Psic. del Desarrollo y del Ap. II – Tramo de Formación Pedagógica – Prof.
: Juan Pablo Aires Cunha
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UNIDAD Nº1: (2) LAS PERSONAS EN EL GRUPO: SUS NECESIDADES
En los últimos párrafos del capítulo I hemos estado realizando algunas precisiones conceptuales
en torno del fenómeno grupal, y hemos hecho una caracterización un tanto “externa” u objetiva
del mismo abordándolo como un evento microsocial.
Internémonos ahora en aspectos más subjetivos, en la perspectiva psicológica, en el mundo
interno de los individuos que integran los grupos. Veamos, entonces, cuáles son las necesidades
con que las personas llegan a los grupos.
Sin duda, se acude a distintos grupos con diferentes necesidades, muchas de ellas específicas,
propias de cada tipo de grupo. Así, no vamos con las mismas expectativas y necesidades a
encontrarnos con un grupo de amigos que con nuestro grupo laboral, etcétera. Tampoco
podemos tener la certeza de que todas las personas que concurren a un mismo grupo tienen las
mismas expectativas sobre lo que desean o piensan encontrar en él.
LA NECESIDAD DE PERTENENCIA
Sin embargo, más allá de las diferencias individuales y grupales, hay una serie de necesidades que
son comunes a todas las personas, que corresponden al bagaje de lo que podríamos denominar
“necesidades humanas básicas”. En general, cuando se habla de “necesidades humanas básicas”,
se suele pensar en necesidades estrictamente biológicas o fisiológicas como la de alimentarse o
dormir, sin embargo, podemos hablar también de algunas necesidades humanas básicas que
corresponden a la esfera psíquica. Una de ellas, la más genérica que podríamos enunciar en
relación con lo grupal es, precisamente, la necesidad de pertenencia, a que ya aludimos.
¿Por qué la pertenencia representa una necesidad básica del ser humano?
En primer término porque, como ya dijimos, es a partir de la pertenencia a un grupo primario (la
familia, la comunidad, o formas sociales sustitutas) que organizamos nuestra estructura psíquica,
construimos nuestra identidad y nos constituimos como personas. Como hemos estado viendo,
el grupo nos provee de modelos identificatorios, de un lenguaje, de normas y valores; nos
posibilita la construcción de la autoimagen mediante el mecanismo de los “espejos” que nos
brindan nuestros “otros significativos”.
Pero esta demanda no se agota en la constitución primigenia de nuestra identidad. A lo largo de
toda nuestra vida seguiremos necesitando confirmación, aceptación, ratificación, convalidación
de identidad, de autoimagen. Y eso nos lo dan los otros.
La persona es un ser-en-relación. Un ser que en gran parte está hecho de los otros y seguirá
necesitando esencialmente de los otros durante toda su existencia. Por eso uno de los grandes
miedos -miedo oculto y no siempre reconocido o confesado- es el miedo a la soledad. La soledad
(cuando es una soledad radical) no sólo nos resta posibilidad de comunicación, de estímulo y
afecto, sino que, de algún modo, reduce nuestra “mismidad”, va debilitando nuestro “sí-mismo”,
por decirlo de algún modo.
A veces una persona prefiere soportar malos tratos dentro de un grupo que quedarse fuera de
él. Hasta tal punto resulta doloroso el aislamiento. Muchas veces las necesidades afectivas, y de
reconocimiento, pueden llegar a cubrirse con algunos vínculos bipersonales intensos (la pareja,
un amigo, un hijo...). Quizá la mayoría de las personas así lo hace dentro de nuestra sociedad, y
eso le permite prescindir de un buen grupo de pertenencia.
Sea a través del grupo o de fuertes relaciones binarias, el ser humano necesita satisfacer su
necesidad de interacción humana. Poder aceptar esto, descubrir y ratificar la naturaleza
eminentemente social del ser humano, admitir que somos irremisiblemente tributarios de los
otros, tiene, dentro de una sociedad que ha elevado el patrón del individualismo competitivo a la
categoría de valor cuasi-ético, una enorme importancia ideológica. Esta concepción debilita -o al
menos permite contextualizar de un modo distinto al adoptado usualmente- la tesis de T. Hobbes
de que el “hombre es un lobo para el hombre” (homo homini lupus), y obliga a poner bajo una
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nueva lupa la tan difundida afirmación de que la competencia es un “rasgo propio de la naturaleza
humana”.
Así, pues, la necesidad de pertenencia está vinculada con otra necesidad fundamental de la
persona que es la necesidad de confirmación, de afirmación de sí mismo y de fortalecimiento de
la autoestima. La autoestima, en tanto aprecio que cada uno de nosotros tiene, o siente, por sí
mismo, depende, en gran medida, de la autoimagen. Es decir, de la forma como nos percibimos
a nosotros mismos. Dada la importancia decisiva que estas cuestiones tienen para la interacción
grupal, hemos de detenernos un momento en ellas.
