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Modernistas en Pari S El Mito de Paris e PDF

Este documento es un libro que examina la representación de París en la prosa modernista hispanoamericana. El libro contiene cinco capítulos que analizan la imagen de París y su influencia en autores como Sarmiento, Enrique Gómez Carrillo, José Asunción Silva, Horacio Quiroga, Ricardo Güiraldes y Martín Luis Guzmán. El prólogo introduce la renovación crítica del modernismo y la importancia de estudiar su producción en prosa.

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Modernistas en Pari S El Mito de Paris e PDF

Este documento es un libro que examina la representación de París en la prosa modernista hispanoamericana. El libro contiene cinco capítulos que analizan la imagen de París y su influencia en autores como Sarmiento, Enrique Gómez Carrillo, José Asunción Silva, Horacio Quiroga, Ricardo Güiraldes y Martín Luis Guzmán. El prólogo introduce la renovación crítica del modernismo y la importancia de estudiar su producción en prosa.

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Modernistas en París.

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MODERNISTAS
EN PARÍS

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Cristóbal Pera

MODERNISTAS
EN PARÍS
El mito de París
en la prosa modernista hispanoamericana

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Índice

Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

I. La recepción de la imagen de París en Hispanoamérica


en el siglo xix . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13
II. Una incursión en la modernidad: Sarmiento en París . . . . 53
III. La crónica modernista como almacén de novedades:
Enrique Gómez Carrillo y París . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 87
IV. El escritor hispanoamericano como coleccionista
en París: De sobremesa de José Asunción Silva . . . . . . . . . 149
V. Del París artificial a la América natural: Quiroga,
Güiraldes y Rivera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 197

Conclusiones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 237
Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 243
Índice analítico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 255

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Prólogo

Ya es prácticamente un lugar común hablar de la renovación por


la que han atravesado los estudios sobre el modernismo hispano-
americano en las últimas dos décadas. Tampoco es muy novedo-
so decir que esa renovación ha sido liderada menos por los críticos
que por los poetas y narradores hispanoamericanos. Sin restar-
le méritos a los trabajos iniciáticos de críticos como Angel Rama
(me refiero a su libro sobre Rubén Darío y el modernismo [1970] y a
su ensayo “La dialéctica de la modernidad en José Martí” [1974])
y Emir Rodríguez Monegal (pienso en su edición crítica de las
Obras completas de José Enrique Rodó [1967]), no cabe duda de
que mucha de la energía intelectual y el ímpetu para la revaloriza-
ción pro­funda del legado modernista emana de textos tales como el
prólogo de Borges a El otro, el mismo (1969, en el cual reivindica a
Leopoldo Lugones), de ensayos seminales de Octavio Paz como “El
caracol y la sirena” (1964) y Los hijos del limo (1974), y de numero-
sas obras narrativas hispanoamericanas publicadas desde finales de
los sesentas hasta hoy en día, entre las cuales sobresalen De donde son
los cantantes (1967) y Colibrí (1985) de Severo Sarduy, Boquitas pin-
tadas (1969) y The Buenos Aires Affair (1973) de Manuel Puig, Can-
ción de Rachel (1969) de Miguel Barnet, El recurso del método (1974)
de Alejo Carpentier, El otoño del patriarca (1974) y El amor en los
tiempos del cólera (1985) de Gabriel García Márquez, La tía Julia y el
escribidor (1977) de Mario Vargas Llosa, La misteriosa desaparición de
la Marquesita de Loria (1980) de José Donoso, ­Maldito amor (1986)

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de Rosario Ferré y La importancia de llamarse Daniel Santos (1989) de
Luis Rafael Sánchez. Siguiendo las huellas de estos y otros muchos
escritores hispanoamericanos de los últimos años, la crítica acadé-
mica se ha visto obligada a realizar una total relectura del moder-
nismo y de la crítica anterior sobre ese movimiento.
Fruto de esa relectura es una imagen radicalmente distinta del
modernismo de la que nos legó la crítica de anteriores generacio-
nes. Ya no se piensa en el modernismo como una fase burdamen-
te imitativa y desarraigada de la historia literaria hispanoamericana,
aquejada del ‘galicismo mental’ del que Valera acusó a Darío, sino
que, por el contrario, se le ve como una revolución en la escri-
tura literaria que fue tanto o más original, radical y extensa que
la que llevaran a cabo en lengua española cuatro siglos antes Gar-
cilaso y Boscán, al aclimatar el dolce stil nuovo italiano a la poe-
sía castellana. En la revisión actual del modernismo, no se diluye
tampoco su especificidad histórica y cultural, como sucedía con
definiciones generalizadoras como la de Federico de Onís, cuan-
do caracterizaba al modernismo cómo la manifestación hispánica
de la ‘crisis universal de las letras y el espíritu’ del fin de siglo. El
modernismo que hoy día empezamos a reconocer es mucho más
problemático, diverso y complejo que el que quiso proyectar, por
motivos ideológicos, una crítica hispanoamericana que hasta los
años sesentas estuvo demasiado apegada a la perenne y melodra-
mática cuestión sobre la identidad cultural de Hispanoamérica. No
es casual que el modernismo según lo entendemos hoy se asemeja
más a movimientos literarios más recientes, e igualmente ambicio-
sos y cosmopolitas, como lo fue el Boom de la narrativa hispano-
americana de los años sesentas. La narrativa del Boom (y la crítica
literaria que emana de ella) se reconoce a sí misma en el modernis-
mo, y encuentra en él su verdadero origen histórico, el cual no se
remonta ni a las crónicas de Indias, ni a los textos del romanticis-
mo. Hoy vemos a los modernistas como nuestros contemporáneos,
pues ellos fueron la primera generación de escritores hispanoame-

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ricanos en experimentar y en mostrar agónica conciencia de una
serie de procesos de cambio socioeconómico y cultural que todavía
continúan. Ese sentimiento de familiaridad con el que nos acerca-
mos a los modernistas los ha despojado de la tiesura que ellos mis-
mos a menudo se empeñaban en adoptar, y es lo que nos permite
someterlos hoy día a un severo escrutinio (y a menudo, enjuicia-
miento) en términos de sus vínculos de clase social, o de su iden-
tidad sexual, o lo que, por el contrario —como ha sucedido hace
poco al conmemorarse el centenario de la muerte de José Asun-
ción Silva en Colombia—, hace que los exaltemos como precur-
sores y prototipos de una literatura no solamente moderna, sino
incluso posmoderna.
Una pieza clave en la revalorización actual del modernismo es
el estudio de su enorme y variada producción en prosa. Resulta
imposible ya ver al modernismo como un movimiento limitado a
la poesía, sino que es necesario entenderlo como una transforma-
ción abarcadora de todos los géneros literarios en lengua española,
pero que tuvo su comienzo, de hecho, en la prosa. Entre los traba-
jos representativos de este nuevo enfoque, aparte de los escritos por
el autor de estas líneas (La crónica modernista hispanoamericana [1983]
y La novela modernista hispanoamericana [1987]), merecen destacarse
especialmente los libros de Julio Ramos (Desencuentros de la moder-
nidad en América Latina, 1989), Klaus Meyer-Minneman (La nove-
la hispanoamericana de fin de siglo, 1991), y Susana Rotker (Fundación
de una escritura: las crónicas de José Martí, 1992).
A este acervo de nuevos estudios sobre la prosa modernista, o
que toman la prosa como punto de partida para una revisión de
aspectos claves del modernismo, se viene a unir este sólido estudio
de Cristóbal Pera. Con precisión y profundidad, Cristóbal Pera tra-
za los contornos del estatuto mítico que adquirió la capital france-
sa en las letras hispanoamericanas, y muestra cómo evolucionó este
mito de París en la prosa hispanoamericana del siglo xix y prin-
cipios del xx. El profesor Pera también demuestra que las explo-

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raciones literarias que los escritores hispanoamericanos hacían de
París como el epítome de la cultura francesa les permitieron defi-
nir —por comparación y contraste— su propia identidad nacional
y cultural. De primera instancia, el atractivo de París para los his-
panoamericanos reside en su modernidad, y en su alianza de arte y
progreso, pero para fines del siglo xix París empieza a verse como
un lugar de corrupción, frivolidad, y decadencia moral, y esto hace
que los escritores hispanoamericanos devuelvan su atención a sus
países de origen, en busca de una autonomía cultural. Un valor
particular de este excelente libro reside en su contribución eru-
dita: el profesor Pera ha exhumado de la Colección Latinoamericana
Benson de la Universidad de Texas varios textos hispanoamericanos
sobre París poco conocidos pero de sumo interés, los cuales sirven
de apoyo para sus convincentes interpretaciones de obras clásicas
de la narrativa hispanoamericana tales como los Viajes por Europa,
África y América de Domingo Faustino Sarmiento, De sobremesa de
José Asunción Silva, e Ídolos rotos de Manuel Díaz Rodríguez.
Obra que habrá de convertirse en texto de consulta obligada
para todo estudioso de la literatura hispanoamericana del siglo xix,
este libro de Cristóbal Pera testimonia además el alto grado de
madurez crítica alcanzado por la nueva generación de hispano-
americanistas españoles. Generación que hoy redescubre la literatu-
ra de la América Hispánica sin prejuicios colonizantes, de la mano
de los grandes maestros contemporáneos de esa literatura —des-
de Borges hasta Sarduy— y orientada por los últimos aportes de la
teoría crítica, desde la deconstrucción hasta los estudios culturales.

Aníbal González Pérez


Profesor de Literatura Latinoamericana Moderna
Yale University

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I

La recepción de la imagen de París


en Hispanoamérica en el siglo xix

París es el caos.
Victor Hugo dijo que era el cerebro del mundo, y desde enton-
ces sentimos cierta comezón interior que nos hace creer que el
mundo está loco.
¡Imagínese el lector, el mundo con semejante cerebro! En
una gigantesca redoma, fabricada en los divinos talleres a fuego
de soles, puso el buen Dios desmenuzados, el Paraíso del bribón
Mahoma, y el Infierno del visionario Dante. Vació en seguida la
Caja de Pandora, e hizo entrar una gran muchedumbre de fle-
cheros amorcillos, siguiéndoles enfilados los gentílicos coros de
placeres. Ni fueron solos; tras ellos, pesares y amarguras. Lue-
go el Eterno Padre sacó su redoma, revolvió, mezcló, confundió,
y derramando su contenido sobre la haz de la tierra, exclamó:
Hágase París. Y París fue.
(Rubén Darío, Emelina 177-178)

Si hay una tarea urgente en la América Hispana, esa tarea es la crí-


tica de nuestras mitologías históricas y políticas.
(Octavio Paz, Los hijos del limo 126)

La mención de París ha llegado a convertirse en un tópico en


todos los estudios sobre el modernismo hispanoamericano o sobre
sus miembros, ya sea por el viaje a esa ciudad que marcó para
siempre a cierto autor o por las páginas que dedicó a la capital de
Francia. Desde la crítica de Valera en 1888 a una de las obras semi-
nales del modernismo —Azul, de Rubén Darío— hasta las últimas

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a­ preciaciones sobre este movimiento, el cosmopolitismo ha sido
señalado como una de las características esenciales del modernismo
y París ocupa, sin lugar a dudas, el título de cosmópolis del movi-
miento.1 La geografía del modernismo es en gran medida urbana y
parisina. La ciudad será para gran parte de los modernistas el pai-
saje que enmarcará sus obras, ya sea prosa o poesía, y en ella verán
el espacio de la modernidad.
El objeto de este trabajo consiste en perseguir la imagen de una
ciudad, París, a través de la prosa modernista hispanoamericana. No
pretendo explorar la ciudad física, empírica, sino la imagen perci-
bida, la imagen literaria de una ciudad que llega a convertirse en
un mito, no sólo en Hispanoamérica sino en todo el mundo occi-
dental. En las páginas siguientes trataré de explotar de qué modo
llega a conformarse tal mito y qué significación especial tiene en la
evolución de la literatura y el pensamiento hispanoamericanos de
finales del siglo xix y principios del xx.
Roberto González-Echevarría señala que la literatura de Améri-
ca Latina se conforma alrededor de varios mitos que nacen de dos
básicos, el de la identidad y el de la colectividad. Entre ellos des-
tacan los mitos del maestro, del dictador, del autor, de la naturale-
za y del exilio (The Voice of the Masters 10-11). Una de las tesis que
se tratarán de probar en este trabajo proviene de la anterior consi-
deración: la ciudad de París no es sólo un tema constante sino que
constituye otro de los mitos literarios mas importantes de la litera-
tura hispanoamericana.2 El mito de París está íntimamente ligado
al del exilio pero, en mi opinión, su función más importante en
el contexto de la cultura de América Latina consistirá en contri-
buir dialécticamente, como representación de la artificialidad, en la
creación de otro mito más importante, el de la naturaleza, y abrir
así el camino en la búsqueda del mayor de los mitos, el de la iden-
tidad latinoamericana.
Este trabajo pretende ser crónica y análisis de una imagen recu-
rrente en la literatura hispanoamericana, desde su percepción dis-

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tante a través de textos e iconos hasta su confrontación con la
realidad. El propósito inmediato consistirá en seguir las huellas del
discurso sobre París3 en la literatura hispanoamericana a través de tex-
tos en prosa que abarquen el período considerado generalmente
como modernista. No se trata de perseguir la mera mención de
París como ciudad física o espacio urbano (o no sólo como tal),
sino como paradigma que engloba imágenes y metáforas en textos
que conforman lo que se podría llamar una ciudad literaria.4
Tal discurso está compuesto fundamentalmente por un corpus de
textos que se superponen unos a otros —en donde se encabalgan
la metáfora, el estereotipo o la imagen, (casi siempre recibidas de
otros, idées reçues según la expresión de Flaubert)— y que va crecien-
do a lo largo de la segunda mitad del siglo xix hasta convertirse en
un palimsesto que los modernistas recibirán y con el cual establece-
rán una relación dialéctica (reafirmando o negando tales imágenes
o metáforas) aceptándolas sin más o tratando de confrontarlas con la
realidad. Es en este último caso cuando aparece el viaje a París. La
aproximación epistemológica al paradigma de París se realizará pues
de dos modos: a través de textos (París textual) y a través del viaje.5
La pregunta de la que nace este estudio es la siguiente: ¿Qué
importancia tiene o, qué papel juega el llamado mito de París en la
constitución de la identidad cultural hispanoamericana? La hipó-
tesis que voy a manejar como posible respuesta a tal pregunta, y
que trataré de demostrar, es la siguiente; el mito de París, que nace
como modelo cultural y social en la búsqueda de la identidad ibe-
roamericana a mitad del siglo xix, evoluciona a través de la litera-
tura del modernismo desde la imagen de la cosmópolis que permite
a los escritores apartarse de la realidad de sus países y buscar su ori-
gen en la cultura europea hasta convertirse en el paradigma de lo
artificial y extraño. La decepción y el desencanto tras confrontar el
París ideal, patria de todos los artistas, con el París real servirá así
de contrapunto dialéctico a otro mito que comienza a nacer, el de
la naturaleza y lo natural como características propias del subconti-

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nente americano. Ello proporcionará el cauce ideológico a la ten-
dencia cultural y literaria que vendrá a substituir al modernismo,
la llamada novela de la tierra o mundonovismo. La tendencia genera-
cional del mundonovismo nace como una reacción ante el cosmo-
politismo y el exotismo modernista. Críticos como F. Contreras
lo conciben como una corriente que postulaba la creación de una
sensibilidad universalista e integradora de la tendencia modernista,
a la que no comprendía sino como una forma de literatura exo-
tista y evasionista, y como expresión agotada de la ciudad. La tie-
rra se ofrecía así en primera instancia como novedad, pero también
como propuesta regeneradora y de autoconocimiento de lo ameri-
cano o lo nacional (Goic 549). Si una vez se buscó el origen en la
ciudad, en París, ahora será en la naturaleza, en la propia tierra en
donde se encuentre el origen y la diferencia.6
Arthur C. Danto escribe acerca de cómo casi todas las culturas
han iniciado la búsqueda de su propia identidad tras el encuentro
con otra cultura, con el Otro, que les permite verse desde afuera y
apreciar su propia singularidad.

A culture exists as a culture in the eyes of its members only when


they perceive that their practices are seen as special in the eyes of
other cultures. Until the encounter with the Other, those practices
simply define the form of life that the members of the culture live,
without any particular consciousness that it is just one form of life
among many. Once the encounter has been internalized, the culture
faces the question of its true identity, which means endeavoring to see
itself from without. The Greeks acquired a sense of what made them
unique through the mirror provided by the Persians. The Chinese
in the 19th century undertook a reevaluation of their culture when
they began to see themselves through Western eyes. Needless to say,
the culture through which a given culture undertakes to arrive at self-
understanding is itself a product of its own imagination of what the
other culture must be. So we evaluate our virtues and shortfalls against

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a standard that, as often as not, is itself a projection of our own stresses
and longings. (Danto 33)

París fue esa pauta o rasero ante el cual se midieron los escrito-
res hispanoamericanos, modelo nacido de una mezcla de fantasía y
realidad. París es el lugar en donde se producirá ese encuentro con
el Otro a través del cual comenzarán a observarse a sí mismos, y el
mito de París será en sí mismo ese Otro con quien se confronta-
rá la cultura de gran parte de escritores hispanoamericanos. Pero
en este caso tal encuentro tendrá algo de peculiar ya que no se tra-
ta del encuentro entre dos culturas completamente distintas. La
cultura oficial de Hispanoamérica, que es precisamente la que va
al encuentro de ese mito de París, es básicamente el producto de
una colonización cultural que comienza con la conquista. Europa
es la fuente de la civilización y la lengua de las clases dominantes
y de gran parte de una población que mide sus actitudes y pro-
ducciones (tanto industriales como artísticas) con un rasero euro-
peo. Es por ello por lo que deberíamos matizar y reconsiderar que
tal vez París no sea una imagen recurrente del Otro para los inte-
grantes de la cultura de origen europeo de Hispanoamérica (sí lo
sería para los miembros de las culturas indígenas). En este caso,
más que el encuentro con el Otro lo que se busca es el encuen-
tro con el Origen para reconfirmar el sentimiento de pertenencia.
Tal encuentro tendrá resultados muy diferentes dependiendo de las
expectativas (de las imágenes recibidas) de cada escritor y deter-
minará dos actitudes muy distintas: la primera es la del intelectual
que tras el encuentro pasa por un proceso de conversión total y ve
su cultura con ojos europeos, como ese Otro en el cual no se reco-
noce o del cual quiere escapar. La segunda es la del intelectual que
tras el encuentro pasa por un proceso de desengaño y de revisión
y apreciación profunda de su propia cultura. Aunque, como vere-
mos, hay ejemplos extremos de uno y otro caso, lo más corriente
es que ambos procesos se den en un mismo autor y que tal evolu-

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ción marque el camino que debe seguir en la búsqueda de su iden-
tidad, tanto personal como nacional.
Rubén Darío, en A. de Gilbert, obra juvenil escrita en recuer-
do de su amigo Pedro Balmaceda Toro —quien utilizaba el nom-
bre que da título al libro como seudónimo— recuerda su llegada a
la capital de Chile en 1886, no habiendo cumplido aún los veinte
años y escribe acerca de los sueños a que aspiraban ambos amigos:

¡Oh, cuántas veces en aquel cuarto, en aquellas heladas noches, él y


yo, los dos soñadores, unidos por un efecto razonado y hondo, nos
entregábamos al mundo de nuestros castillos aéreos! ¡Iríamos a París,
seríamos amigos de Armand Silvestre, de Daudet, de Catulle Mendes,
le preguntaríamos a éste por qué se deja sobre la frente un mechón
de su rubia cabellera; oiríamos a Renan en la Sorbona y trataríamos
de ser asiduos contertulios de madame Adam; y escribiríamos libros
franceses!, eso sí. (353)

En este fragmento podemos encontrar el París etéreo (‘castillos


aéreos’) construido a base de lecturas y leyendas que acosaba la ima-
ginación del joven Darío. Tras expresar el deseo de viajar a París,
Darío declara, no sin cierta ironía involuntaria, el afán mimético
de ambos jóvenes: ‘…y escribiríamos libros franceses’, indicando
hasta qué punto llega su identificación cultural con el mito y, por
consiguiente, su despego del medio en que vive.
En 1912, un cuarto de siglo más tarde, un Darío que había visto
cumplido su sueño de viajar a París, y conocido a fondo la reali-
dad que escondía el mito soñado en su juventud, escribe un artí-
culo titulado “El deseo de París” en el que relata su encuentro con
un joven que le expresa las mismas ansias de ir a París y triunfar
en el mundo de la literatura y da cuenta de los consejos que le dio.

—Pero mi estimado joven, ¿Sabe usted lo que dice? ¿Comprende usted


lo que está hablando? Ir a París, sin apoyo alguno, sin dinero, sin base…

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¿Conoce usted siquiera el francés?… ¿No?… Pues mil veces peor
ir a París, en esas condiciones… ¿A qué? Tendrá que pasar penurias
horribles… Andará usted detrás de las gentes que hablan español, por
los hoteles de tercera orden, para conseguir un día sí y treinta días no,
algo con que no morir de hambre (…) Luchar en París para vivir en
París de la literatura: ¡Pero ese es un sueño de los sueños! (…) ¿Qué
se ha imaginado usted que es París? Si viera usted a los inmigrantes de
París que hablan castellano y que andan de Ceca en Meca en busca
de una ocupación cualquiera… Si usted conociera a jóvenes y viejos
escritores de talento que tienen que hacer de dactilógrafos o trabajar
de commis de imprenta o librerías para poder almorzar y comer a un
franco veinticinco… ¡No se ilusione usted por ese precio! Vaya como
a un franco veinticinco… Ya poco se le hará el estómago piltrafas y se
morirá usted emponzoñado y devorado de microbios… Usted me dirá
que todo lo superará con sus sueños de artista, que irá a los museos,
que respirará aquel ambiente, y en que ello sólo, con la contemplación
de esa maravilla ligera y encantadora que es la parisiense, y a resistir
todos los amargos ratos y las amenazantes miserias… ¡Pero eso será
peor, mi querido joven!… Porque estará usted tantalizado, porque
tendrá el agua, o mejor dicho, el champaña y el beso al alcance de
su boca y no lo podrá beber… y será usted, por lo tanto, el hombre
más desgraciado de la tierra… Váyase mi querido joven, ¡váyase!…
Audaces fortuna juvat… y después de todo tiene usted dos recursos en
el último caso… Ve usted a su cónsul para que lo repatríe… ¡o se tira
al Sena!. (265-7)

El tono de este segundo texto está lleno de desencanto y desilu-


sión. Las visiones de un París etéreo y hospitalario se convierten
en imágenes de podredumbre, degradación y muerte (‘se morirá
usted emponzoñado y devorado de microbios’, ‘¡O se tira al Sena!’).
Un Darío que se encuentra al final de su vida reconoce aquel París
imaginado como el ‘sueño de los sueños’ tras haberlo confronta-
do con la realidad.

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¿Qué ha ocurrido en ese hiato, en ese cuarto de siglo que media
entre uno y otro texto para que la visión ideal y fantástica de un
París que parecía más bien un banquete de escritores famosos que
esperaban al joven Darío para aclamarlo se convierta en la visión
llena de resentimiento de una ciudad hostil llena de amargura, inso-
lidaridad y soledad? No hay duda de que el viaje y la experiencia
son responsables del proceso que lleva a Darío a escribir dos tex-
tos tan distintos sobre la misma ciudad y que le llevará a reconocer
más adelante: ‘Jamás pude encontrarme sino extranjero entre estas
gentes’.7 Como veremos en las páginas que siguen, se trata de la
confrontación entre lo que podríamos llamar el París textual con
el París real. El resultado de tal enfrentamiento llevará a Darío a
volver los ojos a su tierra y despertará en sus escritos un renovado
interés por Hispanoamérica.8
Es este hiato entre los textos anteriores el que pretendo examinar
en este trabajo, el periodo que va desde la aparición de las prime-
ras obras en prosa del modernismo, incluyendo las crónicas, has-
ta el momento en que los temas y preocupaciones de los novelistas
se encaminan en la dirección etiquetada por la crítica como nove-
la de la tierra. Más específicamente podría acotar el corpus textual
que examino en este trabajo entre dos fechas: 1886, fecha en que
Martí escribe Lucía Jerez y 1917, fecha en que Güiraldes escribe su
primera novela, Raucho, dentro aún del ámbito del modernismo
pero mostrando ya unas preocupaciones que anuncian su novela
Don Segundo Sombra. Habiendo delimitado el núcleo central de este
trabajo debo reconocer que, como se trata de seguir una genealo-
gía del mito de París en Hispanoamérica, me ha parecido absolu-
tamente necesario retroceder hasta el romanticismo para buscar los
orígenes de la imagen de París que reciben los modernistas.
He seleccionado en primer lugar un texto que me parece repre-
sentativo como introducción de la visión de París en Hispanoamé-
rica anterior a los modernistas. Se trata del capítulo titulado “París”
perteneciente a Viajes por Europa, África y América de D. F. Sar-

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miento. Publicado en Santiago, en 1848, a su regreso de la misión
que le encargara el gobierno chileno para estudiar el estado de la
educación primaria de las ‘naciones adelantadas’, el texto se pre-
senta en forma epistolar como una carta dirigida a A. Aberastain.
Se podrá aducir además que otras muchas novelas anteriores a la
corriente modernista también tratan sobre París. Un ejemplo es
Los trasplantados de Blest Gana que, aunque publicada en 1904, se
puede incluir entre las novelas pertenecientes a la corriente realis-
ta a la que se adscribía el autor. También en María de Jorge Isaac
aparece París de modo tangencial, así como en casi todas las nove-
las inscritas dentro del realismo o el naturalismo en las que se retra-
ta a una burguesía cuyo ideal se encuentra en la moda de la capital
de Francia y cuyos hijos son premiados con un viaje a la metrópo-
lis. Pero al ser éste un estudio sobre la visión de París en la prosa
modernista he preferido escoger un texto como el de Sarmiento,
una epístola, que se sitúe de manera introductoria, tanto crono-
lógicamente como por razón del género, en ese espacio liminar al
núcleo central de este trabajo.
Los tres textos restantes son novelas de autores que, tanto geográ-
fica como cronológicamente, nos pueden ofrecer una visión pano-
rámica de la prosa modernista y que presentan diferentes visiones e
imágenes de París. Con Sensaciones de París y Madrid (1899) comen-
zamos con el género por excelencia del modernismo, la crónica,
y con el representante máximo de éste género, el guatemalteco
Enrique Gómez Carrillo. A continuación examinaré De sobremesa
(1896), del colombiano José Asunción Silva, considerada la nove-
la clave del decadentismo hispanoamericano. Examinaré después
Ídolos rotos (1901), del venezolano Díaz Rodríguez, que nos dará la
oportunidad de andar un paso más en la visión de París a través de la
figura del intelectual.9 Por último Raucho (1917), del argentino Ricar-
do Güiraldes junto a textos como el Diario de Viaje a París (1900)
de Horacio Quiroga y La vorágine (1924) de José Eustasio Rivera

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nos permitirán cerrar el período modernista y vislumbrar el dife-
rente rumbo que comienza a tomar la prosa en Hispanoamérica.10
La selección de estos textos ha obedecido en parte a criterios de
representatividad, pero su inclusión debe más al hecho de que me
permiten examinados críticamente desde dos frentes. Por una par-
te me permiten crear una secuencia argumental en la búsqueda de
confirmación de la hipótesis que apunté al comienzo acerca de la
relación dialéctica entre el mito de Paris y el mito de la naturaleza en
Hispanoamérica. A continuación, y de manera un poco esquemá-
tica, adelanto parte de tal argumento: dejando el texto de Carrillo
como ejemplo de ese París textual que reciben los modernistas, los
protagonistas de las tres novelas mencionadas representan tres esta-
dios en el proceso de búsqueda de la identidad personal, nacional,
y de Hispanoamérica. En De sobremesa el protagonista se encuen-
tra en su tierra (Colombia) encerrado en un interior artificial que
es como un París en miniatura. Su contacto con la realidad de su
país es nulo y de hecho la novela es un recuento de sus andanzas
por Europa, especialmente por París. En Ídolos rotos el protagonis-
ta vuelve de París, en donde ha triunfado como artista, pero no se
encierra en un interior parisino como el héroe de Silva. En cam-
bio se implica en la política de su país y trata de modificar su medio
ambiente con las ideas políticas que ha aprendido allí. La última
novela, Raucho, nos presenta a un protagonista criado en la natu-
raleza americana, prototipo del hombre sano en contacto y armo-
nía con su medio. Pero su afición por la lectura le lleva a conocer
ese París textual que ha ido acumulándose a través del Modernismo.
Como Don Quijote, la obsesión por ese mundo presentado en los
libros le lleva a lanzarse al viaje, y la artificialidad de París se conver-
tirá en los molinos de viento que le dejarán derrotado. Exhausta su
vitalidad por su contacto con la artificialidad de París, deberá volver
a su patria, a su mundo natural, para recobrarla.
Por otro lado, y entrando ya en cuestiones metodológicas, en
mi lectura de los textos seleccionados exploraré ciertas imágenes

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y metáforas que me parecen de capital importancia en la forma-
ción del discurso de París en el modernismo. Partiré generalmen-
te de un texto teórico que me parezca esclarecedor sobre el tema
y cuyas ideas resulten agitadoras para tratar de hacer una lectu-
ra nueva. De este modo, y con la ayuda de ideas de Walter Ben-
jamin, Roger Shattuck, Marshall Berman, Edward Said, Carlos
J. Alonso, Roberto González Echevarría y Aníbal González Pérez,
entre otros, analizaré cada texto siguiendo una veta crítica relacio-
nada con diversas imágenes de París que pueden proporcionarnos
una visión más amplia del mito de París en la prosa modernista
de Hispanoamérica. Algunas de estas imágenes o desarrollos del
discurso de París serán: la creación de un París textual mitifica-
do (Sarmiento y Gómez Carrillo); París como tienda de noveda-
des (Gómez Carrillo), como interior y el escritor latinoamericano
como coleccionista (Silva); París como espacio de la modernidad
(Díaz Rodríguez), París como espacio erótico y como paradig-
ma la artificialidad y la enfermedad frente a Hispanoamérica como
paradigma de la naturalidad y la salud mental y física (Güiraldes).
Mi acercamiento a los textos se realizará a través de dos pará-
metros, uno diacrónico que presente la evolución de la imagen de
París de manera cronológica, y otro sincrónico que nos permita
abordar cada texto como un estrato diferente del discurso de París
a través de la prosa modernista hispanoamericana. Edward Said en
su libro Orientalism agrupa sus principales instrumentos metodoló-
gicos en dos categorías: de ‘localización estratégica’ (metodología
que tiene como fin la descripción de la posición del autor de un
texto respecto al material de Oriente sobre el que escribe) y de
‘formación estratégica’ (cuyo objetivo es el análisis de las relaciones
entre los textos y el modo en que grupos de textos, tipos de tex-
tos e incluso géneros textuales adquieren masa, densidad y poder
referencial entre ellos mismos y, subsiguientemente, en la cultura
en general). Para Said, la noción de estrategia le sirve simplemente
para identificar el problema que debe enfrentar todo autor que trate

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sobre el Oriente. Esa posición ante el tema va a determinar el tipo
de voz narrativa que adopte, el tipo de estructura que imponga a
su ­texto y el tipo de temas, imágenes y motivos que circulen en su
texto y que, finalmente, resumen un modo deliberado de dirigirse
al lector acerca del Oriente, de representado o de hablar por él. Por
último, Said señala que todo el que escribe sobre el Oriente asume
ciertos precedentes, cierto conocimiento previo sobre el Oriente,
al cual se remite y en el cual confía.11 Este enfoque metodológico
de Edward Said para el estudio de la formación del discurso sobre
una cultura (en su caso el Oriente) a través de los ojos de otra cul-
tura me parece asumible en este trabajo y encaja con mi propósi-
to de estudiar los textos seleccionados desde dos puntos de vista.
Por una parte la consideración del mito de París como un corpus
discursivo en el que unos textos se van superponiendo sobre otros
hasta crear una especie de palimsesto, y por otra el examen de la
posición que asume cada autor frente a la imagen de París y de qué
manera tal posición afecta a su texto.
La dificultad de aprehender un concepto como el de mito pro-
viene de los diferentes contextos en que se ha venido formulan-
do: el de la filosofía tradicional, el de la cultura popular, el de las
ciencias sociales y el de la filosofía del lenguaje y el estructuralis-
mo. Debido a esta variedad terminológica debo señalar que lo he
tomado en varias acepciones: el mito o lo mítico como términos
empleados en contextos en que se oponen a verdad o realidad. El
mito como la unión del rito y del sueño en una forma de comuni-
cación verbal, según la concepción de Northrop Frye, que pue-
de aplicarse a la ciudad arquetípica soñada y al viaje a dicha ciudad
como ritual que todo escritor debe cumplir. El mito desde el punto
de vista estructuralista considerado como la ordenación esquemáti-
ca (habla) de experiencias que no pueden ser comunicadas de otro
modo (lengua), funcionando de manera similar al lenguaje. Y por
último la concepción del mito como opera en la obra de ­Walter
Benjamin, quien trata de definirlo en varios campos y en cuyo

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t­rabajo sobre París trata de mostrar cómo la arquitectura es el ves-
tigio más importante de una mitología latente.12 Desde tal marco
general que ya se anticipa en el subtítulo de este trabajo —“El mito
de París en la prosa modernista hispanoamericana”— pretendo ir
cercando la imagen de París a través de corpus textuales seleccio-
nados, acosada cada vez más de cerca a través de otras aproxima-
ciones críticas como el discurso de París o las metáforas de París, para
examinarla dialécticamente en el contexto de la cultura latinoame-
ricana. Pero debe tenerse en cuenta que el mito de París no nace en
Hispanoamérica, que es transmitido a través de dos componentes
míticos: la ciudad como uno de los mitos más antiguos de la huma-
nidad, y París como cosmópolis mítica creada por escritores fran-
ceses a principios del siglo xix.
En el epígrafe con que se abre este trabajo podemos ver un
ejemplo diáfano y literal de la visión de París como mito en un
texto juvenil de Darío. Se trata del fragmento de una novela por
entregas, Emelina, escrita en colaboración con Eduardo Poirier en
Chile, en 1887. En el texto, en donde ya encontramos en forma-
ción el estilo que cuajará en Azul, Darío nos presenta la imagen
de una creación mitológica de París en donde se mezclan —en un
sincretismo propio de Darío— las mitologías paganas con la crea-
ción del génesis judeocristiano y musulmán. Es interesante destacar
el hecho de que Darío comience citando a Victor Hugo, el inicia-
dor de la mitología de París, y acabe con una fundación mítica de
la ciudad en la que se mezclan la visión de la ciudad como infier-
no y paraíso:13 ‘Luego el Eterno Padre sacó su redoma, revolvió,
mezcló, confundió, y derramando su contenido sobre la haz de la
tierra, exclamó: Hágase París. Y París fue’ (177-78).
Si queremos aclarar de qué modo llega la ciudad de París a con-
vertirse en un mito tal vez deberíamos remontarnos a la visión de
la ciudad a través de la historia de la humanidad. Como señala Bur-
ton Pike en The Image of the City in Modern Literature, la ciudad
constituye el ejemplo más visible e impresionante de los logros del

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hombre. Se trata de un artefacto humano que ha llegado a conver-
tirse en un objeto más del mundo de la naturaleza. La respuesta de
la imaginación humana ante el fenómeno de la ciudad hace que la
imagen de ésta sirva de nexo entre ideas diversas caracterizadas por
sentimientos de extrema ambivalencia: presunción (Babel), corrup-
ción (Babilonia), perversión (Sodoma y Gomorra), poder (Roma),
destrucción (Troya, Cartago), muerte, orden divino (la Ciudad de
Dios de Santo Tomás) y revelación (la celestial Jerusalén). En el
pensamiento cristiano la ciudad llegó a representar tanto el cie-
lo como el infierno y de tal modo se ha conservado a lo largo del
pensamiento occidental. Acerca de su carácter mítico, Pike seña-
la que el mito de la ciudad debe racionalizar un objeto construido
por el hombre que, debido a su tamaño y concentración de ritual
y poder (religioso, gubernamental, militar y financiero) ha despla-
zado a la naturaleza en el mundo natural. La visión bifocal de la
cultura occidental (el mito de la ciudad como corrupción, el mito
de la ciudad como perfección) considera la imagen de la ciudad
como la gran reificación de la ambivalencia que encarna un com-
plejo haz de fuerzas contradictorias. Como afirma Pike, ‘the fasci-
nation people have always felt at the destruction of a city may be
partly an expression of satisfaction at the destruction of an emblem
of irresolvable conflict’ (8).
En La poésie de Paris dans la littérature française: de Rousseau a Bau-
delaire Pierre Citron estudia el nacimiento y desarrollo del mito de
París en la literatura francesa. Citron establece la fecha de 1830 (los
levantamientos de julio que acabaron con el reinado de Carlos X)
como el momento en que se inicia el mito de París como tal. A la
coincidencia del triunfo del romanticismo y los tres días de julio se
une el hecho de que la ciudad, demasiado grande para su estructura
administrativa y demasiado poblada para su capacidad de vivienda,
se encuentra en un estado de extrema presión social que no pue-
de ser contenida. El fin del mito llegará cuando París se una al res-
to de Francia por ferrocarril. Una vez convertida en fenómeno de

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literatura y de opinión pública el mito prolifera de manera autó-
noma. Como afirma Citron

le mythe de París est l’expression collective d’un sentiment, éprouvé


d’abord par les Parisiens, de déséquilibre entre eux et leur ville; il
est pour l’homme de París, une manière de dominer un monde don
il se sent l’âme et qui en même temps le depasse, parfois jusqu’à
l’ecraser. (253)

Antes del nacimiento del mito, el París de piedra y el París


humano no sólo se superponen sino que están fundidos. Los acon-
tecimientos revolucionarios de julio de 1830 transforman todo ello
lanzando a primer plano un elemento que con el tiempo se erigi-
rá en el más importante: el pueblo. París se convierte en el pue-
blo que se levanta. La retórica vitalista del romanticismo acaba de
liberarse con la presentación de Hernani y se aplica inmediatamen-
te a París. Comienza así la formación mítica de una materia viva
que es París y que tiene dos formas de existencia: al principio se
concibe como una suerte de medio natural en el que se manifies-
tan diversos movimientos y poco tiempo después se convierte en
un organismo animado por un espíritu. Citron ve en ello el núcleo
central del mito:

C’est là le centre même du mythe. Il est tout entier soutenu par ces
deux colonnes symmetriques d’une égale importance, et qui se font
équilibre: Paris mouvant, élement dynamique de la nature, sous son
double aspect de mer et de feu, et Paris vivant, incarné sous cent
formes, et qui a parfois un corps visible dans la ville matérielle, une
anatomie qui peut être précisée dans le detail… Un cert nombre
d’images essentielles, que l’on peut appeler images-cles, tissent entre
Paris humain et Paris matériel, un réseu de plus en plus dense; elles
relient entre eux les thèmes èpars, et se relient elles-mêmes entre elles.
La vie morale et la vie phisique de Paris ne sonr pas séparables. (255)

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Victor Hugo es uno de los primeros escritores que comienzan a
elaborar tal mito de París. En su novela Notre-Dame de Paris, en el
libro titulado significativamente “Paris a vol d’oiseau”, nos encon-
tramos con esta descripción de la ciudad:

Mais une ville comme Paris est dans une crue perpetuelle. Il n’y a
que ces villes là qui deviennent capitales. Ce sont des entonnoirs où
viennent aboutir tous les versant géographiques, politiques, moraux,
intellectuelles d’un pays, toutes les pentes naturelles d’un peuple; des
puits de civilisation, pour ainsi dire, et aussi des égouts oú commerce,
industrie, intelligence, population, tout ce qui est séve, tout ce qui
est vie, tout ce qui est âme dans une nation, filtre et amasse goutte a
goutte, siècle à siècle. (139)

Retengamos expresiones como ‘âme d’une nation’, que expresan


la relación metonímica que París comenzará a tener en relación a
Francia,14 o palabras como ‘civilisation’ que llegarán a identificar-
se con París y Francia. El propio Hugo, en Les Misérables, escribe:
‘Paris… a completement changé depuis un demi-siècle… Le Paris
de 1862 est une ville qui a la France pour banlieu’ (132). A par-
tir de entonces, y como veremos más adelante, el mito seguirá su
desarrollo a través de escritores como Baudelaire o Flaubert. Es en
esa época cuando comienza a llegar a Hispanoamérica y sigue su
propio proceso hasta convertirse en un mito diferente al entrar en
contacto con las contradicciones y peculiaridades propias de unos
países que acaban de conseguir su independencia política hace unos
años y que buscan una definición de su cultura. Si, según la imagen
de Hugo, Francia llega a ser un suburbio de París, en cierto modo
ocurrirá lo mismo con Hispanoamérica, cuyas ciudades se confor-
man a lo largo de la segunda mitad del siglo xix, en el extrarradio
de París, a la sombra de la Ciudad de la Luz.
Dos tendencias caracterizan la historia de Iberoamérica entre el
siglo xviii y el siglo xx: europeización y modernización. Las inde-

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pendencias nacionales fomentaron la integración de Iberoamérica
en el nuevo sistema europeo. La fuerza expansiva del capitalis-
mo industrial, localizado en Inglaterra, logró penetrar en los, hasta
entonces, cerrados imperios coloniales de España y Portugal y trajo
consigo cambios tanto intelectuales como sociales. La importación
de mercancías del norte de Europa y la exportación de materias
primas se multiplicaron a partir de entonces. La nueva riqueza pro-
cedente de las aventuras comerciales fue el nuevo rasero que medía
a los miembros de la burguesía criolla. Se pertenecía al nuevo gru-
po privilegiado en función de la riqueza y eran las actividades del
moderno mundo mercantil lo que proporcionaba la riqueza y, con
ella, la posición social. La ciudad se convirtió entonces en el indi-
cador del cambio, y todos pusieron en ella sus miradas para des-
cubrir si la sociedad a la que pertenecían se había incorporado a
Europa. La ciudad colonial representaba el orden y el poder ejer-
cido por los españoles. Durante la conquista y la colonización, tan
pronto como se fundaba una ciudad se desplegaban en el centro
los símbolos del poder: la iglesia, la alcaldía y la picota, tal como
disponía la corona.15
La ciudad colonial es la perfecta representación de la ciudad tal
como la define Burton Pike. Según Pike la representación de la
ciudad en la literatura europea y americana sufre una transforma-
ción a lo largo del siglo xix (27). En primer lugar hay un cambio
de la ciudad inmóvil a la ciudad fluyente. Las instituciones de la
ciudad, sus monumentos y clases sociales se fueron representando
cada vez menos como elementos perceptualmente fijados unos en
relación con otros y más como sucesión de yuxtaposiciones flui-
das e impredecibles. La ciudad colonial, con su estructura domina-
da por el diseño de damero y su plaza como centro de poder real
y simbólico es sin duda un retrato fiel de la sociedad que se desen-
vuelve entre sus valles. Como bien señala Angel Rama, Ricardo
Palma podría considerarse como uno de los cantores de esa ciudad
percibida urbanística y socialmente como estática.

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De las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma a La gran aldea del
argentino Lucio V. López, de los Recuerdos del pasado del chileno
Pérez Rosales al México en cinco siglos de V. Riva de Palacios, durante
el periodo modernizado asistimos a una superposición de libros que
cuentan cómo era la ciudad antes de la mutación. Es en apariencia una
simple reconstrucción nostálgica de lo que fue y ya no es, la reposición
de un escenario y unas costumbres que se han desvanecido y que son
registradas “para que no mueran”. (La ciudad letrada 97)

La mutación a que hace referencia Rama se hace más palpa-


ble con la imagen de la ciudad de Buenos Aires en 1888, cuan-
do, recién federalizada y con un nuevo intendente, se procede a
la demolición del centro colonial. La plaza mayor con los sím-
bolos de la autoridad de los españoles es borrada del mapa en un
acto que recuerda a la freudiana muerte del padre. La ciudad colo-
nial comenzará a desaparecer en algunas capitales y con ella los últi-
mos símbolos de la dominación española para dar paso a una ciudad
imaginada y elegida por las nuevas burguesías como símbolo de su
condición: París.16 José Luis Romero nos ofrece de nuevo un rela-
to de este proceso:

Las nuevas burguesías se avergonzaban de la humildad del aire colonial


que conservaba el centro de la ciudad y, donde pudieron, trataron de
transformarlo, sin vacilar, en algunos casos, en demoler algunos sec-
tores cargados de tradición. La demolición de lo viejo para dar paso a
un nuevo trazado urbano y a una nueva arquitectura fue un extremo
al que no se acudió por entonces sino en unas pocas ciudades, pero se
transformó en una aspiración que parecía resumir el supremo triunfo
del progreso… Una influencia decisiva ejercida sobre las nuevas bur-
guesías fue el modelo de la transformación de París, imaginada por
Napoleón III y llevada a cabo por el barón Haussmann. (Latinoaméri-
ca: las ciudades y las ideas 295)

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La demolición de la vieja ciudad colonial para dar paso a un nue-
vo trazado urbano de estilo francés y, más específicamente parisi-
no, podría verse como una metáfora de lo que comienza a ocurrir
en literatura, la demolición de las influencias españolas que repre-
sentan una literatura estancada en la retórica de la Ilustración y el
levantamiento de un nuevo urbanismo literario basado fundamen-
talmente en autores franceses.
Los escritores modernistas serán quienes estrenen las calles de
esas nuevas ciudades que se abren en bulevares y plazas estrella-
das como las de París. Las ciudades que mejor representan lo que
podríamos llamar el “urbanismo del modernismo” son aquellas
que  abandonan su fisonomía colonial, su condición estática, y
adoptan el dinámico diseño de la ciudad por excelencia: París. No
es así extraño que el periplo de Darío, desde su salida de Nicara-
gua, le llevara a Santiago de Chile y, más tarde, a Buenos Aires en
un viaje cuyo verdadero final estaba en París.17
Con la transformación urbana la ciudad se puebla de nuevos
establecimientos promovidos por el nuevo ímpetu del comercio y
de una clase enriquecida deseosa de acceder a los bienes que dis-
frutan las nuevas burguesías europeas.

Un respeto casi litúrgico por la moda europea en materia de vestimenta


acompañaba a la penetración de las costumbres extranjeras, siempre en
colisión con las tradicionales, que cada vez parecían más provincianas y
decadentes. Para algunos grupos de las nuevas burguesías, el desarrollo
de cierto gusto estético, la preocupación por la pintura o la literatura
parecía el complemento necesario de una modernización acabada
que debía culminar en ciertas formas de refinamiento personal. Hubo
seguramente quienes poseían espontáneamente ese gusto y procuraban
satisfacerla auténticamente; pero predominaba una actitud “snob” que
invitaba a estar al tanto de “las últimas novedades de París”, a comentar
la obra del escritor más en boga… Fue un alarde más de superioridad
social. (Romero 289)

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La moda y las novedades llegadas de París jugarán un papel impor-
tante en el desarrollo de las nuevas burguesías criollas y su influen-
cia no dejará de notarse en la literatura.
¿Por qué eligen París y no Madrid, o Londres, o Berlín, o Nue-
va York? No eligen Madrid por varias razones, una de ellas estri-
ba en el hecho de que Madrid no era una capital cultural; otra —y
quizás la más importante para un escritor hispanoamericano proce-
dente de una de las recientes repúblicas— se explica por el hecho
de que habiendo dejado la tutela de la colonia tras las luchas de la
independencia, la elección de Madrid supondría una vuelta incons-
ciente al sistema colonial.
Londres simboliza a mediados del siglo xix la ciudad industrial en
donde tiene lugar la revolución que señalará el cambio drástico en los
modos de producción y en la organización de los trabajadores. Pero
tal imagen no puede adaptarse a la realidad no industrializada de la
mayor parte de los países hispanoamericanos. Tampoco la burguesía
aceptaría como modelo una ciudad como el Londres descrito por
Engels en su ensayo The Condition of the Working Class in England.18
Nueva York es una ciudad ante la cual los escritores hispanoame-
ricanos tienen sentimientos encontrados: por una parte se la admi-
ra como ejemplo de la productividad y eficiencia de los americanos
y por otra se desprecia el tipo de vida y de relaciones sociales que
conlleva una ciudad (un país) en donde prevalecen los valores mer-
cantiles sobre los espirituales. Ambas posiciones encontradas ante
América del Norte se manifestarán más adelante en las obras de Sar-
miento, Darío y Rodó. Martí es uno de los pocos escritores que eli-
ge Nueva York (se podría aducir que razones de carácter estratégico,
geográfico, y propagandístico influyeron en su decisión), y Sarmien-
to se debatirá entre Nueva York y París sin saber por cual decidirse.
En el caso de París habría que comenzar discerniendo quiénes la
eligen como esa capital mítica de Hispanoamérica. No son sin duda
las masas de trabajadores, que no existen como grupo organizado
en países sin infraestructura industrial. Tampoco grupos indígenas

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que no son siquiera tenidos en cuenta en la formación de las nue-
vas nacionalidades. Tampoco son los restos de la sociedad colonial
perteneciente a una supuesta aristocracia de sangre. Serán la bur-
guesía y la pequeña burguesía nacidas del rápido crecimiento eco-
nómico producto del comercio las que realicen la elección. Los
escritores pertenecientes al movimiento modernista estarán, de un
modo u otro ligados a estos grupos sociales.
¿Cómo se disemina en Hispanoamérica la imagen de París que
llegará a los modernistas? Algunos críticos coinciden en algo que al
parecer atrajo a los jóvenes aspirantes a escritores de la última déca-
da del siglo xix: el lujo de las ciudades, lujo que, como veremos
más adelante, está íntimamente ligado a París.19 Anderson Imbert
escribe en relación a las diferencias entre los modernistas y sus pre-
decesores románticos:

A mediados de 1886 Rubén Darío llega a Chile y se sintió deslumbrado


porque Valparaíso y Santiago eran las ciudades importantes que veía,
prósperas y con ciertas pretensiones europeas. Los poetas de la primera
y aun de la segunda generación romántica no habían tenido una
experiencia real, inmediata del lujo: Rubén Darío y sus coetáneos la
tendrán. (Historia de la literatura hispanoamericana V.I 401)

Pedro Henríquez Ureña coincide con Anderson Imbert y señala


los cambios que se producen con rapidez en la sociedad hispano-
americana como determinantes en la formación de los moder-
nistas.

Se ha acusado a Darío y a sus admiradores de excesivo apego a las


tradiciones y modas del mundo antiguo, en realidad toda aquella
parafernalia extranjera no era más que un disfraz. Bajo la máscara,
lo que vemos es la reaparición de la riqueza y el lujo en la América
hispánica, con la prosperidad de las últimas décadas del siglo pasado.
Una comparación con nuestros románticos lo pone de manifiesto…

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Poca, o ninguna, era la experiencia real de aquello que pretendían
describir… Pero el conocimiento que Casal, Gutiérrez Nájera y Darío
tenían de la riqueza y del lujo no era de simples lecturas: las habían
visto. Versalles era un nombre simbólico para la nueva vida de las ya
prósperas ciudades de la América hispánica. (Las corrientes literarias en
la América Hispánica 176)

Es interesante comprobar cómo ambos críticos coinciden en


señalar la ‘riqueza’ y el ‘lujo’ de las nuevas ciudades hispanoameri-
canas como determinantes en la formación de los jóvenes moder-
nistas. Pero el ‘lujo’ es una anticipación, un reflejo lejano del París
que sirve como modelo a las nuevas burguesías hispanoamericanas
en la remodelación de sus ciudades y su modo de vida. En el ensa-
yo “Rubén Darío y la patria” Pedro Salinas acuña el termino ‘com-
plejo de París’ para designar la atracción que la capital de Francia
ejerce en los escritores de España e Hispanoamérica y comenta
el efecto que tuvo en la vida y obra de Darío.20 Lo interesante es
comprobar cómo también Salinas aprecia el paso de Darío por las
grandes capitales hispanoamericanas como una anticipación de su
llegada a la capital de Francia.

Sale al mundo de América por etapas, el radio cada vez mayor. Primero,
muy pronto las repúblicas vecinas. Luego a Chile. En sus impresiones
de Chile —la llama “segunda patria mía”, igual que después dirá de
Argentina— se ve que Santiago será como una anticipación de toda
la fila de grandes ciudades que le estaban esperando con sus placeres y
hechizos, su febrilidad de vida, sus gracias y sus vicios… En Santiago
se le define también, lo vimos antes, su “complejo de París”. (Rubén
Darío y la patria 30)

El argumento fundamental del ensayo de Salinas consiste en


puntualizar que para Darío la patria no se identifica con nación
sino con cultura:

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La patria, hecho natural, la convierte Darío en una decisión de orden
cultural. Suma a las realidades materiales —paisajes de Chinandega,
bulevares de París— realidades espirituales, interpretadas por su
imaginación. Grecia entresoñada, Francia estilizada, España a lo
Quijote. Y así accede a su patria, producto muy semejante a sus
poesías, sustancia, resumen de varias patrias nacionales. (36)

También un crítico más reciente como Saúl Yurkievick desta-


ca la experiencia urbana de Darío y la relaciona con el descubri-
miento de la modernidad.

En Buenos Aires, Darío descubre la pujanza de la vida moderna, la


ciudad portuaria, en plena mutación de aldea a cosmópolis, comienza
a equipararse a las grandes capitales, con su tráfico marítimo y su
tráfico callejero. (29)

Tratándose de una ciudad, de un espacio urbano, el mito de la


ciudad del Sena se propagará por Hispanoamérica a través de
la arquitectura y el urbanismo. El ascenso de una burguesía enri-
quecida por el comercio en ciudades como Santiago, Buenos Aires,
o Ciudad de México, aparta del poder a las aristocracias criollas
y, como hemos visto, transforma las ciudades coloniales en ciuda-
des modernas a imagen de París.21 Será en esas ciudades en donde
Darío y otros modernistas encontrarán ese ‘lujo’ que anticipará el
encuentro con París.
Otros aspectos de la vida cotidiana sirven también de preludio
a ese encuentro. El mito de París no se disemina en Hispanoamé-
rica únicamente a través de textos. Es más, en mi opinión la tem-
prana expansión de la imagen de París se debe en un principio a
otros elementos materiales de la vida cotidiana más que a los pro-
pios textos venidos de Francia. Como señala José Luis Romero,
los modernistas se mueven siguiendo los pasos de las nuevas bur-
guesías enriquecidas.

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El modernismo de los poetas —el mexicano Gutiérrez Nájera, el
cubano Julián del Casal, el uruguayo Herrera y Reissig, el argentino
Leopoldo Lugones, y sobre todo el nicaragüense Rubén Darío—
recogía y expresaba la sensibilidad de los exquisitos, a quienes seducía
el mundo refinado del lujo y, a veces, el refinado lujo del poder. Más
que disconformismo había en él un rechazo de la vulgaridad, que se
confundía fácilmente con el apresurado aristocratismo de las nuevas
burguesías. Al fin el refinamiento sensible podía ayudar a justificar el
ascenso de la nueva aristocracia del dinero. (290)

Para mostrar qué imágenes son las que destacan en la disemina-


ción de París como mito he seleccionado un texto de Darío en el
que se pueden apreciar, condensadas, gran parte de ellas. Se trata de
la obra ya citada A. de Gilbert. (Pedro Balmaceda Toro) (1889), publi-
cada como homenaje póstumo en memoria de su mejor amigo y
compañero en las lides literarias durante su estancia en Chile, Pedro
Balmaceda, hijo del presidente de la República en aquel entonces.

Entrando por la puerta principal al Palacio de la Moneda se subía una


escalera, a la izquierda —al pie de la cual se paseaba un granadero,
el arma al brazo—, se iba rectamente pasando frente a la puerta del
despacho del presidente de la República, se torcía a la derecha y se
encontraba… el gabinete de Pedro; el que tenía antes de la última
refacción de esa parte del palacio. ¡Un pequeño y bonito cuarto de
joven y de artista, por mi fe!; pero que no satisfacía a su dueño.
El era apasionado por los bibelots curiosos y finos, por las buenas
y verdaderas japonerías, por los bronces, las miniaturas, los platos y
medallones, todas esas cosas que dan a conocer en un recinto cuyo es
el poseedor y cuál su gusto… Fija tengo en la mente una reproducción
de un asunto que inmortalizó Doré… En todas partes libros, muchos
libros, muchos libros, libros clásicos y las últimas novedades de la
producción universal, en especial la francesa. Sobre una mesa diarios,

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las pilas azules y rojizas de la Nouvelle Revue y la Revue de Deux
Mondes…
Había una puerta que daba a las salas de la familia, y otra opuesta
que llevaba a una pequeña alcoba.
Junto a esta última, no lejos del piano, se veía colgado un cuadrito
de madera y en el centro un pedazo de seda con los colores de la
bandera francesa, opacos y descoloridos por el tiempo. En letras viejas
se leía en él Liberté, Egalité, Fraternité. Era un pasaporte del tiempo
del Terror. Sobre una repisa, entre varios bibelots, sobresalía una
quimera de porcelana antiquísima, de un tono dorado, con las fauces
abiertas.
No olvidaré en toda mi vida —porque si de la memoria se me
borrasen las tendría presentes en el corazón— las noches que en ese
habitáculo del cariño y del ingenio pasé, cuando el cólera en 1887
vertía en la gallarda Santiago sus venenosas urnas negras. El té humeaba
fragante; en el plaqué argentado chispeaba el azúcar cristalina;…pasaba
afuera el soplo de la noche fría; dentro estaba el confort, la atmósfera
cálida y ondas áureas con que nos inundaba la girándula del gas.
¡Oh, cuántas veces en aquel cuarto, en aquellas heladas noches, él
y yo, los dos soñadores, unidos por un efecto razonado y hondo, nos
entregábamos al mundo de nuestros castillos aéreos! Iríamos a París…
Y luego, ¿por qué no? un viaje al bello Oriente, a la China, al Japón,
a la India, a ver las raras pagodas, los templos llenos de dragones y las
pintorescas casitas de papel, como aquella en que vivió Pierre Loti; y
vestidos de seda, más allá, pasearíamos por bosques de desconocidas
vegetaciones, sobre un gran elefante…
Todas las manifestaciones de la belleza conmovían su espíritu; la
pasión estética le subyugaba. Poesía, música, pintura, escultura…
Sin haber visitado un solo museo célebre de Europa, y sólo por el
conocimiento de las obras de mérito que hay en Santiago, y por el
estudio de los mejores críticos, él fue el más brillante de todos los de
arte, en su país. Parece, al leer sus pocos artículos de este género que ha
dejado, como si no tuviesen para él secretos las pinacotecas. Conocía,

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eso sí, y analizaba, para llenar su tarea, todos los juicios de los escritores
autorizados, comenzando con las primeras obras de la crítica artística
francesa… (351-355)

Notemos cómo Darío, en la descripción de los encuentros con


su amigo Pedro Balmaceda comienza dejando claro en donde tie-
nen lugar: el Palacio de la Moneda. Incluso menciona el hecho de
que para llegar al gabinete de Pedro debía pasar ‘frente a la puerta
del despacho del presidente de la República’. El joven poeta nacido
en un pueblo de Nicaragua ha ido escalando hasta llegar a las fuen-
tes del poder, de la autoridad. El Palacio de la Moneda en donde
se encuentran ambos poetas es un ejemplo de la nueva arquitectu-
ra que toma a París como modelo,22 dando a la puesta en escena
un carácter especialmente simbólico.
La primera imagen que resalta en el texto es la del interior en
donde se reproduce la cultura francesa.23 En este caso Darío hace
evidente el carácter del interior por contraste con el exterior. En
el párrafo que comienza ‘No olvidaré en toda mi vida…’, Darío
muestra inadvertidamente, aunque de manera diáfana, la disocia-
ción entre ese interior en el que se recrea otra cultura (interior en
donde resuena el brillante vocabulario de Darío ‘en el plaqué argen-
tado chispeaba el azúcar cristalina’, ‘la atmósfera cálida y ondas áureas
con que nos inundaba la girándula del gas’) y el exterior en donde
una epidemia como el cólera se expande (‘el cólera… vertía en la
gallarda Santiago sus venenosas urnas negras’) dejándole al lector
un breve indicio sobre las condiciones reales del medio ambiente
en que se instala tal interior.
Es en ese interior ‘de artista’ en donde podemos encontrar la
mayor parte de las imágenes relacionadas con la diseminación del
mito de París en Hispanoamérica. La imagen de la ‘biblioteca’, en
donde se encuentra lo que podríamos llamar el París textual que
alimenta las fantasías de tantos escritores: ‘En todas partes libros,
muchos libros…’ La imagen de un París textual en donde se acu-

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mulan las ‘últimas novedades’ de la literatura francesa, los libros
de viajes de hispanoamericanos que viajan a Francia y las cróni-
cas y cuentos de autores que nunca cruzaron el Atlántico me pare-
ce fundamental para entender de qué forma se llega a formar ese
palimpsesto al que se van añadiendo capas textuales hasta cristali-
zar en un estereotipo. Muestra de tal París textual son los cuentos
parisienses que escribió Darío sin haber pisado nunca París.24 Rela-
cionado con la biblioteca y la novedad, entendida en cierta forma
como modernidad, se encuentra la imagen del catálogo. La mención
de la Nouvelle Revue y la Revue de deux Mondes, nos deja entrever
los canales de información a través de los cuales llegaban las imá-
genes fragmentadas de una ciudad y su cultura. Armando Donoso,
en su edición de las Obras de juventud de Rubén Darío nos presen-
ta un ejemplo más claro de cómo la información sobre la vida de
París les llega a muchos escritores a través de catálogos:

Nunca admiró mucho a Zola, Lotí ni otros ingenios franceses, cuyo


mayor conocimiento tuvo por la tijera de los cotidianos o en las
lecturas de su círculo de amigos íntimos: las suscripciones de Samuel
Ossa a L’Année Littéraire de Ginisty y a La vie à Paris. de Claretie, le
tuvieron siempre al día en las novedades de Francia. (43)

Autores como Claretie ejercían un papel de divulgación del


medio cultural parisino que, consciente de su estatus de mito y
del interés que despertaba en los rincones más remotos del mun-
do, había llegado a crear toda una industria basada en la promoción
exterior para apoyar a la industria editorial.25
Relacionada con la imagen de la biblioteca y el catálogo se encuen-
tra la imagen del museo como imagen relacionada con París: ‘Sin
haber visitado un solo museo célebre de Europa… como si no
tuviesen para él secretos las pinacotecas’.
Pero el mito de París no se disemina en Hispanoamérica úni-
camente a través de textos sino mediante objetos, trajes, adornos,

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muebles, etc… Se trata de mercancías importadas que llenarán
interiores como el descrito por Darío: ‘Él era apasionado por los
bibelots curiosos y finos…’.
Todo lo anterior nos conduce a una de las imágenes más claras
en la relación del escritor hispanoamericano en su confrontamien-
to con el mito de París: la identificación del artista con el colec-
cionista. Más adelante, en relación con la obra de Silva, consideraré
este aspecto importante en la actitud de los modernistas y su impulso
mimético con respecto a la burguesía enriquecida con el comercio de
mercancías importadas. Críticos como Noé Jitrik han equiparado
la actitud de los modernistas en relación con su obra con la de los
productores industriales y su marca de fábrica. Siendo el modernis-
mo consecuencia del capitalismo y de la industrialización ausente
en Latinoamérica, aduce Jitrik, el concepto de fabricación es asu-
mido por los modernistas, quienes se exhiben como modelos que
pudieran ser seguidos por toda la estructura social (Contradicciones
del Modernismo 9). Según Jitrik, Darío concibe su actividad poéti-
ca como ‘máquina’ de hacer poemas.

