Carne de Mi Carne Antología de Cuento 1 PDF
Carne de Mi Carne Antología de Cuento 1 PDF
Antología de cuento
Carne de mi carne
Antología de cuento
Colección Mantis
Dirigida por Magela Baudoin y Giovanna Rivero
Fotografía de tapa:
Cementerio de Père Lachaise, Paris
dl: 4-1-1141-18
isbn: 978-99954-1-841-0
Producción:
Plural editores
Av. Ecuador 2337 esq. Calle Rosendo Gutiérrez
Teléfono: 2411018, casilla 5097, La Paz, Bolivia
e-mail: [email protected] / www.plural.bo
Impreso en Bolivia
Introducción
frankenstein: el sabor
de los climas helados
María Negroni
María Negroni (Rosario, Argentina) tiene un doctorado en
Literatura en la Universidad de Columbia, Nueva York, don-
de vivió por más de 15 años. Ha publicado numerosos títulos
de poesía, entre ellos: Islandia (Monte Ávila, 1994); El viaje de
la noche (Lumen, 1994); Arte y fuga (Pre-Textos, 2004), Cantar
la nada (Bajo la luna, 2011), Elegía Joseph Cornell (Caja Negra,
2013), Interludio en Berlín (Pre-Textos, 2014) y Exilium (Vaso
Roto, 2016). También publicó varios libros de ensayos: Ciu-
dad Gótica (Bajo la luna, 1994 y 2007), Museo negro (Norma,
1999), Galería fantástica (Premio Internacional de Ensayo,
Siglo xxi, México), Pequeño mundo ilustrado (Caja Negra,
2012), El arte del error (Vaso Roto 2016) y El testigo lúcido (En-
tropía, 2017); dos novelas: El sueño de Úrsula (Seix-Barral,
1998) y La anunciación (Seix-Barral, 2007); el inclasifica-
ble Cartas extraordinarias, (Alfaguara, 2013) y un libro-objeto
en colaboración con el artista plástico Jorge Macchi, Buenos
Aires Tour (Ediciones Turner, 2004).
Ha traducido a Louise Labé, Valentine Penrose, Georges
Bataille, H.D., Charles Simic, Bernard Noël, Emily Dickin-
son y la antología de mujeres poetas norteamericanas.
Su obra ha sido traducida al inglés, al francés, al italiano,
al portugués y al sueco.
Obtuvo las siguientes becas: Guggenheim (1994), Rock-
efeller (1998), Fundación Octavio Paz (México, 2002), New
York Foundation for the Arts (2005), Civitella Ranieri (Italia,
2007), American Academy (Roma, 2008) y Fondo Nacional
de las Artes (2017). Su libro Islandia recibió el premio del pen
American Center al mejor libro de poesía en traducción del
año (Nueva York, 2001).
Actualmente dirige la primera Maestría en Escritura
Creativa del país en la Universidad Nacional de Tres de Fe-
brero en Buenos Aires.
Frankenstein:
el sabor de los climas helados
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la Ópera, o clausurándose con una condesa húngara amurada
adentro, no modifica las cosas. Como el ave fénix, esa ruina –
se presiente– volverá a erguirse para que la gran escena arcaica
tenga lugar de nuevo, permitiendo al sujeto que la habita una
fugaz revelación: la de entender que el viaje a la noche más
honda (que es también, claro, la noche del acto creador) ter-
mina indefectiblemente en un fracaso: el vértigo se repetirá,
se repetirán ad infinitum las fantasías prohibidas pero no habrá
consumación. La amenaza se agotará en melancolía, y el de-
seo en una reminiscencia imposible.
Tal vez por eso, el agua rodea o acompaña a la casa soli-
taria con frecuencia. El agua, metonimia de la madre, el agua
amniótica, está allí para ocultar, reflejar, deformar, transpor-
tar o escapar del vértigo creador pero también, para impul-
sar silenciosa, obsesivamente, a él. El lago adyacente a la casa
Usher, el pantano de Psicosis, el mar que se llevó el cuerpo de
Rebecca o que conduce los ataúdes de Drácula a Londres, son
modos de esta presencia: a la vez pruebas del delito, castigo e
infierno paradisíaco.
Otras veces, el agua se transforma en hielo, se vaporiza en
frío. Entonces, una daga gélida penetra en el castillo (en el in-
terior de los seres), lo sacude en un éxtasis que corta las sensa-
ciones del cuerpo para que cierto teatro de la crueldad tenga
lugar: algo de eso ocurre en los lavaderos siniestros de La condesa
sangrienta cuando Erzébet Bathory tortura a las muchachas que
secuestra. Algo de eso ocurre cuando asesina por hipodermia y
deja a su víctima estacada en la nieve, a la vista de todos.
Ese frío es transparente, hace de los cuerpos estatuas, mu-
sicaliza la pena y compone partituras de color. No otra cosa
ocurre en el acto de escribir. Hablo de la escritura como voca-
ción de la ausencia. Hablo de ese tapiz del miedo y el desam-
paro donde alguien traza unos círculos, despliega su pequeño
canto interior, como trazos que dibujarían, acaso, un talismán.
Rosebud en El ciudadano, de Orson Welles. El espejo infinito y
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esquirlado de La Reina de las Nieves de Andersen, cuyos frag-
mentos, unidos en un cierto orden, darían la palabra “eterni-
dad”. Un poema no es otra cosa. La deriva, en él, se vuelve
casa y el hambre, alimento. Podría decirse: en su ingeniosa
saga acuática –afín a la del capitán Nemo en su Nautilus– la
imposibilidad del duelo construye un encierro luminoso para
buscar las miniaturas del afecto, dar con los significantes de
una utopía que no es más que otro nombre del recuerdo.
Si el agua y el frío son marcas constantes en las novelas
góticas, es en Frankenstein de Mary Shelley donde aparecen
como tópico central. Están allí desde un comienzo, exacerba-
dos, inextricablemente unidos a la orfandad y al impulso crea-
tivo y sus fracasos, sin abandonar jamás la narración (aunque
cambien los narradores), como si se tratara de modular los
inagotables registros posibles de la desposesión.
Es cierto, la mayoría de los héroes y heroínas góticos
(Manfred, Carmilla, Emily St-Aubert, Mr. Bates, Jane Eyre o
Erik) son huérfanos empedernidos y, a veces, también, explí-
citamente, niños-artistas. Pero ninguna fantasmagoría sutura
la ecuación entre arte, orfandad y crimen, en un clima de frío,
como Frankenstein. Allí, la trama alcanza un grado cero. Está
hecha de témpanos, de noche polar, de glaciares. Vista desde
la escritura, esta metereología alude, hacia atrás, a la carencia;
hacia adelante, al suicidio.
En su base, hay un escenario desolado, como el que ama-
ban los poetas románticos, que Mary Shelley había escuchado
de niña en su casa familiar. Un paisaje de lagos silenciosos y
aguas negras y mares congelados, donde las naves temerarias
suelen encontrar su sepultura o bien donde un creador-per-
seguido persigue a quien huye de sí mismo en él. El riesgo es
parte inalienable de este pathos. Habrá que avanzar, entregar-
se, dejarse arrastrar por la incordura o la desesperación hacia
los picos resplandecientes, a fin de matar al “monstruo” (la
obra), ese ser que se ha “arrojado entre los hombres, dotado
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de voluntad y poder para cometer espantosos designios” y así
terminar de cumplir con toda la serie de pérdidas, crímenes y
muertes que exige el acto creador.
Sería erróneo, sin embargo, interpretar el frío exclusiva-
mente como secuela o castigo del arte. El frío es también,
mucho me temo, condición misma de su posibilidad. No por
casualidad, el narrador inicial de la novela, el capitán Robert
Walton, se presenta a sí mismo, en una de las cartas que escri-
be a su hermana Margaret, como un poeta fracasado y descri-
be su gesta exploratoria como una “vocación” sustitutiva. Los
negocios entre poesía y frío son tenaces, las fronteras entre
ambos, lábiles, como ocurre con otros binomios, como el odio
y el amor, la belleza y la muerte. Robert Walton y Frankens-
tein encarnan así rasgos paralelos de un mismo génesis y un
mismo desengaño: ambos van a buscar su apoteosis en el pai-
saje del hielo, la catástrofe nórdica.
Allí, en esa intemperie final, una simbiosis “horrible” se
deja intuir, revelando retrospectivamente algunas cosas. Entre
la cripta destemplada y el útero glacial, hay un imán. Por eso
Frankenstein, el creador por antonomasia, debe buscar sus
piezas en la humedad impía de los cementerios o esconder-
se en las ruinas lúgubres de Escocia, donde la Escuela de la
Noche, se recordará, impartía sus lecciones. Después, la obra
será un “monstruo”. No importa. La atracción que ejerce ese
opus nigrum supera a la repulsión que causa. Toda canción fría
es fascinante, peligrosa. Entre la crueldad de la materia y la
elegancia del hastío, la pena puede llorar.
“Parecía –dice Frankenstein, al describir lo que ve– un in-
menso y sombrío escenario de maldad. A menudo, me sentía
tentado a arrojarme para que las aguas se cerrasen sobre mí
y terminasen mis desdichas para siempre”. Bachelard hubie-
ra afiliado estas aguas a las de la Balada del viejo marinero de
Samuel T. Coleridge. En realidad, son aguas sublimes. Tam-
bién el “monstruo” las venera, busca en ellas reparación. De
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hecho, en esa continua emigración que es su vida, esas aguas
cortantes, calcificadas, hirientes, son su única posesión: “Las
cavernas de hielo son mi morada”, dice mientras trama su “vi-
sita a los fríos eternos del norte”.
La orfandad planea sobre esta novela como un cuervo.
Tanto Elizabeth –la prima y prometida de Víctor– como Víc-
tor han perdido a su madre. La “dulce Justine” perdió a la
suya. Los jóvenes de la cabaña son huérfanos. La hermosa
joven turca, Safie, también lo es. Pero sobre todo, el “mons-
truo”. ¿No es acaso el sin-madre por excelencia? ¿No mata a
un niño para robarle una miniatura de su madre, arrobado por
un calor que no posee, repitiendo el gesto de Drácula frente al
relicario de Harker?
Sería superfluo recordar que la autora misma fue una
huérfana precoz. No lo es pensar que Frankenstein puede ser
leída, también, como un bildungsroman de la artista concebida
como una criatura monstruosa, es decir como una abando-
nada o una infructuosa enamorada del frío. En la parábola
de esta novela, en efecto, tanto el creador como su criatura
hacen su propia travesía por el arte. Uno anhela nada me-
nos que infundir vida a lo inanimado (dar calor al frío); el
otro, aprende a reemplazar las cosas con el lenguaje. No creo
equivocarme si digo que ambas tentativas son instancias de
un mismo impulso y que ambas desembocan en la puntual (y
penosa) constatación de que el conocimiento aumenta el do-
lor. En un sentido, incluso, es posible que el “monstruo” sea
un artista más logrado que su creador. En efecto, este último
aparece ante nuestros ojos y ante los de su criatura como un
pequeño dios inconstante, esclavo de los excesos de su ima-
ginación y agotado por una persecución que no lo deja, sin
embargo, alcanzar “el premio de la realidad”. La elocuencia
final y desahuciada del “monstruo” prueba, en cambio, que su
educación sentimental e intelectual no han sido del todo en
vano. Sabe, ahora, que ganó una pérdida.
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La novela sugiere, por fin, que el único consuelo de una
obra de arte es otra obra de arte, así como una palabra cica-
triza otra palabra y un frío otro frío, en el eterno diferir de lo
inasible. Su estructura de relatos en caja china –que incluye el
relato de Frankenstein adentro del relato de Walton, así como
el relato del “monstruo” adentro del relato de Frankenstein–
pareciera proponer al arte como una cadena infinita de bastio-
nes inexpugnables, donde no hay más que reemplazos, pasajes
de una insuficiencia a otra. Acaso la belleza, en esta emoción
del frío, sea el resplandor que queda de tanta insistencia inútil.
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Cuentos
ojo izquierdo
Daniela Tarazona
Acaso como aquel punto que reunía en él todos los puntos del in-
conmensurable universo, el ojo izquierdo del monstruo se abre al
afuera infinito y heterogéneo, pero sobre todo al espeso y deslum-
brante adentro de la Humanidad. No en vano el ojo es liberado
de su putrefacción diaria en un rito de agua y sal que lava, a su
vez, las heridas de la historia. Oráculo, espejo, brújula, astrolabio, el
consabido órgano nos lleva al origen de todo, es decir, a ella, a Mary
Shelley: la Progenitora.
Daniela Tarazona (ciudad de México, 1975) es autora de
El animal sobre la piedra (México, Almadía, 2008 y Argentina,
Entropía, 2011). En 2012, publicó su segunda novela El beso
de la liebre (Alfaguara), que resultó finalista del premio Las
Américas (Puerto Rico) en 2013. Es autora del ensayo Clarice
Lispector, publicado en la colección Para Entender, de Nostra
Ediciones (2009). Ha sido becaria del programa Jóvenes Crea-
dores y del Sistema Nacional de Creadores del Fondo Nacio-
nal para la Cultura y las Artes. En 2011, fue reconocida como
uno de los 25 secretos literarios de América Latina por la Feria
Internacional del Libro de Guadalajara.
Ojo izquierdo
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para leer lo que ella anotaba, traté de acercar la visión de mi
ojo dentro del ojo izquierdo. Llegué al comienzo de la hoja y
leí la palabra “gusano” y la palabra “ repugnancia”.
Necesito hervir mis ojos en agua para aliviarme la vista.
Imagino que su largo alcance me obliga a esta necesidad.
Persigo al que huye de mí que soy yo mismo. Cierro el
ojo derecho para saber si puedo recordar las montañas que
vi, pero el ojo izquierdo me muestra, de nuevo, imágenes de
otros mundos. En medio de lo que podría ser la noche, obser-
vé un artefacto de metal que entraba a mi ojo y se convertía en
una lanza que echaba humo. Luego vi una ciudad en llamas.
Y las orillas de un lago rodeadas de animales inmensos. Mis
visiones no cesan cuando me tapo el ojo contrario, como si el
izquierdo contara, de veras, con voluntad propia.
Siento temor porque me sé capaz de descubrir los secre-
tos del cielo y de la tierra. Estuve mirando mi rostro en el
reflejo sobre el agua calma de un cántaro. Entonces, descubrí
que, en el centro acuoso de mi ojo izquierdo hay un brillo mi-
núsculo con la forma de una llama. El fuego diminuto que vio
el mundo la primera vez que abrí los dos ojos ante el cuerpo
espasmódico de Víctor Frankenstein. Esa llama inusitada en
mi mirada escapó de su control. Se generó del mismo modo
que el nacimiento de un capullo en una planta.
Cerraré los ojos el día que siga a la noche cuando com-
prenda el origen de las visiones de mi ojo izquierdo: me so-
bresaltan porque, a pesar de desconocer su procedencia, son
mías y palpitan dentro de mi cuerpo múltiple. Ahora mismo,
he tapado mi ojo derecho y el izquierdo me ha revelado la
imagen que verá quien sea capaz de olerme sin sentir náuseas.
La mujer que antes vi sentada frente a una mesa, ahora me
mira de frente; se parece a mí. Abre la boca y en el centro
de su lengua veo un insecto ovalado que extiende sus alas y
sale para venir a posarse en mi nariz. El insecto es real. Mi
ojo muestra mayores poderes. Lo que vea de otros mundos
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o espacios puede trasladarse a este, en donde me encuentro.
Cierro el ojo derecho, ya como un guiño, y veo a la mujer
apretando los labios mientras, en su ojo derecho, se enciende
una hoguera. Fijo mi vista en el fuego de su ojo. Ahora ocu-
pa el centro de una plaza. Alguien arde entre las llamas. No
conozco a esa persona, pero sé que está vinculada a él y a mí.
Huelo mis manos: el aroma de la muerte es semejante al olor
de la carne que ardía en aquella plaza. Y entiendo, de golpe,
que he pasado innumerables días dentro de los ojos de cada
uno de los habitantes del mundo. Soy ellos. Y dentro de mi
ojo izquierdo se despliega el porvenir, como una llama que
quema pero que nunca extingue lo que abrasa.
Experimento una variación: la parte derecha de mi cabeza
emite un zumbido. Es apenas perceptible, pero soy capaz de
distinguir con claridad que proviene de allí. Me llevo la mano
izquierda a la cabeza y noto el pulso de la vibración. Estoy
cansado.
Afuera, el hielo aún contiene corrientes de agua. Pienso
en ir a buscarla para emplearla en la tarea de esterilización de
mis globos oculares. Salgo de la cabaña y me dirijo hacia la
parte baja del glaciar. Recaudo el agua en el cuenco y regreso.
Tengo deseos de morir.
Me saco los ojos. Primero el derecho y luego el izquierdo.
Los hundo en el cazo con agua y sal. A la superficie del agua
comienzan a subir pequeñas burbujas verdosas del moco que
segrego. Lo supongo, porque no puedo verlo ahora. Noto la
manera en que va desprendiéndose el velo espeso de mis lá-
grimas grises, como si fuera un pellejo. Espero. Lo que ellos
ven no tiene remedio. ¿Quién es la mujer que escribe? Ella
debe ser quien supuso todo. Mi ojo izquierdo la ve ahora, está
de pie junto a mí, observa el cazo sobre el fuego y tuerce los
labios para enseñarme los dientes.
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no recuerdo haber
encendido este cigarro
Katya Adaui
Mi padre dice:
Tengo dieciocho de la cintura para arriba.
Ha vivido como cada uno de los cigarros que ha fumado.
Mírenlo comprando las cajetillas que vienen sin fotos de
condenados, que ni siquiera advierten sobre los daños a la
salud.Mírenlo armar figuras con ellas y ser un niño de aviones
saltos
paracaídas.
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Mi padre me ha regalado el encendedor plateado con
águila dorada, memorabilia de su pasado militar en Estados
Unidos. Se atasca, quizás por eso. Conserva un casco oxidado
en la guantera. Lo usa como urinario en la fila de las revisio-
nes técnicas. En el ejército no le permitían el bigote, había
mantenido el suyo desde los quince años, con carboncillo se
lo pintaba en cada foto oficial, una raya oscura en el bélico
entorno pastel. Fumaba a escondidas, contrabandeaba ciga-
rros. En la cocina los enciende directo de la hornilla. La cara
al fuego. El bigote, los pantalones y las camisas, la cortina
de la ducha, la unión de las mayólicas, mangos y asas. Como
marcas de electrocución: un centro incandescente, un borde
quemado. La lumbre de mi padre es un incendio sin humo.
Hace unos años le regalé una lavadora y se ofreció a lavarme
la ropa. Yo entregaba sábanas, recibía ceniceros.
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La olla, echada a perder por la cal. Una grasa lívida, tibia,
se había pegado a sus paredes; la piel había desaparecido.
Ayúdame. No podré solo.
Primero hay que botar la olla. Apesta. ¿Por dónde se co-
mienza?, dime. No quiero saber dónde conseguiste los hue-
sos. Nunca te preguntaré cuánto cuesta el kilo de hueso.
El padre recordó el accidente infantil: se había roto un
ligamento y un tendón de la rodilla. Una fractura imposible.
Lo que nadie se rompe te lo has roto tú. Un resbalón en la
ducha. El hueso busca unirse al hueso y el doctor debía anes-
tesiarlo, romperle la pierna en cada soldadura, estallaban los
fragmentos imantados. Después, el dolor agudo de la fractura
obligatoria y el “no vas a poder correr nunca más”. No lloró,
no le gustaba correr. Había nacido sin prisa.
Estos huesos han perdido la prisa, pensó el padre.
Le pidió pegamento al hijo y enhebró. Hueso sobre hue-
so. Un dentista sobre el paciente silencioso, una luz de neón
como lámpara quirúrgica.
El hijo se fue a dormir. El padre trabajó durante la ma-
drugada. Sin testigos. Olvidó instrucciones y encargo.
A la mañana siguiente, en vez del pan, la reconstrucción.
Falange, falangina, falangeta.
El hijo: ¿Qué es esto?
El padre: Lo que tú quieras.
El hijo: En la mesa hay una mano. Hay una mano en la
mesa.
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percudidos como los ahogados. Caracoles, cangrejos, colillas,
algas. Mi padre ingresó con el cigarro al agua.
Nos vamos a quedar sin piso.
Todavía no.
Conocemos este mar, hecho a la medida de nuestros
brazos. Se retira bravo, vuelve embravecido. Somos tercos.
Braceamos. Boqueamos. Pataleamos. Sal en los ojos, sal en
la boca. Antes de hundirnos, llegué a escuchar a mi madre
gritando que nos cuidáramos.
Me estoy muriendo.
¿Cómo sabes?
Lo sé.
¿Y mamá?
Nos conocimos jugando a las cartas, éramos los que siem-
pre perdíamos.
La orilla se alejaba. Un hombre remojaba a un bebé desnu-
do y pleitista, tres niños brincaban en una piscina de plástico. Mi
padre había dicho lo que había dicho y nada se había detenido.
Él: Salgamos con esta ola.
Lo tomé del brazo malo y se quejó.
Se puso la camisa sobre la piel húmeda. Mi madre encen-
dió un cigarro, le dio una pitada y se lo ofreció.
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Su padre lo había conseguido: un pequeño dios rodeado
de adoradores.
Se abrieron las rejas del cementerio. Dos muchachos que
esperaban tras las rejas se acercaron: También somos sus hijos.
Bajo el silencio de todas las miradas, pidieron cargar el fé-
retro. Sin palabras, les dieron la oportunidad. Se acomodaron
el ataúd en los hombros. Un instante a cambio de treinta años
de verdades de su padre.
Ahora que está muerto por fin, mi padre está completo.
Se ha armado en cada uno de nosotros. Todas sus distintas
caras. Para eso muere un padre.
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huérfanos en la nieve
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Tomé el desayuno antes que los monjes, y pedí mi abrigo.
Esquivé el jardín del monasterio que tenía plantas exóticas.
Las rosas silvestres tibetanas ocupaban un pabellón techado,
pero caminé sin mirarlas.
Dejé el pueblo atrás. Anduve casi dos horas hasta un te-
rreno escarpado. Mientras ascendía, el frío me quemaba la
cara. Me detuve a descansar.
Sobre una piedra chata y brillante encontré una inscrip-
ción en francés. Ha muerto aquel que me creó, y cuando yo deje
de existir, el recuerdo de ambos desaparecerá pronto. Yo, el infeliz, el
proscripto. A su lado, las cenizas de lo que parecía una antigua
pira funeraria que el hielo había preservado. Quedé paralizada
y en llanto. Aquellas palabras parecían hablarme. Me llamó la
atención una especie de caparazón oscuro debajo de ese tém-
pano. Parecía el tórax de un escarabajo púrpura, del tamaño
de un puño. Me incliné junto al montículo. No me animé a
tocarlo.
Sabía que el monasterio había sido una prisión y luego
un colegio para niños abandonados, pero el tamaño de la pira
insinuaba los restos de un sólo cuerpo gigante. Me invadió el
miedo.
Al mediodía me senté a almorzar en el comedor. Los
monjes ocupaban tres mesas y parecían obnubilados con sus
rezos. Me sentí liberada de entablar conversación, aunque te-
nía preguntas para hacerles. Rechacé el plato de carne, pero
no así la sopa de pescado. Incluso chupé la cabeza, y después,
cada uno de mis dedos. Había algo nuevo en mí, una sensa-
ción extraña.
