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Arquitectura Semántica Del Proceso Cognitivo

1) El documento discute los diferentes niveles de la "red semántica" o estructura del proceso cognitivo humano, incluyendo el nivel cibernético (señales), el nivel simbólico (símbolos) y el nivel de auto-referencia. 2) El nivel cibernético implica procesos neuronales de bajo nivel que activan señales, mientras que el nivel simbólico implica procesos psicológicos más complejos que trabajan con símbolos. 3) Los pro

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Arquitectura Semántica Del Proceso Cognitivo

1) El documento discute los diferentes niveles de la "red semántica" o estructura del proceso cognitivo humano, incluyendo el nivel cibernético (señales), el nivel simbólico (símbolos) y el nivel de auto-referencia. 2) El nivel cibernético implica procesos neuronales de bajo nivel que activan señales, mientras que el nivel simbólico implica procesos psicológicos más complejos que trabajan con símbolos. 3) Los pro

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Arquitectura Semántica del Proceso Cognitivo

(Conciencia Activa 21, 2010, N. 26, pp. 63-103)

MIGUEL MARTÍNEZ MIGUÉLEZ 1[1]


Introducción
Comparando las diferentes culturas, y especialmente la occidental con las
orientales, llama la atención que la cultura china, que precedió a la occidental
en muy variados sectores de la vida, y, a pesar de que no tuvo ciencia stricto
sensu, llegó correctamente a todas las concepciones fundamentales de la vida
como, por ejemplo, en el campo de la biología y de la medicina, sin ninguna
investigación propiamente "científica".
¿De dónde, entonces, le viene a la "ciencia" esa aureola de gloria y
respetabilidad con que se presenta un conocimiento cuando se avala diciendo
que es "científico", que ha sido "científicamente" demostrado? Nace, a nuestro
juicio, del elemento tácito o implícito que llevan estas expresiones. Es como si
se afirmara tácitamente que se trata de algo seguro, cierto, demostrado y
totalmente verdadero, algo de lo cual no se puede dudar y que no es como los
demás “conocimientos", que no se sabe hasta dónde son ciertos, etc.
El análisis de esta actitud de fondo lleva a ubicar el problema en los
criterios de validez de evidencia de un conocimiento. Para algunos científicos,
el método riguroso de la física ofrece plena evidencia; poder reproducir un ex-
perimento, controlar las variables, medir la influencia de las diferentes causas,
lograr consenso, etc., les ofrece una evidencia incuestionable de las cosas.
Esta evidencia parece serles más visible, más tangible, etc., en general, con

1[1] El Dr. Miguel Martínez es profesor (jubilado) de la Universidad Simón Bolívar,


dicta cursos ocasionales en el Doctorado en Desarrollo Sostenible de esta
Universidad y en el Doctorado de Ciencias Sociales de la Universidad Central de
Venezuela. Su línea de investigación es la Epistemología y la Metodología
Cualitativa. PPI-Nivel IV. E-mail: [email protected].

Páginas Web: http://prof.usb.ve/miguelm; http://miguelmartinezm.atspace.com.

 
una base más empírica y sensorial, y se adapta más al campo físico. Para otros
estudiosos, en cambio, especialmente del área de las ciencias humanas, este
método no les brinda tanta evidencia. Les parece que los empiristas pecan por
aceptar una “empiria” (experiencia) excesivamente estrecha y que cuando
adoptan posiciones radicales y extremas invocando continuamente la
observabilidad y mensurabilidad de los datos y rehuyendo y aborreciendo todo
concepto o idea renuentes a ello como si fueran fantasmas, más bien
manifestarían –en términos de la epistemología genética piagetiana (Piaget,
1972)– un infantilismo o estancamiento de su desarrollo intelectual que ha
quedado fijado en el nivel del pensamiento concreto y no ha pasado, de facto,
al pensamiento formal o abstracto, como exige la neurociencia actual.
En efecto, entre los aportes de la Neurociencia actual, es de máxima
importancia el que esclarece el proceso de atribución de significados. Así, por
ejemplo, los estudios sobre la transmisión neurocerebral nos señalan que, ante
una sensación visual, auditiva, olfativa, etc., antes de que podamos decir “es tal
cosa”, se da un ir y venir, entre la imagen o estímulo físico respectivos y el
centro cerebral correspondiente, de cien y hasta mil veces, dependiendo del
tiempo empleado. Cada uno de estos “viajes” de ida y vuelta tiene por finalidad
ubicar o insertar los elementos de la imagen o estímulo sensible en diferentes
contextos de nuestro acervo mnemónico buscándole un sentido o un
significado. Pero este sentido o significado será muy diferente de acuerdo a ese
“mundo interno personal” y la respectiva estructura en que se ubica: valores,
actitudes, creencias, sentimientos, necesidades, intereses, ideales, temores,
etc. (Popper y Eccles, 1985: El yo y su Cerebro, III Parte).

