Melissa Grey
La chica de medianoche
Argentina – Chile – Colombia – España
Estados Unidos – México – Perú – Uruguay – Venezuela
Título original: The Girl at Midnight
Editor original: Delacorte Press, an imprint of Random House Children’s
Books, a division of Random House LLC., a Penguin Random House
Company, New York
Traducción: Jofre Homedes Beutnagel
1ª edición Marzo 2016
Todos los nombres, personajes, lugares y acontecimientos de esta novela son
producto de la imaginación de la autora o son empleados como entes de
ficción. Cualquier semejanza con personas vivas o fallecidas es mera
coincidencia.
Copyright ©2015 by Melissa Grey
All Rights Reserved
© de la traducción 2016 by Jofre Homedes Beutnagel
© 2016 by Ediciones Urano, S.A.U.
Aribau, 142, pral. – 08036 Barcelona
www.mundopuck.com
ISBN EPUB: 978-84-9944-940-1
Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la
autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones
establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por
cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento
informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o
préstamo públicos.
Para la Midnight Society
Contenido
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Créditos
Dedicatoria
Prólogo
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Agradecimientos
Más sobre Puck
Prólogo
El Ala había ido a la biblioteca en busca de esperanza. Se paseaba entre las
estanterías con una mano en el bolsillo de su gabardina, mientras deslizaba la
otra por los lomos agrietados de libros muy queridos, y el polvo recogido por
otros que no lo eran tanto. Hacía horas que se había marchado el último
usuario. Aun así el Ala seguía con sus gafas de sol, y su bufanda bien ceñida
al
cuello y la cabeza. La luz escasa de la biblioteca prestaba una oscuridad poco
menos que humana a su piel negra. Sin embargo, las plumas que ocupaban el
lugar del pelo, y la absoluta negrura de sus ojos, similares en tamaño y brillo
a los de un cuervo, eran puramente ávicen.
Le gustaban mucho los libros, con los que se evadía de sus obligaciones, de
sus compañeros del Consejo de Ancianos, que acudían a ella (su única
vidente
viva) para que los guiase, y de una guerra tan larga que casi nadie recordaba
sus
inicios. Si bien hacía más de un siglo que se había librado la última gran
batalla, seguía imperando una situación de violencia latente en que ambos
bandos
esperaban un desliz de la facción rival, una pequeña chispa que prendiera un
fuego incontrolable. La lenta danza de sus dedos se detuvo cuando un título
captó su atención: Historia de dos ciudades. Podía ser agradable leer sobre
una guerra ajena, olvidando así tal vez la propia. Se disponía a sacar el tomo
de la estantería cuando percibió un levísimo tirón en el bolsillo de la
gabardina.
Su mano salió disparada hacia la muñeca del carterista. Se trataba de una niña
flaca y pálida, cuyo menudo puño apretaba con fuerza el monedero
mientras sus ojos marrones contemplaban sin parpadear la desnuda muñeca
del
Ala.
—Tienes plumas —observó.
El Ala ya no se acordaba de la última vez que un ser humano se había
alterado tan poco ante la visión de su plumaje. Soltó la muñeca de la niña y se
tapó el antebrazo con la manga. Después recompuso su bufanda y gabardina
para ocultar el resto de su cuerpo.
—¿Me devuelves la cartera, por favor?
No se trataba en realidad de una cartera, ya que no era dinero lo que contenía,
sino un fino polvo negro cuya energía lo hacía vibrar en la mano del Ala.
Eso, sin embargo, no hacía falta que lo supiera la niña.
Esta la miró.
—¿Por qué tienes plumas?
—La cartera, por favor.
No se inmutó.
—¿Por qué llevas gafas de sol aquí dentro?
—La cartera, ya.
Miró la bolsita que tenía en la mano, como si lo pensara. Después volvió a
mirar al Ala, pero sin renunciar al objeto en cuestión.
—¿Por qué vas con bufanda, si estamos en junio?
—Te veo muy curiosa para ser tan pequeña —comentó el Ala—. Además, es
medianoche. No deberías estar aquí.
—Tú tampoco —repuso la ladrona sin vacilación alguna.
Al Ala se le escapó una sonrisa.
—Touche. ¿Dónde están tus padres?
De repente la niña se había puesto tensa. Sus inquietos ojos buscaron por
donde escaparse.
—Eso a ti no te importa.
—A ver qué te parece esto —dijo el Ala, poniéndose en cuclillas para que sus
ojos quedaran al nivel de los de la muchacha—: tú me explicas por qué estás
sola
dentro de la biblioteca a estas horas de la noche y yo te cuento por qué tengo
plumas.
La niña la estudió un momento, con un recelo inusitado en alguien de su
edad.
—Vivo aquí.
Observó al Ala bajo sus espesas pestañas marrones, mientras frotaba contra el
suelo de linóleo la punta de una zapatilla blanca y sucia.
—¿Quién eres? —añadió.
Multitud de preguntas, apretadas en un pequeño fardo: ¿quién eres? ¿Qué
eres? ¿Por qué eres? El Ala dio la única respuesta que podía dar.
—Soy el Ala.
—¿«El Ala»? —La niña puso los ojos en blanco—. No parece un nombre de
verdad.
—A tu lengua humana le sería imposible pronunciar mi nombre.
Abrió mucho los ojos, pero sonrió: una sonrisa vacilante, como por falta de
costumbre.
—Pues entonces, ¿cómo tengo que llamarte?
—Puedes llamarme el Ala. O Ala, que es más corto.
La pequeña ladrona arrugó la nariz.
—¿Eso no es como llamar «gato» a un gato?
—Es posible —respondió el Ala—, pero en el mundo hay muchos gatos, y
Ala
una sola.
Su respuesta pareció contentar a la niña.
—¿Qué haces aquí? Es la primera vez que veo a alguien más en la biblioteca
a
medianoche.
—A veces —dijo el Ala—, cuando estoy triste, me gusta tener cerca todos
estos libros. Son perfectos para olvidar los problemas. Es como tener un
millón de amigos con envoltorio de papel y garabatos de tinta.
—¿No tienes amigos normales? —preguntó la ladrona.
—No, de esos propiamente no.
No había melancolía en la respuesta del Ala. Era la pura verdad sin adornos.
—Qué triste. —La niña tocó una de las manos del Ala y acarició con el
meñique las finas plumas de sus nudillos—. Yo tampoco tengo a nadie.
—¿Y cómo es posible que a todos los que trabajan aquí les haya pasado
desapercibida una niña?
La respuesta fue algo tímida.
—Me escondo muy bien. Había tenido que hacerlo muchas veces. En casa,
me refiero. Antes de venir. —Asintió con un gesto decidido—. Esto es mejor.
El Ala sintió en sus ojos el picor del llanto, algo que ya no recordaba haber
sentido.
—Perdona que te haya quitado la cartera. —La niña le tendió el monedero—.
Es que tenía hambre, pero si hubiera sabido que estabas triste no lo habría
hecho.
Una pequeña ladrona con conciencia. ¿No se acabarían nunca los prodigios?
—¿Cómo te llamas? —preguntó el Ala.
La niña bajó la vista, pero sin soltarle la mano.
—No me gusta mi nombre.
—¿Por qué?
Encogió uno de sus hombros huesudos.
—No me gustan las personas que me lo pusieron.
El corazón del Ala corría peligro de acabar hecho cenizas.
—Pues quizá te convenga elegir otro.
—¿Se puede? —dijo dubitativa la pequeña ladrona.
—Se puede hacer lo que se quiera —respondió el Ala—, pero piénsalo bien.
Tratándose de nombres conviene no ir con prisa. Tienen poder, los nombres.
La niña sonrió. El Ala supo entonces que no regresaría sola al Nido aquella
noche. Había ido a la biblioteca en busca de esperanza, pero lo que había
encontrado era una niña. Aún tardaría muchos años en darse cuenta de que no
eran dos cosas tan distintas.
Diez años más tarde
En su vida, Eco seguía dos reglas. La primera era muy simple: que no te
pillen.
Penetró con sigilo en la tienda de antigüedades, perdida en una de las
callejuelas del mercado nocturno de Shilin, en Taipéi. La entrada palpitaba de
magia, como cuando el cemento desprende ondas de calor bajo el sol
sofocante
del verano. Si Eco la miraba de frente solo veía una puerta metálica sin
ninguna
inscripción, pero al volver la cabeza en un determinado ángulo se le mostraba
el
tenue brillo de las salvaguardias, que hacían que la tienda fuera casi invisible
excepto para quienes sabían qué buscar.
Dentro de la tienda no había luz, salvo el vago e indirecto resplandor de los
fluorescentes del mercado. Las paredes estaban cubiertas por estanterías
repletas
de antigüedades en estados diversos de deterioro. En el centro de la sala había
una mesa, con un reloj de cuco desmontado de cuyo lánguido muelle colgaba
tristemente el pajarito. El dueño de la tienda, un brujo, era especialista en
encantar objetos cotidianos, de los que algunos tenían fines más nefandos que
otros. Los conjuros más negros dejaban un residuo que Eco, sin embargo,
después de tantos años de experiencia con la magia, sentía en la espalda
como un escalofrío. Mientras evitara esos objetos no le pasaría nada malo.
La mayoría de los artículos que ocupaban la mesa estaban demasiado
oxidados o rotos para presentarse como opción. Había un espejo de mano
resquebrajado por el medio, un reloj herrumbroso con un segundero que
corría
hacia atrás y un medallón en forma de corazón con sus mitades separadas,
como
si le hubieran dado martillazos. El único objeto que parecía funcionar era una
caja de música. Su esmalte estaba viejo y descascarillado, pero la imagen de
la tapa (una bandada de pájaros) estaba dibujada con trazos hermosos y
elegantes.
Cuando abrió la tapa oyó una melodía conocida, mientras un diminuto pájaro
negro empezaba a girar sobre su eje.
«La nana de la urraca», pensó a la vez que se bajaba la mochila de los
hombros. Al Ala le encantaría, aunque desconociera el concepto de
cumpleaños,
así como los regalos asociados a él.
Le faltaban solo unos centímetros para tocar la caja cuando se encendió la
luz. Volvió de golpe la cabeza y vio en la puerta de la tienda a un brujo cuyos
ojos blancos como el yeso, única señal de que no era del todo humano, se
enfocaron en la mano de Eco.
—Te he pillado.
«Maldición.» Por lo visto había reglas hechas para no cumplirse.
—No es lo que parece —dijo Eco.
Mejores explicaciones había dado, pero bueno, tendría que bastar. El brujo
arqueó una ceja.
—¿Seguro? Porque parece que estuvieras pensando en robarme.
—Bueno, vale, sí que es lo que parece. —La mirada de Eco se posó en un
punto situado a espaldas del brujo—. Pero… ¿qué es eso?
El brujo solo se volvió un segundo. Eco, sin embargo, no necesitaba más.
Tras
apoderarse de la caja de música la metió en su mochila, se la echó al hombro
y
embistió al recién aparecido, que cayó al suelo con un grito. Eco ya corría
hacia
la plaza del mercado.
Regla número dos, pensó mientras pasaba a toda prisa junto a un puesto de
comida del que se llevó un bollo de carne de cerdo: si te pillan, corre.
De día había lloviznado, así que el pavimento estaba mojado. Sus botas
resbalaron al doblar una esquina. En los cálidos aires del mercado, tan repleto
que apenas quedaba un resquicio entre los compradores, se mezclaban olores
suculentos de cocina callejera. Eco mordió el bollo e hizo una mueca al
quemarse la lengua por culpa del vapor. Quemaba, pero estaba delicioso. La
comida robada sabe mejor que la no robada. He ahí una verdad universal.
Saltó
sobre un charco de agua turbia, y a punto estuvo de atragantarse con el último
bocado de pan pringoso y cerdo asado. Comer y correr al mismo tiempo no
era
tan fácil como parecía.
Se internó por el gentío, sorteando endebles carretillas y peatones
embobados. A veces tenía sus compensaciones ser pequeña. Al brujo que
pisaba
sus talones no le estaba siendo tan fácil: chocó, entre sonoras palabrotas, con
el
puesto de bollos, haciendo caer por el suelo un montón de porcelana para los
turistas. Pese a lo rudimentario de su mandarín, Eco estaba casi segura de que
el
brujo acababa de arrojar una cascada de insultos enormemente jugosos sobre
ella y su parentela. Qué quisquillosa era la gente cuando le robaban sus
cosas…
Sobre todo los brujos.
Se resguardó en un toldo bajo y echó un vistazo hacia atrás. El brujo se había
quedado rezagado. La distancia entre los dos era ya respetable. Dio otro
mordisco al bollo, haciendo saltar migas. Por muy cerca que hubiera estado
de caer en manos de un psicópata resentido y con poderes mágicos, no había
comido nada desde el desayuno (una porción de pizza fría), y el hambre no
perdonaba a nadie. El brujo pidió su arresto a gritos a dos policías junto a los
que Eco pasó como una exhalación. Unos dedos rozaron su manga, pero se
escabulló antes de que pudieran hacer presa en ella.
Mola, caracola, pensó, aguantando el dolor que había empezado a
despertarse en su musculatura. Casi he llegado.
Apareció, intensamente luminosa, la señal de la estación de metro de Jiantan.
Eco suspiró aliviada. Una vez dentro de la estación solo tendría que encontrar
una puerta cualquiera para desaparecer en una nube de humo. O mejor dicho
de polvo negro como hollín.
Tiró a una papelera los restos del bollo y buscó en su bolsillo el pequeño
zurrón sin el que nunca salía de su casa. Acto seguido se catapultó por
encima del torno, con un fugaz «¡Disculpe!» al azorado jefe de estación,
mientras se oía
cada vez más cerca la estampida de las botas.
En el andén, a menos de cincuenta metros, había un armario de servicio que
estuvo segura de que le iría de perlas. Metió los dedos en el zurrón para
llenarse
la mano de polvo. Polvo de sombra. La cantidad era generosa, pero tampoco
era
modesto el salto entre Taipéi y París. Más valía prevenir, aunque fuese al
precio
de quedarse con reservas peligrosamente bajas cara al viaje de regreso a
Nueva
York.
Embadurnó de polvo la jamba de la puerta y se lanzó a través. El brujo le
gritó, pero su voz se apagó al cerrarse la puerta detrás de Eco, junto con el
traqueteo de los trenes entrantes y el rumor de las conversaciones del andén.
Por unos instantes todo quedó a oscuras. No fue tan desorientador como su
primera travesía por los ámbitos del entrespacio, pero seguía siendo extraño.
En
aquel vacío sin «aquí» ni «allá» no había arriba, abajo, izquierda ni derecha
que
valiesen. El suelo oscilaba y se combaba a cada paso. Tragándose la bilis que
subía por su cuello, adelantó una mano en el vacío de la oscuridad sin oír ni
ver
nada, y suspiró de alivio en el momento en que su palma entró en contacto
con
la pintura desconchada de una puerta bajo el Arco de Triunfo.
Era, la del Arco, una estación muy transitada por los viajeros del entrespacio.
Con algo de suerte, al brujo le costaría mucho seguirla. De todos modos,
rastrear
la trayectoria de alguien por el entrespacio, aun siendo difícil, no era
imposible, y al brujo le resultaría más sencillo hacerlo gracias a su oscura
magia. Eco no
podía quedarse mucho tiempo, aunque le fascinase París en primavera.
Lástima, pensó. En esa época del año estaban preciosos los parques.
Se dirigió al otro lado del Arco, atenta a la posible aparición entre el gentío
de
un gorro calado hasta el fondo para esconder un penacho de colores vivos, y
unas gafas de aviador que costaban más que todo el guardarropía de Eco.
Jasper
era uno de sus contactos más volubles, pero solía cumplir su palabra. Justo
cuando Eco estaba a punto de desistir y elegir una puerta de regreso a Nueva
York, vio un atisbo de piel de color bronce y el brillo de unas gafas de sol.
Jasper la saludó con la mano. Eco se adentró a paso vivo por la muchedumbre
con una
sonrisa socarrona.
—¿Lo has traído? —preguntó cuando estuvo a su lado, jadeando a causa del
esfuerzo.
Jasper sacó una cajita turquesa de su bandolera. Eco reparó en que la puerta
de al lado ya tenía unos brochazos de polvo de sombra. Si Jasper se esforzaba
—
cosa que ocurría pocas veces— podía ser previsor.
—¿Te he fallado alguna vez? —preguntó.
Eco sonrió.
—Miles.
La sonrisa de Jasper era al mismo tiempo deslumbrante y salvaje. Lanzó la
caja a Eco con un guiño de fuerza suficiente para atravesar los cristales de
espejo de las gafas. Eco se puso de puntillas para darle un beso rápido en la
cara.
Después cruzó la puerta y penetró en el entrespacio sin darle tiempo de
pensar
una réplica ingeniosa. Una vez le había dicho que la última palabra la tendría
cuando se la arrancara de sus manos yertas y sin vida. Y lo decía en serio.
La segunda vez no resultó tan chocante cruzar el umbral del entrespacio, pero
aun así su estómago dio un vuelco, junto con su contenido. Avanzó a tientas
por
la oscuridad hasta que sus manos entraron en contacto con algo sólido que le
provocó una mueca. Las puertas de Grand Central Station siempre estaban
roñosas, incluso en aquel lado del entrespacio.
Nueva York, pensó, la ciudad donde siempre hay algo sucio.
Salió a uno de los pasillos que confluían en el vestíbulo principal y, tras
rodear
sin prisa el puesto central de información, se abrió paso entre los grupos de
turistas que hacían fotos de las constelaciones de la bóveda, o de viajeros en
espera de sus trenes. Nadie sabía que bajo sus pies existía un mundo invisible
para el ojo humano. Bueno, para casi todos los ojos humanos. Había que
saber
buscar, como en la tienda del brujo. Hablando de este, le daría unos minutos
por si hacía acto de presencia. En caso de que hubiera logrado seguirla desde
el
Arco, Eco quería asegurarse de que no lo conduciría hasta la puerta principal.
Estaba segura, incluso sin pruebas, de que los brujos eran muy malos
invitados.
Le hizo ruido el estómago. Los pocos bocados del bollo de carne de cerdo la
habían dejado con hambre. Pensó en la sala secreta de la Biblioteca Pública
de Nueva York donde vivía, y en el burrito que había dejado a medias en la
mesa.
Se lo había birlado un poco antes a un universitario que echaba una
cabezadita,
el muy incauto, usando una edición gastada de Los miserables como cojín.
Robo
de poca monta, pero poético, a su modo. De hecho solo lo había hecho por
aquel motivo. Ya no necesitaba robar comida para sobrevivir, como en su
infancia.
Había,
sin
embargo,
ocasiones
demasiado
buenas
para
desaprovecharlas.
Se desentumeció el cuello, para que la tensión acumulada en los músculos se
diluyera por los brazos y los dedos. Mientras iba relajando cada centímetro de
su
cuerpo oía retumbar los trenes que entraban y salían de la estación. El ruido
era
tranquilizador, como una nana. Tras una última mirada al vestíbulo, se echó
la
bolsa al hombro y se dirigió a la salida de la avenida Vanderbilt. A pocas
manzanas al oeste de Grand Central tenía su casa, y un burrito robado que la
reclamaba.
A esas horas de la noche solo se instalaban dos tipos de personas en la
Biblioteca
Pública de Nueva York. Por un lado estaban los estudiosos: universitarios
mareados por la cafeína, doctorandos de obsesiva meticulosidad, docentes
ambiciosos en busca de la titularidad… Y por el otro los que no tenían
adónde
ir: gente que se solazaba en el reconfortante y almizclado olor de los libros
viejos, y en los suaves ruidos que hacían otros seres humanos al respirar,
pasar páginas
y hacer crujir las sillas de madera con sus cambios de postura; gente deseosa
de
saberse acompañada, pero también de ser dejada en paz. Gente como Eco.
Iba por la biblioteca como un fantasma, deslizando los pies sin tan solo un
susurro por el mármol de los escalones. Era bastante tarde para que nadie se
molestara en levantar la vista de su libro para fijarse en una joven que,
vestida de negro de los pies a la cabeza, metía las narices donde no la
llamaban. Ya hacía tiempo que Eco se había creado un itinerario entre los
empleados que contaban los minutos para salir del trabajo. De las cámaras de
seguridad no hacía falta que se preocupase. Los bibliotecarios de Estados
Unidos luchaban con
valentía por la protección de la intimidad de sus lectores, y gracias a ello la
biblioteca estaba libre de cámaras. Era una de las razones por las que había
decidido vivir en ella.
Se deslizó entre las estrechas estanterías, respirando el conocido olor a libro
viejo. En la oscura escalera de acceso a su cuarto se hacía más densa la magia
en
el aire. Las salvaguardias que el Ala le había ayudado a colocar opusieron
resistencia a su paso, aunque débil. Estaban hechas para reconocerla.
Cualquier
otra persona que hubiera llegado por azar a la escalera habría dado media
vuelta, acordándose de que se había dejado los fogones encendidos, o de que
llegaba tarde a una reunión. En cambio, en Eco rebotaba el conjuro.
Al final de la escalera había una simple puerta beis, como la de cualquier otro
armario de material. Sin embargo, también tenía su propia magia. Eco sacó su
navaja suiza del bolsillo trasero y la abrió. Aplicó la punta del pequeño
cuchillo a la yema del meñique y vio cuajar una perla de sangre.
—Por mi sangre —susurró.
Cuando tocó la puerta con la gota roja, el aire crepitó de una electricidad que
le erizó el vello de la nuca. Primero se oyó un suave clic. Luego se abrió la
cerradura. Como siempre que entraba en el cuarto, repleto de los tesoros que
había liberado con el paso de los años, cerró de un portazo con el pie y habló
sin dirigirse a nadie en particular.
—Ya estoy en casa, cariño.
Se agradecía el silencio que obtuvo por respuesta, en contraste con la
estridente sinfonía de Taipéi y la cacofonía de la hora punta en Nueva York.
Dejó su bolso en el suelo, junto al escritorio recogido en la pila de reciclaje
de la biblioteca, y se desplomó en el sillón, no sin antes encender las lucecitas
navideñas distribuidas por la habitación, que bañaron el acogedor espacio de
luz
cálida.
Delante de Eco estaba el burrito con el que venía soñando, rodeado por los
chismes que adornaban hasta la última superficie de la habitación: diminutos
elefantes de jade de Phuket, geodas de las minas de amatistas de Corea del
Sur,
un huevo Fabergé original cubierto de rubíes y ribetes de oro, y alrededor de
todo montones de libros que aprovechaban hasta la última esquina, formando
torres de equilibrio precario. Algunos los había leído Eco una docena de
veces, y
otros ninguna. Su mera presencia la reconfortaba. Los acumulaba con la
misma
avidez que el resto de sus tesoros. La Eco de siete años había decidido que
robar
libros era carecer de escrúpulos, pero habida cuenta que no salían de la
biblioteca (sino que solo habían cambiado de lugar) técnicamente no se
trataba
de ningún robo. Contemplando su mar de volúmenes le vino una sola palabra
a
la cabeza: tsundoku.
Era como se decía en japonés dejar que se amontonasen los libros sin
haberlos leído necesariamente. Otra cosa que acumulaba Eco eran las
palabras.
Esa colección la había iniciado mucho antes de llegar a la biblioteca, cuando
vivía en una casa de la que prefería no acordarse, con una familia que se
habría
alegrado de olvidar. Por aquel entonces sus únicos libros eran tomos de
enciclopedias obsoletas. Pertenencias que reivindicar había pocas, pero lo que
siempre tenía eran sus palabras. Y ahora poseía un alijo de tesoros robados,
en algunos casos comestibles.
Se acercó el burrito a los labios, pero un aleteo de plumas le impidió
morderlo. Solo había una persona capaz de eludir las salvaguardias sin
activar ninguna alarma, y esa persona nunca se tomaba la molestia de llamar.
Eco suspiró. Qué mala educación.
—¿Sabes —comentó— que he leído que en algunas culturas la gente llama a
la puerta? Pero, bueno, podrían ser simples rumores.
Giró en la silla con el burrito en la mano. En una esquina de la cama se había
sentado el Ala, cuyas plumas negras ondulaban un poco como si las moviera
algún tipo de brisa; inexistente, sin embargo, ya que en la cama estaba solo
ella investida de su poder.
—No te pongas de mal humor —dijo mientras se alisaba el plumaje del brazo
—, que entonces hablas como una adolescente.
Eco dio un mordisco ostentoso al burrito y habló con la boca llena de arroz y
frijoles.
—Publicidad no engañosa. —El Ala frunció el ceño. Eco tragó saliva—. Es
que
soy adolescente.
Si los modales de Eco eran pésimos, la culpa solo podía echársela el Ala a sí
misma.
—Solo cuando te conviene.
Hablar con la boca llena era, a juicio de Eco, una respuesta de lo más
adecuada.
—En fin —suspiró el Ala, mirando las estanterías invadidas por toda clase de
chismes relucientes—, me alegro de que hayas vuelto, pequeña urraca mía.
¿Has
robado algo bonito hoy?
Eco le acercó su mochila con la punta del pie.
—Pues la verdad es que sí. Feliz cumpleaños.
El Ala chasqueó la lengua, pero más de satisfacción que de decepción.
—No entiendo tu obsesión por los cumpleaños. Yo soy demasiado vieja para
acordarme de los míos.
—Ya, ya lo sé; por eso te he asignado uno —dijo Eco—. Vamos, ábrelo.
Conseguirlo ha estado a punto de costarme que me achicharrara un brujo.
—¿Solo uno? —Las palabras del Ala eran burlonas. Sacó la caja de música
de
la mochila y la manipuló con más cuidado del que parecía merecer—. No
esperaba que un solo brujo diera problemas a una ladrona de tu talento. Como
presumías tanto de… ¿Cómo lo dijiste? Ser un crack de los allanamientos de
morada…
Eco puso mala cara, aunque el trozo de queso que colgaba de su labio inferior
mitigó el efecto.
—Eso, eso, échamelo en cara.
—¿De qué otra manera te darías cuenta de lo absurda que es tu arrogancia?
—Una dulce sonrisa paliaba el reproche del Ala—. Los jóvenes se creen
siempre
invencibles, hasta el momento mismo en que averiguan que no lo son. A las
malas, normalmente.
Como toda respuesta Eco encogió un hombro. El Ala miró la habitación. Eco
tuvo curiosidad por saber cómo la veían otros ojos. Montañas de libros por
doquier, a punto de caerse. Joyas robadas cuyo valor podría costear dos
carreras universitarias. Envoltorios arrugados de chocolatinas en los rincones.
Un
desastre, vaya, pero suyo. A juzgar por la arruga que se formó entre las cejas
del
Ala, no debía de valorar demasiado este último argumento.
—¿Por qué te quedas aquí, Eco? Podrías venir al Nido y vivir con nosotros.
Sé
de algunos ávicen que no estarían descontentos de tenerte cerca.
—Necesito mi propio espacio —se limitó a contestar Eco.
Lo que no dijo fue que lo necesitaba lejos de los ávicen. Su piel lisa, carente
de las coloridas plumas que adornaban las extremidades de estos últimos,
bastaba para identificarla como una extraña. No le hacían falta miradas de
reojo
para constatar que aunque se moviera entre ellos no formaba parte de ellos.
Porque miraban, miraban. Como si su presencia trastocara el orden natural.
Que
con los años se hubieran acostumbrado a Eco no significaba que tuviera que
gustarles.
Donde se sentía en casa era en la biblioteca. Los libros no la miraban raro, ni
susurraban comentarios malintencionados. Tampoco juzgaban a nadie. Antes
de
que la encontrase el Ala, sola y famélica, y se la llevase al Nido de los ávicen,
sus únicos amigos habían sido los libros. Eran su familia, sus maestros, sus
compañeros. Siempre le habían sido fieles, y también Eco lo sería con ellos.
El suspiro cansado del Ala le era tan familiar como los propios latidos de su
corazón.
—Muy bien, tú misma. —El Ala miró la caja de música que tenía Eco en las
manos—. Qué bonita.
Eco se encogió de hombros, pero no pudo resistirse a la sonrisa satisfecha
que
logró abrirse paso hasta su cara.
—Dadas las circunstancias ha sido lo mejor que podía hacer.
El Ala hizo girar un par de veces la manivela de la base de la caja y levantó la
tapa. Mientras el pajarito giraba, se propagó una melodía metálica en el aire.
—La nana de la urraca —dijo Eco—. La he elegido por eso. —Hizo gestos
perezosos con la mano en alto, como si dirigiera una pequeña orquesta—.
Una es pena, dos contento.
El Ala sonrió afectuosamente.
—Tres un entierro, cuatro un nacimiento.
—Cinco plata, oro las seis —cantó Eco.
El último verso lo entonaron juntas.
—Y siete un secreto, pero no lo contéis.
Coincidiendo con la última nota se abrió un compartimento en la base de la
caja. Estaba tan bien disimulado en la madera lacada que Eco no había
reparado en él. El Ala sacó un papel doblado.
—¿Qué es esto? —inquirió Eco.
El Ala lo desdobló con suavidad y lo miró atentamente, ladeando la cabeza.
—¿Por qué has elegido esta caja de música? —preguntó en voz baja, con el
tono cauteloso de quien sopesa al máximo sus palabras.
—Porque me ha parecido bonita —contestó Eco—. Y porque tocaba nuestra
nana. —Se acercó para echar un vistazo al papel, pero se lo impidieron las
manos
del Ala—. Pero ¿qué es?
El Ala lo dobló otra vez mientras se levantaba con una gran precisión y
rapidez de movimientos. Lo guardó en uno de los bolsillos escondidos en los
pliegues de su túnica.
—Ven, que hablaremos en el Nido.
—¿Es muy urgente? —preguntó Eco, agitando el burrito y llenándose el
regazo de granos de arroz y trozos de queso—. Es que iba a darme un festín
con
este burrito.
La ceja arqueada del Ala fue respuesta más que suficiente.
—Está bien —murmuró, dejándolo otra vez en su envoltorio. Qué triste se
veía, solo, a medias… Daba verdadera lástima. Se levantó, se limpió los
vaqueros
y recogió la mochila—. Espero que valga la pena.
—La valdrá, la valdrá —respondió el Ala mientras echaba un puñado de
polvo de sombra a su alrededor.
Los tentáculos negro azabache del entrespacio se enroscaron en sus piernas.
El estómago de Eco dio un vuelco con antelación. Nunca era divertido viajar
por
el entrespacio, pero sin la solidez de una puerta como referente, la
experiencia podía calificarse de pésima. El Ala le tendió una mano.
—Recuérdame si te he contado alguna vez la historia del pájaro de fuego,
pequeña.
Por muy gruesos que fueran los muros de piedra de la Fortaleza del
Guiverno,
Caius oía romper el mar contra las rocas. El perímetro exterior sufría los
embates
de un viento escocés endiablado, al que se unían los rugidos con los que el
océano descargaba su implacable furia contra los cimientos de la fortaleza.
Caius
envidiaba a las olas su pasión y rabia, el frenesí sin paliativos que mostraban
ante tan inamovible objeto. Cerrando los ojos, se imaginó durante un
momento que
sentía las salpicaduras del mar en su cara, que éstas le comunicaban una parte
—
por pequeña que fuera— de su fuerza; pero no, él no era el mar, mientras que
los obstáculos que se cernían sobre él tenían la misma solidez que un edificio
de
piedra.
—Vuestra lealtad es digna de encomio —dijo, volviéndose hacia los dos
prisioneros—. De veras.
Dos exploradores ávicen hincaban sus rodillas en el suelo de la mazmorra.
Estaban esposados por la espalda con pesados grilletes de hierro. Su plumaje,
de
colores tan vivos, lo cubría ahora una gruesa capa de sangre y suciedad. El de
la
izquierda, que tenía las plumas moteadas como un cárabo, osciló al tratar de
levantarse. El ávicen de al lado le recordaba a Caius a un halcón, pequeño,
estilizado, con penetrantes ojos amarillos. A diferencia de su compañero no
temblaba, sino que mantenía la firmeza e inmovilidad de una roca. Era más
fácil
pensar en términos de las aves a las que se asemejaban que preguntarles por
sus
nombres. Tal vez viéndolos como animales fuera más fácil lo que Caius sabía
que tenía que hacer. El halcón le lanzó un escupitajo a los pies, manchándole
las
botas con una mezcla de saliva y sangre.
—No os diremos nada.
Aun en presencia del Príncipe Dragón persistía en mostrarse desafiante.
Digno de encomio, en verdad.
Caius hizo una señal con la cabeza a los dos vigilantes situados a espaldas de
los ávicen. Eran dragones de fuego, el regimiento más temible del ejército
drakharin. Dos dragones para igual número de prisioneros, medio muertos de
hambre: era una exageración, pero a veces había que dejar las cosas claras.
Los dragones de fuego tomaron al búho por los brazos, ante la horrorizada
mirada del halcón.
—Tú no —dijo Caius—, pero él sí.
Levantaron al búho, cuyos labios agrietados suplicaron piedad como si
hubiera empezado a perder la razón. La escasa luz de las antorchas hacía
brillar
la armadura dorada de los vigilantes, en cuyas pecheras danzaban los
dragones
en relieve, al compás de las llamas. El búho siguió desvariando mientras lo
arrastraban ante Caius. Lástima que el fragor del mar no silenciara del todo su
voz.
Caius le puso una mano en la mejilla, pero con cuidado, para no presionar los
verdugones. El búho se estremeció al ser tocado, y guardó silencio.
—Dime lo que quiero saber. —Caius se lo pidió en voz baja, suavemente,
como si intentara sacar de su escondrijo a un animal asustado—. Te prometo
que seré compasivo.
El halcón trató de ponerse en pie, pero uno de los dragones de fuego le dio
una patada detrás de la rodilla que lo hizo caer de bruces en el suelo,
convertido
en un ovillo de plumas y de rabia.
—De compasión no saben nada los dragones —afirmó el halcón con voz
sibilante, y el fuego, en los ojos, de una rabia apenas contenida.
El dragón de fuego le puso un talón en el cuello para silenciarlo. Caius no le
hizo el menor caso, ni apartó la vista del búho.
—¿Qué hacíais en Japón? Es un país dominado desde hace casi un siglo por
los drakharin. ¿A qué habíais ido?
El búho se pasó la lengua por los labios agrietados, mientras repartía sus
miradas entre Caius y su compañero caído.
Así no se consigue nada, pensó Caius, y apretó un poco la mano, lo justo para
recuperar la atención del ávicen.
—Soy hombre de palabra, aunque hayas oído lo contrario —afirmó—. Si
hablas os trataré a los dos con la debida compasión.
El búho tragó saliva, parpadeando a gran velocidad. Sus pupilas,
exageradamente grandes, se dilataban y encogían a una velocidad digna de
alarma. Su respuesta fue tan débil que Caius tuvo que agacharse para oírla.
—Nos envió el general.
Caius apretó tanto los dientes que se oyó cuando los rechinaba.
—El general. Altair.
El búho asintió con movimientos espasmódicos de la cabeza, idénticos a los
del ave a la que se asemejaba.
Caius le acarició la mejilla con el pulgar. Un ligero temblor recorrió al ávicen
desde los pies hasta las plumas erizadas de las sienes.
—¿Y qué os había pedido Altair?
—Traidor —le espetó el halcón a su compañero.
El dragón de fuego hincó de nuevo su bota, reduciendo a un borboteo de
dolor las siguientes palabras del halcón. El temblor del búho creció hasta
agitar
todo su cuerpo y transmitirse a las plumas de sus brazos. Intentó mirar a su
compañero, pero Caius le sujetaba la cabeza.
—Sigue.
El búho se humedeció otra vez los labios y se mordisqueó un poco el inferior.
—El general… nos mandó a Kioto, a una casa de té donde vivía una vieja,
pero ella no sabía nada de lo que buscaba Altair.
La mano de Caius se detuvo en la curva del cuello y acarició la piel con el
pulgar, justo encima de donde latía agitada la vena.
—¿Qué es lo que buscaba?
—El pájaro de fuego.
Tuvo que hacer un esfuerzo por que su rostro se mostrara tan plácido e
inexpresivo como en la corte. Hacía mucho que esperaba oír esa palabra en
labios de alguien.
—¿Y encontrasteis algo aparte de a una humana de avanzada edad?
—No —respondió el búho, moviendo la cabeza con pequeñas sacudidas de
pájaro—. Nada.
—Nada —repitió Caius.
Por supuesto. Nunca era nada.
Soltó al búho y se apartó, aguantándose las ganas de limpiarse la palma en el
muslo.
—Gracias. Tu cooperación será recompensada.
Hizo otra señal con la cabeza a los dragones de fuego, que se apartaron con el
búho y pusieron al halcón en pie.
—Matadlos.
En los ojos del búho apareció la primera chispa de fuego que había visto
Caius en ellos.
—Nos habéis prometido compasión.
—Y esto lo es —dijo Caius, que ya había empezado a darles la espalda—.
Vuestra muerte será rápida.
Dejó que se le cerraran los ojos, mientras los dos ávicen eran conducidos a lo
más profundo de las mazmorras. Seguía viendo con la misma claridad los
extraños y grandes ojos del búho. La imagen, sin embargo, se desintegró por
obra de los aplausos con que su público rompió finalmente el silencio.
Clap. Clap. Clap.
Se dio la vuelta. Tenía delante a su hermana Tanith, con su armadura dorada,
que aun con el ornato de una capa de hollín y de herrumbrosa sangre
resplandecía con intensidad. Los pocos mechones de cabello rubio que se
habían
escapado de su trenza añadían un suave marco de oro a su semblante. La luz
de
sus ojos carmesíes era la del regocijo. Suyos eran los dragones de fuego que
habían interceptado a los dos ávicen, y ella era quien los había hecho desfilar
ensangrentados, quebrantados, ante Caius, con un celo que a él le daba grima.
Ensangrentada, Tanith era feliz; y una Tanith feliz era lo que a Caius menos
le
convenía. Ni a Caius ni a nadie. En ningún lugar. Jamás.
Al menos uno de los dos ha disfrutado del espectáculo, pensó.
—Enhorabuena, hermano; empezaba a pensar que tus facultades habían
menguado. —Tanith se acercó, haciendo sonar la armadura. El pesado manto
escarlata que llevaba prendido en los hombros susurró con fuerza al
arrastrarse
por el suelo de piedra—. De todos modos, por muy entretenido que haya sido
el
espectáculo, sigue siendo una pérdida de tiempo descomunal. Es imposible
encontrar el pájaro de fuego, por la simple razón de que no hay ninguno.
Carece
de existencia, piense lo que piense cierto chiflado general ávicen.
Caius se deslizó una mano por el pelo oscuro, que en las últimas semanas
había crecido mucho, y se preguntó si tanto desaliño no les parecería indigno
de
un príncipe a sus cortesanos.
—Lo único que necesito es tiempo.
—El que tenías —replicó Tanith— ya lo has malgastado en la persecución de
un animal mitológico que no existe. Un animal mitológico que, te lo advierto,
podría no ser ni tan siquiera un animal. Se está acabando el tiempo, y tus
nobles
empiezan a cansarse.
—Soy su príncipe —repuso con dureza Caius—. Ya encontrarán tiempo por
mí.
—Solo serás su príncipe mientras deseen ellos que lo seas. Y mientras te
merezcas el título. —Tanith sacudió la cabeza, haciendo que su dorada trenza
rozase una de sus charreteras. Aunque fueran mellizos, poco tenían en común
más allá de unos pómulos marcados, salpicados de escamas de dragón. De los
dos siempre había sido Caius el tranquilo, el estoico, el estudioso, frente a la
pasión y furia de Tanith—. Harías bien en recordarlo.
—¿Es una amenaza? —preguntó Caius.
Con su hermana nunca se sabía.
—No, solo la verdad. —Tanith sonrió, pero sin rastro de efusividad—. Los
dragones no tienen mucha fama de pacientes. Esta búsqueda del pájaro de
fuego… es una insensatez, hermano.
Dándole la espalda, Caius se acercó a la recargada chimenea que dominaba la
pared del fondo de la mazmorra. La flanqueaban dos dragones de piedra con
las
bocas muy abiertas, que habrían dado la impresión de echar fuego por ellas
de
no ser por que hacía horas que se había consumido el fuego y solo quedaban
los
rescoldos. Oyó que Tanith cambiaba de postura a sus espaldas con la
impaciencia de siempre, y aunque fuera una mezquindad, la hizo esperar un
momento antes de hablar.
—¿Estás poniendo en duda mi buen criterio? —preguntó mientras se
limpiaba las manos de barro con un trapo dejado en la repisa (el búho estaba
sucio).
Tanith resopló con su habitual falta de delicadeza.
—No sería la primera vez que me viera obligada a ello. ¿O se te ha
olvidado…? ¿Cómo se llamaba, por cierto?
Caius se dio la vuelta hacia los dragones de piedra, de inexpresivas miradas
esmeralda, pero no pronunció ningún nombre. Ni Tanith ni él lo habían
olvidado. En el silencio pesaba lo no dicho.
—Eso fue hace tiempo —dijo en voz baja—, y no merece la pena recordarlo.
Se preguntó si Tanith sería capaz de detectar la mentira en su voz.
—Los que olvidan su historia —dijo ella, poniéndose a su lado para verle la
cara— están condenados a repetirla. —Levantó una mano, de cuya palma
brotó
un chorro de fuego. Un gesto de sus dedos hacia el interior de la chimenea
hizo
revivir las brasas, que irradiaron un calor sofocante—. Ese pájaro de fuego
será otra de tus meteduras de pata, y quien la solucione seré de nuevo yo.
Caius apoyó las manos en la repisa y bajó la cabeza, ocultando su rostro a
Tanith con la caída del largo flequillo. Estaba cansado; de la conversación, de
intentar convencer a Tanith de la candente certidumbre que sentía sobre sus
acciones y de ignorar las miradas mordaces y los susurros de curiosidad de
los suyos a medida que pasaban los días sin nada que mostrarles.
—El pájaro de fuego existe. —Hacía cien años que cantaba la misma canción
sin que Tanith se dejara convencer—. Existe y es nuestra única esperanza de
ganar la guerra.
La mano que se posó en su hombro era pequeña, pero fuerte a causa de años
de manejo de la espada. Tanith debía de haberse quitado las manoplas,
aunque
él no lo hubiera oído, entorpecido por el cansancio.
—El pájaro de fuego es un mito, Caius, un simple cuento de hadas. Has
perdido de vista lo importante.
Pero cómo se podía ser tan descarada… Caius se volvió hacia su hermana.
—Si esto no es importante, si buscar el pájaro de fuego es una pérdida de
tiempo y de recursos, ¿qué es lo importante? ¿Qué te parece a ti importante,
Tanith, si no es poner fin lo antes posible a esta guerra?
—La victoria —dijo ella sin la menor vacilación. Para ella era fácil. Siempre
lo
había sido. Era una sencillez que Caius le envidiaba. Qué reconfortante debía
de
ser—. Sabes perfectamente que esta tregua es una farsa, y que tarde o
temprano
estallará la guerra abierta, sobre todo si siguen enviando espías a nuestro
territorio.
—¿Como nosotros al suyo?
—Lo dices como si se supusiera que la guerra es justa.
—Tan ingenuo no soy.
—Pues estoy por creérmelo —replicó Tanith—. Explícame otra vez cuánto
tiempo y recursos has derrochado en esta búsqueda infructuosa.
—Ese gasto no lo considero yo un derroche. Intento ayudar a nuestro pueblo
a poner fin a la guerra, que es justamente el efecto del pájaro de fuego, según
la
profecía.
—Lo mismo intento yo, pero las profecías no valen ni el papel en el que están
escritas. Nuestro pueblo, Caius, necesita resultados tangibles, no cuentos de
hadas.
Cuentos de hadas, pensó Caius; bendito el día en que no siga oyendo esas
palabras.
—¿Te has preguntado alguna vez por qué luchas?
Tanith se encogió de hombros, mientras se reflejaba el fuego en su armadura
sucia.
—Porque tengo que luchar. Esta cruenta disputa la empezaron los ávicen, y
seré yo quien la acabe. Estaban tan ávidos de poder que nos robaron el
nuestro.
Antiguamente los drakharin tenían magia suficiente para convertirse en
dragones; dragones de verdad, Caius. Hubo un tiempo en que surcábamos los
aires y lanzábamos fuego a nuestros enemigos.
Los labios de Caius esbozaron una sonrisa.
—A ver quién cita ahora cuentos de hadas.
Tanith ahuecó ambas manos y sopló. Una pequeña bola de fuego flotó sobre
su piel como un fuego fatuo.
—Algunos aún respiramos fuego, hermano.
—Lo invocáis, que no es exactamente lo mismo —dijo Caius—. Además,
aunque fueran ciertos esos viejos cuentos, no por destruir a los ávicen
recuperaremos lo que perdimos.
Tanith dio una palmada que apagó el fuego.
—Tú cree lo que quieras. Yo creo en lo que puedo ver y tocar. Aunque
destruyendo a los ávicen no recuperemos lo perdido, me sentiré mejor.
Quiero que se haga justicia a nuestro pueblo, y que se acabe la amenaza de
los ávicen.
Eso es lo que debería preocuparte, Caius, no un ave mágica de la que leíste en
un libro.
Caius se desentumeció el cuello y la espalda. Necesitaba dormir
urgentemente.
—No lo leí en un libro, sino en varios, para que lo sepas.
—Sí, escritos en la mitad de los casos por los ávicen. Cuidado con tus
fuentes,
hermano, que no son de fiar.
—Estoy harto de combates. —Aunque hablara en voz baja, estaba seguro de
que su hermana le oía sin problemas; cosa muy distinta era que le escuchase
—.
¿Tú no?
Era una tontería preguntarlo. Sabía muy bien la respuesta, pero no había
podido contenerse.
Tanith ladeó la cabeza. La luz de las antorchas se posó en la delicada
iridiscencia de las escamas que se dibujaban en sus pómulos. Lo miró
parpadeando, con unos ojos rojos que brillaban a la luz de la lumbre, y dio
una
respuesta muy sencilla:
—No.
Quedó entre ellos, flotando en el aire, la palabra, como el escueto y acertado
resumen de unas diferencias que se acrecentaban desde hacía años. No
siempre
había sido así. En otras épocas habían sido inseparables, rodeando aquella
misma fortaleza a lomos de caballos invisibles o jugando a una guerra que
apenas entendían, con romas espadas de madera que hacían chocar entre sí;
pero la niña de dorados y rebeldes rizos, la de las manos regordetas y
pringadas
de dulces, estaba en las antípodas de la mujer a quien tenía Caius delante en
esos momentos, una mujer espléndida y terrible, orgullosa de ir manchada
con
la sangre de sus enemigos. Al crecer, su hermana se había convertido en algo
hermoso, fiero y completamente ajeno a él. A veces Caius echaba de menos a
la
niña que había sido antes de que la forjaran años de batallas y efusión de
sangre,
convirtiéndola en acero.
La mirada de Tanith se suavizó, y hubo un momento en que de nuevo fue su
hermana; no su general, sino su hermana.
—Tenemos que actuar antes de que lo hagan los ávicen. Si seguimos
esperando, temo lo que ello supondría para los drakharin. Yo, como tú, deseo
lo mejor para nuestro pueblo.
Caius se apartó de ella con un gran suspiro. Ya estaba cansado de su hermana
y sus dudas.
—Gracias, Tanith, puedes retirarte.
Ella lo estudió con una dureza indescifrable en el rostro. Caius se dispuso a
oír sus protestas por ser despachada de aquel modo. En tanto que oficial de
mayor rango del ejército drakharin, Tanith estaba más acostumbrada a dar
órdenes que a recibirlas, pero había alguien a quien no superaba en rango:
Caius, el Príncipe Dragón, el más joven elegido para el cargo, que ejercía
desde
hacía un siglo. Años de guerra y de política habían demostrado que estaba a
la
altura de aquella dignidad, y de vez en cuando había que recordarle a su
hermana que no era en su cabeza, sino en la de su hermano, donde
descansaba
la corona de los drakharin.
Pasó un minuto entero antes de que Tanith tendiera los brazos y esbozara una
ligera reverencia.
—Como ordene mi príncipe.
Muy rico sería, pensó Caius, si fuese oro la falta de sinceridad de Tanith.
Eco se alegraba de no haber comido el burrito. Cuando la oscuridad del
entrespacio dejó paso al suave y dorado resplandor de la habitación del Ala,
su
estómago dio un vuelco como si estuviera en alta mar, a pesar de que el viaje
no
había sido largo. El Nido quedaba justo por debajo de la biblioteca de la
Quinta
Avenida, pero, que Eco supiera, solo ella, de todos los humanos, conocía su
existencia. Viajar con el Ala sin la referencia de un umbral de confección
humana siempre le daba la misma sensación. El Ala estaba tan imperturbable
como de costumbre, con las plumas negras lisas y sedosas, igual de oscuras
que
el propio entrespacio. Quizá tuviera una pequeña parte de él en su interior.
Así
se explicaría que pudiera envolverse en él como con una capa, y viajar a
donde
deseara con o sin umbral. Eco se tomó un momento para acostumbrarse,
mientras se deshacían en el aire como humo al viento las últimas volutas del
entrespacio.
—¿Qué es eso de un pájaro de fuego? —preguntó mientras se hacía masajes
circulares en la barriga para aliviar el mareo—. Yo creía que solo era un
cuento
de hadas humano. Estoy casi segura de haberlo leído en un libro de cuentos
populares rusos.
—Los buenos cuentos de hadas siempre contienen algo de verdad. —El Ala
la
condujo al corazón de su pequeño nido, con su extraño despliegue de
muebles,
tapices y cojines desparejados. Había cuencos de dulces estratégicamente
repartidos por la sala. Era legendario el gusto de los ávicen por lo dulce. Eco
tenía muchos recuerdos en los que, sumida en el mar de cojines, le pedía al
Ala
un cuento más y una galleta más antes de irse a la cama—. Y son bastantes
los
mitos humanos que proceden de nuestras leyendas. Deberías oír lo que dicen
de
mí. En algunas partes de Serbia dan el nombre de Ala a un demonio que se
come a los bebés y controla el tiempo que hace. Bebés. —Acompañó la
palabra
con una risa corta y seca, mientras tomaba asiento en el centro de la sala, en
una
silla de mimbre, e invitaba a Eco a hacer lo propio—. Menudo disparate.
—Siempre he sabido que tenías gato encerrado. —Eco dejó en el suelo su
mochila y, tras tomar una galleta whoopie* de una fuente, en la pequeña
mesa de madera, se dejó caer boca abajo en un diván con tapicería de
terciopelo bermellón, que olía un poco a lavanda. No había náusea que no
curase una galleta whoopie —. Bueno —añadió con voz sorda y la cara
hundida en el sofá—,
¿piensas decirme algo del papel misterioso que has sacado de la caja o qué?
Me está matando este suspense.
El Ala sacó de su bolsillo el pergamino, que desdobló cuidadosamente con
los
dedos.
—Esto, querida Eco, es el mapa más importante que con toda probabilidad
verás a lo largo de tu vida.
Eco se irguió, apoyando los pies en el arcón de cedro antiguo que hacía las
veces de mesa, y que siguiendo el estilo del Ala no hacía juego con ninguna
otra
pieza de la habitación. Después tendió una mano y agitó los dedos. Al cabo
de
un momento de vacilación, el Ala le hizo entrega del mapa, pequeño y de
bordes irregulares, como si lo hubieran arrancado de un conjunto más grande.
Los pliegues eran blandos como el algodón, y los colores se habían reducido
a una gama de sepias, pero algo de azul quedaba en un río que discurría por el
centro, interrumpido por una frase en pulcros caracteres kanji. En la zona
situada al oeste del río había una modesta casa rodeada por un círculo de tinta
marrón, que en otros tiempos debía de haber sido roja. Pasó los dedos por
encima de los caracteres kanji, y aunque su conocimiento del japonés escrito
no
fuera mucho mejor que sus nociones de mandarín, reconoció las palabras. Ya
las
había visto bastantes veces en sus propios mapas, guardados en los atlas que
merecían una sección propia en su sala de la biblioteca. La raya azul era el río
Kamo, de Kioto. Cerca del borde inferior del mapa alguien había escrito unos
cuantos renglones en mayúsculas bien dibujadas, junto a lo que supuso que
sería
una fecha: 1915.
Leyó el texto, aguzando la vista.
—«Donde nacen las flores hallarás tu camino, atravesando oscuridad y
llamas, mas a no olvidar el precio te conmino, pues solo quien es digno por
mi
nombre me llama.» —Ceñuda, levantó la vista hacia el Ala—. No entiendo
nada. ¿Por qué es tan importante un mapa de Kioto de hace un siglo que lleva
escritos unos versos raros?
El Ala tomó con reverencia el mapa entre sus manos.
—Conozco al ávicen que los escribió —dijo—, y creo saber por qué lo hizo.
Se levantó, dejó el mapa en la mesa de centro, entre ella y Eco, y se acercó a
la estantería del rincón, con libros más apretujados de lo normal. Eco se
acordó
de cuando los bajaba de la estantería, después de que el Ala la instalara en su
casa, y leía los que entendía. Algunos estaban escritos en avicet, idioma que a
Eco aún se le escapaba, pero el Ala se los había leído por las noches,
traduciéndolos sobre la marcha. Eran en su mayoría textos de historia que
exponían en detalle el desarrollo de la cultura ávicen a lo largo de los años.
Algunos trataban de la migración de los ávicen hacia el este de Norteamérica,
y
de los motivos por los que se habían quedado incluso después de que
empezaran
a extenderse por la costa las metrópolis humanas, que los habían obligado a
vivir
bajo tierra. Cuando Eco le había preguntado por la causa de su permanencia,
el
Ala se había limitado a chasquear la lengua y a decir: «Llegamos nosotros
primero». Algunos libros, pocos, exponían la estructura política de los ávicen
(una oligarquía encabezada por un Consejo de Ancianos entre cuyos
integrantes, seis de los más viejos de la comunidad, se encontraba el Ala),
mientras que otros, como el que había sacado el Ala de la estantería, se
ocupaban de mitología esotérica. El tomo, encuadernado en piel y de unos
ocho
centímetros de grosor, estaba escrito en una forma tan antigua de avicet que
pocos podían leerlo.
—Un momento. Si este mapa lo dejó un ávicen, ¿por qué están los versos en
inglés? —preguntó Eco.
—Tenía el inglés como primer idioma, como muchos de los jóvenes —
repuso
el Ala—. Hoy en día se habla muy poco el avicet.
—¿Jóvenes? —Eco volvió a fijarse en la fecha—. Esto tiene un siglo.
—La juventud es un concepto relativo. —El Ala tomó asiento de nuevo y
hojeó las desgastadas páginas del libro—. Aquí está.
Sus dedos se posaron en una ilustración, aproximadamente por el centro del
volumen. La orientó hacia Eco, que al desconocer el avicet antiguo no
entendió
las palabras, aunque la imagen le llamó la atención. Era un ave dibujada en
tinta
de color rojo sangre, captada en pleno vuelo, con las alas doradas en alto y
unas
plumas que en sus puntas se convertían en llamas. De las garras, que se
elevaban
por encima de una montaña de cenizas, colgaban cintas de humo negro, y su
pico estaba abierto, como en un graznido mudo.
—Esto —anunció el Ala— es el pájaro de fuego. —Señaló las palabras
escritas
a mano debajo de la ilustración y tradujo—. «Cuando se pague el precio
sabrán
mi nombre quienes sean dignos. Cuando dé el reloj la medianoche llegará el
final.»
—¿El final? —Eco frunció el ceño, mirando alternativamente al Ala y el libro
—. Empieza a parecer de mal agüero, y no sé si es el tipo de cosa que se me
da
bien con el estómago vacío.
El Ala se inclinó hacia ella, seria y cariacontecida.
—Según nuestras profecías el pájaro de fuego traerá consigo el final de esta
guerra con los drakharin, pero de qué final se trate dependerá de quien
controle
el pájaro. —Dio un manotazo a las botas de Eco—. Y baja los pies de mi
mesa.
—Para, para, no corras tanto —dijo Eco al apoyarlos en el suelo—.
Explícame
cómo puede acabar un pájaro una guerra.
—El pájaro de fuego no es exactamente un pájaro.
—No, claro, sería demasiado obvio —masculló Eco, antes de darle un
mordisco a la galleta whoopie—. Pues entonces ¿qué es?
Las plumas de los brazos del Ala se erizaron de contrariedad.
—No lo sabemos, al menos con exactitud. Hay quien dice que en realidad
solo es una pluma de oro con la facultad de conceder deseos. Según otros es
el
nombre de un ser que se extinguió hace mucho tiempo. Hasta hay un pequeño
grupo de especialistas que creen que es un pájaro capaz de respirar fuego.
Eco enarcó una ceja.
—¿Como un dragón, por decir algo?
Los ojos del Ala brillaron de orgullo.
—Muy lista. Se tiene constancia de que a veces las mitologías ávicen y
drakharin se solapan. Independientemente de su forma, lo que sabemos es
que
no es bueno ni malo. Puede usarse para grandes cosas, pero no siempre es
buena, la grandeza.
—Ya, ya. —Eco se untaba los dedos con el relleno de crema que sobresalía
entre las tapas de chocolate de la galleta whoopie y luego se los lamía—. Un
anillo para gobernarlos a todos. Ya lo pillo. Lo que aún no tengo claro es por
qué
hace tanto tiempo que están en guerra los ávicen y los drakharin. Se odian,
vale,
pero… no sé… ¿por qué?
El Ala se apoyó en el respaldo de su silla y se pasó los dedos por el largo y
suave plumaje de su coronilla.
—Los drakharin consideran que la culpa de que hayan ido perdiendo poder
con el paso de los años es de los ávicen, lo cual es una acusación espuria.
Como
si existiera semejante posibilidad… Pero la desesperación puede llevar a dar
por
ciertos verdaderos disparates. La magia corre por el mundo como un mar
invisible. Sube y baja como la marea. Cuando los drakharin percibieron que
se retiraba la marea, quisieron poder echar la culpa a alguien; y como hacía
milenios que entre nuestros pueblos existía una animosidad latente, nacida de
querellas baladíes, los ávicen eran un blanco cómodo. Dudo que se urdiera
así,
pero el caso es que fue creciendo la semilla de la idea hasta que no quedó
nadie
que pusiera en duda su validez. La guerra se alimenta de ella misma, y el odio
engendra más odio. Poco importa la razón por la que estalló la guerra. Nos
peleamos desde hace tanto tiempo que mucho me temo que ya no sepamos
hacer otra cosa. En mi fuero interno, sin embargo, sé que está cambiando la
marea. El pájaro de fuego no es una simple leyenda que se cuenta a los
pequeños ávicen antes de irse a la cama. Está surgiendo. Lo percibo como se
ve
crecer una ola en el horizonte.
—Has sacado mucho provecho a la metáfora marina. Estoy impresionada —
dijo Eco.
El Ala suspiró.
—¿De todo tienes que hacer broma?
—Solo de lo importante. —Eco se encogió de hombros—. Bueno, está bien,
pongamos que existe, el pajarraco ese de fuego. ¿Qué vamos a hacer?
—Nosotras nada. —Sacudiendo la cabeza, el Ala recorrió la habitación con
su
mirada hasta que la fijó en un aparador oscuro de nogal tan lleno de velas de
todas las formas y tamaños que la suma de sus llamas emitía la misma luz
que una gran hoguera—. De momento no se lo digas a nadie. No me
convendría que
se enterase el general de que tengo esto.
—¿Altair? —preguntó Eco—. ¿Qué tiene que ver?
El Ala apretó los labios y resopló de contrariedad.
—Solo te diré que hace ya cierto tiempo que Altair se interesa por el pájaro
de
fuego. Es lo que podríamos llamar un creyente de los de verdad, y hace más
de
un siglo que tiene entre sus prioridades la búsqueda del pájaro de fuego.
Hubo
una época en que los otros miembros del Consejo de Ancianos estaban de
acuerdo con él. Altair logró convencer incluso a los escépticos más
empedernidos. Hace cien años se decidió por votación que la búsqueda
justificaba una operación militar.
—¿En serio? —preguntó Eco—. Pues no me imagino a los consejeros
responsables de cosas como la distribución de la comida y la vivienda
pronunciándose a favor de chanchullos militares.
La expresión del Ala se endureció.
—Cinco de los seis consejeros votaron por poner en marcha un operativo
cuya única misión era encontrar el pájaro de fuego. El único en desacuerdo
fui
yo.
—¿Por qué? —inquirió Eco—. ¿No sería bueno encontrar el pájaro de fuego?
—Para mí el problema no era encontrarlo —respondió el Ala—. Dudaba de
que Altair fuera la persona más indicada para controlarlo, y sigo dudándolo.
El
gobierno ávicen lo encabeza el Consejo, pero cuando se lo propone Altair
puede
ser muy convincente. Me temo que en sus manos el pájaro de fuego se
convertiría en un arma. Tengo la esperanza de que se resuelva algún día este
conflicto, pero prefiero buscar la paz, no más muerte. —Señaló el mapa—.
Las anotaciones de este mapa las hizo aquella espía. —Hizo una pausa, y
durante un
segundo pasó por su rostro una pena fugaz, hasta que recuperó la compostura.
Eco tuvo ganas de preguntarle qué sucedía, pero ya no hubo ocasión. El Ala
siguió hablando—: El último comunicado que recibimos de ella estaba
enviado desde un refugio de Kioto que controlaban los ávicen hasta la década
de 1920,
cuando los drakharin nos arrebataron el territorio. Tras la desaparición de la
espía se perdió la pista del pájaro de fuego, y poco después el Consejo dejó
de interesarse por la esforzada búsqueda de Altair. Desde entonces ha
enviado una
o dos veces espías a Kioto, pero los drakharin han extremado hasta tal punto
la
vigilancia de sus territorios que a los ávicen se les hace poco menos que
imposible entrar sin ser detectados.
Eco asintió con la cabeza. El Ala siempre había sido sincera con ella, pero era
la primera vez que le facilitaba tanta información sobre el funcionamiento
interno del gobierno ávicen.
—Vale, seré una tumba, pero si te lo preguntara Altair, ¿no podrías decirle
que no se meta en lo que no le importa?
El Ala suspiró.
—Por desgracia, cariño, el gobierno en comité funciona de otra manera.
Altair y yo formamos parte del Consejo, y en ese sentido nuestra palabra
tiene el
mismo peso.
—Ya, pero lo lógico sería que si eres imbécil bajara un poco el peso de tu
palabra —dijo Eco.
El Ala chasqueó la lengua, pero no pudo reprimir una leve sonrisa. Su
antipatía hacia el general venía de lejos, y era un secreto a voces.
—Ojalá fuéramos una dictadura, como los drakharin.
—Sí, yo creo que serías una dictadora muy benévola —convino Eco—. Al
menos durante unos años. Antes de que te saliera el Stalin que llevas dentro.
—
Se comió el último bocado de la galleta whoopie—. El poder corrompe.
—Te agradezco el voto de confianza —repuso el Ala—, pero ahora mismo te
agradecería más un poco de silencio, mientras pienso qué hacer. Si dejaron
así el
mensaje, en vez de mandárselo a Altair, fue por algo.
—¿Crees que el pájaro de fuego está en Kioto? —preguntó Eco.
El Ala sacudió la cabeza.
—No, porque entonces Altair lo habría encontrado hace años. —Suspiró
profundamente, señalando la puerta—. Necesito tiempo para pensar. Vamos,
vete.
—Yo encantada. —Eco se levantó del diván—. Tengo una bolsa de
caramelos robados que sola no se comerá.
Se echó al hombro la mochila y fue hacia la puerta. Con la mano en el pomo
se volvió para mirar al Ala, que estaba encorvada sobre el mapa. Habría
querido
preguntarle muchas cosas, pero nunca la había visto tan triste, y no quiso ser
indiscreta.
—Oye, Ala…
—Mmm —dijo esta, pero sin apartar su mirada del mapa.
Eco dio unos golpecitos con los dedos en el pomo. Una es pena, dos contento.
—¿A la persona que enviaron en busca del pájaro de fuego… la conocías
mucho?
El Ala hizo el esfuerzo de no mirar el mapa, y al fijarse en Eco parpadeó
como
si saliera a flote desde el fondo de una piscina. Respondió con una voz lejana,
como lastrada por la tristeza:
—Creía que sí, aunque a veces me pregunto si es posible conocer de verdad a
la gente.
* Galleta hecha con dos tapas de chocolate con un relleno de crema entre las
dos. (N. del T.)
5
A solo dos pasos de la puerta del Ala, Eco fue asediada por una pandilla de
niños. Si de la educación que recibían de los ávicen adultos hubiera
dependido,
podrían haber sido criados por lobos. Se aferraban como mendigos a las
piernas
de Eco, requiriendo a gritos su atención. Las suaves plumas que formaban
penachos en sus brazos y cabezas eran de todos los colores posibles: tonos
zafiro,
como el plumaje de los azulejos; rojo intenso, como el de los cardenales, y
hasta
el suave rosa chicle del flamenco. Y todos los niños, sin ninguna excepción,
trataban de hacerse oír por encima del resto.
—¡Eco, Eco!
—¿Qué nos has traído?
—…hay caramelos, dijiste que traerías caramelos, la última vez no trajiste
caramelos…
—…Eco, me ha empujado Flint, y luego yo le he estirado las plumas, pero
él…
—¡Basta, basta! —vociferó entre risas Eco—. Sí, os he traído caramelos. —
Se elevó una ovación de la pequeña multitud—. Y tú, Flint, no empujes a
nadie; si
te gusta Daisy tendrás más posibilidades diciéndoselo con amabilidad… —
Un
pequeño ávicen de plumas rojas rezongó en son de protesta—. Y tú, Daisy,
maja,
si alguien te pega se lo devuelves, como te enseñé.
Sacó de su mochila una bolsa de papel llena de caramelos de muchos colores.
—Tomad, fierecillas. —Se la lanzó a la horda de pequeños ávicen—.
Comedlos todos a la vez, a ver si os da dolor de barriga; así aprenderéis lo
peligrosa que es vuestra glotonería. Bichejos.
De uno de los arcos por donde se penetraba en el Nido brotó una suave risa.
Eco sonrió de oreja a oreja al ver a un ávicen cuyas plumas blancas y ojos
azabache como de paloma le eran conocidos.
—Se os saluda —dijo con una exagerada reverencia—, hermana de distinto
padre.
—Se os saluda, Eco, reina de los huérfanos. —Ivy se inclinó. Amigas íntimas
desde el día en que Eco, siendo aún una niña, había llegado al Nido,
compartían
lazos que solo pueden crearse a los siete años. Ivy saludó con la mano a
Daisy,
que apartó a Flint el tiempo necesario para devolver el saludo y mostrar su
dentadura alrededor de un trozo muy rosado de caramelo—. Para estos niños
eres como Oliver Twist.
Eco se desenzarzó de la tropa de niños, cuyo interés por ella se había
desvanecido un segundo después de les hubiera entregado los caramelos, y se
acercó a Ivy para tomarla por el brazo.
—Siempre me he visto más bien como Jack Dawkins. —La hizo bajar por la
escalera de piedra que las conduciría al corazón del Nido. El diseño de este
último se parecía un poco al de una rueda de carreta: todos los caminos
convergían en el centro, el cual albergaba la enorme puerta que constituía el
principal punto de acceso de los ávicen al entrespacio, y a partir de él al resto
del mundo—. Oliver Twist eres tú.
—Lo que tú digas, Dawkins. —Ivy se rió—. Me imagino que los caramelos
los
habrás robado.
—Liberado. —Eco hurgó otra vez en su mochila hasta cerrar los dedos en
torno a un pastelito de miel muy bien envuelto—. Y también he liberado esto.
Se lo dio a Ivy, que tras vencer rápidamente con sus dedos eficaces la
resistencia del envoltorio de papel rosado dio un mordisco de indecentes
dimensiones.
—Por favor, señor —dijo con la boca llena—, ¿me da otro?
—Puaj. —Eco arrugó la nariz. Alguien tenía que conservar ciertas
apariencias
de urbanidad—. Parece que hayas crecido con un déficit de supervisión
adulta.
—¿Qué, ya has estado leyendo otra vez esos librotes tuyos, esos con palabras
largas y rebuscadas? —Ivy se tragó de una tacada todo el pastel, como si no
se hubiera molestado en masticarlo—. Ah, y es exactamente como dices.
Eco no era el primer niño perdido a quien el Ala había tomado bajo su
protección, y sospechaba que tampoco sería el último. La guerra era experta
en
crear huérfanos. Como Daisy. Y Flint. Y Ivy. Por el pasillo, de luz cálida,
saludó
con la cabeza a los pocos conocidos ávicen que se cruzaron con ella. Vio a
Tulip,
de plumas verdes, que se ganaba la vida vendiendo toda clase de chismes,
desde
botones a juegos de té desparejados. A una ávicen de edad más avanzada,
Willow, que iba siempre con bufandas de colores vivos y se ganaba unos
dólares
cantando en el metro. A Fennel, de ojos azules, coleccionista obsesivo de
pajitas
moradas.
—La verdad es que tengo ganas de fiesta —dijo Eco.
—¿Qué pasa, te va bien el negocio del robo? —preguntó Ivy.
—«Bien» sería exagerar. He tenido un topetazo con un brujo y un par de
policías, y he logrado escapar de puro milagro.
Las cejas de Ivy se juntaron de preocupación.
—Eco…
Esta la tomó por la mano para hacerla girar. Fue idéntico a como hacía girar
Fred Astaire a Ginger Rogers. La fuente de conocimientos de baile de Eco era
exclusivamente la colección de películas antiguas de la biblioteca.
—No te pongas tan nerviosa, Ivy, que acabarás poniendo un huevo.
Ivy se apartó dando vueltas, al compás de una canción que solo oía ella.
—Encima de sobado tiene poca gracia, el chiste.
—Qué va —replicó Eco—. Pero, bueno, la cuestión es que he conseguido el
botín, he vuelto de una pieza y se me ocurre que habría que tomar algo para
celebrarlo.
Ivy resopló por la nariz.
—Ja. Botín.
—Eres una ceniza.
—Bueno, bueno —dijo mientras dejaba de girar y se plantaba delante de Eco
en precario equilibrio.
Habían llegado a la puerta, un prodigio arquitectónico que a Eco siempre la
dejaba con la boca abierta. Dos cisnes negros de hierro delicadamente
trabajado
levantaban los cuellos y juntaban los picos en la parte superior, formando un
arco. Sostenían en sus lomos dos grandes braseros de hierro colado con
fuegos que nunca se apagaban. Eco y Ivy se pusieron en la cola. Tenían a dos
ávicen delante, uno tan ancho como alto (que no era mucho decir) y el otro
una mujer
mayor y señorial, con el plumaje de un bonito color rosa grisáceo.
