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El Gato Negro Ilustrado - Edgar Allan Poe

El documento analiza las características del tratamiento del terror en la obra de Edgar Allan Poe. En los once relatos que componen este volumen, se pueden advertir diferentes modos de acercarse a la literatura de terror, incluyendo espacios cerrados, amores fúnebres, mares tenebrosos, tumbas, cadáveres, sangre y esa típica opresión psicológica procedente de lo extraordinario.

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El Gato Negro Ilustrado - Edgar Allan Poe

El documento analiza las características del tratamiento del terror en la obra de Edgar Allan Poe. En los once relatos que componen este volumen, se pueden advertir diferentes modos de acercarse a la literatura de terror, incluyendo espacios cerrados, amores fúnebres, mares tenebrosos, tumbas, cadáveres, sangre y esa típica opresión psicológica procedente de lo extraordinario.

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Uno

de los rasgos característicos de Edgar Allan Poe en su tratamiento del


terror consiste en la mezcla de elementos terroríficos en sí mismos con otros
que producen el mismo efecto por vía indirecta. En los once relatos que
componen este volumen —entre los que se encuentran algunos de sus cuentos
más memorables— puede advertirse todo el arco de posibilidades y modos de
acercarse a la literatura de terror: espacios cerrados, amores fúnebres, mares
tenebrosos, tumbas, cadáveres, sangre y esa típica opresión psicológica que
procede de lo extraordinario, es decir, de lo que está más allá de los sentidos,
de toda naturaleza y toda lógica.

Página 2
Edgar Allan Poe

El gato negro (Ilustrado)


Tus libros: 25

ePub r1.0
Titivillus 19.03.2020

Página 3
Título original: The Black Cat
Edgar Allan Poe, 1843
Traducción: Doris Rolfe
Cubierta: José María Ponce sobre una ilustración de Aubrey Beardsley
Ilustraciones: Harry Clarke & Arthur Rackham
Grabado del autor: Justo Barboza

El gato negro, 1843
Manuscrito hallado en una botella, 1833
Un descenso al Maelström, 1841
El entierro prematuro, 1844
Los hechos en el caso del señor Valdemar, 1845
El corazón delator, 1843
El tonel de amontillado, 1846
Hop-Frog, 1849
El pozo y el péndulo, 1843
Berenice, 1835
Ligeia, 1838
La caída de la Casa de Usher, 1839

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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Página 6
La presente obra es traducción directa e íntegra del original inglés en su edición:
«The Black Cat» (United States Saturday Post, 1843. Revisada para Tales, 1854).
«Ms. Found in a Bottle» (Baltimore Saturday Visitor, 1833. Revisada para The Gift,
Southern Literary Messenger y Broadway Journal, 1845). «A Descent into the
Maelstrom» (Graham’s Magazine, 1841. Revisada para Tales, 1845). «The
Premature Burial» (The Dollar Newspaper, 1844). «The Facts in the Case of M.
Valdemar» (American Whig Review, 1845. Revisada para Broadway Journal, 1845).
«The Tell-Tale Heart» (James Russell Lowell’s Pioneer, 1843. Revisada para
Broadway Journal, 1845). «The Cask of Amontillado» (Godey’s Lady’s Book, 1846).
«Hop-Frog» (Flag of our Union, 1849, publicada como «Hop-Frog»; o «The Eight
Cained Ourangoutangs»). «The Pit and the Pendulum» (The Gift, 1843. Revisada
para Broadway Journal, 1845). «Berenice» (The Southern Literary Messenger,
1835). «Ligeia» (Baltimore American Museum, 1838. Revisada para Broadway
Journal, 1845). «The Fall of the House of Usher» (Burton’s Gentleman’s Magazine,
1839. Revisada para Tales, 1845).
Las ilustraciones que aparecen en esta edición son originales de Harry Clarke
(Tales of Mystery and Imagination, George G. Harrap &Co. htd., Londres, 1919) y
Arthur Rackham (para el cuento Hop-Frog).

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Introducción a la novela de intriga


Yo no creo en las brujas,
pero haberlas haylas.
Alvaro Cunqueiro

Preliminar

En el otoño de 1978, dos psicólogos franceses dieron a conocer a la
opinión pública de su país un informe, según el cual el posible origen de
muchos trastornos nerviosos infantiles podría residir en los efectos que sobre
su ánimo provocaba la lectura de cuentos o relatos de terror. A raíz de su
publicación, se levantó una apasionada polémica sobre el tema, en la que
participaron, sosteniendo tesis muy diversas, destacadas personalidades tanto
científicas como literarias.
Como consecuencia del debate surgió una cierta alarma popular, que se
concretó en una petición firmada por numerosos ciudadanos, para que el
Ministerio de Cultura francés adoptase medidas oportunas.
Las autoridades galas, envueltas en el dilema de ser acusadas ora de
prácticas inquisitoriales ora de debilidades perniciosas, encargaron a un
equipo de expertos de la UNICEF —el organismo internacional encargado de
la defensa de la infancia— la redacción de una encuesta e informe definitivo
sobre el asunto. Durante un año, los sociólogos Paul Audat y Jacques
Bugnicourt, junto con la doctora Mamis Ivonne, recopilaron todos los trabajos
referentes al tema, consultaron a numerosos especialistas, investigaron
personalmente y terminaron por dar a luz un volumen, el informe Audat,
donde recogían las conclusiones a sus trabajos. Para ellos la literatura de
intriga, misterio o incluso terror no incidía negativamente en las mentes

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juveniles y, por tanto, no aconsejaban ninguna medida preventiva. «El miedo
—resumían—, en realidad, nunca procede del exterior. Está en nosotros
mismos. La lectura de relatos de ese género no resulta perjudicial para los
niños y jóvenes, les permite conocer, reconocer y dominar el miedo que
llevan en su interior».
Hemos querido abrir nuestra Introducción a la novela de intriga con esta
crónica, porque, por desgracia, todavía existen hoy gentes que miran con
desconfianza o aversión el acercamiento de niños y jóvenes a esas áreas
literarias. La literatura en ningún caso crea miedo; lo descubre y delata. No es
su causa u origen; todo lo más, su mensajero. Por eso conviene recordar la
máxima espartana: «No es de cobardes tener miedo, sino tener miedo de
tenerlo».
Alguien, quizá de forma exagerada, ha podido afirmar que el
El terror amor es un sentimiento que inventaron los escritores provenzales
y el
hombre allá por el siglo XII. No podría decirse lo mismo del terror. El
sentimiento o sensación de terror parece consustancial al hombre,
algo unido a su condición o naturaleza animal. Desde siempre el hombre se ha
asustado. No resulta difícil imaginarse a los hombres primitivos aterrorizados
por el espectacular aparato de los fenómenos naturales: rayos que abrasan,
truenos que abruman o centellas que rompen la noche. Un eclipse de sol debió
de representar para ellos un cataclismo inaprehensible. El mundo fue durante
siglos un espacio peligroso para el hombre. El progreso humano ha permitido
que se hayan conocido y dominado muchos focos de terror. El fuego y la luz
rompieron hasta cierto punto el misterio de la noche, pero en otros muchos
aspectos todavía el hombre continúa siendo un ser a la intemperie. Los
antiguos terrores permanecen agazapados en lo más profundo de nosotros. Lo
terrorífico asusta, pero a la vez atrae. No es de extrañar por tanto que el
componente estético del hombre haya trabajado sobre los materiales del
terror. Las pinturas del Bosco, los crueles frisos asirios o las macabras
esculturas aztecas confirman que el hombre en todas las épocas históricas ha
buscado plasmar artísticamente su peculiar relación —repulsión/atracción—
con el terror.

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Todos sabemos que, al hablar o verbalizar aquello que nos
asusta u origina miedo, éste parece evaporarse, y quizá sea ésta la Terror y
literatura
causa de que la humanidad desde sus comienzos históricos haya
tendido a objetivar sus temores a través de la literatura. En los
textos literarios más antiguos se nos refieren historias cercanas a lo
terrorífico: diluvios, pestes devastadoras, muertes anunciadas, ángeles
exterminadores, nefastos presagios. En las sagas noruegas, en los textos
bíblicos o en la literatura hindú se encuentran temas próximos al terror. La
literatura oral o escrita ha sido un medio, entre otros, de ahuyentar los malos
espíritus. Veremos en su momento cómo los relatos de terror, si bien siempre
presentes en la literatura universal, terminarán por formar un género aparte,
precisamente en la etapa histórica en la que el hombre pretende por medio de
la razón olvidar las oscuras zonas de lo atávico o irracional que comúnmente
denominamos lo sagrado.
Precisamente porque los elementos, ingredientes y estructuras
Géneros formales típicas de la literatura de terror están presentes en la
colindantes
historia literaria desde sus comienzos, la delimitación del género
no puede efectuarse de un modo claro y unívoco. Sin entrar ahora
en la polémica sobre la consistencia de las teorías que estudian los géneros
literarios, parece diáfano que la literatura de terror es colindante con otros
tipos de narración. En realidad las señas de identidad de esta clase de
literatura coinciden y hasta se confunden en muchos casos con la literatura de
aventuras, la literatura fantástica, los cuentos de hadas y la literatura policiaca
y criminal. Como en ellas, en la literatura de terror se presenta un misterio, un
obstáculo que salvar, un hecho a quien encontrarle explicación o una
irrupción de lo insólito. Comparte con ellas zonas de afinidad y encuentro; de
ahí lo dificultoso, a veces, de situar una determinada obra en un género u otro.
Indica el poeta Rainer Maria Rilke que «elegir es renunciar al
horizonte», y si traemos a colación su pensamiento es porque Concepto
de la
inclinarse por una definición de la literatura de terror entre las literatura
muchas existentes significa tirar por un camino, aun a sabiendas de de terror
que existen otras posibles rutas.
La que aquí proponemos: «Literatura de terror es aquélla cuyo fin es
producir miedo en el lector o auditor. Es decir, busca, a través de la
producción del miedo, el hallazgo de un cierto placer estético», se debe al
ensayista español Rafael Llopis, uno de los más capacitados conocedores del
tema, y la ofrecemos, insistimos, sin ánimo dogmático alguno. Otras muchas

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podríamos haber presentado como alternativa a la citada. Cada una tiene sus
ventajas e inconvenientes.
Si hemos preferido ésta, es porque a nuestro entender encierra dos
cualidades de mérito:
— Su sencillez.
— La conexión entre el miedo y estética.
El mero enunciado de un concepto resulta escasamente
Aproximación eficaz para la comprensión de un fenómeno. Sólo a través de
a la literatura
de terror continuas aproximaciones podemos llegar a comprender la
compleja realidad que se oculta bajo una definición. A ello
dedicaremos las páginas que siguen.
Como en todo objeto de estudio, la literatura de terror se puede abordar
desde muy variopintas ópticas, ángulos o puntos de vista: la sociología, la
psicología, la historia, la mitología, etc. Dadas las limitaciones que el espacio
disponible y el carácter de esta Introducción nos imponen, nos acercaremos a
ella desde aquellos campos más cercanos a la crítica literaria. Pero, antes de
avanzar por esa vía, señalaremos que históricamente se ha detectado la
existencia de dos técnicas o formas básicas de producir miedo y, por tanto, de
dos tipos literarios de terror:
— Terror oblicuo o intelectual.
— Terror frontal o emocional.
En el caso del terror oblicuo, blanco o metafísico, lo terrorífico, la
provocación de miedo en el lector, no resulta de la introducción en la ficción
narrativa de hechos o seres constitutivamente aterradores, sino de la discreta,
gradual y sopesada conversión de objetos o seres de apariencia real familiar
en objetivos o seres de «otro» orden, es decir, de orden siniestro.
El terror frontal, negro o emocional, se caracteriza porque en este tipo de
relatos lo terrorífico proviene de la aparición acumulativa dentro de la trama
de personajes u objetos terroríficos en sí mismos: fantasmas, vampiros,
tumbas, sangre, muertes, etc.
De cada uno de ellos podemos citar las siguientes características:
• En las narraciones de terror oblicuo o intelectual el terror se sugiere, se
intuye, y el miedo es de tipo más cerebral o psicológico, lo que de ninguna
forma significa que sea menos intenso. En ellas el miedo se palpa, de ahí que
lo importante sea la creación de una atmósfera sutilmente opresiva.
• En las narraciones de terror frontal o directo, lo terrorífico se describe,
se muestra, y el miedo es de carácter más emotivo o visceral, sin que ello

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signifique mayor facilidad para su producción. En ellas el terror se ve, de ahí
que en este tipo de relatos abunden las escenografías truculentas.
En principio no puede afirmarse que una técnica sea mejor o peor que la
otra. Con el método directo se han escrito excelentes relatos de terror, como
sería el caso de El Monje, de Matthew G. Lewis, e igual sucede cuando se
sigue la técnica del terror oblicuo o sugerente, tal y como hace Henry James
en su novela Otra vuelta de tuerca[1]. Sí parece cierto sin embargo que para la
sensibilidad del lector moderno, más cercana al estilo elusivo, el método
indirecto resulta más afín y atrayente.
Vistos ya estos dos modos de producir terror, nos acercaremos ahora a la
narraciones de este tipo atendiendo a los aspectos estructurales y temáticos.

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En la literatura de terror puede aislarse la presencia repetida
de tres elementos: Estructura
e
• Muerte. ingredientes
• Sangre. formales
• Erotismo.
De la presencia de la muerte proviene un ingrediente formal básico: la
tentación de conquistar la inmortalidad, que a su vez se plasmará
literariamente en el protagonismo primordial dentro del género de seres —
vampiros, monstruos, fantasmas, etc.—, caracterizados por estar poseídos por
un mal concreto: la sed de perdurar eternamente. Este deseo de transgredir la
ley humana de la mortalidad —Drácula, Frankenstein— es el hilo que liga el
terror con lo sagrado. De ahí las evocaciones religiosas perceptibles en
muchas de las narraciones de terror.
A nuestro entender esta presencia tan fuerte del apremio por romper el
tiempo está en la base de otros muchos ingredientes que aparecen en la
literatura de terror: las ruinas de castillos o mansiones en cuanto reliquias de
otro tiempo; los espacios oscuros, por cuanto que la no luz parece ser el lugar
del no tiempo, o los paisajes remotos, por evocar geografías en donde el
tiempo (la historia) apenas ha dejado huella.
La sangre es una presencia contraria a la muerte y literariamente funciona
en este tipo de literatura como su polo estructural opuesto: representa la vida,
el recuerdo constante y físico de la condición mortal del hombre. Desde un
prisma formal muy simple y casi anecdótico conviene hacer notar la
abundancia de personajes pálidos que pueblan este tipo de relato. Su palidez
—carencia o flaqueza de sangre— pone en sobreaviso a cualquier lector:
actúa como señal que sugiere el más allá. De ahí su eficacia y, por tanto, su
tópica sobreabundancia. Donde mejor puede comprenderse esta relación
muerte-sangre-terror es en la novela Drácula de Bram Stoker. El conde vence
al tiempo gracias a la sangre de sus víctimas, la muerte de ellas es la
contribución obligada para su inmortalidad de vampiro. Pero la sangre como
recuerdo de la vida mortal no se limita dentro de la literatura de terror al tema
de los vampiros. En realidad su contraposición con el mal —deseo soberbio
de inmortalidad— da lugar a la estructura narrativa más común en el género:
héroe mortal que se opone al malvado o en otras palabras enfrentamiento del
bien con el mal.
El erotismo es una presencia que aúna a las dos anteriores por cuanto que
en él coexisten el deseo agudo de vivir con intensidad —hierve la sangre— y
una fuerte tendencia a diluirse o fundirse —desvanecerse— en el objeto

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amado. El erotismo en las narraciones de terror aparece como un lugar de
redención: el lugar donde se vive fuera del tiempo. Explicar esta fusión de
contrarios podría llevarnos a disquisiciones fatigosas y acaso aburridas. Valga
como argumento el recuerdo de esa frase inevitable entre enamorados: a tu
lado se me pasa el tiempo sin darme cuenta.
A nivel literario la presencia del erotismo se resuelve o desemboca en la
aparición de una trama amorosa que se superpone y entrevera a la lucha ya
indicada entre el bien y el mal. Ni que decir tiene que ese componente erótico
en las malas obras del género aparece en sus formas más degradadas y
superficiales, perdiendo así el complejo papel estructural a que hemos hecho
referencia.
No quisiera terminar este breve apunte sobre los tres ejes subterráneos de
la literatura de terror sin mencionar las sugestivas (y subjetivas) teorías del
profesor Guillermo Pezzi. Según él, en muchas narraciones terroríficas el
erotismo se hace presente en su variedad narcisista. El ejemplo literario que
señala es la famosa novela de R. L. Stevenson, El extraño caso del Dr. Jekyll
y Mr. Hyde[2], ampliando su teoría a todos aquellos relatos en que se produce
la transformación de un personaje humano en otro ser, humano o bestia; es
decir, aquéllos cuyo tema es el doble o ese otro que parecemos llevar dentro y
que para Pezzi representa una posible alternativa para escapar de la propia
vida.
Muerte, sangre y erotismo son los tres pilares sobre los que se levanta el
universo literario de las narraciones de terror. Estas tres presencias se
explicitarán literariamente a través de muy diversas tramas que a su vez darán
lugar a muy dispares narraciones. Es hora, por tanto, de pasar a analizar la
literatura de terror desde el punto de vista temático.

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Los temas

Se ha indicado repetidas veces que los temas de la literatura de terror son
limitados. Parecería que los autores insistiesen una y otra vez en abordar
temáticas muy semejantes, aunque con tratamientos y por tanto resultados
muy distintos. No vamos a intentar agotar la lista de temas en estas breves
páginas, pero sí daremos noticia atenta de los que personalmente
vislumbramos como más significativos y pertinentes dentro del género.

• Los relatos de espíritus
Confluyen bajo esta rúbrica aquellas narraciones en las que los espíritus
—fantasmas, espectros, etc.— son «presencias» de muertos que reaparecen en
los lugares que habitaron en otros tiempos. Constituyen de hecho el
«leitmotiv» de la novela gótica. Manuscrito encontrado en Zaragoza de Jan
Potocki serviría como ejemplo representativo.

• Los no muertos
Los «undead» en su denominación inglesa constituyen esos seres híbridos
entre la vida y la muerte: cadáveres reanimados y evadidos de sus tumbas.
Encarnan el deseo soberbio de estar por encima de la mortalidad, que hemos
definido como la maldad propia de las narraciones de terror. Entre ellos
ocupan la primera plana los vampiros. Drácula de B. Stoker es la novela cima
y emblema de este tipo de relatos. En ella la muerte, la sangre y el erotismo se
entrelazan de forma magistral, de ahí su consideración de obra maestra.

• Demonios
Satán y lo satánico ocupan un gran espacio en el arco de los temas del
terror. Unas veces de forma directa y otras por vía de seres a través de los
cuales manifiesta su poder y maldad, el diablo en cuanto encarnación del mal
absoluto y contrafigura de Dios destaca como elemento preponderante en este
tipo de literatura.

• Monstruos
Los monstruos —físicos o metafísicos— que se pasean por los relatos de
terror pueden ser agrupados en dos modalidades:

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— Narraciones que tratan de la creación de monstruos: Frankenstein, El
Golem o La isla del Dr. Moreau. En todas ellas el constructor o fabricante de
monstruos intenta apoderarse de la facultad divina de crear vida y, por tanto,
de vencer a la muerte.
— Narraciones en las que interviene una persona monstruosa o deforme.
Ejemplo de este tipo sería Las manos de orlac de Renard, La mano encantada
de Gérard de Nerval, y, colindante con el género policiaco, El fantasma de la
Opera de Gastón Leroux.

• El Doble
Tal y como hemos indicado al hablar de la presencia del narcisismo en
algunos relatos de terror, este tema, uno de los más tradicionales del género,
ha dado lugar a múltiples variantes. En algunos casos «el doble», ese otro yo
que descansa en el fondo del personaje, devendrá la contracara del yo
aparente, su personalidad oculta y depositaria de sus instintos irracionales y
primarios. En realidad el doble será el vengador de las frustraciones que la
vida en sociedad con sus leyes, reglas y moral provoca en el hombre. En
algunos relatos —El Bosque de Ancines, de Martínez Barbeito— tomará
forma de bestia salvaje; en otros, caso de la ya citada novela de Stevenson,
mantendrá su apariencia humana.
Una vez estudiados los aspectos estructurales, formales y temáticos de la
literatura de terror, pasaremos a recorrer con algún detalle el panorama
histórico del género. Veremos los orígenes remotos de este tipo de ficción,
nos detendremos en la época en que cuaja estilísticamente y repasaremos las
principales obras que el género ha sumado en las literaturas nacionales de
mayor relieve.

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Visión histórica de la literatura de terror

La presencia de lo misterioso —la irrupción de lo insólito en lo
Orígenes común— es una constante en la literatura de todos los tiempos.
remotos
Ahora bien, la característica que hemos señalado como rasgo
necesario para poder encuadrar una obra dentro del género de
terror: producir miedo en el lector, no aparece hasta una época concreta: el
Romanticismo.
Temas misteriosos, presencia de espectros, noticias sobre hombres lobos,
encantamientos y venganzas ultraterrenas, se encuentran en algunas obras
literarias que merecen ser citadas. En el Satiricón de Petronio se habla de un
caso de licantropía o conversión de un hombre en lobo; otro autor romano,
Plinio el Joven, cuenta una historia sobre un fantasma que aparece en una
casa cargado de cadenas. En Hamlet y Macbeth, Shakespeare introduce
espectros en la trama; Lope de Vega, en El Peregrino en su patria, cuenta la
historia de una posada embrujada. La aparición de Mrs. Veal de Daniel Defoe
es, según Rafael Llopis, el último cuento de misterio anterior al
Romanticismo.
Al lado de estos orígenes remotos literarios es necesario reparar
en la vertiente del folklore popular. Es raro el país que no cuenta Literatura
oral
entre sus tradiciones con cuentos folklóricos en los que lo
misterioso se hace presente. En realidad, la rica tradición popular
de la literatura oral va a ser el fondo de donde los autores clásicos del terror
extraerán los temas más típicos. Los fantasmas, los vampiros, los monstruos,
son creaciones de origen popular; materiales folklóricos de una comunidad
que a través de ellos conformaba la escala de valores de su grupo humano. El
pasado oral de los relatos de misterio ha dejado profundas huellas en el
género tanto en lo que atañe a sus contenidos —temas— como a sus formas
—técnica del suspense—. Las leyendas germánicas recopiladas por los
hermanos Grimm, y las colecciones de cuentos orientales, el Calila e Dimna,
e incluso Las mil y una noches, se nutren de idénticos elementos, que luego
habrán de reaparecer en la literatura romántica. Conviene no olvidar por tanto
la importancia de la literatura popular o folklórica en la formación de la
literatura de misterio.
Al final del Siglo de las Luces, el siglo de la razón, una nueva
Orígenes sensibilidad literaria invade Europa: el Romanticismo, un
próximos,
la novela

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la novela movimiento que exalta el yo individual, denigra una mera visión
gótica
racionalista de la historia y explora las partes oscuras y los pliegues más
recónditos del hombre. Un estilo que defiende que en la distancia se ve mejor,
que en la ambigüedad todo se torna más bello y que busca en el pasado el
refugio contra las dolorosas historias del presente. El romántico gusta de las
situaciones extremas, de los sentimientos exasperados. Repudia el término
medio. Ama la muerte y los cementerios, las ruinas, lo inexplicable, lo raro, lo
extraño, lo siniestro. Lo misterioso.
En este ambiente, Horace Walpole (1717-1797) publica la novela El
Castillo de Otranto y crea así un género: la novela de misterio, novela gótica
o novela negra, como también será conocido. La trama de esta novela emerge
de la aparición de un gigantesco yelmo en el patio de armas del castillo, y por
la novela desfilarán asesinatos misteriosos, espectros, profecías. Los temas
característicos de la novela de terror.
La novela del británico es todavía hoy un clásico del género a pesar de su
estructura farragosa. Interesa dar a conocer algunas de las frases con que su
autor prologó su segunda edición, pues expresan lo que de ruptura supuso
para la historia de la literatura: «Fue un intento de aunar dos tipos de novela
sentimental: la antigua y la moderna. En la primera todo era imaginación e
inverosimilitud; en la segunda siempre se intenta imitar a la naturaleza, cosa
que a veces se ha conseguido con éxito. […] El autor de estas páginas creyó
posible reconciliar ambos tipos. Deseoso de dejar vagar libremente los
poderes de la fantasía por los ilimitados reinos de la inventiva y desde allí
crear situaciones más interesantes, quiso conducir los agentes mortales de su
drama de acuerdo con las reglas de la verosimilitud. En resumen, hacerlos
pensar, hablar y actuar tal y como pudieran hacerlo hombres y mujeres
corrientes en situaciones extraordinarias».
Pero, aunque la novela es acogida con éxito, permanecerá como un caso
aislado durante mucho tiempo. En 1794, una dama inglesa, Ann Radcliffe
(1764-1823), publica Los misterios de Udolfo, que será la apoteosis de la
novela gótica. Los ingredientes clásicos de este tipo de obras: el amor, el
misterio y la angustia demuestran, tras el éxito comercial, su absoluta
eficacia. La novela gótica se pone de moda. En 1795 otro autor inglés publica
El Monje. Matthew Gregory Lewis (1775-1818) mezcla en su relato lugares
fúnebres y tétricos con damas inocentes, cadáveres y amantes lujuriosos y
apasionados. Aparecen centenares de relatos de este estilo. El público los
reclama y durante muchos años periódicos y revistas incluirán narraciones de

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semejantes características. Se convierte en subgénero popular; en una receta
más que en una escuela.
A partir de este núcleo originario, la novela gótica o «román noir», la
literatura de terror penetra en todas las culturas europeas constituyéndose en
veta de todas las literaturas. Los vientos del Romanticismo empujaron el
gusto por lo misterioso, la pasión por el folklore popular desenterró
numerosas leyendas de donde los autores de la alta literatura o el folletín
arrancaron temas para sus obras, y poco a poco los perfiles del género —
creación de un crescendo de inquietud— se fueron definiendo. Dar cuenta
detallada de todas las obras de relieve que el género ha dado es tarea que
sobrepasa las intenciones de esta Introducción. Nos limitaremos, por tanto, a
presentar un breve panorama de los frutos de este tipo de relatos en las
literaturas nacionales donde alcanzó mayores logros.

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Si la novela gótica, con su ambiente de castillos, fantasmas,
cadenas que se arrastran, asesinatos sangrientos y doncellas Literatura
inglesa
atemorizadas tuvo su origen en Inglaterra, la literatura de este país
proseguiría dando atención a los temas de terror, aunque de una
forma más sutil que la usual en aquellas primeras novelas.
Una noche lluviosa del año 1816, un grupo de escritores de renombre:
Lord Byron, M. Lewis, John Polidori, Shelley y su bella esposa Mary
decidieron ocupar su ocio apostando sobre cuál de ellos podría escribir un
buen relato de misterio. De aquella apuesta saldrían dos libros importantes
para la historia de la literatura de intriga y terror. Mary W. Shelley escribe su
novela Frankenstein[3], en la que se presenta por primera vez un personaje
que va a tener muchos imitadores: el monstruo. Polidori produce otro relato,
El vampiro, que, si bien obtuvo escaso éxito, será el precedente directo de
Drácula de Bram Stoker y toda la serie vampiresca.
Con estos dos relatos la novela de misterio se desplaza desde la
escenografía de las novelas góticas hacia nuevos horizontes. Todavía en 1820,
Charles Robert Maturin publica Melmoth el errabundo, que está considerado
como el canto de cisne del género que abriera Walpole. A partir de entonces
lo misterioso pierde truculencia y gana en profundidad; la ansiedad se origina
más por los efectos estilísticos que por la trama en sí. La alusión se revelerá
más eficaz que la descripción detallada. La literatura de terror encontrará su
molde adecuado: el cuento o el relato breve.
Sin ánimo de agotar la lista de autores británicos que se acercan al género
es preciso, sin embargo, hacer mención de aquellos que de alguna forma
imprimieron un sello especial en este tipo de historias.
Las hermanas Brontë, en sus novelas Jane Eyre y Cumbres borrascosas,
depuraron algunos elementos de la novela negra y trasladaron la atmósfera de
misterio a tramas básicamente amorosas. Charles Dickens introdujo en sus
cuentos El misterio de Edwin Drood y El Guardavías la técnica de acercarse
al misterio a través de un riguroso tratamiento realista. En este aspecto hay
que citar también a William W. Collins (1824-1889), quien muy influido por
Edgar A. Poe alcanzó gran fama con La casa encantada y La dama vestida de
blanco.
Joseph Sheridan Le Fanu (1814-1873), un irlandés de agitado y
angustiado talante, es uno de los maestros del género. En sus relatos no
aparecen ni ruidos extraños ni castillos en ruinas. Es un auténtico genio en la
creación de ambientes opresivos, su estilo se basa en la insinuación y el poder
sugestivo de su prosa. Creó una forma literaria típica, la «ghost story»

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(cuentos de fantasmas), que todavía permanece. Sus cuentos: Carmilla, El
Vigilante o Relación de los extraños sucesos de Dungier Street son
imprescindibles en cualquier antología de terror.
En un estilo semejante al de Le Fanu hay que citar a M. R. James
(1862-1936), que en su relato El señor Humphrey y su herencia introduce un
proceso distanciador entre el lector y los personajes. Con él, el misterio
abandona el tema trascendente que hasta entonces había sido usual, y cobra
una apariencia más superficial que algunos críticos, equivocadamente a
nuestro entender, le achacan.
A finales del siglo XIX aparecen dentro de la literatura inglesa dos obras
clásicas del género de terror: El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de R.
L. Stevenson (1850-1894), y Drácula, de Bram Stoker (1847-1912).
En la novela de Stevenson aparece un tema típico de la novela de
misterio: el doble. La invención o intuición de que en cada persona habita un
otro a quien se siente como depositario y poseedor de características
generalmente malignas y demoniacas. Las transformaciones de uno a otro ser
que la novela nos ofrece responden a toda una teoría sobre la realidad interior
de los hombres. Mucho antes de que Sigmund Freud hablara del inconsciente,
Stevenson presentaba su personal visión del desconocido que nos habita.
Drácula es quizás el personaje más conocido que la literatura de misterio
ha dado al mundo. Según parece, su creador se basó en relatos y leyendas
populares. Algunos investigadores han llegado a afirmar que el conde Drácula
fue un personaje real. Literariamente Bram Stoker conoció El vampiro de
Polidori y Varney, el vampiro de Prest, pero su novela es de una calidad muy
superior. Oscar Wilde le concedió el calificativo de una de las mejores
novelas jamás escritas. Es uno de los momentos cumbres de la literatura
fantástica. La ambientación es perfecta. La gradación de la trama,
inmejorable. La fuerza del personaje central, el demoniaco conde, es
irresistible. Desde el punto de vista formal supone una vuelta a la novela
larga, y a pesar de ello la intriga no decae en ningún momento. Sobre el
personaje de Drácula se han escrito múltiples continuaciones. Ninguna ha
alcanzado su calidad, pero su sola existencia da prueba del éxito que significa.
Algunos autores piensan que las grandes obras del género de misterio no
se encuentran entre las escritas por autores especializados en ese tema, sino
entre las producidas por escritores de renombre que se han acercado
ocasionalmente a dicha temática. Éste sería el caso del norteamericano
afincado en Londres, Henry James, y Otra vuelta de tuerca, en donde el
misterio se entreteje tan sutilmente en la trama, que la ambigüedad total se

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apodera del lector cuando cierra el libro. Un aire siniestro se respira en toda la
novela, un veneno de perversidad flota en el ambiente, pero nadie podrá
afirmar categóricamente de dónde vienen tan opresivas influencias. Todo ello
hace de Otra vuelta de tuerca una obra insólita y uno de los productos de más
valía que la literatura británica ha conseguido en el campo del terror.
El último autor inglés de quien haremos mención es Daphne du Maurier,
cuyas obras han servido en muchas ocasiones para la producción de películas
de gran éxito: Los pájaros y Rebeca son sus títulos más destacados.

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Los cuentos de terror y misterio fueron conocidos durante
La literatura mucho tiempo con el sobrenombre de «cuentos alemanes». Ello
alemana
se debe a la enorme influencia que el Romanticismo alemán tuvo
en el resto de las culturas occidentales. El gusto por lo medieval,
por lo fantástico, tuvo sin duda su foco en la Alemania de fin de siglo. Entre
los autores alemanes que cultivaron el género es necesario tener en cuenta a:
Johann Ludwig Tieck (1773-1853). Sus cuentos de misterio son poéticos
y corresponden a los denominados de tendencia blanca. Su influencia sobre
Nathaniel Hawthorne y E. A. Poe está comprobada. El fiel Eckart o El monte
de las runas son relatos más sobresalientes.
L. Achim von Arnim intentará la síntesis de lo caballeresco y mágico con
lo tenebroso. Pobreza, riqueza, culpa y penitencia de la condesa Dolores, e
Isabel de Egipto, donde narra la historia —salpicada de fantasmas— de la hija
de un rey de los gitanos que se convierte en el primer amor del emperador
Carlos V, son sus obras que han perdurado con más fama.
La figura más importante es Ernst Theodor Amadeus Hoffmann
(1766-1822), con quien el Romanticismo alemán llega a la superación de sí
mismo en la búsqueda de la realidad en lo irreal. De personalidad compleja,
buscó refugio en el alcohol contra sus tormentos interiores. Sus alucinaciones
etílicas se reflejan en la atmósfera de sus Cuentos Fantásticos y en su novela
de aparecidos y sonámbulos Los elixires del diablo. Su mundo alucinado,
muy lejano de la normalidad, le proporcionó la admiración de Poe y
Baudelaire e hizo de su arte una avanzada alemana en el campo de la
literatura de misterio.
El panorama alemán se completa con la obra de autores como los
hermanos Grimm, Brentano, Eichendorff, Kleist y Theodor Storm.

Jacques Cazotte y el Marqués de Sade están considerados como
los precursores de la literatura fantástica y de misterio francesa. La Literatura
francesa
primera gran figura de relieve es Charles Nodier (1780-1844), que
tratará en sus obras tanto temas de misterio de corte poético,
Trilby, como macabro, Infernaliana y Lord Kuthven o los Vampiros. Nodier
es el introductor de la novela gótica en Francia.
Honoré de Balzac, el gran escritor galo, fue muy aficionado al gusto por
lo tenebroso y escribió, aparte de una continuación de Melmoth el errabundo,
varios cuentos de miedo de gran calidad.
Gérard de Nerval, muy atraído por la literatura fantástica alemana, cultivó
con acierto el género, pero el escritor romántico francés que más destaca es

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Prosper Mérimée (1803-1870). En La Venus de lile se inspira en un motivo
que luego se repetirá mucho en la literatura: la estatua que cobra vida. Como
veremos, Gustavo Adolfo Bécquer retornará al tema en su leyenda El beso.
Ya en pleno realismo, lo misterioso y terrorífico encontrará en Francia su
mejor encarnación en la obra de Guy de Maupassant (1850-1893), un hombre
a quien una enfermedad de tipo sexual le arroja poco a poco a las fronteras de
la locura y al suicidio. Aun cuando ha dejado varios cuentos de misterio, uno
de ellos, El Horla, basta para que su nombre permanezca entre los clásicos del
horror: la historia de un enfermo y su «doble», extrae su fuerza persuasiva de
la sobriedad estilística y del rigor de su exposición. La psicología, uno de los
caminos hacia el que derivará la novela de misterio, aparece como medio
adecuado para crear un marco de incertidumbres. Luis Vax, uno de los
grandes conocedores de la literatura fantástica, resume el valor de este relato
al indicarnos que «Maupassant transfiere el horror de un alma personal al
universo entero».
Como continuadores de Maupassant es necesario citar a Barbey
d’Aurevilly, autor de Las diabólicas, y a Villiers de L’Isle-Adam que con sus
Cuentos crueles y Axel deriva hacia lo satánico.

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La literatura norteamericana ha dado quizás, y tomada en su
Los conjunto, la mejor y más personal aportación a la novela de terror.
norte-
americanos Cuatro hombres, cuatro autores, han dejado su huella propia en la
literatura de lo «negro». A cada uno de ellos dedicaremos nuestra
atención.
Nathaniel Hawthorne (1804-1864) es uno de los grandes autores de la
joven Norteamérica. Su obra gana en prestigio según pasan los años. Nada
mejor para comprender su talento que escuchar el juicio que le mereció a
Edgar Allan Poe: «Su estilo, aun cuando nunca vigoroso, es la pureza misma.
Su imaginación es rica. Su sentido del arte, exquisito, y su habilidad de
ejecución, muy grande. Tiene poca o ninguna variedad de tono. Aplica la
misma manera, brumosa, sugestiva y ensoñadora, a todos sus temas, y, aun
cuando crea que se trata del genio más auténtico que nuestra literatura en
conjunto posee, no puedo evitar considerarlo el amanerado más desesperado
de sus días».
La influencia alemana está clara en su colección de relatos Cuentos
contados dos veces, pero La letra escarlata, una enigmática novela de
ambiente sobrecogedor, demuestra que Hawthorne era poseedor de un mundo
propio. La casa de los siete altillos es una novela donde el misterio se aúna
con el trascendentalismo moral. En más de un sentido se muestra cercana a
Cien años de soledad de García Márquez.
Edgar Allan Poe es sin duda y por motivos muy diferentes el escritor
básico de la novela de intriga y de terror. Sus obras siguen ocupando un lugar
incomparable en la literatura. En Poe se da tanto el terror negro, macabro,
truculento —Berenice—, como el terror blanco, psicológico, sugeridor,
poético —El pozo y el péndulo—, pero su importancia literaria viene dada por
el hecho de que con su estilo elevó a arte lo que hasta entonces no pasaba de
divertimento.
Sus obras de misterio no fueron escritas al azar, sino que respondían a su
teoría de lo que trataba de hacer y que desarrolló en una carta que hoy
conservamos:

La historia de todas las revistas demuestra claramente que


quienes han conquistado la celebridad se lo deben a artículos
de naturaleza similar a Berenice, quiero decir, similares en su
naturaleza. ¿Me pregunta en qué consiste tal naturaleza? En lo
burlesco elevado a lo grotesco; lo temible transformado en lo
horrible, lo singular elaborado en lo extraño y lo místico.

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Acusado de ser apenas un eco de los escritores góticos que lo precedieron,
responde que, en efecto, trabajaba en un campo literario ya explotado por los
alemanes y sus imitadores europeos y norteamericanos, pero agrega:

Si bien en muchas de mis obras el terror ha sido la tesis,


sostengo que el terror no viene de Alemania, sino del alma. He
tomado, pues, este terror sólo de sus fuentes auténticas y no he
hecho más que llevarlo a sus resultados legítimos.

Locuras, despedidas irreparables, calabozos, castillos, mazmorras, citas


misteriosas, entierros prematuros, tesoros ocultos, pájaros nocturnos, gritos
proféticos eran temas frecuentes en la literatura popular de su tiempo. Poe
trabajó a partir de aquel baratillo de elementos, pero tomándolo en serio y eso
es lo que lo distingue. Los convencionalismos tácitos de la época romántica se
hacen en él objeto de una vehemente concentración intelectual, transfigurando
lo accesorio en eje, lo aparatoso en siniestro.
El misterio se vuelve, en manos de Edgar A. Poe, en horrible. En sus
cuentos apenas si se siente un soplo de vida; ocurren crímenes que no se
reflejan en la conciencia humana, hay risas que no suenan, llantos sin
lágrimas, bellezas sin amor, amor sin ternura, árboles que no dan frutos,
vendavales petrificados, flores que no tienen fragancia. Su mundo es
silencioso, frío, maldito, lunar, estéril: un matorral del diablo.
Después de él, el género de misterio y terror ya no puede seguir siendo el
mismo. Su nivel de exigencia no podía ser sorteado. La «exactitud de su
tiniebla» impediría confundir en adelante lo misterioso con lo arbitrario. Le
dio solidez al género y en este sentido, como en la novela policiaca, puede ser
considerado su creador.
Ambrose Bierce (1842-1914) es un autor injustamente olvidado por
muchos. De vida agitada: oficial en la guerra de Secesión, periodista, escritor
y por último consejero de las tropas de Pancho Villa, es el introductor de una
variación importante: el humor negro. Desde la distancia estilística, casi
glacial, Bierce, aborda lo macabro. El contraste entre los contenidos y el tono
hace de su obra una joya literaria. Sirva como ejemplo el arranque de uno de
los cuentos que agrupó bajo el título El Club de los Parricidas:

Una mañana de junio de 1872, temprano, asesiné a mi


padre, acto que me impresionó vivamente en aquella época.

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Howard Philips Lovecraft (1890-1937) es para Rafael Llopis y otros muchos
críticos la cima indiscutible del relato materialista de terror y punto de viraje
del viejo cuento de miedo hacia la moderna ciencia ficción.
Persona atormentada, demuestra desde muy temprana edad su interés por
los relatos de misterio, la ciencia y la filosofía. Su primer relato, Dagon, hace
vislumbrar ya un talento excepcional para la creación de espacios tenebrosos,
pero será a partir de 1929 cuando comience a dar a conocer los cuentos que
habrá de agrupar bajo la rúbrica de Los Mitos de Cthulhu, entre los que
destacan La Ciudad sin Nombre, El Ceremonial, El color que cayó del Cielo
y El Morador de las Tinieblas. El horror de Lovecraft es de carácter cósmico,
sagrado, infinito. De hecho algunos críticos creen ver un parentesco directo
entre el misterioso final de La narración de Arthur Gordon Pym[4], de Edgar
Allan Poe, y su visión fantástica. Los mitos se basan en la creencia de que la
tierra estuvo habitada en otra época por una raza muy evolucionada y que fue
expulsada del planeta por practicar la magia negra. El espacio narrativo de
Lovecraft y sus seguidores es un intento literario de recuperar el conocimiento
de aquellos antiguos pobladores.

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Desde los comienzos de nuestra historia literaria puede
rastrearse la presencia de motivos y temas de misterio. En Los La literatura
de misterio
Milagros de Nuestra Señora de Gonzalo de Berceo, bien es y terror
verdad que con una visión cristiana, lo misterioso está presente. en España
En El Conde Lucanor de Don Juan Manuel reaparecen temas típicos del terror
y en nuestro rico romancero se encuentran desarrollados muchos asuntos de
misterio.
El lugar que la magia ocupa en La Celestina ha sido destacado por el
profesor Maravall, y la constante fantástica en la literatura del Siglo de Oro ha
sido constatada. Para Rafael Llopis, «en el seno de una novela larga —El
peregrino en su patria, de Lope de Vega— aparece el primer cuento de miedo
moderno no sólo de la literatura española, sino de la literatura universal».
Pero los mejores frutos de esta rama de nuestra literatura aparecerán,
coherentemente, con la irrupción del Romanticismo. En la obra poética de
autores como Cadalso, Noches lúgubres, y Espronceda, El estudiante de
Salamanca, la presencia de lo subterráneo y sobrenatural es palpable. Dentro
del movimiento romántico nos encontramos con un representante
excepcional: Gustavo Adolfo Bécquer. Si el autor de las Rimas está
considerado como el padre de la moderna poesía española, es necesario
también resaltar su aportación al género de misterio. Sin duda muy influido
por la literatura germánica conseguirá en muchas de sus leyendas plasmar la
atmósfera propia de las composiciones clásicas. En Maese Pérez el organista,
la aparición de lo sobrenatural alcanza un clímax casi perfecto. La historia de
las almas en pena consigue momentos de verdadera ansiedad en El Monte de
las Ánimas. Otro motivo tradicional de la literatura negra, la animación de
una estatua, está tratado en su leyenda El Beso. No son las únicas narraciones
en que los elementos de la literatura de terror se muestran presentes. El
misterio de Bécquer es de corte poético y muy lejano al macabrismo o la
truculencia, pero su talento cautiva y agita al lector, llevándole hasta ese
estado de ansiedad que hemos definido como rasgo pertinente de la literatura
de terror.
Pedro Antonio de Alarcón, un escritor que buscó en muchas ocasiones
temas para sus escritos en las fuentes del folklore popular, también se vio
tentado, y con fortuna diversa, por los temas de encantamientos y aparecidos.
Su cuento El amigo de la muerte es suficiente muestra de su buen hacer.
Tampoco es posible olvidarse de obras como Vidas Sombrías, de Pío
Baroja —por cierto, un entusiasta de E. A. Poe—, o de la importancia de lo
misterioso en muchos escritos de don Ramón María del Valle-Inclán, como

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Jardín Umbrío o la Sonata de Invierno. Se da en Valle-Inclán esa conjunción
Belleza-Muerte que constituye para Poe una de las claves de sus teorías sobre
la literatura de terror.
En la literatura de nuestros días el misterio no ha sido un tema tratado con
demasiada frecuencia, pero algunos atisbos indican que existe un cierto
movimiento de acercamiento hacia esos temas. Juan Benet en SubRosa ofrece
unas narraciones que responden a las características de las «ghost story» y
muy recientemente Cristina Fernández Cubas ha publicado un cuento, Mi
hermana Elba, en donde el dominio de los resortes que inducen hacia lo
extraño es perfecto.
Dentro de España y en las literaturas en lengua no castellana hay que
mencionar a los gallegos: Alvaro Cunqueiro, Vicente Risco y al, por
desgracia, ignorado Anxel Fole. Las letras catalanas cuentan con un escritor
magistral de historias fantásticas: Joan Perucho.

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Indudablemente es imposible agotar en unas pocas páginas toda
Otros la extensa nómina de autores y obras relacionados con la literatura de
autores
intriga y terror. Creemos haber ofrecido un muestrario significativo
de los grandes autores del género. No termina con ellos el repertorio
y de ahí la necesidad de mencionar, aunque de forma breve, otros escritores.
La literatura rusa cuenta con excelentes autores de narraciones de
misterio. De Nikolai Gógol es necesario citar sus relatos El Viy y La Nariz; de
Leónidas Andreiev, El Misterio; de Chejov, La celda n.° 9, y de Aleksei
Tolstoi, La familia Vardalak, una extraordinaria narración sobre el tema de
los vampiros.
Al checo Gustav Meyrink debemos una de las novelas más importantes:
El Golem, donde al enigmático mundo judío se superponen visiones
emparentadas con Hoffmann.
El italiano Dino Buzzati es un prestigioso autor de relatos insólitos como
El fin del mundo o Una casa que empieza con L, pero personalmente
recordamos con verdadero agrado una narración fantástica sobre el pintor El
Bosco, que introduce en el prólogo a un estudio sobre su pintura.
En la literatura hispanoamericana sobresalen algunas de las mejores obras
de misterio en lengua castellana. De Horacio Quiroga, un magistral discípulo
de Poe, es necesario citar Los buques suicidantes y El espectro. De Amado
Nervo, Amnesia, El sexto sentido y El donador de almas. Ernesto Sábato con
Informe sobre ciegos, que incluye en su novela Sobre héroes y tumbas, logra
una de las cumbres del género, y Jorge Luis Borges es nada más y nada
menos que el creador del misterio metafísico.
Finalizaremos llamando la atención sobre un autor casi absolutamente
desconocido: el persa Sadegh Hedayat, en cuya novela La lechuza ciega hay,
como en Poe, una necrofilia patente y una atmósfera terrorífica. Por su afición
al opio y al alcohol y su insistencia en el motivo del enterrado vivo, recuerda
inevitablemente al bostoniano. Hedayat nació en Teherán en 1903 y se
suicidó en París —acaso un día de aguacero— en 1951.

Hemos insistido en que lo que caracteriza a la novela de
intriga o misterio es el hecho de que, tanto sus contenidos Consideración
final
temáticos como sus rasgos formales, están encaminados a la
exasperación sensitiva del lector, a la producción en él de
miedo. De lo que hemos ofrecido a lo largo de las páginas de esta
Introducción se deduce que, en cada período o momento literario, la
producción del miedo se logra de modos muy diversos.

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En la literatura de nuestros días se ha producido un cambio cualitativo que
afecta, entendemos que de una forma decisiva, a las raíces del género. En
efecto, frente a la novela decimonónica caracterizada por la presencia de una
trama con inicio, nudo y desenlace, la narrativa actual se ha desembarazado,
entre otras cosas, de la lógica de esta secuencia. El desenlace ya no es un
presupuesto que aparezca de forma inevitable; es más, su ausencia es uno de
los rasgos de la literatura de nuestros días. Si ello es así, se comprenderá que
la provocación de una ansiedad que no se verá resuelta varía sustancialmente
los principios de la novela de terror.
La ansiedad no resuelta da lugar a un nuevo tipo de narraciones: la
literatura de lo absurdo, y es ahí, en esa categoría pariente pero no igual al
terror, donde debe situarse la obra de ciertos autores que algunos sitúan,
erróneamente a nuestro entender, en el campo del misterio. A pesar de que
cronológicamente pertenece a la narrativa del XIX, Bartleby, el escribiente, de
Herman Melville, es para nosotros el primer atisbo de lo que hemos calificado
como literatura de lo absurdo. El Proceso y El Castillo, de Kafka, son
ejemplos semejantes.

Juan y Constantino BÉRTOLO CADENAS

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El gato negro

No espero ni pido que nadie crea el extravagante pero sencillo relato que me
dispongo a escribir. Loco estaría, de veras, si lo esperase, cuando mis sentidos
rechazan su propia evidencia. Sin embargo, no estoy loco, y ciertamente no
sueño. Pero mañana moriré, y hoy quiero aliviar mi alma. Mi propósito
inmediato es presentar al mundo, clara, sucintamente y sin comentarios, una
serie de episodios domésticos. Las consecuencias de estos episodios me han
aterrorizado, me han torturado, me han destruido. Sin embargo, no trataré de
interpretarlos. Para mí han significado poco, salvo el horror; a muchos les
parecerán más barrocos que terribles. En el futuro, tal vez aparezca alguien
cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes, una inteligencia
más tranquila, más lógica y mucho menos excitante que la mía, capaz de ver
en las circunstancias, que detallo con temor, sólo una sucesión ordinaria de
causas y efectos muy naturales.
Desde la infancia me distinguía por la docilidad y humanidad de mi
carácter. La ternura de mi corazón era incluso tan evidente, que me convertía
en objeto de burla para mis compañeros. Sobre todo, sentía un gran afecto por
los animales y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba la
mayor parte de mi tiempo con ellos y nunca me sentía tan feliz como cuando
les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter crecía conmigo
y, cuando ya era hombre, me proporcionaba una de mis principales fuentes de
placer. Aquellos que han sentido afecto por un perro fiel y sagaz no necesitan
que me moleste en explicarles la naturaleza ni la intensidad de la satisfacción
así recibida. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega
directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la mezquina
amistad y frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de descubrir que mi mujer tenía un
carácter no incompatible con el mío. Al observar mi preferencia por los
animales domésticos, ella no perdía oportunidad de conseguir los más
agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso
perro, conejos, un mono pequeño y un gato.

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Este último era un hermoso animal, notablemente grande, completamente
negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer,
que en el fondo era un poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua
creencia popular de que todos los gatos negros eran brujas disfrazadas. No
quiero decir que lo creyera en serio, y sólo menciono el asunto porque lo he
recordado ahora por casualidad.
Pluto[5] —tal era el nombre del gato— era mi predilecto y mi camarada.
Sólo yo le daba de comer, y él me acompañaba en casa por todas partes.
Incluso me resultaba difícil impedir que me siguiera por las calles.
Nuestra amistad duró, así, varios años, en el transcurso de los cuales mi
temperamento y mi carácter, por medio del demonio Intemperancia (y
enrojezco al confesarlo), habían empeorado radicalmente. Día a día me fui
volviendo más irritable, malhumorado e indiferente hacia los sentimientos
ajenos. Me permitía usar palabras duras con mi mujer. Por fin, incluso llegué
a infligirle violencias personales. Mis animales, por supuesto, sintieron
también el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a
hacerles daño. Hacia Pluto, sin embargo, aún sentía el suficiente respeto como
para abstenerme de maltratarlo, como hacía, sin escrúpulos, con los conejos,
el mono y hasta el perro, cuando por accidente, o por afecto, se cruzaban en
mi camino. Pero mi enfermedad empeoraba —pues ¿qué enfermedad es
comparable al alcohol?—, y al fin incluso Pluto, que entonces envejecía y, en
consecuencia, se ponía irritable, incluso Pluto empezó a sufrir los efectos de
mi mal humor.
Una noche, al regresar a casa, muy embriagado, de uno de mis lugares
predilectos del centro de la ciudad, me imaginé que el gato evitaba mi
presencia. Lo agarré y, asustado por mi violencia, me mordió levemente en la
mano. Al instante se apoderó de mí la furia de un demonio. Ya no me
reconocía a mí mismo. Mi alma original pareció volar de pronto de mi
cuerpo; y una malevolencia, más que diabólica, alimentada por la ginebra,
estremeció cada fibra de mi ser. Saqué del bolsillo del chaleco un
cortaplumas, lo abrí, sujeté a la pobre bestia por la garganta y
¡deliberadamente le saqué un ojo! Siento vergüenza, me abraso, tiemblo
mientras escribo de aquella condenable atrocidad.
Cuando con la mañana mi razón retornó, cuando con el sueño se habían
pasado los vapores de la orgía nocturna, experimenté un sentimiento de horror
mezclado con remordimiento ante el crimen del que era culpable, pero sólo
era un sentimiento débil y equívoco, y no llegó a tocar mi alma. Otra vez me
hundí en los excesos y pronto ahogué en vino todo recuerdo del acto.

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Entretanto, el gato mejoraba lentamente. La cuenca del ojo perdido tenía,
sin duda, un aspecto horrible, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba,
como de costumbre, por la casa; pero, como era de esperar, huía presa del
pánico cuando me acercaba a él. Aún quedaban en mí, al principio, gran parte
de mis antiguos sentimientos como para sentirme agraviado por la evidente
antipatía de un animal que una vez me había querido tanto. Pero ese
sentimiento pronto cedió paso a la irritación. Y entonces se presentó, como
para mi derrota final e irrevocable, el espíritu de la PERVERSIDAD. La
filosofía no tiene en cuenta a este espíritu. Sin embargo, estoy tan seguro de
que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos
primitivos del corazón humano…, una de las facultades o sentimientos
primarios indivisibles, que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha
encontrado cien veces cometiendo una acción malvada o tonta por la simple
razón de que sabe que no debía cometerla? ¿No tenemos una tendencia
permanente, en contra de nuestro buen sentido, a transgredir lo que constituye
la Ley simplemente por el hecho de serla? Este espíritu de la perversidad,
como he dicho, causó mi derrota final. Era aquel insondable anhelo que tenía
el alma de acosarse, de violentar su propia naturaleza, de hacer el mal por el
mal mismo, lo que me empujó a continuar y finalmente a consumar el agravio
que había infligido al inocente animal. Una mañana, a sangre fría, le pasé un
lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol, lo ahorqué mientras
las lágrimas me brotaban de los ojos y el más amargo remordimiento me
apretaba el corazón; lo ahorqué porque sabía que me quería, y porque creía
que no me había dado motivos para sentirme ofendido; lo ahorqué porque
sabía que al hacerlo cometía un pecado, un pecado mortal que pondría en tal
peligro mi alma, que la llevaría —si ello fuera posible— más allá del alcance
de la misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.
La noche del día en que cometí ese acto cruel me despertaron gritos de
«¡Fuego!». Las cortinas de mi cama estaban en llamas. La casa entera ardía.
Con gran dificultad pudimos escapar del incendio mi mujer, un sirviente y yo.
Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y, desde entonces,
me resigné a la desesperación.
Estoy por encima de la debilidad de intentar establecer una relación de
causa y efecto entre el desastre y la atrocidad que cometí. Me limito a detallar
una cadena de hechos, y no quiero dejarme ni un posible eslabón. Al día
siguiente del incendio visité las ruinas. Todas las paredes, salvo una, se
habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique, de poco espesor,
situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba la cabecera de mi

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cama. El yeso del tabique había resistido, en gran medida, la acción del fuego,
cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una apretada muchedumbre se había
reunido alrededor de esta pared y varias personas parecían examinar parte de
la misma atenta y minuciosamente. Las palabras «¡extraño!, ¡raro!» y otras
expresiones semejantes despertaron mi curiosidad. Me acerqué al lugar y vi,
como grabada en bajorrelieve sobre la blanca superficie, la figura de un
gigantesco gato. La imagen mostraba una precisión verdaderamente
maravillosa. Había una cuerda alrededor del pescuezo del animal.
Al contemplar por primera vez esta aparición —porque apenas podía
considerarla otra cosa—, mi asombro y mi terror eran extremos. Pero al fin la
reflexión vino en mi ayuda. El gato, como recordé, había quedado ahorcado
en el jardín, cerca de la casa. Cuando sonó la alarma del incendio, este jardín
fue invadido inmediatamente por la muchedumbre y alguien debía de haber
cortado la cuerda y tirado el animal en mi habitación por la ventana abierta.
Seguramente lo habían hecho con la intención de despertarme. La caída de las
otras paredes había empotrado a la víctima de mi crueldad en la masa de yeso
recién aplicada, cuya cal, junto con las llamas y el amoníaco desprendido del
cadáver, había producido entonces la imagen tal y como yo la vi.
Aunque así, fácilmente, estas explicaciones calmaron mi razón, si no
enteramente mi conciencia, sobre el asombroso hecho que acabo de describir,
lo ocurrido no dejó de impresionar profundamente mi imaginación. Durante
meses no pude librarme del fantasma del gato y en todo este período mi
espíritu experimentó un vago sentimiento que recordaba, sin serlo, el
remordimiento. Llegué incluso a lamentar la pérdida del gato y a buscar en
los envilecidos lugares que habitualmente frecuentaba otro animal de la
misma especie y de una apariencia semejante, que pudiera ocupar su lugar.
Una noche, mientras estaba sentado, medio borracho, en una más que
infame taberna, de pronto me llamó la atención un objeto negro que yacía
sobre la tapa de uno de los enormes toneles de ginebra o de ron, que
constituían el principal mobiliario del lugar. Durante algunos minutos yo
había estado mirando fijamente la parte superior de ese tonel y lo que me
sorprendió entonces fue el hecho de no haber visto antes el objeto que se
hallaba encima. Me acerqué a él y lo toqué con la mano. Era un gato negro,
un gato muy grande, tan grande como Pluto y con un gran parecido a él en
todos los aspectos, salvo en uno. Pluto no tenía ni un pelo blanco en el
cuerpo, pero este gato mostraba una mancha blanca, grande aunque
indefinida, que le cubría casi todo el pecho.