Es, pues, natural que en el área de las ciencias humanas haya muchos
autores que aborrezcan esa “empiria” estrecha de resabios positivistas y
busquen una evidencia con más énfasis en lo intelectual; que les preocupen
mucho más los presupuestos implícitos aceptados, que pueden dar al traste
con todo, y el reduccionismo deformador de la realidad estudiada; que
consideren, más aún, que toda ciencia está impregnada de opciones
extraempíricas, basadas en un conjunto de juicios de valor, y apoyada en una
base personal de razonamiento complejo y profundo.
Es, así, comprensible cómo Polanyi, renombrado filósofo de la ciencia y
eminente científico, pueda afirmar que "la ciencia es un sistema de creencias
con las cuales estamos comprometidos... y, por lo tanto, no puede ser
representada en términos diferentes" (1962: 171). En efecto, no es nada
infrecuente que una ley que ni siquiera puede ser establecida por demostración
para un grupo de científicos, para otros sea estrictamente “evidente”, es decir,
algo que es visto, algo que es captado directamente por la mente humana y de
lo cual no se puede dudar.
Este “desconcierto” mental nos remite necesariamente a los criterios de
evaluación de la evidencia. Y esto, con más razón todavía, si damos un vistazo
a los títulos de las obras que se exhiben en las vitrinas de la gran mayoría de
librerías: abundan los relacionados con clarividencia, percepción extrasensorial,
astrología, rabdomancia, nigromancia, meditación trascendental, espiritismo,
historias de ultratumba, ciencias ocultas, realismo mágico, esoterismo, ovnis,
etc. etc., que nutren la mente y el espíritu de muchas personas que se
consideran cultas, por exceso de información no digerida, o por ser, incluso,
“docentes” en algunos centros “educativos”. No es que los docentes debieran
ser ignorantes de todo eso, pues deben conocerlo. La pregunta es: ¿por qué
eso es lo que más se vende?
Esta situación es la que nos lleva a intentar dar un aporte al área que
señala el título de este estudio; es decir, a tratar de clarificar la arquitectura o
estructura semántica de nuestro proceso cognitivo, distinguiendo algo así como
los tres niveles principales de la “red semántica” o la extremadamente compleja
y enmarañada red de relaciones de sentido que sigue nuestra mente desde el
mismo momento en que formula una simple frase (ya que activa centenares de
miles de neuronas), hasta cuando resuelve un problema en su vida cotidiana, y,
más todavía, cuando realiza una investigación rigurosa, sistemática y crítica.
Estos tres niveles podrían ser llamados: nivel cibernético (que trabaja
básicamente con señales), nivel simbólico (que trabaja con símbolos) y nivel
de auto-referencia (que implica la auto-crítica). Esta división implica, de paso,
que no estamos tan interesados en hablar de lo que son capaces de hacer las
máquinas, cuanto en clarificar el proceso mental de quien las programa.

1. Nivel Cibernético (señales)


Ante todo, en un lenguaje riguroso
y preciso, como debe ser la “reflexión científica” para que haya una
comunicación sin ambigüedades, conviene distinguir claramente lo que
entendemos con los términos que usamos. En nuestro caso, diferenciamos el
término “señal” (como marca, signo o distintivo que sirve para identificar las
cosas) y el de “simbolo” (como imagen o figura de un concepto o idea de una
determinada realidad), pues ambos implican procesos mentales cognitivos muy
diferentes.

Las señales activan procesos neuronales de bajo nivel o de nivel


intermedio, aunque, luego, pueden desencadenar, procesos simbólicos, los
cuales, a su vez, pueden terminar activando procesos psicológicos, que son ya
de alto nivel semántico (oculto), y éstos, incluso, pueden activar el sistema del
“simbolo del yo”, que está formado por una “constelación de símbolos”, es el de
mayor nivel y, generalmente, inconsciente. Si a todo esto añadimos la gran
velocidad con que todo puede suceder, nos resultará muy difícil formarnos una
idea clara del funcionamiento de nuestro cerebro y del proceso mental
cognitivo. Pero una cosa va quedando clara: la necesidad de desplazar la
descripción del funcionamiento cerebral desde el nivel de la señal (que puede,
incluso, ser imitado por las máquinas) hacia el nivel del símbolo, que,
generalmente, implica procesos psicológicos humanos de alto nivel de
complejidad, debido a la recursividad y continuos bucles con que funcionan, y
como lo describió ya Dilthey (1976, orig. 1900) en su famoso “círculo
hermenéutico”.
Los procesos simbólicos del lenguaje humano son mucho más complejos
que los procesos de los sistemas formales convencionales (cibernética), ya que
el “isomorfismo” (forma similar) o la “homología” entre ambos es muy débil
(incluso, al nivel neural, podríamos decir que no existe), aunque muchos
técnicos parecen conformarse con eso. La diferencia crece cuando “ese
lenguaje humano está compuesto por pinturas simbólicas, como es una suerte
de abstracta analogía del alfabeto chino o de ciertas descripciones mayas de
acontenimientos, donde los elementos no son meramente palabras sino más
bien oraciones o relatos completos, dotados de enlaces entre sí que los
constituyen en una suerte de meta o supralógica, con sus reglas propias”
(Hofstadter, 2005: 752). Y la diferencia es abismal cuando, en el lenguaje
humano psicológico, entramos en el nivel de la auto-conciencia, como veremos
más adelante.

Las representaciones lógicas que pone el programador en las máquinas surgieron para
caracterizar los principios del razonamiento. Los lógicos (matemáticos y filósofos) se
centraron en lenguajes de representación con reglas de inferencia (que, en general, son
bastante simples), mientras que a los psicólogos y lingüistas les interesa, no tanto el
razonamiento correcto en sí, sino describir cómo el ser humano adquiere y usa el
conocimiento. En efecto, el significado humano de un objeto se expresa a través de una
red de asociaciones con otros objetos que va más allá de la simple deducción o inducción,
y, por supuesto, de los vínculos (links) opcionales o arbitrarios, ya que está formada por un
sistema natural complejo.

La psicología del conocimiento nos hace ver que los seres humanos somos capaces de
establecer asociaciones entre conceptos y que lo hacemos organizando nuestro
conocimiento en forma jerárquica o en forma de red semántica. Merleau-Ponty (1976)
señala que “conocer es siempre aprehender un dato en una cierta función, bajo
una cierta relación y en tanto que me significa o me presenta tal o cual
estructura” (pág. 275).

La tradición positivista siempre ha tratado de apoyarse en los “datos brutos”


pensando que éstos tienen un solo significado, que “los hechos hablan por sí
mismos”, como si los ladrillos puestos en la fachada de una catedral gótica le
dieran la forma “por lo que son en sí”, y no por la posición en que son
colocados y por la función que desempeñan ahí. Un acto físico o una conducta
externa pueden tener muchos sentidos, y actos diferentes pueden tener el
mismo significado. Debido a ello, en rigor, un acto físico en sí no es ningún
“dato”, es decir, algo dado; el verdadero dato lo constituye el acto físico con el
significado que tiene en la estructura semántica personal del sujeto; y esto sólo
se puede descubrir por medio de un cuidadoso proceso hermenéutico.

