Tratado de Derecho Civil - Jose Léon Barandarián
Tratado de Derecho Civil - Jose Léon Barandarián
DE
DERECHO CIVIL
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TRATADO
DE
DERECHO CIVIL
GACETA JURÍDICA
LIMA - PERÚ
AÑO 2002
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TOMO I
TÍTULO PRELIMINAR
DERECHO DE LAS PERSONAS
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TOMO I :
TITULO PRELIMINAR Y DERECHO DE LAS PERSONAS
TITULO PRELIMINAR
DEROGACION DE LA LEY
ABUSO DEL DERECHO
ORDEN PUBLICO Y BUENAS COSTUMBRES
LEGITIMIDAD PARA ACCIONAR
OBLIGACION DE APLICAR LAS LEYES
JERARQUICA DE LEYES
LAGUNAS DE LA LEY Y PRINCIPIOS GENERALES DEL DERECHO
EL PODER JUDICIAL Y LOS VACIOS DE LA LEY
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ÍNDICE DE CONCORDANCIAS DEL TOMO I
TEMAS
C.C. DE 1936
C.C. DE 1984
Derogación de la ley Artículo I Artículo I
Abuso del derecho Artículo II Artículo II
Orden público y buenas costumbres Artículo III Artículo V
Legitimidad para accionar Artículo IV Artículo VI
Obligación de aplicar las leyes Artículo XXI -
Jerarquía de leyes Artículo XXII -
(Ver art. 138, párr. 2º, Const. 1993)
Lagunas de la ley y principios generales del Derecho Artículo XXIII Artículo VIII
El Poder Judicial y los vacíos de la ley Artículo XXIV Artículo X
El Poder Judicial y los vacíos de la ley Artículo XXV Artículo X
Principio de la personalidad Artículo 1 Artículo 1
Verificación del nacimiento Artículo 2 -
Aviso de proximidad del parto Artículo 3 -
Reconocimiento del estado de gravidez Artículo 4 Artículo 2
Igualdad de derechos civiles entre mujer y varón Artículo 5 Artículo 4
Fin de la personalidad Artículo 6 Artículo 61
Presunción de conmorencia Artículo 7 Artículo 62
Capacidad de ejercicio Artículo 8 Artículo 42
Incapacidad absoluta de ejercicio Artículo 9 Artículo 43
Incapacidad relativa de ejercicio Artículo 10 Artículo 44
Cese de la incapacidad de ejercicio Artículo 11 Artículo 46
Capacidad relativa de ejercicio Artículo 12 -
Contestación de nombre Artículo 13 Artículo 26
Usurpación de nombre Artículo 14 Artículo 28
Cambio de nombre Artículo 15 Artículo 29
Cambio de nombre Artículo 16 Artículo 29
Efectos del cambio de nombre Artículo 17 Artículo 30
Impugnación del cambio de nombre Artículo 18 Artículo 31
Elementos del domicilio Artículo 19 Artículo 33
Pluralidad de domicilios Artículo 20 Artículo 35
Presunción legal de domicilio Artículo 21 Artículo 41
Cambio de domicilio Artículo 22 Artículo 39
Domicilio de incapaces Artículo 23 Artículo 37
Domicilio de la mujer casada Artículo 24 Artículo 36
Domicilio de funcionarios públicos Artículo 25 Artículo 38
Domicilio de funcionarios diplomáticos Artículo 26 Artículo 38
Domicilio especial Artículo 27 Artículo 34
Domicilio de las personas jurídicas Artículo 28 Artículos 82 inc. 1), 101 párr. 1º, 112, 113 inc. 1)
Ubicación de los registros Artículo 29 Artículo 71
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Forma de llevar los registros Artículo 30 Artículo 70
Intervención de testigos en las partidas Artículo 31 -
Rectificación de partidas Artículo 32 Artículo 74
Inscripción del nacimiento Artículo 33 -
Omisión del nombre de los padres Artículo 34 -
Inscripción de la defunción Artículo 35 -
Defunción a bordo Artículo 36 -
Imposibilidad de encontrar el cadáver Artículo 37 -
Organización y funcionamiento de los registros Artículo 38 -
Principio y capacidad de la persona jurídica de Derecho Público Artículo 39 Artículo 76
Capacidad de corporaciones oficiales y otros entes públicos Artículo 40 -
Capacidad de municipalidades, universidades y otras corporaciones Artículo 41 -
Principio de la persona jurídica de Derecho Privado Artículo 42 Artículo 77
Capacidad de la persona jurídica de Derecho Privado Artículo 43 -
Personalidad de las asociaciones Artículo 44 -
Concepto de persona jurídica Artículo 45 Artículo 78
Matrícula de la asociación Artículo 46 Artículo 83
Libro de matrícula de la asociación Artículo 47 Artículo 83
Junta general de la asociación Artículo 48 Artículos 84, 85
Atribuciones de la junta general de la asociación Artículo 49 Artículo 86
Quórum y derecho al voto Artículo 50 Artículo 87
Admisión de asociados Artículo 51 Artículo 82 inc. 5)
Retiro de asociados Artículo 52 Artículo 82 inc. 5), 90
Calidad de asociado Artículo 53 Artículo 89
Cuotas Artículo 54 -
Exclusión de asociados Artículo 55 Artículo 82 inc. 5)
Efectos de la exclusión de asociados Artículo 56 Artículo 91
Cambio del fin social Artículo 57 -
Derecho de impugnación del asociado Artículo 58 Artículo 92
Disolución de la asociación Artículo 59 Artículo 82 inc. 8)
Disolución de pleno derecho Artículo 60 Artículo 94
Quiebra de la asociación Artículo 61 Artículo 95
Disolución por decisión de la Corte Suprema Artículo 62 Artículo 96
Efectos de la disolución Artículo 63 Artículo 98
Objeto de la fundación Artículo 64 Artículo 99
Constitución de la fundación Artículo 65 Artículo 100
Administración de la fundación Artículo 66 Artículo 101
Control de la fundación Artículo 67 -
Disolución de la fundación Artículo 68 -
Administración de la fundación en disolución Artículo 69 -
Régimen legal de la comunidad Artículo 70 Artículo 134
Inscripción de la comunidad Artículo 71 Artículo 135
Representación de la comunidad Artículo 72 Artículo 138
Protección del patrimonio de la comunidad Artículo 73 Artículo 136
Régimen legal transitorio Artículo 74 -
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TOMO I:
TITULO PRELIMINAR
Y DERECHOS DE LAS PERSONAS
Palabras previas
“This only you can gain the secret isolated joy of a thinker, who knows that a hundred years after he is
dead and forgotten, men who never heard of him vill be moving to the measure of his thougth, - the
suitable rapture of a postponed power, whick the world knows not because it has no external trappings,
but which to his prophetic vision is more real than that which commands an army”.
Estas palabras del juez Oliver Wendell Holmes en “The Profession of Law” pueden servir de
introducción, y son, válida y certeramente, la explicación del motivo sustancial por el cual se publica esta
recopilación de la obra de José León Barandiarán, mi padre.
En esta publicación, por lo tanto, no sólo está comprendida la obra jurídica de José León Barandiarán,
sino que también se incluyen algunos de sus estudios sobre temas filosóficos y literarios. Estudios que
son la demostración de ese espíritu humanístico, sin el cual sería difícil llegar a entender la razón de la
magnitud y la profundidad de la obra jurídica.
Ese espíritu amplio y profundo, de gran contenido moral, es la razón por la cual su obra jurídica
constituye la base doctrinaria y el fundamento del derecho peruano, con una importancia que ha
trascendido la temporalidad del derecho positivo. Pues, aun cuando su obra cimera tenga como título
“Comentarios al Código Civil Peruano” y esté referida al código ya derogado en 1936, no puede dejar de
reconocerse que no ha perdido actualidad, puesto que quien quiera investigar y comprender las
instituciones del Código Civil actual, tendrá que acudir a la obra de José León Barandiarán, en la cual
encontrará el sustento del derecho positivo vigente.
La publicación de esta recopilación ha sido posible efecuarla tan sólo después de la muerte de su autor.
Pues debo dejar testimonio que realizarla fue un anhelo y preocupación constante de su esposa Rebeca,
a quien estuvo dedicada su vida y su obra, y fue ella quien le proporcionó el sustento moral para su
creación. Pero él, con su natural modestia y humildad, se negó reiteradamente a hacerlo. Para esto
aducía constantemente que debería revisar, profundizar y mejorar cada uno de los distintos volúmenes
que la componen.
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Es una lástima que la muerte de mi madre, al poco tiempo de la de mi padre, no le permita ver
realizado lo que fue su gran anhelo, esto es, la publicación de la obra completa de José León
Barandiarán.
La Biblia en los proverbios dice que el fruto del justo es el árbol de la vida y conquista las almas. El
propósito de publicar la obra de José León Barandiarán, es hacer llegar su pensamiento a aquellos que
no tuvieron la oportunidad de conocerlo y transmitir a generaciones posteriores, como lo dice Wendell
Holmes, los fundamentos del orden jurídico positivo que guiará sus conductas.
Para nosotros, Ana María, Eduardo, Miguel y yo, sus hijos, su gran calidad humana es superior a su
juridicidad. Para él fuimos lo que dice Cervantes en el Quijote, “Los hijos, señor, son pedazos de las
entrañas de sus padres, y así, se han de querer buenos o malos que sean, como se quieren las almas que
nos dan vida: a los padres toca el encaminarlos desde pequeños por los pasos de la virtud, de la buena
crianza y de las buenas costumbres...”
No puedo dejar de mencionar que, como es evidente, mi experiencia vivencial primaria con José León
Barandiarán fue la del amor del hijo por su padre. Su figura como padre bondadoso y benevolente, que
marcó la vida de toda la familia, fue anterior a la de jurista. Su vida fue un recorrido existencial de gran
contenido axiológico orientado permanentemente hacia lo bueno y lo justo, y representó el mejor
ejemplo de vida plena que se puede tener. De él sus hijos podríamos decir como Apollinaire en su poema
Icare “Mon pere, m’apprit les detours du laberynthe / Et la science de la terre el puis mourut”.
Su importancia la fui apreciando, cada vez, más durante mis estudios de derecho en nuestra tan
querida y familiar Universidad Nacional Mayor de San Marcos y en las enseñanzas de mis maestros,
quienes fueron sus discípulos. Su figura como tal sigue creciendo, conforme comprendo cada vez más la
inteligencia, profundidad y trascendencia de su obra y de su trayectoria docente, que fue la gran pasión
de su vida y a la cual estuvo dedicado hasta casi el momento mismo de su muerte.
Debemos agradecer a las distinguidas personalidades que han prologado los distintos tomos de la obra
del Maestro José León Barandiarán que conforman esta publicación, a los doctores Manuel de la Puente
y Lavalle y Augusto Ferrero Costa; a los ilustres juristas argentinos Atilio Aníbal Alterini y Jorge Mosset
Iturraspe; y a sus dilectos discípulos los doctores Carlos Fernández Sessarego, Fernando Vidal Ramírez y
Max Arias Schreiber Pezet.
No podemos dejar de mencionar lo importante del concurso del Dr. Fernández Sessarego, quien con
muestras de amistad y cariño dedicó varias horas de trabajo al cuidado de esta obra.
Finalmente, queremos concluir estas líneas destacando la labor del Dr. Walter Gutiérrez Camacho,
quien tuvo a su cargo la elaboración de las concordancias, índices analíticos y subtítulos, así como el
cuidado de la presente edición; por lo que le debemos nuestro reconocimiento y gratitud.
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Introducción
Carlos Fernández Sessarego
El humanista
José León Barandiarán ha sido el más eminente y destacado tratadista de derecho de nuestro país en
los últimos cincuenta años. Durante este dilatado lapso, se dedicó, con admirable ahínco y ejemplar
entrega, a la investigación y a la docencia. El Derecho Civil constituyó su constante pasión. León
Barandiarán ocupa un lugar de privilegio entre los más importantes juristas que ha conocido el derecho
nacional a través de los tiempos.
León Barandiarán, nuestro maestro y amigo, fue, sin embargo, mucho más que el mayor y más ilustre
de los civilistas peruanos de la generación que nos precedió. Su preocupación por el hombre, su honda
vocación intelectual, su curiosidad científica, su calidad humana, hicieron de él un humanista cabal. Nada
de lo que tiene que ver con el hombre le fue ajeno. Su fina y excepcional sensibilidad, su amor por la
lectura y la reflexión, lo llevaron a otros campos del saber. Fue un hombre de exquisita cultura. Su vasta
y polifacética obra así lo acredita.
El maestro superó los linderos del Derecho para penetrar, con agudeza e indiscutible calidad, en la
filosofía, el arte y la literatura. Fue un hombre ávido de cultura, un infatigable lector desde su mocedad.
Es, por ello, que aparece, aún muy joven, en 1923, como un férvido admirador de la obra de César
Vallejo. Con motivo de la aparición de Trilce se constituye en admirador del poeta, como consta de un
artículo publicado en las columnas del diario “El País”, editado en la ciudad de Chiclayo, y a cuya obra
dedica diversos y finos comentarios a través de los años. En otros momentos de su vida escribe sobre
Heine, Shakespeare, Kafka, Dante Alighieri. Dedica, además, diversos ensayos a temas que denotan su
vocación humanista, como es el caso del “El homo jurídicus”, “Consideraciones jurídicas sobre el
Quijote”, “Consideraciones jurídicas sobre el Rey Lear” y “El proceso a Jesús”.
León Barandiarán supo admirar y reconocer el talento de quienes con él convivieron, de la gente
notable de su tiempo. Estuvo, por eso, cerca de ilustres figuras de nuestra cultura jurídica y de la política
nacional, de seres que, como él, tenían arraigadas convicciones éticas. Cabe, al efecto, recordar los
trabajos que dedicó a exaltar a hombres de la envergadura intelectual de Ángel Gustavo Cornejo,
Manuel Vicente Villarán, Germán Aparicio y Gómez Sánchez, José A. Encinas, José Luis Bustamante y
Rivero, Manuel Augusto Olaechea, Víctor Andrés Belaúnde, Oscar Miró Quesada de la Guerra, Raúl
Ferrero Rebagliatti, entre otros.
Sus clases magistrales, sus conferencias y sus libros contuvieron, a menudo, oportunas citas de los
grandes autores de la literatura universal. Sus lecciones estaban casi siempre matizadas con ejemplos
extraídos de las obras clásicas, como las de Shakespeare o las de Miguel de Cervantes. Personajes de “El
Mercader de Venecia” o de “Don Quijote de la Mancha” cobraban vida en sus lecciones, en sus escritos,
y servían para ilustrar perspicuamente diversas situaciones jurídicas.
Su afición a la filosofía fue una constante en su vida. Comprendió que ella ilumina la ciencia jurídica,
otorgándole sus necesarios supuestos. Tal vez, por ello, su tesis para optar el grado de Doctor en
Derecho, en 1938, se refiere a las “Cuestiones de la Filosofía del Derecho” y, por la misma razón, años
más tarde, estudia a Martin Heidegger proyectado en lo jurídico. Son también dignos de recordar otros
trabajos de alta calidad dedicados a esta materia, como es el caso de “La justicia”, “El derecho como
categoría dimensional humana”, “El movimiento jurídico europeo”, “La concepción de la ley en Santo
Tomás”, “El concepto del derecho” y “La dimensión temporal del derecho”.
El maestro
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En 1928, se inicia en la carrera docente, que signó su vida, al haber ganado por concurso una plaza
como Profesor Adjunto en la Cátedra de Derecho Civil que regentaba ese gran civilista que fue Ángel
Gustavo Cornejo. Su magisterio fue impar y se extiende hasta casi su sentida desaparición en el año de
1987. Muchas promociones de estudiantes lo recuerdan como el gran maestro, como el excepcional guía
en las delicadas materias del Derecho Civil. Alcanza así, muy pronto, su consagración definitiva que, en
última instancia, es aquélla que proviene de los alumnos y de los discípulos.
Su dilatado y ejemplar magisterio, su perceptible amor por la ciencia jurídica, su plena y permanente
dedicación a ella, atrajo el interés y la férvida adhesión de un selecto grupo de discípulos que lo siguieron
muy de cerca en muchos tramos de su vida, aprovechando sus doctas enseñanzas. Algunos de ellos
perseveraron en el afán docente, en la ardua tarea de la investigación jurídica, silenciosa y casi siempre
ignorada en el país, en un medio donde los estímulos a la cultura casi no existen. Algunos de esos
discípulos son actualmente reconocidos, a su vez, como maestros, lo que hizo que a León Barandiarán se
le conociera, aún en vida, como “el maestro de maestros”. Fue, sin duda, su más preciada distinción, la
que él más valoró. Y es que este galardón no es efímero, porque el maestro sobrevive en la obra y en el
fiel recuerdo de quienes fueron sus discípulos.
La sabiduría jurídica de León Barandiarán hizo posible que regentara no sólo diversas cátedras de
Derecho Civil sino que asumiera también la enseñanza de otras disciplinas del Derecho, como es el caso
del Derecho Constitucional, del Derecho Comercial, del Derecho Internacional Privado o de la Filosofía
del Derecho, entre otras. Profesó en varias universidades del país. Se le recuerda como catedrático en la
Universidad Nacional Mayor de San Marcos, su Alma Mater, pero actuó igualmente en la Universidad
Católica, en la San Martín de Porres, ambas en Lima, en la San Luis Gonzaga de Ica y en la Pedro Ruiz
Gallo de Lambayeque. Hasta poco antes de su sentida desaparición enseñó en la Universidad de Lima.
León Barandiarán se identificó siempre con la Universidad de San Marcos. Sus claustros lo vieron
transitar, modesto y sereno, durante toda su vida. Se entregó a ella con fidelidad y pasión,
contribuyendo, en alto grado, a reforzar la inconmovible cuatricentenaria tradición de esa Casa de
Estudios. El respeto y la admiración que inspiraron su persona y su obra ha hecho que numerosas
promociones de estudiantes de la Facultad de Derecho lleven su nombre.
El legislador
Pero, su más significativa participación en la tarea legislativa, su aporte más notable por su especial
trascendencia, fue aquel que le cupo como miembro de la Comisión Reformadora del Código Civil de
1936 y que diera origen al Código Civil promulgado el 24 de julio de 1984. Por casi cerca de veinte años,
desde 1965, en que se constituye dicha Comisión, se erige León Barandiarán en uno de sus más
infatigables y perseverantes mentores, al lado de algunos de sus más cercanos colaboradores y
discípulos. La presencia del maestro sanmarquino en la Comisión Reformadora fue, por su sabiduría y
experiencia, por la convicción puesta en el trabajo, decisiva y señera para obtener un valioso resultado
legislativo.
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La tarea reformadora de León Barandiarán es altamente meritoria si se tiene en consideración que fue,
sin duda alguna, el más destacado e importante comentarista del Código Civil de 1936. Los varios
volúmenes que escribió destinados a esta finalidad, todos ellos de la más alta jerarquía científica, así lo
comprueban. No obstante, dando muestras de un acendrado humanismo, de una apertura intelectual
que era inherente a su personalidad, de un extraño desprendimiento, no se aferra como muchos de sus
contemporáneos, transidos de nostalgia conservadora, en la defensa de dicho cuerpo legal. Por el
contrario, con espíritu renovador y clara vocación científica, propicia la total e íntegra restructuración del
Código Civil de 1936. Con lúcida inteligencia, comprende que en este Código cristaliza un ideología, una
mentalidad que, al provenir del Código Civil francés de 1804, se hallaba en trance de ser superada. Esta
es, tal vez, la más alta demostración de su calidad humana y de su total entrega a la ciencia del Derecho,
con honestidad absoluta, más allá de cualquier otro tipo de intereses.
El reconocimiento de la comunidad
León Barandiarán ocupó, sin pretenderlo, los más altos cargos a los que puede aspirar un jurista. Fue
Ministro de Justicia, Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de San Marcos, Rector de esta
Casa de Estudios, Decano del Colegio de Abogados de Lima, primer Presidente de la Federación Nacional
de Colegios de Abogados. Obtuvo las más altas distinciones que se le pueden otorgar a un hombre de
derecho, como son las de Rector Honorario de la Universidad de San Marcos; Profesor Emérito de su
Facultad de Derecho; Catedrático Honorario de las Universidades de Piura, Cuzco, Arequipa, Trujillo,
Huánuco, Junín y Lambayeque; Catedrático Honorario de la Universidad de Chile, de la Academia
Colombiana de Jurisprudencia, del Colegio de Abogados de México; Doctor Honoris Causa de la
Universidad Rockefeller de los Estados Unidos; Miembro Honorario del Colegio de Abogados de Lima.
Recibió las Palmas Magisteriales en el Grado de Amauta, la Medalla del Congreso, la Condecoración de
la Corte Suprema de Justicia en el Grado de Gran Cruz de la Orden Peruana de Justicia, la de la Orden del
Sol del Perú en el Grado de Gran Oficial. En 1944 se le concede el Premio Nacional de Fomento a la
Cultura “Francisco García Calderón”. Las Facultades de Derecho del país, congregadas en Cuzco, en 1961,
le disciernen el máximo honor que se conozca a un profesor peruano, al designarlo, unánimemente,
como “Maestro de la Docencia Jurídica”.
Una de las últimas y decisivas tareas de la fecunda vida de León Barandiarán fue, como está dicho, la
de haber intervenido en la redacción del Código Civil que entrara en vigor el 14 de noviembre de 1984.
Constituye, a nuestro entender, la obra que corona su paradigmática existencia.
El Código Civil de 1984 pretendió plasmar, a través de su articulado, una nueva visión del Derecho,
empeño difícil de lograr a plenitud si se tienen en cuenta las circunstancias históricas y políticas en las
que se redacta este nuevo Código. No obstante, más allá de los aciertos técnicos de las nuevas
instituciones que incorporan, de su sistemática, lo más importante del Código Civil de 1984 es, como
seguramente lo recogerá la historia, su afán por superar una concepción individualista y patrimonialista
del Derecho, la misma que impera en el mundo jurídico desde la promulgación del extraordinario Código
Civil de los franceses de 1804.
La tradicional visión de lo jurídico, cuya vigencia se cuestiona en nuestro tiempo, deja paso,
paulatinamente, a una nueva óptica de raíz personalista y solidaria, en la cual el ser humano, en tanto
sujeto de derecho, se convierte en el eje y centro indiscutido del quehacer jurídico. La persona humana,
en su doble e inescindible vertiente de ser individual, idéntico a sí mismo, y simultáneamente ser
coexistencial o comunitario, no se reduce a la limitada e irreal visión propia de un mero individuo,
aislado de lo social, encerrado en sí mismo, prescindiendo egoístamente de los demás, de los otros. El
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ser humano se presenta tal cual efectivamente es: un ser personal y solidario, donde lo individual y lo
social son aspectos indesligables de su ser. El patrimonio, dentro de este planteamiento, es tan solo un
indispensable instrumento del que se vale la persona humana para realizarse integralmente, en
armónica concordancia con el interés social del cual participa.
La nueva concepción del Derecho, que insurge con fuerza en este nivel de la historia, se traduce, en
alguna medida, en ciertos Libros del Código Civil de 1984, con más intensidad en unos que en otros. Tal
vez, esta comprobación se hace más patente, más elocuente, en el Libro Primero dedicado al Derecho de
las Personas, en el Libro de Fuentes de las Obligaciones y en el Derecho de Familia. Esta desigual
influencia es explicable si se considera tanto el hecho de que no todos los miembros de la Comisión
Reformadora participaban de dicha posición, como que en aquellos Libros es más notoria que en otros la
concreción normativa de los nuevos principios.
El Código Civil de 1984 es, a nuestro entender, la expresión de una época de transición entre un largo
período, en el que se hizo patente la crisis del Derecho, y otro que recién aflora, y es por ello apenas
perceptible para un buen número de hombres de derecho. Es decir, entre una época en que los juristas,
a través de varios decenios, van tomando conciencia de las insuficiencias y limitaciones de una
concepción jurídica que no reflejaba más la cambiante realidad del mundo y otra que surge cuando los
jusfilósofos y los juristas empiezan a comprender la necesidad de superar una óptica puramente
individual y patrimonialista por otra concepción que de razón de la experiencia histórica y jurídica tal
cual ella es.
La insatisfacción de los juristas se manifiesta, cada vez con mayor vigor, en los últimos decenios. En
algunos sectores se observa, con lucidez, que la ciencia jurídica, al compás del acontecer mundial,
atravesaba un período de crisis que se traduce en la ruptura de un orden establecido en la evidente
inadecuación de la institucionalidad jurídica positiva con la experiencia. Se trata de un momento
histórico en el que se advierten profundas transformaciones tanto en lo social, moral y cultural como en
lo científico y en lo técnico. Los juristas más atentos y sensibles, a través de una más afinada lectura del
acontecer social, buscaron con afán una nueva estructura ideológica como sustento de la ciencia jurídica
en sustitución de aquélla que ya no respondía a los requerimientos de la realidad. Empieza así a
diseñarse una concepción personalista y solidaria del Derecho inspirada en la filosofía de la existencia.
Derivada y como consecuencia de la misma se hace presente, a nivel jusfilosófico, un planteamiento que
se concreta en una visión tridimensional de la experiencia jurídica, en la que la unidad del Derecho surge
como resultado de la dinámica interacción, en la experiencia humana, de la conducta humana, las
normas y los valores jurídicos.
Esta nueva concepción del Derecho se traduce, de inmediato, en un necesario replanteamiento de las
más significativas e importantes instituciones jurídicas, proceso al cual asistimos y del cual somos, de
algún modo, protagonistas. Se revisa así la tradicional clasificación del Derecho en Público y Privado, en
cuanto ella no responde a la realidad del acontecer jurídico; insurge una nueva estructuración de los
derechos de la persona, dentro de la cual se preconiza su tutela preventiva, unitaria e integral; se abre
paso una concepción más rica del sujeto de derecho a fin de incorporar a esta categoría jurídica tanto al
ser humano concebido como a las organizaciones de personas no inscritas o registradas; se reflexiona
sobre la decisiva importancia de las cláusulas generales y abiertas, en especial en aquella atinente al
abuso del derecho; se cuestiona el tradicional concepto de derecho subjetivo, el que es superado, sin
negársele, por el de situación jurídica subjetiva; se llama la atención sobre los alcances del daño a la
persona.
La nueva visión que se tiene de lo jurídico hace más nítida la fundamentación moral de lo jurídico,
destacándose, en este orden de ideas, los principios de la buena fe y las buenas costumbres; se
reflexiona sobre la naturaleza de la empresa; se replantea la materia concerniente al acto jurídico; se
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revisa lo referente a la autonomía de la voluntad; se plantea la tutela del deudor, poniéndose énfasis en
la lesión y en la excesiva onerosidad de la prestación; se generan nuevos contratos; se postula la
protección del consumidor; la culpa deja de ser, en gran medida, el presupuesto principal de la
responsabilidad civil, atendiéndose fundamentalmente al resarcimiento del daño, se revisa la compleja
noción de persona jurídica a la luz del tridimensionalismo; el derecho de propiedad adquiere una nueva
connotación.
En este proceso, actualmente en curso y al que algún jurista ha identificado como el de la refundación
del Derecho sobre nuevos supuestos, se coloca el acento en la necesidad de tutelar no sólo los derechos
subjetivos normativamente reconocidos, sino que la protección jurídica debe alcanzar y extenderse, sin
excepción, a todos los intereses existenciales. Es decir, a todos aquellos intereses que derivan de la
dignidad misma de la persona humana y que aún no han adquirido la categoría de derechos subjetivos.
Es por ello que la jurisprudencia comparada nos muestra, a través de la historia, casos muy ilustrativos
de tutela de tales intereses, como aquéllos referidos a la identidad personal o la intimidad de la vida
personal y familiar. El principio de tutela integral de la persona ha sido consagrado, con singular acierto,
a través del artículo 4 de la Constitución Política del Perú.
Nos encontramos así generacionalmente instalados en un fluido período de transición entre una larga
época, que tiene probablemente su raíz inmediata en la ilustración y la Revolución Francesa, que se
concreta en el Código Napoleón y en los cuerpos legales que lo recepcionan, y otro período histórico que
empieza a vislumbrarse, que se afirma paulatinamente, pero con creciente vigor, y que alcanza
progresivamente una mayor acogida de parte de los hombres de Derecho. Se hace así evidente en los
tiempos que corren el lento pero sostenido tramontar de una concepción exacerbadamente
individualista y patrimonialista. De otro lado, se aprecia un proceso de sustitución de ésta por otra
concepción inspirada en los principios sustentados por el personalismo jurídico y la teoría tridimensional
del Derecho que le es tributaria.
El reformador
En este marco histórico, en esta etapa de transición entre una concepción que ostensiblemente declina
y una nueva que emerge, le tocó vivir a José León Barandiarán. El maestro, formado en las antiguas
tradiciones, supo leer, con la clarividencia propia de su genio, los designios de los nuevos tiempos,
abrirse con amplitud de espíritu a inéditas corrientes de pensamiento, aceptar el insoslayable llamado de
la realidad. Es por ello que comprendió, sin dubitaciones, la necesidad de revisar los postulados del
Derecho como ineludible mandato de la historia. Entendió que era indispensable su traducción
normativa a fin de hacerla concordar tanto con dichos principios como con el dictado del quehacer
comunitario. Es por ello también que, desde el primer momento, adoptó la posición que planteaba la
reestructuración total del Código Civil de 1936, sin atender las críticas de cierto sector frente a la
posibilidad de un cambio. Algunas de tales críticas provenían de muchos de sus contemporáneos, pero
otras gentes de promociones posteriores. Sintonizó así, prontamente, con la tesis que sostenía la
conveniencia de modificar el Código Civil de 1936, al que le había dedicado, con brillantez sin par, varios
volúmenes de magistrales comentarios.
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Al maestro se le reconoce como el precursor de lo que podría considerarse el movimiento que ha de
desembocar, muy probablemente, en la Escuela Peruana de Derecho Civil. A León Barandiarán se debe la
existencia de un puñado de discípulos que continuó su tarea. Su erudición, su generosidad, su sapiencia,
su calidad de maestro, permitió el que un núcleo de estudiantes, principalmente de la década del
cuarenta, se sintieran inclinados a profundizar en la temática propia del Derecho Civil. A su vera se formó
una nueva promoción de hombres de derecho que, bajo su maestrazgo y con la contribución de otros
profesores, acometió el reto de redactar un nuevo Código Civil para el Perú.
La Escuela Peruana de Derecho Civil, antes aludida, es un movimiento que aglutina a los juristas en
torno a los principios medulares que inspiraron, en alguna medida, la redacción del Código Civil de 1984.
Nos referimos, en primer término y como ya lo hemos anotado, a los principios personalistas que
inducen a un replanteo de las instituciones jurídicas a fin de centrar el Derecho Civil alrededor de la
persona humana, considerada en su estructural bidimensionalidad de ser idéntica a sí misma, única, y al
mismo tiempo, de constituirse en un ente necesariamente coexistencial o social. Se supera y se
enriquece, de este modo, el tradicional concepto de individuo en cuanto ente aislado y abstracto,
desconectado de la comunidad. Simultáneamente, se recusa que el patrimonio pueda ser el eje del
Derecho, a través de la conflictiva institución de la propiedad.
En segundo término, la Escuela Peruana de Derecho Civil, que empieza a bosquejarse como fruto del
actual nivel histórico-cultural, tiende también a sustituir las tradicionales visiones unidimensionales del
Derecho, que privilegian alguna de sus tres dimensiones con exclusión de las otras, por otra que
concuerda con la experiencia jurídica, donde se observa que el fenómeno jurídico se presenta como la
interacción dinámica de tres elementos insustituibles como son la conducta humana, las normas y los
valores jurídicos. Es decir, se opta por una concepción global y totalizante del Derecho.
León Barandiarán alude, desde su óptica, a esta nueva visión tridimensional del Derecho en un trabajo
que publicara en 1953 bajo el significativo título de “El Derecho como categoría dimensional humana”.
En este ensayo el maestro se aproxima a las nuevas corrientes de pensamiento y se aleja, en cierta
medida, de su tradicional posición kelseniana, que por aquellos años encontraba su expresión en la obra
de Schreier, discípulo del maestro vienés. El trabajo plantea una apertura a una nueva visión del
Derecho, al estilo de quienes son auténticos científicos, siempre dispuestos a asimilar, con humildad,
aquellos conocimientos que le ofrece la cultura de su tiempo, si ellos resisten un análisis crítico riguroso.
Las enseñanzas de León Barandiarán, en el terreno dogmático, son así la indispensable base para el
surgimiento de este movimiento que es, en fin de cuentas, el fruto de una tarea colectiva, una corriente
fluida de pensamiento a la que se suman, constantemente, nuevos aportes y contribuciones que
responden, en lo cardinal, a los principios antes enunciados. Principios que encuentran su asidero en una
concepción que se sustenta, en última instancia, en una filosofía de la existencia de raíz cristiana, los
mismos que se han venido divulgando en el Perú desde la década del cincuenta y que encuentran su
expresión más cabal en los años sesenta, a través de la obra de algunos connotados autores nacionales.
No son pocos los civilistas que estiman que la Escuela en referencia tiene partida de nacimiento, que ya
es una realidad. En este sentido se han pronunciado Max Arias Schreiber y Fernando Vidal Ramírez, entre
otros. No falta, sin embargo, alguna voz discrepante o menos entusiasta. Por nuestra parte, como ya lo
hemos manifestado, estimamos que no cabe duda de que en la actualidad se percibe un definido
movimiento que halla en los principios inspiradores del Código Civil una base común, un punto de
encuentro a partir del cual es posible afrontar interesantes desarrollos a nivel científico. Es aún
prematuro aventurar un vaticinio sobre los alcances que dicha Escuela pueda lograr en lo futuro, pero es
evidente que ella empieza a perfilarse con creciente vigor.
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La obra magna
Superando la pereza, la irreflexión y la frivolidad que, como alguna vez lo señaláramos citando a
González Prada, son las notas distintivas del tradicional carácter nacional, en un país donde casi no se
escribía, León Barandiarán constituye un ejemplo de dedicación, de rigor científico, de disciplina
intelectual. Es sintomático a este propósito que los brillantes codificadores de 1936, como Olaechea, Solf
y Muro, Oliveira y Calle, no dejaran una obra escrita, no contribuyeran con su reconocido talento a
enriquecer la bibliografía jurídica nacional. Nos legaron, sin duda, un buen Código Civil, fruto de su
tiempo, y una ilustrativa Exposición de Motivos, lo que es más que suficiente, pero no asumieron la tarea
de comentarlo. Esta misión la cumple, para nuestra fortuna y en forma insuperable, el maestro León
Barandiarán.
Los valiosos e insustituibles “Comentarios al Código Civil Peruano” comprenden seis tomos, escritos
con profunda prolijidad, con extraordinaria erudición, con fina inteligencia. Ellos constituyen, como lo
hemos manifestado, la obra magna de la bibliografía jurídica peruana en lo atinente a la exégesis del
Código Civil de 1936. Los mencionados tomos se publican, espaciadamente, en un período que va de
1938 a 1975.
En 1938, año siguiente de su retorno de Alemania donde estuvo becado para realizar estudios
jurídicos, publica el primer tomo de los “Comentarios” dedicado al Acto Jurídico. En 1954, la editorial
argentina EDIAR realiza una segunda edición de este volumen. El segundo tomo aparece en 1939 y
contiene la materia relativa al Derecho de las Obligaciones, sus modalidades y efectos. Este tomo se
reedita también, conjuntamente con el primero, por la misma editorial argentina. Si nuestra información
no está errada, ésta sería la primera y única obra de un jurista peruano publicada en la República
Argentina.
El tercer tomo, en el que se hace el análisis de la Parte General de los contratos, se edita en el año
1944. El cuarto tomo, en el que se estudia lo concerniente al Título Preliminar y al Derecho de las
Personas, ve la luz en 1952.
Años más tarde, en 1966, León Barandiarán publicaría el quinto tomo destinado al estudio de los
“Contratos en el Derecho Civil peruano”. En este volumen se aborda lo atinente a la compra-venta, la
cesión de créditos, la permuta, la donación, la locación conducción, el contrato de servicios y de obra. El
sexto y último tomo contiene la materia referente a los contratos de mutuo, comodato, depósito,
mandato, gestión de negocios, juego y apuesta, fianza. Este volumen se edita en 1975.
Las lecciones que León Barandiarán impartiera sobre el Derecho de Sucesiones fueron recogidas
taquigráficamente por sus alumnos de San Marcos y publicadas luego en forma mimeográfica. Ellas han
servido a varias promociones de estudiantes como texto básico en la materia. La versión en referencia,
lamentablemente, no logró incorporarse formalmente a los “Comentarios”. La vida no le alcanzó al
maestro para completar su proyecto que comprendía el tratamiento del Derecho de Familia y de los
Derechos Reales.
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Podemos afirmar que los “Comentarios al Código Civil Peruano” constituyen una monumental obra
jurídica, que nos muestra a un eximio jurista en la plenitud de su magisterio. León Barandiarán sabe
penetrar con lucidez, profundidad, versación y finura intelectual, en las más variadas instituciones del
Derecho Civil, las que encuentran consagración normativa en el Código Civil de 1936. Su dominio de la
materia es elocuente. El tratamiento de la temática se plantea de modo exhaustivo.
El prominente jurista, a propósito de los “Comentarios”, denota un vasto conocimiento del Derecho
Comparado, al cual acude permanentemente para iluminar el conocimiento de las instituciones tratadas.
Sorprende la vasta bibliografía extranjera que maneja y su constante referencia a la legislación
comparada. En este aspecto, se hace evidente la importancia que tuvo para León Barandiarán el viaje a
Alemania, país en el que hizo estudios de derecho entre los años de 1935 y 1937. Es indudable que la
permanencia del maestro en un país que se distingue por su extraordinario desarrollo jurídico gravitó, de
manera decisiva, en la actualización de sus conocimientos jurídicos y en el hábil manejo de la más
autorizada bibliografía extranjera. Es por ello sintomático que el primer tomo de los “Comentarios”
apareciera en 1938, es decir, al año siguiente de su retorno de aquel país. Es también revelador que este
volumen se dedicara a un aspecto altamente técnico del Derecho Civil como es el referente al Acto
Jurídico.
La versación jurídica
León Barandiarán comprendió que un científico del derecho no puede prescindir de aquellas disciplinas
que gravitan en la formación del hombre de derecho. Nos referimos a la Filosofía del Derecho, a la
Sociedad Jurídica, a la Historia del Derecho y al Derecho Comparado. Es imposible excluirlas si se trata de
conocer, en profundidad, las instituciones jurídicas y, más aún, si se enfrenta la ardua tarea de codificar.
León Barandiarán, por ello, dedicó muchas horas a la lectura y a la silente reflexión para conocer estas
dimensiones de lo jurídico. No de otra manera se explica que, sin dudas ni vacilaciones, comprendiera
que había concluido el ciclo histórico del Código Civil de 1936 y que era necesario estructurar otro
cuerpo civil acorde con los tiempos, con la realidad imperante, con las nuevas corrientes de
pensamiento, con la ciencia y la tecnología de nuestra época.
La biblioteca de León Barandiarán no sólo fue rica en obras referentes a la dogmática jurídica, sino que
ella encerraba también numerosos volúmenes dedicados a otras disciplinas jurídicas y a diversas áreas
del saber. El ambiente era acogedor. En él León Barandiarán transcurría gran parte de su tiempo,
consultando libros, escribiendo sus obras, recibiendo visitantes y amigos. La biblioteca del maestro nos
fue familiar y a ella acudíamos con frecuencia cuando necesitábamos alguna obra que no poseíamos.
El despliegue de saber jurídico que denota la obra de León Barandiarán beneficia al lector de todos los
tiempos, ya que le permite ahondar, llevado por la segura mano del autor, en el conocimiento de la
institucionalidad civil en sus más recónditos meandros. El saber jurídico contenido en las páginas de los
“Comentarios”, generosamente brindado por el maestro después de un paciente y disciplinado trabajo
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intelectual a través de los años, ha sido aprovechado por numerosas promociones de profesores
abogados y estudiantes de todas las universidades del país. La calidad que ostenta la obra, el nivel y el
rigor científico que la caracterizan, ha hecho de ella una constante fuente de información jurídica puesta
al servicio de los operadores del derecho en general.
Los “Comentarios” se convierten, prontamente, en el texto básico utilizado por numerosos profesores
de Derecho Civil en nuestro país. Es a partir de esta obra que muchos jóvenes docentes universitarios, en
las últimas décadas, se inician en el conocimiento de la más autorizada doctrina.
Los “Comentarios al Código Civil Peruano” constituyen una obra clásica del Derecho Civil en nuestro
país. Ello significa que es actual, en tanto la doctrina que contiene es válida y, por ende, permanente.
Recoge lo fundamental y más sobresaliente de la ciencia jurídica en lo que concierne a dicha rama del
Derecho, en tanto es un trabajo del más alto nivel científico por la seriedad de la investigación que los
sustenta, por la versación y la profundidad en el tratamiento de las instituciones. Las referencias al
Código Civil Peruano de 1936 son lo anecdótico, lo pasajero. Las ideas medulares que yacen en la obra, la
ciencia jurídica encerrada en sus páginas, trascienden dicho cuerpo legal para proyectarse al Código Civil
vigente de 1984. Por lo expresado, los “Comentarios” son de suma utilidad para un mejor y más cabal
conocimiento de la normatividad civil que nos rige.
Los “Comentarios” recogen, de una parte, la sabiduría del maestro León Barandiarán, forjada a través
de años de estudio y de reflexión; y, de la otra, la experiencia de un hombre de derecho que ejerció por
años el oficio de abogado. Conjuga pues, como es indispensable en todo trabajo jurídico, la vertiente
doctrinaria y jurisprudencial con la vivencia del abogado práctico. No puede olvidarse la importancia que
León Barandiarán otorgó a la jurisprudencia en la exteriorización del Derecho. Cabe recordar, a este
propósito, la obra que escribiera en 1980 comentando, con sentido crítico, la jurisprudencia suprema
sobre la sucesión hereditaria.
Nuestro testimonio
Nuestras palabras tienen la significación de un testimonio, vertido por quien, como nosotros,
estuvimos por muchos años al lado del maestro, aprendiendo y colaborando en su trascendental trabajo.
Fuimos sus alumnos en la Facultad de Derecho de la Universidad de San Marcos durante el año lectivo de
1945. León Barandiarán enseñaba el Primer Curso de Derecho Civil que, en aquel entonces, comprendía
el Título Preliminar, el Derecho de las personas y el Acto Jurídico. Debemos confesar, después de tantos
años, que gracias a León Barandiarán perseveramos en la Facultad de Derecho ya que, proviniendo de la
Facultad de Letras, los cursos de Derecho nos parecieron áridos por el tipo de enseñanza exegética que
los docentes generalmente solían impartir. Este hecho constituye una honda e inolvidable vivencia en
nuestra historia personal. A partir de entonces no dejamos nunca de frecuentar al maestro.
De ser sus alumnos en la Facultad de Derecho de la Vieja Casa, como solemos llamar al local del Parque
Universitario, lo reencontramos en su Estudio de Abogado. En esta etapa, nos desempeñamos como su
practicante, o pasante como prefería designarnos. Fue una época en que colaboramos con el maestro
pasando en limpio algunos originales de sus libros, escritos a mano en múltiples papeles, con numerosas
añadiduras, agregados y enmendaduras hechas casi siempre a lápiz, con una letra difícil de descifrar.
Ciertamente, este ejercicio, realizado con orgulloso placer, nos sirvió para profundizar algunas materias o
para familiarizarnos con otras. Recordamos también el haber transcrito a máquina sesudos informes y
brillantes alegatos, lo que nos permitió adquirir un estilo abogadil, el haberlo acompañado en trámites y
gestiones, el ser testigos de numerosas anécdotas a través de las cuales se traslucía su casi permanente
ensimismamiento.
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El frecuentar a León Barandiarán en las tareas cotidianas del bufete nos permitió ser testigos de su
forma de trabajo, de la disciplina con que los acometía, de su meticulosidad y escrupulosidad en las citas,
de su afán por agotar la bibliografía y el conocimiento de la legislación comparada. En sus momentos de
ocio lo solíamos ver con un libro en la mano, que no siempre era de carácter jurídico. Fue un impenitente
lector, un acucioso investigador.
Casi todas las tardes León Barandiarán, al borde de las seis, hacía un alto en su labor. Era la sagrada
hora del lonche, al cual teníamos el privilegio de acompañarlo para tomar un café con leche en un local
vecino al Estudio. Era el momento de la esperada tertulia que, casi siempre, giraba en torno a cuestiones
jusfilosóficas. Escuchábamos con reverente atención sus palabras, a menudo vinculadas al último libro
que había revisado. Otras versaban sobre diversos asuntos de actualidad, las más de las veces se referían
a los temas que venía tratando o respondían a nuestras inquietudes. En aquel entonces comenzábamos
a meditar sobre nuestra tesis de Bachiller en Derecho, que viera la luz en 1950. El contraste de puntos de
vista con el maestro fueron decisivos para perfilar nuestra visión tridimensional del Derecho, la que nos
fuera de suma utilidad, a partir de entonces, para resolver múltiples problemas jurídicos.
Las tertulias con el maestro se sucedieron a través de nuestras vidas, excepto en los años que
estuvimos en Europa. No podemos olvidar las horas de charla sostenida, salpicada de anécdotas, que
manteníamos con el maestro en los que serían sus últimos años de vida. En este tiempo, acudíamos con
frecuencia a su casa, donde estaba a menudo recluido a raíz de sucesivas fracturas óseas, las que no le
impidieron, sin embargo, acudir a determinados compromisos, sobreponiéndose a su limitación física y
haciendo uso de muletas. Eran serenos atardeceres, donde no era infrecuente hacer nostálgicas
remembranzas de épocas pasadas.
En 1956, siendo León Barandiarán Decano de la Facultad de Derecho de San Marcos, nos invitó a
ingresar como docentes. Nos incorporamos al claustro y dictamos, durante muchos años, el curso de
Derecho Civil Especial y Comparado en el ciclo doctoral, sustituyendo al Profesor Emilio F. Valverde. Al
año siguiente, al haber accedido León Barandiarán al Rectorado de San Marcos, tuvimos el honor y el
inmenso compromiso de asumir el Primer Curso de Derecho Civil que dictaba el maestro.
Los años pasaron raudos. Fuimos testigos de sus éxitos y participamos en casi todos los justos
homenajes que se le tributaron en vida. Nos cupo la satisfacción y el inmerecido honor de pronunciar en
1958, por designación de la Junta Directiva del Colegio de Abogados de Lima durante el Decanato de
Raúl Ferrero Rebagliatti, el Discurso de Orden con motivo de su incorporación al mencionado Colegio
como Decano Honorario. A este homenaje le sucedieron muchos más, no sólo en virtud de su sabiduría
jurídica y su desprendida entrega a la investigación y a la docencia, sino también por su indiscutida
calidad humana. Su personalidad, ayuna de vanidad, más bien sencilla y cordial, le atrajo la natural y
espontánea simpatía y el merecido afecto de colegas y alumnos.
En 1977 fuimos invitados para ir a trabajar a Italia. La tentación de aceptar era grande, ya que
teníamos la ilusión de actualizar nuestros conocimientos frecuentando a los grandes maestros,
acudiendo a las bibliotecas, participando en certámenes científicos. Fuimos a consultar al maestro,
porque la decisión era grave en tanto suponía cerrar el Estudio de Abogados que con tanta dedicación y
fatiga habíamos formado a través de años de duro y esforzado trabajo. El consejo del maestro fue
contundente. Nos alentó a partir. Hasta hoy le seguimos agradeciendo el impulso que supo darnos en un
momento de justificada duda. En el acto de nuestra despedida, el maestro, ante nuestra sorpresa, narró
hasta dos anécdotas nuestras, las que por años había silenciado. Ellas se referían a la pregunta que nos
había hecho, siendo nuestro examinador, en el Primer Curso de Derecho Civil en el ya lejano año de
1945. La otra, se relacionaba con el mecanismo de nuestro ingreso a la docencia a la Facultad de
Derecho de San Marcos, en 1956. Comprendimos en aquel instante el afecto y la atención que el
maestro nos había dispensado durante años, sin que casi lo advirtiéramos. Con el transcurrir del tiempo
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este episodio nos ha hecho reflexionar sobre la hondura e importancia de la relación entre el maestro y
sus discípulos.
No podemos olvidar la emoción que nos embargó al hacerle entrega, en una inolvidable tarde de 1985,
del Libro Homenaje editado en su honor y que congregó a un notable grupo de juristas y jusfilósofos que
colaboraron en la obra. Aquella actuación fue, tal vez, una de las más significativas de todas aquellas en
las que nos ha tocado intervenir. El maestro, en pleno dominio de sus facultades intelectuales, con
certera precisión y enjundia, hizo el comentario de cada uno de los ensayos escritos en su honor.
Nuestra vinculación con el maestro se hizo extensiva a nuestras respectivas familias. Recuerdo que no
sólo fuimos alumnos de León Barandiarán sino que, además, él estuvo presente en la sustentación de
nuestras tesis para obtener los grados académicos de Bachiller y de Doctor en Derecho y cuando
obtuvimos el título de Abogado. Nosotros, a nuestra vez, tuvimos a su hijo, José León Barandiarán Hart,
como nuestro alumno y tuvimos la satisfacción de asistir a su graduación. Pepe, como cariñosamente lo
llamamos, tuvo como alumno en San Marcos a nuestro hijo Carlos y participó, también, en su
graduación.
Los diversos tomos que integran los “Comentarios al Código Civil Peruano” hace ya tiempo que se
agotaron, privando a los estudiosos del Derecho el poseer una importante obra de indispensable
consulta. Al comprender la necesidad de suplir este vacío se decidió, en beneficio de los operadores y
estudiantes de la ciencia jurídica, el reeditar la obra completa del maestro José León Barandiarán, sin
enmendaduras, supresiones o agregados. Es decir, tal cual ella fue proyectada y escrita. Los editores
contribuyen así, en forma valiosa y digna de elogio, con la cultura jurídica de nuestro país.
Los editores, para facilitar la lectura de la obra, han cambiado el orden en que originalmente fueron
apareciendo los diversos tomos de los “Comentarios”. Esta modificación, de carácter sistemático,
obedece a la necesidad de adecuar la numeración de los tomos con la de los Libros del actual Código Civil
de 1984. Es por ello que el orden de los tomos con que se publican en esta ocasión es el siguiente: el
Tomo I corresponde al Título Preliminar y al Derecho de las Personas, mientras que el Tomo II está
dedicado al Acto Jurídico. El Tomo III corresponde a las Obligaciones y comprende dos volúmenes. El
Tomo IV se refiere a los Contratos (Parte General) en tanto que los tomos sucesivos, es decir el V y el VI
contienen la materia concerniente a los contratos nominados. En el primero de ellos se trata de la
compra-venta, la cesión de créditos, la permuta, la donación, el arrendamiento, el contrato de servicios y
el de obra. El Tomo VI contiene los contratos de mutuo, comodato, depósito, mandato, gestión de
negocios, el juego y la apuesta y la fianza. El Tomo VII recoge la temática referente al Derecho de
Sucesiones que permaneciera inédita hasta hoy. Finalmente, el Tomo VIII contiene lo concerniente al
Derecho Internacional Privado, a la Prescripción Extintiva y a otros ensayos escritos por el maestro.
Es del caso hacer notar que aparte del texto mismo de los comentarios en cada volúmen, cuando es del
caso, se incluyen ensayos y artículos publicados por León Barandiarán sobre asuntos específicos
vinculados directamente con la materia tratada en el volúmen. Ello enriquece la lectura y permite
profundizar en cuanto al conocimiento de determinada institución jurídica.
Se ha dotado a la obra de las correspondientes concordancias con los artículos en que se trata similar
materia en el nuevo Código Civil de 1984. Ello ayudará, sin duda, al fácil manejo de los textos.
Cada uno de los tomos que integran la obra está precedido de un prólogo. Se ha encomendado esta
tarea a un grupo de juristas de la más alta calidad intelectual, como es el caso de los profesores
argentinos Jorge Mosset Iturraspe y Atilio Aníbal Alterini y de los colegas peruanos Max Arias Schreiber
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Pezet, Manuel de la Puente y Lavalle, Fernando Vidal Ramírez , Augusto Ferrero Costa y José León
Barandiarán-Hart.
No deseamos concluir con esta introducción sin antes mencionar, aunque fuere brevemente, algunos
aspectos resaltantes del contenido del Tomo I dedicado al Título Preliminar y al Derecho de las Personas.
El Título Preliminar, en nuestro concepto, tiene un contenido que desborda el Código Civil en la medida
que su normatividad, por su comprensión y jerarquía, detenta un rango constitucional. La abrogación de
la ley, el denominado abuso del derecho, la limitación de la autonomía de la voluntad impuesta por el
orden público y las buenas costumbres, la necesidad de un legítimo interés económico o moral para
ejercitar o contestar una acción, la problemática de las fuentes del derecho y la obligatoriedad del juez
de aplicar la ley, la cuestión del vacío de la ley, son todos temas que trascienden la normatividad civil en
tanto comprometen todo el ordenamiento jurídico. Son, a nuestro entender, materia del Derecho
Constitucional. No hemos llegado a comprender por qué razón el constituyente de 1979 no consideró
tales asuntos de interés general dentro de la Constitución que nos rige. Alguna vez hemos pensado que
la tradición tuvo un peso específico en esta decisión.
León Barandiarán otorga al articulado del Título Preliminar un tratamiento prolijo y exhaustivo.
Constituye, tal vez, una de las partes más sobresalientes de los “Comentarios”. Su lectura nos impresionó
vivamente cuando los tuvimos por primera vez entre nuestras manos, apenas egresados de la Facultad
de Derecho de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, y ello nos sigue ocurriendo cuando
sentimos la necesidad de consultar sus páginas. Es notable la versación jurídica del maestro, su fina y
certera capacidad interpretativa, su constante referencia a la mejor doctrina, el manejo que hace de la
legislación comparada y de las fuentes romanas.
Entre las cuestiones tratadas por León Barandiarán en este Tomo I quisiéramos hacer una especial
referencia al denominado abuso del derecho. La temática concerniente al ejercicio abusivo del derecho
es, sin duda, apasionante. La disparidad de criterios, de enfoques doctrinarios, de tratamiento legislativo,
las diversas posiciones en torno a su naturaleza jurídica, su evolución histórica, hacen de esta materia
una de las más cuestionadas y debatidas en el ámbito del Derecho. No obstante, su aplicación es casi
universal a pesar de que no son numerosos los códigos civiles que recogen esta figura. Ello se debe, en
gran medida, a la presión ejercida por la doctrina y, sobre todo, por la acción creadora de la
jurisprudencia. León Barandiarán recoge diestramente esta rica problemática y la expone con lucidez y
precisión.
León Barandiarán se declara partidario de la consagración legal del llamado abuso del derecho, en
tanto es una consecuencia natural de progreso jurídico. Nos recuerda que las atingencias u objeciones
que se formulan a la incorporación de la institución al derecho positivo carecen de poder persuasivo, no
son convincentes. Es elogiable la actitud reformista que asume León Barandiarán si se tiene en cuenta
que no ha sido nada fácil conseguir la cristalización normativa del abuso del derecho, fundamentalmente
por acción de una pertinaz óptica conservadora. Es conveniente recordar, a este propósito, que el Código
Civil peruano de 1936 fue el primer Código Civil latinoamericano que estableció el principio de que la ley
no ampara el abuso del derecho, mientras que, recién en 1968, esta figura jurídica ha sido considerada
en el Código Civil argentino.
León Barandiarán sostiene que el derecho subjetivo no es absoluto, que “no puede ejercitarse de una
manera que lastime los imperativos humanos de solidaridad social y de consideración intersubjetiva”.
Afiliase así a una corriente que pone de relieve el carácter intersubjetivo del derecho y, por ello, destaca
la importancia de la solidaridad en cuanto valor jurídico. El pensamiento del maestro transparenta una
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clara y actual visión de lo jurídico, una especial capacidad para percibir el devenir del derecho. Es, a
partir de esta verificación, basada en la experiencia, que León Barandiarán puede sustentar, con
coherencia, la necesidad social e histórica de incorporar el llamado abuso del derecho a la legislación
positiva.
León Barandiarán, ubicado en este caso en una posición de vanguardia, declara que el abuso del
derecho es un principio informante de todo el derecho privado, que impregna el ordenamiento jurídico.
Por otra parte, anota que es imprescindible, para comprender el abuso del derecho, distinguir el derecho
de su ejercicio.
León Barandiarán manifiesta su coincidencia con aquellos no muy numerosos autores que estiman que
la falta de un interés legítimo en el agente no es suficiente para caracterizar el acto como abusivo, ya que
la noción de abuso de derecho no puede depender exclusivamente del concepto de culpa o de dolo en el
ejercicio de las prerrogativas. Supera así la posición tradicional de quienes exigen, como criterio básico
para configurar el acto abusivo, el que el actor actúe con dolo o culpa.
Frente a las críticas levantadas en lo que atañe a la escueta formulación del artículo pertinente en el
Código Civil de 1936, en tanto no se establece ningún criterio para la determinación del acto abusivo, el
maestro opina que es prudente y acertado no consignar nada sobre el particular. Ello, en virtud de que la
cuestión es de carácter doctrinario y porque, además, los criterios para su precisión pueden variar con el
tiempo. León Barandiarán considera que la fijación de dichos criterios es una tarea reservada a la
cátedra, a la academia y, sobre todo, a la jurisprudencia. A este respecto León Barandiarán califica como
delicada la faena que le corresponde al juez en la determinación del abuso del derecho.
León Barandiarán no considera el abuso del derecho como un acto ilícito, enfoque con el cual no
coincidimos en la actualidad. Para el maestro, el acto abusivo no es idéntico a acto ilícito. Por el
contrario, el acto abusivo es lícito en sí mismo, ya que “lo indebido está en la manera como se ejercita”.
Son certeras y documentadas las consideraciones que León Barandiarán dedica en lo que atañe al rol
que le toca asumir al juez dentro del sistema romano-germánico. Ellas se vierten a propósito del
comentario referido a los artículos XXI y XXII del Título Preliminar. Si bien, de un lado, comparte el
concepto emitido por Baudry Lecantinerie en el sentido que el juez está instituido para juzgar según la
ley y no para juzgar a la ley; por otro, estima del todo elogiable la fórmula adoptada por el Código Civil
suizo cuando dispone que el juez, en caso de vacío legal, debe proceder como si fuera legislador. En esta
actuación, como apunta León Barandiarán, el juzgador utiliza su propio criterio; es decir, actúa con
autonomía decisoria, pero “apoyando su enjuiciamiento en principios científicos, racionales, no
arbitrarios, empirológicos”.
León Barandiarán, con admirable intuición y penetración intelectual, sostiene, anticipándose a las
recientes comprobaciones científicas, que “la existencia humana comienza antes del nacimiento mismo;
comienza con la concepción”. Este pensamiento de vanguardia, acorde con el dictado de la ciencia, sirve,
entre otros, de fundamento al segundo párrafo del artículo primero del Código Civil de 1984. En este
acápite se enuncia, precisamente, que la vida comienza con la concepción y se otorga al concebido la
categoría de sujeto de derecho para todo lo que le favorece. Este planteamiento, por lo demás, fue
recogido por la Constitución de 1979, cuando en el inciso primero del artículo 2, equipara a la persona
natural con el que está por nacer, cuando prescribe que a este último se le considera nacido.
Son precisas las apreciaciones de León Barandiarán en lo que concierne tanto a la persona individual,
mal llamada natural, como a aquella colectiva, impropiamente designada como jurídica. En ambos
supuestos, como remarca el autor, la persona “permanece inherente al ser humano”, lo que desvirtúa,
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en su raíz, la concepción meramente formalista de la persona jurídica. Por ello puede concluir,
categóricamente, que “persona es el ser humano jurídicamente apreciado”.
En lo que específicamente se refiere a la persona jurídica, el maestro sostiene que el derecho reconoce
la existencia de la persona jurídica en “mérito de la necesidad humana de que se cumplan importantes
finalidades sociales, que individualmente no podrían ser alcanzadas”. De ahí “la necesidad de considerar
como una personalidad jurídica el conjunto de individuos vinculados por determinados fines de carácter
colectivo”. Como se puede apreciar, en el pensamiento de León Barandiarán subyace, tal vez sin tener
conciencia de ello en el año que escribía estas frases, una visión tridimensional de la persona jurídica. En
efecto, al referirse a ella privilegia al “conjunto de individuos”, sin dejar de establecer que este grupo
persigue fines de carácter colectivo que, de suyo, son valiosos. Y, ciertamente, no omite la formalidad
que es inherente a la mencionada persona.
Es para nosotros muy satisfactorio, por todo lo expuesto, saludar con alborozo esta reedición completa
de los “Comentarios al Código Civil Peruano”, así como la de algunos de sus más importantes trabajos
jurídicos. Tenemos la seguridad de que el contenido de esta obra, por su actualidad y vigencia, por su
calidad y hondura, continuará siendo una indispensable y valiosa fuente de consulta para las nuevas
generaciones de estudiosos del Derecho Civil. Tenemos, por todo ello, que agradecer la importante
iniciativa de los editores.
La reedición de la obra jurídica de León Barandiarán tiene, al mismo tiempo, el significado de constituir
el mejor homenaje que se puede rendir a su memoria, la que, como alguna vez dijo el poeta, estará
entre nosotros como en los más hondos ríos la luz de las estrellas.
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TÍTULO PRELIMINAR
DEROGACIÓN DE LA LEY
ARTÍCULO I.- Ninguna ley se deroga sino por otra ley. [C.C. 1936]
Referencias:
Digesto, lib. 1. tit. 3, ley 28; lib. I, tit. 16, ley 102; Cód. argentino art. 17; colombiano, 71, 72; chileno, 52,
53; ecuatoriano, 47 y 48; español, 5; uruguayo 9; venezolano, 7; peruano VI; chino, 2; suizo, 1 al 2.a;
soviético 1; brasilero 2; mexicano 9; japonés 2; italiano 8, 11, 15.
La posición jerárquica que ocupa el Código Civil frente a otros códigos o leyes de Derecho Privado,
explica que se incluya un dispositivo como el transcrito, que formula un principio general de Derecho. Él
tiene una importancia fundamental en todo país donde existe (y predomina) el ius scriptum.
El término ley empleado en el artículo se refiere a la ley en su sentido más comprensivo, es decir, como
norma de derecho escrito. Santo Tomás de Aquino habla de rationis ordinatio ad bonum comune, et ab
eo qui curam comunitatis habet, solemnitater promulgata. Las Partidas (I, tit. I., ley 4) dicen ley tanto
quiere decir "como leyenda en que yaze ensañamiento e castigo, escrito que liga e apremia la vida del
home que non faga mal, e enseña el bien que el home debue fazer, e usar; e otrosi es dicha ley, porque
todos los mandamientos della debuen ser leales, e, derechos e complidos según Dios, e según justicia".
"La loi dans le sens juridique du mot est une régle sociale edité par la autorité publique et susceptible de
être exécutée par la force" (Dalloz. - Repertoire).
De las anteriores definiciones resalta el carácter determinativo de la ley: norma escrita, promulgada
por el Estado. Así se diferencia la ley de otras fuentes de derecho. Escribe Kelsen: "El término
'legislación', que en la doctrina de los poderes del Estado significa tanto como reducción, creación o
establecimiento de normas jurídicas, no constituye, en realidad, sino un caso particular de la creación del
Derecho, del mismo modo que la 'ley', en el sentido técnico de la palabra, no representa sino un caso
particular, una forma posible del 'Derecho'. Llámase 'legislación' a la actividad de ciertos órganos
especializados, encaminada conscientemente al establecimiento de normas jurídicas. Sería restringir
demasiado el significado que el concepto de legislación posee en la teoría tradicional de los poderes, si
bajo ese concepto no quisiera incluirse más que actividad creadora de los órganos constituidos
democráticamente, por ejemplo, una asamblea popular o un parlamento, pero no la actividad
legisladora de un autócrata; pues también el monarca absoluto dicta 'leyes', y también su 'legislación'
puede distinguirse de la aplicación que de la misma realizan sus órganos".
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La ley así entendida comprende toda norma propia del ius scriptum, la Constitución –la ley de grado
superior–, la ley propiamente dicha (en sentido material y formal) y la ley sólo tal en sentido formal o
sólo tal en sentido material (el reglamento).
Conviene, pues recordar la distinción entre ley en sentido formal y en sentido material. Escribe Kelsen:
"De leyes en el sentido formal háblase tan sólo en el caso de aquellas normas creadas por los órganos
determinados directamente por la Constitución, los órganos de grado relativamente superior. Leyes
formales son, pues, las normas generales de la etapa superior de la creación normativa. Sin embargo, el
órgano conocido con el nombre de legislador puede establecer normas generales, normas individuales,
actos jurídicos, que sin embargo; van incluidos en el concepto tradicional de las leyes en el sentido
formal. Por eso es más conveniente hablar de la forma de la ley, incluyendo en ese concepto todo acto
del legislador, sin referencia a su contenido. El concepto de ley hállase, pues, determinado unas veces
por el contenido del acto –norma general–; otras, por el órgano realizado del mismo".
En cuanto a ley en sentido sólo material, es disposición escrita que entraña una norma de carácter
general, de modo que por su contenido se puede hablar de ley (junto con los otros caracteres que la
tipifican, como bilateralidad, obligatoriedad, coercibilidad); pero que no es instituida por el órgano
propiamente "legislador" (directamente, o por lo que se llama leyes por delegación o autorización), sino
por el administrador (reglamento).
No nos interesa ahora enfrascarnos en discutir sobre si debe mantenerse o supeditarse la anterior
distinción. De cualquier manera, para los efectos de la regla del art. I. debe entenderse la ley en toda su
más amplia y comprensiva acepción.
Pues bien, la ley tiene un límite temporal (y a él se refiere parcialmente el art. I), así como un límite
espacial. El Código no se ocupa expresamente de este último; pero es obvio decir que el mismo yace
ínsito dentro de su concepción.
El límite espacial está condicionado por el principio de la soberanía territorial. La ley obliga dentro del
territorio nacional, y sólo una ley nacional tiene tal eficacia. Así como la ley extranjera no tiene eficacia
dentro del territorio nacional, fuera de éste no tiene eficacia la ley nacional.
Pero del hecho mismo de la coexistencia independiente de sectores legislativos, se explica, sin
embargo, la posibilidad de la aplicación extraterritorial de las leyes. El comercio jurídico entre los sujetos
de diferentes países, o cuyos intereses y relaciones pueden reflejarse en diferentes países, conduce a tal
resultado. Si toda ley fuese absolutamente territorial, la solución sería simple, pero injusta. Una razón de
justicia fundamenta la posibilidad de aplicar extraterritorialmente una ley. Esto da origen a las llamadas
colisiones de leyes, a una cuestión de competencia legislativa material, esto es, a las soluciones del
Derecho Privado Internacional. Los códigos civiles incluyen reglas sobre esta materia; y así ocurre con el
nuestro, en sus artículos V al XX. [Libro X, Derecho Internacional Privado, C. C. 1984]
Respecto a lo primero, no era preciso que el Código nacional parase mientes, pues la Constitución en
su número 132 ordena: "la ley es obligatoria desde el día siguiente a su promulgación, salvo disposición
contraria de la misma ley".(*)
En cuanto al término final de la ley, la declaración del art. I. se explica dentro del sistema de derecho
escrito. El derecho positivo –escribe Beudant– no es más que un ensayo gradual de realización de las
reglas del derecho ideal. Las leyes, por consecuencia, son la obra de un día, la expresión de necesidades
que pasan, desaparecen tarde o temprano para ser reemplazadas por otras. Nada más natural y más
necesario. De ahí la abrogación o retiro de las leyes.
La ley puede ser abrogada de modo expreso o tácito. El primero se presenta cuando la nueva ley
contiene cláusula por la cual deje sin valor la antigua ley. El segundo ocurre cuando la ley nueva sin
contener tal cláusula, es incompatible con la anterior, regulando enteramente la misma materia de que
aquélla se ocupaba.
La indicación en la nueva ley referente a la derogación de otra ley, debe ser inequívoca, en forma tal
que aparezca de la letra misma de aquélla (De Lacerda).
La ley cesa de regir sin necesidad de derogación expresa si la nueva ley contiene inserta la
circunstancia por lo cual la vigencia de la primera concluye. Esta revocación resulta de incompatibilidad
entre las dos leyes (De Lacerda). Serpa López comentando el art. 2 de la ley de introducción del Código
Civil brasilero, escribe lo siguiente: de dos modos la ley puede tener existencia temporaria: a) cuando
trae predeterminada la fecha de la expiración de su vigencia, y b) cuando se agota su propio fin u objeto,
siendo usuales y frecuentes normas de esta naturaleza, como son las disposiciones transitorias.
Con relación al punto que informa el art. I, debe estudiarse el caso de una disposición general frente a
una especial y viceversa. El punto mereció la atención del art. 4 de la anterior ley de introducción del C.
C. brasilero de 1916, que indicaba que la disposición especial no revoca la general, ni esta última a la
primera, sino cuando hay referencia respectiva, expresa o implícita.
Igual criterio inspira el art. 2 de la ley de introducción de 1942. Esto importa la superación de los
brocardos de generi per speciem derogatum y de lex specialis non derogat generali.
Bevilaqua escribió con relación al art. 4 antes citado: "El segundo precepto del artículo, es un elemento
de conciliación entre los dispositivos de las leyes diversas que componen un sistema legislativo, haciendo
desaparecer las antinomias aparentes entre las mismas. La ley posterior revoca a la anterior
expresamente cuando así lo declara, o tácitamente cuando hay incompatibilidad entre las respectivas
disposiciones. Pero si la segunda ley es especial, si dispone para un caso particular o para un
determinado instituto, se entiende que apenas establece una excepción a una regla general. También si
las leyes especiales regulan una institución o una relación particular, es principio de derecho que la ley
general posterior le permita la subsistencia, cuando no la revoca expresa o tácitamente, porque la regla
divergente ya existía, y si debiese desaparecer lo diría claramente la ley nueva, o dispondría de modo
contrario, regulando el mismo asunto".
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Por su parte Benettini escribe: "La cuestión de si la norma especial deroga siempre a la general y la
general no deroga nunca a la especial, no es susceptible de una solución a priori sobre la base de las
gastadas máximas generi per speciem derogatum y de lex specialis nonderogat generali... es una
cuestión de interrelación que sólo puede ser resuelta buscando con los criterios de interpretación
corriente, la mens legis; las máximas arriba citadas no pueden sino proporcionar al intérprete un criterio
de orientación en su búsqueda de la mens legis".
Resulta de la indicación del artículo I, que el desuso no deroga la ley. Es ésta una cuestión debatible.
No se trata de negar el valor de la costumbre como fuente supletoria del derecho. Aquélla puede obrar
según la ley, como confirmativa de la misma. Puede aun obrar en ausencia total de la ley, operando
entonces como norma en sí misma obligatoria, como derecho consuetudinario propiamente tal. En el
primer caso no hay problema, por la coincidencia entre la costumbre y la ley, sin que tenga importancia
que aquélla sea o no reconocida formalmente como una fuente del derecho. Y en el segundo caso no lo
hay, porque no existe posibilidad de colisión, desde que un término de esa posible colisión no se da: la
ley. Pero puede presentarse un tercer supuesto, de la costumbre actuando al margen de la ley, para lo
no previsto por ésta.
En el supuesto de una costumbre secundum legem, la coincidencia entre la idea del legislador y la
aceptación general, es la mejor demostración del acierto y bondad intrínseca de la ley; esa armonía es la
situación deseable, pues la decisión del legislador debe contar con esa costumbre, que vendrá a reforzar
la ley que él establece. (Pache).
En cuanto al segundo supuesto: conforme al cual la costumbre llena todo el contenido de la actividad
jurídica, como única fuente del derecho, el jus scriptum no aparece al lado de la costumbre con fuerza
ligante. No hay lugar a configurar escala de relación entre diferentes fuentes formales del derecho.
El tercer supuesto, de una costumbre operando praeter legem, requiere cierta distinción. Este
supuesto es diferente del contemplado anteriormente, en que se considera que no existe ley, que la
única norma es la costumbre. Ahora existe la regla legal, y la cuestión estriba en saber si para lo no
previsto en ella la costumbre se aplicará como norma supletoria.
Se puede aceptar que entonces la costumbre tenga valor obligatorio, pensando que no haya
posibilidad de colisión ya que una y otra, la ley y la costumbre, actuarán en regiones diferentes, desde
que la segunda vendría a normar aquello de que la primera ha prescindido. Operarían
independientemente, no habría lugar a un conflicto de competencia. Pero es que si el problema se
plantea así, está mal planteado. ¿La ley puede, en principio, hacer abandono de situaciones que
requieren ser normadas? ¿Su silencio puede interpretarse como una anuencia en tal sentido?
El Código Suizo (art. I) prescribe. "A falta de disposición legal aplicable, el Juez resuelve según el
derecho de la costumbre, y en defecto de costumbre, según las reglas que él establecería si tuviese que
proceder como legislador. Debe inspirarse en las soluciones consagradas por la doctrina y la
jurisprudencia". Pache escribe: "En Suiza la autoridad de la costumbre supletoria no puede ponerse en
duda... no se puede negar que la costumbre tenga el carácter de fuente supletoria del derecho privado
positivo".
El artículo citado del Código Suizo contiene una regla de carácter general. Se sabe de la importancia de
la costumbre en el derecho público, en el derecho político, en el derecho internacional. Ahora se trata
del derecho privado. La posición del Código Suizo significa reconocer a la costumbre el carácter de una
fuente supletoria del derecho, a falta de disposición legal. La misma posición es adoptada por otros
códigos. Así el Código español prescribe en su art. 6 2a parte, que cuando no hay ley exactamente
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recurrible, se aplicará la costumbre del lugar. Osorio y Gallardo, en su "Reforma del Código Civil
argentino", anota que "una continuada jurisprudencia española dispone que la costumbre no sea
invocable contra lo expresamente pactado ni contra lo dispuesto por la ley, y que para aplicarla es
indispensable justificar su existencia y alcance".
El reciente Código italiano se detiene en el asunto ahora estudiado (art. 8 y art. I, inc. 4.). Ruggiero y
Maroy escriben: "en lo que se refiere a nuestro ordenamiento jurídico debe excluirse cualquier eficacia
de la costumbre contra legem, correspondiendo sólo a los órganos legislativos y siempre que observen
las formas legalmente prescritas, la facultad de dictar normas obligatorias. No sucede lo mismo con la
costumbre praeter legem. Se dispone así en el art. 8: En las materias normadas por las leyes y por los
reglamentos, la costumbre tiene eficacia sólo en cuanto a ella se hace referencia. Se deduce que en la
materia que no está normada por los primeros, la costumbre es fuente autónoma de derecho. Toda la
cuestión consistirá en determinar qué cosa debe ser entendida por materia que no está normada por las
leyes y por los reglamentos. Hay que considerar que el término 'materia' deba entenderse no sólo como
'institutos' o 'figuras', sino también como 'relaciones'; no basta así, por ejemplo, que esté normado en el
Código el instituto de la venta para excluir la costumbre en materia de ventas de hierbas de pastos o de
recolección de olivos o de la modalidad de la entrega en la contratación del vino o del heno o de la leña
para quemar (siempre que naturalmente la costumbre no esté en contraste con la ley o con la norma
corporativa). La costumbre está destinada, así, a llenar los espacios vacíos de la norma escrita. Dentro de
los límites en los cuales la costumbre es admitida (consuetudo secundum legem e c. praeter legem) su
violación es denunciable en casación, teniendo aquella valor de norma de derecho (art. 360- Nº. 3 del C.
Pr. Civ.) y puede, por consecuencia, invocarse también por primera vez en casación y aplicarse por la
Corte también de oficio, con tal de que se trate de una costumbre notoria apoyada en hechos".
El Código chino prescribe (Art. I): "en materia civil a falta de disposición legal aplicable, se sigue la
costumbre, y a falta de costumbre, los principios generales de derecho". Así, la costumbre es admitida
expresamente como fuente de derecho, para que opere praeter legem, con carácter general.
