DIARIO de UN CERDO - El Deseo Mas Obscuro Gabriel Vazquez PDF
DIARIO de UN CERDO - El Deseo Mas Obscuro Gabriel Vazquez PDF
masturbará delante de él durante diez horas, con una sola regla, está
prohibido tocar.
Gabriel Vazquez
Diario de un cerdo
El deseo más oscuro sin límites.
ePUB v1.0
Wilson M 25.06.17
Título original: Diario de un cerdo
Gabriel Vazquez
Se puso a caminar, abandonó el baño con los pasos impolutos de una niña,
como si nada hubiese ocurrido, como sino se hubiese movido ni una hoja en
ninguna parte, igual de inmaculada que una monja. Habría pensado que todo
era mentira sino llega a ser porque ese tacón me vino a la cabeza y me ayudó a
encontrar el camino a la verdad. Como una estalactita, del filo de su tacón
derecho pendulaban los residuos de su flujo blanquecino, víctimas del
bamboleo de sus andares. Quise seguirla pero me dio vergüenza. Tenía los
muslos gruesos y fuertes y la piel estaba tan dura que parecía de plástico. El
culo era un culo redondo. Lo paseó a unos centímetros escasos de mi cara y
puede sentir el olor a pescado agrio de su coño tan cerca que me pareció
haberlo chupado. Su piel también olía pero todo se opacó con aquel olor
humectante. Yo tenía las manos todavía pegajosas y en la alfombra había una
mancha irregular, justo en el borde de mis huevos. Estaba mareado y me dolía
la cabeza porque me había puesto más cachondo que en mucho tiempo.
Cachondo como para no darme cuenta siquiera de qué tipo de mujer era. No
retuve con claridad ni uno de los rasgos de su cara pero sí me quedó un
recuerdo suficientemente nítido de los cuatro labios abiertos y succionadores
de su recién descubierta boca de placer.
DÍA 5. ELLA
Las mujeres pasan por delante de mis ojos como recipientes vacíos,
elevadas sobre sus zapatos, con el gesto desigual, inubicables. Hay dos
realidades sostenibles sobre esas torres incipientes y en una de ellas yo soy un
hombre en decadencia y en la otra soy el único hombre. Una de esas mujeres
tiene que ser ella.
Quizás se haya volatizado, lo pienso mientras mi novia me aprieta la mano
con fuerza para reclamar mi atención ante un estante de quesos de importación.
Las latas son esqueletos vacíos y sin sentido, vestidos de colores falseados,
siento que una animadversión íntima e inmediata ha sido develada. Ambos
miramos estante tras estante las posibilidades para otra noche de queso, patés
y vino, el regulador de nuestra vida en intimidad, pero hoy se me está haciendo
una bola en el estómago que no me deja caminar con normalidad. El cuchillo
sobre la tabla de madera, el cuchillo esparciendo las rugosidades del hígado
de un animal toda la vida engordando y solo. Ella mira con la mano libre la
etiqueta en francés de uno de los quesos repletos de moho controlado, tiene
cara de satisfecha. Lo deja en la cesta y me mira, me mira para verse, para
saber lo que yo pienso de ella y de sus gustos. Las manos me sudan. Me suelto
de la suya, agarro las asas de la cesta usando todos mis dedos y toda mi fuerza
y comienzo andar sin rumbo por los pasillos del supermercado, voy hacia el
lugar de donde nace el frío.
Me detengo, unos tacones acaban de cruzar por detrás. Podría ser ella si
no fuera porque les falta el traqueteo de las chapas de metal. Me vuelvo,
pasillos llenos de esquinas y de mujeres, mi novia en una de ellas, absorta. El
ruido también podría haber salido de sus zapatos tiesos y enflaquecidos.
Yo no te juzgo, no me juzgues, se reclinó sobre la silla almohadillada
como un algodón, de las patas a la cabecera, y comenzó a tocarse.
Así había comenzado el primer día de mi nueva vida.
DÍA 7. DESAPARECIDA
Ando ciego por las calles, como si fuera un animal, más animal de lo que
he sido nunca, ando preso de esta idea que se me ha puesto entre ceja y ceja de
que todo el mundo es un cerdo tapado. Los pensamientos me llegan de una
forma obsesiva, ya no son como antes, se han descontrolado en mi cabeza y
son una y otra vez los mismos, ideas repetidas sobre las mismas cosas desde
diferentes puntos de vista sin tener ningún propósito. Intento contenerlos pero
se me escapan, se hacen más fuertes que yo y pierdo. Los viejos se han
convertido en una fijación, como los gordos. Pequeñas subespecies sociales.
Ya no me levanto con la polla dura y a punto de chorrear porque desde hace
días, desde que todo esto me está ocurriendo me veo obligado a masturbarme
cada cuatro o cinco horas, se ha convertido en una necesidad sin posibilidades
de posponerla. A veces creo que me estallará la cabeza, que algo se ha roto en
esa maquinaria perfecta que era mi cabeza y paso de los momentos más
eróticos a los más sexuales y vivo con la piel de pollo y la polla dura.
Me siento a observar. Me estoy obsesionando con todo esto. No hay
segundo en el día en el que no piense en sexo. Veo a los gordos, mis ojos se
han abierto para verlos por primera vez desde otro plano y los puedo
imaginar, detalladamente, mientras se masturban, ejercitándose sobre sus
minúsculos aparatos sexuales, forrajeando con la grasa de sus tetas, sus
muslos y sus barrigas. Pequeños aparatos genitales a los que a veces ni
siquiera llegan con las manos para poderse pajear a gusto. Me he sentado en el
parque frente a una de esas señoras gordas, de blusón ancho y enormes
pantalones. Las sandalias le apretaban el pie y la carne de su empeine y de su
tobillo rebosaban entre las tirillas azules de la sandalia como si fueran
pequeñas barrigas grasientas. No es una de esas gorduras que llegaran a
ponerme tan caliente como yo sé que me ha pasado con otras. No es una de
esas barrigas con grasa absorbente y provocativa como la de las prostitutas
gordas de los barrios del centro, nada de la sabrosura de las morenas enormes
y duras. Esta es del tipo de los frigoríficos tristes. La puedo ver,
perfectamente, sentada en una silla frente a la puerta del frigorífico abierta sin
darse cuenta de qué es lo que se lleva a la boca, directamente con la mano,
hasta que sus dedos tienen también restos de comida pegada gracias a la ayuda
de la saliva. Un bolo alimenticio que sufre, es lo que veo ahora que se movió
para rascarse el brazo a la altura del codo. Sus carrillos de piel estirada me
parecieron un grito de ayuda. Con esa gordura yo no puedo. Le quito la vista
de encima porque no podría soportar que llevada por una interpretación, del
tipo que sea, sus minúsculos dientes hagan aparición y esbocen la marca de
una sonrisa envuelta en tanta carne, porque eso, eso me afectaría mucho. Antes
de darle tiempo a girarse ya me he puesto en pie. Me parece oler el perfume
dulzón que llevan muchas de esas mujeres presas en sus torturas de carne.
Paso a su lado conteniendo la respiración para no tener un detalle más de ella.
Detrás de la fuente, ya a salvo, intento quitarme de la cabeza sus sandalias
embutiendo sus pies rollizos pero me cuesta, siempre me cuesta quitarme los
pensamientos obsesivos, mucho más si es en la mañana cuando me asaltan.
Hoy no podré machacármela a gusto porque hasta que algo más fuerte ocurra
esa cara redonda y estirada va a estar haciéndome sabotaje personal e
intransferible. Una adolescente con pechitos marcados, una mujer pasita
arrastrando zapatos de tacón en un banco detrás de los árboles, los dos gays de
siempre meneándosela en el kiosco de la música, uno de los escotes o de los
zapatos viejos de las putas que trabajan en turno matutino, cualquiera de ellos
me serviría para sacarme a la gorda innecesaria de mi cabeza pero todos los
caminos del parque están más vacíos que los lunes. Los patos tampoco están
en el charco-lago pero esos animales son unos traicioneros y lo mismo se
sumergen que vuelan.
Más tarde, en la madrugada
Me miro en el espejo. Como un estúpido escarbo con mis dedos en el
cuero cabelludo en busca de alguna señal evidente de lo que me ocurre. Busco
una costra adicional, la hinchazón de un golpe o la hendidura de una
enfermedad. Me veo, me reconozco. Tengo impresos mis rasgos en el espejo
de enfrente y son los mismos, estoy seguro, no hay duda, soy yo. ¿Es esta la
cara de un loco? no, no lo es, pero entonces, qué me ocurre, a qué proceso
ajeno estoy asistiendo en primera persona. ¿Es así como le ocurre a la gente?
¿Algunos locos también tuvieron las mismas sensaciones que yo tengo? Puedo
ver en mi comportamiento el de otros tantos perturbados. Puedo verlos a todos
frente a la luz mortecina de sus espejos de baño, del baño de un hotel, en las
cabinas angostas de los trenes de cercanías y en los aviones, hurgando en su
cabeza para buscar la prueba física de su locura. Percatándose, como ahora
me percato, de las venas hinchadas de mi cuello, de la rigidez de la mandíbula
y lo inconstante del pecho en la respiración. Yo nunca quise verme así, no
pensé que pudiera verme así. Debe haber ocurrido una tragedia para que esté
en mi propio cuarto de baño y me dé cuenta de que ya no hay vuelta atrás, que
posiblemente una transformación me está alejando del resto de los que me
rodean y me estoy excluyendo, a la fuerza, de cualquier vínculo o parecido con
los demás. Mis ojos no son del todo mis ojos, tengo la sensación de pérdida
más grande de mi vida, me he perdido a mí, no tengo ni la más mínima idea de
donde está el tipo que yo conocía.
Son estos pequeños desmayos, estos lapsos oscuros, los que no me dejan
ordenar las cosas, todo eso que no estaba antes en mi cabeza. El desorden me
bloquea como si tuviera paredes gargolazas y húmedas y no cabeza. Todas
esas cosas deben haber caído desde un lugar oculto al centro de mi percepción
porque ocupan el lugar que ella ocupaba antes. Mis referentes, mi forma de
interpretar el mundo y de verlo se ha perdido como el que pierde un zapato en
un accidente de tráfico o un anillo al meterse al mar, perdido por una ley
inquebrantable e inexplicable. Quiero encontrar algo en mi cabeza, empezar a
estar clínicamente enfermo, hoy, en este instante, para poder acostarme un rato
y dormir tranquilo, un rato.
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DÍA 20. SU TÚNEL ESTRECHO
Encajo, encajo dentro de ella ahora que levantó su pierna y se echó para
atrás. Encajo difícilmente, con algo de dolor, pero encajo, encajo agarrándola
por la cintura y poniendo mi mano sobre la acumulación de grasa que rodea
los huesos de su cadera. Encajo, encajo, hasta dentro. Encajo con una
desconocida en el salón de su casa mejor de lo que he encajado con el resto
del mundo en los últimos meses. Una vez dentro todo es conocido, es calmo y
húmedo. Un instante de imprecisión, de fuerza y de deseo y plof lo que tanto
me costó que encajara sale de golpe. La cogemos con las manos. Ella y yo la
recogemos en su salida de la cavidad vital para devolverla viva y sana al
interior. Ambos desesperados porque vuelva a entrar, por el placer que lleva
entrar una vez más y encajar. Estamos los dos duros, dura la carne blanda de
mi polla hinchada de fuerza y duras las paredes de la mujer, la apertura
emocional. Es de esas mujeres que no segrega, que no te embadurna de fluidos
ni de pedacitos microscópicos hasta que no han llegado al final. Estamos tan
cerca que parecemos un tornillo dentro de una piel. Yo soy el tornillo. Yo
encajo con tanta facilidad cuando sus contracciones vaginales y me muevo con
libertad dentro de ella, de un lado a otro, mientras caigo en la idea, siempre
sugerente, de que estoy siendo absorbido, succionado…que voy a morir.
