Introducción A La Epistemología Contemporánea Dancy
Introducción A La Epistemología Contemporánea Dancy
epistemología
contemporánea
Jonathan Dancy
Título original:
An Introduction to Contemporary
Epistemology, 1985
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con la edición impresa. Se han
eliminado las páginas en blanco.
4. FUNDAMENTALISMO
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infalibles. Es por ello por lo que pueden desempeñar el papel que se les
adjudica en esta forma de empirismo; las creencias sobre nuestros esta-
dos sensoriales presentes pueden ser nuestra base —pueden mantener-
se sobre sí mismas y sustentar a las demás— porque son infalibles.
Ya podemos ver qué es la epistemología, de acuerdo con el funda-
mentalismo. Es un programa de investigación que trata de mostrar
cómo es posible que nuestras creencias sobre el mundo externo, sobre
la ciencia, sobre el pasado y el futuro, sobre las otras mentes, etc.,
puedan justificarse sobre una base que está restringida a las creencias
infalibles sobre nuestros propios estados sensoriales. Se sugiere que,
si podemos hacer tal cosa, las exigencias de la epistemología se verán
satisfechas. En caso contrario, nos aguarda el escepticismo.
En este capítulo y en el siguiente examinaremos el fundamentalis-
mo clásico en algún detalle, y encontraremos razones para rechazarlo
prácticamente en su totalidad. Pero antes debemos examinar los moti-
vos y los argumentos que llevan o han llevado a los filósofos a seguir
esa dirección. Ya hemos visto que el fundamentalismo clásico es una
expresión de empirismo. Pero, como veremos, hay otras expresiones
de empirismo. ¿Por qué debemos escoger ésa particularmente?
PROBABILIDAD Y CERTEZA
C. I. Lewis, el fundamentalista clásico más eminente del presente
siglo, mantuvo que «a menos que algo sea cierto, nada más puede ser
ni siquiera probable» [véase C. I. Lewis (1952)]. Este punto de vista
puede ser entendido mejor si nos aproximamos a él con (un ligero)
conocimiento del cálculo de probabilidad. En este cálculo, la probabi-
lidad se evalúa siempre con relación a la evidencia. No preguntamos
cuál es la probabilidad absoluta de una hipótesis h [escrito como P(h)].
En lugar de ello, nos preguntamos sobre la probabilidad condicional
de h dada la evidencia e [escrito como P(h/e)]. La probabilidad de h
dada e se expresa por medio de correlaciones que normalmente están
en la escala del 0 al 1. Si P(h/e) = 0, dada e, es completamente seguro
que h es falsa. Si P(h/e) = 1, dada e, es seguro que h es verdadera. Si,
dada e, P(h/e) = 0.5, es tan probable que h sea verdadera como que
sea falsa, puesto que, en el cálculo, P(h/e) + P (~h/e) = 1.
Lo más importante es que, al evaluar la probabilidad de h dada e,
no cuestionamos e.; temporalmente asumimos que e es cierta y pasa-
mos por alto la posibilidad de que e no fuera verdadera. Pero la misma
e tiene una probabilidad con relación a alguna otra evidencia e’, y así
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indefinidamente. Y, a menos que encontremos al final una proposi-
ción o un conjunto de evidencias e” que, de algún modo, tenga por si
misma la probabilidad 1, toda esa serie de probabilidades no tendrá
nada en qué apoyarse. Necesitamos encontrar algo cierto que pueda
funcionar como la evidencia no cuestionada, por apelación a la cual
evaluar las probabilidades de las demás cosas.
En este argumento se sugiere que una proposición con probabili-
dad 1 es cierta. Pero certeza e infalibilidad son cosas distintas, y esta-
mos tratando de explicar una teoría que considera infalibles a sus pro-
pias creencias básicas. El paso de una a otra no es difícil. Si una pro-
posición que es cierta tiene la probabilidad 1, no hay ninguna
posibilidad de que una creencia en esa proposición sea falsa; de modo
que tal creencia será infalible.
Hay algo de extraño en este argumento, que comienza insistiendo
en que hablamos sólo de probabilidad relativa a la evidencia, y acaba
por hablar de que una proposición tiene una probabilidad 1 de propio
derecho. Los teóricos de la probabilidad eluden esta dificultad defi-
niendo la probabilidad absoluta en términos de la probabilidad relati-
va: dicen que la probabilidad absoluta de h = la probabilidad de h rela-
tiva a una tautología. [P(h) = P(h/q v ~q).] Es dudoso que esta manio-
bra sea algo más que un mero recurso técnico.
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Supongamos que toda justificación es inferencial. Cuando justifi-
camos la creencia A, apelando las creencias B y C, todavía no hemos
mostrado que A esté justificada. Sólo hemos mostrado que A está
justificada si lo están B y C. La justificación por inferencia es sólo
justificación condicional; la justificación de A está condicionada a la
justificación de B y C. Pero, si toda justificación inferencial es condi-
cional en este sentido, no hay nada de lo que pueda decirse que está
justificada realmente, de un modo no condicional. Para cada creencia
que intentamos justificar, siempre habrá una creencia ulterior de cuya
justificación dependerá la justificación de la primera, y, dado que
éste es un regreso al infinito, no habría ninguna creencia que estuvie-
ra justificada más que de un modo condicional.
La única escapatoria a esta conclusión es suponer que la cadena
de justificaciones, en vez de extenderse hasta el infinito, se retuerce y
se une a sí misma en cierto punto, formando una especie de círculo.
Pero con ello no se arreglan las cosas, porque todavía será el caso que
la justificación de todos los miembros de este anillo es condicional:
nunca podrá tener éxito en la eliminación de la condicionalidad.
El argumento del regreso de las justificaciones, por tanto, nos lle-
va a suponer que debe haber alguna justificación que no sea inferen-
cial siempre que consideremos inadmisible la consecuencia escéptica
de que ninguna creencia está justificada realmente. Y la pretensión
de que hay dos formas de justificación, inferencial y no–inferencial,
es el núcleo de cualquier forma de fundamentalismo en la teoría de la
justificación.
Aparte de la rendición directa, hay una diversidad de respuestas
posibles a este argumento. En 9.1 se mencionará una muy importan-
te. Mientras tanto, debemos preguntar si esta regresión es tan peligro-
sa como podría parecer. No todo regreso al infinito es vicioso.
