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Taller de Niño Muni y Mil y Una Noche

Este documento presenta dos cuentos de la literatura antigua: "La muerte del niño Muni" del Ramayana hindú, y "Las mil y una noches" de la literatura árabe. El primer cuento narra cómo el rey Dasaratha accidentalmente mata a un niño con una flecha y recibe una maldición que lo condena a morir sin ver a su hijo Rama de nuevo. El segundo cuento introduce la historia del Sultán Schariar, quien enloquecido por la traición de su esposa decide casarse y ejecutar a una nue
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Taller de Niño Muni y Mil y Una Noche

Este documento presenta dos cuentos de la literatura antigua: "La muerte del niño Muni" del Ramayana hindú, y "Las mil y una noches" de la literatura árabe. El primer cuento narra cómo el rey Dasaratha accidentalmente mata a un niño con una flecha y recibe una maldición que lo condena a morir sin ver a su hijo Rama de nuevo. El segundo cuento introduce la historia del Sultán Schariar, quien enloquecido por la traición de su esposa decide casarse y ejecutar a una nue
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TALLER DE CASTELLANO

Docente: ESP.ADRIANA LUCIA GONZALEZ 1º. Período - Fecha: _________

Estudiante: ______________________________________________ Grado: UNDECIMO____

Leer los siguientes textos características de la LITERATURA ANTIGUA y realizar una síntesis en menos del 50%
de las palabras
LA MUERTE DEL NIÑO MUNI

Está escrita en el "Ramayana", el más hermoso libro de la literarura oriental, compuesto por el sabio y
asceta indio Valmiki. Libro sagrado que encierra toda la fastuosidad, la belleza y la sabiduría de la antigua
civilización indostánica.

De él tomamos el presente episodio, creyendo que jamás encontró ninguna literatura palabras tan
conmovedoras y tan sencillas para llorar la muerte de un niño.

Rama, el héroe de la India en quien encarnó el espíritu de los dioses para vencer a Rayana, el demonio-rey de Ceylán;
Rama, el brillante y hermoso hijo de reyes, ha sido desterrado al bosque de Dandaka por malas artes de su madrastra. Su
propio padre, Dasaratha, ha dado la orden de destierro.

Y desde que Rama abandonó su patria, en el alma del rey Dasaratha se hizo la oscuridad, y llora sin tregua, recordando al
noble hijo ausente.

Cinco días lloró, en la luz y en la sombra. Al sexto día, hallándose el glorioso rey en medio de la noche, lamentando el
destierro cruel de Rama, recordó una acción inicua de su juventud y comprendió que por ella le castigaban los dioses, y que
estaba condenado a morir sin que sus ojos vieran nunca más al hijo desterrado.

Y en medio de la oscuridad habló así a su esposa, la reina Kausalya:

-Escucha atenta mis palabras, ¡oh reina! De la acción, buena o mala, que el hombre ejecuta, él ha de recoger
necesariamente el fruto con el andar del tiempo. Yo recojo ahora el fruto de una criminal acción; por eso, cegado por el
destino, he desterrado a Rama, nuestro hijo querido, al que nunca más verán mis ojos. Escucha, ¡oh Kausalya!

En otro tiempo, siendo yo joven y experto en herir con las flechas a larga distancia, cometí un gran crimen. Fué por
ignorancia, como un niño que sin conocimiento tragase un veneno. Entonces tú no estabas casada; yo era príncipe. Era a la
sazón la estación de las lluvias calientes, cuando, bebiendo el rocío y calentando el mundo, el sol volvía de su viaje al Norte.
Se alegraban las garzas y los pavos reales; los ríos, turbios, se desbordaban, y la tierra brillaba vestida de hierba verde.

Entonces yo, con dos aljabas de flechas a la espalda y el arco en la mano, me encaminé a la orilla del Sarayu, deseoso de
matar al búfalo o al elefante que durante la noche bajan al río a beber agua. Nada veían mis ojos; pero mis oídos percibieron
el rumor de un cántaro que se llenaba en la orilla opuesta, y que me pareció el bramido de un elefante. Así, engañado y
ciego por el destino, ajusté rápidamente una afilada flecha a mi arco de bambú, y la disparé, sin ver, contra el sonido.

Apenas cayó la flecha, he aquí que oí una voz lastimera de niño, que decía:

- ¡Oh, dioses, soy muerto! ¿Qué hombre inicuo ha disparado contra mí esta saeta? ¿Qué mal te hice, ¡oh desconocido!,
viniendo por agua durante la noche al río solitario? A tres inocentes ha matado tu afilada flecha, porque con el dolor de mi
muerte morirá también mi padre, el ciego y mísero Muni (Munis: ascetas indios, que hacen vida solitaria en la selva
consagrados a la meditación), y mi madre, solos y abandonados en el bosque.