—¿Decías que tenías ganas de fiesta? —Ivy avanzó justo cuando la mujer
ávicen echaba su puñado de polvo en un cuenco de fuego. Después cruzó el
aire
que temblaba entre los cuellos de los cisnes, y surgió una nube de humo
negro.
Al dispersarse el humo ya no estaba la mujer—. Dicen que en esta época del
año
Londres está precioso.
Eco sopesó la bolsa de polvo de sombra que tenía en el bolsillo: lo justo para
el viaje.
—¿Maison Bertaux?
Ivy asintió con la cabeza.
—Maison Bertaux.
Maison Bertaux estaba en una calle estrecha del Soho, encajada entre un
restaurante hindú y un pub a la vieja usanza inglesa, claro microcosmos del
Londres actual. En su escaparate, adornado con banderas británicas de alegre
flamear, se amontonaban pastas de todo tipo: delicadas esculturas de
mazapán,
profiteroles chorreantes de crema pastelera, pasteles de chocolate de
pecaminosa
densidad, tartas de fruta tan dulces que explotaban en la lengua…
Ivy dedicó exactamente tres minutos y medio al examen de la decadente
panoplia de dulces antes de pedir. Al final siempre optaba por lo mismo, un
té
de menta y un petisú, pero eso no le impedía entretenerse en la vitrina para
sopesar las virtudes de las pastas, sin dejarse ni una sola de las que ofrecía
Maison Bertaux (costumbre entrañable, si bien algo molesta). Eco pidió un
profiterol de crema para acompañar su tetera de una sola dosis. Subieron con
las
pastas en la mano al piso de arriba, donde por suerte no había nadie, y se
sentaron a su mesa favorita, la del rincón del fondo, con un tablero de ajedrez
pintado a mano y una ventana con vistas a la calle.
Sentada enfrente de Eco, Ivy rodeó la taza con las manos enguantadas, y
aspiró el dulce aroma que desprendía el té caliente. Eco sabía que los
párpados
de su amiga, ocultos por las gafas de sol que se ponía para esconder sus ojos
no
humanos, se habrían entornado de placer. Ivy había echado varias cucharadas
de azúcar en el té, tantas que Eco, que había dejado de contar a partir de la
cuarta, se preguntó si en la taza quedaba algo de té. Nunca entendería que
pudiera tomárselo con el enorme petisú que había pedido. Felizmente su Earl
Grey estaba a salvo del azúcar. Vertió una cantidad mínima de leche en la
taza y
removió las nubes blancas hasta conseguir un suave tono beis arena. La
perfección.
—Vaya —dijo Ivy, sorbiendo con delicadeza su agua de azúcar. Señaló con
la
barbilla algo a espaldas de Eco—. Visita.
Dos manos taparon suavemente los ojos de Eco, que no había tenido tiempo
de darse la vuelta. La voz que las acompañaba casaba con ellas a la
perfección: cálida y firme, despertaba en ella un cosquilleo en el estómago.
—Adivina quién soy —dijo la voz en su oído, incorpórea, susurrante,
deliciosa y demasiado próxima.
En su mejilla se posó un beso ligero cual pluma.
—Mmm… —caviló Eco—. ¿Abraham Lincoln?
Las suaves ráfagas de risa hicieron que se estremeciese desde la punta de los
dedos de los pies hasta las raíces del pelo. Era dolorosa la facilidad con que
hacía desmoronarse sus entrañas como fichas de dominó, aunque ya llevaran
saliendo
dos meses. Que no se entere nunca, pensó. Se conocían desde los siete años,
igual que con Ivy, y a pesar de su nueva relación de vez en cuando se
imponía
por su peso la amistad, y él actuaba más como amigo que como novio,
tomándole el pelo sobre aquel cosquilleo en el estómago, aunque al mismo
tiempo le encantara su existencia.
—No —respondió.
A Eco no le hizo falta ver la cara de Ivy para saber que había puesto los ojos
en blanco, hasta el punto de que probablemente se viera su propio cerebro.
—Esto… ¿Spiderman?
Las manos desaparecieron. La intensa luz de la tarde hizo parpadear a Eco.
Ivy estaba de bruces en la mesa, presa de un ahogo teatral.
—No —contestó el dueño de la voz incorpórea mientras se sentaba al lado de
Eco—. Solo Rowan, tu amigo y vecino. Aunque considero que me quedaría
muy
mono el spandex.
Se reclinó en el banco, cruzando los tobillos de sus largas piernas y apoyando
los codos en la mesa de detrás.
El tinte dorado de su tez morena estaba hecho para el sol del atardecer. A Eco
siempre le había parecido una lástima que tuviera que esconderla casi toda
bajo
tantas capas. Por muy liberal que fuera Londres, las plumas pardas de Rowan
habrían causado un gran revuelo, incluso en el Soho. El corto y elegante
plumaje
que ocupaba el lugar del pelo estaba oculto por un gorro de lana, y unos
guantes
de punto sin dedos escondían las plumas de los nudillos. La chaqueta, con la
cremallera cerrada casi hasta el cuello, solo dejaba ver un triángulo de piel
dorada en la garganta. Eco se centró en él como un halcón en su presa. Un
brillo
en los ojos marrón claro, tan humanos como los de Eco merced a algo de
mezcla
genética entre sus antepasados, indicó que se había dado cuenta. Eco no sabía
muy bien cuándo había pasado de creer que le daban repelús los chicos a
estar
tan colada por él que el cataclismo de sus sentimientos habría podido arrasar
ciudades enteras, pero lo cierto era que todo había salido bastante bien,
gracias a la afortunada circunstancia de que también él estaba colado por ella
hasta extremos de destrucción urbana. Las últimas ocho semanas habían sido
las más
felices de toda la vida de Eco, aunque hubiera cambiado un poco la dinámica
del trío: entre Ivy y Rowan habían surgido muchas tensiones, y Eco sabía que
la
culpa la tenía aquella relación en ciernes.
Ivy fingió que vomitaba encima de la mesa.
—Hola, Rowan —dijo—. ¡Anda, Ivy, qué alegría verte! Siéntate. Bueno, no
te
digo que no. Ah, y de paso me como un trozo de tu petisús, que cuesta un ojo
de la cara.
Lo dijo justo cuando Rowan mordía la pasta, sonriendo. Eco se reprochó
haber visto cómo se le quedaba un poco de crema en el labio inferior, y más
se
reprochó haberse fijado en cómo salía su lengua a pillarla. Si sus hormonas
hubieran tenido cara, les habría dado una bofetada.
—¿Qué trae a un establecimiento de tanta solera al recluta más prometedor
del ejército ávicen? —preguntó.
Rowan no engañaba a nadie con sus aires cohibidos y de falsa humildad, pero
de todos modos a Eco le gustaba.
—He pasado a verte por donde el Ala. —Su sonrisa era todo dientes blancos
y
encanto natural. Deslizó lentamente la mano por la mesa hasta posarla sobre
la
de Eco. El contacto de sus pieles era eléctrico. Eco se preguntó si se le
pasaría alguna vez la novedad—. Y me ha dicho que podría encontrarte aquí.
Se ha suspendido hasta mañana la instrucción de halcones de combate. —
Soltó la
mano de Eco para acompañar la pasta con un sorbo de té. Imposible saber
cómo
lograba volver entrañable el robo de comida—. Se rumorea que un
destacamento de exploradores desapareció hace un par de días. Es en lo que
está
ocupado Altair. Tampoco viene mal un poco de descanso.
Sus dedos, largos y elegantes, sostenían la taza como si fuera de la más
valiosa
porcelana china. Eco se la quitó de la mano para rellenarla.
—No sabía que Altair conociera el sentido de la palabra «descanso» —
confesó.
Rowan se encogió de hombros y volvió a acercar la mano al petisú de Ivy,
que
se la pinchó con el tenedor, frunciendo el ceño de un modo que desentonaba
con la delicadeza de sus facciones.
—Es duro pero justo —dijo él, frotándose el dorso de la mano.
Puso ojitos de cachorro a Ivy que, sin embargo, era inmune a aquellas cosas
y,
a diferencia de Eco, lo había sido siempre, incluso de pequeños, cuando
Rowan
tenía la costumbre de robarles sus pegatinas con olor. Y eso que el encanto de
sus hurtos, por aquel entonces, era ligeramente menor.
—Uf, no te molestes —masculló ella—. Ya veo que el lavado de cerebro
empieza a funcionar. ¿Cuánto tiempo llevas en el ejército? ¿Dos semanas?
Casi no has cumplido ni los dieciocho y ya te han comido el tarro.
Eco se tapó la cara con las manos.
—No empecéis otra vez, por favor. Me gustaría pasar una tarde sin tener que
acordarme de ninguna guerra, por muy fría que sea, o no sé qué rollos. Solo
una
tarde. Solo… una. —Con un gesto de la mano abarcó el recargado comedor,
con
sus dibujos con ceras inspirados en Basquiat, sus esculturas en relieve con
hilos y chinchetas y los claveles de colores vivos que adornaban las mesas—.
Por una vez me gustaría poder tomar tranquilamente una taza de celebración
con mi mejor amiga y aquí mi pretendiente. —Agitó la taza en alto, vertiendo
un poco
de Earl Grey. Aún se le hacía un poco demasiado real llamarlo «novio» de
viva
voz y en compañía. La palabra nunca salía de su boca sin el acompañamiento
de
una risita. Y Eco no era de risitas. Podía reírse, carcajearse, de vez en cuando
hasta desternillarse, pero risitas ni hablar. No, por Dios—. Se me está
pasando el
hambre con vuestras discusiones —añadió para más énfasis.
—Sí, claro, a ti se te va a pasar el hambre —repuso Ivy.
—Mira, tía —dijo Eco mientras recogía un poco de crema de su plato—,
cuando sepas lo que es pasar hambre nunca volverás a rechazar comida.
Incluso a través de la tela del vaquero se notaba el calor de la mano que
apoyó Rowan en la rodilla de Eco. Sus ojos se pusieron de aquel tono gris
verdoso que tanto le gustaba. Levantar la ceja izquierda era su manera de
preguntar en silencio «¿Estás bien?» La respuesta de Eco fue sonreír en señal
de
que sí. Años atrás, cuando los había presentado el Ala, Rowan estaba
comiendo
una magdalena, parte de cuyo glaseado le había embadurnado la cara. Al
sorprender a Eco contemplando la pasta que se deshacía en su mano, le había
ofrecido sin vacilación alguna la mitad restante. Eco pensó que la comida era
el
cimiento de las mejores amistades. Rowan apretó una vez, rápidamente, su
rodilla. Después plantó los codos en la mesa y se dirigió a Ivy:
—Oye, Ivy, que el lujo de ser aprendiz de sanadora, con todas las
comodidades, no lo tenemos todos. Ya que tengo que recibir órdenes prefiero
que sean de Altair, que no es mal tío, penséis lo que penséis los jipis con
vuestra manía de ir dando abrazos a los árboles.
—Pero ¿es verdad que los jipis abrazaban árboles? —preguntó Eco, mientras
secaba algunas gotas prófugas de té en la mesa.
Ivy abrió la boca, sin duda para decirle a Rowan algo hiriente, pero Eco le dio
una patada por debajo de la mesa y le clavó la punta de la bota en la espinilla.
Las gafas de sol de Ivy no paliaron la fuerza de su mirada asesina. Bueno,
daba
lo mismo. Eco podía soportar malas miradas, siempre que fueran silenciosas.
Rowan suspiró con las manos en alto, como si se rindiese.
—Ivy, que no he venido a pelearme.
—Perdonado —contestó Ivy.
No le sentaba nada bien la altivez, así que Eco le clavó por segunda vez la
bota en la espinilla.
El resto del petisú de Ivy fue sustraído del plato sin que la interesada tuviera
tiempo de reaccionar. Los megavatios de la sonrisa de Rowan habrían podido
iluminar todo un país.
—Tampoco he venido para que me perdonen.
Eco le hincó suavemente el codo en las costillas, moviendo la mano como si
quisiera coger el petisú. Rowan lo partió en dos mitades y le ofreció la que
era algo más grande. Ella la aceptó con una sonrisa y la convicción de que
viniendo
de él estaría más buena. Ivy parecía a punto de atragantarse por la traición.
—Pues entonces, ¿para qué has venido, si se puede saber? —preguntó Eco,
haciendo caso omiso de las dagas que arrojaba Ivy por los ojos.
—Ya te lo he dicho, para verte —respondió Rowan mientras le plantaba un
beso en los labios. Se puso de pie y levantó mucho los brazos para
desperezarse,
haciendo subir la camisa, que descubrió una franja de piel entre la chaqueta y
la
cintura. Seguro que lo hacía a propósito, pero lo curioso fue que a Eco no le
molestó—. Y para decirte —añadió, sonriendo— que te busca el Ala. Dice
que te
necesita, no sé para qué.
Sacó de su bolsillo trasero una cartera de piel muy gastada y dejó sobre la
mesa un billete de cinco dólares. No acertó ni en la cantidad ni en el país.
Aun
así Eco agradeció el gesto.
—¿Vuelves? —preguntó—. Porque iría contigo.
A espaldas de Rowan, Ivy miró a Eco sacudiendo la cabeza, gesto que Eco se
esmeró en ignorar.
—¿Y eso que tenías que hacer, Ivy?
Perpleja, Ivy arrugó la nariz.
—¿El qué?
Las amigas íntimas deberían leerse mejor el pensamiento, pensó Eco. Solo
quería estar un rato a solas con Rowan, pero para eso había que conseguir que
Ivy pillara el mensaje telepático.
—Lo que me dijiste que tenías que hacer. Aquello.
Ivy asintió con un pequeño suspiro.
—Ah, sí, es verdad, aquello. Lo que tenía que hacer. Que no es… aquí.
Eco sonrió agradecida. Estaba en deuda con ella, pero bueno, tarde o
temprano se nivelaría la economía de la amistad. Aportó dinero propio al
montoncito de la mesa y se aseguró de poner bastante tanto para el petisú
robado como para el té de Ivy.
—Pues espero fuera —dijo Rowan.
Se fue tranquilamente, guiñando un ojo y saludando a Ivy con la mano. Eco
lo miró por detrás, con el vaquero ceñido a todo lo que tenía que ceñirse. Ivy
hizo el mayor ruido posible al sorber el resto de té.
—Francamente, Eco, sigue siendo el crío insoportable capaz de robarle todas
las magdalenas glaseadas al Ala. No sé qué le ves.
Calipigia, pensó Eco viendo cómo se iba Rowan. Aplícase a quien tiene el
culo
bonito. Antes de responder dedicó unos momentos al disfrute de tan bello
paisaje.
—Francamente, Ivy, yo no sé qué no le ves.
Caius estaba en una cama, pero no en la suya. Su cabeza descansaba en una
almohada mullida y de olor dulce, no en el escritorio de caoba oscura en el
que
tenía el vago recuerdo de haberse quedado dormido. El ruido de gaviotas al
otro
lado de la ventana, y el calor del sol en su rostro, bastaban para indicar que
aquello era un sueño. Sobre la Fortaleza del Guiverno siempre había nubes, y
hacía años que no se veían aves en el extremo norte de Escocia. Las pocas
que lograban cruzar las salvaguardias (que impedían ser vistos por los
humanos) eran
abatidas por los arqueros drakharin. Nunca se sabía la forma que podían
tomar
los espías ávicen.
Junto a Caius, la sábana retenía aún el calor del cuerpo que había estado a su
lado. Apoyó una palma en el suave tejido y rodó hasta hundir la cara en la
almohada contigua. Quedaban vagos rastros de su olor. Ella se había reído al
ver
que Caius metía la nariz en las plumas de su cabeza, diciendo que olían a
peras.
Cosa extraña, había dicho Caius, oler a peras llamándose Rose.
—Odio las peras —había respondido ella, pero con una sonrisa. Y Caius no
pedía más.
No tenía frío, y estaba contento. Hacía sol y cantaban los pájaros. Ninguno de
los dos corría peligro. No le hizo falta nada más para convencerse de que era
todo irreal.
Al entreabrir los ojos recibió el asalto de la intensa luz de la mañana. Sabía,
sin verla, que Rose estaba cerca, sentada junto a la ventana. Una suave brisa
agitaba en su cabeza el contrastado plumaje de franjas negras y blancas.
Cantaba
en voz baja para no despertarlo. Sonriendo perezosamente, Caius se sumó a
la dulce canción, sin afinar demasiado. Entonces Rose se dio la vuelta hacia
él con
una leve y secreta sonrisa que jugaba con las comisuras de sus labios. Era un
momento hermoso, como ella, un momento sereno como el agua en calma.
Y fue entonces, por supuesto, cuando bruscamente el mundo se incendió.
«Ese pájaro de fuego será otra de tus meteduras de pata, y quien la solucione
seré de nuevo yo.»
Así solucionaba las cosas Tanith: con fuego, sangre y muerte.
—¡Caius!
Bajó trastabillando de la cama y se lanzó hacia Rose, pero tropezó con los
trozos de cristal desperdigados por el viento y las llamas que habían
irrumpido a
través de las ventanas, sembrando el suelo de esquirlas. Los dientes de sierra
se clavaban en su piel, pero Caius apenas reparó en el dolor. ¿Cómo iba a
reparar
en nada, si Rose gritaba, ardía y se moría? Intentó cogerla, pero estaba
demasiado lejos. Se habían incendiado las cortinas, que no le permitían verla.
Caius pronunció su nombre a gritos, pero no pudo llegar hasta ella. La
habitación era pasto de las llamas, y Rose se estaba muriendo.
—¡Caius!
Una fuerte mano lo sustrajo de la pesadilla. Levantó de golpe la cabeza.
Arrodillado al lado de la silla, el capitán de su guardia le sujetaba el hombro
con la fuerza de un torno de hierro.
—Dorian —dijo Caius, pasándose las manos por la cara para ahuyentar el
sueño.
El flequillo gris plata no hacía más que rozar la parte superior del parche que
llevaba siempre Dorian en un ojo. El otro, el sano, tenía el azul cerúleo del
Caribe mezclado con el de un mar iluminado por estrellas. Bajo según qué
luz se
le poblaba el iris de motas verde azuladas. Lo del otro ojo era una lástima, y
no
solo por la pérdida de percepción de profundidad. Pese a que el parche
estuviera
pespunteado de un color zafiro que complementaba los azules y platas de la
túnica, ya hacía tiempo que la perfección del rostro se había estropeado por
culpa de la herida sufrida en la última batalla abierta entre los ávicen y los
drakharin. Los labios de Dorian se torcieron en una sonrisa desigual que
tensó las cicatrices blanquecinas de su mejilla. La sonrisa no se contagiaba a
su ojo, pero Caius se quedó con lo que pudo.
Necesitaba un momento para orientarse. Nada de cabañas junto al mar, ni de
cortinas incendiadas, ni de fantasmas que gritaban: estaba sentado detrás del
escritorio de caoba de su biblioteca, en el mismo lugar donde se había
quedado
dormido, entre altos estantes con montones de libros que había tardado siglos
en coleccionar. Contra los rollos de pergamino amarillento se apretaban atlas
encuadernados en piel. También había finos tomos de conjuros, sobre
voluminosas guías dedicadas a las más variopintas disciplinas, desde la
alquimia
medieval a la cosmología moderna. Nada se oía salvo el chisporroteo de las
llamas en la recargada chimenea de piedra de la biblioteca. En torno a las
llamas
danzaban guivernos con sus garras, y salamandras que exhalaban nubecillas
de humo, y nagas que reptaban en alguna orilla, y nixes que nadaban bajo
aguas de
mármol. Si Caius entornaba los ojos, la ondulación de las llamas hacía que
las tallas parecieran moverse.
—Caius.
Era la voz de Dorian, pero tras ella se escondía un eco del grito de Rose.
Cerró los ojos y se concentró en respirar. Inspirar, espirar. Inspirar, espirar.
Todo estaba en su cabeza. Solo era Dorian quien hablaba. Solo Dorian.
—¿Te encuentras bien?
Asintió.
—Sí —dijo con voz rota. El sueño se pegaba como una película a su piel. La
chimenea estaba encendida. El olor a madera quemada era una tortura de una
índole muy especial—. Sí, estoy bien.
Falso.
—No lo parece —repuso Dorian.
Hacía demasiado tiempo que eran amigos. Caius no le había oído entrar en la
biblioteca. Ni siquiera había oído cerrarse la puerta, a pesar de que sabía con
certeza que las bisagras estaban oxidadas sin remedio.
—Me has llamado —dijo Dorian con las cejas muy juntas—. ¿Te acuerdas?
¡No estarás chocheando, ahora que eres mayor!
—Tenemos prácticamente la misma edad, Dorian.
Entre los drakharin, doscientos cincuenta años estaban lejos de considerarse
como una edad provecta. Aun así, Dorian era tres meses más joven y nunca
permitía que Caius lo olvidase. Pareciéndole adecuado que el príncipe más
joven
de la historia drakharin tuviera el más joven capitán de la guardia, Caius
había
dispuesto el nombramiento de Dorian como primera medida de gobierno.
Se desperezó con un crujido de la espalda, y al echar hacia atrás la cabeza vio
los frescos del techo de la biblioteca. Narraban una batalla ya olvidada, con
colores no menos desvaídos sin duda que el recuerdo de sus heroicos
protagonistas. Un dragón de escamas verdes lanzaba fuego contra una
bandada
de pájaros, llenando el techo de vivas estrías anaranjadas y doradas. Apartó la
vista, aunque le costó bastante. La pesadilla se aferraba a él con tercas volutas
de humo, y el susurro de un grito en un aire abrasado.
Hacía una eternidad que no soñaba con Rose. Si algo había aprendido en sus
años como príncipe era a compartimentar. Al ser elegido, un siglo atrás, era
joven y tonto, un necio príncipe salido a duras penas de la adolescencia, pero
ahora sabía más. Aunque el recuerdo de Rose se negara a ser borrado, Caius
lo
guardaba a cal y canto. Eso creía, al menos, aunque evidentemente a Rose se
le
daba tan bien forzar cerraduras en muerte como en vida.
—¿Caius? —lo llamó Dorian en voz baja, en el silencio de la biblioteca—.
¿Seguro que te encuentras bien?
Evitando su mirada de preocupación, Caius optó por rebuscar en el caos de su
escritorio para localizar el mapa que había arrancado de uno de sus atlas
contemporáneos antes de quedarse dormido.
—Aquí está —dijo, mostrando la página a Dorian—. Mira.
—Ah, un mapa. —Dorian lo tomó con manos vacilantes y una mirada de
curiosidad—. Sí, los conocía de oídas.
—No te hagas el gracioso, que no se te da bien. —Caius se lo arrebató—. Lo
que me interesa a mí, y por extensión a ti, es a qué lleva el mapa. Porque eres
quien lo encontrará.
—¿Qué encontraré, si puede saberse?
—El pájaro de fuego. —Hizo una pausa—. O al menos una pista para saber
dónde está escondido.
Dorian levantó tanto una ceja que se acercó un poco al nacimiento del pelo.
—Perdona, me ha parecido que acabas de decir el pájaro de fuego, pero
seguro que me equivoco. Sería una locura.
Caius dejó que su mirada hostil hablara por sí sola.
—Ya —asintió Dorian mientras le quitaba el mapa de entre los dedos—. Y
quieres que vaya en su busca… Pero ¿por qué yo? ¿Normalmente estos
recados
no te los hace Tanith?
—Porque de ti me fío.
Caius no tenía otra respuesta, ni la necesitaba Dorian, que se quedó unos
instantes en silencio estudiando el mapa.
—¿Estás seguro? —preguntó cuando volvió a mirar a Caius.
—Más no puedo estarlo. Me gustaría ver terminada la guerra antes de morir,
y si la vía para conseguirlo es el pájaro de fuego lo encontraré. Ya hemos
perdido
todos demasiado.
Dorian levantó una mano, pero a medio camino del parche del ojo la dejó
caer contra su cuerpo.
—Los ávicen creen que pondrá fin a la guerra, pero a su favor. ¿Y si tienen
razón?
La palabra «ávicen» trepó por la garganta de Dorian como si de expulsar un
demonio se tratase.
—Quien controle el pájaro de fuego decidirá cómo usarlo —dijo Caius—.
Eso
me preocupa que mandaran en su busca a esos dos exploradores ávicen. Eso
me
hace pensar que podrían seguir alguna pista, pero si lo encontramos nosotros
primero lo controlaremos, y podremos acabar esta guerra en nuestros propios
términos.
—Disculpa mi atrevimiento —repuso Dorian—, pero ¿cuáles son esos
términos?
Era justo la pregunta que temía Caius que le hiciera Dorian. Para Caius la
búsqueda del pájaro de fuego era un asunto pendiente. No por él, sino por
Rose,
que lo había perseguido con ánimo de paz, aunque la muerte hubiera dado
prematuramente fin a su misión. Junto a los restos humeantes de la cabaña de
Rose a la orilla del mar, Caius había jurado ser él quien la acabase. En
cambio Dorian quería venganza: por su ojo, por los amigos caídos en
combate y por todas las pérdidas que pudiera achacar a los ávicen.
—Lo que queremos es que se acabe de una vez por todas —se limitó a decir
Caius, sabedor de que no podría convencer a Dorian. Que lo interpretase
como
quisiera.
El capitán asintió con gesto ausente, pero sin decir nada ni apartar la vista del
mapa que tenía en las manos.
Caius suspiró.
—¿Qué piensas, que te mando a una búsqueda imposible? Dame tu opinión
sincera.
—Mi opinión no tiene ninguna importancia —contestó Dorian.
Hasta era posible que fuera sincero.
—Eres mi mejor amigo, Dorian. Por supuesto que la tiene.
Obtuvo como recompensa una pequeña sonrisa de la que se alegró, pues
sabido era que Dorian no las prodigaba.
—Reconozco —admitió este último, siguiendo las líneas del mapa con un
dedo— que la idea de un pájaro de fuego suena un poco descabellada.
Caius se apretó el puente de la nariz con los dedos, tratando de vencer el
dolor de cabeza que sentía brotar detrás de sus ojos, pero no funcionó.
—Que no es más que una manera mucho más amable de decir lo mismo que
Tanith. De hecho, aunque mi hermana cambiara de opinión, no sé si nos
gustaría a ninguno de los dos lo que pudiera hacer con algo como el pájaro de
fuego. Ya sabes lo que piensa de las escaladas.
—Bueno, está claro que Tanith tiene sus… opiniones.
Había en el tono de Dorian un desprecio tan palpable que casi se habría
podido caminar sobre él. Tanith y Dorian eran la noche y el día, y no se
podían
ni ver. Levantó la vista del pergamino para mirar a Caius a los ojos.
—Pero eres mi príncipe, y te seguiría a todas partes. Incluso en una empresa
tan descabellada.
Caius sonrió burlón.
—Ya sabía yo que por algo te mantenía a mi lado.
—Yo creía que era por mi encanto canalla, y por ser tan endiabladamente
guapo.
—Bueno, sí, pero he pensado que eso se daba por supuesto.
—Bueno —dijo Dorian, inclinando el mapa en alto—, ¿adónde voy? No
puedo leerlo.
—Porque está en japonés —repuso Caius—. Lo he sacado de uno de mis
atlas. Te vas a Kioto. Te he hecho el favor de rodear con un círculo el sitio al
que fueron nuestros prisioneros ávicen antes de ser capturados.
—Ah, estupendo; quizá llegue a tiempo para ver los cerezos en flor. —
Dorian
dobló el mapa y se lo metió en el bolsillo—. ¿Alguna idea concreta de qué
busco?
Ahí estaba la pega.
—No —contestó Caius—. Sabemos el dónde, pero no el qué. Dijeron que en
la casa de té adonde los enviaron vivía una vieja humana, y que no sabía
nada,
pero algo más tiene que haber. Altair es demasiado listo para malgastar
recursos
en balde. Interrógala y averigua todo lo que puedas. Si Altair cuenta con
alguna
pista sobre el pájaro de fuego, tengo que dar con ella.
—¿Quieres que aterrorice a una frágil anciana? —preguntó Dorian—. ¿Qué
clase de monstruo eres?
Caius le dio un golpe en el hombro con el puño.
—Así no se le habla a un príncipe.
Dorian hizo una profunda reverencia, pero con una sonrisa medio dibujada
en sus labios.
—Disculpadme, mi señor.
Caius, sabedor de que la amable pulla estaba pensada en beneficio suyo,
agradeció el esfuerzo. Con tantas tensiones en la corte era agradable que le
recordasen que aún tenía amigos, incluso en una época en la que tanto
escaseaban.
—Vuestra sinceridad me halaga, capitán. Bueno, vete. Reúne a unos cuantos
de tus mejores guardias y date prisa: sea lo que sea, por la mañana quiero
tenerlo en mi poder.
—Y lo tendrás —dijo Dorian, irguiéndose.
Hizo un gesto rápido con la cabeza y se dispuso a marcharse.
Caius tenía la absoluta certeza de que podía encomendarle a Dorian lo que
fuese, pero aun así era necesario explicitar algunas cosas.
—Ah, Dorian…
El capitán se dio media vuelta con una ceja arqueada.
—No se lo cuentes a nadie.
De Charing Cross Road a Grand Central había un simple paseo, durante el
que
en ningún momento dejó Rowan de mostrarse como un consumado caballero,
que abría las puertas al entrespacio y las cruzaba con Eco de la mano. Le
llevaba
pocos meses, pero por alguna razón parecía muy maduro para su edad. Su
confianza era una segunda piel en la que estaba tan a gusto como en la
propia.
De todos modos no había sido siempre así. Eco había sido testigo de su
desmañada adolescencia, en la que no hacía más que dar bandazos, largo de
brazos y de piernas, como un cachorro que no sabía usar sus grandes patas.
Durante el último año se había abierto como una hermosa flor, aunque eso
Eco
no se lo diría jamás de los jamases. A menos que tuviera ganas de
exasperarlo, por supuesto.
Entraron en el Nido, pasando junto a las salvaguardias de uno de los túneles
abandonados de Metro-North. La entrada principal se situaba casi
exactamente
debajo de la parte más transitada de la estación, donde se reunían los viajeros
alrededor del reloj del centro del vestíbulo principal. Ahí era poderosa la
magia,
había explicado el Ala para pasmo de una Eco de siete años: el ir y venir de
millones de pies y millares de trenes adelgazaba el velo que había entre este
mundo y el mundo intermedio, que derramaba magia sin cesar por la entrada
del Nido.
—Bueno —dijo Rowan, pasándole a Eco un brazo por los hombros—,
¿tienes
alguna idea de lo que quiere el Ala?
—Puede que sí. —Eco levantó una mano y entrelazó sus dedos con los de
Rowan, cuya media sonrisa se volvió completa, incitándola a ella a hacer lo
propio—. Pero no puedo decírtelo.
Imitó el gesto de cerrarse la boca con una cremallera.
—Venga ya. —Rowan la hizo volverse hasta que la tuvo de frente, y
maniobró
para obligarla a caminar hacia atrás. Sus manos la guiaron suavemente por la
cintura, para que no fallara un solo paso. Cuanto más se alejasen del gentío
de la
entrada principal, más cariñosos podrían ser. Hasta los ávicen que no se
molestaban por la presencia de Eco entre ellos tenían tendencia a mirar con
malos ojos una relación entre uno de los suyos y un humano. Las pocas gotas
de
sangre humana que corrían por las venas de Rowan se pasaban por alto sin
problemas. No le echaban la culpa de los pecados de sus antepasados. A
quien le
echaban la culpa era a Eco, por llevar por mal camino a un buen chico ávicen
—.
¿Qué puede ser tan importante como para que no se lo cuentes a tu…? —
Miró a
su alrededor y susurró con fuerza una acotación teatral—. ¿Novio?
Otra vez la palabra. Eco no estaba muy segura de poder acostumbrarse. Dejó
de caminar y se puso de puntillas con las manos en los hombros de Rowan y
la
frente apoyada en la de él. Recordaba que de pequeños habían tenido la
misma
estatura. Su única pelea había sido por saber cuál de los dos llegaría antes al
metro cincuenta. Después de seis días de silencio encrespado, Rowan había
dado su brazo a torcer y había reconocido que aquel hito le correspondía a
ella.
—Es que es muy confidencial —se justificó Eco.
Rowan ladeó la cabeza. Nada más ingresar en la seguridad del Nido se había
despojado de la gorra, soltándose las plumas con una sacudida juguetona.
Cortas, tenían mil matices de oro y bronce, con toques cobrizos, y reflejaban
con
luz tenue el resplandor de las antorchas que se sucedían en los pasillos de
piedra
conducentes a la habitación del Ala.
—Tú misma —dijo, bajando las manos de los hombros de Eco, que frunció el
entrecejo.
Era impropio de Rowan renunciar tan pronto a algo. Pocos pasos después los
dedos de él se entrelazaron de nuevo con los de ella, aunque tensos.
Conforme
se acercaban a la parte residencial del Nido se hacían menos uniformes las
puertas. Algunas tenían felpudos de bienvenida, y otras macetas de hierbas en
los alféizares. La habitación del Ala quedaba al final del camino. Rowan fue
más
despacio, con la vista en la grava del sendero de piedra y madera. Estaba más
callado de lo normal. El Rowan a quien conocía Eco era todo sonrisas, todo
sol.
Aquel, en cambio, tendía peligrosamente a lo taciturno.
Se detuvo y le estiró la mano a Rowan para evitar que siguiera caminando.
—¿Estás bien? —preguntó.
Rowan levantó de golpe la cabeza y la miró, mordisqueándose el labio
inferior. Cualquier otro día Eco habría quedado fascinada por la turgencia del
labio entre los dientes, pero en los hombros de Rowan había una rigidez que
estropeó el momento.
—Aún somos amigos, ¿no?
—Pues claro.
Eco le apretó la mano. Rowan dio una patada a una piedra suelta que salió
disparada, rebotando en los trozos rotos de madera que tapizaban el suelo a
intervalos irregulares.
—Es que… es que no quiero que esto… —Señaló el espacio entre los dos—.
Nos cambie, ¿sabes?
Dio un paso hacia Eco, cuyo corazón palpitó contra su caja torácica.
Empezaba a pensar que quizá fuera el efecto de las relaciones: doler y sentar
bien al mismo tiempo.
Acercó a sus labios la mano de Rowan para besar suavemente los pliegues de
los nudillos. Él se había guardado los guantes en el bolsillo, y las plumas
blandas del dorso de su mano hicieron cosquillas en la nariz de Eco.
—Eres uno de mis mejores amigos —dijo ella—. Tú y Ivy sois mi familia, ya
lo
sabes. —Le clavó un dedo en el costado, haciéndole saltar. Siempre había
tenido
unas cosquillas incurables—. Además… tampoco es que haya cambiado
tanto
nuestra dinámica. Sigo considerándome más lista, guapa y graciosa que tú,
para
que lo sepas.
Rowan se rió un poco.
—Por favor. Qué más quisieras tú que ser así de guapa.
Eco le propinó un suave empujón.
—La belleza se marchita.
Se arrepintió de sus palabras en cuanto las dijo. A veces era fácil olvidar que
Rowan no envejecería como ella. Una vez llegado a la plena madurez, como
a todos los ávicen, se le ralentizaría el proceso de envejecimiento casi hasta
detenerse. Los ávicen podían vivir cientos de años. Frente a ello, la duración
de
la vida humana se antojaba bastante pobre. Nunca habían hablado del tema.
Para hacerlo había que pensar en el futuro (el de ellos dos como pareja), y
Eco
no estaba del todo preparada para una conversación así.
Rowan le puso las manos en las caderas y se acercó.
—Perdona —dijo mientras le posaba los labios en la frente—. Es el estrés,
que
hace que le dé demasiadas vueltas a todo.
Eco obedeció al impulso de cerrar los ojos, y apoyó la mejilla en el hombro
de
Rowan para respirar su olor a jabón. Olor de chico. Era mágico. Ladeó la
cabeza
para ver sus ojos.
—¿Y qué te estresa tanto?
Él bufó, como si ventilara así la frustración.
—La instrucción está siendo bastante dura. Mi compañero es un poco…
intenso.
La instrucción de los halcones de combate se basaba en una especie de
sistema de amistad. A los nuevos reclutas se les asignaba un compañero, y
Eco había oído que a Altair le gustaba emparejar personalidades
contrapuestas para
enseñar mejor a los reclutas el poder del trabajo en equipo. A pocas personas
tan
relajadas había conocido Eco como Rowan. Su pareja, por lo tanto, debía de
estar en las antípodas de la dulzura.
—¿Quién es? —preguntó.
Rowan dejó de caminar. Habían llegado a la puerta de la habitación del Ala,
con los tres cuervos de hierro del dintel, que los miraban con hostilidad.
Transcurrieron unos segundos de tensión.
—Ruby —dijo finalmente.
Eco se apartó y le soltó las manos como si fueran dos brasas.
—¿Ruby? ¿La que me odia con la fuerza de mil soles? ¿La que lo ha probado
todo para fastidiarme la vida desde que llegué? ¿La que está por ti desde que
sabe qué es estar por alguien? ¿Esa Ruby?
Rowan hizo una mueca.
—Pues sí, esa Ruby.
Al final del pasillo apareció un pequeño grupo de ávicen, cuyas miradas,
repartidas entre Rowan y Eco, captaron la tensión palpable entre ambos. Dos
de
ellos juntaron las cabezas y se dijeron algo en voz baja. Uno de los dos se
tapó la boca con la mano para disimular una risita. Eco esperó a que pasaran
de largo y
giraran a la izquierda, al final del pasillo.
—¿Por qué no me lo habías dicho? —preguntó una vez segura de que no los
oía nadie.
Rowan encogió los hombros con impotencia.
—No te había dicho nada porque no quiere decir nada. A ella lo único que le
interesa es impresionar a Altair. Además, solo es para la instrucción. Ya sé
cómo
la odias.
—No, si no la odio. —Eco supo que sonaba poco convincente, pero su
dignidad le exigía negarlo. La mirada de Rowan no fue una simple mirada—.
Bueno, vale, la odio a tope, pero tú le gustas. Lo que es gustar… gustar.
—Bueno, pero… —Rowan invadió el espacio de Eco, acorralándola contra la
pared—. A mí quien me gusta eres tú. Lo que es gustar… gustar.
Con un esbozo de sonrisa en los labios (demasiado perfectos, decididamente)
bajó la coleta del hombro de Eco y se inclinó para acariciarle el cuello con la
boca. Más que un beso fue apoyar los labios en la piel, pero Eco sintió
escalofríos por toda la espalda. Rowan siempre sabía distraerla. De pequeños
le estiraba la
coleta o escondía bichos en sitios donde sabía que miraría. Era mucho mejor
aquello. Levantó los brazos y se los pasó por los hombros, estrechándolos.
—Oye, que lo siento. Debería habértelo contado antes —dijo en voz baja
Rowan, con la voz apagada por el cuello de la chaqueta de Eco, que sentía
una
extraña sequedad en la boca. Hablar de sentimientos no era el fuerte de
ninguno de los dos. Rowan suspiró. Su aliento tanteó la piel de Eco—. Es que
no
quería que te preocuparas por nada. Bastantes problemas tienes.
—En mi vida no hay prácticamente estrés —contestó Eco mientras sus dedos
se enredaban en las plumas cortas y suaves de la nuca de Rowan.
—¿Ah, no? —preguntó él con una risa socarrona, y se apartó unos cuantos
centímetros. Eco tuvo ganas de pegarse a su cuerpo, pero las resistió—. Te
pasas
el día callejeando y robando. Además, me han dicho que has tenido
problemas
con un brujo.
Eco soltó una bocanada de aire que esparció por su frente los cabellos que se
habían escapado de la coleta.
—Caramba, cómo corren las noticias.
—Demasiados ávicen y demasiado pocos cotilleos. —Rowan sonrió otra vez,
y
casi se le contagió la sonrisa a los ojos—. Una combinación letal. Bueno, el
caso
es que… me preocupo por ti.
Era excesivo el esfuerzo de mirarlo a los ojos.
—¿En serio?
—Pues claro, tonta. —Le pasó un mechón rebelde por detrás de la oreja con
su mano libre. Las entrañas de Eco hacían toda suerte de bobadas, que aun
amenazada de tortura habría negado—. Ten cuidado, ¿vale?
—Es mi segundo nombre, «Cuidadosa».
La risa de Rowan fue dulce y agradable, como el tacto de las plumas de su
cabeza cuando Eco se las peinaba con los dedos.
—Creía que era «Peligrosa».
—Eso era la semana pasada.
—Claro.
—Claro.
Rowan le soltó la mano, aunque sus dedos tardaron un poco más de lo
estrictamente necesario.
—Tengo que irme.
Eco no atribuyó a su imaginación la nota de tristeza de la voz de su amigo.
—Te espera Altair —opuso al inaceptable impulso de pedirle que se quedara.
—Eso. —Rowan volvió a meter las manos en los bolsillos—. Tampoco es
plan
de quedar mal con él justo en la entrada.
Se agachó hasta anular la distancia que los separaba. Su boca estaba a pocos
centímetros de la de Eco, pero esperó a que el primer movimiento lo hiciera
ella.
Todo un caballero, aunque Ivy sostuviera lo contrario. Eco le echó los brazos
al
cuello y le bajó la cabeza. Cuando se besaron, sintió en los labios la curva de
su sonrisa.
Kalverliefde, pensó: la euforia que se siente al enamorarse por primera vez.
Para tener tan solo cuatro letras, la palabra «amor» se le antojaba un salto
colosal, así que se guardó lo que pensaba. Al deslizarse por las finas plumas
de la base del cuello de Rowan, sus dedos le hicieron sonreír de nuevo con
los labios
pegados a los de ella. Después Rowan se apartó, y Eco tuvo la impresión de
que
se llevaba trozos de su corazón. Él le dio un besito en la nariz.
—Luego nos vemos, ¿vale?
Se fue por donde habían venido, hacia el cuartel del otro extremo del Nido.
Eco se llevó una mano a la boca. Aún sentía el contacto de los labios de
Rowan
en su piel.
—Si has terminado, mi querida Eco, tengo trabajo para ti.
Se dio media vuelta, ruborizada al máximo. Desde la puerta, que se había
abierto, la miraba el Ala con los ojos brillantes y una risa muda.
Eco tuvo la sensación de que el sonrojo de su rostro era producido por una
corriente de lava justo debajo de la piel.
—¿Desde cuándo estás aquí? ¿Nos estabas mirando? ¿Cuánto has visto?
El Ala levantó las manos.
—Tengo mil años, Eco. Tampoco es que me resulte novedoso. Venga,
vamos,
que te pondré al día.
Se retiró a su habitación sin esperar la respuesta. Eco la siguió, no sin antes
mirar por última vez el pasillo, donde ya hacía tiempo que no estaba Rowan.
Encontró la habitación exactamente igual que la última vez, con la única
excepción de las galletas whoopie, sustituidas por un cuenco de macarons de
coco, que en modo alguno podían competir con las whoopie.
El Ala fue al centro de la habitación, donde había una mesa de la que cogió el
mapa de la caja de música. Se lo dio a Eco.
—Tengo que pedirte un favor.
Su voz contenía un matiz de seriedad que a Eco le llegó a lo más profundo
del
estómago. Tras unos segundos de tensión sostuvo con manos vacilantes el
frágil
papel del mapa. El Ala carraspeó y tomó asiento en el mismo diván donde se
había repantingado Eco poco antes. En el terciopelo quedaban unas cuantas
migas de galletas whoopie. Las quitó. Parecía que estuviera haciendo tiempo.
—¿Ala? —Eco se sentó a su lado y le puso una mano en el brazo—. ¿Qué
pasa?
Finalmente el Ala la miró a los ojos.
—Quiero que sigas este mapa. Si lleva a alguna pista sobre la ubicación del
pájaro de fuego, quiero encontrarlo antes que Altair o cualquier otra persona.
Lo
que ocurre es que no estoy en situación de darme un garbeo por tierras
japonesas. Kioto está en manos drakharin. En cambio tú eres humana, y tu
presencia pasará desapercibida. —Se aclaró la garganta y se alisó la falda—.
Si no
quieres ir no te obligaré. A fin de cuentas aún eres muy niña.
Eco sabía que la intención del Ala era buena, pero sus palabras la
fortalecieron en su decisión. Si podían enviar a Rowan a la guerra, lo mínimo
que podía hacer ella era una pequeña búsqueda al otro lado de las líneas
enemigas. Miró el mapa, deslizando la vista por las pulcras mayúsculas
dibujadas
al pie: «A no olvidar el precio te conmino». Rechazó la aprensión que se
insinuaba en su interior. Sería un encargo fácil: entrar y salir, sin más. No le
pasaría nada.
—Si me necesitas para robar algo —dijo, asintiendo con la cabeza— robaré
lo
que sea. Ya lo sabes.
En el rostro del Ala apareció una sonrisa, aunque su expresión se mantenía
seria.
—Este encargo exige la más absoluta discreción, incluso de cara a los
nuestros. Tu participación no debe saberla nadie, y menos Altair o alguno de
sus
halcones de combate. Digo bien, ninguno. —Clavó en Eco una mirada de
gran
severidad—. Ni siquiera los guapos. —Eco se puso muy roja—. Hazte con lo
que
encuentres, sea lo que sea, y cuando vuelvas reúnete directamente conmigo.
Así lo haría Eco, por mucho que odiara tener secretos para Rowan. El Ala le
había dado mucho (un hogar y una familia), y bien poco había solicitado a
cambio. Aquel encargo no era mucho pedir. Puso una mano sobre la del Ala.
—Mira, hay algo que tengo muy claro: que aunque no tenga plumas eres la
única familia que conozco. Si esto, lo que sea, es importante para ti, para los
ávicen, lo encontraré. En caso de necesidad me enfrentaría al mismísimo
Príncipe Dragón.
El Ala esbozó una sonrisa y le dio unas palmaditas en la mano.
—Esperemos que no haya que llegar a tanto. —Suspiró profundamente—. Ya
sé que estarás agotada, pero ¿crees que podrías salir lo antes posible?
—¿Por ti? Lo que sea. —Eco pensó en la bolsa casi vacía de polvo de sombra
que llevaba en el bolsillo de la chaqueta—. Solo tengo que pasar por la tienda
de
Perrin a buscar provisiones.
Se agachó para dar un beso rápido en la mejilla del Ala, tan negra como el
resto de su persona, pero exento de plumas. Casi estaba en la puerta cuando
el
Ala volvió a hablar:
—Ah, Eco…
Eco se dio media vuelta y retrocedió.
—¿Qué?
—Esta vez procura no ser temeraria.
Se rio y empujó la puerta con la cadera.
—No prometo nada.
A Dorian le picaba la cicatriz. Siempre le pasaba en momentos de agitación o
enfado, o de algo que pudiera llamarse «emoción». También cuando se
aproximaba lluvia por el horizonte, aunque en aquel momento no le pareció
un
dato relevante. Se aguantó las ganas de rascarse, mientras veía reunirse en la
costa rocosa, junto a los muros de la fortaleza, a tres de los guardias a sus
órdenes. En circunstancias normales la luz crepuscular se habría reflejado en
sus
armaduras de color verde y bronce (los colores de Caius), pero esta vez les
había
ordenado que se pusieran ropa de civiles, asegurándose de llevar bien
escondidas las escamas. Necesitaban sutileza, no espectáculo.
Podría haber usado la gran puerta situada en los terrenos de la fortaleza para
transportarlos a todos a la orilla del río Kamo, en Kioto, pero prefería el
umbral
natural entre el mar y la tierra. Siempre le había atraído el agua, como si fuera
su elemento. Era más dulce el canto del mar que el del frío hierro de la puerta
de la
fortaleza.
Metió un dedo por debajo del parche con el que escondía su órbita
cicatrizada, pero tocar los ásperos tejidos que ocupaban el antiguo
emplazamiento de su ojo solo sirvió para empeorar el escozor. Dudaba que
llegara a acostumbrarse alguna vez a aquella sensación, por mucho tiempo
que pudiera convivir con la pérdida. El parche, en sí, era en gran parte
simbólico.
Hasta el último drakharin sabía que el ojo lo había perdido por culpa de los
ávicen. Si escondía la herida era solo porque cuando más le picaba era
cuando se
la quedaban mirando. Se trataba de vanidad, pero peores pecados había.
«Eres mi príncipe, y te seguiría a todas partes.»
Le daban risa esas palabras, aunque no tenía mucha gracia ser el blanco de su
propio chiste. Hacía tiempo que había perfeccionado el arte de decir
exactamente lo que deseaba sin decir, en el fondo, casi nada. Era verdad, lo
seguiría a todas partes, incluso a los fuegos del infierno, solo con que Caius
insinuara el deseo de su compañía.
El recuerdo de su primer encuentro seguía en carne viva, como una herida
reciente. Fue el día en que Dorian se quedó sin ojo. Por aquel entonces
acababan de reclutarlo entre los huérfanos drakharin, y ardía en deseos de
demostrar su temple como solo podían hacerlo los jóvenes y prescindibles.
Veía
en la batalla algo maravilloso. Se había imaginado cubierto de honores y de
gloria, pero lo único que había conseguido era un cuchillo en el ojo. Tendido
en una costa pedregosa, muy similar a donde estaba ahora, en una península
groenlandesa dejada de la mano de Dios, había descubierto algo que estaba
más
allá del dolor. Todo su ser se reducía a la palpitante ausencia de donde había
estado su ojo. Tenía la frente cubierta de mechones plateados, pegajosos de
sangre, la suya, y casi no veía nada aparte del velo rojizo que le tapaba el otro
ojo. El río junto al que yacía se había teñido de rojo y cubierto de espuma, a
causa de la sangre de los caídos. Sus aguas eran frías, y escocían al lamerle
las heridas, pero Dorian carecía de la fuerza o voluntad necesarias para
levantarse.
El ávicen que lo había dejado sin ojo (una verdadera bestia, con una mirada
penetrante de águila y unas plumas blancas y marrones, salpicadas de sangre
escarlata) lo había dejado agonizando entre otros moribundos, algunos de los
cuales aún se retorcían de dolor, desgranando quejumbrosas y torturadas
oraciones. No tardarían en morir, al igual que Dorian. Frío y solo. Igual que
sus
padres. Casi no se acordaba de su aspecto. Su madre había tenido el pelo
plateado, como él, pero su recuerdo era un fantasma de contornos borrosos.
En
aquel momento supo que pronto la vería.
Y fue entonces cuando Dorian lo vio a él.
Una figura solitaria se abría camino entre los muertos y los moribundos,
girando cuerpos con su bota. Buscando plumas o escamas. Decidiendo a
quién matar y a quién salvar. Era una chispa de vida aislada entre los restos
de una masacre. Dorian abrió la boca para suplicar el rescate o la muerte, sin
saber por
cuál se decidía, pero el único fruto de su esfuerzo fue llenarse la boca de
sangre.
Logró articular una sola palabra con voz rota.
—Ayuda.
La cabeza morena del otro se volvió, y cuando coincidieron sus miradas
Dorian tuvo ganas de llorar. Dos ojos verdes (cosa rara entre los drakharin)
brillaban a través de una capa de sudor y polvo que a duras penas ocultaba las
escamas repartidas por la parte superior de sus pómulos. El soldado se dirigió
a
donde yacía Dorian, sorteando con cuidado cuerpos rotos y escudos
destrozados. Se hacía raro pensar que por la mañana hubiera desaparecido
todo.
Los magos, tanto ávicen como drakharin, limpiarían el campo de batalla
como criadas después de una fiesta salvaje. Era en lo único que estaban de
acuerdo los
dos bandos: combatían, morían y no dejaban rastro para los ojos humanos.
Cuando el soldado llegó junto a él, Dorian estaba convencido de haber
muerto ya. Era imposible tener tan buen aspecto después de una batalla larga
y
brutal. Y sin embargo ahí estaba, de rodillas, manchándose los pantalones en
el
charco de sangre que rodeaba como un halo la cabeza de Dorian. Una mano
le apartó con suavidad el flequillo de la frente. Dorian intentó apartarse para
esconder los destrozos de su cara, pero el desconocido no se lo permitió.
—¿Cómo te llamas?
Quedó desconcertado. ¿Quién preguntaba nombres en un momento así?
Su cara debió de reflejar lo que pensaba, porque el desconocido sonrió un
poco.
—Yo, Caius —añadió.
Cuando más hablaba Caius, más recuperaba Dorian el conocimiento. Se fijó
en la insignia de su armadura, y en el broche verde y bronce en forma de
dragón
que sujetaba la capa en sus hombros. La marca del Príncipe Dragón. Dorian
tenía un pie al otro lado del umbral de la muerte, y al príncipe delante.
Gracias a alguna magia desaforada fue capaz de murmurar su nombre.
Caius asintió con un gesto conciso.
—¿Puedes levantarte?
Dorian sacudió la cabeza.
—Cógeme la mano.
La sonrisa de Caius era débil, pero Dorian nunca había visto nada más
majestuoso.
—¿Te fías de mí?
Jamás había oído una pregunta tan absurda. Caius era su príncipe, y Caius lo
seguiría a donde fuera mientras le quedara algo de sangre en las venas.
Respondió moviendo un poco la cabeza. Después, sin soltar la mano de
Dorian,
Caius cerró los ojos y respiró profundamente. Dorian sintió en su cuerpo
dolorido el conocido tirón del entrespacio. No tardaron en desaparecer.
Dejando atrás la despiadada playa de rocas, huyeron a la Fortaleza del
Guiverno, lugar que Dorian solo había pensado en sueños que vería.
Estar a punto de morir en su primera batalla no fue el momento más ilustre
de la carrera castrense de Dorian, pero sí el más importante. Fue cuando
encontró a la persona a la que juramentó su espada y su alma. Desde entonces
no había dado un solo paso lejos de Caius.
Seguía frotándose la órbita vacía que en otros tiempos había contenido un ojo
cuando lo devolvieron al presente unos golpes en el hombro. Se volvió. Al
ver quién era levantó la vista y preguntó a los cielos: ¿por qué?
—Veo que estás pensativo. —Tanith aún llevaba su armadura de oro, que
incluso en el crepúsculo la hacía brillar—. Procura no ahogarte.
—Ah, Tanith —suspiró Dorian—. Observa mi risa sincera, por favor.
Silencio.
—Muy mona —dijo Tanith—. Lástima que no la vea mi hermano.
A pesar de su rango y dignidad, Dorian no era violento por naturaleza, pero
cerró los puños. No podía darle un puñetazo al general de todo el ejército
drakharin. Habría sido del todo inaceptable.
—¿Puedo ayudarte en algo? —preguntó como única alternativa a los golpes.
—No, al contrario. —Tanith sonrió—. Venía a preguntarte si necesitabas
ayuda para tu viaje a…
Conque eso era. Qué curioso que hubiera gente así, que todo lo hacía con
intenciones ocultas.
Dorian sacudió la cabeza y volvió a fijarse en sus guardias, que esperaban
pacientes en la orilla, listos para que su capitán abriera una puerta al
entrespacio, y disimulaban muy poco su curiosidad. Era la usanza entre los
drakharin. El que
quisiera hablar en privado lo hacía en privado. Las exhibiciones públicas eran
blanco fácil.
—Si Caius hubiera querido que lo supieras —afirmó—, te lo habría contado.
—Es verdad. —Tanith se rió—. Nada más lejos de mi intención que
interrogar a su recadero.
—Soy el capitán de su guardia —replicó Dorian—. Hago lo que me pide.
Tanith arrastró ruidosamente su capa roja por los guijarros de la orilla al
acercarse. Le caía por los hombros su melena rubia. La brisa del anochecer
movía algunas de sus largas hebras. Dorian miró los pliegues ondulantes de
su capa de lana, tan profundos que habrían servido para esconder más de un
arma
blanca. Conociéndola era probable que así fuera.
—Eres el capitán de su guardia, en efecto —dijo Tanith—, y mientras Caius
sea el Príncipe Dragón le pertenecerás.
Dorian se quedó quieto como una estatua.
—¿Qué insinúas?
Ahora tenía a Tanith justo delante, tan cerca que sentía su calor: era el fuego
el elemento que invocaba ella, y el que irradiaban los escasos centímetros que
la
separaban de Dorian.
—No insinúo nada —contestó—. Me limito a afirmar que como capitán de la
guardia real debes fidelidad al Príncipe Dragón, sea quien sea, hombre o
mujer.
De modo que a eso jugaba. Siempre le había tenido envidia a Caius. Él
inspiraba amor y ella, temor. Para nadie era un secreto que Tanith se
consideraba capaz de ser mejor Princesa Dragón que Caius. Aun así, su
actitud
seguía siendo de un gran atrevimiento, incluso para ella.
—Puede que a Caius lo ciegue el amor fraternal que inexplicablemente
alberga aún por ti —replicó Dorian—, pero tú no eres mi hermana.
—No, claro que no. —Tanith sonrió lentamente, con una dulzura ponzoñosa
—. Se rumorea que a ti te ofusca otro tipo de amor.
Dorian se puso tenso. La sonrisa de Tanith se ensanchó.
—No sé a qué te refieres —adujo él, pero hasta en sus propios oídos sonaron
huecas las palabras.
—Quien se pica ajos come.
Dorian optó por no darle importancia al comentario con una respuesta. Dio
un paso, metiendo unos centímetros un pie en el agua, mientras el otro seguía
en tierra firme; y de ese modo, entre el mar y la arena, esparció un puñado de
polvo de sombra para crear una apertura al entrespacio. Brotaron del suelo
jirones de oscuridad, y en cuestión de segundos ya no estaban sus guardias.
—Que tengas buen viaje —dijo Tanith.
Su rostro se perdió de vista, engullido por el humo negro. A Dorian no le hizo
falta mirarla a los ojos para saber que lo decía por decir.
10
Eco se abría paso por la multitud reunida a media tarde en Saint Mark’s
Place,
sorteando grupos de estudiantes del instituto católico del barrio, chicas de
faldas escocesas arremangadas más allá de los umbrales del decoro y
cigarrillos
torpemente sujetos por sus dedos, con manchas rosas de pintalabios en los
filtros, que le lanzaban miradas hostiles como si constituyera una amenaza
para
el solar que ocupaban en propiedad delante del puesto de falafels. No se
molestó
en mirarlas mal. En otra vida podría haber sido una de ellas.
La calle era una mezcla ecléctica de lo viejo y lo nuevo, nuevos vecinos con
posibles chocaban con un pasado que se obstinaba en no abandonar las sucias
aceras de East Village. Entre las brillantes luces de un puesto de yogur helado
y
una tienda donde, al parecer, tan solo se vendían camisetas irónicas, se
apretujaba un estudio de tatuaje que era al mismo tiempo un bar de creps.
Una
salchicha de un metro señalaba sobre la cabeza de Eco la entrada de Crif
Dogs,
donde hacían los frankfurts más de moda en la ciudad. Llamó al timbre, entró
y
sonrió a la chica del mostrador, que tenía las botas apoyadas cerca de la caja
y un largo mechón azul enroscado en el dedo. La sonrisa no fue
correspondida, pero daba igual. Eco no iba por las salchichas.
Fue directamente a la antigua cabina telefónica que había al fondo del local,
una cabina de madera negra y puerta acristalada que evocaba una Nueva
York
que Eco, por su juventud, era incapaz de recordar. Dentro del pequeño
recuadro, con la puerta bien cerrada, dejó de oírse el clic clic de las teclas de
los ordenadores y el ruido de platos de la cocina. Miró a través del cristal a
los clientes sentados cerca de la cabina, pero a ella no la miraba nadie. Si
alguien se hubiera tomado la molestia de apartar la vista de la luz de su
pantalla solo habría visto una cabina telefónica vacía, que a lo sumo servía
para ambientar; pero aunque alguien hubiera reparado en que en el interior
desaparecía una chica, se
le habría olvidado pronto. El conjuro de aversión a que había sido sometida la
cabina era sencillo pero eficaz.
Descolgó el auricular y esperó a que sonara un clic.
—Ingrediatur in pace. Egrediator in pace. Nisi legum aureum est.
Desde que tenía memoria la contraseña no había cambiado: entra en paz y sal
en paz. La única ley es el oro.
Se oyó otro clic. Colgó. En ese momento basculó la pared del fondo de la
cabina, dejando a la vista una escalera que la llevaría al Ágora, el mercado
subterráneo donde se encontraba la tienda de Perrin. No apartó la mano de la
pared de la derecha. Se sabía tan bien el camino como la distribución de su
biblioteca, pero aquel oscuro laberinto tenía algo que la intranquilizaba. La
pared hizo las veces de ancla hasta que llegó a la plaza del mercado.
Sus ojos tardaron unos segundos en adaptarse a la pobre y opaca luz del
Ágora. Arriba había lámparas de gas que al oscilar proyectaban una luz
amarillenta en las carretas y los puestos que se disputaban un espacio tan
largo y
ancho como el vestíbulo principal de Grand Central. Abajo, más allá de las
salvaguardias que protegían el mercado del mundo exterior, el ruido era casi
ensordecedor, con mercaderes ávicen que pregonaban gangas y brujos que
regateaban por huesos blanqueados de aspecto sospechosamente humano.
Sobre
los adoquines de las calles, pulidos por años de duras pisadas hasta adquirir
una
lisura resbaladiza, traqueteaban carritos repletos de una extraña mezcla de
utensilios de cocina y armas. Eco atrajo las miradas de unos pocos brujos
cuyas
pupilas desaparecían tras un mar de un color blanco repulsivo. Bajó la vista.
En
otros tiempos los brujos habían sido humanos, pero la magia negra tenía su
precio, y el poder lo habían pagado con su humanidad. La primera vez que el
Ala le había enseñado a Eco el bullicioso mercado situado bajo el Nido, se
había
asegurado de que entendiese que era un tipo de contacto visual poco
aconsejable. Alrededor de un puesto se apretaban varios brujos que discutían
por el precio de los tarros con fetos muertos al nacer. Al menos Eco esperaba
que
eso fueran, muertos al nacer, aunque con los brujos nunca se sabía.
La tienda de Perrin se encontraba en la otra punta del mercado, en uno de los
codiciadísimos locales pegados a los muros. Eco se abrió paso entre el gentío,
saludando a algunos vendedores conocidos. Un ávicen de piel dorada y
plumas
rojo oscuro, cuya mesa estaba cubierta de engranajes de reloj y tiradores de
latón, le devolvió el saludo con la cabeza. Otro, de brillante plumaje morado,
agitó bajo su nariz una botella de algo que casi seguro que no era una poción
de
amor legítima. Eco se zafó para no inhalarla y puso rumbo al otro lado del
Ágora, donde colgaba un letrero familiar: LOS EMBRUJOS DE PERRIN.
Al empujar la puerta fue asaltada por un olor punzante de incienso mezclado
con las pociones que preparaba Perrin detrás del mostrador, sobre el que una
pequeña radio retransmitía un partido de béisbol con gran chisporroteo de
estática. La mayoría de los ávicen recelaban de la electrónica de los humanos,
pero el aparato de radio de Perrin era tan inseparable de su tienda como las
pilas
de atlas con datos sobre las puertas al entrespacio y las vitrinas repletas de
rarezas del mundo entero.
Allá, tan por debajo de las calles de Manhattan, no llegaba la señal, pero
Perrin nunca se perdía los partidos de los Yankees, aunque tuviera que
escucharlos grabados en cintas; anticuado recurso, sin duda, pero es que los
ávicen no destacaban por su dominio de la tecnología. A veces Eco le
grababa los
partidos en una radio pequeña encontrada en el mercadillo, y le cambiaba los
casetes por polvo de sombra. El sonido metálico de la voz del comentarista
anunció el marcador: últimos momentos del partido, 5 a 4 para Boston. Las
plumas de Perrin, cortas y puntiagudas, se erizaron de irritación. No era
hincha
de los Red Sox.
Levantó la cabeza al oír la campana de encima de la puerta, que entonó una
alegre melodía.
—Ah, Eco —dijo—, mi amiga humana preferida.
—Soy tu única amiga humana —respondió ella mientras dejaba sobre el
mostrador la bolsa de polvo casi vacía—. Necesito reponer.
—En este mundo todo tiene su precio —advirtió Perrin, con la cabeza
ladeada hacia la radio.
Bateaban los Yankees. Bases llenas. Dos bolas. No hizo el ademán de coger
la
bolsa, ni lo haría mientras Eco no hubiera pagado por adelantado.
—Que sí, que sí. —Eco sacó del bolsillo lateral de su mochila la pequeña
caja
verde azulado, que puso al lado de la bolsa—. Aquí tienes los macarons.
Pese a mirar la caja, Perrin no hizo el gesto de aceptarla. Fallo del bateador.
Dos outs. Dos strikes.
—¿Has cogido los sabores especiales de temporada? ¿Y el de chocolate con
relleno de crema de vainilla?
—Sí —repuso Eco—. Me he asegurado de que tus minuciosas instrucciones
para el sufrido personal de Ladurée fueran seguidas al pie de la letra.
Bola en curva. Alta y pegada al cuerpo. Grand slam. Perrin rió entre dientes
al abrir la caja y dejar a la vista una perfecta hilera de dulces de colores
pastel.
Tomó en su mano un solo y delicado macaron y lo movió debajo de su nariz,
con los ojos cerrados de placer.
—Una combinación irreprochable de chocolate y vainilla. Es una sinfonía de
aromas. No puede haber luz sin oscuridad que la atempere.
—No te exaltes, Sócrates, que es una simple galleta. —Eco empujó hacia él
la
bolsa—. ¿Podríamos poner en marcha la película? Es que tengo que ir a
varios sitios, y robar a distintas personas. Qué te voy a contar.
—La paciencia, hija mía, es una virtud —respondió Perrin, que aun así tomó
la bolsa y la rellenó en el gran barril de polvo de sombra que tenía detrás del
mostrador.
Una vez el Ala le había explicado a Eco que aquel polvo era la oscuridad del
entrespacio en forma tangible, y que crearla era un arte muy especializado.
Perrin era uno de los pocos tenderos del Ágora que podían presumir de tener
su
propia mezcla.
—¿Por qué es una virtud la paciencia? —Eco se cruzó de brazos con los
codos
apoyados en el mostrador, más que nada porque aquello molestaba a Perrin
—.
¿Por qué no puede ser una virtud darse prisa?
Perrin se rió otra vez, mientras se le hinchaban las plumas grises del cuello.
—Ah, la juventud… ¿Adónde vas?
—Asuntos oficiales ávicen —contestó Eco, tamborileando en el cristal del
mostrador. Debajo, en el cajón, había toda suerte de rarezas: gemas talladas
en
bruto, relojes de bolsillo de plata y varias armas con adornos, algunas de las
cuales le había canjeado la propia Eco—. Top secret. Para que veas lo
importante
que soy.
—¿Secreto? Venga ya. —Perrin regresó al mostrador con la bolsa, llena de
polvo de sombra, y puso una mano en horizontal cerca de sus rodillas—. Te
conozco desde que eras así de alta.
—Tan baja no he sido nunca —protestó Eco mientras se guardaba el polvo en
el bolsillo—. Me materialicé tal como soy ahora.
Perrin, indignado, resopló y se atusó las plumas de los antebrazos, que
empezaban a ponerse grises.
—De mí sabes que puedes fiarte, ¿no?
Eco le sonrió.
—Pues claro que sí, pero es que me llama el deber. Tengo que irme
corriendo. —Se volvió otra vez hacia la entrada, saludando al tendero con la
mano—. Hasta luego, Perrin.
Ya estaba a medio camino de la puerta cuando él la llamó.
—Coge esto antes de irte, Eco. —Buscó en el mostrador y le puso en la
palma
de la mano una pulsera de cuero muy bien trenzado, que llevaba engastados
varios cristales redondos y una sola pluma del propio Perrin—. Por si
necesitas ayuda. Así podré encontrarte si te metes en problemas. —Señaló la
pluma
trenzada al cuero—. Considéralo mi batiseñal. No estaría bien que fueras sola
sin saber que en caso de necesidad dispones de refuerzos.
A Eco se le hizo un nudo en lo más profundo del pecho. Más tarde juró que
su sonrisa tampoco había temblado tanto al aceptar la pulsera de cuero. Daba
gusto que le recordaran que tenía una familia extensa, aunque fuera tan
peculiar.
—Gracias, Perrin. Deséame suerte.
Perrin la despachó con un gesto de su mano emplumada.
—Suerte —dijo—. Y procura no necesitarla.
11
Kioto era una de las ciudades favoritas de Eco, que al visitarla por primera
vez
(por encargo de Perrin, encaprichado de un tipo muy concreto de mochi de
temporada) se había quedado impresionada por el contraste entre lo antiguo y
lo
nuevo. Había templos junto a rascacielos de cristal, y algunas calles, como la
del
barrio de Pontocho, donde se encontraba, se habían conservado tan bien que
parecían puertas al pasado. Pese a haber transcurrido cien años, la casa de té
indicada por el mapa seguía exactamente donde esperaba Eco que estuviese.
Sin
embargo, al mirar a los centinelas apostados en el exterior del edificio, su
confianza se vino abajo. Con lo bonito que había sido el día, con un sol que
iluminaba las estrechas calles de Pontocho, brillaba en la superficie azul
verdosa
del río Kamo e iluminaba las linternas de papel que oscilaban suavemente
con la
brisa…
—Mierda —susurró.
Llevaba como mínimo un cuarto de hora al otro lado de la calle, medio oculta
por el tronco de un cerezo. Acudió a su mente el verso del poema escrito a
mano
en el mapa: «Donde nacen las flores hallarás tu camino». Resopló. Mejor
dicho
hallarás una muerte prematura. A los centinelas solo los había visto cuando
estaba a punto de entrar tranquilamente en la casa de té. Parecían muy
humanos, con dos ojos y dos piernas y sin escamas apreciables a simple vista.
Eco
nunca había visto un drakharin de carne y hueso, pero le había llamado la
atención su forma de moverse, como si estuvieran alertas. No hacía falta ser
un
genio para atar cabos. A fin de cuentas estaba en territorio drakharin.
Vigilantes, pensó. Genial. Llevaba tanto tiempo observándolos que ya habían
hecho nada menos que tres cambios de guardia. La casa de té estaba vigilada
por
tres destacamentos, quizá por cuatro.
—En Mordor no se entra así como así —murmuró.