En lugar de regresar a mi habitación caminé hasta el pue-
blo. A esa hora, pocos paseantes. Un muchacho en bicicleta
hizo sonar su timbre antes de resbalar en el hielo. Lo ayudé a
levantarse y entonces me di cuenta de que hacía mucho que
no estaba en contacto con un cuerpo caliente. Me agradeció
en inglés mientras sonreía. Tenía la boca gruesa y colorada.
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Se subió a la bicicleta. Pero no lograba sacarme sus labios de
la cabeza.
Aunque di algunas vueltas, no podía dilatar el deseo de
regresar a la pira. Compré en el único almacén una palita de
jardinero y un recipiente de vidrio, regresé a mi habitación.
Enseguida se hizo de noche. Escribí en mi cuaderno, pero las
anotaciones, de pronto, me resultaron absurdas. Las quejas
y los gerundios se retorcían en cada página. Aún no he cum-
plido treinta y sin embargo escribo como una viuda de otro
tiempo, anoté. Después, dibujé un corazón y, con tinta roja,
una boca que lo devoraba. La del chico caído.
Esa noche cené pelmeni en el comedor. Como los monjes
hacían ayuno, era la única. Las mesas en fila, y los velones so-
bre mí, parecían el simulacro de una tragedia gótica. El único
que iba y venía con los platos usaba un hábito con capucha,
pero no tenía la gravedad de un monje. Cuando se acercó a
mi mesa esperé sus labios. No eran como los del ciclista, sino
finos y amarillentos. Sentí una arcada. Se dirigió a mí para
invitarme a la misa de medianoche.
Campanas lentas sonaron y recorrí el estómago del mo-
nasterio hasta una capilla dorada y, sin embargo, oscura. Los
cánticos guturales de los monjes resonaron en mis costillas.
Sus sombras contrastaban con la nieve que parecía caer con
mayor delicadeza, igual que pájaros sin alas. El bajo profundo
de las gargantas ascendía como si el cielo las llamara.
Regresé a mi habitación y no recordé a mi padre. Algo
ardía en mí, el deseo de estar viva. No soñé ni revisé mi in-
fortunio.
En la mañana, después del desayuno, oculté la palita de
jardinero y el recipiente de vidrio bajo el abrigo, y caminé
en busca de la pira. Pero no la encontré. La nieve se había
derretido en algunas zonas, los árboles parecían distintos. Re-
corrí en vano los alrededores; cuando estaba por creer que mi
tristeza había construido esa visión, me torcí el tobillo y grité
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hacia el monasterio. Entonces la vi. La piedra estaba a mi iz-
quierda. El montículo, un poco más atrás.
Intenté quebrar la costra helada para liberar el caparazón,
pero era más dura que la palita, que se quebró al tercer inten-
to. Sin embargo, había logrado astillar la primera capa. Me
saqué los guantes e introduje un dedo. El calor fue derritiendo
la distancia entre el caparazón y yo. Al llegar a él, sentí que
estaba blando, incluso me pareció que latía. El ser estaba vivo
aunque no tuviera patas ni cabeza.
Saqué el dedo, entre el asombro y la repugnancia, y sin
pensarlo me lo metí en la boca. Una risa sórdida se apoderó
de mí al recordar a mi padre. Después tomé una rama firme y
amplié el agujero, cuidando de no volver a tocar a la criatura.
El hielo se quebró y volví a ponerme el guante.
Regresé al monasterio con color en las mejillas. El monje
de labios angostos me lo hizo saber. Yo le dije que me iba.
Enseguida guardé el recipiente con el ser adentro, entre mi
ropa. Esperé en el puerto el barco que me llevaría de regreso
a casa. Toda la melancolía quedó atrás. El frasco estaba lleno
de hielo, el mismo que lo había protegido de la muerte, y que
serviría para conservarlo. Yo me sentí resucitar.
Aunque era domingo, en cuanto llegué a la ciudad, le in-
diqué al taxista que me dejara en el laboratorio. Estaba ex-
citada con la nueva tarea. Quería observar el animal con los
instrumentos adecuados. Subí a la sala. Encendí la luz blanca,
me saqué el abrigo, busqué los guantes de látex y extraje el
recipiente.
En cuanto lo vi, me di cuenta. No era lo que había pre-
visto. El hielo se había derretido. Tomé una pinza. Observé
detenidamente el corazón. Estaba intacto y vivía. Era huma-
no, desafiante. Trabajé toda la noche para que el músculo no
se fatigara y bombeara sangre nueva.
La muerte me arrebató a mi padre. A cambio, volveré a la
vida al ser que ya late frente a mí.
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yo sé de tu delirio
Rosario Barahona
Dos
Chester Square No. 24, enero 6 de 1851
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Por eso, Jane, o Lady Shelley, como le comenzaba a gustar
que la llamasen, no había dejado nada al azar, mucho menos
ahora que toda la responsabilidad de la situación recaía sobre
sus espaldas y que responder a la confianza que su esposo le
había otorgado dejándola sola en casa con su madre enferma,
era su prioridad. Ahora que su suegra, aquella mujer extraña
a quien había aprendido a tomarle afecto, se encontraba en-
ferma, y el trabajo de Percy Florence le obligaba a ausentarse
de la ciudad por largas temporadas, no tuvo más remedio que
tomar las riendas del gobierno de aquella casa de cerrado y
secreto desván y grandes ventanales que jamás pensó percibir
tan abarcadoramente suya.
Cortó entonces todas las rosas blancas del jardín, quitó
las espinas con las tijeras de podar y las acomodó en un jarrón
de porcelana de la mesa central del estudio que su suegra ha-
bía bautizado como el salón de Diana, donde a diario ella solía
escribir, pero ahora serviría para conversar con el anhelado
médico después de la consulta.
Subió a su habitación y se puso su vestido gris y rojo, de
amplio, tupido plisado. Mirándose al espejo, tomó el peine de
madera y se partió el pelo rubio por la mitad de la cabeza, para
después recogérselo hacia atrás en un poco estirado, delicado
moño bajo.
Se dirigió a la habitación de la enferma y le retiró la toalla
de su frente, ya seca de tanta fiebre absorbida. Echó fuera a
la servidumbre y, levantando la rosada sobrecama rellena de
plumas de ganso, desabotonó el blanco camisón. Exprimió y
volvió a empapar una esponja en un lebrillo metálico y con
ella lavó y secó a la enferma de cuerpo entero. Luego, con
bálsamo de agua salina, masajeó un poco los talones heridos,
ampollados con el horror de las escaras.
Limpió también el rostro con toques suaves de una toa-
lla limpia y húmeda y aplicó vaselina de almendras sobre los
labios resecos. Retiró de sus mejillas aquellos cabellos entre-
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canos, alborotados durante la noche y los peinó con suavidad,
deteniéndose con paciencia en cada nudo, ayudándose a des-
enredar cada hebra con la yema de los dedos. Era larguísimo
el cabello de Mary Shelley, pues suelto y lacio, calculó que
le llegaba a la cintura. Percy Florence y Peggy, o la señora
Howard, como ella llamaba a la antigua ama de llaves, le con-
taron que desde su juventud siempre lo había llevado largo:
creía a rajatabla que su cabello era parte indisoluble de su alma
y por tanto, sufría cada vez que quedaba encinta y por consejo
de los demás debía cortárselo para que creciera con más fuer-
za, pues solía ponérsele débil, quebradizo y se le caía a cada
paso. Quizá por eso, después de la muerte de sus tres hijos,
dejó que el cabello le creciera hasta rozar sus rodillas, y lo
habría mantenido así para siempre si en la última temporada
los médicos no la hubieran obligado a recortárselo, argumen-
tando que el peso de su cabellera sería la probable causa de la
aparición de aquel maldito bulbo en forma de raíz de jengibre
que había comenzado a crecerle debajo de la piel del cráneo.
Con pesar, Jane pestañeó al recordar eso, y le pareció no-
tar, entonces, con la luz vespertina que entraba, un rastro de
gótica belleza en esa enferma de cabellos infinitos de ceniza,
en esos pómulos pálidos coronados con un par de cicatrices
de viruela, en esos párpados dormidos pero de pestañas oscu-
ras, tupidas y extensas, en esas ojeras, aureolas violáceas, como
rastro de un dolor contenido.
Por último, bajó hasta la cocina y mandó a una criada a
comprar el mejor té de la ciudad, naturalmente, de la tienda
Fortnum & Mason. Instruyó a la servidumbre acerca de la
hora aproximada que la bandeja del té tendría que estar lista
para servirse, que se retirase el probable polvo de las super-
ficies de los muebles y que, sobre todo, dejasen abiertas las
ventanas para airear el ambiente, ya que desde hacía mucho
que no se recibían visitas y el olor de la soledad se empeñaba
en quedarse escondido en los rincones.
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El doctor Hydn tocó la campanilla de la puerta y, tras
cruzar el umbral, dejó descansando su maletín médico sobre
una mesa y se quitó el redingote oscuro que la señora Howard
se apresuró a colgar en una percha. Acompañado de ésta, co-
menzó a subir hacia la segunda planta. En el rellano de la es-
calera miró en su derredor: a pesar de los grandes ventanales,
la casa le pareció un monasterio medieval, más que por aque-
llos óleos de antepasados familiares tan parecidos a los óleos
de los santos de las iglesias, cuyos fantasmales rostros muertos
tomaban vida observándolo todo desde su escalofriante supe-
rioridad, por aquella luz nublada, trémula y estremecida de los
cirios flotando en el aire de los anchos corredores. Se detuvo
entonces porque le faltaba la respiración. En un fugaz deste-
llo de la memoria asfixiada, recordó los lejanos, majestuosos
paisajes de su último viaje: cadenas de cordilleras nevadas,
como novias solitarias esperando se cumpliese una promesa
de amor. Respirar se le hizo definitivamente difícil, casi impo-
sible por la altura.
En eso pensaba el médico. Y aunque no dijo nada al res-
pecto, retomó el paso y se vio en la casa de aquella afamada
escritora, caminando detrás de la señora Howard, quien le in-
dicaba el camino con ligereza y de pronto lo invitaba a tomar
asiento en un pequeño estudio bien iluminado por la luz na-
tural vespertina que entraba a borbotones por la ventana. Las
sillas tapizadas con un terciopelo de color bermellón combi-
naban agradablemente con el tono intensamente oscuro de
esos y todos los demás muebles.
La clara alfombra beige, con sus flecos dorados tornán-
dose brillantes en las puntas, sentaba las bases para un escri-
torio mediano, taraceado de nácar –allí permanecían varias
cuartillas desparramadas, plumas y un tintero–, la mesa baja
de estrado, de patitas labradas y carpeta de verde y oscuro
terciopelo en la superficie, sobre la cual reposaban algunos
libros de pasta, completando el armonioso conjunto de la
40
habitación. Leyó el médico algunos títulos: El hombre feliz,
de Teodoro de Almeida, La madre Ágreda, Cartas eruditas, de
Feijóo, Historias, de Herodoto, Louis Lambert, de Balzac, Ítaca,
de Blanca Wiethüchter.
Los que ahora tenía enfrente eran, o más bien le pare-
cieron libros de viejo, de lomos grises, azules grises, verdes
grises, a excepción del poemario de ésta última, cuyo blanco
encuadernado y doradas letras del título resaltaban entre tan-
to gris.
Reina absoluta de la habitación, colgaba del muro princi-
pal una gran lámina de bronce de la diosa Diana. Alta, virgen
y erguida, miraba inconmovible un punto infinito del mundo,
sosteniendo férreamente en mano su arco y flecha. A sus pies,
su fiel galgo cazador dormía plácidamente. La obra contaba
con su pintura romana guarnecida, marco y chapiteles, y el
conjunto de seis candilejas, tres a cada lado, seguramente
iluminarían de noche el ambiente y el rostro de la diosa.
Sin embargo, pese a la extraña condición de opacidad
que no se desvanecía, al doctor Hydn le pareció que todo en
aquella casa estaba escogido por una mirada experta, por una
mano diligente, sensible y hasta piadosa que lo recorría y
abarcaba todo con su presencia exquisita.
De repente, rompiendo el silencio se abrió una gran
puerta oscura y aledaña al estudio de Mary Shelley. Los goz-
nes y cerradura precisaban, seguramente, una pasada de acei-
te, y también las manijas ruidosas, redondas y doradas como
manzanas de la discordia. Era Jane, que dejaba la puerta en-
treabierta y se dirigía al médico.
—Buenas tardes, doctor Hydn.
—Lady Shelley –contestó él, casi afable, poniéndose de
pie, y haciendo una levísima reverencia.
—Es un regalo de John William Polidori, el médico perso-
nal de Lord Byron –respondió Jane a modo de aparente digre-
sión de los saludos correspondientes y mirando impulsivamente
41
a Diana, pues prácticamente había sorprendido a Hydn absorto
en la contemplación de la obra de la diosa.
—Oh, Polidori –comentó él, esforzándose en la amabili-
dad, buscando sin encontrar en su memoria algo más que de-
cir al respecto o, mejor dicho, mucho menos al respecto, pues
Polidori, escritor y médico, se había suicidado en 1822 de una
de las formas más brutales conocidas: bebiendo ácido prúsico.
La sustancia provocó la desintegración de todo su aparato di-
gestivo y desencadenó su muerte después, sólo después de una
espantosa e interminable agonía. Ninguna buena cosa –a ex-
cepción de su altísima cultura, la creación literaria de su propio
monstruo: el vampiro, y su sentido del arte, que pudo haber
sido notable, como por ejemplo, el haber escogido esa pieza de
Diana para obsequiar a Mary Shelley– se podía decir de aquel
hombre, opacado siempre por la sombra de su célebre paciente,
poeta mayor, Lord Byron. Por tanto, calló el médico y en aquel
microsegundo de silencio, mientras miraba fijamente a su inter-
locutora, experimentó la misma sensación que le había acometi-
do en el rellano de la escalera, un destello que le hacía recordar
algo, aunque en ese momento no supo exactamente qué.
Al otro lado de la puerta se encontraba la habitación de
Mary Shelley, o, más bien la que él creyó, en primera instan-
cia, que lo era.
—Pase usted –le pidió Jane, y empujó delicadamente la
puerta asiendo con su palma la dorada y mitológica manija
esférica que, imperturbable, volvió a chirriar.
La ancha cama de cedro donde se encontraba la escritora
dormida ocupaba una gran parte del espacio, y también las
ventanas que parecían más grandes si se las miraba desde el
interior de la casa. Por lo demás, a diferencia de sí mismo, el
doctor Hydn asumió la sediciosa sensación de que todo era
extenso en aquella paciente, los párpados grandes, los huesos
largos y esbeltos y, por si fuera poco, esos cabellos tan largos
cayéndole copiosamente sobre los hombros.
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Sacó su estetoscopio, destapó la rosada sobrecama rellena
de plumas de ganso y oyó el compás de su corazón a tiempo que
controlaba el segundero de su reloj Longiness de leontina. Lue-
go le tomó la temperatura con un termómetro metálico, y final-
mente el pulso, asentando suave pero firmemente sus dedos ín-
dice y medio en la delgada muñeca, sin quitar la vista de su reloj.
Finalmente recorrió su cuerpo, tocó detrás de las orejas,
buscando algún ganglio inflamado que no encontró, palpó el
gran bulbo instalado caprichosamente en su cráneo y, al mirar
las llagas de sus talones, aseguró que sanarían prontamente,
pues el bálsamo salino que ya se le administraba era, evidente-
mente, la terapia indicada.
Finalmente, le realizó una sangría. Al rasgar su piel con
el afilado estilete, una grave mueca de dolor contrajo el rostro
de Mary Shelley. Guardó la sangre en una botella esterilizada
para estudiarla luego en su laboratorio.
Dando por terminada la sesión, Jane arropó a la enferma
y llamó a la señora Howard para que se quedase a velar su sue-
ño. Cerró la puerta tras de sí y condujo al médico nuevamente
hacia el estudio de Diana.
Él, que había permanecido callado y casi taciturno du-
rante la observación de su paciente, se asombró al ver el ser-
vicio de té, perfectamente dispuesto sobre la mesita central
de las rosas blancas. Tantos años de viajes y permanencias en
ciudades, pueblos y rancheríos perdidos donde ni siquiera se
conocía la planta del té, casi habían logrado hacerle olvidar el
deleite de una buena taza caliente.
—Oh, té –exclamó, sorprendiéndose él mismo de su pro-
pia reacción.
—Tenga la bondad de sentarse, doctor –solicitó ella, feliz
y renuente a la idea de que él, como todos los médicos, se
marchara rápidamente, pues tenía mucho que expresarle.
Jane sirvió el fragante té de color tan cobrizo como
la lámina de la diosa Diana, testigo inevitable de aquella
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conversación.Con un experto ademán delicado, tomó el asa
de una jarrita de porcelana y vertió el consabido chorro de
leche directo en el corazón de la cobriza taza.
El doctor Hydn diluyó dos raciones de azúcar en unos
tres o cuatro decididos movimientos circulares de su cucha-
rilla de plata y, asentándola en el platillo, aspiró la extrañada
fragancia que cambió momentáneamente su rictus. Por un
instante entonces, sólo por un instante, aquel hombre le había
parecido a Jane, más humano que nunca.
—La presión y el corazón de la señora Mary Shelley se
encuentran en perfectas condiciones –dijo él, por fin, y conti-
nuó:– Las llagas sanarán, pero la lesión creciente de su cráneo
es o, mejor dicho, puede ser la causa de la falta de concien-
cia, del sueño incesante. Lady Shelley, usted debería haberme
puesto al tanto de la gravedad del caso en cuanto supo de mi
llegada a Londres, hace tres semanas.
—Lo intentamos –se disculpó ella, tanto serio como di-
plomático su tono–, pero su asistente insistió en que, debido a
su recargada agenda, no podría sino verla en dos semanas, que
fue exactamente el tiempo que esperamos; además, creí que
después de haber sido observada por otros veinte médicos,
sería bueno que usted la observase sin un pensamiento pre-
concebido al respecto.
Hydn calló y tomó un sorbo de su té. Nadie acostumbra-
ba a expresar su opinión en su presencia, por lo menos no tan
deliberadamente. Tosió y carraspeó antes de soltar su frase:
—Pues le recuerdo, Lady Shelley, que aquí el médico soy
yo, y por lo tanto, yo decidiré lo que sea bueno o no para la
paciente. Su esposo, el señor Percy Florence Shelley, me ha
escrito encomendándome a su madre. Y Sir Joseph Barcley
Pentland, amigo personal de su suegra, también, pese a que se
encuentra descansando, de vacaciones en el valle de Barton,
por cuanto asumirá que, a partir de este momento, guardamos
entre usted y yo una responsabilidad compartida.
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Jane quedó poco sorprendida, los veinte médicos ante-
riores la habían tratado igual, con ese patético paternalismo
condescendiente ante su juventud y su feminidad, con esa
insoportable actitud de autoridad moral, como si el mundo
entero se tratase de un sistema absoluto girando en torno de
complicidades masculinas. Sin embargo, Hydn había ido más
allá pues fue el primero en mencionar directamente los nom-
bres de los importantes aliados de su cruzada personal: Percy
Florence y Pentland.
¿Acaso ellos estaban allí, para atender a la enferma, para
pasar noches en vela, para untar sus llagas con bálsamo sali-
no?, suspiró Jane. Aquel médico número veintiuno era todo
lo que su suegra y ella tenían en el mundo. Tomó entonces la
palabra:
—La señora Shelley había presentado una suerte de des-
memoria en los últimos meses, pero se recobraba al día si-
guiente, como si nada. Una tarde de diciembre pasado estuvo
hurgando las cosas del desván que Percy Florence mantiene
cerrado porque las cosas que allí se guardan les produce mu-
cha tristeza, y quizá tenga algo que ver, pero a la mañana si-
guiente, ella ya no era la misma.
—Explíquese mejor, por favor –frunció el ceño Hydn.
—Quiero decir que ella no volvió a ser la misma desde
aquella tarde o, mejor dicho, desde aquella mañana de lluvia
de diciembre pasado, cuando la encontré vestida únicamente
con un camisón blanco, empapada, helada, descalza y echada,
inmóvil, sobre el jardín, los ojos abiertos y pasmados, el oído
derecho pegado a tierra.
—Le pareció raro, naturalmente –comentó el doctor
Hydn, más a modo de pregunta que de respuesta, mirando a
través de los ojos de Jane, que justamente a esa hora, tal vez
por un reflejo del resplandor de resolana de la tarde, tomaban
una tonalidad dorada, como la del champagne. De repente,
entonces, él recordó lo que hacía un momento no lograba
45
recordaral mirar a Jane, y es que ya había visto aquel mismo
color en una extensa pampa de trigales llamada Lequezana.
—Por supuesto que me pareció raro, doctor Hydn –re-
frendó la joven su sospecha, luego hizo una pausa que consis-
tía en contener momentáneamente la respiración, casi como
tomando impulso o valor para pronunciar algo aparentemen-
te infantil, dada su juventud, o tal vez, descabellado; entonces
reveló seriamente–: Sobre todo porque parecía que la señora
Shelley estaba oyendo los rumores de los confines del mundo.
Lo pronunció rápidamente, como si quisiera y no quisiera
al mismo tiempo ser oída. Apretó los labios al término de su
frase, que más sonaba a una tímida pero obligada confesión
ante un hombre de Dios y no ante un hombre de ciencia como
aquel que tenía enfrente.
El médico frunció nuevamente las cejas, formándose así
en su entrecejo una arruga tan prominente que parecía que de
inmediato se desplomara sobre sí el peso de todos los años del
mundo. Era un hombre joven, pero por algún raro artificio,
todo en él parecía estar desprovisto de la sal de la pasión y
revelaba la medianidad, pese a que los rumores decían que era
un hombre implacable, sin humor notable, que era un viajero
excéntrico e inventor alquimista de un tratamiento revitali-
zante a base de una planta americana y que había dejado una
novia en América, enloquecida de amor. Los ojos, algo azules
y algo verdes a la vez, eran curiosos y su mirada calculadora.
Jane miró su extraño y lampiño entrecejo entre las dos cejas
tan pobladas y pensó que de seguro echaría mano de las pin-
zas. Su traje negro, de solapas anchas, y la corbata azul cobalto
sugerían la sobriedad que se precisaba para asistir a una con-
sulta médica, a un velorio o a una fiesta de etiqueta.
Él quiso añadir algo más al comentario de su interlocutora
y, en ese ademán, movió inconscientemente un brazo, pero ella
le interrumpió de repente, quizá inconscientemente también.
El brazo del médico quedó entonces en el aire, paralizado.
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—Desde entonces, en sus delirios –prosiguió Jane–, ha
estado repitiendo una serie de palabras; no las altera, sino que
más bien sigue una secuencia. Al despertar, parece no recor-
darlas.
—Palabras, dice usted.
—Palabras.
—Cuáles son.
Jane explicó que las había anotado todas inmediatamente
después de una de sus crisis, hacía pocos días atrás, la peor
de todas, pues había durado cuatro horas y era la culpable de
que ahora tuviese que guardar reposo absoluto. Sin duda, los
temblores de los episodios de las fiebres la habían dejado muy
débil, pálida y desorientada, y las fuerzas le alcanzaban sólo
para dormir. Sacó un papel doblado del puño de su vestido, lo
desdobló con cuidado y leyó entonces, en voz alta, pausada y
claramente, como si fuera una maestra de ceremonias:
—Árbol, cristal, monstruo, cuervo, caleidoscopio, pluma,
niño, Hastings, testamento.