Algunos son virtuosos, es decir, podemos convivir con ellos y no es
preciso encontrar una manera de detenerlos. Por ejemplo, la regresión
generada por la observación de que siempre hay un punto entre cual-
quier par de puntos puede ser virtuosa, incluso aunque la considere-
mos con relación a puntos del tiempo más bien que del espacio. Del
mismo modo, podríamos aceptar la regresión temporal causada por el
supuesto de que para cada momento en el tiempo siempre hay un
momento que le precede, o la regresión causal derivada de las propo-
siciones de que todo suceso tiene una causa separada y que cada cau-
sa es un suceso. Podríamos incluso aceptar la regresión causada por
la sugerencia de que, cuando creemos que p, creemos que p es proba-
ble (la regresión se da al considerar q = «p es probable»). ¿No pode-
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mos aceptar simplemente que la justificación continúa ad infinitum.?
Creo que el regreso de justificaciones, una vez que se le permite
comenzar del modo que se ha indicado, es vicioso, en el sentido de
que mostrará que ninguna creencia está nunca justificada. Sin embar-
go, hay una razón para pensar tal cosa que es incorrecta: considerar
que la regresión es temporal, considerar que antes de justificar A se
deben justificar B y C, y así ad infìnitum, de modo que nunca se
podría comenzar. No considero que el argumento de la regresión esté
preocupado con relaciones temporales entre actos de justificación.
Un punto de vista mejor se limita a subrayar lo que dijimos anterior-
mente, que la regresión muestra que, si toda justificación es inferen-
cial, ninguna creencia está justificada más que condicionalmente. Si
el conocimiento requiere algo más que justificación condicional,
como parece, la única manera de escapar al escepticismo del argu-
mento de la regresión es concluir con el fundamentalista que hay cre-
encias justificadas de un modo no inferencial.
Para evitar esta conclusión fundamentalista, deberemos mostrar
que el argumento del regreso de justificaciones es falaz. Más adelan-
te (9.1) se le dará una respuesta no fundamentalista. Por el momento,
sólo deseo dirigir la atención a la posible ambigüedad de uno de sus
pasos cruciales. La oración «Sólo hemos mostrado que A está justifi-
cada si lo están B y C» podría querer decir, como supusimos anterior-
mente, que habíamos mostrado que la justificación de A estaba con-
dicionada a la justificación de B y de C; pero también podría querer
decir que, cuando B y C están justificadas de hecho, hemos mostrado
que lo está A, es decir, que lo que es condicional no es la justificación
que hemos demostrado, sino el éxito de la propia demostración. El
argumento presentado anteriormente requería la primera interpreta-
ción de esa oración crucial. Si la interpretamos de la otra manera, lo
que tenemos no es una regresión de las justificaciones, sino una
demostración de la justificación que sólo tiene éxito en ciertas condi-
ciones.
El argumento del regreso de justificaciones se diferencia del argu-
mento de Lewis sobre probabilidad y certeza, a pesar de sus grandes
semejanzas estructurales (de hecho, ambos son argumentos sobre
regresiones). La diferencia entre los dos radica en que la primera de
las regresiones sólo puede ser detenida por ciertas creencias (infali-
bles), mientras que el segundo insiste tan sólo en la existencia de cre-
encias que no están justificadas inferencialmente.
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INFALIBILIDAD Y JUSTIFICACIÓN
La idea de que cualquier creencia infalible habrá de justificarse
de un modo no inferencial unifica los dos argumentos previos, como
un argumento conjunto a favor del fundamentalismo clásico. Una cre-
encia infalible estaría justificada, sin derivar su justificación de ningu-
na relación con otras creencias; no necesitaría ningún tipo de apoyo
externo, dado que parece obvio el carácter impecable de cualquier cre-
encia cuyas posibilidades de ser falsa son nulas. Por tanto, si hay cre-
encias infalibles, no debemos preocuparnos por una regresión ame-
nazante de justificaciones. La infalibilidad de la base detendrá tal
regresión.
Veremos en 4.3 que, aunque todas las creencias infalibles estén
justificadas de un modo no inferencial, lo contrario no es cierto. Es
esto lo que abre la puerta a tipos de fundamentalismo distintos a los de
la versión clásica. Es posible abandonar la opinión de que tenemos
creencias infalibles y encontrar maneras diferentes de suponer que
algunas creencias están justificadas de un modo no inferencial. Pero
no podemos limitarnos a presumir que tal cosa ha de suceder, por
ejemplo, con nuestras creencias sobre estados sensoriales. Debemos
elaborar alguna explicación de cómo es posible que una creencia logre
status y desempeñe ese papel especial. El fundamentalismo clásico
dice, plausiblemente, que nuestras creencias sobre nuestros estados
sensoriales lo consiguen porque son infalibles. En la sección siguiente
argumentaré que tal cosa no puede ser cierta y, si mi argumento es
correcto, deberemos encontrar alguna otra manera de mostrar cómo
nuestras creencias pueden estar justificadas de un modo no inferencial
y sustentarse, de ese modo, sobre sí mismas.
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momento determinado le llevaron a una falsa creencia sobre la seguri-
dad de su futuro.) Si el procedimiento incorpora siempre esta fuente
de contaminación, ¿qué sentido tiene insistir en que el input esté com-
pletamente esterilizado, limpio de cualquier tinte de falsedad?
Pero la objeción principal al fundamentalismo clásico es la de que
no existen creencias infalibles. El falibilista sostiene, en mi opinión
correctamente, que en ningún lugar estamos completamente a salvo de
la posibilidad del error.
¿Son infalibles las creencias sobre nuestros estados sensoriales
presentes? Los defensores más destacados de la infalibilidad tienden a
conceder que hay espacio para el error en la descripción de los propios
estados sensoriales [Ayer (1950)]. Podría equivocarme al describir mi
experiencia como de rosa cuando en realidad fuera de naranja. Pero se
supone que sólo sería un error verbal. Por supuesto, puedo estar equi-
vocado sobre los significados de las palabras que utilizo, pero tal cosa
no mostraría que me equivoco respecto a mis estados sensoriales pre-
sentes. Por el contrario, debo saber cómo me parecen ser las cosas; mi
único error radica en escoger las palabras erróneas. La descripción
que uso podría ser falsa, pero yo continuaría siendo infalible. Mis cre-
encias —las cosas que mis palabras tratan de describir con más o
menos éxito— deben ser verdaderas.
De un modo semejante, podemos decir que los errores meramente
verbales pueden corregirse por los métodos habituales. Puedes mos-
trarme o recordarme las diferencias entre el rosa y el naranja, quizá
enseñándome una carta de colores. Cuando haya comprendido la dife-
rencia, la podré aplicar a mi experiencia presente para poder decidir si
es de naranja o de rosa. Pero para ello debo ser previamente conscien-
te de la naturaleza de la experiencia, antes de poder compararla con
otras para decidir las palabras que la describen correctamente. No
cambio de opinión sobre cómo me parecen las cosas, sólo respecto a
cómo describirlas.
