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Desobediencia Civil

El documento discute la desobediencia civil. Define la desobediencia civil como una acción colectiva no violenta que busca cambiar una ley injusta. Explica que la desobediencia civil es un derecho fundamental en democracias para proteger las minorías cuando el gobierno no cumple con sus deberes. También resume las condiciones que Rawls establece para un ejercicio legítimo de la desobediencia civil, como que sea el último recurso y que los participantes acepten las consecuencias legales.

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El documento discute la desobediencia civil. Define la desobediencia civil como una acción colectiva no violenta que busca cambiar una ley injusta. Explica que la desobediencia civil es un derecho fundamental en democracias para proteger las minorías cuando el gobierno no cumple con sus deberes. También resume las condiciones que Rawls establece para un ejercicio legítimo de la desobediencia civil, como que sea el último recurso y que los participantes acepten las consecuencias legales.

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Desobediencia civil

Al revisar la doctrina asentada sobre la objeción de conciencia se concretó que es la negativa del
ciudadano a cumplir un deber que le impone la norma jurídica. Pues si hablamos de deberes como
contra parte encontramos al Estado quien ante los habitantes que lo conforman se compromete a
su vez a garantizar ciertos deberes. Que para el caso de Guatemala son: “la vida, la libertad, la
justicia, la seguridad, la paz y el desarrollo integral de la persona.” Así lo expresa el Artículo
segundo de la Constitución Política de la República de Guatemala. Si el Estado impone deberes a
los ciudadanos, ante ellos también asume deberes por los cuales debe procurar el debido
cumplimiento. Pues “un gobierno legitimado en su origen puede ejercer sus funciones de manera
ilegítima, y esto es lo que habilitaría a la desobediencia civil.” 4 Antes de adentrarse de lleno a lo
que es la desobediencia civil se debe detener un momento para revisar conceptos que ayuden a
comprender este fenómeno político que muy difícilmente puede encontrar acomodo dentro del
ordenamiento jurídico, pero que logra gravitar con mucha afinidad con el sistema de gobierno
democrático, alcanzando eficacia históricamente. Pues bien, empezamos revisando lo
concerniente a la democracia; como la acoge la Constitución Política de la República de Guatemala
en el Artículo 140, este pertenece al sistema de gobierno, su característica fundamental,
representada en una figura piramidal es que el poder radica directamente de su base sin embargo
su ejercicio proviene del vértice del mismo.

Una perspectiva desde la teoría del Estado, nos permite encontrar dentro de sus elementos a la
población y a las autoridades de gobierno, que ambos quedan sujetos a preservar el orden
institucional. Bien, el poder delegado queda a disposición de los que gobiernan, y que a su vez
existen controles para regular su ejercicio. El cumplimiento de los deberes del Estado demanda
que el poder sea ejercido dentro de sus respectivas funciones; a través de actividades que
permitan a la población gozar de los beneficios de estos. Sin embargo, dentro de la historia
sucesos demuestran que algunos deberes del Estado no son cumplidos a cabalidad, a tenor de lo
que dispone la Constitución, provocando en los ciudadanos la percepción de injusticia y que son
las mismas leyes que conforman el ordenamiento jurídico las que impiden el desarrollo integro de
los deberes del Estado. A continuación se describirá una situación que permite entender como la
democracia funciona como apertura a la desobediencia civil y como este último adquiere la
calidad de derecho fundamental. Recordar a Martin Luther King Jr. Condecorado con el Premio
Nobel de la Paz en 1964, nos lleva a dar un vistazo al contexto político en que se encontraban las
personas afroamericanas en esos tiempos y de su muy emblemático discurso I have a dream en el
cual resaltaba la discriminación racial por la cual no gozaban de derechos civiles y políticos (en este
último el derecho al voto) después de cien años de que Abraham Lincoln aboliera la esclavitud.
Leyes estatales y locales conocidas como leyes de Jim Crown que propugnaban la segregación
racial en lugares como escuelas, restaurantes, transportes, lugares recreativos entre otros
formaban parte del ordenamiento jurídico en ese entonces. Estas leyes eran legítimas normas que
provenían de la autoridad competente y que habían seguido el proceso formal para tener la plena
fuerza coercitiva pero que con el paso del tiempo fueron dejando ver su verdadero contenido de
injusticia, provocando la desobediencia civil que finalizo con la promulgación de la Ley de derechos
civiles y la Ley de derecho a voto a favor de los afroamericanos. Eventos como el descrito con
anterioridad pasan a configurar los derechos fundamentales pues estudios doctrinarios le
conciben como un concepto que se formaliza con la historia como la conquista que alcanza el
hombre a través de su ideología, concretada en sus actos, ya que la historia es la que revela la
condición anterior y el resultado posterior que florece en el reconocimiento de la dignidad del ser
humano. Revisado lo anterior, se observa que la desobediencia civil, se caracteriza por una actitud
colectiva que tiene como propósito desvirtuar una ley, haciendo notar su contenido injusto;
fragmentando el ordenamiento jurídico por medio de la nobleza de los principios que le inspiran,
con el objetivo principal de alcanzar la justicia a través del pleno cumplimiento de los deberes del
Estado lejos de cualquier parcialidad que puedan llegar a atender. La desobediencia civil, como
acto público debe conservarse libre de violencia, caso contrario le provocaría perder su esencia,
misma que necesita bien sea para justificarse o para excusarse, puessu fuerza va directamente en
contra de una o conjunto de leyes, por ello mismo, el orden jurídico posiblemente no le dé cabida,
sin embargo, dentro de un Estado democrático puede conseguir un trato político para canalizar las
discrepancias e intentar la modificación de la ley o programa de gobierno. En varios estudios
doctrinarios se hace notar a la desobediencia civil como una forma de objeción de conciencia pero
con mayor amplitud, ya que aquella necesita de la colectividad para que se desarrolle; en otros
casos se apunta a que la desobediencia civil no está alejada de ser una manifestación del derecho
de resistencia, pues implícitamente toma a este como su elemento operacional al no reconocer la
primacía de la ley. Esto refleja lo difícil que es legislar pues las leyes deben estar comprometidas
con la justicia; pues en un sistema democrático hay más Derecho en desobedecer una ley injusta
que en obedecer sus disposiciones aunque hayan cumplido con todo el proceso para su formación
bajo la premisa de que fue dictada por los representantes del pueblo, que en ocasiones pueden
llegar a alejarse de la voluntad y la realidad en que los ciudadanos viven.

