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DIARIO de UN CERDO - El Deseo Mas Obscuro Gabriel Vazquez PDF

Este documento describe brevemente la visita de una mujer desconocida a la casa de un oficinista aburrido. La mujer se masturbará delante de él durante 10 horas siguiendo la única regla de no tocarla. El oficinista se siente extrañamente atraído y perturbado por la situación.
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DIARIO de UN CERDO - El Deseo Mas Obscuro Gabriel Vazquez PDF

Este documento describe brevemente la visita de una mujer desconocida a la casa de un oficinista aburrido. La mujer se masturbará delante de él durante 10 horas siguiendo la única regla de no tocarla. El oficinista se siente extrañamente atraído y perturbado por la situación.
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Un oficinista aburrido recibe en su casa la visita de una mujer que se

masturbará delante de él durante diez horas, con una sola regla, está
prohibido tocar.
Gabriel Vazquez
Diario de un cerdo
El deseo más oscuro sin límites.

ePUB v1.0
Wilson M 25.06.17
Título original: Diario de un cerdo
Gabriel Vazquez

Editor original:Wilson Marenco (v1.0)


ePub base v2.1
Si tuvieran que llamarte de alguna forma para ponerte cachonda, cachonda
como si te fueras a desangrar de la corrida por las patas abajo, ¿qué tendrían
que decirte al oído?
Sus ojos de marsupial se instalaron sobre mí. No sentí el efecto de un
análisis personal, ni tampoco el desprecio. Era una enorme nada negra, de sus
cejas oscuras, de su labio sombreado y de sus ojos pedregosos.
-Cerda- dijo moviendo los labios como si fueran de gelatina y estuvieran a
punto de deshacerse, de su boca a la punta de sus dedos, a sus uñas, que
estaban acariciándose los pezones color chocolate.
DÍA 1. EN LA OFICINA
Había estado mirando en el reloj de la pared los sesenta segundos que me
habían dejado por delante. Los otros también miraban los mismos sesenta
segundos dando vueltas alrededor de la esfera. No sabía bien que había
querido decir el jefe con eso de lluvia de ideas a aquellas horas de la mañana
porque esos sesenta segundos me parecían exactamente iguales a cualquier
otros y no me veía, ni siquiera levemente, empujado a un estado de creación.
Usé mis sesenta segundos para mirar a aquellos tipos, a mis compañeros, mis
colegas, mordiendo las puntas de los lápices y cogiendo ideas al vuelo, que
debían estar en algún espacio aéreo invisible para mí. Yo no hice nada. No
fruncí el ceño, ni transformé el rictus para simular que estaba contrariado o
sumido en una vorágine de pensamiento profundo y denso. Mi cara estaba
limpia de cualquier torsión o violencia y se parecía bastante a la que hacía
sólo unos minutos estaba sentada sobre el borde de la cama tomándose un
café. Cuando los sesenta segundos se volaron, me dijeron que se volaron, dejé
el lápiz que había tenido entre los dedos durante todo ese tiempo y bostecé,
atrayendo, por primera vez desde que había empezado esa mañana, la mirada
de alguien sobre mí. Luego empezaron a hablar. Alguien me dio una palmadita
en el hombro. Pensé que era de consuelo, lo sentí así. Los años de colegueo y
profesionalidad embutido en esos trajes me habían hecho un lince a la hora de
leer las intenciones de los demás. Ahora el lince se había muerto, como el
resto de los linces, y a duras penas podía articular un discurso lógico sobre
cualquier cosa que tuviera que ver con el trabajo.
-¿La palmada era de consuelo?- tuve que girar el torso, prácticamente
como si fuera una bailarina, para encontrarme con la mirada del tipo que antes
había puesto su mano en mi hombro. Sentí un pequeño tirón muscular, pero lo
pasé por alto.
-¿Disculpa?
-No, sólo por curiosidad… ¿la palmada esa ha sido de consuelo?- intenté
que mis ojos estuvieran completamente planos pero no debí conseguirlo
porque creo que mi interlocutor no supo si aquella pregunta escondía algo de
violencia. Tenía cara de contrariado. Me sonrió de forma gélida, como si fuera
un maniquí, y yo le volví a insistir por tercera vez y eso que bajo ninguna
circunstancia me gusta ser así de pesado.
-No, nada, no que va…una palmada…de buenos días…nada más.
Me pareció que mentía porque se puso nervioso y ya no quise seguir
molestándolo, además el tirón de la cintura me estaba matando. Me sentí
mucho más relajado al volver a la posición normal y ya no escuché los pasos
del tipo al pasar por mi espalda. Me había asustado que se hubiese asustado
porque eso podía significar que yo tenía algo de tipo raro, cuando hasta el
momento, hasta siempre, desde siempre, yo nunca había tenido nada de raro.
Me levanté y me fui directamente al baño. Me aseguré antes de que nadie
había escuchado esa especie de conversación o enfrentamiento o lo que fuera.
La habitación se había quedado vacía después de la reunión matutina así
que sólo me quedaba por preguntarme si él acabaría contándoselo a alguien,
no sabía el qué, aquello, lo que hubiera sido, lo que hubiera percibido, pero
no me lo pregunté. Me fui directamente al baño y me planté frente al espejo.
Intenté poner la misma cara que supuse le había puesto a mi colega al hacerle
aquella pregunta. Me pareció normal, mi reflejo en el espejo.
Yo, un tipo completamente normal, me aseguré de que la camisa me
cuadrara bien por todas partes y salí convencido del baño, convencido de mi
normalidad hasta que una vez, ya sentado en mi cubículo, empecé a
preguntarme qué hacía yo haciendo ese tipo de preguntas tan sinceras…tan
ajenas…y por qué de repente me asustaba la idea de no parecer un tipo
normal. Intenté sacarme de la cabeza las cosas que me estaban rodando de
forma obsesiva y así lo hice durante un par de horas. Por la noche todo aquello
me volvió de nuevo y con mucha más intensidad.
DÍA DE ABRIL
-Hola, tú debes ser…
-Sí soy, porque tú debes ser…
-¿Te importa si me cambio antes de empezar?
-No, claro, el baño está allí- le dije señalando la puerta que daba al baño
de mi habitación, a mi baño privado.
Quería que se pudiera familiarizar con mi olor mientras se cambiaba. Las
mujeres son curiosas por naturaleza, supongo.
La esperé sentado en el sillón del salón. No sabía cómo iba a aparecer. Lo
único que sabía de ella era lo que me había dicho aquel conocido mío sobre
cómo localizarla. Él no me contó nada más, me dijo que la única regla
inamovible era no tocarla. Pensé que no me importaría. ¿Quién tiene una mujer
masturbándose sin tabúes en su casa por diez horas?
Diez horas, me dijo, y yo me reí. Es curioso, porque sabía que iba a estar
haciendo guarradas en mi casa y no sabía si iba a aparecer desnuda o vestida.
Para empezar había aparecido vestida. No había reparado si era una mujer
bonita, no era fea, por supuesto, mentiría si digo que no, claro que también
mentiría si digo que no me hubiese dado igual. Había estado pensando en qué
tipo de mujer hace una cosa así por el placer de hacerlo. Seré sincero cuando
digo que no me hubiese gustado encontrarme con una de esas mujeres
cuarentonas, tardías, hechas medio pasas, esa piel celulítica, me produce un
enorme rechazo al contacto con las yemas de los dedos, con la palma de mi
mano. Sólo había una regla y esa era no tocarla. Me pregunté que pasaría si
intentara ponerle una mano encima.
Se retrasaba bastante en el baño y cada una de las cosas que me iba
imaginando sobre ella, sobre las próximas diez horas, empezó a ponérmela un
poco dura. Me puse un cojín encima para evitar que se me notase levantada
porque a esas alturas no sabía si iba a tener que hacer café antes de empezar
con aquello o no.
Hasta el momento, había sido una visita de lo más normal. Ella seguía el
baño. No se oía nada, ni siquiera el ruido del agua. Pensé en la posibilidad de
que se estuviese afeitando antes de empezar, ni cajones abrirse y cerrar. Nada
de nada. Me quedé quieto, como si fuera un puto gato, agudizando el oído
hasta tal punto que se me bajó la erección. Me levanté medio enfadado. Creo
que hasta sin ganas de seguir con el juego. Es curioso como unos minutos de
más o de menos pueden cambiar absolutamente toda nuestra percepción y
abocarnos a la idea del fracaso o al sentimiento del engaño. Es nuestra
naturaleza. Esos dos minutos de más a mí me encolerizaron, a mi forma, que no
es más que estar un poco subido de tono para la mayoría. Entré en mi
habitación intentando no hacer ruido y vi la luz del cuarto de baño todavía
encendida. Me quedé a suficiente distancia de la puerta abierta para evitar una
situación comprometida pero la situación comprometida, si era esa una forma
de llamarlo, estaba sin bragas allí.
La misma mujer que había entrado vestida de forma tan anodina estaba
ahora sentada sobre el borde la bañera con una falda de tubo negra hecha
cinturón y la parte del pecho desnuda. Unos zapatos de tacón negro, un solo
zapato de tacón puesto, porque el otro, el tacón fino y metalizado del otro se lo
estaba metiendo por el coño. Pensé que parecía una prostituta, que iba vestida
como una de ellas y pensé que a mí me gustaban las putas y posiblemente a
ella también.
Esa fue la primera vez. Con la luz más potente del baño, donde quedaban a
la vista todos nuestros defectos, sin darme tiempo siquiera a desnudarme, me
bajé los pantalones y empecé a moverla como si estuviera a punto de follarme
a treinta niñitas universitarias de golpe. Me corrí en un minuto, en menos de un
minuto. Ella me miró pero a mí eso en ese momento me importó una mierda.
Ahora sabía de qué iba aquello.
DÍA 3. EL ACOSADOR
Las puertas del metro se abren y se cierran haciendo un ruido metálico que
me llega como si me hubiese quedado sordo. Siento mi cuerpo vibrar, repetir
las ondas del choque de las puertas. Desde la suela de mis zapatos, mis
piernas, mi cintura a mi pecho, como si el ruido del metro fuera los latidos de
mi corazón…pasa por veinte segundos, quizás más.
Hace meses que no me montaba en el metro. Las sensaciones de estar
enterrado bajo tierra las había evitado durante mucho tiempo. Encerrarme en
cajas de metal, le digo a la asistente de la agencia de viajes, yo sólo lo hago
en el aire, por trabajo. Quiero que sepa que soy un profesional, que me
reconozca. Pero debo de haberle mentido porque eso fue esta mañana y ahora
estoy en el metro, aprisionado, en otra caja de metal a dos metros del mundo
conocido.
Mi coche se paró, se paró y decidió no moverse. Debo de haber estado
trabajando más horas de la cuenta, no sé cuánto es la cuenta pero me llevo los
dedos de una mano a otra y lo intento. Paso mi dedo índice por cada uno de los
dedos de mi otra mano. Deben haber sido muchas horas porque cuando entré,
atravesé la puerta de cristal de la oficina esta mañana, era casi de noche y
ahora es completamente esa noche. Posiblemente si pudiera concentrarme me
daría cuenta de que fueron más de doce horas.
Apenas nadie va en el metro pese a que es jueves. Este debe ser uno de los
últimos, lleva ese pequeño cargamento humano que identifica las últimas horas
del día. Se me fue el día, a mí y a mi coche roto.
Intenté concentrarme pero más de una vez me vi parado…mirando sobre la
pantalla del ordenador los monigotes que mueven su cabeza sobre muelles que
se activan con la respiración. Respiré como si fuera un animal durante horas y
horas. Resoplé para que se movieran y esperé a que se hiciera de noche y yo
seguía apostillado en mi cubículo, con el sillón y la espalda tendidos hacia la
mesa. Trabajando. Trabajando en intentar trabajar porque ya no puedo
trabajar. No me acuerdo, a veces no me acuerdo ni de lo que se espera de mí.
El metro ha girado, ha dado el bandazo que daría una lata, un acordeón al
moverse, y mi cabeza se ha movido y esa serpiente larga y sucia que es el
metro a estas horas ha hecho que con ese movimiento se cruzaran las miradas
de todos los que íbamos en él. Desde una punta a otra. La mía interrumpió la
de un hombre que había estado sentado en el otro vagón…luego me encontré
con mis ojos, con mi reflejo con tintes negros y luz sepulcral en otra de las
ventanas. Enmarcado en hierros metalizados que brillaban. El metro hizo el
movimiento de un látigo al tomar otra curva subterránea y nos dejó a todos, de
nuevo, en el sitio original. La vuelta a la tranquilidad de lo conocido aunque
fuera ya demasiado tarde.
Cuando las puertas se abren sigo intentando contar con mis dedos lo que
no acabo de poder entender. Cuento una y otra vez con una sola mano,
presionando un solo dedo sobre los otros cuatro. No cuento, hago que cuento,
debo parecer así ocupado en el andén, a los que están en el andén. No hay
nadie. Una mujer y las puertas del metro se cierran. Las mismas vibraciones
metálicas de los raíles y el peso de la máquina me sube por las yemas de los
dedos y si antes se me agarró a la pleura que sostiene el corazón, ahora lo
hace a mi garganta.
Nuestras miradas se cruzaron, las miradas siempre se cruzan en estas
circunstancias, me digo, no hay porque ponerse nervioso pero los dos nos
hemos puesto nerviosos. La mujer solitaria del andén se gira sobre sus talones,
los mismos que están sobre unos tacones de cinco centímetros. Comienza un
traqueteo que me sirve de señal. Miró sus pies como si fueran las huellas que
sigue un rastreador para encontrar la salida al mundo de los vivos. Sus pies
parece que reflejan cierto nerviosismo, o quizás, pienso, es sólo el ruido de la
chapa de metal de su pequeña suela contra las baldosas del andén.
La mujer aprieta el paso. Yo, aprieto el paso. Ambos hacia las escaleras.
Debe de haber sido el último metro porque nadie espera, está desierto,
desierto como sólo puede estar a estas horas la estación de un barrio
residencial. Aprieto el paso porque sigo el traqueteo de esos tacones que se
parecen a aquellos otros de los caballos en las plazas empedradas. Salimos.
Sale ella, mis pasos detrás, creo que son zancadas que van detrás de pequeños
y excesivamente rápidos pasos cortos. Hacía meses que no usaba el metro y
años que no montaba a estas horas pero todavía no puedo concentrarme, no sé
cuántas horas pasé encerrado en aquel cubículo esperando que el tiempo
pasara, que todos vieran que me quedaba. Esperando las preguntas del
vigilante que dice adiós y recibe un adiós orgulloso de mí parte porque él es
el testigo de mi esfuerzo, de mi trabajo. Mi esfuerzo por mostrar que puedo
volver a ser el de antes, que esto es un lapso, uno de esos malos momentos que
uno tiene en la vida aunque no sienta el malestar por ninguna parte. La mujer
mira a derecha e izquierda. Yo hago lo mismo. Nuestros ojos se cruzan. Es
inevitable, pienso, pero ella no piensa lo mismo, sus ojos se mueven
pantanosos y nerviosos. Los míos me pesan demasiado. Creo que esa mujer
debe haber visto algo muy parecido a la imagen que yo he visto en el reflejo
del metro. A mí no me dio miedo mi cara, a mí me resultó familiar. Sé que
tengo los ojos caídos por el cansancio, quizás no es cansancio lo que
expresan…intentaría focalizar la mirada en ella pero no puedo más que seguir
la mezcla de ruido y color que tienen sus zapatos blancos sobre la calle.
Se mueve nerviosa, ya no sólo sus pies, ahora también sus pantorrillas. Me
parece sentirlas…nerviosas, presas de pequeños espasmos en su musculatura.
Su nerviosismo sube hasta sus rodillas, hasta el escudo huesudo que rodea su
rodilla. Ya no veo nada más…su falda me tapa el resto de la pierna. Sus
brazos están echados hacia delante y adivino que la sangre le corre deprisa de
arriba abajo mientras aprieta el paso por la calle que lleva al parque. Ha
girado la cabeza un par de veces. Me he con su cuello torsionado y sus labios
arrugados. Labios de miedo. Mantengo la mirada fija en sus pantorrillas, en el
hueco de la parte trasera de su rodilla cada vez más tenso. Quizás está
mirando todo el tiempo, a veces me parece que debe ser así por el pequeño
movimiento que hace que la piel que rodea sus tobillos se doble en pliegues.
Cuando vuelve la mirada hacia mí se encuentra con la presencia física de
un hombre. Debo parecer más grande por la noche, mucho más grande ahora
que estamos solos en la calle y lo único que hay delante son las farolas del
parque. La última vez que me encuentro con sus ojos, sus pupilas están
dilatadas. Por primera vez me doy cuenta. Cree que la estoy persiguiendo, me
digo, es eso. Su traqueteo domina mi cabeza como unas horas antes lo hacían
las letras del teclado al caer una detrás de otra.
Una parte de mí sí la está persiguiendo, sonrío por primera vez desde que
me levanté esta mañana y me di cuenta de este extraño rictus de la cara que
hace parecer que sufro.
La mujer que se siente perseguida debe de haber girado el torso un par de
veces más. Se me ha ido de repente, de golpe, el cansancio. Aprieto el paso.
Yo nunca he perseguido a una mujer, nunca se me había pasado siquiera por la
cabeza, mis piernas se vuelven vigorosas. Persigo a esa mujer, por primera
vez veo que es completamente una mujer. Aprieto el paso. Pasos largos y
decididos que me estiran los músculos de la entrepierna que he tenido todo el
día agarrotaos. Ahora veo claramente que es una mujer sobre unos zapatos
blancos, con una falda hasta la rodilla y con una blusa del color de sus
zapatos. Puedo adivinar la piel que hay debajo de esa blusa prácticamente
transparente a la luz de las farolas del parque. La noche está cerrada y el
silencio hace que el ruido de sus tacones se repita en mi cabeza con cierta
agonía. Supongo que el miedo de sus pasos ha transmitido cierto temor
también a todo. El pelo le llega a la altura de los hombros. Las hebras de sus
pelos se mueven. Estoy más cerca de ella que cuando salimos del metro,
varios pasos más cerca, si quisiera, si corriera un instante y alargara mi brazo
tocaría su espalda.
Parece haberlo intuido, sus pasos ya no son pasos, sus pequeños tacones
blancos emprenden una falsa carrera en el único camino del parque. Mis pasos
se han contagiado de su nerviosismo. Siento cierta euforia interna que debe de
haber sembrado sombras en mi cara. Yo también corro. Corro detrás de ella.
Corro porque pienso que ella me pidió que lo hiciera, porque fue ella la que
empezó esto de estar asustado y asustar. Pese a la carrera, a la velocidad
incrementada de nuestros pasos, no nos alcanzamos. No quiero llegar a ella,
ella tampoco quiere que llegue, lo teme. Mi vigorosidad sigue presente cada
vez que adelanto una pierna a la otra. Corre, corre…corre como no he visto
correr a una mujer que es perseguida, a una mujer con tacones o a una mujer en
un parque de noche. La pierdo de vista y aprovecho la confusión y la
desaparición para relajarme y tomar aire. Los zapatos me aprietan. Doblo la
esquina que deja la puerta del parque a un lado y tomo la calle de mi casa. He
vuelto, de la misma forma que salí, al estado de cansancio en el que me habían
dejado esas horas encerrado en el cubículo de la oficina. Mis pasos son tan
silenciosos, pese a las suelas de cuero de mis zapatos, que parece que nadie
hizo ruido nunca en esa calle. La mayoría de las luces de las casas están
apagadas. Apenas imperceptible, más fuerte que mi propia respiración siento
otra muy cerca. En la sombra de un portal profundo la punta de uno de esos
zapatos blancos de tacón que corrían delante de mí asoma a la luz y descubro a
la mujer. Su respiración es casi estridente. Puedo sentir el aire corriendo
acelerado por su boca y cayendo sobre el labio inferior como si fuera una
roca, de puro denso. Me paro. No me giro, sólo me paro. Puedo sentir su calor
si quiero. Estamos más cerca de lo que hemos estado nunca y posiblemente de
lo que volveremos a estar. Me quedo unos segundos allí, de pie, ofreciéndole
la verticalidad de mi figura y luego muevo un pie detrás de otro y continúo
caminando por la calle, por la misma calle por la que ando todos los días para
llegar a mi casa. Ella no se mueve. Me pregunto si estará paralizada. Me
pregunto si yo puedo decir que una vez dejé a una mujer paralizada. Si me
girara, si volviera a desandar apenas unos segundos de camino, lo sabría. Pero
no lo hago. Cuando abro la puerta del ascensor, cuando noto la falsa gravedad
de los pisos que subo envuelto en esa caja metálica, entonces, me viene todo
el cansancio de golpe.
Me quito los zapatos y me tiro en la cama vestido. Me duele la espalda por
haber pasado tantas horas inclinado delante de la mesa, sin hacer nada,
pensando, pensando mi cabeza por mí, y esos últimos minutos, la tensión de la
carrera me ha agarrotado los músculos del cuello. Me tumbo boca abajo. El
corazón me late más deprisa de lo que me ha latido en los últimos días…he
perseguido a una mujer, me digo, he perseguido unos zapatos blancos…me
pongo en la posición fetal en la que siempre me amparo para intentar dormir.
Yo persiguiendo, me repito, y cierro los ojos. Tiento al sueño mientras los
músculos de mis piernas se tensan y mi brazo se alarga y toca, entonces, la
espalda desnuda que se esconde debajo de esa blusa blanca.
DÍA DE ABRIL

