencida de que no me entero.
Hay días, que son los peores, en que se encierra con las persianas abajo, a oscuras total, y
no sale de la cama; se tapa hasta las narices, no importa que haga calor. A lo sumo enciende
el televisor y pone novelas, aunque creo que no les hace caso: las ve pero no las mira; las
oye pero no escucha. Me angustia tener que entrar al cuarto a buscar cualquier cosa que se
me haya olvidado; no sé si me va a ignorar; no sé si me va a ladrar Qué miras, chico, o si
está rabiosa Qué miras, imbécil. Y no sé nunca cómo va a estar, si llora de tristeza o si llora
furiosa. La última vez que traté de consolarla o de animarla, y para eso le había puesto una
mano en la cabeza, con todo el cuidado del mundo, ella se volvió un bicho, me gruñó, casi
me ataca ¿Es que te crees que soy Simón para que me estés sobando? Y yo No, Lorena, no
es eso, es que te quiero y no me gusta verte así, miamor. Y ella Eres un cursi. Por eso hasta
el sol de hoy no la toco, ni me pongo cursi, y para ser franco no me pongo de ninguna
manera, o no entiendo cómo me pongo, no quiero ni pensar en lo que pienso para darle a
ella toda la razón. Es que no comprendo. Ni a mi mujer, ni a mí, ni al perro; la Santísima
Trinidad de los que vivimos en esta casa.
Simón anda mal; mueve la cola pero quiebra el corazón verlo y darse cuenta de que no le
quedan muchos días. La idea de llamarlo Simón fue de Lorena, que decía que de pequeña
en su casa habían tenido otro perro que se llamaba José Antonio, y, si así era la cosa, a este
podíamos bautizarlo Simón. Simón se quedó. Yo me reía para incordiarla: ustedes los
maracuchos les dan nombres normales de gente a sus mascotas y con la gente normal se
ponen exuberantes, como pasa con tu mamá: Esplendidaluz Palacios de Durango, ¡y es una
señora menudita!; Lorena en esa época no había perdido todavía el sentido del humor y
hasta afición le tenía a la chacota, era siempre una felicidad conversar con ella, se
carcajeaba antes de contestarme Si quieres reñir, chico, te puedo recordar lo que se cuenta
de ustedes los valencianos desde que Boves los disciplinó. Con eso me callaba, claro. Al
Simón lo encontramos un día en una calle; se notaba que era cachorrito; se hizo mayor y
ahora está que no puede con el alma; los ojos los tiene azules de esas lagañas raras, que
serán cataratas, me imagino. Va ciego y a veces me da la impresión de que sordo también,
porque uno lo llama y él mira para otro lado; uno lo vuelve a llamar y vuelve a equivocarse,
hasta que solamente a la tercera o cuarta acierta. Lleva diecinueve años con nosotros; es el
Matusalén de los perros. Últimamente no se aguanta y se caga en todas partes; el patio está
hecho una peste, y por eso ya no lo dejamos entrar en la casa. Da lástima. El pupú es una
cremita y se le engancha en los pelos de las patas. Es como si estuviera disolviéndose,
yéndose como un chorro por entre las matas, poquito a poco muriéndose, con lo fuerte y
contento que anduvo de joven; daba gusto verlo cuando uno llegaba a casa; o cuando los
niños volvían del colegio y se ponían a jugar con él. Está en el hueso; se le cuentan las
costillas, por más que coma. Dos o tres veces me ha cruzado por la cabeza la idea de
sacrificarlo, para que no siga sufriendo. Porque eso es lo que hace: basta con oírle los
gañidos, sobre todo de noche. Dan dolor. Un tiro limpio en el cráneo, con la pistola aquélla
que le compré a mi cuñado en marzo del 89, cuando andábamos nerviosos con los saqueos.
La pistola parecía de vaqueros; el cañón era largo y solo con eso se imponía. Nunca la he
usado y a decir verdad no la veo desde hace años; tan escondida la tengo que, pese a lo
peligrosa que se ha puesto Caracas, ni siquiera recuerdo dónde la metí. Pero valdría la pena
buscarla para apaciguar a este animal; es lo más humano que puede hacerse. Claro, que no
es soplar y hacer botellas; apenas me vienen las fantasías de facilitarle la muerte me vienen
también las de ponerme en su lugar o preguntarme si mis hijos se preguntarán las mismas
cosas en su debido momento, en cuanto tampoco controle los esfínteres y esté sordo y ciego
y viejo a más no poder, que es como estar muerto pero sin haber acabado de dar el último
paso. Hasta asma parece que tiene el Simón.
Vamos para un año de esto. Al principio, nos sentábamos a cenar y yo notaba que ella se
quedaba callada, con esos silencios que muerden. Le buscaba conversación y reaccionaba,
me contaba lo que había hecho o no había alcanzado a hacer durante el día, o lo que supo
de cierta vecina, o noticias que había oído en la radio. Luego, si yo aflojaba el interés fuese
por masticar bien la comida o por echarle un ojo a algo que mostraban en la televisión,
Lorena volvía a apagarse, como si se le descargaran las pilas. Alguna semana estuve metido
en problemas con clientes y me descuidé, y para cuando saqué las cuentas me enteré de que
ella y yo habíamos estado sin intercambiar palabras que no fueran absolutamente
indispensables por lo menos una quincena. Hasta que del silencio pasó a llorar. Estábamos
desayunando y le notaba la cara más hinchada de lo normal a esas horas; ella me servía el
café, o yo se lo servía, y de repente le rodaban las gotas, derechito hacia abajo, como si no
fueran de verdad. La primera vez me asusté Qué te pasa miamor, qué es, y ella Nada, y yo
Cómo que nada, estás llorando, Estoy resfriada, o sería Tengo alergias, Pero tú no eres
alérgica, y aquí fue cuando me lo zumbó, a quemarropa: Chico, qué sabes tú de mí, qué
sabes tú de nadie, yo nunca te he interesado, quién eres para estar diciendo si tengo o no
tengo alergias. Me habían cambiado la mujer, pensé, pero por supuesto no lo dije. No me
mires con esa cara de anormal. Quién era este monstruo, pero eso tampoco lo dije, claro.
Anormal, gafo. No recuerdo qué otra banderilla me puso. Okey, cálmate, miamor, tengo
que ir a ver a unos clientes en Cumbres de Curumo; si te sientes mal avísame, Vete, déjame
en paz, fue lo que me contestó. Yo acabé de arreglarme y me fui, porque de verdad me
esperaban y la situación no estaba como para perder clientes, pero cuando salía la sensación
era más bien de empotrarme en una pared, a cada paso incrustarme más entre los bloques.
No cualquier pared: alguna de las de mi casa, desconchadas, como con lepra, porque una
mano de pintura cuesta un ojo de la cara. Prender el Fiat y apretar el acelerador complicaba
las cosas, era estar más atascado y pensar ay coño qué es lo que tiene esta mujer ahora. Yo
nunca la había visto así: decir malas pulgas se queda corto. Ni me había visto a mí tan
pálido en un retrovisor. Lorena me contagiaba lo que tenía. Nunca así, ni yo ni ella.
Tal vez me equivoco; de vez en cuando le venían cosas raras. Por ejemplo, escuchaba
noticias sobre la visita del Papa y se enternecía hasta las lágrimas (cuando no íbamos a misa
desde el matrimonio, y cuando la visita ni siquiera era a Venezuela, sino a Guatemala o qué
sé dónde). Por ejemplo, leía en el periódico que tal día como hoy habían llegado los
primeros europeos al Japón y, plaf, se pone a moquear. Por ejemplo, Simón coge un ratón
en el patio y dale con el llanto, porque Pobre animalito de Dios, ese perrazo tan grande
cómo te ha dejado (¿De qué pobre animalito hablas, mujer?, si tú eres la primera que chilla
cuando se nos mete un ratón en la casa, y ella Pero no era para tanto, ¿por qué tiene que
masticarlo así? Lorena, ¿qué dices?, es un pastor alemán venido a menos, ni de vaina lo
confundas con San Francisco de Asís). Ella igual decía que Simón no tenía compasión, que
yo tampoco la tenía, Y no te metas conmigo, chico. Esos días yo no acertaba a escoger la
palabra o la mueca adecuada: Lorena se convertía en un marciano. Con la diferencia de que
me reconciliaba con ella al cabo de unas horas o, en casos extremos, de una semana. A la
mesa, conversando con los muchachos, o en la cama, más o menos a oscuras, porque ella
prefería siempre que apagáramos las lámparas, hacíamos las paces. Pero ahora es distinto.
Antes, cuando tenía esos episodios, ella toleraba que la tocara; uno que otro roce durante el
día, un beso de buenos días o de hasta luego. Más tarde entre las sábanas, un pie puesto a
propósito o accidentalmente encima de la batata gallega, carnosita, Cómo me gustas,
m’hija; la cogía por las caderas, me le acercaba, y ella no parecía molestarse, más bien
reculaba un poco, me calentaba el vientre con aquellas nalgas incondicionales que habrían
resucitado a Lázaro. Entonces yo sacaba mis conclusiones: Claro, se había puesto rara
anteayer o antes de anteayer porque anda con la regla, lo que tiene es un relajo hormonal.
Un disturbio, que dicen en los periódicos.
Relajo o disturbio memorable fue el de los meses que siguieron al parto. La euforia de
cuando descubrimos que íbamos a tener morochos se nos había ido disipando hasta la época
de la maternidad. Ya en la casa, combinado el cansancio general con el suplicio de tener
que convivir con mi suegra, Esplendidaluz Palacios de Durango, lo que recuerdo es un
trozo de infierno que anulaba la satisfacción de ser padre, hombre casado y hasta hombre,
punto. Lorena lloraba cuando la mamá no estaba presente, decía que yo no la ayudaba, yo
le respondía que cómo quería que la ayudase, ella que necesitaba dormir, yo que Okey
okey, miamor, y quedamos en turnarnos, y lo hicimos, pero al cabo de una semana Tú no
me ayudas, y yo Cómo quieres que te ayude ahora, nos turnamos una noche tú una noche
yo, ella se ponía a llorar, yo no tengo riñones para verla llorar así, me desespero, y para
colmo tenía que ir a trabajar, no era fácil el corre y corre de clientes, los tratos que se caían,
toda una noche sin dormir, y este del Gonzalo mucha cerveza para celebrar que nacieron los
muchachos, pero las cuentas en el bufete andan extrañas, Cómo que extrañas, socio,
Extrañas, extrañas: ¿cuánto le estás pagando a Raquel? ¿Cómo? Y ¿de cuándo acá ese es el
sueldo? ¿Cómo? Pero ¿cuándo discutimos que le ibas a dar un aumento? ¿Cómo? ¿Cuándo
fue que me lo dijiste? ¿Cómo? ¿Que me lo dijiste al día siguiente de que nacieran los
chamos? ¿Cómo cómo cómo? Yo no me acordaba de eso… ahora bien, le di el beneficio de
la duda, porque con los insomnios, la irritación de vivir con Lorena que estaba así de
hirsuta, la ladilla sangrienta que era mi suegra cuando quería (Pero ¿vos no veis que no
ayudáis en casa? Por eso m’hija anda que arrastra los pies, pobrecita). (Ya lo sabía: es culpa
de esa vieja, quién sabe qué rollos le está metiendo en la cabeza a Lorena). No me
acordaba. Tenía que darle el beneficio de la duda porque con los insomnios se me olvidaba
mi nombre completo, vacilaba en serio con el segundo, hasta el número de la cédula se me
enredaba. Yo no era yo, Lorena no era ella, mi suegra sí que era mi suegra y eso era un
problema; un problema añadido a las llorantinas de dos niños a la vez, con su pupú su pipí
su hambre su horario de locos que volvía loco a cualquiera. Pero las semanas pasaron, la
señora Esplendidaluz se regresó a su Maracaibo querido y el disturbio se acabó. Al quinto o
sexto mes Lorena volvió a ser la mujer que yo conocía.
Vamos para un año de este nuevo capítulo y ella no se compone. Aquel infierno del
posparto fue insoportable, pero duró lo que la falta de sueño. Este, en cambio, se arrastra
como una alimaña once meses, casi doce, y no se le ve el fin. Quiero saber por qué está
pasando. No que no me haya sentado a pensar, y que no haya masticado todos los
escenarios posibles mientras camino, o mientras espero a un cliente, o mientras ando
encallado en el tráfico. El otro día, apenas había estacionado, me atracaron enfrente de la
Clínica Atías, un carajito de quince o dieciséis años, con una navaja; me la puso al cuello y
me dijo Dame la cartera o te corto. Yo por suerte aprendí a no tener nada importante en la
billetera. Me dijo El reloj. Se lo di. Me dijo El maletín, suéltalo. Solo tengo papeles del
trabajo, vale. Suéltalo o te corto. Se lo di. Por suerte no llevaba ese día nada trascendental,
fotocopias y tal. Se lo solté y no me cortó. Se fue a las carreritas. Yo, mientras lo veía
perderse de vista, pensaba ¿Por qué lloras todo el día, Lorena? ¿Por qué andas así, si
estamos bien, dentro de lo que cabe estamos bien? Todo se va a la mierda, esta ciudad, este
país, ese carajito con mi maletín (suerte que era el verde viejo, con las esquinas peladas, no
el negro elegante que me regalaron los morochos en mi cumpleaños), todo por el desagüe,
pero nosotros estamos bien, Lorena, ¿por qué te encierras a oscuras y te tapas hasta la nariz
si tú y yo estamos bien, miamor?
—¡El coño de la madre!
Me acuerdo de berrear como un energúmeno, allí, en medio de la calle. Y me imagino que
la señora del quiosco lo atribuiría correctamente no a que fuese yo lunático, sino a la rabieta
(parecía preocupada, pero tampoco demasiado: seguro que había visto otras aventuras del
chamo de la navaja, dos o tres al día. Esto está imposible, me explicó ella, y no tiene
arreglo, porque ese malandro es sobrino de un policía. Estaba dicho todo: yo era el zopenco
que había pasado por su territorio). Me arreglé como pude, me puse una mano en la ingle
para estar totalmente seguro de que todavía tenía los billetes y las tarjetas bien guardados
en los distintos bolsillitos de la faja, idiota no soy, y seguí caminando, pensando en Lorena,
en qué más. Había repasado causas: que los muchachos se nos iban de la casa, y eso a lo
mejor la deprimía; pero Ernesto tenía un buen cargo en Porlamar, mientras que aquí en
Caracas, con todo y el diploma de Informática y las tremendas notas, quién sabía cuándo
iba a encontrar algo, y Enrique, más sortario no podía ser, luego de que lo sacaron de
PDVSA el padrino le había echado una segunda mano en los Estados Unidos y allí
precisamente había un concurso de credenciales al que se presentó y lo ganó, cómo no lo
iba a ganar si Enrique es un lince en sus cosas, ingenieros de gasoductos no hay
demasiados; a lo mejor porque los muchachos se nos fueron ya, pero me digo No, eso no
puede ser, Lorena está feliz de que cada uno haya conseguido trabajo, considerando cómo
se ha puesto la situación aquí; será entonces que se amargó porque la casa está que se cae a
trozos y Los Rosales como una cloaca, hay que ver, con lo bonito que era cuando
compramos la casita, está como si hubiese habido una guerra; o será porque después de
tantos años le ha venido un arrepentimiento horrible por haber dejado el trabajo en el
Ministerio. Un día, hace año y medio o así, conversamos al respecto, fue de las últimas
veces que conversamos en forma, creo, yo le dije Tú te imaginas, chica, cómo sería que
estuvieses metida en el Ministerio en esta época, con algún jefe chavista que te exija que te
afilies al partido, debe ser irrespirable ese sitio, irrespirable todo el centro de Caracas,
imagínate trabajar en las Torres del Silencio como andan las cosas, Me deprimiría un
montón, creo que me respondió, y yo ahora lo recuerdo o creo que lo recuerdo y se me
remueven las entrañas; pero a lo peor le ha venido un arrepentimiento espantoso, esos
asuntos son irracionales, y se acuerda de los trámites de la renuncia, que no me culpe, yo no
tuve nada que ver, si algo hice fue más bien decirle que teníamos flexibilidad, si quería
seguir que siguiera, si quería renunciar que renunciara, no que estuviéramos ricos, pero
podíamos arreglárnoslas con decencia; fue la cabra loca de su madre la que le metió en la
cabeza lo de estarse en casa con los muchachos, teniendo un diploma de arquitecta, ni más
ni menos, ay m’hija, Lorena, que mis nietos necesitan a alguien que los atienda bien, y vos
sabéis que si estas criaturas no tienen una mano firme se echan a perder (¿qué habrá
insinuado con lo de mano firme? Sé que nunca me perdonó que convenciera a la hija de
quedarse en Caracas después de graduada, pero estos maracuchos se enrollan solitos, son
como trompos que hablan duro, y la señora Esplendidaluz era porfiada). Luego pasó lo que
pasó con eso de que no se llevaba bien Lorena con la colega que era adeca y la acosaba
porque Lorena no se afiliaba, no estaba para adecos ni copeyanos ni partidos políticos ni
qué San Judas Tadeo, y mira dónde hemos ido a parar. Así es. Sería porque a cada rato la
mandaban al interior a recoger datos y a visitar instalaciones, y a veces esos viajes tenía que
hacerlos con colegas que le caían como plomo. Eso era lo que decía. Un día, tengo que
confesarlo, llamé a la oficina para averiguar un número de contacto con ella, que no me
había llamado todavía, como habíamos quedado, y en ese entonces todavía no se habían
puesto de moda los teléfonos celulares, llamé a la oficina y la secretaria, esas que Lorena
decía que tenía atravesada, me contestó que la arquitecta estaba con el ingeniero Rondón,