Desobediencia Civil en el Pensamiento (post)liberal

La desobediencia civil postconvencional

En la Teoría de la Justicia el concepto de desobediencia civil aparece como la parte final de las
instituciones de la justicia, después de todo el proceso de fundamentación que Rawls había venido
adelantando en los capítulos anteriores. De esto puede deducirse que Rawls delimita su teoría de
la desobediencia civil a un marco político específico. Efectivamente, para Rawls, la desobediencia
civil encuentra el ambiente propicio para su desarrollo en una sociedad casi justa, en su mayor
parte bien ordenada y por consiguiente en una sociedad democrática, pero que no está exenta de
cometer injusticias contra una parte de sus integrantes. Rawls refine la desobediencia civil como
un “acto público, no violento, consciente y político, contrario a la ley, cometido habitualmente con
el propósito de ocasionar un cambio en la ley o en los programas de gobierno” (Rawls, 1979: 332).
La Desobediencia civil es un mecanismo de excepción con el que cuentan las minorías para
defenderse de una mayoría que promulga leyes que están perjudicándolas y que no quiere hacer
caso a sus reclamos y exigencias.
A través de la desobediencia civil se está apelando al sentido de justicia de la comunidad,
argumentando la violación del acuerdo entre personas libres e iguales. Para el este autor, también
vale la pena tener en cuenta que “la desobediencia civil es un acto político, no sólo en el sentido
que va dirigido a la mayoría que ejerce el poder político, sino también porque es un acto guiado y
justificado por principios políticos, es decir, por los principios de justicia que regulan la
constitución y en general las instituciones sociales” (Rawls, 1979: 333). El manejo de la
desobediencia civil resulta ser algo muy delicado, por lo cual Rawls coloca una serie de condiciones
para su correcto ejercicio: en primer lugar, se aplica a casos claramente injustos como aquellos
que suponen un óbice cuando se trata de evitar otras injusticias. Se trata de restringir la
desobediencia a las violaciones de los dos principios de justicia rawlsianos y de manera más
especifica a la violación del principio de libertad. Por otro lado la desobediencia civil se concibe
como el último recurso en ser utilizado, una vez han sido agotadas todas las vías legales debido a
la falta de atención e indiferencia de las mayorías. Finalmente, la desobediencia civil debe darse
dentro de un marco de absoluto respeto a la ley, porque ella “expresa la desobediencia a la ley
dentro de los límites de la fidelidad a la ley, aunque está en el límite extremo de la misma” (Rawls,
1979: 334). Con ella “se viola la ley, pero la fidelidad a la ley queda expresada por la naturaleza
pública y no violenta del acto, por la voluntad de aceptar las consecuencias legales de la propia
conducta” (Rawls, 1979: 334). Para Rawls esta última condición resulta ser muy importante pues
permite probar a las mayorías que el acto del desobediente es político, sincero y legitimo, Lo que
apoya el llamado que se hace a la concepción de justicia de la comunidad. Para que la
desobediencia civil dé resultados favorables el autor también señala una serie de restricciones o
precauciones que deben tener en cuenta los desobedientes: no se debe pretender colapsar o
desestabilizar el sistema, se debe estar seguro de la imposibilidad de recurrir a los medios legales y
se debe realizar un estudio concienzudo de la situación para examinar la conveniencia del acto de
desobediencia y de ser necesario recurrir a formas alternativas de protesta. Pese a todo, Rawls
reconoce la posibilidad de una radicalización de la Desobediencia civil llegando a adquirir formas
violentas en caso de no ser debidamente atendidas las demandas de los desobedientes. Puesto
que “quienes utilizan la desobediencia civil para protestar contra leyes injustas no está dispuestos
a desistir de su protesta en caso que los tribunales no estén de acuerdo con ellos” (Rawls, 1979:
333). Esta situación no deslegitima el acto de desobediencia. En este punto surge la pregunta ¿cuál
es la última instancia posible para evaluar las razones y los actos de los desobedientes? El último
tribunal de apelación, sostiene Rawls, es la opinión pública en general. No hay peligro de anarquía
en tanto haya cierto acuerdo entre las concepciones de justicia que detentan los ciudadanos.
Aunque la desobediencia civil está justificada lo cierto es que parece amenazar la concordia
ciudadana. En ese caso, la responsabilidad no recae en aquellos que protestan sino en aquellos
cuyo abuso de poder y de autoridad justifica tal oposición porque usar el aparato coercitivo para
mantener instituciones injustas es una forma de fuerza ilegítima a la que los hombres tienen
derecho a resistirse. Sin embargo, en el planteamiento ralwsiano existe un constructo aún más
radical que la misma Desobediencia civil, el Equilibrio Reflexivo, con la cual la plausibilidad de los
principios se irá comprobando paulatinamente al contraponerlos con las propias convicciones y
contrastarlos con orientaciones concretas en situaciones particulares. Esta figura admite dos
lecturas, la primera es metodológica, y consiste en buscar argumentos convincentes que permitan
aceptar como válidos el procedimiento y los principios derivados. En este momento se denomina
equilibrio porque “... finalmente, nuestros principios y juicios coinciden; y es reflexivo puesto que
sabemos a qué principios se ajustan nuestros juicios reflexivos y conocemos las premisas de su
derivación” (Rawls, 1979: 38). Este equilibrio no se concibe como algo estable o permanente, sino
que se encuentra sujeto a transformaciones por exámenes ulteriores que pueden hacer variar la
situación contractual inicial. No basta justificar una determinada decisión racional, deben
justificarse también las condicionantes y circunstancias procedimentales. En este sentido, se busca
confrontar las ideas intuitivas sobre la justicia, que todos poseemos, con los principios asumidos,
logrando un proceso de ajuste y reajuste continuo hasta alcanzar una perfecta concordancia. En
este proceso tienen cabida tanto los juicios éticos como las concepciones morales de los
individuos. Para esta lectura el Equilibrio Reflexivo se constituye en una especie de auditaje
subjetivo desde el cual el individuo asume e interioriza los principios concertados como propios,
pero con la posibilidad permanente de cuestionarlos y replantearlos de acuerdo a las nuevas
circunstancias. Ello se convierte en un recurso individual que garantiza que el ciudadano, en tanto
persona moral, pueda tomar distancia frente a las decisiones mayoritarias que considere
arbitrarias e inconvenientes; de esta manera, la “exigencia de unanimidad... deja de ser una
coacción” (Rawls, 1979: 623). La voluntad general no puede ser impuesta con el argumento de ser
oralmente legítima por ser mayoritaria: tiene que ser subsumida libremente por el individuo, en
todo tiempo y lugar. El equilibrio reflexivo es la polea que permite articular la dimensión política
con la individual, dándole al ciudadano, como persona moral, la posibilidad de replantear los
principios de justicia y la estructura social que se deriva de ellos cuando sus convicciones así se lo
sugieran. De esta manera Rawls pretende resolver la contradicción que había quedado pendiente

