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Capítulo Noveno
FRENTE A LA PRETENSIÓN
1. El misterio de la Encarnación
Toda la vida pública de Jesús muestra una profunda capacidad de domi-
nio de la naturaleza: ésta le obedecía como un siervo obedece a su amo.
Ya hemos resaltado cómo la gente sin prejuicios, sin una hostilidad pre-
concebida, sentía inevitablemente estupor ante este espectáculo cotidiano.
Subrayamos de nuevo esta continuidad: el poder de Jesús no era
esporádico. En efecto, si se negara o quitara de los Evangelios la activi-
dad milagrosa de Jesús, se desmontaría casi por completo el tejido de
su vida pública.
Además, ejercitaba esta actividad milagrosa con una tranquilidad
soberana, sin necesidad de nada: curaba a distancia y dominaba la rea-
lidad impersonal de la naturaleza.
Su poder, en definitiva, parecía una cosa totalmente normal en él; por
eso ningún hombre honesto podía dejar de sentir la misma impresión que
experimentara un fariseo distinto de los otros por su lealtad, Nicodemo,
quien yendo a visitarle una noche le dijo: «Rabbí, sabemos que has veni-
do de Dios como maestro, porque nadie puede realizar las señales que tú
realizas si Dios no está con él»1. En aquella época abundaban los magos y
curanderos en el Oriente Medio, pero lo que impresionaba de Jesús era su
modo de hacer prodigios. En síntesis se puede decir que su hacer prodi-
gios respondía a una urgencia ética, constituía un reclamo moral, produ-
1 Jn 3,2.
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Los orígenes de la pretensión cristiana
cía una educación ideal. Sus adversarios no aceptaban, por sectarismo, la
postura de Nicodemo, de manera que simplemente se negaban a ver los
hechos. En realidad, el sectarismo surge donde una idea se convierte en
una posición, en lugar de una obediencia a la realidad.
De modo que ellos, como hemos visto, trataron de explicar las obras
de Jesús de otra manera: como no podían negar su excepcionalidad, le
llamaron endemoniado, exaltado, blasfemo.
La validez de la interpretación de Nicodemo frente a la de los adver-
sarios de Jesús depende de una libertad y sinceridad de ánimo que per-
mite captar todos los síntomas de los gestos de Jesucristo en su verda-
dero valor y aceptar sus consecuencias.
2. Una realidad histórica extraordinaria
Al recorrer la trayectoria de los que siguieron a Jesús —desde el
estupor a la convicción— y al oír las respuestas que Él iba dando a las
preguntas que surgían entre los que le rodeaban, nos encontramos fren-
te a la afirmación de una realidad histórica extraordinaria: un hombre-
Dios. Sus adversarios lo dicen claramente: «No queremos apedrearte por
ninguna obra buena, sino por una blasfemia y porque tú, siendo hom-
bre, te haces a ti mismo Dios»2. El evangelio de Juan lo había observa-
do ya anteriormente: «Los judíos trataban con mayor empeño de matar-
le, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que llamaba a Dios su
propio Padre, haciéndose a sí mismo igual a Dios»3.
1) El origen de este hecho, de esta realidad, se ha llamado en la tra-
dición cristiana Encarnación.
Dice un místico oriental, conocido bajo el nombre de Dionisio el
Areopagita: «La encarnación de Jesús en nuestra naturaleza es inefable
para cualquier lengua, incomprensible para cualquier inteligencia [...] y
el hecho de que Él haya asumido una sustancia humana lo hemos acep-
tado como un misterio»4.
2 Jn 10,33.
3 Jn 5,18.
4 Dionisio el Areopagita, Una strada a Dio, ed. de P. Scazzoso, Jaca Book,
Milán 1989, p. 63.
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Frente a la pretensión
En cuanto obra divina la encarnación es un misterio, pero de mane-
ra particular es misterio por su resultado: en cuanto que el aconteci-
miento que de ella resulta trasciende los límites de los acontecimientos
naturales.
Es deber de nuestra conciencia, además de aceptarlo como el hecho
más significativo de la historia de la humanidad aun sin poderlo com-
prender, el de captarlo claramente en sus términos —cosa que, en cam-
bio, sí es posible—. En segundo lugar, nuestra conciencia ha de verifi-
car que no es contradictorio con las leyes de nuestra razón. Y,
finalmente, debemos sacar de ese hecho luz para una mejor compren-
sión de la existencia humana.
