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Osorio Nleson LAS LETRAS DE LA EMANCIPACIÓN

Este documento resume el periodo de la Emancipación de América Latina entre 1791 y 1830. Señala que este periodo estuvo influenciado por los avances revolucionarios de la burguesía en Europa y las ideas de la Ilustración. Comenzó con manifestaciones a favor de la autonomía en las colonias españolas en la década de 1790 y culminó con la disolución de la Gran Colombia en 1830 tras el triunfo militar sobre España. La literatura y cultura de este periodo estuvieron al servicio de difundir las nuevas ideas revolucion
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Osorio Nleson LAS LETRAS DE LA EMANCIPACIÓN

Este documento resume el periodo de la Emancipación de América Latina entre 1791 y 1830. Señala que este periodo estuvo influenciado por los avances revolucionarios de la burguesía en Europa y las ideas de la Ilustración. Comenzó con manifestaciones a favor de la autonomía en las colonias españolas en la década de 1790 y culminó con la disolución de la Gran Colombia en 1830 tras el triunfo militar sobre España. La literatura y cultura de este periodo estuvieron al servicio de difundir las nuevas ideas revolucion
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LAS LETRAS DE LA EMANCIPACIÓN (1791-1830)

Nelson Osorio

A comienzos del siglo XIX, las sociedades de América Latina se ven afectadas en su
conjunto por una serie de cambios que modifican sustancialmente su condición
histórica, abriendo paso a una etapa nueva. Este momento es el que se conoce
tradicionalmente como el periodo de la Emancipación.

El panorama mundial en el cual se inscriben estos cambios está signado por los avances
revolucionarios de la creciente burguesía, cuyo fortalecimiento -favorecido por
el acelerado proceso de la llamada Revolución Industrial- se consolida con la hegemonía
política sobre la zona del Atlántico Norte -afianzada con la Independencia de los Estados
Unidos, en 1776-, y da lugar al surgimiento de las bases definitivas de la Época Moderna
(Carlos M. Rama: Historia, 17).

Para el caso particular de la América española en esos años, a estas nuevas condiciones
generales que van cambiando la fisonomía del mundo occidental, habría que agregar el
conjunto de acontecimientos políticos y militares que afectan la vida de la península
ibérica, centro del imperio español, particularmente la invasión napoleónica y la
consiguiente huida del rey Fernando VII

En ese contexto y por esos años van adquiriendo expresión pública, primero en lo
político, y muy pronto también en lo militar, los anhelos de autodeterminación y los
esfuerzos por romper con la dependencia colonial. Son los años en que comienzan a
tomar forma en las posesiones españolas de América los primeros proyectos para
organizarse como una sociedad autónoma.

La fecha que suele usarse para situar el inicio de este proceso de Emancipación es el año
1810, momento en que en la mayoría de las capitales coloniales del imperio español se
crean Juntas de Gobierno, con la finalidad declarada de asumir provisoriamente la
dirección de sus asuntos en nombre del rey Fernando VII. El hecho de que la península
ibérica estuviera invadida por las tropas francesas justificaba esta medida; el mismo
Fernando VII, antes de dejar el país, nombró una Junta para que se encargara de sus
intereses, y a su ejemplo se crearon Juntas provinciales en Sevilla, Galicia, Asturias y
otros lugares de España. En las colonias americanas, apelando a su formal condición de
Provincias de Ultramar, las fuerzas criollas internas, apoyándose sobre todo en la
institución de los Cabildos, impulsan también la formación de Juntas de
Gobierno similares a las de la península.

Dada la situación de España, regida a partir de 1808 por José Bonaparte


-hermano de Napoleón-, tanto los españoles fieles a Fernando VII como los criollos
ilustrados parecían coincidir en la necesidad de crear instrumentos de gobierno que
impidieran la anexión de las colonias a Francia. Sólo que estos últimos veían en las
Juntas organismos mediante los cuales pudieran consolidarse proyectos autonomistas
que fueran más allá de una simple medida transitoria de resguardo de los intereses de
la Corona y el Imperio.

Después de los intentos pronto sofocados que se dan en Chuquisaca, La Paz y Quito en
1809, el movimiento se extiende a otras capitales en 1810 y se inicia una etapa en la que
los sectores criollos más radicalizados empiezan a imponer su proyecto a los moderados
españoles realistas.