en Ciudad Bolívar, ¿Cómo que con el ingeniero Rondón? (yo pensaba que me había dicho
que la acompañaba la doctora Escolano; Mireya, como se refería a ella Lorena cuando
estaban en buenos tratos); con el ingeniero Rondón, sí señor, y el número es tal y tal, ¿Es
un hotel? No sé, señor, ese es el número que nos dejó el ingeniero. Me quedé de una pieza,
sin pensamientos ni presentimientos ni ganas de hablar. No llamé, por supuesto, esperé a
que ella se dignara llamarme. Cuando lo hizo lo primero que me dijo fue Disculpa que no te
llamase antes, pero no conseguí hotel, y eso que los de la oficina nos habían asegurado que
la reserva estaba hecha. ¿A quién les habían asegurado, a la doctora Escolano y a ti? Le
pregunté, haciéndome el distraído, y ella No, en realidad a última hora nos dijeron que
había un cambio y que habían asignado a Rondón, imagínate (esto lo cuchicheaba Lorena,
que debía tener gente cerca), por suerte la mamá de Rondón todavía vive aquí y me han
ofrecido alojamiento, me estoy quedando con ellos. Yo no me acuerdo bien de qué dije, ni
cómo lo hice. Sentía que se me salían de sitio los órganos. Pero tampoco tenía razones para
no creerle a Lorena. Nunca me dio motivos. Además, al día siguiente llamé a ese número y,
en efecto, me respondió una señora, con la voz carrasposa; tenía que ser mayor. ¿Por qué
no iba a creer? Colgué, sin decir nada. La de mala uva era la perra de la secretaria, Yadira,
Yarelis, Yamedirás qué nombre de secretaria tenía, que según Lorena no hacía más que
indisponerla con los jefes, y ahora quería hacerlo conmigo, hija de puta. Se lo conté a
Lorena cuando estuvo de vuelta y ella, primero, se puso pálida, y luego dijo que le
arrancaría las pestañas a la infeliz, los ojos con el compás, Cálmate, le dije yo, no te
sulfures, pero cuídate, sí, de esa bicha; obviamente es gente mala. Y Lorena Yo con
Rondón… ¡con Rondón!, ese tipo que es intragable, figúrate. No me lo quise figurar, había
algo peculiar, rebuscado en el tono de voz con que me explicaba su disgusto por el fulano
ingeniero, pero yo tampoco tenía motivos para seguir pensando en el episodio. Hubo otros
viajes al interior, tres o cuatro, pero al parecer no había Rondón, era con otras arquitectas o
doctoras o ingenieras del Departamento de Infraestructura, y Lorena me daba los números o
llamaba enseguida, con una precisión cronométrica siempre que el embotellamiento en la
carretera lo permitiera o los vuelos fuesen puntuales. Dejó el trabajo porque la madre se lo
sugería y porque ella se cansaba de los tejemanejes con los adecos y los copeyanos y las
secretarias que se portaban como zorras de telenovelas porque eso era lo que veían. Estaba
cansada también del ingeniero Rondón (nunca la oí hablar tan mal de nadie, cada vez que lo
mencionaba era para describir lo más bajo que había en la escala humana del Ministerio), el
ingeniero Rondón y otra gentuza como él con la que había tenido que codearse en la
administración pública. A mí me iba de lo mejor con el trabajo en esa época y Lorena podía
dedicarse a tiempo completo a cuidar a los muchachos, si quería, a estarse quieta en casa, si
quería, a mantener a raya la mugre la suciedad el polvo que flotaba en el aire, si quería. Los
Rosales estaba bien en aquel entonces, aunque muchos conocidos empezaban a mudarse a
sitios como Caurimare o El Cafetal o San Luis. Varios vecinos lo hicieron y nosotros nos
preguntamos si no nos convenía, pero la casa tiene espacio, estaba en buenas condiciones,
no como ahora, quién iba a adivinar que las calles se pondrían así de peligrosas, porque
navajas eran lo de menos, y que vendrían los saqueos, y el bodeguero dejaría los sesos en el
suelo un día ante la vista de Lorena y otra señora que habían ido de compras, y que
nosotros una temporada pusimos la casa en venta a ver qué pasaba y nada pasó, así que se
nos enfriaron los ánimos y nos fuimos quedando. Décadas ya de eso. Murió mi suegra: esas
podría ser otra causa por la que Lorena llora a esta hora, lo llora todo, hasta el nombre (me
quedo callado, bajo la cabeza con los ojos cerrados, tratando de que los gañidos de Simón
no me desconcentren, y la escucho).
Abro los ojos y veo al pobre animal cagándose al lado de la maceta de helechos, si mi
mujer lo ve se va a poner a llorar más duro, sin tratar de disimular, como todavía trata
cuando sabe que ando cerca. Eso, si decide salir del cuarto; pero esta tarde anda allí metida
y no habrá manera. A veces le preparo la comida y se la llevo y le pregunto si quiere una
aspirina, pero como sé que me arriesgo a que vuelva a gritarme me lo tengo que pensar. El
pobre Simón me arruga el alma, le tiemblan la cola y las patas traseras cuando se derrama
allí junto a las matas, ese líquido como papelón, solo que un poco más espeso, y pútrido.
No me da asco ya, cómo va a dármelo, si ese perro viejo nos ha acompañado toda la vida y
los muchachos jugaron con él y les ha ladrado a todos los malandros que han intentado
metérsenos en la casa y una vez creo que dejó malparado a uno porque sangre encontramos
en el patio y no era del perro ni de los muchachos ni nuestra. Muy bien, Simón, así es,
chico; tremendas meriendas que le dimos. Hoy lo que come es un plato enorme con las
cosas que dejamos o que están a punto de pasársenos porque uno ya no tiene familia por
aquí pero se queda con la costumbre de comprar no para dos sino para cuatro. Últimamente
cosas con harina, que es de lo poco que se encuentra en la bodega. Voy a lavar ese desastre
que deja Simón porque si Lorena lo ve se va a poner peor de lo que está.
Una vez le dije que por qué no iba al doctor, un psicólogo o así (menos mal que no dije
psiquiatra) y casi me arranca los ojos como en broma había dicho que lo haría con la
secretaria. Nunca me ha tocado, pero ganas no le faltaron: se lo vi en la cara, los dientes
eran como de animales que daban miedo, Vete de aquí déjame sola crees que me estás
ayudando diciendo que estoy loca estoy así porque vivo contigo porque eres un muermo
mira cómo vivimos mira mira mira, podíamos estar en otra parte podíamos, y ella no
acababa la oración tiraba la puerta yo ya me había distanciado lo suficiente porque no
aguantaba esos arranques. No dormí varias noches seguidas, pero de unos meses para acá
no me quitan tanto el sueño. Las hormonas lo explicaban todo, leí enciclopedias y columbré
que eso era, la menopausia, una menopausia tardía, toda la vida Lorena había sido un
manojo de hormonas alebrestadas y yo, persignándome por dentro, volví al tema en un
almuerzo en que parecía que estaba más calmada Quise decir ginecólogo miamor no
psicólogo porque pienso que esto puede ser la menopausia, ¿no?, dicen que a veces es
fortísima. Ella me gritó
—¡Maricón!
y yo nunca más lo he vuelto a hacer, pero me levanté, levanté también la mano y estuve a
punto de despeñársela en la cara, para que me vuelvas a insultar. No lo hice, la sangre no
llegó al río ni la palma a la cara, pero ella se había ido otra vez al cuarto. A mí lo de
maricón me hincaba el colmillo en la yugular (estaba también esa fantasía de agarrarme a
puños con Rondón, no sé por qué) y me calmé poco a poco, pensando qué habrá querido
decirme con lo de que todavía vivíamos aquí si fue ella (no se me olvida) la que escogió
que nos mudáramos a Los Rosales y fue ella (tampoco se me olvida) la que primero tiró la
toalla cuando barajábamos planes de mudarnos a San Luis El Cafetal Caurimare esos sitios.
Fue ella. Yo le dije una mañana antes de ir a entrevistarme con un cliente De regreso voy a
renovar el aviso en la prensa, ¿quieres que lo haga por una semana o por una quincena? Y
ella, claramente, No, chico, déjalo, estamos perdiendo plata y tiempo, y total, aquí estamos
bien, ¿no? Y yo Sí, estamos bien. Y estamos bien dijimos y pensamos los dos, me consta,
porque en ese tiempo todavía pensábamos y decíamos las cosas a la vez, estábamos juntos.
Ahora no. Ahora no sé lo que tiene. Ella no sabe lo que tengo. Y tampoco sé lo que tengo,
lo que me entra en la cabeza y me zumba como las moscas que le siguen el rastro a Simón.
Solamente sé que alguien tiene que limpiar esta cagada maloliente. Vuelve a temblar, a
estremecerse. Encima de las flores, las espinas de Cristo. Chorrearse ahí es el colmo. Y
llora; creo que esos gañiditos son llanto de perro que no tiene fuerzas ni para llorar. Alguien
tiene que ayudarlo a morirse.
Lorena gime en su cuarto; la oigo. Cualquiera pierde la esperanza con este país, con la
madre muerta y Pudimos habernos mudado a casa de mi mamá me dijo un día, un desayuno
en que yo estaba anudándome la corbata, a punto de salir porque iba a ver a un actor que
quería que le arreglase los papeles porque Radio Caracas, ahora en cable, lo quería
contratar. ¿A casa de tu mamá, Lorena?, eso era casi un rancho, tú me lo decías, si más bien
querías que ella se viniese con nosotros, que qué hacía sola en Maracaibo luego de que
enterramos a tu hermano. Es que tú no me entiendes, chico, está visto; contigo no puede
hablarse. Y se largó al cuarto a llorar. Yo me quedé con el nudo en la mano, con ganas de
sacarme la corbata y cancelar la reunión, pero me dije No, tengo que seguir adelante, no
puedo ponerme a merced de estas loqueras, ya se le pasará. Aquella casa estaba mucho peor
que ésta, y no me imaginaba viviendo en la tierra-del-sol-amada, uno tenía que estar tostado
por el sol para instalarse en aquel horno al aire libre, Dios mío, salí de Valencia cansado de
calores y falta de oportunidades, no me iba a ir a Maracaibo, a quién se lo ocurre: a la
menopausia, esas era mi respuesta. Me imaginaba la menopausia como una bruja de un solo
ojo y peluca de mapanares, boas, alacranes, todo lo que muerda y atormente. Pero ni
mencionar de nuevo la palabra, porque mi propia mujer me echaría encima el maricón que
me había endilgado como quien bautiza un barco de un botellazo, y dolió como si me
hubieran partido un botellón crudo en el cráneo, me acuerdo ahora cuando Lorena sigue
llorando y el pobre de Simón echando las entrañas por todas partes y ese hedor Dios ese
hedor. Me agacho a limpiar con un trapo y me vienen arcadas tengo que acercarme a lo que
queda de las orquídeas que en una época a Lorena le había dado por cuidar y allí me
desparramo, se me sale hasta lo que no he comido, qué asco; Lorena llora llora Llorena, me
muero una dos tres arcadas cuando antes habíamos estado tan felices ni me acuerdo, será
desde antes que nos llegara la noticia de que mi cuñado se mató en una carretera, justo
llegando al Zulia luego de una visita que nos vino a hacer a Caracas; será luego del entierro
que fue todo a los trancazos porque a Lorena le vino un bajón monumental será desde
entonces que está así Pero no, digo cuidándome de que no sea en voz alta y alguien, ella
misma, vaya a pensar que he perdido una tuerca, Pero no, Lorena después se compuso, fue
cosa de unos meses uno se resigna
A manguerazos todo eso va desapareciendo, lo del perro, lo mío. Solamente el maricón no
se borra porque a ella jamás la he insultado. Creo que no lo hizo con los ingenieros del
Ministerio y por eso se desquita conmigo. A lo mejor con Ernesto aquí sería diferente, a lo
mejor me convendría llamarlo a él para que me ayude a pensar qué hacer con su madre,
porque yo, para ser franco, estoy empezando a desesperarme, qué digo empezando, estoy
desesperado: ella llora y ni siquiera sé si llora, solamente pienso que está metida en ese
cuarto y no quiere salir y sigo pensando qué más puedo hacer. Ernesto viene de vez en
cuando, durante las vacaciones, pero de aquí a Semana Santa todavía falta. Con Enrique, ni
soñar que le cuento nada de esto, porque estando en el exterior el susto que va a coger es
demasiado. Además, siempre ha habido cosas así en esta casa y nunca he tenido que
recurrir a los muchachos, por qué voy a empezar ahora. No soy tan egoísta, no haría más
que preocuparlos y ellos están trabajando duro para ganarse la vida, hacerse una propia, no
tengo que estar arrastrándolos a estas estupideces maritales. Será por el país, será porque la
señora Esplendidaluz se murió también de lo que después supimos que era una infección
intestinal o una cadena de infecciones, yo bien que acepté que Lorena ofreciera traérsela
aquí, a Caracas, pero la vieja era terca como un buey y no quiso; tan calladitos que se tenía
los síntomas para que la hija no insistiera en la mudanza; y Lorena ahora no tiene a nadie
más que yo, mira que ponerse a extrañar algo como el casi rancho de Maracaibo es de locos
pero de eso se trata ¿no? de locos es lo que tiene Lorena eso es
Apenas cierro la llave de la manguera y pienso que será todo por hoy, me doy cuenta de
que Simón otra vez está cagándose en medio del patio. Hay que ayudar a esa criatura,
sacarla de una buena vez de este mundo no importa que a uno le duela o le dé lástima o
simplemente cueste cueste cueste tanto armarse de valor para matar a un perro. Nos
casamos muy jóvenes yo tenía buenas perspectivas profesionales y lo del bufete no estaba
mal, tenía buena pinta, pero a quién se le ocurre venderlo por una pizzería, pero fue mejor
así porque al sinvergüenza de Gonzalo nadie en su sano juicio querría tenerlo como socio
yo no estaba en mi sano juicio el muy bandido le echaba mano a todo lo que podía para
engordar la quincena de su querida que resultó ser la Raquel qué tonto que fui que no lo
capté desde el principio si esa de la Raquel era una putarraza de película y se le veía, a mí
me hizo un pase una vez y me dijo si le subía la cremallera que ella no se la alcanzaba en la
espalda y tenía el sostén y la verdad es que daban ganas de tocarla tenía la espalda buena,
pero yo estaba enamorado de mi mujer, casi siempre lo estuve, excepto por sus temporadas
lunares en que más bien me provocaba asesinarla, eres un cursi un maricón casi me muerde
y uno es capaz de cosas así cuando no ha dormido y chillan niños y ella ni me toques
imagínate, chico, un hombre sano y viril, maricón, de dónde sacó eso, hasta seis meses de
nada nada porque su mujer se irrita y uno qué va a hacer, una vez pensé irme de putas, pero
no tengo las bolas para eso (a lo mejor sí tiene razón Lorena) no tengo las bolas y me
repugnan como esta torta que ha puesto el perro aquí hay que rematarlo el pobre esta plasta
moscas y mosquitos fruteros porque está cruda como el cráneo con esta perforación en que
mi mujer llora encerrada en su cuarto oscuro del que no hay quien la saque
Hace más de medio año que ni la toco, desde que intenté consolarla y ella se puso salvaje,
me aulló, se acabó el bufete, bicho, y fue mejor para todos despedida la zorra de la Raquel
y contigo Gonzalo no quiero saber nada vamos a separarnos divorcio entre abogados a ver
cómo te mantienes y por lo que sé fracasó mientras que yo sin secretarias sin bufete
trabajando desde casa sólo ayudado de vez en cuando por el motorizado he seguido con mis
clientes y hasta creo que podría dejar de trabajar a estas alturas porque algo tengo ahorrado
(en el exterior, se entiende) pero no me arriesgo a quedarme de brazos cruzados porque así
uno de verdad se pone viejo
deshacerse de la secretaria del socio de la pizzería fuera mosca porque era una auténtica
locura fuera mosca y seguir lidiando con casos individuales actores cantantes mi propio
Centro de Talentos no un rancho en Maracaibo de qué cabeza sale eso está loca fuera
mosca me sale el apellido del ingeniero Rondón-Rondón y algo como odio pero es el odio
que a veces tienen los maridos cuando no comprenden a sus mujeres es normal parte de la
vida como que los hijos crezcan se muden escriban de vez en cuando llamen manden
postales
diarreas así solo pueden purificarse liquidarse con lejía cloro lo primero que encuentre;
caca de perro; recuerdo que tenía una botellita de lejía en el armario de la cocina pero no la
veo, probablemente esté en el armario al lado del patio donde también guardo las
herramientas Lorena llora zumban las moscas Lorallena
en las manos me tiembla la llavecita como la panza atiborrada del perro tripas que van
guardando horas que son días cuando salen y toman el patio hasta que logro abrir el
candado y lo primero que veo entre botellas que no son de lejía y trapos viejos tuercas
martillos más punzones es una caja que al principio no reconozco y sólo al principio porque
enseguida pienso sí que sé lo que es eso, azul y rojo, en el armario, luego veo otro
envoltorio una bolsa de plástico y me digo Aquí está la pistola, tantos años perdida de vista.
Cojo el lío de papel y de plástico, voy adivinando la adivinanza, resolviendo el problema
mientras espanto moscas, descascarándolo como si fuese una fruta suave, no la nuez que
tengo en la garganta, y contemplo el cañón, la cacha, el gatillo. Todavía está nueva, digo, y
creo que en voz alta. Brilla como las que enseñan en las películas.
Mi cuñado me la vendió por si había saqueos.