La “máquina”, entonces, es la figura que llena un espacio ideológico


en el que nadan diversas producciones; en este caso, amalgama la
producción poética del modernismo, esencialmente en Darío, con
tendencias gobernantes en la sociedad-producción de su tiempo. (81)

En mi opinión no son la máquina ni el productor las metáfo-


ras que ejemplifican la relación de los modernistas con la sociedad
que les rodea precisamente porque, como indicaba el propio Jitrik,
el capitalismo y la industrialización están ausentes de Hispanoamé-
rica. En este caso la riqueza de las nuevas burguesías proviene del
comercio, no de la industria como ocurre en Europa. Como seña-
la José Luis Romero:

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la riqueza —la nueva riqueza que ofrecían las aventuras comerciales—
fue, precisamente, la que consagró la posición de cada uno de los
miembros de la burguesía criolla… Se pertenecía al nuevo grupo
privilegiado en función de la riqueza y …eran las actividades del
moderno mundo mercantil lo que proporcionaba la riqueza y, con
ella, la posición social. (161)

Partiendo de esta premisa, si queremos equiparar al escritor


modernista con los miembros de la sociedad que le rodea me pare-
ce que sería más acertado compararlo con el coleccionista burgués
que se ha enriquecido con el comercio de mercancías con Europa
y cuya máxima aspiración es crearse un estilo de vida cosmopolita,
es decir, europeo. Su obra no será, pues, la máquina, sino el álbum
o la colección o la tienda de novedades que exhibe los últimos artícu-
los traídos de París o del Oriente coleccionado en París.26 El pro-
pio Jitrik ve en la intertextualidad ‘una intención de ascenso a un
campo de circulación de bienes poéticos sin aduanas, puesto que la
intertextualidad es precisamente el campo de la circulación libre…
de bienes poéticos’, pero no considera el comercio, sino la produc-
ción industrial como el termino de comparación. Un fragmento al
final del libro A. de Gilbert nos muestra de manera patente el pun-
to que quiero demostrar. Escribe Darío:

Ya impreso este libro, he recibido el que contiene la “obra” de A. de


Gilbert: Estudios y ensayos literarios… El libro es como una caja de cristal
llena de pequeños bibelots de bronce, de joyas de oro, de alabastros, de
camafeos, copas florentinas, medallas, esmaltes; y en el mármol se ve
la huella del cincel de acero. (185)

El cotejo con el pasaje en el que Darío describía el ‘interior de


artista’ de Pedro Balmaceda, de su colección de objetos france-
ses, nos deja con una respuesta obvia: El libro y el interior son una
misma cosa. En ambos se colecciona, se elige del enorme catálogo

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de la cultura europea, y se dispone de manera que den ‘a conocer
en un recinto cuyo es el poseedor y cuál su gusto’. Por otra par-
te hay que reparar en el hecho de que la colección está compuesta
por objetos de lujo. Se trata de otra característica de la mimesis de
las nuevas burguesías. Como señala Romero no se trata ya del lujo
colonial, ‘el nuevo lujo que empezó a difundirse en las ciudades
más ricas por esa época se manifestó como un propósito deliberado
del nuevo patriciado de mostrarse incorporado al opulento mun-
do de las nuevas burguesías europeas, entrevistas a través del modelo
parisiense’ (234). Más adelante, en el mismo texto, Darío reprodu-
ce fragmentos de la correspondencia de Pedro Balmaceda. En una
de sus cartas habla de su método de composición que deja pocas
dudas acerca de la imagen del escritor modernista como coleccio-
nista: ‘La musa es un jardín… y salen los versos, artísticas joyas y
raros engastes, perfumes de Arabia y mantos de Persia, monstruos
de la India y vasos del Japón’ (402).
El último elemento importante en el discurso de París es el del via-
je y también lo encontramos en el texto de Darío. Se trata del frag-
mento ya citado anteriormente en el que expresa su ilusión de viajar
a París: ‘Iríamos a París, seríamos amigos de Armand Silvestre…’.
El interior (parisino) y el viaje (a París o a ese Oriente que
comparte con París la condición de exótico) coinciden en signi-
ficar ambos un rechazo del mundo circundante de la realidad his-
panoamericana.
Los escritores hispanoamericanos se convierten en flanêurs de
una ciudad fantasma, una ciudad etérea cuyo valor estriba más en
la anticipación imaginada en la mente del escritor, creada de retazos
de textos literarios, de revistas de modas, de almacenes de noveda-
des, museos, y de los reflejos miméticos de sus propias ciudades.27
La geografía urbana y los objetos que pueblan gran parte de sus
obras están fuera de su experiencia directa. Es una imago Paris la
que la sostiene. París será para muchos de ellos como un gran alma-
cén de novedades al que aspiran llegar. El discurso de París está sin

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duda ligado al lenguaje del comercio, de la importación, del colec-
cionista y del librero. Para terminar mostraré un texto escrito por
un viajero francés que, ejerciendo de flanêur, pasea por las calles del
Buenos Aires rosista de 1850 y, como conocedor de ese París real de
donde procede, descubre con sorpresa los claros signos de la mime-
sis que se está produciendo en las ciudades de Hispanoamérica.

Para ayudarme a exponer algunas de estas imágenes cotidianas,


suponga el lector que me acompaña por algunos momentos en un
paseo a pie por las calles de la ciudad. Entramos en la calle de Perú: a
derecha e izquierda se descubre el lujo y la industria de Francia: en las
mueblerías, joyerías y peluquerías; en las sedas recién llegadas de Lyon
y en las cintas de Saint-Etienne, así como en las últimas creaciones en
vestidos y sombreros. Detrás de una ventana enrejada, una muchacha
prepara una guirnalda de flores artificiales que podría figurar muy
bien en un salón del Quartier Saint-Germain; un sastre coloca en su
vidriera el nuevo figurín del Journal des Modes que ha llegado la víspera
por el paquebote del Havre y que será la atracción de los elegantes; un
librero dispone cuidadosamente sobre sus estantes una colección de
libros. El librero se sentiría perplejo si alguien le pidiera las obras de
Garcilaso de la Vega o de algún otro historiador español antiguo, pero
siempre tiene a mano las novelas de Dumas, de Sandeau y las poesías
de Alfred de Musset. Diríase un rincón de París o una copia de la
Rue Vivienne. Y lo es, en efecto, pero una copia con chaleco color
escarlata, como aquellos que lucían en París después de nuestra famosa
revolución de febrero. (citado en Romero 228)

Como podemos comprobar, aquí se encuentran casi todas


la imágenes que aparecían en el texto, en el interior de Darío.
­Comenzando por el ‘lujo’, y siguiendo por las ‘novedades’ recién
llegadas de Francia, los catálogos (Journal des Modes), las ‘coleccio-
nes de libros’ y la biblioteca francesa todo le parece ‘un rincón de
París o una copia de la Rue Vivienne’. Notemos, además, el detalle

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deslizado en la imagen de las ‘guirnaldas artificiales’. Hasta el aspec-
to de artificialidad, que irá cobrando importancia en la visión pos-
terior de París, aparece aquí sugerido.
Son estas imágenes de París las que voy a explorar en los textos
de algunos modernistas, estas metáforas de una ciudad etérea que
excita la imaginación de unos escritores que perciben claramente
las preferencias de las nuevas burguesías —de la que forman o quie-
ren formar parte— por los productos venidos de París, su atracción
por las mercancías de las tiendas de novedades: desde trajes de moda,
bibelots, alfombras y ornamentos hasta libros y estampas de obras
de arte. Si quieren ver su obra aceptada y adquirida por los círculos
de las burguesías hispanoamericanas tendrán que presentarla dentro
del círculo mercantil que atrae a estas nuevas clases enriquecidas: el
del artículo importado de Europa y, más específicamente, de París.

Notas

 Véase a este respecto el artículo de Luis Monguió, “De la problemática del


1

modernismo: La crítica y el cosmopolitismo”, Estudios críticos sobre el modernismo,


ed. Homero Castillo. (Madrid: Gredos. 1979) 254-66.
2
  González-Echevarría distingue entre temas y mitos: ‘Latin American litera-
ture draws from Latin American history a number of what I would call ‘themes’.
These themes all deal with the issue of Latin American literature’s own legiti-
macy and uniqueness… I call them themes because they are potentialities pre-
ceding practice. Once they are deployed in a work of literature, they turn into
what I call literay myths. As opossed to themes, myths are critical by virtue of the
fact that their manifestation is made possible within contradiction, ambiguity,
and self-denial’ (The Voice of the Masters, 9). En mi opinión París es más que un
tema en la literatura hispanoamericana por servir, como veremos más adelante,
de contraposición dialéctica a otro mito, el de la naturaleza.
3
  Utilizo el término discurso basándome en el concepto acuñado por Michel
Foucault en L’Archeologie du Savoir. (París: Gallimard, 1969). Según Foucault el
discurso debe ser entendido como un sistema de posibilidades de conocimiento.
Rechazando las unidades tradicionales de análisis e interpretación —texto, obra
y género— el análisis de Foucault no pretende ofrecer una interpretación del sig-

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nificado de un texto sino que se enfoca en enunciados y objetos de análisis para
preguntarse qué reglas nos permiten identificar ciertos enunciados como ciertos
y otros como falsos. Siempre que se pueda identificar un conjunto de reglas de
este tipo nos encontraremos ante una formación discursiva o discurso.
Para aplicar el concepto de discurso sobre París he encontrado iluminador el
modo en que Edward Said aplica el concepto de discurso en su libro Orientalism
(New York: Vintage Books, 1979). Para Said el discurso orientalista está constitui-
do por una serie de textos (literarios, históricos, económicos, etc…) a los que se
atribuye autoridad. La autoridad de la universidades, instituciones y gobiernos
se suma a ellos y les infunde prestigio. Tales textos pueden crear no sólo cono-
cimiento sino la propia realidad que parecen describir. Con el tiempo tal cono-
cimiento y realidad llegan a crear una tradición o discurso en el sentido en que
lo entendía Foucault, cuya presencia y peso material, y no la originalidad de
un autor dado, es la verdaderamente responsable de los textos que se producen
(Orientalism 94).
4
  Acerca del término capital literaria aplicado a París véase Pierre Brunel,
«Qu’est-ce qu’une capitale littéraire?», Paris et le Phenomene des capitales littéraires.
Carrefour ou dialogue des cultures, ed. Pierre Brunel. 2 vols. (Paris: Université de
Paris-Sorbonne [Paris IV], 1984) 1: 1-12.
5
  Aunque el París conocido a través del viaje pueda entenderse como el París
real en oposición al París textual, no formará parte, sin embargo, del discurso de
París porque la experiencia personal del escritor, su contacto directo con la ciu-
dad, que puede reafirmar o negar los enunciados recibidos, acabará generalmen-
te en forma de texto que se sumará al corpus textual del discurso.
6
  Debería precisarse que el interés por la naturaleza americana y por las tradi-
ciones propias no nace con la llamada novela de la tierra. Esta era ya una tendencia
propia del romanticismo ante la cual se rebelan los modernistas. El propio Darío
señala claramente este punto cuando escribe: ‘Tendí hacia el pasado, a las antiguas
mitologías y a las espléndidas historias, incurriendo en la censura de los miopes.
Pues no se tenía en toda la América española como fin y objeto poéticos más que
la celebración de las glorias criollas, los hechos de la independencia y la natura-
leza americana: un eterno canto a Junín, una inacabable oda a la agricultura de
la zona tórrida, y décimas patrióticas’ (Historia de mis libros, en Obras completas I,
206). La diferencia que pretendo señalar entre ambas vueltas a la naturaleza y la
historia hispanoamericanas estriba en el hecho de que los escritores del movi-
miento romántico no son todavía conscientes de tener una voz propia hispano-
americana (algo que el modernismo se encargará de proporcionar) y no existe
todavía ese mito de París que acabará solidificándose en la imagen de la artificia-
lidad. Casi todos los escritores que vuelven la mirada a su tierra a principios de
siglo son ya conscientes de pertenecer a una tradición, la modernista, que aun-

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que joven se identifica con Hispanoamérica, y han tenido que confrontarse con
el mito de París. Como veremos más adelante el confrontamiento con la imagen
de París como artificio será de capital importancia en el desarrollo de obras como
las de Horacio Quiroga o Ricardo Güiraldes.
Como señala Roberto González Echevarría, ‘The ground is both origin and
difference. This is the basic idea governing the novela de la tierra: the ground
itself, a metaphor of culture, is the source of authority. It informs the text, giving
it referential validity and endowing it with the power to articulate the truth’ (The
Voice of the Masters 45).
Acerca de la novela de la tierra consúltese el estudio ya clásico de Carlos J.
Alonso The Spanish American Regional Novel: Modernity and Autochthony. (Cam-
bridge: Cambridge University Press, 1989).
7
  En Letras, Obras completas I, 464. Citado por Sylvia Molloy en La diffusion de
la littérature hispano-américaine en France au XXe siècle, (Paris: Presses Universitaires
de France, 1972) 50. En el trabajo de Molloy se trata extensamente el proceso de
desencanto de Darío en París y su retorno a su tierra en 1914 con la sensación de
que su talento nunca había sido reconocido por los franceses. ‘Tant sur le plan
littéraire que sur le plan personnel, le bilan de l’experience parisienne de Darío
est assez pathétique. L’homme qui était venu s’établir à Paris pour toujours repart
en 1914, malade, désargenté, et poursuivi par l’horreur de la guerre’ (60-67).
8
  Sylvia Molloy, en op. cit., estudio con el que mi trabajo guarda una cier-
ta relación especular ya que trata de la visión de Hispanoamérica desde Francia,
señala a este respecto: ‘(D)epuis 1900, París n’est plus un rêve exotique mais la
réalité de tous les jours. A ce point de vue-la, le second séjour de Darío aura, par
rapport au premier, des effets contraires, car si celui-ci fortifie l’illusion de Paris,
celui-là la detruit, en réduissant le mirage au quotidien… Aux premiers recueils
publiés pendant ce second séjour correspondent les poèmes de Darío dits “enga-
gés” où il s’interroge sur le sort de l’Amérique hispanique’ (50).
9
  Tanto en Ídolos rotos como en De sobremesa voy a seguir de cerca el análi-
sis de Aníbal González-Pérez en su estudio La novela modernista hispanoamericana,
(Madrid: Gredos, 1987). González-Pérez ve la novela modernista de Hispano-
américa, tan desdeñada por la crítica y por escritores posteriores, como el terreno
textual en donde se forma la figura del intelectual hispanoamericano. La elec-
ción de las novelas de Silva y de Díaz Rodríguez en este trabajo le debe mucho
a sus sugerencias.
10
  Cedomil Goic en Historia y crítica de la literatura hispanoamericana II (Del
romanticismo al modernismo), (Barcelona: Ed. Crítica, 1990), sitúa el comien-
zo de “la novela de la tierra” un año después de la publicación de Raucho, en
1918. Goic encuadra las novelas pertenecientes a dicha tendencia entre 1918 y
1929, periodo que comprende la publicación de Raza de bronce (1918) de Alcides

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Arguedas, Don Segundo Sombra (1926), de Ricardo Güiraldes, La vorágine (1928)
de José Eustasio Rivera, y Doña Bárbara (1929) de Rómulo Gallegos.
11
  Véase Edward Said. op. cit., 20. Como podemos apreciar la metodolo-
gía utilizada por Said toma el concepto de discurso elaborado por Foucault y lo
convierte en un modo de análisis crítico mucho más acorde con la crítica tex-
tual: ‘The ensemble of relationships between works, audiences, and some par-
ticular aspects of the Orient therefore constitutes an analyzable formation —for
example, that of philological studies, of anthologies of extracts from Orien-
tal literature, of travel books, of Oriental fantasies— whose presence in time,
in discourse, in institutions (schools, libraries, foreign services) gives it streng-
th and aurority’ (20).
12
  Desde el romanticismo el mito ha sido revaluado como aproximación epis-
temológica al estudio de la literatura. La aparente universalidad y atemporalidad
del mito fue resaltada por J. G. Frazer, quien trató de explicarlos mediante la refe-
rencia a rituales mágicos destinados asegurar la fertilidad de la vida animal y vege-
tal. Northrop Frye vio la literatura derivada directamente del mito y la historia de
la literatura como recapitulación del proceso de ciclos naturales, de estaciones en
que predomina un género u otro. Más adelante la aproximación estructuralista al
mito por parte de Levi-Strauss ofrece nuevas perspectivas al relacionar mito y len-
guaje, en tanto considera al mito como un lenguaje diseñado para comunicar pen-
samiento. Según Levi-Strauss las propiedades comunes a todos los mitos no deben
buscarse al nivel del contenido sino a nivel de la estructura necesaria a cualquier
método de comunicación. Roland Barthes desarrollará estas ideas en Mythologies
(1957) llevándolas al extremo de afirmar que ‘le mythe est une parole’ o ‘un sys-
teme ideographique pur’ (215-235). Acerca de la concepción del mito en Walter
Benjamin véase el estudio de Winfried Menninghaus, “Walter Benjamin’s Theory
of Myth”, On Walter Benjamín: Critical Essays and Recollections, ed. Gary Smith.
(Cambridge, Massachussets: The MIT Press, 1988) 292-395. Menninghaus seña-
la: ‘Through his orientation toward buildings and architecture as the prime con-
tents of modern mythology, Benjamín particularly reactivates one element of
myth as form: the construction of a significant arrangement of space’ (304). Acer-
ca del mito en literatura véase: A Dictionary of Modern Critical Terms, ed. Roger
Fowler, (London and New York: Routledge & Kegan Paul, 1987) 153-155.
13
  En su Autobiografía Darío comenta su temprana obsesión con París
en la que podemos ver una identificación literal con el paraíso. “Yo soña-
ba con París desde niño, a punto que cuando hacia mis oraciones, rogaba a
Dios que no me dejase morir sin conocer París. París era para mí como un
paraíso en donde se respiraba la esencia de la felicidad sobre la tierra” (73).
14
  A este respecto resulta esclarecedor el pasaje de un viajero inglés escrito por
la misma época. ‘A l’interieur de ces murs étroits concentrés tous les eléments

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d’une nation entière. A París vous pouvez apercevoir toute la France. Comprenez
Paris et vous comprenez la France… Ici est cette condensation, ici est la presse, ici
sont l’art et la science, et ici la mode… La capitale abat les trônes et les retablit; et
la France se soumet a la dynastie de la metropole’. (Isaac Appleton Jewett, Passages
in Foreign Travel. (Boston, 1838) II, 183. Citado en Le Clère, Marcel, ed., Paris;
de la prehistorie a nos jours, (Saint-Jean- d’Angély: Ed. Bordessoules, 1985) 481.
15
  Angel Rama en La ciudad letrada (Hanover: Ed. del Norte, 1984) seña-
la cómo en el proceso fundacional de las ciudades durante la conquista ‘no se
reconstruía el proceso fundacional de las ciudades que había sido la norma euro-
pea sino que exactamente lo invertía: en vez de partir del desarrollo agrícola que
gradualmente constituía su polo urbano en donde se organizaban el mercado y
las comunicaciones al exterior, se iniciaba con esta urbe, esperando que ella gene-
rara el desarrollo agrícola… Se parte de la instalación del poblado, de conformi-
dad con normas pre-establecidas y frecuentemente se transforma violentamente a
quienes habían sido campesinos en la península ibérica, en urbanizados, sin con-
seguir nunca que vuelvan a sus primigenias tareas: serán todos hidalgos… Pues
el ideal fijado desde los orígenes es el de ser urbanos…’ (14-15).
16
  Acerca de la ciudad colonial en Iberoamérica véase el estudio de Jorge E.
Hardoy y Carmen Aranovich, “Escalas y funciones urbanas de la América espa-
ñola hacia 1600. Un ensayo metodológico”, Estudios sobre la ciudad iberoamerica-
na, ed. Francisco de Solano. (Madrid: C.S.I.C. Instituto “Gonzalo Fernández de
Oviedo”, 1975) 345-381. Sobre las influencias del urbanismo europeo véase tam-
bién el trabajo de Jorge E. Hardoy, “Teorías y prácticas urbanísticas en Europa
entre 1850 y 1930. Su traslado a América Latina”, Repensando la ciudad de Amé-
rica Latina, ed. Jorge E. Hardoy, and Richard M. Morse. (Buenos Aires: Grupo
Editor Latinoamericano, 1988) 97-126.
17
  Con respecto a la llegada de Darío a Santiago, Armando Donoso comenta:
‘No fue un deslumbramiento el que experimentó el poeta al llegar a la metrópo-
li chilena, pues soñaba constantemente con algo mejor, con el obligado viaje a
Lutecia, al París de sus ilusiones, que más tarde llegó a ser el lugar de su residencia
predilecta. Pero, ante sus ojos habituados a la severa y adusta modestia colonial de
León, al carácter rústico de aldea grande de Managua o a la tristeza de las ciuda-
des salvadoreñas, Santiago le hizo la impresión de una urbe interesante, moder-
na y cosmopolita, suntuosa y soberbia: Santiago gusta de lo exótico y en la novedad
siente de cerca a París. Su mejor sastre es Pinaud y su Bon Marché la casa Prá’ (35-36).
18
  Friedrich Engels, The Condition of the Working Class in England, (Middle-
sex: Penguin Books, 1987).
19
  José Luis Romero, op. cit., señala la relación entre las nuevas burguesías y el
lujo: ‘Casas de pretensiones, obra a veces de arquitectos franceses, alojaron a las
familias que querían ostentar su riqueza. En ellas aparecía el lujo, ese fenómeno

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que despertó la atención de los observadores y la crítica vehemente de los mora-
listas’ (231). ‘Como en las tertulias y en los bailes, se veía en el teatro apuntar lo
que no dejó de observar ningún costumbrista: una progresiva tendencia al lujo.
No era una tendencia natural en las sociedades criollas sino una imitación de las
formas de vida que empezaban a formarse en Europa al calor del desarrollo indus-
trial y de la formación de las primeras grandes metrópolis. En rigor era, simple-
mente, una imitación de las nuevas burguesías de París, tal como se delinearon en
época de Luis Felipe y cobraron definida fisonomía en la de Napoleón III’ (233).
20
  Salinas, op. cit., define el ‘complejo de París’ con la pasión de quien ha
conocido París como mito: ‘Esa atracción, compuesta de múltiples y cariados res-
plandores, que París ha estado ejerciendo más de un siglo sobre las mocedades de
millares de artistas, desde Rusia a la Argentina. Complejo de ansia de vida suel-
ta y fácil, de escolaridad en las mejores artes bellas, tanto la ganada en las aulas,
como respirada en el aire, apenas si pisan las márgenes del Sena. Libertad, la de
la bohemia, sobreviviéndose a sí misma, en mil formas, en el Quartier, o en el
monte de Marte, o en el Monte del Parnaso: y disciplina, días duros y difíciles,
aprendizaje lento, en busca de la gloria, que sólo las mismas manos augustas de
Lutecia pueden poner algún día en la frente. Luz de París, que quema y acaba
a los débiles, por millones, como mariposas: que ilumina y dirige a los fuertes, a
su obra. Luz con haces de sensualidad desatada, con haces de severo rigor inte-
lectual, que exige todas las dedicaciones’ (28).
21
  María Cecilia Graña en La utopía, el teatro, el mito: Buenos Aires en la narra-
tiva argentina del siglo xix, Col. Letterature Iberiche e Latino-Americane, ed.
Giuseppe Bellini (Roma: Bulzoni, 1991), señala las consecuencias que tiene
en la literatura la transformación que sufre la ciudad de Buenos Aires a par-
tir de las demoliciones de 1880 y menciona la influencia de París en tales cam-
bios: ‘Las construcciones siguen el estilo francés de la Tercera República lo que
hace exclamar con entusiasmo al narrador de Libro extraño (Sicardi): Algo como
una ráfaga de París alegra la ciudad populosa […] la arquitectura raya en el prodigio. El
espacio vertical comienza a ser ocupado por los grandes almacenes y periódicos,
los hoteles, las exposiciones de mercaderías y ganado, que demuestran un gusto
arquitectónico por lo grandioso’ (147).
22
  José Luis Romero, op. cit., señala a este respecto: ‘El Palacio de la Moneda
de Chile: obra maestra de la arquitectura civil de Toesca. Ejemplo de ­arquitectura
civil inaugurada por las clases altas y que consagra la concepción neoclasicista’
(147).
23
  Julio Ramos, “Decorar la ciudad: crónica y experiencia urbana,” Desen-
cuentros de la modernidad en América Latina: Literatura y política en el siglo xix, (Méxi-
co: Fondo de Cultura Económica, 1989) 112-142, señala a este respecto: ‘Darío,
en su ambiguo “El rey burgués”, ya en Azul, reflexionaba sobre el peligro que

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atravesaba, desde el comienzo, toda su producción: el recinto interior del rey
burgués —allí visto con gran desprecio— estaba colmado de objetos de lujo: el
poeta, con su maquinita musical, corría el riesgo de quedar incorporado como
un objeto más’ (117).
24
  El cuento “La ninfa”, subtitulado ‘cuento parisiense’ es buena muestra de
ello. ‘En La ninfa —escribió Darío— los modelos son los cuentos parisien-
ses de Mendès, de Armand Silvestre, de Mezeroy, con el aditamento de que el
medio, el argumento, los detalles, el tono, son de la vida de París, de la litera-
tura de París. Demás advenir que yo no había salido de mi pequeño país natal,
como lo escribe Valera, sino para ir a Chile, y que mi asunto y mi composición
era de base libresca’ (Historia de mis libros). Cita tomada de la edición del texto de
Darío, Cuentos Completos, ed. Ernesto Mejía Sánchez (México: Fondo de Cul-
tura Económica, 1988) 132.
25
  Otras obras de Claretie muestran más claramente su carácter de catálogo
cultural: L’Art et les Artistes Français Contemporains avec un avant-propos sur le salon
de 1876 et un index alphabetique, Paintres et Esculpteurs contemporains, La Vie Moder-
ne au Theatre: causeries sur l’art dramatique. Citadas por Armando Donoso en la
introducción a Rubén Darío: obras de juventud, ed. Donoso. (Santiago de Chile:
Nascimento, 1887) 37.
26
  José Luis Romero, op. cit., señala el mimetismo de las nuevas burguesías his-
panoamericanas con respecto a Europa como la característica diferenciadora de su
clase: ‘Dos modelos europeos tuvieron particular resonancia en Latinoamérica: el
de la Inglaterra victoriana y el de Napoleón III. Y a imitación de ellos —y bajo
su despótica influencia— crecieron las nuevas burguesías latinoamericanas y tra-
duciéndolos elaboraron sus formas de vida, con algo propio y algo extraño, como
siempre. Fue en las capitales y en los puertos donde hallaron su escenario propio
las nuevas burguesías, allí donde se recibía primero el correo de París o de Lon-
dres, donde vivían extranjeros que llevaban consigo el prestigio europeo, donde
estaban instaladas las sucursales de los bancos y las casas de comercio extranjeras.
Y allí apareció la obsesión —y la ilusión— de crear un estilo de vida cosmopo-
lita, o para decirlo más exactamente, europeo’ (283).
27
 Burton Pike, op. cit., comenta acerca de la visión etérea de ciertas ciudades
en la literatura: ‘Many cities in contemporary literature are etherealized or dis-
embodied, like Biely’s Sr. Petersburg, Musil’s Vienna, or Eliott’s London. This
etherealization reduces their spatial presence so they appear as dependencies of
time… Unlike their nineteenth-century counterparts of the realistic mode in
literature, many of these semi transparents cities are overly fantasies rather than
toponymical representation of real places. They are usually placed in a time-
frame rather than a space-frame. Thus Venice in Proust’s In search of Lost Time has
a name, but exists only by virtue of the narrator’s imagined anticipation of it as

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a magic place. When he finally gets there, he is disappointed in what he finds;
Venice is vital not in itself, but as a word which has animated the narrator imag-
ination’ (120). Como veremos, París, al igual que la Venecia de Proust, será en la
mayor parte de las ocasiones, una palabra que excita la imaginación de los escri-
tores hispanoamericanos.

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II

Una incursión en la modernidad:


Sarmiento en París

París es un pandemonium, un camaleón, un prisma. ¿Es Ud. un


sabio? Entonces París tiene sus colecciones, sus archivos, su jéne-
sis encerrado en el jardín de las plantas, desde el primer molusco
que sin sentirlo él dejó ver el primer rudimento de vida, desde
el primer lagarto de los que poblaron durante millares de siglos
la tierra, hasta el último cuadrúpedo en que la vida se ensaya-
ba antes de la aparición del hombre. Ahí están petrificados todos
nuestros antecesores.
(Sarmiento, “París” 118-119)

Si anteriormente aventuré que el viaje a París podía considerar-


se como un viaje de encuentro con el origen antes que el de un
encuentro con el Otro, este fragmento de D. F. Sarmiento, uno
de los fundadores de la moderna literatura hispanoamericana, deja
pocas dudas al respecto. Si a lo largo del siglo xix cientos de viaje-
ros y científicos europeos organizan expediciones científicas para,
en muchos casos, tratar de encontrar el origen del hombre y de la
historia en el subcontinente americano, Sarmiento, un hispano-
americano comprometido con su tiempo y con su joven país que
comienza a andar en la búsqueda de su identidad nacional, empren-
de el mismo viaje pero en sentido contrario.1 Su exploración ten-
drá, tal vez, como íntimo objetivo el encuentro con ese origen,
tanto nacional como personal, pero el resultado será el hallazgo
de algo ya presentido y conocido desde la distancia: la moderni-

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dad. A primera vista parecería paradójico que alguien natural de
un continente que aparece a los europeos de su tiempo como un
museo viviente de historia natural se empeñe en encontrar tal his-
toria natural en los animales disecados de un museo de la ciudad de
París.2 Sarmiento encuentra en primer lugar lo que quería encon-
trar, lo que el discurso científico producido por europeos y auto-
rizado por textos le lleva a descubrir. Más adelante, liberará en
cierto modo su mirada y osará ser él el explorador de una ciudad
como París y utilizará ese mismo discurso cientificista para dise­
carla. Como veremos en Sarmiento de cierta manera y, más ade-
lante, en otros escritores hispanoamericanos no es infrecuente la
visión de la ciudad como una selva en donde la lucha por la vida
puede llegar a ser más cruel que en la selva natural.
Con Sarmiento asistimos al inicio de un discurso sobre París que
es original de Hispanoamérica. Este coincide con el momento en
que se invierten los papeles y algunos hispanoamericanos, testi-
gos de las idas y venidas de los viajeros europeos conscientes de su
superioridad cultural3 (último papel en el que se presentan después
de los de soldado, misionero, comerciante y científico), deciden
emprender un viaje exploratorio al Viejo Continente utilizando
el mismo discurso e idénticos medios a los utilizados por quienes
exploraban su fauna y flora. Sarmiento es uno de ellos.4
El texto que vamos a examinar forma parte de la obra Viajes por
Europa, África y América: 1845-1847, editado en Santiago de Chile,
en 1849.5 Se trata del fragmento dedicado a París y escrito, como
el resto del libro, en estilo epistolar. Sarmiento renuncia a escribir
impresiones de viaje en la antigua acepción del término, tan afín a los
románticos. En su lugar optó por las cartas, distanciándose en cier-
to modo de la tradición de libros de viaje establecida por Madame
de Stäel, Chateaubriand, Lamartine o Dumas.6 La obra está orga-
nizada a través de una serie de cartas dirigidas a once destinatarios
distintos, relacionados cada uno con el país desde el cual las escribe.
La carta escrita desde París va dirigida a A. Aberastain, con quien

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comparte el entusiasmo de recorrer el París que ambos soñaron en
las veladas literarias de San Juan.
Sarmiento comienza su viaje tras la publicación de Facundo
(1845). Esta obra, fundamental en el inicio de la literatura hispa-
noamericana, es considerada por González-Echevarría como uno
de los primeros ejemplos (junto a Una excursión a los indios ranque-
les de Lucio V. Mansilla) en los que el discurso legal de la coloni-
zación española es reemplazado por el discurso científico como
lenguaje autoritario de conocimiento, autoconocimiento y legi-
timación.7 Según González-Echevarría la mediación de los libros
de viaje científicos de los europeos que recorren América en el
siglo pasado juega un papel fundamental en dicho cambio (Myth
and Archive 103).
Siguiendo las consideraciones anteriores podemos considerar
Viajes como la obra en la que la mediación de los libros de via-
je científicos actúa de manera más patente. En primer lugar por
ser una obra surgida de un encargo oficial del gobierno chileno:
el estudio de la educación primaria en las naciones adelantadas y
los problemas de orden inmigratorio y colonizador. Se trata de un
viaje con un propósito práctico concreto, como los viajes de los
científicos europeos. El aspecto más arduo del viaje para el viaje-
ro europeo consiste en tratar de conservar su sentido de identi-
dad al mismo tiempo que busca conocimientos y así, el viajero,
que escribe para un público europeo, debe permanecer él mismo
europeo y perseverar en su identidad a pesar de la atracción de la
selva. Para ello utiliza una estrategia retórica que mantiene la dis-
tancia mediante las continuas expresiones de maravilla y la cons-
tante comparación entre Europa y el mundo colonial. Pero el más
útil instrumento de distanciamiento estriba en la práctica de la cla-
sificación y la taxonomía (González-Echevarría, Myth and Archive
108). Ese mismo recurso vamos a encontrarlo en el texto de Sar-
miento como uno de los principales recursos estratégicos utiliza-
dos por el autor. Sarmiento, aunque no siempre aparezca aparente

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en el texto, se enfrentará con París tratando de conservar su iden-
tidad de hispanoamericano. El afán taxonómico que rezuma todo
el texto puede tomarse como prueba de ese intento por distanciar-
se de la ciudad de París, una ciudad soñada y conocida.8
Presentar París a los lectores hispanoamericanos se le aparece
a Sarmiento como un tremendo desafío expresivo.9 Algunos de
los adjetivos que aplica a la ciudad nos muestran la inaccesibilidad
de su objeto de estudio: ‘pandemónium’, ‘camaleón’, ‘laberinto’.
Un párrafo al comienzo de la carta parece esclarecedor: ‘Acaso no
acierto a darle a Ud. una idea de París tal que pueda presentárselo
al espíritu, tocado, sentido bullir, hormiguear’ (118). Sarmiento tra-
tará de distanciarse mediante la clasificación y la comparación con
su país. En las primeras páginas trata de compendiar la multitud de
estímulos recibidos en la ciudad y ensaya unos primeros intentos
clasificatorios en los que intenta discernir entre las diferentes visio-
nes de París dependiendo de los intereses del viajero.

Es Ud. sabio? Entonces París tiene sus colecciones,… Es Ud. literato?


Entonces consagre un año a leer lo que publican cada día esa turba
de romancistas, poetas, dramaturgos… ¿Es Ud. artista? Aun dura la
Exposición del Louvre de 1846. Dos mil cuatrocientos objetos de arte,
cuadros, estatuas, grabados, jarrones, tapices de Gobelín, que ocupan
legua i media en los salones del Louvre… ¿Gústanle los sistemas
políticos? Oh! no entre Ud. en ese dédalo de teorías, de principios y
de cuestiones. Una cosa hai estraña, en despecho de la aparente calma
de esta ciudad enferma de fiebre cerebral. (119-120)

Pero ante tanta acumulación aparente, ante tanto desorden, Sar-


miento se propone disecar la ciudad, presentada taxonómicamen-
te, y lo expresa claramente a continuación.

Cuánto estudio y cuanta penetración necesita el viajero para entender


a París por este lado. Yo desespero, i sin embargo, empiezo a tener

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barruntos, a sentir que la lójica late en mi espíritu; me parece que
veo de cuando en cuando señales, columnas miliarias, linderos que
muestran el camino que ha de seguirse en este laberinto. Déjeme
tiempo, i yo he de sentir alguna vez que la convicción viene
formándose, fortificándose, endureciéndose, como aquellas rocas que
se ve que han sido al principio capas de arena movediza acumulada por
las aguas i removidas por los vientos. (121)

Este fragmento me parece de excepcional importancia pues,


al mismo tiempo que señala su deseo de aprehender el caos de la
cosmópolis por excelencia y su intención de ordenado, de apli-
car la misma taxonomía que aplicaban los viajeros y científicos
en sus libros de viaje por América, Sarmiento desliza al final un
recurso tomado directamente de tales obras y expresa su aproxi-
mación epistemológica con metáforas extraídas de la naturaleza.10
Es este un recurso que vamos a encontrar a menudo en el texto y
que sorprende como una forma deliberada de afirmar su identi-
dad. Veamos algunos ejemplos de ello. Cuando quiere comunicar
el incesante ruido de la ciudad, Sarmiento escribe: ‘El parisien-
se marcha impasible en medio de este hervidero de carruajes que
hacen el ruido de una cascada’ (117). Hablando de un amigo argen-
tino, Florencio Varela, por quien Sarmiento va recomendado a visi-
tar a un ministro, dice de él: ‘es el europeo aclimatado en el Plata
ya, como esas plantas exóticas que, a tres o cuatro jeneraciones, i
mediando la cultura esmerada, recobran al fin el perfume i el sabor
que les eran orijinales’ (118).
Tras su promesa de poner orden, Sarmiento fragmenta su visión
de París. Comienza examinando la vida política francesa (el frag-
mento más largo y el aspecto que más interés despierta en él ya que
se relaciona con sus intereses personales y se siente protagonista de
la misión a la que ha sido enviado) en un viaje que le lleva al cen-
tro del poder, la cámara legislativa, y al análisis detallado de una
sesión. A continuación relata el encuentro con una de las glorias

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de la Independencia, el general San Martín. La figura del general
retirado en París que recibe a Sarmiento, ‘sin aquella reserva que
pone de ordinario para con los americanos en sus palabras cuando
trata de la América’, es de por sí suficientemente irónica para mere-
cer un comentario. El encuentro con uno de los protagonistas de
su historia lleva a Sarmiento a fosilizarlo, a convertirlo en piedra.

Entonces, animándose la conversación, lo he visto transfigurarse, i


desaparecer a mi vista el campagnard de Grandbourg i presentárseme el
jeneral jóven, que asoma sobre las cúspides de los Andes, paseando sus
miradas inquisitivas sobre el nuevo horizonte abierto a su gloria… i así,
fascinado, la estatua de piedra del antiguo héroe de la independencia,
parecía enderezarse sobre su sarcófago para defender la America
amenazada. (137-38)

Tras unas páginas dedicadas a su infructuoso intento de publi-


car una traducción del Facundo, Sarmiento dedica la última parte
de su epístola a los placeres públicos, centrando su atención en los
bailes públicos en donde encuentra que ‘la sociedad se igualiza, las
clases se pierden’ (144), y en las carreras de caballos.
Sarmiento pasa revista a los principales componentes del mito
de París. Según Dolf Oheler el mito de París, según se ha consti-
tuido a lo largo de la historia de la literatura, se compone de cua-
tro dimensiones esenciales:11

l. La dimensión urbana y demográfica: París, la ciudad por


excelencia, la ‘fourmillante cité’.
2. La dimensión intelectual: París como centro de la civiliza-
ción, capital de las luces y las artes.
3. La dimensión histórica: París como hogar o foco de la revo-
lución.
4. La dimensión hedonista: París capital del placer.

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5. En el siglo xix se añaden dos nuevas dimensiones: París
como centro de la nueva aristocracia financiera, capital de la
burguesía y, a partir de la Comuna (1871), el mito del París
obrero.

Como comprobaremos al final de este capítulo, las secciones


en que Sarmiento divide su examen de la ciudad de París corres-
ponden casi exactamente con estas dimensiones del mito de París.
Si dijimos que el impulso taxonómico y la comparación con su
propio país son dos recursos mediante los cuales Sarmiento trata de
conservar su identidad a lo largo del texto, el siguiente fragmen-
to resultará de por sí elocuente al mostrarnos ambos unidos aun-
que, en esta ocasión, de manera irónica. Al intentar explicar a un
funcionario del ministerio de Relaciones Exteriores la política de
la Argentina, Sarmiento se encuentra de repente ante una incom-
prensión total que trata de imponer la visión de la política france-
sa en la política argentina.

M. Dessage me interroga. Quiero yo establecer los verdaderos


principios de la cuestión. Hai dos partidos, los hombres civilizados, i
las masas semibárbaras. —El partido moderado, me corrije el Jefe del
departamento político, esto es, el partido moderado que apoya a Luis
Felipe, el mismo que apoya a Rosas. —No señor, los campecinos
que llamamos los gauchos.—Ah! los propietarios, la petite propriété,
la bourgeoisie… Me esfuerzo en hacerle comprender algo; pero
imposible! es griego para él todo lo que le hablo… En resumen: Rosas
= Luis Felipe; La mazorca = El partido moderado; Los gauchos =
La petite propriété; Los unitarios = La oposición del National; Paz,
Varela, etc. = Thiers, Rollin, Barrot. (124)

Si desde que escribió en Chile Mi defensa (1843) Sarmiento trató


de descubrir su propia identidad y la de la cultura argentina aleján-
dose y observándola desde afuera, en Viajes llega al punto ­extremo

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de alejamiento. Como afirma González-Echevarría, Sarmiento se
aleja de su cultura para acercarse a ella como objeto de estudio,
a diferencia de los viajeros que se trasladaban de su cultura a una
extraña que se disponían a estudiar. Así ocurre que en Facundo, el
terreno que se va a explorar no es tanto el de la Argentina sino
el de los textos de los viajeros europeos (Myth and Archive 112).
Igualmente, en este viaje a París, parte de su itinerario transcurri-
rá por textos leídos sobre la ciudad del Sena. Volvamos de nuevo
al comienzo de la carta. Tras unos comentarios de carácter perso-
nal a su interlocutor, las primeras palabras que Sarmiento escribe
sobre París son las siguientes:

Desde luego, si ve Ud. a mis amigas en Santiago, dígales de mi parte


que no está aquí en este momento Eujenio Sue; pero que me han
mostrado al rengo Tortillard; ya está hombre hecho i derecho, siempre
cojo, i malo como siempre. Brazorojo se ha hecho honrado con su
contacto con la policía, i la Rigoleta goza de una grande reputacion
en el baile Mabille. Otras pérdidas mayores aun tenemos que deplorar!
No hai ni aquellas pocilgas i vericuetos donde los Misterios comienzan.
Se ha abierto por medio de la cité, una magnífica calle que atraviesa
desde el palacio de Justicia hasta la plaza de nuestra Señora, iluminada
de gas, i bordada de estas tiendas de París… En vano preguntará Ud.
dónde fueron los primeros puñetazos del Churriador con Rodolfo,
dónde vendía sus fritangas la Pegriote. Estas pobres jentes, oh dolor!
no saben nada. (115)

Sarmiento lamenta la desaparición del París conocido a través


de la ficción. Resulta irónico que su preocupación por la destruc-
ción del viejo casco de la ciudad que va dejando paso a las refor-
mas urbanas del emperador Louis Philippe12 se origine en el hecho
de que son los personajes de los folletones de Sue los que se que-
dan en la calle, huérfanos de escenario. En este fragmento pode-
mos comprobar la poderosa influencia de lo que llamamos el París

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textual en la formación de una imagen preconcebida y estereotípi-
ca de la ciudad. En este período que ahora examinamos no existía
todavía un abundante conjunto de textos específicamente hispa-
noamericanos sobre París ya que el discurso sobre París crecerá a
partir de la literatura del modernismo. Así, Sarmiento confronta el
París que ve con el París de la literatura de folletín, con los novelo-
nes de Eugenio Sue, y comprueba el cambio por el que está pasan-
do la ciudad.13
Tras este pasaje Sarmiento dedica unas páginas a la exploración
de algo que no nombra pero que sin duda le atrae por la diferencia
con la vida de su país: la modernidad. Es sorprendente el modo en
que nuestro autor aísla y define los elementos principales de lo que
se puede llamar modernidad, llegando al punto de coincidir con
el análisis llevado a cabo casi un siglo más tarde por Walter Benja-
min en su ensayo “París, capital del siglo xix”. Pero aun más sor-
prendente es notar que Sarmiento escribe estas observaciones entre
1845 y 1847, y no será sino hasta 1864 que Baudelaire comien-
ce a publicar en semanarios los poemas en prosa que compondrán
Le Spleen de París. Es en esta obra de Baudelaire en la que se basa
Benjamin para definir los rasgos fundamentales de París como ciu-
dad de la modernidad. Según Benjamin, en la cultura capitalista
los productos del hombre, la mercancía, pasan a dominar a éste.
Tanto burgueses como proletarios o flâneurs son despojados de su
esencia natural. En “París, capital del siglo xix” Benjamin yuxta-
pone descripciones elípticas que revelan la interiorización de las
mercancías en la economía capitalista. Cada una de las seis sec-
ciones se divide en dos partes: “Fourier o las Arcadas”, “Dague-
rre o los Panoramas”, “Grandville o las Exposiciones Universales”,
“Luis Felipe o el interior”, “Baudelaire o las calles de París” y
“Haussman o las barricadas”. El punto de partida de Benjamin son
las arcadas comerciales y no las factorías. París, como Londres, la
otra capital del siglo xix, es un centro administrativo y financie-
ro y no un centro industrial. París es el locus classicus de la cultura

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b­ urguesa (Higonnet 397). Paralelamente a la innovación técnica de
las arcadas aparecen los panoramas en los que se representa de forma
grandiosa la naturaleza dentro de un ambiente urbano. Las Expo-
siciones Universales significan una ampliación universal de la arca-
da al convertirse en lugares de peregrinación a la mercancía-fetiche
(Higonnet 397). Como contrapunto a la vida pública mostrada en
las exhibiciones, el individuo privado requiere que el interior le
sirva para mantener sus ilusiones. Así, su vivienda se convierte en
la antítesis de su lugar de trabajo. El coleccionista es así el autén-
tico morador del interior mediante la acumulación de objetos de
arte. Por otra parte Baudelaire explora las reconstruidas calles de
París y ofrece una imagen de su substrato social, de su moderni-
dad y sucumbe a las ‘fantasmagorías del espacio’ del flâneur, al culto
a la novedad y a la imagen del dandy. Finalmente, Haussman lleva
los bulevares a una apoteosis que enmascara su verdadero propó-
sito: apartar el proletariado a los suburbios para prevenir las barri-
cadas y agilizar el movimiento de tropas. Estos son, en síntesis, los
principales argumentos de Benjamin en su famoso estudio sobre
París.l4 El fragmento que vamos a utilizar para contrastar el tex-
to de Sarmiento es el que trata de Baudelaire y las calles de París.
Como ya se ha señalado, el París de Sarmiento y el de Baudelai-
re son casi contemporáneos. Pero la visión de Baudelaire es la de
un poeta habitante de la ciudad de París. La visión de Sarmien-
to es la de un visitante extranjero y, sin embargo, hay que recono-
cer la fina percepción del argentino en su primera exploración de
la ciudad. En un par de páginas Sarmiento esbozará claramente los
principales elementos de la modernidad: la experiencia urbana, la
velocidad, la multitud, el flâneur, la mercancía y la novedad frente a
la utilidad. Sarmiento descubre (al igual que Baudelaire o que Ben-
jamin en Baudelaire) las contradicciones que precisamente con-
vierten a París en el mito literario del siglo xix. Veremos que si
Sarmiento comienza lamentando la destrucción del París de Euge-
nio Sue, acabará abrazando, sin saberlo, el París de Baudelaire, al

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encontrar la modernidad. Y tal vez la contradicción que aparece
más clara para Sarmiento resulta ser la cuestión central de la ciu-
dad moderna, la ciudad como lugar de encuentro entre la indus-
tria y la estética (Bellet 8).
Marshall Berman señala a Rousseau como el primer autor que
usa el término modernidad con el sentido que tendrá a lo largo de
los siglos xix y xx (Berman 18). Su experiencia de la vida coti-
diana en una ciudad como París es expresada como un torbelli-
no (le tourbillon social). En su novela Julie, ou La Nouvelle Héloïse,
el joven protagonista experimenta el paso del campo a la ciudad
y trata de expresar su aturdimiento y sorpresa a su amada, Julia,
como ‘un choque perpetuo de grupos y cábalas, un continuo flu-
jo y reflujo de prejuicios y opiniones conflictivas’. Tras unos meses
en la ciudad escribe:

Cependant je commence à sentir l’ivresse où cette vie agitée et


tumultueuse plonge ceux qui ma mènent, et je tombe dans un
étourdissement semblable à celui d’un homme aux yeux duquel on
fait passer rapidement une multitude d’objects. Aucun de ceux qui
me frappent n’attache mon coeur, mais tous ensemble en troublent et
suspendent les affections au point d’en oublier quelques instants ce que
je suis et à qui je suis. Chaque jour en sortant de chez moi j’enferme
mes sentiments sous la clef, pour en prendre d’autre qui se prêtent aux
frivoles objects qui m’attendent.15

Este ambiente de agitación y turbulencia, de trastorno psíqui-


co y ebriedad, de expansión de la posibilidad de experiencias y de
destrucción de barreras morales y lazos personales, es la atmósfera
en la que nace la nueva sensibilidad moderna. Es esta misma atmós-
fera de la modernidad la que encuentra Sarmiento y, al igual que
el personaje de La Nouvelle Héloïse, trata de transmitirla a su inter-
locutor epistolar.

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El pobre recién venido, habituado a la quietud de las calles de sus
ciudades americanas, anda aquí los primeros días con el jesus! en la
boca, corriendo a cada paso riesgo de ser aplastado por uno de los dos
mil carruajes que pasan como exhalaciones, por delante, por detras,
por los costados (116).

En este caso no se trata del paso del campo a la ciudad, sino del
paso de un continente a otro, y los resultados son los mismos. La
experiencia de la velocidad, de un paisaje urbano compuesto por
vehículos en continuo movimiento es lo que primero llama la aten-
ción en la sensibilidad de nuestro autor. Pero no es únicamente el
atropellamiento de vehículos lo que percibe Sarmiento como nue-
vo sino, y más importante, el atropellamiento de ideas, el ‘continuo
flujo y reflujo de prejuicios y opiniones conflictivas’ en palabras del
personaje de Rousseau.

Una fisonomía del pensamiento francés ha desaparecido, no obstante


ser ella la que pretendia amalgamar esta variedad de opiniones i de
creencias contradictorias, eclectismo, que habia hecho un mosaico
de los sistemas, engañándose con la armonía del conjunto. Ha muer­
to  de muerte natural, como todas las cosas caducas que no están
fundadas en la verdad. Cuánto estudio y cuánta penetración necesita
el viajero para entender a París por este lado. (121)

El segundo elemento importante que Sarmiento detecta en este


paisaje urbano es la multitud.

Si Ud. se para delante de una grieta de la muralla i la mira con atención,


no falta un aficionado que se detiene a ver que está Ud. mirando;
sobreviene un tercero, i si hai ocho reunidos, todos los paseantes se
detienen, hai obstrucción en la calle, atropamiento. (117)

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El énfasis en ‘atropamiento’ es del propio Sarmiento. Es en este
‘atropamiento’, en esta multitud en donde nuestro autor encuen-
tra un personaje nuevo de la fauna urbana que trata de poner sen-
tido a todo ello: el flâneur.
Baudelaire definió al flâneur como ‘l’homme des foules’, el hom-
bre de las multitudes,l6 y es precisamente entre la multitud en don-
de Sarmiento divisa al flâneur.

Por otra parte, es cosa tan santa i respetable en Paris. el flâner, es una
funcion tan privilejiada que nadie osa interrumpir a otro. El flâneur
tiene derecho a meter sus narices por todas partes. El propietario lo
conoce en su mirar medio estúpido, en su sonrisa en la que se burla de
él, i disculpa su propia temeridad al mismo tiempo. (117)

Walter Benjamin, en su estudio sobre Baudelaire, dedicó todo


un capítulo a la figura del flâneur. Veamos en primer lugar cuál es
la definición del flâneur que nos presenta Benjamin para comparar-
la con la visión de Sarmiento.
Benjamin encuentra a este flâneur en las fisiologías tan populares
de la época. Es probablemente en la Physiologie du flâneur (1842)
de Charles Philipon en donde Sarmiento supo de él.17 Las prime-
ras palabras de Benjamín acerca del flâneur encajan de manera sor-
prendente con la propia imagen de Sarmiento como explorador de
la urbe que comentamos al comienzo de este capítulo: ‘The lei-
sure quality of these descriptions fits the style of the flâneur who
goes botanizing the asphalt’. Esa actitud de ‘botánico del asfalto’
define precisamente la de un Sarmiento que se propone analizar la
selva urbana con los medios de un explorador que clasifica y defi-
ne.18 Benjamin describe a continuación el medio natural del flâneur:

Strolling could hardly have assumed the importance it did without the
arcades… It is in this world that the flâneur is at home; it provides ‘the
favorite sojourn of the strollers and the smokers, the stamping ground

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of all sorts of little métiers’, with its chronicler and its philosopher…
The arcades were a cross between a street and an intérieur… The street
becomes a dwelling for the flâneur; he is as much at home among
the façades of houses as a citizen in his four walls. To him the shiny,
enameled signs of businesses are at least as good a wall ornament
as an oil painting is to a bourgeois in his salon. (Benjamin, Charles
Baudelaire: A Lyric Poet in the Era of High Capitalism 37)

Sarmiento comienza su definición del flâneur reconociendo que


tiene que tomar prestada la palabra del francés,19 como le ocurri-
rá con otros elementos de la modernidad, y aprovecha al mismo
tiempo para criticar la herencia española

El español no tiene una palabra para indicar aquel farniente de los


italianos, el flâner de los franceses, porque son uno y otro su estado,
normal. En París, esta existencia, esta beatitud del alma se llama flâner.
Flâner no es como flairer, ocupación del ujier que persigue a un deudor.
El flâneur persigue también una cosa, que él mismo no sabe lo que
es; busca, mira, examina, pasa adelante, va dulcemente, hace rodeos,
marcha, i llega al fin… a veces a orillas del Sena, al boulevard otras,
al Palais Royal con mas frecuencia. Flanear es un arte que solo los
parisienses poseen en todos sus detalles; i sin embargo, el extranjero
principia el rudo aprendizaje de la encantada vida de París por ensayar
sus dedos torpes en este instrumento de que solo aquellos insignes
artistas arrancan inagotables armonías. (117)

Sarmiento detecta en seguida el carácter errático del flâneur


como su principal característica. A continuación decide conve-
nirse él mismo en un flâneur, tipología que, como vimos, se adap-
ta muy bien a su papel de explorador de la urbe.

Je flàne, yo ando como un espíritu, como un elemento, como un


cuerpo sin alma en esta soledad de París. Ando lelo; paréceme que no

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camino, que no voi sino que me dejo ir, que floto sobre el asfalto de
las aceras de los bulevares… Solo aquí puedo a mis anchas estasiarme
ante las litografías, grabados, libros i monadas espuestas a la calle en
un almacen; recorrerlas una a una, conocerlas desde lejos, irme, volver
al otro dia para saludar la otra estampita que acaba de aparecer. (116)

Sarmiento reconoce la segunda característica principal del


­flâneur, su relación con la ciudad, con las calles y con las mercan-
cías que se ofrecen en las vitrinas. Notemos también otro descubri-
miento que coincide con Baudelaire, la soledad entre la multitud
de la ciudad, ‘como un cuerpo sin alma en esta soledad de París’,
que nos recuerda el fragmento “Les foules” perteneciente a Le
Spleen de Paris:

Multitude, solitude: termes égaux et convertibles pour le poète actif


et fecond. Qui ne sait pas peupler sa solitude, ne sait pas non plus être
seul dans une foule affairée. (Baudelaire, Le Spleen de Paris 94)

Como señala Benjamin, las arcadas, esos pasajes cubiertos que


convierten la calle en una especie de interior, pobladas de mer-
cancías expuestas en escaparates, son el entorno natural del flâneur.
Veamos cómo Sarmiento, convertido él mismo en un flâneur, des-
cribe con precisión el medio ambiente en que se desenvuelve este
personaje.

Conozco ya todos los talleres de artistas del boulevard; la casa de


Aubert en la plaza de la Bolsa, donde hai exhibicion permanente
de caricaturas; todos los pasajes donde se venden esos petits riens que
hacen la gloria de las artes parisienses. I luego las estatuetas de Susse i
los bronces por doquier, i los almacenes de nouveautés, entre ellos uno
que acaba de abrirse en la Calle Vivienne con doscientos dependientes
para el despacho, i 2000 picos de gas para la iluminación. (117)

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Siguiendo el itinerario del flâneur, Sarmiento habla de los ‘pasa-
jes’, que no son otra cosa sino las ‘arcadas’. Precisamente el proyec-
to inacabado de Benjamin sobre el siglo xix y su capital se titulaba
en alemán Passagen-Werk (Las arcadas) por considerarlas un símbolo
de la ciudad al ser al mismo tiempo interior y exterior. Es por ello
que en París un extranjero se siente en casa, porque puede habi-
tar la ciudad del mismo modo que habita sus cuatro paredes y Sar-
miento es consciente de ello.20

Sólo en París también, el extranjero es el dueño, el tirano de la ciudad.


Museos, galerías, palacios, monumentos, todo está abierto para él,
menos para el parisiense, a toda hora i en todos los días… He aquí la
piedra de toque de la cultura intelectual de una nación, aunque no sea
la de la instrucción del individuo. (118)

Pero el descubrimiento más importante es la relación direc-


ta entre el flâneur y la mercancía expuesta en las arcadas o pasa-
jes. Como afirma Benjamin, ‘the intoxication to which the flâneur
surrenders is the intoxication of the commodity around which
surges the stream of customers’ (Benjamin, Charles Baudelaire 55).
La relación que Sarmiento experimenta como flâneur en las calles
de París, paseando bajo las arcadas y mirando los escaparates de las
tiendas, es algo nuevo para él. En Santiago, la ciudad de donde vie-
ne, tan sólo los almacenes de novedades llegadas de Europa, que a
mitad del siglo todavía no eran muy numerosos pero que comen-
zaban a aparecer con más frecuencia con la activación del comer-
cio, le habían permitido una experiencia similar con ‘esos petits riens
que hacen la gloria de las artes parisienses’. Los almacenes de nove-
dades que Sarmiento podía conocer no pueden compararse con
los ‘almacenes de nouveautés’ que cita en su texto y que, por la des-
cripción que hace de uno de ellos, ‘con doscientos dependientes
para el despacho, i 2000 picos de gas para la iluminación’, tan sólo
puede tratarse de uno de los primeros grandes almacenes que apa-

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recen en la ciudad de París. Sarmiento debió ser testigo de la apa-
rición de uno de los primeros grand magasins, pues el más famoso
de ellos, Au Bon Marché, se abrió al público siete años más tarde.21
La importancia de su observación se deriva del hecho de ser pre-
cisamente estos grandes almacenes que comenzaban a nacer en la
ciudad los que acarrearían el fin del flâneur.