En tercer lugar, aunque yo necesite comparar entre mi experiencia
presente y otras para que saber qué palabras utilizar en las descripcio-
nes, y aunque semejante comparación, especialmente en el caso en
que comparo una experiencia presente y una pasada, sea falible (dado
que la memoria es falible), no es la comparación lo que trato de expre-
sar cuando trato de expresar mis creencias sobre mi mera experiencia
presente. Dado que mi experiencia hubiera sido como es, indepen-
dientemente de otras experiencias que hubiera podido tener o no tener.
De modo que la falibilidad de la comparación no llega a mostrar la
falibilidad de la expresión de creencia.
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Por último, si la comparación es de alguna forma posible, sólo
puede ser porque tenemos conocimiento no–comparativo de las dos
cosas comparadas. Las comparamos para ver no cómo es cada una,
sino en qué aspecto se parecen.
¿Qué replica debe dar el falibilista a este argumento? En primer
lugar, ¿cuál es el contenido de semejante creencia infalible? No puede
ser que la manera en que las cosas me parecen ahora a mí es de color
rosa, dado que podría dudar de si semejante manera de parecer es o no
rosa. Es más verosímil que la creencia infalible lo sea respecto al
hecho de que las cosas me parecen ahora de esa manera. Pero ¿a qué
equivale semejante creencia? ¿Qué contenidos tiene? No es una des-
cripción interna y, de algún modo, no verbal de cómo parecen las
cosas; no dice cómo parecen. A lo único a lo que equivale semejante
creencia es a un gesto hacia algo; en realidad, una especie bien extraña
de gesticulación, dado que los gestos son normalmente inteligibles
sólo como actos públicos respecto a objetos públicamente observa-
bles, mientras que aquí nos las vemos con un acto privado de gesticu-
lación con un objeto privado. Si los gestos dirigen la propia atención
hacia algo, ¿es inteligible la idea de nosotros mismos dirigiendo nues-
tra atención a cómo nos parecen las cosas?
El infalibilista puede insistir en que no puedo equivocarme al creer
que el color rosa es la manera en que me parecen las cosas, aunque
pueda equivocarme al suponer que «rosa» es la palabra que debe usar-
se para describir la manera en que las cosas me parecen. Éste es el
movimiento del «error meramente verbal». Pero se diría que esto es un
mal uso de la noción de un error meramente verbal. Hay bastantes cla-
ses de errores verbales (un estudio de la vida de Warden Spooner sería
instructivo en este punto, aunque no pueda evitarse la sospecha de que
algunos de sus errores fueron deliberados). Pero el caso en el que,
escogiendo las palabras cuidadosamente y con plena conciencia de lo
que estoy haciendo, me pronuncio deliberadamente sobre la naturale-
za de mi estado sensorial presente no es uno de ellos. En este caso, si
estoy equivocado, mi error es sustancial, dado que, al estar equivocado
respecto a que «rosa» sea la palabra adecuada para describir mis expe-
riencias presentes, estoy equivocado sobre qué sea el color rosa y, por
ello, sobre si mi experiencia es de rosa más bien que de naranja. De
modo que, en este caso, el error es tanto verbal como sustancial.
Si el contenido de una creencia que se supone infalible es simple-
mente que las cosas me parecen de cierta manera ahora, hay obvia-
mente menos espacio para el error que si me arriesgara a creer que esa
manera particular es de color rosa. A menos contenido, menor riesgo
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y mayor posibilidad de infalibilidad. Por lo tanto, parece probable que
una creencia sólo puede ser realmente infalible si está privada de todo
contenido. Esta es la conclusión falibilista extrema. Pero, incluso si
esta conclusión no está justificada, podemos decir que las creencias
infalibles deben tener un contenido mínimo y evanescente. Lo impor-
tante de ello es que el programa del fundamentalismo clásico preten-
día que las creencias infalibles fueran aquellas por referencia a las
cuales las demás creencias se justificaran. Se suponía que eran las cre-
encias básicas que fundamentan a las demás, los auténticos funda-
mentos epistemológicos. Para cumplir tal papel necesitarían tener el
contenido mínimo que les permitiera funcionar como premisas de
inferencias. Con la reducción de contenido necesaria para mantener la
infalibilidad de esas creencias básicas parece improbable que las cre-
encias interesantes sobre el pasado, el futuro, lo inobservado o, incluso,
los contextos materiales presentes pudieran justificarse apelando a
ellas. Nuestras creencias básicas deben tener suficiente contenido
como para apoyar la superestructura en la que estamos interesados, y
ninguna creencia con semejante grado de contenido podrá ser infalible.
Una breve consideración de los argumentos de Chisholm, destaca-
do defensor del fundamentalismo contemporáneo, puede confirmar
este diagnóstico de los errores del infalibilismo. Chisholm distingue
entre el uso comparativo y el no comparativo de la frase «parece blan-
co» (1977, pp. 30-33). En el uso comparativo, «X parece blanco» es
una abreviación de «X parece como que parecen normalmente las
cosas que son blancas». Pero el uso no comparativo, que se da en la
oración «las cosas blancas normalmente parecen blancas», es muy
diferente. La última oración se convertiría en una tautología si la ana-
lizáramos como si involucrara el uso comparativo. No se trata de una
tautología, por lo que debe haber un uso distinto, no–comparativo, de
la expresión «parece blanco»: un uso en el que realizamos un genuino
intento de describir, sin comparar, el modo como parecen normalmen-
te las cosas blancas. Chisholm pretende que en el uso no–comparativo
los enunciados sobre apariencias expresan lo que es «directamente
evidente». Una proposición directamente evidente es una que, en ter-
minología de Chisholm, no es ni idéntica a, ni está implicada por, una
proposición contingente verdadera que no llega a ser cierta. (Una pro-
posición contingente es aquella que podría ser o no verdadera o falsa.)
Una creencia en una proposición directamente verdadera no es lo mis-
mo que una creencia infalible, aunque las dos comparten la caracterís-
tica que nos importa aquí: ambas son verdaderas.
Chisholm considera diversas objeciones a su tesis de que hay un
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uso no comparativo de «parece blanco» que expresa lo que es directa-
mente evidente (y, por tanto, verdadero). Algunas de sus observacio-
nes se han hecho eco de los argumentos a favor del infalibilismo que
se han dado anteriormente. La última objeción que considera reza del
siguiente modo (1977, p. 33):
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ésta era la única, ni siquiera la mejor, forma de fundamentalismo.