Norberto José Olivar: “La musa de Udón”

Para Fedosy Santaella

Me gustaría decir que todo empezó por un número equivocado, que el teléfono sonó tres
veces en mitad de la noche y la voz del otro lado preguntó por alguien que no era yo, ojalá
este equívoco tan austeriano y policiaco hubiese sido el chispazo de esta historia, pero
confieso, fue un empiece prosaico e insustancial, lejos de esos arranques glamorosos, en
blanco y negro, de las canónicas narrativas detectivescas: La noche del 25 de agosto del año
2009, siete hombres subieron al segundo piso del Liceo Udón Pérez, patearon la puerta de
la biblioteca y lanzaron a una mujer de bronce de más de 120 kilos. La caída, véase en
cámara lenta, estalló los vidrios de uno de los ventanales y desportilló los azulejos del patio
al incrustarse como un meteorito tras el cinematográfico desplome.
El director del liceo declaró a los periodistas que la policía intervino la red de chatarreros y
fundiciones del estado sin ningún resultado. De modo que la pieza de bronce debe estar en
manos de sus plagiarios, aún, a la espera del momento adecuado para su lucrativo
desmembramiento.
Estamos ofreciendo mil bolívares de recompensa, notificó el señor director del liceo, a
quien suministre información del paradero de la musa. Hay que recuperarla pronto, su valor
histórico es incalculable, íbamos a renovar el monumento completo del poeta Udón Pérez
para conmemorar los 100 años de la composición del Himno del Zulia, pero sin ella será
imposible…
El monumento consistía en cuatro piezas de bronce de gran formato: el poeta, un cóndor,
una lira y la musa.
En un reportaje de Moisés Arévalo, para Panorama, explicaba citando al Presidente de la
Junta Pro Restauración del Monumento del Insigne Vate de Todos los Tiempos, el
contenido simbólico de la obra: «el poeta estaba sentado sobre el pedestal de mármol que
representa al monte Olimpo, se lo ve pensativo, con la mano en el mentón. A sus pies, la
musa que viene a inspirarlo y a llevarse los poemas ya escritos para deleitar a los dioses,
pero no consigue al bardo, y en su angustia rompe las cuerdas de la lira y pide al cóndor
que vaya al cielo en su busca, pero el poeta está tan alto, tan embutido en la gloria
parnasiana, que el ave no puede alcanzarle…».
El robo de la musa avivó mi fascinación por los enigmas, y no me pienso monsieur Dupin
tras los misterios de la calle Morgue, pero la literatura es la búsqueda del sentido, lo que
supone el deseo de una explicación sensata ante lo incomprensible, que es la esencia del
relato policial desde Poe hasta Ellroy.
Recuerdo que Bolaño dijo que le habría encantado ser detective de homicidios, pero un
escritor es en cierta manera un detective. Esta idea la llevé al extremo, no hace tanto, al
matricularme en el Instituto de Policía Científica de la avenida Vargas; no se dejen
deslumbrar por el rimbombante nombre, se trataba del claustrofóbico gabinete de un
estrafalario abogado que mal dictaba un cursillo de pretendida capacitación detectivesca
para fungir, diploma en mano, de mandaderos de leguleyos. Fue divertido a pesar de la
rabietas de mi mujer que no aceptaba que me gastara un buen dinero en una escolaridad tan
disparatada e inservible. Y como quien compra una pistola y anda ansioso de su primer tiro,
yo vi en el escándalo de la musa la posibilidad soñada de mi primigenio caso como sabueso
privado.
El problema —y lo frustrante— del caso de la musa es que no se capturó a los pillos que
perpetraron el bellaco acto, y con esto desarmo o quito de un porrazo lo que podría suponer
el interés por esta historia; véome forzando al lector a disfrutar el relato en sí por la sola
razón del estilo y ya no por el acertijo inaugural tan fraudulentamente presentado, por lo
general, en los relatos negros.
Llegué al despacho del señor director del Liceo Udón Pérez y me presenté como profesor
de la universidad, no como investigador privado, una súbita erupción de vergüenza me lo
impidió, pero manifesté mi deseo de ayudar en la búsqueda de la preciada obra.
Don Jacobo Vílchez, así se llamaba el señor director —obviemos locación y aspecto físico
del referido—, por comenzar su intervención ante mi abordaje tan inusual, se dio a decir, no
muy seguro, que la estatua de Udón Pérez llegó al liceo a mediado de los sesenta, pero
hubo montones de inconvenientes para armar el monumento completo, apenas se logró
montar al poeta sobre su zócalo. La desdichada musa, el cóndor y la lira han deambulado
como fantasmas, desde entonces, por todos los despachos y depósitos del edificio.
¿Y a qué debemos su interés en el asunto?, preguntó con verdadera curiosidad.
Adriano González León propuso una vez que devolvieran el monumento a la avenida Bella
Vista, pero entendimos luego que el liceo había digerido la imagen de esa estatua; insistir
habría sido una necedad. La ciudad había cambiado y desde aquellos lejanos días me siento
ligado a la suerte de esa figura, expliqué.
La estatua la quitaron de Bella Vista porque los bardos achispados que salían del American
bar y del Pampero se llegaban a mear y gritar insolencias a Udón y a su musa. Era un
espectáculo bochornoso, relató don Jacobo divertido a sus anchas.
De eso quería hablarle, dije resquemoroso, ¿no ha pensado que el móvil del robo de la musa
sea estrictamente literario?
¿Cómo así?, ripostó don Jacobo atragantado con un despreciable café de termo.
El móvil de la fundición no prospera, pese a su factibilidad indiscutible, dije con miedo a
verme como un loco. Tengo la sospecha de que es una venganza literaria.
¿Una venganza literaria?, silabeó pensativo don Jacobo, eso sí que es un móvil
posmoderno, añadió con el ceño fruncido, tamborileando sobre la tabla del escritorio.
Cuando lo dije no tenía nada claro, era una yerma sospecha, un vulgar pálpito, pero don
Jacobo pedía urgido que ahondara en la escabrosa hipótesis.
Acordamos una semana para buscar pistas o referencias que pudieran alentar mi
presunción, eso sí, advertí, no lo participe a la policía. Vendré a exponer los avances y
veremos a dónde llega esta teoría conspirativa, concluí la conversa más confiado. Si al
principio no me vendí como investigador privado, de facto quedaba contratado, ad
honorem, y don Jacobo Vílchez se constituía en mi primer cliente.
Nótese que voy contando los eventos como van sucediéndose; sin ocultar ni omitir. La
búsqueda es la esencia de lo policíaco, al margen del desorden narrativo y de la oscuridad
que pueda dominar el camino.
Pienso en Born diciendo a Walker que «se sorprendería del instrumento tan eficaz que
puede ser el teléfono» porque bastó una llamada al doctor Cósimo Mandrillo, solvente
udonpereista, para dar sentido a la excéntrica sospecha.
El doctor Mandrillo llegó peripuesto y puntual a la fuente de soda Irama, me saludó de
buena gana y en una nano fracción de segundo estábamos entrando en materia: Es una idea
extravagante, pero no disparatada, dijo trasegando café a sus entrañas con visible regusto,
sin embargo, puede que nos dé por forzar la realidad para que su presunción pueda ser
demostrada, lo que no significa que sea cierta, ¿cuántos condenados hay, abrumados por
pruebas acusatorias y son inocentes? Por suerte, para ambos, estos crímenes literarios no
son tan dramáticos. Sepa que he pensado mucho en lo que dijo y sólo se me ocurren dos
sospechosos: los poetas Ildefonso Vázquez y Hesnor Rivera.
¡Pero ambos están muertos!, dije sin ocultar mi desconcierto.
Le expongo la versión corta, continuó el doctor Mandrillo impertérrito, alisando su barba
de candado: Ildefonso Vázquez había considerado un compromiso con su maestro, José
Ramón Yepes, la composición de un poema épico de largo aliento sobre la fundación de
Maracaibo. Yepes dejó un plan de trabajo, pero su muerte truncó la ejecución. Vázquez
sintió que no iba a concretarlo tampoco, así que en 1908 pidió a Udón Pérez que se
encargara del proyecto, pero Udón lo rechazó de malas maneras y Vázquez se enfureció y
empezaron a insultarse por la prensa sin ningún pudor. Se cuenta que Vázquez, muy
anciano ya, fue hasta la casa de Udón Pérez con la intención de hacer las paces y olvidar el
asunto, pero Udón ni siquiera salió a recibirlo y esto se supo In tutto il mondo. Por esos
mismos días se rumoraba la existencia de una supuesta hermandad que llamaban, Sociedad
Secreta Vázquez, sus miembros vestían de negro, se definían anticlericales, ateos, llevaban
pelo largo, idolatraban a Comte, a Darwin y a Kardec, no medían con la morfina y el
alcohol y practicaban la ciencia del espiritismo, eso era lo que los unía a Vázquez que, se
sabe, era un acreditado médium y el pretendido tutor de la cofradía.
¿Y juraron vengarse de la afrenta hecha a su maestro?, interrumpí.
¡Exacto!, dijo el doctor Mandrillo satisfecho de mi perogrullada.
¡Toda esa gente está más que muerta, doctor!
Claro, dijo sin dejar de sonreír, lo que usted no sabe es que hace cuestión de un año la
profesora Alicia Montero me aseguró que esa sociedad seguía existiendo. La mayor parte
de sus integrantes, entiendo, son profesores universitarios, incluso, algunos ex rectores. La
noticia me pareció curiosa, pero la había olvidado por completo hasta que usted me pidió
un discurso probatorio para su hipótesis. Por supuesto, no pienso seguir a estos espectros en
la Escuela de Letras, eso se lo dejo a usted, pero le aseguro que no va a conseguir
absolutamente nada.
Supongo que no hay manera de dar con ellos, y si la hubiera podría costar cualquier
cantidad de tiempo, aún así, la dificultad de probar su culpabilidad, y no creo que mi cliente
tenga tanta paciencia, inquirí frente al doctor, imitando a Humphrey Bogart haciendo de
Philip Marlowe, en una de las escenas de The big sleep.
Esta ciudad tiene sus secretos, añadió el doctor Mandrillo con un dejo de ironía. ¿Seguimos
con Hesnor Rivera?, preguntó luego, con cierta burla, al verme tan alelado.
Adelante, dije aterrizando de no sé de dónde.
Lo de Hesnor es pura sinvergüencería, dijo sin evitar una sonrisa cómplice. Tenía la mala
costumbre, al final de sus tirolesas ingestas con el poeta César David Rincón, de ir a
descargar su vejiga sobre la musa de Udón allí en la redomita de Bella Vista con 5 de Julio.
Y es de dominio histórico la aversión de Hesnor por este vate, ¿quién no recuerda la quema
pública que hizo de los libros de Udón Pérez en plena Plaza Bolívar? Hesnor siempre dijo
que había que matar a Udón, sabemos que a un muerto sólo se le mata en sentido figurado,
¿pero no cree que el robo de la musa es una forma de acometerlo? Mire, lo de Hesnor
contra Udón era enfermizo. En 1961 sucedió una cosa muy extraña que sigue sin aclararse.
Y hablando de sociedades secretas, se dice que Hesnor pertenecía a la Liga Cervantes, una
especie de adoradores fanáticos del Quijote que se reunían (o reúnen porque aún existe,
aseveran) cada cuatro o cinco años en algún rincón del mundo a leer a El ingenioso
hidalgo y, esto es lo más inaudito, a exterminar monumentos de escritores mediocres o a
profanar sus tumbas y hacer desaparecer sus restos definitivamente. Le repito, en marzo de
1961, llegó a Maracaibo, de incógnito, William Faulkner, así como lo oye. Para la época
era el presidente de esa Liga y venía a petición de Hesnor, a evaluar la posibilidad de
realizar el encuentro secreto en las afueras de la ciudad. Y la estatua elegida fue la de Udón
Pérez. La reunión se pautó en la hacienda de un alto dirigente de Acción Democrática,
amigo de Hesnor, y los escritores llegarían en dos tandas acordadas con la Pan Am,
camuflados, en los registros, como ingenieros petroleros de la Royal Dutch Shell de
Venezuela. Pero el último día de la clandestina evaluación de Faulkner fue un auténtico
desastre. A Hesnor se le antojó llevarlo a comer al Hotel del Lago y acabó reconocido por
un admirador de origen ruso, un tal Projarov, según relatan. No pudieron almorzar, Hesnor
decidió ir a su casa y cocinar él mismo, pero el rumor se desató y llegó hasta los reporteros
del Diario de Occidente que de inmediato emprendieron la persecución. Empezaron por los
hoteles y no encontraron nada, pensándolo bien, supusieron, debe estar alojado en una
residencia particular, lo más natural sería en la del cónsul Lewis o sus relacionados, pero
cómo saber, y en el aeropuerto no se había apuntado ningún pasaporte con el nombre de
William Faulkner. La cosa se ponía difícil a menos que consiguieran un informante, pero
quién iba a prestar atención a un escritor en una ciudad en la que nadie lee más que titulares
de periódicos. En esos días la gente sólo hablaba del regreso de Yuri Gagarin del espacio
sideral, y de la verificación que hizo el cosmonauta de la redondez del planeta; o de los
cadáveres que flotaron del naufragio del remolcador Capitán Chico en el lago; o del juicio a
Adolfo Eichmann… No obstante, en horas de la tarde se aseguró que estaba en el Teatro
Baralt escuchando La rosa de Azafrán, de la compañía Caballero. Allá fueron a dar los
reporteros, revisaron asiento por asiento entre la platea y los balcones sin dar con el
escurridizo autor. Hesnor, por supuesto, no supo lo que había provocado la presencia de
Faulkner en el hotel hasta el día siguiente, y olvidado por completo de sus deberes
editoriales en Panorama, encargados a su amigo Adalberto Toledo, se dedicó a comer y a
beber con el norteamericano y con César David Rincón que se incorporó animoso al
improvisado festín.
A media noche, esto lo contaba muerto de risa César David Rincón, fueron hasta la redoma
de Bella Vista, al monumento de Udón Pérez, y los tres, uno junto al otro, en peña de
beodos, mearon durante largo rato, con chorros generosos y alcoholizados, la indefensa
musa del poeta, y si no intentaron bañar a Udón fue porque estaba muy alto en su pedestal,
haciendo gravitacionalmente imposible cualquier intento. Hasta allí todo habría sido
perfecto, de no ser por una inoportuna patrulla que los sorprendió, in fraganti, en mitad de
la descarga o haciendo aguas menores, dicho con decoro y corrección.
El jefe de la policía reconoció a Hesnor —prosiguió el doctor Mandrillo—  cómo olvidar
ese porte de zambo galante y al gigantón blanquiñoso de César David Rincón. Los había
visto repetidas veces en el Panorama, en la página cultural, pero al gringo, ni idea. El
curioso trío no le daba buena espina, así que más por ahorrar molestias que en acato al
protocolo, les dio el teléfono para que hicieran una llamada y precisar de qué iba aquella
mala junta. Hesnor tuvo que pasar por la penuria de llamar a míster Donald Lewis, cónsul
norteamericano acreditado en la ciudad, explicar lo que no quería, y el importunado
diplomático hubo de llamar, sobreponiéndose a la vergüenza, al señor gobernador y éste, de
inmediato, a su Secretario de Gobierno para que finalmente se ordenara, sin aclaratorias de
por medio, ni dejando constancia en los procedimientos de ley, la liberación de este
triunvirato maligno cogido en tan afrentosa práctica a la identidad local. Sin embargo, el
gobernador exigió al cónsul, pensando que una visita de ese lustre beneficiaba su gestión,
se oficializara la presencia de Faulkner. De modo que el flamante Premio Nobel fue sacado
discretamente a Colombia, en jet privado, y puesto de vuelta al día siguiente en un vuelo
comercial. Recibido, ahora sí, con la parafernalia debida, en el aeropuerto Grano de Oro y a
vista de la prensa regional.
Los reporteros describieron a Faulkner como un hombre delgado, de baja estatura, cabello
blanco, bigote finamente recortado. Llegó de traje gris y corbata azul. Dijo que no era un
escritor como otros que tratan de las personas sociales o económicas, sino que únicamente
se interesa por describir al hombre en su condición humana e intemporal, que la pasión de
estar vivo y la belleza es lo único que debe importar al artista.
¿Lee usted novelas policíacas?, interpeló el corresponsal de la revista Momento.
 Leo a Simenon porque me recuerda a Chejov.
¿Y Raymond Chandler?, embistió uno del Diario de Occidente.
Sólo para escribir el guión del film de Howard Hawks. Fue un encargo, no soy amante del
género. El grueso de las novelas negras se centra más en el engaño que en otra cosa, es
entretenido, pero no trascendente.
¿Qué le pareció la actuación de Bogart?, añadió el enviado de El Nacional.
No imagino a nadie más como Marlowe.
Los críticos también sugieren que sus personajes nunca eligen conscientemente entre el
bien y el mal, interrogó, perspicaz, el de Panorama.
A la vida no le interesa el bien y el mal. Don Quijote elegía constantemente entre el bien y
el mal, pero lo hacía en estado de sueño. Estaba loco. Entraba en la realidad sólo cuando
bregaba con la gente que no tenía tiempo para distinguir entre el bien y el mal. Puesto que
los seres humanos sólo existen en la vida, tienen que dedicar su tiempo simplemente a estar
vivos. La vida es movimiento y el movimiento tiene que ver con lo que estimula al hombre,
que es la ambición, el poder, el placer. El tiempo que un hombre puede dedicar a la
moralidad, tiene que quitárselo forzosamente al movimiento del que él mismo es parte. Está
obligado a elegir entre el bien y el mal, tarde o temprano, porque la conciencia moral se lo
exige a fin de que pueda vivir consigo mismo el día de mañana. Su conciencia moral es la
maldición que tiene que aceptar de los dioses para obtener de ellos el derecho a soñar.
Le preguntaron también qué opinión tenía de la obra de Gallegos, y dijo, sonriente, que era
un buen hombre.
Los periódicos publicaron en primera plana que, en la noche, el notable literato fue
agasajado en el Club Náutico por la Asociación Norteamericana del Zulia y por el
gobernador Eloy Párraga Villamarín. Al día siguiente, aquí viene lo que le interesa —vea
que la maldad puede tener paciencia bíblica—, Faulkner visitó el Liceo Udón Pérez. Fue
recibido por la plantilla de profesores en pleno y flanqueado por la Novia del Liceo, la
señorita Nivia Guerrero, que lo acompañó en un breve paseo por las instalaciones. Y en
amena conversación con el director, no recuerdo su nombre, le recomendó solicitar a las
autoridades de la ciudad el traslado del monumento del epónimo de la institución al
edificio, es su lugar natural y evitarían los contantes agravios de los vagos y resentidos, dijo
con severidad oracular el distinguido novelista que, por lo visto, estaba al tanto de todo. En
adelante es historia conocida, pero la intención de Faulkner, según explicó a Hesnor, era
que una vez trasladado el monumento a los espacios del liceo todo sería más fácil.
Sabemos, por los hechos mismos, que Hesnor no pudo completar su vengativo proyecto,
pero el asunto quedó como moción pendiente en las entrañas de la Liga Cervantes.
Eso está muy ensortijado, doctor, dije con verdadero desánimo; no me veía contando esa
truculenta historia a don Jacobo Vílchez en su destartalado despacho de director.
Una cosa más, dijo el doctor Mandrillo con cierto desdén, parece que esta Sociedad Secreta
Vázquez es, en realidad, la sucursal de la Liga Cervantes, y de acuerdo a los datos que
obtuve, un importante escritor neoyorkino y actual presidente, un tal Paul Benjamín, estuvo
en Maracaibo días antes del robo de la musa. Como ve, mi querido amigo, si uno empieza a
remover piedras siempre salen alimañas por todas partes.
En un acopio, no lo niego, de cortesía y buenos modales, el señor director del Liceo Udón
Pérez, escuchó con atención y sin reír ni una vez, mi alocada historia de conjuraciones
literarias. Se limitaba a engullir su horripilante café de termo en el más adusto silencio y a
asentir con la cabeza, más resignado que crédulo.
¿Eso es lo que ha averiguado en estos días?, preguntó don Jacobo Vílchez con una
expresión facial indeterminada, sobándose la lustrosa calva, contenido.
Ya sé que es demasiado fantástico, pero la verdad puede ser muy extraña a veces…, dije
casi sin creérmelo yo mismo.
¡Su explicación es una mamarrachada!, explotó iracundo el señor director, con la cara
moteada como un Apamate. ¡Ahora cualquier loco es profesor de la universidad!,  dijo con
la aorta inflamada y me invitó a desaparecer en el acto, como el escapista húngaro, que por
lo visto, aseguró con una mueca mefistofélica, se quedaba corto ante mí.

Oscar Marcano: “Uñas encarnadas”


       
—¿En serio?
          —No tengo por qué mentirte.
          —¿En serio nunca te habías acostado con un hombre?
          —Jamás.
          Silví hacía teatro, era pedicurista y le estaba haciendo los pies a Montes. Él era
abogado, escribía teatro y ocasionalmente dirigía alguna de sus obras, que no eran gran
cosa, pero movían un nivel aceptable de público.
          —¿De verdad seguiste mis instrucciones para seducirlo?
          —Al pie de la letra.