en el contractualismo clásico entre la voluntad general y la autonomía individual, que Kant había
intentado resolver sin mucha fortuna. La segunda lectura del Equilibrio Reflexivo es política y, sin
duda, más prospectiva. Aquí, los principios deben ser refrendados por la cotidianidad misma de las
comunidades en tres dimensiones contextuales específicas: la de la familia, la del trabajo y la de la
comunidad, en general. Sólo cuando desde tales ámbitos los principios universales pueden ser
subsumidos efectivamente, se completa el proceso. En este punto pueden darse varias
alternativas: la primera es la aceptación de los principios, y del ordenamiento jurídico-político
derivado de ellos, por su congruencia con nuestro sentido vital de justicia. La segunda es la
marginación del pacto pero reconociendo que los demás sí pueden convivir con ellos y que es una
minoría la que se aparta de sus parámetros, reclamando tanto el respeto para su decisión como
las mismas garantías que cualquiera puede exigir dentro del ordenamiento. La tercera es el
rechazo a los principios y la exigencia de recomenzar el contrato social, es decir, el reclamo por
que el disenso radical sea tenido en cuenta para rectificar los términos iniciales del mismo.
Normativamente significa que el pacto nunca se cierra y que siempre tiene que quedar abierta la
posibilidad de replantearlo. Este constructo coloca al pensamiento de Rawls dentro de las teorías
del contrato social permanente, debido a que el Equilibrio Reflexivo evita que se clausure el pacto.
Por el contrario, éste está siendo corregido y refrendado permanentemente, por lo que jamás
puede considerarse el proceso constituyente como cerrado.
El contrato social tiene que tener la posibilidad de ser legitimado permanentemente, no sólo
desde el impulso del consenso mayoritario sino, antes que todo, desde la disidencia ciudadana
que busca del orden jurídico político existente a su realidad y expectativas con ella expandir y
ajustar.

La objeción de conciencia

Dworkin hace la lectura de la desobediencia civil a partir de la figura de la objeción de conciencia .