No es más que una metáfora porque nunca muero, es una forma
inconsciente y adulta de celebrar la excitación que no me reprimo. Las ganas
de que el final de la vida esté al final del deseo me puede llegar a durar
incluso minutos como cuando ahora se produce uno de esos engarzamientos tan
excepcionales con una mujer de callejón estrecho.
Se encaja una de mis manos en los vaivenes y circunloquios de su pelo, la
otra sube y baja sobre su clítoris. Mi labio se encaja sobre el suyo. Mi otro
labio queda fuera. Mis pestañas rozan las suyas. Ahora sí…ahora no. Mi
respiración y la suya se intercalan y terminamos por beber del aire
contaminado del otro en una carrera hacia el envenenamiento como siempre
ocurre cuando uno se decide a introducirse en un intercambio de intimidad y
fluidos con otro ser humano.
Estamos excitados lo suficiente como para seguir así un rato más, para que
nos frotemos pecho contra teticas de algodón endurecidas. Creo que puedo
pasar así el resto de mi vida, fuera de todos ellos, así en esta misma postura
con esta desconocida más familiar que mi propio hermano.
Dejé de encajar con los demás, con las mujeres, con los hombres, con los
amigos, con los conocidos nuevos y los que estaban antes. Me pregunto a qué
edad uno deja de encajar con lo que le rodea. Yo ya no creo. Pero ahora
encajo, encajo…tengo un lugar en el mundo en el que yo encajo y para
entonces y pese a mis esfuerzos ya me he muerto enredado en los brazos de
una tal Eulalia, Amalia, Dalia.
Tengo una siesta de quince minutos como premio de consolación a la
obligada vuelta a la realidad. Un camino de trance por el mundo onírico antes
de que Marga, Marta, Marisa se me haga tan extraña como el resto del mundo.
Sus dedos ya se rozan con estridencia con los míos y me producen irritación a
nivel real y somático. He vuelto de allá más consciente, si cabe, de que la
experiencia experimentada sólo nos sume más en opiniones férreas,
equivocadas o no. Yo vuelvo del hueco de su boca íntima y húmeda allá abajo
un poco más seguro de que una de las dos cosas debe ser ficción, aquello o
esto.
Nos servimos café. Primero ella a mí, por las normas de cortesía inherente
a todo invitado. La segunda taza la relleno yo mismo mientras la mujer se va
volviendo más mayor de lo que firmemente creí durante los instantes
cegadores. Sus labios se mueven para hablar de ciertas cosas que no sé bien si
pretenden ir a parar a alguna parte. Antes de que ella acabe su tercera taza de
café yo ya he procedido con éxito al momento de rastreo y limpieza de huellas.
Recojo los restos de mi humanidad que se quedaron tirados en un condón
en el piso y hago un nudo, el mismo que hecho otras tantas veces que ocupo
ese papel de perdiguero educado. Nos despedimos con un beso. En la boca. Y
un apretón sobre sus nalgas que como si fuera un resorte mágico provoca en
ella lo que provoca en casi todas las desconocidas. Sonríe y aprovecha ya ese
movimiento facial para usarlo en señal de despedida. Ella también debería
esta fingiendo, no por nada, a estas alturas ya no soy un mal pensador ni un
pensador inseguro es sólo que somos desconocidos y hay que ser educados.
Mientras yo tomo las escaleras al mundo terrenal ella posiblemente esté
emprendiendo su ritual de desinfectación y después de lavar las tazas, lavarse
a si misma y quitar las sábanas, también su vida recupere la limpieza anterior.
Yo sin embargo voy a quedarme un par de horas más con los efluvios de su
sudor sobre los poros que lo pudieron aprehender e inevitablemente ahora me
voy a ir así al estanco porque con las prisas y la educación olvidé el paquete
de tabaco sobre la mesita de noche. Volver es una situación demasiado ruin,
pese a que ahora, de regreso en la superficie terrestre, no puedo evitar
reprocharme ese olvido porque esa cajetilla estaba prácticamente entera.
Tomo el camino que lleva a uno de los parques de la zona sur para estar un
par de horas más inserto en nada. Los parques están casi siempre vacíos pero
nunca son suficientemente silenciosos. El metal del asiento está frío, lo noto a
través de la capa del abrigo, atravesando la tela de mis pantalones. La
humedad sube de la tierra a las patas del banco y va directamente a todos mis
huesos receptores.
Me vibra el bolsillo, es la música que me advierte de Eulalia, Amalia,
Dalia, Marga, Marta, Marisa… es el lenguaje infantil e imperfecto de mi novia
recordándome que me he dejado el paquete de tabaco sobre su mesita de
noche y sus rasgos se perfilan por fin, claros, por primera vez. La desconocida
y mi novia.
Esa misma noche, al llegar a casa
Cerda, ¿estás?, ¿estás en alguna parte?
Me mata el dolor de los celos. No has llegado a casa, no estás en mi cama,
esperándome. Mi mujer yace en algún lugar de ahí fuera.
Te llamo desde la puerta de entrada, sin encender la luz del pasillo, en el
marco entre el calor humano de dentro y el frío de la calle, ¿estás?, ¿estás?, y
las palabras doblan en la esquina y entran en el salón. Unos pasos en la
oscuridad, enciendo la luz del recibidor y cierro la puerta detrás de mí. Cerda,
¿es qué no has llegado?, ¿es qué estás en otra casa con otro hombre, haciendo
otra vez lo mismo?
Mi vida se ha sostenido en el vacío desde que estuviste aquí. No quiero ni
pensar en que existes, no puedo. Me obsesiono con la idea de que hagas todo
eso que hiciste conmigo delante de un hombre, de cualquiera. Lucho contra la
parte de mí que te niega, nos vamos a matar en el circo antes de que tú ni
siquiera aparezcas. Antes de que sea demasiado tarde sube al Sinaí y
prométeme que no te has desnudado en el baño de la casa de otro, que no has
andado desnuda y completa por las baldosas de otra cocina, dime que no has
desaparecido, dime que eres virgen, casta y pura, que tu culo es tu culo y
nunca fue de nadie, que no te frotaste con la mesa de otro, que nunca pudiste
mearte encima si no fue conmigo, haz una aparición de última hora y
anúnciamelo. Las ventanas me ofrecen un mundo de colores más oscuros,
incluso ahora cuando es de noche.
En mi salón no estás, Cerda, ni en mi cama tampoco. El espacio que me
rodea se convierte en conocido y pesado, la mayoría de las cosas que se
habían mantenido expectantes cobran ahora una pesadez imprevista. Me
imagino a otros hombres como yo, te imagino divina y altiva, te imagino triste
y socorrida, te veo marchándote de la puerta de cualquier otro, los veo
contándomelo un día, jactándose de que te tuvieron en su casa y yo morderé el
aire como un loco para morir por la peor de las asfixias, por la más lenta.
Deja de hacer eso, ven a mi casa, eres mi mujer, ¿no lo ves?, no ves que en la
vida no siempre se puede pertenecer, ¿no ves que grave es lo que me ha
pasado?
DÍA 32. MUJER-MONIGOTE
Todavía me cuesta a veces diferenciar entre la apertura mínima del ojo que
me dice que me observa y la que me confirma que se ha quedado dormida. Por
mucho que pasen los meses no logro separar y diferenciar hasta ese grado los
recovecos de su intimidad. Pienso mucho en ella, más que eso pienso mucho
en mí respecto a ella pero así desde lejos, disfrazado, se podría decir que
parece que es ella quien ocupa mis pensamientos. Ahora que la veo dormida y
que sus dedos cuelgan cerca de mi entrepierna se me hace visible que no es
por ella. No podría. Reacomodo sus dedos en el sitio original, se los pongo
sobre el pecho para que se calienten a fuerza de moverse mientras su
respiración suba y baje. Me separo lo suficiente de ella, unos centímetros,
para que se haga real la sensación de soledad que se experimenta cuando
desaparece el cuerpo que se tiene lado, sea el de un perro o el otro hombre.
Tomo perspectiva sobre el cuerpo de mujer que está echado en mi sofá, a
media tarde, con el pelo revuelto y la boca abierta, con un cojín bajo su
rodilla, tomo una perspectiva que sino fuera por quienes somos y por la rutina
tendría un tinte bastante cruel.
Sólo me hace falta mover la cabeza unos milímetros atrás, incluso menos,
para darme cuenta, antes de chocar contra la pared que está a mis espaldas,
que se han roto todos los lazos que en algún momento debieron unirme a mi
novia. Es fácil para mí en este estado que ella pase a ser una persona
cualquiera tumbada en mi sofá. Antes la sola idea de un distanciamiento así
era impensable. Hace unas semanas no hubiera sabido por dónde empezar a
entender este sentimiento que ahora se me hace tan normal y necesario, lo
habría rechazado con ofuscación pero ahora se ha convertido en un juego que
me produce más satisfacciones que cualquiera de las otras cosas que
compartimos en el mundo en el que ella está despierta.
Su belleza se me hace tan inexistente como su movimiento, se me hace que
todo se ha evaporado, que es un cuerpo sin vida. Es la tercera vez en estos
últimos quince días que esta situación se repite, exactamente la misma, como
si fuera cosa de broma.
La primera vez me sentí culpable, la segunda, de una forma completamente
inesperada, se me avivó un deseo que casi me enajena y cuando se despertó la
olisqueé como un perro, lo demás no lo hice mucho más humanamente. Pensé
luego, cuando compartíamos la pizza de rigor del domingo noche, que quizás
todo había sido por ese deje de extraña del que se había quedado impregnada.
Desde aquella segunda vez no he vuelto a sentir deseo …y con él se fueron
también los sentimientos aquellos de familiaridad por los que tanto nos
empecinamos al principio del noviazgo cuando intentábamos imponernos la
vida del otro de forma inmediata. Hoy ese sentimiento se me hace ridículo e
irrepetible, tanto como esa impertinencia de crearnos rutinas compartidas en
cuestión de semanas. Nuestro noviazgo se asentó después de cuatro o cinco
semanas y luego llegó este estado imperecedero donde todo en materia de
tiempo es altamente incalculable. No se me ocurre, ni siquiera puedo llegar a
vislumbrar, qué me pudo empujar a perseguirla con la mirada en las reuniones
de trabajo, a clavarle los ojos como si fueran estacas de crucifijo, a buscarla
de forma obsesionada y reprimida en la puerta de la oficina o detrás de su
mesa de despacho, a festejar con euforia íntima el roce provocado por una
milésima parte de la piel de su brazo, de su mano o de su cara, a escuchar y
diferenciar del resto el ruido de sus pasos sobre el suelo…debí ser asaltado
por una hormona gigante, un deseo incontrolable, pero esa explicación no me
parece creíble ahora. Estoy seguro de que había algo más allí, aquella tarde en
la fiesta de empresa de Navidad, con el restaurante lleno de gente, cuando yo
sentía su presencia a metros de distancia y todos los demás se tornaban
inmediatamente actores de mi propio drama. Fue otra cosa.