2) Tomar en serio la pretensión de Cristo es profundamente racio-
nal, puesto que entró como hecho en la historia, y como un hecho crea-
dor de un «nuevo ser», de una nueva creación. Sostener a priori la impo-
sibilidad de este hecho es irracional, en la medida en que con ello se
abole la categoría de la posibilidad, que es propia de la razón, de una
razón auténtica5.
3) El hecho de la Encarnación es, finalmente, una respuesta trascen-
dente a una exigencia humana que los grandes genios supieron siem-
pre intuir. El canto de Leopardi A su mujer podemos percibirlo como
una profecía no consciente de Cristo 1800 años después de él, profecía
que se expresa como un anhelo de poder abrazar esa fuente de amor
intuida tras la fascinación de la criatura humana.
5 Véase sobre este punto Claude Tresmontant, L’intelligenza..., cit., p. 111:
«La oposición entre la razón y la fe podría reducirse a esa oposición con la razón
habituada a conocer un cierto dato, pero que se niega a aceptar esa novedad
del ser [...] que exige de ella, de la propia razón, una renovación [...]. En nom-
bre de esta jurisdicción de lo antiguo sobre lo nuevo, una razón que rechaza la
creación de lo nuevo no debiera haber creído tampoco —como observa san
Justino— en la posibilidad de la creación misma, la del mundo, o en la posibi-
lidad de su propia creación (I Apol. XIX). Este es el signo de un sofisma habi-
tual del pensamiento, que se atribuye el derecho a juzgar de antemano sobre lo
posible y lo imposible, en nombre del dato real antiguo, como si la realidad no
hubiera estado siempre en fase de innovación, de creación, de modo que, a la
postre, si a esta razón se le hubiera pedido su opinión, no hubiera podido admi-
tir más que la nada».
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Los orígenes de la pretensión cristiana
«Cara beldad que amor
lejos me inspiras o escondiendo el rostro,
a no ser que en el sueño el corazón,
sombra divina, me estremezcas
o en el campo en que brille
más bello del día o la risa de la naturaleza,
¿tal vez tú el inocente
siglo, llamado de oro, embelleciste,
o leve entre la gente
vuela tu alma? ¿O bien la suerte avara
que a nosotros te esconde, al porvenir prepara?
De mirarte viva,
ninguna esperanza me queda;
a no ser, a no ser que, desnudo y solo
por senda ignota, en peregrina estancia
mi espíritu te vea. Ya apenas al abrirse
de mi jornada incierta, oscura,
viajera en este árido suelo
te imaginé. Pero no hay nada en esta tierra
que se asemeje a ti; y si acaso alguna
en el rostro, en los actos, en el habla,
pudiera parecerse, sería mucho menos hermosa.
[...]
En los valles donde resuena
del laborioso campesino el canto,
sentado, me lamento
del juvenil amor que me abandona;
y en los alcores, en que recuerdo y lloro
los perdidos deseos, la perdida
esperanza de mi vida, en ti pensando
mi palpitar despierta. Y ¡si pudiera
en este siglo tétrico y en el aire nefando,
tu pura imagen conservar! Con sola ella,
ya que no de la real, quedaría contento.
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Frente a la pretensión
Si una de las ideas
eternas eres tú, a la que de sensible forma
no vistió la sabiduría eterna,
ni en caducos despojos, lúgubre,
probó los afanes de funérea vida;
o si otra tierra en sus elevados giros,
entre mundos innumerables te acoge;
y más bella que el sol próxima estrella
te ilumina, y más benigno éter respiras;
de aquí, donde el vivir es triste y breve,
de ignoto amante este himno recibe» 6.
La exigencia ideal que expresa Leopardi, ¿acaso no se corresponde
con el testimonio de Juan: «Lo que hemos oído, lo que hemos visto con
nuestros ojos [...] y lo que tocaron nuestras manos acerca de la Palabra
de vida»7?
Emerge aquí la intuición de que esa dimensión que persigue le es
propia, pero al mismo tiempo no le es propia, es medida que el hom-
bre puede desear pero no determinar. Esa «x» desmesurada a la que en
última instancia tendemos se ha convertido en presencia, en Uno
Distinto; Uno Distinto, Otro, se ha convertido en nuestra medida. No
hay nada humanamente más deseable por nuestra naturaleza: la vida de
nuestra naturaleza es amor, la afirmación de Otro como significado de
sí misma.