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Cuando lo toqué, se levantó en seguida, empezó a ronronear con fuerza, se
restregó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Éste era,
pues, el animal que andaba buscando. Inmediatamente propuse comprárselo al
tabernero, pero esa persona me dijo que no era el dueño, que no sabía nada
del gato, y que nunca antes lo había visto.
Seguí acariciando el gato y, cuando me levanté para marcharme a casa, el
animal se mostró dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, y a
ratos me inclinaba y lo acariciaba mientras venía a mi lado. Cuando estuvo en
casa se acostumbró en seguida y pronto llegó a ser el gran favorito de mi
mujer.
Por mi parte, en seguida descubrí que surgía en mí una antipatía hacia el
animal. Era exactamente lo contrario de lo que yo había esperado, pero, sin
que sepa cómo ni por qué ocurría, su evidente afecto por mí me disgustaba y
me irritaba. Lentamente tales sentimientos de disgusto y molestia se
transformaron en la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal;
una cierta vergüenza y el recuerdo de mi acto de crueldad me prohibían
abusar de él físicamente. Durante algunas semanas no le pegué ni lo maltraté
con violencia; pero gradualmente, muy gradualmente, llegué a sentir una
inexpresable repugnancia por él y a huir en silencio de su odiosa presencia,
como si escapara de la emanación de la peste.
Lo que, sin duda, aumentaba mi odio hacia el animal fue el
descubrimiento, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, de que aquel
gato, igual que Pluto, había perdido uno de sus ojos. Sin embargo,
precisamente esta circunstancia lo hizo más querido de mi mujer, quien, como
ya he dicho, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que una vez
habían sido el rasgo distintivo de mi temperamento y la fuente de muchos de
mis más simples y puros placeres.
Con mi aversión hacia el gato, su cariño por mí parecía a la vez aumentar.
Seguía mis pasos con una pertinacia que me sería difícil hacer comprender al
lector. Dondequiera que me sentara venía a agazaparse bajo mi silla, o saltaba
a mis rodillas, cubriéndome con sus repugnantes caricias. Si me levantaba a
pasear, se metía entre mis pies y así, casi, me hacía caer, o clavaba sus largas
y afiladas garras en mi ropa y de esa forma trepaba hasta mi pecho. En
aquellos momentos, aunque ansiaba destruirlo de un golpe, me sentía, no
obstante, refrenado; en parte por la memoria de mi crimen anterior, pero
principalmente —déjenme confesarlo ya— por un terrible temor al animal.
No era exactamente aquel temor miedo a un mal físico, y, sin embargo, no
sabría cómo definirlo de otro modo. Me siento casi avergonzado de admitir,

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sí, incluso ahora, desde esta celda para criminales, casi me siento
avergonzado de admitir que el terror y el horror que aquel animal me causaba
habían sido alimentados por una de las más insignificantes quimeras que fuera
posible concebir. Más de una vez, mi mujer me había llamado la atención
sobre el aspecto de la mancha de pelo blanco, de la cual ya he hablado, y que
constituía la única diferencia visible entre esa extraña bestia y la que yo había
matado. El lector recordará que esta mancha, aunque era grande, había sido al
principio muy indefinida, pero, gradualmente, casi imperceptiblemente, de
forma que mi razón luchó durante largo tiempo para rechazar ese cambio
como imaginario, la mancha fue adquiriendo una rigurosa nitidez en sus
contornos. Era ya la imagen de un objeto que tiemblo al nombrar —y por ello
sobre todo odiaba, temía y me habría librado del monstruo si me hubiese
atrevido a hacerlo—, era, digo, la imagen de una cosa atroz, horrible, ¡la
imagen del PATIBULO! ¡Oh, fúnebre y terrible máquina del horror y del
crimen, de la agonía y de la muerte!
Y entonces sentía de veras sobre mí una desgracia mayor que la simple
desgracia humana. ¡Y pensar que una bestia, cuyo semejante yo había
destruido desdeñosamente, una bestia podía obrar sobre mí, sobre mí, un
hombre creado a imagen y semejanza de Dios, tanta insufrible miseria! ¡Ay,
ni de día ni de noche conocía ya la bendición del descanso! De día el animal
no me dejaba en paz ni un momento, y de noche despertaba yo sobresaltado
por sueños de indescriptible terror para sentir el ardiente aliento de aquella
cosa en mi cara y su enorme peso —encarnada pesadilla que no tenía yo el
poder de quitarme de encima— descansando eternamente sobre mi corazón.
Bajo la opresión de tormentos como éstos, sucumbió en mí el débil
vestigio del bien. Ya mis únicos acompañantes íntimos eran pensamientos
malvados, los más oscuros y los más malignos pensamientos. El mal humor
de mi disposición habitual creció hasta convertirse en un odio a todas las
cosas y a toda la humanidad; y mi mujer, que de nada se quejaba, era la más
habitual y más paciente víctima de las repentinas, frecuentes e incontrolables
explosiones de furia a que me abandonaba entonces ciegamente.
Un día ella me acompañó, cuando iba a algún quehacer doméstico, al
sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me
siguió mientras bajaba la empinada escalera y casi me hizo caer cabeza abajo,
lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando, en mi
rabia, el temor infantil que hasta entonces había detenido mi mano, lancé un
golpe que hubiera causado la muerte instantánea del animal, de haber caído
como deseaba. Pero la mano de mi mujer detuvo el golpe. Provocado por su

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intervención, estalló en mí una rabia más que demoníaca; logré soltar mi
brazo de su mano y le hundí el hacha en la cabeza. Cayó muerta a mis pies,
sin un quejido.
Consumado el horrible asesinato, me dediqué deliberadamente a la tarea
de ocultar el cuerpo. Sabía que no podía sacarlo de casa, ni de día ni de noche,
sin correr el riesgo de que los vecinos me vieran. Se me ocurrieron varias
ideas. Por un momento pensé cortar el cadáver en pequeños trozos y
destruirlos con el fuego. En otro momento decidí cavar una tumba en el suelo
del sótano. Luego consideré si debía arrojarlo al pozo del jardín, o meterlo en
una caja, como si fueran mercancías, y, con los trámites normales, llamar a un
mozo de cuerda para que lo retirase de la casa. Por fin, encontré lo que me
pareció un recurso mucho mejor que cualquiera de éstos. Decidí emparedar el
cadáver en el sótano, tal como se cuenta que los monjes de la Edad Media
hacían con sus víctimas.
Para un propósito semejante el sótano era idóneo. Las paredes no habían
sido sólidamente construidas y se les había aplicado una capa de yeso basto,
que la humedad del ambiente no había dejado endurecer. Además, en una de
las paredes había un saliente, motivado por una falsa chimenea, que se había
rellenado de forma que se pareciera al resto del sótano. No tenía dudas de que
fácilmente podía quitar los ladrillos de esa parte, introducir el cadáver y
taparlo todo como antes, de manera que ninguna mirada pudiera descubrir
nada sospechoso.
Y mis cálculos no me desilusionaron. Con una palanca saqué fácilmente
los ladrillos, y después de colocar con cuidado el cuerpo contra la pared
interior, lo apuntalé en esa posición y casi sin dificultad volví a colocar los
ladrillos en la forma original. Después de procurarme argamasa, arena y
cerda, preparé con la mayor precaución posible un yeso que no se podía
distinguir del antiguo, y revoqué cuidadosamente, de nuevo, el enladrillado.
Cuando acabé, me sentí satisfecho de que todo hubiera quedado bien. La
pared no mostraba la menor señal de haber, sido alterada. Recogí del suelo los
desechos con el más minucioso de los cuidados. Triunfante, miré alrededor y
me dije: «Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano».
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia que había sido la causa
de tanta desdicha; porque al fin me sentí firmemente resuelto a matarla. Si
hubiera podido encontrar el gato en ese momento, su destino habría quedado
para siempre sellado; pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la
violencia de mi anterior acceso de cólera, se negaba a presentarse mientras yo
siguiera de mal humor. Es imposible describir, ni imaginar, el profundo y

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dichoso sentimiento de alivio que la ausencia del odiado animal trajo a mi
pecho. No apareció aquella noche, y así al menos durante una noche, por
primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y
tranquilamente; ¡sí, pude dormir, incluso con el peso del asesinato sobre mi
alma!
Pasaron el segundo y el tercer día, y aún no volvía mi atormentador. Una
vez más respiraba como un hombre libre. ¡El monstruo aterrorizado había
huido del lugar para siempre! ¡No volvería a verlo jamás! ¡Mi felicidad era
suprema! La culpa de mi negro acto me molestaba poco. Se habían hecho
algunas indagaciones, pero éstas hallaron respuesta sin dificultad. Incluso
habían registrado la casa, pero, por supuesto, no se descubrió nada. Yo
consideraba asegurada mi felicidad futura.
Al cuarto día, después del asesinato, un grupo de policías entró en la casa
intempestivamente y procedió otra vez a una rigurosa investigación. Seguro
de que mi lugar de ocultación era inescrutable, no sentí la menor inquietud.
Los agentes me pidieron que los acompañara en su registro. No dejaron
ningún rincón ni escondrijo sin explorar. Al fin, por tercera o cuarta vez,
bajaron al sótano. No me temblaba ni un solo músculo. Mi corazón latía
tranquilamente como el de quien duerme en la inocencia. Me paseaba de un
lado a otro del sótano. Crucé los brazos sobre el pecho y me puse a dar
vueltas despreocupadamente. Los policías quedaron totalmente satisfechos y
se disponían a marcharse. El júbilo de mi corazón era demasiado fuerte para
ser reprimido. Ardía en deseos de decirles, al menos, una palabra como
prueba de triunfo, y de asegurar doblemente su certidumbre sobre mi
inocencia.

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—Caballeros —dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera—, me
alegro de haber disipado sus sospechas. Les deseo a todos felicidad, y un poco
más de cortesía. Por cierto, caballeros, ésta es una casa muy bien construida
—en mi rabioso deseo de decir algo con naturalidad no me daba completa
cuenta de mis palabras—, me permito decir que es una casa de excelente
construcción. Estas paredes (¿ya se marchan ustedes, caballeros?), estas
paredes son de gran solidez y entonces, empujado por el puro frenesí de mis
bravatas, golpeé pesadamente con el bastón que llevaba en la mano sobre esa
misma parte de la pared de ladrillo detrás de la cual se hallaba el cadáver de la
esposa de mi alma.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas
se había silenciado la repercusión de mis golpes, cuando ¡una voz me contestó
desde dentro de la tumba! Un quejido, al principio ahogado y entrecortado
como el sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta
transformarse en un largo, fuerte y continuo grito, totalmente anómalo e
inhumano, un aullido, un quejumbroso alarido, mezcla de horror y triunfo,
como sólo pudiera surgir en el infierno, al unísono, de la garganta de los
condenados en su agonía y de los demonios gozosos en la condenación.
Hablar de mis propios pensamientos de entonces es un disparate.
Desmayándome, di unos tambaleantes pasos hacia la pared de enfrente. Por
un instante el grupo de hombres, en la escalera, quedó inmóvil, preso de un
extremo y espantoso terror. Al momento, una docena de fuertes brazos
trabajaban en la pared. Cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y
cubierto de sangre coagulada, apareció erguido ante los ojos de los
espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el solitario ojo como
de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido
al asesinato y cuya voz delatora me entregaba ahora al verdugo. ¡Había
emparedado al monstruo en la tumba!

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Manuscrito hallado en una botella

Qui n’a plus qu’un moment à vivre


N’a plus rien à dissimuler.

QUINAULT, Atys[6]

De mi país y mi familia poco tengo que contar. El trato injusto y el paso de


los años me alejaron del uno y me distanciaron de la otra. Una considerable
herencia me permitió recibir una preparación poco común, y la inclinación
contemplativa de mi ánimo me facilitó la ordenación metódica de los
conocimientos que mis tempranos estudios habían ido acumulando
asiduamente. Más que cualquier otra cosa, el estudio de los moralistas
alemanes me ofrecía un gran placer, no porque equivocadamente admirase yo
su elocuente locura, sino por la facilidad con que mis hábitos de pensamiento
estricto me permitían descubrir sus falsedades. Se me ha reprochado con
frecuencia la aridez de mi espíritu; la falta de imaginación se me ha imputado
como un crimen; y el pirronismo[7] de mis opiniones me ha dado fama en
todo momento. En realidad temo que mi fuerte predilección por la filosofía
física haya impregnado mi mente de un error muy frecuente en nuestra época,
me refiero a la costumbre de atribuir todo suceso, incluso el menos
susceptible de tal atribución, a los principios de aquella ciencia. En general,
nadie podría encontrarse menos expuesto que yo al peligro de salirse de los
severos límites de la verdad, seducido por los ignes fatui[8] de la superstición.
Me ha parecido apropiado establecer esta premisa, para que el increíble relato
que he de narrar no sea considerado el desvarío de una tosca imaginación en
vez de la experiencia positiva de una inteligencia para la cual los ensueños de
la fantasía han sido letra muerta y nula.
Después de pasar largos años viajando por el extranjero, en el año 18 me
embarqué en el puerto de Batavia, ciudad de la rica y populosa isla de Java,
para hacer un viaje al archipiélago de las islas de la Sonda[9]. Iba como

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pasajero, sin otro motivo que una especie de inquietud nerviosa que me
perseguía como si fuera un espíritu maligno.
Nuestro barco era un hermoso navío de unas cuatrocientas toneladas, tenía
remaches de cobre y había sido construido en Bombay, de madera de teca de
Malabar. Transportábamos una carga de algodón y aceite de las islas
Laquedivas[10]. También llevábamos a bordo bonote, azúcar de palmera,
manteca clarificada de leche de búfalo, cocos y unos cajones de opio. El
arrumaje había sido torpemente hecho y, por lo tanto, el barco aguantaba poca
vela.
Partimos con poco viento, y durante muchos días navegamos por la costa
oriental de Java, sin otro incidente para paliar la monotonía de nuestro
derrotero que el encuentro ocasional con algunos de los pequeños grabs[11]
del archipiélago a donde nos dirigíamos.
Una tarde, mientras me encontraba apoyado en el coronamiento, observé
una muy extraña y aislada nube hacia el noroeste. Era notable tanto por su
color como por ser la primera que habíamos visto desde nuestra partida de
Batavia. Estuve mirándola con gran atención hasta la puesta del sol, cuando
de pronto se extendió hacia el este y el oeste, ciñendo el horizonte con una
estrecha franja de vapor que parecía una línea de costa baja. En seguida me
llamó la atención el color rojizo oscuro de la luna y la extraña apariencia del
mar. Éste pasaba por un cambio rápido y el agua parecía más transparente que
de costumbre. Aunque podía distinguir el fondo claramente, sin embargo, al
echar la sonda, descubrí que el barco se hallaba en quince brazas. El aire se
había vuelto intolerablemente cálido y se llenaba de exhalaciones en espiral
semejantes a las que despide el hierro candente. Mientras caía la noche, hasta
el último soplo de viento se extinguía, y hubiera sido imposible concebir
calma más absoluta. La llama de una vela colocada en la popa brillaba sin
oscilación visible, y un pelo largo, sostenido entre un dedo y el pulgar,
colgaba sin que fuera posible descubrir la menor vibración. No obstante,
como el capitán dijo que no veía indicación de peligro y como evidentemente
estábamos derivando hacia la costa, mandó aferrar las velas y echar el ancla.
No se montó la guardia, y la tripulación, formada principalmente por
malayos, se tendió a descansar sobre la cubierta. Bajé a la cámara, no sin
sentir un claro presentimiento del mal. En realidad, todas las apariencias
justificaban mis aprensiones de un huracán. Comuniqué mis temores al
capitán; pero él no hizo caso de mis palabras y se alejó sin dignarse darme
una respuesta. Mi inquietud, sin embargo, no me permitía dormir, y alrededor
de medianoche subí a cubierta. Mientras apoyaba el pie en el último peldaño

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de la escalera de toldilla, me sobresaltó un fuerte rumor como el zumbido que
produce una rueda de molino girando rápidamente, y antes de que pudiera
captar el significado del ruido descubrí que la embarcación temblaba hasta su
centro. Al instante, un mar de espuma escoró el barco y, atravesándolo de
proa a popa, barrió por entero las cubiertas.
La extremada furia de la ráfaga resultó ser, en gran medida, la salvación
del barco. Aunque se encontraba totalmente sumergido, no obstante, como sus
mástiles se fueron por la borda, después de un minuto surgió lentamente del
mar, y vacilando un rato bajo la inmensa presión de la tempestad, por fin se
enderezó.
Me es imposible decir por qué milagro escapé de la destrucción. Aturdido
por el choque del agua, me encontré, después de volver en mí, apresado entre
el codaste y el timón. Con gran dificultad me puse en pie, y mirando a mi
alrededor, mareado, lo primero que me impresionó fue la idea de que nos
encontrábamos entre los rompientes, porque la vorágine formada por las
montañas de espuma y agua en que estábamos sumidos sobrepasaba en terror
la creada por la más alocada imaginación. Después de un rato oí la voz de un
viejo sueco, que había embarcado con nosotros en el momento en que el
barco partía del puerto. Le llamé con todas mis fuerzas, y al poco rato vino
tambaleándose a popa. Pronto descubrimos que éramos los únicos
supervivientes del accidente. Todos los que se encontraban en la cubierta, a
excepción de nosotros, habían sido barridos y lanzados por la borda; el
capitán y los oficiales debían de haber perecido mientras dormían, porque los
camarotes estaban inundados. Sin ayuda, no podíamos esperar hacer mucho
para salvar el barco, y al principio nuestros esfuerzos estaban paralizados por
el miedo a zozobrar en cualquier momento. El cable del ancla, por supuesto,
se había roto como un bramante al primer soplo del huracán, de lo contrario
nos hubiéramos hundido en un momento. Corríamos con terrible velocidad
delante del viento y el oleaje rompía sobre la cubierta. El armazón de popa
estaba muy destrozado y en muchos aspectos el barco había sido dañado; pero
con gran alegría descubrimos que las bombas no estaban atascadas y que no
se había desplazado el lastre. Ya había pasado la furia del huracán, y pocos
peligros temíamos de la violencia del viento; pero nos inquietaba que cesara
por completo, pues creíamos que dada la desastrosa condición del barco
pereceríamos en el tremendo oleaje que seguiría de inmediato. Sin embargo,
esta legítima aprensión no parecía que de ninguna manera fuera a verse
prontamente verificada. Durante cinco días y cinco noches, en el transcurso
de los cuales nuestro único alimento fue una pequeña cantidad de azúcar de

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palmera conseguida con gran dificultad en el castillo de proa, el maltratado
barco voló a una velocidad que desafiaba toda medida, impulsado por
sucesivas ráfagas de viento, que aun sin igualar la primera violencia del
huracán eran más aterradoras que cualquier tempestad que hubiera visto antes.
Nuestro rumbo, con pequeñas variaciones, durante los primeros cuatro días
fue sur-sureste; y debíamos de haber pasado delante de la costa de Nueva
Holanda. Al quinto día el frío se hizo extremo, aunque el viento había girado
un punto hacia el norte. El sol se alzó con un brillo amarillo enfermizo, y
subió muy pocos grados por encima del horizonte, sin emitir una luz decisiva.
No se veían nubes, aunque el viento arreciaba y soplaba con una furia
inconstante e irregular. Hacia mediodía, según la aproximación con que
podíamos adivinar la hora, otra vez nos llamó la atención la apariencia del sol.
No daba luz que mereciera propiamente tal nombre, sino un resplandor
apagado y tétrico sin reflejos, como si estuvieran polarizados todos sus rayos.
Poco antes de sumergirse en el henchido mar se apagaron sus fuegos
centrales, como si los extinguiera de repente algún inexplicable poder. Sólo
era un pálido contorno plateado mientras se precipitaba al insondable mar.
En vano esperamos la llegada del sexto día… Ese día aún no ha llegado
para mí, y para el sueco no llegó jamás. Desde entonces estuvimos envueltos
en una negra oscuridad, hasta tal punto que no hubiéramos podido ver un
objeto a veinte pasos del barco. La noche eterna continuó rodeándonos, sin el
alivio de aquella luminosidad fosfórica del mar que solíamos ver en la zona
tropical. También observamos que, si bien la tempestad seguía bramando con
violencia no disminuida, ya no se veía la apariencia de oleaje, o de espuma,
que antes nos había circundado. Alrededor de nosotros todo era horror y
tenebrosidad profunda y un negro y moribundo desierto de ébano. Un terror
supersticioso se insinuaba gradualmente en el ánimo del viejo sueco, y mi
propia alma estaba envuelta en un asombro silencioso. Descuidamos toda
atención al barco, por considerarla completamente inútil, y después de atarnos
tan bien como pudimos al tocón del palo de mesana, mirábamos amargamente
hacia aquel mundo del océano. No teníamos medios de calcular el paso del
tiempo, ni podíamos adivinar nuestra posición. Sin embargo, éramos
conscientes de haber llegado más hacia el sur de lo que fuera cualquier otro
navegante antes, y experimentamos gran asombro al no encontrar los
acostumbrados obstáculos de hielo. Mientras tanto, cada momento amenazaba
con ser el último para nosotros, cada oleada montañosa se apresuraba a
hundirnos. El oleaje sobrepasaba todo lo que yo había antes imaginado como
posible, y es un milagro que no fuéramos sumergidos al instante. Mi

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compañero habló de la ligereza de nuestro cargamento y me recordó las
excelentes cualidades de nuestro barco; pero yo no podía evitar un
sentimiento de completa desesperanza de la esperanza misma, y
melancólicamente me preparé para esa muerte que en mi opinión nada podía
retrasar más de una hora, ya que cada nudo que avanzaba el barco el oleaje de
las prodigiosas aguas negras se hacía más funestamente pasmoso. A veces nos
quedábamos casi sin aliento a una altura más elevada que la del albatros, a
veces nos mareábamos con la velocidad del descenso hacia algún infierno
acuoso, donde al aire quedaba estancado y ningún sonido molestaba el sueño
de los «kraken[12]».
Nos encontrábamos en el fondo de uno de estos abismos, cuando un
repentino grito de mi compañero se alzó horriblemente en la noche. «¡Mira!
¡Mira! —gritó, chillando en mi oído—. ¡Dios todopoderoso! ¡Mira, mira!».
Mientras hablaba, me di cuenta de que un lúgubre y apagado resplandor de
luz roja fluía por las laderas del enorme abismo en donde nos hallábamos, y
arrojaba un brillo vacilante sobre nuestra cubierta. Levantando los ojos
contemplé un espectáculo que heló la corriente de mi sangre. A una terrorífica
altura, justo encima de nosotros, y sobre el mismo borde del empinado
descenso, flotaba un gigantesco buque de quizá cuatro mil toneladas. Aunque
levantado sobre la cumbre de una ola de más de cien veces su propia altura,
su tamaño aparente aún excedía el de cualquier buque de guerra o de la
Compañía de Indias Orientales. Su enorme casco era de un profundo negro
deslustrado, sin ninguno de los acostumbrados adornos de un navío. De las
portañolas abiertas se proyectaba una sola fila de cañones de bronce, de cuyas
superficies pulidas se desprendían los fuegos reflejados de innumerables
linternas de combate que se balanceaban entre las jarcias. Pero lo que más nos
inspiraba horror y asombro era que el buque tomaba rumbo a sotavento con
todas las velas desplegadas en medio de aquel mar sobrenatural y aquel
huracán ingobernable. Cuando lo descubrimos al principio sólo podía verse la
proa mientras se elevaba lentamente desde el tenebroso y horrible golfo que
quedaba detrás. Por un momento de intenso terror quedó parado el barco
sobre la vertiginosa cima, como si estuviera contemplando su propia
grandeza; y entonces tembló y vaciló y… se precipitó hacia abajo.
En aquel instante no sé qué repentina serenidad se apoderó de mi espíritu.
Tambaleando me situé tan a la popa como pude y esperé sin miedo la
destrucción que nos sobrevenía. Nuestro propio navío por fin dejaba de luchar
e iba zozobrando con la proa sumergida en el mar. Por lo tanto, la masa
descendente chocó con el barco en esa parte de su armazón que ya estaba

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hundida y el resultado inevitable fue arrojarme, con irresistible violencia,
sobre las jarcias del buque desconocido.
En el momento de mi caída, el barco vaciló y viró, y atribuí a la confusión
reinante el que yo pasara inadvertido a los ojos de la tripulación. Con no
mucha dificultad me abrí camino hacia la escotilla principal que estaba medio
abierta y pronto encontré la oportunidad de esconderme en la cala. Apenas
podría decir por qué lo hice. Un vago sentimiento de admiración temerosa que
se había apoderado de mi mente, cuando miré por primera vez a los
tripulantes, fue quizás el motivo de que me ocultara. No estaba dispuesto a
confiarme a una raza de gentes que, después de la superficial ojeada que había
podido echarles, producían en mí tanta extrañeza, duda y aprensión. Por eso
pensé que era apropiado buscar un escondrijo en la cala. Lo conseguí
quitando unas pocas tablas movibles de tal manera que me dejara sitio entre
las enormes cuadernas del buque.
Apenas había terminado mi trabajo cuando unas pisadas en la cala me
obligaron a hacer uso del escondrijo. Un hombre pasó frente a mi refugio con
paso débil e inseguro. No pude verle la cara, pero tuve la oportunidad de
observar su aspecto general. Mostraba los signos de una muy avanzada edad y
de una gran debilidad. Temblaban sus rodillas bajo el peso de los años y todo
su cuerpo vacilaba al caminar. En voz baja y entrecortada murmuraba para sí
mismo unas palabras en una lengua que no pude entender, y él buscaba algo
desordenadamente en un rincón entre un sinnúmero de instrumentos extraños
y deterioradas cartas de navegación. Había en su actitud una alocada mezcla
del malhumor de la segunda infancia y de la solemne dignidad de un dios. Por
fin subió a cubierta y no volví a verlo más.

Un sentimiento, para el cual no encuentro nombre, se ha apoderado de mi
alma, una sensación que no admite análisis, ante la que las lecciones de
tiempos pasados no sirven y cuya clave temo que tampoco ofrezca el futuro.
Para una mente constituida como la mía, esta última consideración resulta ser
un terrible mal. Jamás, sé que jamás conoceré la naturaleza de mis conceptos.
Sin embargo, no es extraño que estos conceptos sean indefinidos, puesto que
tienen su origen en fuentes tan absolutamente novedosas. Un nuevo sentido,
una entidad nueva se ha añadido a mi alma.

Hace ya mucho que pisé por primera vez la cubierta de este terrible navío,
y creo que los rayos de mi destino se están concentrando en un foco.
¡Hombres incomprensibles! Envueltos en meditaciones de una especie que no

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puedo adivinar, pasan frente a mí sin darse cuenta de mi presencia. Ocultarme
es un absoluto desvarío, porque esta gente no quiere ver. Hace sólo un
momento pasé directamente delante de los ojos del contramaestre, y no hace
mucho que me atreví a entrar en el camarote privado del capitán y tomé de
allí los materiales con que escribo y con que he escrito antes. De vez en
cuando seguiré escribiendo este diario. Es verdad que tal vez no encuentre
oportunidad de comunicarlo al mundo, pero no dejaré de intentarlo. En el
último momento encerraré el manuscrito en una botella y la arrojaré al mar.

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Un incidente que ocurrió me ha dado nuevos motivos de meditación. ¿Son
estas cosas evidencia de la operación de un azar ingobernable? Me había
atrevido a subir a la cubierta y me había tumbado, sin llamar la atención, entre
un montón de flechastes y viejas velas, en el fondo de un bote. Mientras
meditaba sobre lo singular de mi destino, inconscientemente pintarrajeaba yo
con una brocha embadurnada de brea los bordes de una arrastradera
cuidadosamente doblada y colocada sobre un barril que había cerca. Esta vela
ya está envergada y los impensados toques de la brocha se despliegan,
formando la palabra «Descubrimiento».

Últimamente he hecho muchas observaciones sobre la estructura del
navío. Aunque está bien armado, creo que no es un buque de guerra. Sus
jarcias, construcción y equipo general, todo ello, niega una suposición
semejante. Fácilmente puedo percibir lo que el barco no es… Me temo que
sea imposible decir lo que es. No sé cómo ocurre, pero, cuando examino su
extraño modelo y el raro aspecto de sus mástiles, su enorme tamaño y su
extraordinario velamen, su proa severamente sencilla y su anticuada popa, a
veces cruza por mi mente una sensación de cosas familiares y siempre con
tales sombras de memoria se mezcla un inexplicable recuerdo de viejas
crónicas extranjeras y de edades antiguas.

He estado mirando las cuadernas del buque. Está construido con un
material que desconozco. Hay un aspecto peculiar de la madera que me
parece que la hace inservible para el propósito al cual se ha aplicado. Me
refiero a su extrema porosidad, que no se relaciona con la condición
carcomida que es debida a la navegación por estos mares, ni con la
podredumbre resultante de su edad. Quizá parezca una observación
demasiado extraña, pero esta madera tendría todas las características del roble
español, si el roble español fuera dilatado por medios anormales.
Al leer la frase anterior viene a mi memoria un curioso apotegma de un
viejo navegante holandés de rostro curtido por la intemperie. «Tan seguro es
—acostumbraba a decir cuando alguien ponía en duda su veracidad—, tan
seguro como que hay un mar donde el mismo barco crecerá como el cuerpo
vivo de un marinero».
Hace alrededor de una hora, me atreví a meterme entre un grupo de
tripulantes. No me hicieron el menor caso y, aunque estuve en medio de ellos,
parecían totalmente ajenos a mi presencia. Igual que el primero que había
visto en la cala, todos mostraban las señales de una muy avanzada edad. Sus

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rodillas temblaban de debilidad, sus hombros se doblaban de decrepitud, su
piel marchitada se estremecía en el viento, sus voces eran bajas, trémulas y
entrecortadas; sus ojos brillaban con los humores de los años, y su pelo cano
ondeaba terriblemente en la tempestad. A su alrededor, por todas partes de la
cubierta, se veían esparcidos instrumentos matemáticos de la más peculiar y
anticuada construcción.

Mencioné hace algún tiempo que una arrastradera había sido izada. Desde
ese día el barco, con el viento en popa, ha seguido su aterradora carrera hacia
el sur, con todas las velas desplegadas, desde la galleta de mástil hasta las
botavaras de arrastraderas, y hundiendo a cada momento los penoles del
juanete en el más asombroso infierno de agua que la mente del hombre podría
imaginar. Acabo de bajar de la cubierta donde me resulta imposible
mantenerme de pie, aunque la tripulación parece experimentar poca
inconveniencia. Me parece un milagro de milagros que nuestra enorme masa
no sea tragada en el acto y para siempre. Sin duda estamos destinados a flotar
siempre en el mismo borde de la Eternidad, sin precipitarnos finalmente al
abismo. Por entre olas mil veces más gigantescas que las que he visto jamás
nos deslizamos con la facilidad de la rápida gaviota, y las colosales aguas
alzan las cabezas sobre nosotros como demonios de la profundidad, pero
como demonios son limitados a simples amenazas y se les prohíbe destruir.
Me siento inclinado a atribuir estos incidentes de salvación a la única causa
natural que puede explicar tal efecto. Debo suponer que el barco está
sometido a la influencia de alguna fuerte corriente o alguna impetuosa
corriente de fondo.

He visto al capitán cara a cara, y en su propio camarote, pero, como yo
esperaba, no me hizo caso. Aunque en su apariencia no hay nada que a los
ojos de un observador casual pudiera señalar que sea más o menos que un
hombre…, sin embargo un sentimiento de irremediable reverencia y temor se
mezclaba con el sentimiento de admiración con que yo lo contemplaba. Tiene
casi mi estatura, es decir, unos cinco pies ocho pulgadas. Su cuerpo es de
contextura sólida y firme, sin ser robusto ni notablemente delgado. Pero es la
singularidad de la expresión que domina su cara, es la intensa, la maravillosa,
la emocionante evidencia de una vejez tan absoluta, tan extrema, que excita
en mi espíritu una sensación, un sentimiento inefable. Su frente, aunque
apenas arrugada, parece llevar el sello de una miríada de años. Sus cabellos
canos son crónicas del pasado, y sus ojos, aún más grises, son sibilas del

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futuro. El suelo del camarote estaba cubierto de extraños infolios con broches
de hierro, desmoronados instrumentos de ciencia y obsoletas y olvidadas
cartas de navegación. El capitán tenía la cabeza inclinada, apoyada en las
manos, y estudiaba con llameantes e inquietos ojos un papel que tomé por una
comisión y que, en todo caso, llevaba la firma de un monarca. Murmuraba
para sí, como había hecho el primer marinero que vi en la cala, unas bajas y
malhumoradas sílabas en una lengua extranjera, y aunque estaba a mi lado, su
voz parecía llegar a mis oídos desde la distancia de una milla.

El barco y todos los que navegan en él están impregnados por el espíritu
de la Antigüedad. Los tripulantes se deslizan de un lado a otro como espectros
de sepultadas centurias, sus ojos comunican un significado ansioso e
intranquilo, y cuando sus dedos aparecen ante mis ojos bajo el desolado
resplandor de las linternas de combate, me siento como nunca antes me he
sentido jamás, aunque durante toda mi vida he sido comprador de
antigüedades y fui embebiendo las sombras de las derruidas columnas de
Baalbek, Tadmor y Persépolis[13], hasta que mi propia alma se ha convertido
en una ruina.

Cuando miro a mi alrededor, me siento avergonzado de mis aprensiones
anteriores. Si temblaba ante la tempestad que ha reinado hasta ahora, ¿no me
quedaré horrorizado ante la guerra de viento y mar, para la cual las palabras
tornado y huracán resultan insignificantes e ineficaces? Alrededor del barco
sólo reina la oscuridad de la noche eterna, y un caos de agua sin espuma, pero
a una legua a cada lado pueden verse indistintamente, a ratos, enormes
murallas de hielo, que se alzan hacia un desolado cielo y parecen las paredes
del universo.

Como había imaginado, resulta que el barco está en una corriente, si es
apropiado darle ese nombre a una marea que, bramando y aullando por entre
el blanco hielo, corre hacia el sur con la velocidad de una catarata que se
precipita al abismo.

Supongo que es absolutamente imposible concebir el horror de mis
sensaciones, sin embargo una curiosidad de penetrar en los misterios de estas
espantosas regiones predomina sobre mi desesperación y me reconciliará con
el aspecto más horroroso de la muerte. Es evidente que nos apresuramos hacia
algún conocimiento apasionante, algún secreto imposible de comunicar, cuyo

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alcance entraña la destrucción. Quizá esta corriente nos conduce al mismo
polo sur. He de confesar que una suposición aparentemente tan alocada tiene
todas las probabilidades a su favor.

La tripulación recorre la cubierta con pasos inquietos y trémulos, pero en
sus rostros hay una expresión más propia de la vehemencia de la esperanza
que de la apatía de la desesperanza.
Mientras tanto el viento sigue de popa y, como llevamos todas las velas
desplegadas, a veces el barco se levanta en vilo sobre el mar… ¡Oh, horror de
los horrores! De repente el hielo se abre a la derecha y a la izquierda y
estamos girando vertiginosamente, en enormes círculos concéntricos, dando
vueltas y vueltas por los bordes de un gigantesco anfiteatro, las cumbres de
cuyas paredes se pierden en la oscuridad y la distancia. Pero me queda poco
tiempo para pensar en mi destino, los círculos se reducen rápidamente, nos
precipitamos furiosamente a la vorágine y, entre el rugir y el bramar y el
tronar del océano y de la tempestad, el barco se estremece, ¡oh, Dios!, y… ya
se hunde.

NOTA.— El relato Manuscrito hallado en una botella se publicó


originalmente en 1831 [1833], y sólo muchos años después conocí los mapas
de Mercator[14], en los que el océano se representa como precipitándose por
cuatro bocas en el golfo polar (del Norte), para ser absorbido allí en las
entrañas de la tierra; el polo mismo se representa como una roca negra,
alzándose hasta una altura prodigiosa. (E. A. P.).

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Un descenso al Maelström

Los caminos de Dios en la Naturaleza, como en la


Providencia, no son como nuestros caminos; los modelos que
construimos no están de ninguna manera en proporción con la
vastedad, la profundidad y la inescrutabilidad de Sus obras, las
cuales contienen en sí una profundidad mayor que la del pozo
de Demócrito.
JOSEPH GLANVILLE[15]

Ya habíamos alcanzado la cumbre del despeñadero más alto. Durante unos


minutos el viejo parecía demasiado fatigado para hablar.
—No hace mucho tiempo —dijo por fin— yo podría haberle guiado por
este camino tan bien como el más joven de mis hijos; pero hace ya unos tres
años, me ocurrió un acontecimiento que nunca antes le había ocurrido a
ningún mortal (o por lo menos de manera que algún hombre sobreviviese para
contarlo), y las seis horas de terror mortal que aguanté entonces me han
quebrantado el cuerpo y el alma. Usted me supone un hombre muy viejo, pero
no lo soy. Bastó menos de un solo día para cambiar estos cabellos de un negro
azabache a blancos, para debilitar mis miembros y trastornarme los nervios de
tal forma que tiemblo cuando hago el menor esfuerzo y me asusto de una
sombra. ¿Sabe usted que apenas puedo mirar desde este pequeño risco sin
sentir vértigo?
El «pequeño risco» a cuyo borde se había tumbado a descansar tan
descuidadamente, que la parte más pesada de su cuerpo sobresalía del mismo,
mientras sólo se salvaba de la caída por la presión de su codo sobre el
extremo de canto resbaladizo, este «pequeño risco», un liso precipicio de
negra roca reluciente, se elevaba unos mil quinientos o mil seiscientos pies
desde el mundo de peñascos de más abajo. Nada me habría inducido a

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acercarme ni a unas seis yardas de su borde. En realidad, tan emocionado
estaba al ver la peligrosa posición de mi compañero, que me tendí sobre el
suelo, me aferré a los arbustos que había a mi alrededor y no me atrevía
siquiera a mirar hacia el cielo, mientras luchaba en vano por deshacerme de la
idea de que los mismos cimientos de la montaña estaban amenazados por la
furia de los vientos. Pasó un largo rato antes de que pudiera cobrar suficiente
ánimo para incorporarme y mirar a lo lejos.
—Usted tiene que sobreponerse a esas fantasías —dijo el guía—, porque
le he traído aquí para que tenga la mejor vista posible del escenario donde
ocurrió ese episodio que mencioné antes, y para contarle toda la historia con
el lugar ante sus ojos.
»Ahora nos encontramos —siguió, de esa forma detallada que
caracterizaba sus palabras—, ahora nos encontramos, digo, cerca de la costa
de Noruega, a sesenta y ocho grados de latitud, en la gran provincia de
Nordland y en el melancólico distrito de Lofoden. La montaña en cuya
cumbre estamos sentados es Helseggen, la Nublada. Estírese un poco más,
sujétese a las matas si se siente mareado, así, y mire allá lejos, más allá del
cinturón de niebla que hay bajo nuestros pies, hacia el mar.
Miré, sintiendo vértigo, y contemplé la ancha extensión del océano, cuyas
aguas tenían un color tan negro, que me recordó en seguida la descripción que
hace el geógrafo nubio del Mare Tenebrarum[16]. Ninguna imaginación
humana podría concebir panorama más deplorablemente desolado. A derecha
e izquierda, tan lejos como alcanzaba la mirada, se veían extendidas, como las
murallas del mundo, filas de riscos horriblemente negros y sobresalientes,
cuyo aspecto tenebroso destacaba aún más debido al oleaje que rompía contra
ellos su cresta espantosa y blanca, aullando y rugiendo eternamente.
Opuesta al promontorio sobre cuyo ápice nos hallábamos, y a una
distancia de cinco o seis millas mar adentro, se veía una pequeña isla de
aspecto desolado, o, más bien, se podría decir que su posición se percibía a
través de las bravas oleadas que la envolvían. A unas dos millas más cerca de
la costa se alzaba otra isla más pequeña, horriblemente escabrosa y estéril y
rodeada a trechos por montones de oscuras rocas.
En el espacio entre la isla más lejana y la costa se notaba algo insólito en
la apariencia del océano. Aunque en aquel momento soplaba un viento tan
fuerte hacia tierra que un bergantín mar afuera estaba a la capa con dos rizos
en la vela cangreja, y a cada instante se hundía el casco entero hasta
desaparecer de la vista, no había un oleaje agitado, sino sólo un breve, rápido
y furioso embate del agua en todas direcciones, tanto frente al viento como

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hacia otras partes. Se veía poca espuma, salvo en la proximidad inmediata de
las rocas.
—Aquella isla en la lejanía —continuó el viejo— la llaman Vurrgh los
noruegos. La que está a mitad de camino se llama Moskoe. Aquélla, una milla
al norte, es Ambaaren. Más allá se encuentran Iflesen, Hoeyholm, Kieldholm,
Suarven y Buckholm. Aún más allá, entre Moskoe y Vurrgh, se encuentran
Otterholm, Flimen, Sandflesen y Skarholm. Éstos son los nombres verdaderos
de aquellos lugares, pero por qué creyeron preciso darles nombres, es algo
que ni usted ni yo podemos comprender. ¿Oye algo? ¿Nota algún cambio en
el agua?
Llevábamos ya unos diez minutos en lo alto de Helseggen, a donde
habíamos ascendido desde el interior de Lofoden, de manera que no habíamos
visto el mar hasta que se presentó de golpe al llegar a la cumbre. Mientras el
viejo hablaba percibí un fuerte sonido que iba aumentando, como el rugir de
una enorme manada de búfalos en la pradera americana; y al mismo tiempo
noté que el aspecto del mar allá abajo, que era el que los marineros llaman
picado, se iba transformando rápidamente en una corriente lanzada en
dirección este. Mientras yo seguía mirando, la corriente adquirió una
velocidad monstruosa. A cada momento aumentaba su velocidad, su marcado
ímpetu. Cinco minutos después, todo el mar, hasta Vurrgh, se agitaba con
furia ingobernable, pero donde esa rabia dominaba más era entre Moskoe y la
costa. Allí la vasta superficie de las aguas, abierta y hendida por mil canales
antagónicos, reventaba de pronto en una convulsión frenética, levantándose,
hirviendo, silbando, girando en gigantescos e innumerables vórtices, y todo
aquello formaba remolinos y se disparaba hacia el este con una rapidez que el
agua no adquiere en ninguna otra parte, salvo en precipitadas caídas.
Pocos minutos después el panorama sufrió un nuevo cambio radical. La
superficie del agua se hizo más plana y los remolinos desaparecieron uno tras
otro, mientras prodigiosas franjas de espuma surgían donde antes no había
ninguna. Al rato, aquellas franjas se extendieron hasta una gran distancia, se
unieron, y empezaron a girar como los remolinos desaparecidos, pareciendo
formar el germen de otro aún más gigantesco. Súbitamente, muy rápido, todo
aquello adquirió una existencia clara y definida, formando un círculo de más
de media milla de diámetro. El borde del remolino estaba representado por
una ancha franja de brillante espuma, pero ni una partícula de ésta resbalaba
hacia la boca del terrorífico embudo, cuyo interior, hasta donde alcanzaba la
mirada, era una lisa, reluciente y negrísima pared de agua, inclinada hacia el
horizonte en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados, que giraba

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vertiginosamente con un movimiento oscilante y angustioso, lanzando a los
vientos un pasmoso clamor, medio aullido, medio rugido, que ni siquiera la
poderosa catarata del Niágara alza a los cielos en su agonía.
La montaña temblaba hasta sus mismos cimientos, y se estremecían las
rocas. Me dejé caer boca abajo y, en un exceso de agitación nerviosa, me
agarré a las escasas plantas.
—Esto —dije por fin al viejo—, esto no puede ser más que el gran
remolino del Maelström.
—Así suelen llamarlo —dijo—. Nosotros los noruegos le llamamos el
Moskoe-ström, por la isla de Moskoe, que cae en medio.
Las descripciones corrientes de aquel vórtice no me habían preparado en
absoluto para lo que vi. La de Jonas Ramus[17], que es tal vez la más
minuciosa de todas, no puede dar la menor idea ni de la magnificencia ni del
horror de la escena… ni de la extrema y perpleja sensación de novedad que
confunde al espectador. No sé bien desde qué punto de vista el mencionado
escritor lo contempló, ni a qué hora del día, pero no pudo haber sido desde la
cumbre de Helseggen, ni durante una tormenta. Hay algunos pasajes de su
descripción que merecen citarse por sus detalles, aunque su efecto es
sumamente débil para comunicarnos una impresión del espectáculo.

Entre Lofoden y Moskoe —escribe—, la profundidad del


agua varía de entre treinta y seis y cuarenta brazas, pero al otro
lado, hacia Ver (Vurrgh), esta profundidad disminuye hasta el
punto de no permitir el paso de un navío, sin el riesgo de que
encalle en las rocas, cosa que ocurre incluso en plena calma.
Durante la pleamar, la corriente sube entre Lofoden y Moskoe
con turbulenta rapidez, pero el estrépito de su impetuoso reflujo
al mar apenas es comparable al de las más fuertes y espantosas
cataratas, porque el ruido se escucha a varias leguas, y los
vórtices o remolinos son de tal extensión y hondura, que si un
barco es atraído por ellos inevitablemente es tragado y hundido
hasta el fondo y allí se queda destrozado contra las rocas; y
cuando el agua se sosiega, los fragmentos del barco emergen
otra vez a la superficie. Pero los intervalos de tranquilidad sólo
se suceden durante los momentos del cambio de marea y con
buen tiempo, y no duran más que un cuarto de hora, antes de
que la violencia vuelva gradualmente. Cuando la corriente es
más turbulenta, con la furia incrementada por la tormenta,
resulta peligroso acercarse a una milla noruega de la tal

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corriente. Botes, yates y barcos han sido arrebatados por no
prevenirse contra ella antes de llegar a su alcance. Asimismo
ocurre con frecuencia que las ballenas se acercan demasiado a
la corriente y resultan vencidas por su violencia; cuando eso
acontece es imposible describir sus aullidos y bramidos en la
inútil pugna por escapar. Cierta vez, un oso, tratando de nadar
de Lofoden a Moskoe, fue atrapado por la corriente y resultó
tragado mientras rugía tan terriblemente que se le oía desde la
costa. Grandes cantidades de abetos y pinos, después de ser
arrebatados por la corriente, salen a la superficie otra vez, rotos
y destrozados de tal forma que parecen erizados de cerdas. Esto
muestra claramente que el fondo consiste en rocas escabrosas,
entre las que son arrastrados y desgarrados los árboles. Dicha
corriente se regula por el flujo y reflujo del mar; la alta y baja
mar se suceden constantemente cada seis horas. En el año 1645,
a primeras horas de la mañana del domingo de sexagésima, la
corriente rugía con tanta impetuosidad y estrépito, que las
mismas piedras de las casas construidas en la costa cayeron al
suelo.

En lo que a la profundidad del agua se refiere yo no podía entender cómo


habría sido posible verificarla en la proximidad del vórtice. Las «cuarenta
brazas» deben de referirse sólo a las partes del canal cercanas a la costa de
Moskoe o Lofoden. La profundidad en el centro del Moskoe-ström debe de
ser inconmensurablemente mayor; y no hay mejor prueba de tal hecho que la
obtenida con sólo echar una ojeada al abismo del remolino desde el
despeñadero más alto de Helseggen. Mirando desde esta cima al rugiente
Flegetón[18], allá abajo, no podía yo evitar sonreír de la simplicidad con que el
honrado Jonas Ramus relata, como prodigios difíciles de creer, las anécdotas
de ballenas y osos, pues me parecía de verdad evidente que aun los más
grandes buques de guerra que hay, si caen dentro de la influencia de esa
atracción mortal, pueden resistirla tanto como una pluma frente al huracán, y
desaparecerían completa e instantáneamente.
Los intentos de explicar el fenómeno, algunos de los cuales, según
recuerdo, me habían parecido lo suficientemente verosímiles al leerlos, ahora
se presentaban bajo un aspecto muy distinto y nada satisfactorio. Por ejemplo,
la idea predominante es que este vórtice, además de otros tres más pequeños
que hay entre las islas Feroe «no tienen otra causa que el choque de las olas,
al subir y bajar durante el flujo y reflujo, contra un saliente de rocas y

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escollos, el cual encierra el agua para que se precipite como una catarata; y
así, mientras más alta está la marea, más profunda será la caída, y el resultado
natural de todo aquello es un remolino o vórtice, cuya prodigiosa succión se
conoce por experiencias de menor envergadura», según palabras de la
Encyclopaedia Britannica. Kircher[19] y otros imaginan, por el contrario, que
en el centro del canal del Maelström hay un abismo que penetra el globo, y
que emerge en alguna región muy remota —el golfo de Botnia se nombra
específicamente en un caso—. Dicha opinión, ociosa en sí misma, era la que
mi imaginación aceptaba con mayor facilidad, mientras contemplábamos la
escena. Pero, cuando la mencioné a mi guía, me sorprendió oírle decir que,
pese a ser éste el punto de vista más aceptado por los noruegos, él, sin
embargo, lo rechazaba. En cuanto a la noción precedente, confesó su
incapacidad de comprenderla; y yo estaba de acuerdo con él, porque, si bien
parecía concluyente escrita en el papel, llega a ser enteramente ininteligible e
incluso absurda considerada entre el tronar de aquel abismo.
—Ya he podido echar una buena ojeada al remolino —dijo el viejo—, y,
si viene ahora detrás de esta roca, para estar al socaire y protegido del bramar
del agua, le contaré una historia que le convencerá de que tengo motivos para
saber algo del Moskoe-ström.
Me situé donde él deseaba y el viejo comenzó a decir:
—Mis dos hermanos y yo fuimos en una ocasión dueños de un queche
aparejado como una goleta, de unas setenta toneladas, con el cual solíamos
pescar entre las islas más allá de Moskoe, casi hasta Vurrgh. En todas las
contracorrientes violentas del mar hay buena pesca, en los momentos
propicios, si uno tiene el ánimo para intentarla; pero entre todos los habitantes
de la costa de Lofoden, nosotros tres éramos los únicos que nos acercábamos
con regularidad a las islas. Las zonas habituales de pesca se encuentran
mucho más abajo, hacia el sur. Allí hay buena pesca a todas horas sin mucho
riesgo y por eso todos prefieren aquellos lugares. Las buenas zonas de aquí,
entre las rocas, sin embargo, no sólo ofrecen las mejores variedades, sino que
existen en gran abundancia, de modo que con frecuencia pescábamos en un
solo día lo que los más tímidos conseguían apenas en una semana. En
realidad, hacíamos de esto una especulación desesperada… El riesgo de la
vida correspondía al menor trabajo, y el coraje sustituía al capital.
»Fondeábamos el queche en una caleta, a unas cinco millas costa arriba de
este lugar, y era nuestra costumbre, en buen tiempo, aprovecharnos de la
calma de un cuarto de hora para cruzar el canal principal del Moskoe-ström,
muy arriba del remolino, y luego bajar para echar el ancla en alguna parte

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cerca de Otterholm o Sandflesen, donde las contracorrientes no son tan
violentas como en otras zonas. Allí solíamos quedarnos hasta casi la hora de
la calma, y entonces levábamos anclas y regresábamos a casa. Nunca
empezamos esta expedición sin tener un buen viento para la ida y la vuelta, un
viento del que estuviéramos seguros que no nos fallaría antes del regreso, y en
contadas ocasiones nos equivocamos en los cálculos. Sólo dos veces en seis
años tuvimos que quedarnos la noche al ancla a causa de una calma chicha, lo
cual es de veras una cosa rara en estas aguas, y una vez nos vimos obligados a
quedarnos en la zona de pesca durante casi una semana, pasando hambre,
debido a un viento muy fuerte que se desató poco después de que llegáramos
allí, y que hacía tan turbulento el canal, que era imposible abrigar la intención
de cruzarlo. En aquella ocasión hubiéramos sido arrastrados mar afuera a
pesar de todo (porque los remolinos nos hacían girar tan violentamente, que
por fin encepamos el ancla y la arrastramos) de no ser porque derivamos hacia
una de las innumerables contracorrientes, una de esas que hoy está acá y
mañana desaparece, que nos llevó al socaire de Flimen, donde, por suerte,
pudimos detenernos.
»No podría contarle ni la vigésima parte de las dificultades que
encontrábamos en aquella zona de pesca (es un mal lugar incluso con buen
tiempo), pero siempre lo solucionábamos de manera tal, que cruzábamos el
mismo peligroso Moskoe-ström sin accidente, aunque a veces tuve el corazón
en la boca cuando nos retrasábamos o nos adelantábamos unos minutos al
momento de la calma. En ocasiones el viento no era tan fuerte como
habíamos pensado al salir y entonces corríamos menos de lo deseado,
mientras la corriente hacía ingobernable el queche. Mi hermano mayor tenía
un hijo de dieciocho años, y yo tenía dos fuertes muchachotes. Los tres nos
hubieran sido de gran ayuda en esas ocasiones para dar a los remos, y también
para pescar después, pero, aunque éramos capaces de correr nosotros el
riesgo, no podíamos ser tan crueles como para permitir a los jóvenes meterse
en el peligro, porque, al fin y al cabo, había un horrible peligro, ésa es la pura
verdad.
»Dentro de pocos días hará tres años que ocurrió lo que voy a contarle.
Era el 10 de julio de 18…, día que la gente de esta región del mundo no
olvidará jamás, porque fue cuando se levantó el huracán más terrible que haya
caído jamás del cielo. Y, sin embargo, durante toda la mañana y hasta las
últimas horas de la tarde, había soplado una suave y continua brisa del
suroeste y el sol había brillado, de modo que el marinero más viejo de entre
nosotros no hubiera podido sospechar lo que iba a suceder.

