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P 11.1 Aubert Gaulejac - Las Enfermedades de La Excelencia Cap 8

Este documento describe la "quemadura interna", una enfermedad causada por el agotamiento de los recursos físicos y mentales después de un esfuerzo excesivo para alcanzar un objetivo irrealizable. Afecta a personas que alimentan un ideal elevado y han trabajado enérgicamente para lograrlo. La sociedad actual fomenta ideales de excelencia que conducen a exigencias insaciables y miedo al fracaso, lo que puede llevar al individuo a desarrollar una imagen de sí mismo desconectada de su personalidad real

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Este documento describe la "quemadura interna", una enfermedad causada por el agotamiento de los recursos físicos y mentales después de un esfuerzo excesivo para alcanzar un objetivo irrealizable. Afecta a personas que alimentan un ideal elevado y han trabajado enérgicamente para lograrlo. La sociedad actual fomenta ideales de excelencia que conducen a exigencias insaciables y miedo al fracaso, lo que puede llevar al individuo a desarrollar una imagen de sí mismo desconectada de su personalidad real

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Capítulo 8:

Las enfermedades de la excelencia.


Aubert Gaujelac.

La quemadura interna o la enfermedad de la idealidad.

Desde hace algunos años, ha aparecido un nuevo concepto para designar una
enfermedad específica que afecta a muchos de nuestros contemporáneos en el curso de su
vida personal o profesional: es el de burn out, traducido en español por el término
«quemadura interna», o incendio interna La quemadura interna es la enfermedad del
agotamiento de los recursos físicos y mentales, que sobreviene tras un esfuerzo
desmesurado para alcanzar un fin irrealizable, que uno se había fijado o que los valores de
la sociedad habían impuesto.
Una persona «quemada» se parece, según el creador del concepto, Herbert
Freudenberger,2 a un edificio destruido por el fuego. «Lo que antes era un complejo lleno de
vida ahora no es más que una estructura desierta. Donde había un edificio rebosante de
actividad, no quedan más que algunos escombros que nos recuerdan toda la vida y la energía
que reinaban. Tal vez algún lienzo de muro quede todavía en pie, tal vez se puedan aún
distinguir algunas ventanas; incluso tal vez toda la estructura exterior esté aún intacta, pero
si curioseáis en el interior, os sobrecogerá la enorme desolación reinante... Las personas a
veces sufren incendios, al igual que los inmuebles. Bajo el efecto de la tensión que produce
la vida en nuestro complejo mundo, sus recursos internos acaban por consumirse como si
estuvieran bajo la acción de las llamas, dejando tan sólo un inmenso vacío en el interior, aun
cuando la apariencia externa parezca más o menos intacta.»
La persona quemada sufre una profunda fatiga y una frustración aguda, «causadas por
su devoción hacia una causa, un modo de vida o una relación que no ha producido la
recompensa esperada... En esta persona, la tensión se acumula hasta llegar inevitablemente
a un agotamiento de sus recursos, de su vitalidad, de su energía y de sus capacidades de
funcionamiento».3
La particularidad de esta enfermedad es que afecta generalmente a personas que

2 H. Freudenberger, L’Épuismentprofessionnel, la brulurt interne, GaEtán Monn,


1985.
3 H. Freudenberger, op. cit.
alimentan un ideal elevado y que han puesto todo su empeño en alcanzar este ideal. La
mayoría de los que terminan siendo víctimas de tal enfermedad son personas que han
trabajado enérgicamente para alcanzar un objetivo; «Su horario siempre está lleno y, sea
cual sea la tarea a realizar, seguro que siempre harán más de lo que les corresponde. Se
trata generalmente de líderes que no admiten que puedan tener límites y que se queman a
fuerza de exigir demasiado de sí mismos. Todas estas personas tenían grandes esperanzas
y nunca han querido transigir en su camino».4
De hecho, si esta enfermedad alcanza a cierta categoría de personas es porque se trata,
específicamente, de la enfermedad de la idealidad. Según Freudenberger, es prácticamente
imposible que Una persona que carece de un gran ideal o que un individuo que vive al día
caigan en este estado. Los riesgos de incendio parecen limitados exclusivamente a los
hombres y mujeres dinámicos «con aptitudes de líderes y numerosos objetivos a alcanzar»,
sea cual sea la naturaleza de tales objetivos; pueden estar situados en su matrimonio, del
que exigirá que sea de los más exitosos, o en su trabajo, que debe ser realizado a la
perfección, o en sus hijos, para los que espera un brillante triunfo. En una palabra, se trata
de personas que se comprometen a fondo en todas sus empresas, en las que además
experimentan durante largo tiempo una profunda satisfacción y en las que han dado
muestras de una gran energía.
El sentimiento de quemadura interna no se produce generalmente de una sola vez, sino
que se instala poco a poco, la brasa quema lentamente antes de que aparezca la llama;
personas que habían estado durante gran parte de su vida llenas de entusiasmo, de energía
y de optimismo empiezan a sentirse apáticas y sin vitalidad. «Su energía se transforma en
abulia, su entusiasmo en cólera y su optimismo en desesperanza.»
Este mal vendría dado por la sociedad en que vivimos. Parece derivar de la lucha
constante que sostenemos para dar un sentido a nuestra vida: los ideales de excelencia que
caracterizan a nuestra sociedad serían la causa directa. La necesidad de trabajar
enérgicamente, de «apostar fuerte», de llegar a la excelencia, de tender hacía mayores
éxitos, de perfeccionarse constantemente y de esforzarse cada vez más, están en el origen
de éste fenómeno. En cierto modo, el individuo se encuentra encerrado en una espiral
infernal, obligado a correr siempre más rápido en una vida donde todo cambia a tal velocidad
que no queda nada estable a que asirse para recuperar el aliento: «Un poco como Alicia en
el país de las maravillas, ahora nos damos cuenta de que hay que “correr con todas tus