3. Los términos de esta nueva realidad
1) Que Jesús sea hombre-Dios no significa que Dios se haya «trans-
formado en un hombre»; significa que la Persona divina del Verbo posee
además de la naturaleza divina también la naturaleza humana concreta
del hombre Jesús.
6 Giacomo Leopardi, Poesía completa I, edición bilingüe, Libros Río Nuevo,
Barcelona 1983, pp. 133-136.
7 1 Jn 1,1.
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Los orígenes de la pretensión cristiana
Esta unión no debe imaginarse como la confusión de dos naturale-
zas: la Persona del Verbo, al encarnarse, expresa su naturaleza divina a
través de la naturaleza humana que ha asumido. «Naturaleza» identifica
el tipo de ser que manifiestan las acciones; «persona» indica el sujeto, el
yo, que posee y actualiza las dos naturalezas distintas8.
2) El misterio de la Encarnación establece el método que Dios creyó
oportuno y escogió para ayudar al hombre a caminar hacia Él. Este méto-
do puede resumirse así: Dios salva al hombre mediante el hombre9.
Este método responde magníficamente: a) a la naturaleza del hom-
bre, que está llena de exigencia de sensibilidad; b) a la dignidad de la
libertad humana, en cuanto que Dios la asume como colaboradora de
su obra.
3) De aquí se deriva cómo hay que obrar para reconocer la inter-
vención de Dios en nuestra vida: a lo largo de la búsqueda, seguir ante
todo nuestra naturaleza y tener presente que el resultado de nuestra
búsqueda puede exigir un cambio radical, una ruptura del límite mismo
de nuestra naturaleza.
La diferencia entre la Iglesia católica y todas las demás concepcio-
nes e interpretaciones cristianas proviene sobre todo de la considera-
ción de este método.
4) Este método se prolonga en la historia. Si una realidad tan excep-
cional ha intervenido en la historia, ha de ser posible siempre y para
cualquiera la adhesión a ella: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos
los días hasta el fin del mundo»10. La asunción del método indicado por
la realidad de la Encarnación implica que el hombre siempre está lla-
8 Cf. León Magno, Carta a Flaviano, 28, 3-4.
9 Dionisio el Areopagita: «La unidad, la simplicidad, la invisibilidad de Jesús,
el Verbo todo divino, llegaron a la composición y a la visibilidad por medio de
la encarnación a nuestra semejanza... y, por bondad y amor a los hombres y
con gran beneficio, nos dieron la posibilidad de una comunión unitiva con él,
unificando nuestra miseria con lo que en Él hay de más divino, con tal de que
nos injertemos en Cristo, como los miembros en el cuerpo, en una identidad de
vida inmaculada y divina» (Una strada..., cit., p. 109).
10 Cf. Mt 28,20b.
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Frente a la pretensión
mado a adherirse a una idéntica propuesta de salvación, en tiempos
nuevos, en circunstancias nuevas, con instrumentos nuevos. Si Jesús
vino, está y permanece en el tiempo con su pretensión única, irrepeti-
ble, y transforma el tiempo y el espacio, todo el tiempo y todo el espa-
cio. Si Jesús es lo que dijo que era, ni tiempo ni espacio alguno pueden
tener otro centro11.
4. La resistencia instintiva
1) Hemos mostrado cómo la razón no puede a priori excluir la hipó-
tesis de que el misterio entre como factor nuevo en la historia humana.
Al encontrarnos ahora ante el cumplimiento histórico de esa hipótesis
realizado en la persona de Jesús, debemos subrayar la resistencia ins-
tintiva que puede tener la razón frente al anuncio de la Encarnación. Es
como si el hombre rechazara que el misterio se avenga a convertirse en
palabras y hechos humanos. El hombre de cualquier época se resiste a
las consecuencias del misterio que se hace carne: si este Acontecimiento
es verdadero, toda la vida, incluso la sensible y la social, debe girar en
torno a él. Y es justamente esta percepción por parte del hombre de ser
desbancado como medida de sí mismo lo que le lleva al rechazo, con
el pretexto de no querer ver empañada la inaccesibilidad del misterio,
de no hacer impura con antropologismos la idea de Dios, de respetar
su propia libertad.
