Sucedió en Jerusalén - Reflexiones de Cuaresma y Semana Santa - Mauricio I. Pérez
Sucedió en Jerusalén - Reflexiones de Cuaresma y Semana Santa - Mauricio I. Pérez
Reflexiones de Cuaresma
y Semana Santa
Mauricio I. Pérez
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Primera edición 2017
ISBN: 978-1544204000
www.seminans.org
www.semillasparalavida.org
Seminans
Redmond, Washington
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A mi amor, con amor.
Lulú, estas páginas son tuyas.
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CONTENIDO
Introducción
1 Una Cuaresma Íntima y Discreta
2 Metánoia – La Palabra Clave en la Cuaresma
3 Misericordia, Señor: Hemos Pecado
4 ¿Acaso Seré Yo Quien te Traicione?
5 Sudando Sangre en el Huerto de los Olivos
6 El Señor se Volvió y Miró a Pedro
7 Padre, Perdónanos, Porque Sí Sabemos lo que Hacemos
8 Crucificados ¿A la Derecha de Cristo o a su Izquierda?
9 El Día que Jesús Necesitó de su Madre Más que Nunca
10 Y las Mujeres Callaron Durante la Pasión del Señor
Epílogo Comenzaron a Hablar Todos el Mismo Idioma
Otras Obras de Mauricio I. Pérez
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Introducción
No es lo mismo saber de una persona, que conocer a esa persona. Se puede saber de una
persona leyendo sobre ella o escuchando los testimonios y anécdotas que otros refieren.
Conocer a una persona en cambio, implica una relación personal en la que se llega a
saber cómo piensa y hasta lo que siente en su interior. Se llega a conocer a alguien
mediante una relación dinámica y profunda, que constantemente se renueva.
Nuestra vida de fe, cuando esta se toma en serio, es un constante conocer a Jesús.
El Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad, nunca puede ser totalmente
conocido. Porque Dios es infinito y eterno pero nuestra inteligencia es limitada.
Sin embargo, el Hijo de Dios se hizo hombre y habitó entre nosotros para que
pudiéramos conocerlo. Hasta antes de su llegada al mundo, el Pueblo de Dios solamente
conocía acerca de Dios. Al encarnarse su Hijo, podemos entonces conocerlo en persona.
Y conociendo al Hijo, conocemos al Padre. “Quien me acoge a mí, acoge al que me ha
enviado”, dice Jesús (Juan 13,20).
Como todo creyente, a lo largo de mi vida he intentado conocer más y más a Jesús.
Lo he descubierto en los santos evangelios, fuente inagotable de amor y enseñanza.
Varias personas que han asistido a mis conferencias o amigos que en sus casas
comienzan a preguntarme acerca del evangelio, suelen decirme que les estoy relatando
una historia que ya conocen, porque la han escuchado varias veces en la santa misa,
“Pero aunque ya conocía esta historia, tú me cuentas el evangelio como si hubieras
estado ahí”.
En realidad no hay secreto alguno. Basta con leer los evangelios una y otra vez,
profundizando en sus palabras. Y sobre todo, penetrando los textos de la Santa Biblia y
ubicándose como espectador de sus episodios o como interlocutor de Jesús en el
evangelio.
Para mí, leer el evangelio implica departir con el Maestro. Es sentarme a sus pies en
la arena y escuchar sus dulces enseñanzas. Es contemplarlo de cerca, quedarme
anonadado ante su majestad y conmovido ante su gran amor.
Las reflexiones que comparto en este libro son el fruto de ejercicios personales de
lectura de distintas perícopas del evangelio relacionadas con la pasión y muerte de
nuestro Señor, Jesucristo.
De estas reflexiones brotaron artículos que he publicado en mi columna Semillas de
la Palabra de la Revista Northwest Catholic. También de ellas surgieron los guiones de
diferentes emisiones de mi programa radiofónico Semillas para la Vida. Y de todo esto a
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su vez, han surgido las páginas de este libro.
Siempre me han apasionado el tiempo fuerte de la cuaresma, así como la semana
santa. Mis memorias más remotas de mi participación en las liturgias del triduo pascual se
remontan a cuando tenía escasos cuatro años. Recuerdo perfectamente bajar del
automóvil de mi mamá, un Volkswagen Sedán color naranja, y caminar de su mano hacia
el Templo de Santa Mónica de los agustinos recoletos en la Colonia del Valle en la
Ciudad de México. A la salida probé mi primer pan bendito, tradicional en las puertas de
las iglesias en Jueves Santo. Ese sería el principio de mi participación consciente en las
celebraciones de la Semana Mayor.
Año con año, mis papás y mis abuelos me llevaban con mis hermanas a casi todas
las celebraciones. Solo omitían la Solemne Vigilia Pascual cuando éramos muy pequeños.
A pesar de mi corta edad, las demás liturgias me gustaban. Y al ir creciendo, se volvieron
entrañables.
Tenía 10 años cuando por primera vez me llevaron al rezo del Oficio Divino. Me
fascinó para siempre de la Liturgia de las Horas, que a la fecha es la forma de oración a
la que más recurro.
Ese año fuimos también por vez primera a la la misa de la Solemne Vigilia Pascual.
No cabían más feligreses en la parroquia de San Antonio de Padua de los frailes
franciscanos en la Colonia Nápoles. Y vaya que es una iglesia muy grande. La multitud
rodeaba las bancas recargada de pie sobre la pared a lo largo de la extensa pero hermosa
misa. Al encenderse las luces en medio de la Liturgia de la Palabra y en un destello de
audacia, mi papá nos tomó de la mano y nos subió al coro, ubicado por encima del
nártex. Uno de los frailes tocaba el órgano mientras dos sopranos cantaban el Gloria de
Vivaldi. Ahí, desde las alturas, pude contemplar el resto de la santa misa. Caí
perdidamente enamorado de ella. Desde entonces la Solemne Vigilia Pascual significa
para mí el momento litúrgico más intenso del año.