If the arcade is the classical form of the intérieur, which is how the
flâneur sees the street, the department store is the form of the intérieur’s
decay. The bazaar is the last hangout of the flâneur. If in the beginning
the street had become an intérieur for him, now this intérieur turned
into a street, and he roamed through the labyrinth of merchandise
as he had once roamed through the labyrinth of the city. (Benjamin,
Charles Baudelaire 54)

Como hemos podido comprobar, Sarmiento ha detectado los


principales elementos de lo que puede llamarse la vida moderna
a través de su corta experiencia urbana en París y documenta con
sorprendente precisión la presencia del flâneur como protagonista
de tal paisaje urbano moderno en su relación con la ciudad como
interior (pasajes) y con las mercancías. Como apuntamos anterior-
mente, lo que aparece más claro para Sarmiento en el carácter de
la ciudad moderna es el hecho de que ese espacio urbano se con-
vierta en lugar de encuentro entre la industria y la estética.
Para finalizar nos detendremos en algunos pasajes de su carta que
nos presentan las contradicciones de Sarmiento tras su encuentro
con París (Europa) como origen y al mismo tiempo como moder-
nidad a la que se debe aspirar. Será en estos fragmentos en donde
surja de manera velada la cuestión de la identidad nacional y per-
sonal, que tanto le preocupaba. La cuestión central estriba en las
dificultades expresivas con que se encuentra a la hora de trasladar
sus impresiones. Se trata de una cuestión que estará presente, de
manera consciente o inconsciente, en todos los autores que viajan

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a París (o a otros países europeos o a los Estados Unidos): ¿Cómo
trasponer la estructura de una sociedad ‘más adelantada’, percibi-
da a través del ‘ojo miope’ de un representante de las sociedades
‘menos adelantadas’?

Mayor se hace todavía la dificultad de escribir sobre viajes, si el viajero


sale de las sociedades menos adelantadas, para darse cuenta de otras que
lo son más. Entonces se siente la incapacidad de observar, por falta de
la necesaria preparación del espíritu, que deja turbio y miope el ojo,
a causa de lo dilatado de las vistas, y la multiplicidad de los objetos
que en ella se encierran. No hay nada que me haya fastidiado tanto
como la inspección de aquellas portentosas fábricas que son el orgullo
y el blasón de la inteligencia humana, y la fuente de la riqueza de los
pueblos modernos. No he visto en ellas sino ruedas, motores, balanzas,
palancas y un laberinto de piecesillas que se mueven no sé cómo,
para producir qué sé yo qué resultados; y mi ignorancia de cómo se
fabrica el hilo de coser ha sido punto menos tan grande, después de
recorrer una fábrica, que antes de haberla visto. (Sarmiento, Viajes:
De Valparaíso a París 28)

Si la industria y la producción de bienes y mercancías del cre-


ciente capitalismo provoca la estupefacción de Sarmiento (circuns-
tancia que se notará en mayor medida en su paso por los Estados
Unidos), el sistema político francés no le impresiona y su inspec-
ción de cerca le revela una clase política corrompida y un sistema
poco democrático. La constatación de ello le lleva a escribir con
desencanto: ‘Yo que estoy a la altura de París, cosa que experimen-
tan otros antes de llegar, no presto atención a las habladurías; estoy
iniciado en el secreto; sé lo que pocos saben.’ (130) Con estas pala-
bras enigmáticas Sarmiento deja entrever que en esa exploración
minuciosa de París ha comenzado a descubrir las grietas del mito.22
La última parte de su carta a Aberastain la dedica a los ‘place-
res públicos’:

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Pero hai aun otro costado de París que me ha llamado profundamente
la atención, i son los placeres públicos i la influencia que ejercen sobre
las costumbres de la nación. Aquí donde la intelijencia humana ha
llegado a sus últimos desenvolvimientos, donde todas las opiniones,
todos los sistemas, las ciencias como las creencias, las artes como la
imajinacion, marchan en líneas paralelas, sin atajarse las unas a las otras
como sucede en otras naciones, sin descollar un ramo por la excesiva
depresion de otros aun mas importantes; aquí donde el hombre marcha
en la verdad como en el error sin tutela, sin trabas, la naturaleza
humana se muestra a mi juicio en toda su verdad i puede creerse que
es realmente tal como ella se presenta, i que ha de presentarse así toda
vez que se la deje seguir sus inclinaciones naturales. No hai que decir
que el lujo corrompe la enerjía moral del hombre, ni menos que el
placer lo enerva, puesto que a cada momento vése a este pueblo dar
síntomas de energía moral desconocida entre los pueblos más frugales
o mas sobrios. El francés de hoi es el guerrero más audaz, el poeta mas
ardiente, el sabio más profundo, el elegante mas frívolo, el ciudadano
mas celoso, el joven mas dado a los placeres, el artista más delicado i
el hombre más blando en el trato con los otros. Sus ideas i sus modas,
sus hombres i sus novelas, son hoi el modelo i la pauta de todas las
otras naciones; i empiezo a creer que esto que nos seduce por todas
partes, esto que creemos imitación, no es sino aquella aspiración de
la índole humana a acercarse a un tipo de perfección, que está en ella
misma i se desenvuelve mas o ménos, segun las circunstancias de cada
pueblo. (142)

Como podemos comprobar, el lujo y los placeres, que serán a


finales del siglo los elementos de la vida parisina en los que se
encontrará la causa de la decadencia y degeneración moral de toda
una generación, son considerados por Sarmiento como una etapa
final en un proceso de perfección social. Sarmiento encuentra un
aspecto muy positivo en los bailes públicos, en donde ‘la sociedad
se igualiza, las clases se pierden, la mujer de clase ínfima se pone en

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contacto con los jóvenes de alta alcurnia, los modales se afinan, i
la unidad i homogeneidad del pueblo queda establecida; el públi-
co se constituye’ (144).
Por último Sarmiento se ocupa de las carreras de caballos, que
le parecen un modelo de ‘civilidad’:

El hipódromo es una creación nueva del espíritu parisiense, que se


incorporará bien pronto en el catálogo de diversiones públicas de todas
las naciones europeas, y que debiera ser transportado incontinenti a
América, en donde echaría raíces profundas, como todo lo que es
eminentemente popular. (146)

También merece la pena tener en cuenta la aparición del tér-


mino ‘catálogo… de las naciones europeas’ al que se incorporan
novedades como la del hipódromo. Al igual que otros términos
mencionados anteriormente, como ‘archivo’ y ‘colección’, el con-
cepto de ‘catálogo’ será de capital importancia en la constitución
del discurso sobre París en Hispanoamérica. Más adelante veremos
cómo tales imágenes pasan a otros escritores hasta constituirse en
núcleos semánticos de la visión mítica de París.
La mayor contradicción de Sarmiento se nos aparece en sus con-
sideraciones finales sobre la conveniencia de trasladar el ritual de
las carreras de caballos a América. En tales comentarios se trasluce
la dicotomía que anima toda su obra: civilización o barbarie. Por
una parte no deja de admirar las cualidades del gaucho:

Nuestros gauchos i nuestros guasos son insignes equitadores i…si una


cuadrilla de chilenos o de arjentinos mostrase su lazo o sus bolas aquí,
y cojiese un toro, o domase un caballo salvaje, se quedarían pasmados
estos parisienses… (446)

Pero a tales cualidades naturales les falta, según Sarmiento, el


molde y refinamiento de la civilización.23

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Pero fáltanos a nosotros arte, esto es, el arte antiguo, las posiciones
nobles de la estatuaria, el estudio de las fuerzas, i la gracia i jentileza
de las clases cultas. Con nuestro poder de guasos sobre el caballo y el
arte europeo, el hipódromo sería en América una diversión popular i
una alta escuela de cultura. (147)

De esta manera nos encontramos con que Sarmiento termina la


carta sobre París discutiendo la cuestión de la identidad hispano-
americana a través de la imagen del caballo y su diferente uso, en la
civilización (hipódromo) y en la barbarie (gaucho). La conclusión
no es difícil de adivinar. Sarmiento se inclina por la ‘civilización’.

Pero en Chile empiezan a creer hombres mui serios, que el chileno


es chileno i no europeo, sin acordarse de que Quiroga, Rosas, López
sostenían lo mismo con respecto a los arjentinos, i han dado los
espectáculos de que hemos sido testigos… Necesito educarme en Italia
i en España para hablar de bellas artes i de teatros. A mi vuelta de
aquellos países, volveré a hablarle de París. Adiós mi querido doctor.
(147)

Cuando hablábamos de las contradicciones de Sarmiento nos


referíamos a esta aparente renuncia a una identidad hispanoameri-
cana.24 Cuando Sarmiento afirma que encuentra falsa la concepción
de que ‘el chileno es chileno y no europeo’, está circunscribiéndose
a su concepción de la dicotomía entre civilización y barbarie. Si tie-
ne que elegir entre el caballo del gaucho y el caballo del hipódro-
mo, Sarmiento elegirá el caballo ‘civilizado’ del hipódromo. Pero el
contacto con la ciudad de sus sueños no deja a Sarmiento huérfano
de identidad ni con la certeza de que tal ciudad y la civilización que
representa sean el modelo de perfección que aparecía en algunos de
sus comentarios. Como ya vimos al comienzo Sarmiento tratará de
conservar su identidad utilizando los métodos del explorador euro-
peo en América, figura a la que tanto admira.25 Sarmiento tratará

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de distanciarse mediante la clasificación y la comparación con su
país. Será la última parte de su viaje, su paso por los Estados Uni-
dos, lo que haga matizar sus juicios. Ante la discontinuidad radical
de los Estados Unidos con respecto a Europa e Hispanoamérica,
estas dos últimas se acercarán y apreciará una semejanza de conti-
nuidad (Hozven 442). El uso de metáforas extraídas de la naturale-
za nos parece también un modo deliberado de afirmar su identidad.
Por último, comentarios como los siguientes nos demuestran que
su valoración de la civilización europea es contradictoria,26 y en
la metrópolis, como en la selva, también se encuentra la barbarie:

Eh! la Europa! triste mezcla de grandeza y de abyección, de saber y de


embrutecimiento a la vez, sublime y sucio receptáculo de todo lo que
al hombre eleva o le tiene degradado, reyes y lacayos, monumentos y
lazaretos, opulencia y vida salvaje. (Viajes: De Valparaíso a París 146)

Muchos escritores han sucumbido a la alegoría que conecta


París, la urbe moderna, con una selva. Dumas escribió una nove-
la titulada Mohicans de París basándose en el libro sobre los indí-
genas de América del Norte, The Last Mohican, escrito por James
F. Cooper.27 El propio Victor Hugo presenta en Los miserables una
sorprendente escena en la que la selva aparece como el arquetipo
de la existencia en masa de la ciudad.28 Más adelante veremos de
qué manera otros hispanoamericanos como Darío o Quiroga recu-
rren a la misma imagen de la selva como alegoría de París. Pero en
el caso de Sarmiento es distinto. Para Sarmiento no se trata de un
territorio en el que el caos se impone ante la lucha por la vida. Si
en el texto de Sarmiento afloran las imágenes naturalistas ello se
debe a que su visión de París como una selva está mediatizada por
su posición de explorador que pone orden y clasifica, como los via-
jeros europeos que exploraban América.
Pero, ¿cuáles son las consecuencias del viaje exploratorio de
Sarmiento a París? Recordemos que se trataba de un viaje con un

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propósito determinado: el estudio de la educación primaria en las
naciones adelantadas y los problemas de orden inmigratorio y colo-
nizador. Catorce años más tarde, en 1863, se publica un artículo
en La Revista de Buenos Aires titulado “Los hispanoamericanos en
Europa” bajo el seudónimo de ‘Abancay’.29 En dicho artículo se
trata precisamente el asunto de la educación de jóvenes hispano-
americanos en Europa y el problema de la identidad que discutie-
ra Sarmiento al final de su carta.

La América española puede recibir el contajio personal de la civilización


europea ó norte-americana de dos modos: ó enviando sus hijos mas
intelijentes á recibir en otra atmósfera cierto baño de luz y cultura; ó
recibiendo en su seno, con amplia y bien entendida hospitalidad, los
aluviones humanos que la Europa, exhuberante de población y fuerzas
industriales nos envie. (98)

En poco más de diez años la figura del viajero científico, del his-
panoamericano cultivado que, como Sarmiento, viaja para com-
parar y tratar de sacar provecho de sus observaciones y estudios en
Europa, comienza a ser sustituída por la imagen del dandy, como
ya vimos en cierto modo en la figura del joven Mansilla, imagen
que se concretará en el modernismo. Ello representa una preocu-
pación para ciertos sectores de la sociedad que aparece patente en
las premisas del texto que vamos a examinar.

¿Cuál es la edad más conveniente para que un jóven americano vaya á


Europa? Bajo que condiciones debe viajar ó residir allí? Qué sistema
deberá seguir para que sus viajes sean bastante fructuosos? (99)

La importancia de este artículo reside en el hecho de ser muestra


patente de la preocupación que suscita la siguiente pregunta: ¿De
qué manera afecta el viaje a Europa (ocupando París la mayor par-
te del campo semántico en Europa) a un hispanoamericano?

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El autor define tres posibles protagonistas del viaje: el niño que
va a instruirse, el joven que va a ‘pasearse y divertirse’ y el joven con
estudios en América que va a Europa a ‘perfeccionarse en sus cono-
cimientos y su educación’. La posibilidad de que el niño pierda su
identidad nacional aparece como la mayor preocupación: ‘Tene-
mos por seguro que el solitario infante espatriado adquirirá moral-
mente la nacionalidad del colegio en que hará sus estudios’ (100).
Las compensaciones que conlleva la educación en Europa tienen
el inconveniente de dejar al joven ‘moralmente desnacionalizado’.

Todas las nociones que se concretan en las palabras patria y familia,


están casi borradas de su alma, ó al menos poderosamente neutralizadas
por otras impresiones é ideas. Los hábitos que habrá adquirido no
se acomodarán á las costumbres de su país natal. Tendrá idéas muy
distintas sobre el amor, el derecho y el deber; su alma y sus sentidos,
educados por el espectáculo de una civilización llena de grandezas, de
prodigios y fascinación, no comprenderán la pobreza y el modo de ser
de nuestra sociedad. El joven semi-europeo será en su patria casi un
extranjero, —de seguro un fastidiado permanente; y del fastidio á la
indiferencia, el desdén y una maledicencia petulante y descontentadiza,
la distancia no será larga. (102)

El segundo escenario es el que más se parece a la situación de


algunos jóvenes aspirantes a escritores que van a París:

El joven tiene veinte ó veintidos años; su padre es rico y le ha enviado


á pasearse i conocer el mundo con todos los recursos necesarios para
darse gusto. Sigámosle paso á paso en sus curiosos y estériles viajes.
(102)

Es un hecho que el viaje a París implica unos medios económi-


cos sustanciales para financiar el transporte y la estancia. Los escri-
tores hispanoamericanos que se aventuran a tal viaje pueden ser

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clasificados en dos grupos principales: los pertenecientes a la bur-
guesía comercial o agraria cuyas familias les costean el viaje (Silva,
Güiraldes, Quiroga, Rodríguez) y los que consiguen viajar gra-
cias a su relación con el poder, a través de puestos diplomáticos o
de representación, o con empresas periodísticas (Sarmiento, Darío,
Carrillo).
A continuación el autor del artículo se centra en París y en los
aspectos que la asemejan a la ‘ciudad del mal’.30

¿A dónde se dirije desatentado y como sonámbulo? Pues á dónde va á


ser sino á París! á París, la ciudad májica, la irresistible cortesana de la
civilización, que atrae con sus sonrisas y sus cantos á todos los curiosos
boqui-rubios y desocupados del orbe! (103)

El peligro que más preocupa al autor del artículo no es tanto la


perdida de valores morales, sino la pérdida de la identidad nacio-
nal que puede operarse en poco tiempo en el hispanoamericano
que visita París.

Ya está en París nuestro peruano, chileno, colombiano ó mexicano.


Llega a buen tiempo… Provisto de buena ropa en Londres, el cándido
personajillo se lanza, apenas se instala en el hotel, á pasear por los
májicos Boulevards… Hélo ahí en campaña, apenas al vestir el uniforme
del dandy… Una hora después está desconocido… y en todo el
individuo no se hallará señal alguna que le haga parecer americano.
(104-5)

‘¿Cual es la causa de esa insensatez que se apodera de tantos


jóvenes hispanoamericanos en las capitales europeas?’ se pregun-
ta el autor. Las consecuencias de tales viajes a París una vez que el
joven se queda sin dinero y tiene que volver a su tierra natal se le
aparecen claras.

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El pobre fátuo es una caricatura de parisiense, y cada uno de sus jestos
es una triste y ridícula mueca. Todo le parecerá extraño, absurdo,
intolerable. Debe ser republicano, á fuer de ciudadano de una
república, y no es sinó una especie de imperialista absurdo que admira
las grandezas del imperio francés sin dar razon de ellas ni comprenderlas
en ningún sentido. Debe ser franco, sencillo y jovial como somos casi
todos en América, y no es sino un petulante acicalado y ceremonioso.
Debe ocuparse de lo que a su patria interesa y no habla sino de París y
Francia, y atosiga a todo el mundo con su francesismo imperturbable,
ostentando sin ton ni son. (112)

El artículo termina con una serie del recomendaciones y con-


diciones que debe cumplir un joven hispanoamericano que viaje
a Europa, entre las que destacan las siguientes: que su carácter esté
formado, que sus ideas republicanas estén consolidadas, que haya
trabajado, que lleve un propósito determinado y que esté sometido
a la vigilancia o tutela de alguien que pueda guiarle en el ‘inmenso
laberinto de la civilización europea’. Podemos inferir, por la reac-
ción que provoca en este artículo publicado en 1863, hasta qué
punto el viaje a París se había convertido, ya a mitad de siglo, en
un ritual obligado de gran parte de la juventud perteneciente a la
burguesía hispanoamericana. El tipo de joven hispanoamericano
que hemos visto descrito con sarcasmo por el autor del artículo lo
seguiremos encontrando a final de siglo encarnado en la figura de
escritores como José Asunción Silva. Si en el texto de Sarmiento
la imagen de París quiere aparecer como origen, aunque ello que-
de en cierto modo desmentido por el propio substrato del texto,
en este artículo escrito unos años después se agudiza la lucha dia-
léctica en la búsqueda de la identidad nacional de los hispanoame-
ricanos. París comienza a convertirse, a los ojos de algunos, en la
representación alegórica del Otro.

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notas

1
George D. Schade en “Los viajeros argentinos del ochenta,” Indice X.28
(1984): 82-103, examina los libros de viajes de autores argentinos de la segunda
mitad del siglo xix. Entre ellos destaca: Viajes a Europa, África y América (1849)
de Domingo F. Sarmiento, De Aden a Suez (1855) de Lucio Mansilla, Recuerdos
de viaje (1880) de Lucio V. López, Impresiones (1884) de Martín García Mérou,
Del Plata al Niagara (1884) de Paul Groussac, En viaje (1884) de Miguel Cané
y Viajes y observaciones (1892) y Por mares y por tierras (1899) de Eduardo Wilde.
2
Acerca de la relación del museo con el origen véase el interesante trabajo de
Eugenio Donato, “The Museum’s Furnace: Notes toward a Contextual Rea-
ding of Bouvard and Pécuchet”, Textual Strategies: Perspectives in Post-Structuralist Cri-
ticism, ed. Josué V. Harari. (Ithaca, New York: Cornell University Press, 1979)
213-238. Donato afirma a este respecto: ‘The Museum, as well as the question it
tries to answer, depends upon an archeological epistemology. Its representational
and historical pretensions are based upon a number of metaphysical assumptions
about origins —archeology intends, after all, to be a science of the archés’ (220).
3
Las palabras de Said, op. cit., acerca del discurso europeo sobre el oriente pue-
den ser aplicadas al acercamiento europeo a Iberoamérica: ‘Orientalism is never
far from what Denys Hay has called de idea of Europe, a collective notion iden-
tifiying “us” Europeans as against all “those non-Europeans, and indeed it can be
argued that the major component in European culture is precisely what made that
culture hegemonic both in and outside Europe: the idea of European identity as
superior one in comparison with all the non-European peoples and cultures’ (7).
4
Kathleen Ross, en “A Natural History of the Old World: the Memorias
of Fray Servando Teresa de Mier,” Revista de Estudios Hispánicos (Vassar). Octo-
ber (1989): 87-99., examina las memorias del mexicano Fray Servando Teresa
de Mier, quien viaja al viejo mundo a principios del siglo xix y describe algu-
nos países europeos por los que pasa. Ross señala el paralelismo retórico entre
esta descripción del viejo mundo y el modo en que se describía el nuevo mun-
do en las crónicas como un modo de subversión de los modelos establecidos por
las crónicas en Hispanoamérica. Igualmente apunta de qué modo están presen-
tes los textos fundadores en la literatura que comienza a despuntar en Hispano-
américa y la tendencia que llega hasta nuestros días de reescribir las crónicas. En
el caso de Sarmiento no están presentes las crónicas como modelo, sino los libros
de viajes de exploradores y científicos europeos como Von Humbolt.
5
La edición que vamos a utilizar para examinar la carta dedicada a París es la
siguiente: Domingo Faustino Sarmiento, “París,” Obras: Viajes por Europa, África
y América, (París: Belin Hermanos, Editores, 1909) V: 114-47. En la introducción

79

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a otra edición, Viajes: De Valparaíso a París, (Buenos Aires: La cultura argentina,
1922), Julio Noé señala acerca de la difusión del texto: ‘En 1849, de vuelta ya en
Santiago, fueron publicados los Viajes por Europa, África y América. Salieron de las
prensas de Julio Belin, venido con él de Francia para establecer en su sociedad el
negocio de imprenta… Sus páginas fueron reproducidas por muchos diarios con-
temporáneos de Chile y de Montevideo. En 1856 se hizo en Buenos Aires una
nueva edición, y otras dos cuando se coleccionaron por disposición del gobier-
no todos sus escritos en las Obras Completas, reimpresas en 1909 por los editores
Belin Hermanos, de París’ (15).
He conservado los textos sin modificar la ortografía. En 1847, dos años antes
de que se publicara Viajes, sale a la luz en Chile la Gramática de la lengua castella-
na destinada al uso de los americanos de Andrés Bello. Las peculiaridades ortográfi-
cas de estos textos de Sarmiento se deben probablemente, no sólo a su voluntad,
sino a una política editorial seguida en Chile con respecto a la ortografía, como
consecuencia de la reforma de Bello.
6
Roberto Hozven, en “Domingo Faustino Sarmiento”. Historia de la literatura
hispanoamericana: del romanticismo al modernismo, ed. Luis Iñigo Madrigal. Crítica
y Estudios Literarios. Madrid: Cátedra, 1987. II: 427-445, señala a este respecto:
‘DFS insiste sobre esta soledad expresiva del escritor hispanoamericano, cuando
rechaza los dos modelos de viaje entonces vigentes: el del viaje escrito y el de las
impresiones de viaje. Desestima al primero porque engendra duplicados de lo ya vis-
to y descrito que carecen de novedad porque la vida civilizada reproduce en todas partes los
mismos medios de existencia. Desestima al segundo porque la facundia de espíritu de
sus autores (Dumas, por ejemplo) lleva la descripción al punto de no saberse si lo que
se lee es una novela caprichosa o un viaje real sobre un punto edénico del planeta. Fren-
te al celo mimético del uno y la invención edénica del otro, el escritor america-
no (consumidor de modelos él mismo privado de modelos) queda supeditado al
vigor autonímico con que se atreva a fundar la validez de su propio discurso: He
escrito lo que he escrito, porque no sabría clasificarlo de otro modo (438).
7
Merece señalarse la coincidencia de que Mansilla, al igual que Sarmiento,
escribiera una obra en la que explora el interior de su país, Una excursión a los
indios ranqueles (1870), otra en la que trata de seguir el modelo del Facundo sin
mucho éxito, Rozas. Ensayo histórico-psicológico (1896), y un libro de viajes, De
Aden a Suez (1955). Pero si Sarmiento puede ser comparado al explorador euro-
peo que emprende un viaje comisionado por su gobierno, Mansilla se asemeja
más a la imagen del dandy. Su primer viaje a Europa lo emprende por la ruta con-
traria, desde la India, acompañado de seis criados y con el proyecto, que pron-
to abandona, de invertir en algún negocio de importación de objetos de lujo del
Oriente. Perteneciente a una generación más joven que Sarmiento, Mansilla se
nos aparece como un cambio cualitativo en lo que al viaje a Europa se refiere,

80

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como un anticipo de la imagen del dandy que tanto se prodigará en el modernis-
mo. Merece la pena señalar que, en su segundo viaje a Europa, esta vez acompa-
ñando a su padre, el joven Mansilla coincide con Sarmiento en el barco que los
llevaba a Rio de Janeiro y, al parecer, no se trató de un encuentro muy cordial.
Sobre la biografía de Mansilla véase el estudio de José Luis, Lanuza, Genio y figu-
ra de Lucio V. Mansilla, (Buenos Aires: Editorial Universitaria de Buenos Aires,
1965). Acerca de Una excursión a los indios ranqueles, véase el artículo de Carlos J.
Alonso, “Oedipus in the Pampas: Lucio Mansilla’s Una excursión a los indios Ran-
queles,” Revista de Estudios Hispánicos (Vassar) XXIV.2 (1990): 40-59.
 8
Sarmiento abre la carta a Carlos Tejedor, escrita desde Ruan, poco después
de pisar Europa por vez primera, con estas palabras: ‘Avise usted a los míos, mi
buen amigo, que he tocado tierra en Europa, que he abrazado, más bien dijera,
esta Francia de nuestros sueños’. Véase, Domingo F. Sarmiento, Viajes: De Val-
paraíso a París, (Buenos Aires: La cultura argentina, 1922) I: 130.
 9
Acerca de este texto Roberto Hozven, op. cit., escribe: ‘Como Colón, una
vez más es la sorpresa que va del conocimiento sabido al visto; con la diferencia
de que el escotoma, en esta ocasión, no estaba en América sino en Europa’ (432).
10
Es interesante apreciar la coincidencia de Sarmiento con Delvau, amigo
de Baudelaire, en la visión de la ciudad de París en estratos geológicos. Walter
Benjamin, en Charles Baudelaire: A Lyric Poet in the Era of High Capitalism, escri-
be: ‘Delvau, Baudelaire’s friend and the most interesting among the minor mas-
ters of the feuilleton, claimed that he could divide the Parisian public according
to its various strata as easily as a geologist distinguishes the layers in rocks’ (39).
11
Dolf Oheler en “Mythologie Parisienne. Lecture d’un poeme de Heine:
‘Soucis Babyloniens’,” Paris au XIXe siècle: aspects d’un mythe littéraire, ed. Roger
Bellet. Littérature et idéologies. (Lyon: Presses Universitaires de Lyon, 1984),
señala acerca de la relación entre estas dimensiones: ‘Il va de soi que tous les
aspectes du mythe central sont étroitement liés entre eux, qu’on parle rarement
de l’un sans se référer implicitement ou explicitement aux autres, ou du moins á
celui qui est le plus raproché. Bien entendú le mythe est differentment accentué
selon le moment où il est énoncé, mais aussi selon les présupposés ideologiques
tant de l’auteur que de son public’ (81-90).
12
Las trasformaciones de la ciudad que relata Sarmiento (‘Se ha abierto por
medio de la cité, una magnífica calle que atraviesa desde el palacio de Justicia
hasta la plaza de nuestra Señora, iluminada de gas…’) se deben al predecesor de
Haussman, el Conde de Rambuteau, prefecto de París de 1833 a 1848. Curio-
samente, sus reformas principales coinciden con las presenciadas por Sarmiento:
‘Paris le doit le percement de nouvelles rues, la construction d’egouts, la plan-
tation d’arbres, l’eclairage au gaz des rues et jusqu’à cette invention pragmatique
et pudique: les urinoirs’ (Le Clère 536).

81

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13
Medio siglo después de realizado este viaje Miguel Cané, otro escritor argen-
tino viajero, escribe un artículo, “Sarmiento en París”, La Bibioteca I.7 (1896): 517-
542, en el que trata de recobrar la memoria del París descrito por Sarmiento. Cané
percibe claramente la existencia de un París textual que Sarmiento lleva consigo:
‘La primera impresión que Sarmiento comunica á Aberastain, es característica;
como el joven que llega á Edimburgo ó a Verona, cree ver por todas partes á María
Estuardo ó a Romeo y Julieta, la generación de Sarmiento sólo veía á París á tra-
vés de los Misterios de Eugenio Sue. La influencia del romanticismo francés había
penetrado y conquistado los espíritus americanos, con más fuerza, ayudada por la
imaginación, que treinta años antes los enciclopedistas’ (523).
14
Para un análisis más detallado sobre el proyecto de Walter Benjamin titu-
lado “Arcadas”, véanse el brillante estudio de Susan Buck-Morss, The Dialectics
of Seeing: Walter Benjamin and the Arcades Project, (Cambridge: The MIT Press,
1991), el artículo de Anne Higonnet Margaret Higonnet, and Patrice Higonnet,
“Façades: Walter Benjamin’s Paris”, Critical Inquire 10.3 (1984): 391-419 y el tra-
bajo de Dolf Oehler, “Paris capitale du XIXe siecle: La construction de l’histoire
chez Benjamin.”, Paris au XIXe siècle: aspects d’un mythe littéraire, ed. Roger Bellet.
Littérature et idéologies, (Lyon: Presses Universitaires de Lyon, 1984) 11-25.
Marshall Berman, en su estupendo estudio sobre la modernidad, All That Is
Solid Melts Into Air: The Experience of Modernity, (New York: Penguin, 1988), opi-
na acerca del método utilizado por Benjamin: ‘Benjamin’s Parisian writings cons-
titute a remarkable dramatic performance, surprisingly similar to Greta Garbo’s
in Ninotchka. His heart and his sensibility draw him irresistibly towards the city’s
bright lights, beautiful women, fashion, luxury, its play of dazzling surfaces and
radiant scenes; meanwhile his Marxist conscience wrenches him insistently away
from these temptations, instructs him that this whole glittering world is decadent,
hollow, vicious, spiritually empty, oppressive to the proletariat, condemned by
history. He makes repeated ideological resolutions to forsake the Parisian temp-
tation —and to forbear leading his readers into temptation— but he cannot resist
one last look down the boulevard or under the arcade; he wants to be saved, but
not yet’ (147). Acerca de ello, Patrice Higgonet, op. cit. comenta: ‘In his stress on
interiorization, Benjamin’s treatement of the phenomenon of commodity fetis-
hism deliberately deviates from orthodox Marxism. The subterranean structure
of the exposé is a cumulative sequence of parallel phantasmagorias —those of the
marketplace and those of interiorization’ (392).
15
Citado por Marshall Berman, op. cit., (18). Cita tomada del original fran-
cés de Jean Jacques Rousseau, Julie ou la Nouvelle Héloïse, (Paris: Editions Ren-
contre, 1970) 321-22.
16
Citado por Walter Benjamin en Charles Baudelaire: A Lyric Poet in the Era of
High Capitalism, (London: NLB, 1973) 46.

82

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17
Walter Benjamin en Charles Baudelaire: A Lyric Poet in the Era of High Capi-
talism, (London: NLB, 1973) señala a este respecto: ‘From the itinerant street
vendor of the boulevards to the dandy in the foyer of the opera-house, there was
not a figure of Paris life that was not sketched by a physiologue’ (35).
En su artículo “Reflexiones para otras lecturas del relato costumbrista,” Revista
de Estudios Hispánicos XXIV.2 (1990): 13-39, Enrique Pupo-Walker desvela, en
una nota, la existencia de una fisiología del flâneur. ‘No olvidemos, por otra parte,
el interés que tuvo Balzac, entre otros, por los esotéricos tratados de fisiología que
surgen en Francia hacia 1840, y que se tradujeron enseguida al español. Recor-
daremos, por ejemplo, la Physiologie du flâneur (1842) de Charles Philipon’ (33).
18
Después de presentada la primera versión de este texto como dissertation
en la University of Texas at Austin, en 1992, tuve ocasión de consultar el libro
de Mary Louis Pratt, Travel Writing and Transculturation (New York: Routledge,
1992), en donde coincide en la visión de Sarmiento como un flâneur que utili-
za los medios de los exploradores y científicos europeos en su examen de París:
‘Though Sarmiento himself does not draw the analogy, the flaneur is in many
ways an urban analogue of the interior explorer. Indeed, his joys and privileges,
as Sarmiento describes them, uncannily resemble those of the naturalist… To
the flaneur Paris yields the analogue of what Humboldt found in the equinoc-
tial regions: a bulging cornucopia, a place of endless, exotic variety and plenty,
all the possibilities simultaneously present. What Humboldt sees in the jungles
and pampas, Sarmiento sees in the shops of the Rue Vivienne, the collections of
the Jardin des Plantes, the museums, galleries, bookstores, and restaurants’ (192).
19
Casi un siglo más tarde, Justo Sierra, en Obras completas (México: UNAM,
1949) vol. VI, Viajes, se sigue haciendo la misma pregunta que Sarmiento:
‘¿Cómo se traduce en castellano el verbo francés fláner…? Vaguear caprichosa-
mente con la seguridad de no ser cazado por el pensamiento interior, como una
mosca por una araña; vaguear con la certeza de la perpetua distracción para los
ojos, con la certeza de objetivar siempre, de no caer en poder de lo subjetivo…;
vaguear basculado por la gente, afianzándose de los cristales de los escaparates…
mirando al interior de las casas’ (73).
20
Véase, a este respecto la introducción de Hannah Arendt a la recopilación
de trabajos de Walter Benjamin, Iluminations, ed. Hannah Arendt (New York:
Schocken Books, 1969) 21.
21
Acerca de los grandes almacenes véase el artículo de Anne Friedberg, “Les
Flâneurs du Mal(l): Cinema and Postmodern Condition”, PMLA 106:3 (1991),
en donde escribe: ‘Department Stores became central fixtures in capitalist cities
in the mid nineteenth century. Bon Marché opened in Paris in 1852 and Macy’s
in New York in 1857’ 419-431. Friedberg estudia la relación entre el flâneur y su
final con la llegada de los grandes almacenes.

83

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22
En su minucioso análisis de la política francesa Sarmiento provee cifras con
las que demuestra la ausencia de democracia real en Francia: ‘Pero vea Ud. algu-
nas cifras. La Francia tiene 35.000.000 de habitantes i 270.000 electores. Elegi-
dos segun lo que poseen y no segun lo que saben… Toca, pues, un diputado a
cada 490 electores. Ya Ud. ve que 490 pesonas no es ganado tan arisco que no
puede amansársele por los dones, por los favores… La Francia ha caido en este
horrible lazo, y en vano se ajita, lucha, protesta; ella no es el país legal, ni el país
electoral’ (135).
23
Julio Noé, en su introducción a Viajes: de Valparaíso a París, comenta acerca
del concepto de civilización en Sarmiento: ‘Pero, ¿Qué entendía Sarmiento por
civilización? Nos recuerda en sus Viajes la definición que trae Salvá en su diccio-
nario, porque el de la Academia no hace fe hoy. Según ella, civilización es aquel grado
de cultura que adquieren pueblos y personas, cuando de la rudeza natural pasan al pri-
mor, elegancia y dulzura de voces y costumbres propios de gente culta. Para Sarmiento
no podía ser éste, como era lógico, el verdadero concepto. Yo llamaría a esto civi-
lidad; pues las voces muy relamidas, ni las costumbres en extremo muelles, representan la
perfección moral y física, ni las fuerzas que el hombre civilizado desarrolla para someter a
su uso la naturaleza (12).
24
Carlos J. Alonso en op. cit. señala identica contradicción en Andrés Bello al
confrontar Hispanoamérica y Europa: ‘In all his writings, Bello endeavored to
place Spanish America in the larger context of Western culture and history, the-
reby undermining the claims of unconditional originality and modernity that
was the founding intellectual conceit —as well as the rhetorical dead-end— of
the new republics’. (57)
25
En la carta desde Río de Janeiro, anterior a su llegada a Europa, Sarmiento
escribe: ‘Humboldt con la pluma y Rugendas con el lápiz, son los dos europeos
que más a lo vivo han descrito la América. Rugendas ha recogido todas las vis-
tas del Brasil, y tal cuadro suyo de la vegetación tropical, sirve de modelo de ver-
dad y de gusto en las aulas de dibujo de Europa; México, el Perú, Bolivia, Chile,
Arauco, la República Argentina y el Uruguay, le han suministrado en 20 años
de viajes, tres mil sujetos de paisajes, vistas, costumbres, y caracteres americanos
bastantes a enriquecer un museo’ (Viajes: De Valparaíso a París 128-9). De nuevo
encontramos otro término importante en el acercamiento de los hispanoameri-
canos a París: el museo. En este caso Sarmiento lo utiliza para definir metafórica-
mente el enfoque de la realidad hispanoamericana por parte de los exploradores
y científicos europeos. Ese mismo enfoque será utilizado por los hispanoameri-
canos que verán Europa, y en especial París, como un museo.
26
Roberto Hozven, en op. cit., señala a este respecto: ‘Entre América y Euro-
pa, en ese periodo que va desde su desembarco en El Havre hasta su reembarco
para los EE.UU., DFS percibe mayoritariamente diferencias: valorizadas con res-

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pecto a Europa, desvalorizadas con respecto a América. El parámetro evaluador es
siempre el dinamismo… La segunda oposición Europa/EE.UU., introducirá dos
cambios mayores con respecto a la anterior, primero: una reversión de la valora-
ción, ocupando esta vez Europa el polo desvalorizado y EE.UU., el sobrevalo-
rizado; enseguida, un desplazamiento regresivo de la desvalorizada Europa hacia
el término América, con el cual acabará asimilándose’ (441-2).
27
La novela de James F. Cooper, The Last of the Mohicans, influyó al parecer en
la visión alegórica de París como una selva por parte de los propios autores fran-
ceses. Walter Benjamin, en Charles Baudelaire: A Lyric Poet in the Era of High Capi-
talism; señala a este respecto: ‘At the very beginning , the Mystéres de Paris refers
to Cooper in promising that the book’s heroes from the Parisian underworld
are no less removed from civilization than the savages who are so esplendidly depicted by
Coopero But Balzac in particular never tired of referring to Cooper as his model.
The poetry of terror of which the American woods with their hostile tribes on the warpa-
th mcountering each other are so full, this poetry which stood Cooper in such good stead
attaches in the same way to the smallest details of Parisian life (42 ).
28
‘What had happened on this street would not have astonished a forest. The
tree trunks and the underbush, the herbs, the inextricable intertwined branches,
and the tall grasses lead an obscure kind of existance. Invisible things flit through
the teeming immensity. What is below human beings perceives through a fog
what is above them’. Citado por Walter Benjamin en Charles Baudelaire: A Lyric
Poet in the Era of High Capitalism, (London: NLB, 1973) 62.
29
Abancay, “Los hispanoamericanos en Europa”, La revista de Buenos Aires:
Historia Americana, Literatura y Derecho. 2 (1963): 99-114. Publicado originalmen-
te en la Revista Americana, como indica una nota al final del texto, el artículo es
reimpreso en La revista de Buenos Aires ese mismo año, lo cual indica el interés
concedido al tema por la sociedad de la época.
30
Acerca de la identificación de París con el mal en la literatura hispanoame-
ricana véase el trabajo de Francisco Javier Hernández, “Paris, le ‘mal nécessaire’
des Latino-américains autour des années 1900”, Paris et le phenomene des capitales
littéraire. Carrefour ou dialogue des cultures, ed. Pierre Brunel. 2 vols. (Paris: Univer-
sité de Paris-Sorbonne, 1984) 1: 263-272. Hernández señala cómo se consideró
la obsesión por París como una enfermedad a la que se llamó parisina o parisitis,
‘sorte d’intoxication plus o moins grave selon l’age, les conditions de vie, le carac-
tère et les aspirations des individus… Cette inoculation de parisina touche princi-
palement ceux que l’on purrait appeler les poètes-misère’ (259).

85

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III

La crónica modernista como almacén


de novedades: Enrique Gómez Carrillo y París

Bajo mis balcones el pueblo ruge. El galope pesado y continuo de


los escuadrones de coraceros que recorren las calles para impedir
que el público salga de los bulevards é invada los barrios tranquilos,
hace temblar, en las rinconeras de mi cuarto, las delicadas figulinas
de Sajonia, que evocan en mi alma nostálgica la imagen del siglo
galante y cortesano que precedió a nuestro agitado siglo.
(Gómez Carrillo, Sensaciones de París y de Madrid 83)

Pero ¿Quién no calcula hoy en el mundo? En nuestro siglo todo


es un comercio, hasta la poesía, hasta el odio, hasta el amor.
(Gómez Carrillo, Sensaciones de París y de Madrid 99)

Si consideramos la relación entre Hispanoamérica y París como


una historia de amor y desdén que se desarrolla a caballo entre dos
siglos, hay un personaje que sin duda recaba el derecho a ser el
protagonista: Enrique Gómez Carrillo. No se puede ignorar que
sus méritos incluyen desde la francesa Legión de Honor, máxi-
ma condecoración otorgada por la República, hasta la leyenda de
haber sido quien entregó a la espía Mata Hari a las tropas aliadas.
Cuando repasamos la relación personal de los escritores moder-
nistas con la ciudad de París, la mayoría de ellos se nos apare-
cen encontrándose en un momento u otro con Enrique Gómez
Carrillo, quien parece presidir como gran maestro de ceremonias
de esa ciudad soñada convertida en realidad. Tres de esos encuen-
tros nos parecen significativos: en primer lugar el encuentro entre

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Darío y Gómez Carrillo. Fue Darío, según confesión propia,
quien señaló a Gómez Carrillo ‘el camino de París’, cuando aún
ni él mismo había emprendido tal viaje. Así, cuando Darío visita
por primera vez París, será Gómez Carrillo quien le guíe por la
ciudad y le presente a los admirados simbolistas, de cuyo círculo
ya formaba parte.1 El segundo encuentro no es en París, pero me
parece significativo por ser entre Gómez Carrillo y José Asunción
Silva, el primero de vuelta de París (en uno de sus pocos viajes
de vuelta a su tierra) y el segundo trasladándose de Venezuela a
Colombia. El barco en que viajaban ambos se hundió poco antes
de llegar a la costa y en él se perdió gran parte de las obras de Sil-
va, entre ellas una novela que se desarrollaba en París y que poco
después reescribiría con el título de De sobremesa. La frívola acti-
tud de Carrillo durante el naufragio le granjeó todo el desprecio
de Silva.2 El tercer encuentro ocurre en París, en 1900 y tiene por
protagonista a un joven que viajaba allí por vez primera con ilu-
siones de gloria y fama en el parnaso modernista: Horacio Qui-
roga. El encuentro con Gómez Carrillo en un café y la actitud
desdeñosa de éste para con la tierra de donde ambos provenían,
determinarían al joven uruguayo (entre otras cosas) a abandonar
la ciudad soñada, convertida en una realidad de pesadilla, y vol-
ver rápidamente a su patria.3
Estos y otros encuentros suscitan la imagen de un Gómez Carri-
llo ubicuo cuya identificación con París despierta recelos entre sus
contemporáneos. Si nos acercamos a la opinión de la crítica nos
encontramos con juicios igualmente contradictorios sobre su figu-
ra. El propio Darío lo describe como

un caso único. Nunca ha habido un escritor extranjero compenetrado


con el alma de París como Gómez Carrillo. No digo esto para elogiarle.
Ni para censurarle. Señalo el caso… Si no ha llegado a escribir sus
libros en francés, es porque no se dedicó a ello con tesón. Mas en su
estilo, en su psicología, en sus matices, en su ironía, en todo, ¿quién

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más parisiense que él? Muerto Jean Lorrain, no hay entre los mismos
franceses un escritor más impregnado de París que Gómez Carrillo.
(“París y los escritores extranjeros” 464)

Enrique Anderson Imbert señala que ‘su información de toda


la literatura europea era fabulosa’, tilda su estilo de ‘impresionis-
ta’ y, hablando de sus libros de viajes por todo el mundo, apunta
que ‘estas tierras eran provincias de su alma afrancesada (y, claro, de
sus estancias en Francia salieron sus mejores crónicas)’ (Historia de
la literatura hispanoamericana, V.I 444). Max Henríquez Ureña tam-
bién señala positivamente el gran acopio de información que pre-
senta Gómez Carrillo en sus crónicas: ‘Muchas de esas crónicas de
aparente frivolidad son jugosos ensayos que han requerido una lar-
ga y paciente preparación’ (Breve historia del modernismo 394). Junto
a tal apreciación Henríquez Ureña emite un juicio sobre el escritor
guatemalteco que encontraremos muy a menudo desde la perspec-
tiva americana:4 ‘Hombre sin escrúpulos ni preocupaciones morales,
era, por lo que toca a la política internacional, un escéptico, y nunca
mostró interés por los destinos de América’ (392). Tales opiniones
llegarán al extremo de un compatriota que lo señalará como mues-
tra de la ‘evasión repudiable de una burguesía descastada y absentis-
ta’ (Cardoza y Aragón, Guatemala, las líneas de su mano 170).
Como vimos al final del capítulo anterior, ya a mediados de siglo
se advertía sobre los peligros de pérdida de identidad nacional que
podía traer consigo el viaje a París. Gómez Carrillo será señalado
por sus propios compatriotas como un ejemplo de tal enajenación.
Con Gómez Carrillo entramos en una fase diferente en la rela-
ción de los escritores hispanoamericanos con París. En 1891, más
de treinta años después de que Sarmiento visitara la capital de Fran-
cia, el jovencísimo aprendiz de escritor se embarca en el puerto de
San José rumbo a España, pensionado por su gobierno para escri-
bir artículos sobre Guatemala. Pero su ilusión por visitar París le
lleva a desembarcar en El Havre en lugar de en Cádiz.5 La imagen

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de París que Gómez Carrillo llevaba consigo era sin duda diferen-
te de la de Sarmiento y sus motivos para emprender el viaje ini-
ciático no tienen ya nada que ver con los propósitos pedagógicos
que impulsaban al escritor argentino. Como trataré de mostrar en
las páginas que siguen, Gómez Carrillo representa la imagen del
escritor modernista como comerciante o como turista en oposición
a la imagen del escritor como explorador que vimos en Sarmiento.
La mediación de los libros de viaje científicos europeos será susti-
tuida en cierta medida por la mediación del comercio. Ya vimos
cómo el viaje de Mansilla, con los proyectos de empresas comercia-
les y sus atributos de dandy, representa en cierto modo un cambio
cualitativo. A este respecto, las palabras del propio Gómez Carrillo
consignadas en el epígrafe me parecen significativas: ‘Pero ¿Quién
no calcula hoy en el mundo? En nuestro siglo todo es un comer-
cio, hasta la poesía, hasta el odio, hasta el amor’. En segundo lugar
hay que comprobar el cambio estratégico en las coordenadas del
escritor. Sarmiento tuvo siempre como centro de su vida y su obra
a la Argentina, y sus viajes a la periferia, como ya vimos, fueron
siempre un modo de acercarse y comprender ese núcleo en donde
se unen la identidad nacional y el ansia de progreso. Para Gómez
Carrillo el centro se establecerá en París, fuera de Hispanoaméri-
ca, y alrededor de París todo el resto del mundo tendrá la calidad
de satélite por donde el escritor deambula.6 Sarmiento descubre
en París la figura del flâneur y ejerce de tal por las arcadas en un
momento en el que, debido a la aparición de los grandes almace-
nes, tal figura comienza a desaparecer. Gómez Carrillo represen-
ta el paso siguiente en el que el escritor se convierte en un flâneur
universal cuya mirada curiosa no se contenta con las arcadas y se
extiende a otros países y regiones lejanas del mundo, en una actitud
heredera de las Exposiciones Universales y los panoramas. Como
señala Aníbal González, ‘desde joven tuvo el privilegio, que anhe-
laron tantos hispanoamericanos de su generación, de vivir en París,
es decir, en el centro’ (La crónica modernista hispanoamericana 165).

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Porque la mirada de Sarmiento en París conllevaba un propósi-
to específico, aprender de la capital de Francia lo que pudiera apli-
carse a las nacientes repúblicas de Hispanoamérica. De ahí que en
su texto aparezcan privilegiados los espacios públicos en donde se
define la vida de la comunidad (el parlamento, el baile, el hipódro-
mo). El interés por los foros oficiales en París es compartido por
muchos viajeros hispanoamericanos y parece una tendencia que se
interrumpe con los modernistas.7
Sarmiento se encuentra con una ciudad que, bajo la prefectu-
ra de Rambuteau, anuncia la reestructuración llevada a cabo por
Haussmann con la destrucción de barrios enteros y la aparición de
los bulevares. Recordemos cómo Sarmiento se lamenta de la des-
aparición del París soñado en los folletones de Sue. Si Sarmiento
presentaba una visión problematizada y fragmentada de la ciudad de
París (recordemos sus quejas acerca de la inaccesibilidad de su obje-
to de estudio), en Gómez Carrillo vamos a encontrar una visión
compacta y fijada. En ese sentido resulta más moderna la visión de
Sarmiento.8
Como trataremos de probar más adelante, el discurso sobre París
de Gómez Carrillo es un discurso mítico. Tal empeño mitificador
de París le exige en primer lugar presentarse en el centro mismo
del mito, hablar desde su núcleo como oráculo y, en segundo lugar,
desproblematizar la ciudad, mostrada con unos rasgos fijos (que no
excluyen el movimiento como tal rasgo). Sin duda, al igual que
en el proyecto de Haussman, podemos encontrar en la simplifica-
ción una carga ideológica que explica la ausencia de los foros polí-
ticos preeminentes en la visión de Sarmiento o las consideraciones
acerca del baile público como ‘igualador de la sociedad’ que tan-
to interesaron al argentino.9 Como veremos al examinar los textos
de Gómez Carrillo, los espacios privilegiados en la ciudad de París
no serán fruto de una exploración del autor sino de un cuidadosa
selección en la que resulta tanto o más significativo lo que es esco-
gido como lo que se descarta.

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Otro elemento importante al considerar la visión de París en la
obra de Gómez Carrillo estriba en el vehículo a través del cual se
disemina: la crónica. Como vimos anteriormente, Sarmiento decide
utilizar el género epistolar que, si por un lado le confiere la seriedad
de un género de la Ilustración, también le permite la confidenciali-
dad e intimidad necesarias para expresarse saliéndose de los límites
del ensayo tradicional. La crónica permitirá algo que ni las cartas y
ni siquiera la novela le permitiría: la propagación del mito. Debido
a su carácter periodístico, la crónica sirvió de vehículo diseminador
de nombres de autores, interpretaciones de obras e ideas estéticas
y funcionó, en consecuencia, como una suerte de ‘tejido conecti-
vo’ que fomentó la idea del modernismo como un movimiento casi
unitario a lo largo y a lo ancho de Hispanoamérica (González, La
crónica modernista hispanoamericana 63). Es así como nos encontra-
mos con que el mito de París se disemina por el medio más rápido
y más arraigado en el modernismo: la crónica. La crónica se con-
vertirá, especialmente en manos de Gómez Carrillo y de Darío, en
el medio difusor más importante de París como mito a lo largo de
toda Hispanoamérica. Un ejemplo del prestigio que logra la cróni-
ca sobre París lo encontramos en Pedro Balmaceda, inspirador de
los primeros sueños sobre París de Darío. Francisco Contreras des-
cubre cómo el joven escritor chileno escribía crónicas desde París
sin haber nunca pisado la ciudad del Sena siguiendo una tenden-
cia que encontramos ya en Gutiérrez Nájera y en Julián del Casal:

Balmaceda adoraba a los modernos escritores franceses, cuyos últimos


libros estaba leyendo siempre, y era gran aficionado a todas las
artes. Escribía en La Epoca sobre los Salones de pintura y publicaba
“Correspondencia de París”, que firmaba con el pseudónimo de A. de
Gilbert. y solían ser tomadas por verdaderas cartas francesas. (52)

Pero, ¿cuál ha sido la evolución de la imagen de París des-


de que Sarmiento la visitara a mediados de los años cuarenta? Si

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c­ onsideramos la existencia de una imagen de París que circula a
través de textos por Hispanoamérica, tal imagen proviene sin duda,
y en primer lugar, del París textual transmitido por la propia cul-
tura francesa. Recordemos cómo Sarmiento llevaba en la cabeza
un París textual recibido de los folletones de Sue. Con tal imagen
es con la que confrontará su primera mirada directa a la ciudad. El
París textual que heredan los modernistas en general, y un Darío
o un Gómez Carrillo en particular, proviene ya de otra generación
de escritores franceses. Si Sarmiento no llega a conocer la visión de
París de Baudelaire aunque, como vimos anteriormente, la intuye,
los modernistas recibirán ya la imagen de París de los simbolistas.
El París del Segundo Imperio, el París de Louis Phillipe que Sar-
miento conoció es ahora la capital de la Tercera República que ha
pasado por la reestructuración urbana de Haussmann, por la ocupa-
ción alemana y por la insurrección de la Comuna en 1871. Como
afirma Bancquart,

le traumatisme de la Commune a longtemps marqué Paris et la


littérature de Paris… Les transformations de Haussmann avaient fait
souffrir, de Baudelaire à Victor de Laprade, bien des artistes attaches
à leur ville. Des avenues neuves étaient nées, que l’on trouvait sans
esprit; les ouvriers avaient été rejetés aux faubourgs, et la confusion des
classes dans un même quartier n’était plus aussi intime… Paris a cessé
d’être un grand corps, un vaisseau, une conscience collective; plus
encore, il a cessé d’offrir aux individus la possibilité de projeter en lui
leurs désirs, et de les sublimer en un mythe harmonieux… Une telle
dispersion dure jusqu’au début du siècle; les conséquences de l’Affaire
Dreyfus, les tendances de la sociologie naissante, et l’acceptation de
l’urbanisme selon Haussmann, font alors que des écrivains perçoivent
une ville réunifiée. (10)

Si hay un mito que surge de la época de la Comuna es el del


París bohemio. El bulevar ha sustituido a las arcadas y el bohemio al

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flâneur. El libro de cabecera del joven Gómez Carrillo que sale en
1891 para París es Scènes de la vie bohême de Murger. Como ocurri-
rá en muchas ocasiones, el París textual recibido en Hispanoaméri-
ca no corresponde cronológicamente al París real. Cuando Gómez
Carrillo llega a París, la vida de bohemia descrita por Murger se
ha acabado y la bohemia con que se encuentra, o que se empeña
en identificar como tal, no tiene nada que ver con aquella. Pero es
también el París de los naturalistas, el París de Zola, y el París de
los simbolistas, de Verlaine y Moréas entre otros muchos el que lle-
va consigo Gómez Carrillo.10
La propagación de una imagen textual de París en Hispano-
américa debe también mucho a las revistas y catálogos de moda
femenina. Como atestiguan algunos títulos en su bibliografía como
Psicología de la moda femenina o La mujer y la moda, este será uno
de los elementos predominantes en la visión de París de Gómez
Carrillo.11
Otro modo de diseminación de París en Hispanoamérica pro-
viene, sin duda, de las Exposiciones Universales celebradas en París
desde 1855.12 Las Exposiciones Universales se les aparecen a las
nuevas repúblicas iberoamericanas como el mejor medio de expo-
nerse al mundo, de ser reconocidas en un mismo recinto físico inter
pares. Es por tal razón por la que muchas de ellas se aprestaron a
presentarse a las exposiciones universales que, desde mitad de siglo,
se celebran en París.13 Si es una oportunidad para reforzar la identi-
dad nacional es también una ocasión que no desaprovecha la prensa
para mandar a sus primeros corresponsales, que traerán de ahí una
imagen reforzada de París como centro del mundo, como la cos-
mópolis que dirige el concierto de las naciones.14

Ce n’est que vers la fin su siècle que les voyages devinrent plus faciles
pour ceux qui n’avaient pour toute richesse que leur enthousiasme
juvénile. La presse du Brésil, de l’Argentine, du Mexique, entre
autres, se décide alors à envoyer des correspondants à Paris à l’occasion

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d’evenements importants comme les Expositions Universels de 1889
et surtout de 1900. (Seris 257)

Ya desde 1855 la asistencia a las Exposiciones Universales se con-


vierte en una cuestión de prestigio y se nombran comisarios y se
publican costosos catálogos en francés y español en que se deta-
lla la participación de los países de Hispanoamérica. Prueba de tal
importancia es el folleto editado en México en 1884, titulado His-
toria de las exposiciones desde los tiempos más remotos hasta nuestros días;
carta en que se demuestra la importancia y utilidad de innaugurar inme-
diatamente una exposición universal en México.15
Son precisamente las Exposiciones Universales las que llevan a
París a uno de los fundadores de la prosa modernista, José Martí,
y a su máximo representante, Rubén Darío. A continuación exa-
minaré las crónicas que Martí y Darío escribieron respectivamente
para las exposiciones de 1889 y de 1900, ya que pueden servirnos
de contrapunto a la visión de París que disemina Gómez Carrillo
a través del mismo género.
La relación de Martí con París representa un eslabón más des-
de Sarmiento hasta los modernistas. Si, como señalamos anterior-
mente, Sarmiento encuentra su centro en la Argentina y ve París
desde tal perspectiva, el centro de José Martí está en toda Ibero-
américa y su visión de París estará marcada por tal relación con
todo el subcontinente. No hay duda que la literatura francesa ejer-
ce una influencia en la obra de Martí que sus propias palabras dejan
entrever:

(los libros franceses) son como sus vinos, transparentes, fragantes,


espumosos. Los libros de otros pueblos seducen por su severa belleza;
éstos por su belleza graciosa. La frase inglesa, como una bestia de acero,
se escapa de la mano del domador, y la frase francesa, como blanca
paloma con cinta azul al cuello, se le posa en la mano.16

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Pero como señala Alejo Carpentier en su ensayo “Martí y Fran-
cia”, la visión de París que aparece en los textos del cubano es más
crítica que la que desplegarán los modernistas.l7

París es una ciudad a la que Martí amaba profundamente. No lo


ocultaba. La conocía en sus teatros, sus restaurantes y cafés famosos,
así como en los menores vericuetos de su vida intelectual. Pero sus
artículos, sus ensayos, sobre la literatura y las artes de Francia, no
incurrían en los pecados de beata y mansa admiración que en el futuro
cometerían demasiados “cronistas” latinoamericanos, más o menos
discípulos de Gómez Carrillo. (247)

En efecto, la visión de París que encontramos en la obra de


Martí se acerca más a la de Sarmiento (recordemos la admiración
del argentino por el joven escritor y luchador cubano) que a la
de Gómez Carrillo. Veamos por ejemplo la opinión que expre-
sa Martí sobre la influencia que ejerce París en las ciudades ame-
ricanas, influencia que deslumbró a Darío y que hizo que Gómez
Carrillo y otros como él emprendieran el viaje iniciático a la capi-
tal de Francia. En uno de sus apuntes de viaje Martí señala a pro-
pósito de Caracas:

En la ciudad, una vida rara semipatriarcal, semiparisiense, espera a los


forasteros. Las comidas que en ella se sirven, exceptuando algunos
platos del país, las sillas para sentarse, los trajes que se usan, todo
es europeo… se sueña con soluciones extranjeras para problemas
originales; —se quiere aplicar sentimientos absolutamente genuinos,
fórmulas políticas y económicas nacidas de elementos completamente
diferentes. Allí se conocen admirablemente las interioridades de Victor
Hugo, los chistes de Proudhon, las hazañas de los Rougon Macquart
y Naná. En materia de República, después que imitaron a los Estados
Unidos, quieren imitar a Suiza… En literatura, tienen delirio por
los españoles y los franceses. Aunque nadie habla la lengua india del

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país, todo el mundo traduce a Gautier, admira a Janin, conoce de
memoria a Chateaubriand, a Quinet, a Lamartine. Resulta, pues, una
inconformidad absoluta entre la educación de la clase dirigente y las
necesidades reales y urgentes del pueblo que ha de ser dirigido. (“Un
viaje a Venezuela” 232)

Como se puede ver, este pasaje de Martí enlaza con el artícu-


lo “Los hispanoamericanos en Europa” (1863) en donde el autor
advertía del peligro de pérdida de la identidad nacional que con-
lleva la europeización. Todos los elementos importados de Euro-
pa que, como vimos anteriormente, provocan en Darío el deseo
de viajar a París suscitan en Maní una reflexión crítica. Martí con-
sidera un elemento que no aparece entre las preocupaciones pri-
mordiales de gran parte de los primeros modernistas: la naturaleza
y la identidad hispanoamericana como algo a lo que se accede con
esfuerzo, volviendo la vista hacia la propia tierra. Esto es algo que
aparece meridianamente claro en Martí.