¿Qué versiones más débiles son posibles?
La primera tesis característica del fundamentalismo involucra una
respuesta al argumento del regreso de justificaciones:
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sin F2 sería el que aceptara F1 por razones distintas de aquellas que pro-
porcionaba el argumento del regreso de justificaciones. Podría soste-
nerse que las creencias sobre nuestros propios estados mentales están
justificadas siempre hasta algún grado, precisamente por su objeto (por
ende, no inferencialmente), mientras que el resto de las creencias, si
están justificadas, tienen una justificación inferencial. Podría suponer-
se que todo esto es un intento de dar sentido a la idea empirista de que
nuestras creencias sobre la experiencia presente tienen una estabilidad
de la que carecen otras creencias, en virtud de lo cual son capaces de
justificar esas otras creencias y adecuarse así a la exigencia empirista
de que (por expresarlo vagamente) todo el conocimiento esté basado en
la propia experiencia. Este nuevo tipo de fundamentalismo, que se con-
siderará más adelante en el capítulo 6, podría escapar a las exigencias
de F2, pero sólo a costa de abandonar el arma favorita del fundamenta-
lismo, el argumento del regreso de justificaciones.
Cualquier fundamentalista tiene el deber de dar sentido a la posibi-
lidad de que haya creencias justificadas no inferencialmente. ¿Cómo
podrían ser? El requisito formal que impone el argumento del regreso
se vería satisfecho si hubiera creencias de uno cualquiera de los tres
tipos siguientes:
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Otra posible versión de fundamentalismo sostiene que hay algunas
creencias que nos están dadas como «datos», y que están completa-
mente justificadas a menos que surja algo que refute su justificación
(cf. el uso de la refutabilidad en 2.3). Podríamos denominar esta justifi-
cación «prima facie» o «refutable»; es más débil que la que nos da la
indubitabilidad, dado que contempla la posibilidad de que haya razones
en contra de una creencia básica. Pero todavía acepta tanto F1 como F2.
Ya ha sido propuesta una versión final. Más débil que la última,
sostiene que las creencias dadas como «datos» no están nunca justifi-
cadas completamente por esa mera razón, pero que tales creencias ya
están justificadas parcialmente, independientemente del apoyo que
puedan recibir de otras creencias. Sin embargo, sin ese apoyo ulterior
su justificación es insuficiente. Éste es el fundamentalismo que acepta
F1 y no acepta F2.
Estas versiones diferentes del fundamentalismo no se ven afecta-
das por la falta de infalibilidad. En el próximo capítulo considerare-
mos un problema diferente para el fundamentalismo que pueda tener
efectos desastrosos.
LECTURAS COMPLEMENTARIAS
C. I. Lewis (1952) y Ayer (1950) defienden formas de infalibilismo.
Alston (1976) y Amstrong (1973, cap. 11) ofrecen un buen análisis del argumento
del regreso.
Firth ( 1964) clasifica las formas diferentes de fundamentalismo desde el punto de
vista de su postura rival, el coherentismo.
La noción de infalibilidad que se usa en este capítulo precisa de detallada aten-
ción. Alston (1971) analiza las diferencias entre infalibilidad, incorregibilidad, indubi-
tabilidad, etc.
C. I. Lewis (1952) es una respuesta a Reichenbach (1952) y Goodman (1952), que
argumentan contra su opinión de que nada es ni siquiera probable si no hay nada que
sea cierto.
La mayor parte de los textos anteriores, con otros muchos ensayos importantes
sobre temas tratados en este capítulo, están reimpresos en Chisholm y Swartz (1973).
El fundamentalismo de Chisholm (1977) descansa explícitamente en el argumento
del regreso en las pp. 16-20.
Todavía vale la pena leer el ataque de Austin (1962) a Ayer, especialmente el
capítulo 10.
Sellars (1963, cap. 5) constituye un ataque extremadamente influyente al «mito de
lo dado» que se incorpora al fundamentalismo clásico. Se trata de un ensayo difícil que
recompensa su estudio.
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8. TEORÍAS DE LA COHERENCIA
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ma» [Blanshard (1939), vol. 2, pp. 265-266]. Pero este análisis de la
coherencia en términos de implicación mutua es discutible. Ewing
sugiere que bastaría con que cada uno de los miembros de un conjunto
coherente estuviera implicado por el resto [Ewing (1934), p. 229] y
que todo lo que fuera más allá de eso resultaría desastroso. En reali-
dad, ¿podemos dotar de sentido a la idea de un sistema cada uno de
cuyos miembros entrañe a todos los demás?
En lugar de responder de un modo directo a esta pregunta, pode-
mos encararla si consideramos una objeción a cualquier uso de la
noción de implicación mutua como el elemento central de un conjunto
coherente. Esa noción, tal y como la usa Blanshard, es suficientemen-
te simétrica. Pero la implicación entendida al modo tradicional no es
asunto de grados. Lo que es importante, porque los coherentistas pre-
tenden dar sentido a la idea de que, a medida que crece el propio con-
junto de creencias, mejora (eso esperamos) y gana en coherencia. Y
no sólo porque se convierta en algo más completo; difícilmente la
compleción puede considerarse como una virtud en sí misma. Es
importante percibir que no podemos apoyarnos en la consideración de
que las relaciones de implicación sólo se mantienen entre los miem-
bros de un conjunto completo, porque con tal cosa no atraparíamos
realmente el sentido en el que, al ampliar nuestro conjunto de creen-
cias, tratamos de hacerlo más coherente. Dado que es probable que
nunca logremos llegar a un conjunto coherente y completo, la defini-
ción de coherencia en términos de implicación tiene la consecuencia
de que no hay nadie cuyas creencias sean coherentes en absoluto.
[Más problemas en la apelación a la implicación se exploran en
Rescher(1973), cap. 2.5.]
De modo que, para tener una teoría de la justificación como cohe-
rencia, deberemos dar sentido a la idea de que la justificación puede
crecer. Un análisis alternativo de la coherencia, debido a Lehrer
(1974) y Sellars (1973), define un conjunto coherente como uno que
es consistente, completo y mutuamente explicativo. La idea aquí será
que, a medida que el conjunto aumenta de tamaño, podemos esperar
que cada uno de sus miembros sea explicado mejor por el resto. Las
explicaciones pueden mejorar en calidad; esto da cuenta de la mejora
en la justificación. Y la noción de explicación mutua es claramente
simétrica, en el sentido requerido.