Se puso a caminar, abandonó el baño con los pasos impolutos de una niña,
como si nada hubiese ocurrido, como sino se hubiese movido ni una hoja en
ninguna parte, igual de inmaculada que una monja. Habría pensado que todo
era mentira sino llega a ser porque ese tacón me vino a la cabeza y me ayudó a
encontrar el camino a la verdad. Como una estalactita, del filo de su tacón
derecho pendulaban los residuos de su flujo blanquecino, víctimas del
bamboleo de sus andares. Quise seguirla pero me dio vergüenza. Tenía los
muslos gruesos y fuertes y la piel estaba tan dura que parecía de plástico. El
culo era un culo redondo. Lo paseó a unos centímetros escasos de mi cara y
puede sentir el olor a pescado agrio de su coño tan cerca que me pareció
haberlo chupado. Su piel también olía pero todo se opacó con aquel olor
humectante. Yo tenía las manos todavía pegajosas y en la alfombra había una
mancha irregular, justo en el borde de mis huevos. Estaba mareado y me dolía
la cabeza porque me había puesto más cachondo que en mucho tiempo.
Cachondo como para no darme cuenta siquiera de qué tipo de mujer era. No
retuve con claridad ni uno de los rasgos de su cara pero sí me quedó un
recuerdo suficientemente nítido de los cuatro labios abiertos y succionadores
de su recién descubierta boca de placer.
DÍA 5. ELLA
Las mujeres pasan por delante de mis ojos como recipientes vacíos,
elevadas sobre sus zapatos, con el gesto desigual, inubicables. Hay dos
realidades sostenibles sobre esas torres incipientes y en una de ellas yo soy un
hombre en decadencia y en la otra soy el único hombre. Una de esas mujeres
tiene que ser ella.
Quizás se haya volatizado, lo pienso mientras mi novia me aprieta la mano
con fuerza para reclamar mi atención ante un estante de quesos de importación.
Las latas son esqueletos vacíos y sin sentido, vestidos de colores falseados,
siento que una animadversión íntima e inmediata ha sido develada. Ambos
miramos estante tras estante las posibilidades para otra noche de queso, patés
y vino, el regulador de nuestra vida en intimidad, pero hoy se me está haciendo
una bola en el estómago que no me deja caminar con normalidad. El cuchillo
sobre la tabla de madera, el cuchillo esparciendo las rugosidades del hígado
de un animal toda la vida engordando y solo. Ella mira con la mano libre la
etiqueta en francés de uno de los quesos repletos de moho controlado, tiene
cara de satisfecha. Lo deja en la cesta y me mira, me mira para verse, para
saber lo que yo pienso de ella y de sus gustos. Las manos me sudan. Me suelto
de la suya, agarro las asas de la cesta usando todos mis dedos y toda mi fuerza
y comienzo andar sin rumbo por los pasillos del supermercado, voy hacia el
lugar de donde nace el frío.
Me detengo, unos tacones acaban de cruzar por detrás. Podría ser ella si
no fuera porque les falta el traqueteo de las chapas de metal. Me vuelvo,
pasillos llenos de esquinas y de mujeres, mi novia en una de ellas, absorta. El
ruido también podría haber salido de sus zapatos tiesos y enflaquecidos.
Yo no te juzgo, no me juzgues, se reclinó sobre la silla almohadillada
como un algodón, de las patas a la cabecera, y comenzó a tocarse.
Así había comenzado el primer día de mi nueva vida.
DÍA 7. DESAPARECIDA

Camino al trabajo en busca de la casualidad con insistencia. Me detengo


en la puerta de un par de escuelas a la hora en la que todos entran. Cualquier
sitio se me hace un lugar posible para encontrarla, también allí con alguno de
esos niños, todos iguales y ordinarios, de la mano, a lo mejor absorbida por
esa multitud de corbatas minúsculas. En el caso de que no se haya
desvanecido, estará sentada detrás de mí en la fila del cine. Intento fallido, son
una pareja de ojos negros pero nada que ver con lo suyos ni con los míos
mirando los suyos. La película transcurre en la inverosimilitud de un día
normal. Nos apelotonamos como una jauría cuando abren las puertas y en casi
todos nosotros hay un aspecto somnoliento. Miro violentamente hacia los
lados, las puertas que están junto a la pantalla, la acomodadora que me guía
con la linterna. Nos apretamos otra vez, ya en la calle. Miro las caras de los
otros y lo sé, porque lo siento, porque la piel de la cara me pesa, que estamos
aburridos de todas las cosas. Enrollo como una serpiente la bufanda alrededor
de mi cuello y me estrecho los guantes ayudándome con la otra mano, como
todos los demás, repetidos y en cadena. Las cervecerías están llenas hasta
donde me alcanza la vista y los coches que se atornillan junto a los pasos de
peatones van llenos de mujeres. En el reflejo de los parabrisas se me escapan
la mitad de ellas, tengo la vista cansada y se me hacen todas también
imposibles e inapetentes.
Yo no te juzgo, yo no te podría juzgar. Fueron las primeras palabras que
salieron de su boca cuando comenzó nuestro juego y a mí se me hizo un nudo
marinero en la garganta. Me senté sobre la otra bola de algodón frente a ella y
nos convertimos en los leones de las Cortes hasta que ella desvió su mirada
hacia las piernas y de ahí se perdió.
Entre las perchas que cuelgan hay una mano de mujer, con los mismos
dedos perfilados que ella tenía. Quiero encontrarla para raptarla y llevarla a
mi casa y entonces le diré, ahora estás aquí, y no te voy a tocar…empieza a
tocarte tú, y ella me contestará con un movimiento de dedos rápido,
directamente al fondo de la cuestión.
Los dedos lánguidos se retiran arañando las fibras sueltas de uno de los
pantalones en venta produciéndome un intenso vibrar de dientes. Me formo en
la cola con un par de camisas en el brazo y caigo bajo el efecto del aire
mortecino de la calefacción hasta que la chica de enfrente, vestida como un
robot, me exige la tarjeta de fidelidad. Un instante de persuasión es suficiente
para que quede en blanco, la mente y la mano, fijas en ella, esperando que la
ciudad se convierta en una aldea inmediata, en una calle y se acabe por fin
todo lo que he conocido.
Sé que ella y yo nos paramos delante de los mismos escaparates de esta
ciudad. Escrutinio a las mujeres reflejadas que pasan por mi espalda, pienso
en las 105 maneras de encontrarte con alguien. Me paro intencionadamente
delante de una torre de discos, de una estantería de libros, hago de avestruz
sobre las aglomeraciones de la gente. Te estoy buscando, mujer desaparecida.
Ibas delante o detrás de mí en la cola de comida rápida, en la entrada al
centro de convenciones. Nos cruzamos en la salida de los baños de un
aparcamiento atestado o, mujer, ¿te has evaporado? Eso no lo puedo aceptar.
Me tiembla un párpado sin control, un único párpado.
DÍA DE ABRIL
Me está mirando, posiblemente me quiere decir algo pero no emite
sonidos. Tiene la boca llena de saliva. Se ha puesto en pie y se ha apoyado
contra la pared, brillan las babas que le caen de la lengua a la barbilla. Me
mira. Tiene ojos de animal, oscuros y planos como los de un marsupial, ¿es
una mujer de mentira? Mis ojos se van a la maraña de sus pelos del coño, ahí
no cabe un hombre. Sus tetas son duras y tiene los lunares del sol marcados,
pecas de pelirroja. Mis ojos se voltean a su cabeza, los pelos negros y duros
caen desde su cabeza hasta la aureola de los pezones repletas de pequeños
granos irritados. A un metro en la pared, abre las piernas, las sostiene
dobladas y se lleva la palma de la mano a la boca, se la lame, suelta las babas,
son tantas que ha inundado la palma, rebasado las líneas del destino se
escapan de los dedos al suelo. Se da la vuelta, me ofrece su culo, quiere que le
dé, quiere que le dé porque le gustan los bestias, es eso, pero sus ojos me
detienen, esos carbones irregulares y afilados. Me quedo donde estoy, en la
otra pared, me ofrece su culo, esta vez más erguido, a la altura de mi polla,
sigo una línea imaginaria para darme cuenta de que encaja perfectamente, de
que si se la meto, si camino con una venda en los ojos llegaré al punto exacto
para metérsela, primero la punta de mi capuchón, luego todo lo demás, hasta
que los huevos se me queden aplastados, pero me ha leído el pensamiento, gira
de nuevo la cabeza. En su mano derecha todavía está la saliva, es densa no se
resbala. Se lleva ese maremagno baboso al culo, se lo abre en dos, veo su ano
como si fuera la entrada al Canal de la Mancha, lo rodea un halo negro
mortecino, sus niveles de color van incrementándose hasta llegar al orificio
negro.
Me ofrece más su culo, más todavía, nunca nadie me había ofrecido un
culo tanto como ella, está abierto con la palma babeada y se ve todo, soy el
testigo de excepción del cambio de milenio. Se moja el círculo concéntrico
que rodea el pequeño agujero del ano dilatándolo, su dedo larguirucho, su
dedo índice, se frota con él los bordes del pozo, se da unos golpecitos y las
puertas de Troya se abren majestuosamente para que su dedo entre con
solemnidad. Tiene un dedo en el culo, tiene el dedo moviéndose en círculos en
el culo, dentro del ano, tan dentro que no puedo ver ni donde se une con la
palma, su sola imagen me la pone dura, quiero hacer lo mismo, me escupo, me
lo meto, me duele.
DÍA 8. LEFA
Me desperté con una irremediable sensación y sentido de vergüenza sin
saber por qué era. Todavía estaba oscuro, no recordaba la última vez que me
había levantado a esa hora. Las sábanas estaban heladas y se habían
acartonado y me pareció que la casa estaba ensombrecida por un profundo
olor a humedad que ya no pude quitarme de la nariz durante todo el día. Me
frote en la ducha con tanta intensidad que levanté los restos momificados de
dos heridas de hace meses. La piel todavía desprendía vaho cuando me puse el
albornoz pero ni una pizca del olor con el que me había levantado se fue.
Hacia años que no me sacudía la nariz como lo hice pero no tuvo ningún éxito,
nada palió lo que ocurría con ese olor, fuera lo que fuera. Me llevé a la nariz
los posos de café que adornaban la máquina de la oficina para intentar retener
su poder intrínseco de neutralizador olfativo, tampoco me sirvió para nada.
Cuando me acerqué a la mesa de la secretaria para recoger mi correo me
pareció que ella también levantaba el hocico, como si fuera un perro,
exactamente igual que yo había hecho la primera vez que había sentido ese
olor sin procedencia definida al despertarme. Sentí las miradas en un par de
los colegas que me encontré en el pasillo de camino a mi cubículo, nos
estrechamos las manos y aunque parecían familiares, casi como siempre,
también arrugaron la nariz o levantaron el entrecejo intentando oler algo. Me
encerré, bloqueé con mi espalda la entrada al metro y medio de mi mesa y
respiré por la boca sin parar un solo minuto, durante horas, una respiración tan
estridente como la de un animal con lengua, lo supe cuando el ejecutivo que
estaba sentado al otro lado le dio volumen a sus auriculares e intentó
concentrarse en obviarme. No supe qué era aquel olor amargo hasta un rato
después, era como haber pisado una mierda y no encontrarla en el zapato.
Hice uso de la media jornada optativa de los viernes y salí sin
despedirme, con el mismo movimiento que un corredor de marcha. Me pareció
escuchar algunas risas a mi paso. Bajé las escaleras alfombradas a tal
velocidad que ni siquiera vi un pie rebasar otro.
Era el olor de la lefa. En algún momento entre la noche y la madrugada me
debía haber estado tocando o quizás había sido víctima de una polución
matutina involuntaria y no recordada. Fuera lo que fuera el olor a lefa se había
quedado agarrada entre los pelos y la piel y de forma inexplicable salía airosa
por la nariz.
El coche también apestaba a semen, pensé en la posibilidad de estar
siendo víctima de una broma, alguien que me hubiese visto tener ese encuentro
inverosímil con ella, de un amante celoso. Me di cuenta de que nada de eso
podía ser verdad cuando pisé el acelerador y el sólo roce del pantalón
comenzó a ponérmela dura y el placer llegó tan rápido como si estuviese
desnudo. Se fue poniendo dura con la misma rapidez que cuando me la habían
chupado bien, de verdad.
El semáforo se puso en rojo y me paré. La tela del pantalón no daba más
de sí. Puse el abrigo encima de la entrepierna para taparme y me desabroché
los botones permitiendo que aquello tan duro pudiese campar a sus anchas. La
punta del prepucio rozó con el forro suave del abrigo y no pude reprimir un
escalofrío. Unas chicas cruzaban el semáforo, una mujer empujaba un carrito
con un bebé y se le movían las tetas grandes y lechosas. Mi mano izquierda no
es ni la mitad de hábil que la derecha pese a que la muñeca se torció como si
fuera un trapo.
Un par de esas mujeres miraron a través del parabrisas, también un tipo
con una cara que me resultaba familiar. Era como estar haciéndolo en medio
de la calle.
Debía estar a punto de empezar el calor, el asfalto ya estaba recalentado y
las primeras gotas de la lefa salieron con tanta fuerza que lo mancharon todo
para cuando el semáforo pasó a estar en verde. Lo esparcí por el volante
cuando intenté reincorporarme. El olor ya no era tan desagradable y mi polla
flácida y relajada se movía ligeramente sobre mis piernas con los
movimientos de mis pies.
DÍA 10. ENCUENTRO DE CABRONES
-Eres un cabrón.
-Tú sí eres un cabrón.
Nos abrazamos como si fuéramos los últimos marines de Iwo Jima y
quedamos tan cerca el uno del otro que cualquiera podría pensar que estamos
pasando drogas o algún secreto de última hora.
Tiene la cerveza a medias y unas patatas mordidas.
-Están que arden, ¿has venido con hambre?
Niego con la cabeza y mi mano todavía está sobre su hombro cuando
comienzo a quitarme el abrigo. El bar está hasta arriba de tipos trajeados
como nosotros, las perchas parecen una repetición en cadena. No se distingue
a los hombres de las mujeres porque todos van más o menos con los mismos
colores y los mismos cortes de pelo y de traje. Pasamos a una de las mesas
que están al otro lado de la barra y antes de sentarnos ya me ha contado que
anda asfixiado de trabajo.
-¿Y con la rubia qué?- la rubia es su compañera de proyecto en la
auditoria y su objetivo sexual desde hace meses.
Empieza a hablar de ella pero me parece que no es así, por primera vez lo
estoy escuchando y me parece que habla de él, que lo que me está diciendo es
cómo es él pero no me queda muy claro, somos amigos desde la universidad.
-Come.
Otra ronda de patatas, esta vez son rojas, abre los ojos hacia mí con tanta
expresividad que miro hacia un lado para poder quitármelos de encima. A
veces pone sus dedos índices para arriba, apuntando al techo, y explica las
cosas como si fueran verdad todo el tiempo.
-¡Camarero!- es imperativo, nunca me había dado cuenta del tono marcial
de sus palabras. Ha girado todo el cuerpo y ha estirado el brazo dejando la
mancha de sudor de sus axilas a mi vista, un círculo casi homogéneo-. Déjame
que te invite hoy, bueno y a lo que vamos.
Empuja el vaso de cerveza vacío y arrastra las babas del hielo hasta el
centro de la mesa.
-Y ¿tú qué?, ¿qué has hecho?
“Ella”, estoy a punto de decirlo, pero mi boca se cierra a tiempo. Noto
como mi cara se transforma para ocultar mi encuentro con ella.
-¿Qué te pasa, te ha pasado algo?- a lo mejor sigue hablando de él aunque
me esté hablando a mí, le dan una palmadita en el hombro.
-Machote- y él muestra los dientes como si fuera a empezar un combate.
-¿Qué pasa contigo?- el otro tipo ya está en la puerta del baño y no le
contesta, siento una pérdida de fuerza inexplicable. Intento ponerme en pie
para ir al baño pero sólo parece que quise reacomodarme.
-¿Qué has estado haciendo entonces?
-Nada, de aquí para allá.
-Pues tienes mala cara- qué va, hace por lo menos trece segundos que he
estado moviendo en círculos la cabeza para no mirarlo directamente a los
ojos- ¿y el curro?
- Pss, como siempre- ella, ¿y si le dijera de ella?, me siento tentado pero
es como abrir la caja de Pandora. Inconscientemente mis ojos se vuelven hacia
él un poco desorbitados pero no se da cuenta porque ha girado la cabeza para
saludar a alguien, al mismo tipo que me saluda a mí. Nos apretamos las manos.
-¡Eh!, siéntate- no, yo no quiero que nadie se siente. El bar se ha
estrechado con la presencia del nuevo.
-No puedo vengo con mi novia y no es muy sociable.
Se ríen los dos y yo me quedo mirándolos, ¿y si fuera ella?, giro la cabeza
hacia el lado en el que ha dirigió la negativa. Hay una rubia sentada que se
apoya en un barril que hace de mesa, hay patatas blancas y rojas estocadas por
decenas de palillos por todas partes. Yo también tengo un palillo en la mano,
estoy comiendo las patatas mientras ellos hablan, sólo vuelvo a recibir un
toque en el hombro para avisarme de que se fue.
-Este siempre igual de cabrón
-Toma y tú, ¡ja ja! - siempre se ha reído dos veces.
-¿Y tú qué?, ¿qué pasa que no te cuentas nada?
- Nada hombre nada, más de lo mismo.
Nos conocemos desde el primer día de universidad, ha sido toda la vida
un tiburón, para todo, para la mujeres, para los trabajos, para ganarse adeptos,
para nadar.
-Pues vente con nosotros, ¿no?, es sólo un fin de semana, ¿qué vas a hacer
en tu casa? Además mi novia también viene, tráete a la tuya y así nos
marcamos un par de partidos buenos en la playa. Si vienes tú ya somos diez-
mierda, diez personas, diez viéndonos la cara, debo de haber parecido un
enajenado -. Bueno, tú te lo piensas.
Levanta los hombros, ¿qué significa eso? Le digo que sí con un
movimiento de cabeza. Mi rutina es más fuerte que mi nueva sorpresa. Ha
pedido otra ronda, si sois como hermanos, iguales, pero ya no tanto, sigue
hablando con una verborrea que me es familiar.
-Mira quien viene por ahí.
Es una de las chicas que trabajaba antes en la misma oficina que él, otra
como la rubia. Detrás de ella aparece un tipo con la mano puesta en su cintura,
van vestidos de forma tan parecida que podrían ser los del gas, eso se lo he
dicho, le hace gracia, volvemos a ser amigos, me vuelvo a ir, me entra
vergüenza inmediata después de que las palabras salgan de mi boca.
-¿Qué pasó entonces?
Tuve a una mujer silenciosa masturbándose en mi casa, frente a mí, durante
diez horas. Sólo tuve que escribirle, mierda no sabes lo que es eso. Dame el
número, el mail lo que sea, cuánto tarda en confirmarte, dos días pero sí va, sí,
sí va, en el sillón rojo de su salón, él abalanzándose sobre ella, ella diciendo
que sí, abriendo la boca sin labios y sin voz.
- Nada, chico, no he hecho nada.
-Si están aquí los hermanos, ¿Qué hacéis?, ¡Seguís igual, macho!
Otro camino del baño, siento ganas de bloquear esa entrada de forma
permanente con uno de los palillos. Cuatro rondas más.
-Un ginc ¿no?- eructa para adentro, le retumba en la garganta, de forma
instintiva todo me parece una tontería y no sé ni siquiera por qué. Me parece
en ese mismo instante que yo también soy una cosa más de esas sin sentido. El
ruido del bar se ha elevado tanto que parece la pista de despegue de un
aeropuerto, vuelven a traer patatas, esta vez de color rosa.
-¿Y tu novia?
Me quedo quieto, paralizado, se me han escapado unas gotas del esfínter
ante la pregunta, se manchan los calzones y algo del pantalón. Intento
retenerlo.
-¿Qué te pasa?, ¿es que pasa algo?- maldito marsupial hablador que le has
contado lo nuestro, mi novia- , Sí, tu novia, la misma de siempre.
Marsupial volador.
- Bien, bien igual que siempre- con lo mismo, de lo mismo, de lo mismo,
de lo mismo -¿y la tuya?
-Más flaca que una rama ni por caridad come lo bastante.
Una pizca de salsa sobre el lado derecho, otra cerca de la nariz, una
epidemia de sarcomas.
-¿Estás enfermo?, tienes mala cara.
-No duermo.
-Bueno- se pasa la servilleta con tanta brusquedad que sus restos rosados
van a parar cerca de las orejas-. Lo del insomnio es jodido o lo que dices es
que no has dormido esta noche.
- No lo sé.
Se levanta, y hace lo mismo con los brazos, como si fuera un gladiador.
-Voy a echar una meada.
Agacho la cabeza diciendo que sí.