Sus dedos largos y adornados con uñas triangulares transparentes se
mueven entre las rugosidades mínimas de su jersey de lana naranja. Corren el
riesgo de engancharse y despertarla, de devolvérmela.
Me concentro en sus dedos con la intención de que se alíen conmigo y
retrasen ese momento de soledad mutua que nos estamos inflingiendo.
Mis súplicas tiene éxito y la mujer sigue durmiendo. He descartado la idea
de que esta vida mía de ahora sea sólo producto de un deseo sexual. Hasta
cierto punto me preocupa que el interés por estar compartiendo cafés en la
oficina o vagones de metro o calles atestadas pudiera estar provocado por una
necesidad afectiva o por el miedo a morir.
Respira dejando un olor a canela hervida en el ambiente que está a unos
milímetros de su boca, es el lápiz labial.
Cabe la posibilidad de que aquello fuera también un despertar
emocional…amoroso. Noto la rigidez espasmódica de mi cuello. Eso sería
tremendo, me digo.
La televisión azuza las ideas en mi cabeza con el pequeño rechinar de sus
series de puntos siempre activos y vivos hacia afuera. Debe ser una película
europea porque aunque sólo la he estado viendo de reojo me parece que
estaba llena de lluvias, aceras de adoquines y gente triste hasta el
aburrimiento.
Si, como a veces me parece, pudo surgir de una necesidad a niveles
afectivos me estaría enfrentando a algo mucho más extraño de lo que creí en un
primer momento y eso me conduciría a una pregunta en el aire… ¿Dónde está
ese tipo, lo que queda de él, y quién soy yo que no puedo reconocer ni un
ápice de ese tipo de emoción en mí?
No puedo ni imaginarme un vínculo con otro ser humano así de irracional y
absurdo en el que no me importa si estira los dedos de los pies al despertarse
en mi sofá y profiere un bostezo.
DÍA DE ABRIL
Provocó cierto ruido con los tacones al caminar para reclamar mi
atención. Cuando quería era tremendamente sigilosa y se desvanecía entre los
rincones de la casa sin posibilidad de ser encontrada pero en esta ocasión
quiso mostrarse. Escuché el repiqueteo de las pequeñas tapas metalizadas con
las que tocaban tierra sus tacones de nueve centímetros camino del baño y los
seguí como si ese ruido hubiera sido el toque de trompeta y yo el batallón. Me
puse a cuatro patas y me arrastré para poder verle el culo desde abajo y para
disfrutar viéndolo partirse en dos al andar. A ella le gustó, aunque no me miró,
supe que le gustó.
-Hombre – perro- dijo, creo que dijo. Apenas me hablaba y a veces si
abría la boca no sabía si estaba intentando decirme algo o era esa su forma de
gemir. Al ser desconocidos mi confusión abarcaba todas las cosas.
Volvió a sentarse en la misma esquina de mi cuarto de baño donde se había
masturbado por primera vez con uno de esos mismos tacones que ahora se me
habían vuelto casi familiares. Giró la llave de la bañera. Yo me quedé a cuatro
patas en el quicio de la puerta esperando y dejé la boca abierta para que mis
babas pudieran resbalar a través de mi lengua y caer al suelo ahora que yo era
un hombre-perro como ella me había llamado. Estaba tan excitado a causa de
mí mismo que me parecía ver que en el aire flotaban minúsculas moléculas
hormonales que provenían de mi deseo, eran tantas que tuve una profunda
sensación de mareo. Todo estaba repleto de lucecitas que me dejaban ciego y
me tuve que apoyar en el marco de la puerta porque las piernas se tambalearon
y perdieron su rigidez.
A ella no le gustó aquello y me lo hizo notar haciendo sonar su tacón
varias veces sobre el suelo de mármol. Una de sus piernas estaba sobre la
repisa de la bañera y la otra, la que me demandaba, estaba en el piso. La
pequeña jungla de sus pelos negros estaba a unos centímetros de mi cara, a la
misma altura de mis ojos y ella me la estaba mostrando para que yo la
admirara el estado de subordinación que voluntariamente acababa de adquirir.
Cuando se mojó los pelos del coño con su mano yo no sabía qué iba a pasar…
pensé que quizás me quería dar de beber, que quería que succionara sus pelos
y les sacara todo el agua que ella les estaba echando pero estaba tan absorta
en sí misma que no me atreví a acercarme. Recuperé mi postura a cuatro patas
y saqué la lengua para demostrarle que era su siervo aunque ella me ignorara.
Los ojos se me cerraban dominados por la excitación y sentía su presencia
entrecortada por los fundidos negros que provocaban mis párpados. Cuando se
volvieron a abrir, por última vez, ella tenía la mano metida en el bolso que
había dejado junto al váter y sacaba de uno de los bolsillos laterales una
cuchilla de afeitar. Me llevé la mano a la polla sólo para asegurarme que
realmente estaba igual de dura que yo la sentía en mi cabeza. Estaba más,
había una pulsión frenética que lo dominaba todo y una única vena hinchada de
sangre caliente recorría la curvatura desde la punta roja de mi prepucio hasta
donde se acababa la erección. Noté la boca repleta de babas cuando su tacón
sonó de nuevo contra las grietas del mármol reclamando mi atención. Levanté
la cabeza, se irguieron mis orejas, se estiró la cola y la moví ilusoria y
frenéticamente.
-Perro.
Sus ojos aprobaron mi actuación y yo entonces gemí y aullé
lastimeramente, como sino hubiera podido nunca pronunciar palabra humana.
Ella tenía una de esas cuchillas que yo también usaba, los pelos engargolados
se aplastaban contra las hojas de acero indestructible y lo inutilizaban. Con la
habilidad de un herrero sacaba los pelos que antes ocultaban su coño de la
presa metálica en la que se quedaban enganchados. Uno por uno sus pequeños
montículos de pelo pasaban de la piel a la cuchilla y de ésta a las yemas casi
lúcidas de sus dedos. Me temblaron las sienes cuando esos pequeños, oscuros,
espesos y sanguíneos pelos del coño cayeron al suelo del baño. Pensé,
mientras estaba allí, mientras todo sucedía, que una vez que todo se acabara
iba a rellenarme una bolsa en miniatura con sus pelos para guardarla siempre
en la cartera, me detendría en los semáforos y en cada momento de libertad me
la llevaría a la nariz, la haría girar con movimientos concéntricos en la palma
de mi mano. Me asaltaron tantas ideas mientras esos pelos se caían que cuando
levante la vista tenía ante mí, sin haberlo esperado, el espectáculo más
maravilloso del mundo. Blanco como la luz de un día blanco, ahuecado,
bulboso, erecto en la ficción de su hinchazón, con labios caídos por la fuerza
de la gravedad, delante de mí estaba su coño majestuosamente pálido y
afeitado. Sus piernas estaban tan abiertas que podría haber sido el abrazo de
una araña. Me acerqué para verlo mejor. Me llegaron los olores de ese coño
como si fueran primigenios y originales. Quería meter mi nariz entre los labios
y el clítoris, apestarme, lo que fuera y entonces acerqué mi lengua a la punta
de uno de sus zapatos de tacón negros y lo chupé, lo chupé, lo chupé.
DÍA 35. SÁBADO, EN LA ARENA
Llaman a la puerta. Podría ser mi novia o podría ser cualquiera. Ella
venía, entraba y salía constantemente de mi casa. Éramos dos…esa es una
especie de sensación antigua que tengo en mi cabeza, como si algún día
hubiese ocurrido, como una obligación interpuesta por otro. Yo antes hablaba
en plural… ella me lo hizo notar el otro día, que ya nunca usaba el plural, que
mis conversaciones y mis ideas estaban siempre relacionadas sólo conmigo.
No supe como excusarme. No supe porque ni siquiera podía imaginarme que
un día hubiese habido un camino que me llevase a ella de forma voluntaria.
Pensé que eso sonaba romántico y le pasé el pan con una sonrisa, con una
mueca, con lo que fuera que hiciera mi boca en aquel momento. En muchas
otras ocasiones encontrarme en un estado mental tan extraño me habría
empujado a confesarlo, a subirme a la barca de la confesión y abandonar el
sentimiento de separación pero ahora cada uno de esos pequeños estados
nerviosos me dejan sumido en una espiral hacia mí mismo. Separarme de mí,
del estado de confusión y conflicto que empezaba a estar presente a todas
horas en mí era peor que separarme de los otros.
Lo noté al darle la mano a los amigos de ella cuando llegaron.
Estrechamos manos, sonrisas, bebimos licor de café, luego algo más fuerte, los
cubitos deshaciéndose y la mano, mi mano en la cintura de mi novia y todos
normales, completamente normales en aquel bar. Yo comportándome como
ellos e intentando corregir la palabra yo y poniendo en su lugar nosotros y
encontrándome con que inconscientemente la palabra que me venía a la cabeza
era ello.
Me miró con cara rara…yo no suelo hablar de mí en tercera persona, le
dije, para paliar el mal que había hecho pero nadie se rió…mi novia tampoco.
En una época desaparecida yo había sido de esas personas que lleva las
conversaciones, las que se convierten con esfuerzos en el centro de atención,
el epicentro de las reuniones y ahora nada de eso, ahora la copa me helaba la
mano, los olores que desprendía mi novia me mareaban y me confundían y
lejos de estar borracho, que era lo que deseaba, estaba cada vez más sobrio
pensando en aquel nosotros, en aquellas parejas, en las otras parejas que
subían y bajaban las escaleras del bar…en que tarde o temprano, me relajara o
me pusiera nervioso, las cosas iban a llegar al mismo punto de definición que
era o bien la luz del día o los muelles duros de mi cama. Se me hizo el tiempo
eterno, abrazando la cintura ajena de mi novia, rodeado de palabras y
pensando entre trago y trago, algunos desesperados, que dónde estaban los
tipos como yo porque si hasta entonces había habido un sitio para mí debía de
seguir habiéndolo. Como uno cambia de bar, de casa y de círculo de amigos o
de ciudad, de la adolescencia a la edad adulta, ¿donde está la gente cuando
uno debe cambiar de bares, de calles, de amigos y de novias en busca de la
lucidez?…si esto es la lucidez.
Me vi allí, aquel sábado por la noche, sintiéndome como si fuera uno de
los granos de un reloj de arena y ellos, los que me rodeaban, tigres de la selva.
Dos universos tan diferentes que si alguien me hubiese dicho que había estado
soñando lo habría creído.
-Nosotros no vamos a ir, ¿verdad?- dije, dije…recopile toda la
información necesaria para sobrevivir en el mundo.
Mi novia asintió y pegó su extraña cabeza a mi pecho. Luego descubrí, en
el mismo instante en el que levantaba la mano para llamar la atención de un
taxi, descubrí que aquel nosotros nos vamos que me había salido de lo más
profundo de mi deseo y de mi sinceridad se refería a nosotros, a aquel tipo que
una vez se movió tan convencido dentro de mí y hacía su voluntad y al otro, al
invasor,…hacia el que tenía el afecto de un admirador.