Hydn se rascó la barbilla con el grueso pulgar, un gesto
de contumacia, más que de asombro. Había cobrado gran ex-
periencia en sus largos viajes alrededor del mundo, acompa-
ñando en sus expediciones a eternos y célebres viajeros como
Thouar, Van Nivel y Pentland, y estaba acostumbrado a los
casos más raros e imprevisibles, a cerrar rápidamente los pár-
pados de los enfermos agónicos de mal de Chagas, tercianas,
tabardillo, chikungunia, rubeola y tifus, igual que los párpados
sangrientos de soldados muertos en mil campos de batalla.
—¿Tiene algún diagnóstico, doctor? –preguntó ella, im-
paciente, poniéndose de pie, un gesto que indicaba que la
consulta médica estaba a punto de terminar, pues ya le había
tomado la temperatura, el pulso y hasta le había hecho una
sangría a la enferma postrada en un aposento ajeno, sangría
que, por cierto, Jane consideró innecesaria. No olvidó que
Hydn era el último de la veintena de médicos que habían ido
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a observarla, a veces más por curiosidad o morbo, que por
cualquier otra cosa. O quizá no, quizá este era distinto.
Y ahí estaba Hydn, pensándose una probable respuesta,
ante aquella jovencita remilgada y aparentemente algo rebel-
de y displicente, vestida con aquel bonito vestido gris y rojo,
los bucles rubios cayéndole graciosamente por las mejillas y
parte del delgado cuello. Quedaba claro que nada sabía más
allá de sus narices, nada del mundo. Por lo menos, no del suyo,
ella jamás podría imaginarse los altiplanos americanos, ni los
horrorosos calores de la Amazonía, ni el pánico de mecerse
en una embarcación que se va bamboleando por la tempestad,
ni las flechas cargadas de veneno de los indios naturales lla-
mados chanés, ni la sangre de las batallas, ni el rostro de los
niños chanés muertos, ni mucho menos los ojos abiertos de
los muertos en batalla contra el hombre blanco.
Dejando la pregunta en el aire, como tantas otras pregun-
tas había dejado al aire en su vida, volvió a pasarse el pulgar
por la barbilla, y sin emitir palabra, pero con ademán intrépi-
do buscó algo en el bolsillo interior de su chaleco, y lo extrajo.
Era un sobre de papel craft que puso sobre la mesa, con
mucho cuidado, como si fuese una reliquia, un tesoro, un ob-
jeto sagrado, o un anatema.
Tomó un sorbo más de su té y apartó la taza y el jarrón
de rosas blancas para evitar cualquier posible derramamiento
encima de lo que fuese aquello. Con movimientos ahora más
meticulosos y certeros, como los de un calificado cirujano, co-
menzó a extraer el contenido.
Eran veinte hojas de coca que, como cartas de tarot, una a
una, fue desplegando remisamente sobre la superficie de madera.
—Son las últimas que me quedan –dijo Hydn, calmada-
mente, pero algo en su voz sonó a sentencia–. Las traje de mi
último viaje con Sir Joseph Barclay Pentland, que duró cua-
tro años y medio por América del Sur. Los últimos dos años
nos establecimos en Potosí de Charcas, donde es muy común
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encontrarlas, los indios las consumen a diario para combatir
el mal de mina, la debilidad, la tisis y el frío, y hasta el mal
de amores cuando se prepara en infusión. Mis investigaciones
han demostrado que la coca contiene el extracto del calor de
la vida, que es lo que queremos devolverle a la señora Shelley.
Usted ha mencionado los confines del mundo, pues yo vengo
de los confines del mundo.
Jane quedó asombrada, y tuvo que volver a sentarse. Aho-
ra comprobaba que lo que se decía de aquel hombre era cier-
to, era excéntrico y además, engreído y ególatra, pero jamás
se hubiese imaginado la existencia de una planta medicinal
que tuviese la insólita propiedad de alejar del cuerpo el frío
de la muerte y acercar el calor de la vida. Quiso, entonces,
por curiosidad, tomar entre sus dedos una hoja de coca, pero
a tiempo, un ademán del médico se lo impidió tajantemente.
—Son muy delicadas –argumentó por toda explicación y
sacó entonces papel y pluma de su maletín médico para escri-
bir su prescripción:
Untar la hoja de coca con saliva y pegar una a cada sien de la
paciente durante el lapso de un delirio.
—Sólo en caso de delirio –especificó él, levantando un
índice en alto.
—Sólo en caso de delirio –repitió ella.
Jane pestañeó a tiempo que asentía, esas hojas le daban
miedo. ¿Y qué si la envenenaban, si le producían alguna aler-
gia mortal, prurito?
Miró las hojas de coca que yacían inocentes sobre la mesa
y tuvo entonces la extraña impresión de que aquel tratamiento
no era como el de los anteriores veinte médicos; no se trataba
de alcanfor ni quinina, ni bálsamo salino. Este era tácito y de-
finitivo, y exigía asumir todos los riesgos, algo así como cuan-
do el César, atormentado por las dudas, pero comprendiendo
su destino, decidió cruzar el Rubicón en aquella espantosa
noche de enero del 49 a. C.
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Y así como echada estaba la suerte del César, estaba echa-
da la suya y la de Mary Shelley, sin posibilidades de panaceas
ni retrocesos, pero guardó silencio sobre eso. Dejó que trans-
curriesen uno, dos, tres, segundos, y aclaró:
—Como ha visto usted, la señora Shelley, se encuentra
ahora en otra habitación, que es la de huéspedes, no es la suya.
Por si acaso, por precaución, o como quiera usted llamarlo, he
dejado su habitación exactamente como la dejó ese amanecer,
porque he pensado que eso tal vez podría revelarnos algo más.
—¿Como en la escena de un crimen? –preguntó Hydn, la
sonrisa al borde de la ironía. Esa majadera niña rubia no iba a
decirle qué hacer.
—Como en la escena de un crimen –concluyó ella, esta
vez decididamente, sin asomo alguno de timidez en su voz.
Tres
Febrero de 1851
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Otras veces, mientras cruzaba el jardín, se detenía de re-
pente y, cerrando los ojos como si se tratase de un ritual, repe-
tía su retahíla de palabras: árbol, cristal, monstruo, cuervo, ca-
leidoscopio, pluma, niño, Hastings, testamento. Palabras que
ella no podía explicar, no porque no las conociera o recordara,
sino porque contenían más que significados.
Fue entonces que, en un lapso de lucidez, la convaleciente
pidió la presencia del anciano notario de su confianza, Nevin-
son, ante quien redactó y firmó de puño y letra su secreto tes-
tamento, guardándose una copia en un cajón de su escritorio
taraceado de nácar, copia que enseguida olvidó. Esa misma
noche, Mary Shelley murió cálidamente durante el sueño.
Evidentemente era secreto y solemne su testamento –to-
dos los testamentos suelen serlo–, pero un día los cajones de
los secretos se abren y las solemnidades caen hechas añicos
como una copa de cristal puesta al borde de una mesa, y en-
tonces los secretos dejan de ser tales.
Se supo entonces que aunque los bienes muebles fueron
legados a Percy Florence, el salón de Diana, con todo lo que
contenía pasaría a poder de Jane.
Cuatro
29 de febrero de 1851
51
las casas vecinas, y una lejanísima montaña azul, adonde lle-
gar precisaría calzarse unas botas de siete leguas, como en los
cuentos de los hermanos Grimm.
Entonces, pensativo, y posando una palma sobre un muro
o buscando un momentáneo punto de apoyo para tolerar el
mareo, confesó a Jane que no había podido dormir la noche
anterior, que sospechaba que algo más existía en aquel apo-
sento silencioso y, sin embargo, tan repercutido de voces, esas
que socavan, quebrantan, resuenan, tañen.
—En Charcas existe una temporada calurosa y corta lla-
mada veranillo de San Juan –pronunció repentinamente.
—¿Cómo? –Preguntó Jane, asombrada, pues lo último
que se esperaba era que en aquellos momentos alguien apa-
rentemente insensible le hablase de algo que no venía al caso,
mucho menos acerca de las estaciones del año.
—El veranillo de San Juan se da a mediados de junio y se
denomina así por la festividad de San Juan, aproximadamente
al comienzo del invierno, que es largo y crudo.
—Un pequeño verano –reflexionó Jane, aún sin captar el
sentido, pero lo dijo en voz tan baja que el médico pareció no
escucharla y hasta ella misma dudó haber abierto los labios
para susurrar la frase.
—Un pequeño verano precediendo al invierno de la
muerte –remató él, pronunciando las palabras lentamente,
más pensativo que nunca.
—¿El pequeño verano de Mary Shelley? –preguntó Jane,
esta vez más para sí misma que para su interlocutor.
El doctor Hydn tenía los ojos verdes o azules clavados ha-
cia lo lejos y por tanto ya no respondió palabra alguna y dejó,
más bien, a propósito, que la pregunta quedara flotando en el
limbo sin respuesta, como tantas cosas inacabadas permanecían
flotando en el limbo de su vida. La última había sido la noble
novia descendiente de los incas llamada Teresa. La había dejado
enamorada en Potosí, esperando por él, bajo promesas de amor
52
eterno, pese a que nada le habría costado traerla consigo. Es
que un viajero incansable, un hombre de ciencia como él, no
podía ceder ante el amor, aunque había momentos, como ese,
en los que el recuerdo de los ojos negros de Teresa le producían
certeras pero silenciosas punzadas en seguidillas.
Pesó el silencio entonces en aquella casa cerrada por el
duelo invernal.
Silencio y más silencio. A esa hora de la mañana sólo se
oía el trino de algunos pajarillos y el trajín desconsolado, taci-
turno y fantasmal de los objetos.
Fue así como, con ojos distintos, vieron nítidamente el
diván donde descansaba inerte el último vestido negro que
Mary Shelley había usado. Sobre la mesilla cercana a la cama
divisaron el tintero, las plumas y el caleidoscopio. Este último
evocaba el recuerdo del escandaloso Lord Byron; también, en
las cuartillas desparramadas, el cuervo y una extraña nota mu-
sical dibujados con trazos enérgicos, las varias palabras escri-
tas contra el olvido, y los retratos de sus tres hijos muertos en
edad tierna, escondidos debajo de la almohada de sus últimos,
tal vez tenebrosos sueños.
Uno
Chester Square No. 24, 21 de diciembre de 1850
53
caminosque nos conducen a esos sitios los que determinan y
deciden nuestros pasos, por cierto, ya irreversibles a esa altura.
En esas cosas pensaba Mary, o más bien, despertó pen-
sándolas, cuando, como un sello decembrino, la niebla espesa
empañaba los cristales de los grandes ventanales y la sombra
de aquel árbol centenario de repente crecía desmesurada-
mente hasta llegar a raspar sus ramas contra la ventana de su
habitación, o por lo menos esa es la impresión que tuvo, di-
visándolo todo desde su cama en penumbras: el diván donde
descansaban su vestido negro con apliques de encaje y com-
pleja abotonadura, su capa liviana y sus medias oscuras de la-
nilla, en fin, su ropa del día anterior, un día que no había sido
nada bueno, sobre todo por haber tomado la mala decisión de
subir al desván, lo que había desencadenado ese dolor peren-
ne de cabeza explotándole al nivel de los parietales; la mesilla
cercana y sobre ésta un caleidoscopio, regalo que Lord Byron
le había traído de un viaje a El Cairo, un tintero macizo de
cristal, plumas de repuesto y varias cuartillas desparramadas
por aquí y por allá con palabras escritas, como testigos y jue-
ces de puño y letra, pues eran palabras contra el olvido.
El vidrio de la ventana, sin embargo, había amanecido ex-
trañamente roto, como si alguien hubiese tirado una pedrada.
Eran apenas pasadas las seis de la mañana, y Mary se sen-
tó abruptamente en el borde de la mullida cama, con la pesada
sensación de estupefacción sobre sí que implicaba aquel estar
poco a poco volviendo a la conciencia tras un pesado sueño,
o incluso, despertando de una pesadilla atiborrada de voces y
graznidos, más parecida a una duermevela, a una profecía o a
un recuerdo, si es que todas aquellas cosas no eran sino una
sola.
Tomó la pluma de la mesilla y, en una cuartilla algo arru-
gada, escogida al azar, dibujó un cuervo muy negro y una nota
musical. A continuación, escribió lo que acababa de soñar,
aunque sospechó que no sería lo último que escribiría.
54
Había soñado con su monstruo, como le llamaba, el
monstruo de su creación, de pie frente a ella quejándose de
tanto dolor cabeza que dijo mejor sería quitársela, y entonces
ladeando con sus propias manos grisáceas aquella voluminosa
cabeza, se la desajustaba logrando que chirriasen los tornillos
oxidados que la aseguraban al cuerpo. De aquel hemisferio
derecho central, el de las intuiciones, salió un cuervo que co-
menzó a revolotear dentro de la habitación con no poco es-
tupor, golpeándose el cuerpo en las paredes y en los muebles
en su búsqueda desaforada de aire libre, hasta que por fin lo
lograba al romper un cristal de la ventana con su desesperado,
puntiagudo aleteo.
El monstruo, entonces, caía sobre la alfombra, sin sentido,
muerto por una migraña inminente. Era su segunda muerte.
De fondo, la voz de Percy surgía cantando el estribillo de
aquella melódica canción de moda, interpretada por el mag-
nífico joven Tom Chaplin, natural de Hastings:
55
se henchía creciente aquel llanto pequeño sobre el esternón,
muy cerca del corazón.
Mary puso su tibia palma sobre su caja torácica y, echán-
dose apenas una capa delgada sobre los hombros, salió co-
rriendo de su aposento, como alma que lleva el diablo. Per-
cibió el frío reinante y el aire que su largo camisón blanco y
la capa producían al caminar, el hielo punzándole los talones
descalzos, la niebla apoderándose de aquella casa donde ya
ningún cristal podría impedir su invasión de apocalipsis de
sueño, la flama diminuta de los cirios del solitario corredor,
iluminando apenas.
Bajó las escaleras y volvió a subirlas en medio de una enar-
decida pesquisa. Buscó un aposento infantil, una cuna, algún
indicio, abrió y cerró grandes y pesadas puertas, la del salón de
Diana y la de la cocina, y hasta salió al jardín donde las hojas
de los árboles la esperaban con una membrana de rocío como
perlas diminutas, recubriéndolas enteramente. El llanto, sin
embargo, persistía, inexistente, también en el jardín.
Cayó exhausta, casi desvanecida sobre la tierra húmeda
del jardín, y de nuevo puso su palma, ahora helada ya cual
pesa de metal, sobre su caja torácica. Miró en derredor, pero
en realidad, miró al infinito: lo recordó todo lúcidamente.
Ella era ella, y estaba sola.
Mary vio su pasado: medio siglo de vida como el resultado
de la suma de todas sus soledades: la soledad de su orfandad, la
de su viudez, la de su maternidad, la de sí misma.
Se pasó la palma trémula sobre la cara bañada ya por
las lágrimas de lluvia, los dedos cavaron un par de hondas
cicatrices de la viruela contraída en Italia. La palma subió
hacia la cabeza para apartarse al instante, despavorida. Se
la pasó también sobre el vientre vacío e infecundo y expe-
rimentó entonces la misma punzada de frío que un minuto
antes había perforado sus talones descalzos, perforando aho-
ra su corazón.
56
No era su memoria extraña, la suerte de inexplicable afa-
sia que, a ratos, de golpe, le sobrevenía mientras escribía o
leía o atravesaba el jardín o miraba el paisaje que se dibujaba a
través de su ventana, o mientras bebía una limonada fresca en
la cocina. Tomaba entonces su bloc de cuartillas y, aplicando
el método Lancaster con el que había aprendido sus primeras
letras, escribía para no olvidar. Se sentía entonces una autén-
tica idiota, una vieja inútil, una escritora enjuta y jorobada,
completamente exenta de palabras. Palabras que no recordaba
para referirse a las cosas más elementales de la vida cotidiana,
tales como tijeras, canasto, flor, taza, puerta, lápiz, perro, nariz.
Palabras que no recordaba pero que por intuición sabía que se
referían a algo más profundo que una palabra como tal.
¿Podría funcionar su mundo así, sin palabras?
¿Acaso las palabras no son un mundo?
¿O sería, más bien, que el mundo en aquel su intermina-
ble giro construía esas palabras?
Oyó que la llamaban por su nombre. La voz juvenil de
su nuera Jane la sacó de todas sus cavilaciones. Cuánto hu-
biera querido tener allí mismo, consigo, una cuartilla y una
pluma donde apuntar las cosas para no olvidarlas. La buena
Jane, siempre oportuna y diligente, había acudido al jardín
para socorrerla. ‘Vamos adentro, Mary, vamos’ era todo lo que
repetía, visiblemente nerviosa.
Cogida de su brazo, se dejó conducir a su habitación, pero
en el trayecto iba pensando que Jane no era madre y quizá por
eso no sospechaba que eran sus tres hijos muertos los que le
producían ese dolor que la había tumbado con fuerza a tierra,
ese dolor infinitamente mayor que aquel maldito bulbo de
jengibre que desde hacía un par de meses le venía creciendo,
literalmente, como un monstruo en su cabeza.
Jane no sabía que los recuerdos suelen tomar inauditas,
contrahechas, descompuestas, absurdas, desguarnecidas, raras
formas.
57
Jane no sabía lo que significaba extrañar a tres pequeños
hijos muertos, abrir a hurtadillas aquel viejo y aherrumbra-
do candado del desván e ir destapando los hondos baúles de
madera de donde brotaba un olor a cementerio de historias
infantiles. Qué experiencia brutal aquélla, examinar sus pe-
queños abrigos apolillados por la inclemencia de los años,
abrir humedecidas cajas de cartón y mirar sus pequeñísimos
zapatos, olvidados quizá ya para siempre.
En suma, Jane no sabía que Mary Shelley no se arriesga-
ría más al olvido.
58
carta a la madre
Lena Yau
¿Se puede soñar con el hígado? Lena Yau dice que sí. Y también
amar. De hecho, la historia médica de un hígado es la memoria de
sus dolores, de sus pasiones, de sus vicios, de sus pulsiones. En “la bilis
cicatrizada” fluye, como en un denso río secreto, la vida y su promesa
más fiel: la muerte. Contra el olvido, siempre tendremos ese blando,
aterciopelado, oscuro segundo corazón.
Lena Yau (Caracas, 1968) es narradora, poeta, periodista e
investigadora. Especialista en el vínculo entre literatura e in-
gesta. Licenciada en Letras y Master en Comunicación Social
por la Universidad Católica Andrés Bello. Asesora literaria de
El sabor de la eñe. Glosario de literatura y gastronomía (Instituto
Cervantes, 2011). Autora de los poemarios Trae tu espalda para
hacer mi mesa (Gravitaciones, 2015) y de Lo que contó la mujer
canalla (Kalathos, 2016); de la novela Hormigas en la lengua
(Sudaquia, 2015); y del libro de relatos Bienmesabes (Gravita-
ciones, 2018). Reside en Madrid.
Carta a la madre
61
No había casas minúsculas con santos, exvotos, flores secas, ve-
lones reducidos a colores traspuestos y a cabos ennegrecidos.
Los habrán auxiliado, supuse y volví a las tres lustrosas manzanas.
¿Por qué manzanas? Esa fruta queda lejos de aquí.
La última vez que supe del doctor fue charlando con el capi-
tán de un barco que se abría paso entre el hielo.
El capitán me notificó su fallecimiento.
Entristecí y me dejé caer en una sima polar.
Muerto el padre ¿qué sentido tenía mi existencia?
La lealtad a mí mismo era mi única posesión.
Sin familia, sin pareja, sin historia, hecho de retazos de otros,
sin esperanza y sin nombre, porque hasta ese derecho me ne-
gaste.
El agua se llevó la vida de tu otra parte, la ahogó en un lago y
quedaste en soledad, quizás con ideas de venganza, quizás con
deseos de crear más monstruos.
La naturaleza funciona como la escritura: recompone, hace
justicia.
A mí, por el contrario, el agua me echó una mano.
¿Cómo puede morir alguien que nació sin vida propia?
Ignoro si la caída libre en el abismo del glaciar me dejó in-
consciente o si me quedé dormido.
Sé que volví a mí entre olas calientes.
Me sentí desorientado.
62
Nadé hasta la orilla con los ojos escocidos por un salitre feroz.
Caminé con el temor de la repetición: tropezar con personas
que ven en mí a la encarnación del mal, correr para escapar
de una lluvia de piedras (en el mejor de los casos), de balas, de
teas amenazando con carbonizar este estropicio de cuerpo que
decidiste darme.
Vagué en la arena hasta llegar a una carretera llena de huecos.
De tanto en tanto encontré pequeños altares.
La sed contraía las vísceras que tu criatura ordenó.
Quité con respeto las flores que los jarrones sostenían para hon-
rar la memoria de mis hermanos: vidas que ahora son cadáveres.
Bebí el agua turbia que intentaba prolongar la lozanía de ra-
milletes de claveles.
Me gustó.
El hígado dejó de asperjar imágenes para dar las gracias.
63
¿En el griego que no hablo?
¿En el batir de una puerta que abre, cierra, arranco de cuajo,
hago balsa?
Leo mucho.
Todo lo que llega a mis ojos se hace mezcolanza, hipótesis,
teorías, preguntas, respuestas.
En la noche cada letra se vuelve flotante y da luz a una isla.
¿En tu tiempo supiste de San Borondón?
Es tierra rodeada de mar que aparece y desaparece en la bruma.
Se supone que está en un lugar del Atlántico, algunos dicen
haberla visto, otros cuentan haberla hollado.
Mapas hay.
Isla Oniria queda en ese pedazo marrón que el corazón y el
diafragma escoltan.
De allí viene todo.
Su función es filtrar, balancear, vigilar que esta máquina so-
mática funcione a punto.
Alertar.
Le achacan los arranques de cólera, las amarguras, la melan-
colía, la flema.
Ciertos males mutan desde allí los tonos de piel: un velo ama-
rillo indica que el cuerpo está enfermo.
Ese amarillo dérmico se llama ictericia.
Antes recluían a los ictéricos en manicomios.
64
Otro amarillo, el sol, era parte de la cura.
Leyéndote supe que no me gustó el vino.
Saqué cuentas: la cirrosis era una opción para acabar con el
martirio de los días.
Para alcanzar el silencio.
Si él guarda el equilibrio, toca reventarlo.
65
Preguntó mi nombre.
Me llamo nadie, contesté, volviendo a mis lecturas y pensando
que entendería la ironía.
Me midió de arriba abajo y se ufanó de llamarse de muchas
formas.
Dijo Llorona, Sayona, Patasola.
Me pareció redundante pero callé para no herirla.
Preferí preguntarle por las señales del botiquín más cercano.
–¿Puedes beber? Los del otro plano beben y antes de brindar
sueltan un chorrito en el piso dizque pa’ los muertos. Son es-
túpidos o no lo hacen bien porque a esta parte no llega nada.
–Bebo y como, siento sed y hambre, necesito regar mi gargan-
ta y acallar al estómago. ¿Vivo? entre los dos planos. Quiero
estar en uno solo. No soporto los pesares de parecer un fan-
tasma y no serlo, de respirar como humano y como engendro.
Necesito ahogar el hígado.
–Lo que necesitas es un nombre. Aquí nadie te va a maltratar.
Señaló el bar más cercano, bebe ron, cocuy, cerveza y cómete un
buen pastel de chucho apenas puedas, aprovecha las ventajas de ser
ilusorio y terreno, sácale el jugo a esa vaina, no seas malagradecido,
y desapareció.
66
El hombre abre la ventana y una pájara hembra atiende el
llamado.
Vuela, se engarza a las barras que enjaulan el deseo, roza su
pico contra el pico del urgido.
Una mano rauda encierra a la aspirante en un puño.