Podrían hacerse dos comentarios sobre este análisis de lo coheren-
te como lo mutuamente explicativo. Parece, en primer lugar, que el
requisito de la compleción puede ser dejado a un lado. La exigencia
de la compleción puede fundamentarse en la búsqueda de un grado
133
más alto de explicatividad mutua. Lo que está muy bien, dado que en
realidad no disponemos de una noción clara de compleción. Quizás
pudiéramos suponer que un conjunto completo contiene toda proposi-
ción o su contradictoria. Pero esto no nos servirá de ayuda, a menos
que tengamos una idea clara de qué es «toda proposición». Del mismo
modo, tampoco poseemos una idea clara de una explicación perfecta,
de alcanzar una situación desde la que ya no sea posible mejorar. Esta
situación, como mucho, será un punto límite de nuestras constantes
aproximaciones. Pero no hay ningún contenido en el supuesto de que
la hemos alcanzado. Por todo ello, las dudas sobre la compleción nos
permiten dejarla tranquilamente a un lado al definir la coherencia.
(Más tarde, surgirán otros motivos.)
El segundo comentario es que la coherencia es una propiedad de
un conjunto de creencias, no de sus miembros individuales. El conjun-
to es coherente en la medida en que sus miembros sean mutuamente
explicativos y consistentes. Lo que será importante para las reflexio-
nes siguientes.
Puede parecer que este análisis en términos de explicación mutua
es una mejora del que apela a la implicación para mantener unido al
conjunto coherente. Pero creo que el análisis de la explicación mutua
restituye más que reemplaza la utilización que hacía Blanshard de la
implicación. La manera en que entiende Blanshard la implicación no
es la tradicional. En la interpretación tradicional, «p implica q» se
entiende de un modo atomista, como un rasgo de los significados indi-
viduales de p y de q.; dado el significado de p y el de q, si p es verda-
dero debe serlo q, con total independencia de cualquier consideración
sobre otros rasgos del sistema. En esta interpretación de la implica-
ción se basa Rescher cuando se queja de que, cuando p implica q, q es
un miembro redundante del conjunto; de modo que un conjunto cohe-
rente está infectado de redundancia mutua, contrariamente a la inten-
ción explícita de Blanshard. Lo que también está en la base de la
observación anterior de que la implicación no es asunto de grados.
Pero Blanshard, como es de esperar en alguien que es holista en teoría
del significado, no concibe la implicación de ese modo. Para él, la
implicación sólo se da en el seno de un sistema; y, dado que el sistema
determina los significados de p y de q, determina la intensidad del
vínculo entre p y q. Por lo que el vínculo puede hacerse más estrecho
a medida que el sistema crece.
Hay siempre un obvio vínculo intuitivo entre implicación, como la
considera Blanshard, y explicación. Explicar q apelando a p es mostrar
por qué, dada p, q debe ser verdadera. La explicación funciona en la
134
medida en que muestra que, dada p, q debe ser verdadera. De modo
que, en el sentido de Blanshard, la explicación revela la implicación.
Y, como la implicación, la explicación debe ser considerada desde el
punto de vista holista más bien que de un modo atomista. Por tanto, al
final, los dos análisis de la coherencia acaban coincidiendo.
Antes de dirigir nuestra atención a la teoría de la justificación
como coherencia debemos considerar la teoría de la verdad como
coherencia; las dos están estrechamente vinculadas.
135
de un conjunto coherente de proposiciones. Nada en la noción de
coherencia, tal y como está definida, nos da derecho alguno a decir
que hay un único conjunto con la máxima coherencia. Pero, obvia-
mente, como mucho sólo puede haber un conjunto completo de verda-
des. De modo que la verdad no puede definirse sólo en términos de la
coherencia.
La situación puede recordarnos las tesis de Quine sobre la infrade-
terminación de la teoría por la evidencia. Si hay más de una teoría
igualmente efectiva para hacer frente a la experiencia, ¿qué debemos
decir de diferentes teorías? ¿Sería posible afirmar que son todas ver-
dades, o que todos sus miembros son verdaderos? Parece que no pode-
mos. Si nuestros distintos conjuntos coherentes están todos cerca de la
compleción, si constituyen diferentes descripciones del mundo igual-
mente completas, ¿cómo admitir que todas las partes de esas descrip-
ciones diferentes son igualmente verdaderas? Ciertamente, si las des-
cripciones son diferentes, están en mutua competencia, y el premio
por el que compiten no es otro que el de la verdad. Por lo que sólo uno
de los conjuntos competidores puede contener exclusivamente verda-
des, y la teoría de la verdad como coherencia es incorrecta.
Ésta es una objeción habitual a la teoría de la verdad como cohe-
rencia. Podemos denominarla la objeción de la pluralidad. Produce
una enorme indignación entre los que se clasifican a sí mismos como
coherentistas. Brand Blanshard escribe (1939, vol. 2, pp. 275-276):
Esta objeción, como muchas otras críticas demoledoras, hubiera tenido más
sentido si alguien hubiera mantenido alguna vez la teoría que se pretendía
aniquilar. Pero es una enorme confusión en la medida en que pretenda
representar el uso sensato de la teoría de la coherencia.
136
sentidos. Debo acudir a este fuente tanto para verificar viejos descubri-
mientos como para incrementarlos con lo que haya de novedoso. Y para
ello debo depender de los juicios perceptivos.
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la objeción de la pluralidad es tan efectiva contra una teoría como con-
tra otra, y abandonar la exigencia de que la «verdad» es de algún
modo única, o bien admitir que, aunque la verdad sea única, el mos-
trarlo no es misión de la teoría de la verdad.
Es posible que la objeción de la pluralidad tenga algún fundamento.
Después de todo, el coherentismo debe admitir que las teorías alternati-
vas son verdaderas en la medida en que sean igualmente coherentes,
mientras que el teórico de la correspondencia puede decir que una es
verdadera y la otra falsa. El teórico de la correspondencia tiene esta
ventaja porque dice que el mundo es algo distinto a las teorías alternati-
vas, que está más allá de ellas y que puede hacer que una sea verdadera
y la otra falsa. Parece, pues, que el coherentista no puede dar un buen
sentido a la idea de que diferentes teorías compiten entre sí o son
incompatibles. Es ésta una debilidad que no afecta a su oponente.