Acabamos los tres en la cama. Yo mareado, boca arriba. Mi novia buscó
mi boca y aunque la encontró no tuvo respuesta. El cielo de mi habitación me
daba vueltas y notaba el calor de su cuerpo desnudo junto al mío como si fuera
el peso de una balanza que me empujaba en sentido opuesto.
DÍA 40 (OTRO DOMINGO)
Yo también soy un cerdo como todos los demás, como todos nosotros.
Cerdos por resolución, cerdos por amor, cerdos por dinero, cerdos en las
casas de putas, cerdos con sus mujeres, cerdos y cerdas de mi calle, de mi
tintorería, de mi supermercado.
Todos somos cerdos y cerdas impolutos y trajeados, encerrados juntos en
el ascensor. Son manos de cerdo las que estrecho en la oficina, en una comida
familiar, manos que han estado escarbando entre los orificios del cuerpo, del
propio, quizás tan sólo unas horas antes, quizás antes de que te sirvan el pollo,
la cerveza, antes de que te den el ticket del metro. Hay cerdos y cerdas que te
señalan el camino de la sala de convenciones, que te dan la llave del hotel,
que te llaman por teléfono, que ponen sus manos y sus labios en tu teléfono,
sobre tu libro, en tu hombro, en el pomo de tu puerta y aunque saben que son
unos cerdos, se muestran ante ti impolutos.
Desde que se me ha despertado esta realidad, esta lucidez sobre nuestro
estado humano camino como si estuviera loco. Algo me dice que no estoy
equivocado, una especie de constancia interior, de seguridad, me lo confirma.
Es como el violento que reconoce a otros violentos, el inteligente que
reconoce a otros iguales a él, a mí me ocurre ahora lo mismo, desde que ella
estuvo en mi casa reconozco en los hombres y las mujeres que me tropiezo a
los pequeños cerdos que esconden. Los veo y ellos me ven. Están en todas
partes. Ahora que sé que casi todos somos iguales siento el género humano en
otro nivel. No sé si ha pasado a un estado de degeneración pero sí estoy
seguro de que los hombres y las mujeres han perdido para mí cierta dignidad
artificial, todos y cada uno de ellos. Desde entonces me siento más humano,
nos veo a todos más iguales.
Me parece haber vivido una mentira por mucho tiempo, siempre
ocultándonos, disfrazando lo que somos, veo la mentira. Ahora sé que todos,
al menos una vez en la vida, todos somos cerdos y disfrutamos siéndolos,
enganchados a ese placer. Es lo más profundo de nosotros, el verdadero
animal que llevamos dentro.
DÍA DE ABRIL
Se mueve con total libertad por casa y nunca sé donde la voy a encontrar.
Mi casa se ha convertido de repente en un cubo en el que ella y yo somos dos
piezas locas que se persiguen sin llegar a tocarse nunca y que al mismo tiempo
se tocan a sí mismas continuamente. Apenas hemos intercambiado unas
palabras y sin embargo me encuentro con una sensación de familiaridad
cuando estoy con ella, a lo mejor se está metiendo algo en la vagina, cualquier
cosa que ha visto o usa sus dedos o intenta lamerse como un perro y a mí,
incluso así, se me parece una dama impoluta, vestida y acicalada para la
ocasión. Es por eso que me parece que hay cierta familiaridad entre nosotros,
la familiaridad de la piara cuando retoza en el barro y entre sus propios
excrementos sabiendo que desde fuera puede ser vista como una aberración
pero desde dentro es un acto de placer natural.
-Cerda, te he dicho- me ha lanzado una media sonrisa que he tomado como
una invitación para sentarme frente a ella en una de las sillas del recibidor con
la fija idea de hacerme una paja mientras ella se metía los dedos y tenía uno de
esos orgasmos en los que sólo babea pero no gime.
He reposado mi cabeza sobre la pared y con las manos todavía sobre la
polla me he quedado dormido unos minutos.
Me ha parecido que ella se acercaba a mí pero debo haberlo soñado
porque cuando me desperté estaba en el otro extremo de la casa, acostada
boca abajo en la alfombra, masturbándose de nuevo. Me he tendido cerca de
ella y sólo he podido mirarla porque no había en mí ni un solo grano de fuerza
para ponerme a su altura. Unos minutos después cuando parecía que ya estaba
cerca del orgasmo se ha dado la vuelta, se ha puesto boca arriba y ha dejado
de tocarse. Entre la maraña curvilínea de sus pliegues del coño he podido
apreciar cómo aparecía un pequeño bulto hinchado, su pequeño pene de mujer.
Parecía cansado. Ha comenzado a chupar su dedo índice como si fuera un
miembro diminuto y se ha retorcido como una serpiente hasta dejar su espalda
convertida en una cueva.
Le he pedido por favor que me dejara acabarlo pero no me ha contestado y
ha arrastrado su cuerpo por la alfombra hasta el extremo opuesto donde ha
empezado de nuevo a acariciarse el clítoris cada vez más y más rosa y más
hinchado. Me he quedado subyugado mientras intentaba dominar la ansiedad
que me daba el pensar que habían pasado muchas horas y eso significaba que
el final estaba más cerca.
DÍA 50.
A lo mejor tenía corazón, debía de estar entre las dos bolas de algodón
duro que eran sus pechos. Debía estar en el centro, latiendo, con ritmos casi
exhaustos. Debía tener un corazón de gelatina para no volverse loca porque
sino entre tantos orgasmos le habría explotado. Si hubiera sido un corazón
bulboso de sangre y cartílagos se le habría parado después de tantas horas
pero no ocurrió. Debía de seguir latiendo, esa pequeña bola arácnida
irrompible debía estar dilatándose y encogiéndose continuamente, cada vez
que ella se tocaba, se movía, respiraba. Si se hubiese caído dormida un solo
minuto me habría acercado para escucharlo, habría puesto mi sucia oreja,
como ella la llamó, sobre los huesos de su caja torácica y habría escuchado el
estertor de un corazón inhumano y aunque estaba cansado, aunque estaba
agotado, me habría montado encima de ella y se la habría metido hasta que le
tocara el corazón, hasta que le arañara las membranas que lo cubren y lo hacen
bombear, lo habría hecho, lo haría para darle forma a mi cabeza, para poder
entender qué se escondía detrás de esa piel, de esos pelos duros que
empezaban a nacer debajo de sus axilas, sólo por eso…pero no se quedó
dormida.
DÍA 61.
Me llegó su olor, su aliento. Estábamos a dos centímetros escasos de
distancia. Me llegó como si fuera una bocanada y pude percibir lo que no
había percibido nunca hasta entonces, que eso que ella había puesto entre los
dos era aire muerto. Mi pobre y terrible novia. Cerré los ojos para intentar
contener las arcadas que me entraron. No pude concentrarme. No podía darle
forma a nada porque cada vez que lo intentaba un nuevo ataque de ese mismo
aire muerto se colaba por mi nariz, a dos centímetros escasos de su boca, de
sus labios. Tuve que apartarla de mí, me giré y le di la espalda. Le dije que me
encontraba mareado y no mentía. Su aliento no olía a nada era sólo aire
caliente pero debido a algo, a lo que fuera, me había despertado esa parte
obsesiva de mis pensamientos con la que ya vivía a flor de piel. Quise
ponerme a llorar porque era así como me había relajado cuando no podía
dominar la situación pero cada vez que intentaba una de las vías para escapar
de la ansiedad y del pánico allí estaban los golpes del aire de ella, como si
fueran pelotas calientes, contra mi espalda.
-Apártate- debió sonar a súplica más que a petición porque tuvo un efecto
inmediato pero con un sentido equivocado. Vi su torso incorporarse en el
infinito y me pareció que entraba en una cueva cárnica. Sus tetas colgaban
hacia mí como su fueran a quedarse con mi espacio. Ya no era sólo su aliento
que venía desde las profundidades del tubo digestivo, que atravesaba pelos y
líquidos, ahora también eran las pequeñas amenazas de sus poros, todos juntos
contra mí en un pelotón de batalla. Me tapé la cabeza con la almohada.
Esta oscuro, esta oscuro, oscuro.
-Apártate de mí, apártate- le pedí desde debajo de la oscuridad de la
almohada-. Te lo suplico- añadí.
Se movió con violencia, se separo de mí, de las sábanas, de la cama con
brusquedad. El aire volvió a correr, no estaba limpio pero sí menos espeso.
Pude apartar la almohada y evitar el contacto de una de sus tetas contra mi
cara. Tenía miedo del contacto, no lo quería y me daba asco. Me sentí
aliviado, pero nunca del todo, al ver que la habitación se había quedado vacía
tras mi súplica. Quise marearme y desmayarme pero por mucho que lo intenté
no pude. Me quedé de pie en el centro del dormitorio, casi a salvo, sólo mis
pies tocaban el suelo, sólo mis pies, el resto de mi cuerpo tenía aire suficiente.
Los ruidos de ella sonaban bruscos y violentos por todos los rincones de la
casa.
No oigo, no oigo, no oigo, repito como un mantra. Hace años que no tomo
esas pastillas, no tengo ni una de esas pastillas amarillas y rojas. Respiro
fuerte, intenso, quiero hiperventilarme, quiero caerme redondo al suelo,
quiero, quiero, quiero.
He debido caerme redondo al suelo, pienso cuando me despierto y es de
noche a mí alrededor y tengo los huesos doloridos y la cabeza me da vueltas y
me siento como si saliera de una resaca mortal.
Mi novia ha desaparecido.
DÍA DE ABRIL
-¡Bésame!- , se lo dije yo…primero me lo dije a mí en la cabeza. ¡Bésame!
… luego la miré a los ojos que andaban posados en ninguna parte. No en mí.
Se lo dije buscándolos directamente. No hice un amago de apartarme de la
silla que me levantaba del suelo, no me puse en pie y no comencé a gritar
como un loco, aunque eso fuera lo que quería hacer. Me limité a dejar que la
ira me zarandeara del pecho para dentro.
- ¡Bésame!- …esta vez sí se lo dije aunque no creo que ella pudiera
apreciar ni un gramo de descontrol, no nos conocíamos y no teníamos ninguna
capacidad para reconocernos.
Todas aquellas palabras repetidas una y otra vez le habían transmitido muy
ligeramente mi estado en vías de convertirse en una cosa menos pacifica y más
humana.
Moví mis nalgas, las balanceé sobre la silla de madera para poder separar
más las piernas. Aunque estaba manoseándomela no se me ponía dura. Aquel
nuevo sentimiento del bésame me había anulado de cuello para abajo. Era una
necesidad pueril y emocional y por eso no quise juzgarme con dureza porque
no se me levantara. Después de las primeras horas barajaba la opción de
perder algo la cabeza si me resistía a la naturalidad. Ella era natural, había
dejado la mundanidad en la puerta de una casa que ni siquiera era la suya. Yo
era nuevo en eso y supuse que todo lo que esa mujer hacía y sentía era verdad,
como otras cosas que debían ser verdad y sobre las que yo no tenía ningún
conocimiento.
- ¡Bésame!- qué menos después de todo. Después de tanto espectáculo de
naturaleza difícilmente calificable, me dije.