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»Los tres (mis dos hermanos y yo) habíamos cruzado hasta las islas a eso
de las dos de la tarde y pronto habíamos llenado casi el queche con una
excelente pesca, que, como todos comentamos, era ese día más abundante que
nunca. A las siete, por mi reloj, levamos anclas y nos dirigimos a casa, para
atravesar lo peor del Ström durante la calma, que según sabíamos iba a
producirse a las ocho.
»Partimos con una buena brisa de estribor y durante un rato corrimos a
gran velocidad, sin pensar siquiera en el peligro, porque en realidad no
teníamos el menor motivo para temerlo. De pronto, nos desconcertó una brisa
procedente de Helseggen. Esto era insólito, algo que nunca antes nos había
pasado, y yo empecé a sentirme un poco inquieto, sin saber exactamente por
qué. Enfilamos el barco contra el viento, pero no podíamos avanzar en
absoluto a causa de las contracorrientes, y yo estaba a punto de proponer que
regresáramos a donde habíamos anclado antes, cuando, al mirar hacia atrás,
vimos todo el horizonte cubierto por una extraña nube del color del cobre que
se levantaba con la más asombrosa rapidez.
»Entre tanto, la brisa que nos había desviado amainó, y nos encontramos
en una calma total, derivando hacia todos los rumbos. Este estado de cosas,
sin embargo, no duró lo bastante como para dejarnos tiempo de reflexionar.
En menos de un minuto se nos vino encima la tormenta, en menos de dos el
cielo quedó encapotado por completo, y con esto y con el torrente de espuma
alrededor, de repente, se hizo tanta oscuridad, que no podíamos vernos unos a
otros en el queche.
»Es un disparate intentar describir el huracán que se levantó entonces. El
marinero más viejo de Noruega jamás vio nada parecido. Habíamos soltado
todas las velas antes de que el viento nos alcanzara, pero, al primer soplo, los
dos mástiles volaron por la borda como si los hubieran aserrado, y el palo
mayor se llevó consigo a mi hermano, el más joven, que se había atado a él,
creyendo que tendría más seguridad.
»Nuestro barco era como la pluma más liviana que jamás flotara en el
agua. Tenía una cubierta corrida, con sólo una pequeña escotilla cerca de
proa, y siempre solíamos asegurarla cuando íbamos a cruzar el Ström, por
precaución contra el mar picado. De no haber sido por esta circunstancia,
habríamos zozobrado en seguida, porque durante unos momentos quedamos
totalmente sumergidos. No puedo explicar cómo mi hermano mayor escapó a
la destrucción, porque jamás tuve la oportunidad de averiguarlo. Por mi parte,
tan pronto como hube soltado el trinquete, me tiré boca abajo sobre la
cubierta, con los pies contra la estrecha borda de proa y con las manos

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agarrando un perno de argolla cerca del pie del palo mayor. Fue el puro
instinto lo que me indujo a hacer eso, y fue indudablemente lo mejor que
podía haber hecho, porque estaba demasiado aturdido para pensar.
»Durante unos momentos, como he dicho, estuvimos totalmente
inundados, y todo ese rato yo contuve el aliento y me aferré al perno. Cuando
ya no podía aguantarlo más, me levanté sobre las rodillas aferrando aún el
perno con las manos, y así pude sacar la cabeza fuera del agua. Pronto nuestro
pequeño barco dio una sacudida, como la que da un perro al salir del agua, y
así se liberó en alguna medida de las aguas. Entonces yo trataba de
sobreponerme al aturdimiento que me había dominado y de recobrar mis
facultades para ver lo que tenía que hacer, cuando sentí que alguien me cogía
del brazo. Era mi hermano mayor, y mi corazón saltó de alegría, porque con
toda seguridad creía yo que se había caído por la borda, pero al instante toda
esta alegría se convirtió en horror, porque él puso la boca junto a mi oído y
gritó la palabra “¡Moskoe-ström!”.
»Nadie sabrá jamás los sentimientos que me asaltaron en aquel momento.
Temblaba de pies a cabeza como si sufriera el más violento ataque de
calentura. Yo bien sabía lo que mi hermano quería decir con esa sola palabra,
sabía lo que quería hacerme entender. Con el viento que entonces nos
arrastraba íbamos derechos al remolino del Ström, ¡y nada podía salvarnos!
»Como usted comprenderá, siempre, cuando cruzábamos el canal del
Ström, lo hacíamos mucho más arriba del remolino incluso durante el mejor
tiempo, y entonces teníamos que esperar y observar con cuidado el momento
de calma. Pero ahora íbamos lanzados directamente hacia el mismo vórtice, ¡y
empujados por el más violento huracán! “Sin duda”, pensé, “llegaremos allí
justo en el momento de la calma, eso nos da alguna pequeña esperanza…”,
pero al instante me maldije por ser tan tonto como para pensar en esperanza
alguna. Bien sabía que estábamos condenados, aunque hubiéramos tenido un
barco diez veces mayor que un buque de noventa cañones.
»Ya había pasado la primera furia de la tempestad, o tal vez no la
sentíamos tanto por estar corriendo delante de ella, pero en todo caso el mar,
que al principio el viento había aplacado, plano y espumoso, se alzaba ahora
en enormes montañas. También un extraño cambio se había producido en el
cielo. En todas direcciones, a nuestro alrededor, aún seguía tan negro como la
pez; pero en lo alto, casi encima de nosotros, se abrió de repente un círculo de
cielo despejado, tan despejado como no lo he visto nunca, y de un brillante y
profundo azul, y a través de él brillaba la luna llena con un resplandor que me

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era desconocido. Iluminaba todo a nuestro alrededor con la más grande
claridad, pero ¡por Dios, qué escena iluminaba!
»Hice uno o dos intentos de hablar con mi hermano, pero, de alguna
manera que no pude comprender, el estruendo había aumentado tanto que no
podía hacerle oír ni una palabra, aunque gritaba con todas mis fuerzas en su
oído. Al rato meneó la cabeza, con la cara tan pálida como la muerte, y
levantó un dedo, como si dijera “¡escucha!”.
»Al principio no pude entender lo que quería decir, pero pronto un
horroroso pensamiento cruzó por mi mente. Saqué mi reloj de la faltriquera.
Estaba parado. Eché una mirada a su esfera, a la luz de la luna, y rompí a
llorar mientras lo arrojaba lejos al mar. ¡Se había parado a las siete!
¡Llegamos después de la calma y el remolino del Ström estaba en plena furia!
»Si un barco es de buena construcción, está bien equipado y no lleva
mucha carga, cuando corre con un fuerte viento, las olas dan la impresión de
resbalar por debajo del casco, lo cual parece muy extraño a un hombre que
vive en tierra, y a eso se le llama surcar en lenguaje marinero.
»Pues bien, hasta entonces habíamos surcado las olas hábilmente, pero al
rato un gigantesco oleaje nos alcanzó por la bovedilla y nos alzó con él arriba,
más arriba, como si subiéramos al cielo. No habría creído que ninguna ola
podía elevarse tan alto, Y entonces bajamos en una carrera, un deslizamiento
y una caída que me hizo sentir náuseas y mareo, como si cayera en sueños
desde alguna elevada cumbre de montaña. Pero mientras nos encontrábamos
en lo alto eché una rápida mirada alrededor, y esa única mirada fue más que
suficiente. Comprendí en un instante nuestra posición exacta. El torbellino del
Moskoe-ström se hallaba a un cuarto de milla justo enfrente, pero no se
parecía al Moskoe-ström de todos los días, más que la turbulencia tal y como
la ve usted ahora se parece al canal de un molino de agua. Si yo no hubiera
sabido dónde nos encontrábamos y qué habíamos de esperar, no hubiese
reconocido aquel lugar de ninguna forma. Tal cual lo vi, involuntariamente
cerré los ojos de horror. Mis párpados se apretaron como en un espasmo.
»No debían de haber pasado más de dos minutos cuando de pronto
sentimos descender las olas y quedamos envueltos en espuma. El barco dio
una brusca media vuelta a babor y se lanzó en este nuevo rumbo como un
rayo. Al mismo momento el estruendo del agua quedó ahogado por una
especie de agudo alarido, un sonido como el que se imaginaría hecho por las
tuberías de muchos miles de barcos de vapor, dejando escapar a la vez la
presión de sus calderas. Ya entrábamos en el cinturón de resaca que siempre
rodea el remolino, y por supuesto pensé que en otro momento nos

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hundiríamos en el abismo, el interior del cual sólo podíamos vislumbrar
oscuramente, a causa de la asombrosa rapidez con que nos arrastraba la
corriente. El barco no daba en absoluto la impresión de sumergirse en el agua,
sino de flotar como una burbuja sobre la superficie de las olas. Su banda de
estribor estaba junto al remolino, y a babor se elevaba aquel mundo del
océano de donde habíamos salido. Quedaba como una inmensa muralla
tremolante entre nosotros y el horizonte.
»Tal vez le parezca extraño, pero entonces, cuando estábamos en las
mismas fauces del abismo, me sentí más sereno que cuando nos
aproximábamos a él. Decidido a no conservar más esperanza, me libré de
gran parte de ese terror que al principio me había acobardado. Supongo que
fue la desesperación lo que templó mis nervios.
»Puede parecer que me jacto, pero lo que digo es la verdad. Empecé a
reflexionar sobre lo magnífico que era morir de esa manera, y lo absurdo que
era pensar en algo tan insignificante como mi propia vida individual, frente a
esa manifestación tan maravillosa del poder de Dios. De veras creo que me
sonrojé de vergüenza cuando esta idea cruzó por mi mente. Después de un
rato, se apoderó de mí la más intensa curiosidad acerca del propio remolino.
En realidad sentí un deseo de explorar sus profundidades, pese al sacrificio
que iba a hacer; y mi pena mayor era que nunca podría contar a mis
compañeros de la costa los misterios que vería. Sin duda éstas eran extrañas
fantasías para ocupar la mente de un hombre en un peligro tan grave, y
después he pensado muchas veces que quizá las evoluciones del barco,
alrededor del vórtice, pudieron haber aturdido un poco mi entendimiento.
»Hubo otra circunstancia que ayudó a devolverme la serenidad, y fue que
se calmó el viento, que no podía alcanzarnos en el lugar donde nos
encontrábamos, porque, como usted mismo vio, el cinturón de la resaca queda
bastante más bajo que el nivel general del mar, y éste entonces se alzaba sobre
nosotros como una alta y negra cresta montañosa. Si nunca ha estado en el
mar durante una fuerte borrasca, no puede usted imaginarse la confusión
mental que producen el viento y la espuma de las olas. Le ciegan, ensordecen
y ahogan y le quitan a uno todo poder de actuar o de pensar. Pero ya nos
veíamos en gran medida libres de estas molestias, igual que a los criminales
condenados a muerte se les permiten pequeños placeres que se les habían
prohibido antes de que se pronunciara la sentencia.
»Es imposible decir cuántas veces dimos la vuelta al circuito. Corrimos
alocadamente quizá una hora, volando más que flotando, acercándonos cada
vez más al centro de la gran resaca, y luego adentrándonos más y más en su

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horrible borde interior. Durante todo ese tiempo no había soltado el perno de
argolla. Mi hermano estaba en la popa, aferrándose a un gran barril vacío,
firmemente atado bajo el compartimento de la bovedilla, que era la única cosa
en cubierta que no había sido barrida y arrojada por la borda cuando el viento
se nos vino encima. Mientras nos acercábamos, al borde del abismo, él dejó
de aferrarse al barril y se lanzó hacia el perno, del que, en la agonía de su
terror, trató de apartar mis manos; porque el perno no era lo bastante grande
como para ofrecernos a ambos un sostén seguro. Nunca sentí una pena más
aguda que cuando le vi intentar ese acto, aunque sabía que estaba loco cuando
lo hizo, loco de atar debido al puro terror. Sin embargo, no quería yo luchar
con él. Pensé que no importaba en absoluto si el uno o el otro nos
aferrábamos, así que le dejé el perno y pasé al barril a popa. No encontré gran
dificultad para hacer eso, porque el queche volaba en círculos con bastante
estabilidad, sin diferencia de niveles, sólo balanceándose bajo las inmensas
oscilaciones y movimientos del remolino. Apenas me había asegurado en mi
nueva posición, cuando dimos un gran bandazo a estribor y nos lanzamos de
proa hacia el abismo. Murmuré una apresurada plegaria a Dios, y pensé que
todo había terminado.
»Mientras sentía el mareo de la precipitada caída, instintivamente me
aferré con más fuerza al barril y cerré los ojos. Durante algunos segundos no
me atreví a abrirlos, mientras esperaba la muerte instantánea y me
maravillaba de no estar ya en lucha mortal con el agua. Pero pasó momento
tras momento. Aún seguía vivo. La sensación de caída había cesado y el
movimiento del barco se parecía mucho al de antes cuando estábamos en el
cinturón de espuma, a pesar de que ahora se inclinaba más. Cobré ánimos y
otra vez miré el panorama.
»Nunca me olvidaré de las sensaciones de pavor, espanto y admiración
con que miraba a mi alrededor. El barco parecía estar colgado, como por arte
de magia, a mitad de camino hacia el abismo, sobre la superficie interior de
un embudo de inmensa circunferencia y prodigiosa hondura, cuyas laderas
perfectamente lisas se podrían haber tomado por ébano, a no ser por la
confusa rapidez con que giraban y por el espantoso y fulgurante resplandor
que despedían, mientras los rayos de la luna llena, atravesando esa fisura
circular entre las nubes que ya he descrito, caían en un diluvio glorioso y
dorado sobre las negras paredes y se derramaban hasta las más remotas
honduras abismales.
»Al principio me encontraba demasiado confundido para poder observar
nada con precisión. Todo lo que vi fue ese inmenso estallido de pavorosa

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grandeza. Al recobrarme un poco, sin embargo, mi mirada cayó
instintivamente hacia abajo. En esa dirección se me ofrecía una vista
completa, debido a la manera como el queche colgaba de la superficie
inclinada del vórtice. El barco iba bastante equilibrado, es decir, la cubierta
quedaba en un plano paralelo al del agua, pero éste se inclinaba en un ángulo
de más de cuarenta y cinco grados, de modo que parecía como si estuviera
muy escorado. No pude dejar de observar, sin embargo, que no me era mucho
más difícil mantenerme aferrado y balanceado en esta posición que si el barco
hubiera estado totalmente nivelado, y supongo que esto se debía a la
velocidad con que girábamos.
»Los rayos de la luna parecían buscar el mismo fondo del profundo
abismo, pero aun así no podía ver nada con claridad, debido a una espesa
niebla que lo envolvía todo, y sobre la cual se extendía un magnífico arco iris,
semejante a ese estrecho y tambaleante puente que según los musulmanes es
el único sendero entre el Tiempo y la Eternidad. Aquella neblina o rocío se
producía sin duda por el choque de las enormes paredes del embudo cuando
se juntaban todas en el fondo…, pero no intentaré describir el alarido que se
alzaba al cielo desde el interior de aquella niebla.
»Nuestro primer deslizamiento al vórtice mismo, desde el cinturón de
espuma de arriba, nos había llevado una gran distancia pendiente abajo, pero
el descenso ya no guardaba ninguna proporción. Girábamos una y otra vez, no
con movimiento uniforme, sino en balanceos y sacudidas que nos mareaban y
nos empujaban en un giro de a veces sólo unos cientos de pies, a veces por
casi todo el circuito del vórtice. Nuestro avance hacia abajo, a cada
revolución, era lento pero muy visible.
»Mirando alrededor, hacia la ancha extensión de ébano líquido que nos
arrastraba así, percibí que nuestro barco no era el único objeto sumido en el
abrazo del remolino. Por encima y por debajo de nosotros se veían fragmentos
de navíos, enormes masas de cuadernas y troncos de árboles, junto a muchos
artículos más pequeños, como trozos de muebles, cajas rotas, barriles y
duelas. Ya he descrito la anormal curiosidad que había reemplazado en mi
interior a los terrores originales. Esa curiosidad parecía aumentar mientras me
iba acercando más y más a mi horroroso destino. Ahora empecé a observar
con un extraño interés los numerosos objetos que flotaban a nuestro lado.
Debía de haber estado delirando, porque hasta busqué diversión en calcular
las velocidades relativas que asumían en el descenso hacia la espuma del
fondo. “Este abeto”, me encontré diciendo una vez, “será sin duda el que dé el
horrible salto y desaparezca”, y entonces me quedé desilusionado al ver que

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los restos de un mercante holandés se le adelantaban y se hundían antes. Por
fin, después de hacer varias conjeturas de esta naturaleza, y de quedarme
decepcionado por todas, este hecho, el hecho de equivocarme
invariablemente, me llevó a una nueva serie de pensamientos, y entonces
empecé a temblar de nuevo y mi corazón volvió a latir otra vez pesadamente.

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»No era un nuevo terror lo que así me afectaba, sino el nacimiento de una
esperanza aún más emocionante. Esta esperanza surgió en parte de la
memoria y en parte de las observaciones que hacía. Recordé la gran variedad
de materia flotante que se veía esparcida por la costa de Lofoden, y que había
sido tragada y luego escupida por el Moskoe-ström. La gran mayoría de
aquellos artículos quedaban rotos de la manera más absoluta, tan raspados y
ásperos que daban la impresión de haber sido clavados con astillas por toda la
superficie, pero entonces recordé claramente que había algunos objetos que
no estaban nada desfigurados. Me hubiera sido imposible explicarme la razón
de esta diferencia, de no ser porque los fragmentos destrozados fueron los
únicos que habían sido completamente absorbidos, que los otros habían
entrado en el remolino a una hora avanzada de la marea, o, por alguna razón,
habían bajado tan lentamente después de entrar, que no habían llegado al
fondo antes del cambio dél flujo o reflujo, según el caso. Me pareció posible,
en ambos casos, que hubieran sido lanzados otra vez al nivel del océano sin
correr el destino de los que habían sido arrastrados más temprano o habían
sido tragados más rápidamente. También hice tres observaciones importantes.
La primera fue que, por regla general, cuanto mayor era el objeto, más rápido
era el descenso; la segunda, que entre dos masas de igual tamaño, una esférica
y la otra de cualquier diferente forma, la mayor velocidad correspondía a la
esfera; la tercera, que entre dos masas de igual tamaño, la una cilíndrica y la
otra de distinta forma, la cilíndrica era absorbida con mayor lentitud.
»Desde que escapé del remolino, he hablado varias veces de este asunto
con un viejo profesor del distrito, y fue de él de quien aprendí el uso de las
palabras “cilindro” y “esfera”. Me explicó, aunque he olvidado la explicación,
cómo lo que yo había observado era de hecho el resultado natural de las
formas de los fragmentos flotantes, y me mostró cómo un cilindro, nadando
en un vórtice, ofrecía más resistencia a la succión, y era absorbido con mayor
dificultad que un objeto de igual tamaño, de cualquier otra forma[20].
»Había una asombrosa circunstancia que contribuía a reforzar estas
observaciones y a desatar mis ansias por aprovecharme de ellas. Era que, a
cada vuelta, pasábamos junto a un barril, o una verga, o un mástil roto de
navío, y tales objetos, que yo había visto flotar a nuestro nivel cuando abrí los
ojos y observé las maravillas del remolino, quedaban ahora muy por encima
de nosotros y parecían haberse movido poco de su posición original.
»Ya no vacilé más pensando lo que debía hacer. Decidí atarme
firmemente al barril de agua, al cual me aferraba ahora, soltarlo de la
bovedilla, y arrojarme con él al agua. Valiéndome de señas, llamé la atención

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a mi hermano, mostrándole los barriles que se acercaban flotando a nosotros,
y traté por todos los medios que tenía a mi alcance de hacerle comprender mi
plan, pero, entendiera o no, el caso es que se negó con la cabeza
desesperadamente y no quiso abandonar su lugar junto al perno. Me era
imposible obligarle a la fuerza; la urgencia no permitía demoras, y así,
después de un amargo conflicto interior, le abandoné a su suerte, me até al
barril con las cuerdas que lo aseguraban a la bovedilla y me precipité con él al
mar, sin un momento de vacilación.
»El resultado fue precisamente el que había esperado. Ahora que le estoy
contando este relato, y como ve que escapé y como ya conoce la manera
como me salvé, puede imaginar todo lo que me queda por narrar. Abreviaré el
fin de la historia. Tal vez hubiera pasado una hora, más o menos, desde que
abandoné el queche, cuando lo vi debajo, a una gran distancia, allí dio tres o
cuatro turbulentas vueltas en rápida sucesión, y, llevándose consigo a mi
querido hermano, se precipitó de proa, de una vez para siempre, al caos de
espuma del abismo. El barril al cual me había atado se había hundido poco
más que la mitad de la distancia existente entre el fondo del abismo y el punto
desde el que yo me arrojé por la borda, cuando un gran cambio se produjo en
el aspecto del remolino. La inclinación de los lados del enorme embudo se
hacía menos empinada a cada momento. La turbulencia del vórtice se hacía
menos violenta. Poco a poco fueron desapareciendo la espuma y el arco iris, y
el fondo de la vorágine parecía elevarse lentamente. El cielo estaba despejado,
los vientos se habían calmado, y la luna llena declinaba radiante por el oeste,
cuando me encontré en la superficie del océano, a plena vista de las costas de
Lofoden, y justamente encima del lugar donde había estado el remolino del
Moskoe-ström. Era la hora de la calma, pero el mar aún se agitaba con olas
gigantescas por efectos del huracán. Fui arrastrado violentamente al canal del
Ström y en pocos minutos la corriente me llevó costa abajo hacia la zona de
los pescadores. Un bote me recogió, agotado y, ya que el peligro había
pasado, mudo a causa del recuerdo del horror. Los que me subieron a bordo
eran mis viejos compañeros y camaradas de todos los días, pero les resulté tan
extraño como si hubiera sido un viajero del mundo de los espíritus. Mi pelo,
que el día anterior había sido negro como las alas del cuervo, estaba tan
blanco como lo ve usted ahora. También dijeron que la expresión de mi rostro
había cambiado por completo. Les conté mi historia… y no me creyeron.
Ahora se lo cuento a usted, y apenas puedo esperar que dé más crédito a lo
que digo del que le concedieron los alegres pescadores de Lofoden.

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El entierro prematuro

Hay ciertos temas que por su interés cautivan, aunque resulten en exceso
horribles para los propósitos de la auténtica ficción. El buen escritor
romántico debe evitarlos si no quiere ofender o desagradar. Sólo pueden ser
tratados con propiedad cuando la gravedad y majestad de la verdad los
santifican y sostienen. Nos estremecemos, por ejemplo, con la más intensa de
las «penas agradables» al leer los relatos del paso del Beresina, del terremoto
de Lisboa, de la peste de Londres, de la masacre de San Bartolomé o de la
muerte por asfixia de los ciento veintitrés prisioneros en el Agujero negro de
Calcuta[21]. Pero en estos relatos lo que emociona es el hecho, la realidad, la
historia. Como ficciones, nos parecerían sencillamente abominables.
He mencionado unas pocas de las calamidades más destacadas y augustas
de la historia, pero en ellas la extensión, no menos que el carácter de la
calamidad, es lo que impresiona tan vivamente la imaginación. No necesito
recordar al lector que, del largo y fantástico catálogo de miserias humanas,
podría haber escogido muchos ejemplos individuales más llenos de
sufrimiento esencial que cualquiera de esos inmensos desastres generales. La
verdadera desdicha, la última aflicción, en realidad es particular, no difusa.
Que los horrorosos extremos de agonía los sufra el hombre individualmente y
nunca el hombre en masa…, ¡demos por eso gracias a un Dios
misericordioso!
Ser enterrado vivo es, sin la menor duda, la más terrorífica de las
vivencias que jamás haya caído en suerte a un simple mortal. Que le ha caído
en suerte con frecuencia, con mucha frecuencia, nadie en su sano juicio lo
negaría. Los límites que separan la vida de la muerte son, en el mejor de los
casos, borrosos e indefinidos. ¿Quién podría decir dónde termina la una y
dónde comienza la otra? Sabemos que hay enfermedades en las cuales
acontece un cese total de todas las funciones vitales y, sin embargo, dicho
cese es simplemente suspensión, para darle su justo nombre. Es sólo una
transitoria pausa en el incomprensible mecanismo. Transcurrido cierto
período, algún invisible y misterioso principio pone en movimiento de nuevo

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los mágicos piñones y las maravillosas ruedas. La cuerda de plata no quedó
desprendida para siempre, no quedó roto irreparablemente el vaso de oro.
Pero, entretanto, ¿dónde estuvo el alma?
Sin embargo, aparte de la inevitable conclusión a priori de que tales
causas deben producir tales efectos, de que la bien conocida incidencia de
tales casos de muerte aparente debe llevar naturalmente en ocasiones a
entierros prematuros, aparte de esta consideración, tenemos el testimonio
directo de la experiencia médica y de la ordinaria para probar que un gran
número de tales entierros ha tenido lugar en realidad. Yo podría referir ahora
mismo, si fuera necesario, cien ejemplos bien verificados. Uno de
características muy asombrosas, y cuyas circunstancias tal vez permanecen
aún vivas en la memoria de algunos de mis lectores, ocurrió no hace mucho
en la vecina ciudad de Baltimore, donde causó una conmoción penosa, intensa
y ampliamente extendida. La esposa de uno de los más respetables
ciudadanos, abogado eminente y miembro del Congreso, cayó víctima de una
repentina e inexplicable enfermedad, que confundió por completo a sus
eminentes médicos. Después de mucho padecer, murió, o se supuso que había
muerto. Nadie sospechó, y en realidad no había motivos para hacerlo, que no
estaba verdaderamente muerta.
Presentaba todas las apariencias comunes de la muerte. La cara adquirió el
habitual contorno contraído y sumido. Los labios mostraban la acostumbrada
palidez marmórea. Los ojos quedaron sin brillo. No se le notaba ningún calor.
Las pulsaciones cesaron. Durante tres días el cuerpo fue conservado sin
enterrar, y en ese tiempo adquirió una rigidez pétrea. El funeral, en suma, se
apresuró a causa del rápido avance de lo que se supuso era descomposición.
La dama fue depositada en la cripta familiar, que durante los tres años
siguientes permaneció cerrada. Al término de este plazo fue abierta para la
recepción de un sarcófago, pero ¡ay!, qué terrible choque aguardaba al marido
cuando abrió en persona la puerta. Al balancearse hacia afuera los portones,
un objeto vestido de blanco cayó rechinando en sus brazos. Era el esqueleto
de su mujer, llevando la mortaja aún no convertida en polvo.
Una cuidadosa investigación dejó bien a las claras que había revivido a
los dos días de ser sepultada, que sus luchas dentro del ataúd habían hecho
caer éste de la repisa o nicho hasta el suelo, donde quedó roto de tal forma,
que permitió escapar a la mujer. Apareció vacía una lámpara que por
accidente se había dejado llena, dentro de la tumba; puede, no obstante, que
se consumiera por evaporación. En los peldaños superiores de la escalera que
descendía a la espantosa cámara había un gran trozo del ataúd, con el cual, al

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parecer, la mujer había intentado llamar la atención golpeando la puerta de
hierro. Mientras ella se ocupaba en eso, probablemente se desmayó o tal vez
muriera de puro terror, y al caer, la mortaja se enredó en alguna pieza de
hierro que se proyectaba hacia adentro. Allí quedó y así se pudrió, erguida.
En el año 1810 ocurrió en Francia un caso de inhumación de un ser vivo,
en circunstancias que contribuyen mucho a justificar la afirmación, de que la
verdad es ciertamente más extraña que la ficción. La heroína de la historia era
mademoiselle Victorine Lafourcade, una joven de ilustre familia, rica y de
gran belleza. Entre sus numerosos pretendientes se encontraba Julien Bossuet,
un pobre littérateur[22], o periodista, de París. Sus talentos y su amabilidad
habían despertado la atención de la heredera, quien, al parecer, le amaba
verdaderamente; pero el orgullo de linaje de la joven hizo por fin que tomara
la decisión de rechazarlo y de casarse con monsieur Rénelle, banquero y
diplomático de cierto renombre. Después del matrimonio, sin embargo, este
caballero descuidó a su mujer y quizá incluso la maltrató. Tras haber pasado
con su marido unos años desdichados ella murió —por lo menos su estado se
parecía tanto al de la muerte que engañó a todos quienes la vieron—. Fue
enterrada, no en una cripta, sino en una tumba común, en su aldea natal.
Lleno de desesperación y aún inflamado por el recuerdo de su afecto
profundo, el amante viajó de la capital a la lejana provincia donde se
encontraba la aldea, con el romántico propósito de desenterrar el cadáver y
apoderarse de sus preciosos cabellos. Llegó a la tumba. A medianoche
desenterró el ataúd, lo abrió, y en el momento de separar los cabellos, quedó
paralizado por los amados ojos que se abrieron. En realidad, la dama fue
enterrada viva. Las pulsaciones vitales no habían desaparecido del todo, y las
caricias de su amante la despertaron de aquel letargo que equivocadamente
había sido confundido con la muerte. Desesperado, el joven la llevó a sus
habitaciones alquiladas en la aldea. Empleó ciertos poderosos remedios
aconsejados por sus no escasos conocimientos médicos. En suma, ella revivió.
Reconoció a su salvador. Permaneció con él hasta que lenta y gradualmente
recobró toda la salud. No era duro su corazón de mujer, y esta última lección
de amor bastó para ablandarlo. Lo entregó a Bossuet. No volvió junto a su
marido, sino que, ocultando su resurrección, huyó con su amante a América.
Veinte años después, los dos regresaron a Francia, convencidos de que el paso
del tiempo había cambiado tanto la apariencia de la dama, que sus amigos no
podrían reconocerla. Sin embargo, se equivocaron, porque al primer
encuentro, monsieur Rénelle reconoció a su mujer y la reclamó. Ella rechazó
la reclamación y el tribunal la apoyó, decidiendo que las extrañas

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circunstancias y el largo período transcurrido habían abolido consecuente y
legalmente la autoridad del marido.
La Revista de Cirugía de Leipzig —publicación de gran autoridad y
mérito que algún editor americano haría bien en traducir y publicar— relata
en uno de los últimos números un acontecimiento muy penoso de la misma
naturaleza en cuestión.
Un oficial de artillería, hombre de gigantesca estatura y salud excelente,
fue derribado por un caballo indomable y sufrió una contusión muy grave en
la cabeza, que le dejó de momento inconsciente; el cráneo quedó levemente
fracturado, pero no se percibió un peligro inmediato. La trepanación se hizo
con éxito. Le sangraron y le aplicaron muchos otros remedios comunes. Sin
embargo, cayó lentamente en un cada vez más irremediable estado de sopor y
por fin se pensó que había muerto.
Hacía un tiempo caluroso, y fue enterrado, con indecorosa rapidez, en uno
de los cementerios públicos. Sus funerales tuvieron lugar un jueves. Al
domingo siguiente, el parque del cementerio, como de costumbre, se llenó de
visitantes, y alrededor del mediodía sucedió una gran conmoción, provocada
por un campesino que declaró que, cuando estaba sentado en la tumba del
oficial, había sentido removerse la tierra, como si alguien estuviera luchando
abajo. Al principio nadie prestó demasiada atención a las palabras del
hombre, pero el evidente terror que sufría y la terca insistencia con que
repetía su historia produjeron, al fin, su natural efecto en la muchedumbre.
Rápidamente algunos se hicieron con palas, y la tumba, vergonzosamente
superficial, quedó en pocos minutos lo bastante abierta como para dejar al
descubierto la cabeza de su ocupante. Entonces estaba muerto, aparentemente,
pero se le veía sentado dentro del ataúd, cuya tapa, en furiosa lucha, había
levantado parcialmente.
Fue llevado de inmediato al hospital más cercano, y allí se le declaró aún
vivo, aunque en estado de asfixia. Después de unas horas, volvió en sí,
reconoció a algunas personas conocidas, y mediante frases inconexas relató
sus agonías en la tumba.
Por lo que dijo, quedaba claro que debía de haber estado consciente
durante más de una hora, mientras estaba enterrado, antes de caer en la
insensibilidad. La tumba había sido llenada descuidadamente de una tierra
excesivamente porosa y suelta, y así dejó entrar algo de aire. Oyó los pasos de
la multitud sobre su cabeza y a su vez trató de hacerse oír. Fue el tumulto en
el parque del cementerio, dijo, lo que pareció despertarlo de un profundo

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sueño, pero apenas despierto se dio cuenta de los espantosos horrores de su
situación.
Este paciente, según cuenta la historia escrita, iba mejorando y parecía
encaminado hacia un restablecimiento definitivo, cuando cayó víctima del
charlatanismo de las experimentaciones médicas. Se le aplicó la batería
galvánica[23] y expiró de pronto en uno de esos paroxismos estáticos que en
ocasiones produce.
La mención de la batería galvánica, sin embargo, me trae a la memoria un
caso bien conocido y muy extraordinario, en que su acción resultó ser la
manera de devolver la vida a un joven abogado de Londres que estuvo
enterrado durante dos días. Esto ocurrió en 1831, y por aquel entonces
causaba profunda sensación en todas partes donde era tema de conversación.
El paciente, el señor Edward Stapleton, había muerto, aparentemente, de
fiebre tifoidea acompañada de unos síntomas anómalos que despertaron la
curiosidad de sus médicos. Después de su aparente fallecimiento se pidió a
sus amigos la autorización para un examen post-mortem[24], pero se negaron a
permitirlo. Como sucede con frecuencia ante tales negativas, los médicos
decidieron desenterrar el cuerpo y examinarlo a gusto, en privado. Fácilmente
hicieron arreglos con algunos de los numerosos grupos de ladrones de
cadáveres que abundan en Londres, y la tercera noche después del entierro el
supuesto cadáver fue desenterrado de una tumba de ocho pies de profundidad
y depositado en el quirófano de un hospital privado.
Ya se había practicado una incisión de cierta longitud en el abdomen,
cuando el aspecto fresco e incorrupto del sujeto sugirió la idea de aplicar la
batería. Hicieron sucesivos experimentos y lograron los efectos
acostumbrados, sin nada de particular en ningún sentido, salvo en una o dos
ocasiones, en las que cierta acción convulsiva señalaba un grado mayor del
normal en la apariencia de vida.
Se estaba haciendo tarde. Era casi la hora del amanecer y se juzgó
oportuno, al fin, proceder en seguida a la disección. Sin embargo, un
estudiante tenía especiales deseos de probar una teoría propia e insistió en
aplicar la batería a uno de los músculos pectorales. Se hizo una tosca incisión
y se apresuró a aplicar el alambre; entonces el paciente, con un movimiento
rápido pero nada convulsivo, se levantó de la mesa, dio un paso hacia el
centro del cuarto, miró intranquilo a su alrededor unos instantes y entonces…
habló. Lo que dijo fue ininteligible, pero las palabras fueron pronunciadas y
las sílabas se oyeron claramente. Después de hablar cayó pesadamente al
suelo.

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Durante unos momentos todos quedaron paralizados de asombro, mas la
urgencia del caso pronto les devolvió la presencia de ánimo. Se vio que el
señor Stapleton estaba vivo, aunque sin sentido. Después de administrarle éter
volvió en sí y rápidamente recobró la salud, retornando a la sociedad de sus
amigos, a quienes, sin embargo, se les estuvo ocultando todo conocimiento de
la resurrección hasta que ya no se temía una recaída. Es de imaginar la
maravilla de aquéllos y su extasiado asombro.
La peculiaridad más emocionante de este incidente, sin embargo, se
encuentra en lo que afirmó el mismo señor Stapleton. Declaró que en ningún
momento perdió todo el sentido, que de un modo borroso y confuso se daba
cuenta de todo lo que le estaba ocurriendo desde el instante en que fuera
declarado muerto por los médicos hasta aquel en que cayó desmayado sobre
el piso del hospital. «Estoy vivo», fueron las incomprendidas palabras que, al
reconocer la sala de disección, había intentado pronunciar en aquel grave
instante de peligro.
Sería cosa fácil multiplicar historias como éstas, pero me abstengo,
porque de veras no nos hacen falta para establecer el hecho de que ocurren
entierros prematuros. Cuando reflexionamos acerca de las raras veces en que,
por la naturaleza del caso, tenemos la posibilidad de descubrirlos, debemos
admitir que tal vez ocurren frecuentemente sin que lo sepamos. En realidad,
casi nunca se ha invadido con cierta amplitud un cementerio, por cualquier
razón, sin que aparecieran esqueletos en posturas que sugieren la más
espantosa de las sospechas.
De veras es espantosa la sospecha, ¡pero más espantoso es el destino!
Puede afirmarse, sin vacilar, que ningún suceso resulta tan terriblemente
cierto para inspirar la más extrema de las angustias físicas y mentales que el
enterramiento antes de la muerte. La insoportable opresión de los pulmones,
las emanaciones sofocantes de la tierra húmeda, la mortaja que se adhiere, el
rígido abrazo de la estrecha morada, la oscuridad de la noche absoluta, el
silencio como un mar que abruma, la invisible pero palpable presencia del
gusano vencedor, estas cosas, junto con los deseos del aire y de la hierba que
crecen arriba, con el recuerdo de queridos amigos que volarían a salvarnos
sólo con que se enteraran de nuestro destino, y la conciencia de que nunca
pueden saberlo, de que nuestra suerte irremediable es la de los
verdaderamente muertos, estas consideraciones, digo, llevan el corazón aún
palpitante a un grado de pasmoso e insoportable horror ante el cual la
imaginación más audaz retrocede. No conocemos nada tan angustioso en la
tierra, no podemos ni soñar con nada tan horrible en los dominios del más

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remoto infierno. Y por eso todos los relatos sobre el asunto en cuestión
despiertan un interés profundo, interés que, sin embargo, gracias a la temerosa
reverencia hacia el propio tema, depende justa y específicamente de nuestra
creencia en la verdad del asunto narrado. Lo que voy a contar ahora es algo
que corresponde a mi propio conocimiento, a mi propia, personal y verídica
experiencia.
Durante varios años había yo sufrido de ataques de ese raro trastorno que
los médicos han decidido llamar catalepsia, a falta de un nombre que mejor lo
defina. Aunque tanto las causas inmediatas como las predisposiciones, e
incluso la diagnosis misma de esta enfermedad, siguen siendo misteriosas, su
carácter evidente y manifiesto es bien conocido. Las variaciones parecen
serlo, principalmente, de grado. A veces el paciente se queda un solo día o
incluso un período más breve en una especie de exagerado letargo. Está
inconsciente y externamente inmóvil, pero las pulsaciones del corazón aún se
perciben débilmente; quedan unos indicios de calor, una leve coloración
persiste en el centro de las mejillas y, al aplicar un espejo a los labios,
podemos detectar una torpe, desigual y vacilante acción de los pulmones.
Otras veces el trance dura semanas y aun meses, mientras el examen más
cuidadoso y las pruebas médicas más rigurosas no logran establecer ninguna
diferencia material entre el estado de la víctima y lo que concebimos como
muerte absoluta. Por regla general, lo salvan del entierro sus amigos, que
saben que sufría anteriormente de catalepsia, y que alimentan la consiguiente
sospecha, corroborada sobre todo por la ausencia de la corrupción. El
progreso de la enfermedad es, por fortuna, gradual. Las primeras
manifestaciones, aunque marcadas, son inequívocas. Los ataques son cada
vez más característicos y cada uno dura más que el anterior. En ello reside la
mayor seguridad, de cara a evitar la inhumación. El desdichado cuyo primer
ataque tuviera la gravedad con que en ocasiones se presenta, sería casi
inevitablemente llevado vivo a la tumba.
Mi propio caso no difería en ningún detalle importante de los
mencionados en los textos médicos. A veces, sin ninguna causa aparente, me
hundía poco a poco en un estado de semisíncope o casi desmayo, y ese
estado, sin dolor, sin capacidad de moverme, o realmente de pensar, pero con
una borrosa y letárgica conciencia de la vida y de la presencia de los que
rodeaban mi cama, duraba hasta que la crisis de la enfermedad me devolvía,
súbitamente, al perfecto conocimiento. Otras veces el ataque era rápido,
impetuoso. Me sentía enfermo, aterido, con escalofríos y mareos, y así caía
postrado en seguida. Entonces, durante semanas, todo estaba vacío, negro,

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silencioso y la nada se convertía en el universo. La total aniquilación no podía
ser mayor. De estos últimos ataques despertaba, sin embargo, lenta y
gradualmente, en contra de lo repentino del acceso. Así como el día amanece
para el mendigo que vaga por las calles en la larga y desolada noche de
invierno, sin amigos y sin casa, así tan lenta, tan cansada, tan alegre volvía a
mí la luz del alma.
Pero aparte de esta tendencia a caer en trance, mi salud general parecía
buena, y no podía percibir que le afectara en absoluto esa sola enfermedad, a
no ser que en efecto una peculiaridad de mi sueño normal pudiera
considerarse como provocada por ella. Al despertarme nunca podía recobrar
en seguida el uso completo de mis facultades, y permanecía siempre durante
largo rato en un estado de azoramiento y perplejidad, ya que las facultades
mentales en general y la memoria en especial se encontraban en absoluta
suspensión.
En todos mis padecimientos no había sufrimiento físico, sino una infinita
angustia moral. Mi imaginación se fue tornando sepulcral. Hablaba de
«gusanos y tumbas y epitafios». Me perdía en meditaciones sobre la muerte, y
la idea del entierro prematuro se apoderaba de mi mente. El espeluznante
peligro al cual estaba expuesto me obsesionaba día y noche. Durante el
primero, la tortura de la meditación era excesiva; durante la segunda, era
suprema. Cuando las tétricas tinieblas se extendían sobre la tierra, entonces,
con absoluto temor a pensar, temblaba, temblaba como las trémulas plumas
de un coche fúnebre. Cuando mi naturaleza ya no aguantaba la vigilia, me
sumía en una lucha que al fin me llevaba al sueño, porque me estremecía
pensando que, al despertar, podía encontrarme como ocupante de una tumba.
Y cuando, por fin, me hundía en el sueño, lo hacía sólo para caer de
inmediato en un mundo de fantasmas, sobre el cual flotaba con inmensas y
tenebrosas alas negras la única, predominante y sepulcral idea.
De las innumerables imágenes melancólicas que me oprimían en sueños
elijo para mi relato una visión solitaria. Creí que estaba inmerso en un trance
cataléptico de más duración y profundidad que lo normal. De repente sentí
una mano helada en mi frente y una voz impaciente, farfullante, susurró en mi
oído la palabra: «¡Levántate!».
Me incorporé. La oscuridad era total. No podía ver la figura del que me
había despertado. No podía recordar ni la hora en que había caído en trance,
ni el lugar en que me encontraba entonces. Mientras seguía inmóvil,
intentando ordenar mis pensamientos, la fría mano me cogió furiosamente de

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la muñeca, sacudiéndola con petulancia, mientras la voz farfullante decía de
nuevo:
—¡Levántate! ¿No te he pedido que te levantes?
—¿Y tú —pregunté— quién eres?
—No tengo nombre en las regiones donde habito —replicó la voz
tristemente—. Fui mortal y soy espectro. Era despiadado, pero ahora soy
piadoso. Sientes que me estremezco. Me rechinan los dientes mientras hablo,
pero no es por el frío de la noche, de la noche sin fin. Mas este horror es
insoportable. ¿Cómo puedes tú dormir tranquilo? No me dejan descansar los
gritos de estas grandes agonías. Estos espectáculos son más de lo que puedo
soportar. ¡Levántate! Ven conmigo a la noche exterior, y deja que te muestre
las tumbas. ¿No es éste un espectáculo de aflicción…? ¡Mira!
Miré y la figura invisible que aún me aferraba la muñeca había logrado
que se abrieran las tumbas de toda la humanidad, y de cada una salía el débil
resplandor fosfórico de la descomposición, de modo que pude ver sus más
escondidos rincones y allí mirar los cuerpos amortajados en su triste y
solemne sueño junto al gusano. Pero ¡ay!, los verdaderos durmientes eran
menos, por muchos millones, que aquellos que no dormían en absoluto, y
había una débil lucha y había una triste y general intranquilidad, y desde las
profundidades de los innumerables pozos salía un melancólico susurro de las
vestiduras de los enterrados. Y, entre aquellos que parecían reposar
tranquilos, vi que un inmenso número había cambiado, en mayor o menor
grado, la rígida e incómoda postura en que fueron originalmente sepultados.
Y la voz me habló de nuevo, mientras contemplaba:
—¿No es, ¡ah!, no es un lastimoso espectáculo?
Pero, antes de que pudiera encontrar palabras para contestar, la figura
había dejado de aferrarme la muñeca, las luces fosfóricas se extinguieron, y
las tumbas se cerraron con una repentina violencia, mientras de ellas brotaba
un tumulto de gritos desesperados, diciendo otra vez:
—¿No es, ¡oh, Dios!, no es un espectáculo lastimoso?
Fantasías como ésta, presentándose de noche, extendían su terrorífica
influencia aun hasta llegar a mis horas de vigilia. Mis nervios quedaron
trastornados, y caí víctima de perpetuo horror. Ya no me atrevía a montar a
caballo, a pasear, ni a practicar ningún ejercicio que me alejara de la casa. En
realidad no me atrevía a apartarme de la presencia inmediata de aquellos que
conocían mi propensión a la catalepsia, por miedo a que, en uno de mis
acostumbrados ataques, me enterraran antes de averiguar mi verdadero
estado. Dudaba del cuidado y de la lealtad de mis amigos más queridos.

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Temía que, en un trance más largo que el acostumbrado, se dejaran convencer
de que no tenía remedio. Incluso llegaba a temer que, como les causaba
muchas molestias, quizá se alegraran de considerar cualquier ataque
prolongado como excusa suficiente para librarse definitivamente de mí. En
vano trataban de tranquilizarme con las más solemnes promesas. Les exigía
los juramentos más sagrados de que en ninguna circunstancia me enterrarían
hasta que la descomposición estuviera tan avanzada, que impidiese toda
conservación. Y aun así mis terrores mortales no atendían a razón ninguna, no
aceptaban ningún consuelo. Empecé a aguardar una serie de complejas
precauciones. Entre otras cosas, mandé remodelar la cripta familiar de forma
tal, que podía abrirse fácilmente desde el interior. ¡La más ligera presión
sobre una larga palanca que se extendía hasta muy dentro de la tumba,
bastaba para abrir rápidamente los portones de hierro! También estaba
prevista la libre admisión de aire y luz, y adecuados recipientes con alimentos
y agua, al alcance del ataúd, preparado para recibirme. Este ataúd estaba
acolchonado de forma suave y cálida y provisto de una tapa, hecha según el
principio de la puerta de la cripta, con el añadido de resortes ideados de tal
modo, que el más débil movimiento del cuerpo bastaría para soltarla. Además
de todo ello, del techo de la tumba colgaba una gran campana, cuya cuerda
pasaría por un agujero en el ataúd y se ataría a una de las manos del cadáver.
Pero ¡ay!, ¿de qué sirve la precaución contra el destino del hombre? ¡Ni
siquiera estas seguridades tan bien ingeniadas bastaban para librar de las más
extremadas agonías de la inhumación en vida a un infeliz predestinado a
ellas!
Llegó una época, como me había ocurrido antes a menudo, en que me
encontraba emergiendo, de un total estado de inconsciencia, a la primera
sensación débil e indefinida de la existencia. Lentamente, con gradación de
tortuga, se acercaba el pálido amanecer gris del día psíquico. Una torpe
inquietud. Una resistencia apática de sordo dolor. Ninguna preocupación,
ninguna, esperanza, ningún esfuerzo. Entonces, después de un largo intervalo,
un zumbido en los oídos. Luego, tras un lapso aún más largo, una sensación
de hormigueo o comezón en las extremidades; después, un período
aparentemente eterno de placentera quietud, durante el cual los sentimientos
que se despiertan luchan por transformarse en pensamientos; más tarde, un
breve hundimiento en la negación del ser; luego, un súbito restablecimiento.
Al fin, el leve estremecerse de un párpado; e inmediatamente después, un
choque eléctrico de terror, mortal e indefinido, que envía la sangre a torrentes
desde las sienes al corazón. Y entonces, el primer esfuerzo positivo por

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pensar. Y entonces, el primer intento de recordar. Y entonces, un éxito parcial
y evanescente. Y entonces la memoria ha recobrado tanto su dominio, que, en
cierta medida, tengo consciencia de mi estado. Siento que no me estoy
despertando de un sueño corriente. Recuerdo que he sufrido de catalepsia. Y
entonces, por fin, como si fuera la embestida de un océano, abruma mi
tembloroso espíritu el único peligro horrendo, la única idea espectral y
siempre presente.
Unos minutos después de que esta fantasía se apoderase de mí, quedé
inmóvil. ¿Y por qué? No podía reunir el valor suficiente para moverme. No
me atrevía a hacer el esfuerzo que desvelara mi destino, sin embargo algo en
mi corazón me susurraba que era seguro. La desesperación —tal como
ninguna otra clase de desdicha produce jamás—, sólo la desesperación, me
empujó, después de una profunda duda, a abrir mis pesados párpados. Lo
hice. Estaba oscuro, todo oscuro. Sabía que el ataque había terminado. Sabía
que la manifestación más crítica de mi trastorno había pasado hacía mucho.
Sabía que, a la sazón, había recuperado el uso de mis facultades visuales, y,
sin embargo, estaba oscuro, todo oscuro, la intensa y absoluta falta de luz de
la noche que dura para siempre.
Intenté gritar, y mis labios y me lengua reseca se juntaban
convulsivamente, pero ninguna voz salió de los cavernosos pulmones, que,
oprimidos como por el peso de una montaña, jadeaban y palpitaban con el
corazón a cada laboriosa y difícil inspiración.
El movimiento de las mandíbulas, en el esfuerzo por gritar, me demostró
que estaban atadas, como se les hace a los muertos. Sentí, también, que yacía
sobre alguna materia dura, y a la par mis flancos se hallaban estrechamente
prietos por algo semejante. Hasta entonces no me había atrevido a mover
ningún miembro, pero al fin levanté con violencia mis brazos, que estaban
rígidos, con las muñecas cruzadas. Chocaron contra madera sólida, que se
extendía sobre mi cuerpo a una distancia de sólo seis pulgadas de mi cara. Ya
no dudaba de que reposaba al fin dentro de un ataúd.
Y entonces, en medio de todas mis infinitas desdichas, vino dulcemente el
querubín de la esperanza, porque pensé en mis precauciones. Me retorcí e
hice espasmódicos esfuerzos para abrir la tapa: no se movía. Me toqué las
muñecas buscando la cuerda de la campana: no la encontré. Y entonces mi
consuelo huyó para siempre, y una desesperación aún más inflexible reinaba
triunfante; porque no pude evitar percatarme de la ausencia de las
almohadillas que yo había preparado tan cuidadosamente, y entonces también
llegó de pronto a mis narices el fuerte y especial olor de la tierra húmeda. La

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conclusión era irresistible. No estaba en la cripta. Había caído en trance
cuando me encontraba lejos de casa, entre forasteros —cuándo o cómo, no
podía recordarlo—, y me habían enterrado como a un perro, metido en algún
ataúd común, cerrado con clavos, y arrojado a lo profundo, a lo profundo y
para siempre, de alguna tumba ordinaria y anónima.

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Mientras esta horrible convicción se abría paso con fuerza hasta lo más
íntimo de mi alma, otra vez luché por gritar. Y este segundo intento tuvo
éxito. Un largo, salvaje y continuo grito o alarido de agonía resonó por los
reinos de la noche subterránea.
—Oye, oye, ¿qué es eso? —dijo una áspera voz, en respuesta.
—¿Qué diablos pasa ahora? —dijo un segundo.
—¡Fuera de ahí! —dijo un tercero.
—¿Por qué aúlla de esa manera, como un gato montés? —dijo un cuarto,
y entonces unos individuos de aspecto muy rudo me cogieron y me
sacudieron sin ceremonia durante varios minutos. No es que me despertaran
del sueño, porque ya estaba completamente despierto cuando grité, pero me
devolvieron la plena posesión de mi memoria.
Esta aventura ocurrió cerca de Richmond, en Virginia. Acompañado por
un amigo, había bajado, en una expedición de caza, unas millas por las orillas
del río James. Se acercaba la noche cuando nos sorprendió una tormenta. El
camarote de una pequeña chalupa anclada en la corriente y cargada de tierra
vegetal nos había ofrecido el único refugio asequible. Nos contentamos como
pudimos y pasamos la noche a bordo. Yo dormía en una de las dos únicas
literas, y no hace falta describir las literas de una chalupa de sesenta o setenta
toneladas. La que yo ocupaba no tenía ropa de cama de ningún género. Su
anchura mayor medía dieciocho pulgadas. La distancia entre el fondo y la
cubierta era, justamente, la misma. Me había resultado dificilísimo
introducirme en ella. Sin embargo, dormí profundamente, y toda mi visión —
porque no fue ni sueño ni pesadilla— surgió naturalmente de las
circunstancias de mi postura, de la propensión habitual de mis pensamientos,
y de la dificultad, que ya he mencionado, de concentrar mis sentidos, sobre
todo de recobrar la memoria durante un largo rato después de despertarme.
Los hombres que me sacudieron eran los tripulantes de la chalupa y algunos
jornaleros contratados para descargarla. De la misma carga procedía el olor a
tierra. La venda alrededor de las mandíbulas era el pañuelo de seda que me
había atado en la cabeza, a falta de gorro de dormir.
Las torturas que soporté, sin embargo, fueron indudablemente iguales en
aquel momento a las de la verdadera sepultura. Eran terriblemente, eran
increíblemente espantosas; pero del mal procedió un bien, porque su mismo
exceso provocó en mi espíritu una revulsión inevitable. Mi alma adquirió
temple, adquirió serenidad. Salía al campo. Hacía ejercicio vigoroso.
Respiraba el aire libre del cielo. Pensé en más cosas que en la muerte.
Abandoné mis textos médicos. Quemé el libro de Buchan[25]. No leí más

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Pensamientos nocturnos, ni rimbombancias sobre cementerios, ni cuentos de
miedo como el presente. En resumen, me convertí en un hombre nuevo y viví
una vida de hombre. Desde aquella noche memorable descarté para siempre
mis aprensiones sepulcrales y con ellas se desvanecieron los trastornos
catalépticos, de los cuales quizá fueron menos la consecuencia que la causa.
Hay momentos en que, aun para el sereno ojo de la razón, el mundo de
nuestra triste humanidad puede asumir la apariencia del infierno, pero la
imaginación del hombre no es Caratis para explorar con impunidad todas sus
cavernas. ¡Ay!, la torva legión de los terrores sepulcrales no puede
considerarse como completamente imaginaria, pero igual que los demonios en
cuya compañía Afrasiab hizo su viaje por el Oxus[26], deben dormir o nos
devorarán…, debemos permitirles dormir, o pereceremos.