Al oír estas palabras toda mi alma tembló, y el arco se me cayó de las manos. Corrí precipitadamente, atravesando el río,
hacia donde la voz sonaba, y encontré al pobre niño, cubierto con una piel de ciervo, herido en medio del corazón, con la
cabellera revuelta y caído entre el fango del agua. El niño herido clavó en mí sus ojos, como si quisiera abrasarme con su
esplendor, y me dijo esta palabras:

-¿Qué mal te hice,- ¡oh guerrero!, yo, pobre habitante del bosque? Vine por agua para mis padres, que, ciegos y solos en la
selva, me aguardan con impaciencia. Tu malvada flecha nos quita la vida a los tres. Mi padre es sabio, pero ¿qué hará,
impotente en su ceguedad, como es impotente un árbol para salvar a otro árbol herido? Ese sendero va a la ermita donde
viven mis padres; corre pronto a su lado, ¡oh guerrero!; cuéntale al Muni mi muerte y pídele perdón, no sea que te maldiga y
su maldición te abrase como el fuego a una rama seca. Pero antes, por los dioses te pido, sácame esta flecha que me
quema las entrañas; que no muera yo con esta serpiente metida en mi carne.

Entonces, de su pecho palpitante, arranqué con gran esfuerzo la flecha. El niño cayó en mí sus ojos trémulos. Y murió
dulcemente, entre su sangre.

Al verle morir caí en tierra sin fuerzas, llorando mi destino. Después cogí su cántaro y me encaminé hacia la ermita de sus
padres. Allí los encontré a los dos, ciegos, ancianos y sin apoyo, como dos pájaros con las alas rotas. Hablaban de su hijo,
temerosos por su tardanza. Al oír el ruido de mis pasos, el Muni me habló así:

-¿Qué has hecho tanto tiempo, hijo mío? Teníamos miedo por ti, tan pequeño y solo en la noche. Tú eres nuestro refugio;
tus ojos son los nuestros; no nos hagas sufrir más con tu tardanza. Tengo sed. ¿Qué haces que no me das el agua, hijo
mío? ¿Por qué no me respondes?

Llena de llanto mi garganta, esforzándome para hablar, con las manos cruzadas, le respondí:

-Yo soy el guerrero Dasaratha; no soy tu hijo. He cometido un horrendo crimen, y vengo a ti, ¡oh venerable Muni!, a pedir
perdón. Con el arco en mano fui a la orilla del Sarayu deseoso de cazar el búfalo o el elefante que bajan de noche a beber
agua. Entonces oí el rumor de un cántaro que se llenaba y, pareciéndome el bramido del elefante,
disparé a ciegas mi flecha contra aquel sonido. Así maté a tu hijo, clavándole mi saeta en el corazón.
Por ignorancia cometí mi crimen, ¡ oh venerable! Aparta de mí tu cólera, no me maldigas.

Habiendo escuchado el Muni esto quedó un largo espacio sin habla y sin sentido. Luego me, dijo, entre
lágrimas estas palabras, que escuché con las manos cruzadas:

-Si mataste con premeditación a un Muni, estalle siete veces tu cabeza, y que se incendie la tierra donde pises. Pero si ha
sido sin pensarlo, tu pena será menor. Condúceme, ¡oh príncipe!, al lugar donde yace mi hijo. Ya que no podemos verle,
llévanos a que palpemos su cuerpo y su sangre, y sus cabellos en desorden.

Llegamos a la orilla del río; el solitario tocó con sus manos al hijo tendido en tierra, y lanzando gritos de dolor cayó sobre su
cuerpo. La madre besaba su rostro, ya frío, y lo lamía calladamente como una vaca a su nacido.

-Abrázame ahora, hijo mío -le decía-. Espera, y luego partirás al reino de los muertos. Espera, y tu padre y yo iremos
contigo.

Y luego le hablaba el padre:

-Hijo mío, ¿no escucharé más tu voz en la noche del bosque, recitando la sagrada escritura de los Vedas? ¿Quién me
consolará después de orar y hecha la ablución y purificado el fuego? ¿Quién, para mi hambre y la de tu madre, recogerá en
el bosque yerbas y raíces y frutas silvestres? Sin culpa has muerto, hijo mío. Tú alcanzarás los mundos de los héroes que
no vuelven; los lugares celestes donde habitan los Munis que han leído desde el principio al fin los Vedas, y los que no han
sido avaros de sus vacas, de su oro y de sus tierras, y los hospitalarios, y los que dicen verdad.

