Picasso Pinta A Pinocho Paco Climent
Picasso Pinta A Pinocho Paco Climent
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Titivillus 15.12.2020
Paco Climent, 1987
A «E».
Índice de contenido
Cubierta
Presentación
Segunda parte
La carta
Cronologías
Pablo Picasso
Carlo Collodi
Salvador Bartolozzi
Notas
Presentación
Así ha sido. Sin quitar ni poner una coma en el manuscrito de «E», cumplo su
última voluntad y hago pública entrega de este extraordinario asunto, a fin de
que sea conocido por todos.
Texto íntegro del manuscritodel profesor «E»
QUERIDO amigo:
Supongo que recordarás, pues fue una noticia que conmovió al mundo de la
cultura, que a primeros de noviembre de 1966 las aguas desbordadas del río
Amo anegaron la bella ciudad italiana de Florencia. Las calles, los
monumentos, las iglesias y los museos fueron sepultados por toneladas de un
barro asesino que no perdonó vidas humanas ni herencias de gloriosos siglos.
Las piezas más delicadas, las que necesitaban una actuación más urgente,
fueron trasladadas al gabinete de restauración situado en la imponente
fortaleza de Basso (fortaleza de Abajo).
—¡Pero si es Pinocho…!
En efecto, era una figura que representaba al popular personaje creado por
Collodi y que tanto nos divirtió en nuestra infancia.
El profesor italiano me devolvió el muñeco a la vez que me decía:
Una tarde que se nublaba por momentos y que hacía revivir cercanos terrores
en los florentinos, recibí una extraña visita en mi rincón de trabajo, en las
cámaras subterráneas de la fortaleza.
Hizo una pausa como si quisiera reunir todas sus fuerzas y me dijo:
—En fin, ya no le canso más. Lo que estoy intentando decirle es que está
usted ante el auténtico Pinocho…
—¡Cómo dice! —Creía haber entendido bien, pero como mi conocimiento del
italiano no era muy completo, le hice repetir.
Yo no sabía qué decir; así que opté por desviar la conversación a términos
más reales:
—¿Pero sería posible que usted volviera a tomar la forma del Pinocho muñeco
que usted fue y que yo descubrí?
—Llevo años intentándolo sin ningún resultado. Es posible que esté fuera de
Italia, sirviendo y consolando a gentes más necesitadas que yo… Hace unas
semanas, antes de la catástrofe, hojeaba un libro de pintura cuando, de
pronto, el corazón me dio un vuelco: allí estaba ella, retratada en un lienzo.
Era el cuadro de un pintor español, Picasso, que lleva por título «La loca de
los cabellos azules». Parece ser que lo pintó en Barcelona, hace ya muchos
años.
¡Dios mío! ¡Aquella conversación era una locura de principio a fin! Pero, sin
embargo, los detalles, las informaciones parciales, encajaban perfectamente,
eran racionales y medibles. La historia me fascinaba de tal modo que seguí
indagando hasta ver dónde llegaba la fantasía de aquel loco.
—¿Y por qué me cuenta esto a mí? ¿Qué pinto yo en todo esto?
El anciano daba por hecho mi conformidad en todo el asunto. Tanto es así que
sacó de un bolsillo un papel con su nombre y dirección:
—Tiene usted que hacerlo, porque estoy solo en el mundo. Nunca he tenido
familia y mis pocos amigos murieron hace tiempo. Por favor, cuando la vea,
dele el muñeco y mi dirección. Y este lazo azul con que ataba sus cabellos y
que siempre conservé junto a mi corazón. Con eso es suficiente; ella
comprenderá lo que deseo —aún tuvo un detalle de humor, provocado por el
asombro que se pintaba en mi rostro—. Y no piense que estoy mintiendo,
amigo. Me habría crecido la nariz…
La luz aún no había vuelto y tuve que alumbrarle el camino hasta la gran
escalera principal. Una vez allí se perdió entre las penumbras del zaguán.
Cuando, por fin, repararon la avería eléctrica, pregunté a algunos colegas por
el visitante. Nadie en Fortezza da Basso recordaba haber visto a ningún
hombrecillo con el aspecto de mi anciano interlocutor.