4 H. Freudenberger, op. cit.


fuerzas para poder permanecer en el mismo sitio. Si quieres ir a otra parte, tendrás que
correr al menos dos veces más rápido”».4 Tal es, en efecto, el «coste elevado del éxito», que
nos conduce a exigir cada vez más de nosotros mismos, consumiendo así toda nuestra
energía. «Si queremos mantener nuestra posición, debemos ser excelentes en todo
momento.» De este modo, se agotan nuestros recursos internos y se produce lentamente el
incendio que nos consume.
Según Freudenberger, tales estragos no se producen fortuitamente. Sobrevienen cuando
la vida o el trabajo ya no aportan a los individuos la recompensa que esperaban. En efecto,
la vitalidad que les mantiene en su carrera hacia el éxito no viene de la nada, sino que se
apoya en algo, necesita ser alimentada, y este alimento no es sino la recompensa obtenida
por los esfuerzos realizados: cuando la vida o el trabajo dejan de aportar tales recompensas,
su energía se desmorona y el incendio estalla.
De hecho, estos fenómenos se producen en los individuos que poseen un Ideal elevado
del yo y en los que este ideal conduce a desarrollar una imagen de ellos mismos en
desacuerdo con su personalidad real Un ideal de este tipo se ha forjado a menudo en la
infancia, a veces —pero no siempre— por la instigación de los padres que impulsan al niño
a superarse a sí mismo para ajustarse a una imagen ideal. La presión que empuja a
«convertirse en otro» puede también tener origen interno, desencadenada por la admiración
sentida por tal o cual persona idealizada.
La función que desempeñan, en la construcción de la personalidad, estos mecanismos
de identificación bajo la presión de un Ideal del yo se conoce desde hace tiempo y no tiene
nada de patológico. Por el contrario, lo que sí parece nuevo en los fenómenos de
agotamiento y de quemadura interna, que de tal modo afectan a nuestros contemporáneos,
es el carácter excesivo e insaciable de las exigencias internas que se impone el individuo
para triunfar en un entornó cada vez más competitivo y difícil. Además, el miedo y la
vergüenza que el fracaso conlleva en la sociedad que nos envuelve son sentimientos
omnipresentes que impiden que el individuo pueda escapar a la presión del éxito, a la
aspiración de mejorar, a la exigencia de triunfo en todos los sentidos. El Superyó deja de ser
la instancia distintiva del bien y del mal y se presenta como un imperativo de éxito que, si no
se realiza, desencadena contra el Yo una crítica implacable. En este sentido, se podría decir
que ya sólo existe para ponerse al servicio de un Ideal del yo, que sería un desbocado ideal
de celebridad y de triunfo.
En tal contexto, el individuo se ve conducido a desarrollar y a perseguir una imagen de sí
mismo de conformidad con los estándares externos de excelencia y de triunfó, en detrimento
de su personalidad real. Como escribe Freudenberger, es en el momento en que «nuestra
fachada destinada a “afrontar el mundo” empieza a presionar a nuestro verdadero yo interno
cuando los problemas empiezan. Por consiguiente, el foso entre lo que realmente somos y
lo que parecemos se hace cada vez más profundo. Nuestros valores, nuestro modo de
funcionar, incluso nuestro sentido de la moralidad y de la justicia acaba volviéndose
completamente falsos. Intentamos adaptar nuestros verdaderos estándares a nuestra
fachada, sin lograrlo, hasta que el Yo auténtico abandona la lucha y cede ante el yo-imagen.
Es su última esperanza de conseguir sus fines. Al mismo tiempo, la imagen tiene cada vez
más necesidad de estímulos exteriores para compensar lo que ya no puede obtener del
interior, puesto que el Yo auténtico se considera ahora que es una entidad sin opinión
válida». Cuando los signos de éxito que aseguraban el mantenimiento y el reforzamiento de
la personalidad adaptada empiezan a faltar, ésta, privada de aquello que la justificaba, se
hunde, causando estragos en la medida de la invasión que había tenido lugar en detrimento
de la personalidad real, relegada al olvido.
Intentemos ahora explicar en términos psicoanalíticos los procesos descritos por
Freudenberger: parece que se produce, bajo la presión del Ideal del yo, alimentado de
exigencias personales o sociales, una especie de laminado del Yo en dos instancias: el Yo-
imagen y lo que Freudenberger llama el «yo verdadero», el Yo real. Este Yo-imagen no es
otro que el Yo ideal, es decir, un Yo idealizado, un Ego llevado a su máximo de omnipotencia,
un Yo identificado con ideales de triunfo y omnipotencia.5
En esta dialéctica entre Yo ideal y Yo real hay, en cierto modo, una instancia —el Yo
ideal— que sólo puede sobrevivir bajo dos condiciones: la primera es el sostenimiento del
Yo (el Yo real del que habla Freudenberger, es decir, el Yo no idealizado, no confundido con
su imagen, el Yo en tanto que instancia medidora entre los demás elementos del aparato
psíquico), que acepta jugar el juego del Yo ideal; la segunda es la confianza que
proporcionan los signos de éxito exteriores, que confortan al Yo ideal en las elecciones que
ha hecho y en el esfuerzo que ha realizado.
En cuanto al Yo (lo que Freudenberger denominaría el Yo real), pugna de algún modo
para seguir al Yo ideal a las alturas adonde éste le arrastra al administrar como puede sus
propias exigencias, conteniendo las pulsiones, reprimiendo la angustia suscitada por los
retos incesantes a los que el Yo ideal busca permanentemente responder para asegurar y
confortar su existencia. Cuando los objetivos pretendidos se revelan irrealizables, o cuando

5 Sobre el Yo ideal, véase: Laplancbe, ¡Ungoisse, PUF, págs, 347-348.


el entorno de vida o de trabajo deja de proporcionar la confianza narcisista indispensable
para el Yo ideal, éste se derrumba sobre el Yo, y ello con tanto mayor fracaso cuanto mayor
hubiera llegado a ser la separación entre las dos instancias y cuanto más profundo hubiera
sido el rechazo del Yo no idealizado (el Yo «real»). De hecho, se puede comparar este
proceso con el de la pérdida de objeto o más bien de la pérdida del Yo de que habla Freud
en «Duelo y melancolía».6 En este texto, en efecto, Freud muestra claramente cómo se
produce, después de la pérdida del objeto amado; una identificación del Yo con el objeto
abandonado o perdido. «La sombra del objeto cae sobre el Yo», nos dice Freud, y la pérdida
del objeto amado se transforma, de hecho, en una pérdida del Yo.
En este proceso que hemos descrito, el objeto perdido es el Yo ideal en la medida en
que se había confundido con el objeto-organización, en tanto en cuanto se había identificado
con el ideal organizacional. Cuando la organización se retira, cuando ya no manifiestá ni el
amor ni el reconocimiento, el Yo queda en cierto modo aniquilado por esta pérdida. Y, como
en el duelo y la melancolía, el sujeto debe, después de la fase brutal del hundimiento, afrontar
una fase melancólica (esta fase de pérdida de vitalidad, de tedio y de desesperación de la
que habla Freudenberger) que corresponde a la identificación con el objeto perdido que
constituía la organización para el Yo ideal. El Yo del individuo, amputada una parte de sí
mismo —su Yo ideal—, no consigue funcionar durante cierto tiempo, ya que, como en la
melancolía, la pérdida del objeto amado consume el Yo.
Privado de la «locomotora» que constituía el Yo ideal (fueran cuales fueran las acrobacias
que éste le hiciera realizar), el Yo no logra avanzar hasta que ha podido reconquistar el
puesto que el Yo ideal le había confiscado paulatinamente.
Así pues, este laminado es el que consume lentamente toda la energía del Yo, que se
agota en su intento de elevarse a las alturas exigidas por el Yo ideal. Pero cuando este Yo
ideal, bajo el asalto de la realidad, se desmorona y cae sobre el Yo, el empequeñecimiento
de este último y su incapacidad temporal para funcionar sin el motor del Yo ideal es lo que
confiere al incendio su carácter devastador.
Para comprender correctamente este proceso, debemos, antes que nada, profundizar en
la articulación entre dos niveles: uno externo, de la organización con sus exigencias y sus
normas de funcionamiento, y otro interno, del funcionamiento psíquico del sujeto. Es lo que
vamos a hacer a la luz de un caso concreto que ilustra los riesgos y los efectos de esta
«enfermedad de la idealidad».
6. S. Freud, «Dueil et mélancnltV»
La historia de Noemí