1
La diferente apreciación acerca del carácter, atribuciones y perspectivas que debían tener
las Juntas de Gobierno -diferencias no siempre explícitas en el momento- va separando a
los peninsulares realistas de los criollos ilustrados.
Esta diferencia no nace como producto de la contingencia inmediata que debían afrontar,
sino que tiene antecedentes previos. La gestación de una conciencia criolla diferenciada
se inicia en el mundo colonial desde muy temprano. Las contradicciones de intereses
entre peninsulares y coloniales (los llamados indianos por unos, criollos o españoles
americanos, por otros), unida a la institucionalización de las desigualdades y
discriminaciones impuesta por la práctica del gobierno central español, crean las
condiciones materiales para el surgimiento de esta conciencia crítica primero, y luego
para su transformación en proyectos autonomistas o independentistas. Y aunque el año
1810 ilustra las primeras manifestaciones políticas concretas de esta conciencia, su
expresión pública había empezado a mostrarse ya desde fines del siglo anterior.

La declaración de independencia de las colonias inglesas del Norte, en 1776, y la


revolución francesa en 1789 son hitos significativos de los cambios que se producen en
la situación mundial a fines del siglo XVIII, cuando la burguesía toma el poder político y
se empiezan a desarrollar las grandes transformaciones que caracterizan la
consolidación de la Época Moderna. El pensamiento ilustrado es el fermento ideológico
que justifica estos cambios y ayuda a cimentar una nueva conciencia crítica, rompiendo
el ceñidor del pensamiento escolástico que legitimaba un sistema vertical y autoritario.
Todo esto, unido a los conflictos que afectaban a las grandes potencias imperiales de
entonces, forma el marco de condiciones externas que posibilitan en América la rápida
eclosión de las fuerzas revolucionarias internas que abren paso a la Emancipación.

Por eso es posible encontrar mucho antes de 1810 hechos significativos que muestran el
desarrollo de la conciencia que se exterioriza en la crisis que estalla ese año. Ya en 1790,
el venezolano Francisco de Miranda hacía en Londres gestiones con el Primer Ministro
William Pitt para interesarlo en la causa de la independencia de la América española. Ese
mismo año, un jesuita peruano expulsado 1, Juan Pablo Viscardo y Guzmán, el abate
Viscardo, redacta un «Proyecto para la independencia de la América española» (que
presenta en marzo del año siguiente en Londres, persiguiendo objetivos similares a los de
Miranda).
Cabe señalar que en 1791 Viscardo redacta (en francés) su famosa «Carta a los españoles
americanos», que Miranda hace editar en 1799 y que circula por toda América 2. Por otra
parte, en 1790, en Haití (Saint Domingue para entonces) se producen los primeros brotes
de una rebelión, que al año siguiente estalla como insurrección de los esclavos,
movimiento que finalmente triunfa, haciendo de Haití la primera nación latinoamericana
que declara formal y públicamente su independencia (1º de enero de 1804).

Una tradición historiográfica que ya se hace necesario revisar, acostumbra situar


cronológicamente el periodo de la Emancipación entre 1810 y 1824, es decir, desde la
creación de las primeras Juntas de Gobierno hasta la Batalla de
Ayacucho. Si bien esta cronología es válida hasta cierto punto, puesto que se ajusta a la
parte político-militar del proceso, no permite situar el vasto movimiento en su dimensión
abarcadora, comprensiva. La historia no puede seguir siendo limitada a la historia
1
La expulsión de los jesuitas de todos los territorios del Imperio español fue dictada por Carlos III
en 1767.
2
Una nota de Miranda en el manuscrito original de Viscardo comenta que «Cet écrit fut
apparemment fait en 1791» (Cfr. Merle E. Simmons: Los escritos de Juan Pablo Viscardo y
Guzmán, precursor de la Independencia Hispanoamericana. Caracas: Universidad Católica Andrés
Bello, 1983; esp. p. 80). Los escritos de Viscardo pueden consultarse en la edición de su Obra
Completa, publicada en Lima por el Banco de Crédito del Perú (Biblioteca Clásicos del Perú, 4), en
1988.