Con respecto al asunto Dworkin comienza preguntándose sobre el trato qué ha de dar el gobierno
a quienes desobedecen las leyes por motivos de conciencia. Muchos creen que el gobierno debe
procesar a los objetores y castigarlos. Esto se sostiene en la simple opinión de que la
desobediencia por motivos de conciencia es lo mismo que el simple desacato a la ley,
considerando anarquistas a los objetores. Sin embargo, algunos juristas reconocen que la
desobediencia al derecho puede estar moralmente justificada pero insisten en que no se la puede
justificar jurídicamente y piensan que de ello se deduce que la ley debe cumplirse (Dworkin, 1989:
304-327). Empero, el argumento según el cual si el gobierno cree que un hombre ha cometido un
delito debe procesarlo, es mucho más débil de lo que parece. Del supuesto de que la sociedad ‘no
puede mantenerse si se permite la desobediencia’ no se sigue que ésta se desmoronaría si se
tolera alguna. Por lo menos en los Estados Unidos los fiscales deben determinar discrecionalmente
los casos en que se han de hacer cumplir las leyes, es decir, un fiscal puede no insistir en los
cargos. Sin que esto sea una licencia: hay prima facie buenas razones para no procesar a quienes
desobedecen las leyes. Una sería que los objetores actúan por mejores motivos que quienes
infringen la ley por codicia. Otra razón sería práctica y consiste en que la sociedad sufre una
perdida si castiga a algunos de sus ciudadanos leales y respetuosos. Esta polémica acerca del trato
que se debe dar al objetor de conciencia se convierte en una discusión sobre el carácter de la ley,
¿cómo puede determinarse si una ley es valida o no?, ¿cómo debe actuarse frente a una ley que se
considera invalida? Esto puesto que puede verse un conflicto de interpretaciones, debido a que las
personas que consideran inadmisible la Objeción de Conciencia sostienen que los objetores están
violando de manera conciente y premeditada una ley válida; mientras que los objetores de
conciencia alegan que esta ley es inválida y lesiona su fuero interno, de manera que si son
obligados a cumplirla se les está ocasionando un daño moral irreparable; el gran problema que
surge en este caso se presenta cuando ambas partes tienen argumentos plausibles para justificar
su posición. Estos casos son más frecuentes de lo que parece, debido a que en todo sistema
jurídico existe un cierto grado de incertidumbre con respecto a la norma, que sólo puede ser
superado por medio del ejercicio práctico de la jurisprudencia y la discrecionalidad del juez.
Entonces, para Dworkin la pregunta se transforma en, ¿qué debe hacer un ciudadano cuando la
ley no es clara y él piensa que permite algo que no está permitido en opinión de otros?; o en otros
términos ¿cómo debe actuar el ciudadano frente a una ley dudosa que lo está afectando? Dworkin
quiere auscultar cuál es la actitud adecuada en cuanto al ciudadano. Para ello no hay una
respuesta obvia con la cual coincida la mayoría de los ciudadanos. Dworkin presenta tres
respuestas posibles: primero, si la ley es dudosa el ciudadano debe suponer lo peor y actuar sobre
la base de que no se lo permite y, por tanto, obedecer a las autoridades ejecutivas aún cuando
crea que se equivocan y ha de valerse del proceso político para cambiar la ley. Segundo, si la ley es
dudosa él puede seguir su propio juicio; puede hacer lo que quiera si cree que es más defendible la
afirmación de que la ley se lo permite que la afirmación de que se lo prohíbe, pero sólo puede
seguir su juicio hasta que una institución (por ejemplo un tribunal) decida lo contrario. Una vez
que se ha llegado a una decisión institucional el ciudadano debe seguir tal decisión, aun cuando la
considere equivocada. Tercero, si la ley es dudosa el ciudadano puede seguir su propio juicio aun
después de una decisión en contrario de la suprema instancia competente. La pregunta que se
plantea Dworkin es cuál de estos tres modelos se adecua mejor a las prácticas sociales y jurídicas.
A juicio de Dworkin, no debe seguirse el primero de estos modelos, esto es, no se debe esperar
que los ciudadanos supongan lo peor. Si ningún tribunal se ha pronunciado sobre el problema y un
hombre piensa que la ley está de su parte, es perfectamente correcto que siga su propio juicio.
Cuando la ley es incierta, la razón reside generalmente en que hay una colisión entre diferentes
directrices políticas y principios jurídicos y no está clara la forma de resolver el conflicto. El
derecho se resentiría, especialmente si se aplicara este modelo a problemas constitucionales, se
perdería el principal vehículo del que se dispone para cuestionar la ley por motivos morales y con
el tiempo los ciudadanos se verían regidos por un derecho cada vez menos equitativo y justo, y la
libertad de éstos quedaría disminuida. Para Dworkin, también cabe rechazar el segundo modelo,
según el cual el ciudadano puede seguir su juicio mientras que el tribunal supremo no haya fallado
que se equivoca. Este modelo no llega a tener en cuenta el hecho de que cualquier tribunal,
incluso la Suprema Corte, puede desestimar sus propias decisiones y cambiar su propia
jurisprudencia; por otro lado, si los objetores obedecen la ley mientras esperan el momento
propicio, sufrirían el agravio irreparable de hacer aquello que su conciencia les prohibía que
hiciesen. Además, como el tribunal puede arrepentirse, las razones para rechazar el primer
modelo son igualmente válidas para el segundo. Por tanto, para Dworkin, el tercer modelo
constituye la expresión más equitativa de cuál es el deber social de un ciudadano en la comunidad.