Más tarde, al llegar a casa


Tengo una polla única, tengo la polla más perfecta del mundo. Se dilata
ante mis propias palabras, soy el capitán de este ejército y cuando yo digo que
hay que levantarse se pone más dura que los cañones de un galeón. Tengo una
polla enhiesta hasta donde llegan los miembros más largos y gruesos del
mundo, no me cabe entre mis dedos si hago un anillo y me la aplasto. Soy yo y
este es mi esplendor. Me bajo los pantalones, en medio del salón, que aquí
mando yo. Fuera todos los demás de mi vista y los que se queden que se
postren ante el espectáculo que es mi pene, el pene más erecto y venoso que
hayas visto tú y todos los demás. Adorad a lo que se debe adorad, nada de
tonterías mediocres, aquí en medio, que no hay nada de lo que ocultarse que de
esta polla enorme y nervada estoy más orgulloso que de mi madre.
DÍA DE ABRIL

He entrado en la cocina y la he visto de rodillas en el suelo,


completamente excitada. Ni siquiera se ha dado cuenta de que he entrado.
Estaba concentrada en el sexo. Había puesto crema en uno de los picos de la
mesa y paseaba su lengua alrededor lascivamente. Del paladar a los dientes,
de los dientes a las muelas, a los labios, sin tragar nunca la crema que se
desparrama por su barbilla y por su cuello mezclándose con el sudor rancio de
varias horas. Estaba realmente cachonda y se movía como si se la estuvieran
metiendo por detrás para poder acariciarle el clítoris con la otra mano. Me he
sentado en la silla de enfrente y estaba dispuesto a meneármela para terminar
de ponerme cachondo pero no me ha hecho falta porque de verla así se me ha
puesto completamente dura. Por un momento dejó de pasar la lengua por el
pico de la mesa y me miró. Me miró directamente a la polla y yo se la ofrecí.
Se lo dije, le dije que se la podía meter por todas partes que si estaba así de
gorda era por ella. Pero no me contestó. Se levantó del suelo y acercó su coño
al pico de la mesa y puso las manos en el centro de la tabla para poder
moverse a gusto. Miraba el pico de la mesa como si fuera mi polla. Yo se la
acerqué más pero no me atrevía a rozarla con ella. La miraba ansiosa, miraba
la polla dura, cada vez más y más dura y no podía evitar ponerse ansiosa, en
estado de celo… pero no me tocó. Siguió moviéndose sobre el pico
redondeado de la mesa y le lanzaba miradas mientras sus ojos le decían que a
ese pico que era una polla de madera y que podía metérsela por toda la vagina
como si fuera un palo. Empezó a moverse más deprisa, estaba incluso más
cachonda, se le notaba en los pechos, los tenía a punto de explotar, con los
pezones como bombas de duros y tiesos. Y entonces quitó las manos del centro
de la mesa y se las llevó al coño. Se abrió los labios rosados y me mostró
como su leche corría, como su pequeño pene, su clítoris hinchado tiraba la
leche blancuzca de su flujo. Cuando se ha apartó me lancé como un loco a
chupar los restos que había quedado sobre el pico de la mesa. Me llevé cuanto
pude a la boca.
Todavía tengo el sabor amargo entre los huecos de mis dientes. Se sentó en
una de las sillas de la cocina y dejó caer todo su peso sobre la mesa para
descansar. No podía verle los ojos, su melena se extendía sobre la mesa como
una enredadera. Unos segundos más tarde me había corrido sobre mis piernas.
Eché la cabeza para atrás y me quedé dormido.
DÍA 13. SEXO

Ando ciego por las calles, como si fuera un animal, más animal de lo que
he sido nunca, ando preso de esta idea que se me ha puesto entre ceja y ceja de
que todo el mundo es un cerdo tapado. Los pensamientos me llegan de una
forma obsesiva, ya no son como antes, se han descontrolado en mi cabeza y
son una y otra vez los mismos, ideas repetidas sobre las mismas cosas desde
diferentes puntos de vista sin tener ningún propósito. Intento contenerlos pero
se me escapan, se hacen más fuertes que yo y pierdo. Los viejos se han
convertido en una fijación, como los gordos. Pequeñas subespecies sociales.
Ya no me levanto con la polla dura y a punto de chorrear porque desde hace
días, desde que todo esto me está ocurriendo me veo obligado a masturbarme
cada cuatro o cinco horas, se ha convertido en una necesidad sin posibilidades
de posponerla. A veces creo que me estallará la cabeza, que algo se ha roto en
esa maquinaria perfecta que era mi cabeza y paso de los momentos más
eróticos a los más sexuales y vivo con la piel de pollo y la polla dura.
Me siento a observar. Me estoy obsesionando con todo esto. No hay
segundo en el día en el que no piense en sexo. Veo a los gordos, mis ojos se
han abierto para verlos por primera vez desde otro plano y los puedo
imaginar, detalladamente, mientras se masturban, ejercitándose sobre sus
minúsculos aparatos sexuales, forrajeando con la grasa de sus tetas, sus
muslos y sus barrigas. Pequeños aparatos genitales a los que a veces ni
siquiera llegan con las manos para poderse pajear a gusto. Me he sentado en el
parque frente a una de esas señoras gordas, de blusón ancho y enormes
pantalones. Las sandalias le apretaban el pie y la carne de su empeine y de su
tobillo rebosaban entre las tirillas azules de la sandalia como si fueran
pequeñas barrigas grasientas. No es una de esas gorduras que llegaran a
ponerme tan caliente como yo sé que me ha pasado con otras. No es una de
esas barrigas con grasa absorbente y provocativa como la de las prostitutas
gordas de los barrios del centro, nada de la sabrosura de las morenas enormes
y duras. Esta es del tipo de los frigoríficos tristes. La puedo ver,
perfectamente, sentada en una silla frente a la puerta del frigorífico abierta sin
darse cuenta de qué es lo que se lleva a la boca, directamente con la mano,
hasta que sus dedos tienen también restos de comida pegada gracias a la ayuda
de la saliva. Un bolo alimenticio que sufre, es lo que veo ahora que se movió
para rascarse el brazo a la altura del codo. Sus carrillos de piel estirada me
parecieron un grito de ayuda. Con esa gordura yo no puedo. Le quito la vista
de encima porque no podría soportar que llevada por una interpretación, del
tipo que sea, sus minúsculos dientes hagan aparición y esbocen la marca de
una sonrisa envuelta en tanta carne, porque eso, eso me afectaría mucho. Antes
de darle tiempo a girarse ya me he puesto en pie. Me parece oler el perfume
dulzón que llevan muchas de esas mujeres presas en sus torturas de carne.
Paso a su lado conteniendo la respiración para no tener un detalle más de ella.
Detrás de la fuente, ya a salvo, intento quitarme de la cabeza sus sandalias
embutiendo sus pies rollizos pero me cuesta, siempre me cuesta quitarme los
pensamientos obsesivos, mucho más si es en la mañana cuando me asaltan.
Hoy no podré machacármela a gusto porque hasta que algo más fuerte ocurra
esa cara redonda y estirada va a estar haciéndome sabotaje personal e
intransferible. Una adolescente con pechitos marcados, una mujer pasita
arrastrando zapatos de tacón en un banco detrás de los árboles, los dos gays de
siempre meneándosela en el kiosco de la música, uno de los escotes o de los
zapatos viejos de las putas que trabajan en turno matutino, cualquiera de ellos
me serviría para sacarme a la gorda innecesaria de mi cabeza pero todos los
caminos del parque están más vacíos que los lunes. Los patos tampoco están
en el charco-lago pero esos animales son unos traicioneros y lo mismo se
sumergen que vuelan.
Más tarde, en la madrugada
Me miro en el espejo. Como un estúpido escarbo con mis dedos en el
cuero cabelludo en busca de alguna señal evidente de lo que me ocurre. Busco
una costra adicional, la hinchazón de un golpe o la hendidura de una
enfermedad. Me veo, me reconozco. Tengo impresos mis rasgos en el espejo
de enfrente y son los mismos, estoy seguro, no hay duda, soy yo. ¿Es esta la
cara de un loco? no, no lo es, pero entonces, qué me ocurre, a qué proceso
ajeno estoy asistiendo en primera persona. ¿Es así como le ocurre a la gente?
¿Algunos locos también tuvieron las mismas sensaciones que yo tengo? Puedo
ver en mi comportamiento el de otros tantos perturbados. Puedo verlos a todos
frente a la luz mortecina de sus espejos de baño, del baño de un hotel, en las
cabinas angostas de los trenes de cercanías y en los aviones, hurgando en su
cabeza para buscar la prueba física de su locura. Percatándose, como ahora
me percato, de las venas hinchadas de mi cuello, de la rigidez de la mandíbula
y lo inconstante del pecho en la respiración. Yo nunca quise verme así, no
pensé que pudiera verme así. Debe haber ocurrido una tragedia para que esté
en mi propio cuarto de baño y me dé cuenta de que ya no hay vuelta atrás, que
posiblemente una transformación me está alejando del resto de los que me
rodean y me estoy excluyendo, a la fuerza, de cualquier vínculo o parecido con
los demás. Mis ojos no son del todo mis ojos, tengo la sensación de pérdida
más grande de mi vida, me he perdido a mí, no tengo ni la más mínima idea de
donde está el tipo que yo conocía.
Son estos pequeños desmayos, estos lapsos oscuros, los que no me dejan
ordenar las cosas, todo eso que no estaba antes en mi cabeza. El desorden me
bloquea como si tuviera paredes gargolazas y húmedas y no cabeza. Todas
esas cosas deben haber caído desde un lugar oculto al centro de mi percepción
porque ocupan el lugar que ella ocupaba antes. Mis referentes, mi forma de
interpretar el mundo y de verlo se ha perdido como el que pierde un zapato en
un accidente de tráfico o un anillo al meterse al mar, perdido por una ley
inquebrantable e inexplicable. Quiero encontrar algo en mi cabeza, empezar a
estar clínicamente enfermo, hoy, en este instante, para poder acostarme un rato
y dormir tranquilo, un rato.
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DÍA 20. SU TÚNEL ESTRECHO

Encajo, encajo dentro de ella ahora que levantó su pierna y se echó para
atrás. Encajo difícilmente, con algo de dolor, pero encajo, encajo agarrándola
por la cintura y poniendo mi mano sobre la acumulación de grasa que rodea
los huesos de su cadera. Encajo, encajo, hasta dentro. Encajo con una
desconocida en el salón de su casa mejor de lo que he encajado con el resto
del mundo en los últimos meses. Una vez dentro todo es conocido, es calmo y
húmedo. Un instante de imprecisión, de fuerza y de deseo y plof lo que tanto
me costó que encajara sale de golpe. La cogemos con las manos. Ella y yo la
recogemos en su salida de la cavidad vital para devolverla viva y sana al
interior. Ambos desesperados porque vuelva a entrar, por el placer que lleva
entrar una vez más y encajar. Estamos los dos duros, dura la carne blanda de
mi polla hinchada de fuerza y duras las paredes de la mujer, la apertura
emocional. Es de esas mujeres que no segrega, que no te embadurna de fluidos
ni de pedacitos microscópicos hasta que no han llegado al final. Estamos tan
cerca que parecemos un tornillo dentro de una piel. Yo soy el tornillo. Yo
encajo con tanta facilidad cuando sus contracciones vaginales y me muevo con
libertad dentro de ella, de un lado a otro, mientras caigo en la idea, siempre
sugerente, de que estoy siendo absorbido, succionado…que voy a morir.
No es más que una metáfora porque nunca muero, es una forma
inconsciente y adulta de celebrar la excitación que no me reprimo. Las ganas
de que el final de la vida esté al final del deseo me puede llegar a durar
incluso minutos como cuando ahora se produce uno de esos engarzamientos tan
excepcionales con una mujer de callejón estrecho.
Se encaja una de mis manos en los vaivenes y circunloquios de su pelo, la
otra sube y baja sobre su clítoris. Mi labio se encaja sobre el suyo. Mi otro
labio queda fuera. Mis pestañas rozan las suyas. Ahora sí…ahora no. Mi
respiración y la suya se intercalan y terminamos por beber del aire
contaminado del otro en una carrera hacia el envenenamiento como siempre
ocurre cuando uno se decide a introducirse en un intercambio de intimidad y
fluidos con otro ser humano.
Estamos excitados lo suficiente como para seguir así un rato más, para que
nos frotemos pecho contra teticas de algodón endurecidas. Creo que puedo
pasar así el resto de mi vida, fuera de todos ellos, así en esta misma postura
con esta desconocida más familiar que mi propio hermano.
Dejé de encajar con los demás, con las mujeres, con los hombres, con los
amigos, con los conocidos nuevos y los que estaban antes. Me pregunto a qué
edad uno deja de encajar con lo que le rodea. Yo ya no creo. Pero ahora
encajo, encajo…tengo un lugar en el mundo en el que yo encajo y para
entonces y pese a mis esfuerzos ya me he muerto enredado en los brazos de
una tal Eulalia, Amalia, Dalia.
Tengo una siesta de quince minutos como premio de consolación a la
obligada vuelta a la realidad. Un camino de trance por el mundo onírico antes
de que Marga, Marta, Marisa se me haga tan extraña como el resto del mundo.
Sus dedos ya se rozan con estridencia con los míos y me producen irritación a
nivel real y somático. He vuelto de allá más consciente, si cabe, de que la
experiencia experimentada sólo nos sume más en opiniones férreas,
equivocadas o no. Yo vuelvo del hueco de su boca íntima y húmeda allá abajo
un poco más seguro de que una de las dos cosas debe ser ficción, aquello o
esto.
Nos servimos café. Primero ella a mí, por las normas de cortesía inherente
a todo invitado. La segunda taza la relleno yo mismo mientras la mujer se va
volviendo más mayor de lo que firmemente creí durante los instantes
cegadores. Sus labios se mueven para hablar de ciertas cosas que no sé bien si
pretenden ir a parar a alguna parte. Antes de que ella acabe su tercera taza de
café yo ya he procedido con éxito al momento de rastreo y limpieza de huellas.
Recojo los restos de mi humanidad que se quedaron tirados en un condón
en el piso y hago un nudo, el mismo que hecho otras tantas veces que ocupo
ese papel de perdiguero educado. Nos despedimos con un beso. En la boca. Y
un apretón sobre sus nalgas que como si fuera un resorte mágico provoca en
ella lo que provoca en casi todas las desconocidas. Sonríe y aprovecha ya ese
movimiento facial para usarlo en señal de despedida. Ella también debería
esta fingiendo, no por nada, a estas alturas ya no soy un mal pensador ni un
pensador inseguro es sólo que somos desconocidos y hay que ser educados.
Mientras yo tomo las escaleras al mundo terrenal ella posiblemente esté
emprendiendo su ritual de desinfectación y después de lavar las tazas, lavarse
a si misma y quitar las sábanas, también su vida recupere la limpieza anterior.
Yo sin embargo voy a quedarme un par de horas más con los efluvios de su
sudor sobre los poros que lo pudieron aprehender e inevitablemente ahora me
voy a ir así al estanco porque con las prisas y la educación olvidé el paquete
de tabaco sobre la mesita de noche. Volver es una situación demasiado ruin,
pese a que ahora, de regreso en la superficie terrestre, no puedo evitar
reprocharme ese olvido porque esa cajetilla estaba prácticamente entera.
Tomo el camino que lleva a uno de los parques de la zona sur para estar un
par de horas más inserto en nada. Los parques están casi siempre vacíos pero
nunca son suficientemente silenciosos. El metal del asiento está frío, lo noto a
través de la capa del abrigo, atravesando la tela de mis pantalones. La
humedad sube de la tierra a las patas del banco y va directamente a todos mis
huesos receptores.
Me vibra el bolsillo, es la música que me advierte de Eulalia, Amalia,
Dalia, Marga, Marta, Marisa… es el lenguaje infantil e imperfecto de mi novia
recordándome que me he dejado el paquete de tabaco sobre su mesita de
noche y sus rasgos se perfilan por fin, claros, por primera vez. La desconocida
y mi novia.
Esa misma noche, al llegar a casa
Cerda, ¿estás?, ¿estás en alguna parte?
Me mata el dolor de los celos. No has llegado a casa, no estás en mi cama,
esperándome. Mi mujer yace en algún lugar de ahí fuera.
Te llamo desde la puerta de entrada, sin encender la luz del pasillo, en el
marco entre el calor humano de dentro y el frío de la calle, ¿estás?, ¿estás?, y
las palabras doblan en la esquina y entran en el salón. Unos pasos en la
oscuridad, enciendo la luz del recibidor y cierro la puerta detrás de mí. Cerda,
¿es qué no has llegado?, ¿es qué estás en otra casa con otro hombre, haciendo
otra vez lo mismo?
Mi vida se ha sostenido en el vacío desde que estuviste aquí. No quiero ni
pensar en que existes, no puedo. Me obsesiono con la idea de que hagas todo
eso que hiciste conmigo delante de un hombre, de cualquiera. Lucho contra la
parte de mí que te niega, nos vamos a matar en el circo antes de que tú ni
siquiera aparezcas. Antes de que sea demasiado tarde sube al Sinaí y
prométeme que no te has desnudado en el baño de la casa de otro, que no has
andado desnuda y completa por las baldosas de otra cocina, dime que no has
desaparecido, dime que eres virgen, casta y pura, que tu culo es tu culo y
nunca fue de nadie, que no te frotaste con la mesa de otro, que nunca pudiste
mearte encima si no fue conmigo, haz una aparición de última hora y
anúnciamelo. Las ventanas me ofrecen un mundo de colores más oscuros,
incluso ahora cuando es de noche.
En mi salón no estás, Cerda, ni en mi cama tampoco. El espacio que me
rodea se convierte en conocido y pesado, la mayoría de las cosas que se
habían mantenido expectantes cobran ahora una pesadez imprevista. Me
imagino a otros hombres como yo, te imagino divina y altiva, te imagino triste
y socorrida, te veo marchándote de la puerta de cualquier otro, los veo
contándomelo un día, jactándose de que te tuvieron en su casa y yo morderé el
aire como un loco para morir por la peor de las asfixias, por la más lenta.
Deja de hacer eso, ven a mi casa, eres mi mujer, ¿no lo ves?, no ves que en la
vida no siempre se puede pertenecer, ¿no ves que grave es lo que me ha
pasado?
DÍA 32. MUJER-MONIGOTE
Todavía me cuesta a veces diferenciar entre la apertura mínima del ojo que
me dice que me observa y la que me confirma que se ha quedado dormida. Por
mucho que pasen los meses no logro separar y diferenciar hasta ese grado los
recovecos de su intimidad. Pienso mucho en ella, más que eso pienso mucho
en mí respecto a ella pero así desde lejos, disfrazado, se podría decir que
parece que es ella quien ocupa mis pensamientos. Ahora que la veo dormida y
que sus dedos cuelgan cerca de mi entrepierna se me hace visible que no es
por ella. No podría. Reacomodo sus dedos en el sitio original, se los pongo
sobre el pecho para que se calienten a fuerza de moverse mientras su
respiración suba y baje. Me separo lo suficiente de ella, unos centímetros,
para que se haga real la sensación de soledad que se experimenta cuando
desaparece el cuerpo que se tiene lado, sea el de un perro o el otro hombre.
Tomo perspectiva sobre el cuerpo de mujer que está echado en mi sofá, a
media tarde, con el pelo revuelto y la boca abierta, con un cojín bajo su
rodilla, tomo una perspectiva que sino fuera por quienes somos y por la rutina
tendría un tinte bastante cruel.
Sólo me hace falta mover la cabeza unos milímetros atrás, incluso menos,
para darme cuenta, antes de chocar contra la pared que está a mis espaldas,
que se han roto todos los lazos que en algún momento debieron unirme a mi
novia. Es fácil para mí en este estado que ella pase a ser una persona
cualquiera tumbada en mi sofá. Antes la sola idea de un distanciamiento así
era impensable. Hace unas semanas no hubiera sabido por dónde empezar a
entender este sentimiento que ahora se me hace tan normal y necesario, lo
habría rechazado con ofuscación pero ahora se ha convertido en un juego que
me produce más satisfacciones que cualquiera de las otras cosas que
compartimos en el mundo en el que ella está despierta.
Su belleza se me hace tan inexistente como su movimiento, se me hace que
todo se ha evaporado, que es un cuerpo sin vida. Es la tercera vez en estos
últimos quince días que esta situación se repite, exactamente la misma, como
si fuera cosa de broma.
La primera vez me sentí culpable, la segunda, de una forma completamente
inesperada, se me avivó un deseo que casi me enajena y cuando se despertó la
olisqueé como un perro, lo demás no lo hice mucho más humanamente. Pensé
luego, cuando compartíamos la pizza de rigor del domingo noche, que quizás
todo había sido por ese deje de extraña del que se había quedado impregnada.
Desde aquella segunda vez no he vuelto a sentir deseo …y con él se fueron
también los sentimientos aquellos de familiaridad por los que tanto nos
empecinamos al principio del noviazgo cuando intentábamos imponernos la
vida del otro de forma inmediata. Hoy ese sentimiento se me hace ridículo e
irrepetible, tanto como esa impertinencia de crearnos rutinas compartidas en
cuestión de semanas. Nuestro noviazgo se asentó después de cuatro o cinco
semanas y luego llegó este estado imperecedero donde todo en materia de
tiempo es altamente incalculable. No se me ocurre, ni siquiera puedo llegar a
vislumbrar, qué me pudo empujar a perseguirla con la mirada en las reuniones
de trabajo, a clavarle los ojos como si fueran estacas de crucifijo, a buscarla
de forma obsesionada y reprimida en la puerta de la oficina o detrás de su
mesa de despacho, a festejar con euforia íntima el roce provocado por una
milésima parte de la piel de su brazo, de su mano o de su cara, a escuchar y
diferenciar del resto el ruido de sus pasos sobre el suelo…debí ser asaltado
por una hormona gigante, un deseo incontrolable, pero esa explicación no me
parece creíble ahora. Estoy seguro de que había algo más allí, aquella tarde en
la fiesta de empresa de Navidad, con el restaurante lleno de gente, cuando yo
sentía su presencia a metros de distancia y todos los demás se tornaban
inmediatamente actores de mi propio drama. Fue otra cosa.
Sus dedos largos y adornados con uñas triangulares transparentes se
mueven entre las rugosidades mínimas de su jersey de lana naranja. Corren el
riesgo de engancharse y despertarla, de devolvérmela.
Me concentro en sus dedos con la intención de que se alíen conmigo y
retrasen ese momento de soledad mutua que nos estamos inflingiendo.
Mis súplicas tiene éxito y la mujer sigue durmiendo. He descartado la idea
de que esta vida mía de ahora sea sólo producto de un deseo sexual. Hasta
cierto punto me preocupa que el interés por estar compartiendo cafés en la
oficina o vagones de metro o calles atestadas pudiera estar provocado por una
necesidad afectiva o por el miedo a morir.
Respira dejando un olor a canela hervida en el ambiente que está a unos
milímetros de su boca, es el lápiz labial.
Cabe la posibilidad de que aquello fuera también un despertar
emocional…amoroso. Noto la rigidez espasmódica de mi cuello. Eso sería
tremendo, me digo.
La televisión azuza las ideas en mi cabeza con el pequeño rechinar de sus
series de puntos siempre activos y vivos hacia afuera. Debe ser una película
europea porque aunque sólo la he estado viendo de reojo me parece que
estaba llena de lluvias, aceras de adoquines y gente triste hasta el
aburrimiento.
Si, como a veces me parece, pudo surgir de una necesidad a niveles
afectivos me estaría enfrentando a algo mucho más extraño de lo que creí en un
primer momento y eso me conduciría a una pregunta en el aire… ¿Dónde está
ese tipo, lo que queda de él, y quién soy yo que no puedo reconocer ni un
ápice de ese tipo de emoción en mí?
No puedo ni imaginarme un vínculo con otro ser humano así de irracional y
absurdo en el que no me importa si estira los dedos de los pies al despertarse
en mi sofá y profiere un bostezo.
DÍA DE ABRIL
Provocó cierto ruido con los tacones al caminar para reclamar mi
atención. Cuando quería era tremendamente sigilosa y se desvanecía entre los
rincones de la casa sin posibilidad de ser encontrada pero en esta ocasión
quiso mostrarse. Escuché el repiqueteo de las pequeñas tapas metalizadas con
las que tocaban tierra sus tacones de nueve centímetros camino del baño y los
seguí como si ese ruido hubiera sido el toque de trompeta y yo el batallón. Me
puse a cuatro patas y me arrastré para poder verle el culo desde abajo y para
disfrutar viéndolo partirse en dos al andar. A ella le gustó, aunque no me miró,
supe que le gustó.
-Hombre – perro- dijo, creo que dijo. Apenas me hablaba y a veces si
abría la boca no sabía si estaba intentando decirme algo o era esa su forma de
gemir. Al ser desconocidos mi confusión abarcaba todas las cosas.
Volvió a sentarse en la misma esquina de mi cuarto de baño donde se había
masturbado por primera vez con uno de esos mismos tacones que ahora se me
habían vuelto casi familiares. Giró la llave de la bañera. Yo me quedé a cuatro
patas en el quicio de la puerta esperando y dejé la boca abierta para que mis
babas pudieran resbalar a través de mi lengua y caer al suelo ahora que yo era
un hombre-perro como ella me había llamado. Estaba tan excitado a causa de
mí mismo que me parecía ver que en el aire flotaban minúsculas moléculas
hormonales que provenían de mi deseo, eran tantas que tuve una profunda
sensación de mareo. Todo estaba repleto de lucecitas que me dejaban ciego y
me tuve que apoyar en el marco de la puerta porque las piernas se tambalearon
y perdieron su rigidez.
A ella no le gustó aquello y me lo hizo notar haciendo sonar su tacón
varias veces sobre el suelo de mármol. Una de sus piernas estaba sobre la
repisa de la bañera y la otra, la que me demandaba, estaba en el piso. La
pequeña jungla de sus pelos negros estaba a unos centímetros de mi cara, a la
misma altura de mis ojos y ella me la estaba mostrando para que yo la
admirara el estado de subordinación que voluntariamente acababa de adquirir.
Cuando se mojó los pelos del coño con su mano yo no sabía qué iba a pasar…
pensé que quizás me quería dar de beber, que quería que succionara sus pelos
y les sacara todo el agua que ella les estaba echando pero estaba tan absorta
en sí misma que no me atreví a acercarme. Recuperé mi postura a cuatro patas
y saqué la lengua para demostrarle que era su siervo aunque ella me ignorara.
Los ojos se me cerraban dominados por la excitación y sentía su presencia
entrecortada por los fundidos negros que provocaban mis párpados. Cuando se
volvieron a abrir, por última vez, ella tenía la mano metida en el bolso que
había dejado junto al váter y sacaba de uno de los bolsillos laterales una
cuchilla de afeitar. Me llevé la mano a la polla sólo para asegurarme que
realmente estaba igual de dura que yo la sentía en mi cabeza. Estaba más,
había una pulsión frenética que lo dominaba todo y una única vena hinchada de
sangre caliente recorría la curvatura desde la punta roja de mi prepucio hasta
donde se acababa la erección. Noté la boca repleta de babas cuando su tacón
sonó de nuevo contra las grietas del mármol reclamando mi atención. Levanté
la cabeza, se irguieron mis orejas, se estiró la cola y la moví ilusoria y
frenéticamente.
-Perro.
Sus ojos aprobaron mi actuación y yo entonces gemí y aullé
lastimeramente, como sino hubiera podido nunca pronunciar palabra humana.
Ella tenía una de esas cuchillas que yo también usaba, los pelos engargolados
se aplastaban contra las hojas de acero indestructible y lo inutilizaban. Con la
habilidad de un herrero sacaba los pelos que antes ocultaban su coño de la
presa metálica en la que se quedaban enganchados. Uno por uno sus pequeños
montículos de pelo pasaban de la piel a la cuchilla y de ésta a las yemas casi
lúcidas de sus dedos. Me temblaron las sienes cuando esos pequeños, oscuros,
espesos y sanguíneos pelos del coño cayeron al suelo del baño. Pensé,
mientras estaba allí, mientras todo sucedía, que una vez que todo se acabara
iba a rellenarme una bolsa en miniatura con sus pelos para guardarla siempre
en la cartera, me detendría en los semáforos y en cada momento de libertad me
la llevaría a la nariz, la haría girar con movimientos concéntricos en la palma
de mi mano. Me asaltaron tantas ideas mientras esos pelos se caían que cuando
levante la vista tenía ante mí, sin haberlo esperado, el espectáculo más
maravilloso del mundo. Blanco como la luz de un día blanco, ahuecado,
bulboso, erecto en la ficción de su hinchazón, con labios caídos por la fuerza
de la gravedad, delante de mí estaba su coño majestuosamente pálido y
afeitado. Sus piernas estaban tan abiertas que podría haber sido el abrazo de
una araña. Me acerqué para verlo mejor. Me llegaron los olores de ese coño
como si fueran primigenios y originales. Quería meter mi nariz entre los labios
y el clítoris, apestarme, lo que fuera y entonces acerqué mi lengua a la punta
de uno de sus zapatos de tacón negros y lo chupé, lo chupé, lo chupé.
DÍA 35. SÁBADO, EN LA ARENA
Llaman a la puerta. Podría ser mi novia o podría ser cualquiera. Ella
venía, entraba y salía constantemente de mi casa. Éramos dos…esa es una
especie de sensación antigua que tengo en mi cabeza, como si algún día
hubiese ocurrido, como una obligación interpuesta por otro. Yo antes hablaba
en plural… ella me lo hizo notar el otro día, que ya nunca usaba el plural, que
mis conversaciones y mis ideas estaban siempre relacionadas sólo conmigo.
No supe como excusarme. No supe porque ni siquiera podía imaginarme que
un día hubiese habido un camino que me llevase a ella de forma voluntaria.
Pensé que eso sonaba romántico y le pasé el pan con una sonrisa, con una
mueca, con lo que fuera que hiciera mi boca en aquel momento. En muchas
otras ocasiones encontrarme en un estado mental tan extraño me habría
empujado a confesarlo, a subirme a la barca de la confesión y abandonar el
sentimiento de separación pero ahora cada uno de esos pequeños estados
nerviosos me dejan sumido en una espiral hacia mí mismo. Separarme de mí,
del estado de confusión y conflicto que empezaba a estar presente a todas
horas en mí era peor que separarme de los otros.
Lo noté al darle la mano a los amigos de ella cuando llegaron.
Estrechamos manos, sonrisas, bebimos licor de café, luego algo más fuerte, los
cubitos deshaciéndose y la mano, mi mano en la cintura de mi novia y todos
normales, completamente normales en aquel bar. Yo comportándome como
ellos e intentando corregir la palabra yo y poniendo en su lugar nosotros y
encontrándome con que inconscientemente la palabra que me venía a la cabeza
era ello.
Me miró con cara rara…yo no suelo hablar de mí en tercera persona, le
dije, para paliar el mal que había hecho pero nadie se rió…mi novia tampoco.
En una época desaparecida yo había sido de esas personas que lleva las
conversaciones, las que se convierten con esfuerzos en el centro de atención,
el epicentro de las reuniones y ahora nada de eso, ahora la copa me helaba la
mano, los olores que desprendía mi novia me mareaban y me confundían y
lejos de estar borracho, que era lo que deseaba, estaba cada vez más sobrio
pensando en aquel nosotros, en aquellas parejas, en las otras parejas que
subían y bajaban las escaleras del bar…en que tarde o temprano, me relajara o
me pusiera nervioso, las cosas iban a llegar al mismo punto de definición que
era o bien la luz del día o los muelles duros de mi cama. Se me hizo el tiempo
eterno, abrazando la cintura ajena de mi novia, rodeado de palabras y
pensando entre trago y trago, algunos desesperados, que dónde estaban los
tipos como yo porque si hasta entonces había habido un sitio para mí debía de
seguir habiéndolo. Como uno cambia de bar, de casa y de círculo de amigos o
de ciudad, de la adolescencia a la edad adulta, ¿donde está la gente cuando
uno debe cambiar de bares, de calles, de amigos y de novias en busca de la
lucidez?…si esto es la lucidez.
Me vi allí, aquel sábado por la noche, sintiéndome como si fuera uno de
los granos de un reloj de arena y ellos, los que me rodeaban, tigres de la selva.
Dos universos tan diferentes que si alguien me hubiese dicho que había estado
soñando lo habría creído.
-Nosotros no vamos a ir, ¿verdad?- dije, dije…recopile toda la
información necesaria para sobrevivir en el mundo.
Mi novia asintió y pegó su extraña cabeza a mi pecho. Luego descubrí, en
el mismo instante en el que levantaba la mano para llamar la atención de un
taxi, descubrí que aquel nosotros nos vamos que me había salido de lo más
profundo de mi deseo y de mi sinceridad se refería a nosotros, a aquel tipo que
una vez se movió tan convencido dentro de mí y hacía su voluntad y al otro, al
invasor,…hacia el que tenía el afecto de un admirador.
Acabamos los tres en la cama. Yo mareado, boca arriba. Mi novia buscó
mi boca y aunque la encontró no tuvo respuesta. El cielo de mi habitación me
daba vueltas y notaba el calor de su cuerpo desnudo junto al mío como si fuera
el peso de una balanza que me empujaba en sentido opuesto.
DÍA 40 (OTRO DOMINGO)