Si nos adentramos más en el fenómeno “partes-todo”, diremos que hay dos


modos de aprehensión intelectual de un elemento que forma parte de una
totalidad. Michael Polanyi (1966b) lo expresa de la siguiente manera:
no podemos comprender el todo sin ver sus partes, pero podemos ver
las partes sin comprender el todo (...). Cuando comprendemos como parte
de un todo a una determinada serie de elementos, el foco de nuestra
atención pasa de los detalles hasta ahora no comprendidos a la
comprensión de su significado conjunto. Este pasaje de la atención no nos
hace perder de vista los detalles, puesto que sólo se puede ver un todo
viendo sus partes, pero cambia por completo la manera como
aprehendemos los detalles. Ahora los aprehendemos en función del todo en
que hemos fijado nuestra atención. Llamaré a esto aprehensión subsidiaria
de los detalles, por oposición a la aprehensión focal que emplearíamos para
atender a los detalles en sí, no como partes del todo (pp. 22-23).
En este campo, Polanyi sigue de cerca las ideas de Merleau-Ponty sobre el
concepto de estructura. En efecto, Merleau-Ponty (1976) afirma que las
estructuras no pueden ser definidas en términos de realidad exterior, sino en
términos de conocimiento, ya que son objetos de la percepción y no realidades
físicas; por esto, las estructuras no pueden ser definidas como cosas del
mundo físico, sino como conjuntos percibidos y, esencialmente, consisten en
una red de relaciones percibidas que, más que conocida, es vivida (pp. 204,
243).

Los responsables de los primeros esquemas de representación formalizados


fueron Collins & Quillian (1969) y Shapiro & Woddmansee (1971). Los esquemas
de redes semánticas han realizado numerosos esfuerzos por llevar a cabo
implementaciones importantes basadas en ellas. Las redes semánticas han sido
muy utilizadas en la llamada “inteligencia” artificial para representar el
conocimiento y, por tanto, ha existido una gran diversificación de técnicas, la
mayoría de ellas, generalmente, poco conscientes de las implicaciones
epistemológicas que aceptan, ya que esa “inteligencia” está muy lejos de ser tal,
especialmente si asumimos el término stricto sensu, es decir, como “intus legere”.

Quillian cuestiona y hace ver que nuestra capacidad para entender el lenguaje mediante
un conjunto de reglas básicas es muy limitada; sin embargo, el uso de los grafos
(representaciones gráficas con nodos para los conceptos, líneas en arco para las relaciones y
etiquetas para el tipo de relación: causal, espacial, temporal, función, etc.) constituyen un
vehículo muy útil para una cierta formalización visual del conocimiento. En general, la
observación de que gran parte del conocimiento humano se basa en la adscripción
de un subconjunto de elementos como parte de otro más general, lleva a
ordenarlos en forma jerárquica, como se hace en la taxonomía animal con familias
y géneros o en un buen índice de un libro. Pero, la estructura de nexos y relaciones
que se forma y, sobre todo, su interacción recíproca, pueden formar una red semántica
mucho más compleja que apunta hacia la arquitectura total del objeto en estudio; en
lenguaje epistemológico, podríamos decir que tiende a esclarecer la teoría explicativa, que
es el fin último de todo estudio o investigación. Sin embargo, por esta vía, entramos en el
uso de las representaciones simbólicas (que es otro mundo), como veremos más adelante,
ya que la determinación del significado está ligada a las vivencias personales del sujeto. Por
ello, el conocimiento se puede ver como una información acerca de información, es
decir, como una información semánticamente más rica.

A veces se
habla de “ontologías”, en sentido filosófico, como acuerdos acerca de
conceptualizaciones compartidas. Estas conceptualizaciones incluyen ambientes
amplios para modelar el enfoque y el lenguaje con los cuales serán tratados los
conocimientos de un dominio; evidentemente, estas conceptualizaciones implican,
igualmente, un acuerdo en cuanto al paradigma epistémico aceptado, aspecto
mucho más serio y delicado.

Según el gran biólogo Ludwig von Bertalanffy, creador de la Teoría General


de Sistemas, “desde el átomo hasta la galaxia, vivimos en un mundo de
sistemas” (1981); es decir, que la realidad ontológica básica está formada por
sistemas. Así, para Capra (1992), la teoría cuántica demuestra que “todas las
partículas se componen dinámicamente unas de otras de manera
autoconsistente, y, en ese sentido, puede decirse que “contienen” la una a la
otra” (pp. 255-278); y que ninguna de estas partículas puede ser ni siquiera
definida sin referencia a todas las demás. De esta forma, la física (la nueva
física) puede ser un modelo de ciencia para los nuevos conceptos y métodos
de otras disciplinas. En el campo de la biología, Dobzhansky (1967) ha
señalado que el genoma, que comprende tanto genes reguladores como
operantes, trabaja como una orquesta y no como un conjunto de solistas.
También Köhler (1967), para la psicología, solía decir que “en la estructura
(sistema) cada parte conoce dinámicamente a cada una de las otras”. Y
Ferdinand de Saussure (1954), para la lingüística, afirmaba que “el significado y
valor de cada palabra está en las demás”, que el sistema es “una totalidad
organizada, hecha de elementos solidarios que no pueden ser definidos más
que los unos con relación a los otros en función de su lugar en esta totali dad”.
En todas estas disciplinas (Física, Biología, Psicología, Lingüística) vemos que
reina un paradigma ontológico sistémico. Y esta misma doctrina es la que
constituye la orientación del Budismo Zen, en su pugna contra la confianza en
las palabras, cuando nos dice que la realidad humana “no puede ser expresada
con palabras, pero tampoco sin palabras”; es decir, que la partición del mundo
en categorías se produce muy por debajo de los estratos superiores del
pensamiento; por ello también, según la neurociencia actual, nuestro cerebro
no almacena, por ejemplo, los sonidos de una canción, como “cumpleaños
feliz”, aisladamente, sino las relaciones entre los sonidos, y así podemos
cantarla tanto en fa sostenido como en do.

En general, aplicado a la “inteligencia” artificial (comportamiento “inteligente”),


estas conceptualizaciones “ontológicas” exhiben características que asociamos
con el pensar y actuar de la inteligencia humana, y se refieren a la existencia de
aquello que puede ser representado computacionalmente. En efecto, en sentido
amplio, los arcos entre nodos pueden representar cualquier cosa: comprensión del
lenguaje natural, interpretación de imágenes, matemáticas simbólicas, solución de
problemas complejos, etc. Pero, ante esta situación, debemos estar muy atentos a
una y, quizá, necesaria, “desmetaforización” del discurso (Foucault) para no
enredar las cosas en un galimatías indescifrable.