LA AUTOIMAGEN Y LOS OTROS
En lo que sigue hemos de proponer una cierta descripción del fenómeno de la autoimagen que
deseamos someter a la confrontación con la experiencia personal de quien está leyendo estas
páginas. De modo de ver en qué medida esta descripción “fenomenológica” se ajusta o no a lo
que cada uno siente, piensa, o ha hecho consciente, en relación con su propia autoimagen.
a. Existencia de la autoimagen. Cada uno de nosotros tiene una imagen de sí mismo y esta
imagen condiciona su conducta y su relación con los demás. En esta imagen de sí hay
aspectos que son más manifiestos y conscientes y otros aspectos que son más oscuros y
difíciles de descubrir.
b. Privacidad. Esta imagen de nosotros mismos es una de las cosas más íntimas y más
fundamentales que tenemos.
c. Autovalorización, aceptación o rechazo. La autoimagen puede ser básicamente positiva o
básicamente negativa (nos vemos “bien” o “mal” a nosotros mismos). También puede
ocurrir que tenga algunos aspectos positivos y otros negativos. De acuerdo con los
testimonios recogidos en innumerables encuentros grupales, donde las personas se
muestran un poco más entre sí en estos aspectos tan personales, hemos podido ratificar
que la mayoría de las personas tienen conflictos o dificultades para aceptar algunos
aspectos de su autoimagen, sean vinculados a rasgos físicos o psíquicos y
caracterológicos, etcétera. Por ende, aparecen en muchas personas deseos de cambio
“me gustaría ser más... o menos”, “quisiera poder expresarme mejor”, etc.).
d. Transformaciones en la autoimagen. Por otra parte, la autoimagen puede cambiar en
distintos momentos. En momentos de depresión, por ejemplo, la persona puede verse a
sí misma con caracteres más “negros”: se siente insegura, impotente, a veces, hasta
insignificante; cuando uno se encuentra internamente bien tiene una imagen mejor de sí
mismo, se siente con más fuerza y más capacidad, con más “potencialidades”, etcétera.
e. Historia de la autoimagen. Por otra parte, esta percepción de sí mismo tiene una historia,
que comienza en el momento mismo del nacimiento. Cada uno de nosotros, si bien no
puede reconstruir la historia completa de su imagen de sí mismo, puede recordar algunos
momentos o hitos de este proceso. También puede recordar si en los últimos años su
imagen de sí ha cambiado o no, reconstruyendo (al menos parcialmente) la historia más
reciente de su autoimagen. Hemos de volver sobre este tema en el punto siguiente:
gestación de la imagen de sí mismo.
f. Aspectos o variables en juego. La imagen de sí abarca distintos aspectos de la persona:
vivencia del propio cuerpo, valoración del mismo, aspectos relacionados con la
interacción social, etcétera. Por ejemplo: en lo físico: me considero feo/a o lindo/a;
atractivo/a o no; me veo muy gordo/a, o muy delgado/a... En lo vincular: siento que la
gente confía en mí, o que desconfía de mí; que necesito mucho la aprobación de los
demás; que me es indiferente la opinión de los otros hacia mí, etcétera.
g. La autoimagen y los otros. Además, en la relación con los otros aparecen nuevas
instancias:
a. ¿Cómo me veo y siento a mí mismo/a?
b. ¿Cómo me ve y siente el otro?
c. ¿Cómo creo que me ve y siente el otro?
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d. ¿Cómo soy en realidad?
Podríamos preguntarnos: ¿existe d? ¿O se agota en las instancias a, b y c?
Entre estas instancias hay interacciones mutuas. La forma en que me veo afecta la forma de mi
presentación ante el otro y afecta, por ende, la forma en que el otro me ve. Y así sucesivamente. 1
GESTACIÓN DE LA IMAGEN DE SÍ MISMO
Como ya hemos dicho, en la formación de la imagen que cada uno tiene de sí mismo han incidido
decisivamente los “otros significativos” a través de modelos, pautas de conducta, sistemas de
valores, actitudes. También a través de la percepción que ellos tenían de nosotros, lo que
esperaban de nosotros, lo que significábamos para ellos, etcétera.
En el seno del grupo familiar suelen “asignarse” ciertos roles: a uno de los hijos, por ejemplo, se
le exige mayor responsabilidad por ser el mayor; en el otro se deposita la expectativa de que
triunfe o se destaque por su capacidad intelectual, etcétera. A veces, inclusive, determinadas
demandas o expectativas, o ciertos rasgos de la personalidad del niño suelen cristalizarse en
rótulos: “el más chiquito”, “el rebelde”, “el más inteligente”, el que resulta “siempre el mismo
atropellado”, etcétera.
Aun cuando uno crece y se separa del grupo parental primario puede llevar consigo muchos de
los mecanismos de adaptación al medio que se han elaborado en los primeros años de vida, sean
vinculados con la aceptación del rol o los roles asignados, o de rechazo del o de los mismos.
A veces, los padres tienden a destacar o estimular aspectos del niño que no son los más acordes
con su personalidad incipiente o sus intereses latentes, distorsionando lo que podríamos llamar
la “tendencia natural” de su desarrollo.
F. Kafka hace referencia, bella y patéticamente, a esto, en su conmovedora Carta al padre, pieza
literaria que consideramos de importante lectura en este punto.