Yo también soy un cerdo como todos los demás, como todos nosotros.
Cerdos por resolución, cerdos por amor, cerdos por dinero, cerdos en las
casas de putas, cerdos con sus mujeres, cerdos y cerdas de mi calle, de mi
tintorería, de mi supermercado.
Todos somos cerdos y cerdas impolutos y trajeados, encerrados juntos en
el ascensor. Son manos de cerdo las que estrecho en la oficina, en una comida
familiar, manos que han estado escarbando entre los orificios del cuerpo, del
propio, quizás tan sólo unas horas antes, quizás antes de que te sirvan el pollo,
la cerveza, antes de que te den el ticket del metro. Hay cerdos y cerdas que te
señalan el camino de la sala de convenciones, que te dan la llave del hotel,
que te llaman por teléfono, que ponen sus manos y sus labios en tu teléfono,
sobre tu libro, en tu hombro, en el pomo de tu puerta y aunque saben que son
unos cerdos, se muestran ante ti impolutos.
Desde que se me ha despertado esta realidad, esta lucidez sobre nuestro
estado humano camino como si estuviera loco. Algo me dice que no estoy
equivocado, una especie de constancia interior, de seguridad, me lo confirma.
Es como el violento que reconoce a otros violentos, el inteligente que
reconoce a otros iguales a él, a mí me ocurre ahora lo mismo, desde que ella
estuvo en mi casa reconozco en los hombres y las mujeres que me tropiezo a
los pequeños cerdos que esconden. Los veo y ellos me ven. Están en todas
partes. Ahora que sé que casi todos somos iguales siento el género humano en
otro nivel. No sé si ha pasado a un estado de degeneración pero sí estoy
seguro de que los hombres y las mujeres han perdido para mí cierta dignidad
artificial, todos y cada uno de ellos. Desde entonces me siento más humano,
nos veo a todos más iguales.
Me parece haber vivido una mentira por mucho tiempo, siempre
ocultándonos, disfrazando lo que somos, veo la mentira. Ahora sé que todos,
al menos una vez en la vida, todos somos cerdos y disfrutamos siéndolos,
enganchados a ese placer. Es lo más profundo de nosotros, el verdadero
animal que llevamos dentro.
DÍA DE ABRIL
Se mueve con total libertad por casa y nunca sé donde la voy a encontrar.
Mi casa se ha convertido de repente en un cubo en el que ella y yo somos dos
piezas locas que se persiguen sin llegar a tocarse nunca y que al mismo tiempo
se tocan a sí mismas continuamente. Apenas hemos intercambiado unas
palabras y sin embargo me encuentro con una sensación de familiaridad
cuando estoy con ella, a lo mejor se está metiendo algo en la vagina, cualquier
cosa que ha visto o usa sus dedos o intenta lamerse como un perro y a mí,
incluso así, se me parece una dama impoluta, vestida y acicalada para la
ocasión. Es por eso que me parece que hay cierta familiaridad entre nosotros,
la familiaridad de la piara cuando retoza en el barro y entre sus propios
excrementos sabiendo que desde fuera puede ser vista como una aberración
pero desde dentro es un acto de placer natural.
-Cerda, te he dicho- me ha lanzado una media sonrisa que he tomado como
una invitación para sentarme frente a ella en una de las sillas del recibidor con
la fija idea de hacerme una paja mientras ella se metía los dedos y tenía uno de
esos orgasmos en los que sólo babea pero no gime.
He reposado mi cabeza sobre la pared y con las manos todavía sobre la
polla me he quedado dormido unos minutos.
Me ha parecido que ella se acercaba a mí pero debo haberlo soñado
porque cuando me desperté estaba en el otro extremo de la casa, acostada
boca abajo en la alfombra, masturbándose de nuevo. Me he tendido cerca de
ella y sólo he podido mirarla porque no había en mí ni un solo grano de fuerza
para ponerme a su altura. Unos minutos después cuando parecía que ya estaba
cerca del orgasmo se ha dado la vuelta, se ha puesto boca arriba y ha dejado
de tocarse. Entre la maraña curvilínea de sus pliegues del coño he podido
apreciar cómo aparecía un pequeño bulto hinchado, su pequeño pene de mujer.
Parecía cansado. Ha comenzado a chupar su dedo índice como si fuera un
miembro diminuto y se ha retorcido como una serpiente hasta dejar su espalda
convertida en una cueva.
Le he pedido por favor que me dejara acabarlo pero no me ha contestado y
ha arrastrado su cuerpo por la alfombra hasta el extremo opuesto donde ha
empezado de nuevo a acariciarse el clítoris cada vez más y más rosa y más
hinchado. Me he quedado subyugado mientras intentaba dominar la ansiedad
que me daba el pensar que habían pasado muchas horas y eso significaba que
el final estaba más cerca.
DÍA 50.

Me levanté ya empalmado de la cama y por primera vez en mucho tiempo


antes que pensar en el café pensé en hacerme una paja. Todavía no había
puesto un pie en el suelo así que decidí empezar el día pajeándome. Me quite
los calzoncillos que me habían estado apretando los muslos durante toda la
noche y me hice una paja pensando en una mujer rubia con tetas gordas y uñas
pintadas en rosa. Luego entraba otra. Un espectáculo del porno más trivial que
me dejo cao en menos de cinco minutos. Terminé de estirar los dedos de los
pies, los pies y las piernas que después de correrme siempre se quedaban
tensas del último estirón. Me dilaté como un gato y terminé por sacarme los
calzoncillos que se me habían quedado enrollados en el tobillo. La mitad de la
lefa estaba en la mano y la otra mitad entre la sábana de arriba y la de abajo,
como si fuera la colección de estalactitas y estalagmitas de mi cama. Me
quedé desnudo y dejé las manos entre los huevos y la polla hasta que necesité
cerrar la cafetera.
Allí, sentado en el taburete de la cocina, esperando que el agua hirviera.
Escuché el ruido del patio interior y pensé que debía haber vecinos, gente que
estaba entonces copulando o retozando y que más de uno estaría en posición
de perro. Abrí la ventana para echar una mirada pero el aire frío no me dejó
estar curioseando más de unos minutos. No había más ruido que el normal ni
más frío que el que llevaba asolando todo el puto invierno. Cerré la ventana
con los pensamientos menos eróticos de todo el día en la cabeza. Intenté
retomarlos pero el frío de la calle me había dejado vulgar y cotidiano y me
había puesto alma de domingo. Me entró la urgencia, y la necesidad aunque no
fuese real, de vestirme. Opté por unos calzoncillos limpios, lo que llevaba
explícito que intentaba resistirme activamente a mi cambio de actitud. Ya sabía
como se desarrollaban las fases de esos momentos de lucha entre lo sexual y
la culpabilidad, ya conocía las pautas de mi comportamiento.
Quise volver a la cama pero no tenía el estado mental adecuado. La mala
leche se instauró por unos minutos en la vertiente pantanosa en la que acaba de
entrar. Me serví el café y me senté en el mismo taburete a esperar que la leche
y el azúcar se disolvieran entre sí. Encendí el ordenador para poder escuchar
algo de música y antes de que me diera cuenta ya estaba mirando páginas
porno. Primero las normales, las clásicas, y luego me puse a buscar por el chat
a ver si podía encontrar alguna de esas con las que podías tener cibersexo. Se
me puso dura sólo de pensarlo y no me costó nada pasar la hora siguiente
rastreando en busca de las habituales. En ese tiempo me puede hacer un par de
pajas bastante normales pero suficientes para que me pusieran a tono y
recuperase el carácter con el que me había levantado. Encontré a eso de la una
a la cirujana mexicana que había conocido en mis vacaciones pasadas y se la
puse delante de la cámara para que supiera que era yo. Ella siempre dice que
reconocería mi polla en cualquier parte del mundo. Lo hicimos como lo
solemos hacer pero yo me ayude con el sonido de una película porno que me
acaba de bajar, cuando lo haces muchas veces con la misma, sea como sea, al
final necesitas ayuda. Cuando nos despedimos se iba a una consulta y yo ya
tenía los calzoncillos sucios y parte de mi cabeza también por eso cuando sonó
el teléfono con el soniquete que identificaba a mi novia apreté el botón para
silenciarlo. En las últimas semanas me apetecía más pajearme que hacerlo con
ella.
Dejé el ordenador bajando un par de películas y me tire en el sofá a no
hacer nada. Me tomé un par más de cafés antes de decidirme a pasar el resto
del tiempo con el porno casero que me habían pasado. Lo vi y aproveché con
un par de pajas. Cuando terminé metí los calzoncillos en la ropa sucia, me
duché y me puse unos limpios, como si fuera un hombre nuevo.
Guardé las películas porno que había estado viendo detrás de la colección
de libros que nadie mira y borré el historial del ordenador. Llamé a mi novia y
salimos a cenar y yo le pasé el pan con la misma mano con la que había estado
tocándome el culo toda la tarde, la misma mano que le tocó la cara y le agarró
la suya en el cine antes de que empezara la película y no me asaltó ni una sola
duda ni ningún estado de confusión porque aquel día me había hecho siete
pajas y estaba lo bastante relajado para que nada me importara nada. Creo que
vimos una película de amor o algo así y luego ella insistió en quedarse a
dormir pero le puse la excusa de que era domingo. Me besó con la lengua y me
puso la mano en la polla para ver si me calentaba. Me calenté un poco y
accedí porque a veces solía pensar que debía romper esa espiral de sexo en
solitario. Entonces lo hicimos como lo hicimos, como casi siempre, un poco
de chupeteo y el 69 y me volví a quedar con el dolor de muñeca de mover el
clítoris hasta que me puse enfermo y con ese mismo dolor incesante se me
acabaron las ganas de volver a compartir sexo.
Nos besamos antes de apagar la luz e instintivamente cuando supe que se
había quedado dormida me hice hacia un lado y me separe de ella para evitar
su contacto. Quería estar solo.
DÍA 58 (MARTES)
A mí me gustan los pelos del coño cuando parecen anillos. Cuando están
duros y enroscados. Me gustan los coños poblados, los coños de mujer. Me
gusta cuando los tocas y las yemas de los dedos caen en la espesura de la
selva genital y el contacto con los pelos es duro y porque ahí bajo, escondido,
hirviendo, como si fuera el pene en miniatura, está el clítoris. Unos golpecitos
maestros con los dos dedos. El índice y el corazón a forma de látigo.
Golpecitos maestros incluso para los más difíciles, para los que están siempre
ocultos, los que no se tocan, los que ponerlos duros y en ebullición es poco
menos que un milagro. Golpes maestros sobre el clítoris dilatado. Mucho
mejor que el efecto de la lengua. Hay algunos a los que les gusta meter la
lengua por entre los labios, hundirse con su nariz hasta lo más profundo del
coño velludo y cuando es un coño grande entonces hasta se quedan con las
babas, con los chorrotes blanquecinos del calentón en las mejillas. Coños
grandes que les caben botellas y coños pequeños que te la estrujan.
Las mujeres te la chupan porque les gusta, porque te quieren enganchar,
porque es lo que toca, porque sí, para que te corras de una vez, para oírte
decir guarradas…los hombres se comen los coños, los digieren si hace falta,
exactamente por lo mismo…y no importa que sean peludos o con calvas de
pelos enroscados o tiesos o recién afeitados…coños, coños, coños.
DÍA 59. ADIÓS, AMIGOS (DIJO MI CABEZA)
Aparqué el coche en uno de los sitios que estaban asignados para los
subcontratados. Apagué la radio, cerré la puerta y sacudí la pierna derecha
con la intención de que las arrugas del pantalón se disolvieran por arte de
magia. Vi mi reflejo en el cristal del coche. Mi camisa marrón abotonada hasta
la última oportunidad y enganchada al resto de ese uniforme de oficinista por
un cinturón negro, común. Mis zapatos negros. Escuché el ruido del cierre
centralizado. Me aparté del coche como si fuera la madrastra de Blancanieves
y hubiese reparado, por primera vez con ese reflejo de la ventanilla, en mi
fealdad. Intenté sacar esa imagen de mi cabeza sacudiéndola un par de veces y
acelerando el paso embutido en mis zapatos negros de piel acartonada. Saludé
a la secretaria con un movimiento de cabeza. Ella me respondió de la misma
forma, creo, no me importaba nada y no le presté atención. Los zapatos que
nunca me apretaron empezaron, sin saber bien por qué, a asfixiarme los dedos.
Dejé la bolsa encima del escritorio, de mi cubículo, y me fui directamente al
baño. Me quité los zapatos y sentado sobre el váter me masajeé los pies
corroborando que efectivamente estaban completamente dormidos. Intenté
evitar mirarme en el reflejo del espejo pero cada diez o quince segundos,
instintivamente, lo buscaba. Respiré como supuse que respiraba la gente para
relajarse. No me sirvió para una mierda. Pensé en lo que pude pero mi cabeza
estaba fuera de control e iba mucho más rápido que yo. Era incapaz de agarrar
una sola idea para sostenerme, el pensamiento acelerado me dejó exhausto y
nervioso. Lo descubrí diez minutos más tarde cuando alguien llamó a la puerta
del baño porque necesitaba, por sus golpes secos lo creí, de forma urgente
entrar. Miré los zapatos. Me parecían enemigos. Pensé que yo era un idiota o
un loco porque era una estupidez tenerle miedo a unos zapatos pero la lógica
no me funcionaba para nada. No me ayudó a reducir la fuerza de la velocidad
del pensamiento. Abrí la ventana. Si hubiese tenido cojones me habría tirado,
no con la intención de hacerme daño sino de salir huyendo. Es sólo un
entresuelo, poco más de un metro de distancia entre la ventana y la calle. Me
parecía un precipicio a causa del estado nervioso en el que me había
zambullido. Miré y miré a través de la ventana y me hice el sordo, en parte lo
estaba, a los ruidos de llamada de los dedos de alguien contra la puerta de
madera.
Debí de respirar demasiado deprisa porque me quedé dormido. Cuando
me desperté eran más de las diez. Estuve durmiendo más de una hora. Me
desperté exhausto, con la cabeza a medias, ni siquiera recuperada. Cerré los
ojos para ponerme los zapatos, pensé que no era yo, que no eran mis zapatos.
Sentí la piel de la suela contra la planta de mi pie como si fueran espinas. Me
miré en el espejo y cerré los ojos mientras me mojaba las muñecas, el cuello,
las sienes, todo un ritual, como si fuera un verdadero idiota.
Cuando atravesé el pasillo alguien debió preguntarme si me encontraba
bien, me pareció sentir las vibraciones de las palabras. Asentí. A lo mejor
preguntaban otra cosa. Alguien se acercó lo bastante para decirme que llevaba
la espalda mojada. Sus ojos, demasiado próximos, me pareció que salían del
cuadro de su cara y se quedaban pegados en la piel de la mía. Llegué como
pude hasta mi mesa y tomé la bolsa que había dejado allí al llegar, como cada
mañana. Debían estar mirándome. Los pantalones también estaban algo
mojados, a lo mejor pensaron que me meé. Como pude, creo, le dije a la
recepcionista que me debía ir a casa porque me encontraba mal. Intenté que mi
discurso pareciera lógico pero debieron ser cuatro o cinco estupideces dichas
de forma salteada. Cerré la puerta detrás de mí dejando la espalda de mi
camisa a la vista de aquella mujer. Tomé el camino que llevaba a la puerta de
los empleados y me refugié en el paradero de los taxis.
No lograba ni por segundos olvidarme de la idea de mis zapatos
maliciosos. Mi coche me apuntaba con sus faros sin luz por la espalda. Tuve
miedo de desmayarme durante el tiempo que esperaba un taxi. Miedo de ser un
hombre trajeado desmayado en una parada de taxis.
Los minutos se me hicieron eternos entre la espera en la parada y la parte
trasera del coche de sillones envueltos en una capa de terciopelo que me
llevaba a casa. Saqué la cabeza por la ventanilla para que el aire me
despertara o me aliviara el mareo que me hacia verlo todo negro y espeso.
Abrí la puerta de casa. Me desnudé. Caminé descalzo por la penumbra del
salón y del pasillo hasta llegar a mi cama. Me metí entre las sábanas y quise
poder dar las gracias a algo o a alguien por haberme permitido llegar hasta
allí, hasta ese instante, pero no tenía a quien. Tampoco creía en nada.
Cerré los ojos. Algo le había pasado al mundo de ahí fuera en relación
conmigo y a mí con él. Me quedé dormido unos minutos más tarde.
Martes (por la noche)