Me estaba paralizando el deseo y emergía el deseante. Me repetí que qué
eran unos besos pero ni siquiera al decirlo en voz alta me miró o me confirmó.
Hice un amago de levantarme y como si fuera víctima de un resorte abandonó
su postura de parturienta sobre la cama y se escondió tras el cabezal. No se le
movieron las carnes prietas del culo ni las de los muslos, sólo vibraron sus
tetas por unos instantes.
- ¡Bésame!- esta vez sí intenté incorporarme, los músculos que van desde
mis tobillos a las interjecciones de mis rodillas se tensan. Me convierto en un
arco que quiere llevar dirección inexorable hacia ti pero no encuentro ni una
mínima respuesta, nada que me diga que si avanzo un milímetro encontraré
algo, un nada de nada. Debo parecerte un muñeco, un ser frágil y temeroso
porque es así como me exudo delante de ti antes de dejarme caer sobre la silla
para que mi cuerpo y yo, mi cabeza, retocemos y nos lamentemos.
Sigo meneándomela, arriba y abajo, porque quiero retarte pero mis piernas
tiemblan, mis muslos no son como los tuyos cuando se bambolean en el aire.
- ¡Bésame!- es un grito que ha llenado, te prometo que involuntariamente,
la distancia que nos separa. Te lo demando, te lo exijo.
- ¡Bésame!
Mis órdenes no tienen ningún efecto sobre ti sin embargo algo debe
haberte atraído porque ya has puesto uno de tus pies envenados sobre la cama,
luego el otro y has retomado bajo mi voz imperativa la misma postura que te
retuvo a cuclillas unos minutos antes cuando me enseñabas tu coño recién
afeitado.
- Ojos de marsupial, bésame- son susurros y sin embargo mueves la cabeza
porque mis palabras sí las estás escuchando sí sabes lo que te estoy diciendo y
sí quieres que te bese.
- Bésame- pero tú abres las piernas un poco más. Tus pies se hunden en el
colchón y el soniquete conocido de tus labios se mueve con el flujo que
chorreas allá abajo, cerca del precipicio.
No dejo de meneármela porque está dura, porque está otra vez dura, dura.
Tus labios, los superiores, los de verdad, se hacen más lejanos que las
historias que se inventan para los niños.
Bésame… no puedo explicarme porqué no, ¿Cuántos hombres te han
besado? ¿Por qué me haces esto a mí? ¿Qué diferencia hay entre ellos y yo?
Seguro que besaste demás a hombres estúpidos, bocas feas, lenguas con sabor
a salmón y a azúcar morena, a cenizas, y me tienes a mí así. Mírame, no ves el
ejercicio de tensión, mira el espectáculo erguido de mi buena voluntad, aquí,
aquí abajo, por ti.
Tus dedos se acercan al orificio húmedo que tienes por epicentro porque
me estás escuchando y eso te está excitando porque eres débil como otras…
por fin, a las palabras.
- ¡Escúchame!- grito, con la escasa fuerza que me insufla tu
reconocimiento- ¡Tú! Tú que has metido la lengua en los recovecos de dientes
rotos de otros durante más de una década, ¿por qué no en mí?, ¡eh!- ¡Te estoy
hablando a ti!
Te acompañas con la otra mano, de forma profesional tus dos dedos
índices mueven el péndulo armonioso y rosado que es tu clítoris en ebullición.
- Bésame- besa a quien te desea, a quien ve más allá de la mera carne
abultada que son tus labios, al que atraviesa el deseo, bésame como besaste a
aquel hombre quince años mayor que tú en un bar a oscuras, a tu primo en el
jardín de tus tíos cuando eras una niña, bésame como cuando te pasabas las
horas con tu primer novio encerrada en el baño de la escuela, igual, hazlo
igual que con aquel tipo que dejaste que te metiera la lengua después de un
paseo en moto, aquel otro cuando estabas borracha, el otro por ese acento
sugerente, a mí, ¡bésame!, que también tienes un motivo o es que acaso no
estoy dándole vueltas al sol como tú.
DÍA 63. EL LOCO DE LA OFICINA
Cuando las puertas del despacho se abrieron como pestañas e hicieron
brillar el parqué color cerezo intuí que todo aquel espectáculo de
grandilocuencia iba a tenerme como objeto. Detrás de las puertas correderas
estaba la calva incipiente pero moderada de mi jefe, un cuarentón atlético
cuyos trajes le apretaban hasta hacerle parecer que sentía nauseas cuando te
hablaba. Quisiera hablar contigo, me dijo, pero no le habría hecho falta porque
inconscientemente y deslumbrado por la luz más cegadora que había visto en
semanas ya había dado un par de pasos hacia la sombra que había sobre su
mesa de despacho.
Tuvo que seguirme, él y su mirada, y ambas ya se habían percatado de que
había algo raro en mí. Supongo que era el olor del semen, de tenerlo tanto
tiempo en las manos y en las piernas y de no habérmelo quitado porque había
dormido sólo un par de horas, justo en el momento posterior a mi última paja.
Lo vi ridículo en aquella postura, parado frente a mí olisqueándome. Yo me
hice con la silla, bastante más cómoda que la de mi cubículo. Se sentó al otro
lado y entonces acompañado por esa luz perversa empezó a darme todo
vueltas. Las manos me sudaban y los pies también. No me ofreció un café
como había hecho alguna vez cuando me palmoteaba en el hombro. Se mantuvo
rígido al otro lado de su flamante mesa y abrió la boca, movió los paladares,
manejó la lengua de derecha a izquierda y hacia fuera como las serpientes
mientras me clavaba los ojos. Sus gestos faciales llegaban tan abotargados por
su cuello aplastado a manos de la corbata que no podía quitarme de la cabeza
la idea de que ese hombre extraño iba a explotar delante de mí, lo veía como
una enorme caricatura que hablaba un lenguaje del que yo no entendía una
palabra.
-Si yo estoy de acuerdo- estaba de acuerdo con lo que dijera porque si
tenía aquella cara tan seria y agitaba papeles compulsivamente sólo podía
significar que tenía la razón o al menos la más válida de las dos.
-¿Estás de acuerdo entonces? Y qué solución propones- dejó los papeles a
la vista y ya menos perturbado y aprovechando el cielo nublado que me brindó
una nube supe que lo que me había soltado enfrente con la intención de
ilustrarme eran los auditoria de la semana anterior. Recuerdo que aquella
noche, la anterior a la auditoria, también había estado haciéndome pajas y
mirando porno en internet hasta que amaneció. Me había dado por vomitar
café todo el día y me dolía cada una de las partículas del esófago sin
distinción.
-Si dicen que hay desequilibrio es que hay desequilibrio- bajó su cuello y
miró los papeles otra vez.
Yo hice lo mismo por empatía y para poder saber a qué se estaba
refiriendo. Tenía la boca seca y no le contesté para que no se me quedara sin
necesidad alguna como lija. Por un momento ni siquiera pensé en que
estábamos hablando de trabajo y lo que temí fue la aparición de alguien, de
algún servicio social, si es que existía, de policías o de loqueros con camisas
de fuerza, cualquiera de esas cosas que pasan en el mundo alejado de los
enfermos mentales. Mi polla me pareció muy culpable en ese momento, sobre
todo porque aprovechó para empezar a ponerse dura, por la tensión.
-¿Estás bien?- mi bragueta era una tienda de campaña infantil. Me dio
tiempo a asentir.
-¿No crees que deberías irte a casa?- él no me podía detener, quizás
todavía no era presumible de detención lo que yo hacía. No caí hasta la tarde
que estaba todo en la moral. En aquel momento puse una mano sobre la
curvatura cada vez más evidente del pantalón.
-Tú has sido siempre muy bueno en esto y a lo mejor sólo es presión-
presión de los calzones sobre mi riego sanguíneo en erección, detente
saboteadora -no es un despido, no quiero que lo entiendas así…vamos a
manejarlo como una colaboración. No vamos a prescindir de ti, ¿me escuchas?
Tú le has dado dinero a esta empresa y todos lo sabemos. ¿Me escuchas?, oye,
¿me estas escuchando?
Los términos del acuerdo son los mismos que si me hubiese dado una
embolia o estuviese a punto de una jubilación.
-En la nómina va a aparecer como colaboración. Esto es currículo, sigue
siendo currículo- no es necesaria, me remarca, mi presencia en la oficina -va a
haber una reestructuración, sin confirmar, no puedo decirte por ahora. -
Recoge los papeles que había expuesto con determinación -quizás es el
momento para que te prepares unas oposiciones…eso es trabajo bien pagado
para toda la vida. Dos años de sacrificio, pero qué es eso para cuatro meses
de vacaciones al año. Eso, y te lo digo como amigo, eso es lo que te
convendría.
Ya se ha puesto en pie, las cremas de su cara brillan con los rayos del sol.
Estira los brazos como si tuviera algún músculo atascado o engargolado y
eleva la voz ya todo el tiempo. Se mantiene alejado de mí lo suficiente, creo
que es por el olor del semen que todavía no ha reconocido y que debe
confundir con el del sudor o del mal aliento.
La luz sigue siendo cegadora, a lo mejor es la última vez que nos vemos
ese hombre y yo, cabe la posibilidad de que él muera desintegrado. Puedo
poner por primera vez en mucho tiempo la espalda erecta cuando nos damos
un apretón de manos. Soy yo el que se da la vuelta y lo pilla de forma
sorpresiva, su cara se pone alerta. Sostengo su mano con fuerza, mis palmas
sudan, como siempre, me permito esta última licencia porque no puedo
evitarla. Le estrecho la mano que sostengo con más fuerza, en su cuello ancho
de jugador profesional cruza una nuez nerviosa.
-Y… ¿qué decía la evaluación?- sí huelo, fuertemente. Mi brazo entero
tiembla de la presión del esfuerzo.
Sus ojos miran a los míos y se expanden a la misma velocidad que si se
hubiesen tomado un éxtasis. Le sonrío insistentemente y nuestros dedos ya son
una amalgama sin concierto.
-Separación de la realidad.
Su mano se lleva la mitad de mi sudor.
DÍA 67. MI NOVIA ES UN MONIGOTE
Me preguntó si estaba viendo a alguien pero yo no entendí la pregunta y así
se lo dije. Eso la enfado más. Se lo hice notar, le dije que no sabía a qué venía
todo aquello. Ella me dijo que intentara hacer memoria y yo lo hice. No
encontré nada.
Estaba más nerviosa que de costumbre. Fumaba y se tocaba el pelo, a
veces con esos movimientos tan constantes las dos pulseras que llevaba en su
muñeca derecha colisionaban y hacían el ruido de las llaves al chocar. Para mí
todo sucedía a cámara lenta.
-Es que yo creo que tú no tienes ninguna intención en esta relación- eso me
dijo, rechazando con una mano el café que le había ofrecido.
Yo me senté frente a ella. Ella iba en ropa de calle y a mí me había pillado
toda aquella situación con unos pantalones de los que usaba para ir a la playa
en vacaciones y despeinado. No sabía cómo reaccionar.
-No sé a que te refieres con eso- le dije intentando centrarme en lo que
ocurría. Y entonces vino toda esa verborrea de por qué no nos vemos, de que
ya no la abrazo ni la quiero tocar, que en las últimas semanas no la he llamado,
que ya no estaba distante sino ausente y ese tipo de cosas que para ser lunes en
la noche me dejaron completamente desubicado.