La respuesta a esto tiene dos aspectos. En primer lugar, debemos
decir que, para el coherentista, una teoría es incompatible con otra
cuando no podemos aceptar ambas a la vez, so pena de perder cohe-
rencia. Desde el punto de vista de alguien con una teoría, cualquier
otra teoría es falsa porque no puede añadirse a la teoría verdadera. Y,
en segundo lugar, es sólo desde el punto de vista del mundo, un punto
de vista externo a cualquier teoría, desde donde adquiere ventaja el
teórico de la correspondencia. Sólo aquellos que no sostienen ninguna
teoría en absoluto y que consideran todas las teorías desde un punto de
vista externo pueden dar sentido a una noción de incompatibilidad
entre teorías que vaya más allá de la propuesta coherentista. Pero no
hay un punto de vista externo y libre de teoría. De modo que el cohe-
rentista puede ofrecer un análisis de la incompatibilidad de dos teorías
coherentes, sin que exista otro análisis alternativo que sea propio de su
adversario.
138
los creyentes individuales. El análisis completo debe ser: si el conjun-
to de creencias de a es más coherente con la creencia de que p como
miembro que sin ella o con otra alternativa, a está (o estaría) justifica-
do para creer que p.
¿Cuál es el vínculo entre justificación y verdad? Un conjunto de
creencias con un grado razonable de coherencia justificará a cada uno
de sus miembros. Pero ello no significa que todos sean verdaderos. Es
posible que el conjunto no pueda ser expandido; que, más allá de cier-
to punto, cualquier adición de creencia no haga más que disminuir la
coherencia del todo que va creciendo. En ese caso, los miembros del
conjunto no pueden ser todos verdaderos, porque no pueden ser todos
miembros de una totalidad auténticamente coherente. Pero todavía
están justificados (para a). Igualmente una creencia puede ser verda-
dera cuando la proposición que es su contenido pertenezca a un con-
junto coherente, sin que ello implique que está justificada para a.
Según el análisis coherentista, por tanto, una creencia puede ser verda-
dera sin que esté justificada y estar justificada sin ser verdadera. La
justificación puede crecer, pero no es preciso que con su crecimiento
se aproxime a la verdad. Es obvio que, a medida que un conjunto de
creencias crece y se convierte en algo más coherente, tenemos más
razones para suponer que sus miembros son verdaderos. Pero es posi-
ble que no lo sean; de hecho, siempre será bastante probable que
expansiones posteriores requieran que revisemos algunas creencias.
A pesar de la distinción entre creencia y justificación, el cohe-
rentista subraya como una virtud de su teoría el que, según ella, la ver-
dad y la justificación vayan a la par. Los miembros de un conjunto de
creencias van a estar justificados por la coherencia de éste; la coheren-
cia de un conjunto de proposiciones, creídas o no, va a convertir a sus
miembros en verdaderos. El sentido en el que, de acuerdo con la teo-
ría, la verdad no coincide con la justificación no disminuye la ventaja
de tener un vínculo confortable entre verdad y justificación.
Supongamos que, como sugieren Ewing (1934), Rescher (1973) y
Lehrer (1974), adoptamos una teoría de la justificación como cohe-
rencia, mientras rechazamos la teoría de la coherencia de la verdad —
es posible que estemos impresionados por la objeción de la plurali-
dad—. Nos enfrentamos a un misterio: ciertamente, nuestra teoría
deberá mostrar de algún modo por qué es valiosa la justificación, por
qué deben buscarse y aceptarse las creencias justificadas y rechazarse
las que no lo están. Es obvio que mostraríamos tal cosa si mostrára-
mos que, o cómo, las creencias justificadas tienen más posibilidades
de ser verdaderas. Si consideramos que la coherencia es tanto un crite-
139
rio de verdad como de justificación, tenemos gran probabilidad de
conseguirlo. La alternativa es suponer que la justificación es asunto de
coherencia interna, una cuestión de ajuste entre objetos que son del
mismo tipo, mientras que la verdad es asunto de correspondencia
entre proposiciones y objetos de un tipo distinto, hechos o estados de
cosas. Pero, en ese caso, sería difícil encontrar una razón para pensar
que, cuando se da la relación interna de justificación, también se da la
relación externa de verdad. De modo que nos encontramos con una
ventaja enorme al poseer teorías de la verdad y de la justificación que
se ajustan entre sí. La teoría de la verdad debe ajustarse a la epistemo-
logía y no debemos permitir que vaya al margen de ella.
¿Qué objetos están vinculados por la relación de explicación
mutua en un conjunto coherente? En la teoría de la verdad como cohe-
rencia son proposiciones; en la teoría de la justificación como coheren-
cia, también son proposiciones. De modo que, cuando hablamos de la
justificación de la creencia de a de que p, estamos preguntándonos si
la proposición p forma, con otras proposiciones creídas por a, un con-
junto que promete ser coherente. Si lo hace, la verdad de p se explica
por relación a la verdad de esas otras. [Una perspectiva diferente la
adopta Lehrer (1974) al sugerir que lo que necesita explicación no es
tanto la verdad de p como el hecho de que a crea que p.] Por tanto,
también en este extremo, nuestra teoría de la verdad se ajusta a la teo-
ría de la justificación.
Por otra parte, el coherentista diría que tenemos motivos más
importantes para deshacernos de las asimetrías del fundamentalismo.
Todavía no hemos descubierto ninguna razón convincente para adop-
tar esas asimetrías (véanse, sin embargo, 8.4 y 5.1) y, en ausencia de
tal razón, debemos considerar que sólo hay una forma de justifica-
ción: la misma para todas las creencias. No existe ningún otro punto
estable por apelación al cual puedan evaluarse las otras creencias.
Todas las creencias se evalúan del mismo modo, teniendo en cuenta
sus efectos en la coherencia global, por lo que no hay restricciones en
lo que puede tomarse en consideración para dar apoyo a una creencia.
La prueba crucial, como dice Bradley, es el sistema y no un criterio
unidireccional de adecuación a la evidencia. Del mismo modo, cuando
surge una dificultad no hay requisitos previos acerca de dónde debe
efectuarse la revisión. No tenemos razones independientes para prefe-
rir retener creencias altamente observacionales antes que otras teóri-
cas. La revisión correcta es la que resulta en una nueva totalidad más
coherente, sin que podamos decir por anticipado qué tipo de revisión
tiene más posibilidades de éxito.
140
Los coherentistas asegurarían que esta teoría holista se adecua a
nuestra práctica real mucho mejor que la explicación fundamentalista,
que es más restrictiva. En la práctica, no existen tabúes sobre qué pue-
de utilizarse para dar apoyo a una creencia ni exigencias sobre los
tipos de enunciados que deben retenerse preferentemente en caso de
conflicto con otros. No siempre preservamos lo observacional a
expensas de lo teórico. Por ejemplo, suponemos que alguien está equi-
vocado cuando dice que la cortina le parece naranja, sobre la base de
que los objetos con determinada estructura molecular no parecen de
color naranja. Del mismo modo, defendemos nuestras creencias
observacionales apelando a las teóricas (por supuesto —véase 4.3—,
una forma débil de fundamentalismo lo podría admitir también). No
sólo no hay una necesidad teórica de aceptar las asimetrías, sino que
nuestra práctica revela que no hacemos tal cosa.