Y sin embargo era lo que iba a hacer. Haciendo acopio de serenidad salió de
detrás del árbol y caminó con paso firme hacia la puerta. Cuando se acercó,
los
vigilantes se miraron, pero la puerta de la casa de té corrió hacia un lado antes
de que tuvieran tiempo de interceptar a Eco. En el umbral había una anciana
de
espalda encorvada y rostro tan lleno de arrugas como un tronco de árbol, que
sonreía sin apenas dientes, y que hizo una leve inclinación con la cabeza en el
momento en que Eco empezó a subir por la escalera.
—Bienvenida —dijo en inglés, con algo de acento y una voz ronca por la
edad
—. Pasa, pasa.
La respuesta de Eco se apagó en sus labios antes de haber podido saludar a la
mujer: acababa de atisbar por encima de su hombro al ser más bello y
aterrador
que hubiera visto en su vida. En la sala principal de la casa de té había un
hombre joven que desentonaba con aquel entorno por su chaqueta azul oscuro
y
sus recias botas de cuero. Sobre las escamas que salpicaban sus sienes caían
mechones de pelo plateado. De lejos las escamas casi parecían un problema
cutáneo, pero Eco supo reconocerlas. Cerca de ellas temblaba el aire: estaba
usando encantos de nivel bajo para disimularlas, como una especie de
antiojeras.
Un ojo azul, el único que no estaba cubierto con un parche, dio un repaso a
Eco
con un desinterés y una altivez casi reconfortantes. No sospechaba nada de
una
humana.
—Qué hombre más maleducado —murmuró la anciana—. No ha querido
quitarse los zapatos.
Tú haz como si nada, pensó Eco, tragándose el miedo que se había apoderado
bruscamente de ella. No te costará.
—Ah —fue lo único que pudo contestar.
No estaba siendo su mejor interpretación. El drakharin de pelo plateado
apartó la vista como si ya la tuviera clasificada como una pobre humana que
pasaba por ahí. Un poco insultante, pero se conformaría.
La anciana entró en la sala principal y le hizo señas de que la siguiera. Sus
zapatillas se arrastraban por el suelo de tatami.
—Por el calzado no te preocupes. —Lanzó una mirada asesina al drakharin
—.
Tampoco lo han hecho los demás. Siéntate, siéntate, que voy a hacer el té.
Eco apoyó las rodillas en el tatami. Lo mismo hizo el drakharin, mientras la
miraba con menos curiosidad que desinterés. No hay nada raro que ver, pensó
Eco, nada en absoluto.
Mientras la anciana llenaba dos cuencos de té de un matcha espeso y verde,
Eco se aguantó la risa histérica que amenazaba con brotar de ella. Estaba
compartiendo té con un drakharin. No veía el momento de que lo supiera Ivy,
si
es que vivía para contárselo, lo cual, dadas las circunstancias, ya era mucho
suponer.
La voz de la anciana la sacó de sus cavilaciones.
—No habéis sido los primeros en llamar a mi puerta. Hace unos días pasaron
dos muchachos, aunque tenían plumas. Ellos sí que se descalzaron. Uno de
los
dos tenía ojos de halcón. —Se dio la vuelta hacia el drakharin ladeando la
cabeza de modo inquisitivo. Él entornó con recelo su único ojo azul, y su
cuerpo se quedó muy quieto, como una víbora a punto de atacar. Una sonrisa
arrugó la
piel curtida que rodeaba los ojos de la vieja—. No hace falta que desperdicies
tu
magia en esconder las escamas, muchacho, que a mí no se me engaña con
encantos. Es un don que se han transmitido varias generaciones de mi
familia, desde que heredamos esta casa de té. Mi abuela me dijo que los
anteriores dueños también tenían plumas. Pero solo los ves si sabes qué
buscar. —Le hizo
un guiño a Eco—. Tú me entiendes, ¿verdad?
Eco profirió unas cuantas sílabas ahogadas, primas lejanas de palabras
coherentes. La salvó la anciana poniéndoles delante los cuencos de té.
—Bueno —dijo mientras se apoyaba en los talones—, ¿qué os trae a mi
humilde casa de té? —Volvió la cabeza para mirar al drakharin. Lo único
joven
que tenía la mujer eran los ojos, brillantes y astutos como los de un zorro—.
Tú
primero.
El drakharin arqueó una ceja como si no estuviera acostumbrado a que le
dijeran los humanos lo que tenía que hacer.
—Información.
Tenía una voz grave y sonora, con un leve acento que Eco no identificó.
Nunca había oído hablar en drakhar, pero debía de ser su idioma materno lo
que daba aquel matiz a su forma de hablar.
La anciana se rió entre dientes.
—Respuesta equivocada. —Se volvió hacia Eco—. ¿Y tú?
Es el momento, pensó Eco. Todo o nada. Aún podía salir indemne de aquella
situación. Solo tenía que fingir ignorancia. Podía mentir y decir que había
entrado a tomar té, pero le quemaba en el bolsillo el mapa de la caja de
música y
era consciente de que debía llegar hasta el final. Bajo la mirada fija del
drakharin se lo sacó del bolsillo de la chaqueta, lo desdobló y lo deslizó por
el tatami.
—A mí me trae esto.
La vieja lo tomó en sus manos y lo examinó. Al cabo de unos segundos
introdujo una mano arrugada en los pliegues de su quimono, y cuando abrió
los
dedos todo el campo visual de Eco se redujo a lo que había en ellos. De una
fina
cadena de bronce pendía un colgante de jade bastante grande para adaptarse
bien a la palma. Tenía en un lado una hendidura. Era un medallón. A su
circunferencia se amoldaba un dragón de ojos esmeraldas y alas extendidas,
como si custodiase algún tesoro. Pese al claro origen drakharin de la joya,
despertó un deseo profundo y visceral en Eco.
—La respuesta correcta era esto. —La vieja tomó a Eco de la mano y le puso
en la palma el medallón con sus dedos enfermos de artritis—. Es para ti.
La mirada del drakharin pasó del medallón de la mano de Eco, con su
insignia en forma de dragón, a la propia Eco, que prácticamente oyó girar sus
engranajes cerebrales. La anciana cerró los dedos de Eco sobre el colgante y
se los apretó con una fuerza insólita. Su sonrisa sin dientes era todo arrugas,
pero resultaba encantadora.
—Cógelo —le ordenó—. Y sé fuerte.
—Estás al servicio de los ávicen —afirmó con voz sibilante el drakharin,
antes
de que Eco pudiera formular alguna de las muchas preguntas que se le
ocurrían.
Mierda. Eco apretó el puño en torno al colgante, y al levantarse volcó con las
rodillas su cuenco de matcha. La anciana se lanzó entre ella y el drakharin
tuerto, usando su cuerpo como escudo en el mismo momento en el que
despuntó en la parte trasera del quimono, manchándolo de rojo sangre, la
punta
de un cuchillo (que Eco no había visto que llevara el drakharin). Vaciló. Era
un
rojo tan vivo, tan inverosímil en contraste con el frío gris del acero… La
anciana
señaló la puerta trasera con un dedo tembloroso, mientras el drakharin
pugnaba
por sacar el cuchillo.
—Corre —dijo con voz ronca.
El drakharin dio una orden seca. Los centinelas irrumpieron por la puerta
principal. Saltando por encima de la porcelana rota y los charcos de té, Eco
salió
al jardín, y al ver lo que le había dado la vieja estuvo a punto de llorar de
alivio.
En el jardín, dos cerezos unían sus ramas retorcidas como dos enamorados,
formando un arco perfecto. Supuso que bajo sus pies harían lo mismo sus
raíces:
un umbral natural. Sus manos, que temblaban a causa de la adrenalina,
sacaron
un puñado de polvo de sombra. Se le cayó la bolsa al suelo, pero tenía
bastante
para abrir la puerta. A la vez que corría embadurnó el árbol de la derecha con
un rastro de polvo, y al deslizarse por debajo de las ramas enlazadas de los
árboles volvió la vista hacia atrás, y se encontró con el imposible azul del
único
ojo del drakharin, que justo en ese momento aparecía por la esquina dando
órdenes a grito pelado a sus centinelas. De pronto quedó todo a oscuras, y
Eco
desapareció.
12
Caius miró a Dorian fijamente. El ruido de la sala de ejercitación de la
armería
(canto de acero contra acero, roce de botas por piedra desgastada) protegía de
oídos curiosos su conversación. Habría jurado que el capitán de su guardia
acababa de admitir que una anciana y una adolescente (humanas ambas, nada
menos) habían sido más listas que él, pero no podía ser verdad. Imposible.
—¿Se te ha escapado? —preguntó, jadeando por el esfuerzo.
Hizo una señal con la cabeza a la guardia con la que se había ejercitado. Ésta
se marchó con una reverencia, mientras envainaba la espada, para unirse a un
grupo de otros guardias que descansaban en el rincón.
Dorian se dispuso a dar la calamitosa explicación que se le había ocurrido
entre Japón y Escocia, pero a Caius no le interesaban las excusas.
—¿Una chica humana, y va y se te escapa?
Por el cuello de Dorian subía lentamente una mancha rosada, aunque el
tejido cicatrizado de su mejilla izquierda siguió tan blanco como siempre. Al
menos tuvo la dignidad de mostrarse abochornado. Caius se secó la frente
con la
manga sin soltar los dos cuchillos alargados con los que había estado
practicando, armas con menor alcance que un mandoble pero que
compensaban
esa carencia con velocidad y precisión. Sus hojas eran relativamente simples,
sin
otro adorno que estilizados y elegantes grabados de guivernos alados. Respiró
profundamente para que se le serenara el pulso. Dorian esperó en silencio a
que
dijera algo, con semblante avergonzado.
—Dime que tenemos algo a que agarrarnos, por favor —le rogó Caius
mientras iba al rincón de la sala más alejado de donde estaban haciendo
instrucción los dragones de fuego de Tanith.
Aunque todos los drakharin de la estancia le hubieran jurado lealtad, los
dragones de fuego se la profesaban también, y muy férrea, a Tanith.
Dorian sacó algo de su bolsillo y lo mostró a Caius. Era una bolsa de piel,
blanda y flexible después de muchos años de manipulación. Tal vez en otros
tiempos hubiera sido morada, pero hacía mucho que la piel se había
descolorido,
y era de un negro suave. Las estrellas bordadas en la parte delantera se habían
puesto grises por el uso. Caius introdujo los dedos y los sacó manchados de
un
fino polvo negro.
—Polvo de sombra —dijo—. ¿Cómo, por lo más sagrado, ha podido obtener
polvo de sombra una chica humana?
—Lo usó para huir por una puerta que tenía la vieja en el jardín. —Dorian
sacudió la cabeza y exhaló un suspiro largo y entrecortado—. Malditos
árboles.
Caius cerró la mano alrededor de la bolsa.
—Una humana viajando por el entrespacio. En mi vida había pensado que
vería tal cosa.
—Dime qué tengo que hacer. —Los azules del ojo de Dorian formaban una
auténtica vorágine. Caius no conocía a ningún otro drakharin con ojos
cambiantes en función de su estado de ánimo—. Puedo arreglarlo.
—Quiero que se la encuentre. Convoca a nuestros informadores ávicen, y en
caso de necesidad llama a los brujos. Si hay una humana que hace encargos
para
los ávicen, y si su relación con ellos es bastante estrecha para conocer la
magia de las puertas, alguien tiene que saber quién es.
Dorian asintió con la cabeza.
—Hay algo más —dijo apartando la vista.
Los dragones de fuego estaban en silencio. Cuando Caius se dio la vuelta
hacia ellos, rehuyeron su mirada. Esperó a que levantaran las espadas y
siguieran
ejercitándose.
—¿De qué se trata?
Dorian se acercó un poco más y habló en voz baja.
—La mujer le dio algo, un medallón, creo que de jade, con un relieve de
bronce. Llevaba tu escudo de armas. —Sacó de su bolsillo un pequeño papel,
que desdobló—. La chica le enseñó esto.
Al ver lo que tenía Dorian en la mano, Caius tuvo la impresión de que se
detenía el tiempo. Su corazón se convirtió en una rueda que rodaba oxidada a
trompicones hasta quedarse casi quieta. Tomó el mapa de manos de Dorian,
con
una aguda y dolorosa conciencia de todos los movimientos de sus
articulaciones.
Conocía la letra. No la había visto en casi cien años, pero la conocía. Rose
nunca
había sido tan poco cuidadosa como para escribirle cartas de amor, pero tenía
la
obsesión de tomar notas, y su cabaña estaba llena de todo tipo de garabatos,
desde letras de canciones recordadas a medias a verduras que tenía que coger
del pequeño huerto casero. No tuvo duda alguna de que las palabras del mapa
las había escrito Rose, su Rose. Pero ¿de dónde lo había sacado la muchacha?
Tragó saliva con la boca seca.
—¿Y estás del todo seguro de que era un medallón de jade?
Dorian asintió despacio, con la frente arrugada. Caius apartó la vista. No
tenía el menor deseo de ver grabada la perplejidad en el rostro de su capitán.
Joyas suyas de jade, con su sello, y que se hubieran perdido, no había más
que una. Se la había arrebatado un incendio hacía una eternidad, junto con
muchas
otras cosas. La única persona al corriente de lo de Rose era su hermana, y
aquel
era un secreto que se llevarían ambos a la tumba. Cerró los ojos, y por un
momento no percibió otro olor que el de humo acre y sal de mar.
—No tiene derecho a quedárselo. —Las palabras se le hacían pastosas,
difíciles de pronunciar—. Búscala. Dale caza.
Dorian le miraba fijamente con cara de preocupación, o de algo más a lo que
Caius no podía responder; algo que le llegaba al alma, pero no como
sospechaba
que podía desearlo Caius. Toda amistad tiene sus secretos, y con tal de que
Dorian pudiera guardar el suyo Caius estaba dispuesto a hacerse el tonto, el
despistado. Dorian parecía deseoso de preguntarle por el leve quiebro de su
voz,
y por la angustia que Caius temía que se viera en su mirada.
—¿Y cuando la encuentre? —preguntó.
—No hagas nada —repuso Caius. Si quería que se hiciese algo bien tendría
que hacerlo él mismo—. Infórmame.
—¿Qué planeas, Caius?
El tono de Dorian no era el de un obediente guardián, sino el de un amigo.
El hecho de que hubiera aparecido el mapa con anotaciones manuscritas de
Rose, y el medallón que le había dado Caius, quería decir que sin saberlo él
Rose
había tenido algún papel en las actividades ávicen en tierras japonesas. Caius
no
le había ocultado nada sobre su persona, ni un solo secreto, vivencia
vergonzosa,
deseo o sueño. Rose lo sabía todo, mientras que Caius empezaba a pensar que
él
no había llegado más allá de la mera superficie de su persona. Recordó la
sensación de recorrer con sus labios la piel de Rose, besándola en la nuca y
admirando cómo reflejaba el medallón la suave luz de las velas de su tocador.
El
camino al pájaro de fuego lo había llevado a donde estaba ahora: a descubrir
el
rastro de la joven a quien tanto tiempo atrás había amado y perdido. Tenía
que
saber cómo encajaba Rose en todo aquello. Tenía que encontrar un sentido al
rompecabezas disperso que había dejado Rose.
—A la chica ya la busco yo —le dijo a Dorian—, pero no como Príncipe
Dragón. Esto es algo personal. Tiene algo que me pertenece, y pienso
recuperarlo.
13
Eco salió de la estación de metro de Astor Place con el peso del medallón en
el
cuello. No se atrevía a volver a Grand Central por el riesgo de que el
drakharin
hubiera conseguido seguir su rastro por el entrespacio. Aún le temblaban las
manos por la adrenalina, y tenía los dedos ennegrecidos por los restos de
polvo
de sombra. Lo prioritario, antes de hacer algo o de ir a alguna parte, era
reponer
sus existencias. Si la encontraban tendría que poder escaparse por la puerta
más
cercana. Cerró la cremallera de la chaqueta para protegerse del frío y se
internó
por Saint Mark’s Place. Una breve visita al Ágora para que Perrin le diera
más polvo, y luego a ver al Ala.
Respiró profundamente y se metió en la multitud de transeúntes anónimos,
temerosa de cerrar los ojos y ver de nuevo el rojo intenso de la sangre de la
vieja en el cuchillo del drakharin tuerto. Cómo brillaba… Parecían rubíes
licuados. Ni
tan siquiera las bocinas estridentes del tráfico en hora punta le impedían
seguir
oyendo los últimos estertores de la anciana.
Tanteó el medallón y se quitó la cadena por el cuello. Tenía que haber algo
dentro, algo que el drakharin codiciara hasta el punto de estar dispuesto a
matar. Intentó hacerlo saltar por la hendidura, pero el cierre era viejo y estaba
torcido, como si lo hubieran cerrado a martillazos. Los secretos que pudiera
contener no se revelarían hasta que ella o el Ala lograran sonsacarlos.
Justo cuando apretaba en el puño el medallón y metía en los bolsillos sus
manos sucias apareció el alegre cartel de Crif Dogs. Detrás del mostrador aún
estaba la chica del pelo azul, con los pies en alto, como si no se hubiera
movido
desde la anterior visita. Sin molestarse esta vez en sonreír, Eco pasó a gran
velocidad junto a las mesas, todas llenas, y una vez en la cabina telefónica
pronunció la contraseña en el auricular, con el piloto automático encendido.
Ya
había recorrido medio laberinto cuando oyó unas voces que reconoció. Se
aguantó una palabrota y se escondió en una esquina, rezando a todos los
dioses
posibles por que no la hubieran visto.
—Algo planea. Lo noto en los huesos —dijo una voz sibilante.
Era Ruby, la discípula predilecta de Altair, pareja de instrucción de Rowan y
enemiga mortal de Eco.
Mierda. Se pegó a la pared, haciéndose daño con los bordes de un nicho que
se le clavaron en la espalda.
—Sin pruebas de un delito no puedo hacer que comparezca el Ala ante el
resto del consejo, Ruby.
La segunda voz era grave y retumbaba un poco, como un trueno. Altair.
Doble mierda. Triple mierda. Mierda al infinito.
Se atrevió a asomarse un poco y soltó una palabrota para sus adentros. No
había nadie más, pero tampoco hacía falta. Altair, con las plumas blancas
muy pegadas a la cabeza, a juego con su capa de halcón de combate. Las
plumas de
sus brazos, de color marrón oscuro, casi parecían negras en la escasa luz del
laberinto. La capa de Ruby, oscura y reluciente como un vertido de petróleo,
se
confundía con el negro plumaje de sus brazos y cabeza hasta el punto de que
apenas se veía en la sombra. Cuando se ponía una armadura solo podía ser la
blanca de los halcones de combate, cuya claridad la hacía parecer cetrina y
enfermiza. Según había oído Eco, Ruby había aprendido a dominar las
sombras,
pero hasta ahora ella no lo había visto. Era una de las razones de que Altair la
tuviera entre sus reclutas favoritos. Los ávicen tenían facilidad para la magia,
mucho más que Eco, pero aun así el talento de Ruby era insólito para su edad.
—¿Después de lo que acabas de ver? —preguntó Ruby—. ¿Qué otras
pruebas
necesitas?
—Te estás propasando, Ruby. Soy tu comandante, no tu amigo.
La voz de Ruby se tiñó de vergüenza.
—Lo siento, señor. ¿Qué deseáis que haga?
El estómago de Eco se embarcó en unos ejercicios gimnásticos dignos de
aplauso. Como empezara Altair a meter las narices en las cosas del Ala, no se
detendría hasta haber descubierto sus planes de encontrar al pájaro de fuego.
En
el caso de Altair la palabra «persistente» se quedaba muy corta.
—Yo lo único que sé es que a esta chica el Ala la hace ir de un lado para otro
—comentó Altair—. Ha estado haciendo recados para el Ala de los que nadie
sabe nada. Tenla vigilada. Aunque el Ala le tenga confianza, no es de los
nuestros.
—Nunca he entendido que la dejáramos quedarse aquí —dijo Ruby.
Eco se mordió con tal fuerza la carne de la mejilla que corrió el peligro de
empezar a sangrar.
—Por sentimiento.
La palabra, en boca de Altair, era soez.
Ruby dijo algo que Eco no entendió, pero no le hicieron falta detalles
concretos para captar la insidia de su tono. Era necesario irse antes de que la
descubrieran escondiéndose en la oscuridad. Sin más polvo de sombra, no
obstante, no podía volver. Se metió el medallón en el bolsillo, irguió los
hombros y dobló la esquina. Al oír sus pisadas por los tablones sueltos y
desperdigados que formaban el suelo del laberinto se clavaron en ella dos
pares de ojos.
Agitó los dedos a guisa de saludo, disfrutando en silencio con la mueca de
desprecio que formaban los labios de Ruby. Era un sentimiento mutuo.
—Hola.
Altair se la quedó mirando con toda la dureza de que eran capaces sus ojos de
águila, naranjas y negros.
—Eco —fue lo único que dijo antes de despedirse de Ruby con un gesto de la
cabeza y dar media vuelta.
Se fue por un pasillo que lo conduciría a los túneles de debajo de Astor Place,
hasta que las sombras se tragaron su menguante silueta.
Cuando Eco se volvió otra vez hacia Ruby, topó con la sonrisa menos
amistosa
que había visto en su vida. A solas con Ruby se sentía pequeña. Aunque
Altair
considerara a Eco un ser inferior, con él se encontraba menos desprotegida.
Era
de esos hombres que seguían las normas a rajatabla. De Ruby no estaba tan
segura.
—Eco. —La voz de Ruby era empalagosa, y tan falsa que le dio ganas de
gritar
—. ¿De dónde sales tú?
De que me persiguiera un drakharin por Japón, pensó Eco, pero como
difícilmente podía reconocerlo mintió:
—De visitar a un médico humano. —Se puso las manos en la barriga—.
Problemas digestivos.
Ruby arrugó la nariz como si percibiera un mal olor.
—¿Y ahora adónde vas?
—A la tienda de Perrin. Le he dicho a Ivy que pasaría a buscarle algunas
cosas.
Sin ser la verdad se aproximaba a ella. Quizá tuviera que ser ese su lema.
—Pues te acompaño —dijo Ruby como si fuera lo más normal del mundo, y
como si su mutua antipatía no fuese tan densa que Eco podría haberla servido
a
cucharadas.
Vaciló unos segundos antes de asentir con la cabeza. Recorrieron en silencio
el resto del laberinto hasta salir a la luz amarilla del Ágora. Eco sonrió a unos
cuantos ávicen que las miraron (el panadero, siempre rodeado de olor a
harina y
mantequilla; la modista, de tan extraordinario parecido con el ave del paraíso
que había visto Eco en un libro…), pero las sonrisas que recibió a cambio
eran tensas y cautas. Debían de formar una extraña pareja: Ruby, con su capa
de
plumas negras y su aspecto de sombra, y a su lado Eco, pequeña, implume,
humana.
Ruby habló en voz baja, lo bastante para que Eco supiera que lo que decía era
solo para sus oídos.
—Altair quiere que se te trate con guantes de seda, pero yo sé que el Ala
trama algo y que tú estás metida en ese algo.
Eco se puso tensa.
—No sé de qué hablas —contestó con el tono más neutro que pudo.
Ruby la tomó por el brazo, apretando los dedos como un torno de acero.
—No sé a qué te dedicas, pero a Rowan no lo metas. Tiene un gran futuro
con nosotros. No hagas que se hunda contigo.
Eco se soltó, aguantando las ganas de frotarse la zona donde sabía que más
tarde le saldrían morados en forma de dedos. No había en el idioma inglés
una
palabra con bastante fuerza para condensar su desprecio por Ruby. Echó un
vistazo a los ávicen que transitaban por la plaza. Media docena de cabezas se
volvieron de golpe como si las hubieran estado mirando fijamente. Estuvo
segura de que aún se esforzaban por oír la conversación. Lo que pensaba
Ruby
sobre los humanos, y en especial sobre Eco, era de dominio público.
Probablemente verlas juntas fuera lo más jugoso de toda la semana. Ya lo
había
dicho Rowan: demasiados ávicen y demasiados pocos cotilleos. Al volverse
de nuevo topó con la mirada fija de Ruby, cuyos ojos tenían el mismo color
azul claro repelente que los buitres. Eco los odiaba. Odiaba los ridículos ojos
de Ruby, y sus ridículas plumas negras, y su ridícula piel blanca como la
leche. De ella lo
odiaba todo.
—Backpfeifengesicht —dijo.
Era una de sus palabras favoritas. En alemán, «cara hecha para que le den
puñetazos». Se amoldaba perfectamente a Ruby.
Durante medio segundo la cara de Ruby reflejó su desconcierto. Fue el medio
segundo más dulce de toda la vida de Eco.
—¿Qué significa eso? —preguntó.
Eco casi sentía en la boca el sabor del esfuerzo que le costaba a Ruby
preguntarlo. Sonrió con dulzura de sacarina.
—Búscalo.
La mirada de Ruby se volvió más penetrante.
—Yo lo único que digo es que en tu lugar sería muy cuidadosa a la hora de
confiar en alguien.
—Caramba, Ruby, no sabía que te importase.
—La que me importa no eres tú —respondió Ruby.
Tardó en desaparecer lo mismo que Eco en parpadear. Eco miró la multitud,
pero era como si Ruby se hubiera fundido con las sombras. No le habría
sorprendido que siguiera en el mismo sitio que antes, observando. Esperando
un
desliz. Los pocos metros que faltaban para la tienda de Perrin los recorrió con
la
sensación de que se le clavaban unos ojos en la espalda. Entrar, llevarse el
polvo
de sombra y salir. Primero el drakharin y ahora Ruby. Tenía que ir a ver al
Ala.
Ella sabría qué hacer.
Abrió de un empujón la puerta de la tienda de Perrin y se le quedó el saludo
en la garganta. Estaba todo patas arriba: trozos afilados de cristal en el suelo,
junto a los armarios y vitrinas de curiosidades de Perrin, que habían sido
abiertos a la fuerza… Se veía polvo de sombra esparcido en todas partes,
hasta el
punto de que también flotaba en el aire. Había algunas vigas de madera que
sobresalían en un punto en el que parecía que se hubiera estampado un
cuerpo
en las estanterías, y pesados atlas y rollos de pergamino desperdigados por el
suelo.
Y en medio de aquel caos, de todos los escombros, destacaba una sola pluma
blanca, tan conocida para Eco como el pelo de su propia cabeza. Era de Ivy.
Su
estómago dio un vuelco con la pesadez del plomo al hundirse en el agua.
—Mierda.
14
—¡Ala!
Eco entró en tromba por la puerta del nido del Ala, sorda a las quejas de sus
músculos. No había dejado de correr desde la tienda de Perrin, empujando sin
apenas verlos a ávicen y humanos durante su carrera por los túneles repletos
de
Astor Place y Grand Central, y lanzándose por los umbrales como si
quemaran.
—No está Ivy. Se la han llevado.
—Ya lo sabemos.
La voz ronca y acerada de Altair llegó hasta lo más profundo de Eco con la
vibración de sus graves. Lo había interrumpido mientras conversaba con el
Ala,
que a sus espaldas respondió a la mirada frenética de Eco con una expresión
precavida. En contraste con los cálidos colores tierra del mobiliario del Ala,
los blancos y marrones del plumaje corto y erizado de Altair casi parecían
bonitos.
Eco abrió y cerró la boca. Ya se imaginaba lo que habría dicho el Ala en
circunstancias normales: «¿Qué, esperando que entren moscas?» Pero
aquellas circunstancias no eran normales. El Ala y Altair a duras penas se
soportaban, y el
segundo no iba a ver jamás a nadie a su casa.
—Ehhh… —A veces Eco tenía la demoledora certeza de que ni mucho
menos
corría tan deprisa como le gustaba pensar—. Es Ivy… La…
Las palabras se resistían a salir de su garganta. El Ala pasó junto a Altair y
tomó las manos de Eco para darles un apretón un poco demasiado fuerte.
—Ya lo sé. Acaba de contármelo Altair. Tenemos motivos para pensar que
han sido brujos.
—He ido a la tienda de Perrin. —Las palabras salían a empellones por la
boca
de Eco—. Está hecha un desastre, llena de cristales, con todo roto… y… —
Apartó una mano de las del Ala para meterla en el bolsillo y sacar la pluma
blanca que había recogido del suelo—. He encontrado esto.
Le escocían los ojos, pero parpadeó, intentando contener las lágrimas. No
pensaba llorar delante de Altair. No, por nada del mundo lloraría.
El Ala se llevó las manos a la boca, a la vez que se le deshacía la estudiada
máscara de neutralidad.
—Ivy, mi pequeña…
—Creemos que los brujos estaban a sueldo de los drakharin —dijo Altair con
una mano en el pomo de la espada. Nunca iba a ningún sitio desarmado—.
Un
ataque dentro del Ágora sería demasiado peligroso sin la debida motivación.
Los brujos son codiciosos; fáciles de sobornar y, si se lo proponen, brutales.
Eco abrió la boca para contestar, pero se le adelantó el Ala:
—Pero ¿por qué iban a llevarse a Ivy? Muy pocos se atreverían a ponerle la
mano encima a una sanadora, aprendiz para más inri.
Es por mí. La idea se posó en el estómago de Eco como si estuviera hecha de
piedras. Metió la mano en el bolsillo para cerrar los dedos alrededor del
medallón. Se la han llevado por mí. Porque tengo el medallón y ellos lo
quieren.
En ese momento se sintió irremediablemente joven, más que nunca desde su
primera fuga. El Ala quiso tocarla, pero ella se apartó. Iba a ser fuerte,
aunque solo fuera por Ivy. La idea de que la búsqueda del pájaro de fuego
hubiera llevado a los drakharin hasta las puertas de los ávicen se enroscó en
el corazón
de Eco y apretó. Si le habían hecho daño a Ivy, o algo peor, y si la culpa era
de
Eco, ya no podría vivir con su conciencia.
—Muy buena pregunta, Ala. —Altair no había levantado la voz, pero sus
palabras tenían un peso que hizo que a Eco se le acelerara el pulso—.
Esperaba
que estuvierais dispuestas a aclarar en algo la situación.
El Ala no pestañeó.
—No sé de qué hablas, Altair.
—No te hagas la tonta —respondió él—, que es impropio de ti. —Se acercó a
las dos, y de repente Eco percibió lo imponente de su corpulencia: dos metros
de
guerrero curtido en el campo de batalla, a cuyos pies se habían postrado por
miedo mejores mujeres que ella. Con Altair delante, Eco tomó conciencia
hasta
del último centímetro de su frágil humanidad. Las siguientes palabras fueron
dichas con la mirada fija en los ojos de Eco—: Ninguna de las dos sabéis
hasta qué punto tengo oídos en el Nido. Sé que habéis estado tramando algo a
mis espaldas, y he venido a averiguar de qué se trata. El momento del ataque
no puede ser casual. Si está relacionado con algún plan en el que hayáis
estado trabajando, tendréis que confesarlo.
El Ala puso una mano en el brazo de Eco para apartarla de Altair.
—Eco no tiene nada que ver. A ella no la metas.
Un gesto serio curvó hacia abajo las comisuras de la boca de Altair.
—Si guardáis secretos que puedan ser importantes para rescatar a Ivy y
Perrin
tengo que saberlos. —Inclinó la cabeza para mirar a Eco alrededor del
hombro del Ala—. Si no me cuentas lo que sabes, niña, averiguaremos si te
suelta la lengua una noche en las celdas.
El Ala apartó a Eco y se interpuso entre los dos. Eco era bastante baja por lo
que el Ala le impedía ver a Altair. El Ala, que tenía una mano en la espalda,
movió los dedos para llamar la atención de su protegida, como si no le hiciera
falta que se lo dijeran para saber que había regresado con algo. Una de las
muchas ventajas de ser vidente, supuso Eco.
—¿Cómo te atreves? —le espetó a Altair con fuerza suficiente para
asegurarse
su atención. Eco deslizó el medallón en la palma del Ala, que lo hizo
desaparecer entre los pliegues de su túnica mediante un giro de la muñeca—.
Eco es mi pupila, por lo tanto goza de mi protección. No tienes ningún
derecho a
presentarte aquí y hacer amenazas. Solo es una niña, y no ha incumplido
ninguna ley.
—¿Qué no ha incumplido ninguna ley? —Altair profirió una larga y fría
carcajada—. Es una ladrona. Eso te lo diría cualquier ávicen. De inocente
tiene
poco, la niña.
La niña. Como si no la tuviera delante. Por mucho tiempo que viviera Eco
entre los ávicen, Altair siempre la vería como ajena, inferior. Eco salió de
detrás del Ala y se envolvió en su determinación como en una armadura.
—¿Qué piensa hacer con Ivy? —preguntó. No pensaba esconderse detrás del
Ala por miedo a Altair, y menos ahora que le habían arrebatado a su amiga
—.
¿Y con Perrin?
Altair, cuyos ojos brillaban de rabia contenida, ladeó la cabeza.
—No te debo ninguna explicación. Si el Ala te considera una niña, como tal
serás tratada. Vete. —Dejó de mirarla para fijarse en el Ala—. No es de tu
incumbencia.
—Perdone, pero mis amigos son de mi incumbencia.
Eco tomó a Altair por el brazo sin haber tenido tiempo de pensar qué hacía y
le hizo volverse hacia ella bruscamente. Altair se quedó mirando su mano,
tan pequeña en comparación con los músculos gruesos y tensos de su
antebrazo. Eco
tuvo que hacer un esfuerzo para no arredrarse ante la insistencia de su mirada.
—Ya me tienes harto, niña —dijo él, dominándola con su estatura. El marrón
oscuro y el blanco intenso de sus plumas imponían igual de cerca como de
lejos
—. Como digas una sola palabra más te juro que te meto en una celda bien
cómoda, por muy niña que seas.
Eco se lo quedó mirando, con las manos crispadas a ambos lados de su
cuerpo. De pequeñas a Ivy y a ella se les había ocurrido saquear el armario
del
Ala y pasearse con sus largas túnicas, que en la mayoría de los casos volvían
a su
sitio en pésimas condiciones. El Ala les echaba un severo sermón y les pedía
que
no se repitiese. Entonces, como era natural, Eco convencía a Ivy de que
redoblaran sus esfuerzos. El Ala ya se había dado cuenta muy pronto de que
la manera más rápida de conseguir que hiciera algo era decirle que no lo
hiciera.
Altair nunca le había prestado bastante atención para aprender lo mismo.
Inclinada, y con la barbilla en alto, Eco contempló los ojos anaranjados de
Altair, que a pesar de la calidez de la luz de las antorchas seguían siendo fríos
y duros.
—Pruebe.
15
Las mazmorras de la Fortaleza del Guiverno eran implacables. Sus oscuros
muros de piedra, cubiertos de mugre por el paso de los años, devoraban tanta
luz que a Dorian solo le quedaba un resplandor muy tenue para guiar sus
pasos.
En el olor metálico del aire se adivinaba algo húmedo, asfixiante, como una
mezcla de sangre y musgo. Dorian, que respiraba por la boca, casi percibía en
sus
papilas el hedor de la carne quemada y las plumas chamuscadas. Si de algo
podían calificarse los interrogatorios de Tanith era de exhaustivos.
Primero se detuvo en la celda del tendero. Perrin, se llamaba. Tuvo que
aguzar la vista para ver el cuerpo de bruces en el suelo de la celda, contra la
pared del fondo, como si se hubiera caído al encogerse ante la última persona
a
quien había tenido delante. Era el efecto de Tanith en los débiles. Bueno, a
decir
verdad en casi todos. La luz era tan tenue que Dorian apenas vio subir y bajar
el
pecho de Perrin. Pasaron unos instantes sin una sola inhalación que rompiera
el
silencio. El tendero guardaba la inmovilidad perfecta de la muerte. Dorian
frunció el ceño. Perrin no era un dechado de virtudes, pero las metódicas
atenciones de Tanith solo se las habría deseado él a su peor enemigo.
Se oyó un ruido de cadenas en la celda de la otra punta de la mazmorra. La
chica ávicen, la que se había equivocado de lugar y de momento. No había
querido decir su nombre. Dorian se preguntó si Tanith habría tenido más
suerte.
Se acercó a la puerta de su celda, asegurándose de que sus pasos sonaran con
fuerza en el silencio turbador de la mazmorra, a fin de no asustarla. Estaba
agazapada en un rincón, encogida para ocupar el menor espacio posible. Ni
siquiera la oscuridad, sin embargo, podía ocultar los pequeños temblores que
agitaban su cuerpo. Tenía manchas de hollín y sangre en el plumaje blanco.
Se
puso tensa cuando Dorian se acercó.
Él apoyó las manos en los gruesos barrotes de la celda.
—¿Cómo te llamas? —preguntó con la mayor suavidad que pudo.
La chica ni siquiera levantó la cabeza. Dorian suspiró y metió la mano en el
bolsillo para sacar su llave maestra. Al oír que abrían la puerta, ella se apretó
aún más contra el muro. Como si dispusiera de más espacio para replegarse.
Tiritó con la cabeza entre las rodillas.
Dorian se arrodilló delante de ella.
—No te voy a hacer daño.
Por supuesto que la joven no tenía ningún motivo para creerle, pero ante su
triste estado Dorian no sabía qué otra cosa decir.
La chica lo miró por encima de las rodillas con unos ojos grandes y negros
que reflejaban la luz de la antorcha. Parpadeó despacio y volvió a esconder la
cara en las rodillas.
—¿Cómo te llamas? —insistió Dorian—. De aquí no me muevo. Más vale
que
te llame de alguna manera.
Ella murmuró algo que Dorian no entendió.
—¿Puedes repetir?
Levantó muy poco la voz, pero bastante para que Dorian entendiera una
palabra: «Ivy».
—Ivy. Qué nombre más bonito.
—¿Qué se supone que eres, el poli bueno? —dijo ella con voz ronca y
quebrada.
—¿Cómo dices?
—El poli bueno. —La chica (Ivy, se recordó Dorian) levantó la vista. Su tos
salpicó las plumas blancas y sucias de sus antebrazos con unas cuantas gotas
de
sangre—. La rubia de ojos rojos. Esa era el poli malo. Entonces tú tienes que
ser
el poli bueno. —Volvió a toser—. Veo películas.
Dorian, que no entendía nada, cambió de tema.
—No tiene por qué ser así —replicó.
Ivy levantó más la cabeza.
—¿Ahora es cuando me dices que si hablo me soltarás, como si nada?
—No —contestó él. No tenía mucho sentido mentirle. No por ser joven era
tonta—. Soltarte no te soltaré, pero puedo ocuparme de que no vuelva nunca
Tanith. Puedo protegerte de ella.
La chica lo estudió un momento con parpadeos de búho en la oscuridad.
—Mentiroso —soltó en voz baja.
—Piensa lo que quieras. —Dorian se levantó y se sacudió los pantalones—.
No somos todos monstruos. Es como nos llamáis los ávicen, ¿no?
Se dio media vuelta con la llave en la mano, sintiéndose observado. Las
siguientes palabras de la chica apenas pasaron de un susurro, que Dorian no
entendió. Se encaró con ella y se puso de rodillas.
—Eso no lo he pillado —dijo, agachándose hasta donde se atrevió: aunque la
chica tuviera las manos encadenadas, uno de los brujos que la había llevado
tenía una hilera de marcas de dientes en el brazo. No se había dejado atrapar
sin
resistencia.
Ella carraspeó.
—¿Cómo lo perdiste?
Dorian se llevó una mano al parche, pero la dejó a medio camino. Ahora la
chica casi no temblaba, sino que lo miraba con serenidad, y la única señal de
que
aún estaba asustada era la piel tensa de alrededor de los ojos.
—Altair.
Dorian no tenía ni idea de si el nombre le diría algo, pero cuando vio que una
sonrisa lúgubre elevaba los lados de su boca sintió en las entrañas algo negro
y
venenoso.
—Muy bien. —La chica lanzó al suelo, junto a ella, un escupitajo de saliva y
sangre—. Espero que se lo quedara, porque dicen que le gustan los buenos
trofeos.
A Dorian se le fue la mano sin darse cuenta de lo que hacía. El bofetón
recibido en un lado de la cara arrojó contra la pared a la muchacha, por cuyo
rostro corrieron lágrimas, aunque lloraba en silencio. Volvió a sufrir
temblores, pero con más fuerza.
El deseo de pedir perdón fue casi incontenible, pero Dorian lo aguantó. No
pensaba dar explicaciones a una prisionera ávicen. Salió enojado de la celda y
dio un portazo. Después cerró con llave y salió de la mazmorra sin tomarse la
molestia de saludar a los dragones de fuego de la puerta.
Cuando estuvo bastante lejos para que el olor de sangre y musgo fuera solo
un fétido recuerdo, se dejó caer contra la pared del pasillo agradeciendo el
frío
de sus piedras rugosas en la piel. Tenía bilis en la boca, y ganas de vomitar.
Le
repugnaba una debilidad tan manifiesta; y si bien le habría gustado pensar
que
era la de la chica la que le asqueaba, no tuvo el menor asomo de duda de que
se
trataba de la suya.
16
La única luz de las celdas del Nido la daba el tembloroso resplandor de los
candelabros de los muros. Eco apoyó muy fugazmente la cabeza en la pared
que
tenía a sus espaldas. La piedra estaba húmeda, como si creciera algo en ella.
O
como si pudiera crecer algo, al menos.
Se inclinó con las manos en las rodillas. Se le había dormido el trasero de
tanto estar sentada en la dura piedra. Del frío suelo de su celda solo la
separaba
una manta pequeña y raída, con manchas sobre cuyo origen prefería no
pensar.
Sus actuales aposentos eran francamente medievales, pero no en un sentido
que
pudiera poseer algún encanto, como cuando había envuelto a Ivy en varias
capas
de ropa de punto y se la había llevado a rastras a Medieval Times, en Nueva
Jersey. Para pagarse el autobús y las entradas había tenido que robar al menos
una docena de carteras, pero habían comido muslos de pavo con las manos, y
el
Caballero Verde le había dado a Ivy una rosa, tras derrotar en singular
combate
al Caballero Blanco y Negro.
Francamente medieval era también el olor de la celda. No sabía de dónde
provenía. Tal vez del suelo. O de las paredes. O de todas partes. Respiró
profundamente sin percibir ningún otro olor que el de la tierra húmeda.
Petricor, pensó mientras lanzaba al otro lado de la exigua celda un terrón de
tierra suelta: dícese del olor de la tierra cuando ha llovido.
Sin luz era difícil saber cuánto tiempo había pasado. De momento ya le
habían deslizado dos veces entre los barrotes de la celda un triste plato de pan
con queso y un pequeño vaso de agua. Horas, por lo tanto. A lo sumo un día.
Se
le había hecho eterno. Los halcones de combate que la habían encerrado se
habían negado a responder a sus insultos. Qué poca caballerosidad. Al menos
Ruby habría tomado de su propia medicina.
Intentó distraerse pensando en otros sitios más acogedores. Pensó en la
primera vez que había dormido hecha un plácido ovillo sobre el montón de
cojines de la habitación del Ala, que mientras tanto le cantaba una nana sobre
urracas y pena. Pensó en la calidez del salón de té de Maison Bertaux, donde
riéndose con sus amigos se había sentido joven e invencible. Pensó en
Rowan.
¿Qué pensaría él de ella? Se había convertido en un recluta más, el más
prometedor de los nuevos. Le caía bien Altair. Lo respetaba. Y Altair acababa
de
meter a Eco en una celda. ¿Lo vería Rowan como algo deshonroso? Le dolió
pensarlo, pero solo un poco, como cortarse con un papel. Siempre había sido
una deshonra. En el fondo, solo era cuestión de tiempo que se diera cuenta
Rowan.
Le habría gustado tener papel, porque escribiendo habría roto la monotonía.
Pensó en lo que escribiría en su teórico papel con su hipotético bolígrafo. Sus
memorias de la cárcel. Tal vez una carta. Pero ¿a quién? ¿A Rowan? ¿A Ivy?
Pensar en Ivy ensanchaba el pozo de su alma, como un agujero negro que
devorase poco a poco la materia. Procuró no hacerlo, pues. Aunque no pensar
en Ivy, y en dónde estaba, y en qué hacía, y en si tenía miedo, era como
pedirse
a sí misma no respirar. Aunque pudiera cambiar el rumbo de sus
pensamientos,
y aguantar la respiración, tarde o temprano se rebelaría su cerebro, y exigirían
oxígeno sus pulmones, y se angustiaría una vez más pensando en Ivy. Ivy
sola.
Ivy asustada. Ivy herida. Y todo por culpa de Eco, y del maldito pájaro de
fuego.
Sollozó, pero se arrepintió enseguida. Era un ruido penoso, patético. De muy
pequeña había aprendido a llorar sin hacer ruido. Sin embargo, la idea de que
pudieran haberle hecho daño a Ivy, o de que pudiera estar agonizando, con
las
plumas blancas embadurnadas de sangre, se le hacía insoportable. Mordió
con fuerza el interior de su mejilla y puso toda su voluntad en volverse de
acero.
Con sollozos no salvaría a Ivy. En cambio las espadas eran de acero, y juró a
todos los dioses que atravesaría con una a la primera persona que tocara una
sola pluma de la cabeza de Ivy.
Suspiró. Allá abajo acabaría por pudrirse. Casi fue un consuelo saberlo. Su
putrefacción no dependía para nada de ella. Apoyó la cabeza en la pared, y ni
siquiera la humedad la molestó. Al final pudo más el cansancio, y cayendo en
sus brazos rezó por no soñar.
La despertaron unos golpecitos en los barrotes de su celda. Se incorporó de
golpe, pasándose una mano por la cara, e hizo una mueca al sentir en su
columna vertebral, enderezada bruscamente, una cascada de crujidos y
chasquidos. Aún no se había quitado del todo la obstinada telaraña del sueño.
Los restos de lo que había soñado se evaporaron olvidados como volutas de
humo al viento.
—Psst. Eco.
Se puso en pie y escudriñó la oscuridad.
—¿Quién es?
Se dibujó en lo negro una figura, visible solo a medias, pero aquellas plumas
de color marrón dorado las habría reconocido en cualquier sitio.
—Rowan —musitó, rodeando los barrotes con los dedos—. Nunca me había
alegrado tanto de verte.
Le dio mucha rabia que llevara la misma armadura que los halcones de
combate que la habían encerrado en la celda. Odiaba lo nuevo y reluciente de
la
pechera de bronce, y el blanco prístino de la capa sujeta a los hombros, y las
pequeñas cadenas que colgaban de sus charreteras, señal de su rango de
nuevo
recluta. No era Rowan, para nada. La guerra se había colado en el mundo de
Eco, tragándose uno tras otro a sus amigos.
Él metió las manos entre los barrotes y enlazó sus dedos con los de Eco. Sus
ojos castaños estaban llenos de preocupación. Sintiendo sus pieles en
contacto, a
Eco se le hizo un nudo enrevesado en lo más hondo de su ser. Rowan apoyó
la
frente en los barrotes.
—He oído que estabas aquí abajo y he venido lo antes posible. Les he dicho a
los vigilantes de la puerta que ya los relevaba yo. ¿Qué demonios ha pasado?
Eco cerró los ojos, reposando la frente en los barrotes. Estaban tan cerca sus
caras que respiraban el mismo aire. El aliento de Rowan olía a chocolate
caliente.
Tuvo ganas de reír, llorar y destrozar a puñetazo limpio los muros de la celda.
—Me he enfrentado a Altair —susurró—. Se han llevado a Ivy, y es mi
culpa.
No puedo explicarte por qué. Quiero pero no puedo.
—Eh —dijo Rowan, apartando una mano de los barrotes para secar las
mejillas de Eco, que ni siquiera se había dado cuenta de que estuviera
llorando
—, que a mí puedes contármelo todo, ya lo sabes.
Eco sacudió la cabeza, y su pelo rozó los barrotes. No podía contárselo. Lo
prometido era deuda, y más con el Ala. Mordió sus labios agrietados,
reteniendo
las palabras que se moría de ganas de pronunciar.
El suave suspiro de Rowan agitó los pelos sueltos de las sienes de Eco.
—Todo se arreglará.
Ella le apretó tanto los dedos que estuvo segura de que le había dolido.
—Tenemos que encontrarla, Rowan.
Él deslizó el pulgar por sus nudillos, subiendo y bajando por ellos con tanta
dulzura que Eco temió llorar de nuevo.
—Altair ya ha organizado un equipo de rescate —murmuró con la boca en su
pelo—. No te preocupes, que la encontraremos.
Qué seguro y confiado estaba… Eco tuvo ganas de creerle, de confiar en que
él y los halcones de combate traerían de vuelta a Ivy y Perrin, pero el pájaro
de
fuego se burlaba de ella, cernido sobre su cabeza. Había puesto en peligro a
sus
amigos. Había llevado la contienda hasta ellos.
—No lo entiendes. Es mi culpa.
—Pero ¿por qué? Los otros halcones dicen que han sido brujos,
probablemente al servicio de los drakharin.
Golpeó suavemente su cabeza contra los barrotes.
—Sí, es verdad, pero… —Suspiró—. Creo que a la tienda de Perrin fueron
buscándome a mí. Quieren algo que tengo.
Rowan se apartó muy serio, bajando las manos. Los centímetros de
separación se convirtieron en kilómetros. Sin el calor de Rowan, la piel de
Eco se
enfriaba con el aire húmedo. Al cabo de unos minutos de agonía Rowan
volvió a
aferrarse a los barrotes con un fuerte suspiro de contrariedad.
—Pero ¿a quién se le ocurre meterse en líos con la escoria drakharin? —dijo.
—Fue el Ala, que me mandó a buscar algo que ellos también quieren.
—¿Algo? ¿Qué? —preguntó Rowan con voz sibilante, y unos ojos casi
negros
en la penumbra—. Si no me lo dices no podré ayudarte, Eco.
—Un medallón.
No era mentira, solo la verdad un poco reducida. Rowan sacudió la cabeza.
—No lo pillo. ¿Cómo puede ser tan importante un medallón como para…? —
Señaló la celda—. ¿…todo esto?
Eco vaciló. Bueno, a la mierda.
—Según el Ala está relacionado con el pájaro de fuego.
Rowan se la quedó mirando unos segundos antes de responder.
—¿El de la leyenda, que lo arregla todo por arte de magia?
La risa de Eco estuvo llena de dureza y amargura.
—El de la leyenda —repitió—. Sería una manera de decirlo.
Las manos de Rowan volvieron a deslizarse por las suyas.
—No, en serio. ¿El pájaro de fuego no era solo un mito?
—Eso pensaba yo —contestó Eco—, pero se ve que existe de verdad, y es
importante, y lo quiere todo el mundo, y tengo que seguir su rastro antes que
los
drakharin.
—El Ala pensó en todo.
—¿El Ala? Pero ¿de qué…?
Rowan sacó un paquete negro de su capa. Era la mochila de Eco.
—Me ha pedido que te traiga esto —explicó mientras la hacía pasar por los
barrotes—. Me ha dicho que te libere y me asegure de que cumplas tu
trabajo.
También me ha dicho que en la mochila está todo lo que puede hacerte falta,
incluido otro mapa, pero del medallón. Yo no sé de qué va todo esto, pero
supongo que tú sí.
Eco parpadeó varias veces.
—¿Y has tardado tanto en decírmelo porque…?
Los ojos de Rowan se suavizaron. Tras sostener un momento la mirada de
Eco, bajó la cabeza y se miró los pies.
—Tenía que estar seguro de que valía la pena. Tenía que saber que el Ala no
te ponía en peligro sin una buena razón. —Tragó saliva con dificultad, sin
apartar la vista del suelo—. No quiero que empeore esta guerra, Eco. No
quiero
que sufran buenas personas. Si el pájaro de fuego puede pararlo, entonces hay
que probarlo. —Soltó una risa seca, áspera, sin alegría—. Estarías más segura
en
la celda.
Eco se apretó la mochila contra el pecho y tuvo la impresión de que se le
posaba en los hombros, lenta pero inexorablemente, todo el peso del mundo.
—Pero ¿Ivy?
—Me aseguraré de ir con Altair. Yo encontraré a Ivy, y tú… tú lo que tengas
que encontrar. —Rowan sacó una cadena del cuello de su armadura. En su
extremo había una llave maestra. La metió en la cerradura de la celda y estiró
la
puerta tan deprisa que no pudieron chirriar los goznes—. Pero necesito que
me
prometas algo.
—Lo que quieras —contestó Eco mientras salía de la celda y se llenaba los
pulmones.
Sabía que eran imaginaciones suyas, pero el olor del aire en aquel lado era
mucho más dulce, mucho más libre.
Rowan le deslizó los dedos por el pelo y la atrajo hacia él. Su boca embistió
con tanta fuerza que sus dientes chocaron con los de Eco. Fue un beso rápido,
tosco. El corazón de Eco latía como un bombo. Cuando Rowan se apartó, su
ardor era algo que hasta entonces Eco solo había soñado. La realidad
superaba su imaginación. Rowan le tomó la mano y se la llevó a los labios
para besarle el
dorso de los dedos. El contacto de sus labios provocaba un hormigueo en la
piel
de Eco, que sintió en sus carnes hasta la última sílaba que pronunciaba.
—Vuelve —murmuró Rowan con la boca en sus nudillos, y en los ojos el
brillo de algo peligrosamente parecido al llanto.
A Eco se le hizo un bulto en la garganta. Tuvo que recurrir a todas sus
fuerzas
para responder:
—Te lo prometo.
17
Benditas seáis tú y tus plumas, Ala, pensó Eco mientras hurgaba en su
mochila.
Además de su ganzúa y su cortador de cristal, el Ala le había puesto un
pequeño
libro de conjuros, una bolsa llena de polvo de sombra, calcetines de
recambio, guantes de piel y una fiambrera con galletas de avena y pasas. El
Louvre era famoso por muchas cosas (la Gioconda, la Victoria Alada de
Samotracia, la pirámide de cristal de la entrada…), pero no por su cafetería,
que además no estaba abierta a medianoche. Al igual que el resto del museo.
Solo estaban Eco,
los vigilantes y el pequeño papel que había encontrado el Ala dentro del
medallón (y que había guardado en el bolsillo lateral de la mochila, junto con
el
propio medallón). Eco se lo puso y estudió el pergamino que tenía en la
mano.
Era otro mapa o, mejor dicho, un fragmento de mapa arrancado de otro más
grande, como el de Kioto. En la esquina inferior derecha había una anotación
escrita a toda prisa con la misma letra, aunque esta vez en inglés, tapando el
azul descolorido del Sena en su paso por el centro de París.
Lo perdido ya se ha recuperado,
Mas siempre tiene un coste lo ganado.
Esta prenda de amor guiará a tu corazón
Hasta la aguda punta donde todo empezó.
Las palabras «aguda punta» estaban subrayadas con una gruesa línea de tinta.
Justo al lado del Sena un círculo marrón rojizo rodeaba la forma tan
característica del Louvre. Los mapas, y sus rimas, seguían algún tipo de
metodología, no cabía duda, pero Eco ignoraba por completo cómo podrían
llevarla hasta el pájaro de fuego, suponiendo que lo hicieran. Una vez
cruzado sigilosamente el Nido, había usado el polvo de sombra para saltar
directamente
de Grand Central (evitando la puerta principal del Nido) a la estación de
metro
de Louvre-Rivoli, conectada con el museo. Aun en el supuesto de que el
mapa
fuera una vía muerta, no estaba de más interponer unos cuantos miles de
kilómetros entre ella y las iras de Altair.
La verja que separaba la estación del vestíbulo del museo fue vencida
espolvoreando un poco de polvo de sombra, que transportó a Eco desde un
lado
hasta un armario de material del otro. Mordisqueando una galleta, hojeó el
libro
de conjuros hasta llegar a una página muy gastada, con un pliegue
permanente en la esquina. Se puso en cuclillas detrás de una columna del
vestíbulo, justo donde no alcanzaban las cámaras de seguridad. Después de
comerse el resto de
la galleta se limpió las manos en los vaqueros y dibujó en el suelo, con un
solo
dedo, una runa avicet.
Respiró profundamente y se armó de valor.
—Que la luz y las sombras conjuntamente —entonó— me permitan no ser
vista por ninguno. Como el aire raudo, siempre a buen recaudo, iré como
desee.
Que así quede.
Nada más pronunciar la última palabra del conjuro sintió en el centro de su
ser una pérdida de fuerzas que ya conocía. La magia, para funcionar,
necesitaba
algo a cambio, un sacrificio que nivelara la báscula del universo, trastocada
por
el conjuro. A ella le costaba más que a un ser mágico por naturaleza, como el
Ala, pero si así podía pasearse por el Louvre sin llamar la atención, no era
muy
alto el precio. Se le despertó en la nuca un dolor sordo y palpitante. En pocas
horas tendría un dolor de cabeza tremendo, pero bueno, cada problema a su
debido tiempo.
La cámara de seguridad que tenía encima emitió una tenue protesta eléctrica
antes de apagarse. El impacto carnoso de unos cuerpos con el suelo le hizo
saber
que los vigilantes nocturnos se habían derrumbado por obra de un sueño
brusco
y avasallador. El museo ya era todo suyo. Se incorporó y se puso la mochila.
Había prometido a Rowan y al Ala cumplir su misión, y eso iba a hacer.
La mano de Eco, cubierta por un guante, se deslizó por una vitrina de la
sección
de Antigüedades de Oriente Próximo del Ala Richelieu. No podía ser ninguna
coincidencia que en el mapa estuvieran subrayadas las palabras «aguda
punta».
Algo tenía que querer decir. Tal vez hiciese referencia a una espada, o alguna
otra cosa afilada y puntiaguda que llevara como mínimo cien años en el
Louvre.
El departamento de Oriente Próximo (que albergaba una colección
impresionante de armas mogoles) era el que más números tenía de ofrecer lo
que buscaba. Viendo el mar de objetos que tenía delante, sin embargo, se le
cayó el alma al suelo. Sería como buscar una aguja en un pajar. Pese a reducir
la
búsqueda al Louvre, el mapa no le facilitaba la labor con un número de
catálogo.
—Mierda —susurró, deteniéndose ante una de las vitrinas que había
estudiado ya diez veces.
No había nada que le llamase la atención. Ninguno de los carteles contenía
información relacionada, aun tangencialmente, con pájaros de fuego. No
sabía qué hacer.
Cerró los dedos en torno al medallón con un hondo suspiro. Nada más
tocarlo se quedó sin aliento y sintió en todo el cuerpo una corriente eléctrica
que erizó el vello de su brazo.
En ese momento supo qué buscaba.
—Esta prenda de amor guiará a tu corazón —recitó para sus adentros.
Igual que la rima del mapa. Con el colgante en el puño siguió el extraño y
persistente tirón que se había despertado en su barriga, y llegó a una vitrina
muy
modesta de un rincón. Dentro había un único objeto y un tarjetón donde solo
ponía PROCEDENCIA DESCONOCIDA.
Era una daga, de punta aguda.
Cuando aplicó la palma a la vitrina, el medallón que tenía en la otra mano se
la calentó a través del cuero del guante. En el puño de la daga había una
hilera
de pequeños pájaros con las alas extendidas hacia arriba, como si volasen, y
cuyo
plumaje blanco y negro estaba representado con detalle y gran delicadeza
mediante incrustaciones de ónice y perlas. Urracas. El diseño era sencillo, y
la hoja de acero desprovista de adornos, pero Eco nunca había visto nada más
hermoso que aquella daga.
Volvió a colgarse el medallón para tener las manos libres y poder trabajar con
el cortador de cristal. Trazó un redondel bastante grande para que cupiera una
mano, siempre con la precaución de no hacer un corte demasiado profundo
que
pudiera causar una rotura. Habría sido más limpio y delicado retirar la parte
superior de la vitrina, extraer la daga y poner la tapa otra vez en su sitio, pero
habría tardado demasiado. Su corazón latía al compás de los suaves impulsos
de
energía que irradiaba en su pecho el medallón. La necesidad de sentir el peso
de
la daga de urracas en su mano era tan grande como la de llenarse de aire los
pulmones. Urgente, indiscutiblemente.
Dio unos golpecitos en el círculo de cristal, que se hundió hacia dentro con
un grato pop. Después de guardar el cortador en el bolsillo lateral de la
mochila
introdujo una mano por el agujero. Sus dedos rozaron el metal del puño de la
daga. Por su cuerpo corrió un chorro de calor cuya ferocidad la dejó sin aire
en
los pulmones. Cerró la mano alrededor de la empuñadura, y en el momento
en
que la tuvo bien sujeta la energía del medallón se moderó.
En la sala todo era silencio, pero se le había puesto la carne de gallina en la
nuca. No estaba sola.
—Te aviso de que es de mala educación espiar —declaró, haciendo el
esfuerzo de que no le temblara la voz.
Sacó la daga por el hueco, procurando que no se enganchase la pulsera que le
había dado Perrin.
Una suave risa.
—La próxima vez me pondré una esquila.
Al volverse vio a seis o siete metros a un hombre joven medio envuelto por la
oscuridad. No era normal que se hubiera acercado tanto. Había pocas
personas
en el mundo capaces de sobresaltarla de aquel modo. Ahí estaba, sin
embargo,
apoyado en un pilar, como si no hubiera tenido que hacer ningún esfuerzo.
Era
más inquietante su tranquilidad que cualquier acto violento.
—¿Tengo el gusto? —dijo Eco.
No te pongas nerviosa, que no te está amenazando. De momento.
El joven se expuso al rayo de luna que entraba por los ventanales de la sala.
Era de un guapo impresionante, al límite de la pura belleza. La luz ponía muy
de
relieve los planos de su cara. Era alto, con los músculos perfectos para su
estatura. Sobre las pocas escamas de los pómulos caía un pelo tan oscuro que
poco le faltaba para ser negro. Los ojos eran de un verde que habría hecho
llorar
de envidia a las esmeraldas. Su belleza tenía un punto salvaje.
Como una serpiente, pensó Eco; una serpiente preciosa que espera el
momento de atacar. Su segundo drakharin en otros tantos días. Una, que tiene
suerte.
—¿Qué pasa? —preguntó apretando la daga—. Primero el Tuerto y ahora tú.
¿Me persiguen todos los concursantes de Master Dragón o qué?
El drakharin se limitó a parpadear y mirarla en silencio.
—Qué público más exigente —comentó ella.
—¿Quién eres? —preguntó él con leve curiosidad, como si no esperase una
respuesta. Por Eco perfecto, porque no se la daría—. ¿Por qué a los ávicen les
hace los recados una niña humana?
Su acento era difícil de identificar, con una especie de toque no del todo
escocés que se escondía bajo las palabras, un leve rodar de erres justo por
debajo
de la superficie.
—Con perdón —puntualizó Eco—, pero que sepas que me falta poquísimo
para la mayoría de edad legal.
Enseñó dos dedos con un par de centímetros de separación. El drakharin hizo
un ruido muy similar a una risa.
—No eres como me esperaba, Eco.
A Eco se le heló la sangre. Los nombres tenían poder. Por eso los ávicen los
elegían. Y si tenían poder los nombres, entonces el drakharin a quien tenía
delante acababa de robarle una pequeña parte del suyo.
—¿Cómo sabes mi nombre?
—Me lo ha dicho un pajarito. —La sonrisa del drakharin era como un
puñetazo en la boca del estómago—. Por cierto, qué nombre más raro, Eco…
Un pajarito… Ivy y Perrin. La rabia de Eco prendió como una llama viva.
—Es el mío, hijo de puta con escamas…
—Me han dicho que tienes algo mío, Eco —dijo el drakharin—. Quiero que
me lo devuelvas.
Su insistencia en llamarla por su nombre la exasperaba.
—¿El qué, esta antigualla? —respondió ella, haciendo girar la daga entre sus
dedos.
La luz de la luna chispeaba por las aves de la empuñadura. Hubo un
momento en que pareció que se les movieran las alas.
El drakharin escrutó la daga, mientras sus labios dibujaban con dureza una
línea.
—Entre otras cosas —contestó.
El medallón, comprendió Eco.
Asió la empuñadura de la daga con bastante fuerza como para saber que se le
grabarían las urracas en la palma. Llevaba unos cuantos días sin comer
debidamente. Estaría lenta, pero no tenía alternativa. O pelear o huir. A
juzgar
por el aplomo del drakharin, sabía arreglárselas en el cuerpo a cuerpo. Eco no
tenía ninguna oportunidad.
Sonrió, burlona.
—Lo que se da no se quita, capullo —dijo.
Y salió corriendo.
18
Caius no había tenido muy claras sus expectativas respecto a la chica humana
que había logrado zafarse del capitán de su guardia, pero en todo caso no eran
aquellas. En un abrir y cerrar de ojos Eco había pasado de estar a no estar.
Impresionante, si no fuera tan molesto. Era humana. Por eso Caius la había
subestimado. Soltó una palabrota en voz baja y salió tras ella. No cometería
dos
veces el mismo error.
No parecía especialmente fuerte o temible, pero sí rápida. Saltó por encima
de
un banco de mármol con una sorprendente agilidad y dejó atrás como una
exhalación las armaduras alineadas. Pecaba de impetuosa, y sus alardes serían
su
perdición. Además, por muy veloz que fuera para ser humana, Caius no era
humano, y ella no podía correr eternamente.
—¡Para! —dijo en voz alta, sin esperar que le hiciera caso—. No he venido
para hacerte daño.
—¡Y un cuerno!
No supo a qué venía hablar de cuernos, pero tuvo la clara impresión de que
lo había tratado de mentiroso. Se abrió paso entre vitrinas llenas de espadas
ceremoniales. Se moría de ganas de desenvainar las suyas, pero lo de que no
tenía intención de hacerle daño a la chica lo había dicho en serio. Estaba
conchabada con los ávicen, pero era humana, y por lo tanto diferente. No se
le
podían aplicar las reglas normales de la guerra. Caius no podía matarla sin
más.
En el mejor de los casos aquello sería chapucero y, en el peor, poco ético.
Eco rodeó una baranda, cerca de la escalera que llevaba a la entrada principal.
De un salto, Caius la asió por detrás de la chaqueta, como a un gatito por la
piel
del cuello, haciendo que se le doblaran las piernas e impactara de rodillas con
el
suelo de mármol. Eco arrastró consigo a Caius al caer. Una rodilla huesuda
amagó con clavarse en la entrepierna de este último, que enroscó sus piernas
en
las de Eco hasta clavarla al suelo y le sujetó las muñecas por encima de la
cabeza.
Eran tan finas que cabían las dos en una sola mano. Después le quitó la daga
y
se la metió en el cinturón.
—Lo que te decía —farfulló entre dientes mientras le ataba las muñecas con
una tira de cuero. Ella volvió la cabeza para pillarle la mano en un mordisco.
Había que reconocer que peleona lo era—. No quiero hacerte daño.
Eco forcejeó una vez más para quitárselo de encima, pero él no se movió.
Entonces se dejó caer con un suspiro.
—Pero me lo harás —replicó mientras flexionaba los dedos, probando la
fuerza del nudo.
Caius la había atado bien. Solo se soltaría si lo deseaba él.
—Si no hay más remedio… —dijo Caius al incorporarse y apoyar una mano
en el suelo. Eco pugnó por levantarse, pero cuando él la sujetó con su otra
mano
dio un respingo y se apartó lo máximo que pudo. No era mucho, pero se hizo
entender: no quería que la ayudase—. Eres muy peleona, niña.
—«Aunque pequeña, es de temer» —recitó ella. Shakespeare. * Casi era
interesante. Volvió a tensar sus ataduras—. Que tengo un nombre, ¿eh?
—Sí, y ridículo, por cierto —replicó Caius mientras la obligaba a seguirlo.
Para alguien con sus facultades, tan buena puerta sería el vestíbulo del museo
como cualquier otra. La energía de los miles de visitantes que lo atravesaban
a diario lo hacía idóneo como punto de acceso al entrespacio. Eco arrastraba
los pies, resuelta a dificultar las cosas, a pesar de que sus esperanzas de huir
fueran nulas.
—Hablando de nombres, no me has dicho el tuyo —observó.
Caius encogió un solo hombro.
—Tampoco me lo has preguntado.
El nombre del Príncipe Dragón se mantenía en secreto después de su
elección, a fin de que a los enemigos de los drakharin no les fuera fácil
centrarse en un solo objetivo. Ni tan siguiera los drakharin nacidos con
posterioridad a la
coronación de Caius conocían su nombre de pila. A la chica no le sonaría de
nada. Al menos así lo esperó. Era jugársela, pero las mejores mentiras
siempre eran las que se salpimentaban con un poco de verdad.
—Caius —dijo.
Eco masculló entre dientes algo sobre chupar una extremidad que Caius
estaba bastante seguro de que ella no poseía. La llevó por la escalera del
vestíbulo, procurando que no se cayera, y al llegar al centro de la sala, justo
debajo del vértice de la pirámide de cristal, se detuvo.
—¿Adónde me llevas? —preguntó ella mientras señalaba con la cabeza el
acceso a la estación de metro—. Se sale por ahí. —Hizo una pausa—. So
memo.
—No me hace falta —replicó Caius. Se le escapó una sonrisa al verla tan
desconcertada—. Me han dicho mis fuentes que lo sabes todo sobre el
entrespacio.
—Ah, sí, pero… —Eco miró a su alrededor, sacudiendo la cabeza—. Aquí no
hay puertas decentes. Tendrías que encontrar un umbral cerca de algún
transporte, o que fuera natural, no sé…
—Quizá tú sí, pero yo no.
Caius levantó la vista, admirando cómo se filtraba la luz de las estrellas por el
techo de cristal. Eco abrió mucho los ojos. Pocos eran capaces de viajar sin la
ayuda de polvos mágicos y una cuidada elección de los umbrales. Por algo,
sin embargo, habían elegido Príncipe Dragón a Caius. Los drakharin tenían
respeto
al poder, y de eso él estaba sobrado. Mediante un impulso mental hizo manar
la
energía del centro de su cuerpo. En lo más alto de la pirámide brotó un
remolino de sombras que acto seguido descendió y los rodeó. La chica
intentó apartarse, pero Caius la sujetaba por el brazo.
—Ven, Eco —dijo—, que seguro que a tus amigos les encantaría verte.
Cayó la oscuridad y desaparecieron.
* Sueño de una noche de verano, acto III, escena II, traducción de Luis
Astrana Marín. (N. del T.)
19
Con la oscuridad del entrespacio se desvanecieron también los arrestos de
Eco.
Frente a ella danzaban llamas negras en braseros esculpidos, a ambos lados
de una enorme puerta muy similar a la del Nido, con la diferencia de que los
animales de hierro que la formaban no eran cisnes, no; eran dragones
gigantescos y negros, que erguida la cabeza, desnudos los dientes, lanzaban
humo por sus orificios nasales y sus grandes fauces, enlazando sus cuellos
muy por encima de la cabeza de Eco. Solo podía ser el cuartel general de los
drakharin.