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Los hechos en el caso del señor Valdemar

Por supuesto, no fingiré considerar como un asunto asombroso el hecho de


que el extraordinario caso del señor Valdemar haya provocado discusiones.
Hubiera resultado milagroso si no ocurriera así, sobre todo en tales
circunstancias. Debido al deseo de todos los interesados por mantener el
asunto alejado del público, al menos por el momento, o hasta que tuviéramos
oportunidad de investigarlo, y pese a todos nuestros esfuerzos, una historia
maliciosamente confundida y exagerada se difundió entre la gente y se
convirtió en fuente de muchas desagradables tergiversaciones y, como es
natural, de bastante incredulidad.
Ahora es indispensable que yo dé a conocer los hechos, en la medida en
que puedo comprenderlos yo mismo. En resumen, son los siguientes:
Durante los últimos tres años el tema del mesmerismo[27] ha atraído mi
atención repetidas veces; y hace unos nueve meses, se me ocurrió, así de
repente, que en la serie de experimentos hechos hasta entonces existía una
omisión muy notable e inexplicable: nunca se había hipnotizado a ninguna
persona in articulo mortis[28]. Quedaba por averiguar, en primer lugar, si en
tal estado existiría en el paciente cualquier susceptibilidad a la influencia
magnética; y segundo, si en caso de que existiera, su estado la aumentaría o la
disminuiría; y un tercero, hasta qué punto y durante cuánto tiempo las
incursiones de la muerte podían ser detenidas por el proceso hipnótico.
Quedaban otros puntos por aclarar, pero éstos eran los que más despertaron
mi curiosidad, en especial el último, dada la enorme importancia de sus
consecuencias.
Cuando buscaba entre mis conocidos a algún sujeto en quien verificar
estos temas se me ocurrió pensar en mi amigo el señor Ernest Valdemar, el
bien conocido compilador de la Bibliotheca Forensica[29] y autor (con el nom
de plume[30] de Issachar Marx) de las versiones polacas de Wallenstein y
Gargantúa[31]. El señor Valdemar, quien reside principalmente en Harlem,
Nueva York, desde el año 1839, es (o era) especialmente notable por su
extrema delgadez, pues sus extremidades inferiores se parecían mucho a las

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de John Randolph[32]; y, además, por la blancura de sus patillas en contraste
violento con su pelo negro, que, por lo tanto, se confundía muchas veces con
una peluca. Su temperamento era marcadamente nervioso, lo que hacía de él
un buen sujeto para experimentos mesméricos. En dos o tres ocasiones le
había yo hipnotizado con poca dificultad, pero quedé desilusionado al no
conseguir otros resultados, que su constitución peculiar me había hecho
naturalmente esperar. Su voluntad no quedó en ningún momento positiva o
completamente bajo mi control, y en cuanto a la clarividencia no pude lograr
con él nada que fuera fiable. Siempre atribuí mis fracasos al respecto al estado
de su salud. Unos meses antes de que yo le conociera, sus médicos le habían
declarado tuberculoso crónico. Y era costumbre cierta del señor Valdemar
hablar tranquilamente de su cercana muerte, como de algo que él no había de
evitar ni lamentar.
Cuando las ideas a que he aludido se me ocurrieron por vez primera, fue
muy natural, por supuesto, que pensara en Valdemar. Conocía demasiado bien
la serena filosofía de mi amigo para temer sus escrúpulos; y no tenía él
parientes en América cuya intromisión fuera probable. Le hablé francamente
del tema; y para mi sorpresa pareció interesarle vivamente. Digo para mi
sorpresa, pues, aunque siempre se había entregado libremente a mis
experimentos, nunca antes había mostrado simpatía por lo que yo hacía. Su
enfermedad era de las que permiten un cálculo exacto respecto al momento en
que sobrevendrá la muerte; y por fin convinimos en que me mandaría llamar
unas veinticuatro horas antes del momento anunciado por sus médicos para su
fallecimiento.
Hace ahora algo más de siete meses que recibí del señor Valdemar la
siguiente nota:

Estimado P…:
Ya puede usted venir. D… y F… coinciden en que no pasaré
de mañana a medianoche, y creo que han calculado muy bien
la hora.
Valdemar

Recibí esta nota media hora después de que fuera escrita, y un cuarto de hora
más tarde me encontraba ya en la habitación del moribundo. No le había visto
desde hacía diez días, y quedé asombrado al observar la terrible alteración que
tan breve período había obrado en él. Tenía la cara de un color plomizo; los
ojos estaban absolutamente sin brillo; y la demacración era tan extrema, que

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la piel se le había abierto en los pómulos. La expectoración era excesiva. El
pulso apenas se percibía. Sin embargo, conservaba, de forma harto
extraordinaria, su capacidad mental y cierto grado de fuerza física. Habló con
claridad, tomó unas medicinas paliativas sin ayuda ajena, y cuando yo entré
en el cuarto, lo hallé ocupado en escribir notas en una libreta. Estaba
incorporado en la cama, apoyado en almohadas, y los doctores D… y F… le
atendían.
Después de estrechar la mano a Valdemar, llevé a estos señores a un lado
y les pedí un relato minucioso del estado del paciente. Desde hacía dieciocho
meses el pulmón izquierdo estaba en un estado semióseo o cartilaginoso, y
por supuesto resultaba totalmente inútil para mantener la vitalidad. El
derecho, en la parte superior, también estaba parcial o completamente
osificado, mientras que la región inferior sólo era una masa de tubérculos
purulentos entremezclados. Existían varias y extensas perforaciones; y en un
punto se había producido una adherencia permanente a las costillas. Estas
condiciones del lóbulo derecho eran de fecha relativamente reciente. La
osificación se había extendido con una rapidez bastante insólita, pues un mes
antes no se habían descubierto señales de la misma, y la adherencia sólo se
había observado en los tres últimos días. Aparte de la tuberculosis, los
médicos sospechaban un aneurisma de la aorta, pero los síntomas de
osificación hacían imposible un diagnóstico exacto. Ambos médicos opinaban
que Valdemar moriría al día siguiente a eso de la medianoche (un domingo).
Eran entonces las siete de la tarde del sábado.
Al abandonar la cabecera del enfermo para hablar conmigo, los doctores
D… y F… se despidieron de él por última vez. No tenían intención de volver
a verle; pero, a petición mía, convinieron en visitar al paciente a eso de las
diez de la noche del día siguiente.
Cuando se habían ido, hablé francamente con Valdemar del tema de su
cercana muerte y también, más especialmente, del propuesto experimento.
Aún se mostró muy dispuesto e incluso ansioso de que se hiciera, y me pidió
que lo empezara en seguida. Dos enfermeros, un hombre y una mujer, estaban
de servicio, pero no me sentía en libertad de participar en una intervención de
tal naturaleza sin testigos más fiables de lo que estas personas pudieran ser en
caso de algún accidente repentino. Por eso aplacé el experimento hasta cerca
de las ocho de la noche del día siguiente, cuando la llegada de un estudiante
de medicina a quien conocía (el señor Theodore L…l) me libró de toda
preocupación. En un principio mi propósito era esperar a los médicos, pero
me sentí persuadido a proceder, primero, por la urgente insistencia de

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Valdemar, y segundo, por mi convicción de que no había un momento que
perder, ya que con toda evidencia empeoraba rápidamente.
El señor L…l tuvo la amabilidad de asentir a mi deseo de que tomara nota
de todo lo que ocurriera; y lo que ahora voy a relatar está sacado de sus
apuntes, ya en forma abreviada o verbatim[33].
Faltaban cinco minutos para las ocho cuando, tomando la mano del
paciente, le rogué que declarase, tan claramente como pudiera, al señor L…l
si él (Valdemar) estaba totalmente dispuesto a que yo hiciera el experimento
de hipnotizarlo en su estado actual.
Contestó, débil pero de modo audible:
—Sí, quiero ser hipnotizado —y añadió inmediatamente después—: Temo
que lo haya retrasado demasiado tiempo.
Mientras así hablaba, comencé los pases que antes había yo encontrado
que eran efectivos para someterlo. Evidentemente quedó influido por el
primer movimiento lateral de mi mano sobre su frente, pero, aunque empleé
todos mis poderes, no se produjeron más efectos perceptibles hasta unos
minutos después de las diez, cuando los doctores D… y F… llegaron,
acudiendo a la cita acordada. En pocas palabras les expliqué cuál era mi
propósito y, como no tenían nada que objetar, considerando que el paciente ya
estaba en agonía, continué sin vacilar, cambiando, sin embargo, los pases
laterales por otros verticales, y dirigiendo mi mirada enteramente al ojo
derecho del enfermo.
A esta altura su pulso resultaba imperceptible y su respiración eran
estertores, a intervalos de medio minuto.
Este estado siguió casi sin alteración durante un cuarto de hora. Al final
de este período, un suspiro natural pero muy profundo escapó del pecho del
moribundo y cesó la estertórea respiración, es decir, los estertores ya no eran
perceptibles, y los intervalos de la respiración no disminuían. Las
extremidades del paciente estaban heladas.
A las once menos cinco percibí señales inequívocas de influencia
mesmérica. La mirada vidriosa se transformó en esa expresión de inquieto
examen interior, que jamás se ve salvo en casos de sonambulismo, y sobre el
cual es imposible equivocarse. Mediante unos rápidos pases laterales hice
temblar sus párpados, como al acercarse el sueño, y con unos cuantos más los
cerré por completo. Sin embargo, no me quedé satisfecho con este estado,
sino que continué vigorosamente las manipulaciones, con el pleno empleo de
mi voluntad, hasta que dejé rígidos los miembros del dormido, a quien había
colocado en una posición que parecía cómoda. Las piernas estaban

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completamente estiradas y los brazos reposaban en la cama a los lados de su
cuerpo. La cabeza quedaba sólo ligeramente elevada.
Cuando había logrado todo esto, ya era plena medianoche, y pedí a los
caballeros presentes que examinaran el estado de Valdemar. Después de
varios experimentos, admitieron que se encontraba en un estado insólitamente
perfecto de trance mesmérico. La curiosidad de ambos médicos se despertó en
sumo grado. El doctor D… en seguida decidió quedarse al lado del paciente
toda la noche, mientras que el doctor F… se despidió, prometiendo regresar al
amanecer. El señor L…l y los enfermeros también se quedaron.
Dejamos a Valdemar en completa tranquilidad hasta alrededor de las tres
de la mañana; luego me acerqué a él y le encontré, precisamente, en el mismo
estado en que le había dejado cuando el doctor F… se fue, es decir, se
encontraba en la misma posición, el pulso era imperceptible, la respiración era
leve (apenas se notaba sin acercarle un espejo a los labios), los ojos estaban
cerrados de forma natural y los miembros rígidos y tan fríos como el mármol.
A pesar de eso, la apariencia general, indudablemente, no era la de la muerte.
Al acercarme a Valdemar intenté influir sobre su brazo derecho, al objeto
de que siguiera al mío, mientras lo pasaba suavemente de un lado a otro por
encima de su cuerpo. En semejantes experimentos con tal paciente nunca
antes había logrado esto, y ciertamente no pensaba lograrlo ahora. Pero, para
mi asombro, su brazo siguió sin demora, aunque débilmente, cada
movimiento que el mío le señalaba. Decidí arriesgar unas palabras de
conversación:
—Valdemar ¿duerme usted? —pregunté.
No me contestó, pero noté que le temblaban los labios, y me animé a
repetir la pregunta, una y otra vez. A la tercera repetición, todo su cuerpo se
agitó con un ligero estremecimiento, los párpados se abrieron tanto como para
mostrar una línea blanca de los ojos, los labios se movieron torpemente y de
entre ellos, en un murmullo apenas audible, brotaron las palabras:
—Sí… estoy dormido. ¡No me despierte! ¡Déjeme morir así!
Palpé sus miembros y los encontré tan rígidos como antes. El brazo
derecho obedecía como antes al movimiento de mi mano. De nuevo
interrogué al hipnotizado:
—¿Sigue sintiendo dolor en el pecho, Valdemar?
La respuesta fue ahora inmediata, pero aún menos audible que antes:
—Dolor, no… Estoy muriendo.
No me pareció aconsejable molestarle más por el momento y no le dije ni
le hice nada más hasta la llegada del doctor F…, quien se presentó un poco

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antes de la salida del sol y expresó ilimitado asombro al encontrar al paciente
aún con vida. Después de tomarle el pulso y acercar un espejo a sus labios,
me pidió que hablara otra vez con el hipnotizado. Lo hice, diciendo:
—Valdemar, ¿aún duerme usted?
—Sí, aún duermo…, muriendo.
Ahora la opinión, o mejor dicho el deseo de los médicos, era que
Valdemar se quedara sin ser molestado en su actual estado aparentemente
tranquilo hasta que sobreviniera la muerte, cosa que, según todos, debería
suceder dentro de pocos minutos. Decidí, sin embargo, hablar con él una vez
más y simplemente repetí mi pregunta anterior.
Mientras le hablaba, un marcado cambio se produjo en la cara del
hipnotizado. Los ojos se abrieron lentamente, las pupilas giraron hacia arriba
y desaparecieron, la piel cobró un color cadavérico, semejante no tanto al
pergamino como al papel blanco; las héticas manchas redondas que hasta
ahora se veían claramente en el centro de cada mejilla se apagaron en el acto.
Empleo esta expresión porque el carácter repentino de su desaparición me
hizo pensar más que nada en una vela que se apaga de un soplo. Al mismo
tiempo el labio superior se separó de los dientes, que antes había cubierto por
completo; y la mandíbula inferior cayó con un estirón audible, dejando la
boca muy abierta y revelando, a plena vista, una lengua hinchada y
ennegrecida. Creo que todos los miembros del grupo allí presentes estaban
acostumbrados a los horrores de un lecho de muerte; pero la apariencia de
Valdemar en este momento era tan desmesuradamente horrible, que hubo un
movimiento general de separarse de la cama.
Ahora creo que he llegado a un punto en este relato en que el lector se
verá asombrado hasta la absoluta incredulidad. No obstante, mi deber es,
simplemente, el de continuar.
Ya no había el más débil indicio de vida en Valdemar, y, creyéndole
muerto, ya íbamos a confiarlo a los enfermeros, cuando observamos un fuerte
movimiento vibratorio de su lengua. La vibración siguió durante, tal vez, un
minuto. Al final de este tiempo, de las mandíbulas abiertas e inmóviles brotó
una voz, una voz tal, que sería una locura de mi parte intentar describir. Hay,
en realidad, dos o tres epítetos que podrían aplicársele y que resultarían en
parte adecuados; yo podría decir, por ejemplo, que el sonido era áspero,
inconexo y hueco; pero el horrible conjunto es indescriptible, por la sencilla
razón de que semejantes sonidos jamás han irritado los oídos de los hombres.
Dos características, sin embargo —según creía entonces y aún creo—,
podrían calificarse como propias de aquella entonación, como adecuadas para

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dar una idea de su peculiaridad aterradora, sobrenatural. En primer lugar, la
voz parecía llegar a nuestros oídos —por lo menos a los míos— desde una
larga distancia, o desde una caverna situada en las profundidades de la tierra.
En segundo lugar, me produjo la misma sensación (temo, de veras, que sea
imposible hacerme entender) que las materias gelatinosas o glutinosas
producen en el sentido del tacto.
He hablado de ambos, «sonido» y «voz». Quiero decir que el sonido
consistía en un silabeo claro, de una claridad incluso maravillosa y
emocionante. El señor Valdemar hablaba, y era evidente que contestaba a la
pregunta que le hice unos minutos antes. Le había preguntado yo, como se
recordará, si seguía durmiendo. Y entonces dijo:
—Sí…, no… Estuve durmiendo…, y ahora, ahora…, estoy muerto.
Nadie de los presentes aparentó negar ni intentó reprimir el inexpresable,
escalofriante horror que aquellas pocas palabras, así pronunciadas, eran
capaces de comunicar. El señor L…l (el estudiante) se desmayó. Los
enfermeros escaparon de la habitación a toda prisa y fue imposible
convencerlos de que volvieran. No aspiro a que mis propias impresiones sean
inteligibles al lector. Durante casi una hora, en silencio, sin pronunciar una
palabra, nos ocupamos en reanimar al señor L…l. Cuando volvió en sí, otra
vez nos pusimos a investigar el estado de Valdemar.
Seguía en todos los aspectos como lo he descrito la última vez, con
excepción de que el espejo ya no ofrecía señales de respiración. Fracasó un
intento de hacer sangrar su brazo derecho. Debo mencionar, también, que el
brazo ya no obedecía a mi voluntad. En vano traté de hacerle seguir la
dirección de mi mano. La única señal cierta de la influencia mesmérica se
encontraba ahora en el movimiento vibratorio de la lengua, cada vez que yo
volvía a hacer una pregunta a Valdemar. Parecía hacer esfuerzos por
contestar, pero ya no tenía voluntad suficiente. Parecía totalmente insensible a
preguntas hechas por cualquiera que no fuera yo, aunque yo trataba de poner
a cada uno de los presentes en relación mesmérica con él. Creo que ya he
narrado todo lo necesario para entender el estado del hipnotizado en este
período. Se llamó a otros enfermeros; y a las diez salí de la casa acompañado
por los dos médicos y el señor L…l.
Por la tarde volvimos a visitar al paciente. Su estado seguía siendo el
mismo. Ahora discutimos un rato sobre la conveniencia y la viabilidad de
despertarle, pero sin gran dificultad llegamos a la conclusión de que hacerlo
no serviría a ningún propósito. Era evidente que, hasta ese instante, la muerte
(o lo que normalmente se denomina muerte) había sido frenada por el proceso

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mesmérico. A todos nos parecía claro que despertar a Valdemar,
simplemente, aseguraría su inmediato, o por lo menos su rápido,
fallecimiento.
Desde ese momento hasta fines de la semana pasada —un periodo de casi
siete meses— seguimos visitando a diario la casa de Valdemar, acompañados
de vez en cuando por médicos y otros amigos. Durante todo ese tiempo el
hipnotizado se conservaba exactamente como lo he descrito la última vez. Los
enfermeros lo atendían continuamente.
Fue el viernes pasado cuando por fin decidimos hacer el experimento de
despertarle, o de intentar despertarle; probablemente fue el infeliz resultado
de este experimento lo que ha dado lugar a tanta discusión en círculos
privados y a una emoción popular que no puedo dejar de considerar como
injustificada.
Con el propósito de librar a Valdemar del trance mesmérico, empleé los
pases acostumbrados. Durante un rato, éstos resultaron inútiles. La primera
señal de un retorno a la vida lo proporcionó un descenso parcial del iris. Se
observó, como especialmente notable, que este descenso de la pupila fue
acompañado por un abundante flujo de icor[34] amarillento de debajo de los
párpados, que despedía un olor penetrante y sumamente repulsivo.
Ahora me sugirieron que debía tratar de influir sobre el brazo del paciente,
como al principio. Lo intenté, sin resultado. Entonces el doctor F… expresó el
deseo de que interrogara al paciente. Así lo hice, con las siguientes palabras:
—Valdemar, ¿puede usted explicarnos lo que siente o lo que desea ahora?

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Instantáneamente reaparecieron los círculos héticos en las mejillas, la
lengua tembló o, mejor dicho, se movió violentamente en la boca (aunque las
mandíbulas y los labios quedaban rígidos como antes), y por fin la misma
odiosa voz, que ya he descrito, brotó:
—¡Por amor de Dios! ¡De prisa, de prisa! ¡Hágame dormir… o de prisa…
despiérteme… de prisa! ¡Le digo que estoy muerto!
Perdí por completo la serenidad, y por un momento me quedé sin saber
qué hacer. Primero intenté tranquilizar al paciente, pero, al fracasar, debido a
la total ausencia de la voluntad, volví a comenzar y luché con todas mis
fuerzas para despertarlo. En este intento pronto vi que tendría éxito —o por lo
menos imaginé que mi éxito sería completo—, y estoy seguro de que todos
los allí presentes estaban preparados para ver despertar al paciente.
Pero lo que ocurrió realmente fue algo para lo cual era, de veras,
imposible que ningún ser humano pudiera estar preparado.
Mientras con presteza ejecutaba yo los pases mesméricos, entre
exclamaciones de «¡Muerto, muerto!», que literalmente estallaban de la
lengua y no de los labios de la víctima, su cuerpo entero inmediatamente, en
el espacio de un solo minuto o aún menos, se encogió, se desmoronó, se
pudrió bajo mis manos. Sobre el lecho, ante todos los presentes, quedó sólo
una masa casi líquida de repugnante, de abominable putrefacción.

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El corazón delator

¡Es verdad! Nervioso, muy, muy nervioso, lo he sido y lo soy; pero ¿por qué
dirán que estoy loco? El mal ha agudizado mis sentidos, no los ha destruido
ni los ha entorpecido. Sobre todo tenía un oído muy fino. Oía todas las cosas
del cielo y de la tierra, y además muchas del infierno. Así que ¿cómo voy a
estar loco? Atiendan y observen con qué cordura, con qué tranquilidad les
puedo contar toda la historia.
Me es imposible decir cómo se me metió por primera vez la idea en la
cabeza; pero, una vez dentro, me obsesionaba día y noche. ¿Propósito?
Ninguno. ¿Pasión? Descartada. Yo quería al viejo. Nunca me había hecho
daño. Nunca me había insultado. Su oro no me atraía. Creo que fue su ojo.
¡Sí, eso fue! Tenía el ojo de un buitre, un ojo azul pálido, velado con una
membrana. Cada vez que me echaba la vista encima se me helaba la sangre; y
así poco a poco —muy paulatinamente— fui tomando la decisión de matar al
viejo y con ello librarme del ojo para siempre.
Ahora, fíjense en esto. Ustedes se empeñan en decir que estoy loco. Los
locos no saben nada, pero tenían que haberme visto a mí. Tenían que haber
visto con qué cordura procedí, ¡con qué cautela, con qué previsión, con qué
disimulo puse manos a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la
semana entera antes de matarlo. Y cada noche, a eso de las doce, hacía girar
el picaporte de su puerta y la abría ¡tan despacito! Y luego, cuando la abertura
era lo suficientemente grande como para que me cupiera la cabeza, introducía
una linterna cerrada, cerrada, cerradísima para que no saliera ninguna luz, y
luego metía la cabeza. ¡Oh, se hubieran reído al ver con qué habilidad la
metía! La movía despacio, muy, muy despacio, para no turbar el sueño del
viejo. Me llevaba una hora meter toda la cabeza por la abertura hasta
conseguir verlo echado en la cama. ¿Qué? ¿Un loco hubiera sido capaz de
esto? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto,
abría la linterna cautelosamente —eso sí, con toda cautela (porque las
bisagras crujían)—, y la abría justo para que un solo rayito de luz cayera
sobre el ojo de buitre. Y así lo hice durante siete largas noches —cada noche

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exactamente a las doce—, pero siempre encontré el ojo cerrado; y por eso me
era imposible realizar mi tarea, porque no era el viejo lo que me irritaba, sino
su ojo malvado. Y cada mañana, al amanecer, me iba descaradamente a su
cuarto y le hablaba tan tranquilo, llamándole por su nombre en tono cordial y
preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes, tenía que haber
sido en verdad un viejo muy astuto para sospechar que cada noche, justo a las
doce, le contemplaba mientras él dormía.
La octava noche procedí con más cautela que nunca al abrir la puerta. El
minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano.
Jamás hasta aquella noche llegué a sentir el alcance de mi propio poder, de mi
sagacidad. Apenas podía dominar mi sensación de triunfo. ¡Pensar que yo
estaba ahí, abriendo la puerta poco a poco, y que él ni siquiera imaginaba mis
actos ni pensamientos más recónditos! Casi tuve que reírme entre dientes al
pensarlo; y tal vez me oyera, porque de repente se movió en la cama como si
se sobresaltase. ¿Y creen ustedes que me eché atrás? Pues no. Su cuarto
estaba tan negro como un pozo, con una densa oscuridad (porque las
contraventanas estaban bien cerradas por miedo a los ladrones), y por eso yo
sabía que no podía ver la abertura de la puerta y seguí empujándola,
empujándola sin cesar.
Ya tenía la cabeza dentro y estaba a punto de abrir la linterna, cuando mi
pulgar resbaló en el cierre de lata, y el viejo pegó un salto en la cama
gritando: «¿Quién está ahí?».
Me quedé muy quieto sin decir nada. Toda una hora estuve sin mover un
solo músculo y durante ese tiempo no le oí acostarse. Todavía estaba sentado
en la cama, escuchando igual que he hecho yo noche tras noche, escuchando
en la pared la carcoma de la muerte.
Al rato oí un leve gemido, y me percaté de que era el gemido de un terror
mortal. No era un gemido de dolor ni de pena —ya lo creo que no—, era el
sonido sofocado que surge del fondo del alma cuando la oprime un temor
reverencial. Conocía bien ese sonido. Muchas noches, exactamente a
medianoche, cuando todo el mundo dormía, ha brotado de mi propio pecho,
ahondando con su horrible eco los terrores que me enloquecían. Digo que lo
conocía bien. Sabía lo que el viejo sentía, y le compadecía, aunque me reía en
el fondo de mi corazón. Sabía que él había estado despierto desde que oyó el
primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Desde entonces el miedo le
embargaba cada vez con más fuerza. Intentaba inútilmente convencerse de
que era infundado; había estado diciéndose: «No es más que el viento en la
chimenea, es sólo un ratón que corre por el suelo», o «es simplemente un

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grillo que chirrió una sola vez». Sí, había estado tratando de animarse con
estas suposiciones, pero se dio cuenta de que todo era en vano. Todo era en
vano; porque la muerte se le acercaba acechándole con su negra sombra y
envolvía a su víctima. Y fue la fúnebre influencia de la invisible sombra lo
que le hizo sentir —porque ni la vio ni la oyó—, sentir la presencia de mi
cabeza dentro del cuarto.
Luego de esperar un buen rato, con mucha paciencia, sin oír que volviera
a acostarse, decidí abrir una ranura —pequeña, pequeñísima— en la linterna.
Así la abrí —no pueden imaginarse con cuantísimo cuidado—, hasta que por
fin un rayo muy tenue, como un hilo de araña, salió de la ranura y cayó de
lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto —muy, muy abierto— y me puse furioso mientras lo
observaba. Lo vi con perfecta claridad todo de un azul apagado, con una
horrible membrana que me helaba la sangre en las venas; pero no acerté a ver
el resto de la cara ni del cuerpo del viejo; porque había dirigido el rayo, como
por instinto, precisamente sobre ese maldito punto.
¿Y no les he dicho ya que lo que ustedes toman equivocadamente por
locura no es más que una exagerada agudeza de los sentidos? Pues resulta que
me llegó a los oídos un sonido bajo, sordo y rápido como el que hace un reloj
cuando va envuelto en un trapo. De sobra conocía aquel sonido también. Era
el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, como el redoblar de
los tambores estimula el valor del soldado.

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Pero aun entonces me contuve y permanecí inmóvil, casi sin respirar.
Mantenía quieta la linterna. Intentaba mantener el rayo lo más fijo posible
sobre el ojo. Mientras tanto el infernal tamborilear del corazón aumentaba. Se
hacía cada vez más rápido, más fuerte por momentos. ¡El terror del viejo tuvo
que haber sido enorme! Les digo que cada vez se oía más fuerte. ¿Se enteran?
Ya les he dicho que soy nervioso; y es que lo soy. Así que en esa hora
siniestra de la noche, en el horrible silencio de aquella vieja casa, un ruido tan
extraño como aquél me llenó de un terror incontrolable. Sin embargo, me
contuve todavía algunos minutos más y me quedé inmóvil. ¡Pero los latidos se
oían cada vez más fuertes, más fuertes! Pensé que el corazón iba a estallar. Y
entonces una nueva ansiedad se apoderó de mí: ¡algún vecino podía oír aquel
sonido! ¡Al viejo le había llegado su hora! Con un fuerte alarido abrí la
linterna y salté dentro del cuarto. Él pegó un grito… sólo uno. En un
momento lo tiré al suelo y le eché la pesada cama encima. Entonces sonreí
alegremente, al ver que ya iba tan adelantado. Pero, durante muchos minutos;
el corazón siguió latiendo con un ruido ahogado. Esto, sin embargo, no me
irritaba; no podría oírse a través de la pared. Por fin cesó. El viejo estaba
muerto. Quité la cama y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto,
completamente muerto. Puse mi mano sobre su corazón y la mantuve allí
varios minutos. No había ninguna pulsación. Estaba completamente muerto.
Su ojo ya no me molestaría más.
Si ustedes aún creen que estoy loco, cambiarán de opinión en cuanto les
describa las sabias precauciones que adopté para esconder el cuerpo. La
noche avanzaba y yo actuaba rápidamente, pero en silencio. Primero,
despedacé el cadáver. Le corté la cabeza, los brazos y las piernas.
Luego levanté tres tablas del suelo de la habitación y deposité los restos
en el hueco. Volví a colocar las tablas con tanta habilidad, con tanta astucia,
que ningún ojo humano —ni siquiera el suyo— hubiera podido descubrir el
menor error. No había nada que lavar —ningún tipo de mancha— ni rastro de
sangre. Buen cuidado había tenido yo de ello: lo había puesto todo en una
tina… ¡ja, ja!
Cuando hube terminado todas estas faenas ya eran las cuatro, pero seguía
tan oscuro como a medianoche. Al oírse las campanadas de la hora, llamaron
a la puerta de la calle. Bajé a abrir tan tranquilo, pues ¿qué podía temer ya?
Entraron tres hombres y se presentaron, muy cortésmente, como agentes de
policía. Durante la noche, un vecino había oído un grito; se despertaron
sospechas de algún delito; presentaron una denuncia en la comisaría y los
enviaron a ellos para registrar el lugar.

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Sonreí, pues ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los caballeros. El
grito, les dije, fui yo, soñando. Les conté que el viejo estaba fuera, en el
campo. Acompañé a mis visitantes por toda la casa. Les rogué que registraran,
que registraran a fondo. Y acabé llevándolos a su cuarto. Les mostré sus
tesoros, intactos, cada uno en su lugar. Entusiasmado al sentirme tan seguro,
traje sillas al cuarto y les pedí que descansaran allí de su fatiga, mientras yo
mismo, con la alocada audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el
mismísimo lugar bajo el cual reposaba el cadáver de la víctima.
Los agentes se mostraban satisfechos. Mi actitud les había convencido.
Me encontraba especialmente tranquilo. Se sentaron y charlaban de cosas
corrientes, mientras yo les contestaba con alegría. Pero al poco rato sentí que
empezaba a ponerme pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y
tenía como un zumbido en los oídos; pero ellos seguían allí sentados y
charlando. El zumbido se hizo más claro, seguía oyéndolo, sólo que más claro
aún; yo hablaba sin parar para acallar esa sensación; pero el zumbido
continuaba, cada vez con mayor precisión, hasta que, por fin, descubrí que el
ruido no estaba dentro de mis oídos.
Sin duda me puse muy pálido entonces, pero seguí hablando con mucha
labia y en voz bien alta. Sin embargo, el sonido aumentaba… ¿y yo qué iba a
hacer? Era un sonido bajo, sordo, rápido…, semejante al sonido que hace un
reloj que va envuelto en un trapo. Yo me ahogaba y, sin embargo, los agentes
no oían nada. Hablaba más deprisa, con más vehemencia, pero el ruido seguía
creciendo. Me levanté y me puse a discutir sobre trivialidades en un tono
estridente y con gestos violentos; pero el ruido seguía creciendo. ¿Por qué no
se marcharían? Recorrí el cuarto de arriba a abajo a grandes zancadas, como
si me hubieran puesto furioso los comentarios de aquellos hombres, pero el
mido seguía creciendo. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía yo hacer? ¡Echaba espuma por
la boca, deliraba, maldecía! Agarré la silla en la que había estado sentado y la
arrastré por las tablas del suelo, pero el ruido se oía por encima de los demás
y seguía creciendo. Se hizo más fuerte…, más fuerte…, fuertísimo. Y los
hombres seguían charlando tan tranquilos y sonreían. ¿Era posible que no lo
oyeran? ¡Santo Cielo! ¡No, no! ¡Lo oían, lo sospechaban, lo sabían! ¡Estaban
burlándose de mi horror! Eso creí y eso creo aún. ¡Pero cualquier cosa era
preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel
escarnio! ¡No podía soportar más aquellas sonrisas hipócritas! Me di cuenta
de que o me ponía a gritar o me moría, y entonces —otra vez—, ¡escúchenlo,
más fuerte, más fuerte, más fuerte, fuertísimo!

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—¡Malvados! —grité—. ¡Basta ya de disimular! ¡Admito los hechos!
¡Levanten las tablas! ¡Aquí… aquí! ¡Es el latir de su horrible corazón!

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El tonel de amontillado

Había yo soportado lo mejor que podía los mil agravios de Fortunato, pero,
cuando se atrevió a insultarme, juré que me vengaría. Vosotros, que conocéis
tan bien la naturaleza de mi alma, no pensaréis que salió de mi boca ninguna
amenaza. Al final, me vería vengado; este punto quedó para mí resuelto
definitivamente, pero el mismo carácter definitivo con que lo resolví excluía
toda idea de riesgo. No sólo debía castigar sino castigar con impunidad. Un
agravio no resulta reparado cuando el castigo alcanza al reparador. Queda
igualmente sin reparar cuando el vengador no se descubre como tal ante quien
le ha ofendido.
Hay que entender que ni por mis hechos ni por mis palabras había yo dado
motivo a Fortunato para dudar de mi buena voluntad. Seguía, como era mi
costumbre, sonriéndole en la cara, y él no se daba cuenta de que ahora
sonreía yo pensando en la idea de su inmolación.
Un punto débil tenía el tal Fortunato, aunque, por lo demás, era hombre de
respetar y aun de temer. Se enorgullecía de ser un buen conocedor de vinos.
Pocos italianos poseen el verdadero espíritu del virtuoso en este arte. La
mayoría de ellos adaptan su entusiasmo de acuerdo con el momento y la
oportunidad, para engañar a los millonarios ingleses y austríacos. En pintura y
en piedras preciosas, Fortunato, como sus compatriotas, era un charlatán,
pero, en cuanto se refiere a vinos añejos, era sincero. En este sentido, no era
yo notablemente distinto a él; también yo era experto en vendimias italianas y
compraba con largueza cuando tenía una oportunidad.
Fue a la hora del crepúsculo, una tarde en que el carnaval alcanzaba su
suprema locura, cuando encontré a mi amigo. Me saludó con un cariño
extremado, porque había estado bebiendo en exceso. El hombre estaba
vestido de bufón. Llevaba un ajustado traje a rayas multicolores y su cabeza
quedaba coronada con un cónico gorro con cascabeles. Me sentí tan contento
de verle, que me pareció que nunca terminaría de estrecharle la mano.
Le dije:

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—Mi querido Fortunato, qué suerte haberte encontrado. Qué buen aspecto
tienes hoy. Por cierto, he recibido un barril de vino que pasa por amontillado,
pero tengo mis dudas.
—¿Cómo? —dijo él—. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y a
mediados de carnaval!
—Tengo mis dudas —contesté—, y he sido lo bastante tonto como para
pagar el precio total del amontillado sin consultarte antes. No pude
encontrarte, y tenía miedo de perder un buen negocio.
—¡Amontillado!
—Tengo mis dudas.
—¡Amontillado!
—Y he de resolverlas.
—¡Amontillado!
—Como estás ocupado, me voy a buscar a Lucresi. Si hay alguien con
capacidad crítica es él. Me dirá…
—Te digo que Lucresi no sabe distinguir entre un amontillado y un jerez.
—Y, sin embargo, algunos tontos aseguran que como catador es digno
rival tuyo.
—Anda, vamos ya.
—¿Adónde?
—A tu bodega.
—No, amigo mío; no quiero aprovecharme de tu bondad. Veo que tienes
una cita. Y Lucresi…
—No tengo nada que hacer. Vamos.
—No, amigo mío. No me preocupa tanto que estés ocupado, sino que veo
que padeces un fuerte catarro. Las criptas son intolerablemente húmedas.
Están cubiertas de salitre.
—Vamos, de todos modos. Este catarro no es nada. ¡Amontillado! Te
habrán engañado. Y en cuanto a Lucresi, él no sabe distinguir un jerez de un
amontillado.
Mientras decía esto, Fortunato me tomó del brazo; y yo, luego de ponerme
un antifaz de seda negra y de ceñirme un roquelaire[35] dejé que me llevara
apresuradamente a mi palazzo[36].
No encontramos a los sirvientes en casa; habían marchado ellos también a
divertirse haciendo honor al carnaval. Yo les había anunciado que no
regresaría hasta el amanecer, y había dado órdenes expresas de que no se
movieran de casa. Y estas órdenes bastaban, como yo bien sabía, para

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asegurar la desaparición inmediata de cada uno en el momento que les volvía
la espalda.
Saqué dos antorchas de sus soportes, y entregando una a Fortunato, le
conduje a través de varias habitaciones hasta la arcada que llevaba a las
criptas. Iba yo delante, bajando una larga escalera de caracol, pidiéndole a mi
compañero que tuviera cuidado al seguirme. Por fin llegamos al fondo y
quedamos juntos sobre el húmedo suelo de las catacumbas de los Montresor.
Mi amigo caminaba con pasos tambaleantes y al moverse tintineaban los
cascabeles de su gorro.
—El tonel —dijo.
—Está más adelante —contesté—; pero mira las blancas telarañas que
brillan en las paredes de estas cavernas.
Se volvió hacia mí y me miró a los ojos, con los suyos que eran dos
globos brumosos destilando los humores de la embriaguez.
—¿Salitre? —preguntó después de un rato.
—Salitre —contesté—. ¿Desde cuándo tienes esa tos?
—¡Uf, uf, uf…! ¡Uf, uf, uf…! ¡Uf, uf, uf…! ¡Uf, uf, uf…! ¡Uf, uf, uf…!
A mi pobre amigo le fue imposible contestarme hasta pasados varios
minutos.
—No es nada —dijo por fin.
—Ven —dije con decisión—, vamos a regresar; tu salud es preciosa. Eres
rico, respetado, admirado, querido; eres feliz como lo fui yo en un tiempo.
Eres un hombre a quien echarán de menos. En mi caso, no importaría.
Volvamos, o caerás enfermo y no quiero tener esa responsabilidad. Además,
está Lucresi…
—Basta —dijo—, esta tos no es nada; no me matará. No moriré de una
tos.
—Es verdad, es verdad —contesté—; no es que quiera, por cierto,
alarmarte innecesariamente…, pero debes tomar todas las precauciones
apropiadas. Un trago de este Médoc[37] nos protegerá de la humedad.
Entonces rompí el cuello de una botella que había extraído de una larga
fila de la misma clase.
—Bebe —le dije, presentándole el vino.
Lo alzó a los labios con una mirada maliciosa. Se detuvo y asintió
amistosamente con un movimiento de cabeza, mientras tintineaban sus
cascabeles.
—Brindo —dijo— por los enterrados que descansan a nuestro alrededor.
—Y yo, porque tengas larga vida.

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Otra vez me tomó del brazo y seguimos adelante.
—Estas criptas son enormes —dijo.
—Los Montresor —contesté— fueron una distinguida y numerosa
familia.
—He olvidado vuestras armas.
—Un gran pie humano de oro en campo de azur; el pie aplasta una
serpiente rampante cuyos dientes se clavan en el talón.
—¿Y el lema?
—Nemo me impune lacessit[38].
—¡Muy bien!
El vino chispeaba en sus ojos y los cascabeles tintineaban. Mi propia
imaginación empezó a despertarse con el Médoc. Pasamos de largo
numerosos muros formados por esqueletos apilados, entre los cuales se
mezclaban toneles y barriles, hasta entrar en los más apartados rincones de las
catacumbas. Otra vez me detuve, y me atreví a tomar del brazo a Fortunato
por encima del codo.
—¡El salitre! —dije—, mira cómo crece. Cuelga como musgo sobre las
criptas. Estamos debajo del lecho del río. Las gotas de humedad caen entre los
huesos. Ven, vamos a volver antes de que sea tarde. Esa tos…
—No es nada —dijo—, sigamos adelante. Pero antes bebamos otro trago
del Médoc.
Rompí el cuello de una frasca de De Grâve y se la entregué. La vació de
un trago. Sus ojos se iluminaron con una luz ardiente. Riéndose, tiró la botella
a lo alto con un gesto que no entendí.
Le miré con sorpresa. Repitió el movimiento, un movimiento grotesco.
—¿No comprendes?
—No, yo no —contesté.
—Entonces no eres de la hermandad.
—¿Qué?
—No eres masón.
—Sí, sí —dije—, sí, lo soy.
—¿Tú? ¿Tú, masón? ¡Imposible!
—Soy masón —contesté.
—Muéstrame una seña —dijo.
—Aquí la tienes —contesté, sacando de entre los pliegues de mi
roquelaire una paleta de albañil.
—Bromeas —exclamó, retrocediendo unos pasos—. Pero vamos a ver ese
amontillado.

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—Como quieras —dije, guardando la herramienta bajo mi capa y
ofreciendo otra vez mi brazo a Fortunato. Se apoyó pesadamente en él.
Seguimos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos por una serie de
arcadas bajas, descendimos, seguimos adelante y descendimos otra vez hasta
llegar a una profunda cripta, donde el aire estaba tan viciado que apenas
permitía fulgurar las llamas de nuestras antorchas.
En el más lejano extremo de la cripta aparecía otra menos espaciosa.
Restos humanos apilados contra sus paredes subían hasta la parte alta de la
bóveda, como puede verse en las grandes catacumbas de París. Tres lados de
esta cripta interior estaban así ornamentados. Del cuarto lado se habían caído
los huesos y estaban esparcidos por el suelo, formando en una parte un
montón bastante grande. Dentro de la pared descubierta por la caída de los
huesos vimos una cripta o nicho aún más interior, de unos cuatro pies de
largo, tres de ancho y seis o siete de alto. Parecía haber sido construido sin
ningún propósito especial, pues sólo servía de separación entre dos de los
colosales soportes del techo de las catacumbas, y su pared posterior era
constituida por uno de los muros de granito macizo que las circundaba.
En vano Fortunato, alzando su tenue antorcha, trataba de descubrir las
profundidades del nicho. La débil luz no nos permitía ver el fondo.
—Sigue adelante —dije—. Allí está el amontillado. En cuanto a
Lucresi…
—Es un ignorante —interrumpió mi amigo, mientras daba unos inciertos
pasos camino adelante, y yo le seguía de cerca. En un instante había llegado
al fondo del nicho y, al encontrar que la roca detenía su marcha se quedó
parado, estúpidamente confundido. Un instante después, lo dejé encadenado
al granito. Había en la roca dos argollas de hierro, separadas horizontalmente,
a unos dos pies una de la otra. De la primera de las argollas colgaba una corta
cadena y de la siguiente un candado. Rodeándolo por la cintura con los
eslabones, pude cerrar el candado en pocos segundos. Él quedó lo
suficientemente asombrado como para resistirse. Extraje la llave y salí del
nicho.
—Pasa tu mano por la pared —dije—; no dejarás de sentir el salitre. De
veras, hay mucha humedad. Una vez más, te ruego que volvamos. ¿No?
Entonces, tendré que abandonarte. Pero primero debo ofrecerte todas las
pequeñas atenciones que pueda.
—¡El amontillado! —exclamó mi amigo, que volvía de su asombro.
—Es verdad —contesté—, el amontillado.

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Mientras decía estas palabras me puse a buscar entre el montón de huesos
que he mencionado antes. Apartándolos a un lado, pronto descubrí una
cantidad de piedras de construcción y mortero. Con estos materiales y con la
ayuda de mi paleta de albañil empecé vigorosamente a tapar la entrada del
nicho.

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Apenas había colocado la primera hilera de bloques de mampostería, me
di cuenta de que a Fortunato se le había pasado en gran medida la
embriaguez. La primera señal que noté era un bajo y quejumbroso grito
procedente del fondo del nicho. No era el quejido de un borracho. Luego
hubo un largo y persistente silencio. Coloqué la segunda hilera, y la tercera y
la cuarta; y entonces oí los furiosos golpes de la cadena. El ruido duró varios
minutos, y durante ese tiempo, para escucharlo con más satisfacción, dejé de
trabajar y me senté sobre el montón de huesos. Cuando por fin cesó el
metálico ruido, tomé de nuevo la paleta y terminé sin interrupción la quinta, la
sexta y la séptima hilera. La pared llegaba entonces casi al nivel de mi pecho.
Otra vez me detuve y, levantando la antorcha por encima de la mampostería,
proyecté unos débiles rayos de luz sobre la figura que quedaba allí dentro.
Una serie de fuertes y agudos alaridos, salidos de pronto de la garganta de
la figura encadenada, parecieron echarme violentamente hacia atrás. Durante
un breve momento vacilé, temblé. Desenvainando mi espadín, empecé a
tantear con él dentro del nicho. Pero sólo con reflexionar un instante me
tranquilicé. Apoyé la mano sobre el macizo muro de la catacumba y me sentí
satisfecho. Volví a acercarme al nicho; contesté con mis gritos a los gritos de
aquel que clamaba. Los repetí como un eco, los aumenté, los superé en
volumen y en fuerza. Así lo hice y el que gritaba calló.
Era ya medianoche, y mi tarea llegaba a término. Había completado la
octava, la novena y la décima hilera. Terminé gran parte de la undécima y
última; quedaba únicamente por colocar y fijar una sola piedra. Luché bajo su
peso; la coloqué parcialmente en posición. Mas entonces surgió del nicho una
risa apagada que hizo que se me erizase el cabello. La siguió una voz triste
que con dificultad reconocí como la del noble Fortunato. La voz dijo:
—¡Ja, ja, ja…, ja, ja, ja…!, una broma excelente, de veras, una excelente
broma. Pasaremos unos buenos ratos riéndonos de esto en el palazzo…, ¡ja,
ja…!, mientras tomamos el vino…, ¡ja, ja, ja!
—¡El amontillado! —dije.
—¡Ja, ja, ja…, ja, ja, ja…!, sí, el amontillado. Pero ¿no se está haciendo
tarde? ¿No estarán esperándonos en el palazzo mi esposa y los demás?
Vámonos ya.
—Sí —dije—, vámonos ya.
—¡Por el amor de Dios, Montresor!
—Sí —dije—, ¡por el amor de Dios!
Pero escuché en vano esperando la respuesta a mis palabras. Me sentí
impaciente. Llamé en voz alta:

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—¡Fortunato!
No hubo respuesta. Llamé otra vez:
—¡Fortunato!
No hubo respuesta aún. Pasé la antorcha por la abertura y la dejé caer
dentro. En réplica sólo llegó un tintinear de cascabeles. Mi corazón se sintió
enfermo; era a causa de la humedad de las catacumbas. Me apresuré, pues, a
terminar mi tarea. Coloqué la última piedra en su sitio y la cubrí con mortero.
Contra la nueva mampostería volví a levantar la antigua muralla de huesos.
Durante medio siglo ningún mortal los ha perturbado. In pace requiescat[39]!.

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Hop-Frog

Jamás conocí a nadie que apreciara una broma tanto como el rey. Parecía
vivir sólo para las bromas. La manera más segura de ganar su favor era
contarle una buena historia, con mucho de cómica, y contarla bien. Así
ocurría que sus siete ministros tenían fama de ser bromistas consumados.
Todos se parecían al rey, además, por ser altos, corpulentos y zalameros, así
como bromistas inimitables. Nunca he podido determinar si la gente engorda
gastando bromas o si hay algo en la misma gordura que predispone a gastar
bromas, pero lo cierto es que un bromista delgado es rara avis in terris[40].
En cuanto a la finura —o, como los denominaba él, los «espíritus» del
ingenio—, el rey se preocupaba muy poco. En especial admiraba una broma
por su amplia vulgaridad y con frecuencia poco le importaba aguantar un
largo camino para encontrarla. Las excesivas delicadezas le cansaban.
Hubiera preferido el Gargantúa, de Rabelais[41], al Zadig de Voltaire[42]; y en
general las bromas pesadas y concretas armonizaban con su gusto mucho
mejor que las verbales.
En los días de mi relato, los bufones profesionales aún se estilaban en la
corte. Varias de las grandes «potencias» continentales aún mantenían sus
«bobos», que llevaban trajes multicolores y gorros con cascabeles, y que
debían estar siempre alerta para ofrecer ingeniosas agudezas en cualquier
momento, a cambio de las migajas que caían de la mesa real.
Nuestro rey, como cosa natural, mantenía su bufón. El hecho es que le
hacía falta cierta cantidad de insensatez, aunque sólo fuera para equilibrar la
pesada sabiduría de los siete sabios que eran sus ministros, por no mencionar
la suya propia.
Su bufón profesional, sin embargo, no era tan sólo un «bobo». Su valor se
triplicaba a los ojos del rey por el hecho de que además era enano y cojo. En
aquellos días, los enanos abundaban en las cortes tanto como los bufones, y
para muchos monarcas hubiera resultado difícil pasar los días (los días son
bastante más largos en la corte que en cualquier otra parte) sin un bufón con
el cual reírse y sin un enano de quien reírse. Pero como ya he dicho, en el

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noventa y nueve por ciento de los casos, los bufones son gordos, rechonchos y
difíciles de manejar…, por lo cual nuestro rey se felicitaba de tener en
Hop-Frog (que así se llamaba el bufón) un triple tesoro en una sola persona.
Creo que el nombre «Hop-Frog[43]» no le fue dado al enano por sus
padrinos de bautismo, sino que le fue otorgado por mutuo acuerdo de los siete
ministros, debido a que era incapaz de caminar como el resto de los mortales.
En realidad, Hop-Frog sólo podía andar con una especie de paso contractivo
—algo que estaba entre un salto y un culebreo—, movimiento que ofrecía al
rey una diversión ilimitada y a la vez, por supuesto, un consuelo; porque el
rey (a pesar de su vientre protuberante y de su hinchada, orgullosa cabeza de
buena cuna) era considerado por la corte entera como una figura de suma
perfección.
Pero si bien la deformación de las piernas sólo permitía a Hop-Frog
moverse con gran dolor y dificultad en un camino de tierra o sobre el
pavimento, la naturaleza parecía haber compensado aquella deficiencia de sus
miembros inferiores concediéndole una prodigiosa fuerza en los brazos, que
le permitía efectuar diversas hazañas de maravillosa destreza cuando se
trataba de trepar por cuerdas o por árboles. Y cuando hacía tales ejercicios, de
veras se parecía mucho más a una ardilla, o un pequeño mono, que a una rana.
No puedo afirmar con exactitud de qué país era Hop-Frog. Había venido,
sin embargo, de alguna región bárbara de la que nadie había oído hablar,
situada a una enorme distancia de la corte de nuestro rey. Hop-Frog y una
joven casi tan enana como él (aunque de exquisitas proporciones y
maravillosa bailarina) habían sido arrancados a la fuerza de sus respectivos
hogares, situados en provincias adyacentes, y enviados como regalo al rey por
uno de sus siempre victoriosos generales.
En esas circunstancias, no es de extrañar que surgiera una gran intimidad
entre los dos pequeños cautivos. Así, llegaron pronto a ser amigos
entrañables. Hop-Frog, pese a que actuaba en muchas diversiones, no era
nada popular y no podía prestar mayores servicios a Trippetta; pero ella,
debido a su gracia y a su exquisita belleza (pese a ser enana), era admirada y
mimada por todos; y gozaba así de mucha influencia, que nunca dejaba de
ejercer, si le era posible, en favor de Hop-Frog.
Con motivo de una gran solemnidad —no recuerdo cuál— el rey decidió
celebrar un baile de disfraces; y siempre que en la corte se trataba de
mascaradas o fiestas semejantes, se acudía sin falta a los talentos de Hop-Frog
y Trippetta. Hop-Frog tenía, sobre todo, tanto ingenio para montar

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espectáculos, inventar personajes novedosos y preparar trajes de disfraz para
los bailes, que al parecer no se podía hacer nada sin su ayuda.
Llegó la noche de la féte[44]. Bajo la dirección de Trippetta, se había
preparado un esplendoroso salón, que se decoró con todo aquello que pudiera
prestar éclat[45] a una mascarada. La corte entera ardía con fiebre expectante.
Podría uno haber imaginado que ya todo el mundo tenía resuelto el asunto de
los trajes y los personajes que iban a representar. Muchos habían decidido
ciertamente desde hacía una semana o incluso un mes los rôles[46] que harían,
y en efecto nadie mostraba la menor señal de indecisión, salvo el rey y sus
siete ministros. Nunca pude explicarme por qué ellos vacilaban, a no ser que
lo hicieran con ánimo de broma. Lo más probable fuese que, a causa de su
gordura, les resultara difícil decidirse. En todo caso, el tiempo pasaba volando
y, como último recurso, mandaron llamar a Trippetta y a Hop-Frog.
Cuando los dos pequeños amigos obedecieron a la llamada del rey,
encontraron a éste bebiendo vino con los siete miembros de su Consejo; no
obstante, el monarca parecía estar de muy mal humor. Sabía que a Hop-Frog
no le gustaba el vino, porque excitaba al pobre cojo casi hasta la locura, y la
locura no es una sensación agradable. Pero el rey gozaba con las bromas
pesadas y le divertía obligar a Hop-Frog a beber y (como decía) a ponerse
«alegre».
—Ven acá, Hop-Frog —dijo, cuando el bufón y su amiga entraron en la
sala—. Bébete esta copa a la salud de tus amigos ausentes —Hop-Frog
suspiró— y luego nos concedes el beneficio de tu ingenio. Lo que nos hace
falta son personajes, personajes, hombre, algo novedoso, fuera de lo común.
Estamos cansados de esta eterna monotonía. ¡Venga, bebe! El vino te avivará
el ingenio.
Como de costumbre, Hop-Frog trató de inventar una broma en réplica a
las sugerencias del rey, pero no se encontraba con fuerzas. Sucedió que aquel
día era el cumpleaños del pobre enano, y la orden de beber a la salud de sus
«amigos ausentes» le llenó los ojos de lágrimas. Grandes y amargas gotas
cayeron dentro de la copa mientras, humildemente, la tomaba de manos del
tirano.
—¡Ah! ¡Ja, ja, ja! —bramó el rey mientras el enano, de mala gana,
vaciaba la copa—. ¡Mira lo que puede un vaso de buen vino! ¡Ya te brillan
los ojos!
¡Pobre infeliz! Sus grandes ojos fulguraban en vez de brillar, porque el
efecto del vino sobre su excitable cerebro era tan poderoso como instantáneo.
Nerviosamente dejó la copa en la mesa y contempló a los allí reunidos con

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una mirada casi demente. Todos parecían divertirse mucho con el éxito de la
«broma» del rey.
—Y ahora, ocupémonos de cosas serias —dijo el primer ministro, que era
un hombre muy gordo.
—Sí —dijo el rey—, ven, Hop-Frog, préstanos tu ayuda. Personajes, mi
buen hombre, necesitamos personajes… Nos hacen falta a todos nosotros…,
¡ja, ja, ja! —Y como sus palabras pretendían ser un chiste, los siete hicieron
eco a su risa.
También rió Hop-Frog, aunque débilmente y como si estuviera distraído.
—Vamos, vamos —dijo impaciente el rey—, ¿no tienes nada que
sugerirnos?
—Estoy intentando pensar en algo nuevo —contestó el enano,
ensimismado, porque el vino le había dejado confundido.
—¡Intentando! —gritó ferozmente el tirano—. ¿Qué quieres decir con
eso? Ah, ya entiendo. Estás de mal humor y te hace falta más vino. ¡Toma,
bebe esto! —Y llenó otra copa que ofreció al cojo, quien se limitaba a mirarla
con fijeza, tratando de recobrar el aliento.
—¡Bebe, te digo! —gritó el monstruo—, o por todos los demonios que…
El enano vaciló. El rey se puso morado de rabia. Los cortesanos sonreían
con afectación. Trippetta, pálida como un cadáver, se acercó al sillón del rey,
y cayendo de rodillas le rogó que tuviera piedad de su amigo.
El tirano la miró durante unos momentos, evidentemente maravillado ante
tal audacia. Parecía no saber qué decir ni qué hacer, ni cómo expresar
convenientemente su indignación. Por fin, sin pronunciar una sílaba, rechazó
con violencia a la bailarina y le tiró a la cara el contenido de la copa
rebosante.
La pobre joven se levantó como pudo y, sin atreverse a suspirar siquiera,
regresó a su sitio al otro extremo de la mesa.
Durante casi un minuto hubo un silencio total, y se habría podido oír la
caída de una hoja y de una pluma. El silencio fue interrumpido por un bajo y
áspero ruido rechinante que parecía proceder de todos los rincones de la sala
al mismo tiempo.
—¿Qué… qué…? ¿Por qué haces ese ruido? —preguntó el rey,
volviéndose furioso hacia el enano.
Éste parecía haberse recobrado mucho de su embriaguez, y mirando fija y
tranquilamente al tirano a los ojos, respondió con sencillez:
—¿Yo? ¿Cómo podía haber sido yo?