Las “redes semánticas” de Collins y Quillian (1969), con su enfoque


cognitivista, forman modelos computacionales de la mente con cierto énfasis
estético, y son representaciones visuales que se alejan, a veces, de las tendencias
de la lógica tradicional, que exige que los significados sean precisos y que las
categorías sean excluyentes; es decir, nos alejan del mundo de las esencias
exactas (fenomenología de Husserl) y nos llevan al mundo de las esencias
morfológicas, que son imprecisas por definición, y nos acercan a la crítica que hizo
Wittgenstein en sus “Investigaciones Filosóficas”(1967/1953) al concepto de
precisión en el significado. En la práctica, podríamos decir que el modelo
computacional de la mente se hallaría más cerca de la base de la pirámide de la
lógica tradicional y, por ello, implica una reducción y simplificación del
pensamiento semántico y de la explicación que exige la riqueza existente en una
percepción gestáltica, como veremos más adelante. En fin de cuentas, Collins y
Quillian entendieron el pensamiento semántico fundamentalmente como memoria,
algo intermedio entre la lógica y la percepción gestáltica, que es mucho más
amplia e integradora. Siguiendo al Segundo Wittgenstein, estaríamos en una pista
más adecuada al señalar las relaciones de significación en una percepción
completa como "parecidos de familia", donde hay tántas semejanzas, pero
también tántas diferencias.

En esta línea de reflexión, el mismo concepto de "variables" se aclara,


considerándolo como un criterio de comparación con el que tratamos de organizar
diferentes conjuntos de casos. Son comparaciones estandarizadas, resultantes de
un proceso de abstracción. Mientras para los investigadores cuantitativos, son
parte de la matriz lógica que permite codificar la realidad en números, para los
investigadores sistémico-cualitativos, es un terreno deslizante que puede cambiar
al incorporar un solo caso más, que, incluso, exige volver a analizar la información.
De esta manera, el pensamiento semántico podría cumplir una función mediadora
entre lógica y percepción (concepto, este último, que es mucho más amplio e
integrador).

Conviene también precisar el concepto de “lógica” cuando está referido a la


“lógica simbólica”, que sólo muestra interés por aquellas oraciones a las que se les
puede atribuir valor de verdad, y que pueden ser verdaderas o falsas, entendiendo
la verdad en sentido clásico, como correspondencia de la cosa con el intelecto
(adaequatio rei et intellectus). Evidentemente, ésta es una propiedad indeseable,
un obstáculo para el pensamiento riguroso, sistemático y crítico que constituye la
“cientificidad” como la entendemos hoy en una epistemología actualizada. En
efecto, esta ambigüedad del lenguaje exige ir hacia una fuente de riqueza
superior, como es la hermenéutica, como fuente de abundancia de sentido y de
niveles superiores de interpretación, pues ninguna máquina “desea” hacer algo, o
“se duele” por haberse equivocado, o “llora y llora” ante lo que no tiene remedio, o
se “enamora” de algo, ya que actúa como un “animal inflexible”; de una máquina
no se puede “sacar” más de lo que el programador “haya puesto” en ella o se
deduzca de eso, pues simplemente ejecuta órdenes siguiendo reglas, a través de
una gran cadena de “contacto/no contacto” (sí/no, 1/0); lo único original y propio
de ella es un “posible error” (Hofstadter, 2005, passim).

El ser humano es algo muy diferente de eso: tiene libertad, intereses,


sentimientos que interactúan con su proceso cognitivo, formando una asombrosa
“arquitectura semántica”, aunque también se puede equivocar, pues, como decía
Unamuno: “si una persona no se contradice nunca, ha de ser porque no dice
nada”. El comportamiento humano es algo esencialmente diferente del
comportamiento de las máquinas, como también muy diferente del
comportamiento de los animales en general. De ahí, la atención que hay que
poner al usar esa expresión de “inteligencia” artificial.

Ciertamente, la máquina puede “simular” diferentes procesos por medio de


grafos, analogías y metáforas, buscando identificar algún isomorfirmo u homología
que nos diga “algo”, pero igual que las metáforas nos pueden ayudar, podemos
también ser víctimas de ellas, como demuestra la historia de la ciencia. Esto,
simplemente, no tiene solución clara, pues únicamente depende de la agudeza
intelectual del científico, la cual no tiene sustituto. Y esto es lo que Einstein le
replicaba a Niels Bohr cuando en cierta ocasión le objetó un error en una ecuación
matemática: “está bien, no sé calcular, pero sé pensar”. Efectivamente, la
inteligencia humana como la creatividad juegan fuera de todo orden o regla, y son
evasivas, por su propia naturaleza, de toda artimaña que quiera definirlas. En
cierto modo, ésa fue la salida que usó el entonces Presidente de Estados Unidos
en el caso Watergate: al estar la Corte Suprema enmarañada en dificultades
legales, el Presidente aceptó obedecer exclusivamente un “dictamen definitivo” de
la Corte Suprema…, pero, luego, sostuvo que él tenía el derecho a decidir qué es
“definitivo”.

2. Nivel Simbólico (símbolos)

En la Filosofía de la Ciencia, hay un autor que, por la evolución e influencia


de su pensamiento, ilustra muy apropiadamente y en forma paradigmática la
doctrina fundamental de las dos orientaciones filosóficas básicas y la transición
de una a otra, es decir, del positivismo al postpositivismo; ese autor es Ludwig
Wittgenstein (Viena, 1889; Cambridge, 1951).

El Primer Wittgenstein llega a la concepción de la idea central de su obra


básica, el Tractatus Logico-Philosophicus, (que una proposición es una figura,
imagen o pintura [Bild] de la realidad) reflexionando, sobre un hecho: cómo es
representado un accidente automovilístico por medio de un diagrama o mapa; y
otro hecho similar incidirá decisivamente en la destrucción de esa concepción.