"Si los resultados (...de tu educación...) te parecen penosos... se debe al hecho de que tu mano y
mi materia hayan sido tan extrañas la una para la otra...” 2
C. Rogers ha provisto un importante marco teórico en relación con este tema. Recogemos aquí
sólo un breve fragmento que expresa su pensamiento al respecto:
"Como el niño asigna mucha importancia a la aprobación de su madre, muchas veces no se deja
guiar por el carácter agradable o desagradable de sus experiencias y conductas (es decir, no por
el grado en que la experiencia mantiene o enriquece el organismo) sino por la probabilidad de
recibir afecto.”3
El autor marca así una pugna posible entre lo que él llama la “valorización organísmica”,
valorización del propio crecimiento o desarrollo, y la búsqueda de aceptación.
Pero, por cierto, este proceso de construcción no se agota en la influencia de nuestro grupo
primario primordial. La autoimagen inicial puede haberse ido modificando (o ratificando) de
acuerdo con ciertos procesos internos en los que tal vez incidieron nuevos otros significativos que
destacaron o valorizaron otros rasgos en nosotros: amigos, compañeros, figuras de autoridad, la
pareja conyugal, incluso nuestros propios hijos, alumnos, etcétera.
Algunas de las influencias más importantes sobre el autoconcepto que ha descubierto la
Psicología Social incluyen:
los papeles que adoptamos,
las identificaciones sociales que formamos,
1
Esta caracterización relativa a la autoimagen ha sido tomada casi textualmente de la obra: Barreiro. T.,
De la Cruz, M. y Sorocinschi. A. M P.A. de, Perfeccionamiento Docente Universitario: un abordaje centrado
en el factor humano y la dinámica grupal, mimeo., Centro Regional Bariloche, Univ. del Comahue, S.C. de
Bariloche, 1985.
2
Kafka, F. Carta al padre, Buenos Aires, Alpe, 1955.
3
Rogers, C., Terapia, personalidad y relaciones interpersonales, Buenos Aires, Nueva Visión, 1978.
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las comparaciones que hacemos con los demás,
nuestros éxitos y fracasos,
la manera en que otras personas nos juzgan, y
la cultura que nos rodea.
Como dichos temas serán desarrollados en los módulos posteriores, retomaremos brevemente
la función que cumplen los otros significativos en satisfacer nuestra necesidad de confirmación.
LA NECESIDAD DE CONFIRMACIÓN
En efecto, todos necesitamos un cierto grado de confirmación por parte de otras personas,
aunque no siempre tengamos clara conciencia de ello o estemos dispuestos a admitirlo. “Somos”,
en gran parte, en la medida en que recibimos confirmación o ratificación.
Tal vez debamos admitir grados o urgencias distintas en esta necesidad. Así, para el niño, el recibir
confirmación puede ser más crucial que para el adulto en la medida en que éste tiene ya una
conciencia de sí más estructurada y consolidada en experiencias anteriores. Del mismo modo,
quizá debamos admitir que la intensidad de la demanda por parte de cada persona dependa en
alguna medida del grado de seguridad ontológica4 o seguridad personal profunda alcanzada.
Sea como fuere, con mayor o menor grado de intensidad o perentoriedad, todo ser humano
necesita alguna forma de confirmación por parte de otros seres humanos a lo largo de toda su
vida.
Aludiendo a este tema, ha dicho William James:
“No podría idearse un castigo más monstruoso, aun cuando ello fuera físicamente posible, que
soltar a un individuo en una sociedad y hacer que pasara totalmente inadvertido para sus
miembros”.5
Y Martin Buber, en un lenguaje filosófico, se ha expresado de esta manera:
“En la sociedad humana, en todos los niveles, las personas se confirman unas a otras de un modo
práctico, en uno u otro grado, por sus cualidades y capacidades personales, de suerte que una
sociedad puede llamarse humana en la medida en que sus miembros se confirman unos a otros...
La base única de la vida del hombre con el hombre, es doble: de un lado el deseo de todo hombre
de verse confirmado como lo que es -e incluso como lo que puede llegar a ser- por los hombres;
del otro lado, la capacidad innata del hombre de confirmar a sus semejantes en dicha forma. Que
esta capacidad esté tan extremadamente descuidada constituye la verdadera debilidad y
cuestionabilidad de la raza humana, la auténtica humanidad existe sólo ahí donde esta capacidad
se despliega. Por otra parte, naturalmente, un vacío reclamo de confirmación, sin apego al ser y
al devenir, vicia una y otra vez la verdad de la vida entre hombre y hombre... Los hombres
necesitan y les es concedido, confirmarse unos a otros en su ser individual a través de encuentros
genuinos.”6
La literatura brinda algunos ejemplos de soledad total, donde es imposible la confirmación del
otro. Un ejemplo de este tipo lo encontramos en la famosa novela de Daniel De Foe, Robinson
Crusoe, el náufrago que debe sobrevivir varios años en una isla desierta, o en un cuento de Ray
Bradbury donde el personaje despierta y descubre que se ha quedado solo en el planeta. Pero,
en estos casos, las personas se encuentran solas sin tener contacto físico con otros seres
humanos. Mucho más grave es encontrarse solo y sin confirmación en medio de otras personas,
tal como señala W. James en el fragmento transcripto. Una situación como ésta es descripta en
el siguiente texto que tomamos de El jinete Insomne, de M. Scorza, donde, en tono satírico y con
sugestiva prosa, dice el gran novelista peruano:
4
Laing, R., El yo dividido, México, F. C. E., 1974.
