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Picasso Pinta A Pinocho Paco Climent

1) Un arqueólogo español encuentra un muñeco de madera con una nariz larga durante las inundaciones de Florencia de 1966. Resulta ser Pinocho. 2) Más tarde, el arqueólogo conoce a un anciano que afirma ser el auténtico Pinocho, que creció después de convertirse en un niño de carne y hueso al final de la historia de Collodi. 3) El anciano le pide al arqueólogo que le devuelva la vida como Pinocho de madera, ya que esos nue

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Picasso Pinta A Pinocho Paco Climent

1) Un arqueólogo español encuentra un muñeco de madera con una nariz larga durante las inundaciones de Florencia de 1966. Resulta ser Pinocho. 2) Más tarde, el arqueólogo conoce a un anciano que afirma ser el auténtico Pinocho, que creció después de convertirse en un niño de carne y hueso al final de la historia de Collodi. 3) El anciano le pide al arqueólogo que le devuelva la vida como Pinocho de madera, ya que esos nue

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Durante

las inundaciones de Florencia, un arqueólogo español encuentra un


muñeco de madera con la nariz asombrosamente larga. Es Pinocho. A partir
de ahí arranca una trepidante historia de aventuras.

Paco Climent trabaja en el Departamento de Programas Juveniles de TVE.


Paco Climent

Picasso pinta a Pinocho

Ala Delta: Serie Azul - 017

ePub r1.0

Titivillus 15.12.2020
Paco Climent, 1987

Ilustraciones: Ángel Esteban

Diseño de cubierta: José Antonio Velasco

Editor digital: Titivillus

ePub base r2.1


A Picasso y a Pinocho,

que nacieron el mismo año.

A «E».
Índice de contenido

Cubierta

Picasso pinta a Pinocho

Presentación

Texto íntegro del manuscrito del profesor «E»

Segunda parte

La carta

Carta de la señora Bartolozzi

Cronologías

Pablo Picasso

Carlo Collodi

Salvador Bartolozzi

Notas
Presentación

HACÍA muchos años que no sabía de mi amigo «E», compañero de estudios y


de andanzas de juventud. Un día recibí una carta certificada en la que se me
notificaba su muerte y se me rogaba que pasara por el despacho de cierto
notario para hacerme cargo de un legado suyo.

Con verdadero sentimiento por la pérdida de tan buen camarada, me dirigí a


la notaría a fin de recibir las últimas voluntades de «E». El legado consistía en
una carta, un manuscrito y una buena suma de dinero. El deseo que nacía de
aquellas líneas se reducía a la publicación del manuscrito redactado por él.
Contaba en apretada caligrafía una historia que, dada su aparente
incredibilidad, nunca se atrevió a comentar ni con los amigos más cercanos.

El dinero, decía en su carta, cubriría los gastos de edición; y esperaba de


nuestra vieja amistad que, por muy descabellada y misteriosa que me
pareciese la historia, la publicara a la mayor brevedad posible.

Así ha sido. Sin quitar ni poner una coma en el manuscrito de «E», cumplo su
última voluntad y hago pública entrega de este extraordinario asunto, a fin de
que sea conocido por todos.
Texto íntegro del manuscritodel profesor «E»

QUERIDO amigo:

Supongo que recordarás, pues fue una noticia que conmovió al mundo de la
cultura, que a primeros de noviembre de 1966 las aguas desbordadas del río
Amo anegaron la bella ciudad italiana de Florencia. Las calles, los
monumentos, las iglesias y los museos fueron sepultados por toneladas de un
barro asesino que no perdonó vidas humanas ni herencias de gloriosos siglos.

Universidades y academias se solidarizaron con la catástrofe florentina. Miles


de voluntarios de todo el mundo se personaron con la inquebrantable decisión
de volver a recuperar para la humanidad el inmenso tesoro artístico que
alberga la capital de la Toscana.
Tú que sabes bien de mi dedicación y pasión por el arte no te extrañarás de
que fuera de los primeros expertos en llegar a la ciudad embarrada. Creo
recordar que te envié una postal en la que te contaba mis primeras
impresiones. Quiero que si aún conservas este recuerdo, lo hagas reproducir
al final de mi relato, como prueba de que, en efecto, estuve en aquella ciudad
por dichas fechas. El asunto que te expongo es tan delicado que cualquier
detalle demostrable nunca estará de más[1] .
Volvamos a mi viaje. La Florencia que me recibió era una ciudad fantasmal.
Las aguas del Amo habían producido una verdadera catástrofe con más de
cien muertos y cinco mil personas sin hogar. Y en el campo de la cultura las
pérdidas eran igualmente impresionantes. Doscientas cincuenta pinturas
sobre tabla, cerca de un millar de óleos, dos millones de valiosos libros,
centenares de esculturas y millares de piezas arqueológicas y de arte menor
fueron sepultados por montañas de cieno que, una vez las aguas en retirada,
permanecieron como un manto de maldición y muerte.

Las piezas más delicadas, las que necesitaban una actuación más urgente,
fueron trasladadas al gabinete de restauración situado en la imponente
fortaleza de Basso (fortaleza de Abajo).

Aquella sombría construcción se convirtió en una portentosa cámara de


tesoros donde los restauradores deberíamos sepultarnos y trabajar por
devolver a aquellos despojos su antiguo esplendor de obras de arte.

Un día me pasaron para su limpieza y posterior clasificación una talla de


madera de más de un metro de longitud, con apariencia de figura humana
muy estilizada y, esto era lo más curioso, con los miembros articulados de una
forma ingeniosa.

Cuando conseguí rebajar el grosor del barro resecado sobre la superficie de


la figura, caí en la cuenta de un sorprendente detalle: la nariz era
extraordinariamente larga y picuda.

Limpié todo el cuerpo y pude comprobar que se trataba de una especie de


muñeco, algo tosco, con la primitiva coloración completamente perdida, y con
una antigüedad inferior a un siglo, según resultó del análisis de
envejecimiento de la madera al que lo sometí.
La catalogación de tan extraño objeto rebasaba mis conocimientos de Historia
del Arte, así que busqué la ayuda de un colega italiano. Estuvo un rato
manipulando el muñeco hasta que, de pronto, soltó una carcajada:

—¡Pero si es Pinocho…!

En efecto, era una figura que representaba al popular personaje creado por
Collodi y que tanto nos divirtió en nuestra infancia.
El profesor italiano me devolvió el muñeco a la vez que me decía:

—Debe de ser una de las primeras representaciones de Pinocho. Envuelto en


barro, han debido de pensar que se trataba de una talla valiosa. Puede
quedárselo como recuerdo de Florencia, pues no sé si sabrá que Pinocho,
Collodi, mejor dicho, era florentino…

La anécdota de la aparición de Pinocho entre centenares de obras de arte


únicas, corrió de boca en boca y se convirtió en un suceso noticiable.

Recibí la visita de unos periodistas que me fotografiaron con el muñeco en


brazos. Al día siguiente salía en la prensa: fue un detalle de humor que los
sufridos ciudadanos agradecieron.

Una tarde que se nublaba por momentos y que hacía revivir cercanos terrores
en los florentinos, recibí una extraña visita en mi rincón de trabajo, en las
cámaras subterráneas de la fortaleza.

Estaba enfrascado en la limpieza de un dragón del siglo XVII, cuando una


mano se posó en mi hombro. Quizá por asociación de lo que tenía entre
manos, quizá porque la luz era en ese momento algo tenebrosa, el caso es que
di un respingo y me puse precipitadamente en pie. Ante mí, un viejecito
delgado, no muy alto, y de triste sonrisa, me miraba con sus ojos que parecían
de cristal:

—Buona sera, signor.