Estoy jodidísima, pensó. Bueno, mejor dicho, de jodida me he pasado cuatro
pueblos.
Los dos vigilantes apostados a uno y otro lado de la puerta saludaron con la
cabeza a Caius cuando la cruzó. Eco, arrastrada por él, tragó saliva. Aunque
nunca hubiera visto a un dragón de fuego, aquellas capas rojas y armaduras
doradas eran inconfundibles. En el momento en que cruzaron el umbral del
cuerpo principal del castillo, los tablones de madera que pisaban los pies de
Eco
dejaron paso a una piedra irregular que la hizo tropezar. Caius le apretó
bastante
la muñeca para que los huesos, delicados, crujieran. Eco se aguantó un grito.
Entonces él la soltó un poco, lo suficiente para no aplastarla.
Eco trató de no perder la orientación del lugar al que la conducía Caius, pero
a partir de un momento empezaron a parecerse todos los sinuosos corredores
y
escaleras de caracol de la Fortaleza del Guiverno. (Tenía que ser ella; no
podía haber ninguna otra fortaleza drakharin así de majestuosa.) En todas
partes veía
dragones, esculturas de mármol ostentosas con detalles de oro bruñido, toscos
relieves de madera alisados por el paso del tiempo, tapices que representaban
masacres infernales de aves… Se preguntó si Caius no estaría dando todos
los rodeos posibles solo para confundirla. Estaba claro que así era más difícil
escaparse, suponiendo que Eco tuviera ocasión de intentarlo; y tuvo la viva
corazonada de que no la tendría.
Desenrascanço, pensó. En portugués, ingeniárselas para salir de una situación
peliaguda. Ver también: hecho que no sucederá.
—¿Bueno, qué —preguntó una octava por encima de lo que habría deseado
—, no me toca la visita completa?
—Te diré que eres muy impertinente para ser una prisionera —replicó Caius
con una sonrisa mordaz por encima del hombro. Al menos a uno de los dos le
resultaban entretenidos sus apuros—. A la persona que me encargó buscarte
le divertiría.
—Será mi simpatía natural. —En caso de duda, fanfarronear, siempre
fanfarronear. Tal vez Caius tuviera la bondad de grabárselo en la lápida—.
¿Puedo preguntar quién es esa persona o sería demasiada impertinencia?
Caius vaciló un momento.
—El Príncipe Dragón.
Mierda. Cuando Eco le había dicho al Ala que en caso de necesidad se
enfrentaría al mismísimo Príncipe Dragón, había hecho uso de una hipérbole.
El
universo estaba siendo demasiado literal para su gusto.
—Bueno, pero tampoco soy tan importante. —Hizo un esfuerzo por hablar
con desenfado—. ¿Qué eres, un mercenario?
Caius la empujó escaleras arriba. Eco sopesó la posibilidad de arrojarse por
ellas, aunque solo fuera para ver si lo arrastraba en su caída.
—Algo así —contestó él mientras la hacía subir los últimos escalones—.
Antes
de que lo conozcas quiero hablarte de un asunto… privado.
—¿Un asunto privado? ¿Estás tonteando conmigo? Porque te aviso que no
eres mi tipo, aunque seas un rato mono.
Eco no estaba segura de tener un tipo, pero en caso afirmativo no habría sido
él.
Caius se detuvo tan bruscamente ante una puerta llena de adornos que Eco
chocó con él y se calló justo a tiempo una disculpa maquinal. No hacía falta
desperdiciar buenos modales con un mercenario drakharin venido a más. En
la
puerta, de cerezo, había un relieve con una escena de dragones en la que
aparecían seres que salían del mar y dibujaban refinadas filigranas con sus
colas
escamosas, animales que surcaban los aires con alas como de murciélago y
una especie de sirenas que tocaban el arpa en el fondo marino.
Caius empujó la puerta y metió a Eco en una opulenta biblioteca. Había
libros
de pared a pared y desde el suelo hasta el techo. A duras penas cabían en los
anaqueles. Toda la sala olía a papel viejo, y flotaba en ella el aroma de los
libros muy leídos. Eco cerró los ojos y volvió a encontrarse fugazmente en su
hogar, entre sus propios libros, en su propia biblioteca. Después se cerró la
puerta a sus espaldas con un clic, y al abrir los ojos se encontró frente a
Caius, cuyas pupilas, dilatadas por el tenue resplandor de la chimenea,
eclipsaron el verde de los iris.
Había sido bonito pensarlo, pero no estaba en su casa, no, y cada vez tenía
menos claro que volviera alguna vez a verla.
Caius la observó durante unos momentos de silencio. Lo único que se oía era
el suave crepitar del fuego en el hogar. De no haber sido tan atroz la situación
se habría estado incluso a gusto. Caius se acercó con la mano en alto para
palpar con la liviandad de una pluma la cadena que llevaba Eco en el cuello.
De pronto
la tomó entre sus dedos y arrancó el medallón con una fuerza que hizo
trastabillar un poco a su portadora. En las películas parecía muy fácil, pero
dolía, la verdad, que te arrancasen un collar…
—¿Sabes qué es esto?
Lo preguntó en voz baja y con suavidad, pero también con un matiz de
dureza: terciopelo tensado sobre acero. Hizo oscilar el medallón al final de la
cadena rota, y la luz de las llamas arrancó reflejos cálidos al dragón de bronce
de la parte frontal.
Eco intuyó que la auténtica respuesta poco tenía que ver con lo que estaba a
punto de decir.
—Un medallón.
—¿Y sabes quién es el dueño de este medallón?
Otra pregunta cuya respuesta conocía Caius, pero no ella. No tenía ninguna
gracia aquel juego.
—¿Yo? —preguntó Eco.
Fanfarronear, fanfarronear, fanfarronear.
—Eres graciosa —dijo Caius, ahuecando la palma para sostener el medallón
—. Pero no. —La expresión con que estudió el jade pulido y el bronce
desgastado era inescrutable. Eco se sentía superflua—. Es mío —añadió él—.
O
lo era. Hace mucho tiempo.
Como no sabía qué decir, Eco no abrió la boca. Caius levantó la vista hacia
ella.
—Y lo has robado tú.
Típico, pensó Eco: por una vez que no robaba nada se metía en líos por robar.
—Que sepas, en mi descargo, que me lo dio la vieja. Y por iniciativa propia,
dicho sea de paso.
Caius ladeó la cabeza. La luz del fuego hizo brillar un poco sus escamas.
—¿Se te ha ocurrido que no tenía derecho, porque no era suyo?
Y sin aguardar la respuesta tomó las manos atadas de Eco con una de las
suyas y con la otra se sacó del cinturón la daga de las urracas. Eco intentó
soltarse, pero Caius era demasiado fuerte. Cerró los ojos esperando el agudo
pinchazo de la hoja al clavarse en sus carnes, pero lo que se cortó fue la
atadura, dejando libres sus muñecas. Insensibles por falta de circulación, sus
manos
cayeron flácidas en sus costados. Abrió los ojos. Caius la había desatado.
—Ya está —dijo él con la misma voz suave y acerada—. Ahora podemos
hablar.
Eco se frotó las muñecas, a la expectativa. Si quería hablar que hablase.
—¿Quién te envió a buscar estos objetos? —preguntó él.
Aun estando bastante segura de que no tenía derecho a guardar silencio, Eco
resolvió hacer uso de él.
Caius se apoyó en un sillón de cuero lo bastante grande para recibir el
nombre de trono.
—Sé que no fuiste a buscarlos por tu cuenta. Quiero saber quién te envió y
por qué.
A pesar de todo Eco persistía en su mutismo. Que la hubieran apresado no
significaba que fuera a facilitar sin resistencia información sobre los ávicen.
Se lo debía, a Ivy, a Rowan y al Ala. Miró la estancia con los labios
apretados.
—Dime una cosa, Eco: ¿qué sabes del pájaro de fuego?
Se puso tensa. Por la mirada penetrante de Caius, y su forma de ladear un
poco la cabeza, supo que no se le había pasado por alto.
—¿Qué es el pájaro de fuego?
Si falla la fanfarronería, pensó, hazte la tonta.
Caius se apartó de la silla para colocarse frente a ella a una proximidad
incómoda. Eco dio un paso hacia atrás, y se lo recriminó a sí misma, pero no
había sido capaz de resistirse al impulso de interponer espacio entre los dos.
Caius la acorraló contra la puerta y le puso la punta de la daga de las urracas
entre las clavículas.
—No me mientas, Eco. —Ahora sus caras se encontraban a pocos
centímetros
la una de la otra. Dio unos golpecitos con la cuchilla en la piel, demasiado
suaves para perforarla pero bastante firmes para que Eco se diera perfecta
cuenta
de lo cerca que tenía la daga—. No me gusta que me mientan.
Eco tragó saliva, momento en que la cuchilla presionó con más fuerza la
suave
piel del cuello.
—No sé qué es el pájaro de fuego. No te miento. —Caius dejó de dar golpes
con la daga, pero no la despegó de la garganta—. Me mandaron a buscar el
medallón y la daga, pero no sé por qué. Nunca hago demasiadas preguntas
porque es malo para los negocios. Seguro que un hombre como tú lo
entenderá.
Caius la estudió un momento. Eco esperó que con la mezcla de verdad no se
notara el sabor de la mentira.
—Un hombre como yo —murmuró él—. Muy bien. —Retrocedió mientras
giraba el cuchillo hacia el otro lado, alejándolo del cuello—. Pongamos que
te creo. Dime solo algo más: ¿por qué ayudas a los ávicen si eres humana?
Con lo
reservados que son serían incapaces de aceptarte como uno de ellos. Tiene
que
haber otra razón.
—¿Cómo te has…?
Eco apretó los labios, pero ya había dicho demasiado. Aquel mercenario
había
encontrado su inseguridad más profunda y se había cebado en ella. Maldito
fuera. Maldito al infinito y más allá.
Justo cuando Eco se disponía a decirle la mentira de que los ávicen habían
comprado su lealtad con dólares americanos de verdad, de los verdes, se
abrió la
puerta con fuerza a sus espaldas, arrojándola contra el pecho de Caius. Él la
tomó por los bíceps, y por unos instantes sus caras quedaron tan próximas
que Eco vio pequeñas manchas de oro en los ojos del drakharin. Luego él la
situó a
sus espaldas, para tener de frente a quien hubiera empujado la puerta.
Era un guardia, apoyado en el marco, que acabó por derrumbarse con las
manos crispadas en un lado del cuerpo. Corría sangre entre sus dedos. Eco
pensó que lo que sujetaba podían ser los intestinos, y se le revolvió el
estómago.
Caius se arrodilló a su lado para tranquilizarlo.
—Ribos —dijo—. Es tu nombre, ¿verdad?
El guardia asintió con la cabeza, perlada de sudor su piel cetrina.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Caius apretándole las manos, aunque con
tanta sangre no sirvió de nada—. ¿Quién te ha hecho esto?
Eco pensó en huir, pero la imagen del charco de sangre que se formaba bajo
el torso del guardia le hizo dudar de que corriera menos peligro fuera que
dentro. Al menos Caius parecía sereno.
Más vale malo conocido, pensó.
—Tanith —graznó Ribos—. Sus dragones de fuego. —Su tos salpicó de
sangre
el rostro de Caius, que no se alteró en lo más mínimo—. Han hecho una
votación y está matando a todos sus opositores. Va a nombrarse Princesa
Dragón.
20
Caius pensó si lavaba de sus manos la sangre de Ribos, después de haber
llamado a otro guardia para que se llevara a Eco a las mazmorras. Aún no
había
acabado con ella, ni mucho menos, pero lo reclamaban asuntos más urgentes.
Se
debatía entre dos impulsos, uno de los cuales era infinitamente más sensato
que
el otro. Quería tomar por asalto la gran sala, cubierta por la sangre derramada
por Tanith para obtener los votos de los nobles que a quien habían jurado
fidelidad era a él. Quería enseñarles lo que había hecho su hermana, y lo que
habían provocado ellos con su cobardía.
Sin embargo, dejó a Ribos encogido en el suelo de su estudio y se lavó las
manos. No era una batalla que pudiera ganarse con teatro de alto contenido
emocional, aunque su corazón clamara a gritos justicia. Conservaría la cabeza
fría, ya que de lo contrario corría el riesgo de que Tanith se la separase del
cuello.
Los dragones de fuego de la puerta no querían dejarlo entrar. Tuvo que
recordarles que al margen de su rango de Príncipe Dragón (o no) seguía
siendo
un noble de la corte y tenía derecho a entrar en la gran sala a presentar sus
respetos, y si bien le supo amarga la mentira, se tragó la amargura con una
sonrisa cordial.
Me prohíben entrar en mi propia corte, se dijo. Solo de pensarlo…
Habría querido experimentar sorpresa ante lo que vio cuando los dragones de
fuego abrieron finalmente las puertas de la gran sala, pero lo único que sintió
fue una resignación terrible y desoladora.
El trono que le había pertenecido estaba ocupado por Tanith, cuya túnica de
seda carmesí se acumulaba a sus pies como un charco de sangre. Tenía el
pelo dispuesto en gruesas trenzas que se amontonaban sobre su cabeza, salvo
algunos
mechones en forma de tirabuzón a ambos lados del rostro. La capa dorada
prendida a sus hombros hacía juego irreprochablemente con la fina diadema
que se había puesto para la ocasión. Caius no tuvo la menor duda de que por
eso había elegido la capa. Su hermana siempre había tenido olfato para lo
dramático. Cuántas veces se había recostado él en aquel trono, apoyando una
pierna en uno de sus brazos, como si le perteneciese… Como si fuera suyo
por
derecho y nadie pudiera arrebatárselo… Y sin embargo ahí estaba Tanith, tan
guapa como siempre, con sus colores distintivos. El trono ya no era de Caius.
Tal
vez nunca lo hubiera sido. Tal vez hubiera hecho mejor en prestar más
atención al enemigo interno que a otear el horizonte en busca de otro que solo
existía en
su imaginación.
—Está ocupado —dijo.
Eran palabras hueras, y Tanith lo sabía. También los medrosos cortesanos,
con sus galas de múltiples capas.
—Sí —repuso Tanith—, pero no por ti. Ya no.
—Trabajas deprisa.
Varias decenas de miradas saltaban de Caius a Tanith como ante un simple
evento deportivo. Debería haber habido más nobles en la sala, pero la única
señal de discrepancia sobre la votación convocada por Tanith eran unas
cuantas
manchas dispersas de sangre, y quemaduras negras en el suelo de piedra.
Nadie
mejor que su hermana para despachar a sangre y fuego cualquier disidencia.
Los
demás estaban juntos y mudos como ratones. Cobardes. Todos unos
cobardes.
—Me ausento pocas horas y ya te haces elegir Princesa Dragón. Estoy
impresionado, hermana, con franqueza.
Cuando Tanith se levantó, su larga falda se derramó por el suelo. Era el
epítome de la más regia elegancia.
—Ha sido una elección libre y justa, Caius, como tiene por costumbre
nuestro
pueblo.
—No sé si Ribos la describiría así.
—¿Debería sonarme de algo el nombre?
—Debería —respondió Caius—. Era uno de mis guardias, y lo has matado.
—Entre los drakharin el fin ha justificado los medios desde la época del
primer Príncipe Dragón.
Tanith bajó del estrado midiendo sus pasos. Era precioso su vestido, pero
siempre había estado más acostumbrada a la armadura, del mismo modo que
siempre había sido más ducha en la batalla que en las artes del gobierno.
Pronto
lo averiguaría; y si no ella, los drakharin que la habían votado, cuando suya
fuera la sangre derramada en los campos de batalla.
—Aun así —dijo Caius—, no parece muy justo que muera por que tú puedas
ceñirte la corona.
Se la estaba jugando, pero Ribos había sido un hombre leal, y con la misma
lealtad merecía ser tratado. Tanith se detuvo a medio camino entre Caius y el
trono.
—¿Justo? —Se rió—. Es lo que nunca has entendido. No se trata de que las
cosas estén bien o mal hechas. No es una cuestión de bien y mal, sino de
poder,
de quién lo tiene y quién no. Y ahora tú no lo tienes, Caius. —Hizo una señal
con la cabeza a los dragones de fuego apostados al lado de la puerta—.
Lleváoslo; que se le pase el mal genio en la mazmorra hasta que se dé cuenta
de
su error.
Caius levantó la mano. Los dragones de fuego se quedaron quietos, mientras
la boca de Tanith se reducía a una tersa línea. Eran sus dragones de fuego.
Sin
embargo, Caius había sido su príncipe durante un siglo, y las viejas
costumbres
siempre se resisten a cambiar.
—No hará falta —dijo él.
Vio con el rabillo del ojo que en la sala había otros cuatro dragones de fuego
aparte de los dos que tenía detrás. Si se ponían mal las cosas podría reducir a
cuatro o cinco, pero si entraba Tanith en la refriega las posibilidades jugarían
contra él. Solo había una solución, por mucho que le doliera admitirlo.
—Tienes razón —dijo—. Si has ganado la votación eres Princesa Dragón de
pleno derecho. Yo siempre he hecho todo lo posible por cumplir los deseos
de nuestro pueblo, y no dejaré de hacerlo ahora. —Hizo una profunda
reverencia,
acompañada por un gesto elegante con el brazo, todo sin levantar la vista,
como
exigía la etiqueta—. Has ganado, Tanith. Enhorabuena.
Tanith era maestra en muchas cosas. Pocos espadachines podían esperar
vencerla en combate, y aún eran menos los que igualaban su visión
estratégica en el campo de batalla. De todos eran conocidos su valor y sus
hazañas, pero había un arte que nunca había logrado dominar: el de saber
reconocer una mentira, incluso cuando la tenía en sus propias narices,
disfrazada de humildad
y postración.
—Gracias, Caius. —Recorrió la distancia que los separaba y le puso una
mano
en el hombro para que se levantase. Incluso a través de la túnica se percibía el
calor de su mano—. Tenía la esperanza de que vieras las cosas como yo.
—Por supuesto que sí —contestó Caius, sonriendo un poco a la fuerza—.
Eres
mi única hermana. Gozas de mi apoyo en cualquier circunstancia.
También Tanith sonrió, casi con sinceridad.
—Tu lealtad te honra, hermano.
Se recogió las faldas y le dio la espalda, señal de confianza entre los
drakharin. Dar la espalda a alguien significaba que se contaba con no recibir
en
ella una puñalada. Caius ardía en deseos de usar los cuchillos largos que aún
llevaba encima, pero Tanith tenía razón: desde el punto de vista drakharin
había
sido una elección libre e imparcial. Qué cómico, pensó. Para morirse de risa.
—Gracias de nuevo, Caius —dijo Tanith, subiendo al estrado. Se sentó en el
trono que ahora era suyo—. Puedes retirarte.
Debía de ser un placer incomparable usar contra Caius sus propias palabras.
Después de otra profunda reverencia, cargada de respeto, Caius interpretó
sus palabras como lo que eran: venia para marcharse. Se saludaron los dos
con la
cabeza a una distancia mayor que la propia anchura de la gran sala. Qué
civilizado era todo… Otra ficción. Si por la mañana no se había marchado, el
siguiente cadáver que encontrarían los drakharin con las marcas de la espada
de
Tanith sería el de Caius. Los dragones de fuego le abrieron la puerta. Se
marchó,
sintiendo en la espalda la mirada de los ojos carmesíes de su hermana
melliza, como si lo quemaran.
21
Sentada en el suelo de piedra, con los brazos en torno a las rodillas, Ivy
tiritaba de frío sin otra compañía que la oscuridad de los rincones y el tufo de
humedad
de las mazmorras drakharin. Desde que se había ido la drakharin rubia, con
manchas rojas de su sangre en la armadura dorada, Perrin había guardado
silencio. Ivy se preguntó si estaba muerto.
En algún lugar de las mazmorras había una gotera. Ivy había contado las
gotas para entretenerse, y al llegar a cinco mil empezó a tener miedo de
volverse
loca. Aún le dolía la mejilla por el bofetón del drakharin tuerto. Se pasó la
mano
por la cara, pegajosa de lágrimas, sangre y mocos. Tal vez la locura no
estuviera
tan mal. No tendría esperanza mientras su cordura la atase a aquel infierno.
La
locura podía ser la única escapatoria que le quedaba, aunque fuera solo
mental.
Seguían cayendo las gotas, tan persistentes como Ivy en contarlas, como si se
aferrase con dedos entumecidos a los últimos jirones de cordura. Llevaba
solo siete cuando se abrió la pesada puerta de hierro de la mazmorra y llegó a
sus oídos el sonido más bello del mundo.
—Quieto, marinero. Al menos invítame a una copa antes.
Eco.
Se lanzó hacia la voz en la medida en que se lo permitieron sus cadenas. Eco
estaba en la fortaleza drakharin. La había encontrado. Se escaparían. Serían
libres.
—¿A esto lo llamas un cacheo? ¡Ja!
Su corazón dio un brusco vuelco. Volvió a apoyarse en la pared, abrazándose
las rodillas con los grilletes. No habría fuga, no. Eco estaba allí como
prisionera.
—¡Esas manos! —exclamó Eco—. ¡Quietas!
Ivy cerró los ojos. Le había bastado oír al menos dos pares de botas por la
piedra, y el abrirse y cerrarse de la puerta de una celda, para que muriera la
esperanza que había nacido dentro de su corazón. Eco no sería su salvadora.
Las
dos eran cautivas.
—¿Eco? —llamó cuando se cerró la puerta principal de la mazmorra.
Una palabrota flotó sorda por la oscuridad. Luego apareció la cara de Eco
entre los barrotes de la celda de enfrente.
—¿Ivy? —dijo aferrada a ellos—. ¿Estás bien?
Ivy avanzó de rodillas, sintiendo todas las protuberancias del suelo en carne
viva, a través de los vaqueros. Al ver los ojos de Eco al otro lado del pasillo
sintió que los suyos se llenaban de lágrimas. Hacía horas que creía haber
agotado sus
reservas de llanto, pero había en su interior un pozo empeñado en no secarse.
Eco sonrió, aunque le temblaban un poco las comisuras de la boca. Tenía la
impávida serenidad de quienes han vivido demasiado en demasiado poco
tiempo. A Ivy le inspiró una especie de envidia retorcida su capacidad de no
perder la calma en momentos de presión.
—Sí, muy bien —contestó, aunque distaba mucho de ser cierto—. ¿Qué
haces
tú aquí?
—¿Me creerías si te digo que venía a rescatarte? —respondió Eco.
—Como lo digas —susurró Ivy— te pego una bofetada.
Eco resopló por la nariz.
—¿Desde tan lejos?
—Te juro por los dioses que encontraría una manera.
La locura que había empezado a enroscarse en el cerebro de Ivy se deshizo
lentamente, sucumbiendo a las reconfortantes bromas de siempre, forzadas
pero
familiares. Aferrándose a ellas, hizo de Eco su roca.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó—. Ahora en serio.
—Te lo resumo: el Príncipe Dragón contrató a un capullo para que me echara
el guante por haber robado una tontería —respondió Eco—. Me gustaría
saber cómo me han encontrado.
Era una explicación de lo más inocente, curiosa, pero que no esperaba una
respuesta. Aun así Ivy notó un sabor a bilis. Se acordó de los gritos ahogados
de
Perrin, y del galimatías que había salido espesamente de su boca, como si se
ahogara con su propia sangre. Clavándose las uñas en la carne blanda del
antebrazo, rememoró la parte del interrogatorio de Perrin que más le había
dolido. Ella se había puesto a gritar, llamándolo mentiroso, traidor y cobarde.
En
ese momento no le había importado que Perrin se hubiera resistido hasta el
límite de sus capacidades y les hubiera dicho que una cosa era vender
información y otra entregar niños. Desde entonces Perrin llevaba varias horas
en
silencio. Ivy sintió en la boca el amargo veneno del arrepentimiento por todo
lo
que le había dicho.
—La pulsera —dijo, cerrando los ojos con fuerza ante el recuerdo—. La que
te había dado Perrin. Le siguió la pista. No quiso, pero lo torturaron. Lo
obligaron.
Eco soltó una palabrota mientras se tocaba la muñeca. Algo cayó al suelo,
algo
que parecían cuero y cuentas. Ivy dejó pasar unos momentos de silencio, en
los
que poco a poco se apagaron los recuerdos de los alaridos de Perrin. Escuchó
la respiración de Eco y se dejó calmar por su cadencia. Al cabo de unos
minutos casi se sintió de nuevo cuerda.
El suspiro de Eco fue una nota suave en la quietud de la mazmorra.
—¿Sabes que empiezo a estar francamente harta de que me metan en celdas?
—¿Qué? —preguntó Ivy—. ¿Quién te ha metido en otra?
—Altair —contestó Eco—. Quién si no.
Ivy sacó briznas de paja de debajo de sus rodillas.
—Me gustaría decir que me sorprende, pero la verdad es que no, en absoluto.
Para nada.
La risa de Eco fue sincera, aunque también cansada.
—Bueno, bueno, cállate un poco y déjame pensar en cómo podemos salir. El
sobón del vigilante me ha robado las herramientas. —Empezó a gritar,
aferrada a
los barrotes de su celda—. ¡Ah, y las instalaciones dejan mucho que desear!
Se apoyó jadeando en la pared, con los brazos cruzados y las piernas
extendidas.
Ivy se quedó callada, apoyando la frente en el frío metal de los barrotes. No
era cómodo, pero le recordaba dónde estaba y con quién. Eco y ella estaban
juntas. Entre las dos podrían escapar. Tenían que hacerlo. No podían no
hacerlo. Segundo tras segundo se condensó el silencio, como si la
desesperación
de Ivy hiciera coagularse el aire mismo.
—Bueno, ¿qué? —preguntó. Necesitaba oír algo, lo que fuese, no solo la
infernal gotera—. ¿Cuál es el plan?
Oyó que Eco cambiaba inquieta de postura, aunque no alcanzase a verla bien.
—No lo sé —reconoció su amiga—. Llorar. Tener pánico. Morir de forma
horrible.
La risa que burbujeó hasta salir por la garganta de Ivy estaba teñida de
histeria.
—Buena arenga.
—Gracias —dijo Eco—. La verdad es que le he puesto ganas.
Volvió a hacerse el silencio. Ivy empezó a contar las gotas. Una, dos, tres…
—¿Ivy?
—¿Qué?
—¿Qué le ha pasado a Perrin?
Se despertó con fuerza el recuerdo de los gritos mientras Tanith pedía una y
otra vez información sobre Eco al ávicen. Por unos momentos se hizo fresca
la sangre cuyo olor sentía Ivy, y se iluminó toda la celda con el fuego que
brotaba
de las manos de Tanith. Clavó las uñas en la palma de sus manos, volviendo
en sí a través del dolor.
—Creo que lo han matado. —Oía su voz como si fuera la de un desconocido.
Con algo de suerte no tardaría mucho tiempo en sucumbir del todo al
entumecimiento que empezaba a invadirla. Así se ahorraría pensar, sentir o
temer algo más—. Lleva un buen rato sin moverse.
Eco se puso de rodillas y deslizó una mano entre los barrotes para tocar a Ivy.
Al menos ella no las tenía encadenadas. Ivy estiró sus grilletes, sacudiéndolos
como un fantasma vengativo. Se moría de ganas de sentir en sus manos las de
Eco y consolarse con que no se moriría sola y olvidada en una celda fría y
sucia,
pero la retenían los grilletes.
—No puedo —dijo, tragando saliva para deshacer el nudo que crecía en su
garganta—. No llego.
Rompió bruscamente a llorar, con lágrimas calientes que dejaban surcos en la
capa de hollín y sangre de sus mejillas. Eco susurró dulcemente tonterías para
consolarla, pero Ivy no oía nada aparte de sus propios sollozos y de la gotera
de
los mil demonios.
22
—Ivy —dijo otra vez Eco.
Hacía diez minutos largos que repetía su nombre, pero Ivy no se dejaba
consolar; seguía sin querer hablar, aunque sus sollozos se hubieran reducido a
un moqueo casi silencioso.
—Ivy —susurró Eco con voz ronca—. Saldrá todo bien, te lo prometo.
Cuando me fui ya te estaban buscando el Ala y Altair. Nos encontrarán, estoy
segura.
Ivy masculló algo casi ininteligible.
—¿Qué has dicho?
Tras levantar la vista hacia Eco a través de los barrotes, carraspeó y habló con
la afonía del llanto.
—He dicho que no vendrán a buscarnos. Hasta aquí seguro que no llegan.
Además, ¿por qué iba a buscarte Altair, si te encarceló en una celda?
—Porque en su pequeño y retorcido mundo él es el único que puede meterse
con su propia gente.
—Pero tú no eres su gente.
En circunstancias normales Ivy nunca lo habría dicho así, con tan pocas
contemplaciones, pero un día en una mazmorra drakharin podía con el tacto
de
cualquiera; además, por muy duras que fueran las palabras, Eco no podía
negar
que eran ciertas. Altair no le tenía simpatía. La toleraba. Y ahora
probablemente
estuviera contento de habérsela quitado de encima.
—Ya —convino, sentada contra la pared—. Y ya se ocupa de que nunca se
me olvide.
La expresión de Ivy se suavizó. Sus grandes ojos negros estaban más
despejados que hacía unos minutos.
—Lo siento —dijo—. No te lo he dicho para…
—No, si ya lo sé. No pasa nada. —Eco suspiró—. Además, tienes razón:
seguro que no viene a buscarme. Por él como si me pudro. En cambio a por ti
sí
que vendrá. —Echó un vistazo a las túnicas amontonadas que Ivy le había
asegurado que eran Perrin—. Y a por él.
Ivy asintió tristemente y bajó la vista.
—Si tú lo dices…
Transcurrió un momento de silencio. Eco sintió que su esperanza se
empequeñecía gota a gota, como la gotera que la hacía enloquecer desde que
se había fijado en ella. No entendía que Ivy hubiera podido estar allá abajo
tanto tiempo escuchando aquel goteo solitario y persistente sin volverse loca.
Los celadores se habían relevado dos veces desde su encierro. Por eso Eco no
se molestó en levantar la vista cuando rechinó otra vez la puerta. Mataba el
rato
trenzando briznas de paja recogidas del suelo de la mazmorra. Se acercaron
dos
pies. Eco solo alzó la mirada en el momento en que se detuvieron delante de
su
celda. Al otro lado de los barrotes la observaban los ojos verdes e
inescrutables de Caius. Se había lavado las manos de sangre, pero la tela de
su túnica tenía una sombra donde se había apoyado Ribos. Probablemente
aún estuviera
pegajosa por la sangre.
—¿Ya me echas de menos? —preguntó Eco mientras seguía trenzando la
paja,
aunque sus manos temblaban demasiado para que le saliera una trenza regular
—. Con lo ocupado que parecías antes, entre la sangre, el horror, el
moribundo…
Caius echó un vistazo a la puerta principal. Los dragones de fuego estaban al
otro lado, separados de la mazmorra por diez centímetros de metal macizo. A
pesar de todo habló en voz baja.
—Ha habido un cambio en la dirección.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo? —preguntó Eco, soltando la trenza
deforme.
—Me han rescindido el contrato. —Caius metió la mano entre los barrotes y
agitó un manojo de llaves maestras—. Por lo que a mí respecta eso quiere
decir
que puedes irte.
Las rodillas de Eco crujieron en son de protesta al levantarse. Con diecisiete
años y ya estoy vieja para estos trotes, se dijo.
—¿Puedo preguntar por qué?
—Me había contratado el Príncipe Dragón para que te trajera, y ahora hay
una nueva Princesa Dragón de cuyos métodos confieso no ser un gran
admirador.
—¿Tanith?
Caius se mostró algo sorprendido.
—¿Cómo lo sabes?
—Por estas cosas que tengo. Ojos y oídos, las llamo yo. —Eco flexionó los
tobillos, tratando de normalizar la circulación de la sangre—. Muy sutil no es
que parezca, la señora.
—A Tanith la han llamado muchas cosas con los años, pero nunca sutil —
dijo
Caius con las llaves colgadas de los dedos.
—Repito la pregunta. —Eco casi paladeaba la libertad. Ivy estaba callada,
muy
atenta a la conversación—. ¿Qué tiene que ver conmigo?
—Todo.
—Una respuesta que en el fondo no lo es. Fantástico. A este paso tardaremos
todo el día. —Eco cerró los dedos alrededor de los barrotes de su celda,
observando a Caius—. Pero tranquilo, que mola. Tampoco me iba a mover de
aquí.
—No me interesa jugar contigo, Eco. Sabes mucho más del pájaro de fuego
de
lo que quieres darme a entender. Sabías más que mis propios sabios, que se
han
pasado décadas buscando cualquier pista acerca de su paradero. Yo creo que
has
encontrado su rastro, y necesito saber lo que sabes. Ahora mismo.
Eco se habría partido el cráneo contra los barrotes de su celda con tal de no
traicionar al Ala y a los ávicen con un drakharin, y más después de lo que les
habían hecho a sus amigos. Ya tenía la boca abierta para decírselo cuando él
la
enmudeció con una mano en alto.
—Piénsalo muy bien, que de lo que digas podría depender el destino de
nuestros dos pueblos.
Ivy seguía inmóvil en su celda, como si escuchara atentamente, sin respirar.
—Explícame por qué lo quieres —exigió Eco—. Explícame por qué tendría
que importarme.
Caius se acercó para escrutarla con sus ojos verdes, duros como el jade.
—Quiero que se acabe esta guerra —dijo en voz baja pero apremiante—.
Estoy cansado de luchar, de las batallas, de que corra la sangre… Para Tanith,
en cambio… es un placer. Si el pájaro de fuego puede poner punto final a la
guerra que desde siglos hace estragos en los nuestros, quiero encontrarlo.
Quiero
la paz, Eco. Es lo que más quiero, la paz; más que la riqueza, o que la gloria,
o que mi propia vida.
Y sin decir más abrió la celda con la llave y dejó que basculase la puerta,
rechinando.
—Y o mucho me equivoco —añadió a la vez que le lanzaba las llaves de la
celda de Ivy, y las de sus grilletes—, o tú también lo quieres.
Eco miró a Caius. Se fijó en su pelo oscuro, caído por la frente, en la pequeña
arruga que tenía entre las cejas y en la borrosa cicatriz del borde del labio,
casi imperceptible en la penumbra de la mazmorra.
Acrasia, pensó: dícese de actuar en contra del sentido común. Tuvo la
corazonada de que sus siguientes tres palabras serían las más importantes que
dijera en su vida.
—Sí —contestó—, es verdad.
23
«Tráeme a mi hermano.»
Las palabras de Tanith resonaban aún en los oídos de Dorian mientras
caminaba a paso firme por la fortaleza, flanqueado por los dragones de fuego
que le había asignado la princesa. Hincó los dientes en la carne blanda del
interior de su mejilla para no gritar. «Tráeme.» Ni que fuera un perro.
En algo, sin embargo, tenía razón Tanith, por muy amargo que le resultase a
Dorian. Como capitán de la guardia real había jurado fidelidad al Príncipe
Dragón, y ahora por desgracia el título correspondía a Tanith; en
consecuencia,
se esperaba de él que siguiera sus órdenes con la misma lealtad con que había
cumplido las de Caius. Como si la lealtad fuera algo transferible.
Su primera parada con los dragones de fuego había sido el estudio de Caius,
donde solo había encontrado el cuerpo sin vida de uno de los guardias a sus
órdenes. Ribos había sido un soldado leal, resuelto y sin doblez. Le perdían el
té
de jengibre y los pasteles de limón, y su lengua podía ser tan afilada como
amable. Ahora estaba muerto: un sacrificio más en el altar de la ambición de
Tanith.
«Tráeme a mi hermano.»
Había sido su primera orden para Dorian, pronunciada con un brillo de mofa
en sus ojos sanguíneos. Dorian suponía que lo había hecho para recordarle su
lugar. Ahora era de Tanith, que no permitiría que lo olvidase. La Princesa
Dragón le había exigido que trajese a Caius, y eso haría.
Que no se diga que no soy hombre de palabra, pensó.
Pasó junto a los dos dragones de fuego que custodiaban la puerta de la
mazmorra, y frenó en seco al doblar la esquina. Caius se encontraba en el
estrecho pasadizo entre las celdas, con la chica ávicen y la humana. Libres las
dos.
—Dorian —dijo Caius—. Qué detalle haber venido. Veo que traes amigos.
—Muy gracioso. —Dorian desenvainó la espada y la mantuvo orientada
hacia
el suelo. Tras él, los dragones de fuego siguieron su ejemplo—. Me envía
Tanith,
para que me cerciore de que te portas bien. Se diría que no tiene confianza en
que no armes algún lío.
—Para gracioso lo tuyo —replicó Caius—. Te ha hecho seguir por dos de sus
lacayos. Se diría que no tiene confianza en que hagas lo que se te pide.
Ni siquiera queriendo habría podido evitar Dorian la sonrisa que curvaba sus
labios; y cuando Caius también sonrió, el corazón de Dorian entonó una torpe
y
lamentable cantinela.
—Sí, muy gracioso —convino.
Dorian se dio media vuelta y con un veloz golpe le arrancó la espada de las
manos a uno de los dragones de fuego. El otro se lanzó al ataque, desgarró la
túnica de Dorian y le hizo un rasguño en la cadera. Dorian le asestó un golpe
en
el casco con la empuñadura de su espada, dejándolo en el suelo como un
amasijo de relucientes piezas de armadura. No había sido gran cosa la batalla.
A
Tanith la habría decepcionado. Vio con el rabillo del ojo que Caius
desenfundaba los cuchillos que tenía en la espalda, usaba uno para rebanarle
el
cuello al dragón de fuego de su derecha y con el otro atravesaba la vulnerable
abertura que formaban las placas al unirse en el pecho y el hombro.
Así acabó lo que en el fondo ni siquiera había empezado. Con aire ausente,
Caius dio una patada a una de las botas de los dragones de fuego y pasó por
encima del cuerpo caído a sus pies.
—Tenía razón Tanith en dudar de tu lealtad.
—Eres mi amigo, Caius. —Dorian se agachó para arrancar un jirón de lana
roja de la capa de un dragón de fuego, mientras un dolor agudo en el
abdomen
le hacía dar un respingo. La espada del dragón de fuego debía de haber hecho
un corte más profundo de lo que pensaba. Limpió la suya de sangre con el
trozo
de tela, y dedicó un momento a apreciar el lirismo de la escena. Después tiró
la
tela al suelo y miró a Caius a los ojos—. Mi lealtad nunca ha estado en
cuestión.
—Por supuesto que no. —Caius sonrió—. Mi deuda contigo será eterna. Pero
ahora tengo que marcharme.
—Me lo imaginaba —dijo Dorian—. ¿Adónde vamos?
—¿«Vamos»?
—Sí, vamos, en plural. —Dorian hizo ademán de señalar a las dos chicas
que,
pese a mantenerse a distancia prudencial de la pelea, curiosamente habían
optado por no huir. Supuso que por no tener adónde ir—. Ellas incluidas. Por
alguna razón que estoy seguro me explicarás a su debido tiempo.
—Sí, claro —respondió Caius, mirando por encima del hombro. Eco le hizo
un pequeño saludo con la mano. Ivy parecía aún más pálida bajo el hollín y la
sangre de su cara—. Pero Dorian, te advierto que… si vienes conmigo es
posible
que no puedas volver nunca. Lo que me dispongo a hacer cae de lleno en la
alta
traición.
Dorian puso su único ojo en blanco.
—Caius, acabo de matar a dos soldados de Tanith. Creo lícito decir que el
barco de la traición ya ha zarpado.
—Podrías decirle que he sido yo —adujo Caius—. Nadie se…
Dorian le acercó la espada a los labios para que se callase, aunque no llegó a
tocárselos. A fin de cuentas acababa de atravesar con ella a dos personas. El
contacto habría sido poco higiénico.
—No pienso dejar que sigas.
Caius arqueó una ceja.
—Ya te lo he dicho mil veces, y otras mil lo diré para que se te meta en ese
cráneo tan duro —dijo Dorian a la vez que bajaba la espada, pero sin soltarla.
Intuía que la necesitarían antes de alejarse de la fortaleza, y del largo brazo de
la autoridad de Tanith. Articuló con gran esmero cada sílaba, para que Caius
no se
perdiera ni una sola—. E-res mi a-mi-go. Y te seguiré a todas partes. Venga,
vamos.
24
Reinaba una extraña quietud en las tierras que circundaban los muros de la
fortaleza. La luz furtiva de la luna correteaba por un mar salpicado de
estrellas.
Solo al alcanzar la costa se dio cuenta Caius de que Dorian cojeaba y dejaba
un
rastro de sangre a cada paso. Habría sido mucho pedir que salieran indemnes.
De todos modos Dorian era un combatiente, y no se detendría. Tanith tardaría
poco en constatar su ausencia. Sus dragones de fuego los seguirían a corta
distancia.
—Si eres tan amable, Dorian… —Caius agitó la mano, señalando la espuma
de las olas que marcaban la frontera entre la arena y el mar—. El agua es tu
especialidad, más que la mía.
Dorian, con polvo de sombra en la mano, se arrodilló en la playa, justo en la
veta donde palpitaba el entrespacio.
—¿Adónde vamos?
Caius tuvo la sensación de que por primera vez no tenía respuesta. Tanith lo
conocía mejor que nadie, a excepción de Dorian, y estaba claro que conocía
tanto o más que él hasta el último palmo de las tierras drakharin. Hasta el
último escondite, refugio o remota fortaleza. Si se quedaban dentro de sus
fronteras, tarde o temprano los encontraría. Se dio cuenta de que todos lo
miraban expectantes. Tenía que ser un líder, pero ignoraba por completo qué
hacer. Quizá Tanith estuviera en lo cierto. Tal vez ya no tuviera dotes de
mando.
Quizá se hubiera ablandado. Si no podía llevar a tres personas a un lugar
seguro,
¿qué esperanzas tenía de conducir a todo un pueblo hacia la paz?
Se miró las manos. Y pensar que solo hacía una hora que se había lavado la
sangre de Ribos… No podía dejar a los drakharin en las dulces manos de
Tanith. No podía fallar al variopinto grupo de fugitivos que en aquel
momento
lo necesitaban. Ni podía ignorar el mensaje que había dejado Rose hacía
muchos
años en un mapa, de su puño y letra. Estaba en la mesa de su estudio. Le
remordió una punzada de arrepentimiento por haberlo dejado. De Rose,
ahora,
solo le quedaban los recuerdos. El pájaro de fuego estaba en algún sitio. Lo
encontraría. Por su pueblo. Por Rose. Afortunadamente, si algo había
aprendido
durante su reinado era a delegar. Carraspeó.
—¿Eco?
—¿Qué?
La muchacha aguzaba la vista, mirando la colina de detrás para ver si los
habían seguido. Y así era. Se veía un brillo de armaduras doradas en la
distancia.
Los dragones de fuego les darían alcance en cuestión de minutos.
Ni el propio Caius daba crédito a que pudiera hacer una pregunta así, pero
desde hacía un día todo era inexplicable.
—¿Adónde vamos?
Eco se dio media vuelta con las cejas en alto.
—¿A mí me lo preguntas?
—Obviamente —respondió Caius con un suspiro.
Oía congregarse en la distancia a los dragones de fuego. Se les agotaba el
tiempo. Si lo capturaban ahora, si los arrastraban a los cuatro a la fortaleza,
habría sido todo en balde. Perdería la única pista que tenía sobre el pájaro de
fuego, y aunque Tanith pudiera perdonarle la vida, estaba seguro de que no
vertería ni una sola lágrima al ordenar la ejecución de Dorian. En cuanto a
Eco y
Ivy, para ella eran menos que nada. Capturarlas supondría la muerte de
ambas,
y bastante sangre se había vertido ya.
Eco y Ivy se miraron incrédulas.
—¿Por qué tendría que llevarte a alguna parte?
Los guardias ya estaban más cerca. A cada segundo se oían con mayor
claridad sus pisadas.
—¿Queréis jugárosla con ellos? —preguntó Caius.
—Bueno, de ti no es que me fíe mucho —respondió Eco.
No apartaba la vista de la colina donde pronto aparecerían los dragones de
fuego. Tenía los hombros tensos, como si estuviera a punto de huir, pero al
igual
que Caius no tenía adónde ir, a menos que fueran juntos.
—Yo de ti tampoco —repuso Caius—, pero a falta de pan buenas son tortas,
¿no? Ahora tu enemigo también es el mío, y eso a mi modo de ver nos
convierte
en aliados. Además, el pájaro de fuego está por encima de los dos.
—Eco —dijo Ivy, estirándole de la manga—, ¿no podemos irnos a casa y ya
está?
—No. —La respuesta contuvo una nota de tristeza. Eco tragó saliva con
dificultad y sacudió la cabeza—. Hoy ya me ha encarcelado Altair una vez, y
no
creo que esté muy contento de que hayamos empezado a conspirar con los
drakharin.
—¿Que te ha encarcelado Altair? —se asombró Caius—. Creía que estabas
de
su lado.
—Sí, yo también —contestó ella—. La verdad es que ha sido un día muy
largo.
—Eco —habló Ivy—, yo no lo llamaría exactamente conspirar. —Sus
plumas
blancas temblaron—. Un momento. ¿Va a haber una conspiración? ¿Con qué
objetivo conspiramos?
Dorian, que estaba de rodillas en el suelo, los miró.
—Todo esto está muy bien, pero tenemos que irnos.
Lo dijo forzando un poco la voz, con una mano pegada a las costillas. Aun
siendo de noche Eco vio en su piel clara una mancha muy parecida a la
sangre.
—Bueno —aceptó Caius—, pues ¿adónde?
Eco vaciló. Estaba perdiendo convicción. El dilema se leía en su cara con la
más absoluta claridad. En principio tenían que ser enemigos, pero la
distinción se había vuelto mucho menos clara que un día antes. Si Caius no
lograba convencerla de que estaba de su lado (al menos de momento), sus
pocas
esperanzas de encontrar el pájaro de fuego quedarían en agua de borrajas.
—Puedes jugártela conmigo —dijo— o quedarte a averiguar qué suerte te
depara la Princesa Dragón. Nuestro destino está en tus manos. —Le tendió la
mano—. ¿Qué?
—Eco…
Ivy dio un paso hacia ella, con el miedo y la preocupación grabados en el
rostro.
Eco apartó la vista de la mano de Caius para mirarlo a los ojos. Oyeron que
los dragones de fuego llegaban a la cima. Ahora o nunca. En función de lo
que
decidiera Eco podrían seguir luchando un día más o encontrarían ahí mismo
su
final, en las costas de la fortaleza donde había nacido Caius. Tanto él como
Dorian estaban avezados a la lucha, pero ni siquiera ellos dos podían plantar
cara al poder de todo un batallón de dragones de fuego.
Ya estaban tan cerca que Caius podía diferenciarlos sobre la colina. Había
más de una docena. Al cabo de varios segundos angustiosos, Eco asintió con
la
cabeza.
—Ya sabes lo que dicen. —Se quedó mirando a Caius un momento antes de
poner su mano, pequeña pero fuerte, en la del drakharin—. Más vale malo
conocido…
25
—Es para hoy.
El drakharin del pelo plateado —Dorian, lo había llamado Caius— tenía
abierto el portal mientras su único ojo vigilaba a los dragones de fuego que
seguían acercándose. Con su mano unida a la de Caius, Eco esperó por todos
los
dioses del cielo no arrepentirse de lo que estaba a punto de decir.
—Estrasburgo.
Apenas salida la palabra de su boca, se elevó la oscuridad del entrespacio
para
echarse encima de ellos. Un pesado silencio devoró los gritos de los dragones
de
fuego. Eco se había quedado sin respiración por el impacto. De no ser por la
fuerza con que le sujetaba Caius la mano, se habría desprendido de cualquier
atadura y habría quedado a la deriva, náufraga a merced de un temporal.
Nunca
había viajado por el entrespacio con más de una persona a su lado. Era tal la
fuerza del momento que estuvo a punto de caerse, y se le doblaron las rodillas
cuando el suelo se hundió bajo sus botas.
El final fue igual de brusco que el principio. Bajo los pies de Eco se había
materializado un pavimento frío y duro. Tuvo la sensación de tropezar y
estarse
quieta al mismo tiempo, sin haberse movido ni un centímetro. Sus ojos se
adaptaron con dificultad a la luz. Más que en lo que veía, se concentró en lo
que
oía y palpaba: piedra firme debajo de sus pies, la campana de una iglesia que
daba la hora y el suave murmullo de un río que lamía la base de un puente.
—¿Dónde estamos? —preguntó Ivy.
Eco reconoció el temblor mareado de su voz. No lo oía desde que se habían
zampado entre las dos toda una bolsa de chucherías de Halloween, robada en
el
Kmart de Astor Place por Eco. Aquel día, Ivy había vomitado un arcoíris de
gusanitos de goma masticados. Eco no era la única afectada por el viaje.
Se protegió los ojos con la mano. Después de la oscuridad del entrespacio, la
farola de al lado tenía una potencia cegadora. Parpadeó para borrar los puntos
de luz que explotaban detrás de sus párpados. Después reconoció el puente.
Era
uno de los más antiguos de Estrasburgo. Los puentes, monumentos en sí
mismos
al entrespacio, eran idóneos como umbrales, y a aquel lo había fortalecido el
paso de los siglos. Siempre era arriesgado saltar entre puertas, pero algunos
umbrales eran tan fuertes que su brillo lograba hacerse ver del otro lado de la
oscuridad. Dorian y el puente se habían encontrado el uno al otro.
—Estamos en Estrasburgo —anunció Eco—. Concretamente en los Ponts
Couverts del centro de la ciudad.
—Sabia decisión —dijo Caius como si no acabara de relacionar a Eco con
decisiones sabias. Ni él ni Dorian parecían afectados por la travesía del
entrespacio, cosa que a Eco le inspiró cierto odio—. Estrasburgo se encuentra
en
una de las pocas zonas neutrales de Europa, que no patrullan
sistemáticamente
ni los ávicen ni los drakharin.
—Es verdad —convino Eco mientras se quitaba los últimos trozos de paja de
los vaqueros—, pero no la he elegido por eso.
Empezaba a darse cuenta de que la cara de perplejidad de Caius era propia de
alguien poco acostumbrado a estar perplejo. Casi resultaba entrañable. Casi.
—¿No? —preguntó él—. Entonces, ¿por qué?
—Por Jasper —respondió Eco.
Se volvió sin dar explicaciones y tomó del brazo a Ivy, confiando en que las
siguiesen los drakharin. Seguro que sí. Si estaban tan desesperados como para
seguir a una chica humana a lo que podía ser una trampa ávicen, estaba claro
que no tenían ningún otro lugar adonde ir. No podían volver a su casa. Ella
tampoco, claro.
Se internaron por las calles estrechas y adoquinadas de Estrasburgo, donde a
tan altas horas de la noche no había ojos indiscretos ni transeúntes curiosos.
Eco
contó cuántas veces sonaban las campanas en lo alto de la catedral. Faltaba
poco
para medianoche. Solo estaban a mediados de semana, aunque pareciera
haber
pasado una eternidad desde Taipéi. Los vecinos de Estrasburgo estaban sanos
y
salvos en sus camas, completamente ajenos al singular cuarteto que
merodeaba
por sus calles.
Miró de reojo a sus acompañantes drakharin, cuyas túnicas de piel
armonizaban sorprendentemente con la pátina de antigüedad de los edificios
de
Estrasburgo. La noche pintaba las calles con una extensa gama de azules y de
negros. Con su pelo y ropa oscuros, Caius se mezclaba con las sombras.
—¿Adónde nos llevas? —preguntó.
Sus largas piernas dieron alcance sin problemas a Eco.
—A ver a Jasper.
Eco podría haber dado más información, pero no le apetecía dar facilidades;
señal de inmadurez, quizá, pero a decir verdad le daba igual.
Ivy separó su brazo del de Eco y se rezagó unos cuantos pasos. Desde su
salida de la fortaleza había interpuesto una distancia prudencial con los
drakharin. Se puso tensa al recibir la mirada de Dorian, y cruzó con rigidez
los
brazos. Eco comprendió que había pasado algo entre los dos y tomó nota. Ya
se lo preguntaría más tarde.
Desde su llegada al puente, Dorian no decía nada, como si se conformase con
que hablara Caius. Estaba pálido y demacrado. La herida todavía sangraba.
Eco
esperó que no dejara un rastro de huellas ensangrentadas. Un reguero de
sangre
entre el punto A y el punto B habría llamado demasiado la atención. Caius se
había brindado a ayudarlo, pero Dorian le había apartado la mano,
murmurando unas rápidas palabras en drakhar que Eco no había entendido.
Qué extraña pareja.
—Ya —dijo Caius en voz baja, para que no se llevara sus palabras el aire de
la
noche—. Jasper.
Estaba tan cerca de Eco que su brazo le rozaba el hombro cada pocos pasos.
Ella no sabía muy bien por qué su corazón quería latir al compás de los pasos
de
Caius, pero optó por ignorarlo.
—¿Y quién es el tal Jasper? —inquirió Caius—. ¿Un amigo tuyo?
—Jasper no tiene amigos de verdad —contestó Eco—, pero me debe un
favor,
y como lo que más le gusta es infringir la ley, es donde más posibilidades
tenemos de poder pasar la noche hasta que se nos ocurra algún plan.
Se estaban acercando a la catedral, donde vivía Jasper. Tenía su nido en lo
alto de uno de los campanarios. Eco se alegró de que hubieran dejado de
tocar
las campanas. El viaje por el entrespacio le había dejado un zumbido
persistente
en los oídos, que probablemente no desaparecería hasta al cabo de varias
horas.
Lanzó una mirada a Caius, cuya expresión se había vuelto distante.
—¿Es ávicen? —preguntó él.
—De nombre.
—¿Qué quiere decir eso?
Eco se ciñó los brazos al tronco, introduciendo las manos en las axilas.
Aunque fuese primavera el aire nocturno era demasiado frío para su chaqueta
de piel.
—Quiere decir que del único bando que está Jasper es del suyo.
—Has dicho que te debe un favor. —El frío no parecía afectar a Caius. Qué
suerte—. ¿Cómo ha quedado en deuda contigo alguien así?
Eco se permitió una sonrisa.
—Salvé lo que le importa más que nada en este mundo.
—¿El qué?
—Su vida.
Caius la miró como si fuera un rompecabezas que aún no hubiera logrado
resolver.
—Alguna historia habrá detrás —dijo—. Quizá puedas contármela algún día.
Eco se encogió de hombros.
—A lo mejor.
—¿Y qué es —preguntó él—, ladrón, como tú?
La pregunta traslucía cierta moralina, pero al mirar a Caius con hostilidad
Eco
vio que sonreía; era una sonrisa cansada, tensa, pero sincera y sin asomo de
burla; una sonrisa que lo rejuvenecía, pero que tal como había aparecido
desapareció. Había sido una pizca de sonrisa, una no sonrisa efímera.
—No seas tan criticón. —Volvió a mirar hacia delante. Debía de estar más
cansada de lo que pensaba si se entretenía cavilando en la sonrisa de Caius—.
De alguna manera hay que ganarse la vida. Pues sí, roba. Entre otras cosas.
Digamos que es un sinvergüenza profesional.
—Bueno, puestos a agarrarse tanto da un clavo ardiendo.
Eco volvió a mirar con mala cara a Caius, que levantó las manos como si se
rindiera.
—Era broma.
—Pues no hace gracia.
Se apartó de él justo cuando salían a la explanada de la catedral. Habían
estado tan cerca que de repente tuvo algo más de frío, por haber perdido la
proximidad del calor corporal de Caius.
Con las manos en los bolsillos se acercó a una puerta cubierta de relieves,
bajo
un dintel desde el que la miraban ciegas las figuras de una piedad. Las
iglesias tenían algo que la perturbaba. Parecía excesiva aquella preocupación
por la muerte, como si a alguien se le hubiera olvidado que la religión para la
que habían sido construidas se basaba en un renacimiento.
—Ya estamos.
Movió la mano delante de la puerta, sintiendo el leve hormigueo de energía
que marcaba la presencia de la magia. Era como una corriente eléctrica de
baja
intensidad, como haber frotado una moqueta con los calcetines. A pesar de
que
Eco no había visitado a Jasper más que un par de veces, se acordaba de que
en la
puerta había una salvaguardia con funciones de alarma. Si seguía activándola
seguro que Jasper contestaba. Tarde o temprano. Con algo de suerte. Si es
que estaba. Hasta entonces no se le había ocurrido que pudiera estar ausente.
—¿Eco? —Ivy se acercó por detrás y se asomó a su hombro—. ¿Y si
duerme?
—Qué va —contestó Eco—. Es un ave nocturna.
Pasaron los segundos en un silencio tenso. Eco sintió en su estómago el cruel
pinchazo de la desesperación. Aun en el caso de que Jasper estuviera en casa
no se podía contar con que diera señales de vida. ¿Por qué iba a hacerlo? Si al
mirar
las pequeñas cámaras de seguridad que enfocaban la puerta (y que le había
ayudado a montar nada menos que la propia Eco) la veía con dos drakharin,
uno de los cuales se dedicaba a ponerse perdido de sangre, haría bien en no
abrir. La desesperación de Eco fue in crescendo. A situaciones desesperadas
medidas desesperadas. Salió corriendo a la explanada, mirando el campanario
de la catedral.
—¡Jasper! —llamó a pleno pulmón, haciendo que el grito resonara por los
muros de los edificios que delimitaban la plaza—. ¡Jasper, abre la puerta de
una
puñetera vez!
Ivy, Caius y Dorian la miraban azorados y en silencio.
—¡Jasper! —bramó de nuevo.
Caius fue tan rápido que le puso una mano en la boca y la otra en la nuca,
para sujetarla, antes de haberse hecho notar.
—¿Qué haces? —susurró—. ¿Quieres despertar a toda la ciudad? —La mano
de la nuca se enredó en su pelo, clavando las uñas de forma dolorosa en el
cuero
cabelludo—. Los demás no es que pasemos desapercibidos, por si no te
habías dado cuenta.
En ese momento se abrieron un poco las nubes, como si la propia luna
quisiera remachar las palabras de Caius, y un tenue rayo de luz se reflejó en
las
escamas del drakharin, proyectando un millón de diminutos arcoíris en sus
pómulos. Durante un instante fue lo más bonito que había visto Eco tan cerca
en
su vida. Luego volvieron a cerrarse las nubes y lo único que vio fue la rabia
de
Caius, cuya expresión severa endurecían aún más los planos angulosos de su
rostro.
Como Caius aún le tapaba la boca con la mano, las siguientes palabras de Eco
salieron en sordina. Él retiró la mano lentamente, como si no se fiara de que
hubiera dejado de gritar.
Hacía bien.
—¡Jasper!
—¿Llamabas?
Cuatro pares de ojos se enfocaron en la puerta, que al abrirse mostró una
silueta recortada en una luz suave y amarilla. Dorian había desenvainado la
espada, aunque temblaba en su mano como si no la tuviera bien sujeta. Ivy
parecía indecisa, sin saber si era mejor correr hacia Jasper o en la dirección
opuesta. Eco apartó las manos de Caius y, pasando a su lado, caminó hacia la
puerta.
En el umbral estaba Jasper con las manos cruzadas en un pecho esbelto.
Hasta enfadado resultaba obscenamente guapo. Eran preciosos los reflejos de
la
suave luz anaranjada de la farola en el cálido moreno de su piel. Su plumaje
capilar, liso y corto, formaba ondas moradas, verdes y azules. Jasper era un
pavo
real desde la cabeza hasta los pies. Era tal su belleza que incluso su expresión
ceñuda parecía un adorno, más que irritación sincera. Sus vaqueros gastados
y su camiseta blanca eran bastante sencillos para no desentonar con el resto,
decisión indumentaria muy consciente por su parte. Si Eco hubiera cobrado
un
dólar cada vez que Jasper se quejaba de que ser guapo era su cruz, podría
haberlos invitado a todos a cenar un entrecot en un buen restaurante.
—Pero ¿qué narices haces tú aquí? —preguntó él.
—Yo también me alegro de verte.
Eco sonrió más de la cuenta, mientras a Jasper se le arrugaba aún más el
ceño. Aquella noche no se dejaría engatusar, y menos por ella.
—En qué interesante compañía vienes —observó él, fijándose en los dos
drakharin de detrás.
Eco habría dicho, sin estar segura, que se detenía un poco más de lo necesario
en Dorian. Como todo ladrón que se preciaba de sus habilidades, Jasper tenía
buen ojo para el brillo y la belleza. Eco supuso que Dorian, con su pelo
plateado
y su reluciente ojo azul, podía entrar en las dos categorías.
—Sí, es una historia que tiene su miga. ¿Qué tal si entramos y te la cuento?
Jasper se la quedó mirando como si le hubiera crecido otra cabeza.
—No —se negó mientras se daba media vuelta.
Eco lo sujetó por el brazo.
—Jasper…
—Te he dicho que no, Eco.
No quiso apartar la mano, por muy explícita que fuese la mirada de él. No
renunciaría tan fácilmente a la que era su última esperanza.
—Me debes una.
Jasper sostuvo su mirada sin pestañear, con una gran dureza en sus ojos
dorados. Justo cuando Eco empezaba a pensar que quizá entre los ladrones no
existiera el honor, y que les cerraría la puerta en las narices diciéndoles que
no
había sitio en la posada, Jasper suspiró y puso los ojos en blanco hasta el
punto
de que Eco casi oyó que daban vueltas dentro del cráneo.
—Una cosa es robar macarons, y otra esto.
Señaló con un gesto a los demás. Debían de ofrecer una imagen lamentable.
Vaciló un momento y suspiró de fatiga.
Qué dulce es la victoria, pensó Eco. Jasper nunca reconocería lo blando que
era por dentro.
—Bueno, vale —dijo con tales aires de mártir que a Eco no la habría
sorprendido encontrar su efigie en los muros de la catedral, entre los santos
—.
Pasad. Pero limpiaos los pies antes de entrar, que parecéis mierda arrastrada
por
el barro y luego quemada.
26
Si alguien le hubiera preguntado a Dorian cómo había llegado su vida a
aquella
situación no habría estado muy seguro de poder responder, al menos de modo
satisfactorio. Un ávicen de intenso colorido los hacía subir por un largo tramo
de
escaleras, sin dejar de quejarse del inevitable destrozo de su alfombra.
Se clavó los dedos con más fuerza a ambos lados de la herida. Quizá
estuviera
soñando. Tal vez al cabo de un rato se despertara en su cama, junto al mismo
pasillo al que daban los aposentos de Caius, y se riera de su absurda
pesadilla.
Sin embargo, el dolor que nació en sus entrañas era muy real, y no se
despertó.
Llegó al último escalón tan mareado que a duras penas oía las voces que lo
rodeaban. Debía de haber perdido más sangre durante la subida que en todo
lo
andado desde el río. Eco estaba haciendo las presentaciones. De lo único que
se
dio cuenta Dorian fue de que Caius le ponía una mano en la espalda para que
no perdiera el equilibrio. Apoyó la cabeza en el marco de la puerta y cerró el
ojo
para concentrarse en evitar el desmayo. No habría sido muy digno
derrumbarse
en un charco de su propia sangre.
—¿Y este pedazo de hombretón quién es?
Tardó un minuto entero en darse cuenta de que el ávicen se lo decía a él.
Atribuyéndolo a la pérdida de sangre, abrió el ojo y descubrió que era el
centro
de todas las miradas. A quien tenía más cerca era a Caius, ceñudo de
preocupación. Eco lo miraba como se mira a un animal herido en el arcén,
con
pena pero sin implicarse demasiado en su supervivencia. Ivy observaba sin
disimular su herida abierta, que a juzgar por la velocidad de sus parpadeos
debía
de parecer peor, si cabía, de como la notaba él. Jasper lo estudiaba con una
mueca que a punto estaba de ser burlona, y que probablemente lo hubiera
sido
de no ser por que Dorian le estaba manchando de sangre el prístino blanco de
su alfombra.
Los labios de Caius se movían, pero Dorian no oía lo que decía con
normalidad. Quizá estuviera pronunciando su nombre, a juzgar por los
movimientos de los labios. Cuando cerró otra vez el ojo volvieron de golpe
los sonidos, como si su cuerpo solo pudiera concentrarse en un sentido a la
vez.
Qué economía.
—Dorian —oyó a Caius ahora que no lo distraía su visión—, ¿te encuentras
bien?
Dorian respetaba a Caius. Lo admiraba, y en ocasiones albergaba por él
sentimientos que no casaban con la figura de un miembro de la guardia real,
pero incluso él tenía que reconocer de vez en cuando que no era siempre el
más
listo de la clase.
—¿Te estás muriendo? —preguntó Jasper como si no saltara a la vista.
La respuesta de Dorian fue un gemido inarticulado. Se puso la otra mano en
la herida y cayeron gotitas de sangre en la alfombra. No, pensó, no es cierto
que
parezca peor de lo que es. En absoluto.
Caius lo sostenía con ambas manos, cosa que Dorian le agradeció.
Desmoronarse sin ninguna elegancia y quedar hecho un ovillo ensangrentado
se
estaba convirtiendo en una posibilidad muy real.
—Necesita atención médica —dijo Caius mientras le pasaba un brazo por la
cintura.
Eso ya me gusta más, pensó Dorian.
Jasper se acercó. Dorian se pegó maquinalmente a la pared, como si intentara
atravesarla. El amasijo de cicatrices de su órbita ocular palpitaba con una
intensidad comparable a la de la herida del costado. Cerró el ojo, y por un
momento tan breve como atroz regresó al campo de batalla en que un ávicen
de
plumas marrones y blancas se inclinaba sobre él con un cuchillo manchado
de sangre en una mano y su ojo muerto, azul, en la otra. El brazo de Caius se
tensó
a su alrededor. No hizo falta nada más para que Dorian regresara del pasado.
Respiró entrecortadamente. Qué curioso que lo reconfortase el olor metálico
de
su propia sangre.
Jasper se detuvo con las manos en alto, como si intentara tranquilizar a un
potro revoltoso. A Dorian aún le quedaron fuerzas para ofenderse.
—Aquí tengo algunas cosas —dijo Jasper—. Puedo ponerle un parche,
aunque bonito no quedará. No soy sanador.
—Tú sí —dijo Eco, volviéndose hacia Ivy—. O como mínimo aprendiz de
una. ¿Puedes ayudarle?
La mirada de Ivy se desplazó desde Eco hasta Dorian, que al ver sus ojos no
supo qué expresaban. La ávicen asintió despacio.
—Sí, puedo ayudarle.
El cerebro de Dorian, trastornado por la herida, debía de estar haciendo cosas
raras. Era imposible que Ivy acabara de brindarse a ayudar a quien la había
tratado así. Tanta bondad no la tenía nadie, al menos que supiese Dorian.
Intentó seguir de pie y convencerlos de que no le pasaba nada, pero perdió el
equilibrio y se cayó contra el pecho de Caius. Estaba siendo todo muy
indecoroso.
Jasper le dijo algo a Caius, pero Dorian centraba toda su atención en no
vomitar en el pecho del segundo. Ni en sus botas. Ni en cualquier otra parte
de
su cuerpo, en resumidas cuentas. Solo al notar que lo movían, llevado poco
menos que en volandas por Caius y Eco, comprendió que habían estado
hablando de acostarlo en la cama de Jasper. Tuvo unas ganas enormes de
protestar. No era ninguna doncella indefensa a quien hubiera que dispensar
mimos. O tal vez sí, porque lo siguiente que experimentó fue la blandura de
un
colchón bajo su cuerpo.
Unas manos retiraron una por una las capas de su ropa. Después sintió en la
piel del pecho un hormigueo de aire frío. Le habían cortado la camisa. Intentó
ahuyentarlo con las manos.
—No necesito que me ayudéis —protestó arrastrando las palabras.
Quizá diciéndolo en voz alta se hiciera realidad, como por arte de magia.
—Pues viendo el agujero que tienes en el pecho, y que me está estropeando
las sábanas de algodón egipcio, yo diría que sí —adujo Jasper, que acababa
de salir con Ivy de lo que supuso Dorian que era el cuarto de baño, cargados
ambos
con material de primeros auxilios.
No había visto que se fueran. Se estremeció al sentir en su frente un paño frío
que sirvió para absorber las gotas de sudor del arranque del pelo. Después le
pusieron un vaso en los labios, y una mano, demasiado pequeña para ser de
Caius, le ayudó a levantar la cabeza.
—Bébete esto —dijo Ivy mientras inclinaba un poco el vaso.
Dorian sintió en la lengua una explosión amarga y tuvo que hacer un
esfuerzo para no atragantarse. Debajo del sabor medicinal de lo que le había
dado Ivy se percibían notas de menta. Su estómago sufrió un espasmo de
protesta. Ivy dejó el vaso y miró a Caius y Eco, que se habían quedado cerca
como dos gallinas cluecas. Dorian tuvo la insidiosa sospecha de que Eco
temía más por Ivy que por él.
—Dejadme un poco de sitio, por favor —pidió Ivy.
Caius, Jasper y Eco obedecieron sin rechistar. Las plumas blancas de Ivy
seguían cubiertas de sangre, pero Dorian nunca la había oído tan segura de sí
misma desde que los brujos a sueldo la habían arrastrado a su presencia. Qué
distinta parecía, libre, en su elemento… En el estómago de Dorian se formó
un
nudo que no tenía nada que ver con la herida.
Parpadeó, aturdido, pero ya no le costaba tanto como antes mantener el ojo
abierto. Lo que le había hecho beber Ivy, si bien repulsivo, era eficaz.
Rápidas,
pero metódicas, las pequeñas manos de la ávicen desenrollaron un buen trozo
de gasa y procedieron a recortarlo en tiras manejables. Cuando empezó a
limpiar
la herida, sus dedos fueron suaves y eficaces. El resto de su persona estaba
tan sucio como durante la huida de la Fortaleza del Guiverno, pero sus manos
y antebrazos brillaban muy blancos, con la piel no menos impoluta que las
plumas.
Se había lavado las manos para no transmitirle ninguna infección. Dorian se
sintió extrañamente conmovido. La había tratado con crueldad. No merecía
su bondad. Ni siquiera estaba seguro de que la deseara.
—¿Por qué? —inquirió.
Sobresaltada por su voz, Ivy dio un respingo y rozó con los dedos el borde de
la herida. Dorian emitió un siseo de dolor. Ella masculló unas breves palabras
de
disculpa sin apartar los ojos de la herida.
—Por qué ¿qué? —preguntó.
