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Antonio Gil Ambrona - Ignacio de Loyola y Las Mujeres

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Antonio

Gil Ambrona

IGNACIO DE LOYOLA Y LAS


MUJERES
BENEFACTORAS, JESUITAS Y FUNDADORAS
Índice

AGRADECIMIENTOS
INTRODUCCIÓN
La construcción jesuítica de las biografías de Ignacio
Ocultaciones y desapariciones de documentos

CAPÍTULO PRIMERO. La oscura infancia y juventud de Íñigo de Loyola, y las


mujeres ausentes
Los Loyola: genealogía de un hijo ¿bastardo?
Los orígenes de la casa y solar de Oñaz y Loyola
El abuelo paterno y la rama judía de los Loyola
La madre de Ignacio
María Garín, ama de cría de Ignacio
Primeras menciones de la nodriza
El nombre de la nodriza y su caserío
Entre Azpeitia y Arévalo: Magdalena de Araoz, Juana I de Castilla, María de
Velasco
Íñigo de Loyola, un joven violento y pendenciero
Carnavales de 1515: «exceso y crimen» de Ignacio y Pero López en Azpeitia
Seroras, freilas y beatas en la Azpeitia del joven Ignacio
Amenazas de muerte contra Ignacio: ¿un asunto de amoríos?
La herida de Pamplona: una minusvalía para toda la vida
Las operaciones en la pierna derecha
El amor de su vida: Germana de Foix, Leonor o Catalina de Austria
La reina Germana de Foix
La infanta Leonor de Austria
La infanta Catalina de Austria
Los hijos del santo
CAPÍTULO II. Las yñigas de Manresa y el misterio de Inés Pasqual
Las bases espirituales de Ignacio y la herencia de los alumbrados
Ignacio en Montserrat: una visita no tan efímera
Ignacio en Manresa: la yñiga Inés Puyol-Sagristà-Pasqual
Visiones, revelaciones y prédicas a mujeres
Dejamiento o prácticas judaicas
Visiones de una sexualidad reprimida, escrúpulos y ciencia infusa
Las prédicas a mujeres en Manresa
Manresa, ¿cuna de los Ejercicios espirituales?
CAPÍTULO III. El círculo femenino barcelonés: todas con Ignacio
La casa de los Pasqual: Ignacio como «esposo y padre»
El viaje de Ignacio a Jerusalén
Ignacio regresa a Barcelona
La relación con Juan Pasqual
Inés e Ignacio
Isabel Roser: erasmismo y pasión ignaciana
La conexión erasmista en Barcelona: Antonio Puyol, Isabel Roser, Jerónimo Ardévol
El lulismo en Ignacio y el papel de las mujeres

CAPÍTULO IV. Acólitas alcalaínas y valedoras de Ignacio en el exilio parisino


Los conventículos femeninos de Alcalá
Las mujeres alcalaínas ayudan a la Compañía de Jesús
Leonor Mascareñas, valedora de Ignacio y los jesuitas
Ignacio camino del exilio parisino, por Valladolid, Salamanca y Barcelona
Las «becas» de las mujeres barcelonesas para Ignacio
Cartas parisienses a Inés Puyol e Isabel Roser
Las incógnitas del retorno de Ignacio a Azpeitia y el adiós definitivo
CAPÍTULO V. Mujeres en la Compañía de Jesús y otras aspirantes a jesuitas
Las jesuitas efímeras: Isabel Roser, Francisca de Cruylles y Lucrecia Bradine
Las futuras jesuitas barcelonesas, en Roma
El proyecto asistencial femenino ignaciano: la Casa de Santa Marta
Las jesuitas en la Compañía de Jesús
El último legado económico de Isabel Roser a la Compañía
Isabel Roser se enfrenta a Ignacio
El regreso definitivo de Isabel Roser a Barcelona
Una mujer sabia a las puertas de la Compañía: Isabel de Josa
Dos clarisas de Barcelona, aspirantes a jesuitas: Teresa Rajadell y Jerónima
Oluja
Ignacio y la reforma de los conventos femeninos: una gestión fracasada
La irreductible voluntad de Teresa Rajadell y Jerónima Oluja
Las mujeres de Valencia y Gandía también quieren ser jesuitas
Las «jesuitas» portuguesas
Las mujeres italianas afines a la Compañía de Jesús
Faustina Jancolini, primera benefactora de la Compañía en Roma
Julia Zerbini y Jacoba Pallavicino, aspirantes a jesuitas en Parma
El apoyo de Constancia Cortesi y de Jerónima y Barbe Pezzani a los jesuitas en Módena
Margarita de Austria, una princesa cercana a la Compañía
La generosidad condicional de la duquesa Leonor de Toledo en Florencia
María Frassoni del Gesso, la verdadera fundadora del colegio jesuita de Ferrara
El altruismo caritativo y fundacional de Margarita Gigli y Violante Gozzadini en Bolonia
Belotta Spinola y Lucrecia de Storento, benefactoras y fundadoras del sur de Italia
La duquesa humanista Juana de Aragón, y la nefasta injerencia de Ignacio en su divorcio

CAPÍTULO VI. La princesa Juana de Austria, jesuita: la excepción a la regla


La familia imperial
Francisco de Borja: de la corte a la Compañía de Jesús
Infancia y juventud de las infantas María y Juana y del príncipe Felipe
El matrimonio de Juana de Austria
Juana de Austria, regente de los reinos hispanos
Muerte de la reina Juana I de Castilla
Juana de Austria pide entrar en la Compañía
La jesuita Juana de Austria
Los favores y dádivas económicas de Juana a la Compañía
Una jesuita muy activa
Los jesuitas opinan sobre Juana de Austria
La supuesta relación amorosa de Francisco de Borja con Juana de Austria
Antonio de Araoz, consejero espiritual de Juana de Austria
Juana de Austria funda las Descalzas Reales
REFLEXIONES FINALES
BIBLIOGRAFÍA
CRÉDITOS
A mis padres, Hipólito y Julia

A mi compañera, Marga
Agradecimientos

Quiero expresar mi gratitud, en primer lugar, a Ricardo García Cárcel,


catedrático de Historia Moderna de la Universidad Autónoma de Barcelona, que
fue quien me propuso recuperar la memoria de las mujeres que adquirieron un
especial protagonismo en la vida de Ignacio de Loyola y contribuyeron a
impulsar la incipiente Compañía de Jesús. Durante la elaboración de este libro,
en todo el largo pero apasionante camino, he contado con sus orientaciones y
sugerencias, su confianza y su amistad. Mil gracias, una vez más.
A Doris Moreno Martínez le agradezco sus recomendaciones de artículos y
libros y el haberme indicado la importancia de determinados aspectos históricos
de la Compañía y de los primeros jesuitas, en las múltiples ocasiones en que
hemos hablado sobre estos temas, y que después he intentado reflejar en el libro.
Doy también las gracias a José Luis Betrán Moya y a Bernat Hernández por
proporcionarme valioso material bibliográfico. De todos ellos he recibido
sobradas muestras de amabilidad en mis visitas a la UAB, y además me han
brindado la oportunidad de asistir a los encuentros de trabajo que han organizado
en el marco del seminario ToleranciaS, donde he aprendido mucho sobre la
Historia cultural y social de la Edad Moderna. En este mismo sentido, también
doy las gracias especialmente a Eliseo Serrano Martín (Universidad de
Zaragoza) y a Manuel Peña Díaz (Universidad de Córdoba).
Asimismo, en estos años he coincidido y compartido buenos momentos en la
UAB con Sergi Grau, Eduardo Descalzo, Gisela Pagès, María Aguilera y Carlos
Blanco, mientras realizaban sus respectivas tesis doctorales.
Aprovecho para dejar constancia de la deuda que contraje hace tiempo con
Cristina Segura Graiño, catedrática de Historia Medieval de la Universidad
Complutense y pionera en la investigación de la Historia de las Mujeres en
España, por su prólogo a mi anterior libro, Historia de la violencia contra las
mujeres (Cátedra, 2008), y por sus aportaciones en la presentación que se hizo
del mismo en Madrid. Mientras indagaba en las vidas de las protagonistas de
esta nueva obra, he tenido muchas veces presentes sus comentarios y su
generosidad. También agradezco a Mary Nash, catedrática de Historia
Contemporánea de la Universidad de Barcelona, sus sugerencias para
investigaciones futuras con motivo de aquella otra presentación barcelonesa.
Guardo un grato recuerdo de las personas que, en el viaje relámpago a los
archivos guipuzcoanos en octubre de 2010, atendieron con suma celeridad y
gentileza mis, por entonces, vagas peticiones, tanto en el Archivo Municipal de
Azpeitia como en el Archivo Histórico de Loyola o en el Archivo General de
Gipuzkoa (Tolosa), y en particular de Ramón Martín Suquía, director del
Archivo Histórico de Protocolos de Gipuzkoa (Oñate), quien, además, demostró
ser un gran conocedor de la intrincada vida de Ignacio de Loyola.
No puedo dejar de mencionar a los muchos amigos y amigas que me han
prestado su apoyo de diferentes maneras y se han interesado por mis «avances»
en el libro. Sería imposible nombrarlos a todos, pero debo inexcusablemente
manifestar mi agradecimiento a Constancia Alcaraz, porque sin su ayuda no
estaría tan documentada la resistencia de las beatas franciscanas de Azpeitia
frente a las agresiones de los Loyola; a Manuel Ranz, por su interés en las
corrientes de religiosidad del siglo XVI, que me ha llevado a hacerme muchas
preguntas, y a Isabel Olavide, por aportar sus «contrapuntos»; a José Gárriz, por
sus comentarios, seguramente demasiado benévolos, tras la lectura del capítulo
más vasco; a Salvador Solé, entusiasta cervantista, por regalarme su Erasmo y
España, de cuyo provecho doy en el libro buena cuenta; a Úa Matthíasdóttir y
Jaume Rovira, por explicarme con detalle su personal y crítico itinerario
ignaciano en Roma e ir tras las huellas de Isabel de Josa; y a Ana Llena, Jorge
Moreno, Elena Segura y Toni Oller, porque, a pesar de la aparente lejanía,
siempre han estado muy cerca.
Al editor de este libro, Raúl García, quiero agradecerle su decidida
implicación a la hora de poner en marcha la edición de este proyecto.
Para terminar, he reservado un especial agradecimiento a Marga Fortuny, con
quien he compartido horas y horas de conversación sobre todos y cada uno de
los capítulos del libro. Sus preguntas y comentarios, también a partir de la
lectura del manuscrito, me han ayudado a afinar, en la medida de mis
posibilidades, algunas explicaciones e interpretaciones, y con su constante ayuda
ha sido más fácil llegar hasta el final. A ella y a mis padres he dedicado este
libro.
Introducción

En la trayectoria vital de Ignacio de Loyola (h. 1491-1556) 1 numerosas


mujeres desempeñaron un papel fundamental a través de su constante e
incansable apoyo anímico y económico en los momentos verdaderamente
difíciles por los que atravesó. A esto se añadiría posteriormente el firme
compromiso de algunas de esas mujeres, y de otras muchas atraídas por las
propuestas novedosas de los jesuitas, por contribuir a la consolidación y
expansión de la recién creada Compañía de Jesús, hasta tal punto que nunca una
Orden religiosa masculina había recibido un empuje tan decisivo por parte de un
grupo tan importante de mujeres.
Sin embargo, ni los primeros hagiógrafos del santo, la mayoría compañeros
suyos, ni sucesivas generaciones de historiadores jesuitas, que dedicaron páginas
y páginas a glosar la vida del fundador de la Orden, abordaron en profundidad la
contribución de aquellas mujeres al éxito de la congregación. Como, en general,
tampoco se han interesado por lo que significó para muchas de ellas la joven
Compañía de Jesús en el ámbito de la regeneración religiosa de su tiempo y en el
de la puesta en marcha de un proyecto asistencial y educativo femenino dotado
de cierta autonomía 2 .
Solo el historiador jesuita Hugo Rahner realizó un gran esfuerzo en su
ensayo, nunca traducido al castellano, Ignatius von Loyola: Briefwechsel mit
Frauen [«Ignacio de Loyola y las mujeres de su tiempo»]3, por recoger y
analizar la correspondencia conocida que intercambiaron mujeres de variada
condición con el futuro santo. Aun así, el autor no superó lo que podríamos
llamar el «síndrome del fundador» a la hora de valorar la contribución de las
mujeres al nacimiento y consolidación de la Compañía de Jesús, sino más bien al
contrario; como tampoco se alejó de la línea hagiográfica ni de los tintes
misóginos marcados por sus predecesores. Por ejemplo, el comentario que hace
Rahner cuando habla de María Frassoni, fundadora del colegio jesuita de
Ferrara, habiendo entregado para ello 70.000 escudos, es solo una muestra de su
ferviente defensa de Ignacio ante cualquier disensión de este con sus
benefactoras: «Pero a medida que [María Frassoni] avanzaba en edad, ella no era
fácil de soportar y se vio sometida a una enfermedad con la cual el paciente
Ignacio tuvo que luchar también en otros casos: el humor cambiante de las
fundadoras» 4 . Es evidente que sin las donaciones periódicas y altruistas de
personas ajenas a la Compañía a partir de 1540, los colegios jesuíticos nunca
hubieran visto la luz, debido a los votos de pobreza hechos por los miembros de
la congregación. Sin embargo, según Rahner, pesaban más las «molestias»
ocasionadas a Ignacio por las numerosas mujeres mecenas y fundadoras de
colegios de la Compañía de Jesús en diferentes ciudades, que la contribución de
estas a la consolidación y expansión de la congregación, y eso sin tener en
cuenta que, en el caso de María Frassoni, esta había sido despojada por el propio
Ignacio del mérito de fundadora para otorgárselo a su marido el duque Hércules
II de Este, que, si del dinero aportado se tratara, había donado tan solo 1.000
escudos 5 .
A ese aparente descuido de los historiadores jesuitas se añade la opacidad con
que se ha rodeado la infancia y la juventud de Ignacio, de lo que se ha derivado
una escasa atención a las mujeres más próximas a él en esos años fundamentales
de su vida. Y esto lleva a preguntarnos por qué el propio Ignacio no rememoró
nunca a su madre, o a su nodriza, a quien tampoco dedicó el más mínimo
recuerdo en vida (como sí lo hicieron otros personajes de la época con sus
respectivas amas de cría, incluido uno de sus hermanos). Asimismo, Ignacio si
bien hizo mención de la que se ha considerado el amor de su juventud, solo
conocida como la «dama de sus pensamientos», nunca habló de su hija, o hijos,
cuyo rastro acabó perdiéndose en el siglo pasado, quizá definitivamente, en el
único lugar donde un historiador jesuita supo de su existencia: el Archivio
Romano dei Gesuiti.
Por activa, Ignacio negó públicamente a las mujeres humildes —frente a las
de alta cuna— cuando aconsejó a los jesuitas de la incipiente Compañía de Jesús
que no se acercasen a ellas porque las consideraba tentadoras y malignas. Pero
además se enfrentó a Isabel Roser, una de sus más generosas e incondicionales
benefactoras barcelonesas, no solo negándole el privilegio de la inclusión en la
Compañía, sino también al reclamarle los gastos de manutención ocasionados
por ella y sus otras dos compañeras en Roma, olvidándose de las generosas
cantidades de dinero recibidas. Sin embargo, aunque en el borrador de las
Constituciones de la Compañía, de 1541, quedó claro que en aquella nueva
congregación nunca tendrían cabida las mujeres, Ignacio sí aceptó
posteriormente a la princesa Juana de Austria como jesuita. Lo hizo, no obstante,
en secreto por la estrecha amistad que la unía a Francisco de Borja —su confesor
y director espiritual—, y por otros motivos más obvios: era hija del emperador
Carlos V e Isabel de Portugal.
Esa actitud de Ignacio hacia las mujeres a medida que se fue consolidando la
Compañía de Jesús, aunque se adaptaba a los patrones misóginos de la época,
contrasta con una postura diferente de algunos de sus contemporáneos. El
maestro predicador Juan de Ávila, a pesar de que era admirado por Ignacio por
su ascetismo sincero y muy afín a los jesuitas —muchos de sus discípulos
entraron en la Compañía de Jesús—, se mostró reacio a formar parte de las filas
ignacianas, entre otros motivos, porque las Constituciones de la nueva
congregación prohibían la entrada a las mujeres. Así lo manifestaba el avilista y
jesuita Antonio de Córdoba —hijo de la marquesa de Priego— en una carta
dirigida en noviembre de 1555 a Ignacio:
Al Maestro de Ávila escribí que [yo] deseaba [que] muriese con el hábito de la Compañía, y que
entendía que otros deseaban esto. Respondióme que no estaba lejos de admitir la merced que la
Compañía le quería hacer, de dignarse recibirlo, y que con poca más ayuda que le hiciesen, se
acabaría su indignidad, que lo estorbaba. Pedíle que me dijese qué es la ayuda que a todos nos haría
alcanzar lo que pretendíamos del divino servicio. No me ha respondido, pero pienso que es hallar
conformidad con los que por allá hubiese. No sé si la hallará tanto con el Padre Bustamante como
con otros, porque ha miedo a su prudencia. Y aunque tiene razón, pienso que en pocas cosas dejará
de sentir lo que Vuestro Padre en las Constituciones; y en una sola, del no admitir mujeres, le he
hallado diferente sentir siempre 6 .

Obviar esos parámetros en la biografía ignaciana ha supuesto dejar de lado


toda una serie de circunstancias sin las cuales no se puede comprender en su
totalidad ni la complejidad que encierra el personaje ni lo que representó para la
sociedad de la época. Pero, sobre todo, ha mantenido en la penumbra el alto
grado de implicación de algunas de las mujeres que convergieron con Ignacio en
el camino de búsqueda de una nueva forma de entender la religión católica, las
cuales incluso asumieron el destino de este como propio, compartiendo con él
tanto sus triunfos como sus fracasos en los momentos más inciertos e incluso
peligrosos de la vida del futuro santo. Así, cabe preguntarse quiénes fueron estas
mujeres y cómo vivieron su experiencia al lado de Ignacio de Loyola, y
viceversa, aunque no resulte fácil a la luz de las fuentes documentales que se han
conservado o han sido difundidas.
Al adentrarnos en las vidas de estas mujeres y en las relaciones, a veces muy
íntimas, que establecieron con Ignacio, se abren nuevas incógnitas que
cuestionan afirmaciones asentadas como verdades. Por ejemplo, los probables
antecedentes judíos de algunas de ellas, unidos a ciertas actitudes, comentarios y
comportamientos de Ignacio, abonan la idea de que este no era en absoluto ajeno
a las sensibilidades judaicas en una época en que las nuevas corrientes de
espiritualidad estaban siendo lideradas en buena parte precisamente por personas
de origen judeoconverso. Reivindicar el papel desempeñado por Inés Puyol (de
casada, Inés Pasqual) en la vida de Ignacio a raíz de su íntima relación, primero
en Manresa y luego en Barcelona, supone plantear algunas de las posibles claves
que explicarían buena parte de la trayectoria anterior y posterior de este.
Dada la riqueza de la correspondencia que algunas de estas mujeres
mantuvieron con Ignacio, y la luz que arroja sobre esa relación recíproca en la
que se mezclan la amistad, la guía espiritual, las solicitudes de favores, las
gestiones económicas, los consejos personales, las gestiones de las fundaciones
de colegios jesuitas, etc., valía la pena recoger aquí, por su enorme interés, los
textos íntegros de gran parte de esas cartas, que se hallan dispersas en los
numerosos volúmenes de la Monumenta Ignatiana, incluidos dentro de la
Monumenta Historica Societatis Iesu (MHSI) 7 .
A pesar de la ingente cantidad de documentos publicados que generaron los
primeros miembros de la Compañía de Jesús, no puede obviarse, sin embargo, la
dificultad de seguir los pasos del «verdadero» Ignacio y de las mujeres que
mantuvieron con él unas relaciones más o menos cercanas, en parte debido a
unas biografías ignacianas trufadas de providencialismo que empezaron a gestar
los propios compañeros del futuro santo.