Cortésmente me suplicó que le atendiera unos minutos. Tranquilizado por su
agradable presencia, dejé a un lado el trabajo. Fuera arreciaban el viento y la
lluvia, y se produjo un corte de electricidad. Como aún había claridad, no hice
nada por buscar una nueva fuente de luz. Al caer en la cuenta de que yo era
extranjero, procuró expresarse lentamente, con claridad:

—¿Es usted el que encontró a Pinocho? ¿Sí? Pues si no le importa, quiero


recordarle, brevemente, no se preocupe, la historia de este personaje. Es para
que comprenda mejor mi presencia aquí —aclaró la voz y continuó—. Bien,
Pinocho fue creado por un carpintero llamado Geppetto, aprovechando la vida
que poseía una estaca de madera que encontró en su taller. Geppetto adoptó
a Pinocho como hijo y le compró un abecedario para que fuera a la escuela a
aprender a leer y a escribir.

«A partir de entonces corrió mil y una aventuras a cual más extraordinaria.


Hasta que apiadado de Geppetto, que se había convertido en un anciano
necesitado, y debido a las artes de su amiga el “Hada de los Cabellos Azules”,
Pinocho consintió en convertirse en un niño normal. Aquí terminan las
aventuras del muñeco Pinocho que nos contara Collodi y comienza la vida del
Pinocho ser humano. Como Collodi murió a los nueve años de dar vida a su
personaje de madera, nadie se ocupó ya de seguir los pasos del Pinocho de
carne y hueso. Pero como es lógico y natural, Pinocho creció, se hizo hombre
y, como a todos, le llegó la hora de la vejez…».

Hizo una pausa como si quisiera reunir todas sus fuerzas y me dijo:

—En fin, ya no le canso más. Lo que estoy intentando decirle es que está
usted ante el auténtico Pinocho…

—¡Cómo dice! —Creía haber entendido bien, pero como mi conocimiento del
italiano no era muy completo, le hice repetir.

—Sí. Le decía que yo soy el auténtico y único Pinocho. —Y al terminar, bajó


humildemente los ojos, como pidiendo perdón.

Comprenderás, amigo mío, que quedara completamente anonadado. Es


posible que sonrías con escepticismo cuando leas estas líneas, pero intenta
hacer un esfuerzo de imaginación y ponerte en mi lugar: Florencia, la tarde
borrascosa, la «Fortezza da Basso», aquellos aposentos con figuras del
pasado, los utensilios y retortas, etc., configuraban una atmósfera en que
todo, todo, resultaba posible. ¡Hasta que Pinocho fuera un anciano venerable
de voz persuasiva!

—Le agradezco que no se haya reído de mí —murmuró.

Yo no sabía qué decir; así que opté por desviar la conversación a términos
más reales:

—¿Y por qué me cuenta todo esto a mí, precisamente un extranjero?

—Vi su fotografía en la prensa y leí que es ahora el dueño del muñeco. —


Pareció tomar una decisión repentina y me habló de una forma algo
atropellada—. Mire, señor, quiero volver a ser ese Pinocho. Los nueve años
que viví como personaje de madera fueron más intensos y divertidos que los
casi ochenta que he sido persona de carne y hueso. No es que quiera
transformarme en muñeco para huir de la muerte, no, no es eso. Quiero
sentirme otra vez Pinocho y viajar de nuevo en el cuello de una paloma;
quiero reírme otra vez con mis antiguos amigos los títeres y polichinelas;
pelear con mis enemigos de siempre, zorros y gatos, persiguiéndolos hasta
que no paren de correr; visitar el fondo del mar en el vientre de un tiburón y
mil planes más que podría contarle durante toda la noche. En fin, vivencias
tan maravillosas que, si se prueban, son como una droga de la que no hay más
remedio que repetir y repetir.

Estaba tan encandilado con lo que el buen anciano me contaba, que me


sorprendí a mí mismo preguntándole:

—¿Pero sería posible que usted volviera a tomar la forma del Pinocho muñeco
que usted fue y que yo descubrí?

—Recuerde: el Hada de los Cabellos Azules. Ella es la que tiene el secreto y el


poder para devolverme a mi primitivo estado —y reflexionando un momento,
añadió— del que nunca debí renunciar…

—Pero ¿vive esa mujer? Será ya muy mayor, habrá muerto…

—Señor mío —me interrumpió ligeramente indignado—, las hadas nunca


mueren. Se transforman, adquieren nuevo aspecto. Si murieran, ¿qué sería de
este mundo?

Preferí no enfadarle de nuevo y seguirle la corriente:

—Pues si vive, estará en algún sitio. Podría encontrarse con ella.

—Llevo años intentándolo sin ningún resultado. Es posible que esté fuera de
Italia, sirviendo y consolando a gentes más necesitadas que yo… Hace unas
semanas, antes de la catástrofe, hojeaba un libro de pintura cuando, de
pronto, el corazón me dio un vuelco: allí estaba ella, retratada en un lienzo.
Era el cuadro de un pintor español, Picasso, que lleva por título «La loca de
los cabellos azules». Parece ser que lo pintó en Barcelona, hace ya muchos
años.
¡Dios mío! ¡Aquella conversación era una locura de principio a fin! Pero, sin
embargo, los detalles, las informaciones parciales, encajaban perfectamente,
eran racionales y medibles. La historia me fascinaba de tal modo que seguí
indagando hasta ver dónde llegaba la fantasía de aquel loco.

—¿Y por qué me cuenta esto a mí? ¿Qué pinto yo en todo esto?

—En primer lugar, usted encontró al Pinocho de madera. No creo en las


casualidades. Si fue usted y no otra persona, será por alguna razón. Segundo:
usted es español y conoce el mundo del arte; sin duda la persona adecuada
para hablar con Picasso y preguntarle por la mujer del cuadro. Tengo
entendido que este pintor tiene una gran memoria. Solamente quiero saber su
dirección, ponerme en contacto con ella, volver a hacer posible el milagro, el
intercambio de cuerpos. Sé que mi hada no se negará a este deseo de un viejo
amigo…

El anciano daba por hecho mi conformidad en todo el asunto. Tanto es así que
sacó de un bolsillo un papel con su nombre y dirección:

—Tiene usted que hacerlo, porque estoy solo en el mundo. Nunca he tenido
familia y mis pocos amigos murieron hace tiempo. Por favor, cuando la vea,
dele el muñeco y mi dirección. Y este lazo azul con que ataba sus cabellos y
que siempre conservé junto a mi corazón. Con eso es suficiente; ella
comprenderá lo que deseo —aún tuvo un detalle de humor, provocado por el
asombro que se pintaba en mi rostro—. Y no piense que estoy mintiendo,
amigo. Me habría crecido la nariz…

Y apretando temblorosamente mis manos, se despidió.

—Gracias, gracias por todo.

La luz aún no había vuelto y tuve que alumbrarle el camino hasta la gran
escalera principal. Una vez allí se perdió entre las penumbras del zaguán.
Cuando, por fin, repararon la avería eléctrica, pregunté a algunos colegas por
el visitante. Nadie en Fortezza da Basso recordaba haber visto a ningún
hombrecillo con el aspecto de mi anciano interlocutor.

Semanas después, de vuelta a mi Universidad, ya tenía medio olvidado el


asunto del Pinocho. Cada vez que recordaba la conversación, más increíble e
imaginada me parecía. Aunque, la verdad, el muñeco, el papel con la
dirección y el lazo azul que guardaba en la maleta, me demostraban que, por
lo menos, no había sido todo fruto de una alucinación.