Este debe lealtad al derecho y no a la opinión que cualquier particular tenga de lo que es el
derecho y su comportamiento no será injusto mientras se guíe por su propia opinión, considerada
y razonable, de lo que exige la ley. Empero, esto no es lo mismo que decir que un individuo puede
desatender lo que hayan dicho los tribunales. Según Dworkin, mediante la cláusula del proceso
debido, la igual protección, la Primera Enmienda y otras disposiciones, la Constitución introduce
gran cantidad de elementos de la moralidad política en el problema de la validez de una ley. Por lo
tanto, los objetores tienen creencias que dan firme apoyo a la opinión de que el derecho está de
parte de ellos aunque no tienen conocimientos jurídicos suficientes para concluir que la ley es
invalida, es decir, no hay mayor diferencia entre ellos y sus colegas más informados. A la luz de lo
anteriormente expuesto, Dworkin extrae algunas conclusiones. Cuando la ley es incierta se puede
dar una defensa plausible de ambas posiciones y un ciudadano que siga su propio juicio no está
incurriendo en un comportamiento injusto. En casos así, las prácticas le permiten seguir su propio
juicio y lo estimulan a que lo haga, el gobierno tiene la responsabilidad de tratar de protegerlo y
de aliviar su situación, siempre que pueda hacerlo sin causar daño a otros. De ahí no se sigue que
el gobierno pueda garantizarle la inmunidad, pues no puede adoptar como norma la de enjuiciar a
nadie que discrepe por motivos de conciencia, ni condenar a nadie a que discrepe razonablemente
de los tribunales. La consecuencia que se saca es que cuando las razones prácticas para enjuiciar
son relativamente débiles, la senda de la equidad pasa por la tolerancia. La opinión popular de que
‘la ley es la ley’ se niega a distinguir entre el ciudadano que actúa según su juicio de una ley
dudosa y el delincuente común. Para Dworkin es importante señalar que un tribunal no debe
condenar, por lo menos en algunas circunstancias, incluso cuando respalde las leyes existentes y
encuentre que los hechos son los que se denuncian. Cuando hay razones muy válidas por las que
un tribunal absuelva en razón de que antes de su decisión la validez de la ley era dudosa, sería
injusto castigar a un hombre por desobedecerla. Así pues, condenar a un ciudadano en virtud de
una ley penal cuyos términos no sean vagos, pero cuya validez sea dudosa, vulnera la cláusula de
la Constitución americana del proceso debido, pues lo obliga a suponer lo peor o a actuar por su
cuenta y riesgo5 . A modo de conclusión provisional puede decirse que los juristas tienen una
responsabilidad hacia quienes desobedecen las leyes por motivos de conciencia y que puede
exigirse que no se los enjuicie, sino más bien que se cambien las leyes o se adapten los
procedimientos judiciales para darles cabida, “Las proposiciones simples y draconianas, según las
cuales el crimen debe ser castigado y quien entiende mal la ley debe atenerse a las consecuencias,
tiene extraordinario arraigo en la imaginación tanto profesional como popular. Pero la norma de
derecho es más compleja y más inteligente y es importante que sobreviva” (Dworkin, 1992: 326).

Desobediencia civil como defensa de la Constitución

Uno de los problemas centrales de la teoría de la desobediencia civil radica en la pregunta por la
existencia de una justificación, jurídica o legal para este acto. Los tres autores que han sido
analizados hasta el momento toman partido por la justificación de la desobediencia civil, pero ¿los
argumentos por ellos esgrimidos constituyen una justificación jurídica? Si bien, la Desobediencia
civil se concibe como una parte importante del ordenamiento legal, siempre aparece como un
mecanismo de excepción que se halla en el límite de la legalidad, incluso fuera de ella. En Rawls
puede verse la predisposición de los disidentes a aceptar el castigo al que se hagan acreedores por
la ejecución del acto de desobediencia. Malem retoma este problema y con base a él desarrolla
una reflexión acerca de la posibilidad de la justificación jurídica de la desobediencia civil (Malem,
1990). La pregunta que guía toda la reflexión de Malem es si quienes desobedecen civilmente,
aunque hayan violado la ley, invocan argumentos que les permitan ser eximidos de la pena. Según
este autor, en orden a dar respuesta a dicho interrogante, es preciso considerar la moderna teoría
constitucional, que hace remontar hasta Locke y toda la disputa del parlamentarismo contra la
monarquía. En su opinión, esta teoría tenía una doble preocupación: por una parte, subrayar la
necesidad de que los ciudadanos respeten las leyes fundamentales del Estado, como garantía para
el ejercicio de las libertades y, por otra, la limitación de la actuación de los órganos estatales. Para
Malem salta a la vista la pregunta sobre qué quiere decir que la violación de una ley está
jurídicamente justificada y cuándo es ello posible.

Para algunas posiciones en el ámbito de la teoría del derecho es contradictorio pensar que esto
pueda ser posible pues parecería implicar la existencia de una ley que permitiría la violación de la
ley. Es más, la Desobediencia civil no podría ser considerada como un caso de excepción de ley. En
definitiva, el hecho de que quienes cometen actos de este tipo estén protestando contra leyes que
ellos consideren injustas no crea ningún tipo de circunstancias excepcionales (Malem, 1990: 195-
200). Contra la justificación de la desobediencia civil se esgrimen varias crí- ticas. Una primera
afirma que la corrección de las injusticias por intimidación, por medios extralegales o inspirada en
el miedo a la violencia no puede justificarse. Una segunda consiste en el problema de la validez
jurídica en cuanto las inobservancias legales cometidas con el propósito de instar la declaración de
inconstitucionalidad de la ley violada no constituyen realmente ningún acto de Desobediencia civil.
Y, finalmente, en una línea diferente, el que la Desobediencia civil reúne, bajo un mismo techo,
acciones legales e ilegales y por ello resulta peligroso proponerla como mecanismo para probar la
inconstitucionalidad de la ley. Malem concluye que violar civilmente normas vigentes en un
momento determinado es, a menudo, el único medio para solicitar la nulidad radical de una de
éstas y, por lo tanto, es un medio congruente con el sistema jurídico en su conjunto. Pese a ello, se
considera que jurídicamente no existe una justificación, pues la Desobediencia civil sigue
apareciendo al margen de la legalidad y no logra ser incluida adecuadamente dentro del sistema
jurídico. Todavía el debate acerca de castigar o no al desobediente está centrado fuera del terreno
legal y las instancias meramente jurídicas se ven en problemas para tomar decisiones al respecto.
Contra la tesis de Malem, otras posiciones consideran la existencia de una justificación
constitucional de la desobediencia civil, que garantiza la legitimidad de este acto, dentro del
ordenamiento jurídico político. Esta es la tesis defendida, en el contexto iberoamericano, por J. A.
Estévez (1994: 139-150), quien sostiene que la pérdida de precisión de las normas jurídicas
determina un aumento del poder de decisión de los órganos administrativos. En este sentido, la
transformación de las normas de derecho fundamental en principios supone una materialización
del derecho constitucional, por tanto, el intérprete debe determinar qué peso atribuye a los
diferentes principios en función de las circunstancias.