LA CONSTRUCCIÓN JESUÍTICA DE LAS BIOGRAFÍAS DE IGNACIO

En 1584, el jesuita Aquaviva manifestó su desacuerdo con que se publicase la


mal llamada Autobiografía de Ignacio de Loyola, escrita por su compañero Luis
González de Cámara (o Luís Gonçalves da Câmara, su verdadero nombre en
portugués) a partir de diversas conversaciones mantenidas con el propio Ignacio
para ese fin, porque consideraba que «lo que hay allí de comunicable ya está
escrito en el libro del padre Ribadeneira; lo demás no conviene que ande en
manos de todos» 8 .
Respecto a la desaparición de las anotaciones originales que tomó González
de Cámara para escribir la Autobiografía, el historiador jesuita José Ignacio
Tellechea ya expresó su sorpresa:
Increíble, por no decir sospechosamente, no se conservan los papeles originales de Cámara,
aunque sí muchas copias y la versión latina muy temprana del texto destinado a manos de la ya
internacional Compañía. ¿Cómo explicar la desaparición de semejante reliquia, tan codiciada y tan
laboriosamente alcanzada? En el texto actual se liquidan en dos líneas las «travesuras de mancebo»,
tan clara, distinta y circunstancialmente contadas por Ignacio. Nos consta que las refirió. ¿Las puso
por escrito Cámara? ¿Fue respetuoso con la sinceridad del hombre o le venció el respeto al santo?
En cualquier caso es lamentablemente sobrio en el inicio del relato que actualmente poseemos, cuya
primera copia es la llamada de Nadal, hombre excesivamente empeñado en teologizar sobre los
episodios edificantes de Loyola y en convertirlos en espejo de la Compañía recién nacida. Con ello
perdemos contacto con el hombre Ignacio, más proclive a contar sus flaquezas que sus carismas.
Cámara volvió sobre su obra, completó su sustancioso prólogo, añadió algunas notas 9 .

Y es que, al tiempo que fue borrada por completo la infancia, la adolescencia


y parte de la juventud de Ignacio hasta los 26 años, se ocultaron —como se ha
podido comprobar en documentos hallados— los graves incidentes que le
llevaron a ser detenido y juzgado ante el corregidor en 1515; así como un oscuro
episodio en el que se vio implicado y que provocó reiteradas peticiones de
licencia para llevar armas y escolta, en 1518 y 1519, ante las amenazas de
muerte de un viejo conocido.
De la Autobiografía también se ha dicho que «es esencialmente la historia de
la vida interior de Ignacio; las circunstancias externas de tiempo y de lugar, la
sucesión de acontecimientos, no preocupan al narrador que a menudo, sin previo
aviso, elimina e invierte hechos y circunstancias» 10 . Sin embargo, esto no
desmerece en absoluto su incuestionable valor documental.
El providencialismo fue uno de los argumentos que sirvieron de cebo para
alejar las sospechas de quienes dudaban de la santidad de Ignacio, y quien activó
ese mecanismo hagiográfico fue su compañero jesuita Pedro Ribadeneira, que
desde muy joven lo trató como «padre espiritual» 11 . En su Vida de Ignacio de
Loyola, la primera biografía del santo que fue publicada y que obtuvo un enorme
éxito, Ribadeneira sacó a colación la importancia del biografiado para la historia
de la Iglesia como baluarte contra las ideas de Lutero, algo en lo que Ignacio,
precisamente, nunca se destacó 12 .
La construcción apologética, interesada y ahistórica de Ignacio, que perduró
en el tiempo, solo podía ganar adeptos entre quienes preferían una historia
complaciente frente a una historia desmitificadora. No en vano, la figura de san
Ignacio de Loyola quedó grabada en la memoria de muchos españoles de las
décadas centrales del siglo XX como uno de los símbolos míticos de un Estado
dictatorial que quiso erigirse en guardián de los más altos valores del
catolicismo. Pero no se trataba de un fenómeno nuevo. Como ha señalado el
historiador Ricardo García Cárcel, «desde el siglo XVI hasta el siglo XX
podríamos citar por centenares los testimonios del discurso nacionalcatólico» 13 ,
y es evidente que, en ese discurso, Ignacio de Loyola aparece como figura
destacada.
Lo demostró con rotundidad Marcelino Menéndez Pelayo cuando escribió
aquello de: «España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de
herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio, esa es nuestra
grandeza y nuestra unidad... no tenemos otra. El día en que acabe de perderse,
España volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vectones o de los reyes
de taifas» 14 . Pero la famosa cita de don Marcelino evocaba, a su vez, unos
versos del romance que Lope de Vega dedicó a la supuesta «Vela de armas» que
Ignacio de Loyola habría llevado a cabo en Montserrat: «No se ha de preciar
España / de Pelayo ni del Cid, / sino de Loyola solo / porque a ser su sol
venís» 15 . Estas referencias a Ignacio de Loyola, tan distantes en el tiempo, son
apenas unas muestras del fervor que despertó en algunos intelectuales (también
en Cervantes a la hora de escribir el Quijote, o en Unamuno) saberse
compatriotas de aquel mercenario guipuzcoano que, después de sufrir una herida
de guerra y quedar discapacitado de una pierna, se alejó de su Azpeitia natal,
contribuyó a la fundación de una de las congregaciones religiosas más poderosas
y controvertidas de la historia y, finalmente, acabó siendo elevado a la santidad.
Ni los ataques de los enemigos contemporáneos a Ignacio ni la expulsión de
los jesuitas de diferentes países (por José I de Portugal, en 1759; por Luis XIV
de Francia, en 1764; por Carlos III de España, en 1767), ni la supresión
eclesiástica de la Orden por el papa Clemente XIV (hasta su restitución en 1814
por Pío VII), ni la leyenda negra que persiguió a la Compañía durante siglos 16
consiguieron aplacar esas laudatorias voces.
También tuvieron de aliados, como no podía ser menos, a los hagiógrafos
jesuitas que abordaron la trayectoria vital ignaciana como parte del aparato
publicitario que desde muy temprano había puesto en marcha la Compañía de
Jesús. Esa voluntad de los jesuitas la ha formulado el historiador José Luis
Betrán de forma concluyente: «Ninguna orden ha recurrido tanto a la historia de
sí misma como instrumento publicitario» 17 .
De acuerdo con el esquema biográfico que se impuso, la vida de Ignacio de
Loyola habría pasado por una serie de vicisitudes no siempre aceptables para la
moral católica, aunque redimibles a partir del momento culminante de la
«conversión», cuando decidió iniciar «conscientemente» el camino de la
salvación (y que a menudo se identifica y confunde con el «camino de la
santidad»). Dicho momento supondría el abandono definitivo de una vida
aventurera marcada por el pecado en sus más variadas formas 18 .
Por tanto, habría un antes y un después en la vida de Ignacio. Un «antes», en
su vertiente pública, díscolo y aventurero, violento y heroico, y, en su vertiente
privada y sexual, impuro según el canon católico; y un «después» reflexivo y de
búsqueda progresiva de un estadio de paz interior y de santidad. La alternativa a
este esquema pasaba, únicamente, por especular acerca de la edad a la que se
suponía que se había producido la gran transformación en la vida de Ignacio,
que, según la mayoría de sus hagiógrafos, giraría en torno a los 26 años 19 .
Pero ni siquiera los primeros biógrafos-compañeros del santo pudieron salvar
la complejidad que implicaba manejar una gran cantidad de datos biográficos y,
al mismo tiempo, hacerlos encajar ordenadamente sin que quedaran cabos
sueltos. Esos flecos, aunque plantean no pocas dudas acerca de la trayectoria
vital ignaciana tal como nos la trasladaron, se convierten en verdaderas fisuras
por las que se vislumbra una nueva imagen, menos nítida pero más humana, de
Ignacio de Loyola.
En ese sentido, hay razones para pensar que Ignacio, antes de iniciar su
supuesto camino de perfección, siguió derroteros inciertos durante mucho
tiempo. Avala estas sospechas el hecho de que cuando abandonó Azpeitia poseía
ya unas creencias heterodoxas, consideradas peligrosas por la Iglesia, y por las
que poco tiempo después tuvo que enfrentarse repetidamente a las pesquisas de
la Inquisición en un momento en que empezaban a sonar las alarmas ante las
propuestas erasmistas, «alumbradas», luteranas... Ignacio se vio asaltado por las
dudas en su camino de búsqueda de una nueva religiosidad y por las
«tentaciones de la carne», incluso mientras se hallaba inmerso en una tardía y
tortuosa carrera por obtener la ordenación sacerdotal (lo logró en 1537, con 46
años). Asimismo, quedó sumido en los laberintos de la burocracia y las luchas de
poder vaticanas, o entre sus propios seguidores y colaboradores, en el empeño de
extender al máximo la Compañía de Jesús, y, al mismo tiempo, tuvo que bregar
contra los enemigos que le crecían por doquier. Una lectura atenta de su
correspondencia, por ejemplo, pone de manifiesto que algunos de estos aspectos
aparecen, casi siempre maquillados, en las primeras biografías del santo que
llevan el nihil obstat de la Compañía. Pero son utilizados para elogiar más, si
cabe, las capacidades de Ignacio a la hora de superar las dificultades que le
ponen quienes, en ese momento, todavía no reconocen la elevada misión de
santidad a la que, supuestamente, estaba predestinado 20 .

Ocultaciones y desapariciones de documentos

A ese empeño hagiográfico se unen la ocultación y desaparición de


documentos clave, que también han ralentizado los intentos de abrir nuevos
caminos en la investigación sobre la biografía de Ignacio de Loyola. Pero
incluso la importante documentación que algunos historiadores han ido
encontrando de manera casi siempre fortuita, ha sido incorporada al modelo
preestablecido, mientras que las obras que han pretendido abordar desde otros
ángulos la figura de Ignacio apenas han logrado apartarse de la idea justificadora
de su santidad 21 .
En ese sentido, la rumorología jesuítica acerca de la probable paternidad de
Ignacio de Loyola, muchas veces soterrada, puede concretarse en un puñado de
datos inconexos. En los años cincuenta del siglo pasado, al parecer, Albert
Valensin, un destacado teólogo y traductor jesuita, afirmó, en conversaciones
privadas con el teólogo Jean Guitton, amigo de cardenales y papas, que Ignacio
de Loyola había tenido uno o varios hijos naturales. Sin embargo, esa
constatación no se puso por escrito hasta mediados de los años setenta 22 . ¿En
qué se basaba Valensin? Quizá la respuesta se halle en un documento
actualmente desaparecido, del cual hacía mención el historiador Romeo de Maio,
en 1991, con motivo del quinientos aniversario del nacimiento de Ignacio de
Loyola: «El mito [misógino de Ignacio] se hizo tan persistente en la Compañía
que incluso un lector asiduo de las cartas y de la Autobiografía, como parece
Hugo Rahner en su famoso ensayo Ignace de Loyola et les femmes de son temps,
no supo liberarse de la tendencia edificante: no señaló nunca que el documento
sobre una hija de Ignacio, leído por él en el Archivio Romano dei Gesuiti, había
sido robado» 23 . La noticia tuvo tal repercusión que mereció un comentario en
The New York Times 24 .
Abundando en esa tradición, en 1999, un famoso biógrafo de Ignacio, el
historiador jesuita Luis Fernández Martín, casi nonagenario, le contó a José
Martínez de Toda que un franciscano le había comunicado en 1988 —es decir,
once años antes— que en el testamento de la hija del segundo duque de Nájera, a
cuyo servicio estuvo Ignacio, se mencionaba a una tal «María de Loyola». Aquel
nombre hizo pensar a Fernández Martín que podía tratarse de una hija natural de
Ignacio, pero, al parecer, no difundió su hipótesis porque pensó que no disponía
de suficientes pruebas que la corroborasen. Aun así, aquella noticia cobró fuerza
y pasó a formar parte importante de la trama de dos novelas 25 .
El propio Antonio Astrain, que abordó a principios del siglo XX su
voluminosa historia de la Compañía de Jesús con ánimo moderadamente crítico
—y con una enriquecedora batería de datos nuevos de la Orden—, incluso llegó
a decir que «algo se traslució en la primitiva Compañía acerca de los primeros
años de su fundador; pero no se quiso penetrar el misterio. Digo más: se procuró
guardar prudente silencio sobre este particular» 26 .
Pero, en lo que respecta a las mujeres, esa ausencia se hace aún más evidente.
Son muy escasas las referencias al círculo integrado básicamente por mujeres del
que Ignacio se rodeó estrechamente en Manresa, o a su precipitado abandono de
la ciudad debido a las habladurías que lo relacionaban con prácticas religiosas
poco ortodoxas y que lo acusaban de mantener excesiva amistad con una de sus
principales benefactoras: Inés Puyol-Pasqual. Pero es que, si seguimos al pie de
la letra lo que el biógrafo González de Cámara cuenta, poco importarían esos
«detalles», dado que para entonces Ignacio habría emprendido el camino
definitivo hacia la santidad. La Compañía de Jesús obtenía así, con carácter
retroactivo, su propia legitimación 27 .
Después del Concilio de Trento (1545-1563), la Iglesia católica tenía prisa
por ofrecer nuevos modelos de santidad que causaran un impacto inmediato en
una sociedad confusa y desencantada con las escisiones religiosas, y que paliaran
el incumplimiento generalizado de las prescripciones católicas en materia de
sexualidad y moral por parte de los mediadores de Dios en la Tierra, ya fueran
párrocos, clérigos, monjas, obispos, papas 28 ... Aun así, los reunidos en Trento,
para acallar una de las principales acusaciones de los protestantes —luteranos y
calvinistas— que negaban los milagros ocurridos después de los tiempos
bíblicos, pusieron especial cuidado en dejar bien sentado cuál debía ser el
procedimiento a partir de entonces: comprobar con mayor esmero la credibilidad
de los testigos de los procesos de canonización. No obstante, en el caso de
Ignacio —beatificado de forma meteórica en 1609, es decir, cincuenta y tres
años después de su muerte, y canonizado en 1622—, de poco sirvió aquella
consigna tridentina, ya que, según sus primeros biógrafos, si por algo se
caracterizó fue por sus escasos milagros reconocidos como tales. Por ejemplo, en
el libro V de la Vida de san Ignacio de Ribadeneira, este explicitaba que el santo
jesuita había sido poco o nada milagrero, y dedicaba más de diez páginas a
justificar que los santos, para serlo, no tienen necesariamente por qué haber
realizado milagros. Ese hecho tuvo consecuencias posteriores, ya que los jesuitas
tuvieron que reinventar la manera de interpretar ciertas acciones «milagrosas»
del fundador de la Compañía de Jesús una vez que fue declarado santo, o bien
ocultar esa parte «deshonrosa» de la biografía de Ribadeneira 29 .
Es en las preguntas que han dejado por responder los biógrafos de Ignacio, y
no en las respuestas que han dado, donde encontramos el rastro de la biografía
que está por hacer. Esa biografía debería empezar por revisar la propia cuna de
Ignacio: las respuestas dadas a su nacimiento son tan concluyentes en el fondo
que, habida cuenta de la escasez de documentos utilizados para apoyarlas,
resultan del todo insuficientes e, incluso, susceptibles de manipulación. A falta
de un registro parroquial del bautismo, el único documento que podría haber
certificado la dudosa legitimidad de Ignacio dentro del matrimonio Beltrán-
Marina es el testamento de su padre, sin embargo, desapareció misteriosamente a
finales del siglo XIX, después de haber sido consultado por el jesuita Léonard
Cros 30 . Este historiador —fallecido en Vitoria, en 1913— realizó varias rebuscas
de documentos en archivos de Azpeitia, Tolosa, Madrid, Alcalá, Barcelona,
Valencia... entre 1866 y 1899 31 . Precisamente del paso de Cros por Azpeitia nos
habla Adolphe Coster:
Biógrafo de san Francisco Javier, el padre Léonard J. M. Cros había intentado reunir el mayor
número posible de documentos ignacianos inéditos. Tuvo la oportunidad de explorar o hacer
explorar archivos de todo tipo donde se podía esperar algún descubrimiento. He encontrado el rastro
de su paso en los archivos municipales de Azpeitia. Pero había tenido acceso a depósitos como el
del Archivo de Protocolos de la ciudad que yo no he podido consultar, así como a otros más secretos
que difícilmente le serán abiertos a un profano. Recogió el resultado de sus investigaciones y de sus
descubrimientos en numerosos opúsculos titulados: Documentos ignacianos: familia paterna,
familia materna, país paterno, país materno 32 .

Sabemos por el historiador Pietro Tacchi Venturi que, en 1882, el padre Cros
encontró en el fondo de un armario del ayuntamiento de Azpeitia el llamado
«proceso azpeitiano» de 1515, en el que Ignacio y su hermano Pero (o Pedro)
López aparecen como acusados de haber cometido un crimen, en la noche del
martes de Carnaval, sin que se explicite el delito. Tacchi Venturi añade, acerca
de dicho documento, que «el municipio de Azpeitia lo donó después a los Padres
de Loyola, donde hoy se conserva» 33 . Actualmente sería inconcebible ese
traspaso de documentos, de un archivo público a otro privado, pero hay que
entenderlo en el contexto en que se produjo. Aun así, ese documento procesal no
se dio a conocer hasta 1904, pasados veintidós años, en la Monumenta
Ignaciana. Sin embargo, no corrió la misma suerte el citado testamento del padre
de Ignacio, que sigue desaparecido.
Ese tipo de trasvases de documentos lo sufrió también el historiador José
Adriano Lizarralde, pues cuando se hallaba investigando los orígenes y
desarrollo del convento femenino de franciscanas de Azpeitia se encontró con
que del archivo de la Casa Emparán, a la que pertenecía la fundadora del
beaterio que luego se iba a transformar en comunidad religiosa, «nada o casi
nada pudimos utilizar de él, pues que los fajos de papeles correspondientes a la
primera mitad del siglo XVI [...] habían desaparecido, ignorándose su paradero».
Luego se enteró de que los tenía el jesuita Arregui, que estaba trabajando sobre
ellos acerca del regreso de Ignacio a Azpeitia en 1535, de vuelta de París 34 .
Hay que decir también que Cros fue uno de los grandes conocedores e
investigadores de san Francisco Javier, y publicó Saint François Javier: sa vie et
ses lettres (1900), fruto de sus hallazgos en bibliotecas y archivos portugueses.
Pues bien, al parecer, según Xavier Añoveros, «corrigió por su cuenta numerosas
cartas y llenó lagunas y vacíos inventando frases» 35 .
Buena parte de los documentos que Cros copió o fotografió sobre Ignacio de
Loyola sirvieron de base a Paul Dudon para la redacción de una biografía de
Ignacio de Loyola que, según Miquel Batllori, era «la mejor». Los manuscritos
que redactó Cros quedaron depositados en el Archivo de la Provincia de la
Compañía de Jesús de Toulouse y allí los consultó Pedro Leturia, quien, por
ejemplo, fue el primero en darnos una referencia sorprendente —y hasta diría
que misteriosa, por lo escasa e imprecisa— acerca del nombre de María Garín, el
ama de cría azpeitiana de Ignacio: «El nombre de la nodriza, en fondo Cros» 36 .
Algo es algo, porque ninguno de los historiadores que le precedieron (incluido
Paul Dudon), ni los que le sucedieron, citaron la procedencia de dicho nombre 37 .
Pero ha habido otras desapariciones «inoportunas», como la de un documento
citado en el inventario de los bienes de Martín García de Loyola, donde dice:
«Ítem, una escritura de renunciación de legítima de Íñigo de Loyola» 38 ; mientras
que sí se conservan las renuncias a la «legítima» de sus hermanos Hernando y
Magdalena.
También desapareció, sorprendentemente, después de haber sido guardada
como una reliquia por la familia Puyol-Sagristà-Pasqual, la carta de tres páginas
que Ignacio envió a Inés, su valedora manresana y amiga íntima, donde le
contaba minuciosamente su viaje a Jerusalén. Se trata de un tesoro perdido de
valor incalculable —como reconoce el historiador jesuita Hugo Rahner 39 —,
cuya lectura quizá confirmaría la hipótesis de que la relación que mantuvieron
Ignacio e Inés no fue exclusivamente de amistad piadosa. Buena parte de su
importancia radica en que fue la primera carta de la que se tiene constancia que
habría escrito Ignacio como peregrino a Jerusalén, y el hecho de que hasta
entonces fuera Inés Puyol la persona que más cerca estuvo de él convierte dicha
misiva en un documento extraordinario para conocer cuál era la verdadera deriva
interior y vital del futuro santo, así como el grado de confidencialidad que
mantenía con esta mujer. Fue precisamente el hijo de Inés Puyol quien, en 1582,
dio cuenta del destino de aquella carta y otras reliquias que su familia guardó
durante décadas:
[...] un saco grande y muy áspero que [Ignacio] llevaba de cáñamo siempre [...] el cual guardé yo
como reliquia y como tal la guardo hasta hoy, con un gran Cristo crucificado que llevaba dentro de
los pechos desde el día que se convirtió, de tamaño de un palmo y medio, el cual hoy tengo sin cruz,
por haberla dado por reliquias a Padres de la Compañía. Otras mil cosas tenía suyas, como las
alforjas en que llevaba y recogía las limosnas para los pobres, y cartas de su mano y toda la
peregrinación que hizo desde Roma a la Tierra Santa también de su letra. Pero todo lo he dado con
gusto a los Padres de su santa religión y Compañía; pues no hay mesa, cama, baldosa ni tabla en mi
casa que no sea reliquia suya, pues estuvo tocándolo todo por espacio de seis años, comiendo y
durmiendo dentro de ella siempre 40 .

