Introducción
Como base para esta reflexión partamos del texto del Evangelio de Lucas que está a
continuación, veamos lo que le sucede a Pedro. Adelantemos que, en la actitud de Pedro, se
produce todo el proceso de conversión al que estamos llamados. Se dan los tres rostros del
pecado, la llamada a la conversión y los momentos principales de la conversión. El texto dice:
«54Entonces le prendieron, se lo llevaron y le hicieron entrar en la casa del Sumo Sacerdote;
Pedro le iba siguiendo de lejos. 55Habían encendido una hoguera en medio del patio y estaban
sentados a su alrededor; Pedro se sentó entre ellos. 56Una criada, al verlo sentado junto a la
lumbre, se le quedó mirando y dijo: “Este también estaba con Él.” 57Pero él lo negó: “¡Mujer, no
le conozco!” 58Poco después lo vio otro y dijo: “Tú también eres uno de ellos.” Pedro respondió:
“¡No, hombre, no!” 59Pasada como una hora, otro aseguraba: “Cierto que éste también estaba
con él, pues además es galileo.” 60Le dijo Pedro: “¡Oye, no sé de qué me hablas!” Y en aquel
momento, cuando aún estaba hablando, cantó un gallo. 61El Señor se volvió y miró a Pedro.
Pedro se acordó entonces de las palabras que le había dicho el Señor: “Antes de que cante hoy el
gallo, me habrás negado tres veces.” 62Y, saliendo fuera, rompió a llorar amargamente.» (Lc
22,54-62).
Vivir en el mundo, o dejarse llevar por la presión social (vers. 56)
«Una criada, al verlo sentado junto a la lumbre, se le quedó mirando y dijo: “Éste también estaba
con él”»
La mirada de la criada muestra la presión que recibimos del entorno que nos rodea, de su
invitación a dejarnos arrastrar por la sociedad, a seguir incólumes con nuestra forma de vivir, sin
compromisos y sin responsabilidades; en una especie de relación endogámica amorfa en la que
domina el dejarse llevar por los hábitos y las costumbres sin hacer ni cambiar nada.
La mujer se sorprende de encontrarle y, a pesar de su afirmación, está haciéndole una invitación
para que siga junto al calor de la lumbre, al abrigo de la sociedad. Si hubiera hecho una pregunta
le habría obligado a Pedro a dar una respuesta, pero la afirmación, que además es una denuncia,
le daba opción a no tener que rebatir si tal afirmación es verdadera o no.
Primer rostro de pecado: la negación de Dios verdadero (vers. 57).
«Pero él lo negó: “¡Mujer, no le conozco!”»
Pedro, ante la afirmación de la mujer, se deja llevar. Va hacia lo más escabroso y profundo del
ser humano: niega conocer a Dios; niega reconocer que Dios es Dios. Porque conocer a Dios
significa saber que Él es Dios verdadero y nosotros tan solo criaturas suyas.
La apostasía de Pedro se flagrante: «¡No le conozco!». El texto nos lo muestra entre
exclamaciones, dando a sus palabras una afirmación tajante, una firmeza irreductible, verdadera.
Pedro, es ese momento, está en las antípodas de Dios; no quiere saber nada de Él ni de Jesús.
La primera acción que tiene el pecado en nosotros es alejarnos de Dios. Idolatría significa
precisamente eso: dar la espalda a Dios, alejarse de Él. Lo que nos lleva a ser nosotros la medida
de todas las cosas, a vivir apartados de Dios.
Segundo rostro de pecado: el destrozo de vida, o la pasividad (vers. 58).
«Poco después lo vio otro y dijo: “Tú también eres uno de ellos.” Pedro respondió: “¡No,
hombre, no!”»
Otra persona vuelve a afirmar nuevamente que Pedro es de Dios, pero Pedro la desmiente; es la
segunda negación de Pedro. Ya no niega la deidad de Jesús, sino que se cierra en sí mismo
pidiendo implícitamente que le dejen vivir su vida, ¡que le dejen en paz! Pide que le dejen vivir
en pasividad, sin implicarse en las cosas que le rodean. Lo que es cerrarse a toda vida, a caminar
hacia la muerte en vida. Es optar por vivir una vida destrozada por su propia cerrazón. Es de
¡déjame en paz!, que tantas veces repetimos.