Para que la costumbre como fuente del derecho opere, es necesario que reúna ciertas condiciones. De
Bauen escribe: "Suele exigirse repetición durante un cierto tiempo de los actos constitutivos de la
costumbre. En derecho romano las fuentes hacían referencia a la necesidad de cierta duración de la
costumbre, con las palabras longa, inveterata, diuturna, antiquitus, probata; servata tenacite
consuetudo, longaevus usus". La doctrina canónica, inspirada en la Glosa, aplicaba a la costumbre la
doctrina de la prescripción. La costumbre debía ser prescripta, es decir, durar el tiempo necesario para
prescribir. La opinio necesitatis caracteriza a la costumbre con carácter jurídico. Esta nota la distingue de
otros usos y prácticas que no tienen relevancia jurídica; el uso acompañado de la opinio necesitatis es
regla del derecho costumbrista (Pache). De esto se desprende que no es admisible una costumbre
contraria al orden público, las buenas costumbres y a la razón natural. Esto ha sido remarcado por los
pandectistas como Windscheid y Dernburg.
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Pero en nuestra ley civil no existe un precepto de la categoría del citado art. 2 del Código de Comercio.
Antes bien, hay la indicación del art. XXIII. Sólo en ciertos casos la ley se remite a la costumbre,
expresamente. Así, en los artículos 229, 778, 146, 1510. En otros Códigos también, si no como regla
general, en ciertos casos hay remisión en casos particulares a la costumbre. Así el art. 1135 del Código de
Napoleón, que dice que las convenciones obligan no sólo en lo expresado en ellos, sino también en todas
las consecuencias de la equidad, el uso y la ley atribuyen a la obligación según su naturaleza. Y es digno
de citar también el numeral 1160 del mismo Código Civil, que indica que deben sobreentenderse en el
contrato las cláusulas que son de uso, aunque ellas no hayan sido consignadas.
La cuestión que emana inmediatamente del art. I de nuestro Código, es que la costumbre no deroga la
ley. Según el criterio de Aubry et Rau no es admisible la acción de la costumbre contra legem. Igualmente
son del mismo sentir otros comentaristas del Código de Napoleón, como Demolombe, Laurent, Huc,
Planiol, Baudry Lecantinerie et Houques Foucarde, Colin y Capitant.
Pero la tesis es discutible. "En resumen, es un poco por acatamiento a los principios, que se sostiene la
impotencia del desuso para abrogar la ley escrita. La fuerza de las cosas prevalece contra esta idea, y el
desuso supedita a las leyes, a lo menos a las leyes de carácter circunstancial" (Beudant).
El Código francés guarda silencio sobre el punto, y lo hizo deliberadamente. Portalis consideraba que
aunque nada se hubiera dicho, a la desuetudo no se podía desahuciar.
Bonnecase cita a Portalis: "algunas veces las leyes son abrogadas por otras leyes. Otras veces lo son
por la simple costumbre. Esta segunda especie de abrogación que se llama desuso, no ha escapado a los
redactores. Se les reprocha no haberlas definido, pero ¿debían hacerlo? Cuando se sabe lo que es la
costumbre, se sabe también lo que es el desuso, pues que éste no es sino la abrogación de una ley por el
no uso o por una costumbre contraria a ella. Al hablar del desuso, los redactores lo han presentado como
la obra de una potencia invisible que, sin conmoción y sin sacudimiento, nos hace justicia de las malas
leyes, y que parece proteger al pueblo contra las sorpresas del legislador, y al legislador contra sí mismo.
La crítica pregunta: ¿Cuál es esta potencia invisible? Es la que crea insensiblemente los usos, las
costumbres y las lenguas".
En Suiza los autores en su mayoría se inclinan por la eficacia derogatoria del desuso, aunque con
ciertas reservas, como ocurre con Rossell y Menta; y los tribunales han hallado medios de no aplicar una
ley caída en desuso, sin declarar no obstante expresamente su derogatoria (Du Pasquier).
De otro lado, se considera que la costumbre no debe tener eficacia para derrocar a una norma de
carácter cogente; de modo que su acción se ejercería dentro del perímetro del jus dispositivum. Pache
escribe: "se debe admitir la fuerza derogatoria del derecho consuetudinario frente a las reglas
interpretativas y dispositivas contenidas en las leyes". El juez no deberá normalmente reconocer la
calidad de regla de derecho costumbrista a un uso que se habría constituido en vista de dejar sin efecto
las reglas que consagran los principios fundamentales de la vida jurídica.
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Cosack-Mitteiss son francamente favorables a la eficacia de la costumbre como fuente de derecho.
Crome la define como "aquel derecho que sin estar establecido por el Estado, es utilizado realmente";
agregando que se basa, sin pública sanción estatal, "en la inmediata convicción popular, y entra en
aparición por aplicación y uso en la vida". Expresa el mismo Crome que el derecho costumbrista es
equiparable como fuente jurídica a la norma legal: "El B.G.B. no habla expresamente del derecho de la
costumbre, sino que se lee en el art. 2 de la ley de introducción simplemente que se comprende como
ley en el sentido de la codificación, toda norma jurídica y, en consecuencia, también la norma
consuetudinaria". Advierte, sin embargo, el autor antes citado que la fuerza de la costumbre no es
absoluta, pues en nuestros días interviene el derecho costumbrista sólo excepcionalmente, donde la ley
es omisa, o cuando se apoya en determinados puntos que la vida ha superado.
No es el caso de negar el reparo que una ley que cae en desuso, debería dejar de tener aplicación. Pero
la solución no está en admitir que ella queda abrogada simplemente por el desuso, sino en que se
proceda por el legislador a derogarla. El juez invade la atribución del legislador, si aquél por considerar
simplemente que la ley ha caído en desuso, no la aplica. La seguridad y firmeza en las soluciones
jurídicas, que son precisamente las ventajas que ofrece el derecho positivo, desaparecen de tal suerte.
Lo ordenado enfáticamente en el art. I hace imposible abrir con relación al derecho nacional, polémica
alguna: la ley no se deroga sino mediante otra ley.
En lo que se refiere a la costumbre en los supuestos que ella funcione como fuente de derecho, cabe
indagar sobre su prueba. Pacchioni, quien es partidario en general del mérito del derecho
consuetudinario, equiparándolo al derecho legal, dice que "no puede existir una duda acerca de que los
jueces deben aplicar el derecho consuetudinario de oficio, al igual que el derecho legal, en base al
conocido principio: 'iura novit curia'. Quien invoca una norma de derecho consuetudinario no está, en
consecuencia obligado a dar prueba de los hechos de los cuales esta norma trae su origen. La
competencia para determinar la existencia de estos hechos, y su idoneidad para determinar la existencia
de una norma de derecho consuetudinario, corresponde únicamente al juez. Quien invoca una norma de
derecho consuetudinario tiene, empero, el derecho y el deber de cooperar con el Juez en la
comprobación de la misma y podrá, entonces, con todo medio apto para tal fin, ofrecer la demostración,
muchas veces no simple ni fácil, de la existencia de la norma de derecho consuetudinario, cuya
aplicación invoca".
El art. 341 de nuestro Código Procesal Civil [art. 190, C.P.C. 1993] reza así: "La prueba de la costumbre
corresponde a quien la invoca como fundamento de su pretensión".
De Diego escribe: "de aquí surgen las ideas de retroactividad e irretroactividad de las leyes.
Retroactividad, actividad hacia atrás, significa la sumisión a una nueva ley de una relación jurídica (en
todo o en parte) que había nacido a la sombra de una ley anterior; no retroactividad o irretroactividad
quiere decir el respeto de la nueva ley a las relaciones nacidas al calor de la antigua. La retroactividad
puede ser de dos grados; débil y fuerte, según que la nueva ley someta las relaciones nacidas antes sólo
desde su publicación, dejando intocados los efectos ya producidos o consumados, o que llegue hasta
estos mismos, dejándolos sin valor y metiéndolos al nuevo régimen".
La cuestión del efecto inmediato o irretroactivo de la ley ha dado origen a numerosas teorías para
explicar cuándo y hasta qué punto la ley debe detenerse en cuanto a determinados hechos jurídicos. Se
ha ideado la fórmula de los derechos adquiridos, distintamente a la mera expectativa, meros derechos
expectativos, es decir, la simple esperanza o simple posibilidad (frustrable por lo mismo), aunque
fundada, de disfrutar un derecho.
Mas, antes de encarar el problema mismo del conflicto intertemporal, es preciso anotar que él mismo
sólo puede presentarse cuando se suceden dos leyes de igual categoría. Como Maximiliano expresa,
puesto que el conflicto presupone igualdad, no puede él mismo surgir entre la ley y el reglamento.
Debe entenderse por derecho adquirido, aquel que ya ha sido ejercido, que se ha manifestado en el
mundo de los hechos, con la verificación de su efecto; es decir, que derecho adquirido es el que ya ha
encontrado su realización fáctica. Se trata, pues, del hecho cumplido, consumado, factum praeteritum.
Esos efectos son intangibles. Pero los efectos que sobrevengan con posterioridad, así procedan de
hechos anteriores a la nueva ley, caen dentro de ésta, porque no son derechos adquiridos. Como se
observa, con este punto de vista se distingue el hecho de sus efectos, discriminando respecto a estos
últimos según que aparezcan antes o después de la nueva ley.
No es el caso, pues, de adoptar una fórmula simple y general, de tempus regit actum, como lo
preconiza Ferrara. Es preciso discriminar entre efectos ya consumados y efectos por producirse. No todo
efecto, así sea discurrente de una causa eficiente nacida antes de la nueva ley, se rige por la derogada. Si
se discrimina entre efecto y efecto, el anterior y el posterior a la vieja ley, se restringe la calificación de
derecho adquirido sólo al primero. Pero si se distingue entre hecho y hecho, el anterior y el posterior a la
antigua ley (hablando de hecho productor de relación jurídica), sin considerar los efectos derivados de
tales hechos, la solución sería que el hecho anterior estaría inmune frente a la nueva ley, en todos sus
efectos procedentes del mismo, anteriores o posteriores a aquélla, o lo que es igual, tanto para los ya
cumplidos, consumados, como para los que vengan a tener su cumplimiento después de la nueva ley. La
ley nueva sería completamente irretroactiva, no alcanzando a efecto alguno del hecho producido con
anterioridad a tal ley. Derecho adquirido sería entonces desde este punto de vista, todo efecto derivado
de tal hecho, así aquél no esté consumado, ejecutado; por la simple circunstancia de tener su
procedencia de un hecho producido antes de la nueva ley. Pero este criterio no debe prevalecer.
Hay tres situaciones en relación a este punto de la retroactividad o irretroactividad de la ley. Una
primera, de retroactividad extrema, que consiste en aplicar la nueva ley inclusive a los efectos ya
verificados bajo el imperio de la antigua ley. Una segunda, de irretroactividad extrema, que consiste en
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aplicar la antigua ley no sólo a los efectos realizados antes de la nueva ley, sino también a los que vengan
a realizarse dentro del imperio de la nueva ley, por proceder de un hecho causante que tuvo lugar bajo el
imperio de la antigua ley. Una tercera posición, de irretroactividad moderada (o retroactividad
moderada), que consiste en aplicar la antigua ley únicamente a los efectos ya realizados bajo el imperio
de ella, y en aplicar la nueva ley a los que se realicen bajo el imperio de la nueva ley (tratándose siempre
–porque éste es el presupuesto indispensable– de efectos procedentes de un hecho que se originó bajo
el imperio de la antigua ley).
Al declararse que la ley no tiene efecto retroactivo, queda descartada la primera situación. Sólo queda
por optar entre la segunda y la tercera. Ignoramos cuál sea la voluntad del legislador nacional. Por lo
demás la disposición transitoria 1824 del Código Civil [art. 2121, C.C. 1984] dice: "Las disposiciones de
este Código regirán los efectos jurídicos de los actos anteriores, si con su aplicación no se violan
derechos adquiridos". Pero es preciso siempre definir lo que es derecho adquirido, a diferencia de simple
esperanza.
No queda sino guiarse por los principios generales. Se vuelve al concepto del derecho adquirido. El
derecho adquirido comporta el efecto ya consumado; esto es evidente. ¿Comporta también el efecto por
realizarse, o ése es una mera expectativa? La dificultad reside en la imprecisión para caracterizar la
distinción entre derecho adquirido o simple derecho expectaticio. Baudry Lecantinerie et Houques
Foucarde recurrieron a la distinción consistente en el ejercicio o no ejercicio de la respectiva facultad
legal, que así se ha materializado o no, de la que se ha hecho uso o no. Bonnecasse encuentra que es
insuficiente esta teoría, de la distinción entre derecho adquirido y simple expectativa. En vez de derecho
adquirido, hay que hablar de situación jurídica concreta, y en vez de expectativa, de situación jurídica
abstracta. La situación jurídica abstracta representa una manera de ser eventual o teórica del individuo
frente a una institución jurídica; de modo que no comporta consecuencias prácticas para aquél, pues
éstas son determinadas sólo in genere (así, una vocación hereditaria declarada por la ley). La situación
jurídica concreta, por el contrario, es una que proveniente de un hecho o un acto jurídico, hace valer en
favor de una persona o en su contra las respectivas reglas de la institución jurídica a que concierne ese
hecho o ese acto; esto es, importa ya una "realidad positiva". Pues bien: las situaciones jurídicas
concretas se regirán por la antigua ley; las abstractas, por la ley nueva.
García Maynes introduce una modificación en la teoría de Bonnecasse. Hay que considerar si se realiza
o no el supuesto de la disposición legal. La ley es retroactiva cuando modifica o restringe las
consecuencias derivadas del supuesto de la ley anterior, sin considerar su ejercicio o no ejercicio, pues
"los derechos y deberes expresados por la disposición de la ley, nacen en el momento en que el supuesto
se realice, aun cuando sean posteriormente ejercitados y cumplidos, o no lleguen nunca a ejercitarse ni
cumplirse".
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Constata Maximiliano que coinciden todas las opiniones en una solución única: "los efectos de los
contratos son establecidos y disciplinados por las normas positivas vigentes en la época en que él mismo
fue concluido".
En cuanto a relaciones jurídicas de otra índole sobre derechos de familia, derechos reales de la
personalidad y de derecho sucesorio, caen dentro de la nueva ley. O sea, que respecto de las situaciones
jurídicas que no tengan origen en la voluntad convencional, los efectos sucesivos se distinguen de las
realizaciones consumadas. Los primeros, que se conformaron de acuerdo a la ley anterior, quedan
inmunes frente a la nueva ley; pero los efectos posteriores son regulados por la ley del día en que se
producen, no por la del tiempo en que la situación jurídica fue establecida. Por ejemplo: el divorcio tiene
efecto definitivo por la disolución del vínculo; disciplínase por la norma posterior los efectos
subsiguientes al divorcio: posesión de los hijos, obligaciones alimenticias, prohibición de casarse dentro
de cierto plazo, o de casarse con la concubina que fuera causa de la desavenencia entre los cónyuges.
En relación a la aplicación intertemporal de la ley, ha de recordarse que la ley nueva actúa sobre las
situaciones anteriores a ella, cuando la ley es interpretativa. Estamos aquí en el campo de una
retroactividad aparente, como escribe Gabba, ya que la ley interpretativa no puede decir que sea nueva,
pues citando a Ulpiano, con ella el legislador non dat, sed datum significat. Lo mismo que ocurre en la ley
interpretativa, ocurre con la ley meramente rectificativa y con la ley confimatoria. (Gabba).
La ley puede indicar que ella regula también para lo pasado; pero ello debe estar justificado por la
naturaleza misma de la ley. El principio de la no retroactividad, en nuestro derecho actual, escribe
Roubier, sólo obliga al juez, mas no al legislador. Esa acción ex tunc debe ser establecida expresamente.
No importa que la regla de la no retroactividad se encuentre instalada en un Código Civil, como ocurre
en Francia, o en la Carta Política, como ocurre en el Perú. Ello no altera la índole y el alcance de la norma.
Referencias:
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Digesto, lib. I, tít. 4, ley 1, párrafo 2; lib. I, tít. 17, regla 151; tit. 17, regla 206; lib. VI, tít. I, ley 38; Cód.
alemán, 226; chino, 148; suizo, 2; uruguayo 1321; austriaco, 1295, 1305; soviético, 1; mexicano, 1912;
brasilero art. 5. ley de introd.; portugués 13.
El derecho y su ejercicio son distinguibles: el primero en cuanto atribución o facultad que corresponde
a su titular, y el segundo en cuanto a la forma o modo de hacer uso de esa facultad. Esta distinción
permite concebir lo que se ha llamado "abuso del derecho". El derecho no es absoluto, no puede
ejercitarse de una manera que lastime los imperativos humanos de solidaridad social y de consideración
intersubjetiva. De aquí que se haya ido elaborando una concepción en este orden de cosas que, en
general, reciba consagración en el derecho moderno. Una serie de casos son apreciados como que
constituyen un uso del derecho por su titular, de una manera que merece una apreciación peyorativa.
Así el caso del propietario que eleva un muro en su predio sin ninguna ventaja para él y sólo con el
propósito de causar un perjuicio al propietario vecino; el del arrendador de un inmueble que
inexorablemente ejercita, sin otorgar un plazo de gracia, desahucio contra su arrendatario,
encontrándose éste en situación penosa, de tal modo que la desocupación resulta una medida
inhumana; el hecho de que los padres utilicen la facultad de corrección respecto a los hijos en una forma
tiránica, exagerando la medida de la patria potestad (el caso que se observa en el drama de Rodolfo
Besier, "La familia Barret"); la oposición de los padres a dar consentimiento para el matrimonio de sus
hijos menores, sin que haya motivo explicable para ello; el demandar por el acreedor al obligado,
eligiendo el lugar de jurisdicción que sea notoriamente más incómodo o molestoso para el demandado, y
sin ninguna ventaja para el demandante; el caso de plantearse una acción judicial sin haber fundamento
alguno; de plantear una evidentemente excesiva con conciencia de esta circunstancia por el autor; el
trabar un embargo notoriamente exagerado, que recaiga sobre el objeto que haga de aquél el más
perjudicial para el deudor.
Otros casos de abuso del derecho se ha observado en lo concerniente al comportamiento de las partes
respecto a un contrato, por rehusamiento injustificado para contratar, por rompimiento de los tratos
preliminares, por la manera de proceder en cuanto a la ejecución o conclusión de los contratos, así como
en ciertos supuestos de rescisión de los mismos.
En el caso de rehusamiento para contratar, Josserand advierte que tratándose de servicios públicos, de
ofertas abiertas al público, de contratos de adhesión, si no se permitiese por el oferente o concesionario,
por simple motivo de capricho o de venganza, que una persona utilizase el servicio o se acogiese a la
oferta o celebrase el contrato, entonces habría abuso de derecho. Tratándose del rompimiento de los
tratos precontractuales, la responsabilidad que puede resultar de ello se justifica, si no hubo interés
legítimo para romper las negociaciones. En el caso de conclusión, se incurre en un "ejercicio abusivo de
la libertad contractual cuando uno de los contratantes tiene por designio el de perjudicar a sus
acreedores o de lesionar los derechos adquiridos por tercero" (Marson). Con respecto a la ejecución de
obligaciones, tenemos la concesión de términos de gracia o la modificación de la ejecución de tales
obligaciones, en virtud de lo que se llama el riesgo imprevisto, como medios de atemporar el rigor del
contrato: lo opuesto es un exceso en la utilización del derecho por el actor. En cuanto a la rescisión de
los contratos, la disolución de los mismos por voluntad unilateral, como ocurre en el mandato, en la
prestación de ciertos servicios, en el pacto de sociedades civiles, puede también importar un ejercicio
abusivo de derecho.
Así como estos, hay muchos supuestos en que se ha considerado como ejercitándose el derecho, ese
ejercicio se efectúa de una manera exagerada, irregular, anormal, abusiva en fin.
Nuestro Código, que ha consignado el principio general a que se refiere el art. II, contiene una serie de
preceptos en que tal principio encuentra su confirmación. Así, en el art. 79 [art. 240, C.C. 1984], sobre
ruptura de esponsales, en cuanto origina la obligación de reparar el daño moral en favor del desposado
33
que es víctima frente a la determinación del otro de no casarse, cuando concurren las circunstancias que
precisa dicho numeral; en el art. 1179, segunda parte [art. 1143, 2º párr., C.C. 1984], referente a la
elección de una obligación genérica, en cuanto el acreedor no podrá elegir la cosa de mejor calidad, ni el
deudor la de peor calidad; en el 163, que dice que la mujer no está obligada a aceptar la decisión del
marido cuando ésta constituya un abuso de derecho; en el 170 [art. 292, 2º. párr. C.C. 1984], sobre la
representación de la mujer para las necesidades ordinarias del hogar; en el 189 [art. 292, 2º párr. C.C.
1984] y el 241, inc 3, sobre la administración por el marido dentro del régimen de bienes en el
matrimonio; en el 861 [art. 924 C.C. 1984], que en referencia al régimen de la propiedad inmueble, dice
que aquel que sufre o esté amenazado de un daño porque otro se excede o abusa en el ejercicio de su
derecho, puede exigir que se restituya el estado anterior o que se adopten las medidas del caso, sin
perjuicio de la indemnización por el daño sufrido, en el 989 [art. 1076, C.C. 1984], que responsabiliza al
acreedor que abusa de la prenda, por su pérdida o deterioro, pudiendo el deudor pedir que se deposite
en poder de tercera persona; en el 920 [art. 1008, C.C. 1984], que exige que el usufructario explote el
bien en la forma normal y acostumbrada; en el 1529, inciso 3. [art. 1697, inc. 3, C.C. 1984], que permite
la rescisión del contrato de locación y conducción, si el conductor abusa de la cosa; en el 1592, inciso 2.
[art. 1738, inc 2, C.C. 1984], que establece la obligación del comodatario de emplear la cosa en el uso
señalado por la naturaleza o en el pacto, quedando responsable del menoscabo y ruina provenientes del
abuso en que incurriera; en el 1637 [art. 1794, C.C. 1984], que indica que si el mandatario emplea en su
utilidad lo que recibió del demandante, comete un abuso y es responsable de los daños que sobrevengan
al mandato; en el 1718, que reprocha que se proceda a la disolución de la sociedad por voluntad de uno
de los socios, si obra de mala fe o intempestivamente; en el 1227 [art. 1346, C.C. 1984], en cuanto
permite al juez reducir equitativamente la pena en una obligación con cláusula penal, cuando aquélla sea
manifiestamente excesiva; en el 1524, que dice que la cláusula prohibitiva del subarriendo no impide al
conductor subarrendar si el sublocatario ofrece todas las garantías de solvencia y buen crédito.
La enumeración no es exhaustiva. Sólo consigno en vía ejemplificativa algunos preceptos. Así pues, el
principio general del art. II refléjase a través de toda la economía del Código. Y no solamente el principio
ha de valer en los casos concretos en que aparece su aplicación en un precepto explícito, sino también
en todo caso en que el intérprete lo considere pertinente. Es, pues, un principio general informante de
todo el derecho privado.
Producido el abuso del derecho, la persona contra la cual incide dicho abuso puede oponerse a la
pretensión del actor. Se considera que la oposición es una especie de exceptio dolis generalis, que opera
como supletoria de cualquier otro medio o recurso utilizable por el sujeto pasivo de la relación jurídica.
La prueba, que incumbe al excepcionante, da origen a la decisión del juez, que fundamentalmente recae
en el sentido de suprimir el abuso, o sea, desestima la acción del sujeto activo en cuanto y sólo en tanto
ella importe un ejercicio excesivo o irregular de su derecho. Subsidiariamente puede originarse
responsabilidad para el actor, por daños y perjuicios. Esto se halla comprobado en nuestra legislación en
el art. 1137, inc. I. [art. 1971, inc. 1, C.C. 1984], que, contrario sensu, indica es acto ilícito el practicado en
el ejercicio irregular de un derecho, originando en consecuencia la obligación de responder por el
respectivo perjuicio.
¿Cómo se fundamenta el abuso del derecho? La literatura jurídica ha estudiado en "El Mercader de
Venecia" la figura de Shylock, cuyo proceder típicamente constituye un uso abusivo del derecho.
No se justifica la pretensión de Shylock al querer que se cumpla la cláusula del contrato estipulado
contra Antonio, pues al demandante no le asiste un interés legítimo, obra con el exclusivo propósito de
perjudicar a la otra parte, no tiene buena fe, lo que persigue está en desacuerdo con la naturaleza y
carácter propio de la figura del contrato del que deriva la exigencia del actor. Concurren, pues, todas las
notas calificantes de lo que la doctrina y la jurisprudencia han determinado como fundamentos del
abuso del derecho, como lo veremos más adelante.
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La figura en sí misma, como una que comporta un principio general consagrado expresamente por los
Códigos, es relativamente nueva. No aparece con tal carácter en el Derecho Romano. Dentro de éste, el
derecho del actor era, puede decirse, absoluto. "Nullus videtur dolo facere, qui sus jureutitur". El
derecho, dentro de su faz quiritaria devenía en jus abutendi. No obstante, no podría decirse que el
principio estuviera completamente ausente del Derecho Romano. Podría encontrarse en agraz él mismo,
considerando ciertos casos en que se imponía un límite, una continencia, al ejercicio de la facultas
agendi. Así, tratándose de la desaparición de las obligaciones en las de carácter correal, por efecto de la
litis contestatio; tratándose de la limitación de pago de daños e intereses con respecto de objetos
voluptuarios. Es de citar también el supuesto de que se negase la persecución ejercida con notoria
impiedad contra el deudor, como en el caso de entrega por el obligado de un esclavo, que fuese padre o
hijo de aquél, pues por equidad se liberaba el deudor de entregar al esclavo, pagando su valor. El
derecho honorario fue templando, atemperando, el rigor del derecho quiritario, y haciendo del derecho
y su aplicación un ars boni et aequi.
Se puede encontrar en las Partidas algún antecedente, como el que aparece de la ley 19, tít. 32, Partida
3., cuando tratando del ejercicio de las facultades dominales, después de manifestar que él no puede ser
restringido, hace la salvedad de que "fuerasende si este que lo quisiese facer non lo hubiese menester,
mas se moviese por facer mal". En el antiguo Derecho francés se cita la opinión de Pothier, cuando
hablaba de las consecuencias "del gran principio del amor al prójimo" que "nos obliga a consentir todas
las cosas que sin causarnos perjuicio alguno, pueden causar provecho al prójimo".
Pero expresamente consagrado en la ley, como una regla aupada a la categoría de informante
fundamentalmente de las relaciones del derecho privado común, sólo aparece en los Códigos modernos,
comenzando por el alemán.
Se pueden agrupar en cuatro clases los regímenes jurídicos con referencia al tema que ahora tratamos:
I) legislaciones que nada dicen sobre el particular, pero que no rechazan la regla; 2) legislaciones que
admiten el principio, basándolo en un criterio intencional del agente; 3) legislaciones que lo admiten,
fundándolo en un criterio objetivo funcional del derecho; 4) regímenes jurídicos que desconocen y no
admiten la regla.
En el primer grupo tenemos el Código Napoleón y los que se inspiraron en él, como el belga y el
español. A falta de un texto explícito, la doctrina y la jurisprudencia han elaborado la figura, permitiendo
que ella sirva como un criterio controlador de las relaciones en el derecho privado.
En el segundo grupo destácase el B.G.B. con su numeral 226, que prescribe que el uso de un derecho
es inadmisible cuando él sólo puede tener como fin el causar un daño a otro. El criterio que preside la
elaboración del precepto es el de la intencionalidad. Criterio riguroso, exigente, porque requiere una
circunstancia calificadamente peroyativa en cuanto al proceder del agente. Tal severidad es explicable en
virtud de que el Código alemán fue el primero que consignó explícitamente la regla. Por lo mismo, se
explica la cautela en cuanto a la determinación de su predicamento óntico. La institución resulta
vinculada intrínsecamente con el dolo, con la intención de perjudicar, como un hecho calificadamente
reprochable, que conduce al repudio del mismo. Esto no quiere decir que aquél importe únicamente un
acto ilícito. Escribe Spota: "el acto emulativo es un abuso del derecho que se rige por su propios
principios, sin perjuicio de que funcionen, por vía analógica, las reglas relativas a los actos ilícitos en
aquello que sea susceptible de aplicación". El mismo criterio del B.G.B. en el que informa al Código
austriaco reformado en 1916.
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En cuanto al tercer grupo, perfílase el Código suizo, con su célebre fórmula contenida en su número
dos. El abuso del derecho resulta caracterizado en función de la mala fe con que actúe el agente.
Fórmula más amplia y liberal que la de B.G.B. y que, por lo tanto, significa un progreso en cuanto a la
determinación categorial del concepto.
Indica Masson que en Gran Bretaña el sentido jurídico es fuertemente individualista. "Se aplica en
cierta manera a los derechos privados la regla ecuménica de derecho internacional privado: el pabellón
cubre la mercadería. Poco importan la intención o los resultados deplorables desde el punto de vista
social: desde el momento que el acto es conforme a los derechos, es plenamente válido".
No obstante, se cita algunas decisiones que revelan cierto apartamiento del rigorismo. Mas, "todas
estas disposiciones liberales no son seguramente sino derogaciones a la doctrina del absolutismo de los
derechos contractuales, y la legislación inglesa no ha arribado a un concepto de la relatividad de los
derechos, en materia de contratos. Ellas muestran, sin embargo, que en el dominio contractual una
reglamentación restrictiva se afirma en este país, donde el dogma del absolutismo floreció con tanto
eclat" (Marson). Escribe Spota: "No es fácil, pues, sentar un juicio de conjunto sobre el derecho inglés en
la materia. Sin embargo, si se tiene en cuenta las leyes que hemos recordado; si, además, no se olvida la
evolución jurisprudencial en lo relativo al ejercicio de las pretensiones accionales en justicia, y la
interesante –en grado sumo– transformación de las doctrinas sentadas en el mundo de la lucha
comercial y social, se observará que el absolutismo en el ejercicio de los derechos va quedando
desplazado por un concepto de relatividad, en cuanto esos derechos han de ejercerse en función a sus
fines económicos sociales. A todo ello coadyuvan los standards y las directivas jurídicas que configuran la
jurisprudencia en este último ámbito como en el del restrain of trade, todo lo cual conduce a una
individualización judicial de los derechos recorriendo esos módulos variables que han de innovarse a
medida de las exigencias y valoraciones sociales lo impongan".
Se constata, pues, una reacción contra el abuso del derecho, que se refleja ya claramente en la
jurisprudencia inglesa. Las ideas de equidad y de solidaridad social van poco a poco venciendo a las
corrientes individualistas.
En cuanto a Estados Unidos de Norte América, escribe Marson: "en este país sometido al gobierno de
los jueces, en que el poder judicial controla al poder legislativo en la apreciación de la constitucionalidad
de las leyes, el summun jus triunfa, los derechos contractuales son considerados como susceptibles de
realizarse en todos los sentidos de una manera arbitraria, y la doctrina del abuso no puede ser
favorablemente acogida". No obstante, Fleitas anota que "la idea del abuso del derecho empieza a
infiltrarse en la jurisprudencia de aquel país" (Estados Unidos de Norte América). Escribe Spota, por su
parte: "Deducimos de lo expuesto que el derecho norteamericano se orienta cada vez más hacia aquella
corriente que impone un ejercicio de los derechos en armonía con el fin económico y social de los
mismos. Tanto en el orden de los derechos subjetivos, como en lo referente a las facultades legales
indefinidas que atañen a la esfera de la libertad de las personas y de los grupos de personas, se fustiga el
abuso de los derechos".
Vinculándose con las indicaciones anteriores, referentes a las legislaciones en su relación con el abuso
del derecho, se debe estudiar los criterios que lo informan.
Hay el criterio constituido por la intención de perjudicar (el propio del Código alemán, como
advertimos antes).
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La crítica ha revelado la insuficiencia de este criterio. Sería preciso realizar una indagación un tanto
agnóstica sobre los propósitos o intenciones del agente, para establecer la existencia de la condición
fundante del ejercicio excesivo; es decir, la apreciación reviértese en una de carácter cuasi psicológica y,
en todo caso, meramente subjetiva, que restringe la posibilidad del despliegue adecuado y amplio del
principio. En general, se considera que tal criterio debe ser superado.
En segundo lugar, tenemos como signo determinante de la noción de que ahora nos ocupamos, el
dado por uno de sentido funcional (Código suizo). No se juzga el caso desde un punto de vista subjetivo,
sino objetivo, compulsando la mala fe con que obre al actor. No interesa que haya o no existido
intención de perjudicar; basta que el comportamiento no se acomode a los imperativos de consideración
social que deben presidir las relaciones intersubjetivas. Por lo tanto, el abuso puede presentarse, así
haya faltado intención de perjudicar. Si por un proceder simplemente frívolo, por negligencia, ignorancia,
indolencia, desconocimiento, se actúa de una manera que no es la que debe emplear una persona
razonable y sensata, cuidadosa de la consideración que se debe al prójimo, hay abuso del derecho. O
sea, que hay que atender a todas las circunstancias, motivos e intereses que se conectan con el hecho
para, un tanto equitativamente, juzgar si el ejercicio es justificable o no. La intención de perjudicar
naturalmente será, cuando se presente, una nota de extrema energía para la caracterización del caso;
pero no es único dato configurativo. Se trata de un complejo objetivo, en que han de apreciarse todas las
circunstancias vinculadas al hecho, para saber si hubo mala fe en el agente. La falta de un interés
legítimo en el agente, puede, pues, bastar para caracterizar el acto como abusivo. "De ello se infiere que
la noción del abuso del derecho no puede depender exclusivamente del concepto de culpa o dolo en el
ejercicio de nuestras prerrogativas. Actuar sin motivo legítimo, sin interés serio, sin móvil justificable, no
siempre implica un acto culposo o doloso y, sin embargo, es susceptible de ser un acto abusivo" (Spota).
En Francia, por obra principalmente de la doctrina, ha surgido una concepción de gran valimento
conceptual. El nombre del insigne Josserand está asociado a ella. Este autor recalca que el derecho tiene
un carácter eminentemente teleológico; su estructura es finalista, y no causalista, y ello sirve de punto
de partida para la concepción. Desde luego la constatación es irreprochable y se conforma, de acuerdo a
los estudios filosóficos modernos, con la distinción entre el mundo de la causalidad y el de la libertad, del
ser y el deber ser, de la naturaleza y el espíritu. Ya Windelban en su Geschichte und Naturwissenschaft
discriminó entre ciencias nemotéticas y ciencias ideográficas; entre las últimas está el Derecho. Y Ricket
remarcó el diverso carácter entre ciencias de la naturaleza y ciencias de la cultura.
El derecho como ciencia normativa, aspira a cierto fin, a base de libertad. La norma legal establece una
vinculación, no de necesidad fáctica, entre una endonorma y una perinorma, sino de exigencia ideal; no
es la fórmula A es B, que corresponde a las leyes de la naturaleza, al mundo del ser, sino la fórmula A
debe ser B, que compete al mundo del deber ser. Dentro del supuesto jurídico conferido al sujeto a
quien se reconoce una facultad, él puede exigir la consecuencia, cuando el sujeto del deber no lo
cumple. Pero no sólo existe la posibilidad de que en el hecho al supuesto no siga la consecuencia, hay
también la posibilidad de que de ocurrir este faltamiento a la relación entre el supuesto y la
consecuencia, puede llegarse a la última por diferentes medios. Hay, así, dos elementos de libertad
caracterizando al derecho, que responden a dos momentos en cuanto a la existencia del mismo. En
primer término, el relativo a su estructura misma, como norma propia del deber ser, que acepta la
coyuntura de una decepción efectiva; el segundo, el referente a la manera o medio para que lo indicado
en la norma tenga su cumplimiento.
Pues bien, relacionando estas reflexiones con la enseñanza de Josserand, el mérito de éste se halla en
haber percibido que el derecho, por ser de índole teleológica, debe responder en cada caso a una
relación jurídica, subsumida dentro de una categoría institucional, a ese fin propio de la institución a que
pertenece. Para llegar a establecer una disciplina auténtica acerca del abuso del derecho, hay que
examinar en el caso dado si el derecho ejercitado se ajusta o no al carácter y fin propio de la respectiva
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institución. Escribe Josserand: "Esta disciplina no es sino la de la finalidad de los derechos, de su
relatividad, en consideración y en función de su fin. Todas las prerrogativas, todas las facultades jurídicas
son sociales en su origen en su esencia, y hasta en la misión que están destinadas a llenar; ¿cómo podría
no ser así, puesto que el derecho objetivo considerado en su conjunto, es decir, la "juricidad", no es otra
cosa que la regla social obligatoria? Las partes no pueden ser de naturaleza distinta del todo. El elemento
participa de la esencia misma del organismo a cuyo funcionamiento aporta su parte contributiva. Esta
reflexión es exacta, no sólo tratándose de las prerrogativas de carácter altruista como las potestades
familiares, los poderes de los administradores, sino también, y a despecho de las apariencias, tratándose
de las facultades más egoístas, como el derecho de propiedad inmueble o el de un acreedor, de
perseguir a su deudor y exigir, por los medios legales, el pago de lo que le deba; si la sociedad reconoce
tales prerrogativas al propietario y al acreedor, no es, en fin de cuentas, para serle agradable, sino para
asegurar su propia conservación; como la naturaleza misma, y según la profunda observación de Ihering,
une así su propio fin, al interés ajeno; hace de manera que cada uno trabaje en su interés bien
comprendido, por la salud de la colectividad; pone los egoísmos individuales al servicio de la comunidad,
pudiendo decirse que el egoísmo, que solamente se conoce a sí mismo, que sólo busca su propio bien,
llega por esto mismo "construir el mundo"; acontece esto tanto en el mundo jurídico como en el físico y
puesto que cada egoísmo concurre al objeto final, es evidente que cada uno de nuestros derechos
subjetivos debe orientarse y tender hacia ese fin; cada uno de ellos tiene una misión propia que cumplir,
significando esto que todos deben realizarse conforme al espíritu de la institución; en realidad, y en una
sociedad organizada, los pretendidos derechos subjetivos son derechos-función; no deben salir del plan
de la función a que corresponden, pues de lo contrario su titular los desvía de su destino, cometiendo un
abuso de derecho; el acto abusivo es el acto contrario al fin de la institución, a su espíritu y finalidad.
Este criterio teleológico aparece en el Código soviético (art. I.). Spota escribe: "La teoría objetiva y
funcional es aceptada, entonces, con amplitud: sólo se es titular de derechos y obligaciones civiles, en el
campo patrimonial, ya que el derecho de familia es objeto, como dijimos, de un código especial, en tanto
queden cumplidos los fines estatales, o sea en cuanto no se lesione el espíritu de la legislación,
concebido éste en forma bien distinta al de la legislación prevaleciente en los países de régimen
capitalista. En este último, la estructura de los códigos concuerda con el concepto de que del derecho
privado surge un plexo de derechos subjetivos y de facultades jurídicas otorgadas a las personas como
prerrogativas, como poderes atribuidos a una voluntad, con aptitud de satisfacer intereses humanos. En
cambio, en un código como el civil soviético la noción de los derechos subjetivos sufre una aminoración
tal, que el principio está dado por la regla objetiva".
Nuestro Código Civil en su art. II, indica lisa y terminantemente que "la ley no ampara el abuso del
derecho". No dice más. O sea, que no contiene una indicación que permita determinar en virtud de qué
criterio debe reputarse que exista y cuándo exista un ejercicio desmesurado o inconveniente de la
facultas agendi.
Haciendo la crítica de la disposición, hay que aplaudir la incorporación en el Código vigente de la regla
legal tratada. En el Código derogado de 1852 no se contenía un precepto igual. Solamente podían
hallarse casos individuales, en que se rechazaba un uso desmedido del derecho. Así, en los artículos 1998
y 1999, inciso 3 del art. 1602, inciso 5 del 1835, art. 1933, art. 1691 y muy destacadamente en el 2211.
Mas, no había una declaración de carácter general. La jurisprudencia nacional no creó, a base de una
construcción jurídica, una concepción sobre el particular.
En el estado actual del progreso jurídico, la toma de posición respecto al problema que nos ocupa,
tiene que ser por la afirmativa, o sea por que se consagre el principio. Las atingencias y objeciones no
tienen poder persuasivo frente a las que existen en favor de la admisión. Unas, son críticas de simple
forma, y otras son de fondo, pero no logran alcanzar éxito convincente. Se objeta que el acto abusivo es
simplemente un acto ejecutado sin derecho, de modo que la noción de abuso del derecho es a la vez
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contradictoria y absurda, que es una logomaquia. El error de los contradictores está, como lo denuncia
Josserand, en que no se distingue entre la posibilidad de que un acto sea conforme a un derecho
determinado y, no obstante, contrario al derecho considerado en su generalidad y su totalidad
objetivadora, cuando él no se utiliza conforme a la exigencia propia del derecho in genere, civiliter. Es el
caso del famoso adagio summum jus summa injuria.
Se ha dicho que la concepción carece de originalidad, toda vez que no puede haber responsabilidad
fuera del ejercicio de un derecho, o sea, que es posible abusar de él, pero entonces estamos
simplemente en el cuadro de la responsabilidad, de modo que la teoría creada no es sino un inútil
truismo (Bartin, Aubry et Rau); careciendo la noción en rigor de autonomía entitativa. La crítica no tiene
sino un valor aparente. La responsabilidad civil puede sobrevenir en mérito de tres situaciones: por
inejecución culposa o dolosa de una obligación convencional, por imputación de un acto ilícito y,
además, en los casos en que sea establecido ex lege con relación a ciertos hechos jurídicos. La
responsabilidad, de este modo, no es nota tipificante de determinada situación jurídica aunque esté
vinculada a ella. El acto abusivo del derecho también causa una obligación de reparar el daño, es decir,
es determinante de responsabilidad civil (art. 1137, inc. I.) [art. 1971, inc. 1, C.C. 1984]; pero ello no
entraña que el acto abusivo sea idéntico al acto ilícito. Este último es una injuria, contraria en su
substancialidad misma al derecho; y lo indebido aquí no está en la manera como se ejecuta un acto, sino
en su ejercicio mismo. En cambio el acto abusivo del derecho en su subtancialidad misma refiérese a que
exista un titular de un derecho; es legítimo, pues, su ejercicio; sólo que lo indebido está en la manera
como se ejercita. Que el Código Civil haya consignado el efecto del acto abusivo dentro de los actos
ilícitos, para adversus sensu, adjudicar a aquél la responsabilidad derivada del mismo, es una cuestión de
simple sistemática.
Otra crítica de fondo, es la que mira en el abuso del derecho un caso de carácter moral más que
jurídico (Esmein). Esto conduce a una exposición asaz larga y laboriosa, sobre las relaciones entre
Derecho y Moral. El primero no está en oposición a la segunda; pero la distinción es siempre posible, de
modo que la circunstancia de que hay campos de mutua inferencia, no quita al dato que se halla dentro
del campo del derecho su idiosincrasia jurídica.
Otra oposición es la que se levanta advirtiendo que la concepción desemboca en la apreciación, acaso
caprichosa, del juez en cuanto éste tiene que investigar sobre la manera de proceder del agente; lo que
conduce a la arbitrariedad y la inseguridad. Pero, ciertamente, en toda la dimensión del derecho está
irremisiblemente presente la tensión de justicia versus seguridad; y en ciertas circunstancias hay que
favorecer a la primera, en otros a la segunda. Si se implantase una actitud que velase únicamente por la
seguridad, de un modo exagerado, entonces muchas soluciones del derecho tendrían que desaparecer
(por ejemplo, la nulidad del acto por vicios en el consentimiento). El juzgamiento en cada caso tiene algo
de individualizador. Como dice Recaséns Siches, "mediante la sentencia judicial –o la resolución
administrativa– se comprueba de un modo cierto si se da concretamente la situación de hecho prevista
en abstracto por la ley –como condición para el deber jurídico, que ésta establece– se determina
concretamente además el contenido concreto de ese deber jurídico, y por fin se le impone a un sujeto
singularmente determinado".
Es, pues, elogiable que el art. II de nuestro Código haya aceptado el principio.
Pero se ha criticado el texto mismo del numeral por su parquedad, estimándose que es diminuto, en
cuanto no establece el criterio fundante del abuso del derecho. Cornejo manifiesta a este respecto, que
no existe una base sólida para caracterizar la figura, pues trátase de una declaración abstracta de
contenido indefinible.
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Nosotros disentimos en este punto del parecer del ilustre tratadista desaparecido. La disparidad de
criterios en cuanto a la fundamentación teórica de la norma legal, indica que lo prudente y acertado es
no consignar nada sobre el particular. En buena cuenta, la cuestión de la determinación de tal criterio, es
una doctrinaria y científica, que como tal no requiere reflejarse en el texto legal, indicando éste cuál es la
ponencia que prefiere el legislador. El criterio puede variar históricamente. Luego, es preferible no
comprometerse a firme, sometiéndose a uno predeterminado. Basta con insertar simplemente el
mandato preceptivo. Queda a la cátedra y la academia, de un lado, y a la jurisprudencia también, hallar
el criterio informante, para saber cómo y cuándo funciona la regla. En otros términos se trata de una
norma regulativa, informante general, de un sentido plástico y sinóptico, que evita amarrar, atar, ligar,
sojuzgar el criterio, a una predeterminada fórmula ortodoxa. El concepto científico mismo del abuso del
derecho puede evolucionar y el juzgador quedaría a la zaga, tributario del concepto impuesto de
antemano por el legislador. A éste le basta, pues, con indicar la norma; su fundamentación y explicación
racional y, por ende, el alcance y dimensión de su interpretación debe dejarlos a la obra jurisprudencial y
doctrinal.
No negamos que al juez se le impone delicada faena; que más sencillo le sería proceder si la ley le
desbroza el camino, si le facilita con procedimientos de técnica la interpretación. Pero tratándose de
grandes normas rectoras hay el peligro de entrabarse por limitaciones y taxativas que circunscriban el
panorama y, por lo mismo, limiten la apreciación misma de aquéllas. Eguiguren escribe: "La fórmula que
hemos adoptado evidentemente es vaga; pero siendo una teoría en formación, porque la vida la
enriquece diariamente, a través de la jurisprudencia, no sabríamos como podría tomar la categoría de
dogma legal y claro".
Referencias:
Digesto, lib. II, tit. XIV, ley 5; lib. II, tit. XIV, ley 27, p. 4; Codex lib. II, tiu III, ley 6; Código francés, art. 5;
español, art. 4.; p. 2a, portugués, '10; argentino, 21; chileno, 12; boliviano, 5; holandés, 4; uruguayo, 11;
alemán, 138; suizo, 27; mexicano, 6, 7 y 8; chino, 2, 7, 36 y 72; venezolano, 6; soviético, 3; peruano VII,
brasilero, 17; italiano, 7 (12).
En principio hay libertad para que las personas regulen libremente sus relaciones privadas; nadie está
impedido de hacer aquello que la ley no prohíbe. Esta es una indicación general, de carácter
institucional, que domina todo el ámbito del derecho. La libertad convencional emana como
consecuencia natural de principio de libertad jurídica en general que corresponde al hombre; por lo que
Hegel vincula el contrato a la categoría ontológica de persona. "Filosóficamente, escribe Legaz Lacambra,
la libertad pertenece esencialmente a la persona. No hay existencia humana, no hay existencia personal
donde falta la libertad, la cual se halla en la misma metafísica de la vida, según hemos explicado en otras
ocasiones. Tampoco la persona jurídica es pensable sin la libertad. El derecho coacta la superficie de la
libertad existencial y devuelve como recompensa la libertad jurídica de las personas".
La noción del orden público y de las buenas costumbres interesa al legislador tanto desde el punto de
vista del derecho privado nacional, como del derecho privado internacional, y así tenemos con referencia
a este último la advertencia contenida en el art. X de nuestro Código [art. 2049, C.C. 1984]. En ambos
casos lo que se busca es defender celosamente esas estructuras e intereses que decíamos antes, que la
legislación de cada país consagra (sin que nos interese por el momento averiguar si coinciden totalmente
el orden público interno y el orden público internacional). Las convenciones no pueden hacerse en
oposición a lo que una legislación determine como de orden público o como que afecte a las buenas
costumbres; y así tenemos el orden público y las buenas costumbres funcionando con respecto al
derecho privado nacional. Las leyes extranjeras, recurridas por razón del principio de la
extraterritorialidad, y de las llamadas normas de remisión, dejan de tener aplicabilidad cuando sus
disposiciones están en oposición a lo que la legislación del país de importación conceptúa como
integrante del orden público y las buenas costumbres; y así tenemos a estas dos últimas nociones
funcionando con respecto al derecho internacional privado.
La cláusula legal de reserva del orden público frente a la libertad convencional ya fue ideada en el
derecho romano: Contra tenorem legis privatam utilitatem continentis pascisci licer y privatorum
conventio juri publico non derogar. Como se advierte, no se utiliza la expresión "orden público"; pero
aparece implícita la indicación. La expresión preséntase empleada en el derecho medioeval, en las
costumbres regionales. También se encuentra utilizada en las Ordenanzas Reales del ancien régime, y
por Domat en su "Lois civiles"; mas, aquí la referencia parece concernir a los principios del derecho
político, antes que al derecho privado. Así, Domat escribe que "las leyes que tienen en mira el orden
público, son las que se llaman leyes del Estado, que reglan las maneras como los príncipes soberanos son
llamados al Poder, las que reglan las distinciones y las funciones de los cargos públicos, las que se
refieren a la policía de las ciudades y demás reglamentos públicos".
En su sentido de principios legales inviolables, que no pueden ser alterados por las convenciones, la
expresión aparece netamente en el art. 6 del Código de Napoleón; y de ahí ha sido tomada con la
dimensión y el carácter que se la conoce en el derecho privado.
En el presente caso; es decir, en relación al art. III del Código, interesa el orden público en cuanto a la
nulidad de los pactos que violen al mismo. Así que es una cuestión que cae dentro del derecho privado.
No obstante, hay una propensión para considerar el orden público como dato perteneciente al Derecho
público. Según Laurent, orden público es el que protege el interés público. Pero sin entrar en la espinosa
cuestión del criterio para fundamentar la distinción, y aun sin pronunciarnos sobre ella, cabe sólo
reflexionar que lo que se atiende ahora, es el límite de la autonomía de la voluntad cuando atente contra
el orden público. Desde este punto de vista, él mismo cae dentro de la consideración del derecho
privado.
El pensar cuándo una disposición legal es de orden público, conduce necesariamente a predeterminar
la naturaleza de la respectiva disposición. Ahora, bien, esa nota lógica vinculada al orden público, puede
presentarse tanto en las disposiciones que forman parte del derecho público como del derecho privado,
cuando la disposición es de jus cogens. La naturaleza de la norma, de necesidad absoluta, la coloca
dentro del orden público. Escribe Zaballa: "ya que las reglas jurídicas son la reglamentación de
necesidades sociales, todas aquellas que no son disposiciones ofrecidas a la voluntad de los particulares,
es decir, todas aquellas que representan una imperatividad, se refieren al contenido del orden público
por el mismo hecho de estar formado éste por las necesidades sociales. Se entiende por imperatividad
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todo lo que en cualquier forma se impone a la voluntad particular, ya figure como imperación,
prohibición y obligación. De tal manera, referida la imperatividad al orden público en su comprensión
amplia, la conclusión es que toda regla imperativa es de orden público. En este punto de vista quedan
desechados criterios restrictivos que se fundan, no sobre el aspecto funcional exclusivamente del orden
público, sino en su concepción fundamental. No puede, así otorgarse valor a las tesis restrictivas como
las de Laurent, Larombiere, Capitant", etc. Agrega el mismo autor: "La imperatividad, que al fin y al cabo
es una característica de ciertas reglas, sólo se explica por la esencia de la regla, por la razón que la
fundamenta. De manera que cuando la ley hace constar en forma indiscutible una imperación, sólo cabe
atacarla en el terreno positivo; pero cuando se está en la duda de si la regla implica ese carácter, en el
caso de tener que atribuírsele, se recurrirá al orden público; tal es la realidad en la vida jurídica. Para
dejar finalmente establecida la relación de que se trata en este título, debe consignarse que en el
terreno positivo la imperatividad es la traducción del contenido del orden público".
Arauz Carter sostiene también que orden público es una noción "equivalente al concepto de carácter
imperativo de la ley". Para este autor, el orden público se desenvuelve en tres resultados fundamentales:
imponerse sobre la voluntad individual, prevalecer sobre la ley extranjera y ser retroactivo. La norma
permite, pues, formular juicio sobre la estipulación, el acto convencional, el pacto, para saber si está de
acuerdo con ella, o si disiente, pero no hiere al orden público, porque la regla es facultativa, supletoria,
de simple jus dispositivum o si resiente a ese orden público por infringir una regla que es imperativa y
como tal imprescindible. Así, exempli gratia, un pacto que se opusiera a una regla de carácter
constitucional, conspiraría contra el orden público, como también uno que repugnase una disposición de
derecho privado que instituya una situación jurídica que se considere de carácter fundamental, en
cuanto comporta la defensa de un interés social, de un interés que compomete a la existencia misma de
la sociedad. Si, por ejemplo, se pactase un interés usurario contra lo ordenado en el art. 28 de la
Constitución, o si se incluyese una estipulación en el contrato de trabajo que restrinja el ejercicio de los
derechos civiles o políticos, en contravención al art. 44, o si a alguno se le obligase a prestar trabajo sin
remuneración, pese a la prohibición del art. 55, el orden público estaría violado, y en general cuando se
infrinja cualquiera ley de derecho público; es decir, leyes constitucionales, administrativas, penales,
procesales (Baudry Lecantinerie et Houques Foucarde). En el campo de las leyes del derecho privado, el
pacto se considera opuesto al orden público cuando, como advierte Beudant, afecte un interés social
fundamental, que comprometa la existencia de la colectividad, o a intereses que son irrenunciables. Así,
las disposiciones que norman el estado y la capacidad civil, la patria potestad, la organización en cierto
modo de la propiedad, la no renuncia anticipada al derecho a prescribir, la no renuncia anticipada de
responsabilidad civil, de dolo y culpa grave, la que establece la reserva hereditaria, entre otros casos.
Jenks, refiriéndose al derecho inglés, escribe: "Pero algunos objetivos, aun cuando en sí no sean
absolutamente ilegales, pueden ser contrarios a lo que se ha llamado política del derecho (policy of the
law), y ningún contrato que los admita es válido. Por ejemplo: todo contrato que tenga por objeto
relaciones sexuales irregulares, la realización del matrimonio por remuneración, la futura separación de
los casados, la vagancia o la mendicidad, defraudar al público, evadirse del cumplimiento de los deberes
públicos, defraudar o aplazar el pago a los acreedores, o sofocar los procedimientos criminales aunque
sólo sea por delitos menos graves (misdemeanuors); serán también nulos, aunque algunos de estos
hechos no sean propiamente delictivos, ni aun siquiera infracciones de las leyes civiles. Quizá el más
interesante de todos estos casos es el llamado restricción del tráfico (restraint of trade). Se ha dicho que
es política del derecho alentar a todo aquel que haga el mejor uso de sus facultades, especialmente
aquellas que ayudan al progreso económico".
Hay, en suma, que hacer una calificación de la disposición legal, para concluir si es de orden público o
no. No tanto constatar la forma imperativa o prohibitiva en que esté presentada. Una disposición no es
de orden público, porque aparezca como imperativa o prohibitiva, sino lo contrario. Lo que interesa es
tener el concepto mismo de lo que es el orden público, y a base de ello examinar la disposición
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respectiva. No cabe proceder, por supuesto, con un método casuístico, de enumeración de los casos en
que se estime resentido el orden público. Sólo quedaría entonces al legislador el precisar el criterio
informante del orden público. Pero entonces se incurriría en aquel defecto a que aludimos al comentar
el art. II, referente al abuso del derecho. El Codificador no debe definir lo que es orden público (ni
buenas costumbres); da por conocida la noción, y le basta con imponer la regla de que el pacto carece de
valor cuando sea contrario a aquél.
Parece evidente que el orden público es una noción que inspira al régimen legal en general y al propio
tiempo en su resultado. Escribe Zaballa: "Generalmente los juristas refieren sus ideas sobre el orden
público con respecto al articulado positivo, y en éste se encuentran directa o indirectamente
consignadas las partes que integran el contenido del orden público, por lo cual en cierta parte se puede
construir un contenido del orden público positivo extrayéndolo de las disposiciones legales.
Consideradas éstas como la expresión, o la voluntad del legislador, o de las necesidades sociales en el
momento de la sanción del texto, es justa la pretensión de hallar en las disposiciones el contenido del
orden público. De ahí surge el método constructivo, anteriormente expuesto. A lo que sobre el mismo se
ha dicho, debe agregarse que, si se admite la variabilidad del contenido del orden público, no podrá
encontrarse la completa integración de él, en los textos positivos, y desde luego tampoco el que
corresponde al orden público considerado en sí, con abstracción de las reglas de cualquier sistema
positivo".
Más adelante agrega el mismo Zaballa que para "la determinación de un contenido del orden público
ha de tenerse presente que es inoperante hacerlo, al menos bajo esa denominación, prescindiendo del
orden jurídico positivo, porque como se ha visto, el orden público existe en razón del sistema, de la
técnica legislativa, y cuando se pretende hacer abstracción de ésta, aquel contenido viene a confundirse
con el Derecho mismo entendiendo éste en su aspecto científico sin dependencia de un sistema positivo,
y ya en ese aspecto las necesidades sociales que integran al contenido, son en realidad lo que
constituyen el orden social que debe ser hecho efectivo por el derecho positivo". Concluye el autor
citado: "De tal manera toda determinación de contenido del orden público, debe tener en cuenta la
realidad de la legislación positiva, la técnica de ésta".
Como el orden público, las buenas costumbres constituyen un criterio informante, que permite
revisar los pactos, para calificar su moralidad o inmoralidad. Aquí se percibe las relaciones entre Derecho
y Moral. Aquél sanciona lo ilícito. La dificultad reside en precisar lo que debe entenderse por buenas
costumbres.
La calificación del pacto, para decidir si se conforma o no a las buenas costumbes, corresponde al juez.
Pero su apreciación no puede ser la propia, subjetiva, personalísima; pues ello conduciría a soluciones
arbitrarias. El juez tiene que hacer una compulsa serena de los sentimientos o ideas generales
dominantes, para inspirarse en el criterio general de hombre de bien. No puede primar su opinión
propia, que podría pecar por original, extravagante, ora excesivamente intemperante, rigurosa, ora
excesivamente tolerante y liberal. La apreciación tiene que hacerse con carácter social, de acuerdo al
stándard general de la manera de comportarse de las gentes de buena conducta de una colectividad.
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Según Enneccerus, el enjuiciamiento ha de hacerse de acuerdo a como se ofrece el negocio jurídico
mismo, o sea de acuerdo a su propio contenido y finalidad. Por lo tanto, no importa que el agente tenga
o no conciencia de la infracción a las buenas costumbres; no interesa la intención agnóstica, pues el
criterio ha de ser fundamentalmente objetivo.
Cornejo destaca que el criterio de estimación asume un carácter pragmático. Escribe al respecto: "bien
sea con la razón universal, bien con la opinión dominante, o con el criterio de la normalidad, lo cierto es
que la noción de las buenas costumbres, más que científica, susceptible de una definición cerrada, es un
noción pragmática que la jurisprudencia percibe y aplica con acierto y que es insustituible, por lo mismo
que su imprecisión permite adaptarla a la infinita variedad de los hechos en que se desenvuelve la vida
jurídica".
El art. III no define lo que debe entenderse por buenas costumbres. Para nosotros esta actitud es muy
plausible, de acuerdo a lo que decimos al hablar del abuso del derecho y del derecho público. Sería
también aquí por lo demás inconveniente proceder con criterio de enumeración casuística. La ley en
ciertos casos remarca la ilicitud del pacto. Pero en todo supuesto cabe considerar si el pacto se conforma
o no a las buenas costumbres. La ley tiene una significación axiológica; pretende realizar valores y, por lo
tanto, no puede aceptar que la voluntad privada contravenga esa finalidad, propendiendo hacia un
resultado peyorativo.
Hay varios artículos del Código patrio que han sido instituidos en conexión con el art. III. Así, el 1075
[art. 140, C.C. 1984], que indica que el acto jurídico debe tener un objeto lícito; el art. 1104, segunda
parte, que anula el acto jurídico sujeto a una condición ilícita; el art. 1123, inciso 2.[art. 219, inc. 4, C.C.
1984], que declara la nulidad del acto cuyo objeto fuese ilícito.
Tratándose de un pacto contrario al orden público o a las buenas costumbres, aquél es nulo con
nulidad absoluta. Escribe Da Roa: "Puede decirse, sí, que la nulidad absoluta con que se sanciona un acto
irregular es uno de los efectos del orden público, porque no es sino por motivos muy importantes, por él
considerados, que la ley establece esta clase de nulidad".
En cuanto al orden público, la nulidad del pacto que lo viola aparece declarada expresamente no sólo
del propio mandato del artículo III, sino de que éste se conjuga con la indicación contenida en el inciso 4.
del art. 1123 [art. 219, inc. 7, C.C. 1984], que dice que el acto jurídico es nulo cuando la ley así lo declara,
y del art. III resulta tal nulidad. En cuanto al pacto atentatorio de las buenas costumbres, su nulidad se
presenta de acuerdo a lo indicado en el inciso 2. del art. 1123 [art. 219, inc. 3, C.C. 1984].
En cuanto a la conveniencia de incluir un precepto como el que es propio del numeral III, creemos que
aquélla es transparente, si se reflexiona que con un precepto de tal naturaleza se permite dar al juez un
poder de apreciación sobre la conducta de las partes, para sancionarlas si se choca contra lo que se
reputa que es intangible, por ser de orden público (y buenas costumbres). Escribe Zaballa: "para justificar
la necesidad del artículo 21, (del C. Argentino) debería demostrarse que solamente por medio de su
presencia en el conjunto legal, pueden anularse determinados actos o convenios. Es sintomático que el
mismo Baudry Lecantineri que reprocha a Huc su teoría de ser inútil ese artículo, atribuyéndole un
alcance legislativo inmenso, concluya en restringir su función, ya que la reduce a la discriminación de
leyes solamente".
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ARTÍCULO IV.- Para ejercitar o contestar una acción es necesario tener legítimo interés económico o
moral. El interés moral sólo autoriza la acción cuando se refiere directamente al agente o a su familia,
salvo disposición expresa de la ley. [C.C. 1936]
Referencias:
Institutas, lib. IV, títu. VI, p. 5; Digesto, lib. XLVII. X, ley II, p. 2; Código portugués, arts. 12, 2535, 5236;
alemán, 253; suizo, 28; brasilero, 75 y 76.
En general se puede sostener a que todo derecho, apreciado en sentido subjetivo, acompaña una
acción; de modo que ésta es un predicamento de aquél. El derecho en el anotado sentido es un interés
protegido jurídicamente, conforme a la indicación de Ihering. El interés legitima, por lo mismo, el
ejercicio de la respectiva acción tendiente a proteger un derecho. De ahí el conocido brocardo pas de
intérêt, pas de action. En otros términos: "el interés es la medida de la acción". En consecuencia, la
acción es el derecho de perseguir judicialmente lo que nos pertenece o nos es debido. Toda vez que esta
sanción falte, el derecho no está premunido de acción; así ocurre, por ejemplo, con las obligaciones
naturales. Por el contrario, la acción no podría existir sin un derecho que lo garantizara". (Dalloz).
La acción es la actividad, la efectuación del derecho, la posición del mismo (Rechtsposition). Por eso,
todo derecho lleva en sí su posibilidad de plenitud de afirmación, en cuanto confiere a su titular una
facultad en tal sentido (Anspruch). Capitant indica que todo derecho da nacimiento a una acción, que
permite perseguir ante los tribunales toda violación contraria a él, de modo que la acción es la sanción
del derecho, y adquiere vida desde que el derecho es contestado.
El derecho, pues, como situación jurídica, aparecería ontológicamente como un prius frente a la acción,
que sería un posterius. En consecuencia, así como parece que no debe concebirse derecho sin acción
(aunque no siempre es necesario que esta última se manifieste como hecho de realización actual, ya que
siempre existe en potencia acompañando al derecho, en virtualidad constante, que puede en cualquier
momento actualizarse), así con mayor razón parecería que debiese rechazarse la presencia de una acción
sin derecho, pues la acción es, necesariamente, un dato derivado de un derecho, que es un dato
condicionante o fundante. Los casos que se presentan como de posibles acciones que no responden a
derechos subjetivos, no soportan un examen circunspecto. La acción para pedir la nulidad de
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matrimonio, o la relativa a pedir la disolución de sociedad de duración indeterminada, no surgen ex
novo, sino únicamente en virtud de que hay una situación jurídica que corresponde al actor, la de
cónyuge, la de socio, que le confiere el derecho de pedir la nulidad del matrimonio, la disolución de la
sociedad.
No obstante, muchos procesalistas reputan que la acción es una entidad jurídica dotada de vida propia,
de acuerdo a la doctrina de la autonomía de la acción. Así, se destaca la existencia de algún derecho al
que no corresponde acción, como es el caso de obligaciones naturales, y de acciones sin derecho, como
ocurre en las simplemente declarativas. La tesis tiene un sentido anfibológico. Sólo por excepción se
halla derechos sin acción, y esto cuando se trata de derechos imperfectos, como son las obligaciones
naturales. Y en cuanto a las acciones declarativas, sean positivas (que se declare que un título es
auténtico) o negativas (que se establezca que una persona no es padre de quien pretende ser su hijo),
ellas tienden a determinar una situación jurídica, propenden, pues, a que se reconozca un derecho (en el
caso, por ejemplo, de que una persona no sea padre de otro, se consigue establecer el derecho de
rechazar cualquier pretensión del supuesto hijo frente al padre, por la pretendida relación filial). De
modo que, en último análisis, el derecho material exige la presencia de la acción y viceversa.
Ciertamente se habla de la contingencia de acciones infundadas, que como tales no conducen a ninguna
declaración o reconocimiento de derecho. Pero tales acciones no tienen de las mismas sino el nombre.
No es lo mismo suponer tener una acción eficaz, que tenerla. El que demanda el pago de una obligación
presunta, debe accionar indudablemente; pero si su acción es válida o no, depende de que sea titular o
no del derecho respectivo; la acción queda como en "cuarentena", hasta que la decisión juridicial acerca
de ella resuelva sobre su carácter; al desconocer el derecho, se desconoce la acción misma. Esta al
interponerse se halla sujeta a una especie de condición resolutoria; si se declara infundada, pierde todo
valor como efectuación jurídica. Porque la acción es sólo un medio que busca o aspira a un fin,
constituido por el derecho subjetivo a que concierne la acción. Esta no puede aparecer, pues, nunca
desarticulada de un derecho, que mienta o intende.
El derecho sí puede aparecer, circunstancialmente, sin mostrar la acción que deba acompañarlo. Así, es
el caso de recordar que invitus agere vel acussare nemo cogitur del Código justinianeo, y así es el caso de
cumplimiento voluntario del deber por el sujeto pasivo del vinculum juris. Mas, como decíamos antes,
esto implica que la acción no se asocie al derecho como una de sus notas predicativas. Como la coacción,
que es un elemento del derecho aunque no siempre es necesario que ella se utilice, así la acción es una
cualidad del derecho, aunque no primaria, sino secundaria. El derecho es un prius frente a la acción, que
es un posterius. Por eso, el art. 75 del C. Brasilero dice que "a todo derecho corresponde una acción que
lo asegura".
El interés es presupuesto apriorístico de la facultas exigendi, pues como consigna García Maynes
"aplicando la tesis de Ihering sobre el derecho subjetivo al caso específico del derecho de acción, afirma
Rocco que en este último hay, como en toda facultad jurídica, dos elementos diversos: uno sustancial y
otro formal. El elemento sustancial es precisamente el interés cuyas características acabamos de
explicar; el formal consiste en el poder atribuido a la voluntad individual de reclamar la intervención del
Estado para el reconocimiento y realización coactiva de los intereses primarios que el derecho objetivo
protege".
La limitación que establece el art. IV, que para interponer una acción o una excepción se requiere un
interés legítimo, se explica porque las acciones en el derecho privado no tienen, en general, el carácter
de acciones populares.
De esta suerte se comprende, que salvo excepciones expresas, sin mayor esfuerzo, sólo el titular del
derecho, o a lo sumo otras personas determinadas dentro de un ámbito siempre reducido, pueden
interponer una acción, por tener la pertinente "capacidad de obrar". No siempre, pues, el acreedor o
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sujeto activo de la relación jurídica es el que exclusivamente puede accionar, sino también hay casos en
que pueden hacerlo terceros, si tienen legítimo interés. Así ocurre, por ejemplo, con la acción oblicua, o
en el caso de una interpelación de exigibilidad de la obligación por el promitente en favor del tercero a
instancia del estipulante.
El art. IV también habla de la autorización para contestar una acción. Naturalmente esto se refiere al
sujeto pasivo en la relación jurídica. Pero la indicación es susceptible de acomodarse a diversas
interpretaciones. Primeramente importa (es lo que primero fluye del precepto) la eliminación de la
controversia judicial del tercero extraño a ella, para quien la misma es res interalios. En segundo lugar
implica que aquél contra quien se dirige una acción indebidamente, puede dejar de contestarla, porque
carece de interés en la misma; oponiendo la excepción de demanda inoficiosa. En tercer término,
entraña que el accionado, si tiene interés en la acción para negarla o aceptarla, puede utilizar todos los
medios pertinentes para ello. Así, el deudor demandado puede tener interés en cumplir con su
obligación y, en consecuencia –en mérito de tal interés legítimo y de acuerdo al art. IV– puede contestar
a la demanda, allanándose a ella.
No creemos, como algunos, que en esta referencia a la autorización para contestar la acción, se quiera
mencionar el caso de la reconvención, pues ésta es una acción, y el que interpone aquélla está
ejercitando su facultad para ejercitar su acción, que sólo eventualmente se asocia con el hecho de
contestar a una acción interpuesta contra el reconvinente.
Concurrentemente al interés que debe asistir para poder interponer una acción o contestarla, también
debe haber interés legítimo para interponer una excepción. Este interés puede corresponder, en primer
lugar, al obligado. Pero también puede corresponder a un tercero, pero sólo si está premunido de un
interés legítimo. Así, frente a una demanda tardía de un reivindicante de una cosa, el que ha adquirido el
derecho de propiedad a la cosa, por usucapión, puede interponer la respectiva excepción. Y en el caso,
verbi-gratia, de prescripción negativa, el deudor que ha adquirido un derecho, el de estar liberado frente
a la exigencia de su acreedor, puede útilmente usar de tal derecho, interponiendo la excepción de
prescripción liberatoria. Pero también un tercero, es decir, otra persona distinta del titular del derecho
que se puede hacer valer por la excepción, puede interponer esta última, si tiene un interés que lo
justifique. Así, es el caso respecto a la prescripción, extintiva o liberatoria, que puede oponerla el fiador
frente a la acción de un persona que demanda la reivindicación o el pago de otra persona que es el fiado.
El interés es, pues, lo que explica que se actúe con relación al derecho. Como dice Ferreyra Coello "si
no hay interés legítimo, económico o moral, no hay razón para interposición de la acción por faltar la
ratio agendi". Carnelutti enseña que: "el ente apto para satisfacer la necesidad es un bien; "honorum
quod beat", porque hace el bien. La condición de aptitud de los bienes para satisfacer una necesidad
constituye su utilidad. La relación entre el ente que experimenta la necesidad y el apto para satisfacerla
es el interés. El interés, por tanto, es la utilidad específica de un ente respecto de otro. El pan es siempre
un bien y por eso tiene siempre utilidad; quien no tiene hambre ni prevé el tenerlo no tiene interés. Un
ente es interesante en cuanto un hombre juzga que puede servirle; en el caso contrario, es indiferente".
El interés que autoriza a interponer acción o a contestarla, la causa que la legitima, puede ser de índole
económico o moral. Puede ocurrir que uno y otro concurran, o sólo el primero, o sólo el último. Por eso
Demogue, constata que lo que debe entenderse por interés moral es muy poco preciso, pues casi todo
interés, en efecto es moral bajo ciertos aspectos, y casi siempre conduce a un interés pecuniario desde
otros aspectos.
De todos modos, el interés moral merece ser protegido, dejándose al Juez estimar cuándo él se
presenta y cuándo es legítimo. Manifiesta el mismo Demogue que desde el momento que el derecho
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protege todos los intereses importantes, él no puede rehusar el no defender los intereses morales, que
le significan tanto como los otros.
Decimos que el interés puede ser a la vez patrimonial y extrapatrimonial, o sólo lo primero, o sólo lo
segundo. Así, se demanda la investigación de la paternidad, o la legitimación por declaración judicial,
tenemos ejemplo de lo primero; si se demanda la reivindicación de un bien, el pago de alimentos, el
cumplimiento de una obligación pecuniaria, lo tenemos de lo segundo; si se impuga la adopción por el
adoptado, si se impugna la decisión de la asociación contraria al fin social, si se solicita autorización para
agregar a los nombres de los padres el de un antepasado glorioso, si se exige por el estipulante del
promitente el cumplimiento de la obligación para el tercero beneficiario, si se pide reparación por el
daño moral, tenemos ejemplos de lo tercero. En algún caso el Código habla de que se pueda realizar
determinado acto jurídico aunque no se tenga interés. Así ocurre respecto al art. 1235 primera parte
[art. 1222, 1er. párr. C.C. 1984] ("puede hacer el pago por cualquier persona, tenga o no interés). Aquí,
sin embargo, debe existir algún interés, pues de otro modo no se explicaría el hecho practicado por el
solvens. Si no hay una circunstancia que haga comprender que directamente le interesa extinguir la
obligación con su solutio, le moverá siempre un interés moral en favor del deudor o del acreedor.
Solf, refiriéndose al interés moral, escribe: "el interés moral es un concepto flotante que impregna el
derecho y por ello no puede ser fijado de antemano. La sentencia judicial es la llamada, al definir la
controversia, a certificar el interés moral del demandante y del demandado, salvo los casos de decisión
espontánea del agresor".
Carnelutti escribe: "se comprende especialmente los interesados que el jurista debe tener en cuenta,
tanto los intereses, materiales como los llamados intereses morales, cuya distinción se determina en
relación con la distinción entre espíritu y materia. En efecto, es exacto que las necesidades del hombre
no se refieren sólo a su vida corporal, lo cual se confirma en el mismo amor sexual y amor espiritual (o
platónico). El único límite que se pone al jurista es el relativo al carácter humano del interés, el cual tiene
que tener por sujeto un hombre. Este límite procede, como veremos, del elemento específico del
derecho, que es el elemento psicológico. Por el momento hagamos notar, que, como también existen
necesidades de entes no humanos, la noción del interés no se refiere sólo a las necesidades del hombre".
En cualquiera de los casos en que exista interés, él debe ser cierto, es decir, existir realmente. Por eso,
se dice que debe ser actual, pues así se dirija a obtener algo futuro o condicional (ejemplo: medidas de
salvaguardar tratándose de derecho sub conditione) el objeto a obtener puede ser incierto y futuro, pero
el interés mismo ha de ser cierto y actual. No hay acción, pues, en base a un interés simplemente
hipotético. O sea, que aunque el interés puede referirse a una necesidad futura, aquél ha de existir
concomitante con la acción que se entable en vista de esa necesidad.
En el supuesto de acción basada en el interés económico, la acción sólo corresponde al titular del
derecho (y, en su caso, a los herederos). En caso de interés ideal, la acción es procedente cuando el
mismo corresponde "directamente al agente o a su familia, salvo disposición expresa de la ley".
Tratándose del agente mismo, no hay dificultad alguna. Pero, además, en cuanto al interés ideal se
considera que la potestas agendi alcanza a la familia del agente, es decir, del titular en primer término
del derecho. No obstante, no todo interés moral automáticamente debe estimarse como reflejándose en
la familia del titular. Ciertamente, la última parte del art. IV hace la advertencia "salvo disposición
expresa de la ley", y esa disposición puede ser en sentido restrictivo. Y hay casos en que la ley no
contiene disposición alguna, y, por lo tanto, ninguna restricción, y caracterizándose el interés como
moral, resultaría que los familiares del titular del derecho podrían ejercitar este último. Así, en los
supuestos del art. 58 [art. 92, C.C. 1984], sobre impugnación de una decisión de la asociación; del art.