Cuando niño, no me perdía el Viernes Santo las películas sobre la Pasión en la
televisión. Pero ver a Jesús crucificado me llenaba de espanto. Me aterraba verlo morir
clavado a un madero y bañado en sangre. Y aunque era niño, me dolía saber que moría
por mí y por mis pecados. Por la noche, presa del miedo que me provocaban las escenas
de la crucifixión, no lograba conciliar el sueño. Pasaba la noche en vela, con mi lámpara
encendida, pensando una y otra vez en la muerte de Jesús en la cruz.
De ahí que, más de 35 años después, si no es que 40, reflexionar sobre los
diferentes episodios que atravesó Jesús sus últimos días, para los cuales nos preparamos
en cuaresma y que celebramos en semana santa, me resulte un ejercicio profundo y
entrañable. Y los más grandes tesoros no se los puede quedar uno solo. ¡Se deben
compartir!
A lo largo de las siguientes páginas, te invito a penetrar en los diferentes episodios
del evangelio y a contemplar de cerca lo que ahí sucede. Siente el calor de primavera en
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Tierra Santa de día y la brisa fresca por la noche, bañada con el fulgor de la luna llena
que marca la celebración de la Pascua. Escucha atentamente las palabras de Jesús y
observa con cuidado las reacciones de todos los demás ahí presentes. Sobre todo,
percibe las sensaciones y sentimientos de cada uno, en especial de Jesús. Es así como
podemos llegar conocerlo en persona.
¡Apasiónate por nuestra fe!
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Una Cuaresma Íntima y Discreta
La discreción nos permite vivir una cuaresma en intimidad con Dios
La cuaresma es uno de los “tiempos fuertes” del año litúrgico junto con el adviento y el
tiempo de pascua. Solemos pensar en ella como un tiempo de penitencia y privaciones,
tiempo de ayuno y abstinencia, tiempo de oración más intensa y de dar limosna. Tiempo
para confesar nuestros pecados y purificar nuestra alma. Tiempo de ornamentos
litúrgicos de color morado, de menos cantos en la santa misa y de ausencia de flores en
el altar. La excepción es el cuarto domingo, el de Laetere, en que hay flores y el
sacerdote se viste de color rosa, en una pausa jubilosa como un oasis en medio del
desierto.
La cuaresma debe ser un tiempo de recogimiento personal en el desierto. Cuarenta
días para emular a Cristo que se preparó en la soledad para su ministerio. Es en el vacío
del desierto que se logra la intimidad con Dios. Su silencio favorece el recogimiento. La
escasez de alimento nos hace sentir hambre de la Palabra. Su ardiente calor en el día nos
provoca una sed de Dios. Sus noches estrelladas nos inspiran a elevar una oración. No es
de extrañarse que Jesús haya escogido el desierto para prepararse.
Jesús pasó en el desierto 40 días porque el 40 es el número que representa el “tiempo
suficiente”. Cuarenta días y 40 noches de diluvio fueron suficientes para renovar la
creación. Cuarenta años en el desierto fueron suficientes para formar la nación con que
Dios establecería su Alianza. Cuarenta semanas son suficientes para que un bebé sea
gestado en el seno de su madre. Cuarenta días de cuaresma deben ser suficientes para
prepararnos para vivir el sagrado misterio de la Pasión, muerte y Resurrección en
Semana Santa.
Para que este tiempo fuerte resulte eficaz, es necesaria la intimidad con Dios. Y
como toda intimidad, esta exige suma discreción. En la cuaresma, quien alardea, pierde.
Quien vive su penitencia en silencio, gana y gana mucho.
Jesús mismo dijo a sus discípulos: “Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que
gustan de orar… para ser vistos de los hombres… Cuando ayunéis, no pongáis cara
triste, como los hipócritas, que desfiguran su rostro para que los hombres vean que
ayunan… Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro, para que
tu ayuno sea visto, no por los hombres, sino por tu Padre; y tu Padre, que ve en lo
secreto, te recompensará” (Mateo 6,5.16-18).
Tan importantes son estas palabras, que nuestra cuaresma arranca con esta lectura en
el evangelio de la misa del Miércoles de Ceniza, marcando la pauta a seguir a lo largo de
este tiempo fuerte encaminado a nuestra conversión.
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Sin embargo, a muchos les gusta hacerse notar en cuaresma. Quieren que todos vean
su cruz de ceniza en la frente. Incluso se toman una fotografía y la publican en las redes
sociales para que todos vean y les aplaudan. O van preguntando a todos, “¿Cuál es tu
sacrificio esta cuaresma? ¿A qué estás renunciando?”, entrometiéndose en la vida
espiritual de los demás y buscando en respuesta la pregunta, “¿Y tú?” para poder
entonces responder “Yo estoy renunciando al chocolate”, o al café o a los dulces o a las
galletas, ¡que todos se enteren!
¿Será que en verdad renunciar a las golosinas te hace mejor cristiano? Siendo
honesto, ¿cuántas cuaresmas has renunciado a ellas y en qué te has vuelto mejor hijo de
Dios por dejar de comerlas? Tal vez esa penitencia sea buena para un niño. Pero un
adulto en su fe, debería renunciar a cosas más importantes que en realidad exigen una
conversión:
Renunciar a los chismes.
Renunciar a criticar a los demás.
Renunciar a la impaciencia.
Renunciar a enojarse por todo.
Renunciar a indignarse de todo.
Renunciar a pelearse con todos.
Renunciar a no perdonar a nadie.
Renunciar al egoísmo que no quiere compartir.
Renunciar a la envidia que hace sufrir
cuando alguien más goza de algún bien.
Renunciar a la gula que te ha conducido a ese sobrepeso.
¿A qué debes renunciar para lograr una auténtica conversión? Nadie sabe mejor que
tú. Conoces tu falla dominante. Para tener éxito esta cuaresma, enfócate en solo un mal
hábito al que debes renunciar. ¡Solo uno! Y penetra en el desierto. Cristo te espera.
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Metánoia – La Palabra Clave en la Cuaresma
Es tiempo de cambiar de actitud
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comprende que es peor un corazón herido que un objeto mal acomodado.