5
James, W., citado por Laing, R., en El yo y los otros, México, F. C. E., 1974.
6
Buber, M., citado por Laing en El yo y los otros, ob. citada.
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“En eso, don Celestino Matos, jefe de la oficina de correos, enloqueció. En plena ceremonia
conmemorativa de la victoria de Ayacucho, el hasta entonces anónimo funcionario mordió la
mano que se dignaba alargarle el juez. Sólo los puñetazos del Chuto Ildefonso, sombra fiel del
magistrado, lo salvaron del furor del jefe de correos. Reducido por los acompañantes don Celestino
siguió aullando: ‘¿Por qué me desprecian? ¿Por qué me huyen? ¿Soy carachoso?’ Nadie lo
desdeñaba. Los desaires se domiciliaban en la confusión de sus ojos. Miope de solemnidad -no
distinguía ni su espejo- don Celestino había recurrido a la ciencia del sanitario Canchucaja que le
recetó unos anteojos que encargó a Cerro de Pasco. Por defectuosa medición o por error de los
oculistas, semanas después, don Celestino recibió lentes desconcertantes: las figuras se le
escurrían por los costados de las lunas. Don Celestino miraba acercarse a los hombres y luego
doblar y esfumarse. Con dignidad se enfrentó al desastre. Escamoteados por sus anteojos, amigos
y enemigos huían. Demasiado delicado para inquirir las causas del desprecio colectivo,
acusándose quizá de crímenes imaginarios, don Celestino se aisló. El 9 de diciembre según unos,
el 15 de marzo según otros, perdió la razón.” 7
FORMAS Y TIPOS DE CONFIRMACIÓN
La confirmación que nos brinda el otro se expresa de muchas maneras; a veces abierta y
explícitamente, otras a través de pequeños mensajes (mirada, sonrisa, tono de voz, gestos en
general). A partir de estos diversos mensajes nos sentimos valorizados o no, respetados o no,
estimados o no, etcétera.
Por otra parte, existe una confirmación “social” por así decir, más externa o menos comprometida
(en el rol, en la imagen, en el vínculo “social”) y una confirmación más íntima, más profunda,
nacida de vínculos con mayor carga afectiva, mayor grado de conocimiento, etcétera. Hay en cada
sociedad rituales bastante elaborados y sutiles que marcan el tipo y grado de confirmación social
que hemos de dar o podemos esperar en cada caso. Entre otros autores, Eric Berne se ha ocupado
de describir estos rituales en su obra: Juegos en que participamos, Cap. III: “Procedimientos y
ceremoniales”.8
La confirmación “social” es también, sin duda, una forma de confirmación personal (aunque no,
tal vez, en lo profundo de la persona). Si mi vecino me saluda amablemente, me siento no sólo
confirmado como vecino, sino también como persona. Si no me saluda, me siento rechazado,
ignorado. “¿Por qué no me saluda?” “¿Qué hay en mí que le provoca rechazo?” Si uno de mis
compañeros de trabajo con quien tengo una relación cordial pero superficial, me mira al pasar
muy secamente y con mirada algo airada, me inquieto (poco o mucho, según el caso). Puedo
pensar diversas cosas, por ejemplo: “¿Que le ocurrirá? ¿Lo habré ofendido en algo?”
Cuando entre dos personas se inicia un proceso de desconfirmación y ninguno se decide a
esclarecerlo, la tensión puede crecer y transformarse en un abismo que las separa. A partir de
pequeños equívocos y malos entendidos puede irse tejiendo una malla de incomprensión y
rechazo. Si yo siento (o pienso) que el otro me rechaza (o creo que ha hablado mal de mí, que
tiene un mal concepto de mí, o que no me tiene simpatía), me defiendo presentándome de un
modo que resulta distante -y chocante- para el otro, que puede sentirse a su vez rechazado, y así
sucesivamente. Acepto la definición de la situación (y de nuestra relación) que presuntamente ha
hecho el otro, y con mi reacción la ratifico (círculo vicioso del desencuentro). Una interesante
descripción de este tipo de interacción en cadena puede hallarse en la obra de Laing, R.,
Phillipson, H. y Russell Lee, A., Percepción interpersonal.9
7
Scorza, M., El jinete insomne, Caracas, Monte Ávila, 1977, pág. 98.
8
Berne, E. Juegos en que participamos, México, Diana, 1977.
9
Laing, R., Phillipson, H. y Russell Lee, Percepción interpersonal, Buenos Aires, Amorrortu, 1969.