Finalizados los estudios superiores, Noemí entra, por un anuncio en la prensa, en la filial
francesa de una multinacional adepta a los principios de la excelencia. Durante nueve años
ejerce, con toda satisfacción, funciones de gestión financiera y contable. A lo largo de este
período trabaja bajo la responsabilidad de un patrón —el que la ha reclutado— a quien ella
aprecia y por quien es apreciada. «Se me apreciaba mucho, se reconocía mi valía, y esto
para mí era fundamental. Debo reconocer que trabajaba enormemente, llegando a trabajar
siete días de siete, domingos inclusive, empezando a las siete de la mañana para terminar
a la una de la madrugada; así pues, se trataba ciertamente de una inversión profesional muy
fuerte... mi objetivo personal era triunfar... triunfar en esta carrera.»
Cuando se le pregunta de dónde procede esta voluntad de triunfar, ella la sitúa
espontáneamente en su origen familiar y en una voluntad de afirmación e incluso de
revancha feminista contra la opresión profesional de que las mujeres de su familia han sido
víctimas durante largo tiempo: «Pienso que en cierta manera tengo ganas de vengar a todas
esas mujeres que están detrás, detrás de los hombres, que nunca tuvieron nada que decir,
y que sólo se dedicaban a traer niños al mundo y hacer las tareas sucias, sin que se las
valorase. Había visto demasiadas mujeres trituradas por el sistema. Era una forma de vengar
a mi madre, a mi abuela, y para mí, era la mejor estructura, puesto que se trataba de una
empresa que reconocía mucho a las mujeres. Me quedé en esta empresa precisamente
porque había este reconocimiento».
Ya tenemos establecidas las premisas de la idealidad: Noemí tiene un ideal —vengar a
las mujeres oprimidas—, y para ello debe triunfar. Ha encontrado una empresa que le ofrece
la oportunidad para ello y que, durante varios años, le ha permitido satisfacer este ideal
concediéndole regularmente los signos de reconocimiento indispensables que sus
compañeras no han podido conocer. Ella, por su parte, realiza un trabajo asiduo del que
subraya su carácter casi excesivo debido a su perfeccionismo: «Exigía demasiado de mi
misma, ya que nadie me obligaba a ser perfeccionista, a tener tantas exigencias hacia mí y
hacia los demás».
Al cabo de unos años se produce un cambio importante en la estrategia de la filial donde
trabaja Noemí: la empresa se amplía considerablemente y pasa en poco tiempo de 400 a
2.000 personas. Esta mutación entraña importantes reformas, las estructuras se vuelven
más rígidas y pierden su carácter «artesanal», lo que significa, concretamente, un cambio
en la situación de Noemí, que pierde en ese momento gran parte de su autonomía: «Me
quitaron poder, dejé de tener mi propio presupuesto, dejé de tener autonomía, no podía
aumentarle a nadie ni mil pesetas (50 francos), cuando durante años había dirigido al
personal a base de aumentos y pequeños estímulos económicos; todo esto ya no lo podía
hacer, no podía actuar y estaba completamente arrinconada».
Este primer ataque contra las prerrogativas de Noemí se ve aumentado por un conflicto
bastante violento con uno de sus colegas quien —a causa de la reorganización de la
empresa— se encuentra ahora en posición de superior jerárquico de Noemí: «Teníamos dos
maneras de ver las cosas; él me reprochaba a menudo el que fuese perfeccionista, dura,
que llegase siempre hasta el fondo de las cosas, pero mientras estábamos al mismo nivel la
cosa funcionaba. Después, quiso doblegarme y lo soporté muy mal. Pero lo que me hizo más
daño fue que reconociesen a ese tipo, cuando nunca habla hecho nada notorio. Cuando había
graves necesidades, grandes problemas, no estaba nunca allí. Cuando se estaba frente a
un escenario catastrófico, no estaba allí; siempre llegaba en el momento en que ya todo
funcionaba... Que una organización como ésta le reconociese, ¡creo que esto me había
trastornado!».
Noemí se encuentra pues en una situación que...está privada de las posibilidades de
acción que tenía en un principio, y por otra, está bajo la autoridad de un hombre que pretende
doblegarla y al que ella desprecia, cuando todo su camino profesional hasta allí ha consistido
en vengar —mediante su propio éxito— a las mujeres de su familia doblegadas bajo la
opresión de los hombres.
El reproche que dirige a la organización, por «reconocer a un tipo así», está a la altura de
la inversión que ella había hecho en aquélla y del apego que le tenía por haberle permitido
realizar lo que era su ideal: triunfar profesionalmente y realizar su venganza en tanto que
mujer: «A través de él, yo tenía una relación pasional con respecto a toda la organización, y
el reproche que le hacía a él, se lo hacía de hecho a esta organización que promete una
cosa... y después no la cumple...».
Noemí experimenta, pues, un sentimiento de frustración hacia esta organización tan
querida, que, de repente, prefiere lo que ella juzga ser un mediocre y, sobre todo, ya no le
da como antes lo que ella espera. El proceso de desilusión, de desidealización más bien, ha
empezado. La quemazón interna empieza.
Se manifiesta por una de las formas más clásicas de este fenómeno y que se encuentra
en la mayoría de los casos de pérdida de objeto: la depresión, debida a la decepción, al
hundimiento del ideal proyectado en la organización, que cae sobre el Yo y lo desvaloriza:
«Yo, que adoraba esta estructura, este clan, que vivía para la empresa... y ahora llegaba por
la mañana o por la tarde para trabajar al máximo y así despertarme tarde y volver a
regañadientes. Llegué a un punto en que se convirtió en algo psíquico; la simple idea de
volver al trabajo causaba una crisis de lágrimas, y empezaba a llorar.
Los problemas siguieron empeorando y Noemí terminó por desmoronarse
completamente. La descripción que nos hace de su «caída» es realmente sobrecogedora
por la vivencia psíquica que recuerda y que nos evoca a la perfección tanto el laminado entre
el Yo y el Yo ideal como la profundidad del hundimiento del Yo ideal. «El día en que todo se
vino abajo realmente fue bastante dramático, ya que siempre se me había visto muy viva,
muy sólida, muy firme; aquel día me desplomé psíquicamente. Me acuerdo muy bien, estaba
en mi despacho, después me hundí, me sentí abatida, dejé mi bolso, me deshice en
lágrimas... era peor que si tuviese un muerto ante mi... alguien muy querido que estaba muerto se
ha derrumbado. Es como abrazarse a alguien que está en pie y luego tumbarlo.»
El laminado del Yo es total: la caída del Yo ideal se vive, psíquicamente, casi como la
muerte de un ser querido, pero un formaba parte de uno mismo y que se ha perdido o, más
bien, se ha pulverizado. El Yo ideal de Noemí, que ella denomina su “imagen de marca” y
que habla modelado según el ideal preconizado por la empresa, arrastra en su calda al Yo
dé Noemí («es como abrazarse a alguien y luego tumbarlo») y éste termina en una clínica
psiquiátrica. Vuelve a salir al cabo de cuatro meses, con la lucidez suficiente, pata darse
cuenta de que no tiene fuerzas para afrontar de nuevo la situación y dimite, con el
sentimiento de que es la única cosa que puede hacer para «salvar la piel»: «Una de dos, o
dimitía, o presentía que iba a morir o a suicidarme en pequeñas dosis y, bien, por instinto de
conservación me dije: "No volveré jamás”. Eran ellos o yo, y yo no quería trabajar para ellos;
si hubiera vuelto, habría muerto de verdad».
La encrucijada de vida y muerte se impone, realmente, y cuando Noemí afirma que si
volviese «moriría de verdad», o que acabaría por suicidarse en pequeñas dosis, es porque
sabe que, en tal contexto, en que los requerimientos del Yo ideal son fuertes y su
cumplimiento indispensable, no tiene ninguna posibilidad de plantar cara a la situación.
Entonces, abandonar la estructura es la única posibilidad que le queda para salvarse y
restaurar su Yo sin la sofocante sombra de un Yo ideal inquebrantable.
Hemos dicho anteriormente que el ideal de Noemí había sido, de hecho, modelado según
el ideal preconizado por la empresa: esta identificación y este proceso de captación es lo
que ahora vamos a analizar. En efecto, Noemí describe ampliamente la enorme influencia
ejercida por la organización mediante la excelencia que espera y exige de sus empleados:
«Cuando entráis allí, os debéis a ello, os debéis a esta organización; de todas maneras, en tanto
que ejecutivo no se puede funcionar de otro modo, y cualquiera que no se adapte a ello quedara
pronto al margen. Entrará en una vía muerta. Todos los que dejan de estar completamente
dentro del sistema caen. —Más adelante, añade— es realmente una organización que te
tritura, que te come... Esto se traduce en una especie de ética, de cultura de empresa que
os hace ser los mejores, con el lema “sois los más bellos, los más grandes, los más fuertes”.
Tenéis que ser excelentes en todo, está escrito en vuestro contrato, es la excelencia por la
excelencia... Cada dos meses hay que volver a darse un baño de excelencia, hay toda una
planificación de formación, de seminarios, se os envía a un lugar muy bonito, y durante una
semana se os recuerda cuáles son los objetivos, el porqué de vuestra presencia, qué es lo
que debéis hacer y que cada pequeña acción es necesaria para la organización». Noemí
evoca también la noción de perfección destilada por la empresa: «Hay que ser el más fuerte,
el más perfecto, todas las notas hablan de perfección; la dirección general y la dirección de
recursos humanos hacen regularmente —cada dos días de media— una nota sobre el
concepto de perfección, de exigencia hacia uno mismo y hacia el cliente».
Se puede comprobar, en efecto, la fuerza de tales sistemas y la forma que tienen de
captar el Ideal del yo de cada cual para producir un «yo conforme», es decir, hombres y
mujeres en conformidad con el ideal de excelencia y de perfección. Pero se ve bien,
asimismo, que estos sistemas sólo pueden funcionar con la complicidad del Ideal del yo de cada
uno. Esto es debido a que las personas que integran estas organizaciones tienes interés en
el ideal propuesto, porque ven en esta exigencia extrema una forma de hacer realidad su Yo
ideal, de proyectarse, de realizarse, de progresar; es por ello que se adhieren a ellas tan
fuertemente. La producción de lo que aquí proponernos denominar un «Yo ideal» no es,
pues, solamente el hecho de la organización que buscaría producir hombres conformes; es,
de hecho, una coproducción individuo-organización que no se lleva a efecto sin el
asentimiento, incluso a menudo con el asentimiento entusiasta, de aquellos que concurren
a su fabricación.
Pues si Noemí subraya con razón la profundidad y la intensidad de la influencia ejercida
por la organización sobre los individuos, olvida mencionar que durante nueve años ella ha
funcionado a la perfección bajo este régimen... Tanto que las recompensas y los signos de
reconocimiento le aportaban la prueba de que su Yo ideal se correspondía con el ideal
organizacional deseado por la empresa, sacando provecho de ello, y ampliamente...
El problema aparece en el momento en que, por alguna razón, el individuo no puede
seguir el ritmo impuesto por la empresa, ya sea porque ya no tiene los medios para continuar,
ya sea porque el ideal perseguido hasta el momento aparece de repente desconectado de
sí, en desfase respecto a las exigencias del resto del yo del que ya no puede, ahogar más
la voz. En ese momento, la organización ya no genera los signos de reconocimiento y las
recompensas que sostenían al Yo ideal, o bien estos signos de reconocimiento pierden
súbitamente todo su valor, con lo que se derrumba entonces el conjunto del sistema... o se
deshincha... como un globo vaciado repentinamente del ilusorio aire de la identidad.
Las etapas del derrumbamiento: Un proceso psico-organizacional.