Podríamos seguir la lista…
La cuaresma es el tiempo ideal para lograr la conversión que tanto necesitamos. Es
preciso convertirnos para estar en paz con nosotros mismos, con los demás y en
consecuencia con Dios. Para ello, es necesaria la metánoia. Cambiar nuestra actitud y ser
más comprensivos, tolerantes, pacientes y justos. Cambiar nuestra actitud y comprender
que el centro del mundo no somos nosotros, sino Dios. Cambiar nuestra actitud y acoger
el amor de ese Dios que es el centro de todo, para irradiarlo después a los demás.
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Misericordia, Señor: Hemos Pecado
Imploremos la misericordia del Señor en el tiempo más sagrado del año
Con estas palabras habíamos iniciado nuestra preparación para la pascua cuando el
miércoles de ceniza repetíamos la antífona del Salmo 50. Haber recordado que somos
polvo y al polvo volveremos nos confrontó con nuestra realidad efímera. Nuestra vida en
la tierra, tarde o temprano, llegará a su fin. El momento de la muerte es el momento de la
verdad. Ya no hay marcha atrás. Lo hecho, hecho está. Y ante tal realidad, no queda más
que ser sinceros y reconocer que nuestro paso por la vida se ha distinguido por nuestros
múltiples pecados. De ahí que la exclamación espontánea ante el Señor sea
“Misericordia, Señor: Hemos pecado”.
Ojalá que nuestro caminar cuaresmal hasta Jerusalén, aun con sus tropiezos y
caídas, haya sido ocasión de numerosas ocasiones para ser nosotros mismos
misericordiosos con los demás. A la vez, de pedir perdón a Dios una y otra vez por
nuestras faltas que parecen no tener límite.
Al llegar la Semana Santa, la misericordia del Señor alcanza su culmen. El Hijo de
Dios que se encarnó se desangra clavado en una cruz. Poco a poco se le va sangre, se le
van las fuerzas, se le va el aliento y se le va la vida. Su doloroso y lento sacrificio tiene
una sola razón de ser: su infinito amor por nosotros.
La cruz puede no tener sentido. ¿Cómo explicar que el Hijo de Dios muera en una
cruz por sus creaturas? ¿Acaso no la lógica humana dicta lo contrario? ¿No deberían más
bien morir las creaturas en holocausto a su Dios? Pero Dios está perdidamente
enamorado de nosotros y como todo enamorado, es capaz de llegar al absurdo si es
necesario, para demostrar su profundo amor.
La cruz solo tiene una explicación: la infinita misericordia de Dios. De un Dios que
no se cansa de perdonarnos a pesar de nosotros mismos. A pesar de nuestras falsas
promesas, a pesar de nuestras negativas y traiciones, a pesar de nuestro constante
egoísmo, el Hijo de Dios está dispuesto a jugarse la vida por nosotros. ¡Y se la juega!
¿Vale la pena la apuesta máxima de Dios, cuando revisamos a conciencia nuestra
vida? ¿En verdad vale la pena que Cristo muera en la cruz por ti? ¿Y por mí?
Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal,
¡ten misericordia de nosotros!
Porque sacaste a tu pueblo de Egipto
y luego enviaste al mundo a tu Hijo
y nosotros preparamos una cruz
para nuestro Salvador.
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Ten misericordia de nosotros,
porque abres el mar rojo
para que escapemos de quien nos oprime
y nosotros abrimos tu costado con una lanza.
Ten misericordia de nosotros,
porque tú guías nuestra vida cada día
y nosotros te guiamos al pretorio de Pilato.
Ten misericordia de nosotros,
porque tú nos alimentas con tu santa Eucaristía,
como alimentaste a tu pueblo
con maná en el desierto,
y nosotros te abofeteamos y te azotamos.
Ten misericordia de nosotros,
porque tú nos das de beber tu sangre
para que tengamos vida eterna
y nosotros te damos a beber vinagre y hiel.
Ten misericordia de nosotros,
porque tú has hecho de nosotros
tu pueblo elegido
y nosotros te ceñimos una corona de espinas.
Ten misericordia de nosotros,
porque cada vez que caemos,
no te cansas de levantarnos una y otra vez
y nosotros te levantamos colgado de una cruz.
Esta Semana Santa,
Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal,
¡ten misericordia de nosotros!
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¿Acaso Seré Yo Quien te Traicione?
Cuando el traidor piensa que es el más importante de todos
Llama mucho la atención que en el recuento de la Última Cena según san Lucas, hay un
momento en que los apóstoles comienzan a discutir airadamente entre ellos en la mesa
acerca de quién es el más importante.
Para poder sacar provecho a este pasaje del evangelio, debemos meternos en su
historia. Debemos situarnos ahí, en el lugar de los acontecimientos. En este caso,
debemos ubicarnos en el cenáculo, en ese gran cuarto en el piso superior de aquella casa
que según la tradición, era donde vivía el jovencito Marcos, que años después sería el
primero de los cuatro evangelistas.
Momentos atrás en esta última cena, Jesús había anunciado que uno de ellos lo iba a
traicionar (Lucas 22,21-22). La reacción de los apóstoles es debatir quién de ellos será el
traidor (23).
Comienzan a echarse la culpa unos a otros. Qué experiencia tan fuerte ver que en
esa última cena, cuando Jesús se está despidiendo de ellos, cuando está a punto de iniciar
su pasión, todos en esa mesa comienzan a pelear culpándose por traicionar a su Maestro.
El único que se sintió incapaz de traicionarlo, Pedro, lo habría de negar incluso tres
veces.
Revisando la secuencia de eventos en este relato de la última cena, vemos cómo
Jesús anuncia que va a haber un traidor y después los apóstoles comienzan a discutir
sobre quién de ellos es el más importante (24). ¿Cómo es que el tema de la conversación
cambió tan drásticamente?
Entremos al cenáculo y sentémonos con Jesús y sus apóstoles. Hagámoslo en
silencio, a la orilla de la mesa, solo como observadores.
