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La Ridícula Historia Del Capitán Barbachunga

El capitán Barbachunga era conocido por su torpeza al atacar otros barcos, pero siempre lograba obtener algún botín de manera cómica. Un día se enfrentaron a piratas de verdad sin darse cuenta, y un valiente grumete tuvo que gritar la orden de ataque para salvarlos. Los piratas de Barbachunga se asustaron ante su propia ferocidad y decidieron convertir su barco en un teatro itinerante en lugar de seguir siendo piratas.

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La Ridícula Historia Del Capitán Barbachunga

El capitán Barbachunga era conocido por su torpeza al atacar otros barcos, pero siempre lograba obtener algún botín de manera cómica. Un día se enfrentaron a piratas de verdad sin darse cuenta, y un valiente grumete tuvo que gritar la orden de ataque para salvarlos. Los piratas de Barbachunga se asustaron ante su propia ferocidad y decidieron convertir su barco en un teatro itinerante en lugar de seguir siendo piratas.

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La ridícula historia del capitán

Barbachunga
Cuentos originales
Autor:
Eva María Rodríguez
Edades:
A partir de 8 años
Valores:
ingenio, aceptación, buen humor
Tiempo atrás, cuando los piratas surcaban los
mares haciendo maldades y fechorías, vivió un
capitán pirata muy peculiar llamado Barbachunga.
El pirata Barbachunga era conocido por su
torpeza a la hora de atacar otros barcos. Todos sus
hombres se reían de él, pero seguían a su lado
porque, a pesar de ser tan torpe, siempre
conseguía algún botín.

Pero, ¿cómo conseguían Barbachunga y sus


hombres hacerse con esos tesoros? Pues de la
forma más tonta que nadie jamás pudo imaginar.

Cuando el vigía veía un barco y los hombres de


Barbachunga se disponían a atacar, al capitán le
entraba un miedo terrible y, en vez de gritar "al abordaje", tartamudeaba algo parecido a "a-
a-al abo-po-do-ga-dar-j-j-j-j-eeeeeee".

Aquella escena era increíblemente graciosa: un capitán tartamudo, cien piratas intentando
poner cara de malos a los que se le escapaba siempre alguna risilla y, mientras tanto, un
barco a punto de ser abordado lleno de gente con cara de asombro que no sabía muy bien si
los piratas eran verdaderamente piratas o miembros de una compañía de circo. Y, como los
que iban a ser atacados no se movían porque no sabían si gritar de miedo o de risa, los
piratas de Barbachunga no sabían qué hacer. Y cuando a alguno se le ocurría lanzar algún
grito sacando la lengua y blandiendo su espada, así como hacen los piratas para intimidar a
los indefensos, a alguien se le escapaba la risa y todo el mundo estallaba en una carcajada.
Barbachunga se daba golpes en la frente cada vez que esto pasaba y se sentaba mirando
hacia abajo con la cabeza entre las piernas avergonzado.

En cualquier caso, el botín siempre llegaba. No se sabe si por compasión, porque pensaban
que se trataba de un espectáculo marítimo, o por miedo a que aquello no fuera más que una
maniobra de distracción, los del otro barco siempre le entregaban algún botín al capitán
Barbachunga.

Ya confiados, los piratas seguían el juego de siempre, puesto que sabían que daba buen
resultado. Hasta que un día se enfrentaron a un barco pirata de verdad, pero los de
Barbachunga no se dieron cuenta hasta que fue demasiado tarde.

Y allí estaba Barbachunga, a punto de tartamudear su grito de ataque. Pero no dijo nada. El
miedo terrible que le solía recorrer el cuerpo de arriba abajo se convirtió en un tembleque
insostenible que no le dejaba articular palabra. Se quedó paralizado. Nadie decía nada.

Entonces, un grumete valiente pensó: “Si no hacemos algo, estos animales nos van a
devorar vivos”. Y actuó. Se colocó detrás del capitán Barbachunga y le susurró al oído:
- No os preocupéis. Yo me encargo. Dejaos llevar.

Y subiéndose a un barril, cogió desde


atrás el brazo con el que Barbachunga blandía la espada y gritó con voz fiera y decidida:
- ¡¡Al abordaaaaaaaajeeeee!!

Los piratas, impresionados por aquel grito inesperado, se llenaron de valor y fiereza y se
lanzaron a abordar el otro barco. Ante aquella inesperada reacción, los otros piratas se
rindieron.

Pero como los piratas de Barbachunga no estaban acostumbrados a atacar, en cuanto vieron
que los otros se retiraban asustados se empezaron a sentir culpables y no les robaron nada.
El capitán del barco atacado, agradecido, les dio un buen botín.

Ese día todos comprendieron que no valían para ser piratas, y decidieron convertir su barco
en un teatro en el que representaban historias divertidas. Así surcaron los mares, haciendo
reír a la gente y sin atemorizar a nadie nunca más.

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