Sin embargo, y a pesar de mis razonamientos, algo turbador me quedaba de


la visita del viejo. Y al pasar por Cannes, en la Costa Azul, no pude ocultarme
a mí mismo que Picasso vivía cerca de allí. Y una fuerza extraña, poderosa,
hizo que diera un volantazo y enfilara las cuestas de Mougins. Una vez en las
callejas de este precioso pueblo, pregunté por la residencia del pintor
malagueño: Nôtre-Dame de Vie. Tuve que forzar las marchas cortas del
vehículo para acceder al mundo silencioso y aislado del maestro, una gran
casona desde la que se divisaba un maravilloso panorama de mar, pinos,
jardines y villas suntuosas.

Picasso se hizo esperar, pues estaba trabajando. Cuando se presentó, vestía


pantalones cortos y una camiseta de rayas, de mangas largas. El rostro
bronceado, la manera de caminar, no correspondían a un hombre de ochenta
y cinco años, que era la edad que entonces tenía. Los ojos sí que no tenían
edad: refulgían con el brillo del genio.

Atropelladamente, excusándome a cada paso, le conté la historia del Pinocho


hallado en el barro y de su «alter-ego» humano. Ante mi asombro, Picasso
disfrutó con el relato, rió en algún momento, y respecto al modelo para «La
loca» me informó:

—Tuve muchas modelos en Barcelona, en aquella «época azul». Pero ésta la


recuerdo perfectamente. Tenía algo especial, misterioso. La llamábamos «la
italiana» y creo que vivía de hacer juegos de magia para los niños en un
teatrucho del Paralelo. Y rascándose la calva, y reflexionando, añadió: Por lo
que usted me cuenta seguro que se trata de ella. Verdaderamente tenía más
de hada que de humana. Y como se comportaba de extraña manera,
comenzaron a llamarla «La loca»… Amigo, yo en su lugar no dudaría de esta
historia. Es demasiado hermosa para no ser cierta…

Luego, viendo al muñeco tan huérfano de rasgos y colores, lo cogió y me dijo:

—Venga. Vamos a vestirle como se merece.

Pasamos a su estudio, que era como un luminoso taller de alquimista. Sin


dudar, como si todo el trabajo de su vida hubiera sido decorar marionetas,
convirtió a Pinocho en un maravilloso y moderno arlequín de colores puros.

Me despedí del maestro no sin que antes se interesara por las últimas noticias
del desastre de Florencia. Cuando me dio recuerdos para España, me pareció
observar que el extraordinario brillo de sus ojos se nublaba por un momento.

Una vez en Barcelona recorrí los más antiguos y decadentes teatros del
Paralelo. En uno de ellos me dieron noticias de «La loca», pues existían copias
de contratos en los archivos. Las piezas de aquel rompecabezas seguían
encajando. Y como para entonces había perdido por completo mi capacidad
de asombro, apunté los datos que me ofrecieron y continué las pesquisas.
Hacía años, muchos años, que aquella mujer no trabajaba, ya que tuvo que
ser ingresada en una casa de desequilibrados.
La nueva pista me llevó a un destartalado caserón del «barrio gótico». Las
piedras rezumaban humedad y la fachada presentaba un abandono de siglos.

Pedí una entrevista con el director del establecimiento mental, al que, desde
luego, no conté lo que verdaderamente me había llevado hasta allí. Le dije
que un pariente de «la italiana», aprovechando mi paso por la ciudad, le
enviaba un viejo recuerdo de su infancia que esperaba que le sacase de su
actual alienación.
Acompañado del médico, pasé a visitar a «La loca de los cabellos azules».
Aunque ya muy vieja, conservaba el mágico atractivo de su juventud, cuando
Picasso la pintara.

Su mirada se posó sobre mí; no me parecieron ojos de desequilibrada. Y nada


más reparar en la marioneta se abalanzó sobre ella, la cogió en sus manos,
besándola y gimiendo:

—¡Pinocchio! ¡Il mio Pinocchio!


Por un momento pareció que se explicaría, que nos diría algo más. Pero no
fue así. Volvió al mutismo del principio. Sólo que nadie fue capaz de
arrebatarle su «Pinocchio», ni el papel con la dirección que iba atada al
muñeco por el lazo azul. Es más, deshizo el nudo y guardó, celosamente, en
un bolsillo el papel y la cinta de seda. Parecía completamente feliz.

El doctor quedó asombrado por el cambio de la enferma y me aseguró que, si


se producía algún progreso en el caso, me lo comunicaría.
Volví a la Universidad y, durante meses, la dinámica de las clases y de los
acontecimientos diarios hizo que tan extraña aventura pasase al terreno de lo
anecdótico.

Una noche, al regresar de impartir mis lecciones, encontré una carta urgente
bajo la puerta. Era de la casa de locos de Barcelona y su director me
comunicaba que «inexplicablemente» la paciente italiana había desaparecido
del centro llevándose el muñeco; y por más que la policía investigó y rastreó
la ciudad, no encontró el menor indicio de la enferma. Ante la falta de
resultados se daba el caso por archivado.

¡Una vez más volvía aquella historia de pesadilla a inquietar mi apacible


existencia! Y, además, era inútil que volviera la espalda, porque estaba
condenado a formar parte de ella, lo quisiera o no. Comprendí esa noche que
la solución, absurda, irracional, incomprensible, de todo aquel entramado de
seres de madera y de carne y hueso estaba en su etapa final. No tardaría
mucho tiempo en cerrarse el círculo de esas vidas fantásticas que solamente
yo conocía. Y hasta que eso sucediese, no podría aspirar a vivir tranquilo.

Fueron unos días de intensa espera. Me levantaba pálido y febril, descuidaba


mi aspecto, el trabajo y las relaciones; sólo vivía para que ningún ejemplar de
prensa procedente de Italia escapara a mi examen. Compañeros y alumnos
temieron, en aquellas jornadas, por mi equilibrio mental.

Y, por fin, llegó lo que esperaba: una noticia de pocas líneas perdida en las
páginas interiores de un gran rotativo italiano:

«Florencia, 7 de julio. UN EXTRAÑO SUCESO.

En una vieja carpintería de las afueras de la ciudad han sido hallados los
cadáveres de un hombre y una mujer de avanzada edad, con una extraña
coloración azul en sus cuerpos.

Estaban tendidos en un viejo sofá cogidos de la mano y con una dulce sonrisa
en los labios. Se ignora, por el momento, la posible causa de su muerte.

No se ha encontrado documentación, papeles u objeto alguno que aclaren la


identidad de los finados. Los vecinos de la barriada tampoco han podido
colaborar en las tareas de identificación y aseguran que la carpintería se
encontraba desocupada desde tiempo inmemorial.

Un dato curioso: los cadáveres fueron encontrados debido a unos extraños


chillidos que salían del edificio y que causaron la natural alarma entre la
vecindad. Se personaron los carabineros, que procedieron al derribo de la
puerta. Los sonidos eran proferidos por un gato y una zorra atados por el rabo
a la mesa central del taller, y que, una vez libres, escaparon, asustados, a la
calle. La policía no se explica el significado del castigo a esos dos animales.
Continúan las investigaciones al cierre de esta edición».