1345 [art. 1461, C.C. 1984], sobre exigibilidad en el cumplimiento de la promesa por el estipulante en la
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estipulación en favor de tercero; en la reclamación por el imponente del cargo para la ejecución del
mismo cuando él redunda en beneficio de un tercero. Como la ley no indica expresamente que la acción
corresponde exclusivamente al titular del derecho, habría que juzgar que sus familiares también podrían
ejercitar la misma. En otros casos, aparece más notoria tal posibilidad. Así, cuando se trata de bienes
morales ofendidos o amenazados, como son los inherentes a la libertad, la honra, la vida, los lazos de
familia (libertas, decus, vita, familiae affectus). Tratándose del daño moral, aparece con toda claridad
que el derecho de accionar corresponde a la familia de la persona que directamente lo padece.
Pero la indicación "salvo disposición expresa de la ley", limita en ciertos casos y, en otros, amplía la
regla de que por el interés moral puedan invocar la potestas agendi el agente y su familia.
Pero antes de tratar de la indicación anteriormente referida, precisa interpretar la expresión "familia"
utilizada en el art. IV. ¿Hasta qué categoría de parientes comprende?
Algunos conceptúan que se trata únicamente de personas vinculadas por obligaciones alimentarias. A
esta opinión se afilia, por ejemplo, Noé Valdez en su monografía "La acción, el interés y el art. IV del
Código Civil". Es la teoría sostenida por Parmentier con referencia al daño moral. Dorville se pronuncia
por la relación sucesoria, de modo que los herederos del agente tendrían expedita la acción. Si nuestro
Código hubiera acogido cualquiera de los dos criterios antes referidos, no habría empleado la expresión
"familia", sino que habría hecho remisión a esas calidades de vinculación alimentaria o sucesoria, con
mención de los respectivos artículos legales que indican entre quiénes existe la obligación alimentaria y
quiénes tienen el carácter de herederos legales. La palabra familia se usa, pues, en otro sentido; se trata
de personas vinculadas con lazos de parentesco que han tenido o tienen con el titular directo del
derecho una relación de afecto efectivo y peculiar, de modo que es legítimo presumir una extensión
endopática a ellos del interés ideal. De tal modo, que partiéndose como primera exigencia de la
condición de pariente, debe hacerse una subsiguiente calificación, que es una questio facti, para concluir
si la persona que tiene parentesco puede estar en realidad legítimamente interesada en cuanto al
ejercicio del derecho. El ser pariente es, así, una mera presunción de introafección espiritual; presunción
hominis, que requiere comprobación posterior. Parece evidente, por ejemplo, que entre personas que
conviven en el mismo hogar, el interés moral es solidario. Hay, así, una limitación en cuanto a la facultas
agendi, que se halla constituida por la necesidad de un vínculo familiar, y que hace comprender que
aquélla tiene carácter ut singuli. Por eso, tratándose especialmente del caso de reparación del daño
moral, escribe Givord que está prohibido a los particulares demandar reparación por ataques dirigidos al
interés público, pues la jurisprudencia ha pensado la noción del perjuicio moral en otro sentido; y en el
caso de ataque contra un grupo profesional, la jurisprudencia no admite que cada uno de sus miembros
pueda exigir reparación del daño moral.
Como indicamos anteriormente, cuando el art. IV habla de "salvo disposición expresa", ello puede
entenderse en doble sentido, ya en un sentido limitativo o restrictivo, ya en uno extensivo. En el primer
sentido, la indicación conduce a concretar el ejercicio de la acción a una persona determinada, es decir,
al titular directo del derecho, excluyendo a cualquier pariente del mismo. En el segundo sentido, la
indicación conduce a permitir el ejercicio de la acción a otras personas, además de los vinculados
familiarmente con el titular del derecho.
En el art. 79 [art. 240, C.C. 1984] hallamos un caso en el primero de los sentidos, al ordenar dicho
numeral, en su segundo acápite, que el derecho a reclamar reparación del daño moral, dentro de la
circunstancia indicada en el primer acápite, es personal, o sea, que sólo corresponde al desposado
víctima de dicho daño moral. Otro caso aparece del art. 136 [art. 274, inc 3, C.C. 1984], en cuanto
establece que si el cónyuge de una persona que contrajo segundo matrimonio fallece sin dejar
descendientes, la persona que contrajo ese segundo matrimonio con el bígamo puede pedir nulidad del
primer matrimonio, pero precisando que solamente ella puede pedir tal nulidad. Otro caso resulta del
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art. 375 [art. 373, C.C. 1984], en cuanto a la acción para que se declare la paternidad o maternidad sólo
corresponde al hijo. De acuerdo al art. 303 [art. 367, C.C. 1984], la acción para negar la paternidad
legítima corresponde sólo al marido, respecto al hijo que ha parido su mujer.
En cuanto a la interpretación extensiva, tenemos los casos contemplados en el art. 134 [art. 275,
C.C.1984] (pueden demandar la nulidad del matrimonio "cuantos tengan en ella un interés legítimo"), en
el art. 387 [art. 516, C.C. 1984] ("cualquier interesado" puede impugnar el nombramiento de tutor hecho
con infracción del art. 495 [art. 515, C.C. 1984]); en el 618 [art. 622, C.C. 1984] (se decretará la formación
del cargo de familia a pedido "de cualquiera persona"); en el 417 (sobre nombramiento de curador
especial, a pedido de "cualquiera otra persona"); en el art. 487 [art. 512. C.C. 1984] (sobre
discernimiento del cargo de curador, a pedido de "cualquiera del pueblo"); en el 549 ("cualquiera" puede
denunciar al tutor por causas que den lugar a su remoción); en el 592 [art. 599, C.C. 1984] (sobre
nombramiento de curador, a pedido de "cualquiera persona"). El art. 592 faculta a "cualquiera persona"
para solicitar la adopción de la providencia judicial allí indicada.
Este artículo está íntimamente vinculado con el XXIII. El comentario que nos merece será, pues,
desarrollado al ocuparnos del último.
JERARQUÍA DE LEYES
ARTÍCULO XXII.- Cuando hay incompatibilidad entre una disposición constitucional y una legal, se
prefiere la primera. [C.C. 1936]
Norma no reproducida en el C.C. 1984, sin embargo ver el art. 138, segundo párrafo, de la Constitución
de 1993.
No se halla en general en los Códigos una disposición como la que es objeto del número XXII del
nuestro. Se trata de un punto que pertenece más bien al Derecho Político, y por eso las Constituciones
de varios países hacen la declaración pertinente. Así, se comprueba en relación a la de Irlanda (art. 16),
Rumania (art. 103), Grecia (art. 5), Checoslovaquia (art. 54, Nº 13), Austria (art. 140). También fue
instituida en la española de 1931 (art.100). En América puede citarse la de Colombia (art. 149 y 150),
Venezuela (art.123), Uruguay (art. 232 y 234), Chile (art. 86, inc 2), Cuba (art. 40 y 194).
Como es sabido, la regla funciona en los Estados Unidos, como un derecho de los jueces de vigilar por
la supremacía de la Constitución. Por lo demás, la intervención de la Alta Corte de Justicia se limita a un
estricto control judicial. Escribe Rabasa: "su actuación se limita a no aplicar la ley o no dar efecto al acto
impugnado, en el caso particular sobre el que verse la controversia relativa a la constitucionalidad de la
una o del otro. Por otra parte, el Poder Judicial carece de 'iniciativa' y, por tanto, no puede
'espontáneamente' entrar al examen de la constitucionalidad de una ley normalmente expedida, sino
hasta el momento en que tal disposición se aplica en la práctica a un caso concreto y una persona se
queja de su inconocimiento del tribunal que debe resolver la cuestión planteada. Por tanto, se requiere,
para que el juez del conocimiento emita su fallo, un litigio formal planteado entre él; que una de las
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partes invoque la ley o el acto de que se trata y la otra lo tache de inconstitucional. Por último, el
ejercicio de la facultad por el Poder Judicial no significa que los jueces impongan su criterio sobre la
voluntad nacional manifestada a través del Ejecutivo y Legislativo, sino simplemente el desempeño de
una función que atañe al Poder Judicial, y que consiste en resolver los conflictos de leyes diversas que
puedan suscitarse. En efecto, cuando existen leyes contradictorias aplicables al caso concreto, el juez
debe decidir cuál de ellas prevalece sobre las demás; por consiguiente, si se plantea un conflicto entre
una ley ordinaria y un precepto de la Constitución, es obligación del juez dar preferencia en la aplicación
al segundo y no a la primera, desde el momento en que la Constitución es de jerarquía superior y está
por encima de las leyes ordinarias".
En Francia, escribe Guetzevich, como es sabido, los textos constitucionales no establecen ese control
jurisdiccional; no obstante, la doctrina francesa juzga posible tal control, incluso para los países donde no
hay disposiciones constitucionales al efecto; su concepción, sumamente sencilla y clara, descansa en que
el juez ha de aplicar ya las leyes constitucionales, ya las ordinarias; pero en caso de conflicto entre las
dos legislaciones no puede dejar de dar preferencia a las primeras".
En Alemania el Tribunal Supremo del Reich, en una famosa sentencia de 4 de noviembre de 1925,
cuyos considerandos descansan en el siguiente principio: "que el juez esté sometido a la ley (art.102 de
la R.V.), no excluye que una ley del Reich o alguno de sus preceptos puedan ser estimados como no
válidos por el Juez, cuando se hallen en contradicción manifiesta con otras normas procedentes que el
Juez está obligado a tener en cuenta". (Eduardo Cruz Fernández).
El fundamento de la indicación misma sobre prevalencia de una norma constitucional frente a otra
simplemente legal, consiste en que el régimen jurídico de cada país forma un todo coherente y
sistemático, a base de una relación de dependencia jerárquica de las normas que lo integran. Sobre el
particular juzgamos lo más conveniente transcribir lo que ha escrito Recasens Siches, con su lucidez
característica. Dice así: "La totalidad del orden jurídico (vigente) constituye, pues, un sistema constituido
en forma escalonada o graduada, en estructura jerárquica en el cual cada uno de sus pisos o escalones
depende del superior y a su vez sostiene a los inferiores. El Derecho regula su propia creación, su ulterior
producción y su reforma; de tal modo que la producción de una norma aparece condicionada en su
validez por otra norma; y aquélla es a su vez el fundamento determinante de la emisión de otros
preceptos; y así, sucesivamente, hasta llegar a los mandatos ejecutivos".
No faltan sin embargo, quienes combaten el control judicial de las leyes. Así, Valverde y Valverde
escribe: "Nosotros creemos, con la mayor parte de los civilistas, que el tribunal de justicia carece de
autoridad para negarse para aplicar una ley inconstitucional. Cierto, que la promulgación no es la ley
toda; pero es cierto también que es el momento por el que se hace obligatoria. El tribunal tiene que ver
si está hecha la promulgación, y esto le basta, porque la promulgación supone la sanción del poder
supremo del Estado que aprobó la ley y que la mandó cumplir. No puede fiarse la garantía de que las
leyes sean constitucionales a los tribunales, porque entonces es conceder al Poder Judicial una
supremacía sobre los demás poderes, cosa que no puede admitirse, pues equivale la facultad de
negarse a fallar por motivo de inconstitucionalidad a otorgarles una facultad de revisión sobre los
otros poderes, que hacen las leyes precisamente por ser superiores en el orden del imperio o del
mando". Esta indicación carece de persuasión. Como indica Lacerda, declarando la anticonstitucionalidad
de una ley el poder judiciano no la revoca "...se limitan a su competencia restringida, al juzgamiento del
caso concreto que le ha sido debidamente sometido y, juzgándolo, le corresponde pronunciar el vicio de
anticonstitucionalidad, para el fin tan sólo de sustraerlo a la influencia de la ley viciada, y jamás con la
pretensión de destruir la ley en sí misma, en su existencia".
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Interesa indicar las formas en que puede organizarse el control constitucional de las leyes. Siguiendo el
estudio de Cruz Fernández se puede distinguir el control ejercido por el Poder Judicial o por otro
organismo especial establecido para tal efecto.
El primer sistema funciona en los Estados Unidos de Norte América, Argentina, Chile, Colombia,
Venezuela. Ora se faculta a cualquier juez para que ejerza dicho control, ora esta facultad está reservada
a la Corte Suprema, al más alto tribunal judicial.
Conforme al art. XXII de nuestro Código, el control es judicial. No existe ningún tribunal especial
constituido para asegurar la llamada "superlegalidad constitucional". Y de la Exposición de Motivos
resulta inequívocamente que corresponde a los jueces de la República la declaración de inaplicabilidad
de la ley ordinaria, cuando es opuesta a la Carta Política.
El mismo artículo no reserva dicha función a la Corte Suprema. Cualquier juez puede, pues, hacer uso
de la misma.
La excepción de que ahora nos ocupamos es una perentoria, de fondo, que versa sobre el contenido, el
carácter intrínseco de la ley, en cuanto a lo que ella disponga se halle en pugna con la Constitución.
Creemos, a diferencia de lo que piensan algunos, que no cabría que el juez se pronunciase por la
inconstitucionalidad en base simplemente a un examen sobre la forma de la dación de la ley. La
promulgación de la ley por el Poder Ejecutivo hace de ésta una válida desde el punto de vista formal; de
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suerte que no le compete al juez proceder a una revisión sobre el particular. Cuando el art. XXII habla de
"incompatibilidad", está señalando claramente que es el caso de una disparidad de fondo, en cuanto a lo
ordenado por una y otra ley, la constitucional y la ordinaria. Dentro del derecho chileno se interpreta
que la Corte Suprema puede pronunciarse sobre la inconstitucionalidad de la ley, sea por causa de vicio
de fondo o de forma de que la misma adolezca (Alessandri y Rodríguez y Somarriva Undurraga).
Según Cruz Fernández, es necesario que concurran algunas circunstancias para que la excepción sea
procedente. Así indica: "La oposición entre el precepto constitucional y la ley debe aparecer en forma
clara y manifiesta. De ella se desprende que no es suficiente para declarar la inaplicabilidad, el
antagonismo de la ley con el espíritu que fluye de la Constitución, con una interpretación de ella en un
pasaje oscuro, ni el hecho de que oponga a la intención de ella la vulneración de los principios de
derecho natural, y de la moral; es indispensable que la infracción aparezca de una manera clara y
terminante, debe haber una violación precisa de una disposición de la Carta Fundamental. Nos cita
Blondel las palabras de un juez americano en este sentido: "Cada vez que un acto de la legislatura pueda
ser interpretado y darle fuerza de ley, tal interpretación deberá ser adoptada por las Cortes". Sólo en
casos de absoluta necesidad, debe declararse inaplicable una ley inconstitucional; esto es, cuando
evidentemente el derecho de una de las partes será negado o burlado si no se recurre a dicha
declaración. No es posible aducir inaplicabilidad con motivo de cuestiones preliminares o ajenas al
procedimiento principal; lo que viene a afirmar la premisa sentada de que debe haber un juicio
pendiente, y no por iniciarse. Cualquiera duda que se presente ha de solucionarse en sentido favorable a
la presunción de que la ley está en concordancia con la Constitución. Viene a rechazarse, por
consiguiente, el caso de inconstitucionalidad dudosa, como es llamado por los tratadistas. Igual cosa
ocurre en la mayoría de las legislaciones, y ello es lógico, pues, de otro modo, sería dar al Poder Judicial
un poder demasiado amplio, como el de investigar hasta en lo profundo el pensamiento del legislador e
interpretarlo a su manera. Es una axioma de nuestra jurisprudencia, declara el Juez Iwagne, que un acto
del Congreso no debe ser declarado inconstitucional, sino en el caso en que sea absolutamente cierto
que la autoridad del cual emana no tenía el poder de votarlo. Toda duda debe ser resuelta en favor de la
validez de la ley". (Eduardo Cruz Fernández).
El art. XXII no se refiere a la oposición que puede presentarse entre una ley ordinaria y un reglamento,
decreto o resolución gubernamental. Mas, sin violentar el criterio, cabe concluir que la colisión tiene que
ser resuelta de idéntica manera, o sea, que interpuesta la excepción de ilegalidad en juicio, el juez ha de
dejar de aplicar la disposición reglamentaria que se oponga a la ley ordinaria. Así lo exige el
encadenamiento jerárquico, la estructura orgánica de todo ordenamiento jurídico. Por lo demás, la
Consitución indica en su art. 133 lo siguiente: "Hay acción popular ante el Poder Judicial, contra los
reglamentos y contra las resoluciones y decretos gubernativos de carácter general que infrinjan la
Constitución o las leyes, sin perjuicio de la responsabilidad política de los Ministros. La ley establecerá el
procedimiento judicial correspondiente". El art. 4 del Código italiano dispone: "los reglamentos no
pueden contener normas contrarias a las leyes".
Referencias:
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Digesto, lib. 1, tít. 3, ley 12 y 13; lib. 1, tít. 2, ley 2, p. 3; lib. 4, tít. 40 (XL), ley 12; lib. 1, tít. 3, ley 12; lib.
22, tít. 5, ley 13; Codex, lib. 1, tít. 14, ley 5; lib. 1, tít. 18, ley in fine, Novela CXXV (Contz CXVII, ca.I);
Código francés, art. 4; español, 6; suizo, 1, 4; argentino, 15, 16; chileno, 19, 22 a 24; uruguayo 15 y s.;
brasilero, 4 y 5, ley de introducción; portugués, 16; chino, 1; holandés, ley de introducción, 13; austriaco,
7; peruano, VIII, IX; mexicano, 18 y 19; italiano, 12 y 13.
El art. XXI dice que el juez no puede dejar de aplicar la ley. La función judicial se caracteriza por eso:
por la aplicación de la ley; de suerte que la división de funciones estaduales entre la lex datio y la lex
executio, se marca netamente. El juez es el funcionario técnico, especializado, encargado de aplicar la
ley; él es la viva vox juris. El hecho que se pone bajo su juzgamiento ha de ser subsumido dentro de una
proposición jurídica vigente, para concluir estableciendo la relación entre tal hecho y la ley, que es lo que
constituye la "realización", o sea, la aplicación de la ley. Como se ha dicho, ser juez importa o supone en
sí mismo determinado comportamiento jurídico; exige aplicar la ley, porque ello es la razón misma de su
calidad de juzgador. La ley tiene un carácter general y abstracto, en cuanto ley en sentido material, y la
decisión jurídica tiene un carácter concreto, en cuanto aplicación de la ley al caso juzgado. Ese fallo ha de
hacerse de acuerdo, por lo mismo, con la ley.
El juez está, pues, subordinado a la ley. No puede, en consecuencia, fallar contra legem. Ello sería
usurpar una atribución, la propia del legislador. Y la distinción en este punto tiene que respetarse
netamente. La jurisprudencia es diferente de la labor legislativa, y la discriminación se ilumina con el
bello ejemplo que nos cita Radbruch, de Solón, quien da la ley a Atenas y se condena voluntariamente al
ostracismo, para no influenciar en la labor de interpretación jurisprudencial.
"Si existe una disposición clara y precisa aplicable al caso sobre el cual el juez es llamado a resolver, el
juez debe aplicar esta disposición aun cuando le parezca injusta. Su conciencia puede estar en reposo....
el juez está instituido para juzgar según la ley y no para juzgar la ley". (Baudry Lecantinerie).
El juez no puede, pues, dejar de administrar justicia, no puede dejar de aplicar la ley. Si no, su proceder
sería inexcusable; incurriría en una falta funcional, de denegación de justicia. Como expresa Serpa López,
trátase de un "deber irrecusable, al cual no puede eludir el juez bajo ningún pretexto y cuya omisión
implica responsabilidad funcional y penal". Baudry Lecantinerie sentencia: "las leyes son destinadas a
mantener la paz entre los hombres". Para que ellas alcancen este objetivo, precisa que su ejecución esté
asegurada.
El art. 3 del Proyecto dominicano dice: "incurre en responsabilidad el juez que rehuse juzgar,
pretextando silencio, oscuridad o insuficiencia de la ley".
El juez tiene que aplicar la ley si el mandato de ésta es claro, si no hay duda sobre lo que ordena. No
puede en este supuesto descartar la disposición legal, prescindir de ella, a base de que su criterio
personal disiente de la misma: el juez no es legislador. Mientras la ley está vigente, debe ser aplicada
necesariamente.
Pero puede ocurrir que no aparezca la decisión claramente de la ley. Pues bien, la falta de un
dispositivo legal no excusa al juez de sentenciar; deberá entonces recurrir a otra fuente decisoria, como
resulta del art. XXIII. No está facultado el juez, por otra parte, a suspender el juzgamiento, para
demandar del Poder Legislativo una interpretación auténtica (Dalloz). Tampoco debe fallar declarando
infundada la demanda, por falta de un apoyo de un precepto legal. En síntesis, la función del juez
consiste en aplicar la ley, conforme lo ordena el art. XXI, o mejor dicho el ordenamiento jurídico,
conectando el hecho o caso concreto sometido a su decisión, a tal ordenamiento.
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Puede ocurrir que la ley sea ambigua, oscura, contradictoria, omisa en cuanto a un caso que es preciso
decidir judicialmente. Se plantea entonces el problema de las lagunas, o vacíos de la ley, que preocupa al
art. XXIII.
Toda aplicación de la ley, toda discusión judiciaria, presupone una interpretación. Es errónea la regla
de interpretatio cessat in claris. Ella ha sido, sin embargo, propugnada por Merlin, Acollar, Barassi,
Baudry Lecantinerie, entre otros. Savigny ha demostrado la falsedad de dicha regla. Y es que es
indiscutible que en toda decisión judicial hay una elaboración lógica, que exige comprender el carácter y
alcances de la disposición, de la que se infiere la consecuencia resolutiva; no se trata de un mero trabajo
mecánico. Como dice de Lacerda, todas las leyes, aun las más claras al tiempo de su elaboración, están
sujetas a encontrar dificultades de aplicación práctica, si al correr del tiempo varían las condiciones
sociales en relación al pensamiento que presidió la formación de la ley, de modo que requiera un
proceso de adaptación al nuevo estado de cosas.
La doctrina italiana se pronuncia firmemente en el sentido referido (Stolfi, Gianturo, Pacifici Mazzoni,
Coviello, Ruggiero), quitando valor al adagio de in claris non fit interpretatio. Evidente es, sin embargo,
que la interpretación requiere un mayor o menor esfuerzo en quien la realiza y, consecuentemente,
asume una mayor o menor importancia en relación a la naturaleza de la disposición legal de que se trate.
La cuestión es más fácil en preceptos sencillos, de supuestos muy especiales y concretos, como por
ejemplo del art. 1125 del C.C., que establece el pago de intereses legales al cinco por ciento (5%) anual.
En cambio, requiere un esfuerzo más considerable cuando concierne a indicaciones de carácter más
general o con mayor contenido intrínseco, como en el caso del art. 940 [art. 1009, C.C. 1984], que se
refiere a la obligación del usufructuario, de conservar la "sustancia" de la cosa.
Nos interesa ahora la interpretación judicial, que también se llama forense. Existe, además, como es
sabido, la interpretación doctrinaria. Y, de otro lado, se habla de una interpretación auténtica.
Ahora bien, esta última no es propiamente interpretación legal. Se hace aquí un uso indebido del
término interpretación.
La distinción entre la interpretación judiciaria y la llamada legal, no es una dependiente sólo del órgano
que indica el sentido de la ley, en el primer caso el juez, en el segundo el Poder Legislativo. Hay otra nota
diferencial, que hace comprender cuál es el carácter de la legal y cuál el de la judicial, y que persuade
cómo en relación a la primera no se presenta un hecho de interpretación propiamente tal. Espínola y
Espínola relatan ampliamente los motivos históricos por los cuales se ha sostenido y aplicado el que eju
est interpretare legem cújus est conder. En verdad, la llamada interpretación auténtica, es decir,
mediante una nueva ley que aclare una anterior, no comporta indagar o descubrir la significación de una
ley mediante el análisis y comprensión de la ley misma cuestionada, sino proceder a dar una nueva ley,
crear un jus novum. Con ello termina toda preocupación de hermeneútica en cuanto a la ley anterior, a
la que ha venido a referirse la nueva ley aclaratoria, en cuanto al punto aclarado, explicitado o
completado por esta última. Así que tal interpretación legislativa no tiene de interpretación sino el
nombre; no es una verdadera interpretación en el sentido técnico de la expresión.
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Tampoco es pertinente hablar de una interpretación usual consuetudinaria, como algunos suponen. La
costumbre no es fuente de derecho en general, en el Perú. Así que sólo podrá admitirse una
interpretación consuetudinaria en los casos especiales en que la costumbre sea fuente supletoria de
derecho. Pero así sea fuente supletoria en general (como ocurre en otras partes), esta circunstancia no
bastará para justificar la existencia de una interpretación consuetudinaria. Escriben Espínola y Espínola:
"la llamada interpretación usual, de acuerdo a la eficiencia que se reconozca al derecho consuetudinario,
sólo tendrá fuerza obligatoria por la propia naturaleza de tal derecho, dentro de los límites y con la
extensión que le fuera reconocida, y no por ser interpretación de norma preexistente".
La doctrinaria sí es una verdadera interpretación al lado de la judicial. No nos interesa ahora, en cuanto
al comentario del art. XXIII, detenernos en los asuntos que conciernen a tal interpretación doctrinaria, y
sí únicamente reparar en la relación que tiene con la forense. A ésta asiste un carácter obligatorio (se le
llama, por eso, "pública") y, de otro lado, es de práctica aplicación, pues tiene por objeto decidir las
cuestiones que se plantean ante los tribunales. La doctrinaria es, más bien, especulativa y desinteresada,
ya que concierne al estudio teórico de los temas que se conectan con la ley, en mérito de la observación,
indagación, investigación conceptual del tratadista. Se le ha llamado una fuente de "derecho hipotético"
frente a la jurisprudencia, fuente de "derecho vivo" (Spencer Vampré). Para la apreciación del valor
persuasivo de esta interpretación doctrinaria, habrá de compulsarse la calidad y cantidad de los
pareceres de los publicistas. Es indudable que la comunis opinio doctoris ha de tener una enorme
influencia en los fallos de un juez cuidadoso. Desde este punto de vista, la doctrina aparece con más
libertad de acción y mayor acopio de medio para desenvolver y desarrollar los alcances y el sentido de
las disposiciones legales, toda vez que los fallos de los tribunales quedan limitados al caso sub litis, y
exigen por su propia naturaleza cierta sobriedad y concisión. No obstante, a veces se ha observado una
mayor desenvoltura de criterio de parte de la interpretación forense que de parte de la interpretación de
cátedra y de los tratadistas. Así ha ocurrido en Francia. Josserand anota que mientras la jurisprudencia
evolucionaba progresivamente, esforzándose en una sagaz adaptación de la ley al medio social, la
doctrina se detenía en una exégesis severa de los textos, en una actitud escolástica, haciendo cuestión
de cada detalle y tratando al derecho como una especie de matemática.
La interpretación doctrinaria, aunque no obliga al juez (se le llama por eso "privada"), aporta una
contribución de valor imponderable para la interpretación por los tribunales. Todo juzgador sensato
habrá de tomar en cuenta los esclarecimientos de los doctos que se han ocupado de un texto legal,
iluminando su sentido y determinando sus alcances. La mayor o menor autoridad de sus opiniones
doctrinales estará en razón directa con la consideración que ellas le merezcan al juez. O sea, como indica
Barbero, "no es fuente del derecho la ciencia del derecho, cuyo deber es conocer e ilustrar el derecho,
pero no crearlo; teniendo cada resultado suyo valor de conocimiento, pero no de producción; valor que
por consecuencia lo tiene en cuanto es prueba del derecho; pero que es carente en absoluto de todo
carácter de imperatividad".
La interpretación judiciaria es la que ahora nos interesa particularmente. Ella está vinculada
permanente y necesariamente a la aplicación del derecho. Su valor como fuente general del mismo varía
según los sistemas de los diferentes países. La interpretación judicial sobrevenida en el caso resuelto,
tiene carácter de cosa juzgada en cuanto a ese caso. Pero referentemente a otros casos análogos y aun
idénticos que se presentan en relación a la misma disposición legal aplicada, ellos pueden ser fallados o
no de idéntica manera, o sea, que no siempre la interpretación judiciaria es obligatoria, que no siempre
tiene un sentido general. El art. 5 del Código de Napoleón, pronunciándose sobre el particular, indica:
"es prohibido a los jueces resolver por vía de disposición general y reglamentaria sobre las causas que les
están sometidas".
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Ocurre cosa distinta en Inglaterra y en Estados Unidos, en que la jurisprudencia sí tiene una fuerza
obligatoria en cuanto el jugge se atiene a los precedentes. El case law es, pues, una práctica institucional,
por decirlo así, en los países en que existe la Common law.
En los países de jus scriptum la jurisprudencia no tiene igual valor. El juez puede resolver un caso
idéntico a otro anteriormente resuelto, de manera distinta. El criterio de los Tribunales puede variar, y
no es plausible que se aferren a un punto de vista, a pesar de que hay el convencimiento de que el
mismo es erróneo. Ello importaría detener el progreso jurídico por respeto rutinario y misoneísta a las
soluciones pasadas. Pero tampoco es aconsejable que la jurisprudencia exhiba una veleidad de opinión,
que acusaría falta de seriedad en cuanto al examen de los casos resueltos. Una razón de buen sentido
aconseja mantener en lo posible un espíritu de continuidad. Cuando la solución se repite con firmeza,
surje un usus fori, como si se tratase de una subclase de derecho consuetudinario.
"La conciencia del pueblo –escriben Espínola y Espínola– reclama como condición de justicia, que los
mismos casos tengan soluciones iguales, y la inestabilidad de las decisiones suscita la impresión de
incertidumbre, inseguridad, injusticia". En Austria el Spruchrepertorium es citado con gran eficacia. En
los países en que está instituido el recurso de casación, la jurisprudencia de los tribunales adquiere gran
predicamento. Así que el juez puede moverse entre un mínimun y un máximun de desenvoltura y de
cautela: no ser esclavo de la tradición jurisprudencial, con desmedro del progreso y avance del derecho,
y no caer en una volubilidad de criterio que denunciaría desconfianza, desconcierto, incircunspección.
En Suiza, según indica Pache, se considera la modificación no motivada de una jurisprudencia bien
establecida, como una violación de garantía de los ciudadanos ante la ley. Cita al respecto una decisión
del tribunal supremo en que se expresa: "una decisión dictada en un sentido absolutamente opuesto a la
jurisprudencia aplicada constantemente durante un número de años por la misma entidad, es contraria a
la equidad, a menos que ella no se justifique por motivos imperiosos".
En la interpretación de la ley hay que considerar varios elementos, como son: el gramatical, el lógico, el
sistemático, el histórico.
El elemento gramatical es el primero que se impone a la consideración. Las palabras del texto legal
tienen una mención indicativa, y naturalmente lo primero que debe hacer el intérprete es encontrar el
significado a base de la expresión verbal empleada. De otro modo, se caería en la arbitrariedad más
absoluta. Si el texto es claro, la labor hermenéutica es, pues, sencilla. La interpretación gramatical
descansa según Dualde en estos tres principios:
"a) toda palabra tiene valor exacto; nada hay ocioso en la ley; nada sobra. Verbis legis tenaciter
inhaerendum. Verba cum effectu sunt accipienda.
b) Toda omisión es intencionada. Ubi voluit dixit, ubi non voluit dixit.
c) Siendo claro el tenor gramatical de la ley, no se debe avanzar más en la interpretación. La claridad
verbal excluye cualquiera otra versión discorde con ella. In claris non fit interpretatio. In claris non
admitiur voluntatis quaestio" (Empero sobre el valor relativo de estos brocardos, nos referiremos más
adelante).
El intérprete deberá recurrir a los datos léxicos y filológicos, para entender el sentido, la índole
semántica del texto legal. La palabra deberá entenderse en su sentido propio, en su significación natural,
como dice Lomonaco. Para una mejor comprensión de la misma, deberá atenderse al uso que de ella
haga el legislador, comparando su empleo en el texto legal a interpretar, con el uso de la misma palabra
en otros textos.
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La expresión ha de ser entendida conforme a su sentido usual y corriente (argumento a vulgari uso
loquendi). Pero hay que tener presente que el lenguaje jurídico recurre con frecuencia a expresiones
técnicas. Este sentido técnico ha de tomarse muy en consideración y, dado el caso, ser preferido al
sentido vulgar o lego (Capitant). Así, la palabra "repetición" (art. 1285) [art. 1275, C.C. 1984] tiene que
entenderse en el sentido de recobrar lo pagado. El significado técnico debe recibir preferencia sobre el
común. Así, escribe Rotondi: "la 'ausencia' en el significado corriente de la palabra, indica el estado de
una persona que no está presente en un lugar cierto, mientras por 'ausencia' en significado jurídico se
entiende aquella institución particular que está regulada en el art. 48 y sig. del Cod. Civ. [art. 47, C.C.
1984] y que encuentra su aplicación cuando una persona se halla por un cierto período de tiempo lejos
de su residencia o de su domicilio, sin haber dado más noticias de sí. Así por 'cohabitación' en sentido
ordinario se entiende el hecho por el cual varias personas habitan juntas, mientras el Cód. Civ. (por
ejemplo en el art. 143) entiende por 'cohabitación' la consumación de la relación conyugal. Y puesto que
desgraciadamente sucede que el legislador emplea también la misma palabra a veces con un significado
técnico preciso y a veces en sentido corriente, usual, será tarea del intérprete determinar en cada caso
en qué sentido la palabra ha sido empleada por el legislador".
Una palabra utilizada por el legislador puede tener diferentes acepciones en el lenguaje usual. Débese
en tal coyuntura comprender dicha palabra de modo que ella esté de acuerdo con el fin propio o índole
lógica de la disposición en que está inserta la palabra, pues tal es la interpretación que aparece más
verosímil, más adecuada al propósito que debe haber inspirado al legislador.
El segundo elemento a considerar es el lógico, la sententia legis. Hay que indagar por el espíritu que
anima el dispositivo por la finalidad propia de la ley. Ruggiero escribe: "La reconstrucción del
pensamiento y de la voluntad del legislador se opera mediante una investigación más profunda y
compleja, encaminada a establecer los motivos que determinaron el concepto, los fines a que éste
tiende, la ocasión en que fue dictado. Esta investigación de la ratio, de la vis, de la ocassio legis, consiste
en penetrar en el espíritu de la disposición, que no puede ser interpretada si no se descubre el
pensamiento íntimo en ella encerrado. Scire legis non hoc est verba earum tenere sed vim ac
potestatem. El intérprete debe ofrecer la fórmula en relación con la causa justificada del precepto y con
todas las demás normas que rigen esta materia, así como con los principios que imperan en el sistema
legislativo (elemento sistemático). La ratio legis es el motivo de la norma, la razón que la justifica,
radicante en la necesidad humana que la norma protege, y, por consiguiente, en el fin que persigue:
motivo y fin que aparecen inseparablemente unidos, deben por ello corresponderse. La vis es la especial
virtud normativa que tiene el precepto y que no deriva de la voluntad subjetiva de quien lo formuló, sino
de la eficacia intrínseca y objetiva que adquiere cuando con la formulación externa se separa y se
independiza de su autor. La occasio legis es la particular circunstancia del momento histórico que
determinó la formulación del precepto, ya como norma nueva, independiente de las exteriores, ya como
derivación de otros principios generales, precedentemente sentados. Es evidente que la ocassio legis, si
ayuda a la reconstrucción del pensamiento legislativo tiene, sin embargo, una importancia más limitada
frente a la ratio. Elemento transitorio y contingente, sirve para explicar la aparición de la norma nueva
en el sistema, pero desaparece rápidamente como factor intrínseco de la misma. Y es claro, además, que
realiza el proceso lógico, reconstructivo del pensamiento del legislador, su resultado debe, a su vez ser
comprobado en sus efectos; su valoración sirve de control de la interpretación realizada, y, si en virtud
de esa función saca de la norma más de un significado, se eligirá el que sea más racional o que mejor
responda a las necesidades de la vida". (Ruggiero).
Para el funcionamiento hermenéutico hay que compulsar la ratio legis y la occasio legis. La primera
responde a las exigencias morales, económicas, sociales en general que la ley debe satisfacer; representa
la ratio juris, finalidad intrínseca que a aquélla es inherente. Tiene, así una fundamentación sociológica,
pues atiende a los intereses esenciales que la ley protege; exige el conocimiento de los hechos causantes
que constituyen la infraestructura de la ley, a los cuales ésta viene a regular. La segunda atiende al factor
más o menos circunstancial que explica la decisión adoptada. Hay casos en que por un motivo ocasional
se consigna una disposición legal. Así, las leyes dictadas entre nosotros llamadas de inquilinato, la
dictada sobre suspensión de remate de bienes en acciones ejecutivas. Es indudable, como anota
Maximiliano, que la occasio legis va perdiendo importancia como factor de consideración interpretativa,
a medida que transcurre más tiempo entre el momento en que se dio la ley y el momento en que se le
aplica.
El elemento sistemático interviene relacionando una disposición, la que se quiere interpretar, con
otras pertinentes de la ley en general. Toda disposición está insertada dentro de una institución. Una
disposición legal, pues, queda articulada dentro de un sistema, que sirve para apreciar las directivas
generales que han guiado al legislador. A su vez, los institutos se vinculan entre sí, hasta hacer posible el
aprehender el espíritu que preside a toda ley. Y, en fin, cabe elevarse hasta las consideraciones que
fundamentan todo un orden jurídico, relacionando una ley con otras. Con el método sistemático se
aclara y precisa el alcance y sentido de muchas disposiciones y resulta posible supeditar las
contradicciones que la ley acusa. El elemento sistemático, como lo remarcan Espínola y Espínola, sólo
tiene una función, que es la de procurar que de la conexión de todas las partes del orden jurídico se
obtenga el resultado de hacer adaptable a cada cual el precepto que más natural y eficazmente pueda
asegurar la actuación del derecho, de conformidad a su fin práctico, buscando la realización de las
exigencias de utilidad social y de justicia. Dentro de esta consideración de orden sistemático, tiene gran
importancia la sedes materiae. Escribe Barbero: "Por último también la sedes materiae, o sea, la posición
de la norma en el código o en la ley ayuda para atender su real alcance. Por ejemplo: la ubicación del
usufructo legal del padre en el título de la patria potestad (Art. 324-327) ayuda para entender la
particular naturaleza de este instituto y las desvinculaciones de su disciplina de la disciplina común del
usufructo ordinario (art. 978 y sig.)".
El elemento histórico también entra en acción en este orden de cosas. Trátase de constatar los datos
motivadores que dieron origen a la ley, conforme a la intención expresa o presunta de quien o quienes
participaron directamente en su producción. El método histórico es complementario del lógico, para
establecer la ratio legis y la occasio legis. La ley anterior es aquí utilizable para la mejor comprensión de
la nueva, en cuanto ésta confirme, modifique o disienta diametralmente de aquélla. En una u otra forma,
se está frente a un dato que auxilia para el mayor entendimiento de la nueva. Como advertía Paulo, non
est novum, ut prioris leges ad posteriores trahantur. Sobre todo si la ley nueva sigue por las huellas de la
anterior, hay un factor tradicional que es útil tener en cuenta, notoriamente. El conocimiento de las
fuentes de la disposición aporta una ayuda valiosa. El legislador no siempre inventa disposiciones;
muchas se basan en las de otras leyes, que se tiene como modelos. Por ejemplo, así ocurrió en muchos
Códigos Civiles en el siglo XIX, que tomaran como paradigma el Code Civil de 1804; así con Códigos
aparecidos en el siglo XX con referencia al B.G.B; así en cuanto al Código colombiano y el ecuatoriano
respecto al chileno, y al Código turco de obligaciones respecto al suizo. En estos casos es útil no sólo
tomar en cuenta simplemente la disposición legal que se tuvo por modelo, sino también estudiar cómo
la doctrina y la jurisprudencia respectivas han considerado dicha disposición.
La llamada "voluntad del legislador" se hace también presente, integrando el método histórico.
Clásicamente, se atribuyó a esta indagación sobre la mens legis una importancia capital. Es la doctrina
59
subjetiva, que aconseja evocar cuál fue la intención del legislador. Se adopta una actitud de examinación
exegética, para representarse o para pesquisar acuciosamente los motivos inmediatos que explican la
génesis de la disposición. Ellos constituyen un dato revelador de una voluntad y, en consecuencia, lo
racional es inquirir por tales motivos determinantes de la voluntad del legislador. Las exposiciones de
motivos, los debates parlamentarios, los informes de comisiones, los trabajos preparatorios, constituirán
de este modo, un material que deberá consultarse. Modernamente esta teoría subjetiva goza de poco
crédito, alzándose frente a ella la teoría objetiva. Así como en relación a la interpretación de los negocios
jurídicos la teoría de la autonomía de la voluntad sufre el embate de la teoría de la declaración,
tratándose de la hermenéutica de la ley se estima a ésta por lo que ella expresa y representa en sí
misma, con prescindencia de cuál fuese la intención del legislador; ella vale per se, como una entidad
autónoma, una realidad propia, independiente del sujeto que la concibió. Bonnecase escribe que la ley
tiene un alcance objetivo, porque la ley una vez que ha sido dictada por el legislador, constituye un
ordenamiento que vale por sí mismo, tanto por su fin como por el fin social que la hizo necesaria.
La interpretación puede asumir diferentes modalidades desde otro punto de vista, en cuanto adapte el
dispositivo al caso considerado. Así, se habla de interpretación declarativa, extensiva, restrictiva,
modificativa, correctiva, abrogante.
La interpretación declarativa se presenta cuando el precepto es entendido tal como resulta inmediata
y claramente de su propio texto. La mayor parte de las disposiciones legales son dóciles a esta
interpretación. Esta casi no demanda esfuerzo, y por eso se ha llegado a decir in claris cessat
interpretatio, aunque siempre hay esta última como trabajo lógico para comprender el significado del
texto.
El jus singulare es, pues, de interpretación estricta. Pero hay que reparar que esta reserva concierne
propiamente al procedimiento de analogía legal más que al de interpretación extensiva. Espínola y
Espínola citan a Degni, cuando enseña: "en la doctrina más antigua prevalecía la errónea opinión que en
relación al jus singulare en sentido lato (leyes especiales y leyes de excepción) no era posible una
interpretación extensiva del texto legislativo, sin distinguir la llamada interpretación extensiva de la
analogía, sino excluyendo una y otra; y fue Herbert en 1847 el primero en demostrar que la prohibición
de extender el jus singulare sólo se aplica a la analogía, pero no a la interpretación extensiva". Según
Degni, en esta última el intérprete puede comprender en su contenido las cosas que van más allá de la
escrita fórmula (interpretación extensiva), o excluir los casos que sólo aparentemente quedarían dentro
de ella (interpretación restrictiva). Este criterio ha sido defendido por Windscheid, Chironi y Abello,
Gianturco. Bruggi limita la aplicación al decir: "en las leyes de carácter excepcional no se puede admitir la
analogía".
En la interpretación restrictiva inciden las indicaciones hechas sobre la extensiva, servatis servandis. Si
en esta última lex minus dicet, plus voluit, en la primera plus dicet, minus voluit. Por la interpretación
restrictiva se excluyen los casos que, aunque aparentemente comprendidos dentro del texto de la ley, no
responden a la ratio de la misma. Funciona, así, el brocardo cessante ratione cessant ejus dispositio. La
hermenéutica restrictiva lleva a reducir los términos latos de la expresión, si el dispositivo conduce a una
consecuencia absurda (argumento ad absurdum). Espínola y Espínola parifican la indicación con lo que
aparece del art. 429 del Código Brasilero, que habla de que los inmuebles pertenecientes a los menores
sólo pueden ser vendidos en subasta pública, debiéndose entender que el dispositivo concierne a los
menores bajo tutela. La interpretación restrictiva, por otra parte, no está en oposición con el principio de
ubi lex non distinguit, nec nos distinguere debemus. Se puede indicar algunos casos de interpretación
restrictiva en relación a nuestro Código Civil. El art. IV [art. VI, C.C. 1984] habla de la familia, y en este
último término hay que considerar sólo ciertos parientes. El art. VIII [art. 2100, C.C. 1984] mienta la ley
personal, y ésta ha de entenderse bien como lex domicilii o bien como lex patriae. Cuando el art. 1136
habla de hecho, débese entender que significa hecho doloso. Lo dicho del art. IV sobre la expresión
"familia", cabe decir con referencia al art. 953 [art. 1028, C.C. 1984]. El art. 1807 comprende sólo los
títulos hipotecarios al portador. Cuando el 338 habla de descendientes del adoptado, se refiere a
aquellos que son herederos forzosos de éste (no por ejemplo a un hijo natural no reconocido). El art.
1073 [art. 2034, C.C. 1984] al referirse a tercero, quiere significar tercero de buena fe. La simulación
designada en el inc. 2. del art. 1125 [art. 221, inc. 3, C.C. 1984], es la relativa. El daño a que se contrae el
inc. 6. del art. 1168 [art. 2001, inc. 4, C.C. 1984], es el proveniente de acto ilícito.
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justificable cuando la disposición respectiva es incompatible con otra que lógica y sistemáticamente
debe predominar o con principios irrecusables del ordenamiento jurídico en general.
En cuanto a la interpretación modificativa, ella es posible que se presente por la obra jurisprudencial,
en cuanto pueda, en la sucesión de sus apreciaciones sobre un mismo texto, descubrir en este último un
distinto significado, de modo que el nuevo represente una modificación frente al primitivo sentido.
Desde este punto de vista cabe hablar de una interpretación simplemente confirmativa (que, como es
claro, no ofrece mayor interés) y de una interpretación modificativa o rectificatoria. Explican Espínola y
Espínola: "bien se percibe que la interpretación evolutiva representará precisamente una modificación,
una alteración del contenido primitivo de la ley, a fin de que pueda ésta cumplir su finalidad práctica y
social, no ya como señalaban las relaciones jurídicas a cuya disciplina se destinó en la época de su
producción, sino como resulta de dichas relaciones tal como ellas se muestran en el momento de su
aplicación". Esta es la posición que ha sido propugnada por la llamada jurisprudencia de intereses. Antes,
a este respecto encontramos un dato edificante con la obra del derecho pretoriano.
La interpretación correctiva tiene por objeto soslayar y superar los errores literales de la ley,
imponiendo el método lógico, la sententia legis sobre la letra, sobre la mera litera legis. Dentro del texto
de la ley suelen deslizarse errores de expresión (no de contenido), que el hermeneuta debe salvar. Se
trata de "textos infieles", que adolecen de redacción errónea. Planiol pone el ejemplo de los arts. 2194 y
2195 del Código de Napoleón, que hablan del "día del contrato de matrimonio", debiéndose entender
"el de casamiento". Con relación a nuestro Código, cabe señalar algunos casos de interpretación
correctiva. El art. 773 se remite al art. 1269 del C. de P.C. debiendo hacerlo al 1219. El inc. 2 del art. 665
no puede referirse al autor o partícipe de los delitos a que se remite la referencia de dicho precepto, sino
al autor o partícipe de tales delitos cuando ellos se hayan dirigido contra la persona del de cujus. El art.
1485 quiere referirse a cargos en el sentido de modos, tratados en el art. 1117 y s., y no de "cargas". El
art. 149 aunque habla del día y el lugar del pago, debe entenderse que quiere decir el día y el lugar en
que el pago le es exigible al deudor.
No creemos con algunos autores, que la analogía actúe en casos de las llamadas lagunas de la ley.
Aquélla no suple o llena una laguna legal, porque se trata, precisamente, de un caso de interpretación de
la ley. Esta no ha previsto el caso y, por ende, no lo ha regulado; pero cabe que mediante la labor
hermenéutica esa ley alcance a ese caso, como si in feri éste se hallara dentro de su indicación. La ley no
deja, pues, aquí de acudir a la solución del caso, y así no hay carencia de solución legal y, por lo mismo,
no hay propiamente laguna legal. En realidad ésta sólo se presenta cuando la ley no es capaz de dar una
solución; entonces sí hay un vacío que aquélla no puede llenar; presentándose una impotencia y una
limitación en la misma, que dejan al caso fuera de su posible intervención; y hay que recurrir, por lo
62
mismo, a otra fuente de ordenación distinta: los principios generales del derecho. Este punto de vista
aparece también sustentado, aunque con otra demostración, por Dualde. Escribe: "sentada la verdad
que la ley no prevé un conflicto, la analogía que por vía de interpretación sostiene que se puede aplicar
un precepto que no tiene en cuenta tal conflicto, pretende por un procedimiento conjetural negar una
verdad probada".
No es discutible la legitimidad del procedimiento analógico. Por más previsor y cuidadoso que sea el
legislador, nunca podrá referirse a todos los posibles casos que pueden presentarse, exigentes de una
solución ordenativa. In extremis se caería en un casuismo, que no haría sino agravar el problema. Y ante
esta situación, es de todo punto de vista legítimo que se enjuicie un caso no previsto por la ley con el
mismo criterio que ésta juzga a otro, que es esencialmente semejante al primero. La identidad de la ratio
legis demanda realizar una igualdad en el tratamiento jurídico, para que haya una racional adecuación
entre los mismos principios y los mismos resultados. No es que se debe invocar la supuesta "voluntad del
legislador"; es una necesidad que se da per se y se justifica eo ipso; y esto sólo basta, pudiendo aducirse
de ello que en tal sentido debió ser la voluntad del legislador, pero sin que esto tenga mayor
importancia. La validez del principio analógico es intrínseca, pues ubi eadum legis ratio, ibi eadem legis
dispositio. La legitimidad del procedimiento analógico no se puede fundar, pues, en la voluntad presunta
del legislador, sino "en el principio de verdadera justicia, de igualdad jurídica, el cual exige que las
especies semejantes sean reguladas por normas semejantes" (Maximiliano).
La analogía no significa lo mismo que la interpretación extensiva. Esta última versa sobre un caso no
comprendido expresamente en la disposición, pero implícitamente sí, de modo que sólo se dilata y
elastiza el contenido de la misma. En la analogía el caso no está incluido ni implícitamente en el
dispositivo legal; si éste se aplica al caso extraño a éste, es mediante un razonamiento de atribución o
reconocimiento de un carácter o nota lógica en tal último caso, por la presencia del mismo carácter en el
caso indicado por la ley. Dice Maximiliano: que no se debe equiparar la analogía y la interpretación
extensiva, pues aunque se parezcan a primera vista, divergen en más de un aspecto. A la última respecta
el conocimiento de una regla general en su particularidad en cuanto a un dato jurídico, en tanto que la
primera se ocupa de la semejanza entre figuras o situaciones jurídicas. En la analogía hay un
pensamiento fundamental en dos cosas no iguales aunque relacionables; en la interpretación extensiva
se trata de una idea extendida, dilatada, desarrollada, hasta abarcar un hecho contenido en la ley,
implícitamente. Una somete dos supuestos prácticos a una misma regla legal; la otra, la analogía,
desenvuelve un precepto de modo que alcanza a otro que está próximo. La analogía cubre una
deficiencia del derecho positivo, es una hipótesis no prevista por éste, y resuelve la misma por medio de
soluciones preestablecidas para casos afines; por la interpretación extensiva se complementa la norma
existente; trátase, pues de un caso ya indirectamente regulado por la ley, que se encuadra en el sentido
de un precepto explícito, aunque no comprendido en la letra misma de aquél.
La analogía puede ser legal, analogía legis, o jurídica, analogía juris. Por la primera se aplica al caso
juzgado una disposición existente, de suerte que la comparación se hace directa y concretamente entre
caso y caso, entre el dispositivo especialmente indicado y el caso que se considera que puede acogerse a
aquél, a pari ratione. Por la segunda es menester realizar una labor más complicada, de elaboración
creadora, hasta el punto que esta analogía jurídica linda con la jurisdicción de los principios generales del
derecho y su actuación como elemento de formación jurídica. A la analogía jurídica se recurre cuando no
existe un dispositivo del que se infiera la solución para el caso que se juzga, por lo que hay que
compulsar una serie de reglas legales vinculadas entre sí por un mismo sentido convergente, para
mediante una síntesis conceptual, captar el sentido de un instituto o de una categoría jurídica e,
insertando en ella el caso tratado, dar la solución que de este modo convenga al mismo. O sea, como
expresa Castán Tobeñas: "Los diversos grados de generalización de que la analogía es susceptible, dan
lugar a la distinción que los modernos formulan entre la analogía de la ley y la analogía del derecho.
Según la opinión más general y autorizada, la primera de estas modalidades es la que parte de una
63
disposición concreta de la ley; la segunda, la que arranca de una pluralidad de disposiciones singulares,
de las que extrae, por vía de inducción, principios más generales, aplicándolos a casos que no caen bajo
ninguna de las disposiciones de la ley. La analogía de derecho es una operación sumamente delicada,
que exige una profunda y plena estimación de los principios y direcciones informadores de todo un
sistema jurídico".
Espínola y Espínola, consideran que hay analogía de derecho –analogía juris– cuando existiendo
cualquier precepto que puede reclamar aplicación en forma directa, surge la necesidad de considerar un
complejo de normas que en nexo sistemático regulan un campo jurídico, para por analogía de materias y
semejanza de motivos, hacer aplicación a otro campo jurídico de las reglas respectivas. Dualde escribe:
"en definitiva, en la analogía la simple semejanza parcial establece una soldadura entre las cosas o entre
los hechos parecidos, convirtiéndolos en una misma cosa o en un mismo hecho, tratando lo semejante
como si fuera idéntico. Es lo vario representado como uno, por la sospecha de que en definitiva en
ciertas propiedades que interesan puedan ser idénticos. La relación de lo semejante a lo semejante es
directa; entre los dos hechos o cosas va una línea recta, mientras que en otros casos la línea asciende de
un hecho o cosa, quedando así trazado un ángulo mental".
La analogía jurídica representa todavía un esfuerzo basado en la interpretación de la ley, por el cual se
encuentra en ésta una solución. En cambio, el recurrir a los principios generales del derecho representa
realizar un trabajo de otra índole, pues la solución es buscada fuera de la ley en sí misma, ya que se trata
de llenar un vacío de ella. Es errónea, pues, la definición de Laurent que identifica la analogía juris con los
principios generales de derecho.
Para que el procedimiento analógico sea legítimo, es necesario que el caso nuevo no previsto sea no
igual, pues entonces bastaría la interpretación extensiva, si no semejante al previsto por la ley. La
semejanza es aquí condición sine qua non, desde que la analogía sin ella no podría operar (Ruggiero). El
intérprete deberá pues, discriminar con pulcritud entre lo que es esencial y lo que es meramente
accidental en el supuesto legal, así como en el nuevo supuesto que va a resolver, para constatar si
realmente hay semejanza entre uno y otro en los datos esenciales inherentes a ambos.
Pueden presentarse casos que no estén previstos por la ley, y entonces surgen las llamadas lagunas o
vacíos de la misma. Ante tal deficiencia no le es permitido al juez eludir la decisión judicial, y debe
recurrir a los principios generales del derecho. Hay cierta imprecisión para caracterizar concretamente lo
que debe estimarse como constitutivo de los mismos. Para algunos son los postulados del derecho
natural (así, el art. 7 del Código austriaco, el art. 16 del portugués), como ratio non scripta que señala las
supremas ordenaciones de carácter jurídico. Para otros como Borasi y Mourlon, la noción informante es
la equidad. El primero de los mentados escribe: que "cuando la ley es absolutamente silenciosa o cuando
es imposible descubrir por interpretación el verdadero pensamiento de la ley, los jueces pueden
entonces motivar sus decisiones sobre consideraciones sacadas exclusivamente de la equidad natural".
Algunos han reputado que debe recurrirse a aquellos principios que se infieren del derecho romano,
como la elaboración legislativa más perfecta producida por la inteligencia humana. Hay quienes
sostienen que se debe distinguir entre los principios informantes del derecho nacional vigente en un país
y los principios generales del derecho en el más latu sensu, o sea del derecho universal, prefiriéndose a
los primeros y sólo acudiendo a los segundos cuando los primeros no sean suficientes para dar la
solución.
El hablar del derecho natural es ligarse a una determinada concepción jurídica, la de dicha escuela, con
los inconvenientes de adoptar de este modo una posición ortodoxa.
La equidad no puede ser el dato identificante de los principios generales del derecho. Ella opera sólo
circunstancialmente frente a un caso concreto, respecto al cual no hay, pues, laguna legal, toda vez que
lo que se procura con dicha equidad es atenuar el rigor del dispositivo. La aplicación de la equidad no
representa otra cosa, de consiguiente, que un problema de interpretación de la ley. Escribe Legaz
Lacambra: "importa, pues, fijarse en el hecho decisivo de que la equidad no es lo distinto de la justicia,
sino un cierto modo de ser justo, una dimensión ontológica de la propia justicia. La equidad es la justicia
del caso concreto. El juez o legislador, cuando se encuentran en presencia de un caso determinado,
tienen que atender sobre todo a su naturaleza individual para dar una solución proporcional o
proporcionada a esa naturaleza".
Lo que sí interesa es atender a la discriminación entre principios generales del derecho positivo
nacional y principios generales del derecho universal. Espínola y Espínola escriben "resalta la
significación y el valor de la división, por la conveniencia de dar atención en primer lugar a los principios
generales del derecho nacional; lo que producirá la precisa consecuencia práctica de mantener la
armonía de los fundamentos cardinales del derecho práctico, admitiendo sólo la introducción de
elementos transportados de sistemas extraños, cuando no haya posibilidad de decidir conforme a los
factores del derecho nacional". El art. 12 del Código italiano se refiere a los principios generales del
ordenamiento jurídico del Estado. Barbero escribe: "Estos principios generales constituyeron durante
mucho tiempo una categoría de valores de no fácil determinación. Fueron algunas veces individualizados
65
como los principios sumos de la razón jurídica o del derecho natural; otras veces como la regla del
derecho romano. Empero, finalmente la doctrina se había orientado en conjunto hacia este concepto:
principios del ordenamiento positivo, resultantes, por vía de sucesivas abstracciones, del total de las
normas particulares, como aquéllos de los cuales las mismas normas particulares habrían sacado su
inspiración. En otros términos, principios anteriores al ordenamiento positivo, en los cuales, empero, se
ha inspirado el mismo legislador y que a través de la legislación concreta ha penetrado en el
ordenamiento jurídico a manera de pilares fundamentales de su estructura, aun cuando formalmente
inexpresados".
El art. 1. del Código suizo de 1909 prescribe que la insuficiencia legal se suple por el juez, decidiendo en
el caso concreto de acuerdo con la regla que él mismo establecería si fuese legislador, pero debiendo
inspirarse para ello en la doctrina y la jurisprudencia consagradas.
La fórmula del codificador suizo es por demás elogiable. Ubica la estimación de los principios generales
como una cuestión de la competencia del juez. Este tiene, así, una relativa facultad creadora con relación
al caso concreto, insertándolo dentro de los principios generales del derecho (aunque el codificador
suizo no haya mentado esta noción). En la consideración de los mismos no debe proceder en forma
arbitraria; la facultad que se le concede no es una letra en blanco que el legislador acepta, para que llene
su contenido el juez con absoluta libertad. No se trata de una concesión al llamado "derecho libre". El
juez debe crear la norma; no hay otra alternativa, porque la ley no la ha preestablecido. Pero es una
norma individual; en tanto que la norma legal es, por regla, general. De otro lado, el juez ha de inspirarse
en la doctrina y la jurisprudencia consagradas (bewährte Lehre). Como anota Maximiliano, no bastan
opiniones aisladas individuales, ni las enseñanzas de jurisconsultos sin relieve alguno; requiérese la
consagración de la doctrina, por maestro de reputado prestigio y reconocida competencia. Como
observa de Lacerda, el juez al recurrir a los principios generales de derecho, obra como el legislador al
dictar la ley. Este se inspira también en los mismos principios para la dación de la norma legal, in
abstracto, y el intérprete, el juez, se inspira también en ellos para dictar la norma in concreto, en caso de
la laguna del derecho positivo.
El juez goza, pues, de amplitud de apreciación para juzgar según los principios generales del derecho.
Mas, no es una amplitud ad nutum. Geny ha planteado la concepción de la libre investigación científica.
El juez procede conforme a su propio criterio; es decir, con autonomía decisoria, pero apoyando su
enjuiciamiento en principios científicos, racionales, no arbitrarios, empirológicos. Su poder no es tan
discrecional para convertir su obra en la propia de un freies Recht. Se inspirará en la "naturaleza de las
cosas", en la opinión social. Tal como lo había indicado Runde y como se comprende de inmediato, la
naturaleza de las cosas, considerada como fuente (latu sensu) del derecho positivo, reposa sobre el
postulado que las relaciones de la vida social o, más generalmente, los elementos de hecho de toda
organización jurídica llevan en sí las condiciones de su equilibrio y descubren por así decirlo, ellos
mismos, la norma que les debe regir. Nada más simple según esto, parece, que el considerar de cerca
todas las relaciones humanas para discernir aquéllas que merecen reconocimiento jurídico, y encontrar
la ley en ausencia de toda fuente formal (Geny). Cossio ha subrayado que la apreciación de los principios
generales del derecho ha de inspirarse en un enjuiciamiento axiológico. Dice que el legislador cuando se
refiere a tales principios "se refiere a los principios estimativos que son principios de comportamiento".
"El derecho –agrega– contiene siempre y necesariamente juicios de valor". "Los principios generales del
derecho son, así, estos juicios estimativos de valor muy generales o supremos, capaces de determinar la
conducta de los hombres en razón de su intrínseco valor, de manera que faltando la norma legal que
configure el comportamiento, siempre es posible traer a cuenta una norma que surja de aquel juicio
estimativo preexistente a la acción legislativa, y al juicio de valor original que ella puede implicar"..."El
derecho es conducta, y una conducta sin valor ontológicamente no puede ser". Deberá el juez, así, intuir
la idea que explica la razón de ser del derecho. Considerará los datos axiológicos que determinan su
apreciación estimativa. Los principios del derecho a que se refiere el art. XXIII representan, así, la idea
66
suprema del mismo. En última instancia, se trata de determinar la dogmática jurídica en cuanto todo
derecho está siempre basado en una concepción política y filosófica, de la cual recibe su concreto
significado, como dice Legaz Lacambra "Los principios generales del derecho, como anota el mismo
autor, no sólo han de tener validez filosófica ideal, sino que han de ser los de aquella filosofía que ha
servido precisamente de base a la legislación de que en concreto se trate. Los principios generales del
derecho no son algo definible específicamente. Pero lo que ellos representan se alcanza a captar por la
mentalidad del hombre jurídico. Ellos son el soporte y sustancia de la ciencia misma del derecho, son las
nociones básicas que fundamentan una aplicación concordante de la jurisprudencia, doctrina y
legislación universales". "No olvidemos –escribe Spota– que en la configuración de esos principios
generales el intérprete debe huir de todo subjetivismo y atenerse a aquel dato objetivo que surge de ese
fondo común del derecho comparado, para así hallarse en condiciones de obrar científicamente. El
derecho como ciencia es, entonces, la meta que ha de fijarse. Para ello ha de tener siempre presente las
transformaciones económicas, sociales y morales, a fin de darles satisfacción a través de la ley y de las
demás fuentes del derecho. No es el caso, en verdad, de pretender la aplicación de instituciones
disonantes con esa evolución".
ARTÍCULO XXV.- Los jueces respecto de las Cortes Superiores y éstas respecto de la Corte Suprema
tienen la obligación a que se refiere el artículo anterior. [C.C. 1936]
Aparicio y Gómez Sánchez transcribe con relación a estos artículos lo ordenado en la Novísima
Recopilación (ley 7, tít. I, lib. II), que disponía: "Los Oidores deben pensar cuantas maneras se pueden
catar, y cuantas leyes se pueden hacer para acortar los pleytos y excusar malicias; y deben hacer de ello
relación al Rey, para que él faga dichas leyes, y las mande guardar, porque cumple al bien de su Reyno".
Los artículos XI y XII del Código Nacional de 1852 contenían prescripciones en el fondo iguales a las del
Código vigente.
Atenientemente a dichos numerales Lama expresaba: "Respecto de los defectos que se notan en la
legislación, como los jueces por razón de su oficio, manejan cotidianamente las leyes y las aplican a los
casos en que se les presente, nadie se halla en situación más aparente que ellos para descubrir y notar
los defectos y los vacíos de la legislación; y por lo tanto es muy acertada la obligación que nuestro Código
Civil les impone de dar cuenta al Congreso en cada legislatura, de los defectos que adviertan en las leyes,
debiendo hacerlo la Corte Suprema directamente y los jueces tribunales superiores por conducto de
ella".
El art. XXIV, guarda concordancia con lo dispuesto en el art. 5 del Código de Chile y el 14 de Uruguay.
El art. XXIV atendiendo al caso de los "vacíos" y "defectos" de la legislación, conduce en unos casos a la
interpretación auténtica y en otros a la dación de leyes sobre cuestiones no consideradas en la
legislación vigente.
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La división de poderes públicos, la autonomía funcional del Legislativo y del Judicial, explican lo
ordenado en el art. XXIV. La dación de la ley corresponde al primero. El segundo, por intermedio de su
más alto órgano representativo tiene, empero, inciativa en la formación de la misma, pero sólo en
materia judicial. Así lo dispone el art. 124 de la Constitución.
Cuando la Corte Suprema encuentra oscura o deficiente una ley, puede solicitar del Congreso la dación
de una nueva ley, que llene o subsane tales defectos. De tal modo, se obtiene una interpretación
auténtica. El caso tiene un antecedente conocido en Francia. Dualde escribe: "el decreto orgánico de 16-
24 de agosto de 1790 instauró el régimen de división de los poderes, y por lo que se refiere a las
relaciones del legislativo con el judicial, éste quedó casi nulo. El pensamiento de Montesquieu se
convirtió en hecho". Agrega: "Como complemento de este régimen se estableció, por el citado decreto
(art. 12, tít. I), el referé legislativo facultativo por virtud del mal, los jueces, siempre que hubieran de
interpretar una ley, habían de dirigirse al cuerpo legislativo. El nombre de facultativo enmascara un tanto
su carácter obligatorio, porque lo único que se entregaba a la apreciación del juez era la facultad de
apreciar la necesidad de la interpretación; pero una vez producida esta contigencia, en cuanto el juez se
viera necesitado de interpretar, necesariamente debía acudir al cuerpo legislativo. Este sistema tuvo su
repercusión en nuestra Constitución de 1812, donde el número décimo del artículo 261 establecía que
tocaba al Tribunal Supremo "oír las dudas de los demás Tribunales sobre la inteligencia de alguna ley, y
consultar sobre ellas al rey con los fundamentos que hubiere, para que promueva la conveniente
declaración de las Cortes".
Pero, además, la Corte Suprema nacional puede dirigirse al Congreso, para que subsane los vacíos de la
legislación nacional. No se trata entonces de solicitar una nueva ley que aclare o complete una anterior;
no se trata de una interpretación auténtica. Es el caso de dación de una nueva ley, sobre un punto no
considerado en general por la legislación vigente. El art. 14 del Código uruguayo es a este respecto más
explícito que el art. XXIV del nuestro, cuando aquél indica que "La Alta Corte de Justicia y los Tribunales
de apelaciones, siempre que lo crean conveniente, darán cuenta al Poder Ejecutivo de las dudas y
dificultades que les hayan ocurrido en la inteligencia y aplicación de las leyes y de los vacíos que noten
en ellas, a fin de que el Poder Ejecutivo inicie ante el Cuerpo Legislativo, sea la interpretación de las leyes
existentes, sea la sanción de nuevas leyes".
Desde luego, el Congreso puede tomar o no en consideración las sugestiones que le formule la Corte
Suprema de Justicia, de acuerdo a la facultad que a ésta le acuerda el art. XXV.
Con el artículo XXIV se relaciona el art. 56. inciso 3. de la Ley Orgánica del Poder Judicial, que dispone:
"Son igualmente atribuciones de la Corte Suprema: Manifestar al congreso los defectos que noten en la
legislación".
68
DERECHO DE LAS PERSONAS
LIBRO I
69
SECCIÓN PRIMERA:
70
TITULO I
PRINCIPIO DE LA PERSONALIDAD
ARTÍCULO 1.- El nacimiento determina la personalidad. Al que está por nacer se le reputa nacido para
todo lo que le favorece, a condición de que nazca vivo. [C.C. 1936]
Referencias:
Digesto, lib. XXXV, tít. II, ley 9, p. 1, in fine; lib.1, tít. V, ley 26, tít. V, ley 7; lib. L, tít. XVI, ley 129 y 231;
Código español, art. 29; argentino, 70; chileno, 74; colombiano, 90 y 93; ecuatoriano, 71, 74; alemán, 1;
portugués, 6; suizo, 31; brasilero, 4; italiano, 1; chino, 6 y 7; peruano, 1, 2, 3, 4; mexicano, 22; japonés, 1.
El hombre puede ser considerado por el derecho como ser individual o como ser colectivo. En el primer
caso se habla de persona natural, en el segundo de persona colectiva. El concepto de persona
permanece inherente al ser humano en ambos supuestos.
Persona es el ser humano jurídicamente apreciado. El atributo o calidad intrínseca de ser jurídico, el
subjectum juris, en el hombre es la personalidad. La personalidad no es la persona, pero es el dato
esencial determinante de ella; es el carácter jurídico de la persona como ser humano. No tiene
personalidad en tal sentido jurídico, otro ser o ente distinto al hombre, dios, animal, cosa. Como escribe
Cervantes: "El hombre es, pues, el sujeto natural de derecho, porque necesita del derecho para realizar
su vida, pero es al propio tiempo el único sujeto natural de derecho, porque es el único ser que necesita
del derecho para vivir, porque es la única entidad social, porque sólo el hombre es miembro de una
sociedad. Ninguna otra cosa material o inmaterial, animada o inanimada, es una entidad social. Por esto
decía el jurisconsulto Hermógenes que el derecho es esencialmente humano: Cum igitur hominun causa
omne jus constitutum sit".
El Código al ocuparse en primer lugar de las personas individuales, se plantea, antes que todo, lo
referente a su personalidad; esto es, su carácter de sujeto de derecho. Y lógicamente lo primero que
tiene que preocuparle en este punto es la determinación del surgimiento de la personalidad jurídica, que
se produce con el hecho del nacimiento. La atribución del carácter de persona al hombre como subjetum
juris representa un concepto jurídico a base de un hecho real. El derecho reconoce tal carácter, y ello
importa considerar que el hombre tiene aptitud para ejercer sus facultades y para estar sometido a los
deberes que el derecho determina, concediendo al respecto, como dice de Diego, los medios idóneos y
convenientes para que la personalidad jurídica pueda desenvolverse, y para protegerla y defenderla. El
hombre como ser sui conscius y sui compos, es el único ser a quien corresponde esta calificada
preocupación jurídica. El hombre, es, pues, por definición sujeto de derecho; él es el gestor del orden
jurídico.
Todo hombre es reputado hoy como sujeto de derecho, desde que la esclavitud y la muerte civil son
inadmisibles; lo es sin consideración a sexo, raza, profesión religiosa; pues estas circunstancialidades sólo
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pueden acarrear determinadas limitaciones en cuanto al goce o ejercicio de derechos privados, pero
nunca significan el desconocimiento de la personalidad jurídica misma, que corresponde por ontológica
necesidad a la presencia misma del ser humano.
El art. I. se refiere a la relevancia fundamental del hecho del nacimiento: determina la personalidad
jurídica del individuo. El nacimiento que en sí es un hecho fisiológico, es aprehendido por la ley, por la
trascendencia jurídica que él tiene. Las repercusiones o consecuencias jurídicas del hecho del nacimiento
son importantísimas y numerosas. No sólo en relación al nacido, sino también en relación a otras
personas; por ejemplo en lo que respecta a la filiación, vínculos de familia en general, herencia, etc.
El art. I. da por supuesto lo referente a la viabilidad, que es cuestión ajena propiamente a un Código
Civil, en cuanto a la determinación de aquello en que ella consiste. El Código de 1852 exigía que el
nacimiento debe verificarse pasados seis meses de la concepción, que el nacido viviera cuando menos 24
horas y que tuviese figura humana. El Código vigente no ha recogido tales indicaciones, que resultaban
impertinentes. Basta que el sujeto nazca vivo.
Conforme a la segunda parte del art. I., al que está por nacer se le reputa nacido para todo lo que le
favorezca, siempre que llegue a ser parido con viabilidad.
En realidad, pues, la existencia humana comienza antes del nacimiento mismo; comienza con la
concepción, cuando menos en lo que se refiere a la protección que el derecho depara.
La ficción de suponer a quien está simplemente concebido como ya nacido, representa una atribución
de capacidad de goce sujeta a una doble limitación. En primer lugar, es una capacidad limitada, toda vez
que la ley habla de ella "para todo lo que le favorece" (infans conceptus pronato habetus quotien de
commodis ejus agitur). En segundo lugar, es una capacidad condicionada a la circunstancia de que el
nasciturus llegue a nacer vivo. Dentro de esta doble limitación funciona la ficción, en cuanto a la
protección a una situación espectaticia, la spes prolis. Como escrible Pugliati: "el nacimiento" solo no
basta para adquirir la personalidad, sino que es necesaria también la vida: el que nace muerto se
considera, desde el punto de vista jurídico, como no nacido: qui mortui nascuntur neque nati neque
procreati videntur. No importa que la muerte se haya verificado antes o durante el parto. No se requiere,
sin embargo, que la vida tenga una cierta duración: basta un solo instante de vida extrauterina, para el
cumplimiento de una de las condiciones necesarias para la adquisición de la personalidad".
El nondum natus no es, pues, ni debe considerársele como persona, a lo menos ya determinada.
Maldonado y Fernández del Torco escribe: "Porque aquí creo que se encuentra el punto neurálgico del
problema. En el hecho de que la ley protege un interés en atención a un futuro titular que todavía no
existe. Esto no es acudir a la antigua postura de los derechos sin sujeto, sino más bien una hipótesis de
'sujeto actualmente indeterminado', admitida, en general, por la doctrina, y para este caso particular
especialmente por Von Tuhr".
En diferentes formas se manifiesta la protección al concebido. El art. 306 prohíbe al marido el negar al
hijo por nacer. El concebido tiene el derecho a heredar, si se presenta el caso de la postumidad. Puede
ser favorecido como heredero testamentario, legatario o donatario. El art. 591 [art. 598, C.C. 1984]
organiza la curatela de bienes que correspondan al que está por nacer. Puede sobrevenir caducidad de
testamento, en cuanto él mismo perjudique los derechos del hijo póstumo (art. 752 inc. I.) [art. 805. inc.
1 C.C. 1984]. El art. 789 [art. 856, C.C. 1984] ordena que se suspenda la partición de bienes comunes
hasta el nacimiento de un heredero no nacido aún, si en esta partición deben comprenderse los
derechos del mismo. La partición hecha por el testador deviene nula por el nacimiento de un hijo
póstumo (art. 799) [art. 865, C.C. 1984]. El artículo 315 indica que en la legitimación por subsiguiente
matrimonio, si los contrayentes tuvieran hijos legítimos o descendientes de éstos (en otro matrimonio ya
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extinguido), el subsiguiente matrimonio sólo legitimará a los concebidos en tiempo que el padre o la
madre no tenían impedimento para casarse. Se puede también al infante concebido hacerle beneficiario
de una estipulación por otro; así ocurrirá, por ejemplo, tratándose de seguros de vida (Sebag). Además,
el principio consagrado en la segunda parte del art. I. habrá de tener aplicación aun en aquellos casos en
los que la protección al concebido no esté recogida expresamente en preceptos concretos, según lo que
enseña Maldonado y Fernández del Torco en relación al art. 29 del Código Español.
La prueba de que el infans conceptus ha nacido vivo, se hará conforme a las reglas generales de
derecho (Sebag).
Referencias:
Digesto, lib. XXV, tít. IV, ley 1, p. 2, 5, 10; tít. III, ley 1, p. 1 y 7; Código español, art. 959 y s.; argentino, 78,
247; chileno, 191, 192, 198; colombiano, 225, 226, 231; ecuatoriano, 186, 187, 192, 193; uruguayo, 223;
boliviano, 508; peruano, 6, 7.
La postumidad puede tener consecuencias importantes, en cuanto a la herencia dejada por el padre
del póstumo. Al nacer el mismo, y nacer con la viabilidad a que se refiere el art. I., debe heredar como
sucesor necesario a su padre premuerto. Ello puede significar que queden eliminadas de la herencia
otras personas que tengan una vocación hereditaria de grado inferior. El art. 2. por eso habla de quienes
tengan "un derecho susceptible de desaparecer". Así, es el caso del ascendiente del causante o de sus
parientes colaterales, quienes heredarían a falta de hijo, o es el caso de un heredero voluntario, cuyo
derecho desaparecería por razón de la presencia del heredero necesario. Otra hipótesis a que se refiere
el art. 2., es que con el nacimiento del póstumo puedan disminuir los derechos hereditarios que
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correspondan a parientes del causante. Así, es el caso de otros hermanos del póstumo, que heredarán
con éste.