Una de las líneas de solución ha sido la introducción de mecanismos participativos en el propio


proceso de aplicación del derecho. Esto ha sido denominado procedimentalización del derecho
para que aquellos llenen el déficit de legitimidad del procedimiento, superando la idea de que la
legitimidad se genera por el procedimiento mismo. En este sentido, según Estévez, la legitimidad
de los procedimientos depende de que sean útiles como mecanismos de control: los
procedimientos participativos deben servir para asegurar la derogación de la legislación
infraconstitucional no deseada. De manera que los mecanismos representativos han de hacer
posible el control de los representados sobre las decisiones que los representantes adopten.
Además, los procedimientos deben servir para que todos los puntos de vista estén representados.
En este orden, autores como J. H. Ely y P. Häberle consideran que los procedimientos deben
garantizar que todas las opiniones sean tenidas en cuenta a la hora de tomar decisiones. La
legitimidad del procedimiento depende de que puedan realizar esta función. A su vez, para
cumplir esta función, es menester que todas las opiniones tengan posibilidades de manifestarse, y
para ello hay que tener en cuenta los procesos sociales de formación de la opinión pública: para
que una determinada propuesta se convierta en alternativa ha de ser posible la discusión pública
de la misma. En definitiva, para que la procedimentalización sea capaz de reducir el déficit de
legitimidad generado por la materialización del derecho es preciso que los procedimientos que se
establezcan estén vinculados a procesos abiertos de formación y voluntad de la opinión pública. La
defensa de la constitución, a juicio de Estévez, es un ámbito de decisión estatal insuficientemente
procedimentalizado. El problema es que los procedimientos no establecen canales de
participación democrática. Cabe anotar que una procedimentalización suficiente significaría el
establecimiento de mecanismos de participación de los ciudadanos. Estos mecanismos podrían
consistir en el reconocimiento de los ciudadanos de la posibilidad de cuestionar directamente la
constitucionalidad de las leyes, en un incremento de las posibilidades de apersonarse de
alegaciones, en el establecimiento de mecanismos que permitieran cuestionar al tribunal
constitucional y el establecimiento de mecanismos de responsabilidad política para los miembros
de este último. Todo este planteamiento considera la constitución como un texto abierto a la
opinión pública, de tal suerte que los puntos de vista existentes en la esfera pública se convierten
en criterios relevantes para la interpretación de la constitución. Dicho todo esto, el problema de la
desobediencia civil se inscribe en la crisis de legitimidad de los procedimientos de defensa de la
constitución. La desobediencia civil debe ser entendida, pues, como un mecanismo informal e
indirecto de participación en un ámbito de toma de decisiones que no cuenta con suficientes
canales participativos. En este caso se abren dos formas de entender la Desobediencia civil: en
primer lugar, como un test de constitucionalidad; debido al carácter de pública y no violenta. Por
otro lado, también se puede entender como el ejercicio de un derecho, cuando las personas
afectadas consideren que en la situación especifica la decisión de la autoridad supone una
restricción abusiva y por tanto opta por desobedecerla. Lo que el desobediente quiere señalar es
que en la decisión tomada por la autoridad no se tuvieron en cuenta, o no se les dio importancia, a
ciertos intereses, valores, perspectivas. Según Estévez, la tesis de la imposible justificación jurídica
de la Desobediencia civil presupone que las instituciones estatales detentan el monopolio de la
interpretación de la constitución. Así, los ciudadanos que tienen dudas acerca de la
constitucionalidad de una ley deben seguir obedeciéndola mientras una decisión no declare la
inconstitucionalidad y si la autoridad restringe el ejercicio de derechos se debe acatar su decisión y
usar los recursos legales. Sin embargo, este planteamiento que niega toda posible justificación
jurídica de la desobediencia sólo puede sustentarse desde los presupuestos de un positivismo
estricto o un decisionismo de corte autoritario. Desde la concepción descrita, la Desobediencia
civil aparece como un mecanismo legítimo de participación en la formación de opinión pública,
por lo tanto debe ser aceptada y respetada por las instituciones. Para aspirar a tener justificación,
la Desobediencia civil debe cumplir con una serie de condiciones, que dan fuerza a los argumentos
de los desobedientes y garantizan la legitimidad del acto. Estos actos deben ser públicos, no
violentos, y sobre los cuales los desobedientes están dispuestos a recibir el castigo que la ley
impone por el acto de desobediencia. Deben, además, esgrimir argumentos serios, apoyados en
uno o varios principios aplicables a la situación particular, reconociendo la complementariedad de
las esferas pública y privada, sin pretender sacrificar una en virtud de la otra. Finalmente, tiene
que existir una evaluación del carácter proporcionado de la protesta, con lo que se pretende
determinar si en un contexto particular la Desobediencia civil opera como el medio adecuado