Estaba leyendo en plena calle y comencé a reír como un loco. Dado mi


aspecto desaliñado, los transeúntes pensaron, con razón, que se encontraban
ante un perturbado. Marché corriendo a casa y, por primera vez en muchas
semanas, comí y descansé en paz…

Creo que, una vez leída esta historia, querido amigo, estarás de acuerdo
conmigo en que no la podía participar a nadie, ni siquiera a ti. Porque creo
firmemente que los personajes que yo conocí han vuelto (y no me preguntes
cómo, porque no lo sé) a recobrar la esencia que tuvieron hace casi cien años.
Soy consciente de que una afirmación de este tipo se paga con el manicomio.
Por eso no me sinceré con nadie, y he esperado a morir para dar a conocer al
mundo tan portentosa experiencia.

Quiero, y así lo espero de nuestra indestructible amistad, que edites estos


escritos tal cual, aunque encuentres torpe y poco fluido mi estilo. Es mi deseo
que esta confesión llegue lo más sincera posible al lector. Mi único propósito
al escribirla es sumarme a la gente que piensa que, es posible vivir algo más
que la insulsa realidad de cada día…

FIN DEL MANUSCRITO DEL PROFESOR «E».


Segunda parte

La carta

UNA vez impreso el relato y editado el número de ejemplares que mi amigo


ordenaba, solamente quedaba por realizar la obligada distribución.

Con el legado notarial del que me hice cargo, se adjuntaba una lista de
universidades, bibliotecas y particulares adonde debería hacer llegar el libro.
Fue una tarea que me ocupó más tiempo del previsto, pues incluía numerosos
envíos al extranjero. Sabía que mi amigo «E» gozaba de prestigio
internacional por sus estudios, pero no imaginaba hasta qué punto estaba
relacionado con el mundo intelectual más respetado.

El tiempo siguió su curso y yo había olvidado casi por completo tan curioso
capítulo de mi vida. Pero un día, al recoger el correo, observé que había carta
de Italia, de Florencia concretamente. Tuve una sacudida nerviosa: intuí que
aquella correspondencia me devolvía al inquietante mundo de «E».

Y así fue; una tal señora Bartolozzi, especialista en teatro de títeres y


marionetas, me escribía para ponerme al corriente de los sucesos de que
había sido protagonista y que estaban íntimamente ligados con los que mi
amigo «E», de manera involuntaria y fortuita, había desencadenado.

Como creo que esta carta es de necesaria lectura para los que se interesaron
por los hechos narrados en EL MANUSCRITO DEL PROFESOR «E», por esto
es por lo que la hago pública a continuación, naturalmente una vez recabados
los oportunos permisos de su autora.
Carta de la señora Bartolozzi

MUY Sr. mío:

Aunque no tengo el gusto de conocerle, la fidelidad que ha mostrado usted a


su amigo «E», cumpliendo sus últimas voluntades, es para mí la mejor tarjeta
de presentación y me da la suficiente confianza como para trasladarle mis
vivencias.

Vivencias que, como habrá deducido, están relacionadas con lo que descubrió
su desaparecido amigo aquí en Florencia, en aquel funesto noviembre de
1966.

Le contaré que mi biblioteca recibió puntualmente el ejemplar de EL


MANUSCRITO DEL PROFESOR «E». Por cierto, le felicito por la belleza de su
tipografía y encuadernación; verdaderamente la historia se lo merecía.
Naturalmente quedé muy impresionada por el relato. Me quedó la duda de si
su amigo había enloquecido al final de su vida o de si se trataba simplemente
de una imaginativa broma que nos legaba después de su muerte.

Bien. Mi trabajo es el estudio del teatro antiguo italiano, pero sobre todo el
que se refiere a los aspectos más populares: comedia del arte, fantoches,
títeres, marionetas, etc. Tengo muchos estudios publicados sobre estos temas
y procuro mantenerme al día en relación con cualquier novedad que se
produce.

No sé si sabrá usted que los títeres o polichinelas son en Italia un espectáculo


de gran tradición: lo heredamos de los romanos, quienes, a su vez, lo tomaron
de los griegos. Yo, que voy para cumplir los ochenta, recuerdo perfectamente
los teatrillos ambulantes de mi infancia. Se instalaban en medio de la calle o,
si existía plaza, en su centro.

El personal de la «compañía» lo constituían cuatro o cinco muñecos de


madera vestidos casi con harapos. Viajaban dentro de la bolsa de cuero
mugriento que llevaba el empresario, y al mismo tiempo músico, del
espectáculo que, cubierto de una larga capa de paño corriente y al son de una
desclavijada viola de manubrio, iba llamando a los espectadores que no
tardábamos en formar un apretado corro, impacientes por ver la función.

Un auxiliar, colocado tras un improvisado escenario, manejaba las figuras


simulando, por ejemplo, la voz del marido holgazán y dado a la bebida que, al
regresar a su casa con la cabeza caliente y las manos vacías, daba una buena
tunda a su esposa que, a su vez, respondía con iguales «caricias».

Terminada la escena, aparecía el actor que, sosteniendo un plato de estaño


ennegrecido por el uso, recaudaba algunas liras. Si la colecta era abundante,
continuaba la fiesta; pero si era escasa, se desmontaba el teatro, y el
empresario y la compañía se marchaban con la música a otra parte.

Por último le diré que entre los polichinelas de entonces y los títeres de hoy
sólo hay una coincidencia: el punto de partida, el origen. Hoy se hacen
espectáculos de una riqueza y complejidad sorprendentes.

Y como de arte muy perfeccionado me comentaron el de una compañía que se


había instalado en «Il Teatro dei Fantoccini» y que llevaba casi dos semanas
haciendo las delicias de grandes y chicos.
Una noche que me encontraba animada y con fuerzas, cogí mi inseparable
bastón y caminé para el teatro. Estaba edificado en lo más recóndito de la
Florencia medieval, no lejos del Arno. El público que hacía cola a la entrada
era muy popular, de barrio, y se le veía dispuesto a pasar un buen rato.

Pagué mi butaca y entré en el teatrillo.

Hay que decir que el telón estaba ya levantado y que la comedia ya había
empezado.

Veíanse en escena a Arlequín y Polichinela, que discutían entre sí, y, según


costumbre, amenazaban con sacudirse, de un momento a otro, una tunda de
bofetones y estacazos.

El público, muy atento, se partía de risa al oír la disputa de aquellos dos


títeres, que hacían gestos y se insultaban con tanta naturalidad, como si
fueran dos animales racionales.

De pronto, qué será qué no será, Arlequín dejó de recitar, y, volviéndose al


público y señalando con el dedo a una persona del fondo, comenzó a gritar en
tono dramático:

—¡Dioses del cielo! ¿Sueño o estoy despierto? ¡Es Pinocho el que está ahí
abajo!

—¡Es Pinocho, hecho y derecho! —gritó Polichinela.

—¡Es él! —chilló Rosaura, la muñeca, enseñando su cabecita por entre los
bastidores del pomposo escenario de los títeres.

—¡Es Pinocho!, ¡es Pinocho! —gritaban a coro todos los muñecos, saliendo
fuera del escenario—. ¡Es Pinocho, es nuestro hermano Pinocho! ¡Viva
Pinocho!

—¡Pinocho, ven conmigo! —exclamó Arlequín—. ¡Ven a abrazar a tus


hermanos de madera!

Ante una invitación tan amistosa, Pinocho dio un brinco y, desde el fondo del
teatro, saltó a las primeras filas de butacas; de otro brinco se plantó en la
cabeza del director de orquesta y desde allí se colocó en el escenario.

Imposible figurarse los abrazos, las caricias y las señales de afecto y de


verdadera y sincera fraternidad que Pinocho recibió, en medio de tanto
alboroto, de parte de los actores y las actrices de aquella compañía
dramática-vegetal.