Me despedí del maestro no sin que antes se interesara por las últimas noticias
del desastre de Florencia. Cuando me dio recuerdos para España, me pareció
observar que el extraordinario brillo de sus ojos se nublaba por un momento.
Una vez en Barcelona recorrí los más antiguos y decadentes teatros del
Paralelo. En uno de ellos me dieron noticias de «La loca», pues existían copias
de contratos en los archivos. Las piezas de aquel rompecabezas seguían
encajando. Y como para entonces había perdido por completo mi capacidad
de asombro, apunté los datos que me ofrecieron y continué las pesquisas.
Hacía años, muchos años, que aquella mujer no trabajaba, ya que tuvo que
ser ingresada en una casa de desequilibrados.
La nueva pista me llevó a un destartalado caserón del «barrio gótico». Las
piedras rezumaban humedad y la fachada presentaba un abandono de siglos.
Pedí una entrevista con el director del establecimiento mental, al que, desde
luego, no conté lo que verdaderamente me había llevado hasta allí. Le dije
que un pariente de «la italiana», aprovechando mi paso por la ciudad, le
enviaba un viejo recuerdo de su infancia que esperaba que le sacase de su
actual alienación.
Acompañado del médico, pasé a visitar a «La loca de los cabellos azules».
Aunque ya muy vieja, conservaba el mágico atractivo de su juventud, cuando
Picasso la pintara.
Una noche, al regresar de impartir mis lecciones, encontré una carta urgente
bajo la puerta. Era de la casa de locos de Barcelona y su director me
comunicaba que «inexplicablemente» la paciente italiana había desaparecido
del centro llevándose el muñeco; y por más que la policía investigó y rastreó
la ciudad, no encontró el menor indicio de la enferma. Ante la falta de
resultados se daba el caso por archivado.
Y, por fin, llegó lo que esperaba: una noticia de pocas líneas perdida en las
páginas interiores de un gran rotativo italiano:
En una vieja carpintería de las afueras de la ciudad han sido hallados los
cadáveres de un hombre y una mujer de avanzada edad, con una extraña
coloración azul en sus cuerpos.
Estaban tendidos en un viejo sofá cogidos de la mano y con una dulce sonrisa
en los labios. Se ignora, por el momento, la posible causa de su muerte.
Creo que, una vez leída esta historia, querido amigo, estarás de acuerdo
conmigo en que no la podía participar a nadie, ni siquiera a ti. Porque creo
firmemente que los personajes que yo conocí han vuelto (y no me preguntes
cómo, porque no lo sé) a recobrar la esencia que tuvieron hace casi cien años.
Soy consciente de que una afirmación de este tipo se paga con el manicomio.
Por eso no me sinceré con nadie, y he esperado a morir para dar a conocer al
mundo tan portentosa experiencia.
La carta
Con el legado notarial del que me hice cargo, se adjuntaba una lista de
universidades, bibliotecas y particulares adonde debería hacer llegar el libro.
Fue una tarea que me ocupó más tiempo del previsto, pues incluía numerosos
envíos al extranjero. Sabía que mi amigo «E» gozaba de prestigio
internacional por sus estudios, pero no imaginaba hasta qué punto estaba
relacionado con el mundo intelectual más respetado.
El tiempo siguió su curso y yo había olvidado casi por completo tan curioso
capítulo de mi vida. Pero un día, al recoger el correo, observé que había carta
de Italia, de Florencia concretamente. Tuve una sacudida nerviosa: intuí que
aquella correspondencia me devolvía al inquietante mundo de «E».
Como creo que esta carta es de necesaria lectura para los que se interesaron
por los hechos narrados en EL MANUSCRITO DEL PROFESOR «E», por esto
es por lo que la hago pública a continuación, naturalmente una vez recabados
los oportunos permisos de su autora.
Carta de la señora Bartolozzi
Vivencias que, como habrá deducido, están relacionadas con lo que descubrió
su desaparecido amigo aquí en Florencia, en aquel funesto noviembre de
1966.