El hecho de que, por ejemplo, se hayan conservado hasta hoy el colchón en el


que dormía Ignacio en casa de Inés Puyol o un banquillo que usaba en el mismo
aposento, o el citado crucifijo, que sufrió avatares diversos 41 , y sin embargo
haya desaparecido la famosa carta, dice mucho acerca del «cuidado» que
tuvieron los jesuitas con la «salvaguarda» de determinados recuerdos del santo.
Y lo mismo hay que decir acerca de las cartas escritas por mujeres a Ignacio,
cuyos albaceas eran los jesuitas y de las cuales se conserva una ínfima parte,
comparada con el elevado número de cartas que recibió de ellas. Esto contrasta
con el especial esmero que las receptoras de las cartas escritas por el prepósito
de la Compañía pusieron a la hora de conservar la correspondencia de este 42 .
Pero, además, no podemos obviar otro «hurto» acerca de la experiencia de
Ignacio en su periplo a Tierra Santa. Y es que el propio Ribadeneira evitó
deliberadamente copiar el testimonio escrito que dejó Ignacio sobre ese viaje,
como el biógrafo reconocía (Vida, I, 11):
Hallo en un papel escrito de mano de nuestro Bendito Padre Ignacio, que a los 14 del mes de
julio del año de 1523 se hizo a la vela y salió de Venecia... El postrer día del mes de agosto llegó a
Jaffa. Y a los cuatro de septiembre, antes de mediodía le cumplió nuestro Señor su deseo y llegó a
Jerusalén, que de la particularidad con que el mismo Padre escribió todo esto de su mano, se puede
aún sacar su devoción, y la cuenta que llevaba en sus pasos y en las jornadas que hacía.

El historiador jesuita Ricardo García-Villoslada lamentó el descuido, no sin


cierta justificación, con estas palabras: «Lo que a Ribadeneira no le perdonamos
es que no nos copiara íntegra la relación del viaje, siquiera en apéndice: pero
cada edad tiene sus métodos» 43 .
¿Y qué decir de los documentos que recogían las investigaciones que llevó a
cabo el Santo Oficio sobre Ignacio? El historiador Enrique García Hernán señala
el vacío documental existente con respecto a los ocho procesos o indagaciones
inquisitoriales que padeció Ignacio: «El de Alcalá parece estar incompleto
(1526) y faltan los de Salamanca (1527), París (1536), Venecia (1537) y las
acusaciones del de Roma (1538). Curiosamente, Nadal dice en su Apología en
defensa de los Ejercicios que disponía de las actas de los procesos de Alcalá y de
Salamanca, lo cual nos muestra que siguió de cerca las vicisitudes de Ignacio en
España» 44 . ¿Cómo es posible que se perdieran esos procesos después de haber
estado en manos de los más estrechos colaboradores de Ignacio y albaceas de su
legado? En la propia Autobiografía, escrita por González de Cámara, se hacía
referencia a la pregunta que el arzobispo Alonso de Fonseca le hizo a Ignacio
acerca de si guardaba el sábado —con el propósito de indagar en su posible
origen converso—, a lo que este último habría respondido: «En mi tierra no hay
judíos». Sin embargo, en las copias de los extractos de los procesos de Alcalá no
aparece esa información, lo cual da idea de hasta qué punto esos documentos
fueron sometidos ya previamente a una criba y poda.
La publicación, en 1895, de los extractos de los procesos de Alcalá que se
conservan en la Biblioteca Nacional, llevada a cabo por el entonces joven
Manuel Serrano y Sanz, debe ser calificada, como mínimo, de vergonzosa. El
que luego fuera catedrático de la Universidad de Zaragoza y autor de impagables
obras como los Apuntes para una Biblioteca de escritoras españolas, mutiló la
transcripción de dichos documentos antes de ser pasada a la imprenta. Fidel Fita,
posteriormente, los volvió a transcribir y publicar, pero esta vez completos y
acotando lo que Serrano y Sanz había recortado con la tijera de la autocensura.
Al parecer, Serrano y Sanz no quiso relacionar al santo con los alumbrados por
algunas de las cosas que dijo, como la que declaraba una testigo en Alcalá: «[...]
y que ha oído decir al Íñigo y al Calixto que ellos han hecho voto de castidad;
que seguros estaban, aunque durmiesen cualquiera de ellos con una doncella en
una cámara, que estaban seguros que no pecarían; y aun de cualquier
pensamiento malo estaban seguros que non les vencería» 45 .
Con respecto al secretismo que quisieron mantener los primeros jesuitas en
torno a todos los problemas que arrastraban tanto Ignacio como la Compañía en
sus albores, escribía el exjesuita Miguel Mir en 1913:
A estos ocho pleitos de que habla san Ignacio, hay que añadir algunos más. El padre Nadal,
haciendo memoria de estas contradicciones (Epist. Nadal, IV, pág. 706), habla de una levantada en
Venecia en que tuvo que ver el futuro cardenal teatino Pedro Caraffa, más tarde Paulo IV,
contradicción que tal vez sería la mencionada por san Ignacio, u otra distinta; de otra levantada en
Roma, antes de la confirmación de la Compañía por Mudarra, Pascual y Barrera, de la del cardenal
Guidiccioni, de la de un tal Matías, de la de un tal Mercado, de la de la Sorbona, de la de Melchor
Cano y de algunas otras más que, como dice Nadal, se apagaron fácilmente. En todas o casi todas
estas querellas hubo de intervenir la autoridad con llamamiento de testigos, declaraciones de estos,
sentencias, etc.
Todo esto es muy extraño; pero lo es más lo que pasó en la misma Compañía y de puertas
adentro. Allí hubo también causas formadas sobre Francisco Zapata, Isabel Roser, Simón Rodríguez,
Guillermo Postel y otros, con sus testigos, declaraciones, sentencias, etc.
Y a propósito de estas querellas, hallamos un texto del padre Nadal, que tal vez no tenga mucha
importancia, pero que conviene registrar. Dice que algunas de estas querellas «podrán insertarse en
el Chronicon (para que pasen a la historia), y otras en los comentarios secretos». ¿A qué esta
diferencia? 46 .

También se desconoce el paradero del manuscrito autógrafo de los Ejercicios


espirituales, si es que aún existe. Lo que se considera la versión «última» de los
mismos es solo una copia realizada por un amanuense, probablemente portugués
—con lo que ello supone respecto a la introducción de posibles erratas—,
aunque con 32 correcciones o anotaciones de puño y letra de Ignacio. En vida
del santo fueron hechas dos traducciones al latín: una versión literal fechada en
Roma, a 9 de julio de 1541, que quizá realizó el propio Ignacio; y una traducción
libre y más cuidada que hizo el padre Andrés des Freux antes de 1548, porque
ese año le fueron presentadas, por iniciativa de Francisco de Borja, ambas
versiones al papa Pablo III para la aprobación del primer texto definitivo. Los
constantes ataques de que estaba siendo objeto el libro de los Ejercicios
imponían la necesidad de la aprobación pontificia. Esta última versión latina fue
impresa en Roma aquel mismo año de 1548, convirtiéndose así en la primera
edición de los Ejercicios. Se realizó una tirada de 500 ejemplares que costaron
22 ducados y fueron sufragados por el propio Francisco de Borja 47 .
Además de las mencionadas desapariciones u ocultaciones de documentos,
podríamos hablar también de falsificaciones tanto en la documentación como en
algunos episodios de la biografía de Ignacio. Esa falsificación de la historia
habría estado dirigida a identificar lugares o incluso objetos que hubieran tenido
un significado especial en la vida del santo a partir de su canonización, con el fin
de perpetuar su memoria entre los fieles y que sirviera de ejemplo.
Como ya apuntaba el historiador jesuita Antonio Astrain a principios del siglo
XX, es falso el mito de la vidriera rota que actualmente todavía se muestra en la
casa-torre de los Loyola, en la estancia donde supuestamente se curaba Ignacio
de la herida de Pamplona. La rotura del vidrio, según la tradición que permanece
viva, habría sido una señal divina, como muestra de aceptación de la promesa de
Ignacio a la Virgen de renunciar a sus vanidades antiguas 48 .
Asimismo, según Adolphe Coster —cuya opinión comparto— sería falsa la
carta de Ignacio dirigida a los azpeitianos, donde se hacía referencia a todas las
buenas obras que habría realizado el futuro santo en los tres meses que
permaneció en Azpeitia en 1535, un episodio que, dicho sea de paso, está lleno
de incógnitas 49 .
También es dudoso el hecho de que Ignacio velara armas en el monasterio de
Montserrat, lo cual lleva de inmediato a cuestionar el sentido de la lápida
conmemorativa (puesta en 1603) que «recuerda» ese acontecimiento y lo
convierte en uno más de los elementos que la probable falsificación histórica ha
logrado imponer 50 . En Manresa ha quedado uno de los mayores hitos que
rememoran la presencia de Ignacio: la «cueva»; un lugar del que Ignacio nunca
habló, aunque después se le atribuyó la patente de haber sido el sitio donde el
futuro santo escribió los Ejercicios espirituales. Y, sin embargo, la leyenda acabó
por imponerse sobre la duda y fue erigida una basílica en ese lugar considerado
santo, desoyendo a una parte de los testigos del proceso de beatificación, quienes
apuntaron que probablemente fue más un escondrijo para alejarse de las
sospechas de los manresanos por su comportamiento considerado heterodoxo, y
acaso también inmoral, que un lugar de meditación y retito espiritual.

* * *

Más allá del halo hagiográfico y mítico con el que, en parte, han disfrazado a
Ignacio de Loyola sus biógrafos oficiales u oficialistas a lo largo del tiempo,
basta su dimensión humana para erigirlo en una de las piezas clave que mejor
ayudan a comprender el tiempo que le correspondió vivir. Ignacio no fue ni un
teólogo ni un místico, como tampoco dejó una producción literaria sólida, más
allá de algunos escritos fragmentarios, aunque su correspondencia, escrita con
una cuidada caligrafía, comprende varios miles de cartas. Por otro lado, a juzgar
por lo que le costó aprender gramática latina —el primer paso para seguir los
estudios de teología—, fue un pésimo estudiante. Sí puede afirmarse que
compartió con místicos como Teresa de Jesús o Juan de la Cruz una aversión
hacia las abstracciones metafísicas, una psicología práctica y una capacidad para
dirigir conciencias y almas individuales, basándose, como ellos, en su propia
experiencia y en el conocimiento introspectivo de sí mismo 51 .
La compleja y rica trayectoria vital de Ignacio de Loyola nos conduce por las
entrañas de la sociedad, la religiosidad, la política y la cultura de la España de
finales del siglo XV y la primera mitad del siglo XVI desde una perspectiva
verdaderamente singular. Y precisamente por ello, al abordar la vida de Ignacio
resulta ineludible subrayar el modo en que muchas mujeres compartieron con él
éxitos y fracasos desde sus inicios erráticos en la búsqueda de una nueva forma
de entender la religión, o cómo contribuyeron a la creación y consolidación de la
Compañía de Jesús y le dieron su apoyo incondicional, con una fidelidad que
superó incluso las propias expectativas de Ignacio cuando este se negó, a pesar
de los ruegos reiterados de muchas de sus benefactoras, a crear una rama
femenina de la congregación.
En ese sentido, este libro pretende recuperar la memoria y el protagonismo de
aquellas mujeres que estuvieron al lado de Ignacio, las que lo acompañaron
desde que diera sus primeros pasos en tierras guipuzcoanas, cuando era todavía
un niño; las que lo acogieron en sus casas y le proporcionaron la manutención y
afecto en Manresa y Barcelona; las que participaron en los conventículos que
creó en Alcalá y Salamanca y las que le ofrecieron ayuda cuando estaba preso;
las mujeres que le entregaron elevadas cantidades de dinero para que realizara
sus estudios de teología; las mujeres que apoyaron a la Compañía de Jesús en sus
inicios y las que se convirtieron en jesuitas y luego fueron expulsadas de la
congregación, o las que mantuvieron con él una estrecha relación en sus últimos
años de vida. En ese momento, ya le era casi imposible atender el elevado
volumen de peticiones que le llegaban, tanto desde los reinos hispánicos como
desde los estados italianos, de mujeres que deseaban ayudar a la Compañía
erigiéndose en fundadoras de colegios jesuitas o incorporándose a sus filas para
desempeñar una actividad asistencial, educativa y caritativa en instituciones que
dependieran de la congregación pero que ellas pudieran gestionar. Solo escuchó
aquellas voces que, por imperativo jerárquico, no podía desoír, como la de la
princesa Juana de Austria cuando solicitó, y consiguió, entrar a formar parte de
la Compañía de Jesús.
Aun así, el legado de todas aquellas mujeres mecenas, jesuitas y fundadoras
fue duradero en el tiempo. Posteriormente, sus experiencias fueron tenidas en
cuenta para crear nuevos proyectos puramente femeninos y relacionados, entre
otros aspectos, con el patronazgo y la vida en comunidad de forma más
autónoma, con el fin de llevar a cabo acciones asistenciales, educativas y
caritativas y ser parte activa en la sociedad.

1 Su verdadero nombre, Íñigo de Loyola, lo mantuvo en sus cartas en castellano hasta 1543. Sin embargo,
el 16 de diciembre de 1531 aparece, por primera vez, como «Ignatius de Loyola, Pampilonensis»
—«Ignacio», en latín, acompañado del gentilicio «pamplonés»— en el registro de estudiantes del Rectorado
de la Universidad de París. Así es como firmará también en su primera carta latina conocida (2 de diciembre
de 1538), mientras que consta con ese mismo nombre en diversos documentos latinos redactados entre 1534
y 1540. Véase Paul Dudon, Sant Ignace de Loyola, París, 1934, pág. 360, n. 11.

2 La revista Manresa, 66 (1994), dedicó un dosier a «La mujer y la espiritualidad ignaciana», en el que
aparecen dos artículos que, a pesar de su título, no profundizan en esa línea: Santiago Thio, «Ignacio, padre
espiritual de mujeres», págs. 417-436; Rogelio García Mateo, «Mujeres en la vida de Ignacio de Loyola»,
págs. 339-353. Algo distintos son los estudios de los jesuitas James W. Reites, «Ignatius and Ministry with
Women», The Way, suplemento, 74 (verano, 1992), págs. 7-19, y José Martínez de la Escalera, «Mujeres
jesuíticas y mujeres jesuitas», en José Adriano de Freitas Carvalho (ed.), A Companhia de Jesus na
Península Ibérica nos sécs. xvi e xvii: espiritualidade e cultura, 2 vols., Oporto, Centro Inter-Universitário
da História da Espiritualidade da Universidade do Porto, 2005, págs. 369-383. Una revisión más reciente
del tema, desde fuera de la Compañía de Jesús, la realizó Javier Burrieza Sánchez, «La percepción jesuítica
de la mujer (siglos XVI-XVIII)», IH, 25 (2005), páginas 85-116. Un análisis de la participación activa y las
aportaciones de las mujeres en el proyecto jesuítico, desde una perspectiva feminista, es el ya clásico
estudio de la historiadora Olwen Hufton, «Altruism and reciprocity: the early Jesuits and their female
patrons», Renaissance Studies, 15.3 (2001), págs. 321-353.

3 Esta obra de Hugo Rahner fue publicada originariamente en alemán (Friburgo-Baden-Viena, 1955), y
posteriormente traducida al inglés (Nueva York, 1960), al francés (París, 1964) y al italiano (Milán, 1968).

4 Hugo Rahner, Ignace de Loyola: correspondance avec les femmes de son temps, 2 vols., París, Desclée de
Brouwer, 1964, vol. 1, pág. 315.

5 Véanse los comentarios críticos al respecto, de O. Hufton, art. cit., págs. 321-353. Son ya numerosos los
estudios dedicados en parte o totalmente a la activa participación de mujeres en las fundaciones de los
colegios jesuitas hispanos, entre ellos: Evaristo Rivera Vázquez, Galicia y los jesuitas: sus colegios y
enseñanzas en los siglos XVI al XVIII, La Coruña, Fundación Barrié, 1989; Justo García Sánchez, Los
jesuitas en Asturias, Oviedo, Instituto de Estudios Asturianos, 1991; Javier Burrieza Sánchez, «La
recompensa de la eternidad: los fundadores de los colegios de la Compañía de Jesús en el ámbito
vallisoletano», Revista de Historia Moderna: Anales de la Universidad de Alicante, 21 (2003), págs. 29-56,
y del mismo autor, «La fundación de colegios y el mundo femenino», en José Martínez Millán, Henar
Pizarro Llorente y Esther Jiménez Pablo (coords.), Los jesuitas: religión, política y educación (siglos XVI-
XVIII), 3 vols., Madrid, Universidad Pontificia de Comillas, 2012, vol. 1, páginas 443-490; J. J. Lozano
Navarro, «La Compañía de Jesús y la mujer en la Andalucía moderna: las duquesas de Arcos y el Colegio
de Marchena (siglos XVI-XVIII)», en W. Soto Artuñedo (dir.), Los jesuitas en Andalucía, Granada,
Universidad, 2007, págs. 499-512; Cristina García Oviedo, «El patronato consciente de la Compañía de
Jesús: Magdalena de Ulloa y Antonia Dávila, fundadoras de Villagarcía de Campos y Segovia», en Máximo
García Fernández (ed.), Familia, cultura material y formas de poder en la España Moderna, Valladolid,
Universidad-FEHM, 2015, págs. 1071-1081, y de la misma autora, Mecenazgo de la Compañía de Jesús en
Segovia, Segovia, Diputación, 2016.

6 MHSI, Epist. Mixt., V, «Carta de Antonio de Córdoba a Ignacio (Plasencia, 1 de noviembre de 1555»,
pág. 59. Véase el comentario al respecto de Manuel Ruiz Jurado, «San Juan de Ávila y la Compañía de
Jesús», Archivum Historicum Societatis Iesu, 40 (1970), pág. 165 y nota 59. La alusión al padre Bustamante
tiene que ver con las desavenencias de Juan de Ávila con este jesuita, que, además, era el provincial de
Andalucía, lo cual hubiera obligado al insigne Maestro a someterse a su disciplina. Este hecho, junto a las
reticencias con respecto a la presencia de las mujeres en la Compañía, considera el autor del artículo citado
que, en realidad serían «menudencias» y «tan leves dificultades» (ibíd., pág. 166), fácilmente superables,
porque la verdadera causa que impidió a Juan de Ávila convertirse en jesuita fue la prolongada serie de
enfermedades que lo acuciaron desde 1551 hasta 1569, es decir, en los dieciocho últimos años de su vida
(ibíd., págs. 167 y ss.).

7 Al final de este libro, en el apartado dedicado a la bibliografía, se encuentran los títulos completos de los
volúmenes de la Monumenta Historica Societatis Iesu (MHSI) que en las notas solo se citan por sus
abreviaturas.