Vemos cómo Jesús anuncia con un nudo en la garganta que uno de ellos lo va a
traicionar. Ante esta angustiante afirmación, los apóstoles se sienten incómodos. Les
sudan las manos y se les agita el corazón. Cada uno cree que Jesús se refiere a ellos en lo
personal. Y es que, en efecto, todos han llegado a pensar alguna vez en traicionarlo, al no
comprender la dimensión de sus planes o al sentirse decepcionados tras ver que su
mesianismo no es político ni acabará con el Imperio Romano, sino más bien espiritual.
Nadie —salvo el Iscariote— ha hecho jamás plan alguno para traicionarlo, pero la idea,
aunque fugaz y escurridiza, ha cruzado por sus mentes al menos una vez.
Sienten entonces que Jesús habla de ellos. Y no pudiendo contenerse más, uno
pregunta, “¿Acaso soy yo, Señor?” y sigue otro y luego uno más.
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De pronto, los apóstoles a la mesa forman pequeños grupos de dos y de tres. Y
comienzan a acusar a alguien de otro grupo. “¡Ese! ¡Ese debe ser el traidor!”. A lo que el
señalado responde de igual forma, “¿Yo? De ningún modo, debe ser más bien aquel.”
Y de sentirse por un momento todos el posible traidor, pasan a acusarse unos a
otros, llegando la disputa a su desenlace. “Un momento, no me acuses a mí. Nadie ama
al Maestro como yo”. “Perdona”, dice otro, “si yo soy su hombre de confianza”. “Eso es
falso”, agrega uno más, “el hombre de confianza aquí soy yo”. Y así terminan los
apóstoles olvidándose de que uno de ellos traicionará a su Maestro y peleándose por
quién es el más importante de todos.
¿Qué siente Jesús en este momento? Primero, con dolor en su corazón, advierte a
los apóstoles que uno de ellos lo va a traicionar. Acto seguido nota con tristeza cómo
todos se sienten capaces de traicionarlo. Para después ver con aflicción cómo pelean por
ver quién es el más importante. Todos son unos arrogantes que se sienten más que los
demás. Uno lo traicionará. Otro lo negará. Los demás huirán corriendo.
Y esos eran los Doce, esos eran los especiales, esos eran con quienes compartía sus
últimos momentos, esos eran sus primeros sacerdotes, esos eran a los que les acababa de
dar la potestad de convertir un pedazo de pan en su cuerpo y una copa de vino en su
sangre, esos serían sus enviados, esos eran con quienes Jesús fundaría su Iglesia.
Hombres que se sentían capaces de traicionarlo y que además de todo, se sentían
más que los demás.
Esto entristeció profundamente al Señor. Y a mi manera de ver, es ahí que comienza
su dolorosa pasión.
¿Por qué somos así, Señor? Todos, siendo honestos, somos capaces de traicionarte.
Incluso lo hemos hecho ya muchas veces. Pero todos también nos sentimos el más
importante de todos tus discípulos.
Pero tu amor, Señor, no tiene medida. Y por eso, a pesar de nuestra soberbia y no
importándote nuestra traición, morirás por nosotros en una cruz, aunque no lo
merezcamos. Bendito seas, Señor.
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Sudando Sangre
en el Huerto de los Olivos
La prueba máxima que enfrentó Jesús en su vida
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pidieron que les enseñara a orar como hacía él, “Fiat, hágase tu voluntad en la tierra, así
también como en el cielo”.
Jesús no quiere morir en una cruz. ¡Le da miedo! Pero como Hijo obediente, le dice
a su Padre, “No se haga mi voluntad, sino la tuya”.
Vemos entonces una luz que refulge a espaldas de Jesús. Una luz que aparece de
pronto y nos sobresalta. Una luz que como que se ve y como que no. Como que está ahí
sin estarlo. Es un ángel que ha venido a confortarlo (43).
Solo Lucas da cuenta de su presencia, a diferencia de los otros tres evangelistas. Es
que a Lucas le gustan mucho los ángeles. En su evangelio, un ángel le anuncia a Zacarías
que sería padre de Juan el Bautista, un ángel le anuncia a María que será madre de Jesús;
después de la resurrección, dos hombres vestidos de blanco con túnicas refulgentes
(ángeles) darán la noticia de que Jesús ha resucitado.
Sumido en agonía, Jesús insiste más en la oración. La descripción de Lucas, de la
cual somos testigos desde nuestro escondite, detrás el olivo, es por demás dramática. La
agonía es el dolor de muerte, el miedo de muerte, la tristeza de muerte. Jesús siente un
nudo en el estómago, siente un frío que le corre por la espalda, siente ansiedad, siente la
premura de desear que lo que ha de suceder suceda y a la vez resistiéndose a que
suceda.
Es tal su agonía, que Jesús comienza a sudar sangre. Hay personas que bajo un nivel
de estrés máximo, sufren de hematidrosis, es decir, de sudor de sangre. No es de
extrañarse que entre los evangelistas, sea Lucas, el médico interesado en la fisiología,
quien recoja este impactante detalle. “Su sudor se hizo como gotas espesas de sangre que
caían en tierra” (44). Jesús ha alcanzado el nivel máximo de estrés.
Lo vemos ponerse de pie y encuentra a sus discípulos dormidos por la tristeza (45).
Es interesante notar que Lucas especifica que la razón por la que los discípulos se
quedan dormidos es que los ha vencido la tristeza. No es que no quieran acompañar a
Jesús. No es que no les importe. Es más bien que su sufrimiento los sobrecoge al grado
de sentirse deprimidos, prefiriendo quedarse dormidos para evadir así la realidad.
Quien ha padecido de depresión sabe que un recurso común para intentar aliviarla es
dormir mucho, para no darse cuenta de la realidad.
Jesús los levanta “¿Cómo es que están dormidos? Levántense y oren, para que no
caigan en tentación” (46). Drama colectivo el que se vive en el Huerto de los Olivos.
Jesús pretendiendo confortarse con la presencia de sus apóstoles mientras estos duermen
presas de la depresión.
Jesús todavía habla cuando se presenta intempestivamente un grupo de sacerdotes,
guardias del templo y ancianos, encabezado por uno de los apóstoles, Judas, el Iscariote.