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A su vez, respecto de la idea de “definición de la situación”, ésta ha sido planteada por E. Goffmann
en una de sus obras más importantes: La presentación de la persona en la vida cotidiana.10
La confirmación personal profunda se da con personas con las que nos comunicamos intensamente y
que, por lo tanto, son capaces de vernos en nuestras zonas más internas, de aceptarnos y valorarnos
como somos, aun con nuestras debilidades e inseguridades. Cuando hay confirmación personal
profunda el otro descubre y valoriza los aspectos más positivos, “actualiza” nuestras potencias más
apreciadas, estimula los logros que son más constructivos para nuestro desarrollo.
Hay personas que nos posibilitan ser nosotros mismos, ser “auténticos”, y otras en cambio que nos
crean cierta tensión: nos ponemos “en pose” ante ellas, porque necesitamos presentar una “imagen”
(por ejemplo, presentarnos como “seguros”, como “eficientes” o como muy conocedores de una
materia, etcétera).
Sin duda el tema de la confirmación, así como el de la autoestima, se halla muy ligado al de la seguridad
personal. El recibir confirmación por parte de otras personas -y, sobre todo, de quienes son valiosas
o importantes para nosotros- mejora nuestra autoimagen, aumenta nuestra autoestima y nuestra
seguridad personal. A su vez, una alta autoestima y un grado elevado de seguridad personal pueden
hacernos un poco menos vulnerables a los avatares que nos depara la interacción con los otros,
tornándonos más resistentes a los eventuales episodios de descalificación, desconfirmación o
rechazo. Sin embargo, aun cuando esto pueda disminuir el umbral de vulnerabilidad, no lo reducirá a
cero. Difícilmente pueda hablarse de una persona que sea “inexpugnable”, realmente indiferente a
los mensajes del prójimo en estos aspectos.
EL GRUPO: ÁMBITO DE CONFIRMACIÓN O DESCONFIRMACIÓN
¿De qué manera interviene todo esto en el grupo, cómo se integran estos temas con nuestra
problemática referida al fenómeno grupal?
El punto que queremos destacar aquí en relación con la cuestión grupal es que en todo grupo se juega,
de algún modo, el tema de la confirmación. Las personas que integran un grupo al que pertenecemos,
e incluso éste como tal, pueden confirmarnos o desconfirmarnos, pueden aceptarnos o integrarnos o
tender a marginarnos, darnos un lugar privilegiado o rezagado, etcétera. Y la actitud del grupo hacia
nosotros siempre nos importa. Tememos ser rechazados, marginados, necesitamos ser aceptados,
valorizados por el grupo y recibir estímulos dentro de él.
En mayor o menor medida tenemos miedo al rechazo, a la desaprobación o la marginación. La idea
central que queremos destacar aquí es que toda situación grupal involucra emocionalmente a la
persona.
Aunque la persona crea que puede prescindir de los otros y tomar a aquéllos con quienes interactúa
sólo como un “accidente”, toda situación grupal más o menos estable -o aun relativamente
circunstancial- compromete emocionalmente a la persona.
Así, el grupo escolar no es sólo el lugar donde se va a aprender, ni el grupo laboral es únicamente el
lugar donde se va a trabajar; uno no puede sustraerse de lo que allí pase, ni puede tampoco
desentenderse del papel o del rol que le toque desempeñar o de los mensajes que allí reciba de los
otros.
Puede existir, en este sentido, un grado mayor o menor de conciencia por parte de la persona, pero
siempre estos aspectos vinculados a lo afectivo están incidiendo en la conducta y las actitudes.
“Las uvas están verdes”: un episodio ilustrativo
En un encuentro intensivo de terapia gestáltica en que nos tocó participar, tuvimos que evocar
nuestro paso por los grupos. Uno de los presentes manifestó que no recordaba haber pertenecido a
ningún grupo. Relató que durante su infancia y adolescencia había sido trasladado de un lugar a otro
por sus padres y nunca había logrado consolidar un grupo de amigos... Sentía que cada vez que llegaba
a un lugar y se insertaba en un grupo de compañeros tenía que hacer el esfuerzo de ser aceptado, lo
cual le llevaba su tiempo y su desgaste, ya que tenía que soportar muchas veces resistencias o desaires
10
Goffmann, E., La presentación de la persona en la vida cotidiana, Buenos Aires, Amorrortu, 1971.
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iniciales, hasta que una nueva partida lo obligaba a desprenderse de su grupo incipiente. Esto hizo
que finalmente se replegara en sí mismo y pensara: “No necesito de los otros... puedo vivir muy bien
solo...” Esta sensación lo había acompañado a lo largo de toda su vida, hasta que esa experiencia de
comunicación grupal le había hecho sentir la importancia de la pertenencia y el encuentro.
Este ejemplo nos parece ilustrativo acerca de cómo podemos llegar a postergar o reprimir ciertas
necesidades en la medida en que no son satisfechas, hasta el punto de negarlas, no reconocerlas o no
“sentirlas”.
En efecto, la frustración sistemática en los esfuerzos por satisfacer ciertas necesidades puede llevar a
la persona a negar la existencia de las mismas y a rechazar posteriores ocasiones de satisfacerlas.