2
política, como ha sido tradicional y sigue difundiéndose en los manuales, sino que debe
mostrar los procesos en su dimensión global, que incluye, además de los hechos
políticos, la historia de las ideas, los cambios sociales, económicos y culturales. Por eso,
parece más adecuado establecer que, en términos generales, el proceso de emancipación
colonial, como modificación del conjunto de la sociedad, se desarrolla entre 1790 y 1830.

Este periodo, que tiene su centro en el año 1810, comprende desde las primeras
manifestaciones abiertas y gestiones públicas por la independencia, hasta el triunfo
militar sobre los ejércitos españoles y el fin de la unidad política que la lucha impone. En
1830 (el año de la muerte de Simón Bolívar) se produce la disolución de la Gran
Colombia, creada en 1819 y símbolo de alguna manera del proyecto de integración
política de las naciones liberadas y del espíritu americanista que tuvo el proceso
emancipador. A partir de ese momento puede darse por cerrado el periodo de la
Emancipación propiamente tal, y se inicia una larga y conflictiva etapa de formación de
las naciones-estados, cuya consolidación da origen a la mayoría de las actuales
repúblicas.

En el aspecto cultural, la producción intelectual, artística y literaria del periodo de la


Emancipación no sólo está contextualizada sino claramente marcada por el proyecto
revolucionario que orienta el quehacer social de esos años. Los hombres que promueven
y activan el proceso emancipador eran criollos ilustrados, poseían, en general, una
cultura filosófica y literaria; eran, puede decirse, hombres de letras con un pensamiento
amplio y avanzado. Pero el cultivo de la literatura, en el sentido que hoy daríamos al
término, no fue en ese periodo una actividad autónoma sino que estuvo al servicio de la
difusión polémica de las nuevas ideas (Henríquez Ureña: Corrientes, 98-101). Esto se
puede establecer tanto por las evidentes preferencias temáticas en la literatura de esos
años, como por la a menudo explícita posición ideológica que asume la perspectiva de
enunciación. Este carácter programático y de servicio que asumen las letras de esos años
explican no sólo la virtual ausencia de una literatura concebida como expresión
individual, subjetiva, sino la utilización sistemática de las formas tradicionales que se
denominan «neoclásicas », puesto que su empleo facilitaba la recepción por parte de un
público formado en la sensibilidad y gustos del XVIII.

Una consecuencia importante de este hecho es que la noción misma de «literatura» (sobre
todo si la tomamos en su acepción actual) adquiere en este periodo un sentido
sumamente lato y bastante ajeno a las cuestiones puramente artísticas o estéticas, que
pasaban más bien a cumplir una función complementaría o ancilar, como podría decir
Alfonso Reyes.

Como hemos señalado más arriba, en este periodo el ejercicio de las letras, y en general
el de toda actividad intelectual, se encuentra hondamente marcado (en uno u otro
sentido, en función de unos u otros intereses) por el proyecto emancipador, liberador y
contestatario que compromete el conjunto de la vida social. Para el bando de los
patriotas, sobre todo, las letras eran un instrumento de difusión de las nuevas ideas, de
formación de conciencias críticas y libres, un medio para la «ilustración» de los
ciudadanos, que debían prepararse para el ejercicio de la libertad que se buscaba
conquistar.

Las condiciones materiales y políticas en que se daba el ejercicio de las letras hacen que
hasta el segundo decenio del siglo XIX el proyecto emancipador y revolucionario no
pudiera expresarse en el medio hispanoamericano de una manera abierta. Porque si bien
es cierto que la obra de sus intelectuales muestra, sobre todo en la etapa
inmediatamente anterior a 1810, diversos grados de radicalización en sus
planteamientos nacionalistas y emancipadores, es necesario considerar que no siempre

3
estas manifestaciones podían mostrar la verdadera hondura de sus proyectos
revolucionarios, habida cuenta de la represión y vigilancia que ejercían sobre los escritos
las autoridades coloniales. Más libres, y por tanto más audaces y reveladoras, son las
expresiones escritas de los criollos en el exterior, particularmente en Europa, sobre todo
después del triunfo de la Revolución Francesa (1789).