La analogía básica que expresa la idea central de su Segunda Filosofía, el


concepto de “juego lingüístico”, tuvo al parecer su génesis también en un hecho
incidental. Wittgenstein solía dar un paseo hacia el final del día, a veces acom -
pañado de algún vecino, profesor o estudiante de la Universidad de Cambridge
(Inglaterra). Un día, al pasar por un campo en el que se estaba ju gando un
partido de fútbol, al reflexionar y analizar la dinámica de cada jugador en el
equipo (cómo cada jugador se está moviendo continuamente y cómo esa
dinámica cambia la identidad básica de cada jugador cuando se convierten en
cada instante en partes de un sistema mayor, la estructura total del equipo), se
le ocurrió por vez primera la idea de que en el lenguaje combinamos juegos con
palabras.

Así como el Tractatus estaba dominado por la comparación entre proposi-


ciones y pinturas, su obra posterior, Investigaciones Filosóficas (1967/1953),
vuelve una y otra vez sobre la idea de que en el lenguaje jugamos juegos con
palabras. Al igual que la teoría pictórica del significado, el concepto de “juego
de lenguaje” era mucho más que una metáfora. Las palabras –insiste ahora
Wittgenstein– no se pueden entender fuera del contexto de las actividades
humanas no lingüísticas con las que el uso del lenguaje está entretejido: las
palabras, junto con las conductas que las rodean, constituyen el juego de
lenguaje.

En ésta, como en otras partes de las Investigaciones Filosóficas, Wittgen-


stein está argumentando en contra de sus propios puntos de vista anteriores.
En el Tractatus la conexión entre lenguaje y realidad dependía de la correlación
entre elementos del pensamiento y “átomos” simples del mundo (cosas
simples, elementales). En las Investigaciones Filosóficas, argumenta que la
noción de “átomos”, que son simples en algún sentido absoluto, es una noción
incoherente, y que es imposible establecer una correlación privada entre
elementos del pensamiento y fragmentos de realidad. Los datos últimos son, en
el Tractatus, los “átomos” que forman la sustancia del mundo; los “átomos”
últimos en las Investigaciones Filosóficas son las “formas de vida” en las que
están etretejidos los juegos de lenguaje (conjuntos de actividades lingüísticas y
no lingüísticas, instituciones, prácticas y significados “encarnados” en ellas).

En esta línea de pensamiento, Wittgenstein está dando respuesta a la


pregunta de Russell (1983: 30): “¿En qué medida, si es que ésta existe, las
categorías lógicas del lenguaje se corresponden con los elementos del mundo
no lingüístico del que trata el lenguaje?” Dicho de otro modo: ¿las estructuras
lógico-matemáticas que sustentan a las teorías científicas son análogas a las
estructuras que sustentan al mundo? Porque el positivismo lógico estaba
imbuido de la creencia según la cual se podía encerrar la problemática
epistemológica, filosófica, antropológica, psicológica, sociológica, etc. en la del
lenguaje, convertido, así, en el ser mismo de toda realidad humana.

Igualmente, en lo que respecta a la determinación del sentido de una


proposición, hay un cambio radical entre el Tractatus y su filosofía posterior. El
Tractatus dice que uno entiende una sentencia si comprende sus partes
constituyentes (4.024), pues no se requiere nada más; que dos sentencias con
partes constituyentes diferentes diferirán también en su sentido y que el sentido
de una sentencia es fijo: fijado por las partes que la constituyen, etc.

En su nueva filosofía, Wittgenstein rechaza toda esta concepción y afirma


que para comprender una sentencia hay que comprender las circunstancias,
pasadas y presentes, en que la sentencia es empleada: solamente al utilizar un
“barra de hierro” entendemos que es una “palanca”. Tampoco acepta la idea de
que la sintaxis o gramática del lenguaje está determinada por la realidad que
representa, como sostuvo anteriormente; esto implica, a su vez, una desvalori-
zación del análisis lógico, pues considera que no hay mayores cosas que
descubrir en las formas lógicas de las proposiciones, y sí, en cambio, en las
circunstancias, usos, prácticas y propósitos con que son usadas las palabras y
expresiones en la vida diaria.

La expresión de Wittgenstein “las palabras tienen su significado sólo en el


flujo de la vida” (Last Writings, vol. I, p. 118), su insistencia en que los con-
ceptos solamente pueden ser entendidos en términos de las actitudes y
acciones humanas con que están relacionados y su énfasis en que uno debe
describir el uso de una palabra, en lugar de teorizar sobre su significado
(Investigaciones Filosóficas, p. 109), son totalmente ajenos al contenido del
Tractatus. No solamente no están allí, sino que no podrían estar allí. El nuevo
método, por lo tanto, no será “analítico”, sino “descriptivo”.

Todo esto representa un golpe mortal para el Tractatus, para lo que él llama,
en el Prefacio de las Investigaciones Filosóficas, “mi viejo modo de pensar”,
pues equivale a la inversión de su idea matriz y a la superación de las “ilusio -
nes metafísicas” de las que se consideró víctima.

Como señalará más tarde Bertrand Russell (1977/1948), una palabra


adquiere significado por una relación externa, así como un hombre adquiere la
propiedad de ser tío. Ninguna autopsia, por exhaustiva que sea, –dice él–
revelará si el hombre era o no tío, y ningún análisis de un conjunto de sonidos
(mientras se excluya todo lo externo) indicará si este conjunto de sonidos o
palabras tiene significado alguno (p. 261).

El intento del Primer Wittgenstein era reducir todas las formas del lenguaje a
un modelo uniforme; el Segundo Wittgenstein adquiere una conciencia clara de
la riqueza y diversidad de las formas lingüísticas. La nueva doctrina se apoya
en la idea matriz de que las proposiciones forman sistemas, regidos por
conjeturas de reglas (gramaticales, arbitrarias) aceptadas tácita o expresa-
mente. En esta nueva orientación, Wittgenstein coincide con De Saussure y su
destrucción de la concepción atomista del lenguaje; igualmente, comparte el
famoso “principio del contexto” de Frege que daba primacía a las frases: “no
preguntar nunca por el significado de una palabra aislada, sino sólo en el
contexto de una proposición” (en: Ferrater Mora, 1965, passim).
Wittgenstein aclara aún más todo esto con su analogía prefe rida del
engranaje: lo que podría llamarse la “legitimidad” o la “justificación” de un juego
de lenguaje se basa en su integración con actividades vitales. Un lenguaje (un
juego de lenguaje) es como un sistema de ruedas. Si estas ruedas engranan
unas con otras y con la realidad, el lenguaje está justificado. Pero aunque en-
granen unas con otras, si no engranan con la realidad, el lenguaje carece de
base.