Luchando contra la torpeza de la pérdida de sangre y los medicamentos,
Dorian levantó el brazo más alejado de ella y señaló con vagos gestos su
herida.
—¿Por qué me ayudas?
Ivy trabajó varios minutos en silencio, hasta que Dorian perdió la esperanza
de obtener una respuesta. Tampoco se la merecía. Dejó que se cerrara su ojo,
y
volcó sus esfuerzos en no hacer muecas mientras Ivy limpiaba la herida de
trocitos de tierra.
—Soy sanadora.
La voz de Ivy, suave pero firme, hizo que abriera el ojo. Fue lo único que
dijo,
como si no hiciera falta otra respuesta que aquel simple anuncio. Mientras
tanto
la pócima seguía obrando sus mágicos efectos. A Dorian se le aclaró bastante
la
vista para ver que el cardenal de la mejilla de Ivy se había puesto de un
morado
encendido. El causante era él.
—Ya —dijo Dorian en voz baja—, ya lo sé, pero…
Señaló el morado.
—No se me ha olvidado —contestó ella.
Le aplicó un ungüento en la herida. La primera sensación fue un frío
estimulante, que escocía en el momento del contacto, pero se iba diluyendo
en
una vaga sensación de frescor. Mientras la carne que rodeaba la herida perdía
sensibilidad, Ivy fue aplicando capas de gasa por encima del ungüento.
—Bueno, ¿por qué?
Dorian no hizo la pregunta que quería hacer: «¿Por qué estás siendo tan
buena? ¿Cómo puedes ser tan buena?»
—Porque en este mundo —respondió Ivy a la vez que cogía un rollo de cinta
de la mesilla de noche— ya hay bastante crueldad para que lo empeore yo.
Arrancó unas tiras de cinta, las aplicó a los bordes de la gasa y presionó con
suavidad para que se pegaran. Después de secarse las manos con la toalla que
le
había dado Jasper se levantó, observó el resultado, asintió con la cabeza y se
fue
sin decir nada. El hecho de que no hubiera mirado ni una sola vez a Dorian a
los
ojos lo dejó con la innegable sensación de ser tremendamente pequeño.
27
Eco, que miraba a Ivy, se sintió observada, y al darse la vuelta vio que la
miraba
Caius. El drakharin se había ido acercando al sillón de cuero con respaldo
alto que había al lado de la chimenea, en el que más que sentarse se había
despatarrado, como si fuera dueño y señor del espacio. Eco, por su parte,
ocupaba la esquina de un sofá más blando de la cuenta, abrumada por la
inmensidad del desván de Jasper. El cansancio la había calado hasta los
huesos,
pero al menos llevaba ropa limpia. Desde que su primer trabajo en
colaboración
con Jasper había tenido como desafortunado desenlace un incidente con una
fosa séptica, se había reservado un hueco en el último cajón de su cómoda.
En
aquella ocasión se había pasado una hora quitándole barro de las plumas, y
tenía
la clara sospecha de que si Jasper no se quejaba de la ocupación era por
gratitud.
Estiró las mangas del jersey hasta taparse los pulgares, mientras miraba a
Caius a
los ojos. Hasta entonces no lo había visto con luz artificial, y era todo un
espectáculo.
Las pequeñas bombillas repartidas por el desván estaban cubiertas con
pantallas de cristales de colores, que bañaban el lugar de una suave mezcla de
rojos y morados. En la fortaleza los ojos de Caius parecían llamas de color
esmeralda, móviles reflejos de la inquieta luz de los candelabros de las
paredes.
En cambio ahora estaban tan oscuros que apenas se percibía el verde, como si
la
pupila, con su negro remolino, hubiera devorado todo el iris. Eco tardó un
minuto en darse cuenta de que se los había quedado mirando, y al apartar la
vista sintió en sus mejillas el calor traicionero del rubor. Se volvió para
disimular, observando los cuidados dispensados por Ivy a Dorian.
—Tiene talento, tu amiga —dijo Caius.
Por alguna razón estar allí con él le daba la sensación de que no le cabía la
lengua en la boca. Se limitó a asentir sin apartar la vista. Jasper ordenaba
ruidosamente la cubertería de su pequeña cocina, en señal de que le concedía
a
Eco algo de intimidad. ¿Para qué? Ni la propia Eco lo supo, pero entraba en
lo
normal: casi nunca tenía la menor idea de por qué hacía Jasper lo que hacía.
—Qué personaje más raro, ¿no?
Caius lo dijo en voz baja, con tono casi cómplice.
—¿Jasper?
Finalmente Eco se dio media vuelta. Caius estaba intentando dar
conversación. ¿Por qué santas narices…?
El drakharin arqueó una ceja, como si dijera: «¿A qué otra persona puedo
referirme?» Otra vez el rubor, y un calor que trepó como una araña por la
nuca
de Eco.
—Sí —contestó—. Sí, la verdad es que sí.
—Me ha picado la curiosidad —añadió Caius, inclinándose para desabrochar
las correas de cuero del arnés que sujetaba los dos cuchillos largos de su
espalda
—. Me gustaría saber cómo le salvaste la vida. Pareces muy joven para haber
vivido tantas aventuras.
Sus palabras produjeron en Eco una pequeña punzada de irritación a la que se
aferró. Era mejor que sonrojarse.
—Tampoco soy una niña.
Si de un curtido mercenario drakharin no se hubiera esperado que sintiera
vergüenza, Eco habría jurado que era esa la emoción que reflejaba el rostro
de Caius, aunque al siguiente parpadeo desapareció.
—No quería insultarte.
Caius dejó los cuchillos en el suelo, al lado de la silla. Eco se reprochó
haberse
fijado en cómo se tensaba la tela ensangrentada de su túnica a la altura del
pecho. Cuando Caius levantó la vista hacia ella, lo hizo con un esbozo de
sonrisa
casi arrepentida.
—En todo caso eres joven, demasiado para pasarte las noches huyendo de
soldados drakharin.
—Pues yo no me siento joven —repuso Eco.
No era la primera vez que se veía obligada a huir, aunque nunca le habían
dolido tanto los músculos de las piernas. Un dolor sordo nacido en las
lumbares
subía por su espalda y se extendía por sus hombros. Al mismo tiempo había
empezado a sentir un vago dolor en las cuencas oculares, señal sabida de que
pronto sufriría una migraña atroz.
—Como todos los jóvenes —dijo él con suavidad.
Eco no sabía cómo reaccionar ante aquella versión de Caius. La hostilidad la
comprendía, pero aquella nueva camaradería se le hacía extraña.
—¿Tú qué edad tienes? —preguntó.
—¿Qué edad aparento?
Una pequeña sonrisa tensó los labios de Caius. Si estaba cansado lo
disimulaba bien.
—Seguro que bastante menos de la que tienes.
Se quedó un momento callado. El pitido del microondas de Jasper sobresaltó
a Eco.
—Unos doscientos cincuenta —dijo Caius—. A partir de un momento se
confunden un poco los años. —Se encogió de hombros como si fuera lo más
normal del mundo—. Y tú, ¿qué edad tienes?
Algo en él parecía al mismo tiempo joven y viejo. Carecía de la gravedad del
Ala, que a Eco siempre le había recordado un gran roble cargado de años,
eterno. En comparación con doscientos cincuenta cualquier número que
pudiera
dar sería irrisorio. Aun así, la respuesta real parecía tan deficiente que daba
hasta lástima.
—Diecisiete.
Caius pestañeó despacio, como si le costara un poco abrir y cerrar los
párpados.
—Diecisiete —musitó—. Increíble.
—Si tú lo dices…
—Aún no has contestado a mi pregunta. Sobre Jasper.
—Ah.
Eco ya no se acordaba de cuál era. La postura de Caius, más despatarrado que
sentado, con sus ojos verde oscuro, su pelo castaño aún más oscuro y sus
pómulos marcados, la hacía pensar más despacio, como si se le hubiera
oxidado
un poco el cerebro. Sacudió la cabeza como si pudiera despejarla con un
movimiento tan sencillo, cosa que no ocurrió.
—Jasper y yo —dijo. No acababa de gustarle cómo sonaba. Jasper había
tonteado con ella, pero bueno, tonteaba con todo lo que tuviera sangre en las
venas. «Jasper y Eco» no existía. No supo por qué le importaba que Caius lo
supiese, pero era la verdad—. Hace un año, más o menos, nos contrataron a
los
dos para robar lo mismo y la que lo conseguí fui yo, cosa que a sus jefes no
les
gustó mucho.
—¿Qué era?
Caius estiró sus largas piernas y cruzó los tobillos. Eco se entretuvo pensando
qué animal de pelaje blanco había muerto para servirle de alfombra a Jasper.
—Un arpa.
—¿Un arpa?
El tono de Caius era casi divertido.
—Un arpa.
—Pues menuda arpa sería.
—Supuestamente era mágica —apuntó Eco—. Según la leyenda, si la tocabas
a bordo de un barco podías hacer que te obedecieran las sirenas, aunque yo
no
creo que hayan existido nunca las sirenas.
—Sí que existen.
En ese momento el mundo de Eco se redistribuyó de golpe, como si tal cosa.
Era alarmante la frecuencia con que le pasaba en los últimos días.
—¿Y funcionaba? —preguntó Caius—. El arpa.
Eco se encogió de hombros.
—No me quedé para comprobarlo. Estaba ocupada en sacar a Jasper del mar.
Cuando les dije a sus jefes que le había robado el arpa en las narices lo
arrojaron por la borda.
—Los ávicen no tienen demasiada afición por el agua —dijo Caius con la
frialdad de quien recita un libro de texto.
—Algunos sí y otros no —respondió Eco—. Jasper no sabría nadar aunque le
fuera la vida en ello. Literalmente.
—Pero tú se la salvaste. —Caius la miró como si la estudiara, cosa que a Eco
no le gustó—. Fue un noble gesto.
Tal como lo dijo parecía más una curiosidad que un elogio.
—Entonces parecía buena idea —adujo ella.
—Me lo imagino.
Se hizo un silencio no del todo incómodo. Eco paseó la mirada por la
habitación, fijándose en los cuadros de las paredes (todos robados, famosos y
horrendamente caros) y en los pequeños detalles que daban al desván un
ambiente hogareño. En un rincón había un tocadiscos, y al lado varios discos
apilados de cualquier manera. En el alféizar se alineaban netsuke, las
esculturas
en miniatura japonesas, formando un ejército tallado en marfil. Todos
robados.
De la pequeña cocina, donde Ivy se había unido a Jasper, llegaba un rumor de
voces.
Caius habló antes de que Eco pudiera poner rumbo a la cocina.
—Siento haberos metido en este lío.
Eco parpadeó.
—¿En serio?
—En serio.
—Es que… —Se le resistían las palabras. Quería preguntar tantas cosas…—.
¿Por qué?
Caius respiró profundamente antes de contestar.
—Porque no es vuestro lío.
—¿Y el tuyo sí? Creía que eras un simple mercenario.
En el rostro de Caius afloró la misma sonrisa que antes.
—Cada cual tiene su trabajo. Lo que pasa es que los parámetros del mío han
cambiado.
Eco arqueó las cejas.
—¿Y ahora incluyen formar un equipo con unos cuantos ávicen?
—Hay cosas más importantes que elegir un bando —dijo Caius—. El… el
anterior Príncipe Dragón me encargó que buscara el pájaro de fuego, y es una
causa en la que creo, mira tú por dónde.
El repiqueteo de las tazas de cerámica de la cocina se inmiscuía en el
silencio,
pero Eco no habría podido apartar la vista de Caius ni con toda su fuerza de
voluntad. Lo más problemático era que no quería.
—El Príncipe Dragón —repitió—. ¿Cómo era?
Caius se miró sus dedos enlazados. Al ver que le caían algunos mechones de
pelo por la cara, los dedos de Eco tuvieron ganas de apartarlos. Se sentó
sobre las manos.
—Un poco idiota —contestó él sin levantar la vista.
De la garganta de Eco brotó una risa aguda y alocada.
—¿Qué?
—Estaba tan ocupado en buscar peligros externos que no supo ver el que se
escondía delante de sus propias narices.
—¿Tanith?
Caius asintió con la cabeza.
—¿Quién es?
—Su hermana.
Eco encogió las piernas y cruzó los tobillos encima del sofá, preguntándose
cómo sería sufrir una traición de aquella magnitud por parte de alguien que
en
principio tenía que sentir por ti un amor absoluto e incondicional. Ya hacía
tiempo que su propia familia (la biológica, de la que había huido) la había
desengañado de la idea del amor innato y obligatorio, pero siempre se había
imaginado que el vínculo entre hermanos era algo sagrado. Como el suyo con
Ivy.
—Maldita sea —exclamó.
—Sí, se podría resumir así.
—¿Cómo se llamaba?
Caius cambió de postura y separó y volvió a cruzar sus largas piernas,
mientras levantaba una mano para frotarse la base del cuello.
—No lo sé. Los drakharin mantienen en el más absoluto secreto el nombre de
su gobernante. Los nombres tienen poder.
Los ávicen y los drakharin tenían más en común de lo que pensaban. Eco, sin
embargo, se guardó la reflexión. Los enemigos mortales se tomaban con
suspicacia cualquier comparación.
—Eso dicen.
Caius asintió de nuevo.
—Gracias —dijo en voz baja.
—¿Por qué?
—Por esto. —Señaló el desván—. Por habernos traído. Por ayudarnos sin
tener ninguna obligación.
—Tampoco es que tuviera muchas alternativas, ¿no?
Su mirada se volvió más suave y distante, como si mirara a Eco, pero
también
a través de ella, en cierto modo.
—Siempre hay elección, Eco. Aunque sea mala.
—¿Y esta cómo era? —preguntó ella.
Ivy y Jasper guardaban un silencio anómalo. Supo que estaban escuchando.
—La buena, espero.
Reanudaron en voz baja su conversación, para alegría de Eco.
—No eres como me habría esperado —confesó. Esta vez fue ella quien bajó
la
voz y atenuó bastante sus palabras para que solo las oyera Caius—. Para ser
drakharin, me refiero.
Él juntó las manos sobre la barriga y sonrió, cansado. Sonreír lo rejuvenecía,
como si su edad estuviera en consonancia con su atractivo físico, pero esta
vez, con las finas arrugas de cansancio que se le formaban a ambos lados de
los ojos,
parecía mayor. Era demasiado guapo para llegar a presentar un aspecto
realmente demacrado, pero aun así se le encorvaron los hombros y se hundió
en
la silla mientras miraba a Eco con los párpados caídos.
—¿Debería disculparme? —preguntó.
Eco sacudió la cabeza.
—¿Qué querían que pensaras los ávicen de mí?
—Que eres un monstruo.
Caius arqueó una ceja.
—¿Y te parezco monstruoso?
Eco podría haber dicho una mentira, pero se habría delatado. Caius no
parecía de los que se dejaban engañar.
—No es tan negro el demonio como lo pintan.
—Dante. —Las comisuras de los labios de Caius se elevaron un poco—. Veo
que eres una persona instruida.
—Paso gran parte de mi tiempo en bibliotecas.
Debería haberse sentido mal desnudando ante Caius aquella parte de su
personalidad, por pequeña que fuera. Debería, sí. Vaya si debería.
Caius la observó unos segundos más hasta que metió una mano por debajo
de la camisa y sacó el medallón. Los dedos de Eco temblaban de ganas de
tocarlo. Siempre la habían atraído las cosas bonitas, como a Jasper, pero en
aquel
caso era distinto. Por alguna razón que no podía explicar parecía que le
correspondiera por derecho.
—Si en otros tiempos fue tuyo el medallón —preguntó—, ¿cómo acabó en
aquella casa de té japonesa?
—Se lo di hace mucho tiempo a alguien. —Caius lo hizo girar entre sus
dedos
y pasó el pulgar por el dragón de bronce de la parte frontal—. Supongo que
ese
alguien se lo dio a otra persona. Se me hace raro pensar que ha vuelto a mí.
Era raro, en efecto. Entre Caius y todo lo demás (el pájaro de fuego, el
medallón, la caja de música y los mapas) había una relación que Eco no
acababa
de captar. Su tono, sin embargo, había sido demasiado terminante para que
Eco
le hiciera más preguntas. Tal vez por la mañana se mostrara más
comunicativo.
O esperara lo mismo de ella, pensó Eco. Quizá fuera mejor no agobiarlo con
preguntas a las que estaba claro que no quería contestar, porque así no se
entrometería con la misma curiosidad en los secretos de ella. Pasó con un
suspiro a la siguiente pregunta:
—¿Te has quedado la daga?
Caius deslizó por su cabeza la cadena del medallón y lo dejó caer en su
regazo. Debía de haber cambiado la anterior, la rota, antes de su brusca salida
de la fortaleza. A continuación desabrochó de un lado del cinturón una funda
pequeña de la que con gran fluidez de movimientos extrajo la daga. Su
mirada,
silenciosa y expectante, pasó del arma a Eco. Los dedos de ella volvieron a
temblar. Quería tenerla en la mano, sentir en su palma el peso de la
empuñadura y en su piel las urracas de ónice y de perlas, pero desde que la
había encontrado había algo que la desasosegaba.
—No lo entiendo —dijo—. Dentro del medallón había un mapa, pero ¿de
qué nos sirve una daga para encontrar el pájaro de fuego?
—No lo sé.
La frase cayó de los labios de Caius con torpeza, como si no estuviera
acostumbrado a combinar aquellas tres palabras.
—Tiene gracia —dijo Eco. En vez de preguntar el qué, Caius ladeó la cabeza
—. Las urracas del cuchillo. Es como me llama a veces el Ala, su pequeña
urraca.
Tampoco esta vez supo por qué había experimentado la necesidad de
contárselo.
—Urracas. —Caius lo dijo en voz baja, como si hablara solo—. ¿Sabes que
son
muy buenas ladronas?
Algo tenía de insoportablemente triste aquel drakharin. Durante un fugaz
instante Eco creyó ver a la persona que tal vez hubiera sido mucho tiempo
atrás,
antes de pagar tributo a la guerra.
—También son listas —puntualizó.
Otra vaga sonrisa se asomó al rostro de Caius.
—¿Ah, sí?
Eco asintió.
—Y son las únicas aves que superan la prueba del espejo.
—¿Qué es la prueba del espejo?
—Una manera que tienen los científicos de medir la inteligencia. La humilde
urraca es la única ave capaz de reconocer su propio reflejo.
Caius volvió a mirar la daga mientras la hacía girar entre sus dedos.
—Qué cosas más raras hacen vuestros científicos humanos.
—No sé si los llamaría yo «mis» científicos humanos —dijo Eco—. No es
que
haya tenido mucho trato con… —dobló los dedos para dibujar comillas en el
aire—… «los míos.»
La respuesta de Caius fue un leve bufido. No tenía ojos para nada que no
fuera la daga y las siete pequeñas urracas que volaban alrededor de su
empuñadura.
—¿Por qué lo robaste? —preguntó.
—Dentro del medallón había un mapa donde ponía que tenía que ir al
Louvre. Fue lo que hice.
Eco no estaba muy segura de cuánto revelarle. Aún no se fiaba de él, y sabía
que dejarse conducir hasta la daga por algún tipo de fuerza invisible no
entraba
ni mucho menos en lo que solía calificarse de «normal».
Caius se la puso a la altura de los ojos, y girándola un poco hizo que brillara.
—Ya, pero ¿por qué esto?
—Eso ya es información secreta —contestó Eco a falta de mejor respuesta.
Caius soltó una risita.
—Oye, que tarde o temprano tendremos que empezar a fiarnos el uno del
otro —dijo.
Eco sonrió; no mucho, pero sonrió.
—Pasito a pasito. —Vio que Caius examinaba el arma como si lo
hipnotizaran
los reflejos de la luz—. ¿Por qué es tan especial para ti? —preguntó con la
esperanza de distraerlo del cariz que había tomado el interrogatorio.
—No es tan especial —contestó él—. Lo único que pasa es que… me
recuerda
a alguien.
Parecían palabras preñadas de un sentido que Eco creyó comprender.
—¿Una chica?
Esta vez fue distinta la sonrisa, que aun así seguía desprovista de alegría.
—Como siempre, ¿no?
Las andanzas amorosas de Eco se limitaban a los últimos dos meses que
había
pasado con Rowan. Frente a los siglos de Caius se sentía joven e inexperta.
—Eso dicen.
Vio que deslizaba los dedos hacia la base de la empuñadura y la orientaba
más hacia la luz, creando hermosos reflejos en el ónice y el nácar de las alas
y las barrigas de las urracas. Después Caius suspiró y le tendió el arma por la
empuñadura.
—Ten, que ya lo dijiste tú: lo que se da no se quita.
Se ahorró el «capullo». Muy amable por su parte.
Eco tomó la daga y la hizo girar en sus manos. Si la caja de música la había
conducido al medallón, y el medallón hasta la daga, esta última debía de tener
algo especial, algo que le indicara el siguiente paso. La examinó con gran
detenimiento, sin pasar por alto ni un detalle. La plata de la empuñadura
estaba
oscurecida por el paso del tiempo, pero por lo demás el estado del arma era
bueno. Las incrustaciones de ónice y perla relucían como nuevas, y la hoja
estaba bastante afilada para perforar la piel. Aguzó la mirada en busca de una
pista.
Si yo escondiera algo en una daga, pensó, ¿qué sitio elegiría?
Metódicamente, centímetro a centímetro, deslizó los dedos por la superficie,
empezando por la guarda que había entre la empuñadura y la hoja y acabando
por el borde redondeado del remate en forma de pomo. Caius asistió en
silencio
a la búsqueda táctil. Al cabo de unos segundos Eco lo palpó: un reborde,
señal
de que la base del pomo se enroscaba como un tapón. Caius se inclinó para
ver
cómo lo desprendía. A Eco no le sorprendió que estuviera tan ajustado,
porque
se notaba que no lo habían abierto en años. Sujetó con fuerza la empuñadura
e
hizo una mueca al girar con insistencia hasta dejarse la palma de la mano casi
en
carne viva. Al final se desprendió el tapón redondo. Caius abandonó su
asiento
para arrodillarse al lado de Eco.
—¿Qué —preguntó—, hay algo dentro?
—Me apuesto lo que quieras. —Eco sujetó la daga con firmeza para
sacudirla, con la esperanza de que se cayera lo que estaba escondido dentro
de la empuñadura. Apareció un rollo de papel que cayó en su regazo—.
Cómo me
gusta tener razón, por Dios.
Al levantar la vista vio que Caius sonreía, con un brillo de curiosidad en los
ojos. Había empezado la partida, y la jugaban juntos. Por muy drakharin que
fuese, quizá acabara por no ser tan mal compañero de aventuras.
Caius señaló con la cabeza el papel del regazo de Eco.
—Vamos, ábrelo. Tal vez sea otro mapa.
—Ojalá.
Eco dejó la daga y desenrolló lentamente el papel. Era viejo, como los mapas
de Kioto y de París. Al tocarlo se deshizo un borde. Una vez que el papel
estuvo
alisado encima de sus piernas, le bastaron unos pocos segundos para
reconocer lo que representaba. Era una pequeña parte de Nueva York, su
ciudad. El mapa
estaba dividido por una línea recta vertical, en cuyo centro se leía en nítidas
mayúsculas QUINTA AVENIDA. Los números de la calle eran tan pequeños
que costaba leerlos, pero Eco no los necesitaba para saber lo que tenía ante
sus
ojos. En el centro de la página había un edificio rodeado por un círculo rojo
descolorido. El Metropolitan Museum of Art. Debajo había otro poema de
cuatro versos, escrito con la misma letra que las pistas de los otros dos
mapas.
Cuando Caius se inclinó para leerlo, su aliento rozó las manos de Eco.
—«De su jaula de huesos surgirá el pájaro que canta a medianoche —recitó
—
y entre sangre y cenizas clamará la verdad que todos desconocen.» —Se
apoyó en los talones con el ceño fruncido—. ¿Qué narices quiere decir eso?
—Vete tú a saber —dijo Eco—. En todo caso, pienso averiguarlo. —Miró a
Caius a los ojos—. ¿Te apuntas?
Él volvió a sonreír, enseñando los dientes lo bastante como para que Eco se
diera cuenta de que eran de una perfección casi inquietante. Después asintió
con la cabeza.
—Me apunto.
Tú lo has dicho, pensó ella: ha empezado la partida.
28
Dorian sentía en los límites de su conciencia el cosquilleo del sueño, pero
estuvo
seguro de que no se dormiría hasta que estuviera a punto de desmayarse de
cansancio. Había luchado demasiados años contra los ávicen, y había perdido
a
demasiados de sus hombres, para poder descansar en uno de sus nidos
mientras
se escondía como un vulgar proscrito. Porque no en otra cosa se habían
convertido. Un día antes Caius era príncipe, y Dorian capitán de su guardia.
Qué vueltas da la vida, pensó.
Justo cuando iba a compadecerse de sí mismo vio bajar a Jasper por los tres
escalones que separaban el dormitorio (si es que podía llamarse así) del resto
del
desván, con dos grandes tazas de las que salía humo. La mano de Dorian dio
un
salto hacia la mesilla de noche en la que Caius había apoyado su espada.
Jasper hizo un chasquido de reproche con la lengua, como si fuera una
institutriz decepcionada, y Dorian un alumno revoltoso.
—No te creas que no lo he visto —dijo mientras dejaba una de las tazas en la
mesilla—. Sería de una mala educación pasmosa que desenfundaras la espada
dentro de mi casa. —Y entonces, oh sublime horror, le guiñó el ojo—. Ten en
cuenta que acabamos de conocernos.
Dorian abrió la boca, pero no tenía palabras, así que volvió a cerrarla.
Jasper sacudió la cabeza, sonriendo.
—Demasiado fácil.
Se sentó al borde de la cama, peligrosamente cerca de la mano izquierda de
Dorian. No era la de la espada, pero en caso de necesidad también valdría.
Dorian no se dio cuenta de haber cerrado el puño hasta que sintió en sus
palmas
los pinchazos de dolor que provocaban las uñas al clavarse.
—Tranquilo —dijo Jasper—, que no vengo a hacerte daño.
Era una idea tan absurda que Dorian no pudo aguantarse la respuesta.
—Como si pudieras…
Luego se vio que no habían sido las palabras más acertadas. Jasper apretó el
vendaje que con tanto cuidado había aplicado Ivy a la herida. Dorian siseó
mientras se le contraían los músculos del abdomen.
—Bueno, asunto zanjado. —Jasper le tendió la taza—. Bébete esto. Órdenes
del médico.
Dorian lo aceptó con manos vacilantes. Ivy ya había tenido muchas
oportunidades de hacerle daño, si hubiera sido su intención. Aun así…
Olisqueó el contenido de la taza, no muy convencido.
—No lleva veneno. —Jasper puso los ojos en blanco—. Dame. —Se la
arrebató con rapidez, pero también con cuidado, y bebió un poco—. ¿Lo ves?
No
pasa nada. —Sacó la lengua como si tuviera arcadas—. Está asqueroso, pero
pasar no pasa nada.
Devolvió la taza a Dorian, a quien vio beber un sorbo. Era amargo, pero
mucho menos fuerte que el anterior mejunje de Ivy. Esta vez el regusto fue
vagamente cítrico. Bueno no estaba, pero aun así Dorian se lo tragó,
sintiéndose
observado por los dorados ojos de Jasper.
Hacía mucho tiempo que no veía de cerca a un ávicen de sexo masculino. A
uno como Jasper, por otra parte, nunca lo había visto. Todo en él clamaba
«pavo
real». Sus facciones eran una combinación de gracia y masculinidad, en
marcado
contraste con la avalancha de colores de su pelo, si es que se podía llamar
pelo a
las plumas de los ávicen. Las de Jasper presentaban los típicos colores de la
cola
del pavo real, como el azul, el verde y un sutil dorado, pero también otros
como
el morado oscuro y el fucsia intenso. El brillo de su tez era de un marrón
cálido
que complementaba el oro líquido de sus ojos.
—¿Te gusta lo que ves? —preguntó Jasper en voz baja y ronca, con una
excesiva intimidad; una voz de dormitorio.
Dorian bebió a pequeños sorbos la infusión casera de Ivy, negándose a
dignificar la pregunta con una respuesta. La taza ocultaba a duras penas el
rubor
de su rostro. Ser de piel tan clara tenía más de condena que de bendición.
Jasper bebió un poco de su taza con una sonrisa burlona.
—Menudo ojo le han puesto a nuestra sanadora en prácticas —dijo después
de unos minutos tensos.
No era ninguna pregunta, así que Dorian se quedó callado.
—Parece mentira que un alma tan bondadosa pueda haber hecho algo para
merecérselo.
La ligereza del tono de Jasper no cuadraba del todo con su dura mirada.
Dorian cambió de postura, al menos hasta donde se lo permitía su estado, y se
preguntó cómo podía estar Jasper al corriente. Quizá se lo hubiera dicho Ivy.
Mientras Jasper estaba con ella en la cocina, Dorian había procurado estar
atento a lo que decía Caius.
Fue como si Jasper le hubiera oído pensar.
—Se me da bien calar a las personas, y tu lenguaje corporal es muy locuaz,
dicho sea entre tú y yo.
Dorian gruñó, con la boca en la taza, y miró la zona de estar por encima del
borde. Caius y Eco hablaban enfrascados en voz baja, sin que pudieran oírse
sus
palabras.
Jasper siguió la dirección de su mirada.
—Mmm.
Dorian se quedó muy quieto. No había querido ser tan transparente.
—¿Qué quieres?
Otra vez la media sonrisa de Jasper. Dorian la reconoció como lo que era: una
máscara, una cara que ponerse cuando se quería guardar algún secreto.
—No era consciente de necesitar algún motivo para estar en mi propio
dormitorio —respondió el ávicen.
Si esas tenían, Dorian le cedería la cama con mucho gusto. Apretó los dientes
para aguantar el dolor e intentó levantarse. Jasper le puso en el pecho una
mano, caliente por la taza, y apretó. Dorian se desplomó de nuevo en el
colchón
con una falta de resistencia vergonzosa, mientras dentro de la taza se agitaba
la
infusión.
—Baja, hombre —dijo Jasper—, que no lo he dicho por eso.
Casi era una disculpa, aunque Dorian no aspiraba a ninguna. Mientras
tomaba los últimos sorbos rezó por que se acabara la conversación.
—Además… —Jasper sonrió, enseñando unos dientes blancos como perlas, y
voraces—. El día en que me queje de que mi cama la ocupa un bombón como
tú
criarán pelo las ranas.
Dorian se atragantó, manchándose el pecho de infusión. A juzgar por la
sonrisa de Jasper, era la reacción que perseguía.
El ávicen se apartó de la cama riendo y le lanzó una mirada desdeñosa a
Dorian.
—Acábatelo antes de que te duermas —indicó—, que sospecho que debajo
de
esas plumas blancas tan bonitas nuestra palomita esconde mano dura.
Fue lo último que dijo antes de irse. Dorian se quedó solo, manchado de
infusión y con el indigno color rosa del rubor.
29
Antes de que Ivy la tocara con las manos, la porcelana del lavabo del cuarto
de
baño había parecido blanca, pero el contraste con su tez tan pálida le daba un
tono más cercano al crema. Respiró profundamente por la nariz mientras
dejaba
de crispar los dedos en el borde del lavabo y los separaba uno por uno de la
fría
porcelana. Quería sentirse orgullosa de la compostura que había mantenido al
curar las heridas de Dorian, pero lo único que sentía era un vacío.
No mejoró las cosas mirarse en el espejo. Tenía la piel muy clara, pero eso no
era ninguna novedad. Sí lo era, en cambio, el moratón de su pómulo derecho,
las quemaduras que formaban dibujos en la suave piel del pecho y los
múltiples
arañazos de su cara, recordatorio de cuando Tanith la había tomado por las
plumas de la cabeza y le había aplastado la cara contra los bastos sillares de
la celda. Había sido un interrogatorio brutal, junto al que palidecía el cardenal
que
le había hecho Dorian. Tragó saliva con dificultad, cerrando los ojos. A
oscuras
todavía fue peor. La oscuridad le daba ganas de recordar cosas, como los
gritos
de Perrin y el escalofriante silencio que se había hecho después de su último
estertor. Abrió los ojos. Al menos ahora la chica con cuya mirada se topó
estaba
limpia, aunque la ropa de Eco le fuera un poco grande. No era aspirar a
mucho.
Necesitaba no estar sola. No era bueno estarlo. Era quedarse a solas con sus
pensamientos, que tal como estaban las cosas no le brindaban muy buena
compañía. Se alisó las plumas lo mejor que pudo, irguió los hombros y salió
al desván.
Jasper estaba en el dormitorio, con la infusión que había preparado Ivy para
Dorian a partir de los mejores ingredientes que había encontrado en el
armario.
Para no ser sanador Jasper estaba muy bien provisto. Aun así la infusión no
haría mucho más que atenuar el dolor. Vio que Jasper se sentaba al lado de
Dorian en la cama.
Qué interesante, pensó. Le sorprendía que Dorian no se resistiera.
Dejando que siguieran con lo suyo, fue descalza al sofá donde estaban
sentados Eco y Caius. Él se había puesto de rodillas a los pies de ella, que
tenía
un papel en las rodillas. Lo estudiaban ambos con las cabezas muy juntas,
ofreciendo una imagen de una camaradería insólita.
—¿Interrumpo algo? —preguntó Ivy.
Al oír su voz Caius se levantó como un resorte y se apartó de Eco hasta
dejarse caer con elegancia en el asiento con el que chocaron sus pantorrillas.
—¿Qué? No —se apresuró a decir Eco a la vez que se deslizaba hacia el otro
lado del sofá y se guardaba el papel en el bolsillo. Por una parte Ivy tuvo
ganas
de preguntar qué era, pero por otra (la mayor de ambas) su único deseo era
hacerse un ovillo muy pequeño y dormir cinco años seguidos. Ya lo
preguntaría
por la mañana. Eco dio unas palmadas a su lado, en el sofá.
—Ven, siéntate.
Ivy tomó asiento con cautela, mientras su cuerpo le recordaba todos sus
achaques. La expresión ceñuda de Eco era una mezcla de compasión y rabia.
Tenía un instinto protector descomunal, que dulcificó un poco a Ivy.
—¿Cómo está? —preguntó Caius, señalando la cama con la cabeza.
La piel clara de Dorian había adquirido tonos rosados muy interesantes a
consecuencia de las palabras pronunciadas por Jasper antes de marcharse.
—He hecho lo que he podido con lo que tenía —dijo Ivy.
Eco se quedó mirando el morado de su mejilla.
—¿Cómo te has hecho eso?
Las manos de Ivy se acercaron a su cara y se quedaron a poca distancia del
morado. Se planteó no responder (ya era bastante incómoda la situación, con
dos drakharin aposentados en lo que en resumidas cuentas era un refugio
ávicen), pero la delataron sus ojos al enfocarse de modo involuntario en
Dorian.
Tanto Eco como Caius siguieron su mirada, y Ivy se dio cuenta de que ataban
cabos. Eco se puso tensa, como un gato a punto de saltar. Ivy le puso una
mano
en la rodilla para que se quedara quieta. Caius, mientras tanto, guardaba un
silencio totalmente voluntario.
—No —negó Ivy.
La cabeza de Eco se volvía bruscamente, hacia Dorian o hacia ella.
—Pero si… Pero no… Tampoco puedo…
—Puedes y lo harás —replicó Ivy—. Ahora mismo no quiero peleas, o sea
que
quieta.
—Gracias —terció Caius—. No tenías por qué.
¿Por qué hablar con Dorian? ¿Por qué curar a Dorian? ¿Por qué no matar a
Dorian, o infligirle algún nuevo daño físico? Ivy habría querido preguntarle a
Caius a qué se refería, pero su respuesta fue más simple:
—Ya.
Caius las saludó a las dos con la cabeza y se levantó de la silla para ir a la
cama de Dorian. Le puso una mano en la frente. Dorian, que ya había
sucumbido a los efectos de la infusión, se movió un poco. Caius se sentó en
el
suelo, con la espalda apoyada en la cama. También cerró los ojos. Eco lo
observaba muy atenta, como un halcón.
—Esto no me gusta —comentó Ivy.
Eco la miró con las cejas en alto.
—¿Qué parte no te gusta? ¿La de que estamos huyendo de los drakharin, la
de que estamos escondidos en Estrasburgo, en casa de un ladrón, o la de que
es
evidente que esta noche dormiremos tú y yo juntas en un sofá?
Ivy se apretó el puente de la nariz, luchando contra la migraña que sentía
nacer en las cuencas de sus ojos. Dicho así…
—Si tuviera que elegir solo una… No me gusta que hayamos salido huyendo
con dos drakharin. No me fío de ellos.
—Ya, pero nos han sacado de la fortaleza —dijo Eco, encogiéndose de
hombros—. Puede que no sean tan malos.
Ivy reconoció su tono. Le recordó cuando Eco había encontrado un gato
sarnoso en los túneles del metro de debajo de Grand Central, donde les había
dicho el Ala que no jugaran nunca, y después de envolverlo en su chaqueta se
lo
había enseñado al Ala con más seriedad que nunca en sus grandes ojos
marrones.
—¿Nos lo podemos quedar? —había preguntado, toda inocencia.
A Caius no iban a quedárselo. A Dorian tampoco. Todavía menos. Apoyó la
cabeza en las manos y se concentró en respirar. Compartía techo con un
hombre
que había ayudado a encarcelarla.
Sintió el peso de una mano en el brazo, que la sacó de sus cavilaciones.
—¿Te encuentras bien? —se interesó Eco.
La respuesta corta era que no. La larga también. Pero no iba a ninguna parte.
De nada les servía un no.
—Todo lo bien que puedo estar —respondió—. No sabía que tuvieras una
vida tan emocionante.
Eco se rió, pero fue una nota falsa, frágil y gastada.
—Hasta para mí es extremo esto.
Ivy estiró las borlas de uno de los cojines de Jasper.
—Eco —preguntó—, ¿estás segura de que podemos fiarnos de ellos?
Eco se arrellanó en el sofá como si intentara abrirse camino hasta el otro lado.
—¿Segura? No, segura no, pero tengo una corazonada… Intuyo que Caius
habla en serio. No sé por qué, pero le creo.
Ivy distaba mucho de haber quedado convencida, escepticismo que a juzgar
por lo que dijo Eco debía de leerse en su cara.
—Tú no tienes ninguna obligación, Ivy.
—¿De qué?
—Puedes irte a casa. Nadie te reprochará nada. Te capturaron. No es culpa
tuya. A ti te quiere todo el mundo. —El «no como a mí» flotó en el aire sin
llegar a pronunciarse—. Hasta Altair.
Ivy frunció el ceño.
—¿Qué amiga sería si te dejara sola con dos drakharin y un ávicen a quien
describiste una vez como la persona más turbia que conoces?
—Te he oído.
Jasper estaba en la cocina, pero el desván tenía poco que ofrecer en cuanto a
intimidad. Ivy no le hizo caso.
—¿Por qué es tan importante para ti, Eco? Entiendo que el pájaro de fuego
sea importante, pero ¿por qué tienes que hacerlo tú? Que se encargue otra
persona.
Eco sacudió la cabeza, mirando el suelo.
—Tengo que ser yo —dijo en voz baja.
—Pero ¿por qué? Solo tienes diecisiete años, Eco. Ya sé que no te sientes
como una niña, y es normal, porque creciste demasiado deprisa, como yo,
pero
no tienes por qué hacerlo.
—No lo entiendes. —Cuando Eco levantó la vista con una expresión
descarnada, a Ivy se le partió el alma—. Tú no sabes lo que es.
—Lo que es ¿qué? —preguntó Ivy—. Explícate.
—Me miran como si no tuviera que estar donde estoy. Como si prefirieran
que no lo estuviese —respondió Eco. A Ivy no le hizo falta preguntar a quién
se
refería. A Altair. A Ruby. A los ávicen como ellos. A todos los que alguna
vez la
habían mirado como a un ser inferior—. Pero si lo consigo, si encuentro el
pájaro de fuego, si los ayudo a que se acabe esta guerra, ya no podrán decir
que
no estoy donde me corresponde. No podrán decir que no soy de los suyos.
—Pero Eco… —Ivy tomó una de sus manos—. Claro que te corresponde
estar
entre los ávicen. Tu sitio está conmigo, con el Ala, con Rowan y con tu
pequeño
ejército de mocosos. Altair es un capullo, vale, pero no habla por todos.
Eco se sorbió la nariz y se la limpió con la manga.
—Lo raro es que hayas acabado como una forajida —dijo, sonando casi
como
la de siempre—, y que el de uniforme sea Rowan.
Ivy sonrió para alegrarla.
—Es verdad. Quién se lo iba a imaginar.
—Es de locos, este mundo. —Eco se frotó los ojos—. ¿Sabes que lo vi de
uniforme? Cuando me ayudó a salir.
Restregando la cabeza en el sofá, y con las plumas blancas despeinadas, Ivy
bostezó.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo estaba?
—Lo prefiero sin.
Se rio, poco y a la fuerza.
—Me lo imagino.
Eco se dejó caer de espaldas en el sofá y echó la manta de Jasper encima de
las dos. El sofá estaba hecho para que se sentaran tres personas, no para que
se
reclinaran dos adolescentes, pero se las arreglaron. Ivy se envolvió en la
manta como en un escudo. Ya que Eco intentaba ser fuerte para ella, haría lo
mismo.
—Volveremos a casa —dijo—. Las dos.
Eco siguió mirándose las manos.
—Ni siquiera sé si puedo llamarlo así. Ya no.
Ivy pasó una mano por encima de sus piernas para tomar la de su amiga y
estrecharla.
—Tu sitio está con nosotros, Eco. Eso nunca lo dudes. Si no consigo yo que
te
lo creas, tal vez lo consiga Rowan. Ya sabes que no me llevo siempre bien
con él,
pero te quiere, aunque todavía no te lo haya dicho. Te guste o no eres de los
nuestros. Procura que no se te olvide. —Levantó la otra mano con el meñique
en alto—. ¿Me lo prometes? ¿Lo harás por mí?
La sonrisa de Eco fue más bien una curvatura reticente de los labios, pero
algo era algo. Enlazó su meñique con el de Ivy.
—Te lo prometo.
30
Eco se acurrucó en lo más profundo del ropero. Dentro estaba todo oscuro y
olía
a lana vieja. Era su refugio, adonde iba cuando los monstruos del exterior
eran
demasiado reales para ser ignorados. Apoyó la linterna en la rodilla y pasó las
páginas de una enciclopedia totalmente desfasada, tan vieja que el capítulo
sobre
el muro de Berlín lo presentaba como una construcción que aún estaba en pie.
Se la había leído tantas veces de cabo a rabo que las páginas se habían
reblandecido y parecían de tela. Tenía grabadas en el cerebro todas las
palabras.
Aun así siguió leyendo. En el momento en que iba a apartarse el flequillo de
la
cara se dio cuenta de que estaba soñando. No llevaba flequillo desde los siete
años. Después de fugarse se había dejado crecer el pelo de cualquier manera,
y
el único momento en que se lo domaban era cuando el Ala la obligaba a
sentarse para cortar las puntas.
Era una pesadilla conocida. Por eso mientras la tenía ya supo qué esperar: un
crujido de grava en el camino de una casa, el runrún familiar de un motor en
las
últimas, el portazo metálico de un coche… Y un punzante olor a whisky, y
una
peste a tabaco viejo que no se despejaba ni abriendo todas las ventanas. La
puerta del armario se abrió tan bruscamente, y con tal fuerza, que las bisagras
chirriaron en son de protesta.
Cuando se abrió la puerta, sin embargo, la silueta que se recortó en la luz no
fue la que esperaba, la de su madre borracha y llegada a trompicones de algún
bar.
—Hola, mi pequeña urraca.
Era el Ala, con la mano tendida, reflejando una luz suave en su plumaje
negro. Mirando por encima de su hombro, Eco vio el mobiliario desparejo y
los
cojines amontonados sin orden ni concierto que constituían la decoración de
los
aposentos del Ala. La ola de añoranza que se echó encima de ella era tan
impetuosa que le pareció que se ahogaba.
—Ala —dijo. Al levantarse le llamó la atención lo pequeño que era el
armario. A menos que hubiera crecido ella en los segundos necesarios para
levantarse… De la lógica interna de los sueños nunca se podía una fiar del
todo
—. ¿Qué haces aquí?
Apretándole los dedos, el Ala la sacó de la oscuridad. Después la llevó al
centro de la sala, haciendo susurrar su larga falda contra la alfombra persa.
—He venido porque me necesitabas.
La luz de las velas era opaca, como si Eco lo viera todo a través de una lente
untada de vaselina. No había contornos claros. Las esquinas de las estanterías
y
las mesas estaban borrosas, desgastadas. Cuanto más se esforzaba por enfocar
la
vista, más impreciso se volvía todo. Los dedos del Ala soltaron los de Eco,
que tendió la mano, pero el Ala sacudió la cabeza y se apartó.
—Quiero irme a casa —susurró Eco.
Cuánta tristeza había en los ojos del Ala…
—Lo siento, pero ahora no puedes. Todavía no. Hay que andar mucho
camino sin dormir, Eco querida.
—No me vengas con citas de Robert Frost.
El Ala sonrió.
—Así me gusta. Pero volvamos a la primera pregunta. ¿Sabes por qué estoy
aquí?
Eco frunció el ceño. Tantear el mundo de aquel sueño hacía temblar la
habitación como si pudieran derrumbarse las paredes.
—Me has salvado. En el armario. De mi infancia de mierda.
El Ala sacudió la cabeza.
—No, Eco, te salvaste tú misma. Ojalá no hubieras tenido que hacerlo, pero
es necesario que comprendas que del pasado no puedo salvarte. Eso solo
puedes
hacerlo tú.
Eco se apretó los ojos con la base de las manos. ¿Cómo se podía dormir y
estar tan cansada?
—No tiene sentido lo que dices. ¿Qué necesidad tengo de salvarme de algo
que ya ha pasado?
—Que forme parte del pasado no significa que haya pasado del todo.
Acuérdate de lo que te enseñé, Eco.
—¿El qué? ¿Sabes que no te pasaría nada por dejar de ser críptica cinco
segundos?
—Tu futuro es tuyo. Si lo recuerdas encontrarás tu camino.
La forma del Ala empezó a ponerse borrosa en los bordes, como el mobiliario
y la brumosa luz de las velas. Se le estaba escapando.
—¡Ala, espera!
Eco tendió una mano, pero las plumas del Ala se escurrieron como humo
entre sus dedos.
Las paredes de la habitación del Ala se desintegraron para dejar paso a una
luz que devoró el olor a cera derretida y el tacto de la alfombra debajo de los
pies de Eco. Era una luz de tal intensidad que tuvo la impresión de estar
mirando el centro del sol. Se protegió los ojos con una mano. Los sonidos,
olores
y texturas del mundo que la rodeaba fueron materializándose. Entre los dedos
de sus pies descalzos resbalaban granos de arena mojada. El agua del mar le
salpicó la cara. Sintió en la lengua su sabor a sal. Cerca crecían y rompían
olas deshechas en las rocas. En el cielo, las gaviotas entonaban una triste
nana.
Detrás de Eco había una modesta cabaña de madera de cuya chimenea salía
alegremente el humo. Era bonito, pero no le resultaba familiar.
Entre el suave lamento de las gaviotas se inmiscuyó un grito. Eco levantó la
vista, entornando los ojos contra el resol. Se estaba acercando a la playa un
ave
grande, oscura, como una mácula negra contra el gris azulado del cielo. Con
cada aleteo el corazón de Eco daba un golpe en su caja torácica. Supo que si
el
pájaro le daba alcance moriría.
Trató de correr, pero sus pies se hundían en la arena. No podía moverse. Las
pequeñas olas que hasta entonces habían acariciado dulcemente sus tobillos
hirvieron al chocar contra su piel. La silueta del pájaro se volvió cada vez
más grande y más cercana, hasta que Eco distinguió unas franjas blancas
debajo de sus alas.
A medida que se aproximaba el ave sus plumas se convertían en llamas,
como
si se hubieran incendiado por dentro. Eco gritó, pero lo único que brotó de su
boca fue un gemido de dolor, mientras le abrasaba un aire amargo los
pulmones.
Tenía ganas de rogar y suplicar, de abrir los ojos, despertarse y olvidar
aquella pesadilla. La arena, sin embargo, formó unos grilletes alrededor de
sus tobillos, y aunque se resistiera no podía soltarse.
El pájaro cayó sobre ella con las garras extendidas, y un graznido tan potente
que habría podido romper un cristal. Eco casi tenía su pico a la altura de los
ojos.
Levantó los brazos. El pájaro se los arañó con furia, desgarrando su piel con
el pico. Eco intentó gritar, pero había perdido la voz. La arena se convirtió en
ceniza, y el gusto salobre del agua del mar dejó paso a otro más caliente,
como
de cobre: el de la sangre. Lo único que respiraba era humo. Se estaba
muriendo.
Alrededor de ella ardía el cielo, y ardía ella también.
31
Caius pisaba un suelo duro, pero a su alrededor la oscuridad era absoluta, una
oscuridad de terciopelo más negra que la más negra noche. El entrespacio.
Sintió un peso en el pecho. Al querer tocarlo sus dedos rozaron el metal del
medallón que le había regalado a Rose hacía una eternidad. Palpó el jade y el
bronce del anverso, siguiendo las suaves ondulaciones del adorno en forma
de dragón. Solo se dio cuenta de que estaba soñando cuando el dragón
empezó a desprenderse del medallón y a alzar el vuelo, batiendo sus alas.
El pequeño dragón quedó suspendido frente a él, y sin dejar de remover el
aire con sus alas ladeó la cabeza. Sus ojos de gemas parpadearon como si le
hiciera una pregunta.
—¿Qué quieres? —dijo Caius.
Mediante un poderoso aletazo, el dragón lanzó sobre él una brisa muy
caliente, con más potencia de la que debería haber podido crear. Caius se
había
equivocado de pregunta. Sin embargo, no sabía cuál era la correcta.
—¿Por qué estoy aquí?
Dado que era un sueño, y en los sueños todo era posible, el dragón le hizo un
guiño. Era la pregunta correcta, por lo tanto.
—No entiendo.
Ya lo entenderás.
No era la voz del dragón, ni de ningún otro ser vivo.
—¿Rose?
La voz no dijo nada.
El dragón revoloteaba alrededor de Caius, haciéndole señas de que lo
siguiera. Entonces se abrió un agujero y penetró en la oscuridad la cálida luz
del
sol de la mañana. El dragón cruzó la abertura. Caius fue tras él.
Estaba en una biblioteca, pero distinta a las que conocía. En todas partes
había libros, apilados en las mesas de caoba y muy apretados en los
anaqueles. El
techo estaba pintado con nubes blancas y algodonosas sobre un mar azul
claro.
En el oscuro revestimiento de madera rojiza de las paredes ondulaban los
reflejos del sol. Las ventanas se abrían a una ciudad que no reconoció. Fuera
había edificios de construcción humana que llegaban hasta el cielo, como
campanarios de acero y hormigón.
—¿Dónde estoy? —preguntó.
El dragón revoloteó alrededor de su cabeza.
En casa.
—Esto no es mi casa.
No, tuya no, de ella.
En ese momento empezaron a incendiarse los libros, y el aire se llenó de
trozos de papel quemado que flotaban como hojas otoñales. Las estanterías se
desmoronaron mientras crujía y crepitaba la madera, y poco a poco
comenzaron
a derretirse las nubes falsas, en su falso cielo. El pequeño dragón emitió un
agudo lamento mientras sus alas prendían fuego, y las finas membranas se
deshacían en cenizas.
El humo abrasaba la garganta de Caius. El olor de papel quemado y cola
derretida le daba náuseas. Se tapó la boca y la nariz con una manga y logró
articular dos palabras.
—¿Por qué?
Para que aprendas.
—Que aprenda ¿qué?
Lo que te pasará si no lo encuentras.
—Si no encuentro ¿qué? —resolló—. ¿El pájaro de fuego?
Sí. Fue una palabra con eco, como si la pronunciasen muchas voces a la vez.
Los ojos de Caius se empañaron, mientras a su alrededor se consumía la
biblioteca. Por un lado sabía que no era posible morir en sueños. Por el otro,
sin
embargo, temía no volver a despertarse si perecía en aquella biblioteca. Al
final
del pasillo había algo oscuro, que se resistía a arder. Se acercó a trompicones,
a la vez que se llenaban de humo sus pulmones.
Era una mujer recortada en las llamas. Su pelo largo se movía, tapando el
rostro. Tan vivo era el color del fuego que la rodeaba como oscuro el de ella.
Caius solo distinguió las suaves curvas de su cuerpo, dibujadas contra un
fuego
que no le impedía seguir quieta, sin miedo a nada. La desconocida le tendió
una
mano a modo de súplica, o de ofrenda. En el momento en que Caius acercó la
suya se la lamieron unas lenguas de fuego. Su piel quedó cubierta de
ampollas y
se desprendió, pero no sintió ningún dolor al tocar la de ella. Sus carnes
tenían
una elasticidad extraña, como una fruta demasiado madura, y estaban frías
como el hielo.
Como un cadáver, pensó Caius. Intentó apartar la mano, pero ella se la apretó
con más fuerza, sin querer soltársela.
—¿Qué eres? —preguntó Caius—. ¿Qué es todo esto?
Las consecuencias de tu fracaso.
El humo se despejó un poco, lo justo para que viera la mano que lo sujetaba.
Tenía una piel manchada y gris, del color amarillento que adquieren las pieles
con la muerte. El humo se mezcló con un olor de podredumbre que Caius, a
pesar de respirar por la nariz, sintió en la lengua. Intentó apartar la mano,
pero
el cadáver se la sujetaba y le clavaba con tal fuerza sus finos dedos que le
dejaba la carne amoratada.
A todos nos toca la muerte.
Vio horrorizado que la podredumbre de la mano del cadáver se comunicaba
a la suya. La carne de Caius empezó a desprenderse de los huesos, haciendo
un
ruido húmedo al chocar con el suelo.
—¿Qué tengo que hacer para parar todo esto? —preguntó, desesperado—.
¿Cómo lo encuentro?
La única respuesta que obtuvo fue un silencio vasto y hueco.
—¡Contesta! —gritó.
A medida que se extendía la corrupción se le atrofiaron los músculos de los
brazos, del pecho y de las piernas. Intentó exigir de nuevo una respuesta, pero
se
le encogió la lengua dentro de la boca. Ya no estaba la voz. Ya no estaba el
dragón. Tampoco estaba ya la biblioteca. Caius se estaba muriendo. Se moría.
Estaba muerto.
32
—Caius, despierta. ¡Caius!
Parpadeó, adormilado, y vio a Eco en cuclillas contra la luz del primer sol de
la mañana, que entraba por las vidrieras de colores de las ventanas del
desván.
Durante un segundo regresó a su sueño, el de la mujer en llamas, y volvió a
estar rodeado de libros incendiados. Tragó una saliva espesa. El sabor amargo
de
su propio aliento no alivió la sensación de ansiedad de su estómago, sino todo
lo
contrario.
Eco echó la cabeza a un lado con dulzura.
—¿Te encuentras bien?
Caius sacudió la suya como si no lograse despejar las telarañas del sueño.
—Sí —mintió—, muy bien.
—Ah. —Eco bajó la vista al suelo. En sus mejillas, las pestañas eran
manchas
oscuras—. ¿Has dormido bien?
—No —contestó él—. ¿Y tú?
—La verdad es que tampoco. —Después de mirarlo otra vez a los ojos Eco se
levantó, adoptando de golpe un entusiasmo que era como una máscara
gastada
—. Vamos, arriba y a por todas. He estado cocinando.
—Estás avisado —intervino Jasper desde la cocina.
Eco le sacó la lengua a sus espaldas. Caius se frotó los ojos, se incorporó y
una
vez con los pies en el suelo se desperezó.
—Te veo más animada esta mañana —dijo.
Una pequeña parte de su ser, curiosa, deseaba averiguar si Eco estaba todas
las mañanas así.
La mirada de Eco se volvió suspicaz. Ya tenía la respuesta. Cuando la gente
quería esconderse se ponía todo tipo de máscaras. La que había elegido Eco
ese
día era la de contenta.
—Supongo que soy más de mañanas —dijo.
Era una mentira flagrante. Esperó en silencio a que Caius la dejara en
evidencia, pero no fue así.
—Te sigo —se limitó a contestar él.
Sin decir nada más, Eco salió en cabeza hacia la pequeña mesa redonda
donde estaban sentados Dorian y Jasper. Ivy, apoyada en la encimera y
abrazada
a sí misma, contemplaba el hierro de gofres como si su voluntad pudiera
hacer
que fuera más deprisa. Parecía que tuviera frío, a pesar del calor de la cocina.
Al ver que se acercaba Caius, Dorian intentó levantarse, pero el gesto hizo
que se doblara de dolor. Caius le puso una mano en el hombro para que se
sentara. Después lo hizo él a su lado. Jasper los observaba con los labios
ocultos
por el borde de su taza, sin que sus ojos delatasen nada. Olía intensamente a
café. El estómago de Caius dio un vuelco.
Eco apartó a Ivy de un golpe de cadera y empezó a llevar platos y cubiertos.
—He hecho gofres.
—Y no unos gofres cualesquiera —apuntó Jasper.
—Tú lo has dicho.
Eco le puso un plato delante. Jasper se lo pasó a Dorian. Encima había una
montaña de trozos de gofre salpicados de pepitas marrones. Dorian miró a
Jasper, que se limitó a levantar una ceja. Desde la noche anterior había
cambiado la dinámica entre los dos.
Muy interesante, pensó Caius.
—¿Qué es? —preguntó Dorian mientras empujaba el montón de comida con
el tenedor.
—¡Gofres de beicon! —respondió alegremente Eco.
Llevaba anudado a la cintura un delantal de flores, que hizo preguntarse a
Caius qué hacía un delantal así en casa de Jasper.
Dorian no estaba convencido.
—¿Gofres de beicon?
Eco lo fulminó con una mirada que era un desafío a que volviera a poner en
duda sus decisiones culinarias.
—Gofres de beicon.
—¿Qué pasa, que hay eco? —preguntó Jasper, más pagado de sí mismo de la
cuenta.
Qué gracioso, pensó Caius.
Eco le dio a Jasper un golpe en la muñeca con una espátula sucia.
—Sí, gofres de beicon. ¿Quieres saber por qué? —Sirvió otra generosa
porción
en otro plato—. ¿Gofres y beicon al lado? Muy bueno. ¿Gofres con beicon
dentro? Genial.
—Escucha atentamente —dijo Jasper, inclinado hacia Dorian; un gesto
gratuito, ya que su aparte teatral tuvo la fuerza suficiente para ser oído por
toda la mesa—. Se oye el ruido que hacen tus arterias al obstruirse.
Eco sirvió a Caius y Ivy, aunque ella no hubiera tocado su plato. Ivy seguía
de
pie, pinchando lánguida su gofre. El único de los cinco que tenía la audacia
de
parecer descansado era Jasper. Dorian no comería hasta que lo hiciera Caius,
así que este último tomó un bocado, aunque la prudencia se lo desaconsejase.
Cuatro pares de ojos lo miraban con expectación. Masticó, cohibido. El gofre
estaba al mismo tiempo demasiado salado y demasiado dulce. Aun así se lo
tragó.
—Delicioso.
La sonrisa de Eco fue tan fugaz que Caius ni siquiera estuvo seguro de
haberla visto. El último plato lo puso Eco delante de Jasper, que lo miró con
recelo entre sorbos de café.
—Prueba, Jasper. Te prometo que está bueno.
Jasper la miró con escasa convicción.
—¿No te fías de mí? —preguntó ella.
—En cosas de comida sí.
Jasper cortó el gofre con cautela, como si temiera ser mordido por él.
—Un momento —dijo Eco—. ¿En qué no te fías?
—En casi todo lo demás —respondió Jasper sin levantar la vista del plato.
—Es la última vez que te preparo gofres de beicon.
—Alabados sean los dioses por los pequeños milagros de la vida —exclamó
Jasper mientras soltaba el tenedor—. ¿Qué, piensas decirme de qué huís y
hacia
qué corréis?
La pregunta fue recibida en silencio. Dorian miró a Caius. Caius miró a Eco.
Eco miró a Ivy. Ivy no miró a nadie.
—¿No hay voluntarios? —preguntó Jasper—. Teniendo en cuenta que estoy
dando cobijo supongo que a refugiados tanto de los ávicen como de los
drakharin, me parece que tengo derecho a saberlo.
El silencio se alargó.
—También os podéis ir todos —amenazó Jasper, con las plumas cortas de los
brazos un poco erizadas.
Eco se quitó el delantal, lo dejó a un lado y tomó la iniciativa.
—Estamos buscando algo. Es algo que persigue mucha gente, pero tenemos
que encontrarlo primero porque en otras manos sería peligroso.
—¿«Tenemos»? —Jasper señaló a los cuatro con un movimiento del tazón—.
¿Esta pandilla de desarrapados? Pues explícame qué puede interesar al mismo
tiempo a un mercenario drakharin, a su fiel sirviente, a una sanadora ávicen y
a
una carterista humana.
Dorian se puso tenso. Caius vio que se moría de ganas de discutir sobre la
parte de la pregunta relativa al «sirviente», pero se calló. No así Eco.
—¿Carterista?
Cargó tanto la palabra de intención que a Caius le supo casi salada. Jasper
siguió adelante.
—Si algo puede uniros es que es muy importante. Bueno, pues o me explica
alguien qué es, o averiguo qué bando ofrece el mejor precio por vuestras
cabezas.
De no haber sido por la mano que apoyó Caius en el brazo de Dorian, Jasper
ya habría tenido un tenedor clavado en el cuello. Eco parecía dispuesta a
meterse en la pelea, pero su mirada iba de Dorian a Jasper como si no
estuviera
muy segura del bando al que pertenecía. Caius esperó acertar en su siguiente
decisión.
—Vamos a encontrar el pájaro de fuego —anunció.
En el fondo, dentro de todas las reacciones que podría haber tenido Jasper la
risa que salió de su boca no debería haber sido ninguna sorpresa.
—Me estás tomando el pelo. —Dejó la taza en la mesa y los miró a los dos, a
Caius y Eco, ambos con cara de solemnidad—. Eco, por favor, dime que me
está
tomando el pelo este payaso.
A Caius le sentó mal lo de payaso, pero si Dorian era capaz de soportar
estoicamente las pullas de Jasper también lo era él.
—No —respondió Eco—. En esta zona está oficialmente prohibido hacer
bromas.
—El pájaro de fuego no existe —pronunció lentamente Jasper como si se lo
dijera a unos idiotas. Algo en Caius, una parte retorcida y malévola de su
persona, pensó que tal vez fuera así—. Es un cuento para niños, nuestra
versión
del Santo Grial. No existe.
Caius apartó la mano del brazo de Dorian, mientras rezaba por que este
último reprimiera unos minutos más sus impulsos violentos.
—Tenemos motivos para pensar que sí —dijo. Su mirada topó con la de Eco,
a quien habría deseado conocer bastante para saber interpretar la expresión de
sus ojos—. ¿Eco?
No le pasó desapercibida su vacilación. Eco no se fiaba ni un pelo de Jasper,
pero entre fiarse de él y echarse a la fuga (esta vez sin refugio posible) la
elección era muy simple, tanto que en el fondo ni siquiera existía. Eco miró a
Caius con
una expresión interrogante. Él asintió. Entonces ella metió la mano en su
bolsillo
trasero, sacó un mapa de bordes gastados y lo aplanó sobre la mesa.
—El pájaro de fuego existe —afirmó Caius—. Y Eco sabe el camino.
Esperemos.
Jasper estudió el mapa durante todo un minuto antes de levantar la vista hacia
Caius.
—¿Estás seguro?
—Me jugaría la vida —contestó Caius—. De hecho me la estoy jugando.
Jasper sostuvo su mirada con aquellos ojos tan extraños de color dorado.
Caius aguardaba su respuesta.
—Vale —dijo Jasper—, pues me apunto.
33
Eco parpadeó una, dos y tres veces, no muy segura de haber oído bien.
—A ver, repítelo.
Jasper pronunció con esmero sus palabras, como si Eco se hiciera la tonta.
—Que-me-a-pun-to.
Eco ya lo había entendido la primera vez, pero seguía sin cuadrarle.
—¿Por qué?
—Me jacto de saber lo que piensa la gente. —Jasper señaló a Caius, que
seguía inescrutable como una estatua—. Y este señor de aquí no duda en
absoluto. Si él considera que existe, me inclino a creérmelo.
—Ya, Jasper, pero te conozco. Sé que nunca haces nada sin motivo. —Eco se
apartó de la encimera y se cruzó de brazos—. ¿Qué ganas?
—¿Lo dices en serio? —La sonrisa burlona de Jasper se ensanchó hasta
adquirir una belleza deslumbrante—. Me gano la vida consiguiendo artículos
difíciles de encontrar para una clientela sumamente selecta, y más difícil de
encontrar que esto no hay nada. Encontrar el pájaro de fuego sería el puntazo
más grande de la historia. Quiero que lleve mi huella.
—No podrías quedártelo —le advirtió Eco.
A menos que me lo arranques de mis manos yertas y sin vida, se dijo,
intentando no pensar en lo que significaba que aquellas palabras se hubieran
convertido en una constante de su relación.
—No se trata de eso —replicó Jasper—. Imagínate las maravillas que haría
con mi reputación. Quiero que se me conozca como el que encontró el pájaro
de
fuego. Lo que pase después ya es cosa vuestra. Yo no me dedico a la política
entre los ávicen y los drakharin.
Hasta entonces Ivy había guardado silencio, pero las últimas palabras de
Jasper la impulsaron a hablar.
—¿De verdad que no te importa lo que le pase a tu gente?
Él se encogió de hombros.
—No es mi gente para nada.
—Eres ávicen —dijo Ivy, como si tuviera que bastar.
—¿Y?
Torció el gesto.
—¿No das ningún valor a la lealtad?
—Mira —repuso Jasper, apoyando tan pancho los codos en la mesa, como si
estuvieran hablando del tiempo—, entenderla la entiendo perfectamente, y es
admirable, de verdad lo digo, pero no me da de comer, la lealtad, ni me
protege
del frío. Yo hago lo que tengo que hacer.
Ivy frunció aún más el ceño, pero no dijo nada. Caius carraspeó.
—Ven un momento, Jasper.
Se levantó para acercarse a la hilera de ventanas del fondo de la sala. Jasper
esperó un poco, como si quisiera negarse por principio, pero al final suspiró y
fue tras él. Eco habría querido seguirlos, pero la disuadió la expresión de Eco.
Dorian, por su parte, guardaba un silencio resentido, sin despegar la vista de
la
espalda de Caius. Probablemente no fuera muy buena idea dejarlos a los dos
solos. Eco se puso a consultar su fichero mental de maneras de dar
conversación
para romper silencios tensos, hasta que Dorian se le adelantó.
—Mientras dormía me has cambiado el vendaje —dijo.
Más que mirar a Ivy, miraba en su dirección.
—Sí —confirmó ella.
Luego empezó a ir y venir por la cocina para recoger los platos y los
tenedores
y tirarlos en el fregadero. Dorian carraspeó muy suavemente.
—Gracias. —Primero miró a Ivy, y después el morado que tenía en la mejilla
—. Ah, y perdona.
Tras asentir una sola vez, Ivy le dio la espalda y empezó a lavar los platos.
Si alguien le hubiera dicho a Eco que llegaría el día en que viera a un
drakharin humillado ante Ivy, la discreta y llana Ivy, se habría reído. Ahora
que
lo veía, en cambio, no le pareció nada cómico. En absoluto.
34
Antes de que pudiera hablar Caius lo hizo Jasper:
—No me gusta que me mangoneen en mi propia casa.
Aunque Caius ya no fuera príncipe, le habría sido tan difícil olvidar todo un
siglo de comportamientos adquiridos como a un leopardo cambiar las
manchas de su piel.
—Perdón —dijo.
No había pedido disculpas desde hacía mucho tiempo, y a un ávicen jamás.
Se sentía oxidado.
Jasper se sentó al borde del alféizar de un arco gótico cuya punta quedaba
muy por encima de su cabeza. Por la vidriera entraba el sol, proyectando
fragmentos de colores en su piel. El efecto era tan espectacular que parecía
que
Jasper lo tuviera planeado, y de hecho se le veía capaz.
También se le veía muy lejos de dejarse ablandar.
—Otra cosa que no me gusta es que se pongan en duda mis motivos en mi
propia casa —expusó—, que es lo que intuyo que estás a punto de hacer.
Caius sacudió la cabeza.
—No. Creo que has dicho la verdad, aunque quizá no toda.
Jasper ladeó la suya, presentando un parecido absoluto con el ave que
imitaban sus plumas.
—¿Ah, sí?
—Puede que no te conozca muy bien, pero sé que un hombre como tú nunca
hace nada gratis. —Caius lo miró a los ojos, pero eran inescrutables. Hacía
años
que no veía una cara de póquer tan bien puesta. La sonrisita de satisfacción
era
inamovible—. Supongo que si nos ayudas a encontrar el pájaro de fuego, y
no pretendes quedártelo, esperarás algún otro tipo de compensación.
Jasper sonrió.
—Ahora sí que entramos en materia. Eco es buena ladrona, pero no acaba de
pillar cómo funciona este juego.
—Es una niña —dijo Caius.
Jasper resopló por la nariz.
—Dudo que Eco haya sido una niña de verdad alguna vez, pero bueno, no
viene al caso. Tienes razón, no tengo por costumbre trabajar gratis. ¿Qué
puedes
ofrecerme?
Caius maldijo a su hermana por haberle robado el trono, y el real tesoro al
que estaba vinculado. No tenía mucho que ofrecer (una sensación tan nueva
como incómoda), aunque eso Jasper no tenía por qué saberlo. En caso de
duda
lo mejor era improvisar.
—Te daría mi parte de la recompensa de los drakharin —contestó. No había
ninguna, pero cuando volviera victorioso, y recuperase su corona, dispondría
de
tal cantidad de oro y joyas que Jasper no habría sabido qué hacer con ellas.
Suponiendo que volviera. Y que recuperase el título. Era preocupante la
abundancia de condicionales en la situación—. Total, nunca lo he hecho por
dinero.
Jasper sacudió la cabeza, riéndose en voz baja.
—Nunca prometas pagar con dinero que no tengas.
Caius se encogió de hombros.
—Es lo único que puedo ofrecerte.
—¿Seguro? —inquirió Jasper, mirando por encima del hombro de Caius—.