Después de estos lamentos, el Muni y su mujer fueron por agua limpia para purificar el cadáver del niño. Lavaron su cuerpo;
y hecha la ablución, el Muni, volviéndose a mí, me dijo estas terribles palabras, que escuché con las manos cruzadas:

-Involuntaria fué tu acción; pero todo crimen llevará su castigo. Yo voy a morir de dolor por la muerte de mi hijo, al que no
ven mis ojos. Del mismo modo tampoco tú verás al tuyo a la hora de morir, y ansiando verle dejarás la vida.

Ya ves -oh reina!, cómo la maldición del Muni se cumple hoy en mí. El dolor de no ver a mi hijo Rama me arranca la vida,
como el empuje del agua arranca los árboles del río. ¡Oh, si Rama volviera, si me hablara su voz, si me tocaran sus manos!

Pero mis ojos ya no ven, mi memoria se oscurece. . . ¡Felices, oh reina, los que verán el rostro de mi hijo Rama, brillante y
hermoso como la luna de otoño, a su regreso del bosque!

Así hablaba sin consuelo el gran rey Dasaratha, agitado en su lecho, y acercándose al término de su vida como las estrellas
al rayar el alba.

Y así murió, en el sexto día del destierro de su hijo Rama, pasada la media noche.

Realizar un resumen. E menos de 50%

LAS MIL Y UNA NOCHE


Este es el libro de las "Mil y una Noches", maravillosa colección de cuentos árabes, bizantinos, indios y
persas. Los recopilaron los poetas arábigos en honor de Haroum-Al-Raschid, quinto califa de la dinastía de
los Abbasydas, que reinó en Bagdad.

Las crónicas de los antiguos reyes de Persia, que habían extendido su imperio por toda la India y más allá del Ganges,
cuentan que hubo en otro tiempo un Sultán de aquella poderosa dinastía, llamado Schariar, amado por su sabiduría y su
prudencia, y temido por su valor y el poder de sus ejércitos.

Su pueblo le quería ciegamente, y su reinado fué largos años feliz. Hasta que un día, enloquecido por la traición de su
esposa, y creyendo en su furor que todas las mujeres eran lo mismo, concibió realizar una terrible venganza contra todas las
doncellas de su reino. Llamó a su gran Visir y le dió orden de decapitar a la Sultana y a todas sus sirvientas. Y a partir de
entonces, cada noche se casaba con una nueva esposa, a la que mandaba degollar sin compasión al día siguiente. Al
anocher, una nueva doncella entraba todos los días en el aposento del Sultán, y al amanecer era degollada por el alfanje del
Visir.

El rumor de esta bárbara venganza causó una consternación general en toda la ciudad, en la que no se oían más que gritos
y lamentos. Y todo eran maldiciones y sangre en el reino que hasta entonces había sido el más feliz de la tierra.

El buen Visir sentía gran congoja y espanto ante las órdenes crueles que se veía obligado a acatar ciegamente todos los
días. Y sus ojos derramaban lágrimas todas las mañanas al serle entregada la nueva víctima.

Tenía este Visir dos hijas, la mayor llamada Scherazada, y la menor Dinarzada. Una y otra eran extremadamente hermosas;
pero Scherazada unía a su extraordinaria belleza una gran sabiduría y una profunda virtud. Nadie como ella supo jamás el
arte de contar hermosos cuentos, de los que guardaba millares en su memoria; fábulas, encantamientos y maravillas,
historias antiguas de reyes y princesas, adivinanzas, cuentos de genios y dragones, de aventuras, de batallas y de amor.
Oyéndola, nadie sentía el paso de las horas, y el alma se quedaba extasiada ante sus cuentos, como un peregrino
hambriento ante un jardín de frutas maravillosas.

Y esta habilidad de Scherazada vino a salvar milagrosamente el reino de Schariar y la vida de millares de doncellas. Porque
un día la hija del Visir concibió el atrevido proyecto de ofrecerse por esposa al vengativo Sultán. Ni el llanto de su padre, ni
el terror de su hermana, ni el miedo al peligro cierto la pudieron disuadir. Puesta de acuerdo con su hermana, pasó la noche
en el aposento del Sultán; por la mañana, una hora antes de amanecer, Dinarzada vino a despertarla Y le suplicó que, por
ser el último día de su vida, le contara antes de morir alguno de aquellos hermosos cuentos que sabía,
si el Sultán se dignaba autorizarlo. Schariar accedió a oírlo, y cuando el cuento estaba a su mitad,
amaneció. Era la hora en que el Sultán debía levantarse y acudir a la oración del alba; pero tan
interesado estaba en oír el final del cuento, que decidió perdonar por un día la vida a Scherazada para
oírlo a la noche siguiente. Y cada mañana Scherazada comenzaba un nuevo cuento, y Schair volvía a perdonarle la vida
para oír la terminación al otro día.