Es así como el coherentismo hace de la necesidad virtud. En
ausencia de puntos fijos y de claves respecto a dónde comenzar la
revisión, sabemos que, en cualquier momento, nuestro conjunto de
creencias es meramente provisional. La necesidad de revisión puede
aparecer por cualquier lado. Es ésta una forma de falibilismo (véase
4.2). Los coherentistas la aceptan con los brazos abiertos y aseguran
que es su punto de vista el que revela la fuerza del falibilismo. El fali-
bilismo no es un defecto infortunado, sino una parte esencial de la
tarea epistemológica, la disposición a la revisión constante a la bús-
queda de mayor coherencia.
La capacidad de la teoría para justificar los principios de inferen-
cia que utilizamos le proporciona un soporte adicional. El fundamen-
talismo supone que necesitamos no sólo creencias básicas, sino tam-
bién principios de inferencia que nos lleven de esas inferencias a la
supraestructura más sofisticada. Es posible que comprendamos qué
justifica las creencias básicas, pero ¿qué justifica los principios de
inferencia? El ejemplo clásico de este planteamiento es nuestro tercer
argumento escéptico sobre la inducción (1.2). Volveremos sobre ello
en el capítulo 13. Pero el principio inductivo no es el único principio
de inferencia que está en cuestión. Otros podrían ser los siguientes:
141
Tales principios no pueden justificarse apelando a las creencias
básicas, ni como conclusiones de inferencias a partir de esas creen-
cias. Parece, por tanto, que el fundamentalismo todavía debe encontrar
una forma ulterior de justificación para sus principios de inferencia.
Los coherentistas se enfrentan a una tarea mucho más fácil, tanto si
pueden alcanzar el éxito como si no. Para ellos, los principios de infe-
rencia son, por supuesto, necesarios como una de las formas de man-
tener unido al conjunto coherente. Pero pueden justificarse del modo
ahora familiar, consistente en la apelación al incremento de la cohe-
rencia que resulta de la adopción de un principio. Es de esperar que el
uso de un principio incremente el tamaño de un conjunto de creencias,
y que esté justificado si el conjunto aumenta en coherencia a la vez
que en tamaño. Y si se dan principios en conflicto, como cuando con-
sideremos una opción a 1 que incluye una restricción a ciertas circuns-
tancias, está justificada la alternativa cuyo uso incremente más la
coherencia del conjunto. (Estas cuestiones se examinarán mejor en los
capítulos 11-13, donde se pondrá en cuestión esta respuesta.)
Otra ventaja del coherentismo, sugerida por Rescher (1973, p.
332), es la de que no presta atención exclusiva a la lucha del individuo
por construir su propia epistemología, que es la concepción clásica de
la tarea epistemológica (véase 5.1); en lugar de ello, da sentido a la
idea de conocimiento como un fenómeno social, algo que puede com-
partirse y que se incrementa por el hecho de ser compartido. Esta pre-
tensión parece depender de la facilidad con la que los coherentistas
puedan justificar el uso del principio 2. Es como si los coherentistas
comenzaran con el problema egocéntrico tradicional respecto a cuáles
de nuestras creencias están justificadas. En este respecto no se alejan
de la tradición, excepto en que no insisten en restringir los datos ini-
ciales a hechos básicos sobre los propios estados sensoriales. El testi-
monio de los demás puede usarse de un modo más o menos inmediato
para incrementar la coherencia del propio conjunto de creencias, por
lo que es posible realizar un pronto desplazamiento desde el predica-
mento egocéntrico y pensar en uno mismo como en un colaborador,
incluso como alguien que tiene más posibilidades de aprender de los
demás que de contribuir por sí mismo a la suma total del conocimien-
to (una especie de modestia epistemológica). Esto no llega a ser el
supuesto de que el conocimiento es un fenómeno completamente
social, como algunos podrían desear, pero se aproxima a esa posición,
a pesar de comenzar en el punto de partida tradicional.
Los coherentistas también suponen que su punto de vista, así como
proporciona una posible justificación de la inducción, ofrece también
142
una perspectiva desde la que es posible eludir, si no refutar, al escépti-
co. Consideramos esta pretensión en 9.3, 9.5 y 13.3.
Por último, ya vimos en el capítulo 7 una razón general para bus-
car un holismo más completo en teoría de la justificación, para ade-
cuarse a la teoría holista del significado. El coherentismo es la teoría
holista; nos proporciona lo que buscábamos.
Son éstas las ventajas principales que los coherentistas reclama-
rían para su teoría. Ahora consideraremos el ataque crucial contra el
coherentismo. Se trata de la queja de que no es compatible con el em-
pirismo.
143
debe sentirse preocupado por este ataque. Se le ha puesto en la situa-
ción de mantener que conjuntos de creencias que no tienen relación
alguna con la experiencia de nadie pueden tener todos los rasgos defi-
nitorios de la coherencia. Pero sólo concedería tal cosa si aceptara la
distinción entre creencia y experiencia; y es ésta una distinción en la
que no coincidirían todas las partes de esta disputa. Podemos construir
una forma de coherentismo inmune al argumento anterior si mantene-
mos, como Kant, la imposibilidad de establecer una distinción adecua-
da entre los elementos «cognitivos» y sensoriales de la experiencia
sensorial, o si mantenemos que toda experiencia es una forma de
conocimiento o juicio (esto es, de adquisición de creencia) más bien
que una forma de sensación. Si el coherentista exige, para que se dé la
justificación, que todos los elementos cognitivos estén interconecta-
dos, no hay ninguna posibilidad, una vez que consideramos que la
experiencia es cognitiva, de que creencias completamente desconecta-
das de la experiencia sensorial pudieran contar como justificadas.
Esta línea de defensa, por importante que pueda ser, no es comple-
ta. Incluso si aceptamos que la experiencia es una forma de creencia,
todavía podemos insistir en una distinción entre creencias sensoriales
y otras (sin poder especificar exactamente cómo ha de ser trazada), y
volver a expresar, por medio de esa distinción, la demanda del empi-
rista como la exigencia de que las creencias sensoriales den apoyo a
las demás. Y es ésta una exigencia de algo que está más allá de la
mera coherencia, dado que la noción relevante de apoyo se entiende de
un modo asimétrico. Lleva la asimetría al interior de la teoría de la jus-
tificación del modo preciso que al coherentista le gustaría evitar.