El
dinero no es la única mercancía con valor en este mundo.
Ladeó la cabeza en dirección a la cocina, que estaban recogiendo Eco y Ivy,
pero Caius ya sabía que no eran ellas quienes le interesaban. A quien miraba
fijamente Jasper era a Dorian, con tanto disimulo como intensidad en sus ojos
dorados. Caius intentó ver a su amigo como lo veía Jasper. Una piel con
cicatrices, de una blancura inverosímil. Un pelo gris de un brillo suave que lo
hacía parecer casi dorado. Un solo ojo azul, claro como el mar por la mañana.
El
nido de Jasper daba fe de su afición a las cosas bellas, y Dorian lo era, aun
con
sus cicatrices, y aun no reconociéndolo en su fuero interno.
—Ya. —Se volvió de nuevo hacia Jasper—. Lo que pasa es que hay cosas
que
no puedo dar porque no son mías.
Jasper sonrió. Caius se sintió reaccionar con desagrado.
—Ah, pues yo creo que no te das cuenta de lo tuyas que son algunas cosas.
El afecto de Dorian distaba mucho de ser un secreto, pero Caius no tenía
ningunas ganas de explicárselo con pelos y señales a un ladrón a quien
acababa
de conocer. Así se lo telegrafió con un silencio de lo más elocuente.
Jasper separó sus piernas esbeltas y se levantó.
—Os ayudaré. A fin de cuentas hay algunas recompensas que valen mucho
más que el oro o que las joyas.
Tendió la mano. Caius se limitó a mirarla. Había jurado encontrar el pájaro
de fuego, pero lo que insinuaba Jasper le dejaba un mal sabor de boca.
Pasaron
los segundos sin que Jasper se moviera.
Caius levantó su mano muy despacio para estrechar la del ávicen. Era como
cerrar un trato con el mismo diablo. Aunque su capitán no le perteneciera,
seguiría sus órdenes por mucho que le repugnasen. Tal vez nunca se lo
perdonara. Pero ¿qué era la amistad en comparación con la paz? Caius había
prometido poner fin a aquella guerra, y era lo que pensaba hacer a cualquier
precio.
35
Cuando volvieron Jasper y Caius, Dorian ya no cabía en sí de impaciencia. Se
palpaba tanta tensión en el ambiente que era como si pudiese caminar sobre
ella.
Ivy se esmeraba en ignorar a Dorian, impulso que a él no le molestaba en
absoluto. Eco ejercía en voz baja de comentarista para calmar los nervios de
su amiga, que a los comentarios sobre los cerezos en flor en Japón y las
mejores pastelerías de Estrasburgo respondía con gestos ausentes, a
intervalos adecuados.
La mirada de Dorian se cruzó con la de Caius y formuló la muda pregunta de
si había ido bien la conversación. Caius fue un poco demasiado rápido en
apartar la vista. Dorian frunció el ceño, sintiendo un hormigueo en la cicatriz
del ojo, justo debajo del parche.
—¿Qué, cuál es el plan? —preguntó, básicamente porque no lo hacía nadie
más.
Intentó captar de nuevo la mirada de Caius, que también esta vez la rehuyó.
Eco señaló el mapa de la mesa.
—El plan es seguir el rastro de migas hasta el pájaro de fuego. Según este
estupendo mapa nuestra próxima parada es el Metropolitan Museum of Art.
—¿El Met? —se asombró Dorian—. ¿No está en Nueva York? ¿En la sede
central del poder ávicen, como quien dice?
—Sí —dijo Eco—, pero bueno, no te sientas presionado.
Caius miró a Dorian por primera vez desde que se había sentado.
—No sabía que estuvieras versado en museos humanos. Ni en arte.
Sus palabras encresparon a Dorian.
—¿Qué pasa? —preguntó—. Me gusta leer.
Eco siguió con sus explicaciones, a las que Caius prestó atención, reparando
tan poco como ella en que Dorian se había ofendido.
—Ve a buscar tus cosas, Jasper —le ordenó ella—. Tendríamos que salir lo
antes posible y hacer un reconocimiento. Bueno, qué voy a decirte.
Caius se levantó de la silla.
—Os acompaño.
—Así vestido no —señaló Jasper.
Fue al vestidor del otro lado del desván y empezó a sacar prendas que les
permitieran llamar mucho menos la atención entre humanos que la ropa
manchada de sangre que aún llevaban Caius y Dorian.
Sin hacerle caso, Caius esperó pacientemente a que dijera algo Eco, como si
previera que le llevaría la contraria, y no quedó decepcionado.
—Podemos hacerlo Jasper y yo solos.
Al único a quien no pasó desapercibido el respingo de Ivy fue a Dorian, que
al mirarla de soslayo la sorprendió observándolo, aunque ella apartó
enseguida la mirada y la posó en el suelo, como si no hubiera en el mundo
nada más interesante.
—Ahora estamos todos en el mismo barco, Eco —dijo Caius sin darse cuenta
del pequeño drama que se desarrollaba en sus propias narices—. O lo
hacemos
juntos o no lo hacemos.
—Me gustabas más cuando no te ponías tan mandón, la verdad —replicó Eco
—. ¿Seguro que podrás seguir nuestro ritmo?
Caius sonrió.
—Bien que te alcancé la última vez, ¿no?
Por amor de los dioses, pensó Dorian, tratando de ignorar la punzada de celos
que sentía. Estaban tonteando. Bonito momento para hacerlo.
—No es que quiera interrumpir esto que no sé qué es —dijo, agitando la
mano entre Eco y Caius—, pero ¿no debería preocuparte más una incursión
detrás de las líneas enemigas, Caius?
—A mí no me conoce ningún ávicen —repuso Caius mientras su mirada iba
y
volvía de Eco a Dorian. El mensaje estaba claro: pies de plomo y no delatar
nada. No tenía la menor idea de quién era, y así quería él que siguiera siendo
—.
Cuando quiero se me da muy bien no llamar la atención.
—Bueno, pues ya está decidido —terció Jasper—. Quedamos los tres en el
Met después de la hora de cierre.
Había vuelto con el brazo cargado de ropa, y por encima de todo un jersey a
juego con el azul del ojo de Dorian. Había elegido con cuidado. Al asimilar
sus
palabras, el estómago de Dorian hizo algo raro, acrobático.
—¿Los tres? —preguntó.
Caius se dio la vuelta para mirarlo como si hubiera olvidado su presencia.
—Dorian, tú no estás en condiciones de ir.
Cuando Dorian se puso de pie su herida protestó a gritos. No pudo sofocar un
ligero siseo de dolor. Tuvo ganas de borrar a bofetadas la compasión de la
cara de Caius.
—Me corresponde estar a tu lado.
Hacía cien años que decía lo mismo, y lo repetiría otros cien. No habría
estado mal que por una vez Caius le escuchara.
—Lo siento —se disculpó Caius—, pero es mejor que te quedes y esperes a
estar curado. No nos conviene que agraves la herida. —Puso una mano en el
hombro de Dorian, que aguantó las ganas de quitársela de encima—. No me
pasará nada.
Dorian quería decir mil cosas, pero se decidió por una:
—Mi trabajo es ocuparme de que así sea.
Era la verdad, aunque en versión abreviada. De todos modos no importaba.
Ya había perdido. Si Caius le ordenaba que se quedase se quedaría, aunque le
resultara mucho más desgarrador que la espada que le habían clavado en el
cuerpo.
—¿Yo también me quedo? —preguntó Ivy con una voz que la hizo parecer
pequeña y asustada.
Era culpa de Dorian, que se odió por ello. Eco los miró, primero a ella y
luego
a él. Su indecisión saltaba a la vista.
—Aquí es menos peligroso —declaró.
Sin embargo, observaba a Dorian como si no estuviera del todo segura de que
fuera cierto. No quería dejarlo a solas con Ivy. Tampoco Ivy quería quedarse
a solas con él. Dorian lamentó no tener la altura moral necesaria para sentirse
ofendido. Por desgracia, había renunciado a ella al meter a Ivy, sola y
asustada,
en una celda. Y al golpear a una prisionera que no podía aspirar a defenderse.
Tan absorto estaba en su sentimiento de culpa que casi se le pasó por alto la
mirada escrutadora de Jasper.
—Ya me quedo yo —dijo este último.
—¿Qué? —repusieron Caius y Eco a la vez.
—Que me quedo —repitió Jasper—. Así me aseguro de que se lleve todo el
mundo bien. No me necesitas, Eco. Lo de entrar en museos para ti es pan
comido. Ve y encuentra lo que buscas, que no sé qué es. De todos modos solo
me interesa el desenlace. Llévate todo lo que te haga falta. —Sonrió y miró a
Dorian—. Es gratis.
—No necesito un canguro —rezongó Dorian.
La sonrisa de Jasper, más ancha que antes, le recordaba a un zorro con los
dientes al descubierto.
—Puede que yo sí.
36
Era raro viajar sola con Caius. Como creció con un régimen constante de
historias terroríficas sobre la crueldad de los drakharin, Eco seguía esperando
sentirse incómoda en su presencia, y no conseguía conciliar la figura
demoníaca
de los cuentos ávicen con la persona que le tendía la mano en la orilla del río
Ill, bajo los Ponts Couverts.
—No entiendo que hayamos tenido que volver aquí —dijo mientras la
tomaba de la mano. —La daga de las urracas, metida en una bota, la
reconfortaba con su peso en la piel. Caius apretó los dedos. Eco percibió con
claridad los callos de su palma—. Vi lo que hiciste en el Louvre. Podrías
haber convertido en umbral cualquiera de las viejas puertas de la catedral.
Caius invocó el entrespacio, haciendo salir del suelo unas volutas que eran
como hierbas de humo. Eco se alegró de que los tapara el puente. De día
Estrasburgo era un tráfago constante de turistas y población local, centrado
justamente en el río.
—Consume mucha energía crear un punto de acceso a partir de una puerta
humana sin la ayuda del polvo de sombra —dijo Caius, en cuyos tobillos se
enroscaba negro el humo—. La magia es como un músculo. Si abusas de él,
tarde o temprano se venga.
—Muy listo —replicó Eco.
Caius asintió con los ojos entornados. Se estaba concentrando en invocar el
entrespacio.
—No por tener poder hay que usarlo. Ojalá mi pueblo lo entendiera.
Eco quiso responder, pero el humo negro ya los tapaba por completo. El
suelo
desapareció bajo sus pies. Empezó la caída, con la mano de Caius como única
referencia. Se aferró a ella. Cuando Caius se la estrechó, el estómago de Eco
dio
un salto que no tenía nada que ver con el entrespacio. Quiso echar la culpa a
los
gofres de beicon, pero sabía que eran inocentes.
Pronto penetró luz en la oscuridad y llegaron a su destino. Estaban en un
pequeño prado resguardado por el arco de hierro de un puente en el lado este
de Central Park, cerca del Met. La sensación de pisar tierra con las botas
procuró
a Eco una firmeza reconfortante y muy bienvenida.
Soltó la mano de Caius y se encogió mientras su estómago daba unos
desagradables tumbos. Esta vez eran los gofres de beicon, sin la menor duda.
¿Cómo se le había ocurrido que pudieran ser una buena idea?
—¿Te encuentras bien? —preguntó Caius.
La siguiente cabriola de su estómago fue acompañada por un borboteo muy
audible, como si quisiera contestar por ella.
—Sí —dijo Eco—, pero dame un minuto.
Aunque de Caius solo viera sus botas (la única parte de su atuendo que había
sobrevivido a la intervención indumentaria de Jasper), notó que la miraba.
—Perdona —se disculpó Caius—. A veces se me olvida.
Eco se concentró en inspirar por la nariz y espirar por la boca, mientras su
cuerpo se esforzaba por recuperar el equilibrio.
—¿El qué se te olvida?
—Lo frágiles que son los humanos.
Eco le lanzó lo que consideró como su mejor mirada de desprecio, aunque
estropease el efecto estar encogida, luchando contra el tipo peculiar de mareo
que iba ligado a los viajes de larga distancia con otra persona en cabeza.
—¿Sabes que tienes una sensibilidad especial para el lenguaje? —gruñó.
—Perdona —dijo Caius—. Otra vez.
Eco le quitó importancia con un gesto de la mano, a la vez que un nuevo
ataque de náuseas amenazaba con ser más fuerte que ella.
—No —replicó—, si ya lo entiendo. Tú eres un semidiós de tropecientos mil
años, y yo una mísera mortal.
—Bueno, lo de semidiós no sé.
Otra vez la sonrisita que casi ni lo era. Un esbozo de sonrisa. Una sonrisa de
como parpadees ya no la verás. Caius bajó la cabeza al pasar un ciclista. La
sombra del puente protegía sus escamas del sol de la tarde, pero no dejaban
de
ser visibles. Debía de ser un asco no poder moverse a la luz del día entre los
humanos, pensó Eco. Había envidiado durante tanto tiempo el intenso
plumaje
de los ávicen que era fácil olvidarse de que sus plumas (y las escamas de
Caius)
tenían un precio.
Caius sacó de su bolsillo unas gafas de sol y se las puso. Las de aviador que
le
había prestado Jasper (con la solemne advertencia de que se las devolviera
intactas) cubrían a duras penas las escamas de sus pómulos.
—¿Cómo me quedan? —preguntó.
Qué raro, pensó Eco: un mercenario drakharin preocupado por su aspecto.
Ya no le quedaba nada por ver, la verdad.
—Como a un neoyorquino de pura cepa —respondió.
Debería haber sido delito cómo se ceñían los vaqueros de Jasper a las
estrechas caderas de Caius. El contraste entre su chaqueta negra de lana y su
piel morena era muy atractivo. También le favorecía el corte de pelo militar.
Eco se
irguió, ya sin náuseas. Una brisa persistente soltó unos cuantos pelos de su
trenza.
—Oye, y ¿de qué va eso tuyo con el nuevo Príncipe Dragón? ¿Vendiste tu
lealtad al de antes, pero a este no? —inquirió Eco.
Metió las manos en los bolsillos de su chaqueta de cuero y salió al camino
asfaltado de al lado del puente. Caius los había depositado justo donde había
indicado ella. Por aquel camino se llegaba al cruce de Museum Mile y la calle
Ochenta y cinco Este, a pocas manzanas de la entrada del Met.
Caius se colocó a su lado y acortó sus pasos para adaptarlos a los de ella.
—Tuvimos diferencias de opinión.
—Me ha parecido entender que no estás a favor de aniquilar a los ávicen —
dijo Eco—. Al menos es lo que se deduce de que hayas podido pasar toda una
noche en casa de uno sin insultar ni siquiera su decoración.
Caius soltó una pequeña no risa, a juego con su pequeña no sonrisa.
—No ha sido fácil, y menos con la moqueta blanca. —Tanto una como la
otra, sin embargo, desaparecieron antes del final de la frase, para tristeza de
Eco
—. A Tanith le parece que la única manera de ganar es una orgía de fuego y
sangre, pero el fuego solo trae la muerte, y la sangre más sangre.
Aun siendo una muy buena respuesta, dejó a Eco extrañamente insatisfecha.
Ya habían llegado al camino principal. Al fondo del parque se veía la
orgullosa
fachada de piedra del Met. Sintió un cosquilleo entre los omoplatos, como si
la
observara alguien, pero al darse media vuelta solo vio a unos cuantos
corredores
y a un vendedor de perritos calientes. Lo más probable era que Altair hubiera
ordenado seguirla. Ya sabía que la paranoia no se disiparía hasta que se
hubieran ido de Nueva York.
—¿Hay alguien más que esté de acuerdo contigo? —preguntó mientras
miraba a su alrededor—. No me suena haber oído hablar de conversaciones
de
paz entre los ávicen y los drakharin.
Les daba el sol de lleno. Caius no levantaba la cabeza. Las pocas escamas que
no tapaban las gafas de sol brillaban de modo semejante a las de los peces.
—Porque nunca las ha habido.
Eco esperó a que le facilitara más información.
—¿Por qué? —preguntó en vista de que Caius se limitaba a caminar en
silencio.
Él dejó que la respuesta se formara por sí sola, y no habló hasta poco antes de
llegar a la salida del parque.
—La guerra es como una droga —declaró—. Te pasas tanto tiempo buscando
la victoria que ya no te das cuenta de que nunca la obtendrás. A mí no se me
había ocurrido que fuera posible la paz hasta que…
Dejó la frase a medias. Su voz había sonado igual de ahogada que la noche
anterior, al darle la daga a Eco.
Eco aventuró una hipótesis.
—¿Hasta que la chica…?
—Sí.
—Pues menuda chica sería.
—Sí.
Caius guardó otra vez silencio, mientras se acercaban a la Quinta Avenida.
Dejándolo con su mutismo, Eco sintió una curiosidad inevitable por la mujer
que había conquistado su corazón. No se imaginaba a Caius, tan estoico y
serio,
enamorado.
Se detuvo justo antes de la escalera de entrada del Met. Al pie de la
imponente escalinata se acumulaban turistas que se hacían fotos.
—Falta una hora para que cierren —advirtió Caius—. ¿Y ahora? La experta
eres tú.
Una vez más surgió la emoción embriagadora que siempre sentía Eco antes
de
un trabajo. Intentó controlar sus facciones para que no se notara lo satisfecha
que se había quedado con las palabras de Caius. La pequeña y fugaz no
sonrisa
en los labios del drakharin le hizo saber que no lo había logrado. C’est la vie.
—Ahora —dijo mientras se sentaba en los escalones— empieza lo divertido.
37
Ivy estaba segura de haber vivido situaciones más incómodas, pero no le
venía
ninguna a la cabeza. Tras la marcha de Caius y Eco, Dorian se había puesto a
fruncir los labios, haciendo algo que sin ser del todo un mohín de mal humor
se
le parecía más de la cuenta. Pasaba gran parte del tiempo sentado al borde de
la
cama de Jasper, limpiando su espada con el material que había sacado este
último de las profundidades de su armario. Ivy tuvo la certeza de que si la
limpiaba con algo más de brío empezaría a desgastar el acero.
A ella ya le iba bien dejar que se cociera Dorian en su salsa, pero Jasper tenía
otras intenciones. Ivy presenció la escena desde el sofá, con una taza de té
caliente entre las manos. Era mejor que la tele, un aparato que por otra parte
Jasper nunca había tenido: su desván (con su mullida moqueta blanca, sus
vidrieras y su colección de arte robado) era demasiado pijo para algo tan
pedestre.
Jasper le tendió un jersey a Dorian. Era de un azul aciano muy bonito, e
incluso desde lejos parecía increíblemente suave.
—Pruébatelo —dijo.
Dorian no se molestó en levantar la vista del regazo, donde tenía la espada.
—No.
—Por si se te ha olvidado, la camisa que te cortó Caius ayer por la noche
ahora tiene un agujero en forma de espada —señaló Jasper—. Más o menos
como tú.
Ivy no quería reírse, pero Jasper se lo ponía difícil. Lo que le gustaba de él
era
que ponía cómoda a la gente. Necesitaba un mediador entre ella y Dorian, y
Jasper se había mostrado muy dispuesto a procurarles distracciones.
—Además —agregó Jasper, balanceando el jersey junto a la cara de Dorian
—,
este azul resalta tus ojos. Perdón, tu ojo.
Si fuera posible matar con la mirada, la de Dorian habría acabado con la vida
de Jasper. Ivy pensó que tal vez estuviera provocando al drakharin no solo
para
divertirse, sino pensando en ella. Dorian parecía a punto de hacer algo de lo
que
se arrepentiría, pero al final dejó la espada a un lado y con gesto cauteloso
tomó
el jersey de las manos de Jasper.
Qué interesante. Tan transparente quizá no fuera, a fin de cuentas.
—Así me gusta —se congratuló Jasper—. Deja que te ayude.
Dorian se apartó de golpe. Ivy vio que apretaba un poco la mandíbula y se le
endurecía casi imperceptiblemente la mirada. Tenía dolores. La parte de Ivy
que
la había llevado a ser aprendiz de sanadora se hacía notar con persistencia,
como
si intentara convencerla de que lo ayudase. La acalló la parte que quería verlo
sufrir.
—No necesito que me ayudes —protestó Dorian, aunque Ivy, y
probablemente Jasper, tuvieran claro que sí.
Tildar de exagerado el suspiro de Jasper habría sido como llamar chubasco a
un huracán.
—No tiene nada de vergonzoso aceptar ayuda cuando se necesita, Dorian.
Dorian soltó el jersey con mala cara.
—Bueno —dijo con los dientes apretados.
Jasper tomó el jersey de sus manos y lo ayudó a ponérselo por la cabeza con
muchos miramientos. Ivy, sorprendida por ellos, empezaba a pensar que
todos los implicados saldrían indemnes de aquel trance, pero solo hasta que
Jasper volvió a hablar.
—Es curioso. Normalmente se me da mejor quitar ropa que ponerla.
El ruido que hizo Dorian solo podía describirse, pensó Ivy, como farfullar. Le
subió por el cuello un rubor tan intenso que casi era escarlata, y que tiñó sus
mejillas, increíblemente pálidas, de un precioso carmesí. Ivy casi lo
compadeció.
Su piel blanca tenía tendencia a proclamar su bochorno con la misma claridad
que la de Dorian. Entre el encendido rubor de este último, y los mechones de
pelo blanco plateado que se le disparaban hacia todas partes, no era fácil creer
que pudiera haber sido alguna vez temible. Jasper le alisó los rizos rebeldes,
mientras el drakharin emitía una mezcla de gorgoteo y resoplo. Ivy escondió
su
sonrisa detrás de la taza.
—Estás muy mono cuando te sonrojas —dijo Jasper.
Lo chocante fue que Dorian no replicó con palabras mordaces ni hoscas, sino
que se limitó a ruborizarse más que antes, mientras introducía los brazos por
las
mangas del jersey con una pequeña exhalación de dolor. Por encima de su
hombro, Jasper le hizo un guiño a Ivy.
Menudo guasón, pensó ella.
Sopló el té, que desprendía humo, y se arrellanó en el sofá. Los cojines
morados tenían la blandura justa. Bebió un poco de té y vio cómo discutían.
Pues sí, pensó, mucho mejor que la tele.
38
Caius vio cómo estudiaba Eco los planos que les había dado Jasper para
preparar
la entrada. Estaba tan seria, tan concentrada, que no la molestó. Una vez
acampados en los escalones Eco le había puesto en la mano dinero en forma
de
papeles verdes arrugados y le había ordenado que le comprara un chocolate
caliente, mientras ella urdía sus planes. Caius se había quedado mirando los
billetes no menos de medio minuto antes de salir en busca de un puesto
callejero. Era la primera vez en décadas que le daban órdenes con tanto
descaro.
También él se había comprado un chocolate, sorprendentemente bueno.
Entrar sería la parte fácil, pero tenía algo de fascinante la manera con que Eco
estudiaba el mapa, arrugando la nariz de vez en cuando debido a la
concentración, mientras los mechones de pelo le caían por la cara. Llevaba
así cerca de un cuarto de hora cuando Caius se decidió a hablar:
—Puedo transportarnos yo dentro a los dos —dijo.
Eco, azorada, levantó de golpe la cabeza como si ya no se acordara de él.
Estaban sentados en la escalinata de entrada del Met, justo delante del museo
que pensaban allanar. A Eco le había hecho mucha gracia la idea de planear
un
robo en las propias narices de los vigilantes. Caius lo consideraba un riesgo
innecesario, pero en vista de su entusiasmo se había sentido obligado a
transigir.
—¿Qué? —preguntó ella, estirando las piernas.
Había desplegado los planos en el escalón siguiente al que ocupaban, y
llevaba tanto tiempo sin moverse que seguro que sus articulaciones ya
empezaban a quejarse.
Caius señaló con su vaso de cartón al hombre que en la acera, en un carrito,
vendía salchichas envueltas con pan. Perritos calientes, los había llamado
Eco, aunque Caius no lo entendía, porque en su confección no intervenía
ningún perro.
—Mientras hacías planes he tenido una conversación muy agradable con
aquel hombre de allá. Me ha dicho que lo que más le gusta del museo es la
tumba de Perneb, que por lo visto está en la planta baja, en un sitio donde
pasa
mucha gente. —Bebió un sorbo de chocolate, bastante orgulloso de sí mismo.
Quizá estuviera más hecho para la vida de forajido que para la de príncipe—.
Los egipcios no veían sus tumbas como monumentos mortuorios, sino como
lugares de transición entre la vida y lo que había después de ella.
Eco asintió despacio.
—Vaya, que una tumba sería el sitio perfecto para acceder al entrespacio.
Caius hizo ademán de brindar con el vaso.
—Ni más ni menos. —Hizo girar los restos espesos del fondo—. Es el mismo
principio en que se basa el viaje por umbrales naturales, como dos cerezos
enlazados. El ciclo de la vida y la muerte les da poder. Por cierto, bastante
impresionante aquella huida.
Eco se ruborizó y aceptó el cumplido con una sonrisa tímida. Otro bonito
detalle. Bebió con prisa un poco de chocolate caliente.
—¿Cómo lo sabes?
—Me lo dijo Dorian —respondió él.
La sonrisa de Eco se marchitó.
—Claro.
—No te cae muy bien —dijo Caius.
Detrás de ellos se ponía el sol, y los edificios altos que bordeaban la avenida
proyectaban un mar de sombras angulosas en la acera.
—Pegó a Ivy.
Caius se quedó mirando el fondo del vaso, hacia el que se deslizaban grumos
de cacao en polvo.
—Ya lo sé. No es propio de él. Para mí Dorian es como un hermano. Lo
conozco y no es de los que hacen esas cosas.
—¿Lo estás defendiendo?
Ya hacía tiempo que había desaparecido cualquier rastro de dulce timidez.
—No. —Caius dejó el vaso y vio cómo se iban los últimos empleados del
turno de día. Dentro solo quedarían los vigilantes nocturnos—. No lo
defiendo,
no, pero… pero es que esta guerra nos afecta a todos, hasta a la buena gente
como Dorian. —Eco frunció el ceño, pero Caius siguió—: Porque es bueno.
Lo que pasa es que la guerra nos convierte a todos en monstruos, y los que
menos
se lo merecen son los que más caro lo pagan.
Eco suspiró, encorvando los hombros. Fue como si el gesto diluyera su rabia.
Era un avance pequeño, pero algo era. Caius se sorprendió de la vehemencia
con
que deseaba saber qué pasaba detrás de sus ojos, y qué pensaba. Volvió la
cabeza
hacia ambos lados, apartando la vista de los ojos de Eco. Había cosas más
importantes que hacer que fascinarse por una chica humana dedicada al hurto.
—Por eso tiene que acabarse esta guerra —dijo—. En un conflicto así no hay
vencedores, solo muerte y destrucción.
Tras mirarlo un momento, Eco asintió con la cabeza y enfocó la vista por
encima de su hombro. Se mordió el labio inferior con aire ausente.
—¿Sabes que generalizas mucho al hablar? —le planteó—. Ya me he dado
cuenta de que eres de los que ven las cosas a gran escala, pero algún interés
personal debes de tener en esto, digo yo. No puede ser solo por el bien
común.
—Se volvió otra vez y clavó en él una mirada de una astucia que lo
incomodó, dejándolo pegado al escalón—. Nadie es tan bueno. Ni tan
altruista.
Caius examinó el contenido de su vaso imaginando que podía leer los posos
de chocolate como los de las hojas de té.
—¿Ni siquiera los mercenarios oportunistas? —replicó.
—Nunca he conocido a ningún mercenario que se te parezca.
—¿Has estado con muchos?
—Amigos que tiene una en las bajas esferas. —Eco ladeó la cabeza. Una
brisa
fresca levantó un mechón que le hizo cosquillas en la nariz. Se lo metió por
detrás de la oreja, pero el muy terco volvió a soltarse—. Ah —añadió con un
suspiro—, y no te creas que no me he dado cuenta de que has esquivado mi
pregunta.
Caius sonrió.
—¿Te han dicho alguna vez que eres de una inteligencia exasperante?
—Muchas —respondió ella—. Vamos, suéltalo.
Caius bajó la mirada hacia los grumos de cacao, como si los exhortase a
entregar sus secretos, pero no los tenían, a diferencia de las hojas de té.
—La mujer de quien te hablé anoche —dijo—. Era militar, pero no por su
forma de ser. La llamaron a filas y fue su perdición. —Era la verdad sin la
hojarasca de los detalles. Después de haber sido silenciadas tanto tiempo, las
palabras se alargaban bajo el sol de la tarde—. Tenía una bondad que muy
poca
gente tiene. Le gustaba cantar. Nunca he oído una voz tan bonita. Le
encantaban las adivinanzas, y no soportaba el sabor de las peras. —Le
picaron las
comisuras de los ojos. Se alegró de que Jasper le hubiera prestado gafas de
sol—.
Eso a mí siempre me hacía reír: olía a peras pero no soportaba su sabor.
Eco dejó marinar un rato el silencio.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó finalmente.
Caius no había vuelto a pronunciar su nombre (salvo en sueños) desde el día
de su muerte, el día en que Tanith había destruido la cabaña con ellos dos en
su
interior, arrasándola con fuego —decía— por el bien de Caius. Él, que
entonces
se había dejado convencer, susurró aquella única sílaba en el aire.
—Rose.
Como Eco se mordiera mucho más el labio inferior acabaría sangrando.
Caius
empezaba a conocer sus pequeños hábitos, las menudeces que eran propias de
ella y de nadie más. Al morderse el labio se delataba. No estaba muy segura
del
rumbo que estaba tomando la conversación, y en el fondo Caius no se lo
podía
reprochar.
—¿Cuándo la conociste? —preguntó ella.
—Hace mucho tiempo. —Junto con el nombre de Rose, el viento se había
llevado algunas de las reservas de Caius. Ahora era más fácil hablar con Eco,
y también respirar—. Antes de que nacieras. Antes de que nacieran tus
padres.
Por cierto, ¿dónde están tus padres? ¿A los diecisiete años no es habitual que
vivan?
—Sí, normalmente sí.
Caius esperó a que hablara, con la sensación de que presionarla solo serviría
para que se cerrase en banda y escondiera los detalles de su pasado con el
celo
con que custodian las ostras sus perlas.
Ella suspiró.
—No tengo padres. Bueno, los tenía, pero hace mucho que me fui de casa y
pasé página.
—¿Por qué?
Guardó silencio, mientras miraba los planos como si pudiera abrasarlos con
los ojos.
—No eran muy buena gente —contestó sin levantar la vista.
Pasó al lado de los escalones una mujer con un cochecito de bebé, seguida
por un niño pequeño de mofletes sonrosados. Eco los vio pasar con una
expresión de tal melancolía que a Caius le dolió en el alma, aunque solo fuera
un poco. Él de sus padres solo conservaba recuerdos muy vagos. Siempre
habían
guardado las distancias, como tendían a hacerlo las familias de la nobleza,
pero
crueles nunca lo habían sido.
—Lo siento —dijo.
Aun siendo insuficiente, era lo único que podía ofrecer.
Eco esperó un momento antes de responder, viendo cómo cruzaban la calle la
madre y su hijo.
—Sí —convino—, yo también.
Caius no lo había dicho para disgustarla. De hecho disgustarla lo disgustaba a
él de una manera que ya de por sí era desconcertante. No estaba muy seguro
de
querer ponerse a elucidar el motivo. Lo que quería era arreglarlo, así que
procedió a hacer lo único con lo que estaba seguro de hacerla sonreír.
—Bueno —exclamó, ignorando la cautela que aún se leía en los ojos de Eco,
y
su mirada un poco dura—, háblame de los planos.
39
La tumba de Perneb era más claustrofóbica de lo que recordaba Eco. En el
momento en que se disiparon contra las paredes de arenisca del sepulcro las
negras volutas del entrespacio, levantó una mano para no perder el equilibrio,
pero la apartó bruscamente al tocar la suave lana de la chaqueta de Caius. Él
la
miró con una ceja en alto, como si no le resultara molesto en absoluto
compartir
su espacio personal. Eco retrocedió y pegó la espalda a la pared.
—Anda, pero qué bien se está aquí —comentó mientras pasaba al lado de
Caius, empujándolo un poco con el hombro—. Vamos.
Al salir desde la tumba al ala egipcia respiró profundamente. Con más
distancia entre ella y Caius sus pensamientos ya no eran tan dispersos. Le
daba
mucha rabia que la desarmara tanto. También él salió de la tumba sin hacer
apenas ruido. Eco sentía su presencia a sus espaldas como la de un fantasma.
Se
arrodilló y dibujó la misma runa en avicet que había usado en el Louvre para
dormir a los vigilantes y desactivar las cámaras.
Durante el sortilegio, Caius se mantuvo en silencio. Eco lo miró con
disimulo.
La tenue luz azul de las luces de seguridad del museo iluminaba los planos de
su
cara con la dulzura de una amante. Peores cosas podían verse en el mundo.
Eco
tuvo un cosquilleo de mala conciencia. Tenía novio. Se llamaba Rowan y era
maravilloso. No estaba bien hacerle ojitos a un mercenario cualquiera,
encontrado al azar de sus viajes.
—¿Eco? —dijo él, arqueando una ceja.
Teniendo en cuenta que la estaba mirando, tal vez Eco no estuviera siendo ni
mucho menos tan sutil como pensaba.
—Sí —masculló ella—, es que estaba… pensando en el siguiente
movimiento.
Él asintió, pero no como si se lo creyera.
En fin, pensó ella.
—Ha estado muy bien el conjuro —dijo él—. El de la runa avicet. Inteligente
y limpio.
Eco hizo un esfuerzo de voluntad para no sonrojarse, pero su piel no le hizo
caso, la traidora. Se levantó y se quitó un polvo imaginario de los vaqueros.
—Gracias.
—De nada —contestó él mientras miraba las esculturas de granito que
rodeaban la tumba—. ¿Qué, tienes alguna idea de lo que buscamos? —
Volvió a
mirar a Eco—. Por cierto, nunca te he preguntado cómo encontraste la daga
del Louvre. Supuse que sabías lo que buscabas, pero el mapa solo da una
ubicación
general.
Ahí estaba el quid de la cuestión. Eco no podía explicar ni cómo ni por qué el
medallón se había puesto a palpitar en su mano aquella noche y la había
conducido hasta la daga. Parecía que cada nuevo paso en la búsqueda del
pájaro
de fuego suscitara más preguntas que respuestas. Claro que lo que había
funcionado una vez podía volver a hacerlo…
—Necesito el medallón.
Por la mañana había visto que Caius se lo ponía por dentro de la camisa
prestada. Desde que se lo había quitado lo llevaba siempre encima. Eco tenía
una curiosidad feroz por saber por qué lo custodiaba como vigilan los
dragones
sus tesoros.
La mirada de Caius se endureció casi imperceptiblemente.
—¿Por qué?
Ni siquiera a Ivy le había contado Eco que el medallón le había indicado con
una claridad meridiana el camino hasta la daga, con un tirón mayor cuanto
más
se aproximaba. Ahora bien, en algún momento tendría que confiar en Caius si
pretendía colaborar con él en la búsqueda del pájaro de fuego. La confianza
tenía sus rarezas, lo sabía muy bien, empezando por la manía de morderle el
culo a la gente, pero tendría que conformarse con lo que tenía, en ese caso
Caius.
—Fue como encontré la daga —dijo—. Me indicó el camino.
Esperó, tamborileando con los dedos en un muslo.
Caius suspiró, se pasó la cadena por la cabeza y se puso el medallón en la
palma de la mano, pero sin tendérselo.
—¿Cómo?
Ojalá lo supiera… No habría estado mal. Mejor dicho habría molado un
montón.
—No lo sé —contestó—. Era una especie de atracción.
Caius examinó el medallón.
—Yo no noto nada.
—Mira, tío, no sé explicártelo. Lo único que sé es que funcionó.
Eco tendió la mano. Después de un buen rato Caius le puso el medallón en la
palma. En cuanto el metal tocó su piel, Eco sintió una corriente de energía
que la
dejó sin aliento y le dio flojera en las rodillas. Caius la sujetó por el codo. El
medallón palpitó con más fuerza.
—Estoy bien —musitó ella—. Es que…
Y empezó a dar zancadas por la sala mientras vibraba en su mano el
medallón. Cualquier otro día se habría detenido a admirar la arquitectura del
vestíbulo del Met, sus altas bóvedas y numerosas claraboyas, pero el impulso
del
medallón crecía a cada paso y no dejaba de empujarla.
Caius tuvo que correr un poco para darle alcance. Con sus largas piernas le
fue fácil no quedarse rezagado. Miró el medallón que sujetaba Eco.
—Pero ¿qué…?
Ella levantó la otra mano.
—Chis.
Una parte pequeña, muy pequeña de Eco, la que no era presa del canto de
sirena del medallón, se sorprendió de que Caius le hiciera caso y se callara.
La entrada de la sala de escultura grecorromana, al fondo del ala egipcia,
estaba bloqueada por un vigilante caído en el suelo de resultas del conjuro.
Eco
pasó por encima de su cuerpo sin fijarse apenas en la majestuosidad de la
sala.
La luz de la luna, que entraba por las claraboyas, bañaba las blancas estatuas
de
dioses y diosas olvidados con un fulgor que parecía interno. Era de una
belleza
sobrecogedora, y de una absoluta falta de importancia.
—Es aquí —anunció Eco. Echó a correr, esquivando una gran columna
jónica
en el centro del largo pasillo. En la siguiente sala había más esculturas, pero
en
lo que se fijó fue en las vitrinas de las paredes—. Es aquí, Caius, lo noto…
Frenó tan bruscamente ante una vitrina que Caius se estampó contra su
espalda. Cuando la sujetó por los brazos, para que no se cayera ninguno de
los
dos, Eco sintió sus manos como hierros de marcar a través del cuero de la
chaqueta. Se apartó. Ya no quemaba. Aun así sintió brotar de Caius oleadas
de
calor.
—Eco. —Le zumbaban con tal fuerza los oídos que a duras penas oía al
drakharin—. Eco, ¿dónde…?
—Aquí.
Apoyó las palmas en la vitrina y miró. La pieza central era una urna antigua
de mármol con relieves de figuras danzantes unidas por vides retorcidas. La
tapa
parecía fundida con el resto. Una de las figuras levantaba una llave con la
mano.
Era allá. Eco estuvo tan segura como de su propio nombre.
—Rómpela —dijo mientras se apartaba—. Rompe la vitrina. Está dentro de
la
urna. Lo sé.
—¿Pero…?
—Tú rómpela, Caius.
Él la miró como si fuera una posesa. Y lo era. Las reservas de Caius, sin
embargo, palidecían ante el fuego que experimentaba Eco al poner la vista en
la
urna.
—Dame mis cuchillos —dijo él.
Eco los sacó de su mochila. Su insistencia en llevarlos había puesto de los
nervios a Caius, pero no se podía ir armado por Manhattan a la vista de todo
el
mundo. Se los dio. Después procuró no dar saltitos de impaciencia mientras
veía
cómo se abrochaba las correas de cuero en el pecho y solo desenvainaba uno.
Caius destrozó el cristal de la vitrina con la empuñadura, envainó el cuchillo
y sacó la urna.
—¿Estás segura del todo? —preguntó—. No puedo estropear como si nada
un
objeto de importancia cultural.
—Pero bueno, por Dios…
Eco lo apartó de un codazo, con todas sus fuerzas. La urna resbaló entre los
dedos de Caius y se deshizo en trozos de mármol al chocar contra el suelo. Le
llamó la atención un reflejo plateado. Era aquello. Una llave maestra
pequeña, discreta, sin otro adorno que un zarcillo de vid que se enroscaba por
el mango y
la barra, con pequeñas púas distribuidas por la superficie. Pasó al lado de
Caius y recogió la llave del suelo.
Fue como una borrachera, algo maravilloso. Se rió. Notaba que Caius la
observaba, curioso sin duda por saber si había perdido del todo el sentido de
la
realidad. Tal vez sí, pero le daba igual. Las dolorosas pulsaciones del
medallón se interrumpieron. Tener la llave en sus manos era como sostener la
luz del sol. Se
volvió hacia Caius y dejó de reír. Apretaba tanto la llave que se le clavaban
los dientes en la carne blanda de la palma. Miró a Caius y fue como si lo
viera por
primera vez. Era hermoso. Siempre lo había sido, pero esta vez el medallón
palpitó una vez más como si quisiera confirmarlo.
40
—Ha sido más fácil de lo que esperaba —admitió Eco, examinando la llave
ante
la mirada de Caius. La intensidad de antes, latente aún bajo la superficie,
hacía
palpitar con su energía el cuerpo de la joven. Giró la llave en la palma de la
mano para deslizar un dedo por sus finas inscripciones—. Qué raro. Creo que
están en drakhar. —En un museo humano no era de esperar aquel idioma.
Tendió la llave a Caius—. ¿Sabes leerlo?
El cambio de manos de la llave hizo que se rozaran sus dedos, y el brazo de
Caius sufrió una descarga demasiado potente para ser simple electricidad
estática. Eco apartó la mano bruscamente y flexionó los dedos.
—Perdón —masculló.
—No pasa nada —dijo él, frotándose la palma en los muslos. Aún sentía un
hormigueo en la nuca—. Déjame verlo.
Escudriñó las runas grabadas en el tubo. Eran antiguas, más que él mismo,
pero las reconoció.
—«Para saber la verdad primero tienes que desearla.» Lo había leído antes.
Eco miró la llave por encima del brazo de Caius, que aun con la chaqueta
puesta fue muy sensible al roce del pelo de la joven en su hombro.
—¿Dónde?
Sacudió la cabeza, desconcertado.
—Es un viejo refrán drakhar, pero con una procedencia muy concreta. Está
escrito sobre la entrada de la cueva de la deidad del Oráculo.
—¿Un Oráculo? —preguntó Eco, que había arqueado un poco las cejas—.
¿En
serio?
—En serio.
Un largo silbido brotó de los labios de Eco.
—Mi vida es cada vez más rara —confesó—. ¿Lo has visto alguna vez, al
Oráculo que dices?
Caius asintió con la cabeza.
—Una.
—¿Por qué?
Le habría gustado decírselo. Tuvo ganas de contarle quién era, de explicarle
que lo primero que había hecho como Príncipe Dragón era una visita al
Oráculo,
como todos sus predecesores, y de referirle la respuesta del Oráculo. En aquel
momento tuvo ganas de que Eco lo conociera sin reservas.
—Eso es personal —fue su única respuesta, sin embargo.
Ella lo miró un momento a los ojos, y acto seguido se encogió de hombros.
—Tú sabrás. ¿Qué, volvemos a casa de Jasper y luego vamos a ver al
Oráculo
de marras?
Caius se mordió el interior de una mejilla mientras sopesaba la respuesta. El
Oráculo sabía quién era. Si iban a verla existía la posibilidad (nada menor) de
que quedara al desnudo su engaño, y Eco descubriese quién era de verdad.
Era
bonita, la idea de querer ser conocido tal como era, pero solo en abstracto.
Convertida en realidad habría hecho trizas su frágil colaboración. Caius ya se
había dado cuenta de que Eco no era el tipo de persona que otorgaba con
facilidad su confianza, y estaba seguro de que la magnitud del engaño haría
saltar las costuras de su capacidad de perdón.
Eco le dio un suave codazo en las costillas.
—Tierra a Caius. ¿Aún me oyes?
Él carraspeó y asintió rápidamente.
—Sí, perdona.
Eco ladeó la cabeza, esperando la respuesta a la primera pregunta. La deidad
del Oráculo. Tenían que ir a verla. Caius podría haberlo hecho solo, pero en
el
fondo de su ser tenía la certeza de que para obtener las respuestas que
buscaba
necesitaría a Eco. Los mapas habían venido a ella, y pese a no saber por qué,
sabía que estaba tan indisolublemente ligada como él mismo a aquella
búsqueda. No había más remedio. Le diría la verdad. Pronto, pero aún no. La
miró con un esbozo de sonrisa, no del todo sincero, y asintió otra vez.
—Ya saldremos mañana, que el Oráculo no se moverá.
Rehicieron el camino por la sala de esculturas, pero mucho más despacio que
al entrar, contemplados por dioses de mármol de una belleza que habría roto
hasta el más duro corazón. Los vigilantes seguían inconscientes, y las
cámaras desconectadas. Caius estaba un paso más cerca del pájaro de fuego.
Quizá llegaran juntos e indemnes al final del viaje. Giró en redondo,
lentamente, dibujando un círculo.
—Casi no me apetece irme.
Eco recorría el pasillo casi a saltos, sin soltar la llave. Sonrió con un lado de
la boca.
—¿Por qué no? —preguntó.
Él volvió a sonreír, esta vez de corazón, y abrió los brazos.
—Por el arte —respondió.
—¿Los drakharin no tienen arte? —insistió ella.
—Sí. —El arte drakharin, sin embargo, nunca lo había conmovido como
aquellas obras. Nunca había proclamado su presencia a gritos, ni le había
exigido
que reconociera su inmediatez y su fragilidad. Al mirar a Eco vio que
también ella lo miraba a él. Aquella chica tenía algo especial, un sentido de
impermanencia cósmica que reflejaba los cuadros y esculturas del museo—.
Pero
de lo único que trata es de batallas y de vencedores, o de conmemorar hechos
atroces y sangrientos. Carece de belleza, de suavidad, de… arte.
En el rostro de Eco apareció fugazmente una sonrisa.
—¿Que en el arte drakharin no hay arte?
La sonrisa de Caius le fue arrebatada en contra de su voluntad, rehén del
encanto de Eco. Dudó que fuera consciente de lo encantadora que era. Se le
ocurrió decírselo, pero parecía del tipo de personas a las que les resbalan los
cumplidos.
—Dicho así suena muy elocuente.
Eco se detuvo ante una Afrodita decapitada. Su presencia, incluso sin cabeza,
era tan intensa y poderosa que Caius tuvo la seguridad de que quedándose
quieto, y observando el tiempo suficiente, habría visto subir y bajar el
delicado drapeado de su pecho al compás de la respiración.
—Hay cosas que exigen que te fijes en ellas —dijo—. Te agarran y te gritan:
«¡Estoy aquí! Mírame!»
Se dio cuenta de que Eco lo observaba.
—¿Y eso el arte drakharin no lo hace?
Se volvió hacia ella y la encontró mirando la estatua, aunque se le movían
unos cuantos mechones de pelo, como si hubiera vuelto la cabeza a gran
velocidad.
—No —respondió Caius—, no creo que sepamos hacerlo.
—¿Por qué?
Eco aproximó una mano al pie de piedra de Afrodita y levantó la vista hacia
la estatua, que sus dedos, aun estando cerca, no llegaron a tocar. También ella
estaba tan inmóvil que parecía tallada en mármol. Tenía algo de monumental.
Caius empezaba a entender lo que impulsaba a cierta clase de hombres a
dedicarse al arte.
Sus siguientes palabras las pronunció en voz baja, suavemente, para no
perturbar la absoluta quietud de aquel momento.
—Vivimos demasiado y recordamos demasiadas cosas. No sabemos cómo es.
Eco se volvió hacia él con un leve suspiro. La sala parecía respirar con ella.
—¿Cómo es qué?
—Olvidar —contestó Caius—. El miedo de morir y que nadie se acuerde de
nuestra existencia. De que llegue el día en que hayan desaparecido todos los
que
conocemos, y los que los conocieron, y no quede nadie que recuerde nuestros
nombres.
Eco frunció el ceño, pero el gesto no rompió la belleza de su rostro.
—Qué triste.
—Por eso es importante. Los humanos hacen arte para recordar y ser
recordados —dijo Caius—. El arte es su arma contra el olvido.
—Qué bonito.
Ahora estaban muy cerca. Caius se dio cuenta por primera vez de que Eco
tenía la nariz salpicada de pecas muy claras. En esos momentos encontraba
hermosas muchas cosas. Justo cuando buscaba con qué palabras decírselo
explotaron las sombras a su alrededor.
41
Eco ya supo quién era antes de que la oscuridad cuajase en una forma, y que
al
final del pasillo se agitasen plumas negras alrededor de una figura que les
cerraba el paso al vestíbulo. Solo había una persona capaz de envolverse en
sombras de aquel modo. Ruby salió de la oscuridad arrastrando su capa por el
mármol.
—Hola, Ruby —dijo Eco mientras metía la llave en el bolsillo con cremallera
de su chaqueta—. Quién iba a imaginarse que nos encontraríamos aquí.
La sonrisa de Ruby era tan falsa como siempre.
—Eco, siempre es un placer, pero sospecho que preferirás ver a quién traigo.
Detrás de ella salió alguien de las sombras, y el corazón de Eco dio un brinco.
—¿Rowan?
Estaba casi igual que cuando Eco lo había dejado en las celdas ávicen. Ahora
en vez de armadura de bronce llevaba unos vaqueros y una sudadera negra
con
capucha, pero su mirada de preocupación, y la tensión de su mandíbula, eran
las
mismas.
—¿Eco? —preguntó—. ¿Qué haces tú aquí? —La miró, y también a Caius—.
¿Con un drakharin?
—Atrás —ordenó Caius.
Se puso delante de Eco y desenvainó los dos cuchillos de su espalda. Aun
teniendo la sensación de esconderse, Eco se alegró de que Caius se hubiera
interpuesto entre ella y Ruby. Un drakharin protegiéndola de la secuaz
favorita
de Altair. Si no la mataba Ruby lo haría la ironía. Repartiendo sus miradas
entre
Caius y Eco, Rowan intentaba comprender por qué y cómo se había forjado
tan
extraña alianza. Eco tuvo ganas de explicárselo, pero dudó que Ruby tolerase
una conversación muy larga.
—Tranquilo, Caius —dijo, poniéndole una mano en el brazo—. Rowan es
amigo mío y no me hará daño.
La palabra «amigo» la hizo tartamudear. Se le hacía odiosa en sus labios, y se
arrepintió de haberla pronunciado al ver la mueca de Rowan, que la miraba
con
tal intensidad que tuvo miedo de romperse. Habría querido decirle millones
de
cosas, pero dudó que hubiera alguna capaz de restañar el sentimiento de culpa
que cuajaba en su estómago. Estaba al lado de un drakharin por el que se
dejaba
proteger. A Rowan debía de parecerle una traición.
A pesar de su mirada interrogante, Caius no discutió. Señaló a Ruby con la
cabeza.
—¿Y ella?
Ruby desenvainó una espada de una longitud temible. El sonido que hizo Eco
guardaba un vergonzoso parecido con un gimoteo. Si Ruby era la recluta
favorita
de Altair era por algo, y nada tenía que ver ese algo con sus grandes virtudes
personales.
Tragó saliva.
—Pues… de ella no estoy tan segura.
Ruby se deslizó hacia ellos como si hubiera estado esperando su momento
estelar.
—¿Qué, escondiéndote detrás de un nuevo novio? Me gustaría decir que
esperaba más de ti, pero sería mentira.
Rowan se echó hacia atrás como si le hubieran dado un puñetazo.
—No es mi novio —se apresuró a decir Eco.
La situación se estaba deteriorando a una velocidad ingobernable. Por un
lado Eco se alegraba de ver a Rowan y saber que la buscaba y se preocupaba
bastante por ella como para acudir en su rescate, y por el otro casi habría
preferido que no fuera así. Entrar y salir del museo debería haber sido tarea
fácil. Aquello, en cambio… de fácil no tenía nada.
Caius siguió mirando a Ruby, con sus largos cuchillos a punto.
—Vaya —dijo sin embargo, ladeando la cabeza hacia Eco—. ¿Y eso es lo
que
te preocupa?
—Le doy mucha importancia a la verdad, Caius. —Señal de que tenía que
revisar sus prioridades. Miró a Rowan y Ruby—. ¿Qué hacéis aquí?
Rowan se acercó y puso una mano en el brazo de Ruby, que no se resistió,
aunque no le gustara ser mantenida a raya.
—Cuando volviste a la ciudad se activaron las salvaguardias —respondió
Rowan—. Altair mandó que te siguiéramos. Como sabía que te había soltado
yo,
dijo que tenía que traerte de vuelta. Es mi… penitencia. —Avanzó con
cautela,
pero se detuvo al ver que Caius ponía las manos en las empuñaduras de los
cuchillos como si se dispusiera a atacar—. Pero ¿qué pasa, Eco? —Señaló a
Caius
con un gesto—. ¿Y por qué estás con él? ¿Qué le ha pasado a Ivy?
—Nada, está bien —contestó Eco—. Oye, Rowan, que ya sé que esto tiene
mala pinta, pero puedo explicártelo.
Intentó salir de detrás de Caius, pero este le cerró el camino con un brazo.
Rowan se lo miró como si quisiera arrancárselo.
—No hemos venido a oír tus excusas, traidora. —Ruby se acercó más que
Rowan, aunque mantuvo una distancia prudencial entre su espada y las armas
de Caius—. Ya sabía yo que fue un error adoptarte. El Ala debería haberte
ahogado como una sabandija, que es lo que eres.
El insulto de Ruby hizo que se tensara la musculatura de la espalda de Caius,
cosa que a Eco, por algún insensato motivo, se le antojó lo más maravilloso
que
había sucedido en todo el día. Rowan no dijo nada para defenderla. Eco
procuró
no pensar en cuánto le dolía su silencio.
Ruby levantó la espada, pero no se movió de su sitio.
—Si quieres que te diga la verdad debería darte las gracias. Me has hecho dar
un paso más en la búsqueda del pájaro de fuego. Altair estará contento, y más
cuando te hayamos arrestado. Una cosa es escaparse de las celdas y otra esto.
—
Los señaló a los dos con la espada, a Caius y a Eco—. Esto es de una
gravedad
sin precedentes.
A Eco se le hizo un nudo en la garganta. Nunca había odiado tanto a Ruby.
Miró a Rowan, pero él apartó la vista y se quedó mirando el suelo.
—¿Rowan? —preguntó Eco—. ¿Os envían a arrestarme?
A Rowan le costó un gran esfuerzo levantar la vista y mirarla a los ojos.
—Sí, técnicamente sí, pero… —Emitió un sonido gutural mientras se pasaba
los dedos por las plumas—. Lo único que quiere Altair es que vuelvas.
Seguro que no te pasa nada.
Ruby resopló por la nariz y sacudió la cabeza.
—No le mientas, Rowan. —Sus ojos azul claro brillaron en la oscuridad al
enfocarse de nuevo en Eco—. Nuestras órdenes son claras: tenemos que
llevarte
ante el Consejo. Casi impresionan, los cargos que se te imputan. Guardar
secretos relevantes para la seguridad del pueblo ávicen. Escaparte de la
cárcel. Y
ahora seguro que se añadirá a la lista retozar con el enemigo. —Ladeó la
cabeza
sin interrumpir el contacto visual con Eco—. ¿Sabes cómo se castiga la
traición?
Eco sacudió la cabeza en silencio. La sonrisa de Ruby fue lenta, de
depredador.
—Con la muerte.
En vida de Eco nunca se había acusado a nadie de traición entre los ávicen, y
a ella no se le había ocurrido preguntar qué les pasaba a quienes se volvían en
contra de los suyos. Los ávicen eran lo más parecido a una familia y un hogar
que tenía. La habían acogido, y sería difícil convencerlos de que no los había
traicionado, sobre todo con dos halcones de combate que darían fe, como
testigos, de que había sido vista con un drakharin. Quizá Rowan tratara de
abogar por ella, pero Ruby disfrutaría con la oportunidad de verla caída en
desgracia, aunque la muerte pareciera un poco extrema, la verdad. Tal vez su
odio fuera más profundo de lo que le había parecido a Eco. A pesar de la
veneración de que era objeto, la influencia del Ala tenía sus límites. Si el
Consejo condenaba a muerte a Eco, ni los poderes del Ala bastarían. A lo
mejor
Eco podría escaparse, pero el resto de su vida sería una huida constante y un
mirar a todas horas por encima del hombro para ver si la seguía algún
verdugo.
Si, por el contrario, regresaba entre los ávicen con el pájaro de fuego, si
demostraba que en todo momento había estado de su lado, existía la remota
posibilidad de que fueran clementes. Con las manos vacías, en cambio, nunca
la
perdonarían.
Rowan la miraba con desesperación. Eco se imaginó lo que sentía:
impotencia, algo que ella conocía de sobra. Rowan estuvo a punto de decir
algo,
tal vez en defensa de Eco, pero se le adelantó Caius, que la empujó con todo
su
cuerpo.
—Corre, Eco.
Ella se dejó empujar, pero plantó cara de otra manera.
—¿Qué? No, aquí no te dejo.
Las manos de Rowan se crisparon, convertidas en puños.
—Esto es una locura, Eco. Vuelve y hablaré con Altair. Todo se arreglará.
Ruby se rió con un sonido como de cuchillos en el viento.
—Francamente, Rowan… Se ha hecho la cama y ahora dormirá en ella.
Y sin hacer caso de los gritos de Rowan, que le pedía que parase, dio un salto
que hizo que su capa cortase al aire como si fueran dos alas de verdad.
—¡Eco! —gritó Caius—. ¡Corre!
Eco retrocedió a trompicones, tomando de pronto una conciencia muy aguda
no solo de que iba desarmada, sino de que de poco podía servir en una lucha
entre dos guerreros experimentados. Ruby descargó su espada sobre Caius,
que
levantó sus cuchillos. El acero rebotó en una de las hojas con un susurro
metálico.
—Eco. Corre. Ya.
Caius no apartaba la vista de Ruby, que daba vueltas a su alrededor como lo
que era, un buitre. Rowan parecía tan perdido como se sentía Eco.
—Para, Eco, que no hace falta. Puedes volver a casa.
Se equivocaba. Eco tenía que encontrar el pájaro de fuego, aunque fuera a
costa de unir sus fuerzas con alguien a quien Rowan había aprendido a odiar
desde la infancia. Era la única manera de arreglar las cosas, de poner a sus
amigos fuera de peligro y de garantizar que nadie más saliera perjudicado por
un conflicto cuyo inicio no recordaba nadie. No podía irse a casa, al menos
antes de
encontrar lo que buscaba. Ni mientras le pusieran la etiqueta de traidora.
—Lo siento mucho —dijo.
Antes de que Rowan tuviera tiempo de contestar, Eco se lanzó a correr a tal
velocidad por el pasillo que sus pies casi no tocaban el suelo. Metió la mano
en
el bolsillo, buscando la pequeña bolsa de polvo que le había dado Jasper, pero
como no era Caius no podía invocar puertas de la nada en cualquier umbral.
La
más cercana de las útiles era el puente de Central Park que habían usado
antes.
Sus pies se estampaban con fuerza en el suelo. No oyó, sin embargo, pisadas
que
la persiguieran. Rowan no había salido en pos de ella. Probablemente se
había quedado para ayudar a Ruby a luchar contra Caius.
Frenó de golpe entre ásperos resuellos, sin que se le hubiera borrado de los
oídos el ruido de los aceros al chocar. Estaba frente al mostrador de
información
del vestíbulo, donde un vigilante dormía de bruces sobre un periódico
arrugado,
con el bolígrafo entre sus dedos sueltos. Había estado haciendo el
crucigrama.
Faltaban pocos metros para las puertas del museo, pero Eco no podía
moverse.
Era incapaz. No podía dejarlos. Ya había visto combatir a Caius en la
fortaleza, y
era bueno. Más que bueno. Rowan no tenía ninguna posibilidad.
Una vocecilla vengativa susurró que si se hubieran intercambiado los papeles
Caius sí la habría dejado sola y se habría ido corriendo con la llave, pero Eco
sabía que aquello eran chorradas, así que se sacó la daga de la bota y salió
corriendo por donde había venido. Ya lo había dicho Caius: o lo hacían
juntos o
no lo hacían.
Corría como si tuviera alas en los pies, tomando las esquinas de tal modo que
tiró al suelo como mínimo una pieza valiosa, mientras la adrenalina inundaba
sus venas. A la vuelta de la última esquina se le cortó la respiración. Ruby
estaba en el suelo, gimiendo de dolor, mientras Caius se cernía sobre Rowan
con los cuchillos en las manos.
—¡Caius, no!
Al oír su grito Caius se detuvo y se volvió a mirarla. Ruby, que estaba detrás
de él, se levantó. Su espada dibujó un arco en el aire. Eco corrió como jamás
había corrido y le hizo un placaje acompañado por un grito informe. Tuvo el
tiempo justo de ver la sorpresa en el rostro de Caius. Después las dos cayeron
al
suelo, hechas un ovillo de brazos, piernas y plumas.
El cuchillo de Eco (quien ni siquiera era consciente de haberlo levantado) se
clavó en la espalda de Ruby, la cual se retorció debajo de ella sin acordarse
de su
espada, a la vez que arañaba el suelo de mármol con los dedos, que
resbalaban en su propia sangre. Eco desalojó la daga de entre los omoplatos
de Ruby, con un ruido húmedo de succión que le dio náuseas.
—Eco, tenemos que irnos.
Le zumbaban tanto los oídos que solo oyó a medias la voz de Caius. No sabía
qué hacer con las manos, pringosas de líquido rojo.
Él la agarró por los antebrazos y la hizo levantarse. Las botas de Eco
resbalaron en el charco de sangre que se estaba formando bajo el cuerpo de
Ruby, cuyos espasmos aún no habían terminado. Eco se desplomó contra el
pecho de Caius, que tras rodearla con uno de sus brazos (sin que ella hubiera
visto tan siquiera que envainara los cuchillos) la llevó medio a rastras al
vestíbulo. Se retorció en sus brazos para mirar por encima del hombro. Ruby
ya
era solo un montón de plumas negras. Rowan se arrastró hasta su cadáver y
acercó las manos a la herida de su espalda, inútilmente. Qué perdido se le
veía.
Parecía que los pies de Eco no fueran suyos, sino de otra persona. Se dejó
conducir a trompicones por Caius hacia la tumba de Perneb. Sus piernas se
movían con torpeza, como si se le hubiera olvidado cómo funcionaban. Caius
la
sacó de la sala de las esculturas y se la llevó al otro lado del vestíbulo y
entraron de nuevo en la galería egipcia. Finalmente se detuvo en la entrada de
la tumba,
momento en que Eco cerró los ojos. Tenía grabada a fuego en la retina su
última
imagen de Ruby, y supo que a pesar de todos sus esfuerzos nunca se le
olvidaría.
Mientras Caius invocaba el humo negro del entrespacio, en lo único que
podía
pensar Eco era en que la sangre de Ruby era tan roja como el color de la
gema
que llevaba su nombre.
42
Eco a duras penas se acordaba de haber vuelto a la casa de Jasper. Estaba
segura
de que lo había hecho ensangrentada, y de que Caius la había sacado del Met
prácticamente a rastras, pero aparte de esas pocas pinceladas, los detalles de
la foto eran borrosos, con mucho grano. Se acordaba de la curva de la espalda
de
Rowan arrodillado junto al cadáver de Ruby, y del remolino azabache del
entrespacio cuando Caius había invocado una salida, y de la nave de la
catedral,
adonde debía de haberla llevado. Le habría gustado poder reírse de la
inventiva
del drakharin al buscar umbrales prácticos (¡una nave de iglesia, nada
menos!),
pero lo único que sentía era un vacío enorme, una sima en su pecho. Era
como si
quien se hubiese quedado agonizando en un frío suelo de mármol fuera ella.
Qué idea tan egoísta. Otro elemento que echar al pozo sin fondo de
arrepentimiento que se había instalado donde siempre había estado su
estómago.
A partir de su llegada con Caius a la catedral empezaban a cristalizarse las
imágenes. Ivy, de un blanco restallante, con sus grandes ojos negros velados
de
preocupación. La inquietud de Jasper, perceptible en un silencio atípico en él.
Dorian casi se había desangrado en sus sábanas de algodón egipcio, pero
Jasper
se lo había tomado a broma. En cambio cuando Eco había irrumpido por la
puerta de su casa, manchada de sangre ajena, Jasper no se había quejado ni
una
sola vez del estado de su mobiliario, tan poco práctico por lo demás. Era
fascinante cómo la trataban todos, como si estuviera traumatizada; y debía de
estarlo, pero ¿qué sabían los traumatizados? ¿Cómo podían darse cuenta?
¿Cómo podían ver más allá del impenetrable campo de fuerza de su trauma, y
percibir algo objetivo?
Encogida en la cama, se frotó la cara con la almohada. Era de espuma
viscoelástica o algo por el estilo. Entrelazó las manos debajo de las mantas.
Alguien se las había lavado, dejando la piel seca e irritada. Las sacó para
mirarse los nudillos y las palmas. A oscuras, su piel se veía grisácea. No
quedaba la menor mancha de sangre. Se le hizo raro pensar que pocas horas
antes estaban
empapadas. ¿Horas o días? El tiempo se había vuelto elástico, y se extendía o
contraía en función de lo tenso que estuviera.
Al palparse los labios con los dedos recordó el contacto con la piel de Rowan
cuando la había ayudado a fugarse de la cárcel de Altair, y su manera de
mirarla, como si no tuviera bastantes palabras para expresar lo importante que
era Eco para él. El calor de su aliento cuando hablaba. Se preguntó qué
pensaría
de ella ahora, y si podría perdonar alguna vez a la chica que le había clavado
a
alguien un cuchillo en la espalda; esa chica que era ya, oficialmente, traidora
y asesina. Dejó caer las manos en la manta. Rowan estaba en el Nido, su
casa; no
la de Eco, porque después de un acto así jamás podría serlo. Y ella estaba
lejos, a un mar de distancia, acurrucada bajo un montón de mantas.
El desván de Jasper estaba situado a demasiada altura para que llegara el
resplandor anaranjado de las farolas de Estrasburgo, pero las vidrieras de las
ventanas captaban la desnuda luz de las estrellas clavadas en el cielo. Eco no
sabía qué hora era. Tarde, seguro. De otros puntos del desván llegaba el
susurro
de sábanas de alguien que cambiaba de postura en sueños. Se tapó hasta la
barbilla, curiosa por saber cómo se habían distribuido a la hora de dormir,
puesto que era evidente que ella se había quedado con la enorme cama de
Jasper. Seguro que era Ivy quien la había acostado, aunque de eso tampoco se
acordaba, la verdad. Se fijó en la persona que dormía en el sillón de al lado,
la
única que veía desde su capullo de mantas.
Caius.
Al principio de la noche debía de haberse sentado como una persona normal,
con los pies en el suelo y las piernas extendidas, pero una vez dormido había
cambiado de postura, y ahora estaba encajado en el sillón, con sus largas
piernas
apoyadas en un reposabrazos, la espalda en el otro y la cabeza algo inclinada,
con el flequillo sobre las escamas de los pómulos. A Eco le recordó una
estatua,
bella y serena.
Desde aquel momento en el Met (en que se había roto algo en su interior) su
única constante había sido Caius. Entre las esquirlas de su quebrantada
memoria
recordaba el contacto de sus manos, que la habían levantado con la fuerza del
hierro pero también con una extraña suavidad, como si intentara mantener
unidos sus pedazos, aunque fuera inútil. Era Humpty Dumpty y ya había
caído
al vacío.
No acababa de entender que no se apartase nunca de ella. Tal vez fuera por
bondad, o por sentimiento de culpa. A fin de cuentas Eco le había salvado la
vida. Desde el momento en que la había recogido, ella había empezado a
percibirlo como su ancla, el madero al que aferrarse en aquel mar de culpa y
desesperación, consciente de que soltarlo era ahogarse.
Cerró los ojos e hizo un esfuerzo por conciliar el sueño. Desde su regreso
solo
había oído conversaciones fragmentarias, como la explicación del texto de la
llave, la frase que había reconocido Caius, cuya voz, a veces clara, otras
lejana, les había hablado a los demás sobre el Oráculo: algo sobre la Selva
Negra, y sobre una cueva, y sobre que nadie se iría hasta que Dorian y ella
estuvieran en
buenas condiciones.
Eco se habría intercambiado por Dorian sin vacilación alguna. Una herida de
espada parecía fácil en comparación: entrar, salir… Todo muy limpio, no
como
se sentía ella, con trozos de su ser desperdigados como loza rota. Respiró
entrecortadamente para mitigar la desazón de sus entrañas. Así era la culpa
cuando se vivía como algo real, incuestionable: un peso en su caja torácica
que la
aplastaba con la fuerza de un montón de piedras. Se preguntó si llegaría el día
en que se descargase de él y pudiera borrar de su cabeza la imagen de la
sangre
de sus manos; si merecía aquel indulto o bien la magnitud de su pecado era
tan
grande que lo llevaría siempre encima.
No se dio cuenta de que estaba llorando hasta que sintió en su cara unos
dedos callosos que secaban sus mejillas. Abrió los ojos, con las pestañas
pegajosas por el llanto, y vio a Caius en cuclillas al pie de la cama. No había
oído que se levantara. Sin embargo ahí estaba, casi negros los ojos en la
oscuridad.
—Hola. —Sonaba raro en su boca, como si no le estuviera bien decirlo. Eco
tragó saliva, venciendo el nudo de su garganta. Su silencio no parecía
molestar a
Caius—. Nos tenías preocupados.
Eco no estaba muy segura de cuándo había pasado su extraño grupo a
cohesionarse en un único «nosotros». Supuso que cosas más raras se habían
visto. La mirada de Caius, dulce y amable, agitaba algo en el pecho, como un
recordatorio de que el corazón seguía en su sitio, a pesar del vacío que sentía.
Los dedos de Caius recorrieron sus facciones desde el pómulo hasta la
barbilla con la suavidad de una pluma.
—Si te ves capaz —dijo— saldremos pronto. Ya nos dirá el Oráculo qué es
lo
siguiente que tendremos que hacer.
Otra vez la segunda persona del plural. Caius hablaba con gran seguridad,
pero Eco intuyó que era fingida y que lo hacía por ella. La idea de que
intentara
darle ánimos, por pocos que fuesen, hizo temblar en su interior los pedacitos,
como si pensaran en recomponerse. Le gustaba cómo sonaba la voz de Caius
en
la oscuridad, suave, grave, como si fuera Eco su única destinataria. Cerró los
ojos y hundió la cara en las sábanas.
Caius suspiró, pero no fue un suspiro de rabia ni de frustración, sino de cierta
tristeza a lo sumo, como si él también lamentara haber perdido la parte de
Eco
muerta junto a Ruby. Mantuvo su mano otro minuto más en la cara de Eco.
Después apoyó su otra mano en la cama, haciendo que se hundiera el borde, y
se levantó. Eco tuvo ganas de pedirle que no se fuera, que dejara la mano en
su
sitio, deslizando el pulgar por su mejilla, pero le faltaron las palabras.
La voz de Caius, que ya estaba otra vez en el sillón, cruzó la oscuridad hasta
llegar a sus oídos.
—Descansa un poco, si puedes, que mañana será un día largo.