Este se le acerca y le da un beso (47-48). No en la mejilla, sino en la mano, como era
costumbre saludar al rabí.
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Jesús lo toma por los hombros y con la mirada más dulce que había emitido en su
vida, le pregunta, “Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre?” (48).
Nosotros, todavía detrás de nuestro árbol, nos ponemos de pie pero no nos movemos
un milímetro. Escuchamos los agitados golpes de nuestro corazón acelerado a mil por
hora.
Uno de los apóstoles le pregunta, “Señor, ¿herimos a espada?” (49) y uno de ellos
(Pedro, según otros evangelios), le asesta un golpe con su espada al siervo del sumo
sacerdote en la oreja derecha. No le hiere la izquierda, sino la derecha, como signo de
humillación. Además, es el siervo del sumo sacerdote, de modo que la humillante herida
a su representante va dirigida al sacerdote que lo ha enviado, Caifás. Con su ataque, no
solo lo hirió. También lo deshonró.
Pero Jesús lo reconviene, “Dejad. Basta ya”. Y tocándole la oreja, lo cura (51).
Jesús se pone de pie y con gallardía reta a los sacerdotes y los jefes de la guardia del
templo, “¿Como contra un salteador del camino han salido con espadas y palos? Estaba
yo predicando en el templo con vosotros y no me pusisteis las manos encima. Pero esta
es vuestra hora y el poder de las tinieblas” (53).
Y con estas palabras, se lo llevan aprehendido. Un escalofrío recorre nuestras venas.
Luego de un momento de incertidumbre, Pedro sale detrás de ellos, guardando la
distancia para no ser también arrestado.
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El Señor se Volvió y Miró a Pedro
Cuando negamos al Señor a pesar de nuestras mejores intenciones
Lucas desarrolla la teología de su evangelio como un largo viaje que tiene Jerusalén como
destino. Para Lucas, viajar hacia la Ciudad Santa implica una ascensión, tanto física, ya
que Jerusalén estaba asentada sobre un monte, como forma simbólica, pues es ahí donde
tiene lugar el misterio de la redención. Ascender a Jerusalén con Jesús implica prepararse
para participar de la redención.
Este misterio de la redención se desdobla como un tríptico formado por la última
cena, la crucifixión y la resurrección. No hay resurrección sin crucifixión y no puede
haber crucifixión sin última cena. Jesús necesita que sus discípulos coman su cuerpo y
beban su sangre para poder estar en comunión con Él y así poder morir por ellos en la
cruz y redimirlos.
Como los apóstoles han ascendido con Jesús hasta Jerusalén, están listos para ser
redimidos. Además de que han comido ya el pan partido por Jesús en la última cena y
que es su carne. Y han bebido del vino que es su sangre. Están pues, en comunión con
Jesús. Podríamos decir con otras palabras, que están bajo el efecto de la última cena.
No obstante, los apóstoles no dejan de ser hombres y por tanto no dejan de ser
frágiles. Esa fragilidad hará tambalear a Pedro, a pesar de que en la última cena era el
único que se sentía incapaz de traicionar a su Maestro. Sigámoslo de cerca mientras entra
en la casa del sumo sacerdote, a donde según Lucas, hicieron entrar a Jesús (Lucas
22,54).
Ya avanzada la noche, se siente frío. Pedro nota la hoguera que han encendido en
medio del patio y se sienta entre los que buscan su calor (55). Encontramos un hueco y
nos sentamos también cerca de la hoguera. El fuego calienta nuestra piel y sentimos un
ligero ardor en el rostro, pero nos invade un frío interior al igual que a Pedro. La
preocupación por Jesús nos hiela los huesos.
De pronto una criada, al ver a Pedro sentado junto a la lumbre, se le queda mirando
y dice a los otros señalándolo, “Este también estaba con él.” Pedro se defiende negando
a Jesús, como haciéndose el desentendido, “Mujer, no lo conozco” (56-57).
Pero otro lo confronta, “Tú también eres uno de ellos”. A lo que Pedro responde
esquivo pero cordial, “Hombre, no lo soy” (58).
Pasa el tiempo y de Jesús no sabemos nada. Tratamos de escuchar si alguien
comenta algo, pero por lo visto nadie tampoco sabe nada de lo que sucede dentro de la
casa del sumo sacerdote.
Luego de una hora, vemos que sacan a Jesús al patio. Lo tienen atado de manos.
Hay dos guardias del templo a sus costados. No nos animamos a acercarnos.
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Pero alguien se le queda viendo fijamente a Pedro y exclama “¡Ciertamente que este
también andaba con él”. Le dice Pedro “Amigo, no sé de qué me hablas”. En ese
momento canta un gallo (59-60).
El Señor entonces voltea y mira a Pedro. Al sentir su mirada, el apóstol recuerda
que en la última cena pretendió hacerse el valiente, pero Jesús le aseguró que antes de
que el gallo cantara, él lo negaría tres veces (61). La mirada del Maestro parece decirle,
“¿Acaso no te advertí que me negarías?”.
A Pedro se le hace un nudo en la garganta. Siente que se muere de la tristeza y
también de la vergüenza. Se pone de pie y sale de prisa, rompiendo a llorar amargamente
(62).
Lucas es un gran escritor y sus escenas están cargadas de drama. Los otros
evangelistas no ubican a Jesús mirando a Pedro en esta escena.
Pedro se da cuenta de lo que acaba de hacer. No ha negado a Jesús una ni dos,
¡sino tres veces! El tres que simboliza la perfección. Al negar a su Maestro amado tres
veces, lo ha negado perfectamente. Su traición ha sido tan ruin como la de Judas.
Pero a diferencia de Judas, gracias a que Pedro se encuentra bajo el efecto de la
comunión que recibió en la última cena, es capaz de arrepentirse. Judas jamás se
arrepintió de su traición. Lo único que sintió fue remordimiento. Y a un grado extremo,
pues lo llevó a suicidarse colgándose de un árbol.
Pedro por el contrario, llora amargamente. Su llanto nos recuerda el llanto
arrepentido del Rey David la noche en que dejó su almohada bañada en lágrimas (Salmo
6,6).