Es allí donde hay que estudiar, en el libro de la naturaleza, junto a esas


míseras chozas. Un país agrícola necesita una educación agrícola. El
estudio exclusivo de la literatura crea en las inteligencias elementos
morbosos, y puebla la mente de entidades falsas… (“Un viaje a
Venezuela” 233)

Si un modernista como Leopoldo Díaz, utilizando una de las


metáforas más próximas al mito de París, dirá que ‘Darío trajo a
Buenos Aires la biblioteca del simbolismo’,18 Martí adviene aquí
que ‘hay que estudiar, en el libro de la naturaleza’. Si existe un París
textual que llega a Hispanoamérica, también la naturaleza, según
Martí, es un texto al que se debe prestar atención. Tal división
entre el campo y la ciudad hispanoamericana que trata de imitar a
la gran cosmópolis queda clara en su texto cuando, poco antes del
final, expresa así la dicotomía patente entre la ciudad de ­Caracas y

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la naturaleza que la rodea: ‘En la ciudad, París; en el campo, Persia’
(239). No será hasta finales del siglo xix y, más específicamente, has-
ta principios del nuevo siglo, que los escritores hispanoamericanos
vuelvan sus ojos hacia otro texto que siempre les ha rodeado pero
que sienten haber ignorado: el texto de la naturaleza americana.
La paradoja del caso de Martí es que la mayor parte de sus via-
jes a París (1875 y 1879) es producto del destierro a que es some-
tido por las autoridades españolas en Cuba. Si los modernistas que
vendrán después soñarán con París y, para muchos, salir de París
equivaldrá al destierro, José Martí, en cambio, conoce París (1875
y 1879) debido al destierro real que sufre en su tierra.
En la revista La Edad de Oro (1889), dedicada ‘a los niños de
nuestra América’,19 publica Martí una crónica titulada “La expo-
sición de París”. Veamos antes cuál es la reacción de los escritores
franceses acerca de la Exposición de 1889.

L’Exposition de 1889, qui présentait la Tour Eiffel et la galerie des


machines, ne suscita point l’enthousiasme des écrivains. Beaucoup
fuirent Paris; visitée par prés de trente-trois millions de personnes,
l’Exposition ne fut guère apprécié par des amoureux de Paris comme
Maupassant ou France, et l’on connaît du reste les controverses que
suscita l’érection de la Tour. La France venait de traverser la crise
du boulangisme; on savait que le régime n’était pas incorruptible
depuis les scandales des décorations, en 1887; le parlementarisme
soulevait bien des oppositions, avant même la révélation de l’affaire
de Panama, Esthètes, symbolistes et chroniqueurs boudèrent quelque
peu une manifestation qui éveillait tant de curiosités dans le grand
public: l’année de l’Exposition, paraissent des oeuvres bien éloignés
de l’éthique officielle de la République. (Bancquart 18)

Como ya hemos apuntado, Martí llega a la Exposición Univer-


sal de 1889 con una idea distinta del mito de París. Como vemos
desde el comienzo de su crónica, Martí destaca una de las dimen-

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siones del mito de París señaladas por Dolf Oheler, la dimensión
de París como foco de la revolución. Es así como, pensando en el
público infantil a quien va dirigida la revista y aprovechando que
también se celebra el centenario de la revolución, Martí comienza
con una simplificación de la historia de la humanidad desde antes
de la revolución francesa (‘Hasta hace cien años, los hombres vivían
como esclavos de los reyes, que no los dejaban pensar, y les qui-
taban todo lo que ganaban en sus oficios…’), hasta después de la
revolución (‘Ni en Francia, ni en ningún otro país han vuelto los
hombres a ser tan esclavos como antes. Eso es lo que Francia quiso
celebrar después de cien años con la Exposición de París’).
De nuevo, aunque por razones distintas, nos encontramos con
palabras parecidas a las de Sarmiento en las que se relaciona a París
con el origen del hombre:

A la orilla del Sena, vamos a ver la historia de las casas, desde la cueva del
hombre troglodita, en una grieta de la roca, hasta el palacio de granito
y ónix… La vida del hombre está allí desde que apareció por primera
vez en la tierra, peleando con el oso y el rengífero, para abrigarse de la
helada terrible con la piel, acurrucado en la cueva. (126, 130)

Pero en este caso no trasciende, como en Sarmiento, en una


metáfora tras la cual se encuentra también el origen de Iberoaméri-
ca. En esta ocasión Martí tendrá la oportunidad, negada a Sarmien-
to, de ver ‘en sus palacios extraños y magníficos a nuestros pueblos
queridos de América’ (128) junto a las creaciones de las naciones
europeas. Y en su afán didáctico Martí nunca pierde de vista a su
audiencia. Tras describir la presentación del pasado de las naciones
de Oriente y Occidente y la austeridad de sus construcciones (‘Por
el norte de Europa vivían entonces los hunos bárbaros como allí se
ve, en su tienda de andar; y el germano y el galo en sus primeras
casas de madera, con el techo de paja’ 131), Martí introduce la cul-
tura indígena de América con una intención comparativa clara: ‘En

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América vivían los indios en palacios de piedra con adornos de oro,
como ése de los aztecas de México, y ése de los Incas del Perú’ (131).
Martí se siente, sin embargo, atraído por la aparición de la torre
Eiffel, ‘el más alto y atrevido de los monumentos humanos’, que,
como hemos visto, levantó una oleada de protestas entre los inte-
lectuales franceses, quienes la vieron como una lanza de la tecnolo-
gía clavada en el centro de la cultura clásica parisina.20 Tras describir
de manera épica su construcción Martí no se resiste a lanzar una de
las primeras metáforas sobre la torre que iba a convertirse en sím-
bolo de la ciudad: ‘¡El mundo entero va ahora como moviéndose
en la mar, con todos los pueblos humanos a bordo, y del barco del
mundo, la torre es el mástil!’ (133). Tras subir a la torre Eiffel y des-
cribir París desde lo alto, vuelve Martí de nuevo la mirada hacia la
representación americana mostrando, en este caso sí, el nexo cul-
tural que une a ambas culturas con una imagen natural. La torre
Eiffel se transforma así en una gran palmera.

Pero al otro lado es donde se nos va el corazón, porque allí están, al


pie de la torre, como los retoños del plátano alrededor del tronco, los
pabellones famosos de nuestras tierras de América, elegantes y ligeros
como un guerrero indio: el de Bolivia como un casco, el de México
como el cinturón, el de la Argentina como el penacho de colores:
¡Parece que la miran como los hijos al gigante! ¡Es bueno tener sangre
nueva, sangre de pueblos que trabajan!… Brilla un sol de oro allí
por sobre los árboles y sobre los pabellones, y es el sol argentino…
el palacio de hierro dorado y cristales de color en que la patria del
hombre nuevo de América convida al mundo lleno de asombro, a ver
lo que puede hacer en pocos años un pueblo recién nacido que habla
español, con la pasión por el trabajo y la libertad! (135-36)

La descripción que sigue del pabellón mexicano, y la vehemen-


te y ardorosa defensa del pasado indígena que le inspiran a Mar-
tí los esfuerzos del gobierno mexicano por mostrar tal pasado al

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mundo nos hace pensar en la paradoja de que precisamente en la
ciudad de México, y en estos mismos años, bajo la presidencia de
Porfirio Díaz y su ministro Limantur, se transforma gran parte del
casco urbano en fachadas de estilo francés con mansardas, y en ave-
nidas parecidas a los bulevares de París. Paradójicamente sería en
París en donde pasaría sus últimos días exiliado el mismo presiden-
te que manda levantar

el templo de acero de México, con la escalinata solemne que lleva al


portón, y en lo alto de él el sol Tonatiuh… y los últimos valientes,
Cacama, Cuitláhuac y Cuautémoc, que murieron en la pelea, o
quemados en las parrillas, defendiendo de los conquistadores la
independencia de su patria. (137)

Tras dedicar la mayor parte de su texto a los pabellones de otros


países de Iberoamérica, Martí se reserva sus últimos momentos para
contemplar ‘la maravilla mayor, y el atrevimiento que ablanda al
verlo el corazón, y hace sentir como deseo de abrazar a los hom-
bres y de llamarlos hermanos… El Palacio de las Industrias’ (144).
Recordemos la desconfianza con la que Sarmiento afrontaba la
maquinaria moderna cuando escribía: ‘No hay nada que me haya
fastidiado tanto como la inspección de aquellas portentosas fábricas
que son el orgullo y el blasón de la inteligencia humana…’ (Via-
jes: De Valparaíso a París 28). Martí pertenece a una nueva genera-
ción que ve en la máquina el símbolo del progreso y que le ‘hace
sentir como deseo de abrazar a los hombres y llamarlos hermanos’
(144) Tras describir con detalle algunas de ellas llega finalmente a
una que le afecta personalmente como cubano y tras ello vuelven
a surgir las metáforas, de nuevo naturales, que tratan de apropiarse
del objeto con las imágenes de su tierra:

Otra aplasta la caña, y echa un chorro de miel. ¡Pues dan ganas de


llorar, el ver las máquinas desde el balcón! Rugen, susurran, es como la

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mar: el sol entra a torrentes. De noche, un hombre toca un botón, los
dos alambres de la luz se juntan, y por sobre las máquinas, que parecen
arrodilladas en la tiniebla, derrama la claridad, colgado de la bóveda,
el cielo eléctrico. (145)

Por último, y antes de terminar, Martí hace mención de los


‘panoramas’ y cita los de París, Nápoles y Río de Janeiro (145). La
impresión que los panoramas producen en los espectadores es com-
parable a la visión del mundo que veremos en las crónicas de via-
jes por el mundo de Gómez Carrillo.21
A continuación examinaré una crónica sobre el mismo tema escri-
ta por uno de los sucesores de Martí en la transformación de la pro-
sa hispanoamericana, Rubén Darío. Darío viaja a España en 1892
como miembro de la delegación del gobierno de su país en la con-
memoración del IV Centenario del descubrimiento de América
celebrado en Madrid. En tal ocasión, al igual que hiciera Julián del
Casal años antes, Darío no llegó a visitar París. No pisaría París has-
ta 1893, cuando el gobierno de Colombia lo encarga del consula-
do en Buenos Aires y Darío, en una pirueta que muestra su afán
por los viajes, sale de Panamá hacia Buenos Aires pasando primero
por Nueva York (en donde conoció a Martí) y por París (en don-
de conoce a Verlaine y a miembros del grupo de simbolistas de La
Plume como Moréas). Tras este corto periplo Darío pasa unos años
en Buenos Aires y no volverá a París hasta 1900, cuando es enviado
como corresponsal a la Exposición Universal por el diario La Nación.
A partir de entonces París se convertiría en su casa y no volvería a
su tierra sino muy esporádicamente. Las crónicas escritas con moti-
vo de la Exposición quedaron recogidas en la colección de crónicas
titulada Peregrinaciones, (1901). A continuación examinaré algunos
fragmentos de tales crónicas para ver en qué manera ha cambiado la
visión de París y de la Exposición desde que Martí visitara la de 1889.
Para empezar, la imagen del París revolucionario y político con
que se abría la crónica de Martí ha desaparecido por completo. La

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crónica de Darío comienza con la constatación de un elemento
que, como veremos más adelante en Gómez Carrillo, ha pasado
ya a formar parte de la imagen mítica de París: la mujer parisina.

Hay parisienses de París que dicen que los parisienses se van lejos
al llegar esta invasión del mundo; yo sólo diré que las parisienses
permanecen, y entre los grupos de english… entre las faces bronceadas
de las Américas latinas, entre la agitación de razas que hoy se agitan
en París, la fina y bella y fugaz silueta de las mujeres más encantadoras
de la tierra, pasa. (380)

De nuevo, como hiciera Martí, Darío se asoma a la ciudad desde


lo alto de la torre Eiffel. La vista desde arriba le permite aprehen-
der la ciudad y hacer realidad la imagen de la conciencia narrativa
que se eleva sobre el lector con esa altura que permiten el juicio y
la observación, así como la alegoría que acerca la mente del autor
a lo divino.22

Visto el magnífico espectáculo como lo vería un águila, es decir, desde


las alturas de la torre Eiffel, aparece la ciudad fabulosa de manera que
cuesta convencerse de que no se asiste a la realización de un ensueño.
La mirada se fatiga; pero aún más el espíritu ante la perspectiva
abrumadora, monumental. (380)

Tras describir el ‘panorama’ que se divisa desde lo alto con los


pabellones de todos los países y la ciudad que los acoge, Darío hace
‘sonar los violines y trompetas de mi lirismo’, como él mismo reco-
noce más adelante, y escribe:

Y el mundo vierte sobre París su vasta corriente como en la concavidad


maravillosa de una gigantesca copa de oro. Vierte su energía, su
entusiasmo, su aspiración, su ensueño, y París todo lo recibe y todo
lo embellece cual con el mágico influjo de un imperio secreto. (381)

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El ‘imperio secreto’ de París es algo que, como también veremos
en Gómez Carrillo, es invocado ante los lectores de la crónica con
frecuencia. Ciertos cronistas y escritores como Darío y Carrillo, se
presentarán como depositarios de tal secreto en una actitud que, en
mi opinión, tiene su origen en el desarrollo del turismo de masas
que comienza a finales del siglo xix.23 Si tenemos en cuenta que
la Exposición Universal de 1900 recibió la cifra de 6 millones de
visitantes, tal hecho explicaría el distanciamiento que Darío trata
de crear entre su figura y la del ‘turista’ cuando exclama: ‘Claro está
que no para todo el mundo, pues no faltará el turista a quien tan
sólo le extraiga tamaña contemplación una frase paralela al famo-
so Qué d’eau!’ (380).24
La mitificación de la ciudad que veremos más adelante en
Gómez Carrillo tiene también en Darío una importancia capi-
tal. En este caso Darío logra el mismo efecto situando el París que
contempla junto a ciudades que ya alcanzaron tal carácter mítico
en el transcurso de la historia:

Y todas la razas llegan aquí como en otros días de siglos antiguos


acudían a Atenas, a Alejandría, a Roma. Llegan y sienten los sordos
truenos de la industria, ruidos vencedores que antes no oyeron las
generaciones de los viejos tiempos; el gran temblor de vida que en la
ciudad augusta se percibe, y la dulce voz de arte, el canto de armonía
suprema que pasa sobre todo en la capital de la cultura… El ambiente
de París, la luz de París, el espíritu de París, son inconquistables, y la
ambición del hombre amarillo, del hombre rojo y del hombre negro
que vienen a París, es ser conquistados. (382)

Es tal ecuación entre París y las ciudades de la historia clásica


que han alcanzado categoría mítica lo que lleva a Darío a no acep-
tar que el símbolo de la ciudad erigido a la entrada de la Exposi-
ción sea de una modernidad tan exasperante: La Parisienne era una
figura de estuco que coronaba la entrada principal a la Exposición

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de 1900 y medía casi siete metros, vestida con ropas diseñadas por
el famoso modista Paquin.

He aquí la gran entrada por donde penetraremos, lector, la puerta


magnífica que, rodeada de banderas y entre astas elegantes que
sostienen grandes lámparas eléctricas, es en su novedad arquitectural
digna de ser contemplada…, y evítese el pecado de Moreau-Vauthier,
la señorita peripuesta que hace equilibrio sobre su bola de billar. ¿Es
que este escultor ha querido lanzar a su manera el olé! les grecs, faudrait
voir! de George D’Esparbes? Pues ha fracasado lamentablemente.
Eso no es ni arte, ni símbolo, ni nada más que una figura de cera
para vitrina de confecciones…
La moda parisiense es encantadora; pero todavía lo mundano
moderno no puede sustituir en la gloria de la alegoría o del símbolo
a lo consagrado por Roma o Grecia… (384-85)

Como podemos comprobar, Darío no acepta un símbolo que


le parece pasajero y fruto de la moda, que no encaja con la imagen
clásica que ansía para una ciudad que considera a la altura de Atenas
o Roma. Una vez traspasado el umbral de la Exposición25 encuen-
tra por fin una figura que sí encaja en su idea de la representación
mítica, en este caso de algo tan moderno como la electricidad:

Y allí está Isis sin velo. Es la electricidad, simbolizada en una hierática


figura; aquí lo moderno de la conquista científica se junta a la antigua
iconoplastia sagrada, y la diosa sobre sus vobinas (sic), ceñida de joyas
raras como de virtudes talismánicas, con sus brazos en un gesto de
misterio, es de una concepción serena y fuerte. (386)

Y sin embargo el mito que Darío está ayudando a construir


vuelve a aparecer de nuevo.

¿A qué se ha venido, por qué se ha hecho tan largo viaje, sino para
contemplar maravillas?… y entre todo, ¡oh manes del señor de

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Graindorge!, una figurita se desliza, fru, fru, fru, hecha de seda y de
perfume… y el ruso, y el inglés, y el italiano, y el español, y todo
ciudadano de Cosmópolis, vuelven inmediatamente la vista; un
relámpago les pasa por los ojos, una sonrisa les juega en los labios. Es
la parisiense que pasa. Allá, muy lejos, en su smalah, en su estancia, en
su bosque, en su clima ardoroso o frígido, el visitante había pensado
largo tiempo en la Exposición, pero también en la parisiense. (388)

Parece paradógico que Darío rechace la imagen de La Parisienne


que corona la entrada de la Exposición cuando es esa misma ima-
gen, la de la mujer parisina, la que aparece como motivo princi-
pal a lo largo de toda su crónica. Tal detalle parece señalarnos una
cierta tensión entre una mitología de París aceptable a nivel tex-
tual que no le parece admisible a nivel iconográfico. Por último,
creo que es pertinente señalar una diferencia clara entre la crónica
de Martí y la de Darío. El París revolucionario y político que apa-
recía abriendo la crónica de José Martí está ausente por completo
de la crónica de Rubén Darío. El París de la revolución se va trans-
formando en el París erótico y galante.
La segunda crónica de la Exposición se titula “En el gran Pala-
cio” y en esta visita decide Darío no ocuparse de la técnica y dedi-
carse ‘al gran palacio de Bellas Artes, en donde se han inaugurado
la exposición centenal y decenal. ¡Cien años del arte de Francia!’
(401). Ante tal acumulación de ‘producciones’ artísticas Darío se
siente abrumado y acude rápidamente a la imagen que seguimos
apuntando como crucial en la visión de París de los modernistas
hispanoamericanos: el catálogo.

Aun para los diez, quien quisiera ocuparse en cada una de las obras
expuestas, buen tiempo gastaría tan solamente en nombrarlas… La mayor
parte de los críticos hacen catálogos. Pienso que lo mejor es decir algo de
aquellas obras y de aquellos maestros que mayor impresión causan; y, aun
así, apenas unas cuantas palabras será posible aplicar. (401, subrayado mío)

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A pesar de sus intenciones, la crónica de Darío se convierte tam-
bién en un catálogo en donde él ordena sus preferencias, ‘ciertas
obras sublimes a que la crítica de los discernidores de medallas no
ha puesto su pase autoritario’ (116).
El paso siguiente es el de la ecuación entre las producciones
artísticas y la mercancía, las novedades que se exponen en la vitri-
na ante el consumidor. Como apuntamos en el capítulo anterior,
las Exposiciones Universales significan una ampliación universal de
la arcada al convertirse en lugares de peregrinación a la mercan-
cía-fetiche. Si recordamos la impresión que registraba Sarmiento,
convertido en flâneur, ante los escaparates de las arcadas parisinas
podremos ver claramente el origen y la evolución de esta imagen.
Escribía Sarmiento:

Solo aquí puedo a mis anchas estasiarme ante las litografías, grabados,
libros i monadas espuestas a la calle en un almacén; recorrerlas una a
una, conocerlas desde lejos, irme, volver al otro día para saludar la otra
estampita que acaba de aparecer. (“París” 116)

Veamos a continuación lo que escribe Darío al final de su cró-


nica, abrumado ante la cantidad de obras de arte que se ofrecen a
la mirada del visitante:

Rodeado de un mar de colores y de formas, mi espíritu no encuentra


ciertamente en dónde poner atención con fijeza. Sucede que cuando
un cuadro os llama por una razón directa, otro y cien más os gritan las
potencias de sus pinceladas o la melodía de sus tintas y matices. Y en
tal caso pensáis en la realización de muchos libros, en la meditación
de muchas páginas. Mil nebulosas de poemas flotan en el firmamento
de vuestro cerebro; mil gérmenes se despiertan en vuestra voluntad
y en vuestra ansia artística; pero el útil del trabajador, vuestro oficio,
vuestra obligación para con el público, del periódico, os llaman a la
realidad. Así apuntáis, informáis, vais de un punto a otro, cogéis aquí

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una impresión como quien corta una flor, allá una idea, como quien
encuentra una perla; ya pocos, a pasos contados, hacéis vuestra tarea,
cumplís con el deber de hoy, para recomenzar al sol siguiente, en la
labor danaidenana de quien ayuda a llenar el ánfora sin fondo de un
diario. (406)

Como señala Julio Ramos a propósito de este fragmento, ‘en


la Exposición de Arte, como en la de otras novedades, en infernal
competencia los objetos interpelan al consumidor. Ése es el llama-
do de la mercancía’ (115). Pero lo más interesante del fragmento
citado es la conclusión en donde Darío recrea el paralelismo que
existe entre la oferta de ‘producciones’ artísticas de la Exposición
como ‘catálogo’ o ‘escaparate’ con la crónica como tal escapara-
te en donde se pueden coleccionar (“cogéis aquí una impresión
como quien corta una flor, allá una idea, como quien encuentra
una perla”) y disponer las noticias/novedades/mercancías ante el
consumidor, ante el lector ‘en la labor danaidenana de quien ayu-
da a llenar el ánfora sin fondo de un diario’. Las imágenes anuncia-
das en las palabras de Pedro Balmaceda cuando escribía acerca de la
inspiración poética como un jardín, como una colección de donde
‘salen los versos, artísticas joyas y raros engastes, perfumes de Ara-
bia y mantos de Persia, monstruos de la India y vasos del Japón’, se
hacen realidad a los ojos de Darío en esta Exposición en donde el
artista puede escoger la mercancía y que le impulsa a crear nuevas
mercancías para satisfacer a un público lector que mira ávido por el
escaparate de la crónica. Como señalamos anteriormente, las Expo-
siciones Universales significan una ampliación universal de la arcada
al convertirse en lugares de peregrinación a la mercancía-fetiche.26
Todos estos elementos se van a ver realzados en la obra de
Gómez Carrillo, de quien vamos a examinar su libro de crónicas
Sanciones de París y de Madrid (1900), que se encabalga cronológica-
mente con el texto anterior de Darío. Imágenes como las del catá-
logo, la colección, la tienda de novedades, la mercancía, los panoramas, el

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turista, o la mujer parisina salpican la visión de la ciudad de París en
la obra de Gómez Carrillo de una manera especial como si, cons-
ciente de su diseminación en la cultura de su tiempo, se decidiera
a recolectarlas y darles coherencia con el propósito claro de fijar el
carácter mítico de esta ciudad ante sus lectores.
¿Cómo se produce la mitologización de París en las crónicas de
Gómez Carrillo? ¿Qué mecanismos textuales operan en tal mitolo-
gización? Estas son algunas de las preguntas que nos van a guiar en
el examen de algunas crónicas de Gómez Carrillo que tratan sobre
París. Walter Benjamin, partiendo de la concepción del mito de
Sigmund Freud, trató en sus ensayos de encontrar los mitos de la
modernidad. Si Freud buscaba en los sueños de los pacientes expli-
caciones de la vida interior de éstos o leyes universales del funcio-
namiento individual de los sueños, Benjamin buscará la fisonomía
de la cultura material de una época, en las imágenes y ensoñaciones
concretas de la colectividad. Como afirma Winfried Menninghaus
en su estudio sobre el mito en Walter Benjamin,

the task of “interpreting the nineteenth century in fashion and


advertising, buildings and politics, as the consequence of its dreamlike
visions” (V:492) emerged from this amalgam of theory of myth and
Marxist adoption of the psychoanalytic concept of dream. That is why
Benjamin asserts —referring to the arcades as well as “winter gardens,
panoramas, factories, wax figure cabinets, casinos, and railway stations”
(V:511)— that “in order to understand their essence, we submerge
them into the deepest layer of dream”. ( 301-302)

Walter Benjamin es muy consciente de los lazos que unen el


mito con la topografía. En su obra Passagen-Werk, comenta acer-
ca de Balzac:

Balzac secured the mythical condition of his world through its


particular topographical contours. Paris is the soil of his mythology…

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Above all, however, it is always the same streets and recesses,
chambers and corners, from which the figures of this circle step into
the Light.27

Del mismo modo podría decirse que París es el suelo en donde


germina la mitología de Gómez Carrillo y, como veremos en sus
textos, también su París se compone de unos cuantos elementos
que se repiten los mismos barrios, los mismos personajes e idénti-
cas imágenes e hipérboles van fijando ese mito que, empaquetado
y distribuido a través de la crónica, se llega a convertir en una mer-
cancía apreciada en toda Hispanoamérica.
Tal intento de mitificar París le exige en primer lugar presentar-
se en el centro mismo del mito, hablar desde su núcleo.28 Gómez
Carrillo se arroga la facultad de oráculo, de ser partícipe del secre-
to sobre la ciudad que pocos conocen. Tal actitud, como hemos
observado anteriormente en relación a Darío, es producto del
enorme crecimiento del turismo y de la intención de estos escri-
tores de deslindar su aproximación epistemológica de la del turista.
Recordemos que ya en Sarmiento leíamos una advertencia pareci-
da ‘Yo que estoy a la altura de París, cosa que esperimentan otros
antes de llegar, no presto atención a las habladurías; estoy iniciado
en el secreto; sé lo que pocos saben’ (“París” 130). Parece que el secre-
to de París pasa de boca en boca entre los escritores hispanoame-
ricanos pues medio siglo más tarde encontramos estas palabras de
Gómez Carrillo en Sensaciones de París y de Madrid:

Nos habla usted con entusiasmo admirable é ingenuidad más admirable


aún, de simbolistas como Dubus, á quienes sólo deberíamos conocer
nosotros los que hemos vivido años y años en los cafés del Barrio
Latino… y dice usted tantas cosas exageradas, y las dice usted tan
solemnemente, que nosotros los que tenemos la pretensión de estar en el
secreto, sonreímos. (124, énfasis mío)

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La pretensión de Gómez Carrillo no pasa inadvertida para sus
contemporáneos y así Rubén Darío, en su semblanza del cronista
guatemalteco, escribe:

Nunca ha habido un escritor extranjero compenetrado del alma de


París como Gómez Carrillo. No digo esto para elogiarle. Ni para
censurarle. Señalo el caso. El es quien dijo, yo no recuerdo dónde, que el
secreto de París no le comprendían sino los parisienses. Los parisienses ¡Y él!
(“París y los escritores extranjeros” 464, énfasis mío)

Las primeras páginas del libro de crónicas que nos ocupa son
una muestra clara del tipo de tratamiento que va a recibir París en
la pluma de Gómez Carrillo. La estructura del texto recuerda a la
de un diario al estar dividido en fragmentos encabezados por un
día de la semana pero sin especificar la fecha exacta. Tratándose de
“sensaciones de París y de Madrid” el texto se abre en la frontera
entre España y Francia, en donde parecen encontrarse los orígenes
familiares de Gómez Carrillo. Fuere o no cierto, el caso es que se
trata de una metáfora que encaja muy bien en el escritor que vivió
siempre en ese espacio liminar entre ambas culturas: “Estoy en mi
casa solariega, en plena frontera, en la Fuenterrabía de mis abue-
los…” (1). Desde allí se dirige en tren hacia París, primera parada
en su deambular de flâneur.

Luego París… ¡París! Dios sabe cuántos años de parada… pro­ba­ble­


men­te toda mi vida, salvo las intermitencias necesarias para ir a dar un
abrazo a los compañeros de Madrid… ¡París!… ¡París!… Y a medida
que nos aproximamos y que las cúpulas y las torres se destacan más
fijamente en el aire ligero de la tarde, un estremecimiento sacude a
los viajeros, de un confín a otro del express. Todos quieren percibir
desde lejos el gigantesco candelero de Eiffel, todos están impacientes,
todos sienten en el fondo del alma la atracción alucinadora de la gran
capital de los locos, de los artistas, de las cortesanas; de la ciudad

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de las lilas; de la ciudad de las rosas y de los escándalos, de la gran
divertidora y de la gran preocupadora de la humanidad; de la villa
nerviosa y multiforme que es a veces cerebro y a veces sexo; que ríe
y ruge y que no se duerme nunca con ese sueño que hace olvidar a
las demás capitales; París la esfinge, la insondable, la aldea mujer que
se entrega sin dejarse ver, que tiene algo de misteriosa cual Eleusis,
que es campechana como Atenas, que es noble como Roma; que lo
es todo: que es invisible, que es incomprensible, que es implacable;
que levanta todos los días mil estatuas para derribarlas al día siguiente;
que se vuelve loca ante el caballo negro de Boulanger, que apedrea
a Zola, que se acuerda de haber guillotinado reyes y reinas, que es
grande y pequeña a un tiempo mismo… ¡París!… ¡París!… Y mientras
el tren corre por las campiñas ya cubiertas de violetas y de amapolas, el
pensamiento de los que llegamos corre también, formando proyectos
balzacianos de conquista y de conquistas. (5)

En el fragmento anterior ya aparecen apuntados algunos de los


elementos principales del proceso mitologizador a que se ve some-
tida la ciudad de París. En primer lugar Gómez Carrillo sitúa la
ciudad como centro de su personaje literario (‘cuantos años de
parada… probablemente toda mi vida’) para a continuación suge-
rir la ansiedad y anticipación casi mística que significa ‘cruzar el
umbral’ de la ciudad mítica (‘un estremecimiento sacude a los via-
jeros e un confín a otro del express’). La torre Eiffel (‘el gigantesco
candelero de Eiffel’) que viera Martí recién construída se ha con-
vertido ya en el símbolo de la ciudad. Tras presentarla como foco
que atrae a locos, artistas y cortesanas, tres componentes funda-
mentales de la bohemia, el autor comienza el proceso de personi-
ficación de París a través de una serie de prosopopeyas en las que
la urbe comienza a cobrar vida como ‘divertidora y preocupado-
ra de la humanidad’, como ‘cerebro y sexo… que ríe y ruge y que
no se duerme nunca…’. La personificación es llevada a cabo en el
género femenino y la primera imagen en la que se materializa es la

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esfinge (cuya crueldad ante los viajeros que quieren pasar la encru-
cijada que guarda resulta alegórica). Gómez Carrillo es muy claro
al respecto: París es ‘la aldea mujer’. Y como vimos en el texto de
Darío, Gómez Carrillo la compara también con ciudades clásicas
en la historia de la humanidad: Atenas y Roma. Si Darío señalaba
el carácter ‘inconquistable’ de la ciudad y mencionaba que ‘la ambi-
ción del hombre amarillo, del hombre rojo y del hombre negro
que vienen a París, es ser conquistados’. Gómez Carrillo apunta
también los ‘proyectos balzacianos de conquista y de conquistas’ de
los viajeros, en una nueva alusión que une la seducción de la ciu-
dad con la de sus mujeres.
Claude Murcia, en su artículo titulado “Le Paris fin de siècle de
Gómez Carrillo” señala certeramente cómo el espacio geográfi-
co representado en Sensaciones de París y de Madrid obedece a una
selección precisa en que se privilegian ciertos espacios urbanos
como Montmartre, el Bulevar y el Barrio Latino (820). En efec-
to, tras las primeras páginas nos hallamos ante un París limitado a
las tres zonas ya mencionadas y cuya selección proviene de la car-
ga simbólica y textual que traen con ella.
El bulevar aparece en primera instancia como el lugar de con-
fluencia de la actividad comercial y cosmopolita de París.

Pero el boulevard no era el mismo: había envejecido; se había llenado


de Bancos judíos, de cervecerías belgas, de bazares americanos y de
hoteles cosmopolitas; se había convertido en una calle comercial, por
la cual todo el mundo pasaba deprisa yendo a la Bolsa… (6)

En el bulevard, encrucijada del mundo que se divierte, calle en que


se hablan todas las lenguas, feria eterna de gracias cosmopolitas, la
canción es internacional… (177)

El barrio Latino nos es mostrado como la arcadia perdida de la


bohemia. Si Sarmiento se lamentaba de la destrucción del París de

113

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Eugenio de Sue, Gómez Carrillo se duele de la desaparición del
París bohemio de Murger, sustituido por un París comercial.

Tampoco el barrio Latino era ya el mismo. Vosotros, los que lo


conocisteis hace treinta años… no suspiréis por él, porque ya no
existe… Allí está el barrio Latino, siempre muy lejos, siempre del otro
lado del río, siempre poblado de estudiantes. Pero ahora los chicos ya
no se llaman Marcelos o Rodolfos, ni fuman pipas, ni llevan boinas
de terciopelo, sino que son hijos de generales chilenos o de banqueros
turcos, y van de levita, y no salen sino los sábados, y hacen economías.
También las chicas han cambiado, y en vez de ser las Mimís y las
Phémis de antaño, son Blancas de Nevers o duquesas de Roncesvalles.
—El rastacuerismo triunfa en todos los lugares visibles. (6-7)

El barrio Latino es también la sede de los escritores simbolistas,


de los poetas malditos, cofradía en la que nuestro cronista se inclu-
ye. Los banquetes de La Plume, en el barrio Latino, son el escena-
rio de tales encuentros:

¡La Pluma! Los sábados del Sol de oro… ¡Las borracheras de Verlaine!…
¡Los primeros poemas de Moréas!… ¡Los discursos de Rebell y de
Pierre Loüis!… ¡Cuán lejano me parece hoy todo eso, y con cuanta
ternura lo recuerdo! En ese medio ambiente, yo me sentía en familia.
(115)

Gómez Carrillo recrea un París ideal en el pasado, un París en


donde triunfaba la bohemia y las cuestiones económicas no eran
dignas de consideración: ‘Es cierto que aún quedan en la calle
Monsieur le Prince y en la montaña de Santa Genoveva algunos
vestigios del país loco, sencillo y generoso de que nos habló Mur-
ger en su alegre cuento’ (7). Para crear su París mítico el cronista
recurre al mito ya creado, del cual toma los elementos que le inte-
resan.29 Por otra parte, es interesante reparar en que la bohemia

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ocupa en la obra de Gómez Carrillo el papel opuesto a la burgue-
sía. Si la burguesía es una capa social que rechaza el cronista por sus
valores estéticos y morales, la bohemia, y no el proletariado, será la
clase social opuesta a la burguesía.30
El tercer espacio geográfico definido es el de Montmartre, ‘ese
hemisferio de la capital del placer’.

Hace cincuenta años Montmartre era un suburbio lejano. Hoy


Montmartre es el barrio más parisiense de París. Ser parisiense “es
un título”, según Augusto de Armas; ser montmartrés es más que ser
parisiense. Los montmartreses ven a los parisienses como los parisienses
ven a los provincianos. En París hay veinte teatros; en Montmartre hay
ciento… y todas las noches el boulevard, el barrio de las escuelas, el
barrio de Montparnasse y todos los demás barrios de la capital, suben
a Montmartre… en busca de risas y de sonrisas, y de canciones, y
de caricias, y de aventuras, y también de amor… Los montmartreses
son más orgullosos, y aseguran que “el que no vive en Montmartre
no vive”. Lo más humilde que tienen los montmartreses es su canto
popular, que principia diciendo: Montmartre es la mitad del mundo,
y París es la otra mitad.(8).

Si en Sarmiento la ciudad está problematizada y el escritor no


se siente capaz de aprehender ni la complejidad y variedad de las
ideas en circulación ni la velocidad de la vida ciudadana, en Gómez
Carrillo nos encontramos con un París que responde a una imagen
fijada tanto a nivel ideológico como urbano. Si Sarmiento se pue-
de asimilar a la imagen del explorador, Gómez Carrillo se acerca
más a la imagen del guía turístico.
En el plano urbanístico acabamos de ver cómo el París de Gómez
Carrillo (mapa ya fijado por el centro de la torre Eiffel) simplifica
la ciudad en tres áreas que representan ciertos valores: Montmartre
(placer, vicio), el Barrio Latino (bohemia, escritores simbolistas)
y el bulevar (centro del teatro y el periodismo, lugar de confluen-

115

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cia del cosmopolitismo). Como señala Claude Murcia, se trata de
un paisaje geográfico que revela un paisaje mental a su medida.31
Tal paisaje mental está también construido sobre un modelo cultu-
ral exclusivo, el del Simbolismo o, más específicamente, sobre una
dicotomía en la que los términos exclusivos son, en un extremo el
Simbolismo y en el otro todo aquello que se aparta de los valores
proclamados por éste: valores burgueses, anticuados, académicos
o incluso la joven literatura aún no consagrada.32 El conjunto de
escritores que aparecen citados con más frecuencia en Sensaciones
de París y de Madrid nos muestra que casi todos pertenecen al ámbi-
to cultural del Simbolismo: Moréas, Lorrain, Maeterlinck, y los
llamados seis poetas malditos (Jules Laforge, Villiers de l’Isle Adam,
Tristan Corbiere, Rimbaud, Verlaine y Mallarmé). Lo interesante
es comprobar que la mayor parte de estos escritores ya han falle-
cido cuando Gómez Carrillo sigue poblando sus crónicas con su
presencia. La novedad de que tanto se precia Gómez Carrillo no es
tan nueva, sino un movimiento perfectamente establecido y con-
sagrado y que comienza a ser superado a la hora en que se escribe
el libro que comentamos (1900). El propio cronista no puede evi-
tar una expresión de pena cuando se reconoce a sí mismo que tan
sólo queda un superviviente:

Porque esta tarde, al volver a casa, vi pasar por una calle cualquiera a
Mallarmé, único superviviente de los seis compañeros de antaño. Y sin
saber por qué, inconscientemente, le tuve lástima y pensé que el más
desgraciado, el único desgraciado era él… (105)

Uno de los elementos que quedan excluidos de manera explí-


cita es la vida política de la ciudad. Al igual que Darío se refugia-
ba en el interior parisino creado por su amigo Pedro Balmaceda
huyendo de la epidemia de cólera que asolaba a la ciudad, Gómez
Carrillo, instalado en el París real, se refugia de nuevo en el inte-
rior huyendo de la agitación social.

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En tanto que el pueblo de París ruge en las plazas públicas haciendo
‘manifestaciones políticas de una incoherente violencia, yo me refugio
en el estudio de Pierre Feitu…’ (76)

Bajo mis balcones el pueblo ruge. El galope pesado y continuo de


los escuadrones de coraceros que recorren las calles para impedir
que el público salga de los bulevards é invada los barrios tranquilos,
hace temblar, en las rinconeras de mi cuarto, las delicadas figulinas de
Sajonia, que evocan en mi alma nostálgica la imagen del siglo galante
y cortesano que precedió a nuestro agitado siglo. (83)

Cuando el cronista se encuentra con una situación que no encaja


en la imagen coherente que encarna el mito (‘incoherente violen-
cia’) se refugia en el interior. Y como en un juego de espejos, nos
encontramos con idéntica situación a la descrita por Darío. Sólo
que si Darío y Julián del Casal se refugiaban en interiores ficticios
de París, Gómez Carrillo, al ver que esa imagen irreal de la ciudad,
representada por las ‘delicadas figulinas de Sajonia’, es amenazada
por la realidad de la calle del propio París, se refugia en la ‘imagen
del siglo galante y cortesano que precedió a nuestro agitado siglo’.
El fragmento anterior, con la imagen de ese retumbar de coraceros
reprimiendo las manifestaciones del pueblo, que llega a afectar el
equilibrio del interior mitificado del cronista, me parece altamente
significativo pues en él se encuentran fundidos el estilo y la ideo-
logía de Gómez Carrillo. Por otra parte, la carga alegórica sobre
la confrontación entre la visión mitificada y la realidad de una ciu-
dad, que aparece palpablemente en este pasaje, prefigura el acoso a
que se va a ver sometido el interior del artista de finales de siglo por
agitaciones del exterior tales como la Segunda Guerra Mundial o la
Revolución Mexicana. Acontecimientos como los mencionados
acabarán por obligar a ciertos escritores a abandonar su salón pari-
sino y salir finalmente a la calle.33

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La dimensión mítica de la ciudad acaba siendo conformada
mediante la personificación de París que lleva a cabo Gómez Carri-
llo a lo largo de todo el texto. Como ya se vio en el fragmento ini-
cial, la identificación entre la ciudad y la mujer (‘la aldea mujer’)
es un propósito deliberado del escritor. Si ya advertimos un cam-
bio importante desde el París político y revolucionario de Martí al
París galante de Darío (en cuyo texto el elemento que destaca es
la mujer parisina y los aspectos políticos son omitidos), en Gómez
Carrillo esta actitud resulta más evidente pues el cronista guatemal-
teco no sólo prestigia la imagen de la mujer parisina sobre cualquier
otro aspecto, sino que reconoce públicamente su total desinterés
por los asuntos políticos que preocupan a la sociedad francesa.

Y París, siempre comediante, siempre deseoso de hacerse ver y de


hacerse admirar, cultiva tal agitación con objeto de que el mundo
no se muera de fastidio y pueda divertirse con algo mientras viene la
Exposición…
¿Cuándo ha visto el mundo una exposición de flores tan concurrida
como la actual? Desde por la mañana hasta por la noche un desfile
inmenso y adorable de mujeres bonitas, contribuye con el perfume
de sus cabelleras a hacer más embriagador aún el ambiente que en la
terraza de las Tullerías se respira. Ante las rosas y las orquídeas nadie
piensa en las luchas dreyfusistas; y blancos y rojos se ponen de acuerdo
para exclamar: c’est beau, la beauté! (236)

Teniendo en cuenta que Gómez Carrillo se está refiriendo a la


Exposición de 1900 resulta evidente el paralelismo con la crónica
de Darío en donde aparecían todos los ‘ciudadanos de Cosmópolis’
volviendo la vista ante el paso de la ‘mujer de París’. Pero si Darío
simplemente omitía cualquier referencia a las cuestiones políticas,
Gómez Carrillo, convertido en portavoz del pensar popular, afir-
ma tranquilamente que en donde esté la mujer de París o el per-
fume de las flores a nadie le interesan cuestiones políticas como el

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caso Dreyfuss, cuyas implicaciones sobre el carácter de la justicia y
sobre el racismo que se cernía sobre toda Europa repercutieron en
todo el mundo occidental. El hiato que separaba a Martí de Darío
se ha acentuado en relación al cronista guatemalteco.
Pero es fundamental percibir no sólo la importancia creciente
de la mujer en estos textos, sino la identificación de París con la
mujer. De los innumerables ejemplos que pueblan el libro de cró-
nicas escogeré uno en el que tal personificación se muestra meri-
dianamente clara en una bailarina de cabaret.

Tu, Mirka, eres París. Eres París con su gracia cortesana, con su
elegancia altanera, con su atrevimiento revolucionario, con su
ingenuidad canallesca, con su frivolidad sensitiva, con su sinuosidad
esbelta. Tu cuerpo fino y flexible ondula, cual un mimbre de
invernadero, de un modo inconscientemente artificial, y en tus pupilas
pálidas las chispas no se encienden sino para morir en seguida ahogadas
en una lágrima, después de haber brillado con la temblorosa rapidez de
los relámpagos primaverales. Un aroma embriagador de polvos de arroz
y de lilas nuevas se exhala de tu cabellera castaña… Eres gommeuse, en
fin, por la fuerza ineludible de la eliminación clasificadora. Mas eso
no importa. Para mí simbolizas el alma alada, bohemia, ingenua, de
todo un pueblo. Eres París… Te llamas Colombina. De tu abuela Añés
heredaste el orgullo, y tu madre Casandra te legó la sutileza. Pierrot
te adora porque es la humanidad. Tus pintores se llaman Willette,
Steinlen, Cheret. Tu poeta es Banville. Tu historiógrafo Jules Janin.
Más femenina que tus hermanas del Sur y del Norte, y más artista
que todas las demás hijas de Eva, pareces la tentación universal.
Eres París, te repito. (199-200)

Como podemos comprobar en el fragmento anterior, la perso-


nificación de París en la mujer alcanza aquí la hipérbole o, como
señala Claude Murcia acerca de otro recurso de Gómez Carrillo,
la apología.34 La sacralización del espacio que vimos esbozada en

119

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la imagen de la esfinge, sigue su curso en una genealogía mítica
(Casandra) que se remonta hasta Eva. El origen religioso del mito
queda así completamente sellado. Gómez Carrillo no se conforma
con el estereotipo,35 su visión de París, la ciudad que aparece pro-
yectada en su prosa, nos es presentada a través de la mediación del
mito.36 Por otra parte hay que tener en cuenta que la personifica-
ción de París en la mujer forma parte de una ecuación más amplia
en la que los términos son mujer = belleza = arte.37 De este modo
París se convierte en el espacio ideal del arte y los artistas.

¡Buen París, gran París, noble París, cuántos otros artistas podrían
decir lo mismo; cuantos talentos que a tí llegan desesperados,
después de oír las burlas de las aldeas sencillamente necias y de las
ciudades estúpidamente pretenciosas, que llegan con hambre, que
llegan sin esperanzas, encuentran en tu seno calumniado la Gloria
y la Riqueza!… Te llaman egoísta, París; te llaman metalizado y,
yo mismo que te adoro con adoración de hijo, como los antiguos
florentinos amaban su ciudad natal, yo mismo te calumnio a veces.
Pero siempre encuentro, para comprender la injusticia pasajera de mi
alma, un ejemplo definitivo… ¡Y hoy, después de haber pensado en
que Verlaine fue pobre, me consuelo reflexionando en que Heredia
se moriría de hambre si escribiese en español y sólo tuviese una lira
como instrumento de trabajo! (71-72)

En la cita anterior encontramos otro elemento que merece aten-


ción y es la descalificación de la vida cultural en España con rela-
ción a la francesa. A nivel de las ciudades, y tratándose de un libro
titulado Sensaciones de París y de Madrid, resulta clara la desvaloriza-
ción de un espacio “no productivo” (Madrid) frente a un espacio
“fecundo” (París). Curiosamente, la capital de España se presenta
como un espacio geográfico indiferenciado y los pocos lugares que
nombra (calle Cedaceros, El Moderno, El Lion d’Or, el hotel de
Rusia o el restaurante Niza) están sacados de contexto y no per-

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miten al lector reconstruir una geografía física precisa de la ciudad
(Murcia 820).
¿Qué consecuencias conlleva este proceso de mitificación de la
ciudad en relación a la identidad personal y nacional de Gómez
Carrillo? Como la esfinge que espera al viajero en la encrucijada
para hacerle la pregunta que decidirá su destino (recordemos una
de las primeras imágenes del texto: ‘París la esfinge, la insondable’),
París le exige al escritor hispanoamericano una definición acer-
ca de su identidad, una confrontación directa de sus raíces euro-
peas con su identidad como americano. Como vimos en el texto
de Sarmiento, tal confrontación emergía al final de su texto en una
reproducción del dilema entre civilización y barbarie y, aún cuan-
do el argentino se decantaba por la civilización de París, no dejaba
de reconocer los errores de la vida europea. En Sarmiento podía
apreciarse un distanciamiento de París mediante la clasificación y la
comparación con su país que no encontraremos en Gómez Carri-
llo. La mitologización de París sirve a un propósito fundamental en
su intento de superar las contradicciones que le asaltaban. Como
afirma Claude Murcia, ‘Gómez Carrillo a nourri un terrain favo-
rable dès lors à l’eclosion d’un mythe parisien. Tout d’abord, un
processus d’appropiation de l’espace étranger, il assimile l’altérité en
s’y identifiant’ (824). Esta es la clave, en mi opinión, de la relación
entre el cronista y la ciudad de París: la evasión de cualquier con-
flicto que le plantea su otredad como americano a través de la asi-
milación. En un pasaje citado anteriormente aparece claramente tal
identificación en afirmaciones tales como: ‘yo mismo que te adoro
con adoración de hijo’ o ‘en ese medio ambiente, yo me sentía en
familia’. La personificación de París en la imagen de una mujer le
facilita tal proceso de asimilación al no tener que explicar su rela-
ción con la ciudad sino como un proceso de enamoramiento pasio-
nal en donde se excluye cualquier racionalización.38
A continuación examinaré la relación entre el escritor con las
figuras del turista y del comerciante, dos imágenes que parecen

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subyacer a lo largo de los textos de Darío y de Gómez Carrillo.
Como vimos anteriormente, tanto Darío como Gómez Carrillo
sienten amenazado su estatus de cronistas ante la aparición en masa
de la figura del turista (que ambos experimentan de cerca en la
Exposición Universal de París en 1900). En mi opinión tal temor
está provocado por la extrema proximidad entre sus papeles y ello
provoca una reacción de distanciamiento que no hace sino asimilar-
los más al papel del auténtico turista. Como señala Jonathan Culler,
la figura del turista representa uno de los ejemplos más claros del
semiótico en nuestra cultura.

The tourist is interested in everything as a sign of itself, an instance of


a typical cultural practice: a Frenchman is an example of a Frenchman,
a restaurant in the Quartier Latin is an example of a Latin Quarter
restaurant, signifying ‘Latin Quarter Restaurantness’. All over the world
the unsung armie of semiotics, the tourists, are fanning out in search
of signs of Frenchness, typical Italian behavior, exemplary Oriental
scenes… In their most specifically touristic behavior, however, tourist
are the agents of semiotics: all over the world they are engaged in
reading cities, landscapes and cultures as sign systems. (155)

Si observamos la obra de Gómez Carrillo y su papel en la divul-


gación de la ciudad de París a la luz de estas reflexiones sobre el
turista, podemos apreciar su función como la de un semiótico. Si,
como señala Jonathan Culler, se reconoce que el deseo de no ser
tan turistas como otros turistas forma parte del hecho de ser turis-
ta (158) entonces podemos explicamos las reacciones de Darío y
Gómez Carrillo. Otro aspecto que implica el turismo en la cultu-
ra capitalista moderna es el de la distinción entre lo auténtico y lo
inauténtico. Como afirma Culler, ‘the authentic is a usage percei-
ved as a sign of that usage, and tourism is in large measure a quest
for such signs’. Gómez Carrillo, tan sagaz siempre en el recono-
cimiento de tales componentes de la vida moderna, es muy cons-

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ciente de tal búsqueda de autenticidad y, si no lo reconoce en su
obra, lo aprecia en la obra de otros. En Sensaciones de París y de
Madrid, al comentar un libro de viajes de Jules Lorrain sobre Espa-
ña, escribe:

Barcelona no podía gustar al viajero que iba en busca de las imágenes


ideales de Musset y de los paisajes fabulosos de Gautier… Por mi
parte yo no veo en él sino un simple esbozo impresionista y personal,
que pone en evidencia la desilusión experimentada por un viajero
romántico que va en busca de rincones raros, de paisajes extraños,
y que se encuentra en una sucursal de la Avenida de la Opera. ¿De
qué se queja, en efecto, ese viajero? De ver muchos teatros, muchas
peluquerías, y mucha gente que va a los teatros y a los cafés…
‘Comercio de cosas superfluas y lujosas —dice’. El viajero que pasa
dos días en París puede decir lo mismo. El boulevard es una inmensa
calle de confiteros, y de peluqueros, y de teatros y de cafés… Los
trabajadores de Barcelona no están en la Rambla, ni los de París en el
Boulevard. (43)

El mismo reproche que le hace a Lorrain por querer encon-


trar en Barcelona la España de pandereta difundida por Merimeé
podría aplicarse al propio Gómez Carrillo, quien abre su libro de
viajes al Oriente, La sonrisa de la esfinge (1913), con la desilusión
del viajero que se siente engañado al no encontrar la experiencia de
lo auténtico en un país extranjero.

La primera impresión, en las grandes ciudades orientales, es casi


siempre desilusionante. Llega uno con el alma llena de ensueños
maravillosos, con la memoria poblada de recuerdos encantados…
Llega uno buscando al visir de las mil y una noches que va a abrirle
las puertas de un alcázar… Y, como en todas partes los hoteles para
viajeros occidentales están en lo que se llama el barrio europeo, la
decepción es cruel… Y más allá aparece, enorme y ruidosa, como

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continuación del parque, la plaza de la Opera, y del Tribunal Mixto,
y del Crédito Lionés y de la Caja de la Deuda. ¡Qué cosas para una
ciudad de mamelucos y de califas! Los letreros áureos de las tiendas,
brillan anunciando agencias americanas, cervecerías germánicas,
barberías parisienses. Todas son claras letras latinas. Nada nos dice que
nos hallamos lejos de Europa. Nadie parece poner empeño en darnos
la ilusión de lo raro, de lo vistoso, de lo remoto, de lo exótico. Las
aceras están llenas de gente vestida a la moda de Londres o a la moda
de París… que va de prisa, Dios sabe a qué citas de negocio. (12-15)

El texto anterior me parece sumamente significativo porque nos


muestra claramente la figura de Gómez Carrillo asimilada a la del
turista en busca de una experiencia auténtica. El deseo de tener
tal experiencia aún a costa de ser engañado (‘Nadie parece poner
empeño en darnos la ilusión de lo raro, de lo vistoso, de lo remo-
to, de lo exótico’) resulta muy significativo.
Como ya he señalado, uno de los elementos que contribuye-
ron al gran éxito de Gómez Carrillo como cronista ante tan gran
audiencia estriba en su intuición para percibir fenómenos nuevos
en el funcionamiento de la sociedad capitalista moderna. Uno de
tales fenómenos es el turismo y la prueba de su temprano inte-
rés por el tema es la crónica titulada “La psicología del viaje”, que
comienza de la siguiente manera: ‘La afición por los viajes va con-
virtiéndose, según las estadísticas de las agencias ferroviarias y marí-
timas en una pasión inquietante’. Mas adelante encontramos un
pasaje en donde la fascinación del cronista, de ese flâneur univer-
sal, por el turismo se convierte en una loa de las guías de turismo
como sucedáneos (o tal vez como competencia) de la literatura.

En realidad el más bello libro de viajes modernos que existe no es


obra de un gran escritor. Su título es vago, incoloro y cambia según
es una Compañía de seguros marítimos o una Sociedad de hoteleros
quien lo publica. Suele llamarse Kosmos, o The World, o La vuelta al

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mundo… Eso no importa. Como no tiene una línea de texto literario,
como no ofrece mas que nombres de ciudades o de paisajes al pie de
las láminas, nada en su literatura nos choca. Desde la primera página es
un hechizo, una droga, una alucinación… Era en un Banco. Yo había
ido a cobrar un cheque. En una mesa había un enorme infolio con un
título inglés que significaba algo así como el universo en la mano…
Nada de texto. Nada más que vistas. Vistas por todas partes, vistas
exóticas, vistas fantásticas… ¡Qué se yo…! Todo el universo estaba
ahí, entre mis manos. Y yo le recorría embelesado.39

Gómez Carrillo descubre el valor de lo que Dean MacCannell,


en su obra ya clásica sobre el fenómeno del turismo, The Tourist,
llama marcador (‘the marker’) de una vista (sight). Jonathan Culler
resume así este elemento:

These reproductions are what MacCannell in his account of the


semiotic structure of the touristic attractions calls markers. Like the
sign, the touristic attraction has a triadic structure: a marker represents
a sight to the tourist. A marker is any kind of information or
representation that constitutes a sight as a sight: by giving information
about it, representing it, making it recognizable. Some are ‘on sight’
markers… some are mobile markers, such as pamphlets and brochures
designed to draw people to the site, give information at the site, and
serve as souvenirs or representations of the site. (159)

Tales marcadores (como los folletos de vistas sin texto de que


habla Gómez Carrillo) mediante un proceso de sacralización de la
vista (‘sight sacralization’) son los que ponen en marcha al turista
en busca de la vista auténtica de un original. Sin embargo, el marca-
dor sigue siendo de capital importancia una vez que el turista con-
fronta la vista real, ya que seguramente la comparará con el marcador
que lo llevó allí. La fascinación que Gómez Carrillo parece mos-
trar por las guías y los folletos de turismo explica en cierto modo

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el hecho de que lo hayamos asimilado a la figura de un guía turístico
del París sacralizado y mitificado que existía a lo largo y ancho de
Hispanoamérica. Consciente de su posición el cronista se dedicó a
crear marcadores (crónicas) de las vistas que su público demandaba.40
y gran parte de esas vistas no son monumentos, ni cabarets, sino
figuras de escritores franceses cuyos seguidores eran legión. Gómez
Carrillo ofrece a sus lectores, a través de las crónicas desde París, la
posibilidad de echar una mirada tras los bastidores del espectáculo
codificado de París. El les promete una experiencia auténtica. Como
señala Jonathan Culler,

in their quest for an authentic experience, tourists want to see the


inside of things, so social and economic arrangements are made to
take them behind the scenes, ranging from guided tours of the Paris
sewers, the morgue, or the stock exchange to schemes whereby small
groups of tourist willing to pay handsomely for the privilege can stay
at a ducal castle and breakfast with the duke. (165)

Además de su asimilación a la ciudad y de asumir que conoce ‘el


secreto’ de París, Gómez Carrillo ofrece a sus lectores un tour por
el París auténtico de los escritores, de la vida nocturna y de la última
moda femenina. Para terminar con este paralelismo entre el escritor
y el turista que se nos aparece tan claro en el casó de Gómez Carri-
llo, presentaré a continuación algunos pasajes en donde escritores
como Darío, Vicuña Subercaseaux o el propio Gómez Carrillo
relacionan la visión de la ciudad de París con la lectura de una guía
turística. Como señalaba anteriormente Jonathan Culler, el papel
de estos escritores-turistas es el de ‘agents of semiotics: all over the
world they are engaged in reading cities, landscapes and cultures
as sign systems’. Es la visión de París como un texto que puede ser
leído como se lee una guía, en este caso la famosa guía Baedecker.
En una crónica para La Nación de Buenos Aires, publicada en 1887
y titulada “Zola trabaja”, escribe Rubén Darío:

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Pedro Froment está por reaparecer. Yo no sé lo que hará ahora Pedro
Froment. Probablemente ha dejado su Baedeker, pues no lo necesita
para París. De todos los Parises que aparecen en el innumerable desfile
de los Rougon-Macquart, se compone el suyo, que será más vasto,
más detallado, más minucioso. Vereis cosas exactas como en una guía,
y cosas líricas como en un poema. La gran ciudad de Hugo a través
del temperamento de Zola, el ideal de la obra de arte medanista, la
torre de Babel del naturalismo: eso será, eso me parece que será París.
(Mapes, Escritos inéditos de Rubén Darío 127)

En las palabras de Darío (‘Vereis cosas exactas como en una guía,


y cosas líricas como en un poema’) se encuentra resumido el pro-
pósito a que aspira Gómez Carrillo en sus crónicas. La apreciación
de la ciudad de París como un texto, cuyas calles pueden ser leí-
das, ya aparecía a mitad de siglo en palabras de Charles Dickens
cuando, en una carta al Conde d’Orsay, escribía: ‘and almost every
house, and every person I passed, seemed to be another leaf in the
enormous book that stands wide open there’.41 A comienzos del
siglo xx otro escritor hispanoamericano, B. Vicuña Subercaseaux,
retoma la imagen en su libro sobre París, La ciudad de las ciudades:

He querido comprobar como puede leerse la historia de París


recorriendo sus calles. Cada monarca, cada hombre, cada época,
han dejado su huella. El sentimiento de la tradición ha conservado
esa huella. Partiendo de la isla (la Cité), por un lado hacia el Arco
del triunfo, y por otro hacia la Plaza de la Nación, con la ayuda de
un Baedecker, se encuentran vestijios que nos enseñan, rápida y
agradablemente, una historia de mil años. (47)

Por último, el propio Gómez Carrillo, en el libro de crónicas


mencionado anteriormente, La sonrisa de la esfinge, hace referencia
a su lectura de la ciudad de Constantinopla en una guía Baedecker
y aduce que su decepción ya le había sido anunciada.