Eco quedó atenta a su respiración, casi inaudible, y acomodó la suya a su
compás. Tardó menos de lo que le habría parecido posible en quedarse
dormida,
acunada por el ritmo de la respiración de Caius: dentro, fuera, dentro, fuera…
43
Caius miró a su alrededor, mientras se diluían las negras volutas del
entrespacio
en el andén de la estación. Era todo lóbrego, industrial. Una sola chimenea
despuntaba entre los árboles en el amanecer, pintando el gris del cielo con sus
humaredas tóxicas. Se le cerraron los ojos mientras se desperezaba,
acompañando con gemidos una sinfonía de crujidos en las articulaciones de
los
hombros y los brazos. El último día y medio lo había pasado durmiendo en
un
sillón junto a la cama de Eco, mientras simulaba no darse cuenta de que
Dorian
lo miraba con curiosidad.
Desde donde estaban se veía la Selva Negra, con las copas de los árboles
erguidas contra el cielo, pero había que adentrarse mucho en el bosque para
llegar al punto al que se dirigían. La estación estaba al borde. Aún faltaba
todo
un día a pie, que en caso de pararse a descansar serían dos. Herido Dorian, y
poco acostumbrados los demás a arduas caminatas, tendrían que ir despacio.
Los otros, a su alrededor, se fueron ubicando. Caius vio que Eco respiraba
profundamente con una mano en la barriga. Su recuperación había ido por
fases. Todavía acusaba el esfuerzo de concentración que había tenido que
hacer
para señalar la estación de Appenweier en un mapa. Aparte de eso no había
dicho casi nada más, salvo algunas palabras en voz baja sobre comida y
logística
cruzadas con Ivy y Jasper. Desde que Caius, por la noche, le había enjugado
las
lágrimas, Eco esquivaba sus miradas y apartaba la suya cada vez que él se
fijaba
en ella. Caius no necesitaba palabras para saber qué le ocurría. También él,
hacía
muchos años, se había encerrado en sí mismo después de matar a su primera
víctima, y eso que en su caso era un desconocido. Su espada había segado la
vida
de un soldado ávicen, mientras que Eco conocía a la persona a quien había
matado. Rogó en silencio, por si lo escuchaba algún dios, que las manos de
Eco
no volvieran a mancharse nunca más de sangre. Quitar la vida a alguien no
era
fácil de sobrellevar. Provocaba cambios muy profundos, porque los trozos de
tu
antiguo yo se recomponían para dar cabida a una verdad nueva y horrible:
que
por muy culpable y desdichada que pudiera sentirse una persona, el mundo
seguía dando vueltas. Había que vivir, incluso tras la estela de un cadáver.
El aire frío del amanecer pareció devolver a Eco algo de su vigor perdido.
Caius se alegró de que se le tiñeran un poco de rosa las mejillas, azotadas por
el
viento, aunque por lo demás seguía estando pálida y demacrada, con los
hombros encorvados, como si pudiera esconderse sin moverse de su sitio. Lo
había perdido todo en poco tiempo: su casa, y la confianza de aquellos a
quienes
consideraba su familia. Aunque no le hubiera explicado a Caius su relación
con
los ávicen, el trato que tenía con Ivy y Jasper dejaba muy claro que eran «su
gente», más que los propios humanos. Caius supuso que cuando llegara al
Nido
la noticia de que Eco había derramado sangre ávicen, la condenarían a muerte
sin ningún reparo; y fue por ella por quien se apenó en lo más hondo de su
pecho, no por sí mismo. Quizá fuera una ladrona, pero no una asesina. No por
naturaleza. De pronto el frío se ensañó con su piel, poniendo a prueba la lana
de
la chaqueta.
—Francamente, Caius, ¿no podías dejarnos un poco más cerca? —dijo Jasper
mientras se subía el cuello del abrigo.
Caius se guardó una réplica poco apta para oídos educados. Aunque le
hubiera encantado discutir con Jasper, la triste soledad de la estación no hacía
más que acentuar el frío.
—Ya te he explicado que todo lo que rodea la cueva del Oráculo es zona
nula. Dentro de sus fronteras no se puede acceder al entrespacio.
—No, si lo de que hay una zona restringida a la magia ya lo había pillado. —
Jasper se frotó las manos y las metió en los bolsillos de su abrigo—. Lo que
pasa
es que me decepciona un poco que no hayas podido hacer nada mejor.
Caius inspiró, contó hasta cinco y espiró.
—Os pido perdón, alteza.
—Se acepta la disculpa.
Puso los ojos en blanco. Solo Jasper podía ser tan insolente. Este dio una
patada a un resto sucio de nieve primaveral e inspiró con altivez por la nariz.
—Lástima que no me queden cadáveres que esconder —añadió—, porque
este sería el sitio perfecto.
Dorian resopló. Caius le puso su peor cara. Entonces él carraspeó y hundió la
barbilla en el cuello del abrigo. Se lo había dejado Jasper, y era azul marino,
casi del mismo color que el parche del ojo. A Caius no se le escapaba que
Jasper no
se había tomado la molestia de conjuntar por colores la ropa que le había
prestado a él.
—Eco, no me habías dicho que haría frío —rezongó Ivy, metiendo las manos
en las mangas—. Cuando me secuestraron no se me ocurrió meter ropa de
invierno en mi equipaje.
De golpe desaparecieron los últimos vestigios de la vaga sonrisa de Dorian,
que sin decir nada se desabrochó el abrigo y se lo quitó para tendérselo a Ivy.
Ella parpadeó muy deprisa, sin apartar la vista de la prenda. Caius supo que
no era el único que contenía la respiración. Era un momento lleno de
delicadeza, y
no sería él quien lo interrumpiera.
La mano de Ivy tembló al aceptar el abrigo. Dorian se dio media vuelta y se
fue hacia los escalones de la estación. Ivy dejó de mirar el abrigo para ver
cómo
se alejaba. Sus ojos oscuros brillaban.
—Gracias —dijo.
Dorian se detuvo y asintió con la cabeza sin volverse para verla. Luego bajó
por los peldaños del andén. Caius miró a los ojos a Jasper, que se encogió de
hombros en la otra punta del andén.
—¿Vamos a quedarnos aquí todo el día, mirándonos —planteó Eco—, o
empezamos la función?
Cuando Caius se dio media vuelta, descubrió con sorpresa que Eco lo
observaba, y sostenía su mirada unos segundos antes de irse hacia los
escalones.
Era lo primero que le decía desde Nueva York.
44
En cuanto cruzaron las salvaguardias que rodeaban la Selva Negra, Dorian
percibió el suave rumor de la magia en el ambiente. Cuanto más caminaban
menos lo notaba, pero sin dejar de estar presente. Bajo sus pies crujían finas
ramas, y hojas del grosor del papel. Su aliento formaba nubecillas de algodón
en
el aire frío del bosque. Alrededor de ellos bailaban con la brisa las ramas de
los
abedules, haciendo susurrar las hojas. A la luz de la mañana, el blanco tiza de
sus cortezas adquiría suaves tonos amarillos. Habría sido hermoso, de no ser
por
el pésimo humor de Dorian. El no haberse curado del todo su herida, y las
extrañas e inquisitivas miradas de Caius a Eco, formaban una combinación
nefasta. Mantuvo el paso a trancas y barrancas, y apenas se dio cuenta de que
Jasper se ponía a su lado. Qué raro estar tan cómodo en presencia de un
ávicen… Pero algo tenía Jasper que desafiaba las convenciones.
—Un penique por tus pensamientos —le dijo Jasper.
Le puso la mano detrás de la oreja, giró un poco la muñeca y sacó una
reluciente moneda de cobre.
Menudo charlatán, pensó Dorian, esforzándose por no sonreír. Jasper era un
pelma, pero un pelma eficaz: cuanto más forzaba la resistencia de Dorian,
más difícil era seguir irritado.
—Lo que piense es cosa mía —contestó.
Apartó la vista de la espalda de Caius. De poco servía examinar la postura de
sus hombros, o la inclinación de sus pasos, o cómo se demoraban sus ojos un
poco más en Eco que el día anterior. Caius se estaba alejando de él en más de
un
sentido.
Cuando la mirada de Dorian se cruzó con la de Jasper, supo que este lo había
sorprendido observando a Caius. Un charlatán inteligente, pensó. Son los
peores.
—Además —añadió—, si se lo dijera a alguien no sería a ti.
Jasper enseñó los dientes de forma encantadora. Se agradecía aquella
variación respecto a la sonrisa burlona de la que prescindía tan poco como
Dorian de su parche. A cada cual su máscara.
—Pero ¡qué veo! —exclamó Jasper con una pronunciación exagerada, como
si
paladease cada sílaba—. ¡Habla!
Dorian se quedó callado, solo para fastidiarlo. Siendo Dorian y Jasper
quienes
eran, el silencio en el que caminaban no debería haber sido amistoso, pero
Dorian empezaba a sospechar que en algún punto entre Japón y Alemania la
vida se le había ido totalmente de las manos.
Miró de reojo a Jasper, que en el bosque, a pesar de sus quejas (no
exactamente pocas), parecía encontrarse en su elemento. Dorian no estaba
seguro de si sus plumas, coloreadas como gemas, brillaban siempre con más
intensidad a la luz del día, ni de si sus ojos siempre conservaban aquel tono
dorado lindante con el amarillo, ni de si su piel tenía siempre aquel toque de
bronce que tanto resaltaba sobre el telón blanco mate de los abedules. Pero de
lo
que menos seguro estaba era de cuándo había empezado él a fijarse en la
viveza
de sus múltiples colores.
—Oye —dijo Jasper, pensativo—, que en realidad no os habría delatado,
¿eh?
Solo quería que alguien me explicara la situación.
Dorian se encogió de hombros.
—Pues tenía mis dudas.
Jasper, indignado, puso una mano a la altura de su corazón.
—Me ofendéis, señor mío. Os hago saber que no carezco de criterios
morales.
—Hizo una pausa—. Aunque solo los entienda yo.
También en este caso tuvo Dorian sus dudas. Volvió a mirar el mar de
abedules que los rodeaba. Era preciso que estuvieran muy atentos al bosque,
para ver si los habían encontrado sus enemigos, pero empezaba a darse
cuenta de que justo a su lado caminaba un peligro ávicen de muy diversa
índole.
—¿Por qué estás aquí? —inquirió.
—Ya te lo he dicho —respondió Jasper con un gesto de estudiada elegancia
al
volver el cuello de un lado para el otro y cerrar lentamente los ojos. Parecía
salido de un cuadro—. Lo que busco es gloria.
—El otro día casi mueren Caius y Eco. —Dorian escrudriñó los árboles.
Tenía
que dejar de mirar a Jasper—. Muchas molestias me parecen solo por la
gloria.
Jasper canturreó unas notas mientras hacía girar la moneda entre sus largos y
gráciles dedos.
—Tengo mis motivos. Además, las cosas que valen la pena nunca se
consiguen fácilmente.
Enfocó en Dorian su mirada entre dorada y amarilla, escrutándolo en
silencio. El drakharin decidió no leer entre líneas. Era mejor así.
—¿Y tú? —preguntó Jasper, que con movimientos diestros hizo desaparecer
y
reaparecer la moneda en sus palmas—. ¿Por qué estás aquí?
—Por deber —repuso Dorian.
Fue una respuesta maquinal, que sin ser falsa tampoco podía describirse
como toda la verdad.
Los ojos de Jasper se centraron en un punto que tenía delante. A Dorian no
le hizo falta seguir la dirección de su mirada para saber que miraba a Caius.
—¿Nada más?
—Ya es bastante.
Como hacía un tiempo que los dioses no creían conveniente sonreír a Dorian,
Jasper no se dejó engañar.
—Creo que los dos sabemos que eso no es cierto.
Dorian apartó la vista, sin respuesta. Le daba mucha rabia que sus
pensamientos pudieran ser tan transparentes, pero Jasper tenía razón. Aun así
no se dignaría a reconocerlo en voz alta. El ego del ávicen podía prescindir de
aquella ayuda. Siguió adelante con paso cansino, atento a los árboles mientras
pisoteaba hierba seca.
—Por otra parte —añadió Jasper—, no sé si es porque soy una persona tan
interesada, pero parece un poco raro entregar toda tu vida a alguien que no ve
lo
que tiene en las narices.
—Caius daría la vida por mí —aseveró Dorian con cierta precipitación.
Sabía que era cierto, pero sabía también, por muy grande que fuera el deseo
de aferrarse a la mentira que lo había alimentado durante tanto tiempo, que no
bastaba. Ya no. Y tal vez nunca hubiera bastado. Tal vez se hubiera engañado
tanto tiempo que al final se había creído su propia mentira.
La lenta sonrisa de Jasper transmitía una tristeza cómplice.
—Pero no es su vida lo que quieres, ¿no?
Dorian tenía una respuesta, pero no le apetecía mucho darla. Introdujo las
manos en los bolsillos de sus vaqueros prestados y siguió caminando en
silencio.
Mientras él se mantenía en su mutismo, los pájaros de la Selva Negra
cantaban.
—Ya —dijo Jasper, guardándose la moneda—. Me lo parecía.
45
Eco miró las ruinas que tenían delante. En otros tiempos habían sido una
abadía, pero se había venido abajo la fachada, y hacía mucho que dentro no
quedaba nada de valor. Aun así se mantenían tres de sus muros en pie, y la
naturaleza, al adueñarse del conjunto, había convertido en una especie de
techumbre las ramas de un roble muy poblado. Eco supuso que Caius lo
había elegido para pasar la noche porque era un lugar seco y de fácil defensa,
no por
su belleza.
—Será una broma —dijo Jasper, mientras Dorian recorría el recinto
dibujando runas en la tierra seca con la punta de su espada.
—No —replicó Caius, muy atento a las ruinas—, no es ninguna broma.
Su mirada coincidió fugazmente con la de Eco, que se volvió enseguida,
rodeándose el pecho con los brazos. En los ojos de Caius había demasiado
saber
y comprensión. Antes la había reconfortado que pareciera darse cuenta de
cuándo necesitaba que la dejaran en paz, y cuándo era consuelo lo que
precisaba, pero en esos momentos su atención solo le causaba desconcierto.
No
le gustaba que hubiera aprendido a interpretarla tan bien en tan poco tiempo.
Jasper soltó un suspiro tan largo que Eco se extrañó de que aún quedara aire
en sus pulmones.
—¿Cómo se me ocurrió venir si solo mareamos la perdiz?
—Creía que por la gloria —le espetó Dorian por encima del hombro con una
leve mueca que no llegó a convertirse del todo en sonrisa.
—La gloria está sobrevalorada —repuso Jasper—. Me parece que me quedo
con una cama blanda y calentita.
Eco escuchó sus bromas hasta donde fue capaz. Ahora Dorian ya estaba más
cómodo con los dos ávicen del reducido grupo. Eco tenía la sensación de
haberse perdido algo vital durante los últimos días. Incluso Ivy empezaba a
relajarse. Se notaba que Dorian hacía un esfuerzo, y Ivy siempre había sido
de las que perdonaban. Era buena persona. Mejor que Eco.
Jasper se estaba riendo de algo que había dicho Ivy. A Eco su risa le daba
dentera. No podía admitir que el mundo contuviera cosas como la alegría
cuando ella tenía la sensación de pudrirse por dentro. Masculló una excusa,
sin
importarle que se la creyeran o incluso que la oyeran, y se alejó del
campamento
para internarse en el silencio y la soledad del bosque, pasando por encima de
troncos caídos y restos de los muros de la abadía. Un búho ululó a lo lejos,
respondido por otro, chillidos fantasmales que llenaban de música los cielos.
Al caer la noche la Selva Negra fue quedando poco a poco en silencio, como
si hasta los propios pájaros callaran para admirar el crepúsculo. Entre los
troncos de los árboles, a ras del horizonte, se asomaba el sol con una
encendida paleta de morados y rojos. Eco entendió que los hermanos Grimm
se hubieran
inspirado en aquellos lugares para sus retorcidos cuentos. Era oscuro y
mágico, amenazador y hermoso, y solo de verlo le dolía el corazón. Poco
después oyó pisadas leves a su espalda. No le hizo falta darse media vuelta
para saber que era
él.
Caius no dijo nada. Se puso al lado de Eco, pero pareció bastarle con que
decidiera ella si hablar o no. Eco dejó pasar unos momentos de silencio,
mientras veían cómo se escondía el sol por debajo de la línea de los árboles.
El
susurro de las hojas al rozarse entre ellas parecía un idioma, pero antiguo, que
Eco no entendía. Las palabras se quedaban flotando al borde del significado,
presentes pero del todo incomprensibles.
—Psiturismo —dijo ella.
Caius cambió de postura a su lado, haciendo crujir las hojas secas con sus
botas. Eco se dio cuenta de que la observaba.
—¿Psiturismo?
—El sonido del viento a través de los árboles.
—No sabía que hubiera una palabra.
—Hay palabras prácticamente para todo. La cuestión es buscarlas.
El aliento de Eco formaba pequeñas nubes en el aire frío del bosque, como si
su voz tuviera forma y sustancia.
—Eco, me…
Lo interrumpió.
—A los doce años me encapriché de un chico, Rowan. —Caius se puso
tenso,
supuso ella que por estar atando cabos. A fin de cuentas no había muchos
Rowan en el mundo, y hacía poco que Caius había conocido a uno—.
Habíamos
crecido juntos. Me gustaba, y estaba segurísima de que yo también a él. —Y
así
era. Hasta había alguna posibilidad de que siguiera gustándole, aunque Eco
era
consciente de que al quitar la vida a una ávicen había acabado con cualquier
posibilidad de un futuro compartido. La enormidad de su delito era excesiva
—.
Pero ¿sabes qué hizo Ruby?
No esperó la respuesta.
—Le dijo que yo era una fuente de contagio; que si me tocaba contraería la
misma enfermedad que yo y se le caerían las plumas. Yo no entendí por qué
lo hizo, ni qué había hecho para merecérmelo.
Era increíble lo consciente que era Eco de la mirada con que Caius recorría su
perfil. Por un lado deseaba mirarlo también ella, y por el otro no. No sabía
qué
quería. Sin embargo, ahora que estaba lanzada, y que habían empezado a
derramarse las palabras de su boca por su propia voluntad, le era imposible
frenarlas.
—A partir de entonces me rehuyeron la mayoría de los ávicen pequeños, pero
en el fondo aquello no era lo peor. Yo a Ruby nunca le había caído bien, y no
es
que me esmerase mucho en ser simpática con ella, pero…
Era la parte que Eco jamás le había contado a nadie, ni siquiera al Ala, que la
había abrazado y la había consolado con caricias circulares en la espalda
cuando
Eco, después de que Rowan le contara lo que andaba diciendo Ruby, había
llegado corriendo, hecha un mar de lágrimas. Tampoco a Ivy, para quien no
tenía secretos.
—En el Nido hay una fuente que dicen que concede los deseos. Fui y arrojé
una moneda. Se me ocurrió desear que Rowan se enamorase de mí, o que
todos
se olvidaran de lo que había dicho Ruby. Hasta pensé en pedir plumas. Pero
al
final no pedí nada de eso. ¿Sabes cuál fue mi deseo?
Caius contestó en voz baja, quizá hasta con algo de dulzura.
—¿Cuál?
—Que se muriera Ruby. Deseé que se muriera y no tener que volver a verla.
Para que digan que hay profecías que se cumplen solas.
A Eco le parecieron amargas sus palabras. Se las tragó con una risa ronca. Se
reía porque era mejor que llorar, pero fue una risa rasgada, esquinada, que se
abrió paso hasta su boca con garras y dientes, desgarrando sus entrañas.
—No es que sirva de nada decírtelo —contestó Caius—, pero me gustaría
que
no hubieras tenido que hacerlo.
Eco metió las manos hasta el fondo de los bolsillos de su chaqueta. Tenía los
dedos fríos, como si se le estuvieran muriendo las yemas lentamente.
—No, no creo que sirva de nada.
—Ya lo sé, pero había que decirlo. Debería haber sido más rápido. No
debería haber necesitado tu ayuda.
—No —dijo Eco, sacudiendo la cabeza—. No lo conviertas en algo sobre ti.
—No es lo que… —Vio con el rabillo del ojo que la mano de Caius se
acercaba y a medio camino volvía a bajar—. Eco, hiciste lo que te pareció
que tenías que hacer.
—¿Ah, sí? ¿Y tenía que hacerlo? —Hizo rodar un tronco con el pie. Molestos
con la luz del crepúsculo, varios gusanos pequeños se retorcieron por dentro
de
la tierra en busca de oscuridad—. Podría haberte dejado donde estabas, pero
no,
volví. Tenía miedo por Rowan, pero también por ti. Y ni siquiera sé por qué.
Tú
y yo no somos amigos, Caius. Apenas te conozco. Pero no podía ver cómo te
hacía daño Ruby. Por ti le di una puñalada en la espalda a otra persona.
Literalmente.
Miró a Caius, que bajo la luz menguante del sol del atardecer no aparentaba
doscientos cincuenta años. Se le veía oscuro, silencioso y triste. Eco tomó
una conciencia muy aguda de los latidos de su propio corazón, y de que el
pelo de Caius le rozaba el cuello, y de las escamas de sus mejillas, y del ruido
que hacía
el bosque al cobrar vida por la noche. Era a la vez bello y terrible.
Desde el hallazgo de la caja de música el mundo de Eco se había inclinado
respecto a su eje; solo unos grados, pero suficientes para que todo fuese
distinto.
Veía los colores de otro modo, olía de otra forma las cosas y oía sonidos en
los
que hasta entonces no se había dignado a fijarse. Era como si viviera por
primera
vez el mundo, y todo fuera nuevo. Pero nada le resultaba tan nuevo como
Caius. Era el sonido del ruiseñor al saludar la noche, la luna asomándose a
una
nube, las partes secretas en penumbra que apenas empezaba a descubrir en la
Selva Negra.
Y sin embargo no se merecía aquella novedad, aquella grande y terrible
belleza, cuando aún sentía la sangre de Ruby corriendo por las manos,
metiéndose en sus poros y secándose debajo de sus uñas.
—¿Por qué me siento así? —preguntó—. Hice algo horrible, lo hice por ti y
no
entiendo por qué.
Bajo la superficie de su piel se estaba produciendo un cambio tan
monumental como los movimientos de las placas tectónicas. Algo dentro de
ella
iniciaba un crescendo que le resultaba inaprensible. Se rozó las sienes con los
dedos, a la vez que cerraba los ojos con fuerza. No quería sentirse así. Era
demasiado. Demasiado desorientador. Demasiado desastroso. Quería ser
quien
había sido antes de acabar con una vida y de emprender aquel maldito viaje.
Pero lo que más quería era olvidar. Olvidar el dolor, la culpa y el
arrepentimiento que amenazaban con ahogarla. Quería sentir algo, lo que
fuera,
aparte del dolor interno de su corazón.
Como Caius no contestaba, buscó su mano y le rozó los nudillos con los
dedos. Necesitaba sentir el calor de otra persona. Quería que Caius fuera su
ancla. Él bajó la vista hacia sus manos enlazadas, y sus ojos quedaron ocultos
por
detrás del pelo. Esta vez Eco no se aguantó las ganas de apartarlo. Sus dedos
siguieron el contorno de las sienes del drakharin, que apoyó la mejilla en su
mano y permitió que explorase los perfiles de su rostro. Al cabo de un
momento
retiró la mano. Entre sus cuerpos solo había unos quince centímetros de
separación, pero parecía un abismo. Se sujetó el torso con los brazos. Otro,
con
un gesto así, habría parecido más pequeño, pero en el caso de Caius solo le
hizo
parecer cansado.
Eco dio otro paso, invadiendo el espacio de Caius, que pese a ponerse tenso
no retrocedió. Ahora sus pechos se rozaban solo con respirar.
—Ayúdame, Caius —dijo ella—. Ayúdame a olvidar.
Los labios de él se separaron, pero no se oyó nada salvo un pequeño
sobresalto en su respiración. Una parte muy pequeña de Eco deseó que la
apartara y le dijera basta, pero el resto de su ser rezaba por que no.
Necesitaba el silencioso consuelo del cuerpo de otra persona contra el suyo,
sin el peso de ninguna palabra entre los dos. No se veía capaz de soportar lo
que dijera Caius.
Si hablaba regaría las repugnantes semillas de traición que habían arraigado
en el corazón de Eco sin que ella fuera consciente, y que fructificarían en
algo innegable, algo que se inclinaría hacia él como las flores cuando buscan
el sol.
—Eco, me…
Al unir sus labios con los de él, obligada a ponerse de puntillas, sintió que
algo encajaba en su interior. Se aferró al cuello abierto de la chaqueta de
Caius
para no perder el equilibrio. Las manos de él se deslizaron por sus brazos y
rodearon sus muñecas para evitar que se cayese. Sus labios estaban calientes,
y un poco resecos. Se abrieron para acoger los de Eco. Fue un beso suave,
inquisitivo y vacilante. Eco oía el zumbido de su propia sangre. Se arrimó a
él sin medias tintas, absorbiendo todo el calor que pudiera transmitirle. Al
sentir que
la lengua de Caius se deslizaba por su labio inferior creyó que explotaría.
El primero en apartarse fue él, que acarició con sus labios los pómulos de
Eco,
el puente de su nariz y el arco de sus cejas, mientras sus dedos recorrían la
piel
de sus muñecas como si tuviera la delicadeza de la frágil membrana de las
alas
de las mariposas. Tocada por Caius, Eco tuvo la impresión de que se derretía
y
caía a sus pies desintegrada en un montón de ceniza. En un día bueno se
habría
avergonzado, pero no era un día bueno. Se sintió convertida en otra persona,
a
quien no reconoció. «La guerra nos convierte a todos en monstruos», había
dicho Caius. Eco se preguntó qué habría visto si se hubiera mirado en el
espejo.
Metió los dedos bajo la camisa de Caius, y se le calentaron con su piel.
Después bajó las manos y rodeó su cintura. Él arqueó la espalda mientras se
le
escapaba un ruido sofocado, como el de alguien que pugna por volver a
respirar después de haberse ahogado. Con la respiración entrecortada, Caius
tiritó entre
los brazos de Eco, cerrando mucho los ojos y apoyando su frente en la de
ella. A
pesar de que Eco no hacía nada más que rozarlo, reaccionó como si no lo
hubieran tocado en años. Y tal vez fuera así. Eco apoyó la palma de la mano
en
la base de su espalda, justo por encima de la cintura de sus vaqueros. Parecía
que se le quemara la piel.
—Eco.
Fue un susurro musitado por dentro de su pelo.
Eco se irguió y anuló los pocos centímetros que aún los separaban para que
se
tocaran sus labios. Caius volvió a hacer el mismo ruido sofocado, de
desesperación. Era lo que necesitaba Eco, una distracción, una manera de
sentir
algo más que arrepentimiento, pero al cabo de unos segundos las manos de
Caius soltaron su cintura y, siguiendo la línea de sus brazos, la apartaron por
los antebrazos. Era una distancia prácticamente despreciable, pero bastó para
que Eco echara pestes contra el frío que se había instalado entre los dos. Con
lo caliente que estaba junto a Caius… Él inclinó bastante la cabeza para rozar
sus pómulos con el flequillo.
—Así no —susurró—. Así no.
46
Después de apartarse, Caius aún percibía el vago sabor a menta del protector
labial de Eco, que se dejó caer contra él con la frente en su pecho. Lo
siguiente
que dijo se filtró por su chaqueta.
—Lo hice por ti.
Caius le acarició con los pulgares la suave piel de debajo de las muñecas.
—Ya lo sé.
Eco frotó su cara contra el hueco que formaba la clavícula. A través de la
camisa, Caius se dio cuenta de que tenía las mejillas un poco mojadas.
—¿Por qué lo hice? —preguntó ella.
—No lo sé.
—Quiero decir que si habrías hecho tú lo mismo por mí.
Eco lo miró con los ojos brillantes, inyectados en sangre, levantando bastante
la cabeza para que el calor fugaz de su mejilla provocara un hormigueo en la
piel
de Caius. En el pecho de él se despertó una especie de dolor. Sí, lo habría
hecho.
Sin pensarlo un segundo.
—Eco…
De pronto Eco lloraba. Caius habría querido imitarla, pero hacía mucho
tiempo que se le habían secado las lágrimas. Lo único que pudo hacer fue
deslizarle las manos por los brazos, apretarse contra sus hombros y atusarle el
pelo revuelto. Ella, con la cara en su pecho, descargaba con sollozos su
sentimiento de culpa, mientras él susurraba en su oído dulces palabras en
drakhar. Eco no las entendía, pero la voz de Caius pareció tranquilizarla. Al
cabo
de un momento los sollozos se convirtieron en hipidos, que acabaron por
dejar
paso al silencio.
Sin soltarla, Caius la hizo bajar y se quedó con ella de rodillas en el suelo.
Después apoyó la espalda en el tronco de un roble y estiró las piernas. Eco
levantó las rodillas hasta el pecho y se acurrucó en el espacio que quedaba
entre
el brazo y el resto del cuerpo de Caius, apoyando sus piernas en las de él. A
juzgar por el encaje de sus cuerpos, era como si hubieran estado siempre así.
En aquella postura vieron cómo se escondía el sol detrás del horizonte, y
cómo se clavaban las estrellas en el aterciopelado añil del crepúsculo. El
único sonido que les hacía compañía era el triste canto con que se despedían
del sol los
tordos que anidaban en los árboles. Caius cerró los ojos y escuchó el sonido
quedo que hacía Eco al respirar.
Con la boca en su pelo murmuró una melodía, la misma que oía desde hacía
muchos años en sus sueños. Ella cambió de postura, rozando con su pelo la
sensible piel de su garganta.
—¿De qué conoces esta canción? —preguntó—. La nana de la urraca. Creía
que era ávicen.
—Lo es. —La barbilla de Caius rascaba la frente de Eco al hablar, pero a ella
no pareció que la molestara—. Me la enseñó alguien hace mucho tiempo. La
chica de quien te hablé.
—Rose… Era ávicen, ¿verdad? —Eco cambió de postura y le hizo cosquillas
con el pelo en la mejilla—. ¿Qué le pasó?
Caius titubeó. Algunas heridas no se reabrían tan fácilmente. El aliento de
Eco se hacía notar cálido y suave en su clavícula.
—Hubo un incendio —respondió mientras le ponía un cabello en su sitio—.
Murió.
Dos frases. Bastaban para resumir la historia de los dos. Tanta sencillez era
como otra muerte. Alrededor de la cintura de Caius, el brazo de Eco se tensó.
Así de fácilmente había quedado revelado, en la última luz de la Selva Negra,
su
más oscuro secreto, el que solo conocían él y su hermana.
—Y el incendio… —dijo Eco, dibujando pequeños círculos en la piel del
costado de Caius. Debía de habérsele subido la camisa en el momento de
sentarse. Hacía años que Caius no sentía nada tan agradable—. ¿Fue
accidental?
Él sacudió la cabeza, frotando su mejilla contra el pelo de ella.
—No. Alguien descubrió lo nuestro y dijeron que Rose era una espía.
—¿Y era verdad?
Caius encogió un solo hombro, el más alejado de Eco, y trató de ser lo más
fiel que pudo a la verdad.
—No lo sé. Quiero pensar que sí. Quizá en tal caso fuera más fácil de
sobrellevar su muerte.
No vio que Eco frunciera el ceño, pero sintió en su clavícula que se le tensaba
la boca.
—¿Lo es?
El aire que salió entrecortadamente por la boca de Caius agitó el pelo de la
coronilla de Eco, que se retorció un poco como si le hicieran cosquillas.
—No —reconoció él—. La verdad es que no, en absoluto.
—Lo siento —susurró ella.
Cada palabra hacía que sus labios rozaran la garganta de Caius, el cual más
que oírlas las sentía, y estrechó a Eco con más fuerza entre sus brazos,
tiritando.
El anochecer seguía pintando el bosque de violeta.
—Fue hace mucho tiempo.
Tal vez a base de repetirlo empezara a tener algún sentido.
—Debe de doler. —Eco cambió otra vez de postura y estiró las piernas al
lado
de Caius. Después acercó la mano a la llave que colgaba de su cuello y la
acarició. Se la había puesto por la mañana, con el medallón, antes de salir de
la
casa de Jasper—. Acordarse.
Dolía, sí, pero lo único peor que recordar cómo era tener a Rose entre sus
brazos, la suavidad de sus plumas blancas y negras, el sonido de su voz
cuando
cantaba para sus adentros, habría sido olvidarlo.
—Somos como somos por los recuerdos —dijo—. Sin ellos no somos nada.
Eco respondió con un «mmm». El canto lejano de las aves dejó paso a los
suaves trinos de los grillos en la oscuridad, y al solitario ulular de un búho en
la distancia. Empezaba a refrescar. La primavera tocaba a su fin, pero
quedaban restos de invierno que se aferraban al bosque como un enamorado
reticente a despedirse. Caius susurró al oído de Eco un suave conjuro
drakhar, algo sencillo
para entrar en calor. Le salieron las palabras sin que tuviera que pensar en
ellas.
Las había repetido muchas veces durante las largas y frías noches de batalla y
sangre. La sensación de tener a Eco en sus brazos era mucho mejor.
La parte de su ser que ansiaba ser tocado por otra persona, la sensación de
una piel caliente en contacto con la suya, había muerto con Rose, borrada a
fuego por las llamas de Tanith, pero Eco se había inmiscuido en su interior
superando varias décadas de muros de piedra hasta encontrar los rescoldos
del hombre que había sido Caius. Le estaba devolviendo lentamente a la vida,
como
si atizase un obstinado fuego. Caius acarició el pelo suave de su nuca, y
respiró al compás con que subía y bajaba el pecho de Eco mientras se dormía.
Tampoco él
tardó en dormirse. Por primera vez en días no soñó con fuego.
47
Eco se despertó parpadeando, y oyó el canto de los pájaros. Las alondras
saludaban la salida del sol, mientras las currucas entonaban sus nanas. Se
reclinó
contra el pecho de Caius y aspiró por la nariz. Caius desprendía un leve olor a
madera. Y a manzana. Resultaba hogareño. Sus palabras en drakhar de la
noche
anterior habían sido las primeras oídas por Eco, con la excepción de algunos
retazos indistintos de conversación entre él y Dorian, y del texto grabado en
la llave. Según los ávicen era un idioma gutural, poco elegante en sus vocales
y duro en sus consonantes, pero en boca de Caius, que lo susurraba en el pelo
de
Eco, resultaba melódico y casi lírico. Era hermoso.
Su primer despertar junto a una persona del sexo contrario no estaba
respondiendo a sus expectativas. En sus fantasías no había piedras afiladas
que se empecinasen en clavarse en sus muslos, ni ramas nudosas que se
hincaran en
la franja de piel desnuda entre sus vaqueros y su camiseta, ni molestos
calambres
en el cuello por haberse quedado dormida en posición prácticamente vertical.
En
dichas fantasías, además, la persona que descansaba a su lado siempre había
sido
Rowan.
Cambió de postura para ver la cara de Caius. Dormido parecía más joven y
más dulce. Sus oscuras pestañas eran rotundas pinceladas en los pómulos. A
la luz del alba casi no se veían las escamas. Deslizó la mirada por toda su
persona,
tratando de memorizar cada detalle. No duraría mucho aquella tregua de
tranquilidad, pero se resistía a despedirse de ella. Cerró los ojos y apoyó la
sien en la curva del hombro de Caius. No supo si eran imaginaciones suyas o
el medallón y la llave colgados en su pecho palpitaban realmente al ritmo del
corazón de Caius. Hasta la daga que llevaba Eco por dentro de la bota parecía
más caliente a través de la tela de los vaqueros, aunque no era nada en
comparación con el calor que irradiaba él. Apoyarse de aquel modo en su
costado era casi insoportable. Se deslizó hacia abajo y aplicó el oído a su
pecho.
Pum. Pum pum. Eran buenos latidos. Firmes. Parecía que los de Eco se
saltasen
algunos para seguir su compás.
Estar en brazos de Caius era como sentir que estaba todo en su sitio; algo que
nunca había sentido Eco, ni siquiera con Rowan. Casi era como… estar en
casa.
Cerró los ojos con fuerza y frotó su mejilla contra el pecho de él, sintiendo la
suave rozadura del algodón en la piel. Sin embargo, tenía que recordar que
Caius no era su casa. Ya tenía una.
¿Seguro?, susurró una parte pequeña y ruin de su ser.
Cállate, le replicó enseguida en voz baja.
En el círculo de los brazos de Caius, volvió la cabeza y miró a su alrededor.
Había runas drakhar dibujadas en la tierra, alternando con piedras para formar
un círculo. Debía de haber ido Dorian por la noche para hacer un sortilegio de
protección. La idea de que los hubiera encontrado otra persona así, abrazados
con una familiaridad que no era normal que sintieran, hizo que subiera la
sangre
a sus mejillas. Sin embargo, a pesar de la vergüenza que sentía al pensar en
Dorian y la severa mirada de su único ojo, se alegró de que los hubiera
encontrado él, y no Ivy. Su mejor amiga le había sido fiel durante toda una
década de decisiones vitales cuestionables, pero hasta las personas más
tolerantes tienen sus límites. Podía muy bien ser que el de Ivy fueran los
arrumacos de Eco con un mercenario drakharin.
Cuando se separó de Caius, saliendo de debajo de la chaqueta con que él la
había abrigado durante la noche, el frescor matinal la tomó por sorpresa. Se
alejó
sin mirar ni una sola vez hacia atrás, aunque dentro de ella algo le gritaba que
se metiera otra vez entre sus brazos y se arrimara a su calor. Abriéndose
camino por el sotobosque fue hacia donde habían pasado la noche los demás.
Le exigió
un esfuerzo hercúleo poner un pie delante del otro y mantener la vista al
frente,
pero era lo correcto. Tenía que serlo. A pesar de los pesares, a cada paso que
daba hacia el Oráculo, el pájaro de fuego y el magno e ignoto destino que se
cernía sobre ella, más empezaba a tener la sensación de que ya no sabía qué
era
lo correcto.
48
Caius no se acordaba de que hubiera que caminar tanto. Se habían pasado
todo
el día y gran parte de la noche recorriendo el bosque por terrenos cada vez
más
abruptos, y cuando llegaron a la cascada que ocultaba el camino a la cueva
del Oráculo ya era casi medianoche. Era una cascada modesta, al menos en
comparación con la de Triberg, al otro lado de la Selva Negra. A diferencia
de esta última no era un hervidero de turistas y cámaras. Ningún humano o
ávicen
había oído hablar de ella, y pocos drakharin conocían su existencia. Su
situación
era un secreto, aunque no muy bien guardado. En principio tenía que
transmitírselo un Príncipe Dragón a otro, pero la mayoría de los nobles de la
corte sabían encontrarla. Movidos por la curiosidad, muchos drakharin iban
en
busca de los servicios del Oráculo, aunque oficialmente estos servicios
estuvieran
limitados al príncipe electo.
Intentó imaginarse en aquel lugar a Tanith, en toda su dorada gloria,
reluciendo entre los blandos sauces verdes, que seguían frondosos a pesar de
la
escarcha que mordía sus hojas. No pudo. No estaba hecho aquel paraje para
el
fuego ni para el acero. Volvió la vista hacia el resto del grupo. A pesar de su
encanto metropolitano, Eco se estaba haciendo un lugar en el bosque como si
estuviera hecho para ella, y se adaptaba con la naturalidad con que lo hacían
los
pájaros al aire.
Al despertar, Caius se había encontrado con que su camisa conservaba el leve
olor del champú de Eco. A pesar de sus ansias por eliminar la distancia entre
los
dos, era imposible. Por cada paso que se acercaba él se alejaba ella otro.
Habían
caminado durante horas en relativo silencio, aunque de vez en cuando llegaba
a
los oídos de Caius la voz de Jasper, que intentaba instigar entre susurros una
conversación con Dorian. Caius no había previsto que tardaran tanto en llegar
a
la cascada. La herida de Dorian, agravada por el viaje, frenaba su avance,
aunque el capitán nunca lo habría reconocido. Ya hacía horas que se había
puesto el sol, y estaba alta la luna. Resonaron de nuevo en su cabeza las
palabras
garabateadas por Rose en el mapa.
De su jaula de huesos surgirá, —pensó recordando su letra, tantas veces vista,
en la arrugada hoja,— el pájaro que canta a medianoche, y entre sangre y
cenizas
clamará la verdad que todos desconocen.
Los versos eran bonitos, pero también de pésimo agüero. No le decían nada
útil. Claro que Caius nunca había tenido mucho oído para la poesía… Suspiró
al iniciar el ascenso por los peldaños de piedra enmohecida que llevaban a la
cascada, mientras los otros lo seguían con menos elegancia.
—Puaj. —Jasper sufrió una arcada—. Agua.
—Sí, tiende a haberla en las cascadas.
La sonrisa de Dorian refulgió con todo su brillo. Hacer bromas con un ávicen,
nada menos que Dorian… Caius no daba crédito. Tal vez Eco y él no fueran
los
únicos a quienes el viaje había cambiado irreparablemente.
Jasper correspondió a la sonrisa de Dorian.
—Y yo pensando que solo era un rumor malintencionado…
—A curtirse, Jasper —dijo Eco, mientras tendía una mano a Ivy para que no
perdiera el equilibrio después de haber resbalado en una piedra desnuda.
Después se le fue la mirada hacia Caius, pero no sostuvo mucho tiempo la de
él
—. ¿Nos paramos aquí?
—Sí —respondió Caius.
Eco pasó rápidamente a su lado para meterse debajo de la cascada, rozándole
la manga con el brazo. Dentro del pecho el corazón de Caius latía como si
quisiera escaparse.
Apareció a su lado Jasper, que a pesar de su mueca seguía estando de un
guapo imposible.
—¿Tenemos que pasar por debajo de eso?
La respuesta de Caius fue hacerlo, bajando la cabeza al exponerla al agua. La
quejumbrosa protesta de Jasper («Pero ¿y mi plumaje?) se perdió en el
silencio oscuro y húmedo de la cueva oculta detrás de la cascada. Había un
lago subterráneo bordeado de guijarros y de tierra húmeda y suelta. El agua
reflejaba
la luz fragmentaria de la luna, filtrada por los huecos de las piedras del techo,
que la hacían bailar por la superficie del lago como estrellas.
Eco llegó a un embarcadero largo y estrecho, cerca del cual se mecía en el
agua una pequeña barca. Con el ceño fruncido por la concentración
contempló
las aguas que separaban la cascada de la costa pedregosa por donde se
accedía a
la cueva del Oráculo. Los tablones de madera, medio podridos, chirriaron
bajo los pies de Caius, aunque su llegada no hizo que Eco se diera media
vuelta.
Caius se puso a su lado, no tan cerca como para que se tocasen, pero sí para
poder sentir la vibración de su presencia a través de los centímetros que los
separaban.
—Estamos cerca, ¿no?
Eco lo dijo sin mirarlo, cruzada de brazos y con una expresión escrutadora.
Caius estudió su perfil en la penumbra, que oscurecía sus facciones.
—La entrada del santuario del Oráculo está justo al otro lado del lago —dijo
—. Nos llevará la barca. Solo caben dos personas, así que le pediré a Dorian
que
se quede aquí con Jasper y Ivy.
Eco, ceñuda, sacudió un poco la cabeza.
—No, en ese sentido no. Es otra cosa. Lo noto. Como cuando inflas
demasiado un globo y está a punto de explotar. —Fue en ese momento
cuando
lo miró, reflejando en sus ojos la luz de la superficie del lago—. ¿Qué te dijo
cuando viniste? Me refiero al Oráculo.
—Que le hiciera caso al corazón —dijo Caius con un bufido de risa.
Eco arqueó una sola ceja.
—¿Ya está?
—Ya está.
—Vaya, pues qué útil.
—Sí, mucho.
Sostuvo un poco más la mirada de Caius, muda y con expresión
contemplativa. Él tuvo ganas de preguntarle qué pensaba, cuáles eran sus
temores y sus pensamientos, pero justo entonces llegaron hasta el final del
embarcadero la voz quejosa de Jasper y la de Ivy, más dulce, y Caius se
acordó
de que no estaban solos.
La magia se esfumó en un abrir y cerrar de ojos.
—Genial. —Eco fue hacia la barca—. Esperemos que esta vez pueda darnos
algo más que sentencias de galletitas de la suerte.
—Espera. —Caius la sujetó por el brazo para impedir que se alejara. Ella se
apartó como si la hubiera quemado con su mano. Era la primera vez que se
tocaban desde la mañana. Eco lo miró con mala cara, pero no se movió—.
Primero tengo que decirte algo.
Asintió despacio, como si se dispusiera a sentir desagrado por lo que le diría.
Muy lista, pensó Caius. Tenía tantas cosas que le recordaban a Rose… Era
inteligente, valerosa y muy protectora con sus seres queridos. Al igual que
Rose,
por otra parte, su fuego interno era tan vivo que no era de extrañar que Caius
se
sintiese atraído por él. Esperó que su historia tuviera un final más feliz, y que
él pudiera darle la paz que no había podido dar a Rose. Si algo le había
enseñado
la guerra era que a las personas que se merecían vidas largas y felices se las
daba cortas y brutales.
Hizo el esfuerzo de pensar en otra cosa.
—El Oráculo no imparte su sabiduría gratuitamente —comentó mirando el
lago. A duras penas distinguía la entrada de la cueva del Oráculo—. Tenemos
que pagar.
—Ya. Pues los euros me los he dejado en los otros pantalones —repuso ella.
Caius resopló de risa, contento de que Eco no hubiera perdido el sentido del
humor.
—Ojalá fuera tan fácil. El Oráculo no quiere dinero. Pedirá un sacrificio, un
regalo al que le des valor. Algo de lo que te cueste mucho desprenderte.
La mano de Eco subió hacia el medallón.
—Lo único que llevo encima es esto. Yo diría que es más valioso que la daga
y
la llave, pero no estoy segura.
Caius puso su mano encima de la de ella.
—No —dijo—, esto quédatelo.
Ella lo miró.
—¿Por qué? Me dijiste que había sido tuyo, hace mucho tiempo.
—Porque quiero que lo tengas tú.
Caius desenvainó uno de sus cuchillos. Se los había dado Tanith hacía
muchos años, antes de que fuera elegido Príncipe Dragón y su relación
empezara a estropearse. Le encantaban las finas incisiones de las hojas, y la
excelente artesanía de su confección. Nunca había entrado en batalla sin
ellos.
—Le daré esto. Debería bastar. —Pasó el dedo por encima de las figuras
grabadas en el acero—. No es que me resulte nada fácil desprenderme de
ellos.
Suponiendo que el Oráculo decida que son un digno sacrificio por mi parte.
Eco arqueó una sola ceja.
—¿Y si no se lo parece?
Caius envainó de nuevo el arma.
—Entonces elegirá algo que sí lo sea.
—¿Y eso es malo? —pregunto Eco—. Le dejamos elegir lo que quiera y ya
está. ¿Qué pasa?
Caius la miró atentamente, fijándose en la delicadeza del ángulo de su
barbilla, en los pelos que intentaban escapar de su coleta y en la expresión
recelosa de sus ojos. Había creído estar dispuesto a renunciar a todo a cambio
de
encontrar el pájaro de fuego, pero empezaba a darse cuenta de que ciertas
cosas
prefería no perderlas.
—Lo que pasa —dijo— es que quizá no sea algo que estés dispuesta a
sacrificar.
49
Eco no dijo nada mientras cruzaban el lago a bordo de la barca, impulsada
por
una fuerza invisible. De vez en cuando volvía la vista hacia la orilla. Ivy,
Dorian y Jasper se iban haciendo más pequeños a medida que ella y Caius se
aproximaban a la otra ribera. El desasosiego que había empezado a crecer en
el
bosque ya la asfixiaba con su enormidad. Arrastrada cada vez más lejos,
sofocó
el temor de no ver sus caras nunca más. El choque de la barca con la orilla la
devolvió bruscamente a la realidad. Ya habría tiempo para malos presagios y
melancolías. Tenía que ir a ver a un Oráculo, y encontrar un pájaro de fuego.
Al apearse de la barca sus botas resbalaron con los cantos rodados de la
orilla,
a duras penas digna de tal nombre. Estaban en una pequeña superficie de
unos
seis o siete metros de lado, cubierta de piedras entre cuyas grietas se
empecinaban en crecer algunas malas hierbas al pie de un muro de grandes
rocas. Caius levantó una mano para sujetarla. El calor de su piel se transmitió
a
través del cuero de la chaqueta de Eco. No tenía derecho a estar tan caliente.
Eco se zafó encogiendo un hombro y fingió no ver su cara de ofendido. Al
mirar
a su alrededor se dio cuenta de que no se apreciaba ningún tipo de acceso al
santuario del Oráculo. La roca que tenían delante estaba cubierta de musgo,
excepto en un espacio de algo menos de un metro de anchura donde se veían
runas grabadas en la piedra. Ya las había visto en algún sitio, aunque no
supiera
leerlas. Tocó la llave que colgaba de su cuello y palpó la plata fría.
—Bueno —dijo Caius—, en principio la entrada debería estar aquí. —Se
inclinó y leyó la inscripción en voz alta—: «Para saber la verdad primero
tienes que desearla». Igual que en la llave. —Apoyó la palma en la roca y la
deslizó por
la superficie—. Antes esto no estaba. Las runas sí, pero no grabadas en un
muro
gigante de piedra.
Eco se colocó a su lado, tan cerca que sus brazos casi se rozaban.
—La última vez ¿cómo entraste?
—Había una puerta. Llamando. —El puño de Caius se quedó muy cerca de la
piedra, como si estuviera pensando en hacer lo mismo. Luego lo bajó—.
Estoy casi seguro de que esta pared está pensada para dejar fuera a la gente,
no para
hacerla entrar.
—Dejar fuera a la gente, ¿eh? —Eco se sacó la daga de la bota—. Tengo una
idea.
Día tras día, a medida que su situación se volvía más peligrosa, había
intentado no imaginarse su hogar. La idea de no volver a ver su biblioteca, de
no
oler nunca más sus viejos libros ni ver las lucecitas navideñas que colgaban
de sus estanterías robadas, se le antojaba insoportable. En su hogar, sin
embargo, también ella había diseñado una puerta para dejar fuera a la gente,
no para que
entrase. Observada por Caius, se pinchó el índice con la punta del cuchillo y
apretó el dedo contra la pared—. Por mi sangre.
Crepitó en el aire una sensación muy conocida, la de la magia. La roca se
deslizó hacia un lado con un ruido sordo, dejando a la vista una sala
iluminada
con velas. Las paredes estaban recubiertas de estanterías con los objetos más
insólitos y variopintos que hubiera visto Eco en su vida: coronas, anillos de
sello, joyas… Y todo puesto de cualquier manera, como desperdicios. En un
rincón criaba polvo un clave medieval, al lado de un violín roto y de una caja
de campanillas oxidadas. Había todo un anaquel con gatos de porcelana, y
otro cubierto de calaveras, algunas humanas y otras de animales. Una pared
estaba enteramente ocupada por relojes de formas y tamaños diversos, todos
los cuales
rodeaban un reloj de pie ligeramente escorado. En todas las superficies
disponibles había velas encendidas, sin nada que impidiese que las gotas de
cera
se cayeran al suelo. Solo había otra salida, una puerta de madera reforzada
con
un marco de metal oscuro, al otro lado de la sala.
—Fascinante —dijo Caius.
—Yo optaría por otra palabra: «espeluznante». —Eco puso con cuidado un
pie al otro lado del umbral—. Me parece mentira que haya funcionado.
Él la siguió. A su paso la roca regresó a su sitio.
—Me parece que nuestra visita no es tan inesperada como pensábamos.
Dio una vuelta por la sala, investigando la colección del Oráculo. Se detuvo
frente a la pared de los relojes. Debía de haber varias decenas, pero daban
todos
la misma hora: las doce menos cuarto de la noche.
El pájaro que canta a medianoche, —pensó Eco—, que no sé qué quiere
decir.
—¿Qué es todo esto? —preguntó.
Tocó una de las calaveras de la estantería que tenía delante. Parecía de un
gato, aunque tampoco se podía asegurar.
—Regalos —contestó Caius—. Es lo que recibe el Oráculo a cambio de su
sabiduría. —Señaló con una mano el cúmulo de objetos que los rodeaba—.
Ya ves que se dedica a esto desde hace mucho tiempo.
—Y cuando viniste tú ¿qué le diste? —quiso saber Eco.
Caius se acercó a las armas apiladas en la esquina de enfrente de la del clave,
y al hurgar en ella hizo caer ruidosamente algunos cascos, así como un
escudo y media docena de estrellas arrojadizas. Después de rebuscar durante
un minuto
sacó una espada grande y mellada.
—Esto. Fue mi primera espada. La recibí de niño de mi padre. Entonces era
demasiado pequeño para manejarla, pero fui creciendo y me adapté. —
Deslizó una mano con veneración por la hoja roma—. No creía que volviera
a verla.
A Eco se le puso la piel de gallina en la nuca. Tenía la inquietante sensación
de que no estaban solos. Justo entonces se hizo oír otra voz, salida de todas
partes y ninguna en concreto.
—En cambio yo sabía que volverías.
Se dio media vuelta, empuñando la daga. En el centro de la sala había alguien
con una capa cuya capucha impedía ver su cara. Lo único que distinguió Eco
fueron sus manos, con los dorsos cubiertos de plumas de todos los colores,
desde
el añil al chartreuse*; plumas que ya en proximidad de los dedos dejaban su
sitio a escamas iridiscentes como las de los pómulos de Caius. El Oráculo era
portador de rasgos distintivos tanto ávicen como drakharin. Eco nunca había
visto nada igual.
Si el Oráculo era tan anciano como aseguraba Caius, dudó que la daga le
hiciera mucho daño, pero a ella la tranquilizaba. La desazón que sentía en las
entrañas iba en aumento, sin que supiera por qué. En principio el Oráculo no
era ningún peligro. A Eco, sin embargo, le gustaba muy poco ser tomada por
sorpresa.
—Bienvenidos a mi casa. —El Oráculo avanzó. Eco se echó hacia atrás—.
Dejad las armas, por favor, que no os harán falta.
Alargaba al máximo las eses, como si fueran de caramelo.
Eco no se dio la vuelta para ver si Caius le hacía caso, pero oyó un ruido
metálico en el suelo de piedra. Había soltado la espada. Ella se quedó con la
daga en la mano.
—No he oído que se abriera la puerta —dijo—. ¿Cómo ha entrado?
El Oráculo movió los dedos.
—Magia.
En los hombros de Eco se posaron dos manos calientes. Estuvo a punto de
morirse del susto. Ladeó un poco la cabeza, lo justo para ver a Caius.
—Tranquila —dijo él—. Ahora nos dirá lo que tenemos que saber. —Miró
otra vez al Oráculo—. Si no recuerdo mal es el momento en que suelen
hacerse
los regalos.
El Oráculo se aproximó haciendo flotar la capa por el suelo como si sus pies
no lo tocaran, y levitara en vez de caminar. Eco intentó retroceder, pero lo
único que consiguió fue que su espalda chocase con el pecho de Caius. Tragó
saliva para deshacer el nudo que le había hecho el miedo en la garganta. Su
instinto le
decía que saliera huyendo, que subiera de un salto a la barca y, cruzando el
lago,
se alejase del Oráculo y de sus secretos, olvidándose del pájaro de fuego;
pero nunca había sido de las que se escapaban, y ya había llegado demasiado
lejos para dar media vuelta.
—Bueno, yo no me preocuparía mucho de eso, Caius —lo tranquilizó el
Oráculo—. Ya habrá regalo, a su debido tiempo. —Orientó hacia Eco la
capucha
—. Veo que has seguido el rastro de migas que dejó la última chica.
¿La última chica? Eco se soltó, encogiendo los hombros. Necesitaba espacio
para respirar y pensar.
—¿Qué chica? ¿De qué está hablando?
—La última que vino a preguntar —contestó el Oráculo—. Como no le
gustaron las respuestas que le di, decidió endosarte a ti sus problemas. Al
llevarte la caja de música desencadenaste una serie de hechos que te han
conducido hasta mí. En el universo todos los actos tienen consecuencias.
Cada ficha de dominó hace caer la siguiente. Hace tanto tiempo que espera a
que provoque alguien su liberación…
—¿El qué? —preguntó Eco.
—¿Qué va a ser? El pájaro de fuego —respondió el Oráculo.
El corazón de Eco latía con tal fuerza que seguramente Caius lo estuviera
oyendo.
—¿Está aquí? ¿Está vivo?
Seguía sin verse la cara del Oráculo, pero Eco casi tuvo la certeza de que bajo
la capucha se escondía una sonrisa burlona.
—¡Oh, sí! Está más cerca de lo que te crees, aunque a veces para que se
levante algo primero tiene que caer. —El Oráculo lanzó una mirada hacia
Caius
—. La última chica no lo trajo. Fue su primer error.
También Eco miró a Caius, que la observaba con el ceño fruncido como si la
viera por primera vez. No le gustó. Nada de lo que estaba pasando le gustaba
en
absoluto.
—No lo entiendo —admitió.
Al Oráculo no parecía importarle.
—Ya lo entenderás —respondió con la frialdad de una brisa de otoño—. Pero
me estoy precipitando. Corre el reloj y tú te tienes que ir. Dime, niña, ¿qué te
contó tu Ala?
Eco tenía las palmas de las manos tan sudadas que corría el riesgo de que se
le cayera la daga. No tenía sentido que el Oráculo se concentrase tanto en
ella.
Solo era una chica que buscaba un pájaro.
—¿Cómo sabe quién es el Ala?
—Sé mucho más de lo que te puedas imaginar, chiquilla. —El Oráculo tomó
una calavera pequeña y amarillenta de la estantería de los huesos y la
examinó
un segundo antes de dejarla en su sitio con delicadeza—. Es mi razón de ser.
No era la respuesta que buscaba Eco, pero intuyó que no obtendría ninguna
otra. Lo que quería ella era encontrar sus respuestas e irse lo antes posible. Si
para eso tenía que seguirle el juego al Oráculo, lo haría. Tragó saliva para
tranquilizarse un poco antes de hablar.
—El Ala dijo que pronto surgiría el pájaro de fuego.
—Ya ha empezado a hacerlo —dijo el Oráculo—. ¿Verdad que lo percibes?
Tanto la daga que tenía Eco en su mano como el medallón y la llave colgados
de su cuello emitieron profundas pulsaciones a modo de respuesta.
El Oráculo inclinó la cabeza hacia la puerta de madera situada frente a la
entrada.
—Por este pasillo encontrarás una puerta cuya llave tienes tú. Detrás de ella
encontrarás otra puerta que tendrás que abrir como solo tú puedes hacerlo. Lo
que encuentres en aquella sala te mostrará el pájaro. Recuerda, sin embargo,
que
hay puertas más difíciles de abrir que otras.
—¿Da alguna vez una respuesta directa?
Al preguntarlo casi se sintió como la Eco de siempre, aunque no del todo.
Volvía a cernerse sobre ella aquello tan grande y tan ignoto frente a lo cual se
sentía impotente.
—No. —El Oráculo sonrió, deslizando una lengua bífida por sus colmillos—.
¿Te ha parecido bastante directa la respuesta?
Un Oráculo listillo. Cómo no, pensó Eco. Si era todo tan difícil, ¿por qué iba
a
ser fácil aquello?
El Oráculo miró Caius, sin importarle que Eco, insatisfecha, la siguiera
mirando.
—Por cierto —dijo el Oráculo—, es un gran placer volver a veros… príncipe.
* Color que puede variar del verde amarillo al amarillo grisáceo.
50
Eco se quedó de piedra. ¿Príncipe?
Miró a Caius, apretando la daga hasta que se hizo daño en la palma de la
mano, aunque su solidez le daba un punto de referencia. Caius era un simple
mercenario contratado por el Príncipe Dragón. No el príncipe, tan solo Caius.
Por otra parte, el nombre del príncipe era desconocido. Llevaba más de un
siglo
en desuso, perdido en el tiempo y en un olvido practicado a conciencia.
—Tiene gracia, ¿no? —continuó el Oráculo—. Que la gente nunca se dé
cuenta de lo que tiene delante. —Se inclinó hacia Eco y le olisqueó el pelo,
provocándole un escalofrío—. Lo que siempre ha tenido delante.
—¿Príncipe? —dijo Eco. Caius tendió la mano con una mirada de
arrepentimiento, como si quisiera disculparse, pero ella retrocedió. Si tenía
que darle alguna explicación no sería Eco quien se lo facilitara—. ¿Por qué te
llama príncipe?
El Oráculo hizo un ruido extraño, sibilante, que tal vez fuera una risa.
Después se acercó al clave y se sentó delante en un pequeño taburete.
—Dile la verdad, Caius: que no tienes ninguna intención de que se quede el
pájaro de fuego. Que piensas quedártelo tú. Que no te contrató el Príncipe
Dragón para que lo robaras. Que eres tú el Príncipe Dragón.
Eran palabras como piedras, que se hundían hasta el fondo del estómago de
Eco. Con lo lejos que habían llegado juntos… Haber matado por él, cuando
ni siquiera era quien decía ser… Y ella le había dado su confianza. Después
de cerrarse a los demás toda una vida, salvo a unos pocos elegidos, se había
abierto
a Caius como no lo esperaba ni ella misma. Le había dado la espalda a
Rowan y
había puesto en peligro la vida de sus amigos, y lo único que había hecho él
era
mentirle. La traición de Caius se le clavó en el pecho como un cuchillo.
—¿Es verdad? —preguntó—. Dime que no, Caius. Dime que me está
tomando el pelo, porque no sé si podría soportar lo contrario.
Caius separó los labios como si fuera a responder, pero lo único que salió de
ellos fue un suspiro entrecortado. Se clavó los dedos en las sienes como si
tuviera dolor de cabeza.
—Lo siento —se disculpó.
Dos palabras. Dos palabras de nada bajo cuyo peso se vino abajo todo el
mundo de Eco.
—Me fiaba de ti —replicó ella entre dientes.
Una vez pronunciadas, las palabras se reprodujeron en su mente como un
mantra que no hacía sino retorcer el cuchillo cada vez más adentro. Me fiaba
de
ti. Me fiaba de ti. Me fiaba de ti.
Caius le tendió una mano como si implorase su perdón, pero no lo obtendría.
—Eco, lo…
—¡Por ti he matado!
Se encogió como si le hubiera dado un puñetazo. Eco deseó habérselo dado.
Tuvo ganas de hundirle la daga en el pecho como la había hundido en la
espalda de Ruby. Había quitado una vida a causa de él, de él, que no era más
que un manipulador, un mentiroso. Caius se tapó la cara con las manos y
suspiró detrás de ellas.
—Eco —dijo, mesándose el pelo—, te lo puedo explicar.
—Me da igual lo que digas —replicó ella mientras se apartaba. No podía
seguir a su lado. Ni siquiera soportaba mirarlo. Solo veía a la persona a quien
había besado en el bosque, la que la había abrazado mientras lloraba, y
consolándola había logrado que durmiera—. Lo único que harías sería
contarme
otra mentira.
Asió con fuerza la llave y el medallón que llevaba colgados en el cuello y
estiró la cadena hasta que se partió. El medallón se lo guardó en el bolsillo de
la chaqueta. En cambio la llave la apretó en su puño. Los ojos de Caius,
oscuros y
brillantes por algo sospechosamente parecido a lágrimas sin derramar,
siguieron
el movimiento de la mano de Eco, que comprendió que era cierto lo que
había
dicho el Oráculo: Caius pensaba quitársela.
—Nunca te he mentido sobre nada importante —alegó él—. Mi título no
cambia nada. Todo lo que te dije era en serio.
Hincando sus garras en la garganta de Eco, un pobre remedo de risa se abrió
paso a base de arañazos, arrastrando consigo sus entrañas.
—¿Nada importante? ¿No te pareció importante ser el Príncipe Dragón? Pero
qué cosas debes de haber hecho, por Dios… ¿De cuántas muertes eres
responsable? ¿A cuántos ávicen has matado?
Si ya era grave haber mentido a Eco, intentar salirse con la suya a base de
labia era insultante. Que le hubieran tomado el pelo una vez no significaba
que
fueran a tomárselo dos veces. Y menos Caius.
Él dio un paso. Eco levantó la daga.
—Eco, por favor —dijo Caius, deteniéndose—, deja que te lo explique…
—No —contestó ella—. No, no lo harás. No tienes derecho. Voy a encontrar
el pájaro de fuego. Sin ti. Maldito mentiroso.
—Por favor. —Caius se interpuso entre ella y la puerta de madera por donde
se penetraba en la cueva del Oráculo—. Nada ha cambiado. Deja que te
acompañe. Encontraremos el pájaro de fuego como teníamos planeado.
—¿Por qué? —preguntó ella, haciendo un gesto de incredulidad con la
cabeza. Qué descaro fingir que aún formaban un equipo y estaban en el
mismo
bando… No era la primera vez que humillaban a Eco, pero sí que la hacían
sentirse tan estúpida—. ¿Por qué iba a dejar que le pusieras las manos
encima?
Tiene razón el Oráculo: lo robarías. Se lo llevarías a los drakharin. ¿A que sí?
¿Ha sido siempre tu plan?
—No —respondió Caius con un tono de desesperación—. Lo que dije lo dije
de verdad. Quiero la paz. Lo usaré para protegeros, a ti y a todo el mundo.
Por
favor, Eco.
—¿Y por qué voy a fiarme de algo que salga de tu boca? —Eco dio un rodeo
y
se acercó a la puerta que a decir del Oráculo la llevaría al pájaro de fuego—.
Eres un mentiroso, Caius, y yo de los mentirosos no me fío.
El Oráculo, sentada en el rincón, hizo chasquear su lengua.
—Qué tozudos son estos niños —dijo como si Caius y Eco no estuvieran con
ella—. Qué manía de enfrentarse al destino como si pudieran evitarlo.
—No, Eco, por favor —suplicó Caius con las manos levantadas—. Tengo
que
encontrar el pájaro de fuego. Si no lo logro, tanto tú como yo lo perderemos
todo. Tú te quedarás sin casa. Lo he visto, Eco. En un sueño. Sé que parece
una
locura, pero tienes que hacerme caso.
Eco se quedó quieta. Le zumbaba la sangre en los oídos.
—¿Mi casa? ¿Qué pasa con mi casa?
Caius se acercó muy despacio, como a un animal asustado de los bosques.
Eco
apretó los dedos alrededor de la daga. Por nada del mundo sucumbiría sin
plantar batalla.
—Tu casa. La biblioteca. Es donde vives —respondió él—. Sé que te he dado
motivos de sobra para no fiarte de mí, pero te ruego que esta vez lo hagas.
Ya estaba cerca, a poco más de un metro. Mientras lo observaba, Eco repasó
todo lo que le había enseñado el Ala acerca del lenguaje corporal. La pierna
izquierda de Caius tembló un poco; casi nada, pero bastante para delatar su
siguiente movimiento. Eco se aferró a la llave, cuyas púas de plata se le
clavaron
en la piel, y con la otra mano levantó la daga. Cuando Caius se echó encima
de
ella no la tomó desprevenida. Eco le hizo una zancadilla que provocó que
cayera
con todo su peso en el suelo, a la vez que descargaba en su boca la base de la
mano. Él rodó por el suelo, pero solo consiguió incorporarse a medias antes
de que Eco se le echara encima con el cuchillo.
—Para.
Eco aplicó la daga a su garganta. Cuajó en su piel una gota muy roja.
«Para.»
Paró. Era una voz interna, pero ajena. Sacudió la cabeza como si pudiera
desprender la voz de su cerebro.
—Como intentes quitarme otra vez esta llave… —dijo. El temblor de su
mano
hizo que se deslizase por el cuello de Caius, tan vulnerable y blanco, un fino
reguero de sangre—. Juro por Dios que te mato.
«No es verdad.»
—Cállate —siseó.
Caius levantó las manos para aplacarla. Era tan profunda la tristeza de sus
ojos que podría haberlos ahogado a los dos.
—No he dicho nada.
«No es su vida la que tenía que quitar esta hoja.»
Eco volvió a sacudir la cabeza, mientras Caius ponía cara de perplejidad.
—No lo entiendo —susurró ella.
«Sí que lo entiendes —repuso la voz—. Lo que pasa es que preferirías no
entenderlo.»
Caius tenía el labio ensangrentado, por habérselo cortado con los dientes al
recibir el golpe. Eco recordó la sensación de aquellos labios en los suyos,
pero no vacilante y novedosa, como en el bosque, sino suave y lenta, de besos
sin prisa en una cabaña junto al mar. No era un recuerdo suyo.
—No —negó.
El cuchillo volvió a temblar contra la garganta de Caius. Eco tuvo la vaga
percepción de que le preguntaba con quién estaba hablando, y qué quería
decir,
pero lo único que oía ella era la voz en su cabeza.
«Ya sabes lo que tienes que hacer», susurraba.
—Eco —dijo Caius—, ¿qué estás…?
Una fuerte sacudida le impidió responder. Algunos de los gatos de porcelana
se cayeron y se hicieron añicos. El Oráculo se levantó de golpe y deslizó una
mano fuera de su capa para recoger una de las calaveras antes de que chocara
con el suelo.
—Os agradecería que dejarais de discutir —pidió. Señaló la pared de relojes.
Su manga, al retirarse un poco, permitió apreciar que las escamas y las
plumas seguían por el brazo—. Casi es medianoche, pero no es el pájaro de
fuego lo
único que se nos echa encima. —Se acercó a la roca y pegó el oído—. Está
aquí tu hermana, joven príncipe.
Justo en ese momento se oyó un grito de mujer al otro lado de la puerta por
la que habían entrado.
—¡Caius!
La potencia de su voz hizo temblar la sala por segunda vez, al tiempo que
algo
muy pesado golpeaba los muros del santuario. El aire crepitaba de calor,
incluso
dentro de la cámara del Oráculo.
—Es Tanith —anunció Caius—. Seguro que nos ha seguido. —Se puso en
movimiento. Eco apartó bastante el cuchillo para que se levantara, pero lo
mantuvo junto a la garganta—. Como te encuentre te matará.
Alrededor de la puerta de piedra se filtraban cintas de humo por las grietas.
Eco reconoció el hedor de algo que se quemaba al otro lado. Tanith. La
hermana
del Príncipe Dragón. La hermana de Caius. Los había encontrado, y morirían
todos convertidos en cenizas por su fuego.
«No —intervino la voz—. No si lo evitas tú.»
—¿Cómo? —preguntó Eco mientras apartaba muy, muy despacio el cuchillo
de la garganta de Caius.