Bien. Mi trabajo es el estudio del teatro antiguo italiano, pero sobre todo el
que se refiere a los aspectos más populares: comedia del arte, fantoches,
títeres, marionetas, etc. Tengo muchos estudios publicados sobre estos temas
y procuro mantenerme al día en relación con cualquier novedad que se
produce.
Por último le diré que entre los polichinelas de entonces y los títeres de hoy
sólo hay una coincidencia: el punto de partida, el origen. Hoy se hacen
espectáculos de una riqueza y complejidad sorprendentes.
Hay que decir que el telón estaba ya levantado y que la comedia ya había
empezado.
—¡Dioses del cielo! ¿Sueño o estoy despierto? ¡Es Pinocho el que está ahí
abajo!
—¡Es él! —chilló Rosaura, la muñeca, enseñando su cabecita por entre los
bastidores del pomposo escenario de los títeres.
—¡Es Pinocho!, ¡es Pinocho! —gritaban a coro todos los muñecos, saliendo
fuera del escenario—. ¡Es Pinocho, es nuestro hermano Pinocho! ¡Viva
Pinocho!
Ante una invitación tan amistosa, Pinocho dio un brinco y, desde el fondo del
teatro, saltó a las primeras filas de butacas; de otro brinco se plantó en la
cabeza del director de orquesta y desde allí se colocó en el escenario.
Mas sin resultado, porque los muñecos, en vez de continuar cada cual con su
papel, redoblaron el ruido y los gritos, y tomando a Pinocho en hombros, lo
llevaron en triunfo por delante de las candilejas.
—¿Por qué has venido a crear este jaleo en mi teatro? —preguntó el titiritero
a Pinocho, con vozarrón de ogro resfriado.
—Créame, ilustrísimo señor, que la culpa no fue mía…
Ante aquel estornudo, Arlequín, que hasta entonces estaba triste y encogido
como un sauce llorón, se puso repentinamente alegre e, inclinándose ante
Pinocho, le susurró:
Porque hay que saber que, mientras todos los hombres, al sentir misericordia
hacia otro, lloran, o por lo menos hacen ademán de restregarse los ojos,
«Comefuego», por el contrario, siempre que se enternecía estornudaba. Era
una costumbre como otra cualquiera de dar a conocer la sensibilidad de su
corazón.
—¡Pues menudo disgusto para tu padre si ahora te arrojo entre los carbones
encendidos! ¡Pobre viejo! Le compadezco; ¡achís, achís, achís! —Y estornudó
otras tres veces.
—¡Traedme a Arlequín, atadle bien y después echadlo al fuego para que arda!
¡Quiero que mi carnero quede bien asado!
¡Figuraos al pobre Arlequín! Fue tan grande el susto, que se le doblaron las
piernas y cayó al suelo de bruces.
—¡Compasión, caballero!…
—¡Compasión, comendador!…
Estas palabras, pronunciadas con voz fuerte y decidida, hicieron llorar a todos
los muñecos allí presentes. Los mismos guardias, aunque eran de madera,
suspiraban como corderitos.
—¿De modo que la gracia está concedida? —preguntó el pobre Arlequín con
un hilo de voz que apenas se podía escuchar.
Como comprenderá, aquella noche no pude dormir. Leí varias veces el folleto
escrito por el profesor «E» y que usted tuvo la gentileza de enviarnos. Así
mismo hojeé de arriba abajo, una y otra vez, «Las aventuras de Pinocho» en
una primera edición de 1883, que es una de las joyas de mi biblioteca, para
cerciorarme de que lo que yo había presenciado estaba calcado del libro.
Pisaba las primeras tablas del escenario cuando un ruido de pasos hizo que
me escondiera apresuradamente entre las bambalinas. El bastón que desde
hace años llevo siempre conmigo para poder caminar erguida, lo agarré como
si fuera una maza de guerra. Oía mis propios latidos.
Vi por un momento sus ojos, inquietantes; redondos como los de una lechuza.
Pero lo que más me asustó fue su boca: le llegaba de oreja a oreja y
permanecía siempre abierta en perpetua y cruel sonrisa.