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Así, yo me hallo ahora en mi ventana del Hotel Continental triste, cual
un engañado. Eso que aparece ante mis ojos, no obstante, es lo que el
señor Baedecker tuvo la gentileza de anunciarme. (14)

En estos pasajes aparece patente la influencia que el turismo ejer-


ce en estos escritores y de qué manera influye en el modo en que
leen el texto de la ciudad de París.42 Si existía una imagen de París
que se transmitía a través de textos, uno de esos textos es la lectu-
ra de la ciudad llevada a cabo por las guías turísticas que tanto apa-
sionaron a Gómez Carrillo. Así pues, la transmisión de la ciudad
de París a través de las crónicas, estará ciertamente mediatizada por
tales guías y folletos turísticos. Acerca de esa guía ideal del turista
comentaba Gómez Carrillo en “La psicología del viaje” que, ‘como
no tiene una línea de texto literario, como no ofrece más que nom-
bres de ciudades o de paisajes al pie de las láminas, nada en su lite-
ratura nos choca’. La referencia a la ‘ausencia de texto’ me parece
significativa en este pasaje. Tal vez es ahí en donde el cronista vio
el único terreno libre que le dejaban.
Para terminar, y enlazando con una de las imágenes que a mi
entender se asocian en Hispanoamérica a la imagen de París, exa-
minaré la relación entre la figura del escritor y la del comercian-
te, del importador de novedades de París. Ya vimos cómo Darío se
informaba del curso de la vida cultural parisina a través de divul-
gadores como Claretié. Como indica Aníbal González, los moder-
nistas también acudieron a la mediación de la crítica para acercarse
a la literatura (especialmente a la francesa) y tal mediación críti-
ca la obtuvieron con frecuencia a través de las crónicas literarias y
culturales que aparecían en los periódicos y revistas francesas de la
época, como Le Temps, el Journal des Debats, Le Mercure de France y
La Plume, firmadas por cronistas como Catulle Mendès o Ernest
Lajeneuse (González Pérez, La crónica modernista hispanoamericana
57). La otra mediación es la del comercio mediante la identifica-
ción entre el almacén de novedades que importa objetos de lujo

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de París con la crónica, a través de la cual se importan otras modas
literarias lujosas y la visión mítica de una ciudad: París.

Género periodístico a fin de cuentas, la crónica modernista comunica


noticias, es decir, novedades: el cuadro de costumbres y la tradición, por
el contrario, comunican o bien “cotidianidades” o datos históricos…
Desde sus inicios, la chronique está doblemente centralizada: en primer
lugar, la organiza un “yo” —el chroniqueur—, y, en segundo lugar, sus
linderos temáticos giran en torno de París, la capital, la metrópolis,
el depósito central de informaciones. (González, La crónica modernista
hispanoamericana 73)

En su sugestivo trabajo sobre la crónica modernista, Aníbal


González desvela los mecanismos de mediación cultural a través
de los cuales la crónica logra tanta audiencia: el carácter periodís-
tico, la oferta de novedades y la recolección de tales novedades de
ese ‘depósito central de informaciones’ que es París. Finalmente,
Aníbal González señala el carácter de ‘mercancía’ de la crónica que
hemos venido apuntando desde el comienzo:

Como género periodístico, la crónica está sujeta a exigencia de


actualidad, de novedad y a lo que podríamos llamar “leyes de oferta y
demanda”, ya que, desde el punto de vista del periodismo, la crónica es
una mercancía… de lujo: su valor es menos informativo que recreativo.
(La crónica modernista hispanoamericana 77)

Siguiendo las ideas de Aníbal González, Julio Ramos las apli-


ca a Gómez Carrillo cuando afirma que ‘en las crónicas de Gómez
Carrillo el carisma de la mercancía, siempre de lujo, es aún más
intenso’ (115). Mas adelante afirma que en Gómez Carrillo ‘la tien-
da sustituye al museo como institución de la belleza, y la estiliza-
ción —notable en el trabajo sobre la lengua— opera en función

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de la epifanía consumerista’ (116). Igualmente, María Luisa Bastos
señala la relación entre la crónica y la mercancía.

La prensa es, a fines del siglo xix, ámbito privilegiado para las transacciones
de los valores espirituales, y no sólo en Europa. La consciencia del
valor de la mercadería noticia se agudizó en los lugares más alejados del
centro del tablado, y determinó, por ejemplo que el diario Sud América
de Buenos Aires designara corresponsales a funcionarios consulares en
ciertas ciudades europeas. Gómez Carrillo fue vicecónsul de El Salvador,
cónsul de Guatemala y de la Argentina en París; (69)

Si acudimos a la biografía de Gómez Carrillo hallaremos que


el primer y único trabajo que desempeñó en su juventud antes de
dedicarse al periodismo fue el de dependiente en un almacén de
novedades llamado “El Bazar de la Sorpresa” en su ciudad natal de
Guatemala.43 Como él mismo confiesa en sus memorias, en aquel
almacén de novedades encontró la primera prefiguración del París
que más adelante mitificaría.

Lo que luego he sentido con un goce casi enfermizo en mis visitas


frecuentes a los paraísos mujeriles de París, lo experimenté desde el
primer día en aquella tienda americana. (Treinta años de mi vida 56)

La relación de Gómez Carrillo con la mercancía importada en ese


bazar lo expone desde temprano con el fetichismo de los objetos
que provienen de la gran ciudad.

Sombreros cargados de plumas, sedas de colores vulgares, encajes


hechos a máquina, medias de hilo negro, camisillas groseras, parasoles
demasiado adornados, zapatitos de raso falso, he ahí lo que mejor
se vendía en “La Sorpresa”. Pero, por ordinario que fuese, para mí
resultaba aquello la quinta esencia de la elegancia, de la riqueza y del
arte. (57)

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Como señalé en el primer capítulo, París será para muchos escri-
tores hispanoamericanos como un gran almacén de novedades al
que aspiran llegar. El discurso de París está sin duda ligado al len-
guaje del comercio, de la importación, del coleccionista y del libre-
ro. Gómez Carrillo es un caso significativo pues él mismo reconoce
la influencia del comercio en su obra. Acerca de su experiencia
como dependiente Gómez Carrillo concede que ‘sin aquel apren-
dizaje, no hubiera podido escribir más tarde un libro que quiero
mucho, a pesar de su frivolidad, y que es más popular en París que
en Madrid y en Buenos Aires: mi Sicología de la moda’ (57). Como
colofón a esta relación de Gómez Carrillo con el comercio, en el
pasaje siguiente expresa sin rodeos ese deseo de emular a las bur-
guesías enriquecidas que señalamos al comienzo de este trabajo
como característico de la mayoría de los escritores modernistas.

Sin la menor idea de que el ambiente de Guatemala podía ser


estrecho para nuestros ensueños venideros, nos arreglábamos
situaciones magníficas al amparo de la influencia de nuestras familias.
Con hipotéticas fianzas de mi padre, comprábamos plantaciones,
fundábamos agencias de negocios, creábamos bazares, explotábamos
industrias nuevas… Yo tenía metida en la cabeza la idea del comercio
menudo y de sus pingües ganancias. (Treinta años de mi vida 105)

La actitud que aparece en este fragmento tiene como preceden-


te el viaje al oriente de Mansilla lleno de proyectos comerciales y,
por otra parte, resalta la actitud de José Asunción Silva proyectada
en su personaje Fernández, en De sobremesa, con sus proyectos de
enriquecimiento y poder a través del comercio.
También en Sensaciones de París y de Madrid nos encontramos con
idéntica obsesión cuando comenta la muerte de un escritor falle-
cido en la pobreza por no querer acomodar su obra a las modas
comerciales. ‘Porque en París, como en Madrid, como en Londres,
como en la China, el artista que no es al mismo tiempo comercian-

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te, no logra fácilmente sacar el pan del tintero’ (150). La ecuación
entre obra de arte y mercancía se va definiendo en su obra. Como
señala María Luisa Bastos,

la mayoría de sus crónicas parecen reclamar “participantes” poco


habituados a la experiencia artística, que se satisfarán si se les
proporciona un producto en el que se han homologado diestramente,
profesionalmente, lo estético y la moda. Creo que es útil subrayar
aquí una vez más la doble condición de Gómez Carrillo, de cónsul
de productos intelectuales y de snob, ya que en cierta medida ambas
funciones equivalen a la de vocero de lo autorizado oficialmente. (71)

La relación entre el comercio y el arte, entre la mercancía impor-


tada que se expone tras las vitrinas de un bazar y el artículo o la
crónica que se ofrece en las páginas de un periódico (y posiblemen-
te a la misma audiencia) se hace más y más evidente con el paso
del tiempo. En la crónica titulada “El dinero y el arte”, pertene-
ciente a El cuarto libro de las crónicas (1921), escribe Gómez Carrillo:

Que los dramaturgos y los novelistas acepten de buen grado la nueva


legislación es menos probable hoy que nunca, ya que, más o menos,
todo aquel que produce e imprime tiene la conciencia de que su labor
es un artículo industrial que debe ser protegido por las leyes contra la
codicia ajena, ni más ni menos que una joya o un espejo. (247)

Reparemos en la comparación con la ‘joya’ o el ‘espejo’, artícu-


los que muy bien podrían formar parte de los objetos expuestos
en un almacén de novedades o en un interior. Si en 1889 Darío
describía el libro de poemas de su amigo Pedro Balmaceda como
‘una caja de cristal llena de pequeños bibelots de bronce, de joyas
de oro, de alabastros, de camafeos, copas florentinas…’, la metá-
fora que relacionaba los poemas con las joyas por su valor artístico
es ahora, más de 30 años después, reducida a una mera ecuación

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económica cuyo denominador común es el valor monetario de la
mercancía. Y por si quedara alguna duda, unas páginas más ade-
lante la comparación se hace más precisa al convertirse la ‘joya’ en
la ‘bolsa de valores’.

Y no son estos los únicos signos de la nueva noción de la personalidad


literaria… Los que, hace apenas diez años, se habrían ruborizado de
oir sólo hablar de dinero, hoy calculan como granos que bajan y suben,
en una escala de valores, según las fluctuaciones de la Bolsa. (249)

Consciente desde muy pronto de la importancia del comercio


y de la creciente demanda de productos importados de París en la
sociedad hispanoamericana, Gómez Carrillo asume ese papel de
comerciante/importador. La visión de París como ese ‘­depósito
central de informaciones’ que señalaba Aníbal González resul­ta cla-
ra en comentarios como el siguiente de Sensaciones de París y de
Madrid:

Un periódico calculó el año pasado que París producía poco más o


menos tres mil cuadros o estatuas por mes y que todas esas estatuas
y todos esos cuadros eran expuestos a la pública admiración durante
las primeras semanas de abril. ¡Treinta y seis mil obras de arte al año!
¡Y luego sea usted crítico artístico! (165)

Tal era el material con que contaba Gómez Carrillo, la mercan-


cía disponible para seleccionar y exportar a través de la crónica a
Hispanoamérica y España. En una semblanza de Gómez Carrillo
escrita por Rufino Blanco Fombona, este último ve así al cronis-
ta guatemalteco:

la persona que fuera a visitarlo, encontraría a Gómez Carrillo en su


escritorio, preparando sus revistas para el Liberal, de Madrid y La
Nación de Buenos Aires, la pluma en la diestra y una enorme tijera

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al lado, como que tijera, pluma y diccionarios para traducir son los
principales adminículos de este cronista. Así ha hecho sus libros, que
llegarán pronto a 500 volúmenes. (94)

En este pasaje encontramos resumidas las imágenes que hemos


estado comentando anteriormente. En primer lugar la visión de
Gómez Carrillo con la tijera y la pluma nos recuerda a su primer
trabajo de dependiente en un almacén de novedades y por otro nos
muestra claramente su papel de comerciante/importador que eli-
ge su mercancía, la corta con las ‘tijeras’ de ese almacén de noveda-
des en que se ha convertido París y la importa a través de la crónica
al mercado en donde se encuentra su clientela.
Terminaré, al igual que hice en el capítulo anterior, acudiendo
a la reacción de la sociedad de la época ante el nuevo papel asumi-
do por los escritores modernistas. En 1902, un año después de la
publicación de Sensaciones de París y de Madrid, aparece en La Revis-
ta Positiva de México (1901-1914) un artículo titulado “Causas de
nuestra escasa producción literaria y medios de combatirlas”. El
autor, Agustín Aragón, examina las razones por las que, a su pare-
cer y siguiendo las directrices del pensamiento positivista, la lite-
ratura y las artes no han seguido la progresión de las ciencias a que
aspira toda sociedad moderna. La exposición del sesgo comercial
que ha tomado la literatura aparece clara:

Preponderando como prepondera entre nosotros la actividad práctica,


el comerciante ve al arte como una rama del comercio y lo sujeta a las
fluctuaciones del mercado y a los caprichos de la moda, como cualquier
otro producto de nuestra refinada civilización. Nuestra era es práctica,
nuestro país es comercial. Nadie se aventura a publicar un libro,
editor o autor, si no tiene demanda, por más que contenga verdades
elaboradas… No se exige la monomanía poética, la manía deinée de que
hablaba Aristófanes al referirse a Esquilo, para producir obras literarias,
sino un cálculo que revele la comprensión del estado del mercado. La

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teoría comercial nos domina y nos arrastra, puesto que ha trascendido
hasta el arte y convenido al Artista en Artesano. (181)

Como resulta evidente, la asimilación del artista con el comer-


ciante que se produce a finales de siglo no pasa inadvertida para
la sociedad de la época. Cuando Gómez Carrillo habla del valor
de la labor del escritor como ‘mercancías’ es muy consciente de
su papel como comerciante de tales mercancías y sabe muy bien
que las mercancías más apreciadas por su público son las que vie-
nen de París.
¿En qué reside la modernidad de Gómez Carrillo? ¿Por qué
razón la estela de su tremendo éxito popular como cronista y crí-
tico se apagó tan rápidamente hasta quedar en el olvido? Tal vez
encontremos la respuesta en las palabras de uno de los prime-
ros escritores modernos, Charles Baudelaire, quien en “El pintor
de la vida moderna” escribe: ‘Por modernidad entiendo lo efíme-
ro, lo contingente, la mitad del arte cuya otra mitad es eterna e
inmutable’.44 Como señala Marshall Berman citando la visión de
la modernidad en Baudelaire, el pintor (o el cronista en este caso)
de la vida moderna es aquel que concentra su visión y energía en
‘sus modas, sus morales, sus emociones’, en ‘el momento pasajero
y en todas las sugestiones de eternidad que contiene’. Para Baude-
laire, la verdadera originalidad sólo puede provenir del ‘sello que
el Tiempo imprime en nuestras generaciones’ (Berman, 133). En
las palabras anteriores podemos encontrar el propósito artístico de
Gómez Carrillo: su amor por lo efímero y lo pasajero, su recono-
cimiento de la influencia del comercio y el turismo en el arte, su
pasión por las modas femeninas y las modas artísticas y, en fin, su
elección de un vehículo tan fugaz como el periódico y la crónica
periodística para dejar huella de todo ello. Es precisamente por esa
razón, por haber comprendido y asimilado la esencia de la moder-
nidad, por lo que su obra no ha resistido bien el paso del tiempo.
Gómez Carrillo prefigura la imagen del escritor que vive de los

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medios de comunicación (periódicos, radio, televisión) en nuestros
días, mediadores de entretenimiento para el público que se con-
vierten en personalidades y cuya fama suele ser efímera.
Como nota final me gustaría añadir unas muestras de la corrien-
te contraria a la apología de París, que transcurre paralelamente a
ésta, tratando de exponer públicamente los aspectos nocivos del
monstruoso crecimiento de tal mito. El primer texto pertenece a
un escritor mexicano, José López Portillo y Rojas (1850-1923),
fundador de la revista La República Literaria, autor de libros de via-
je, de versos y de tres novelas. En una de sus novelas, La parcela,
López Portillo escribe un prólogo que, según Fernando Alegría

es una firme, clara y convincente exposición de nacionalismo literario;


reincidiendo en ideas expresadas ya por Altamirano, López Portillo
defiende los fundamentos de una literatura realista, cuyo estilo ha de ser
castizo —sin desdeñar los regionalismos necesarios— y cuya materia
debe reflejar las costumbres y la mentalidad del pueblo mexicano. (83)

Esta corriente de pensamiento, de la que López Portillo es uno


de los exponentes más claros, expresa su decepción ante la ausencia
de temas nacionales de la llamada escuela decadentista. ‘En cuan-
to a las letras —señala López Portillo— a nadie se le oculta que
las nuestras, salvo honrosas excepciones, no son más que una tris-
te parodia de las trasatlánticas, principalmente de las francesas’ (5).
La imagen de París como centro de atracción y como modelo de
imitación, no podía faltar.

Dominados por la magia de los libros europeos, nuestros poetas y


novelistas hacen poesías y novelas de puro capricho, sobre asuntos
extraños a la realidad de nuestra vida y de nuestras pasiones actuales,
produciendo así creaciones falsas, que ni corresponden aquí a nada
verdadero, ni copian tampoco, sino deformado y monstruoso, lo
exótico y refinado. Convertir a México en un París minúsculo y

136

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prestarle a fuerza de artificio las excelencias, bajezas, vicios y virtudes de
la capital francesa, es el afán harto transparente de no pocos de nuestros
mejores ingenios, pues se empeñan en ser elegantes y voluptuosos
como Musset, solemnes y paradójicos como Victor Hugo, obscenos
como Zola, y limadores desesperantes de la frase como Flaubert y los
Goncourt. Así es como se fantasean en nuestra República mundos
que no existen, refinamientos, pasiones, cansancio y desesperanzas
que no nos corresponden; y así se producen obras que suelen no tener
en su abono ni el encanto de la verdad, ni el de un arte senil pero
consumado. (6)

El segundo ejemplo tiene que ver con la relación de hispano-


americanos y españoles con París.45 Se trata de fragmentos de la
correspondencia entre Darío y Unamuno acerca de la importancia
de París en la literatura hispanoamericana: justificada según Darío
e incomprensible para Unamuno.
En una carta a Unamuno, vemos a Darío defender su elección
de París como su patria cultural y distanciarse de paso del París snob
de Gómez Carrillo.

Conozco varias lenguas europeas, he procurado iniciarme en todas las


literaturas; pero la de Francia me atrae con viva fuerza y encanto. Me
parece muy explicable que América, como todo el universo pensante,
tienda hoya la luz que viene de París… Las tonterías de Carrillo
—pues las tiene y grandes— no harán sino que se distinga entre lo
que París tiene de sólido y verdaderamente luminoso y el article de
París, que fascina a nuestros snobs y bobos de moda. (Darío, Obras
completas. Epistolario 28)

La respuesta de Unamuno ante la atracción que ejerce París


en los escritores hispanoamericanos tiene mucho que ver, como
se podrá apreciar, con lo que él percibe como un desafecto por
España.46

137

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Y pasando a otra cosa, debo decirle que no acabo de comprender del
todo esa atracción que sobre ustedes ejerce París, ni ese anhelo de que
sea precisamente París, y no Londres, o Berlín, o Viena, o Bruselas, o
Estocolmo o… Heidelberg, donde los descubran. Que fuera Madrid
lo comprendería, porque hoy por hoy es el centro de los pueblos de
lengua española, y por mucho que exageremos (yo el primero) nuestra
incultura, al fin y al cabo en español escribimos… Yo, se lo confieso,
no siento la menor atracción por París, a la que no creo ciudad más
luminosa que Londres o que Berlín. En general, me penetra poco lo
francés… Lo que hay es que cuando oigo a solas a los poetas franceses,
me cansan, como me cansa el grillo enjaulado, siendo así que su canto
anima a la campiña y la alegra. (29)

Como hemos podido ver en estos ejemplos, el mito de París es


puesto en cuestión tanto en Hispanoamérica como en España por
algunas voces de protesta que ven en la importancia creciente de la
ciudad del Sena una influencia perniciosa para la identidad nacio-
nal de los escritores hispanoamericanos o una renuncia a la cultu-
ra hispánica.

notas

1
En la semblanza titulada “Enrique Gómez-Carrillo”, Cabezas, Obras com-
pletas, (Madrid: Afrodisio Aguado. 1950-1954) II: 994-997. Rubén Darío
recuerda cuando, siendo director de El Correo de la Tarde en Guatemala, en
1890, se le apareció el joven Gómez Carrillo (en aquellos tiempos todavía
Gómez Tible) con algunos trabajos y cómo ‘intimamos. Y entonces yo le señalé
el camino de París… Era, pues, el camino de Madrid el que hubiese tomado,
sin mi dichosa intervención, el futuro autor de tanto libro de prosa danzan-
te, preciosa y armoniosa, que había de ser tenido después como un parisien-
se adoptado…’ (995).
2
Edelberto Torres en, Enrique Gómez Carrillo: el cronista errante, (Guatema-
la: Librería Escolar, 1956) describe así este encuentro: ‘El barco en que viajó,
tocó en la Guaira, Venezuela, en donde se embarcó José Asunción Silva, que no

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hacía muchos años había hecho su curso de parisismo, importando a Bogotá en
alas de su vigorosa inspiración, acentos poéticos nuevos. El colombiano sintió
una espontánea antipatía por el guatemalteco, y una tarde que Gómez Carrillo
lo invitó a contemplar un espléndido ocaso, exclamando: Mire, amigo, esas leja-
nías opalinas, el poeta de los nocturnos se dejó dominar de una gratuita indigna-
ción, que subió al grado de querer echarle las manos al cuello y estrangularlo.
Sobrevino un naufragio en que, si el cronista y el poeta salvaron la vida, aquél
perdió un haz de poemas y éste un paquete de apuntes literarios y regalos que
traía a su familia’ (118).
3
En el relato de su viaje a París, Horacio Quiroga, Diario de viaje a París de
Horacio Quiroga, ed. Emir Rodríguez Monegal (Montevideo: Número, 1950),
detalla tal encuentro con Gómez Carrillo. ‘—Miércoles 16 de Mayo— Estába-
mos en el café Cyrano, Machado, Montealegre, Gómez Carrillo y otros más. Yo
jugaba al ajedrez con un periodista español que no sé cómo se llama. Carrillo
estaba empeñado en una jugada de ecarté. Parecía que había bebido algo; pare-
cía, nada más.
De repente le pregunté: —Diga, Carrillo, ¿Vd. habla guaraní?
— ¿Cómo?
—Si habla guaraní.
—No se que ese eso.
Me extrañó la cosa, pero nada dije.
—Y que es eso? insistió.
—Pues el idioma guaraní, de América.
Al rato le pregunté a Montealegre, que estaba algo distante y no habla oído.
—Y Vd. Montealegre, habla guaraní?
En esto saltó Carrillo:
—¡Pero hombre, dale con el guaraní! Este hombre debe estar… y se señala-
ba la cabeza. ¿Vd habla inglés? me preguntó…
—Y cómo quiere Vd. que Montealegre hable en guaraní? Ya que los america-
nos son bastantes ridículos, todavía recuerdan las cosas de allá’ (85).
En esta anécdota se resumen dos posiciones a las que puede llevar el contac-
to de los escritores hispanoamericanos con París: por una parte el despertar del
nacionalismo que muestran escritores como Quiroga, y que examinaremos más
adelante, y por otra la asimilación a la vida parisina y el desinterés por América
que muestran otros escritores como Gómez Carrillo.
4
Hay casos de animosidad personal contra Carrillo tras los que se sospecha la
competencia por la exclusiva del “territorio parisino”, como ocurre con el caso
del colombiano José María Vargas Vila. En su Diario secreto, Selección, introduc-
ción y notas de Consuelo Triviño ed. (Bogotá: Arango Editores-El Ancora Edi-
tores, 1989), publicado póstumamente, escribe en 1899 bajo la entrada “París”:

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‘Hoy ha estado a visitarme un mozo guatemalteco, llamado Enrique Gómez
Carrillo, repugnante de saciedad y de androginismo mórbido. Venía a pedirme
que le diera una carta de recomendación para Ignacio Andrade, presidente de
Venezuela y otra para Gumercindo Rivas, director del diario oficioso de aquella
república, para que admita su colaboración en él… Aunque hubiera podido no
lo habría servido. Es repulsivo ese mancebo que merece ese nombre porque se
desprende de él un olor nauseabundo a mancebía: ambiguo, desmelenado, páli-
do’ (51). Tras acusarle unas líneas más adelante de aprovecharse de la gloria de
Verlaine proclamando haber sido su amante, Vargas Vila sigue demostrando su
rivalidad con el guatemalteco a lo largo de todo su diario.
5
Para datos biográficos acerca de Gómez Carrillo véase Edelberto Torres,
Enrique Gómez Carrillo: el cronista errante, (Guatemala: Librería Escolar, 1956).
6
Acerca de la francofilia de Gómez Carrillo véase el artículo de John Kronik,
“Enrique Gómez Carrillo, Francophile Propagandist”, Symposium, 21 (1967):
50-60. El artículo de Kronik, además de exponer la labor de Gómez Carrillo
como ‘propagandista’, es uno de los primeros trabajos que volvieron a reclamar
la atención sobre el cronista guatemalteco.
7
En 1884 el escritor argentino Miguel Cané publica un libro de viajes titula-
do En viaje. 1881-1882. En la reseña, “Un libro de Cané,” Nueva Revista de Bue-
nos Aires IV.X (1884): 285-300, Ernesto Quesada señala a propósito de París:
‘Corto es el capítulo que dedica a su estadía en París el Sr. Cané. Y es lástima.
En esas breves páginas hay dos o tres cuadros verdaderamente de mano maestra.
Pero el autor ha sido demasiado parco: su pluma apenas se detiene —la Cámara,
el Senado, la Academia: he aquí lo único que ha merecido su particular atención’
(289). Tras esta crítica, el reseñista demuestra que son precisamente tales espacios
los que más le interesaron a él. ‘Es, en efecto, en sumo grado interesante asistir
a los debates de las Cámaras francesas. Cuando aun estudiaba el que esto escribe
en París (1879-1880), acostumbraba a asistir con la religiosidad que le era posi-
ble, a las discusiones parlamentarias’ (290). Y a continuación dedica tres páginas
a la descripción de un debate parlamentario del cual fue testigo.
8
Sarmiento, por su experiencia en los cambios urbanos en Buenos Aires, era
tal vez más consciente del discurso arquitectónico que Gómez Carrillo. Julio
Ramos, en Desencuentros de la modernidad en América Latina: Literatura y política
en el siglo XIX, (México: Fondo de Cultura Económica, 1989), señala cómo ‘no
sólo en Nueva York, Londres o en la misma París (de Baudelaire) la ciudad con-
densaba la problemática de lo irrepresentable, la desarticulación, la turbulencia, la cri-
sis de las categorías tradicionales de representación’ (120).
9
Como señala Julio Ramos, op. cit., ‘para Sarmiento —como para muchos
patricios modernizadores— la ciudad (casi siempre en negrillas) era un espacio
utópico: lugar de una sociedad idealmente moderna y de una vida pública racio-

140

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nalizada. De ahí que en Sarmiento podamos leer etimológicamente el concepto
de la civilización —y de la política— en su relación con ciudad’ (118).
10
Con respecto a la imagen de París que tenía Gómez Carrillo antes de pisar
la capital de Francia, él mismo reconoce en su autobiografía Treinta años de mi
vida (Guatemala: José de Pineda Ibarra, 1974), que ‘leyendo libros franceses, con-
fieso, empero, que me formé de la existencia parisina una idea algo vertiginosa,
y algo confusa, y muy falsa, en que las pasiones se mezclaban con las ambicio-
nes, el interés se sobreponía al entusiasmo… Lo que más curiosidad inspirábame
era el Quartier Latín, no tanto por sus escuelas como por su vida de bohemia.
Y, naturalmente, allí me fui apenas me hube apeado del tren…’.
11
Para más información acerca de la importancia de París en la difusión de
moda femenina en Iberoamérica véase Jeffrey D. Needell, A Tropical Belle Epo-
que, (Cambridge: Cambridge University Press, 1986). Tengamos en cuenta que
aunque reconocida desde finales del siglo xviii, el imperio de la moda francesa
no comienza sino hasta 1857, cuando Frédéric Worth, protegido de la empera-
triz Josephine, inicia la estirpe de los couturiers.
12
Acerca de la recepción de las Exposiciones Universales por los escrito-
res franceses, Marie Bancquart, op. cit., escribe: ‘Rien de plus révélateur que la
manière dont les Expositions Universelles sont ressenties par les écrivains, car elle
fournit une vision grossie (voire un peu vulgarisée, comme l’implique la mani-
festation même) de leur opinion sur Paris. Les plus grands écrivains collaborent
au Paris-Guide de 1867, en particulier Victor Hugo et Michelet. Quoi qu’ils pen-
sent du regime, c’est la France qu’ils célèbrent comme reine des nations, et Paris,
comme coeur de la France’ (17).
13
Acerca de la trayectoria de las exposiciones universales véase el libro de
Daniel Canogar, Ciudades efímeras: Exposiciones universales; espectáculo y tecnología,
(Madrid: Julio Ollero Editor, 1992).
14
También en España se aprovecha la ocasión de las exposiciones universales
para mandar corresponsales que en ocasiones eran escritores reconocidos como
J. Ortega y Munilla o Emilia Pardo Bazán. Acerca de la recepción periodística
en España de las exposiciones universales véase el estudio de Lee Fontanella, La
imprenta y las letras en la España romántica, Utah Studies in Literature and Linguis-
tics (Berna: Peter Lang Publishers, 1982) 14-19.
15
R. C. Wood, Historia…, (México: Impr. de B. Nichols, 1884). Son los
ingleses quienes organizan la primera Exposición Universal en 1851 como con-
frontación pacífica de las producciones de la industria y de las artes. París no qui-
so ser menos y en menos de un siglo organizaron ocho: 1855, 1867, 1878, 1889,
1900, 1925, 1931 y 1937. Otras muestras de publicaciones en Hispanoamérica
referentes a las Exposiciones Universales son: Pedro Escandón, La industria y las
bellas artes en la Exposición Universal de 1855; memoria dirigida al excelentísimo Señor

141

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Ministro de fomento de México. (París: N. Chaix, 1856), La confederation argentine
a l’Exposition universelle de 1867 à Paris. (Paris, 1867), Julio Rossignon, Catálogo
analítico y razonado de los objetos presentados por la República de Guatemala en la Expo-
sición Universal de París. (Guatemala: Impr. El Progreso, 1878), Honoré Rous-
tan, La Republique de l’Uruguay a l’Exposition Universelle de Paris, 1889. Extraits des
annuaires statistiques de la Republique. (Montevideo: El Siglo, 1889), José Francis-
co Godoy, México en París: reseña de la participación de la República Mexicana en la
Exposición Universal de París en 1889. (México: Tipograf. de A. E. López, 1890),
Luis Bravo, América y España en la Exposición Universal de París de 1889. (Paris:
Dupont, 1890) y México en la Exposición Universal de París. 1900. París: Impr. de
J. Dumoulin, 1901).
16
Citado sin mencionar la fuente en Luis Alberto Sánchez, “José Martí”, Escri-
tores representativos de América, 3 vols. (Madrid: Gredos, 1971) II: 196-199, 191.
17
En el ensayo “Martí y Francia,” Tientos y diferencias, (Barcelona: Plaza &
Janés, 1887) 240-255, Alejo Carpentier señala también el hecho de que el inte-
rés de Martí por la cultura francesa apuntaba a un espectro más amplio que el
del simbolismo. También señala la importancia que tiene en Martí la Revolu-
ción Francesa como símbolo aplicable a la lucha que entonces le afectaba contra
la dominación española en Cuba.
18
Recoge la cita Alfonso Llambías de Azevedo, El modernismo literario y otros
estudios, (Montevideo, 1976) 75.
19
De la revista La Edad de Oro se publicaron cuatro números, en Nueva York,
entre julio y octubre de 1889, y sus artículos, cuentos y poemas fueron redac-
tados enteramente por Martí. La edición que consultamos es la siguiente: José
Martí, “La exposición de París”, La Edad de Oro, (La Habana: Gente Nueva,
1972) 125-148.
20
Como afirma Roland Barthes en su ensayo “The Eiffel Tower”, The Eiffel
Tower, and Other Mythologies, (New York: Hill and Wang, 1979), su única función
consiste en unir su base con su pináculo. Al rechazar cualquier simbolismo his-
tórico y las tradiciones culturales e históricas características de la ciudad, logra la
universalidad, la independencia de espacio y tiempo, de la tecnología que la hizo
posible. Es un puente rotado de lo horizontal a lo vertical y, al mismo tiempo,
una completa y acabada escultura moderna. Sobre la significación cultural de la
torre Eiffel, véase también la obra de O. B. Hardison Jr., Disappearing Through the
Skylight: Culture and Technology in the Twentieth Century (New York: Viking, 1989).
21
Un panorama es una pintura cilíndrica de gran tamaño que rodea al especta-
dor. La ilusión pictórica es creada mediante las técnicas realistas de representación
de la perspectiva y la escala y a través de la iluminación que deja al espectador en
la oscuridad. La ilusión es producida al dejar al espectador sin sentido de distan-
cia ni espacio y sin la posibilidad de comparar con objetos reales. Como señala

142

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Anne Friedrick, op. cit., ‘Helmut and Alisan Gernsheim cite a local newspaper’s
assertion that the diorama made it possible for Parisians who like pleasure without
fatigue to make the journey to Switzerland and to England without leaving the capital…
The tours in space and time offered by these entertainment devices were appa-
ratical extensions of the spatial flânerie through the arcades’ (423). En realidad,
las crónicas de viajes de Gómez Carrillo tratan de reproducir la técnica de los
panoramas en un intento de envolver al lector con paisajes y escenas en los que
se encuentra, como el espectador de los panoramas, sin posibilidad de compa-
rar lo que se le presenta, en la oscuridad de la lectura. Por otra parte, los pano-
ramas son una extensión de la actividad del flâneur a nivel mundial, al permitirle
no sólo la contemplación de los escaparates de las arcadas sino las vistas de otros
lugares del mundo mientras pasea.
22
Acerca de los diferentes acercamientos narrativos al tema de la ciudad Bur-
ton Pike, op. cit., señala: ‘This kind of spatial mimesis also dictated, to a large
extent, the technical means an author could use in constructing his image of the
city. The most important of these was his choice of spatial viewpoint. Here the-
re were three main possibilities: The narrator or narrative could present the city
from above, from street level, or from below… When a writer looks at the city
from above, he is placing himself (or his narrator) and the reader in an attitude
of contemplation rather than involvement. The elevated observer is within the
city but above it at the same time, removed from the daily life taking place on
the streets and within buildings… from this perspective what is observed must
pass through the filter of the narrating consciousness, wheter is the narrator’s or
the author’s. This reinforces the isolation of the speaking voice, since it is the
only character in such scenes. And since this superior position involves judgement
as well as observation, it can be an analog of the divine as well as of the autho-
rial mind’ (34).
23
Acerca del turismo como fenómeno específico de la modernidad en la cul-
tura occidental véase el estudio semiótica de Dean MacCannell, The Tourist: A
New Theory of the Leisure Class, (New York: Shocken Books, 1976). En su teoría
encontramos ideas que nos confirman que París es abordada por gran parte de
los escritores hispanoamericanos como un catálogo. ‘The touristic integration
of society resembles a catalogue of displaced forms… The diferentiations are the
attractions… and bring the people liberated from traditional attachments into the
modern world where, as tourist, they may attempt to discover or reconstruct a
cultural heritage or a social identity’ (13). MacCannell trata de establecer el para-
lelo entre la definición del signo de Pierce y la relación entre el turista, el marca-
dor y la vista de la siguiente manera:
[representa / algo / para alguien] signo
[marcador / vista / turista] atracción

143

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24
A pesar de su intento de distanciarse de la perspectiva del ‘turista’, al subir a
la torre Eiffel y contemplar el panorama ‘monumental’ de París, Darío no hace
sino seguir los primeros pasos recomendados a los turistas por la más famosa guía
turística inglesa dedicada a la Exposición, The Anglo-American Guide to Exhibi-
tion Paris, 1900 (London: Heinemann, 1900), cuando aconseja a sus lectores que,
antes de visitar la Exposición, suban a la torre Eiffel: ‘The Exhibition with its
marvellous palaces and pavillions, its gardens and terraces, is seen to the greatest
advantage, and produces an effect of confused architectural magnificence never
to be forgotten…’ (357). Sin duda Darío la tuvo muy presente pues, al igual que
el autor de la gula, lo primero que señala al mirar la ciudad desde arriba es ‘la
agrupación de todas las arquitecturas, la profusión de todos los estilos, de la habi-
tación y del movimiento humano’ (380).
25
Acerca del umbral como parte de la mitologización de un lugar geográfico
véase Winfried Menninghaus, op. cit., quien señala la importancia de las fronte-
ras y áreas de transición en el marco de la topografía mítica. Menninghaus cita a
Cassirer, quien introduce así el concepto mítico del umbral: ‘A primordial mythi-
cal-religious feeling is linked with the fact of the spatial threshold. Men’s venera-
tion of the threshold and awe of its sanctity are expressed almost everyhwere in
similar usages… From the veneration of the temple threshold, which spatially
separates the house of the god from the profane world, the fundamental juridi-
cal-religious concept of property seems to have developed along similar lines in
totally different spheres’ (305).
26
Véase el ensayo ya citado de Walter Benjamin “Paris, Capital of the Ninete-
enth Century” en Reflections: Essays, Aphorisms, Autobiographical Writings, ed. Peter
Demetz (New York: Harcourt Brace Jovanovich, 1979). En la sección titulada
“Grandville, or the World Exhibitions” escribe Benjamin: ‘World exhibitions are
the sites of pilgrimages to the commodity fetish… The world exhibitions build
up the universe of commodities. Grandville’s fantasies extend the character of a
commodity to the universe. They modernize it’ (151-153).
27
Citado por Winfried Menninghaus, op. cit., 305.
28
Como señala María Luisa Bastos en “La crónica modernista de Enrique
Gómez Carrillo o la función de la trivialidad”, Sur, Enero-Diciembre. 350-51
(1982): 65-88, ‘Su participación en los ambientes bohemio-intelectuales france-
ses le fue útil sobre todo hacia afuera, como si dijéramos —para usar en su sig-
nificado más primario una expresión de origen teatral— pour la galerie. Claro
que el momento histórico fue propicio como nunca para disponer de tal galería:
sin la expansión del periodismo que se produjo en América Latina en la década
de 1880 no hubiese existido un auditorio tan extenso. Pero de no haber vivido
Gómez Carrillo en París, es dudoso que tantos periódicos en español hubiesen
estado interesados en sus crónicas’ (68).

144

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29
Es interesante reparar en la paradoja de que si la velocidad y el aparente caos
de la vida ciudadana era uno de los elementos más atractivos en la visión que
Sarmiento tiene de París y de la modernidad, en Gómez Carrillo encontramos
un rechazo del París que comienza a aparecer lleno de automóviles y tranvías.
En su autobiografía, Treinta años de mi vida, escribe: ‘En aquella época, relativa-
mente lejana, las calles de París eran más pintorescas y más agradables que aho-
ra. No existían aún los automóviles, ni los autobuses, ni los tranvías eléctricos.
Los omnibús, con sus imperiales descubiertas que parecían miradores ambulan-
tes… Los fiacres, arrastrados por caballos flacos, eran guiados por automedontes
amables y paternales’ (192).
30
En la crónica “La bohemia eterna”, El primer libro de las crónicas, (Madrid:
Mundo Latino, 1919) 199-216, aparece claramente esa visión de la sociedad de
Gómez Carrillo en donde la oposición burguesía/proletariado queda sustituída
por la oposición burguesía/bohemia. ‘Como por encanto Henri Murger adquiere
en el mundo entero una popularidad de que antes de la guerra sólo en el barrio
latino gozaba. Diez, veinte, treinta editores españoles, ingleses, italianos, publi-
can simultáneamente La vida de Bohemia, y los burgueses parisienses, que siem-
pre han tenido por aquel librito inofensivo un horror sin límites, se preguntan
con gran inquietud si esta resurrección literaria que viene después de las mora-
torias es un signo de los tiempos y si la moda de no pagar al casero va a volver…’
(199). Sobre la oposición bohemia/burguesía véanse los trabajos de César Gra-
ña, On Bohemia: the code of the self-exiled, (New Brunswick: Transaction Publis-
her, 1990) y Bohemien Versus Burgueois: French Society and the French Man of Letters,
(New York: Basic Books, 1964). Acerca de la historia de la bohemia parisina con-
súltese el trabajo de Jerrold Seigel, Bohemian Paris: Culture, Politics, and the Boun-
daries of Bourgeois Life, 1830-1930, (New York: Penguin Books, 1986).
31
Claude Murcia. en “Le París fin de siêcle de Gómez Carrillo”, Paris et le
phenomene des capitales littéraires. Carrefour ou dialogue des cultures, ed. Pierre Bru-
nel, II vols. (Paris: Université de Paris-Sorbonne, 1984) 2: 819-829, afirma a
este respecto: ‘les seuls quartiers auxquels il concède l’existence correspondent
aux differents aspects de sa personnalité et de son activité journalistique, critique
et littéraire. Le paysage géographique découpé dans le paysage réel et littéraire-
ment reconstruit par Gómez Carrillo sert ainsi de revelateur a son paysage men-
tal, Paris lui offrant un espace á sa mesure, ou persiste, comme le dit Lévi-Strauss,
un rapport adéquat entre l’exercise de la liberté et ses signes’ (821).
32
Claude Murcia, op. cit., señala certeramente ‘l’absence presque systématique
de tout élément étranger au domaine du Symbolisme —excellent moyen pour
en nier l’existence (comme celle des quartiers de Paris qui ne l’interessent pas) et
attribuer à la litterature de la fin du siècle une unité qu’elle était lo in d’avoir en
réalité. C’est ainsi qu’aucune mention n’est faite des jeunes écrivains qui étaient

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en train de préparer la littérature française moderne —André Gide, Paul Clau-
del, Max Jacob, Raymond Roussel…’ (821).
33
Aníbal González, en La crónica modernista apunta una serie de circunstan-
cias que, al igual que el caso Dreyfus en Francia, removieron los cimientos de
Hispanoamérica e hicieron a la élite cuestionarse su ser hispanoamericano: ‘Nos
referimos a los hechos… de la guerra hispano-cubano-norteamericana de 1898
y la toma del istmo de Panamá por los Estados Unidos, en 1903. Ambos sucesos
estremecieron a la élite hispanoamericana, y encauzaron la tendencia autoanalí-
tica que ya apuntaba en los escritos modernistas, hacia la vieja cuestión (plantea-
da por los románticos hispanoamericanos en el americanismo literario) acerca de
la existencia y la vigencia de un ser hispanoamericano. Así como en Francia la
crisis político-social del caso Dreyfus incitó a los franceses a reevaluar su espíritu
nacional, la doble conmoción del 98 y de la política norteamericana del big stick
reanimó en los hispanoamericanos un sentimiento que tal vez no cabría llamar
nacionalista sino panhispánico…’ (129).
34
‘L’apologie, enfin, est ce qui véhicule le plus largement les opinions et les
goûts esthétiques de Gómez Carrillo. Il exalte la vie charmente et légère des
musics-halls et des cafés-concerts et des valeurs dont ils sont porteurs; c’est ainsi
qu’il rend hommage à la beauté sacrée de Liane de Pougy dont il justifie l’existence
agitée par le fait que c’est une âme qui vit de l’amour et pour l’amour’ (823).
35
Acerca del proceso de estereotipación en la visión de la ciudad Burton
Pike, op. cit., señala: ‘The word-city, then, leads a double life, evoking deep-roo-
ted associations while its surface features reflect changing attitudes and values.
Viewers of medieval paintings and woodcuts depicting cities are struck by the
fact that a representation of Jerusalem, for instance, is that of a medieval city…
What was depicted was the idea, not the concrete individualized form. Gom-
brich calls this the principie of the adapted stereotype, in which the illustrator depicts
an inner stereotype derived from the current culture, rather than an objective
rendering of a real city’ (23). Tal proceso del estereotipo adaptado se aplica perfec-
tamente a Gómez Carrillo y su visión de París. Como hemos podido ver a lo lar-
go de este trabajo, la visión de París que nos presenta el cronista se deriva de un
estereotipo cultural de la época, no de una representación objetiva de la ciudad.
36
Como indica Claude Murcia, op. cit., ‘l’estereotype, d’origine sémantique
mécanique, banalise l’objet concerné et l’appauvrit —générant par là l’histoire
drôle; le mythe, au contraire, d’origine sémantique religieuse, le dote d’une den-
sité, d’une profondeur qui permet à l’inconscient collectif ou individuel de se
projeter sur lui— générant cette fois la poésie’ (824).
37
En “El arte de trabajar la prosa”, El primer libro de las crónicas, (Madrid: Mun-
do Latino, 1919) 177-197, Gómez Carrillo es elocuente a este respecto: ‘Genios,
grandes cerebros, espíritus superiores, llegarán quizás a faltar. Artistas, no. El amor

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de la belleza está en la sangre de este pueblo. Lo armonioso, lo fino, lo elegante
es aquí un artículo de primera necesidad’ (191).
38
Claude Murcia, op. cit., señala a este respecto: ‘Is se sent parisien, tout en
sachant qu’aux yeux de París, il n’existe pas. Il connait aussi les défauts de la capi-
tale: chauvinisme, xenophobie, frivolité, caprice… mais il l’aime malgré tout,
comme on aime une femme. Cette relation passionnelle douloureusement vécue
va engendrer la production d’un mythe’ (824).
39
Enrique Gómez Carrillo, “La psicología del viaje”, El primer libro de las
crónicas, Obras completas, (Madrid: Mundo Latino, 1919) 7-35, citado por Aní-
bal González en La crónica modernista hispanoamericana, (173). Aníbal González
señala el hecho de que este texto parece prefigurar “El Aleph” de Borges. Otro
hecho significativo estriba en la fijación de Gómez Carrillo por las imágenes del
catálogo de turismo. La repetición de la frase ‘Nada de texto’ nos sugiere hasta
qué punto era consciente el cronista de la superfluidad (o suplementariedad, si
seguimos a Derrida) de la crónica de viajes. González Pérez apunta sagazmen-
te el hecho de que ‘cuando la literatura emerge del interior, dispuesta a recupe-
rar sus dominios discursivos, éstos ya han sido ocupados por formas nuevas de
representación, como lo son la fotografía y el cine, que satisfacen mejor las exi-
gencias de la epistemología empirista que está a la base de casi todo el quehacer
literario del siglo xix. La toma de conciencia de este hecho es, en parte, uno de
los elementos que dan impulso a las vanguardias: para poder sobrevivir, la lite-
ratura y las artes plásticas tienen que inventar, adoptar o adaptar nuevas formas,
nuevas teorías de representación’ (174).
40
Como señala María Luisa Bastos, op. cit., ‘Escritor exitoso adherido a las
tendencias en boga, empezó Gómez Carrillo siendo propagandista eficaz de esas
tendencias como ya lo demostró John W. Kronik. Decía Gómez Carrillo de sus
admirados carteles de Chéret y de Mucha que educaban las retinas de la masa, y
en algo equivalente nos hacen pensar sus textos. Como affiches, esos escritos ense-
ñaban dónde estaban las buscas estéticas de la época’ (76).
41
Charles Dickens, “Letter to Count d’Orsay”, 7 de Agosto de 1844, citado
en Russell Ash y Bernard Higton, ed., Spirit of Place: Paris, (New York: Arcade
Publishing, 1989) 2.
42
Acerca de la visión de París como texto véase el interesante trabajo de Julie
Jones, “The City as Text: Reading Paris in Rayuela”, Revista Canadiense de Estu-
dios Hispánicos XV.2 (1991): 223-234.
43
En Treinta años de mi vida, Gómez Carrillo escribe sobre este trabajo como
dependiente y no oculta el gran componente fetichista que le atrajo enseguida
en tal ocupación y que se reflejaría más adelante en su preocupación por la moda
femenina: ‘La tienda de don Angel era, en muy pequeña, una especie de Bon
Marché, en el cual había una sección de artículos para caballeros, y una tercera de

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artículos para señoras. Puesto a escoger, no vacilé un instante y me decidí por la
última. Una instintiva voluptuosidad hacíame de antemano grato el manejo de
los atavíos femeninos…’ (56).
44
Citado por Marshall Berman, All That is Solid Melts Into Air: The Experien-
ce of Modernity, (New York: Penguin, 1988) 132. Traducción mía.
45
Acerca de la importancia de París en la literatura española de fin de siglo
véase el artículo de Rafael Ferreres, “Los límites del modernismo y la genera-
ción del noventa y ocho”, El modernismo, ed. Lily Litvak. El escritor y la crítica,
(Madrid: Taurus, 1875). En el apartado titulado “Preocupación por el paisa-
je: Castilla y París”, Ferreres señala la importancia que tuvo París tanto para los
modernistas como para los miembros de la generación del 98 en España. La pasión
de Azorín por el paisaje de Castilla no le impidió escribir cinco libros sobre París
o directamente relacionados con aquella ciudad. Igualmente, en la obra de Baro-
ja se encuentran dos novelas situadas en París. Los hermanos Machado trabaja-
ron como traductores en la casa Garnier y Manuel fue uno de los más asiduos
acompañantes de Darío en París.
46
En la mayoría de los artículos sobre literatura hispanoamericana que escri-
bió Unamuno aparece de manera recurrente una visión negativa de París como
ciudad que ejerce un papel nocivo en la educación de los escritores hispanoame-
ricanos. En la reseña titulada “El libro de un crítico venezolano”, Letras de Amé-
rica y otras lecturas, Obras completas de Don Miguel de Unamuno, ed. Manuel García
Blanco. (Madrid: Escelicer, 1966) IV: 783-786, Unamuno opina lo siguiente
acerca de la influencia predominante de la cultura francesa en Hispanoamérica:
‘Yo encuentro una razón poderosa para que la literatura francesa ejerza grande
influjo sobre los pueblos que empiezan a hacerse tradición de cultura, y es que
la literatura francesa es la que menos esfuerzo de comprensión exige, la más cla-
ra y diáfana, la más brillante, la que nos da en papilla el pensamiento universal,
aunque sea debilitándolo… Por la literatura francesa van penetrando los pueblos
americanos en el pensamiento europeo…’ (783)
Otros artículos pertenecientes a Letras de América en los que reaparece su argu-
mentación acerca de la influencia de París en Darío y en otros escritores moder-
nistas son: “Sobre la literatura hispanoamericana: A Rubén Darío” (728-732),
“Una aclaración: Rubén Darío juzgado por Unamuno” (733-736), “Una nove-
la venezolana: Ídolos rotos” (746-754), “El libro de un crítico venezolano: El
castillo de Elsinor” (783-786), “Sobre varios libros americanos: El alma encantado-
ra de París” (787-790), “Un periodista argentino, presentado por Rubén Darío:
Crónicas del Bulevar” (794-801).

148

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IV

El escritor hispanoamericano
como coleccionista en París:
De sobremesa de José Asunción Silva

Sirve, pues, la isla de Santa Elena (en la escala de un mundo a


otro) de descanso a la portatil Europa, y ha sido siempre venta fran-
ca, mantenida de la divina próvida clemencia en medio de inmen-
sos golfos, a las católicas flotas del Oriente.
(Baltasar Gracián, El Criticón 65. La cursiva es mía)

To renew the old world —that is the collector’s deepest desire


when he is driven to acquire new things… The history of their
acquisition is the subject of the following remarks.
(Walter Benjamin, “Unpacking my Library”, Iluminations 60)

El primero de junio de 1885 José Asunción Silva, un joven colom-


biano recién llegado a la capital de Francia apenas hacía ocho meses,
se lanzó a la calle para unirse a una multitud de más de un millón de
personas que desfilaban en señal de duelo por la muerte de Victor
Hugo, en el que puede considerarse como el entierro más multitu-
dinario del siglo xix.1 Ya por entonces el joven Silva posiblemen-
te sospechaba que tal acontecimiento significaba algo más que las
exequias del más grande poeta de Francia. Según Roger Shattuck
el siglo xx comienza ese día en París con tal ceremonia orgiástica
mediante la cual Francia se desprendía de un hombre, de un movi-
miento literario y de un siglo.2 París se había convertido en un gran
escenario al que llegan atraídos artistas de todo el mundo esperando
encontrar un papel en el repertorio de la gloria y la fama.

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En 1884, siete años antes de que Gómez Carrillo embarcara
rumbo a París, sale J. A. Silva en la misma dirección.3 El París
que encuentra Silva no está mediatizado por las crónicas del gua-
temalteco ni por la visión de la ciudad que propagará el moder-
nismo. La ciudad que lleva Silva en la cabeza es el París textual
de románticos franceses y tal vez algunas visiones procedentes de
sus lecturas de Gutiérrez Nájera y Martí.4 El texto que señala la
culminación del modernismo ortodoxo, Prosas profanas de Rubén
Darío, no se publicará hasta 1897, un año después de la muer-
te de Silva. Como afirma Eduardo Camacho Guizado, ‘antes de
viajar a París en 1884, el influjo más renovador que Silva experi-
menta es el de la poesía de Bécquer’ (Silva ante el modernismo 416).
Silva, a diferencia de Gómez Carrillo y del resto de los escritores
modernistas posteriores, no llevaba consigo una imagen prefigu-
rada del París simbolista. Su estancia en París por dos años le pon-
drá directamente en contacto con el movimiento simbolista y con
el recién nacido decadentismo.5 La coincidencia de su llegada a la
ciudad de París en 1884 con la publicación de A Rebours de J. K.
Huysmans es altamente significativa. Silva tendrá la oportunidad
de vivir a unas calles del pintor Gustave Moreau (tan admirado por
Casal), de entrar en contacto con él y de recibir una colección de
grabados dedicados personalmente o de asistir a una de las veladas
literarias presididas por Mallarmé. Existe pues una diferencia fun-
damental en el contacto del escritor colombiano con respecto a sus
contemporáneos: su visión de París es fruto de un confrontamien-
to directo con la ciudad. Es por esta razón por la que su estancia
en la ciudad del Sena se convertirá en una oportunidad única para
aprehender y acumular toda la información y material posible que
le ofrece el ‘centro de la civilización’, como él califica a la ciudad.
La lista de poetas, filósofos, científicos, ensayistas y novelistas que
se consignan en De sobremesa es, en su mayor parte, el producto
de esos dos años transcurridos en París: Spinoza, Spencer, Wundt,
Max Nordau, Verlaine, Taine, Tolstoi, Pierre Loti, Paul Bourget,

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María Bashkirtseff, Sully Prudhome, Maurice de Guérin, Béran-
ger, Renan, Maurice Barrés, D’Annunzio, Dante Gabriel Rosse-
ti, Zola, Mallarmé, Hugo, etc… Silva absorbe como una esponja,
indiscriminadamente, lo que la cultura francesa le ofrece (Cama-
cho Guizado 416). Ricardo Cano Gaviria, en su artículo titulado
“El periplo europeo de J. A. Silva”, habla de la diferencia entre el
conocimiento de París de un escritor de provincias como Mauri-
ce Barres y el de Silva:

El abordaje de París en cada uno de los dos provincianos ha sido


diferente: Barrès, tres años mayor que José Asunción sabía que tendría
tiempo de conquistar la ciudad, mientras que el colombiano sabe por
anticipado que sólo tendrá tiempo de saquearla. (457)

Tal es el verbo adecuado para expresar la relación del colombia-


no con la ciudad de París: saqueo. Sabemos que Silva no se sepa-
raba de una libretita en la que anotaba continuamente todo tipo
de informaciones, desde libros, lecturas y encuentros hasta fórmu-
las terapéuticas.6 Silva no se dedica a escribir en París, como hará
Carrillo más adelante, porque es consciente de que su estancia será
breve y porque, a sus diecinueve años, todavía está acumulando
experiencia. La muerte de su tío abuelo poco antes de su arriba-
da al puerto del Havre cambiará completamente el sentido de su
viaje. Si antes iba dispuesto a realizar estudios completos sin límite
de tiempo, ahora se da cuenta de que su estancia en París será más
corta de lo previsto y por lo tanto deberá aprender por su cuenta,
en la calle, en las aulas o en los museos.
Desde su regreso de París en 1886 hasta su muerte en 1896 Sil-
va sufre la muerte de su padre, la ruina comercial, la muerte de
su hermana Elvira y una implacable persecución judicial por deu-
das. En 1894 es nombrado secretario de la legación colombiana en
Caracas, donde permanecerá un año, y publica su famoso “Noctur-
no”. Durante su regreso a Colombia pierde gran parte de su obra

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reciente en el naufragio de L’Amerique en un episodio que com-
partió con Gómez Carrillo y que ya comentamos anteriormen-
te. Desde comienzos de 1895, en Bogotá, se dedica a reconstruir
su novela perdida, De sobremesa, así como a preparar la edición de
El libro de versos; los negocios se hacen más y más problemáticos y
los acreedores lo persiguen sin tregua. Finalmente, el 24 de mayo
de 1896 se suicida.
De sobremesa, la novela en la que recogió la experiencia de esos
dos años en París, no fue publicada hasta 1925.7 Treinta años sepa-
ran la obra de sus lectores contemporáneos, sacándola de su contex-
to histórico y convirtiéndola en una pieza de museo, prácticamente
desde el momento en que fue puesta en conocimiento del público
(Mejía, J. A. Silva: sus textos, su crítica 494). Ello hizo que la críti-
ca no se preocupara tanto de los valores estéticos con respecto a la
época en que fue escrita como de la figura del autor y del supuesto
valor documental y autobiográfico de la obra. La novela no comen-
zó a conocerse y apreciarse hasta la aparición de un artículo de J.
Loveluck en 1965 que revalorizará muchas de las características
consideradas hasta entonces como defectos.8 Como señala Gusta-
vo Mejía la novela ha sido atacada por tres razones fundamentales:
por el carácter artificial y literario de su personaje que ha llevado a
muchos críticos a concentrarse en la búsqueda de las fuentes litera-
rias de José Fernández, el protagonista de De sobremesa. La falta de
estructura de la novela ha sido otro motivo de crítica que ha resal-
tado negativamente su carácter fragmentado y disperso. Por últi-
mo hay quienes han imputado a la novela todos los excesos de la
prosa artística modernista.
Pero el enfoque que nos interesa en especial es el de los críticos
que han apreciado el conflicto singular del artista hispanoameri-
cano enajenado de su entorno geográfico y cultural, la dicotomía
que se presenta en De sobremesa entre Europa (siendo París el centro
de tal imagen) y la tierra americana. Al igual que Gómez Carrillo,
Silva es acusado de desnaturalizado de su país y su continente, de

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escapista. Rafael Maya considera, por ejemplo, que Silva

…no tiene nada de americano más que el haber nacido en Bogotá,


pero es un europeo decadentista y anormal, lujurioso y ateo, medio
filósofo, medio artista, medio político, medio negociante, medio
soñador y sentimental, medio práctico y medio utópico, en fin,
monstruosa mezcla psicológica, cuya formula derivó Silva de todos
los novelistas a quienes habla leído desaforadamente.9

Otros críticos, como Eduardo Camacho Guizado, consideran las


circunstancias sociológicas que llevaron a Silva a tal alienación de
su tierra, cuando señalan el hecho de su pertenencia a una familia
aristocrática criolla en la que se reflejan los cambios que se habían
producido a lo largo del siglo xix en las estructuras económico-
sociales del país. Uno de esos cambios se refleja en el hecho de que
el padre fuera un próspero comerciante de artículos de lujo y no
un poderoso terrateniente. Camacho Guizado añade:

Muy joven, viaja a París donde tiene la oportunidad de conocer de


cerca el esplendor deslumbrante de la capital cultural del mundo y una
vez olfateado el gran banquete que ofrece Europa, debe regresar a los
suburbios del planeta, a enfrentarse a las letras de cambio sin pagar, a
las ejecuciones judiciales por letras comerciales, a la incomprensión,
la envidia y la hostilidad burlona de su aldea natal, comprobando
amargamente que las exquisiteces de la fiesta están reservadas a los
miembros de exclusivo club de las metrópolis imperiales, y que la
gente del común de las barriadas históricas, de las antecocinas y
despensas del planeta no han sido invitadas.(597)

El comercio, como podemos comprobar desde la mención de un


Silva ‘medio negociante’ (Maya) hasta las referencias a la profesión
de comerciante de productos de lujo del padre (Camacho Guiza-
do), que Silva continuaría, vuelve a ser una característica importan-

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te en la aproximación del artista hispanoamericano a París.
En estas críticas se hallan esbozadas algunas de las imágenes que
vamos a tratar al examinar De sobremesa y que conforman la rela-
ción del intelectual hispanoamericano con París que hemos visto
ya en autores como Sarmiento, Darío, Martí o Gómez Carrillo: las
metáforas que se transmiten textual e intertextualmente a través de
diversos autores en la aproximación al mito de París (el interior, el
catálogo, la biblioteca, la mercancía); relacionado con lo anterior,
la identificación del escritor hispanoamericano con el coleccionis-
ta que selecciona su colección en el catálogo de la cultura euro-
pea que se le ofrece en París; la dialéctica entre la ciudad de París
como artificial frente al medio natural americano; la relación entre
el papel del escritor y el turista; y por último la identificación de
la ciudad de París con la enfermedad y de la naturaleza (en espe-
cial la americana) con la salud física y mental.
Como se puede ver, el orden de las obras que estudiamos es
más expositivo que cronológico. De sobremesa fue escrita (o, mejor
dicho, reescrita) en 1896 y las crónicas de Gómez Carrillo estu-
diadas en el capítulo anterior, Sensaciones de París y de Madrid, se
publicaron en 1900 (aunque muchas fueron escritas en años ante-
riores). Más adelante veremos que la novela de Silva representa un
paso más en la relación entre el escritor hispanoamericano y París.
¿Cómo ha cambiado la relación entre los escritores hispanoame-
ricanos y París? Superficialmente podemos apreciar algunas dife-
rencias. Si Sarmiento se dedica a explorar la ciudad y a descubrir
con espíritu crítico los mecanismos de la modernidad, y Gómez
Carrillo, instalado ya en tal modernidad, pone todo su empeño en
exponer y vender la Ciudad de la Luz a través de las crónicas, Silva
decide simplemente coleccionarla. La relación entre los escritores y
su entorno americano es también muy distinta. Sarmiento regresa a
Chile tras su viaje exploratorio y trata de aplicar en su país ciertos
elementos de la cultura europea que le han parecido útiles. Gómez
Carrillo visita París y, desde entonces, su relación con la cultura

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francesa será la de asimilación completa. Hispanoamérica existirá
a partir de entonces como mercado en donde vender una imagen
fija y estereotípica de París. José Asunción Silva expondrá el dile-
ma de la escisión del intelectual hispanoamericano entre dos cul-
turas a través de De sobremesa y lo llevará al extremo. El artista que
ha visitado París recrea un interior de la cultura francesa en su tie-
rra natal y vive a partir de entonces en un compartimento estanco
de la realidad de su país, instalado en la imagen ideal de otra ciu-
dad, de otro continente y otra cultura.
En este capítulo me propongo examinar de qué modo el con-
tacto de J. A. Silva con la ciudad de París influye en el texto de De
sobremesa, cómo tal encuentro impone una estructura, unas imáge-
nes y motivos que circulan y se repiten en la novela. Los principales
motivos nacen de un tronco primario a partir de la oposición París/
Hispanoamérica y son: artificialidad/naturaleza, enfermedad/salud,
interior/exterior. A través del texto veremos cómo el protagonis-
ta tratará de lograr una síntesis entre las oposiciones mencionadas
y cómo el desenlace de la novela implica la dificultad de llegar a
tal síntesis. Comenzaré señalando algunas imágenes que el texto
de Silva comparte con la visión de París de Gómez Carrillo y que
son producto de ese París textual que ambos reciben. La identifi-
cación de París con la mujer (o de las mujeres con París) aparece
abundantemente en De sobremesa. La relación con dicha ciudad/
mujer está mediatizada por la prostitución y el vicio; es el amor
por una mujer fatal.