A continuación intentaremos rehacer las distintas etapas del proceso que acabamos de
describir mediante la historia de Noemí.
Ya hemos introducido un cierto número de nociones psicoanalíticas (Ideal del yo, Yo ideal,
narcisismo, pérdida de objeto...). Ahora nos queda desmontar, etapa por etapa, el proceso
de articulación y de «cierre» entre funcionamiento psíquico y funcionamiento organizacional
y mostrar cómo ciertos mecanismos de funcionamiento psíquico se encuentran más
particularmente solicitados por tal o cual modo de funcionamiento organizacional.
Precisemos en primer lugar la distinción que establecemos entre el Ideal del yo y el Yo
ideal Aunque esta distinción no aparece en todos los textos de Freud y no ha sido retomada
por todos los autores, aquí adoptamos el punto de vista de Jean Laplanche, quien, partiendo
del sentido implícito de la expresión «Yo ideal», define a este último como «un Yo idealizado,
por contraste con un Ideal del yo que es, algo qué se situaría ante el Yo a alcanzar; así pues,
el Yo ideal sería un cierto avatar del Yo, transformado, metabolizado en ideal».56 Se puede,
a partir de aquí, distinguir los dos términos designando como Ideal del yo aquel que se sitúa
ante el Yo como ideal a alcanzar —el modelo ideal en cierto modo—, mientras que el Yo
ideal sería el estado del Yo idealizado, identificado con los ideales, transformado por una
integración (al menos parcial) de los ideales.
Una vez establecida esta distinción, repasemos las etapas del proceso de
derrumbamiento que hemos descrito.