La medida de expulsión de los jesuitas, decretada por Carlos III en 1767, dio lugar a que
una significativa cantidad de miembros de la orden se dieran a la tarea de difundir el
conocimiento y de formar conciencia sobre la realidad americana en los medios europeos.
De hecho, como señala John Lynch, «la literatura de los jesuitas exiliados pertenecía más
a la cultura hispanoamericana que a la española. Y, si no era aún una cultura 'nacional',
contenía un ingrediente esencial del nacionalismo, la conciencia del pasado histórico de
la patria (...). Los jesuitas eran simplemente los intérpretes de sentimientos regionalistas
que ya se habían arraigado en el espíritu criollo»3.

Un ejemplo significativo de esto lo encontramos en el ya mencionado abate Viscardo.


Peruano de nacimiento, exiliado a raíz de la expulsión de los jesuitas, vive en Italia y en
Inglaterra. En 1791 redacta su «Carta a los españoles americanos», que es editada por
Francisco de Miranda en 1799. En este texto se hace explícita la identidad del
hispanoamericano como diferente del español peninsular, al afirmar que

El Nuevo Mundo es nuestra patria, y su historia es la nuestra, y en ella es que


debemos examinar nuestra situación presente para determinarnos, por ella, a
tomar el partido necesario a la conservación de nuestros derechos propios y de
nuestros sucesores.

Esta afirmación de identidad diferenciada es, para Viscardo, la necesaria toma de


conciencia de que « [no conocemos] otra patria que ésta [i. e. América] en la cual está
fundada nuestra subsistencia y la de nuestra posteridad», y en consecuencia España
debe ser vista como «un país que nos es extranjero, a quien nada debemos, de quien no
dependemos y del cual nada podemos esperar».

Esta idea de que «la patria es América», como dirá más tarde Bolívar, es decisiva en la
formación de la conciencia emancipadora, y es fundamental tomarla en cuenta para
comprender globalmente el proceso de esos años, ya que es un sello específico que marca
tanto las acciones políticas y militares de todo ese periodo como los proyectos
intelectuales y literarios que entonces se plasman.

Porque es un hecho evidente que en las letras de esos años prácticamente no se


encuentran preocupaciones «nacionales» a la manera como se desarrollan posteriormente
(y como todavía se entienden); es decir, no se postula una literatura -o una cultura- que
sea chilena, argentina, mexicana o venezolana, sino una que fuera «americana», y este
«americana» es un gentilicio de identificación nacional, por oposición a «española». Los
escritores se sienten «americanos» y por ello, para quienes hoy escriben las historias de
las literaturas nacionales, a menudo es difícil -y no muy legítimo- adscribir a muchos de
ellos a un país específico4.

Aparte de esta idea de una identificación diferenciadora con respecto a la España


peninsular, es importante destacar en el texto de Viscardo la base política libertaria e
3
John Lynch: Las revoluciones hispanoamericanas. 1808-1826. Barcelona: Editorial Ariel, 1985;
p. 43.
4
A manera de ejemplo, recordemos los casos de Andrés Bello respecto a Venezuela y Chile,
Antonio José de Irisarri (Guatemala, Chile, Colombia), Simón Rodríguez (Venezuela, Chile,
Ecuador, Bolivia), Bartolomé Hidalgo (Uruguay, Argentina), etc.

4
ilustrada que alimenta su conciencia emancipadora: la lucha de América no tiene un
sentido nacionalista estrecho, no es contra los españoles en cuanto tales sino contra el
despotismo y el absolutismo, razón por la cual considera que «el español sabio y virtuoso,
que gime en silencio la opresión de su patria, aplaudirá en su corazón nuestra empresa».
Porque una América libre será también «asilo seguro para todos los españoles, que
además de la hospitalidad fraternal que siempre han hallado allí podrán respirar
libremente bajo las leyes de la razón y de la justicia».

La Carta de Viscardo se publica (en francés) en 1799, un año después de su muerte; en


1801 se hace una edición en castellano, que circula en los medios patriotas de todo el
continente. El principal propagador del texto de Viscardo en esos años fue Francisco de
Miranda, y esto es significativo y revelador de su importancia como síntesis del proyecto
político-ideológico que impulsaba la conciencia criolla en ascenso.

Sin embargo, como se ha dicho, pocos son los textos propiamente literarios que se
registran en ese periodo. El mismo año de la edición en castellano de la Carta de
Viscardo se da a conocer la «Oda al Paraná» de Manuel José de Lavardén (1754-1809), en
que los versos neoclásicos de elogio al paisaje y la tierra son lenguaje discreto para
anunciar las posibilidades de progreso basado en la industria y el comercio, vagamente
insinuado como «libre comercio».