Tú París, acaricias al viajero con la amplitud de tus elegantes avenidas,


con la gracia latina de tus moradores, con la belleza armoniosa de
tus edificios, ¡pero en el aire que en ti se respira se confunden olores
de mujer y de polvos de arroz, de guiso y de peluquería! Eres una
cortesana. Te amo despreciándote como se adora a ciertas mujeres que
nos seducen con el sortilegio de su belleza sensual y sé bien que los pies
de Helena no huellan tu suelo, ¡oh pérfida y voluptuosa Babilonia!10

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Si París se compara con una ‘cortesana’11 también una mujer pue-
de compararse a París en el vicio. Comentando acerca de Nini
Rousset, una de sus amantes, José Fernández, el protagonista de la
novela dice de ella: ‘Es una encarnación auténtica de toda la cana-
llería y de todo el vicio parisiense’. Vimos cómo Darío destacaba
en sus crónicas la figura de la parisiense como ‘la fina y bella y fugaz
silueta de las mujeres más encantadoras de la tierra’, y de qué modo
Gómez Carrillo emplea la ecuación París-mujer como uno de los
pilares de su mitificación de la ciudad (‘la aldea mujer que se entre-
ga sin dejarse ver, que tiene algo de misteriosa cual Eleusis, que es
campechana como Atenas, que es noble como Roma’). En el tex-
to de Silva encontramos de nuevo este proceso de mitificación que
conlleva también la equiparación de la ciudad del Sena con ciudades
y personajes míticos de la antigüedad clásica, como podía apreciar-
se ya en la cita anterior cuando la compara con Babilonia o Helena.
Más adelante encontramos en el texto otros pasajes que nos confir-
man esa intención de mitificación de la ciudad que Silva comparte
con Darío y con Gómez Carrillo: ‘París, la metrópoli, les abre sus
puertas como las abrió Roma a los cultos de Mitra y de Isis’ (323).
Creo que también es importante señalar un rasgo que aparecía
tanto en Darío como en Gómez Carrillo en su papel de viajeros
por Europa y que encontramos de nuevo en J. A. Silva: la volun-
tad de distanciarse de la figura del turista, quien con su presencia
amenaza el papel del escritor. En De sobremesa hallamos la mis-
ma actitud elitista en José Fernández quien, tras huir de París bus-
ca refugio en Suiza, en las montañas, en ‘un sitio donde no llegan
turistas’, como él mismo escribe. Más adelante, el espectáculo de
un grupo de turistas cenando juntos en un hotel le inspira una dia-
triba en la que no falta la referencia al Baedeker que vimos tam-
bién en los otros escritores:

¡El conjunto cosmopolita de estas mesas redondas de los grandes hoteles


y los contrastes disparatados de todas ellas! El menú francés parece un

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exotismo dada la composición heterogénea de la del Hotel Victoria,
donde vivo… ¡Oh, personajes que me divertís al observaros y dais a
mi imaginación fantaseadora ocasión de forjarme vuestra vida mientras
engullo los manjares… que recorréis Europa entera, con el Baedeker
en una mano y la biblia en la otra, pronunciando el mismo beautiful,
beautiful charming, quite charming ante los fiords glaciales de Noruega…;
viejas que atravesáis los países que os atraen bebiendo el mismo te tibio,
devorando los mismos asados sanguinolentos y escribiendo en vuestra
clara cursiva las mismas cartas de diez hojas, con las espaldas vueltas
a paisajes adorables… a quienes alguna agencia de viajes traslada de
lugar en lugar para que admiréis sin comprenderlos, los sitios y los
edificios designados por la guía Johanne a vuestros entusiasmos de
inofensivo turismo… todos vosotros engulles la misma sopa de fideos
cosmopolita, los mismos asados sospechosos, rociados con el mismo
Medoc químico, absorbeis la misma compota de negras ciruelas pasas
con que los amables propietarios de los hoteles suizos nutren vuestras
hermosas personas en las temporadas de veraneo! (268)

El desprecio por la figura del turista que, como vimos en el capí-


tulo anterior, comienza a inundar algunas capitales europeas, resul-
ta claro en el pasaje anterior. Las referencias a las agencias de viajes
que organizan tales grupos demuestra el conocimiento del autor
acerca del fenómeno del turismo. Y en este caso creo que no sería
arriesgado atribuir la diatriba de José Fernández a su autor como un
nuevo intento de un escritor hispanoamericano que explora Euro-
pa de distanciarse de esa figura en la que se ve reflejado como una
parodia. La propia imagen de Silva en París suscita un comentario
como el siguiente en uno de los testigos de sus días en la capital de
Francia: ‘Como mis estudios no me permitían acompañarlo en sus
paseos de turista, convinimos en comer juntos el viernes de cada
semana’.12 Ello tal vez explique que la extrema proximidad entre los
roles del turista y del cronista (o del escritor viajero) provoque una
reacción tan llena de resentimiento mediante la cual el segundo tra-

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ta de deslindar su aproximación epistemológica de la del primero.
Otro rasgo que es importante señalar con respecto a la relación de
De sobremesa con sus antecesores en la temática de París, es el de la
Ciudad de la Luz como escenario de una búsqueda del origen. Si
el texto puede leerse como una novela detectivesca de la indagación
de José Fernández acerca del paradero de Helena, la joven entrevis-
ta un día en un hotel de Suiza, también podría hacerse una lectura
entre líneas que nos desvelaría que se trata también de la pesquisa
sobre algo más esencial, el origen y la identidad del protagonista. Ya
en Sarmiento comprobamos cómo la ciudad de París podía conver-
tirse en el terreno más propicio para la indagación sobre el origen
y la identidad propia del hispanoamericano debido a la perspecti-
va que proporciona la distancia y al hecho de considerarla como el
centro de la civilización. Esas mismas palabras son las que emplea
José Fernández cuando se sabe ‘situado en el centro de la civiliza-
ción europea, [que] sueña con un París más grande, más hermoso,
más rico, más perverso, más sabio, más sensual y más místico’ (247).
A través de la novela se pueden trazar una serie de pasajes que
parecen querer decirnos algo acerca de la búsqueda de tal origen
por parte del protagonista. Por una parte éste trata de establecer
desde el comienzo una genealogía familiar que le liga a Euro-
pa. Y no hay modo más seguro de establecer tal genealogía que
mediante un árbol genealógico originario de la aristocracia criolla.
Ya en la primera página encontramos entre los objetos que pueblan
el interior en donde habita el personaje los elementos que seña-
lan el abolengo.

Sobre el rojo de la pared, cubierta con opaco tapiz de lana, brillaban


las cinceladuras de los puños y el acero terso de las hojas de dos espadas
cruzadas en panoplia sobre una rodela, y destacándose del fondo oscuro
del lienzo, limitado por el oro de un marco florentino, sonreía con
expresión bonachona, la cabeza de un burgomaestre flamenco, copiada
de Rembrant. (229)

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Un poco más adelante ya especifica el linaje de donde procede
José Fernández: ‘…el brillo mate de la vieja vajilla de plata marcada
con las armas de los Fernández de Sotomayor; las frágiles porcela-
nas decoradas a mano por artistas ilustres…’. Entre la acumulación
de objetos que abarrotan la casa de Fernández se encuentran los
frutos de una herencia. Pero entre tales descripciones se asoma la
sombra de una duda. Cuando se refiere al retrato del burgomaes-
tre de Rembrant (notemos el hecho interesante de que no elija el
retrato de un guerrero, militar o aristócrata español sino el de un
burgués de los Países Bajos) el narrador admite que no se trata del
original sino de una copia. Vamos a ver a continuación cómo a lo
largo del texto se sigue indagando acerca de un origen que no es
tan certero como los blasones preveían.
En el relato liminar que enmarca la novela y en el que aparece
el protagonista rodeado de sus amigos en su tierra natal nos entera-
mos por uno de ellos de las diversas actividades que éste emprende.
Entre ellas se encuentran las ‘excursiones peligrosas a las regiones
más desconocidas y malsanas de nuestro territorio para continuar
tus estudios de prehistoria y de antropología’ (231). Entre las ocu-
paciones de un día cualquiera sabemos que reserva tiempo para la
lectura de ‘diez páginas de una monografía sobre la raza azteca…’
(232). Ya dentro del texto que sigue y que narra en forma de dia-
rio las actividades de José Fernández en Europa nos encontramos
con una escena que no puede parecernos menos que simbólica.

He escrito a París pidiendo que me manden a Interlaken una multitud


de cosas que me hacen falta, y voy mañana a treparme a mi picacho sin
llevar más libros que unos estudios de prehistoria americana, escritos
por un alemán y unos tratados de botánica. (257)

La imagen del protagonista encaramado en una cumbre de los


Alpes suizos, en el centro de Europa, leyendo ‘estudios de prehis-
toria americana escritos por un alemán’ no parece un capricho más

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del autor y sugiere una simbología deliberada del viaje a Europa
como tal periplo de búsqueda del origen que sugerimos anterior-
mente. El dato de que tales estudios estén escritos por un alemán
podría considerarse una más de las ironías deliberadas que rezuma
el texto, una imagen especular del propio protagonista americano
estudiando su ‘prehistoria europea’. Más adelante, cuando José Fer-
nández incuba el famoso plan de regeneración de su tierra, una de
las actividades consistirá en pasar

unos meses entre las tribus salvajes, desconocidas para todos allá y que
me aparecen como un elemento aprovechable para la civilización por
su vigor violento las unas, por su indolencia dejativa las otras. (259)

Por último, la pista final sobre el paradero de Helena la encon-


trará Fernández en una casa del barrio Latino en donde habita el
profesor Mortha. Pero el morador de esa casa en el centro de París
es alguien que se dedica precisamente a la indagación de los orí-
genes de la humanidad.

El corazón se me saltaba del pecho al entrar la última vez al entresuelo


de techo bajo y ruin aspecto situado en una callejuela del Barrio
Latino, donde el autor de “Las Religiones de Oriente” recibe los
escasos visitantes que van a distraerlo de sus preocupaciones habituales,
la interpretación de seculares textos sagrados, de los viejos himnos
litúrgicos y de los cultos primitivos de la humanidad. (315)

Como hemos podido apreciar, la preocupación por ese origen


escindido entre Europa y América no está ausente de la novela de
Silva como han estimado muchos críticos. Dos imágenes nos que-
dan en la mente como altamente significativas: la del protagonista,
José Fernández quien, tras su periplo europeo parece dedicarse a
internarse en la selva y que nos remite a una novela como Los pasos
perdidos de Alejo Carpentier, tan importante en lo que se refiere a la

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búsqueda de la identidad hispanoamericana, y la imagen del viejo
sabio encerrado en un ‘cuarto lleno de papeles, de piedras, de restos
de estatuas y de inscripciones’ (316) que nos recuerda a Melquíades,
el personaje de Cien años de soledad de García Márquez, tratando
de descifrar el manuscrito en donde se encuentran cifrados el ori-
gen y el destino de la familia Buendía.13 Pero en este caso el cuar-
to del viejo archivero no se encuentra en Macondo sino en París.
La escisión del personaje entre la tierra que ha dejado detrás y la
ciudad soñada que le ofrece otra posibilidad de encontrar su iden-
tidad se aparece de manera clara a lo largo de la obra. Tal escisión
se refleja en las oposiciones binarias que dominan el texto y que
veremos más adelante. Aquí me gustaría citar aquéllas que se refie-
ren específicamente a América y París como entidades en conflicto.
Por ejemplo, cuando el protagonista renuncia momentáneamen-
te a los amores superficiales que le proporciona la ciudad de París
y sueña con un amor puro con su amada y etérea Helena, imagi-
na el escenario de tal amor en la naturaleza americana, en mitad
de la selva.

Oye: en la tierra que me vio nacer hay un río caudaloso que se precipita
en raudo salto desde las alturas de la altiplanicie fría hasta el fondo del
cálido valle donde el sol calienta los follajes y dora los frutos de una
flora para ti desconocida. Las cataratas del Niágara, profanadas por los
ferrocarriles y por la canallería humana que va a divertirse en los hoteles
que las rodean, son un lugar grotesco cerca de la majestad de templo
del agreste sitio, donde cae en sábana de espumas, atronando los ecos
de las montañas seculares, el raudal poderoso. Cortada a pico sobre el
abismo, donde la niebla se irisa y resplandecen las aguas a la salida del
sol, álzase ingente y rígida roca de basalto. Aquella roca es el lindero
de una de mis posesiones. Sobre ella construiré para ti un palacio que
revista por fuera el aspecto de renegrido castillo feudal, con sus fosos,
sus puentes levadizos y sus elevados torreones envueltos en verdeoscura
yedra y grisosos musgos y que en el interior guarde los tesoros de arte

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que poseo y que animarás tú con tu presencia. Viviremos, cuando
la vida de Europa te canse y quieras pedir impresiones nuevas a los
grandiosos horizontes de las llanuras y a las cordilleras de mi patria, en
aquel nido de águilas que por dentro será un nido de palomas blancas,
lleno de susurros y de caricias. (320)

He querido preservar esta larga cita debido a que es uno de los


pocos pasajes en los que el autor se extiende en la descripción de
la naturaleza americana. El hecho de que contraponga este paisa-
je a las cataratas del Niágara tiene que ver con el intento de subra-
yar lo natural frente a la artificiosidad del espectáculo turístico. Y de
nuevo, la fantasía decadente del personaje le lleva a buscar una sín-
tesis cuando se refiere a ese interior en la selva en el que se puede
acceder a los bienes que ofrece Europa.
Más adelante, en la sobrecargada vida amorosa del protagonis-
ta, destaca una relación con la única mujer hispanoamericana. La
oposición entre la mujer parisina y la mujer americana nos lleva de
nuevo a la oposición entre naturalidad y artificialidad.

Estas de aquí serán más lindas y más elegantes, dijo; pero no saben
querer. Aquí nadie quiere a nadie. ¿Sabes tú lo que a mi me parecen las
parisienses? Muñecas vivas… añadió, soltando una carcajada. Tu crees
que alguna de esas es capaz de querer como queremos nosotras? (344)

Ante tal oposición entre ambos mundos que se va gestando a


lo largo de toda la novela el autor trata de buscar en ocasiones una
salida que se materializa en la simbiosis ideal de ambos orígenes,
el europeo y el americano. La primera alusión velada a tal síntesis
anhelada aparece de nuevo de manera simbólica cuando sabemos
que en la habitación de José Fernández, ‘presidía esa junta heteró-
clita el ídolo quichua que sacaste del fondo de un adoratorio, en
tu última excursión, y una estatueta griega de mármol blanco’. No
parece casual que por encima de todos los bibelots parisienses tan

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apreciados por el protagonista, dos esculturas que remiten tanto al
origen de la cultura americana como al de la europea presidan el
conjunto. La referencia a las estatuas como elementos simbólicos
podríamos encontrarla también en Ídolos rotos, de Díaz Rodríguez,
en donde el protagonista, después de ganar un premio de escultura
en París con una obra de reminiscencias tan clásicas como ‘Fauno
robador de Ninfas’, inicia al volver a su tierra una escultura de una
‘chicuela criolla’.14 Más adelante, y como parte del plan de rege-
neración de la patria elaborado por Fernández, propone la mezcla
racial como una solución:

La inmigración… mezclada con las razas indígenas, con los antiguos


dueños del suelo que hoy vegetan asumidos en la oscuridad miserable,
con las tribus salvajes…, poblará hasta los últimos rincones desiertos,
labrará el campo, explotará las minas, traerá industrias nuevas, todas las
industrias humanas. (261)

Igualmente, en el campo de las artes, cuando sueña con una


ciudad americana ideal uno de los atractivos de tal ciudad consis-
tirá en la equiparación de los productos culturales de ambos con-
tinentes a través de

librerías que junten en sus estantes los libros europeos y americanos


ofrecerán nobles placeres a su inteligencia y como flor de esos progresos
materiales se podrá contemplar el desarrollo de un arte, de una ciencia,
de una novela que tengan sabor netamente nacional y de una poesía
que cante las viejas leyendas de aborígenes, la gloriosa epopeya de las
guerras de emancipación, las bellezas naturales y el porvenir glorioso
de la tierra regenerada. (262-63)

Por último aparece también la imagen de ambas sociedades, la


parisina y la hispanoamericana, codeándose en igualdad de con-
diciones. Tal escena, aunque mundana, sería quizá la que ­expresa

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mejor el ideal de muchos hispanoamericanos afincados en París
y despreciados como rastacueros por la alta sociedad de la ciudad.

La impresión verdaderamente grata que tuve fue ver mezclado lo


más distinguido y simpático de la colonia hispano-americana con
lo  más linajudo y empingorotado del aristocrático barrio. Logré
que los compatriotas que honran a la tierra con su ciencia, Serrano
el filólogo y Mendoza, el estadista, dejaran su encierro claustral para
asomarse aquí por unos instantes. Duquesas vejanconas de tantísimas
campanillas y retumbantes nombres, cuyo origen remonta a la Roma
de los Antoninos, paseándose del brazo de generales, ex-presidentes de
nuestras repúblicas, que ostentaban uniformes más de oro que de paño;
hubo miembro del Jockey Club que le hiciera la corte a una chicuela
recién llegada, que tenía todavía en los ojos el recuerdo del cielo del
trópico y en los oídos el rumor de la brisa entre los cafetales. (334)

Tras tales intentos de esquivar una toma de partido, de tratar


de sintetizar ambas culturas, la conclusión resulta desesperanzado-
ra a nivel personal. El personaje se encuentra inadaptado entre las
dos, en una tierra de nadie en la que ningún origen parece certe-
ro ya que…

para mis elegantes amigos europeos no dejaré de ser nunca el


rastaquouère, que trata de codearse con ellos empinándose sobre sus
largas talegas de oro; y para mis compatriotas no dejaré de ser un
farolón que quería mostrarles hasta dónde ha logrado insinuarse en el
gran mundo parisiense y en la high life cosmopolita? (334)

Para terminar acudiré a un pasaje que expresa con total claridad


ese deseo de simbiosis de ambos mundos en la imagen de la ciudad
que nos atañe en este trabajo. Se trata de uno de los proyectos que
forman parte del amplio plan de regeneración de su país. Cuando

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le llega la hora a la regeneración urbanística de la capital el mode-
lo es, obviamente, París.

La capital transformada a golpes de pica y de millones —como


transformó el Barón Haussman a París— recibirá al extranjero
adornada con todas las flores de sus jardines y las verduras de sus
parques, le ofrecerá en amplios hoteles refinamientos de confort que
le permitan forjarse la ilusión de no haber abandonado el risueño home
y ostentará ante él —en la perspectiva de anchas avenidas y verdeantes
plazoletas —las estatuas de sus grandes hombres, el orgullo de sus
palacios de mármol, la grandeza melancólica de los viejos edificios
de la época colonial, el esplendor de teatros, circos y deslumbrantes
vitrinas de almacenes… (262)

Como se puede observar, París sigue siendo el modelo a seguir, a


copiar. En el proyecto anterior el narrador no hace sino reflejar una
tendencia que, como vimos en el primer capítulo, siguen muchas
capitales hispanoamericanas desde mitad del siglo xix. La imagen
de una ciudad como Paris en América, que se pretende que el turis-
ta europeo encuentre, es precisamente la imagen que encontraba
ese viajero francés, citado en el primer capítulo, que, ejerciendo de
flâneur, paseaba por las calles de Buenos Aires en 1850 descubrien-
do con sorpresa los claros signos de la mímesis que se estaba pro-
duciendo en las ciudades de Hispanoamérica.
El segundo motivo que quiero explorar es el de la ciudad de
París como metáfora de la enfermedad y la artificialidad. Ambas
cualidades, aun siendo en gran parte fruto de la estética decaden-
tista y por ello no por completo negativas, se convertirán en uno
de los elementos que irán cambiando el carácter del mito de París
en Hispanoamérica. La asociación de París con la enfermedad, y
en especial con la locura proviene de su propio carácter moder-
no. Ya vimos anteriormente cómo Rousseau expresaba su expe-
riencia de la ciudad como ‘torbellino’ y cómo la expansión de la

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posibilidad de experiencias y de destrucción de barreras morales
se identifican con la ciudad de París. En Sarmiento encontramos
la mención de París como ‘esta ciudad enferma de fiebre cerebral’
(Viajes... 119-120). Tal imagen forma parte del mito de París que
se transmite a través de textos a Hispanoamérica y así se explica
que un Darío que aún no había cruzado el Atlántico relacione la
Ciudad de la Luz con la locura: ‘Victor Hugo dijo que era el cere-
bro del mundo, y desde entonces sentimos cierta comezón interior
que nos hace creer que el mundo está loco’ (Emelina 177-178). Por
último, Gómez Carrillo retrata París como la ‘villa nerviosa y mul-
tiforme que es a veces cerebro y a veces sexo’ (Sensaciones de París
y de Madrid, 5). Max Nordau en su obra Entartung (1893), traduci-
da el año siguiente al francés con el título Dégénérescence, tan cita-
da en De sobremesa, había señalado como alarmante el aumento de
las enfermedades mentales en una ciudad: París. Vemos cómo uno
de los aspectos fundamentales del decadentismo y el modernismo,
el cosmopolitismo, se ve unido a la enfermedad. Escribe Nordau:

In Paris a veritable epidemic of mental diseases was observed, for


which a special name: was found —la folie obsidionale, ‘siege-madness.’
And even those who did not at once succumb to mental derangement,
suffered lasting injury to their nervous system. (…) But it explains,
too, that it is precisely in France that the craziest fashions in art and
literature would necessarily arise, and that it is precisely there that
the morbid exhaustion of which we have spoken became for the first
time sufficiently distinct to consciousness to allow a special name to be
coined for it, namely, the designation of fin-de-siècle. (Degeneration 43)

La neurosis era considerada la maladie du siècle y de este deterio-


ro físico y psíquico se culpaba a la vida moderna y, en especial a
la urbana. El concepto de decadencia, respaldado por el naturalis-
mo, se expande a finales del pasado siglo y Silva acoge estas ideas
en De sobremesa.15 La visión romántica del genio como desarreglo

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de los sentidos expuesta por Cesare Lombroso en su obra El genio y
la locura (1863) fue adoptada por los decadentistas sin que la enfer-
medad tuviera una connotación negativa. De sobremesa no puede
leerse como una apología del trastorno psíquico y eso es lo que ha
ocurrido con las abundantes y simplistas lecturas biográficas de la
novela que no consideran el marco en el que ésta debe leerse y en
el que cabe la ironía y el distanciamiento que he tratado de apun-
tar en algunos pasajes.16
La asociación de la ciudad de París con la enfermedad aparece
como uno de los motivos principales en el texto de Silva y pasará
de ser simplemente un tema heredado de la atmósfera cultural del
fin de siglo a tomar un carácter original al oponerse a la función
curativa de la naturaleza.
Ya en el texto liminar que sirve de marco al diario del protago-
nista en París aparece la enfermedad que José Fernández padeció
en París como la excusa buscada por uno de sus amigos para que
éste les lea parte de tal diario.

Fernández, dime ¿tampoco pudieron hacer diagnóstico preciso de una


enfermedad nerviosa de que me ha hablado, Marinoni…? Dime, ¿tu
la describiste en alguna página de tu diario?… Si nos las leyeras esta
noche… Creo que sólo la lectura de algo inédito y que me interesa
mucho alcanzaría a disipar un poco mis ideas negras. (238)

Creo que es importante el hecho de que, en el contexto de una


conversación entre amigos reunidos en alguna ciudad hispanoame-
ricana, la primera mención de París vaya asociada con la enfermedad
y que tal situación se presente como el motivo que desencadena la
lectura del diario por parte del protagonista. La lectura del manus-
crito es pues un acto terapéutico, como si la presentación de París
como enfermedad pudiera ser un revulsivo que levantara el ánimo
al oyente. Poco más adelante es precisamente el amigo que ostenta
la profesión de médico quien insiste a Fernández acerca de la con-

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veniencia de que lea el manuscrito: ‘José, ¿no tienes tú, un cuento
o cosa así, que pasa en París, una noche de año nuevo? insinuó el
médico…’ (239) Como comprobaremos más adelante, la referen-
cia a París en el día de año nuevo no es casual.
La primera entrada del diario está fechada en París y se trata de
una larga disquisición, a manera de ensayo o de crónica insertada,17
acerca de Max Nordau y de María Bashkirtseff en la que el pro-
tagonista defiende a la pintora rusa por sentirse afín a su sensibili-
dad, y condena el libro de Nordau y su idea de la degeneración y
la enfermedad patológica de los artistas, uno de cuyos ejemplos era
el de María Bashkirtseff. Huyendo de la ciudad y de un asesinato
que cree haber cometido se refugia en la naturaleza, en los bosques
suizos. Se trata este de uno de los pocos interludios que podríamos
llamar bucólicos de la novela y, como señalamos anteriormente, la
escena de la lectura de un libro sobre la prehistoria americana en
un pico de los Alpes podría considerarse significativa en este con-
texto. La visión romántica de la naturaleza queda claramente expre-
sada en este fragmento:

La naturaleza, pero la naturaleza contemplada así, sin que una voz


humana interrumpa el diálogo que con el alma pensativa que la
escucha entabla ella, con las voces de sus aguas, de sus follajes, de sus
vientos, con la eterna poesía de las luces y de las sombras. Cuando
aislado así de todo vínculo humano la oigo y la siento, me pierdo en
ella como en una nirvana divina. (358)

A esa naturaleza benefactora se opone París, en donde

las tentaciones enfermizas se respiran con el olor de cocina y


perfumería… y de mujer que flotan en el aire, cargado de efluvios
de lascivia y de gérmenes de enfermedades mentales, de la Babilonia
moderna. (266)

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Cansado pronto del sosiego campestre y ansioso por la inquietud
de nuevas conquistas el protagonista se dirige a Londres, ‘la ciu-
dad monstruo’ (276). Esta oposición entre la ciudad (París) como
enfermedad y la naturaleza proseguirá a lo largo de toda la novela.
Pero el episodio central que citaba el médico en el relato liminar,
la escena de año nuevo relacionada con la enfermedad en París, nos
remite a una de las teorías sobre el devenir de la historia y el mun-
do que más influencia ejercen en el fin del siglo xix: la entropía.18
Como afirma Eugen Weber,

esta insistencia en los nervios y en buscar las fuentes de energía


nerviosa coincidió con una sensación de desfallecimiento, pérdida de
entusiasmo, lasitud, énervement d’esprit, una degradación general de
la energía, aparentemente confirmada por la teoría de la entropía,
derivada de la segunda ley de la termodinámica. (25)

En efecto, esa pérdida de energía, esa tendencia a la indife-


renciación y la dispersión no es algo intrínseco a un protagonista
que, a diferencia de otros héroes decadentistas como Des Esseintes
(A Rebours), es descrito como un hombre sano y robusto (carac-
terística que, como veremos en novelas como Raucho, puede ser
considerada como producto de una crianza en la naturaleza ame-
ricana). La primera frase que José Fernández escribe al volver de
nuevo a la ciudad de París es la siguiente:

Desde el momento en que pisé esta ciudad me ha invadido un malestar


indescriptible… no es una enfermedad porque ningún síntoma
externo la traduce, ni lo acompaña dolor alguno, y mi cuerpo rebosa
de vida. (300)

El malestar proviene de la ciudad, de ‘esta ciudad’, de París. Los


síntomas incluyen ‘debilidad mental’ y ‘mortal decaimiento’ que
llevan a Fernández a tratar de no hacer ‘ningún movimiento para

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no gastar las escasas fuerzas que me quedan’ (302). Ese vampiris-
mo de la ciudad de París que absorbe las energías del personaje se
ve reflejado en pasajes como éste:

Espesa bruma envuelve mi horizonte intelectual; mortal decaimiento


me postra, y si por mi fuera no haría un movimiento para no gastar las
escasas fuerzas que me quedan. Es como si por una herida invisible se
me estuvieran yendo al tiempo la sangre y el alma. (302)

Pero al mismo tiempo, su relación con la ‘gran cosmópolis’


sugiere una caída lenta en un centro en donde la entropía se acu-
mula arrastrando al personaje con ella. Es así como la apoteosis de
tal ‘malestar’ se produce cuando el protagonista enfermo, encerrado
hasta entonces en su interior, se decide a salir a la calle: ‘El treinta
y uno por la tarde me aseguró que me encontraba bien y que en
algunos días más podría salir a la calle’ (308). Las referencias tem-
porales me parecen muy importantes en este fragmento. ¿Por qué
situar el momento culminante de la enfermedad de José Fernández
en un treinta y uno de diciembre específicamente? En mi opinión
tiene que ver con la relación entre la entropía y la temporalidad y
alude sin duda no sólo al fin del año sino, en igual grado, al fin del
siglo y al eventual fin del mundo. El texto sigue rezumando alu-
siones al tiempo.

La perspectiva de la noche insomne del año nuevo, aquel lento sonar


de las horas en el viejo reloj del vestíbulo… me hacían insoportable
la idea de la reclusión. Quería oír la multitud, perderme por unos
minutos en el tumulto humano. Olvidarme de mí mismo. (308)

Como vamos a ver a continuación, la salida del personaje a la


calle no es ya la del flâneur que describía Sarmiento a mitad de siglo,
un experiencia sosegada en donde se perdía la noción del paso del
tiempo y se lograba la ‘beatitud del alma’. Y, sin embargo, algunos

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elementos de la tipología del flâneur, como los restos de un naufra-
gio, persisten en el paseo sugiriendo una lectura irónica del frag-
mento. Observemos cómo ha cambiado el paisaje de la ciudad por
la que paseaba el escritor argentino:

Eran las doce menos veinte minutos cuando salí al bulevard y me


confundí con el río humano que por él circulaba. El aspecto de
las barracas de año nuevo, negras sobre la blancura de la nieve, de
las ventanas de los restaurantes, rojizas por la luz que se filtraba por
los despulidos vidrios y las transparentes cortinillas, los esqueletos
descarnados de los árboles, que alzaban las desmedradas ramas hacia
el cielo plomizo y bajo, la misma animación de la multitud, ruidosa y
alegre, aumentaron la horrible impresión que me dominaba. Caminé
durante un cuarto de hora con paso bastante firme y… Me detuve
un instante cerca de un pico de gas, cuya llama ardía en la oscuridad
nocturna como una mariposa de fuego… ¿Cartas transparentes?, me
dijo un muchacho, que guardó el obsceno paquete al volverlo a mirar.
La luz de las ventanas de una tienda de bronces me atrajo, y
caminando despacio, porque sentía que las fuerzas me abandonaban,
fui a pararme al pie de una de ellas.
Una mujer pálida y flaca, con cara de hambre, las mejillas y la
boca teñidas de carmín, me hizo estremecer de pies a cabeza al
tocarme la manga del pesado abrigo de pieles que me envolvía, y sonó
siniestramente en mis oídos el pssit, pssit, que le dirigió a un inglés
obeso y sanguíneo, forrado en cheviotte gris, que se había detenido a
mi lado y que se fue tras ella. (308)

Al igual que el flâneur, el protagonista se lanza al boulevard a con-


fundirse con la multitud, pero el París que encuentra no es ya el de
las arcadas sino un París de barracas negras y árboles descarnados.
Fernández camina y, como el flâneur, observa la vida que transcu-
rre tras las ventanas de los restaurantes. Poco después un muchacho
le ofrece a nuestro flâneur algo que no son ya libros o bibelots, sino

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‘estampas obscenas’. Finalmente nos encontramos con la escena que
define al flâneur, su presencia frente al escaparate, su relación con las
mercancías que se ofrecen tras las vitrinas. Pero en esta ocasión la
oferta que refleja la vitrina es la de una prostituta.19 Como se puede
ver, la rica oferta comercial de objetos que asediaban al flâneur tras
las vitrinas acaba convirtiéndose en la oferta carnal de una prosti-
tuta. El reflejo del artista y la prostituta en el vidrio del escapara-
te invoca metafóricamente la relación del primero con la sociedad
que, desde Baudelaire, tiene amplio eco en la literatura finisecular.
El final del pasaje insiste en la desintegración del mundo que
rodea al protagonista, en ese tiempo implacable (indicado clara-
mente por ese tic tac que se repite en el texto) que sólo conduce a
la muerte.

Me fijé luego en la ventana y en el momento mismo en que vi el


gran reloj de mármol negro con su muestra de alabastro y volante
montado por fuera, colgando de la mano de una figura de bronce,
sostenido por un hilo de metal dorado, comprendí a qué se refería la
angustia horrible que había venido sintiendo en los días y las noches
anteriores: ¡ah, indudablemente era el terror irrazonado, siniestro y
lúgubre del año que iba a comenzar! Faltaban cinco minutos para las
doce… el volante iba y venía: tic tac, tic tac; tic tac; (308)

Fernández, sintiéndose ‘preso entre dos muros de vidrio y que


jamás podría salir de allí’ expresa el terror de estar atrapado entre el
vidrio del escaparate, de las mercancías, y el vidrio del reloj, de la
implacable temporalidad lineal que lleva a la desintegración.

En la pesadilla sin nombre en que se deshacía mi ser, vi avanzarse


hasta mí el reloj de mármol negro, como un ser viviente, y aterrado
caminé para atrás cuatro pasos… Confundidos los punteros en uno
solo para marcar la hora trágica del horror supremo, el volante se
detuvo, inmóvil, como obedeciendo a un mandato de lo invisible.

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Espesa niebla flotó ante mis ojos, una neuralgia violenta me atravesó
la cabeza de sien a sien, como un rayo de dolor, y cal desplomado
sobre el hielo. (308)

Al salir a las calles de París, al abandonar su refugio en el interior,


Fernández se expone a un paseo que resulta una parodia del calle-
jeo distraído del flâneur, en donde todo lo que parece encontrar es
obscenidad y muerte. Las calles de la ciudad de París lo exponen a
esa entropía de final del siglo en donde se ‘deshace su ser’.
El pasaje anterior es muy significativo por tratarse de un episo-
dio central de la obra al cual se nos remite ya desde el relato limi-
nar, y por ser uno de los pocos momentos en que el personaje sale
del interior para enfrentarse a solas con la ciudad de París sin un
objetivo determinado. Así culmina, en mi opinión, esa identifica-
ción entre París y enfermedad que va tomando cuerpo a lo largo
de toda la obra y que, relacionada con la entropía, tiene tanto una
dimensión personal, de desintegración y disolución de la identi-
dad del protagonista, como cósmica, de terror ante el fin del siglo.
Otro de los conflictos que se desarrollan en De sobremesa como
oposición binaria es el de la incompatibilidad entre ámbito interior
y ámbito exterior. Ya vimos que este motivo, en relación con París,
aparece pronto en la escritura modernista, desde los primeros escri-
tos de Darío. En A. de Gilbert (1889) de Darío encontrábamos ese
interior ‘de artista’ en donde se hallaban ya la mayor parte de las imá-
genes relacionadas con la diseminación del mito de París en Hispa-
noamérica: la imagen de la biblioteca, el catálogo y el museo. También
en Gómez Carrillo se apreciaba el carácter de ‘refugio’ que el inte-
rior le ofrecía al cronista, no sólo como protección de un exterior
que amenaza con los conflictos sociales que no quiere enfrentar sino
como ámbito en donde se puede recrear otra época, en donde puede
preservarse una imagen textual, idílica, de una ciudad y una cultura.
Los precedentes de esta actitud son claros y provienen de varias
fuentes francesas, desde la obra de los Goncourt La maison d’un

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artiste, verdadero texto seminal de este motivo, hasta A Rebours, de
Huysmans, texto definitivo en donde se recolectan todas las imáge-
nes del interior y se fija como metáfora de la situación del escritor
frente al fin de siglo.20 Como afirma Aníbal González, ‘La metá-
fora del interior… fue la fórmula que tomó el repliegue finisecu-
lar de la institución de la literatura sobre sí misma, ante el desafío
de los discursos de las ciencias naturales’ (La crónica modernista 109).
En De sobremesa, la oposición entre interior y exterior presen-
ta características muy peculiares que afectan a la búsqueda de una
identidad estable entre dos mundos y dos culturas. Tal conflicto se
trasluce en la propia estructura de la obra si consideramos los mar-
cos narrativos como interiores. Como señala Aníbal González,

la “tragedia” de Fernández se debe al hecho de que éste busca una


especie de marco trascendente, un limite absoluto que le sirva de punto
de referencia y que justifique los demás marcos, los demás linderos que
Fernández pretende trazar. La búsqueda de ese marco trascendente se
metaforiza en el texto como la necesidad de encontrar un “plan” que
ayude al narrador a coordinar los múltiples impulsos de su vida. (La
novela modernista 94-95)

El marco trascendente que busca Fernández es también un mar-


co que debe abarcar su identidad de hispanoamericano escindi-
do entre dos ambientes, dos continentes, dos culturas que percibe
como compartimentos estancos sin posibilidad de comunicación.
En esta ocasión nos encontramos con un protagonista que apare-
ce encerrado en su tierra (Colombia o Venezuela) encerrado en
un interior artificial que es como un París en miniatura. Su con-
tacto con la realidad de su país es nulo y de hecho la novela es un
recuento de sus andanzas por Europa, especialmente por París. La
metáfora del interior le sirve a Silva para ejemplificar la escisión
del intelectual hispanoamericano entre dos culturas. Como en un
conjunto de cajitas chinas que se introducen una dentro de otras,

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los interiores de la novela muestran la imposibilidad de encontrar
una identidad armónica pues el interior parisino en su país resulta
un huis clos sin ninguna relación con el exterior. Y como veremos
a continuación, el intento de recrear un interior americano en París
tiene las mismas consecuencias.
De hecho, hay que comenzar constatando el hecho de que el
protagonista de De sobremesa se pasa la mayor parte del tiempo
encerrado en interiores de los que sale ocasionalmente para vol-
ver a ellos desilusionado. Desde su refugio en Villa Helena en el
relato liminar a su recuento de sus días en Europa, el narrador del
diario se refiere explícitamente a su voluntad de encierro cuando
leemos acerca de

los meses de retiro en el viejo convento español… la permanencia


agitada en el escritorio de Conills… las suaves residencias de Italia, en
que secuestrado del mundo y olvidado de mí mismo, viví encerrado
en iglesias y museos… recorridos con frenesí y abandonados por temor
de que me sorprendiera la muerte en alguno de ellos antes de transitar
por otros… (234)

La referencia al museo como interior y su relación con la muer-


te alude a ese repliegue final del artista finisecular en su yo y recuer-
21

da a Julián del Casal y su obra Mi museo ideal.22 En ese interior el


tiempo, la entropía, la tendencia universal hacia la indiferenciación,
se revela como una fuerza inexorable que atenta contra la literatura
misma en el seno del interior (González, La novela modernista 119).
Uno de los rasgos peculiares en el tratamiento del interior en De
sobremesa proviene del hecho de que la incomunicación del intelec-
tual con su patria no se expresa tan sólo en el hecho de vivir ence-
rrado en ese artificial interior parisino, sino en contener a su vez
dentro de él un interior de su propia tierra. Su enajenación de su
entorno es expresada por uno de los amigos que le acompañan en
su retiro con estas palabras:

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¿Quieres saber qué es lo que no te deja escribir? El lujo enervante, el
confort refinado de esta casa con sus enormes jardines llenos de flores
y poblados de estatuas, su parque centenario, su invernáculo donde
crecen, como en el atmósfera envenenada de los bosques nativos, las
más singulares especies de la flora tropical. (235)

Como podemos comprobar, si el José Fernández que ha vuelto


a América vive en un interior parisino, europeo, su relación con el
entorno natural del país que le rodea depende también de una pre-
via contención dentro de un interior, de un invernadero. Su único
modo de relacionarse con su tierra pasa por el control de su pai-
saje, por la ausencia de enfrentamiento directo con ella. Ya vimos
cómo una de las fantasías que elabora alrededor de la etérea figura
de Helena incluye la vuelta a la naturaleza más salvaje de su país,
en una de sus posesiones ‘cortada a pico sobre el abismo, donde la
niebla se irisa y resplandecen las aguas a la salida del sol’ (319). Allí
pretende construir un palacio

que revista por fuera el aspecto de renegrido castillo feudal… y que


en el interior guarde los tesoros de arre que poseo y que animarás
tú con tu presencia. Viviremos, cuando la vida de Europa te canse y
quieras pedir impresiones nuevas a los grandiosos horizontes de las
llanuras y a las cordilleras de mi patria…; habrá noches en que en
el aire perfumado del cuarto, donde humea el té rubio en las tazas
de China y alumbra el suntuoso mobiliario la luz de las lámparas,
atenuada por pantallas de encaje, vibren las frases sublimes de una
sonata de Beethoven, arrancada por tus pálidas manos al teclado sonoro
en que, desfalleciente de emoción contenida, te levantes del piano
para contemplar desde el balcón de piedra la catarata iluminada por
la luna. (320)

La fantasía ideal del narrador consiste de nuevo en tratar de unir


el ámbito de la cultura europea, de un interior ‘de artista’ con el

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exterior de la naturaleza americana, representada mejor que nun-
ca por esa catarata que es observada bajo la música de Beethoven.
Pero la culminación de este juego de cajitas chinas en donde la sín-
tesis nunca puede ser alcanzada llega cuando José Fernández recrea
su tierra natal americana en París, en un interior. Ello nos demues-
tra hasta qué punto de autorreflexión llega la obra, hasta qué punto
el autor es consciente de las metáforas que utiliza y del valor iró-
nico que implican.
Tras seducir a una compatriota suya en París el autor recuerda
los días en que ambos paseaban por la naturaleza de su tierra.

Nueve años antes, casi niños ella y yo, una tarde deliciosa, una tarde
del trópico, de esas que convidan a soñar y a amar con el aroma de las
brisas tibias y la frescura que cae del cielo, sonrosado por el crepúsculo,
volvíamos por un camino estrecho, sombreado de corpulentos árboles
y encerrado por la maleza, al pueblecillo donde solía veranear su
familia. Nos habíamos adelantado al grupo de paseantes. Yo, diciéndole
que la adoraba, recitándole estrofas del Idilio, de Núñez de Arce, y
sintiéndome el Pablo de aquella Virginia vestida de muselina blanca,
que apoyaba su bracito en el mío. (338)

He preferido conservar el fragmento en su totalidad para que se


pueda apreciar el idilio pastoral, subrayado por la mención a Núñez
de Arce (que añade la ironía de no ser hispanoamericano y haber
escrito un idilio pastoral de tema clásico), en que se convierte la
visión de la tierra natal desde París. Las flores y plantas son la meto-
nimia de la tierra americana en una identificación con el mundo de
la naturaleza que, como hemos visto, recorre toda la novela.
En este caso el protagonista decide recrear en París esa naturaleza
—con plantas originarias de América como las ‘flores rosadas de las
de Guaimís’— en un invernadero (o invernáculo) para recobrar la
memoria de ese amor natural. La inversión de ese interior parisino
con que comienza la novela aparece finalmente de forma explícita:

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¿No es cierto que es una locura cuando mañana podemos pasar horas
enteras juntos, donde no tengamos que temer, en casa, donde haremos
cuenta de que no estamos en París y respiraremos en el invernáculo el
olor de nuestros bosques? (339)

Así se han ido tres meses casi, en diálogos de esos, en siestas dormidas
en las dos hamacas, que hice colocar entre las palmas del invernáculo,
en paseos de que volvíamos con los ojos llenos del color y el olor del
campo, donde pasábamos las mañanas en rasguear una bándola que
tenía yo en mi escritorio como adorno y hacer sonar en aire de París
las dejativas canciones de la tierra donde nacimos… (344)

No debe desestimarse la importancia de esta deliberada inver-


sión del interior parisino en América en un interior americano en
París. Pero de nuevo vemos cómo se trata de espacios cerrados, de
huis clos en donde la ausencia de contacto con el exterior, con la
realidad, lleva a un callejón sin salida en donde no existe una sín-
tesis que salve al personaje de su escisión fundamental, de su ena-
jenación de ambos mundos.
La trayectoria de Fernández a lo largo de la novela le lleva de
un interior a otro, siempre ficciones sin contacto con la realidad
exterior. La insatisfacción ante el mundo que le rodea no puede
verse únicamente (como generalmente se ha hecho) como enaje-
nación de su tierra, de Hispanoamérica. La reproducción del inte-
rior americano en París me parece suficientemente alegórico de
cómo el personaje sufre la misma enajenación en Europa. Como
afirma Aníbal González

el continuo saltar de Fernández de una mujer a otra, así como sus


viajes por Europa y sus ambiciosos planes de estudio de múltiples
disciplinas… representarían el incesante tanteo de los escritores
finiseculares en busca de una ideología, una causa, un principio

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trascendente que les permitiera atisbar la dirección del devenir histórico
y huir de su interior. (La novela modernista 111)

Ese intento de huir del interior aparece todavía infructuoso pues


el protagonista no encuentra el medio de romper las barreras que
separan los múltiples interiores en que se mueve su existencia. Si
en Gómez Carrillo veíamos el temor a ese exterior que, represen-
tado por las convulsiones sociales en las calles de París, amenaza la
imagen mítica y galante de la ciudad, también en De sobremesa apa-
rece de manera tangencial una breve referencia a las manifestacio-
nes del pueblo, de la historia, que comienzan a afectar el delicado
equilibrio del interior:

Ayer saltó otro edificio destrozado por una bomba explosiva, y la


concurrencia mundana aplaudió en un teatro del boulevard hasta
lastimarse las manos, La Casa de Muñecas, de Ibsen… Así a estallidos
de melinita en las bases de los palacios y a golpes de zapa en lo más
profundo de sus cimientos morales, que eran las antiguas creencias,
marcha la humanidad hacia el reino ideal de la justicia, que creyó Renán
entrever en el fin de los tiempos. Ibsen y Ravachol le ayudan… (320)

La imagen de las explosiones en la ciudad de París prefigura nue-


vamente el acoso a que se va a ver sometido el interior del artista de
finales de siglo, explosiones que, ya sea por obra de las bombas del
anarquista Ravachol o por las guerras de trinchera que se avecina-
ban, acabarán forzando a los escritores a abandonar su interior y
salir finalmente a la calle.
Por último examinaré la imagen del escritor hispanoamerica-
no como coleccionista en el gran catálogo que le ofrece la cultura
europea a través de París, precisamente la característica escogi-
da como título de este capítulo. Vimos en el primer capítulo la
importancia que cobran en Hispanoamérica los catálogos llegados
de París, en los que se ofrecen tanto ropa interior de señora, ­trajes

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de caballero, bibelots, como libros y la propia vida literaria de la
ciudad.. Ya comprobamos cómo son los propios autores moder-
nistas quienes se identifican con tal papel de coleccionistas, que en
su mímesis de las burguesías, adineradas escogen en el catálogo de
París no objetos de lujo (o no sólo), sino autores y motivos que les
permite convertir su obra en una colección cuyos objetos tienen la
autoridad que les concede su origen. Si ya vimos cómo Darío con-
sideraba la obra de su amigo Pedro Balmaceda como ‘una caja de
cristal llena de pequeños bibelots de bronce, de joyas de oro, de ala-
bastros, de camafeos, copas florentinas, medallas, esmaltes…’, más
tarde repetirá la metáfora cuando en Los raros se refiera así a la obra
de Augusto de Armas: ‘Su libro es labrado cofrecito bizantino, lle-
no de joyas’ (“Augusto de Armas” 389). Pero el propio poeta gua-
temalteco no se escapará de tal comparación con el coleccionista.
Años más tarde Gómez Carrillo, en una crónica que forma par-
te de Sensaciones de París y de Madrid en donde reseña la reciente
aparición conjunta de Los raros y Prosas profanas, se dirige al poeta
pidiéndole que le permita ‘hablar de ellos desde el punto de vista
del parisienismo’ (121). Tras comentar los libros con cierta condes-
cendencia, que le permite su posición de especialista en París, y
comentar paradójicamente que ‘usted es, en efecto, el tipo perfec-
to del esnob á la moda de París, del esnob impecable e implaca-
ble, del esnob victorioso, en fin’ (123), Gómez Carrillo termina su
crónica con estas palabras:

La obra que le piden ya está hecha; es una obra que se compone de


muchas obras y que parece una colección de menudencias á primera vista,
pero que, en realidad, es compacta si las hay. No cambie usted, Rubén.
(125, el subrayado es mío).

El paralelismo entre la actividad del escritor modernista hispa-


noamericano, que recoge motivos de la cultura europea, con el
coleccionista de las nuevas burguesías que colecciona para ­asegurar

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su estatus social es algo que ya algunos críticos del modernismo
han señalado, sea directa o indirectamente.23 En la biografía de Sil-
va también encontramos, como en Carrillo, una estrecha relación
con la mercancía importada que lo expone pronto al fetichismo de
los objetos que provienen de la gran ciudad de París. En la edi-
ción de la Obra completa de Silva por Héctor H. Orjuela se repro-
duce en un apéndice gráfico el anuncio de la Casa Comercial de
Ricardo Silva e Hijo que aparecía en las guías de Bogotá de fina-
les de la década de los noventa.24 Bajo la ilustración de un mozo de
cuerda cargando un baúl se puede leer en grandes letras de molde,
‘Surtido de Mercancías Francesas, renovado mensualmente’. En su
correspondencia encontramos también la referencia continua a su
trabajo como importador de mercancías.

Ni esperanza en estos días pasados en que la llegada de carga y la salida


de clientes nos han tenido ocupados más que nunca en este tu almacén,
de aislar media hora, para en vez de escribirle a Stheinthal pidiéndole
cheviottes o a Fould, pidiéndole pañolones… (Correspondencia 369)

¡Juzgue usted mi felicidad! Entre eso y un mundo de revistas y libros


que he pedido a Inglaterra y Francia y de los cuales va usted a ser
participe, voy a pasar los ratos… (Correspondencia 388)

Pero dejando a un lado las circunstancias personales, que no


hacen sino confirmarnos hasta qué punto la relación con París es
vivida a través de una conexión con las mercancías importadas,
la aproximación a París de J. A. Silva es diferente a la de Gómez
Carrillo. Si Gómez Carrillo ve París como ese ‘depósito central
de informaciones’ lleno de novedades susceptibles de ser importa-
das a Hispanoamérica a través de las crónicas, Silva ve París como
un catálogo que le permite coleccionar objetos, ya sean intelectua-
les o físicos. Lo coleccionado pierde así el valor de mercancía, su
valor utilitario, para pasar a tener un valor sentimental que lo une

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al coleccionista. Hannah Arendt en su introducción a Iluminations
de Walter Benjamin analiza el papel del coleccionista en la obra
del pensador alemán y nos proporciona las pistas para entender al
protagonista de De sobremesa en relación con esta figura. En pri-
mer lugar se refiere a la ausencia de valor del objeto coleccionado:

At any rate, a collected object posseses only an amateur value and no


use value whatsoever… And inasmuch as collecting can fasten on any
category of objects (not just art objects, which are in any case removed
from the everyday world of use objects because they are “good” for
nothing) and thus, as it were, redeem the object as a thing since it now
is no longer a means to an end but has its intrinsic worth, Benjamin
could understand the collector’s passion as an attitude akin to that of
the revolutionary. (Benjamin, Iluminations 42)

La actitud de revolucionario atribuida metafóricamente al colec-


cionista tiene que ver con su aproximación al pasado y a la tradi-
ción, por su intento de romper la cadena que la transmite a través
de la autoridad como algo sólido mediante la selección y el esta-
blecimiento de un nuevo orden. Este es el punto que nos interesa
con respecto a Silva y que Arendt concreta más adelante:

Just as strolling through the treasures of the past is the inheritor’s


luxurious privilege, so is the “collector’s attitude, in the highest sense,
the attitude of the heir” (“Unpacking my Library”) who, by taking
possession of things —and ownership is the most profound relationship
that one can have to objects” (“ibid.”) —establishes himself in the past,
so as to achieve, undisturbed by the present, “a renewal of the old
world.” (43)

En el párrafo anterior se halla la clave para entender la posición


del personaje de De sobremesa como coleccionista y de qué modo
en tal actitud influye la búsqueda de identidad del escritor hispa-

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noamericano. Como vimos al comienzo de este capítulo, en el
relato liminar de la novela se trata de establecer un linaje, un árbol
genealógico que ligue al personaje a una genealogía europea. En
este sentido Silva está tratando de establecer un paralelo con el per-
sonaje de A Rebours, Des Esseintes. Recordemos cómo comienza
la novela de Huysmans:

A en juger par les quelques portraits conservés au château de Lourps,


la famille des Floressas des Esseintes avait été, au temps jadis, composée
d’athletiques soudards, de rébarbatifs reîtres. (Huysmans 27)

Des Esseintes es un heredero que procede de un linaje cuyos


miembros aparecen en la primera página de la novela a través de
esos retratos que son como ‘un point de suture entre le passé et le
present’ (27). Fernández, sin embargo, a pesar de su intento de
mostrar escudos heráldicos, sabe muy bien que su descendencia
criolla ha roto esa sutura entre el presente y el pasado y la prueba
es que el único retrato que se muestra en su interior es ‘la cabeza
de un burgomaestre flamenco, copiada de Rembrant’. No insisti-
ré aquí sobre la significación del hecho de que no se trate de un
antepasado y de que ni siquiera sea original. El modo de conver-
tirse en heredero de un pasado consistirá pues en ‘tomar posesión
de las cosas’ a través de una colección estableciendo la relación
más profunda con los objetos, la de la propiedad. Esta relación con
los objetos de la colección me parece que queda suficientemente
explícita a lo largo de la novela de Silva.25 Un pasaje, sin embargo,
resulta suficiente para demostrarlo. Escribiendo en su diario acerca
de las afinidades que le unen a María Bashkirtseff dice el narrador:

si se te compara con el fanático tuyo que a los veintiséis años, al


escribir estas líneas, siente dentro de sí, bullir y hervir millares de
contradictorios impulsos encaminados a un solo fin, el mismo tuyo:
poseerlo TODO… (248)

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Sintiéndose huérfano de una tradición propia, original, que sus-
tente su identidad, José Fernández abandona su tierra y llega a París
en busca de esa “colección” en donde se sienta dueño de su pasado.

Ambiciones que haciéndome encontrar estrecho el campo y vulgares


las aventuras femeninas y mezquinos los negocios, me forzasteis a dejar
la tierra… y venir a convertirme en rastaquoere ridículo… el richissime
Américain don Joseph Fernández y Andrade [que] compró tal cuadrito de
Raffaeli… (249)

Cuando comienza la novela, antes de la lectura del diario, lo


encontramos encerrado en un interior en donde la colección
adquirida en Europa (notemos cómo se menciona específicamen-
te ‘la colección’) llena las páginas haciendo que el lector tenga que
abrirse paso en la lectura ante tantos objetos como salen al paso:

No son tanto las tapicerías que se destiñen en el vestíbulo, no los


salones suntuosos, no los bronces, los mármoles y los cuadros de la
galería, ni el gabinete del extremo oriente con sus sederías chillonas
y sus chirimbolos extravagantes, ni las colecciones de armas y de
porcelanas, ni mucho menos tu biblioteca ni las aguafuertes y dibujos
que te encierras a ver por semanas enteras. (234).

Otro aspecto del coleccionista que comenta Arendt a propósi-


to de la obra de Benjamin, y que aparece claramente reflejado en
De sobremesa, es el de la relación entre el coleccionista y el interior:
‘The collector not only withdraws from the public into the priva-
cy of his four walls but takes along with him all kinds of treasures
that once were public property to decorate them’. (43)
Este enfoque nos permite una nueva lectura de la novela en la
que se puede considerar la actitud del protagonista como verdade-
ramente revolucionaria y su pasión por el coleccionismo como una
protesta contra la tradición. Como afirma Arendt,

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For tradition puts the past in order, not just chronologically but first of
all systematically, in that ir separates the positive from the negative, the
orthodox from the heretic, and which is obligatory and relevant from
the mass of irrelevant or merely interesting opinions and data. The
collector’s passion, on the other hand, is not only unsystematic but
borders on the chaotic, not so much because it is a passion as because it
is not primarily kindled by the quality of the object —something that
is classifiable— but is inflamed by its “genuineness”, its uniqueness,
something that defies any sistematic classification. (44)

La colección de Fernández no consiste únicamente en bibelots


y tapicerías. Como expresa muy claramente el personaje su pasión
consiste primordialmente en ‘almacenar sensaciones e ideas’ (250).
También coleccionará mujeres europeas de todos los países posi-
bles, músicos famosos, pensadores, idiomas… y al formar parte de
su colección, al poseerlos, el protagonista trata de romper, no de
destruir, esa tradición que le ahoga para poder así convertirse en
propietario de su pasado. En este sentido la colección de Fernán-
dez es un reflejo, un eco de la labor de coleccionismo que realiza el
propio autor en el texto, una labor de apropiación de discursos pro-
pios de la modernidad europea. En un reciente y original artículo
titulado “Reading Sarmiento: Once More with Passion”, Carlos J.
Alonso avanza su hipótesis de que la modernidad hispanoamerica-
na fue fundamentalmente un fenómeno retórico:26

With the assertion that Spanish America’s experience of modernity


was fundamentally rhetorical I refer to more than its quality as a
phenomenon or effect of discourse: that is to say, a discursive event
that was not accompanied by the material trappings of modernity. To
be sure, modernity in Spanish America manifested itself superficially
as an almost indiscriminate appropriation of discourses that were
considered “modern,” with the somewhat ingenuous intention of
attaining modernity itself in the process of wielding them. (42)

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Siguiendo tal reflexión, De sobremesa se nos aparece como un
modelo claro de tal apropiación de discursos considerados modernos
por Silva en su afán por hacer suya la modernidad europea. Y uno
de los primeros discursos de que se sirve el autor colombiano es el
discurso de París, apropiación que se da, por otra parte, en la prác-
tica totalidad de los modernistas. A él se unen, entre otros, el dis-
curso decadentista de la enfermedad, el discurso del progreso del
positivismo, y los discursos del museo y la colección.
Lo caótico de la colección y la conexión entre el valor de lo
coleccionado y su origen aparece también de manera explícita en
el texto.