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—El ruido parecía venir de afuera —observó uno de los cortesanos—. Me
imagino que fue el loro en la ventana, que afilaba su pico en los alambres de
la jaula.
—Es verdad —contestó el monarca, como si la sugerencia le aliviara—,
pero, por el honor de un caballero, habría jurado que este vagabundo hacía
rechinar sus dientes.
Al oír eso, el enano rió (el rey era un bromista demasiado empedernido
para oponerse a que alguien se riera), al tiempo que mostraba unos dientes
grandes, poderosos y muy repulsivos. Además, declaró que estaba dispuesto a
tragar tanto vino como se le pidiera. El monarca se calmó; y Hop-Frog,
después de vaciar otra copa sin perceptibles efectos nocivos, comenzó a
exponer en seguida, animosamente, sus proyectos para la mascarada.
—No puedo explicarme la asociación de ideas —observó, muy
tranquilamente, y como si nunca en su vida hubiera probado vino—, pero
apenas vuestra majestad pegó a la joven y le arrojó el vino a la cara, apenas
vuestra majestad hubo hecho eso, y mientras el loro hacía ese extraño ruido
en la ventana, se me ocurrió una diversión excelente, una extravagancia de mi
propio país, que con frecuencia se representa en nuestras mascaradas, pero
que aquí será completamente nueva. Lo peor, sin embargo, es que hace falta
un grupo de ocho personas, y…
—Pues aquí nos tienes —exclamó el rey, riendo ante su agudo
descubrimiento de la coincidencia—. Exactamente ocho: yo y mis siete
ministros. ¡Vamos! ¿En qué consiste esa diversión?
—La llamamos —contestó el cojo—, los Ocho Orangutanes
Encadenados, y si se la representa bien, resulta verdaderamente divertida.
—Nosotros la representaremos —declaró el rey, irguiéndose con dignidad
y dejando caer los párpados.
—La gracia del juego —continuó Hop-Frog— está en el espanto que
causa entre las mujeres.
—¡Magnífico! —bramaron a coro el monarca y su Consejo.
—Yo os disfrazaré de orangutanes —continuó el enano—. Dejadlo todo
en mis manos. El parecido será tan sorprendente, que los asistentes al baile de
máscaras os tomarán por bestias de verdad… y, por supuesto, se sentirán tan
aterrados como llenos de asombro.
—¡Oh, es exquisito! —exclamó el rey—. ¡Hop-Frog! Yo haré de ti un
hombre.
—Las cadenas servirán para aumentar la confusión por su ruido. Se ha de
poner en circulación la noticia de que habéis escapado en masa de vuestros

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domadores. Vuestra majestad no puede concebir el efecto que en un baile de
máscaras causan ocho orangutanes encadenados, que la mayoría de los
invitados toma por verdaderos, y que se lanzan a la sala dando gritos salvajes
entre la delicada multitud de damas y caballeros elegantemente vestidos. El
contraste es inimitable.
—Debe de serlo —dijo el rey; y el Consejo se levantó rápidamente
(porque se estaba haciendo tarde), para llevar a cabo el proyecto de Hop-Frog.
La manera como éste iba a vestir al grupo de orangutanes era muy
sencilla, pero lo bastante eficaz para conseguir sus propósitos. En la época de
mi relato, los animales en cuestión podían ser vistos muy raras veces por la
gente en el mundo civilizado, y como las imitaciones preparadas por el enano
eran suficientemente bestiales y más que suficientemente horrendas, nadie
dudaría así de su segura y natural condición.
Primero el rey y sus ministros vistieron ropa interior de tejido elástico
muy ajustada. Luego se los embadurnó con brea. En esta etapa del proceso,
alguno del grupo sugirió que podían emplearse plumas, pero la sugerencia fue
rechazada inmediatamente por el enano, que pronto convenció a los ocho,
mediante demostración práctica, que el pelo de una bestia como el orangután
se imitaba con mayor verosimilitud empleando la fibra del lino. En
consecuencia, se aplicó una espesa capa de lino sobre la brea. Después se
buscó una larga cadena. Primero, el enano la pasó por la cintura del rey y la
dejó bien atada; luego la pasó por la cintura de otro y la ató de nuevo; y así
sucesivamente fue haciendo con todos. Cuando el encadenamiento quedó
terminado y los del grupo se separaban uno de otro lo más posible, formaban
un círculo; incluso para lograr que todo pareciera más natural, Hop-Frog
tendió el resto de la cadena formando dos diámetros del círculo, cruzados en
ángulo recto, tal como se hace hoy en día entre los que capturan chimpancés u
otros grandes monos en Borneo[47].
El gran salón en que se iba a celebrar el baile de máscaras era circular, de
techo muy elevado, y recibía la luz del sol por una sola ventana situada en su
punto más alto. De noche (hora para la cual había sido diseñado el salón), era
iluminado, principalmente, por medio de una enorme araña de luces,
suspendida por una cadena del centro de la claraboya, y que se hacía subir y
bajar mediante un contrapeso, como es de costumbre, pero, para que no
produjera un aspecto desagradable a la vista, el contrapeso pasaba por fuera
de la cúpula, sobre el techo.
El arreglo del salón había sido confiado a la dirección de Trippetta, pero
en algunos detalles, al parecer, se había dejado ella guiar por el juicio más

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sereno de su amigo el enano. Fue merced a sus indicaciones por lo que se
retiró el candelabro colgante. Las gotas de cera de sus velas (que en ésa tan
calurosa temporada era imposible evitar) habrían podido estropear las ricas
vestiduras de los invitados, quienes, a causa de la multitud que llenaría el
salón, no podrían mantenerse constantemente alejados del centro; o sea, de
donde colgaba la araña de luces. Candelabros adicionales se colocaron en
varias partes del salón, donde no molestarían, al tiempo que se fijaban
antorchas, que desprendían un agradable aroma, en la mano derecha de cada
una de las cariátides que se hallaban pegadas a las paredes y que sumaban
entre cincuenta y sesenta.
Los ocho orangutanes, siguiendo el consejo de Hop-Frog, esperaron
pacientemente hasta medianoche (cuando el salón estaba completamente
abarrotado de máscaras) para hacer su entrada. Sin embargo, tan pronto como
el reloj dio la última campanada, se lanzaron, o más bien entraron rodando
juntos, porque la traba de las cadenas hizo caer a la mayoría y dar traspiés a
todos mientras intentaban avanzar.
La emoción producida entre las máscaras fue prodigiosa y llenó de júbilo
el corazón del rey. Tal como se había esperado, no pocos invitados creyeron
que aquellas criaturas de aspecto feroz eran en realidad bestias de alguna
especie, si no precisamente orangutanes. Muchas mujeres se desmayaron de
terror, y si el rey no hubiera tenido la precaución de prohibir toda clase de
armas en el salón, su grupo, quizás, pronto hubiera expiado con sangre su
extravagancia. Atemorizados, todos se lanzaron hacia las puertas, pero el rey
había mandado cerrarlas con llave inmediatamente después de su entrada, y,
por sugerencia del enano, las llaves le habían sido confiadas a él.
Mientras el tumulto llegaba a su punto culminante y cada máscara se
preocupaba sólo por su propia seguridad (porque, de hecho, había mucho
peligro verdadero debido a la presión de la emocionada multitud), la cadena,
de la que normalmente colgaba la araña de luces y que se había alzado al
retirar el candelabro, descendió lentamente hasta que el gancho de su
extremidad quedó a tres pies del suelo.
Después, pronto, el rey y sus siete amigos, que habían dado vueltas
tambaleándose por toda la sala, se encontraron por fin en su centro y,
naturalmente, en contacto con la cadena. Mientras se encontraban allí, el
enano, que los seguía de cerca, animándolos a mantener la emoción, cogió la
cadena de los orangutanes en el punto de intersección de los dos diámetros
que atravesaban el círculo en ángulo recto. Con la rapidez de la luz, introdujo
allí el gancho del cual solía colgar el candelabro; y en un instante, por acción

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de alguna fuerza invisible, la cadena del candelabro subió lo bastante para
dejar el gancho fuera del alcance de todos y, como consecuencia inevitable,
arrastró a los orangutanes unos contra otros y cara contra cara.

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A esta altura, los invitados se habían recobrado en alguna medida de su
alarma; y empezaban a considerar todo el asunto como una gracia ingeniosa,
por lo que rompieron a gritar y reír al ver la difícil situación de los monos.
—Dejádmelos a mí —gritó entonces Hop-Frog, cuya voz estridente se oía
fácilmente a pesar del alboroto—. Dejádmelos a mí. Creo que los conozco.
Sólo con que pudiera mirarlos bien sabría de inmediato quiénes son.
Trepando entonces por encima de las cabezas de la multitud, logró
acercarse a la pared, donde se apoderó de la antorcha de una de las cariátides,
y regresó, como antes se había ido, al centro de la sala, saltó, con la agilidad
de un mono, sobre la cabeza del rey y trepó unos cuantos pies por la cadena,
mientras bajaba la antorcha para examinar el grupo de orangutanes a la par
que gritaba:
—¡Pronto descubriré quiénes son!
Y entonces, mientras todos los presentes (incluidos los monos) se
desternillaban de risa, el bufón emitió un penetrante silbido, al momento la
cadena ascendió con violencia unos treinta pies, arrastrando consigo a los
consternados y trémulos orangutanes, y los dejó suspendidos en el aire, a
media altura entre la claraboya y el suelo. Aferrado a la cadena mientras
subía, Hop-Frog aún seguía en su posición por encima de los ocho disfrazados
y (como si no pasara nada insólito) seguía todavía acercándoles la antorcha
cual si tratara de descubrir quiénes eran.
Tan atónita quedó la concurrencia ante aquella ascensión, que durante un
minuto guardaron un absoluto silencio, al fin interrumpido por un bajo y
áspero rechinar parecido al ruido que había llamado la atención del rey y de
sus consejeros cuando aquél arrojó el vino a la cara de Trippetta. Pero en esta
ocasión no se podía dudar de dónde procedía el sonido. Venía de los dientes
como colmillos de fiera del enano, que los hacía rechinar y crujir mientras
echaba espuma por la boca y clavaba una mirada llena de feroz y enloquecida
rabia en los rostros del rey y sus siete compañeros.
—¡Ay, ya! —dijo por fin el bufón enfurecido—. ¡Ah, comienzo a ver
quiénes son!
Y en ese momento, fingiendo examinar al rey más de cerca, aplicó la
antorcha a la capa de lino que le envolvía y que al instante estalló en vivas
llamas. En menos de medio minuto los ocho orangutanes ardían furiosamente
entre los alaridos de la multitud que, horrorizada, los miraba desde abajo y
que nada podía hacer para prestarles la menor ayuda.
Por fin las llamas, creciendo en su violencia, obligaron al bufón a trepar
más alto por la cadena, para escapar de su alcance; y, mientras él hacía ese

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movimiento, la multitud volvió a hundirse en el silencio. El enano aprovechó
la oportunidad para hablar una vez más:
—Ahora veo claramente —dijo— qué clase de gente son estos
disfrazados. Son un gran rey y sus siete consejeros, un rey que no tiene
escrúpulos en golpear a una joven indefensa, y sus siete consejeros que le
apoyan para que cometa ese ultraje. En cuanto a mí, soy simplemente
Hop-Frog, el bufón, y ésta es mi última bufonada.
Debido a la alta combustibilidad del lino y de la brea a la cual se adhería,
apenas tuvo tiempo el enano de terminar su breve discurso antes de que
quedara cumplida la obra de venganza. Los ocho cadáveres se balanceaban
colgando de sus cadenas, en una masa fétida, ennegrecida, repugnante e
irreconocible. El cojo arrojó la antorcha sobre ellos, trepó tranquilamente
hasta el techo y desapareció a través de la claraboya.

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Se supone que Trippetta, situada en el tejado del salón, había sido
cómplice de su amigo en la ígnea venganza, y que juntos escaparon a su
propio país, ya que jamás se los volvió a ver.

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El pozo y el péndulo

Impia tortorum longas hic turba furores


Sanguinis innocui, non satiata, aluit.
Sospite nunc patria, fracto nunc funeris antro,
Mors ubi dirá fuit vita salusque patent[48].

Estaba agotado, mortalmente agotado por aquella larga agonía, y, cuando por
fin me desataron y dejaron que me sentara, creí que mis sentidos me
abandonaban. La sentencia, la espantosa sentencia de muerte, fue la última
frase de claros acentos que llegó a mis oídos. Después, el murmullo de las
voces inquisitoriales[49] parecía concentrado en un solo zumbido vago y
soñoliento. Me llevó al alma la idea de revolución, tal vez porque en mi
fantasía la asociaba con el ronroneo de una rueda de molino. Aquello duró
poco, porque muy pronto dejé de oír completamente. Sin embargo, durante un
rato, pude ver, ¡pero con qué terrible claridad! Vi los labios de los jueces de
negras vestiduras. Me parecían blancos, más blancos que la hoja sobre la cual
trazo estas palabras, y finos hasta lo grotesco, finos por la intensidad de su
expresión de firmeza, de resolución inmutable, de inflexible desprecio hacia
el sufrimiento humano. Vi que los decretos de lo que para mí suponía el
destino, aún salían de aquellos labios. Los vi retorcerse al pronunciar una
frase mortal. Los vi formar las sílabas de mi nombre, y me estremecí porque
no se produjo ningún sonido. Vi, también, durante unos momentos de horror
delirante, el suave y casi imperceptible ondear de las negras colgaduras que
ocultaban las paredes de la sala. Entonces mi mirada cayó sobre las siete altas
velas de la mesa. Al principio mostraban apariencia de caridad y parecían
esbeltos ángeles que iban a salvarme, pero entonces, súbitamente, una náusea
mortal invadió mi espíritu y sentí que cada fibra de mi cuerpo vibraba como si
hubiera tocado los hilos de una batería galvánica, mientras aquellas formas
angélicas se transformaban en espectros sin sentido, de llameantes cabezas, y
comprendí que no recibiría de ellas ninguna ayuda. Entonces penetró en mi
fantasía, como una profunda nota musical, la idea del dulce descanso que

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debía procurar la tumba. El pensamiento me vino apacible y cautelosamente,
y parecía que hubiera pasado largo rato antes de que yo lo apreciase
plenamente, pero en el momento en que mi espíritu llegaba por fin a sentirlo y
acariciarlo, las figuras de los jueces desaparecieron como por arte de magia,
las altas velas se hundieron en la nada, sus llamas se apagaron por completo,
la oscuridad de las tinieblas siguió, parecía que todas las sensaciones hubieran
desaparecido en una vertiginosa y loca caída, como la del alma en el
Hades[50]. Entonces el universo todo era ya silencio, quietud y noche.
Me había desmayado, pero no afirmaré que hubiera perdido por completo
la conciencia. No trataré de definir, ni siquiera de describir, lo que me
quedaba de ella, sin embargo no se me había ido toda la conciencia. En el
sueño más profundo… ¡no! En el delirio… ¡no! En el desmayo… ¡no! En la
muerte… ¡no!, incluso en la tumba no todo se pierde. De lo contrario, no
existiría la inmortalidad para el hombre. Al despertarnos del más profundo de
los sopores, rompemos el finísimo velo de algún sueño. Sin embargo, un
segundo después (tan frágil pudo haber sido aquel velo) no nos acordamos de
haber soñado. Cuando volvemos a la vida después de un desmayo, pasamos
por dos etapas; primero, la del sentido de la existencia mental o espiritual;
segundo, la del sentido de la existencia física. Parece probable que, si, al
llegar a la segunda etapa, pudiéramos recordar las impresiones de la primera,
encontraríamos que éstas hablan de memorias del abismo que se abre más
atrás. Y ese abismo… ¿qué es? ¿Cómo, por lo menos, distinguir sus sombras
de las de la tumba? Pero si las impresiones de lo que he llamado la primera
etapa no pueden ser recordadas a voluntad, sin embargo, después de un largo
rato, ¿no se presentan inesperadamente, mientras nos preguntamos
maravillados de dónde surgen? Aquel que no se ha desmayado no descubre
extraños palacios y caras fantásticamente familiares en las ascuas que brillan;
no contempla, flotando en el aire, las tristes visiones que muchos no ven; no
piensa en el perfume de alguna rara flor, no es él quien nota que su cerebro se
confunde con el sentido de una cadencia musical que jamás le había llamado
la atención antes.
Entre frecuentes y pugnaces intentos de recordar, entre anhelantes luchas
para recoger algún vestigio del estado de aparente inexistencia en que se
había hundido mi alma, ha habido momentos en los que he soñado con el
triunfo, breves, brevísimos períodos en los que pude evocar recuerdos que la
lúcida razón de una hora posterior me asegura que sólo podían referirse a
aquella condición de aparente inconsciencia. Estas sombras de la memoria
revelan, de modo borroso, altas figuras que entonces me levantaron y me

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llevaron silenciosamente hacia abajo…, abajo…, más abajo aún…, hasta que
un horroroso mareo hizo presa en mí ante la sola idea de comprobar lo
interminable de ese descenso. También revelan un vago horror en mi corazón,
a causa de la quietud anormal de mi propio corazón. Viene luego una
sensación de súbita inmovilidad que invade todas las cosas; como si aquellos
que me llevaban (¡atroz cortejo!) hubieran cruzado en su descenso los límites
de lo ilimitado, y descansaran del tedio de su tarea. Después de esto viene a la
mente la sensación de algo plano y húmedo, y luego, todo es locura, la locura
de una memoria que se afana luchando entre cosas prohibidas.
Súbitamente volvieron a mi alma el movimiento y el sonido, el
tumultuoso movimiento del corazón, y el sonido de su latir a mis oídos.
Siguió una pausa en la que todo quedó en blanco. Otra vez sonido,
movimiento y tacto, una sensación de hormigueo por todo mi cuerpo. Luego
la simple conciencia de existir, sin pensamiento, algo que duró largo tiempo.
Después, de súbito, el pensamiento, y un terror tembloroso y el esfuerzo
anhelante por comprender mi verdadero estado. Siguió un intenso deseo de
caer en la insensibilidad. Luego vino un repentino revivir del alma y el éxito
del esfuerzo por moverme. Y entonces el pleno recuerdo del proceso, los
jueces, las negras colgaduras, la sentencia, la náusea, el desmayo. Luego, un
olvido total de todo cuanto siguió, de todo lo que un día posterior, y esfuerzos
de mucha intensidad, me han permitido recordar vagamente.
Hasta ese momento no había abierto los ojos. Sentí que yacía de espaldas,
sin ataduras. Extendí la mano, y ésta cayó pesadamente sobre algo húmedo y
duro. La dejé allí algún tiempo, mientras trataba de imaginar dónde estaba y
qué podía ser yo. Ansiaba hacer uso de mis ojos, pero no me atrevía. Temía
echar la primera mirada a los objetos que me rodeaban. No es que temiera
encontrar cosas horribles, sino que me horrorizaba la posibilidad de que no
hubiese nada que ver. Por fin, con el corazón lleno de una desesperación
salvaje, abrí de golpe los ojos. Mis peores presentimientos se confirmaron. La
oscuridad de la noche eterna me envolvía. Luché por respirar. La intensidad
de las tinieblas parecía oprimirme y ahogarme. La atmósfera tenía una
pesadez intolerable. Aún quedé inmóvil, y haciendo esfuerzos por razonar.
Recordé los procedimientos de la Inquisición y a partir de ese punto traté de
elucidar mi verdadera situación. La sentencia había sido pronunciada, y me
pareció que desde entonces había transcurrido un muy largo intervalo de
tiempo. Sin embargo, ni siquiera por un momento me consideré
verdaderamente muerto. Semejante suposición, a pesar de lo que leemos en
relatos novelescos, es por completo incompatible con la verdadera existencia;

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¿pero dónde estaba y en qué estado me encontraba? Los condenados a muerte,
como sabía yo, normalmente perecían en un auto de fe[51], y uno de éstos se
había celebrado la misma noche del día de mi proceso. ¿Me habrían devuelto
a mi calabozo a la espera del próximo sacrificio, que no tendría lugar hasta
varios meses más tarde? En seguida comprendí que tal cosa era imposible. En
aquellos días se daba una inmediata demanda de víctimas. Y, además, mi
calabozo, como todas las celdas de los condenados en Toledo, tenía suelo de
piedra y no faltaba la luz.
Una espantosa idea impulsó de pronto la sangre en torrentes hacia mi
corazón, y durante un breve rato volví a caer en la insensibilidad. Al
reponerme en seguida me levanté, temblando convulsivamente cada fibra de
mi cuerpo. Extendí los brazos alocadamente por encima y por alrededor, en
todas direcciones. No encontré nada; sin embargo, temía dar un paso, por
miedo a tropezar con las paredes de una tumba. El sudor brotaba de todos mis
poros, y quedaba en grandes y frías gotas sobre mi frente. La agonía de la
incertidumbre por fin se volvió inaguantable y empecé a moverme hacia
adelante cuidadosamente, con los brazos extendidos y los ojos desorbitados
en la esperanza de captar algún débil rayo de luz. De esta forma di muchos
pasos, pero todo seguía siendo aún oscuridad y vacío. Respiré con mayor
libertad. Parecía evidente que el mío, por lo menos, no era el más horrible de
los destinos.
Y entonces, mientras seguía dando cautelosos pasos hacia adelante,
vinieron agolpándose en mi recuerdo mil vagos rumores de las atrocidades de
Toledo. Cosas extrañas se contaban sobre los calabozos —siempre había
creído yo que eran fábulas—, pero aún así resultaban extrañas y demasiado
horrorosas para ser repetidas como no fuese en voz baja. ¿Me dejarían morir
de hambre en este subterráneo mundo de tinieblas?, o, ¿qué destino, quizás
aun más espantoso, me aguardaba? Demasiado bien conocía yo el carácter de
mis jueces para dudar de que el resultado sería la muerte, y una muerte más
amarga que la habitual. Todo lo que me preocupaba y me enloquecía era el
modo y la hora en que llegaría tal muerte.
Por fin mis manos extendidas tocaron algún obstáculo sólido. Era una
pared, al parecer de piedra, muy lisa, viscosa y fría. Empecé a seguirla,
avanzando con toda la cuidadosa desconfianza que antiguos relatos me habían
inspirado. Pero este proceder no me ofrecía los medios para averiguar las
dimensiones de mi calabozo, puesto que podía dar toda la vuelta y regresar al
punto de partida sin advertirlo, tan perfectamente uniforme parecía la pared.
Por eso busqué el cuchillo que llevaba en mi bolsillo cuando me condujeron a

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la cámara inquisitorial, pero había desaparecido; mis ropas habían sido
cambiadas por un sayo de burda estameña. Tenía pensado meter la hoja en
alguna pequeña fisura de la manipostería para identificar mi punto de partida.
La dificultad, sin embargo, era insignificante, aunque en el desorden de mi
fantasía al principio me pareció insuperable. Arranqué al fin un trozo del
borde del sayo y lo coloqué bien extendido y en ángulo recto con respecto a la
pared. Al tentar toda la superficie mientras daba la vuelta a mi celda,
encontraría así el trapo una vez concluido el circuito. Tal fue lo que pensé,
pero no había contado con la extensión del calabozo ni con mi propia
debilidad. El suelo estaba húmedo y resbaladizo. Me tambaleé mientras
avanzaba durante un rato, hasta que tropecé y caí. La excesiva fatiga me
indujo a permanecer postrado y el sueño me dominó pronto allí mismo.
Al despertar y extender un brazo encontré junto a mí un pan y un jarro de
agua. Estaba demasiado agotado como para reflexionar acerca de esto, pero
comí y bebí ávidamente. Poco después reanudé mi vuelta al calabozo, y con
mucho trabajo llegué por fin al trozo de estameña. Hasta el momento en que
caí había contado cincuenta y dos pasos, y al reanudar la vuelta había contado
cuarenta y ocho más antes de llegar al trapo. Eran, entonces, cien pasos; y
calculando una yarda por cada dos pasos, llegué a la conclusión de que el
calabozo tenía un perímetro de cincuenta yardas[52]. Sin embargo, había
encontrado muchos ángulos en la pared y por eso no pude adivinar la forma
exacta de la cripta; la llamo así porque no podía dejar de suponer que fuera
una cripta.
Tenía pocos motivos —ciertamente ninguna esperanza— para hacer estas
investigaciones, pero una vaga curiosidad me impulsaba a continuarlas.
Apartándome de la pared decidí cruzar el área de espacio abierto. Al principio
avancé con extrema cautela, porque el suelo, aunque parecía hecho de
material sólido, resultaba peligroso debido al limo acumulado. Por fin, sin
embargo, cobré ánimo y no vacilé en dar pasos firmes, tratando de cruzar en
una línea tan recta como me fuera posible. De esta manera había avanzado
unos diez o doce pasos cuando el borde desgarrado del sayo se me enredó en
las piernas. Lo pisé y caí violentamente de bruces.
En la confusión de mi caída no me percaté de un detalle ciertamente
asombroso, que unos pocos segundos después, mientras aún yacía boca abajo,
me llamó la atención. Fue esto: mi barbilla descansaba en el suelo del
calabozo, pero mis labios y la parte superior de mi cabeza, aunque parecían
menos elevados que la barbilla, no tocaban nada. Al mismo tiempo, mi frente
parecía bañada con un vapor viscoso, y el olor característico de hongos

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podridos penetraba en mi nariz. Extendí el brazo y me estremecí al descubrir
que había caído al mismo borde de un pozo circular, cuya extensión, por
supuesto, no tenía medios de averiguar en aquel momento. Tanteando la
manipostería debajo del borde logré desprender un pequeño fragmento y lo
dejé caer al abismo. Durante muchos segundos escuché cómo repercutía al
chocar en su descenso contra los lados de la sima; por fin sonó un ruido
apagado en el agua, seguido de sonoros ecos. A la vez oí un sonido como el
de abrirse y cerrarse rápidamente una puerta en lo alto, mientras un débil rayo
de luz brillaba instantáneamente entre las tinieblas y desaparecía con la
misma rapidez.
Comprendí claramente el destino que me habían preparado, y me felicité
por el oportuno accidente que me permitió escapar del mismo. Un paso más,
antes de mi caída, y el mundo nunca hubiera vuelto a verme. La muerte que
acababa de eludir tenía exactamente las características que yo había
considerado fabulosas y frívolas en las historias que se contaban acerca de la
Inquisición. Elegía ésta para las víctimas de su tiranía dos clases de muerte:
una llena de horrendas agonías físicas y otra saturada de los más espantosos
horrores morales. Yo estaba destinado a la última. Largos sufrimientos me
habían debilitado los nervios, al punto de que me estremecía al oír el sonido
de mi propia voz, lo que me convertía sin duda en el sujeto adecuado para la
clase de tortura que me aguardaba.
Temblando de pies a cabeza y tanteando el camino, volví a la pared,
resuelto a perecer allí antes de arriesgarme al terror de andar entre los pozos,
pues mi imaginación suponía la existencia de muchos en el calabozo. En otro
estado de ánimo tal vez hubiera tenido el valor para acabar de una vez con
mis desgracias tirándome a uno de esos abismos, pero en aquel momento yo
era el peor de los cobardes. Y tampoco podía olvidar lo que había leído sobre
esos pozos: que el súbito fin de la vida no formaba parte de su más horrible
plan.
La agitación de mi espíritu me mantuvo despierto durante muchas y largas
horas, pero por fin me dormí de nuevo. Al despertarme, otra vez encontré a
mi lado un pan y un jarro de agua. Me consumía una sed ardiente y vacié el
jarro de un solo trago. El agua debía de contener alguna droga, porque, apenas
la hube bebido, me sentí irremediablemente soñoliento. Un sueño profundo
cayó sobre mí, un sueño como el de la muerte. No sé, por supuesto, cuánto
duró, pero, cuando abrí de nuevo los ojos, los objetos que me rodeaban eran
visibles. Gracias a un desolado fulgor sulfuroso, cuyo origen me fue

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imposible averiguar al principio, pude ver la extensión y el aspecto de la
cárcel.
En cuanto a su tamaño, me había equivocado mucho. El perímetro total de
las paredes no pasaba de unas veinticinco yardas. Durante unos minutos este
hecho me causó un mundo de vanas molestias, ¡vanas, de veras! ¿Qué podría,
sin embargo, tener menos importancia en las terribles circunstancias que me
rodeaban que las simples dimensiones de mi calabozo? Pero mi alma
experimentó un desenfrenado interés por las nimiedades y me ocupé en tratar
de explicarme el error que había cometido en mis cálculos. Por fin la verdad
se me reveló. En mi primer intento de explorar había contado cincuenta y dos
pasos, hasta el momento en que caí; debía de estar a un paso o dos del trozo
de estameña; de hecho, casi había completado la vuelta a la cripta. Entonces
dormí, y, al despertarme, debí de volver sobre mis pasos: así llegué a pensar
que el perímetro tenía casi el doble de su verdadero tamaño. La confusión de
mi mente me impidió notar que había comenzado la vuelta con la pared a la
izquierda y que la terminé teniéndola a la derecha.
También me había engañado sobre la forma del espacio. Al tantear las
paredes había encontrado muchos ángulos y así tuve la impresión de una gran
irregularidad; ¡tan potente es el efecto de la oscuridad total sobre quien sale
del letargo o del sueño! Los ángulos eran simplemente los de unas ligeras
depresiones o nichos situados a trechos irregulares. El calabozo tenía la forma
de un cuadrado. Lo que había tomado por mampostería ahora parecía hierro o
algún otro metal, en enormes planchas cuyas suturas o junturas causaban las
depresiones. La entera superficie de esta celda metálica aparecía toscamente
pintarrajeada con todas las feísimas y repulsivas imágenes que han surgido de
la superstición sepulcral de los monjes. Las pinturas de demonios en aspectos
amenazantes, con figuras de esqueletos y otras imágenes verdaderamente
aterradoras, cubrían y deformaban las paredes. Observé que los contornos de
esas monstruosidades quedaban bien marcados, pero también que los colores
parecían desteñidos y borrosos, como si los hubiera afectado la humedad de la
atmósfera. Ahora reparé también en el suelo, que era de piedra. En el centro
se abría el pozo circular de cuyas fauces había escapado, pero era el único en
todo el calabozo.
Vi todo esto borrosamente y con gran trabajo, porque mi situación física
había cambiado mucho durante el sueño. Ahora yacía de espaldas,
completamente estirado, sobre una especie de bajo armazón de madera.
Estaba firmemente atado por una larga correa semejante a un cíngulo. Pasaba
ésta dando muchas vueltas por mis miembros y mi cuerpo, dejándome sólo en

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libertad la cabeza y el brazo izquierdo, de tal forma que podía yo, con grandes
esfuerzos, alcanzar los alimentos colocados en un plato de barro en el suelo, a
mi lado. Vi, para mi horror, que se habían llevado el jarro. Digo para mi
horror, porque me consumía una sed insoportable. Al parecer, la intención de
mis perseguidores era estimular esa sed, porque la comida del plato consistía
en carne condimentada con picante.
Mirando hacia arriba examiné el techo de mi prisión. Tendría unos treinta
o cuarenta pies de alto, y su construcción se asemejaba a la de las paredes. En
uno de sus paneles una figura muy rara cautivó toda mi atención. Era la figura
pintada del Tiempo, tal como se lo suele representar, salvo que, en vez de
guadaña, sostenía lo que, a primera vista, creí que era la imagen dibujada de
un enorme péndulo, como suelen verse en los relojes antiguos. Algo, sin
embargo, en la apariencia de esa máquina me empujó a mirarla con más
atención. Mientras la observaba directamente desde abajo hacia arriba
(porque estaba colocada exactamente sobre mí), imaginé que se movía. Un
instante después esta impresión quedó confirmada. La oscilación del péndulo
era breve, y, por supuesto, lenta. Lo observé durante un rato, con algo de
miedo, pero también me sentía maravillado. Cansado, por fin, de contemplar
su movimiento monótono, volví los ojos hacia los otros objetos de la celda.
Un leve ruido me llamó la atención y, mirando hacia el suelo, vi que
cruzaban por él varias ratas enormes. Habían salido del pozo que se
encontraba justo al alcance de mi vista, a la derecha. Aún entonces, mientras
las miraba, subían muchas, apresuradamente, con ojos voraces, atraídas por el
olor de la carne. Me costaba mucho esfuerzo y atención ahuyentarlas del plato
de comida.
Habría pasado media hora, quizás una hora entera (porque no podía
calcular bien el paso del tiempo), antes de que volviera a levantar la mirada a
lo alto. Lo que vi entonces me dejó confundido y maravillado. El vaivén del
péndulo había aumentado su carrera en casi una yarda. Como consecuencia
natural, su velocidad también era mucho mayor. Pero lo que me perturbó fue
comprobar que había descendido visiblemente. Entonces observé —con
cuánto horror no hace falta decirlo— que su extremidad inferior estaba
formada por una media luna de acero reluciente, que medía aproximadamente
un pie de punta a punta, las puntas se curvaban hacia arriba y el borde inferior
estaba tan afilado cono una navaja. También como una navaja, el péndulo
parecía pesado y macizo, ensanchándose desde el filo hacia la sólida y ancha
estructura que quedaba encima. Colgaba de un pesado vástago de bronce, y
todo el mecanismo silbaba al oscilar en el aire.

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Ya no podía abrigar dudas del destino que el torturador ingenio de los
monjes había ideado para mi fin. Los agentes de la Inquisición se habían dado
cuenta de mi descubrimiento del pozo, el pozo, cuyos horrores estaban
destinados a un renegado tan atrevido como yo, el pozo, típico del infierno y
que según los rumores era considerado como Ultima Thule[53] de toda una
serie de castigos. Yo había evitado caer en ese pozo por el más casual de los
accidentes, y sabía que sorprender o atrapar a la víctima del tormento
constituía una parte importante de todo lo siniestro de aquellas muertes en los
calabozos. Ya que no había caído en el pozo, el diabólico plan no contaba con
arrojarme al abismo; y así (como no quedaba otra alternativa) me aguardaba
una destrucción diferente y más benigna. ¡Más benigna! Casi me sonreí en
medio de la agonía al pensar en tal aplicación de la palabra.
¡Qué inútil es hablar de las largas, largas horas de horror más que mortal,
durante las cuales conté las silbantes vibraciones del acero! Pulgada tras
pulgada, vaivén tras vaivén, con un descenso sólo apreciable a intervalos que
parecían siglos, bajaba y seguía bajando. Pasaron días —podían haber pasado
muchos días— antes de que oscilara tan cerca de mí, que me abanicaba con su
acre aliento. El olor del afilado acero penetró con fuerza en mi nariz. Rezaba,
cansaba yo al cielo con mis rezos pidiendo que el péndulo descendiera con
más rapidez. Me puse frenéticamente loco y luchaba y me esforzaba por
levantar mi cuerpo hasta alcanzar el camino de la oscilación del horrible
alfanje. Y entonces me serené de pronto, y quedé sonriendo a esa reluciente
muerte, como un niño ante un extraño juguete.
Siguió otro período de absoluta insensibilidad; fue breve, porque al volver
de nuevo a la vida noté que no se había producido ningún descenso
perceptible del péndulo. Podía haber durado mucho tiempo, porque sabía de
la existencia de demonios que observaban mi desmayo y que podían haber
detenido el péndulo a su voluntad. Al volver en mí, me sentí enfermo…, oh,
indeciblemente enfermo y débil, como después de un prolongado ayuno. Aun
en la agonía de esas horas, la naturaleza humana ansiaba alimento. Con un
penoso esfuerzo extendí el brazo izquierdo todo lo que me permitían las
ataduras, y me apoderé de los pocos restos que las ratas habían dejado.
Mientras me llevaba una porción de alimento a los labios, pasó por mi mente
un pensamiento de alegría apenas nacida…, de esperanza. Pero ¿qué tenía yo
que ver con la esperanza? Fue, como he dicho, un pensamiento que apenas se
había conformado… El hombre tiene muchos así, que jamás concluyen. Sentí
que era de alegría, de esperanza, pero también sentí que había perecido en el
momento mismo de hacerse. En vano luché por perfeccionarlo, por

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recobrarlo. El prolongado sufrimiento casi había aniquilado todas mis
facultades mentales ordinarias. Yo era ya un imbécil, un idiota.
El vaivén del péndulo formaba un ángulo recto con mi cuerpo extendido.
Vi que la media luna estaba destinada a cruzar la zona del corazón.
Deshilacharía la estameña de mi sayo, retornaría para repetir sus operaciones,
otra vez, y otra vez. A pesar de su recorrido terroríficamente amplio (unos
treinta pies o más) y del silbante vigor de su descenso, capaz de partir incluso
las mismas paredes de hierro, todo lo más que lograría durante varios minutos
sería sólo deshilachar mi sayo. En este pensamiento me detuve. No me atreví
a seguir esta reflexión. Me extendía en ese pensamiento con una pertinaz
atención, como si al hacerlo pudiera detener en ese punto el descenso del
acero. Me obligué a meditar sobre el sonido que haría la media luna al pasar
por el vestido, sobre la extraña sensación de excitación que el roce de la tela
produce en los nervios. Pensé en todas estas frivolidades hasta que me dio
dentera.
Bajaba…, incesante y lentamente bajaba. Encontré un frenético placer en
contrastar la velocidad lateral con la de su descenso. A la derecha…, a la
izquierda…, lejos y cerca…, con el aullido de un espíritu infernal, ¡hacia mi
corazón con el paso sigiloso del tigre! Alternativamente, reí a gritos y di
alaridos, según una u otra idea me dominara.
Bajaba…, ¡seguro, implacable, bajaba! ¡Ya vibraba a tres pulgadas de mi
pecho! Luché con violencia, furiosamente, para soltar mi brazo izquierdo.
Éste quedaba libre solamente del codo hasta la mano. Podía moverlo con gran
esfuerzo desde el plato, puesto a mi lado, hasta la boca, pero nada más. Si
hubiera podido romper las ataduras por encima de mi codo, habría intentado
agarrar y detener el péndulo. ¡Pero hubiera sido igual que si tratara de parar
un alud!
Bajaba… Aún incesante, inevitablemente bajaba. Jadeaba y luchaba yo a
cada vaivén. Me encogía convulsivamente a cada recorrido. Mis ojos seguían
su carrera hacia afuera, hacia arriba, con la ansiedad de una desesperación sin
sentido, se cerraban con un espasmo cuando descendía, aunque la muerte
hubiera sido un alivio, ¡qué inexpresable alivio! Aún me temblaba cada
nervio al pensar que la más leve caída del mecanismo precipitaría aquella
reluciente y afilada hacha contra mi pecho. Era esa esperanza la que hacía
estremecer mis nervios y contraerse mi cuerpo. Era la esperanza —esa
esperanza que triunfa en el potro de tormento—, que susurra al oído de los
condenados a muerte hasta en los calabozos de la Inquisición.

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Me percaté de que después de diez o doce oscilaciones el acero se pondría
en contacto con mi sayo, y con esta observación se apoderó de mi espíritu
toda la marcada y completa serenidad de la desesperación. Por primera vez en
muchas horas —o tal vez días— me puse a pensar. Ahora se me ocurrió que
la venda, o cíngulo, que me envolvía, era una sola. Ninguna cuerda separada
me ataba. El primer roce de la afiladísima media luna sobre cualquier parte de
la banda la soltaría de forma que, con la ayuda de mi mano izquierda, podía
desenroscarla de mi cuerpo. Pero ¡qué espantosa, en ese caso, era la
proximidad del acero! ¡Qué mortal el resultado de la menor lucha! ¿Era
verosímil, además, que los esbirros de los torturadores no hubieran previsto
semejante posibilidad? ¿Era probable que la venda cruzara mi pecho en el
justo lugar donde pasaría el péndulo? Temiendo descubrir que mi débil y, al
parecer, última esperanza se frustrara, levanté la cabeza lo suficiente para
distinguir con claridad mi pecho. El cíngulo envolvía mis miembros y mi
cuerpo por todas partes, salvo por el lugar donde pasaría la constante media
luna.
Apenas había dejado caer la cabeza en su sitio anterior, me cruzó por la
mente, de pronto, algo que sólo puedo describir como la informe mitad de
aquella idea de liberación que he mencionado antes, y de la cual sólo una
parte flotaba borrosamente en mi cerebro cuando llevé la comida a mis
ardientes labios. Entonces el pensamiento completo se presentó, débilmente,
apenas sensato, apenas definido, pero entero. En seguida, con la nerviosa
energía de la desesperación, empecé a intentar su verificación.
Durante muchas horas, una gran cantidad de ratas había pululado por las
proximidades del armazón de madera sobre el cual me hallaba. Eran salvajes,
atrevidas, hambrientas; sus rojas pupilas me miraban feroces como si
esperaran verme inmóvil para hacer de mí su presa. «¿A qué alimento —
pensé— han estado acostumbradas en el pozo?».
A pesar de todos mis esfuerzos por impedirlo habían devorado el
contenido del plato, salvo unos pocos restos. Ya, por mera costumbre, mi
mano se agitaba de un lado a otro sobre el plato; y, por fin, la inconsciente
uniformidad del movimiento le hizo perder su efecto. En su voracidad, los
asquerosos animales clavaban sus agudos dientes en mis dedos. Tomé
entonces los trozos de la aceitosa y sazonada carne que quedaban en el plato y
froté cuidadosamente con ellos la venda hasta donde pude alcanzarla;
entonces, levantando mi mano del suelo, permanecí totalmente quieto, sin
apenas respirar.

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Al principio los hambrientos animales se sobresaltaron, aterrorizados por
el cambio, por el cese del movimiento. Retrocedieron alarmados, muchos se
refugiaron en el pozo. Pero aquello duró sólo un momento. No en vano había
yo contado con su voracidad. Al observar que seguía sin moverme, una o dos
de las ratas más atrevidas saltaron al armazón y olfatearon el cíngulo. Eso
pareció la señal para el asalto general. Salían del pozo corriendo en renovadas
cuadrillas. Se agarraban a la madera, corrían por ella y saltaban a centenares
sobre mi cuerpo. El acompasado movimiento del péndulo no les molestaba en
absoluto. Evitando sus golpes, se ocuparon de la venda untada. Me
abrumaban, pululaban sobre mí en montones cada vez más grandes. Se
retorcían cerca de mi garganta, sus fríos labios buscaban los míos. Me sentía
agobiado bajo su creciente peso; un asco para el cual no existe nombre en el
mundo entero llenaba mi pecho y helaba con su espesa viscosidad mi corazón.
Sólo un minuto más, y creí que la lucha terminaría. Claramente percibí que la
venda se aflojaba. Sabía que ya debía de estar cortada en más de una parte.
Con una determinación que sobrepasaba lo humano me quedé quieto.
No había errado en mis cálculos, ni había aguantado aquello en vano. Por
fin sentí que estaba libre. El cíngulo colgaba en tiras de mi cuerpo. Pero el
golpe del péndulo ya alcanzaba mi pecho. Había partido la estameña del sayo.
Había cortado el lino. Pasó dos veces más, y una aguda sensación de dolor me
recorrió cada nervio. Pero había llegado el momento de escapar. Apenas agité
la mano, mis libertadores huyeron en tumulto. Con un movimiento uniforme,
cauteloso, de soslayo, contraído y lento, me deslicé de las ligaduras hasta
quedar fuera del alcance del alfanje. Por el momento, al menos, estaba libre.
¡Libre!… ¡y en las «garras de la Inquisición»! Apenas me había apartado
de mi lecho de horror para pisar el suelo de piedra del calabozo, cesó el
movimiento de la máquina infernal y la vi subir, movida por alguna fuerza
invisible, y desaparecer por el techo. Aquello fue una lección que tomé en
cuenta muy desesperadamente. Sin duda, espiaban cada uno de mis
movimientos. ¡Libre! Sólo había escapado de la muerte bajo una forma de
agonía, para ser entregado a algo peor que la muerte bajo otra forma.
Pensando en esto, recorrí nerviosamente con los ojos los barrotes de hierro
que me encerraban. Algo insólito, algún cambio que al principio no distinguía
bien se había producido evidentemente en el calabozo. Durante muchos
minutos de una temblorosa abstracción de ensueño estuve ocupado en vanas y
deshilvanadas conjeturas. En estos momentos me di cuenta por primera vez
del origen de la sulfurosa luz que iluminaba la celda. Procedía de una fisura
de media pulgada de ancho[54], que se extendía al pie de todas las paredes,

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que así parecían, y en realidad lo estaban, completamente separadas del suelo.
Intenté mirar a través de la abertura, pero, por supuesto, fue en vano.
Al ponerme otra vez de pie, comprendí de pronto el misterio del cambio
en la celda. Ya he mencionado que los contornos de las figuras pintadas en las
paredes eran bastante nítidos, y que, sin embargo, los colores parecían
borrosos e indefinidos. Ahora esos colores poseían, y lo tenían cada vez más,
un brillo intenso y sorprendente, que daba a las espectrales y diabólicas
imágenes un aspecto capaz de quebrantar nervios aún más fuertes que los
míos. Ojos endemoniados, de una vivacidad salvaje y aterradora, me miraban
ferozmente desde mil direcciones, donde ninguno se había hecho visible
antes, y brillaban con el espeluznante fulgor de un fuego que me era
imposible obligar a mi imaginación a considerar como irreal.
¡Irreal…! ¡Mientras respiraba llegó a mis narices el aliento del vapor del
hierro candente! ¡Un olor sofocante llenaba la celda! ¡Un brillo más profundo
crecía a cada momento en los ojos que contemplaban ferozmente mi agonía!
Un tono más subido de rojo se expandía sobre los pintados y sangrientos
horrores. ¡Y yo jadeaba, tratando de respirar! Ya no cabía duda sobre la
intención de mis torturadores… ¡Ah, los más implacables, los más
demoníacos de entre los hombres! Retrocedí hacia el centro de la celda,
huyendo del metal candente. Mientras pensaba en la espantosa destrucción
que me aguardaba, la idea de la frescura del pozo invadió mi alma como un
bálsamo. Corrí hasta su mortal borde. Forzando la vista, miré hacia abajo. El
resplandor del techo ardiendo iluminaba sus más remotos huecos. Sin
embargo, durante un horrible instante, mi espíritu se negó a comprender el
sentido de lo que veía. Por fin el entendimiento se abrió camino, luchó por
entrar en mi alma…, se marcó en fuego sobre mi acelerada razón. ¡Oh, cómo
podría expresarlo! ¡Oh, espanto! ¡Todo, todo menos eso! Con un alarido me
alejé del borde y hundí mi cara en las manos, sollozando amargamente.
El calor aumentaba rápidamente, y una vez más miré hacia arriba,
temblando como en un ataque de calentura. Un segundo cambio se había
producido en la celda, pero no suponía más que la alteración de su forma.
Igual que antes, fue inútil, al principio, que intentara apreciar o comprender lo
que ocurría. Pero no duraron mucho mis dudas. Mi doble escapatoria había
acelerado la venganza de la Inquisición y ya el Rey de los Terrores no
permitiría más demoras. Hasta entonces mi celda había sido cuadrada. Vi que
dos de sus ángulos de hierro se habían vuelto agudos y otros dos, por
consiguiente, obtusos. La espantosa diferencia creció rápidamente con un
ruido profundo, retumbante y quejumbroso. En un instante la celda había

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cambiado su forma por la de un rombo. Pero el cambio no se detuvo allí: yo
no esperaba ni deseaba que se detuviera. Me habría gustado apretar contra mi
pecho las rojas paredes, como si fueran vestiduras de paz eterna. «La muerte
—dije—, ¡cualquier muerte salvo la del pozo!». ¡Insensato! ¿No me daba
cuenta de que la intención del hierro candente era precisamente la de
empujarme al pozo? ¿Podría resistir su fulgor? O, si eso fuera posible, ¿podría
aguantar su presión? Y entonces el rombo se hacía más y más plano con una
rapidez que no me dejaba tiempo para meditar. Su centro, y por supuesto su
mayor anchura, caía exactamente encima del abierto abismo. Me encogí…,
pero las paredes, cerrándose, me empujaban irresistiblemente hacia adelante.
Por fin no quedaba ni una pulgada sobre el suelo firme del calabozo donde
apoyar mi retorcido y quemado cuerpo. Ya no luchaba, pero la agonía de mi
alma se desahogó en un solo, prolongado alarido final de desesperación. Sentí
que me tambaleaba al borde…, desvié la mirada.
¡Y escuché un zumbido discordante de voces humanas!
¡Resonó un fuerte toque de muchas trompetas! ¡Oí un áspero chirriar
como de mil truenos! ¡Las ardientes paredes retrocedieron! Una mano
extendida cogió la mía, cuando, desvanecido, caía al abismo. Era la del
general Lasalle[55]. El ejército francés acababa de entrar en Toledo. La
Inquisición había caído en manos de sus enemigos.

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Berenice

Dicebant mihi sodales,


si sepulchrum amicae visitarem,
curas meas aliquantulum fore levatas.
EBN ZAIAT[56]

El sufrimiento es múltiple. La desgracia en la tierra es multiforme.


Desplegada sobre el ancho horizonte, como el arco iris, sus colores son tan
variados como los matices de éste, a la vez que tan distintos y, sin embargo,
tan íntimamente fundidos. ¡Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco
iris! ¿Cómo ocurre que de la belleza he derivado una forma de fealdad? ¿De
la alianza en paz, un símil de la tristeza? Pero igual que en la ética el mal es
consecuencia del bien, así, en realidad, de la alegría nace la tristeza. O la
memoria de la dicha pasada es la angustia de hoy, o las agonías que son
tienen su origen en los éxtasis que pudieron haber sido.
Mi nombre de pila es Egaeus; no mencionaré mi apellido. Sin embargo,
no hay en este país torres más venerables que las de mi sombría y lúgubre
casa señorial. Nuestro linaje ha sido llamado raza de visionarios; y en muchos
impresionantes detalles, en el carácter de la mansión familiar, en los frescos
del salón principal, en las tapicerías de las alcobas, en el cincelado de algunos
contrafuertes de la sala de armas, pero sobre todo en la galería de cuadros
antiguos, en el estilo de la biblioteca, y, por último, en la naturaleza
peculiarísima de los libros, hay evidencias más que suficientes para justificar
la creencia.
Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con aquella cámara y
con sus volúmenes… de los que no diré más. Allí murió mi madre. Allí nací
yo. Pero es inútil decir que yo no había vivido antes, que el alma no conoce
una existencia anterior. ¿Lo niega usted? No discutiremos el asunto. Yo estoy
convencido, pero no intento convencerle. Sin embargo, hay un recuerdo de
formas etéreas de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales y
tristes, un recuerdo que no será excluido; una memoria como una sombra,

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vaga, variable, indefinida, vacilante; y como una sombra, además, en la
imposibilidad de librarme de ella mientras exista la luz de mi razón.
En aquella cámara nací yo. Despertándome así de la larga noche de lo que
parecía, sin serlo, la nada, me encontré de repente en las mismas regiones de
las hadas, en un palacio de la imaginación, en los extravagantes dominios del
pensamiento y la erudición monásticos; no es raro que mirase a mi alrededor
con ojos asombrados y ardientes, que desperdiciara mi niñez entre libros y
disipara mi juventud en ensueños; pero sí es raro que, mientras pasaban los
años, el apogeo de la madurez me encontrara aún viviendo en la mansión de
mis antepasados; es asombrosa la parálisis que cayó sobre las fuentes de mi
vida, asombrosa la forma en que ocurrió una total inversión en el carácter de
mis más simples pensamientos. Las realidades del mundo me afectaron como
visiones, y sólo como visiones, mientras las extrañas ideas del país de los
sueños se tornaron a su vez no en materia de mi existencia cotidiana, sino
realmente en la completa y absoluta existencia mía.

Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la casa señorial. Pero
crecimos de modo distinto: yo, enfermizo, envuelto en tristeza; ella, ágil,
graciosa, llena de fuerza; suyos eran los paseos por la colina; míos, los
estudios del claustro; yo vivía encerrado en mí, entregado apasionadamente
en cuerpo y alma a la meditación más intensa y penosa; ella, vagando sin
cuidado por la vida, sin pensar en las sombras del camino ni en el silencioso
vuelo de las horas de alas negras. ¡Berenice! Invoco su nombre: ¡Berenice! ¡Y
de las grises ruinas de la memoria mil tumultuosos recuerdos despiertan ante
este sonido! ¡Ah! ¡Viva aparece su imagen ante mí, ahora, como en los
primeros días de su alegría y de su dicha! ¡Oh, encantadora y fantástica
belleza! ¡Oh, sílfide entre los arbustos de Arnheim[57]! ¡Oh, náyade entre sus
fuentes! Y entonces, entonces todo es misterio y terror y una historia que no
se debe contar. La enfermedad —una enfermedad mortal— cayó como el
simún sobre su cuerpo e, incluso mientras yo la contemplaba, el espíritu del
cambio pasó por ella, penetrando en su mente, sus costumbres y su carácter, y
de la forma más sutil y terrible llegó a alterar incluso la identidad de su
persona. ¡Ay! La fuerza destructora vino y se alejó, y la víctima…, ¿dónde
estaba? Yo no la conocía, o ya no la reconocía como Berenice.
Entre la numerosa serie de enfermedades promovidas por aquella primera
y fatal que desencadenó una revolución tan horrible en el ser moral y físico de
mi prima, puede mencionarse como la más angustiosa y obstinada en su
naturaleza una clase de epilepsia que con frecuencia terminaba en un trance,

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un trance muy semejante a la extinción de la vida, del cual su manera de
despertar era, en los más de los casos, asombrosamente repentina. Mientras
tanto, mi propia enfermedad —porque me han dicho que no debería darle otro
nombre—, mi propia enfermedad aumentó rápidamente y al fin asumió un
carácter monomaniaco de nueva y extraordinaria especie, ganando en vigor a
cada hora y a cada momento, y por último tuvo sobre mí el más
incomprensible ascendiente. Esta monomanía, si tengo que llamarla así,
consistía en una morbosa irritabilidad de esas facultades de la mente que la
ciencia metafísica designa como las atentivas. Es más que probable que no
me explique; pero temo, en realidad, que de ninguna manera sea posible
comunicar a la inteligencia del lector corriente la idea de aquella nerviosa
intensidad de interés con que, en mi caso, los poderes de la meditación (por
no hablar en términos técnicos) se ocupaban y se hundían al contemplar aun
los objetos más comunes del universo.
Reflexionar largas, incansables horas con mi atención fija en algún trivial
dibujo hecho en el margen o en la tipografía de un libro; estar absorto durante
buena parte de un día de verano en la peregrina sombra que caía oblicuamente
sobre la tapicería o sobre la puerta; perderme durante toda una noche mirando
la tranquila llama de una lámpara o las ascuas de un fuego; soñar días enteros
con el perfume de una flor; repetir monótonamente alguna palabra común
hasta que el sonido, gracias a la continua repetición, dejaba de comunicar la
menor idea a la mente; perder todo sentido del movimiento o de la existencia
física, por medio de la absoluta quietud del cuerpo, mantenida larga y
obstinadamente: tales eran algunos de los caprichos más comunes y menos
perniciosos provocados por una condición de las facultades mentales, no
única, por cierto, pero sí capaz de desafiar cualquier análisis o explicación.
Sin embargo, que no se me entienda mal. La atención excesiva, seria y
morbosa, así excitada por objetos triviales, en sí no se debe confundir en su
naturaleza con esa tendencia a la meditación corriente en todos los hombres, y
a la que se entregan especialmente las personas de una ardiente imaginación.
Tampoco era, como pudo suponerse al principio, una condición grave, ni la
exageración de una tendencia semejante, sino un estado primario y
esencialmente distinto, diferente. En un caso el soñador o el entusiasta, al
interesarse por un objeto normalmente no trivial, pierde imperceptiblemente
de vista este objeto en un bosque de deducciones y sugerencias que surgen de
él, hasta que, al final de la ensoñación muchas veces llena de deleite,
encuentra que el incitamentum o primera causa de sus meditaciones
desaparece enteramente y queda olvidado. En mi caso el objeto primario era

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invariablemente trivial, aunque adquiría, por medio de mi visión perturbada,
una importancia refleja e irreal. Pocas deducciones, o ninguna, hallaba, y
aquellas pocas volvían pertinazmente al objeto original como centro. Las
meditaciones nunca eran agradables, y al final de la ensoñación, la primera
causa, lejos de perderse de vista, había alcanzado ese interés
sobrenaturalmente exagerado que constituía el rasgo primordial de la
enfermedad. En una palabra, los poderes de la mente, ejercidos de forma
especial, eran, en mi caso, como ya he dicho, los de la atención; y en el caso
del soñador son los de la especulación.
Mis libros en esta época, si no servían realmente para aumentar el
trastorno, compartían en gran medida, como se verá, por su carácter
imaginativo e inconsecuente, las cualidades características del trastorno
mismo. Recuerdo bien, entre otros, el tratado del noble italiano Coelius
Secundus Curio De Amplitudine Beati Regni Dei; la gran obra de San
Agustín, La Ciudad de Dios; y de Tertuliano, De Carne Christi, en la que la
frase paradójica Mortuus est Dei filius; credibile est quia ineptum est; et
sepultus resurrexit; certum est quia impossibile est[58] ocupó todo mi tiempo
durante muchas semanas de inútil y laboriosa investigación.
Así se verá que, agitada en su equilibrio sólo por cosas triviales, mi razón
semejaba aquel peñasco del océano mencionado por Ptolomeo Hephestion[59],
que resistía sin vacilar los ataques de la violencia humana y la furia más feroz
de las aguas y los vientos, pero que temblaba con el solo toque, de la flor
llamada asfódelo[60]. Y aunque, para un pensador descuidado, podría parecer
un asunto fuera de toda duda que la alteración producida en la condición
moral de Berenice por su desgraciada enfermedad me hubiera sugerido
muchos temas para el ejercicio de esa meditación intensa y anormal cuya
naturaleza me he preocupado bastante en explicar, sin embargo no era éste el
caso, en absoluto. En los ratos lúcidos de mi mal, la calamidad de Berenice
me daba lástima de veras; y conmovido hondamente por esa total ruina de su
bella y dulce vida, no dejaba yo de meditar con frecuencia, amargamente,
sobre los medios portentosos que habían obrado con aquella rapidez una tan
extraña revolución. Pero estas reflexiones no compartían la idiosincrasia de
mi enfermedad, y eran como las que se hubieran presentado, en circunstancias
semejantes, a los hombres comunes. Conforme con su propio carácter, mi
trastorno se recreaba en los cambios de menor importancia, pero más
asombrosos, producidos en la constitución física de Berenice, en la extraña y
pasmosa deformación de su identidad personal.