Tal vez lo más interesante y significativo de una nueva cultura emergente en esos años
no se encuentra en obras canónicamente consideradas literarias. Es interesante, aunque
ha sido soslayado en gran medida, el registro de una amplia producción de textos que,
desembarazándose de los ceñidores codificados de la «literatura», dieron lugar a lo que
bien pudiera considerarse como el «género» más propio del periodo. No existe un nombre
común para esta modalidad expresiva, pero es evidente que bajo las diversas
denominaciones con que se dan a conocer estos textos -«Declaración», «Proclama»,
«Arenga», «Memorial», «Representación»... 5- subyace una misma búsqueda formal y
expresiva. El ejemplo más importante y donde alcanza su mayor nivel este «género»
literario propio del periodo de la emancipación, se encuentra en la «Carta de Jamaica»
(1815) de Simón Bolívar, verdadera pieza maestra en su tipo.

Por otra parte, también es frecuente, sobre todo en los primeros años, que se utilicen,
cambiando su signo, formas canonizadas por la tradición literaria y cultural, como los
«Diálogos» y los «Catecismos» 6. Un estudio que parta del registro y examen de las
manifestaciones concretas que constituyen el mundo de las letras de la emancipación,
tendría que establecer la tipología discursiva básica, tanto temática como formal, que
predomina en la producción literaria de esos años. Y en esta perspectiva sería posible ver
que desde la Carta (1791) de Viscardo hasta la «Alocución a la poesía» (1823) de Andrés
Bello subyace un mismo aliento, que busca formalizar literariamente el proyecto y el
conflicto político-ideológico que define la fisonomía de la sociedad de la época.

5
Véase, por ejemplo, la «Proclama a los pueblos de América» (1809) de M. Rodríguez de Quiroga; la
«Arenga» (1809) de Juan Pío de Montúfar, Marqués de Selva Alegre; la «Representación de los
Hacendados » (1809) de Mariano Moreno; el «Memorial de agravios» (1809) de Camilo Torres; la
«Proclama» (1811) de Camilo Henríquez (firmado Querino Lemáchez).
6
Cfr. «Diálogo entre Atahualpa y Fernando VII en los Campos Elíseos» (1809) de Bernardo de
Monteagudo; los «Diálogos» de Bartolomé Hidalgo; «Diálogos de diversos muertos sobre la
independencia de América» (1821) de José Cecilio del Valle; «Catecismo político cristiano» (¿1810?,
1811) de José Amor de la Patria (Seudónimo); «Catecismo religioso político contra el Real
Catecismo de Fernando VII» (¿1817?) de Juan Germán Roscio.

5
Como hemos señalado, la mayor parte de la producción en la esfera de las letras de este
periodo no se encauza por las vías tradicionales de la poesía o la narrativa de ficción. Sin
embargo, esto no significa que no hayan tenido cultivadores, y algunos de importancia y
valor.
En la lírica, aunque no desaparecen los motivos amorosos y sentimentales, el conjunto
de la producción está marcado también por las preocupaciones libertarias, patrióticas y
cívicas; si empleamos la nomenclatura tradicional, podríamos decir que estas obras
formalmente se ajustan a las modalidades neoclásicas, aunque se pueda advertir la
creciente presencia de los alientos románticos 7. Los títulos mismos revelan las
preferencias formales que más se adecuan al impulso que las motiva: «Oda a la libertad»
(1812) de Mariano Melgar, «Oda a la victoria de Maipú» (1818) de Juan Cruz Valera, «Oda
a los habitantes de Anáhuac» (1822) de José María Heredia, la «Victoria de Junín. Canto
a Bolívar» (1825) de José Joaquín de Olmedo. Es interesante destacar, dentro de todo
esto, que surgen algunas expresiones que van mostrando la presencia y afirmación de
una sensibilidad diferenciada respecto de la europea y española peninsular. Por otra
parte, aunque su presencia haya sido en general soslayada por la historiografía literaria
tradicional, circula una vasta producción popular, y ésta llega incluso a permear el
terreno de la poesía ilustrada y escrita, entregando muestras originales y
verdaderamente renovadoras. Tal el caso, por ejemplo, de los «cielitos» de Hidalgo o de los
«yaravíes» de Melgar.