Al comenzar los tapiceros a desarmar la casa me he quedado sorprendido


del número de objetos de arte y de lujo que insensiblemente he
comprado en estos seis meses y los he remirado uno por uno, con
cariño, porque en lo futuro me recordarán una época de mi vida más
noble que los últimos años. (299)

La última decisión, la última acción que lleva a cabo José Fernán-


dez antes de que lo encontremos en América, en su interior, rodea-
do de su colección, consiste en vaciar el interior de su casa en París
y empaquetar su colección para cruzar el Atlántico con ella, con
esa ‘portátil Europa’, en la feliz y anticipadora expresión de Baltasar
Gracián citada en el epígrafe. En su pretensión de encontrar su iden-
tidad despedazando la tradición europea de su tiempo en pequeñas
piezas coleccionables, en su intento de convertirse en heredero de
su propia colección, el personaje debe destruir el contexto que da
sentido a los objetos, en este caso su localización en París, y cruzar
el Atlántico con ellos para reinstalarlos en otro contexto distinto.
Como afirma Arendt en su análisis de las ideas de Benjamin,

The true, greatly misunderstood passion of the collector is always


anarchistic, destructive. For this is its dialectics: to combine with

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loyalty to an object, to individual items, to things sheltered in his care,
a stubborn subversive protest against the typical, the classifiable… The
collector destroys the context in which his object once was only part
of a greater, living entity, and since only the uniquely genuine will do
for him he must cleanse the chosen object of everything that is typical
about it. (Arendt 45)

En el primer capítulo vimos como Darío consideraba el libro y


el interior como una misma cosa. En ambos se colecciona, se elige
del enorme catálogo de la cultura europea, y se dispone de mane-
ra que den ‘a conocer en un recinto cuyo es el poseedor y cuál su
gusto’ (Darío, A. de Gilbert 352). De igual manera puede consi-
derarse De sobremesa como el recinto final de la colección de Sil-
va, texto en cuya propia estructura se puede apreciar la voluntad
de destruir el contexto y cuya ausencia de un marco que englobe
todas sus experiencias, ya señalado por la crítica, puede verse como
una misma cosa. La aparición de la novela en 1925, casi treinta años
después de escrita, resulta irónicamente en una salida final y póstu-
ma de contexto. En De sobremesa se ejemplifica de manera alegórica
el dilema que perseguía a los hombres de letras hispanoamericanos
de su tiempo: la situación cultural de unos países que los obligaban
a convertirse en coleccionistas del catálogo que les ofrecía la cultu-
ra europea. En mi opinión la novela refleja tal situación como un
callejón sin salida en la derrota final del personaje que no ha encon-
trado en su periplo europeo, ni en esa ‘decoración’ (sic) en que se
mueve en su interior parisino, la identidad que tan afanosamente
se ha dedicado a buscar.

Ahora acabo de pasearme por el hotel, que está vacío, con las paredes
y los pisos desnudos. Mis pasos repercuten en los salones desiertos y
como agrandados por falta de muebles… Muebles y objetos de arte,
caballos y coches, todo el fastuoso tren que fue como la decoración en
que me moví en estos años de vida en el viejo continente, me esperan

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ya en el vapor que al romper el día comenzará a cruzar las olas verdosas
del enorme Atlántico para ir a fondear en la rada donde se alza, con
el eléctrico fanal en la mano, la estatua de la Libertad, modelada por
Bartholdi… El coche que me llevará a la estación para tomar el tren
que me aleje de París para siempre, irá primero al lugar donde he
pasado las mañanas de los últimos días. (348)

Si la ciencia decimonónica se apoyaba en la metáfora del museo


en donde, en palabras de Théophile Gautier, ‘l’on put lire com-
me dans un livre ouvert les origines’27 e hispanoamericanos como
Sarmiento tratan de encontrar allí tales orígenes, ahora, a finales de
siglo, la literatura recurre a la metáfora del interior, en donde las
cosas despliegan un valor que les es propio o que, al menos, de­pende
de la voluntad del coleccionista (González, La crónica modernista 33).
Pero en De sobremesa la imagen que se nos ocurre como alegoría de
tal cambio es la de un José Fernández que, no encontrando tal ori-
gen en el museo, se dedica a saquearlo para crear su propia colec-
ción. El fin de la imagen de París como museo puede relacionarse
con el comienzo de la imagen de París como enfermedad, como
centro de la entropía. Como afirma Eugenio Donato

What thermodynamics makes imposible is a history conceived as


archeology. In the long run, the metaphors of thermodynamics will
rob Cuvier’s geology, as well as the museums of natural or human
artifaces, of any epistemological privilege, reducing them to the status
of a bric-abrac collection of disparate objects… (236)

La metáfora de ese museo de la historia que se disipa y se dis-


grega es la colección. Si en el museo se mostraba la historia como
un espectáculo eternamente presente con orígenes transparentes y
un fin antropocéntrico, en la historia que introduce la termodi-
námica los orígenes se borran para siempre, las diferencias desapa-
recen, y el fin predecible es el de un universo gobernado por las

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leyes de la casualidad y las estadísticas (Donato 237-8). La entro-
pía conduce a la noción de decadencia, descomposición y podre-
dumbre inscrita en las páginas del diario de Fernández que narran
sus últimos días en París.

El nauseabundo olor era el de las últimas flores pedidas a Cannes, que


al descomponerse, habían podrido el agua de los vasos. Olía aquello a
sepulcro, y los montones de hojas y pétalos secos… podridos los otros
por la humedad yacían en los floreros… (340)

Es tal disgregación y descomposición, que nace del centro mis-


mo de su búsqueda de una identidad en una ficción, en una mujer
entrevista brevemente, la que inunda su interior: ‘El criado abrió
el balcón para renovar el aire pesado’ (346). El protagonista es
expulsado de su interior a las calles en donde, como hemos visto,
no encuentra el refugio de las arcadas que encontraba el flâneur en
otros tiempos sino, de nuevo, la descomposición, la disgregación y
el anuncio de la muerte. El último paseo de Fernández poco antes
de tomar el barco que lo alejará de París será, significativamen-
te, al cementerio en donde visitará la tumba en donde se descom-
pone el cuerpo de la mujer amada. El paralelismo entre la ciudad
y la muerte acaba en la metáfora más evidente que enlaza a París
con el cementerio. Fernández huye de París para evitar la muer-
te en los bulevares.

Comprendí que iba a caerme en ese instante, ahí, sobre el barro, y a


morirme del mismo mal que me hizo caer en el boulevard la última
noche del año antepasado, al detenerse el volante y cruzarse los punteros
de oro sobre la muestra de alabastro. Las doce campanadas ensordecedoras
que oí aquella noche comenzaron a sonarme en los oídos. (349)

La importancia de esta imagen de París, de esta metáfora que


asocia la ciudad a la muerte, se ve resaltada por el hecho de formar

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parte de una escena climática que es anunciada en el relato liminar
y que se nos vuelve a recordar en las últimas páginas del diario. Si
Darío evoca las primeras imágenes que, en su infancia, se forman
en su cabeza acerca de París ‘como un paraíso en donde se respira-
ba la esencia de la felicidad sobre la tierra’ (Autobiografía 73), la ima-
ginería de este pasaje de De sobremesa sugiere una expulsión bíblica
de tal paraíso convertido en un paraíso artificial, de una ciudad que
devora las fuerzas del protagonista de la novela.
En ese París como museo saqueado que se disgrega en una
colección, el protagonista de la novela de Silva decide convertir-
se en heredero de su propia tradición, en poseedor de su ‘portátil
Europa’ que, una vez completada, embala y traslada a su país. La
conclusión, evidente al comienzo de la novela, resulta un callejón
sin salida, una ‘decoración’ —en palabras del propio Silva— sin
contacto con la realidad de su entorno natural americano que no
puede durar mucho. Como afirma Walter Benjamin en su artículo
sobre el coleccionismo titulado “Unpacking My Library” (“Des-
embalando mi biblioteca”), ‘the phenomenon of collecting los-
ses its meaning as it loses its personal owner… Only in extinction
is the collector comprehended’ (Iluminations 67). Poco después de
reescribir De sobremesa Silva se suicidó. Tal vez era muy consciente
de que, solamente tras su desaparición su colección podría comen-
zar a ser entendida.

notas

Véase el artículo de Ricardo Cano Gaviria, “El periplo europeo de José


1

Asunción Silva. (Marco histórico y proyección cultural y literaria)”, José Asun-


ción Silva, Obra completa, ed. Héctor H. Orjuela, Colección Archivos, (Madrid:
Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1990) 443-470. Cano Gaviria
señala con sorpresa que ‘tan fastuoso acontecimiento… no hubiera sido registra-
do por Silva en De sobremesa... Pero José Asunción, testigo privilegiado venido
desde una lejana ciudad de cien mil habitantes, fue con toda seguridad uno más

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en el millón de personas que se movilizaron el 1 de junio de 1887 por las exe-
quias de Victor Hugo’ (452). Para más detalles biográficos sobre J. A. Silva véase
la biografía escrita por el propio Ricardo Cano Gaviria, José Asunción Silva, una
vida en clave de sombra, (Caracas: Monte Ávila, 1992).
2
Roger Shattuck en The BanquetYears (New York: Vintage Books, 1968), aña-
de: ‘Most important of all, París had just had her face lifted. Bacon Haussmann’s
ambitious plans for opening up the constricted city had been executed by 1880…
The magnificent new Opéra, commanding its own avenue to the Louvre and the
Théâtre-Français, the refurbished city hall, and wide tree-lined boulevards slicing
through the most clogged quarters-these were more than architectural renova-
tions. Paris now had the space to look at herself and see that she was no longer
a village clustered about a few grandiose palaces, nor merely a city of bustling
commerce and exchange. She had become a stage, a vast theater for herself and
the world’ (5-6).
3
Según Ricardo Cano Gaviria, J. A. Silva partió de Bogotá hacia el 20 de
octubre de 1884, con dirección a Honda. Después de una travesía de quince días
por el Magdalena, Silva debió llegar a Cartagena hacia el 5 para embarcarse el
viernes 7 en Sabanilla. De modo que los días comprendidos entre el 24 y el 28
de noviembre pueden aceptarse como la fecha más probable de la llegada de José
Asunción a Saint Nazaire, en el Washington, el Le Havre o el Nilo, que fueron,
según la Revue Sudamericaine, los barcos que por esa fecha hicieron el recorri-
do. Acerca de los detalles del viaje de Silva a París véase Ricardo Cano Gaviria,
“El periplo europeo de José Asunción Silva. (Marco histórico y proyección cul-
tural y literaria)”.
4
Eduardo Camacho Guizado en “Silva ante el modernismo”, José Asunción Sil-
va, Obra completa, 411-421, señala que Silva no era muy consciente del movimien-
to modernista como tal, encabezado por Rubén Darío: “Moda rubendariaca y no
modernismo, pues seguramente esta palabra aún era poco conocida en Colombia
antes de la muerte del poeta bogotano. Se puede decir, sin lugar a dudas, que Silva
no conoció sino una manifestación muy inicial de lo que se iba a llamar Moder-
nismo, es decir, la de la época de Azul... Si bien es posible documentar que Sil-
va leyó a Martí y a Gutiérrez Nájera, no tenemos más noticia de sus lecturas
de Darío y sus discípulos que la divertida sátira Sinfonía color fresa con leche’ (412).
5
Cano Gaviria, en op. cit., afirma que ‘José Asunción, que había podido asis-
tir de cerca a la gestación de ese caldo de cultivo —la publicación de A rebours,
de Huysmans, de Los poetas malditos, de Verlaine, de Taches d’Encre de Barres, de
La Revue Wagnérienne y Las delicuescences de Adoré Floupette, de Henri Beauclair y
Gabriel Vicaire—, se ausentó cuando la batalla literaria estaba a punto de estallar.
La fecha de su regreso, en marzo o abril del 86, se sitúa justo uno o dos meses
antes de que la misma estalle en la rive gauche, así como de que aparezca La Deca-

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dent, por no hablar de Le Symboliste, que saldrá el 7 de octubre de 1886 —con
Jean Morèas como redactor jefe y Gustave Khan como director— cuando José
Asunción se halla ya en Colombia. Pero aunque éste no presenció de cerca dicha
batalla literaria, y en la medida en que se había compenetrado íntimamente con
el caldo de cultivo que la hizo posible, estaba mejor dotado que ningún otro sud-
americano de la época para nutrirse de lo más selecto de la mêlée symboliste: mêlée
o mezcla de diversos ingredientes, de los cuales José Asunción habría hecho bue-
na provisión antes de dejar París’ (466).
6
Cano Gaviria, en op. cit., apunta agudamente la relación entre Silva y la figu-
ra del reportero: ‘En vez de secundar a sus amigos en las correrías y pasatiem-
pos a las que suelen entregarse los rastaquouères en París, José Asunción orienta su
curiosidad por otro camino. De entrada, como un improvisado reportero —ade-
mán subrayado por la secreta libretita antes mencionada—, lo quiere saber todo
acerca de los que se le ponen a tiro’ (449).
7
La edición príncipe de De sobremesa, 1887-1896 (Bogotá: Cromos, 1925),
235 pp., tiene una nota preliminar que indica que se tiraron únicamente 50 ejem-
plares y un colofón por el que sabemos que la publicación se hizo para conme-
morar los sesenta años del nacimiento del poeta. Como puede observarse, el
título completo de la novela, de acuerdo con la edición príncipe, es: De sobre-
mesa, 1887-1896, años que señalan la fecha en que se inició la primera versión
y la de su reelaboración final antes de la muerte de Silva. Según indica Héctor
Orjuela en la edición de la Obra completa de Silva, ‘una segunda edición sin fecha,
idéntica a la anterior, se publicó después (1928?) utilizando las mismas planchas.
No existen por ello diferencias textuales entre las dos’. Para una relación de las
ediciones posteriores de la novela véase la nota introductoria de Héctor Orjue-
la en José Asunción Silva, De sobremesa, Obra completa, ed. Héctor H. Orjuela.
Colección Archivos, (Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas,
1990) 7: 227-351.
8
Juan Loveluck, “De Sobremesa, novela desconocida del Modernismo”, Revis-
ta Iberoamericana XXXI.59 (Enero-Junio, 1965): 17-32.
9
Rafael Maya, Los orígenes del modernismo en Colombia, Biblioteca de auto-
res Contemporáneos (Bogotá: Imprenta Nacional, 1961), 65. Citado por Gus-
tavo Mejía, op. cit., 494.
10
José Asunción Silva, De sobremesa, en Obra completa, ed. Héctor H. Orjue-
la, 227-351.
Todas las citas se referirán a esta edición.
11
Debe considerarse que el epíteto ‘cortesana’ aplicado a París no es nada nue-
vo. Si en Silva no tiene un valor negativo al estar relacionado con la mujer fatal
y la atracción amor-odio, en Abancay, autor del artículo “Los hispanoamerica-
nos en Europa” mencionado anteriormente, ‘cortesana’ tiene una connotación

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completamente negativa cuando describe París como ‘la ciudad májica, la irre-
sistible cortesana de la civilización, que atrae con sus sonrisas y sus cantos á todos
los curiosos boqui-rubios y desocupados del orbe!’ (103).
12
Juan Evangelista Manrique, “José Asunción Silva (recuerdos íntimos)”
Revista de América (París) n° 20 (enero 1914) 32.
13
Al igual que Melquíades en Cien años de soledad, el viejo Mortha está empe-
ñado en la traducción de un texto: ‘—¿Escribía usted, querido maestro?… pre-
guntéle. —Si, anotaba la traducción hecha por mi cofrade Máspero, del himno
descubierto por Grebaut cerca de las necrópolis de Zaouyet-al Anyan’ (316).
14
En Ídolos rotos aparece también la reunión simbólica de esculturas de ambos
mundos: ‘En la obscuridad creciente, las figuras de tres bajorrelieves, copias de
dos bajorrelieves de Donatello y de uno de Juan de Bolonia, fingían expresiones
y actitudes fantásticas… Al otro lado, en un rincón se alzaba misteriosa en medio
de la penumbra del taller… la estatua de una chicuela criolla… Alberto… quiso
reproducir en barro de la tierruca la belleza del tipo de raza más común en el pue-
blo de su país, belleza original, mezcla de oro y canela, obscura y fragante’ (79).
15
Acerca del concepto de degeneración y de su diseminación véase R.K.R Thor-
nton, The Decadent Dilemma (London: Edward Arnold Publishers, 1983), así como
Eugen Weber, Francia, fin de siglo, ed. Juan Pablo Fusi (Madrid: Debate, 1989).
16
Se trata de algo señalado ya por Aníbal González en La crónica modernista his-
panoamericana, 184-186. Según éste, el marco formal del diario en que se inser-
ta la narración en De sobremesa es tan irónico y autoconsciente que no permite
deslindar las simpatías políticas de Silva para de ahí pasar a examinar su visión del
intelectual. En un interesantísimo artículo en el que desvela los prejuicios sobre
la vida del autor (ambiente familiar, tendencia sexual) que han guiado parte de la
crítica sobre José Asunción Silva, Alfredo Villanueva-Collado en “Gender Ideo-
logy and Spanish American Practice: José Asunción Silva’s Case”, Translating
Latin America: Culture as Text. Translation Perspectives VI 1991, ed. William Luis, y
Julio Rodríguez-Luis. (Binghamtom: Center for Research in Translation, SUNY
Binghamtom, 1990) 113-125, expone cómo el concepto de normalidad artísti-
ca, tal como se presenta en el discurso médico de Lombroso y de Nordau, es el
que, a pesar de estar desacreditado, ha operado en gran parte de la crítica que se
ha escrito sobre el autor colombiano.
17
Como indica Aníbal González en La crónica modernista…, ‘esta primera ano-
tación en el diario es, para todos los efectos, una crónica literaria en el estilo de
Los raros, de Darío, libro que, por cierto, se publicó el mismo año en que Sil-
va terminaba su novela (1896)… Al comenzar el diario con una crónica litera-
ria, Silva está subrayando claramente el aspecto experimental, autorreflexivo, de
su novela’ (185).

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18
Aníbal González, en La crónica modernista… se ocupa ampliamente de ana-
lizar este motivo en la literatura finisecular: ‘La historia del universo se concibe
como el proceso mediante el cual los átomos y moléculas pasan de estados ori-
ginales de mayor concentración y energía a estados de dispersión y pérdida de
energía. El universo parece regido por la entropía, por la tendencia al desorden
y a la indiferenciación’ (30). Más adelante Aníbal González apunta la influen-
cia de tal teoría en la literatura: ‘La decadencia tiene sus raíces en este sentimiento
de indeterminación, de indiferenciación, fomentado por la entropía: la sociedad
enferma se ha ido moviendo hacia un mayor desorden, se ha empezado a disol-
ver, a consumir, como alguien afectado por la gripe o la tuberculosis…”(117)
19
Acerca de este pasaje señala Julio Ramos en op. cit.: ‘El paseo de Fernández
es doblemente significativo: sitúa al sujeto atrapado por el cristal justo al lado de
la prostituta que vende sus servicios. Y esto precisamente en una novela en que
el intercambio económico de objetos artísticos y el tema general de la mercan-
tilización son fundamentales’ (140).
20
Para una discusión acerca de la metáfora del interior en la literatura his-
panoamericana finisecular remitiré de nuevo al lector a los trabajos de Aníbal
González, La crónica modernista hispanoamericana (31-35) y La novela modernista
hispanoamericana (108-109), en donde expone claramente la importancia de este
motivo en los escritores modernistas y el valor genuino que adquiere en el con-
texto de Hispanoamérica.
21
Como indica Aníbal González en La crónica modernista…, ‘A través de la
metáfora del interior, la literatura aspira a presentarse como refugio de la Vida,
del Eros y del Juego, mientras que el museo sería el territorio de la Muerte, la
Esterilidad y el Orden’ (33).
22
Acerca de Mi museo ideal de Casal y las repercusiones que tienen en el tex-
to las metáforas finiseculares del museo como estructura aplicable a la obra de
arte, como libro abierto en donde se puede representar la totalidad del tiempo y
el espacio, véase el documentado trabajo de Lee Fontanella “Parnassian Precept
and a New Way of Seeing Casal’s Museo ideal”, Comparative Literatur Studies 7.4
(December 1970): 450-479.
23
Aníbal González, en su estudio del interior modernista, La crónica moder-
nista… (32-33), trae a colación el trabajo de Walter Benjamin sobre “Louis Phi-
lippe, or the interior”, perteneciente a la serie que compone el más ambicioso
“Paris, Capital of the Nineteenth Century”, para relacionar el interior con la
figura del coleccionista.
Lee Fontanella, en op. cit. (476), hace referencia a una cita de Roberto Meza
Fuentes, en De Díaz Miró a Rubén Darío, acerca de Julián del Casal que resulta
muy ilustrativa de cómo cierta crítica intuyó pronto el paralelismo entre el escri-
tor modernista y el coleccionista: ‘Entonces el poeta… sueña… en los persona-

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jes de Huysmans y en los cuadros de Moreau, que no llega a conocer nunca sino
a través de fotografías. Y, sobre motivos de esos cuadros, teje en sonetos la fili-
grana de su Museo Ideal. ¡Pobre poeta! ¡Ha edificado todo un castillo de ensue-
ño sobre un mundo de fotografía!’.
No iba muy descaminado Roberto Meza al hablar de la creación de obras de
arte a partir de fotografías. A finales de siglo, el fotógrafo Eugène Atget se dedica
a recorrer las calles de París fotografiando todo aquello que constituiría el pasa-
do de la ciudad: calles, plazas, mercados, escaparates de tiendas, gentes y oficios,
edificios e interiores. Poco después abría un estudio fotográfico llamado Docu-
mentos para artistas, en donde vendía imágenes fotográficas para uso de pintores
y dibujantes. Utrillo, Vlamink, Foujita, Delaunay, Braque, Picasso y Duchamp
se encontraban entre sus clientes. No dudamos que también tendría numero-
sos clientes hispanoamericanos. Para más información acerca de Eugène Atget
véase Jean Leroy. Atget: magicien du vieux Paris et son epoque (Paris: Paris audio-
visuel, 1992).
24
José Asunción Silva, Obras completas, ed. de Héctor H. Orjuela, 724.
25
Casi un siglo después el escritor venezolano Arturo Uslar Pietri en El globo
de colores, (Caracas: Monte Avila Editores, 1975), escribe unas líneas de reflexión
sobre la relación de los hispanoamericanos con Europa en las que habla literal-
mente de la voluntad de convertirse en herederos: ‘Nos sentíamos primitivos,
salvajes, pobres, frente a la culta plenitud de Europa. Aspirábamos a quitarnos
el pelo de la dehesa y a asimilar a fondo las reglas del juego para que nadie, ante
nuestros hechos y pensamientos, pudiera creer que veníamos de las salvajes sole-
dades americanas. Pensábamos que la civilización era un solo camino del que
Europa se hallaba en la meta y nosotros en los ásperos y grotescos comienzos.
Era, en cierto modo, el esfuerzo de hacer nuestro un pasado que sólo nos
pertenecía parcialmente. El querer sentirnos herederos de una muy rica y frá-
gil herencia, cuyo cuido e inventario casi no daban tiempo para ocuparse de un
mundo americano que, fácilmente podíamos llegar a sentir como un destierro.
Los grandes sucesos históricos del último medio siglo han hecho hoy más arti-
ficial que nunca una posición semejante. Sabemos que no podríamos ­convertirnos
en europeos sino renunciando a las solicitaciones y a las empresas que nos hacen
americanos. La condición americana, en lo esencial, es la de tener poca sensibi-
lidad por el pasado. No nos sentimos prisioneros del pasado… En el fondo de
toda conciencia verdaderamente americana está activa la noción de que el hoy y
el mañana son más importantes que el ayer. No tenemos cómo vivir de heren-
cia, sino de faena propia’ (127).
26
Carlos J. Alonso, “Reading Sarmiento: Once More with Passion”, Hispa-
nic Review 62. Winter (1994): 35-52.
27
En su obra “Le Musée Ancien”. Citado en Lee Fontanella, op. cit., (436).

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V

Del París artificial a la América natural:


Quiroga, Güiraldes y Rivera

Para qué las ciudades? Quizá mi fuente de poesía estaba en el


secreto de los bosques intactos, en la caricia de las auras, en el
idioma desconocido de las cosas; en cantar lo que dice al peñón
la onda que se despide, el arrebol de la cienaga, la estrella a las
inmensidades que guardan el silencio de Dios.
(Rivera, La vorágine 42-43)

Llegó a la gran ciudad ya poseído de la locura de París… se llenó


del espíritu luteciano y se lo comió París.
(Darío, París y los escritores extranjeros 464)

¡Oh mi América bendita, donde todo es grandeza y hospitalidad!


¡Cómo te adoro en París!
(Quiroga, Diario de viaje a París de Horacio Quiroga 99)

En 1898 el crítico Pedro Emilio Coll dedica una de sus “Notas


de estética” publicadas en El Cojo Ilustrado a repasar el panorama
literario en Hispanoamérica.1 Coll se refiere a la tendencia ‘deca-
dentista’ o ‘simbolista’, que aprecia como dominante, y que se con-
sidera proviniente de París:

Se atribuye a la moda, a la moda que nos viene de París junto con las
corbatas y los figurines de trajes; pero aún así, podría argüirse que una
moda que se acepta y se aclimata es porque encuentra terreno propio,
porque corresponde a un estado individual o social y porque satisface

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un gusto que ya existía virtualmente. Hasta los nuevos modelos de los
vestidos y los colores en boga son determinados por el ambiente de
ideas y sentimientos de una época, ¿y no ha de serlo la literatura? (639)

Con una percepción sorprendente Coll sugiere la relación entre


la producción literaria de los modernistas con el comercio y la
importación de novedades de París que hemos venido señalando a
lo largo de este trabajo.2

Si París impone hoy sus modas es porque satisfacen íntimas afinidades


de los pueblos que las adoptan; cambien esas afinidades y entonces
nos vendrán de Londres o de Nueva York las ideas y los patrones de
modistas hasta que nosotros podamos exportarlos. (639)

Como se puede apreciar, la metáfora del intercambio comercial,


de la importación y la exportación, que tan claramente aparecía en
Gómez Carrillo, no pasa desapercibida para algunos críticos. Pero
el interés fundamental del artículo de Coll reside en su progno-
sis de la evolución que va a experimentar el papel de los escritores
hispanoamericanos a comienzos del nuevo siglo, su paso de impor-
tadores a exportadores, y el desplazamiento de su interés por Europa
(París) hacia su propia tierra.

Existe hoy una noble impaciencia por apresurar el advenimiento de


lo que unos llaman “criollismo” y otros “americanismo”, es decir,
de la cristalización estética del alma americana y su objetivación por
medio del arte. Laudable deseo que es el de casi todos nosotros los
hijos del Nuevo Mundo y al que marchamos deliberadamente o
indeliberadamente de años acá. Desde el país del Norte desde donde
escribo estas líneas, veo ya en nuestra literatura un “aire de familia”
que se distingue no sólo de las literaturas exóticas, sino aun de la
misma castellana. Hay en quienes se marca más esta diferencia, y es
precisamente en los que se esfuerzan en ello, pues hasta en los que

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suponemos rinden un culto excesivo a las hegemonías extranjeras, obra
la energía que brota de las entrañas de la raza y del medio. Se diría que
las ideas que van desde la vieja Europa al mundo nuevo reciben allí
el bautismo de nuestra tierra y de nuestro sol, y que nuestro cerebro,
al asimilárselas las transforman y les da el sabor de la humanidad
momentánea que representamos. El resto será labor del tiempo. (642)

No debe extrañarnos el anuncio de la novela de la tierra en un ar­­


tícu­lo de 1898. El ‘aire de familia’ que el crítico percibe en la litera-
tura de esos años coincide con el momento en que el modernismo
hispanoamericano, tras la amenaza del imperialismo norteameri-
cano y su intervención en el Caribe y Centroamérica, comienza a
plantearse seriamente una vuelta a los temas nacionales.3
Como resume el propio Coll al final del artículo citado, ‘hay
que recordar a los nuevos escritores de América el consejo de don
Andrés Bello: Tiempo es que dejes ya la culta Europa / y dirijas el vue-
lo a donde te abre / El mundo de Colón su grande escena’ (642).
¿Cómo afecta este renacimiento nacionalista a la imagen de
París que hemos visto evolucionar hasta el momento? En este últi-
mo capítulo voy a tratar de mostrar de qué manera la imagen de
París en la literatura hispanoamericana sufre un cambio negativo,
ya anunciado en la novela de Silva, que la acercará más a las metá-
foras de la artificialidad, enfermedad y muerte. Pero lo más importan-
te, en mi opinión, es señalar hasta qué punto este desplazamiento
en las imágenes que remiten a París está relacionado dialécticamen-
te con la renovada vocación nacionalista que opone lo nacional a
lo cosmopolita, lo natural americano a lo artificial parisino, el poder
regenerador de la naturaleza a la enfermedad que se incuba en las ciu-
dades. No será, sin embargo, un proceso claro e inmediato el que
lleve a este cambio de actitud acerca de París a muchos escritores
modernistas. Mas bien estará marcado por un continuo conflicto
en el que ambas posiciones se encuentran en tensión dialéctica en
la obra de un mismo escritor.

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Este cambio en la percepción de París como ciudad nociva y
artificial lo encontramos también en autores franceses como J. K.
Huysmans, autor de la obra capital del decadentismo, A Rebours,
que tanto influyera en Silva y en otros modernistas hispanoameri-
canos. Años después de mitificar en su obra los placeres artificia-
les que podía proveer una ciudad como París, Huysmans escribió
un artículo titulado “Paris retrouvé” (1901-2), que nunca llegó a
ser publicado sino póstumamente,4 en el que expone su desencan-
to con una ciudad que encuentra al final de su vida llena de ‘arti-
ficio’ y lejos de cualquier bondad ‘natural’. El texto comienza con
una diatriba contra las farmacias, cuyo comercio con drogas y quí-
micos le parece antinatural: ‘le malheur est aussi que les teintures
se décomposent… que l’artifice saute aux yeux et adjoint à la lai-
deur naturelle, un ridicule’ (420). A su vuelta a París, Huysmans
encuentra que las calles están llenas de comerciantes de produc-
tos artificiales, ‘fabricants d’inauthentiques chicots et d’illusoires
perruques…’ (420). Más adelante expone con claridad la razón por
la que ya no puede soportar París:

Pour les gens déjà vieux qui vécurent dans un monde d’hommes
d’esprit, polis et gourmets, s’occupant d’art et de livres, le Paris
contemporain apparait hideux.
Ces rues, tirées au cordeau, où l’on ne flâne plus, où tout le
monde court, en se garant d’une locomotion qui vous écrase à coups
de trompe, au milieu de voyous à cheval sur des machines qui crépitent
et qui puent, sont ‘a fuir quand on peut… (426)

Ese París que ahora se le aparece al autor de A Rebours como


un lugar en donde no puede existir ya el flâneur, en donde lo arti-
ficioso oculta el rostro humano de la ciudad, es también el París
que comienzan a percibir algunos escritores hispanoamericanos.
En el capítulo anterior vimos cómo el protagonista de De sobre-
mesa (1896) vivía en tierra americana encerrado en un interior

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parisino importado sin ningún contacto con la realidad de su país.
La relación de Fernández con su propia tierra estaba mediatizada
por la contención del paisaje en el interior artificial de un inver-
nadero. La imagen de París se halla recubierta de tantas capas de
significación textual heredadas de la cultura europea que resulta
incompatible con la imagen casi desnuda de significación cultu-
ral de la mayoría de las capitales hispanoamericanas, carentes de un
discurso cultural que les confiera identidad. Es en este punto en el
que nos encontramos con una novela como Ídolos rotos (1901). Si en
De sobremesa primaba la peripecia de un artista hispanoamericano
en su peregrinación por Europa, especialmente en París, que vuel-
ve a América y rehuye el contacto con su tierra prefiriendo vivir
encerrado en una ficción de la ciudad y la cultura que ha dejado
detrás, en Ídolos rotos encontramos la ilustración de la siguiente eta-
pa del proceso que lleva a la conversión del escritor en intelectual5
y que implica el regreso de París, el intento de reanudar una rela-
ción directa con su tierra y de aplicar en Hispanoamérica lo mejor
que ha sacado de su experiencia en Europa. En Ídolos rotos Díaz
Rodríguez trata de romper metafóricamente ese interior en el que
algunos escritores modernistas se encuentran aislados del contac-
to con su propia tierra.
Alberto Soria regresa a su país (Venezuela) tras cinco años de
ausencia transcurridos en París, adonde viajó tras terminar sus estu-
dios de ingeniería.

Su padre le había ofrecido enviarle a Europa a coronar su carrera


científica, ganando en los grandes centros del viejo mundo mayor
suma de ciencia y preparándose por el solo hecho de cruzar el océano,
un éxito más feliz, como creía y aseguraba candorosamente el viejo
Soria.6

El protagonista corresponde pues a la categoría de hispanoame-


ricanos que, según Abancay, el autor del artículo “Los hispano-

201

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americanos en Europa” (1863), mencionado anteriormente, viaja
a Europa ‘con una carrera abierta y estudios hechos en América,
yendo a perfeccionarse en sus conocimientos y su educación, y
adquirir alguna experiencia del mundo’ (99). La diferencia con el
viaje de placer del protagonista de De sobremesa, que corresponde
al peor caso considerado en el artículo, es evidente. En el mismo
artículo el autor señala la importancia de aprovechar lo aprendido
en Europa para aplicarlo en Hispanoamérica:

Es, pues, necesario que nuestra juventud vaya a recibir el saludable


contagio, a observarlo, distinguir lo bueno de lo malo, aleccionarse
aprendiendo a reprobar lo segundo, empaparse en la esencia de lo
primero, y volver luego a difundir en nuestro fecundo y virgen suelo
la cimiente (sic) que se ha de multiplicar en frutos de civilización. (99)

Y es en suelo americano, tras su experiencia en París, trans-


formado en artista por el influjo de la ‘ciudad del arte’, en don-
de encontramos a Alberto Soria al inicio de Ídolos rotos. El tópico
de París como patria de los artistas, como ‘ciudad del arte’, apare-
ce claramente definido en la novela. De este modo, tras entrar en
contacto con la ciudad del Sena, ‘se marcó su predilección por las
excursiones artísticas, y en éstas creció de un modo casi palpable el
caudal de sus ideas y gustos estéticos’ y ‘cuando quiso reanudar la
interrumpida labor de sus estudios de matemáticas, advirtió y pudo
medir en toda su magnitud el cambio asombroso realizado en él
por el hecho de vivir en una atmósfera de arte’ (20-21).
Otro aspecto importante de esta novela con respecto a la evolu-
ción de la imagen de París estriba en el hecho de que la ciudad se
reconstruye en la memoria, a través del recuerdo, y aparece en oca-
siones tras el paisaje americano como un mapa transparente que se
trasluce, superponiéndose a la naturaleza y las acciones que se des­
arrollan en la novela. A su llegada a Venezuela, Alberto Soria redes-
cubre el paisaje de su tierra en un viaje en tren que le permite al

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narrador exponer la variedad del paisaje americano. Pero pronto
se ‘desviaron sus pensamientos hacia al país lejano, hacia la distante
ciudad europea de donde él venía’ (13). De este modo, la influen-
cia de París se aparece tan intensa como para borrar el paisaje:

Abstraído en la rememoración de cosas lejanas, para él desaparecieron


las cosas al través de las cuales iba el tren, puesto en marcha de nuevo;
no vio cómo el paisaje cambiaba poco a poco, sucediendo a las altas
cumbres, colinas humildes… Alberto evocaba con lucidez maravillosa
la ciudad europea abandonada por él quizá para siempre. Los recuerdos
de los últimos días vividos en esa ciudad fueron pasando por su
memoria deslumbrada; pero uno solo de esos recuerdos triunfó al
cabo de la esplendidez y la fuerza de los otros. (13)

El recuerdo de la ciudad que prima sobre los demás es, de nue-


vo, el que une a París con la figura de una mujer.

Era el recuerdo de un adiós todo besos y lágrimas. Era la visión de un


cuerpo de mujer, lleno de temblores, enlazado a su cuerpo; la visión
de un rostro de mujer inclinado sobre su rostro; (14)

Más adelante se puede comprobar cómo el mapa de París sigue


transluciéndose a través del paisaje americano. Ya en la ciudad,
un retrato de Caracas, el protagonista ejerce de flâneur recorrien-
do las calles.

Así, de un lado de la plaza Bolívar, se detuvo ante un árbol en flor a


contemplarlo, como si fuese un modelo soñado con todas las gracias y
primores, o un bronce de Rodín o un marmol perfecto. (52)

Si la visión de un árbol, símbolo de lo natural, evoca en Soria


la belleza de un bronce de Rodín, así otras visiones del paisaje le
recuerdan a Europa.

203

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Ascendiendo la colina, antes estéril, hoy sembrada de flores y árboles,
lo asaltaron, por analogía de impresiones, dos recuerdos: el de una
tarde romana en el Pincio y el de una luminosa tarde florentina en el
Viale dei Colli… (53)

La superposición de París en la tierra americana lleva al conflic-


to central de la novela, la inadaptación del personaje, su conver-
sión en un ‘inconforme’:

Bien sé que esa palabra no la emplean ahora aquí sino para designar
a los que van a vivir durante algunos meses la vida de los bulevares y
vuelven siguiendo escrupulosamente la moda, con la levita según el
último patrón salido de Londres, con la corbata de David, el sombrero
de Delion, el bastón cogido a la manera de los elegantes en la venida
del Bois de Boulogne o bajo las Acacias, algunas palabras francesas en
los labios y, sobre todo, un continuo echar de menos la superficialidad
rica, dorada y boba de la vida parisiense. Pero ustedes, generalizando,
me aplican en mientes la palabreja, y la merezco tal vez como nadie,
aunque en otro sentido más doloroso. (58)

El dolor de Alberto Soria proviene de la diferencia que el per-


cibe entre la actitud de personajes como José Fernández, el pro-
tagonista de De sobremesa (al cual correspondería el calificativo de
‘inconforme’) y la suya propia. Si Fernández vive la ficción de un
París dejado atrás y no entra en contacto con su propio país, Soria
intenta sinceramente un acercamiento a su tierra que se demues-
tra simbólicamente en su obra a través de la estatua de la ‘chicuela
criolla’ (79) y en su actitud social, tratando de cambiar la estructu-
ra política de su país.
Su único modo de reconciliarse con su país, de recobrar el pai-
saje de su tierra sin la interferencia de la ciudad de París, le llegará
a través del amor a una mujer americana. De nuevo se repite esta
actitud que ya se observó en De sobremesa.

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El amor lo reconciliaba con los seres y las cosas. La belleza de la
tierruca, al través de su propia serenidad, encantaba sus ojos… De esta
suerte se le aparecía la belleza de la tierruca sobre todo al ver los cerros
que del lado norte limitaban el valle natal… Pero de todo el valle,
de la ciudad con las calles sucias, con sus jardines lujuriantes, con sus
arrabales pobres, partidos de zanjas, no acabados de construir… parecía
fluir, buscando el alma de Alberto, una como agua muy pura. (119)

Por fin, a través del amor a una mujer, Alberto Soria consigue
ver por vez primera el paisaje de su tierra en toda su ‘pureza’, sin
compararlo con París y, sin tal mediación, lo acepta tal como es.
Pero si el recuerdo de París actúa en el protagonista como con-
trapunto positivo frente a la chata realidad material e intelectual que
encuentra al volver a su país, otro personaje es el encargado de lle-
var a cabo un ataque frontal en contra de la influencia de la capital
francesa en la juventud americana. Emazábel, médico que también
ha completado su educación en París junto a Alberto Soria, es el
encargado de exponer la influencia nociva de la ciudad del Sena.
Observemos cómo, al igual que en De sobremesa, es de nuevo un
médico quien pone en relación la ciudad y la enfermedad.

Almas de simples, casi bastas e inocentes, París las devolvía mons­


truo­sas, como si la gran ciudad, merced a un maleficio, despertase
bajo la corteza del hombre civilizado al hombre-bestia de las cavernas
palustres. Hombres públicos honestos, libres de mácula hasta el instante
de embriagarse con la espléndida visión de París, regresaban con
ásperos apetitos de lobos. En vez de traer a la patria las mejoras en sus
viajes entrevistas, procuraban a su vuelta engrandecer y perpetuar el
crimen de una administración que de muy atrás venía siendo el abuso
y el robo organizados. (186)

En las imágenes utilizadas por Emazábel se le da la vuelta a la


ecuación que iguala París con civilización y América con barbarie.

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Es precisamente en París en donde los jóvenes hispanoamerica-
nos pierden su inocencia y vuelven ‘con ásperos apetitos de lobo’.
Como ya vimos al comienzo de este trabajo, la visión de la ciudad
como una selva sigue subyacente en el texto que va conforman-
do el discurso sobre París. A continuación Emazábel señala a París
como la ciudad responsable de la pérdida de identidad nacional de
los hispanoamericanos que la visitan.

Pero tal vez el mayor de los daños de Cosmópolis, o de París, como


Emazábel decía, era el daño hecho a los intelectuales, hombres de
ciencia y artistas. En ellos, casi fatalmente, con el nivel intelectual
crecía el desapego al terruño. Hijos, en su mayor parte, de europeos
transplantados a América en los días de la colonia o en los albores de la
República, predispuestos, además, por la educación y los libros, hallaba
en Europa un ambiente no extraño del todo, en el cual vivían hombres
de su misma raza, cuyos abuelos habían sido hermanos de sus abuelos,
como hijos de remotos antepasados comunes. (187)

El viaje a París como búsqueda de los orígenes es visto aquí


como una trampa en la que, debido a la herencia racial de la bur-
guesía criolla, se rompen los lazos que unen a los “intelectuales”
con América y se olvida

la memoria de las últimas generaciones que les habían precedido


hasta dejarles como si en realidad continuaran a sus distantes abuelos
de Europa, sin venir al través de varias generaciones de colonos,
libertadores y republicanos de América. (187)

El conflicto fundamental se les plantea a los intelectuales his-


panoamericanos, según Emazábel, ‘a poco de volver a su país,
en la ausencia absoluta de harmonía (sic) entre el nuevo medio y
sus almas. El nuevo ambiente era hostil a sus ideas, gustos e idea-
les’ (187).

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La tensión que se aprecia entre una imagen positiva de París, que
transforma al joven Alberto Soria en un artista, que le proporciona
los medios para ver de otro modo la realidad de su país y tratar de
cambiarla, y una imagen negativa de París que rompe para siempre
los lazos del hispanoamericano con su tierra y lo convierte en un
ser inadaptado para siempre en su tierra natal, presa de la inacción,
es uno de los temas fundamentales de Ídolos rotos y forma parte de
la llamada a la acción política del intelectual en Hispanoamérica.7
Como se puede comprobar, la importancia de la capital de Fran-
cia, como símbolo de la influencia, positiva o negativa, que llega de
Europa en el discurso de formación de la identidad cultural hispa-
noamericana sigue siendo fundamental. A diferencia de la novela
de Silva, tal contrapunto no es presentado en este caso frente a una
visión idealizada de Hispanoamérica como locus amoenus, como sede
de la naturaleza benéfica que se opone a la ‘ciudad enferma’. En Ído-
los rotos el artista hispanoamericano se confronta directamente con
su tierra tras volver de París, y el resultado no es muy esperanza-
dor. Como señala Jorge Olivares en La novela decadente en Venezuela,

Alberto también es testigo de la desintegración y muerte (simbólicas)


de su país, pues Venezuela se encuentra “enferma” por su corrupción
política, económica y social. No es el “rincón primitivo y sano” —la
imagen de su patria que Alberto evocaba en el extranjero— sino una
“democracia enferma”. A la política, explica el narrador, “convergían
y de ella emanaban todas las grandes manifestaciones de la vida, signo
seguro del más hondo malestar y presagio de la muerte de los pueblos”.
País agonizante, entonces, por el “veneno sutil” —la política— que lo
emponzoña, por el “creciente malestar económico” y por ser su capital
una “ciudad contaminada”, Venezuela —”enferma y decadente”— es
otra Esparta/Roma/Bizancio. (62)

La simbología vegetal que ya aparecía en De sobremesa como metáfora


de América, de lo natural y benéfico, reaparece con más fuerza en

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Ídolos rotos,8 pero en esta ocasión el protagonista creía adivinar una
harmonía profunda entre la salud y suerte de su patria y la salud y
suerte de aquella planta enfermiza, delicada como una hebra, de altura
inferior a la de sus iguales del bosque, de hojas raras, amarillas, y de
frutos escasos, pequeñitos, que caen muy antes de llegar a la madurez
perfecta. (62)

Si la enfermedad es la política y la inacción de los intelectuales


que vuelven de Europa y se resignan a ser ‘espectadores indiferen-
tes al triunfo de los mediocres y los perversos’ (188), el discurso de
Emazábel desencadena una reacción que les lleva a emprender un
programa de regeneración político-social del país. De esa mane-
ra, y continuando con la simbología vegetal de la novela, Emazá-
bel termina augurando el resurgir de esa naturaleza enérgica que
representa a su tierra:

Pero la podredumbre que hoy infesta la atmósfera y nos la hace


irrespirable, puede a nuestra semilla servir de estiercol, y quizá veamos
algún día, al través de la podredumbre, levantarse la patria nueva como
una floresta virgen, de troncos robustos, de ramas eminentes, llena de
cantos, vestida de follajes, coronada de flores. (191)

Al final, una revolución estalla antes de que comience la tarea


regeneradora propuesta por Emazábel, que habría redimido a
Alberto Soria de su conflicto tras el contacto con París y que lo
habría llevado a la acción en su propia tierra. La novela conclu-
ye con las tropas revolucionarias destruyendo las esculturas en la
Escuela de Bellas Artes, entre las que se encuentran las del protago-
nista. Ante esa nueva frustración en el intento de hallar una síntesis
de ambos mundos, el protagonista reniega de su patria (las últimas
palabras de la novela son ‘FINIS PATRIAE’) y decide emigrar a
donde pueda realizar su ‘ideal de belleza’ (319). Aunque no se nos
dice a dónde, bien podemos imaginar que tal lugar es París.

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La importancia del discurso sobre París en relación con la bús-
queda de una identidad hispanoamericana en Ídolos rotos no pasó
desapercibida para Miguel de Unamuno, uno de los primeros
comentaristas de la novela. En su reseña titulada “Una novela vene-
zolana”, Unamuno dedica el núcleo de su comentario al tema que
considera central en el conflicto que presenta la novela:

La obsesión es París, Cosmópolis. “Teresa, igual a tantos otros que


no traspusieron jamás los límites de su patria, se presentaba a París
como el más acabado resumen de cuantas delicias y primores abarca
el Universo”.
Esta Teresa es americana, es en gran parte la juventud americana:
nuestras Teresas, las españolas, no sueñan en París, algunas apenas saben
más que su nombre. La obsesión es París; pero Emazábel conoce su
maleficio, sabe que “con los daños, cada vez mayores del cosmopolitismo
en su país, y quizás en todos los pueblos de la tierra latino-americana,
era posible hacer un gran volumen, al cual se diese por solo título
‘París’, porque si otra ciudad europea y alguna de la América sajona
ejercen, al igual de París, grande influencia nociva en el desarrollo y
costumbres de aquellos pueblos, París, que en el mal, en los vicios y en
la seducción compendia a todas las ciudades, había de compendiarlas,
así como en la culpa, en el reproche”. Todo lo que a esto sigue, en la
página 202, en forma de lechuginos y damiselas inconformes, es de
oro, y me cuesta vencer la tentación de reproducirlo; pocas veces se
llega tan hondo como aquí llega Díaz Rodríguez al señalar entre las
causas de desamor a la patria “el perpetuo bochorno de los mediodías
y el polvo de las calles”. El libro alcanza en estos pasajes valor de
profundo estudio sociológico, sin perder nada de artístico, de libro
de historia interna, que me confirma en preferir, como prefiero, las
novelas a los corrientes libros de historia… Todo lo que dice Emazábel
debe reproducirse en alguna de nuestras revistas. (750)

El entusiasmo de Unamuno por Ídolos rotos se justifica en el hecho


de que el texto muestra, como ‘un profundo estudio sociológico’,

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el peligro que representa la ‘obsesión por París’ para la cultura de
Hispanoamérica. Recordemos que se trata de un tema que reco-
rre incesantemente toda la abundante atención crítica que Una-
muno prestó siempre a la literatura hispanoamericana y que le
llevó a una larga polémica con Darío, mencionada anteriormen-
te. Con su habitual agudeza, el crítico señala al final de su artículo
la dificultad de hallar una síntesis que enlace esa imagen recarga-
da de París, ‘hija de una gran civilización’, con la imagen de ‘una
nación incipiente y de aspecto casi primitivo’ que subyace alegó-
ricamente en el texto:

Dije que el cuento y el fondo de la novela, que la cantata y su


orquestación, eran cosas distintas; que se trataba de un cuento, de
innegable filiación europea, y mejor que europea, parisiense, desarrollado
en una novela venezolana, americana; pero ¿no hay modo de enlazarlos?
No hay acaso punto de unión entre el autor del Fauno robador de Ninfas
que cae en brazos de la Voluptuosidad, y la soldadesca profanadora de
su Venus criolla? (752)

Es con este conflicto planteado en la novela de Díaz Rodríguez,


conflicto no resuelto al final de la novela, con el que comienza el
nuevo siglo. Se trata de la salida del escritor hispanoamericano de
su refugio en el interior parisino (De sobremesa) al exterior americano
(Ídolos rotos). Es el proceso que origina la conversión del hombre
de letras decadente en intelectual, específicamente (como sucedió
con la mayoría de los modernistas) en intelectual de corte ‘ameri-
canista’ (González, La novela modernista 45).
La crítica coincide en señalar a Quiroga como uno de los pri-
meros escritores hispanoamericanos que refleja el confrontamien-
to del hombre con las fuerzas de la naturaleza americana. El hecho
de que Quiroga comenzara su carrera literaria en el Modernis-
mo extraña a críticos como Jean Franco, quien señala que ‘esta
evolución es tanto más sorprendente cuanto que Quiroga empe-

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zó su obra como modernista e incluso hizo la habitual peregrina-
ción modernista a París’ (237). En mi opinión el proceso que sigue
Quiroga, sus comienzos en el Modernismo y, especialmente su via-
je a París, ilustran hasta qué punto París se convierte en el contra-
punto dialéctico de la naturaleza americana. Es en este punto en
el que difiero con la crítica que ve una contradicción en las posi-
ciones de Quiroga. Si Quiroga no hubiera viajado a París, y si tal
viaje no hubiera sido un fracaso personal y profesional, es posible
que el escritor uruguayo no se hubiese internado en la selva. Para
ilustrar la relación que existe en el modernismo hispanoamerica-
no entre el deterioro de una cierta imagen de París y la decisión
de muchos escritores de enfocar su interés en su propia tierra voy
a referirme a un texto de Horacio Quiroga, Diario de viaje a París
(1900), que, en mi opinión, ejemplariza tal proceso. El texto que
voy a comentar es un diario inédito escrito durante su viaje a París
en 1900 y editado póstumamente en 1949 por Emir Rodríguez
Monegal con el título de Diario de viaje a París de Horacio Quiroga.9
Lo primero que debe tenerse en cuenta es que cuando parte de
Montevideo rumbo a París, Quiroga es la viva estampa del joven
modernista hispanoamericano: vestido de dandy, a la última moda,
y portador de una imagen de París en donde se reúnen todos los
tópicos ya dispersos por el movimiento literario.10 Un ejemplo de
su poesía juvenil nos demuestra claramente la filiación rubeniana
de la imagen de París de Quiroga. El siguiente poema forma par-
te de una colección inédita de textos escritos en un periodo tem-
prano de juventud.

Sueña la duquesa un cielo


sobre el fondo de Ceylán
de un voluptuoso desvelo,
envuelta en el terciopelo
de un … … … . . diván…

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O recostada en el piano
que emblema la flor de lis
satura su blanca mano
con el haliento (sic) otomano
de un perfume de París.
(Horacio Quiroga: época modernista 199-201)

Es fácil encontrar las coincidencias de este poema con el conoci-


do “Invernal” de Darío. La imagen de París de Quiroga sigue sien-
do, a finales de siglo, la de la misma ciudad ideal e imperturbable
con que soñaba Darío en su juventud.
Dos motivos muy dispares parecen ser fundamentales en la deci-
sión de viajar a París: por un lado el deseo de triunfar como escri-
tor en la capital de Francia, confesado con cierta ingenuidad en sus
notas durante el viaje de ida:

Oigo a menudo músicas conocidas, que me dejan completamente


visionario. Germina en mi cabeza —hace días— la idea de hacer una
novela. La dejo obrar, no animándome, por ahora, a provocar un parto
que sería prematuro. En París o en Buenos Aires, probaré…
Además me han entrado unas aureolas de grandeza como tal vez
nunca haya sentido. Me creo notable, muy notable, con un porvenir,
sobretodo, de gloria rara. No gloria popular, conocida, ofrecida y
desgajada, sino sutil, extraña, de lágrima de vidrio ¿Será o no será?
Esperemos. (52)

El segundo motivo está compuesto por dos imágenes de la


modernidad representadas por la Exposición Universal de París y
las competiciones ciclistas. Si la Exposición es un motivo que atrae
a visitantes de todos los países, el ciclismo revela una pasión por el
deporte que, en la época, no cuadra muy bien con el espíritu moder-
nista. No vemos en el diario la esperanza de encontrar el París del
placer y la lujuria, sino un París escondido que comienza a presen-
tar en la bicicleta el emblema del progreso y el agente del mismo.11

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La comparación entre el diario ficcional del protagonista de De
sobremesa y el diario del viaje de Horacio Quiroga nos revela la dis-
tancia que puede existir entre el mito y la realidad de París. En el
diario de Fernández se encuentran realizadas todas esas fantasías
que suscitan en un joven hispanoamericano el deseo de ‘poseer-
lo todo’. La colección que Fernández se lleva consigo a su interior
parisino en América significa la victoria sobre la ciudad. Quiro-
ga, contando con cierta fortuna heredada de su padre, viaja a París
con un sueño parecido. Una de las primeras cosas que hace al lle-
gar a París es adquirir una cara bicicleta. Pero pronto ocurre algo
inesperado. El dinero que debía recibir desde Montevideo nunca
llega y el deseo de adquisición y posesión de la ciudad se ve brus-
camente frustrado. Así lo expresa claramente Quiroga en la entrada
del cuatro de Junio: ‘La estancia en París ha sido una sucesión de
desastres inesperados, una implacable restricción de todo lo que se
va a coger’ (54). Quiroga encaja perfectamente en el perfil de joven
‘tantalizado’ a que se referirá Darío en su artículo titulado “El deseo
de París”: ‘porque tendrá el agua, o mejor dicho, el champaña y
el beso al alcance de su boca y no lo podrá beber… Y será usted,
por lo tanto, el hombre más desgraciado de la tierra…’ (256-7).
Por otra parte también nos recuerda esa actitud de ‘saqueo’ físico e
intelectual que señalamos como propia de Silva en París.
Pero pronto aparece la renuncia a los sueños de gloria expresa-
dos en la travesía:

¡Depresiones nerviosas y musculares que nos hacen buscar con ansia


la recta incomprendida de nuestro Destino! ¡Qué poco es todo eso,
cuando lo que se examina no es el porvenir, sino el momento, cuando
se cambiara la Gloria por la seguridad de comer tres días seguidos! (93)

En este caso, el vampirismo de la ciudad que sustrae la fortale-


za natural del joven hispanoamericano es literal: ‘Seguramente lle-
garé a Montevideo con debilidad cerebral. Todo el día pensando,

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angustiado constantemente, dando cien vueltas a todas las proba-
bilidades’ (97).
Convertido el viaje en el suplicio de Tántalo el hambre transfor-
ma pronto su visión de la ciudad soñada y el recuerdo de la tierra
natal se agranda y embellece en la memoria:

Estoy en el Jardín de Nôtre-Dame. Lo paso regular, habiendo acabado


de comer un vintén de pan y leyendo mi libro. Logro sustraerme por
ratos con la lectura. Pero un recuerdo cualquiera de allí, el Uruguay,
un vals que tocaba la Orquesta del Liceo Slava, la laguna de Palma
Sola, me ponen en un estado de dolorosa revérie, como si nunca más
volviera a ver eso. Al solo pensamiento de que eso no está perdido
para mí, un profundo suspiro me desahoga. ¡Cómo gozo entonces!
Yo quiero toda la tierra en que he vivido, mis árboles, mis soles, mi
lengua. No la patria, porque eso es una entidad, y si yo hubiera nacido
en Alemania, extrañaría la Alemania. Pero todo diferente como es
esto, solo, solo, no conversando con nadie, nadie que me consuele,
es horrible… ¡Oh mi América bendita, donde todo es grandeza y
hospitalidad! ¡Cómo te adoro en París! Creo que si de un golpe me
transportara a esa, lloraría, si, lloraría abriendo los brazos a mi Madre,
a mis amigos, a las tardes y a las noches. Pero todo concluirá… y…,
aun entonces, digo, tendré horror del recuerdo de París, y estaré donde
está lo que quiero. (98-99)

La decepción es mayor cuando Quiroga trata de conectar con


los círculos literarios de hispanoamericanos y el resultado es un
encuentro con Gómez Carrillo en el que acaba siendo ridiculi-
zado por insistir en preguntarle al cronista guatemalteco si habla-
ba el guaraní.12 El renovado interés de Quiroga por su patria, tras
convertirse su estancia en París en una ‘sucesión de desastres ines-
perados’, nos confirma el papel de esta ciudad como el de la Esfin-
ge mitológica que aguarda a los viajeros hispanoamericanos en la

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encrucijada para inquirir acerca de su identidad. Y en este caso
Quiroga encuentra pronto la respuesta:

En cuanto a París, será muy divertido pero yo me aburro. Verdad


que no tengo dinero, lo que es algo para no divertirse… ¿Por qué he
de decir yo que no hay como París, si no me divierto? Quédense en
buena hora con él los que gozan; pero yo no tengo ninguna razón para
eso, y estoy en lo verdadero diciendo que Montevideo es mejor que
París porque allí lo paso bien; que el Salto es mejor que París, porque
me divierto más. (102)

Al mismo tiempo que confiaba estas palabras a su diario, Qui-


roga mandaba unas crónicas sobre su visita al diario La Reforma de
Montevideo en las que aparece una apología de París que muy bien
podría haber sido escrita por Gómez Carrillo.