          Hacía un calor de mil demonios. Ella estaba sentada en una banqueta, él en una vieja
poltrona Biedermayer.
          —Cuéntame.
          —Nada. Él estaba metido debajo del Volkswagen montando el arranque, yo me puse
la bata sin sostén ni pantaletas y le llevé café.
          —¿Y?
          —Y bueno.
          Silví alzó la vista, entorchó los ojos y la volvió a fijar en el trabajo.
          —Entraron aquí y pasó lo que tenía que pasar.
          —Más o menos, sí.
          Montes miró sus rodillas. Ella tenía pantalones cortos, las piernas abiertas y el pie de
Montes en su regazo.
          —Con ese nivel de detalle, diera la impresión de que verdaderamente estuviste ahí —
ironizó.
          —Es que no es fácil.
          Silví albergaba la esperanza de que Montes le diese trabajo en el próximo montaje.
Hacía vestuario y, una que otra vez, escenografía. Pero había trabajado en Dr. Scholl’s y a
Montes se le encarnaban las uñas. Ahora se las cortaba con una tijera especial.
          —¿Qué te pareció estar con un hombre?
          —No te muevas —dijo Silví.
          Le trabajaba el pie izquierdo.
          —Que qué te pareció estar con un hombre.
          —Que no te muevas dije. Voy con la uña encarnada.
          Cada cierto tiempo le sucedía. Las uñas se le encajaban como cachos en las esquinas
y cuando caminaba, Montes veía el diablo.
          —Contesta.
          Silví se encogió de hombros.
          —Fue una cosa extraña. Una sensación molesta y grata a la vez.
          —Pero pudiste.
          —Digamos que sí. Me subió el nivel freático y no me quedó más remedio. Fue algo
muy raro. Tanto por lo físico como por lo anímico.
          Silví hizo un silencio en staccato. Iba a beber de su gimlet pero no lo hizo. Volvió a
entorchar los ojos y optó por seguir con la uña.
          —A los hombres les falta una vaina.
          —Me lo has dicho varias veces.
          —Muchas. Te lo he dicho muchas veces. ¿Sabes?, la lesbiana es una artista abstracta.
Su cuerpo es femenino y, como todo cuerpo femenino, está hecho para ser penetrado. Por
eso tiene que crearse en la mente la herramienta que la embuta. Pero no con fuego de
hombre. El fuego de hombre achicharra. Una busca el calor de la llama que no mortifica. El
calor del fuego azul. Como en las hornillas. ¿Te has fijado en las hornillas?
          —Tengo cocina eléctrica.
          —Debí suponerlo. Pues observa una cocina a gas. La llama tiene dos tonos. Naranja
y azul. La llama naranja es burda, pedestre. Tizna las ollas. El fuego azul, por el contrario,
emite un rumor. Es tierno, delicado, como lo que adviertes en el acto de soplarte la punta de
un dedo.
          Silví soltó las tijeras y tomó otras más pequeñas. Acercó la lámpara dicroica para
iluminar mejor el pie de Montes.
          —No debiste iniciarte con el mecánico.
          —No te muevas.
          —¿Me estás oyendo? —insistió—. No debiste iniciarte con ese tipo.
          —Ah, ¿no?
          —No. Debiste hacerlo conmigo.
          Silví guardó silencio y miró los dedos del pie del abogado. Eran largos, magros,
nudosos.
          —No, Montes —dijo al fin—. Somos amigos. Viejos amigos.
          —Ya, ya —la contuvo—. Mejor cuéntame en qué paró el asunto.
          —Nada. Reaccionó como un hombre.
          —¿A qué te refieres?
          —Salió a relucir el gallo.
          —¿Qué significa que salió a relucir el gallo?
          —Que comenzó a sentirse con derecho —dijo Silví y carraspeó—. Cada vez que se
le antojaba aparecía por casa. Se volvió confianzudo. Parecía Stanley Kowalski, el patán de
Un tranvía llamado deseo. Abría la nevera y se tomaba mis cosas. Si hacía calor, se quitaba
la camisa. Un día hasta me trajo la novia.
          —¿Te trajo la novia?
          —¿Qué te parece?
          Silví apartó las manos de los pies de Montes para beber un sorbo de su gimlet.
Mientras lo hacía, se quedó mirando el twisse de limón. No sabía por qué le gustaba tanto
ese cóctel. Tenía un color inquietante. Como uno imagina pueden ser los fluidos de una
enfermedad hepática. Se lo enseñó a preparar un chico del grupo de Lindsay Kemp, la
segunda vez que vino al festival de teatro.
          —Jugué un rato el juego —dijo—, hasta que me cansé.
          —Entonces le pusiste coto.
          —Le puse coto. Pero ya el mal estaba hecho.
          —No es para tanto.
          —Ah, ¿no?
          —Para ti debió haber sido como hacer pilates.
          —¿Te parece? —dijo tomando otro sorbo—. Uno es un recinto e invita a pasar al que
quiere. La persona entra con todo lo que posee y ahí se ve si alumbra, si trajo algo o, si por
el contrario, vino a profanar.
          Y cuando dijo esto le clavó los ojos a Montes. Luego estiró el cuello, buscó la
ventana y miró sus bambúes. Los bambúes de Li Po. Así los llamaba.
          —Por más que sea —dijo él— era un mecánico a domicilio. Un tipo con la
sensibilidad de una llave de cruz.
          Silví puso el trago en la mesita, apartó el pie del abogado y se ausentó por un minuto.
En la ida, Montes  contempló el apetitoso cuerpo. No recordó que muchas veces, cuando no
podía dormir, pensaba en él.
          Montes cogió una vieja revista Hola. La comenzó a hojear en el momento en que
Silví volvió con unos quesos. Sin decir nada los puso en la mesita. Para guarecerlos de los
bichos los cubrió con celofán.
          —¿Te acuerdas cuando te traté el hongo de la uña? —dijo sentándose y colocando en
su regazo el pie izquierdo de Montes.
          Montes puso a un lado la revista.
          —No sabes cuánto te lo agradezco. No me dolía, pero el aspecto era horrible.
          Silví cogió de nuevo la tijera especial.
          —Okey —advirtió—. No te muevas.
          —Cuidado —dijo él. Y la pierna se le contrajo involuntariamente.
          —Tranquilo.
          Para relajarlo, Silví le masajeó los dedos, flexionándolos hacia atrás con la palma de
la mano.
          —Ah —dijo Montes extasiado—. Ése es bueno. Pero el que más me gusta es el
masaje del arco.
          —¿Éste? —dijo Silví.
          —Ah —volvió a decir Montes.
          —Te viene bien porque tienes los pies planos.
          —Y la fricción —dijo él—. Me encanta la fricción.
          —Qué fricción.
          —La que usas en el masaje.
          —Te refieres a la loción.
          —Sí. La que es como alcoholada.
          —Mentolada.
          —Ésa.
          Silví reanudó el trabajo con la tijera.
          —Ah, y el baño caliente —apuntó Montes—. Y cuando mezclas la crema fría con
azúcar morena para ahorrarte la crema exfoliadora.
          —Las originales son muy caras: Doctor Scholl´s, Sally Hansen, Neutrogena.
          —Trucos de pedicurista.
          —De podóloga —corrigió Silví.
          Una lluvia finísima se comenzó a insinuar.
          —Porque era mayor que él, de pronto creyó que me estaba haciendo un favor —dijo
Silví, volviendo al tema del mecánico.
          —¿Y no te lo estaba haciendo? —farfulló Montes.
          —Para nada. No te olvides que es hombre.
          —Entonces volviste con Úrsula.
          —Más o menos, sí. Sabes que Úrsula me asedia y siempre caigo en sus redes.
          La llovizna arreció y se tornó en aguacero.
          —Lluvia con calor —dijo Montes resoplando y separándose una y otra vez la franela
de la piel, como abanicándose. Qué clima para horrible.
          Listo —dijo Silví.
          Había desencajado y limpiado las uñas.
          Silví suspiró e hizo un alto en la labor. Cada vez que hacía un alto y apartaba la
lámpara y las tijeras, le masajeaba los dedos y daba un sorbito a su gimlet.
          Montes aprovechó para alzarse de la poltrona. Estiró las piernas, se metió los puños
en los bolsillos y se asomó a la ventana. Los rodeaba todo el verdor y el aire de las colinas.
Si ponías atención podías escuchar los pájaros. Pero llovía muy fuerte. Y hacía calor. 
          El abogado notó cómo la brisa formaba un sendero cósmico entre el valle y el
collado. Al fondo escuchó un curso de agua, y no alcanzó a distinguir si era la lluvia, un
riachuelo o una quebrada pútrida que cabrilleaba montaña abajo.
          —Siempre me pregunté cómo hiciste para hallar esta casita aquí, en mitad de la nada.
          Silví no contestó. Prefirió hablar de otra cosa.
          —No has tocado tu gimlet —dijo.
          —Lo prefiero con vodka —arguyó Montes—. La ginebra me deja el culo ardido.
          —Tengo —advirtió ella—. Si me das un segundo te lo preparo con vodka.
          —Podría ser —dijo Montes—. Pero todavía no. Mientras más lo demore, mejor.
Cuando comience no podré parar.
          Silví miró nuevamente la cáscara de limón y dijo:
          —Solamente por joder, una vez pasé con Úrsula en el Volkswagen por los lados del
taller y nos besamos.
          —No tenías que hacer eso —dijo Montes detallando el sendero cósmico y la manera
en que la lluvia parecía galoparlo.
          —Es verdad —dijo Silví—. Pero quería vindicarme. Úrsula estaba celosa y eso la
resarcía de algún modo. Sabes cómo es. Tiene un lío en la cabeza. Cuando algo le disgusta,
dice: «eso es de hombre».
          Hace un breve silencio.
          —Además, tiene un corazón selvático.
          —¿Cómo es eso?
          —No te lo he dicho, pero me gusta poner el oído en el pecho de mis amantes y
escuchar su corazón. Después lo apunto en ese cuaderno.
          Hizo un nudo con los labios y señaló la mesa de centro. Sobre ella reposaba una
libreta encuadernada en piel. Lo único parecido a un libro en esa casa.
          La lluvia comenzó a amainar.
          —A Úrsula le suena enmarañado. Sus sístoles y diástoles no son precisos, pum-pá,
pum-pá, como los de cualquiera. Más bien parecen un largo trueno en voz baja.
          —¿Y qué quiere decir eso?
          —Da una idea de su personalidad.
          —¿De veras? —dijo Montes en tono sarcástico.
          Silví hizo un ademán reflexivo.
          —Me enamoré de ella porque se da un aire con Jacqueline Kennedy.
          —¡Por Dios! —exclamó Montes.
          —La primera vez que la vi me la quería comer con los ojos. Entonces yo era narcisa.
Me encantaba gustarle a todo el mundo.
          —De modo que Jacqueline Onassis —dijo Montes en sorna.
          —Kennedy. Cuando cambió a Onassis ya era otra cosa.
          El calor apretaba y los quesos se desmayaban bajo el celofán.
          —Adoraba sus sombreros, sus lentes, su ropa casual.
          —¿Úrsula usaba sombreros?
          —Jacqueline. Jacqueline Kennedy.
          Montes llenó los pulmones del aire de la montaña, se abanicó con la mano y volvió a
la silla Biedermeyer.
          —Sin ofender, Silví, pero ¿qué tiene Úrsula en la frente?
          —¿Te refieres al papiloma?
          —¿Una verruga es un papiloma? ¿Por qué se deja crecer esos pelos gruesos en… el
papiloma?
          —¿Por qué lo dices?
          —¿Para verse más hombruna o qué? Da un poco de cosa, ¿no?
          —A mí no.
          —Claro que da. Pero cuéntame. ¿Qué tal el mecánico en el otro aspecto?
          Silví no quería hablar de eso, pero necesitaba el trabajo.
          —Ahí, ahí —dijo fastidiada—. Si a eficiencia te refieres, en dos ocasiones estuve
cerca del orgasmo.
          Montes aplaudió socarronamente.
          —Eso también es algo.
          —Pero con la lengua —aclaró Silví—. Al final la tenía dormida.
          —¿Y con lo otro?
          —Imposible. Si el cerebro no es más grande que un garbanzo, imposible.
          Y volvió a clavarle los ojos.
          —Hablas como si supieras de hombres.
          Silví hizo una falsa mueca de malicia.
          —Pero estuvo bien —concluyó—. Hizo lo que pudo y yo quería vivir la experiencia.
          Montes cogió la Hola vieja y se abanicó.
          —La próxima vez que decidas desperdiciarte, habla conmigo —apuntó y, de un
modo grotesco, sacó una lengua larga y puntiaguda.
          —Estás loco.
          —Habla conmigo —insistió—. Para ti puedo ser el hombre más viril del mundo o la
mujer más delicada que hayas imaginado.
          Montes comenzó a beber del gimlet. Tenía ginebra, pero comenzó a beber del gimlet.
          —Y hay más confianza —agregó—. Y sensibilidad.
          —No estoy tan segura.
          —Créeme.
          —No lo sé. Tendría que oírte el corazón.
          Montes se abrió la camisa en el pecho.
          —A la orden.
          —Ni lo sueñes  —dijo Silví—. Somos amigos y algo se rompería.
          —Para eso estamos —dijo Montes irónicamente.
          —Algo se rompería al burlarme de ti, quiero decir.
          —¿Y qué razón tendrías para burlarte de mí?
          —No lo sé —dijo Silví—. La buscaría. Tarde o temprano la buscaría. Y aunque no lo
demuestres, eres susceptible. Y femenino, Montes. Eres muy femenino.
          —Lo que aumenta mis posibilidades contigo, ¿cierto?
          —No te creas —dijo incorporándose—. Como ya dijiste, para mí sería como hacer
pilates.
          Y se ocultó la boca con el gimlet.
          —¿Cómo has dicho? —dijo Montes.
          Pero ya Silví contemplaba sus bambúes.
          «Ni más ni menos», dijo para sí misma.
          —¿Cómo has dicho? —reiteró Montes.
          «Como hacer pilates», rumió ella en su cabeza.
          Pero no se molestó en repetirlo.
Rubi Guerra: “El velo”

Horacio contemplaba la orilla aceitosa de su plato de sopa tratando de recordar dónde y


cuándo había comido algo parecido, y por qué la desdicha subía hasta su rostro junto con el
vapor y el olor de verduras hervidas. No había nada en el líquido amarillento que pudiera
provocar tal aflicción, se dijo, tenía que tratarse, en consecuencia, de un recuerdo sepultado
en lo más profundo de su mente. Su mente no marchaba muy bien, era algo que sabía desde
hace algún tiempo. Por ejemplo: su nombre no era Horacio. Así lo llamaban las monjas,
nunca había preguntado por qué, y así aceptó llamarse, o mejor dicho, aceptó responder a
ese nombre sabiendo que no era el que sus padres escogieron para él, por la simple razón de
que no podía recordar el suyo. Un nombre podía servir como cualquier otro, y él no estaba
dispuesto a discutir por algo tan poco importante. En el asilo muchos internos no
recordaban los suyos y algunos apenas se reconocían a sí mismos cuando se miraban en un
espejo o no recordaban a los familiares que venían a verlos cada domingo. A él, en cambio,
le pasaba algo distinto: sabía que su mente funcionaba mal, que su persona era una suma
caótica de fragmentos inconexos, sin embargo cada día recordaba más cosas; más trozos,
antes aislados, se unían a otros y comenzaban a cobrar sentido o la apariencia de sentido. 
En ocasiones ocurrían fenómenos como el de la sopa: una emoción desprovista de recuerdo,
como una impoluta emanación del espíritu, aunque motivada por alguna entidad
insignificante. El saliente amarillo de la grasa en el plato, en este caso concreto. Un año
atrás se hubiera limitado a consumir el alimento llevándose lentamente la cuchara a la boca,
sin pensar en nada, silencioso y quieto como una piedra. Ahora luchaba por contener las
lágrimas. Miró a su compañero de la derecha. Agarraba la cuchara con firmeza y acercaba
la cara, con el conocimiento exacto de que el alimento es sólo alimento y que la actitud
correcta frente a él es devorarlo con determinación.
       Horacio introdujo la cuchara en el líquido tibio y luego la llevó hasta su boca. Probó
con desconfianza. Esperaba una repentina revelación que no se produjo.
       Su recuerdo más antiguo se remonta a dos o tres años atrás, aunque esto, por supuesto,
sea una conjetura. Tal vez esté confundiendo las cosas. Se ve a sí mismo, un poco como nos
vemos en los sueños, sentado en un banco de cemento y mármol, frente al río lento y
escaso, en una plaza grande y de muchos árboles diferentes. A su derecha e izquierda se
extiende una línea de rectas palmeras, cada una de unos treinta metros de altura, por lo
menos. A su espalda, árboles y arbustos de troncos rugosos y ramas frondosas. El río, de un
profundo color marrón a esa hora, trae destellos dorados, cálidos y suaves. Es un contraste
interesante con las formas multicolores de la basura depositada en la otra orilla, donde
predominan el azul y el amarillo de las bolsas de plástico. 
       La tarde se acaba. Pronto llegará la noche y no tiene donde dormir. Depositada a su
lado, en el mismo banco en el que está sentado, hay una bolsa de papel con todas sus
pertenencias: dos camisas y dos pantalones, un par de afeitadoras desechables melladas,
tres pares de medias, algunos calzoncillos, un rollo de papel higiénico a medio consumir,
un cepillo de dientes y un tubo de pasta dentífrica doblado y exprimido casi hasta el
agotamiento.
       Frente a él, entre el banco y el río, pasan parejas de enamorados: adolescentes con
uniformes escolares, los rostros arrebatados por la excitación; hombres y mujeres de
mediana edad, agarrados de manos, un poco desafiantes moviendo al compás las barrigas
prominentes; pasan también gente sola, niños acompañados de sus padres. Él no los mira.
Podrían estar en mundos diferentes. Su vida es en ese momento una nube de contornos
imprecisos y lo mismo sucede con el resto de la realidad. 
        Más tarde siente hambre y se dirige a una panadería cercana, busca en los bolsillos con
obstinación, encuentra monedas y billetes arrugados; compra pan y queso y vuelve al banco
que considera suyo como si lo ocupara desde años atrás. Es de noche aunque todavía
temprano. Las luces del alumbrado de la plaza se han encendido, menos en la zona que
ocupa Horacio: alguien robó los focos hace tiempo y no han sido repuestos. Mejor así. La
oscuridad lo tranquiliza, le proporciona una sensación de protección, como si nada malo
pudiera ocurrirle mientras permanezca en las sombras. Por supuesto, sabe que esa
protección es ilusoria. Las cosas malas ya le están ocurriendo desde hace tiempo y haberse
quedado sin lugar donde dormir no es la menor de ellas. 
       El tráfico de paseantes se ha reducido considerablemente. La gente prefiere transitar
por las zonas más iluminadas. El río es como una corriente de negrura que pudiera tragarse
las almas de los que se acerquen a sus orillas.
       Una mujer se aproxima y se sienta a su lado. Lo mira y sonríe en un gesto que la
oscuridad vuelve incierto.
       –Hola –dice–. ¿Dónde te habías metido?
       –Hola.
       –Hace rato que no se te ve la cara. 
       –Estaba por aquí y allá. Vagando un poco.
      El nombre de la mujer ha desaparecido de su memoria; sabe, sin embargo, que es una
amiga, que han compartido largas conversaciones, confidencias más o menos íntimas. El
rostro de ella es ceniciento y difuso como un dibujo del cual se hubieran borrado los
perfiles más destacados, los que definen la expresión. Un par de finas líneas pintadas sobre
la frente simulan cejas. Los ojos muy pequeños y juntos en una cara ancha y chata, la nariz
corta, el mentón redondeado: todo contribuye a tornarla algo invisible.
       –El día está malo –continúa ella–. Cómo no me encuentro un viejo con plata para que
me saque de abajo. ¿Tú crees que no he hecho nada en todo el día?
       Sacó una botella pequeña y cuadrada de la cartera que tenía en el regazo y le invitó a
tomar con un gesto. Horacio aceptó con un movimiento de cabeza. Antes de entregarle la
botella la mujer dio un trago. Horacio sintió que las manos le temblaban y la boca se le
secaba. Luego bebió también. De inmediato, la pesada desesperanza que, como una losa, lo
había aplastado todo el día se desvaneció. Un estremecimiento de optimismo o, cuando
menos, de indiferencia por su situación, le recorrió los brazos y las piernas. Comprendió
que la angustia no lo había dejado pensar. Estar en la calle no era tan malo si eso
significaba acabar con una situación intolerable. Sospechaba que su situación era de ésas,
por más que no supiera qué era exactamente lo que había pasado. Recordaba que antes de la
plaza y el banco estuvo en un sitio, su casa o la casa de alguien cercano, o una habitación,
un lugar que juzgaba suyo aunque no estaba seguro que le perteneciera en propiedad; suyo
de la manera en que consideramos nuestras las cosas y los lugares que usamos y en los que
depositamos cierta cantidad de fe. Y después las cosa se complicaron, se enredaron,
salieron mal con alguien durante un tiempo largo; un periodo de amargura, penalidades y
aflicciones, y él se marchó o lo echaron y ahora se encontraba en la calle.
       Tenía algunos amigos y amigas que hallaba en estas mismas calles y en ciertos bares,
como la mujer que lo acompaña desde hace un rato y que está contando una historia sobre
un policía y un vagabundo que ambos conocen, aunque Horacio apenas si le presta
atención. ¿Dónde estaban esos amigos? ¿Cómo se llamaban? ¿Por qué no había recurrido a
ellos? ¿Estaban imposibilitados de ayudarlo, o lo habían hecho y él lo había olvidado?
       En algún momento de la noche la mujer se marchó y él volvió a estar solo. Ya no le
importaba. El alcohol le había proporcionado una especie de euforia serena que todavía le
duraba. Se acostó sobre el banco, las piernas encogidas, utilizando la bolsa plástica con sus
pertenencias como almohada. Pensó que no era la peor que había tenido en su vida. La
noche se hizo silenciosa. Los automóviles en la calle cercana circulaban cada vez más
espaciados. Un rugido sordo, no desagradable, que lo arrullaba y lo conducía mansamente
al sueño. A la mañana siguiente, apenas abrió los ojos con dificultad, supo dónde se
encontraba con dolorosa certidumbre. Empapado de rocío, se incorporó hasta quedar
sentado y contempló el río. La membrana líquida reflejaba la vegetación de las orillas y
adquiría un color verde oscuro, sombrío, en la luz todavía incierta del amanecer. El agua le
recordó  –o mejor dicho, se imaginó– la piel lustrosa de un animal poderoso. Sin embargo,
el río no era profundo ni ancho ni caudaloso. Muchos años atrás solía desbordarse y arrasar
con lo que se le atravesara; un primo suyo, apenas mayor que un niño, se había ahogado
justo allí, bajo el puente, en una tragedia que ahora parecía imposible. Y aún así, en esa
mañana que no comenzaba del todo, en una penumbra que se detenía en la vegetación de
las orillas, el curso de agua le seguía pareciendo imponente y amenazante, tal vez por el
recuerdo de su primo muerto. ¿Cómo se llamaba?
       Bueno, se dijo, será mejor que busque un sitio donde hacer mis necesidades.
       Bajó unos pocos escalones de cemento y se encontró en la orilla del río. Caminó hacia
la izquierda por la ribera de barro endurecido, hasta que se encontró bajo el puente. En la
época en que su primo se ahogó no hubiera sido posible llegar a pie bajo el puente: había
que nadar. El agua tenía entonces muchos metros de profundidad y las orillas estaban más
separadas. El mundo se ha hecho más pequeño. El muchacho quedó atrapado por las raíces
del fondo. Un par de buzos lo sacaron, desnudo y azul. De eso se acordaba. 
       Estaba oscuro y húmedo allá abajo y olía a basura y excrementos, lo que, después de
todo, le pareció adecuado en vista de sus propósitos. Casi una docena de personas, algunas
envueltas en mantas,  dormían en pedazos de cartón. Sorteó los bultos en el suelo hasta que
encontró un lugar apartado de los que dormían y al mismo tiempo al resguardo de las
miradas de los transeúntes tempraneros que se dirigían a sus trabajos.
        Mientras se subía los pantalones, descubrió que un niño se había acercado y lo miraba.
Sólo su cara era visible, el resto permanecía oculto por un trozo de tela de cortina o algo
parecido que se enrollaba alrededor de su cuerpo y sobre su cabeza.
       –Hola –dijo Horacio. El niño no dijo nada.
       Debía tener unos ocho años, aunque era difícil calcular su edad bajo toda aquella tela.
Su rostro, demacrado por el sueño o el hambre, carecía de expresión. Los ojos eran grandes,
brillantes, oscuros como piedras pulidas.
       Terminó de abrocharse la correa.
       –Ahora me tengo que ir. Disculpa que me haya metido en tu casa.
       El niño dio un paso hacia un lado como si quisiera cortar la retirada a un participante
invisible. Dijo:
       –Tengo un cuchillo.
       La voz era apagada y quebrada.
       –Yo también –dijo el hombre–, y soy más grande que tú.
       Pasó junto al niño esperando que éste le saltara encima, aunque suponía que esto no
sucedería.
       Recorrió el camino inverso. Algunos de los hombres y mujeres esparcidos en el barro
tosían y escupían en sueños.
       El resto fue más fácil: en la plaza encontró varios grifos de agua utilizados por los
jardineros y con ellos pudo terminar su aseo personal.
       Así comenzó su nueva vida.
De las cocinas del asilo llegó el ruido de platos en el fregadero. Quedaban pocos ancianos
en la larga mesa del comedor. De alguna manera, aunque no podía decir cómo ni en qué
momento, Horacio había terminado su sopa: el plato estaba vacío. Lo miró con vago
reproche, como si éste fuera responsable de las inconsecuencias de su memoria. Una monja
pasó a su lado alterando el aire con el leve rumor de sus ropas.
       Aquellos días volvieron primero en sueños, luego en cualquier momento de la vigilia,
ráfagas de imágenes que se abatían sobre él y lo dejaban perplejo. Sabe que hubo semanas
de vagabundeos por el centro de la ciudad, y sin embargo los contemplaba como un solo
día, largo y variado. Dormía casi siempre en la plaza junto al río, aunque tiene la impresión
de haber pasado dos o tres noches en la casa de su amiga. De eso no está seguro, pero
conserva la sensación de una cama y un techo en medio de la rigidez del mármol y de la
amplitud de la bóveda de la noche. Mendigaba a desconocidos y amigos a las puertas de las
panaderías y los cafés, en las colas de los cajeros automáticos de los bancos, junto a los
teléfonos públicos. Y poco a poco iba alejándose del centro, aventurándose un poco más
allá, en calles no desconocidas, pero sí poco frecuentadas, donde las gentes parecían menos
atareadas y a veces se detenían a preguntarle sobre su salud y recomendarle que cambiara
de vida. Con las arduas monedas de cada día compraba algo de comida y ron.
       Así –en la tarde de ese día de muchos días– llegó a la orilla del mar y supo que era allí
donde quería quedarse.
      Encontró pronto dónde dormir: un edificio abandonado al final de una callecita que
desembocaba en la playa. El lugar había sido ocupado antes por otros vagabundos, había
señales de ellos por todas partes, pero por el momento permanecía maravillosamente vacío.
Sólo unas pocas ratas le hacían compañía, aunque no lo molestaban y se mantenían también
apartadas. Él lo prefería así. El silencio y la soledad le resultaban preciosos. La primera
noche, antes de dormirse, vinieron a su boca unas palabras: Que te aromen las flores que
aquí dejo, que tu cama de tierra halles liviana. Y a pesar de que el suelo en el que se
apoyaba era de cemento y no había indicios de flores aromáticas por ningún lado, las
encontró adecuadas y se deslizó en el sueño con serenidad.
       A la mañana siguiente recorrió la playa. Mendigó una empanada y con eso sació su
hambre. La mujer que se la dio le pareció amable, aunque apenas si lo miró. Interpretó esa
actitud como una señal favorable del destino.
       Miró el mar como si lo viera por primera vez, y, de cierta manera, así era. Le pareció
grande y le provocó el asombro que las cosas simplemente grandes provocan en todos. Las
olas llegaban con mansedumbre a la orilla.
 