En esta y otras analogías, Wittgenstein nos recuerda las palabras de


Aristóteles: “lo más grande a que se puede llegar es a ser un maestro de la
metáfora; ésta es la marca del genio”. En efecto, Wittgenstein utilizaba
magistralmente la metáfora, la analogía y todo tipo de comparaciones y símiles
como elementos descriptivos y expresivos de su pensamiento.

En conclusión, pudiéramos decir que el Segundo Wittgenstein implica un


vuelco copernicano con relación al primero. Su pensamiento está ahora en
sintonía con la Nueva Física, con la teoría de la Gestalt, con el Enfoque de Sis -
temas y, básicamente, también con el Estructuralismo Francés y el énfasis en
la “pragmática” de la semántica lingüística. Junto con las ideas de estas
orientaciones epistemológicas, sentó unas bases firmes para el desarrollo y
articulación del pensamiento postpositivista que se manifiesta en las décadas
de los años 50 y 60 en las representativas obras de filósofos de la ciencia
como Stephen Toulmin (1953), Michael Polanyi (1958-62), Peter Winch (1958),
Norwood Hanson (1977/1958), Paul Feyerabend (1975, 1978: síntesis de
publicaciones anteriores), Thomas Kuhn (1978/1962), Imre Lakatos
(1975/1965) y varios autores más.

En las últimas décadas, la neurociencia ha avanzado mucho en la


explicación del papel activo de la mente auto-consciente. En nuestro cerebro
existe una especie de división en jerarquías de controles: los resultados de
primer orden o nivel son revisados críticamente por la mente auto-consciente,
es decir, la mente consciente de sí, autorreflexiva, y, así, se forma un segundo
orden, como sucede cuando el yo observa las ilusiones ópticas y se hace
críticamente consciente de que “tiene” una ilusión y de que debe superarla, o
cuando reconoce que un nombre o un número no es correcto y ordena un
nuevo proceso de recuerdo, etc. De esta manera, en un sistema abierto de
sistemas abiertos, como es el cerebro humano, el yo se va ubicando y conserva
siempre la mayor altura en esta jerarquía de control, es decir, la mente auto-
consciente tiene una función maestra, superior, interpretativa y controladora, en
su relación con el cerebro, ya que acepta o rechaza, usa o modifica, valora y
evalúa los contenidos que le ofrece el cerebro de relación. Popper dice que “el
yo, en cierto sentido, toca el cerebro del mismo modo que un pianista toca el
piano o que un conductor acciona los mandos de su vehículo” (1985: 557).

Al tratar de recuperar el recuerdo o la información que nos interesa en un


momento determinado, la mente auto-consciente sondea ensayando todo tipo
de estrategias. Es un proceso activo y extremadamente complejo. Para que la
mente trabaje eficientemente con el cerebro e interactúe con él, precisa una
buena dosis de aprendizaje intenso, que se concreta en el uso eficaz del
lenguaje, expresando las ideas con palabras y oraciones adecuadas, compro-
bando hacia atrás y hacia adelante, avanzando y retrocediendo, evaluando y
juzgando (ibídem).

3. Nivel Auto-referente

Las paradojas que plantea el uso del lenguaje parecen, aparentemente,


insolubles. En efecto, si hacemos consistir la “verdad” en la relación entre una
proposición y un hecho, y si, a su vez, este hecho viene ya “cabalgando” –como
dice Pániker, 1989– en otra proposición, y así indefinidamente, la cadena no
termina jamás, y un cierto idealismo parece inevitable. La cuestión que se
plantea es: ¿de qué manera refleja el lenguaje la realidad?, ¿qué sentido tiene
la noción de “reflejo”?, y ¿la noción de “realidad”? Una descripción del mundo
implica al observador porque, a su vez, es parte del mundo. La paradoja
subsiste. Es obvio que incluso para un empirista los hechos nunca están dados,
sino que vienen construidos, ya que, como decía Nietzsche, “no hay hechos,
sólo interpretaciones”.

Pareciera que siempre llevamos algún territorio cultural a cuestas, que la


superación del lenguaje no es un acto que pueda ejercerse desde el lenguaje
mismo, que no existe en ninguna parte un lenguaje absoluto, pues nadie tiene
la sensación cierta de tocar la realidad con sus propias manos: todo son
“modelos” interpuestos (ibídem).

Todo lo que tiene nombre es ideológico. Todo lo que se articula en lenguaje


se inserta en algún contexto condicionante. Saber esto nos hace más lúcidos y
críticos, pero no impotentes. Las frases anteriores no se autodestruyen, porque,
¿desde dónde sabemos que estamos condicionados? Lo sabemos desde fuera,
o ubicados por encima, del condicionamiento (ibídem).

La postura de Wittgenstein sostenía que no hay ningún segundo lenguaje


por el que podamos comprobar la conformidad de nuestro lenguaje con la
realidad. Sin embargo, el mismo Wittgenstein –como señaló Russell en su Intro-
ducción al Tractatus– “encontró el modo de decir una buena cantidad de cosas
sobre aquello de lo que nada se podría decir, sugiriendo así al lector escéptico
la posible existencia de una salida, bien sea a través de la jerarquía de len gua-
jes o de cualquier otro modo” (p. 27).

Igualmente, el gran físico cuántico danés, premio Nobel, Niels Bohr, sostiene
un pensamiento análogo en la comprensión de la compleja estructura atómica y
su interacción con el observador: “sólo cuando se habla sin cesar con
conceptos diferentes de las maravillosas relaciones entre las leyes formales de
la teoría cuántica y los fenómenos observados, quedan iluminadas estas
relaciones en todos sus aspectos” (Heisenberg, 1975: 52, 259, 269). Este
“hablar sin cesar con conceptos diferentes” es precisamente lo que hace el
científico que ha intuido una nueva teoría, lo que hace el místico que ha tenido
una experiencia directa del misterio y lo que hace toda persona que ha vivido
una “experiencia cumbre”, como la llama el psicólogo humanista Abraham
Maslow (1970). Es como si la realidad, sobre todo la realidad humana, tuviera
una forma poliédrica, de muchas caras, y que, para entenderla, es necesario
moverse en todas las direcciones.