Creo que yo estaba asintiendo porque mi cabeza se movía, no sé si para
arriba y para abajo o para los lados.
Quise concentrarme, prestarle más atención a lo que estaba ocurriendo
pero no podía, mis capacidades se encontraban hasta cierto punto bajo los
efectos de una sensación triunfalista.
-¿Has dicho triunfalista?- me preguntó.
-¿Quién yo? ¿Triunfalista de que?- debía de estar pensando en voz alta.
Su voz me sonaba más fuerte que otras veces, más grave, y yo debía
parecer a su lado un perro acobardado, aunque quizás habría sido más
correcto identificarme como un perro sobresaltado por las circunstancias.
Le ofrecí una cerveza, me dijo que dejara de ofrecerle cosas y le prestara
atención y yo no sabía cómo decirle que no podía. Me bebí mi cerveza y la
suya mientras ella me decía que no podía explicarse ese cambio en mí y
algunas otras cosas que a veces me parecieron reales y a veces completamente
ajenas a la realidad.
-¿Tú me quieres?
Yo asentí.
-¿Y entonces que quieres? Quizás podemos dejarlo por un tiempo.
Quise decirle que sí. Se lo dije. Le dije que me encontraba atravesando
una etapa personal difícil. Me contestó algo así como que lo sabía, y el ruido
de su voz y de sus pulseras chocando me impidieron dejar de verla como lo
había estado haciendo los últimos meses, como si fuera un monigote.
Un monigote. Yo tenía sentado en el salón de mi casa, en el sofá de mi
casa, a una mujer monigote. Me parecía ver los hilos que la movían, los que
movían sus manos y su presencia y sus frases y ese misticismo vacío de sus
ojos treintañeros.
Desde la última vez que la había visto habían pasado seis días. Mi casa le
debía parecer una leonera. Sus fotos y las mías o todas esas en las que
estábamos juntos ya no estaban en ninguna parte. Había alguna revista porno
por ahí. Los vinilos que había estado escuchando estaban tirados por el suelo.
Ella vestida de rojo y negro, maquillada, con pintura sobre los párpados y en
los labios, era un monigote irreal en mi casa. Quise extirparla para devolverle
a esa cueva que era mi apartamento la calidad de humana.
-Entonces, ¿tú que dices? ¿Quieres que nos demos un tiempo?- me miró
con aquellos ojos que tenían color artificial sobre sus párpados.
-Sí, sí. Deja que yo me ponga en contacto contigo cuando esto se pase.
-Esto, esto…y por qué no me dices qué es esto.
Yo me hice la víctima, clavé los ojos en el suelo. Quise ser educado.
Nos abrazamos en la puerta. Bueno ella me abrazó y yo puse mis brazos
alrededor de su espalada y su cintura. Me besó en la boca. Toda ella olía a
muchas cosas, a su ropa, a su perfume, a su maquillaje, a su champú y a su
mascarilla. Desapareció detrás de la puerta del ascensor y yo me quedé
esperando hasta escuchar caer la puerta principal sobre su marco porque eso
significaba que sabiéndolo o no esa mujer monigote que había sido mi novia
hasta hacía dos minutos salía de mi vida nada más y nada menos que por la
puerta grande, al menos por la única que tenía el edificio.
Regresé al salón después de escuchar el portazo liberador y me percaté de
que parte de esa mezcla de olores que ella había traído se había quedado allí
dentro. Quizás lo había estado pensando durante todo ese tiempo, esos meses,
pero no me había dado cuenta antes, no pude haber siquiera imaginado de
forma consciente cuan artificial era esa mujer y como pertenecía al mundo del
que yo voluntaria o involuntariamente me había visto expulsado.
Pensé que con su ida se iba el último lazo que me ataba a una vida
anterior. Pensé que cualquier cosa podía pasar a partir de ese momento. Me
dejé caer con todo mi peso sobre el sofá, unos minutos más tarde ya estaba
dormido en un estado de profundidad que tenía las características de un
abismo. Dormí como si hubiese estado en una cámara aislado del ruido del
mundo, dormí con la extraña sensación de sentirme cayendo en picado en una
espiral intensa hacia el silencio. No supe si es que me había desmayado.
DÍA DE ABRIL
Me habían hablado de ella. Me habían dicho que lo hacía sólo por el
placer de hacerlo, por la lujuria sexual, que debía ser una mujer casada
aburrida. Entonces no me importó que ella fuera una especie de bien comunal
pero ahora que ya la conozco me entraron todos los celos del mundo. Mi frágil
muñeca placentera y multiorgásmica, me pregunto cómo otros pudieron decir
eso de ti, hablar de ti si ni siquiera tuvieron los ojos para verte como yo te
veo, en toda tu belleza. Siento unos celos endemoniados y profundos mucho
más profundos que cualquier tipo de amor a causa de todos esos hombres que
te han podido ver en sus casas, en sus cubículos indignos, hacer lo que has
hecho en mi casa.
Me pregunto si yo les diría a otros de ti, si yo querré que otros te llamen
para que te conviertas en un fantasma masturbador, en la figura gótica de su
casa, en algo sin precio. El mismo día que te conocí temí por ti, por tu futuro
incierto, por el momento en el que abandonaras mi casa, por el momento en
que me quedara solo con tu fantasma, esta vez un fantasma de verdad,
inexistente, dando vueltas en mi cabeza.
Quiero decirte mientras todavía pisas el piso desnudo de mi casa que en
honor a ti pondré dos piedras negras sobre la mesa del salón, dos cuarzo que
se parezcan a los ojos muertos y profundos que tienes y me masturbaré, me
haré pajas de día y de noche delante de ellos con todo mi amor, con el propio
y con el sexual. Si sólo pudiera acercarme a ti, pienso cuando todavía estas
viva y humana frente a mí, si sólo pudiera rozarte con las yemas de los dedos,
con la mínima capa de piel de la yema de los dedos, uno de esos pezones
color chocolate, los pelos que rodean tu ombligo y van camino de tu coño, la
lengua, la punta de tu lengua, el hueco salivoso de uno de tus dientes, los pelos
duros recién afeitados en las proximidades de tu ano, el hueco de tus orejas, si
pudiera, entonces, me quedaría mucho más tranquilo, ya no pensaría como
pienso ahora en comerte, en masticarte. Me volvió loco esa distancia física y
esa cercanía real y geográfica, esa mixtura sexual y mental de respiraciones y
babas y de poca vergüenza en la que estuve metido contigo por diez horas
interminables y hermosas.
Me dormí sobre el brazo del sillón mientras tú te tocabas otra vez y tuve
un sueño, soñé que te cortaba la cabeza, no que lo hacía yo con mis propias
manos porque sería incapaz de separarla de tu hermoso cuerpo. Soñé que tu
cabeza estaba cortada pero seguía viva y tenías la boca perpetuamente abierta,
yo tenía la polla muy dura y te la metía en la boca y tu lengua se movía. Tu
cabeza estaba sobre el televisor y yo te la metía y te la sacaba. Parecíamos
felices, yo no paraba de reír. Por eso me desperté en el sillón con todo duro
otra vez, hasta los huevos se me pusieron como piedras y en toda la zona
alrededor del ano los músculos siempre imperceptibles se pusieron tan tiesos
que dilataron el agujero del culo esperando que tú fueras a meterle el dedo.
Quise ser un animal para tirarme sobre ti pero en lugar de ello me llevé el
dedo índice a la boca y lo chupé un par de veces. Antes de metérmelo por el
culo me acaricié todas esas arrugas endurecidas que rodean mi agujero lleno
de pequeños pelos viejos. Me metí el dedo hasta que la palma de mi mano no
pudo moverse ni un milímetro más. Para entonces ya me había olvidado de ti.
Mira lo que son los deseos animales.
DÍA 80. ENCUENTRO FAMILIAR
He estado esperando toda la noche cualquier tipo de cambio en mi línea
habitual de comportamiento. He pasado la madrugada intentando contener los
pensamientos, haciendo de la constricción mental un ejercicio, para poder
pasar estas horas de la forma más natural posible. Lo único que he conseguido
son unas ojeras bulbosas y palpitantes que me bajan hasta los huesos de las
mejillas y una sensación de sequedad en la boca como la que dejan algunos
ansiolíticos o las pastillas para los dolores de la regla de mi novia. Más de
una vez aquellos antiespasmódicos acabaron produciéndome corrientes de
fluidos que me hinchaban las venas de la cabeza.
Esta mañana no tomé nada, ni siquiera para mantenerme despierto. Abrí
los ojos, los traté de expandir para mostrar interés, felicidad y normalidad en
un único gesto ocular cuando mi madre abrió la puerta y clavó los suyos, sus
ojos, mucho más habituados a la normalidad, sobre los aros fosforescentes y
extraños que debían ser los míos.
-Traje algo para beber- le dije mientras me besaba y dejaba el lóbulo
gacho de su oreja prácticamente sobre mis labios. Su abrazo estuvo
almidonado por la terquedad de una de sus familiares camisas duras.
Durante muchos años fui su preferido, sin adivinar nunca por qué. Sus
afectos siempre se tejieron sobre mis hermanos y sobre mí como la red de una
araña. Iban desde las necesidades más básicas a las más triviales, a las que ni
siquiera podríamos llamar necesidades. Hace muchos años que siento una
lejanía racional y educada hacia ese tipo de amor maternal. La palabra
maternal se ha quedado para las relaciones con mujeres en el ámbito sexual
amoroso pero todo lo que tiene que ver con ejercicios habituales de madre se
me hace tan extraño como los marcianos o los peces. Si mi madre sacara ahora
dos antenas de debajo de sus pendientes de oro en forma de cascada de frutas
mi asombro ante la relación que nos une, ese afecto sin nombre y sin esfuerzo,
seguiría intacto.
-Te ves desmejorado- me dice haciendo hincapié frenético en la ese con la
intención, ya olvidada por la costumbre pero al fin y al cabo intención, de
hablar un idioma rimbombante y separador de clases.
-Tus primos, tus tíos, tus hermanos…- suspira un par de veces y el olor de
sus cremas de barniz sobre la piel ya me ha mareado -…todos esperándote y
tú llegas tarde. Has estado trabajando, ¿verdad?
Vamos de la mano, ella arrastra la mía que en ese momento tiene las venas
marcadas como si fueran los ríos que van a Iguazú, hasta la altura de mi codo.
Le hablo del trabajo, de una posible promoción diferente, le matizo, y ella
sonríe como siempre que algo tiene que ver con los eslabones y las cadenas se
hace presente en sus oídos. Están todos sentados. Las alas de madera de la
mesa flotan sobre las piernas de mis hermanos y mi padre. Mi padre preside
un lado y a mí me toca el de su derecha. No soy el primero en la línea de
sucesión de esa cosa extraña que forman mi padre y mi madre pero es como si
lo fuera porque mi hermano mayor ha sido siempre un escurridizo. Levanto los
dedos sobre el mantel, apenas unos centímetros, y el primogénito que está
sentado junto a mi cuñado en el otro extremo de la mesa me responde de la
misma forma. Mi padre está desesperado por comer.