Otra mano le raja el vientre.
Una voz consuela al viudo que nunca fue: sólo así llegará la más
fuerte.
67
Lo de Ruleco viene del mismo sitio.
Hígado dice que en el horizonte de enfrente, en el medio del
mapa hay tierra sin montañas.
Es algo que me cuesta imaginar pero ¿quién soy yo para con-
tradecir la memoria de mis órganos prestados?
Llanos altos y llanos bajos, lugar de ganado y ríos.
Las estampas me agotan, cabeceo y me mareo entre la vigilia
y el sueño.
No distingo desde qué puerto salen las historias pero eso no
tiene importancia.
Mi cuerpo no caduca.
Aunque es carne y acusa las consecuencias de golpes, tropie-
zos, agresiones accidentales o infligidas, es molla que, inopi-
nadamente, sana.
No hay estaca que parta mi corazón, me encanta el ajo, la luz
del trópico me llena los ojos de chiribitas que disfruto, mis
dientes son romos, si bien los steaks me gustan rojos no voy
succionando yugulares, tengo sombra y reflejo, ergo, no soy
un vampiro.
Mis células no son estáticas.
Pululan, intercambian información, se contradicen y pelean
como los miembros de una familia extensa, un clan que convi-
ve riñendo, una multitud cuya cháchara se enfoca en medir y
adjudicar dueño a las parcelas de la memoria.
Una analítica, una biopsia, una muestra de piel, un folículo
piloso, unos decilitros de orina, una cucharada de saliva, una
tomografía axial: material de prueba para hacer lecturas obje-
tivas del ritmo de la ruina del soma.
68
Pero estos huesos, estos órganos blandos, estos fluidos, esta
dinámica de la máquina corporal, va más allá.
Las cicatrices externas condensan pasajes.
Las internas también.
Si yo fuera a un reconocimiento general confundiría los pará-
metros del médico asignado.
Imagino que posa el estetoscopio sobre el lado derecho de mi
abdomen.
Un fragor invadirá los oídos de quien ausculta.
Repetirá el examen, dudará del instrumento, usará la presión
de sus manos y sentirá la vibración de mis elementos internos
disputando la razón, la potestad, la exactitud de las remem-
branzas.
Un movimiento ondulado (que el ¿galeno? ¿forense? confun-
dirá con el espasmo propio de un cólico) llamará al orden.
Es el agrimensor repartiendo titularidad a lo dicho.
Dirá la historia, dirá su origen, dirá aquí todos somos de otros
lugares para ser de uno solo.
Ordena, cataliza, traza, depura, integra, efluye, adapta, unifica
y (me) cuenta:
69
El hombre más viejo mira al becerro, abre el paso, se aproxima al
animal, lo acaricia y habla: Ruleco por pata chueca. Pata de churro
que lo convierte en peonza. ¿Recuerdas al niño griego? Tampoco lo-
graba unirse a la pandilla. El líder, un adolescente, lo acosaba. El niño
griego creció con su brazo deforme. El abusón se hizo treintañero. A
los 33 quedó tuerto. Dicen que la culata lo traicionó mientras jugaba
a corretear a los sin techo disparando balines desde una azotea.
El hombre más joven se acerca arrastrando pesadamente su pierna
izquierda. Ya casi no se le nota. Han pasado algunos años del acci-
dente que le partió la pelvis, del alboroto cerebral que lo paralizó
lateralmente.
Piensa que también a él pudieron llamarlo Ruleco. Se pregunta si
alguien usó ese mote a su espalda. Recuerda haber propinado leñazos
con su bastón ortopédico a un tarado que lo llamó “hombre nuclear”.
Maté al perro porque me dio miedo acabar como él, admite. Tengo
suerte. Nadie me dio un balazo.
El hombre más viejo lo abraza y le advierte: a este becerro hay que
dejarlo crecer para sacrificarlo. Lo haremos bien. Cuando alcance el
peso buscaremos acero alemán. Y luego al fuego. Reserva su hígado.
Merece otro trato.
70
Al alejarnos, una telaraña lumínica rompió el cielo en piezas.
Mi madre me dijo que eran bombas.
Yo lo vi como fuegos artificiales.
Ese día era el cumpleaños de mamá.
También el tuyo, liebling.
Brindemos con pan líquido.
Prost, dijo la voz de una niña, joven, mujer, con figura de acordeón.
Me hubiera gustado escribírtelo como Walter Benjamin, de-
tallarte el pasar como una excursión hacia lo desconocido.
Lo doméstico está lleno de resquicios que invitan.
Paréntesis sordos que él supo ver.
Vio tan lúcidamente que no pudo soportar tanto.
Ganó la partida dos veces: en la página y en el punto final.
Pan líquido.
Ulises emplazó la bondad en las bocas que masticaban costra
y miga.
El cíclope le pidió un nombre para hacerlo huésped.
Me llamo nadie.
Dudo si el nombre me salva, matándome o si ser nadie me
mata, salvándome.
Hígado me responde con una imagen:
Un dedo traza sobre un espejo de sal:
Solo a sí mismo obedece
Un mundo entre mundos.
71
La bilis cristalizada me punza: la isla, la madre, el nombre, la
tierra, la vida, la muerte…todo es igual.
72
mi hermano, sus veces
Claudia Hernández
Podríamos dar pie a este cuento –como lo haría César Vallejo– llo-
rando de oído, recomponiendo la arcaica música interior que se
nos pierde en el ruido de la vida. Aquí yace un monstruo que por
escuchar(se) es desmembrado, mutilado una y otra vez de las orejas,
pero que insiste en ser fiel a sí mismo y que renace, como la maleza,
que es capaz de vivir sin sol, sin agua, sin afectos.
Claudia Hernández (San Salvador, 1975) es autora de los
libros de cuento De fronteras, Olvida uno y Causas naturales.
También, de la novela Roza, tumba, quema.
Mi hermano, sus veces
Una vez fue una montaña, una enorme masa de tierra con una
falda sucia por la que se le subían los insectos sin que hubiera
algo que pudiéramos hacer para evitarlo: ni mi hermano se
movía del punto del patio donde lo habían dejado ni había
quién pudiera acompañarlo todo el tiempo para espantarle los
bichos que lo escalaban. Lo que quedaba era ayudar a levan-
tarlo en brazos al final del día y curarle las mordidas de las
hormigas que habían tratado de llevárselo por pedazos duran-
te la jornada pese a que no estaba muerto.
Antes de eso había sido un remolino, decían, un niño des-
pierto que miraba hacia todos lados sin parar, un primogénito
que hacía caso omiso de las advertencias y no temía a los castigos,
un hermano mayor que agarraba camino durante todo el día y
regresaba siempre casi a la misma hora, con la historia de lo que
había visto o descubierto ese día. Hasta que un día no regresó ni
respondió desde la calle cuando lo llamamos por su nombre.
Entonces salimos a buscarlo de lugar en lugar. Nuestros
padres preguntaron a cada vecino ¿Ha visto a este niño? y
cada vecino respondió que no, que no lo había visto desde la
última vez que lo había visto, que había sido tal día, tal otro, o
tal otro, pero no ese.
75
¿Está seguro?
Muy seguro.
Gracias.
Siguieron preguntando, con mis hermanos y conmigo
de la mano, hasta que llegamos a la casa de una persona que
nuestros padres no querían visitar y que respondió que sí, que
lo había visto.
¿Cuándo?
Hacía solo un momento.
¿Adónde?
En la habitación que había sido de su hija.
¿De nuevo?, preguntó nuestra madre.
Jugaba con lo que había sido suyo.
Recibirá un castigo cuando lo encontremos, aseguró
nuestro padre.
¿Sabía en cuál dirección se había ido?
En ninguna. Seguía ahí, en la habitación.
Deja lo que no es tuyo, le suplicó nuestra madre.
Sal en este momento, le ordenó nuestro padre.
Pero él no obedeció. Dijo que quería estar ahí un mo-
mento más. Jugar con las cosas un minuto más. Vestir la ropa
ajena una hora más. Quedarse así toda la vida.
Ya, dijeron los dos.
Como no obedeció, nuestro padre tiró de una de sus ore-
jas con tanta fuerza que se la arrancó.
Y, como siguió sin obedecer, nuestro padre tiró con tanta
fuerza de la otra que también se la desprendió del cuerpo.
Nuestra madre le pidió a esa persona que no se preocupa-
ra por lo que acababa de ver.
Volverán a nacerle, le aseguró nuestro padre.
Siempre sucede, resopló triste nuestra madre.
No hicimos nada malo, nos dijo después nuestra madre.
Las orejas le dicen cosas que no deben, nos explicó. Y, todo
lo que le dicen que haga, su hermano lo hace, continuó ella.
76
Al principio no les molestaba porque le pedían cosas que
ellos no querían hacer, como recoger los platos o regar las
plantas. Pero, luego, cuando le pidieron que se hiciera un fle-
quillo y él tomó unas tijeras y se cortó el cabello y cuando
lo animaron a usar la joyería de nuestra madre y él salió a la
calle con ella, se enojaron y comenzaron a tirar de sus orejas,
a arrancárselas una y otra vez, sin conseguir que hiciera caso y
sin poder impedir que le volvieran a nacer.
¿Por eso hacía siempre lo que hacía?
Por eso.
¿Por eso entraba en sitios donde no debía?
Estaba segura.
¿Por eso era que ellos lo mantenían atado en el jardín?
Lo hacían para ayudarlo.
¿Por eso era que no lo dejaban entrar más a la casa?
Podría volver si accedía a quitarse el vestido que había
tomado de la casa ajena. Y si pedía perdón por haberlo hecho
a pesar de que se lo habían prohibido. Y si juraba que no vol-
vería a hacer lo que las orejas, que le habían brotado de nuevo,
le decían.
Como se negaba, pasaba en el patio, al sol, mientras noso-
tros íbamos a la escuela. Así fue como, de a poco, se fue con-
virtiendo, primero, en un montoncito de tierra, y, después, en
una montaña que iba creciendo, haciéndose cada vez más ancha
y más alta, y tan pesada que no hubo manera de que la levan-
táramos en brazos uno solo de nosotros, ni dos, ni tres, ni los
cuatro juntos. Y como nuestra madre decía que ella no podía
con tanto trabajo de casa y nuestro padre decía que él debía irse
muy temprano al trabajo y que regresaba demasiado cansado de
él, resolvieron, una noche, no entrarlo más a la hora de dormir.
También decidieron que dejáramos de limpiarle las mor-
didas de los insectos porque, de todas maneras, llovería la no-
che en la que anunciaron la nueva medida y el agua se encar-
garía de hacerlo, ¿no era cierto?
77
Muy cierto.
También era verdad que no podíamos gastar ya en medi-
camentos, decían. Bastante habían invertido ellos en sanar el
sitio del que sus orejas eran arrancadas vez tras vez y en tratar
de evitar que le salieran de nuevo. No podían permitirse más
lujos.
¿Aceptarían venderla?, preguntó un interesado.
¿Venderla?
Era una montaña, ¿no? Tierra difícil para ser labrada que
no estaban usando, ¿o sí?
Él podría hacer mucho con ella, aseguró. Y quitárselas de
encima, los tentó.
Podría ser, dijo nuestro padre.
Nuestra madre no lo apoyó ni se puso en su contra.
Vamos, les insistió. Saben que no distinguiría entre estar
en otro lugar o en este.
Creían que, en todo caso, no se quejaría.
¿Y si lo hacía?
Podía taparle la boca. O buscar otra solución. La que fue-
ra, salvo regresarla.
¿Tenían un trato?
Lo tenían, dijo la persona que decidió comprarla y que se
la llevó.
Cuando volvió, era un volcán. Se sabía porque, por más
de que nosotros se lo pedíamos por favor y de que nuestros
padres le ordenaron no hacerlo, enterró con su lava todas las
flores del jardín y todo lo que habíamos sembrado en la huerta.
La persona que la había comprado apareció un tiempo
después exigiendo que le devolviéramos su compra. Insistía en
que se le había escapado mientras él dormía.
Nuestros padres le pedían que se escuchara. ¿Cómo podía
una montaña escapar en una sola noche? ¿Acaso no recordaba
cuánto trabajo les había tomado lograr moverla cuando se la
llevó? ¿Y cómo era que no había llegado a reclamarla antes?
78
Ella me dejó enterrado, dijo.
Mientras era montaña, se había deslavado y lo había deja-
do atrapado en su lodo.
Había tenido suerte de no morir, dijo.
Le había costado mucho salir, recuperarse, llegar ahí a
reclamar lo que era suyo.
Nuestros padres respondieron que lo sentían mucho. Ne-
garon haber sido ellos quienes se la habían llevado de regreso.
Querían que la persona supiera que ellos honraban su acuerdo
y que podía llevársela de nuevo si quería. Ellos no serían quie-
nes se lo impidieran. Tampoco le cobrarían un cargo adicional
por la nueva categoría que ostentaba o por el desastre que
había causado en nuestro terreno. Lo que no podían hacer
esa vez era ayudarlo a transportarlo o permitirle que noso-
tros tomáramos parte en eso: estábamos todos muy ocupados
ayudando a limpiar los restos de su furia. Así que la persona
se llevó consigo el volcán y lo colocó en el lugar que había
destinado antes para la montaña.
Átelo a una varita, le recomendó nuestro padre. Y la per-
sona respondió que lo haría así.
Con los días, mis hermanos y yo comenzamos a temer
que pasara tanto tiempo en esa posición que fuera a adoptar
la forma de esa vara, le salieran ramas, tuviera aves anidando
en su copa y terminara por ser cortado por un leñador nece-
sitado.
Lo que tenga que suceder sucederá, decían nuestros pa-
dres. No hay nada que pueda hacerse al respecto, salvo espe-
rar a que llegaran las noticias que debían llegar, aceptarlas y
continuar, decían.
Pero podríamos recuperarlo, sugerimos.
¿Para qué queríamos tener una montaña?, preguntó
nuestro padre.
¿Quién cuidaría de un volcán?, preguntó nuestra madre.
Nosotros lo haríamos, contestamos.
79
No podrían, nos aseguraron. Son muy pequeños. Termi-
narían agotados y con las espaldas arruinadas. Luego no servi-
rían para trabajar. ¿Quién trabajaría nuestros campos?
Podríamos contratar a alguien que lo hiciera por nosotros.
No podríamos pagarle, aseguraban. Era mejor que las co-
sas fueran como estaban siendo, rezaban.
Era mejor que se hiciera a la idea que iríamos por él, le
mandábamos decir con pájaros, aunque ellos nos comentaban
que no parecía creerlo. Cuando creciéramos, le aclarábamos.
Cuando tuviéramos suficiente fuerza, le jurábamos. Cuando
tuviéramos un poco de tiempo libre tras nuestras labores en el
campo, le mandábamos explicar. Cuando la marea cambiara.
Cuando supiéramos en qué lugar estaba.
¿Confiaba en lo que le prometíamos?
Jamás contestaba.
Deberían ir por él, recomendaban los pájaros que enviá-
bamos a saludarlo.
Se estaba convirtiendo en roca y, si no nos dábamos prisa,
pronto sería un cañón.
¿Qué había de malo en eso?, preguntaba nuestro padre.
Había algo de belleza en eso, decía nuestra madre.
Y puede ser que hasta lo disfrute un poco, dijo uno de
nosotros.
Esperábamos que no estuviera hablando en serio.
¿Por qué no podía ser?
¿Acaso no había visto él lo mismo que nosotros?
Había visto que no había regresado. ¿Por qué creíamos
que no lo había hecho?
Porque no podía.
¿Cómo podíamos estar seguros de eso?
Lo sentíamos.
Podíamos estar sintiendo de manera equivocada. No po-
díamos negarle que no había vuelto.
Quizás es porque sigue atado a la varita.
80
¿Podían los pájaros que enviábamos picar los hilos que la
unían a ella y ayudarlo a liberarse?
Tomaría algún tiempo, pero podrían hacerlo.
Díganle, por favor, que vuelva una vez que pueda moverse.
Respondieron que era mejor que eligiéramos otros men-
sajeros para eso. Ellos ya no alcanzaban a llegar a sus orejas.
Lo haremos, dijeron unas cabras que podían escalar hasta
ellas.
¿Lo prometen?
No podían asegurarnos que nuestro hermano cumpliera.
¿Le dieron el mensaje que le enviamos?
Lo hicieron.
¿Por qué no había vuelto, entonces?
Quizá nuestro hermano tenía razón, dijo otro de
nosotros.
¿Cómo se te ocurre?, le preguntamos.
Nada más apuntaba a lo que todos podíamos ver: no ha-
bía regresado a pesar de que los pájaros que enviamos habían
cortado sus ataduras y no había regresado cuando mandamos
cabras a escalarlo.
Tal vez ha olvidado cómo moverse, dijimos.
No, contestó un águila que lo había sobrevolado. Se
mueve.
¿Lo ha hecho?
Sí.
Después de hacerse roca, se hizo cañón y, después de ser
liberado de su atadura, se volvió el agua que lo atravesaba y se
fue por el sendero que se había formado en él.
Ya debe estar por desembocar en el mar, comentaron
unos gusanos que lo habían visto pasar.
Y por convertirse en él, advirtieron.
¿En mar?, preguntamos.
¿Qué otra opción tenía?, respondieron ellos como si de
lo más sensato se tratara.
81
¿Qué habría de malo en que se volviera él?, preguntaron
nuestros padres cuando les explicamos por qué queríamos
partir de inmediato a buscarlo.
Podría ser que se marchara al otro lado del mundo, que
no pudiéramos volver a verlo.
¿Qué habría de malo en que decidiera moverse un poco?,
preguntaban ellos.
Podrían ir a visitarlo adónde sea que llegue, pero deberá
ser más adelante. Cuando haya tiempo, contestaban.
¿Y si en lugar de ser una gran ola se convertía en miles
de gotas que se iban cada una a un lado diferente? ¿Cómo
podríamos volver a estar con él?
Ya hablaríamos de eso después de la cosecha. ¿No había-
mos visto que había mucho por hacer?, preguntó nuestro pa-
dre.
¿Por qué no estábamos ayudando a nuestros hermanos
con el trabajo?, preguntó nuestra madre.
¿Nos parecía justo dejárselo todo a ellos?, preguntaron
nuestros hermanos.
¿Le parecía justo a él que abandonáramos la búsqueda en
ese momento?, le dije al único que quedaba de mi lado.
No, respondió.
Era nuestra oportunidad.
Debíamos enfilarnos rumbo al mar.
¿En qué dirección quedaba?
En todas, nos respondieron unos cangrejos.
¿Cuál dirección había tomado?
No sabían decir. Lo perdieron de vista cuando se mezcló
con las olas.
Entonces nos dividimos el mundo: él iría por un hemisfe-
rio y yo iría por el otro. El que lo encontrara primero le avi-
saría al que no. Nos reuniríamos luego y regresaríamos juntos
al hogar. Uno a cada lado de él. Lo llevaríamos tomado de las
manos, para evitar que se perdiera.
82
Debía ser todo muy simple. Debíamos decir Ven (con la
mano, no con la boca, para que sus orejas no crearan interfe-
rencia o se opusieran) y él debía aceptar la invitación e ir con
el que lo encontrara. Pero, en lugar de acceder a la solicitud de
mi hermano, se volvió hacia él y lo devoró. De un solo bocado.
Yo escuché su grito.
¿Por qué has hecho eso?, le pregunté cuando pude al fin
estar frente a en lo que se había convertido.
De nuestro otro hermano no quedaban sino marcas.
¿Qué se suponía que le dijera a mis padres cuando regre-
sara sin su hijo? ¿Qué creía que le harían a él cuando regre-
sáramos? ¿Estaba oyéndome? ¿Podía hacerlo ahora que tenía
forma de bestia marina?
Se dio la vuelta y comenzó a tragar peces en dirección
opuesta a donde yo estaba.
Vuelve acá, le ordené.
Se hundió en las profundidades.
Yo nadé hasta ellas. Ahí, lo tomé de su aleta y le señalé el
camino por el que quería que regresara.
No te atrevas a lanzarme lejos, le dije cuando sentí un ti-
rón en la dirección opuesta. Y no me pongas esa cara, lo reté.
Ni me des esa mirada.
Bajo el mar, parecía escucharme más a mí de lo que escu-
chaba lo que le decían sus orejas.
Regresaremos a casa, le anuncié. Sin discusiones.
Estoy bien donde estaré, me respondió.
¿Quién eres tú?, le pregunté
Nunca había oído las voces juntas del que había sido niño,
montaña, volcán, roca, cañón y agua en una sola voz, femeni-
na y potente.
¿Por qué te lo has tragado?, le dije a la voz que mi herma-
no oía en sus orejas.
No había sido su intención. Solo había tratado de llegar
desde donde había estado hasta donde quería estar. Nuestro
hermano había tratado de impedírselo.
83
¿Cuál era ese lugar?
Estábamos por llegar. ¿Podía acompañarlo?
Necesitaba mi ayuda.
¿No estaba ya donde quería? ¿Qué más había después del
océano?
Había una almeja en la que quería entrar para mutar en
ella. Pero no podía abrirla con sus aletas de bestia marina.
Mis dedos de campesino, en cambio, podrían conseguirlo sin
dificultad.
¿Qué me darás a cambio?, pregunté.
¿Qué quieres?, contestó.
Algo de nuestro hermano, respondí. Para nuestros padres.
Después de que cierres la almeja, dijo cuando se convirtió
en grano de arena y se colocó en ella.
¿No me devoraría a mí también cuando lo hubiera hecho?
¿Por qué haría algo como eso?
Porque podía.
Ya lo habría hecho si lo hubiera querido. O si hubiera sido
necesario.
Ya no lo era porque estaba donde quería.
Hazlo, me pidió.
No había forma en que yo no obedeciera la voz que lo
movía.
¿Sufrió mucho?, preguntaron nuestros padres cuando les
regresé las orejas del único de los hijos por cuyo retorno in-
quirieron. No me dejaron decirles que después de que el otro
había devuelto lo que había devuelto, me quedé a cuidar de él
hasta que terminó de transformarse. Preferían no saber que
había quedado como deseaba ni que iría a visitarlo de nuevo
para asegurarme de que todo estuviera yéndole bien. Corrie-
ron a la huerta a enterrar lo que habían recuperado de su otro
hijo y luego regresaron a los campos para seguir labrándolos.
84
niño de barro
Betina González
Como sucede con la vida o con la literatura, sin huesos, sin vértebras,
no hay nada. La carne o el barro son añadiduras. ¿Pero cómo salvar
a un niño “deshuesado”? ¿Cómo dotar de esa fantástica serpiente
de cartílagos y calcio a una criatura que, cual Sísifo fatal, muere
una y otra vez? Con la escritura, afirma este relato. Sí, es ella, la
escritura, quien enuncia el contundente mandato: Levántate y anda
y cuenta.
Betina González nació en San Martín, Provincia de Buenos
Aires. Es magíster en Escritura Creativa por la Universidad de
Texas El Paso y doctora en Literatura Latinoamericana por la
Universidad de Pittsburgh. Enseña escritura en la Universi-
dad de Nueva York en Buenos Aires (nyuba) y en la Facul-
tad de Ciencias Sociales de la uba. Publicó Arte menor (Pre-
mio Clarín Novela 2006), el libro de relatos Juegos de playa
(Segundo premio fna 2006), Las poseídas (Premio Tusquets
2012) y América alucinada (2016). En 2018 Tusquets publicará
también su último libro de cuentos, El amor es una catástrofe
natural.