LAS NECESIDADES AFECTIVAS POSTERGADAS
Podríamos relacionar este punto con los estremecedores casos relatados por R. Spitz en su
investigación con bebés hospitalizados, que recibían suficiente atención respecto de sus aspectos
estrictamente biológicos (limpieza, alimento, atención médica), pero muy precaria asistencia a sus
demandas afectivas y lúdicas. Estos niños, luego de reclamar insistente e infructuosamente, con su
llanto, la satisfacción de estas necesidades, caían con frecuencia en una suerte de letargo que podía
conducir a la parálisis y la muerte y, en otros casos, demoraba su ritmo de crecimiento físico. Lo
importante de este estudio para el tema que venimos explorando es que, cuando habían pasado el
umbral de tolerancia a la frustración, por así decir, recibían luego con hostilidad manifiesta y con
rechazo la proximidad afectiva de un adulto.11
Estas formas de reacción en la conducta que, desde el psicoanálisis, se asocian con la activación de
ciertos mecanismos de defensa, se halla también conceptualizado en otros encuadres teóricos. Así,
por ejemplo, A. Janov habla de la formación de un “Pozo Primal” inconsciente, a donde van a parar
nuestras necesidades profundas sistemáticamente insatisfechas, y la formación de un Yo Irreal que
responde a otras necesidades sustitutas o simbólicas.12
Este planteo permite avalar la hipótesis que presentamos más arriba, que podríamos ahora reformular
así: el no admitir, y aún más, el no experimentar conscientemente la existencia de determinadas
necesidades psíquicas no implica que tales necesidades no existan, de algún modo, en la persona.
Hemos intentado profundizar y fundamentar esta hipótesis en el artículo “¿Tiene sentido investigar
las necesidades humanas?” (Publicado en el libro Hacia un modelo de crecimiento humano).13
GRADO DE SIGNIFICATIVIDAD DE LOS GRUPOS
La forma en que se resuelve el desafío de la integración y adaptación a los grupos es diversa y depende
tanto de la personalidad de cada uno y de su historia “grupal” como de la naturaleza del grupo, su
“atmósfera”, etcétera.
En algunas personas prevalecerá la tendencia a intentar destacarse, o a dominar e imponer su
voluntad al resto de los miembros; en otras será lo más frecuente el replegarse, proceder con cautela
para no hacer un papel poco airoso: los más estarán interesados en obtener el reconocimiento de la
autoridad, algunos buscarán alguien con quien establecer vínculos o alianzas para no sentirse solos,
etcétera.
A su vez, las conductas o actitudes pueden irse modificando de acuerdo con el grado de inserción o
de confianza que se vaya adquiriendo en el grupo. Incluso puede ocurrir que en distintos grupos la
misma persona adopte diferentes “estrategias” de integración. Así, por ejemplo, en un grupo cálido y
continente algunas personas pueden animarse a intervenir o participar mucho más activamente que
en un grupo donde predomine un clima de descalificación, y así sucesivamente.
Todas éstas no son sino distintas respuestas que se dan a la necesidad de encontrar un lugar en el
grupo, de ser aceptado o reconocido dentro de él.
11
Spitz, R.: El primer año de vida del niño, México, F.C.E., 1974.
12
Janov, A.: El grito primal, Buenos Aires, Sudamericana, 1975.
13
Barreiro, T.: Hacia un modelo de crecimiento humano, Buenos Aires, Nuevo Estilo, 1983.
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Es en este sentido que podemos afirmar que nunca un grupo resulta indiferente desde el punto de
vista afectivo para las personas que lo componen.
Debemos admitir, sin embargo, que no todos los grupos tienen la misma importancia para la persona:
hay, por cierto, grupos que adquieren mayor significatividad que otros.
Consideramos que un grupo resulta significativo por diversas razones, como por ejemplo: a) por
corresponder a estadios muy tempranos del desarrollo personal; b) por la naturaleza particularmente
intensa de los vínculos que lo caracterizan (lo que Cooley llama “Grupos Primarios”); c) por compartir
muy estrechamente un sistema de valores y/o proyectos existencialmente importantes para la
persona; lo que otorga al grupo el carácter de “grupo de referencia” para la persona; d) por ser el
único grupo al que la persona ha pertenecido o pertenece; e) por la frecuencia de la interacción (p.
ej., grupos que implican encuentros cotidianos más o menos prolongados); f) por la importancia
asignada socialmente a esos grupos o a la actividad que allí se realiza, etcétera.
Estas circunstancias que, entre otras, imprimen significatividad a los grupos, pueden darse
combinadas o potenciándose entre sí, lo cual, obviamente, refuerza la importancia que alcanza el
grupo para el individuo. El caso más evidente es el del grupo familiar de origen (que llamamos,
indistintamente, Grupo Parental Primario o Grupo Primario Primordial -G.P.P.-), donde confluyen
prácticamente todas (y, en ocasiones, realmente todas) las circunstancias enunciadas.