-Vaya cara, sobrino… ¿qué has estado haciendo?- la voz es la de mi tía y
debo ser yo el aludido porque mi hermano ha vuelto a hacer de prestidigitador
y ha desaparecido ante los ojos de todos. Yo lo acuso con un nuevo gesto de
mis dedos sobre la mesa, yo lo puedo ver y el resto de mi familia parecer
guardar respeto a una silla vacía.
Opto por dar respuestas, las fusiono con la imaginación para dejar
satisfecha a la audiencia que siempre es mi familia.
-El trabajo, tía, el trabajo…- bajo la voz, media sonrisa, miro el plato,
levanto la ceja -ya sabes que yo.
Sonríe. Me quiere imaginar saliendo de copas, en bares oscuros y llenos
de mujeres con minifalda. Siempre ha sido así, con una pizca de alma de
ranchera. Me mira como si yo fuera uno de esos hombres que están rodeados a
todas horas de mujeres, es porque ya supieron de la ruptura con mi novia.
Creen que he vuelto a lo de antes, a lo que ellos volverían si pudieran, a la
soledad instantánea de los bares que desde fuera parece glamour de
testosterona y no lo son.
Comemos y nos reímos. Mis pensamientos vienen y van pero no hacen su
presentación en público. Hablamos continuamente de situaciones de éxito, en
todas sus vertientes, aunque no nos demos cuenta. Las cosas van mucho mejor
de lo que esperaba y hablo con mi prima de los últimos pronósticos
matrimoniales, otros hablan de fecundidad, un par de minutos después del
cáncer y de los críos, de todos los tópicos de todos los días. Estoy tan
orgulloso de mí cuando le acerco a mi padre la caja que contiene los terrones
de azúcar que siento incluso un desproporcionado sentimiento de afecto hacia
todos ellos. Es entonces cuando el reflejo desfigurado en la hoja de un
cuchillo que alguien olvidó en la batida de recogida me devuelve parte de mí.
Ese gesto estúpido, una sola mirada a un cuchillo abandonado, se convierte en
un acto criminal para mi cabeza debilitada por la botella de vino que me he
bebido brindando, festejando y aullando mentiras de normalidad. Después de
los dos golpes de orujo y las cerezas envueltas en 115 días de oporto ya sé que
estoy perdido y borracho y ese reflejo mínimo, y alargado, me ha devuelto a la
sobriedad, peor que a eso, a la parte más solitaria de la que hago gala en mi
borrachera. Cuando el pedazo de cerámica en el que está el azúcar llega hasta
el radio de acción de las manos de mi padre mi mirada debe haber cambiado.
Siento cierta desesperación momentánea. Para ello vine preparado.
Me apoyo en el mantel blanco de las celebraciones para más de 10
personas con la intención de ponerme en pie. He estado practicando desde
hace días para cualquier incidencia de este tipo. Arrastro la silla. Ya estamos
solos, la silla y yo. El vacío a recorrer entre el baño y yo. Voy recuperando a
pequeños suspiros la tranquilidad respiratoria, que al final de cuentas es la
mental, y emprendo el camino al baño más lejano de la casa. Paso por las
decenas de fotografías que están apostilladas entre las veladoras y las
estanterías del pasillo. Allí estoy yo, un par de veces en blanco y negro, un
paisaje que se nos olvidó a todos, mis hermanos, unos críos, unas fotos
ridículas de estudio, una vieja que ninguno conoció, una foto tumbada por la
mano pringosa de uno de los niños. El verde azulado de las cenefas que
conducen al baño. La respiración se hace controlable hasta el punto de que se
ha hecho prácticamente imperceptible incluso para mí. Piso uno a uno los
huecos de la misma alfombra pasillera que pisé otras tantas veces, que pisaron
mis hermanos, aquella que era mi novia y aquel que era yo.
Cuando mi mano alcanza el pomo de la puerta del baño ya me llegan claras
y sin eco las palabras que están compartiendo sobre la mesa. Libres de eco en
mi cabeza hasta tal grado que estoy a punto de darme, irracional y
apasionadamente, la vuelta para sentarme junto a ellos, entre ellos, siento el
dorado del pomo girarse sobre la palma sudorosa de mi mano. Al principio
estos estados de euforia me hacían dudar, ahora sé que son la clave para saber
que sigo un paso más adelante sobre el proceso desconocido que soy yo
mismo.
Ha sido por inercia que al sentarme en el váter me descubro
manoseándome como si se lo hiciera a otro. Ya la tengo muy dura para cuando
me pongo a buscar algún aliciente erótico. No puedo evitarlo cuando me
concentro en las mujeres que he visto dos minutos antes. No es demasiado
exótico y completamente predecible. Vienen a chupármela y se ponen en cola,
de rodillas, luego ellos también, cuando va a llegar a la boca de mi cuñado ya
me he corrido y no me dado tiempo prácticamente a poner esa mirada nebulosa
que uso para ponerme cachondo. Estiro las piernas hasta que se tensan los
pies. Trabajo hecho. Sacudo los dedos entre el hueco de las piernas y veo caer
la masilla blanca de mi sosiego al fondo. Para cuando vuelvo a la mesa la
cucharilla todavía da vueltas en la mano de mi madre haciendo del café un
epicentro energético sin igual. Mi hermano me lanza un juego de dedos desde
el otro extremo de la mesa. En la otra mano tiene unas migajas, hechas ya
todas perfectas bolas de pan. La cabeza de una de nuestras primas está girada
sobre él y mientras a mí me ofrece su perfil a él le lanza una y otra vez las
emisiones de su voz sobre sus mejillas con marcas de acné viejo. Mi mano le
responde repitiendo la misma tradición de los últimos 30 años. Mis dedos sin
embargo estaban sacudiéndose el chorro de semen dos minutos antes, quizás
los suyos también.
-¿Te pongo más café, hijo?- mi padre ya tiene la cafetera inclinada en las
alturas con sus manos. Lo miro a los ojos y asiento, por no contradecirlo.
Cuando acerco los dedos al asa diminuta e inverosímil de la taza no puedo
quitarme de la cabeza a mi padre, a todo él, a mí y a ese mí hace unos minutos.
Cuando comparto con mi madre el poder de crear maremotos de café no
quiero ni pensar ni vislumbrar este abismo que hay entre todos nosotros.
Barreras infranqueables de individualidad. Siento la presencia de todos ellos
y me pregunto si desde sus sillas, a pesar del roce del mantel sobre el dorso
de sus muñecas, pese a la presión de los zapatos sobre los pies, de los
pliegues de la barriga, pese a la gravedad que hace que sus pelos pesen sobre
sus cabezas llenas de raíces, si a pesar de eso ellos también estarán
controlándose, autoinflingiéndose una disciplina férrea y dura para poder
seguir sentados interpretando su papel de hombres con tanta coherencia. Me lo
pregunto de forma incontrolada hasta que la mano de mi tío sostiene la mía y
acaba con el movimiento frenético que ha hecho que el café se esté vertiendo,
ante el asombro de todos, fuera del platillo, sobre el mantel, mientras yo no
puedo dejar de girar la cucharilla, sin darme cuenta.
Un rato más tarde
-¿Sabes que una vez tuve una mujer en mi casa durante más de diez horas
masturbándose?- se lo dije con una actitud completamente plana, la misma que
hubiera utilizado si le hubiese querido contar que había visto tres sesiones
seguidas en el cine. Eso debió ayudarle a interpretarlo a su antojo, aquella
mirada y aquel rictus plano, le hicieron pensar que yo era un depravado de
primer orden.
-¿Qué me quieres decir con eso? Yo creo que te has confundido…yo no
soy del tipo que hace esas cosas- me dio la impresión de que quería parecer
tranquila aunque parte de su cuerpo se había ido instintivamente hacia atrás.
Quizás sólo unos milímetros pero se me había hecho perceptible.
-No mujer, si yo tampoco soy de esos…a parte aunque fueras de esas yo no
estoy muy seguro de que quisiera vivir un día así otra vez- la miré porque
acababa de contarle el argumento de la película, exactamente igual -no veas si
te deja cansado.
Entonces su cara adoptó un gesto contrariado que venía de decir, sin
palabras, hasta aquí hemos llegado.
No recuerdo qué contestó a aquella frase inocente pero sí que después de
esas palabras, perdidas entre la música y el ruido, me dio la espalda y se fue
hacia donde estaba la otra mujer con la que había llegado al bar, apostillada
sobre la barra. Me hubiese gustado poder argüir una disculpa sincera, decirle
que yo no pretendía ofenderla, pero temí que la culpa no había sido
completamente mía, que posiblemente ella era una de esas mujeres que se
sentían ofendidas con mucha facilidad. Tenía todo el aspecto de ser una de
esas personas inseguras de las que está lleno el siglo este. La miré, con la
misma vehemencia que si no nos hubiésemos conocido nunca, la vi ponerse la
chaqueta, enrollarse una espesa bufanda al cuello y enfundarse en unos guantes
de piel. La última imagen que tuve de ella fue la de su espalda abrigada junto a
la puerta que daba a la calle nocturna.
Es curioso porque yo le conté todo aquello porque me había caído bien,
porque había algo que se me había hecho familiar y me había dado confianza
con su forma de contestar a todas las demás preguntas de nuestra
conversación.
Mientras los cubitos me aguaban lo que había sido un ginctonic más fuerte
de la cuenta, me dio por pensar que seguro que si en vez de haberle confesado
aquello le hubiese dicho que una mujer que quería, una novia, una esposa, un
lo que fuera, me había dejado después de estar conmigo un tiempo y lloraba
sus penas se lo habría tomado mucho mejor. Lo sentí por ella porque lo que yo
quería decirle, empujado por esa falsa familiaridad de bar, era que mucho más
importante de lo que había sido mi novia y mi novia antes de mi novia, habían
sido aquellas diez horas con la mujer masturbadora en mi casa. Un cataclismo,
me hubiese gustado añadir, si se me hubiese permitido añadir algo para darle
interés.
El golpe mudo de la puerta se azotó detrás de ella y la hizo desaparecer en
la noche helada de allá afuera. Me sentí un poco mal por aquella desconocida
que había pasado de estar hablado conmigo a andar por las calles empedradas
y frías en busca de otro bar o de un taxi para ir a casa porque a lo mejor, me
dije, yo era uno de esos tantos tipos que a lo largo de su vida le habían
estropeado las noches de viernes.
Me terminé la copa y fui a pedir otra, si el tiempo seguía igual de frío no
iba a salir a la calle, no por lo menos hasta que lo hiciera la luz del día.
DÍA DE ABRIL
Creo que han vuelto a cambiar al tipo que vende las entradas. Este debe
tener veinte años, cuanto más jóvenes menos aguantan. Si son demasiado
jóvenes siempre pasan algo asustados durante las rondas que tienen que hacer
cada media hora. Hay muchos tíos con el pito fuera y eso, aunque no se vea
claramente, los acojona. Algunos de estos jovencitos están tan flacos que
podrían pasar por mujeres. Todos tienen esa misma cara de molestia cuando
pasan entre las filas con la linterna en una mano y la otra cerca de la nariz,
supongo que para evitar el olor a semen y desinfectante que siempre hay en esa
sala.