Niño de barro
Todos los días hago un niño de barro. Le pienso bien los ojos,
la boca, la nariz apenas respingada, el pelo sencillo. Nunca es
muy alto. No pasa de mis rodillas. Las manos y los pies son
lo más difícil, más que los genitales, que me salen imprecisos
pero me conformo, porque no son tan necesarios como las
extremidades. Un niño necesita pies firmes, me digo. Y manos
que puedan ser puños. Me concentro, después, en el pecho.
Pongo la mano en su piel fría y respiro. Uno, dos, tres: el niño
abre los ojos y dice:
—Vamos al jardín.
O:
—¿Por qué no tomamos sol, un helado o, por lo menos, el
toro por sus astas? (El niño siempre tiene buenas ideas).
Nunca me dice “mamá” o “papá” y eso es un alivio. Por-
que no hay nada familiar en mi relación con él. No es mío
ni yo soy de él. Ni siquiera nos conocemos porque acabo de
crearlo. No tengo idea de quién es y eso me maravilla.
Cuando ya hemos jugado un poco y pienso que está listo,
lo mando al mundo y espero.
Casi siempre vuelve roto. Una rajadura en la espalda, tres
dedos menos, un agujero en la mejilla. Entonces me cuenta:
87
El agujero en la cara es el recuerdo de una niña. Cuando
doblaba él una esquina, se encontró con una chica de pelo
rubio y piel de porcelana que se prendó de él. Él siguió su
camino, que era el del río y, por lo que sé, el favorito de todos
los niños de barro, que parecen oír el llamado del agua que
bordea la ciudad. A la rubia no le gustó nada ser ignorada y,
como iba de la mano de un hombre que fumaba un cigarri-
llo, se lo quitó de los dedos y, muy diestra, lo apagó sobre la
mejilla del niño, que volvió a la casa sin bajar al río y con un
agujero negro como un susto en su mejilla.
Yo suspiro. Sé que otros niños antes de él han tenido ese
tipo de encuentros. Pero no tengo nada que decirle, excepto
que ahí afuera hay gente que ama y que no se puede hacer
nada al respecto.
El niño se toca con precaución la mejilla, palpa el agujero
con su índice de yema plana como si tratara de no despertarlo.
Asiente. Abre y cierra los párpados. Toma un sorbo de agua
–todos los niños de barro aman el agua, siempre la buscan y la
encuentran– se pasa la lengua por los labios y sigue:
Los dedos los perdió en una disputa, me dice. Había tres
hombres discutiendo sentados sobre el puente. Uno de ellos
decía que Dios vivía en el río, otro, que en el cielo y el terce-
ro que no existía. Cuando vieron venir al niño lo detuvieron.
Nunca antes se habían cruzado con un niño de barro. Les pa-
reció una señal, una criatura de otra especie, tan raro y ajeno
que seguro calificaba para dirimir la cuestión que discutían
(también puede ser que fueran de esos que creen que los locos
y los niños siempre dicen la verdad). Le preguntaron enton-
ces al niño si el creador de todas las cosas vivía en el agua, en
el cielo o en la nada misma. Él los miró con sus ojos negros,
pintados al carbón y tuvo miedo porque sabía la respuesta a
esa pregunta.
—Las cosas se hicieron a sí mismas así que todas son dio-
ses –contestó.
88
(El niño es inteligente. Siempre tiene buenas respuestas a
cuestiones filosóficas. No confunde un mero soplo de aire con
la respiración de una divinidad).
Los hombres se enfurecieron. Lo agarraron de los brazos
e intentaron arrojarlo al río, donde seguramente, se hubiera
deshecho en ondas de suave lodo. Pero el niño luchó con sus
manos como puños y siguió gritando su verdad.
—Nadie me hizo, nadie me hizo– decía en su intento por
protegerme.
Así fue como perdió sus tres dedos y volvió a casa sin ha-
ber podido bajar al río. Yo lo miro y trato de no mostrar nin-
guna emoción. En general, eso me sale. Las emociones son
ciertas solo cuando son invisibles. Así que pongo mi mejor
cara cuando suspiro y le digo que ahí afuera hay gente que
cree y que no se puede hacer nada al respecto.
El niño sonríe sin mostrar los dientes. No está satisfecho
pero acepta lo que digo.
Entonces llegamos a la rajadura en la espalda. El niño se
tambalea un poco. Apoya una mano en un árbol. Me acomo-
do mejor en el pasto para escuchar su historia. Pero no hay
ninguna. El niño no sabe de dónde ha salido esa línea que
le quiebra la espalda como un rayo. Por eso sigue sonriendo
mientras la rajadura se ahonda hasta transformarse en hueco.
Me sigue hablando del sol, de las flores, de cómo brillan las
cosas del mundo cuando él posa sus ojos en ellas. Habla con
voz suave sin darse cuenta de que la línea corre rápida hasta
su cintura. Su cuerpo se parte primero en dos y después se
desmorona ante mis ojos. Lo último en caer es la mano que se
aferraba al árbol. Ahora el niño es un montón de barro seco
a mis pies.
Y no tengo nada para decirle.
Porque siempre llego tarde a ese error.
Algún día, me digo, iré yo a ver cómo es eso del afuera y
por qué es tan necesaria una columna vertebral, un balance
89
interior, un lugar que se erice y se estremezca y a la vez te
sostenga, en equilibrio secreto, frente a la furia del mundo.
Siempre me voy a dormir con ese propósito. Pero al día si-
guiente, me despierto y recuerdo que ahí afuera hay gente que
ama y que cree y que no se puede hacer nada al respecto. Así
que me levanto y hago un nuevo niño de barro para que salga
y me cuente.
90
buenas intenciones
93
Si en estos momentos fuera a limpiarse, el líquido sería
violeta.
Mónica sube a la sala de extracción. La puerta está cerra-
da, por supuesto. Ya es suficientemente grave que ella esté allí,
que interrumpa el procedimiento.
Pero ya vamos en cuarenta y cinco minutos.
Y contando.
La comida se va a enfriar.
94
Las paredes se transforman únicamente para las situacio-
nes extremas.
Y si hay algo que nadie quiere ser nunca es único.
Mónica mira su reloj: en dos minutos más se cumplirá
una hora.
Tiembla.
Dos minutos para las sirenas y los golpes en la puerta.
Tal vez, incluso, cámaras de televisión.
Hombres en uniformes blancos, plásticos, de cuarentena.
Un minuto y Mónica repite: Ema... ¿te puedo ayudar en
algo?
Hace seis meses que viven juntas y hace dos semanas que
están solas. Por primera vez. Daniel está de viaje de negocios
y lo estará por al menos una semana más. El padre de Ema.
Su pareja.
La mamá de la chica había muerto cuando ella tenía ocho
años. Entonces no existían las extracciones ni los circuitos.
Ahora, si la gente se cuidaba, podía mantener casi todas las
enfermedades a raya.
A Daniel le decía que todo bien con la niña pero lo cierto
es que le tenía miedo. Una adolescente pálida y de ojos que
parecían no mirar a ninguna parte.
Que se encerraba en su pieza a conectarse a través de los
muchos dispositivos disponibles.
Que apenas le hablaba.
Al principio, sus extracciones eran de un verde pardo y
tomaban los diez minutos reglamentados.
Apatía.
Aburrimiento.
Nunca hablaban de ellos en la mesa. Daniel no parecía
preocuparse demasiado por Ema. Después de todo, él había
95
sido uno de los gestores de Good Intentions. Le había dedicado
la empresa a su mujer. Aún hoy, en la recepción de su ofici-
na, había un retrato de ella que sonreía cada vez que alguien
la miraba. Ese era un adelanto que a Mónica nunca le había
gustado del todo. Por ella, que las fotos se quedaran quietas.
Con Ema no se llevaban mal aunque la dinámica era
rara. Mónica estaba más cerca de su edad que de la de Daniel.
Treinta y tres, ella; él, cincuenta y cuatro.
96
Ema acababa de cumplir los quince.
Si las vieran caminando juntas por la calle, alguien podría
confundirlas por hermanas.
Eso, claro, Mónica no lo decía.
Con Daniel se habían conocido en una de las clases de
memoria. Hace tiempo se temía que la gente perdería la ca-
pacidad de recordar y algunos ya se preparaban aprendiendo
textos. Literatura, casi siempre. Era, por cierto, la forma me-
nos habitual de conocer a alguien. Por lo general se usaban
distintas aplicaciones, sistemas de citas en línea, casas de en-
cuentros cronometrados y específicos según las necesidades y
los deseos. Pero Mónica había empezado con los Clubes del
recuerdo y Daniel se había inscrito como uno de sus primeros
estudiantes.
Ahí llegó, a sentarse a la última fila. Y Mónica no pudo
mirar a nadie más.
Por semanas solo recordó su nombre.
97
transportey ahí partían por los intestinos para ser transfor-
mados en electricidad.
Eran otras las cosas que no funcionaban en ella.
La sangre se lo recordaba todos los meses.
Es la ansiedad, la impaciencia, le decía siempre Daniel.
Ya va a pasar.
Pero en sus extracciones nunca aparecían esos tonos.
Aunque pronto empezó a teñirse todo del color barroso
de la rabia.
Ema, por su parte, cada día tardaba más.
Ya habían recibido siete amonestaciones a su nombre.
Es verdad que era una adolescente y el sistema tenía espe-
cial paciencia con ellos.
Pero esa paciencia se acababa en diez. Y con ello, tam-
bién, la privacidad.
Los primeros días, intentó crear complicidades, invitarla
al cine, preguntarle por sus compañeros de clase, pero Ema
ponía los ojos en blanco y no quitaba la vista de la pantalla de
98
turno. A todas horas, especialmente en las noches, sonaba el
murmullo de las notificaciones que ella no se molestaba en
silenciar: vibraciones, campanas, pájaros.
Grillos.
A veces, al levantar la vista de su taza de café al desayuno,
Mónica la veía sonrojarse o desaparecer en el baño. Su puerta
siempre cerrada.
O casi.
Hace tres días Ema había salido apurada al colegio y ahí
había quedado la puerta abierta. Mónica intentó ignorarla, in-
ventándose innecesarias tareas cotidianas: reorganizar libros,
ordenar el refrigerador, pasar por enésima vez la aspiradora.
Pero entonces empezaron los ruidos.
La casa se llenó de grillos.
Mónica se puso audífonos, escuchó música por horas,
pero incluso así molestaban.
Solo tenía que ponerlo en silencio.
Era tan fácil.
Ni siquiera tenía que mirar la pantalla, bastaba con en-
contrar el botón en uno de los costados.
El aparato estaba en el suelo, junto a la cama.
Mónica lo tomó, mirando a todas partes. El derecho a la
privacidad era una regla inquebrantable por esos días. Cono-
cidos eran los casos de padres demandados por sus hijos y las
multas altísimas a pagar.
Eso, claro, siempre que se mantuvieran a raya los venenos.
Al tenerlo en su mano, el teléfono volvió a vibrar con otro
sonido de insecto.
Mónica no pudo evitarlo.
En la pantalla se acumulaban los mensajes y notifica-
ciones. Siempre de la misma persona. Alguien que se hacía
99
llamar#thewizard. En uno, le preguntaba cómo era su pijama.
“Apuesto que debes verte hermosa”, era el siguiente mensaje.
Luego otra notificación: #thewizard ha marcado tu foto como
favorita. En el último –Direct Message esta vez– se leía: Tú
eres mi favorita.
El dueño de los mensajes no tenía una foto de perfil, solo
un retrato. Mónica lo conocía: Lucian Freud. El rostro de un
hombre algo mayor; un rostro lleno de sombras.
Revisó las fotos que Ema había subido a su página de
Neón –la red social de moda– durante las últimas semanas.
Costaba reconocerla. En todas aparecía con unas faldas cor-
tísimas, mostrando las piernas, insinuando el escote, con un
gesto de sensualidad indefensa en el rostro.
También en ropa interior y frente al espejo. Los dedos
dentro de los calzones.
The Wizard marcaba todo con estrellitas.
A Mónica el corazón le latía en los oídos.
Esa tarde, Ema llegó temprano. El teléfono estaba en el
mismo lugar y no sospechó nada.
Se dedicó a estudiar en el comedor mientras Mónica pre-
paraba la cena. Cada cierto rato, su teléfono anunciaba nuevos
mensajes, y ella los revisaba rápida y nerviosamente. Mónica
intentaba concentrarse en cortar tomates, aliñar la ensalada,
poner la mesa.
Pensaba si Ema tendría miedo. O, por el contrario, si la
situación la halagaría, la haría sentir bonita, especial.
Distinta.
Trataba de imaginar al dueño de esos mensajes; un hom-
bre soltero aburrido en su departamento o bien un padre de
familia, aprovechando que la mujer estaba en el gimnasio y
sus hijas jugaban para revisar las fotos de Ema.
100
Se veía tan niña. Sobre la mesa, su cuaderno rosa flúor
y los lápices de colores, con los que siempre estaba haciendo
pequeños dibujos, le daban ganas de correr a abrazarla.
Llevaba puesto un vestido de algodón, sencillo, con flor-
citas. Era delgada, frágil, sus pechos apenas se insinuaban de-
bajo de la tela. A Mónica le costaba reconciliar esa imagen con
la de la muchacha de la foto y sus poses absurdas.
101
Todavía no se acostumbraba a la vida en familia. A coordi-
nar sus ritmos a los de Daniel, a la presencia de Ema.
Y, si bien él hacía todos los esfuerzos por incluirla, lo cier-
to es que al hablar de Ema siempre se refería a “Mi hija”.
Mi hija anda nerviosa.
Mi hija está cada día más alta.
¿Sabes a qué hora llega mi hija?
Mónica sonreía y trataba de pensar en otra cosa, pero la
verdad es que sentía la sangre espesarse, llena de rabia. Esa
sangre que luego llegaba puntual todos los meses, a pesar de
las vitaminas, de los tests de ovulación, de recostarse y apoyar
los pies en la muralla, bien alto, para así no perder ni una gota
de ese líquido que siempre le pareció como la clara de un hue-
vo crudo, (y que luego chorreaba, inevitable, por sus piernas,
cada vez que decidía levantarse).
No habían hablado en dos semanas con Daniel. O no
realmente. La diferencia de horas les jugaba en contra y siem-
pre que despertaba tenía un mensaje de él, cada vez un poco
más cansado y al que ella respondía con su tono más falso.
Puso play y el cuarto se llenó de su voz.
(Fue lo que la había enamorado. Antes que su porte, sus
ojos, sus manos, fue la forma de pronunciar su nombre, las
palabras que le susurraba al oído cuando estaban en la cama).
Mónica cerró los ojos y abrió a tientas algunos botones de
su blusa. Puso la mano sobre uno de sus pechos.
Nada.
102
Mónica le dejó el almuerzo en una bandeja. Le preguntó
si quería conversar. Ema solo le gruñó de vuelta. Y no tocó la
comida.
Mónica intentó tranquilizarse. Solo faltaban unas cuantas
horas para que llegara al fin el padre de la niña. Algo se le
ocurriría.
Revisó informes pendientes, editó textos, pero su aten-
ción parecía volar, inevitable, hacia la manilla de esa puerta.
Trató con mensajes de texto: Ema, lo pasaste bien donde tu
amiga?
Como respuesta, solo una carita feliz.
A veces Mónica imaginaba accidentes. Para Ema.
Nada muy doloroso. Un choque, una falla al corazón du-
rante el sueño.
Cuestión de segundos.
Ella misma no podía pensarlo por mucho tiempo. El color
a leche de la maldad era uno de los más peligrosos. Aunque en
el caso de Mónica siempre iba mezclado con el de la vergüenza.
103
No me hagas llamar a tu papá.
Mónica sabía que arriesgaba multa con el gesto, pero aun
así abrió la puerta.
La música estaba a todo dar y Ema no contestaba.
Solo una ranura, pero lo suficiente para verla en el suelo,
desnuda y en cuatro patas, gimiendo frente a la pantalla.
Ema dio un grito y cerró el computador de golpe.
Mónica corrió escaleras abajo.
A los pocos minutos se escuchó el zumbido de la máquina
de extracción.
104
deforme
Fabiola Morales
107
el sonido ambiente vuelve a inundar el bar. Le doy un sorbo
a mi cerveza. Sueñas que te dejo, pero yo no soy yo, ni tú
eres tú. Creo más bien que quieres decir que sueñas que un
hombre deja a una mujer y que esa mujer reacciona mal a ese
abandono. No, no, murmuro sin dejar el talón, somos tú y yo.
¿Aunque no tengamos el mismo rostro? Exacto, aunque no
tengamos el mismo rostro. La otra noche, aquella en la que
estuve fuera de casa por trabajo, el sueño fue tan vívido que
estuve a punto de llamarte; eran las tres y media de la maña-
na cuando desperté, estaba en una habitación del piso once,
en un hotel sin gracia a las afueras de Ámsterdam, el viento
soplaba con fuerza y parecía emitir gritos al chocarse con los
vidrios de las ventanas; confundí aquel sonido con mis pro-
pios gritos y los de la mujer con la que peleaba en el sueño.
Peleaba por ti o más bien por tu traición. Cuando despierto
de esos sueños me siento avergonzada de mí misma, por no
saber odiarte, por esa resignación tan mansa ante tu pérdida,
por dirigir todo el rencor hacia una mujer imaginaria y sobre
todo por pelear con ella. Luego pensé que no tenía mucho
sentido llamar, despertarte y explicarte todo esto de madru-
gada. Él se levanta y me abraza, luego con sigilo me aparta
la mano del talón. Te harás una herida si sigues rascándotelo,
me dice, ponte bien los zapatos. Asiento, siempre le digo sí,
no sé decir que no.
La primera vez que experimenté un picor en el talón tenía
doce años; era verano, leía, hacía poco había encontrado un
libro en la biblioteca del cole que hablaba sobre fotógrafos
del siglo xx; entre tantos nombres de hombre, me había lla-
mado la atención el de una mujer que parecía trascender los
estereotipos de su época. Sí, fue cuando miraba las fotografías
tomadas por esa mujer que sentí que un mosquito me picó.
Estuve rascándome el talón un rato hasta que el picor se hizo
insoportable, entonces me clavé las uñas y un chorrito de san-
gre salió al instante.
108
Dorothea Lange no nació coja. Dorothea Lange era una
niña de clase media con una infancia feliz, hasta que cogió la
polio, como resultado se le torció una pierna. Poco después
sus padres se separaron. Ella solía decir que estos dos hechos
habían marcado su vida: la cojera provocada por la enferme-
dad y el abandono de su padre. Me he preguntado siempre si
para Dorothea, aunque nunca lo aceptara públicamente, había
una relación directa entre la separación y la vergüenza que ella
creía les provocaba a sus padres verla caminar arrastrando una
pierna.
Yo, en cambio, no sufrí ninguna enfermedad; jamás he
estado al borde de la muerte, mis padres no se han separado y
de hecho creo que viven relativamente felices. Es mi cuerpo
el que se obstina en traicionarme. La picazón del talón mutó
en dolor y cuando la herida cicatrizó volvió a transformarse en
escozor. Me rasqué primero ligeramente y luego con fuerza,
hasta que la costra que se había formado se hizo añicos y dio
paso a un corte más grande. Como era verano y hacía calor,
la herida abierta, una y otra vez, no tardó en infectarse lo que
provocó que comenzara por primera vez a cojear.
No sé cuántas veces he robado en mi vida, creo que pocas
o solo esta; a veces esas cosas se hacen de una manera incons-
ciente, como con el libro de los fotógrafos que decidí quedar-
me. Se veía a las claras que yo era la única que lo había leído y
efectivamente nadie nunca me lo pidió de vuelta.
Frida Kahlo tampoco nació coja, aunque era doce años
más joven que Dorothea Lange también sufrió la polio, pro-
bablemente por las mismas razones que ella, es decir, vivía
en un entorno privilegiado, en un ambiente limpio en el que
sus defensas no se habían desarrollado con la misma fuerza
que la de los niños de zonas más deprimidas y por lo tanto la
hicieron presa fácil de la enfermedad; ironías del mundo mo-
derno. Existe un estudio fechado en mil novecientos dieciséis
que muestra la incidencia de la polio a lo largo de la ciudad
109
de Nueva York. En él se puede ver cómo la parálisis infantil
se ceba principalmente en los niños y adultos habitantes de
los barrios más acomodados, lugares en los que el aire respi-
rado era potencialmente más limpio, donde las condiciones
de salubridad en las casas estaban aseguradas, las antípodas de
los sobrepoblados barrios citadinos, donde personas, animales
y mugre convivían hacinados en edificios desvencijados. Este
estudio pasó sin apenas ser tomado en cuenta por los médicos
de entonces, ofuscados como estaban en popularizar los hábi-
tos de limpieza. Yo también vivía en un barrio en las afueras
de la ciudad, pero para cuando yo nací la vacuna de la polio se
había ya inventado y nadie, o casi nadie, sufría la enfermedad.
En mi libro de fotógrafos encontré una foto hecha por Imo-
gen Cunningham, amiga de Dorothea Lange, de Frida Kahlo;
me impactó la fuerza de su rostro, encontré inmediatamente un
lazo entre aquella joven de vestido campesino y lo que yo en-
tendía como personalidad original. Volví a la biblioteca a buscar
algo sobre ella, al final de cuentas solo tenía un pie de foto y la
afirmación de que era pintora. En aquel entonces Kahlo no era
tan famosa como es hoy, así que la bibliotecaria del colegio tuvo
que rebuscar un rato para sacar alguna información sobre ella.
Me fui a casa con otro libro. Este si lo regresé.
Antes de quedarse coja, a Dorothea Lange le dio un res-
friado, un resfriado que en vez de mejorar avanzó hacia una
gripe, o eso era lo que en su casa creían; en verdad aquella gripe
no era otra cosa que la polio que en alguna de sus variantes era
frecuentemente confundida con la influenza, por sus síntomas
comunes. No sé cuánto tiempo tardaron mis padres en darse
cuenta que yo estaba coja. He dicho antes que tuve una infancia
tranquila, unos padres de trato agradable, pero nunca he dicho
que fueran los más atentos del mundo, sobre todo cuando de
sus hijos se trataba; así que es posible que pasaran algunos días,
quizá semanas, antes de que alguno de los dos tomara cartas en
el asunto. Si alguien le preguntara a la niña que en ese tiempo
110
fui, cuánto pasó, diría yo que meses, pero seguramente sería
una exageración. Cuando el pie comenzó a latirme le dije a mi
padre que me llevara al médico, se alzó de hombros y me en-
tregó sin mucho trámite a los cuidados de mi madre que, en un
primer momento, creyó que podría resolverlo ella misma con
un poco de cáscara de huevo y algún menjunje farmacéutico.
Fue suficiente sacarme el calcetín para que el asunto quedara
aparcado y termináramos en urgencias.
A Frida Kahlo la enfermedad le duró alrededor de un año
en el que dejó por completo de relacionarse con otros niños,
de ir a la escuela y de levantarse de la cama, salvo para los ejer-
cicios que su padre le obligó a realizar en aras de que la pierna
no siguiera su atrofia. En todo caso para las tres pasó que un
buen día dejamos de andar bien y, tras una convalecencia, co-
menzamos a ser el hazmerreír de los otros niños.
En el hospital hicieron un tajo limpio alrededor de las
incisiones que me había hecho con las uñas y a continuación
apretaron hasta sacar toda la pus, luego me mandaron a casa.
Mis padres se olvidaron del asunto.