El art. 2. quiere, pues, que se pueda utilizar un medio para evitar suplantaciones. Manresa y Navarro
escribe que se puede a este respecto cometer fraude de cuatro maneras: o haciéndose embarazada (la
mujer), o suponiendo un parto, o sustituyendo un niño por otro, o haciendo pasar por viable una criatura
que no lo sea en realidad. El art. 2. de nuestro Código brinda los medios para evitar los tres últimos casos
de fraude. En cuanto al primero, hay que recordar lo dispuesto en el inciso 2. del art. 371, que dice: "Las
acciones concedidas en los artículos 366, inc. 4., 367, 369 y 370 son improcedentes si durante la época
de la concepción fue manifiestamente imposible al demandado tener acceso carnal con la madre"; y en
el inciso 2. del art. 301 [art. 363, inc. 2, C.C. 1984] que dice: "El marido que no se crea padre del hijo de
su mujer, puede negarlo cuando sea manifiestamente imposible, dadas las circunstancias, que haya
cohabitado con su mujer en los primeros ciento veintiún días de los trescientos precedentes al del
nacimiento del hijo".
Hay que tener en cuenta que no sólo cabe solicitar la diligencia indicada en el art. 2., cuando se trata
de herencia del padre del póstumo, sino también cuando se trata de herencia de otra persona, a la cual
puede tener derecho el póstumo. Así es el caso de Cayo, hijo póstumo de Ticio, teniendo el primero un
hermano, Sempronio, que muera después de Ticio y cuando aún no ha nacido Cayo. Si Sempronio tiene
otro hermano, Gayo, quien le supervive, éste no recibirá toda la herencia de Sempronio (en la hipótesis
que ahora se considera, que el de cujus no tenga otros herederos de vocación preferente al hermano,
como sería su cónyuge, sus ascendientes o descendientes), sino que tendría que compartirla con Cayo,
por el derecho de representación (art. 680) [art. 683, C.C. 1984]. En nuestro ejemplo, Gayo tendría el
derecho a solicitar que se procediera a la diligencia señalada en el art. 2., con respecto al nacimiento de
Cayo.
El artículo que comentamos se refiere al marido en los casos de divorcio o nulidad de matrimonio.
Conforme al art. 299 [art. 361, C.C. 1984], al hijo nacido dentro de los trescientos días siguientes a la
disolución del matrimonio se le atribuye filiación legítima, o sea, que se considera que tiene por padre al
que fuera marido de quien parió al hijo.
Para evitar que a base de esa presunción se le atribuya una filiación legítima contra la realidad de los
hechos, es que se permite al marido intervenir, en el modo que indica el art. 2. del art. 301 [art. 363, inc.
2, C.C. 1984] el marido puede negar la filiación si no ha cohabitado con la mujer en los primeros ciento
veintiún días de los trescientos precedentes al nacimiento del supuesto hijo. Antes de vencerse el plazo
de trescientos días que señala el art. 299 y después de pasados los ciento veintiún días que indica el
inciso 2. del art. 301 puede nacer el hijo; en cuyo caso tendría por padre al ex marido de quien lo haya
parido. La cuestión que plantea el art. 2. puede referirse a precisar que corresponde a tal hecho, por
incidencia de los preceptos legales citados. De otro lado, puede interesar que se determine el hecho ya
de la viabilidad o ya del aborto, para decidir si hay o no transmisión hereditaria en caso de herencia
testamentaria en favor de la persona de cuyo nacimiento se trata, y aun de herencia legal, de
ascendiente paterno o materno, cuando el padre o la madre estén excluidos por renuncia, indignidad o
desheredación y la herencia pueda corresponder a la persona de cuyo nacimiento se trata, por
representación.
La facultad otorgada en el art. 2. puede utilizarse, designándose por el interesado la persona que se
cerciore de la realidad del alumbramiento y de la viabilidad respectiva. No es el caso de comprobar el
hecho del embarazo, que no tiene mayor interés en relación al supuesto del art. 2. La persona así
designada puede ser rechazada por la mujer, según la indicación del segundo párrafo del art. 2. Entonces
procede la designación por el Juez, según la indicación de ese mismo párrafo, siempre que tal
designación sea solicitada por el interesado. Es evidente que el juez competente será el del domicilio de
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la mujer embarazada. Manresa y Navarro escribe: que la viuda "no tiene obligación de aceptar la
intervención de la persona designada por los presuntos herederos, pues puede tener motivos racionales
para rechazarla, y entonces la designación hecha por dichos interesados queda sin efecto y debe pedirse
al mismo juez de primera instancia, o municipal del domicilio, el nombramiento o designación de otra
persona: nombramiento que en tal caso ha de recaer precisamente en facultativo o en mujer, tanto
mejor si ésta es profesora de partos. En todo caso la persona designada deberá presenciar el parto o
cerciorarse de su realidad, y del nacimiento de la criatura en condiciones legales".
Puede ocurrir que haya varias personas a quienes interese el hecho a que se contrae el art. 2. Al
respecto Scaevola escribe: "cuando los interesados en el nacimiento del póstumo sean varios ¿tendrá
cada uno de ellos el derecho de nombrar una persona que asista al alumbramiento para comprobar la
realidad del parto y la viabilidad del recién nacido? Creemos que no. El artículo habla de los interesados
en plural y concuerda la potestad de los mismos con el singular "persona", dando a entender con esta
construcción prosódica que el derecho de todos confluye en la elección de un mismo y único sujeto. Si,
pues, los interesados no se ponen de acuerdo, el juez procederá prudentemente si resuelve la discordia
mediante insaculación de los nombres de los designados y elección por suerte de uno de ellos, debiendo
advertirse que no por el hecho de la intervención judicial de la forma antedicha se desvanece la potestad
de la viuda a oponer el veto. Precisamente si hemos optado por el procedimiento de la insaculación y
suerte en el caso de desavenencia, es para que el disenso de la mujer pueda actuar sobre su propia
jurisdicción".
En lo que se refiere al art. 2. del Código Nacional habla de "los que tienen un derecho", o sea, de los
interesados que mienta el art. 960 del Código Español, comentado por Scaevola.
El art. 3. establece la obligación de la madre de dar aviso de la proximidad del parto, a los interesados
conforme al art. 959 del Código Español, escribe: "al aproximarse la época del parto, la viuda deberá
ponerlo en conocimiento de los mismos interesados. El objeto de esta segunda obligación es
proporcionar a las personas, cuyo derecho a la herencia pueda desaparecer o disminuir por el
nacimiento del póstumo, la ocasión de asegurarse de la realidad del parto y del nacimiento en
condiciones viables. Esta obligación al mismo tiempo que permite a la viuda patentizar la verdad
alejando toda sospecha de fraude, comunica el nacimiento del póstumo todas las garantías de certeza
que pudieran desearse, y dan a los presuntos herederos un medio seguro, bien para evitar en su caso la
suposición del parto, o que la criatura que nazca pase por viable no siéndolo en realidad, bien para
convencerse de que se ha cumplido la condición que les excluye de la herencia o disminuye su
participación en ella. De aquí que esta obligación constituya un requisito esencial en la materia, teniendo
mucho mayor alcance e importancia el precepto del art. 961 que el del 959, y debiendo siempre
cumplirse, háyase o no dado el aviso de que habla dicho art. 959, y exista o no el documento a que se
refiere el 963. Solamente puede estimarse excepcional el caso en que la única interesada en la herencia,
con arreglo al testamento o a la ley sea la misma viuda. Esta obligación ha de cumplirse al aproximarse el
parto, sin esperar a la última hora, no sólo para evitar que el parto sorprenda a la viuda cuando no haya
aún cumplido la obligación, sino también para que haya tiempo suficiente a fin de que los interesados, y
en su caso el juez, nombre persona que se cerciore de la realidad del alumbramiento. Respecto a las
personas que deben ser avisadas, y forma en que debe darse el aviso, nos referimos a lo expuesto
anteriormente al tratar de la primera obligación, debiendo ponerse el hecho en conocimiento del juez
del domicilio de la viuda, si no se conocen herederos".
Si ocurriera que ni la mujer diese el aviso a que se refiere el art. 3., ni los interesados usaran de la
diligencia que les permite el art. 2., ello no perjudica la condición de la persona de cuyo nacimiento se
trata.
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Si el hijo nace de una relación matrimonial, su filiación resultará establecida si él ha nacido dentro de
los trescientos días siguientes a la disolución del matrimonio (art. 299) [art. 361, C.C. 1984]. Si nace de
una relación extramatrimonial, su filiación materna quedará establecida por el hecho del nacimiento
(art. 349) [art. 407, C.C. 1984]. Si se negase esa filiación materna, ella puede ser declarada judicialmente
(art. 375) [art. 407, C.C. 1984]. Puédese también solicitar el reconocimiento judicial de la filiación
paterna, oportunamente, si concurren alguno de los siguientes requisitos del art. 366 [art. 402, C.C.
1984]. "1. Cuando exista escrito indubitable del padre en que la reconozca; 2. Cuando el hijo se halle en
la posesión constante del estado de hijo ilegítimo del padre, justificada por actos directos de éste o de su
familia; 3. En los casos de violación, estupro o rapto, cuando la época del delito coincida con la de la
concepción; 4. Cuando el presunto padre hubiera vivido en concubinato con la madre durante la época
de la concepción; 5. En el caso de seducción de la madre, cumplida con abuso de autoridad o con
promesa de matrimonio, en época contemporánea de la concepción, y siempre que para el segundo
supuesto exista principio de prueba escrita". De modo que la omisión de las diligencias establecidas en
los artículos 2. y 3. no pueden, pues, perjudicar al hijo.
El art. 4. establece que la mujer en estado de gravidez puede solicitar que se reconozca su estado.
Antes del nacimiento mismo del ser que se halla concebido, la madre puede tener interés en que se
reconozca tal hecho de la concepción; precisamente para los efectos de la segunda parte del art. I. y las
consecuencias a que aludimos al ocuparnos de la protección al nasciturus. Además, puede también
haber interés respecto al reconocimiento del estado de preñez, para los efectos del inciso 3. del art. 366
(la paternidad ilegítima puede ser judicialmente declarada en los casos de violación, estupro o rapto,
cuando la época del delito coincida con la de la concepción), del art. 367 [art. 415, C.C. 1984] (derecho a
una pensión alimenticia del que no siendo reconocido en su filiación paterna, voluntaria o judicialmente,
es hijo ilegítimo de la persona que tuvo relaciones sexuales con la madre durante la época de la
concepción), del art. 369 [art. 414, C.C. 1984] (derecho de alimentos para la mujer durante los sesenta
días anteriores o posteriores al parto, así como pago de los gastos ocasionados por éste y por el
embarazo) del art. 370 [art. 414, C.C. 1984] (derecho de la madre a ser indemnizada del daño moral, en
los casos de promesa de matrimonio, cohabitación delictuosa o de minoridad al tiempo de la
concepción, sólo en el caso que el marido hubiese obtenido sentencia que declare que el nacido no es
hijo del mismo); del art. 307 [art. 366, C.C. 1984] (el marido no puede negar al hijo que nació fuera del
tiempo señalado en el inciso 1. del art. 301[art. 363, inc. 1, C.C.], si antes del matrimonio tuvo
conocimiento de la preñez).
El art. 4. se refiere a un acto distinto de los artículos 2 y 3, pues el primero respecta al caso de
reconocimiento de la preñez y los dos segundos al caso de comprobación del hecho del nacimiento. El
reconocimiento del estado de gravidez es facultativo por parte de la mujer. El reconocimiento con
carácter imperativo o forzoso es inadmisible, pues como se dijo en el seno de la Comisión reformadora,
importaba un ataque a la libertad de la mujer y, además porque resultaba incompatible con el pudor.
También el art. 4. cabe que se explique en relación al caso de la mujer casada que esté por separarse
del marido, mediante acción de divorcio o nulidad del matrimonio, solicitando que se reconozca su
estado de embarazada antes de la separación de hecho, a fin de que al sobrevenir el nacimiento del hijo
no se le pueda imputar que la gestación ha tenido lugar después de la separación, pretendiéndose negar
la paternidad del marido.
Referencias:
Digesto, lib. I, tít. V, ley 9; Código portugués, art. 7; chileno, arts. 25 y 55; ecuatoriano, 20; suizo, 11; ley
argentina Nº. 11537, art. 1; ley española de 19 de junio de 1934, art. 1; Código soviético, art. 4, 2a parte;
brasilero, art. 2; peruano, 9 a 11; mexicano, 2; japonés, 14 a 18.
El Código considera que toda distinción en materia de capacidad de derechos entre las personas por
razón de diferencia de sexo, debe ser superada. Ello está, efectivamente, por encima de toda discusión.
El derecho existe por causa del hombre, quien viene en consideración para aquél en tanto que persona,
quien es el ser capaz de derechos y de obligaciones según las indicaciones de Binder. (Legaz Lacambra).
El hombre, el ser humano, goza de capacidad jurídica y cualquiera negación a esta calidad es arbitraria,
salvo que exista una poderosa razón que explique o justifique tal negación. La circunstancia de que una
persona pertenezca al sexo femenino no puede ser motivo racional para desconocerle su personalidad
jurídica. No puede sostenerse que padezca de una infirmitas consilii, de una forensis inexperientia. Una
exigencia de justicia impone, pues, la igualdad civil entre mujeres y varones en cuanto a la capacidad en
materia de derechos civiles.
Un diferente tratamiento con relación a la mujer y al varón sólo puede explicarse excepcionalmente,
por razones somáticas. Así la prohibición de la mujer de contraer segundo matrimonio antes de vencido
cierto plazo desde la disolución del primer matrimonio; la diferente edad establecida para el varón y
para la mujer para contraer matrimonio; la facultad concedida al marido de negar la legitimidad del hijo
de su mujer, en ciertos casos que descartan la presunción de legitimidad; la prueba de la maternidad por
el hecho del nacimiento; la declaración judicial de paternidad ilegítima por violación, estupro o rapto; la
consideración del sexo para calificar la violencia como vicio de la voluntad. Es de notar que nuestro
Código Civil establece como causal de desheredación, haberse entregado la hija o nieta del de cujus a la
prostitución (art. 713, inc. 2.), y permite a las mujeres excusarse del cargo de tutoras (art. 497, inc. 2.).
La indicación del art. 5., de que la igualdad entre varón y mujer es sin perjuicio de las restricciones
establecidas respecto a la mujer casada, tiene una plausible explicación. El hecho del matrimonio no
determina una capitis diminutio en la mujer. No ocurría lo mismo en el Código de 1852, que establecía
que la mujer casada se hallaba bajo la potestad del marido (art. 28, inc. I.) y no podía contratar ni
presentarse en juicio sin autorización del mismo (art. 1247, inc. 2.; art. 179). Conforme al art. 5. del
Código vigente, la mujer casada no está afecta a capitis diminutio. Puede contratar por sí misma y
presentarse en juicio. "El vigente derecho alemán en contraste con el francés y algunos otros derechos
románicos, ha abandonado totalmente la potestad marital; está fuera de toda duda la ilimitada
capacidad de la mujer para celebrar negocios jurídicos y en el orden procesal. Pero aún en el derecho
vigente conserva el marido el papel directivo". (Enneccerus).
Marc Ancel compulsando el estado de la legislación, comparada en relación al punto de que ahora se
trata, escribe: "¿Qué precisa concluir de esta mirada general sobre las legislaciones extranjeras en lo que
concierne a la capacidad de la mujer? Incontestablemente la incapacidad, otrora la regla, tiende a
devenir la excepción. Por lo demás ella no subsiste más que acompañada de una serie de restricciones o
excepciones que la modifican en su alcance y naturaleza y aun en su carácter".
Pero en las relaciones personales y patrimoniales que surgen del matrimonio entre los cónyuges y en
relación a los hijos, es indispensable, para ciertas manifestaciones de ellas, establecer cierta preferencia
en favor de uno de los cónyuges, porque así lo exige la unidad de la vida matrimonial y familiar. Y por
eso, a este respecto, se establece que el marido es el jefe de la familia. Es en esta virtud que goza de
determinadas facultades (y le incumben recíprocas responsabilidades) exclusivamente o con preferencia
a la mujer. Legaz Lacambra explica esta situación expresando que "si bien el padre de familia no puede
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ser considerado como un señor absoluto, al modo primitivo del pater familias, tiene un derecho que
deriva de la comunidad familiar, que exige una autoridad rectora, por necesidad de integración en un
todo dentro del cual los deberes se funden con los derechos en la unidad de unas relaciones que
trascienden la mera condición jurídica en las dimensiones del amor, el respeto y la veneración".
Por su parte Valverde escribe: "las diferencias que la naturaleza ha puesto entre los sexos explican que
al contraer el varón y la mujer la relación matrimonial, los derechos y deberes que emergen de ese
estado no sean en todo su concurrente conjunción los mismos para uno y otra, porque mientras algunos
ostentan la nota de la reciprocidad, los restantes se atribuyen de modo especial a cada uno de ellos".
FIN DE LA PERSONALIDAD
ARTÍCULO 6.- La muerte pone fin a la personalidad. [C.C. 1936]
PRESUNCION DE CONMORENCIA
ARTÍCULO 7.- Si no se puede probar cuál de dos o más personas murió primero, se las reputa fallecidas
al mismo tiempo y entre ellas no habrá transmisión de derechos hereditarios. [C.C. 1936]
Referencias:
Digesto, lib. I, tít. XV, ley 3, p. 1; lib. XXXIV, tít. V, ley 9; lib XXIV, tít. I, p. 32; Código francés, 720-3;
italiano, 4 (art. 924); español, 32, 33; portugués, 1728; alemán, 20; suizo, 31, 32; argentino, 103, 109;
chileno, 78, 79; ecuatoriano, 75, 76, 949; colombiano, 95, 1015; ley colombiana Nº 57 de 1887, art. 9;
Código uruguayo, 1041; brasilero, 10 y 11; chino, 11; italiano, 4; peruano, 8.
Escribe Sánchez Román en relación al punto a que se contrae el art. 6. lo siguiente: "bien pudiéramos
decir que la muerte es la ley de la vida; y si el Derecho es la vida, y para la vida existe, y si la naturaleza
del sujeto del derecho está tocada de esta suprema e ineludible finitud, preciso es determinar cómo la
muerte influye en la capacidad jurídica y de obrar de aquél, y produce novedad más o menos
trascendente en las relaciones de Derecho, en que era término personal. Y por esto se pregunta si la
muerte es causa modificativa o extintiva de la capacidad jurídica y de obrar y del resultado de ambas, o
sea de la capacidad civil. Resuélvese este problema con una evidente distinción, exigida por la naturaleza
de las cosas. En efecto: si consideramos al sujeto de derecho como una persona individual determinada,
claro está que con su muerte se han extinguido su capacidad jurídica, de obrar y civil, que, como son
nociones unidas a la existencia de un ser personal, es indudable su extinción; por esto aquella persona
que ya no existe no podrá ser en lo sucesivo reconocida con aptitud para ser sujeto en una relación de
derecho –capacidad jurídica–, y habiendo concluido la muerte con la existencia de un sujeto
determinado, no podrá decirse que subsiste la capacidad civil, que en vida disfrutó, como resultado de
las dos anteriores. Pero si estimamos al sujeto del derecho, no como persona individualmente
considerada que ha muerto, ni tampoco nos referimos a la posibilidad, que ya desapareció, de contraer
futuras relaciones de derecho, sino a las ya constituidas al tiempo de su fallecimiento, claro, es también,
que estas relaciones y la capacidad jurídica que las produjo tienen que subsistir, aunque varíe su
encarnación personal, en cuanto al cumplimiento del orden jurídico no puede ni debe ser impedido por
la condición de finitud que es inherente a la naturaleza humana. A pesar de la muerte, que destruyó el
sujeto de la relación de derecho constituida, ésta, con la misma esencialidad jurídica, se deriva en
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diferente ser personal, y hay que advertir que esta sustitución de personas, que varía natural, pero no
jurídicamente, no es de poca importancia, toda vez que, si la capacidad jurídica aplicada a una
determinada relación se transmite, no sucede lo mismo con la de obrar, ni menos con la civil. Por
ejemplo, muerto el sujeto de una relación de derecho determinada, que fuera mayor de edad, si es
sucedido, en virtud de cualquier título, por un menor, aunque aquél gozaba de plena capacidad civil, o
sea de la jurídica y de la de obrar, no transmitirá al continuador de su personalidad en aquella relación,
más que la jurídica, pero no la de obrar, y, por tanto, tampoco la plena civil".
Por lo que se infiere del art. 6., la capacidad jurídica, en cuanto dimensión ontológica de la persona,
termina con la extinción de la última, porque desaparecido el sujeto desaparecen todos sus atributos.
Pero los efectos de relaciones jurídicas ya creados trascienden a la vida de una persona, que es lo que
Sánchez Román quiere significar cuando habla de capacidad aplicada. Mas las relaciones constituidas
intuito personae, por su propio carácter terminan con la muerte de la persona respecto a la cual se
establecieron.
La muerte de un individuo origina, pues, una serie de consecuencias jurídicas, y de ahí que la ley se
interese por tal hecho, estableciendo, en primer término la consecuencia que se indica en el art. 6. Otros
efectos puede enumerarse, como son, entre otros, los siguientes: disolución del matrimonio (art. 199,
inc. I.) [art. 318, inc. 5, C.C. 1984]; extinción de la patria potestad por muerte del padre o del hijo (art.
425, inc. I.) [art. 461, inc. 1, C.C. 1984]; extinción de la obligación alimentaria por muerte del obligado o
del alimentista (art. 453) [art. 486, C.C. 1984]; extinción de la tutela por muerte del tutor o del tutelado
(art. 539, inc. I.; art. 540, inc. I.) [arts 539, inc. 1, 540, inc. 1, C.C. 1984]; derecho de la sucesión mortis
causa, testamentaria o legal, universal o particular; extinción del usufructo (art.943) [art. 1021, inc. 4,
C.C. 1984]; conclusión del albaceazgo (art. 740) [art. 796, inc. 6, C.C. 1984]; el efecto a que se contrae el
art. 1118 [art. 188, C.C. 1984] con relación a cargos inherentes a la persona; la confusión de obligación
entre acreedor y deudor, si el primero es el sucesor del segundo o viceversa; el efecto indicado en el art.
1217 [art. 1187, C.C. 1984], respecto a la muerte de un deudor solidario; la indicación del art. 1467 [art.
1622, C.C. 1984], que las donaciones que deban producir sus efectos por muerte del donante se regirán
por las reglas de la sucesión testamentaria; conclusión del contrato de arrendamiento por muerte del
arrendatario, si sus herederos comunican al locador que no pueden continuar en el contrato (art. 1531,
inc. 3.) [art. 1705, inc. 5, C.C. 1984]; conclusión del contrato de locación de servicios por muerte del
locador (art. 1551) [art. 1763, C.C. 1984]; del contrato de empresa por muerte del empresario (art. 1565)
[art. 1763, C.C. 1984]; del comodato por muerte del comodatario (art. 1591) [art. 1733, C.C. 1984]; del
mandato por muerte del mandante o del mandatario (art. 1649, inc. 3.); de la sociedad por muerte de
uno de los socios (art. 1714, inc. 4.); extinción del contrato de renta vitalicia (art. 1749); de la donación
hecha en forma de prestaciones periódicas (art. 1489).
El art. 6. se refiere a la muerte natural. La interpretación del precepto tiene que hacerse,
necesariamente, en forma restrictiva. El derecho moderno no conoce la muerte civil.
El art. 7. consagra la solución llamada de los conmurientes, a diferencia del Código derogado que
consagraba la solución de los premurientes. El Código francés se afilia también a este sistema. El alemán,
el suizo y el brasilero, así como el italiano vigente, e igualmente los Códigos de Argentina y Chile, han
optado por el sistema de los conmurientes.
En verdad, aparece como arbitrario suponer o presumir que habiendo fallecido dos o más personas por
consecuencia del mismo hecho que ha causado su muerte, una de ellas debe haber sobrevivido a otra en
virtud de circunstancias en realidad indiferentes a la ficticia supervivencia de una persona con respecto a
otra. Tales las circunstancias que indican los números 720 a 722 del Código de Napoleón, que pretenden
responder al supuesto de que el más fuerte supervive al más débil.
79
La solución más racional es, pues, la de la muerte simultánea; solución que aparece consagrada en el
art. 7. de nuestro Código. Pero se trata de una simple presunción. Por eso el precepto indica que "si no
se puede probar cuál de las dos personas murió primero", se las reputa fallecidas al mismo tiempo. De
modo que cabe prueba demostrativa de quién de esas personas falleció primeramente.
"Para la aplicación del art. 20 (del B.G.B., que contiene idéntica solución a la del art. 7. que
comentamos), es necesaria la comprobación de que las respectivas personas en un común peligro, por
ejemplo un incendio, un naufragio, han perecido" (Warneyer). El art. 7. no habla como el B.G.B. de que
tal peligro común se haya producido; pero ello va implícito en la dimensión misma del supuesto de
hecho del precepto, pues en todo caso, habría posibilidad de establecer entre dos personas, quién de
ellas ha muerto primero. Así, es necesario que exista una unidad del hecho causante, que haya
producido la muerte de las respectivas personas. Como dice Enneccerus "el peligro de vida es común
cuando descansa en el mismo acontecimiento principal (erupción de un volcán, desprendimientos de
tierra, naufragio, incendio), aunque éste haya producido efectos diversos sobre cada una de las personas
(una ha perecido abrasada en la erupción, otra se ha ahogado, otra ha muerto por la caída de la lava) o
aunque hayan tratado de escapar del peligro por modos diferentes (han embarcado en distintos botes,
zozobrado después)".
El interés para decidir en el caso tratado si debe estarse por la presunción de la premurencia o de la
conmurencia, consiste en las diferentes consecuencias que sobrevienen en cuanto a la transmisión de
derechos hereditarios. Dentro de la solución de presunción de muerte sucesiva, habrá transmisión de
derechos hereditarios del que se supone murió primero al que se supone murió después, si entre ambos
hay vocación hereditaria, y transmisión de derechos hereditarios del último a sus sucesores, de tal modo
que éstos vienen a recibir la herencia dejada por el primero. Dentro de la solución de presunción de
muerte simultánea, no hay transmisión hereditaria entre las dos personas que perecieron por causa del
mismo hecho, y los herederos de una y otra obtienen las respectivas herencias de sus causantes.
También, como anota Aramburú, la cuestión planteada puede ofrecer interés en cuanto a que "tienen
importancia estas presunciones en los contratos, porque puede crearse una obligación en contra de la
persona que sobreviva, de entre dos que de antemano se fijan, y entonces será necesario determinar
cuál murió antes para exigir el cumplimiento de la obligación a los herederos de la que se presume
sobreviviente".
DE LA CAPACIDAD E INCAPACIDAD
TITULO II
DE LA CAPACIDAD E INCAPACIDAD
CAPACIDAD DE EJERCICIO
ARTÍCULO 8.- Son personas capaces de ejercer los derechos civiles las que han cumplido 21 años. [C.C.
1936]
Referencias:
Digesto, lib. IV, tít. IV, ley 1, p. 2; ley X, p. 3; Codex, lib. II, tít. XLV, ley 5; Código francés, arts. 328 y 848,
936; italiano, 2 (arts. 240, 323); español, 320; portugués, 97, 98, 311; argentino, 54, 126, 128 y 129;
boliviano, 195, 256; holandés, 385; chileno, 26; colombiano, 34; ecuatoriano, 21; uruguayo, 280, p. 4;
80
alemán, 2; suizo, 14; brasilero, 9; italiano, 2 (323); japonés, 3; chino, 12; soviético, 7; peruano, 12 y 13;
mexicano, 648 y 649, 23 y 24.
Los artículos 8 a 12 regulan lo referente a la capacidad de ejercicio. Débese, pues, en primer lugar
distinguir ésta de la capacidad de goce. En efecto, la capacidad puede entenderse con dos
significaciones: como aptitud de disfrute de un derecho, o como aptitud de ejecutar o realizar ese
derecho. La capacidad de goce es, propiamente, una capacidad jurídica en virtud de que califica a la
persona natural o colectiva como sujeto de derecho, en cuanto tiene los derechos civiles que como tal le
corresponden. Se trata de una capacidad intrínseca, que compete a esa persona en abstracto, de manera
general. La capacidad de ejercicio es una que se funda en la de goce; es una capacidad de actuación, que
se manifiesta en concreto, como realización de tal capacidad de goce. La capacidad de goce es, como
dice Aramburú, la capacidad jurídica, "la facultad por la cual el hombre es sujeto de derecho, o, lo que es
lo mismo, la propiedad por cuya virtud el hombre puede exigir prestaciones y debe cumplir
obligaciones". O, como expresa Gangi, "la capacidad de obrar se distingue de la capacidad jurídica en
cuanto que mientras esta última es la capacidad de ser sujeto de derecho y obligaciones, la primera es,
distintamente, la capacidad de cumplir actos jurídicos o sea, actos que tienen efectos jurídicos".
La capacidad jurídica, como decíamos, es general; es inseparable del ser humano, porque califica a éste
como persona. Su existencia en buena cuenta es superior al arbitrio del legislador, pues la ley tiene que
reconocerla; si no, incurriría en arbitrariedad. La ley no crea esa capacidad que existe per se, como
atributo sustancial de la persona; sólo la reconoce. Si la ley no reconoce aptitud jurídica a ciertas
personas en ciertos casos, es por motivos especiales. Esto quiere decir que la capacidad jurídica es por
definición genérica, y que las incapacidades sólo pueden establecerse para ciertos casos especialmente
establecidos, o sea, que toda incapacidad de goce es necesariamente relativa. Así encontramos casos de
incapacidades jurídicas en los artículos 665 [art. 667, C.C. 1984], 684 [arts. 692 y 693, C.C. 1984], 683
[art. 694,C.C. 1984], 1339, 1397 [art. 1366, C.C. 1984] , 82 [art. 241, C.C. 1984], entre otros. Los casos de
incapacidades de goce se encuentran consignados en relación a diversas figuras jurídicas respecto a la
cuales aquéllas son establecidas. En tales casos de incapacidad de goce, no hay posibilidad de que exista
capacidad de ejercicio, ya que esta última supone la preexistencia de una capacidad jurídica.
Como expresa De Diego "el concepto de persona en su acepción jurídica agrega al concepto de persona
en su acepción filosófica la cualidad de ser sujeto de derechos y obligaciones, y esa cualidad, aptitud o
idoneidad para ser sujeto de derechos y obligaciones se denomina capacidad jurídica. Esta se desdobla
en dos manifestaciones: a) tenencia del derecho (capacidad de derecho); b) el ejercicio de los mismos
(capacidad de obrar, o sea la aptitud para realizar actos con validez y efectos jurídicos). La primera es el
fundamento y condición sine qua non de la segunda; es esencial e inseparable del hombre y no puede
ser suplida por nada ni por nadie; es común a todos los hombres y superior al arbitrio legislativo, aunque
el legislador puede limitarla por razones varias. La segunda, o sea la de obrar, puede faltar, y de hecho
falta, en algunos hombres; puede ser suplida en virtud del dogma de la representación; no se da en el
mismo grado en todas las personas, y ofrece mayor materia al arbitrio y regulación legislativas".
Hay, por otra parte, actos civiles de la voluntad humana, que no requieren ninguna capacidad. Así
tratándose de hechos que no son actos jurídicos, como el hallazgo, la invención, la ocupación, la
especificación, no se requiere de capacidad de ejercicio alguno, para proceder a realizar dichos hechos
jurídicos. La capacidad o incapacidad de hecho conciernen, pues, a la esfera de los negocios jurídicos.
81
Tratándose de actos ilícitos, es preciso para que el agente resulte responsable, que sea sujeto que haya
procedido con discernimiento (arts. 1139 y 555) [arts. 458 y 564, C.C. 1984].
El art. 8. señala la edad de veintiún años para adquirir la plena capacidad de ejercicio. El Código en
algunos casos señala otra edad con relación a determinada relación jurídica. Así, el inc. I. del art. 326
indica que el adoptante ha de tener más de cincuenta años. Quien no puede adquirir alimentos por su
trabajo, tiene el derecho de exigirlos de las personas indicadas en el art. 441, aunque él sea mayor de
edad (art. 440) [art. 473, C.C. 1984]. El mayor de sesenta años puede excusarse del cargo de tutor (inc. 5.
del art. 497) [art. 518, inc. 4 C.C. 1984]. La edad de veintiún años se puede decir que es clásica con
referencia a la legislación peruana, pues el Código de 1852 fijó igual edad para la adquisición de la
capacidad civil (art. 12). De otro lado, en el Perú la capacidad cívica se adquiere también a dicha edad
(art. 84 de la Constitución)(*).
La determinación de la fecha en que el sujeto ha cumplido veintiún años se hará de acuerdo al art. 116,
es decir, computando años, meses y días completos.
Como lo remarca Cedeño "la capacidad no es un derecho adquirido, pues de la ley exclusivamente
emana y a ella corresponde aplicarla o restringirla".
En Francia la jurisprudencia y los tratadistas están acordes en que la capacidad debe sufrir las
variaciones de los cambios de la ley; por consiguiente, si una persona es capaz en virtud de las leyes
existentes y luego viene a dictarse otra ley que exige nuevo requisito y dada la circunstancia de que esa
persona no lo reúne, pierde la capacidad. Un caso típico sería si mañana una ley nuestra exigiera que la
mayoría de edad fuera a los veinticinco años, y se presentaría el caso de que si una persona tuviera
veintitrés años, quedaría en virtud de la ley nueva en minoría de edad hasta que cumpliera los
veinticinco años, de manera que esa persona de veintitrés años volvería a ser incapaz, hasta que
cumpliera la edad fijada por la nueva ley.
Referencias:
82
Instituta, lib. III, tít. XIX, p. 10; lib. I, tít. XX, p. 6, tít. XXIII, p. 3 y 4; lib. III, tít. XIX, p. 7 y 8; Digesto, lib. XLIV,
tít. VII, ley 1, p. 12 y 13; lib. L, tít. XVII, regla 4., lib. XLII, tít. IV, ley 6, p. 2; Código argentino, 54, 153;
chileno, 1447, 341, 342, 456, 469, 473; colombiano, 1504; ecuatoriano,1437; boliviano, 258; uruguayo,
1279, 432, 50; alemán, 6, 104, 1910; suizo, 17, 372, 369; brasilero, 5; ruso, 8; mexicano 23; chino, 13, 14,
15; peruano, 16, 26, 28; francés, 489, 936, 112 a 114, 1124; holandés, 487; italiano, 414, 415, 416; 48
(324, 338, 339, 340, 20 y 21); español, 30, 200, 1248 inc. 3., 181; portugués, 98, 314, 337, 340, 55;
japonés, 11.
La enumeración del artículo 9 es taxativa: no pueden considerarse otros casos que los cuatro en él
indicados. Es que la capacidad es la regla; de modo que la incapacidad no se supone.
En todos los casos señalados en el art. 9. de incapacidad absoluta, como en los que resultan del art. 10
[art. 44, C.C. 1984], de incapacidad relativa, se coloca al incapaz en una situación de subordinación frente
a quien ejerce su representación legal; se le coloca, pues, bajo una potestad.
Puede ocurrir que en una misma persona se reúnan varias causales de incapacidades. En ese caso se
hace prevalecer la más fuerte sobre la más débil, aquélla que importa en mayor grado la negación del
ejercicio de los derechos.
Hasta los 16 años el menor sufre incapacidad absoluta; después de esa edad y hasta cumplir los 21
años, su incapacidad es sólo relativa (art. 9., inc. I.). No existe declaración judicial que establezca dicha
incapacidad absoluta, pues la misma afecta al sujeto únicamente por razón de su minoría; de tal modo
que la partida de nacimiento del mismo bastará para acreditar su edad, y establecer si le incumbe una
capitis diminutio o si es sui juris.
Por lo demás, la fijación de esta edad de dieciséis años fue resultado de un compromiso o transacción
entre diversos puntos de vista originariamente sustentados en el seno de la Comisión Reformadora. De
una parte se propugnó la edad de dieciocho años; de otra parte la de doce y catorce años. Oliveira
manifestó al respecto que "se declaraba en contra de la edad de dieciocho años; que no se avenía con la
idea de reputar incapaz absoluto al púber que ganaba su sustento colaborando en la vida económica de
la nación; que no podía negarse al contrato de trabajo su carácter contractual por ser limitada en él la
libertad de las partes, porque la autonomía de la voluntad no es la misma en todas las convenciones y
está dentro de la naturaleza de las cosas que sea menor en aquellas que afectan directamente a la
persona; que el arrendamiento de servicios presentaba formas variadas, algunas de las cuales, que
interesaban a la clase media, no habían salido aún de los moldes clásicos; que dicho contrato no es el
único en que intervienen los menores de dieciocho años; que éstos celebran frecuentemente, por sí
solos, todos los requeridos por las necesidades ordinarias de la existencia (el contrato de transporte, por
ejemplo; que el Código alemán les permite testar y una ley francesa hacer depósitos en las cajas de
ahorro y retirarlos, desde los dieciséis años cumplidos; que todos estos hechos no debían pasar
inadvertidos para el legislador; que si éste los olvidaba los recogería la práctica, la cual tendría que echar
mano de algún recurso técnico, el del consentimiento tácito, por ejemplo, para dar eficacia a algunos
actos de los menores, de la misma manera que la jurisprudencia universal había atenuado la incapacidad
de la mujer casada respecto de los actos indispensables para la vida ordinaria del hogar, por medio de la
teoría del mandato tácito; que para proteger a los menores no había por qué extender su incapacidad
absoluta, pues también se conseguía ese fin tutelar con la incapacidad relativa; que la edad más alta
admitida por el derecho positivo, era la de dieciséis años, adoptada por el Código brasilero; que el
Código argentino señalaba la de catorce; que la primera solución era quizás más atrayente desde el
punto de vista teórico porque parecía significar que la capacidad jurídica se basa en la aptitud intelectual
y no en la física, criterio llamado a renovar la doctrina concerniente a la edad para contraer matrimonio
válido, pero que la segunda era superior desde el punto de vista legislativo, pues con ella la ley se
apartaba menos de la realidad". Olaechea expuso: que "contra el límite de dieciocho años para la
83
incapacidad absoluta, se aducían argumentos derivados de la institución de la emancipación, que en su
concepto, debía ser mantenida; que, efectivamente, con aquel límite, resultaría de improviso capaz el
individuo que hasta ese momento era absolutamente incapaz, lo que importaba una paradoja moral y
jurídica; que, en consecuencia, se adhería al límite de dieciséis años, en cuya edad como se ha dicho, no
se confunden las aptitudes física y moral; que el hecho de que el Código Civil vigente dé al menor a los
catorce años el derecho de pedir la remoción de su guardador no prueba que le considere desde esa
edad en una capacidad relativa, sino que responde al clamor natural que hace que el niño desde la edad
más tierna pida lo que le es preciso; que el límite del Código de Comercio para permitir al menor el
ejercicio del comercio es el de veintiún años, pues si no los tiene lo ejerce por medio de su padre o
guardador, salvo el caso de emancipación anticipada. Calle manifestó que: "con el fin de armonizar
opiniones podía fijarse como límite de la incapacidad absoluta la edad de dieciséis años, con el carácter
de provisional". Así quedó acordado.
La determinación de la fecha en que debe considerarse que el sujeto ha cumplido los dieciséis años se
hace de acuerdo a lo establecido en el art. 1116 [art. 183, C.C. 1984], es decir, por años, meses y días
completos.
A diferencia del caso considerado en el inc. I., en el del inc. 2., o sea, cuando se trata de los que
adolecen de enfermedad mental que les prive de discernimiento, es preciso una decisión judicial que
especial y concretamente declara la incapacidad por dicha causal. El art. 1331 y siguientes del C. de P.C.
[art. 581, C. P. C. 1993] indica la tramitación respectiva a seguirse para declarar la interdicción del
incapaz por la anotada causal mentada en el inc. 2. del art. 9. del C.C. Hay que remarcar que ha de
tratarse de enfermedad mental. La enfermedad simplemente física no es causal de incapacidad.
Solamente algunos casos de enfermedad física originan determinadas incapacidades de derecho. Así, el
art. 683 [art. 694, C.C. 1984] prohíbe que el mudo otorgue testamento por escritura pública; el art. 684
[art. 693, C.C. 1984], que el ciego otorgue testamento cerrado u ológrafo; según el art. 145 [art. 277, inc.
7, C.C. 1984] es anulable el matrimonio del que adoleciera de impotencia absoluta al tiempo de
celebrarlo. La razón de la incapacidad del insano mental estriba, como escribe Montarce Lastre, en que
"el alienado es incapaz de conducirse a sí mismo porque carece de un elemento indispensable, la
libertad; de ahí, justamente, el nombre de "alienado" (que tiene su libertad enajenada, que está privado
de sus facultades mentales). Cuando este estado ha pasado los umbrales del hogar interviniendo la
justicia, y el juez ha declarado que el sujeto está afectado por ella, se dice que dicho individuo es un
interdicto". Molinas escribe: "la interdicción, decimos, está establecida en el interés particular del
demente, aun cuando esto parezca una paradoja, según lo hemos expresado ya, pero no es así, pues con
la curatela que se le otorga a raíz de esa interdicción –y la que es previa e indispensable para que ella
pueda acordarse– se le protege en su persona y en sus bienes. Deberá tenerse presente además que si
bien es cierto que –aun cuando no se declarara su interdicción– sus actos podrían siempre ser anulados,
por cuanto dado su estado, no tendría las condiciones exigidas para la realización de un acto jurídico, ya
que él carece de discernimiento, ello tendría el inconveniente –desde luego, grave– de accionar en cada
caso, y con sujeción a las reglas del derecho común para obtener la nulidad del acto, mientras que,
decretada la interdicción –y dada la incapacidad que ella crea a la persona– no deberá demostrarse ya en
su falta de discernimiento en el momento mismo del acto, sino probar simplemente que ha sido
declarada demente". Según la indicación del art. 561 [art. 571, C.C. 1984], para que quede sujeto a
curatela uno que padece de enfermedad mental (y lo mismo se aplica para el caso del que padece de
debilidad mental) es necesario que sea inhábil para dirigir sus negocios. Enneccerus escribe: "se requiere
la incapacidad para el cuidado de sus asuntos". No basta la incapacidad para cuidar de algunos asuntos y
la capacidad para cuidar únicamente de algunos asuntos no excluye la incapacidad. Por asuntos no se
han de entender únicamente los actos jurídicos, sino las incumbencias de todas clases, en particular
también el cuidado de la propia persona y la observancia de los deberes públicos. La peligrosidad del
enfermo no es por sí sola una causa de incapacitación".
84
Se comprende, sin mayor esfuerzo, la necesidad de la declaración judicial de la capitis diminutio.
Pacheco escribió sobre el particular, comentando el art. 21 del Código de 1852: "es necesario, por
consiguiente, examinar el hecho particular, verificarlo, y sólo después de comprobada su existencia hay
lugar a declarar la incapacidad, para que ésta produzca sus efectos y para que el incapaz quede
legalmente en estado de interdicción (21 C.)".
El inciso 2. del art. 9. se refiere a la insanidad mental como enfermedad permanente. Si un sujeto
padece de enfermedad mental transitoria se puede demandar la nulidad del acto celebrado en
circunstancia tal; pero esto, como se comprende, no respecta a una situación permanente del sujeto que
determine una capitis diminutio general. El Código portugués indica en su art. 353: "los actos y contratos
celebrados por personas que accidentalmente se hallasen privados al tiempo de otorgarse, de hacer uso
de su razón por delirio, embriaguez y otras causas semejantes, podrán ser rescindidos si dentro de diez
días siguientes a su restablecimiento aquellas personas protestasen por ante escribano y en presencia de
dos testigos e intentasen la correspondiente acción dentro de los veinte días siguientes". El Código
alemán en su numeral 105 prescribe "la declaración de voluntad de un incapaz es nula. Es igualmente
nula la declaración de voluntad prestada en un estado de inconciencia o de perturbación pasajera de
espíritu". Y es que, como escribe Salvat: "estado habitual quiere decir que sea el estado más frecuente,
el más ordinario del individuo; en otros términos su estado normal; una alteración pasajera de las
facultades mentales, fácil de presentarse en ciertos casos, por ejemplo, en los de conmoción cerebral, no
sería suficiente. Por el contrario, no es necesario que el estado de manía o demencia sea continuo; la
declaración de demencia procede aunque tengan intervalos lúcidos. Es clásica la definición que daba
D'Aguesseau de intervalo lúcido: "no es –decía– un crepúsculo que junta el día y la noche, sino una luz
perfecta, un resplandor vivo y continuo, un día pleno y entero que separa dos noches". En términos un
poco menos gráficos, pero más científicos, podríamos decir con Legran Du Saulle, que "el intervalo lúcido
consiste en la suspensión absoluta, pero temporaria, de las manifestaciones y de los caracteres del
delirio". Durante él, el enfermo recobra la plena lucidez de sus facultades mentales; sus actos, el juego
de sus sentimientos y pasiones, son completamente normales, como si realmente no estuviera atacado
de insanía; pero el intervalo lúcido pasa y la manía o demencia reaparecen en toda su intensidad".
Escribe Molinas: "La declaración de demencia, o mejor dicho, el pedido de interdicción, deberá tener por
base la existencia de una demencia actual. Ella no puede recaer sobre una demencia ya pasada y a los
efectos acaso, de obtener con tal declaración un elemento más para alegar luego la nulidad de actos
realizados por la persona que estuvo en tal estado".
Declarada la incapacidad del sujeto por enfermedad mental, queda el sujeto en una situación de no
poder practicar por sí mismo ningún acto jurídico, en general. Mas, cabe preguntar qué ocurre con el
acto que celebre en los llamados intervalos lúcidos. Conforme a los Códigos francés (art. 489), argentino
(art. 141), hay nulidad del acto en tales circunstancias. La opinión de la mayoría de los autores se
pronuncia en idéntico sentido. Es muy raro el caso del verdadero estado lúcido; suele ser, las más de las
veces, un dato engañoso, que encubre la persistencia de la enfermedad. Por eso es lo más aconsejable
no entrar en un terreno aventurado al conceder que los intervalos lúcidos posibilitan para celebrar actos
jurídicos.
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El tercer inciso se refiere a los sordomudos que no saben expresar su voluntad de una manera
indubitable. En este caso es preciso declaración judicial de interdicción (art. 556) [art. 566, C.C. 1984]. En
las Partidas se lee: "Otrosi dezimos, que el que es mudo, o sordo desde su nascencia, non puede fazer
testamento. Empero, el que lo fuesse por alguna ocasión, assi como por enfermedad, o de otra manera,
este tal, si supiesse escriuir, puede fazer testamento, escriuiendolo por su mano misma". (Part. VI, tít. I;
ley 13).
En el estado actual de las cosas, como hoy se conocen medios adecuados por los cuales los que sufren
del defecto somático indicado en el inciso 3, del art. 9, pueden dar a conocer su voluntad de manera
indubitable, es lógico que la incapacidad no afecte en tal circunstancia a quien padece de dicho defecto
somático. El poder expresar de una manera indubitable su voluntad, revela en el agente un desarrollo en
sus facultades intelectuales, que no explicarían no reconocerle capacidad de obrar. Como dice Manresa y
Navarro, "la lectura y la escritura colocan al sordomudo en la posibilidad de ponerse en relación con el
mundo exterior, comunicar sus impresiones y conocer las ajenas; moverse, en fin, libremente en
sociedad, poder apreciar la significación y trascendencia de sus actos y hasta prever sus naturales y
legítimas consecuencias. Cuando lea y escriba no necesita tutor, a no ser que sea menor, o se halle
incapacitado, en cuyo caso lo necesitará por este otro concepto". De tal modo que "tratándose de
sordomudo, no cabe constatar la sordomudez y que no sabe leer y escribir, sino que es menester indagar
además si son incapaces a la gestión de sus asuntos y el grado de esa incapacidad". (Enneccerus. Pérez
Gonzales y Alguer).
El cuarto caso de incapacidad es respecto a los desaparecidos cuya ausencia esté judicialmente
declarada (inc. 4.). Ella está tomada del Código argentino (art. 54).
Nuestro Código Civil establece en el art. 590 [art. 597, C.C. 1984] que: "cuando una persona se
ausentare o hubiese desaparecido de su domicilio ignorándose su paradero y sin dejar mandatario que
administre sus bienes, se proveerá a la curatela de éstos, observando lo dispuesto en los arts.559 y 563
[arts. 569 y 573, C.C. 1984]. A falta de las personas llamadas por los artículos citados, ejercerá la curatela
la que designe el Juez. Esto mismo se observará cuando en iguales circunstancias se acabe el mandato
conferido por el ausente". Con este artículo concuerda lo establecido en el art. 1282 y ss. del C. de P.C.,
conforme a los cuales "se declarará ausente y se le nombrará guardador al que se ha separado o
desaparecido de su domicilio o residencia y de cuya existencia no se tiene noticia durante un año a lo
menos". La declaración judicial de ausencia se hará de acuerdo a los trámites señalados en los referidos
artículos 1272 y ss. del C. de P. C. En seguida este mismo cuerpo de leyes contiene las reglas (art. 1284 a
1287) sobre posesión provisional y definitiva de los bienes del ausente, en favor de sus herederos
(presunción de su fallecimiento).
El Código Civil ha considerado la ausencia judicialmente declarada como una incapacidad, porque ella
puede ser estimada como una "incapacidad de hecho", como algunos la llaman. Claro es que examinada
la disposición con severo criterio crítico, se echa de ver que se trata de una ficción. Se supone que la
persona ausente sea incapaz. Si la capitis diminutio en los casos de incapacidad absoluta se debe fundar
en una causal de orden natural en el sujeto que lo imposibilite para ejerecer sus derechos (como ocurre
tratándose de los casos de los incisos 1., 2. y 3. del art. 9.), esta causal no se puede afirmar que existe en
el caso del ausente. Pero sí existe la imposibilidad de facto del ausente, de ejercer por sí mismo sus
derechos. Y por eso se le insume en la categoría de los incapaces con incapacidad absoluta,
designándosele curador para que lo represente.
Creemos que no existe duda en cuanto a la clase de ausente a que se contrae el inciso 4. del art. 9.: son
"los desaparecidos cuya ausencia está judicialmente declarada". Esto elimina, pues, el caso de la llamada
simple ausencia, es decir, de una persona "no presente", como se la denomina, o sea, de quien dentro
de un procedimiento judicial no aparece con domicilio conocido, en cuyo supuesto se le designa un
86
defensor del ausente que lo represente en dicho juicio (art. 29 y sgts. del C. de P.C.). El curador
nombrado conforme al inciso cuarto del artículo 9 del C.C., tiene la representación general de los
intereses del ausente, mientras que el defensor judicial del ausente sólo lo representa en el juicio en el
cual ha sido designado con tal carácter.
Los actos practicados por personas que padecen de incapacidad absoluta son nulos, con nulidad
absoluta, según lo ordenado en el art. 1123, inciso primero.
Referencias:
Institutas, lib. III, tít. XIX, p. 10; Digesto, lib. XXVII, tít. X, ley 10 y 11; lib. XLV, tít. 1, ley 6; Institutas, lib. 1.;
proemio; Código alemán, art. 114; suizo, 14, 16, 370, 369, 371; brasilero, 6; español, 32; argentino, 55;
chileno, 1447; francés, 513; italiano, 415; (339, 340); colombiano, 1504; ecuatoriano, 1437; uruguayo,
1280; peruano, 16.
El mayor de 16 años y menor de 21 años padece incapacidad relativa. Como en el caso del menor de 16
años, no se requiere declaración judicial previa que establezca tal incapacidad, la cual resulta del simple
hecho de que el sujeto no haya alcanzado la edad de veintiún años. Se ha conservado esta edad, que se
hallaba consagrada en el Código anterior y que coincide con la capacidad en materia política.
El art. 10 se refiere a la situación legal de los púberes, fijándose la de los infantes y de los impúberes en
el inciso I. del art. 9. Conforme a este último, por lo demás, no se distingue entre estas dos últimas clases
de menores, como ocurría en el derecho romano, para el cual infante era la persona que no había
cumplido siete años, e impúber aquel que había alcanzado dicha edad y no había alcanzado la edad de la
pubertad, que en la mujer empezaba a los doce años y en el varón en la época en que fuera capaz de
generar (pubes qui generare potest), hasta que Justiniano la fijó en los catorce años, en general. Con la
ley Pletoria la minoría cesaba propiamente a los veinticinco años, en que se reputaba que el sujeto
adquiría pleno desarrollo intelectual. El sistema romano aparece recogido en las Partidas.
El Código brasilero sobre este punto contiene reglas idénticas al peruano vigente. Lo mismo ocurre con
el argentino, para el cual son menores impúberes los que no han alcanzado la edad de catorce años, y
menores simplemente los que tengan menos de veintidós años. Según el Código suizo, la capacidad se
adquiere a los veinte años cumplidos. Conforme al art. 16 de dicho Código, toda persona no desprovista
de la facultad de actuar razonablemente a causa de su poca edad (jeune âge), es capaz de
discernimiento. La capacidad o incapacidad se aprecia, pues, en estos casos in concreto, con un criterio
subjetivo. El criterio objetivo, la apreciación in abstracto, fija la edad de veinte años como determinante
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de la capacidad. Rossell y Mentha escriben: "aquellos que aun hallándose en estado de minoría, sin
embargo han alcanzado la edad a partir de la cual se dan cuenta de sus actos, gozarán del beneficio de
una presunción virtual de capacidad de discernimiento, y el peso de la prueba incumbirá necesariamente
a aquel que negase la verdad material de esta presunción. Los otros serán reputados, incapaces de
discernimiento, y la prueba de su capacidad en relación a la ejecución del acto litigoso será hecha por
aquella de las partes que de la misma se prevale".
El menor de 16 años no puede realizar acto civil, salvo algunos que excepcionalmente permita la ley
(art. 12); representándolo quien ejerza la patria potestad o sea su tutor.
En cuanto a su responsabilidad por acto ilícito, no se establece un criterio objetivo, como para el acto
jurídico, sino que la imputabilidad se determina in concreto. En efecto, el art. 1139 [art. 458, C.C. 1984]
establece: "El incapaz queda obligado por sus actos ilícitos siempre que hubiese procedido con
discernimiento".
La solución adoptada por el legislador nacional, en el sentido de distinguir dos clases de incapacidad
por minoría de edad, la absoluta para los que no han alcanzado dieciséis años; y la relativa para los que
tienen más de tal edad y no han cumplido veintiún años, parece ser una solución conveniente. Dice
Salvat, con referencia al Código argentino, que "en cuanto a las antiguas distinciones entre infantes,
impúberes y púberes, el derecho moderno tiende en general a suprimirlas, por tratarse de distinciones
abstractas, desprovistas de valor práctico alguno. Las leyes, en efecto, al establecer un límite de edad
para la realización de ciertos actos, no lo hacen tomando como base el límite de la infancia o de la
pubertad, sino señalando directamente la edad que cada legislador considere más adecuada, según el
acto de que se trate, no coincidiendo, generalmente, con el límite de la infancia ni de la pubertad".
Como se observa, el citado autor se inclina por la solución del Code Civil, de no hacer diferenciación
entre menor púber e impúber.
Nuestro codificador ha reputado que habiéndose establecido un tratamiento diferente para los actos
practicados por incapaces, según que éstos se hallen incursos en una capacidad absoluta o relativa
(nulidad absoluta y nulidad relativa del acto, respectivamente), con relación a menores de edad convenía
hacer la diferenciación entre ambas incapacidades por razón de la edad.
El cálculo de la edad para la aplicación de lo dispuesto en la primera parte del art. 10 (así como del
inciso 1. del art. 9.) se hará de acuerdo a las reglas establecidas en el art. 1116. [art. 183, C.C. 1984]
El art. 10, después de referirse al menor adulto, indica que sufren incapacidad relativa los sujetos a
curatela no comprendidos en el art. 9. El art. 555 [art. 564, C.C. 1984] enumera las personas sujetas a
curatela, que son las siguientes: 1. Los débiles mentales, 2. Los que adolezcan de enfermedad mental
que les prive habitualmente de discernimiento; 3. Los sordomudos que no puedan expresar su voluntad
de una manera indubitable; 4. Los pródigos; 5. Los ebrios habituales; 6. Los que incurran en mala gestión;
7. Los que sufran la pena de interdicción civil. De esta enumeración hay que apartar, pues, los casos de
los incisos 2. y 3. del art. 555 (comprendidos en el art. 9) de suerte que la incapacidad relativa
comprende los casos de los incisos 1., 4., 5., 6. y 7. del art. 555.
88
El débil mental queda sujeto a curatela según la indicación del art. 561 [art. 571, C.C. 1984]. Se
requiere en este caso, como en el del enajenado mental (art. 9., inc. 2.), declaración judicial de
interdicción; de acuerdo a las reglas establecidas en el art. 1331 y ss. del C. de P. C.
El débil mental es el que sufre de un déficit espiritual en cuanto a la inteligencia y libertad, que no le
permite ejercitar por sí mismo algunos de sus actos civiles. El débil mental sufre, pues, de una ausencia u
obliteración de criterio y de voluntad; y se diferencia del caso de los que sufren enajenación mental, por
razón de la mayor gravedad de la dolencia que afecta a estos últimos, privados completamente de razón;
pues en relación a estos estados de anormalidad mental hay una variada y sutil gama, y por eso cabe
considerar que existen situaciones de debilidad mental y no de completa alienación mental; de modo
que la incapacidad resulta atenuada, o sea, que los individuos deben entonces quedar sujetos a una
incapacidad sólo relativa. El juez, de acuerdo con los informes periciales, ha de apreciar el caso in
concreto, para decidir si se trata de un caso de incapacidad absoluta o relativa. El art. 571 establece en
efecto, que: "El Juez al declarar la interdicción del incapaz fijará la extensión y límites de la curatela
según el grado de incapacidad de aquél". El juez puede dar a la curatela su extensión y límites máximos,
en cuyo caso determina la incapacidad absoluta, o restringe aquélla, permitiendo ciertos actos a la
persona curatelada, para que los ejercite por sí misma, en cuyo supuesto determina una incapacidad
relativa. Por eso es que el número 571 habla del "grado de incapacidad". La incapacidad, en efecto, se
establece como medida de protección del incapaz y, por lo tanto, no debe sobrepasar y desbordar el
perímetro constituido por la necesidad de tal protección; en el exceso de esa necesidad, la medida
resulta injustificada. De este modo, la declaración de incapacidad absoluta ha de declararse como
medida extrema, para el caso propiamente de alienación mental; funcionando una interdicción relativa o
mitigada por otros casos graves. Planiol y Ripert escriben con relación a la debilidad de espíritu que "el
débil de espíritu a que se refiere el art. 499 es aquel cuyas facultades se hallan debilitadas, sin que haya
pérdida total y habitual que haga posible la interdicción... Los Tribunales aprecian libremente la
existencia de la debilidad de espíritu y deciden a su arbitrio, según la gravedad y el carácter más o menos
habitual de los trastornos mentales entre la interdicción o la dación de un consejero judicial; pueden
también rehusar ésta cuando les parezcan que las circunstancias excluyen todo peligro para la fortuna
del imbécil".
La razón que justifica la incapacidad por debilidad mental es fácil de percibir. "El individuo está
afectado de una debilidad de espíritu que le hace incapaz de poseer una voluntad libre que le sea propia,
cediendo a todas las influencias de las personas que le dominan, por lo que es el juguete y algunas veces
la víctima de la brutalidad o de los malos tratamientos de aquéllos que le rodean; y por lo que en fin sus
facultades intelectuales están de tal manera enervadas que él ya no es más accesible a ningún
sentimiento honorable, resultando incapaz de gobernarse por sí mismo. (Dalloz).
Por lo demás, el criterio decisivo para declarar la incapacidad por debilidad mental, como por
enajenación mental, es que la persona sea inepta para dirigir sus negocios y no se puede o no se debe
prescindir de socorros o cuidados permanentes respecto a ella, o que dicha persona constituya amenaza
para seguridad ajena (art. 561) [art. 571, C.C. 1984]. La enfermedad mental como la debilidad o flaqueza
de espíritu, entraña una pérdida o disminución en el debido poder de discernimiento. Sus actos no
responden a una apreciación racional de las causales y consecuencias de los mismos; de modo que la
declaración de voluntad es inconveniente y peligrosa en lo que se refiere al mismo menti capti o a
tercero. Un deber de protección social justifica, pues, la inhabilitación respectiva.
El sistema de nuestro Código Civil, admitiendo dos clases de incapacidad por razón de perturbaciones
mentales tiene, pues, más flexibilidad que el sistema que sólo reconoce una clase de incapacidad, la
absoluta, por enajenación mental en general. Este último sistema es el del Código español, del argentino
y del brasilero.
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El sistema que sigue nuestro Código es el mismo que ha acogido el Código francés (art. 499); alemán
(art. 6., inc. I.); suizo (art. 369, 16). La debilidad mental, como la enfermedad mental, suponen un estado
más o menos permanente en el sujeto. El inc. 2. del art. 555 [art. 564, C.C. 1984] dice que quedan sujetos
a curatela los que adolezcan de enfermedad mental que les prive "habitualmente" de discernimiento; es
decir, que se trata de un caso distinto de insanía transitoria. Puede ocurrir, en efecto, que el sujeto se
halle en estado pasajero y accidental de obnubilación de discernimiento. El acto que se practique en
tales circunstancias tiene que ser nulo; pero se trata de una nulidad que afecta a ese acto, por la falta de
consentimiento propiamente tal en el declarante de voluntad. Mas, la incapacidad es una situación
general, en que queda insumido el sujeto; de modo que no puede practicar ningún acto o una serie de
actos, porque está calificado el sujeto de incapaz (por eso, no interesa determinar si el acto lo hiciera en
un "momento lúcido"). Como casos de insanía transitoria, pueden citarse la hipnosis, el morfinismo en
estado agudo y otras formas de intoxicación, la embriaguez con pérdida del sentido discriminatorio, el
delirio intermitente, y en general cualquier estado anormal que implique pérdida de la conciencia de los
actos que se realice.
Al caso del débil mental se puede asimilar el de quien por causa de debilidad senil esté incapacitado
para dirigir acertadamente sus negocios, conforme a la indicación del art. 575. Se le designa un curador,
de acuerdo a lo que este artículo indica. Dicho precepto se ha inspirado en el art. 372 del Código suizo;
pero mientras este último considera la interdicción sólo a petición del mismo interesado, es decir, de la
persona que se considera imposibilitada de dirigir sus negocios por consecuencia de debilidad senil, el
art. 575 de nuestro Código Civil no contiene esta limitación; de tal modo que cabe que la petición judicial
respectiva sea hecha por la propia persona que desea quedar curatelada, o por las personas indicadas en
el art. 574 [art. 583, C.C. 1984].
El pródigo queda sujeto a curatela (art. 555, inc. 4.; art. 576 y ss.) [arts. 564 y 584, C.C.1984]. Ya el
derecho romano había establecido esta incapacidad. En las Institutas se lee: "Los furiosos y los pródigos
aunque sean mayores de veinticinco años, se hallaban por la ley de las Doce Tablas bajo la curatela de
sus agnados. Más comúnmente en Roma el prefecto de la ciudad o el pretor, y en las provincias los
presidentes, les dan curadores en vista de la averiguación practicada" (ley 3 tit. XXIII; lib I; Inst). Se
equiparaba, pues, al prodigus con el menti capti. En las Partidas se lee: "En latín prodigus, tanto quiere
dezir en romace, como desgastador de sus bienes: e dezimos que si a este atal por esta razón le fuesse
dado guardador algun su pariente propinco, o a otro; e le fuesse defendido del Juez del lugar, que non
sasse de sus bienes sin otorgamiento de aquel su guardador; ningún prometimiento que despues desto
fiziesse, non valdría; nin fincaria por ello obligado, si non en la manera que diximos en la ley ante desta,
del pupilo". (Part. V, tit. II, ley 5).
El Código de Napoleón (art. 513) consagra esta causal de inhabilitación, y lo mismo lo hacen la mayoría
de los Códigos incluyendo el español (art. 200), el alemán (art. 114), suizo (art. 370), brasilero (art. 6.) y
el italiano de 1942 (art. 45). El Código nacional de 1852 también consideraba el caso (art. 16, inc. 3.). El
Código argentino no incluye esta incapacidad. Tampoco ha sido admitida por el derecho anglo-
americano. El Proyecto del Código civil argentino ha juzgado conveniente mantener en este punto lo
establecido en el Código de Vélez Sarsfield.
La cuestión es una de dogmática jurídica. Considerando que el "disipador habitual", como dice el art.
576, que ha dilapidado más de la tercera parte de sus bienes raíces o capitales, teniendo cónyuge,
ascendientes o descendientes, es persona que padece una obnubilación de criterio en cuanto a apreciar
el valor económico de las cosas, se le somete a una incapacidad relativa, con el objeto de protegerlo y
sobre todo de proteger a sus parientes más próximos (cónyuge, ascendientes, descendientes). La razón
de la capitis diminutio, es la protección económica.
90
Pero se critica la anterior toma de posición, por cuanto ella responde a una concepción económica
individualista. Se trata de la defensa de la propiedad privada. Mas, la riqueza debe circular. Es un interés
privado el que se quiere proteger, sin que responda a una necesidad de utilidad social. Entre el que
guarda la riqueza y el que la gasta, más simpatía suscita el último y, acaso, despliega una actividad más
beneficiosa que el primero. "El pródigo –escribe Fereyra Coelho– hace compartir del disfrute de su
propiedad a la sociedad en que vive, concurre para el desenvolvimiento comercial y, por tanto, para la
riqueza pública, aun con perjuicio de su bienestar futuro. El avariento prívase de muchos goces sólo para
no concurrir al bienestar de otros y consecuentemente niega a la sociedad en que vive la cooperación
que le debe para el desenvolvimiento quizá producido por la utilización de la propiedad inactiva".
El juez apreciará in concreto si procede la incapacidad por prodigalidad, cuando se presenten las
circunstancias indicadas en el art. 576 [art. 584, C.C. 1984]. Ha de seguirse para ello el procedimiento
ordinario, según lo que ordena el art. 1336 del C. de P.C. El mismo procedimiento del art. 1336 citado, ha
de utilizarse para la capitis diminutio por mala gestión y por embriaguez habitual. En los demás casos de
incapacidades, se utilizará el procedimiento del art. 1332 a 1333 del C. de P.C.
Otra causal de incapacidad relativa es la considerada en el inciso 5 del art. 555 [art. 564,C.C. 1984], que
hace mención de "los que incurren en mala gestión". El art. 583 y ss .[art. 585, C.C. 1984], norman las
condiciones para que proceda esta inhabilitación. Se requiere que la persona a que la misma concierne,
haya perdido más de la mitad de sus bienes raíces o capitales, teniendo cónyuge, ascendientes o
descendientes; no rigiendo esa tasa si la acción se interpone por el marido; y quedando al prudente
arbitrio del juez apreciar la mala gestión (art. 583).
El art. 370 del Código suizo trata de la "mala gestión". Rossel y Mentha hacen el siguiente comentario:
"la fórmula legal es bastante elástica; evidentemente, será menester para que haya mala gestión en
cuanto a hacer una causa de sometimiento a tutela, que ella implica que la voluntad de no administrar o
la incapacidad de administrar razonablemente sus negocios. Esperamos que no se interpretará muy
extensivamente esta parte de nuestro texto; un émulo de Bernard Palisay, debería sin ella, ser puesto
bajo tutela en Suiza". Agregan los mismos autores: "la mejor salvaguarda de toda aplicación abusiva del
artículo 370 reside en esto: los pródigos, los ebrios, etc. deberán, por el hecho de su prodigalidad, de su
embriaguez, de su mala conducta, de su mala gestión, exponerse ellos mismos o exponer a su familia a
caer en la necesidad, o bien ellos no podrán pasarla sin cuidados y asistencia permanente, o bien ellos
amenazarían la seguridad de terceros; y la prueba de cualquiera de estas circunstancias corresponderá al
peticionario de la interdicción".
Comparando la causal constituida por la mala gestión con la constituida por la prodigalidad, se advierte
la semejanza en cuanto al carácter de los bienes pertenecientes al curatelado: raíces o capitales, y en
cuanto a la necesidad de que él tenga cónyuge, ascendientes o descendientes (es decir, herederos
forzosos). La causal de inhabilitación es diferente. En la prodigalidad se debe a un defecto en el carácter
del sujeto: el hábito de los llamados "gastos locos"; en el caso de la mala gestión, es la falta de eficiencia,
la imprudencia en el manejo y dirección de los negocios propios. Mientras que en la prodigalidad se
requiere que el desmedro haya superado a la tercera parte de los bienes, en la mala gestión es preciso
que haya superado la mitad de los mismos.
La embriaguez habitual es otra causa de incapacidad relativa, según el inciso 5. del art. 555 [art. 564,
C.C. 1984]. El art. 504 y ss., norman lo relativo a la curatela en tal caso. El inc. 3. del art. 6. del B.G.B dice:
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"aquel que por consecuencia de embriaguez se halla en la imposibilidad de administrar sus negocios,
expone a su familia a caer en la indigencia o compromete la seguridad de otro".
Según comenta Warneyer, en la indicación debe entenderse que se comprende toda clase de bebida
de embriaguez, y no exclusivamente las alcohólicas y que, por el contrario, no se puede pronunciar una
inhabilitación por causa del empleo de sustancias estupefacientes como opio, morfina, cocaína; pues
este caso a lo que más bien puede dar origen, es a una interdicción por aplicación del inciso I. del art. 6.
(por debilidad mental).
Según lo que advierte el art. 585 de nuestro Código [art. 588, C.C. 1984], en el caso de la embriaguez
habitual la provisión de curador procede si por tal causa la persona de que se trata se exponga o
exponga a su familia a caer en la miseria, necesita asistencia permanente o amenace la seguridad ajena.
Se trata, pues, de un individuo que haya adquirido el vicio de la embriaguez, de la etilomanía, como
hábito estable, con carácter morboso. En tal supuesto de embriaguez habitual, como es el caso de quien
ha incurrido en mala gestión, el curatelado no puede litigar, ni practicar actos que no sean de mera
administración de su patrimonio, sin consentimiento especial del curador (arts. 586 y 578) [art. 591, C.C.
1984]. La designación del curador, en ambos casos, del que incurriera en mala gestión y del ebrio
habitual, se hace por el juez (arts. 586 y 577) [art. 589, C.C. 1984], conforme al respectivo trámite del
Derecho Procesal Civil (art. 1336 del C.P.C.).
En último término, como causal de incapacidad relativa hay que indicar la que se produce por pena que
lleva aneja interdicción civil (art. 555, inc. 7.; art. 587 y ss.) [arts 564 y 595, C.C. 1984]. El Código suizo
destina a este asunto sus artículos 371 y 432.
El art. 200 del Código español indica que quedan sujetos a tutela los que estuvieren sufriendo pena de
interdicción civil (inc. 4.).
En relación a otros países, los códigos penales establecen la interdicción civil por consecuencia de la
pena impuesta. Así ocurre en el argentino (art. 12), en el ruso (art. 40). Hay otros países en que no se ha
admitido esta incapacidad, como Brasil y Alemania.
Nuestro Código Penal menciona la pena de inhabilitación en el art. 10 [art. 31, C.P. 1991] y en el art. 27
[art. 36, C.P. 1991] enumera los efectos de tal pena. Ellos importan cosa distinta de lo mandado en el art.
587 del Código Civil [art. 595, C.C. 1984], pues dichos efectos del art.27 del Código penal se refieren a
incapacidades de goce, en tanto que la incapacidad instituida en el art. 587 del Código Civil se refiere a
una incapacidad de ejercicio con referencia a los casos indicados en el art. 588 [art. 596, C.C. 1984].
La razón por la cual se establece la incapacidad en el caso contemplado en el art. 587 antes citado,
estriba en la imposibiliad de hecho en que se encuentra la persona de ejercer por sí misma sus
derechos. Es una incapacidad de hecho. Es una medida de protección legal del condenado. Orgaz indica
92
que los tratadistas señalan los siguientes fundamentos de la incapacidad de que ahora se trata: "I.)
indignidad del condenado, en el sentido de que la pena le hace inmerecedor de gozar de la normal
capacidad jurídica; 2.) la condición legal del penado, que usando de sus recursos, podría mejorar su
situación, contrariando así el principio de la igualdad de las penas: el condenado rico estaría en mejores
condiciones que el pobre; 3.) el temor de que el condenado, pudiendo administrar y disponer de sus
bienes, se facilite mediante ellos la fuga, sobornando a sus guardianes; 4.) un propósito de protección,
pues el cumplimiento de la pena le hace imposible al condenado la directa administración de su
patrimonio". Agrega dicho autor: "llegamos así al fundamento que explica la institución como un sistema
organizado para la tutela del condenado. Desde luego, este fundamento tiene en su favor dos
circunstancias significativas: por una parte, la naturaleza de la incapacidad, la cual se refiere al ejercicio
de los derechos; pertenece, pues, al número de las incapacidades de hecho, las cuales se inspiran
siempre en un propósito de protección. Por otra parte, este fundamento se encuentra inspirando la
incapacidad en todas las legislaciones que la sancionan, aun en aquellas que la organizan
preferentemente como una pena. Parece, así, que él se encuentra en la base de la institución. Según este
fundamento, la incapacidad de los penados es establecida por la ley en consideración a que el
cumplimiento de la pena hace imposible al condenado vigilar personalmente sus intereses. Nace, pues,
de la circunstancias de hecho en que se encuentran los individuos que purgan su condena. Planiol llama
a esta incapacidad "arbitraria", en el sentido de que los condenados son tan capaces de obrar después
de su condenación como lo eran antes, pues la causa que la origina no tiene relación con la debilidad o
pérdida del discernimiento, como la incapacidad de los menores y de los dementes. Mas a nuestro juicio,
Planiol da por sentado lo que precisamente es necesario investigar: si la falta de libertad que aflige al
condenado no modifica su capacidad de obrar".
Los actos realizados por las personas que sufren incapacidad relativa, son anulables, según lo que
indica el art. 1125, inc. I [art. 221, inc.1, C.C. 1984].
Referencias:
Institutas, lib. I, tít. XII, p. 6; Codex, lib. VIII, tít. XLIX, ley 5, lib. II, tít. XLV; Código francés, arts. 476, 477,
478; italiano, 390, 391, 394, 397, (arts. 310, 311, 313, 317); español, arts. 314, 315, 316, 318, 320;
portugués, arts. 304, 305; alemán, art. 3; holandés, 385; suizo, 14, 15, 431; argentino, 128, 131; chileno,
264, 266, 298, 301; ecuatoriano, 261; colombiano, 312, 339, 340; mexicano, 641 y ss.; peruano, 298 y
299.
En cuanto al caso de emancipación voluntaria, el Código de Procedimientos Civiles indica en sus arts.
1039 a 1042 el trámite respectivo. De esta suerte, la declaración de emancipación es una homologada,
dictada por el Juez, y no una simple declaración privada; lo cual es ventajoso, pues se evita dudas acerca
93
de la validez en sí misma de la declaración y acerca de sus alcances. Sea que el menor, varón o mujer,
esté sujeto a patria potestad o a tutela, puede ser emancipado (art. 425, inc. 2.; art. 539, inc. 3.) si ha
cumplido 18 años, deviniendo con ello completamente capaz, o sea, como indica el art. 3. del B.G.B.,
"por la declaración de mayoridad, adquiere el menor la situación jurídica de un mayor de edad". Antes
de los 18 años la emancipación es nula radicalmente; nulidad que, por lo tanto no puede ser confirmada
al llegar el menor a los 18 años; de modo que lo que procedería sería el efectuar la emancipación, que
entonces sí sería válida.
Conforme al régimen instituido por nuestro Código, la emancipación confiere al menor plena
capacidad; se le considera como un mayor de edad. Desde luego, si un efecto jurídico se hace depender
de la circunstancia de que la persona tenga una edad que supere a los 21 años, la emancipación no
confiere derechos al emancipado para dicho acto.
Por el matrimonio el menor de edad resulta emancipado de pleno derecho. El art. 82, inc. I. [art. 241,
inc. 1, C.C. 1984] del Código establece que no pueden contraer matrimonio los varones menores de edad
y las mujeres menores de 18 años. De este modo, no habría posibilidad de aplicar lo indicado en el art.