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Durante los días más luminosos de su belleza sin par indudablemente
nunca la había amado. En la extraña anomalía de mi existencia, los
sentimientos míos nunca habían sido del corazón, y mis pasiones siempre
eran de la mente. En las tempranas, brumosas horas de la mañana, en las
entrelazadas sombras del bosque al mediodía, y en el silencio de mi biblioteca
por la noche, ella había pasado veloz ante mis ojos, y yo la había visto, no
como la Berenice viva y palpitante, sino como la Berenice de un sueño; no
como un ser de la tierra, sino como la abstracción de un ser semejante; no
como algo para admirar, sino para analizar; no como un objeto de amor, sino
como tema de la más abstrusa aunque inconexa especulación. Y entonces,
entonces me estremecía ante su presencia y palidecía cuando se acercaba; sin
embargo, lamentando amargamente su estado decaído y desolado, recordé que
me había amado largo tiempo, y que, en un momento aciago, le hablé de
matrimonio.
Y al fin la fecha de nuestras nupcias se acercaba cuando, una tarde del
invierno de aquel año, en uno de esos días intempestivamente cálidos,
tranquilos y brumosos, que son la nodriza de la bella Alcíone[61], estaba yo
sentado (y creía encontrarme solo) en la sala interior de la biblioteca. Pero,
levantando los ojos, vi a Berenice delante de mí.
¿Fue mi propia imaginación excitada, o la brumosa influencia de la
atmósfera, o la incierta luz crepuscular de la sala, o los pliegues grises que
caían alrededor de su figura lo que causó en ella un contorno tan vacilante e
indefinido? No podría decirlo. Ella no pronunció una palabra, y yo… ni por el
mundo entero podría haber enunciado una sílaba. Un escalofrío helado cruzó
mi cuerpo; una sensación de insufrible ansiedad me oprimía; una curiosidad
devoradora penetraba mi alma; y, hundiéndome en la silla, quedé un rato sin
aliento, inmóvil, con mis ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez era
extrema, y ni la menor huella de su ser anterior se mostraba en una sola línea
del contorno. Mi ardiente mirada cayó por fin sobre su rostro.
La frente era alta, muy pálida, y extrañamente serena; el cabello, antes de
un negro azabache, caía parcialmente sobre la frente y sombreaba las sienes
hundidas con innumerables rizos de un vivo rubio, que contrastaban,
discordantes, por su matiz fantástico, con la melancolía del rostro. Sus ojos
estaban sin vida, sin brillo y aparentemente faltos de pupilas; y yo me encogí
involuntariamente ante su mirada vidriosa y pude contemplar sus delgados y
marchitos labios. Se abrieron; y en una sonrisa de expresión peculiar los
dientes de la cambiada Berenice se revelaron lentamente a mis ojos. ¡Quiera
Dios que nunca los hubiera visto, o que, al verlos, hubiera muerto!

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El golpe de una puerta al cerrarse me llamó la atención y, alzando los
ojos, descubrí que mi prima había salido de la sala. Pero de la desordenada
cámara de mi cerebro, ¡ay!, no había salido, y no se podía alejar, el blanco y
horrible espectro de los dientes. Ni una pequeña mancha en su superficie, ni
una sombra en su esmalte, ni una mella en sus bordes existió en los dientes
que ese rato de su sonrisa no dejara de grabarse en mi memoria. Los veía
ahora incluso más claramente que los había visto entonces. ¡Los dientes! ¡Los
dientes! Estaban aquí, y allí y en todas partes, visibles y palpables ante mí,
largos, delgados y excesivamente blancos, con los pálidos labios
contorsionándose alrededor de ellos, como en el justo instante de su primitivo,
terrible desarrollo. Entonces llegó la furia plena de mi monomanía, y yo
luchaba en vano contra su influencia extraña e irresistible. Entre los múltiples
objetos del mundo externo no tenía pensamientos sino para los dientes. Los
anhelaba con un deseo frenético. Todos los otros asuntos y todos los intereses
distintos fueron absorbidos por aquella única contemplación. Ellos, sólo ellos,
quedaban presentes para mi mirada mental, y ellos, en su singular
individualidad, llegaron a ser la esencia de mi vida cerebral. Los examiné
bajo todas las luces. Los vi desde todos los ángulos. Estudié sus
características. Medité sobre sus peculiaridades. Ponderé la alteración de su
naturaleza. Me estremecí mientras les atribuía, en la imaginación, un poder
sensible y consciente y, aun sin la ayuda de los labios, una capacidad de
expresión moral. De mademoiselle Sallé[62] que tous ses pas étaient des
sentiments, y de Berenice yo creía con más seriedad que toutes ses dents
étaient des idées. Des idées! ¡Ah, éste fue el pensamiento insensato que me
destruyó! Des idées! ¡Ah, por eso era por lo que los codiciaba tan locamente!
Sentía que sólo la posesión de ellos podía devolverme la paz, restituyéndome
la razón.
Y así cayó la tarde sobre mí; entonces vino la oscuridad y se quedó un
rato y se fue, y el día amaneció otra vez, y las brumas de una segunda noche
se acumularon alrededor, y yo seguía sentado inmóvil en esa sala solitaria,
aún encerrado en la meditación; y aún el fantasma de los dientes mantenía su
terrible dominio, mientras, con una viva y horrible claridad, flotaba entre las
cambiantes luces y sombras de la cámara. Al fin irrumpió en mis sueños un
grito como de horror y consternación; y entonces, después de un rato, se oyó
el ruido de voces preocupadas, entremezcladas con múltiples y apagados
gemidos de pena o de dolor. Me levanté de la silla y, abriendo de golpe una
de las puertas de la biblioteca, vi en la antecámara a una joven criada,

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deshecha en lágrimas, quien me contó que Berenice ya no existía. Había
sufrido un ataque de epilepsia por la mañana temprano, y ahora, al caer la
noche, la tumba se encontraba lista para recibir a su ocupante, y todos los
preparativos para el entierro estaban terminados.
Me encontré sentado en la biblioteca, y otra vez solo. Parecía que hubiera
despertado de un sueño confuso y emocionante. Sabía que ya era medianoche
y era consciente de que desde la puesta del sol Berenice estaba enterrada.
Pero de aquel melancólico período intermedio no tenía una clara, o por lo
menos una definida comprensión. Sin embargo, el recuerdo de ese rato estaba
lleno de horror, un horror más horrible por ser vago y un terror más terrible
por su ambigüedad. Era una página espantosa en la historia de mi existencia,
toda escrita con borrosos recuerdos, horripilantes, ininteligibles. Luché por
descifrarlos, pero fue en vano; mientras tanto, como el espíritu de un sonido
lejano, un agudo y penetrante grito de mujer parecía seguir sonando en mis
oídos. Yo había cometido un acto, ¿qué era? Me hice la pregunta en voz alta y
los susurrantes ecos de la sala me contestaron: ¿Qué era?

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En la mesa a mi lado brillaba una lámpara y cerca de ella había una
pequeña caja. No tenía un aspecto llamativo, y yo la había visto antes con
frecuencia, porque pertenecía al médico de la familia. Pero ¿cómo se
encontraba sobre mi mesa y por qué me estremecía al contemplarla? Estas
cosas no tenían una explicación y por fin mis ojos cayeron sobre las páginas
abiertas de un libro y sobre una frase subrayada. Eran las extrañas pero
sencillas palabras del poeta Ebn Zaiat: «Dicebant mihi sodales si sepulchrum
amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas». Por qué, entonces,
al estudiarlas, ¿se me erizaron los pelos de la cabeza y se congeló en las venas
la sangre de mi cuerpo?
Sonó un leve golpe en la puerta de la biblioteca y, pálido como el
ocupante de una tumba, un sirviente entró de puntillas. Su aspecto mostraba
un espantoso terror y me habló en una voz trémula, ronca y muy baja. ¿Qué
dijo? Oí unas frases entrecortadas. Contó de un alocado grito que turbó el
silencio de la noche, de la servidumbre reunida, de una búsqueda en dirección
de donde procedía el sonido, y entonces sus palabras se hicieron
emocionantemente claras cuando me habló susurrando de una tumba
profanada, de un cadáver envuelto en la mortaja y desfigurado, pero que aún
respiraba, aún palpitaba, ¡aún vivía!
Señaló mis ropas, estaban manchadas de barro y de sangre. No hablé, y
me tomó suavemente la mano, tenía huellas hechas por uñas humanas. Dirigió
mi atención hacia algún objeto apoyado contra la pared, lo miré durante unos
minutos, era una pala. Con un grito corrí a la mesa y tomé la caja que había
allí. Pero no pude abrirla, y por mi temblor se deslizó de mis manos y cayó
pesadamente y se rompió en pedazos, y de la caja, entrechocando, rodaron
unos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos diminutos
objetos blancos, marfileños, que se desparramaron por el suelo.

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Ligeia

Y allí yace la voluntad que no muere. ¿Quién conoce los


misterios de la voluntad con su vigor? Porque Dios no es sino
una gran voluntad que penetra todas las cosas por la
naturaleza de su empeño. El hombre no se entrega a los
ángeles, ni a la muerte por entero, como no sea por la flaqueza
de su débil voluntad.
JOSEPH GLANVILL[63]

Por mi vida que no puedo recordar ahora cómo, cuándo, ni, siquiera con
precisión, dónde conocí a lady Ligeia. Muchos años han transcurrido desde
entonces, y mucho sufrimiento ha debilitado mi memoria. O, tal vez, ahora
no puedo recordar estos detalles porque, en realidad, el carácter de mi amada,
su extraordinaria erudición, el singular y, sin embargo, plácido estilo de su
belleza y la elocuencia emocionante, cautivadora, de su expresión profunda y
musical, entraron en mi corazón con pasos tan constantes y secretos, que han
quedado inadvertidamente desconocidos. No obstante, creo que la conocí por
primera vez y que la veía con frecuencia en una gran ciudad antigua y ruinosa
cerca del Rin. Sin duda le he oído mencionar a su familia. Que procede de una
remota y antigua época es indudable. ¡Ligeia! ¡Ligeia! Enterrado como estoy
en estudios de índole ideada para amortiguar las impresiones del mundo
exterior, sólo por esta dulce palabra, Ligeia, puedo formar ante mis ojos, en la
fantasía, la imagen de aquella que ya no existe. Y ahora, mientras escribo,
destella dentro de mí el recuerdo de que nunca he sabido cuál era el apellido
paterno de la que fue mi amiga y mi prometida, que llegó a ser compañera de
estudios y por fin la esposa de mi alma. ¿Fue por una juguetona orden de
parte de mi Ligeia, o fue para tener una prueba de la fuerza de mi afecto por
lo que me fue prohibido indagar sobre tal detalle? ¿O fue más bien un

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capricho mío, una ofrenda alocadamente romántica en el altar de la devoción
más apasionada? Sólo borrosamente recuerdo el hecho mismo… ¿Es, pues,
extraño que me haya olvidado por completo de las circunstancias que lo
originaron o acompañaron? Y, de veras, si ese espíritu que llaman Romance,
si alguna vez la tenue y alada Ashtophet[64] del Egipto idólatra, ha presidido,
como cuentan, los matrimonios aciagos, entonces sin duda presidió el mío.
Hay un asunto querido, sin embargo, en el que mi memoria no falla. Es la
persona de Ligeia. Era de elevada estatura, más bien delgada, y en sus
últimos días incluso demacrada. En vano intentaría la descripción de su
majestad, la serenidad de su porte o la incomprensible ligereza y soltura de su
paso. Entraba y salía como una sombra. Nunca me daba yo cuenta cuando
aparecía en mi cerrado estudio, salvo por la amada música de su dulce y
profunda voz, mientras posaba su mano de mármol sobre mi hombro. Jamás
mujer alguna la ha igualado en la belleza de su rostro. Era el resplandor de un
sueño de opio, una etérea y animosa visión más extravagantemente divina que
las fantasías que flotaban alrededor de las almas adormecidas de las hijas de
Delos[65]. Sin embargo, sus facciones no tenían esa regularidad que nos han
enseñado falsamente a adorar en las obras clásicas de los paganos. «No hay
una belleza exquisita —dice Bacon[66], lord de Verulam, refiriéndose con
justeza a todas las formas y genera[67] de la hermosura— sin algo de extraño
en las proporciones». No obstante, aunque veía que las facciones de Ligeia no
eran de una regularidad clásica, aunque percibía que su hermosura era en
verdad «exquisita» y sentía que había mucho de «extraño» en ella, sin
embargo he intentado en vano detectar la irregularidad y averiguar mi propia
percepción de lo «extraño». Examiné el contorno de su frente alta y pálida:
era impecable —¡qué fría de veras esa palabra aplicada a una majestad tan
divina!— la piel, que rivalizaba con el más puro marfil, la amplitud
dominante y la serenidad, la suave prominencia de sus parietales, y luego los
cabellos de negro azabache, satinados, abundantes y naturalmente rizados,
que mostraban la plena fuerza del epíteto homérico «cabellera de jacinto».
Miraba el delicado perfil de la nariz, y sólo en los elegantes medallones de los
hebreos había contemplado semejante perfección. Tenía la misma lustrosa
suavidad de la superficie, la misma, apenas perceptible, tendencia a ser
aguileña, las mismas aletas armoniosamente curvadas que indican el espíritu
libre. Contemplaba la dulce boca. Ahí en verdad se veía el triunfo de todas las
cosas celestiales, la curva magnífica del corto labio superior y la suave,
voluptuosa calma del inferior, los hoyuelos que bailaban y el expresivo color,
los dientes reflejando con un brillo casi sorprendente cada rayo de la sagrada

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luz que caía sobre ellos en la más serena y plácida y, sin embargo,
esplendorosamente radiante de todas las sonrisas. Analizaba la forma del
mentón y ahí también encontraba la suave extensión, la delicadeza y la
majestad, la plenitud y la espiritualidad de lo griego, el contorno que el dios
Apolo reveló sólo en sueños a Cleomenes[68], el hijo del ateniense. Y
entonces miraba profundamente a los grandes ojos de Ligeia.
Para ojos no tenemos modelos en la antigüedad remota. Quizás también
ocurriera que en aquellos ojos de mi amada yacía el secreto al cual alude el
lord de Verulam. Eran, he de creerlo, mucho más grandes que los ojos
normales de nuestra raza. Eran aún más grandes que los ojos de gacela de la
tribu del valle de Nourjahad[69]. Sin embargo, sólo a ratos, en momentos de
intensa emoción, este rasgo peculiar se hacía más que levemente notable en
Ligeia. Y en tales momentos su belleza era, o en mi fantasía ardiente así
parecía, tal vez, la de seres que están por encima o fuera de la tierra, la belleza
de la fabulosa hurí de los turcos. El color de sus ojos era del negro más
brillante, y sobre ellos caían oscuras y largas pestañas. Las cejas, de línea algo
irregular mostraban el mismo matiz. Lo que de «extraño» encontraba en sus
ojos era, sin embargo, de una naturaleza distinta a la forma, el color o el brillo
de los rasgos, y ha de atribuirse, al fin, a la expresión. ¡Ah, palabra sin
sentido, tras cuya vasta extensión de mero sonido, protegemos nuestra
ignorancia sobre gran parte de lo espiritual! ¡La expresión de los ojos de
Ligeia! ¡Durante cuántas horas he meditado sobre ella! ¡Cómo, durante toda
una noche de pleno verano, he luchado por comprenderla! ¿Qué era… ese
algo más profundo que el pozo de Demócrito[70], que yacía hondamente en las
pupilas de mi amada? ¿Qué era? Me poseía la pasión de descubrirlo.
¡Aquellos ojos, aquellos grandes, luminosos y divinos ojos! Para mí llegaron
a ser las estrellas gemelas de Leda[71], y yo, para ellos, el más devoto de los
astrólogos.
No hay, entre las muchas anomalías incomprensibles de la ciencia
psicológica, asunto de una emoción más penetrante que el hecho —nunca
notado, creo, por las escuelas— de que, en nuestros esfuerzos por traer a la
memoria algo de un tiempo largamente olvidado, con frecuencia nos
encontramos al mismo borde del recuerdo, sin poder, al fin, captarlo. Y así
con cuánta frecuencia, en mi intenso examen de los ojos de Ligeia, he sentido
el acercamiento al pleno conocimiento de su expresión, lo he sentido
acercarse y no llegar a ser mío, ¡y así por fin desaparecer enteramente! Y
(extraño, ¡oh, el más extraño de todos los misterios!) encontraba, en los
objetos más comunes del universo, un círculo de analogías con aquella

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expresión. Quiero decir que, después del período en que la belleza de Ligeia
entró en mi espíritu morando allí como en un santuario, recibía de muchas
existencias en el mundo material un sentimiento parecido al que siempre
sentía dentro de mí, despertado por sus ojos grandes y luminosos. Sin
embargo, no era capaz de definir más profundamente aquel sentimiento, ni de
analizarlo, ni siquiera de contemplarlo fijamente. Lo reconocía a veces,
repito, al mirar una enredadera que creía rápidamente, al contemplar una
mariposa, una crisálida, la corriente de un arroyo. Lo he sentido en el océano,
en la caída de un meteoro. Lo he sentido en las miradas de personas de una
insólita ancianidad. Y hay una o dos estrellas en el cielo (especialmente una
de sexta magnitud, doble y cambiante, que se encuentra cerca de la gran
estrella de Lira[72]), que, tras un examen telescópico, me han comunicado
idéntico sentimiento. Me he sentido lleno de él al oír ciertos sonidos de
instrumentos de cuerda y con frecuencia por la lectura de pasajes de libros.
Entre otros innumerables ejemplos, recuerdo bien algo escrito en un volumen
de Joseph Glanvill, que (tal vez simplemente gracias a su rareza, ¿quién
sabe?) nunca ha dejado de inspirarme ese sentimiento: «Y allí yace la
voluntad que no muere. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad con su
vigor? Porque Dios no es sino una gran voluntad que penetra todas las cosas
por la naturaleza de su empeño. El hombre no se entrega a los ángeles, ni a la
muerte por entero, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad».
El paso de los años y la reflexión consiguiente me han permitido
averiguar de veras alguna conexión remota entre este pasaje del moralista
inglés y una parte del carácter de Ligeia. La intensidad en el pensamiento,
acción o habla, era posiblemente, en ella, el resultado o por lo menos un
índice de esa gigantesca voluntad que, durante nuestras largas relaciones, no
daba otras y más inmediatas pruebas de su existencia. De entre todas las
mujeres a quienes he conocido jamás, ella, la externamente serena y siempre
plácida Ligeia, era presa con más violencia que ninguna de los tumultuosos
buitres de la inflexible pasión. Yo no podía estimar semejante pasión, salvo
por el milagroso dilatarse de aquellos ojos que me encantaban y me pasmaban
a la vez, por la casi mágica melodía, modulación, claridad y placidez de su
voz tan profunda, y por la feroz energía (hecha doblemente efectiva en
contraste con su modo de expresarse) con que pronunciaba habitualmente sus
extravagantes palabras.
He mencionado la erudición de Ligeia: era inmensa, tal como jamás he
conocido en una mujer. Su conocimiento de las lenguas clásicas era profundo
y, en cuanto podía juzgar por mis propias nociones de los dialectos modernos

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de Europa, nunca la pillé en falta. A decir verdad, en cualquier tema de los
más admirados, simplemente por ser los más abstrusos de la alardeada
erudición académica, ¿alguna vez descubrí a Ligeia en falta? ¡De qué modo
singular y emocionante me ha llamado fuertemente la atención, sólo en estos
últimos tiempos, este particular detalle en el carácter de mi esposa! Dije que
sus conocimientos eran tales como jamás había encontrado yo en una mujer,
pero ¿dónde está el hombre que haya recorrido todas las amplias extensiones
de las ciencias morales, físicas y matemáticas? No vi entonces lo que percibo
ahora claramente: que las adquisiciones de Ligeia eran enormes, eran
asombrosas; sin embargo, me daba suficiente cuenta de su infinita
superioridad para entregarme con infantil confianza a su guía por el mundo
caótico de la investigación metafísica, de la que me ocupaba mucho durante
los primeros años de nuestro matrimonio. ¡Con qué vasto triunfo, con qué
vivo gozo, con cuánto de todo lo etéreo que tiene la esperanza, sentía yo,
mientras ella se inclinaba sobre mí en los estudios poco buscados y menos
conocidos, aquella deliciosa perspectiva que lentamente se agrandaba ante mí,
por cuya larga, espléndida senda no hollada, podía yo al fin avanzar hacia la
meta de una sabiduría demasiado divina y preciosa para no ser prohibida!
¡Qué agudo había de ser el dolor con que, después de unos años, vi alzar
el vuelo y desaparecer mis bien fundadas esperanzas! Sin Ligeia yo no era
más que un niño sumido en la ignorancia. Sólo su presencia, sus lecturas
hacían vívidamente luminosos los muchos misterios del trascendentalismo en
que estábamos inmersos. Privadas del fulgor radiante de sus ojos, las doradas
letras de suave brillo se tornaron más opacas que el plomo saturnino. Y
entonces aquellos ojos brillaron cada vez con menos frecuencia sobre las
páginas que yo estudiaba. Ligeia cayó enferma. Sus vehementes ojos ardían
con un resplandor demasiado glorioso; los pálidos dedos se volvieron del
color transparente de la tumba y las venas azules sobre la alta frente se
dilataban y se encogían impetuosamente ante los cambios de la más leve
emoción. Entendí que había de morir, y luché desesperadamente en espíritu
con el tétrico Azrael[73]. Y las luchas de la mujer apasionada eran, para mi
asombro, aún más enérgicas que las mías. Había visto muchos rasgos de su
inflexible carácter que llegaron a convencerme y a creer que para ella la
muerte vendría sin terrores; pero no fue así. Las palabras son incapaces de
describir una idea justa de la ferocidad de la resistencia que opuso a la
sombra. Yo gemía con angustia ante el lamentable espectáculo. Yo hubiera
querido calmar, hubiera querido razonar, pero, en la intensidad de su violento
deseo de vivir, de vivir, sólo vivir, el consuelo y el razonamiento eran la más

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extrema insensatez. Sin embargo, hasta el último momento, entre las más
convulsivas angustias de su indomable espíritu, no se tambaleó la placidez
externa de su porte. Su voz se tornó más suave, más profunda… Sin embargo,
no me gustaría pensar mucho en el extravagante sentido de aquellas palabras
tranquilamente pronunciadas. Mi cabeza daba vueltas mientras escuchaba
encantado una melodía más que mortal, conjeturas y aspiraciones que los
mortales jamás habían conocido.
No debería haber dudado de que me amara, y fácilmente pudiera haber
entendido que, en un pecho como el suyo, el amor no reinaba como una
pasión ordinaria. Pero sólo en la muerte quedé plenamente impresionado con
la fuerza de su afecto. Durante largas horas, reteniendo mi mano, vertía ante
mí las exuberantes expresiones de un corazón cuya devoción más que
apasionada llegaba a la idolatría. ¿Cómo había merecido yo la bendición de
semejantes confesiones? ¿Cómo había merecido ser condenado a la pérdida
de mi amada en la hora en que me las hacía? Pero no puedo soportar el
extenderme sobre este tema. Permítanme decir solamente que en el abandono
más que femenino de Ligeia al amor, ¡ay!, todo inmerecido, todo conferido
sin ser yo digno, por fin reconocí el principio de su anhelo, su tan ardiente
deseo de asirse a la vida, una vida que se le escapaba ahora tan velozmente.
Era, sí, este extravagante deseo, esta ansiosa vehemencia del deseo de vivir,
sólo vivir, que soy incapaz de describir, que no encuentro palabras que lo
expresen.
Al pleno mediodía anterior a la noche en que iba a morir, imperiosamente
me llamó a su lado y me rogó que repitiera ciertos versos que ella había
escrito pocos días antes. La obedecí. Eran éstos:

¡Mirad! ¡Es una noche de gala


en los últimos años solitarios!
La multitud de ángeles alados,
con velos, y en lágrimas bañados,
en un teatro se sientan y contemplan
un drama de esperanzas y temores,
mientras toca la orquesta a suaves intervalos
la música sin fin de las esferas.
Mimos[74] en la imagen de Dios en lo alto
susurran y murmuran con tenue voz,
y vuelan pasando de aquí para allá
meros títeres ellos, que entran y salen

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al ruego de enormes cosas informes
que mueven sin cesar el extraño decorado,
agitando, desplegando sus alas de cóndor,
¡vertiendo invisible aflicción y pesar!
¡Abigarrado drama! ¡Oh, sin duda,
jamás quedará olvidado!
Con su fantasma siempre perseguido
por una multitud que no lo alcanza
en un círculo que gira y vuelve
siempre al eterno lugar.
Y mucho de locura y más pecado
y horror… el alma de la intriga.
¡Pero mirad! Entre el tumulto de mimos
una forma se arrastra, se insinúa,
roja como la sangre serpentea,
¡y sale de la dramática soledad!
¡Se retuerce! ¡Se retuerce! Con dolores mortales
transforma a los mimos en alimento,
y los serafines lloran ante horribles colmillos
de sangre humana manchados.
¡Apagadas están las luces, todas apagadas!
Y sobre cada forma temblorosa
el telón, un paño mortuorio,
cae con furia de tormento,
y los ángeles todos pálidos y tristes,
levantados ya, sin velos, afirman
que el drama es la tragedia «Hombre»
y su héroe el Gusano Vencedor[75].

—¡Oh, Dios! —Casi gritó Ligeia, saltando en pie y levantando los brazos con
un movimiento brusco, mientras yo leía los versos finales—: ¡Oh, Dios! ¡Oh,
Padre Divino! ¿Serán así de irremediables estas cosas? ¿No será vencido ni
una vez aquel Vencedor? ¿No somos una parte íntima de ti? ¿Quién…, quién
conoce los misterios de la voluntad con su vigor? El hombre no se entrega a
los ángeles, ni a la muerte por entero, como no sea por la flaqueza de su débil
voluntad.

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Y entonces, como agotada por la emoción, dejó caer sus blancos brazos y
regresó solemnemente a su lecho de muerte… Mientras lanzaba los últimos
suspiros, mezclado con ellos brotó un suave murmullo de sus labios. Escuché
con cuidado y distinguí de nuevo las palabras finales del pasaje de Glanvill:
«El hombre no se entrega a los ángeles, ni a la muerte por entero, como no
sea por la flaquera de su débil voluntad».
Murió; y yo, abrumado, aterrado por el dolor, ya no podía soportar la
desolada soledad de mi estancia en la sombría y ruinosa ciudad en las orillas
del Rin. No me faltaba lo que el mundo llama fortuna. Ligeia me había dado
mucho, mucho más de lo que por lo común cae en suerte a los mortales. Por
eso, después de unos meses de un tedioso vagabundeo sin rumbo, compré y
reparé en parte una abadía, cuyo nombre no mencionaré, en una de las
regiones más salvajes y apartadas de la hermosa Inglaterra. La sombría y
triste grandeza del edificio, el aspecto casi salvaje del terreno, las muchas
memorias melancólicas y venerables relacionadas con ambos parecían estar
acordes con los sentimientos de absoluto abandono que me habían llevado a
esa remota y agreste región del país. Sin embargo, aunque la parte exterior de
la abadía, ornada de ruinoso verdor, sufrió pocos cambios, me entregué con
una perversidad infantil y, tal vez con una débil esperanza de aliviar mis
penas, a desplegar en su interior magnificencias más que reales. Yo había
sentido, incluso en mi infancia, un gusto por semejantes extravagancias y
entonces volví a ellas como en la senectud del dolor. ¡Ay, cuánta incipiente
locura podría descubrirse, incluso, en las espléndidas y fantásticas cortinas, en
las esculturas solemnes de Egipto, en las cornisas y los muebles extraños, en
los lunáticos diseños de las alfombras con borlas de oro! Yo me había
transformado en un esclavo atado en las trabas del opio, y mis trabajos y mis
órdenes se habían teñido del color de mis sueños. Pero no debo detenerme
para contar los detalles de estos absurdos. Hablaré sólo de aquella cámara,
siempre maldita, a donde, en un momento de enajenación mental, conduje al
altar como esposa, como sucesora de la inolvidada Ligeia, a lady Rowena
Trevanion, de Tremaine[76], la de los rubios cabellos y azules ojos.
No hay una parte de la arquitectura ni de la decoración de aquella cámara
nupcial que no aparezca ahora ante mis ojos. ¿Dónde estaban las almas de la
orgullosa familia de la novia, cuando, por su sed de oro, permitieron pasar el
umbral de un apartamento tan decorado a una doncella, a una hija tan
querida? He dicho que recuerdo minuciosamente los detalles de la cámara…
Sin embargo, olvido tristemente asuntos de profunda importancia, y no había
allí orden ni límites en la fantástica exhibición que se fijaran en mi memoria.

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La habitación se encontraba en una alta torrecilla de la almenada abadía, era
de forma pentagonal y de vastas proporciones. Una única ventana, un enorme
cristal de Venecia, de una sola pieza y de matiz de plomo, ocupaba toda la
fachada sur del pentágono, de modo que los rayos del sol o de la luna, al
atravesarlo, caían con un brillo espectral sobre los objetos. En lo alto de esta
inmensa ventana se extendía el enrejado de una antigua enredadera que
trepaba por los sólidos muros de la torre. El techo, de oscuro roble, era
excesivamente alto, abovedado y esmeradamente decorado con los motivos
más extravagantes y grotescos de un diseño semigótico, semidruídico. Del
centro mismo de esta melancólica bóveda pendía, de una sola cadena de oro
de largos eslabones, un inmenso incensario del mismo metal, de estilo
sarraceno, con numerosas perforaciones dispuestas de forma que salían por
ellas, como si poseyeran la vitalidad de una serpiente, continuas contorsiones
de llamas multicolores.
Algunas pocas otomanas y candelabros de oro, de estilo oriental,
quedaban alrededor, y había también un lecho, el lecho nupcial, de modelo
indio, bajo, esculpido en ébano macizo, con un pabellón encima como una
colgadura fúnebre. En cada uno de los ángulos de la cámara había un
gigantesco sarcófago de granito negro, de las tumbas de los reyes situadas
cerca de Luxor[77], con sus antiguas tapas cubiertas de inmemoriales
esculturas. Pero en los tapices del apartamento se hallaba ¡ay!, la fantasía
principal. Las altas paredes, gigantescas, incluso faltas de proporción, se
cubrían de arriba a abajo en vastos pliegues de una pesada y espesa tapicería,
tapices de un material como el de la alfombra, la cubierta de las otomanas y el
lecho de ébano, del pabellón y de las suntuosas volutas de las cortinas que
ocultaban parcialmente la ventana. El material era el más rico tejido de oro.
Se cubría, a intervalos irregulares, por arabescos de un pie de diámetro,
tejidos en diseños del más negro azabache. Pero estas figuras sólo mostraban
el verdadero carácter del arabesco, cuando se las miraba desde un solo punto
de vista. Por un procedimiento hoy común, que de veras se originó en una
remota época de la antigüedad, se producían aspectos cambiantes. Para el que
entraba en la habitación parecían simples monstruosidades, pero, al avanzar,
esta apariencia cambiaba y, paso a paso, a medida que el visitante se movía en
la cámara, se veía rodeado por una serie interminable de formas espectrales
que pertenecen a las supersticiones de los normandos o que nacen en los
culpables sueños de los monjes. El efecto fantasmagórico se incrementaba
enormemente por la introducción artificial de una fuerte y continua corriente

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de aire detrás de los tapices, que prestaba una horrible, inquietante animación
al conjunto.

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En habitaciones como ésas, en una cámara nupcial como la descrita, pasé
con la dama de Tremaine las impías horas del primer mes de nuestro
matrimonio… Las pasé con poca inquietud. Que mi mujer temía el feroz
humor de mi temperamento, que huía de mí y me amaba poco, no podía yo
pasarlo por alto, pero me causaba más placer que otra cosa. La aborrecía con
un odio que pertenecía más a un demonio que a un hombre. Mi memoria
volaba al pasado (¡oh, con qué intensidad de pena!), a Ligeia, la amada, la
augusta, la hermosa, la enterrada. Me recreaba con recuerdos de su pureza, su
sabiduría, su elevada y etérea naturaleza, su amor apasionado e idólatra.
Entonces mi espíritu ardía plena y libremente con mayor intensidad que todos
los fuegos que eran suyos. En la emoción de mis sueños de opio (porque
estaba encadenado con los grilletes de la droga), la llamaba por su nombre en
voz alta durante el silencio de la noche, o durante el día, entre los apartados
lugares de los estrechos valles, como si, con esa ansiosa vehemencia, la
pasión solemne, el fuego devorador de mi deseo por la desaparecida, pudiera
devolverla a la senda que había abandonado —¿ah, podía ser para siempre?—
en la tierra.
Alrededor del comienzo del segundo mes de matrimonio, lady Rowena
cayó repentinamente enferma y se repuso lentamente. La fiebre que la
consumía perturbaba sus noches y, en su inquieto estado de semisueño,
hablaba de sonidos, de movimientos dentro y fuera de la cámara de la torre, y
yo deducía que no tenían más origen que el trastorno de su imaginación, o, tal
vez, las influencias fantasmagóricas de la cámara misma. Al fin llegó la
convalecencia y por último quedó restablecida. Sin embargo, sólo pasó un
breve período hasta que otra segunda enfermedad, más violenta, la condujo de
nuevo al lecho del sufrimiento, y de este ataque su constitución, siempre
débil, nunca se recuperó por completo. Sus males eran, después de este
período, de un carácter alarmante y de una recurrencia aún más alarmante,
que desafiaba el conocimiento y los grandes esfuerzos de sus médicos. Con el
incremento de la enfermedad crónica, aparentemente aferrada con tal fuerza a
su constitución que no parecía poder ser desterrada por medios humanos, yo
no dejaba de observar un aumento semejante en la irritabilidad nerviosa de su
temperamento y en la excitación motivada por triviales miedos. Otra vez
hablaba ella, y ahora con más frecuencia e insistencia, de los sonidos, de los
leves sonidos y de los insólitos movimientos entre las tapicerías, a los cuales
se había referido antes.
Una noche, hacia finales de septiembre, ella me llamaba la atención sobre
este molesto asunto con más insistencia de lo que solía. Acababa de

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despertarse de un sueño inquieto, y yo había estado observando, con
sentimientos casi de ansiedad, casi de vago terror, los espasmos de su cara
demacrada. Estaba yo sentado al lado del lecho de ébano sobre una de las
otomanas de la India. Ella se incorporó a medias y habló con un susurro bajo
y serio de los sonidos que oía entonces, pero que yo no podía oír; de
movimientos que veía entonces, pero que yo no podía percibir. El viento
corría veloz tras los tapices, y yo quería mostrarle (lo que, confieso, yo no
podía creer del todo) que aquellos suspiros casi imperceptibles y aquellas muy
suaves variaciones de las figuras sobre la pared no eran más que los efectos
naturales de la habitual corriente de aire. Pero la palidez mortal que se
extendía por su cara me probaba que mis esfuerzos por tranquilizarla serían
inútiles. Parecía a punto de desmayarse y no había ayudantes al alcance de la
voz. Recordé dónde se guardaba una garrafa de vino ligero que le habían
recomendado sus médicos, y de prisa crucé la habitación para traerla. Pero, al
pasar bajo la luz del incensario, dos circunstancias de índole sorprendente me
llamaron la atención. Sentí que algún objeto de tacto perceptible, pero
invisible, había rozado levemente mi persona, y vi sobre la alfombra dorada,
en el mismo centro del lujoso brillo que arrojaba el incensario, una sombra,
una suave, indefinida sombra de aspecto angélico, tal como se podía imaginar
fuera la sombra de un espectro. Pero yo estaba embriagado por la excitación
de una inmoderada dosis de opio y no hice mucho caso de estas cosas, ni
hablé de ellas con Rowena. Al encontrar el vino, crucé la cámara de nuevo y
llené una copa que llevé a los labios de la dama desmayada. Entonces se había
recobrado un tanto, sin embargo, y tomó el vaso mientras yo me dejaba caer
sobre la otomana que tenía cerca, con los ojos fijos en ella. Fue entonces
cuando advertí claramente un suave paso sobre la alfombra, cerca del lecho; y
durante un segundo después, mientras Rowena llevaba el vino a sus labios, vi,
o tal vez soñé, que caían en la copa, como si provinieran de alguna fuente
invisible en la atmósfera de la habitación, tres o cuatro grandes gotas de un
líquido brillante del color del rubí. Si yo lo vi, no pasó lo mismo con Rowena.
Bebió el vino sin vacilar, y yo me abstuve de hablarle de un incidente que
debía de ser, al fin y al cabo, sólo la sugerencia de una viva imaginación,
morbosamente activada por el terror de la dama, por el opio y por la hora.
Sin embargo, no puedo ocultarme que, inmediatamente después de la
caída de las gotas color rubí, se produjo un rápido empeoramiento en el
estado de mi mujer; así que, a la tercera noche, las manos de sus sirvientes la
prepararon para la tumba y la cuarta la pasé sentado solo, con su cuerpo
amortajado, en aquella fantástica cámara que la había recibido como novia.

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Extravagantes visiones, engendradas por el opio, flotaban como sombras ante
mí. Contemplé con ojos inquietos los sarcófagos en los ángulos de la
habitación, las cambiantes figuras de los tapices y el serpenteo de las llamas
multicolores del incensario suspendido. Entonces, mientras recordaba las
circunstancias de aquella anterior noche, mis ojos cayeron sobre el lugar bajo
el brillo del incensario en donde había visto las leves huellas de la sombra. Ya
no estaba allí, sin embargo, y, respirando con mayor libertad, dirigí la mirada
hacia la pálida y rígida figura del lecho. Entonces me asaltaron mil recuerdos
de Ligeia, entonces me volvió al corazón, con la turbulenta violencia de una
inundación, la totalidad de ese inexpresable dolor con que la había
contemplado a ella así amortajada. La noche avanzaba y, todavía con el
corazón lleno de amargos pensamientos de la única, la supremamente amada,
quedé mirando el cuerpo de Rowena.
Quizá fuera medianoche, tal vez más temprano, o más tarde, porque no
era consciente del paso del tiempo, cuando un sollozo bajo, suave pero muy
claro, me despertó de mi ensueño. Sentí que venía del lecho de ébano, del
lecho de muerte. Escuché en una agonía de terror supersticioso, pero no hubo
repetición del sonido. Esforcé la vista para distinguir cualquier movimiento
del cadáver, pero no fue perceptible ninguno. Sin embargo, no podía haberme
engañado. Sí, había oído un ruido, por leve que fuera, y mi alma se despertó
dentro de mí. Mantuve con decisión y perseverancia mi atención clavada en el
cuerpo. Pasaron muchos minutos antes de que ocurriera ninguna circunstancia
que arrojara luz sobre el misterio. Por fin se hizo evidente que un color muy
débil, apenas visible, había aparecido sobre las mejillas y junto a las pequeñas
venas hundidas de los párpados. Con una especie de indecible horror y
espanto, para los que la lengua mortal no tiene expresión suficientemente
enérgica, sentí que mi corazón dejaba de latir y que mis miembros quedaban
rígidos donde estaban. Sin embargo, el sentido del deber, al fin, obró para
devolverme la serenidad. Ya no podía dudar de que nos habíamos precipitado
en los preparativos, de que Rowena aún vivía. Era preciso que algo se hiciera
de inmediato, pero la torre quedaba lejos de las dependencias de la abadía
donde los criados residían, no había ninguno al alcance de mi voz, yo no tenía
medio de llamarlos en mi ayuda sin abandonar la habitación varios minutos, y
no podía aventurarme a salir. Por eso luché solo en mis intentos de hacer
volver el espíritu que aún flotaba cerca. En poco tiempo resultó evidente que
había sucedido una recaída; el color desapareció de los párpados y las
mejillas, dejándolos más pálidos que el mármol; los labios estaban
doblemente marchitos y apretados en la espectral expresión de la muerte; una

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repulsiva frialdad húmeda se extendió rápidamente por la superficie del
cuerpo; y toda la habitual rigidez cadavérica sobrevino de inmediato. Me dejé
caer con un estremecimiento en el diván de donde había sido levantado tan
bruscamente, y otra vez me entregué a las visiones apasionadas de Ligeia.
Así transcurrió una hora cuando (¿sería posible?) por segunda vez percibí
un vago sonido procedente del lugar del lecho. Escuché… con un horror
extremo. Se repitió el sonido: fue un suspiro. Corriendo en dirección al
cadáver vi, claramente vi, temblar sus labios. Un minuto después se relajaron,
revelando una línea brillante de los dientes nacarados. El asombro luchaba
ahora en mi pecho con el profundo pavor que hasta entonces había reinado
solo. Sentía que mi vista se nublaba, que mi razón erraba; y sólo con un
esfuerzo violento logré por fin armarme de valor para emprender la tarea que
mi deber me señalaba una vez más. Había a la sazón un cierto rubor sobre la
frente y sobre las mejillas y la garganta; un calor perceptible penetraba todo el
cuerpo; incluso se notaba un leve latir del corazón. La dama vivía, y con
redoblado ardor me entregué a la tarea de reanimarla. Froté y bañé sus sienes
y sus manos y utilicé cada esfuerzo que la experiencia y no pocas lecturas
médicas podían sugerirme. Pero fue en vano. De repente huyó el color, el latir
cesó, los labios recobraron la expresión de la muerte y un instante después el
cuerpo entero adquirió las características del frío, el color lívido, la intensa
rigidez, el contorno sumido y todas las aborrecidas peculiaridades de lo que
ha sido, durante muchos días, habitante de la tumba.
Y otra vez me hundí en visiones de Ligeia, y otra vez (¿quién se maravilla
de que me estremezca mientras escribo?), otra vez llegó a mis oídos un leve
sollozo desde el lugar del lecho de ébano. Pero ¿por qué detallaré
minuciosamente los inexpresables horrores de aquella noche? ¿Por qué me
detendré a relatar cómo, una y otra vez, hasta cerca del alba gris, este feísimo
drama de resurrección se repitió; cómo cada terrorífica recaída devino en una
muerte aún más rigurosa y aparentemente irremediable; cómo cada agonía
tuvo el aspecto de una lucha con algún enemigo invisible; y cómo cada lucha
fue seguida por no sé qué extraño cambio en la apariencia del cadáver? Me
apresuraré en la conclusión.
La mayor parte de la espantosa noche había pasado, y la que había estado
muerta de nuevo se movió, y ahora con más vigor que antes, aunque se
despertaba de una extinción más pasmosa que ninguna y más absolutamente
sin esperanza. Hacía mucho que yo había dejado de luchar, de moverme, y me
quedé sentado rígidamente en la otomana, presa indefensa de un torbellino de
emociones violentas, de las cuales el extremo pavor fuera quizá la menos

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terrible, la menos devoradora. El cadáver, repito, se movía, y ahora con más
vigor que antes. Los colores de la vida fluyeron con inusitada energía al
rostro, los miembros se relajaron y, salvo que los párpados seguían
fuertemente apretados y que las vendas y ropas de la tumba aún prestaban su
aspecto sepulcral a la figura, podría haber soñado que Rowena, de veras, se
había sacudido totalmente las cadenas de la muerte. Pero si no acepté
completamente esta idea ni aun entonces, no pude menos de abandonar mis
dudas cuando, levantándose del lecho, tambaleándose con débiles pasos, con
los ojos cerrados y con el gesto de alguien perdido entre sueños, aquella cosa
amortajada avanzó atrevida y perceptiblemente hacia el centro de la
habitación.
No temblé, no me moví, porque una multitud de indecibles fantasías
relacionadas con el aire, la estatura y el porte de la figura cruzaron de pronto
mi cerebro, me paralizaron, me convirtieron en fría piedra. No me movía, sino
que miraba fijamente la aparición. Había un alocado desorden en mis
pensamientos, un tumulto incontrolable. ¿Podía ser de verdad Rowena viva la
que tenía delante? ¿Podía ser realmente Rowena por entero, lady Rowena
Trevanion, de Tremaine, la de cabellos rubios y azules ojos? ¿Por qué, por
qué había de dudarlo? La venda ceñía apretadamente la boca, ¿pero entonces
podría no ser la boca de la viva dama de Tremaine? Y las mejillas, rosadas
como en la plenitud de la vida, sí, éstas podían ser de veras las bellas mejillas
de la viviente dama de Tremaine. Y el mentón con sus hoyuelos, como en sus
días de salud, ¿podría no ser el suyo? Pero entonces, ¿había crecido ella
desde su enfermedad? ¡Qué inexpresable locura se apoderó de mí con aquel
pensamiento! ¡De un salto llegué a sus pies! Encogiéndose ante mi contacto,
dejó caer de la cabeza, sueltas, las espectrales vendas que la habían envuelto,
y cayó ondeando en la inquieta atmósfera de la habitación una enorme masa
de pelo largo y desordenado: ¡era más negro que las alas del cuervo de la
medianoche! Y entonces fueron abriéndose lentamente los ojos de la figura
que tenía delante de mí. «En esto, por lo menos —grité en voz alta—, nunca,
nunca podría equivocarme… Éstos son los grandes, los negros ojos, los
vehementes ojos de mi perdido amor, los de lady…, los de LADY LIGEIA».

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La caída de la Casa de Usher

Son coeur est un luth suspendu;


Sitôt qu’on le touche, il résonne.

DE BÉRANGER[78]

Durante todo un triste, oscuro y silencioso día de otoño de aquel año, cuando
las nubes bajas colgaban opresivamente en los cielos, cruzaba yo a caballo
una región singularmente lúgubre del país; y por fin me encontré, mientras
caían las sombras de la noche, a la vista de la melancólica Casa de Usher. No
sé cómo fue, pero, a la primera contemplación del edificio, un sentimiento de
insoportable tristeza invadió mi espíritu. Digo insoportable, porque no lo
aliviaba ninguno de esos sentimientos semiagradables, por ser poéticos, con
los cuales la mente recibe de forma habitual aun las más adustas imágenes
naturales de lo desolado o lo terrible. Contemplé la escena que tenía delante
de mí —la casa misma, los simples rasgos del paisaje, los muros sombríos, las
ventanas como ojos vacíos, unas escasas juncias fétidas, unos cuantos troncos
de árboles marchitos— con una absoluta depresión de ánimo, que no puedo
comparar a ninguna sensación terrenal, salvo al sueño posterior de un
fumador de opio, al amargo despertar a la vida cotidiana, la odiosa caída del
velo. Existía un frío helado, un decaimiento, un malestar del corazón, una
irredimible tristeza mental que ningún acicate de la imaginación podía desviar
hacia forma alguna de lo sublime. ¿Qué era? —Me detuve a pensar—, ¿qué
era lo que tanto me desalentaba en la contemplación de la Casa de Usher? Era
un misterio irresoluble; tampoco podía abordar las tenebrosas fantasías que se
agolpaban en mi mente mientras meditaba. Me vi obligado a recurrir a la
conclusión insatisfactoria de que, sin ninguna duda, hay conjuntos de objetos
naturales, muy simples, que tienen el poder de afectarnos de esta forma,
aunque el análisis de semejante poder se diluye en consideraciones demasiado
profundas para nosotros. Era posible, reflexioné, que un arreglo diferente de
los detalles de la escena, de los pormenores del cuadro, fuera suficiente para

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modificar, o tal vez para anular, su capacidad de crear una impresión penosa;
y, procediendo de acuerdo con esta idea, dirigí mi caballo al escarpado borde
de un negro y pavoroso lago que se extendía con un quieto brillo junto a la
casa; vi en sus profundidades —pero con un estremecimiento aún más
penetrante que antes— las imágenes reconstruidas, invertidas, de las grises
juncias, los troncos espectrales y las ventanas como ojos vacíos.
En esta mansión de melancolía, sin embargo, me proponía pasar unas
semanas. Su propietario, Roderick Usher, había sido uno de mis mejores
compañeros de la niñez, pero habían transcurrido muchos años desde nuestro
último encuentro. Sin embargo, una carta me había llegado a una parte remota
del país, una carta suya, la cual, por su carácter de excesiva insistencia, no
admitía otra respuesta que la presencia personal. La misiva denotaba señales
de la agitación nerviosa del escritor. Habló de una enfermedad corporal grave,
de un trastorno mental que le oprimía, y de un intenso deseo de verme, como
su mejor y, en realidad, único amigo íntimo, con el propósito de conseguir,
por la animación de mi compañía, algún alivio de su mal. Era la manera de
expresar todo esto, y sobre todo… era la aparente sinceridad que acompañaba
su petición lo que no me permitía vacilar, y, en consecuencia, obedecí en
seguida a lo que aún consideraba un requerimiento muy singular.
Aunque de muchachos habíamos sido compañeros íntimos, en realidad
poco sabía de mi amigo. Siempre había mostrado una reserva excesiva. Sabía,
sin embargo, que su antiquísima familia era conocida, desde tiempos
inmemoriales, por una peculiar sensibilidad de temperamento, que se exhibía
a través de largas épocas en muchas obras de exaltado arte, y se manifestaba
en años recientes en repetidos actos de caridad generosos pero discretos,
además en una devoción apasionada por los detalles intrincados, más que por
las bellezas ortodoxas y fácilmente reconocibles, de la ciencia musical.
Conocí también el hecho, muy impresionante, de que la estirpe de los Usher,
consagrada por el tiempo, nunca había producido en ninguna época una rama
duradera, en otras palabras, que la familia entera se limitaba a la línea de
descendencia directa y siempre, con variaciones muy insignificantes y breves,
había sido así. Esta deficiencia, reflexioné, mientras repasaba mentalmente la
perfecta consonancia del carácter del lugar con el de la gente que lo habitaba,
y mientras especulaba sobre el posible influjo que el uno, en el largo paso de
los siglos, tal vez ejerciera sobre el otro; esta deficiencia, digo, era quizás la
falta de una rama colateral, y la consiguiente transmisión constante, de padre
a hijo, del patrimonio junto con el nombre, que al fin había identificado de tal
manera a los dos como para fundir el título original de la heredad en el

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anticuado y equívoco nombre de «Casa de Usher», nombre que, en boca de
los campesinos que lo empleaban, parecía incluir a la familia y la mansión
familiar.
He dicho que el único efecto de mi experimento poco infantil —el de
mirar a las profundidades del pequeño lago— había ahondado mi primera y
extraña impresión. No cabe duda de que la conciencia del rápido aumento de
mis supersticiones —pues, ¿por qué no he de darles ese nombre?— servía
principalmente para acelerar el aumento mismo. Tal es, lo sé desde hace
mucho tiempo, la paradójica ley de todos los sentimientos que tienen como
base el terror. Y quizá fuera sólo por esta razón por lo que, cuando levanté
otra vez los ojos hacia la casa, desde su imagen en el agua, creció en mi
mente una rara fantasía, una fantasía en verdad tan ridícula, que sólo la
menciono a fin de mostrar la viva fuerza de las sensaciones que me oprimían.
Yo había excitado mi imaginación hasta tal punto, que realmente creía que
sobre toda la mansión y el terreno flotaba una atmósfera peculiar a ellos y a su
vecindad inmediata, una atmósfera que no tenía afinidad alguna con el aire
del cielo, sino que emanaba de los árboles marchitos, de los muros grises y
del oscuro lago silencioso; un pestilente y místico vapor, opaco, estancado,
levemente perceptible y de color plomizo.
Sacudiendo de mi espíritu lo que debía de haber sido un sueño, examiné
con más cuidado el verdadero aspecto del edificio. Su rasgo principal parecía
ser su excesiva antigüedad. Grande era la decoloración obrada por el tiempo.
Diminutos hongos se extendían por toda la fachada y colgaban en finas y
enredadas tramas del alero. Pero todo esto, extraordinariamente, había
afectado poco al estado de las ruinas. Ninguna parte de la mampostería había
caído; y parecía haber una extraña incongruencia entre la aún perfecta
adaptación de las partes y la condición ruinosa de las piedras individuales. En
este aspecto me recordaba mucho la engañosa integridad de viejos maderajes
que se han podrido largos años en alguna cripta olvidada, donde no entra un
soplo de aire externo. Aparte de estos indicios de amplia ruina, la estructura
daba pocas señales de inestabilidad. Tal vez el ojo de un cuidadoso
observador pudiera descubrir una fisura apenas perceptible, que se extendía
desde el tejado de la casa a lo largo de la fachada y cruzaba el muro en zigzag
hasta perderse en las tenebrosas aguas del lago.
Mientras observaba aquellas cosas, cabalgué por una corta calzada
elevada hasta llegar a la casa. Un criado de servicio tomó mi caballo, y entré
en la bóveda gótica del vestíbulo. Un criado de paso sigiloso me condujo
desde allí por múltiples, oscuros e intrincados pasillos hacia el estudio de su

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amo. Mucho de lo que encontré en el camino contribuyó, no sé cómo, a que
aumentaran los indefinidos sentimientos de los cuales ya he hablado. Mientras
que los objetos que me rodeaban, los relieves de los techos, los sombríos
tapices de las paredes, los suelos de negro ébano y los heráldicos,
fantasmagóricos trofeos que rechinaban con la vibración de mis pasos eran
cosas a las cuales, o a semejantes, estaba acostumbrado desde la infancia, y
aunque no vacilaba al reconocer cuán familiar era todo aquello, aún me
maravillaba descubrir qué desconocidas eran las fantasías que esas consabidas
imágenes, despertaban en mí. En una de las escaleras me tropecé con el
médico de la familia. La expresión de su rostro, pensé, era una mezcla de
insidiosa astucia y de perplejidad. Me saludó con ansiedad nerviosa y siguió
su camino. Luego, el criado abrió una puerta y me dejó en presencia de su
amo.
La habitación en que me encontraba era muy amplia y alta. Las altas
ventanas, estrechas y puntiagudas, quedaban a tanta distancia del suelo de
negro roble, que eran completamente inaccesibles desde el interior. Débiles
rayos de luz teñida de carmesí atravesaban apenas los cristales enrejados y
servían para distinguir suficientemente los objetos más destacados a mi
alrededor; los ojos, sin embargo, luchaban en vano para alcanzar los ángulos
más remotos de la cámara o los huecos del techo abovedado y ornado con
relieves. Oscuros tapices cubrían las paredes. El mobiliario era profuso,
incómodo, anticuado y destartalado. Por todos lados había muchos libros e
instrumentos musicales en desorden, pero no lograban prestar vitalidad a la
escena. Sentía yo que se respiraba una atmósfera de pena. Un aire de rigurosa,
honda e irremediable tristeza lo envolvía y lo penetraba todo.
A mi llegada, Usher se levantó de un sofá en el que había permanecido
completamente estirado y me saludó con una calurosa vivacidad que tenía
mucho, pensé al principio, de exagerada cordialidad, de constreñido esfuerzo
de hombre de mundo ennuyé[79]. Sin embargo, una mirada a su rostro me
convenció de su perfecta sinceridad. Nos sentamos y durante unos momentos,
mientras él callaba, lo contemplé con un sentimiento en parte de lástima, en
parte de pavorosa admiración. Sin duda, ningún hombre había cambiado
jamás en tan breve tiempo tan terriblemente como Roderick Usher. No sin
dificultad pude admitir la identidad del lánguido ser que tenía ante mí con la
del compañero de mi niñez. Sin embargo, el carácter de su cara había sido
siempre extraordinario. La tez cadavérica, los ojos grandes, líquidos y
luminosos más allá de cualquier comparación; los labios algo delgados y muy
pálidos, pero de una curvatura insuperablemente hermosa; la nariz de delicado

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tipo hebreo, pero con aletas amplias, desconocidas en formas semejantes; el
mentón de molde fino, revelando en su falta de prominencia una escasa
energía moral; el pelo de una suavidad tenue como tela de araña; estos rasgos,
y una insólita expansión de los parietales, componían un rostro que no era
fácil de olvidar. Y ahora, en la mera exageración del predominante carácter de
estas facciones y de la expresión que habitualmente comunicaban, se daba un
cambio tan grande, que yo dudé de la persona con quien hablaba. Y entonces
la espectral palidez de la piel y el milagroso brillo de los ojos, destacando
sobre todo lo demás, me asombraron e incluso me infundieron un reverente
temor. El fino pelo, además, había crecido descuidadamente y, como su
textura era de seda finísima, flotaba en vez de caer alrededor de la cara, y yo
no podía relacionar, aun haciendo un esfuerzo, su apariencia de arabesco con
idea alguna de simple humanidad.
En las maneras de mi amigo me impresionó en seguida una incoherencia,
una inconsistencia, que pronto descubrí surgían de una serie de débiles e
inútiles esfuerzos por sobreponerse a una habitual ansiedad, una excesiva
agitación nerviosa. En realidad ya estaba preparado para algo de esta
naturaleza, no menos por su carta como por reminiscencias de ciertos rasgos
juveniles y por las conclusiones que deduje de su peculiar conformación física
y su temperamento. Su gesto era alternativamente vivaz y malhumorado. Su
voz pasaba rápidamente de una indecisión trémula (cuando la exuberancia
vital parecía totalmente en suspenso) hasta esa clase de concisión enérgica,
esa enunciación abrupta, ponderada, lenta y hueca, esa expresión gutural
pesada, equilibrada y perfectamente modulada, que se puede observar en el
borracho perdido o en el incorregible fumador de opio, en los períodos de más
intensa excitación.
De esta forma habló del objeto de mi visita, de su sincero deseo de verme
y del consuelo que esperaba que yo le pudiera ofrecer. Habló con bastantes
detalles de lo que concebía la naturaleza de su enfermedad. Era, dijo, un mal
constitucional y familiar, para el cual desesperaba de hallar remedio, una
simple afección nerviosa, añadió inmediatamente, que sin duda pasaría
pronto. Se manifestaba el mal en una multitud de sensaciones anormales.
Algunas de éstas, tal y como las detalló, me interesaron y me confundieron,
aunque quizás influyeran los términos que empleó y el estilo general del
relato. Sufría él mucho de una agudeza morbosa de los sentidos; sólo
soportaba el alimento más insípido; sólo podía vestir ropa de cierta textura;
los olores de todas las flores le resultaban opresivos; aun la luz más débil

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torturaba sus ojos; y sólo había sonidos peculiares, y éstos de instrumentos de
cuerda, que no le inspiraban horror.
Le encontré esclavo de una anómala clase de terror. «Moriré —dijo—,
tengo que morir de esta deplorable locura. Así, así, y no de otra manera, me
perderé. Temo los sucesos del futuro, no en sí mismos, sino en sus resultados.
Tiemblo al pensar en cualquier incidente, incluso el más trivial, que obrara
sobre esta intolerable agitación de mi alma. En realidad no aborrezco el
peligro, salvo en su efecto absoluto: el terror. En este desalentado, este
lamentable estado, creo que llegará el momento, tarde o temprano, en que
tenga que abandonar la vida y la razón juntas, en alguna lucha con el siniestro
fantasma, EL MIEDO».
Me percaté, además, a intervalos y a través de insinuaciones
interrumpidas y equívocas, de otro extraño rasgo de su estado mental. Estaba
dominado por ciertas impresiones supersticiosas relativas a la casa que
ocupaba y de donde, durante muchos años, no se había atrevido a salir,
relativas a una influencia cuya fuerza supersticiosa fue descrita en términos
demasiado ambiguos para repetirlos aquí, una influencia que algunas
peculiaridades en la simple forma y sustancia de su mansión familiar habían
ejercido sobre su espíritu, decía, a fuerza de tolerarlas largo tiempo; un efecto
que el aspecto físico de los muros grises, las torrecillas y el oscuro lago en
que éstos se miraban, había obrado por fin en la moral de su existencia.
Admitía, no obstante, aunque no sin vacilar, que gran parte de la peculiar
melancolía que le afectaba podía atribuirse a un origen más natural y mucho
más palpable: a la grave y prolongada enfermedad, en realidad a la evidencia
de la cercana muerte de una hermana tiernamente amada, su única compañera
durante muchos años, su último y único pariente en la tierra. «Su
fallecimiento —decía con una amargura que nunca podré olvidar— le dejaría
(a él, al indefenso y frágil) como último miembro de la antigua raza de los
Usher». Mientras hablaba, lady Madeline (que así se llamaba) pasó
lentamente por una remota parte de la gran habitación, y sin haber advertido
mi presencia, desapareció. La miré con absoluto asombro, no desprovisto de
miedo, y, sin embargo, encuentro imposible explicar estos sentimientos. Una
sensación de estupor me oprimía mientras mis ojos seguían los pasos que se
alejaban. Cuando al fin una puerta se cerró tras ella, instintiva y ansiosamente
mi mirada intentó buscar la cara del hermano, más éste había hundido la cara
entre las manos, y sólo pude percibir cómo una palidez mayor que la habitual
se extendía sobre los dedos enflaquecidos, por entre los cuales caían copiosas
y apasionadas lágrimas.