La orilla del mar –algunos la llamaban “la playa”, pero él nunca la nombró así, porque
“playa”, para él, tenía vagas reminiscencias de reuniones familiares en un tiempo feliz que
no podía precisar– le pareció un buen lugar para vivir y allí pasó más tiempo que en
ninguna otra parte. Pocas veces el edificio abandonado que ocupaba fue visitado por otros
vagabundos. Casi todos los vagos se concentraban en el centro de la ciudad, de donde él
mismo había venido, y no parecían demasiado interesados en el mar. Una noche apareció
una pareja, hombre y mujer. Entraron con pasos precavidos, como quien penetra a una
gruta oscura y posiblemente peligrosa. Bueno, así era. El vestíbulo, donde Horacio había
hecho su morada, era un gran espacio cuadrado de techo alto; la pequeña fogata que
mantenía en el centro de la estancia no alcanzaba para iluminar las paredes de cemento que
lo rodeaban: alrededor todo era penumbra silenciosa. Los recién llegados avanzaron desde
el anillo de sombras, arrastrando los pies, y saludaron con voces destempladas y tímidas.
Parecían asustados. También Horacio sintió temor, pero continuó echado con comodidad en
el montón de trapos que le servía de cama y se limitó a saludarlos en voz baja. Los
desconocidos se acercaron y se sentaron frente a Horacio, junto al fuego: tres grandes
piedras redondas entre las que ardían astillas de leña y ramas recogidas en la arena y en los
patios de las casas. Estuvieron los tres frente al pequeño fuego, silenciosos y fascinados,
aún preguntándose por la naturaleza del otro, interrogándose sobre sus intenciones y
ofreciendo, siempre en silencio, la ofrenda de sus respectivas esperanzas, igual a viajeros
extraviados en tierras remotas, como exploradores curiosos y expectantes y atemorizados, o
guerreros que se encuentran luego de una batalla perdida sin saber ya quién es un aliado y
quién un traidor.
       Entre otros olores menos gratos, en la estancia se percibía el aroma del café que
Horacio acababa de preparar y que, tal vez, era lo que había atraído a los visitantes. Éstos,
poco a poco, habían ido perdiendo su rigidez, su incómoda compostura. Se cruzaron
miradas. Horacio ofreció la jarra metálica donde humeaba el café y un pocillo vacío y sucio
decorado con descascaradas flores azules. Los recién llegados lo recibieron con ceremonia
o, al menos, con deferencia.
      Pasada la primera sorpresa, Horacio advirtió que, bajo la ropa sucia y la mugre de los
rostros y el pelo, eran criaturas muy jóvenes. Eso lo sorprendió y, hasta cierto punto, lo
conmovió. Su propia vida en las calles se le antojaba como algo natural, el cumplimiento de
un destino ineludible que él aceptaba a veces con resignación, a veces con indiferencia, sin
cuestionarse las razones ni mucho menos preguntarse qué sería de él en el futuro –la noción
misma de futuro no existía en su concepción del mundo. Con sus visitantes le sucedía algo
por completo diferente: su juventud le parecía indefensión, amarga desventura, traición del
destino. Los observó con más detenimiento. Ambos eran flacos y estaban sucios. El hombre
era alto y tenía una expresión tozuda mientras bebía con tragos lentos el café; la mirada
perdida en el pequeño fuego, sólo que en realidad miraba más allá o más acá del fuego,
como si quisiera atrapar su esencia con una técnica que aparentara distracción o remotos
pensamientos. La muchacha, en cambio, era menuda, y poseía un cuerpo y un rostro de
extremada movilidad. Soplaba sobre la taza; enarcaba las cejas un momento y luego las
fruncía; en cuchillas, apoyaba su peso primero sobre un pie y después sobre el otro; se
agitaba toda bajo la escasa ropa que le quedaba holgada. Su mirada tampoco se mantenía
quieta; se posaba unos pocos segundos en cada detalle de la sala y del mismo Horacio.
“Como una mosca”, pensó. Tal vez por su manera de desplazarse, Horacio tardó en
identificar el mensaje de esa mirada. Decía: “Tú a mí no me jodes. Ya me han jodido
bastante.”
      No se sobresaltó. De distintas maneras y en circunstancias diversas había recibido el
mismo mensaje. También él, estaba seguro de ello, debía haberlo emitido muchas veces en
sus años de vagabundeo, por más que ahora, aposentado en esta playa, hubiera encontrado
una paz que lo hacía por completo superfluo.
       Luego el momento de peligro pasó. Todos se relajaron, tal vez por efectos del café; o
del fuego, que traía a la memoria una solidaridad antigua, anterior a las ciudades.
       El muchacho sonrió enseñando sus dientes cariados y la muchacha hizo una mueca que
podía ser interpretada como amistosa. Podrían haber sido náufragos rescatados de una
historia de tormentas y piratas.
       –¿Vives solo aquí? –preguntó finalmente el visitante.
       –Sí, desde hace mucho.
       –No se está mal, ¿verdad? ¿Hay ratas?
       –Ninguna que no se pueda cazar y comer, si hace falta.
       La muchacha hizo un gesto de asco. Horacio se apresuró a añadir:
       –Es una broma. Nunca he comido ratas. No hace falta. Aquí se consigue buena comida,
aunque no demasiada.
       –¿Pescas?
       –No, por Dios. Los peces no me han hecho ningún mal. Eso no quiere decir que
desprecie una empanada de cazón, pero si puedo evitar mojarme los pies, mucho mejor.
       –Mi papá tenía un bote –dijo la muchacha-, pero nunca me llevó a pescar. A mis
hermanos sí. Decía que las mujeres no tenían que estar en los botes, que traían mala suerte.
Como si esa mierda le hubiera traído muy buena suerte. Igual perdió el bote por andar de
borracho. Mi mamá decía que pobrecito, le habían montado una brujería para que se echara
a perder.
       Al final, la convivencia con la pareja resultó más fácil de lo que supuso en un primer
momento. Se ubicaron en una de las habitaciones cercanas del primer piso –había muchas
disponibles, cuatro pisos de ellas– y podían pasar días enteros sin que se cruzaran más que
al anochecer, cuando todos volvían de sus vagabundeos. En general, era Horacio quien
primero llegaba al edificio, hacía café y se sentaba en su colchón, no a esperarlos
exactamente, pero sí deseando verlos y comprobar una vez más que no se habían hecho
daño a sí mismos o a otros. Tenía la sospecha, hasta cierto punto gratuita, de que eran
peligrosos, no para él, que apenas existía al margen de su mundo, sino para la gente
corriente, esa que vive en casas o apartamentos –no importa si ricas o miserables– y a veces
se aventura de noche en las calles, y también para ellos mismos, cada uno para el otro y
cada uno para sí.
       Una vez los había visto discutir en lo que en el tiempo antiguo debió haber sido el
estacionamiento del edificio, aunque apenas si entendió los motivos ya que las voces no le
llegaban con claridad, apenas gritos y gruñidos que tomaban la forma azarosa de insultos y
malas palabras. Ambos ardían de furia malamente contenida, pero era la muchacha de
cuerpo mezquino y estatura escasa quien vibraba en una nota más alta, más pura, más
cercana a un centro de límpida violencia. En la mano derecha sostenía un pedazo de vidrio
que acercaba a la cara de su compañero –tenía que levantar mucho el brazo, lo que
resultaba un poco risible– y luego retiraba hasta dejar la mano colgando, inofensiva en
apariencia. Así habían seguido un rato, sin hacerse verdadero daño, y luego los había visto
abrazarse y besarse en las incómodas posturas que exigían sus tamaños tan desiguales. 
       “El gigante y la virgen encinta que vino de Liliput”, de algún lugar de su deteriorada
memoria le vino aquella frase que reconocía como no del todo acertada, pero que sin
embargo describía bien a su pareja de acompañantes. Claro, la muchacha no estaba
embarazada, al menos a él no le constaba, y no tenía aspecto de virgen, eso seguro, pero sí
parecía habitante de Liliput y el joven sí era un gigante flaco y encorvado, famélico y
medio idiota.
       A veces pasaban días en los que no sabía nada de ellos. Él continuaba con su rutina:
levantarse casi al alba; caminar por la playa; saludar a los que trotaban o caminaban –era
una figura habitual y muchos se detenía a intercambiar unas palabras convencionales con
él–; esperar a que las empanaderas estuvieran listas y mendigar una o dos empanadas; hacer
los trabajos ocasionales que le encargaban: recoger hojas en el patio del doctor Mendoza,
botellas en el bar Las Palmas, sacar la basura de dos o tres casas. De estas actividades
sacaba la comida, un poco de bebida y algo de dinero. Sus compañeros preferían otros
derroteros, otras zonas de la extensa playa o tal vez la avenida. Venían a dormir o no venían
según unos ritmos que él nunca pudo determinar.
       Un día, mientras acarreaba basura hasta unos grandes contenedores, se le acercó un
policía. Vestía de civil, pero no podía ser otra cosa con la ropa que llevaba: camisa celeste,
corbata roja, zapatos negros, pulidos, que comenzaban a cubrirse de arena. No hizo falta
que mostrara ninguna identificación.
       –¿Tú eres el que vive en el edificio azul y blanco?
       Horacio ni siquiera consideró la posibilidad de negarlo.
       –Sí.
       –¿Hay alguien más viviendo allí?
       –Una pareja, un muchacho y una muchacha.
       –Ajá. Un tipo alto y una tipa bajita.
       –Así son.
       –¿Los viste hoy?
       Horacio pensó un momento.
       –No. No fueron a dormir anoche.
       –¿Cuándo fue la última vez que los viste?
       –Ayer en la mañana.
       –Ya. Bueno, si los vuelves a ver no les digas que estuve preguntando por ellos. Si les
dices me voy a enterar y no te va a gustar. Mañana en la noche me paso por allá.
       Pero el hombre no volvió y la pareja tampoco. Nunca supo por qué los buscaban,
aunque escuchó rumores sobre una pelea en las cercanías de un bar de la playa con
botellazos y cabezas partidas. Fuera como fuera, no dejaron más rastro que los cartones y
trapos sucios que usaban para dormir; éstos permanecieron en la habitación que habían
ocupado y Horacio solía ir a contemplarlos por un rato, sobre todo en las tardes, cuando
volvía de sus faenas diarias. Entonces salía al exterior; a esa hora se habían marchado casi
todos y la arena refulgente, las acompasadas olas y la nítida línea del horizonte se abrían
como un escenario vacío en el que se representara su vida. Su ánimo tornaba hacia el
ensimismamiento, y trataba de recordar, en un proceso en el que en definitiva no
participaba el pensamiento, cómo era tener una familia.
       ¿Cuánto hacía de eso? Como siempre ante este tipo de interrogantes, no tuvo una
respuesta precisa. Un poco antes de que lo trajeran al asilo, cree. No muchos meses antes,
ahora está seguro, porque pronto aquel ánimo melancólico se le transformó en verdadera
abulia, esa desesperación que se expresa calladamente, en silencio y recogimiento exterior.
Casi dejó de salir y redujo sus comidas a una diaria. Adelgazó más allá de todo lo que creía
posible. El mundo se le borraba paulatinamente y él se borraba para el mundo. Las
sensaciones y las emociones mermaban como sus propias funciones vitales. Sólo quedaba
la callada desesperación sin cuerpo a la que aferrarse, sin uñas ni carne. Una desesperación
que era a la vez ansia de muerte y lucha contra la muerte.
       Alguien debe haber dado aviso a una insospechada oficina gubernamental y algún
enmohecido dispositivo burocrático se puso en marcha en forma de ambulancias y
paramédicos. Primero lo llevaron a un hospital y días, semanas o meses después al asilo. En
el hospital le cortaron el pelo y las uñas, lo bañaron y alimentaron, y esto no estuvo tan mal,
aunque también lo inyectaron una cantidad insufrible de veces, le dieron a probar pastillas
que le revolvían el estómago y no le proporcionaron nada de alcohol, lo que estuvo a punto
de volverlo loco. Sus protestas eran débiles, formularias, nadie las escuchaba. Luego lo
trasladaron al asilo en una ambulancia, aunque esto último lo supone, porque no guarda
memoria del traslado ni de su llegada.
       Horacio abre la boca como para gritar o llamar a alguien. Ningún sonido sale de ella.
Mira a los ancianos en el jardín, incapaz de comprender qué hace allí. Durante unos
horribles segundos todo se desplaza en torno a él a una velocidad vertiginosa. Manchas
luminosas y coloreadas; abismos que se abren a sus pies. Pero todo pasa igual de rápido: no
se ha movido, los pies firmes en el suelo, las manos agarran con fuerza el borde del banco
de cemento en el que está sentado –si pudiera le clavaría las uñas. Sus compañeros son los
de siempre y él se desprende de las imágenes del recuerdo como quien emerge de un
pesado sueño. Estos bruscos despertares le suceden con frecuencia. Está en un sitio,
viviendo ciertas cosas, con cierta gente –en su antiguo edificio junto a la orilla del mar; o
junto al río, entre los peligrosos niños que vivían bajo el puente, por ejemplo– y de golpe se
encuentra aquí, rodeado de viejos y de monjas. Los viejos estaban bien, le recuerdan a sus
compañeros de la calle; en cambio, las monjas podían exasperarlo con su abnegada
solicitud. ¡Ah!, no más, no más lamentos. Estira los brazos y busca el sol, como quien
aparta un velo.
       –Parece que te hubieras acabado de despertar –dice un viejo con cara de cartón
arrugado.
       –Todavía no, pero falta poco –contesta Horacio, sonriendo.

Salvador Fleján: “Miniatura salvaje”

A Judit Gerendas, por los recuerdos floridos.


 
Roberto Bolaño, alberca del Hotel Ávila, Caracas, julio de 1999. Puede que todo
haya sido culpa de Domingo Miliani, aunque visto los acontecimientos lo más probable es
que no sea cierto. Sin embargo (y ahora que me lo pienso detenidamente): ¿a quién
demonios puede importarle ese detalle?
 
A propósito, y lo que sigue a continuación tendría que ir entre paréntesis: Domingo
Miliani es uno de los pocos genios que conozco. Los otros, los demás, son poetas. Pero
Domingo Miliani no. Domingo Miliani es ensayista. En él, me parece, se concentran todas
las utopías a la que aspira el escritor latinoamericano. ¿Qué veo cuando veo a Domingo
Miliani? Veo a un hombre valiente e inteligente, veo a un hombre bueno. Pero ahí está que
no le hicimos caso. Entre otras razones porque no le hemos hecho caso a nadie, salvo a
Rimbaud y Lautremont. No hacerle caso a Miliani, como es obvio deducir, acarreará
consecuencias. ¿Cuáles? La verdad no las tengo muy claras. Sin embargo, y cuando me
pongo a pensar en ellas, las palabras “horror” y, específicamente “catástrofe”, me vienen a
la mente como un tren descarrilado.
 