11 en cuanto a los varones, y no se presentaría dificultad alguna del mismo en relación a las mujeres,
pues la edad de 18 años es la señalada en dicho numeral y en el inc. I. del art. 82. Pero el art. 87 [art.
244, C.C. 1984] faculta al Juez para dispensar el requisito de la edad siempre que el varón haya cumplido
18 años y la mujer 16; habiendo la Ley 9181 modificado el art. 87 indicando la edad de 16 y 14 años para
la dispensa. Puede infiltrarse la duda de si cesa la incapacidad del menor de edad, varón o mujer, que no
habiendo cumplido 18 años celebre matrimonio conforme a lo indicado en el art. 87 y la Ley 9181. De
acuerdo a la legislación francesa, la emancipación se produce en el supuesto considerado, cualquiera
que sea la edad del menor que ha contraído matrimonio (Dalloz). El Código chino determina: "el menor
que contrae matrimonio tiene la capacidad de ejercicio de sus derechos" (Art. 13; par. 3.). Entre nosotros
la solución tiene que ser distinta. El art. 11 habla de que cesa la incapacidad de las personas "mayores de
dieciocho años". Este es, pues, el primer supuesto establecido en la norma; además de él y
concurrentemente, se ha de presentar cualquiera de los otros hechos previstos en dicho artículo 11;
emancipación, matrimonio, obtención de título oficial.
Nosotros creemos que hubiera sido preferible en este punto que el matrimonio acarreara la
emancipación legal del menor, cualquiera que fuese la edad de éste.
Para que se produzca el efecto del art. 11 de capacidad por matrimonio, es indispensable que se trate
de uno válido o por lo menos putativo. Si el matrimonio se anula, la emancipación tácita que se había
producido, también queda sin efecto, pues desaparece la causal fundante del efecto fundado en aquélla.
En cuanto al caso de matrimonio putativo, es pertinente tener en cuenta el art. 157 [art. 284, C.C. 1984]
que prescribe: "El matrimonio declarado nulo produce efectos civiles respecto de los cónyuges e hijos, si
se contrajo de buena fe. Si hubo mala fe en uno de los cónyuges, el matrimonio no produce efectos a su
favor; pero sí respecto del otro y de los hijos. El error de derecho no perjudica la buena fe".
El hecho del matrimonio acarrea la habilitación de edad del menor, sin ninguna otra formalidad, como
dice el art. 131 del Código argentino, pues aquélla se produce ipso jure. "Todo menor que se casa se
emancipa de pleno derecho; sin que haya necesidad de ninguna declaración (art. 476). El matrimonio es
incompatible, en el estado de nuestras costumbres, con la subordinación de un menor que se hallare
sometido a la patria potestad o a la tutela. El marido tiene necesidad de su independencia como jefe de
familia, y, por otra parte, en su autoridad marital excluye toda dirección ejercida por un tercero sobre su
mujer". (Planiol y Ripert).
Hay que advertir con respecto a este asunto, que la emancipación del menor por matrimonio no es
plena en un caso singular, cual es el consistente en que el menor haya contraído matrimonio sin
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consentimiento del padre o la madre, pues entonces, según la indicación del art. 406 el usufructo legal
sobre el patrimonio del hijo correspondiente al padre o a la madre, subsiste hasta que el hijo adquiera la
mayoría de edad.
La emancipación tácita que sobreviene con el matrimonio del menor es irrevocable, así como la
emancipación expresa, que se produce por la respectiva declaración judicial; pues en nuestro Código no
existe un precepto de revocación como el art. 485 del Code Civil.
En cuanto al tercer caso indicado en el art. 11, se justifica la disposición, considerando que la obtención
de título oficial que acredite para ejercer una profesión u oficio, revela una condición en el sujeto que le
impone responsabilidades, que no son compatibles con una subordinación a voluntad ajena. Su aptitud y
desarrollo intelectuales están, por lo demás, demostrados por el hecho de haber obtenido el título a que
se refiere la disposición legal. Es, pues, lógico concederle una plenitud en cuanto al ejercicio de sus
derechos.
Aun cuando el inciso 1., del art. 9 [art. 43, inc. 1, C.C. 1984]. indica que es absolutamente incapaz el
menor de dieciséis años, el Código indica algunos casos en que una persona antes de haber llegado a esa
edad puede ejercer algunos actos; y de ahí el art. 12, reproducción del 14 del Código derogado(*). El art.
511 [art. 455, C.C. 1984] ordena: "El menor capaz de discernimiento puede adquirir a título puramente
gratuito sin la intervención de su tutor. Tampoco necesita de éste para ejercer derechos estrictamente
personales". El art. 519 [art. 530, C.C. 1984] prescribe: "El menor que hubiere cumplido catorce años y
cualquier interesado podrán recurrir al juez contra los actos del tutor". Según el art. 547 [art. 557, C.C.
1984] "el menor que ha cumplido la edad de catorce años puede pedir al juez la remoción de su tutor".
Expresa el art. 326, inc. 5. [art. 378, inc. 4, C.C. 1984] que es necesario "que el adoptado preste su
consentimiento, si es mayor de catorce años". El art. 643 [art. 646, C.C. 1984] faculta al que tiene más de
catorce años a asistir a las reuniones del consejo de familia, con voz pero sin voto. El art. 514 [art. 457,
C.C. 1984] se refiere a que el menor autorizado para ejercer una industria, puede practicar los actos que
requiere el ejercicio regular de ella. El art. 518 [art. 457, C.C. 1984] expresa: "El menor administrará los
bienes dejados a su disposición para el ejercicio de una industria y los que adquiera por su trabajo con el
consentimiento del tutor". El inciso 8., del art. 522 [art. 532, inc. 4, C.C.1984] indica que el tutor, con
autorización del consejo de familia, puede permitir al menor el ejercicio de una industria. No se indica la
edad requerible en el menor y, por lo tanto, parecería que es cuestión dependiente de que se considere
al menor con aptitud para ejercer la respectiva industria, conforme al criterio del tutor y del consejo de
familia. Una interpretación restrictiva debe conducir a pensar que sólo después de que el sujeto haya
cumplido dieciséis años, está en aptitud de ejercitar los derechos a que se contraen los citados números
514 y 518.
Conforme al inciso 1. del art. 82 [art. 241, inc. 1, C.C. 1984], la mujer que ha cumplido dieciocho años,
puede contraer matrimonio; de acuerdo al art. 87 [art. 241, inc. 1, C.C. 1984], modificado por la Ley
9181, el Juez puede dispensar el requisito de la edad para celebrar matrimonio, si el varón ha cumplido
dieciséis años y la mujer catorce. Quien ha cumplido dieciocho años puede testar, aunque no mediante
testamento ológrafo (art. 682). El menor puede válidamente concertar esponsales, si ellos se celebran
con el consentimiento de las personas que el Código exige para el matrimonio (art. 76). El art. 320
prescribe que el hijo mayor de dieciocho años puede prestar su consentimiento para ser legitimado por
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declaración judicial. Según el art. 357 el menor capaz para testar (o sea, si ha cumplido dieciocho años,
según el art. 682), puede reconocer a su hijo en el testamento que otorgue.
CONTESTACIÓN DE NOMBRE
ARTÍCULO 13.- Aquel cuyo apellido es contestado puede pedir el reconocimiento de su derecho. [C.C.
1936]
USURPACIÓN DE NOMBRE
ARTÍCULO 14.- El que es perjudicado por la usurpación de su nombre tiene acción para hacerla cesar y
para que se le indemnicen los daños y perjuicios que la suplantación le ha causado. [C.C. 1936]
Referencias:
Código chino, 19; suizo, 29; soviético, 19 a.; alemán, 12; italiano, 6 a 9.
Como se trata de un atributo referente al sujeto humano, se ocupa el Código del nombre en la parte
que corresponde a los derechos de las personas. El derecho al nombre es, así, integrante de la
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personalidad. El derecho al nombre vale, por lo mismo, adversus omnes, pues es un derecho absoluto.
Su organización legal está estructurada considerándolo como institución de orden público.
La ley otorga su protección legal a este bien o interés jurídico constituido por el nombre de la persona.
Para el efecto de tal protección, se comprende tanto el llamado nombre de pila (de bautismo, cristiano)
o prenombre, como el nombre de familia, el patronímico, el gentilicio, el apellido. En la designación del
prenombre hay relativa libertad.
No hay límite específicamente señalado en cuanto al número de prenombres que se pueda dar a una
persona. En cuanto al nombre patronímico, se determina por los apellidos del padre y la madre; se trata
pues de apellidos hereditarios, como que indican la filiación paterna y materna de una persona. El art. 31
del Reglamento de los Registros de Estado Civil expresa que en la partida de nacimiento de una persona
se hará constar el nombre o nombres que hubieran puesto o deseen ponerle los padres (inc. d) y los
apellidos del padre y de la madre si pudieran aparecer (inc. f).
En caso de adopción el adoptado puede llevar el apellido del adoptante añadido al de su padre (art.
334). La mujer lleva el apellido del marido agregado al suyo y lo conserva cuando enviuda (art. 171).
Conforme al art. 254, la mujer divorciada no puede usar el apellido del marido. Dice el art. 273 que en
caso de separación de cuerpos se puede prohibir a la mujer que lleve el apellido del marido, o autorizarla
para que no lo use. El art. 361 [art. 392, C.C. 1984] prescribe: "el hijo ilegítimo llevará el apellido del
padre o de la madre, según quien lo hubiera reconocido, o el del padre si fue reconocido por ambos".
La ley ampara el derecho al nombre en dos formas: primero, protegiéndolo cuando es contestado (art.
13) y, segundo, protegiéndolo cuando es usurpado (art. 14). Ambas formas, la de reclamación y la de
reivindicación de nombre, importan una intervención judicial declarativa y no constitutiva, pues no
establecen y hacen surgir un derecho, sino simplemente lo reconocen y defienden.
El art. 13 dice: "Aquel cuyo apellido es contestado puede pedir el reconocimiento de su derecho". Es
una fórmula tomada del Código Suizo (art. 29). Se trata de una acción de reclamación de nombre, de un
reconocimiento, cuando un tercero discute o niega a otro el derecho a su nombre. Se trata de una acción
declarativa. Para ejercerla basta simplemente, para que proceda, que exista un perjuicio económico o
moral. El interés moral (art. IV) es suficiente para justificar la acción. Si existe un perjuicio económico o
moral, cabe reclamar su reparación, como acto incurso en responsabilidad civil. En cualquiera forma en
que al titular del nombre no se le reconozca este último, la acción de reclamación de nombre es
procedente, y así es el caso citado por Warneyer de la jurisprudencia alemana por aplicación del art. 12
del BGB, de que dicha acción puede ser procedente, circunstancialmente, cuando una persona a otra
designa no por su propio y legítimo nombre, si procede intencionalmente. Sería un caso, por ejemplo, de
protección del derecho al nombre, apoyable en el art. 13, el relativo a que se discutiese y objetase a una
mujer casada que llevara el nombre de su marido. Otro caso sería si un funcionario encargado de un
registro se negare a hacer inscribir con el nombre que le corresponde, a una persona.
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Aquel que reclama porque le es contestado su nombre civil, tiene que probar dicho hecho y el derecho
que tiene que llevar el nombre de que se trata. La acción respectiva sería de juicio plenario. La
contestación por la que se reclama, daría lugar a que se reconociese el derecho negado, en cuanto el
actor podría utilizar su nombre y, además, podría hacer responsable al actor de la negativa, por daños y
perjuicios en virtud de la culpa extracontractual.
No solamente se protege el nombre propiamente dicho, que designa a una persona específicamente,
sino también otras manifestaciones en cuanto al empleo legítimo de ese nombre; por ejemplo, en el
caso de que el nombre se utilice para designar determinados artículos. En general, quien tiene un
derecho puede hacer un uso regular de éste; y lo que motiva el art. 13 es simplemente proteger ese uso,
en el caso del nombre.
La segunda forma de protección del nombre, atendida en el art. 14 se refiere al caso de usurpación; lo
que ocurrirá cuando un individuo utiliza un nombre que no le corresponde, sin estar autorizado para
ello; en cuyo caso el titular del mismo puede entablar acción judicial de contradicción, a fin de que cese
la usurpación.
El art. 14 parte del supuesto de que el actor sea perjudicado por el uso por el tercero del nombre. En
realidad, el perjuicio va presupuesto en el hecho mismo de la usurpación, sobre todo un perjuicio moral.
En efecto, la usurpación del nombre lleva en sí mismo un ataque al derecho de la personalidad. No se
requiere pues, prueba del interés para entablar la acción; pero como la protección por suplantación de
nombre se desdobla en dos manifestaciones, según se constata del texto mismo del numeral 14, una
consistente en que cesa la usurpación, otra consistente en la indemnización de daños y perjuicios, a fin
de que se determine el monto de la reparación.
Fuera de lo anterior, el uso indebido del nombre ajeno es delito penado conforme al art. 244 del C.P
[art. 438, C.P. 1991].
La usurpación del nombre se presenta cuando una persona utiliza el nombre de otra; lo que quiere
decir que no se presenta tal usurpación cuando se utiliza un nombre ajeno en otra forma, por ejemplo
denominando en una producción literaria, radial o cinematográfica, a uno de los personajes con
determinado nombre que corresponde a un individuo, y presentando a tal personaje en un rol
antipático, odioso, grotesco. Tampoco es el caso de usurpación si se emplea el nombre de una persona
para designar un animal o un sitio poco recomendable. En estos casos habrá lugar a determinada acción
por el dueño del nombre así utilizado indebidamente; pero se trata de un caso distinto de la
reinvidicación al nombre contemplado por el art. 14.
Cabe preguntarse si procede la acción prevista en el art. 14, cuando sin consentimiento de una persona
se utiliza por otra su nombre, pero para finalidad y de una manera que no es lesiva en contra de aquélla,
sino al contrario. Así es el caso de utilizar dicho nombre para designar una calle, una institución, un
producto industrial, o emplear dicho nombre para designar un personaje de valimento y lustre en
producciones teatrales, cinematográficas o radiales. Perrea escribe que nuestra tranquilidad diaria nos
autoriza jurídicamente para que los terceros nos dejen en paz, cuando no deseamos que se ocupen de
nosotros.
La protección del nombre, en la doble forma del art. 13 y del art. 14, no sólo concierne a las personas
naturales, sino también a las jurídicas. Aunque ciertamente el título que se refiere a esta protección
aparece en la parte del Código destinada a las personas naturales, una interpretación de analogía lleva a
comprender en dicha protección a las personas morales.
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Según indica Planck, los monogramas artísticos que expresan o significan un nombre, merecen también
la protección legal. Lo mismo ocurre con las direcciones usadas en las comunicaciones cablegráficas y
telegráficas, y en general las designaciones que se utilizan en el tráfico comercial.
Como el derecho al nombre es personalísimo, y por ello no puede ser objeto de comercio jurídico, sólo
la persona que sea dueña del nombre contestado o usurpado, puede accionar al amparo de los artículos
13 y 14. La acción no es transferible ni corresponde a familiares o herederos. El carácter de intransferible
del nombre solamente concierne a la persona individual y no a la colectiva. Puede cederse el uso del
nombre de un local o establecimiento.
La ley habla del nombre, y aquí hay que entender no únicamente el nombre propiamente tal, el
nombre civil de una persona, sino también el nombre que se usa o estila por el interesado y los terceros
para designar a una persona, y que no es el nombre civil. Es el caso del seudónimo. A veces una persona
es más conocida por este último; así, en muchos casos de literatos, actores de cinema.
La diferencia entre el nombre civil y el seudónimo está en la forma de adquisición. Mientras el nombre
se adquiere por razón de aquél que corresponde a los padres (en cuanto al apellido), y por razón de la
designación que se hace en cuanto al prenombre, el seudónimo es libremente elegido por la persona.
Semón escribe: "mientras el nombre civil se adquiere, salvo casos excepcionales, por nacimiento
(filiación legítima o natural) o por tomar una persona un determinado estado civil (casamiento,
adopción), el seudónimo se adopta por la voluntad de una persona, por la decisión de tomarlo, y su uso
continuado".
Por lo demás, el seudónimo "no debe ser empleado en esfera distinta de aquella en que habitualmente
se emplea, y así no lo deberá usar el individuo en sus relaciones con el Estado, pues frente a éste no
existe el incógnito". (Battle).
CAMBIO DE NOMBRE
ARTÍCULO 15.- Nadie puede cambiar de nombre o apellido ni añadir otro a los suyos, sin autorización
obtenida por los trámites prescritos en el Código de Procedimientos Civiles para la rectificación de las
partidas del estado civil. [C.C. 1936]
ARTÍCULO 16.- "La resolución que autoriza el cambio o adición del nombre se publicará en el periódico
destinado a los avisos judiciales y se anotará al margen de la partida de nacimiento". [C.C. 1936]
Referencias:
Codex, lib. IX, tít. XXV, ley I; Código suizo, art. 30; holandés, 63, 65, 66, 67, 68 y 69; italiano, 6, 3. al.
Aun cuando por considerable que sea el lapso de uso de un nombre no puede justificarse el uso
indebido de nombre ajeno, "los jueces, sin embargo, como anota Salvat, podrían tomar en cuenta el
largo uso de un nombre, siempre que se tratara de un uso inmemorial, es decir, que se remontara a
varias generaciones, al efecto de establecer si realmente había o no un uso indebido".
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El art. 15 consagra el principio de que el nombre es inalterable. No se debe, pues, permitir como regla,
el cambio en el nombre civil. Y es que el nombre no solamente es un atributo inherente a la persona,
sino que de permitirse en general tales cambios sobrevendrían trastornos y confusiones en cuanto a la
identificación de las personas por razón de sus nombres. Por eso hoy se consagra la indicación que se
contiene en el art. 15: prohibición como regla de alterar el nombre. Antes, cuando la Revolución
Francesa, se permitía tales cambios, mientras que anteriormente se constata la existencia de
prevenciones legales prohibiendo tal cosa. Así las partidas ordenaban (ley II, tít. 7, Partida VII) que: "faze
falsedad, aquel que cambia maliciosamente el nombre que ha tomado, o tomando nombre de otro, o
diziendo que es fijo de Rey, o de otra persona honrradas; sabiendo que lo non era".
El derecho moderno no consiente en general modificaciones en el nombre, y por lo mismo que se trata
de una relación que corresponde a los derechos de la personalidad y que no está en el comercio jurídico,
no cabe, así, que por simple determinación del propio individuo, o sea, según su capricho y libre arbitrio
se pueda proceder al cambio de nombre, o a añadir otro apellido al que le corresponde por su filiación
paterna o materna. Esto quiere decir, que se requiere una decisión judicial. El procedimiento debe ser el
que se señala en el Código de Procedimientos Civiles, para la rectificación de las partidas de Registro Civil
(art. 1321 y ss.) [art. 826 y s.s., C.P.C. 1993]. La rectificación en el nombre no es lo mismo que el cambio
en el nombre. En el primer caso se trata de subsanar un error u omisión, generalmente involuntarios, en
que se incurrió al consignarse el nombre civil en la respectiva partida de nacimiento. El individuo puede
solicitar esa rectificación, y comprobada la realidad del hecho solicitado, se tiene que proceder a ordenar
la respectiva rectificación. No ocurre lo mismo con el cambio de nombre. Aquí lo que se pretende es
cambiar una denominación personal, en mérito a ciertas motivaciones; a lo que accederá el juez si
encuentra que las mismas son justificadas. No obstante, se ha creído conveniente someter uno y otro
hecho al mismo procedimiento; lo que en realidad no ofrece ningún inconveniente.
El cambio de nombre civil es procedente cuando concurre algún motivo que lo justifique. Así en el caso
de un nombre grotesco, deshonroso, grosero, ridículo, o que sea una palabra inmoral o indecorosa, o
que tenga una significación que sea contraria a ciertos sentimientos religiosos. También podría
concederse el cambio del nombre en el caso de un extranjero, cuyo apellido sea de muy difícil
pronunciación, si la persona se nacionaliza. También podrá consentirse en el cambio de nombre por
razón de escándalo o deshonra que afecte a un pariente muy cercano del peticionario, quien no quiera
llevar ese mismo nombre que es el de la persona mancillada por tales hechos. Procedería también el
cambio de nombre como consecuencia de una modificación en el estado civil de una persona, como del
hijo ilegítimo reconocido por el padre, la adopción, el matrimonio, el divorcio.
El cambio de nombre debe, pues, apoyarse en motivo racional, justificado. El art. 30 del Código suizo
habla de justes motifs. El art. 15 del Cód. patrio no consigna esta indicación, pero es evidente que sólo
debe consentirse el cambio de nombre cuando existen causales atendibles para ello, por la natural
gravedad que entraña el cambiar el nombre. No fue ésta, sin embargo, la intención del legislador
nacional. "En cuanto a que el Código suizo exige la existencia de motivo justo para autorizar el cambio de
nombre y el artículo del anteproyecto omite esta circunstancia, expresó el señor Calle que esa exigencia
estaba intencionalmente descartada, por cuanto no había inconveniente para que ese cambio pudiera
autorizarse defiriendo a la simple voluntad de la persona que lo solicitaba y por motivos que a él sólo le
incumbieran; que para evitar ese cambio pudiera perjudicar a alguien, establece el art... siguiente, que la
resolución que lo autoriza debe ser publicada; el ... que los cambios y adiciones de nombre no varían la
condición del que lo ha obtenido, ni pueden ser invocados como prueba de filiación, y por último el ...,
que toda persona perjudicada por un cambio de nombre podrá impugnarlo judicialmente dentro de un
año a partir del día que fue publicada la resolución que lo autorizó".
101
El art. 15 [art. 29, C.C. 1984] habla de la posibilidad de que se autorice para que una persona añada un
apellido a los naturales paterno y materno. Para ello también debe asistir un motivo legítimo. Así, es el
caso de que se quiera mantener el recuerdo de un apellido glorioso, que haya pertenecido a un
ascendiente del interesado. Otro caso puede consistir en la conveniencia de añadir otro apellido, para
evitar homonimias inconvenientes o molestias. Entonces, se agregará un apellido que haya pertenecido
a algún ascendiente del interesado.
Según el art. 16 [art. 29, C.C. 1984] la resolución que autoriza el cambio o adición del nombre deberá
ser objeto de publicación y se anotará al margen de la partida de nacimiento. Este artículo guarda
congruencia con lo indicado en el art. 32. Se quiere evitar que el cambio o adición de nombre se haga en
forma cuasi clandestina o cuasi confidencial, y por eso se da a la resolución la debida publicidad. De este
modo es posible que se entable la impugnación que faculta el art. 18 [art. 31, C.C. 1984]. La publicación
en el periódico a que alude el art. 16 [art. 29, C.C. 1984] se hará por tres días, por aplicación del art. 152
del C.P.C.
Según el art. 18 [art. 31, C.C. 1984] la persona perjudicada por un cambio de nombre, puede
impugnarlo judicialmente dentro de un año a partir del día en que se publicó la resolución. El cambio de
nombre obtenido por una persona, puede acarrear que el nuevo nombre sea igual al de otra persona,
creándose así tal vez una homonimia inconveniente para la última. En esta virtud existe un interés
legítimo (art. IV) [art. VI, T.P., C.C. 1984] para la impugnación.
El juicio que se seguirá es de trámite ordinario (plenario), a tenor del art. 296 y s. del C.P.C.(*)
El plazo de un año que se señala para interponer la acción es uno de caducidad y no de prescripción.
No se suspende, pues, ni se interrumpe por ninguna circunstancia.
Si la demanda de impugnación indicada en el art. 18 [art. 31, C.C. 1984] se declara fundada, ella
significa que se ordene que quede sin efecto y valor el cambio de nombre que se había autorizado.
102
DEL DOMICILIO
TITULO IV
DEL DOMICILIO
Referencias:
Codex libro X. Título XXXIX, ley 7, Código francés art. 102; holandés 74; peruano 45; argentino 89, 92;
brasilero 31; suizo 23; alemán 7; boliviano 47; colombiano 76; chileno 57; ecuatoriano 55; mexicano 29 y
30; español 40; italiano 43 (art.102); uruguayo 24; portugués 41; soviético 11; japonés 21; chino 20;
venezolano 27.
El domicilio es una institución que es ubicada dentro de los derechos de las personas, pues interesa al
subjetum juris intrínsecamente y de un modo general.
El domicilio es un elemento que sirve para la identificación de la persona, en cuanto a aquél viene a ser
con respecto a la última como el punto o centro espacial de imputación jurídica.
Se trata, pues, de la determinación de la sede jurídica de la persona, tanto individual como colectiva.
De aquí que en principio toda persona debe tener domicilio, como debe tener una nacionalidad. Una
persona sin domicilio es una anomalía jurídica, como lo es el caso del apoloide, del Heimatlos.
El domicilio es una relación de índole legal de una persona con un lugar, para una serie de efectos
jurídicos. Ennecerus lo define como "el lugar que el derecho considera como centro de las relaciones
jurídicas de una persona". Coviello habla de "sede legal de una persona". No sólo en relación al derecho
civil, sino también a otras disciplinas jurídicas, es de capital importancia la determinación del domicilio.
Así tratándose de la competencia jurisdiccional, si como es regla ella es determinada por el forum
domicilii; en materia fiscal; en cuanto al ejercicio de determinados derechos políticos; y muy
notablemente en lo que respecta al derecho internacional privado, si se establece como norma de
atribución para decidir la ley que debe regular determinada relación jurídica, la constituida por la lex
domicilii.
El domicilio se constituye, según el art. 19 [art. 33, C.C. 1984], por la conjunción de dos datos: la
residencia en un lugar y el ánimo de permanecer en él. El simple elemento de hecho, la mera residencia,
no basta, pues, para determinar el domicilio. Es preciso que concurra la intención: la de permanecer en
determinado lugar. Esa intención de permanecer no puede ser absoluta, en el sentido de que el sujeto
no puede tener a posteriori la intención de cambiar de residencia. Pero en el momento en que la
persona reside en un lugar, si entonces tiene la intención de permanecer en él, está domiciliada en dicho
lugar, teniendo en ese momento el animus manendi.
103
Mientras conserve su voluntad de permanecer en el lugar donde se fijó su residencia, mientras existe
el animus revertendi y no cambie de lugar de residencia, aquel lugar primeramente indicado será el
domicilio de la persona.
Dicho domicilio a que se refiere el art. 19 [art. 33, C.C. 1984] es el domicilio general ordinario, también
llamado real o voluntario, pues tratándose del domicilio especial hay la indicación concreta a que
concierne el art. 27 [art.34, C.C. 1984]. El domicilio voluntario está determinado por el hecho de habitar,
de vivir una persona en determinado lugar. Domus significa la casa que se habita. Pero es indispensable
que exista la voluntad de establecerse permanentemente en un lugar, al lado del efectivo
establecimiento en él mismo. Enneccerus escribe: "la voluntad tiene que dirigirse a constituir en el lugar
el punto medio de relaciones de la vida. El que vive en el campo y sólo tiene en la ciudad un despacho,
un local de negocios o un taller, no tiene su domicilio en la ciudad. Además, hay que querer establecer
con carácter permanente, esto es, no precisamente para siempre, sino por largo tiempo hasta que haya
una razón para levantar el domicilio; por tanto, es menester que no tenga carácter meramente temporal
(para un fin determinado y por el tiempo que éste dure) y tampoco ha de ser únicamente por vía de
ensayo. El diputado que sólo va a la capital por el tiempo de las sesiones parlamentarias, el estudiante
que va a la universidad, el enfermo que ingresa a un sanatorio con el fin de seguir un tratamiento, el que
es recluido en la prisión, la camarera que se coloca para prestar servicio, no constituyen domicilio en
esos lugares, pero sí el agricultor que se instala y vive en la finca arrendada y el enfermo que es llevado
con carácter permanente a un asilo". Así pues deben confluir los dos elementos, animus y habitatio, para
la constitución del domicilio. El primero importa un animo revertendi, que distingue el domicilio de la
simple presencia eventual o fugitiva del individuo en un lugar.
Algunos autores ven aquí una analogía con la posesión y los dos elementos dentro de la concepción
savigniana, de corpus y animus. El artículo 19 [art. 33, C.C. 1984] de nuestro Código se refiere al hecho
de la residencia, como dato o elemento determinante del domicilio, y no habla como otros Códigos de la
sede principal de los negocios e intereses, o del principal establecimiento; lo que es difícil de precisar y,
además, dificulta la posibilidad de considerar la existencia del domicilio plural, que admite el art. 20 [art.
35, C.C 1984]. El hecho de residir en un lugar con ánimo de permanecer en él, hace de este lugar
automáticamente el punto focal de la existencia de la persona.
El requisito de estabilidad como esencial para caracterizar el domicilio, demanda reparar en dos datos
reveladores de la misma. Escribe Tedeschi "estabilidad, hemos dicho, y no duración. Aun cuando
prácticamente en materia de indicios, la duración sea un indicio que no es indiferente de la estabilidad,
desde el punto de vista lógico se trata de dos conceptos bien diferenciados. Pero la estabilidad de un
fenómeno es necesario y suficiente que se presente con características y en circunstancias tales que
justifique la conclusión que éste (fenómeno) durará; la estabilidad puede subsistir, en consecuencia,
desde el primer momento de existencia del mismo, ni es destruida por el hecho que éste desaparezca
después de un corto tiempo, por haberse registrado circunstancias accidentales. Por el contrario, el
fenómeno precario queda como tal no obstante su duración, no obstante que éste dure, en efecto,
mucho más que el fenómeno duradero".
El domicilio general se puede voluntariamente cambiar, y a esto se refiere el art. 22 [art. 39, C.C. 1984].
PLURALIDAD DE DOMICILIOS
ARTÍCULO 20.- Si una persona vive alternativamente o tiene ocupaciones habituales en varios lugares, se
considera domiciliada en cualquiera de ellos. [C.C. 1936]
104
Concordancias con el Código Civil de 1984:
ARTÍCULO 35.- A la persona que vive alternativamente o tiene ocupaciones habituales en varios lugares
se le considera domiciliada en cualquiera de ellos.
Referencias;
Digesto Lib. L, Título I, ley 6, p. 2, título I, ley 5. Código argentino arts. 93 y 94; chileno 67; colombiano 67;
ecuatoriano 63; japonés 22 y 23; uruguayo 30; alemán 7; brasilero 32; chino 20; portugués 43; peruano
20; suizo 23; venezolano 28.
En el derecho romano se admitía la pluralidad de domicilios (D. 15 y 6 t I, Lib. L). El Code Civil no admite
el domicilio ordinario plural o múltiple, sino que impone un domicilio único, a lo menos la unidad de
domicilio resulta implícita del Código. Por eso el art. 102 habla del "principal asiento". Pero el "principio
de la unidad del domicilio, no impide a los tribunales el dar de hecho, frecuentemente, en sus decisiones,
domicilios diferentes a la misma persona; inspirándose en el interés de los terceros, y sin que el principio
de la autoridad de la cosa juzgada pueda servir de obstáculo si se trata de dos pleitos diferentes".
(Planiol y Ripert). El Código suizo (art. 23) sigue el criterio del Código francés. Lo mismo ocurre en
referencia al derecho anglo-americano. El Código alemán (art. 7) y el brasilero (art. 32) consagran el
principio de la pluralidad de domicilios. Igualmente lo hace el portugués, en su numeral 43, con la
indicación de que si el sujeto declarase ante autoridad competente en cuál de los lugares debe
considerársele domiciliado, tal será su domicilio.
Se aboga por la unidad de domicilio, pues responde mejor a la naturaleza de la institución. Debe haber
un domicilio único; así como el sujeto debe tener una sola nacionalidad. Con ello se evita dificultades y
conflictos en cuanto a las consecuencias que descienden de la relación domiciliaria; y es también un
medio de prevenir errores y fraudes, como ya lo decía Malherbe.
Lo anterior no rige atinentemente al domicilio especial; respecta solamente al domicilio real. Aubry et
Rau y Josserand dicen, con sólo diferencia en la expresión, que la unidad del domicilio es una
consecuencia de la unidad en la personalidad.
Empero, existen razones que igualmente fundamentan la solución opuesta, la pluralidad del domicilio.
Y esta tesis aparece defendida por Savigny. Si una persona está vinculada a varios Mittelpunkten en
cuanto a sus relaciones jurídicas y negocios, el domicilio puede existir coetáneamente con referencia a
cada uno de aquellos. De otro lado, en relación a los terceros, las ventajas del domicilio múltiple son
evidentes.
Con todo el art. 20 [art. 35, C.C. 1984] que comentamos quiere que se presenten una u otra de estas
dos circunstancias: I. que la persona viva en los lugares respectivos; 2. y que tenga ocupaciones
habituales en ellos. La simple residencia no basta, pues, para la imputación legal; se requiere animus
manendi: vivir significa el morar con el carácter de habitualidad en un lugar determinado. La ocupación
habitual en un lugar, por tener tal carácter de habitual, así no tenga hogar la persona en un lugar, lo
vincula permanentemente a él, y explica la relación domiciliaria. Lo que se requiere en todo caso, es una
vinculación constante o jurídica con un lugar determinado.
Wermeyer con relación al art. 7 del B.G.B. expresa: "una persona puede compartir su permanencia
entre varios lugares de tal modo que cada uno de ellos aparezca en igual grado como asiento capital de
sus relaciones y actividad, de suerte que ninguno excluya a los otros, no pudiendo considerarse ninguno
de ellos como centro de un especial ámbito de vida económica. Tal es, por ejemplo, el caso de un médico
que en verano vive en un balneario y en invierno en una gran ciudad ejerciendo su profesión, o el de una
persona que habita en verano en su finca rural y en invierno en su residencia en la ciudad". Oertmann
105
exige para que funcione el supuesto del art. 7 del B.G.B. que en los distintos establecimientos respecto a
los cuales resulta la relación domiciliaria, haya independencia y paridad de fines. Así, si un
establecimiento sólo sirve para un fin muy determinado y secundario, aquel no es propiamente un
domicilio.
Como se deduce del texto del numeral 20 [art. 35, C.C. 1984], la cuestión de saber hasta qué punto una
persona esté vinculada a varios lugares, en cuanto éstos pueden ser aceptados como constituyendo
otros tantos domicilios, es librada a la apreciación del juez; debiendo concurrir con respecto a cada uno
de ellos las características propias de esta figura jurídica, que quedaron indicadas en el comentario del
art. 19 [art. 33, C.C. 1984]. Para tal calificación domiciliaria es, pues, necesario una determinada
Gestaltung objetiva de relaciones de vida (Staudinger).
Como consecuencia de la pluralidad del domicilio el sujeto queda vinculado a los derechos y deberes
jurídicos que le conciernen en relación a los diferentes lugares.
Es interesante insertar aquí una reflexión de Savigny, quien en su Sistema enseña que si es preciso
decidir cuál de los domicilios es el determinante, debe darse la preferencia al primero de los
constituidos.
Referencias:
Digesto, lib. I, Tít. I, ley 27, p. 2. Código argentino, art. 90; chileno 68; ecuatoriano 65; colombiano 84;
suizo 24; mexicano 29; portugués 45; brasilero 33; chino 22; japonés 22; venezolano 31.
La ley no quiere que a una persona sitófaba se le pueda considerar como carente de domicilio; y
supliendo la carencia de residencia habitual, determinante de aquél, le asigna como domicilio el lugar en
donde circunstancialmente se encuentra. Es un domicilio presumido legalmente; es más, se trata de una
ficción legal, pues se estima como si el individuo tuviese domicilio. La justificación de la solución estriba
en la necesidad de considerar vinculada a esa persona sin domicilio efectivo, a un determinado lugar,
para los efectos jurídicos que interesen a aquél, como a los terceros.
Se considera, pues, que nadie puede dejar de tener domicilio. Como dice Josserand, "toda persona
tiene necesariamente un domicilio, puesto que todo individuo tiene una personalidad, de la cual el
domicilio representa un constante atributo".
También cabría otra solución diferente a la que indica el art. 21 [art. 41, C.C. 1984] con respecto al
supuesto atendido en el mismo, de la falta de un verdadero domicilio actual, y ella sería la consistente en
considerar que el vagabundo conserva el domicilium originis, que sería aquel que tenían sus padres o su
último domicilio conocido. Se tratará en estos casos también de domicilios ficticios, y habría la dificultad
consistente en la averiguación antes referida. El temperamento adoptado por el art. 21 [art. 41, C.C.
1984] de nuestro Código Civil en favor del domicilium habitationis es de más fácil e inmediata
constatación. Es la misma solución que acoge el Código portugués, en el art. 45. La carencia de un
domicilio verdadero puede resultar en base a diferentes supuestos de hecho. Ello puede ocurrir original
106
o inicialmente, por razón del género de existencia, como ocurriría en caso de zíngaros y bohemios.
Puede sobrevenir después de haberse tenido un domicilio verdadero; así al cesar el domicilio legal, si la
persona no adquiere entonces un domicilio conforme a lo establecido en el art. 19 [art. 33, C.C. 1984], y
así también por abandono del domicilio real sin adquisición coetánea de nuevo domicilio.
CAMBIO DE DOMICILIO
ARTÍCULO 22.- Se cambia de domicilio por declaración expresa ante la Municipalidad o por el transcurso
de dos años de residencia voluntaria en otro lugar. [C.C. 1936]
Referencias:
Digesto, lib. I, tít. I, ley 20; Código francés art. 103, 104, 105; argentino 97; boliviano 48 y 50; chileno 65;
ecuatoriano 61; alemán 7; suizo 24; brasilero 34; italiano 44; portugués 43; mexicano, 30; chino, 24;
venezolano, 29.
El precepto no podía tener por objeto esencial declarar la facultad de cambiar de domicilio libremente.
La libre mutabilidad domiciliaria es una garantía individual que consagra implícitamente la Constitución
en su art. 67 [art. 2º, inc. 11 C.P. 1993]. Es un efecto de la libertad civil. El Código Civil, presupuesto el
derecho a la libre mutabilidad, se contrae a fijar las condiciones que precisan para el cambio domiciliario.
Desde luego, la facultad indicada sólo obra en función del domicilio real voluntario y general, no para
el del domicilio especial, y tampoco ella es pertinente con relación al domicilio de origen y al legal; lo que
es de obvia demostración. Nuestro Código no toma en cuenta el domicilio de origen, pero sí el legal (art.
23 a 26) [art. 37 y 38, C.C.1984]. Lo indicado en el art. 22 [art. 39, C.C. 1984] concierne, pues, al domicilio
voluntario general (arts.19 [art. 37, C.C. 1984] y 20 [art. 35, C.C. 1984]).
Hay en el art. 22 [art. 39, C.C. 1984] dos supuestos distintos. Uno: que exista un verdadero acto
jurídico, es decir, una declaración de voluntad expresa, lo que se hace ante la Municipalidad. Y otro, en
que la voluntad es tácita, o sea, que se reputa aquella en base de la circunstancia de la residencia
voluntaria en otro lugar (el nuevo domicilio que se adquiere) por dos años o más de residencia
voluntaria. En ambos casos, hay una manifestación de voluntad, de acuerdo con las formas que prevé el
art. 1076 [art. 141, C.C. 1984] (manifestación directa e indirecta). Por eso es que tratándose de la
residencia, exige el art. 22 [art. 39, C.C. 1984] que ésta sea "voluntaria". Así, pues, si un individuo a
fortiori residiera en un lugar, confinado, secuestrado, no habría cambiado de domicilio, por ausencia de
animus manendi. De este modo, en cualquier caso de cambio de domicilio, sobre todo en el segundo
supuesto contemplado en el art. 22 [art. 39, C.C. 1984], es menester que el sujeto tenga la intención de
establecerse permanentemente en el nuevo lugar (De Ruggiero). El animus domicilii es un elemento
tipificante de la figura, en términos generales, según lo que se comprueba por lo demás del art.19 [art.
33, C.C. 1984].
Como el art. 22 [art. 39, C.C. 1984] se refiere especialmente a la residencia voluntaria en otro lugar, no
cabe estimar que otras circunstancias diferentes de la mentada bastan para la adquisición de un nuevo
domicilio.
El cambio de domicilio, en los dos casos contemplados en el art. 22 [art. 39, C.C. 1984] no afecta
situaciones o derechos adquiridos.
Con respecto a la declaración ante la Municipalidad a que se refiere el número citado, surge la
pregunta sobre en cuál de las Municipalidades debe hacerse la declaración de adopción de nuevo
107
domicilio, si ante la del lugar del domicilio que se abandona o ante la del lugar del que se adquiere. Nos
parece que debe ser ante este último, pues el sujeto queda vinculado a tal lugar a que pertenece dicha
Municipalidad. Según el art. 104 del Code Civil, la declaración debe hacerse ante las dos Municipalidades
antes indicadas.
Acerca también del cambio de domicilio por declaración ante la Municipalidad surge la pregunta si
aquélla constituye prueba plena y si aun siéndola, admite prueba en contrario. Creemos que hay una
prueba plena, en el sentido de que no se requiere otra demostración en cuanto al cambio de domicilio.
Pero creemos también que ello no excluye prueba en contrario. Escribe Tedeschi: "Alejándonos de la
doctrina italiana predominante, pero respaldados por la jurisprudencia predominante, aun por la
francesa, y por autorizados escritores franceses, nosotros admitimos, en consecuencia, la prueba
contraria, que tiende a excluir en la persona, aun cuando hizo una doble declaración, la intención
efectiva de fijar su sede principal; o sea tendiente a excluir la efectiva transferencia de domicilio por
parte de ella".
Por el contrario, dada la publicidad de la declaración nosotros creemos que el declarante está obligado
–para ciertas materias, por ejemplo la competencia judicial–, a atenerse, en relación a los terceros, a la
buena fe prestada a su declaración. No puede en consecuencia sostener "contra factum proprium"
(contra la propia declaración) que no ha habido cambio de domicilio. No podrá valerse de la declaración
el tercero conocedor de que la declaración no correspondía a una transferencia efectiva de domicilio y
que había sido hecha para simular el cambio con el objeto de sustraerse a la jurisdicción territorial como
en el interesante caso ante la Casación de Nápoles en que el tercero que procedía contra los herederos
del declarante que además de conocer, había sido el instigador y el consejero de la declaración falsa.
Interpretada de esta manera la declaración de cambio del domicilio no se presta a aquellos cambios
aparentes de domicilio, tan justamente condenados por Carnelutti. Y constituye un instrumento, no
despreciable, para la determinación del domicilio.
DOMICILIO DE INCAPACES
ARTÍCULO 23.- Los incapaces tienen por domicilio el de sus representantes legales. [C.C. 1936]
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El domicilio de las personas que residen temporalmente en el extranjero, en ejercicio de funciones del
Estado o por otras causas, es el último que hayan tenido en el territorio nacional.
Referencias:
Digesto, lib. I, tít. 1; ley 38, p. 3; lib. XXIII, tpit. II, ley 5 in fine; lib. V, tít. 1, ley 65; Codex, lib. X, tít. XXXIX,
ley 8; lib. 10, tít. 40, ley 9; p. 1; Código francés arts. 106, 107, 108; holandés 78; argentino 90; español 40;
64, 67, 68; portugués, 47 a 54; chileno 62, 71, 72, 73, y ley 5521; ecuatoriano 68 y s.; colombiano 87 y s.;
suizo 25; uruguayo 25, 33, 34; alemán 8, 9, 10, 11; boliviano 51, 52, 53; brasilero 36, 37, 41; mexicano 38
y 43; soviético 11, ap. 2; chino 21; italiano 45 (18); venezolano 30, 33, 34.
El domicilium necessarium se impone en mérito de ciertas circunstancias que la ley señala. No hay
manifestación de voluntad en estos casos, de modo que siendo real y general el domicilio, es necesario o
forzoso. Es un domicilio diferido o derivado, porque se le asigna por ley a determinadas personas, en
virtud de su relación con otra, o porque existe una obligación del sujeto de residir en cierto lugar. El
domicilio legal no se adquiere, pues, ni se cambia por libre determinación de la persona a la que se le
asigna tal domicilio legal.
Por lo mismo que el domicilio voluntario general constituye la regla, los casos de domicilio necesario
existen por expreso mandato de la ley, y no cabe incluir otros distintos.
Esos casos son, pues, los considerados en los arts. 23 [art. 37, C.C. 1984] (incapaces), 24 [art. 37, C.C.
1984] (mujer casada), 25 [art. 38. C.C. 1984] (funcionarios públicos), 26 [art. 38. C.C. 1984] (agentes
diplomáticos y las personas a que se refiere este numeral).
La Ley quiere que se establezca con toda precisión el centro o punto de imputación domiciliaria con
respecto a ciertas personas, por circunstancias especiales, que constituyen los supuestos de hecho, de
los artículos antes citados.
La razón fundamental del domicilio legal, sobre todo tratándose de los casos considerados en los
numerales 23 y 24 [art. 37, C.C. 1984], es obvia. No podría o tendría graves inconvenientes que al incapaz
se le considere domiciliado en lugar distinto que a su guardador, y a la mujer casada en lugar distinto que
a su marido.
Por ello este punto del domicilio legal es de orden público. La ley además parece aquí cristalizar id
quod plerumque accedet.
Por lo demás, no existen otros casos de domicilio legal que los indicados expresamente en el Código; la
indicación al respecto es restrictiva, limitativa.
109
Tratándose del incapaz (menor de edad no emancipado y personas sujetas a curatela: arts. 9 [art. 43,
C.C 1984] y 10 [art. 44, C.C 1984]), él no puede constituir domicilio voluntario, porque es precisamente
un aliena juris. Lógicamente su domicilio es el de la persona que le representa legalmente, padre o
madre, tutor o curador. Es la consecuencia natural de la relación de dependencia entre el representado y
el representante, y coadyuva al mejor cuidado del último en cuanto al primero.
Se presentan con relación al caso previsto en el art. 23 [art. 37, C.C. 1984] algunas cuestiones
interesantes, cuando siendo la mujer incapaz está sujeta a guardaduría que no corresponde al marido, y
cuando siendo el marido el incapaz su guardador es persona distinta de su mujer.
En cuanto al primero las opiniones no están contestes. Unos sostienen que el domicilio de la mujer
debe ser el del marido, y otros que debe ser el de su curador. Nosotros creemos que hay que distinguir.
La hipótesis de la mujer incapaz con curador que no sea su marido, sólo puede presentarse: a) cuando
aquélla esté sujeta a curatela por enfermedad mental, debilidad mental o sordomudez, y se halle
separada judicialmente del marido (art. 559 [art. 569, C.C. 1984]); b) cuando la incapacidad sea por causa
de prodigalidad (art. 577 [art. 587, C.C. 1984]), mala gestión o embriaguez habitual (art. 586 [art. 588,
C.C. 1984]). En la hipótesis a) no puede presentarse hesitación: o el marido es el curador de la mujer
incapaz, y entonces en aquél concurren las dos indicaciones legales sobre el domicilio legal de la mujer
(de los arts. 23 y 24 [art. 37, C.C. 1984]) o no lo es, porque hay separación conyugal judicialmente
declarada, y entonces por ningún concepto su domicilio será el que corresponde a la mujer, de suerte
que éste tendrá como domicilio el de su curador. En la hipótesis b) sí es posible que se infiltre la duda, si
se designa como curador de la mujer a persona distinta de su marido.
Pero como la curatela sólo tiene por objeto impedir que el incapaz litigue por sí mismo y realice actos
de disposición, queda subsistente la capacidad para otros actos, que se pueden vincular a su vida
conyugal; hay así una situación que empiece el que se considere que la mujer está desvinculada del
domicilio marital. El deber de hacer vida en común (art. 160) [art. 289, C.C. 1984] en los cónyuges, no ha
quedado extinguido en la hipótesis tratada y, por ende, el domicilio es el conyugal.
En cuanto al caso del marido incapaz cuyo curador no es la mujer, cabe preguntarse si ésta tendrá
como domicilio el de tal curador, o si puede elegir su propio domicilio. Nosotros nos decidimos por este
último temperamento. A tenor del art. 174 [art. 294, C.C. 1984] la mujer asume la dirección y
representación de la sociedad conyugal si el marido está impedido de hacerlo por causa de interdicción.
En consecuencia, ya no compete al marido fijar el domicilio familiar (art. 162) [art. 290, C.C. 1984], sino a
la mujer. La disposición del numeral 162 [art. 290, C.C. 1984] funciona en el caso normal, de que el
marido ejerza la representación y dirección de la sociedad conyugal; no cuando el marido no la ejerce
por sufrir capitis diminutio. Imponer a la mujer que tenga como domicilio el propio de un extraño, el
curador de su marido, es una decisión forzada.
El art. 24, que dice que la mujer casada tiene por domicilio el de su marido, concuerda con los arts. 162
y 163 [art. 290, C.C. 1984]. El art. 162 [art. 290, C.C. 1984] dice: "al marido compete fijar y mudar el
domicilio de la familia, así como decidir sobre lo referente a su economía". El art. 163 [art. 292, C.C.
1984] reza: "la mujer no está obligada a aceptar la decisión del marido cuando ésta constituye un abuso
de su derecho". No podría tener cumplimiento lo ordenado en el art. 160, de que los cónyuges deben
hacer vida en común, si el domicilio de aquéllos fuera distinto. Por razón de la potestad marital, la mujer
debe pues tener el domicilio del marido, desde el momento mismo en que se celebre el matrimonio, sin
que sea preciso declaración alguna de su parte en tal sentido, y sin que pueda sustraerse a esa
consecuencia de la manus, salvo en el supuesto del art. 163 [art. 292, C.C. 1984], antes transcrito.
Así, pues, la mujer casada adquiere el domicilio de su marido ipso jure, por el hecho del matrimonio, y
tal domicilio necesario que corresponde a la mujer casada, dura mientras la sociedad conyugal subsista.
110
Por la muerte del marido, por nulidad del matrimonio, por divorcio, por declaración de su ausencia,
desaparece el domicilio legal instituido por el art. 24
El funcionario público está domiciliado en el lugar donde ejerce su función (art. 25) [art. 38, C.C. 1984].
En la indicación se comprende al empleado público. De tal modo que aquí se alude a toda persona que
sirve a la administración, incluyendo los jueces. En cambio no alcanza a los representantes a Congreso.
La razón que explica la constitución del domicilio legal a que respecta el numeral 25 [art. 38, C.C.
1984], es que el funcionario está obligado a residir en el lugar en el que ejerza sus funciones,
reputándose, por lo tanto, que le asiste el ánimo de permanencia. Dicen Planiol y Ripert que "el lugar
donde ejerce su función puede ser considerado como el centro de negocios del funcionario, aun en el
caso de que reside en otra parte". La asignación del domicilio señalado en el art. 25 [art. 38, C.C. 1984] se
produce desde que el funcionario ha aceptado la designación, y opera antes de que haya comenzado a
residir en el respectivo lugar. Cesa coetáneamente al hecho de terminar la persona en el cargo o función,
pudiendo la misma tener como domicilio real el mismo lugar en que desempeñaba tal función o cargo.
El art. 26 [art. 38, C.C. 1984] se justifica reflexionando que la residencia en país extranjero no va
acompañada del ánimo de permanecer en dicho país, por lo que el artículo mienta la circunstancia de
que residan temporalmente en el extranjero. La persona mantiene, pues, su relación domiciliaria con el
lugar del territorio nacional que constituyó su último domicilio. Se justifica la solución del art. 26 [art. 38,
C.C. 1984], teniendo en consideración que dichas personas no tienen el animus manendi en cuanto a la
circunstancialidad de hallarse en lugar de país extranjero, o sea con el propósito de estar allí sólo por un
lapso predeterminado, teniendo el propósito de regresar al Perú; suponiendo entonces la ley que existe
la intención de conservar el último domicilio que tenía en el territorio nacional.
DOMICILIO ESPECIAL
ARTÍCULO 27.- Se puede designar domicilio especial para la ejecución de los contratos. Esta designación
sólo implica el sometimiento a la jurisdicción correspondiente. [C.C. 1936]
Referencias:
Digesto, lib. V, tít. I, ley 19, pág. 4. Codex, lib. II, tít. III 1 29; Código Francés art. 111; portugués, 46;
holandés 81; argentino 101 y 102; chileno 69; colombiano 85; ecuatoriano 66; suizo 74; mexicano, 34;
chino, 23; japonés, 24; italiano, 47; venezolano, 32.
El domicilio a que se contrae el art. 27 [art. 34, C.C. 1984] es uno especial, para el solo efecto que se
precisa en el dispositivo, fijar el fuero en cuanto al cumplimiento de un contrato celebrado. De este
modo, dicho domicilio contractual puede existir al lado del domicilio real, el cual se mantiene como
punto central ordinario y general de imputación jurídica del sujeto. Se puede por lo mismo constituir
varios domicilios de elección en relación a distintos contratos. Las ventajas que le sobrevienen del
establecimiento de esta especie de domicilio son evidentes: facilitan los negocios jurídicos, ofrecen
utilidad práctica, eliminan dudas sobre el lugar en que sea demandable el deudor, por variaciones
posteriores de su domicilio real.
La designación del domicilio contractual, convenida por ambas partes contratantes, es un negocio
jurídico bilateral. Esto emana de la naturaleza misma del hecho de tal designación.
Como este domicilio se rige mediante acuerdo de partes, de los contratantes, no cabe que sea variado
por decisión unilateral de una de ellas, del deudor respecto a quien rige tal domicilio. No obstante, "la
revocabilidad es eficaz cuando no lesiona el interés de la otra parte: como cuando la elección del
domicilio fue hecha en el interés exclusivo del que lo eligió, o a la revocación se acompañe la elección de
un nuevo domicilio en el mismo lugar geográfico del anterior domicilio escogido, donde una persona u
oficina diferente" (Tedeschi).
Al expresar el art. 27 [art. 34, C.C. 1984] que la designación del referido domicilio sólo implica el
sometimiento a la jurisdicción correspondiente, ha de entenderse ello en el sentido que no acarrea
modificación de las reglas procesales relativas a la citación; así pues, "habría necesidad de hacer citar
siempre al que realmente tiene su domicilio en un lugar distinto, en una nueva demanda. Y siempre que
la ley requiera la citación personal" (Cornejo).
En cuanto a la designación de domicilio de elección, hay que anotar que él no tiene un carácter
permanente, como ocurre con el domicilio real, voluntario o legal. El domicilio especial cesa
automáticamente con la terminación del objeto específico para el cual se constituyó. Dicho domicilio
también concluye por voluntad concorde de las partes, por revocación de la persona que eligió el
domicilio (dentro de las limitaciones en que ello sea posible conforme lo dicho anteriormente) y por
renuncia de la persona en favor de quien se hizo la elección. "El domicilio especial perdura no obstante
los cambios de domicilio (auténtico) o de residencia, tanto del que lo escoge como de la otra parte, no
obstante la muerte del representante que lo ha escogido; no obstante los cambios de estado tanto del
que escoge como de la otra parte; y así también no obstante la muerte de la otra parte, admitiéndose de
común acuerdo, aun cuando no siempre a base de motivaciones satisfactorias, que los herederos de ella,
se sustituyan en las facultades inherentes a la elección.
En el caso de muerte del que escogió el domicilio, en tanto que no suscita discordia –aun aquí, empero
no siempre a base de motivaciones satisfactorias– que los efectos de la elección sobre la competencia
trascienden contra los herederos de él, se discute, en cambio, sobre los efectos relacionados a las
notificaciones judiciales" (Tedeschi).
ARTÍCULO 101.- El acto constitutivo de la fundación debe expresar necesariamente su finalidad y el bien
o bienes que se afectan. El fundador puede también indicar el nombre y domicilio de la fundación, así
como designar al administrador o a los administradores y señalar normas para su régimen económico,
funcionamiento y extinción así como el destino final del patrimonio.
(...)
112
ARTÍCULO 112.- El comité debe tener un registro actualizado que contenga el nombre, domicilio,
actividad y fecha de admisión de sus miembros, con indicación de los integrantes del consejo directivo o
de las personas que ejerzan cualquier otra actividad administrativa.
El registro debe constar de un libro llevado con las formalidades de ley, bajo la responsabilidad de
quien preside el consejo directivo.
Referencias:
Código español 41, italiano 46; argentino 90, 3.; colombiano 86; uruguayo 37; alemán 24; suizo 52;
brasilero 35; japonés 50; mexicano 33; chino 29; venezolano 28.
El dispositivo, aunque ello no resulte de su texto mismo, sólo concierne a las personas jurídicas de
derecho privado, es decir, que aquél debe ser interpretado en forma restrictiva. La persona jurídica de
derecho público tiene el domicilio que le es inherente por su propia constitución legal. El domicilio de las
personas colectivas de derecho privado (asociaciones, fundaciones) es voluntario, convencional; se
determina por la estipulación expresa en el documento de su constitución. Y es necesaria esta
indicación, precisamente porque así lo ordena el art. 28 [art. 33, C.C. 1984]; de modo que ella debe
constar en el estatuto de la asociación (art. 1054) [art. 2025, C.C. 1984] y en el testamento o escritura
pública que instituye la fundación (art. 1055) [art. 2025, C.C. 1984]).
En cuanto a las comunidades indígenas, no rige lo indicado en el art. 28 [art. 33, C.C. 1984]; aquéllas
tienen su propio domicilio.
La necesidad de que la persona de derecho privado tenga su domicilio real, es de inmediata evidencia.
Las mismas razones que imponen la existencia de un domicilio para las personas físicas, justifican la
exigencia tratándose de las personas jurídicas de derecho privado.
El domicilio de tales personas puede ser variado mediante declaración expresa en tal sentido. Esto que
resulta inconcuso en cuanto a las asociaciones es, sin embargo discutible en lo que respecta a las
fundaciones.
La persona colectiva de derecho privado puede tener más de un domicilio, en cuanto en diversos
lugares ejerza las actividades propias de su gestión social; de suerte que le es aplicable la previsión
contenida en el artículo 20 [art. 35, C.C. 1984].
Si se designa domicilio de acuerdo con lo preceptuado en el art. 28 [art. 33, C.C. 1984], no cabe
considerar cosa distinta, esto es que no cabe examinar si tal designación es ficticia, porque no represente
el asiento verdadero de la actividad social (Planck).
113
DE LOS REGISTROS DE ESTADO CIVIL
TÍTULO ÚNICO
Referencias:
Código Francés art. 40, 42, 48; italiano 449 y s., colombiano, 348; español, 326; holandés, 141; mexicano,
25; venezolano, 445.
Los Registros del estado civil están regimentados en la parte de las personas naturales, pues
conciernen a acontecimientos de excepcional trascendencia en cuanto a la existencia del individuo. Con
las inscripciones en los Registros Civiles de los nacimientos, los matrimonios y las defunciones, se tiene la
constancia auténtica atinente a tales hechos, mediante una prueba que así se halla preconstituida, para
el efecto de la referencia de los mismos mediante las respectivas partidas que deben ser expedidas, en
las cuales se transcribe literalmente el contenido de los asientos registrados en las respectivas matrices,
o sea, en los libros que indican los arts. 29 y 30. De este modo, lo que incumbe a los derechos que
deriven o se vinculan a tales acontecimientos, del nacimiento, el matrimonio y la defunción, se acredita
mediante lo que aparece en las partidas pertinentes. De otra manera sería necesario que en cada caso
particular se organizara un procedimiento especial para verificar el hecho, con todas la dificultades,
morosidades e inconvenientes en general que ello acarrearía. "La inscripción de los actos del estado civil,
escribe Serpa López, representa un medio de prueba constituido, creado en interés general y accesible a
quien quiera que sea, para el conocimiento de su contenido. Su importancia es innegable y sería de
desear una evolución continua, amplificativa de su zona de influencia, de modo de que pueda
comprender todas las modalidades de la situación jurídica de una persona natural, inclusive su propio
domicilio".
Según el art. 30 se debe inscribir el nacimiento, el matrimonio y la defunción. Además deben también
anotarse otras situaciones jurídicas personales. El art. 1669 enumera cuáles son tales anotaciones. Son
las siguientes: I.- Las resoluciones en que se declare la incapacidad, y las que limiten la capacidad; 2.- Las
resoluciones en que se declare la presunción de muerte de las personas ausentes; 3.- Las sentencias que
impongan las penas de inhabilitación civil o pérdida de la patria potestad; 4.- Las declaraciones de
quiebra, y las resoluciones sobre clausura o conclusión de este procedimiento; 5.- Las resoluciones que
declaren la nulidad del matrimonio, el divorcio, la separación de bienes, y su cesación; 6.- La adopción y
la revocación de ella; 7.- Las resoluciones que rehabiliten a los interdictos en el ejercicio de los derechos
civiles; 8.- Los actos de discernimiento de los cargos de tutores o curadores, con enumeración de los
inmuebles inventariados; 9.- Las protestas de hipoteca de que trata el inciso sexto del artículo 1042 [art.
2019, C.C. 1984].
Las anotaciones se verifican por decisión judicial (1070) [art. 2031, C.C. 1984], debiendo los jueces
pasar parte al registro para la correspondiente inscripción.
114
Mientras que las inscripciones mentadas en el art. 1069 [art. 2030, C.C. 1984] requieren decisión
judicial, las inscripciones de los nacimientos, matrimonios y defunciones, se efectúan sin intervención
pretoria alguna, y sólo mediante un procedimiento administrativo sumario, que es el que disciplinan los
arts. 29 a 38 del C.C. y el reglamento de la materia de 15 de julio de 1937. No es tampoco una actuación
notarial. Sólo en lo relativo al reconocimiento de hijo por escritura pública (art. 354) [art. 390, C.C. 1984]
cabe la intervención notarial sobre un acto que se refiere al status de la persona. De otro lado, cabe
probar la filiación legítima por la llamada posesión de estado de tal filiación (art. 311) [art. 375, C.C.
1984], y por cualquier otro medio siempre que haya un principio de prueba escrita que provenga de una
de los padres (art. 312) [art. 375, C.C. 1984].
Las partidas de estado civil por el solo mérito de su inscripción son prueba de los hechos a que tal
inscripción se contrae; y salvo lo establecido en el art. 311 [art. 375, C.C. 1984] y el 312 [art. 375, C.C.
1984] y lo indicado en el art. 129 [art. 271, C.C. 1984] son los únicos medios acreditativos de los hechos
referentes al estado civil. Dichos artículos disponen lo siguiente: Art. 311.- "La filiación legítima se prueba
con la partida de registro de nacimiento, o por otro documento público en el caso del art. 307 [art. 366,
C.C. 1984], o por sentencia en los casos del art. 301 [art. 363, C.C. 1984]. A falta de estas pruebas,
bastará la posesión constante del estado de hijo legítimo"; Art. 312.- "En defecto de partida de
nacimiento, de otro documento público, de sentencia o de posesión de estado, la filiación legítima sólo
podrá probarse por cualquier otro medio, siempre que haya un principio de prueba escrita que provenga
de uno de los padres".
Las partidas prueban los hechos que en ellas se insertan a menos que se demuestre la falsedad de la
inscripción. Es pertinente al respecto reparar en que los arts. 400, 401, 402, 404 y 405 del Código de
Procedimientos Civiles tratan lo referente a la nulidad y falsedad de instrumento público.
Los registros de estado civil tienen el carácter de públicos. Los funcionarios encargados de asentar las
partidas, deben hacerlo cuando la inscripción contiene los requisitos legales exigidos. Cualquiera persona
puede tomar las informaciones del caso de los registros y solicitar la expedición de copias auténticas de
las mismas, para los usos que le conviniere.
Los registradores deben insertar los datos pertinentes relativos a las partidas que asienten, y no deben
insertar nada que no les sea declarado por los comparecientes. No pueden por indagaciones personales,
suplir las indicaciones que no hicieran aquéllos. El registrador no insertará indicaciones extrañas al hecho
que se quiere inscribir (Laurent). Así en relación a una partida de defunción, no se indicará el motivo de
la muerte.
El registrador sin averiguar sobre la veracidad de los datos que se enuncian por los comparecientes,
debe hacer la inscripción. Pero según advierte Laurent, no puede estar obligado a asentar datos
constativos de hechos contrarios a la ley.
En todos los países modernos se han organizado los registros de estado civil para los fines y conforme a
los principios informantes antes expresados. La institución se ha inspirado en las prácticas utilizadas en el
derecho canónico, que ordena que en los libros parroquiales se anoten los sacramentos del bautismo, el
matrimonio y la defunción. "El Concilio de Trento de 1563, con el propósito de asegurar el orden y la
regularidad en los asientos, dispuso que en adelante éstos se hicieran en libros especiales, llamados
Libros parroquiales, y estableció las formas y requisitos que debían observarse en las partidas. Los libros
parroquiales eran tres: el de bautismos o nacimientos, el de matrimonios y el de defunciones. Las
constancias de los libros parroquiales fueron adquiriendo cada vez más valor, hasta llegar un momento
en que merecen plena fe en justicia. Desde entonces, los testimonios expedidos por los curas o sacados
por escribanos públicos constituyen por sí solos la prueba del nacimiento, del matrimonio o de la muerte
de las personas" (Salvat).
115
Los libros eclesiásticos no bastan, pues no operan en relación a toda clase de personas y, de otro lado
son incompletos en cuanto a los datos que contienen. Lo primero, porque las inscripciones sólo
comprenden a individuos que profesan el culto católico; lo segundo, porque en las partidas no se
asientan hechos como los enumerados en el art. 1069 del C.C. [art. 2030, C.C. 1984]
En Roma no existían formal y administrativamente organizados los registros de estado civil. Se hacían
algunas anotaciones para fines censísticos, y dentro de libros particulares familiares.
Para acreditar el nacimiento, el matrimonio, o el deceso era preciso, pues, recurrir a los medios
ordinarios de prueba. Salvat recuerda que "los pueblos antiguos no se preocuparon de crear registros
especiales para constatar el nacimiento, la muerte o los demás hechos relativos al estado civil de las
personas; su prueba queda exclusivamente librada a los modos comunes, declaraciones de testigos,
papeles domésticos, etc. En Roma, sin embargo, existía desde el tiempo del emperador Marco Aurelio
una especie de registro del nacimiento de las personas, creado con el objeto de constatar su edad y
estado. Marco Aurelio, en efecto, dispuso que dentro de los treinta días del nacimiento, el padre debía
declarar a la autoridad pública el nombre y el día del nacimiento; la declaración debía ser hecha en Roma
ante el praefectus aeraii y en las provincias ante los tabularii publici; de esta declaración se extendía
doble acta, una destinada a quedar archivada y la otra destinada al mismo declarado".
Naturalmente, aunque la ley no lo diga, se sobreentiende de jure condendo que las inscripciones a que
se refiere el inciso 2. del art. 29 que ahora es analizado, respectan a nacimientos, matrimonios y decesos
de peruanos. De este modo, en relación a un peruano en el extranjero puede optarse por uno de estos
dos caminos que en seguida se indica. Primero, la inscripción puede realizarse de acuerdo a las normas
vigentes en el país extranjero, aplicándose el locus regit actum; teniendo el carácter de documentos
públicos las partidas relativas a tales inscripciones (art. 403 [art. 235, C.P.C. 1993] del C.P.C.). Segundo,
puede recurrirse al agente diplomático o consular peruano, que cumplen, así, funciones idénticas a las
de los alcaldes en cuanto al Registro Civil. Se podrá hacer la inscripción en este última forma cuando se
trate de nacimientos o deceso de un peruano domiciliado o residente en la misma jurisdicción del agente
diplomático o consular, y tratándose de matrimonio se hará la inscripción cuando uno de los consortes
sea peruano. El agente no tiene facultad para celebrar matrimonio; únicamente en vista del documento
auténtico que acredite la realización del acto conforme a la ley del país en que se realice, hará la
respectiva inscripción.
Los arts. 119 a 144 del Reglamento Consular consignan las normas relativas al registro civil a cargo de
los cónsules peruanos.
Por la Ley 8554, de fecha 7 de julio de 1937 se ha establecido, que habrá registros de estado civil "en
los parajes alejados de la capital del distrito en los que hubiesen guarniciones militares de frontera, por
disposición del Ministerio de Justicia dictada a solicitud del de Guerra; corriendo a cargo del delegado
civil que designe el Alcalde municipal del distrito a que corresponda el lugar en que esté la guarnición".
De este modo ha sido modificado; es decir, ampliado el art. 29 del C.C.
Al instituirse por la ley quiénes son los encargados de llevar los libros de estado civil, fija su
competencia ratione loci. El funcionario respectivo tiene facultad para proceder a la inscripción dentro
de los límites de su jurisdicción territorial. Si no, la inscripción sería sin valor.
116
Concordancias con el Código Civil de 1984:
ARTÍCULO 70.- DEROGADO (*)
RECTIFICACIÓN DE PARTIDAS
ARTÍCULO 32.- Se prohíbe hacer en las partidas rectificación, adición o alteración alguna, a no ser en
virtud de resolución judicial, que se anotará al margen. [C.C. 1936]
Referencias:
C. francés, art. 37; mexicano, 26, 27, 45, 134 y ss.; italiano, 454 y 455; venezolano 446, 462, 501 ss.;
decreto brasilero 4857, art. 39, 50, 52.
El art. 30 trata de la forma como se deben llevar los registros de estado civil. Las partidas se asentarán
en libros, de modo que no podrán anotarse en hojas sueltas, sino en libros especiales destinados al
registro de estado civil. De esta manera se evita pérdidas, suplantaciones e interpolaciones. Los libros se
llevan por duplicado; medida ésta precautoria, para que en caso de destrucción o extravío de alguno, el
otro permita comprobar las inscripciones producidas.
La misma acta es, así, registrada y firmada dos veces, en dos ejemplares del mismo valor.
Los libros son tres, correspondientes a las actas de nacimientos, defunciones y matrimonios. Se
inscriben, pues, estos actos separadamente. En lo referente a los nacimientos los arts. 33 y 34 indican
determinadas reglas; y en lo concerniente a las defunciones, los arts. 35 a 37. En lo que hace a los
casamientos, la inscripción coetánea al hecho mismo de su celebración (art. 114 [art. 259, C.C. 1984]).
Las partidas se asientan unas a continuación de otras, sin dejar espacios en blanco para inscripciones
posteriores. Las partidas consignadas en los libros son las matrices en cuanto a los actos por las mismas
mencionados. De esas partidas se otorgan copias auténticas, cuantas veces se soliciten. El art. 235 de la
Ley Orgánica del Poder Judicial establece que los libros serán revisados anualmente por uno de los
vocales de la Corte Superior.
Según el art. 31 deben intervenir en el asentamiento del acta dos testigos, que deben ser mayores de
edad. El objeto de esta intervención reside en que los testigos certifican ante el encargado del registro
tanto del hecho mismo que se inscribe como de la identidad de la persona o personas a que se refiere el
acta, así como de la identidad de las personas que hacen la declaración respectiva. Igualmente la
presencia de los testigos sirve para comprobar la conformidad entre la partida redactada y los datos
proporcionados por los declarantes.
En la inscripción hay que considerar, pues, las siguientes personas: las llamadas partes, los declarantes
y los testigos. Las partes son las personas a que conciernen los hechos que se inscriben, es decir, aquéllas
de cuyo nacimiento o fallecimiento se trate, o los cónyuges. Sólo en el caso de matrimonio, las partes se
hallan presentes en el asentamiento registral. El declarante es la persona que da a conocer al encargado
117
del registro el hecho que debe inscribirse respecto a la parte; lo que no ocurre tratándose del nacimiento
y la defunción. Cualquiera persona puede ser declarante; pero hay que suponer que debe ser persona
capaz. El declarante puede, por regla, hacerse representar por un mandatario para una inscripción de
estado civil (Baudry Lacantinerie et Houques Foucarde). El declarante, y en su caso las partes (en el
matrimonio), firman con los testigos la partida original, con el encargado del registro. El registrador hace
la anotación en mérito a lo que le manifiestan los declarantes y lo que certifican los testigos, sin que
compruebe por sí mismo la realidad del hecho, salvo el supuesto contemplado en el segundo apartado
del art. 35.
Como el art. 31 sólo exige la mayoría de edad de los testigos no existe fuera de esta calificación
ninguna otra exigible en aquéllos. Pero, como hemos dicho, de jure condendo, hay que considerar que el
testigo debe ser capaz civilmente. El mismo puede ser pariente de la parte o del declarante. Los testigos
son escogidos por las personas que formulan la declaración. Según indica el art. 31 los testigos deben ser
dos y, en consecuencia, no debe ser sobrepasado tal número; pero la infracción a esta regla no sería
causal de nulidad (Dalloz). La partida no tendría valor sin testigos o con un solo testigo.
El art. 32 prohíbe hacer en la partida asentada, rectificación, adición o alteración alguna, a no ser en
virtud de resolución judicial, que se anota al margen de la partida. Un principio de seguridad explica y
justifica la razón de ser del dispositivo. El acta una vez sentada en el registro, no puede ser modificada
mediante el simple procedimiento administrativo instituido para su anotación: se requiere una decisión
judicial. Con el mandato a que se contrae el art. 32 se evita fraudes, que podrían producirse con
modificaciones ex profeso realizadas, ya mediante complicidad del registrador, ya sorprendiendo su
buena fe. Pero como puede ocurrir que el acta contenga alguna indicación inexacta o carezca de una
determinada indicación pertinente, o contenga una improcedente, cabe hacer la rectificación, adición o
alteración respectiva.
El acta es inexacta si contiene nombre o apellido equivocado, o si tal mención es errónea en cuanto a
otros datos consignados en el asiento, como sexo, edad, domicilio, época y lugar del acontecimiento que
se inscribe.
El acta es incompleta si se ha omitido enunciaciones exigidas por la ley y que corresponden a las
partes, a los declarantes, o a los testigos. Por ejemplo, sobre la época y lugar del hecho inscrito, sobre los
nombres y apellidos que deben constar en la partida, y otros datos personales.
El acta no puede contener anotaciones que sean innecesarias y/o que estén prohibidas por la ley. Así,
el art. 47 del Reglamento de los registros de estado civil prescribe: "Cuando sólo uno de los padres
hiciere el reconocimiento separadamente, no podrá revelar el nombre de la persona con quien hubiera
tenido el hijo".
Cornejo escribe: "no debe insertarse en el acta nada que sea extraño al acto que se inscribe: por
ejemplo, si se trata de una muerte, sería ajeno al fin del Registro consignar que se ha debido a un
suicidio o a un crimen, señalando su autor. Si se tratase de un nacimiento sería superfluo consignar en el
acta que el niño tiene el augurio de realizar un gran destino, o que ha recibido, por gracia especial, la
bendición del Pontífice, o cosas semejantes. El motivo de esta formal y rigurosa prohibición es fácil de
comprender. Los Registros, dice a propósito Ricci, que son actas auténticas destinadas a hacer prueba de
lo que en ellas se contiene; ahora bien: corresponde al legislador y no a las partes o declarantes, máxime
tratándose de actos que interesan a la sociedad entera, establecer los extremos que las actas han de
probar, por lo que es lógico que en dichas actas deba insertarse solamente aquello de que deban hacer
prueba y no cosas distintas".
118
La rectificación procede cuando la partida se ha extendido irregularmente o cuando no se han
cumplido todas las formalidades.
El art. 32 trata del supuesto de una partida asentada y que debe ser modificada. No trata del supuesto
de una partida no inscrita oportunamente. El Código de Procedimientos Civiles en sus artículos 1321 a
1330 [art. 826 a 829, C.P.C. 1993] señala el procedimiento relativo a la inscripción y rectificación de
partidas de los registros civiles. De este modo se utilizará tal procedimiento señalado en los antes citados
numerales, para obtener resoluciones declarativas que suplan la omisión de las partidas no anotadas
oportunamente sobre nacimientos, matrimonios y defunciones. La causal de la no inscripción oportuna
en el registro puede obedecer ora a descuido o imposibilidad de quienes debían hacer la declaración, ora
a que no se llevaran libros de inscripción en el lugar y en la época en que acaeció el hecho registrable.
También sería procedente si los libros en que se hizo la inscripción se han destruido o desaparecido. De
todos modos, es justo que se permita la inscripción de la partida no asentada oportunamente, ya que de
otro modo se consumaría un perjuicio irremediable: la pérdida de los derechos civiles por falta de
prueba legal.
Es menester no confundir las acciones judiciales de rectificación de partidas y las acciones declarativas
sobre estado civil. Planiol y Ripert escriben: "la ley impone para la eficacia de las acciones de estado
condiciones de fondo a las cuales las partes no pueden escapar presentando insidiosamente su demanda
bajo la forma de una acción en rectificación de un acta inexacta, es decir, de una acción que como esta
última está abierta a todo interesado y al Ministerio Público, y en la cual la prueba es libre".