Tirado boca abajo con las pequeñas escamas de lana de la alfombra en mi


boca pensé que me daba igual morirme ahogado si al menos eso era verdad, si
ese orgasmo tenía las dimensiones irreales a las que se iba elevando.
El contacto rugoso de la lana se quedó atrapado a través de pequeñas
fibras en mi garganta y me despertó unas ganas involuntarias de vomitar. Fue
un acto de supervivencia de mi cuerpo contra mí porque allí estaba yo con la
mano sobre la polla más tiesa que he tenido en mi vida y me estaba ahogando
sin que eso me importara. Las piernas se me doblaron y me empujaron hacia
un lado. Indeliberado. Cuerpo traicionero y yo con las piernas juntas,
flexionadas como si fuera un perro, con la mano derecha agarrando mi polla
tan bulbosa que parecía que podía sangrar y con la mano izquierda intentando
sacarme los pelos rugosos de la alfombra que tenía en la garganta y en el
paladar y que me estaban ahogando. Me apreté la polla de tal forma que si
hubiese sido un hueso la habría partido por la mitad. Aquello me encabronó
tanto que se me escaparon unas lágrimas de pura rabia de ver que el orgasmo
más extraordinario que iba camino de conocer se había quedado en nada.
DÍA DE ABRIL

A lo mejor tenía corazón, debía de estar entre las dos bolas de algodón
duro que eran sus pechos. Debía estar en el centro, latiendo, con ritmos casi
exhaustos. Debía tener un corazón de gelatina para no volverse loca porque
sino entre tantos orgasmos le habría explotado. Si hubiera sido un corazón
bulboso de sangre y cartílagos se le habría parado después de tantas horas
pero no ocurrió. Debía de seguir latiendo, esa pequeña bola arácnida
irrompible debía estar dilatándose y encogiéndose continuamente, cada vez
que ella se tocaba, se movía, respiraba. Si se hubiese caído dormida un solo
minuto me habría acercado para escucharlo, habría puesto mi sucia oreja,
como ella la llamó, sobre los huesos de su caja torácica y habría escuchado el
estertor de un corazón inhumano y aunque estaba cansado, aunque estaba
agotado, me habría montado encima de ella y se la habría metido hasta que le
tocara el corazón, hasta que le arañara las membranas que lo cubren y lo hacen
bombear, lo habría hecho, lo haría para darle forma a mi cabeza, para poder
entender qué se escondía detrás de esa piel, de esos pelos duros que
empezaban a nacer debajo de sus axilas, sólo por eso…pero no se quedó
dormida.
DÍA 61.
Me llegó su olor, su aliento. Estábamos a dos centímetros escasos de
distancia. Me llegó como si fuera una bocanada y pude percibir lo que no
había percibido nunca hasta entonces, que eso que ella había puesto entre los
dos era aire muerto. Mi pobre y terrible novia. Cerré los ojos para intentar
contener las arcadas que me entraron. No pude concentrarme. No podía darle
forma a nada porque cada vez que lo intentaba un nuevo ataque de ese mismo
aire muerto se colaba por mi nariz, a dos centímetros escasos de su boca, de
sus labios. Tuve que apartarla de mí, me giré y le di la espalda. Le dije que me
encontraba mareado y no mentía. Su aliento no olía a nada era sólo aire
caliente pero debido a algo, a lo que fuera, me había despertado esa parte
obsesiva de mis pensamientos con la que ya vivía a flor de piel. Quise
ponerme a llorar porque era así como me había relajado cuando no podía
dominar la situación pero cada vez que intentaba una de las vías para escapar
de la ansiedad y del pánico allí estaban los golpes del aire de ella, como si
fueran pelotas calientes, contra mi espalda.
-Apártate- debió sonar a súplica más que a petición porque tuvo un efecto
inmediato pero con un sentido equivocado. Vi su torso incorporarse en el
infinito y me pareció que entraba en una cueva cárnica. Sus tetas colgaban
hacia mí como su fueran a quedarse con mi espacio. Ya no era sólo su aliento
que venía desde las profundidades del tubo digestivo, que atravesaba pelos y
líquidos, ahora también eran las pequeñas amenazas de sus poros, todos juntos
contra mí en un pelotón de batalla. Me tapé la cabeza con la almohada.
Esta oscuro, esta oscuro, oscuro.
-Apártate de mí, apártate- le pedí desde debajo de la oscuridad de la
almohada-. Te lo suplico- añadí.
Se movió con violencia, se separo de mí, de las sábanas, de la cama con
brusquedad. El aire volvió a correr, no estaba limpio pero sí menos espeso.
Pude apartar la almohada y evitar el contacto de una de sus tetas contra mi
cara. Tenía miedo del contacto, no lo quería y me daba asco. Me sentí
aliviado, pero nunca del todo, al ver que la habitación se había quedado vacía
tras mi súplica. Quise marearme y desmayarme pero por mucho que lo intenté
no pude. Me quedé de pie en el centro del dormitorio, casi a salvo, sólo mis
pies tocaban el suelo, sólo mis pies, el resto de mi cuerpo tenía aire suficiente.
Los ruidos de ella sonaban bruscos y violentos por todos los rincones de la
casa.
No oigo, no oigo, no oigo, repito como un mantra. Hace años que no tomo
esas pastillas, no tengo ni una de esas pastillas amarillas y rojas. Respiro
fuerte, intenso, quiero hiperventilarme, quiero caerme redondo al suelo,
quiero, quiero, quiero.
He debido caerme redondo al suelo, pienso cuando me despierto y es de
noche a mí alrededor y tengo los huesos doloridos y la cabeza me da vueltas y
me siento como si saliera de una resaca mortal.
Mi novia ha desaparecido.
DÍA DE ABRIL
-¡Bésame!- , se lo dije yo…primero me lo dije a mí en la cabeza. ¡Bésame!
… luego la miré a los ojos que andaban posados en ninguna parte. No en mí.
Se lo dije buscándolos directamente. No hice un amago de apartarme de la
silla que me levantaba del suelo, no me puse en pie y no comencé a gritar
como un loco, aunque eso fuera lo que quería hacer. Me limité a dejar que la
ira me zarandeara del pecho para dentro.
- ¡Bésame!- …esta vez sí se lo dije aunque no creo que ella pudiera
apreciar ni un gramo de descontrol, no nos conocíamos y no teníamos ninguna
capacidad para reconocernos.
Todas aquellas palabras repetidas una y otra vez le habían transmitido muy
ligeramente mi estado en vías de convertirse en una cosa menos pacifica y más
humana.
Moví mis nalgas, las balanceé sobre la silla de madera para poder separar
más las piernas. Aunque estaba manoseándomela no se me ponía dura. Aquel
nuevo sentimiento del bésame me había anulado de cuello para abajo. Era una
necesidad pueril y emocional y por eso no quise juzgarme con dureza porque
no se me levantara. Después de las primeras horas barajaba la opción de
perder algo la cabeza si me resistía a la naturalidad. Ella era natural, había
dejado la mundanidad en la puerta de una casa que ni siquiera era la suya. Yo
era nuevo en eso y supuse que todo lo que esa mujer hacía y sentía era verdad,
como otras cosas que debían ser verdad y sobre las que yo no tenía ningún
conocimiento.
- ¡Bésame!- qué menos después de todo. Después de tanto espectáculo de
naturaleza difícilmente calificable, me dije.
Me estaba paralizando el deseo y emergía el deseante. Me repetí que qué
eran unos besos pero ni siquiera al decirlo en voz alta me miró o me confirmó.
Hice un amago de levantarme y como si fuera víctima de un resorte abandonó
su postura de parturienta sobre la cama y se escondió tras el cabezal. No se le
movieron las carnes prietas del culo ni las de los muslos, sólo vibraron sus
tetas por unos instantes.
- ¡Bésame!- esta vez sí intenté incorporarme, los músculos que van desde
mis tobillos a las interjecciones de mis rodillas se tensan. Me convierto en un
arco que quiere llevar dirección inexorable hacia ti pero no encuentro ni una
mínima respuesta, nada que me diga que si avanzo un milímetro encontraré
algo, un nada de nada. Debo parecerte un muñeco, un ser frágil y temeroso
porque es así como me exudo delante de ti antes de dejarme caer sobre la silla
para que mi cuerpo y yo, mi cabeza, retocemos y nos lamentemos.
Sigo meneándomela, arriba y abajo, porque quiero retarte pero mis piernas
tiemblan, mis muslos no son como los tuyos cuando se bambolean en el aire.
- ¡Bésame!- es un grito que ha llenado, te prometo que involuntariamente,
la distancia que nos separa. Te lo demando, te lo exijo.
- ¡Bésame!
Mis órdenes no tienen ningún efecto sobre ti sin embargo algo debe
haberte atraído porque ya has puesto uno de tus pies envenados sobre la cama,
luego el otro y has retomado bajo mi voz imperativa la misma postura que te
retuvo a cuclillas unos minutos antes cuando me enseñabas tu coño recién
afeitado.
- Ojos de marsupial, bésame- son susurros y sin embargo mueves la cabeza
porque mis palabras sí las estás escuchando sí sabes lo que te estoy diciendo y
sí quieres que te bese.
- Bésame- pero tú abres las piernas un poco más. Tus pies se hunden en el
colchón y el soniquete conocido de tus labios se mueve con el flujo que
chorreas allá abajo, cerca del precipicio.
No dejo de meneármela porque está dura, porque está otra vez dura, dura.
Tus labios, los superiores, los de verdad, se hacen más lejanos que las
historias que se inventan para los niños.
Bésame… no puedo explicarme porqué no, ¿Cuántos hombres te han
besado? ¿Por qué me haces esto a mí? ¿Qué diferencia hay entre ellos y yo?
Seguro que besaste demás a hombres estúpidos, bocas feas, lenguas con sabor
a salmón y a azúcar morena, a cenizas, y me tienes a mí así. Mírame, no ves el
ejercicio de tensión, mira el espectáculo erguido de mi buena voluntad, aquí,
aquí abajo, por ti.
Tus dedos se acercan al orificio húmedo que tienes por epicentro porque
me estás escuchando y eso te está excitando porque eres débil como otras…
por fin, a las palabras.
- ¡Escúchame!- grito, con la escasa fuerza que me insufla tu
reconocimiento- ¡Tú! Tú que has metido la lengua en los recovecos de dientes
rotos de otros durante más de una década, ¿por qué no en mí?, ¡eh!- ¡Te estoy
hablando a ti!
Te acompañas con la otra mano, de forma profesional tus dos dedos
índices mueven el péndulo armonioso y rosado que es tu clítoris en ebullición.
- Bésame- besa a quien te desea, a quien ve más allá de la mera carne
abultada que son tus labios, al que atraviesa el deseo, bésame como besaste a
aquel hombre quince años mayor que tú en un bar a oscuras, a tu primo en el
jardín de tus tíos cuando eras una niña, bésame como cuando te pasabas las
horas con tu primer novio encerrada en el baño de la escuela, igual, hazlo
igual que con aquel tipo que dejaste que te metiera la lengua después de un
paseo en moto, aquel otro cuando estabas borracha, el otro por ese acento
sugerente, a mí, ¡bésame!, que también tienes un motivo o es que acaso no
estoy dándole vueltas al sol como tú.
DÍA 63. EL LOCO DE LA OFICINA
Cuando las puertas del despacho se abrieron como pestañas e hicieron
brillar el parqué color cerezo intuí que todo aquel espectáculo de
grandilocuencia iba a tenerme como objeto. Detrás de las puertas correderas
estaba la calva incipiente pero moderada de mi jefe, un cuarentón atlético
cuyos trajes le apretaban hasta hacerle parecer que sentía nauseas cuando te
hablaba. Quisiera hablar contigo, me dijo, pero no le habría hecho falta porque
inconscientemente y deslumbrado por la luz más cegadora que había visto en
semanas ya había dado un par de pasos hacia la sombra que había sobre su
mesa de despacho.
Tuvo que seguirme, él y su mirada, y ambas ya se habían percatado de que
había algo raro en mí. Supongo que era el olor del semen, de tenerlo tanto
tiempo en las manos y en las piernas y de no habérmelo quitado porque había
dormido sólo un par de horas, justo en el momento posterior a mi última paja.
Lo vi ridículo en aquella postura, parado frente a mí olisqueándome. Yo me
hice con la silla, bastante más cómoda que la de mi cubículo. Se sentó al otro
lado y entonces acompañado por esa luz perversa empezó a darme todo
vueltas. Las manos me sudaban y los pies también. No me ofreció un café
como había hecho alguna vez cuando me palmoteaba en el hombro. Se mantuvo
rígido al otro lado de su flamante mesa y abrió la boca, movió los paladares,
manejó la lengua de derecha a izquierda y hacia fuera como las serpientes
mientras me clavaba los ojos. Sus gestos faciales llegaban tan abotargados por
su cuello aplastado a manos de la corbata que no podía quitarme de la cabeza
la idea de que ese hombre extraño iba a explotar delante de mí, lo veía como
una enorme caricatura que hablaba un lenguaje del que yo no entendía una
palabra.
-Si yo estoy de acuerdo- estaba de acuerdo con lo que dijera porque si
tenía aquella cara tan seria y agitaba papeles compulsivamente sólo podía
significar que tenía la razón o al menos la más válida de las dos.
-¿Estás de acuerdo entonces? Y qué solución propones- dejó los papeles a
la vista y ya menos perturbado y aprovechando el cielo nublado que me brindó
una nube supe que lo que me había soltado enfrente con la intención de
ilustrarme eran los auditoria de la semana anterior. Recuerdo que aquella
noche, la anterior a la auditoria, también había estado haciéndome pajas y
mirando porno en internet hasta que amaneció. Me había dado por vomitar
café todo el día y me dolía cada una de las partículas del esófago sin
distinción.
-Si dicen que hay desequilibrio es que hay desequilibrio- bajó su cuello y
miró los papeles otra vez.
Yo hice lo mismo por empatía y para poder saber a qué se estaba
refiriendo. Tenía la boca seca y no le contesté para que no se me quedara sin
necesidad alguna como lija. Por un momento ni siquiera pensé en que
estábamos hablando de trabajo y lo que temí fue la aparición de alguien, de
algún servicio social, si es que existía, de policías o de loqueros con camisas
de fuerza, cualquiera de esas cosas que pasan en el mundo alejado de los
enfermos mentales. Mi polla me pareció muy culpable en ese momento, sobre
todo porque aprovechó para empezar a ponerse dura, por la tensión.
-¿Estás bien?- mi bragueta era una tienda de campaña infantil. Me dio
tiempo a asentir.
-¿No crees que deberías irte a casa?- él no me podía detener, quizás
todavía no era presumible de detención lo que yo hacía. No caí hasta la tarde
que estaba todo en la moral. En aquel momento puse una mano sobre la
curvatura cada vez más evidente del pantalón.
-Tú has sido siempre muy bueno en esto y a lo mejor sólo es presión-
presión de los calzones sobre mi riego sanguíneo en erección, detente
saboteadora -no es un despido, no quiero que lo entiendas así…vamos a
manejarlo como una colaboración. No vamos a prescindir de ti, ¿me escuchas?
Tú le has dado dinero a esta empresa y todos lo sabemos. ¿Me escuchas?, oye,
¿me estas escuchando?
Los términos del acuerdo son los mismos que si me hubiese dado una
embolia o estuviese a punto de una jubilación.
-En la nómina va a aparecer como colaboración. Esto es currículo, sigue
siendo currículo- no es necesaria, me remarca, mi presencia en la oficina -va a
haber una reestructuración, sin confirmar, no puedo decirte por ahora. -
Recoge los papeles que había expuesto con determinación -quizás es el
momento para que te prepares unas oposiciones…eso es trabajo bien pagado
para toda la vida. Dos años de sacrificio, pero qué es eso para cuatro meses
de vacaciones al año. Eso, y te lo digo como amigo, eso es lo que te
convendría.
Ya se ha puesto en pie, las cremas de su cara brillan con los rayos del sol.
Estira los brazos como si tuviera algún músculo atascado o engargolado y
eleva la voz ya todo el tiempo. Se mantiene alejado de mí lo suficiente, creo
que es por el olor del semen que todavía no ha reconocido y que debe
confundir con el del sudor o del mal aliento.
La luz sigue siendo cegadora, a lo mejor es la última vez que nos vemos
ese hombre y yo, cabe la posibilidad de que él muera desintegrado. Puedo
poner por primera vez en mucho tiempo la espalda erecta cuando nos damos
un apretón de manos. Soy yo el que se da la vuelta y lo pilla de forma
sorpresiva, su cara se pone alerta. Sostengo su mano con fuerza, mis palmas
sudan, como siempre, me permito esta última licencia porque no puedo
evitarla. Le estrecho la mano que sostengo con más fuerza, en su cuello ancho
de jugador profesional cruza una nuez nerviosa.
-Y… ¿qué decía la evaluación?- sí huelo, fuertemente. Mi brazo entero
tiembla de la presión del esfuerzo.
Sus ojos miran a los míos y se expanden a la misma velocidad que si se
hubiesen tomado un éxtasis. Le sonrío insistentemente y nuestros dedos ya son
una amalgama sin concierto.
-Separación de la realidad.
Su mano se lleva la mitad de mi sudor.
DÍA 67. MI NOVIA ES UN MONIGOTE
Me preguntó si estaba viendo a alguien pero yo no entendí la pregunta y así
se lo dije. Eso la enfado más. Se lo hice notar, le dije que no sabía a qué venía
todo aquello. Ella me dijo que intentara hacer memoria y yo lo hice. No
encontré nada.
Estaba más nerviosa que de costumbre. Fumaba y se tocaba el pelo, a
veces con esos movimientos tan constantes las dos pulseras que llevaba en su
muñeca derecha colisionaban y hacían el ruido de las llaves al chocar. Para mí
todo sucedía a cámara lenta.
-Es que yo creo que tú no tienes ninguna intención en esta relación- eso me
dijo, rechazando con una mano el café que le había ofrecido.
Yo me senté frente a ella. Ella iba en ropa de calle y a mí me había pillado
toda aquella situación con unos pantalones de los que usaba para ir a la playa
en vacaciones y despeinado. No sabía cómo reaccionar.
-No sé a que te refieres con eso- le dije intentando centrarme en lo que
ocurría. Y entonces vino toda esa verborrea de por qué no nos vemos, de que
ya no la abrazo ni la quiero tocar, que en las últimas semanas no la he llamado,
que ya no estaba distante sino ausente y ese tipo de cosas que para ser lunes en
la noche me dejaron completamente desubicado.
Creo que yo estaba asintiendo porque mi cabeza se movía, no sé si para
arriba y para abajo o para los lados.
Quise concentrarme, prestarle más atención a lo que estaba ocurriendo
pero no podía, mis capacidades se encontraban hasta cierto punto bajo los
efectos de una sensación triunfalista.
-¿Has dicho triunfalista?- me preguntó.
-¿Quién yo? ¿Triunfalista de que?- debía de estar pensando en voz alta.
Su voz me sonaba más fuerte que otras veces, más grave, y yo debía
parecer a su lado un perro acobardado, aunque quizás habría sido más
correcto identificarme como un perro sobresaltado por las circunstancias.
Le ofrecí una cerveza, me dijo que dejara de ofrecerle cosas y le prestara
atención y yo no sabía cómo decirle que no podía. Me bebí mi cerveza y la
suya mientras ella me decía que no podía explicarse ese cambio en mí y
algunas otras cosas que a veces me parecieron reales y a veces completamente
ajenas a la realidad.
-¿Tú me quieres?
Yo asentí.