No es necesario decir que aquel espectáculo resultaba conmovedor, pero el


público, viendo que no continuaba la obra, comenzó a impacientarse y a
gritar:

—¡Queremos la comedia, queremos la comedia!

Mas sin resultado, porque los muñecos, en vez de continuar cada cual con su
papel, redoblaron el ruido y los gritos, y tomando a Pinocho en hombros, lo
llevaron en triunfo por delante de las candilejas.

Entonces apareció en escena el titiritero, un hombrón tan feo que metía


miedo con sólo verlo. Tenía una barbaza negra, como un borrón de tinta, y tan
larga, que le bajaba desde la cara al suelo. ¡Baste decir que se la pisaba al
andar! Su boca era grande como un horno; sus ojos parecían dos faros de
vidrio encarnado y encendidos por dentro, y con las manos hacía restallar un
látigo tremendo hecho de serpientes y de colas de zorra entrelazadas.

Al aparecer inesperadamente este individuo, nadie resolló. Se habría oído


volar una mosca. Aquellos pobres muñecos temblaban como hojas.

—¿Por qué has venido a crear este jaleo en mi teatro? —preguntó el titiritero
a Pinocho, con vozarrón de ogro resfriado.
—Créame, ilustrísimo señor, que la culpa no fue mía…

—¡Basta! Esta noche arreglaremos cuentas.

El titiritero fue a la cocina, donde estaban preparando para cenar un


magnífico carnero, que giraba lentamente en el asador. Como le faltaba la
leña para acabar de asarlo y dorarlo, llamó a Arlequín y a Polichinela y les
dijo:

—Traedme el muñeco que encontraréis colgado de un clavo. Me parece un


muñeco hecho de madera muy seca, y estoy seguro de que, apenas lo eche al
fuego, dará una estupenda fogata para el asado.

Arlequín y Polichinela vacilaron al principio; pero, aterrorizados por la mirada


de su amo, obedecieron y, momentos después, volvieron a la cocina, llevando
en brazos al pobre Pinocho, el cual, debatiéndose como una anguila fuera del
agua, chillaba desesperadamente:

—¡Padre, sálvame! ¡No quiero morir, no quiero morir!…

El titiritero «Comefuego» (éste era su nombre) parecía un hombre terrible, no


digo que no, con aquella barbaza negra, que, a modo de delantal, le cubría
por completo el pecho y las piernas; pero, en el fondo, no era malo. Prueba de
ello es que, cuando vio delante de sí a aquel pobre Pinocho, que batallaba
desesperadamente, gritando: «No quiero morir, no quiero morir», comenzó a
conmoverse y a enternecerse, y aunque resistió un buen rato, al final no pudo
más y dejó escapar un sonorosísimo estornudo.

Ante aquel estornudo, Arlequín, que hasta entonces estaba triste y encogido
como un sauce llorón, se puso repentinamente alegre e, inclinándose ante
Pinocho, le susurró:

—¡Buenas noticias, hermano!; el titiritero ha estornudado y esto es señal de


que ha tenido compasión de ti; ya estás salvado.

Porque hay que saber que, mientras todos los hombres, al sentir misericordia
hacia otro, lloran, o por lo menos hacen ademán de restregarse los ojos,
«Comefuego», por el contrario, siempre que se enternecía estornudaba. Era
una costumbre como otra cualquiera de dar a conocer la sensibilidad de su
corazón.

Tras haber estornudado, el titiritero, continuando su papel de malhumorado,


gritó a Pinocho:

—¡Deja de llorar! Tus lamentos me han llegado al alma… Siento una


contracción que, casi… ¡achís, achís! —Y estornudó otras dos veces.

—¡Jesús! —dijo Pinocho.

—¡Gracias! Y tu padre y tu madre, ¿viven aún? —le preguntó «Comefuego».


—El padre, sí; a la madre no llegué a conocerla.

—¡Pues menudo disgusto para tu padre si ahora te arrojo entre los carbones
encendidos! ¡Pobre viejo! Le compadezco; ¡achís, achís, achís! —Y estornudó
otras tres veces.

—¡Jesús! —repitió Pinocho.

—¡Gracias! También tú compadécete de mí; como ves, no tengo leña para


terminar de asar el carnero; ¡y tú, de verdad, me habrías prestado un buen
servicio!, pero ya me he apiadado de ti y hay que tener paciencia. En tu lugar
tiraré al fuego algún otro muñeco de mi compañía… ¡Eh, guardias!

A esta llamada aparecieron dos guardias de madera, muy altos y delgados,


con tricornios en la cabeza y con el sable desenvainado en la mano.

El titiritero les dijo con una voz ronca:

—¡Traedme a Arlequín, atadle bien y después echadlo al fuego para que arda!
¡Quiero que mi carnero quede bien asado!

¡Figuraos al pobre Arlequín! Fue tan grande el susto, que se le doblaron las
piernas y cayó al suelo de bruces.

A la vista de aquel espectáculo terrible, Pinocho se arrojó a los pies del


titiritero y, llorando a lágrima viva y mojando con sus lágrimas aquella barba
larguísima, comenzó a decir en tono suplicante:

—¡Compasión, señor «Comefuego»!…

—¡Aquí no hay ningún señor!… —replicó con dureza el titiritero.

—¡Compasión, caballero!…

—¡Aquí no hay caballeros!…

—¡Compasión, comendador!…

—¡Aquí no hay comendadores!…


—¡Compasión, excelencia!…

Al oírse llamar excelencia, el titiritero sonrió débilmente y, manifestándose de


repente más humano y más tratable, dijo a Pinocho:

—Bien, ¿qué es lo que quieres de mí?

—¡Os pido gracia para el pobre Arlequín!


—No hay gracia que valga. Si te he perdonado a ti, es necesario que a él lo
arroje al fuego, porque quiero por encima de todo que mi carnero quede bien
asado.

—¡En ese caso —gritó secamente Pinocho, plantándose de pie y tirando al


suelo su gorro de miga de pan—, en ese caso ya sé cuál es mi deber!
¡Adelante, señores guardias! ¡Atadme y arrojadme a las llamas! No, no es
justo que el pobre Arlequín, íntimo amigo mío, tenga que morir por mí…

Estas palabras, pronunciadas con voz fuerte y decidida, hicieron llorar a todos
los muñecos allí presentes. Los mismos guardias, aunque eran de madera,
suspiraban como corderitos.

Al principio, «Comefuego» permanecía duro y frío como el hielo; pero


después, poco a poco, comenzó también a conmoverse y a estornudar.

Después de cuatro o cinco estornudos abrió afectuosamente sus brazos y dijo


a Pinocho:

—¡Eres un buen chico!; acércate a mí y dame un beso.

Pinocho corrió inmediatamente y, encaramándose como una ardilla por la


barba del titiritero, subió a darle un beso en la punta de la nariz.

—¿De modo que la gracia está concedida? —preguntó el pobre Arlequín con
un hilo de voz que apenas se podía escuchar.

—¡La gracia está concedida! —replicó «Come-fuego». Después, suspirando y


moviendo la cabeza, añadió—: ¡Paciencia! ¡Esta noche me resignaré a comer
carnero medio crudo; pero para otra, desgraciado del que caiga!…

Ante la noticia de la gracia conseguida, todos los muñecos corrieron al


escenario y, encendidas las luces y lámparas, como en noche de gala,
comenzaron a saltar y a bailar…

El público, puesto en pie, aclamó durante largos minutos la magnífica


representación que acabábamos de disfrutar.