En la versión de Lucas, llama mucho la atención la forma en que Pedro va bajando
el tono en cada una de sus negaciones. Cada vez lo niega de una forma más suave.
Si leemos lo que dicen los otros dos sinópticos, Mateo y Marcos, las negaciones de
Pedro van subiendo de tono. Van subiendo incluso, de color. Las negaciones que registra
Mateo son prácticamente una copia de las que cita Marcos. Y es que gran parte del
evangelio de Mateo es una copia del de Marcos, que sirvió como una de sus fuentes.
Así, siguiendo a Marcos, Mateo cuenta lo siguiente:
Pedro estaba fuera, sentado en el patio, y una criada se acercó a él y le dijo,
“También tú estabas con Jesús, el galileo”. Pero él lo negó delante de todos, “No sé qué
dices (Mateo 26,69-70).
Cuando salió al portal, lo vio otra criada y le dijo a los que estaban ahí, “Este estaba
con Jesús el nazoreo” y de nuevo lo negó con juramento, “Yo no conozco a ese hombre”
(71-72).
Poco después, se acercaron los que estaban ahí y dijeron a Pedro “Ciertamente que
tú también eres uno de ellos, pues además tu misma habla te descubre”. Entonces él se
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puso a echar imprecaciones y a jurar, “¡Yo no conozco a ese hombre!” (73-74).
Y entonces cantó el gallo. Este canto del gallo se puede referir a que en efecto,
cantó un gallo. Quizás más bien se refiera a la hora del gallicinium, la hora del canto del
gallo por la madrugada en el reloj romano. Aunque esto es lo de menos. Lo importante es
cómo en el caso de Mateo y de Marcos, Pedro va subiendo el tono: La primera vez,
niega. La segunda, niega con juramento. Y la tercera echando imprecaciones. “¡Tales por
cuales! ¡Con un demonio! ¡Yo no lo conozco!” debió decir en realidad.
Pero en el caso de las negaciones según las cuenta Lucas, el tono va disminuyendo:
Primero, “Mujer, no lo conozco”. Después, “Hombre, no lo soy”. Y finalmente, “Amigo,
no sé de qué hablas”.
La razón por la que en el relato de Lucas Pedro baja la intensidad de sus negaciones
es que se encuentra bajo el efecto de la última cena. Pedro está listo para la redención a
pesar de su flaqueza humana. De ahí que haberse sentado a la mesa del Señor y haber
comulgado y estar en comunión con Jesús, hace que la gracia actúe en él de alguna
manera. Y así es que sus negativas sean cada vez menos fuertes, hasta que finalmente,
su corazón está listo para mirar a Jesús a los ojos, conmoverse y arrepentirse
profundamente, y correr afuera a llorar amargamente.
No podemos pasar por alto que esta es la única perícopa en que Lucas en su
evangelio llama “Señor” a Jesús. Lo hace cuando escribe “El Señor se volvió y miró a
Pedro”. Después lo hará una vez más, cuando escriba la segunda parte de su evangelio,
que son Los Hechos de los Apóstoles. Y también ahí lo hará una sola vez.
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salgamos corriendo a llorar arrepentidos.
Amén.
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Padre, Perdónanos,
Porque Sí Sabemos lo que Hacemos
Pidamos perdón a Dios al pie de la cruz de Cristo Jesús
Llegados al lugar llamado Calvario, lo crucificaron allí junto con los malhechores, uno
a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: ‘Padre, perdónalos, porque no saben lo
que hacen.’” (Lucas 23,33-34a)
La primera expresión de amor que escuchamos al pie de la cruz es el perdón. Con
estas palabras de Jesús, el amor se hace perdón. Perdón para la humanidad caída que
necesita volver a ser creada. Sin el perdón, seremos incapaces de comprendernos a
nosotros mismos en el amor. Sin el amor, perdemos el sentido de la vida. Porque sin el
perdón, entramos en el torbellino de nuestra propia incomprensión. Hemos sido creados
para el amor y solo en el amor podemos experimentar las consecuencias del perdón.
Por esta razón, si queremos comprendernos a nosotros mismos, con toda nuestra
incertidumbre, con nuestra flaqueza o con nuestro pecado, debemos acercarnos a Cristo
Jesús. Porque es con estas palabras que Cristo, preocupado por la salvación de todos,
para que podamos llegar al conocimiento de la verdad y del amor, le pide a su Padre algo
que nosotros mismos no hemos sabido pedir, algo que nos hemos olvidado de pedir, algo
que nos rehusamos a pedir: el perdón.
Desde la cruz escuchamos estas palabras de Jesús llenas de amor y de misericordia,
“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.” Son palabras de súplica. Solo Jesús
puede suplicar a su Padre aquello que es salvífico para nosotros. Son palabras de
autoridad, porque todo lo que es pedido por Jesús a su Padre, es concedido. ¿Y qué más
quisiera Jesús sino la reconciliación entre Dios y su pueblo? La más grande contradicción
al plan divino es el hombre dando la espalda al proyecto de su salvación propia.
Son también palabras de misericordia, que nos congrega a todos en la comunión.
Solo en la comunión es posible reorganizar nuestras vidas. Es por el perdón que
encontramos la unidad. Es a través del perdón que podemos alcanzar la comunión. Jesús,
colgando de la cruz, no quiere morir sin dejarnos lo que necesitamos a fin de poder vivir
en comunión: el perdón. Un perdón que nos llega de lo alto. Nos obtiene del Altísimo un
don para nuestra humanidad caída: el perdón.
Este Viernes Santo, mientras Cristo agoniza en la cruz, ponte de rodillas a sus pies y
cubierto por su sombra, pide a tu Padre Dios que te perdone:
Padre, perdóname,
porque no sé lo que hago
cuando me aparto de ti
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y cuando me olvido de tu amor.
Perdóname Padre,
porque sí sé lo que hago
cuando miento,
cuando ofendo a los demás,
cuando busco satisfacer mi egoísmo,
cuando lleno mi corazón de indignación
y destruyo el amor, la paz y la armonía
que quieres que exista
siempre entre nosotros
como un signo de tu presencia.