En cuanto al procedimiento hay la diferencia consistente en que las acciones rectificatorias de partidas
se cursan por procedimientos relativamente sumarios, en tanto que la acción atinente al estado civil ha
de seguirse mediante procedimiento ordinario.
Planiol y Ripert desarrollan ampliamente el criterio de distinción antes referido. Escriben: "A los fines
de la distinción y para aclarar una jurisprudencia bastante poco homogénea, es preciso analizar las
diversas manifestaciones que se encuentran en las actas del estado civil.
a) Las actas contienen en primer término extremos relativos al acta en sí, a su fecha, al encargado del
registro que la ha recibido, a los declarantes y testigos; es preciso que las firmas correspondan a esos
puntos. Las inexactitudes e irregularidades de esas manifestaciones son en principio rectificables en la
forma de los arts. 99 y ss. y esto aun en el caso de que se tratase de la nulidad de un acta de la cual
dependiera la prueba de una filiación o de un matrimonio.
b) Las actas contienen además la indicación de las circunstancias de fecha y de lugar de los hechos que
relatan; esos puntos pueden ser rectificados sin dificultad, puesto que no llevan aparejada ninguna
cuestión de estado.
c) Por otra parte, las actas contienen una serie de extremos destinados a determinar la identidad de las
partes, es decir, del difunto en las actas de defunción, de los esposos, en las actas de matrimonio, del
hijo y de sus padres, en las actas de nacimiento. Estos extremos pueden ser erróneos o incompletos sin
hacer dudosa la identidad de la parte; se podrá entonces rectificarlos. Es muy distinto si la rectificación
pedida no se refiere simplemente a los signos de identidad, sino a la misma identidad de las partes. Hay
entonces en juego, en las actas de nacimiento y de matrimonio, una cuestión de estado, puesto que el
matrimonio, la paternidad o la filiación de la persona designada se encuentran en duda y se cae en el
caso que señalamos a continuación. En cuanto a las actas de defunción, el error sobre la identidad de la
persona fallecida entraña su nulidad y necesita, para la persona verdaderamente fallecida, un juicio
declarativo de defunción.
119
d) Por último, las actas del estado civil hacen mención del matrimonio y de la filiación de las partes.
Estas menciones exigen en el acta de nacimiento, la filiación; en el acta del matrimonio, el estado de
esposos. Pueden en principio ser modificadas por vía de acción de rectificación. No obstante, esto no
ocurre sino cuando el estado realmente depende del acta".
Toda sentencia que declare una situación de estado civil, conducirá a la respectiva inscripción o
rectificación de la partida, por el simple mérito de tal sentencia.
Un asunto que debe ser enjuiciado es el relativo a si la inobservancia de alguna formalidad en cuanto a
la inscripción de un acta de estado civil debe entrañar la nulidad de aquélla. Beudant y Lerebours-
Pigeonniere a este respecto escriben: "observamos desde luego que en ninguna parte se dice que tales
reglas deben ser observadas bajo pena de nulidad. El acta, por consecuencia, es válida desde que
contiene las enunciaciones sustanciales, es decir, aquellas que son suficientes en cuanto al contenido del
acta. La Jurisprudencia ha hecho de esta idea numerosas aplicaciones. Se ha juzgado que un acta es
válida aunque carezca de la firma del oficial de Estado Civil, aunque los testigos carezcan de las
condiciones exigidas, aunque una de las partes no haya firmado, sea por inadvertencia, sea por error;
aunque los testigos no hayan firmado... aunque se haya omitido la edad o los prenombres de las partes".
Agregan que por el contrario es dudoso considerar que sea válida el acta constante en hoja suelta,
debiendo estimar a tenor de las disposiciones legales pertinentes que la inscripción no es válida. La razón
por la cual estos autores juzgan que debe existir un criterio tolerante en relación a los puntos antes
indicados, estriba en que la inexperiencia o falta de cuidado de los encargados del Registro Civil no debe
perjudicar los intereses de las personas a que conciernan las inscripciones relativas.
Referencias:
Cod. mexicano, art. 54, 55 y 59 y ss.; venezolano, 464 y ss.; decreto brasilero 4857, art.63 y ss.
El art. 33 señala el plazo de ocho días para la inscripción del nacimiento. Es un plazo prudencial que se
establece considerando que después de un lapso determinado la declaración puede no tener la precisión
en cuanto a los datos relativos al hecho anotable, facilitándose también la comisión de suplantaciones.
Un plazo muy breve para efectuar la anotación sería, de otro lado, inconveniente, pues pondría a los
interesados en la declaración en situación asaz apremiante.
El plazo del art. 33 es uno civil, que se rige por las reglas del art. 1116 [art. 183, C.C. 1984].
La declaración del nacimiento para la inscripción, comprende todo caso de alumbramiento, aunque el
niño no haya tenido viabilidad.
120
En la partida de nacimiento debe darse los nombres de los padres del recién nacido. Pero el art. 34
permite omitir el nombre del padre o de la madre cuando el hijo es ilegítimo. El asunto se deja a la
apreciación del interesado o los interesados en la inscripción. Se puede indicar el nombre del padre y de
la madre, o se puede prescindir del nombre de uno de ellos; pero nunca de ambos. La prescindencia se
basa en un respeto a los sentimientos de decoro familiar y social. En caso de hijos procedentes de
uniones adulterinas o incestuosas, podría tener enojosas consecuencias la indicación del padre o de la
madre. Puede ocurrir que tanto el padre como la madre hayan incurrido en adulterio en la procreación
de un hijo. ¿Qué debe hacerse ante tal hecho? El art. 34 no prevé que los nombres de ambos padres
dejen de ser indicados. De este modo tendrá que indicarse necesariamente el de uno de ellos.
En lo que concierne al hijo legítimo, como no existe una causal aceptable para callar los nombres de los
padres, el art. 34 sólo se refiere al caso de hijo ilegítimo. Si el hijo es legítimo debe, pues, expresarse
necesariamente los nombres de los padres.
INSCRIPCIÓN DE LA DEFUNCIÓN
ARTÍCULO 35.- La defunción se inscribirá en vista del certificado médico que la acredite y antes de dar
sepultura al cadáver.
A falta de médico, el funcionario del registro se cerciorará del hecho. [C.C. 1936]
DEFUNCIÓN A BORDO
ARTÍCULO 36.- En caso de muerte a bordo se extenderá por duplicado un acta que firmarán el capitán, el
contador y dos oficiales de mar.
El capitán entregará, en el primer puerto donde arribe, un ejemplar del acta a la autoridad marítima
peruana o al cónsul. El acta, enviada por el conducto respectivo, servirá para extender la partida. [C.C.
1936]
Referencias:
Cod. mexicano, art. 117 y ss. 123 y ss.; venezolano, 476 y ss.; decreto brasilero 4857, art. 41, art. 88 y ss.
A diferencia del nacimiento, que se inscribe en mérito de la indicación del declarante, acreditado por
los testigos, el fallecimiento requiere además de tal indicación, apoyada por la firma de los testigos, algo
más: el certificado médico que acredita el deceso o, si no, el hecho de que el funcionario encargado del
registro se cerciore del óbito. De este modo se asegura debidamente la autenticidad del hecho que se
inscribe. "La intervención de un médico –escriben Planiol y Ripert– ofrece en este caso dos grandes
ventajas. Es el único que puede distinguir la muerte verdadera de ciertos estados letárgicos o
catalépticos, así como para comprobar la hora y la causa, lo que es de gran utilidad para el
descubrimiento de los crímenes, las operaciones de estadística, la lucha contra las enfermedades
contagiosas. Sin embargo, a pesar de su valor práctico, ese sistema es realmente ilegal".
121
"Como el hecho de la defunción de una persona tiene tan gran importancia, no sólo por extinguir la
personalidad civil, sino además por crear una serie de nuevas relaciones jurídicas, en el orden familiar y
sucesorio, la ley procura rodear su constatación de las mayores garantías, estableciendo los requisitos
que han de preceder al enterramiento (a fin de evitar inhumaciones prematuras) y los que han de
preceder a la inscripción del fallecimiento en el Registro". (Castán).
La intervención directa del funcionario encargado del registro a falta de médico, es también garantía
suficiente de la realidad del fallecimiento.
En cuanto a la advertencia contenida en el art. 35, que la defunción debe inscribirse antes de que se dé
sepultura al cadáver, ello responde a la necesidad de que no se produzcan inhumaciones precipitadas.
El art. 36 concierne al caso de muerte a bordo, indicándose cómo se procederá, sin que sea menester
hacer ningún comentario a este respecto. Se entiende que el buque debe hallarse en aguas
extraterritoriales. El dispositivo se aplica para buque mercante o de guerra.
Tratándose del art. 36, como del 35, no se indica plazo para la inscripción (a diferencia de lo que ocurre
con el nacimiento). La inscripción a fortiori tiene que ser hecha sin mayor dilación. Como dice Salvat:
"nada hay que temer de la negligencia de los obligados, pues ellos son los más interesados en hacer la
denuncia dentro del término legal para poder sepultar el cadáver; la omisión de la denuncia no sólo
impedirá la inhumación, con los peligros de la putrefacción y las molestias de tener el cadáver en la casa,
sino que podría engendrar la sospecha de haberse cometido un delito".
En caso de que sea imposible encontrar o reconocer el cadáver, para que se asiente la partida es
indispensable mandato judicial. Esto es lo que ordena el art. 37. Es decir, que se seguirá el procedimiento
determinado en el art. 1321 y siguientes del Código de Procedimientos Civiles. En las circunstancias
anotadas no es factible comprobar la identidad de la persona fallecida. Por ello es indispensable utilizar
el procedimiento judicial. El art. 49 del Código suizo indica: "cuando una persona ha desaparecido en
circunstancias tales que su muerte debe ser tenida por cierta, la defunción puede ser inscrita por orden
de la autoridad de vigilancia, aun cuando el cadáver no haya sido encontrado. Todo interesado puede,
sin embargo, demandar que la existencia o la muerte de la persona desaparecida sea comprobada por el
juez".
122
DE LAS PERSONAS JURÍDICAS
DISPOSICIONES GENERALES
TITULO I
DISPOSICIONES GENERALES
Referencias:
Digesto del XLXI, tít.1, fs. 22; libro III, tít. 4, fs. 3, tít. 5, fs. 8; libro II, tít. 14, fs. 14; libro I, tít. 16; fs. 16;
Código Italiano art. 11; español, 37; chileno, 545, 547, 551; argentino, 33, 34, 36; uruguayo, 21, art. 8;
brasilero, 13 a 15; alemán, 26; suizo 55; mexicano, 25 a 28; chino, 25; japonés, 32; soviético, 13.
La persona como sujeto de derecho puede ser una persona individual, persona natural, física, de
existencia visible como alguna vez se ha dicho. Ella es tratada por nuestro Código Civil en las secciones
primera y segunda del libro primero, (art. I a 38). Su existencia surge con el hecho del nacimiento.
Tratándose de la persona colectiva, social, moral, jurídica, abstracta, incorporal, de existencia invisible,
es preciso formular la disciplina legal correspondiente. El derecho reconoce la existencia de ella en
mérito de la necesidad humana de que se cumplan importantes finalidades sociales, que
individualmente no podrían ser alcanzadas. Es de exigencia imprescindible la unidad de acción y
123
dirección de esfuerzos comunes, para la consecución de tales efectos; y de ahí la necesidad de
considerar como una personalidad jurídica el conjunto de individuos vinculados por determinados fines
de carácter colectivo.
Las personas jurídicas se distinguen en personas de derecho público y de derecho privado. Las
primeras representan entes, instituciones de carácter necesario, cuyo origen radica directamente en la
índole misma de la colectividad como organismo político, o sea, que su nacimiento emana
inmediatamente de la ley o de un acto administrativo. El ente que así existe, asume la categoría de ente
público, quien obra ejerciendo su inherente jus imperii.
Como escribe Crome, "esta oposición (entre personas de derecho público y de derecho privado) no
significa que las últimas no figuren en el derecho privado; por el contrario se presentan en éste
igualmente, como sujetos de derecho. La diferencia reposa más bien en que las personas jurídicas de
derecho público no deben su nacimiento a un negocio jurídico privado, sino que emanan del derecho
público". El ente público no está pues librado en su existencia a la contingencia de una creación
eventual. En cambio el ente privado tiene un origen voluntario, y por lo mismo un tanto circunstancial.
Como dice Ruggiero, caracterizando la situación del ente público y del privado: "la condición de público
lleva consigo una mayor vigilancia por parte del Estado. El Estado tiene un poder de vigilancia o control
sobre todas las personas jurídicas, ya sean públicas o privadas. Pero por el interés general que las
primeras implican, esta tutela del Estado se ejerce en ellas en una medida más intensa y enérgica, con
intervención más asidua y directa en cada acto del instituto. Para expresar esto con una fórmula sencilla,
pudiera decirse que en éstas la ingerencia del Estado tiene una función positiva e integrante,
dirigiéndose la tutela que dispensa a promover la actividad benéfica, a exigir el cumplimiento del fin;
para los actos privados una función negativa en cuanto que el Estado se limita solamente a impedir que
se viole el orden público o se malogre la voluntad del fundador o se obre de modo ilegítimo". Son
personas de derecho público el Estado, los Municipios, las sociedades de beneficencia pública, las
universidades oficiales, los colegios de instrucción premunidos de autonomía institucional, ciertos
establecimientos públicos de beneficencia, como hospitales, manicomios, orfelinatos y casas de caridad.
El art. 39 [art. 76, C.C. 1984] en forma precisa y cabal sienta el principio antes enunciado sobre el
carácter y fundamento de las personas de derecho público, al indicar que el principio de ellas, esto es, la
razón propia de su existencia, se determina por las respectivas leyes. Las mismas indican también los
órganos encargados de representarlas. En efecto, a virtud de su naturaleza de entes, deben estar
representados por órganos que actúen por ellas. El órgano es el agente de la institución pública, que
obra por ésta, que encarna, por lo tanto, una función pública, con poder de comprometer jurídicamente
a la institución. El órgano se manifiesta pues en el titular de la función pública, que representa así al
ente. La manera de realizarse las funciones de las personas jurídicas de derecho público, también
concierne a la ley misma de su creación, y de ahí la remisión a que se contrae el art. 39 [art. 76, C.C.
1984]. Sin esa regulación legal de las funciones representativas de los aludidos entes públicos, no se
podría precisar si los órganos tendrían o no competencia para actuar, pues no se podría saber si operan
de acuerdo o no a las atribuciones concedidas, o sea, como indica el art. 36 del Código argentino, es
indispensable para la validez de los actos de los representantes de las personas jurídicas, que ellos no
excedan los límites de su ministerio. Enneccerus dice: "Los actos que los órganos estatutarios (no los
representantes corrientes, de los cuales se distinguen con especial claridad) ejecutan en el desempeño
de las funciones que les competen, se consideran como actos de la propia persona jurídica. Su voluntad
vale como voluntad de la persona jurídica y, por ende, ésta responde exactamente como la persona
natural de su propia voluntad. Las personas jurídicas del derecho civil son, pues, organizaciones (esto es,
uniones e instituciones para determinados fines) reconocidas como sujetos de derecho y de voluntad".
El C.C. en su art. 39 [art. 76, C.C. 1984] hace referencia a la existencia de las personas de derecho
público, a sus órganos y funciones, como simple indicación de referencia remisiva, para el efecto de que
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si aquéllas intervienen en actos de derecho privado se pueda considerar si están debidamente
reconocidas como entes y, por lo tanto, si tienen existencia legítima y si se hallan facultadas para
celebrar el acto privado de que se trate.
Hay que reparar que el art. 39 [art. 76, C.C. 1984] menciona a las personas de derecho público interno.
Sobre las de derecho público externo, no cabe hacer indicación alguna dentro de un Código Civil.
La persona de derecho público interno o externo, que realice algún acto propio de la esfera del
derecho en actos jurídicos privados, queda sometida a la disciplina establecida al respecto para dichos
actos. El Código sólo impone dos indicaciones específicas en cuanto a la intervención de tales personas
en dichos actos. Tales indicaciones son las contenidas en los arts. 40 y 41.
El art. 40 reconoce la capacidad de goce de las personas jurídicas de derecho público para contratar,
debiendo realizarse el contrato por quienes las representen. Esta representación puede delegarse en
administradores autorizados expresamente para ello.
Son personas de derecho público interno el Estado, desde luego, las Municipalidades, las Sociedades
Públicas de Beneficencia, las universidades oficiales, los colegios de instrucción. Fuera de estas entidades
que tienen indiscutiblemente el carácter de corporaciones públicas, existen otras que por la ley asumen
también el carácter de corporaciones oficiales. Son los llamados establecimientos públicos. Escribe
Balmacedo Lascano: "El Estado, para cumplir los fines que se le han encomendado y satisfacer las
necesidades colectivas, mantiene servicios públicos. Ellos son servicios técnicos que se dan al público de
una manera continua y regular por una organización pública, para la satisfacción del orden público. Son
simples reparticiones de la administración, que no tienen personalidad propia y que actúan sirviéndose
de la del Estado. El patrimonio de este último sirve para el mantenimiento y vida de estos servicios. Sin
embargo, técnicamente el sistema indicado no presta toda la utilidad que sería de desear. Muchas veces
es necesario dar a la administración medios de acción más vastos y una mejor organización en beneficio
de los interesados. La tendencia del derecho moderno, dice Duguit, está orientada incontestablemente
en el sentido de descentralizador; ésta es la consecuencia de un doble movimiento señalado más arriba:
el aumento de los servicios técnicos y el desaparecimiento de la creencia en el poder soberano del
Estado. Es la primera de las causas indicadas la que origina la aparición de los establecimientos públicos.
La forma de servicios independientes es una de las manifestaciones de la descentralización
administrativa, cuyo objeto es lograr una mayor eficiencia en el funcionamiento de esas reparticiones.
Los establecimientos públicos son, pues, servicios públicos especiales dotados de personalidad jurídica.
Son públicos, porque por su naturaleza misma, podrían confiarse a la administración general. Especiales,
por cuanto razones técnicas aconsejan que se les mantenga en una situación independiente. Finalmente,
son personas jurídicas con patrimonio y capacidad propia, mantenidos por el Estado en lo que se refiere
al personal, material y recursos financieros".
El ente autárquico que representa el establecimiento público es creado por la ley y se le asigna una
afectación de patrimonio para que realice sus fines, que han de ser de interés colectivo. Estas
corporaciones oficiales no deben ser confundidas con los establecimientos de utilidad pública. Escribe
Balmaceda Lascano: "El Estado coopera con los particulares cuando éstos persiguen objetivos de interés
general. Si ellos afectan un patrimonio a la realización de tales fines, es frecuente que la autoridad los
ayude en diversas formas. Así, reconoce a la entidad personalidad jurídica por ley, la utilidad de la obra.
Al mismo tiempo le concede ciertas franquicias y recursos económicos, para facilitar su acción. Estas
corporaciones o fundaciones se llaman establecimientos de utilidad pública. Se diferencian de los
establecimientos públicos, en que no son un servicio público, no forman parte de la administración del
Estado; son sólo instituciones privadas, personas jurídicas de ese carácter. Se asemejan en que ambos
persiguen fines de interés general para la colectividad. El hecho de que el Estado los subvencione no da
la calidad de público de los establecimientos de utilidad pública, pues, como decíamos, ésta es
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solamente una forma de cooperación a iniciativas de bien común. Los dos tipos de entidades en estudio
son de naturaleza muy diferentes. En principio, los establecimientos públicos están sometidos al régimen
de las personas jurídicas públicas; los otros son entes privados y, por lo mismo, sujetos al derecho
privado. Claro está que si han sido establecidos por la ley y se les dan ciertos privilegios o se señalan
ciertas reglas de excepción en su favor, se aplicarán esas normas especiales con preferencia a la común".
Salvat anota: "Por otra parte, al acordar la personalidad jurídica al Estado, a las provincias o a sus
municipios, la ley se refiere a estas entidades consideradas en sí mismas y en su conjunto, no a cada una
de las distintas reparticiones en que se divide la administración pública, las cuales consideradas
aisladamente no son personas jurídicas. Pero ocurre que el Estado, las provincias o el municipio, con el
propósito de asegurar mejor un servicio público, lo separan algunas veces del resto de los servicios
públicos, dotando además a la administración encargada de prestarlo, de un patrimonio propio,
independiente y distinto del patrimonio general del Estado, de la Provincia o del Municipio. Esa
repartición constituye entonces una verdadera persona jurídica; en doctrina se les llama
establecimientos públicos; su naturaleza íntima es de una fundación por el Estado, el cual la crea, le
proporciona un patrimonio y establece todas las reglas que la rigen".
Entre las corporaciones oficiales dotadas por la ley en el Perú de personalidad puede indicarse la
Corporación del Santa, la Compañía Peruana de Vapores, la Corporación del Amazonas, la Caja de
Depósitos y Consignaciones, la Corporación del Petróleo.
En cuanto a la Iglesia, es una persona de derecho público externo. Los conventos y demás
congregaciones religiosas son personas de derecho privado; y por ello el art. 1057 se refiere a su
inscripción en el Registro respectivo.
El art. 41 es una reiteración del art. 40, salvo la última parte que impone un trámite especial para
enajenación de inmuebles; el establecido en el art. 1342 del Código de Procedimientos Civiles. Esto es,
que precisa proceder a la previa tasación del inmueble y que la enajenación debe hacerse mediante
remate.
Cuando se habla de enajenación se da a entender venta, pues sólo con referencia a la misma cabe el
remate. La razón por la cual se impone el trámite del remate, es de inmediato alcance. Se trata de una
medida precautoria, en resguardo del interés general.
En relación al Estado el art. 1443 del C.C. determina: "todo inmueble, derecho, acción o renta del
Estado que por leyes especiales no se venda o adjudique de otra manera, se venderá en pública subasta,
bajo pena de nulidad. A este remate debe preceder el avalúo que harán los peritos nombrados por la
junta de almonedas y la publicación de avisos conforme al Código de Procedimientos Civiles".
Tratándose de bienes de las personas de derecho público que se permuten no es procedente remate
alguno, y la ley de 2 de noviembre de 1899 así lo indica. Según el art. 23 de la Ley de Municipalidades de
14 de octubre de 1892, "los bienes municipales gozan de los mismos privilegios y exenciones que las
leyes conceden a los bienes fiscales, y los contratos que se celebren sobre aquellos quedan sujetos a las
disposiciones relativas a los mismos privilegios y exenciones que estos". Los arts. 17, 18, 19, 20 y 21 de la
Ley Nº 8128 de 7 de noviembre de 1935, sobre Beneficencias Públicas, se refieren a los contratos que
estos pueden celebrar. Se transcriben tales arts. Art. 17: "Todo acto o contrato que constituya
enajenación, traslación de dominio o constitución de gravamen o arrendamiento, por plazo fijo, deberá
ser sometido a la aprobación de la Junta General y del Gobierno". Art. 18: "La enajenación de los
inmuebles se hará en pública subasta ante el Directorio de las Beneficencias de primera categoría y ante
los organismos directivos en las Beneficencias de distintas categorías, previo avalúo aprobado por dichos
órganos directivos. El precio de venta no podrá ser inferior al valor íntegro de la tasación. Podrá
prescindirse del requisito de remate y hacerse la venta directa por un valor no inferior a la tasación,
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siempre que así lo apruebe la Junta General, a propuesta del Directorio en las Beneficencias de primera
categoría, y de los organismos directivos en las demás, cuando el acuerdo cuente con una mayoría de
dos tercios de sus miembros, y sea aprobado por el Supremo Gobierno, previo dictamen fiscal. Las Cajas
de Ahorro de las Sociedades Públicas de Beneficencia que están autorizadas para hacer operaciones de
carácter bancario, podrán vender los bienes que adquieran en el desarrollo de esas operaciones sin más
requisitos que la aprobación de sus Comités Ejecutivos, con el voto conforme de dos tercios de sus
miembros". Art. 19. "En la permuta y adquisición de bienes inmuebles, se observarán los mismos
trámites prescritos para la venta, excepto el remate". Art. 20: "La venta de propiedades cuyo valor sea
inferior a mil soles podrá efectuarse con acuerdo unánime de la Junta General, dictamen oficial
aprobatorio y autorización del Gobierno". Art. 21: "La omisión de los requisitos prescritos por los arts. 16
al 19 anulan los contratos respectivos".
La Ley Nº 9802 de 29 de enero de 1943 ha modificado la anterior, en los términos que en seguida se
transcriben. Art. I.: "Modifícase el art. 17. de la Ley Nº 8128 en los contratos de arrendamiento a plazo
en la parte que se refiere a la aprobación de los contratos a plazo fijo, en los siguientes términos: Inciso
a) Cuando la merced conductiva sea inferior a S/. 50.00 mensuales, la aprobación corresponderá al
Prefecto del Departamento, previa vista del Fiscal de la Corte Superior, o del Agente Fiscal, caso de no
existir Corte Superior en el departamento. Inciso b) Cuando la merced conductiva sea mayor de S/. 50.00
mensuales y menor de S/. 500.00 la aprobación corresponderá al Ministerio de Salud Pública y Asistencia
Social, previo dictamen del Fiscal en lo Administrativo. Inciso c) Cuando la merced conductiva sea mayor
de S/. 500.00 mensuales, la aprobación será objeto de Resolución Suprema expedida, previa vista del
Fiscal en lo Administrativo". Art. 2.: "Cuando el monto obtenido en el remate sea inferior a la
valorización de la merced conductiva será competente para aprobar el remate la autoridad a quien
corresponda según el monto de dicha valoración". Art. 3.: "Los postores que no hayan obtenido la buena
pro podrán interponer recurso de revisión ante el Ministerio de Salud Pública. Contra la Resolución
Suprema sólo podrá interponerse recurso de reconsideración. Los recursos de revisión y reconsideración
deberán interponerse necesariamente dentro de los 30 días de notificada la correspondiente
resolución".
La Ley 9359 de 1 de abril de 1941 dispone en su art. 352: "Los bienes de la enseñanza no podrán
enajenarse sino en remate público, ante la Junta Económica respectiva, en virtud de una Resolución
Suprema expedida previos los informes del Director de Economía Escolar y del Consejo Nacional de
Educación y el dictamen del Fiscal en lo Administrativo de la Corte Suprema de la República". Y el art.
629 de la misma ley prescribe: "Los bienes inmuebles de las escuelas no se venderán sino con
autorización del Gobierno. La venta podrá hacerse fuera de subasta. El arrendamiento de dichos bienes
se hará por las Juntas de Profesores y por mayoría absoluta de votos sobre el total de sus miembros".
La Ley 10555 de 24 de abril de 1946, dispone en su numeral 75: "Por esta ley quedan autorizadas las
Universidades para vender los edificios que en la actualidad poseen cuyo producto será destinado
exclusivamente al pago del empréstito a que se refiere el artículo anterior". La resolución suprema de 5
de octubre de 1940 indica determinadas reglas sobre arrendamiento de bienes del Estado. El art. 1494
del C.C. prescribe: "Todo contrato en que se dé a un arrendamiento la duración de más de diez años, es
nulo en lo que exceda de este plazo, cuando se trate del Estado, o de corporaciones o personas que no
tienen la libre disposición de sus bienes". El Decreto Supremo de 30 de setiembre de 1911 indica
determinadas reglas sobre arrendamiento de establecimiento de segunda enseñanza. La Ley 7809 de 28
de setiembre de 1933 se ocupa, en sus arts. 52, 54 del arrendamiento de bienes departamentales. La Ley
Nº 9891 de 19 de enero de 1944 establece lo siguiente: Art. I. "Autorízase a los Concejos Provinciales y
Distritales para que puedan vender sin necesidad de licitación, los excedentes de terrenos que quedan
de su propiedad como consecuencia de expropiaciones a particulares, llevados a cabo para la ejecución
de obras públicas autorizadas y aprobadas por el Gobierno, y que, por su reducida área, no permitan la
edificación de inmuebles independientes".- Art. 2.: "El precio de venta no será en ningún caso inferior a
127
la suma del promedio unitario que resulte del valor de adquisición del inmueble, del importe de la
plusvalía y del monto proporcional de las obras públicas realizadas".- Art. 3.: "Los contratos de venta a
que se refiere el artículo anterior, serán sometidos al Gobierno para su aprobación, previa vista del Fiscal
de la Corte Suprema en lo Administrativo".
Según el art. 1311 del C.C., "para la transacción celebrada por los establecimientos públicos de
beneficencia y de instrucción, se requiere solamente la aprobación del Gobierno".
Según el art. 823 del C.C. los bienes de uso público son inalienables.
La Ley 10272 faculta al Ejecutivo para vender a empleados y obreros peruanos terrenos fiscales sin la
finalidad del remate público.
Las personas de derecho público deben responder civilmente por los daños que ocasionen por
intermedio de sus órganos, teniendo éstos acción reversiva contra las primeras. El Código brasilero
destina el art. 15 a este punto, que también mereció la atención del B.G.B. (art. 77 ley de introducción).
Escribe Ferreyra Coelho: "El Estado en la elección del funcionario debe atender al interés general, porque
la administración es de todos y para todos. Todos tienen interés en el buen funcionamiento
administrativo, en el respeto de los derechos recíprocos de administradores y administrados, y para la
realización de la armonía nacional coopera cada uno con las fuerzas que puede ofrecer. Es por esto
responsable la personalidad pública, por indemnización de los perjuicios sufridos por los particulares en
virtud de un acto del agente del poder. El perjudicado, que también tiene acción contra el funcionario
cuyo acto lo perjudicó, puede preferir demandar al Estado la indemnización de su perjuicio, dejando a
éste el derecho de obtener del funcionario la restitución de lo pagado". Agrega el mismo autor: "Tres
condiciones son necesarias para hacer valer la responsabilidad de la persona de derecho público por
actos de sus funcionarios u órganos, que causen daños a terceros: I. que el acto lesivo sea practicado en
el ejercicio de una función pública, 2. que el acto que se reclama haya causado una lesión de derecho; 3.
que haya violación de una ley o de un derecho constituido".
Referencias:
Digesto, libro III, título IV, fs.1; Código italiano, arts. 12 y 33; portugués, 32 y 33; español, 35; suizo, 52;
alemán, 21; chileno, 546; colombiano, 634; argentino, 45; brasilero,18; soviético, 13; chino, 30 y 31;
japonés, 34, 45 a 49.
Las personas morales de derecho privado son: las asociaciones, las sociedades civiles y comerciales, las
fundaciones. Además en el Perú se reconoce otra especie: las comunidades de indígenas. Entre las
asociaciones se debe contar a las agrupaciones y colectividades religiosas, aunque la Iglesia Católica en sí
misma es una persona de derecho público.
128
No son personas morales porque les falta alguna de las notas lógicas, la comunidad de bienes, la
herencia vacante, la familia, el fondo de comercio.
La persona social de derecho privado necesita ser reconocida por el derecho objetivo, y requiere un
acto jurídico fundante de aquélla. En tanto que la persona física tiene su carácter como sujeto de
derecho por el solo hecho del nacimiento, la persona colectiva tiene su origen en una declaración de
voluntad que determina la existencia de la misma.
Lo anterior tiene una excepción, con referencia a las comunidades de indígenas, que existen per se,
pues el art. 207 de la Constitución del Estado establece que ellas "tienen existencia legal y personería
jurídica".
El negocio jurídico del que se origina la persona social privada (excepción de la comunidad de
indígenas) es uno plurilateral en cuanto atañe a las asociaciones y las sociedades y unilateral en lo
atinente a las fundaciones. Ese acto constitutivo en lo que respecta a las asociaciones no debe ser
confundido con el estatuto. Como escribe Coviello, para que exista la corporación, o asociación, es
necesario ante todo el acuerdo de dos o más personas que se obligan a poner en común su actividad
para obtener cierto fin, con la intención de dar vida a una persona jurídica. Esto se llama acto de
constitución, que no debe confundirse con el estatuto, aun cuando muchas veces los dos actos,
idealmente distintos se encuentran materialmente unidos, dada su necesaria conexión. El estatuto, en
efecto, supone el acto de constitución, en cuanto tiene por objeto establecer las reglas de conducta a
que deben someterse los miembros de la corporación constituida, la atribución de los varios poderes
sociales, el sistema de administración del patrimonio; en suma, lo que se llama, con una sola palabra,
organización. El acto de constitución, o sea el acuerdo de dos o más personas con el objeto de dar vida a
una corporación con carácter de persona jurídica, es siempre necesario, aun cuando la formación del
ente sea impuesta por la voluntad del Estado, como ocurre con las consorciones que tienen un fin de
utilidad pública, o por una voluntad unilateral de un particular que dona o lega un patrimonio con la
obligación para quien lo recibe, de hacer que nazca una corporación con determinado objeto. Y esto se
debe a que es característica natural de la corporación la existencia de dos o más personas que quieren
efectivamente cooperar en orden a la consecución de un fin, efecto que no puede obtenerse sino por
acuerdo de la voluntad. No basta la voluntad de uno solo.
El negocio jurídico generador de la persona colectiva de derecho privado no basta para que ésta
adquiera su personalidad jurídica, según el art. 42 [art. 77, C.C. 1984] de nuestro C.C., toda vez que reza
este numeral que la existencia de la persona jurídica privada comienza el día de la inscripción en el
registro. La inscripción supone la producción de la declaración de voluntad, mediante forma escrita que
sirve para la anotación registral respectiva. El art. 1053 [art. 2024, C.C. 1984] se refiere al registro de las
personas jurídicas, indicando que se llevará tres libros: para las sociedades civiles, para las asociaciones y
para las fundaciones. En lo que respecta a las sociedades mercantiles, la inscripción es obligatoria a tenor
del art.17 del C. de Comercio.
La asociación debe ser constituida por escritura pública (art. 44) [art. 80, 81, C.C. 1984]; la fundación
por testamento o escritura pública (art. 65); por escritura pública, la sociedad civil (art. 1698), así como la
comercial (art. 127 C. de Comercio). Es, pues, mediante tales documentos que se procede a la inscripción
respectiva, de acuerdo con las normas registrales respectivas.
La asociación, como la fundación y la sociedad, se constituye por una declaración de voluntad, por un
acto jurídico. Tratándose de la asociación, como repara Castán y Tobeñas, "el acto constitutivo puede ir
precedido de una fase preliminar en la que el promotor o promotores publican programas y recogen
adhesiones o suscripciones. De cualquier modo que se llegue a él, la naturaleza del acto constitutivo es la
129
de un acto o negocio jurídico que exige capacidad de obrar y consentimiento válido de los asociados. Lo
dudoso es que pueda ser considerado como contrato. La opinión moderna ve en él, más bien, un acto
colectivo, es decir, un acuerdo de varias declaraciones de voluntad paralelas, dirigidas al mismo fin, sin
aquel entrecruzamiento u oposición de intereses que caracteriza al contrato".
La mera declaración de voluntad no basta. El art. 42 [art. 77, C.C. 1984] sigue el sistema de los Códigos
alemán, suizo y brasilero. La anotación registral es el dato de determinación del nacimiento de la
persona colectiva de derecho privado. De este modo, no rige entre nosotros el sistema de la concesión
administrativa, como ocurre en Argentina (art. 45), y antes de la vigencia del actual Código nacional, en
el Perú. Tampoco se ha considerado conveniente instituir el sistema de libertad absoluta en cuanto a la
constitución a que nos venimos refiriendo, en el sentido que basta la simple declaración de voluntad por
la cual se indica la formación de la persona moral.
El sistema de la libertad absoluta no es recomendable, pues precisa alguna formalidad para que el acto
declaratorio de voluntad tenga la eficacia de hacer surgir un ente social, por la misma naturaleza de éste.
Bevilaqua escribe: "El registro de las personas jurídicas es de indiscutible conveniencia. La persona
jurídica es distinta de los individuos que la forman o que simplemente la dirigen. Para la seguridad de los
intereses de los que con ella tratan, el registro declara, de modo público y auténtico, su constitución, su
capacidad adquisitiva y obligacional, quién la representa. También es de interés de la persona jurídica
que se haya organizado su registro. Confiriéndole personalidad, defiéndese de abuso de tercero como de
sus propios órganos y representantes".
Conforme a la segunda parte del art. 42 [art. 77, C.C. 1984] los efectos de la inscripción se retrotraen a
la fecha en que la persona social practicó actos de los que le están permitidos, o sea, aquellos que
mienta el art. 43.
Esta parte del dispositivo está inspirada en el art. 47 del Código argentino. No obstante, nuestro art. 42
está concebido con mayor latitud que el 47 argentino, pues éste se concreta a un caso especial, el de
establecimientos de utilidad pública, en tanto que el citado art. 42 no hace especificación alguna.
La razón de la regla del art. 47 del C. argentino se explica en cierto modo, por la plausibilidad
connotable que existe en la creación de establecimientos de utilidad pública, lo que no concurre en otra
clase de personas colectivas, como una asociación en general o una sociedad. Así, pues, no parece
acertada la extensión que el art. 42 [art. 77, C.C. 1984] del C. peruano da al efecto retroactivo de la
matriculación.
130
De acuerdo al art. 42 [art. 77, C.C. 1984] se consideran válidos los actos practicados por la persona
social antes de su inscripción. Se trata de actos practicados con terceros.
En rigor de principio, no es explicable la solución del dispositivo objeto de este comentario. Hay en ella
una inconsecuencia lógica. Antes de la inscripción no hay sujeto jurídico, no se ha adquirido la
personalidad propia para realizar acto alguno; de este modo no puede hablarse de acto alguno realizado
por esa persona, que para el derecho no existía en el momento en que aparece realizándolo. Es sin duda
en razón de esta falta de lógica, que aún acusa la solución del art. 47 del Código de Vélez Sarsfield, que
en su reforma se ha suprimido. El art. reformado (número 76) reza así: "Comenzará la existencia de las
personas jurídicas, desde el día en que fueren autorizadas por la ley o por el Poder Ejecutivo, cuando no
requieren, además ser confirmadas por el prelado, en la parte religiosa".
Es de utilidad considerar brevemente, la situación de las personas morales privadas que no han
alcanzado su perfección jurídica porque no han procedido aún a su matriculación, existiendo sólo como
personas de hecho. Siguiendo a Coviello, ha de decirse que existe en tal supuesto un nexo jurídico entre
varias personas que se han vinculado para la formación de la persona social. Ahora bien: lo primero que
hay que decir es que el patrimonio social no puede ser reputado como perteneciente a un sujeto distinto
de los asociados, porque precisamente aquél no se ha constituido legalmente, de suerte que el
patrimonio pertenece a todos los asociados, como un condominio, con la limitación de que no cabe
proceder a la communi dividundu. Los créditos y las deudas sociales vienen a serlo, por una razón
analógica, créditos y deudas divisibles y mancomunadas de todos los vinculados en la persona social no
constituida aún legalmente. Como la misma a través de sus componentes puede poseer un patrimonio,
ha de inferirse que tiene aptitud para recibir liberalidades intervivos o testamentarias. De acuerdo a la
doctrina y la jurisprudencia hoy dominantes, la asociación para contratar y comparecer en juicio lo
puede hacer por intermedio de sus representantes.
Referencias:
Digesto libro III, título IV, fs.1, p.1; Código español art. 37 y 38; portugués, 34; suizo, 53; chileno, 556;
argentino, 35; soviético, 13; ecuatoriano, 545; chino, 26; ley francesa de 1. de julio de 1901 art.6.
Pero esa capacidad de goce puede ser mayor o menor. La ley determina el ámbito de la misma. A priori
hay que considerar que tal capacidad es siempre más limitada que la que corresponde a la persona
natural; y esto es lo primero que indica el art. 43.
Parece innecesario decir que la capacidad de que ahora se trata es la que concierne al ente en cuanto
actúa en el campo de las relaciones de derecho privado. Es cuestión distinta y que ahora no interesa, la
relativa a las competencias de las personas de derecho público dentro de la esfera de este último.
131
La capacidad, tratándose de la persona moral como de la natural, es la regla; la incapacidad es la
excepción. Esa excepción es la señalada en el numeral que se comenta. Como dice Von Tuhr, "todos los
derechos pueden pertenecerle, salvo aquellos para cuya existencia faltan los supuestos de hecho; por
ejemplo, el parentesco es una relación entre personas físicas y sus efectos (sucesión hereditaria,
pretensión alimentaria) no pueden existir para las personas jurídicas".
Del art. 43 se infiere que la capacidad del ente funciona en el campo de las relaciones patrimoniales. La
persona moral es sujeto de derechos reales, de posesión, propiedad y jure in re aliena, teniendo las
respectivas atribuciones y responsabilidades; goza de vocación sucesoria testamentaria y en cierto
modo, aunque sólo por similitud, puede causar una transmisión patrimonial, como en el caso de una
herencia testamentaria (art. 63) [art. 98, C.C. 1984]. Es sujeto activo y pasivo de obligaciones. Goza de la
protección de los derechos de autor y de la propiedad industrial.
Pero la capacidad del ser colectivo no es sólo patrimonial, pues también aquél tiene su nombre y su
domicilio, y disfruta de la proteción legal al respecto. Por lo demás, la capacidad del ente queda sujeta a
lo que determina su estatuto (art. 37 C. español).
Una cuestión que merece ser contemplada especialmente es la relativa a la responsabilidad civil de las
personas morales. Escribe Michoud: "La representación de la persona moral por el órgano se extiende a
todos los actos que éste realice en su carácter de órgano por cuenta de la persona moral, y no nos
parece contestable que pueda realizar en tal carácter actos ilícitos. Es sin duda cierto que la falta exige
una conciencia y una voluntad personales, pero precisamente el órgano difiere del representante
ordinario en que él puede realizar en nombre de la persona moral actos que implican conciencia y
voluntad personales".
Y Ferrara expresa: "Si la ley atribuye a entes ideales la posibilidad de querer y de obrar por medio de
personas físicas, considerando como propia voluntad del ente la voluntad de estos últimos, debe esta
atribución de efectos ser reconocida no sólo en el campo de lo lícito, sino de lo ilícito, y por esto, del
mismo modo y en el mismo sentido en que las personas jurídicas tienen capacidad de querer, también
capacidad de delinquir". Barcia López estima que del art. 43 del Código argentino se debe desprender la
responsabilidad civil de las personas colectivas, teniendo en cuenta, la nota de Vélez a dicho artículo.
Como la falta ha sido cometida directamente por la persona que representa a la persona moral, ésta es
responsable por el principio de culpa in eligendo, que consagra el art. 1144 [art. 1981, C.C. 1984].
Cuando el órgano que representa a la persona jurídica incurra en una falta en el ejercicio de una función
que le competa como tal órgano, la responsabilidad tiene lugar, existiendo también en el agraviado
acción directa contra la persona causante del perjuicio. Es decir, que se aplican las reglas propias de la
responsabilidad indirecta.
La responsabilidad del ente comprende tanto a la persona moral de carácter público, como de carácter
privado. Pero, entiéndase bien, que se trata de responsabilidad emanada de un acto propio del derecho
privado (jus gestionis). La responsabilidad derivada de la actividad de derecho público del ente (jus
imperii) es cuestión ajena a tal responsabilidad civil.
132
Norma no reproducida en el C.C. 1984.
Referencias:
Digesto libro XLXII, tít. XII p.1; Código argentino, art. 33, inciso 5; suizo, 60.
El artículo 44 se refiere concretamente a las asociaciones. Las personas de derecho público quedan al
margen de aquél, como también otras personas de derecho privado, cuales son las fundaciones y las
sociedades. La persona de derecho público siempre tiene un patrimonio. En cuanto a las fundaciones, en
su naturaleza está que se constituyan mediante una dotación patrimonial. Las sociedades, civiles o
comerciales, deben tener necesariamente un acervo social (art. 1686 C.C.; art. 124 C. de C.). La
comunidad de indígenas tienen también su propiedad inmobiliaria, pues esta última es nota
determinante de aquélla. De este modo, lo que interesa es precisar si tratándose de asociaciones es
indispensable como condictio juri que las mismas tengan un patrimonio.
Doctrinariamente el punto es debatido. Ferrara lo estudia con detención. Giorgi sostiene que el ente
colectivo debe ser dueño de un patrimonio, para adquirir personalidad jurídica. Ferrara no sufraga el
anterior parecer. Escribe: "Ninguna exigencia conceptual impone que para la existencia de un sujeto,
exista ya un patrimonio. De la noción de persona jurídica como colectividad o institución social revestida
de capacidad única, no se deriva la imprescindible necesidad de que sea ya en su origen una titular de
bienes. Estos son medios exteriores que no tienen nada que ver con su cualidad capaz de derechos.
Observa Windscheid que si la persona jurídica puede tener un patrimonio, no es un supuesto conceptual
que lo tenga. En verdad la relación se desarrolla con las personas físicas. No decimos nosotros
ciertamente, que para la existencia del hombre como sujeto de derecho sea necesario que tenga un
patrimonio; nos basta con que sea capaz de adquirir derechos. Lo mismo sucede con las personas
jurídicas. No podemos negar la cualidad de sujetos a las colectividades y organizaciones reconocidas sólo
porque no tengan todavía derechos patrimoniales, siempre que tengan aptitud para adquirirlos. Una
persona jurídica, aunque surja sin patrimonio tiene, por ejemplo, un derecho al nombre, al honor que
pueda tutelar mediante acción judicial". Agrega el citado autor: "El patrimonio es objeto de derecho,
pero no parte del sujeto. Las personas jurídicas tienen un patrimonio, pero no son un patrimonio: el
patrimonio se refiere al haber, no al ser. Aquí ha influido una confusión entre pertenencia de un derecho
y capacidad de derecho. Las personas jurídicas son capaces de tener un patrimonio, porque esto no es
más que un lado de la capacidad general jurídica de que disfrutan, pero no son titulares de un
patrimonio. Y en efecto, en este sentido se mueve el pensamiento en los autores que sostienen tal
doctrina".
Bibiloni, por su parte, ha escrito: "No hay legislación alguna que exija un patrimonio previo, si es lícita
la expresión, y no hay motivo para exigirlo en las personas jurídicas con objeto no económico. Es posible
que se funde con la promesa de concursos pecuniarios de terceros, con las contribuciones de terceros o
de los miembros, etc. Lo indispensable es que lo que se funda sea un sujeto independiente de bienes y
que pueda adquirir los que necesita para la realización de su propósito principal".
El art. 44 se refiere a las asociaciones cuyo objeto no es realizar un fin económico. En verdad toda
asociación tiene como fin uno extraeconómico, y en esto se distingue de la sociedad. El numeral que
ahora se estudia se inspira en el art. 33 del C. argentino. Este último ordena que la asociación no subsista
de asignaciones del Estado. De esta manera se quiere asegurar la independencia económica de la
asociación. La situación se complica, sin embargo, en relación a establecimientos de utilidad pública e
instituciones semioficiales, que pueden ser asistidas con recursos fiscales.
En lo que atañe a la última parte del art. 44, ya estaba comprendida en el art. 42 [art. 77, C.C. 1984],
toda vez que para la matriculación de la persona jurídica de derecho privado se requiere escritura
pública, de acuerdo con el régimen registral respectivo.
133
Con relación al patrimonio de la asociación hay que recordar la disposición del art. 592 inc. 2. [art. 599,
C.C. 1984], según el cual el Juez instituirá una curatela de bienes cuando el régimen de una asociación
sea deficiente y no se haya provisto de otro modo a su administración.
Referencias:
Digesto: lib. III, tít. IV, ps.7, Nº 1 y 2; Código español, art. 35; argentino, 39; colombiano, 37; chileno, 549;
ecuatoriano, 538; brasilero, 20.
Como escriben de Ruggiero y Maroi: "La pluralidad de personas en los entes colectivos debe unificarse
para dar una nueva personalidad". Por ello la existencia del ente no está subordinada a la constante
variación de los individuos que pueden formar parte de aquél; la persona colectiva es independiente de
la mutuación de los individuos.
DE LAS ASOCIACIONES
TITULO II
DE LAS ASOCIACIONES
MATRÍCULA DE LA ASOCIACIÓN
ARTÍCULO 46.- Toda asociación llevará una matrícula en la que se haga constar el nombre, el apellido,
profesión y domicilio de sus miembros, con expresión de los que ejercen cargos de administración o
representación. [C.C. 1936]
Referencias:
Digesto, lib. XLVII, tít. XXII, par. 4; Código alemán, art. 72; soviético, 14; japonés, 37 y 38.
La asociación es persona colectiva, pues resulta constituida por la vinculación de individuos que crean
el ser común e independiente de aquéllos y de manera apropiada para existir como subjetum juris. Como
tal, despliega la asociación su actividad en dos direcciones distinguibles: hacia afuera, en cuanto celebre
actos jurídicos con terceros, y hacia adentro, en cuanto a los individuos que integran la asociación, los
miembros de ellos, los asociados, y los derechos y deberes de los mismos frente a ella.
Esta vinculación de individuos para formar la corporación debe tener cierta permanencia. No responde
al espíritu del ente asociativo una mera coincidencia efímera, fugaz y circunstancial de propósitos. En
esto estriba la diferencia entre asociación y reunión. Como escribe Cornejo: "El reconocimiento de este
derecho en las asociaciones se hace conjuntamente con el de reunión, que le es similar, pero hay entre
las dos diferencias bien caracterizadas. Constituye la reunión jurídicamente hablando, la concurrencia de
varias personas a un punto con objeto accidental y temporal sin lazo común que las una, previa una
convocatoria limitada, más o menos expresa, porque sin este último requisito se dará un simple
ayuntamiento o agrupación que nace espontáneamente y de momento. La asociación supone
necesariamente una convención entre los asociados, mientras que en la reunión, puede sí muy bien
producirse un pacto creador de obligaciones entre los organizadores, pero sin relación jurídica alguna
entre éstos y los meros asistentes, ni tampoco entre estos últimos".
Por su propia naturaleza como universitas personarum, los asociados se hallan unidos en cuanto al
esfuerzo y fin comunes que caractericen a aquélla. Lo fundamental es la vinculación de personas para tal
finalidad. No es lo principal la conjunción de bienes, pues no se trata de una universitas bonurum. La
formación de un peculio propio (art. 44) [art. 80 y 81, C.C. 1984] es sólo un medio para asegurar la
realización del fin social.
El fin de la asociación ha de ser uno lícito. De otra manera la asociación no podrá ser creada, pues el
acto constitutivo de ella, una declaración de voluntad, debe contener los requisitos propios de todo acto
135
jurídico (art. 1075) [art. 140, C.C. 1984]. Si el fin resulta ser ilícito, la asociación puede ser disuelta (art.
62) [art. 96, C.C. 1984]. El fin debe ser también posible, en mérito de la consideración antes expuesta.
El fin, además, debe ser determinado: la especialidad del mismo. Ello, en buena cuenta, determina la
razón de ser, la causa eficiente y final de la persona mística, su entelequia. Michoud escribe: "En las
personas físicas el derecho subjetivo sirve indistintamente para afianzar todos los fines a los cuales
tiende la voluntad del sujeto. Su objeto último es sin duda la conservación y el desenvolvimiento de la
personalidad del sujeto, pero los medios a elegir para alcanzar ese fin superior, medios que constituyen
el fin inmediato de cada acto jurídico, son dejados a la voluntad del sujeto mismo. Para él todo fin es
permitido, salvo los que están expresamente prohibidos por la ley. En las personas morales el derecho
subjetivo no puede ser puesto a la disposición de sus órganos de una manera tan completa. Ese derecho
tiene, en efecto, por fin único el de servir a los intereses colectivos de su grupo humano; y, lo que es aquí
capital, los intereses colectivos de los servidores no son jamás todos los intereses de los miembros del
grupo, sino sólo uno de esos intereses, o a lo sumo, un cierto número entre ellos, perseguidos
colectivamente a fin de hacer su realización más fácil o más completa". Con relación a la especialidad del
fin, cabe destacar lo dispuesto en el art. 57, que dice que ningún asociado está obligado a aceptar el
cambio del fin social.
Si es indudable que la actividad de la asociación, con el esfuerzo en conjunto de sus miembros, debe
ser enderezada a ese fin especial que caracteriza su razón de ser, ello no es óbice para que la misma
persona moral pueda realizar cualesquiera actos jurídicos, con la limitación impuesta por el numeral 43.
Esos actos están vinculados a la realización del fin social. Así, una asociación de actividad filantrópica (su
fin especial) puede hacer construir su edificio propio.
El fin social no debe ser uno fundamental o principalmente lucrativo. Esto aparece del art. 46. Quiere
decir, pues, que el fin debe ser ideal. No se persigue con la gestión social beneficio económico. En esto
radica la diferencia entre asociación y sociedad. Puede darse el caso que el fin tenga un carácter mixto, y
entonces para calificar la índole del ente será menester considerar cuál es el fin preponderante. Se lee en
Rossel y Mentha, transcribiendo la Exposición de Motivos del C.C. suizo: "El fin no debe ser económico
en el sentido que la actividad económica parezca ser el objeto esencial. La consecución directa de un fin
económico, aun en provecho de obras de beneficencia, etc. coloca siempre a la Sociedad bajo el imperio
del Código federal de las obligaciones; así ocurre en las sociedades de ahorro, de viviendas, de consumo
y en general de todas aquéllas que en cuanto tienden al mejoramiento de los intereses materiales de sus
miembros, aun bajo la forma de asistencia, no contribuyen sino directamente, por lo que a aquellos
benefician, a alcanzar un fin intelectual o moral". Como los mismos autores indican, es el objeto principal
lo que importa considerar, y si el fin económico aparece como simplemente accesorio del fin ideal (como
siendo únicamente lo que los alemanes llaman ein Mittel zum zweck), no podría hablarse de una
asociación.
Para el funcionamiento de una asociación, como conjunto corporativo, es indispensable que una
pluralidad de individuos la constituyan. El Código no señala ni un mínimo ni un máximo. El estatuto a
este respecto puede determinar lo que sea pertinente en relación al punto.
De otro lado, para normar la marcha de la asociación es indispensable un estatuto, en cuanto conjunto
de disposiciones que rigen su actividad. Las disposiciones estatutarias junto con las legales, del C.C. en
sus arts. 46 a 63 [art. 83 a 98, C.C. 1984], conforman el régimen de la entidad.
De todo lo anterior desciende que son supuestos fundantes de una asociación los siguientes: a) un
número de personas naturales vinculadas por un propósito común, en forma relativamente permanente
y duradera; b) esta vinculación es esencialmente de carácter personal –universitas personarum–, para la
realización de un fin social; c) tal fin social debe ser lícito, posible y determinado (especialidad del fin) y
136
principalmente ideal; d) la asociación debe tener un estatuto; e) la misma ha de tener un nombre (lo que
es evidente, pues de otra manera faltaría un elemento irrecusable de identificación) y un domicilio (art.
28) [art. 33, C.C. 1984]; f) ella debe ser creada mediante escritura pública e inscribirse en el Registro
respectivo (art. 42) [art. 77, C.C. 1984] y art. 1053 [art. 2024, C.C. 1984].
Si la conjunción corporativa de los individuos que son miembros de la asociación es el primer supuesto
para la existencia de esta última, es lógico que la ley se preocupe en indicar la necesidad imperativa de
que se haga constar quiénes son esas personas. De ahí la razón de ser del art. 46 [art. 83, C.C. 1984] .
Los datos concernientes a los asociados, que exige el art. 46 [art. 83, C.C. 1984], tienen por objeto
permitir la identificación de todos y cada uno de ellos, y esto es imprescindible en virtud del carácter de
la asociación, como vínculo de personas. Cada asociado debe saber quiénes son los demás asociados. De
otro lado, sabiéndose quiénes son las personas que componen una asociación, un individuo sabrá a qué
atenerse para formarse un juicio acerca de la misma, antes de decidirse a ingresar a ella. Con la
inscripción en la matrícula mencionada, se obtiene también el resultado de saber en todo momento
cuántos son los asociados, con la importancia que esto tiene para el cómputo del quórum y la validez de
las decisiones en las asambleas generales.
El art. 46 [art. 83, C.C. 1984] agrega que en la matrícula en que se inscriben los datos identificativos de
los asociados, debe hacerse constar quiénes ejercen cargos de administración y representación.
Siendo la asociación una persona colectiva, débese designar a individuos miembros de la misma para
que la representen. El art. 49 [art. 86, C.C. 1984] se refiere a esta designación: que corresponde a la junta
general de asociados. La asociación puede obrar colectivamente, si directamente la asamblea o junta de
asociados, que comprende a todos los elementos personales del ente y por lo mismo a ésta en conjunto,
adopta las decisiones en cuanto a la vida social. Pero también puede obrar mediatamente, representada
por miembros a los que inviste de facultades para que actúen en su nombre. Se trata de los órganos de
la entidad. Es indispensable conocer sin lugar a dudas, quiénes tienen tal representación asociativa, pues
ejercen autoridad frente a los corporados. Es indispensable conocer qué personas pueden y deben
ejercer actos en nombre y como representantes de la asociación. En esto hay interés tanto de parte de
los asociados como de terceros. De ahí la sagaz indicación a que se contrae la parte final del art. 46 [art.
83, C.C. 1984].
La matrícula ordenada en el art. 46 [art. 83, C.C. 1984] "se llevará en un libro sellado con las
formalidades que establece este Código en el Libro Quinto" (art. 47 [art. 83, C.C. 1984]). Para hacer más
concreta la referencia, anotaremos la concordancia de la disposición legal ahora atendida con el art.
1371 [art. 1489, C.C. 1984], que prescribe que los libros que dicho numeral indica para las sociedades,
deben ser "encuadernados, forrados y foliados" y que "se presentarán al Juez para que sean sellados".
Lo que se busca es dar al libro de matrícula de los asociados la debida garantía de autenticidad.
137
ARTÍCULO 85.- La asamblea general es convocada por el presidente del consejo directivo de la
asociación, en los casos previstos en el estatuto, cuando lo acuerde dicho consejo directivo o cuando lo
soliciten no menos de la décima parte de los asociados.
Si la solicitud de éstos no es atendida dentro de los quince días de haber sido presentada, o es
denegada, la convocatoria es hecha por el juez de primera instancia del domicilio de la asociación, a
solicitud de los mismos asociados.
La solicitud se tramita como proceso sumarísimo.
El juez, si ampara la solicitud, ordena se haga la convocatoria de acuerdo al estatuto, señalando el
lugar, día, hora de la reunión, su objeto, quién la presidirá y el notario que dé fe de los acuerdos.
Referencias:
Digesto, lib. XLVII, tít. XXII, l.4; Código chileno, art. 550; colombiano, 638; ecuatoriano, 539; alemán, 26,
27, 32, 36, 37; suizo, 64, 65, 66, 67, 68; brasilero, 28; chino, 50 a 52; japonés 60 a 64; italiano, 20 y 21.
Por lo tanto, la voluntad mayoritaria colectiva es decisoria. El art. 49 [art. 86, C.C. 1984] señala como
función propia de la junta resolver: a) sobre admisión de nuevos asociados; b) sobre las personas que
deben ejercer la autoridad administrativa; c) sobre los demás asuntos que no sean de competencia de
otros órganos.
La junta se reúne de acuerdo con las previsiones estatutarias, convocada por la persona que ejerce la
dirección corporativa (art. 49) [art. 86, C.C. 1984]. Dicha autoridad es la llamada a hacer la citación, pues
se trata de aplicar el estatuto, es decir, de cumplir con un acto de gestión administrativa.
Puede ocurrir que la referida autoridad no proceda a hacer la convocatoria, faltando a la disposición
estatutaria. El art. 48 [art. 84, C.C. 1984] pone un remedio frente a tal eventualidad: la quinta parte de
los asociados pueden solicitar tal convocación, y el órgano directivo no podrá dejar de hacerla. La
disposición legal es imperativa, pues representa una imprescindible garantía en pro del interés general
de los asociados. En consecuencia, sería írrita cualquier indicación estatutaria que fuera contra dicho
mandato del Código. Pero nosotros creemos que puede el estatuto indicar que un determinado número
de asociados, que representen una parte menor que la quinta, puedan solicitar la convocación. Si nada
dijese el estatuto sobre este punto, regirá la indicación del art. 48 [art. 84, C.C. 1984], sobre que es
preciso que asociados que representen la quinta parte o más de la totalidad, soliciten la convocatoria,
para que esta última tenga lugar.
Hay que interpretar que la petición para que tenga lugar la asamblea a pedido de los asociados, puede
hacerse cuando la autoridad administrativa no lo haga, pese a lo que ordene el estatuto, y cuando sin ser
139
el caso de una previsión estatutaria, los asociados consideren conveniente que se reúna la asamblea
(extraordinaria), o sea, algo semejante de lo que ocurre en las sociedades por acciones.
Las resoluciones de la junta se adoptarán por mayoría de votos presentes, salvo las reservas
estatutarias (art. 50) [art. 87, C.C. 1984]. De esta manera se asegura la organización democrática de la
vida de la corporación. Esta mayoría debe ser de votos presentes, como indica el art. 50 [art. 87, C.C.
1984]. El asociado ausente deberá, pues, aceptar la decisión adoptada por la junta. Esto va imbíbito en la
naturaleza del derecho asociacional: cada asociado al ingresar a la asociación acepta de antemano, en
pro del interés comunitario, que valga la decisión mayoritaria. Por la misma razón, el miembro que asista
a la reunión de la asamblea y haya disentido del criterio de la mayoría no podrá dejar de aceptar la
decisión adoptada, salvo lo indicado en el art. 58 [art. 92, C.C. 1984].
La mayoría de votos que mienta el art. 50 [art. 87, C.C. 1984], es la mayoría absoluta y no la mayoría
relativa. Pero el estatuto puede indicar cosa distinta, como el mismo artículo lo consiente. Puede indicar
una mayoría relativa, a falta de la absoluta. Puede también exigir una mayoría calificada; es decir,
superior a la mitad más uno de los votos presentes, especialmente para ciertas decisiones importantes;
exempli gratia, reforma del estatuto, revocación de las autoridades administrativas, disolución de la
asociación, fusión con otra.
El estatuto puede determinar el quórum para la celebración de la junta, las fechas y formas de
convocación.
Cada asociado debe tener un solo voto (art. 67 del Código de las Obligaciones suizo); no es compatible
con el carácter de la asociación el voto plural. No obstante, en caso de empate podría estatuirse el doble
voto de quien preside la junta. No hay inconveniente en que se vote por poder, siempre que el encargo
se confiera a otro asociado y no a un extraño a la entidad.
El segundo párrafo del art. 50 previene que no debe votar el asociado cuando se trate de asuntos en
que él tenga interés, o los parientes que se indica en el numeral citado. La prescripción tiene su fuente
en el número 68 del C. de C. suizo, que a su vez se ha inspirado en el art. 34 del B.G.B.
Se quiere evitar cuestiones enojosas entre un asociado y la corporación y prevenir el riesgo de que se
adopte decisiones contrarias al interés de esta última y favorables al de aquél. Escribe Warneyer que "la
concesión de la participación con su voto podría conducir a un peligro de los intereses de la asociación,
particularmente si los miembros participantes de que se trata forman mayoría". Explica Planck que la
disposición precave contra que miembros del consejo administrativo de la asociación, en asuntos que se
refieren a relaciones de aquéllos con la última, especialmente sobre revocación de tales miembros en
sus cargos.
No hay inconveniente para que un asociado dé su voto en favor de sí mismo para ser elegido a un
puesto directivo (Warneyer). Según Staundinger, si se adopta una decisión habiendo votado un asociado
que no tenía derecho a hacerlo, aquélla es nula si favorece a dicho asociado, salvo que tal decisión no
hubiera sido otra así el interesado no hubiera votado.
ADMISIÓN DE ASOCIADOS
ARTÍCULO 51.- Los asociados pueden admitir nuevos miembros en cualquier tiempo, salvo las
limitaciones que establezcan los estatutos. [C.C. 1936]
RETIRO DE ASOCIADOS
ARTÍCULO 52.- Todo asociado puede retirarse de la asociación con tal que anuncie su salida seis meses
antes de terminar el año civil o cuando se haya señalado período administrativo, seis meses antes de que
termine éste. [C.C. 1936]
ARTÍCULO 90.- La renuncia de los asociados debe ser formulada por escrito.
CALIDAD DE ASOCIADO
ARTÍCULO 53.- La calidad del asociado es inherente a la persona. [C.C. 1936]
Referencias:
Código alemán, art. 58, 39, 38; suizo 70, argentino 38, italiano 245; chino 54.
El asociado puede ser que haya asumido el carácter de tal desde la constitución de la asociación, o
posteriormente puede venir a ingresar en ella. La ley determina como regla que la asociación puede
acoger nuevos miembros. La misma se crea para tener cierta permanencia y realizar sus fines de una
manera más o menos duradera. En función a estos supuestos es de pensar que interese al ser colectivo
admitir nuevos corporados. De otra manera podría peligrar hasta la existencia misma de aquél, o cuando
menos, imposibilitarse o dificultarse su desarrollo progresivo.
El nuevo asociado, como aquel que ya forma parte de la entidad, queda sujeto al régimen institucional
establecido. Vale decir, al incorporarse un individuo en la asociación se forma una relación jurídica entre
ésta y aquél.
Esta relación jurídica se caracteriza porque el asociado se somete a la gestión social, aceptando las
consecuencias de las decisiones del ser colectivo. Ha de prestar el concurso de su interés en pro del
último, como un deber de fidelidad y de buena voluntad hacia él, revelando su affectio societatis; debe
cumplir con las prestaciones pecuniarias que sean del caso; no debe rehuír el desempeño de cargos y
funciones y comisiones que le asignen, salvo motivos de excusa justificados; debe participar en general
en la buena marcha social; el estatuto, que es la ley orgánica para la asociación, ha de merecerle
completo acatamiento; las decisiones adoptadas por la junta de asociados y por los órganos de la gestión
administrativa deben ser respetadas, salvo facultad de impugnación en ciertos casos, como se dirá
después (art. 58); la asociación puede imponerle sanciones disciplinarias, de acuerdo al estatuto. De otro
lado, el miembro de la corporación tiene derecho a los beneficios que comprende el ejercicio de la
actividad social. Puede participar en la gestión misma de la asociación, interviniendo en asambleas
generales y formando parte, al ser designado, en las organizaciones directivas y controladoras. Puede
141
ejercer control, de acuerdo al estatuto, sobre estos órganos. Le está permitido impugnar las decisiones
asociacionales, en ciertos casos (art. 58) [art. 92, C.C. 1984].
El solicitante no podrá reclamar frente a la decisión que no acepta su ingreso. Sólo cabría una acción
judicial por daño moral, si aquélla estuviese acompañada de una apreciación ofensiva contra su persona.
Generalmente se designa un organismo, junta calificadora, que juzga sobre cada petición de ingreso, y
en que se vote sin expresión de motivo por la aceptación o el rechazo de la petición.
El derecho del asociado de retirarse de la asociación (art. 52) [art. 90, C.C. 1984] es de orden público.
Una disposición estatutaria que lo desconociese, sería nugatoria. Así como existe el derecho de
asociarse, no se puede desconocer el derecho de retirarse. Sería absurdo pretender mantener a fortiori a
una persona dentro del seno social al que ya no quiere seguir perteneciendo, ya que ello amén que sería
atentatorio contra la libertad individual, estaría en pugna con el espíritu corporativo en el sentido que el
corporado debe inspirarse en la affectio societatis.
La renuncia debe ser expresa, pero no precisa que sea motivada; es una declaración unilateral
recepticia. Puede darse en cierta manera, el caso de renuncia tácita, si el asociado incumple
determinadas obligaciones esenciales (por ejemplo pago de cotizaciones) y es expulsado por tal causa.
Pero entonces propiamente surge otra figura: la exclusión a que se refiere el art. 55. El asociado
renunciante queda sujeto a la obligación que señale el art. 56 [art. 91, C.C. 1984]. Planck explica los
efectos del retiro en los siguientes términos: "Con la renuncia pierde el asociado para el futuro todos los
derechos fundados en la asociación, y queda libre de todas las obligaciones basadas en ella. Los
anteriores derechos adquiridos antes de la renuncia y derivados de la asociación, por ejemplo el derecho
a una participación en una ganancia hasta entonces efectuada, no son afectados por la salida;
igualmente quedarán subsistentes las obligaciones ya anteriormente constituidas, no condicionadas a la
continuación de la asociación; por ejemplo, la obligación para el pago de una contribución (Betrag)
debida anteriormente".
El egreso debe estar condicionado, en el sentido que se dé aviso de él dentro de los plazos indicados en
el numeral 52 [art. 90, C.C. 1984]. Es la única condición válida, desde que la ley la enuncia; si el estatuto
impusiera otra, sería nula absolutamente. El estatuto puede señalar plazo menor que el del art. 52; pero
142
no mayor (Rossel y Mentha). En tanto no venza el plazo legal o estatutario, el dimisionario queda sujeto
a los derechos y obligaciones frente a la asociación; el funcionamiento del plazo es una cláusula
precaucional, sobre todo cuando se trata de numerosos renunciantes.
El art. 53 [art. 89, C.C. 1984] expresa que la calidad del asociado es inherente a la persona. La relación
del mismo con la corporación es intuito personae; la vinculación se basa en las consideraciones propias
del sujeto corporado. Si la titularidad del asociado fuere transferible, peligraría tal supuesto de dicha
vinculación. Un individuo indeseable resultaría incorporándose a la asociación, como cesionario o
causahabiente de quien formaba parte de ella. Si una asociación se ha constituido para fines religiosos, y
es requisito que sus miembros pertenezcan a determinada religión, el transmisionario podría profesar
una diferente del transmitente.
Como consecuencia de lo indicado en el art. 53 [art. 89, C.C. 1984], con la muerte del individuo no
adquieren sus herederos ningún derecho ni responsabilidad asociacionales, y en ninguna forma es
transferible la calidad de corporado, por título oneroso o gratuito.
Pero el mandato del art. 53 [art. 89, C.C. 1984] es meramente dispositivo y no de jus cogens. Así lo dice
el art. 40 del C. alemán y el 24 del italiano, conforme a los cuales la transmisión es hacedera si el estatuto
la consiente. Escribe Staudinger: "Si el estatuto determina que la calidad del asociado es transferible, se
puede en aquél prescribir condiciones para la transferencia, como asentimiento de la asociación,
transferencia de un asociado actual no a un enemigo de la asociación, determinadas formalidades para
la transferencia. Igualmente puede ser la transmisión por causa de muerte, condicionada y aun
restringida".
CUOTAS
ARTÍCULO 54.- Las cotizaciones se fijarán en los estatutos. [C.C. 1984]
Referencias:
Código alemán, art. 58; suizo, art. 71; art. 12 de la ley belga de 1921; art. 6 de la ley francesa de 1901.
Aunque la asociación no existe obedeciendo a finalidad económica, debe poseer algún peculio como
medio para cumplir su cometido (art. 44); y de ahí que el art. 54 repare en las cotizaciones que deberán
pagar los corporados. Algunos sostienen que la contribución por cotizaciones no es requisito
indispensable para que exista la asociación, y ello emana del B.G.B. (art. 58). Esto último no parece
pertinente en cuanto al Código nacional, por la forma imperativa en que el art. 54 está concebido, tanto
más que él mismo es repetición de la primera parte del art. 71 del Código Civil suizo; habiéndose
suprimido en nuestro Código la segunda parte de dicho numeral 71, que prevé lo que se hará a falta de
disposición estatutaria al respecto.
La cotización es periódica, por regla, y consiste en una cantidad de dinero. El asociado está obligado a
su pago y la asociación puede reclamársela, inclusive judicialmente. El estatuto determina el monto del
aporte y la periodicidad de él. La falta de pago de determinado número de cuotas, acarrea la exclusión
del asociado, conforme a lo que estatutariamente se haya dispuesto.
Las cotizaciones pueden ser disminuidas o aumentadas de acuerdo a las previsiones estatutarias. En
caso de aumento, el corporado no puede dejar de aceptar el acuerdo, pues la facultad de modificar el
143
monto de la cotización corresponde a la asociación. El asociado puede retirarse de la asociación por
motivo del alza de la cuota. El alza no puede tener efecto retroactivo (Von Thur).
Puede concederse a algunos asociados el que no estén obligados a pago de cotizaciones: son los
asociados de honor. Puede establecer que después de cierto tiempo en que una persona ha pertenecido
a la asociación y pagado las cotizaciones, quede liberado de esta obligación. Es factible que se permita
que un asociado pague por una sola vez una determinada cantidad; lo que se llama el "rescate de la
cotización".
Las cotizaciones son, por regla, iguales para todos los asociados; esto no impide que algunos de ellos
realicen voluntariamente aportes por encima de las cotizaciones fijadas en el estatuto.
Fuera de las cotizaciones periódicas, se puede establecer por el estatuto el pago de una cuota de
ingreso, como derecho de admisión.
EXCLUSIÓN DE ASOCIADOS
ARTÍCULO 55.- Los estatutos pueden determinar los motivos de exclusión de un asociado y aun
permitirla sin indicarlos. En este último caso no pueden ser objeto de acción judicial los motivos de la
exclusión. [C.C. 1936]
Referencias:
Código chileno 554; colombiano, 642; ecuatoriano, 543; alemán, 25; suizo, 72 y 73; chino, 55; italiano,
art. 24 al 2a y 3a; ley belga de 1921.
La asociación es, por esencia, una vinculación de personas entre las que debe existir recíprocamente
confianza. La presencia de un miembro que perturbe ese ambiente, indispensable para la debida y
próspera subsistencia y progreso de la persona colectiva, es un factor de perturbación, que en razón de
tal interés grupal es preciso descartar. Por eso se considera que a la asociación asiste la facultad de
imponer el egreso de un corporado. El espíritu asociativo resultaría lastimado si no se reconociese tal
facultad. El asociado no podría estimar que se atente contra un derecho adquirido, pues al ingresar a la
asociación conocía o debía conocer que la misma se reservaba el derecho de excluirlo, o sea, que la
aceptación para que el asociado tuviese acceso era eminentemente revocable. Si se admitió la afiliación,
fue porque el interés colectivo lo permitía; si el supuesto desaparece, queda sin efecto la aceptación de
la incorporación.
144
Se trata de una decisión de carácter potestativo de la propia persona social, sin que intervenga
resolución judicial. Dicha decisión se realiza mediante declaración unilateral de voluntad recepticia.
El estatuto determinará el órgano que dictará la resolución de expulsión y los trámites de ella. A falta
de disposición sobre lo primero, la decisión corresponderá a la junta general de asociados (art. 49 in fine)
[art. 86, C.C. 1984]. De todos modos, por la naturaleza de las cosas es menester una declaración expresa.
El art. 55 [art. 82, C.C. 1984] considera dos supuestos: uno, que el estatuto enumere los motivos de
expulsión; y otro, que el estatuto permita que se imponga aquélla sin expresión de motivo.
En cuanto a lo primero, la exclusión funciona como una pena disciplinaria, como una sanción civil,
desde que el asociado esté incurso en alguna de las causales que le sean imputables (por ejemplo
morosidad en el pago de las cotizaciones o incumplimiento de otros deberes corporativos, ser
condenado criminalmente, quiebra, actividades incompatibles con el fin social de la institución, etc).
El asociado contra quien se dictó la separación no tiene acción judicial en caso que aquélla se haya
verificado sin expresión de motivo, en virtud de que el estatuto permite proceder en tal forma (art. 55,
segunda parte). Ello es explicable, desde que se trata de un decisión dejada completamente a la
apreciación discrecional de la asociación. No se podría, en consecuencia, invocar para frustrar el
veredicto, el art. II del título preliminar, sobre el abuso de derecho.
Puede presentarse una tercera hipótesis, de que prescinde el art. 55: el estatuto puede no contener
indicación alguna sobre la exclusión, o sea, no decir nada acerca de si ella es realizable con o sin
expresión de motivo predeterminado. El art. 72 del Código Civil suizo, del que es copia el art. 55 del
Código nacional, contiene una tercera alínea, que no ha sido aprovechada por nuestro codificador. Reza
así dicha 3a alínea del art. 72 del C. suizo: "Si los estatutos no disponen nada a este respecto, la exclusión
no es pronunciada sino por la decisión de la sociedad (asociación) y por motivos justos". Esta decisión ha
de ser adoptada por la asamblea general (art. 49). El asociado podría reclamar judicialmente contra la
decisión, si estima que no existe un "motivo justo" para ser apartado de la asociación. Rossel y Mentha
expresan que en cuanto a lo que debe entenderse por motivo justo, ello dependerá de las circunstancias;
así, un mal cantor podría ser excluido de una asociación de canto porque canta mal; el mal
comportamiento, la falta de pago de cotizaciones, actos contrarios al estatuto o que testimonien mala
voluntad en relación a la asociación, un hecho que dé lugar a proceso penal, la degradación cívica, y aun
un carácter inclinado a la pendencia, autorizan la aplicación de la al. 3. del art. 72, del C. suizo, según
enseñan dichos autores. Agrega que el peso de la prueba sobre que la exclusión ha sido pronunciada por
un órgano incompetente o por motivos que no son justos, incumbe a quien alega la irregularidad de la
exclusión.