A su vez, un grupo de amigos puede alcanzar honda significación por la profundidad de los vínculos,
generada por ejemplo por su arraigo en la infancia, o por las coincidencias de ideales y proyectos,
variables éstas que mencionamos como a, b y c. Un grupo de militancia política o de afinidad religiosa,
donde predominan las coincidencias de valores, puede gestar también hondos lazos afectivos
(variables c y d). Asimismo, suelen incidir fuertemente en las personas los grupos donde realizan la
actividad “eje” de su vida social, como es el caso de la escuela para el niño o el púber y el trabajo para
el joven y el adulto. En la medida en que estos agrupamientos implican una cotidianidad (variable e),
una cierta obligatoriedad de permanencia, y dada la fuerte carga social que ambos tienen (variable f),
están llamados a influir emocionalmente de modo relevante sobre las personas.
DOS GRUPOS COTIDIANOS: ESCUELA Y TRABAJO
Se ha trabajado bastante dentro de la teoría grupal sobre estos dos ámbitos de interacción social: el
grupo del aula y el laboral. De hecho, las investigaciones realizadas sobre grupos laborales fueron una
de las fuentes donde se nutrió esta rama del conocimiento. Si bien, debemos destacarlo, el objetivo y
el punto de partida de estas indagaciones difieren en forma manifiesta del abordaje que proponemos
aquí. Volveremos sobre este punto un poco más adelante. Se ha desarrollado asimismo en forma muy
amplia la investigación de los fenómenos grupales aplicados a la educación y al proceso de
aprendizaje. En el cuarto capítulo hemos de retomar este tema.
Pero detengámonos aún por un momento a reflexionar sobre cómo pueden afectar a las personas
estos dos tipos de grupos (el escolar y el laboral) en relación con las necesidades básicas que estuvimos
analizando.
Tomemos el caso del aula. Vista “formalmente”, desde la expectativa social e institucional, constituye
sobre todo el ámbito del aprendizaje, el lugar donde los chicos van a “aprender”. Pero mientras se
desarrolla el proceso pedagógico-cognitivo, simultáneamente se está dando el juego afectivo, el juego
vincular: cada chico necesita ser aceptado por sus compañeros y por el docente, tiene miedo, (en
mayor o menor grado) al rechazo, desea encontrar estímulos y afirmación para su autoimagen,
etcétera.
Estas no son, por cierto, las únicas necesidades que la escuela debe atender, ya que hay necesidades
específicas, propias de la actividad escolar, que se hallan presentes y deben satisfacerse. Nosotros
destacamos aquí las necesidades pertenecientes al ámbito socioafectivo, acerca de las cuales venimos
reflexionando, por considerar que su satisfacción es una condición sine qua non para un logro
realmente integral y armonioso de los objetivos pedagógicos fundamentales.
Será interesante recoger aquí la opinión de J. Luft, quien en su obra Introducción a la dinámica de
grupos ha abordado con particular acierto estos problemas.
“La motivación de aprender puede considerarse como función, a la vez, de las necesidades del alumno
en cuanto tal y de las necesidades de grupo. El alumno necesita comprender el mundo en que vive
inmerso y el mundo de las ideas: se trata de necesidades intelectuales. Pero tiene asimismo unas
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necesidades sociales o de grupo, la necesidad de pertenencia, de ser aceptado por sus iguales, de ser
comprendido; la necesidad de expresarse, la necesidad de sentirse valorado y de gozar de un status.
Sus necesidades emocionales influyen también en su labor de aprendizaje: la necesidad de afecto, de
dependencia, de cuidados; la necesidad de afirmarse, de estar solo, de crear; la necesidad de sentirse
seguro y la de afrontar riesgos, explorar, cambiar y hacerse adulto. Estas son, tan sólo, algunas de sus
numerosas necesidades fundamentales. Aun cuando, evidentemente, no puedan ni la escuela, ni el
profesor, satisfacer todas estas necesidades, la verdad es que existen y tienen una relación con el
comportamiento y el aprendizaje del individuo en la clase.”14
En efecto, cuando los aspectos vinculares no están bien resueltos, la presión psicológica de los
fenómenos emocionales sobre la persona dentro del grupo puede ser tan fuerte que llegue a
perturbar la tarea misma de aprender, e incluso provocar un abierto “bloqueo” intelectual. El esfuerzo
que hace el niño por defenderse, o la ansiedad que le genera su miedo de no ser aceptado o de
resultar agredido o, incluso, la ansiedad por responder adecuadamente a las demandas del docente,
pueden perturbar el libre fluir de su pensamiento.
En forma ligera, y con un humor tierno, ilustra la siguiente tira de Quino un hecho de esta naturaleza:
El énfasis tradicional en la disciplina formal ignora todo el “hirviente” mundo afectivo que contiene un
grupo. Por eso a veces los grupos estallan, y hasta las instituciones escolares pueden transformarse
en un “volcán”, cuando no son contempladas, de algún modo, las necesidades, las tensiones y los
juegos emocionales que se desencadenan en los grupos.