2) Así, tras el estupor ante lo innegable y excepcional de las obras
de Cristo, la resistencia al contenido supremo de su mensaje se traslada
enseguida a su persona. «Muchos de los judíos que habían venido a casa
11 Cf. M. Eliade, Imágenes..., cit., p. 150: «¿De dónde viene [...] esa impresión
irresistible, que tienen sobre todo los no-cristianos, de que el cristianismo ha
innovado en relación a la religiosidad antigua? Para un hindú simpatizante del
cristianismo, la innovación más sorprendente (si se deja a un lado el mensaje,
o la divinidad de Cristo) consiste en la valoración del tiempo; en última instan-
cia, en la salvación del Tiempo y de la Historia. [...] El Tiempo se convierte en
plenitud por el propio hecho de la encarnación del Verbo divino; pero este
mismo hecho transfigura la historia. ¿Cómo podría ser vano y vacío el tiempo
que ha visto a Jesús nacer, sufrir, morir y resucitar? ¿Cómo podría ser reversible
y repetible ad infinitum?».
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Los orígenes de la pretensión cristiana
de María, viendo lo que había hecho, creyeron en él. Pero algunos de
ellos fueron donde los fariseos y les contaron lo que había hecho
Jesús»12. Es un suceso típico: en él, como hemos dicho, se realiza la pro-
fecía del viejo Simeón hecha en el templo a la madre de Jesús. Desde
los escribas y fariseos de entonces a los escribas y fariseos de todos los
tiempos —seguidos por sus masas— los motivos para señalar la incre-
dibilidad de la pretensión de Cristo serán siempre los mismos: la into-
lerabilidad de la paradoja de su humanidad13; su aparente fracaso (ya en
los discípulos de Emaús: «Nosotros esperábamos que sería él el que iba
a liberar a Israel; pero, con todo, llevamos ya tres días desde que esto
pasó»14); la miseria de sus seguidores (las consideraciones filosóficas se
refuerzan así con notas sociopolíticas).
Estas objeciones son la expresión del último intento que realiza la
razón para imponer a Dios una imagen ideal de Él15.
12 Jn 11,45-46.
13 Celso, orador pagano del siglo II, expresó la objeción contra la humani-
dad de Cristo en estos términos: «Si hay entre los cristianos, así como entre los
judíos, quienes sostienen que un Dios o un Hijo de Dios ha descendido o ha
de descender a la tierra como juez de las cosas terrenales, trátase de la más ver-
gonzosa de sus pretensiones y no hace falta de largos discursos para refutarla.
¿Qué sentido puede tener para un Dios un viaje así? ¿Será para saber lo que ocu-
rre entre los hombres? ¿Pero es que no lo sabe? ¿Es que no es capaz, dada su
potencia divina, de mejorarlos sin enviar corporalmente a alguien a este efecto?
[...] ¿O habrá de comparársele con un advenedizo desconocido, hasta el momen-
to, de las muchedumbres, e impaciente por exhibirse a sus miradas, haciendo
ostentación de sus riquezas?... Si, como lo afirman los cristianos, ha venido para
ayudar a los hombres a que entren en el recto camino, ¿cómo es que no se ha
acordado de este deber sino después de haberlos dejado errar por tantos siglos?»
(Orígenes, Contra Celsum, IV, 3-5.7, cit. en G. Bardy, La conversión al cristia-
nismo durante los primeros siglos, Encuentro, Madrid 1990, p. 159).
14 Lc 24,21.
15 De nuevo Celso formula, en términos filosóficos, la objeción: «Nada nuevo
propongo, declara; digo cosas hace ya tiempo demostradas. Dios es bueno, es
bello, es feliz; su situación es la más hermosa y la mejor. Si desciende a los hom-
bres, por lo mismo se somete a un cambio; este cambio será (fatalmente) de
bueno a malo, de hermoso a feo, de feliz a desgraciado, de muy bueno a muy
malo. ¿Quién tendría a bien un cambio semejante? Además, lo que es mortal se
halla sujeto por naturaleza a vicisitudes, a transformaciones. Mas lo que es
inmortal, siempre permanece por esencia idéntico a sí mismo. Dios no podría
por lo mismo sufrir un cambio de esta suerte» (Orígenes, Contra Celsum, IV, 14,
cit. en G. Bardy, La conversión..., cit., pp. 159-160).