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Hacía tiempo que la enfermedad de lady Madeline había desconcertado a
sus médicos. Una constante apatía, una extenuación gradual de su persona y
accesos frecuentes, aunque transitorios, de carácter parcialmente cataléptico,
eran la insólita diagnosis. Hasta entonces ella había resistido con firmeza la
opresión de su mal y se había negado a guardar cama, pero a la caída de la
tarde de mi llegada a la casa se rindió (como su hermano me contó esa noche
con inexpresable agitación) al aplastante poder de la fuerza destructora; y
supe que la rápida visión que de su persona había tenido yo sería
probablemente la última, porque nunca más volvería a ver a la dama, por lo
menos con vida.
Después, durante varios días, ni Usher ni yo mencionamos su nombre y en
ese tiempo estuve ocupado en serios intentos para aliviar la melancolía de mi
amigo. Pintábamos y leíamos juntos, o yo escuchaba, como en un sueño, las
extrañas improvisaciones de su conmovedora guitarra. Y de este modo,
mientras una intimidad cada vez más estrecha me admitía sin reservas a lo
recóndito de su espíritu, aún con más amargura entendía la futilidad de todo
esfuerzo por animar a una mente desde la cual la oscuridad, como si fuera una
cualidad inherente y real, se derramaba sobre todos los objetos del universo
físico y moral, en una incesante irradiación de melancolía.
Siempre guardaré en la memoria las muchas horas solemnes que pasé a
solas con el dueño de la Casa de Usher. Sin embargo, no lograría comunicar
una idea exacta del carácter de los estudios o de las actividades en las cuales
me envolvía o cuyo camino me enseñaba. Una idealidad excitada y altamente
enfermiza arrojaba un vehemente brillo infernal sobre todas las cosas. Sus
largos, improvisados cantos fúnebres sonarán para siempre en mis oídos.
Entre otras cosas, conservo dolientemente en la memoria cierta rara
perversión y amplificación de la extravagante melodía del último vals de Von
Weber[80]. De las pinturas sobre las que rumiaba su esmerada fantasía, y que
crecían con cada pincelada hacia una imprecisión que me estremecía con tanta
más emoción cuanto que ignoraba por qué; de estas pinturas (aún tengo sus
imágenes vividas ante mí) en vano podría extraer una pequeña parte que
estuviera al alcance de las meras palabras escritas. Con la absoluta sencillez,
con la desnudez de sus diseños, él atraía y hasta intimidaba la atención. Si
jamás mortal alguno pintó una idea, ese mortal fue Roderick Usher. Para mí
por lo menos, en las circunstancias que me rodeaban entonces, surgía de las
puras abstracciones que el hipocondriaco lograba plasmar en el lienzo una
intensidad de intolerable temor reverente, del cual jamás he sentido ni una

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sombra al contemplar, incluso, las ensoñaciones, ciertamente brillantes, pero
demasiado concretas, de Fuseli[81].
Una de las fantasmagóricas concepciones de mi amigo, que compartía con
menos rigor el espíritu de la abstracción, puede ser esbozada, aunque
débilmente, en palabras. Era un pequeño cuadro que representaba el interior
de una cripta o túnel inmensamente largo, con paredes bajas, lisas, blancas y
sin interrupción ni decorado. Ciertos toques accesorios del diseño servían bien
para comunicar la idea de que esta excavación se hallaba a una excesiva
profundidad bajo la superficie de la tierra. No se veía salida alguna en toda la
vasta extensión; tampoco se percibía ninguna antorcha, ni otra fuente artificial
de luz; sin embargo, una ola de intensos rayos se extendía por el espacio y
bañaba el conjunto en un resplandor espectral e inesperado.
Acabo de mencionar esa morbosa condición del nervio auditivo, que hacía
intolerable a la víctima toda música con excepción de ciertos efectos de
instrumentos de cuerda. Tal vez fueron los estrechos límites en los que se
confinaba con la guitarra que dieron origen, en gran medida, al carácter
fantástico de sus realizaciones. Pero así no se explica la fervorosa facilidad de
sus impromptus[82]. Debían de ser y lo eran, tanto las notas como las palabras
de sus extravagantes fantasías (pues, con frecuencia, se acompañaba con
improvisaciones verbales rimadas), debían de ser el resultado de ese intenso
recogimiento y concentración mental a los cuales he hecho referencia como
notables sólo en ciertos momentos de la más elevada y artificial excitación.
He recordado fácilmente las palabras de una de estas rapsodias. Quizá me
impresionó con más fuerza mientras la tocaba, porque en la corriente oculta o
mística de su sentido creía percibir por primera vez una plena conciencia por
parte de Usher de que su elevada razón vacilaba sobre su trono. Los versos,
con el título El palacio encantado[83], decían casi, si no exactamente, así:

En el más verde de nuestros valles,


donde habitan buenos ángeles,
una vez un bello y sublime palacio,
palacio radiante, se alzaba.
¡Dominio del monarca pensamiento,
allí se encontraba!
Jamás serafín extendió sus alas sobre sitio tan hermoso.
Banderas amarillas, gloriosas, doradas,
sobre el tejado ondeaban, flotaban,
(esto, todo esto, fue en los viejos,

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los antiguos tiempos),
y cada suave aire que jugaba,
en aquel dulce día,
por las almenas emplumadas, pálidas,
alada fragancia esparcía.
Los peregrinos en ese valle feliz
por dos luminosas ventanas veían
a espíritus danzando al suave son
del laúd de tonos profundos
en torno al trono donde
(¡roca porfídica!)
en pompa de su gloria merecida
sentábase el señor del reino.
Y llena de rubíes y de perlas
la puerta del palacio brillaba
por donde entraban flotando,
para siempre centellando,
una tropa de ecos cuya dulce tarea
era sólo cantar, alabar
con voces de sublime belleza,
el genio y el ingenio del rey.
Mas cosas malignas, vestidas de pena,
asaltaron el dominio del rey,
(¡Ay!, ¡lamentemos, ninguna alba
le verá jamás, desolado!)
Y en torno al palacio la gloria
que antaño florecía
es sólo un cuento de oscura memoria
sepulto en antiguos tiempos.
Y los viajeros ahora en ese valle,
por ventanas de roja luz
ven fantásticas y vastas formas que se mueven
con melodías discordes,
mientras, cual rápido río espectral,
por la pálida puerta siempre,
horrenda tropa se lanza y ríe,
pero ya la sonrisa no existe.

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Recuerdo bien qué sugerencias nacidas de esta balada nos llevaron a una serie
de pensamientos, entre los que se hizo aparente una opinión de Usher que
mencionó, no tanto por su novedad (pues otros hombres[84] han pensado así),
como por la forma pertinaz en que la mantenía. Esta opinión, de forma
general, trataba de la sensibilidad de todos los seres vegetales. Pero, en su
trastornada fantasía, la idea había cobrado un carácter más atrevido, y
penetraba sin derecho, bajo ciertas condiciones, en el reino de lo inorgánico.
Me faltan las palabras con que expresar toda la extensión o todo el ansioso
abandono de esta convicción. La creencia, sin embargo, se relacionaba (como
he insinuado previamente) con las grises piedras de la casa de sus
antepasados. Las condiciones para la sensibilidad habían sido satisfechas,
imaginaba él, por el método de colocación de las piedras, por el orden de su
disposición, por los muchos hongos que las cubrían y por los marchitos
árboles que las rodeaban, mas sobre todo por la larga duración inalterada de
este arreglo y por su duplicación en las quietas aguas del lago. La evidencia
—evidencia de tal sensibilidad— podía verse, dijo (y me sobresalté al
escucharle), en la lenta pero segura condensación de una atmósfera propia en
torno a las aguas y los muros. El resultado podía descubrirse, añadió, en
aquella influencia, silenciosa pero insistente y terrible, que durante siglos
había modelado los destinos de su familia, haciéndole a él tal y como yo
ahora lo veía. Semejantes opiniones no precisan comentario, y no haré
ninguno.
Nuestros libros —los libros que durante años habían formado una no
pequeña parte de la existencia mental del inválido— estaban, como podrá
suponerse, en estricta armonía con este carácter fantasmal. Leíamos con
atención obras tales como el Ververt et Chartreuse, de Gresset; Belfegor, de
Machiavelli; El cielo y el infierno, de Swedenborg; El viaje al interior de la
tierra de Nicolás Klim, de Holberg; Quiromancia, de Robert Flud, de Jean
D’Indaginé y de De la Chambre; el Viaje a la distancia azul, de Tieck; y Ea
ciudad del Sol, de Campanella. Un libro de nuestra especial predilección era
un pequeño volumen en octavo del Directorium Inquisitorum, del dominico
Eymeric de Gironne; y había pasajes de Pomponius Mela, de los viejos sátiros
africanos y egipanes[85] sobre los que Usher pasaba largas horas soñando.
Pero encontraba su principal placer en la lectura de un curioso y sumamente
raro libro gótico en cuarto —el manual de una iglesia olvidada—, las Vigiliae
Mortuorum secundum Chorum Ecclesiae Maguntinae[86].
No podía yo dejar de pensar en los extraños ritos de esta obra, y en su
probable influencia sobre el hipocondríaco, cuando, una tarde, después de

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informarse bruscamente de que lady Madeline ya no vivía, declaró su
intención de preservar su cadáver durante quince días (antes de su definitivo
entierro) en una de las numerosas criptas situadas intramuros de la mansión.
El profano motivo que alegó para justificar este singular proceder fue tal, que
yo no tenía libertad para debatirlo. El hermano había llegado a esta decisión
(según me dijo) tras considerar el carácter insólito de la enfermedad de la
fallecida, ciertas inoportunas y ansiosas preguntas de sus médicos y la lejana
y expuesta situación del cementerio de la familia. No negaré que, cuando
recordé el siniestro rostro de la persona a quien había encontrado en la
escalera el día de mi llegada a la casa, no tuve deseos de oponerme a lo que
consideré una precaución quizás inofensiva y en manera alguna inhumana.
A petición de Usher, le ayudé personalmente en los preparativos de la
sepultura temporal. Puesto ya el cadáver en el ataúd, los dos solos lo
trasladamos a su lugar de descanso. La cripta en que lo depositamos (y que
llevaba tanto tiempo sin abrir, que nuestras antorchas, casi apagadas por la
opresiva atmósfera, nos dieron poca oportunidad de investigar) era pequeña,
húmeda y totalmente imposible de ser iluminada; yacía a gran profundidad,
justamente debajo de esa parte de la casa donde se hallaba mi propio
dormitorio. La habían empleado, al parecer, en feudales y remotos tiempos,
con el propósito de que hiciera de mazmorra, y en días más recientes, como
almacén de pólvora o de alguna otra sustancia altamente combustible, porque
una parte del suelo y todo el interior de un largo pasillo abovedado por donde
pasamos al llegar hasta allí estaban cuidadosamente revestidos de cobre. La
puerta de hierro macizo también estaba protegida de ese metal. Su enorme
peso, al moverse sobre los goznes, produjo un insólito y agudo sonido
chirriante.
Después de dejar nuestra fúnebre carga sobre caballetes en aquel lugar de
horror, retiramos a un lado, parcialmente, la tapa aún suelta del ataúd y
contemplamos la cara de la muerta. Un asombroso parecido entre el hermano
y la hermana me llamó la atención ahora, por primera vez, y Usher,
adivinando tal vez mis pensamientos, murmuró unas pocas palabras por las
cuales entendí que la difunta y él habían sido gemelos, y que simpatías de una
naturaleza apenas inteligible siempre existieron entre ellos. Sin embargo,
nuestras miradas no descansaron mucho en la muerta, porque no podíamos
contemplarla sin temor. La enfermedad que la llevara a la tumba en la fuerza
de la juventud había dejado, como es corriente en todos los males de carácter
estrictamente cataléptico, la burla de un leve rubor en el pecho y la cara y esa
sonrisa sospechosamente prolongada en los labios, que es tan terrible en la

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muerte. Volvimos la tapa a su sitio, la atornillamos, y, cerrando bien la puerta
de hierro, regresamos fatigosamente hacia los apartamentos apenas algo
menos lúgubres de la parte superior de la casa.
Y entonces, transcurridos unos días de amarga pena, un notable cambio se
produjo en las características del trastorno mental de mi amigo. Su porte
normal había desaparecido. Descuidaba u olvidaba sus ocupaciones comunes.
Vagaba de habitación en habitación con pasos apresurados, desiguales y sin
rumbo. La palidez de su rostro se había transformado, si fuera posible, en un
color aún más espectral, mientras la luminosidad de sus ojos se había apagado
por completo. El timbre a veces ronco de su voz ya no se oía; y un tono
trémulo, como de extremo terror, acompañaba sus palabras de forma habitual.
Hubo momentos, en realidad, en que pensé que su mente siempre agitada
estaba siendo víctima de algún secreto opresivo, y que luchaba por cobrar el
ánimo suficiente para divulgarlo. Otras veces, en cambio, me sentía obligado
a concluir que todo era resultado de las extravagancias de la locura, porque le
veía mirar absorto al vacío durante largas horas, en actitud de la más profunda
atención, como si escuchara algún sonido imaginario. No es de extrañar que
su estado me aterrara, que me contagiase. Sentía que se insinuaban en mí, a
pasos lentos pero seguros, las indomables influencias de sus propias
supersticiones fantásticas e impresionantes.
Al retirarme tarde a la cama la noche del séptimo u octavo día después de
depositar a lady Madeline en la cripta, experimenté de modo especial y con
plena fuerza el poder de estos sentimientos. El sueño no se acercaba a mi
lecho, mientras las horas pasaban tediosamente. Luchaba para vencer con la
razón la nerviosidad que me dominaba. Intenté creer que mucho, si no todo,
de lo que sentía era debido a la desconcertante influencia de los lúgubres
muebles del cuarto, de los oscuros y andrajosos tapices que, torturados al ser
removidos por el aire de una tempestad creciente, oscilaban de un lado a otro
sobre las paredes y susurraban cerca de los adornos de la cama. Pero mis
esfuerzos resultaron inútiles. Un temblor incontenible invadía gradualmente
mi cuerpo; y al fin quedó sobre mi propio corazón un íncubo de alarma
absolutamente inmotivada. Traté de sacudírmelo, luchando, jadeante; me
incorporé sobre las almohadas y miré fijamente a la intensa oscuridad de la
habitación; escuché —no sé por qué, salvo que un espíritu instintivo me
impulsara— ciertos sonidos bajos, indefinidos, que llegaban en las pausas de
la tormenta, a largos intervalos, no sé de dónde. Vencido por un intenso
sentimiento de horror, inexplicable pero insoportable, me vestí de prisa (pues
sabía que no dormiría más esa noche), y traté de recobrarme del lamentable

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estado en que había caído, paseando rápidamente de un lado al otro de la
habitación.
Había dado así sólo unas pocas vueltas, cuando un leve paso en la escalera
adyacente me llamó la atención. Al rato reconocí que era el paso de Usher.
Un instante después llamó con un toque suave a mi puerta y entró con una
lámpara. Su cara, como de costumbre, tenía una palidez cadavérica, pero,
además, había una especie de loca alegría en sus ojos, una histeria
evidentemente reprimida en su total expresión. Su aire me pasmaba, pero
cualquier cosa era preferible a la soledad que había soportado tanto tiempo, y
hasta agradecí su presencia como un alivio.
—¿Pero no lo has visto? —dijo abruptamente, después de mirar unos
momentos a su alrededor en silencio—. ¿Entonces, no lo has visto? ¡Pero,
espera! Lo verás.
Diciendo esto y protegiendo cuidadosamente la lámpara, se acercó de
prisa a una de las ventanas y la abrió de par en par a la tormenta.
La furia impetuosa de la ráfaga que penetró casi logró levantarnos del
suelo. Era en verdad una noche tormentosa, pero de una severa hermosura,
extrañamente singular en su terror y en su belleza. Al parecer, un torbellino
cobraba su fuerza en nuestra vecindad, pues había frecuentes y violentos
cambios en la dirección del viento; y la excesiva densidad de las nubes (tan
bajas que pesaban sobre las torres de la casa) no nos impedía ver la viva
velocidad con que alocadamente volaban desde todas partes y chocaban entre
sí, sin desaparecer en la distancia. Digo que incluso su excesiva densidad no
nos impedía ver esto. Sin embargo, no podíamos vislumbrar la luna ni las
estrellas, ni se veía el brillo de los relámpagos. Pero las superficies inferiores
de las enormes masas de agitado vapor y todos los objetos terrestres en torno
a nosotros brillaban en una luz anormal de una gaseosa exhalación claramente
visible y luminosa que rodeaba la casa y la amortajaba.
—¡No debes mirarlo…, no lo mires! —dije a Usher, estremeciéndome,
mientras le apartaba con suave violencia de la ventana para llevarlo a una silla
—. Estas apariencias, que te confunden, no son más que fenómenos eléctricos
bastante comunes, o puede ser que tengan su espectral origen en el miasma
corrupto del lago. Vamos a cerrar esta ventana; el aire es frío y peligroso para
tu salud. Aquí tenemos una de tus novelas predilectas. Yo la leeré y tú
escucharás, y así pasaremos juntos esta noche terrible.
El antiguo volumen que había tomado era Mad Trist, de sir Launcelot
Canning[87]; pero lo había llamado un libro predilecto de Usher más por triste
broma que en serio; porque, en realidad, hay poco en su verbosidad inculta y

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falta de imaginación que pudiera interesar a la idealidad elevada y espiritual
de mi amigo. Pero era el único libro que tenía a mano y alimenté una
indefinida esperanza de que la excitación que ahora agitaba al hipocondríaco
pudiera encontrar alivio (porque la historia de los trastornos mentales está
llena de semejantes anomalías) aun en las extremas locuras de lo que iba a
leerle. De haber juzgado, en realidad, por la actitud exageradamente tensa y
vivaz con que escuchaba, o parecía escuchar, las palabras del relato, bien
pudiera haberme felicitado por el éxito de mi idea.
Había llegado a esa parte bien conocida de la historia cuando Ethelred, el
héroe de Trist, al haber buscado en vano una pacífica entrada en la casa del
ermitaño, procede a entrar por la fuerza. Ahí, como se recordará, las palabras
de la narración son las siguientes:

Y Ethelred, quien por naturaleza tenía un corazón valiente,


y quien entonces se sentía fortalecido gracias al poder del vino
que había bebido, ya no aguardó el momento de parlamentar
con el ermitaño, hombre en verdad de carácter obstinado y
malicioso, sino que, sintiendo la lluvia en los hombros y
temiendo el aumento de la tempestad, alzó en el instante su
maza y a fuertes golpes abrió un hueco en las tablas de la puerta
por donde meter su mano enguantada; y luego, tirando con
tenacidad, rompió, rajó y lo destrozó todo en pedazos de tal
forma, que el ruido de la madera seca y hueca retumbó en la
selva y la llenó de alarma.

Al terminar esta frase, me sobresalté y me detuve un momento; porque me


parecía (aunque en seguida concluí que mi excitada imaginación me
engañaba), me parecía, digo, que, de algún lugar muy alejado de la mansión,
llegaba oscuramente a mis oídos lo que podría ser, por su exacta semejanza, el
eco (pero ahogado y confuso, por cierto) del mismo ruido de rajar y destrozar
que sir Launcelot había descrito con tanto detalle. Fue, sin duda alguna, sólo
la coincidencia lo que me había llamado la atención; porque, entre el batir de
los marcos de las ventanas y los mezclados ruidos normales de la tormenta
que aún crecía, el sonido en sí no ofrecía nada que me interesara ni me
molestara. Seguí leyendo la historia:

Pero el buen campeón Ethelred, entrando ahora por la


puerta, quedó sumamente enojado y asombrado al no percibir
señales del malicioso ermitaño y al ver en su lugar un

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prodigioso dragón de aspecto escamoso, con lengua de fuego,
sentado en guardia delante de un palacio de oro con suelo de
plata; y del muro colgaba un escudo de reluciente bronce con
esta leyenda:

Quien entre aquí conquistador será,


Quien mate al dragón el escudo ganará.

Y Ethelred alzó la maza y golpeó la cabeza del dragón, que


cayó a sus pies y lanzó su pestilente aliento con un alarido tan
horrible y áspero, y a la vez tan penetrante, que Ethelred se vio
obligado a taparse los oídos con las manos ante el horrendo
ruido, tal como jamás hasta entonces se había escuchado nunca.

Otra vez me detuve bruscamente y ahora con un sentimiento de extrañísimo


asombro, porque no cabía ninguna duda de que en esta ocasión había oído de
verdad (aunque de qué dirección procedía me fue imposible decirlo) un grito
o crujido de lo más insólito, bajo, aparentemente lejano, pero áspero y
prolongado, la exacta réplica de lo que mi imaginación ya había evocado
como el inhumano alarido del dragón tal cual fuera descrito por el novelista.
Oprimido, como sin duda lo estaba, al ocurrir la segunda coincidencia tan
extraordinaria, por mil sensaciones contradictorias, en las cuales
predominaban la maravilla y el terror extremo, aún conservé la suficiente
presencia de ánimo como para no excitar con observación ninguna la sensible
nerviosidad de mi compañero. En absoluto estaba seguro de que él hubiera
advertido tales sonidos, aunque sin duda un extraño cambio se había
producido en los últimos momentos en su actitud. Desde una posición frente a
mí, poco a poco había ido girando su silla, de modo que ahora estaba sentado
mirando hacia la puerta de la habitación; y así sólo en parte podía ver yo sus
facciones, aunque noté que le temblaban los labios como si murmurara
inaudiblemente. Tenía la cabeza doblada sobre el pecho; sin embargo, supe
que no estaba dormido por los ojos muy abiertos y fijos que noté al echarle
una mirada de perfil. El movimiento de su cuerpo, además, desmentía la idea,
porque se mecía de un lado a otro con un balanceo suave pero continuo y
uniforme. Tras haber notado rápidamente todo esto, reanudé la lectura del
relato de sir Launcelot, que seguía así:

Y entonces el campeón, después de escapar de la terrible


furia del dragón, pensando en el escudo de bronce y en deshacer

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el encantamiento, apartó el cadáver de su camino y, pisando
valerosamente el pavimento de plata del castillo, se acercó a
donde colgaba de la pared el escudo, el cual, en verdad, no
aguardó su llegada, sino que cayó a sus pies sobre el suelo de
plata, con grandísimo y terrible fragor.

Apenas había pronunciado estas sílabas, como si en ese momento un escudo


de bronce hubiera caído en realidad sobre un suelo de plata, percibí un eco
claro, hueco, metálico y retumbante, aunque aparentemente sofocado.
Perdiendo los nervios por completo, me puse en pie de un salto; pero el
movimiento de balanceo rítmico de Usher seguía sin cesar. Corrí
apresuradamente hasta la silla en que estaba sentado. Sus ojos miraban
fijamente hacia adelante y por toda su cara se extendía una rigidez pétrea. No
obstante, cuando posé mi mano sobre su hombro, un fuerte estremecimiento
recorrió toda su persona; una sonrisa infeliz temblaba en sus labios; y vi que
hablaba con un murmullo bajo, rápido e incoherente, como si fuera
inconsciente de mi presencia. Inclinándome sobre él, muy cerca, por fin bebí
el odioso significado de sus palabras.
—¿Que no lo oigo? Sí, lo oigo y lo he oído. Mucho…, mucho…, mucho
tiempo, muchos minutos, muchas horas, muchos días lo he oído, pero no me
atrevía… ¡Oh, ten lástima de mí, miserable desgraciado que soy! No me
atrevía…, ¡no me atrevía a hablar! ¡La hemos encerrado viva en la tumba!
¿No dije que mis sentidos son agudos? Ahora te digo que oí sus primeros
débiles movimientos en el ataúd hueco. Los oí… hace muchos, muchos
días…, pero no me atrevía…, ¡no me atrevía a hablar! Y ahora, esta noche,
¡ja, ja! ¡La puerta rota del ermitaño, el grito de muerte del dragón y el
estruendo del escudo! ¡Di, más bien, el ruido de su ataúd al rajarse, el crujir
de los goznes de hierro de su cárcel y sus luchas dentro del pasillo de cobre de
la cripta! ¡Oh!, ¿dónde me esconderé? ¿No estará pronto aquí? ¿No se
apresura a reprocharme mis prisas? ¿No he oído su paso en la escalera? ¿No
distingo ese pesado y horrible latir de su corazón? ¡INSENSATO! —Ahora se
puso de pie furiosamente y gritó las palabras como si en el esfuerzo entregara
el alma— ¡INSENSATO! ¡TE DIGO QUE AHORA ESTÁ A LA PUERTA!

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Como si en la energía sobrehumana de su voz se encontrara el poder del
hechizo, los enormes y antiguos tableros que Usher señalaba abrieron
lentamente, al instante, sus pesadas mandíbulas de ébano. Fue obra de la
ráfaga veloz…, pero entonces en la puerta se vio la alta y amortajada figura
de lady Madeline de Usher. Había sangre en sus blancas vestiduras y huellas
de una amarga lucha en cada parte de su demacrado cuerpo. Durante un
momento quedó ella temblando, tambaleándose en el umbral; luego, con un
bajo lamento, se volcó pesadamente hacia adentro sobre el cuerpo de su
hermano, y en su violenta agonía final le arrastró al suelo, ya muerto, víctima
de los terrores que había anticipado.
Huí horrorizado de aquella cámara, de aquella mansión. La tormenta
seguía con toda su furia cuando me encontré cruzando la vieja calzada. De
repente corrió por la senda una extraña luz y me volví para ver de dónde
podía salir tan increíble brillo, pues la enorme casa y sus sombras quedaban
solas detrás de mí. El resplandor venía de la luna llena que se ponía, roja
como la sangre, y que brillaba vivamente a través de aquella grieta antes
apenas perceptible, como he descrito, que se extendía en zigzag desde el
tejado de la casa hasta su base. Mientras miraba, la fisura iba ensanchándose,
abriéndose rápidamente; sopló una ráfaga feroz del torbellino, el globo entero
de la luna estalló entonces ante mis ojos, mi cabeza daba vueltas al ver
desplomarse los poderosos muros —hubo un largo y tumultuoso clamor como
la voz de mil aguas— y a mis pies el profundo y corrompido lago se cerró,
sombrío y silencioso, sobre los restos de la «Casa de Usher».

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Apéndice

La época

Cuando Edgar Allan Poe nace en Boston, el año 1809 está
La joven estrenando sus primeras hojas de calendario, y hace apenas dieciséis
Norte-
américa años que su país había consumado la independencia. Representantes
de los trece estados fundadores la habían proclamado en 1776 y
cinco años más tarde la derrota del ejército inglés en Yorktown convirtió la
proclama en un derecho de «facto», aunque hasta el Tratado de Versalles de
1793 Inglaterra no reconoció la definitiva pérdida de sus colonias americanas.
La joven nación contaba, además de con unos territorios ricos, fértiles y
amplios, con un capital humano dotado de algunas características peculiares:
amor a la libertad y a la democracia y afán de superación y aventura. Sobre
estos pilares se asentará su porvenir de riqueza, poderío y tolerancia. El
derecho a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad será el punto de
partida y la meta que la nueva nación tomará como modelo. No ha de creerse,
sin embargo, que la sociedad norteamericana resolvería fácilmente los
conflictos de intereses que en todo grupo humano aparecen. A lo largo de la
primera mitad del siglo XIX Norteamérica se incorporará a la carrera
industrial, ganará nuevos territorios y sentirá desgarrarse su convivencia por
motivos ideológicos, comerciales y económicos que tan sólo podrán ser
superados después de la guerra civil, o de Secesión, entre los Estados del
Norte y el Sur (1861-1865), bastantes años más tarde de que Poe haya hecho
su definitivo mutis de la escena vital (1849).
Durante esos años el conjunto de la joven nación crecerá
enormemente. Los Estados del Norte y el Sur progresarán, pero de Norte y Sur
forma divergente. La sociedad del Norte, más emprendedora y
progresista, se transforma por la revolución industrial, el
transporte barato y los movimientos por la educación, el humanitarismo y las

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inmigraciones. El Sur se quedará casi al margen de los nuevos tiempos y los
cambios sociales que la industrialización lleva consigo. Permanecerá anclada
en una economía de esclavos y algodón.
En el Norte las fábricas comienzan a ser inseparables del paisaje. La
comunidad del Norte vivía una época atareada, activa. La apertura de canales,
carreteras y ferrocarriles facilitaba los intercambios comerciales y la
expansión de una mentalidad abierta y flexible. Los nuevos transportes
ampliaron el mercado económico y favorecieron la industrialización. La
población pronto se agrupó alrededor de las grandes ciudades. Entre 1820 y
1850 la población de ciudades como Nueva York, Baltimore o Boston se
cuadruplicó. El teatro, el boxeo y las carreras de caballos eran los ocios
populares más destacables. Las capas sociales eran de escasa rigidez. Apenas
se notaban las diferencias sociales por el aspecto exterior. Cada hombre era
medido por su esfuerzo. Poco después el esfuerzo sería medido por el dinero.
El dólar se convertiría en la medida de la felicidad.
El Sur fue el reino del algodón, y el pedestal de su trono era la esclavitud
negra. Las plantaciones de algodón ocupaban la mayor parte de las tierras. La
producción de caña de azúcar y tabaco completaba la economía de aquellos
Estados. Las grandes y poderosas familias, si bien eran relativamente pocas,
imponían el tono y las costumbres sociales. Su código de conducta era casi
medieval, caballeresco: hospitalarios, amables con las mujeres, llenos de un
alto sentido del honor. Tenían el mismo carácter fuerte de un ruso feudal.
Despreocupados en los negocios, pero implacables frente a quienes dudasen
de su autoridad u hombría. La sociedad sudista, la sociedad de Poe, era
aficionada a las artes, al teatro, a la literatura, a la música y a los duelos. Eran
amantes de los deportes al aire libre y fanáticos de las feroces peleas de
gallos. Alguien ha definido aquella sociedad como «un paraíso de pulcritud y
buenas maneras bajo cuyos mármoles se ocultaba un río de sudor y sangre».
Hacia 1850 Norte y Sur habían evolucionado hacia dos civilizaciones casi
diferentes, tan distintas en su base material y en su visión de la vida como lo
son hoy España y Marruecos. Esta separación profunda de los hombres del
Norte y del Sur no impidió sin embargo que el país avanzase en la tarea de
construir su propia identidad. Superando conflictos y divergencias, una
sociedad nueva y globalizadora surgía poco a poco. Unas metas comunes se
fueron formando, unos mitos donde identificar la vida norteamericana fueron
producidos por el mundo cultural. La literatura cumplió una función
aglutinante.

La literatura

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Con el principio del siglo XIX, la literatura de Estados Unidos
comienza a tener un lugar propio en la literatura universal. Con
el siglo triunfa el Romanticismo. En los primeros escritores norteamericanos
se encuentran rasgos románticos: canto a la naturaleza, gusto por lo ambiguo
o misterioso, exageración de sentimientos, pero pueden encontrarse también
ciertas características propias.
El primer escritor norteamericano que obtuvo fama en Europa y autoridad
universal fue Washington Irving (1783-1859), especialmente famoso en
España por sus Cuentos de la Alhambra. Representa una especie de Walter
Scott de las llanuras americanas. Sus narraciones sobre los indios, los
exploradores y los pioneros crearon las bases de un género de aventuras,
basado en la historia de la Conquista del Oeste, que forma una especie de
épica norteamericana. Junto a él, James Fenimore Cooper (1789-1851)
completa la nómina de narradores que contribuyeron a forjar una idea común
sobre los orígenes heroicos de la nueva nación.
El poeta más típico de la época, el romántico y semifilósofo William
Cullen Bryant (1794-1878), estuvo muy influido y dio a conocer la poesía de
los grandes románticos ingleses como Shelley, Byron o Wordsworth.
El gran patriarca o santón de las letras norteamericanas durante los años
centrales del siglo XIX fue Ralph Waldo Emerson (1803-1882). Especie de
semipoeta y semipensador, creó una escuela literaria, «el trascendentalismo»,
que tiñe con rasgos peculiares a la literatura norteamericana. Este movimiento
defendía una cierta divinidad de la naturaleza humana: históricamente fue un
intento de hacer a los americanos dignos de su independencia y elevarlos a
una nueva altura entre los mortales. Como discípulo del anterior puede ser
considerado Henry David Thoreau (1817-1862). Su obra más célebre es
Walden, donde en una prosa más bien altisonante cuenta su experiencia de
solitario en los bosques. La presencia última del panteísmo de Rousseau
atraviesa muchas de las páginas de este libro, que, al calor de los movimientos
hippies y ecologistas, ha sufrido una reciente recuperación.
Esta literatura de grandes palabras, esperanzada y optimista, es la
predominante en los Estados Unidos durante la vida de Poe. No es difícil
comprender que la obra de este último poco tiene que ver con la visión
optimista sobre el hombre que autores como Emerson o Longfellow ofrecían.
De ahí que algunos piensen que el autor de El Cuervo es ajeno o extraño a la
literatura de su tiempo. Quizás el único autor contemporáneo con el que
guarde cierta semejanza sea con Nathaniel Hawthorne (1804-1864), que tanto
en sus Cuentos contados dos veces como en sus obras maestras, La letra

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escarlata y La casa de los siete altillos, utiliza el misterio y lo enigmático con
funciones que superan lo anecdótico.

El autor

Los datos biográficos de mayor relieve en la trayectoria de
Edgar Allan Poe han sido ya tratados, entendemos que con Aclaración
suficiente fortuna, en otros volúmenes de esta colección[88].
Pretendemos ahora centrarnos en aquellos aspectos de su vida más
nebulosos o significativos para el esclarecimiento de las peculiaridades de su
personalidad y obra. No seguiremos por tanto un método meramente
cronológico —nacimiento, infancia, juventud, madurez, muerte—, sino que
atenderemos con cierto detenimiento a determinadas circunstancias o hechos
que pudieron tener un impacto serio en su constitución interna.

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David Poe era el primero de los siete hijos de un irlandés que,
Su padre llegado en temprana edad a los Estados Unidos, cobraría cierta fama
durante la guerra de la Independencia contra Inglaterra y que por
sus hechos de armas y carácter mereció el sobrenombre de General
Poe, aunque, bien es verdad, dicho rango nunca tuvo ninguna validez legal.
David Poe comenzó los estudios de abogacía, pero sintiendo más inclinación
por el mundo de la farándula se escapó, siendo muy joven, del hogar paterno
para ganarse la vida como actor teatral. Formó parte de varias compañías
ambulantes y por los documentos que hoy se encuentran parece claro que no
pasó de ser un actor mediocre aun cuando tuviese, en muchas ocasiones,
papeles de protagonista. Dentro del mundo teatral se casó con Elisabeth
Arnold a muy temprana edad. Ese matrimonio le cerró definitivamente las
puertas de su familia. Por algunos testimonios parece confirmarse su excesivo
gusto por la bebida y su carácter algo desquiciado y agresivo. Cuando el
pequeño Edgar aún no había cumplido los tres años, el padre abandonó a su
familia y el mayor misterio permanece sobre su vida a partir de aquel
momento. Aun cuando los motivos de la separación y abandono no se
conocen con exactitud, se sospecha que la infidelidad de su esposa pudo tener
algo que ver con ello. Se conserva una carta de David Poe, escrita el mismo
año del nacimiento de Edgar, que entendemos sirve para transmitir algunas de
sus características humanas. Está dirigida a sus parientes y dice lo siguiente:

Su respuesta me demostrará si aún gozo de «favor a sus


ojos» o si, por el contrario, sólo merezco el desprecio de quien
son mis parientes ricos, por la razón de que cuando era sólo un
chico alocado elegí una profesión que entonces consideraba, y
aún sigo considerando, completamente honorable, pero la cual
abandonaría de buen grado mañana mismo si pudiera servir de
satisfacción a su distinguida familia, con la sola condición de
que me proporcionase algo que pudiera garantizar el pan de
los míos.

Hasta qué punto Edgar Allan Poe heredó algunas de las características de su
padre es una cuestión aventurada. Lo que sí puede, sin embargo, considerarse
como importante es el hecho de que el niño sin duda captó el abandono del
padre, lo que debió de afectar en alguna medida a su estructura interior.
Su madre, Elisabeth Arnold, era una actriz inglesa, hija de
actores y que siempre vivió entre las candilejas teatrales. Sobre ella Su madre
y en fechas cercanas a su muerte escribió un crítico:

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Era una de las mujeres más hermosas de América. Jamás
aparecía en escena sin que un murmullo general recorriera la
sala: «¡Qué criatura más encantadora! ¡Cielos, qué figura! ¡Qué
rostro más vivaz y expresivo… y qué manera de actuar! ¡Qué
voz!». Ahora la escena ha cambiado. La desgracia ha hecho
presa en ella. Abandonada, es el único sostén de sus hijos —
todos ellos de muy corta edad—, sin amigos y sin amparo. Sin
embargo todavía conserva igual expresión de dulzura e idéntica
perfección de figura y facciones, aunque los infinitos pesares
hayan podido marchitar las rosas de sus mejillas.

Las relaciones de Edgar con su madre han sido causa de muchas


interpretaciones. Algunos autores ven en ellas la base de su personalidad. No
puede dudarse de que en los primeros años se concretan algunos hechos que
determinarán futuras formas de relacionarse con la realidad. Durante el escaso
tiempo que Poe vivió con su madre fue testigo de su penosa enfermedad —la
tuberculosis— y seguramente la idea de la enfermedad se unió a la sensación
de afecto. La muerte de su madre debió de conmover sus resortes internos y
de ahí que algunos vean en este hecho una de las claves que explicarían su
fascinación por ella, su necrofilia, reflejada de forma expresiva en estos
versos:

Y estoy ebrio de amor por esa sombra,


la muerte que es mi novia. Suavemente
los gusanos por ella se pasean.

Una fijación en la figura materna, bella, enferma y luego muerta, permite,


quizá de una forma demasiado simple, comprender su gusto por juntar lo
bello con lo fúnebre, y su posible deseo inconsciente de volver al cobijo
materno —sentido como imposible— podría estar en la raíz de sus extraños
comportamientos afectivos. Los cuentos de Berenice o Ligeia admiten una
lectura en este sentido.
John Allan, el rico hacendado que se hace cargo del huérfano
Su padre Poe a la muerte de su madre, va a representar un papel básico en la
adoptivo
configuración de la personalidad del escritor. Aun cuando se ha
hecho excesivo hincapié en el desapego afectivo de Allan hacia Poe,
o en su tacañería con respecto a éste, conviene indicar que existen numerosos
testimonios que informan que, al menos en un principio, el padre adoptivo se
comportó con cariño hacia el niño. La rebeldía de Edgar frente a él nació

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tanto de la incomprensión de éste como de las conductas irritantes que Poe
mantuvo con Allan. Quizá la desordenada vida matrimonial y
extramatrimonial de su padre adoptivo hizo surgir, o incrementar, una
aversión profunda. En cualquier caso esa fuente de conflictos redundaría
inequívocamente en los aconteceres de su vida.
Por su madre adoptiva, Frances, sintió un profundo y compartido cariño.
También en este caso iba a comprobar cómo la muerte le arrebataría el objeto
de sus ternuras.
Nadie parece ponerse de acuerdo a la hora de valorar la
formación cultural de Edgar Allan Poe. Algunos creen que era Su equipaje
cultural
más bien superficial y de carácter divulgativo. Otros creen ver en
él una persona de amplia y profunda cultura. Existen pruebas
documentales de que estudió griego y latín con notable aprovechamiento. El
francés fue una lengua que dominaba muy correctamente. Sobre su
conocimiento de la obra de los filósofos Aristóteles o Kant nada salvo
conjeturas puede afirmarse. Sí está claro que Defoe y los poetas románticos
ingleses, Wordsworth, Shelley, Byron y Coleridge, formaron parte de sus
lecturas predilectas. Aun cuando pueda pensarse que su bagaje cultural no fue
demasiado sólido, no puede sin embargo dudarse que conocía los principales
autores de su época. Su interés por las literaturas orientales —típico de su
época— y los «ismos» irracionalistas de su tiempo —espiritismo,
mesmerismo, teosofía— está corroborado.
Sobre el papel que las mujeres han desempeñado en la vida de
Las Edgar Allan Poe han corrido ríos de tinta. Sobre su incapacidad para
mujeres
mantener con ellas relaciones adultas se han escrito múltiples obras.
El pensamiento al respecto más generalizado consiste en afirmar que
vio en ellas más un ideal —la posibilidad de recuperar la madre arrebatada—
que una realidad tangible y conflictiva.
Su primer amor recayó sobre Helen Stanard, madre de un condiscípulo,
que volcó hacia él un viento de ternura y cariño. Cuando Helen, víctima de un
ataque de locura, perezca, Edgar visitará casi todas las noches su tumba.
Quizá su persistente obsesión —o necesidad— de considerar que los muertos
no están completamente muertos se reafirmó —la muerte de su madre sería el
origen— con aquella historia.
Su primera historia amorosa —es decir, un amor vivido recíprocamente—
tuvo como objeto a Elmire Royster, una joven vecina con quien se carteó en
sus días universitarios. La interceptación de la correspondencia por parte del
padre de Elmire puso fin —aunque no punto final— a aquella aventura

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amorosa. Cuando Edgar se enteró del casamiento de su amada con un rico
hacendado, sufrió un fuerte desengaño, cuyos ecos literarios están presentes
en las estrofas de su primer poema, Tamerlán. Muchos años más tarde aquella
primera historia devendría el capítulo final de su biografía amorosa. Viudo
Poe y viuda ella, reanudaron sus relaciones y proyectaron casarse. La muerte
de Edgar impidió que el círculo del amor se cerrase totalmente.
El caso de Mary Deveraux, a quien conoce casualmente y de forma breve,
es de gran importancia biográfica, pues es la única historia amorosa en la que
Poe se dirige a una mujer reclamando pruebas físicas de amor. En todo caso
tales demandas no fueron atendidas.
En 1845 Poe entra en contacto con un grupo de poetisas con las que,
alternativamente y a veces al tiempo, sostendrá relaciones amorosas al menos
idealmente. Llegará a declararse y a pedir en matrimonio a varias de ellas, en
ocasiones a una el mismo día que a otra. Parece como si Edgar buscase
inconscientemente ser desdeñado. Entre ellas la relación más seria —estuvo a
punto de casarse— fue con Sarah Helen Whitman, una viuda de cuarenta y
cinco años con la que mantuvo un contacto espiritual prolongado.

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La historia de amor que más intriga a los estudiosos de Poe es la
que tuvo como copartícipe a su prima Virginia Clemm, con la que se Virginia
Clemm
casó cuando ella contaba trece años de edad y con la que convivió
hasta que ésta, después de una larga y penosa enfermedad —otra vez
la tuberculosis—, fallece el 30 de enero de 1847. La atracción de Poe por su
prima-niña ha sido pasto para la imaginación, más bien morbosa, de muchos
investigadores. La casi generalidad de ellos da por hecho que la extraña pareja
nunca llegó a «conocerse» en el sentido bíblico de la palabra. En cualquier
caso existen innumerables pruebas del cariño que le profesó y del duro golpe
—acaso el definitivo— que supuso para Allan Poe su cruel enfermedad y su
desaparición. Creemos que el mayor testimonio sobre el valor de esa historia
amorosa es la transcripción de la carta que en agosto de 1835 Poe remite a su
tía —y futura suegra— cuando ésta le da a conocer que un pariente está
dispuesto a encargarse de la tutela de Virginia:

Queridísima tía: Las lágrimas me ciegan al escribir esta


carta. No tengo el menor deseo de vivir una hora más. Plagado
de sinsabores y en medio de la más terrible ansiedad, recibí sus
letras —y usted sabe de sobra lo blando que soy cuando me
embarga el dolor—. Mi mayor enemigo tendría ahora piedad
de mí si supiera lo que siento. Mi último, mi único asidero a la
vida se me ha arrebatado despiadadamente. No tengo ningún
deseo de vivir y no viviré. Pero cumplamos con nuestro deber.
Bien sabe usted que quiero a Virginia devota,
apasionadamente. Ni siquiera puedo expresar en palabras la
ferviente devoción que me inspira mi adorada primita, mi único
bien. Pero ¿qué puedo decirle? Oh, piense usted por mí, porque
yo soy incapaz de hacerlo. Todos mis pensamientos se centran
en la idea de que tanto usted como ella optarán por irse con N.
Poe; yo, sinceramente, creo que con él su bienestar y el de
Virginia estarán momentáneamente asegurados… Pero no
puedo decir lo mismo de su tranquilidad, de su felicidad.
Ustedes dos son personas sensibles y nunca podrán desechar el
pensamiento de que mi agonía es algo que no podré soportar,
de que entre las dos me han empujado a la tumba, porque un
amor como el mío no se puede jamás olvidar. Es inútil tratar de
ocultar la verdad de que cuando Virginia se vaya con N. Poe yo
no la volveré a ver más… Eso es indudable. Apiádese de mí,
queridísima tía; apiádese de mí. Ahora no tengo a nadie a

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quien acudir, estoy entre extraños, y mi desdicha es más,
mucho más de lo que puedo sobrellevar. Es inútil esperar
ningún consejo de mis labios… Qué puedo yo opinar. Puedo,
acaso, honradamente y con sinceridad, decirle: Virginia, no te
vayas. No te vayas a donde puedes estar mejor y quizá ser
feliz… Y, por otra parte, puedo tranquilamente renunciar a lo
que es mi propia vida. Si ella me hubiera querido
verdaderamente, no hubiera rechazado con desdén esa oferta.
Oh, Dios se apiade de mí. Si Virginia se va con N. P., usted
misma, mi buena tía, qué va a hacer.
Yo tenía ya apalabrada una linda casita en un lugar
apartado, en Church Hill; recién construida, con un enorme
jardín y todas las comodidades deseables, por sólo cinco
dólares al mes. Desde entonces no he cesado de soñar, día y
noche, con el placer que me produciría ver allí a mis únicas
amigas, todo lo que yo tengo en la tierra, junto a mí; el orgullo
que yo sentiría pudiéndoles proporcionar todas esas
comodidades y llamando a Virginia mi esposa. Pero el sueño
ha terminado. Dios tenga piedad de mí. Para quién voy a vivir.
Entre extraños, sin nadie que sienta ningún afecto por mí.
El puesto se lo han dado a otro esta mañana, a Branch
T. Saunders, pero White se ha comprometido a darme un
sueldo de sesenta dólares al mes, y con eso podríamos vivir los
tres con bastante comodidad y felices: aun los cuatro dólares
que pago ahora en la pensión bastarían para mantenernos a
todos, pero voy a disponer de quince a la semana y qué
necesidad tenemos de más. Yo había pensado enviarles algún
dinero cada semana hasta que usted tuviera noticias de Hall o
de William Poe, y luego, con eso, hubiera comprado algunos
muebles para empezar, porque White no puede adelantarme
nada. Después todo se solucionaría, o yo haría un esfuerzo
desesperado y trataría de conseguir un préstamo para ello.
Hay pocas probabilidades de que la casa se alquile
inmediatamente. Ahora mismo le enviaría cinco dólares,
porque White me ha abonado ocho hace dos días, pero, según
parece, usted no ha recibido todavía mi última carta y no me
decido a confiarlos al correo, ya que la correspondencia
desaparece continuamente. Son para usted, y yo se los

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guardaré hasta tener noticias suyas; entonces le enviaré eso y
algo más si puedo conseguirlo mientras tanto. En mi carta le
contaba que William Poe me había escrito respecto a ustedes,
ofreciendo su ayuda y haciendo algunas preguntas a las que le
he contestado. Sin duda les escribirá pronto y con alguna
ayuda efectiva. Confíe en Dios.
El tono de su carta me ha lastimado profundamente. Oh,
tía, tía, usted me quería antes, ¿cómo puede ahora proceder tan
cruelmente? Habla usted de Virginia aprendiendo elegantes
modales y haciendo su entrada en sociedad… y en tono tan
mundano… Está usted segura de que eso la hará más feliz.
Cree que alguien puede quererla más tiernamente que yo.
Virginia aquí tendrá más, muchas más oportunidades de entrar
en sociedad que con N. Poe. Aquí todos me reciben con los
brazos abiertos.
Adiós, querida tía. Yo no puedo darle ningún consejo.
Pregúntele a Virginia. Deje la decisión en sus manos. Haga
que me envíe una carta escrita por ella, una carta diciéndome
adiós para siempre, y ya puedo morirme, mi corazón se hará
pedazos, pero no diré una palabra más.
E. A. P.
Bésela en mi nombre un millón de veces.
Para Virginia:
Amor mío, mi vida, mi dulcísima Sissy, mi adorada
mujercita, piénsalo bien antes de romper el corazón de tu
primo Eddy.

Después de un texto como éste, entendemos que lo mejor es que


El cada lector saque sus propias conclusiones.
alcohol
Acerca del estrecho compañerismo entre la persona de Poe y el
alcohol apenas cabe discusión, a pesar de que algunos testigos de su
vida afirmen que dichas relaciones eran más bien ocasionales que
permanentes. Parece claro, a la vista de lo que hoy se conoce, que en ningún
caso Edgar era un bebedor empedernido y sí un alcohólico peculiar. Una copa
lo colocaba al borde del «delirium tremens». Al respecto nada mejor que
escuchar sus propias palabras:

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Dice usted: «¿Me puede indicar cuál fue el terrible mal que
produjeron las irregularidades lamentadas tan profundamente?».
Sí, puedo hacer algo más que indicarlo. Este «mal» fue el más
grande que podía sucederle a un hombre. Hace seis años mi
esposa, a quien yo amaba como jamás hombre alguno amó
antes, se rompió un vaso sanguíneo mientras cantaba. No se
tenía esperanza por su vida. Me despedí de ella para siempre y
padecí todas las agonías de su muerte. Se restableció en parte, y
otra vez tuve esperanza. Al fin de un año el vaso volvió a
romperse. Yo pasé por la mismísima escena… Y después otra
vez; otra vez, y aún una vez más, en intervalos diferentes. Cada
vez sentía todas las agonías de su muerte, y en cada crisis de la
enfermedad la amaba cada vez más y me aferraba a su vida con
más desesperada pertinacia. Pero soy de naturaleza sensitiva,
nervioso en un grado común. Me volví loco, con largos
intervalos de horrible juicio sano. Durante estos ataques de
absoluta inconsciencia bebía; sólo Dios sabe cuántas veces y
cuánto. Como era natural, mis enemigos atribuyeron mi locura
a la bebida, en vez de atribuir la bebida a la locura.