8 Citado por Antonio Astrain, Historia de la Compañía de Jesús en la asistencia de España, 7 tomos,
Madrid, Imp. Est. Tip. Sucesores de Rivadeneyra, 1902-1925, tomo I, pág. 17.

9 José Ignacio Tellechea Idígoras, Ignacio de Loyola: solo y a pie, Salamanca, Sígueme, 2002, pág. 20.

10 Anselm M. Albareda, Sant Ignasi a Montserrat, ed. de Josep M. Soler i Canals, Barcelona, Publicacions
de l’Abadia de Montserrat, 1990, págs. 96-97.

11 La idea la expone Rafael Lapesa, «La Vida de san Ignacio del P. Ribadeneyra», Revista de Filología
Española, 21 (1934), pág. 36.

12 «El año de mil y cuatrocientos y ochenta y tres nació Martín Lutero en Sajonia, provincia de Alemania,
para ruina y destrucción de los nacidos, y el de mil y quinientos y diecisiete, comenzó a predicar contra las
indulgencias concedidas a los fieles por el romano Pontífice, y el de mil y quinientos y veintiuno se quitó la
máscara, y descubiertamente publicó la guerra contra la Iglesia Católica. Y este mismo año Dios nuestro
Señor quebró la pierna al Padre Ignacio en el castillo de Pamplona, para sanarle, y de soldado desgarrado y
vano hacerle su capitán y caudillo, y defensor de su Iglesia contra Lutero» (Pedro Ribadeneira, Vida de
Ignacio de Loyola, libro II, cap. XVIII).

13 Ricardo García Cárcel, La herencia del pasado: las memorias históricas de España, Barcelona, Galaxia
Gutenberg / Círculo de Lectores, 2011, pág. 519.

14 Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, 3 vols., Madrid, Librería Católica
de San José, 1880-1882, vol. 3, pág. 508.

15 Citado por Pedro Leturia, El gentilhombre Íñigo López de Loyola en su patria y en su siglo, Barcelona,
Labor, 1949 (1.ª ed., 1941), pág. 299.

16 Véase el artículo de Doris Moreno Martínez, «Un cáncer del Estado», en Ricardo García Cárcel
(coord.), «Dossier: Jesuitas. Leyenda negra, leyenda blanca», La Aventura de la Historia, 114 (2008), págs.
70-75.

17 José Luis Betrán, «El bonete y la pluma: la producción impresa de los autores jesuitas españoles durante
los siglos XVI y XVII», en José Luis Betrán (ed.), La Compañía de Jesús y su proyección mediática en el
mundo hispánico durante la Edad Moderna, Madrid, Sílex, 2010, pág. 57. Véanse, también, los diversos
artículos incluidos en el dosier «Realidad social y proyección mediática de la Compañía de Jesús»,
coordinado por Doris Moreno, en Historia Social, 65 (2009), págs. 107-186, donde se aborda desde
distintas perspectivas la construcción de una imagen áurea y triunfalista de la Compañía de Jesús.

18 Así lo expresaba Ribadeneira en su Vida (libro I, cap. II, pág. 4): «Y alumbrados ya sus ojos y
esclarecidos con nuevo conocimiento, y esforzada su voluntad con este favor de Dios, diose prisa y pasó
adelante, ayudándose por una parte de la lección, y por otra de la consideración de las cosas divinas, y
apercibiéndose para las acechanzas y celadas del enemigo. Y trató muy de veras consigo mismo de mudar la
vida, y enderezar la proa de sus pensamientos a otro puerto más cierto y más seguro que hasta allí, y
destejer la tela que había tejido, y desmarañar los embustes y enredos de su vanidad, con particular
aborrecimiento de sus pecados y deseo de satisfacer por ellos...».

19 El jesuita Ricardo García-Villoslada —autor de una de las biografías del santo más difundidas—,
alejándose del oficio de historiador crítico, explicaba el cambio que Ignacio supuestamente experimentó en
su convalecencia de la herida de Pamplona: «Desgarramiento interior y rompimiento con lo antiguo. Salto
definitivo de la vida pecadora y mundana a la vida santa de virtudes heroicas. Mutación de vida que lo
trasformó en otro hombre. Su visión del mundo y la de su existencia personal cambió radicalmente [...]. El
duro corazón de aquel caballero ambicioso y galante se había ido paulatinamente madurando bajo los
toques misteriosos de la gracia divina» (San Ignacio de Loyola: nueva biografía, Madrid, La Editorial
Católica, 1986, pág. 171).

20 Ejemplos de esa mezcla de victimismo y triunfalismo en las biografías de Ignacio los aporta Doris
Moreno Martínez, «Las sombras de la Compañía de Jesús en la España Moderna, siglos XVI-XVII», en
José Luis Betrán (ed.), La Compañía de Jesús y su proyección mediática en el mundo hispánico durante la
Edad Moderna, Madrid, Sílex, 2010, pág. 86. Véase también, de la misma historiadora, «Los jesuitas, la
Inquisición y la frontera espiritual de 1559», Bulletin of Spanish Studies: Hispanic Studies and Researches
on Spain, 92, 5 (2015), págs. 655-675.

21 Por el contrario, el ensayo de Adolphe Coster, «Juan de Anchieta et la famille de Loyola», donde
demostró una gran agudeza a la hora de apuntar ciertas hipótesis acerca de algunos episodios truculentos de
la vida de Ignacio desde un posicionamiento crítico, recibió todo tipo de descalificaciones desde los círculos
jesuitas, casi siempre inmerecidas, aunque es cierto que algunos de los argumentos de Coster carecían de
una base documental sólida, entre otras cosas, por los vetos que encontró a la hora de acceder a los archivos
que custodiaba la Compañía de Jesús. Se trata de un largo ensayo, publicado en francés, en 1930, en un solo
volumen de la Revue Hispanique, que nunca fue traducido al castellano. Véase la dura crítica que le hizo P.
Dudon, op. cit., pág. 30, n. 11.
El más reciente intento de «humanización» de Ignacio se ha producido de la mano del historiador
Enrique García Hernán en su Ignacio de Loyola (Madrid, Taurus, 2013). Sin embargo, su autor, desde un
principio, anuncia que no va a «desvestir al santo», una advertencia que debe tenerse en cuenta, sin que ello
desmerezca el enorme y meritorio esfuerzo realizado para aportar nuevos datos que devuelven a Ignacio al
tiempo en que vivió.

22 Después de mantener varias conversaciones con Valensin, así lo explicaba el teólogo Jean Guitton,
Journal de ma vie, París, Desclée de Brouwer, 1975, págs. 176 y 299. Citado por José Martínez de Toda,
«María Villareal de Loyola, ¿presunta hija de Íñigo de Loyola? (Los Loyola de La Rioja del siglo XVI)»,
Archivum Historicum Societatis Iesu, 150 (junio-diciembre, 2006), págs. 356-357.

23 Romeo de Maio, «Ignazio de Loyola e la donna», en Quintín Aldea (ed.), Ignacio de Loyola en la gran
crisis del siglo XVI (Congreso Internacional de Historia, Madrid, 19-21 de noviembre de 1991), Madrid,
Universidad Complutense; Bilbao, Mensajero; Santander, Sal Terrae, 1993, pág. 283.

24 El artículo llevaba el título genérico de «Religion Notes» y lo firmaba Ari L. Goldman, que concluía
diciendo: «Father Rahner told friends that he had seen a document in the Jesuit archives in Rome explicitly
stating that Ignatius fathered a girl, but that the document had mysteriously disappeared when he returned to
copy it some time later. At the Institute of Jesuit Sources, a research center in Saint Louis, the Rev. John W.
Padberg said he had no evidence that Ignatius had had any offspring, but he added: “It would not be out of
character”» (The New York Times, 24 de agosto de 1991).

25 Una de las novelas es del jesuita Pedro Miguel Lamet, El caballero de las dos banderas (Barcelona,
Martínez Roca, 2000) y la otra, de José Luis Urrutia, Ignacio: los años de la espada (Tafalla, Txalaparta,
2005).

26 Citado por A. Astrain, op. cit., tomo I, pág. 17.

27 Véanse, especialmente, las págs. 57-69 del capítulo de José Luis Betrán, «El bonete y la pluma: la
producción impresa de los autores jesuitas españoles durante los siglos XVI y XVII», en J. L. Betrán (ed.),
op. cit., 2010.

28 Véase al respecto el capítulo «La fábrica de santos», en Rosa M.ª Alabrús y Ricardo García Cárcel,
Teresa de Jesús: la construcción de la santidad femenina, Madrid, Cátedra, 2015, págs. 19-50.

29 Ribadeneira escribió en castellano, en 1567, una primera Vida de san Ignacio, por encargo de Francisco
de Borja, que sería publicada, pero solo en latín, en 1572. El autor tuvo que esperar hasta 1583 para ver
publicada una nueva versión ampliada de la biografía ignaciana, esta vez, en castellano (traducida por
Alonso Gómez). Se considera que fue esa la matriz de posteriores ediciones de la Vida (1586, 1594, 1596 y
1605), en las que, aprovechando el éxito del escritor jesuita, aparecieron también otras obras suyas. Dicho
esto, y dando un salto hacia delante en el tiempo, la edición de las Obras escogidas del Padre Pedro de
Ribadeneira, que se publicó dentro de la colección «Biblioteca de Autores Españoles» hacia mediados del
siglo XIX, fue mutilada por el historiador y canonista Vicente de la Fuente. Este recortó notablemente la
Vida de san Ignacio, que pasó de tener cinco libros a tener cuatro, y justificó así la amputación: «La Vida de
san Ignacio consta de cinco libros. Era muy difícil darle cabida a toda ella en un tomo de la “Biblioteca”,
sin quitarle otras partes no menos interesantes [...]. Pareció, pues, lo mejor no dar sino los cuatro libros de la
Vida de san Ignacio, con los cuales queda completa la biografía, pues el quinto libro lo dio en la edición de
1583 como una especie de apéndice y aparte de la vida; proponiéndole nuevo prólogo, y de letra cursiva, lo
que no había hecho en los otros cuatro». No parece este un argumento demasiado sólido, sobre todo si
tenemos en cuenta que se trata de la obra que catapultó a la fama a Ribadeneira, y tampoco hubiese
supuesto demasiado esfuerzo añadir unas cuantas páginas más a las 113 dedicadas a la Vida, sobre todo
porque a esta le siguen otras 500 páginas dedicadas al resto de su obra. Ciertamente, el libro V no aporta
mucha más información a la compilada en los cuatro anteriores, pero el hecho de que en él se dijera que san
Ignacio no se caracterizó por sus milagros, ayuda a los lectores actuales —y hubiera ayudado también a los
antiguos— a comprender las circunstancias en las que fue escrita y todos los parámetros que Ribadeneira
tuvo en cuenta.
Sobre la reconsideración de la vida de Ignacio por sus hagiógrafos contemporáneos, véase Axelle
Guillausseau, «Los relatos de milagros de Ignacio de Loyola: un ejemplo de la renovación de las prácticas
hagiográficas a finales del siglo XVI y principios del siglo XVII», Criticón, 99 (2007), págs. 5-56.

30 R. García-Villoslada, op. cit., pág. 46.

31 Véase su esbozo biográfico en J.-E. Laborde, Un apôtre de l’Eucharistie: le Père Léonard Cros de la
Compagnie de Jésus, Toulouse, Apostolat de la Prière, 1921.

32 A. Coster, op. cit., pág. 20.

33 Pietro Tacchi Venturi, Storia della Compagnia di Gesù in Italia narrata col sussidio di fonti inedite, 2
vols., Roma, 1922, vol. 2.1, pág. 11, nota 1.

34 José Adriano Lizarralde, Historia del convento de la Purísima Concepción de Azpeitia: contribución a
la historia de la Cantabria franciscana, Santiago, El Eco Franciscano, 1921, págs. XIII-XIV. Véase
también A. Coster, op. cit., págs. 23-24.

35 Xavier Añoveros Trías de Bes, «Breve historia de la bibliografía javeriana», Príncipe de Viana, 224
(2001), pág. 774.

36 P. Leturia, op. cit., pág. 44 nota 92, y pág. 306: «Fondo Cros sobre San Ignacio».

37 Lo mismo sucede cuando aparece en los comentarios críticos de la MHSI, Font. doc., página 170; y
MHSI, Font. narr. I, pág. 21 (se cita aquí al propio Leturia como fuente).

38 MHSI, Font. doc., pág. 606.

39 H. Rahner, op. cit., vol. 1, pág. 280.

40 MHSI, Scripta, II, págs. 92-93.

41 El historiador Ignacio Puig dice al respecto: «Se conservó en la iglesia de Belén, de Barcelona, hasta
que, en tiempo de las revueltas políticas del siglo XIX, fue a parar a Manresa» (San Ignacio de Loyola y
Barcelona, Barcelona, Imp. Revista Ibérica, 1955, pág. 152).

42 Se han conservado ochenta y nueve de las cartas escritas por Ignacio a mujeres, mientras que de las
escritas por estas a Ignacio tan solo se conservan cincuenta, a pesar de que todo indica que superaron con
mucho, en número, a las que en realidad les remitió su receptor.
43 R. García-Villoslada, op. cit., pág. 250.

44 Enrique García Hernán, «El ambiente alumbrado y sus consecuencias en la Compañía de Jesús según
Jerónimo Nadal», Jerónimo Zurita, 85 (2010), pág. 195. Véase, del mismo autor, Ignacio de Loyola, ed.
cit., pág. 165; y Doris Moreno Martínez, «Las almas de la Compañía de Jesús en el siglo XVI: ecos
alumbrados», en Alexandre Coello, Javier Burrieza y Doris Moreno (eds.), Jesuitas e Imperios de Ultramar.
Siglos XVI-XX, Madrid, Sílex, 2012, págs. 201-222.

45 Fidel Fita, «Los tres procesos de san Ignacio de Loyola en Alcalá de Henares: estudio crítico», Boletín
de la Real Academia de la Historia, tomo 33 (1898), pág. 447.

46 Miguel Mir, Historia interna documentada de la Compañía de Jesús, 2 vols., Madrid, Imp. de Jaime
Ratés, 1913, vol. 2, págs. 158-159.

47 Véase el artículo «Ejercicios espirituales de san Ignacio» en la Enciclopedia Católica, 1907/1999


(versión online). Véase también Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, introducción, texto, notas y
vocabulario por Cándido de Dalmases, Maliaño (Cantabria), Sal Terrae, 1985, págs. 18-33.

48 A. Astrain, op. cit., pág. 26, nota 2.

49 A. Coster, op. cit., págs. 243-245.

50 Véase J. Creixell, San Ignacio de Loyola: estudio crítico y documentado de los hechos ignacianos
relacionados con Montserrat, Manresa y Barcelona, Barcelona, Eugenio Subirana, 1922, págs. 77-81.

51 Estas son algunas de las características que son atribuidas a los místicos hispanos por E. Allison Peers,
El misticismo español, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1947, págs. 55-56.
CAPÍTULO PRIMERO

La oscura infancia y juventud de Íñigo de Loyola, y las


mujeres ausentes

Ignacio de Loyola se llevó a la tumba, o al menos esa es la impresión que nos


ha quedado, no solo la casi totalidad de los pormenores de sus orígenes en
Azpeitia, sino también buena parte de las vivencias de su juventud. Es probable
que esos acontecimientos fueran conocidos por algunos de sus más allegados
colaboradores (Luis Gonçalves da Câmara, Pedro de Ribadeneira, Juan de
Polanco, Jerónimo Nadal y Francisco de Borja, entre otros), pero no interesaba
revelarlos en unos tiempos en los que los enemigos acechaban a la espera de
pruebas que alimentasen la animadversión entre sus contemporáneos.
Así pues, Ignacio no hizo ninguna mención evocadora de la madre que —
según han mantenido tradicionalmente historiadores jesuitas— habría muerto
apenas nacer su último vástago; casi no sabemos nada de la relación con su
padre o con sus hermanas y hermanos; de su nodriza lo desconocemos casi todo;
y tampoco trascendieron los recuerdos que pudo haber tenido de sus correrías en
la niñez, de sus amigos o de sus travesuras. ¿Por qué Ignacio no dejó ningún
testimonio acerca de lo que le aconteció en esos primeros años de vida, como
hicieron otros «futuros santos»? La propia Teresa de Ahumada, que nació en
1515, y, por tanto, fue contemporánea de Ignacio —y canonizada al mismo
tiempo que este, en 1622—, dejó por escrito en su Libro de la vida una breve
pero cariñosa semblanza de sus padres, así como la triste situación en la que
quedó la familia al morir su madre, doña Beatriz de Ahumada, con 33 años,
después de haber tenido dos hijas y ocho hijos 52 .
Pero tampoco los tropiezos de juventud de Ignacio tuvieron una difusión
nítida en las primeras biografías del santo. Aunque acaso fue inevitable siquiera
mencionar, sin entrar en detalles, algunas de las vicisitudes por las que pasó, aun
cuando transgredían lo que se entendía entonces por una vida decorosa.
Esas lagunas en la biografía de Ignacio quizá oculten la clave de algunos de
los misterios que están por desentrañar en su posterior trayectoria vital.
Su pertenencia al clan familiar paterno de los Oñaz-Loyola lo llevó a vivir
inmerso en un clima de enfrentamiento y violencia en pro del mantenimiento del
poder y la defensa de sus intereses. Ignacio en su juventud asumió como propios
esos métodos y los puso en práctica en su Azpeitia natal, incluso cuando hubo
que dirimir cuestiones relacionadas con el mundo eclesiástico, tanto masculino
como femenino.
Sus primeros contactos con el ámbito eclesiástico están inevitablemente
unidos a la dependencia económica que los Loyola tenían respecto a los ingresos
que les proporcionaba la iglesia de San Sebastián de Soreasu, en Azpeitia, por
ser sus patronos. Pero, al mismo tiempo, hay que destacar la importancia que en
esa y otras parroquias aledañas tuvieron las llamadas freilas y seroras, que se
encargaban de mantenerlas ordenadas, limpias y proveídas de lo necesario para
los oficios religiosos, o el papel desempeñado por la comunidad de beatas
terciarias franciscanas que fundó un primo de Ignacio en 1496 y que acabaría
desembocando en la fundación del convento femenino de la Purísima
Concepción de Azpeitia. Ignacio fue testigo y participó en la resolución de
algunos de los problemas que se generaron a raíz de las relaciones de los Loyola
con esta comunidad religiosa femenina.
En su paso por Arévalo, Ignacio debió de ser testigo de la marcha del beaterio
de terciarias franciscanas que había reunido María de Guevara (hermana de doña
Marina Sáenz de Licona, la señora de Loyola) para atender a mujeres enfermas y
pobres, y que luego adquirió forma de convento de clausura tras llegar como
fundadora Sancha de Velasco, hermana de María de Velasco, la esposa del
contador mayor a cuyo servicio estuvo Ignacio. Los esposos Velasco fueron
también los principales mecenas de la iglesia de dicho convento. Todo ello
formaba parte de un clima de renovación espiritual y entrega a una vida religiosa
que intentaba ahondar en las raíces del cristianismo, si bien a veces ponía más el
acento en las formas que en el fondo.
Tampoco faltaron en estos primeros años juveniles de Ignacio las relaciones
tumultuosas con mujeres que nada tenían que ver con el ámbito familiar, y no
estuvieron ausentes los amoríos de los que probablemente nacieron uno o varios
hijos.
Asimismo, el tiempo que Ignacio permaneció al servicio del duque de Nájera
sería decisivo para su futuro por varios motivos: fue herido mientras defendía la
fortaleza de Pamplona, y probablemente se relacionó con personas que estaban
cambiando las formas de entender y practicar la religión católica y recibió de
algunas de ellas un inestimable apoyo, siquiera anímico, para afrontar los
acontecimientos que se sucederían tras abandonar definitivamente Azpeitia y,
por tanto, a su familia.

LOS LOYOLA: GENEALOGÍA DE UN HIJO ¿BASTARDO?

