1.
En el siguiente enlace se encuentra la de Semana Santa de 2018
https://www.youtube.com/watch?v=-Y4SNEyGSFM
2. En el siguiente enlace se encuentra la de Semana Santa de 2020 (10 de abril)
https://www.youtube.com/watch?v=oruk_XVzcWA
San Gregorio Magno decía que la Escritura cum legentibus crescit, crece con quienes la leen[1].
Expresa significados siempre nuevos en función de las preguntas que el hombre lleva en su corazón
al leerla. Y nosotros este año leemos el relato de la Pasión con una pregunta —más aún, con un
grito— en el corazón que se eleva por toda la tierra. Debemos tratar de captar la respuesta que la
palabra de Dios le da.
Lo que acabamos de escuchar es el relato del mal objetivamente más grande jamás cometido en la
tierra. Podemos mirarlo desde dos perspectivas diferentes: o de frente o por detrás, es decir, o por
sus causas o por sus efectos. Si nos detenemos en las causas históricas de la muerte de Cristo nos
confundimos y cada uno estará tentado de decir como Pilato: “Yo soy inocente de la sangre de este
hombre” (Mt 27,24). La cruz se comprende mejor por sus efectos que por sus causas. Y ¿cuáles han
sido los efectos de la muerte de Cristo? ¡Justificados por la fe en Él, reconciliados y en paz con Dios,
llenos de la esperanza de una vida eterna! (cf. Rom 5, 1-5).
Pero hay un efecto que la situación que se está dando nos ayuda a reflexionar en particular. La cruz
de Cristo ha cambiado el sentido del dolor y del sufrimiento humano. De todo sufrimiento, físico y
moral. Ya no es un castigo, una maldición. Ha sido redimida en raíz desde que el Hijo de Dios la ha
tomado sobre sí. ¿Cuál es la prueba más segura de que la bebida que alguien te ofrece no está
envenenada? Es si Él bebe delante de ti de la misma copa. Así lo ha hecho Dios: en la cruz ha
bebido, delante del mundo, el cáliz del dolor hasta las heces. Así ha mostrado que éste no está
envenenado, sino que hay una perla en el fondo de él.
Y no sólo el dolor de quien tiene la fe, sino de todo dolor humano. Él murió por todos. “Cuando yo
sea levantado sobre la tierra —había dicho—, atraeré a todos a mí” (Jn 12,32). ¡Todos, no sólo
algunos! “Sufrir —escribía san Juan Pablo II desde su cama de hospital después del atentado—
significa hacerse particularmente receptivos, especialmente abiertos a la acción de las fuerzas
salvíficas de Dios ofrecidas a la humanidad en Cristo”[2]. Gracias a la cruz de Cristo, el sufrimiento se
ha convertido también, a su manera, en una especie de “sacramento universal de salvación” para el
género humano.
***
¿Cuál es la luz que todo esto arroja sobre la situación dramática que está viviendo la humanidad?
También aquí, más que a las causas, debemos mirar a los efectos. No sólo los negativos, cuyo triste
parte escuchamos cada día, sino también los positivos que sólo una observación más atenta nos
ayuda a captar.
La pandemia del Coronavirus nos ha despertado bruscamente del peligro mayor que siempre han
corrido los individuos y la humanidad: el del delirio de omnipotencia. Tenemos la ocasión —ha
escrito un conocido Rabino judío— de celebrar este año un especial éxodo pascual, salir “del exilio
de la conciencia”[3]. Ha bastado el más pequeño e informe elemento de la naturaleza, un virus, para
recordarnos que somos mortales, que la potencia militar y la tecnología no bastan para salvarnos.
“El hombre en la prosperidad no comprende —dice un salmo de la Biblia—, es como los animales
que perecen” (Sal 49,21). ¡Qué verdad es!
Mientras pintaba al fresco la catedral de San Pablo en Londres, el pintor James Thornhill, en un
cierto momento, se sobrecogió con tanto entusiasmo por su fresco que, retrocediendo para verlo
mejor, no se daba cuenta de que se iba a precipitar al vacío desde los andamios. Un asistente,
horrorizado, comprendió que un grito de llamada sólo habría acelerado el desastre. Sin pensarlo dos
veces, mojó un pincel en el color y lo arrojó en medio del fresco. El maestro, estupefacto, dio un
salto hacia adelante. Su obra estaba comprometida, pero él estaba a salvo.
Así actúa a veces Dios con nosotros: trastorna nuestros proyectos y nuestra tranquilidad, para
salvarnos del abismo que no vemos. Pero atentos a no engañarnos. No es Dios quien ha arrojado el
pincel sobre el fresco de nuestra orgullosa civilización tecnológica. ¡Dios es aliado nuestro, no del
virus! “Tengo proyectos de paz, no de aflicción”, nos dice él mismo en la Biblia (Jer 29,11). Si estos
flagelos fueran castigos de Dios, no se explicaría por qué se abaten igual sobre buenos y malos, y
por qué los pobres son los que más sufren sus consecuencias. ¿Son ellos más pecadores que
otros? ¡No! El que lloró un día por la muerte de Lázaro llora hoy por el flagelo que ha caído sobre la
humanidad. Sí, Dios “sufre”, como cada padre y cada madre. Cuando nos enteremos un día, nos
avergonzaremos de todas las acusaciones que hicimos contra él en la vida. Dios participa en nuestro
dolor para vencerlo. “Dios —escribe san Agustín—, siendo supremamente bueno, no permitiría
jamás que cualquier mal existiera en sus obras, si no fuera lo suficientemente poderoso y bueno,
para sacar del mal mismo el bien”[4].