Pocos días después volví a caminar, había aprovechado
esos días para leer sobre la vida de Kahlo y ahora regresaba a
lo que realmente me importaba que era Dorothea Lange. Re-
cuerdo que aquel verano llevaba el libro a todas partes, solía
repasar la diferencia entre las fotos de unos y otros fotógrafos,
comparar el impresionismo de Imogen Cunningham contra
la fotografía de denuncia de Lange; era fácil, pero había otros
tantos autores que también habían sido documentalistas en la
misma época que ellas. ¿Por qué Lange era diferente? ¿Qué
hacía que yo quedara fascinada ante sus fotos de una manera
que no era capaz de hacerlo con otros? ¿Y cómo reconocía
yo, sin siquiera mirar los comentarios, cuando una fotografía
era de Lange? Eran cuestiones que me perseguían incluso en
sueños. Durante esas largas horas la herida en mi pie me im-
pedía salir a disfrutar del clima. En los ratos en que me veía
111
forzada a dejar mi precioso libro, el talón maltrecho tomaba el
protagonismo de mis obsesiones y me era imperioso tener las
manos encima suyo, primero rascando alrededor de la venda
y luego, cuando ya había traspasado el pudor de levantarla,
con la herida misma. A mi entender, el escozor persistía y se
incrementaba con los días, mi teoría pasaba porque la venda
podía provocar que mi piel se resintiera por la humedad y el
roce; se lo decía constantemente a mi madre, esta venda me
está matando, me pica, ¿y si es una infección?
Una tarde de aburrimiento me deshice por completo de
la dichosa venda. Salió a relucir aquel pequeño manojo de hi-
jos negros, no era una costura estética, se trataba más bien de
un ramillete hecho por pases y contrapases, había un par de
nudos como los que se deja cuando empiezas a coser y luego
picos, cabos sueltos. Tocaba los hilos y el picor se incrementa-
ba en niveles en los que el dolor rozaba con un extraño senti-
miento de placer; cuanto más estiraba, más dolía, cuanto más
dolía, la sensación posterior era más placentera. Había incluso
minutos en los que parecía perder la conciencia y el pie y mi
cuerpo no existían. Hasta que llegó el momento en que decidí
sacarme los puntos que cerraban la herida, apreté y dejé que
la sangre saliera sin descanso, no hubo placer en ello, la sangre
solo podía provocarme dolor.
Por la noche, mientras mi madre me ponía una venda
nueva, le recité de memoria un fragmento del diario de Frida
Kahlo que decía algo así:
Puntos de apoyo,
En mi figura completa solo hay uno,
y quiero dos.
Para tener yo los dos
me tienen que cortar uno.
Es el uno que no tengo el que
tengo que tener para poder caminar…
112
Todavía hoy mi madre perjura que pasé aquella noche de-
lirando, hablando de palomas que equivocaban el vuelo y alas
que salían volando solas. A veces pienso que fue allí donde la
verruga inició su acenso hacia la luz.
Desde entonces si me estreso el picor regresa, como
cuando me quedé sin trabajo hace tres años; la oficina en la
que trabajaba, generando estadísticas sobre encuestas de satis-
facción, cerró tras perder el último cliente. Nunca habíamos
tenido demasiados, pero al menos daban para pagar el sueldo
de seis trabajadores.
La paga era mediocre me dijo mi amiga cuando se lo con-
té. Sí, le dije, lo era, pero al menos tenía algo, ahora me he
quedado sin nada. Mi amiga bajó los ojos y se puso pálida,
estaba claro que ese no era el momento para hablar sobre mí;
por entonces ella estaba embarazada de tres meses y no tenía
claro que aquel hecho fuera una buena noticia. Una ventura
incondicional, le llamaba ella; no estaba segura de que fue-
ra “una ventura incondicional”, estaba bien pero no radiante,
creía que era feliz pero su rostro no lo demostraba, el hecho
de que aquel niño viniera sin ser planificado la desconcertaba,
a pesar de todo: y todo era que se había casado hacía dos años;
que tenía un piso prácticamente pagado; y que no se le ocurría
ningún motivo pero para no tener a ese niño. Al fin y al cabo
algún día iba a ser madre decía, nunca es el mejor momento,
decía, fue una sorpresa, decía. Y entonces se apagaba.
Frida Kahlo nunca tuvo hijos y se dedicó a pintar su
continuo fracaso, gran parte de su obra está centrada en este
hecho. Dorothea Lange, en cambio, tuvo dos hijos absoluta-
mente planificados y trató desde el principio de ser una ma-
dre y esposa ejemplar hasta el punto en que durante años su
obra fotográfica se limitó a instantáneas familiares, mientras
su marido, que era pintor, desaparecía durante meses persi-
guiendo su sueño artístico. En aras de ser una esposa perfecta
113
se convirtióen una madre controladora, perfeccionista y sus
hijos e hijastros, más que disfrutarla, tuvieron que sufrirla.
La verruga en mi talón comenzó siendo un bultito alrede-
dor de la cicatriz que habían dejado los puntos, realizados por
la enfermera, tras la intervención en urgencias. Traté de ocul-
tar su existencia lo más que pude, al principio era una ligera
molestia que me esforcé en ignorar; sin embargo la molestia
iba creciendo lo mismo que la bolita. Por las noches ya dentro
las sábanas me daba masajes en el pie, pero esto provocaba
que se intensificara el escozor, así que optaba por encerrarme
en el baño y dejar que el agua helada corriera hasta entumecer
mis dedos, entonces masajeaba en la creencia de que de esta
forma disolvería el bulto. Eventualmente vi que tenía algo pa-
recido a una espinita incrustada en la piel, así que ayudada
de un alfiler traté de sacármela, pero la espinita parecía estar
siempre más al fondo de lo que parecía.
Como lo que yo tenía dentro era una verruga, no volví a
sacarme sangre, por más que agujereaba y agujereaba lo que
obtenía eran cachos de piel, secciones de carne muerta como
trozos de cuero. Cuanto más abría el fondo, más se levantaban
los costados. Volví a cojear, aunque esta vez con sigilo, tenía
doce años y la regla acababa de venirme por primera vez.
Recuerdo haber estado enfadada con el mundo, entera-
mente amargada ante la injusticia de una naturaleza que no
me había preguntado si yo quería ser madre, ni siquiera me
había dado tiempo a pensar en chicos, estaba inmersa en la
pelea contra mi talón y ahora además debía lidiar con el hecho
de convertirme en una mujer. La regla olía mal y provocaba
dolores, ya había visto a mi hermana pasar por eso unos años
atrás, aunque trascurrido el tiempo ella parecía no acordarse
de lo mal que lo había pasado, entusiasmada como estaba con
los bailes de quince años, los tacones que mi madre le había
comprado y el maquillaje, quizá su más preciado descubri-
miento. Yo la observaba distante, no quería ser ella.
114
Hay una fotografía muy famosa de la familia de Frida
Kahlo en la que ella, adolescente, aparece vestida de hombre.
Durante aquel tiempo de pubertad a marchas forzadas, en el
que ser mujer significaba una injusticia a mis ojos, guardaba
esa fotografía entre las hojas de mi diario. Recuerdo que llené
aquel cuaderno de palabras, cuando ya no hubo más hojas en
las que escribir dejé la fotografía dentro. Ya no lo volví a abrir.
Las madres no entienden nada, le dije a él un día, yo estaba
a punto de parir a nuestro primer hijo. Era un día soleado de
primavera, de esos en los que la gente del barrio suele caminar
hasta la vera del río para pasearse tranquilos arriba y abajo,
ahora deteniéndose a conversar con otros vecinos, ahora aga-
rrados del brazo, ahora corriendo tras los niños. ¿Y eso?, me
contestó él, se lo oía desconcertado, yo ya no lo miraba, yo
miraba el agua que corría plana a nuestra derecha. Pronto seré
madre, le dije, yo tampoco entenderé nada sobre mis hijos.
Al llegar a casa cogí el libro de fotografías, el mismo que
nunca devolví a la biblioteca del colegio y mientras señalaba
sus páginas le dije a mi marido, Dorothea Lange no se llevaba
bien con su madre, le decía a quién quisiera oírla que su ma-
dre había sido siempre un ser endeble y lejano, nunca la había
protegido y la había entregado sin restricciones a su abuela,
una mujer que no había tenido para con ella más que repro-
ches y castigos. La relación entre Frida y su madre también
fue ambivalente toda su vida y, si con alguien tuvo Frida un
acercamiento, fue con su padre, algo que a Dorothea no le
pasó. En los dos años posteriores a la separación de sus proge-
nitores, apenas si vio a su padre en un par de ocasiones, un día
el hombre simplemente dejó de visitarlos. Nunca más lo vio.
Él miro el libro que yo señalaba como si de un platillo volador
se tratara, luego me miro a mí y volvió los ojos al libro, había
curiosidad y asombro en su cara. No entiendo de lo que es-
tás hablando, dijo, mientras revisaba las fotografías, ¿quién es
Dorothea Lange? preguntó. Una madre, le contesté.
115
Mi madre trató de acercarse a mí, en la misma sintonía
que se había acercado a mi hermana y con la que tan buenos
resultados le había dado. Ambas llevaban una relación armo-
niosa, incluso cómplice. Pero yo no era mi hermana, me in-
teresaban igual a cero las cosas de la casa, odiaba la cocina, la
moda me traía sin cuidado y sobre todo, sentía un profundo
rechazo por el llamado mundo femenino en el que ella quería
incluirme. La recuerdo en la sala exhortándome a que apren-
diera a freír un huevo, hacer un arroz, picar unas verduras,
lo que fuera; yo lloraba, tenía doce años y lloraba ante frases
como, “eres mujercita tienes que aprender, si no cómo te van
a querer los hombres”, “tienes que ser más femenina”, “acaso
te quieres quedar sola toda la vida”, “¿qué harás cuando es-
tés casada y tengas que hacer la comida para tu marido y tus
hijos?”. Mi hermana participaba de estas escenas siempre de
manera periférica, nos miraba en silencio mientras se pintaba
las uñas, sentada en el comedor junto a la puerta de la cocina,
la colección de esmaltes de uñas acompañándola, nos miraba
en silencio con los rulos puestos en la cabeza, nos miraba en
silencio con la mascarilla reseca sobre la cara, nos miraba en
silencio, digo, y sonreía o fruncía el ceño o respingaba la nariz
y luego seguía con lo suyo que era ponerse bonita. Nunca fui
lo que mi madre esperaba, aun así ella persistió hasta el can-
sancio, luego durante un tiempo me dejó de hablar.
Descubrí con pesar que yo tampoco tenía mucho que ver
con mi padre. Yo era un ser aislado.
La madre de Dorothea Lange se ganaba la vida como bi-
bliotecaria, en cuanto su hija tuvo que ir a la secundaria se la
llevó con ella a Nueva York y la inscribió en una escuela pro-
gresista en el Lower East Side, la ps62. Dorothea demostró
no tener talento alguno y fue una estudiante mediocre. Como
no tenía nada más que hacer mientras esperaba a que su ma-
dre saliera del trabajo, aprendió a caminar largas distancias
en soledad. Tanto andar callejeando le sirvió para fijarse en
116
detalles que para cualquier otro pasarían desapercibidos. Años
después cuando hacía ya mucho que era una retratista reco-
nocida entre las clases más acomodadas, dejaría su vida plá-
cida para caminar sin rumbo por las calles de San Francisco,
documentando los estragos que la crisis de mil novecientos
veintinueve había provocado; entonces cambiaría su tarjeta de
visita en la que podía “retratista” , por una que desde entonces
y hasta su muerte rezaría así:
Dorothea Lange.
Fotógrafa del pueblo.
117
El pequeño niño salido de mis entrañas me hizo sentir
más poderosa que nunca, su absoluta dependencia de mí me
fortaleció y me hizo frágil a la vez. Teniéndolo contra mi pe-
cho encontré verdaderos momentos de comunión con la na-
turaleza. A veces me parecía increíble vivir una situación así.
No todo fueron flores. Durante un tiempo también me
sentí como una vaca, una teta ambulante, una enorme teta
solitaria. Hacía tiempo que mi cojera no le importaba a nadie,
tampoco a mí. Ahora importaba mi hijo, yo sería una madre
distinta, ese era el propósito, pero de momento lo que yo era,
era un cúmulo de emociones contrahechas: por un lado, cada
progreso del niño que llevaba en brazos era un redescubri-
miento del mundo; por otro, la individualidad, mi individua-
lidad, se disolvía a marchas forzadas. Yo no era yo. Yo era la
madre.
En 1936 Dorothea Lange conoció a Florence Thomp-
son, la protagonista de su fotografía más famosa, “Migrant
Mother”. Por aquel entonces muchas familias de campesinos
apremiadas por la falta de recursos se habían visto forzados a
emigrar; en la periferia de los núcleos urbanos crecían hordas
de barracas en las que los migrantes pasaban el tiempo has-
ta que el gobierno los forzaba a desmantelar el sitio, enton-
ces cogían sus coches y marchaban hasta el siguiente pueblo.
Cuando Dorothea Lange emprendió su camino a aquel in-
vierno, Florence y sus siete hijos acampaban al costado de una
carretera; el marido y el hijo mayor habían salido, hacía días, a
buscar comida, llevándose el coche. Como no tenían manera
de comunicarse, la mujer había decidido quedarse junto a la
carretera esperando su regreso. Al pie de una de aquellas re-
producciones, Dorothea escribió: “Nipomo, Calf. Mar. 1936.
Familia de agricultores migrante. Siete niños hambrientos.
Madre de treinta y dos años. El padre es nativo de California.
Despedido de un campo de recolección de guisantes, debido
a la fallida del primer cultivo. Esta gente acababa de vender
118
su tienda para poder comprar comida”. Décadas después re-
cordaría aquel encuentro de la siguiente manera: “Vi y me
acerqué, como impulsada por un imán, a una hambrienta y
desesperada madre. No recuerdo cómo le expliqué mi presen-
cia o mi cámara, pero recuerdo que ella no me preguntó nada.
Hice cinco exposiciones, acercándome más y más cerca con
la cámara. No le pregunté su nombre ni su historia. Ella me
dijo su edad, tenía treinta y dos años. Me contó que estaban
viviendo de recolectar los vegetales casi congelados que ha-
bían quedado sin recoger en los campos vecinos y de los pocos
pájaros que los niños cazaban. Allí estaba ella sentada, debajo
de un toldo que hacía de tienda, con sus niños acurrucados
alrededor de ella y parecía saber que mis fotografías podrían
ayudarla, así que ella me ayudó. Hubo cierta clase de igualdad
al respecto”.
Me había hecho el plan mental de amamantar a mi hijo
hasta que él dijera basta. La noche anterior al parto había so-
ñado que yo era Frida Kahlo, o más bien yo era una pintura
de Frida Kahlo, de mis pechos de óleo salían ríos blancos,
haces luminosos de leche que caían dentro de una cuna que
estaba a mis pies; cuando me agachaba encontraba que todo
aquel líquido que salía de mí iba a parar a la boca de un recién
nacido flacuchento, tan raquítico que su piel transparentaba
los huesos. Mi hijo. Yo, que había decidido mucho antes que
le daría mi leche hasta que la propia inercia lo venciera y se
alejara naturalmente de mí, sabía que eso podía pasar entre
los dos y los cuatro años; me pareció un tiempo correcto para
verlo crecer y hacerme yo misma a la idea de que era un ser
que no me pertenecía del todo. Un ser que no me pertenecía
en absoluto, debería decir, pero no lo digo porque soy su ma-
dre. Tras el nacimiento había venido la primera ruptura entre
nosotros; al cortar el cordón umbilical se había roto el lazo
primigenio bajo el cual habíamos sido uno mismo durante
nueve meses. La leche que salía de mis senos había reempla-
119
zado rápidamente ese vacío. Nuestro lazo de sangre pasó, sin
muchos trámites, a ser un lazo dulce, tibio, blanco. Quería,
ansiaba que siguiera siendo así.
Y sin embargo la leche no se rige bajo los impulsos del de-
seo materno, la leche como la sangre menstrual, sigue su pro-
pio e individual designio. Así pues hace unas semanas la leche
dejó de salir, lo mismo que los grifos que se van secando cuan-
do hay un corte de agua. Fui a visitar al médico, me dijo que no
era extraño, la naturaleza es curiosa esgrimió, se dan algunos
casos. Le pregunté si podía hacer algo al respecto, devolverme
el flujo lácteo, potenciarlo. Mi hijo aún no tiene un año, dije.
Se encogió de hombros y, por primera vez en cinco años, que
era el tiempo en que nos conocíamos, preguntó qué le pasaba
a mi talón, por qué llevaba el pie siempre de puntillas, a qué se
debía que cojease cada vez más. Volví a casa furiosa.
Aquella noche salí a cenar con mis amigas, me costó ho-
rrores llegar al sitio, a pesar de que estaba a cinco calles de
mi casa. El talón me hacía daño, al llegar me senté exhausta,
traigo literalmente arrastrando la pierna dije, mis amigas rie-
ron, algo de todo esto les parecía gracioso. Por primera vez en
mucho tiempo bebí una copa de vino.
En casa él me esperaba con el niño en brazos, habían es-
tado dando vueltas por el pasillo durante horas, arriba y abajo,
el niño lloraba, se negaba a tomar el biberón. Nada más ver-
me, mi hijo se abalanzó sobre mis pechos, gemía y decía ma-
mama-ma, mientras estiraba mi ropa. Pasamos una noche fa-
tal. Antes del amanecer me levanté con cuidado, nuestro bebé
dormía en su cuna, sentía que tenía el estómago revuelto, co-
rrí al baño y vomité una gran masa de bilis, hasta entonces no
había tenido en mente lo verde que podía ser, al terminar me
senté en la taza, algo cayó con fuerza de entre mis piernas, era
la regla.
Muchos años después del retrato de “Migrant Mother”,
cuando Dorothea Lange ya se había hecho famosa y daba
120
clasesde fotografía, uno de los deberes que más le gustaba
poner a sus alumnos era traer cada semana una fotografía que
respondiera a la pregunta “¿Dónde vivo?”. En una ocasión un
grupo de alumnos le pidió que hiciera lo mismo, lo que Lange
trajo fueron una serie de fotografías de su pie retorcido por la
polio. Tenía la sensación de que era donde vivía, prisionera de
un cuerpo deforme.
121
como el hambre,
como el amor
Giuseppe Caputo
125
lo único que hay! ¿Por qué es tan difícil de entender?”, y yo
lloraba, y lloraba más, y ella lloraba, y partía su pan –su ya
partido pan– en dos, y me decía: “Mira, coge”, y me lo daba
en la mano, a veces, y a veces me lo estrellaba contra la boca.
Cuando dejaba de llorar y nos calmábamos, empezaba a
soñar con ollas y platos: ollas y platos llenos de comida. Las
ollas se amontonaban en la cocina y los platos se amontonaban
en la mesa, y a medida que comía, nacían más ollas y más pla-
tos llenos, llenísimos de comida. Y nacían y crecían y llenaban
toda la casa, y eran tantas las ollas y tantos los platos, que no
cabían más en la casa, y se subían al techo y se caían del techo
y se desparramaban por todas partes: la calle quedaba llena
de ollas y platos, y las ollas y platos llegaban a las esquinas
y seguían sus andanzas por las demás calles del pueblo hasta
formar lejos, al fondo, como una montaña que nos cuidaba o
vigilaba, un gran, grandísimo arrume de ollas y platos: ollas
encima de platos, pum, platos encima de ollas, todo encima
de todo, y entonces, en ese punto de la abundancia, empe-
zaba a imaginar lo que había en cada recipiente. Imaginaba
papas cocidas con perejil; ahuyama y carne salada; chicharrón
y guandules, arroz con queso y patacón. Las ollas estaban lle-
nas de fideos con tomate y cebolla; llenas de suero y ñame, y
de muslos de pollo sudado. Había albóndigas y lentejas: mil
lentejas por albóndiga, mil albóndigas por olla. Había cocidos
de garbanzos. Y en los platos, mucho pescado: mojarra, pargo,
merluza, mero, bocachico, sierra… Muchos limones abiertos
entre pescado y pescado; ensaladas de tomate, lechuga y pepi-
no; arroz con coco y uvas pasas. También había frutas –corozo
y guayaba, zapote y mango, patilla–: yo las exprimía con las
manos y en mis manos se convertían en los jugos más sabro-
sos. En los platos y en las ollas había dulces: mieles y cocadas,
flanes, natas y tres leches. Yo me comía todo, y comía tanto,
pum, que engordaba y engordaba hasta volverme un balón.
Y engordaba y engordaba hasta ser un globo. Y empezaba a
126
despegarme de la tierra, pum, y a elevarme y a elevarme. ¡Y a
elevarme y a elevarme, pum! Y en el aire le decía a mi madre:
“¡Perdóname, mami, perdóname! No te dejé comida. No me
di cuenta, perdóname, era muy poca comida”.
Pasaron años y siguió el hambre. No recordé esa infancia
cuando conocí a Franky. Por esos días quería amar. La prime-
ra vez que hablamos me acababan de echar del restaurante, mi
trabajo de siempre: un menú ejecutivo que se llamaba La Bo-
cota. “La comida es para los clientes”, me gritó la dueña, doña
Eulalia, y mi estómago gritó de vuelta: “¡Pum, pum, pum!”.
Me dijo: “Termina de limpiar y vete, no vuelvas más”, así que
me quité el delantal y lo dejé en el piso, y como para tratar de
sentir algo –una molestia, una rabia, algo–, o quizás en señal
de protesta, lancé por allá lejos, en dirección a la barra, la es-
coba y el trapero. “¡Coma mierda, doña!”, a lo que ella gritó
de vuelta: “El que va a comer mierda eres tú, pendejo”, pum,
pum. Grité, le grité más. Salí del restaurante y muy segura-
mente me empezó a dar hambre, pum, o confundí el hambre
con los vacíos de la angustia.
“Te ves raro sin delantal”, me dijo en la calle, semanas
después, y pum, se abrió algo adentro: un vacío que no era
hambre, pum, pum, ¡pum! Alguien que no había visto me ha-
bía visto a mí. Entonces vi su barba –negra–, los ojos negros,
las pecas de la cara. Me dijo: “Hace tiempo, un domingo, te
pedí en La Bocota un café con leche, pero tú me trajiste un
jugo de naranja”. Yo pensé: “Quizás tenía antojo de jugo na-
ranja y por eso me confundí”. Nos reímos. Lo miré y lo miré
como para compensar el tiempo que no había estado mirán-
dolo, extrañado por no haberlo visto y, sobre todo, por no ha-
berlo visto habiendo hablado con él. Después me dijo: “Tengo
hambre”, y otra vez. “Tengo hambre”. Se me ocurrió decirle
que si aún trabajara en el restaurante, le llevaría a la mesa una
almojábana con leche, cortesía de la casa –por esos días quería
amar–. Sin embargo volvió a decir: “Tengo hambre”, pum, sin
127
agradecer de pasada mi regalo imaginado. “Tengo hambre”.
¡Pum! “Tengo hambre”, pum, pum, abrazado a la barriga.
Mientras más mencionaba el hambre, menos me miraba
a mí. Y aunque yo lo mirara, él miraba su panza, ¡pum! Yo
también tenía hambre. Pensé: “Me quedan diez billetes gor-
dos”. Hice cuentas. Le dije: “Comamos, te invito”. Sonrió un
momento, volvió a mirarme. Me dijo: “Vamos, sí, vamos ya”,
y me cogió de la mano –pum– para guiarme por el camino que
nos daría de comer.