La historia de la saga de los Loyola en suelo guipuzcoano arranca más de


doscientos años antes del nacimiento de Íñigo [Ignacio] de Loyola. En ese
tiempo fue poblando el árbol genealógico un variopinto elenco de personajes
que, a medida que iban dando «fama» al apellido, acumulaban propiedades,
acrecentaban derechos y patronazgos y expandían su poder, casi siempre a costa
de la explotación y la barbarie, y con el beneplácito o incluso en contra de la
voluntad de los reyes a los que debían obediencia.
Si nos atenemos a la manera en que era repartido el poder en la familia de la
que era originario Ignacio de Loyola y en otros clanes vecinos, no es exagerado
decir que aquel vástago —al que luego elevarían a la condición de santo—,
último hijo de una larga lista, estaba destinado a ser una estrella de exigua
relevancia, sin brillo propio, no solo con respecto a sus antepasados, sino incluso
entre sus familiares contemporáneos. Y es que la «incómoda» posición —por
varios motivos— de Ignacio pudo ser determinante en el camino que iba a tomar
después en calidad de exguerrero desahuciado por su minusvalía.
El territorio guipuzcoano estaba en época bajomedieval repartido entre los
concejos de las villas y los llamados parientes mayores, integrados por
veinticuatro familias o linajes entre las cuales se hallaban los Loyola. Cada una
de estas familias tenía a la cabeza un Pariente Mayor, es decir, al mayor de los
parientes de la comunidad 53 . La paulatina consolidación del poder de los
parientes mayores en el siglo XIV, frente a la fuerza que iban tomando los
concejos de las villas en cuyos territorios se asentaban los solares de aquellos, se
fue erigiendo sobre la base de la «remembranza de sus atávicas vinculaciones
parentales», como ha señalado el historiador José A. Marín. De esa manera
habrían podido los Oñaz y Loyola legitimar y garantizar su primacía social en un
momento en el que sus privilegios chocaban con los del concejo de Salvatierra
de Iraurgi (Azpeitia) 54 .
Aquella superposición de poderes, el de los concejos y el de los parientes
mayores, generó no pocos conflictos, ya que las leyes de las villas, basadas en
los fueros, no eran respetadas por los caudillos de los solares, a pesar de que
estos se hallaban dentro de los límites jurisdiccionales en los que el alcalde del
concejo detentaba la máxima autoridad en representación del rey 55 .
Tanto los concejos de las villas como los parientes mayores ejercían su
jurisdicción o señorío sobre propiedades e individuos. A cambio, la entrada en
«vecindad», para el caso de las villas, o la entrada en las llamadas «treguas» de
un pariente mayor significaba para el avecindado o atreguado una garantía de
protección de su persona y bienes. Solían ser las gentes del campo las que
buscaban la protección de los parientes mayores —a pesar de que el régimen
señorial significaba un mayor sometimiento—, debido a que en el exterior de las
villas amuralladas la protección ante ataques externos podía llegar a ser nula 56 .
Sin embargo, a veces, los atreguados debían pagar un precio más alto de lo
imaginado.

Los orígenes de la casa y solar de Oñaz y Loyola

Los orígenes de la casa y solar de los Oñaz y Loyola fueron investigados por
primera vez a mediados del siglo XVI con resultados que hoy se consideran
bastante deficientes, a pesar de que se intentó armar un árbol genealógico
coherente y sin fisuras que retrocedía hasta al siglo XII. La desaparición o
inexistencia de documentos que avalasen la pertenencia de determinados
personajes a la familia recortaba el inicio «real» de esos orígenes para situarlo a
finales del siglo XIV, y concretamente en la figura de Beltrán Yáñez (o Ibáñez)
de Loyola y su esposa Ochanda Martínez de Lete (o Leete) 57 .
En la primera mitad del siglo XIV, el linaje de los Loyola habría entroncado
con el de los Oñaz mediante el matrimonio de dos de sus miembros: Juan Pérez
de Oñaz e Inés de Loyola. Aquella unión matrimonial derivaría en unión de
territorios, y a partir de entonces el apellido Oñaz aparece compartiendo solio
con el de los Loyola. Hay que decir que estos acostumbraban añadir al nombre
de pila un patronímico escogido al azar de algún pariente del árbol genealógico
(García, López, Yáñez, etc.) al que luego se le añadía el apellido familiar. Tanto
ese patronímico como el apellido eran dados a los hijos ilegítimos —que los
hubo, y muchos— de los miembros masculinos del clan familiar. Y cabe señalar
también que los parientes mayores recibían la calificación de «hidalgos» porque
la voz «hidalgo» empezó a ser utilizada en el norte peninsular para referirse a
uno o varios integrantes de una comunidad familiar o «linaje». No obstante, a
partir del reinado de Alfonso X, se empleaba para designar a los pobladores
aforados en la Tierra de Gipuzkoa, sobre todo debido a que cada concejo recibió
los privilegios y mercedes regios 58 .
Las uniones conyugales de los Oñaz y Loyola demuestran el blindaje del clan
ante posibles intrusos, porque los matrimonios se suceden entre parientes con
estrechos vínculos de sangre, al menos hasta llegar a los tatarabuelos de Ignacio.
Esto pone de manifiesto el carácter utilitario que, una vez más, adquirían las
mujeres a la hora de establecer alianzas, aunque estas también servían de
comodín cuando quedaba vacante el puesto del primogénito varón en la estricta
línea de sucesión. En realidad, lo que importaba preservar era el solar en sí y la
permanencia en él de las sucesivas generaciones de la familia 59 .
En aquella insigne estirpe de los primeros Oñaz Loyola no faltarían hazañas
guerreras dignas de la más exquisita fantasía y de la exageración de que
gozaban, por ejemplo, las chansons de geste francesas de la época. Una de esas
hazañas fue la que, según cuenta la tradición, protagonizaron dos hermanos
Oñaz Loyola en la batalla de Beotíbar, en 1321, cuando al frente de «800
hombres desbarataron 70.000 hombres navarros y franceses [...] y prendieron a
muchos caballeros de los contrarios, e hubieron gran despojo de bestias e armas
en cantidad de más de cien mil libras». Por aquella descomunal devastación
habrían recibido como premio —junto con sus otros cinco hermanos, también
partícipes activos en la batalla—, de manos de Alfonso XI el Justiciero, una
correa o banda colorada que caracterizaría a este linaje 60 . A pesar de lo
exagerado de la narración, parece probable la participación real de los Oñaz
Loyola en dicha batalla, una de las muchas que libraron navarros y guipuzcoanos
en el siglo XIV.
Apenas tendrán que pasar unas décadas hasta encontrar al Loyola que consiga
para su linaje el más alto poder político y económico, poder que perpetuó con la
edificación de una torre o casa fuerte en el valle de Iraurgi, a orillas del río
Urola 61 , que discurre, de noroeste a norte, entre Azcoitia y Azpeitia, villa a cuya
jurisdicción pertenecía el baluarte. Aquel personaje se llamaba Beltrán Ibáñez (o
Yáñez) de Loyola, del que se desconoce si era el primogénito y heredero de los
citados Juan Pérez de Oñaz e Inés de Loyola, pero fue sin duda su sucesor.
Beltrán se había criado en casa de Diego López de Zúñiga 62 y Juana García de
Leiva, que estaba emparentada con los Loyola, y eso probablemente explicaría
su posterior vinculación con la defensa de determinados asuntos regios 63 .
También se sabe que Beltrán tuvo —al menos— una hija natural llamada María
Bertranda de Loyola, la cual luego formó parte de un beaterio femenino en una
de las ermitas de Azpeitia 64 .
El reconocimiento de hijos naturales era socialmente asumido con
normalidad, sin que ello pusiese en duda la religiosidad de las personas. La
propia Isabel la Católica mostró siempre una actitud benévola hacia los hijos que
nacieron de las relaciones adúlteras de la reina Juana o hacia los hijos ilegítimos
de su propio marido Fernando y los hijos sacrílegos del cardenal Mendoza, entre
otros. Todos ellos recibieron atención y ayuda económica de la reina Isabel
cuando lo necesitaron, y esta tampoco se opuso a la legitimación de algunos
bastardos para asegurar la continuidad de grandes ramas de la nobleza 65 .
La consolidación del poder económico de Beltrán Ibáñez de Loyola emanaba
directamente del rey Juan I de Castilla: una renta de 2.000 maravedíes anuales, a
perpetuidad, para él y sus herederos, otorgada el 15 de marzo de 1377 por los
«muchos y servicios y buenos, que nos habéis hecho [y] nos hacéis de cada
día» 66 .
Aun así, en 1378, Beltrán, como vasallo del rey, sería llamado a comparecer
ante el merino mayor —el oficial regio que desempeñaba diversas funciones:
jurisdiccionales, militares, fiscales...— en la villa de Mondragón para dar cuenta
de las «malfechorías» de que era acusado por los procuradores de las villas y
lugares de la Tierra de Gipuzkoa. Estos sostenían que había hombres que cuando
iban a ser sometidos a la justicia regia apelaban a la protección de Beltrán
Ibáñez, quien les proporcionaba amparo y defensa por ser pobladores
circunvecinos a su solar 67 . Pero Beltrán, años más tarde, en 1389 y 1392, recibía
en contrapartida el encargo de actuar en nombre del rey como comisario para
dirimir los límites de Guipúzcoa y Álava con los reinos de Navarra y Castilla 68 .
Y, finalmente, como culminación de esas dádivas reales, a todo lo anterior se
añadía la cesión, el 28 de abril de 1394, por Enrique III, de la iglesia y
monasterio de San Sebastián de Soreasu de Azpeitia, con todos sus bienes y
derechos. Pero no se trataba de un regalo injustificado.
Los pobladores de Salvatierra de Iraurgi (Azpeitia) se habían negado a
admitir al rector foráneo que pretendía imponer el obispo de Pamplona. La
oposición al obispo y la defensa de ese derecho recibió el apoyo del rey, y quien
destacó en la lucha por conseguirlo fue Beltrán Ibáñez de Loyola. Así lo
manifestaba el monarca castellano en un documento del 24 de junio del mismo
año: «[...] habéis defendido y guardado y defendéis y guardáis el dicho
monasterio e hicisteis y hacéis grandes cosas y misiones por guardar y defender
al derecho y señorío real que a mí pertenece del dicho monasterio...» 69 .
La corona castellana avaló la conducta de los pobladores de Azpeitia por la
política regia que en esa materia se había mantenido hasta entonces, pero
también porque el obispado pamplonés estaba en el reino de Navarra y, por
tanto, podía interpretarse su actitud como contraria a los intereses políticos
castellanos 70 .
Fueron precisamente ese arrimo al poder real y la defensa a ultranza del
patronato de la iglesia y del monasterio de San Sebastián de Soreasu, frente a las
demandas contrarias del obispo de Pamplona, las causas de que Beltrán de
Loyola y Ochanda Martínez de Lete —los tatarabuelos de Ignacio de Loyola—,
junto a otras 38 personas, quedaran excomulgados, y de que arrastrase la familia
pleitos y anatemas durante más de veinte años.
La obtención del patronato del monasterio comportaba un aumento tanto del
poder económico —dado que sus rentas jurisdiccionales serían cobradas por los
Oñaz y Loyola—, como del fortalecimiento de sus redes clientelares, al
apropiarse del derecho a nombrar y remover a los clérigos de la parroquia.
Asimismo, esto concernía también a las ermitas que estaban bajo su patronato,
pues solían ser escogidas como destino habitual de algunas de las hijas tanto
legítimas como ilegítimas del señor del solar o de sus acólitos. Aquellas mujeres,
a cambio del cuidado y la vigilancia de esos lugares sagrados —por lo que eran
llamadas freiras o freilas, sororas o seroras, benitas o benedictas—, recibían una
dote o cantidades anuales considerables. Por entonces gozaban de gran prestigio
en Guipúzcoa porque hasta el siglo XVI solo hubo en la provincia un convento de
monjas: el de las agustinas de San Bartolomé, en la ciudad de San Sebastián, que
había sido fundado antes del siglo XIII 71 .
La lucha de los Oñaz y Loyola por mantener los privilegios y el control de la
iglesia y monasterio de San Sebastián de Soreasu de Azpeitia fue permanente, y
en ella se vería inmiscuido, muy directamente, un joven Ignacio. Las resistencias
con las que toparon fueron varias, desde la del propio concejo de la villa de
Salvatierra de Iraurgi (Azpeitia) —no hay que olvidar que, en 1311, le había sido
entregado a este el patronato de la misma iglesia y monasterio—, pasando por la
del obispado pamplonés, hasta la de algunos miembros de la propia familia
Loyola.
A la muerte de Beltrán en 1405, se distribuyó una parte de la herencia entre
su mujer y sus hijas, pero, como era costumbre, para evitar el debilitamiento del
linaje, dejó la casa-fortaleza de Loyola, así como todas las tierras, patronatos y
sus beneficios a su hijo primogénito Juan Pérez de Loyola. Sin embargo, este
falleció en Castilla, siendo mozo soltero y sin descendencia, prematuramente;
según Gabriel Henao, historiador del siglo XVII, murió «de yerbas, dadas por una
mala hembra» —sin citar las fuentes ni aportar más datos—, cuando todavía
prestaba servicios como caballero en casa de Diego López de Zúñiga, con quien
también había estado su padre, por ser parientes 72 .
A Juan Pérez de Loyola le sucedió su hermana Sancha Ibáñez de Loyola, que
junto con Lope García de Lazcano, con quien se casó en 1413, amplió el
patrimonio familiar y, dos años después, puso fin a las disputas con las
autoridades eclesiásticas (gracias a una bula de Benedicto XIII que, finalmente,
reconocía el patronato de los Oñaz y Loyola sobre la iglesia y monasterio de San
Sebastián de Soreasu).
No debe sorprender la posición privilegiada de esta mujer, ya que el
casamiento de Sancha Ibáñez se realizó en los términos en que fijó —y con
quien determinó— su padre por testamento. Pero, además, Sancha Ibáñez ocupó
el lugar del primogénito fallecido para evitar que el patrimonio familiar fuese
dividido, puesto que su marido entraría en la familia como señor del solar y para
hacerse cargo de la administración de todos los bienes. Se trataba de un enlace
entre iguales, ya que los Lazcano eran otro de los linajes pertenecientes a los
parientes mayores de Guipúzcoa, así como verdaderos señores de la guerra,
centrados en tareas señoriales, como la consolidación de su autoridad en el solar,
la venganza de sangre y la captación de rentas. Y el principal interés residía en
que el nuevo señor del solar asumía las deudas de la casa de Oñaz y Loyola con
la aportación de una sustanciosa dote 73 .
En el testamento de Sancha Ibáñez de Loyola, de 1464, se dice que el
patrimonio de los Oñaz y Loyola en aquel momento estaba compuesto por:
[...] la casa y solar y mayorazgo de Loyola y monasterio de San Sebastián de Soreasu con su
patronazgo y diezmos y ofertas y con todas sus pertenencias y anexo y conexos al dicho mayorazgo
y monasterio, y más los molinos y casas y caserías y seles y manzanales y castañales y nogales y
robledales y montes y tierras y bienes raíces y pastos que este tiempo habíamos en la jurisdicción de
la villa de Salvatierra de Iraurgi 74 .
Sin embargo, los Oñaz y Loyola, ahora con un Lazcano al frente como señor
del solar, mantenían vigentes las fricciones propias de los parientes mayores que
los llevaban tanto a enfrentarse con otros linajes como a unirse para defenderse
de enemigos comunes o para la salvaguarda de sus privilegios, como sucedía
cuando sometían a un clima de violencia a las villas y sus pobladores, que tenían
que soportar pillajes, incendios y todo tipo de atrocidades 75 .
Por ejemplo, para solucionar varios asuntos que venían enfrentando a las
casas de Loyola y Emparán desde generaciones atrás, los respectivos dueños de
ambos solares decidieron establecer, en 1435, una «carta de composición y
treguas». Así fue como Lope García de Lazcano, señor de Loyola, y Martín
Pérez de Emparán, señor del solar de Emparán, acordaron compensarse
mutuamente para contrarrestar los respectivos agravios. Lope García perdonaba
a Martín Pérez los 20.000 maravedíes que este adeudaba, a cambio de que
renunciara a los derechos de uso de unos seles en los montes de Aranaz, que
estaban dentro del solar de Loyola. Asimismo, el señor de Emparán renunciaba a
seguir reivindicando su derecho de patronazgo sobre la iglesia y monasterio de
San Sebastián de Soreasu, y afirmaba que «non habemos derecho alguno de
patronazgo para presentar a la dicha iglesia de San Sebastián vicario ni abad ni
otro clérigo alguno, [...] y si hasta aquí yo o mis parientes hicimos alguna
presentación, la tal conozco ser ninguna, como hecha de personas que derecho
no habían ni han...» 76 . No deja de sorprender esa capacidad pactista de ambos
señores, aunque es perfectamente comprensible, teniendo en cuenta que ambos
solares eran vecinos y que las fricciones, como se dice en el citado documento,
habían sido «peligrosas» y «podrían traer escándalos y males entre nos y grandes
daños en esta villa e aun en toda la provincia de Guipúzcoa», incluso a pesar de
que, por ejemplo, el patronato de la iglesia había sido otorgado por el rey a los
Loyola.
Esas acciones de acoso violentas por parte de los parientes mayores contra
sus enemigos, así como el desprecio de la autoridad de los concejos, fueron
habituales. La presión ejercida era tal que, en 1451, ocho villas —Azcoitia,
Azpeitia, Deva, Motrico, Guetaria, Tolosa, Villafranca y Segura— se unieron en
una Hermandad y, con el apoyo más o menos explícito de Enrique IV de
Castilla, iniciaron una ofensiva contra los parientes mayores y destruyeron o
dañaron considerablemente muchas de sus casas-fortaleza.
Además, dado que los parientes mayores no acataban la justicia de la
Hermandad de Guipúzcoa, o intentaban saltársela, esta estableció en 1453, con la
aprobación del rey, cinco delitos criminales en los que solo los alcaldes de la
Hermandad podían juzgar: robar en un camino o fuera de él; violar a mujeres;
pegar fuego a casas, mieses, viñas, manzanales y otros frutales; talar árboles de
fruto o barquines, y hacer emboscadas 77 . Ese catálogo de acciones violentas da
muestra del carácter que podían llegar a tomar los actos tanto de venganza como
de represalia por parte de los parientes mayores.
La reacción de los parientes mayores no se hizo esperar y el 31 de julio de
1456 publicaron un cartel de desafío dirigido a treinta hidalgos y sus acólitos,
acusándoles de haber intentado destruirlos y retándolos a la guerra. Dicho cartel
decía:
Y os requerimos que os proveáis de vuestras armas y de todas las otras cosas que os convendrán
y cumplirán y menester hubiéredes para vuestra defensa dentro del término de la ley [...]. Pasado el
dicho término y plazo de la ley, protestamos que dondequiera y cuando quiera, y como quiera que
[...] os hallaremos y hallaren [...], os heriremos y mataremos [...] con cualesquiera armas de hierro y
acero [...] derramándoos la sangre de vuestros cuerpos [...] hasta que salgan las ánimas de vuestros
cuerpos 78 .