145
En cuanto al art. 56 [art. 91, C.C. 1984], su explicación se asienta en el carácter mismo de la asociación,
cuya finalidad no es de orden económico. El asociado sabe al ingresar a la asociación que sus
contribuciones para el acervo social sólo pertenecen a la persona social, no conservando derecho alguno
de participación en él. Ni aun disuelta la asociación hay un derecho de reversión en favor de los
individuos que la componían (art. 63). En todo esto se observa la diferencia entre asociación y sociedad.
Crome explicando la situación que es objeto de la normación del art. 56 de nuestro Código, escribe: "Que
el retirado ningún derecho tiene a la parte en el patrimonio asociacional, es ya enunciado y se deduce de
ello que a él tal patrimonio en lo absoluto (y ni pro parte) le pertenece". Azzarti y Martínez reparan en
que el principio previsto en el último párrafo del art. 34 del Código Civil italiano, "consagra una justa
tutela de los derechos del ente, puesto que está dirigido a evitar, durante su existencia, todo peligro de
disgregación del patrimonio social". Rossel y Mentha por su parte, comentando el art. 73 del Código
suizo escriben que él se justifica por razones generales, tales como la dificultad de determinar las partes
retirables, la insignificancia de ellas, las dificultades que resultarían de las repetidas reparticiones para la
administración de los negocios comunes y para la situación misma de la asociación.
Por las consideraciones anteriores se comprende que la situación sea idéntica, en cuanto a que el
asociado retirado por su voluntad o por decisión de la asociación no tenga derecho en el haber social.
Por lo demás el mandato del numeral 56 es meramente supletorio; el estatuto puede indicar cosa
distinta.
En cuanto al pago de las cotizaciones, la obligación de abonarlas tiene su fundamento en que hasta el
momento del retiro el asociado estaba sujeto a tal obligación; de modo que la liberación en el pago de
cotizaciones no puede presentarse sino a partir de que el corporado deja de tener tal carácter, sin que
haya pues razón para que no abone las cotizaciones atrasadas insolutas. Hay que recordar lo ordenado
en el art. 52 con relación al retiro voluntario.
Referencias:
Código Alemán, art. 33; suizo, 74.
La asociación, a diferencia de la persona física, no tiene una capacidad de goce general, sino específica,
determinada al constituirse, concerniente al fin social mismo que explica su razón de existir: especialidad
del fin. La asociación puede realizar los actos conducentes al cometido de ese fin social. Una variación en
el mismo importa una transformación fundamental en el ser social mismo. Por ello es preciso que si se
pretende cambiar dicho fin, la decisión sea adoptada por la unanimidad de asociados, y, naturalmente,
en asamblea general, ya que determinación de tal naturaleza pertenece a la asociación en sí misma en su
más genuina expresión; por lo cual dicha atribución de la junta es indelegable a otros órganos sociales.
Todo asociado tiene, así pues, ex lege una garantía en lo que se refiere a la fidelidad del objetivo
asociacional. Al ingresar a la asociación el miembro conoce el fin social, y en virtud de ello se incorpora a
aquélla. Una modificación en dicho fin sin su asentimiento y adhesión expresos, acusaría un
desconocimiento al supuesto mismo que determinó el acceso del asociado. Por eso, mientras que otras
reformas estatutarias puede hacerse sin que sea preciso la unanimidad de votos, aunque pueda
requerirse alguna mayoría calificada, la considerada presentemente exige tal unanimidad, en mérito del
dispositivo legal 57. El Código alemán por eso expresa (art. 33) que, "para la modificación del fin de la
146
asociación es indispensable el asentimiento de todos los miembros", y que el asentimiento del miembro
no compareciente puede otorgarse por escrito. El art. 74 del Código suizo es sustancialmente idéntico al
57 ahora comentado, y por lo mismo se requiere conforme a dicho numeral 74, unanimidad de votos
para la validez de la decisión. (Rossel y Mentha).
Si el cambio se verifica sin la adhesión de algún asociado, éste puede impugnarlo: tal es la garantía que
le otorga el art. 57. Por efecto de tal impugnación queda sin efecto la decisión adoptada. La resolución
judicial que ampare la reclamación impugnatoria aludida, puede tener por consecuencia práctica la
disolución de la asociación por acuerdo de la mayoría, si no se quiere reconocer el que deba acatarse la
nulidad de la decisión del cambio social, retornándose al primitivo que se pretendió modificar. El
asociado podría, en la hipótesis que se estudia, abandonar la asociación, sin impugnar la decisión de
cambio en el fin social; y entonces no sufriría ninguna sanción estatutariamente establecida para los
casos de abandono.
La modificación o cambio en el fin social debe ser entendida en su sentido propio; es decir, que tal
cambio sea tal que altere la razón determinante o la naturaleza misma de la persona social. Así, si ella se
transforma de asociación en sociedad, o si la asociación se constituyó para realizar una actividad de
índole religiosa y se cambia por una de índole deportiva, o si siendo una asociación dedicada a un
objetivo religioso, por ejemplo difundir y cultivar cierto credo, sustituye este último por otro de diferente
inspiración. En casos así el pathos de la persona social resulta diametralmente variado; su destino sufre
una alteración radical. En cambio otras modificaciones en la actividad institucional, que no comprometen
intrínsecamente el fin que individualiza e identifica a la asociación, escapan a la previsión del art. 57. "Es
preciso, escriben Rossel y Mentha, que por efecto de la transformación, el fin social no sea más en
alguna de sus partes fundamentales lo que era originariamente. Las modificaciones estatutarias que se
produzcan en la línea del desenvolvimiento nominal de la asociación, o aquello que tiendan únicamente
a suprimir algún detalle, no están ciertamente comprendidas en el art. 74. La mayoría en una sociedad
(asociación política) no podría imponer a la minoría ni a un miembro, un cambio en el estatuto que
entrañara el abandono del fin primitivo, por la afiliación a otro partido; en una sociedad de canto, no
podría válidamente agregarse a los estatutos un artículo por cuyos términos la asociación hiciera en lo
sucesivo propaganda conservadora o socialista, en tanto que un cambio en la denominación o la
vinculación de la asociación a otra que persiguiere el mismo fin, no implicaría una violación del art. 74".
Por otra parte, la regla del art. 57 no es imperativa: el estatuto puede ordenar que la decisión sobre
cambio social se produzca válidamente sin que sea necesaria la adhesión de todos los asociados,
bastando que el acuerdo sea tomado por mayoría (calificado o no). La protección del art. 57 funciona a
falta de disposición estatutaria. El derecho reconocido por aquél al asociado es renunciable, y a él
renuncia al ingresar a la corporación, aceptando de antemano la disposición estatutaria que establece
cosa distinta a lo expresado en el art. 57, sobre el cambio en el fin social.
La no obligatoriedad para el asociado de aceptar el cambio en el fin social, a que se contrae el art. 57,
requiere que aquél no haya prestado su consentimiento, sea porque votara en contra, o no votara, o no
asistiera a la reunión de la asamblea general, sin haber posteriormente manifestado su asentimiento.
La acción de impugnación (que es incoable teniendo en cuenta el art. 58) sólo corresponde al asociado;
no a un tercero, pues este último no tendría interés legítimo para accionar.
Referencias:
Código suizo art. 75; italiano, 23; chino, 56.
La asociación disfruta de autonomía en cuanto a su propio gobierno. Sus resoluciones son válidas para
los asociados, una vez adoptadas por el órgano competente y, en último término, por la asamblea
general, órgano supremo según indica el art. 48 [art. 84, C.C. 1984] en los asuntos que directamente
conoce o sobre los cuales se pronuncie en recurso jerárquico de revisión.
Pero esa autarquía funcional propia del derecho corporativo no significa que cualquiera de las
decisiones de la asociación sea definitiva, en el sentido que no quepa una acción extra-asociacional para
dejarla sin efecto. El control judicial se hace aquí presente en cuanto se permite a un asociado entablar
acción ante el juez, para reclamar de la decisión que viole una disposición legal o estatutaria; es decir,
alguna de las normas que estructuran la existencia y el funcionamiento de la institución. El conjunto de
disposiciones legales y estatutarias forman el ordenamiento regulador a que deben someterse los
órganos de la asociación, de modo que la infracción por aquéllos es un desconocimiento al régimen
jurídico predeterminado; por lo cual es menester establecer una garantía que ampare el mismo,
restableciendo el ordenamiento quebrantado. El remedio propio es recurrir a la revisión judicial. Como
escribe Páez, "por más que en las asociaciones y en las de fin ideal especialmente, no existen en mayor
grado y como regla intereses patrimoniales que en caso de conflicto deban ser llevados a una instancia
externa superior, la vida interior de los grupos no puede estar colocada en una esfera de franquicias
tales que las haga extrañas a la potestad de los jueces".
Por la naturaleza de la salvaguarda establecida en el artículo 58, el mandato de éste es de jus cogens;
cualquiera cláusula estatutaria que desconociera el derecho en el asociado de que ahora se trata, sería
írrita.
El control judicial no es, pues, total: sólo se enfrenta a las decisiones infractorias de las disposiciones
legales o estatutarias. No cabe reclamar contra una decisión que no atentando contra las mismas, se
considere por el asociado inconveniente; la intervención judicial es de mera casación. La sentencia
judicial si es que ampara el reclamo del interesado, ordenará que quede sin efecto la decisión
asociacional, sin poder ordenar nada sobre otra decisión que debe adoptarse en sustitución.
148
Sólo un asociado, y no un tercero, puede entablar la acción concedida en el art. 58; no se trata de una
acción popular. El asociado no debe haber adherido a la decisión que objeta, pues de otra manera su
actitud importaría una contradicción. Al adherirse a la decisión, renuncia a impugnarla. La adhesión debe
ser expresa; de modo que si el asociado no concurrió a la junta en que se tomó el acuerdo o no votó con
referencia a él, su acción se halla expedita.
El juicio que se seguirá en caso de aplicación del art. 58 es uno ordinario, ya que no se indica otro
procedimiento especial. El numeral citado no fija un plazo de caducidad para intentar la acción judicial.
Su modelo, el 75 del Código suizo, contiene el de un mes desde que el asociado adquirió conocimiento
de la decisión. Habría sido de desear, pues aparece como indispensable, señalar un plazo dies ad quem
breve a este respecto.
DISOLUCIÓN DE LA ASOCIACIÓN
ARTÍCULO 59.- La asociación puede acordar su disolución en cualquier tiempo. [C.C. 1936]
QUIEBRA DE LA ASOCIACIÓN
ARTÍCULO 61.- La asociación pierde su capacidad jurídica con la declaración de quiebra. En caso de
insolvencia deben los órganos directivos provocar aquélla, y si hay morosidad responderán a los
acreedores del perjuicio que les resulte.
Referencias:
Digesto, lib. XLVII, tít. XXII, ley 3, pr.; Código chileno, art. 559, 560; colombiano 648; ecuatoriano, 548,
549; argentino 48, 49; alemán, 41, 42, 43, 44, 73; suizo, 76, 77 y 78; brasilero, 21; español, 39; japonés,
68, 69, 71 y 72; chino, 35, 36, 37 y 44; italiano, 27, 30, 31 y 32; ley francesa de 1901, art. 3 a 7.
La persona social, a diferencia de la individual, puede tener una existencia de duración indeterminada y
en cierta manera sin término final. No hay acontecimiento como la muerte natural, que inevitablemente
le ponga fin. Pero la vida de la persona social, sobre todo de naturaleza privada, no es perpetua. Su
extinción puede sobrevenir por diferentes causas, que el Código nacional consigna en los arts. 59 a 62.
Una de esas causas es convencional, voluntaria: la asociación acuerda su propia disolución (art. 59). Las
otras son de carácter involuntario, forzoso: se imponen por encima de la determinación de los asociados,
cuando no puede funcionar la asociación conforme al estatuto (art. 60), cuando cae en quiebra (art. 61),
cuando hay decisión judicial que pone fin a su actividad (art. 62).
En cuanto a lo primero, no puede discutirse sobre el derecho que tienen los asociados de acordar la
disolución. Así como pudieron crear la asociación y vincularse a ella, pueden decidir que concluya la
misma. Eodem jur quod res contrahituo dissolvitur. Si la asociación tiene estatutariamente una duración
predeterminada, la disolución en el caso del art. 59 puede producirse antes del vencimiento de tal plazo
estatutario. Dicho artículo no hace distinción acerca de la facultad de disolución, sea que el estatuto fije
o no un plazo de duración a la asociación. La autodesaparición está ínsita en el derecho corporativo.
El acuerdo debe emanar de la asamblea general de asociados. Mas, ¿se requiere el asentimiento
unánime de los agrupados institucionalmente, o sólo de la mayoría de ellos? Basta con el voto
mayoritario, necesario para que la resolución sea válida. Si el estatuto impone en esta hipótesis una
mayoría calificada, será necesario que se cumpla con esta exigencia especial estatutaria; en otro caso,
bastará la mayoría absoluta de votos presentes (art. 50).
Son varias las causales de expiración corporativa estatutaria. Así, si la asociación carece de un
determinado número de miembros. La pluralidad de individuos es un dato esencial de la asociación. No
puede haberla con un solo individuo, pues ello sería contradictorio en sí mismo. Por lo tanto, si
desapareciesen todos los asociados menos uno, por renuncia, expulsión, muerte, u otros motivos, la
asociación carecería del substractum personal indispensable para subsistir, y sufriría una especie de
muerte natural. Por lo tanto, aunque el estatuto no lo indique, se infiere de la naturaleza misma de la
150
asociación, su terminación cuando falta ese elemento de pluralidad de individuos competentes. El
estatuto puede indicar que la asociación concluye cuando sus miembros se reduzcan en determinado
número. Es, evidentemente, una causal de disolución que comprende el art. 60.
Otra causal sería el vencimiento del término fijado para la duración de la asociación, sin que se haya
procedido por la misma a ampliar el respectivo plazo.
También cae dentro de las previsiones del art. 60, la conclusión del fin social. Como escribe Ferrara,
"agotado el objeto social, la persona social no tiene ya qué hacer y si no se transforma en un ente para la
conservación o la mantención de la obra realizada, la persona jurídica deja de existir". Si ya no cabe
actividad social basada en el fin que constituía la causa eficiente y final de la asociación, ésta agoniza
ineluctablemente, carente de su fundamento vital. El fin social puede no sólo plenamente agotarse, sino
de otro lado, devenir imposible o ilícito. La consecuencia no puede ser otra que la disolución de la
corporación.
Todo lo anterior se infiere del estatuto mismo; por lo cual la extinción puede ser considerada como
estatutaria.
El estatuto puede indicar expresamente alguna causal de disolución, y al presentarse aquélla concluye
la asociación.
El citado artículo varía la expresión utilizada en los números 59 y 60, que hablan de disolución: el art.
61 habla de pérdida de capacidad jurídica. Es la misma expresión inserta en el art. 42 del Código alemán.
La diferencia es simplemente verbal; se trata de expresiones diferentes pero con una sola significación.
Como escribe Von Thur, "la capacidad jurídica no es una calidad, sino la esencia misma de la persona en
su aspecto jurídico, de manera que de la misma depende la existencia e identidad de la asociación". En
efecto, una asociación sin capacidad jurídica sería comparable a una persona natural pasible de una
muerte civil.
Hay que observar que la pérdida de la capacidad jurídica sólo tiene lugar una vez que ha sido declarada
la asociación en estado de quiebra, mediante el procedimiento respectivo señalado en la Ley 7566. La
pérdida de la capacidad es consecuencia derivada de la declaratoria de quiebra.
En cuanto a la segunda parte del art. 61, se explica como una advertencia a la autoridad administrativa
de la corporación. Sobre todo se busca la protección de terceros; y de ahí la sanción que se impone: que
los que incurrieron en demora en solicitar la quiebra cuando ya la asociación sufría insolvencia, quedan
responsables a los acreedores del perjuicio que resultare. Quienes ejercen la función administrativa y
tienen la personería de la asociación no deben continuar realizando operaciones en nombre de su
representada, cuando la insolvencia acusa que aquélla no tiene posibilidad económica de seguir
operando; el negocio con tercero importaría una actitud desleal con él. Si, pues, al producirse la
declaración de quiebra y practicarse la liquidación del activo y pasivo sociales, el tercero, acreedor de la
asociación, no puede ser pagado íntegramente, por la cantidad insoluta responden solidariamente los
que tenían el carácter de órganos directivos, en la hipótesis contemplada en el art. 61.
151
Otro caso de disolución es el mencionado en el art. 62. Aunque las asociaciones no necesitan para
constituirse de autorización administrativa, bastando el acuerdo de sus fundadores y procediéndose a la
inscripción ordenada en el art. 42 [art. 77, C.C. 1984], el poder público no puede desinteresarse de la
actividad de tales personas sociales. Su subsistencia depende de que tal actividad se mantenga
enderazada a la realización de los plausibles fines que inspiraron su formación. El control estadual
interviene, trayendo la eversión de la asociación. El interés social impone esta intervención, pues no es
aceptable que una asociación funcione para fines contrarios al orden público y las buenas costumbres. Si
el fin se presenta como ilegal o ilícito, la supresión de la persona social por acto del Estado es
perfectamente justificada y resulta de necesidad indiscutible. La indicación precisa y estricta sobre la
causal de disolución evita que se proceda arbitrariamente. La asociación debe tener una seguridad en
cuanto a su subsistencia.
No sólo lo anterior garantiza a la asociación contra una decisión que no tendría cómo ser justificada. De
otro lado, la competencia en este orden de cosas debe pertenecer al Poder Judicial, como el órgano más
idóneo para tomar tan grave decisión. El Poder Ejecutivo no debe ser, a esta virtud, el que tenga tal
atribución. La decisión disolviendo la asociación comporta una modificación sustancial en cuanto a la
situación jurídica de una persona moral. Por lo tanto, únicamente cabe que la autoridad judiciaria la
pronuncie. Y esto es más evidente, toda vez que en el Perú la constitución de la asociación no requiere
aprobación gubernamental.
El Poder Ejecutivo solicitará de la Corte Suprema la disolución. La última no puede, pues, proceder de
oficio. El Poder Ejecutivo por estar en condiciones de conocer cuando una asociación persigue fines
ilícitos o ilegales, solicitará el pronunciamiento judicial. Cualquier interesado puede denunciar ante el
Poder Ejecutivo la desviación inconveniente, en cuanto a la acción social del ente; y mediante la
apreciación del hecho denunciado, dicho Poder solicitará la disolución.
Como medida precautoria y requerida por las circunstancias, la Corte Suprema puede ordenar que la
asociación cese ipso facto en sus actividades, mientras se dicte la resolución definitiva, por la disolución
o por la subsistencia de la persona social. En el caso indicado se necesitará petición del Ministerio Fiscal
ante la Corte Suprema.
Por lo demás, como escribe Ferrara, "el ejercicio de la facultad de supresión por parte del Estado no
está sujeto a prescripción de ninguna clase, de modo que un ente no puede alegar un derecho a su
existencia por el no uso dilatado de la facultad de supresión por parte de la autoridad pública".
EFECTOS DE LA DISOLUCIÓN
ARTÍCULO 63.- Disuelta la asociación se entregará su patrimonio a las personas designadas en sus
estatutos, una vez cumplidas las obligaciones contraídas respecto de tercero. A falta de designación, el
patrimonio se aplicará a la realización de fines análogos en interés del distrito, provincia o
departamento, según el carácter o índole de la asociación disuelta. Esta función incumbe a la Corte
Suprema. [C.C. 1936]
Referencias:
152
Digesto, libro XLVII, tít. XXII, L. 3; tít. IV, L. I; Código español, art. 39; portugués, 36; argentino, 50;
chileno, 561; colombiano, 649; ecuatoriano, 550; alemán, 45 y 46; suizo, 57; brasilero, 22 y 23; italiano,
30 y 31; ley francesa de 1901, art. 9.
Disuelta la asociación por cualquier causal, termina la personalidad jurídica de la misma. No puede
continuar su actividad social. Se procederá a la radiación de su inscripción en el registro. Pero es preciso
determinar qué suerte corre el patrimonio de la asociación. De esto se ocupa el art. 63.
En primer término, se pagan las deudas a cargo de la asociación. La distribución del patrimonio social
entre sus destinatarios o su asignación de otra manera, sólo tiene lugar a posteriori, después que los
terceros son satisfechos en sus créditos; de suerte que tal distribución se efectúa sólo en relación a los
bienes existentes después de depurada la entidad de su pasivo obligacional. Ocurre aquí algo semejante
a la transmisión hereditaria: primero se cubren las deudas del causante, y el sucesor recibe lo que reste.
El estatuto puede prever quiénes sean los beneficiarios del patrimonio asociacional. Puede indicar una
persona colectiva o natural, inclusive los propios asociados; puede indicar que la asamblea de asociados
decida a quién corresponda dicho patrimonio. El estatuto soberanamente puede determinar todo lo
concerniente a este punto, y el art. 63 no hace ninguna reserva sobre el particular.
Si nada se dispone en el estatuto, supletoriamente la ley indica cómo se procederá en la asignación del
patrimonio social.
Los asociados no pueden reclamar nada sobre los bienes de la asociación extinguida, si el estatuto no
les concede participación en ellos. La corporación no se estableció para fines lucrativos; su fin no es
patrimonial. El miembro no podía aspirar a una especie de devolución sucesoria, pues no hay herencia
en este caso; el asociado no es dueño por parte alícuota del patrimonio institucional; al contribuir con
sus aportes para la corporación, aportó una contribución definitiva. Con ello se remarca la diferencia
entre asociación y sociedad.
Tampoco es el caso de una herencia vacante, que debe pasar al Estado. Se trata de un patrimonio
sobre el que no se ha indicado su destinación por el estatuto, para el caso de extinción de la asociación; y
es por ello que la ley regula la situación, determinando la destinación de ese patrimonio.
Inspirándose en la razón de ser de la asociación desaparecida, el fin social que determinó y justificó su
existencia, la ley ordena que se utilice el patrimonio de tal asociación para una finalidad análoga. La
afectación del patrimonio resulta en esa forma, perfectamente lógica.
La índole y el carácter de la asociación servirán para decidir acerca de en favor de qué fines se
empleará el patrimonio de la asociación disuelta. Según la extensión y desarrollo de la misma, su
importancia y el alcance de su actividad, la situación que tenía la asociación, su sede y el conjunto de
circunstancias que la vinculaban con una determinada región, la destinación se hará en favor del distrito,
provincia o departamento. Podría también obtener el patrimonio una institución de categoría nacional.
DE LAS FUNDACIONES
153
TITULO III
DE LAS FUNDACIONES
OBJETO DE LA FUNDACIÓN
ARTÍCULO 64.- Las fundaciones tienen por objeto afectar bienes en favor de un fin especial. [C.C. 1936]
Referencias:
Código alemán, art. 80, 82; suizo, 80; brasilero, 24; español, 35, inciso 1; argentino, 33, inciso 5; chino, 60
a 62.
"Una fundación es un establecimiento constituido para cierta duración, con independiente capacidad
jurídica, dotado de medios económicos para la realización de un determinado fin". (Warneyer).
La fundación es, como la asociación, una persona jurídica. Su origen consiste en un negocio jurídico, en
una declaración de voluntad. Se crea la fundación para que como institución, como ser dotado de
autonomía, tenga personalidad jurídica. El substractum constitutivo y creador de una pluralidad de
individuos, que es tipificante de la asociación, no existe en la fundación. El elemento objetivo
determinante es un patrimonio-fin, pues el bien fundacional es el punto de referencia de la
imputabilidad jurídica reconocida al ente, al que por esto se le atribuye personalidad; esta última se
confunde con el patrimonio fundacional, con el patrimonio identificado con un fin propio, y por ello el
sujeto social está dotado de capacidad para obrar como un subjetum juris. El patrimonio por sí solo no es
el basamento de la personalidad jurídica de la fundación porque ello sería una construcción asaz forzada:
el dato teleológico del destino del patrimonio es elemento indispensable para fundamentar la referida
personalidad jurídica. La organización misma fundacional es un dato que se agrega para el debido
funcionamiento de la fundación, para que ésta realice su cometido. No resiste, pues, un examen
cuidadoso la tesis de Enneccerus, de que la organización fundacional es la portadora de la personalidad
jurídica. El fin por sí solo tampoco basta para explicar por qué la fundación tiene personalidad. El fin
revela la causa final de la fundación, pero el soporte mismo de ésta es un patrimonio que pertenece
soberanamente a la misma. De la incorporación sustancial del fin en el patrimonio, de la apreciación de
éste como una entidad teleológica sui generis, surge satisfactoriamente explicado el carácter de la
fundación como persona jurídica. Queda así esclarecido el criterio discriminativo entre asociación y
fundación. Como escribe Degni: "La característica de la primera consiste en una organización de
personas (universitas personarum) que puede ser necesaria, voluntaria o legal, según que la
competencia sea determinada por una situación respecto al territorio, o la asociación se constituya por
libre voluntad de los asociados, o sea impuesta para cierto grupo de individuos en relación a una
determinada relación (profesión o culto) directamente por la ley o la autoridad pública, mientras que la
característica de la otra consiste en la destinación de un patrimonio a un fin (universitas bonorum). En la
corporación el elemento personal constituye la base fundamental del ente, en la fundación tal elemento
asume un aspecto secundario frente al elemento patrimonial".
Un interés de orden general ha llevado a la elaboración de la figura jurídica de que ahora tratamos. "La
fundación como persona moral aparece como más sólida, más seguramente afectada, al propósito
querido por el fundador, que la donación sub modo". (Michoud).
154
El patrimonio fin como dato configurativo de la fundación y que explica su personalidad jurídica,
aparece del art. 64, que mienta la existencia de bienes afectados a un fin particular.
En cuanto a lo primero, es decir, a los bienes, debemos expresar que ellos llegan a ser del dominio de
la fundación desde el momento en que el fundador realiza el acto dispositivo respectivo, confiriendo su
propiedad a aquélla, y que esta transferencia dominal se vincula íntimamente al acto constitutivo de la
fundación. Sin patrimonio de que se dote a la misma, no habría posibilidad de que se ejerciera actividad
alguna; su fin sería ilusorio, nominal. La necesidad de que exista un patrimonio como substractum
constitutivo de la fundación trasciende del art. 69, que dispone: "Cuando el patrimonio de la fundación
no sea suficiente, asumirá la administración de los bienes la institución oficial de fines análogos". "La
designación –escribe Alvarado Sánchez– del bien de una fundación sin la afectación de un capital, sería
simplemente un proyecto sin lugar dentro de los cuadros legales".
Con la dotación patrimonial se crea una personalidad autónoma. Por eso, si se hiciera una asignación
de bienes en favor de una persona social ya existente, para que les dé un determinado empleo, no hay
creación de fundación. Lo anterior no significa que la presencia del patrimonio ha de ser coetánea al
surgimiento de la fundación como sujeto de derecho. El instituyente al formular el negocio de fundación
puede indicar la manera como posteriormente adquiera aquélla un peculio. De todos modos, este
elemento debe venir a incorporarse al cabo, para que cumpla con el fin que fundamenta la razón de
nacer del ente. Enneccerus, escribe: "No se constituye una fundación jurídicamente capaz, en virtud de
los negocios de enriquecimiento que se hacen a favor de una persona jurídica existente, por ejemplo,
una ciudad o universidad, para determinados fines (a favor de los pobres, para fines científicos,
estipendios) (así llamadas fundaciones fiduciarias o no autónomas); antes bien la atribución patrimonial
se adquiere por la persona jurídica, que tiene que emplearla conforme a los principios sobre
cumplimiento de modos (Ç 525 y 2,104). Las disposiciones del Código Civil sobre las fundaciones
jurídicamente capaces no son aplicables, ni siquiera por analogía, a las fundaciones fiduciarias".
Inversamente, no parece acertada la reflexión del tratadista antes citado, cuando dice que no debe
considerarse como fundación a un patrimonio formado por suscripciones para un fin determinado. En el
caso considerado se dan los dos supuestos determinantes de la fundación: el patrimonio y fin; y como no
existe persona a quien se le transfiera ese patrimonio para que lo emplee de acuerdo a un cargo, se crea
de esta manera el sujeto independiente, es decir, una fundación. Naturalmente que es preciso que se fije
una organización en relación a la utilización del patrimonio, pues ello es una nota estructural de toda
fundación, y lo referente a esa organización puede ser indicado desde ya, al surgir la idea de efectuar las
suscripciones, o posteriormente, después que ellas se han colectado, pues la organización de las
fundaciones puede resultar (y es lo común) en el acto mismo de la dotación por los dotantes (art. 66), o
en suplencia de esta previsión, posteriormente, por determinación estatal (art. I. de la Ley 8728).
Formado un patrimonio mediante suscripciones para un fin especial, hay pues una fundación. No es
preciso que el patrimonio se constituya unico momento y por un solo dotante.
El dotante ha de atribuir bienes de los que tenga libre disposición; de otro modo, se perjudicaría a
terceros y el acto fundacional sería impugnable. La dación es irrevocable desde el momento en que la
fundación adquiere su personalidad jurídica. Escribe Ferreyra Coelho: "En tanto que los estatutos no
fueran aprobados y el registro no fuera hecho de acuerdo al art. 19, el instituyente podrá revocar su
acto, pues sólo por la aprobación y por el registro quedarán los bienes desmembrados de su patrimonio
y la nueva entidad jurídica reconocida". El art. 15 del C. italiano prescribe que el acto de fundación puede
ser revocado por el instituyente hasta que no sea reconocida, y que la facultad revocatoria no trascienda
a los herederos. Como en el Perú (art. 42) [art. 77, C.C. 1984] surge el ente jurídicamente hablando, con
la inscripción, habría que estimar que después de ésta no deshará válidamente el autor de la fundación a
la misma.
155
La transmisión es a título gratuito. Escribe Von Thur: "La dotación de la fundación por parte del
fundador es una atribución patrimonial gratuita, pues el capital de referencia sale de su patrimonio sin
que lo sustituya un equivalente. Pero la doctrina dominante no la clasifica como donación. El objeto de
esa atribución no sería el de beneficiar a una persona existente, sino el de constituir una persona nueva
o, al menos, si la dotación no se concibe como requisito esencial, el de crear la base de existencia para la
persona jurídica que debe constituirse. Estas consideraciones no tienen carácter decisivo; se trata de una
atribución patrimonial gratuita estrictamente relacionada con la creación de una persona jurídica y por
eso sujeta a la forma especial del 81; su consecuencia estriba en beneficiar a la fundación y empobrecer
al fundador; ni excluye el concepto de beneficiar la circunstancia de que antes de esta atribución no
existía un capital de fundación. Se la considere como donación o no, en cualquier caso, directamente o
por analogía, se le deberán aplicar las normas sobre donaciones".
En lo que respecta al fin fundacional, él ha de ser especial, como lo advierte el art. 64. Es decir, que
debe ser determinado, precisándose debidamente para que pueda constituirse la fundación. Sin un fin
determinativamente instituido la fundación no podría adquirir personalidad jurídica, porque no se
explicaría su razón de ser. El patrimonio no puede ser otorgado para no ser empleado para un destino
señalado y de manera tal que no exista sobre este particular una indicación connotativa concreta. No
podría el fin ser vago, indeterminado, indefinido, de modo tal que no se supiera cuál es el empleo que al
patrimonio debe darse.
El fin fundacional se indicará en el acto mismo creador del ente, o sea, que la determinación de aquél
corresponde naturalmente al fundador. Según Staudinger, "sin una designación suficientemente
determinada del fin, no se puede reputar existente un negocio fundacional". Creemos que no debe
haber hesitaciones acerca de que debe prevalecer el anotado criterio del eminente tratadista alemán, a
lo menos en lo que respecta al derecho peruano. Ni nuestro Código Civil ni la Ley 8728 facultan al Estado
para supeditar esa falta de precisión o especificación en el estatuto fundacional. Parecería ir muy lejos
admitir tal facultad de jure condendo. La última parte del art. 66 sólo consiente en que el Gobierno dicte
las reglas necesarias en concernencia a los órganos de la fundación y la manera de administrarla, sin
referirse a los fines de la misma.
Va de sí que el fin ha de ser lícito, pues el carácter altruista, desinteresado, de beneficio social de la
fundación, justifica que la misma sea reconocida como tal, que se elabore esta figura jurídica en general.
De esta suerte, si el fin fuese contrario al orden público o a las buenas costumbres la fundación no podría
constituirse, pues el acto fundacional sería írrito, por aplicación del art. III del Título Preliminar, que
prohíbe pactar contra el orden público y las buenas costumbres.
El fin fundacional es en principio permanente, por tiempo indefinido. La fundación se instituye para
tener vida duradera, para vivir sine dies. El fin fundacional no debe ser, pues, de una transitoriedad tal
que hiciera de la fundación un ser de efímera subsistencia. El asunto es, desde luego, circunstancial. La
permanencia del fin, que determina la pervivencia de la fundación, no es absoluto. El fin o el patrimonio
destinado a él pueden agotarse o caducar. Existen otros motivos que pueden poner fin a la entidad. De
ello escribiremos después, en relación al art. 68. No sería inadmisible, de otro lado, una fundación
constituida por el fundador con un plazo resolutorio o suspensivo.
El fin fundacional ha de ser uno que redunde en beneficio de incerta personae. Son los beneficiarios de
la fundación. El patrimonio se ha desprendido del dominio del dotante, y aquél ha de ser destinado al fin
que determina la razón de ser del establecimiento; fin que debe servir a los beneficiarios que resultan
comprendidos en el contenido del mismo. El beneficiario es la persona que se encuentra teniendo los
requisitos o calidades previstos en el estatuto fundacional para gozar del beneficio. La indicación
respectiva en cada caso concreto sobre quiénes sean esas personas beneficiarias, corresponde a los
órganos administrativos de la fundación. La decisión a este respecto del órgano administrativo no es
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homologable ni da lugar a una revisión. Escribe Von Thur: "Está implícito en la fundación que los órganos
no deben operar arbitrariamente, sino de acuerdo con la equidad. No obstante, no puede admitirse el
examen judicial de esas decisiones a demanda de los interesados; tampoco tienen ellos acción en caso
de que se omita o atrase la decisión. Lo que corresponde es que la autoridad tutelar, bien de oficio, bien
a solicitud de un beneficiario, procure que los órganos de la fundación procedan con lo que disponen los
estatutos. El derecho del beneficiario contra la fundación sólo nace cuando los órganos tomaron una
decisión en favor suyo. Se discute si esta decisión se efectúa por declaración unilateral del órgano al
beneficiario o si se requiere un acuerdo de tipo contractual. Por analogía con los arts. 315, 318, 211 II,
creo que es suficiente una declaración unilateral; pero se debe reconocer al beneficiario el derecho de
repudación de acuerdo con el principio por el cual beneficia nonobtruduntur que nuestra ley acepta
repetidamente. La determinación del beneficiario por los órganos de la fundación se rige por las
disposiciones generales sobre negocios jurídicos; puede estar sujeta a condición y anularse por violencia,
dolo y error".
El monto y la oportunidad de gozar de los beneficios, así como la determinación misma de los
favorecidos con ellos, compete a los órganos administrativos, de acuerdo al estatuto o acta de
fundación.
Los beneficiarios no son elementos integrantes de la fundación; son terceros que reciben ciertos
provechos, gratuitamente. No tienen, pues, el carácter de miembros componentes del ente. Aquí se
marca la diferencia entre los asociados, que forman el contenido, el cuerpo social mismo del ente, y los
beneficiarios de la fundación, que son individuos extraños a la constitución y al desenvolvimiento social
de la misma. La asociación nace por la decisión de los asociados que celebran el negocio jurídico
respectivo; los nuevos asociados que se adhieren, lo hacen a virtud de su espontánea decisión de
voluntad. El asociado es, pues, miembro de la corporación, por su propia determinación. En cambio el
beneficiario de una fundación es ajeno en absoluto al surgimiento de ésta. Como derivación lógica de lo
anterior, los asociados gobiernan la asociación (por la asamblea o junta general), en tanto que los
beneficiarios no tienen intervención alguna en el gobierno de la fundación.
CONSTITUCIÓN DE LA FUNDACIÓN
ARTÍCULO 65.- Las fundaciones se constituirán por escritura pública o por testamento y se inscribirán en
el registro. [C.C. 1936]
Referencias:
Código alemán, art. 81; suizo, 81; brasilero, 24; chino, 60; italiano, 14
El acto fundacional que da nacimiento a la persona jurídica que es la fundación, es una declaración de
voluntad, de disposición patrimonial y revestido de una formalidad de solemnidad. Ese acto contiene, o
debe contener, todas las notas estructurales de la institución. Como acto de dotación, indicará los
medios económicos, bienes o rentas, aportados para servir de cuerpo estructural de la fundación;
expresará el fin social, como dirección y objetivo de la actividad del ente; proveerá en cuanto a la forma
como se organice y administre él mismo (art. 66); contendrá la designación del nombre y el domicilio de
la fundación. De manera, pues, que el acto fundacional es por definición el dato substante primario de la
institución. Escribe Ferrara: "El sustrato del instituto es provocado por la voluntad individual de una o
varias personas mediante el negocio de fundación. El instituyente o fundador declara que quiere que
surja con carácter autónomo una cierta institución, precisa su objeto e individualidad, la forma de la
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administración, y por lo regular, asigna también el patrimonio necesario para su funcionamiento
estable".
Como declaración de voluntad, está sujeta a las reglas generales que disciplinan la misma, sobre
consentimiento, capacidad, objeto, causa. En cuanto es un acto de liberalidad, caben las acciones de
reducción, por herederos necesarios; y el instituyente no estaría sometido a evicción y saneamiento,
salvo que los asuma por cláusula expresa. La acción pauliana puede incoarse en contra del acto de
dotación.
La formalidad de la declaración fundacional está prescrita en el art. 65. No surge dificultad alguna
cuando se utiliza la escritura pública. También cabe que la fundación se establezca por testamento, de
modo que el acto puede ser inter vivos o mortis causa. Si se emplea el testamento, éste puede ser
público, místico u ológrafo, que son las tres modalidades que reconoce nuestro Código Civil. El art. 65
mienta el testamento sin calificación connotativa; de suerte que no únicamente mediante testamento
por escritura pública puede erigirse la fundación. Si ella consta en uno cerrado u ológrafo, como es
preciso que se protocolice (art. 692 y art. 694), una vez cumplida con esta formalidad se inscribe la
fundación en el registro respectivo.
ADMINISTRACIÓN DE LA FUNDACIÓN
ARTÍCULO 66.- En el instrumento de fundación debe indicarse los órganos de ésta y la manera de
administrarla. A falta de disposiciones suficientes, el Gobierno dictará las reglas necesarias. [C.C. 1936]
Referencias:
Cód. alemán, arts. 85, 87; suizo, 85, 85; brasilero, 24, 72, 28, 29; español, 37; chileno, 562; italiano, 16;
colombiano, 560; ecuatoriano, 551; chino, 61 y 62; japonés, 39 y 40.
Junto con el patrimonio y el fin, la organización institucional es indispensable para que la fundación
cumpla su cometido. Si el fundador se desprende del patrimonio, que es objeto de la dotación, y crea un
sujeto autónomo, éste ha de gobernarse por algunas reglas que le sean propias. Los beneficiarios no son
miembros del establecimiento, de modo que a ellos no les corresponde tampoco representar y
administrar la fundación. Es ineludible, por ende, conferir a la misma una determinada organización,
para que se sepa quiénes son los órganos que la representan, cómo se designan a éstos, cuándo cesan,
cómo se les reemplaza y cuáles son sus competencias. Respecto a este último punto, es conveniente
158
tener presente que el art. 5. de la Ley 8728 de 25 de agosto de 1948 establece que la "enajenación de los
bienes de las fundaciones ya establecidas o de las que se establezcan en lo futuro, y la transacción sobre
los mismos, cuando hubiere lugar a ellas, se sujetarán a las formalidades establecidas para los bienes del
Estado en los artículos mil cuatrocientos cuarenta y tres y mil cuatrocientos cuarenta y cuatro, y en el
artículo mil trescientos once del Código Civil, respectivamente".
En caso que el fundador no fije las bases regitivas de la fundación o las formule en forma incompleta, el
Poder Ejecutivo dictará las reglas necesarias para llenar el vacío. La Ley 8728, de 25 de agosto de 1938,
en base a lo ordenado sobre este punto en el art. 66 C.C., prescribe en su art. I. (primera parte) que
"cuando el instrumento de la fundación omita las disposiciones pertinentes a los órganos de ella, y a la
manera de administrarla, el Supremo Gobierno dictará por intermedio del Ministerio de Justicia, las
reglas necesarias para subsanar aquellas omisiones". Con esta ley ha quedado modificado el art. 747 del
C.C. que dispone: "si el testador dispone de bienes para que se inviertan en fines de beneficencia, obras
públicas u otros análogos, o no designa persona que se encargue de realizarlos o si la persona designada
faltare, la ejecución del encargo incumbe a la institución oficial a quien correspondan estos servicios,
según su naturaleza".
CONTROL DE LA FUNDACIÓN
ARTÍCULO 67.- El ministerio fiscal vigilará que los bienes de las fundaciones se empleen conforme a su
destino [C.C. 1936]
Referencias:
Código suizo, art. 84; brasilero, 26; Chino, 63; italiano, 25.
Por razón de utilidad social de las fundaciones, el Estado no puede desinteresarse de la manera como
ellas sean administradas. Es menester que vigile a los órganos administrativos, con el objeto de que
cumplan con la finalidad fundacional. El patrimonio debe ser utilizado conforme a tal finalidad, pues por
ello se explica su reconocimiento como persona jurídica con autonomía existencial. El patrimonio ya no
pertenece al dotante, de modo que este último es extraño a la institución; los beneficiarios son personas
inciertas, y así se pudieren identificar, no tienen intervención en el gobierno del ente. Los
administradores son simples fideicomisarios del patrimonio de que están encargados. Si no hubiere
control alguno sobre los últimos, podría perjudicarse gravemente el fin mismo de la fundación, en
cuanto se podría destinar el patrimonio en provecho propio de los administradores o emplearse para un
fin distinto de aquel para el cual se ha creado el establecimiento. Se hace, pues, indispensable la
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intervención del Estado como defensor y cautelador nato de los intereses colectivos y de utilidad general
que representan las fundaciones.
Conforme al art. 3 de la Ley 8728 "los Registros y los Notarios Públicos remitirán también los
documentos señalados en el artículo anterior al Agente Fiscal de la respectiva provincia, para los efectos
de la vigilancia que le corresponde de conformidad con el artículo sesenta y siete del Código Civil". De
acuerdo al artículo 4 de dicha ley "la facultad de vigilancia del Ministerio Fiscal sobre las fundaciones
estatuidas en el citado artículo sesenta y siete del Código Civil [art. 104, C.C. 1984], comprende la de
exigir la rendición anual de cuentas que deben presentar judicialmente los administradores de las
fundaciones. El Ministro Fiscal intervendrá en el juicio correspondiente e informará al Ministerio de
Justicia sobre el resultado del mismo. Se exceptúan las fundaciones administradas por el Estado o por las
corporaciones oficiales dotadas por la ley de personalidad, los cuales, examinarán las cuentas respectivas
de conformidad con las normas que los rigen. La rendición de cuentas es igualmente obligatoria para las
fundaciones ya establecidas y para las que se establezcan a partir de la fecha".
El Ministerio Fiscal competente revocará las medidas que juzgue inconvenientes y exigirá se adopte
aquéllas que estime indispensables. No nos parece que esté premunido de la atribución de subrogar a las
personas administradoras.
Contra la decisión adoptada por el Agente Fiscal cabría impugnación en acción judicial ordinaria.
DISOLUCIÓN DE LA FUNDACIÓN
ARTÍCULO 68.- La fundación se disuelve de pleno derecho cuando su fin no sea realizable.
A los bienes afectados a la fundación se aplican las reglas del artículo 63. [C.C. 1936]
Referencias:
Código alemán, art. 87, 88; suizo, 83, 88, 89; brasilero, 25, 30; chileno, 563, 564; colombiano, 652;
ecuatoriano, 552 y 553; español, 39; chino 64 y 65; italiano, 26, 27, 30, 31 y 32.
La fundación se disuelve por las mismas causales que la asociación, salvo la indicada en el art. 59 (que
los asociados acuerden la disolución). Los beneficiarios no podrían acordar la expiración de la fundación,
como tampoco podrían acordar tal temperamento los encargados de la administración social (salvo
disposición estatutaria en tal sentido). Tampoco el instituyente goza de esa facultad.
160
La fundación termina porque no puede funcionar conforme a su estatuto constitutivo. Este caso
expresamente está indicado en cuanto a la asociación (art. 60) [art. 94, C.C. 1984]. Si entre otros
motivos, se predeterminó un plazo final o una condición resolutoria, al vencerse el primero o acaecer la
segunda, concluirá la existencia del establecimiento. Igualmente puede extinguirse el ente por agotarse
o resultar caduco o irrealizable el fin social instituido. La fundación también concluye cuando no pueden
existir beneficiarios que aprovechen del fin para el cual fue creada aquélla. Otra causal de extinción es
que desaparezca el patrimonio, toda vez que éste es el elemento vital para la subsistencia de la
fundación (de ahí la regla del art. 69). La quiebra que el art. 61 considera en conexión a la asociación,
también es causal extintiva de la fundación. Si el fin o la actividad de esta última fueran contrarios al
orden público o las buenas costumbres, sobrevendría la disolución, análogamente a lo indicado en el art.
62 [art. 92, C.C. 1984] en relación a las corporaciones. En esta última hipótesis ahora contemplada, se
procederá como lo establece dicho numeral 62 [art. 92, C.C. 1984], o sea, que el Poder Ejecutivo podrá
pedir a la Corte Suprema la declaración de disolución, que dicha Corte fallará con criterio de jurado;
pudiendo a solicitud del Ministerio Fiscal ordenar de inmediato la suspensión.
La insuficiencia del patrimonio en cuanto no permita que la fundación satisfaga su fin, puede acusarse
al momento de su creación o posteriormente. La dotación originaria puede ser que no baste, que no
permita la verificación del fin propuesto. O por ciertas circunstancias que sobrevengan después, puede
ocurrir que los bienes o recursos amengüen en tal forma que la fundación se encuentre ante la
imposibilidad anotada.
La ley en tales hipótesis respeta la voluntad del instituyente, haciendo que el patrimonio de que se
trate se incorpore a una institución oficial. Hay que destacar que el destino domínico es diferente en el
caso contemplado en el art. 69 del caso del art. 68. Con relación a este último rige la destinación que
aparece del numeral 63 [art. 98, C.C. 1984], o sea, que la Corte Suprema determina la aplicación del
patrimonio para fines análogos. En cuanto al art. 69, si el patrimonio resulta insuficiente de tal modo que
la fundación ha de disolverse por este hecho, el patrimonio ha de emplearse también para fines
análogos; pero viniendo a pertenecer a una institución oficial. Esta última exigencia no funciona en el
caso del art. 68 y su concordante el art. 63 [art. 98, C.C. 1984].
Lo preceptuado en el art. 69 es supletorio, a falta de una disposición estatutaria sobre el destino del
patrimonio fundacional.
La segunda parte del art. I. de la Ley 8728 ordena que "el Gobierno propondrá a la Corte Suprema la
aplicación de los bienes afectados a la fundación y la designación de la institución que deberá asumir su
administración, en los casos previstos en los artículos sesenta y ocho y sesenta y nueve del Código Civil,
observándose lo preceptuado en estos artículos".
161
DE LAS COMUNIDADES DE INDIGENAS
TITULO IV
El Código Civil nacional ha creído necesario detenerse en las comunidades de indígenas como personas
colectivas de derecho privado. La existencia de las mismas como un hecho social indiscutible, ha movido
al legislador peruano a considerar su situación jurídica.
Los artículos 207 a 212 de la Constitución se refieren a ellas en los términos que a seguida se
transcribe. Art. 207: "Las comunidades indígenas tienen existencia legal y personería jurídica". Art. 208:
"El Estado garantiza la integridad de la propiedad de las comunidades. La Ley organizará el catastro
correspondiente". Art. 209: "La propiedad de las comunidades es imprescriptible e inenajenable, salvo el
caso de expropiación por causa de utilidad pública, previa indemnización. Es asimismo, inembargable".
Art. 210: "Los Concejos Municipales ni corporación o autoridad alguna intervendrán en la recaudación ni
en la administración de las rentas y bienes de las comunidades".- Art. 211: "El Estado procurará de
preferencia dotar de tierras a las comunidades de indígenas que no las tengan en cantidad suficiente
para las necesidades de su población, y podrá expropiar, con tal propósito, tierras de propiedad
particular, previa indemnización". Art. 212: "El Estado dictará la legislación civil, penal, económica,
educacional y administrativa, que las peculiares condiciones de los indígenas exigen".
El art. 70 [art. 134, C.C. 1984] del Código Civil es uno de simple remisión: indica que las comunidades
de indígenas están sometidas a las disposiciones establecidas sobre el particular.
La comunidad de indígenas que existe como un hecho social, tiene per se su existencia legal y, vale
decir, su personalidad jurídica, (art. 207 de la Constitución). La ley reconoce el hecho aludido, y al atribuir
la indicada personalidad, debe calificar la naturaleza misma del sujeto titular de aquélla. Ahora bien, la
comunidad de indígenas es, por definición una persona colectiva. Por eso acertadamente el presente
título del Cód. Civ. (art. 70 a 74) [art. 134 a 139, C.C. 1984], se ocupa de ella. No es una persona de
derecho público, pues no tiene un poder de voluntad imperante. Es, así, una persona de derecho
privado. No es propiamente una asociación. Tampoco una fundación. No es lo primero, porque no surge
de un negocio jurídico que vincule, mediante declaración de voluntad, a los miembros. No es lo segundo,
porque no existe dotación de un bien para beneficio de incerta personae. La comunidad de indígenas es,
así, una persona colectiva sui generis. El elemento personal plural está dado por los comuneros. En
beneficio de ellos la comunidad es organizada y protegida legalmente. El elemento patrimonial está
constituido por los bienes de dominio comunal, y para beneficio de los miembros la ley resguarda ese
patrimonio. De este modo los dos elementos, el personal y el patrimonial, tienen un carácter isógeno, y
no se explica el uno sin el otro. Si no hubiera comuneros, faltaría a la comunidad su substractum básico.
162
Si no tuviera un patrimonio organizado de un modo peculiar, no habría razón para mantener esa unidad
entre los miembros de la comunidad. A diferencia de la asociación, que persigue fines altruistas, no
económicos, la comunidad de indígenas es vista, a lo menos por la mirada del legislador, como teniendo
en cuenta fines exclusiva o principalmente patrimoniales. Lo que se quiere es, sobre todo, defender los
bienes comunitarios, (principalmente los inmuebles, como se observa de los artículos 208, 200, 211 de la
Constitución y 73 del C.C.). Pero tampoco se podría decir que la comunidad de indígenas sea una
sociedad; le faltan una serie de notas lógicas para ello. Aquélla es, pues, una persona colectiva sui
generis. Por ello se justifica la inclusión del título que ahora se analiza. Como se dice en las Actas de la
Comisión de reforma, "reconocida la existencia legal de las comunidades de indígenas por la
Constitución del Estado, su carácter de personas jurídicas es inobjetable. El Código Civil al tratar, como
no puede dejar de hacerlo, de estas entidades, tiene inevitablemente que ocuparse de las comunidades
de indígenas y declarar cuáles son sus derechos; porque tal es el objeto especial de la legislación civil que
sirve de materia".
INSCRIPCIÓN DE LA COMUNIDAD
ARTÍCULO 71.- Es obligatoria la inscripción de estas comunidades en su registro especial. Son igualmente
obligatorias la formación de los catastros de las comunidades, y la rectificación quinquenal de los
padrones. [C.C. 1936]
Las comunidades indígenas existen por las circunstancias de darse los elementos de hecho que las
caracterizan. Procedentes de época prerrepublicana, han subsistido en cuanto tales elementos no han
desaparecido, o sea, en tanto gentes autóctonas del país residen en un determinado sector rústico,
teniendo condominio sobre tierras de cultivo o pastoreo, gozando los comuneros del usufructo
individual de las tierras, en todo o en parte, utilizando en todo o en parte dichas tierras en uso y disfrute
grupales, y ejerciendo los comuneros algunas faenas en conjunto para beneficio general de la
comunidad; formándose de este modo un núcleo social colectivo, de acuerdo a normas tradicionales y
consuetudinarias.
La comunidad así existente está reconocida por la ley (art. 207 de la Constitución). Como persona
social puede ejercer los actos tendentes a adquirir derechos y contraer obligaciones que no sean
inherentes a la condición natural del hombre (art. 43). Pero es necesario que las comunidades estén
inscritas, y de ahí lo ordenado en la primera parte del art. 71 [art. 139, C.C. 1984]. La inscripción permite
constatar inequívocamente esa existencia de la comunidad.
Dicha inscripción no atribuye, sin embargo, personalidad a la comunidad, que la tiene per se, en mérito
de lo indicado en el art. 207 de la Constitución. Pero la no inscripción no consiente en demostrar la
existencia de tal personalidad jurídica. La jurisprudencia de los tribunales tiene decidido que la
comunidad para comparecer en juicio debe presentar título que acredite su inscripción.
Por lo demás, el art. I. del decreto de 18 de julio de 1938, hace entender igual cosa, pues dispone: "Las
comunidades indígenas reconocidas o inscritas en el Ministerio de Salud Pública, Trabajo y Previsión
Social, elegirán sus mandatarios o personeros sujetándose a las prescripciones de este decreto". Es más:
el inc. 9 del art. 195 de la Constitución indica como una de las atribuciones de los Consejos
Departamentales, la de "inscribir oficialmente a las comunidades de indígenas, conforme a la ley, en el
Registro correspondiente, para el efecto de reconocerles personería jurídica".
163
Como no se han formado los Consejos Departamentales, la inscripción de las comunidades se practica
en la Dirección de Asuntos Indígenas del Ministerio de Justicia y Trabajo (art. V; inc. I., del decreto
supremo de 24 de junio de 1938)
La formación de los catastros a que alude la segunda parte del art. 71 [art. 139, C.C. 1984], obedece al
propósito de fijar los límites de los bienes inmuebles de la comunidad; facilitándose de este modo la
solución de controversias con propietarios o poseedores de inmuebles colindantes. La formación de los
planos catastrales de las tierras de las comunidades se realizan ante la Dirección de Asuntos Indígenas
(art. IX y siguientes del decreto de 24 de junio de 1934).
El registro de la comunidad permite conocer qué individuos integran la misma. El padrón se constituye
mediante la enumeración de tales individuos, que debe hacerse al solicitar la inscripción según lo ordena
el inc. a) del art. 2. de la resolución de 28 de agosto de 1925, que antes de la dación del Código Civil
vigente ya ordenaba la inscripción de las comunidades indígenas; disponiendo que la respectiva solicitud
debe ser acompañada del dato referente a "la población con especificación de su sexo, varones, mujeres,
mayores y menores". El art. 4. del decreto supremo 10 de junio de 1946 encarga a la Dirección de
Asuntos indígenas que procede a la recopilación y ordenamiento de los datos referentes a la población
indígena.
La formación del padrón es necesaria, por lo demás, para el efecto a que se contrae el art. 72 [art. 138,
C.C. 1984] del C.C.
En cuanto a la ratificación quinquenal de los padrones, en la Comisión reformadora se expresó que "la
rectificación de los padrones cada cinco años, o en períodos menores si se cree más conveniente, la
impone la consideración de que el nacimiento, crecimiento y muerte de los individuos son hechos
ordinarios y naturales de la vida, que modifican la composición de las familias, y deben ser tenidos
siempre en cuenta".
REPRESENTACIÓN DE LA COMUNIDAD
ARTÍCULO 72.- Representan a las comunidades sus mandatarios elegidos por los individuos que forman
la comunidad, mayores de edad; debiendo recaer la elección en individuos del grupo que sepan leer y
escribir y hayan obtenido la mayoría absoluta de los sufragios válidos. [C.C. 1936]
La comunidad como toda persona moral, necesita sus órganos que la representen. El art. 72 [art. 138,
C.C. 1984] provee a esta necesidad. Naturalmente el órgano supremo de la comunidad es el conjunto de
miembros de la misma, reunidos en asamblea o junta. Aunque el art. 72 [art. 138, C.C. 1984] no lo dice,
ello se infiere del espíritu del numeral. Pero no todo comunero tiene derecho a participar con su voto en
la decisión que interese a la comunidad. Conforme al decreto supremo de 18 de julio de 1938, sólo
tienen voto para designar mandatarios de la comunidad, los comuneros mayores de edad (igual a lo que
dice el art. 72 [art. 138, C.C. 1984] del C.C.), que tengan residencia permanente en la comunidad;
teniendo derecho a voto la mujer jefe de familia. Así lo dispone el art. 3 de dicho decreto. Las mismas
cualidades deberán ser exigibles para cualquiera otra decisión que se adopte por una reunión en pleno
de los comuneros.
164
La representación de la comunidad debe recaer en dos mandatarios, elegidos por reunión de los
comuneros con derecho a voto, conforme a lo que preceptúa el art. 3. del decreto de 18 de julio de 1938
antes referido.
Los mandatarios ejercerán la personería de su representada de acuerdo a las reglas generales del
mandato. La comunidad puede ampliar o restringir la extensión del mismo.
Fuera de los mandatarios, la comunidad puede organizarse en forma tal que tenga su junta directiva
para el gobierno de los intereses comunitarios. El art. 2 del decreto supremo de 18 de julio de 1938 habla
de una junta directiva de la comunidad.
En cuanto a qué requisitos deben tener los mandatarios, fuera de que sean analfabetos, como lo indica
el art. 72 [art. 138, C.C. 1984] del C.C., el art. 5. del decreto supremo de 18 de julio de 1938 indica: "Para
ser mandatario de la comunidad se requiere, además de los requisitos determinados en el art. 3. de este
decreto, estar inscrito en el Registro Militar Obligatorio, saber leer y escribir, no ser demandante ni
demandado por la comunidad y haber obtenido en la elección, la mitad más uno del total de votos
válidos, de conformidad con lo que prescribe el art. 72 [art. 138, C.C. 1984] del Código Civil".
Según el art. 6 del mismo decreto, el mandatario es elegido por un período de dos años, pudiendo
revocarse el mandato por decisión de las dos terceras partes de los miembros de la comunidad. De
acuerdo al decreto supremo de 13 de enero de 1941, dicho período es de cuatro años.
La ley se esfuerza en defender el patrimonio comunal, y por ello el art. 209 de la Constitución declara
que la propiedad de la comunidad es imprescriptible e inenajenable, aunque expropiable, y que es
inembargable.
A ello se debió la necesidad de dictar el decreto supremo de 18 de julio de 1946, en que se ordena: "La
Dirección General de Asuntos Indígenas antes de avocarse el conocimiento de las reclamaciones sobre
tierras y pastos de los indígenas o sus Comunidades, o de los propietarios de Haciendas contra sus
arrendatarios, yanaconas o colonos, en los casos en que una de las partes o recíprocamente ambas
hayan hecho uso de medidas de facto o de violencia, dispondrá –como diligencia previa– la inmediata
165
cesación de ellas, reponiendo la ocupación de las tierras en disputa o los convenios de trabajo alterados,
al estado en que se encontraban antes del conflicto, sin perjuicio de la responsabilidad penal
consiguientes si los hechos consumados constituyen delitos".
El art. 73 [art. 136, C.C. 1984], con el objeto de ampliar el tutelaje de las comunidades, inserta otra
prohibición, también en relación a sus bienes raíces, al prohibir que celebren contrato de arrendamiento
o cesión en uso de las mismas con los propietarios de predios colindantes. En realidad debe entenderse
que la prohibición se extienda también al poseedor del predio colindante así no sea propietario. Lo que
la ley mira con prevención es que el dueño o poseedor del predio colindante ejerza alguna forma de
presión para conseguir entrar en la posesión o tenencia de las tierras comunitarias. Esta disposición
contenida en el numeral 73 [art. 136, C.C. 1984] es, según escribe Cornejo, una que determina
verdaderos efectos civiles. El acto que se realice en oposición a lo indicado en el art. 73 [art. 136, C.C.
1984], como el acto por el cual se enajenase (acto traslativo de dominio o constitutivo de un derecho
real) inmuebles de comunidades de indígenas, sería nulo ipso jure.
Es oportuno recordar lo dispuesto en la Ley 8120, que dispone: "Los conflictos que se susciten entre los
indígenas, por razón del dominio, arrendamiento o usufructo de sus tierras, aguas, pastos o ganados, o
entre aquellos y sus colindantes, por las mismas causales, quedarán sujetos a las prescripciones del
decreto supremo de 6 de marzo de 1920 y de 12 de setiembre de 1921".
El artículo 74 [art. 137, C.C. 1984] es uno de mera referencia. Las normas vigentes sobre comunidades
indígenas están contenidas en leyes y en disposiciones reglamentarias, que tratan diversos aspectos
relativos a aquéllas. Lo que merece destacarse del art. 74 [art. 137, C.C. 1984] es la referencia a la
indivisibilidad de las tierras de la comunidad. Es ésta una de las características típicas de la comunidad. El
condominio entre los comuneros se mantiene tradicionalmente, y para evitar que la comunidad
desapareza, se conserva la situación de indivisión del patrimonio inmobiliario. Aunque la ley no ha
prohibido concretamente la partición entre los comuneros, la indivisión resulta obligatoria, por razón del
régimen jurídico instituido en general sobre las comunidades de indígenas. Al prohibir el art. 209 de la
Constitución la enajenación de la propiedad de las mismas, no permite la división de aquélla, toda vez
que esta figura tiene en nuestro Código Civil virtualidad translativa, como ocurría en el derecho romano,
pues el art. 922 dispone: "Por la partición permutan los condóminos, cediendo cada uno el derecho que
tiene sobre los bienes que no se le adjudican en cambio del derecho que le ceden en los que se le
adjudican".
Por eso es que el art. 74 [art. 137, C.C. 1984] puede adecuadamente hacer mención de la indivisibilidad
de las tierras de las comunidades de indígenas.
166
APÉNDICE
El Código Civil nacional de 1852 presentó una distribución taxonómica de materias diferente a la que
ha venido a corresponder al Código de 1936.
El Código de 1852, en efecto, comprendía un título preliminar y tres libros: el primero, relativo a las
personas; el segundo, a las cosas; el tercero, a las obligaciones y los contratos. En el libro primero
estaban incluidas las normas propiamente referentes a los derechos de las personas, así como las
pertenecientes a los derechos de familia. El libro segundo abarcaba, además de los derechos
propiamente reales, la donación, la herencia y el régimen de bienes uxorio. El libro tercero contenía una
sección primera sobre las obligaciones en general, sobre los contratos, sus requisitos y efectos, y sobre
las diferentes obligaciones provenientes de los contratos, dedicándose las otras secciones a los varios
tipos de contratos en particular. Otra sección del libro tercero se ocupaba de los cuasicontratos (gestión
de negocios y comunidad y partición de herencia) y otra sección de las obligaciones emanantes de
delitos y cuasidelitos. La última sección concernía a los modos de acabarse las obligaciones.
Se advierte, así, que los derechos de las personas están separados de los derechos de familia, viniendo
unos y otros a ser objeto de dos libros distintos, y que los derechos reales y los derechos de herencia
están colocados en dos libros independientes. Lo relativo al régimen de los bienes en el matrimonio
aparece dentro del libro de la familia. La donación se halla incluida como un contrato, mientras que
como lo hemos advertido antes, en el Código abrogado figuraba entre los modos de adquirir el dominio.
El Código vigente elimina la figura del cuasicontrato y, por ende, la gestión de negocios ha venido a ser
disciplinada como un contrato a continuación del mandato. La comunidad y partición de herencias, que
en el Código anterior caía dentro de la sección denominada "de las obligaciones que nacen del
consentimiento presunto" (instalada dentro del libro llamado "de las obligaciones y contratos"), ha sido
objeto de otra asignación clasificatoria, pues es tratada dentro de una sección llamada "del condominio"
en el libro de los derechos de las cosas, y dentro de una sección llamada "de la indivisión y de la
partición" que se ofrece en el libro de la herencia. La prenda, la hipoteca y la anticresis en el Código
derogado aparecían como contratos que aseguraban el cumplimiento de estas obligaciones, mientras en
el Código vigente hallan su asiento en una sección del libro sobre los derechos reales. La transacción
también figuraba en el antiguo Código como un contrato, en tanto que en el actual figura como uno de
los medios de extinción de las obligaciones.
He aquí algunas de las desemejanzas más resaltantes en cuanto a la distribución de materias y criterios
sistemáticos sobre el particular entre los dos cuerpos legales.
En el título preliminar del Código del 52 había algunas normas generales como propias de ese título y
que tenían aplicación, algunas de ellas, no sólo en el ámbito del derecho privado, sino también del
derecho público. Así, los arts. I, II, III, IV, VI. Estos números indicaban, respectivamente, que las leyes
obligaban en todo el territorio de la República desde su promulgación; que la ley no tenía efecto
167
retroactivo; que a nadie podía impedirse la acción que no estaba prohibida por la ley; que las leyes de
policía y de seguridad obligaban a todos los habitantes del Perú; que las leyes no se derogaban por el
desuso.
Estas reglas no son reproducidas en el Código del 36, salvo la última, en cuanto el art. I dice que la ley
no se deroga sino mediante otra ley; lo que en sustancia representa lo mismo que decía el art. VI del
Código anterior.
La razón por la cual pudo procederse a la eliminación anteriormente mencionada, debió ser que las
indicaciones preceptivas sobre el particular se encontraban ya expresadas en la Constitución vigente, en
sus arts. 132, 25 y 24. En lo que respecta especialmente al art. IV del Código del 52 (tomada del primer
parágrafo del art. III del Code Civil) pudo estimar nuestro legislador del 36 que no era necesario el
reiterarla, puesto que representaba un principio pacíficamente admitido: la territorialidad en principio
de la ley. Pero hay que advertir que el art. 132 de la Constitución sólo se refiere al día inicial del vigor de
la ley, cuando habla de la promulgación, pero no al dato referente al límite territorial como lo hacía el
art. I del Código de 1852; siendo así que es ello una nota adnata a la ley en cuanto al antes aludido
principio de la territorialidad.
Los arts. VII, VIII y IX del Código viejo en buena cuenta resultan encarnados, salvo variaciones no
esenciales, en los arts. III, XXI y XXIII del Código nuevo.
El Código del 36 trajo algunos preceptos desconocidos en el anterior: el relativo al no amparo del
abuso del derecho, el relativo a la legitimación de obrar en base a un interés económico o moral, el
relativo a la jerarquía preordinante de la ley constitucional frente a la ley ordinaria (arts. II, IV y XXII).
Tales preceptos eran indispensables por la intrínseca de su significación.
Se observaba en el Código del 52 la carencia de normas sobre conflictos de leyes, las llamadas reglas de
derecho internacional privado, pues sólo el art. V trataba el punto, al prescribir que era la ley situs la que
regía para bienes inmuebles. El Código del 36 hace aplicable la norma a toda clase de bienes, superando
así la restricción criticable en que había incurrido la legislación precedente.
El nuevo Código ha venido a establecer un relativamente integral conjunto de normas de remisión ante
los problemas de la copresencia de leyes, como se comprueba de los arts. V, VI, VII, VIII, IX, XX, que
determinan las normas de atribución operantes en relación a las categorías jurídicas de que se trate:
estado y capacidad civil de los individuos, bienes, obligaciones, sucesión, personas colectivas, forma de
los actos jurídicos, aplicando según los casos la lex domicilii y también en ciertos casos la nacional, la lex
rei sitae, la lex loci celebrationis, la ley del lugar de la constitución de las personas jurídicas, la lex locus
regit actum y la lex causae.
El libro primero del Código de 1852, en sus secciones primera y segunda, se ocupa de las personas
individuales. Esta materia es objeto de las secciones primera y segunda del libro primero del Código
actual.
Los registros civiles aparecen tratados en el Código del 52 en su sección sexta del libro primero,
acusando ello un defecto de ubicación sistemática. Se trata de la cuestión un tanto profusamente,
mientras que el Código del 36 peca, por el contrario, en este punto de somero, remitiéndose por lo
demás en cuanto a la normación complementaria, al reglamento respectivo, según el mandato
contenido en el art. 38, pero de todos modos, algunas disposiciones, que indudablemente son
fundamentales, debieron figurar en el articulado mismo del Código nuevo.
Una reforma sustancial introducida por éste ha consistido en haber tenido en cuenta a las personas
jurídicas; asunto éste ignorado por el Código antiguo. (Sólo se halla el título en los contratos, sobre
sociedades). El primero ha destinado los títulos sobre disposiciones generales, asociaciones, fundaciones
y comunidades de indígenas (las sociedades son objeto de un título, en los contratos). El Código anterior
ignoró, pues, lo ateniente a las personas jurídicas, siguiendo el modelo del Código francés; lo cual ya
mereciera la crítica de Laurent cuando escribía: "si a coté des personnes réelles il y avait personnes
fictives, dites civiles ou morales, le legislateur aurait du de s'en occuper. (T. I. pág. 373).
(Cierto es, por lo demás, que la obra de Laurent es posterior a la producción del Código nacional
derogado). Hay que advertir que dos Códigos hispanoamericanos, promulgados no mucho tiempo
después que el nuestro, el chileno y el argentino, contuvieron disposiciones sobre el particular.
Como se dijo antes, en el Código de 1852 los derechos de familia no formaban un libro aparte, sino que
integraban el libro primero, que fue llamado "de las personas y sus derechos" (secciones tercera, cuarta
y quinta).
En lo atañadero al matrimonio, comenzaba con los esponsales admitiendo, en buena cuenta, la actio
matrimonialis e imponiendo una medida que podía ser muy enérgica contra el contrayente, por la
pactación de una multa indemnizatoria para el caso de incumplimiento de la promesa esponsalicia. Esto
ha sido erradicado en el Código vigente (art. 77), pero estableciéndose que el rehuyente que hubiese
procedido sin justa causa, debe resarcir equitativamente los gastos y perjuicios, con lo cual se reduce a
moderados términos los defectos descendentes de la ruptura de esponsales.
El matrimonio fue instituido sobre la base dogmática de que, para que fuese válidamente contraído,
debía celebrarse con las formalidades establecidas en el Concilio Trentino; de manera que la autoridad
eclesiástica y no una laica era la que intervenía; lo que no obstaba desde luego para que el matrimonio
generase sus efectos civiles. (Para las personas no católicas se dio una ley especial, de 23 de diciembre
de 1897). Se declaró que el matrimonio era indisoluble vincularmente, y sólo podía acabarse por la
muerte de uno de los cónyuges; de suerte que el divorcio únicamente venía a representar una
separación ad torum et mensam, pero con mantenimiento del status vincular.
En cuanto a la nulidad del matrimonio, no podía ser apreciada como una causal de disolución pues
como decía el ilustre PACHECO, "no se puede disolver lo que nunca ha existido".
169
El Código actual ha introducido innovaciones esenciales. El matrimonio se celebra ante las respectivas
autoridades estaduales, de acuerdo a las formalidades establecidas al respecto. Él puede concluir con
desaparición del vínculo por causal de divorcio (absoluto). Sólo que el juicio pertinente puede limitarse a
la mera separación en cuanto a la vida común uxoria, sin afectar el vínculo (art. 269).
Se admite el divorcio por mutuo disenso. Los consortes, pues, sin aducir alguna causal pueden solicitar
el divorcio sólo relativo que, empero, más tarde, transcurrido un año desde la sentencia de separación,
es susceptible de convertirse en divorcio absoluto (art. 276). De otra parte, la mera separación no por
mutuo disenso sino a pedido de uno de los consortes, por causal imputable al otro, puede transformarse
también en disolución del vínculo (art. 276).
Relativamente al régimen matrimonial siempre cabe considerar básicamente estos dos aspectos: las
relaciones entre cónyuges sobre sus derechos y deberes recíprocos y el régimen de bienes. En cuanto a
lo primero, el Código vigente ostenta soluciones que no preocuparon al abrogado, y que revelan un
plausible criterio en base de una mejor apreciación del status perteneciente a la mujer. Así se demuestra
en los arts. 163 (la mujer puede no aceptar la decisión del marido cuando ésta constituye un abuso de
derechos); 169 (la mujer tiene la representación de la sociedad conyugal para las necesidades ordinarias
del hogar); 172 (la mujer puede contratar y disponer de sus bienes, sin más limitación que la derivada del
régimen legal de bienes, y puede comparecer en juicio); 173 (la mujer puede ejercer cualquiera
profesión o industria, así como efectuar cualquier trabajo fuera de la casa común con consentimiento
expreso o tácito del marido o en su caso –lo que es de destacar– con autorización judicial).
En lo que respecta al régimen patrimonial los dos cuerpos legales se decidieron categóricamente por el
régimen forzoso preestablecido normativamente, es decir, que desecharon las capitulaciones
matrimoniales.
Dentro del régimen de sociedad de gananciales hay los bienes propios y los comunes, y dentro de los
primeros existe en lo que se refiere a la mujer la distinción entre los parafernales y los dotales; distinción
que como se sabe, reside fuera del origen, en ciertas facultades concedidas al marido. En el fondo estas
clases de bienes, unos comunes y otros propios (con la subdivisión de dotales y parafernales en lo que se
refiere a la mujer) son los que se reconocen en ambos Códigos. Es digno de subrayar un precepto del
actual que no contenía el antiguo, el número 189, conforme al cual "la mujer puede oponerse a los actos
del marido que excedan de los límites de una administración regular, según la naturaleza de los bienes, y
que redunden en perjuicio de los intereses administrados". Es un caso de jus abutendi, al cual la ley pone
un saludable atajo y que revela una loable preocupación en defensa de los legítimos intereses de la
mujer. (Hay que decir que al marido compete la administración de los bienes comunes).
Dos instituciones han venido a tener asiento en el Código actual, que no eran conocidas en el Código
anterior: los bienes reservados de la mujer, y la separación de bienes aún sin disolución de matrimonio.
Ambas instituciones responden a necesidades de orden sociológico dentro de la vida moderna y han
merecido la atención de otras legislaciones contemporáneas.
Al ocuparse de las relaciones de parentesco (filiación, patria potestad, legitimación, adopción, entre
otras), sólo podemos detenernos en algunas diferencias, las más notables, entre los dos cuerpos legales
ahora cotejados.
En atinencia a la filiación ilegítima el Código nuevo vino a superar radicalmente la posición asumida por
el anterior, en cuanto para éste se encontraba terminantemente prohibida la indagación judicial sobre
paternidad y el respectivo reconocimiento judicial: de suerte que sólo funcionaba el reconocimiento
voluntario por el padre. De otro lado, había la distinción entre el hijo ilegítimo llamado natural (que era
el concebido cuando sus padres no habían tenido impedimento para casarse) y otros hijos ilegítimos; lo
170
que quería decir que se instauraba dos categorías de hijos extramatrimoniales, con la ventaja reservada
al natural de que podía ser reconocido por el padre. El Código vigente ha supeditado la antes recordada
distinción y, de otro lado, ha permitido la declaración de paternidad mediante declaración judicial.
La llamada adopción menos plena que responde a la denominada tutela oficiosa del Código de
Napoleón, no fue recogida por el Código patrio de 1852, apartándose así en este punto de su principal
modelo. El Código de 1936 ha tenido el mérito de haberle dado cabida. Ya DURANTON había explicado
que se trataba de una creación moderna imaginada por los redactores del Código francés para facilitar
ciertos efectos de la adopción. El espíritu altruista que inspira la determinación en cuanto a la adopción
menos plena, justifícala suficientemente, y por la anterior motivación valorativa es de alabar en este
punto al legislador nacional de 1936.
Inspirándose en el Código Civil suizo y en la ley francesa de 12 de julio de 1909, el Código vigente
permite las fundaciones de familia (los bienes de familia); lo cual era ignorado en el Código de 1852. El
acierto en cuanto a la incorporación de la figura se echa de ver si, como explican SILBERNAGEL y WAVER
(Familienrecht; II pág. 347) "Las determinaciones sobre bienes de familia deben estar basadas para el
efecto de fortalecer la comunidad familiar y estimular el sentido por la propiedad en común de la familia,
en tanto aquéllas proporcionen a la familia como tal una sustentación económica y despierten en los
miembros propios de la familia, de ese modo, el interés de mantenerse con ella la vinculación".