En la vida cotidiana solemos enfrentarnos con situaciones que ilustran de algún modo todo esto. Así,
por ejemplo, puede ocurrir que un chico no quiera ir a la escuela porque sus compañeros se burlan
de él, lo amenazan o, simplemente (¡y nada menos!), lo dejan de lado, lo marginan. Otro chico, o el
mismo, en otras circunstancias, desea ir al colegio -aunque las clases lo aburren soberanamente- sólo
por disfrutar de los juegos y el contacto con sus compañeros del aula.
En algunos casos se asiste a ciertos desbordes de comportamiento grupal dentro del aula; en otras
ocasiones presenciamos que, al terminar el ciclo lectivo, los estudiantes destruyen y arrojan al aire sus
apuntes de todo el año... ¡Señal de la honda frustración experimentada!15
Volviendo ahora la mirada sobre el grupo laboral, vemos que pueden darse también situaciones
similares. A veces deseamos dejar un trabajo porque no soportamos el clima que se vive en él: el
autoritarismo del jefe, la agresión y competencia entre los compañeros, la existencia de subgrupos o
“camarillas” antagónicas que tejen rumores y alimentan desconfianzas. Otras veces, por el contrario,
nos aferramos a un trabajo, aunque económica o aun profesionalmente no sea el más conveniente,
porque nos sentimos bien integrados dentro del grupo, estamos a gusto con nuestros compañeros,
esperamos hasta con entusiasmo el momento de reunimos con ellos para comentar y compartir
noticias.
14
Luft, J. Introducción a la dinámica de grupos, Barcelona, Herder, 1977.
15
Weinstein y Fantini han relatado interesantes experiencias realizadas para indagar la incidencia de lo
afectivo en el aula.
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Por otra parte, y tal como lo señalamos antes, uno de los primeros descubrimientos impactantes en
torno al significado del grupo para sus miembros fue hecho, precisamente, en el ámbito laboral, al
estudiar las variables que influían en el rendimiento de un grupo de operarias. A lo largo de esta
investigación se descubrió, en forma un tanto accidental, la importancia que una buena inserción, un
clima grato y un alto grado de participación grupal tenían como incentivo o motivación para el trabajo.
Este descubrimiento permitió percibir algo que hasta ese momento no se había visto: que lo que pasa
en el grupo laboral en el ámbito socioafectivo tiene un efecto tanto o más poderoso sobre la
producción que otros factores tradicionalmente considerados como decisivos (tales como los
relacionados con el salario, el horario de trabajo, etcétera.).16
Importante será destacar que, tal como dijimos antes, el punto de partida de estas investigaciones y,
sobre todo, sus objetivos de aplicación práctica difieren del abordaje que aquí proponemos, ya que
en aquel caso el móvil central (planteado dentro del ámbito de la sociología industrial, donde se
originó) estaba puesto en el aumento de la producción como finalidad última, más que en la salud del
grupo o el bienestar y crecimiento de sus miembros como valores en sí mismos. El estudio del
fenómeno grupal, encarado desde un paradigma humanista, se resiste a la instrumentación del grupo
como herramienta de manipulación.
Sintéticamente, podemos decir que la perspectiva humanista subraya la capacidad de crecimiento
personal, la libertad para elegir su destino y las cualidades positivas de los alumnos (como mostrar
sensibilidad hacia los demás). Esta perspectiva está íntimamente asociada a la idea de Abraham
Maslow (1956, 1971) según la cual es necesario cubrir ciertas necesidades básicas antes de satisfacer
otras superiores. Según la jerarquía de necesidades de Maslow, las necesidades de los individuos
deben satisfacerse según la secuencia siguiente: fisiológicas; seguridad; amor y pertenencia; estima y
autorrealización.
En consecuencia, según la teoría de Maslow, los alumnos deben satisfacer su necesidad de alimento
antes de rendir académicamente. Esta perspectiva explica también por qué los niños que proceden
de hogares con ingresos bajos o que reciben malos tratos tienen menos probabilidad de lograr un
buen rendimiento en la escuela que los niños cuyas necesidades básicas están cubiertas.
La autorrealización, según Maslow, la necesidad más elevada y difícil de alcanzar, es la capacidad de
desarrollar todo el potencial personal como ser humano. Para Maslow la autorrealización solo se logra
después de satisfacer las necesidades inferiores. Maslow advierte de que la mayoría de las personas
dejan de madurar después de lograr una autoestima alta y, por ello, nunca llegan a la autorrealización.
Algunas características de personas autorrealizadas incluyen la espontaneidad, centrarse en el
problema, en lugar de en sí mismo, y la creatividad.
Bibliografía:
Barreiro, T. (2005). Las personas en el grupo: sus necesidades. En Trabajos en Grupo. Hacia una
coordinación facilitadora del grupo sano (pp. 33-46). Buenos Aires: Ediciones Novedades Educativas.
Myers, D. (2005). El yo en un mundo social. En Psicología Social (8º edición). México: McGraw Hill.
Santrock, J.W. (2012). Motivación, enseñanza y aprendizaje. En Psicología de la Educación (4º
edición) (pp. 233-234). Madrid: McGraw-Hill.
16
Sobre estas experiencias, realizadas por E. Mayo, véase Anzieu, D. y Martín, J.I., ob. citada.