para defender los derechos (Dreier, 1994). En líneas generales, el recurso a la Desobediencia civil
se consideran proporcionado si los desobedientes no cuentan con otro medio para expresar su
opinión. Si el acto de Desobediencia civil cumple con estas condiciones y no existía otra opción
menos dañina para efectuar el reclamo, se considera que es legítima y está suficientemente
justificada, por lo que el Estado y las instituciones deben respetar la protesta y permitir que se
desarrolle de la mejor manera. Entendida en esta forma la Desobediencia civil resulta ser una
condición legítima de la democracia, pues se encuentra en concordancia con el ideal participativo
democrático. La Desobediencia civil, correctamente ejercida, permite el cumplimiento de las
metas y objetivos que promueven las democracias y evitan que el Estado y las instituciones se
desvíen de su objetivo primario, garantizar la concordia social respetando la libertad y los
derechos del individuo. Por todo esto resultan absurdas las tesis que sostienen que la
desobediencia civil no puede ser justificada. El que la desobediencia civil esté justificada, más que
una opción, es una necesidad de los modernos sistemas democráticos.

Desobediencia Civil y Marxismo Heterodoxo

Desobediencia civil en Arendt

En la teoría de Arendt la justificación de la desobediencia civil se deriva del principio de la


legitimidad democrática y no de la justificación moral de la misma o la vulneración de los
derechos: el tema cuestionado por los desobedientes hace referencia al grado de
representatividad, inclusividad y participación ciudadana. El principio fundamental de la
democracia radica en la participación directa de los ciudadanos en la vida pública con miras a
articular un acuerdo institucional que permita sentar las bases de la sociedad con ciudadanos
capaces de gobernar y ser gobernados. Arendt discute con la corriente liberal la caracterización de
la desobediencia a partir de un fenómeno como la objeción de conciencia. Este tipo de análisis
justifica la desobediencia civil como el acto adelantado por un individuo que se opone de manera
subjetiva y conciente a las leyes y costumbres de la comunidad. El problema, objeta Arendt, es que
la situación del desobediente civil no es análoga a la de un individuo aislado ya que aquel sólo
puede actuar y funcionar como miembro de un grupo.

En este orden de ideas, la desobediencia civil es el producto de una acción colectiva movida por
una opinión común y su justificación comprende un problema político antes que uno de carácter
moral. Lo que está en juego, no es la integridad moral del individuo o las reglas de conciencia
subjetiva sino la legitimidad de una acción política por parte de ciudadanos que actúan en
concierto. Por otro lado, Arendt, a diferencia de los enfoques liberales, no insiste en la no violencia
como elemento distintivo de la desobediencia civil, ni enfatiza en su justificación sólo en casos de
violación de los derechos individuales. Ahora bien, eso no quiere decir que Arendt afirme la
violencia, más aún cuando ésta es concebida por la autora como todo lo opuesto a la acción
política. Lo que busca tal consideración es mostrar cómo la complejidad de la acción colectiva hace
que su carácter se defina más por los motivos políticos que persigue que por el uso o la abstención
de la violencia. Arendt conecta la desobediencia civil con las raíces de la tradición republicana
norteamericana que subyace en su espíritu constitucional. Prácticas como la asociación voluntaria,
el establecimiento de vínculos y obligaciones por medio de promesas y la reunión de ciudadanos
privados para actuar concertadamente son rescatadas por Arendt como las bases que justifican la
desobediencia civil como una forma de asociación voluntaria en la que los ciudadanos ejercen su
derecho a disentir y asociarse para articular una opinión minoritaria que disminuya el poder de la
mayoría, ejerciendo así las virtudes públicas del ideal republicano. No obstante, la teoría de
Arendt, adolece de algunas deficiencias derivadas de su visión hipostasiada de la comunidad
política que además de anacrónica (dado su raigambre aristotélico) parece superponerse
ontológicamente al individuo y a las instituciones del constitucionalismo moderno que generan
ambigüedades en su concepción de la desobediencia civil. Por un lado, su teoría ofrece
importantes argumentos para entender la desobediencia como un ejercicio normal orientado a
defender la participación política de los ciudadanos privados en la sociedad civil y a ampliar su
influencia en la sociedad económica y la sociedad política. Pero por otro lado, Arendt considera la
tradición de la asociación voluntaria como un elemento de puede llegar a sustituir las instituciones
políticas representativas de las sociedades modernas tales como los partidos políticos y los
parlamentos. Así, la desobediencia busca ampliar la participación ciudadana en la sociedad política
pero a través de organizaciones alternativas a las construidas por esta.