Primera fase: el modelo organizacional

En un primer momento, el individuo y la organización se presentan como dos entidades


muy distintas, cada una con su modo de funcionamiento propio. En el individuo, el Ideal del
yo está presente como modelo a alcanzar. Está forjado a partir de la convergencia entre el
narcisismo (idealización del Yo) y los diversos ideales paternos, colectivos, etc., a los que el
sujeto ha sido confrontado,8 Así pues, el Ideal del yo es una instancia interna, pero forjada a
partir de elementos de la realidad externa (personajes idealizados, modelos, etc.). En el caso
de Noemí, por ejemplo, este Ideal del yo se había concretado en el proyecto de triunfar
profesionalmente para «vengar a las mujeres de su familia», aplastadas por los hombres...

5 6 J. Laplanche, «Moi ideal et Ideal dii moi», en LAngoisse, Problématiques I, París, 1981, págs. 347-348.
8. Véase la definición del Ideal del yo en Laplanche y Pontalis.
Simultáneamente, en el plano externo (el de la realidad exterior), la organización propone
una cierta forma de personalidad, una cierta forma de ser que de algún modo «se posa»
sobre el proceso psíquico individual (en particular, sobre el Ideal del yo), para empujar al
individuo a adaptarse a está «forma de ser». En esta última, encontramos también el ideal
de excelencia individual, del que ya hemos hablado, configurado por una cierta cantidad de
cualidades personales que se le proponen al individuo en tanto que necesarias para formar
parte, progresar y triunfar en la organización. Esta forma de ser ideal propuesta por la
organización la denominamos «el ideal organizacional».

Segunda fase: el contrato narcisista


Hemos dicho que la empresa proponía al individuo un cierto modo de comportamiento,
una cierta manera de ser y de actuar para progresar y triunfar, y que le pedía invertir su
energía (su libido) en un proyecto preciso. A cambio, le ofrecía reconocimiento, pertenencia,
valoración de sí mismo y de su función. En este sentido se podría hablar de una especie de
«contrato narcisista»9 entre el individuo y la empresa, En efecto, mediante el reconocimiento
y las gratificaciones que ésta otorga al individuo que se comporta de acuerdo con lo que ella
desea, la empresa permite a este último concretar en parte su ideal de éxito. Le devuelve
una imagen satisfactoria de sí mismo, y una parte del Yo del individuo vive entonces al nivel
de lo que hemos llamado su «Yo ideal», es decir, un Yo identificado en parte con el Ideal del
yo, un Yo transformado por la integración (aunque parcial) de los ideales.
En el esquema 2, hemos representado este proceso con una pequeña burbuja que se separa
del Yo y se coloca en posición intermedia entre el Ideal del yo y el Yo. Se produce así el
inicio de una especie de escisión del Yo, y el individuo vive cada vez más al nivel del Yo
ideal, en detrimento del resto de su Yo.

Tercera fase: captación

Sin embargo, simultáneamente, el individuo ha sido poco a poco «captado» por el modelo
propuesto por la organización, ya sea por la presión ejercida, ya sea por la adhesión
personal. Interioriza poco a poco este modelo y este ideal, se identifica, con la personalidad
propuesta por la organización, e integra en su Yo ideal las cualidades necesarias para
triunfar.
Asistimos, pues, a un movimiento doble:

— de captación del Yo ideal por el ideal organizacional;


— de identificación del Yo ideal con el ideal organizacional, que presiona cada vez más,
mientras que el resto del Yo del individuo se empobrece.
Cuarta fase: fusión

Llega un momento en que la fusión es completa, es decir, que el Yo ideal del individuo se
ha transformado en un Yo ideal organizacional. El modelo predicado por la organización está
completamente interiorizado, y el reconocimiento concedido por la organización hace que el
individuo viva en gran medida a la altura de ese Yo ideal organizacional, mezcla compleja
de realización del ideal personal de reconocimiento y de triunfo, y de integración en la
personalidad del modelo de comportamiento y de la manera de ser propuestos por la
organización.
Es también la fase de la ilusión, en la que el individuo vive de acuerdo con el nivel de las
exigencias de la organización, confortado por todo tipo de gratificaciones narcisistas,
mientras que su propio Yo se empobrece igualmente.
El advenimiento de este Yo ideal organizacional 10 ilustra bien el proceso de comunicación
y de articulación que se produce entre funcionamiento psíquico y funcionamiento
organizacional. Profundizaremos, en la quinta parte de este libro, en el estudio de este
proceso.

10. A propósito de esta noción, se podría evocar el concepto de "falso self" propuesto por Winnicott para designar la
fachada «civilizada» de nuestra personalidad, que nos permite mantener relaciones satisfactorias con el entorno. En este
sentido, hay algo de falso self en la personalidad de todos, en la medida en que la vida en sociedad requiere «una actitud
social educada, de buenas maneras y con una cierta reserva». Por contra, cuando el falso self invade al verdadero,
cuando la concha sustituye al núcleo, cuando el individuo se cree el papel que interpreta, entramos en una dinámica más
patológica. Al proponer el concepto de «yo ideal organizacional» más que el de «falso self», queremos poner el acento en
la articulación que se produce entre funcionamiento psíquico y funcionamiento organizacional y en la influencia del
segundo sobre el primero (véase Winnicotc, «Distorsión del yo en función del verdadero y del falso yo», en He Maturational
Brocea and tbe Facilitatíng Environment, Londres, Hogarth Press and the Institute of Psycho-Arialysis, 1965).
Quinta fase: ruptura
Se llega a un punto en que el individuo, habiendo alcanzado sus límites o no llegando a
seguir el ritmo exigido o «dejando de identificarse» con las exigencias o la actitud de la
organización hacia él (el caso de Noemí, que no comprende que se prefiera a un
«mediocre»), ve que la organización le retira el reconocimiento y las gratificaciones
narcisistas que le concedía hasta aquel momento, lo que entraña una ruptura

en la esfera del Yo ideal, que había terminado por confundirse con el ideal organizacional.
El individuo ya no encuentra la imagen ideal que tenía de sí mismo y que la organización le
devolvía.
En el caso de Noemí, es la situación que se produce cuando la organización le retira su
presupuesto y pone por encima de ella a un hombre que ella considera mediocre lo que la
lleva a reencontrarse, como mujer, en posición de vencida, de sumisa, al igual que las
mujeres de su familia, que estaban «detrás de los hombres, haciendo las tareas sucias». Su
Yo ideal se fisura.