Él se la frotó, pero no se acercó. Aunque lo llamase Tanith, mantenía fija en
Eco la mirada de sus ojos, oscuros, verdes y tan hermosos como siempre.
«El pájaro de fuego. Ve a buscarlo.»
En la mano de Eco la llave palpitaba con un calor tan intenso que estuvo a
punto de soltarla, pero era como si la tuviera pegada a la palma. Dudó que
Caius
hubiera podido quitársela, aun teniendo la oportunidad.
—¡Caius! —llamaba Tanith, que ya estaba más cerca, justo al otro lado de la
puerta de piedra del santuario, desde donde se oía su voz—. Caius, ¿dónde
estás?
La siguiente en hablar fue Eco, dirigiéndose esta vez a Caius. Al infierno con
la voz de su cabeza.
—Mis amigos. Están fuera.
—Yo te protejo —dijo él, desenvainando los dos largos cuchillos—. No
dejaré
que te haga daño.
Aun cuando Tanith nunca le hubiera puesto un dedo encima a Eco, la voz de
su mente exhaló un suspiro entrecortado de terror. Sacudió la cabeza,
haciendo
que se le agitara el pelo por la cara.
—No. —La llave de su mano palpitó con una fuerza enorme—. Protégelos a
ellos.
Dio media vuelta, abrió de un empujón la puerta de madera y corrió hacia las
respuestas que tenía la esperanza de encontrar. Al fondo había una puerta, de
la
que la separaba un largo pasillo. Corrió hacia ella, estampando con fuerza sus
botas en la piedra mientras la llamaba Caius.
«Corre, Eco —susurró la voz de su cabeza—. Y surge.»
51
El cielo estaba rojo.
No era el rojo cálido del atardecer contemplado por Ivy sobre los derribados
muros de la abadía en ruinas; tampoco el rojo alegre de las manzanas recién
tomadas del árbol, maduras, turgentes, deliciosas, ni el intenso color de las
hojas de arce en otoño. Era el rojo, oscuro y denso, de la sangre recién
vertida. O del
carbón encendido. El aire, casi irrespirable, olía a cenizas y humo. Alguien
chocó
contra Ivy y la arrojó de espaldas contra las afiladas piedras del muro de la
cueva. Levantó la vista, pero una superficie azul marino y plateada le impedía
ver las llamas que invadían el cielo.
Dorian.
Empujó su pecho, pero no se movía. Se había interpuesto entre Ivy y lo que,
saliendo por un agujero en el cielo, lo había incendiado. Reconoció el olor a
ozono del entrespacio, aunque con una intensidad desconocida. La puerta que
acababa de abrirse en el cielo debía de ser enorme. Como para que cupiera
todo
un ejército.
La entrada de la cueva explotó hacia el interior, reventada por una bola de
fuego. Una lluvia de piedras, pequeñas y afiladas, acribilló a Ivy y Dorian. La
fuerza de la explosión lanzó la cabeza de Ivy contra el muro, llenando su
campo
visual de unos fuegos artificiales que nada tenían que envidiar a los de su
alrededor. Dorian le había puesto una mano en cada lado de la cara y le
sujetaba la cabeza con las palmas. Se le movían los labios. Su único ojo
escrutaba
los de Ivy para ver si le entendía, pero lo único que oía ella era un zumbido
estridente. Aunque nunca hubiera tenido una conmoción cerebral, mucho se
temió que fueran así.
Dorian se apartó con la espada en la mano y se dio media vuelta, convertido
en un borrón azul y plata. Ni siquiera el zumbido de los oídos de Ivy tapó el
inconfundible choque de dos aceros. Su cerebro pugnaba por hallar algún
sentido a lo que estaba viendo: Dorian luchando contra dos soldados y
haciendo
silbar su espada en el aire al esquivar como un danzarín las relucientes
cuchillas
doradas que hacían juego con las armaduras —no menos relucientes ni
doradas
— de sus contrincantes.
Dragones de fuego. Dorian estaba luchando con dragones de fuego, y
ninguna de las estocadas y arremetidas de sus enemigos lograban que se
apartara de delante de Ivy, usando su cuerpo como un escudo entre ella y sus
espadas. La estaba protegiendo. Un dragón de fuego se lanzó sobre ellos,
pero la
espada de Dorian se introdujo por una muesca de su armadura, haciendo
brotar
un chorro de sangre que manchó su blanca piel con salpicaduras muy rojas.
Ivy pugnó por levantarse, clavando los dedos en la piedra que tenía detrás,
mientras irrumpían más dragones de fuego por la entrada de la cueva. Intentó
advertir a Dorian, pero sus gritos se perdieron en la cacofonía de las piedras
al caer, y en el fragor de las llamas. Cuatro dragones de fuego ocuparon el
lugar del que había matado Dorian. Por muy veloz, fuerte o diestro que
pudiera ser este último, estaban condenados a morir los dos. Eran muchos, y
él uno solo.
Los dragones de fuego atacaron en bloque, y aunque Dorian mantuvo a raya
a tres hubo uno que se escabulló, rodeó a los demás y lo apuntó directamente
con su espada, por la espalda. Todo el mundo de Ivy se redujo a aquella sola
hoja que surcaba el aire con dorada elegancia, y aunque avisó a Dorian a grito
pelado, ya sabía que era demasiado tarde.
Justo entonces cayó alguien sobre Dorian, con tanta rapidez que Ivy solo tuvo
un atisbo de plumas (azules, moradas y verdes) antes de ver a Dorian en el
suelo. Era Jasper. Pero no se unió a Dorian en el suelo de la cueva, que seguía
frío a pesar de las llamas que todo lo invadían. La espada que sobresalía del
cuerpo de Jasper, ligeramente descentrada, lo había ensartado como una pieza
de volatería.
Abrió y cerró la boca, preso de una muda conmoción. Dorian lo miraba
fijamente, pálido y sobrecogido bajo las manchas de sangre que en su piel
parecían pecas rojas. Hasta el dragón de fuego en cuya mano estaba la espada
que había atravesado a Jasper mostraba cierta sorpresa por que hubiera un
ávicen en la otra punta. Pero si algo reclamaba la atención era el dolor que se
cebaba ferozmente en la cabeza de Ivy, tomándola en sus garras para
llevársela a
los abismos. Lo último que pensó antes de ser engullida por la oscuridad fue:
Qué interesante.
52
Eco corría, pero el pasillo parecía de una longitud inverosímil. Tras ella, los
múltiples relojes del Oráculo dieron las doce, y fue tan intenso el fogonazo de
la
llave y la daga en sus manos que la hizo tropezar. Cayó de rodillas, asaltada
por
un dolor agudo de cabeza. Lo acompañaba un caleidoscopio de imágenes sin
el
menor sentido: visiones de sitios conocidos (la biblioteca, la habitación del
Ala en el Nido, Grand Central) mezcladas con otras que nunca había visto, y
lugares
donde no había estado. Una cabaña junto al mar. La playa que solo había
pisado
en sueños. Se levantó con gran dificultad. El dolor era tan intenso que parecía
capaz de reventarle el cráneo. Se apoyó en la pared y se impulsó hacia la
puerta
del fondo del pasillo.
Detrás de Eco se oía una batalla en su apogeo (choque ruidoso de metales, el
estruendo de un fuego abrasador), pero ella estaba en otro mundo, que solo
contenía la puerta del fondo del pasillo y los recuerdos que uno tras otro se
lanzaban sobre ella y pasaban a velocidad de vértigo. Retazos de una vida, la
suya, y de otras que no eran la suya ni podían serlo. No debería haberlos
recordado. No los había vivido. No los había formado ella, esos recuerdos, ni
había visto lo mismo que esos ojos. Corrió sin ver lo que tenía delante,
cegada por el caos de su propia mente.
… con el polvo de sombra en la mano, para embadurnar el marco de la
puerta que se abría a la negrura del entrespacio…
«… la urraca es la única ave capaz de reconocer su propio reflejo…»
…unas manos de hombre, curtidas por haber manejado la espada muchos
años, encima de las suyas, pero no, no eran las suyas, sino manos ávicen; y
por
debajo de sus brazos Eco tenía plumas, con franjas perfectas de color blanco
y negro, como las alas de las urracas…
«De su jaula de huesos surgirá…»
… una voz que hablaba de urracas, una voz que era la suya y al mismo
tiempo no lo era, no siempre al menos, en un nido de suntuoso mobiliario en
lo
más alto del mayor campanario de una catedral, con vidrieras que pintaban de
colores la luz que entraba por ellas, ladrones excelentes, urracas…
«…el pájaro que canta a medianoche…»
… la larga línea de una espalda esbelta, parcialmente cubierta por una sábana
arrugada, y una fina trama de escamas iridiscentes en los bordes de una
columna vertebral masculina, iluminadas con dulzura por la luz de la luna
que entraba por la ventana; y ella que tocaba esa línea de escamas,
contándolas una
por una y haciendo dibujos en la piel del hombre dormido…
«… y entre sangre y cenizas clamará…»
… el Ala, que con voz suave, etérea, llamaba a Eco su pequeña urraca…
«… la verdad que todos desconocen…»
… labios que rozaban su nuca, y brazos que enlazaban su cintura, firmes,
fuertes, seguros; y ni una sola duda, ni la más pequeña, de que fuera amada…
«Somos como somos por los recuerdos. Sin ellos no somos nada…»
… el fuego entrando como un huracán por su ventana, y alguien conocido,
alguien amado, que gritaba su nombre mientras ella se quemaba, se quemaba,
se
quemaba…
Llegó al final del pasillo y se dejó caer contra la puerta, en cuya cerradura
intentó encajar la llave. Cayeron sobre ella otros recuerdos, menos familiares,
más lejanos en el tiempo y la distancia: recuerdos de su propio cuerpo
cubierto
por plumas de tonos celeste, oro y carmesí. La imagen de sus propios nudillos
salpicados de escamas que brillaban bajo un campo de estrellas. Parecía que
se le
estuvieran rompiendo las costuras de la piel debido a la fuerza de cien almas
que
se disputaban un lugar dentro de un solo cuerpo.
La llave, finalmente, entró. Eco abrió de golpe y cruzó con tanto ímpetu la
puerta que se cayó de rodillas, mirando fijamente lo que según el Oráculo le
mostraría el pájaro de fuego.
Un espejo. Era un espejo. Clavó la vista en él mientras su pecho subía y
bajaba con cada resuello, y su mano aferraba la daga con la fuerza de un
torno,
clavándose en la palma las urracas de ónice y de perlas.
Miró el espejo y solo se vio a sí misma.
Era ella. Eco era el pájaro de fuego. El pájaro de fuego era Eco. Tuvo ganas
de
reír, pero solo le salió un sollozo ahogado.
Cerró los ojos. Vio pasar visiones de mundos enteros, imágenes fijas,
momentos tan revueltos que no se podían interpretar. Ecos de vidas que
nunca
había vivido, y de lugares que jamás había visto. Ecos dentro de otros ecos, y
estos dentro de Eco. Y entre sus formas cambiantes, que se fundían en
manchas
de colores y chorros de sonido, resaltaba un recuerdo: una cabaña junto al
mar y
un hombre al lado de ella. En el recuerdo era mucho más joven, como si el
tiempo y las tragedias aún no hubieran deslucido su brillante novedad. Caius.
Ya la conocía de antes. No, a ella no, a otra persona cuyos recuerdos se
mezclaban con los de Eco.
«Sí», susurró la voz que había frenado su mano cuando ya apretaba la daga
contra el cuello de Caius. Eco supo lo que tenía que hacer. Se le cerraron los
ojos, y detrás de sus párpados se deslizaron las imágenes. La luz de una
sonrisa
en el rostro de Ivy. Los titubeos de Dorian en respuesta a una bondad que no
entendía. Jasper con su mueca de saber demasiado. La cara de Rowan, llena
de
ternura, y quizá hasta de amor. Y Caius, sonriéndole como si acabara de
acordarse de cómo se hacía. Eco podía salvarlos. Podía protegerlos de los
peligros
que amenazaban con derruir su mundo; de Tanith y su fuego; de la guerra que
prometía tragárselos enteros. Podía. Podía arreglar las cosas. Pero antes de
surgir tenía que caer. Mirándose a los ojos en el espejo, levantó muy en alto
la daga y
apretó los dientes y la empuñadura.
—Por mi sangre.
Descargó el cuchillo, que se clavó en su piel y penetró entre los huesos de su
caja torácica con una dolorosa fricción. Solo dispuso de unas décimas de
segundo para percatarse de que la sangre que goteaba de la empuñadura era la
suya, porque justo entonces un torbellino de humo y llamas hizo saltar la
puerta
de sus goznes.
Lo último que vio antes de que se le cerraran los ojos, agradecidos por el
negro olvido de la muerte, fue a Caius, cuya boca se movía al gritar su
nombre,
mientras la llama de Tanith invadía la habitación, y a Eco con ella. Ya estaba.
Su
vida terminaba así. Con sangre y con cenizas.
53
—El pájaro de fuego no es un «qué» —había dicho el Oráculo—, sino más
bien
un «quién». Y tú, Rose, eres su portadora.
Sentada ante la chimenea de su cabaña, con las rodillas contra el pecho y los
hombros cubiertos por una manta, Rose daba vueltas mentalmente a sus
palabras. Parecía mentira que una sola frase pudiera cambiar
irrevocablemente toda una vida.
Removió con un atizador el fuego que se estaba consumiendo. Caius había
salido en busca de más leña. Rose aún no tenía decidido hasta qué punto
quería
contarle su visita al Oráculo. Había salido cuatro días antes, sin que él supiera
adónde. Solo sabía que iba a seguir una pista sobre el pájaro de fuego. De no
ser
por Caius, Rose no habría conocido la existencia del Oráculo, ni habría
seguido
la corazonada de que sería allí donde encontrase las respuestas.
Habían estado contándose historias delante de la misma chimenea,
acurrucados debajo de la manta. Caius se lo había explicado todo sobre su
elección del año anterior y su visita al Oráculo. Se habían reído un poco de la
banalidad de la sentencia pronunciada por este último («Hazle caso al
corazón…
¡venga ya!»), y entre besos indolentes habían cuidado como oro en paño
aquel tiempo robado del que tan pocas veces disponían. No era habitual que
Caius pudiera escabullirse de la fortaleza sin ser acompañado por un séquito
de guardias. Eran momentos de grandísimo valor, momentos sagrados, y
Rose, que
había traicionado la confianza de Caius, no estaba segura de que él pudiera
perdonárselo.
Suspiró y apoyó el mentón en las rodillas. Estaba enamorada de Caius, sobre
eso no albergaba duda alguna, pero en parte echaba de menos lo sencilla que
había sido su misión antes de haberle hecho entrega de su corazón. Encuentra
el
pájaro de fuego, le había ordenado el Consejo de Ancianos. Aún se acordaba
de
la mirada de absoluta convicción de Altair al llevársela a un lado y pedirle
que hiciera todo lo necesario para llevar la misión a buen puerto, incluido
seducir al
Príncipe Dragón para obtener información. Rose siempre había estado muy
segura de lo que podía ofrecer: belleza, inteligencia y rapidez mental, y no le
había sorprendido que Caius sucumbiera a sus encantos. Por el contrario, sí
había sido sorprendente sucumbir a los de él. Algo debía de haber sospechado
Altair al dejar de recibir sus partes la última vez que Rose había estado en
Japón,
pero bueno, cada problema a su debido tiempo.
La puerta se abrió de golpe, y apareció Caius con los brazos cargados de leña
recién cortada. Le encantaba aquella vida sencilla y hogareña junto al mar, en
la
cabaña. Rose no habría sabido describir lo entrañable que se le antojaba
aquella
ingenuidad. Era tan joven Caius, tan esperanzado, por muy príncipe que
fuera…
La verdad lo habría destrozado. Habría sido demasiado para él saber que el
pájaro de fuego (que a sus ojos no era más que un motivo de fascinación
erudita) requería la muerte de Rose para manifestarse. De hecho era excesivo
hasta para la propia Rose. Resonaron de nuevo en su cabeza las siguientes
palabras del Oráculo, como si formaran un bucle interminable.
«Para desatar el poder del pájaro de fuego tienes que demostrar que eres
digna de ello.»
Rose había deambulado dos días por el bosque, buscando la cascada. Tenía el
plumaje lleno de barro, y pocas ganas de demostrar si era o no digna a un ser
metafísico salido de las leyendas.
—¿Demostrar que soy digna? ¿Qué quiere decir eso? —preguntó—. ¿Qué
comporta, exactamente?
El Oráculo se sentó en la banqueta de su clave y toqueteó las teclas, sacando
una melodía familiar. La nana de la urraca. La canción que se les cantaba a
todos los pequeños ávicen a la hora de acostarse.
—El portador debe ofrecer un sacrificio realmente desinteresado —le dijo a
Rose—. El sacrificio de los sacrificios.
Se dio la vuelta hacia ella, aunque su cara seguía sin verse a causa de la
capucha.
—Tienes que preguntarte qué estarías dispuesta a perder a cambio de ese
poder. El pájaro de fuego hará que termine esta guerra, pero es posible que no
sea el final que deseas. Tan posible es la paz como la destrucción.
¿Renunciarías
a tu vida por ese poder? —El Oráculo miró el clave y dejó los dedos sobre el
teclado—. ¿O a la de él?
A Rose no le había hecho falta que concretase a quién se refería. Miró a
Caius, que tras añadir un nuevo tronco al fuego tendió la mano hacia el
atizador. Rose se lo dio. Él lo usó para empujar el tronco y ponerlo en su
sitio. El fuego revivió con un chisporroteo. Caius se acostó en los cojines
tirados por el suelo, junto a Rose, que levantó la manta para que pudiera
meterse debajo.
Caius la abrazó por la cintura y depositó un beso en su sien, mientra
acariciaba con su nariz las plumas negras y blancas.
—¿Qué tal el viaje? —preguntó—. ¿Has encontrado lo que buscabas?
Ella sonrió, sabiendo que no podía decírselo. La verdad era un peso que debía
de llevar sin ayuda.
—No. Era otra pista falsa.
Caius apoyó su frente en la de ella y le dio un beso casto en los labios.
—La próxima vez, quizá.
Rose cerró los ojos y respiró su olor.
—Sí —susurró—, la próxima vez, quizá.
Por muy portadora que fuese del pájaro de fuego, su destino le pertenecía. Si
quitarse la vida para desatarlo entrañaba hacer daño a sus seres queridos, no
lo
haría. El Oráculo le había prometido que nacería otro portador. Tal vez fuera
egoísta, pero Rose sabía que no estaba dispuesta a sacrificar a Caius, o lo que
compartían, por una cuestión de poder.
Al salir de la Selva Negra había dedicado dos días a dejar un rastro de pistas
para que las siguiera el nuevo portador. Que se ocupara otro del destino. Rose
era joven, y estaba enamorada, y a falta de otra cosa tenía aquel momento, el
de
arrimarse a Caius debajo de una manta. Sus amores eran peligrosos. El final
de
aquella aventura sería en cualquier caso la muerte de Rose, bien en manos de
su
propio pueblo, bien en las del de Caius. Tarde o temprano morirían con Rose
sus secretos, pero el pájaro de fuego seguiría viviendo. Y surgiría de nuevo,
como un fénix de sus cenizas.
54
Eco se cayó sin que sus dedos manchados de sangre soltasen la daga, y fue
como
si a Caius también le hubieran clavado un cuchillo. Creía que su corazón
había
muerto con Rose, en un incendio provocado por Tanith, pero al ver en el
suelo
el cuerpo de Eco, como una muñeca rota, lo sintió latir en sus costillas como
si
palpitase por primera vez en cien años. De la herida de Eco manaba una
sangre
espesa y carmesí, que empapaba la tela de su camisa. En las venas de Caius
hervían una rabia y una desesperación que no había sentido en más de un
siglo.
Los puños de Tanith desprendían un fuego que se deslizaba hasta sus
hombros, reflejándose en la dorada armadura.
—¿Dónde está, Caius?
El olor de humo era tan fuerte que a Caius le ardía la nariz. No, pensó sin
apartar la vista del pecho inmóvil de Eco, deseando con toda su voluntad que
lo
hinchiera un poco de aire. Parecía muerta, pero no se podía estar seguro. No,
por favor, pensó, así no. No os la llevéis como a Rose.
—El pájaro de fuego, Caius —dijo Tanith—. ¿Dónde está?
—¿Ahora lo quieres?
La voz de Caius era como sal en la carne viva de su garganta. A duras penas
veía algo más allá del humo que llenaba el aire.
—Sí, porque ahora tengo motivos para considerar que existe de verdad. —
Tanith nunca había sido muy sensible a las pequeñas ironías de la vida—. De
nada vale resistir, hermano. Tengo fuera a dos docenas de dragones de fuego.
No dudo de que Dorian esté luchando valerosamente, pero son demasiados.
No
tenéis ninguna posibilidad.
Caius cerró bien las manos alrededor de los cuchillos. Tenía que alejarla de
Eco. No pensaba convencerse de que estuviera muerta. Ahora no. Allí no. Así
no.
—¿Cómo nos has encontrado?
Tanith puso los ojos en blanco, aunque no bajó la guardia.
—Te conozco, Caius. Aposté centinelas en todos los sitios adonde pensé que
podrías acudir en tus momentos de necesidad. ¿Creías de verdad que no se
me
ocurriría tener vigilado al Oráculo?
Hasta entonces Caius no lo había pensado. Se había enfrascado tanto en la
búsqueda, y en Eco, que no había sabido ver la posibilidad de que Tanith
anduviera un paso por delante, a pesar de que siempre hubiera sido la mejor
estratega de los dos. Debería haberlo sospechado. Tonto, más que tonto. Pero
aún no estaba todo perdido. Todavía no.
—No puedo dejar que te quedes el pájaro de fuego —dijo—. Ni puedo ni lo
haré.
—No seas estúpido, Caius.
Tanith desenvainó su espada, cuyo acero tenía el brillo rojo de una brasa. Su
fuego penetraría en cualquier superficie que tocase. Se acercó a su hermano
con
la hoja desnuda en la mano, esquivando trozos de piedra y maderas
retorcidas.
Esa noche, la sangre de Tanith adornaría los cuchillos de Caius. Por mucho
empeño que hubiera puesto él siempre en resistirse, en el fondo siempre había
sabido, en una parte oscura de su corazón, que entre los dos las cosas no
podían
acabar de otra manera.
—Lo hago por nuestro pueblo —afirmó Tanith.
—¿Nuestro pueblo? Ribos formaba parte de él, al igual que todos los
drakharin a quienes has matado por interponerse entre ti y tus delirios. Ni te
atrevas a hablarme de nuestro pueblo. —Los ojos de Caius, llorosos ya a
causa del humo, se irritaron aún más al llenarse de lágrimas de rabia—. Lo
has masacrado.
—He hecho lo que había que hacer —replicó ella con los dientes apretados
—.
Lo que no habías podido hacer tú. Ni querido. Estaban perdiendo la fe en ti y
en
el trono del Príncipe Dragón. Yo les he dado un objetivo.
—¿Y eso te ayuda a dormir bien? —Caius caminaba alrededor de su hermana
sin quitarle la vista de encima ni un momento. Casi había llegado hasta Eco.
No
estés muerta, pensó; por favor, no estés muerta—. ¿Te crees tus propias
mentiras? ¿De verdad?
—Tengo la conciencia muy tranquila, Caius.
La enemistad entre los dos había crecido durante años, pero Caius nunca
había renunciado a la esperanza de poder superarla algún día y tener de nuevo
junto a él, como aliada y amiga, a su hermana. A esa endeble esperanza se
había
aferrado incluso después de lo de Rose, pero ya no podía fingir que era
posible el
perdón. Tanith se lo había arrebatado todo. Pocas cosas habían merecido el
verdadero amor de Caius. Y todas las había destruido su hermana de forma
sistemática.
—No vencerás —sentenció—. No lo permitiré.
Durante medio segundo Tanith cerró los ojos y dilató la nariz, resoplando de
contrariedad. La punta de su espada descendió apenas uno o dos centímetros.
—No lo hagas, Caius. Aunque no te lo creas eres mi hermano. Llevamos la
misma sangre, y no quiero hacerte ningún daño. Nunca ha sido esa la
cuestión.
No te enfrentes a mí. No tienes título ni ejército. Tus aliados están muertos o
agonizan. No tienes nada.
—Sí —repusó Caius, con uno de sus cuchillos largos en equilibro sobre su
mano—, tengo esto.
Lo lanzó. Tanith levantó su espada para rechazarlo y arrojarlo a un lado.
Caius disponía de menos de un segundo para usar el otro cuchillo, pero fue
suficiente. El segundo acero fue derecho hacia el blanco, se clavó en el
hombro
de Tanith y al salir por el otro lado la clavó a la pared de madera de detrás.
Tanith chilló. Alrededor de su cuerpo brotó un fuego alimentado por su ira, y
las llamas chillaron al mismo tiempo que ella, abrasando todo el aire de la
habitación. El tiempo que ganara Caius no sería mucho, pero sí suficiente.
Tenía
que serlo. Tomó a Eco en sus brazos y, procurando no pensar en lo flácida
que la
sentía, salió corriendo, mientras rugía en sus oídos la rabia de Tanith.
El aire se había cargado de humo, y de olor a carne quemada. Caminaba
entre llamas, rodeado por el crepitar de las señales del poder de Tanith.
Tropezó
con un montón de harapos. El Oráculo. De su cuerpo, encogido en el suelo de
piedra, aún salía humo. Su túnica se consumía entre pequeñas nubes. El hedor
de la carne requemada provocó una arcada a Caius, cuyo estómago dio un
vuelco.
Fuera había desaparecido el lago. Solo quedaba un árido cráter sembrado de
blancas espinas de pescado. Debía de haberse sostenido todo por el poder del
Oráculo, un poder que había muerto con ella. Una parte recóndita del ser de
Caius lamentó su muerte y temió por los amigos a quienes habían dejado en
la
otra orilla, pero en poco más podía pensar que en el cuerpo que llevaba en
brazos. Eco estaba tan inerte, tan quieta, tan pequeña… ¿Cómo podía ser que
hasta entonces no se hubiera fijado en lo pequeña que era?
Dejó atrás el lecho seco del lago, y los cuerpos inmóviles de media docena de
dragones de fuego. Debía de haberlos contenido Dorian, aunque el humo no
le
permitió buscarlo con la mirada, ni a él ni a ninguno de los otros. Cuando
encontrase un lugar donde pudiera invocar el entrespacio los encontraría y los
pondría a salvo. Se dijo que Eco parpadearía, herida pero viva, y que no le
pasaría nada.
Nada más poner el pie más allá de la entrada de la cueva, donde las rocas que
bordeaban la cascada (ya sin agua) brillaban como brasas, levantó la vista
justo a
tiempo para ver cómo se desgarraba el cielo. Grandes nubes negras
escupieron
todo un batallón de halcones de combate ávicen que lanzaron sus gritos de
batalla hacia la fría oscuridad de la Selva Negra. Altair. No podía ser otro.
También él los había encontrado. Seguro que había seguido su rastro. La
muerte
del Oráculo había neutralizado las salvaguardias que rodeaban el bosque. Sus
enemigos les habían seguido la pista, y la guerra era inminente.
55
Resucitar no fue un viaje tan lleno de emociones como había previsto Eco.
Flotaba ingrávida en un mar de oscuridad. Por lo único que era consciente de
que tenía un cuerpo era por el dolor, intenso y cegador, presente en todas
partes
a la vez. Muy despacio, con una inimaginable lentitud, su mente subió a la
superficie y oteó un punto de luz en la distancia, débil y aislado. Su cuerpo se
desprendió de la muerte como las serpientes de su piel. Nada tenía de poético
el
proceso, ni de remotamente trascendental.
Sin embargo, por mucho empeño que pusiera en estirarse, la luz seguía en el
mismo sitio, lejana e inalcanzable. Le ardía el pecho. Se preguntó si era eso
lo que se sentía al ahogarse. Dolía. Dolía tanto, que una pequeña parte de su
ser deseó haber podido seguir muerta.
«Despierta.»
La misma voz, aunque esta vez Eco supo quién era.
—¿Rose?
La voz de Eco sonaba a todos los efectos como un eco en el interior de su
cabeza. Su vida se había convertido en un juego de palabras. Genial.
«Es hora de despertarse, Eco.»
—¿Dónde estoy?
«No donde deberías.»
—Pero… ¿cómo…?
«Ahora no tenemos tiempo. Te necesitan tus amigos.»
Ya estaba harta de jeroglíficos en doble taza.
—¿Y cómo salgo de aquí?
Una risa seca y nítida rebotó en las paredes de su cráneo.
«Eres el pájaro de fuego —dijo Rose con una voz tan suave como los pétalos
en los que se inspiraba su nombre—. Vuela.»
Ah, pensó Eco. No le hizo falta preguntar cómo, ni por qué, ni adónde. Lo
supo como si siempre lo hubiera sabido. Abrió las alas, como si no hubiera
nacido para nada más, y voló.
56
El primer sentido que recuperó Eco al levantarse del cieno de la muerte,
tozudo
y pegajoso como el cemento fresco, fue el oído. Oyó aceros que chocaban,
chasquidos de troncos al quemarse y alaridos victoriosos o aullidos de
derrota.
Cada ruido despertaba un dolor palpitante en su cabeza. Eran tan fuertes, de
una potencia tan inconcebible… De haber podido mover sus manos se habría
tapado las orejas. Unas orejeras. Necesitaba unas orejeras, pero lo único que
tenía era un lecho de guijarros inmisericordes que se le clavaban en la
columna
vertebral, y la peste nauseabunda de la carne abrasada que se le metía en la
nariz.
Resucitar era un asco. Y aún lo era más resucitar en medio de una batalla.
Abrió un poco los ojos, que se le empañaron enseguida. El aire estaba lleno
de humo, pero también de otra cosa que reconoció. Apretó los párpados e
hizo
un desesperado esfuerzo por identificar aquel olor. Era punzante como el del
ozono. Sus ojos se abrieron como platos. El entrespacio. En principio la Selva
Negra era zona nula. Lo había dicho Caius. Dentro de sus fronteras no se
podía
acceder a ninguna puerta. Al incoporarse, sin embargo, enredándose el pelo
con
ramas de sauce, vio el infierno que había vomitado el cielo.
Nunca había visto ninguna guerra, pero seguro que eran así. Los halcones de
combate se enzarzaban con los dragones de fuego, formando un sangriento
amasijo de brazos, piernas y armas. Por encima de todo, como un dios de
bronce, Altair se fraguaba un camino por el mar de cuerpos como si fueran
cerillas. Eco vislumbró el gris plateado del cabello de Dorian, asaltado al
instante nada menos que por seis dragones de fuego bajo los que desapareció,
arrollado
por los suyos. Buscó en la muchedumbre algún atisbo de la cabeza blanca de
Ivy,
o de las plumas de pavo real de Jasper, pero solo vio una amalgama de
cuerpos
destrozados, y en todas partes, fuego.
Su mirada recayó en Caius, que en plena batalla segaba por igual halcones de
combate y dragones de fuego. En algún momento había perdido sus cuchillos.
Eco reconoció la espada que tenía en la mano. El Príncipe Dragón luchando
con
un arma ávicen. Eso no se lo esperaba. Claro que tampoco se había esperado
ver
que se quitaba ella misma la vida y resurgía de entre los muertos con una
energía extraña en su interior. Era un día de novedades.
La espada de Caius, que seguía combatiendo, chocó contra la armadura de
un halcón de combate caído. La capa de este último era igual de blanca que
las otras, y su armadura de bronce idéntica a la que llevaban sus camaradas,
pero Eco habría reconocido en todas partes el porte de sus hombros, la curva
de su mandíbula y aquellas plumas con manchas doradas. Altair había
llevado sus tropas al combate, y tras él había ido Rowan, fiel, valiente y
bello. En ese momento se dio media vuelta, como si se sintiera observado, y
cuando su mirada coincidió con la de Eco sus cejas se juntaron por encima de
sus ojos de
color marrón claro. La llamó a gritos, pero el fragor de la batalla sepultó su
voz y dejó que se desperdigasen las palabras en el aire achicharrado. La miró
como si
no la hubiera visto nunca, como si Eco fuera algo nuevo, extraño y terrible.
Justo
cuando Caius levantaba la espada para abatir definitivamente a Rowan, se
oyó en la boca de la cueva del Oráculo un chasquido cuya fuerza era como la
de un
trueno.
En la entrada se arremolinaba el fuego, como si saliese a chorros de la cueva.
Con los brazos en alto, Tanith, bajo el dintel, hacía que las llamas acataran
sus órdenes. Iba a calcinar el bosque entero. Eco nunca se había sentido tan
pequeña y desarmada. Contra Tanith no tenían ninguna posibilidad. Morirían
en la Selva Negra, tostados por el fuego hasta que les crujiera la sangre.
Agazapada tras las ramas colgantes del sauce a cuyo pie la habían depositado,
y cuyas hojas brillaban amarillas a la luz del fuego de Tanith, Eco volvía a
tener
siete años, y a esconderse de los monstruos de fuera. La voz de Rose, no
obstante, se hizo oír con las mismas palabras que cuando Eco aún flotaba en
el
negro inframundo.
«Te necesitan tus amigos.»
No tenía siete años, ni estaba sola. No se escondería, ni de Tanith, ni de
Altair, ni de nadie. No mientras pudiera evitarlo. Ni mientras la necesitaran
sus
amigos.
Haciendo acopio hasta de la última pizca de valor, se puso en pie. Pensaba
que sentiría una punzada de dolor en el lugar del pecho donde se le había
clavado la espada, pero al bajar la vista descubrió que su piel se había curado,
y
que solo quedaba el fruncido casi imperceptible de una leve cicatriz. Anda,
pensó, qué nueva habilidad más divertida.
En cuanto la vio Tanith, Eco se dio cuenta. Estaban demasiado alejadas para
que pudiera ver sus ojos, pero se acordó de lo rojos e iracundos que eran,
aunque no fuera suyo el recuerdo. Era como mirarse en un espejo
distorsionado
que mostrara retazos de una vida ajena como si fuera suya. Retazos de
cuando
Tanith había hecho que las llamas consumieran la cabaña con Rose en su
interior. La recorrió un estremecimiento de rabia feroz.
«Sí.» La voz de Eco resonó dentro de su cabeza. «Ya sabes qué hacer.»
Eco levantó las manos de la misma manera que Tanith. No se lo cuestionó.
No se puso en duda a sí misma. Se limitó a alzar las palmas e invocar el
fuego que sentía arder bajo su piel, pensando: Arde.
Vio con el rabillo del ojo que Caius, dando la espalda a Rowan (el cual, por
fortuna, seguía respirando), la miraba fijamente como si hubiera salido de una
pesadilla. Luego echó a correr para tratar de interponerse entre Eco y Tanith,
pero fue Altair, abriéndose paso por el revoltijo de cadáveres, el primero en
llegar hasta él. Su espada dibujó un arco en el aire. El tiempo se detuvo, y
Eco lo vio todo como a cámara lenta. Altair asestó un mandoble directamente
al centro
del pecho de Caius. Una vez más, Eco pensó: Arde.
De sus palmas abiertas brotaron llamas negras y blancas, tan bien dibujadas
como las plumas de una urraca, y sin la menor semejanza con los
tumultuosos rojos y amarillos de Tanith. Su ardor se fue intensificando,
primero en
pulsaciones desiguales y después con una fuerza que acabó por conferirles la
misma intensidad que el sol, y la misma negrura que la noche. El palpitar
salvaje
de su corazón era como un impacto de alas en sus huesos. Bajo su piel hervía
una potencia que pugnaba por ser libre, pero el cuerpo de Eco era una jaula,
en
cuyo interior mantuvo preso el poder del pájaro de fuego. De pronto se rio, y
el
fuego salió disparado. Enroscándose y tejiéndose en el aire, las llamas
chocaron
con las de Tanith, pero esta ni siquiera se inmutó.
Las dudas de Eco hicieron parpadear las llamas negras y blancas. Vertía en
aquel fuego todo lo que era y había sido, y todo lo que pensaba que sería,
pero
no era suficiente. Tanith era demasiado fuerte, y el poder de Eco demasiado
nuevo y débil. Las llamaradas de Tanith machacaron a las de Eco hasta que
estas, muy brillantes, se tiñeron de un turbio y triste gris.
Caius, a lo lejos, hincó las rodillas en el suelo, frente al cuerpo de Altair, de
cuyas plumas salía humo. Después clavó en Eco su mirada, una mirada
desnuda
y expuesta, y ella sintió retorcerse en sus entrañas algo profundo y secreto.
Sus llamas adquirieron fuerzas renovadas. Sintió en su mente el impulso de
Rose.
Tanith contratacó. Eco cayó de rodillas, y en sus palmas el fuego se
extinguió.
No era momento de morir. Otra vez no. No estaba preparada. No había
terminado. Tenía que ver por última vez a Ivy, para decirle que se alegraba de
ser su amiga. Y a Rowan. Le quedaban tantas cosas por decir… Aún le debía
tanto… Tenía que darle las gracias por haberla liberado, y pedirle perdón por
Ruby, y por haber traicionado su confianza, y por haber huido de él. Quería
decirle al Ala que la quería. Lo último que oyó antes de perder el
conocimiento fue un susurro de plumas, como un ruido de alas en la brisa.
Sobre el bosque se
cernía negro el entrespacio. Después, solo silencio.
57
En lo primero que reparó Jasper fue en el dolor. Era bueno, el dolor. Quería
decir que estaba vivo, aunque también que no se alegraría mucho de estarlo.
Le
dolía más la cabeza que cuando había intentado desafiar a copas a todo un bar
lleno de brujos. Con cada respiración se encabritaban de rencor los músculos
de
su abdomen. Se puso una mano en la barriga y sus dedos resbalaron por algo
caliente y húmedo. Sangre. Pues vaya.
En lo segundo que reparó fue en que no tenía debajo piedra fría y dura, sino
el blanco afelpado de su moqueta. Ahora ya se podía decir que no tenía
arreglo.
Tendría que pedir una nueva, de importación.
En lo tercero que reparó, después de abrir los ojos, fue en que se inclinaba
sobre él una ávicen de plumaje azabache.
—Ah, qué bien —dijo el Ala—. Estás despierto. Empezaba a pensar que
había
sacado un cadáver de aquel fuego.
—¿Quéééé…?
Normalmente Jasper tenía a su disposición una mayor elocuencia, pero esta
vez no hubo forma de echar mano de ella.
Detrás del Ala, la cabeza de Ivy, con sus blancas plumas, se inclinaba hacia
un
cuerpo profundamente inmóvil. Estaba poniendo un grueso vendaje en la
palma
de la mano de Eco. El corazón de Jasper dio un vuelco, y a pesar de las
protestas
(bastante vehementes) de sus ultrajados músculos abdominales trató de
incorporarse. El Ala se lo impidió con una sola mano, de negras plumas.
—Vivirá —afirmó—. Pero tú, si no te estás quieto, no.
Estarse quieto. De eso Jasper era muy capaz. Mejor dicho se le daba de
maravilla.
—Tú, el del parche —dijo el Ala, mirando por encima del hombro—. Yo
diría
que a Ivy le iría bien una ayudita. —Y acto seguido, oh dulce e inmortal
deleite,
dio dos palmadas—. vamos, en marcha.
¡Qué encantado estaría Dorian! Pero lo más espléndido de todo fue que se
puso en marcha, llegó junto a Jasper con los brazos cargados de gasas limpias
y
se arrodilló.
En el momento en que Dorian aplicó un vendaje a la herida que había justo
debajo de las costillas, Jasper contuvo un pequeño grito, pero hubo algo que
le dolió todavía más y fue que Dorian masculló una escueta disculpa antes de
deslizar la mirada hacia Caius, que intentaba incorporarse junto a Eco.
No, pensó Jasper. Ahora no, por favor.
—¿Te sorprendería saber —graznó para atraer su atención— que es la
primera vez que me encuentro en el lado útil de una espada?
La breve y suave risa de Dorian fue como campanas en una mañana de
domingo.
—Un poco, sí. —En ese momento miró a Jasper, y en sus ojos había una
dulzura que provocó toda suerte de atrocidades en las entrañas de este último
—.
Y te llevaste una estocada pensada para mí.
—¿Estás seguro? —preguntó Jasper con voz como de lija—. No parece muy
propio de mí. —Tosió, y sintió un cosquilleo de sangre en la garganta—.
Claro que últimamente me parece que no soy el mismo.
—Me has salvado la vida —repuso Dorian mientras cambiaba el vendaje.
El que dejó a un lado tenía un color alarmantemente rojo. Jasper llegó a la
conclusión de que más le valía no mirarlo.
—Y tú has salvado a nuestra palomita —respondió a la vez que torcía el
cuello para ver si Ivy aún administraba sus cuidados a Eco—. He visto lo que
has
hecho.
Hubo en los labios de Dorian un temblor que, si bien no del todo satisfecho,
sedujo a Jasper hasta extremos que deberían haber sido inquietantes.
—Bueno, sí, es que le debía una.
Dorian volvió a mirar disimuladamente por encima del hombro. Jasper siguió
la dirección de su mirada. Caius tenía en su mano la de Eco, la que no estaba
vendando Ivy.
De eso nada, pensó Jasper. Muy mal, Dorian.
Puso una mano sobre la de Dorian. Aunque así notara más presión en la
herida, la sensación de tocar aquella piel caliente, encallecida, valía la pena.
—Tú le ves —dijo Jasper—, pero ¿te ve él a ti?
Cuando Dorian se dio media vuelta e inclinó la cabeza, su flequillo plateado
cayó sobre su ojo.
—No —susurró. Jasper intuyó que podía ser la primera vez que lo reconocía
en voz alta—. Nunca me ha visto.
Jasper tenía guardado en su arsenal un montón de comentarios listos para ser
lanzados ante la menor insinuación de que Dorian estuviera dispuesto a
admitir
lo inútil que era su amor no correspondido, pero los descartó todos en favor
de
enlazar sus dedos con los de Dorian en silencio. Se estremeció en su fuero
interno al constatar que no se apartaba.
Después de un momento de silencio, en que Dorian contempló sus manos
unidas con su único ojo azul, alzó la vista muy despacio, con dolor.
—¿Y tú?
Jasper creía saber por dónde iban los tiros, pero necesitaba cerciorarse de
algo.
—Yo ¿qué?
—Que si me ves.
Dorian tragó saliva. Mucha sangre tenía que haber perdido Jasper para
dejarse hipnotizar tan fácilmente por el movimiento de la garganta del
drakharin.
La respuesta de Jasper fue llevarse a la boca sus dedos y los de Dorian,
enlazados, y rozar con sus labios resecos la piel cicatrizada de los nudillos de
Dorian. El blanco cuello de este último se tiñó de rosa. El rubor fascinó tanto
a
Jasper como la primera vez, pero a diferencia de entonces, de aquel día en
que
había tenido las primeras vislumbres de rojo en las mejillas de Dorian, tuvo
unas
ganas avasalladoras de ser el único que le hiciera sonrojarse así, mucho y a
menudo. Fue entonces cuando supo que había perdido una guerra que ni
siquiera había sido consciente de librar. Era inútil resistirse, e inevitable
rendirse.
Dio otro beso en la mano de Dorian, solo para ver cómo se oscurecía un poco
más el rosa.
—Lo siento —dijo Dorian, sacudiendo la cabeza y agitando con el
movimiento las guirlandas navideñas de su pelo—. Supongo que hace un
tiempo
que no me reconozco.
Apartó la mano. El suave deslizarse de una piel en la otra fue casi
insoportable. Hacía tiempo que Jasper había llegado a la conclusión de que su
corazón no tenía ninguna otra utilidad que la de su función biológica, pero
cuando Dorian retiró su mano, supo que ese corazón era tan frágil como
cualquier otro.
58
Al volver en sí Eco sintió el roce de una moqueta detrás de su cabeza.
Sonaban
campanas. Nunca se había alegrado tanto de oírlas. Estaba viva, a duras penas
pero viva, y alguien estaba envolviendo sus manos con una tela. Flotó en lo
negro la voz de Ivy, respondida por la del Ala. También estaban vivas. Sin
abrir
los ojos se dejó impregnar por el sonido familiar de su conversación.
Ya lejos de la Selva Negra, del santuario del Oráculo y del poder de su propio
reflejo, empezaba a sentirse como la Eco de siempre. Ya se le habían curado
casi
por completo las heridas, a excepción de las quemaduras de las manos.
También
ella había salido chamuscada del fuego que había invocado. Parecía injusto
que
se volviera en contra de ella aquel poder recién descubierto, pero le
molestaba infinitamente menos que la sensación de que al fondo de su cabeza
había otra persona, como un actor esperando entre bambalinas.
Rose.
Al abrir Eco la puerta que tenía dentro, y dejar salir al pájaro de fuego de su
jaula, Rose se había apuntado a la excursión, aferrándose al poder que podría
haber sido suyo si hubiera optado por abrirse a él. También ella había sido
portadora, como Eco, y ahora ocupaba en el cerebro de esta última un rincón
en
penumbra, no con su mera presencia, sino con todo lo que la hacía ser Rose.
Lo
que sabía Rose lo sabía también Eco, incluidos los secretos que había
guardado
hasta el día de su muerte. Lo que sentía Rose lo sentía Eco. Recordaba haber
sido feliz hacía mucho tiempo. Recordaba el primer beso de Caius, de pie en
la
playa, junto a la cabaña, mientras el mar les mojaba los pies. Recordaba las
noches frente a la chimenea, en las que acurrucados hablaban de sus
esperanzas
y temores. Para Eco todo ello resultaba tan real como sus propios recuerdos y
emociones. Era demasiado.
Cuando entreabrió los ojos topó con la visión de tres personas inclinadas
sobre ella. Tres de las personas más importantes de su vida. El Ala. Ivy. Y
ahora,
cosa extraña, Caius. La miraban todos fijamente. Los animales del zoo debían
de
sentirse así. Resultaba sofocante estar ahí tumbada y expuesta a tantas caras
divididas a partes iguales entre la preocupación y la curiosidad. Cuando hizo
el
esfuerzo de incorporarse fueron nada menos que tres los pares de manos
(negras, blancas y de un moreno sin plumas) que hicieron el gesto de
impedírselo. Era excesivo.
—Parad —dijo con menos resuello de lo que le habría gustado—. Parad
todos. Parad de tocarme, de mirarme tanto y de quitarme el aire.
Ivy aspiró bruscamente, y Eco habría jurado que aguantaba la respiración.
Bendita seas, Ivy.
La expresión del Ala adquirió una especie de neutralidad, aunque en sus ojos
Eco vio extrañeza.
—Siempre lo habías llevado dentro —afirmó el Ala—. Debería habérmelo
imaginado.
Eco se incorporó y apoyó la espalda en el ridículo sofá de ante de Jasper.
Caius le puso una mano en la base de la espalda, para sujetarla, y ella no se
resistió. La mano de Caius se quedó justo encima de la cintura de los
vaqueros.
A Eco no se le pasó por alto ni un solo detalle de la textura de su piel. La
vista de Ivy descendió hacia la mano de Caius, pero se guardó lo que
pensaba.
—¿Cómo podías saberlo? —preguntó Eco—. Yo todavía no entiendo ni
cómo
ni por qué es posible. Lo recuerdo todo sobre Rose. Fue la anterior portadora
del
pájaro de fuego, y quien dejó los mapas para que los encontrase yo. También
hay otras imágenes, cosas que no entiendo. ¿A qué se debe que tenga estos
recuerdos?
El Ala se pasó una mano por las plumas y suspiró. Eco nunca la había visto
tan cansada.
—Mientras estabas inconsciente he meditado para buscar algún sentido a
todo esto, y he tenido una visión. Yo creo que el pájaro de fuego es un ente
transferible, y que toda persona que entra en contacto con él deja una especie
de
huella psíquica. Como la portadora más reciente antes de ti era Rose, su voz
es la
más fuerte. Seguro que algo tiene que ver que le hayas dado motivos para
levantarla. —Miró elocuentemente el punto en que Caius había puesto su
mano
—. Las dos habíais llevado siempre dentro el pájaro de fuego. Lo que lo ha
puesto en libertad ha sido tu sacrificio. Por alguna razón Rose decidió dejarlo
como estaba. En cambio tú elegiste desencadenarlo. Si no me equivoco, y el
pájaro de fuego es un ser de magia y energía en estado puro, para existir en
este
mundo necesita que algo lo contenga.
—No lo entiendo. ¿De qué servía hacerme ir por todo el mundo en busca del
tesoro? ¿Por qué no me mandaron directamente al Oráculo?
Finalmente Ivy rompió su silencio.
—Quizá lo importante no fuera el destino, sino el viaje en sí.
Eco parpadeó.
—¿Me lo repites?
Ivy se toqueteó el borde de la camisa, mirándose las manos.
—Si hubiera sido todo demasiado fácil tal vez no hubieras sido la persona
que
tenías que ser cuando llegara el momento. Te sacrificaste para salvarnos. —
Levantó la vista, y Eco reconoció la expresión de sus ojos. Estaba haciendo
un esfuerzo para no llorar. Le temblaban un poco las comisuras de los labios
—. Lo
hiciste a pesar de no tener pruebas de que volverías. Fuiste valiente de
verdad.
Se sorbió la nariz y se la limpió con la manga. Eco le tomó la mano sin
pensar
en las vendas. Ella no se había sentido valiente, solo desesperada. Tanto
hablar
de portadores le estaba dando aún más dolor de cabeza. Se frotó las sienes
con la
esperanza de aliviarlo.
—Pero ¿por qué yo? Si soy una chica como cualquier otra…
El Ala le puso suavemente una mano en la mejilla.
—Tú siempre has sido especial, urraquita mía. No creo que fuera ninguna
coincidencia encontrarte en la biblioteca. Creo que estábamos predestinadas a
encontrarnos, de la misma manera que lo estabais Caius y tú. Sin él nunca
habrías conocido la existencia del Oráculo.
Eco arqueó las cejas.
—¿Qué me estás diciendo, que todo esto es el destino?
El Ala sacudió la cabeza. Sus plumas negras se levantaron un poco y
volvieron
a su sitio.
—Tu destino es tuyo, pero creo que en este mundo a todos se nos da un
papel. —La miró, con una gravedad en los ojos que Eco no estuvo segura de
querer soportar—. El tuyo es ser el pájaro de fuego. De ti depende cómo lo
interpretes. Lo demuestra el fuego que invocaste.
El fuego. Mierda. Mierda, mierda y mierda. No había sido su intención
perjudicar indiscriminadamente a nadie. Solo había querido poner fin a la
lucha.
—Rowan —susurró—. Y los otros… ¿Están bien?
Solo había querido detener a Tanith, y a Altair, y evitar que se masacraran
todos entre sí.
El Ala asintió.
—El fuego les pasó por encima sin quemarlos, como si no quisieras hacerles
daño.
—Es que no quería —dijo Eco.
La decisión, sin embargo, no había sido suya. No lo había pensado. Corría
poder por sus venas, y no estaba muy segura de poder entenderlo. Cerró los
ojos
con fuerza. Dentro de ella cuajó la constancia de haber estado muy cerca de
hacer daño a sus seres queridos. Caius le hacía friegas circulares en la
espalda,
que la ayudaron a pensar en otra cosa.
Sacudió la cabeza como si pudiera expulsar el miedo de ella, pero no; lo
único
que podía era no hacerle caso y concentrarse en algo más.
—¿Cómo supiste dónde buscarnos?
El Ala sonrió. Fue una sonrisa tan encantadora y familiar que Eco tuvo ganas
de llorar.
—Os habían seguido Tanith y sus fuerzas. Nosotros los seguimos a ellos.
Caius se pasó una mano por el pelo y suspiró.
—Supongo que no fuimos ni la mitad de sutiles de lo que pensábamos.
Parecía vagamente avergonzado. Eco dio unas palmadas en la mano apoyada
en su cintura. Los labios de Caius dibujaron su típica media sonrisa. Eco
quiso devolvérsela, pero la siguiente pregunta era demasiado grave para que
cupieran
ligerezas.
—Bueno, vale, pues soy el pájaro de fuego. O sea, que en principio tengo que
parar una guerra. ¿Y cómo narices lo hago?
—Un incendio se hace con una sola cerilla, Eco —repuso el Ala—. El peso
que llevas es muy grande, pero no te olvides nunca de que no lo llevas sola.
Puso una mano en el brazo de Ivy y se levantó. Ivy parecía a punto de
protestar, pero al final lo único que hizo fue parpadear con excesiva rapidez
sin
decir nada. El Ala le hizo a Caius un gesto con la cabeza.
—Os dejo un poco de tiempo —añadió—. Seguro que tenéis mucho de que
hablar.
Eco vio que se alejaban. Caius le quitó la mano de la espalda, pero se arrimó
unos centímetros. Parecía extraña la idea de que hiciera algo que pudiera ser
descrito como arrimarse.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó.
Eco se rió, a pesar de que doliera.
—Como si me hubiera muerto y hubiera resucitado. Vaya, que no del todo
mal.
Caius relajó las comisuras de los labios. La compasión le hacía estar
peligrosamente guapo. Eco tuvo que apartar la vista. Lo mismo hizo él.
—Sigo sin entender lo que pasó —confesó.
Eco se miró las manos. De aquellas palmas había brotado fuego.
—Creo que yo tampoco.
Caius la miró y abrió y cerró la boca. Parecía que estuviera debatiendo qué
decir. Sacudió la cabeza, reducidos los labios a una fina línea. O no iba a
decirlo o no encontraba las palabras. Levantó la mano y la dejó a muy poca
distancia de
la camisa de Eco. Alguien (supuso ella que Ivy) se la había desgarrado hasta
un tercio de su altura, dejando a la vista la piel fruncida de la cicatriz del
pecho.
Caius apretó los puños como si no se fiara de no tocarla.
—Te has curado. —Sacudió la cabeza con una mirada de sorpresa—. Eres el
pájaro de fuego. Y surgiste de la sangre y las cenizas, tal y como había escrito
Rose.
—Sí —dijo Eco. Esperó un momento antes de añadir, por si acaso—: Y tú
eres
el Príncipe Dragón.
—El antiguo Príncipe Dragón —la corrigió Caius, aunque Eco detectó una
nota de vergüenza en su voz—. Desde que usurpó Tanith mi trono,
técnicamente no era una mentira.
Eco se esmeró en poner cara de escepticismo. Él hizo una mueca.
—Perdona. Ya sé que no basta, pero no sé qué otra cosa…
Eco levantó una mano vendada para que se callase.
—No puedo asimilar más de equis revelaciones a la vez. Todo esto del pájaro
de fuego le da mil vueltas a tu identidad secreta. De momento considérate
perdonado, pero no te creas que se me olvidará.
—Es más de lo que me merezco —reconoció él en voz baja.
—Bueno, no sé; me parece que quizá hayas sufrido bastante para un día. A
fin de cuentas ha intentado matarte tu hermana.
—Lo que ha intentado es detenerme. Si mi hermana me quisiera muerto de
verdad ya lo estaría. O como mínimo me habría dejado lisiado. Somos
mellizos.
Sigo siendo su hermano. Eso para ella tiene alguna importancia.
—¿Y para ti también? —preguntó Eco.
Caius emitió un largo suspiro de cansancio.
—No lo sé.
Eco tuvo ganas de rodearse el cuerpo con los brazos, pero habría tenido la
sensación de achicarse, no sabía muy bien respecto a qué. Respecto a los que
la
perseguirían ahora que sabían que el pájaro de fuego era ella. Respecto a
Caius.
Respecto a haber resucitado. Respecto a sí misma. Respecto a su destino.
Elige una puerta, pensó, la que sea.
—¿Qué pasó en aquella habitación? —La voz de Caius era apenas un
susurro,
pero se enroscó en la caja torácica de Eco y se la estrujó—. Antes de Tanith.
¿Qué viste?
—Un espejo —respondió ella—. Solo un espejo.
Caius bajó la cabeza, tapándose los ojos con el pelo, que rozó sus escamas.
Eco tuvo ganas de apartar el flequillo y volver a palpar la seda de su pelo.
Esta
vez fueron sus manos las que se cerraron por falta de confianza. El dolor
causado por las quemaduras de las palmas ayudaba a reprimir el ansia. Caius
habló sin levantar la vista.
—¿Y entonces?
Fue cuando posó su mirada en Eco, que no la rehuyó.
—Me acordé —dijo ella—. Me acordé de cosas de las que no debería
haberme acordado, porque no son recuerdos míos. Es raro. Lo recuerdo como
si
lo hubiera visto con mis propios ojos y fuera yo Rose. Me acuerdo de ti.
Recuerdo haberte querido porque te quiso ella.
En los ojos de Caius se enfrentaban la esperanza y la tristeza, así como algo
nuevo cuya única destinataria era Eco. El corazón de esta última quedó
envuelto
por dos manos invisibles que se lo estrujaron como si quisieran exprimir toda
la
sangre. Parecía, Caius, un hombre deseoso de tener esperanza, pero que no
sabía muy bien cómo tenerla.
Eco no supo cuál de los dos había hecho el primer movimiento. Solo supo
que
estaba besando a Caius, y él a ella. Poco a poco, en su interior, regresaba a su
sitio algo que había estado fuera de él, con los clics sucesivos de una serie de
engranajes. Fue a la vez emocionante y aterrador.
Schwellenangst, pensó. El miedo a empezar algo nuevo.
Caius la besó como si ya la conociese, como si juntar sus labios fuera una
vieja
costumbre, tan fácil como respirar. La besó como si la recordase. Y una
pequeña
parte de Eco (que empezaba a darse cuenta de que no era suya) lo recordaba a
él. En el momento en que Caius hundió los dedos en la base de su cuello, Eco
habría jurado que sentía suspirar a Rose.
El cosquilleo de tener a otra persona en la cabeza hizo que se apartara. Caius
también retrocedió de mala gana. Sus dedos se deslizaron desde el pabellón
de
la oreja de Eco hasta la curva de su mandíbula, donde se detuvieron. Era
agradable, pero nada más pensarlo Eco dejó de estar segura de que fuera suya
la
idea. Sacudió la cabeza mientras apartaba la mano de Caius.
—Lo siento —dijo—. Es que… ¿Cómo puedo saber dónde acabo y dónde
empieza Rose? ¿Cómo puedo saber qué es yo y qué es ella?
Las comisuras de los labios de Caius se levantaron un poco.
—Tú eres tú, Eco. Siempre lo has sido y siempre lo serás. Eso no cambiará
por
nada.
No podía saber hasta qué punto Eco ansiaba creérselo, y sin embargo parecía
tan seguro de sí mismo, y de ella, que Eco fue incapaz de decirle que no, que
no
se lo creía. Dado, no obstante, que la realidad de Eco se había convertido en
un
verdadero banquete de acontecimientos de los que cambian una vida, el
problema de compartir su espacio mental con la novia muerta de Caius no era
la
única ración de extrañeza que tenía en su plato. Es hora, pensó, de
compartimentar.
—Bueno —dijo—, y ahora ¿qué hacemos?
La mano de Caius se acercó muy lentamente, para que tuviera tiempo de
apartarla, pero Eco no lo hizo. Los dedos de Caius se cerraron alrededor de
los
suyos.
—Que me crucifiquen si lo sé —respondió ella.
Fue, la de Eco, una risa tenue y llena de cansancio. Miró por todo el desván
porque necesitaba un minuto para asimilarlo todo. Ivy y el Ala estaban en la
cocina, donde probablemente estuvieran preparando té. Eso lo había heredado
Ivy del Ala: hacer bebidas calientes en los momentos de crisis. Jasper seguía
tendido en el suelo, mientras las manos de Dorian sujetaban un vendaje
contra
su abdomen.
A pesar del dolor los dedos de Eco temblaban de ganas de apretar con más
fuerza la mano de Caius. Miró en dirección a Dorian, que tenía inclinada la
cabeza sobre la de Jasper. Eran muy diferentes: Dorian con su piel blanca y
su pelo gris plateado, y Jasper todo oros y marrones, un verdadero pavo real
de colores torrenciales. A pesar de todo, cuando Jasper se llevó a la boca la
mano de
Dorian y le besó suavemente los dedos, formaban buena pareja.
Al verlos se despertó algo dentro de Eco.
—Quizá sea la manera —comentó.
—La manera ¿de qué? —preguntó Caius.
—De acabar la guerra. Unir a todo el mundo.
La expresión de Caius dejó atrás lo dudoso para aterrizar directamente en lo
escandalizado.
—Los ávicen y los drakharin no se unirían nunca.
—¿Seguro? —Eco señaló con un gesto del brazo el gran espacio abierto del
nido de Jasper—. Fíjate en nosotros. Después de que la loca aquella nos
echara
de la Fortaleza del Guiverno, Ivy aplicó su magia curativa a Dorian. Ahora
Dorian se dedica a evitar que a Jasper se le salgan las tripas. —Sacudió la
cabeza, suspirando—. Ya viste los brazos del Oráculo: tenía a la vez escamas
y plumas.
Es posible que los ávicen y los drakharin tuvieran un antepasado común. ¿No
comparten la misma mitología sobre el pájaro de fuego? Puede que no fuera
siempre como ahora, Caius. Hubo un tiempo en que los ávicen y los
drakharin
formaron un solo pueblo. Y quizá puedan volver a serlo.
La sonrisa de Caius era triste, sin dejar de ser encantadora. Más o menos
como todo él. Eco estaba casi segura de que la idea no había sido suya.
—Es un sueño muy bonito, Eco, pero nunca pasará de eso. Soy demasiado
viejo para creer lo contrario.
Las mismas manos de antes volvieron a estrujar el corazón de Eco.
—Pues quizá haya llegado la hora de que lleven la batuta los soñadores —
dijo.
Caius se acercó a la boca sus dos manos enlazadas y ahí las dejó, rozando los
dedos de Eco con sus labios. Eco vio en sus ojos un brillo delator de
lágrimas.
—No les gustará —aseguró, moviendo la boca contra la piel de ella—. A
Altair, Tanith y los de su ralea. Lucharán hasta que no quede nadie en pie.
—¿Y eso quiere decir que no vayamos a intentarlo?
La voz de Caius se dulcificó por el asombro.
—¿Sabes que hablas igual que ella?
Igual que Rose. Eco no supo muy bien cómo tomárselo. En aquel momento
Caius no aparentaba doscientos cincuenta años, ni parecía casi inmortal. No
parecía un príncipe elegido para sobrellevar la carga de las esperanzas y
fracasos
de toda una nación. Parecía Caius y punto: ojos verdes y serios, un pelo de un
marrón casi negro y el esbozo de sonrisa que se le dibujaba en los labios
cuando
no se acordaba de fruncir el ceño. Eco se preguntó si era como lo había visto
Rose, y si la amalgama de esos rasgos era la razón de que se hubiera
enamorado
de él un siglo atrás.
Caius bajó la mano de Eco con un pequeño suspiro y miró a su alrededor.
—Bueno, pues nada, aquí estamos: una ladrona lanzallamas, un príncipe
derrocado, una aprendiz de sanadora, un ex guardia real y un granuja
profesional que combate en dos frentes. —Toda la tristeza de su sonrisa se
esfumó como cuando se seca un charco al sol. Se rió con un sonido que Eco
habría querido embotellar y guardar para siempre—. ¿Qué puede salir mal?
—¿En serio lo preguntas? —respondió ella—. Probablemente todo.
59
—Te estarán buscando —dijo el Ala mirando a Eco, que estaba distribuyendo
sus escasas pertenencias en la cama de Jasper para hacer el equipaje.
Eco tuvo ganas de sentarse a su lado y apoyar en su hombro su cansada
cabeza, como tantas veces, dejándose reconfortar por sus fuertes brazos, pero
eso
lo habría hecho una niña, y ya había pasado el tiempo de las niñerías.
—Tanith —prosiguió el Ala—. Altair, si es que ha sobrevivido. Sus aliados.
Cualquiera con algún interés en el poder del pájaro de fuego.
—Ya lo sé —convino Eco.
Metió sus cosas en la bolsa con una calma insólita, procurando no pensar en
lo que dejaba atrás: el Nido, el hogar al que jamás podría regresar o Rowan,
el
chico al que no podía (ni quería) pedir que cargase con su nuevo poder. Junto
a
la bolsa estaba la daga, que despedía hermosos brillos sobre el fondo blanco
de
las sábanas de Jasper. Sería lo último que guardaría.
—Aquí no puedes quedarte.
—Ya lo sé —contestó.
Echó un vistazo al desván, tan amplio y luminoso, en lo más alto de la
catedral de Estrasburgo. Por las vidrieras irrumpía el sol, pintando la moqueta
blanca (y ahora sucia) con mil tonos de naranja, morado, verde y azul. Todo
muy Jasper. Con qué rapidez había empezado a desprender calor de hogar,
atiborrado de ávicen, drakharin, humanos…
Los otros se afanaban en reunir a toda prisa las pocas cosas que iban a
necesitar. Dorian y Ivy recogían todo el material sanitario disponible,
mientras Jasper ponía mala cara en el sofá. Ivy y el Ala habían hecho
milagros con su herida, pero necesitaba tiempo para curarse. Un tiempo que
no tenían.
La mirada de Eco se cruzó con la de Caius, que estaba al otro lado de la sala.
Su sonrisa, y la dulzura y calidez de su mirada, no le dejaron más remedio
que
sonreír también. Luego Dorian llamó a Caius, que apartó la vista. Dentro de
la
cabeza de Eco una vaga presencia reclamaba su atención. Rose. Cerró los
ojos y
respiró profundamente. Rose se disipó como lo que era, un fantasma.
El Ala se alisó en los muslos su falda de color miel.
—¿Qué vas a hacer?
—Lo mismo que he hecho siempre —dijo Eco al echarse al hombro la
mochila. En su mano la daga reflejaba la luz con sus urracas de ónice y de
perlas.
Con una inclinación determinada parecía que volasen—. Correr siempre que
sea necesario, y luchar hasta el final.
Agradecimientos
Escribir un libro se parece un poco a emprender un periplo para arrojar un
anillo
mágico de oro a un volcán activo. Empiezas solo, no muy seguro de llegar al
final, y de camino van saliendo amigos que hacen que sea posible el viaje.
He tenido la increíble suerte de poder trabajar con la inimitable Krista
Marino, de Delacorte Press, más maga que editora. Su inquebrantable fe en el
libro, incluso cuando la mía se tambaleaba, me dio fuerzas y permitió que
Eco llegara a donde tenía que estar en la última página. Publicar una primera
novela
tiene momentos de emoción, pero también de angustia y miedo. Me
considero muy afortunada por haber dispuesto de un equipo magnífico en
Random
House, que se ha esforzado por que La chica de medianoche fuera lo mejor
posible. Gracias muy especialmente a Alison Impey, Gail Doobinin y Jen
Wang
por haber diseñado un libro tan bonito. No hay más que verlo. Vamos,
quédatelo mirando, admira su belleza. Ya me espero.
¿Has vuelto? Pues vamos, sigamos.
Dicen que en el arte a veces tienes que matar lo que más quieres, cosa que
para un escritor primerizo puede ser difícil. Es muy fuerte el impulso de
mimar
al máximo a tus bebés libritos. Quieres acariciarlos, quererlos y adorarlos
para siempre, pero la verdad es que es muy necesario tener cerca a alguien
que te ayude a hacer lo que hay que hacer, incluso las cosas más terribles. Mi
agente, Catherine Drayton, siempre ha tenido a punto mano dura y palabras
de ánimo,
y los ha dispensado con toda la sabiduría necesaria. Muchísimas gracias por
haber visto algo especial en esta historia, incluso (o sobre todo) cuando yo no
lo
veía. Gracias también al equipo de InkWell Management por todo el empeño
que ha puesto, sobre todo a Lyndsey Blessing y Alyssa Mozdzen, ese par de
cracks de los derechos para el extranjero.
No sería quien soy (como persona y escritora) sin las chicas de la Midnight
Society. Llamaros colegas críticas y lectoras beta no os hace justicia.
Amanda, ni
siquiera sé si escribiría novelas sin esos relatos que escribimos pasándonos
notas
en clase de francés con el mayor de los sigilos. Idil, no te digo que en el
posgrado no acumulara deudas estratosféricas, pero como de esa experiencia
nació una bonita amistad no me escuece ese dinero Sin aquella tarde decisiva
en que fuimos a comer a Yo!Sushi lo más probable es que no hubiera nacido
Eco.
Laura, a veces lo único que me impulsó a lo largo del día fue tu entusiasmo.
Verte tan encantada con el libro me convenció de que tenía que acabarlo,
aunque solo fuera para ti. Por otra parte me daba un poco de miedo que en
caso
contrario ya no me dejaras vivir. Te estoy doblemente agradecida por
haberme presentado a Robin Lange. (¡Gracias por la traducción al latín,
Robin!) Ah, Chelsea: fuiste la primera persona que leyó de cabo a rabo La
chica de medianoche. Cuando me dijiste por correo electrónico que lo habías
devorado de un tirón, y que te habías acostado muy tarde para llegar hasta el
final, me puse a llorar. Con verdaderas lágrimas humanas.
Parafraseando a Virginia Woolf, para escribir narrativa una mujer necesita su
propia habitación, pero aún es más importante tener un techo sobre la cabeza
y
comida en la mesa. De no ser por el amor y el respaldo de mi familia, lo más
probable es que este relato no hubiera pasado de mi cerebro al papel.
Al igual que Eco fui una niña solitaria, pero sabía que mientras tuviera un
libro en las manos nunca estaría sola de verdad. Siento una gratitud fuera de
toda medida hacia los escritores cuyas historias me hicieron compañía y me
recordaron que el mundo era un lugar maravilloso, lleno de aventuras, a
condición de que tuvieras el valor de mirar, y hacia los profesores (¡hola,
doctor
Meade!) que me animaron a escribir las mías.
Por último quiero darte las gracias a ti, lector, por acompañarme en este viaje.
Siempre me dejará patidifusa el simple hecho de que hayas elegido este libro.
Es
un motivo de honor, y de humildad, que hayas querido pasar unas horas tan
valiosas de tu tiempo con Eco y sus amigos.
Libros de fantasy y paranormal para jóvenes con los que descubrir
nuevos mundos y universos.
Los libros de esta colección desprenden amor y romance. Ideales
para los lectores más románticos.
La colección para niños y niñas de 9 a 14 años, con historias llenas
de aventuras para disfrutar de verdad de la lectura.
Una serendipia es un hallazgo inesperado y esto es lo que son los
libros de esta colección: pequeños tesoros en forma de historias
contemporáneas para jóvenes.
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