El chico nuevo ni me mira directamente a la cara cuando me pasa el vale
de entrada, previamente cortado por la mitad. Si se hubiese dignado a hacer un
sólo movimiento de cabeza podría haber visto el gesto de desaprobación del
que yo estaba haciendo gala desde que le di el billete de veinte. Mi queja
sordomuda sobre la desaparición del día del espectador muere
inmediatamente y sin repercusión.
Como casi siempre en la mañana sólo hay un par de hombres sentados en
las filas intermedias. Yo contribuyo al juego humano de damas poniéndome en
el otro vértice vacío, junto al pasillo. “Espermas en el menú” no es una de mis
películas favoritas y no mejora mi opinión sobre ella que esta sea la tercera
vez que la veo pero no hay muchas más opciones. En los cines porno no
cambian casi nunca las carteleras y aquí estamos los de siempre viendo las
mismas caras de placer, casi memorizadas. Bajarte el porno en casa es más
cómodo pero no tiene ese aliciente que siempre es el sexo en grupo del cine.
Esta es la única orgía silenciosa y personal a la que he acudido en mi vida.
El chico de la caja de metal de las entradas está haciendo su vuelta de
rigor. Pasa tan alejado de los sillones que están ocupados que si me dijeran
que es un muñeco de cartón y no un hombre me lo creería. Desaparece detrás
de la cortina plastificada que da a la calle y aprovecho para tocarme un poco
la bragueta ahora que las tres protagonistas de la película empiezan a ponerse
cachondas. La fila de asientos de delante me tapa lo suficiente como para
permitirme un libre albedrío. Me tiro para atrás y me deleito con el juego de
clítoris de la pantalla mientras ya, sin cortaprisas, me la saco. Se sale porque
ya está lo bastante dura como para abrirse camino al mundo sola. En esta
rutina cinéfila lo mejor es no apresurarse. Al principio pagaba el pase de una
película y sólo estaba quince minutos, me dejaba llevar por el calentón y antes
de que nada, ni mínimamente, chorreara en la pantalla yo ya me había quedado
pegajoso y el asiento de delante era protagonista de la euforia. Ahora poquito
a poco, sin prisas, un gourmet. Sólo hace falta estoicismo, como para
cualquier cosa en la vida. Está dura pero es paciente. Está casi tan dura como
la que le van a meter a esa en cuanto ponga las nalgas, igual que la mía.
La chica se retuerce, yo me retuerzo. Me pregunto cuándo empieza todo,
cuál es el primer paso para que uno se vea así. Yo ya no creo en los amigos ni
en la familia ni en las mujeres ni en el cambio ni en las mejoras ni en las cosas
nuevas. Yo, desde que me vengo observando con tanto detalle me doy cuenta
de los demás, de sus humanidades y me doy cuenta de que yo soy igual, no hay
diferencias.
Acaba de entrar la tercera en discordia, esta tiene cara de no haber roto un
plato en su vida, a ésta va a ser a la que le metan las dos al mismo tiempo. Los
lugares en los que habitamos son tan solitarios, todos están llenos de gente
sola, en los bares, en la calle, en la reunión de mis amigos, en mi familia,
todos solos con sus conciencias de trébol de cuatro hojas. Esa se la mete
doblada, no sé como tiene la garganta pero sino es que se la mete por el
esófago. No se me pone más dura porque eso significaría que se me está
reventando. No se puede estar más cachondo.
Debe ser el momento en el que uno empieza a encajar un poco más consigo
o definitivamente nada con el resto. Es un sentimiento tan real como todos los
demás y con una única pregunta, ¿qué hace uno exactamente cuando sabe de
esta necedad de vida? Como se come el semen ésta me pone muy loco, más
loco que si me la chupan a mí.
Yo en un momento de mi vida, doy fe, pertenecía a otra gente y ellos a mí y
vivíamos juntos aunque no me acuerde ni de cómo ni cuándo. Para mí un día
todo fue conocido. Vivan las camareras calentitas de “Espermas en el menú”.
DÍA 145
Debía estar expresándome como una de esas personas que hacen las voces
de las máquinas de tabaco porque no noté los altibajos de mi propia voz en el
teléfono.
Su respuesta, al otro lado, me sonó algo ahogada pero no supe si era causa
de la sensación metálica que siempre produce el cable. Su voz aguda dijo algo
así como “adiós” y después de un breve y oscuro silencio colgó. Yo no me
quedé mucho tiempo más con el auricular en la mano, exactamente el mismo
que necesitó la conversación con ella para pasar a un plano tan alejado como
las mentiras de las que ni me acuerdo. No supe si todo aquel drama telefónico
había sido provocado por mí, si era producto de un mal entendido o de un acto
de mala educación por mi parte.
Por unos instantes la cabeza me traicionó y pensé sobre la posibilidad de
levantar el auricular y marcar el número de su casa. Me detuve asaltó por una
especie de evidencia corporal, ¿no era esa idea, el volver a llamarla, una idea
aprendida y social, repetir otra vez los mismos patrones conocidos y probados
con anterioridad con ella y con todos los hombres sobre la tierra? Se me heló
la sangre como casi siempre que caía presa de la lucidez y las cosas me
dejaban expuesto como un pelele en la palestra. Se me alteró un poco el pulso
y el aire dentro de casa se hizo más espeso de lo normal. Los estados
nerviosos ya no me producían inquietud, tampoco en el buen sentido, eran
pequeñas señales de mi torpe entendimiento, una nueva forma de vida. Ya no
estaba alterado cuando salí a la calle, sólo sentía cierto peso sobre la cabeza
por haber estado enganchado a internet durante todo el día. Me crucé con un
tipo que hacia gala de una cara muy similar a la mía sólo que a esa le
acompañaba un traje.
Certifiqué que era noche cerrada y que el tipo acababa de salir de trabajar.
No había sufrimiento en su cara, estaba bastante hierática y por eso me
recordó a la mía, la de antes. Nuestro encuentro duró algo menos de un
segundo. Tras su paso me dejó la calle que tenía por delante vacía y en lo que
a mí se refería también por detrás. Me acordé de que antes solía mirar si había
alguien detrás, supongo que tenía miedo de que me robaran alguna de esas
cosas de valor que como si fuera un comerciante siempre cargaba. Hoy me salí
con las zapatillas de estar por casa puestas, me doy cuenta ahora que baje la
cabeza al suelo y me brillaron unos cuadros que me parecía haber visto antes
en mi casa. Es cómodo andar con esas zapatillas, como los locos, ahora por
primera vez entiendo que esa gente se siente como en su casa todo el tiempo.
Vienen unas mujeres doblando la esquina. No me miran a los pies porque sino
ni siquiera me mirarían a la cara, se separarían, es el poder de los cuadros
marrones que rodean a mis pies. No hay interés en mi cara, lo sé porque estoy
harto de ver mujeres desnudas, de plástico e ilegales en internet y porque me
cansé de todo contacto con ellas, pero les devuelvo la mirada para ver qué
provoca. Nada, más de lo mismo, gente que te mira para que tú los mires. Las
calles andan llenas de este nuevo género, son una desesperanza para ellos
mismos pero qué se le va a hacer, corren tiempos vacíos.
Las mujeres desaparecen también. Las calles están vacías y no son ni las
doce de la noche. No hay luz en los edificios ni en las calles, me pregunto qué
hace este país y qué le pasa, qué estamos haciendo todos. La noche es cálida y
casi sahariana aunque deben faltar semanas para la primavera. Mis pies
rezuman felizmente en las celdas de felpa y sólo hay algunos coches. Tengo los
músculos intoxicados de la inactividad de todos estos meses, de estar tirado y
sentado se me están inutilizando hasta los huesos. De todas formas nunca viví
físicamente nada fuera de lo normal es por eso que ahora tengo el cuerpo como
el de un enfermo.
El aire es bueno, llega a todas las venas, seguro. Puedo notar el peso de mi
cuerpo sobre los pies como si yo fuera tres veces más pesado, un gordo de
esos que parecen tentempiés incluso cuando corren. El cuerpo no debería
pesarme nada, tengo el estómago vacío desde la mañana, me pesa más la
saliva de la boca. Creo que la última vez que apreté el paso iba detrás de
aquella mujer que salía del metro. De eso hace más meses de los que me
acuerdo.
Antes apretaba el acelerador, el embrague, el botón del ascensor, el de la
máquina de café pero ahora mis músculos están muy pesados. No podría ni
llegar corriendo a la entrada del parque, tendría que pararme en las
esquinas…o a lo mejor sí. Las zapatillas más rápidas del mundo están en mis
pies, la calle más vacía que el Día de Muertos, los músculos de mis
pantorrillas en algo así como tensión, la noche está clara, los dedos de los
pies sí se pueden agarrar al asfalto. Aire puro, aire puro y que arranquen las
piernas. A cien por hora, todos los músculos desde dedo gordo hasta el brazo
se me mueven. Mis zapatillas de felpa flotan en el aire de la calle, la glorieta
está vacía, cruzo por el paso de peatones, no hay nadie en ninguna parte, soy el
Carl Lewis de mi calle de noche. Corro por las aceras desiertas, hasta la
siguiente glorieta, hasta la esquina de entrada al parque. Los dedos de los pies
se chocan contra la punta flexible de las pantuflas pero el resto de mi cuerpo
está más adelantado, mis brazos van más rápidos que mis piernas y hasta se
mueve el cuello provocándome una risa contagiosa que me reduce los ojos a
los de oriental y que me deja ver la calle mucho más estrecha. Toda la calle
por delante para seguir corriendo pero el pecho me arde y me da una punzada
en el lado por andar respirando como un ansioso sin control, dominado por la
enorme plaga de la satisfacción.
La hierba está húmeda y se pega a mis pantalones, el relente de la noche
escala los pantalones en forma concéntrica hasta llegarme casi a la rodillas. El
pecho todavía corre a la misma velocidad que venía yo de gacela torpe por la
avenida vacía. La noche está clara lo que significa que posiblemente vuelva a
cagarme de frío los días de la semana que acaba de iniciar. La hierba húmeda
traspasa mi camiseta y hace del algodón mármol. Hacía meses que no sentía
algo tan profundo como ese manglar sobre la piel.
Ella también era como ellos, no he dejado de pensar durante todo el día en
esa posibilidad. Siempre supe la verdad, durante todos estos meses tendido en
el espacio siempre supe que había una verdad. Ya no soy el hombre perro
porque la mujer que saca la cuchilla de su bolso junto al váter llega preparada
a mi cita con el mundo real como una profesional. Fosilizada con el agua
corriendo en la bañera, la mano que se estira y escarba en el bolso en busca de
una cuchilla inmaculada, también es humana. Nunca más estaré de rodillas
babeándome, queriendo ser perro ante un ser irreal, eso es lo que más me
duele. La normalidad se ha instalado también en ella, lo vi en aquel instante
pero un terremoto me habría hecho el mismo efecto, nada de nada. Reconocer
que no era ninguna de mis hojas infestadas con el riesgo de la inmediatez
significaba sólo que ella la había traído y eso hacía de todo aquello un teatro,
también.
La hierba mojada está tan pegada a la piel de mi espalda y a mi ropa que
soy un caracol baboso. Las piernas están en tensión por el esfuerzo de la
carrera…quizás debería volver corriendo, hasta que me dolieran los envases
del aire, soltando toda el agua que estoy absorbiendo, dejando una estela.
DÍA DE ABRIL