Entre los cabecillas firmantes del beligerante y atroz cartel se hallaba Juan
Pérez de Loyola, abuelo de Ignacio. Pero el rey Enrique IV, acaso temeroso de
una guerra civil, lanzó el 21 de abril de 1457 una «sentencia contra los
desafiadores», advirtiéndoles que «usando del rigor del derecho, y según las
leyes y establecimiento de mis reinos yo podría mandar y proceder contra
vosotros a pena de muerte e pedimento de bienes, con mácula e lesión e infamia
de vuestras famas y estados e linajes». El rey, no obstante, justificaba su
clemencia al rememorar «algunos servicios que vuestros antepasados hicieron a
los reyes de gloriosa memoria, mis progenitores» para, finalmente, condenarlos
al destierro. La pena para Juan Pérez de Loyola fue una de las más duras: debía
permanecer durante cuatro años en la villa de Jimena de la Frontera (hoy en la
provincia de Cádiz), «guerreando con vuestras personas e con vuestros vasallos e
armas, a vuestra costa, contra los enemigos de la fe católica... Yo el rey» 79 .
Aquella sentencia representaba para los condenados el alejamiento temporal
de sus familias y propiedades y un considerable gasto extra, así como el peligro
de morir en la guerra contra el enemigo musulmán, pero suponía también la
oportunidad de demostrar ante el rey su valía en la batalla y de participar en
razzias que a menudo reportaban ciertos beneficios, ya fuera en oro o en otros
objetos de valor 80 . Sin embargo, a partir de entonces, los parientes mayores
perdieron buena parte de sus privilegios, como el de establecer treguas o juntar a
gentes para llevarlas a peleas entre bandos. Lo que se intentaba evitar quedó
expresado ampliamente en un Seguro Real que otorgó en 1457 el monarca a la
provincia, donde se ordenaba a las gentes:
[...] no hagan ni sigan por ningunos ni algunos solares y parientes mayores de esta dicha provincia ni
de fuera de ella [...] de aquí adelante, en ningún tiempo ni tiempos o partes o lugares, ni por alguna
manera, ningunas guerras ni peleas y bandos, ni asonadas ni levantamientos de gentes, ni asonadas
con armas ni muertes y heridas de hombres, ni enemistades, ni celadas ni apellidos, ni repiques de
campanas ni quemas, ni combates y tomas de villas y lugares ni casas fuertes ni llanas, ni fuerzas de
mujeres y de las haciendas robos ni hurtos ni otros maleficios, ni recudan por ellos en cosa alguna de
armas que ellos o algunos cometan o quieran cometer en esta dicha provincia 81 .

Se trata de todo un manifiesto de rechazo de los abusos que cometieron los


parientes mayores, como el que fue denunciado en 1488 por los habitantes del
valle de Aramayona, en Álava, ante el pesquisidor de la reina Isabel la Católica
contra su señor don Juan Alonso de Múgica, un oñacino como lo era el señor de
Loyola. Aquellos pobladores presentaron veinticinco querellas por haber sido
«forzadas», es decir, violadas, el mismo número de mujeres, tanto viudas como
solteras y casadas, las cuales eran reclamadas a los maridos para pasar la noche
con el señor bajo la amenaza —que sería cumplida sin remisión— de ser
colgados en la fortaleza de Barajoen 82 . Si bien los violadores medievales se
encontraban en todas las capas de la sociedad, el abuso de autoridad por parte
del señor feudal iba a menudo unido a la violencia sexual ejercida contra las
mujeres de sus vasallos. El uso y costumbre del derecho feudal de pernada —
según el cual el señor podía acostarse con la novia en su primera noche de
casada como gesto de vasallaje—, vigente en pleno siglo XIII, parece haberse
diluido a finales del siglo XV, pero la violación con abuso de autoridad
permanecerá vigente y será uno de los principales desencadenantes de algunos
de los levantamientos antiseñoriales en la España bajomedieval: desde la
revuelta de los irmandiños en Galicia (1467-1469) hasta la de los campesinos
remensas en Cataluña 83 .
A pesar de la contundente sentencia del monarca contra el abuelo de Ignacio,
antes de que transcurriese el tiempo exigido para cumplir la pena completa de
exilio, y una vez aplacados los ánimos, Juan Pérez de Loyola y otros desterrados
en 1457, pudieron regresar, por indulgencia real de 20 de julio de 1460, a su
casa, de la que, como castigo, habían sido derribados «lo alto de piedra y las
almenas y troneras» 84 . El abuelo de Ignacio debió de morir hacia 1484, o antes,
porque en una escritura dada en Córdoba a 31 de mayo de ese año, su esposa,
Sancha Pérez de Iraeta, habla de su fallecimiento en Tolosa sin que hubiera
testado 85 .

El abuelo paterno y la rama judía de los Loyola

El abuelo paterno de Ignacio, Juan Pérez de Loyola, había contraído


matrimonio con Sancha Pérez de Iraeta en 1438 pero, como era «tradición» entre
los varones Loyola, tuvo varios hijos ilegítimos. Así consta en el contrato
matrimonial del heredero del mayorazgo, y en un expediente de hidalguía muy
posterior, concretamente, del siglo XVI 86 .
En el contrato matrimonial firmado el 13 de julio de 1467 entre Beltrán
Yáñez (o Ibáñez) y Marina Sáenz (o Sánchez), cuyas cláusulas actúan también
como verdadera acta testamentaria de Juan Pérez de Loyola, figura entre los
herederos de este un hijo ilegítimo (nacido de una relación adúltera). Dicho hijo,
llamado Juan Pérez de Loyola, es tenido por clérigo y su padre le dejará una casa
en la calle de la iglesia de la villa de Azpeitia 87 .
Por otra parte, el expediente de hidalguía hace referencia a Bernardo Vélez de
Loyola y a Felipe Vélez de Loyola, los hijos que Juan Pérez de Loyola tuvo con
una mujer que aparece bajo el nombre de «Doña Hermosa». Varios testigos
octogenarios o incluso nonagenarios que conocieron a la pareja dicen que
nacieron esos hijos «siendo ellos solteros por casar», o «siendo solteros y libres
de matrimonio» o «suelto y suelta», y que vivían entonces en una casa que se
hallaba en la calle Nueva de Vitoria. Aquí estuvo situada la comunidad judía
antes de la expulsión en 1492 —que fue cuando recibió el nombre de «calle
Nueva»— y, por tanto, es posible que Doña Hermosa fuera de condición judía y
que por ello se ocultara su verdadero nombre en el expediente de hidalguía. Pero
hay otro indicador: Bernardo, Diego y Francisco —hijo, nieto y biznieto,
respectivamente, de Doña Hermosa— fueron médicos, profesión ejercida
entonces únicamente por judíos en Vitoria y su comarca, y todo apunta a que eso
sucedió después de la muerte de Sancha Pérez de Iraeta —la esposa legítima de
Juan Pérez de Loyola y abuela de Ignacio—, fallecida hacia 1473 88 .
En cualquier caso, es incuestionable que los hijos legítimos de Juan Pérez de
Loyola y Sancha Pérez de Iraeta, que fueron Beltrán Yáñez (el padre de
Ignacio), María López y Catalina, trataron personalmente con sus hermanastros
de origen judío por parte de madre y los consideraron parientes, es decir, de la
familia 89 .
Debe tenerse en cuenta, asimismo, que incluso las propias leyes hispanas
defendían, para los hijos e hijas naturales, entre otros derechos, el de llevar el
apellido familiar, tal y como alegan los solicitantes en el documento de 1572 que
nos ocupa:
Ítem, que según fuero, uso y costumbre antiguo y general de este reino de Navarra y del reino de
Castilla y de otros reinos de España, los hijos naturales de hombres nobles caballeros o hijosdalgo
solteros nacidos de suelto y suelta han siempre gozado y gozan y acostumbran gozar de la nobleza,
hidalguía, renombre y apellido de sus padres y de sus insignias y armas y de los honores,
preeminencias, franquezas y libertades de los hombres nobles e hijosdalgo como lo gozaron y
usaron sus padres y antepasados 90 .

Pero, además, en la carta de mayorazgo de Martín García de Oñaz (1536) se


dice al respecto:
[...] y en caso que el dicho Beltrán o sus descendientes no tuvieren hijos legítimos de legítimo
matrimonio, ni hermano ni hermanas, ni sobrinos hijos de hermano, ni hermana, ni tíos, ni tías, ni
hijos de ellos, que en tal caso pueda el dicho Beltrán y sus descendientes llamar al dicho mayorazgo
al hijo o hija natural que tuviere con que no sea el tal hijo o hija natural tocado de las máculas o
alguna de ellas, de que esta escritura hace mención, para con los legítimos que hubieren de heredar
este dicho mayorazgo 91 .

Por tanto, si damos por válido el origen judío de la, hasta hace poco, secreta
—y, sin embargo, real— compañera de Juan Pérez de Loyola, cabría preguntarse
si Ignacio de Loyola no mintió deliberadamente, y a sabiendas de ese parentesco
con la progenie ilegítima y judía de su abuelo, cuando respondió al provisor
encargado de llevar a cabo una de las pesquisas iniciadas en Alcalá contra él, en
1527, que no había judíos en su tierra 92 .
Sin embargo, hay que añadir otros datos significativos que confirmarían las
«simpatías» de Ignacio tanto hacia los judíos como hacia los conversos. Según
dejó escrito Pedro de Ribadeneira, Ignacio afirmó en diferentes circunstancias
que hubiera deseado «venir de linaje de judíos»:
Un día que estábamos comiendo delante de muchos, a cierto propósito, hablando de sí, dijo que
tuviera por gracia especial de Nuestro Señor venir de linaje de judíos; y añadió la causa, diciendo:
«¡Cómo! ¡Poder ser el hombre pariente de Cristo Nuestro Señor, secundum carnem, y de Nuestra
Señora la gloriosa Virgen María!». Las cuales palabras dijo con tal semblante y con tanto
sentimiento, que se le saltaron las lágrimas, y fue cosa que se le notó mucho.
Al parecer, siempre que se le presentaba la oportunidad de intentar persuadir
a sus interlocutores de que no había nada de malo en ser judío, no la dejaba
escapar. En consonancia con ese criterio, Ignacio admitió desde el principio a
personas de origen converso en la Compañía de Jesús, como Diego Laínez,
Nicolás de Bobadilla, Jerónimo Nadal y Juan de Polanco 93 , y también, entre
1552 y 1554, a dos discípulos de Juan de Ávila: Gaspar Loarte, catedrático de
teología de la Universidad de Baeza, en Andalucía, y Luis de Santander,
licenciado ecijano; así como a Alfonso de Pisa, médico toledano y catedrático de
matemáticas 94 . Aunque, para evitar conflictos, dejó la puerta abierta a que
algunos provinciales utilizasen su propio criterio a la hora de excluir a los
cristianos nuevos de la familia jesuítica, no sin advertirles que mirasen de no
dejar fuera a personas de valía 95 .
Posteriormente, la aversión hacia los conversos creció en el seno de la
Compañía, en cuya línea se había posicionado repetidamente, entre otros, el
padre Antonio de Araoz. Lejos quedaban aquellos tiempos en los que Ignacio
sentenciaba: «Y advierta V. R. [Diego Mirón, provincial de Portugal] que el ser
de linaje de cristianos nuevos no es impedimento que excluya de la Compañía,
aunque hace abrir los ojos más para recibir los tales con pruebas
suficientes...» 96 .

La madre de Ignacio

Uno de los aspectos que más sorprende de las biografías ignacianas es la


escasa información que se tiene de Marina Sáenz (o Sánchez) de Licona, que
tradicionalmente ha sido considerada la madre de Ignacio.
Del origen familiar de doña Marina se sabe que era hija del doctor Martín
García de Licona, conocido como «el Doctor Ondárroa» por el nombre de su
villa de nacimiento en Vizcaya. Este había sido auditor de la Chancillería de
Valladolid y consejero de los Reyes Católicos, y, en 1459, había comprado el
señorío y mayorazgo azcoitianos de Balda, lo cual lo convirtió, por pleno
derecho, en uno de los integrantes de los parientes mayores de Guipúzcoa.
En 1484, Beltrán de Oñaz, señor del solar de Loyola, había intervenido como
mediador entre el señor de Balda (por entonces, Juan García de Licona) y el
señor de Bizkargi. La causa de la disputa partía de 1480, con el enfrentamiento
del concejo de Azcoitia con los Balda por la iglesia de Santa María de Balda.
Estas desavenencias tuvieron como resultado trágico el asesinato de un Bizkargi
a manos de una serie de parientes del solar de Balda 97 .
Doña Marina Sáenz y Beltrán Yáñez firmaron contrato matrimonial en 1467.
Algunos historiadores suponen —sin base documental alguna— que doña
Marina podía tener en ese momento 20 años, por lo que habría nacido hacia
1447. Por otra parte, murió en fecha desconocida, pero, en cualquier caso, sí se
puede afirmar que falleció antes del 6 de mayo de 1508, porque para entonces su
hijo Martín García habla de ella como difunta 98 .
La única prueba que han utilizado hagiógrafos e historiadores para atribuir a
Marina Sáenz la maternidad de Ignacio es que era la esposa de Beltrán Yáñez,
porque no existe ni registro parroquial ni documento fiable de ninguna otra clase
que lo confirme. Sin embargo, ese dato ha venido siendo repetido en todas las
biografías de Ignacio, desde que los primeros jesuitas lo pusieran por escrito, sin
que nadie lo haya cuestionado explícitamente.
En la biografía escrita por el jesuita portugués Luis Gonçalves da Câmara (en
adelante, Luis González de Cámara) —conocida bajo el título de Autobiografía
de san Ignacio de Loyola porque, según decía su autor, fue fruto de la narración
a viva voz del propio Ignacio de Loyola— ni siquiera se nombra a los padres,
toda vez que la vida de Ignacio empieza a ser contada a partir de los 26 años. El
porqué de ese silencio en este texto es otra de las incógnitas que se añaden a las
muchas que quedan por responder acerca de la trayectoria vital ignaciana. Uno
de los argumentos que se esgrimen es que la primera parte de esa narración, una
vez escrita, fue descartada porque su contenido podía no ser todo lo edificante
que se pretendía, especialmente en lo relativo a las correrías de juventud de
Ignacio 99 . Pero, si así fuera, ¿qué interés había en omitir también sus orígenes y
su infancia?
El jesuita Pedro de Ribadeneira (1526-1611), que desde muy joven trató
estrechamente a Ignacio, iniciaba su hagiografía Vida de Ignacio de Loyola con
estas palabras:
Íñigo de Loyola, fundador y padre de la Compañía de Jesús, nació de noble linaje [...]. Fue su
padre Beltrán Yáñez de Oñaz y Loyola, señor de la casa y solar de Loyola, y del solar de Oñaz, que
están ambos en el término de Azpeitia, y cabeza de su ilustre y antigua familia. Su madre se llamó
doña María Sáez de Balda, hija de los señores de la casa y solar de Balda, que está en el término de
la villa de Azcoitia, matrona igual en sangre y virtud a su marido [...]. Tuvieron estos caballeros
cinco hijas y ocho hijos, de los cuales el postrero de todos, como otro David, fue nuestro Íñigo, que
con dichoso y bienaventurado parto salió al mundo para bien de muchos, a quien llamaremos de
aquí en adelante Ignacio, por ser este nombre más común a las otras naciones y en él más conocido
y usado 100 .

Ribadeneira probablemente ni siquiera sabía que de esos trece vástagos que


atribuye a doña Marina y a don Beltrán algunos eran hijos ilegítimos de este. A
pesar de que desde el bisabuelo hasta los propios hermanos de Ignacio, incluido
uno que era clérigo de la parroquia de Azpeitia, los tuvieron. Sin embargo, es
sorprendente que ponga tal acento en el parto de doña Marina —aunque sin
citarla por su nombre—, calificándolo de «dichoso y bienaventurado», y, en
cambio, pase por alto la infancia de Ignacio o cualquier otra mención del padre o
la madre. ¿Quería el historiador jesuita desterrar cualquier duda acerca de que
había sido doña Marina la madre de Ignacio?
El número exacto de hijos que tuvo doña Marina Sáenz de Licona con don
Beltrán Yáñez de Oñaz y Loyola es incierto debido a la falta de registros de los
nacimientos, a la confusión de las fuentes directas y al escaso interés que han
tenido los historiadores jesuitas en dilucidarlo, especialmente porque entre tanta
prole probablemente se cuentan más hijos ilegítimos de los que han sido
«oficialmente» reconocidos como tales.
Actualmente, de los trece hijos que citan las fuentes históricas, se acepta la
cifra de entre tres y cuatro vástagos ilegítimos (dos hijos y una hija; o dos hijos y
dos hijas, dependiendo de los autores). Quizá hubiese resultado esclarecedor el
testamento de don Beltrán, porque en esos documentos solían aparecer citados
los hijos naturales y los ilegítimos como tales. Avala esta hipótesis el testimonio
de una persona que conoció a don Beltrán y estuvo presente cuando este «apartó
sus porciones y legítimas partes a los otros sus hijos, a cada uno en cierta
cantidad [...] y asimismo al tiempo que hizo y ordenó el dicho su testamento y
última voluntad» 101 . Pero, por desgracia, este testamento desapareció
misteriosamente 102 . ¿Desaparición casual? Sea cual sea el motivo de esa
«ausencia», no debe caer en el olvido, porque quizá algún día aparezca este
documento y podamos desvelar si guarda o no algún secreto.
Esta circunstancia obliga incluso a preguntarse quién fue el verdadero
primogénito de don Beltrán y doña Marina. Tradicionalmente, historiadores
como Ricardo García-Villoslada sostienen que lo era Juan Pérez de Loyola
(fallecido en Nápoles en 1496), porque en su testamento este afirmaba ser «hijo
legítimo de Beltrán Ybanes de Loyola», pero sin nombrar a su madre. Por otra
parte, en las escrituras de fundación del mayorazgo de Loyola, dadas por la reina
Juana de Castilla y Carlos I, consta explícitamente que el «hijo mayor legítimo»
de don Beltrán y doña Marina es Martín García de Oñaz. Así lo corroboraban en
el mismo documento tanto el propio Martín García cuando decía: «[...J yo soy
fijo legítimo y heredero universal de la casa y solar de Loyola y de toda la
hacienda y bienes raíces...», como un testigo cuando declaraba: «[...] que sabe
que el dicho Martín García es mayor de todos los otros hijos que fueron de los
dichos Beltrán Yvañes y doña Marina Sanches su mujer, difuntos, y que lo sabe
porque conoce a todos los otros hijos, hermanos del dicho Martín García y se le
acuerda de sus nacimientos». Pero, además, Juan Martínez de Egurça, escribano
de Azpeitia, ratificaba lo mismo: «[...] que este testigo tiene al dicho Martín
García por Mayor que a los otros hijos que fincaron del dicho Beltrán e doña
Marina Sanches su mujer, y ello es cierto porque este confesante conoce a todos
los otros hijos, hermanos del dicho Martín García e aun se acuerda del
nacimiento de algunos de ellos» 103 .
A la vista de estos datos cabría, como mínimo, poner en duda las
afirmaciones categóricas acerca de la primogenitura entre los hermanos de
Ignacio. Pero si Martín García era considerado el primogénito por sus
contemporáneos y con derecho a instituir el mayorazgo, quizá Juan Pérez de
Loyola era hijo de una relación de don Beltrán fuera del matrimonio. Por otra
parte, los hijos ilegítimos solo podían heredar el mayorazgo si no había
herederos ni siquiera en los grados de parentesco menos próximos al propietario.
Así consta en las escrituras del mayorazgo de Loyola, donde se dice que en caso
de que Beltrán o sus descendientes no tuvieren hijos legítimos de legítimo
matrimonio, ni hermanos ni hermanas, ni sobrinos hijos de hermano o hermana,
ni tíos, ni tías, ni hijos de ellos, el propio Beltrán y sus descendientes podían
nombrar heredero de dicho mayorazgo al hijo o hija natural que tuviese.
Por tanto, sabemos que don Beltrán tuvo varios hijos ilegítimos, pero
desconocemos cuándo —¿antes y/o después del matrimonio?—, cómo —¿por
adulterio y con el consentimiento de otra mujer o por violación en uso de la
autoridad que le confería su situación social?— y con quién —¿alguna mujer, o
varias, de los caseríos próximos? No hemos encontrado en las biografías de
Ignacio mención alguna a esas mujeres anónimas. Conocemos por otras fuentes,
como ya vimos, el nombre de la enigmática compañera del abuelo paterno de
Ignacio —Doña Hermosa—, y sabemos, por ejemplo, que Juan Pérez de Loyola
manda en su testamento, a 27 de junio de 1496, que «den a una mi manceba, que
está cerca de nuestra casa, que se llama María de Recarte 104 , cinco mil
maravedíes de Castilla», y antes cita a otra mujer con la que, al parecer, convive
o ha convivido y podría tratarse de otra de sus concubinas: «Yten, mando que
paguen a maestre Juan de Segura, mi huésped, todo lo que por buena verdad se
fallare que le devo de las despensas mías e de Ysabel» 105 .
Al hilo de estos datos, y aun a falta de un documento que arroje luz sobre la
descendencia legítima e ilegítima de don Beltrán, como hubiera sido su
testamento, cabe preguntarse, con todas las reservas posibles, si doña Marina
Sáenz de Licona fue realmente la madre de Ignacio de Loyola. Por otra parte, da
la impresión de que algunos biógrafos de Ignacio han dejado esta hipótesis en
suspenso, sin decidirse a enunciarla 106 .
Si tomamos 1447 como la fecha de nacimiento de doña Marina Sáenz de
Licona y aceptamos 1491 como fecha de nacimiento de Ignacio —por la que se
inclinan la mayoría de los historiadores, aunque sin pruebas documentales—,
podemos llegar a la conclusión de que doña Marina tendría en el momento del
parto 44 años, una edad que en la época puede considerarse demasiado elevada
para concebir. Por ejemplo, la reina Juana I de Castilla, que había nacido en
1479, tuvo seis hijos entre 1498 y 1507, es decir, entre los 19 y los 28 años.
Hay además un interesantísimo testimonio que, aunque presenta algunos
inconvenientes, es la única fuente de que disponemos hoy por hoy para
aproximarnos a doña Marina. En las informaciones recopiladas en Valencia, en
1606, para promover la beatificación de Ignacio de Loyola, una mujer llamada
Leonor de Oñaz y Loyola, que era natural de la villa de Azpeitia y biznieta de
Martín García de Oñaz (el hermano de Ignacio) realizó esta sorprendente
declaración:
Esta testigo se crió en la misma casa donde nació el dicho Padre Ignacio, que es la casa de
Loyola; que dicho Padre Ignacio era hermano de Martín García de Onyas y de Loyola, bisabuelo
que fue de esta testigo de parte de madre [...] y en particular se tiene por milagro el haber nacido el
propio Padre Ignacio de madre de tantos años, que parecía imposible por vía natural que pariese; y
así la misma madre no creía que estuviese preñada y se iba escondiendo; y cuando le decían que
parecía que estaba preñada, respondía que no podía ser preñez, sino enfermedad; porque era tan
vieja que no estaba en edad para parir; y el dicho Padre Ignacio nació 36 años después que nació su
primer hermano; y esto lo ha oído decir esta testigo a personas graves y antiguas, y en particular solo
se acuerda haberlo oído decir a un caballero que se llamaba don Jerónimo de Yuero, casado que era
con la señora de la casa de Balda de la villa de Azcoytia 107 .