Tercer rostro de pecado: el destrozo personal, o la egolatría (vers. 59-60a)
«Otro aseguraba: “Cierto que éste también estaba con él, pues además es galileo.” Le dijo Pedro:
“¡Oye, no sé de qué me hablas!”».
Por tercera vez afirman las personas que le rodean su pertenencia a Jesús. Por tercera vez niega
tal afirmación. Su afirmación tajante.
Marcos dice que Pedro negó entre imprecaciones y juramentos (Mc 14,71). Una negación que
rompe el suelo sobre el que se asentaba la vida ya rota de Pedro, que se cierra todavía más en sí
mismo. Una cerrazón que le lleva a la egolatría, que le lleva a conformar el mundo a la medida
de sí mismo.
La destrucción que produce esta nueva negación es total, destroza su vida; Pedro se deshace, se
desintegra, como persona.
Las tres negaciones de Pedro van minando su fe, su vida y su persona. Todo pecado conlleva esta
misma destrucción:
A la anulación de los valores en los que creemos, que nos lleva a la cerrazón;
A replegarnos en nosotros mismos, que nos aísla como personas del resto de la sociedad;
A romper toda conciencia del bien y del mal.
El pecado lleva a la destrucción total del ser humano como persona. Pedro, en su abandono de
Jesús, al que juró que «aunque tenga que morir contigo, no pienso negarte» (Mc 14,31), se ha
destruido como persona, pierde su ser y solo sabe defenderse con denuestos; como quien ciego,
da golpes en el vacío contra sí mismo. Pedro va hacia el abismo sin percatarse realmente de ello.
La llamada a la conversión: la mirada de Jesús (vers. 60b-61a)
«Aún estaba hablando cuando cantó un gallo. El Señor se volvió y miró a Pedro».
«Te digo, Pedro, que hoy mismo, antes de que cante el gallo, habrás negado tres veces que me
conoces» (Lc 22,34), había predicho Jesús.
La mirada de Jesús no es de reprobación, sino de compasión. Su amor por aquel pobre hombre,
que no había comprendido nada, que todo lo confiaba a sus fuerzas, que pensaba que tenía
control absoluto sobre su propio ser, es absoluto. Jesús ama y perdona. No perdona las mentiras
de Pedro, perdona a Pedro, a su hermano, hijo del mismo Dios. La mirada de Jesús es una mirada
de amor.
Jesús se compadece de Pedro. Dios se compadece del hombre. El Padre se compadece de sus
hijos; de nosotros, y nos perdona.
Jesús siempre «se vuelve y nos mira» ante nuestros pecados. Su mirada es el asidero de amor que
nos ofrece para que comprendamos; para que nos demos cuenta de nuestras faltas, de nuestros
errores. Dios siempre se vuelve y nos mira; siempre espera a que, como hijos pródigos, volvamos
a Él.
La mirada de amor de Jesús, sana. Es una mirada sanadora, que nos interpela y nos confronta,
que nos lleva a distinguir entre el bien y el mal, entre lo que es propio de Dios y lo que es
adverso a Dios. Nos lleva a comprender a qué lado de la línea del bien y del mal estamos. Nos
impele a tener que decidir si queremos estar con Él o a vivir sin Él. La mirada de Jesús es una
invitación a la conversión.
El reconocimiento de Dios, primer paso de conversión (vers. 61b)
«Pedro se acordó de las palabras que le había dicho el Señor».
Pedro ha visto la mirada de Jesús y le ha penetrado dentro, muy dentro de su ser. Aunque el texto
no lo dice, seguro que se estremeció todo él. Y que ardió por el dolor de sus negaciones: ¿cómo
pudo suceder?, ¿por qué lo hice?… ¡Dios mío, ¿qué he hecho?! Pedro comprende súbitamente su
error, su inconsistencia, su pecado.