Bien, mi querido amigo, si ha tenido la paciencia de leerme hasta aquí, se


estará preguntando, sin duda, que por qué servidora ha tenido la guasa de
obsequiarle con el cuento de Pinocho. No, no estoy chiflada, todo tiene su
explicación.

Precisamente lo que usted ha leído es la transcripción exacta de los capítulos


décimo y undécimo de la inmortal historia que Carlo Collodi escribió, aquí en
Florencia, hará unos cien años.

¿Que para qué me he tomado la molestia de reproducirlo? Pues por una


sencilla razón: porque la representación que yo vi en «Il Teatro dei
Fantoccini» era tal cual la imaginó Collodi, frase por frase, punto por punto…
¿Que su puesta en escena no presenta situaciones insalvables para un buen
titiritero? Estoy completamente de acuerdo con usted, pero ¿qué pensaría si
le dijera que nunca observé que el muñeco Pinocho (que pasó por mi lado en
el patio de butacas y que era de un realismo casi humano) fuera accionado
por ningún hilo o artefacto mecánico…? ¿Y si añadiera que vestía un
modernísimo traje de arlequín con un diseño y un colorido tan atrevidos como
sólo su compatriota Picasso es capaz de imaginar…?

Intuyo que ha comenzado a inquietarse tal como me sucedió a mí esa noche.


Pues aún voy a agregar algo más: el títere que representaba el papel de
Rosaura era de una perfección sublime, incluso le vi derramar lágrimas.
Finalizo con algo que usted ya habrá sospechado: la muñeca tenía unos
larguísimos y hermosos cabellos azules.

Como comprenderá, aquella noche no pude dormir. Leí varias veces el folleto
escrito por el profesor «E» y que usted tuvo la gentileza de enviarnos. Así
mismo hojeé de arriba abajo, una y otra vez, «Las aventuras de Pinocho» en
una primera edición de 1883, que es una de las joyas de mi biblioteca, para
cerciorarme de que lo que yo había presenciado estaba calcado del libro.

Volví, naturalmente, al teatrillo de la orilla del Arno. Iba dispuesta a


investigar, a salir de aquel maremágnum de dudas que aniquilaba, por así
decirlo, todos los principios científicos y racionales en que estaba
fundamentada mi vida.

Tras la representación, esa noche permanecí escondida en un rincón del patio


de butacas. El público desalojó el local, se apagaron las luces y quedé por un
momento en la más absoluta oscuridad.
Cuando mis ojos se acostumbraron, percibí algo de luz en la dirección del
escenario y comencé a caminar hacia allí. Por ese lugar habían desaparecido
los muñecos y mi objetivo era precisamente ver los títeres de cerca,
comprobar que Pinocho y Rosaura eran algo más que pedazos de madera
articulados.

Pisaba las primeras tablas del escenario cuando un ruido de pasos hizo que
me escondiera apresuradamente entre las bambalinas. El bastón que desde
hace años llevo siempre conmigo para poder caminar erguida, lo agarré como
si fuera una maza de guerra. Oía mis propios latidos.

Un ser espantoso, con una linterna en la mano, pasó a mi lado sin


descubrirme.

Hubiera jurado que era un muñeco, dada la escasa estatura y las


proporciones de su cabeza, enorme en comparación con el cuerpo y rematada
por un mechón de algo que más parecía estropajo que cabello. Tenía las
piernas cortas y sus pies, gigantescos, los llevaba enfundados en gruesas
botas.

Vi por un momento sus ojos, inquietantes; redondos como los de una lechuza.
Pero lo que más me asustó fue su boca: le llegaba de oreja a oreja y
permanecía siempre abierta en perpetua y cruel sonrisa.

Temblando de miedo, seguí a aquel ser extraño por los corredores que
arrancaban del fondo del escenario. Su figura, recortada en el halo de la luz
que emanaba de su lámpara, se asemejaba a una enorme cucaracha. No sé de
dónde saqué el valor, pero el caso es que caminé tras él lo más sigilosamente
que pude.

Por fin se paró ante un portón en el que la luz de la linterna arrancó brillos de
los sólidos herrajes con que estaba defendido. Descorrió una mirilla y se aupó
en un cajón para poder mirar dentro.

Gritó con voz aflautada, extraña:

—¡Pinocho! ¡El amo está furioso contigo; cada día lo haces peor! O cambias
de actitud o la chica sufrirá las consecuencias…

—¡Déjame en paz, bicho inmundo! —oí gritar desde el interior de la celda.

El carcelero soltó una risotada y cerró la mirilla de golpe; luego volvió sobre
sus pasos. Tuve el tiempo justo de esconderme tras unos decorados
abandonados.

Me dije que debería liberar a Pinocho. Muñeco, persona o lo que fuese, no


había duda de que lo estaba pasando mal y necesitaba que alguien le echara
una mano.

Ese alguien era yo, evidentemente.

Me acerqué a la puerta, descorrí la mirilla y susurré:

—¡Pinocho! ¡No me conoces, pero voy a sacarte de aquí…! ¡Voy a abrir la


puerta; no hagas ningún ruido por lo que más quieras…!

La puerta estaba perfectamente engrasada, por lo que giró sin escándalo


sobre sus goznes.
Una vez dentro, y dada la total oscuridad, recurrí a la caja de cerillas que
guardaba en el bolso.

Un chisporroteo, y luego la claridad amarillenta del fósforo, me descubrió un


Pinocho encogido en un rincón de la estancia, mirándome entre receloso y
esperanzado.

Se consumió la cerilla y comencé a explicarme:

—Soy la señora Bartolozzi. Sé que tú eres Pinocho…

—¡Sáqueme de aquí, señora…! ¡Por favor!


—Sí, sí, claro… pero casi sería más prudente avisar a la policía…

—¡No! ¡Ni se le ocurra! La tomarían por loca; no le creerían…

—¿Entonces?

—¡Huyamos cuanto antes! Pero primero rescataremos a Rosaura: la encierran


cuando acaba la función, igual que a mí.
Salimos a tientas del cuartucho.

—Señora, vaya usted delante con las cerillas. Yo podría arder…

La viveza de la conversación me había hecho olvidar por un momento que


Pinocho, aunque parlanchín, seguía siendo un muñeco de madera.

Otra vez los corredores atestados de desechos escénicos, otra vez las
bambalinas temblonas. Nos detuvimos ante unas escaleras que desaparecían
bajo el entarimado del escenario.

Me acordé de nuestro florentino más universal: el Dante. Hubiera estado de


acuerdo en bautizar aquella trampilla como la verdadera entrada a sus
infiernos.

Pinocho inició el descenso. Como no sabía muy bien dónde ocultaban a su


amiga, comenzó a susurrar:

—¡Rosaura! ¡Rosaura…! ¡Soy Pinocho!

—¡Hola, Pinocho…!

No, no era la voz de la niña de los cabellos azules: era la voz inconfundible del
ser monstruoso que ya conocía. Encendió su linterna que depositó encima de
un arcón y sacó del cinto un afilado florete.

—¡Prepárate, Pinocho! ¡Como me llamo Chapete que te voy a convertir en


astillas! ¡Y esta vez el amo no podrá impedirlo! —En ese momento reparó en
mí—: Y tú, vieja, no se te ocurra moverte…

No lo hubiera hecho aunque hubiese querido: estaba paralizada de terror.

Pinocho salvó la primera estocada de Chapete gracias a su extraordinaria


agilidad. Pero, o encontraba un arma, o no resistiría mucho tiempo los
ataques del monstruo.