Aunque la declaración de Leonor se produjo más de un siglo después de la


muerte de doña Marina, no carece de interés. Hay motivos para pensar que sus
palabras son fruto de una argumentación meditada y construida para zanjar el
asunto del nacimiento de Ignacio de Loyola, que acaso corría en boca de algunos
y apuntaba en otra dirección menos complaciente con su memoria. Dejemos de
lado la afirmación con que arranca Leonor sobre el nacimiento de Ignacio en la
casa de Loyola, porque eso es algo que todos los testigos repiten miméticamente,
como no podía ser menos en un proceso de estas características. En primer lugar,
Leonor califica de «milagro» el nacimiento de Ignacio para justificar lo increíble
del caso: que doña Marina fuese «madre de tantos años»; observación que parece
casi una evocación de la concepción virginal. En segundo lugar, el comentario
acerca de que doña Marina pensaba que su embarazo «no podía ser preñez, sino
enfermedad», plantea numerosas incógnitas, sobre todo si tenemos en cuenta que
ya había dado a luz bastantes hijos. En tercer lugar, no se puede pasar por alto el
hecho de que la única fuente que cita Leonor provenga de la casa de Balda, es
decir, de un familiar directo de doña Marina. Por último, solo advertir —como
han señalado otros historiadores— que hay un dato falso en la declaración de
Leonor —¿una errata del escribiente, un error de cálculo o acaso una traición del
subconsciente?—, ya que la diferencia entre el primogénito de los Loyola-Balda
e Ignacio era de 23 años y no de 36 como afirma la testigo.
Así pues, ¿es posible superar el escollo que plantea Leonor cuando afirma
que doña Marina era «madre de tantos años», o que «era tan vieja que no estaba
en edad para parir», sin siquiera cuestionarse si fue la verdadera madre de Íñigo
de Loyola? Al afirmar Leonor que doña Marina escondía su embarazo, ¿no
estaría pretendiendo desacreditar a quienes afirmasen que no habían visto
embarazada a doña Marina? Recordemos de nuevo las palabras de Ribadeneira
que también ponen acento en el parto de doña Marina, escritas más de tres
décadas antes de la declaración de Leonor: «[...] como otro David, fue nuestro
Íñigo, que con dichoso y bienaventurado parto salió al mundo para bien de
muchos». ¿Fidelidad documental, obsesión u ocultamiento de la verdad por parte
del hagiógrafo jesuita? A este respecto, hay que señalar la tenacidad que
Ribadeneira puso en silenciar los episodios más escabrosos de la vida de Ignacio
que aparecían en la Autobiografía de san Ignacio de Loyola escrita por Luis
González de Cámara.
No tenemos noticia de que Ignacio hiciera mención alguna de su madre. Aun
en el caso de que esta hubiera muerto al poco de nacer Ignacio —el dato, que
dan por cierto algunos historiadores, es pura conjetura, sin base sólida—, este
podría haber evocado su ausencia o el recuerdo que otros le hubieran podido
transmitir, pero no lo hizo. Y es precisamente este desapego de Ignacio, no solo
hacia la supuesta madre sino también hacia el padre —para el que tampoco
habrá palabras de recuerdo a lo largo de su vida—, lo que nos lleva a pensar que
el fundador de la Compañía de Jesús no fue concebido por doña Marina.
¿Silenció deliberadamente Ignacio este hecho que lo comprometía ante los ojos
de los demás? Y yendo un poco más allá: ¿quiso Ignacio, con ello, ocultar la
identidad de su verdadera madre? 108 .

María Garín, ama de cría de Ignacio

Una de las mujeres que probablemente desempeñó uno de los papeles más
importantes en la vida de Ignacio fue su ama de cría. De ella solo se tiene
noticia, sin citarla en ningún caso por su nombre, a partir del testimonio de
terceras personas que la interrogaron acerca de la edad de Ignacio o en
documentos donde aparece asociada a otros miembros de su familia. Sin
embargo, ni siquiera la presumible proximidad cotidiana entre Ignacio y su
nodriza ha servido para acrecentar el interés de los historiadores por el
personaje, sino más bien al contrario, lo cual plantea no pocos enigmas que, de
ser resueltos, acaso se convertirían en una de las claves explicativas de buena
parte de la biografía ignaciana que hoy aparece del todo velada.

Primeras menciones de la nodriza

Francisco de Borja había visitado la casa de Loyola a principios de abril de


1551 acompañado de un grupo de jesuitas y de su hijo Juan, camino de su retiro
en la ermita de la Magdalena, que se hallaba entre Oñate y Vergara, antes de su
ordenación como sacerdote (después de renunciar a sus privilegios nobiliarios y
al poder que estos conllevaban, pues era duque de Gandía y Grande de España y
había ocupado el cargo, entre otros, de virrey de Cataluña) 109 . Y, más tarde, en
enero de 1552, el jesuita Miguel Ochoa detallaba una nueva visita de Francisco
de Borja a Azpeitia, al hospital donde había estado Ignacio en 1535 y a la familia
Loyola 110 . Sin embargo, no parece que en esos periplos se hayan interesado
estos compañeros de Ignacio por sus orígenes, a juzgar por la carta que
Francisco de Borja envió el 20 de marzo de 1571, es decir, casi veinte años
después, al provincial de Castilla, donde decía:
Ándase ya por sacar a luz la vida de nuestro Padre Ignacio, de santa memoria. Desea el Padre
Ribadeneira, que la ha escrito, saber el año en que nació y el nombre de sus padres y abuelos, y
cuántos hermanos tuvo y cómo se llamaron, y qué estado tuvieron, etc. Y no se pudiendo entender
de otra manera, le parece se debía enviar hombre propio, que sería fácil, desde Oñate, para tomar
esta información y de cosas de este género, y que se hubiese a tiempo para traerla el P. Procurador
cuando vuelva a Roma. Vuestra Reverencia vea lo que se podrá; que razón es ayudar a quien toma
trabajo tan grato a nuestra Compañía, y, como espero, no menos provechoso, y a la bendita memoria
de nuestro Padre todo se debe 111 .

El contenido de esta carta sorprende porque, al parecer, ni siquiera una


persona tan cercana a Ignacio como Pedro Ribadeneira conocía los detalles de
sus orígenes. Pero también porque Juan, el hijo de Francisco de Borja, se había
casado con Lorenza de Oñaz —hija de Beltrán de Oñaz y Loyola, un sobrino de
Ignacio—, tras firmar contrato de matrimonio el 7 de agosto de 1552 112 : ¿ni
siquiera la por entonces heredera de la casa de Loyola comunicó los datos acerca
de Ignacio por los que se interesaba, dos décadas después, Francisco de Borja?
Las primeras menciones documentadas de la nodriza las proporcionó, en
1573-1574, Juan de Polanco —el que fuera secretario de Ignacio en Roma
durante nueve años— cuando explicó que, tras ser interrogada aquella mujer —a
la que se refiere, en latín, simplemente como nutricis [nodriza]— acerca de la
edad del fundador de la Compañía, vino a confirmar que este había nacido en
1491. Así se expresaba Polanco en su Vita P. Ignatii et Societatis Jesu initiis
(1574): «Algunos pensaron que el nacimiento de Ignacio fue el año del Señor de
1491, los cuales siguieron la opinión manifestada por la nodriza; pero si creemos
la opinión de Ignacio acerca de su vida y del año de conversión, más bien (como
yo sin duda pienso) nació en el año del Señor de 1495...» 113 . Pero Polanco no
dice cuándo ni quién interrogó a la nodriza, ni cuál fue su contestación literal 114 ,
ni tampoco cómo se llamaba.
Supone el historiador Pedro Leturia que el interrogatorio a la nodriza se hizo,
probablemente, en 1555, antes de la muerte de Ignacio, pero no aclara quién
pudo tomarle declaración 115 . Quizá fue el jesuita Jerónimo Nadal el que
entrevistó a la nodriza de Ignacio coincidiendo con su visita a la casa-torre de
Loyola, en 1554. Si sucedió así, no hizo ninguna mención al respecto en el diario
que llevó durante su viaje por la provincia de Guipúzcoa, donde anotó:
Fue para mí muy grato ver el solar y casa natal del Padre Ignacio. Saludé a don Juan de Borja,
hijo del Padre Francisco, casado con doña Lorenza, nieta del hermano del Padre Ignacio, heredera
única de la casa de Loyola. Aquí vi el lugar donde nació el Padre Ignacio, que había sido convertido
en cocina: lo que a mi parecer es indigno 116 .
En cambio, Nadal sí prestó especial atención al enfado de Ignacio ante el
matrimonio de la heredera de la casa de Loyola y el hijo de Francisco de Borja, a
propósito del cual el futuro santo dijo: «Dios no les ayudará».
Aunque en ese momento ya habían muerto dos referentes importantes en la
vida de Ignacio, como fueron su hermano y heredero del mayorazgo Martín
García (m. 29 de noviembre de 1538) y la esposa de este, Magdalena de Araoz
(m. 29 de septiembre de 1539), así como probablemente los demás vástagos de
los Loyola, no deja de sorprender el interés que mostraron aquellos padres
jesuitas por la nodriza, y la autoridad que se le concedió a esta para determinar la
verdadera edad de Ignacio. No obstante, se podría alegar que la buena memoria
y, por tanto, la fiabilidad de la respuesta de la nodriza, se debía a que si pudo
amamantar a aquel Loyola fue porque acababa de tener un hijo, el cual sería
hermano de leche de Ignacio, y, en consecuencia, ambos tendrían, más o menos,
la misma edad.
La costumbre de alimentar a los recién nacidos con la leche de una nodriza se
hallaba extendida en la medida en que la familia se lo pudiera permitir
económicamente, aunque no estaba bien visto por la Iglesia, y algunos
humanistas consideraban el amamantamiento «mercenario» incompatible con la
maternidad. La opinión de Erasmo de Rotterdam al respecto demuestra esa
animadversión. Es cierto que Erasmo alabó en algún momento el papel que
desempeñaban las nodrizas: «Pues el hombre no nacería y, en caso de nacer,
moriría y perdería la vida en el umbral mismo de la vida, si no socorriera al bebé
la mano amiga de las matronas y el cariño amigo de las nodrizas» 117 . Sin
embargo, Erasmo matizaba esas alabanzas en su De pueris, cuando decía:
[Que] la madre alimente a su retoño del jugo de su pecho, o si se presentase un caso de fuerza
mayor que lo imposibilite, que se escoja una nodriza sana de su cuerpo, de leche pura y nutritiva, de
probada moralidad, sin exagerada afición al vino, no rencillosa ni desvergonzada; pues se pegan
tenaces hasta la edad adulta los vicios así físicos como morales contraídos en los primeros albores
de la vida. Dícese que importa mucho también qué hermanos de leche tiene el pequeñuelo y qué
compañeritos de juegos 118 .

En su coloquio «La parturienta» (publicado en 1526), Erasmo afirmaba


categóricamente que la nodriza no puede sustituir a la madre ni en el
amamantamiento ni en la atención personal, apoyándose en un dicho popular:
«Ese bebió la malicia con la leche de su nodriza»; en la creencia de que las
cualidades de los niños pasaban a través de la leche mamada 119 . E insistía de
nuevo en esa idea cuando decía: «No ha parido verdaderamente la mujer que
abandona enseguida lo que ha traído al mundo. Eso es abortarlo, no parirlo [...].
Imponer una nodriza alquilada para amamantar al niño tibio aún del seno de la
madre es una manera de hacerlo expósito» 120 .
Algunos historiadores han querido, incluso, disculpar a la madre de Ignacio
en ese sentido, aduciendo su avanzada edad. Pero lo cierto es que Ignacio no fue
el único vástago de la familia que fue amamantado por un ama de cría. Su
hermano Juan Pérez de Loyola (nacido hacia 1469, es decir, más de veinte años
antes que Ignacio) citaba en su testamento tanto a su ama de cría como a la hija
de esta: «Ítem, mando a mi ama que me crió, Ochanda, cinco mil maravedíes de
Castilla [...]. Ítem, mando a su hija de la dicha mi ama, para casarse, diez mil
maravedíes de Castilla» 121 .
Quizá la hija de Ochanda, a quien Juan Pérez de Loyola dejó el doble de
dinero «para casarse» que al ama, era su hermana de leche... pero no lo sabemos.
También otro de sus hermanos, Ochoa Pérez de Loyola, se acordó de su nodriza
en su testamento, dictado en 1508, cuatro años antes de su muerte: «Mando sea
dada a la madre que me crió de teta una saya de paño blanqueta e una capa de
mujer» 122 . Es evidente que el recuerdo y el generoso agradecimiento de Juan y
Ochoa hacia sus respectivas amas de cría contrasta con la aparente «amnesia» de
su hermano Ignacio.

El nombre de la nodriza y su caserío

La mayoría de las biografías ignacianas modernas han repetido hasta la


saciedad que la nodriza de Ignacio se llamaba María Garín, que vivía en el
caserío de Eguíbar y que, por tanto, fue allí donde se crió Ignacio 123 .
Pero del primer dato solo sabemos que lo encontró el historiador jesuita
Pedro Leturia entre las anotaciones que realizó otro jesuita, Léonard Cros, en las
investigaciones que llevó a cabo en los archivos vascos desde 1883 hasta su
fallecimiento en 1913 124 . Curiosamente, ni siquiera Paul Dudon hace mención
del nombre de la nodriza, a pesar de que había utilizado antes que Leturia los
papeles de Cros para escribir una biografía de Ignacio, que algunos
historiadores, entre ellos Miquel Batllori, calificaron como la mejor biografía
ignaciana 125 . ¿Qué documento permite asociar el nombre de María Garín con la
nodriza de Ignacio? Lo desconocemos y, aunque no ponemos en duda la
fiabilidad que merece el extraordinario trabajo de Leturia, el dato exigiría una
aclaración que lo certificara. Eso nos permitiría avanzar con mayor seguridad en
las investigaciones acerca de la infancia de Ignacio de Loyola.
En cuanto al caserío de Eguíbar, en el que se supone que vivía la nodriza de
Ignacio, hay que decir que es ambigua la redacción del texto que ha sido
utilizado tradicionalmente para establecer esa relación y, por lo tanto, susceptible
de ser mal interpretado 126 . Dicho texto se encuentra en el proceso de
beatificación de 1595, donde se recogen las declaraciones de los testigos de
Azpeitia que conocieron u oyeron hablar de Ignacio.
La primera testigo —sin duda, de excepción— que habló de la nodriza fue
Potenciana de Loyola, que era freyra de la iglesia San Sebastián de Soreasu e
hija natural del cura párroco Pero López de Loyola, el hermano de Ignacio con el
que este compartió violentas aventuras juveniles. Esta sobrina carnal de Ignacio,
al referirse a una de las acciones bienhechoras que su tío realizó cuando visitó
Azpeitia en 1535, dijo: «[...] Don Martín de Herrazti, natural de esta villa de
Azpeitia, que, según es notorio, fue hijo de una ama que crió y dio leche al P.
Ignacio, estando por oficial de herrero de su padre, a persuasión del P. Ignacio y
con su doctrina, se puso en ánimo de ser clérigo» 127 .
Esta declaración es fundamental porque gracias a ella sabemos que la nodriza
de Ignacio estuvo casada con un herrero que se apellidaba Errazti y con el que
tuvo un hijo llamado Martín, al que Ignacio «puso en ánimo de ser clérigo».
La declaración de otra testigo, llamada Catalina de Acotegui, plantea
problemas de interpretación, a pesar de que aporta un nuevo dato que podría ser
esclarecedor:
[...] y fue público que, habiendo salido [Ignacio] a pedir limosna a la dicha villa de Azpeitia desde el
dicho hospital [de la Magdalena], una mujer que se decía Catalina de Eguíbar, hija de la casa de
Eguíbar, como el dicho Ignacio llegó a pedir limosna a su puerta, que era en lo bajo de la calle
Emparán de la dicha villa, en entrando por la puerta de la Magdalena, la dicha Catalina parece que le
reconoció al dicho Ignacio de Loyola, porque se crió en la casa de Eguíbar, que es cerca de la dicha
casa de Loyola 128 ...