Pedro, el hombre destrozado y deshecho por su abandono de Dios, se reconstruye; se siente
invadido por el amor que desprende la mirada de Jesús. Se sabe culpable y, al mismo tiempo,
comprende que ha sido perdonado.
Esto es lo más terrible e incomprensible: ¿cómo puedo ser perdonado de mi pecado sin haber
hecho nada para merecerlo? Es algo que Pedro no alcanza a comprender, que le supera: ¡no es
posible que haya perdonado mi vileza! Y, sin embargo, se sabe perdonado. Un perdón que
genera una deuda de gratitud imposible de pagar. Pedro sufrirá por el perdón de Jesús toda su
vida; la pena de su pecado no le abandonará nunca.
El reconocimiento del pecado, fundamento de conversión (vers. 62)
«Y, saliendo fuera, rompió a llorar amargamente».
Las lágrimas, incontenibles, inundan su corazón. Lágrimas que surgen de lo más profundo de su
ser al sentirse gratuitamente, generosamente, perdonado. No comprender la actitud de Dios no le
impide entrever la grandeza que el Señor derrama sobre él, pobre pecador.
Lágrimas sanadoras y desgarradoras, dulces y amargas a la vez. Provocadas por el amor de Dios
y por el dolor de sí mismo, que le agitan y amansan, le rompen y curan, le descomponen y le
reconstruyen.
Lágrimas que transforman a Pedro, llevándole a dejar de ser hombre para a ser Apóstol, dejar de
ser judío para ser cristiano.
Lágrimas que iluminan su oscuridad, que le llevan a descubrir una verdad antes no comprendida,
que le impulsan hacia una vida entrevelada por el conocimiento y el desconocimiento de Dios;
entre saber quién es Dios y desconocer a Dios en lo que es.
Lagrimas que reconfortan el espíritu y robustecen el cuerpo. Que aglutinan todo el ser del
discípulo pecador hasta transformarlo en el Apóstol firme y roca que dirigirá a la Iglesia.
Es el milagro de la conversión. Jesús solo lo ha mirado, mas su mirada le ha hecho comprender.
Después de la revelación a la que se ve abocado, en Pedro se produce el milagro. Pues milagro es
que de la pobreza que somos Dios extraiga lo mejor que hay en cada uno para ser testigos de Él
ante los demás.
Todos somos Pedro, el pecador. Todos somos reos de culpa. Mas todos somos mirados por
Cristo con su mirada de amor, invitándonos a ir a Él. Ya tenemos su gracia. Ahora todo depende
de nosotros: si nos abrimos al don recibido o si nos aferramos a nuestra propia cerrazón. Aun así,
el Padre siempre nos llamará, y siempre esperará a que volvamos a Él.
Conclusión
No nos detengamos en el sufrimiento de Pedro ni en sus pecados. Seamos capaces de ver en este
relato el perdón de Dios. Un perdón que surge de su amor a nosotros, sus criaturas. Un amor que
perdona y olvida, que cura y restablece y que, por encima de todo, nos impulsa a su presencia, a
que le reconozcamos como Dios verdadero.
Detengámonos en la cruz, ese ejemplo enorme e impactante de perdón y de amor, de gratuidad y
misericordia; doloroso, enormemente doloroso, pero absolutamente regenerador y salvador. No
veamos la cruz como foco de sufrimiento, sino como fuente de amor. No veamos la muerte de
Jesús como el fin de nuestras vidas, veamos su oblación como oferta generosa de salvación.
Veamos la cruz como forja sanadora de nuestras bajezas, como realidad, todo amor, que Dios,
nuestro Padre, nos ofrece a través del Hijo, para nuestra salvación.
Pedro fue salvado al confrontarse con la mirada de Jesús y aceptar su perdón. Nosotros somos
salvados cuando, al confrontarnos con Cristo, reconocemos y aceptamos su perdón; cuando nos
convertimos en sus testigos ante el mundo.
La cruz es fuente de vida, no la debemos ver como causa de muerte y foco de sufrimiento. No
comprender la salvación a la que estamos llamados sería no comprender que el Reino de Dios es
Amor; un Amor al que somos gratuitamente invitados