-¿Y entonces que quieres? Quizás podemos dejarlo por un tiempo.
Quise decirle que sí. Se lo dije. Le dije que me encontraba atravesando
una etapa personal difícil. Me contestó algo así como que lo sabía, y el ruido
de su voz y de sus pulseras chocando me impidieron dejar de verla como lo
había estado haciendo los últimos meses, como si fuera un monigote.
Un monigote. Yo tenía sentado en el salón de mi casa, en el sofá de mi
casa, a una mujer monigote. Me parecía ver los hilos que la movían, los que
movían sus manos y su presencia y sus frases y ese misticismo vacío de sus
ojos treintañeros.
Desde la última vez que la había visto habían pasado seis días. Mi casa le
debía parecer una leonera. Sus fotos y las mías o todas esas en las que
estábamos juntos ya no estaban en ninguna parte. Había alguna revista porno
por ahí. Los vinilos que había estado escuchando estaban tirados por el suelo.
Ella vestida de rojo y negro, maquillada, con pintura sobre los párpados y en
los labios, era un monigote irreal en mi casa. Quise extirparla para devolverle
a esa cueva que era mi apartamento la calidad de humana.
-Entonces, ¿tú que dices? ¿Quieres que nos demos un tiempo?- me miró
con aquellos ojos que tenían color artificial sobre sus párpados.
-Sí, sí. Deja que yo me ponga en contacto contigo cuando esto se pase.
-Esto, esto…y por qué no me dices qué es esto.
Yo me hice la víctima, clavé los ojos en el suelo. Quise ser educado.
Nos abrazamos en la puerta. Bueno ella me abrazó y yo puse mis brazos
alrededor de su espalada y su cintura. Me besó en la boca. Toda ella olía a
muchas cosas, a su ropa, a su perfume, a su maquillaje, a su champú y a su
mascarilla. Desapareció detrás de la puerta del ascensor y yo me quedé
esperando hasta escuchar caer la puerta principal sobre su marco porque eso
significaba que sabiéndolo o no esa mujer monigote que había sido mi novia
hasta hacía dos minutos salía de mi vida nada más y nada menos que por la
puerta grande, al menos por la única que tenía el edificio.
Regresé al salón después de escuchar el portazo liberador y me percaté de
que parte de esa mezcla de olores que ella había traído se había quedado allí
dentro. Quizás lo había estado pensando durante todo ese tiempo, esos meses,
pero no me había dado cuenta antes, no pude haber siquiera imaginado de
forma consciente cuan artificial era esa mujer y como pertenecía al mundo del
que yo voluntaria o involuntariamente me había visto expulsado.
Pensé que con su ida se iba el último lazo que me ataba a una vida
anterior. Pensé que cualquier cosa podía pasar a partir de ese momento. Me
dejé caer con todo mi peso sobre el sofá, unos minutos más tarde ya estaba
dormido en un estado de profundidad que tenía las características de un
abismo. Dormí como si hubiese estado en una cámara aislado del ruido del
mundo, dormí con la extraña sensación de sentirme cayendo en picado en una
espiral intensa hacia el silencio. No supe si es que me había desmayado.
DÍA DE ABRIL
Me habían hablado de ella. Me habían dicho que lo hacía sólo por el
placer de hacerlo, por la lujuria sexual, que debía ser una mujer casada
aburrida. Entonces no me importó que ella fuera una especie de bien comunal
pero ahora que ya la conozco me entraron todos los celos del mundo. Mi frágil
muñeca placentera y multiorgásmica, me pregunto cómo otros pudieron decir
eso de ti, hablar de ti si ni siquiera tuvieron los ojos para verte como yo te
veo, en toda tu belleza. Siento unos celos endemoniados y profundos mucho
más profundos que cualquier tipo de amor a causa de todos esos hombres que
te han podido ver en sus casas, en sus cubículos indignos, hacer lo que has
hecho en mi casa.
Me pregunto si yo les diría a otros de ti, si yo querré que otros te llamen
para que te conviertas en un fantasma masturbador, en la figura gótica de su
casa, en algo sin precio. El mismo día que te conocí temí por ti, por tu futuro
incierto, por el momento en el que abandonaras mi casa, por el momento en
que me quedara solo con tu fantasma, esta vez un fantasma de verdad,
inexistente, dando vueltas en mi cabeza.
Quiero decirte mientras todavía pisas el piso desnudo de mi casa que en
honor a ti pondré dos piedras negras sobre la mesa del salón, dos cuarzo que
se parezcan a los ojos muertos y profundos que tienes y me masturbaré, me
haré pajas de día y de noche delante de ellos con todo mi amor, con el propio
y con el sexual. Si sólo pudiera acercarme a ti, pienso cuando todavía estas
viva y humana frente a mí, si sólo pudiera rozarte con las yemas de los dedos,
con la mínima capa de piel de la yema de los dedos, uno de esos pezones
color chocolate, los pelos que rodean tu ombligo y van camino de tu coño, la
lengua, la punta de tu lengua, el hueco salivoso de uno de tus dientes, los pelos
duros recién afeitados en las proximidades de tu ano, el hueco de tus orejas, si
pudiera, entonces, me quedaría mucho más tranquilo, ya no pensaría como
pienso ahora en comerte, en masticarte. Me volvió loco esa distancia física y
esa cercanía real y geográfica, esa mixtura sexual y mental de respiraciones y
babas y de poca vergüenza en la que estuve metido contigo por diez horas
interminables y hermosas.
Me dormí sobre el brazo del sillón mientras tú te tocabas otra vez y tuve
un sueño, soñé que te cortaba la cabeza, no que lo hacía yo con mis propias
manos porque sería incapaz de separarla de tu hermoso cuerpo. Soñé que tu
cabeza estaba cortada pero seguía viva y tenías la boca perpetuamente abierta,
yo tenía la polla muy dura y te la metía en la boca y tu lengua se movía. Tu
cabeza estaba sobre el televisor y yo te la metía y te la sacaba. Parecíamos
felices, yo no paraba de reír. Por eso me desperté en el sillón con todo duro
otra vez, hasta los huevos se me pusieron como piedras y en toda la zona
alrededor del ano los músculos siempre imperceptibles se pusieron tan tiesos
que dilataron el agujero del culo esperando que tú fueras a meterle el dedo.
Quise ser un animal para tirarme sobre ti pero en lugar de ello me llevé el
dedo índice a la boca y lo chupé un par de veces. Antes de metérmelo por el
culo me acaricié todas esas arrugas endurecidas que rodean mi agujero lleno
de pequeños pelos viejos. Me metí el dedo hasta que la palma de mi mano no
pudo moverse ni un milímetro más. Para entonces ya me había olvidado de ti.
Mira lo que son los deseos animales.
DÍA 80. ENCUENTRO FAMILIAR
He estado esperando toda la noche cualquier tipo de cambio en mi línea
habitual de comportamiento. He pasado la madrugada intentando contener los
pensamientos, haciendo de la constricción mental un ejercicio, para poder
pasar estas horas de la forma más natural posible. Lo único que he conseguido
son unas ojeras bulbosas y palpitantes que me bajan hasta los huesos de las
mejillas y una sensación de sequedad en la boca como la que dejan algunos
ansiolíticos o las pastillas para los dolores de la regla de mi novia. Más de
una vez aquellos antiespasmódicos acabaron produciéndome corrientes de
fluidos que me hinchaban las venas de la cabeza.
Esta mañana no tomé nada, ni siquiera para mantenerme despierto. Abrí
los ojos, los traté de expandir para mostrar interés, felicidad y normalidad en
un único gesto ocular cuando mi madre abrió la puerta y clavó los suyos, sus
ojos, mucho más habituados a la normalidad, sobre los aros fosforescentes y
extraños que debían ser los míos.
-Traje algo para beber- le dije mientras me besaba y dejaba el lóbulo
gacho de su oreja prácticamente sobre mis labios. Su abrazo estuvo
almidonado por la terquedad de una de sus familiares camisas duras.
Durante muchos años fui su preferido, sin adivinar nunca por qué. Sus
afectos siempre se tejieron sobre mis hermanos y sobre mí como la red de una
araña. Iban desde las necesidades más básicas a las más triviales, a las que ni
siquiera podríamos llamar necesidades. Hace muchos años que siento una
lejanía racional y educada hacia ese tipo de amor maternal. La palabra
maternal se ha quedado para las relaciones con mujeres en el ámbito sexual
amoroso pero todo lo que tiene que ver con ejercicios habituales de madre se
me hace tan extraño como los marcianos o los peces. Si mi madre sacara ahora
dos antenas de debajo de sus pendientes de oro en forma de cascada de frutas
mi asombro ante la relación que nos une, ese afecto sin nombre y sin esfuerzo,
seguiría intacto.
-Te ves desmejorado- me dice haciendo hincapié frenético en la ese con la
intención, ya olvidada por la costumbre pero al fin y al cabo intención, de
hablar un idioma rimbombante y separador de clases.
-Tus primos, tus tíos, tus hermanos…- suspira un par de veces y el olor de
sus cremas de barniz sobre la piel ya me ha mareado -…todos esperándote y
tú llegas tarde. Has estado trabajando, ¿verdad?
Vamos de la mano, ella arrastra la mía que en ese momento tiene las venas
marcadas como si fueran los ríos que van a Iguazú, hasta la altura de mi codo.
Le hablo del trabajo, de una posible promoción diferente, le matizo, y ella
sonríe como siempre que algo tiene que ver con los eslabones y las cadenas se
hace presente en sus oídos. Están todos sentados. Las alas de madera de la
mesa flotan sobre las piernas de mis hermanos y mi padre. Mi padre preside
un lado y a mí me toca el de su derecha. No soy el primero en la línea de
sucesión de esa cosa extraña que forman mi padre y mi madre pero es como si
lo fuera porque mi hermano mayor ha sido siempre un escurridizo. Levanto los
dedos sobre el mantel, apenas unos centímetros, y el primogénito que está
sentado junto a mi cuñado en el otro extremo de la mesa me responde de la
misma forma. Mi padre está desesperado por comer.
-Vaya cara, sobrino… ¿qué has estado haciendo?- la voz es la de mi tía y
debo ser yo el aludido porque mi hermano ha vuelto a hacer de prestidigitador
y ha desaparecido ante los ojos de todos. Yo lo acuso con un nuevo gesto de
mis dedos sobre la mesa, yo lo puedo ver y el resto de mi familia parecer
guardar respeto a una silla vacía.
Opto por dar respuestas, las fusiono con la imaginación para dejar
satisfecha a la audiencia que siempre es mi familia.
-El trabajo, tía, el trabajo…- bajo la voz, media sonrisa, miro el plato,
levanto la ceja -ya sabes que yo.
Sonríe. Me quiere imaginar saliendo de copas, en bares oscuros y llenos
de mujeres con minifalda. Siempre ha sido así, con una pizca de alma de
ranchera. Me mira como si yo fuera uno de esos hombres que están rodeados a
todas horas de mujeres, es porque ya supieron de la ruptura con mi novia.
Creen que he vuelto a lo de antes, a lo que ellos volverían si pudieran, a la
soledad instantánea de los bares que desde fuera parece glamour de
testosterona y no lo son.
Comemos y nos reímos. Mis pensamientos vienen y van pero no hacen su
presentación en público. Hablamos continuamente de situaciones de éxito, en
todas sus vertientes, aunque no nos demos cuenta. Las cosas van mucho mejor
de lo que esperaba y hablo con mi prima de los últimos pronósticos
matrimoniales, otros hablan de fecundidad, un par de minutos después del
cáncer y de los críos, de todos los tópicos de todos los días. Estoy tan
orgulloso de mí cuando le acerco a mi padre la caja que contiene los terrones
de azúcar que siento incluso un desproporcionado sentimiento de afecto hacia
todos ellos. Es entonces cuando el reflejo desfigurado en la hoja de un
cuchillo que alguien olvidó en la batida de recogida me devuelve parte de mí.
Ese gesto estúpido, una sola mirada a un cuchillo abandonado, se convierte en
un acto criminal para mi cabeza debilitada por la botella de vino que me he
bebido brindando, festejando y aullando mentiras de normalidad. Después de
los dos golpes de orujo y las cerezas envueltas en 115 días de oporto ya sé que
estoy perdido y borracho y ese reflejo mínimo, y alargado, me ha devuelto a la
sobriedad, peor que a eso, a la parte más solitaria de la que hago gala en mi
borrachera. Cuando el pedazo de cerámica en el que está el azúcar llega hasta
el radio de acción de las manos de mi padre mi mirada debe haber cambiado.
Siento cierta desesperación momentánea. Para ello vine preparado.
Me apoyo en el mantel blanco de las celebraciones para más de 10
personas con la intención de ponerme en pie. He estado practicando desde
hace días para cualquier incidencia de este tipo. Arrastro la silla. Ya estamos
solos, la silla y yo. El vacío a recorrer entre el baño y yo. Voy recuperando a
pequeños suspiros la tranquilidad respiratoria, que al final de cuentas es la
mental, y emprendo el camino al baño más lejano de la casa. Paso por las
decenas de fotografías que están apostilladas entre las veladoras y las
estanterías del pasillo. Allí estoy yo, un par de veces en blanco y negro, un
paisaje que se nos olvidó a todos, mis hermanos, unos críos, unas fotos
ridículas de estudio, una vieja que ninguno conoció, una foto tumbada por la
mano pringosa de uno de los niños. El verde azulado de las cenefas que
conducen al baño. La respiración se hace controlable hasta el punto de que se
ha hecho prácticamente imperceptible incluso para mí. Piso uno a uno los
huecos de la misma alfombra pasillera que pisé otras tantas veces, que pisaron
mis hermanos, aquella que era mi novia y aquel que era yo.
Cuando mi mano alcanza el pomo de la puerta del baño ya me llegan claras
y sin eco las palabras que están compartiendo sobre la mesa. Libres de eco en
mi cabeza hasta tal grado que estoy a punto de darme, irracional y
apasionadamente, la vuelta para sentarme junto a ellos, entre ellos, siento el
dorado del pomo girarse sobre la palma sudorosa de mi mano. Al principio
estos estados de euforia me hacían dudar, ahora sé que son la clave para saber
que sigo un paso más adelante sobre el proceso desconocido que soy yo
mismo.
Ha sido por inercia que al sentarme en el váter me descubro
manoseándome como si se lo hiciera a otro. Ya la tengo muy dura para cuando
me pongo a buscar algún aliciente erótico. No puedo evitarlo cuando me
concentro en las mujeres que he visto dos minutos antes. No es demasiado
exótico y completamente predecible. Vienen a chupármela y se ponen en cola,
de rodillas, luego ellos también, cuando va a llegar a la boca de mi cuñado ya
me he corrido y no me dado tiempo prácticamente a poner esa mirada nebulosa
que uso para ponerme cachondo. Estiro las piernas hasta que se tensan los
pies. Trabajo hecho. Sacudo los dedos entre el hueco de las piernas y veo caer
la masilla blanca de mi sosiego al fondo. Para cuando vuelvo a la mesa la
cucharilla todavía da vueltas en la mano de mi madre haciendo del café un
epicentro energético sin igual. Mi hermano me lanza un juego de dedos desde
el otro extremo de la mesa. En la otra mano tiene unas migajas, hechas ya
todas perfectas bolas de pan. La cabeza de una de nuestras primas está girada
sobre él y mientras a mí me ofrece su perfil a él le lanza una y otra vez las
emisiones de su voz sobre sus mejillas con marcas de acné viejo. Mi mano le
responde repitiendo la misma tradición de los últimos 30 años. Mis dedos sin
embargo estaban sacudiéndose el chorro de semen dos minutos antes, quizás
los suyos también.
-¿Te pongo más café, hijo?- mi padre ya tiene la cafetera inclinada en las
alturas con sus manos. Lo miro a los ojos y asiento, por no contradecirlo.
Cuando acerco los dedos al asa diminuta e inverosímil de la taza no puedo
quitarme de la cabeza a mi padre, a todo él, a mí y a ese mí hace unos minutos.
Cuando comparto con mi madre el poder de crear maremotos de café no
quiero ni pensar ni vislumbrar este abismo que hay entre todos nosotros.
Barreras infranqueables de individualidad. Siento la presencia de todos ellos
y me pregunto si desde sus sillas, a pesar del roce del mantel sobre el dorso
de sus muñecas, pese a la presión de los zapatos sobre los pies, de los
pliegues de la barriga, pese a la gravedad que hace que sus pelos pesen sobre
sus cabezas llenas de raíces, si a pesar de eso ellos también estarán
controlándose, autoinflingiéndose una disciplina férrea y dura para poder
seguir sentados interpretando su papel de hombres con tanta coherencia. Me lo
pregunto de forma incontrolada hasta que la mano de mi tío sostiene la mía y
acaba con el movimiento frenético que ha hecho que el café se esté vertiendo,
ante el asombro de todos, fuera del platillo, sobre el mantel, mientras yo no
puedo dejar de girar la cucharilla, sin darme cuenta.
Un rato más tarde

Se me ha puesto dura, aunque no quería se me ha puesto otra vez dura y


casi he enloquecido al verla así de nuevo. Ni siquiera he tenido una
palpitación, nada de nada, la he sentido crecer mientras andaba por pasillo
que va a la cocina. He empujado todo lo que sobresalía del pantalón con
fuerza hacia abajo pero eso sólo ha ayudado a poner la polla más dura, como
si fuera un resorte para la excitación. La embestida ha sido tan fuerte que la
dentadura de la cremallera se ha clavado sobre la piel. He intentado
calmarme, no pensar en lo que estaba pasando, pero ni siquiera he podido
concentrarme lo suficiente, no he podido quitarme ni un segundo de la cabeza
que aquello que acababa de empezar iba a seguir duro todo el tiempo que
quisiera, y me dolía.
Ha sido una verdad instantánea, lo supe en cuanto la noté ponerse rígida,
sabía que una cosa así, similar, parecida, me podía pasar en cualquier
momento.
El dolor me lleva los ojos al techo. He perdido el control, el de mi cabeza,
estoy completamente disociado, sólo siento dolor y urgencia. Me agarro al
marco de la puerta y respiro, esta vez no es cuestión de respirar, es el límite.
Veo el suelo de la cocina brillar por la luz del sol y por primera vez recupero
el sentimiento que tenía cuando era otro, la salvación.
Me he tirado en el sofá y me he abierto la bragueta. Todo ha salido hacia
fuera como si se estuviera ahogando, me dolía, me hubiese gustado que nada
de esto hubiera empezado nunca, pero me dolía tanto que he tenido que
agarrármela y me la he la meneado mientras se ponía tan dura y tan gorda de
sangre que parecía enferma. No he podido evitarlo. Me dolía demasiado y
cada vez estaba más dura y más enervada. Me la he meneado como un loco, el
brazo se podía haber salido, he abierto las piernas, no he podido siquiera
acercar la mano para tocarme el culo, para hacerlo todo más rápido, me puse
los dedos en la boca y los mordí con la fuerza de una rata, tan fuerte que me
salieron gotas de sangre de las encías.
El cristal de la televisión apagada me ha reflejado como un espantajo
sobre el sofá, moviéndome sin dirección de arriba abajo y a los lados, con la
polla dura y sin un rasgo de la cara, en el mejor retrato que me han hecho
nunca.
DÍA 91