Temblando de miedo, seguí a aquel ser extraño por los corredores que
arrancaban del fondo del escenario. Su figura, recortada en el halo de la luz
que emanaba de su lámpara, se asemejaba a una enorme cucaracha. No sé de
dónde saqué el valor, pero el caso es que caminé tras él lo más sigilosamente
que pude.
Por fin se paró ante un portón en el que la luz de la linterna arrancó brillos de
los sólidos herrajes con que estaba defendido. Descorrió una mirilla y se aupó
en un cajón para poder mirar dentro.
—¡Pinocho! ¡El amo está furioso contigo; cada día lo haces peor! O cambias
de actitud o la chica sufrirá las consecuencias…
El carcelero soltó una risotada y cerró la mirilla de golpe; luego volvió sobre
sus pasos. Tuve el tiempo justo de esconderme tras unos decorados
abandonados.
—¿Entonces?
Otra vez los corredores atestados de desechos escénicos, otra vez las
bambalinas temblonas. Nos detuvimos ante unas escaleras que desaparecían
bajo el entarimado del escenario.
—¡Hola, Pinocho…!
No, no era la voz de la niña de los cabellos azules: era la voz inconfundible del
ser monstruoso que ya conocía. Encendió su linterna que depositó encima de
un arcón y sacó del cinto un afilado florete.
No fue posible. El teatro se iluminó de golpe, y una pregunta que sonó como
el aullido de una hiena, nos detuvo en seco.
—Nos vamos, señor —dijo con firmeza Pinocho—. Gracias a la ayuda de esta
señora seremos por fin libres.
«Comefuego» miró a sus dos guardias tendidos en las tablas y murmuró con
un tono aparentemente tranquilo, pero que producía más espanto que sus
gritos:
Y la empleé.
Y se lanzó como un loco a repartir zapatazos a los jirones de tela ardiente que
caían sobre el escenario.
Me acerqué donde estaban los muñecos, los tomé de la mano y los arrastré
fuera de aquel horno.
—Conforme…
Más de una hora nos costó dominar el incendio que yo misma había
provocado. Sudorosos, jadeantes, llenos de hollín hasta las orejas,
abandonamos «Il Teatro dei Fantoccini» cuando las primeras luces
silueteaban la gigantesca cúpula de Santa María dei Fiori.
Despacio, al ritmo que marcaba mi bastón, descendimos hacia las orillas del
Amo. Pinocho llevaba un saco a la espalda que parecía pesado para sus
fuerzas.
—¿Qué llevas ahí dentro, Pinocho? —le pregunté.
—No podía dejarlos allí. Nos han sacado de apuros muchas veces…
—¿Entonces?
—Nos iremos lejos, quizá a una isla desierta. Estoy harto de aventuras;
solamente quiero paz y tranquilidad…
Pero ¡oh maravilla!, mientras esto decía el muñeco, su nariz, ya larga de por
sí, comenzó a crecerle de una manera desmesurada.
—Como estamos hartos de los humanos, nos iremos en busca del País de los
Juguetes. Allí Rosaura volverá a ser el «Hada de los Cabellos Azules» y hará
que nuestros amigos recuperen el movimiento y el habla que ahora les
faltan…
Descendimos hasta la orilla. El bote era tan viejo como yo, pero no parecía
presentar problemas de navegabilidad. Pinocho improvisó una vela con el
saco y entre los tres arrastramos la barca hasta el agua.
Florencia (Italia).
Cronologías
Pablo Picasso
1881
1894
1895
1897
1900
1901-1903
1907
1911
1912
1917
ballet
ruso de Diaghilev.
1918
1921
1925
1931
1934
1936
1937
Pinta «El Guernica» con destino a la Exposición de París, por encargo del
gobierno de la República.
1939
Gran exposición en el Museo de Arte Moderno de Nueva York.
1948/50/51
1963
1971
1973
Carlo Collodi
1826
1846
1848
1856
1859
1860
Viaja por España acompañando al rey Amadeo I. Escribe sus impresiones del
viaje.
1881
1883
1890
1882
1917
1929
1939
1950