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Frente a la pretensión
3) El hecho de la Encarnación constituye una línea divisoria, tanto
en el campo de la historia de las religiones como en la comprensión
misma de la experiencia cristiana, como históricamente ponen en evi-
dencia las numerosas herejías que constituyeron la ocasión del apasio-
nado debate sobre Cristo en los primeros siglos16.
5. Para concluir
Contra el hecho de la Encarnación se ha desencadenado a lo largo
de los siglos un «dogma» tenaz que, pretendiendo fijar los límites de la
acción de Dios, declara la imposibilidad de que se haga hombre.
De ello deriva el dogma moderno de toda la cultura ilustrada, que
por desgracia también ha influido radicalmente, de rebote, en la llama-
da «intellighenzia» católica: el de la división entre fe y realidad munda-
na con sus problemas. Esta actitud constituye justamente un reflejo de
la prohibición infantil que el hombre plantea a Dios de intervenir en la
vida del mismo hombre17. Es la última latitud a la que puede llegar la
pretensión idolátrica, a saber, la pretensión de atribuir a Dios lo que
agrada a la razón o lo que ella decide.
El hecho de la Encarnación, la inconcebible pretensión cristiana, ha
permanecido en la historia en su integridad sustancial: un hombre que
es Dios —que, por tanto, conoce al hombre y a quien el hombre debe
16 A propósito de una de las herejías más graves, el docetismo, Mircea Eliade
observa: «El docetismo, una de las primeras herejías, de estructura y origen
gnósticos, ilustra dramáticamente la resistencia frente a la idea de la encarna-
ción. Para los docetas (del verbo dokeo, ‘parecer’), el Redentor no podía acep-
tar la humillación de encarnarse y sufrir en la cruz; según ellos, Cristo ‘parecía’
un hombre por haberse revestido de una apariencia de forma humana. [...]
Tenían razón los Padres al defender tajantemente el dogma de la encarnación,
[...] Dios sea encarnado totalmente en un ser humano concreto e histórico, es
decir, activo en una temporalidad histórica perfectamente circunscrita e irrever-
sible, sin por ello mismo encerrarse en su cuerpo, ya que el Hijo es consustan-
cial con el Padre» (M. Eliade, Historia..., cit., vol. II, pp. 395s.). Véase también
VV.AA., Su Cristo: il grande dibattito nel quarto secolo, ed. de E. Bellini, Jaca
Book, Milán 1978.
17 Es una actitud ya puesta de relieve por los Salmos, cuando hacen decir al
impío: «Dios no ve, no se preocupa» (cf. Sal 9,25; 94,7).
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Los orígenes de la pretensión cristiana
seguir para tener el verdadero conocimiento de sí mismo y de las
cosas—. La experiencia inicial de los que vivieron con Jesús y le siguie-
ron, transmitida por los Evangelios, tiene un significado inequívoco: el
destino no ha dejado solo al hombre18. El cristianismo es un aconteci-
miento que fue anunciado hace siglos y que nos alcanza todavía hoy.
El verdadero problema es que el hombre lo reconozca con amor.
El cristiano ha de cumplir la función no sólo más grande, sino tam-
bién más tremenda de la historia. Es una función tremenda porque está
destinada a provocar reacciones irracionales. Pero es sumamente racio-
nal afrontar y verificar la hipótesis en las condiciones que ella plantea,
más precisamente como un hecho acaecido en la historia y que perma-
nece en ella.
18 Los Evangelios, como advierte Claude Tresmontant, «no han aportado ni
conservado la totalidad de la experiencia inicial. [...] Han recogido informacio-
nes, tradiciones orales, provenientes, en definitiva, del que era el objeto de estas
tradiciones. [...] En las transmisiones orales es inevitable que se hayan perdido
algunas informaciones. [...] A pesar de ello, queda en pie el hecho de que los
padres, doctores y teólogos de las generaciones siguientes han tenido a su dis-
posición, a partir de estos pequeños libros, el contenido de una experiencia ini-
cial, la de los testigos. Era una experiencia inicial sin ambigüedad. Jesús de
Nazaret era un hombre, plena y totalmente un hombre, anatómica, fisiológica y
psicológicamente. Pero no era sólo un hombre, pues había en él una ciencia,
una sabiduría, unas facultades, una santidad, que no son las propias de un hom-
bre, sino las del Creador increado, las de Dios. Tal es la experiencia inicial»
(Claude Tresmontant, Cristianesimo..., cit., pp. 249s.).
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