Padre, perdóname
por las tantas veces
que me olvido de darte gracias.
Padre, perdóname
por las tantas veces
que ignoro tu presencia
en aquellos a quienes más amo,
los miembros de mi familia.
Padre, perdóname
por las tantas veces
que ignoro tu dolor en la cruz
y busco solo mi placer y satisfacción.
Padre, perdóname
por las tantas veces
que alguien en necesidad extiende su mano
y yo, haciéndome a un lado,
continúo mi camino.
Padre, perdóname
por las tantas veces
que condeno a mi prójimo,
alegando que mi justicia ciega proviene de ti.
Padre, perdóname
por las tantas veces
que me rehúso a pedirte perdón,
evitando el sacramento de la reconciliación.
Padre, perdóname
por las tantas veces
que me rehúso yo mismo a perdonar.
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Amén.
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8
Crucificados ¿A la Derecha de Cristo o a su Izquierda?
La trilogía de la cruz es la trilogía de nuestra vida
“Lo crucificaron con los malhechores, uno a su derecha y otro a su izquierda… Uno de
los malhechores crucificados le insultaba, diciendo, ‘¿No eres tú el Mesías? Sálvate,
pues, a ti mismo y a nosotros’. Pero el otro, le reprendía, diciendo, ‘Ni tú, que estás
sufriendo el mismo suplicio, temes a Dios? En nosotros se cumple la justicia, pero éste
nada malo ha hecho. Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino’. Él le dijo, ‘En
verdad te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso’” (Lucas 23,33.39-43).
Todos, en esta vida, tenemos que cargar con una cruz. Y en verdad, vaya que a
veces, ¡cómo pesa nuestra cruz! ¡Cómo duele nuestra cruz! ¡Cómo nos avergüenza!
Algunas iglesias, haciendo proselitismo, invitan a la gente a dejar de sufrir, a ser
felices. No obstante, Cristo mismo nos advirtió: “El que quiera venir en pos de mí, que
se niegue a sí mismo, que tome su cruz y me siga”. La cruz es condición para ser
cristiano. No hay otra salida. No hay escapatoria.
Pero vaya que pesa nuestra cruz. Y es que si no pesa, no es cruz. Si no duele, no es
cruz. Esto no significa que Dios nos ha creado para el sufrimiento. Tampoco quiere decir
que el cristianismo sea un camino de sufrimiento. Pero también es un hecho que quien
lleva una cruz, eventualmente termina por ser crucificado.
Cristo no fue crucificado solo, sino con dos a su lado. ¡Cuánta tristeza y desgracia!
Pero a la vez, ¡cuánta alegría y gozo! Uno de los dos crucificados desafía a Jesús, duda
de él y le reclama. Le exige, “Si eres el Cristo, bájate de esa cruz y bájame a mí de la
mía”. Arremete contra Cristo. Poco le falta para incluso culparlo de su propia cruz. Un
hombre, presa de la amargura y la desesperación, hace de su cruz, una cruz de
blasfemia, una cruz de perdición.
El otro, ciertamente crucificado por igual, padeciendo un dolor por igual en una cruz
igual y a la misma distancia de Jesús crucificado que el otro. Para éste, su cruz es una
cruz de Paraíso, una cruz de salvación. Crucificado al lado del Señor, asume su cruz y
hace de ella bendición, arrepentimiento, conversión u oración. Y detrás de todo esto,
reconocimiento del Dios que está clavado en una cruz como la de él: “Señor, acuérdate
de mí cuando estés en tu Reino”. A lo que Jesús responde, “En verdad te digo que hoy
estarás conmigo en el Paraíso”.
Dos cruces al lado de Jesús. Para uno, una cruz de perdición. Para el otro, una cruz
de salvación. La trilogía de la cruz. La trilogía de nuestra vida misma. Cada uno con
nuestra cruz, crucificados al lado de Cristo crucificado. De nosotros depende hacer de
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nuestra cruz, una cruz de desesperación, blasfemia y perdición, o una cruz de fe, de
alabanza y de santificación.
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El Día que Jesús Necesitó de su Madre Más que Nunca
Jesús necesitaba de María para poder morir en la cruz
Tras perdonar al buen ladrón en la cruz, Jesús voltea la mirada y su dolor aumenta al
extremo. No es el dolor de su cuerpo malherido agonizante. Lo que más duele a Jesús, es
ver a su madre mirándolo así.
María llora en silencio. Siente que una espada traspasa su corazón.
Ella sabe que Jesús es especial, que fue concebido en su seno por obra del Espíritu
Santo. Lo vio crecer y sonreír y ponerse serio cuando oraba. Lo oyó decir cosas que no
comprendía, pero guardaba en su corazón. Lo vio hacer el bien a todo el mundo. María
vio cientos de personas enamorarse de su hijo y seguirlo.
Ahora lo ve desnudo, malherido, sangrando, clavado en una cruz y a punto de
morir.
Oye a los soldados burlarse de él. Se da cuenta que la sangre de su frente le escurre
hacia los ojos. Trata de enjugarlos, pero no logra alcanzar.
Su pena es profunda, pero permanece en pie, fortalecida por el valiente amor de una
buena madre. De pie, con elegancia y firmeza, da aliento a su hijo. El Evangelio no
registra ningunas palabras de María ante la cruz. Permaneció callada. El asfixiante nudo
en su garganta no le permitía articular palabra alguna. Sin embargo, como toda madre,
María era capaz de decirle todo a su hijo sin decir una palabra. Bastaba con mirar a Jesús
a los ojos para darle valor y esperanza.
Jesús se siente mal al ver a su mamá sufrir por él, pero la necesita a su lado. Todo
hombre necesita de su madre. Él necesitó una madre para hacerse hombre en su seno.
Necesitaba de una madre que lo alimentara y cuidara, que le sonriera, que celebrara sus
primeros pasos y que se regocijara con su compañía.
Jesús necesitaba de María, su maestra más importante en la vida. Ella le enseñó a
decirle a Dios “Hágase tu voluntad” cuando nada parece tener sentido. Jesús incluyó esta
oración que aprendió de María cuando enseñó a sus discípulos a rezar el Padre Nuestro.