La semioscuridad reinante no se prestaba a distinguir los objetos, por lo que


Pinocho decidió preocuparse solamente del acero de su enemigo.
Pero al esquivar un cintarazo de Chapete, Pinocho resbaló y cayó al suelo. El
monstruo soltó una carcajada y se dispuso a dar el golpe final.

Debía hacer algo en ese momento si quería salvar al muñeco y la verdad es


que lo hice. Sobreponiéndome al miedo que me había tenido paralizada,
levanté mi bastón y lo descargué con todas mis fuerzas sobre el cuerpo de
Chapete.
Aún recuerdo sus ojos de lechuza mirándome con sorpresa infinita. Se
desplomó como un saco. Un chorro, que más me pareció de serrín que de
sangre, salió de su cuerpo y llegó a mancharme los pies.

Quedé bloqueada por unos instantes.

—No se preocupe, señora —afirmó Pinocho—, era un malvado y se lo tenía


merecido. Ahora vamos a por Rosaura…

Gracias a la linterna fue fácil encontrar a la chica. Los dos amigos se


abrazaron emocionados; yo los miraba fascinada. A pesar de la larga nariz de
Pinocho, de los remaches en sus articulaciones, de la cara de muñeca y el
pelo azul de Rosaura, nunca había presenciado una escena tan
conmovedoramente humana como aquélla.

La niña se quedó mirándome.

—Las explicaciones, luego. Lo primero es largarse de aquí —sentenció


Pinocho.

Tomó de nuevo la linterna e inició el camino.

Con el mayor cuidado, peldaño a peldaño, desembocamos en la parte


posterior del escenario, que era donde se abría la trampilla. Si lo
atravesábamos (y cruzábamos el patio de butacas), estaríamos a salvo.

No fue posible. El teatro se iluminó de golpe, y una pregunta que sonó como
el aullido de una hiena, nos detuvo en seco.

—¿Adónde vais, mequetrefes?

—El amo —o «Comefuego»—, como usted quiera llamarlo, apareció en el


proscenio. Sus barbazas, su enorme estatura, y sobre todo la ira que animaba
su rostro, producían espanto.

—Nos vamos, señor —dijo con firmeza Pinocho—. Gracias a la ayuda de esta
señora seremos por fin libres.

—¿Libres vosotros? Hasta el día en que el público se canse de veros, no os


dejaré marchar. Valéis demasiado dinero…

—¡Protesto, señor comosellame! —intervine—. No tiene ningún derecho…


No pude continuar. «Comefuego», de un empellón, me envió rodando al
extremo del escenario.

—Y ahora, pequeños —amenazó—, sed buenos y volved con vuestro cariñoso


amo…

—¡Antes la muerte! —gritó Pinocho blandiendo la espada de Chapete.


—¿Conque esas tenemos? —sonrió el titiritero.

Y ante nuestra sorpresa se retiró tras las bambalinas. Apareció instantes


después y acompañado: sus manos movían con extraordinaria habilidad los
hilos de los que pendían dos títeres vestidos de guardias cuyos sables,
desenvainados, apuntaban a Pinocho.

La escena que se desarrolló a continuación fue la más extraordinaria que


presencié en mi vida. Tan especial era, que mi salvación dependía, ni más ni
menos, de la habilidad y valentía de un muñeco.

Los guardias atacaron en tromba a Pinocho. Mientras paraba el sable de uno,


hurtaba el cuerpo a la cuchillada del otro. Me dio la sensación de que no
podría aguantar mucho tiempo la lucha porque los guardias eran unos
espadachines consumados.

Afortunadamente, Pinocho tenía madera (y nunca mejor dicho) de héroe. Sus


múltiples aventuras le habían dotado de una sagacidad y unos reflejos fuera
de lo común.

Vi que uno de los guardias se desplomaba; un certero mandoble de Pinocho


había cortado los hilos que daban vida al títere.

«Comefuego», rabioso, inició un ataque desesperado con el guardia que aún


le quedaba en activo.

Pinocho se vio muy apurado para defenderse de aquella sarta de cuchilladas.


El titiritero, jadeante por el esfuerzo, se tomó un respiro. Pinocho no perdonó:
su sablazo segó, de momento, la meritoria actuación del muñeco.

«Comefuego» miró a sus dos guardias tendidos en las tablas y murmuró con
un tono aparentemente tranquilo, pero que producía más espanto que sus
gritos:

—Bueno, ya está bien de juegos…

Y avanzó hacia Pinocho y Rosaura. Ahora sí que no había escapatoria posible


para los pobres muñecos…
Era evidente que la salvación de Pinocho y Rosaura pasaba otra vez porque yo
interviniera. Pero ¿cómo enfrentarme a esa montaña humana que era
«Comefuego»? Debería emplear otra arma que no fuese la fuerza bruta.

Y la empleé.

Abrí el bolso y extraje la caja de cerillas; el fuego —pensaba— sería la única


fuerza ante la que el titiritero se rendiría.
Con las manos temblándome, como si fueran batidoras, intenté prender la
cerilla. Hasta la cuarta no pude conseguir la pequeña llama salvadora.

A partir de ese momento, todo resultó relativamente sencillo. Apliqué el fuego


al telón, un terciopelo seco y desgastado que ardió enseguida.

El resplandor y el crepitar de las llamas alertaron a «Comefuego»:

—¡Mi teatro…! ¡Se quema mi teatro!

Y se lanzó como un loco a repartir zapatazos a los jirones de tela ardiente que
caían sobre el escenario.

Me acerqué donde estaban los muñecos, los tomé de la mano y los arrastré
fuera de aquel horno.

El titiritero se dio cuenta y vino corriendo hacia nosotros:

—¡No os vayáis! ¡Tenéis que ayudarme a apagar el fuego…!

Pinocho soltó mi mano y se adelantó hacia él:

—De acuerdo, le ayudaremos. Pero a cambio debe prometernos dejarnos en


libertad…

«Comefuego» dudó un instante. El humo empezaba a invadirlo todo y debió


avivarle la decisión.

—Conforme…

Amo y muñeco se estrecharon la mano.

Más de una hora nos costó dominar el incendio que yo misma había
provocado. Sudorosos, jadeantes, llenos de hollín hasta las orejas,
abandonamos «Il Teatro dei Fantoccini» cuando las primeras luces
silueteaban la gigantesca cúpula de Santa María dei Fiori.

En la puerta, con la barba chamuscada y envuelto en jirones de humo,


«Comefuego» parecía un diablo sacado de una tabla gótica.
Pero en honor a la verdad hay que decir que no era tan fiero como parecía.
Había empeñado su palabra de buen titiritero, y llegado el momento nos
dejaba marchar en paz.

Despacio, al ritmo que marcaba mi bastón, descendimos hacia las orillas del
Amo. Pinocho llevaba un saco a la espalda que parecía pesado para sus
fuerzas.
—¿Qué llevas ahí dentro, Pinocho? —le pregunté.

El muñeco no respondió. Deposito el saco en el suelo y lo abrió: Arlequín y


Polichinela aparecieron hechos un revoltijo de hilos y colores. Alzó el rostro y
con una media sonrisa dijo:

—No podía dejarlos allí. Nos han sacado de apuros muchas veces…

Aquel rasgo de amistad me dejó maravillada. Se hizo un silencio que me


encargué de romper:

—¿Y qué vais a hacer ahora? ¿Tenéis algún plan?