2.2 Democracia discursiva y desobediencia civil

Para Habermas la sociedad se debe construir sobre un modelo de esferas concéntricas que se
comunican a través de un sistema de esclusas que permite que la presión que se da en las esferas
más alejadas del centro se pueda transmitir a éste. De igual manera, las reacciones y respuestas
que el centro produce se comunican a la periferia. Este modelo de esclusas, llamado por Habermas
metáfora hidráulica, coloca al Estado en el centro para ser rodeado por sucesivos círculos que
comprenden a la sociedad civil burguesa (periferia interna), con toda la formalización que posee, y
a la sociedad civil (en sentido hegeliano) compuesta por las diferentes formas de vida (periferia
externa), donde tienen cabida todas las particularidades propias de los sujetos colectivos
particulares. Basado en este constructo, Habermas plantea un modelo de política deliberativa de
doble vía en donde se inscribe una estrategia de iniciativa exterior en la toma de decisiones con
respecto a lo político. Esta estrategia de iniciativa del exterior se aplica cuando un grupo está fuera
de la estructura del gobierno y articulando lo que considera una vulneración de los intereses, trata
de extender el asunto a otros grupos para introducir el tema en la agenda pública, creando una
presión sobre quienes toman las decisiones (Habermas, 1997: 460-466; 1997); (Malem, 1990: 145-
154). La sociedad civil periférica tiene la ventaja de poseer mayor sensibilidad ante los problemas
porque está imbuida en ellos. Quienes actúan en el escenario político deben su influencia al
público que ocupa las gradas. Los temas cobran la oportunidad de ser discutidos sólo cuando los
medios de comunicación los propagan al público. Empero, a menudo son necesarias acciones
como protestas masivas para que los temas se introduzcan en el ámbito político. Y aunque los
temas pueden seguir otros cursos también pueden provocar en la periferia la conciencia de crisis.
La autoridad de las tomas de postura del público se refuerza en el curso de la controversia, pues
en una movilización vinculada a una conciencia de crisis la comunicación pública informal se
mueve por unas vías que impiden la formación de masas adoctrinadas lo cual refuerza los
potenciales críticos del público. Cuando las condiciones de comunicación no son respetadas y se
encuentran manipuladas, el último medio con el que cuentan las capas periféricas para expresar
sus argumentos es la Desobediencia civil. Para Habermas, estos actos se encuentran
suficientemente justificados y consisten en una trasgresión simbólica de las normas exenta de
violencia y se entienden como protesta contra las decisiones vinculantes que, si bien son ‘legales’,
son ilegítimas según los principios constitucionales. Aquello que la desobediencia implica y
defiende es la conexión retroalimentativa de la formación de la voluntad política con los procesos
informales de comunicación en el espacio público. Mediante ello la desobediencia se remite a una
sociedad civil que en los casos de crisis actualiza los contenidos normativos del estado
democrático y los hace valer contra la inercia sistémica del Estado. La desobediencia civil implica
actos ilegales pero públicos por parte de los autores que hacen referencia a principios y que son
esencialmente simbólicos, actos que implican medios no violentos y que apelan al sentido de
justicia de la población. Los actores reivindican principios utópicos de las democracias
constitucionales apelando a la idea de los derechos fundamentales o de la legitimidad
democrática. Se manifiesta aquí la autoconciencia de una sociedad que se arroga la potestad de
reforzar de tal modo la presión que la opinión pública ejerce sobre el sistema político que éste
sólo puede optar por neutralizar la circulación no oficial del poder. Habermas considera que la
justificación de la desobediencia civil se encuentra en una comprensión de la constitución como
proyecto inacabado. El estado de derecho se presenta, pues, como una empresa débil y
necesitada de revisión. Así las cosas, ésta es la perspectiva de los ciudadanos que se implican
activamente en la realización de derechos, que tratan de superar desde la práctica la tensión entre
facticidad y validez. Por otra parte, Habermas cree que esta forma de disidencia es un indicador de
la madurez alcanzada por una democracia. De manera que la desobediencia civil tiene su lugar en
un sistema democrático, en la medida en que se mantiene cierta lealtad constitucional, expresada
en el carácter simbólico y pacífico de la protesta. La desobediencia civil no puede ser separada de
la crisis de los sistemas democráticos, es decir, su práctica ha de ser entendida como una crítica en
clave democrático-radical de los procedimientos representativos tradicionales. Un argumento a
favor de la Desobediencia civil sería su adecuación al principio básico de cualquier estado
democrático, esto es, la participación ciudadana en la toma de decisiones públicas. La acción
política cada vez discurre más en las sociedades avanzadas por cauces menos institucionalizados,
lejos de las opciones de partido. En última instancia, si la insatisfacción persiste lo más apropiado
sería corregir algunas disfuncionalidades y de ahí la búsqueda de nuevas formas de participación
que no pasen por el tamiz burocratizado de los partidos políticos. Los desobedientes invocan
principios morales que sirven de marco normativo a la democracia. En la justificación por parte de
quienes desobedecen se entrecruzan razones jurídicas y político-morales. El desobediente busca
otras vías de participación no convencionales y ello no significa que sea antidemócrata sino mas
bien un demócrata radical. De modo que una interpretación adecuada de la Desobediencia civil
sería considerarla como un complemento de la democracia, indispensable para la creación y
sostenimiento de una cultura política participativa. El disenso es tan esencial como el consenso. La
disidencia tiene una función creativa con un significado propio en el proceso político. Y en este
contexto, la desobediencia civil puede ser un instrumento imprescindible para proteger los
derechos de las minorías sin violentar por ello la regla de la mayoría, dos principios constitutivos
de la democracia. La nueva cultura emergente que representan los movimientos sociales exige,
para profundizar en el componente participativo, una mayor valoración de la disidencia política.
Para un paradigma discursivo, como el que defiende Habermas, la desobediencia civil se
constituye en un elemento primordial para garantizar la esencia comunicativa de la sociedad,
logrando mantener siempre abiertos los canales participativos; aún en el caso que las mayorías o
los grupos de intereses poderosos se apropien de las instancias de comunicación y pretendan
ponerlas a su servicio; en conclusión, la disidencia es un componente necesario para la
conservación de la buena salud democrática, y debe ser respetada tolerada e incluso alentada;
claro esta, con base en un análisis serie y responsable de la situación particular.

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