Fue conveniente, desde luego, ocuparse de la actio petitio hereditatis, respondiendo a tal convenencia
los arts. 662, 663 y 664 del nuevo Código. Pero lamentablemente no se hizo una distinción pulcra entre
la acción petitoria propiamente tal, tendiente a determinar el status del actor, y la acción reivindicatoria
que puede ir y generalmente va ajena a aquélla, o que puede ser simplemente una acción pro
possessore. De cualquiera manera, es notoriamente errónea la declaración del art. 662, que insume
dentro de la prescripción de la acción real (20 años) a la acción reivindicatoria de herencia, pues en
cualquiera forma, ya sea pro herede, o ya sea simplemente pro possessore, debe ser imprescriptible.
Desde luego, cabe en el legitimado pasivo que invoque la prescripción adquisitiva de dominio. En este
punto tuvo un pensamiento más claro el Código anterior: véase el art. 766.
El nuevo Código bajo el erróneo epígrafe de "incapacidades para suceder", se ocupa de las causales de
indignidad por las cuales se pierde la vocación sucesoria; distinguiéndose esta figura de la
desheredación. En el Código de 1852 ambas situaciones quedaban comprendidas dentro del título que
se denominó "de la desheredación"; percibiéndose que el criterio que inspira al primero de los cuerpos
legales es más sutil, por la distinción de los supuestos que producen la desaparición del llamamiento
hereditario, y la diferencia en cuanto a su radio de acción: para herederos legitimarios en un caso, para
cualesquiera herederos, inclusive los testamentarios, en el otro.
171
Nuestros dos Códigos nacionales concilian en lo que respecta a la transmisión hereditaria, el principio
de la vocación perteneciente a los parientes y al principio de la libre disposición; es decir, la herencia
legal y la testamentaria, con la característica que en la primera pueda haber herederos privilegiados por
ser irrecusables, los legitimarios o forzosos.
El Código nuevo es más liberal que el antiguo, pues este último señalaba como porciones de libre
disposición el quinto y el tercio (arts. 696 y 697), mientras el actual señala el tercio y la mitad (arts. 700 y
701), en razón de la existencia de ciertos parientes que sean herederos necesarios, teniendo por ello
derecho intangible a sus reservas.
El legado viene a representar en el Código en vigor todo lo que por libre disposición puede dejar el
testador. Siguiendo el modelo del Código francés se refiere, así, el art. 719 al legatario universal, al
legatario a título universal y al legatario particular. En el Código derogado el legatario lo era siempre a
título particular, enfatizando que no podía ser instituido heredero (art. 769).
Mas el código actual ha introducido los preceptos 704 y 765, en que se habla de ganaciales y del efecto
obstativo contra la legitimidad sucesoria del cónyuge. Lo grave ha estado que por cierta equivocidad (o
porque ha habido ingenio en encontrarla), se ha erigido una complexa quastio. Nosostros nunca hemos
podido alcanzar en dónde estaba el motivo de vacilaciones y complejidades y hemos dado nuestra
humilde opinión (Revista del Foro; año 1951, pág. 659).
Modificación muy digna de resaltar es la que se refiere a la delación legal del hijo ilegítimo. Éste en el
Código anterior sólo tenía derecho a una quinta parte del patrimonio relicto, cuando concurría con hijos
legítimos, y a la mitad en concurrencia con ascendientes legítimos, en tanto que en el Código actual
tiene derecho a la mitad de la cuota perteneciente a un hijo legítimo, y descarta a los ascendientes
legítimos.
172
La herencia en cuanto discurre en la línea colateral, se detiene en el cuarto grado conforme al Código
vigente, mientras que alcanzaba al sexto grado en el Código derogado. Este último distinguía según que
se tratase de hermanos germanos o de medios hermanos; heredándose lo que correspondía al vínculo
unipaternal, o al unimaternal o, en su caso, al doble vínculo. En el Código en vigencia no se ha hecho
ninguna distinción sobre el particular conforme la solución del art. 763; solución ésta por demás
discutible, puesto que la herencia se ha de basar en el supuesto de las relaciones familiares, y es
indudable que entre los hermanos enteros esa relación es más fuerte, por ser doble, que entre los
hermanos dentro de una sola línea.
En la parte relativa a los derechos reales el Código nuevo se muestra en mucho superior al antiguo, al
referirse a las varias clases de bienes, inmuebles o muebles, y a la indicación sobre lo que debe
considerarse partes integrantes y accesorios de un bien. Hay mayor atención en las referencias en
cuanto a los bienes del Estado y de los particulares, como se comprueba comparando los dispositivos
respectivos. Es digno de elogiar la inclusión de un precepto como el 823, el cual dice que los bienes de
uso público son inalienables e imprescriptibles; superándose lo que ordenaba el art. 534 del Código
viejo.
El Código en vigor ha aportado otra sistemática en cuanto al dominio, colocando dos títulos, uno sobre
la propiedad inmueble y otro sobre la propiedad mueble. En el Código derogado los asuntos
pertenecientes a ellas estaban ubicados en otras secciones o títulos, bajo otros epígrafes.
El Código nuevo ha introducido disposiciones de que carecía el antiguo. Así sucede con el art. 854,
sobre que la propiedad del predio se extiende al suelo y al subsuelo hasta donde sea útil al propietario el
ejercicio de su derecho. Así, con los arts. 855, 856 y 857 (ampliados por la Ley 10726 del 1º de diciembre
de 1946) sobre la propiedad horizontal. Así, el art. 859, que impone al propietario de un predio el que no
realice actos que redunden en perjuicio de los propietarios colindantes. Así, el art. 861, que autoriza a
accionar a quien sufre o esté amenazado de un daño por exceso en el ejercicio de su derecho por el
dueño de un inmueble, destacándose como una muy acertada disposición en orden a evitar un jus
abutendi y, por el contrario, tendiendo a una adecuada coexistencia a base de recíprocas
consideraciones entre propietarios rayanos.
Los preceptos que se acaban de citar adhieren a la organización de la propiedad inmueble. También
aquí hay que aludir, aunque sea muy someramente, a las figuras de la accesión, de la edificación y de la
plantación. El art. 867 se contrae a la accesión natural. Sólo que como el número se encuentra en el
título sobre la propiedad inmueble, parecería que la regla no funcionase en cuanto a la propiedad
mueble; lo que es absurdo. Ese defecto no acusaba el Código del 52, porque trató de la accesión en
términos generales. Su art. 894 se refería, precisamente, a supuestos de accesión natural recayentes en
propiedad inmueble como en propiedad mueble. En general éste era más completo en el asunto sobre la
accesión, siendo así que el nuevo Código peca por somero.
Este último en el título sobre la propiedad mueble, se ocupa entre otros modos originarios de
adquisión del bien, de la aprehensión, la unión y mezcla, la especificación. Ellos también merecieron,
173
naturalmente, la atención del Código del 52. Sólo que fueron tratados con más extensión, superando en
este punto al Código actual.
Entre los dos cuerpos de leyes no hay diferencias fundamentales en cuanto al usufructo. ROMERO
ROMAÑA ("Derecho Civil. Los Derechos Reales", Tomo II, Nº 249) ha anotado una omisión de la
legislación actual frente a la pasada; omisión en que no debió incurrirse. Efectivamente, el art. 1111
imponía al usufructuario la obligación de comunicar al propietario, bajo responsabilidad de aquél, los
actos atentatorios que pudieran cometerse contra el bien usufructuado. No hay una disposición análoga
en el Código vigente.
Este mismo trajo una novedad, con el derecho de superficie, estructurado en los arts. 958 y 959, y que
aparece dentro del título de usufructo, siendo así que aun cuando ambos institutos ofrezcan semejanzas,
también tienen sus notas distintivas. Dentro de una buena sistemática deberían ocupar posiciones
deslindadas.
En el campo de las servidumbres, hablando de las prediales, el Código vigente (art. 977) permite al
propietario de dos predios gravar uno de ellos como dominante frente al otro como sirviente. En la
Exposición de Motivos se dice: "La innovación ha sido tomada del Código suizo. Su importancia práctica
se manifiesta cuando con posterioridad al establecimiento de la servidumbre uno de los predios pasa a
otro poder".
El Código derogado no dispuso acerca de la prenda que recaiga en títulos valores. Sí lo hace el Código
vigente (arts. 982, 998 y 999), y por ello es digno de alabar pues tal pignus nominis facilita el
aseguramiento de obligaciones mediante la constitución de una garantía consistente en un crédito del
deudor pignorante que tenga frente a un tercero, adquiriendo el acreedor prendario una legitimidad de
obrar frente al deudor de su deudor que ha dado con el título en prenda el derecho incorporado en éste.
En la parte reservada a la hipoteca merece subrayar algunas disposiciones nuevas aportadas por el
Código del 36. Así, la que establece que si la hipoteca comprende varios inmuebles, el ejercicio del jus
distrahendi puede limitarse a uno o varios de ellos (Se entiende hasta donde sea necesario para
satisfacer el derecho del acreedor); la que es objeto del art. 1022, primera parte, que en lo fundamental
se inspira en el Código alemán, pero agregando que el poseedor del bien ejecutado se subroga en la
hipoteca que afecta a los demás bienes, para que se le indemnice en la parte proporcional que le
corresponde (solución ésta sin antecedentes legales y que no concuerda con el punto de vista del art.
1514, que si bien se refiere al caso de quien sea poseedor por locación, sustenta el principio del
mantenimiento de la posesión en favor de dicho locatario si éste inscribió su derecho).
Según el Código vigente la hipoteca puede servir como garantía de una obligación y como instrumento
de crédito. A lo último responde el art. 1014. Son harto conocidas las ventajas y los fundamentos de este
tipo de emisiones hipotecarias; siendo, pues, digno de elogiar la introducción en nuestro derecho del
reconocimiento de ellas.
Debe ser revelado que el Código nuevo conforma un título propio sobre el derecho de retención. Sin
detenernos en tratar sobre la naturaleza de la institución (en realidad importa una excepción sustancial
utilizable por el poseedor de un bien), lo evidente es que sí se le puede estimar como un derecho
personal, tiene eficacia in rem para ser oponible a cualquiera que pretenda la posesión, si hay un crédito
conexo en favor del retenedor (jus cum re junctum). En el respectivo título del Código nuevo se formula
174
un conjunto de normas sitemáticamente vinculadas, en atinencia al derecho de retención; lo que no
ocurría en el Código anterior.
En relación a los Registros Públicos, la sección quinta del libro cuarto del Código actual contiene las
reglas referentes a tales registros. En el Código anterior no se legisló sobre el particular. Únicamente con
la Ley de 28 de enero de 1888 se disciplinó esta materia. El Código en vigor se ocupa de ella de modo
más amplio, pero manteniendo, por motivos circunstanciales el principio de las inscripciones en que se
basaba el régimen anterior, en cuanto atribuía carácter facultativo a ellas y les asignaba valor
simplemente transitorio sobre el derecho inscrito.
El libro quinto del Código vigente está reservado a las obligaciones y los contratos. En comparación con
el Código derogado, lo primero que sobresale es la incorporación que hace del acto jurídico. En el Código
del 52 lo que hoy se estima como propio de una categoría perteneciente al acto jurídico, estaba
desperdigado en diversos sectores, dentro de las reglas generales sobre contratos y obligaciones. Así, lo
referente a los requisitos del acto jurídico, a los vicios del consentimiento, se encontraba en el título
llamado "de los requisitos de los contratos"; lo referente a las modalidades de los actos jurídicos, en el
título denominado "de las diferentes obligaciones que provienen de los contratos" (se ignoró el cargo);
sobre la simulación, las nulidades del acto y la confirmación se habló en un título especial al final del
Código, dentro de la sección llamada "modo de acabarse las obligaciones"; no había un título
concerniente a la acción pauliana, como ocurre en el Código actual. Y mientras éste contiene reglas
sobre la declaración de voluntad (arts. 1076 y 1077) ello no sucedía en el Código anterior.
Parece innecesario reiterar encomios al legislador de 1936 por haber tratado el acto jurídico con su
propia autonomía ontológica, y que comprende las diversas figuras que le son anejas; superando así la
posición asumida por el legislador del 52.
Cabe sin embargo, de otro lado hacer una crítica a la sistemática del Código vigente, de la cual resulta
indemne el derogado. Esta crítica se concreta en la equivocada posición del acto ilícito como subespecie
del acto jurídico, y en la equivocada posición del enriquecimiento sin causa como una simple modalidad
del acto ilícito.
En lo que respecta a los actos ilícitos, como se sabe, en relación al Código en vigor ha habido
hesitaciones y pareceres disímiles acerca de cual sea el criterio legal para la responsabilidad civil, es
decir, si como regla basta el mero factum perjudicial o si además se requiere la culpa en el agente. En
base al texto legal respectivo hay lugar para interpretaciones que pueden ser discutibles, o puede
estimarse que se ha incurrido en omisiones. De ahí, por ejemplo, que HENRI MAZEAUD (Revista del Foro;
1952; pág. 65 y siguientes) se sorprendiese de que no exista disposición alguna sobre los daños causados
por cosas inanimadas.
Lo cierto es que el Código anterior tuvo en esta cuestión un criterio informante preciso; por regla la
responsabilidad extracontractual requiere culpa en el agente. Esto resultaba inequívocamente del art.
2210.
El tratamiento de las nulidades está perfeccionado en el Código vigente, el cual con precisión distingue
entre nulidad absoluta y relativa, mientras el Código abrogado se refería al contrato nulo y al rescindible,
utilizando a este último respecto una expresión inapropiada. Dispositivos, cuya conveniencia es notoria
aparecen en el primero de los dos cuerpos legales (los números 1124, 1126, 1127, 1129) y no así en el
segundo.
En la parte correspondiente a las diferentes clases de obligaciones, el Código en vigor ha tenido una
más amplia y cabal apreciación, como se revela por haber organizado los títulos sobre obligaciones de
175
dar, hacer y no hacer, que no se encontraban en el Código anterior. Sobre las obligaciones alternativas y
facultativas y sobre las obligaciones divisibles e indivisibles también el Código de 1936 tuvo el acierto de
abrir títulos especiales, ausentes en el Código de 1852 (apenas hallamos el art. 1289, sobre obligación
alternativa). Éste sí puso atención en las obligaciones mancomunadas y solidarias, pero confundió los
términos, viniendo a incurrir por esta circunstancia en un defecto gravísimo. El Código actual ha
distinguido pulcramente sobre el particular. Mas, se puede anotar que no repitió preceptos que debió
repetir, como los de los números 1296 y 1298, sobre la acción recisoria por el solvens contra los otros
deudores solidarios, y sobre que la insolvencia de uno de ellos será cubierta por los demás.
En la parte relativa a los diferentes medios de extinción de obligaciones, en cuanto al pago son
anotables algunas diferencias importantes. El art. 1247 del nuevo Código no autoriza por regla al deudor
a un pago parcial, mientras que ello estaba permitido en el Código anterior si el pago no bajaba de la
cuarta parte (art. 2226). El art. 1248 es nuevo y reviste interés por cuanto contempla un caso frecuente
de aceptación por el acreedor en la forma de suscripción de un documento de crédito con el carácter de
pro solvendo, indicando cuándo tiene efecto cancelatorio sobre el debitum. También reviste interés el
art. 1249, que igualmente es nuevo. En códigos modernos se encuentran disposiciones en el fondo
idénticas, para determinar el quantum de la moneda que viene a ser la nacional, que es la señalada
como la que se halla in solutione, ya que no in obligatione.
No había en el Código anterior una parte dentro del pago, destinada a la subrogación (se hablaba de
ella en conexión a algunos casos particulares); lo que sí ocurre en el Código actual. Lo mismo cabe acotar
en lo tocante a la datio in solutum. En cambio, el Código actual no ha recogido la llamada cesión de
bienes, que sí tenía asiento en el Código antiguo. Pero la prescindencia puede explicarse, pues el asunto
cae dentro del procedimiento del concurso, aplicable tanto para quienes sean comerciantes como para
quienes no lo sean.
La mora, como ha escrito CASTAÑEDA Y PERALTA (Revista del Foro; 1952; pág. 272) "ha sido objeto en
el Código que nos rige de una mejor regulación que la que tenía en el código del 52. Fácilmente se
perciben los defectos técnicos que acusaban las disposiciones de los arts. 1263, 1264, 1820 y 1962 del
Código abrogado, al parangonearlos con los arts. 1254, 1255, 1256 y 1257 del Código del 36.
Dentro de la compensación hay dos reformas subrayables. Una es que la compensación no actúa ope
legis, sino que es voluntaria, pues debe ser opuesta. La otra es que no se exige la liquidez previa de las
obligaciones compensables. Pero, de otro lado, no se han repetido preceptos que eran recomendables y
que estaban contenidos en el Código abrogado: los de los números 2261 y 2263.
En la transacción el Código derogado tuvo el tino de poner dos arts., el 1712 y el 1713, sobre los
efectos derivantes para las partes que transigen, si una cosa entregada a una de ellas viene a ser del
dominio de tercero. Es una cuestión que no se halla pacíficamente decidida, aunque sensiblemente
predomina el criterio de conceder recurso de evicción y saneamiento al que pierde la cosa por la
reivindicación de tercero, y no en base a que la transacción sea reputada como un acto traslativo (más
bien, es declarativo), sino porque hay una razón de justicia para ellos, al haber sobrevenido un caso de
ob causam finitam.
El título denominado en el Código actual "de la inejecución de las obligaciones", reúne dispositivos que
en el anterior se alojaban en dos títulos diferentes, uno llamado "de la pérdida de la cosa" y otro, "de los
efectos de los contratos"; donde se encontraban también distintos preceptos que respondían a
diferentes cuestiones.
176
El Código del 36 ha introducido una reforma capital en cuanto a la calificación de la culpa convencional,
que era apreciada in abstracto en el Código del 52, con la distinción de grave, leve y levísima, mientras
que en el primero se aprecia in concreto y sin la distinción tricotómica antes recordada.
Otra reforma también merecedora de relevar, es la concerniente al ámbito de responsabilidad por los
daños reparables, para someter al deudor a ellos, distinguiéndose según esté incurso en dolo, en cuyo
supuesto se comprende aquellos daños que sean consecuencia directa o inmediata del incumplimiento,
o según esté incurso sólo en culpa, en cuyo supuesto se comprende únicamente los daños previsibles,
pero no los imprevisibles. Es lo que manda el art. 1323 del actual Código. En este punto no distinguió el
Código anterior entre dolo y culpa, sometiendo en uno y en otro supuesto al deudor a los daños que
resultasen directamente de la inejecución de las obligaciones (art. 1265).
En la parte incumbente a las disposiciones generales sobre los contratos, el Código vigente se muestra
superior al derogado. En éste no existían normas acerca de la génesis del contrato como conjunción de la
policitación y de la aceptación, cual pasa en el primero, llenándose así un vacío que se hacía sentir.
Otras dos reglas novedosas que ostenta el nuevo Código son las de los arts. 1342 y 1344. Por la
primera se consagra la excepción de non adimpleti contractus. Se puede decir que a semejanza de la
condición resolutoria tácita, aquélla se comprende como una consecuencia natural emanante de la
sinalagma de los contratos, entendida ésta como una correlación de recíprocas obligaciones. El art. 1344
prescribe que para que exista contrato es menester que las partes se hayan puesto de acuerdo en todos
los puntos. Está inspirado en el art. 154 del B.G.B., que difiere del Código de las Obligaciones suizo (art.
2), según el cual basta el acuerdo sobre los puntos esenciales. Era necesario, de todos modos, que el
codificador se decidiese en cuanto al punto de vista a preferir. Antes del Código se habían dictado
sentencias no coincidentes sobre el juzgamiento de la cuestión (consúltese APARICIO Y GÓMEZ
SÁNCHEZ; pág. 299, Tomo VIII).
Es de lamentar que el actual Código prescinda de toda regla sobre interpretación de negocios jurídicos.
La explicación sobre esta prescindencia de la Exposición de Motivos, no es suasoria. Es siempre
necesario, y así se comprueba en general en las codificaciones, el dar ciertas pautas hermenéuticas en
cuanto a los negocios jurídicos. El Código anterior en su art. 1277 contuvo una regla general, al decir que
para la mejor interpretación de las cláusulas dudosas de un contrato, debe investigarse cuál fue la
intención de las partes; concurriendo al conocimiento de esta intención el sentido de las demás cláusulas
del contrato, o de otros contratos semejantes celebrados por la misma persona, las costumbres del
lugar, y todas las demás circunstancias que contribuyan al mismo fin.
El Código de 1936 vino a suplir un vacío, al regular las llamadas estipulaciones en favor de tercero (art.
1345 a 1347).
Relativamente a los vicios redhibitorios y a la evicción y saneamiento, que el nuevo Código los ubica en
la parte general de los contratos (con la reserva de que éstos sean onerosos y de que se trate de
enajenaciones), las innovaciones más pronunciadas son, como lo dice la Exposición de Motivos, las que
se albergan en el art. 1369, sobre garantía convencional del buen funcionamiento de una cosa durante
un cierto lapso, y en el art. 1382, acerca de que en las ventas forzadas hechas mediante intervención
pretoria el vendedor no está obligado sino a restituir el precio que produjo la venta, o sea, el que pagase
el adjudicatario.
Detengámonos ahora en los contratos en particular, haciendo un análisis comparativo, pero sólo de
carácter somero, en la necesidad de no extender demasiado este estudio.
177
El Código nuevo ha eliminado, con muy buen criterio, el seguro que cae dentro de la jurisdicción del
derecho mercantil, así como la libranza, que en buena cuenta está absorbida por la letra de cambio
cuando el encargo es dinerario, y que en la práctica no es empleada si aquél versa sobre otras cosas.
Acertadamente también ha suprimido los censos, que representaban un reato de operaciones obsoletas.
Incorporó, de otro lado, nuevos tipos de contratos, como el de edición, representación teatral,
radiodifusión y adaptación cinematográfica. Pero habría sido de desear que se hubiera dado ingreso a
otros ciertos tipos de contrato.
En atinencia a algunos contratos, sólo nos detendremos en anotar las diferencias más visibles.
El anterior Código legisló sobre la promesa de compraventa, mas calificó la figura como una promesa
recíproca, lo que lleva a que se le confunda con el contrato mismo definitivo; por lo cual el Código actual,
superando esta solución, habla de la promesa unilateral, como pactum vendendo o como pactum
enendo alternativamente.
La lesión conforme al Código pasado era causal rescisoria ya bien en favor del vendedor, si hubiese
vendido la cosa en menos de la mitad de su valor, ya bien en favor del comprador si la hubiese comprado
en más de las tres mitades de su valor sin hacer distinción entre bienes muebles e inmuebles. Para el
presente Código la lesión opera dentro de circunstancias mucho más restringidas. Sólo en favor del
vendedor y sólo en la venta de predios; agregándose además que el juez apreciará todas las
circunstancias del caso; lo que puede interpretarse como que deba tomarse en consideración, al igual de
lo que indican los códigos alemán y suizo, la desgracia, ligereza, inexperiencia del vendedor; resultando,
así, que la lesión aparece informada dentro de un doble criterio, de un lado objetivo y de otro lado
subjetivo.
El Código en vigor ha inserido el pacto de reserva de dominio; modalidad ésta dentro de la venta a
crédito, que era ignorada en el Código abrogado. Sólo que aquél ha omitido una cuestión fundamental,
acerca de quien soporta el riesgo por pérdida de la cosa.
En materia de retracto se ha erradicado el gentilicio y también aquél en favor del deudor y sus
parientes en la venta forzada judicial. Se ha puesto una nueva causal conectada con la copropiedad
horizontal. Es de advertir que en el Código nuevo no se han repetido preceptos como los de los números
1494 (sobre que los aumentos y menoscabos de las cosas, y sus frutos, son del retrayente desde que
interpone la acción); 1510 (sobre que no cabe el recurso retractual en los bienes comunes e indivisos si
el comprador es uno de los condóminos o socios); el 1511 (sobre que se puede retraer no sólo la
propiedad en usufructo, sino también derechos reales gravitantes sobre el bien, como servidumbres).
Estas disposiciones, como se percibe de inmediato, eran de utilidad.
También referentemente a la compraventa hay que reparar en que el Código del 52 contuvo un
precepto, el 1312, sobre la venta a prueba, sin incluir la venta a muestra, que es diferente, en tanto que
el art. 1384 del Código actual habla promiscuamente de ambos tipos de venta.
De otro lado, la primera de las dos legislaciones reparó en la venta ad gustum (art. 1317), que no es
atendida en la segunda.
178
En la donación, no hay diferencias mayores. Sólo cabría anotar que el Código nuevo no ha parado
mientes en la llamada donación remuneratoria, como lo hiciera el Código antiguo. En realidad, la
donación pro remunerando es un caso de donación, pero que sólo por ciertas modalidades se distingue
de la donación típica. Fundamentalmente, es una donación porque la ventaja pecuniaria es conferida
nullo jure cogente.
El Código vigente ha introducido un precepto por demás interesante, el del número 1524. Conforme a
éste la cláusula de que el conductor no pueda subarrendar sin consentimiento del locador, no impide a
aquél hacerlo pese a tal restricción, si el subarrendatario ostenta las condiciones de solvencia y buen
crédito. Como muy bien lo percibió CORNEJO ("Código Civil. Exposición sistemática y comentario" T. II, V.
II, Nº 332), se tratará de un caso de abuso del derecho si el locador niega el consentimiento;
remitiéndose CORNEJO en este punto a la autoridad de JOSSERAND.
El contrato de locación de servicio (lo que hoy se llama simplemente contrato de servicio) fue apenas
considerado en el Código derogado, dentro de su artículo 1632, pero se detuvo en un tipo de relación
que hoy, más bien, es propia del contrato de trabajo, cuando en los arts. 1633 a 1636 se refirió a los
domésticos. En el Código en vigor el contrato de servicio es objeto de apropiados preceptos.
La mejoría traída por éste en comparación con su antecesor, es comprobable en el tratamiento del
contrato de obra. Ello se aprecia examinando el art. 1555, que determina los efectos de la recepción de
la opues consumatum, que se vincula con la obligación misma de la recepción; los arts. 1557, 1559,
relativos a quien sufre la pérdida de la cosa por caso fortuito, ya sea cuando el empresario ponga su
trabajo y el material, o únicamente este último. Con todo, se ofrecen algunas modalidades importantes
en este tipo de relación jurídica por el desarrollo de ciertos procesos sociales; modalidades no advertidas
por el Código del 36, que no ha traído en esta materia mayores innovaciones.
En relación al contrato de mutuo existe en el Código del 36 una norma de que carece el Código
anterior, y esta norma es la del número 1584, conforme al cual es nulo el contrato de mutuo en que se
supone recibida mayor cantidad de la verdaderamente entregada, cualesquiera que sean su cantidad y
circunstancias. Es una manera de reprimir una usura subrepticia, al disimularse los intereses excesivos
con la artificiosa inflación de lo debido por el tantundem; y hay que interpretar necesariamente que por
este último cabe acción de recobro por el mutuante, porque si no se generaría un enriquecimiento
indebido en el mutuatario.
En la segunda de las dos legislaciones de que se viene hablando no existe un precepto análogo al 1807
de la primera, conforme al cual el mutuante es responsable de los defectos ocultos de la cosa entregada
si, sabiéndolo, no avisó al mutuatario. Ello se inspiró en el art. 1898 del Código Civil. Es una regla que
como dijera TROPOLONG, está dentro de los principios de la razón y de la moral. Pero es curioso
observar que en concernencia al comodato, la regla sobre responsabilidad por vicios ocultos recibe
cobijo en el art. 1599 del Código moderno, sin correspondencia con el Código viejo.
179
En el depósito una modificación importante es aquella que lo restringe a cosa mueble, pues
anteriormente podía recaer también en cosa inmueble. Ya los Códigos que sirvieron de modelo al patrio
en vigor, como el alemán, suizo y brasilero, establecieron tal restricción.
El art. 1618 del Código de 1936 no tiene antecedentes en el Código de 1852. Es una norma útil por
cuanto determina que si el depositario no puede cumplir en forma regular con la restitución de la endem
res por causa de fuerza mayor, se halla obligado a entregar la cosa que hubiese obtenido en su lugar, ya
que no habría una justam causa retentionis.
Para el Código vigente el depósito es por naturaleza, pero no por esencia, gratuito. Para el Código
abrogado lo era con este último carácter, según lo que en primer lugar se decía en el art. 1847, pero
admitiéndose que se podía pagar una asignación o cantidad al depositario; lo que se confirmaba
teniéndose presente lo previsto en la segunda parte del art. 1877, incurriéndose de esta manera en una
contradicción.
Con relación al mandato sólo vamos a incidir en tres puntos: el carácter gratuito del mandato, su
aceptación tácita, la pluralidad de mandatarios.
Ambos Códigos califican el contrato como gratuito por naturaleza, pudiendo estipularse que él sea pro
remunerando. Pero –y he aquí la diferencia– el Código nuevo presupone que se ha pactado bajo
remuneración si el mandatario tiene por ocupación el desempeño de servicios de la clase a que se refiere
el mandato. Si no hay elementos de juicio ex contractu, o predeterminación que de alguna manera sea
aplicable (por ejemplo, tarifaria), corresponderá la fijación de la remuneración al juez. La ley, por lo
demás, da por sabido tal sometimiento al pago de una remuneración cuando ello resulte emanante de la
propia naturaleza de la relación convenida.
En sendos dispositivos de uno y otro cuerpos legales se consagra al lado de la aceptación expresa, la
tácita, que se deduce del cumplimiento del encargo. Pero lo interesante reside en la novedad del art.
1631, que dice que se presume la aceptación entre ausentes cuando el negocio para el cual fue conferido
el mandato, se refiere a la profesión del mandatario, o al ejercicio de su calidad oficial, o cuando los
servicios de éste fueran ofrecidos mediante publicidad, salvo que el mandatario haga constar sin dilación
su excusa.
Ello responde a una consideración de orden social en cuanto a ciertas actividades lucrativas. El
mandatario aparece como de antemano ofreciéndose a realizarlas, y el mandante al hacer el encargo
cierra el círculo contractual. De ahí que es preciso, para que no surja el mandato, la excusa del
encargado.
El art. 1642 del Código presente no tiene correspondencia con algún precepto de su antecesor; y es
una preocupación útil ocuparse sobre la pluralidad de mandatarios, con las varias modalidades que
pueden ofrecerse, en cuanto mandato sucesivo, conjunto, independiente, distributivo, solidario.
Hablando de contratos de sociedad, que naturalmente es la simple, común, vale decir, civil, diferente
por lo tanto de la mercantil, si se hace un cotejo entre las dos legislaciones se puede advertir algunas
diferencias, que sólo someramente podemos registrar.
El ente surge con personalidad desde su inscripción, según el art. 1689, segunda parte del Código
actual, mientras que en el anterior bastaba el requisito de formalidad consistente en la escritura pública
(art. 1665). La primera posición se explica porque en general en conexión a las personas jurídicas
privadas, se requiere para el surgimiento del ente social, un hecho publicitario que pueda ser conocido
por terceros.
Una notable innovación que ha traído el Código en vigor es la implantación de las sociedades de
responsabilidad limitada. El Código de Comercio organiza tres tipos de sociedades: anónimas, colectivas
y en comandita. El legislador del 36 con muy buen criterio, comprendió que era una feliz oportunidad la
que se brindaba para dar carta de naturaleza a las sociedades de responsabilidad limitada; y a ello han
respondido los arts. 1725 a 1730. Sin duda, es tratado el tema sumariamente. Pero esto en parte es
excusable si se tiene en cuenta que como las antes indicadas sociedades forman parte del título de la
sociedad civil en general, supletoriamente se aplican las reglas de ésta.
El Código vigente trae varias normas sobre disolución de las sociedades, lo que viene indudablemente
a llenar un vacío de la ley anterior.
En este ámbito del contrato de sociedad suelen presentarse algunas cuestiones que merecen ser
solucionadas legalmente. Un Código no debe pecar por exceso ni por defecto en cuanto a la extensión de
su articulado. El Código moderno a veces incurre en lo primero. Y así juzgamos que debieron ser
repetidos los números 1667, 1689, 1699 del Código anterior, que contenían reglas de una útil aplicación.
181
En lo que compete a la fianza hay algunas modificaciones, en general convenientes. Se han suprimido
incapacidades para ser caucionero, que comprendía el art. 2082 del Código derogado y que carecían de
una razón de ser suficiente. Se distingue entre cofiadores simples y cofiadores solidarios, mientras que
había cierta confusión de conceptos en el Código antiguo. Se exige la forma escrita, bajo pena de
nulidad; lo que es recomendable, pues conviene que de manera inequívoca se determine aquello a lo
que se obliga el fiador. Se reúne en uno los beneficios de orden y excusión, como debe de ser. Se
reconoce la posibilidad de la subfianza. Se establece al lado de la acción subrogatoria que pertenece al
fiador solvens, la acción, directa de reembolso contra el deudor (el Código del 52 sólo mentaba la
primera). Se prescribe que los cofiadores podrán oponer al que pagó las mismas excepciones que habían
correspondido al deudor principal y que no sean puramente personales de éste. Se determina como
causal específica de extinción de la fianza, la prórroga concedida por el acreedor al deudor sin
consentimiento del fiador. Se establece que no puede quedar subrogado el fiador en los derechos del
deudor por algún hecho del acreedor. Se indica que la dación en pago convenida entre el acreedor y
deudor principal no hace revivir la obligación del caucionero, aunque el bien entregado en virtud de tal
datio in solutum lo pierda el accipiens por reivindicación de tercero; procediendo la responsabilidad por
saneamiento contra el solvens.
Hubiera sido de desear que el nuevo Código repitiese un precepto como el 2085 del antiguo, según el
cual la fianza que excedía de la obligación principal se tenga por no hecha en cuanto a tal exceso;
remarcándose así la subsidiaridad de la fianza y consagrándose, así, la regla de que fidejussio in durioren
causam es írrita. El art. 1786 del Código vigente no indica el resultado que pueda alcanzar la acción del
fiador dentro de los supuestos en que pueda obrar según tal precepto, y en esto lo aventajaba el Código
abrogado con sus arts. 2097 y 2098. El art. 2105 de este Código plasmaba una interesante disposición.
Sin conocidos antecedentes la regla que recogía dicho precepto se exhibía como recomendable, en
cuanto si el deudor quería pagar el debitum antes del plazo y el acreedor lo rehusaba, quedaba liberado
el fiador, pues a éste debe tratársele favorablemente, y el rehusamiento de la recepción del pago puede
en el futuro traer inconvenientes para el fiador cuando, si es requerido por el acreedor deba accionar
contra el deudor, que tal vez no sea ya solvente.
La última sección del libro quinto del Código vigente está dedicada a las obligaciones provenientes de
la voluntad unilateral. Ya los códigos alemán, de obligaciones suizo, brasilero, mexicano, reconocieron
diversos casos de fuerza ligante de la voluntad unilateral. Entre ellos, hablando en términos generales, se
puede citar la policitación, en cuanto ha de ser mantenida la respuesta del destinatario; en cierto modo
la estipulación para tercero, en lo que se confiere a la adquisición del derecho por éste con el acto
celebrado entre promitente y promisario aun sin la intervención de dicho tercero; la promesa abstracta
de deuda, desde luego; también caen dentro de la figura los títulos al portador y la promesa de pública
recompensa. El Código nacional vigente se ha referido a la policitación en el art. 1330; a la estipulación
en favor de tercero, en el art. 1345 y siguientes; dudoso es si el art. 1231 representa la consagración de
la promesa abstracta de deuda (que sería, por lo demás, a persona determinada), es decir, la hecha
constar sin indicarse la causa (cautio indiscreta); los arts. 1802 y siguientes se han ocupado de los títulos
al portador, y los arts. 1816 y siguientes, de la promesa de recompensa.
Es, desde luego, muy meritorio que el Código de 1936 se haya detenido en la materia antes aludida,
dedicando una sección especial a la declaración de voluntad unilateral, aunque sólo en relación a los
títulos al portador y a la promesa de pública recompensa; representando esa preocupación un notable
avance en comparación en este punto con el Código derogado.
El Código de 1852 significó una obra por demás útil en la evolución del derecho privado peruano.
Acabó con la subsistencia de una legislación que dentro de una actitud de inercia se venía manteniendo,
y la persistente legislación que era la española, que regía desde antes de la independencia política, no
condecía con el nuevo status político adquirido por el Perú. A pesar de sus defectos, y aunque no llegó a
182
tener la valía ni ejercer la influencia que algún otro código dictado en América Latina a mediados del
siglo pasado (como sucedió con el argentino y el chileno) tuvo, no obstante, dicho Código nacional de
1852 sus méritos y sirvió como instrumento eficiente a través de la obra jurisprudencial.
El artículo IV (2) del Título Preliminar del Código Civil nacional indica que para ejercitar o contestar una
acción, es necesario tener legítimo interés económico o moral.
La acción significa el medio idóneo para ejercer un derecho. No bastaría simplemente que la ley
consagrase un derecho, sino que para que él pueda resultar eficaz, ha de deparar el medio para su
aplicación. Encontramos, sin embargo, que puede concebirse algún derecho sin acción. Por ejemplo,
cuando se habla de un derecho de propiedad. Se menta entonces el derecho sin referencia a acción
correspondiente. Pero en estos casos, bien examinados, se revela que la acción siempre en el fondo
acompaña al derecho, porque ella hace su presentación, digamos visible, en el momento en que el
derecho es violado, o sea, que éste, si es cierto que no requiere acción para existir, se halla respaldado
siempre por la misma. De modo que la acción es un elemento integrante del derecho. Se la estudia en la
ciencia procesal civil. El Código Civil sustantivo proclama únicamente el principio fundamental: quien
ejercite una acción correspondiente a un derecho, debe tener un legítimo interés económico o moral.
Hay un adagio jurídico que dice: "el interés es la medida de la acción"; y también se dice que "donde no
hay interés no hay acción". Este interés puede ser económico o moral.
En principio se discute si es aceptable o no la consideración del mismo, como causa bastante para
poder ejercer una acción jurídica. Se oponen varias atingencias al principio.
Así, se objeta que es muy difícil constatar cuándo existe o no un verdadero interés moral, a diferencia
del interés económico, que relativamente es de fácil constatación. Es posible para tratar de acreditar la
existencia del interés moral, recurrir a la ficción, al engaño, al chantaje. Por lo mismo que se trata de una
vivencia espiritual, resulta muy difícil de apreciar y de medir.
Se objeta, de otro lado, que por lo mismo que el interés moral no es susceptible de una apreciación
material, no cabe respecto a él una reparación económica. ¿Cómo se podría, en efecto, en el caso de un
dolor moral, establecer el criterio cuantitativo para determinar el monto de la reparación? Ésta será
siempre fatalmente arbitraria.
183
Las anteriores objeciones son, empero, supeditables. En lo que respecta a la primera, la dificultad de
constatar la existencia misma del interés moral, puede ser contestada, diciéndose que ella es sólo cierta
en parte, no en forma absoluta. Hay en determinados casos datos certeros para establecer la efectiva
existencia de tal interés. La justicia impetra, pues, que pueda accionarse en tales circunstancias; no cabe
desairar tal exigencia so color que en algunos casos, la constatación del interés moral resulta imposible o
dificilísima. Giorgi ha escrito, irónicamente, que si alguno me roba mi asno, queda obligado a pagarme su
valor; pero si alguno mata a mi padre y me causa con ello un grave dolor ¿no tendré derecho a reclamar
nada?
En lo que se refiere a que no sea valorizable el interés moral, la objeción se contesta en el sentido de
que si es cierto que él no es reparable mediante dinero, la reparación pecuniaria, no obstante, no debe
considerarse sino como compensación aproximada hasta donde sea posible, del interés moral afectado.
Hay que contentarse con una reparación simplemente relativa, a título de satisfacción. Pero de todos
modos es preferible, por ejemplo, reparar el daño moral sufrido, aunque sólo aproximada o
relativamente, que dejarlos sin reparación alguna. Como se dice, "las lágrimas con pan son menos
amargas". A quien padeció un daño moral le resulta éste amenguado, si se le indemniza en alguna
forma; con la reparación pecuniaria puede obtener otras satisfacciones o goces espirituales que
amortigüen este daño moral sufrido.
El artículo IV del Título Preliminar de nuestro Código Civil establece la protección al interés moral. Ya
en el Código Penal de 1924 se había indicado que junto con la reparación de orden económico debía
también ordenarse la reparación del daño moral.
El Código Civil determina en varios preceptos la protección que debe prestarse al interés moral. Así, el
artículo 79 en lo que concierne a la ruptura de esponsales, dice que el juez podrá conceder al inocente
una suma de dinero en concepto de daño moral. El artículo 111 importa otro caso de aplicación de la
figura. El artículo 156 expresa que al producirse la nulidad del matrimonio, el que dio origen a ella está
obligado a una reparación por daño moral. Igualmente encontramos el número 264 en lo que respecta al
divorcio. El artículo 1048 en lo que concierne a los actos ilícitos, hace indemnizable el perjuicio moral.
Se presentan diferentes supuestos de indemnización del daño moral por comisión de acto ilícito. Por
ejemplo, el ataque a mi honor o a mi nombre acarrean una reparación de orden moral. O el caso de una
herida corporal, que además de los gastos de curación, me ocasione molestias y preocupaciones. O el
caso de la muerte causada en un ser querido. Aun puede irse hasta la hipótesis de una noticia falsa,
gravemente desagradable, que me produzca una gran preocupación y afecte profundamente mi
sensibilidad. Puede el dolor de afección consistir en la pérdida de un objeto querido por mí. Si alguien
me causa esa pérdida, por ejemplo de un retrato de una persona amada, o de una carta de amor, o de
una insignia, una condecoración o un título honorífico, en estos casos el interés moral, no económico,
puede dar origen a una reparación adecuada, prudencial.
Otros casos se consignan sobre el particular. verbigracia, tratándose del viajero que compra un boleto
para determinada clase, pero no halla sitio dentro de ella y es ubicado dentro de otra que no
corresponde a aquélla en que quiso viajar y a que se refiere el boleto o pasaje adquirido. La divulgación
de un secreto médico y en general profesional, puede llevar también a una reparación moral.
En síntesis, el juez procederá prudencialmente para apreciar en cada caso concreto si realmente se ha
perjudicado moralmente a una persona y cabe, por tal concepto, una reparación. No puede indicarse de
antemano, con criterio absoluto, cuándo existe o no un interés moral que merezca la protección del juez.
En el principio fue el varón y después advino la mujer. Así muéstrase lo referente a la creación del ente
humano en la leyenda bíblica, en el Génesis. El varón fue forjado por Dios, a su imagen y semejanza, de
la misma tierra, viniendo a constituir esta última circunstancia una que no se debe entender en el
sentido peyorativo, sino todo lo contrario. El primer ente humano es salido, por obra de Dios, como
causa primera y por antonomasia eficiente de todo lo que existe, del elemento material formado por el
mundo, por la madre Tierra. La mujer es generada después, de la costilla del varón, y por ende hecha a
imagen y semejanza del último. La mujer genéticamente aparece así en la narración mítica aludida, en
estado de inordinación respecto al varón. Este juzgamiento en general que, a partir de la desigualdad de
personas por sus respectivos sexos, confiere superioridad a las del masculino frente a las del femenino,
se ha instalado y venido tozudamente a predominar en el pensamiento humano; y no sólo en el orden de
los relatos míticos, sino en el orden de las relaciones sociales, en cuanto durante mucho tiempo se ha
asignado al varón un sitio de primera categoría frente al reservado a la mujer.
Dentro del politeísmo y antropomorfismo que caracterizaron a la religión pagana hay dioses y diosas
que simbolizan dones y dotes de la naturaleza, la vida y la humanidad. En atinencia a quienes integran
con máxima jerarquía el Olimpo, seis corresponden a dioses y seis a diosas; vale decir, que se da
equivalencia cuantitativa. De un lado Zeus, Febo, Hermes, Ares, Hefaistos y Poseidón. De otro lado Hera,
Atenea, Artemisa, Afrodita, Démeter y Hestia. Pero el rango supremo era ocupado y pertenecía a un dios
y no a una diosa, a Zeus. Los dioses y las diosas encarnaban determinativos atributos. Referentemente a
Hera, Afrodita, Démeter y Hestia que alegorizaban el hogar matrimonial, la fecundidad, la belleza y el
cuidado doméstico, lo apropiado de las representaciones es patentísimo. Pero en lo que hace a Atenea y
a Artemisa cabe hesitar un tanto acerca de la respectiva pertinencia. La inteligencia ha sido estimada,
como creencia persistente o como prejuicio, que preferentemente reside en el varón. Y si bien Artemisa
significaba la castidad, también era su ocupación habital la caza; es decir un menester inveteradamente
masculino. Es explicable todo ello en tanto sea dable pensar que también la mujer posee en grado
excelente la virtud de la inteligencia, así como es capaz de realizar hazañas que requieren valor, energía,
destreza, ánimo emprendedor. Esto último puede llevar por asociación de ideas, a pensar en lo que
sugiere la tradición sobre las amazonas y las walkirias.
Cabe preguntarse como cuestión capital en lo que hace al género humano, si las diferencias en razón
de sexo son tan radicales, que expliquen y justifiquen una fundamental discriminación en cuanto a las
posiciones sociales, y por lo mismo jurídicas en que deben ser ubicadas las personas según que les
incumba a una u otra categoría, la varonil o la femenina. La no igualdad en la constitución somática da o
sobre todo dio preferencia al varón, pues siendo más fuerte físicamente hablando que la mujer, con más
resistencia para los primeros esfuerzos, en la cruenta lucha por la vida frente a un medio indómito,
aparecía mejor dotado para realizar las faenas más premiosas del subsistir humano, porque
primitivamente el hombre (usando esta palabra para designar tanto al varón como la mujer) hubo de
bregar reciamente con la naturaleza para no perecer y para poder prosperar, consistiendo sus tareas en
la contienda entre las tribus, en las peripecias cinegéticas, y después en las rudas tareas agrícolas; para
todo lo cual el varón resultaba mejor conformado al respecto. La mujer quedó reducida a las atenciones
de índole doméstica, a las labores hogareñas; y a la larga este hecho histórico explica lo que Simmel ha
llamado la gran proeza femenina: la creación del hogar. La evolución social ha conducido a otras
situaciones en lo que respecta al enfrentamiento y solución de los problemas de la vida. Hoy la fuerza
material, corporal, no es factor decisivo: la técnica reemplaza al esfuerzo físico. El varón ha ido
perdiendo la circunstancia que primitivamente le valió para asentar su hegemonía. Pero él la logró
asentar tan vigorosamente que en una u otra manera, aunque dentro de otras modalidades y obrando
otras coyunturas, mantuvo esa supremacía por larguísimo tiempo.
185
Los testimonios de orden antropológico revelan el desnivel antes aludido en lo relativo a la
subestimada condición social y por ende jurídica de la mujer. Son pocos los autores, como Lester Ward,
que se inclinaron por una ginecocracia.
El patriarcado vino a ser, en consecuencia, sino por esencia sí por naturaleza el régimen que se
instituyó como tipo regitivo en las sociedades primitivas. No obstante hay, como se sabe, algunas
referencias a un régimen de matriarcado, arcano, remotísimo, que pudo existir en Esparta y en Egipto.
Parece que debió tratarse de condiciones especiales que permitieron insurgir tal forma de gobierno. Con
las contingencias y explicables variantes propias del medio y de la época, en los pueblos de la
antigüedad, en Egipto, Caldea, Asiria, India, China, Fenicia, entre los germanos, los hebreos, en Grecia y
en Roma, se vio siempre en la mujer un ser inferior en comparación al varón, como adoleciendo de una
minusvalía social, considerándosela como una especie de eterno menor. Las leyes de Manú decían "la
mujer durante su infancia depende de sus padres; en su juventud del marido; si es viuda de sus hijos o
parientes, y si no los tiene del soberano; pues jamás ella debe gobernarse por sí misma".
Indudablemente el cristianismo, como apareció con la persona y la enseñanza de Jesús, significó una
reinvindicación espiritual para la mujer. La antigua ley la había tratado en términos de ruda
desconsideración. En el aspecto en cierta manera capital de su posición en el seno del matrimonio y de la
familia, se le asignó al marido y al padre el papel de amo y de jefe. En el Génesis se lee: "y el marido se
enseñoreará en ti". A Jesús no le preocupó principal y específicamente lo concerniente a una situación
de tal clase, irrelevante en buena cuenta frente a la pureza y la totalizadora vivencia de índole religiosa.
Aquella su apostrófica expresión de "hombre quién me puso de juez o partidos sobre vosotros?, es por
demás reveladora al respecto. Jesús no necesitaba examinar ni pronunciarse sobre estas cuestiones, que
desde su punto de vista eran sin mayor trascendencia, pues dentro de su profunda comprensión para
todo lo humano, dentro de la vivencia de amor, de fraternidad, de íntima y esencial simpatía para todos
los seres humanos, no podía haber dentro de su ánima propiamente acepción de personas por meras
contingencias derivantes de sexo, condición económica, nacionalidad, y así por el estilo. Pues varones y
mujeres, ricos y pobres, coterráneos y foráneos, patronos y esclavos, todos son hijos de Dios.
Jesús demostró un sentido delicado y considerativo para la mujer; sentir afín con la ternura de su alma.
Y fueron mujeres quienes mostraron la más fervorosa devoción por el Maestro. Los Evangelios contienen
testimonios elocuentes. Así con la hija de Jairo, quien tenía la fe de ser curado con solamente poder
tocar su vestido; con la viuda de Naín y la compasiva solicitud que para ella demostrase Jesús; con la
mujer adúltera a quien perdonase; con María Magdalena, quien escuchó el llamamiento de la nueva
doctrina y demostró una extraordina fidelidad a ella; con la samaritana a quien Jesús le pide de beber
causando su asombro, pues los judíos no se trataban con los de Samaria, siendo así que Jesús se hallaba
por encima de estas rencillas lugareñas y de estas animadversiones de menor cuantía; con las hermanas
de Lázaro, Martha y María, la primera que atendía al hogar que visitaba el Maestro, la segunda que se
extasiaba en el sentimiento de dilección que aquél le suscitaba y que mojase su cabello con ungüento y
besara sus pies, en acto que tanto impresionara a Jesús; con la Verónica y su demostración compasiva
cuando él marchaba al Calvario, y podría recordarse el caso de la mujer de Pilatos, quien intuyó que él
era un justo. Pero Jesús por razón misma de su místico fervor, no se detuvo concretamente en el
enjuiciamiento de la posición jurídica de la mujer. Las inferencias a este respecto sólo pueden ser
indirectas. Así cuando dijo: "el hombre se unirá a su mujer y serán dos en una sola carne" (San Mateo;
19; 5). Por lo demás, en lo referente a la relación uxoria San Pablo en su epístola a los gálatas proclamó:
"no hay diferencia entre varón y hembra, pues todos sois unos en Dios Cristo". En su epístola primera a
los Corintios expresó: "El marido pague a la mujer la debida benevolencia y asimismo la mujer del
marido". Mas también el mismo Apóstol de los gentiles reveló cierta tendencia a mediatizar a las
mujeres, a quienes prevenía que debían callar en las congregaciones, porque no les es permitido hablar,
sino que están sujetas; y si quieren aprender alguna cosa pregunten en la casa a sus maridos, conforme
se lee en la misma epístola. Y en la dirigida a los Colosenses advirtió: "casadas, estad sujetas a vuestros
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maridos, como conviene el Señor". En la epístola primera a los Corintios escribió: "porque el varón no ha
de cubrirse la cabeza, pues es la imagen y gloria de Dios; mas la mujer es gloria del varón, porque el
varón no es de la mujer, sino la mujer del varón. Y en verdad el varón no fue creado por causa de la
mujer, sino la mujer por causa del varón".
Si consideramos ahora la situación de la mujer en Roma, habrá de recordarse que se les asignaba un
status de dependencia, pues ocurría que para el varón la patria potestad terminaba con la muerte del
pater familias o con la emancipación del menor, mientras que la mujer se hallaba siempre en posición de
subordinación, al padre antes del matrimonio, bajo la manus del marido o bajo la tutela de agnados. No
implicaba esto, sin embargo, que en el trato corriente la mujer no gozase de estimación ni de
predicamento; pero ésta era una cuestión aparte. Entre los germanos por causa de diferentes factores
sociológicos, que sería muy lato explicar, la mujer padecía de incapacidad civil, estando bajo el poder y
protección del varón, con la institución del mundium; lo que no era óbice para que dentro de otro orden
de cosas a la mujer se le guardase estima, conforme nos relata Julio César en sus "Guerras de las Galias";
siendo también de recordar que Tácito expresaba que los germanos creían que algo divino residía en las
mujeres, y de ahí el respeto que les inspirasen en cuanto profetisas.
La situación de la mujer ha ido variando con el decurso de la historia. En concernencia a los goces de
derechos privados las discriminaciones fueron desapareciendo, salvo en lo que hacía a la mujer casada
en relación al marido en lo aferente a la familia. En referencia a los derechos políticos, sólo
recientemente la mujer ha logrado el reconocimiento en su favor de los mismos.
Durante la Edad Media desde el punto de vista jurídico, prescindiendo de singularidades, la condición
de la mujer fundamentalmente resultó determinada por el propio carácter del derecho en esa época,
que siguió manteniendo sus fuentes de inspiración: el derecho romano y el derecho germano. Y en lo
que se refiere al puesto social de la mujer en esa época medieval, Grober ha expresado "no obstante
todo el culto caballeresco y la idealización de que fue objeto la mujer, el hombre medieval no vio en ella
más que un ser ineducable, voluble, incalculable en sus determinaciones y dominado por malas
disposiciones, un ser que ha de someterse al hombre y que solamente para el hombre existe; el hombre
medieval vio en la mujer la Eva del Viejo Testamento, la que hizo caer al hombre en el pecado, y sin la
cual, no habiéndose interrumpido la santidad de Adán, no hubiera sido necesaria la Redención".
La Edad Moderna hubo de acarrear grandes transformaciones sociales que repercutieron en la posición
de la mujer dentro del hogar y dentro de la colectividad. Jurídicamente, en tanto la mujer se liberó de
capitis diminutio en sus derechos civiles, se conservó la exclusión de su participación política. De otro
lado, la mujer seguía llevando una existencia distinta a la del varón en muchos aspectos, sin acceso a
determinadas actividades, como los estudios universitarios, las profesiones liberales, los empleos de la
clase mesocrática, las funciones públicas, y sólo escasamente se daba el caso de que incursionase en
dedicaciones literarias y artísticas. Su educación, cuando menos en la magnitud de los elementos de
estudio, era inferior comparada a la del varón. El género de sus divertimientos también ofrecía sus
peculiaridades: por ejemplo no practicaba sino muy contados deportes, pues éstos eran realizados casi
exclusivamente por varones; la mujer no acostumbraba salir de noche, no caminaba sola, no fumaba
(salvo el caso de mujeres de vida cortesana).
Así sucedían las cosas antes. Por excepción revelábanse casos sorprendentes de mujeres que
descollaban en campos por lo común transitados sólo por sujetos del sexo masculino. La historia nos
indica la presencia de mujeres de genio político o cuando menos dotadas de gran inteligencia y carácter.
Así en los tiempos remotos con la semilegendaria Semíramis, a quien se le atribuye haber afirmado: "la
naturaleza me ha dado cuerpo de mujer pero mis acciones me han hecho igual al más valeroso de los
hombres". Con Cleopatra, cuya solercia y ambición pudo poner en peligro a una república tan poderosa
como la romana; con Volumnia, quien mereciese el elogio de Plutarco y fuera protagonizada en
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"Coroliano" de Shakespeare, con Aspasia y su sagacidad al lado del ilustre Pericles; con el caso
asombrante de Juana de Arco; con la capacidad gubernamental que revelaron Isabel de Inglaterra y
Catalina de Rusia; con la habilidad que pudo desplegar María Teresa de Austria dentro de la intrincada y
compleja política internacional de su tiempo; con Catalina de Médicis, quien ejerció influencia política en
su medio y su época y quien era lectora asidua de Maquiavelo; con Victoria, que con discreción e
influencia moral fue rectora del Imperio Británico y que vino a dar nombre a una época, la época
victoriana; sin olvidar el caso que no deja de ser interesante, de Tsew Li, la Semíramis del lejano Oriente,
quien rigió autocráticamente durante un prolongado lapso un imperio de quinientos millones de
súbditos.
En general la mujer llevaba hasta hace recientes tiempos una existencia un tanto anodina. Por
educación, hábitos, costumbres, prejuicios y por circunstancias inherentes a la forma de vivir de los
hombres, se estimaba que la ocupación de la mujer se debía circunscribir al círculo de la casa con sus
quehaceres, y al círculo de los compromisos de orden social strituc sense. Ella debía vivir sin poder
aspirar (o si aspiraba le era muy difícil conseguirlo), a manumitirse de las limitaciones que por doquier la
circundaban. Según el sexo con que se nacía, fundamentalmente resultaba el género de existencia que
venía a tenerse: el sexo era destino.
Pero ocurrió un suceso social descendente del desarrollo técnico-industrial que se produjo en gran
escala en el siglo XIX. Tal desarrollo originó el trabajo asalariado de las mujeres de las clases populares. El
proletariado vino a quedar constituido por sujetos de uno y otro sexo. En buena cuenta ello condujo a
elevar la significación propia de la mujer obrera, que demostró capacidad para un trabajo distinto del
meramente casero o de servicio doméstico. Pero en cambio la mujer de la clase media y de la clase
elevada permanecía en la misma condición estacionaria. El modelo seguía siendo la muchacha
hacendosa pero inculta o la señorita mimada e inerte, que sólo servía de adorno en el hogar y en las
fiestas galantes de sociedad, cuyo porvenir dependía del feliz matrimonio. En un interesante libro
aparecido a fines del siglo próximo pasado, de Adolfo Posada sobre el feminismo, se decía "¿qué
porvenir se puede presentar a la joven ineducada, poco instruida, a quien no se ha provisto de
elementos necesarios de subsistencia y a quien las preocupaciones sociales o las leyes cierran
muchísimos de los caminos de salvación, por el trabajo, y que para ganarse la vida tiene que arrastrar a
veces más fustigaciones del ridículo, que si por si acaso siguiera sendas de perdición?".
Una serie de cambios en la forma de vida del ser humano tenía que conducir a replantear básicamente
lo referente al puesto de la mujer. Económicamente la existencia se fue haciendo más exigente y por
ende más difícil. Concordantemente, aunque parezca paradoja, sobrevino el hecho de que el standard de
vida fue constantemente ampliándose; por lo que la mujer resultó tentada por tal hecho y fue
buscándose los medios para su independización económica. De otro lado, se acentuó el descenso en los
índices matrimoniales, de tal suerte que para la mujer fueron siendo menores las posibilidades en una
solución fortuita derivada de la unión conyugal; principiándose a hablar del fracaso del matrimonio. Los
elementos técnicos utilizables en la casa fueron liberando a la mujer de una faena antes por demás
pesada y acaparadora. La cultura se difundió, y haciéndose más accesible a todos, también llegó a
interesar a la mujer. Y lo que igualmente es un dato interesante, el alumbrado eléctrico y la mejoría en
los medios de conducción y de tránsito permitieron a las mujeres salir sin temores a la calle, hacer vida
fuera del hogar, moverse con más libertad y seguridad. Sobrevino la propalación de la educación
científica, mostrando con la percepción objetiva de las cosas muchos conocimientos intuitivos para
todos, varones y mujeres, en tanto que pretéritamente, como alguien lo ha relatado, durante los
tiempos de Luis XIV, las mujeres se veían casi precisadas a proceder subrepticiamente para poder
adquirir determinada instrucción; lo que nos recuerda la indicación del autor Paerl Buck, que en una de
sus obras hace referencia a una mujer china de época relativamente reciente que ocultaba como si fuese
una vergüenza, que había aprendido a leer.
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A todo lo anterior se sumó, y este fue el factor predominante, una nueva concepción ideológica en lo
que se refería al ente humano, tendiéndose a soluciones de justicia que imponían superar desigualdades
arbitrarias basadas en el sexo.
No obstante, la mujer tuvo que luchar contra graves obstáculos y empecinadas dificultades. como
sucede por lo demás siempre que se trata de cambios sociales de considerable envergadura. Las
primeras pioneras de la nueva vida que se abría a la mujer eran miradas como personas exóticas, que
pugnaban dentro de un medio ambiente impropicio. Así en el asunto descrito por Cinclair Lewis en su
novela "La Calle Mayor".
Desde diferentes puntos de vista algunos autores cohonestaban las diferenciaciones sociales a base del
dato sexual.
Pero hagamos mención a estudios recientes que han tratado de las diferenciaciones tipológicas de los
sexos desde varios puntos de vista. Naturalmente se recurrió al dato biológico y así Heveloc Ellis formuló
su concepción de bipolaridad vital, indicando las diversidades entre varones y mujeres a base de la
constitución somática y fisiológica.
Marañón ha sustentado que entre los dos sexos no cabe afirmar la superioridad de ninguno de ellos
sobre el otro, siendo meramente dispares, exponiendo los caracteres funcionales y anatómicos de uno y
otro; para colegir de ello que se justifica una distinta actividad social según que se pertenezca al sexo
masculino o al femenino.
Weninger desarrolló su teoría dogmática de abstracta temática, para deducir esenciales discrepancias
etológicas, pero buscando una solución notoriamente parcial en favor del sexo masculino.
El planteo psicoanalítico se hizo presente a través de Freud y el freudismo que postularon con su
actitud característica explicaciones ortodoxas y unilaterales; pudiendo decirse que tal posición,
parafraseando la expresión del Corán que no hay más Dios que Alah y Mahoma su Profeta, podría
afirmar que no hay más verdad que la libido y su único intérprete es el psicoanálisis. La interpretación
freudiana, estimando que en la mujer la capacidad de sublimación es menor, concluye en su inferioridad
en cuanto a su idoneidad intelectual.
Los estudios de los Verting, Martín y Matilde, en buena cuenta rechazan una supremacía constitucional
innata, necesariamente irrevocable, de uno u otro sexo, pues la supremacía política y cultural
monosexual es meramente producto de un status circunstancial histórico, que ya puede pertenecer y
venir a recaer en el sexo masculino como en el femenino.
Desde otro ángulo de perspectiva basado en observaciones antropológicas hechas por Margarita Meas,
llegó la misma a un relativismo en cuanto a las caracterizaciones basadas en la discriminación del sexo,
pues esta última resulta más que todo dependiente de la organización cultural, como un todo
estructural, que como tal determina el modus vivendi de sus miembros componentes; trasladándose de
esta consideración a la necesidad de superación de limitaciones arbitrarias, basadas en el sexo o en
cualesquiera otros factores simplemente circunstanciales, para permitir el libre y fecundo desarrollo de
la personalidad humana.
El estudio sociológico de William Thomas da la impresión de que el autor no se paralogiza para estimar
que esté predeterminado, como una abismal separación, el predominio de una parte de la humanidad, la
masculina, sobre la otra, la femenina, como una fatalidad, como un prius insupeditable, sino que ello
resulta determinado por situaciones derivadas del atavismo y la educación. Como lo ha enjuiciado Viola
Klein, glosando el punto ahora traído a colación, hoy en general se conviene en que las diferencias
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psicológicas que existen entre el varón y la mujer son en último término diferencias de interés, y no de
capacidad, debidas a una distinta distribución de la atención y no de la aptitud innata en los seres
humanos. "Es probable que los campeones del innatismo como causa de las diferencias mentales de los
sexos arguyan que la divergencia de intereses es constitucional. Pero W.I. Thomas replicará que la
atención es atraída por circunstancias externas y no dirigida por impulsos internos. Si los intereses
humanos fueran determinados por instintos innatos, escasamente excederían del mínimun necesario
para la conservación y la reproducción de la vida. Esos instintos, además, son iguales en todas las razas
humanas y no permiten ninguna explicación con respecto a las diferencias existentes entre sus
desarrollos mentales. Pero actualmente parece justificado inferir que las diferencias de expresión mental
entre las razas inferiores y superiores y entre el hombre y la mujer, no son mayores de lo que deberían
ser dado las diferencias de oportunidad".
El hombre puede ser mirado en lo que concierne a su status jurídico ya desde el punto de vista del
derecho privado, ya desde el punto de vista del derecho público. Las leyes hace tiempo borraron toda
desequivalencia fundamental entre varón y mujer en lo concerniente al goce de los derechos privados.
La equiparación ha sido consagrada, y algunas limitaciones que se mantuvieron como reato de prejuicios
rancios se han ido eliminando. Es pueril suponer capitis diminutio alguna en la mujer sólo por ser tal; no
se puede aceptar una inexperiencia iuris en la misma que cohoneste una desigualdad en el respectivo
tratamiento. Hoy sólo podemos mirar como una curiosidad histórica y sonreir irónicamente, cuando
pensamos que en el siglo VI quienes se reunían en el concilio de Macón pretendían discutir con seriedad
sobre si la mujer tiene alma como el varón y si ella forma propiamente parte de la humanidad. Los
Códigos Civiles modernos han estatuido que los varones y las mujeres gozan de los mismos derechos
civiles, salvo las inevitables restricciones en relación a la mujer casada por razón de la unidad familiar. Y
es que el derecho existe, se constituye por causa del hombre, y es tal toda persona, pertenezca al sexo
masculino o al femenino, en cuanto por encima de tal diferenciación subyace la identidad fundamental
de responder ontológicamente a la misma entidad esencial. Todo existente humano simplemente por
ser tal goza por regla general de capacidad jurídica. La incapacidad sólo puede establecerse en casos
particulares, por razones irrecusablemente fundadas que justifiquen la derogatoria. Como la mujer por
ser tal no adolece de ninguna infirmitas consustancial, no podía desconocérsele su capacidad jurídica. Un
diferente tratamiento con relación a la mujer respecto al varón sólo puede explicarse excepcionalmente,
por razones somáticas.
La mujer casada está reputada por las legislaciones contemporáneas que no por ese hecho queda
sujeta a incapacidad en cuanto al goce y al ejercicio de sus derechos privados. En tanto que
primitivamente al marido se le confería un poder despótico dentro de la relación uxoria, hoy a esta
última se la reputa como una afectio maritalis que supone en principio una igualdad de rango
estimatorio recíproco entre los consortes. Recordemos al Código de Manú, que decía que la mujer no
debe hacer nada según propia voluntad en su casa; recordaremos la manus romana y el mundium
germánico; recordemos que en el Código de Hammurabi la potestad del esposo llegaba hasta entregar a
la mujer en servidumbre temporal por la deuda contraída; repudiarla si estaba dispuesta a salir o si había
provocado división, dilapidado su casa o descuidado al marido; y que el marido podía contraer
matrimonio con otra mujer, permaneciendo ella como esclava. Aulo Celio, en "Noches Aticas", nos
cuenta que a menos de divorcio, el marido es juez de su mujer en vez de censor. Sobre ella tiene imperio
absoluto. Si ha hecho algo deshonesto y vergonzoso, si ha bebido vino, si ha faltado a la fe conyugal, él la
condena y la castiga. Agrega Catón, según Aulio Celio: "si sorprendieses a tu mujer en adulterio, podrías
impunemente matarla sin juicio. Si tú cometieses adulterio, ella no se atrevería a tocarte con el dedo; así
es la ley" (Felícitas Klimple. "La mujer, el delito y la sociedad"). Y hoy reparemos en esta observación del
jurisconsulto francés Marc Ancel: "¿qué precisa concluir de esta mirada general sobre las legislaciones
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extranjeras en lo que concierne a la capacidad de la mujer? Incontestablemente la incapacidad, otrora la
regla, tiende a devenir la excepción. Por lo demás, ella no subsiste más que acompañada de una serie de
restricciones o excepciones que la modifican en su alcance y naturaleza y aun en su carácter".
En la esfera de los derechos políticos el reconocimiento de los mismos a las mujeres ha sido un hecho
de los tiempos contemporáneos. Durante el siglo XIX sólo eran ciudadanos los varones. En realidad, la
necesidad racional de ponderar lo atinente al derecho al sufragio y al jus honoris, sólo pudo nacer como
fenómeno concomitante con el establecimiento de un régimen democrático representativo. Y esto
ocurrió propiamente con el paso del siglo XIX al siglo XIX y tuvo su máxima extraversión histórica en el
suceso que comportó y vino a significar la Revolución Francesa, con la declaración de los derechos del
hombre y del ciudadano. Antes con el sistema de gobierno autoritario, monocrático, el sufragio popular
no tenía oportunidad de manifestarse. Mas cuando la Revolución Francesa proclamó la igualdad política
entre los hombres y cuando enunció la declaración de los derechos del hombre, ello lógicamente debía
conducir a la larga a que a las mujeres se les reconociese el goce de los derechos políticos. En la segunda
mitad del siglo XIX aparecieron los primeros intentos y ensayos, tímidos y restringidos, a tal respecto. El
Estado Wyoming tuvo el privilegio de haber sido donde por primera vez, en 1869, se concedió el voto
femenino. Todo el decurso de las últimas décadas del siglo XIX así como los años del siglo XX van a
demostrar la presencia de lo que se ha llamado el movimiento feminista. El mismo marchó sin prisa pero
sin pausa y en una dirección irreversible hacia la reforma pertinente. En varios estados de la Unión
Americana se fueron dando leyes sobre el particular al término del siglo XIX y en los años anteriores a la
Primera Guerra Mundial. Los países escandinavos se sumaron a la tendencia referida más o menos
isócronamente, y antes por ella habían caminado Nueva Zelandia y Australia. En otros países como
Inglaterra, Alemania, Rusia, el movimiento feminista se hacía sentir y marchaba en incremento. Pero la
reforma tardaba en cristalizarse. Muchas personas, aun la mayoría de las mujeres, miraban con cierta
indiferencia el asunto, sometidas sin duda a viejos hábitos, a tabús inveterados, a un misoneísmo difícil
de desterrar. Sólo propiamente una élite femenina era la que se esforzaba con denuedo en la demanda
reinvidicatoria, vivenciándola como una cruzada. Los del sexo masculino se mostraban más renuentes
que adictos a la concesión del voto demandado. Hasta se veía con cierta no disimulada socarronería las
actitudes de las campeonas de la reforma, como pasaba con Mrs. Pankhurst cuando hablaba en Hyde
Park. En Alemania se decía que a la mujer lo que le correspondía era atender a las cuatro K; a saber
Kuche, Kirche, Kinder, Kleide. Por lo común seguía predominando la idea de que the man made world.
Estaba bien para presenciar en el teatro a Nora en "Casa de Muñecas" y simpatizar con sus protestas;
pero en general por resistencia o por inercia o por escepticismo, se mantenían los prejuicios, los
argumentos recalcitrantes, las suspicacias, para contrarrestar la reforma electoral reclamada.
Pero sobrevino la guerra mundial de 1914 y los acontecimientos en relación al punto ahora tratado, así
como otros de capital interés social, se precipitaron. Las exigencias de la industria bélica y de la
producción en todos sus aspectos acrecieron intensamente, y precisamente cuando hubo de escasear el
elemento personal de trabajo al ser llamados los hombres a la lucha, fue donde se ofreció la oportunidad
a las mujeres de volcarse masivamente a todas las órbitas de la actividad ergológica. Sobrevino lo que
puede llamarse, con una frase de Hegel, la astucia de la razón. La causa racional inherente a las
reinvindicaciones políticas de la mujer encontró a través del hecho histórico de la primera guerra
mundial su oportunidad propicia para imponerse. Las mujeres se revelaron idóneas para ejercer las más
variadas labores. En tales condiciones el reconocimiento de sus derechos para elegir y ser elegido hubo
de sobrevivir como una consecuencia inevitable. En varios países como Inglaterra, Alemania, el Estado
Federal de Norte América, la Unión Soviética, Austria, Hungría, Checoslovaquia, Canadá, Estonia, Letonia,
Luxemburgo, Islandia, Irlanda, India, Lituania, Holanda, Polonia, llegó a reconocerse la nueva situación.
La reforma triunfó en China en 1931, en Japón y en Italia después del fin de la última conflagración; en
España cuando la implantación de la República en 1931; en Hungría en 1946, en la Unión Sudafricana en
1930, en Turquía en 1934; en Yugoslavia en 1946, en Albania en 1946, en Bulgaria en 1947.
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Hoy la cuestión está en buena cuenta superada. Por doquier se va erigiendo, para quedar
definitivamente asentado, el reconocimiento de la capacitación política de la mujer. Con ocasión de la
última guerra mundial tal hecho social ha venido a asumir el carácter de una consagración
ecuménicamente admitida. Actualmente en Europa el punto no podría ser ya discutible. En Asia con el
despertar de los pueblos de ese continente, la mujer asume gallardamente sus nuevos cometidos.
América Latina ha ido incorporando la reforma en el sentido indicado; en la mayoría de los países se ha
eliminado la discriminación política por causa del sexo.
Países que todavía no se han sumado a tal orientación son considerados con justicia que se quedan a la
zaga de una evolución que nada puede detener.
La futilidad de una distinción en cuanto a la participación de los hombres en general en la vida del
Estado, es notoria. Tal participación sin restricción monosexual se levanta como una exigencia de
derecho natural, pues el Estado organiza y regula todo género de relaciones sociales; por lo cual es lógico
que lo único que se requiere para intervenir en el funcionamiento estadual, es un mínimum de voluntad
racional. El sufragio universal es por eso un postulado del régimen democrático, en la más auténtica
aceptación de este término, sobre todo entendida la democracia como gobierno representativo, que
como anota Toynbee, es una nota caracterizante como institución (junto con la otra nota consistente en
un sistema industrial de economía), del mundo occidental de nuestra época. El voto político no es, de
otro lado, sólo un derecho: es una función, un deber. Ahora bien, para rehusar el voto de las mujeres
sería preciso, como ha escrito Barthelemy, que se demostrare que en ellas el sentimiento del deber, el
espíritu de devoción, no existen en el grado mínimo propio de todo ser humano; y esto importaría una
contradicción en sí misma.
Lo absurdo del sistema antiguo, hablando en términos generales, en cuanto había limitado la
intervención electoral de los varones, se echa de ver pensando que media humanidad se erigía en
rectora de otra media humanidad, a la que no le quedaba otra alternativa que la de mirar, callar y acatar.
Como si por encima de diferencias innegables no hubiera una semejanza esencial, se clasificaba a las
gentes en dos planos distintos; y las de uno no podían transitar en el otro, como si fuese un mundo
vedado.
Nos hace recordar esas prohibiciones absurdas de carácter racista, del que los individuos de color no
pueden ocupar sitios reservados para gentes blancas.
Un imperativo de justicia natural era, pues, el que estaba en juego. Hoy ya se puede afirmar que la
cuestión está decidida. Y como toda marcha en el sentido de ir alcanzando lo justo, que en buena cuenta
es lo verdadero, el avance tiene un carácter irrevocable.
Choca toda reforma con sus dificultades y sus riesgos, sobre todo cuando ella empieza a funcionar.
Todo tiene que pasar por su período de infantilismo. En el Perú las mujeres han obtenido el
reconocimiento de sus derechos políticos. Ahora deben mostrarse dignas de la consiguiente
responsabilidad que el ejercicio de todo derecho importa. Y esto es un doble aspecto.
La mujer es hoy tan femenina o más que la mujer de antes. La mujer que hace deporte, que fuma, que
frecuenta los clubes sociales, que trabaja, que estudia en las universidades y en otros altos centros de
enseñanza, que cultiva la literatura y las artes, que ejerce profesiones liberales, que interviene en
política, sigue siendo, porque no podría dejar de serlo, mujer, con sus cualidades como también con sus
defectos. Si el varón y la mujer son distintos, cada persona en cuanto representa un espécimen resume
como un microcosmos lo que pertenece a su genérica categoría sexual. Virtudes intrínsecas a la
feminidad no pueden resultar, pues, quebrantadas por la circunstancia de que la mujer ejerza actividad
política. Entre esas virtudes se destacan la condescendencia para perdonar ciertos defectos, la paciencia
para soportar ciertos engorros, la ternura que las inclina a la benevolencia. Y de todo esto yo mismo he
recibido una prueba conmovedora con la actitud de Uds,. quienes al escuchar esta conferencia han
demostrado un gran espíritu de condescendencia y una benévola paciencia, muy femeninas ciertamente.
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