Sexta fase: hundimiento

Privado de su apoyo (el reconocimiento y las gratificaciones de la organización), el Yo


ideal se hunde con mayor fracaso cuanto más vivía, precisamente, de tales gratificaciones,
cuanto más existía, esencialmente, acorde con el nivel de la imagen, la «imagen de marca»
que le devolvía la organización. Vaciado de su sustancia y privado de su apoyo, el Yo ideal
(transformado en Yo ideal organizacional) se hunde sobre el Yo: «Toda mi imagen de marca
se ha derrumbado. Es como si tuviera alguien muerto ante mí, alguien muy querido que
estaba muerto».
El proceso es profundo en la proporción en que el Yo ideal organizacional había terminado
por consumir el Yo. De aquí los sentimientos muy intensos de muerte, suscitados por este
hundimiento: «Si volviera, ciertamente moriría»: dicho de otra manera, ya no tendría ninguna
posibilidad (estando muerto el Yo organizacional) de restaurar lo poco de Yo que me queda.
Mediante este análisis se ve que el concepto de burn out, aunque ilustre muy bien la
intensidad y el carácter devastador del proceso que es objeto de discusión, no nos permite
aprehenderlo de forma-suficientemente precisa. Es importante, sobre todo, subrayar que
este proceso proviene del modo de funcionamiento social que hemos descrito anteriormente
(sociedad individualista y narcisista), y del tipo de personalidad generado por este tipo de
sociedad (personalidad narcisista). Adquiere una importancia particular en las
organizaciones que actúan en este sentido, por una parte, influyendo en el individuo en la
esfera de su Ideal del yo, y, por otra parte, reconfortándolo narcisistamente, con el
reconocimiento y las gratificaciones que le otorgan, para llevarlo a progresar en la vía que
ellas desean.
De este modo, en la empresa de Noemí, el fenómeno afectaba a un
porcentaje de personas relativamente estable en el tiempo: «Periódicamente, hay algunos
que caen así, cuenta Noemí. Una se entera por rumores de pasillo. No está escrito en
ninguna parte pero todo el mundo lo sabe... se dice... Tal persona está en tal sitio (una clínica
de la región parisina o una clínica en Suiza, según el nivel jerárquico de la persona)... Me
acuerdo que al principio se hablaba de ello en un tono alegre y que después uno se pregunta:
“Dios mío, ¿Y si esto me pasa a mí?”. Tenía miedo porque, según los casos, hay algunos
que quedan más o menos demacrados. Después hablé con otros a quienes les había
pasado... Se tiene un sentimiento de culpabilidad, de que no se ha respondido lo suficiente,
y al final uno no se siente válido para nada. Pero lo divertido es cuando nos telefoneamos:
nos decimos en qué sitio (qué clínica) estábamos, qué tratamiento tuvimos... llegó un
momento en que estaba al corriente de todas las composiciones de ciertos medicamentos...
y nos intercambiábamos algunos: “Ah, no me digas, tú tomas éste, pues mira, yo tomo éste”...
En fin, ahora me río, pero...».
El fenómeno (un determinado porcentaje de personas que se desmoronan) parece
suficientemente constante, en cualquier caso, para que la dirección de recursos humanos se
haya hecho cargo del mismo y lo gestione. «Cuando has caído, en fin, cuando ya no funcionas,
es la DRH la que se hace cargo de ti, la que se ocupa del aspecto médico, la que te encuentra
un sitio en una clínica, la que se ocupa de tu convalecencia, la que se ocupa de ver si tienes
problemas, la que te ayuda... En mí caso, llegó a ocuparse de la custodia de mi hijo, porque
es una organización que quiere llegar hasta el final; aunque hayas caído, aunque no hayas corrido lo
suficientemente rápido, no se te va a dejar tirado, al menos te conservan... quiero decir, ¡te
entierran!»
Aquí encontramos de nuevo uno de los rasgos más característicos de la cultura de «clan»
de estas organizaciones (según la expresión de William Ouchi),6 que, al exigir una adhesión
inquebrantable y un compromiso sin límites, toman a su cargo la casi totalidad de la
existencia de sus empleados y asumen, en todo caso, las consecuencias a veces negativas
de lo que ellas han contribuido a producir, los errores de su modo de funcionamiento, en
cierto sentido... la recogida de aquellos que «no han podido correr tan rápido».
Podemos intentar ahora separar lo que distingue a este nuevo tipo de organización de las
organizaciones más clásicas, donde las nociones de jerarquía y de obediencia son
determinantes, donde el funcionamiento interno no se articula alrededor de la solicitación del
Ideal del yo y de la gratificación del narcisismo, sino en torno al Superyó y mediante el temor
al castigo.

El funcionamiento Psíquico en las Organizaciones Jerárquicas Autoritarias

En la organización jerárquica clásica existe también un modelo de comportamiento a


observar, un «modelo organizacional» que lo pide todo del individuo, como vimos
anteriormente. Sin embargo, no actúa sobre los mismos resortes. El modelo organizacional
predicado por la organización está hecho de sumisión y obediencia; no se dirige al Ideal del
yo del individuo, sino a su Superyó; no se trata de la promesa de reconocimiento y
gratificación si se triunfa, sino del miedo de la sanción si se desobedece o se fracasa.
En pocas palabras, es un modelo autoritario que busca suscitar en el individuo lo que
Milgram12 denominaba un «estado agéntico», es decir, un comportamiento de sumisión
absoluta, donde el individuo actúa no como un ser autónomo y responsable, sino como un
agente ejecutor de las órdenes de otro. En la experiencia de Milgram, este otro era el
experimentador que encarnaba la autoridad; en la organización jerárquica, se trata de que
los ejecutivos transmitan las órdenes de la estructura.
En suma, en la organización jerárquica, el esquema esbozado anteriormente pasaría a
tener la forma siguiente:

6 Ouchi distingue entre el modelo «mercado», el modelo «burocracia» y el modelo «clan», aplicable tanto a las empresas japonesas
como a las que estamos hablando, que toman totalmente a su cargo a sus empleados como lo haría una familia.
12 S. Milgram, Soumissiona 1‘autorité, París, Calman n-Lévy, 1979
Primera fase: solicitación del Superyó de cada uno por el modelo organizacional
autoritario.

La instancia en juego ya no es, como hemos dicho, el Ideal del yo, sino que pasa a ser
el Superyó.

Segunda fase: constitución de un Yo «superyoico»

Esta fase corresponde a la integración progresiva por parte del individuo de las normas
y las exigencias de la organización, que se añaden a las formas y las exigencias paternas
que habían constituido la base de la formación del Superyó. El individuo integra en una
especie de yo «superyoico» las exigencias que la organización dirige a su Superyó.
Tercera fase: constitución del estado agéntico.

Se produce cuando el Yo «superyoico» se ha fusionado totalmente con el modelo


organizacional autoritario, cuando el individuo, se ha convertido en un perfecto agente de
la organización.