El asunto es que estaba aquí, al borde de esta alberca esperando a Miliani cuando los vi
aparecer. Eran tres. De lejos parecían tres fantasmas o tres presidiarios. A medida que se
acercaban ya no parecían fantasmas ni convictos sino ángeles exterminadores. Me
preocupó no llevar efectivo conmigo en ese momento. Pero no era dinero lo que en
realidad pretendían, aunque eso lo sabría más tarde. En un acto reflejo, que en otras
circunstancias pudo  haberme costado la vida, me palpé los bolsillos del saco en busca de
un traveler check conciliador. Mis dedos, empero, toparon con  los blisters vacíos de mis
medicinas. Eso me recordó el motivo por el cual estaba solo delante de aquella alberca:
antes del viaje, había olvidado abastecerme lo suficiente de mesalazina e inositol. Me
angustiaba no poderlos conseguir acá y esa aprensión se la había transmitido
irresponsablemente a Domingo Miliani que, sin un ápice de sorna, me dijo que
Venezuela  no estaba en el continente africano. Que ya vería él qué podía hacer por mí.
En ese momento no quise ser descortés con mi anfitrión y replicarle que no se trataba
de un problema de “continentes”; que si así fuera, hasta en el mismísimo continente
europeo era difícil conseguir no tanto la mesalazina y el inositol, que ya era una odisea,
sino el ácido ursodesoxicólico que, si a ver vamos, es lo que me mantiene en pie. En fin, en
eso pensaba cuando el trío me rodeó. ¿Tendrá tiempo para nosotros?, dijo el que parecía el
líder del grupo. Lo dijo con una cortesía divorciada de su aspecto. Acto seguido hizo la
presentación de los otros dos que lo acompañaban. Aquí vale la pena detenerse un
momento. Bien mirados, el par en cuestión recordaba a esos actores de vodevil de los años
treinta. El más alto, al que llamaban “Tonelada”, era monstruosamente gordo, tenía rostro
de bebé malévolo y afectaba una media sonrisa que podía significar muchas cosas. El otro
era moreno, de pelo muy crespo y pronunciaba las erres como un andaluz, aunque
resultaba evidente que no lo era. Se llamaba Jacobo. No era tan bajo, pero al lado del otro
parecía un enano de circo. Sin mucho rodeo dijeron (aunque en realidad quien habló fue el
Jefe) que necesitaban llevarme a un lugar donde me harían entrega de un
“reconocimiento”. Huelga decir que no creí ni una palabra. Pero el que fungía de líder
insistió con tal vehemencia que de haberme negado no sé qué hubiera pasado. Lo digo
sobre todo por  el gordo, que ya se había colocado a un costado mío y al que podía sentirle
una respiración afanosa, como de rinoceronte herido. Para ganar tiempo (y cuando
recuerdo esto no sé si reír o llorar) les argumenté que antes tenía que avisarle a mi mujer.
Fue una reacción imbécil, eso no necesito justificarlo, pero fue lo único que se me ocurrió.
“No tenemos tiempo, señor Bolaño”, dijo el Jefe y fue cuando sentí la mano de Tonelada
sobre mi hombro.
 Gritar como un poseso y pedir auxilio fueron opciones que barajé secretamente
mientras caminábamos. Pero a medida que sentía la inercia de aquella mano en mi
hombro, esa posibilidad languideció en el lago sin fondo donde van a parar todos los
deseos incumplidos. Por otra parte, tampoco creo que sirviera de mucho. Una razón
práctica me asiste: en la alberca -y con mucha probabilidad en todo el hotel- no había un
alma a esa hora de la tarde.
 
Estúpidamente me tranquilizó que el grupo no utilizara el protocolo de vendarme los
ojos antes de introducirme en el coche. En ese sentido existieron diez razones prácticas
para no hacerlo, aunque demorarme en ello me parece una soberana tontería.  
Lo que sí merece atención, o por lo menos un minuto de nuestra atención, era el coche.
Parecía sacado de una película posnuclear de bajo presupuesto. Estaba pintado de un color
impreciso que podía ir del azul metalizado al azul de metileno. Gastaba llantas demasiadas
anchas y un letrero desleído anunciaba la palabra “taxi” de un modo precario encima del
techo.  La tapicería de los asientos -que recuerdo roja-, era de un tejido extraño. Sin ningún
problema podría haber sido terciopana, gamuza o peluche. En todo caso lo que sí recuerdo
con suma nitidez era su sensación al tacto: algo entre ilegal y lujurioso, como una poltrona
de burdel.
También me tranquilizó, aunque más bien debí preocuparme, el montón de copias
mimeografiadas de lo que presumí era un fanzine literario. “Si son poetas no corro
peligro”, pensé con candidez. Pero a la vez colegí que si alguien era capaz de bautizar una
revista con el nombre de “El Proxeneta” nada bien podía andar de la cabeza. Esto lo
confirmé cuando le pregunté al tal Tonelada si podía echarle un vistazo a uno de los
ejemplares. La mole ni siquiera volteó a mirarme. “Es una sorpresa para el acto”, intentó
explicarme el Jefe mientras trataba de encender el coche.
Cuando finalmente nos pusimos en marcha, ya el sol se había ocultado y dentro del auto
reinaba una oscuridad que sólo puede calificarse de alarmante. En dos intentos que hice
por “aclarar la situación”, el Jefe lo único que dejó muy claro fue que no soltaría prenda
hasta el momento del homenaje (usaba alternadamente las palabras “homenaje”, la
palabra “acto” y en ocasiones la palabra “reconocimiento”, como si utilizara las palabras
“ejecución” o la palabra “ajusticiamiento”).
“Nosotros también somos escritores, ¿sabe?”, dijo Jacobo, el moreno de las erres
andaluzas. “Tonelada no escribe, eso se nota, ¿verdad? Pero él nos cuida. La gente como
nosotros necesita de alguien que la cuide. Por eso lo tenemos. Estése quieto y todo bien.
¿Todo bien?”
Mientras escuchaba esto, el taxi parecía flotar por las calles de Caracas. En Venezuela
apenas tenía un par de días y era bien poco lo que conocía. Casi no había salido del hotel.
Carolina, mi mujer, sufría aún los rigores del jet lag y el apetito lo había perdido por
completo. Eso me tenía un tanto preocupado y tuve que hacer acopio de fuerzas para asistir
a dos compromisos que la gente de Celarg me había pautado. En fin, la ciudad que se me
ofrecía desde aquella cochambre rodante no era lo que yo hubiese querido llevarme
de souvenir, pero así vinieron las cosas y así las recuerdo.
Desearía pensar que lo que alcancé a ver estuvo condicionado por el miedo, la oscuridad
o el hambre que a esa hora de la tarde me asaeteaba. Pero eso sería salirme por la tangente.
Si pudiera, me gustaría resumir todo lo visto en una sola palabra. Una “palabra-aleph”, si
es que tal cosa existe. “Desamparo” sería una muy buena candidata, aunque me temo que
la palabra correcta bien podría ser otra.
 
No sé en qué momento fuimos a parar a lo que supuse era el extrarradio de la ciudad.
Creo que lo adiviné o lo intuí por la basura, por los esqueletos de coches abandonados y
por los rostros fantasmales que se sucedían uno tras otro.
El caso es que nos detuvimos frente a una vivienda humildísima, casi una obra limpia.
El Jefe y Tonelada se bajaron abruptamente del automóvil. Hubo en aquella acción algo
infantil y, sobre todo, injustificado. Lo digo por lo que sucedió a continuación: se dirigieron
mansamente a la casita y llamaron a la puerta con demasiada familiaridad. Una anciana
asomó los ojos por el visillo y la conversación (si es que la hubo) dilató apenas unos
instantes. Lo que sí logré ver con claridad fue la transa. La anciana, con una habilidad que
sólo la práctica otorga, tomó los billetes arrugados de la mano del Jefe y casi al mismo
tiempo hizo aparecer un pequeño envoltorio anaranjado. El Jefe, que no le iba atrás a la
vieja en asuntos de dedos ágiles, guardó el paquetito en un bolsillo de su chamarra y se
despidió con un gesto vago y secreto, como extraído de la masonería.
Mientras ocurría esto, Jacobo permaneció mucho  tiempo en una postura extraña. En
un principio creí que se estaba escondiendo, pero ¿de quién o de qué? Para mi sorpresa, lo
que hacía Jacobo era otra cosa: registraba debajo de su asiento. En eso dilató, calculo, unos
quince segundos, puede que menos. Cuando finalmente halló lo que buscaba, me fue difícil
distinguir lo que sostenía en las manos. Pensé en un arma. Y ese pensamiento se concatenó
directamente con otros dos. Por una parte pensé en Pollock, el pintor esquizoide. En
Pollock y sus drippings. Pensé, también (y la asociación se me antojó natural), en
Tarantino, el cineasta histérico. En Tarantino y sus parabrisas salpicados de masa
encefálica, sangre y mierda. Pensé en todo eso. Pero aquello que  sostenía Jacobo
definitivamente no era un arma. ¿Qué sostenía Jacobo en sus manos? Ríanse, pero no era
sino un viejo tocacintas. Uno de esos aparatos que obviamente ya no se consiguen en el
mercado por la sencilla razón de que ya nadie utiliza casetes. ¿En qué momento las
ensambladoras de autos dejaron atrás el tocacintas en favor del lector de CD? No lo sé y lo
más seguro es que no llegue a enterarme jamás. Pero era eso, un viejo y jodido tocacintas
del tipo extraíble, con su maraña de cables posteriores colgantes, como si se tratara de una
medusa de utilería.
Jacobo ajustó el tocacintas en una oquedad perpetrada en el frontal de la consola en el
preciso instante en que el Jefe y Tonelada abrían de nuevo las puertas del taxi.  
 
El olor a mota dentro del coche por alguna razón me incomodó. No sabría decir por qué.
Falta de costumbre, quizás. Pedí bajar unas de las ventanillas y sucedió igual que cuando
solicité hojear uno de los ejemplares de El Proxeneta. Aunque esta vez no hubo
argumentos y tampoco escuché las palabras “acto” u “homenaje”. Simplemente me
ignoraron olímpicamente. Parecía como si les hablara a unas estatuas de sal. Entonces hice
lo que se supone suele hacerse en estos casos: me recliné hacia atrás y traté de relajarme.
Pensé en Carolina y en Lautaro. Pensé en el viaje a Santiago que emprenderíamos juntos
tan pronto como acabara todo esto. También tuve otros pensamientos, pero esos no vienen
al caso. 
     
Creí que soñaba cuando comencé a escuchar la música. La sensación auditiva, como era
lógico, quise atribuírsela al efecto “fumador pasivo”. Sin embargo, no tardé en caer en la
cuenta de que la música no provenía de mí. Lo que escuchaba, muy a mi disgusto, era fruto
de un fenómeno más mecánico que psíquico: Jacobo había insertado un casete en el
tocacintas.
El Jefe comenzó a hablar:
—Lo que viene a continuación, señor Bolaño, es un juego— dijo mientras me escrutaba
por el espejo retrovisor. Su voz sonaba pedagógica y amenazante, como la de una maestra
de kindergarten sexualmente insatisfecha.  
Miré a mi lado a ver si Tonelada participaría del juego: vi a un gigante benigno que
babeaba por las comisuras. Comprendí, entonces, que mi custodio jamás sería capaz de
hacerle daño a nadie, salvo a sí mismo.
Ignoro de dónde saqué valor para preguntar de qué se trataba el “juego”. Sin embargo
no hubo tiempo de escuchar respuesta alguna: unos rotundos violines dirigidos por
Domenic Frontiere me hicieron comprender que aquello, de alguna manera, no era un
juego; por lo menos no en el sentido canónico. Intentaré explicarme: Domenic Frontiere
(eso, con seguridad, lo sabe todo el mundo) es el compositor del tema incidental de la
serie Los invasores. “Los invasores, 1967-1969”, repetí mental y estúpidamente.
La grabación, técnicamente hablando, no era de las que uno atesora en un archivo
musical. El Jefe continuaba observándome por el espejo y en su rostro atisbé un mohín de
impaciencia. Entonces lo dije: “Los invasores, 1967-1969”.
Reconozco que lo de las fechas fue un acto de vanidad, algo que, mire por donde se
mire, no se me había exigido, pero sentí que había que decirlo y lo dije.
El verdadero juego comenzaría luego. Decir que hubo maña en colocar en seguidilla
a Mannix, Petrocelli y El planeta de los simios en modo alguno es una justificación.
Resultaba evidente que más allá del afán de confundir, el “mensaje” que se me quería
enviar entrañaba algo más: Mannix y Petrocelli son melodías casi siamesas, podría decirse
incluso que fueron grabadas una detrás de la otra y pagadas con un mismo cheque:
idéntica sección rítmica, misma trompeta jazzeada, igual toque aventurero en la parte B de
la pieza. Pero colocar a ambas al lado del apocalíptico Planeta de los simios, eso sin duda
constituía una trampa. ¿Tenía algún sentido todo aquello? Ahora bien, quien quiera que
hubiera dispuesto el orden de los temas (¿el Jefe, Jacobo, el azar?), sabía muy bien lo que
hacía. Haber intercalado Misión imposible en el lote hubiese constituido un insulto al
cerebro. Vuelvo a explicarme: las obras maestras no definen a un genio. A un genio lo
definen sus imperfecciones. Rara vez arte y verdad son compatibles: Misión imposible no
es sino el epítome de un genio y, el “epítome”, como se sabe, no es sino una suerte de
decadencia gloriosa.
—Lalo Schifrin  —dije.
También dije las fechas: Mannix 1967-1975. Petrocelli 1974-1976. El planeta de los
simios (insólitamente una sola  temporada: 1974). De las tres series, la que sin duda atraía
mi atención era Petrocelli. Eso no es difícil de explicar. En los años en que la transmitían
(aún vivía en la colonia Lindavista del DF) además de leer en exceso, también malgastaba
demasiado tiempo mirando la televisión. Petrocelli me interesó por tres razones: 1)
Anthony Petrocelli era un rico abogado de Harvard en el umbral de la jubilación. 2)
Producto de las presiones de su mujer, manda a construir una fabulosa casa para el retiro
de ambos. 3) Esa contingencia, no se sabe por qué, lo lleva a comprar un motorhome.
Pero aquí viene lo que hace de esa serie algo para el recuerdo: Petrocelli, un día
cualquiera (quiero imaginar un día de verano, amarillento), pondrá en marcha
su motorhome y, como un Peter Fonda senil en busca de su destino, se lanzará por todos
los estados de la Unión al encuentro de algo que lo defina como ser humano. A cada pueblo
que llegue, el veterano abogado se verá involucrado en una seguidilla de peripecias, juicios
e investigaciones que lo harán sentirse  útil a la sociedad y, por supuesto, a sí mismo.
Petrocelli, entonces, se convertirá en un místico forense y su gran virtud será no saberlo.
Eso era lo llamativo, lo inquietante o lo incandescente de Petrocelli, todo depende de cómo
lo interpretaras.
 
Mis primeros malestares comenzaron cuando el taxi enfiló hacia una autopista ancha,
oscura y ahíta de baches. Los estivales arreglos de Bill Conti atronaban por las cornetas al
tiempo que mi colédoco esclerosado amenazaba con jugarme una mala pasada.
Los opening themes de Conti, incluso para los oídos más descaminados, poseen ese aire
decididamente burgués que resulta casi imposible no asociarlos con viñedos lujosos y
mansiones de fábula. Pero ni aquello era la soleada California y tampoco nos
adentrábamos en los límites de un rancho consagrado a la cría del Shorthorn: un letrero
vial, con abolladuras de calibres imprecisos, dificultaban la lectura de la palabra
“Guarenas”.
Desde hacía un buen rato sentía que el aire escaseaba dentro del coche. Esa sensación
no me hubiese alarmado por sí sola de no haber venido acompañada de un dolor
circunflejo que, ora se aposentaba en mi costado derecho, ora serpenteaba a través de
mis  costillas hasta enseñorearse en algún lugar de mi espina dorsal. Me debatía entre
vomitar o responder, no sin vergüenza: “Dinastía, 1981-1989. Falcon Crest, 1981-1990”.
El taxi hizo dos amagos de apagarse antes de entrar en un camino de grava que luego,
inopinadamente, se transformó en un pantano espeso. “Arena movediza”, pensé a
despecho de los escépticos del Discovery Channel. Sin embargo el taxi, en una maniobra
que me hizo sospechar de un oculto sistema de tracción, apenas si patinó antes de salir del
atolladero.
 
Así anduvimos un trecho largo hasta que un bar apareció de pronto ante nosotros.
Aunque en realidad el sitio no era más que una choza. Una edificación incapaz de
desentonar en el corazón de Kenia, Luanda o Timor Oriental.
–Llegamos –dijo el Jefe y se frotó absurdamente las manos como si hiciera un frío
tremendo. Yo, de buena gana, me hubiese echado una siesta encima de un iceberg.
En el bar había dos personas y mucho ruido. Una señora obesa trapeaba el piso con un
vaivén inconsolable y tenaz. Con decisión, intenté seguir hasta el baño. Tonelada me siguió
y de pronto sentí que todos mis males y urgencias desaparecían como por arte de
hechicería. Desistí y tomé rumbo a la barra. Fue peor. Un Kenny Rogers, mucho más
delgado y cetrino, me encaró como si yo le debiese algo. 
–Lo estábamos esperando –dijo aquel hombre y me condujo, ceremonioso, hasta una
mesa en el fondo del tugurio.
El sitio, con algo de producción, hubiese subyugado a los buscadores de locación de
Robert Rodríguez. Nunca la llamada “otredad” estuvo mejor representada. La rockola,
colocada al lado de una tarima minúscula, lucía como el único rasgo moderno presente en
el lugar. Las mesas, las sillas y hasta la barra parecían provenir de un siglo indeterminado y
atormentado. A juzgar por la insistencia del doble de Kenny Rogers, tuve la sospecha de
que el anisado era la bebida oficial del local. 
El Jefe, Jacobo y Tonelada habían desaparecido por una misteriosa puerta lateral pero
al rato reaparecieron acompañados de un tipo cojo y con facha de personaje de Dickens.
“Un Uriah Heep tropical”, pensé encandilado por la guayabera de flores y los mocasines
blancos.
–Señor Bolaño, conozca al promotor del evento –dijo el Jefe señalando con gesto
versallesco al fulano de camisa estridente. El dolor en mi costado había retornado con
fuerza y levantar la mano para corresponder el saludo sin duda le hubiera agregado más
dolor al que ya existía. Opté por asentir con la cabeza; alternativa que juzgué la más
clínicamente correcta.
Tonelada fue a la barra por las bebidas y esa fue la oportunidad de oro para
escabullirme al lavabo. En el camino rogué por la improbable existencia de una ventana de
escape. Sin embargo, ese tipo de giros sólo ocurren en las malas películas. Cuando entré,
hube de toparme con la previsible  fetidez de los baños sin ventilación.
Retorné a la mesa en peores condiciones de las que me fui. Afortunadamente, en mi
ausencia, sucedieron algunos hechos que lograron serenarme. Las copias mimeografiadas
de El Proxeneta reposaban sobre la mesa  y fue entonces cuando las palabras “acto”,
“homenaje” e incluso “evento” comenzaron a cobrar sentido. Sin pedir permiso, tomé uno
de los ejemplares y comencé a examinarlo.
Los gustos de los editores eran eclécticos y rocambolescos, por no decir
descabellados.  Eso sin hacer mención del diseño, que poseía la extraña virtud de lo
ingenuo y lo atroz concentrado en un mismo espacio. El único punto destacable radicaba
en un hecho meramente accidental: la publicación andaba ya por su tercer número. Eso, si
no constituía un logro, al menos calificaba como milagro.
 –¿Qué le parece el proyecto, señor Bolaño? –preguntó el promotor cojo.
–Están muy bien los ensayos  –dije refiriéndome a uno en específico y que en realidad
era un plagio perpetrado a Letras Libres. Lo firmaba un tal A. Linares y estaba
ilustrado con dos calaveras haciendo el 69. El artículo de fondo, como era de suponerse, lo
habían consagrado a Los detectives… y en él abundaban los ditirambos zalameros y las
erratas inverosímiles. En alguna parte, el entusiasta articulista había querido lucirse con la
palabra “trogoldita”.
Como guinda, alguien colocó una foto -mal bajada de la Internet- que me hacía lucir
como el personaje del Grito de Munch.
Acto seguido vendría uno de los momentos más absurdos de mi vida. En la tarima, y sin
que yo me percatara de ello, Jacobo instaló un improvisado sistema de sonido y nos hacía
señas para que nos acercásemos hasta allí. Me preocupó que el  doble de Kenny Rogers ya
tuviera el micrófono en las manos.
Es difícil esperar brevedad de alguien que comience un discurso con la amañada
fórmula: “no soy un orador”. La siguiente media hora sólo serviría para confirmar ese
prejuicio. Por otra parte (y el detalle puede resultar nimio), costaba ver a aquel personaje y
no imaginarlo, al lado de Dolly Parton, subsumidos en una almibarada orgía country.
Cuando el hombre paró de hablar, yo no podía sostenerme más en pie. Pedí una silla
pero ya nadie me prestaba atención: había llegado el momento del brindis y el grupo
batallaba con el corcho de un tintorro que, ignoro cómo, fue a dar allí.
El líquido, de una extraña coloración sulfurosa, atravesaba las hojas mustias de El
Proxeneta cuando tuve a bien desmayarme.
 