Así, el príncipe oyó los cuentos de Scherazada por espacio de mil y una noches. Hasta que, olvidada su venganza,
y enamorado tiernamente de la hija del Visir, perdonó por ella a todas las mujeres, la hizo reina de su corazón y
volvió a ser a su lado un príncipe justo y benévolo, amado de su pueblo.

Oíd ahora uno de los cuentos que la discreta Scherazada contó al príncipe Schariar, y que comienza así:

Cuenta la princesa Seherazade en la noche que hace número trescientos cincuenta y uno (si bien este es un dato que no
recuerdo con claridad) la historia del hombre de El Cairo que sueña que su fortuna está en la lejana ciudad de Ispahán. Al
día siguiente emprende el camino y tras largas jornadas llega a su destino. Cruza las puertas de la ciudad a última hora de
la tarde y no encuentra albergue alguno, por lo que decide echarse a dormir en el patio contiguo a una mezquita.

Aquella noche ocurre un robo en las cercanías de la mezquita. Los vecinos dan la alarma, acude la Policía y apresan al
hombre de El Cairo. Interrogado por el jefe de Policía el hombre relata la historia de su sueño y su viaje.

-Aunque a buen seguro -se lamenta- la fortuna que se me prometió han de ser los garrotazos recibidos por tus hombres.

El jefe de Policía, al oír el relato, se echa a reír.

-¡Hombre necio y estúpido! -clama- Yo también he tenido sueños en los que mi fortuna se hacía en tierras lejanas. A
menudo he soñado con la ciudad de El Cairo, en la ciudad veo una casa, tras la casa un jardín, en el jardín un reloj de sol,
tras el reloj una fuente, tras la fuente una higuera. Cavo bajo la higuera y encuentro un tesoro. Sin embargo yo soy un
hombre cabal y no he emprendido el camino en busca de una quimera. Toma este dinero -dice, y arroja una moneda al
suelo frente al hombre de El Cairo- y no vuelvas nunca a Ispahán.

El hombre de El Cairo, que ha reconocido en la descripción del jefe de Policía su propia casa, toma el dinero y emprende el
camino de vuelta. Cuando llega a su casa se dirige a la higuera, cava bajo ella y encuentra un tesoro.

Unas de las cosas que hacen este cuento tan magnífico es la idea del destino como algo que viene prefijado por una parte y
su curiosa estructura, compuesta de espejos y simetrías por otra.

Encontramos en este cuento dos sueños. Ambos juntos forman un espejo. Muestran una fortuna lejana (el protagonista
debe viajar hasta Ispahan para encontrarla) cuando en realidad la fortuna ha estado siempre en el jardín de su propia casa.
De alguna forma, el sueño del hombre de El Cairo y del Policía muestran y prometen una fortuna cierta, pero la muestran en
un lugar equivocado, del mismo modo que un espejo nos muestra objetos ciertos, pero ubicados más allá de su superficie
cuando en realidad los tenemos a nuestro lado.

Un segundo espejo lo constituyen los sueños en sí mismos, o mejor, los dos sueños son imágenes espejadas de una misma
realidad. Ambos muestran una fortuna, ambos muestran un viaje, pero esos viajes son opuestos el uno al otro.

De esta forma, en el cuento el mundo de los sueños se nos muestra como una imagen de la realidad, la muestran pero la
alteran dando lugar a extraños juegos de simetrías.

En el cuento se habla también de un hombre que viaja para encontrar su destino. Esta idea no es tampoco ajena a otros
cuentos de las Mil y Una Noches. En otro de los cuentos de la princesa se narra la historia del criado de un rico mercader de
Bagdag que una mañana encuentra a la Muerte en el mercado. Observa que la muerte la hace un gesto y, aterrado, huye a
la casa de su amo.

-¡Amo, amo! -grita- Necesito el caballo más rápido que tengáis.

-¿Por qué habría de dejarte mi caballo favorito? -pregunta sorprendido el mercader.

-Hoy he visto a la Muerte en el mercado y me ha hecho un gesto de amenaza -explica-. Antes de que caiga la noche debo
estar en la lejana ciudad de Ispahán.

El mercader, compadecido de su criado, accede a dejarle el caballo. Tras verlo partir él mismo acude al mercado y ve
también a la Muerte.

-Muerte -la interpela-. ¿Por qué has hecho un gesto de amenaza esta mañana a mi criado?

-No ha sido un gesto de amenaza -explica la Muerte-. Ha sido un gesto de sorpresa. Según mis libros d ebía
encontrarme con él esta noche en Ispahán

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