Se puede observar que el resultado final obtenido es sensiblemente el mismo que en el caso
precedente: la conformidad a las exigencias organizacionales. En efecto, el Yo ideal
organizacional del ejemplo precedente es similar en muchos aspectos a una cierta forma de
estado agéntico, pero a un estado agéntico que funcionaría por seducción, por captación
narcisista, y no por imposición y obligación. En efecto, es el mecanismo de «producción» de
este estado, o el modo de funcionamiento psíquico sobre el que se apoya y que contribuye
a producir, así como las formas de patología que induce, los que son distintos.

Las enfermedades del narcisismo

Es aquí donde debemos establecer el vínculo con las grandes evoluciones


psicosociológicas que evocábamos anteriormente. El paso de una sociedad autoritaria,
articulada sobre normas y de estructuras sociales sólidamente apuntaladas, a una sociedad
más individualista y narcisista, donde las estructuras sociales se encuentran debilitadas y
donde la relación por parte de cada uno de su yo en todas sus dimensiones figura en primer
plano de las preocupaciones, implica una mutación observada en el modo de funcionamiento
interno de las empresas. Por una parte, las personalidades individuales a las que las
empresas se dirigen han dejado de ser las mismas; por otra parte, los nuevos modos de
gestión implantados también contribuyen a conformar un nuevo tipo de individuo: el hombre
managerial, del que hablábamos anteriormente.
Estas mutaciones sociológicas y psicológicas se observan, por otra parte, en los nuevos
tipos de patologías detectadas por los psicoanalistas.
Efectivamente, hay numerosos testimonios psicoanalíticos que confirman la aparición en la
sociedad contemporánea de un nuevo tipo de patología que ellos denominan la
«organización límite» y que presentan como intermediaria entre la neurosis y la psicosis. 7 Si
bien la estructuración neurótica descansa en «el conflicto latente que opone el Ello al
Superyó a través del Yo» (y se articula sobre el conflicto edípico), y la estructuración psicótica
corresponde, por su parte, «a un conflicto entre pulsiones y realidad, conflicto en el que el
Yo llega a encontrarse excluido», 8 la organización límite se define ante todo como una
«enfermedad del narcisismo». «El peligro contra el que luchan todas las variedades de
estados límite, es ante todo la depresión»: los sujetos de que hablamos, según la descripción
de Bergeret, manifiestan una inmensa necesidad de afecto, y se ven obligados a desplegar
una incesante actividad a fin de luchar contra la depresión.
La angustia particular de la «organización límite» es, pues, la angustia de la depresión.
Sobreviene «desde que el sujeto imagina que hay un riesgo de que su objeto “anaclítico” le
pueda faltar', de que se le escape» (Bergeret). El objeto anaclítico es el objeto en el que
apoyarse, sobre el que apuntalarse: en los casos estudiados hasta el momento por el
psicoanálisis, este objeto es una persona —padre, madre o compañero—, pero, en los casos
que nos conciernen, es la organización la que juega este papel de apuntalamiento de la
personalidad, la que proporciona un marco y un proyecto de desarrollo, un apoyo y un
reconocimiento, gratificaciones, en una palabra, la que le permite al sujeto vivir y confortarse.
Entonces, lo que amenaza a la persona es la «angustia de pérdida del objeto», puesto
que, sin el objeto, corre el riesgo de caer en la depresión. Es lo que sucede en el caso de
Noemí, cuando pierde el apoyo de la organización, de forma que, además, esta pérdida
entraña la ruptura y la pérdida de su Yo ideal. Cae entonces en un proceso de depresión
agudo, en el curso del cual debe en primer lugar afrontar esta pérdida, sin poder, durante

7 Véase, por ejemplo, S. Ginestet Delbreil, UAppel de transferí ét la Somination, essd sur les psychonévroses mrássiques, París,
Interéditions, 1987; A. Green, Narcissis- me de vie, narcissisme de mort, París, Éd. de mixiuít, 1984; J. Bergeret, La personnalité
nórmale et pathologique (trad. casta La personalidad normal y patológica, Barcelona, Gedisa, 1980),
8 T. Bereeret. no. -cit.
cierto tiempo, superarla.
Los psicoanalistas oponen esta angustia de depresión característica de la «organización
límite» a la angustia de castración subyacente a la estructura neurótica. En la pretensión de
referir estos tipos de angustia a los modos de funcionamiento organizacionales en los que
se inscriben, podemos referir la angustia de pérdida de objeto, es decir, la depresión, a las
organizaciones que hemos descrito, que actúan y trabajan sobre el Ideal del yo, mientras
que las estructuras jerárquicas de las organizaciones más clásicas engendran más bien
angustias de castración que no son sino angustias de culpa (reminiscencia de conflictos
edípicos en los informes al jefe, a la jerarquía, etc., miedo al castigo en el modelo del temor
de castración del período edípico, etc.).
Pero, lo que diferencia aún más netamente las «organizaciones límites» de las
estructuras neuróticas es la diferencia de polos en torno a los que se organiza la
personalidad: en la «organización límite», es el Ideal del yo el que ocupa la mayor parte de
lo que debía normalmente corresponder al Superyó en la organización de la personalidad.
«Un Superyó demasiado inexistente obliga al Ideal del yo arcaico... a retomar la principal
función organizadora en los procesos mentales» (Bergeret). Los sujetos que dependen de
esta «organización límite» abordan su vida relacional «con las ambiciones heroicas
desmesuradas de hacerlo bien para conservar el amor y la presencia del objeto15...mucho más que
con culpabilidades de haber hecho mal en el modo genital y edípico y de ser castigado con
la castración». Mientras que, en la neurosis, la instancia perseguidora de la personalidad, es
decir, el Superyó (conflicto Ello-Superyó), en el estado límite la persecución ha pagado al
lado del Ideal del yo (conflicto Yo-Ideal del yo).
Por descontado, la descripción de este modo de funcionamiento psíquico no ha sido
realizada para describir las relaciones de estos sujetos con la empresa o la organización en
la que están insertados. Los «objetos» descritos por los psicoanalistas y sobre los cuales se
edifican las «organizaciones límite» son más a menudo los padres, ciertos grupos,
compañeros, etc. Se observa, no obstante, que esta descripción es perfectamente aplicable
a la comprensión de los modos de funcionamiento psíquicos mantenidos con objetos de
distinta naturaleza, como son las organizaciones, y que el psicoanálisis todavía no ha inscrito
en sus campos de investigación.