-¿Sabes que una vez tuve una mujer en mi casa durante más de diez horas
masturbándose?- se lo dije con una actitud completamente plana, la misma que
hubiera utilizado si le hubiese querido contar que había visto tres sesiones
seguidas en el cine. Eso debió ayudarle a interpretarlo a su antojo, aquella
mirada y aquel rictus plano, le hicieron pensar que yo era un depravado de
primer orden.
-¿Qué me quieres decir con eso? Yo creo que te has confundido…yo no
soy del tipo que hace esas cosas- me dio la impresión de que quería parecer
tranquila aunque parte de su cuerpo se había ido instintivamente hacia atrás.
Quizás sólo unos milímetros pero se me había hecho perceptible.
-No mujer, si yo tampoco soy de esos…a parte aunque fueras de esas yo no
estoy muy seguro de que quisiera vivir un día así otra vez- la miré porque
acababa de contarle el argumento de la película, exactamente igual -no veas si
te deja cansado.
Entonces su cara adoptó un gesto contrariado que venía de decir, sin
palabras, hasta aquí hemos llegado.
No recuerdo qué contestó a aquella frase inocente pero sí que después de
esas palabras, perdidas entre la música y el ruido, me dio la espalda y se fue
hacia donde estaba la otra mujer con la que había llegado al bar, apostillada
sobre la barra. Me hubiese gustado poder argüir una disculpa sincera, decirle
que yo no pretendía ofenderla, pero temí que la culpa no había sido
completamente mía, que posiblemente ella era una de esas mujeres que se
sentían ofendidas con mucha facilidad. Tenía todo el aspecto de ser una de
esas personas inseguras de las que está lleno el siglo este. La miré, con la
misma vehemencia que si no nos hubiésemos conocido nunca, la vi ponerse la
chaqueta, enrollarse una espesa bufanda al cuello y enfundarse en unos guantes
de piel. La última imagen que tuve de ella fue la de su espalda abrigada junto a
la puerta que daba a la calle nocturna.
Es curioso porque yo le conté todo aquello porque me había caído bien,
porque había algo que se me había hecho familiar y me había dado confianza
con su forma de contestar a todas las demás preguntas de nuestra
conversación.
Mientras los cubitos me aguaban lo que había sido un ginctonic más fuerte
de la cuenta, me dio por pensar que seguro que si en vez de haberle confesado
aquello le hubiese dicho que una mujer que quería, una novia, una esposa, un
lo que fuera, me había dejado después de estar conmigo un tiempo y lloraba
sus penas se lo habría tomado mucho mejor. Lo sentí por ella porque lo que yo
quería decirle, empujado por esa falsa familiaridad de bar, era que mucho más
importante de lo que había sido mi novia y mi novia antes de mi novia, habían
sido aquellas diez horas con la mujer masturbadora en mi casa. Un cataclismo,
me hubiese gustado añadir, si se me hubiese permitido añadir algo para darle
interés.
El golpe mudo de la puerta se azotó detrás de ella y la hizo desaparecer en
la noche helada de allá afuera. Me sentí un poco mal por aquella desconocida
que había pasado de estar hablado conmigo a andar por las calles empedradas
y frías en busca de otro bar o de un taxi para ir a casa porque a lo mejor, me
dije, yo era uno de esos tantos tipos que a lo largo de su vida le habían
estropeado las noches de viernes.
Me terminé la copa y fui a pedir otra, si el tiempo seguía igual de frío no
iba a salir a la calle, no por lo menos hasta que lo hiciera la luz del día.
DÍA DE ABRIL

Debía ser una especie de locura animal de química abrasadora o un


instinto supranatural, podía ser cualquier cosa menos la normalidad porque no
la había normalidad en esa mujer y no la había en sus comportamientos. Lo
que hacía a sus gestos tan gélidos era la vacuidad de su mirada, ojos de
marsupial, una mirada de piedra dura, sin instinto animal, y luego su cuerpo, su
sudor, la porosidad de sus antebrazos, los pliegues de su cuello, la densidad
húmeda de los lóbulos de sus orejas. Es porosidad, era sudor y era olor, sino
fuera por eso habría sido como ver a una muñeca de plástico llevándose los
dedos al clítoris una y otra vez, sin motivo.
Me recreo en el recuerdo de su rictus, de sus facciones, en la inmovilidad
de sus ojos, de sus pómulos, de su barbilla y de sus sienes como si fuera la
cabeza de una mujer muerta. Se me hace la boca agua de pensar en ella, se me
llana de babas. Creo que por lo que yo viví cada hombre del mundo pagaría lo
que tuviese, por ver cómo mi mujer se mete el dedo en el ano y es capaz de
llegar al orgasmo sin la necesidad de abrir la boca como las prostitutas o
gemir como las primerizas. Yo pagaría lo que no tengo porque esa mujer
estuviera otras diez horas sentada en todos los lugares de mi casa
restregándose contra los muebles hasta correrse. Pero eso es una de las
últimas opciones para un hombre, que como yo, no ha estado en ninguna parte.
Me dijeron que esa mujer sufría con cierta frecuencia de ataques de deseo
sexual propio y que esas citas clandestinas y enfermas eran la forma de
paliarlo. Es algo incontenible para ella, es como el resto de las adicciones,
hay mujeres vigoréxicas, mujeres llenas de bisutería que te deja ciego, hay
mujeres cargadas de niños y dramas, adictas a cualquier clase de comida y
luego igual, en el mismo nivel de humanidad, con la feminidad perdida y
convertida en animalidad y supervivencia, hay mujeres excepcionales como
ella. Cuando uno tiene un mínimo contacto con una de esta especie se
convierte en algo automáticamente inolvidable. Para eso sólo hay que ser muy
cerdo como me pasa a mí, y como nos pasa a todos, y como les pasa a mujeres
como ella que si les preguntas te dirán que también son unas cerdas que así se
sienten, con naturalidad, con facilidad, mojadas. Cerdas y cerdos, sin embargo
es tan difícil llegar a decirle al de enfrente que tú también lo eres. Corren
tiempos extraños cuando se trata de hablar de humanidad en esta colonia de
cerdos y cerdas que plagan las calles, las tiendas, los bares. Cerdos
veinticuatro horas al día, como ella y como yo. A veces, sentado en el sillón
de mi casa tocándome los huevos, mojándome los dedos para que la polla me
resbale en la palma de la mano se me ha hecho evidente que como yo en ese
momento deben haber cientos de hombres y mujeres. Detrás de las cortinas hay
mujeres que se meten lo que encuentran a mano, el mango de un cepillo con el
que peinan sus cabellos de muñeca de plástico, pepinos, los pepinos y las
zanahorias. Ahora, mientras yo me hago una paja, el mundo, esta ciudad y estas
calles están llenas de mujeres que andan desnudas por sus casas, al menos con
el coño al aire, y algunas de ellas se lo están tocando o se lo están frotando
con el brazo del sillón de la abuela, más calientes que si fueran perras, todo
eso mientras yo me hago una paja sentado en el suelo de la cocina de mi casa
con el culo frío.
Me vuelvo loco de pasión sucia, pasión cenagosa de alcantarilla cuando la
recuerdo ella frente a mí, con su mirada de marsupial, masturbándose hora tras
hora en el día más cerdo que he tenido nunca.
DÍA 100
Las cortinas retienen el humo en la habitación, hierven detrás de la
oscuridad opaca del aterciopelado. Sus sombras son ya mis sombras, el
movimiento mínimo de la televisión es el mío, todo es una cadencia repetitiva,
como lo es mi mano de mi boca al cenicero, mis dedos amarillos después de
haber estado fumando con la intención de convertir todo el aire que me rodea
en algo tan contaminado como yo.
En esta cueva que es el salón de mi casa he estado pensando en los
tiempos mejores, en cuando hice el amor en el sofá, al principio de conocer a
mi novia, cuando maté alguna noche de borrachera con un par de conocidos de
toda la vida, algunas de esas cenas entre amigos en las que pasábamos las
horas muertas. Me vinieron todas esas imágenes bulliciosas de golpe y me
llenaron la cabeza de deseos de algarabía y no pude evitar seguir buscando
uno tras otro los días y las noches en los que estas cortinas no fueron los
espectros que son hoy, cuando todavía abría las ventanas para expulsar el
humo de los cigarrillos a la calle. Casi me pude ver, apoyado en la pared,
junto a la ventana grande, en una situación que entonces seguro califiqué de
distendida. Hubiera querido sentir melancolía, pensé en un principio cuando
me fueron llegando esos recuerdos, adentrarme en uno de esos momentos de
autocompasión que se habían hecho tan comunes en los últimos meses pero no
eso no pasó. No sentí ni mínimamente nostalgia o melancolía. Ninguno de esos
recuerdos me dijo nada de nada, como si por primera vez hubieran
pertenecido a otro…falseados, falseada mi cara, la de los que yo llamaba mis
amigos, la de mi novia, pero ya ves, el hombre, me digo, el hombre que está
aquí sentado desnudo desde hace dos días no volvería a vivir de forma
voluntaria una sola de esas experiencias otra vez, no podría imaginarme bajo
aquella cosa, asentado en mí mismo, pagado de mí mismo. Me parece que el
hombre, el de antes, era un proyecto de hombre.
He recorrido en la medida de lo posible los acontecimientos que puedo
recordar como propios y he abandonado mi labor de explorador. Creo que
ahora, que hoy, encerrado y clausurado en esta habitación cerrada y llena de
humo he encontrado el olor más familiar de los que recuerdo.
Un segundo y en el momento más inesperado, cuando ya me sentía andando
por ciénaga conocida me aparece el último de los recuerdos humanos,
comparece como un extraño entre el torbellino. Ahí estás tú, con los zapatos
de tacón, en pie, las piernas abiertas y ligeramente dobladas, la espalda
arqueada sobre tu propio espacio vital, tu mano moviéndose como si fuera a
otro al que tocaras. Te has presentado a tu cita conmigo sin ojos, pero el
hombre que hoy se sienta, que lleva más de veinticuatro horas sentado sobre
este sillón, te reconoce pese a que apareces en mi salón sin alma. Te
reconozco, eres indiscutiblemente lo único real que tengo. Estas en la misma
postura en la que estabas aquí, en el espacio indigno que ahora está vacío, no
tienes cara porque la has escondido detrás de tu melena al inclinarte sobre ti
misma para seguir de cerca el movimiento, frenético a estas alturas, de tu
mano. No me importa que tus piernas se noten en continuo esfuerzo. No me
excito al recordarte, es algo más parecido a un sentimiento. Ahora que se han
esfumado los hilos que antes me movían resulta que aparecen nuevos
sentimientos. No puedo saber cuál de ellos es el que me provocas tú porque
nunca antes lo había tenido. Sólo a ti me liga algo, el yo que está sentado en la
esquina en la que una vez tú dormitaste unos instantes se siente profundamente
ligado a ti. Todavía te siento parte del presente, todavía tienes influjo en el día
a día porque siento algo profundo y digno cuando me asaltan tus recuerdos y
porque el resto de las cosas que he hecho durante los últimos meses y los
últimos años no me dicen nada. Todas mis experiencias pasadas se fueron a la
antesala de los datos objetivos que me obligan a reconocerlas como parte de
mi vida.
Creo que es filantropía lo que siento por ti. Creo que ese es el sentimiento
que siempre había estado tan ajeno, debe ser filantropía. Me entra por la
espalda y me atraviesa la columna vértebra por vértebra, llega hasta las
costillas pero muere antes de alcanzar la puerta de salida en los límites de mi
caja torácica. En intensidad es parecido al sentimiento de celos que tuve una
vez, en aquel entonces lo que me atravesaba la espalda era una daga, doloroso,
esta vez es algo así como la presión del aire sobre los tejidos de lo que sea
que hay debajo de la piel. Debe ser eso, debe ser que tú eres para mí todo el
género humano. No sé donde se fueron los demás y tampoco me importa.
Se ha puesto el sol, lo sé porque la habitación está otra vez a oscuras.
Hemos pasado de la penumbra a la oscuridad. Sólo veo las brasas del
cigarrillo cada vez que lo tengo entre los labios y aspiro.
La oscuridad, tengo la certeza, durará hasta la mañana siguiente. Mañana
será otro día. Mis músculos necesitan estirarse. Saldré a la calle en un par de
horas cuando haya la misma oscuridad dentro de mí que fuera. Mis músculos
me duelen, la espalda atravesada, la cabeza, el pecho. Necesito algo de aire
libre.
DÍA DE ABRIL
¿Ya te cansaste, putita?, ya te has quedado muerta, ¿eh? Veremos que haces
ahora que ya no tienes fuerzas para decirme que no. A ver qué vas a hacer si
no puedes apretar los muslos para que no te la meta. Esa cara que me pones es
de estar todavía cachonda. ¿Es que te vas a tocar otra vez, guarra? Mira, mira
como se me ha puesto de verte el dedo ese otra vez. Si lo tienes lleno de todo
lo que has estado soltando, ¿no te avergüenza?
Si me acerco más cuando me corra te va a caer todo encima y te va a
salpicar las tetas aunque claro si te portas mal me la voy a menear con tanta
fuerza que te puedo llenar todo la cara de lefa y a lo mejor hasta te la comes,
¿eh?, qué pasa, qué, te gusta, te gusta eso… pues ponte a meterte los dedos ya
sino quieres que te lo haga yo a la fuerza que estoy empezando a ponerme
cachondo y si me pongo muy cerdo no voy a poder evitarlo, te lo advierto, y te
voy a tener que agarrar por detrás. Te voy a rodear con mis brazos, voy a
pegar mi barriga a tu culo, mi polla bien dura, más que un palo de hierro, y te
voy a dar pero con amor, como no te han dado nunca.
Se me está poniendo muy pero que muy mal sólo de pensar que vas a
hincar las rodillas sobre los muelles de la cama y te voy a poseer
momentáneamente…umm…profundamente, y ¿sabes que nadie va a poder
venir a liberarte? Nadie te va a poder sacar cuando te tenga clavada con todo
el peso de mi cuerpo sobre tu espalda, no va a haber un hombre que tenga
cojones. Mira, mira que si me sigues poniendo esa cara de guarra me voy a
tener que correr ahora mismo y eso me va a hacer enfadar y vas a tener que
lamérmela toda para que se me pase el enfado contigo.
Deja de mirarme así que me estás poniendo muy malo y voy a tener que
castigarte. Mira lo que va a pasar…te la voy a poner muy cerca de los ojos
para que la veas bien, para que veas que hasta la punta del prepucio tiene ya la
leche, la misma que te vas a tragar. ¿Has visto, has visto como te has puesto?
ya no eres mujer, no eres más que un animal, así que ya puedes ir dándome el
culo y abriéndolo para mí porque te la voy a meter por detrás. Así… pero
estira más la piel, más, hasta que vea todos esos pelos que se te clavan
alrededor de tu ano tan claros y tan abiertos que te los pueda arrancar con la
boca. No, no te lo toques, no metas tus sucios dedos en ese agujero del culo
que es mío y me vas a enfadar, que lo único que vas a conseguir es que te la
meta tan fuerte que todos los capilares de tu círculo negro se rompan. ¿Quieres
eso? ¿Te pone cachonda, es eso lo que te pone con esos ojos de cerda?
Ábrete, ábrete que te voy a dar como si fueras un perro, sí, sí, pero con
amor princesa, con amor, que es lo único que tengo yo entre pierna y pierna.
DÍA DE ABRIL
Se meó sobre la alfombra, la misma alfombra que yo compré en aquel
viaje organizado a Turquía, la pequeña alfombra del recibidor con motivos
irreconocibles. No pude decir nada, primero porque habría sido absurdo y
segundo porque no me imaginaba sacándome los dedos de la boca, las yemitas
de los dedos que yo chupaba mientras pensaba que eran sus pezones
puntiagudos y morenos, los que se estaban moviendo delante de mí hinchados
como sus ubres. Lo único que hice fue mirar las gotas de meados que caían
directamente de la cara interna de sus muslos a la alfombra turca como si se
tratara del puto y bello rocío de la mañana. No era una de esas meadas de
animal, de perro que levanta la pata, era una meada de dama cachonda y de
esfínter involuntario, pero de dama.
No la miré a los ojos por vergüenza, no porque esperara encontrar
vergüenza en ella sino porque ella podía ver en mí otra vergüenza muy
diferente, la del hombre al que nunca le habían meado y eso a estas alturas era
un motivo para agachar la cabeza.
DÍA 125
No es que yo hubiera querido, me llegó así, se me sirvió la ocasión en
bandeja y sin venir a cuento, sin antecedentes. Yo no había pensado ni siquiera
intuido o mínimamente deseado a una mujer después de conocerla a ella. No
sé cómo ni por qué pasó. No fue por el contacto físico ni por la atracción ni
siquiera arrastraba un motivo enfermo como que me recordara a mi madre o a
mi antigua novia o a alguna mujer de esas que quise. Sentí que al darle mi
número de teléfono estaba transgrediendo una de esas normas que se habían
hecho palpables en mi vida de soltero apenas inaugurada unos cuantos meses
antes.
No supe decir no. Quizás porque ya estaba la noche muy avanzada o
porque la había visto con más frecuencia de la que había visto a una mujer en
mucho tiempo. Sus besos se me hicieron pegajosos. Unas horas después de
aquel primer encuentro con sus labios bobalicones e infantiles me preguntaba,
henchida de algo que no supe reconocer, si yo era un hombre de relaciones
serias. Me encogí de hombros.
Aquella primera noche y otras muchas que le siguieron evité acostarme
con esa, la que parecía ser mi nueva novia. Accedí después de varias semanas
de besos obligados y manoseos ligeros aunque creo que ella nunca supuso que
fuese una cuestión de acceder. Fue una tarde lúgubre. Una vez que me decidí a
revivir el camino conocido del sexo conyugal tuve que hacer un esfuerzo
sobrehumano para que aquella que antes dominaba mi vida fuera capaz de
ponerse mínimamente enhiesta. Mi deseo sexual se presentó a su compromiso
un tanto flácido, un comportamiento que iba a ser el pan de todos los días para
con mi nueva chica. Fue una cuestión de suerte que se tratara de una de esas
mujeres a las que no les gustaba el sexo. Nos estuvimos acariciando después
de aquello que en otra época yo habría calificado de sexo fracaso. En sus
caricias pude sentir las pequeñas cortezas que formaban la piel de las yemas
de sus dedos. Supe en aquel mismo instante que aunque me aferrara a esa
mujer como si fuera babas de caracol no íbamos a ir a ninguna parte. Fue por
eso que aquel intercambio sin interés sexual tuvo el impensable color del éxito
y me vi de nuevo con una mujer a mi lado. Una mujer-novia-monigote a mi
lado, una que en nada se parecía a la otra que un día había ocupado su papel,
ésta como la otra no me conocía y tampoco era lo suficientemente audaz para
intuir o suponer la calidad humana y el estado de confusión de ciertos
hombres.
Volví a ocupar el papel de novio por unos instantes que debieron ser meses
en el mundo exterior mientras yo caminaba sobre mi particular senda en la que
todo el mundo debía o quería ir desnudo y no había nada a lo que agarrarse.
Tener una novia de nuevo no fue la panacea ni el nirvana se pareció más a
haber entrado en el ejército. Ahora que había conseguido la reducción en mi
trabajo a cuatro horas ella era una especie de temporizador en mi vida. Se
convirtió, sin proponérselo, en un horario para ejercer la vida que todos
vivían. Yo debía comportarme más o menos normal en el tiempo que pasaba
con ella porque sino no puedo explicarme que sólo un tiempo después, un
tiempo indefinido, corto, apenas perceptible, me dijo que me quería. A mí se
me había olvidado por completo el componente del amor en aquella y en
cualquier otra relación. El mundo del que provenían aquellas palabras que me
llegaron dilatadas en el aire, similares al eco, metalizadas y artificiales, y el
hombre que las recibía no tenían nada en común. Yo también dije las mías,
salieron de la boca y fueron a parar a sus ojos que estaban frente a mí, a dos
centímetros escasos, a su piel con los poros abiertos por el calor. Le dije que
la quería y ella mostró satisfacción moviendo sus labios, creyéndolos
merecedores de aprobación, moviendo aquellos pedazos de carne bulbosos y
rosados y adoptando la posición artificial del que sonríe satisfecho de sí
mismo.
Me arrepentí dos minutos después de esa continua incapacidad mía de
dominarme. Estábamos tumbados en la cama y ella pasaba la mano por mi
cabeza, enredaba sus dedos en mi pelo, y podía sentir el fuerte calor que se
desprendía de su cuerpo directamente sobre mi cabeza, ardiendo, volviéndome
tan débil que me quedé dormido mientras su boca se movía porque
posiblemente estaba hablando.
DÍA 130