“Se llama Buena Muela. Venden albóndigas, pollo sudado,
garbanzos. ¿Te gusta? Quiero todo. ¿Tú no tienes hambre? Yo
quiero comerme todo”. Escuchaba a Franky mientras cami-
nábamos: tenía hambre, pum, pum, pero pensaba en los diez
billetes gordos. “¿A cuánto saldrá la cuenta?”, me preguntaba,
mientras él, por su lado, de nuevo sin mirarme, seguía: “Allá
también venden cazuela de fríjoles y sopa de pescado. ¡Qué
hambre! Quiero todo. ¡Tengo hambre!”.
Doblamos en la esquina y ¡pum! Más hambre: el local esta-
ba cerrado, pum, pum, ¡pum! Se arqueó, gritó: “No puede ser,
¡no! ¿Qué voy a hacer? ¡Tengo hambre, tengo hambre!”. Le
dije: “Vamos a otro sitio, yo también tengo hambre”, pero en-
tonces soltó sin mirarme: “Es que no entiendes, mira. ¡Mira!”,
y se alzó la camisa para mostrarme la barriga, palpitante –pum,
pum, ¡pum!–, y atravesando la carne, un camino largo, rugoso,
también de carne; un camino rosado, en momentos, violáceo,
en momentos, bifurcándose de carne en la carne. La barriga
parecía una piel recubriendo un corazón enorme, un corazón
–el estómago– a punto de salir disparado, pum: romper la piel
y salir disparado, ¡pum!, contra mí, ¡pum!, contra mí, ¡pum!,
contra mí. Le pregunté: “¿Qué es eso, por qué es así?”, a lo que
dijo: “Es mi hambre”, y después: “La cicatriz”, y después, pum,
pum: “Un estómago más grande que yo”.
Entonces fui yo el que lo cogió de la mano. Le dije: “Va-
mos por aquí, sígueme”, y no le solté la mano –pum, pum–, las
128
suaves manos, pum, hasta llegar al punto: un local muy caro
a mi parecer, un sitio de frituras y comida rápida. Había una
mesa libre, al lado de las brasas y el caldero de aceite hirvien-
do, y antes de sentarnos el olor a carne nos desató, pum, nos
dio más hambre. “¡Qué hambre, por Dios!”, gritaba. “¡Qué
rico todo, qué hambre!”, pum, pum, ¡pum! Yo también tenía
hambre.
Pedimos mazorcas desgranadas con queso rallado y ma-
yonesa; pedimos carimañolas de carne y empanadas de queso.
Pedimos un pincho de pollo para cada uno: cada pincho venía
con papas fritas, pimentones y cebolla. Yo lo miraba mientras
él miraba los pollos crudos que poco a poco dejaban de estar
crudos en las brasas. Lo miraba mientras miraba la masa cruda
volviéndose arepa en el caldero.
“Tráiganos dos jugos de mandarina”, pidió al mesero
cuando llegó la primera tanda de comida. Él cogió una mazor-
ca, yo la otra. Comió, comió, comió hasta que ya no hubo más
mazorca, pum. Después siguió con una carimañola, comió y
comió. Le dije: “Cógelas todas” –por esos días quería amar–.
Me dijo: “Bueno”, y las cogió todas, pum. Comió y comió,
pum, pum.
Yo seguía con la mazorca cuando trajeron las empanadas.
Cogió la suya. Le pregunté: “¿Cómo va el hambre?”, me dijo:
“Tengo hambre”, pum, y entonces le di los granos que aún
quedaban de mi mazorca. Comió, pum, comió. Yo mordí la
empanada. “¿Te gustó?”, preguntó sin mirarme, y con mucha
hambre le dije, pum, pum, pum: “Está rica, sí, pero me es-
toy llenando”. Y así le di y así mordió esa segunda empanada,
pum.
Los jugos llegaron con los pinchos de pollo y las papas
fritas. Mordisco que daba, mordisco que pasaba con un sorbo
de la mandarina licuada. Comió, bebió, comió, bebió… Yo ya
estaba pensando que también tendría que darle la mitad de
mi pollo, o mis papas, pero por fin dijo: “¡Ah, qué rico!”, y
129
se consintió la barriga. “¡Qué rico!”, eructó, y siguió dándo-
se palmadas en la barriga, pum, pum, pum. Satisfecho como
estaba, volvió a mirarme. “Comes como un pajarito”, se rio,
mientras yo masticaba las últimas cebollas y los últimos pi-
mentones del pincho, y aunque pensé: “Quedé con hambre”,
le dije: “Sí, yo soy de poco comer”. Entonces me dijo: “Va-
mos, pajarito. Te invito ahora yo, vamos a mi cuarto”, pum,
pum, pum. Llamé al mesero, le pagué rápido: yo le di uno de
los diez billetes gordos y él me regresó el billete más chico con
cuatro monedas: pum, pum, pum, pum.
Al cuarto llegamos agarrados de la mano: tiró la puerta,
me miraba, la cerró con candado, me miraba, pum. Jocoso me
dijo Franky: “Ahora tengo más, mucha más hambre”, pum, y
mientras yo, de verdad con hambre, me quitaba los zapatos,
primero –él me miraba–, la camisa después, pum –me mira-
ba–, los pantalones, pum, pum, las medias, los calzoncillos
–me miraba–, él me iba mordiendo sin dientes. Me mordió
los cachetes y me dijo: “Cachetón” –me miraba–. Me mordió
la nariz y dijo: “Narizón” –me miraba–. Y cuando mordió la
boca, me dijo: “La Bocota”, pum, pum, pum. Los dos reímos
en recuerdo de doña Eulalia.
La barriga no estaba palpitando cuando se quitó la camisa:
estaba plana y ya no parecía un corazón, tampoco un infarto a
punto de ocurrir, pum, pum. La piel seguía atravesada por el
largo, larguísimo camino de carne, y el camino no parecía más
una arteria bifurcada, pum, explotándose, pum, sino la foto
de un río desde arriba. Cada vez tenía más hambre, me dolía
el hambre, me torcía el hambre, pero él me miraba y yo lo
miraba. Nos mirábamos con calma. Por esos días quería amar.
Mientras él me mordía sin dientes, yo lo mordía con dien-
tes –con dientes, pum, con dientes–. Lo mordía con dientes,
hasta que dijo, sin mirarme: “Tengo sueño”, pum. “No más”,
y se echó a dormir, pum, y a roncar inmediatamente. Con
cada ronquido, un pum, pum, pum.
130
Yo también me fui a dormir. Me acosté al lado suyo, lo
abracé y me abracé a su barriga, pum, el índice recorriendo la
cicatriz, el índice pensándose lengua en la cicatriz de Franky.
Dormí. Dormí más, pero abrí los ojos antes de que empeza-
ra a decir: “Tengo hambre”. Le estaba sonando el estóma-
go –¡pum, pum, pum!– y su barriga volvió a ser un corazón
enorme, un corazón –el estómago– a punto de salir disparado,
pum. Siguió diciendo: “Tengo hambre”, y desnudo se fue a
la cocina, y gritó, y tiró una puerta, y pateó las paredes, pum,
pum, pum. “La nevera está vacía, ¡tengo hambre!”. Y el cora-
zón, mientras tanto, su estómago, parecía a punto de romper
la piel y salir disparado, ¡pum!, contra mí, ¡pum!, contra mí,
¡pum!, contra mí. “¡Salgamos!”, gritó. No me miraba. “¡Tengo
hambre!”. Le dije: “Salgamos, sí”, y buscamos la ropa, pum, y
nos vestimos, pum, y salimos disparados.
Llegamos a una tienda –“El sol es un huevo”, decía a la
entrada– y sin habernos sentado siquiera, empezó a hacer su
pedido: “Quiero naranjas y un jugo de naranja; una picada de
chorizo, butifarra y morcilla; huevos pericos, dos, y además, dos
huevos fritos; un tamal de la casa, el que tiene pollo y cerdo, y
una canasta de pan con mermelada de piña. También tráigame
café, mucho, y por aparte, una taza de leche”. Después tomó
aire y sin mirarme me preguntó: “¿Traes plata? Se me quedó la
billetera”. Cuando el mesero nos dio la espalda, lo mandó a lla-
mar: “Espere, falta su pedido”, y me señaló sin mirarme. Dije,
con hambre, y recordando mis billetes y monedas: “Un huevo
frito, un vaso de leche y una porción de pan”.
Plato que el mesero traía, plato que Franky rodeaba con
los brazos, pum, o amurallaba, pum, mientras tragaba y tra-
gaba. Le dije: “Tranquilo, no te voy a robar la comida”, como
para hablar, simplemente, o hacer un chiste, pero siguió co-
miendo sin mirarme y sin hablarme. Yo aproveché el silen-
cio para comer. Comí, comí, comí: ya no había pan, comí,
tampoco había huevo. Bebí hasta vaciar el vaso de leche. Y
131
sin embargo, ¡pum! Seguí con hambre. Le dije: “¿Me das un
poquito?”, señalando el tamal o las morcillas. Dijo: “Mira”,
y se alzó la camisa: la barriga estaba viva. Le dije: “Está bien,
come tú”. Por esos días quería amar.
Cuando terminó de comer, empezó a mirarme. Yo lo
miraba y dejaba de mirarlo. ¡Tenía hambre! El mesero dijo:
“Aquí está la cuenta”, y pum, tuve que darle dos billetes gor-
dos. Le dije: “Me voy, nos vemos”, preocupado por el dine-
ro, preocupado por el hambre, pero entonces dijo: “¿A dón-
de vas? Acabamos de desayunar”. Y así, antes de volver a su
cuarto, y por si nos daba hambre, fuimos a la plaza del centro
a hacer mercado.
Pasaron semanas y siguió el hambre. Quería comer. Los
días eran siempre más o menos iguales: comía poco, y con
poco dinero, y cuando su corazón, pum –el estómago– des-
pertaba, comía, comía, comía y no dejaba de comer. Empecé
a encerrarme en el baño cuando esto ocurría: bajaba la tapa
del inodoro, me sentaba, y de los bolsillos sacaba manís y uvas
pasas –quería comer, pum, quería comer–. En la cocina, mien-
tras tanto, Franky raspaba ollas y lamía los platos diciendo,
gritando: “Tengo hambre y quiero yuca. ¡No hay más yuca!”.
Una noche me encerré en el baño cuando empezó a co-
mer. Yo también quería comer. De los bolsillos saqué una
bolsa aplastada de papas fritas y un bocadillo de arequipe y
guayaba, también espichado. Tenía hambre. Al fondo, lejos,
oía el pum, pum, su corazón incontrolable. “¡Están ricas las
arvejas, pero muy poquitas!”, lo oía gritar, pum, mientras yo
me atragantaba con las papas.
De repente, un silencio. Pensé: “Se fue a buscar comida”,
y aliviado abrí la puerta, aún con medio bocadillo. Ahí estaba
él, su estómago palpitante. “¿Qué haces ahí?”, gritó. “¿Qué
hacías?”. Yo le dije: “Nada”, y me dijo: “Estabas comiendo,
dame. ¡Tengo hambre!”. Le dije: “No, yo también tengo ham-
bre”. ¡Pum! Me dijo: “¡Es que no entiendes, mira!”. Y el co-
132
razón latía, pum, y el camino de carne se abría más y más en
la carne, pum, y latía, latía… Me dijo: “¡Mira!”, y yo le dije:
“¡Son mis papas!”. Y siguió diciendo: “¡Mira, mira, mira!”.
Se lanzó a arrancarme la bolsa de papas, pum, mis papas,
pum. ¡Mis papas! Lo empujé, le dije: “¡Son mías!”, pum, pero
él siguió diciendo: “¡Es que no entiendes, tengo hambre!”, y
yo le decía: “¡Son mías, son mías!”. Yo apretaba la bolsa y él
me jalaba y yo lo empujaba mientras decía, pum: “¡Mira esto!
¡Mira!”, y el camino de carne se abría y se abría más, y yo le
decía: “¡Déjame! Tengo hambre, ¡déjame!”, mientras la carne
se abría y se abría y él gritaba: “¡Dame una! ¡Al menos una!”,
y yo insistía: “No, tú ya comiste. ¡No!”, y el camino se abría
y la carne se abría, pum, y se abrió más y se abrió más, pum,
y la carne se abrió y se abrió más, ¡pum! Y se abrió, se abrió
más. Él gritaba y yo gritaba: “¿Qué te pasa?”, pero él gritaba
más, y el estómago –el corazón–: “¡Pum!”. ¡Y su estómago y
mi corazón! ¡Y mi estómago y su corazón! ¡Pum, pum, pum!
Explotó.
De la lámpara del techo, inundados de luz, quedaron col-
gando pedacitos de carne. En mi aliento y la ropa, trozos de
su estómago o corazón. Antes de llorarlo –por esos días quería
amar–, pensé en mi madre, pum, y en el juego que no le gus-
taba: ella, la ballena; yo, el pirata. ¡Pum, pum, pum! Recordé
sus costillas, la sopa de costillas. Después miré las costillas de
Franky, ¡pum, pum, pum! Por esos días quería comer.
133
las elegidas
137
Entre ebanistas, costureras, pescadores y bebés malnutri-
dos desde el vientre sepultaron a los cuatro surfistas de Punta
Carnero. Los padres habían decidido que sus hijos estuvieran
en aquel cementerio gris y no en el de los ricos, con ese césped
verde cotorra, rosas frescas, rojas y sinvergüenzas, traídas en
camión refrigerado y lápidas de mármol con inscripciones re-
ligiosas y apellidos larguísimos. Querían que los cadáveres de
los ahogados más hermosos del mundo estuvieran para siempre
junto al mar. Eran cuatro, heredarían la tierra. La noche ante-
rior a la muerte habían roto setenta y siete corazones en la fiesta
del Yacht Club besuqueando y agarrándoles la nalga sobre el
vestido veraniego a sus flamantes noviecitas, criaturas doradas
como ellos. Al amanecer, todavía borrachos, se enfundaron el
neopreno negro y así, como disfrazados de calavera, salieron a
surfear en marejada, convencidos de su inmortalidad de niños
dioses. El mar, claro, los hizo papilla. Los escupió al séptimo
día, blandos y blanquecinos como recién nacidos.
Nosotras casi siempre nos poníamos a beber ahí afue-
ra del cementerio de Mar Bravo porque, ¿qué más íbamos a
hacer? Las fiestas eran privadas, sólo con invitación. Chicos
preciosos invitando a chicas preciosas, chicos regulares invi-
tando a chicas preciosas, chicos feísimos invitando a chicas
preciosas. Puertas parecidas a las del cielo que se abrían para
otras que no éramos nosotras. Una vez intentamos entrar y
el guardia dijo que era una fiesta sólo para gente conocida
y le contestamos: ¿conocida por quién? Pero el hombre ya
estaba levantándole la pretenciosa seguridad, barras doradas
con cordones gordos de terciopelo color sangre, a una chi-
ca atlética, nítida y sonriente como salida de un comercial
de tampones. Moríamos por saber qué pasaba detrás de esas
puertas, aunque instintivamente sabíamos que no habría lu-
gar para nosotras allí, que nuestros defectos se multiplicarían
hasta tragarnos, que seríamos una hipérbole de nosotras mis-
mas, espejos de feria andantes: la gordota, la marimacha, la
138
larguirucha, la aplastada, la contrahecha. Así como las chicas
guapas juntas potencian su atractivo, solapando con las virtu-
des grupales cualquier defecto y se embellecen unas a otras
hasta brillar como un solo gran astro, las chicas como nosotras
cuando estamos juntas nos transformamos en un espectáculo
casi obsceno, exacerbados los defectos como en un freak show:
somos más monstruas.
Sabíamos, claro que sabíamos, que ni los más desespera-
dos, ni los obesos, ni los nerds, ni los oscuros se nos acerca-
rían. A las chicas como nosotras sólo se acercan otras chicas
como nosotras, así que ¿para qué intentarlo? Éramos libres
de ir a cualquier sitio y odiábamos eso: queríamos tener la
falta de libertad de las hermosas, que los brazos de los novios
nos doblegaran como yuntas, coger en el cuartito de la pisci-
na, al apuro y sin preservativo, que nos dejaran la marca de
sus dedos gordos de jugar béisbol en las nalgas con celulitis.
Queríamos que nos penetraran a la fuerza y gritar en cada
embestida sus nombres bellos de hombres bellos. Queríamos
despernancarnos para ellos y agarrarnos de sus melenas per-
fectas en el orgasmo, quedarnos con matojitos de pelo color
arena entre los puños cerradísimos. Queríamos hacer con el
néctar de sus sexos dulces cocteles, pócimas de brujería. Que-
ríamos desaparecerlas a ellas, rebanarles la cabeza con ma-
chetes de fuego. Queríamos entrar entre truenos y voces y
relámpagos y terremotos a esas fiestas privadas montadas en
yeguas voladoras y hacer caer sobre esas idiotas preciosas un
mar de grillos y serpientes. Queríamos que las niñas bonitas
se arrodillaran ante nosotras, amazonas poderosísimas, y que
vieran con impotencia a sus hombres subiéndose arrobados y
dóciles a la grupa de nuestros animales. Queríamos, quería-
mos, queríamos. Éramos puro querer.
Y pura ira.
Llegaría el día, sí señor, en el que todos se fijarían en no-
sotras y dirían a quien pudiera escuchar: ámenlas. Ámenlas,
139
ese mandato recorriendo la tierra. Ese día llegaría: el día de
limpiar todas y cada una de nuestras lágrimas.
Mientras tanto, teníamos carro, teníamos dinero, tenía-
mos la noche y no teníamos nada.
Parqueamos afuera del cementerio con mucho trago,
mucha maría, muchas pastillas y muchos cigarrillos. Al me-
nos eso teníamos, la posibilidad de enviciarnos, de mancillar
nuestros cuerpos con algo perverso, de sentirnos malas chi-
cas. Vírgenes, increíblemente obscenas. Mórbidas, solas. Qué
bueno hubiera sido desearnos entre nosotras: desear nuestras
lengüitas amigas, alcanzar el éxtasis con los dedos de unas y
otras dentro de unas y otras, buscar el jugoso amor de carne
y flor entre nuestras piernas. Qué diferente ser amante de ser
perdedora, pensar en las puertas de las fiestas privadas nada
más para agradecer no tener que estar ahí dentro, aburridas,
con la lengua erecta de algún imbécil empapándonos el oído o
dejándonos marcas horribles en el cuello. Había que haberse
amado entre chicas, pero somos lo que somos y lo que somos
es casi siempre brutal.
Estábamos a oscuras salvo por la luz del carro. Por la vía
a Mar Bravo pasaba muy poca gente, quizás una pareja que
fuera a coger al mirador, quizás algún suicida. La noche era
propicia para rituales de sexo, muerte y resurrección. La luna
chorreaba rojo sobre el mundo como una joven desvirgada
y en la radio sonaban canciones de hombres enamorados de
mujeres que nunca seríamos nosotras. El cementerio bajo esa
luna parecía a punto de romper a hervir. Cada una le puso
a la otra una pastilla en la lengua y nos fuimos pasando la
botella hasta dejarla muy por debajo de la mitad. De pronto
pensamos en los ahogados de Punta Carnero y en esa belleza
que trascendía la vida y que seguro también había trascen-
dido la muerte. Pensábamos en esos hombres adoradísimos,
deliciosos chicos imposibles en sus fiestas y en sus olas, ahora
durmiendo a nuestro lado. Nos bajamos del carro y entramos
140
en hilera al cementerio a bailar a la luz de la luna de sangre
agitando nuestros vestidos claros y nuestras melenas noctur-
nas. Bailamos como si nunca hubiésemos bailado, como si
siempre hubiésemos bailado, como si hubiéramos llegado a
la fiesta del fin del mundo y el guardia, al vernos, hubiera le-
vantado el grueso cordón de terciopelo con inmensa ceremo-
nia. Bailamos como novias en su noche de bodas y así, como
en un encuentro sexual pospuesto hasta el delirio, nos fuimos
arrancando la ropa unas a otras hasta quedar desnudas frente
al silencio de los muertos. Danzamos arrastrando los vesti-
dos como si fueran serpentinas de flores y nos besamos en los
labios y nos tocamos los pezones erectos aullando de amor.
Cantamos himnos de venganza con fondo de ensordecedoras
trompetas imaginarias. Éramos ángeles derramando justicia
sobre nuestros cuerpos y nuestros deseos, abriéndonos al mis-
mo tiempo que las flores nocturnas, exhalando como ellas un
olor a almizcle y a mar. Buscamos a nuestros chicos entre los
muertos y descubrimos que alguien había llegado antes. De
los ataúdes semiabiertos se escapaban algunas manos que bri-
llaban como metal a la luz de la luna. Conservaban su ropa,
trajes azules o negros que seguro usaban para llevar a los bai-
les a chicas hermosas vestidas en tonos pastel. Se habían lleva-
do los zapatos, también los relojes, cadenas, anillos y todo lo
que se puede morder para saber si es valioso, pero les habían
dejado el pañuelito en el bolsillo de la chaqueta, el pañuelito
que nos secaría todas las lágrimas.
Los sacamos a bailar y dijeron que sí y bailaron con no-
sotras primero tímidos y distantes y luego cada vez más cerca,
con sus caras frías en nuestros cuellos tibios. Dijeron, estamos
seguras que dijeron, que preferían estar ahí que en cualquier
otro sitio, que nos preferían a nosotras que a las princesitas de
sus reinos. Después del baile nos sentamos sobre tumbas, cada
una con su chico perfecto, a contarnos las cosas que soñába-
mos, a reír como los tontos, a pedir un beso con ojitos entor-
141
nados. Llegó el beso y llegó la locura, el deseo dando patadas
violentas como olas contra nuestras espaldas. El amanecer nos
encontró desnudas sobre los sexos erectos de nuestros ama-
dos, montadas sobre ellos, cabalgándolos ferozmente como
jinetes que se precipitan sobre el mundo para destruirlo.
142
el monstruo de la voz
Margo Glantz
Una voz de ópera es como una ráfaga de balas: puede acribillar los
cristales más recios y depositar en el alma residuos de dolor, de viejos
resentimientos sociales, de antiguas pobrezas, con la discreta soberbia
de quien no espera consuelo. La gran Margo Glantz reconoce en
otra gran Mantis, la Callas, ese poder, pero también recupera de la
biografía de ese cuerpo obeso y bienamado, un detalle importante y
casi infantil: una lombriz hambrienta. ¿Será de allí, de esa criatura
asquerosa, de donde nace la portentosa monstruosidad de esta voz?
Margo Glantz (México, 1930) es escritora y profesora en
distintas universidades del mundo como la UNAM, Harvard,
Stanford, Princeton y Yale, entre otras. Creación literaria: Apa-
riciones; El rastro; Historia de una mujer que caminó por la vida con
zapatos de diseñador; Saña; Coronada de moscas, Simple perversión
oral, Por breve herida; Y por mirarlo todo, nada veía. Ensayos: La
desnudez como naufragio; La Malinche, sus padres y sus hijos; Sor
Juana Inés de la Cruz: ¿Hagiografía o autobiografía?; Saberes y
Placeres; Borrones borradores. Distinciones: Premio Nacional de
Artes y Ciencias; Premio de la Feria Internacional de Libro de
Guadalajara, antes Juan Rulfo; Premio Iberoamericano de Na-
rrativa Manuel Rojas. Miembro de la Academia Mexicana de la
Lengua. Dirige la página virtual Sor Juana Inés de la Cruz y la
página a su nombre en la Biblioteca Virtual Cervantes.
El monstruo de la voz
***
145
duranteel segundo acto de la ópera la soprano griega alcanzó
el altísimo mi bemol que Verdi nunca escribió, proeza que ya
había realizado en 1950, también en Bellas Artes, con el tenor
Kurt Baum, y de la cual se jactaba en una carta dirigida a su
marido: Estoy furiosa con ese tenor, es peor que una mujer
celosa. Continúa insultándome y se enojó porque al final de
Aída di un mi bemol alto. El público enloqueció y él escupió
de envidia.