Esta oración le dio el coraje que necesitaba para dar el salto definitivo de fe
sobreponiéndose al miedo que lo hacía sudar sangre en el Getsemaní: “Si es posible,
aparta de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Marcos 14,36).
Ahora, a punto de morir, Jesús necesita a su madre más que nunca en su vida. Es el
Hijo de Dios, pero también es un hombre verdadero. Y como tal, necesita sentir la
presencia de su madre al morir. Su compañía lo hace sentir que no está muriendo solo.
Su amorosa mirada le permite darse cuenta de que no está muriendo en vano.
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¿Qué hombre en la tierra no lo daría todo por tener a su madre al lado de su lecho al
momento de expirar? Jesús gozó de este privilegio. María se convierte en corredentora
con Cristo para que la humanidad entera no se pierda, sino que crea; y creyendo, tenga
vida.
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Y las Mujeres Callaron Durante la Pasión del Señor
El bendito silencio que es capaz de comunicar tanto
Los evangelios dejan claro que hubo mujeres presentes en la Pasión. Calladas —¡y qué
bueno!— pero presentes.
Extrañará mi aprobación a su silencio. Pero en la Pasión, los hombres hablan solo
para negar a su Maestro —y tres veces— para acusarlo falsamente, abofetearlo solo
porque sí, juzgarlo injustamente y sentenciarlo ilegalmente, mofarse de Él e injuriarlo. La
lengua de los hombres, pronta al insulto y a la violencia, no puede contenerse disparando
sus mortíferas saetas. El apóstol que lo traiciona, el que lo niega, el guardia mequetrefe,
el sumo sacerdote, el reyezuelo, el procurador, el mal ladrón... Mientras las mujeres en
silencio contemplan, acompañan, lloran y asisten al sentenciado y luego al muerto y
sepultado.
Lucas refiere un grupo de mujeres que se lamentaban por Jesús mientras avanzaba
hacia el Calvario. Jesús les sugiere no gastar lágrimas en Él, sino en ellas y en sus propios
hijos (Lucas 23,27-28).
En el Calvario también hay mujeres. A pesar de su silencio, los cuatro evangelistas
registran su presencia. Lucas explica que lo seguían desde Galilea, Mateo distingue a
María Magdalena, María la madre de Santiago y de José y la madre de los hijos de
Zebedeo. Marcos además menciona a Salomé. Juan a María, mujer de Clopás, a María,
la Madre de Jesús y a la hermana de la Virgen.
Todas callan. ¡Bendito silencio de las mujeres, que comunica tanto! ¿Qué chiquillo
travieso no se comporta ante la mirada silenciosa de su madre? ¿Qué hijo premiado en la
escuela no se siente gigante cuando mira entre el público la sonrisa silenciosa de su
madre? ¿Qué hija enferma no siente alivio por tener la compañía silenciosa de su madre?
Calladas, aquellas mujeres dijeron tanto a Jesús… Mientras los hombres…
En el sepulcro, las mujeres preparan su cuerpo. Ha llegado el Sabbath y la Ley les
impide proseguir. Fieles a la Ley, dejan a Jesús. Pero volverán después a concluir.
Mientras los apóstoles —hombres todos— se esconden, las mujeres vuelven con
perfumes, pero encuentran el sepulcro vacío. Mas su presencia fiel y su amor silencioso
son recompensados: Ellas gozan primero de la presencia de Cristo resucitado. Y se
convierten en apóstoles de los apóstoles al ir a comunicarles esta buena nueva. Pero no
les creen y Pedro y Juan corren al sepulcro a confirmarlo ¿Quién daría crédito a las
palabras de una mujer en aquellos tiempos? “Mejor que se queden calladas” habrán
pensado. La liturgia ortodoxa oriental celebra el Domingo de las Miróforas (portadoras de
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aromas) dos domingos después de Pascua.
Mujeres del silencio, portadoras de aromas, primeras testigos de la resurrección y
apóstoles de los apóstoles. Los hombres debemos aprender de ellas a hablar menos y
callar más. Las mujeres deben aprender de las miróforas a ser compañeras y
consoladoras de Jesús en medio de los ultrajes que sigue recibiendo cada día. Y
premiadas con la presencia de Cristo resucitado en su corazón, deben correr por el
mundo y ser apóstoles para los apóstoles llevando la buena nueva llena de esperanza. ¡El
sepulcro está vacío!
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Epílogo
Comenzaron a Hablar
Todos el Mismo Idioma
El evento de Pentecostés es la antítesis de la Torre de Babel
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mismo idioma. Como sucedió en Pentecostés. El idioma del evangelio, el idioma del
amor de Dios. El mismo que predicaron los Apóstoles a partir de ese día.
Pero es preciso, si queremos volver a unirnos, dejarnos llenar del mismo Espíritu
que se llenaron los Apóstoles. Dejar que descienda y encienda su llama en nuestra mente
y en nuestro corazón. Y una vez llenos, salir a proclamar el amor de Dios.
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Otras Obras de Mauricio I. Pérez
Mauricio I. Pérez
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en su programa de radio a través de
www.semillasparalavida.org
o en tu estación católica de radio.
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Índice
Introducción 8
1 Una Cuaresma Íntima y Discreta 12
2 Metánoia – La Palabra Clave en la Cuaresma 15
3 Misericordia, Señor: Hemos Pecado 18
4 ¿Acaso Seré Yo Quien te Traicione? 21
5 Sudando Sangre en el Huerto de los Olivos 24
6 El Señor se Volvió y Miró a Pedro 28
7 Padre, Perdónanos, Porque Sí Sabemos lo que Hacemos 33
8 Crucificados ¿A la Derecha de Cristo o a su Izquierda? 37
9 El Día que Jesús Necesitó de su Madre Más que Nunca 40
10 Y las Mujeres Callaron Durante la Pasión del Señor 43
Epílogo Comenzaron a Hablar Todos el Mismo Idioma 46
Otras Obras de Mauricio I. Pérez 49
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