En efecto, todos hablamos diariamente y tratamos de explicar lo que “no


podemos expresar con palabras”, aquello para lo cual “nos faltan términos”, lo
que “consideramos inefable”, “una experiencia y vivencia muy íntima y perso-
nal” o “una experiencia indescriptible”, y, frecuentemente, logramos hacernos
entender bastante bien, y, en caso contrario, también podemos lograr entender
por qué no nos entendemos. ¿Cómo hablamos de lo que no se puede hablar?,
¿cómo ponemos en palabras lo que no es categorizable ni conceptualizable?,
¿cómo comprendemos aquello que cae más allá del lenguaje?, ¿cómo
hacemos ver lo que no puede ser visto?

En toda comunicación siempre hay una “meta-comunicación” –comunicación


acerca de la comunicación– que acompaña al mensaje. La meta-comunicación
generalmente es no-verbal (como la que proviene de la expresión facial,
gestual, mímica, de la entonación, del contexto, etc., por eso, siempre tratamos
de mirar al que está hablando). Esta meta-comunicación altera, precisa,
complementa y, sobre todo, ofrece el sentido o significado del mensaje. Así, la
metacomunicación hace que la comunicación total o lenguaje total de los seres
humanos, como una cualidad emergente, sean mucho más ricos que el simple
lenguaje que se rige por reglas sintácticas o lógicas. No todo en el lenguaje es
lenguaje; es decir, no todo lo que hay en el lenguaje total es lenguaje gramati -
cal o sintáctico.

El lenguaje total tiene, además, otra característica esencial que lo ubica en


un elevado pedestal y lo convierte en otro postulado básico de la actividad
intelectual del ser humano: su capacidad autocrítica, es decir, la capacidad de
poner en crisis sus propios fundamentos.

Los animales se comunican, quizá, hasta mejor que el hombre en algunos


aspectos, pero no pueden criticar su comunicación; el suyo no es un lenguaje
simbólico. El hombre, en cambio, es y se define, según Cassirer, “como un
animal simbólico” (1978: 49). Al introducir el lenguaje simbólico iniciamos la
cultura. Los animales no tienen cultura. Nuestro lenguaje simbólico puede
autocriticarse y volverse contra sus condicionadores y secuestradores y
delatarlos. Con ello, “el hombre es también un animal capaz de desimbolizar,
un animal crítico, que hace que los símbolos se vuelvan contra sí mismos”
(Pániker, 1989: 400); es decir, alguien que es capaz de dar o atribuir significado
a sus acciones, corregir este hecho y rehacerlo de otra manera.
Este cambio es posible porque nuestro “espíritu” o nuestra “mente” es capaz
de cambiar de nivel lógico: puede pasar de los elementos a las clases, y luego
de éstas a las clases de clases, etc. El lenguaje es un instrumento de múlti ples
usos, decía el Segundo Wittgenstein, y no hay por qué escandalizarse de que
una proposición engendre (en las antinomias) a su contraria. El lenguaje es
más originario de lo que la tutela de la lógica nos había hecho creer. Junto a
nuestra lógica formal (que no siempre es la de la naturaleza) hay también una
lógica informal (Gilbert Ryle, 1949).

Todo esto nos lleva al concepto de “auto-referencia”. El papel activo de la


mente autoconsciente consiste precisamente en que se ubica en el nivel más
alto de la jerarquía de controles, desde el cual el “yo” ejerce una función maes-
tra, superior, interpretativa, autocrítica y controladora de toda actividad
cerebral.

El ser humano tiene, a través del lenguaje, entre su riqueza y dotación, la


capacidad de referirse a sí mismo. Las ciencias humanas deben hacer eso fre-
cuentemente. De una manera particular, la filosofía y la epistemología operan,
por su propia naturaleza, dentro del campo de la auto-referencia. No es posible
una filosofía sin el regreso del pensamiento sobre sí mismo. Las ciencias
naturales, como también la cibernética e, incluso, cierta lógica simbólica, hacen
esto sólo de vez en cuando, al dar un paso fuera del sistema en que operan;
las ciencias del hombre, en cambio, y en particular la filosofía, lo hacen
constantemente, porque la auto-referencia está dentro de su propio método.

Las ciencias humanas se negarían a sí mismas si eliminaran la auto-


referencia, es decir, si evadieran el análisis y el estudio de las facultades
cognoscitivas del hombre y el examen crítico de sus propios fundamentos. Pero
este estudio crea un problema aparentemente muy serio y que parece insolu-
ble. Un problema que pareciera similar (falsa analogía) al del ojo que se mira y
se examina a sí mismo. Si está sano, se percibirá correctamente, pero si no lo
está, formará una imagen aún más distorsionada de la ya alterada realidad ocu-
lar.

El problema surge al pensar que no tenemos un ojo extracorpóreo para


examinar nuestra visión (a menos que sea el del oculista), lo cual nos obli ga a
dar un paso confiando o creyendo que nuestro ojo está sano, o aceptando, pro-
visionalmente, que nuestra imagen de su enfermedad es suficientemente
correcta, razonable o justificada. Efectivamente, no tenemos un ojo autocrítico;
por eso recurrimos a la creencia o confianza en el oftalmólogo.

Los mismos físicos-filósofos que crearon la física moderna (Einstein,


Heisenberg, Max Planck, Niels Bohr, Schrödinger, Pauli, Dirac, de Broglie:
todos Premios Nobel) se debatieron, en las primeras décadas del siglo xx, con
este mismo problema, al constatar que no podían conceptualizar la realidad del
átomo sin estudiar a fondo la acción del observador sobre el objeto percibido.
Jean Piaget ha querido salvar esta antinomia crucial al tratar de conciliar la
lógica –aspecto formal del conocimiento científico– con la psicogénesis de las
conductas cognitivas. El conocimiento no sería el descubrimiento de estructuras
predeterminadas en el sujeto o en el objeto, sino la construcción de estructuras
nuevas en la misma interacción sujeto-objeto, a través de los procesos de
asimilación de lo exterior y de acomodación a lo exterior.

En efecto, en el análisis del conocimiento, la “creencia” descrita anterior-


mente puede ser mucho más que una creencia simple y llana; puede ser intui-
ción y evidencia apoyadas en el proceso de auto-referencia.