¡Oh París, París, ansia infinita de todos los que han soñado una vez
siquiera los grandes recuerdos y la suprema manifestación del arte!
¡Ciudad extraña y compleja en sí misma, que vive de su pasado y su
presente como una pura gloria, donde yace, tiembla y espera a su vez la
hora de ser posible todo lo excelso que ha sido ayer y todo lo vibrante
que será mañana; ciudad fastuosa y viril sobre todas; alegre e inmortal.
¿Qué más pedir, para los eternos parias de lo grande, que esta vida
de París, respirando el aire de los que son y fueron creadores de lo
Absoluto?…13

El Diario de viaje a París nos proporciona aquí una ocasión inme-


jorable para apreciar cómo el discurso de París, el mito de la ciudad
que, como el resto de los modernistas, recibe Quiroga, se impone
en su escritura y le empuja a ocultar su verdadera opinión sobre la
ciudad, consciente de que sus lectores nunca le creerían o de que
lo tomarían por un fracasado. Pero en la diatriba de la ciudad que

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aparece en su diario se encuentra insinuada la semilla de la obra
posterior del cuentista uruguayo:

¿Qué da que otros digan lo contrario, porque aquí lo han pasado


bien? Cada cual vive la vida que le es posible; y el cazador que vive en
su bosque, el rural que goza con su escopeta y sus soles, tiene razón
cuando afirma que el monte o el pueblo es mejor que París. (102)

Sin un interior en el que refugiarse Quiroga se echará al monte


unos años más tarde en compañía de otro modernista, Leopoldo
Lugones, en una expedición a Misiones que le pondrá en contac-
to con la naturaleza americana y marcará su vida y su obra.14 Pero
el paso de la Cosmópolis a la naturaleza americana no será fácil. En
esa primera expedición Quiroga se dispone a internarse en la sel-
va como modernista, provisto de

sombreros de brin…, camisas de sport, camisetas mercerizadas con


rayas color oro y rosa pálido, pantalones ajustados: un ajuar, en fin,
inobjetable para señoritos distinguidos que se aprestan a veranear en
lujosos hoteles balnearios. (Delgado y Brignole 143)

Quiroga responde claramente al retrato que Pedro Emilio Coll


traza de esos modernistas que comienzan a penetrar en la naturaleza
americana y que califica como ‘una fastidiosa cháchara de snobs que
van a nuestras selvas vírgenes con polainas en los zapatos, monócu­
lo impertinente en el ojo y crisantemo en el ojal’.15 Pero en este
caso Quiroga retorna transformado, no sólo físicamente ‘con aquel
par de botas desparejadas, los pantalones a medio muslo, las pelu-
das pantorrillas al aire…, la barba y el pelo enmarañados… como
el más pintoresco de los turistas que han visitado la tierra misio-
nera’ (152), sino espiritualmente. Como afirman J. M. Delgado y
A. Brignole, aquel contacto con la selva

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era el reverso de su impresión parisina. Así como la ciudad cumbre de
la civilización había pasado por delante de sus ojos como un paisaje
amorfo, este cuadro salvaje con sus roquedas, sus bosques, sus lujurias,
sus hombres y ex-hombres, mensús, yerbateros y vagabundos, allí por
fin anclados con los restos de sus almas, tenía para él un resplandor
profundamente original y emocionante. La existencia que en las
metrópolis se perdía en laberintos de afectación y esterilidad, aquí
recuperaba el tono vigoroso de la sencillez y del libre albedrío. (153)

Este episodio, esta ceremonia iniciática que significa el contras-


te de su viaje a París con su expedición a la selva se encontrará más
adelante reflejado abundantemente en su obra, en cuentos como
“Las rayas”, “Cuatro literatos”, “Un lobisón” o “La miel silvestre”.
En ellos la naturaleza no aparecerá como la fuerza regeneradora
que se opone al poder destructivo de la gran ciudad sino como un
espacio que consume tanto como el espacio urbano.16 En “La miel
silvestre” (1912), Benincasa, un estudiante universitario ‘sintió ful-
minante deseo de conocer la vida de la selva’ (25). La vacilación
del habitante de la ciudad ante el umbral de la naturaleza descono-
cida queda expresado en pasajes como el siguiente:

Benincasa renunció a su paseo. No obstante, fue hasta la vera del


bosque y se detuvo. Intentó vagamente un paso adentro, y quedó
quieto. Metiose las manos en los bolsillos y miró detenidamente
aquella inextricable maraña, silbando débilmente aires truncos. (25-6)

Una vez en el interior de la selva el personaje es víctima de la


seducción de la naturaleza. Tras tomar miel silvestre queda narcoti-
zado y las hormigas lo devoran: ‘Su padrino halló por fin, dos días
después, y sin la menor partícula de carne, el esqueleto cubierto de
ropas de Benincasa’ (28). Esta imagen de la naturaleza que, como
la ciudad, devora a quienes se aventuran en ella sin una idea clara
de su identidad, reaparecerá años más tarde en Cien años de soledad

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señalando el fin de la estirpe de una familia, los Buendía, que aca-
ba enajenándose de su propia tierra y se empeña en buscar sus orí-
genes en otro continente.17
El interés por la dialéctica establecida entre París e Hispanoamé-
rica no es exclusivo de los modernistas. Ya el tema aparece subya-
cente en gran parte de las novelas realistas hispanoamericanas desde
mitad del siglo xix. Como afirma M. C. Graña, ‘hacia finales de
siglo, Buenos Aires es vivida como una cuña interpolada, cuya exis-
tencia se define por el espacio externo que la limita, y que por ella
queda dividido en Europa y el interior’ (153). En Sin rumbo (1885),
considerada como una de las primeras novelas naturalistas hispa-
noamericanas sobre el poder dominador de la naturaleza, la fanta-
sía espacial del protagonista de la novela, Andrés, se sitúa en París:

Con el aumento de las haciendas ese año y el producto de las lanas


que estaba almacenando ya, esperaba dejar asegurada la fortuna de
su Andrea… ¡Quien sabe…! después, más tarde, iría a Europa… se
establecería en París, la pondría en el Sacré Coeur.18

Ya entrado el siglo xx será uno de los primeros escritores del


realismo hispanoamericano, Alberto Blest Gana, autor del Martín
Rivas (1862), quien ponga en cuestión esa misma idealización de
París que expresaba el personaje de Sin rumbo. Desde su salida de
Chile en 1866 para ocupar el cargo de diplomático en París, has-
ta su muerte en 1920 Blest Gana permaneció en Francia y nunca
más regresó a su país. En 1904, a los setenta y cuatro años, publica
Los trasplantados, en donde trata de expresar su experiencia como
hispanoamericano ‘trasplantado’ a París. Como indica Guillermo
Araya acerca de la obra,

el mensaje de ésta es nítido e implacable. Todos los hispanoamericanos


(chilenos) que hayan cortado las raíces con su tierra, se hayan
trasplantado a París (Europa), van irremediablemente al fracaso o a la

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muerte. Se transformarán en una población flotante sin ideales y sin
energías, perdida en un mundo frívolo y corrupto… Cualquiera que
sea el carácter de los personajes, su esfera social o su excusa para no
regresar a la patria, es condenado por el narrador. (182)

Como podemos comprobar, la advertencia lanzada al aire en


1863 por el autor del artículo “Los hispanoamericanos en Europa”
acerca del peligro que representa el contacto con París para los his-
panoamericanos, sigue en el aire medio siglo después. Uno de los
personajes de la novela de Blest Gana ejemplifica los resultados de
dicho contacto. Entre los personajes de la burguesía hispanoame-
ricana establecida en París se encuentra Sagrave, personaje ‘que se
ha convertido en un guiñapo humano. Responsable y capaz recién
llegado a París, ha ido siendo devorado por los vicios y la pobre-
za en la Ciudad de la Luz (Araya 182). Este personaje es sin duda
uno de los antecedentes del protagonista de Raucho (1917), la pri-
mera novela de Ricardo Güiraldes, uno de los pioneros de la lla-
mada novela de la tierra.
Ricardo Güiraldes, a pesar de estar en una posición limítrofe del
modernismo, heredero pero ya no miembro de derecho del movi-
miento, trata en su novela Raucho de todos estos tópicos modernis-
tas sobre París del mismo modo que en Don Quijote la obra nace
con la muerte del género de las novelas de caballerías. Las similitu-
des son aún mayores. Si Don Quijote se vuelve loco leyendo libros
de caballerías, Raucho, el protagonista de la novela de Güiraldes
se ‘enajena’ (literalmente) leyendo textos de simbolistas franceses y,
como el hidalgo español, sale en busca, no de gigantes, sino de ‘la
gran cosmópolis’, París, que, como un fantástico Camelot de los
caballeros modernistas, le atrae con su llamada.
Según Giovanni Previtali, cuando a los veinticuatro años Güiral-
des parte para París, ‘su interés era confrontar más tarde la realidad
con aquel París imaginado. Empezó una breve narración titulada
Los impulsos de Ricardito, de la que después desarrolló su ­primera

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novela, Raucho (1917)’ (25). Raucho es, sin duda, una novela de
aprendizaje, lo cual queda patente en el subtítulo que le puso el
autor: “Momentos de una juventud contemporánea”. Con tal sub-
título, Güiraldes está convirtiendo la novela en un caso ejemplar y
como veremos, ello conlleva una moraleja ejemplarizante al final
de la historia. La importancia de esta novela en el desarrollo del
discurso sobre París en la literatura hispanoamericana estriba en
su calidad de testimonio de la existencia de tal discurso. Es por
ello por lo que el protagonista, como Don Quijote, se empapa del
París textual heredado de los modernistas y trata de confrontarlo
con la realidad.
Raucho, un adolescente argentino, se traslada con su padre y su
hermano a una hacienda en el campo tras la muerte de su madre.
Allí crece en contacto con la naturaleza, la pampa, y con sus habi-
tantes, los gauchos. Pero, como Don Quijote,

confundía la realidad con sus quimeras, y muchas veces, un libro


abierto sobre las rodillas, absorbido en fantásticas ilustraciones, se soñó
el héroe de tal o cual historia y cayó en largos ensueños, que hacían de
su alma una vibración etérea, lejana, muy lejana.19

Tras volver a la ciudad para asistir al colegio y descubrir los pla-


ceres carnales (‘Una nueva preocupación encaminaba a Raucho
hacia distintos rumbos. Las mujeres’ [58]), vuelve al campo, en
donde reencuentra su energía natural, convertido en ‘un hombre
en posesión de todos sus vigores corporales’ (67).

Raucho poseía cuanto deseaba. Su vida era completa hasta rebosar;


tenía las jornadas fuertes del hombre hecho para vencer, y una
semblanza de hogar le esperaba, cuando volvía entre el rojo de la
tarde, ritmando milongas o décimas por cifra, al galope de su caballo,
fiel y eficaz compañero de lucha. (74)

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Pero su imaginación y el hastío le conducen hasta una biblioteca
en donde va a encontrar la imagen mítica de una ciudad.

Aburrimiento fue lo que en las noches solitarias le empujó hacia una


pequeña biblioteca de volúmenes encuadernados. Leyó al azar y sin
interés… vagaba inconscientemente en países imaginados o reales,
pero lejanos. Eran ciudades muertas, que vivían bajo el esfuerzo de
su imaginación: civilizaciones modernas de las grandes capitales. (87)

La capital que atrae a su imaginación es París a través de la ima-


gen de los simbolistas franceses.

Sus ojos se abrieron hacia Lorrain, Maupassant, Verlaine, cantores y


contadores de la vida parisiense en su genuino perfume femenino de
aventuras, vicios y anhelos.
Hizo suyos todos los extravíos, creyéndose constituido para aquella
vida, que le parecía llena de potencias vitales.
Empezó a conocer París como si hubiera vivido en él. (88)

Sin embargo, en este caso el protagonista no se ve atraído por el


ambiente literario de París, sino por otro de los aspectos importan-
tes del mito: la dimensión hedonista, París como capital del placer,
tan difundida por cronistas como Gómez Carrillo.20

Como los libros, las mujeres francesas con quienes solía acoplarse en
la ciudad le hablaban de París. Los amigos se lo ponderaban como un
sueño de placeres escalonados. (88)

El narrador insiste en la influencia del París diseminado a través


de textos, como responsable del cambio que se opera en el pro-
tagonista: ‘No hubiese cambiado la entrada al paraíso por su ida
a París, y devoró más libros y novelas, queriendo esponjarse en el
ambiente soñado’ (97).

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Raucho Galván consigue que su padre cumpla su promesa de
mandado a Europa y llega finalmente a París. Sus primeras impre-
siones, como en el caso de Sarmiento, consisten en la identificación
de un espacio ya conocido a través de la iconografía diseminada
de la ciudad:

Corriendo en el apestoso “taxi”, reconoció la Jeanne d’Arc de la


Fremier, por una reproducción que había en su casa. La calle de
Rivoli, el Louvre, el jardín de las “Tuileries”, le eran familiares por
grabados y descripciones. (118)

Lo que llama la atención es que el impulso que despierta París en


Raucho sea el mismo que vimos en el protagonista de De sobreme-
sa y en el joven Quiroga: el deseo de apropiación, de posesión de
una realidad soñada: ‘Raucho llegaba, pasaba por todas partes, con
la voluntad de poseer, de apoderarse para siempre de todo aquello,
tan ansiado durante años’ (118). Pero la imagen que se sobrepo-
ne sobre las demás en la visión de ese París soñado es la del erotis-
mo femenino que se ofrece sin restricciones, invitando a ‘convites
descarados al carnívoro banquete de la lujuria’ (120). Todo ello se
le aparece como un raptus onírico en su primer contacto con las
calles de la ciudad. La imagen mítica de París se superpone a la
ciudad real. Tras entrar en contacto con compatriotas, Raucho se
deja guiar por uno de ellos a través del itinerario de los placeres
de la carne y encuentra a la figura estereotípica de la cocotte parisi-
na. El espacio de la ciudad se ve completamente envuelto en una
atmósfera de sexo:

Un principio de cópula flota sobre las parejas de hombres y mujeres,


o simplemente de mujeres, que se abandonan copa en mano sobre las
banqueras, esbozando caricias truncas, que les electriza e impulsa a
excesos. (130)

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La constitución de París como espacio erótico que aparecía en
los textos modernistas se concentra en Raucho y la enfermedad apa-
rece como consecuencia de tales excesos.

en ambiente de satiriasis báquica, enervada por el uso de los pobres


cuerpos gastados, modernizados, por el pulpo dominante del sistema
nervioso, que va matando la simplicidad primaria del músculo. (129)

La posesión de la ciudad es claramente expresada de manera ale-


górica a través de la posesión de una mujer: ‘Poseyendo una mujer,
Raucho entraba, como actor, en el escenario que hasta entonces
miraba desde afuera’ (135). París se personifica una vez más en la
figura de una mujer, Nina, que, al igual que hace la ciudad, deja
al protagonista desprovisto de su vitalidad natural. No es él quien
posee a la ciudad/mujer, sino ella quien le posee a él: ‘Raucho esta-
ba dominado por aquella mujer, deseable más allá de lo que imagi-
nara’ (147). Al igual que ocurrió con Quiroga, el dinero acaba por
agotarse y, en este caso, el padre se niega a mandarle más. La ‘degra-
dación’ del protagonista llega a su punto culminante. Sin medios
para seguir ‘poseyendo’ la ciudad, ésta acaba absorbiendo las últi-
mas energías de Raucho:

La bebida le sostuvo en cuanta oportunidad se presentaba. Tuvo


enconos que duraban días, y volvía inmundo en sus degradaciones,
cada vez más pálido, debilitado de físico, trayendo en su persona
impresa una decrepitud prematura. (164)

La identificación de la ciudad/mujer con la enfermedad se con-


creta en la metáfora del cáncer: ‘Cortar con ella sería operarse un
cáncer. Nina era una degenerada, una falsa metáfora de la belleza’
(165). Como señala Susan Sontag, la metáfora que une la ciudad
con el cáncer no es nueva:

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Before the city was understood as, literally, a cancer causing
(carcinogenic) environement, the city was seen as itself a cancer -a
place of abnormal, unnatural growth, and extravagant, devouring,
armored passions. (74)

Envuelto en una espiral de drogas y violencia, desposeído de su


vigor natural, el protagonista vuelve los ojos a su tierra como su
única salvación y acaba, ‘como años antes soñaba en París, soñan-
do con su tierra’ (170). La metáfora de la influencia de París como
un cáncer maligno que se debe resecar, reaparece: ‘Odió París, pul-
sando su vida enferma; ese París que antes había imaginado como
una ciudad hembra en espera, pero sin sus tumores’ (173). Final-
mente, ‘la nervadura de Raucho, irritada como una llaga raspa-
da a diario, vino a derrumbarse en un furioso delirio’ (174). Otro
compatriota, Rodolfo, que por pedido del padre de Raucho, lo
había seguido de cerca, lo lleva a un sanatorio en donde ‘un bien-
estar olvidado en tiempos que parecían lejanos, volvía en Raucho
a activar su sangre’ (178).
Apartado por fin de la causa de su enfermedad, en el barco que
le aleja de París, ‘Raucho piensa en la pampa, de la cual se hace una
idea magnífica. Desearíala rodeando al mundo’ (179), y las imáge-
nes de lo artificial comienzan a ser sustituidas por las de lo natural:
‘Ya es América; el mar liso de los trópicos duerme bajo el sol, cuya
trayectoria corta un cielo límpido en dos partes iguales’ (179). El
contacto con la naturaleza americana comienza a devolver al pro-
tagonista la vitalidad que París le ha arrebatado:

Raucho resucitaba. Sentíase más en sí mismo; parecíale recobrar la


solidez de sus pasos, y su personalidad se precisaba, cristalizada en el
ambiente suyo. (180)

Al final, de vuelta en la pampa en donde se crió, el último pasaje


de la novela aparece como reflexión moral y ejemplarizante:

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Raucho piensa cómo quiso ser todo menos lo que era. Su chiripá,
sólo desprendido de la faja, se habrá envilecido en et polvo de caminos
extranjeros… Raucho, inefablemente quieto, se duerme de espaldas, los
brazos abiertos, crucificado de calma sobre su tierra de siempre. (183)

En Raucho vienen a resumirse gran parte de los tópicos que for-


man la imagen de París como mito. La influencia nociva del discur-
so textual sobre París que recorre Hispanoamérica en el desarrollo
de los jóvenes, aparece clara a lo largo de toda la obra. Se trata de
algo ya señalado tiempo atrás por José Martí cuando afirmaba que

un país agrícola necesita una educación agrícola. El estudio exclusivo


de la Literatura crea en las inteligencias elementos morbosos, y puebla
las mentes de entidades falsas. Un pueblo nuevo necesita pasiones sanas:
los amores enfermizos, las ideas convencionales, el mundo abstracto
e imaginario que nace del abandono total de la inteligencia por los
estudios literarios, producen una generación enclenque e impura…
que no puede ayudar al desarrollo serio, constante y uniforme de las
fuerzas prácticas de un pueblo. (Un viaje a Venezuela 233)

La estructura de la novela no deja dudas acerca de la intención


ejemplarizante del autor. Bajo este punto de vista Raucho podría
considerarse una novela didáctica. El título de los capítulos es,
de por sí, ilustrativo: ‘Infancia”, “Colegio”, “Trabajo”, “Hastío”,
“París”, “Nina”, “Abandono”, “Solución”. La solución, en este
caso, implica la superación de la dicotomía que consume al prota-
gonista entre su tierra natal americana, origen de su energía natural,
y la imagen textual de una ciudad, París, tras cuyo contacto apare-
ce la enfermedad (cancer) que absorbe toda su vitalidad. La única
solución posible implica la separación de París (resección del can-
cer) y el retorno a la naturaleza americana.
Tal dicotomía aparece clara en la reseña de Raucho publicada por
Enrique Díaz-Canedo titulada “Entre la Pampa y París”.

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Libro de dos caras, una que mira a la Pampa y otra a París, este comienzo
de la plenitud de Güiraldes puede tomarse también como cifra de
su literatura, tentada por la curiosidad europea, mas transverberada
felizmente por los destellos de la constelación austral. Entre el chiripá
de hombre de campo y el smoking del hombre de mundo hay como
empeñada una partida. (Díaz Canedo, Letras de América: Estudios sobre
las literaturas continentales 291)

París ha pasado a convertirse en la otra cara de la naturaleza ame-


ricana. Y ese es el valor que el mito de París aporta, como contra-
punto dialéctico, a otro mito que se consolida en Hispanoamérica,
el mito de la naturaleza.
La huida de París de Quiroga o de Raucho, es la huida de un
espacio recargado semánticamente que asfixia la capacidad creado-
ra de los protagonistas. El discurso de París como ciudad literaria,
como espacio erótico, como centro de la civilización, como foco de la
modernidad, llega a principios de siglo a tal saturación de significa-
ción que obliga a escritores como Horacio Quiroga (como vimos
en la discrepancia entre su diario y sus artículos sobre la ciudad) a
aceptarlo tal como lo reciben, dificultando su cuestionamiento. El
palimpsesto en que se ha convertido el mito de París deja poco espa-
cio en los márgenes para renovar el discurso sobre la Ciudad de la
Luz. Es así como aparece la naturaleza americana como un espa-
cio en blanco no codificado que ofrece al escritor hispanoameri-
cano todo un nuevo mundo por explorar y que coincide, además,
con la renovada vocación nacionalista que se produce en esa misma
época. Como señalé al principio de este trabajo, París representa
también, hasta cierto punto, la otredad que permite a los escritores
observarse desde afuera y redescubrir su cultura. Tal cultura, como
afirmaba Danto, sólo comienza a existir cuando sus miembros per-
ciben que sus prácticas son percibidas como especiales en la mira-
da de otras culturas. El encuentro con la ciudad de París, como ya
vimos desde Sarmiento, provoca en los escritores que hemos exa-

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minado el cuestionamiento de su verdadera identidad, y el aspec-
to de su cultura que perciben como especial desde esa otredad de
París es precisamente la naturaleza americana. Si París no existie-
ra los escritores hispanoamericanos la habrían inventado. Las pala-
bras, ya citadas anteriormente, de Arthur Danto, son clarificadoras
a este respecto:

Needless to say, the culture through which a given culture undertakes


to arrive at self-understanding is itself a product of its own imagination,
of what the other culture must be. So we evaluate our virtues and
shortfalls against a standard that, as often as not, is itself a projection of
our own stresses and longings. (Danto 33)

Al finalizar el modernismo, esa proyección de París se encuen-


tra ya desgastada y muchos escritores como Quiroga o Güiraldes
comienzan a volver la mirada hacia la tierra americana. Uno de los
libros que marcarán un hito en la exploración de lo más profundo
de esa naturaleza, la selva, es La vorágine, de José Eustasio Rivera.
En 1913 Ollendorf publica en París un libro titulado De París al
Amazonas,21 cuyo autor, Ismael López, se escuda tras el seudóni-
mo de Cornelio Hispano. Libro de tan enigmático y profético título
no pasó desapercibido para el joven autor de Tierra de promisión, un
libro de poemas de estilo modernista sobre la selva.22 Si el artícu­
lo de Díaz-Canedo se refería en su título, “Entre París y la Pam-
pa”, al conflicto fundamental de la novela de Güiraldes, el libro de
Cornelio Hispano, De París al Amazonas, anuncia en cierto modo
el último paso en la progresión a que nos venimos refiriendo. Ya
Juan Loveluck, en el artículo que rescató De sobremesa del olvido,
señalaba la relación entre esta novela y La vorágine:

En su mayor parte esta novela-ensayo presenta la asistemática teoría


del hombre finisecular y de sus conflictos básicos. La constante
interpretación genérica (la invasión de lo ensayístico y meditativo en

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el campo propio de la ficción), confiere al libro una estructura a veces
caótica, vaticinio de La vorágine, cuyo exaltado protagonista es, como
José Fernández, poeta y espejo del autor. (493)

Más recientemente, Sylvia Molloy ha vuelto a señalar la relación


entre los protagonistas de ambas novelas:

Cova es el último, gastado, descendiente del soberbio José Fernández


de De sobremesa, es el dandy trasnochado que provoca la burla de José
Emilio Coll, aquel que va ‘a nuestras selvas vírgenes con polainas en los
zapatos, monóculo impertinente en el ojo y crisantemo en el ojal’, y
es también el poeta artificioso de Tierra tu promisión, primer volumen
poético de Rivera. (“Contagio narrativo y gesticulación retórica en
La vorágine” 749)

El propio Rivera es un descendiente de los poetas modernis-


tas. Perteneciente al grupo de los centenaristas, un grupo de poetas
colombianos que no rompen con el modernismo sino con el exo-
tismo modernista del primer Darío y que pretende volver al tema
autóctono, Rivera demuestra la síntesis de tal programa en su pri-
mera obra poética. En Tierra de promisión se propuso textualizar la
geografía colombiana en una serie de sonetos en los que se apre-
cia el arte de la composición modernista aplicado a la nueva temá-
tica de la naturaleza. A diferencia de Quiroga quien, como vimos,
seguía aferrado en su juventud a una imagen heredada de París en
sus primeros versos modernistas, Rivera pudo sustraerse al poder
de tal imagen. Como señala Neale-Silva,

Por fin, entre 1910 y 1920, Colombia retorna al tema autóctono


siguiendo una ruta paralela a la que venía señalando desde fines
del siglo xix el afamado Carrasquilla. La mente y el corazón de los
hombres se libran del encantamiento de París y hallan en el patrimonio
nacional mil motivos de satisfacción y orgullo. Uno de los primeros

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en dar la nota americana, entre los poetas jóvenes, fue Rivera, cuyos
versos definitivos empiezan a aparecer hacia 1910. (167)

El hecho de que Rivera no viajara a París y, en cambio, se deci-


diera a visitar la selva que le iba a proporcionar el paisaje y los
temas de su futura novela, es la prueba de que la nueva generación
de principios de siglo comienza a librarse de encantamiento de París.
Arturo Cova, el protagonista de La vorágine, ilustra la salida final
del escritor modernista de las ciudades, entre ellas de París, la capi-
tal literaria de hispanoamérica, y su incursión en la naturaleza ameri-
cana que ya vimos ejemplificado en Quiroga y en Güiraldes. Pero
si este último enfatizaba a través de la pampa la amplitud del medio
natural que aporta una influencia benéfica, en la novela de Rive-
ra la selva es el espacio en donde la relación entre el hombre y la
naturaleza resulta aplastante y perniciosa (Alonso, The Spanish Ame-
rican Regional Novel 137). De ahí el título de la novela, La vorágine,
que expresa el poder de la selva sobre el hombre.
Aunque Rivera rechaza el París del protagonista de De sobremesa
para su novela y decide internar a sus personajes en la selva, hay sin
embargo un elemento que une ambos espacios. Ya he señalado en
diversas ocasiones la similitud que muchos escritores han encontra-
do entre la selva y la ciudad. Tal símil se hace especialmente paten-
te en la visión de París. Si repasamos algunos de los textos referentes
a París que hemos analizado en este trabajo encontraremos un dato
sorprendente: la referencia a la ciudad de París como ‘vorágine’,
como ese remolino tumultuoso que se forma en el cauce de algu-
nos ríos arrastrando al fondo a quien se aventura en ellos. En Gómez
Carrillo encontramos la metáfora referida a las mujeres de París:

Más no nos hableis de la cortesana moderna, de la loreta, de la cocota,


de la vorágine que considera sus encantos como una colección de
piedras preciosas y que tiene puesta una tienda de besos a precio fijo…
(Sensaciones de París y de Madrid 99)

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Sin duda en todas partes hay vicio, queridísimo maestro: pero no como
en París… Yo me permitiré únicamente recordar la frase de Catulo
relativa a las mujeres de Roma: “Esas vorágines —decía el simpático
poeta— devoran a los hombres por el centro”. (Sensaciones de París y
de Madrid 188)

Gómez Carrillo, en su identificación entre París y la mujer, se


está refiriendo también a la ciudad, como queda claro en un pasa-
je de otro libro, Bohemia sentimental (1899), en donde describe la
influencia de la capital francesa como

una vorágine que devoraba a las más fuertes complexiones y que


enloquecía los mis robustos cerebros… más que una vorágine, era la
sirena fatal y encantadora que atraía con su canto, que seducía con su
perfume, que se alimentaba de corazones y de nervios, y de miembros
aún palpitantes. (Bohemia sentimental 12)

En otras ocasiones, como en la novela de Güiraldes, es el personaje


quien, al entrar en contacto con París se ve convertido en ‘vorágine’.
Cuando Raucho llega a París, con el deseo de ‘poseer’ o ‘conquistar’
la ciudad pronto entra ‘en posesión de su estado de vorágine acapa-
radora’ (119). Igualmente los placeres sensuales que le brinda la ciu-
dad lo llevan ‘en su caída al través de todos los principios del goce…
y los delirios sobrehumanos de las vorágines corporales’ (123).
En su artículo definitivo sobre la influencia nociva del París
sobre el espíritu de muchos hispanoamericanos, titulado “París
y los escritores extranjeros”, Rubén Darío identifica inequívo-
camente la ecuación que une París con enfermedad y artificialidad
que hemos venido señalando: ‘Hay quienes hacen de París su
vicio. Hablo del París que produce la parisina’ (460). Tras insta-
larse en París en 1900, el poeta nicaragüense ha tenido ocasión
de experimentar el paraíso de sus sueños de adolescente y ahora
lo ve de otro modo: ‘El paraíso, un verdadero paraíso artificial, se

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reconoce a la llegada. El hechizo está en el ambiente, en las cos-
tumbres, en las disposiciones monumentales, y sobre todo en la
mujer’ (460). La evolución final que sufre la imagen de París en
la obra de Darío es representativa de toda una generación lidera-
da por él mismo.23
Lo que me interesa destacar de este artículo es, sin embargo, la
concurrencia de Darío con otros autores al retomar la imagen del
río selvático que arrastra implacable a quien cae en él, la metáfo-
ra que une ‘ciudad’ con ‘vorágine’, a través del texto de un autor
dominicano, Tulio M. Cestero en el que, según Darío, ‘el autor
expresa el encanto, el embrujamiento parisiense en el espíritu his-
panoamericano, y el peligro del torbellino que atrae’ (466). A con-
tinuación Darío cita el texto de Cestero, en donde dos jóvenes
hispanoamericanos, Marcelo y Andrés, conversan acerca de la ciu-
dad y el bulevar se compara a un río caudaloso en donde espera la
vorágine. Dice Marcelo:

Venir a París, trotar por el bulevar, es la aspiración tenazmente


perseguida de los intelectuales, políticos, mercaderes y mundanos de
nuestras tierras calientes. Y casi tienen razón. Es única esta vía que…
produce esta impresión de onda que acaricia y flagela al mismo tiempo;
es una corriente que arrastra. Sí, pero es un río formado por los
apetitos, las ambiciones, los dolores, las alegrías, el delirio, que bajan
rugientes de Montmatre, de Batignolles, del Barrio Latino, de más
lejos aún, de los cuatro puntos cardinales del globo, y en confluencia
forman esta corriente que parece mansa y es pérfida, poderosa, cuyos
remansos son las terrazas de los cafés. ¡Qué gloria enfrenarla y domarla,
pero qué energías formidables se necesitan! Sondear su fondo me
marea, y las bascas amargan mis labios. (467)

Andrés previene a su amigo de las consecuencias de dejarse lle-


var por esa corriente salvaje y retoma el argumento de la vuelta a
América como única solución que los aparte del peligro:

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Es en las tierras de América, que nuestros padres han regado con
sangre, donde hemos de realizar la acción de nuestros sueños. A París
viene todo el oro de nuestras minas, en monedas y en pensamientos;
y a los que llegan fuertes, jóvenes, sanos, con la primavera en el alma,
París los devuelve enfermos, viejos, rotos. (467-8)

Finalmente Darío resume el final del personaje que se deja lle-


var por la atracción de la ciudad del Sena:

Marcelo ha de sentir el influjo, la atracción, y después de una noche


blanca, después de una borrachera, ha de exclamar al ir en el frío de
una madrugada parisiense: “Me envuelve la ola, me desarraiga, me
arrastra, en el torrente, voy aguas abajo… Este cielo, es un trapo sucio
y no hay sol, no hay sol…, el sol”. (468)

La identificación de París con una selva llega al punto en donde


el final trágico de un escritor cubano, Augusto de Armas, coinci-
de con el del protagonista de La vorágine de Rivera. La ciudad y la
selva son una misma cosa.

El poeta cubano Augusto de Armas llegó a la gran ciudad ya poseído


de la locura de París. Escribió versos franceses admirables, se llenó del
espíritu luteciano, fue en el Barrio Latino como cualquier joven poeta
francés de ensueños y melena —y se lo comió París. (464)

Si al protagonista de La vorágine (el poeta modernista Artu-


ro Cova) y a sus acompañantes ‘los devoró la selva’, a otro poeta
modernista, Augusto de Armas, ‘se lo comió París’, Darío insiste en
la imagen cuando comenta acerca del desarraigo de Gómez Carri-
llo que ‘él no puede quejarse de París, que bien se lo pudo tragar
como se tragó a Augusto de Armas y a tantos otros’ (465). La ima-
gen de la ciudad paraíso que poblaba los sueños de Rubén Darío
en su América natal ha venido a convertirse en una vorágine que se
traga a aquéllos que no vuelven la mirada a su tierra.

232

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En esa oposición dialéctica entre el discurso de París y el discurso
de la naturaleza —de cuyo enfrentamiento se nutre la continuada
búsqueda de identidad de los escritores hispanoamericanos— una
imagen se comparte, la imagen de dos ríos que convergen crean-
do una vorágine textual que amenaza a aquellos que no estén pre-
parados para enfrentarse a ellos.

notas

1
  Importa señalar que El Cojo Ilustrado, (1892-1915), y Cosmópolis (1894-
1895) son las dos grandes revistas del modernismo y en ellas se desarrolla desde
muy pronto una polémica entre los partidarios del cosmopolitismo y los del criollis-
mo. Como afirma Domingo Miliani en “Manuel Díaz Rodríguez”, Historia de
la literatura hispanoamericana: del romanticismo al modernismo, ed. Luis Iñigo Madri-
gal. Crítica y Estudios Literarios, (Madrid: Cátedra, 1987) II: 633-639: ‘La pug-
na entre un documentalismo temático de lo nacional (lo rural) y una expresión
cosmopolita aprendida en el humanismo de Tolstoi, polarizan el debate literario.
En Cosmópolis, desde el primer momento está presente la dualidad de concep-
ciones, en un Charloteo entablado por sus redactores. Allí, Luis Manuel Urbane-
ja Achepohl comienza su ardua defensa del criollismo, —que el fundó pero no
bautizó— en frases interjectivas de entusiasmo: Regionalismo… Patria. Literatura
nacional que brote fecunda del vientre virgen de la patria; vaciada en el molde de la estéti-
ca moderna, pero con resplandores de sol…’ (633).
2
  Es igualmente sorprendente la opinión de Coll sobre el movimiento moder-
nista, que se anticipa tan tempranamente a la tesis expuesta por Octavio Paz en
su obra sobre la vanguardia, Los hijos del limo, en donde afirma que el modernis-
mo es consecuencia del romanticismo que nunca se desarrolló en Hispanoamé-
rica. Dice Coll: ‘En mi concepto los simbolistas franceses han ejercido poca o
ninguna influencia en América en donde son casi desconocidos: lo que se llama
decadentismo entre nosotros no es quizás sino el romanticismo exacerbado de las
imaginaciones americanas’ (640).
3
  Como señala Aníbal González, La novela modernista…, tal política expan-
sionista de los Estados Unidos ‘brindó una súbita validez política al sentido
de unidad hispánica que el modernismo había fomentado en el plano cultu-
ral. Repentinamente, ante la agresión de los Estados Unidos, eran los escrito-
res modernistas quienes, acostumbrados a enfocar con amplitud ecuménica las
cuestiones culturales, mejor podían ofrecer una visión de conjunto de los proble-
mas que en la esfera de las relaciones internacionales confrontaban las ­naciones

233

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al sur del Río Grande. Así, la escritura modernista facilita el surgimiento de un
­remozado discurso americanista en el Ariel (1900) de Rodó y en muchos poemas
de Cantos de vida y esperanza (1905) de Darío, para sólo mencionar dos ejemplos
sobresalientes. No pocos escritores modernistas (entre ellos Darío) aprovecha-
ron esta oportunidad para tratar de abandonar los tópicos claustrofóbicos del
decadentismo y volcar sus energías nuevamente hacia el mundo exterior’ (39).
4
  J. K. Huysmans, “Un article inédit. Paris retrouvé (1901-2)”. Bulktin de la
Société J. K. Huysmans 39.51 (1966): 417-429. Según la nota preliminar que lo
acompaña, el artículo, inédito hasta su publicación en 1966, parece haber sido
escrito a la vuelta a París del escritor tras su estancia en Ligugé —en donde al
parecer se refugió para escapar a la Exposición Universal de 1900. El autor de la
nota, consciente de la sorpresa que supone para los conocedores de Huysmans esta
diatriba contra París (‘il plairá à certaines, il choquera d’autres, il ne laissea aucun
lecteur indifférent’), reconoce que han ciudado en publicarlo. ‘C’est pourquoi,
aprés un court moment d’hesitation, nous en avons décidé la publication’ (417).
  5  Aníbal González, en La novela modernista hispanoamericana, señala la impor-
tancia de Ídolos rotos para ilustrar cómo la novela modernista representó la cri-
sis que llevó a la conversión del escritor en intelectual en la Hispanoamérica de
principios de este siglo. Igualmente añade que ‘si bien Alberto Soria, al terminar
la novela, no llega a convertirse en intelectual (pues renuncia a involucrarse en
los asuntos de su patria), es claro, sin embargo, que la novela está narrada desde
la óptica de un converso, de alguien que sí se ha comprometido’ (121).
  6  Manuel Díaz Rodríguez, Ídolos rotos, (Caracas: Ediciones Nueva Cádiz,
1952). Todas las citas se refieren a esta edición.
  7  Aníbal González, en La novela modernista…, ve el origen de la ideología
esbozada por Emazábel en su discurso en ‘pensadores franceses como Renan y
Taine, y con el arielismo de Rodó, que se nutre de ese ideario; se trata de llamar a
los intelectuales a la acción, de pedir, en efecto, a los que hasta ese momento sólo
se habían considerado a sí mismos como artistas, escritores y hombres de ciencia,
que se conviertan en intelectuales en el sentido moderno de la expresión’ (137).
  8  Jorge Olivares en La novela decadente en Venezuela (Caracas: Editorial Armi-
tano, 1984), explora el uso extensivo de la simbología vegetal en Ídolos rotos (62-
63). Acerca del uso del llamado lenguage de las flores en la novela modernista, véase
también el capítulo sobre Lucía Jeréz en La novela modernista… de Aníbal Gon-
zález (62-68).
  9  Horacio Quiroga, Diario de viaje a París de Horacio Quiroga, ed. Emir
Rodríguez Monegal (Montevideo: Número, 1950).
10
  En la biografía de Quiroga de José M. Delgado y Alberto J. Brignole, La
vida y obra de Horacio Quiroga, Biblioteca Rodó (Montevideo: Claudio García y
Cía. Editores, 1939), se señala cómo ya hacia 1897 el escritor uruguayo define su

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imagen alrededor de la estética del modernismo: ‘Por esta época se acentuó en
Quiroga una tendencia a la coquetería… Sea lo que fuere, lo cierto es que Hora-
cio comenzó a prodigar a su indumentaria la prolijidad de un dandy. El espejo
se le tornó adminículo imprescindible. Una nota floral —jazmín, clavel; en las
grandes recepciones, crisantemo— ornaban el ojal de la solapa. Cuando sacaba
su pañuelo una exquisita ráfaga de ilang-ilang se esparcía en el aire, y nada usaba
que no luciera el sello de las mejores marcas’ (77-78).
11
  Jorge Schwartz en su libro Vanguarda e Cosmopolitismo na década de 20: Oli-
verio Girondo e Oswald de Andrade, (São Paulo: Editora Perspectiva, 1983), analiza
la visión de París de Darío y de Quiroga en el apartado titulado “Entre o cisne
e a bicicleta” (13-21). Schwartz advierte un cambio cualitativo en la apreciación
cosmopolita de Quiroga que anuncia la vanguardia: ‘Sendo ainda um escritor
como fortes vínculos com o modernismo hipano-americano, o jovem Quiroga
faz um retraro da cosmópolis de acordo com a nova sensibilidade, e suas raízes
justificam plenamente seu trajeto para essa assimilação moderna da cidade. Um
dos traços mais notáveis é sua precoce atração pelo ciclismo’ (19).
Para más información acerca de la importancia de la bicicleta como motivo
de la modernidad a principios de siglo, véase el capítulo titulado “La petite rei-
ne” (255-75) en el libro de Eugen Weber, Francia, fin de siglo, Historia, ed. Juan
Pablo Fusi (Madrid: Debate, 1989).
12
 Ya nos referimos a este encuentro en el capítulo tercero de este libro. El
fragmento correspondiente se encuentra transcrito en la nota 3 de dicho capítulo.
13
  Horacio Quiroga, “Horacio Quiroga: época modernista”. Horacio Qui-
roga: obras inéditas y desconocidas, ed. Ángel Rama (Montevideo: Arca Editorial,
1973) VII: 136.
14
  En 1903 el Ministerio de Instrucción Pública argentino encargó a Lugo-
nes el estudio de las ruinas del Imperio fundado por los Jesuitas en las Misiones
para aclarar la leyenda sobre los terribles saqueos que siguieron a su abandono de
la selva. Quiroga, frecuentador de la casa de los Lugones, se interesó por el pro-
yecto y consiguió ser incluido a última hora como fotógrafo.
15
  Citado por Mª Luisa Bastos, “La crónica modernista de Enrique Gómez
Carrillo o la función de la trivialidad”, Sur Enero-Diciembre. 350-51 (1982):
65-88, 75.
16
  Como señala Benigno Trigo en “Enfermedad y escritura; El impacto de la
decadencia y de la degeneración en cuatro escritores modernistas hispanoameri-
canos”, Doctoral Dissertation. Yale University, 1992, Quiroga “previene a su lec-
tor en contra de la fácil y típica caracterización del viaje interior como un viaje
saludable de regeneración… (La selva) consume, marca y transforma a quienes
inocentemente se aventuran a explorarla, contaminándolos de una enfermedad
más profunda que la urbana: en su interior los personajes descubren una soledad,
un vacío intrínseco y ontológico” (164).

235

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  Acerca de la búsqueda de la identidad hispanoamericana en caminos diver-
17

gentes como la cultura europea y la naturaleza de América y de cómo tal indaga-


ción se ve reflejada en Cien años de soledad y afecta al trágico final de la estirpe de
los Buendía, véase mi artículo “Alienación (europeización) o introversión (inces-
to): Latinoamérica y Europa en Cien años de soledad’, Chasqui XXII. Noviem-
bre (1993): 85-93.
18
  Citado en María Cecilia Graña, La utopía, el teatro, el mito: Buenos Aires en
la narrativa argentina del siglo xix, (153-4). En el documentado estudio de Graña
se desvela la importancia que, desde temprano, tiene el conflicto entre la ciudad
y la naturaleza en la narrativa argentina del siglo xix. Igualmente se puede com-
probar en los textos analizados de qué manera el modelo parisino se trasluce en
el ideal de la ciudad de la época.
19
  Ricardo Güiraldes, Raucho: momentos de una juventud contemporánea, (Bue-
nos Aires: Emecé, 1954), 30. Todas las citas se referirán a esta edición.
20
  Enrique Gómez Carrillo, en su autobiografía, Treinta años de mi vida, expre-
sa idéntica fijación en la imagen de París, como capital del placer y del sexo:
‘Pero allá en mi adolescencia amoral, ávido de impresiones fuertes, devorado por
infinitas curiosidades sensuales, confieso que, lejos de indignarme al leer aque-
llas descripciones de la perpetua noce laberíntica en la cual se confundían entre
sí, en una orgía digna de Lesbos soñada por los estudiantes, las mujeres de todas
las clases sociales, y en la cual los hombres, ávidos de lujuria, desdeñaban el amor
para no correr sino tras el placer, complacíame en contemplar esa imagen de un
París algo diabólico’ (166-7).
21
  Cornelio Hispano, [Ismael López], De París al Amazonas: Las fieras del Putu-
mayo, (París: Librería Paul Ollendorf, 1913).
22
  Como señala Eduardo Neale Silva, Horizonte humano: Vida de José Eustasio
Rivera, (México: Fondo de Cultura Económica, 1960), 280, la quinta sección
del libro de Cornelio Hispano. “Las fieras del Putumayo”, proporcionó a Rivera
información sobre el funcionamiento de la casa Arana, compañía que se dedicaba
a la explotación cauchera en la selva del Perú. Rivera proseguiría la investigación
sobre las crueldades de los caucheros con los indios, tanto a través de su novela,
La vorágine, como a través de las denuncias políticas desde su posición de diputado.
23
  En otro artículo titulado, “De la necesidad de París”, Obras completas.
(Madrid: Afrodisio Aguado, 1950) II: 535-539, reaparece la identificación de
París con la enfermedad. En este caso tan sólo cambia el nombre; en lugar
de parisina la llamará parisitis. ‘Cuando uno ha habitado la ciudad de París por
algún tiempo, se convence de que, desde luego, vale más que una misa. Se pade-
ce fuera de París la enfermedad de París… El parisiense de París, como Jean de
París, cuya crónica tradujese o modernizase Jean Moreas, que padecía gozosa-
mente de parisitis, no admite comparación alguna’ (535-6).

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Conclusiones

A lo largo de estas páginas he presentado el desarrollo de la imagen


de una ciudad, París, en la cultura de Hispanoamérica de fin de
siglo y, en especial, a través de la prosa del Modernismo. Mi inten-
ción ha sido suscitar la revisión del papel histórico-literario que el
mito de París o el discurso sobre París ejerció en toda una generación
de escritores que sienten la imperiosa necesidad de trasladarse física
o mentalmente a la Cosmópolis que, desde mitad del siglo xix, se
consolida y se presenta ante el mundo como el centro de la civiliza-
ción. Al enfrentarnos al tema de la ciudad en la literatura debemos
tener en cuenta que se trata, tal vez, del personaje crucial en la narra-
tiva moderna y que no sólo lidiamos con un espacio urbano cruza-
do de calles, sino con un mapa textual que se carga de significación
y que se transmite a través de alegorías, metáforas y estereotipos
hasta conformar un discurso que adquiere autoridad. Hasta aho-
ra gran parte de la crítica literaria se ha limitado a señalar el viaje a
París o las referencias a París de los escritores hispanoamericanos,
en especial de los modernistas, como un capricho pasajero clasifi-
cable dentro del término general de cosmopolitismo. La revisión que
propongo, tal y como aparece en el capítulo primero de este libro,
es la siguiente: París, como mito transmitido a través de un discur-
so textual nacido en la cultura occidental juega un papel crucial en
el proceso de constitución de la identidad cultural hispanoameri-
cana. El mito de París, que nace como modelo cultural y social en
la búsqueda de la identidad iberoamericana a mitad del siglo xix,

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e­ voluciona a través de la literatura del modernismo desde la imagen
de la Cosmópolis que permite a los escritores apartarse de la reali-
dad de sus países y buscar su origen en la cultura europea hasta con-
vertirse en el paradigma de lo artificial y extraño. La decepción y el
desencanto tras confrontar el París ideal, patria de todos los artistas,
con el París real servirá así de contrapunto dialéctico a otro mito
que comienza a nacer, el de la naturaleza y lo natural como carac-
terísticas propias del subcontinente americano. Ello proporciona-
rá el cauce ideológico a la tendencia cultural y literaria que vendrá
a substituir al modernismo, la llamada novela de la tierra o mundo-
novismo. En la imagen de París se concentran todos los anhelos de
unas nuevas burguesías hispanoamericanas que, a mitad del siglo
xix, enriquecidas por el comercio, buscan un modelo de ciudad y
de comunidad que las aparte definitivamente de la sociedad colo-
nial que ha dejado atrás la independencia. La destrucción de los
centros urbanos coloniales de algunas ciudades y su remodelación
a imagen de París es el primer paso. El segundo implica la impor-
tación de toda clase de objetos, modas y costumbres de París que
aporte a estas nuevas burguesías enriquecidas, deseosas de acceder
a los bienes que disfrutan las burguesías europeas, los símbolos de
su nueva condición social. Es por ello que el discurso de París no
se disemina en Hispanoamérica únicamente a través de textos, sino,
y de manera más efectiva, a través de imágenes relacionadas con el
lenguaje del comercio y la importación: las novedades, la biblioteca,
la colección, el museo y el interior, entre otras, serán las metáforas que
rodearán la imagen de París en los textos de unos escritores, los
modernistas, que perciben claramente las preferencias de las nuevas
burguesías —de la que forman o quieren formar parte, a pesar de
rechazadas formalmente— por los productos venidos de París, su
atracción por las mercancías de las tiendas de novedades. Sus obras
se presentarán dentro del círculo mercantil que atrae a estas nue-
vas clases enriquecidas: el del artículo importado de Europa y, más
específicamente, de París.

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Otra de las funciones esenciales del mito de París en Hispano-
américa consiste en confrontar al escritor hispanoamericano con su
identidad, aún frágil y en proceso de constitución tras la reciente
independencia de la colonia. Como vimos en el análisis del texto
de D. F. Sarmiento el escritor se acerca a París en busca de un ori-
gen, tanto personal como nacional, utilizando el mismo discurso e
idénticos medios a los utilizados por los viajeros y científicos euro-
peos que exploran América en busca del origen del hombre. En
Sarmiento comprobamos cómo la ciudad de París podía conver-
tirse en el terreno más propicio para la indagación sobre el origen
y la identidad propia del hispanoamericano debido a la perspectiva
que proporciona la distancia y al hecho de ser considerada como el
centro de la civilización. Sarmiento resiste el encanto de la ciudad y
consigue a través del distanciamiento, que su identidad como ame-
ricano no se vea comprometida. Su hallazgo más afortunado será,
sin embargo, el encuentro con los primeros signos de la moderni-
dad que le salen al encuentro en la ciudad. Si el texto de Sarmien-
to representa el inicio de un discurso original de Hispanoamérica
sobre París, con Gómez Carrillo asistimos a la constitución y la
solidificación del mito. Como vimos en el análisis de Sensaciones de
París y de Madrid, la crónica periodística será el medio a través del
cual se disemina y consolida una imagen mítica de París, que se
convertirá en mercancía apreciada en toda Hispanoamérica. El pro-
ceso de mitificación de París le exige a Gómez Carrillo presentarse
desde el centro del mito, como conocedor profundo del secreto de
la ciudad, y para ello se ve obligado a distanciarse de la figura del
turista. Como hemos podido comprobar, los escritores modernis-
tas tratan de deslindar su aproximación epistemológica a la ciudad
de París de la del turista, figura que cobra importancia sociológi-
ca a fines del siglo xix y que amenaza el estatus del escritor-viaje-
ro. París queda fijado como mito en la obra de Gómez Carrillo a
través de la personificación de la ciudad en la figura de una mujer,
privilegiándose las connotaciones eróticas, y mediante la creación

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de una imagen estática tanto a nivel ideológico como urbano. El
París que Gómez Carrillo exporta a Hispanoamérica es un París
que desaparece en los albores del siglo xx, el París de la Bohemia y
el Simbolismo, pero que responde a la imagen que quieren recibir
sus lectores. El contacto con París exige también a Gómez Carri-
llo una respuesta acerca de su identidad. A través de la mitifica-
ción de la ciudad el cronista guatemalteco evade el conflicto que le
plantea su otredad americana mediante la asimilación. Si Sarmien-
to se dedica a explorar la ciudad y a descubrir con espíritu crítico
los mecanismos de la modernidad, y Gómez Carrillo, instalado ya
en tal modernidad, pone todo su empeño en exponer y vender la
Ciudad de la Luz a través de las crónicas, Silva decide simplemente
coleccionarla. En De sobremesa, José Asunción Silva nos presenta la
imagen del hombre de letras hispanoamericano, encerrado en un
interior parisino en tierra americana. El interior del protagonista le
aísla de su propia tierra y le convierte en un coleccionista que esco-
ge sus piezas en el catálogo que le ofrece la cultura europea a través
de París. En De sobremesa subyace una tensa y denodada búsqueda
de la identidad a través de interiores en los que se oponen América
y Europa, naturaleza y artificio, salud y enfermedad, y que marca el
punto culminante del conflicto que plantea el mito de París. Ante
tal oposición entre ambos mundos que se va gestando a lo largo de
toda la novela el autor trata de buscar en ocasiones una salida que
materialice una simbiosis ideal de ambos orígenes, el europeo y el
americano. El protagonista ejemplifica la escisión del hombre de
letras hispanoamericano ante dos mundos y dos culturas, la euro-
pea y la americana, y el fracaso en el intento de buscar su identidad
en la primera. Manuel Díaz Rodríguez va un paso más allá en su
novela Ídolos rotos al presentarnos un protagonista que, a diferencia
del protagonista de De sobremesa, a su vuelta de Paris entra en con-
tacto con su tierra y trata de aplicar su experiencia europea para
mejorar la sociedad de su país. Uno de los conflictos fundamentales
que presenta Ídolos rotos se concentra en la dialéctica entre una ima-

240

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gen positiva de París, que proporciona al protagonista los medios
para ver de otro modo la realidad de su país y tratar de cambiarla, y
una imagen negativa de París que rompe para siempre los lazos del
hispanoamericano con su tierra y lo convierte en un ser inadap-
tado en su medio ambiente. Díaz Rodríguez explora en su nove-
la los primeros intentos del artista hispanoamericano de escapar de
ese interior parisino en donde permanecía encerrado el protagonis-
ta de De sobremesa y las consecuencias son dolorosas cuando descu-
bre la incomprensión y el fracaso que siguen al viaje de vuelta. La
figura de Horacio Quiroga y su Diario de viaje a París, nos revela
la distancia entre el mito y la realidad. La contradicción entre la ima-
gen del París desolador y cruel que aparece en las páginas de su
diario y el París festivo y encantador que transmite en sus crónicas
periodísticas no hace sino confirmarnos la autoridad que el discurso
sobre París llega a cobrar a finales de siglo, imponiéndose despótica-
mente a los escritores. De nuevo el viaje a París confronta al escri-
tor con su identidad y, en este caso, Quiroga, ante la imposibilidad
de poseer el París recibido a través del mito, refuerza su americani-
dad. Su vuelta a Montevideo y su internamiento en la naturaleza
americana indica ya el camino que van a seguir algunos escritores
que deciden abandonar un espacio demasiado recargado de signi-
ficación y autoridad como París, por la exploración de un espacio
autóctono y virgen, el de la naturaleza americana. La polarización
de los términos representados por París (artificialidad, enfermedad,
perdida de identidad) e Hispanoamérica (naturalidad, vigor, oríge-
nes) se acentúa en Raucho, de Güiraldes en donde el autor argenti-
no trata de presentar de manera ejemplar las consecuencias nocivas
que el discurso de París, diseminado por el Simbolismo francés y
el Modernismo hispanoamericano, ejerce en la juventud de His-
panoamérica. Al presentarlo como tal discurso textual, Güiraldes
muestra el desmoronamiento del mito de París en donde se con-
centran las imágenes de la enfermedad y la artificialidad y propone
como solución una vuelta a la naturaleza americana. En La vorági-

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ne de Rivera el protagonista abandona las ciudades para internar-
se en la selva, representando así la huída definitiva del interior. De
esta manera, el trayecto final de tantos viajes de autores y personajes
modernistas entre dos continentes, acaba en el corazón de la natu-
raleza americana, desbrozando un territorio que va a ser escenario
de una gran parte de la narrativa hispanoamericana contemporánea.
La imagen mítica de París no acaba con la difuminación del
Modernismo del panorama literario de Hispanoamérica, pero una
obra como De sobremesa no será ya posible. Tras la novela de la tie-
rra, el advenimiento de la vanguardia reavivará el interés de los
escritores hispanoamericanos por París.1 Pero en esta ocasión, la
mayor parte de los narradores y poetas hispanoamericanos viaja-
rán a la capital francesa con una confianza en sus orígenes y su des-
tino que les permitirá seguir explorando su identidad sin sentirse
acosados por la ciudad. Escritores como Miguel Ángel Asturias y
Alejo Carpentier se dedicarán a indagar los orígenes más remotos
de la americanidad en los museos y las aulas de París para escri-
bir obras capitales que abrirán el camino a la continuada explora-
ción de la identidad hispanoamericana. En obras como Rayuela,
de Cortazar, que transcurre a caballo entre París y Buenos Aires, o
La vida exagerada de Martín Romaña, de Alfredo Bryce Echenique,
París seguirá siendo ese territorio propicio para la exploración del
ser americano.2

notas

 Véase a este respecto el estudio de Jorge Schwartz, Vanguarda e Cosmopoli-


1

tismo na década de 20: Oliverio Girondo e Oswald de Andrade. (São Paulo: Edito-
ra Perspectiva, 1983).
2
  Sobre la imagen de París en la literatura hispanoamericana del siglo xx véase
el iluminador estudio de Marcy Ellen Schwartz, Writing Paris: The City as Inter-
text in Contemporary Latin American Narrative, Doctoral Dissertation, ( John Hop-
kins University, 1992).

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Índice analítico

almacenes de novedades 68 Contreras, F. 16; 92


Alonso, Carlos J. 185; 229 Cooper, James F.
Anderson-Imbert, Enrique 33, 89 The Last Mohican 74
Asturias, Miguel Ángel 193 Cortázar, Julio 242
cosmopolitismo 14; 16; 116; 166; 237
crónica modernista
Balmaceda Toro, Pedro (A. de Gilbert) como catálogo 72; 94; 106-108
18 Culler, Jonathan 122; 125-126
Baudelaire, Charles 28; 61-62; 65-69;
135 Dandy 62; 75; 77; 90; 211; 228
Benjamin, Walter; 24; 61-62; 65-69; Danto, Arthur C. 16-17; 226-227
109; 182; 184 Darío, Rubén 10; 13; 25; 31; 39; 42;
Iluminations 182; 190 87-88; 92-9; 102-108; 137; 150;
mito según 91 154; 156; 160; 173; 180; 187; 190;
Passagen-Werk 109-110; 68 210; 212; 228; 230-232
Berman, Marshal 135; 163 “El deseo de París” 18; 213
Blest Gana, Alberto “París y los escritores extranjeros”
Martín Rivas 218-219 197
Los trasplantados 218 A, de Gilbert 18; 36; 41; 173; 187
Bryce Echenique, Alfredo 242 Emelina 13; 25; 166
Los raros 180
Peregrinaciones 102
Cambaceres, Eugenio decadentismo
Sin rumbo 176 en Hispanoamérica 21; 150; 166;
Carpentier, Alejo 96; 242 200
Los pasos perdidos 160 Díaz Rodríguez
Casal, Julián del 34; 36; 92; 102; 117 Ídolos rotos 21-22; 163; 201; 207-
Mi museo ideal 175 210; 240
ciudad colonial 29-31
coleccionista 40-41; 62; 131; 154;
179-190 El Cojo Ilustrado 197
Coll, Pedro Emilio 197-199; 216; 228 entropía 169

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escritor hispanoamericano Güiraldes, Ricardo 23; 30; 77
como turista 226; 239 Raucho 20-21; 219-220; 226-227;
Exposiciones Universales 61; 90; 241
94-95 Gutiérrez Nájera 34; 36; 92; 150
París 1889
visión de Martí 95-96
París 1900 Haussmann 30; 62; 91; 93; 165
visión de Darío 104-105 Henríquez Ureña, Pedro 33
Henríquez Ureña, Max 89
Hugo,Victor 25; 137; 149; 166
flâneur 43; 61; 65 Los miserables 28; 74
según Baudelaire 65 Notre-Dame de Paris 28
según Sarmiento 62; 65-67 Huysmans, J.K. 150
Franco, Jean 210 “Paris retrouvé” 200
Freud 30; 109 A Rebours 174; 183; 200
Frye, Northrop 24

identidad hispanoamericana 73; 161;


García Márquez 209; 242
Cien años de soledad 161 en Gómez Carrillo 121
Gautier, Théophile 97; 123; 188 en Sarmiento 53-54; 73-74
Gómez Carrillo, Enrique 21; 87-138; en Silva 174-175
150; 152; 154; 160; 173; 179-181; pérdida por contacto con París
198; 214- 215; 221; 229; 232; 239; 77-78
240 interior 62
como guía turístico en París 126
El cuarto libro de las crónicas 132
La mujer y la moda 94 Jitrik, Noé
mitificación de París 113-121 Contradicciones del Modernismo 40
modernidad de 135
Psicología de la moda femenina 94
Sensaciones de París y de Madrid Londres 32; 61; 77; 124; 131; 138; 169;
229-230 198; 204
La sonrisa de la esfinge 123; 127 López Portillo y Rojas, José 136
González Echevarría, Roberto 23 López, Ismael
Myth and Archive 55 De París al Amazonas 227
The Voice of the Masters 14
González Pérez, Aníbal
La crónica modernista MacCannell
hispanoamericana 128-129; 174; The tourist 125
188 Madrid 32; 102; 111; 131; 133; 138
La novela modernista Mansilla, Lucio V. 75; 90; 131
hispanoamericana 174-175; 179; Una excursión a los indios ranqueles
210 55

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Martí, José 20; 32; 95-103; 112; 118- diseminación de la imagen en
119; 154; 225 Hispanoamérica 33; 35
La edad de oro 98 diseminación textual de 223
moda 105 influencia nociva sobre los
modernistas escritores hispanoamericanos
como coleccionistas en París 137; 170; 208
39-40 influencia positiva sobre la
juventud hispanoamericana
76-77
novela de la tierra 16; 20; 199; 219; lujo 33
238; 242 metáforas de 155; 238
Nueva York 32; 102; 198 mitificación 92
mito de 15; 24-25
oposición dialéctica al mito de la
Oheler, Dolf 58; 99 naturaleza 156; 174; 199; 239
Pike, Burton
The image of the City in Modern
panorama 67; 90; 102-103; 108 Literature 25
París Previtali, Giovanni177
bohemia 93-94
capital mítica de Hispanoamérica
33 Quiroga, Horacio 73; 210
como almacén de novedades 39; 43 “La miel silvestre” 217
como capital del placer 221 Diario de viaje a París (1900) 212-
como catálogo 39; 106; 154 217
como ciudad literaria 15; 226
como enfermedad 151; 155; 165-
170; 186; 188; 199; 230; 241 Rama, Ángel
como interior 38; 174; 210; 238 La ciudad letrada 30
como mito 14-16; 20; 22; 25-26; Ramos, Julio
112-122; 242 Desencuentros en la modernidad de
como modernidad 69 América Latina 110
como mujer 85-86; 112; 156; 204- rastacueros164
205; 223 Rivera, José Eustasio 228; 242
como museo 39; 188 La vorágine 21; 227-229; 232
como paradigma de lo artificial Tierra de Promisión 227-228
165; 200 Rodríguez Monegal, Emir 9; 211
como secreto 70-71; 104; 110 Romero, José Luis
como selva 74; 231-233 Latinoamérica. Las ciudades y las
como texto 61; 238 ideas 30; 36; 41
decadencia de 71
dimensiones del mito de 89
diseminación a través de la crónica Said, Edward
91; 241 Orientalism 23

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Salinas, Pedro turismo 110
“Rubén Darío y la patria” 34 turista 122
Sarmiento, D. F. 21; 32 53-78; 89; 90- corriente antiturista 156-157
95; 99; 107; 110; 113; 115; 154; 158;
166; 170; 188; 222; 226; 239; 240
Facundo 55 Unamuno, Miguel de 137; 209-210
Viajes por Europa, África y América
1845-1847 20; 54
Shattuck, Roger 23; 149 Valera 10; 13
Silva, José Asunción 11-12; 21; 78; 88; viaje a París 76
131; 149-190 condiciones ideales 77
De sobremesa 21-22; 88; 131; 149- Vicuña Subercaseux, B.
150; 152; 154-155; 166-167; La ciudad de las ciudades 127
173-175; 179; 182; 184-190
Sue, Eugenio 61-62

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