Si bien queda claro que Poe se sentía atraído por la bebida cada vez que sufría
un trastorno, también lo es que igual o más le sucedía en los momentos de
optimismo y exaltación. El alcohol le produjo grandes contratiempos
profesionales y personales. Sin embargo, una y otra vez retornaba a su
compañía. Un deseo latente de autodestrucción parece evidente en su
conducta. En el episodio etílico que dio cumplimiento a sus días encontró
quizá la paz y el descanso que anhelaba.
E. A. Poe, como otros muchos autores, Coleridge, Verlaine,
Conan Doyle, Cocteau, William Burroughs, Allen Ginsberg, fue El
láudano
aficionado al consumo —moderado— de drogas opiáceas. Algunos
de sus escritos parecen transcribir sus experiencias con el láudano,
un derivado del opio. Muchas de sus descripciones se diría que están escritas
bajo los efectos de la droga. Berenice, se indica, fue escrita en dicho estado.
Algunos autores entienden que el tema de la droga forma parte de la leyenda
de Poe, de la visión maldita que a partir de los escritos de Baudelaire se creó
alrededor de su figura. En cualquier caso, con uso moderado o no, por simple
afán experimentador o por mera terapia médica, Poe probó la droga y conoció
sus efectos alucinatorios. Cuáles fueron las repercusiones de tales relaciones
en su obra puede ser materia de discusión, pero indudablemente algunos de

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sus pasajes remiten a experiencias de droga, aun cuando pudiera ser que
Edgar A. Poe utilizase materiales provenientes de experiencias ajenas.
Su droga real fue la literatura. Su auténtica válvula de escape y
La su más tenaz venganza contra las desgracias y desventuras de su
literatura
vida cotidiana. En la literatura volcó Poe sus sueños y sus
frustraciones, sus ansias de gloria y sus impulsos más íntimos. Lo
que vuelve intrigante su peripecia humana no es tanto ésta en sí como el
hecho de que con tal vida —o por tal vida— fuese capaz de crear algunos de
los mejores cuentos de la literatura universal. Él fue el pionero de la moderna
novela policiaca y de la novela de misterio. Creó una sensibilidad nueva y un
nuevo escalofrío literario. Su obra es la justificación de su vida. La prueba de
que su paso por el mundo no fue inútil.
Con razón se ha dicho que existen dos Edgar A. Poe. Uno el
escritor norteamericano y otro el que se inventó Charles Su malditismo
Baudelaire. Es cierto que el poeta de Las flores del mal fabricó
de alguna manera su imagen, al recargar con exceso las tintas
negras en muchos de los aspectos de su biografía y obra. También es verdad
que la posible falsificación podría haber mejorado el original o descubrir
enfoques más acertados. Baudelaire fomentó una explicación «maldita» de
Poe.
La crítica está de acuerdo en que la traducción al francés de sus obras por
parte de Baudelaire mejoró de forma muy ostensible el estilo del padre de la
novela policiaca, pero a través de la óptica del poeta francés los aspectos
truculentos de su obra se trasladaron, de modo tal vez equívoco, a su persona.
La visión psicoanalítica, y fundamentalmente la popularizada interpretación
que de Poe hizo Marie Bonaparte, ha acentuado la imagen de un Poe
obsesionado por la muerte, neurótico, necrofílico, opiómano, paranoico y
alcoholizado. Sin duda que la vida del autor de El Cuervo fue algo más que
eso. Nadie está desesperado las veinticuatro horas del día, escribió
Konstantinos Kavafis, pero es indudable que, en el caso de Poe, resulta difícil,
si no imposible, determinar dónde empieza la leyenda y dónde acaba la
realidad.

La obra

Si elegir siempre conlleva el riesgo de equivocarse, en el caso que se nos
planteaba —selección de una docena de relatos de E. A. Poe—, éramos

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conscientes de que el posible desacierto podría afectar a alguien más —de ahí
su importancia— que a los responsables de llevar a término la elección. Si
ésta fuese errónea, se distorsionaría la obra de Poe y los lectores serían
víctimas de un fraude frente al que difícilmente podrían defenderse. La
responsabilidad de que tal situación no se diese, sumada a nuestra propia
exigencia de rigor profesional, nos llevó a fijar unos criterios objetivos
mínimos, para que, aun teniendo en cuenta la predecible arbitrariedad que
toda selección encierra, los evitase en la medida de lo posible.
Estos criterios, recogidos según el menor o mayor grado de subjetividad
que permiten introducir, son los que siguen:
— el tema,
— la representatividad,
— la calidad literaria.
El criterio editorial de dar a la luz un tomo donde se recogiese una
muestra de los relatos de terror de Poe eliminaba de por sí todos aquellos que
por sus características temáticas no pudieran incluirse en el género de terror.
Como segundo criterio nos inclinamos por la representatividad, es decir,
el mayor o menor grado en que cada uno de los cuentos contuviesen el modo
o modos típicos de Poe al acercarse al terror, así como sus obsesiones o
gustos favoritos: espacios cerrados, amores fúnebres, mares tenebrosos, etc.
La calidad literaria fue el tercer criterio —the last but not the les [sic]—
que guió nuestra selección. Ni que decir tiene que la exigencia de calidad fue
máxima, aun cuando se buscase compaginarla con la representatividad.
También se tuvo en cuenta lo que podríamos denominar decantación cultural,
procurando recoger aquellos relatos que críticos y degustadores de Poe
aprobaban o citaban con mayor insistencia.
La superposición de estos tres criterios junto con las preferencias
personales dieron como resultado el muestrario narrativo que ofrecemos,
esperando que a pesar de posibles discrepancias merezca una feliz acogida.
Quisiéramos llamar la atención sobre dos cuestiones que atañen a nuestra
tarea: su parcialidad y su ordenamiento.
Extraer de un conjunto de relatos una parte de ellos siempre implica
problemas de parcialidad. En el caso de estos cuentos de Poe la cuestión se
acrecienta dada la profunda unidad orgánica que subyace tras el conjunto de
sus narraciones. Poe manifestaba en una carta:

Al escribir estos cuentos uno por uno, a largos intervalos,


mantuve siempre presente la unidad de un libro, es decir, que
cada uno fue compuesto con referencia a su efecto como parte

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de un todo. Con esta intención, uno de mis designios
principales fue la máxima diversidad de temas, pensamiento y,
sobre todo, tono y presentación. Si todos mis cuentos estuvieran
incluidos en un gran volumen y los leyera como si se tratase de
una obra ajena, lo que más me llamaría la atención sería su
diversidad y variedad. Se sorprenderá usted si le digo que, con
excepción de uno o dos de mis primeros relatos, no considero a
ninguno de ellos mejor que otro. Hay gran variedad de clases,
y esas clases son más o menos valiosas; pero cada cuento es
igualmente bueno en su clase.

El orden de presentación no se ha realizado en función de la calidad o fecha


en que fueron publicados. Aparte de un cierto agrupamiento por escenarios o
tramas —el mar, el amor, la venganza—, la norma que hemos seguido es
gradualizar su complejidad estructural evaluada ésta desde nuestro modesto
juicio literario. La disposición que se ofrece responde a una visión didáctica,
sin que lo obste para que puedan ser leídos en el orden que los interesados
consideren oportuno.

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Tratamiento del terror

En la Introducción a esta temática hemos mencionado que en la creación
de miedo o terror se distinguen dos métodos, técnicas o tratamientos
diferentes, aunque no opuestos, que dan lugar a dos clases o tipos de relatos o
cuentos de terror: un terror directo, en el que la sensación de miedo surge de
elementos terroríficos en sí mismos, y otro indirecto o metafísico, en el que el
horror proviene de ingredientes o escenarios más ambiguos y sugerentes.
Es un rasgo de Poe el eficaz entreveramiento de ambas técnicas, pero a
pesar de ello puede distinguirse en cada cuento la preponderancia de uno u
otro método. En Manuscrito hallado en una botella, Un descenso al
Maelström, El tonel de amontillado, El corazón delator e incluso en Los
hechos en el caso del señor Valdemar, lo terrorífico proviene básicamente de
lo reflexivo, intelectual o psicológico. En Berenice, Ligeia, Hop-Frog y El
entierro prematuro, aun cuando la opresión psicológica está presente,
aparecen elementos horrorosos por sí mismos: tumbas, cadáveres, sangre, etc.
En otros relatos, El pozo y el péndulo, El gato negro o La caída de la Casa de
Usher ambos tratamientos coexisten de forma equilibrada, de ahí que
merezcan especial atención para muchos críticos de su obra.
Para el análisis de los cuentos de terror una de las metodologías
Vías de más fértiles consiste en contraponer los elementos de lo ordinario a
lo extra-
ordinario las presencias de lo extraordinario. Para un comentario sobre Poe
esta óptica conviene en gran manera por la mezcla en sus escritos
de un realismo casi costumbrista con situaciones o escenarios cercanos a lo
nebuloso, siniestro, extraño o anormal. Pablo Neruda, el gran poeta chileno,
llamó exacta tiniebla a esta misteriosa combinación.
Lo extraordinario irrumpe en sus narraciones con cuatro grados:
— hiperbólico,
— extrasensorial,
— extralógico,
— sobrenatural.
Los tres primeros modos de esta escala, tomada de los trabajos del
profesor Serra sobre lo fantástico, si bien no suspenden las leyes naturales,
descubren otras leyes secretas y misteriosas de lo real. El cuarto modo sucede
totalmente al margen de lo natural.

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Lo hiperbólico, lo exagerado, está presente de forma muy precisa en
alguno de los cuentos de Poe. Así, en Un descenso al Maelström, la
grandiosidad del remolino es el elemento que desencadena la trama narrativa.
Lo extrasensorial, aquello que actúa sin que los sentidos lleguen a
captarlo, abunda en los textos de nuestro genial autor. El gato negro es el
mejor ejemplo. El pozo y el péndulo supone precisamente un juego entre los
sentidos y lo que está fuera de sus límites.
Lo extralógico funciona en su narrativa en muy pequeñas dosis y, por
tanto, con gran eficacia. Poe suele buscar a menudo una apoyatura racional
para sus tramas. La presencia del barco fantasma con su tripulación de
extraños ancianos es una clara muestra de ingredientes extralógicos cuya
abundancia, quizás excesiva, se contrarresta literariamente con la noticia final
del autor sobre el mapa de Mercator en el Manuscrito hallado en una botella
Lo sobrenatural sobrevuela la inmensa mayoría de las obras de Poe. El
regusto por todo lo relacionado con la muerte es una de las claves de su
universo narrativo. Ligeia, La caída de la Casa de Usher nos muestran hasta
dónde llegó su talento en ese terreno.
En Berenice, Ligeia y La caída de la Casa de Usher se
encuentra uno de los temas más favoritos de Poe: la no muerte de Aspectos
temáticos
los muertos. Una idea casi fija, que podría tener su origen en
algunos episodios biográficos de la realidad histórica de Poe.
Curiosamente en ellos, y en El entierro prematuro, también aparecen
referencias a la cuestión de la catalepsia y, de forma entremezclada,
divagaciones sobre el opio y sus efectos.
El retorno —real o simbólico— de los muertos, bien para vengarse, bien
para recobrar aquello de lo que la muerte los ha despojado, es un motivo que
descubrimos en El corazón delator, El gato negro y en Ligeia. Si bien es un
tema tradicional de la novela gótica, el tratamiento de Poe es singular: el
retorno, en el caso de los dos primeros relatos, es indirecto o aparente, y en
Ligeia se produce a través de un proceso de reencarnación.
Los hechos en el caso del señor Valdemar se monta sobre un tema que
apasionaba a Poe y que hacía furor en la sociedad norteamericana de su
tiempo: el mesmerismo o doctrina del médico alemán Franz Antón Mesmer
(1734-1815) sobre el magnetismo animal y su aplicación a la hipnosis. Sobre
el mismo motivo escribió Poe otro relato, Revelación mesmérica, que está
muy lejos de la calidad del anterior.
En La caída de la Casa de Usher han visto algunos especialistas en Poe
ciertos rasgos autobiográficos: Usher es Poe a los treinta años. Lady Madeline

Página 213
es Virginia. Sus extrañas relaciones con su hermano y la inconfesable razón
de éste para desear su entierro en vida recuerdan las prolongadas torturas
junto al lecho de su agonizante esposa y prima.
Manuscrito hallado en una botella y Un descenso al Maelström
transcurren en un escenario muy del gusto de Poe. En el primero hay claras
concomitancias con su novela La narración de Arthur Gordon Pym y el
segundo semeja una parábola sobre el terror ancestral a lo desconocido.
Todos ellos suceden en un espacio cerrado, incluso encerrado. Ésta es una
característica general en la escenografía de Poe. Parte de los estudios de su
obra interpretan que esta peculiaridad procede de su mundo psíquico y creen
ver en ello un síntoma de su permanente nostalgia por regresar al perdido
claustro materno. Aunque no se acepte esta visión, es necesario hacer constar
que, literariamente, la elección de espacios limitados y opresivos potencia los
efectos narrativos y concentra su eficacia. El pozo y el péndulo constituye una
excelente prueba de ello.
En la mayoría de los cuentos de misterio el narrador suele
Aspectos coincidir con la víctima. Esta técnica permite una transmisión más
formales:
el narrador fácil de los diferentes estados de ánimo que el encuentro con lo
misterioso provoca en su interior. Por otra parte, la comunicación
entre el lector y el texto es más directa y, por tanto, la transferencia de
ansiedad desde la víctima al lector resulta más eficaz.
En los cuentos de Edgar A. Poe ésta suele ser también la tónica normal.
En Un descenso al Maelströn y El tonel de amontillado esta regla no se
cumple. Mientras que en el primero este hecho no supone una significación de
relieve, en el caso de El tonel de amontillado, además de conferir un tono
humorístico e irónico al texto, explica su final amoral, poco frecuente en Poe,
quien en sus obras no suele dejar sin castigo la transgresión de las leyes
morales.
Entre los cuentos existen ejemplos de composiciones
diferentes. En algunos el relato comienza de forma neutral, crece La
estructura
gradualmente la sensación de misterio y termina en un clímax de
terror. Sucede así, por ejemplo, en Ligeia y Los hechos en el caso
del señor Valdemar. En El pozo y el péndulo el relato comienza en plena
tensión para terminar —excepción en Poe— con un final feliz. En El gato
negro se adelantan, de forma alusiva, los motivos de la intriga o misterio, para
finalizar con una sorpresa final, de forma semejante a El corazón delator.
Desde el punto de vista formal el cuento más interesante es sin duda
alguna La caída de la Casa de Usher. Desde el principio se adelanta la

Página 214
sensación de opresión y perversidad a través de meras intuiciones irracionales
del narrador. La descripción del interior de la casa, el aspecto de Usher y de
su hermana objetivizan esa idea y el desenlace la explica. La técnica del
paralelismo entre los hechos de una lectura y la narración en sí es un acierto
formal brillantísimo.
Este cuento descubre lo que Baldini denomina las analogías musicales de
la estructura de los cuentos de Poe. Para este crítico sus personajes están
regulados a semejanza de los de un drama musical, y el sentimiento del
horror, del miedo, del abatimiento, como también el de la alegría
desenfrenada y salvaje, son, para Poe, como otras tantas tonalidades o
tiempos musicales, con los cuales organiza la estructura de sus dramas.

Constantino BÉRTOLO CADENAS

Página 215
Guía de ilustraciones

Estructura

El ilustrador ha conservado y reflejado los aspectos
Una inter- fundamentales de los escritos de misterio de Poe: el terror, la
pretación fiel
de las «claves» agonía y la sorpresa ante lo inesperado; en suma, las fuerzas de
de Poe lo desconocido y extraordinario. Las ilustraciones, pues,
expresan fielmente los contenidos de Poe, pero en la forma, en la imagen, hay
una considerable diferencia.
Podría pensarse que las ilustraciones de Clarke son una mera
decoración del texto: tal es la exuberancia de líneas y detalles La imagen
decorativa
ornamentales (como en El coloquio de Monos y Una). Pero, al
mirarlas más detenidamente, se perciben con fuerza las claves
básicas de Poe. Aunque la imagen esté tratada irreal e incluso
sofisticadamente, sorprende la gran expresividad de las figuras, personajes
sometidos al terror más desesperado (El pozo y el péndulo, El entierro
prematuro).
La belleza aparece reflejada como contrapunto (Ligeia,
El horror y Morella), y se refiere a personajes y al medio natural: la
la belleza
naturaleza nos muestra su magnitud inquietante (El cottage de
Landor, Silencio). Clarke indaga también en la sorpresa y lo
monstruoso o repugnante (Los hechos en el caso del señor Valdemar, La
caída de la casa de Usher, El gato negro, Los crímenes de la Rue Morgue).
En general, el episodio narrativo que selecciona refleja dos aspectos: el horror
ante lo extraordinario, lo monstruoso hecho presente (La máscara de la
Muerte Roja, El gato negro), y los momentos en que los personajes están
sometidos a la tensión de lo que va a ocurrir (El corazón delator, El tonel de
amontillado).

Página 216
Técnica

Hay una total predilección por la línea, que llega a sutiles
filigranas. El medio utilizado —la tinta china y la pluma— permite El juego
de la
este tipo de imágenes, que no pretenden representar con realismo las línea
anatomías, el volumen o el espacio. Se trata de ambientes en su
mayor parte sin perspectiva, sin juego atmosférico o de luces y sombras.
Prescinde del color, para aumentar la tensión dramática de las
Blanco escenas, mediante el sobrio uso de dos matices absolutos, simbólicos.
y negro
Los tonos grises están conseguidos a base de tramas realizadas con la
pluma, empleando también el punteado y la tinta salpicada.
Este gusto por la línea curva, reflejada como un organismo
vivo y dinámico; las formas estilizadas y de proporciones El estilo
modernista
alargadas; los detalles de ornamentación —suntuosos en la riqueza
y variedad de ropajes y formas— nos remiten a un estilo que
floreció en Europa hacia finales del siglo XIX y que tuvo su definición más
concreta —en el campo de la ilustración de libros— en Inglaterra. Clarke
muestra un estilo muy semejante al del gran maestro británico del Art
Nouveau, Aubrey Beardsley (1872-1898), a quien pertenece la ilustración de
la cubierta. Existe también una relación con el estilo de Arthur Rackham
(1867-1939), autor de las ilustraciones de Hop-Frog.
La tensión dramática y el horror se reflejan especialmente en
Tensión los ojos y la mirada de los personajes, como la parte más expresiva
expresiva
del cuerpo. Algunos personajes (El gato negro) reflejan un tipo de
expresionismo más germánico que británico, ya que la pintura y la
ilustración inglesas han sido más dadas a lo irónico que a lo expresionista;
ésta, en cambio, es una característica casi constante del arte alemán.

El autor

Harry Clarke nació en Dublín en 1890. Su actividad se desarrolló en el
campo del diseño, la decoración y la vidriera, como continuador del
movimiento inglés Arts and Crafts (Artes y Artesanías). Asistió a la Dublin
Metropolitan School of Art (1910-1913), y realizó varias exposiciones. Su
actividad como ilustrador se inscribe en toda una corriente de expansión por
Europa que caracterizó a los seguidores de Beardsley y Rackham, y que
tendría adeptos en Francia y Alemania, particularmente en ilustradores como

Página 217
Von Bayros y Alastair. Clarke realizó también ilustraciones para los cuentos
de Andersen y de Perrault y para el Fausto de Goethe. Murió en Suiza (1931),
cuando el estilo de su obra era ya considerado como las últimas producciones
del decadentismo.

Carmen BERNÁRDEZ

Página 218
Bibliografía

AÑO TÍTULO ORIGINAL TÍTULO CASTELLANO


1827 Tamerlane and Other Poems Tamerlán y otros poemas
—Contiene: Tamerlane, To…; Song; —Contiene: Tamerlane, A…; Canción***
Dreams, Visit of the Dead; Evening Star, [1]; El país de los sueños***; La estrella
Imitation; A Dream Within a Dream; 3 de la tarde***; Un ensueño en un
poemas sin titulo; Stanzas, A Dream, The sueño***; 3 poemas sin título; Estrofas,
Happiest Day-the Happiest Hour; The Un sueño***; El día más feliz***; El
Lake; Spirits of the Dead lago***; El espíritu de la muerte.
1829 Al Aaraaf. Tamerlane, and Minor Poems Al Aaraaf, Tamerlane y poemas menores
—Contiene: Sonet to Science; Al Aaraaf; —Contiene: A la ciencia***; Al Aaraaf;
Romance; To…; To the River; To M; Romanza***; A…***; Al río***; A M…;
Fairy Land Poems País de hadas***.
1831 Poems Poemas
—Contiene: To Helen; Israfel; The —Contiene: A Elena***; Israfel; La
Doomed city; The City in the Sea; Irene; ciudad condenada; La ciudad en el
The Sleeper; A Paean; Lenore; The mar***; Irene; La durmiente***;
Valley Nis; The Valley of Unrest Himno***; Lenore***; El valle Nis; El
valle de la inquietud***.
1832 Metzengerstein[2]. Metzengerstein (s. a.)*[3].
1832 The Duke de l’Omelette[4] El duque de L’Omelette (1956)**[5].
1832 A Tale of Jerusalem[6] Cuento de Jerusalén (s. a.)*.
1832 Loss of Breath[7] El aliento perdido (1956)**.
1832 Bon-bon Bon-bon (1956)**.
1833 Serenade Serenata.
1833 Manuscript Found in a Bottle[8] Manuscrito hallado en una botella.
1833 The Coliseum El Coliseo***.
1834 The Assignation[9] La cita (1944).
1835 Berenice[10] Berenice (s. a.)*.
1835 Morella[11] Morella (s. a.)*.
1835 Lionizing[12] Los leones (s. a.)*.
1835 Hans Phaall, a Tale[13] La incomparable aventura de un tal Hans
Phaall (s. a.)*.
1835 To Mary A Mary.
1835 Shadow-A Parable Sombra-una parábola (1942).
1835 King Pest the First. A Tale Containing an El rey Peste (s. a.)*.
Allegory[14]
1835

Página 219
1835 Scenes Written in an Album-to A F…s S. O…d***
F…s S. O…d
1835 Scenes From an Unpublished Drama Escenas de un drama no publicado.
1835 Politian Policiano.
1836 Four Beast in One[15] Cuatro bestias en una (s. a.)*.
1836 Maelzel’s Chess-player El jugador de ajedrez de Maelzel (s. a.)*.
1837 Ballad-Bridal Ballad Balada nupcial***.
1837 Zante A Zante***
1837 Mystification[16] Mixtificación (1956)**.
1837 Silence. A fable Silencio. Una fábula (1951).
1838 The Narrative of Arthur Gordon Pym Aventuras de Arthur Gordon Pym (s.
a.)*.
1838 Ligeia[17] Ligeia (s. a.)*.
1838 How to Write a Blackwood Article[18] Cómo escribir un artículo a la manera de
Blackwood (1956)**.
1838 A Predicament[19] Una malaventura (1956)**.
1839 The Haunted Palace El palacio embrujado***.
1839 The Devil in the Belfray[20] El diablo en el campanario (s. a.)*.
1839 The Man that Was Used Up[21] El hombre que se gastó (1956)**.
1839 The Fall of the House of Usher[22] La caída de la casa Usher (s. a.)*.
1839 William Wilson[23] William Wilson (s. a.)*.
1839 The Conversation of Eiros and Charmion La conversación de Eiros y Charmion.
1840 Tales of the Grotesque and Arabesque (2 Cuentos de lo grotesco y lo arabesco.
vols.)
—Contiene 24 cuentos
1840 The journal of Julius Rodman Diario de Julius Rodman.
1840 Why the Little Frenchman Wears his Por qué el pequeño francés lleva la mano
Hand in a Sling en cabestrillo (1956)**.
1840 Peter Pendulum, the Business Man El hombre de negocios (1956)**.
1840 Sonnet-Silence Silencio***.
1840 The Man of the Crowd[24] El hombre de la multitud (s. a.)*.
1841 The Murders in the Rue Morgue[25] Los crímenes de la calle Morgue (s. a.)*.
1841 A Descent into the Maelström[26] Un descenso al Maelström (s. a.)*.
1841 The Island of the Fay[27] La isla del hada (1944).
1841 The Colloquy of Monos and Una[28] El coloquio de Monos y Una (s. a.)*.
1841 Never Bet your Head. A moral tale[29] Nunca apuestes tu cabeza al diablo.
1841 Eleonora[30] Eleonora (s. a.)*.
1841 Three Sundays in a Week[31] Tres domingos por semana (s. a.)*.
1842 The Oval Portrait[32] El retrato oval (s. a.)*.
1842 The Mask of the Red Death[33] La máscara de la Muerte Roja (s. a.)*.
1842 The Mystery of Marie Rogêt[34] El misterio de Marie Rogêt (s. a.)*.
1842 The Pit and the Pendulum[35] El pozo y el péndulo (s. a.)*.
1843 The Conqueror Worm El gusano conquistador***.
1843 The Tell-Tale Heart[36] El corazón delator (s. a.)*.

Página 220
1843 The Gold Bug[37] El escarabajo de oro (s. a.)*.
1843 The Black Cat[38] El gato negro (s. a.)*.
1843 Diddling Considered as One of the Exact El timo. (Considerado como una de las
Sciences[39] ciencias exactas). (1956)**.
1843 The Prose Romances Poemas en prosa (1946).
1843 Morning on the Wissahiccon[40] El alce (1956)**.
1844 The Spectacles[41] Los anteojos (s. a.)*.
1844 A Tale of the Rugged Mountains Un cuento de las montañas escabrosas.
1844 The Balloon-Hoax[42] El camelo del globo (s. a.)*.
1844 Doings of Gotham Los hechos de Gotham.
1844 Dream-Land El país de los sueños***.
1844 The Premature Burial[43] El entierro prematuro (1942).
1844 Mesmeric Revelation[44] Revelación mesmérica (s. a.)*.
1844 The Oblong Box[45] La caja oblonga (1951).
1844 The Angel of the Odd[46] El ángel de lo singular (s. a.)*.
1844 The Purloined Letter La carta robada (s. a.)*.
1844 «Thou are the Man[47]» «Tú eres el hombre» (1956)**.
1844 Literary Life of Thingum Bob[48] Autobiografía literaria de Thingum Bob.
1845 The Raven and Other Poems El cuervo y otros poemas (1895).
1845 The Thousand-and-Second Tale of El cuento mil y dos de Scheherazade
Scheherazade[49] (1956)**.
1845 Some Words with a Mummy[50] Conversación con una momia (s. a.)*.
1845 The Power of Words[51] El poder de las palabras (s. a.)*.
1845 The Imp of the Perverse[52] El demonio de la perversidad (s. a.)*.
1845 Eulalie Eulalia***.
1845 Tales (contiene 12 cuentos) Cuentos.
1845 The System of Dr. Tarr and Professor El sistema del doctor Tarr y del profesor
Fether[53] Fether (s. a.)*.
1845 The Facts of M. Valdemar’s[54] La verdad sobre el caso del señor
Valdemar (s. a.)*.
1846 The Sphinx[55] La esfinge (s. a.)*.
1846 A Valentine «Valentine»***.
1846 The Cask of Amontillado[56] El tonel de amontillado (s. a.)*.
1847 To M. L. S. A M. L. S.***.
1847 The Domain ol Arnheim[57] El dominio de Arnheim, o El jardín-
paisaje (s. a.)*.
1847 Ulalume Ulalume***.
1848 An Enigma Un enigma***.
1848 To… A…***.
1848 To Helen (II) A Elena***.
1849 Mellonta Tauta[58] Mellonta Tauta (s. a.)*.
1849 Hop-Frog, or the Eight Chained Orang- Hop-Frog (s. a.)*.
Outangs[59]
1849 For Annie Para Annie***.

Página 221
1849 Von Kempelen and his Discovery[60] Von Kempelen y su descubrimiento
(1956)**.
1849 X-ing a Paragraph[61] X en un suelto (1956)**.
1849 Landor’s Cottage[62] El «Cottage» de Landor (s. a.)*.
1849 Sonnet-to my Mother A mi madre***.
1849 Annabel Lee Annabel Lee***.
1849 The Bells Las campanas***.

Página 222
Índice de contenido

Cubierta

El gato negro (Ilustrado)

Grabado del autor

Cubierta

Introducción a la novela de intriga

El gato negro

Manuscrito hallado en una botella

Un descenso al Maelström

El entierro prematuro

Los hechos en el caso del señor Valdemar

El corazón delator

El tonel de amontillado

Hop-Frog

El pozo y el péndulo

Berenice

Ligeia

La caída de la Casa de Usher

Apéndice

Página 223
Guía de ilustraciones

Bibliografía

Índice de contenido

Notas

Notas a la bibliografía

Página 224
Notas

Página 225
[1] Publicado en esta colección. <<

Página 226
[2] Publicado en esta colección. <<

Página 227
[3] Publicado en esta colección. <<

Página 228
[4] Publicado en esta colección. <<

Página 229
[5] Dios de la riqueza, hijo de Ceres y de Jasón, a quien Júpiter privó de la

vista para que repartiera sus dones a los hombres sin distinguir unos de otros.
Se le representa en figura de niño con el cuerno de la abundancia en las
manos. <<

Página 230
[6] Philippe Quinault (1635-1688). Oscuro dramaturgo francés, autor de unos

catorce libretos de ópera. La cita que hace Poe pertenece a una ópera
dramática en cinco actos titulada Atys. Dice así: «Quien no tiene más que un
momento para vivir / Nada tiene que disimular». <<

Página 231
[7] Alusión a Pirrón de Elide (alrededor del 365-275 a d. C.), quien afirmaba

que la consecución del conocimiento absoluto era imposible, y que la razón


no puede conocer la esencia íntima de las cosas. Pirronismo es sinónimo de
escepticismo. <<

Página 232
[8] Fuegos fatuos. (En latín en el original). <<

Página 233
[9] Java es una isla de Indonesia en el archipiélago de la Sonda, cuya capital es

Yacarta (antes Batavia). <<

Página 234
[10] Archipiélago situado en el Mar de Omán, frente a la costa de Malabar, que

pertenece a la Unión India. <<

Página 235
[11] Del árabe ghuráb, que significa «cuervo». Pequeña embarcación de dos

mástiles, con velas en cruz, o en forma de alas. <<

Página 236
[12] Monstruos marinos, mencionados por primera vez por el teólogo danés

Erik Pontoppidan (1698-1764), obispo de Bergen y autor de la Historia


Natural de Noruega, aparecida en 1752. Se los considera causantes de los
remolinos y de los maremotos. <<

Página 237
[13] Baalbek está en Líbano; Tadmor, en Palmira (la bíblica ciudad de las

palmeras, en Siria); Persépolis, en Persia (la ciudad de Darío I). <<

Página 238
[14] Gerhard Kremer, que latinizó su apellido, convirtiéndolo en Mercator fue

un matemático y geógrafo holandés nacido en 1512 y muerto en 1594. Poe


alude a sus cartas geográficas, que son, de entre su obra, lo que más fama le
ha dado. <<

Página 239
[15] Joseph Glanvill —no Glanville, como equivocadamente escribe Poe— fue

un escritor inglés del siglo XVII, perteneciente al círculo de los platónicos de


Cambridge, compuesto por idealistas entregados al estudio de la cábala judía,
entre otras materias. La cita pertenece al libro Ensayos sobre diversos e
importantes temas de Filosofía y Religión (1676). <<

Página 240
[16] Mar tenebroso (en latín en el original). Poe hace alusión al árabe Idrisi,

autor del Kitab Rujjar, o Libro del Entendimiento. Mare Tenebrarum, por otra
parte, es la denominación común del Mar del Norte. <<

Página 241
[17] Geógrafo noruego, que cita la Historia Natural de Noruega, publicada en

1752. Según parece, Poe toma el dato de la tercera edición de la Enciclopedia


británica (Edimburgo, 1797), pero no cita al obispo danés Erik Pontoppidan,
que es el autor de la mencionada Historia Natural de Noruega. <<

Página 242
[18] Uno de los ríos del infierno, según los griegos. Era afluente del Aqueronte

y llevaba torrentes de llamas. <<

Página 243
[19] Athanasius Kircher (1601-1680). Jesuita alemán, políglota, matemático e

inventor, entre otras cosas, de una máquina de escribir. Entre sus obras
destaca la titulada Mundo subterráneo. <<

Página 244
[20] Véase Arquímedes, De Incidentibus in Fluido, lib. 2. (Nota del Autor).

[Arquímedes (nacido en Siracusa en el año 287 a. de C., y asesinado en el


212) fue el más importante matemático y físico de la antigüedad. De entre sus
obras sobresalen las tituladas La medida del círculo, De la esfera y el
cilindro, De la cuadratura de la parábola, De los conoides y esferoides, y la
que cita Poe: Del equilibrio de los cuerpos en los fluidos]. <<

Página 245
[21] Paso del Beresina o Bereziná: En 1812, los restos del gran ejército
napoleónico se encontraron rodeados por tres ejércitos rusos cerca del río
Bereziná. Napoleón engañó a los rusos sobre el lugar del paso del río, aunque
murieron la mayoría de los constructores de este paso. Terremoto de Lisboa:
La capital de Portugal fue destruida por un seísmo seguido de un incendio en
1755. Peste de Londres: En 1665 una grave epidemia de peste mató a 75 000
personas, y al año siguiente un gigantesco incendió destruyó las 4/5 partes de
la ciudad. Se conoce como noche de San Bartolomé a la matanza general de
protestantes ejecutada por orden de Carlos IX, en París, el 24 de agosto (San
Bartolomé) de 1572. Agujero negro de Calcuta: En 1756, Suraj-ud-Dowlah,
gobernador de Bengala, se apoderó de Calcuta. Los ingleses escaparon y,
entre los que quedaron, metió a 146 personas en un calabozo de menos de 2
metros cuadrados. Al día siguiente sólo quedaban 23 vivos, entre ellos el
historiador del hecho. <<

Página 246
[22] Literato, hombre de letras (en francés en el original), así como señorita

(mademoiselle), que acabamos de ver, y señor (monsieur), que aparece más


adelante. <<

Página 247
[23] Aplicación de la galvanoplastia, método que consiste en la aplicación de

un ánodo puntiagudo en el punto de la piel escogido para la exploración de


los nervios sensitivos y vasomotores, y un cátodo situado en cualquier otro
punto del cuerpo. La galvanoplastia fue descubierta en 1790 por Luigi
Galvani (1737-1798), un famoso médico y físico italiano que dedicó sus
investigaciones a la acción de la electricidad sobre la piel, los nervios y la
musculatura del cuerpo humano. <<

Página 248
[24] Autopsia. (En latín en el original). <<

Página 249
[25] William Buchan (1729-1905), médico inglés, célebre por un tratado de

medicina práctica que lleva por título El médico doméstico. Escribió también
la obra Deberes de una madre. <<

Página 250
[26] Nombre antiguo del Amu-Daria, río de Asia que nace en Afganistán y

sirve de frontera entre este país y las Repúblicas Soviéticas de Tayikia y


Uzbekia, para desembocar en el lago Aral, aunque antiguamente lo hacía en el
Caspio. En cuanto a la mención que Poe hace de Afrasiab, puede que, en su
afán por llenar sus escritos de citas no siempre fundadas, se refiera a Abraxas,
que es un vocablo simbólico usado por los gnósticos para expresar el curso
del sol. Abraxas ha sido considerado también como dios que reúne en sí
mismo lo divino y lo demoniaco. <<

Página 251
[27] Doctrina del magnetismo animal, o hipnosis, expuesta por Mesmer en la

segunda mitad del siglo XVIII. Franz Anton Mesmer (1734-1815) fue un
médico alemán cuyos experimentos despertaron siempre gran animadversión
entre los demás componentes de la clase médica, que le consideraban un
charlatán. En 1784 el Gobierno francés decidió investigar sus actividades,
prohibiéndole el ejercicios de las mismas. <<

Página 252
[28] A punto de morir. (En latín en el original). <<

Página 253
[29] Biblioteca forense. (En latín en el original). <<

Página 254
[30] Pseudónimo. (En francés en el original). <<

Página 255
[31] Wallenstein es la conocida trilogía dramática del poeta alemán Johann

Cristoph von Friedrich Schiller (1759-1805). Escrita en verso, las tres piezas
de que consta son: El campamento de Wallenstein (1796), Los Piccolomini
(1797-1798) y La muerte de Wallenstein (1798-99). Gargantúa, novela del
escritor francés François Rabelais (1494-1553), fue publicada en 1534. Dos
años antes había publicado Pantagruel, y en 1546 y 1548 los libros tercero y
cuarto. De la unión de todo este material, más un quinto libro inconcluso,
surgió la conocida novela Gargantúa y Pantagruel. <<

Página 256
[32] Político norteamericano (1773-1833). Partidario de Jefferson y demócrata

en 1799, se opuso a la guerra con Inglaterra en 1812, cuando era Jefe del
Partido Republicano. Pretendía ser descendiente del príncipe indio
Pocahontas. <<

Página 257
[33] Literalmente, palabra por palabra. (En latín en el original). <<

Página 258
[34] Líquido seroso que supuran algunas úlceras. <<

Página 259
[35] Especie de ropón antiguo que llegaba hasta las rodillas, parecido a una

capa, y que llevaban los hombres en la época de Luis XIV. Su nombre (en
francés en el original) procede del duque de Roquelaure. Poe
equivocadamente escribe roquelaire. <<

Página 260
[36] Palacio, casa suntuosa. (En italiano en el original). <<

Página 261
[37] Región francesa del departamento de Gironde, famosa por sus vinos. <<

Página 262
[38] Nadie me hostiga impunemente. (En latín en el original). Es la divisa de

Escocia. <<

Página 263
[39] «¡Descanse en paz!». (En latín en el original). El orden correcto de la

frase es Requiescat in pace, y pertenece a la liturgia católica de difuntos. <<

Página 264
[40] Rara especie sobre la tierra. (En latín en el original). La expresión es

corriente entre los poetas latinos. Véase por ejemplo en Horacio (65-8 a
d. C.), Sátiras, libro II, 2, 26, y en Juvenal (60-140 aprox.), Sátiras, 6, 165.
<<

Página 265
[41]
François Rabelais (1494-1553). Médico, filósofo y pedagogo francés
considerado creador de la lengua francesa moderna. Véase Los hechos en el
caso del señor Valdemar, nota 31. <<

Página 266
[42] François Marie Arouet (1694-1778), más conocido por F. M. Voltaire,

nombre que adoptó en 1718. Escritor, poeta y pensador francés, publicó su


obra Zadig en 1732. Autor, también, de la afamada obra que lleva por título el
de Cartas inglesas. <<

Página 267
[43] Hop: brinco; Frog: Rana. El autor alude al juego de «pídola», que en

inglés se denomina «leap-frog». <<

Página 268
[44] Fiesta. (En francés en el original). <<

Página 269
[45] Brillo, realce. (En francés en el original). <<

Página 270
[46] Papeles. (En francés en el original). <<

Página 271
[47] La mayor de las grandes islas del archipiélago de la Sonda (Malasia).

Forma parte de la República de Indonesia. La isla de Borneo fue descubierta


en 1521 por los españoles capitaneados por Magallanes. <<

Página 272
[48]
Cuarteto compuesto para las puertas del mercado que había de ser
construido en el emplazamiento del Club de los Jacobinos en París.

Aquí la turba impía de verdugos
alimentó con sangre de inocentes
su gran furor y no quedó saciada.
Salvada ya la patria, quebrantado
el antro de la muerte,
donde reinaba el crimen monstruoso
la vida y la salud ahora florecen. <<

Página 273
[49] Personas pertenecientes a la Inquisición, que era un tribunal, distinto del

ordinario y presidido por un obispo, encargado por el papado de la lucha


contra la herejía. <<

Página 274
[50] Nombre griego de Plutón, dios de los infiernos. En este caso se refiere al

lugar mismo, esto es, al lugar de los muertos, que también recibía el nombre
de Hades. <<

Página 275
[51] En el original Poe dice textualmente autos-da-fé. El auto de fe era la

proclamación de la sentencia dictada por la Inquisición, seguida de la


abjuración de los errores o de la entrega a la autoridad civil de los condenados
a muerte. <<

Página 276
[52] La yarda tiene 91,44 cm. El perímetro, pues, era de unos 46 metros. <<

Página 277
[53] Thule, nombre con el que se conocía en la antigüedad a las islas
descubiertas al norte de las Británicas. Ultima Thule era el límite norte del
mundo conocido, que aquí se toma como «última o extrema prueba». La frase
latina Ultima Thule (literalmente «la más apartada Thule») pertenece a la
Geórgica I (v. 30) del poeta latino Publio Virgilio Marón (70-19 a. de C.). En
la época romana se consideraba que más allá de esa supuesta isla no existía
ningún país. Así lo da a entender también el escritor y filósofo latino de
origen hispano —nació en Córdoba—, Lucio Anneo Séneca (3 a. de C.-65 d.
de C.) en su tragedia Medea (vv. 378-379). <<

Página 278
[54] Es decir, de unos 12 milímetros. <<

Página 279
[55] Antonine C. L. Lasalle (1775-1809), conde de Lasalle, fue un general de

la Caballería de Napoleón, que sobresalió en las campañas de Italia, Egipto,


Prusia y España. Pasó luego a Asturias, y murió en la batalla de Wagran a
consecuencia de una herida en la cabeza. <<

Página 280
[56] Parece evidente que Poe se refiere a Ben Zaid, cortesano de Abd al-

Rahman III (891-961), astrónomo y filósofo, que fue también, curiosamente,


obispo cristiano, autor del libro Higiene de los cuerpos. Vivió en Córdoba y
compuso el calendario del año 961. La cita latina dice: «Mis camaradas me
decían que si visitara el sepulcro de mi amiga, se aliviarían en parte mis
preocupaciones». <<

Página 281
[57] Ciudad simbólica, síntesis del paisaje paradisíaco. Poe le dedicaría un

cuento entero: El dominio de Arnheim, o el jardín-paisaje, donde se lee: «Por


supuesto es innecesario decir dónde estaba la localidad». <<

Página 282
[58] Celio Secondo Curione (1503-1569), escritor y polemista religioso
italiano, que se unió al coro de protestas por la condena del español Miguel
Servet con la publicación De amplitudine beati regni Dei (La grandeza del
reino santo de Dios). San Agustín (Aurelius Augustinus, 354-430), obispo y
Padre de la Iglesia Católica africana, interpretó en La ciudad de Dios la vida
individual y social del hombre a la luz de los principios del cristianismo.
Tertuliano (Quintus Septimus Florens Tertullianus, c. 155-220), apologista y
teólogo africano, autor de unas 30 obras doctrinales, apologéticas, ascéticas y
morales. En De carne Christi (La carne de Cristo) combatió el docetismo y
expuso la doctrina cristiana de que el cuerpo de Cristo era un cuerpo humano.
«El hijo de Dios ha muerto: es tanto más creíble cuanto más incongruente; y
sepultado, resucitó: es tan cierto como imposible». <<

Página 283
[59] Rey de Egipto (304-247 a. C.), que sucedió a Ptolomeo I después de matar

a sus hermanos. Hizo casar a su hijo Everzete con Berenice, su sobrina, que le
aportó en dote la Cirenaica. Se le debe la traducción al griego de la Biblia
hebraica llamada «versión de los setenta». Protector de las artes y las ciencias.
<<

Página 284
[60] Planta liliácea silvestre con flores blancas a lo largo de un tallo erguido y

hojas radicales. <<

Página 285
[61] Ya que Júpiter, durante la estación invernal, da dos veces siete días de

calor, los hombres han llamado a este tiempo clemente y templado la nodriza
de la hermosa Alcíone. —Simónides. (Nota del autor). [Poe atribuye este
texto al poeta griego Simónides (556-467 a. de C). Alcíone, una de las
Pléyades, casó con Ceix, y en un naufragio Tetis los metamorfoseó en
alciones (nombre con el que también se conoce al pájaro «martín pescador»).
Pero aquí Poe se refiere a otra tradición, según la cual las Pléyades se habrían
quitado la vida, desconsoladas por la muerte de sus hermanas las Híades, y
Zeus las habría transformado en astros: se trata de la constelación de las
Pléyades, que aparece a mediados de mayo como anuncio del buen tiempo.
Concretamente Alcíone fue convertida en Alción (nótese la identidad de
nombre con el pájaro), la estrella más brillante de las Pléyades]. <<

Página 286
[62] No se tienen noticias de la existencia de tal personaje. Seguramente se

trata de otra cita apócrifa de Poe. Todos sus pasos eran sentimientos. Todos
sus dientes eran ideas. (En francés en el original). <<

Página 287
[63] Véase la nota 15 en Un descenso al Maelström. <<

Página 288
[64] Sin duda Poe se inventó el nombre de la divinidad así como el de su

leyenda. Posiblemente Ashtophet sea una palabra surgida de la suma de otras


dos: Ashtoreth o Astarté, diosa fenicia y egipcia del amor y la fecundidad, y
Tophet o Tófet (voz púnica que significa «lugar de holocausto»), asociado en
la Biblia con Milkom o Moloc y otras divinidades a quienes se ofrecían
sacrificios humanos. Así, podemos leer en el profeta Jeremías: «Los hijos de
Judá […] han construido los altos de Tófet […] para quemar a sus hijos e
hijas en el fuego» (Jer 7, 30-32). <<

Página 289
[65] Isla griega del mar Egeo, cuna de Apolo y Diana. Allí se encontraba el

gran templo de Apolo, y en un tiempo fue depositaria del tesoro de la


Confederación de los aliados de Atenas. <<

Página 290
[66]
Francis Bacon (1561-1626), filósofo y político inglés, es autor, entre
otras, de las obras El adelanto del saber, Sobre los avances de las ciencias y
Apotegmas. <<

Página 291
[67] Géneros. (En latín en el original). <<

Página 292
[68] Escultor ateniense a quien se atribuye la Venus de Médicis. <<

Página 293
[69] Poe alude aquí a la novela oriental de Frances Sheridan titulada La
historia de Nourjahad, que vio la luz en 1767. <<

Página 294
[70] Filósofo griego que vivió hacia los años 460-370 a. de C., de quien se dice

que se sacó los ojos para ver mejor. Poe alude probablemente a su teoría
filosófica, según la cual la naturaleza está compuesta de vacío y átomos.
Demócrito ha sido considerado como uno de los precursores de la teoría
atómica. <<

Página 295
[71] Las «estrellas gemelas de Leda» son los Dioscuros Cástor y Pólux, hijos

de Leda y Tindáreo, aunque su paternidad es algo más complicada. Se


afirmaba —dice F. Guirand en su Mitología general— que «Zeus participó de
esta paternidad, por cierta visita que hizo a Leda, metamorfoseado en cisne.
Ésta dio a luz dos huevos, de los que nacieron, por un lado, Pólux y Helena,
tenidos por vástagos de Zeus, y, por otro, Cástor y Clitemnestra, considerados
como hijos de Tindáreo. A pesar de su diferencia de origen, Cástor y Pólux,
denominados con un apelativo común, el de Dioscuros, que significa retoños
de Zeus, vivieron en todo tiempo estrechamente vinculados el uno al otro».
Tanto es así, que al morir solicitaron a Zeus que no los separase y los
convirtió en estrellas. Es la constelación de Géminis, a la que alude Poe. <<

Página 296
[72] Constelación del hemisferio boreal del cielo, limitada por la del Dragón,

Cisne, Zorro y Hércules. Sus estrellas más brillantes son Vega, de 1.ª mag., le
siguen dos de 3.ª mag., siete de 4.ª mag., etc. La estrella variable β, típica de
las variables líquidas, la cuádruple ε, y alguna otra, pueden ser contempladas
con telescopios de escasa potencia e incluso con gemelos. <<

Página 297
[73] Según los mahometanos, el Ángel de la Muerte. <<

Página 298
[74] Mimos, farsantes, bufones. <<

Página 299
[75] Este poema no apareció en la primera versión de Ligeia. Fue publicado

independientemente en el Graham’s Magazine de enero de 1843, con el título


de «El Gusano Vencedor», y luego incorporado a Ligeia en la versión del
Broadway Journal (27 de septiembre de 1845). <<

Página 300
[76] Localidad del País de Gales, sito en las proximidades del Puerto Madoc,

en la bahía de Tremadoc, que a su vez constituye la parte septentrional de la


de Cadirgan, formada por el canal de San Jorge. <<

Página 301
[77] En árabe al-Aqsur, ciudad del Alto Egipto. Actualmente ocupa el sector

meridiano de la antigua ciudad faraónica, Tebas. <<

Página 302
[78] Pierre Jean de Béranger (1780-1857), poeta francés popular por sus
canciones satíricas, que lo llevaron a prisión en 1821 y en 1828. Combatió a
los borbones y fue protegido de Luciano Bonaparte. Sus obras principales se
titulan Canciones morales y Nuevas y viejas canciones. Los versos citados
por Poe pertenecen al poema Le Refus («El rechazo») y dicen así: «Su
corazón es un laúd; / tan pronto como se le toca, resuena». <<

Página 303
[79] Aburrido, cansado. (En francés en el original). <<

Página 304
[80] Carl Maria von Weber (1786-1826), compositor alemán, el primero de la

escuela romántica de su país. Se le considera maestro de Wagner, es autor de


más de diez óperas y de una gran cantidad de marchas, canciones, sonatas y
valses. <<

Página 305
[81] Henry Fuseli (1741-1825), pintor y escritor inglés. Imitador de Reynolds,

escribió crítica de arte. <<

Página 306
[82] Género musical pianístico típico de la época romántica. Su nombre alude

al carácter de «improvisación» que tiene, que le permite adoptar cualquier


estilo y extensión. <<

Página 307
[83] Poe publicó este poema en abril de 1839 en la revista Baltimore Museum.

Después decidiría incluir los versos en el presente cuento. <<

Página 308
[84] Watson, el doctor Percival, Spallanzani y especialmente el obispo de
Landaff. Véase Ensayos químicos, vol. V. (Nota del autor). [Con Watson
debe de referirse Poe al médico inglés sir William Watson (1715-1787),
estudioso de los fenómenos eléctricos y perfeccionador de la botella de
Leyden. Thomas Percival (1740-1804), médico inglés, fundador de la
Sociedad literaria y filosófica. Lazzaro Spallanzani (1729-1799) fue un
naturalista italiano que hizo muchos viajes científicos y estudios y llevó a
cabo varios experimentos. Entre sus obras cabe mencionar el Opúsculo de
física vegetal y animal]. <<

Página 309
[85] Seres fabulosos, mitad cabra, mitad hombre. <<

Página 310
[86] Jean-Baptiste Louis Gresset (1709-1777), escritor satírico francés autor

del poema Ver-vert y de la epístola La Cartuja (La Chartreuse). Niccoló


Machiavelli (1469-1527), estadista y escritor italiano conocido por su obra El
Príncipe, y autor de la sátira citada Belfagor archidiablo. Emanuel
Swedenborg (1688-1772), místico sueco, que expuso su teosofía en Los
arcanos celestes (obra a la que probablemente se refiere Poe). Ludvig
Holberg (1684-1754), escritor danés, autor de la sátira El viaje al interior de
la tierra de Nicolás Klim. Robert Fludd (1574-1637), médico y polígrafo
inglés, autor importante de teosofía, no se le conoce la paternidad de
Quiromancia, así como los otros autores que cita Poe. Johann Ludwig Tieck
(1773-1853), escritor romántico alemán, conocido por su amplia producción,
entre la que no se encuentra la obra citada por Poe. Tommaso Campanella
(1568-1639), pensador italiano, expone su sueño político en La ciudad del
Sol. Nicolás Eimerico (1320-1399), teólogo e inquisidor español de Gerona
(clave de la confusión de Poe). Nombrado inquisidor general del reino de
Aragón en 1356, escribió el Directorium Inquisitorum (Directorio para
Inquisidores), en 11 volúmenes, que han quedado inéditos. Pomponius Mela
(s. I), geógrafo latino de origen hispánico. Vigiliae… resulta desconocida. <<

Página 311
[87] No hay constancia de la existencia de la obra y del autor que cita Poe. Es,

a todas luces, un dato de su propia cosecha. Mad significa locura; trist, sin
embargo, no tiene traducción posible. Quizás Poe lo utilice como pretendida
denominación geográfica. O quizás use tri, prefijo de tres, o de tercero, y
luego st, abreviatura de estrofa, de donde la traducción posible sería la
siguiente: «Locura en tres estrofas»; o, también, «Locura en tres fases». <<

Página 312
[88] Concretamente en El escarabajo de oro y otros cuentos y en La narración

de Arthur Gordon Pym. <<

Página 313
Notas a la bibliografía

Página 314
[1]
Poemas publicados por primera vez en el volumen Poesía (s. a.). En
adelante sólo se citara como: ***. <<

Página 315
[2] Cuento publicado en «Saturday Courier». <<

Página 316
[3] Es decir, sin año. Publicados en fecha próxima a la edición original en los

siguientes títulos: Historias Extraordinarias, Nuevas Historias


Extraordinarias, Historias grotescas y serias y Cuentos de lo grotesco y lo
arabesco. En adelante sólo se citara como: (s. a.)*. <<

Página 317
[4] Cuento publicado en «Saturday Courier». <<

Página 318
[5] Cuentos publicados por primera vez en Obras en prosa (2 vols.). Puerto

Rico. En adelante sólo se citara como: (1956)**. <<

Página 319
[6] Cuento publicado en «Saturday Courier». <<

Página 320
[7] Cuento publicado en «Saturday Courier». <<

Página 321
[8] Cuento publicado en «Baltimore Saturday Visiter». <<

Página 322
[9] Cuento publicado en «Godey’s Ladys Book». <<

Página 323
[10] Cuento publicado en «Southern Literary Messenger». <<

Página 324
[11] Cuento publicado en «Southern Literary Messenger». <<

Página 325
[12] Cuento publicado en «Southern Literary Messenger». <<

Página 326
[13] Cuento publicado en «Southern Literary Messenger». <<

Página 327
[14] Cuento publicado en «Southern Literary Messenger». <<

Página 328
[15] Cuento publicado en «Southern Literary Messenger». <<

Página 329
[16] Cuento publicado en «American Monthly Magazine». <<

Página 330
[17] Cuento publicado en «American Museum of Science». <<

Página 331
[18] Cuento publicado en «American Museum of Science». <<

Página 332
[19] Cuento publicado en «American Museum of Science». <<

Página 333
[20] Cuento publicado en «Saturday Chronicle and Mirror of the Times». <<

Página 334
[21] Cuento publicado en «Burton’s Gentleman’s Magazine». <<

Página 335
[22] Cuento publicado en «Burton’s Gentleman’s Magazine». <<

Página 336
[23] Cuento publicado en «The Gift ». <<

Página 337
[24] Cuento publicado en «Burton’s Gentleman’s Magazine». <<

Página 338
[25] Cuento publicado en «Graham’s Lady’s and Gentleman’s Magazine». <<

Página 339
[26] Cuento publicado en «Graham’s Lady’s and Gentleman’s Magazine». <<

Página 340
[27] Cuento publicado en «Graham’s Lady’s and Gentleman’s Magazine». <<

Página 341
[28] Cuento publicado en «Graham’s Lady’s and Gentleman’s Magazine». <<

Página 342
[29] Cuento publicado en «Graham’s Lady’s and Gentleman’s Magazine». <<

Página 343
[30] Cuento publicado en «The Gift ». <<

Página 344
[31] Cuento publicado en «Saturday Evening Post». <<

Página 345
[32] Cuento publicado en «Graham’s Lady’s and Gentleman’s Magazine». <<

Página 346
[33] Cuento publicado en «Graham’s Lady’s and Gentleman’s Magazine». <<

Página 347
[34] Cuento publicado en «Ladies Companion». <<

Página 348
[35] Cuento publicado en «The Gift ». <<

Página 349
[36] Cuento publicado en «The Pioneer». <<

Página 350
[37] Cuento publicado en «Dollar Newspaper». <<

Página 351
[38] Cuento publicado en «Saturday Evening Post». <<

Página 352
[39] Cuento publicado en «Saturday Courier». <<

Página 353
[40] Cuento publicado en «The Gift ». <<

Página 354
[41] Cuento publicado en «Dollar Newspaper». <<

Página 355
[42] Cuento publicado en «New York Sun». <<

Página 356
[43] Cuento publicado en «Dollar Newspaper». <<

Página 357
[44] Cuento publicado en «Columbian Lady’s…». <<

Página 358
[45] Cuento publicado en «Godey’s Ladys Book». <<

Página 359
[46] Cuento publicado en «Columbian Lady’s…». <<

Página 360
[47] Cuento publicado en «Godey’s Ladys Book». <<

Página 361
[48] Cuento publicado en «Southern Literary Messenger». <<

Página 362
[49] Cuento publicado en «Godey’s Ladys Book». <<

Página 363
[50] Cuento publicado en «American Review». <<

Página 364
[51] Cuento publicado en «United States Magazine and Democratic Review».

<<

Página 365
[52] Cuento publicado en «Graham’s Lady’s and Gentleman’s Magazine». <<

Página 366
[53] Cuento publicado en «Graham’s Lady’s and Gentleman’s Magazine». <<

Página 367
[54] Cuento publicado en «American Review». <<

Página 368
[55] Cuento publicado en «Arthur’s Ladies Magazine». <<

Página 369
[56] Cuento publicado en «Godey’s Ladys Book». <<

Página 370
[57] Cuento publicado en «Columbian Lady’s…». <<

Página 371
[58] Cuento publicado en «Godey’s Ladys Book». <<

Página 372
[59] Cuento publicado en «The Flag of our Union». <<

Página 373
[60] Cuento publicado en «The Flag of our Union». <<

Página 374
[61] Cuento publicado en «The Flag of our Union». <<

Página 375
[62] Cuento publicado en «Arthur’s Ladies Magazine». <<

Página 376
Página 377

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