Conforme a la lógica de Tarski (1956), un sistema semántico no se puede


explicar totalmente a sí mismo. Y, según el teorema de Gödel (1962/1931), un
sistema formalizado complejo no puede contener en sí mismo la prueba de su
validez, ya que tendrá al menos una proposición que no podrá ser demostrada,
proposición indecidible que pondrá en juego la propia consistencia del sistema,
y nos llevaría a lo que constató Frege en su estructuración de la lógica
matemática: “cuando apenas habíamos completado el edificio, se non
hundieron los cimientos” (Racionero-Medina, 1990: 88). En síntesis, ningún
sistema cognitivo puede conocerse exhaustivamente ni validarse completamen-
te partiendo de sus propios medios de conocer, ya que abren una falla en el
punto donde se sitúa el sujeto que construye la teoría. Esa es la falla que se
objetó al Psicoanálisis clásico, como postura no científica, por apoyarla y
acusar a sus adversarios de tener un “inconsciente ciego”, doctrina básica del
propio Psicoanálisis; e, igualmente, al marxismo clásico por acusar a los suyos
de ser “burgueses clasistas” con las connotaciones propias de la ideología
marxista.

Tanto la lógica de Tarski como el teorema de Gödel toman otro camino para
superar el problema cuando nos dicen que es, eventualmente, posible remediar
la insuficiencia auto-cognitiva convirtiendo el sistema cognitivo en objeto de
análisis y reflexión a través de un meta-sistema de orden superior que pueda
abrazarlo (Morin, 1988: 25).

De esta manera, las reglas, principios, axiomas, parámetros, repertorio,


lógica y los mismos paradigmas que rigen el conocimiento pueden ser objeto de
examen de un conocimiento de “segundo grado”, es decir, que podemos “ir más
allá del concepto a través del concepto”, como le gustaba decir a Adorno
(1975).

Dada la aptitud reflexiva de nuestro espíritu, que permite que toda


representación, todo concepto y toda idea puedan llegar a ser objeto de repre -
sentación, concepto, idea; dado que el espíritu mismo puede ser objeto de
representación, concepto, idea; dado, en fin, que podemos, incluso, estudiar,
evaluar y sopesar la función de los órganos y procesos neurocerebrales rela-
cionados con el conocimiento, es natural que podamos constituir un
conocimiento de segundo grado o nivel sobre todos los fenó menos y dominios
cognitivos (Morin, 1988: passim).

Veamos más de cerca los diferentes niveles de la auto-referencia. Si,


después de realizar un mal negocio, reflexionando, yo digo: “me engañaron”, es
porque mi mente analiza ahora el proceso que siguió entonces y del cual fue
víctima. (Este sería un primer nivel de auto-referencia). Si, en otro negocio, en
cambio, que todavía no ha sido cerrado, yo pienso: “me están engañando”, es
porque mi mente analiza el proceso que está siguiendo en ese momento, y
dialoga críticamente con sus elementos, sopesando y evaluando su propio
proceder. (Este sería un segundo nivel). Y si yo –o el lector de estas páginas–
reflexionando sobre lo que estamos haciendo en este momento, pensamos:
“¡qué maravillosa es nuestra mente, que puede analizarse a sí misma y revisar
críticamente sus propios procesos!”, es porque nos ubicamos en un tercer nivel
de auto-referencia.

Al cobrar conciencia de esta extraordinaria dotación humana, percibimos


también que la auto-limitación que nos imponen las antinomias y paradojas del
proceso cognoscitivo humano, aun cuando siga siendo una limitación, esa auto-
limitación es crítica y, por lo tanto, sólo parcial, es decir, no de semboca en un
relativismo radical, sino sólo en un relativismo parcial.

Conclusión

La capacidad, la dotación y los poderes de nuestra mente, a través de la


auto-referencia, pueden superar exitosamente las dificultades que le presenta
toda antinomia, paradoja o aporía por compleja y enredada que se presen te.
Pareciera que nuestra mente opera algo así como la araña, la cual puede
quedar enredada en su propia tela, pero que también puede manejarla con
cuidado, utilizarla para sus propios fines vitales y no quedar atrapada en la mis -
ma.

El ser humano tendría la capacidad de simbolizar la percepción que se


forma de la realidad y de comunicar esta percepción a sus semejantes.
Ahondando aún más en este principio, podríamos afirmar que el gran juego del
proceso crítico se desarrolla, ante todo, a nivel del lenguaje, con las metáforas
dominantes, pues, como decía Wittgenstein, “los límites de mi lenguaje son los
límites de mi mundo”; pero, Nagel nos advierte que “una metáfora o un modelo
pueden ser tanto un instrumento inestimable como también una trampa
intelectual”, ya que el lenguaje estructura el orden sociocultural partiendo de la
matriz epistémica compartida por la comunidad en que se vive.

Quizá, el enredo que nos formamos con la auto-referencia, al pensar cómo


pensamos lo que estamos pensando, sea parecido al de aquel ciempiés que
siempre movió armónicamente sus “cien” pies, excepto el día que quiso saber
cómo lo hacía, momento en que se enredó todo. Es probable que sea más fácil
comprender “el todo funcionando bien”, que no un proceso en particular, espe-
cialmente cuando ese proceso es un proceso básico que se auto-implica, ya
que podemos pensar sin conocer las leyes o la naturaleza del pensamiento,
como podemos conocer sin saber qué leyes rigen el proceso del conocimiento,
y hablar sin pensar en las palabras concretas que vamos a usar y, menos aún,
en los movimientos que hacemos con nuestra lengua o con los labios.

Todo lo dicho nos ayuda a ubicar más exactamente la ayuda que nos
pueden ofrecer las máquinas y, en general, la cibernética actual, como la
llamada “inteligencia artificial” y, sobre todo, la inimaginable red de Internet con
todas sus conexiones entrelazadas y a nuestra disposición. Sin embargo, todo
eso no es sino una pequeña parte de la alta complejidad de nuestra dotación
mental, la cual forma operativa e inconscientemente una “red semántica” de
proporciones ilimitadas. Por ello, el estudio de la arquitectura semántica de
nuestro proceso cognitivo tendrá un futuro no imaginable en los dominios de los
conocimientos actuales y sus correspondientes aplicaciones.

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