En lo que respecta a textos teatrales, su producción es escasa, y abundan las


traducciones e imitaciones de obras clásicas y de autores franceses, la mayor parte
concebidas para la lectura y no para la representación. Dentro de los parámetros
formales de la tragedia neoclásica escribieron obras Juan de la Cruz Várela, José
Fernández Madrid y hasta el mismo José María Heredia; también se dieron algunos
casos de comedias a lo Moratín y de sainetes 8. Uno de los ejemplos de la búsqueda de
utilizar el teatro para difundir las ideas nuevas y para servir al proyecto emancipador es
el de Camilo Henríquez, que escribe una obra dramática, La Camila, o la patriota de Sud-
América, mientras estaba exiliado en Buenos Aires, y aunque no consigue representarla
se imprime en 1817. En esta obra, mediante trazos fuertes y lenguaje enfático, aparecen
los patriotas perseguidos por el despotismo español, que encuentran refugio entre los
indios, presentados por contraste como idealizada muestra de sabiduría y de bondad.

La obra narrativa que destaca en este periodo es, indudablemente, El Periquillo Sarniento
de José Joaquín Fernández de Lizardi. Lizardi fue básicamente un publicista de ideas,
dedicado al periodismo y a la polémica. Utiliza la coyuntura del decreto de 1812 de las
Cortes de Cádiz sobre la libertad de imprenta, para fundar periódicos y desarrollar su
actividad en México. El regreso de Fernando VII y el inicio de la Reconquista o
Restauración Colonial imponen la censura y Lizardi opta por emplear la ficción narrativa
para expresar aquello que la censura le impedía en el periodismo. Es así como en 1816
salen a luz los tres primeros volúmenes de El Periquillo Sarniento (el 4º y último sólo se

7
No es este el lugar para examinar la cuestión, pero es indudable que se hace necesario revisar
críticamente el modo como se han aplicado las determinaciones de «clásico» y «romántico» en la
historiografía literaria tradicional (y no sólo en el caso latinoamericano, cabe señalar). En general,
parece haber primado el uso circunstancial y restringido que los términos adquieren en las
polémicas de la época, sin considerar la conceptualización más integradora que la distancia
temporal y posteriores estudios (como The Classical Tradition, de Gilbert Highet, por ejemplo, o los
estudios de Mario Praz o Van Thieghem sobre el romanticismo) han entregado.
8
Hay algunos casos especiales y destacados, como el del mexicano Manuel Eduardo de Gorostiza
(1789-1851), del cual «con una sola excepción todas sus comedias originales fueron estrenadas en
Madrid y escritas para un auditorio español, sin que en parte alguna se traduzca la oriundez
americana del poeta» (Menéndez Pelayo: T. I, 114-115).

6
imprime con la edición de 1830), obra en la que si bien no hay una manifestación
explícita de los ideales libertarios y emancipadores (las condiciones tampoco lo
permitían), se plasma como una clara propuesta crítica que cuestiona, desde una
perspectiva ilustrada y antiescolástica, la degradada sociedad colonial y la deformación
moral, cívica e intelectual que resultaba de la colonia.

Un caso especial y que amerita ser tomado en consideración en la narrativa de este


periodo es el de la novela Jicotencal9, de autor desconocido, pero hispanoamericano,
publicada en Filadelfia en 1826. Es considerada como la primera novela histórica, dentro
del código romántico, anterior a la primera de esta índole en España (Ramiro, conde de
Lucena, de Rafael Humara, publicada en 1828). Como señala Pedro Henríquez Ureña, «en
realidad, su aparición marcaría los comienzos del romanticismo en la América española
si no fuera porque se trató de una obra aislada en la que casi nadie paró mientes y que
no tuvo continuadores ni influencia» (Corrientes, 123). En todo caso, el hecho es
ilustrativo de la creciente autonomía de las letras hispanoamericanas con respecto a las
españolas, lo que se verá corroborado poco más tarde con la publicación de Elvira, o la
novia del Plata (1832) de Esteban Echeverría.