¿Acaso Dios Padre ha querido la muerte de su Hijo, para sacar un bien de ella? No, simplemente ha
permitido que la libertad humana siguiera su curso, haciendo, sin embargo, que sirviera a su plan, no
al de los hombres. Esto vale también para los males naturales como los terremotos y las pestes. Él
no los suscita. Él ha dado también de la naturaleza una especie de libertad, cualitativamente
diferente, sin duda, de la libertad moral del hombre, pero siempre una forma de libertad. Libertad de
evolucionar según sus leyes de desarrollo. No ha creado el mundo como un reloj programado con
antelación en cualquier mínimo movimiento suyo. Es lo que algunos llaman la casualidad, y que la
Biblia, en cambio, llama “sabiduría de Dios”.
***
El otro fruto positivo de la presente crisis sanitaria es el sentimiento de solidaridad. ¿Cuándo, en la
memoria humana, los pueblos de todas las naciones se sintieron tan unidos, tan iguales, tan poco
litigiosos, como en este momento de dolor? Nunca como ahora hemos percibido la verdad del grito
de un nuestro poeta: “¡Hombres, paz! Sobre la tierra postrada demasiado es el misterio” [5]. Nos
hemos olvidado de los muros a construir. El virus no conoce fronteras. En un instante ha derribado
todas las barreras y las distinciones: de raza, de religión, de censo, de poder. No debemos volver
atrás cuando este momento haya pasado. Como nos ha exhortado el Santo Padre no debemos
desaprovechar esta ocasión. No hagamos que tanto dolor, tantos muertos, tanto compromiso
heroico por parte de los agentes sanitarios haya sido en vano. Esta es la “recesión” que más
debemos temer.
De las espadas forjarán arados,
de las lanzas, podaderas.
No alzará la espada pueblo contra pueblo,
no se adiestrarán para la guerra (Is 2,4).
Es el momento de realizar algo de esta profecía de Isaías cuyo cumplimiento espera desde siempre
la humanidad. Digamos basta a la trágica carrera de armamentos. Gritadlo con todas vuestras
fuerzas, jóvenes, porque es sobre todo vuestro destino lo que está en juego. Destinemos los
ilimitados recursos empleados para las armas para los fines cuya necesidad y urgencia vemos en
estas situaciones: la salud, la higiene, la alimentación, la lucha contra la pobreza, el cuidado de lo
creado. Dejemos a la generación que venga un mundo más pobre de cosas y de dinero, si es
necesario, pero más rico en humanidad.
***
La Palabra de Dios nos dice qué es lo primero que debemos hacer en momentos como estos: gritar
a Dios. Es él mismo quien pone en labios de los hombres las palabras que hay que gritarle, a veces
incluso palabras duras, de llanto y casi de acusación. “¡Levántate, Señor, ven en nuestra ayuda!
¡Sálvanos por tu misericordia! […] ¡Despierta, no nos rechaces para siempre!” (Sal 44,24.27).
“Señor, ¿no te importa que perezcamos?” (Mc 4,38).
¿Acaso a Dios le gusta que se le rece para conceder sus beneficios? ¿Acaso nuestra oración puede
hacer cambiar sus planes a Dios? No, pero hay cosas que Dios ha decidido concedernos como fruto
conjunto de su gracia y de nuestra oración, casi para compartir con sus criaturas el mérito del
beneficio recibido [6]. Es él quien nos impulsa a hacerlo: “Pedid y recibiréis, ha dicho Jesús, llamad y
se os abrirá” (Mt 7,7).
Cuando, en el desierto, los judíos eran mordidos por serpientes venenosas, Dios ordenó a Moisés
que levantara en un estandarte una serpiente de bronce, y quien lo miraba no moría. Jesús se ha
apropiado de este símbolo. “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto –le dijo a Nicodemo–
así es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo aquel que cree en él tenga vida
eterna” (Jn 3,14-15). También nosotros, en este momento, somos mordidos por una “serpiente”
venenosa invisible. Miremos a Aquel que fue “levantado” por nosotros en la cruz. Adorémoslo por
nosotros y por todo el género humano. Quien lo mira con fe no muere. Y si muere, será para entrar
en la vida eterna.
“Después de tres días resucitaré”, predijo Jesús (cf. Mt 9, 31). Nosotros también, después de estos
días que esperamos sean cortos, nos levantaremos y saldremos de las tumbas de nuestros hogares.
No para volver a la vida anterior como Lázaro, sino a una vida nueva, como Jesús. Una vida más
fraterna, más humana. ¡Más cristiana!
P. Raniero Cantalamessa, ofmcap
©Traducción del original italiano Pablo Cervera Barranco
1.- Moralia in Job, XX.
2.- Salvifici doloris, 23.
3.- https://blogs.timesofisrael.com/coronavirus-a-spiritual-message-from-brooklyn
4.- Enchiridion, 11,3 (PL 40, 236).
5.- Pascoli, “I due fanciulli” (Los dos niños).
6.- S. tomás de aquino, S.Th. II-II, q.83, a.2