(Ideas similares, por ejemplo la de que nuestras creencias sensoriales
son nuestras evidencias o nuestros datos, tienen el mismo efecto.) El
requisito de que lo sensorial preste apoyo a lo no sensorial equivale a
decir que la justificación es unidireccional, yendo de lo sensorial a lo
no sensorial, y, por ello, a decir que la justificación adopta dos formas:
en primer lugar, la justificación de lo no sensorial por lo sensorial y,
en segundo lugar, la (de algún modo diferente) justificación de lo sen-
sorial. Lo que equivale a abandonar la tesis monista esencial del cohe-
rentismo en favor de alguna forma de fundamentalismo, por muy limi-
tada que esa forma resulte ser.
El coherentismo podría, por supuesto, tratar de escapar a este ata-
que pretendiendo que la mera distinción entre las creencias sensoriales
y las no sensoriales no equivale a imponerle una de las asimetrías no
deseadas. Pero creo que, por ese camino, no tiene escapatoria. En pri-
mer lugar, no es la distinción misma la que crea asimetría, sino la
144
demanda de que, distinguidas de ese modo, las creencias sensoriales
soporten a las no sensoriales. En segundo lugar, parece que hay razo-
nes poderosas para que incluso el coherentista adjudique a las creen-
cias sensoriales algún papel especial en la epistemología del indivi-
duo. No todas esas razones deben tener el mismo peso, pero mencio-
naré tres de ellas.
En primer lugar, aquellos objetos cuya justificación estamos con-
siderando son conjuntos de creencias, y todos los conjuntos de creen-
cias con los que estamos familiarizados (el nuestro propio y el de
nuestros contemporáneos) están, de hecho, basados en la experiencia.
No tenemos razón alguna para preocuparnos, por tanto, con inexisten-
tes conjuntos de creencias que carecen de fundamento empírico. En
segundo lugar, para que un conjunto cuente como conjunto de creen-
cias —para que la actitud proposicional implicada sea la creencia—
debe ser concebido como una respuesta a los estímulos del medio. No
se trata de que las creencias completamente desconectadas de la expe-
riencia estarían injustificadas; se trata más bien de que, en ese caso,
no serían creencias en absoluto. En tercer lugar, parece posible, aun-
que la cuestión deba determinarse empíricamente, que la confianza
asimétrica en la experiencia que se expresa en la idea de que nuestra
evidencia es la experiencia produciría, a partir del mismo input, con-
juntos de creencias con una mayor coherencia, y, si esto es así, hay
razones para introducir una asimetría en la explicación desde el mis-
mo proyecto coherentista.
Dado que debe existir alguna asimetría, ¿puede vérselas con ella el
coherentista? Podría intentarlo distinguiendo entre dos tipos de seguri-
dad en las creencias, la antecedente y la subsiguiente. La seguridad
antecedente es aquella que una creencia lleva consigo, que es anterior
a cualquier consideración sobre lo bien que la creencia pueda ajustar
con otras creencias o sobre la coherencia del conjunto. Podríamos
mantener que las creencias sensoriales tienen un grado de seguridad
antecedente al ser prima facie fiables o justificadas; habrá, hasta la
infalibilidad, grados mayores de seguridad antecedente. La seguridad
subsiguiente es la seguridad que adquiere una creencia como resultado
de su contribución a la coherencia del conjunto. Todas las creencias
justificadas, en una explicación coherente, tienen cierto grado de
seguridad subsiguiente.
Los coherentistas tradicionales pretenderían que ninguna creencia
tiene una seguridad antecedente mayor que otra. Podríamos denomi-
nar esta posición puro coherentismo; una forma extrema de ella man-
tiene que ninguna creencia tiene ninguna seguridad antecedente en
145
absoluto. Pero el argumento anterior podría convencernos de que las
creencias sensoriales tienen una seguridad antecedente de la que care-
cen otras creencias. Si este «coherentismo débil» es consistente, es
posible que pueda afrontar las demandas del empirismo. Pero parece
que el coherentismo débil corre el peligro de ser sólo otro rótulo para
una forma de fundamentalismo. Después de todo, la fiabilidad prima
facie y características semejantes se mencionaron en 4.3 como crucia-
les de las formas no-clásicas de fundamentalismo. Por tanto, ¿es posi-
ble ser empirista y aceptar una relación asimétrica entre las creencias
sensoriales y las otras, sin ser por ello un fundamentalista? En la pre-
cedente discusión sobre Quine (7.2 y 3) parecía que la insistencia
empirista en que nuestras creencias se fundamentaran en la experien-
cia debería ser, de algún modo, compatible con el holismo completo
tanto en epistemología como en teoría del significado. ¿Podemos
mostrar con más detalle cómo sería posible tal cosa?
146
bien sobre requisitos continuos, como cuando escribe sobre el tipo de
significado básico para la traducción (7.2).
Bradley aceptaría que el mundo sensorial desempeña un papel
especial en epistemología, pero no que ese papel equivalga al tipo de
asimetría que caracteriza el fundamentalismo (ibíd, p. 210).
LECTURAS COMPLEMENTARIAS
«On truth and coherence», cap. 7 de Bradley (1914).
Rescher (1973, cap. 2) distingue entre teorías «criteriales» y «definicionales» de la
verdad, y rechaza la pretensión de la teoría de la coherencia de ser definicional. No
está claro que una teoría «criterial» de la verdad sea reconociblemente distinta a una
teoria definicional de la justificación.
Firth (1964) discute la cuestión de si una explicación coherentista del conocimien-
to puede dotar de sentido a la idea de que el conocimiento empírico se basa en la expe-
riencia; la defensa que ofrece parece ser una forma de coherentismo débil.
Seilars (1979) responde a Firth de un modo más consistente con el puro coheren-
tismo.
Ewing (1934, cap. 5) es un critico de las teorías de la coherencia que simpatiza con
ellas. Está de acuerdo con Rescher en que la teoría de la coherencia de la verdad debe
considerarse criterial más que definicional.
Blanshard (1939, caps. 25-27) ofrece la formulación autorizada más reciente de
una posición descaradamente coherentista.
La idea de lo coherente como lo mutuamente explicativo parece que se deriva de
Sellars( 1936, pp. 321-358).
Una extensión del argumento de 8.4-5 se encuentra en Dancy (1984a).
Cornman (1977) sugiere que una mezcla de fundamentalismo y coherentismo
resultará ser «la teoría de la justificación empírica más razonable».
149