Creo que han vuelto a cambiar al tipo que vende las entradas. Este debe
tener veinte años, cuanto más jóvenes menos aguantan. Si son demasiado
jóvenes siempre pasan algo asustados durante las rondas que tienen que hacer
cada media hora. Hay muchos tíos con el pito fuera y eso, aunque no se vea
claramente, los acojona. Algunos de estos jovencitos están tan flacos que
podrían pasar por mujeres. Todos tienen esa misma cara de molestia cuando
pasan entre las filas con la linterna en una mano y la otra cerca de la nariz,
supongo que para evitar el olor a semen y desinfectante que siempre hay en esa
sala.
El chico nuevo ni me mira directamente a la cara cuando me pasa el vale
de entrada, previamente cortado por la mitad. Si se hubiese dignado a hacer un
sólo movimiento de cabeza podría haber visto el gesto de desaprobación del
que yo estaba haciendo gala desde que le di el billete de veinte. Mi queja
sordomuda sobre la desaparición del día del espectador muere
inmediatamente y sin repercusión.
Como casi siempre en la mañana sólo hay un par de hombres sentados en
las filas intermedias. Yo contribuyo al juego humano de damas poniéndome en
el otro vértice vacío, junto al pasillo. “Espermas en el menú” no es una de mis
películas favoritas y no mejora mi opinión sobre ella que esta sea la tercera
vez que la veo pero no hay muchas más opciones. En los cines porno no
cambian casi nunca las carteleras y aquí estamos los de siempre viendo las
mismas caras de placer, casi memorizadas. Bajarte el porno en casa es más
cómodo pero no tiene ese aliciente que siempre es el sexo en grupo del cine.
Esta es la única orgía silenciosa y personal a la que he acudido en mi vida.
El chico de la caja de metal de las entradas está haciendo su vuelta de
rigor. Pasa tan alejado de los sillones que están ocupados que si me dijeran
que es un muñeco de cartón y no un hombre me lo creería. Desaparece detrás
de la cortina plastificada que da a la calle y aprovecho para tocarme un poco
la bragueta ahora que las tres protagonistas de la película empiezan a ponerse
cachondas. La fila de asientos de delante me tapa lo suficiente como para
permitirme un libre albedrío. Me tiro para atrás y me deleito con el juego de
clítoris de la pantalla mientras ya, sin cortaprisas, me la saco. Se sale porque
ya está lo bastante dura como para abrirse camino al mundo sola. En esta
rutina cinéfila lo mejor es no apresurarse. Al principio pagaba el pase de una
película y sólo estaba quince minutos, me dejaba llevar por el calentón y antes
de que nada, ni mínimamente, chorreara en la pantalla yo ya me había quedado
pegajoso y el asiento de delante era protagonista de la euforia. Ahora poquito
a poco, sin prisas, un gourmet. Sólo hace falta estoicismo, como para
cualquier cosa en la vida. Está dura pero es paciente. Está casi tan dura como
la que le van a meter a esa en cuanto ponga las nalgas, igual que la mía.
La chica se retuerce, yo me retuerzo. Me pregunto cuándo empieza todo,
cuál es el primer paso para que uno se vea así. Yo ya no creo en los amigos ni
en la familia ni en las mujeres ni en el cambio ni en las mejoras ni en las cosas
nuevas. Yo, desde que me vengo observando con tanto detalle me doy cuenta
de los demás, de sus humanidades y me doy cuenta de que yo soy igual, no hay
diferencias.
Acaba de entrar la tercera en discordia, esta tiene cara de no haber roto un
plato en su vida, a ésta va a ser a la que le metan las dos al mismo tiempo. Los
lugares en los que habitamos son tan solitarios, todos están llenos de gente
sola, en los bares, en la calle, en la reunión de mis amigos, en mi familia,
todos solos con sus conciencias de trébol de cuatro hojas. Esa se la mete
doblada, no sé como tiene la garganta pero sino es que se la mete por el
esófago. No se me pone más dura porque eso significaría que se me está
reventando. No se puede estar más cachondo.
Debe ser el momento en el que uno empieza a encajar un poco más consigo
o definitivamente nada con el resto. Es un sentimiento tan real como todos los
demás y con una única pregunta, ¿qué hace uno exactamente cuando sabe de
esta necedad de vida? Como se come el semen ésta me pone muy loco, más
loco que si me la chupan a mí.
Yo en un momento de mi vida, doy fe, pertenecía a otra gente y ellos a mí y
vivíamos juntos aunque no me acuerde ni de cómo ni cuándo. Para mí un día
todo fue conocido. Vivan las camareras calentitas de “Espermas en el menú”.
DÍA 145
Debía estar expresándome como una de esas personas que hacen las voces
de las máquinas de tabaco porque no noté los altibajos de mi propia voz en el
teléfono.
Su respuesta, al otro lado, me sonó algo ahogada pero no supe si era causa
de la sensación metálica que siempre produce el cable. Su voz aguda dijo algo
así como “adiós” y después de un breve y oscuro silencio colgó. Yo no me
quedé mucho tiempo más con el auricular en la mano, exactamente el mismo
que necesitó la conversación con ella para pasar a un plano tan alejado como
las mentiras de las que ni me acuerdo. No supe si todo aquel drama telefónico
había sido provocado por mí, si era producto de un mal entendido o de un acto
de mala educación por mi parte.
Por unos instantes la cabeza me traicionó y pensé sobre la posibilidad de
levantar el auricular y marcar el número de su casa. Me detuve asaltó por una
especie de evidencia corporal, ¿no era esa idea, el volver a llamarla, una idea
aprendida y social, repetir otra vez los mismos patrones conocidos y probados
con anterioridad con ella y con todos los hombres sobre la tierra? Se me heló
la sangre como casi siempre que caía presa de la lucidez y las cosas me
dejaban expuesto como un pelele en la palestra. Se me alteró un poco el pulso
y el aire dentro de casa se hizo más espeso de lo normal. Los estados
nerviosos ya no me producían inquietud, tampoco en el buen sentido, eran
pequeñas señales de mi torpe entendimiento, una nueva forma de vida. Ya no
estaba alterado cuando salí a la calle, sólo sentía cierto peso sobre la cabeza
por haber estado enganchado a internet durante todo el día. Me crucé con un
tipo que hacia gala de una cara muy similar a la mía sólo que a esa le
acompañaba un traje.
Certifiqué que era noche cerrada y que el tipo acababa de salir de trabajar.
No había sufrimiento en su cara, estaba bastante hierática y por eso me
recordó a la mía, la de antes. Nuestro encuentro duró algo menos de un
segundo. Tras su paso me dejó la calle que tenía por delante vacía y en lo que
a mí se refería también por detrás. Me acordé de que antes solía mirar si había
alguien detrás, supongo que tenía miedo de que me robaran alguna de esas
cosas de valor que como si fuera un comerciante siempre cargaba. Hoy me salí
con las zapatillas de estar por casa puestas, me doy cuenta ahora que baje la
cabeza al suelo y me brillaron unos cuadros que me parecía haber visto antes
en mi casa. Es cómodo andar con esas zapatillas, como los locos, ahora por
primera vez entiendo que esa gente se siente como en su casa todo el tiempo.
Vienen unas mujeres doblando la esquina. No me miran a los pies porque sino
ni siquiera me mirarían a la cara, se separarían, es el poder de los cuadros
marrones que rodean a mis pies. No hay interés en mi cara, lo sé porque estoy
harto de ver mujeres desnudas, de plástico e ilegales en internet y porque me
cansé de todo contacto con ellas, pero les devuelvo la mirada para ver qué
provoca. Nada, más de lo mismo, gente que te mira para que tú los mires. Las
calles andan llenas de este nuevo género, son una desesperanza para ellos
mismos pero qué se le va a hacer, corren tiempos vacíos.
Las mujeres desaparecen también. Las calles están vacías y no son ni las
doce de la noche. No hay luz en los edificios ni en las calles, me pregunto qué
hace este país y qué le pasa, qué estamos haciendo todos. La noche es cálida y
casi sahariana aunque deben faltar semanas para la primavera. Mis pies
rezuman felizmente en las celdas de felpa y sólo hay algunos coches. Tengo los
músculos intoxicados de la inactividad de todos estos meses, de estar tirado y
sentado se me están inutilizando hasta los huesos. De todas formas nunca viví
físicamente nada fuera de lo normal es por eso que ahora tengo el cuerpo como
el de un enfermo.
El aire es bueno, llega a todas las venas, seguro. Puedo notar el peso de mi
cuerpo sobre los pies como si yo fuera tres veces más pesado, un gordo de
esos que parecen tentempiés incluso cuando corren. El cuerpo no debería
pesarme nada, tengo el estómago vacío desde la mañana, me pesa más la
saliva de la boca. Creo que la última vez que apreté el paso iba detrás de
aquella mujer que salía del metro. De eso hace más meses de los que me
acuerdo.
Antes apretaba el acelerador, el embrague, el botón del ascensor, el de la
máquina de café pero ahora mis músculos están muy pesados. No podría ni
llegar corriendo a la entrada del parque, tendría que pararme en las
esquinas…o a lo mejor sí. Las zapatillas más rápidas del mundo están en mis
pies, la calle más vacía que el Día de Muertos, los músculos de mis
pantorrillas en algo así como tensión, la noche está clara, los dedos de los
pies sí se pueden agarrar al asfalto. Aire puro, aire puro y que arranquen las
piernas. A cien por hora, todos los músculos desde dedo gordo hasta el brazo
se me mueven. Mis zapatillas de felpa flotan en el aire de la calle, la glorieta
está vacía, cruzo por el paso de peatones, no hay nadie en ninguna parte, soy el
Carl Lewis de mi calle de noche. Corro por las aceras desiertas, hasta la
siguiente glorieta, hasta la esquina de entrada al parque. Los dedos de los pies
se chocan contra la punta flexible de las pantuflas pero el resto de mi cuerpo
está más adelantado, mis brazos van más rápidos que mis piernas y hasta se
mueve el cuello provocándome una risa contagiosa que me reduce los ojos a
los de oriental y que me deja ver la calle mucho más estrecha. Toda la calle
por delante para seguir corriendo pero el pecho me arde y me da una punzada
en el lado por andar respirando como un ansioso sin control, dominado por la
enorme plaga de la satisfacción.
La hierba está húmeda y se pega a mis pantalones, el relente de la noche
escala los pantalones en forma concéntrica hasta llegarme casi a la rodillas. El
pecho todavía corre a la misma velocidad que venía yo de gacela torpe por la
avenida vacía. La noche está clara lo que significa que posiblemente vuelva a
cagarme de frío los días de la semana que acaba de iniciar. La hierba húmeda
traspasa mi camiseta y hace del algodón mármol. Hacía meses que no sentía
algo tan profundo como ese manglar sobre la piel.
Ella también era como ellos, no he dejado de pensar durante todo el día en
esa posibilidad. Siempre supe la verdad, durante todos estos meses tendido en
el espacio siempre supe que había una verdad. Ya no soy el hombre perro
porque la mujer que saca la cuchilla de su bolso junto al váter llega preparada
a mi cita con el mundo real como una profesional. Fosilizada con el agua
corriendo en la bañera, la mano que se estira y escarba en el bolso en busca de
una cuchilla inmaculada, también es humana. Nunca más estaré de rodillas
babeándome, queriendo ser perro ante un ser irreal, eso es lo que más me
duele. La normalidad se ha instalado también en ella, lo vi en aquel instante
pero un terremoto me habría hecho el mismo efecto, nada de nada. Reconocer
que no era ninguna de mis hojas infestadas con el riesgo de la inmediatez
significaba sólo que ella la había traído y eso hacía de todo aquello un teatro,
también.
La hierba mojada está tan pegada a la piel de mi espalda y a mi ropa que
soy un caracol baboso. Las piernas están en tensión por el esfuerzo de la
carrera…quizás debería volver corriendo, hasta que me dolieran los envases
del aire, soltando toda el agua que estoy absorbiendo, dejando una estela.
DÍA DE ABRIL

No me tembló el pecho ni la garganta ni siquiera los labios cuando


aquellas dos palabras ocuparon toda la habitación, cuando salieron de mi boca
y rebotaron en las paredes del pasillo. Tenías los ojos entreabiertos, movías la
cabeza de un lado a otro bajo los efectos del placer. Mi boca estaba a cien
centímetros de la tuya cada vez que en tu vorágine volvías al centro. Tu cuerpo
me rodeaba por todas partes, tus piernas no estaban sobre las mías, tus brazos
no estaban desplegados por mi espalda y sin embargo me parecía estar bajo
los efectos de una droga de contacto, del tacto de tu piel, de tu olor.
No fue por eso que te dije lo que dije, fue porque se me hizo una realidad
más urgente que la de respirar o la de gemir el placer. Te lo dije con la certeza
de que era algo más que una confesión, era una verdad.
Soy tuyo.
Pese a ser un susurro, a pesar de ser sólo unos golpes de aire contra la
nada, contra mi lengua, mis labios y mis dientes, dos palabras que podían
haber pasado desapercibidas para ti pero que me sumieron en una revolución
personal y espiritual. Ser tuyo, soy tuyo, es una contradicción en sí misma. ¿Te
das cuenta? Soy un hombre, me formé en el mundo, subí y bajé escaleras,
caminé más de una vez y me detuve, dormí atravesando paralelos como si
fuera un pájaro, junto a desconocidos comí, bebí y me emborrache y baile
hasta que se hizo de día, me tapé en invierno con un abrigo de paño y me dejé
caer el primer día de junio en una piscina de aguas cristalinas.
Yo soy un hombre, he pasado frío y calor, los placeres de la fiebre, tuve
amigos de la infancia, me senté en la silla de un restaurante vacío, me
sorprendí atractivo y deseado en el espejo, apenas un hombre y después de
tanto esfuerzo, inherente y descuidado, pero después de haber sobrevivido me
tiemblan las paredes cuando me traiciona la verdad. Soy tuyo, yo todo, que por
ser no he sido nunca ni de mi casa ni de mi madre ni de nadie soy tuyo, tuyo, y
eso que antes me conformaba con ser.
Yo ese hombre, el hombre que ha puesto los pies descalzos sobre la hierba
mojada, el que tiene dos labios, dos ojos, una piel sensible al mundo que le
recorre el cuerpo, la ingeniería vital de un hombre eso es lo que soy. Soy tuyo
y aunque eso no signifique nada ya no podré olvidar que me arrojé al vacío y
me volví de otro ser humano antes de perder mi identidad por completo. De ti
que eres más desconocida que otras muchas, de ti que te rumio en los 110 días
con sus noches que siguieron a tu marcha.
Fui tuyo por quince segundos, por el tiempo que fuera, con una plenitud
que casi se me ha escapado de la cabeza. Ahora que camino la calle que tú
debiste cruzar para llegar e irte de mi casa se hace presente lo irrecuperable
de aquello. Me subo el cuello del abrigo de paño, se ve que he vuelto a ser
otra vez el mismo hombre desde que hace miles de años me declarase
abiertamente tuyo.
DÍA DE ABRIL (de madrugada)
Qué le pasa al deseo, en qué momento se vuelve imperioso, definitivo y
necesario y no entiende de nada más y en qué momento se va y nos convierte
otra vez en esta especie de subgénero patético que es el hombre real.
Cuando estamos llenos de deseo sexual somos poderosos, me siento un
hombre poderoso, no conozco la vergüenza ni la debilidad ni mi vocabulario
es contenido, no soy humano. El ser humano es degenerativo, es una vergüenza
de su género. El perro es perro y no pretende pero el hombre se hace llamar
hombre y sí pretende, pretende tanto que pierde la noción de si mismo y se
vuelve completamente artificial.
Mi cabeza es mi peor enemigo porque me dice la verdad. Ahora me
encuentro de rodillas limpiando la alfombra que ella meó una vez. El efecto
del hombre ya ha vuelto sobre mí y me descubro con los guantes de plástico
puestos limpiando el olor pestilente de sus meados con un jabón industrial. Me
pregunto dónde está el otro, cómo puede ser que en tan poco tiempo el mismo
animal que se tiró al suelo a olisquear los meados de una mujer como si fuera
un perro, al mismo que eso se la puso más dura que en mil años, cómo ese
hombre es éste, ¿Qué ha pasado? Por qué podemos mantener este estado de
mediocridad tantas horas al día durante toda una vida y el otro dura segundos.
Quién engaña a quién, el cerdo que llevamos dentro engaña al hombre o el
cerdo no es más que una de las versiones del hombre.
Yo quiero ser otro. Dejo los guantes a un lado, aproximo mi nariz a la
alfombra, al círculo magenta que han dejado los meados de esa mujer. Los
huelo, son pestilentes y entonces apoyo mi cara en la misma alfombra y me
pongo la mano en la polla para empezar a acariciarme. Siento algo de asco y
no sé si es de mí, o no.
DIA DE ABRIL
Se incorporó lentamente del sofá. Sus pechos habían perdido cierta
firmeza, me di cuenta cuando se inclinó hacia adelante para recoger sus
zapatos negros que estaban debajo de la mesa. Los dos estábamos todavía
desnudos pero, al igual que sus tetas se habían deshinchado, algo había echado
también a volar en aquella situación. Toda la tensión que a lo largo de ese día
habíamos tenido empezó a desaparecer. Yo permanecí sentado.
Cuando se levantó y se alejó sobre sus tacones pensé que se dirigía a
cualquier otra parte de la casa a continuar con aquello. Quise seguirla pero no
podía. Me entró algo de puritanismo quizás porque después de tantas horas el
deseo se estaba esfumando con la irritación de mi escroto y de todo lo que
rodeaba a mi polla. Me dolía como si la hubiese metido en agua hirviendo.
Quise seguirla hasta la habitación pero me quedé silencioso y agudicé el oído
para escuchar, en el caso de que los hubiera, los gemidos o el ruido de las
babas al caer. Cuando uno se encuentra en un estado de hiperestesia como ese,
al que sólo una situación de estas puede llevarte, eres capaz de escuchar hasta
el ruido más mudo, el más mínimo, el que hace la lengua al contacto con los
dientes o el ruido de los pelos duros del coño al atravesar la piel de la ingle y
abrirse camino hacia el exterior. Porque hay que estar loco, hay que ser lo que
haya que ser para que esto ocurra. Me pregunté si ella tendría también ese
mismo poder inmediato sobre mí, si podía escuchar la piel de mis genitales en
ebullición, de mis huevos, de los elementos cartilaginosos que rodean el
perineo como yo escuchaba los suyos, lo más mínimo de ella.
Esperé y esperé con la confianza que sólo un día de confidencias así podía
dar entre adultos de nuestro género. Cuando levanté la cabeza del brazo del
sillón donde me había rendido ella abría la puerta de la calle. Era la espalda
de ella ya vestida. Ni siquiera la vi de nuevo.
La noche se había cerrado y era tiempo de terminar. Más de una vez a lo
largo de las últimas horas yo había tenido ganas de que se le pusiera fin a
aquello y en el momento en el que la vi en la puerta me di cuenta de que en
cuestión de minutos, en cuanto me despertara de ese dolor corporal que era
más fuerte que yo me iba a arrepentir de lo que hice. Bajé la cabeza, la apoyé
en mis brazos y me dispuse a dormir.
Cientos de veces después, miles, pensaría que siempre tuve la oportunidad
de ponerle un final a la altura de las circunstancias. Me veo a mí mismo
desnudo, de pie, con la polla más erecta que en las últimas cinco horas, sin un
ápice de cansancio, renovado, fuerte, sexual de las uñas al último poro de mi
cuerpo. Me veo en pie. ¡Cerda!, le digo, y ella se vuelve y me admira en todo
mi esplendor antes de marcharse.
DÍA 167
La multitud. Los hombres y mujeres se me hacen hoy una multitud. Han
perdido para mí su individualidad. El ser humano tenía ciertas características
distintivas, al menos eso creía, pero ahora vistos así, por encima de esas
falsas particularidades, vistos como una enorme piara son por primera vez
para mí una multitud.
Una multitud que llena un estadio de fútbol, las gradas de un teatro, el
muelle de un puerto, una multitud que tiene sexo entre las piernas y al final de
la espalda, en la cuenca oscura del perineo. Una multitud que salta para
celebrar el año nuevo en la Puerta del Sol moviendo sus genitales, los mismos
que les impusieron a otros una hora antes, unos minutos, una semana o seis
meses antes.
Humanizados por sus órganos reproductores. Enormes multitudes a las que
se les pone dura cuando se rozan con las sábanas o con el mango de la ducha.
Multitudes, pequeñas multitudes que aplauden en televisión, que ofrecen
flores, que se pasean sobre las pasarelas, que son de plasma y líneas y todos
allí tapando sus órganos, los únicos órganos que los humanizan.
Aplaudiéndose unos a otros, alejándose de la naturalidad que les hace ser
humanos y entrando en un mundo extraño y antinatural repleto de pequeños
códigos castradores de la igualdad. La multitud que nos equipara está ante mis
ojos, siempre lo estuvo. Hombres y mujeres bajo una estampida humana son
iguales. Por eso ahora se me hacen todos idénticos unos a otros porque no hay
nada que los diferencie, no hay belleza, no hay lenguaje, no hay clase ni
religión ni actitud ni carácter ni personalidad ni ninguna de esas cosas
estúpidas y superficiales que fraudulentan la humanidad.
Los miro cuando andan por las calles sobrepobladas, me mezclo con ellos,
con sus trajes, con sus piernas que se mueven, todos juntos en la avenida,
esperando en el semáforo en rojo y por primera vez en mucho tiempo todos
iguales. Quiero llorar de la emoción, quiero llorar porque yo soy como ellos,
porque todos somos iguales. Me inunda la inmensa fuerza de pertenecer a un
grupo igualitario e inabarcable. Somos un grupo ciego, quiero decírselo,
quiero decirles… ¿no lo veis? Míranos, mira los hombres y mujeres que
cruzan las calles, que conducen coches, que bajan las escaleras de las oficinas
y llegan también a estas mismas calles. Míranos, míranos que somos iguales…
idénticos… una multitud de animales. Asustados en la estampida humana
aunque vayamos disfrazados.
DÍA 1

Eran las dos de la mañana. Nadie va al supermercado a las dos de la


mañana sino está buscando algo, es parte de los códigos de la gente como
nosotros. Nadie sale a pasear el perro en determinados parques o zonas de una
plaza o de una playa sino va buscando sexo. Así pasa en las ciudades, en
algunos restaurantes de carretera y en las esquinas y los portales de algunos
lugares. Nos comportamos un poco como prostitutas que ni te escondes ni te
dejas ver.
Ella empujaba un carro en el que se tambaleaban unas latas de verdura y
comida para gatos. Me crucé con ella lo justo para rozarnos a la altura de mi
codo y de su hombro. Era una mujer pequeña pero no de esas de aspecto frágil
pese a que tenía ojos achinados y la piel extremadamente suave. Tampoco
parecía una prostituta. La miré del cuello a los ojos. Un precioso cuello de
venas tensas. Ella me mantuvo la mirada, los labios entreabiertos, secos y
cuarteados. Le hablé a media voz en un tono lo suficientemente inocuo para
que no pareciera un susurro o la voz de un loco pero tampoco la voz de un
impertinente o un borracho.
-Para ponerte cachonda, cachonda como si te fueras a desangrar de la
corrida patas abajo ¿qué tendrían que decirte al oído?
Abrió el pozo negro que parecía su boca y se reveló a si misma.
-Cerda- dijo, moviendo los labios y dejando ver la profundidad sexual de
su garganta.

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