Que se sepa, la ciencia aún no logra determinar si es posible soñar en estado de absoluta
inconsciencia. Todo el mundo sabe que los sueños son simples elaboraciones que requieren
de un mínimo de alerta, de una bombilla o una antorcha encendida que nos guíe por esos
abismos. Por ello resultó extraño, aunque no disparatado, que antes de despertar en los
brazos de Tonelada me vinieran a la cabeza aquellas secuencias oníricas herederas, si no
saqueadas, de alguna página de Rodrigo Rey Rosa. Aquí comparto una de ellas:
Se trata de B, asombrosamente –un ex amigo. Está sentado frente a una cámara de
vídeo, mirándola fijamente. Levanta una pistola, se la pone debajo del mentón y dispara.
Un desastre. Hay sangre y partículas de seso  en el suelo, en la pared. Aparece una
mujer (el ama de llaves) y comienza a limpiar la sangre (y lo otro) con un trapeador. La
cámara gira para enfocar un televisor con videocasete. El ama de llaves enciende el
televisor, introduce una cinta y la echa a andar. Aparece B. Está sentado frente a la
cámara, y lee apologías del suicidio por distintos autores. Al terminar la lectura, levanta
la pistola, que ha mantenido oculta, mira fijamente a la cámara, y todo empieza de
nuevo.
 
Al cabo de un rato, que pudo ser quince minutos, pero también una hora, volví en mí sin
el suficiente aplomo mental como para digerir lo que a continuación vería. El doble de
Kenny Rogers cantaba algo de Leo Dan, sin la magia de Leo Dan. Al Jefe no lo veía por
todo aquello y Jacobo discutía acaloradamente con el promotor. Tonelada, en un gesto que
bien podía recordar a la Piedad,  pero que en modo alguno era el de la Piedad sino el de un
niño que abandona un juguete, me depositó en una descabalada silla en un rincón del
salón.
De pronto, la música del karaoke cesó.
 Alguien echó una moneda a la rockola y ésta emitió un rugido primario, como de
mamut. Sin que viniera a cuento, comenzó a sonar una bella melodía que intuí folclórica o
eso me pareció. Era fácil aislar el sonido de un arpa con las cuerdas muy tensas. El ritmo,
por otra parte, era cadencioso y arrebatador, como si invitara a un sacrificio maya.
Tonelada se colocó ambas manos en la espalda y de nuevo comencé a ponerme nervioso.
Pero no había de qué preocuparse: eso apenas sería el prolegómeno de una extraña danza
que mi custodio se aprestaba a obsequiarnos. En fracciones de segundo, el paquidermo
torpe se metamorfoseó en una libélula ladina que correteaba por entre mesas y sillas,
dando unos zapateos vigorosos que hacían estremecer el piso. La canción era una elegía a
un caballo muerto. Un caballo al que había fulminado un rayo. De eso hablaba la letra y a
medida que se acercaba el desenlace de la historia, Tonelada redoblaba sus zapateos con
más y más fuerza. En un momento dado se detuvo, abrió los brazos y, como si fuera a
planear, se dirigió directo a donde Jacobo. Se produjo, entonces, uno de esos silencios
teatrales e incómodos. Ese tipo de instantes nefandos por los que suelen pasar  los actores
que olvidan sus parlamentos. Pero quizás eso sólo sucediera en mi imaginación. Tal vez no
haya ocurrido momento fallido alguno puesto que no tardaron en trenzarse en un baile que
desde mi atalaya percibí austero y hermoso. Un baile que, visto con buena voluntad,
hubiese pasado por una danza tradicional, pero que  si uno afinaba el ojo más de lo
necesario podía advertir cierta tensión sexual.
En este punto, algo imprevisible ocurrió.
Cuando los representantes de la ley echaron la puerta abajo, Tonelada y Jacobo
descansaban sus frentes apoyadas una encima de la otra. El gordo tenía asido a su pareja
por la nuca y se susurraban palabras que yo adivinaba dulces. Cerré los ojos y quise estar
en la Antártida. Intenté visualizar pingüinos, paisajes gélidos.
Tonelada y Jacobo cayeron al piso, como fulminados por el rayo que preconizaba la
canción, sólo que el rayo había tomado la forma de una porra policial y en menos de lo que
toma decir “chucha” el bar se había convertido en un pandemoniun. El Jefe y el promotor
tardaron en aparecer y, cuando lo hicieron, éste último traía una herida sangrante en el
mentón que le confería cierta dignidad trágica. Un policía de labio leporino y mirada
astuta, pateaba al doble de Kenny Rogers con refinada crueldad detrás del mostrador.
Esperaba mi turno para la paliza cuando la señora del trapeador me hizo señales desde
la cocina. Con más voluntad que esperanza me levanté de la silla y me dirigí hasta ella.
Mientras lo hacía, un manto invisible pareció cubrirme en el trayecto.
La cocina era uno de esos lugares de los que es mejor olvidarse pronto si uno pretende
comer con apetito el resto de la vida. La señora me tomó por el brazo como quien ayuda a
un convaleciente  y me condujo a través de un pasillo renegrido de hollín e impregnado de
un olor que he tratado de obliterar sin éxito.
Cuando salimos al exterior, me sorprendieron dos cosas. Tres, para ser precisos. No
estábamos en la parte norte del local sino en el  sur. El taxi aún permanecía estacionado en
el mismo sitio y ya el sol comenzaba a despuntar por entre unas colinas xerófilas y
fantasmales. Una penosa luz blanca lo iluminaba todo.
La señora del trapeador volvió a desaparecer dentro la choza y mi sensación de
desamparo rápidamente se transformó en terror. Entonces me puse a darle vueltas al
coche en redondo. No sé qué pretendía lograr con aquella acción, pero de alguna manera
eso me tranquilizaba. En esas estaba cuando el policía de labio leporino salió al
descampado.
“Miliani no hubiera permitido que me pasaran estas cosas”, me dije a mí mismo,
seguro de haber leído o escuchado algo similar en algún sitio.
Lo que siguió a continuación puede parecer confuso, pero trataré de ajustarme a los
hechos.
Detrás del policía, a poca distancia, venía también la señora del trapeador. El policía
traía una porra y malas intenciones. La señora un matero con flores que a esa hora de la
mañana me fue imposible descifrar. Yo seguía dándole vueltas en redondo al taxi. El
policía, como es lógico, logró darme alcance a las primeras de cambio. Pero la señora del
trapeador no permitió que yo recibiera el primer porrazo: el matero que sostenía en las
manos hizo diana en la nuca de mi agresor. El golpe era para dormir a un caballo, pero el
policía apenas se atontó. En el ínterin, la señora del trapeador me deslizó un manojo de
llaves. Por el dado de peluche supe de inmediato que eran las llaves del coche.
El dado había caído en seis.
Lo recogí, dudoso, de mi buena suerte.
El coche encendió al primer giro de llave. Entonces entendí que atravesaba por una
buena racha. Las buenas rachas no suelen durar mucho: la mía duró hasta que recordé,
espantado, que jamás había conducido en mi vida. Mi aprendizaje fue apremiado por dos
detonaciones que hasta hoy desconozco dónde impactaron.
El resto fue una pesadilla de senderos bifurcados, pendientes espeluznantes y
problemas con el motor. Pero lo más extraño fue la música que me acompañó en el
trayecto. Cuando el coche encendió, sincronizadamente lo hizo también el equipo que
Jacobo había instalado en el auto. Pude reconocer, entre muchos, algunos temas a los que
jamás les hallé un autor confiable: Tres son multitud, Tierra de gigantes y hasta una
versión en inglés de El Zorro que en el DF hubiesen odiado. Ese fue mi  soundtrack  hasta
que estrellé el coche contra un container de basura.
 
Todo lo demás puede contarlo con mayor rigor Domingo Miliani, quien jamás creyó la
historia que ahora cuento. Para él (y yo jamás le quité razón) lo mío tan sólo había sido un
capítulo más de la leyenda del escritor loco latinoamericano. No me gusta la imagen del
escritor loco latinoamericano. ¿Pero quién soy yo para estropearla?

Slavko Zupcic: “EPEDM” (1)