El texto en que más claramente se expone el sentido de la literatura en función de


proponerse la emancipación literaria y servir a la emancipación cultural de los
americanos, es la «Alocución a la poesía», de Andrés Bello. Publicada originalmente en
1823, en las páginas iniciales de la Biblioteca Americana, la revista que Bello y Juan
García del Río (1794-1856) empiezan a editar en Londres, es, en opinión de José Juan
Arrom «un verdadero manifiesto poético» (Arrom: Esquema, 135; Henríquez Ureña:
Corrientes, 100). El poema es presentado en los siguientes términos: «Alocución a la
Poesía, en que se introducen las alabanzas de los pueblos e individuos americanos, que
más se han distinguido en la guerra de la independencia (Fragmento de un poema
inédito, titulado 'América')». Escrito en la métrica de la silva (combinación libre de versos
de 7 y 11 sílabas), comienza con una invocación a la poesía para que abandone Europa
(«esta rejión de luz i de miseria») y venga a las tierras de América («del Sol joven esposa»),
donde se encuentra abierta la naturaleza y todo espera para encontrar su inspiración en
ella:

Divina Poesía,
tú de la soledad habitadora,
a consultar tus cantos enseñada
con el silencio de la selva umbría,
tú a quien la verde gruta fue morada,
i el eco de los montes compañía:
tiempo es que dejes ya la culta Europa,
que tu nativa rustiquez desama,
i dirijas el vuelo a donde te abre
el mundo de Colon su grande escena.

9
Publicada en 2 tomos, sin indicación de autor, en la Imprenta de Guillermo Stavely, 1826. El
autor de esta obra sigue siendo desconocido. Luis Leal la atribuye, sin seguridad absoluta, al
cubano Félix Várela (1788-1853), pero sus argumentos no son del todo convincentes (Cf.
«Jicotencal. Primera novela histórica en castellano». Revista Iberoamericana, XXV, 49, enero junio,
1960; p. 9-31). Benito Várela Jácome, en su estudio sobre la «Evolución de la novela
hispanoamericana en el siglo XIX» (Iñigo: Historia, T. II, 91-133), la atribuye al escritor español
Salvador García Bahamonde («La primera edición, de Filadelfia, es anónima, pero en Valencia, en
1831, se publica con el mismo título una novela cuyo autor es Salvador García Bahamonde».
Subrayado por NOT), pero en realidad la novela de García Bahamonde es otra y su título no es el
mismo sino Xicotencal príncipe americano (Valencia: Imprenta de José Orga, 1831).

7
El carácter programático de este poema de Bello está subrayado por el hecho de
publicarse encabezando el número inaugural de la revista 10, que es explícitamente -como
se puede leer en el «Prospecto» que anuncia la salida de la revista- una empresa a la vez
de emancipación y de integración americanas. La clara conciencia que Bello tenía de la
función liberadora de la literatura, las artes y las ciencias es la que lo impulsa a fundar
la Biblioteca Americana (1823), tarea que luego continúa con El Repertorio Americano
(1826-1827). Ambas revistas pueden considerarse como la más ambiciosa empresa
cultural de ese periodo, y son la mejor ilustración de los proyectos e ideales que
caracterizan este momento. Andrés Bello, cuya labor se prolonga, expande y profundiza
en el periodo siguiente, es, sin lugar a dudas, la personalidad intelectual de mayor
trascendencia en las letras hispanoamericanas del siglo XIX.

Existe consenso generalizado de que la producción literaria en este periodo estuvo


profundamente imbricada con el proyecto de emancipación política. Eso explica que sus
hombres de letras sean al mismo tiempo políticos y hombres de acción. Por eso mismo,
es difícil separar las múltiples funciones que cada uno de ellos cumple en esos años.
Pero si hubiera que resumir, en una dimensión continental, los aportes más importantes
de la vida cultural de este periodo, sería posible hacerlo considerando la labor de Andrés
Bello en el campo intelectual y literario, la de Simón Rodríguez en la renovación de las
ideas educativas y la de Simón Bolívar en la reflexión y la acción política.

El presente capítulo fue extraído de:

Osorio Tejeda, Nelson. Las letras hispanoamericanas en el siglo XIX. Cuadernos América
sin nombre, Universidad de Alicante/Universidad de Santiago de Chile, 2000.

10
Este mismo carácter es reconocido por los escritores posteriores; es así como al publicarse la
primera antología de escritores hispanoamericanos, América Poética (1836), preparada por Juan
María Gutiérrez, el poema es colocado como pórtico de la misma.

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