¿Qué opinan los médicos?16

Como contrapunto a este estudio, hemos querido recoger la opinión de los médicos sobre
el tipo de patología que encuentran en los cuadros superiores. Así pues, hemos interrogado
a algunos psiquiatras y médicos de medicina general que ejercen en entidades públicas o
como profesionales liberales, y a un especialista en medicina del trabajo que ejerce en una
de las empresas estudiadas.
Sus palabras confirman lo que habíamos recogido de las personas que habíamos
entrevistado dentro o, fuera de las empresas: una patología a menudo grave, que conduce
en algunos casos a una hospitalización psiquiátrica y afecta especialmente a altos dirigentes
que rondan los cincuenta años.
En los casos descritos por estos médicos no hay episodios profesionales violentos, sino
más bien la acumulación de una serie de elementos que ocasionan la ruptura. Estos
elementos son de tres tipos: Ja edad, 50-55 años; un exceso de trabajo en una vida
profesional que siempre ha sido muy absorbente, pero al mismo tiempo satisfactoria y
aparentemente exitosa; y, finalmente, la toma de conciencia tardía de problemas familiares,
conyugales, personales, más o menos voluntariamente ignorados hasta aquel momento.
Los galenos se preguntan por qué, cuando estos hombres están en la cumbre de su
carrera, cuando han obtenido lo que buscaban, responsabilidades, dinero, al precio de
grandes esfuerzos, de una inversión personal enorme mantenida durante mucho tiempo,
¿por qué, de repente, se desmoronan? Y en algunos casos, ¿por qué se desmoronan de un
modo tan grave? ¿Cómo explicar esos arranques delirantes, ese vuelco en la psicosis tan
raro después de los cuarenta años, y que prácticamente no encontramos más que en esta
categoría de cuadros superiores?
A un nivel elemental, se puede hablar de una crisis existencial en la que los problemas de
desgaste, de fatiga acumulada, la presión de la empresa, la tecnología que se renueva sin
freno, el temor a ser alcanzado y superado por los más jóvenes, la necesidad de hacer
siempre más, de producir siempre más, de mejorar el rendimiento, en suma, el miedo de
asfixiarse y ya no poder plantar cara, chocan frontalmente con una realidad de la vida privada
que siempre había sido mal conocida y que, de repente, ya no puede ignorarse: la pobreza
de la vida conyugal que se transforma en ruptura; el ojo escéptico, más tarde crítico, del niño
o del adolescente que, ya adulto, afirma una opción de vida diametralmente diferente, y
conduce al manager a plantearse cuestiones: «¿Qué he hecho yo de mi vida? ¿Tomé una
buena opción?».
En la medida en que esta cuestión no se había planteado más que en los términos
propuestos por la empresa, se evidencia que al abordarla en un momento en que la mayor
parte de la vida profesional queda atrás se produce un trastorno personal grave, fuente de
reacciones inesperadas: crisis de angustia que inhiben toda posibilidad de acción, cualquier
toma de decisión; estado depresivo que entraña la posibilidad de suicidio y que, en los casos
más graves, puede conducir a una tentativa real.
Como mínimo, se manifiesta una especie de desilusión al poner en un fiel de la balanza
los esfuerzos llevados a cabo, la inversión total de veinticinco o treinta años en la empresa
y la contrapartida financiera que se ha recibido, y en el otro la ausencia de vida personal y
familiar, la ceguera para valores que, de repente, parecen importantes.
Es más, súbitamente aparece lo irrisorio de la persecución del éxito, el sentimiento de
haber sido engañado, puesto que el dinero y el éxito social aparente no han satisfecho las
necesidades de estima y de reconocimiento que motivaban ai individuo a correr de este
modo desde su entrada en la empresa. No es el verdadero patrón, siempre hay alguien por
encima de él. El individuo comprende entonces que el poder y el éxito no eran sino
fantasmas, y que el dinero y los honores no son más que ilusiones habida cuenta de sus
expectativas y sus verdaderas necesidades. Al final de su carrera, en la cima del éxito, se
da cuenta de que lo que ha recibido no está en relación con lo que ha dado, y aún menos
con lo que ha perdido, de su vida.
A través de esta crisis existencial se trasluce un grave prejuicio narcisista, puesto que es
la imagen que el individuo tiene de sí mismo la que se pone en tela de juicio. Su escala de
valores se desordena de repente, poniendo en duda el compromiso total de su vida con su
empresa y la pertinencia de sus decisiones.
Los mecanismos de defensa contra la angustia, que habían sido alimentados y reforzados
a lo largo de toda su vida profesional mediante las adhesiones propuestas por la empresa,
se desmoronan en un momento en que se produce al mismo tiempo una vacilación en la
vida profesional —edad, fatiga, dificultad de mantener el ritmo creativo—y un suceso de
orden privado, por ejemplo, una ruptura.
El individuo que ya no está tan dirigido hacia el objetivo profesional está entonces más
abierto a su entorno y es más vulnerable a los acontecimientos que se producen. No
habiéndose preparado basta ese momento, habiendo rechazado todo lo que no estaba en
el eje de su trabajo, se hunde, desbordado por la angustia que le invade, y escapa de su
tensión de un modo neurótico, toxicomaníaco o psicótico, según la estructura de su
personalidad y la intensidad de la conmoción.
La patología descrita en estos casos es bastante variada: crisis de angustia graves y
frecuentes que provocan una inhibición de toda decisión y conducen a una especie de
suicidio profesional si la situación se prolonga; estado depresivo acompañado o no de
alcoholismo, que se agrava a veces hasta la tentativa de suicidio; brotes delirantes de tipo
persecutorio que pueden dejar paso a un estado melancólico y a una larga hospitalización
en un centro especializado; o, incluso, estado maniaco difícil de reducir.
A menudo se trata, pues, de una patología grave y completamente inesperada en sujetos
que carecen de pasado psiquiátrico y a una edad en que prácticamente no se producen
inicios de problemas psicóticos.
Estos problemas desconciertan a los psiquiatras por su carácter atípico. Uno de ellos se
vio sorprendido por la asimilación del individuo a una máquina.
En uno de los casos, la persona se representaba a sí misma como una máquina
productiva en un sistema a su vez productivo, no habiendo pensado nunca antes que podría
verse afectado alguna vez por problemas de orden psicológico. Hasta tal punto había
funcionado siempre sin estados anímicos. En otro caso, un director de fábrica había sido
tratado él mismo como una máquina: le habían comunicado que se le ponía en
«obsolescencia tecnológica», considerando que su unidad ya no era rentable, aunque
conservándolo en el grupo. Sin embargo, ya no se le informaba de nada y un buen día se
enteró, al presentarse el comprador, que su fábrica había sido vendida.
También encontramos condenas al ostracismo en grandes empresas que provocan serias
depresiones y constituyen para el individuo una persecución tan grave, aunque de otro tipo,
como la entrada en el paro, lo que las empresas evitan. Retiran al individuo su inserción en
los circuitos de trabajo, eliminan sus competencias. La empresa sale económicamente
beneficiada al evitar un despido costoso, pero ello se consigue a costa del equilibrio
psicológico del individuo. No es sorprendente, en tal caso, que la distensión se produzca de
un modo perseguidor, manifestándose en defensas fantasmagóricas a partir de
acontecimientos reales, o de un modo depresivo, interiorizando el individuo la negación de
sí mismo que se le ha infligido. No es más que la respuesta «loca» a una situación alienante,
en la medida en que instaura una barrera que repentinamente convierte al individuo en algo
distinto de lo que era.

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