Desorientado como era, cuando le tocaba saludar en México, decía:
—Buenos días, Guatemala.
Cuando de noche en Berlín:
—Buon giorno, Buenos Aires.
 Tenía muy mala letra.
En las firmas de libros, nunca estaban los suyos, pero si por casualidad dedicaba alguno en
el momento de entregarlo se alzaba del asiento y le decía al lector:
—Como no lo va a entender luego, mejor se lo digo ahora mismo. Aquí dice …
 Adoraba a Lichtemberg y solía citarlo mientras hablaba.
«Si tienes dos pantalones, vende uno y compra este libro». Éste era su aforismo preferido y
recurría a él varias veces al día.
Para repetirlo, sólo para repetirlo, lo contrataron alguna vez en una feria de libros. Debía
repetirlo constantemente junto a una caseta que quedaba en el límite de la feria, junto a una
tienda de pantalones.
Nunca pudo explicarlo pero cada vez que intentaba cumplir su misión se equivocaba y
transformaba odiosamente las palabras de Lichtemberg.
—Si tienes dos libros, vende uno y compra este pantalón.
En otra ocasión, frente a un auditorio absolutamente femenino dijo que la mujer era una
trampa que se atravesaba en la vida del hombre para convertirlo en padre. Nunca más tuvo
lectoras.
Era, se ve, un escritor políticamente incorrecto, pero igual siempre se involucraba en las
elecciones de su ciudad apoyando a políticos que inexorablemente perdían.
La única vez que participó en el congreso de escritores de su ciudad natal —de ellos
siempre había dicho que eran los peores escritores del mundo— fue expulsado por decisión
unánime del evento.
Cuando se enteró, dijo en voz alta aunque para sí mismo:
—Debo ser, soy, el peor escritor del mundo.
Ese fue, en los periódicos del día siguiente, el titular de la crónica del evento.
 Se comprometía a escribir libros y, aunque los comenzaba con la mejor de las intenciones,
nunca pasaba de la décima página. Su obra era entonces un amasijo de primeros capítulos
de los cuales no se conocía continuación.
Un crítico que se lo dijo públicamente fue desafiado a duelo. Decir que perdió esta batalla
sería un eufemismo: el único golpe que lanzó golpeó un muro y el peor escritor del mundo
se fracturó el escafoides. Resultado: la mano derecha escayolada durante doce semanas. La
derecha, la única con que podía teclear la computadora.
 No bebía, pero como era impuntual e irresponsable, tenía fama de borracho. Además, una
vez hizo un reportaje sobre alcohólicos anónimos.
 Salir en el periódico no le sucedía frecuentemente. Al contrario, los periodistas que le
pedían entrevistas nunca las publicaban y él tan contento.
—Es como ir al psicoanalista y no se paga.
Considerando su precaria situación económica, los amigos intentaron conseguirle un
trabajo estable: encargado de protocolo de una fundación cultural. Al parecer habían
olvidado su desorientación. No sólo intercambió la noche con el día, sino que también las
ciudades y los gentilicios. En apenas un mes, llamó cachacos a los valencianos, ilerdenses a
los caraqueños y bolivianos a los españoles. Un fracaso total, del que obviamente fue
despedido.
Una novela intitulada El arte de matar un tigre fue siempre uno de sus proyectos
preferidos.
En un periódico en el que fue colocado como corrector, confundió la fecha del cintillo
superior y, así, por apenas veinticuatro horas, los lectores del cotidiano fueron un año, dos
meses y catorce días más jóvenes.
 Anunciaba públicamente sus proyectos por lo que a pesar de que nunca los terminaba la
gente hablaba de ellos como de cosas sabidas.
 Si era necesario lo aclaraba, sin que importase mucho la circunstancia.
—No soy escritor. Soy el peor escritor del mundo.
Proyectó la escritura de un recuento de psicópatas de su ciudad. Nunca lo terminó, ni
siquiera escribió una línea, pero todos los psicópatas le hacían llamadas anónimas de tono
amenazante.
Como en su primera juventud había iniciado estudios de ingeniería, algún crítico dijo:
—Como escritor es un gran ingeniero. Como ingeniero, un pésimo matemático.
 Le desagradaba viajar. No se trataba de miedo a aviones, barcos o carreteras inhóspitas.
—Es que ya no es lo mismo— decía cuando era invitado a alguna feria o presentación.
—¿A qué te refieres?
—Ahora, cuando uno llega a cualquier lugar, tiene la sensación de que quinientos millones
de personas han llegado antes.
Si el interlocutor insistía:
—Es como ir de putas.
Nacionales, internacionales o locales. Enviaba a todos los concursos y, obviamente, nunca
ganaba. Inicialmente, su respuesta era insinuar que los concursos estaban amañados, pero
—no se sabe cómo ni por qué— con los años la sustituyó por otra:
—Lo importante es competir, no ganar.
Quince meses después de la publicación de su tercer libro de cuentos —de primeros
capítulos de novelas, según algunos— como no había sido publicada ninguna crítica,
comenzó a enviar reseñas firmadas con seudónimo a todos los periódicos.
—Son reseñas escritas por mis heterónimos —le dijo a su hermana cuando ésta lo
sorprendió con las estampillas en las manos.
De catorce que escribió y envió, sólo publicaron una. ¿Sección? Cartas al director.
 —No es tan malo como escritor —decían sus amigos—. Tan malo no. Tan malo no es.
Constantemente enviaba manuscritos a las editoriales y constantemente éstas los devolvían
acompañados siempre de cartas en que le decían que su lista de futuras publicaciones era
muy larga pero que no perdiera el ánimo, que si continuaba escribiendo, quizás algún día,
posiblemente…
Él coleccionaba estas cartas y uno de sus proyectos era publicarlas todas algún día en un
libro. Si conseguía editor.
Todos los días al despertarse, encendía la computadora y metía su nombre en un buscador
de Internet. Siempre aparecían las mismas entradas.
 ¿La crítica más generosa que recibió? «La escritura de este libro no merece ni siquiera el
calificativo de mediocre, es sinceramente mala».
 Odiaba las fotos. De hecho no las propiciaba y, cuando sentía el brillo luminoso de un
flash, procuraba apartarse.
Igual siempre salía y si, resignado, intentaba sonreír, parecía que lloraba.
Siempre proyectaba antologías, de las que cuidadosamente excluía a sus enemigos. Éstos, a
su vez, también lo excluían a él pero lograban publicarlas.
La elección de seudónimo no ofrecía para él ningún inconveniente. Elpeo, Elpeo Rescri
Tordelmundo, Elpesdelmun, Roeple. Éstas eran apenas algunas de las opciones.
 Uno de sus proyectos era escribir un libro que llevase por título El peor escritor del
mundo.
—No lo hagas, Elpe —le dijimos varias veces los más allegados—. Sería como desnudarte
ante el público.
—Quizás sí, pero seguro ayudaría a mucha gente.
Su lema era: «Los últimos serán los primeros».
Después de leer La conjura de los necios, decidió fingir su muerte.
Primero envió a su madre a dar la noticia en los periódicos: peritonitis fue la única causa
que se le ocurrió.
Luego, de editorial en editorial con sus manuscritos.
Esperó durante varios meses sin salir de casa y, como no pasó nada, al reaparecer se limitó
a culpar a su madre de la situación:
—Es que tiene Alzheimer y a veces hace unas cosas muy raras.
El peor escritor del mundo tenía que vestirse de una manera especial, pensó alguna vez. No
podía vestirse igual que los otros escritores. Pero nunca llegó a saber cómo.
 No dejaba propinas en los restaurantes.
—Soy el peor escritor del mundo —les decía a los camareros—. Si quieres te dejo un texto
mío.
—No, gracias.
En una ocasión encontró un escritor que intentaba apoderarse de su  título.
—Soy mucho peor escritor que tú —era el argumento de éste—. El otro día leí un cuento
tuyo y me gustó.
—El peor soy yo, no tengo ninguna duda.
—No, soy yo.
Para dirimir el título, alguien propuso que los dos escritores polemizaran públicamente.
Lo hicieron y, como era de esperar, perdió el mejor.
Escribió un texto sobre los escritores y los premios literarios que pensaba publicar cuando
ganase alguno pero, como nunca lo ganaba…
Cuando finalmente le concedieron un premio, decidió no aceptarlo.
Cada vez lo podía hacer peor.
—¿Qué  se siente con esto de tener tan poco talento para la literatura? —le preguntó alguna
vez su amigo periodista.
—Un momento —le respondió Elpe—. Una cosa no tiene nada que ver con la otra. El peor
escritor podría ser el más talentoso.
La suya era una situación difícil de explicar en familia. Sobre todo ante su mujer y los
parientes de ésta.
Leyó dos veces el decálogo de Quiroga, las cartas de Rilke y El abc de la lectura de Ezra
Pound. La primera, durante la adolescencia. Entonces pensó que se trataba de textos de los
que nunca podría desprenderse. La segunda, cuando ya sabía que era el peor escritor del
mundo. Nada más inútil, pensó esta vez. ¿A quién se le ocurre escribir esas cosas?
Se sabía comensal de una mesa numerosa. A su izquierda, la escritora más delgada. A su
derecha, el más gordo. Un poco más allá, el más feo y la más guapa. Frente a él, doscientos
escritores luchaban por una sola silla, la del mejor. Eran tantos.
Un vecino se jactaba de ser un mal médico.
Cuando sabía que estaba de guardia en el ambulatorio, procuraba no enfermarse.
Publicó una colección de primeras líneas de textos —eran, sencillamente, los textos que no
terminaba— que llamó Primeras páginas. Luego, Páginas intermedias. Y,
finalmente, Páginas finales.
—Mi idea —decía para los amigos— es que si alguien llega a juntar los tres libros, logre
armar al menos un cuento completo con tanta página cortada.
 A menudo se encontraba con personas que creían que era el más mediocre de todos los
escritores.
—Es absolutamente diferente —les decía sonriendo—. Sólo soy el peor.
 En una temporada de afortunado silencio, mientras trabajaba en una camisería, atendió a
un grupo de escritores que visitaban la ciudad.
—Yo también soy escritor —les dijo mientras envolvía para el más serio una camisa azul
celeste—. Pero actualmente no ejerzo.
 —¿El peor escritor del mundo? No sé bien si es un escritor. Pensé que era una de esas
personas que le ponen nombre a los medicamentos. ¿También ellos son escritores? —dijo
de él Susana M, dos días después de poner fin a la relación amorosa que los mantuvo
unidos por tres años, cuatro meses y treinta y dos días.
A quien se suponía su principal competidor, le envió un mensaje de texto, para disipar las
dudas: «Pretenderse el peor escritor del mundo no es suficiente, es necesario CERLO».
Le gustaba escribir al revés, la sever.
Para divulgar su obra, creó una revista. ¿Tiraje? Un solo ejemplar.
No se quejaba. Nunca nadie le escuchó una queja literaria.
Le gustaban los discursos. Soñaba incluso con la posibilidad de escribirlos y leerlos, con
pronunciarlos. Como ésta nunca se presentó, pensó que quizás podría escribirlos para los
demás.
Primero, envió una carta ofreciendo sus servicios a los políticos de la ciudad. Ninguno
respondió.
Luego, avisos con su número de teléfono en todos los postes. Tampoco.
Finalmente, ofreciéndoselo a los amigos:
—¿Quieres que te escriba un discurso?
A algunos les daba vergüenza decirle que no. Aceptaban, sí, pero mayormente no leían los
discursos que laboriosamente él preparaba.
Quizás pasó mucho tiempo pensando en esto de ser el peor escritor del mundo.
Durante una guardia en el hospital en que trabajaba como auxiliar de enfermería, una
compañera, señalándole la litera, le preguntó dónde pensaba dormir:
—¿Arriba o abajo?
Días atrás, pensando literariamente en esa situación, había planeado decirle que dormiría
junto a ella en la camita de abajo. Pero frente a ella y, ya instalado en la de arriba, a veinte
centímetros del techo, demoró cinco segundos en responderle:
—Yo soy el peor escritor del mundo. El peor.
Últimamente trabajaba todos los días en un libro que, en lugar de ganar páginas, se hacía
cada vez más pequeño.
 Dictaba talleres que anunciaba en prensa, radio y televisión:
«Si quieres ser un gran escritor, aprender a comenzar y terminar adecuadamente tus textos
… ».
En una ocasión, mientras invitaba a los talleristas a escribir sobre temas populares, uno de
ellos propuso escribir un texto entre todos con las referencias más frecuentes de Internet.
Prótesis, música, todo gratis, misses desnudas. Ésas eran las barbaridades que proponían y
él, en un momento de hastío, salió a fumar un cigarrillo.
Cuando regresó al salón, los talleristas ya no estaban. Se habían marchado, sí, pero en el
pizarrón le habían dejado la dirección electrónica de la revista en la que ya habían
publicado el texto: «Francisco Rodríguez, autor del cuento más pinchado de la web».
¿El autor? Los hijos de puta no se habían atrevido a colocar sus nombres y habían preferido
colocar las diez letras que identificaban a su tutor: Elpesdelmun.
 No era fácil explicarle a los hijos aquello que intentaba ser.
La menor, sin embargo, parecía comprenderlo:
—Eres el mejor papá del mundo —le dijo aquel sábado cuando él le llevó a la cama un
plato de patatas fritas—. Y el peor escritor.
 —¿Cómo definirías tus libros: buenos o malos? —le preguntó alguna vez el amigo
periodista.
—Ni lo uno ni lo otro. Yo soy el peor escritor del mundo, pero mis libros son como los
perros calientes.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Ni buenos ni malos.
Enviaba a los concursos, es cierto, pero sabía que no debía ganar.
Por eso temblaba cuando se acercaba la fecha del veredicto.
Un amigo se lo preguntó cuando comenzaba a escribir.
—¿Quién es el mejor escritor? ¿El que nunca miente?
En una época en la que todavía no sabía qué quería ser, le respondió:
—El mejor escritor es el más mentiroso.
Veinte años después, supo que una cubana muy guapa decía lo mismo.
Desde entonces comenzó a escribir con la verdad, sólo con la verdad.
 Su madre se lo dijo un día abiertamente.
—Escribes como un periódico de pueblo.
—Ah, ¿sí? ¿Y eso qué significa?
—Que en tus textos nunca pasa nada, son siempre iguales.
 Antes de morir, su abuelo le sorprendió con una única exigencia:
—Tan sólo quiero que coloques una placa dando noticias de mi vida junto a la puerta de la
casa.
—Pero, ¿para qué si siempre has llevado una vida tan tranquila? —le preguntó
Elpesdelmun presintiendo que sobre él recaería la tarea de escribir el contenido de la placa.
—Para joderte —musitó el abuelo mirándolo de manera cómplice.
Tenía unos vecinos enanos. Él era pediatra y ella la mujer del pediatra.
Siempre protestaban porque Elpesdelmun metía la bicicleta en el ascensor.
—Realmente no es por la bicicleta —decía ella cada vez que lo veía—. Es el olor de la
pintura que se desprende del letrero que ha puesto en las ruedas: lo del peor no sé qué.
—El peor escritor —apuntaba el marido. Idiota.
—Deberíamos asociarnos —le propuso alguna vez a su competidor— en una organización
de pésimos escritores.
«Se ve a leguas que es usted un lletra ferit», le escribió un discípulo catalán de Octavio Paz
en respuesta al envío de sus textos.
El baño del vecino de al lado le hizo recordar El Padrino hasta el día en que el propio
vecino tiró de la cadena y se llevó en el impulso la cisterna, que cayó sobre la taza del
retrete, rompiéndose todo.
Elpesdelmun se enteró por los gritos y el líquido que llegó hasta su puerta.
—¿Qué? —le preguntó el vecino cuando Elpesdemun lo llamó por el intercomunicador—.
¿Eres fontanero?
—No, tú sabes que no.
—¿Y doctor?
—Tampoco, pero soy el peor escritor del mundo y pensé que éste podría ser un buen tema.
 Un escritor, bueno o malo, siempre tiene amigos que lo animan a continuar trabajando.
Los de Elpesdelmun siempre lo hacían:
—Lo que has escrito es una de las peores cosas que he leído jamás. Sigue así.
—Nunca había pensado que una cosa tan sencilla podía ser escrita de una manera tan torpe.
—Lo estás logrando. Tu incapacidad es alucinante.
—Da lástima leerte. Sin duda, eres el peor. Felicidades.
Soñaba con escribir su ars literaria: Elogio de la página mediocre.
Era un bibliófilo consumado.
Todos los días compraba libros, la mayoría muy buenos: acariciaba sus lomos, los olía
detenidamente, hacía revolotear las hojas frente a sus ojos cerrados.
Lástima que no podía leerlos. Se habría contaminado.
Era implacable en la crítica hacia los otros escritores.
—Si pretenden ser buenos, que escriban bien, coño. Mi caso es absolutamente diferente.
El primo de su mujer era un ladrón, un hijo de puta, y Elpesdelmun siempre amenazaba con
escribirlo en sus textos.
—Hazlo si quieres —decía la mujer defendiendo su sangre—. Eres el peor escritor del
mundo.
—Pero igual tengo lectores, estúpida.
Una mujer de casi doscientos kilos, con los cabellos rojos recogidos en un moño,
atravesaba con paso majestuoso la plaza, rumbo al centro de salud.
—No escribiré sobre ella —me dijo Elpesdelmun—. Podría ser un buen tema.
La primera vez que recibió derechos de autor, consideró que la cantidad era pequeña, que
sucesivamente llegarían mayores, y decidió no cambiar el cheque. El cheque caducó y con
el tiempo se dio cuenta que no llegarían otros.
—Dime cómo titulas y te diré quién eres —escuchó decir alguna vez a un escritor
argentino.
El peor escritor del mundo publicó nueve libros a partir de
entonces: Naranjitas (1986), Vainitas (1989), Vida, naturaleza y ciclo reproductivo de una
bacteria que es dueña absoluta de la compañía general de aviación (1993), Por tratarse de
las fechas en las que estamos (1997), Historia privada de los baños
públicos (1998), Juegos de cuarto (1999), Para los niños que dicen cadamelo  (2000), Las
palabras son piedras (2001) y Las piedras también (2002).
 En la vitrina de una peluquería de barrio, encontró el posible título de un cuento erótico
que nunca escribiría: «Inglés y axilas».
Asumir que no terminaba los textos que iniciaba fue muy difícil. Cuando finalmente  lo
logró, comenzó a regalar entre amigos y conocidos sus proyectos.
Por supuesto que sí, inicialmente, cuando comenzó a escribir, quería ser un gran escritor.
¿Un proyecto que le habría gustado llevar a cabo? Aquel de escribir una página sobre cada
persona que había conocido a lo largo de la vida.
De los discursos que escribió tan sólo quedan recuerdos, banales anécdotas. ¿Mi preferido?
El de un vendedor de lotería que mientras caminaba por el centro de la ciudad comenzó a
escuchar simultáneamente dos discursos de Elpesdelmun. Por la oreja izquierda, el de su
médico que se graduaba de psiquiatra y, por la derecha, el de un amigo que había decidido
montar un burdel en un local donde anteriormente funcionaba una funeraria que por no
tener clientes había quebrado.
¿Títulos de proyectos que afortunadamente nunca escribió? Emid is anugla etrap ed ut
opreuc atse odnasap erbmah, El ogio de la masturbación, Cuentos para dejar de
fumar y El compón de las cosas.
Tan sólo uno de sus textos llegó a causar la admiración de conocidos y extraños y él decía
que no era obra suya sino de su agente literario.
Era un texto breve, de una cuartilla aproximadamente. En él, Umberto Eco, Ken Follet,
Dario Fo y los dos Mario (Puzo y Vargas Llosa) hablaban pestes de Elpesdelmun y decían
que era el peor escritor del mundo.
Para ganarse la enemistad del crítico más exigente, salió dos o tres veces con la menor de
sus amantes.
—El sexo es una herida que pretendemos perpetuar rascando —le dijo el último martes, al
despedirla.
Se lo decían a menudo las mujeres a la hora de dar por terminada la relación:
—No sólo eres el peor escritor del mundo. También el peor amante.
Cuando él protestó su insistencia, la señora que intentaba venderle un seguro funerario usó
apenas siete palabras para responderle.
—Yo tan sólo estoy haciendo mi trabajo.
Eso fue lo que él debió haberle dicho al anciano que lo insultara la otra noche. Desdentado
y con una camiseta de «I love el teatro», le reprochaba que se jactase de ser el peor escritor
del mundo.
Estábamos jugando ajedrez en el salón de su casa y yo, luego de mover un caballo, le
planteé la posibilidad de escribir un libro sobre él. Aceptó complacido.
—Lo único malo —dijo como lamentándolo— es que muchos creerán que el peor escritor
del mundo eres tú.
Me comió un alfil y encuadró un caballo hacia mi reina. Entonces volvió a abordar el tema,
pero esta vez en tono burlón:
—Al menos en Internet, tu nombre siempre aparecerá junto a estas cinco palabras: «el peor
escritor del mundo».
 La pregunta era fácil: narradores franceses del XIX o algo así.
—Te lo podría decir ahora mismo —me respondió mientras abría una caja que
originalmente estaba en el tramo inferior de la biblioteca—. Pero hace veinticuatro años
hablé sobre el mismo tema de manera insuperable. Más te valdría ver la cinta —dijo a los
treinta segundos mientras introducía el videocasete en un VHS viejísimo y se sentaba al
lado del televisor.
—Coge lo que quieras —le dijo alguna vez un amigo que lo había invitado a comer.
Estaban en el supermercado y el peor escritor del mundo creyó que podría tratarse de un
buen cuento.
—La bondad y la maldad absolutas no existen. En muchas ocasiones somos malos y
buenos simultáneamente.
Ése era, en resumidas cuentas, el discurso de un psiquiatra publicitándose como escritor de
autoayuda y en él se basó el peor escritor del mundo para construir su carta de presentación.
—En mí obviamente predomina lo malo —matizaba.
Ante el gerente del banco pensó en presentarse como el peor escritor del mundo, pero
inmediatamente se arrepintió. Incluso al mejor, este hombre de números le habría negado
un préstamo.
Solía decir a sus discípulos:
—Cualquier escritor puede escribir un mal texto en un pésimo día. Lo importante es
perseverar en hacerlo, hacerlo siempre.
Siempre soñaba que escribía un cuento con una mujer cubierta con un burka negro. Cuando
en el sueño comenzaba a escribirlo, aparecía el marido que amablemente le ponía trabas a
su propósito.
—¿No podría mejor tratarse de una escritora?
Y el peor escritor del mundo, el más imbécil, aceptaba.
Lo sabía por experiencia: a quien se jacta de ser el peor escritor del mundo sólo se acercan
las peores mujeres. Del mundo, del universo, de la galaxia toda.
—La literatura es una prenda extraña —le dijo, a manera de dádiva, a una persona que con
la mano derecha extendida hacia delante parecía un misterio gozoso en la puerta de la
Catedral.
—¿Por qué? —lo increpó el mendigo sin que fuera posible saber si se refería a que no había
dejado ninguna moneda en su mano o a la prenda literaria que acababa de escuchar.
—Porque adorna y mortifica. Al mismo tiempo —le respondió Elpesdelmun y continuó
caminando rumbo a la Hemeroteca Pública.
 En caso de duda, continuar dudando.
Eso era lo que siempre recomendaba a sus escasos discípulos.
 De tanto negarle créditos, el gerente del banco terminó siendo su amigo.
—Yo no sabía quién eras, ni siquiera que existías, pero el otro día vi tu foto junto a un
artículo sobre los libros que no debíamos comprar —le dijo el profesor de física de su hijo
en la salida del colegio.
Elpesdelmun no respondió o quizás hizo alguna referencia a la foto:
—Es muy buena. La hizo Daniel Mordzinzki.
Su hijo, en cambio, quedó impresionado:
—Te ha reconocido, papá. El profesor de física te ha reconocido.
Después de varios años de gestiones burocráticas y conversaciones políticas, logró que el
ayuntamiento de una pequeña comarca convocara un concurso de relatos entre cuyos
premios se incluía uno al peor texto presentado.
—Podría llevar tu nombre —propuso el concejal de cultura y deporte.
—Mejor no, sería un poco repetitivo —fue la respuesta de Elpesdelmun.
—Serías, entonces, sin ninguna duda, el presidente del jurado —sugirió la mujer del
concejal mientras luchaba, cubiertos en mano, contra el pescado.
—Tampoco —dijo Elpesdelmun limpiándose la boca con la servilleta—: La verdad es que
prefiero concursar.
Sus palabras respondían a un propósito cierto. Quería concursar, ganar y así ser el primer
escritor premiado por ser autor de un terrible texto. Pero la convocatoria expiró y
Elpesdelmun, por no haberlo terminado, lamentablemente no pudo enviar el texto ganador.
En los días en que tenía que ocuparse de cosas banales —estudiar para sacar el permiso de
conducir, pagar la hipoteca, hacer la compra de la semana, cuidar de los niños, etcétera—
no podía escribir.
—Es como si tuviera la libido ocupada en otras cosas —dijo alguna vez haciendo uso del
concepto de Freud.
—Pero, ¿no eres el peor escritor del mundo? —le preguntó el discípulo de turno.
—Claro que sí, pero para serlo es necesario emplear toda mi energía.
Cuando le preguntaban por sus primeras lecturas, nombraba  a Rimbaud, Rilke y Ramón
Gómez de la Serna. Eso hablando de la letra R.
Dentro de sí, sabía que mentía y se recordaba adolescente tumbado en la hamaca con la
mano derecha entre las piernas y la izquierda sosteniendo sobre su pecho la última entrega
de Selecciones. Reader’s Digest. Erre también.
 De la época en que todavía quería ser un buen escritor solía recordar a su primer mentor:
—Para lograr escribir un buen texto es necesario, es imprescindible, haber limpiado al
menos un patio —recomendaba.
Por eso cada vez que su esposa le sugería que cortase la hierba fingía estar ocupado.
Nadie conservaba nunca sus libros. Y él, que lo intentaba seriamente, era víctima de sus
hijos, quienes dibujaban en sus páginas, arrancaban éstas, hacían avioncitos con ellas,
dejándolo directamente sin bibliografía.
 —Hijo mío —le dijo alguna vez el anciano más importante de la familia—. ¿Por qué usted
no hace algo de provecho?
—¿A qué te refieres, tío? —le respondió Elpesdelmun—. Yo soy el peor escritor del
mundo. La gente me pide autógrafos en la calle, me aplauden cuando dicto conferencias,
compran mis libros. Me gano bien la vida.
—Sí, todo eso es verdad. Pero siempre eres un escritor, un escritor solamente.
Para publicitar un libro, nunca usó nada diferente a escribir, gritar o susurrar  estas
veintiséis palabras:
—Este libro es lo peor que he podido hacer en mi vida. En él es evidente todo lo que no sé
hacer, lo que nunca lograré.
Siempre quiso tener una amante pelirroja: traían mala suerte.
Le sucedió en varias ocasiones.
Si por accidente una mujer salía embarazada luego de copular con él nunca abortaba, pero
luego tampoco le pedía que reconociera el hijo.
Con motivo de la muerte del escritor preferido de su juventud, escribió una necrológica,
«Anti-maestro».
Luego de su lectura un lector prevenido le hizo una pregunta con trampa:
—O sea que tú eres un anti-escritor, ¿no?
—Todo escritor es escritor y anti-escritor al mismo tiempo —fue la respuesta de
Elpesdelmun.

Sobre la temporada que vivió fuera de su país, decía:


—La única ventaja de vivir en el extranjero es que, cuando se trata de grupos, el camarero
nunca te entrega la cuenta.
Soñaba con una tumba discreta y abandonada aunque alguna vez había pensado en un
posible epitafio: tres o cuatro palabras que advirtieran que no había dedicado su vida a la
literatura sólo por narcisismo.
Para espantar posibles lectores no tenía ninguna fórmula. Pero siempre lograba hacerlo.
—¿Escribir dos libros al mismo tiempo? Es como tener dos mujeres. Cuarenta uñas
pintadas. Insoportable.
 El canto del gallo. Si estaba en Quito, quería escuchar el de Bogotá. Si en Barcelona, el de
Murcia.
 En charlas y conferencias, siempre, sin ton ni son, hacía referencia a la música que
acompañaba al vendedor de helados de su infancia:
—Pájaros y campanas. Como el chico venía de Los Andes, lo llamábamos «Helandino»”.
 Su obra era ilegible, seguramente, pero quienes lo llamaban así —«Ilegible, ven aquí»,
«Ilegible, ¿por qué no escribes esto?»— quizás exageraban.
Era, sin lugar a dudas, una persona conflictiva.
Amigos, colegas, vecinos y, sobre todo, vendedores, fueron sus víctimas una y mil veces.
A estos últimos, además de vejar con insultos elaborados, solía pedir una hoja de
reclamación que cumplimentaba meticulosamente.
En esos párrafos cargados de ira quizás se encuentre su mejor escritura.
De mudanza, alguna vez le tocó ser copiloto del camionero.
Éste se sintió mal, a punto de una lipotimia, y sugirió que Elpesdelmun tomara el volante.
A expensas de sí mismo, Elpesdelmun lo hizo.
Mientras luchaba con la palanca de cambios, interrumpió la recuperación del camionero
gritándole:
—Lo que tú eres como camionero yo lo soy como escritor.
Quería tener un entierro anónimo y solitario, pero no pudo ser. Una cantante famosa murió
el mismo día y les asignaron fosas contiguas. «Bochorno: el cuerpo de La Voz de
Occidente reposa junto a …». Ése fue uno de los titulares del día en El Carabobeño, el
periódico más odiado por Elpesdelmun.

[1]    Del libro Médicos taxistas, escritores. Ediciones acetaminofen. Publiberia. Valencia,


2011.

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