Habló Rosaura con una voz extraordinariamente armoniosa:

—Desde luego, abandonar el mundo de los humanos. Aunque encontráramos


buenas personas como usted que nos trataran como iguales, más tarde o más
temprano otra gente nos descubriría y, no lo dude, señora, acabaríamos en un
laboratorio como conejillos de Indias. Imagíneselo, todos los científicos del
mundo se pegarían por estudiarnos…

La verdad es que la muñeca estaba sobrada de razón.

—¿Entonces?

Pinocho puso una voz desacostumbradamente seria en él para afirmar:

—Nos iremos lejos, quizá a una isla desierta. Estoy harto de aventuras;
solamente quiero paz y tranquilidad…

Pero ¡oh maravilla!, mientras esto decía el muñeco, su nariz, ya larga de por
sí, comenzó a crecerle de una manera desmesurada.

El hada Rosaura se echó a reír:

—Eres incorregible, Pinocho; ya estás otra vez con tus mentiras.

La madera del títere se tiñó de rojo. Para disimular su turbación comenzó a


hablar, y según avanzaba en sus manifestaciones, la nariz se reducía a su
estado primitivo.

—Como estamos hartos de los humanos, nos iremos en busca del País de los
Juguetes. Allí Rosaura volverá a ser el «Hada de los Cabellos Azules» y hará
que nuestros amigos recuperen el movimiento y el habla que ahora les
faltan…

Rosaura, que se había acercado al río, nos gritó desde la orilla:

—¡Pinocho! ¡Aquí hay una barca abandonada! ¡Podemos llevárnosla!

Descendimos hasta la orilla. El bote era tan viejo como yo, pero no parecía
presentar problemas de navegabilidad. Pinocho improvisó una vela con el
saco y entre los tres arrastramos la barca hasta el agua.

—Señora Bartolozzi: nunca la olvidaremos. Le debemos más que la vida…

Los dos muñecos me besaron. Estaba demasiado emocionada para articular


palabra. Los ayudé a embarcar y a colocar los otros dos títeres en una
banqueta a popa. No sin cierta dificultad conseguí que el bote se adentrara en
la mansa corriente del Arno.
Cuando pude secarme las lágrimas, un recodo del río había ocultado para
siempre la imagen feliz de Pinocho y Rosaura, el «Hada de los Cabellos
Azules»…

Como le ocurrió a su pobre amigo, el profesor «E», nunca me atreví a contar a


ninguna de mis amistades los increíbles sucesos de los que había sido
protagonista.

Solamente al releer su folleto en la Biblioteca Municipal, y constatar que


alguien había sido capaz de creer y publicar semejante experiencia, me decidí
a poner en orden mis recuerdos y a sincerarme con usted. Creo, por otra
parte, que estas modestas líneas no son más que el obligado final que tan
extraordinarios sucesos exigían.

No sé, mi estimado amigo, si le habré convencido de la certeza de mi historia


y, de rebote, de la del profesor «E». A lo peor pensará que estoy
rematadamente loca y que todo es producto de mi imaginación senil.

En cualquier caso, quiero que medite profundamente lo que voy a decirle:


culturas muy antiguas y sabias aseguran que los locos son las únicas personas
que dicen siempre la verdad… Piénselo bien, caro amigo, piénselo bien…

Hasta siempre, un afectuoso saludo.

Fdo: Sra. Bartolozzi.

Florencia (Italia).
Cronologías

Pablo Picasso

1881

Nace en Málaga. Su padre es profesor de dibujo.

1894

Su padre deja de pintar y le regala todos sus útiles. Pablo comienza a


destacar.

1895

La familia se traslada a Barcelona donde su padre entra de profesor en Bellas


Artes.

1897

Diversos premios en certámenes. Pablo ingresa en la Escuela de Bellas Artes


de San Fernando de Madrid.

1900

Primer viaje a París y primer contrato con un marchante de cuadros.

1901-1903

Barcelona. Período azul. Pinta «La loca».


1904

Se instala en Bateau-Lavoir (Francia). Período rosa.

1907

Pinta «Las señoritas de la calle Avinyó». Inicio del cubismo.


1909

Verano en Horta de Ebro. Cubismo analítico.

1911

Primera exposición en Nueva York.

1912

Primeros «collages». Trabaja con Braque.

1917

Pinta los decorados del

ballet

ruso de Diaghilev.

1918

Se casa con la bailarina Olga Koklova.

1921

Nace su hijo Pablo. Período neoclásico.

1925

Participa en la primera exposición surrealista en París.

1931

Se dedica al grabado y a la escultura.

1934

Realiza un largo viaje por España.

1936

Es nombrado director del Museo del Prado.

1937

Pinta «El Guernica» con destino a la Exposición de París, por encargo del
gobierno de la República.

1939
Gran exposición en el Museo de Arte Moderno de Nueva York.

1948/50/51

Asiste a los Congresos Mundiales de la Paz.

1963

Se inaugura el Museo Picasso en Barcelona.

1971

Homenaje nacional en Francia por su noventa cumpleaños.

1973

Muere en Mougins (Francia).

Carlo Collodi

1826

Su verdadero nombre era Carlo Lorenzzini. Nació en Florencia. Sus padres


pertenecían al personal de servicio de un marqués.

1846

Se coloca en la Librería Piatti de Florencia.

1848

Primera guerra de la Independencia contra los austríacos. Carlo interviene en


las batallas de Curtatone y Montanara. Funda una revista, «El Farol», y
colabora en numerosas publicaciones.

1856

Primera novela: «Un viaje en tren: de Florencia a Livorno».

1859

Interviene en la segunda guerra de la Independencia italiana.

1860

Funcionario del gobierno de Víctor Manuel, rey de la unificación de Italia.


Traduce los cuentos de Perrault. Comienza a especializarse en relatos
infantiles.
1870

Viaja por España acompañando al rey Amadeo I. Escribe sus impresiones del
viaje.

1881

Aparece en «Giornale per i bambini» la historia de un muñeco de madera con


vida propia y de nombre Pinocho. El éxito entre los chicos es completo.

1883

Termina de escribir «Las aventuras de Pinocho».


1886

Muere su madre. Vive solo, dedicado a escribir.

1890

Muere en la ciudad de Florencia.


Salvador Bartolozzi

1882

Nace en Madrid. Su padre era italiano, de Toscana. Su madre, de Segovia. La


familia tiene una humilde tienda de figuras de escayola. Desde muy joven
ayuda a su padre, vaciador de estatuas en Bellas Artes. Poco a poco va
demostrando sus extraordinarias dotes para el dibujo.
1901

Viaja a París y a su vuelta empieza a colaborar como ilustrador en las mejores


revistas de la época: Blanco y Negro, La Esfera, La Estampa… Ingresa en la
famosa Editorial Calleja, donde llegará a ser director artístico.

1917

«Pinocho, emperador», primer acercamiento al personaje.

1929

Publica el último tomo, el veinticuatro, de «Pinocho contra Chapete», en el


que texto y dibujos son suyos. El Pinocho de Bartolozzi tiene su propia
personalidad respecto al de Collodi. Son historias llenas de humor e
imaginación, servidas por unos dibujos espléndidos de modernidad y color. En
ellos es siempre el muñeco Chapete, el malvado enemigo que abatir. Otro
gran éxito fue «Las maravillosas aventuras de Pipo y Pipa», que pasó al
guiñol, modalidad teatral que cultivó con acierto.

1939

Tras la guerra civil española, y debido a sus ideas progresistas, huye a


Francia, y al comenzar la segunda guerra mundial, a América. En México
organiza un teatro infantil en el renombrado Teatro Bellas Artes.

1950

Muere en la ciudad de México.


Notas

[1] Es cierto. Conservo dicha postal en mi vieja caja de correspondencia. <<

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