No está de más recordar que Oralia Domínguez se des-
empeñó como cantante bajo la batuta de los más connotados
directores y subrayar que su voz oscilaba entre el registro de
una contralto o el de una mezzosoprano, dos registros muy
distintos; la contralto destaca por la rica sonoridad y amplitud
de sus tonalidades graves, cualidad que es difícil de hallar: leo
que solo un 2% de las mujeres en el mundo tienen ese tipo de
voz y en cambio la de la mezzosoprano es la voz intermedia
que se encuentra por debajo de la soprano y por encima de la
contralto, definición que como de costumbre no define de-
masiado. El ser contralto no le impedía a Oralia cantar partes
de mezzo agudo como lo demostró claramente en el papel de
Amneris frente a Mario del Monaco y María Callas. Además,
y como escribió un crítico, al enfrentar partituras con un re-
gistro más bajo, nunca obscureció artificialmente o alquitra-
nó su voz, como muchas de sus colegas solían hacer y siguen
haciendo.
Al oír esa primera vez a Oralia descubrí que la garganta
era, como las guitarras, los violines y los pianos, un instru-
mento singular.
***
146
Callas es solamente una voz, como la Malinche fue sólo una
lengua, exactas representaciones de una figura retórica, la si-
nécdoque.
Sé que Nora García escucha en su casa distintas versiones
grabadas en la voz de sus cantantes preferidos. Sé que en la
ópera de París Nora vio y oyó la Medea de Cherubini y que
Cristina Barros, con quien oímos una versión donde Medea
es María Callas, que ella, Cristina, estuvo en Dallas hace va-
rias décadas y la vio, ¿cuál ópera?, ¿Medea o Norma? Medea,
contesta.
Imagino la conmoción que me hubiera causado oír can-
tar a Callas en persona, confieso, y agrego que cuando escu-
cho la versión grabada de la Aída de 1951, esa célebre función
en el Palacio de Bellas Artes a la que asistió (para gran envidia
y desolación mías) mi gran amiga Estela Ruiz Milán, cuando
apenas tenía 18 años y yo 21 y en la cuál hubiese sido posible
estar también yo, no me es posible distinguir en qué momen-
to se oye el famoso mi bemol, que tantas veces se recuerda
y como ya lo he dicho alcanzado por ella en 1950, hazaña
realizada según la leyenda muchos años atrás por Ángela Pe-
ralta a quien se dice que María veneraba y a la que también se
dice (y no sé si es cierto) quiso rendir homenaje alcanzando
esa increíble nota sobreaguda, hazaña que cuentan convirtió
el palacio de Bellas Artes en un manicomio: los espectadores
se levantaron de su asiento, se abrazaban y se besaban, aplau-
dían enloquecidos, gritando vivas, lanzando flores y hasta pa-
ñuelos como lo hacían en las corridas de toros. Y hay quien
recuerda que en ese mismo día del año de 1950, María Callas
visitó a Isabel Haza, una descendiente de Ángela Peralta, el
ruiseñor mexicano, quien a su vez contaba que alguien había
tocado a su puerta y al abrir vio a una mujer joven, obesa y
con lentes con vidrio de botella, que me dijo, dicen que dijo
Isabel, soy cantante de ópera, voy a cantar esta noche, sé que
usted es descendiente de Ángela Peralta y sé muy bien que
147
ella no vivió aquí, pero quiero estar donde haya algo que me
conecte con ella.
Soy melómana de verdad, adoro la ópera, la escucho a
menudo pero debo repetirlo: soy incapaz de distinguir si un
mi bemol es agudo o sobreagudo, pero en cambio me vienen
a menudo a la mente escenas que me conectan con Callas,
antes de saber siquiera que ésta existía, pues desde muy niña
conocía la música de Aida y en la escuela primaria estuve a
punto de participar en un bailable para el día de las madres y
mi única tarea, fallida por cierto, era la de mover los brazos
y dar unos pasitos al estilo de una de las esclavas egipcias que
formaban parte del coro de esa ópera.
De inmediato me asalta otro recuerdo, el de Mónica que
mientras esperaba en un alto, escuchando en la radio una ópe-
ra, ve a un mendigo acercársele cojeando, quien en lugar de
pedir limosna, comenta: es un aria de Aida cantada por Callas,
su voz es la de un ángel.
Battista, el marido de María, hombre que había adqui-
rido su riqueza fabricando ladrillos, describe cómo Arturo
Toscanini, el gran director de orquesta italiano, muy ligado al
Metropolitan Opera House de Nueva York, buscaba en 1950
quien interpretara Lady Macbeth para dirigirla en la Scala
de Milán (donde María no fue siempre bien apreciada), en
ocasión del quincuagésimo aniversario de la muerte de Ver-
di: Ghiringhelli, director de la Scala quería encomendarle ese
papel a Renata Tebaldi, famosa porque cantaba como un án-
gel y rival durante largo tiempo de Callas, antes de que ésta
se convirtiera en leyenda. Toscanini enumeraba, pretendía
Menehigini, las características que según él debería tener la
cantante: Quiero que Lady Macbeth sea fea y perversa; su voz
tiene que ser dura, sofocada y oscura. Nunca conseguí hallar
una intérprete con esas cualidades. A juzgar por los informes
que me llegaron, usted, María, puede ser la persona que he
estado buscando. Por eso la invité a que viniera a Milán para
148
escucharla. Si usted responde a su fama, haremos Macbeth.
No quiero morir sin haber dirigido esa ópera.
(Toscanini murió sin haberla dirigido y Callas nunca can-
tó dirigida por él).
Eduardo Lizalde aparece de repente, ha oído parte de
nuestra conversación y con su voz tonante de barítono re-
cuerda que en 1952 María fue Lady Macbeth en La Scala,
recuerda también, con su memoria prodigiosa, que un crítico
milanés escribió en un periódico de la ciudad que quizá la
ópera que mejor se adaptaba a la Callas fuera Macbeth y que
para el papel de Lady Macbeth Verdi rechazó a una soprano
de hermosa voz, eligiendo para ese rol a otra actriz capaz de
emitir sonidos diabólicos, calificativo exacto usado por Ver-
di en una carta: diabólica, la palabra adecuada que hubiese
querido utilizar Toscanini al proponerle a la Callas su posible
participación en esa ópera, palabra implícita en su relato, la
palabra que calza perfectamente con quien es perverso, cruel,
y emite sonidos duros, sofocados y oscuros.
Y las asociaciones se encadenan y me veo caminado por
Roma en verano hace como cincuenta años, mi vestido es azul
y llevo los brazos descubiertos, un hombre de muy baja esta-
tura aparece de repente, me da un beso muy cerca del hombro
derecho, al tiempo que canta un aria de la Aida de Verdi.
Y después de un largo viaje por la India, antes de regresar
a México desde París donde pasé con Luz once días de tregua,
visitamos el cementerio de Père Lachaise. Enterrados allí mu-
chos personajes ilustres: Marcel Proust, Honorato de Balzac,
Saint Simon, Edith Piaf, Jim Morrison, Georges Perec, Allan
Kardec, Max Ophüls, Gerard de Nerval, Eugène Delacroix,
Benjamin Constant, Oscar Wilde, cuya tumba, renovada en
1992 y protegida por un inmenso ángel desnudo, ostenta un
letrero en inglés y en francés donde se solicita respetar la tum-
ba, a pesar de todo cubierta de besos –¿con lápiz de labios o
pintura para grafiti?– de sus miles de admiradores.
149
Y como un aviso premonitorio y sin voz la tumba de Ma-
ría Callas.
***
150
del mundo. Ese rumor corría, insistente, subrepticio: su voz
empezaba a deteriorarse, sobre todo en los trinos, convertidos
peligrosamente en gorgoritos. Los trinos, una de las proezas
vocales más difíciles y por ello menos practicadas, los trinos
conseguidos gracias a una técnica complicada, ejecutada en
una sola nota o en pasajes de escalas rápidas que producen una
especie de interrupción rítmica, una fonación iniciada lenta-
mente con pausas separadas por silencios breves, fonación que
va aumentando a tal grado que pueda oírse como si fuera la
emisión de una ametralladora.
En la versión de Norma grabada de 1960 Callas cantaba
en dueto con Christa Ludwig, ella sí en plena forma y ac-
tuando como si fuera su rival amorosa, en realidad, y aunque
contralto, su rival operística.
Callas, llamada por la prensa de su tiempo la tigresa,
quien, por sus desplantes y sus furores no cumplía con sus
contratos: insisto siempre, Callas, la puntual, rigurosa, extre-
ma, bella, clásica (¿casta?) diva: El monstruo de la voz.
***
151
no, sería demasiado, pero al verme con abanico ya soy una de
las espectadoras que acompañan a Alida Valli representando a
Livia en la película de Visconti. Livia conspira contra los aus-
triacos –tanto tiempo aposentados en su patria–, pero al ena-
morarse de un militar enemigo, personificado por el guapo
Farley Granger, traiciona por amor a sus compatriotas, como
lo hace Medea al traicionar a su padre y asesinar a su hermano
cuando se enamora de Jasón; Norma de Pollione y, de alguna
forma, Callas, cuando por Onassis abandona a su esposo, Gio-
vanni Battista Meneghini.
Livia, sí, vestida, ¿cómo no?, de gala, con sus joyas sober-
bias, verdaderas (diamantes y zafiros, quizá también esmeral-
das) y su cintura melodramática, oyendo una ópera de Verdi
en un escenario auténticamente operístico, el decimonónico,
una de las muchas óperas que exaltaron a los patriotas, des-
terraron a los invasores y unificaron a Italia, la de Garibaldi.
Callas, ella también con sus vestidos suntuosos, entallados,
operísticos, ataviada con las joyas que año tras año le rega-
laba su devoto esposo, Giovanni Battista Meneghini, quien,
como lo cuenta él mismo en su libro, María Callas mi mujer,
acostumbraba celebrar la primera representación de cada uno
de sus papeles más importantes, regalándole joyas: para Lu-
cía de Lamermoor, un juego de diamantes, formado por un
collar, un brazalete y un anillo; por La Traviata, un juego de
esmeraldas; por Ifigenia en Táuride, un anillo con un diaman-
te Navette, llamado así, precisa Meneghini, porque el tallado
de la piedra le daba la apariencia del casco de un barco; para
Medea, como debe de ser, un juego de rubíes, sí, joyas, joyas ,
joyas, profusión de joyas, de oro y platino, perlas, esmeraldas,
diamantes, zafiros, rubíes, granates, joyas con las que apare-
cería milyunochescamente ataviada en las múltiples fotos que
más tarde, cuando ya era una leyenda, le fueron consagradas,
la humilde joven gorda cuya voz era, al conocer a Meneghini,
y para decirlo con un lugar común, un diamante sin tallar,
152
Callas llegada a Verona con sólo dos blusas y sin ninguna joya
y quien al empezar su relación con Giovanni Battista le rogó
que le regalase un simple collar de ¡plata!
Unos días después de esa sesión musical a domicilio, vol-
vemos a desayunar Nora y yo con Hilda Rivera y relato mis ex-
periencias operísticas, experiencias vicarias, la vida de la Callas
interpretada en el teatro por una actriz mexicana (acababa de
verla) y la Norma de Callas (en disco) y la Medea de Cherubini
que Cristina vio realmente en Dallas y la Popea de Monteverdi
que yo he visto en Londres en 1988, con otros intérpretes,
en una vieja iglesia de la City con mis amigos franceses, los
Amilhon, y la Lucía de Lamermoore, en París, con otros ami-
gos, para lo cual hemos tomado un taxi Nora y yo desde Saint
Germain a la Bastilla. El taxista, nacido en una isla del Caribe,
interrumpe nuestra plática: quiere juntar dinero para volver a
su isla y construir una casita de palmeras y alimentarse exclu-
sivamente de plátanos, sentado en una silla de playa bajo los
árboles, nos habla también de cómo odia a los franceses (ha
pasado casi 40 años de su vida en Francia) y del seguro que les
dejó a sus cuatro hijos sin reservar nada para él, porque en las
islas se puede vivir cómodamente en la playa con unas cuantas
palmeras como sombra y muchos plátanos como alimento: un
verdadero exótico, víctima de su propio exotismo.
***
153
Trovatore, Alceste, Tosca…); Lizalde, quien ha escrito el mag-
nífico poema El tigre en la casa y se sabe de memoria todas
las inflexiones de la voz de la cantante, las fiorituras, las difi-
cultades que vencía como si los obstáculos no existieran, por
ejemplo representar en un periodo muy breve dos personajes
de óperas muy distintas entre sí, la Brunilda de las Walquirias
de Wagner y la Elvira de Los puritanos de Bellini, tour de
force increíble, interpretar a Wagner los días 12,14 y 16 de
enero de 1949 y quince días después la ópera de Bellini que
nunca había cantado y memorizó en tan sólo 8 días: en un lap-
so de 12 jornadas, Callas apareció 6 veces en el famoso teatro
La Fenice de Venecia, hazaña increíble que ella minimizaba:
en una entrevista declaró que Wagner era mucho más fácil de
interpretar que Bellini, aseveración asombrosa: Brunilda, una
walquiria, cuya voz rivaliza con los atronadores instrumentos
de la orquesta, los trombones, los tambores, los bombos y los
platillos, frente a Elvira Valton, la frágil hija del gobernador de
Plymouth, quien enloquece cuando su enamorado Arturo Tal-
bo huye con una mujer poco antes de casarse con ella, durante
la guerra entre puritanos y estuardianos, el reiterado esquema
de la traición, esencia del melodrama en la ópera y en la vida
real, la de las heroínas que interpretaba (Norma, Medea, El-
vira) y la suya propia (Callas traicionando a Meneghini por
Onassis y Onassis traicionándola por Jackie Kennedy).
La Callas, insistía Sergio Pitol, soprano absoluta, diva le-
gendaria, cantante que hacia 1959 (época en que fue grabada
la Medea, que escucho ahora mientras escribo, grabada en el
Covent Garden en Londres) (¡no en Dallas, desgraciadamente
donde hubiéramos Nora y yo podido acompañar a Cristina!)
tenía aún una voz radiante, única. A medida que Callas perfec-
cionaba y volvía más expresivos los registros medios y bajos, su
voz empezaba a declinar: esa interpretación de 1959 contrasta
con sus otras grandes interpretaciones, por ejemplo, la Norma
de 1954, cuando su voz era de una soberbia coloratura, am-
154
plia, sólida y segura, una voz también oscura e intensa, de gran
nobleza en el fraseo, de inédita musicalidad y una presencia
escénica majestuosa y actuación inolvidables, distinta a la del
2 de enero de 1958 en la Ópera de Roma, en que después del
primer acto María no quiso volver a escena, decepcionando al
público de la función de gala, entre cuyos espectadores céle-
bres se encontraba el presidente de la república italiana.
Mientras desayunamos, Hilda nos habla de otro gran es-
cándalo sucedido en Edimburgo, cuatro meses atrás, en 1957:
la Scala de Milán ha organizado una serie de grandes repre-
sentaciones durante el festival de verano y Callas, más o me-
nos contra su voluntad y desoyendo la opinión de sus médicos,
firma un contrato para cantar en cuatro de las cinco funciones
de La sonámbula, dato nunca comunicado al público escocés.
Falló el intento por persuadirla a cantar también en la quinta
representación y al no hacerlo y persistir en su decisión inexo-
rable, la Callas consolidó su leyenda negra. En 1960 y a pesar
de sus desplantes y sus enfermedades, insiste Hilda, su registro
y su timbre eran cada vez más expresivos y dramáticos, de una
gran finura, flexibilidad y tensión, pero en los trinos ya era
posible percibir quebraduras súbitas en la voz: su diafragma
dañado por cantar óperas complicadas en su juventud antes
de estar bien entrenada, antes de tener buenos maestros que le
enseñasen a dominar y protegerse, esa diva, conocida como la
tigresa por sus desplantes y sus caprichos, esa diva que sufría
cada vez que salía al escenario y provocaba la más rendida ad-
miración o los más violentos rechazos, descubrió en mayo de
1965, en la Ópera de París, que ya no podía cantar Norma, el
aria de la Casta diva por la que se había vuelto famosa: Wally,
la hija de Toscanini, contaba conmocionada la impresión que
le causó oírla: Podía verse, exclamó impresionada,cómo la
sangre le brotaba de las cuerdas vocales.
***
155
(¡Sergio Pitol, con quien estuve en tantos teatros escuchando
ópera! Por ejemplo en Londres, 1987, Don Giovanni, con Luz
de Amo y Ricardo Valero, recién llegados de México, y con
un funcionario que se durmió en la función, aunque a menudo
atendía en su despacho mientras escuchaba ópera a un volumen
ensordecedor). (Sergio Pitol, con quien escuché en Praga una
ópera de Janacek y en Nueva York la Fanciulla del West de
Puccini, interpretada por una cantante asimismo voluminosa).
***
156
El cuento de hadas clásico, la joven desgarbada, el patito
feo de Andersen convertido en cisne, y también, por qué no,
la joven incomprendida, maltratada, explotada por su madre,
una cenicienta que nunca encontró su príncipe, ¿Acaso lo fue-
ron Visconti, Pasolini o Zefirelli?
Una joven diva de rostro hermoso, con cuerpo de ballena.
Y para exacerbar la leyenda, añade entusiasmada Hilda
(casi grita, exaltada): la historia de su adelgazamiento es el
colmo de los colmos, (hablamos de Callas como si nos hubié-
semos frecuentado, como si viniese a desayunar, a comer o a
cenar con nosotras), (como si fuéramos sus grandes amigas:
Marlene Dietrich o Elsa Maxwell): yo añado, sí, su esbeltez
milagrosa y repentina, otra leyenda, otro cuento de hadas, al
estilo de los hermanos Grimm: en su vientre inmenso, irre-
dento, se aloja un animal monstruoso, una lombriz llamada
solitaria, una lombriz que carcome las entrañas, engendrada
de manera literal en el estercolero, una lombriz que del vien-
tre de los cerdos se traslada al vientre de la cantante.
Hilda decide leernos entonces la escena en donde Me-
neghini, el eterno marido, quien nunca se consoló de la trai-
ción de María, describe en su libro la escena de la expulsión
de la mítica solitaria. Escena ocurrida convenientemente en
el baño de una suite de un hotel cercano a la Scala de Milán,
teatro de varias de algunas de las actuaciones memorables de
María:
María salía del cuarto de baño. Tenía puesta una bata azul.
Battista, la maté, dijo.
¿Qué mataste?, pregunté: mientras se bañaba, se había
desprendido una sección bastante larga de una lombriz solita-
ria y la había destruido.
¡Una lombriz!, exclama Nora, riendo. ¿Existió de verdad
esa lombriz providencial?, pregunto yo.
La perla en el estercolero, remato.
Hilda toma de nuevo el libro y sigue leyendo:
157
Sí, prosigue Meneghini: una vez liberada de la lombriz,
el peso excesivo comenzó a desaparecer. Ahora que estaba
delgada, María empezó a usar joyas, pieles y ropas elegantes.
Sentía que había conquistado el derecho de usarlas. La vestían
los mejores modistos y usaba sólo creaciones originales.
Y yo digo, envidiosa: y él siguió comprándole joyas.
Nora comenta: Ella quería parecerse a Audrey Hepburn.
E Hilda se acuerda de que al iniciar su aventura con
Onassis, María sólo le exigió a Meneghini que le entregara
todas sus alhajas.
***
158
con un gusto extraordinario, al contrario de muchos otros
cantantes para quienes cantar ópera se limita a efectuar dos o
tres gestos repetidos a lo largo de todo el espectáculo.
***
***
159
do la Medea de la ópera de Luigi Cherubini. Tan extraordinaria
fue su actuación que se ha llegado a afirmar que Pasolini, a la vez
que sacraliza a Medea, sacraliza a María Callas, devolviéndole
el amor del público que hacía un tiempo la había abandonado.
Se cuenta además que fueron amantes, cosa que quizá sea
cierta, dice Hilda y pregunta: ¿Acaso no lo demostró Pasolini
cuando su personaje de la película Teorema sostiene relacio-
nes sexuales con hombres, mujeres, niños y ancianos?
Un público que en 1953 aclamó la mítica interpretación
operística de Medea en Florencia e hizo proclamar a sus crí-
ticos que María Meneghini Callas había sido la heroína de la
velada. Leonardo Pinzauti asegura: basta decir que en varias
de las arias alcanzó tal expresividad que hubiese sido posible
prescindir hasta de su voz: el estado de ánimo del público lle-
gó al nivel dramático más excelso, el del poder mítico, en con-
sonancia con el acontecimiento narrado.
Y Teodoro Celli, un crítico lombardo, declaró que Medea
sólo podía representarse si la cantante asumía la tremenda
carga de la protagonista. Anoche, María Meneghini Callas fue
Medea. Su actuación fue sorprendente. Una gran cantante y
una actriz trágica de notable poder, aportó un matiz siniestro
a la voz de la hechicera, un matiz ferozmente intenso en el
registro más bajo, y terriblemente penetrante en el más ele-
vado. Alcanzó también tonos desgarradores que expresaron
a Medea la amante, y conmovedores para Medea la madre.
En resumen, sobrepasó las notas, y alcanzó con perfección el
carácter monumental de la leyenda.
¿Podríamos comparar a la Callas con la Medea mitólogi-
ca, disminuida y neutralizada por su amor a Jasón, cuando se
enamoró de Aristóteles Onassis, pregunta Cristina?
O aún más, dice Nora esbozando un gesto trágico, ¿po-
dríamos comparar a Medea con la Gorgona, esa Medusa que
aterrorizaba a los mismos dioses y a quien Perseo logró cer-
cenarle la cabeza?
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Pascal Quignard la describe así:
¿Cómo era el rostro de Medusa? Tenía los ojos entrecerra-
dos y fijos, anchas y redondas fauces de león, una pelambre sal-
vaje formada por mil serpientes, dos orejas de buey, un hocico
abierto en un rictus perpetuo que hendía su rostro… Su lengua
se proyectaba violentamente hacia fuera, sobre un mentón bar-
bado que delimitaba la enorme boca abierta y dentada.
Hace muy poco fuimos al cine Nora, Cristina, Hilda y yo:
vimos la Medea del cineasta norteamericano Pollaoro, en ella
los papeles se revierten y es el marido, un gris y resentido Ja-
són, quien asume el papel que en el mito le corresponde a Me-
dea. No sólo asesina a sus hijos –dos de los cuales no son de él,
sino el producto del adulterio de su mujer– sino que se suicida.
En un fresco romano proveniente de la casa de los Diós-
curos en Pompeya, Medea aparece mirando, sin mirarlos, a
sus hijos, mirada adversa, mirada oblicua y desmesurada, mi-
rada brillante y negra, antecede al sacrificio.
En la pintura no se oye su voz.
***
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Índice
Introducción
Cuentos
Ojo izquierdo
Daniela Tarazona.............................................................. 15
Huérfanos en la nieve
Fernanda García Lao......................................................... 29
Yo sé de tu delirio
Rosario Barahona............................................................... 35
Carta a la madre
Lena Yau........................................................................... 59
163
Mi hermano, sus veces
Claudia Hernández............................................................ 73
Niño de barro
Betina González................................................................ 85
Buenas intenciones
María José Navia.............................................................. 91
Deforme
Fabiola Morales................................................................. 105
Las elegidas
María Fernanda Ampuero................................................. 135
El monstruo de la voz
Margo Glantz................................................................... 143
164