Lo que a simple vista no parece claro es si la apostilla «porque se crió en la


casa de Eguíbar» se refiere a Catalina o a Ignacio. Pero, a pesar de esa
ambigüedad, prácticamente todos los biógrafos han acabado concluyendo que
Ignacio se crió en la casa de Eguíbar, para deducir a continuación que esta era la
casa de la nodriza de Ignacio.
Es cierto que algunos historiadores jesuitas han mostrado tímidas reservas al
respecto, aunque sin intentar superar la «tradición». Pérez Arregui dijo que «este
testimonio [de Catalina de Acotegui], aun cuando en la forma de expresión no
parezca suficientemente claro, conviene al menos con la tradición que existe
también en el mismo caserío [de Eguíbar] de que Ignacio de Loyola se crió en
él» 129 . Por su parte, Leturia parece incluso menos convencido de la relación
entre la casa de Eguíbar y la nodriza, y, como si viniera a cuestionar las palabras
de Pérez Arregui, afirma: «Esta tradición, recogida en las dos inscripciones, una
vascongada y otra castellana, que ostentan los muros del caserío de Eguíbar,
tiene sus vestigios documentales en el mismo siglo XVI, bien que no del todo
evidentes» 130 . Leturia se refiere a que en los muros de la casa de Eguíbar había
—y sigue habiendo actualmente— sendos rótulos, en euskera y castellano, en los
que se certifica esa creencia como si se tratara de una verdad incuestionable:
«Caserio Eguibar donde se crió de niño S. Ignacio de Loyola».
La relectura detenida del testimonio de Catalina de Acotegui nos lleva a
plantear una hipótesis muy distinta: la testigo dice en primer lugar que Catalina
de Eguíbar en 1535 vivía en la calle de Emparán, es decir, en el casco urbano de
Azpeitia, por lo que se ve obligada a puntualizar que la dicha Catalina se crió en
la casa de Eguíbar para, a continuación, aclarar que la casa de Eguíbar se hallaba
cerca de la casa de Loyola, y era ese el motivo por el que conocía bien a Ignacio.
Por lo tanto, si diésemos por cierta esta nueva interpretación, la conclusión
sería que Ignacio no se crió en el caserío de Eguíbar. Pero habría un motivo más
que apuntaría en esa dirección. Si el esposo de la nodriza era herrero, debemos
suponer que Ignacio vivió sus primeros años entre el traqueteo de la herrería. Sin
embargo, una prueba de que la casa de Eguíbar no fue herrería nos la
proporciona un proceso celebrado en Azpeitia en 1514, en el que dos hermanos
de la familia Eguíbar se disputan la herencia de la casa y propiedades, y en el
cual en ningún momento se menciona esa función asociada al edificio 131 .
Además, entre los siglos XIV y XVI, no aparece documentada ninguna ferrería en
el caserío de Eguíbar 132 .
La pregunta que surge entonces es: ¿dónde pasó Ignacio sus primeros años
junto a su nodriza? Sabemos que un hijo de esta, llamado Martín de Errazti —o
Herrazti, como aparece escrito en el proceso de beatificación de Ignacio—,
trabajaba de «oficial de herrero» con su padre en 1535. Es preciso puntualizar
que en el mismo caserío de Errazti —en el barrio azpeitiarra de Nuarbe— desde
1507 está documentada una ferrería a orillas del río Urrestrilla, afluente del
Urola 133 , y aunque, como veremos, no es lo mismo una «herrería» que una
«ferrería», podían darse ambas funciones en un solo recinto, e incluso podría
tratarse de un error de transcripción cometido por el escribano.
A lo largo de los siglos XIII a XVI, las villas guipuzcoanas disfrutaron de una
próspera industria siderúrgica que, junto con la de Vizcaya, convirtió el norte
peninsular en la más importante factoría de hierro de Europa. Aquellas ferrerías,
donde se producía el hierro, eran propiedad de las familias más ricas de
Guipúzcoa, es decir, de los parientes mayores y sus allegados —segundones o
ramas colaterales— o de mercaderes (luego pasarían a ser de propiedad
municipal). Estaban instaladas en las afueras de las villas, pero las vinculaciones
sociales, económicas y jurídicas con estas eran muy estrechas. La ferrería
necesitaba agua abundante y un terreno con desnivel con el fin de conseguir su
desvío hacia un depósito, para crear un salto cuya fuerza de caída permitiese que
funcionasen los fuelles que aportaban una corriente constante de aire al horno,
donde se introducía el mineral en bruto, y que el mazo golpeara rítmicamente
sobre el yunque la masa incandescente obtenida. Así, mientras en la ferrería, con
el ferrón al mando, se transformaba el mineral de hierro en barras comerciales,
en la herrería, mediante la forja y bajo la supervisión del herrero, las barras de
hierro eran transformadas en clavos, herrajes, material naval, armas,
herramientas, aperos agrícolas y todo tipo de utensilios que constituían una
verdadera columna vertebral de la economía de la provincia 134 .
El caserío de Errazti era propiedad de los Loyola como mínimo desde 1467,
en tiempos del abuelo de Ignacio, y aparece mencionado entre las posesiones
relacionadas en la carta de mayorazgo (1518) de Martín García de Oñaz, el
hermano de Ignacio, por lo que ya pertenecía a los Loyola en el momento del
nacimiento de este. Aunque en los documentos de los Loyola se habla solo de la
propiedad del caserío, en 1507 la ferrería de Errazti se hallaba vinculada a Pedro
de Errazti. En 1528, el dueño y «señor de la casa y ferrería de Errazti» era
Martín Pérez de Errazti, que aceptó proveer 50 quintales de hierro tocho a un
mercader. Y el mismo ferrón aparece activo en 1529, 1534 y 1538. Precisamente
en ese último año, un tal Miguel de Errazti estaba vinculado a la ferrería como
«herrero», según consta en el codicilo testamentario (18 de noviembre de 1538)
de Martín García de Oñaz, quien le adeudaba 24 reales por ciertos clavos. Al
parecer, a mediados del siglo XVI, la herrería pasó a manos de los Arandia, y en
1589 se hallaba al frente de ella Domingo López de Arandia o Errazti. Sin
embargo, antes, en 1569, un Martín de Errazti aparecía todavía como morador en
el caserío y se obligó a pagar 304 reales por 16 quintales de hierro tocho. No hay
que olvidar que, en esa zona del curso del río Urrestrilla, en 1561 se
contabilizaron más de veinte molinos y más de diez ferrerías, entre mayores y
menores. La ferrería de Errazti sería la última de la zona en cerrar, hacia 1871-
1875, cuando fue reemplazada por un molino harinero 135 .
De ese cúmulo de informaciones acerca de la ferrería de Errazti se deduce
que, cuando Ignacio regresó a Azpeitia en 1535, el dueño y seguramente también
el ferrón era Martín Pérez de Errazti, mientras que, además, Miguel de Errazti
realizaba allí el trabajo de herrero. En consecuencia, uno de los dos bien podría
ser el padre de Martín de Errazti y, por tanto, marido de la nodriza de Ignacio,
aunque sin más datos de los que disponemos sería demasiado aventurado
afirmarlo con rotundidad 136 .
Que la familia Errazti desempeñó un papel importante en la vida de Ignacio
queda en buena parte demostrado por la deferencia que tuvo este hacia Martín de
Errazti. Como hemos visto, la freyra Potenciana de Loyola dijo que Ignacio, en
1535, puso «en ánimo de ser clérigo» a Martín, para luego añadir otros datos
más precisos:
[...] y así, el dicho don Martín trabajó y fue clérigo de misa y buen confesor, a quien se conoció en
esta villa después en mucho tiempo; el cual, habiendo vivido muy honradamente, no ha muchos
años que falleció, el cual dejó unas casas en esta villa para la clerecía de ella; en las cuales de
presente vive y mora don Baptista de Lasao, beneficiado de la iglesia de esta villa 137 .

Las insistentes alabanzas que dedicó Potenciana a su tío Ignacio de Loyola no


dejan dudas acerca del empeño que este puso en proteger a Martín de Errazti,
sobre todo cuando nos enteramos de que el tal Martín era objeto de mofa entre la
gente. Así lo manifestó Potenciana de Loyola:
Y esta testigo se acuerda que en el tiempo que el dicho padre Ignacio estuvo en el hospital de la
Magdalena de esta dicha villa enseñando la doctrina cristiana y tomándole las cartas al dicho don
Martín, que al tiempo era mozo y algo feo, carituerto, algunas gentes se reían; y como el dicho padre
Ignacio les vio reírse de él, les reprendió y dijo que los más pintados que allí estaban vería lo que
harían en aquel puesto, e que el dicho don Martín había de ser un hombre, como en efecto después
lo fue 138 .

También otros testigos harán alusión en sus declaraciones a esos «defectos»


de Martín. Así, Ana de Anchieta dirá que —en las mismas circunstancias citadas
— «[a Martín de Errazti] se le rieron algunas personas; y habiendo caído en
cuenta de ello el padre Ignacio les riñó»; y Catalina de Acotegui, sin citarlo por
su nombre —porque no lo recuerda—, dirá de Martín que «el dicho mancebo
erró en alguna cosa de lo que se le preguntaba, y la gente que se halló presente se
rió de ello; por lo cual el dicho padre Ignacio les reprendió mucho e dijo que él
pondría en el dicho puesto a los más pintados que allí había, e que vería lo que
cada uno hacía» 139 .
Cabe preguntarse por qué Martín, si era realmente «oficial de herrero» —un
cargo que exigía una experiencia acumulada durante unos cinco años de
aprendizaje 140 —, «se puso en ánimo de ser clérigo». Pero, además, ¿de qué
forma podía Ignacio ayudarle desde su posición de más que segundón y estando
como estaban tan disputados los beneficios eclesiásticos, sujetos casi siempre a
un estricto régimen familiar o de clientelismos?
Un ejemplo de la escrupulosidad con que eran tratados esos asuntos es la
precisión normativa con la que Martín García de Oñaz —hermano de Ignacio—
ordenó en su testamento las condiciones en que debían ser tañidas las campanas
de la iglesia de Azpeitia cada día, especificando quién debía tañerlas y qué
recibiría a cambio:
[...] la orden que se ha de tener en tañer las dichas Campanas es que cada una de ellas ha de dar
nueve badajadas y de las tres primeras ha de haber un poco de espacio a las otras tres y lo mismo de
los otros tres a los últimos tres; la cual campana mayor mando se taña por el Sacristán que es o fuese
de la dicha Iglesia del Señor San Sebastián [de Soreasu] y le den de mis bienes en cada un año dos
ducados de pro, [...] y si el dicho mi heredero o el que tuviere cargo de lo susodicho quisiere hacer
tañer la dicha Campana en la dicha Iglesia matriz a otro que al Sacristán, que pueda hacer y proveer
pagándole siempre al tal los dichos dos ducados de oro; y aunque yo tenía intención de dejar otra
memoria a mi hermano Íñigo, le pareció que esta era mejor especialmente porque otra persona
celosa al servicio de Dios tuviese parte en lo susodicho y me participó algún interés.

La alusión a que esa medida se tomó por iniciativa de «Íñigo» (Ignacio), y


que este le «participó algún interés» a su hermano, podría significar que el
propio Ignacio indicó quién debía beneficiarse de esos dos ducados de oro por
tañer las campanas. Pero esta es, sin duda, una interpretación muy arriesgada,
como lo sería afirmar que el candidato era Martín de Errazti. Y, sobre todo,
teniendo en cuenta un dato que podría cuestionar el supuesto clericato de este: en
1550, la ferrería de Yarza —también llamada Yarzaolea e Igarzaola— fue
arrendada a un tal Martín de Errazti, masuquero o macero de Azpeitia (el
nombre del oficio venía del instrumento de trabajo, el mazo), «con su casa,
molino y pertenecidos por 5 años y 60 ducados anuales», el cual quizá estuvo
allí hasta principios de los años sesenta del siglo XVI, cuando aparece otro ferrón
como arrendatario de dicha ferrería 141 . El hecho de que sepamos de la
existencia, al mismo tiempo, de dos personas llamadas Martín de Errazti, ¿es
solo una coincidencia?
Al margen de que la nodriza de Ignacio se llamase o no María Garín —hecho
que no negamos, pues se basa en un documento que, aunque nadie lo cita,
seguramente existe—, lo que sí parece verosímil es que Ignacio fue amamantado
y criado en medio del traqueteo de los fuelles y el mazo de la ferrería de Errazti
y, por tanto, alejado del trasiego, muy distinto, de la casa-torre de los Loyola y,
por supuesto, del cercano caserío de Eguíbar. Quedaría por despejar una
incógnita mayor: si Ignacio, como sospechamos, no era hijo de doña Marina,
¿quién era su madre? ¿Habría que buscar la respuesta en la propia familia Garín-
Errazti? La necesidad de romper con toda una serie de estereotipos que han sido
acuñados en la biografía ignaciana sin cuestionamiento alguno quizá lleve a
plantear hipótesis demasiado aventuradas y un tanto provocativas, pero esa es
también, en parte, la tarea del historiador.

ENTRE AZPEITIA Y ARÉVALO: MAGDALENA DE ARAOZ, JUANA I DE CASTILLA, MARÍA


DE VELASCO

De los años de infancia y adolescencia de Ignacio apenas se conocen algunos


datos inconexos, ofrecidos por él mismo en conversaciones con sus compañeros
más cercanos. Estos los reflejaron luego en las biografías que escribieron del
santo, a veces no exentos de cierta exageración y tergiversación de la realidad.
Ninguno de los biógrafos jesuitas de Ignacio se atreve a conjeturar acerca de
cuándo empezó a residir el pequeño Íñigo en la casa-torre de Loyola, si es que
alguna vez se produjo esa circunstancia, ya que los hijos ilegítimos solían residir
en las casas maternas hasta una edad avanzada. Por otra parte, las conjeturas
acerca del supuesto «amor materno» que pudo haber recibido Ignacio de su
cuñada Magdalena de Araoz son solo eso, conjeturas, porque ni él ni ninguno de
sus primeros compañeros jesuitas habló nunca de ello, ni siquiera Antonio de
Araoz, uno de sus mejores amigos y sobrino de doña Magdalena. Esta procedía
de una familia de los parientes mayores de Guipúzcoa, cuyos miembros se
habían bregado en las guerras contra los franceses y en las campañas de Granada
y el cerco de Baza, al servicio de los Reyes Católicos. Sus padres fueron doña
Marina Pérez de Zabala y Pedro de Araoz, preboste de San Sebastián y veedor
general de los Ejércitos de Nápoles, donde murió en 1504 142 .
Cuando Martín García de Oñaz y Magdalena de Araoz —que había servido
en la corte como dama de la reina Isabel la Católica— firmaron su contrato
matrimonial en el palacio real de Ocaña, en Toledo, el 11 de septiembre de 1498,
Ignacio debía de tener 7 años. La reconstrucción de un idílico afecto de
Magdalena hacia el pequeño Ignacio ha sido justificada basándola en un
comentario que hizo Ignacio al ver una estampa de la Virgen en un libro de
horas, refiriéndose a que le recordaba a una persona conocida y que, para evitar
distraerse, tuvo que colocar un papel sobre esa página ilustrada 143 . La
conclusión a la que han llegado algunos historiadores es que esa persona no
podía ser otra que Magdalena de Araoz y ese comentario demostraría el grato
recuerdo de los cuidados que Ignacio recibió de su cuñada, lo cual resulta,
cuando menos, una suposición sin fundamento 144 . La interpretación de ese
pasaje sería muy distinta si se pusiese el acento en que, como a Ignacio la belleza
del rostro de la Virgen le recordaba al de otra mujer, y esto le turbaba y distraía
de sus oraciones, acabó poniendo un papel sobre la imagen 145 .
Algunos testigos azpeitiarras del proceso de canonización de Ignacio de 1595
sugieren que, en realidad, hubo cierto desafecto entre Ignacio y su cuñada
Magdalena. Nos referimos a dos episodios, acaecidos ambos en 1535, es decir,
durante la efímera estancia de Ignacio en Azpeitia. El primero se habría
producido cuando, ante los insistentes ruegos de Magdalena para que Ignacio
fuese a la casa de Loyola, este se mostró obstinadamente reacio a obedecerla. La
forma en que lo cuenta Domenja de Ugarte, que por entonces era criada del
hospital de la Magdalena de Azpeitia, deja traslucir cierto fastidio por parte de
Ignacio:
Y así bien sabe esta testigo que un día vinieron al dicho hospital de la Magdalena, doña
Magdalena de Araoz, mujer de Martín García de Loyola y cuñada del Padre Ignacio, y otros muchos
deudos y parientes a rogarle que se fuese a la casa de Loyola; a los cuales les respondió que estaba
cansado, y que otro día iría; y la dicha doña Magdalena de Araoz le importunaba y le decía que por
las ánimas de sus padres se fuese a la dicha casa de Loyola; a lo cual el dicho Padre Ignacio le
respondió lo que de primero. Y la dicha doña Magdalena, tercera vez, puestas las rodillas en el suelo
le rogó por amor de la pasión de nuestro Señor Jesucristo se fuese a la dicha casa de Loyola; a lo
cual el dicho Padre Ignacio le dijo y respondió: «¿Eso me decís? Pues por eso iré a Loyola y aun a
Vergara y todo». Y así se fue la dicha noche a la dicha casa de Loyola, y al día siguiente, por la
mañana muy temprano, volvió al dicho hospital, y fue público que aunque en la dicha casa de
Loyola le hicieron cama regalada, no se acostó en ella 146 .

Aunque se desconoce el motivo de tanta insistencia por parte de Magdalena


de Araoz, da la impresión de que Ignacio se está resistiendo a algo más que,
simplemente, ir a la casa-torre de Loyola, como habitualmente han señalado sus
biógrafos. Podemos deducirlo de sus respuestas. Primero dice que está cansado;
respuesta incoherente con lo que supuestamente se le estaría pidiendo: que
abandone las incomodidades del hospital de la Magdalena y se traslade a la casa
familiar de Loyola. En su segunda respuesta reitera lo mismo: la invocación de
«las ánimas de sus padres» le dejan frío. Y la tercera respuesta es todavía más
desconcertante porque, por un lado, parece más la reacción a una imprecación
previa que a la mención de la Pasión de Cristo, y, por otro, introduce un dato
singular y, aparentemente, fuera de sitio: la alusión a la villa de Vergara. Sabido
es que una hermana de Ignacio, Magdalena de Loyola, viuda del notario Juan
López de Gallaiztegui y vecina de Anzuola, en la villa de Vergara, renunció a la
legítima en favor de su hermano Martín García mediante un documento fechado
en aquella localidad a 19 de julio de 1535 147 , y que la estancia de Ignacio en
Azpeitia se prolongó desde finales de abril hasta finales de julio de aquel año.
¿Tuvo algo que ver su estancia con aquellas gestiones que su hermano Martín
estaba promoviendo en ese momento con vistas a dejar bien atados los términos
de su herencia, que recaería en su primogénito Beltrán?
El segundo episodio en el que aflora una actitud desdeñosa de Ignacio hacia
su cuñada Magdalena lo transmitió la sobrina de ambos, Potenciana de Loyola,
en su declaración de 1595:
El cual [Ignacio] era y fue de tal condición, que aborrecía grandemente la mentira; y aun se vio
que habiendo venido a la casa de Loyola, de donde él era hijo, uno de la casa de Iraeta a pedir
prestados unos perros para ir a caza, porque el mensajero que vino por ellos la señora de la dicha
casa de Loyola, que era doña Magdalena de Araoz, mujer de Martín García de Loyola, y cuñada del
dicho P. Ignacio, le dijo que los perros no estaban en casa, siendo lo contrario, sabido por el dicho P.
Ignacio que la dicha doña Magdalena le dijo lo contrario a la verdad, le riñó ásperamente, y dijo que
no se pondría con él en una mesa y aun algunos pocos días le quitó la habla por ello 148 .

La desordenada exposición de los hechos no impide ver en la acción de


Ignacio un claro desencuentro con su cuñada.
Además, en la única carta conocida de Ignacio a Magdalena de Araoz, tras
enterarse este de la muerte de su hermano Martín, acaecida ¡diez meses antes!,
sus supuestos afectos no pasan de ser palabras casi protocolarias:
La gracia y amor de Christo N. S. sea siempre en nuestro favor y en nuestra ayuda.
Sabida la voluntad beneplácita de Dios N. S. ser cumplida, llevando de estos presentes trabajos a
la compañía, que en esta vida os dio para algún tiempo, luego hice lo que más pudiera hacer por
ninguno, [que] es a saber, dije misa por su ánima en un altar donde cada vez que se celebra se saca
un ánima de purgatorio. No debemos llorar donde él se goza, ni tristar donde él se alegra, mas mirar
por nosotros, que a aquel mismo punto vendremos, viviendo así en esta vida, que en la otra vivamos
para siempre. Yo cierto hago entero juicio que de esto ternéis entera persuasión, porque siempre os
conocí temerosa de Dios Nuestro Señor. Ahora resta a mí pediros por servicio de Dios Nuestro
Señor, nos ayudéis con obras y con vuestras oraciones en una empresa que a gloria de Dios hemos
tomado, y nosotros tan dignísimos llevado adelante, sobre lo cual me remito a la carta de vuestro
hijo Beltrán; esperando se guíe en todo por vos; aunque soy cierto que, quien supo en otro tiempo
desperdiciar lo que tenía, será ahora largo, si en algo puede, para cosa tan pía, justa y santa.
Ceso rogando a la su divina majestad de nosotros y de todos disponga como más le podamos en
todo servir, y en todo dar gracias para siempre jamás.
De Roma a XXIIII de Setiembre de 1539.
De bondad pobre,
Íñigo 149

Resulta cuando menos poco apropiado que, en la carta de duelo por la muerte
del hermano, Ignacio se refiriese tan extensamente a su «empresa», la de la
fundación de la Compañía. No obstante, es posible que Magdalena no llegase a
leer esta carta porque murió cinco días después de ser escrita.
De esa desafección de Ignacio hacia Magdalena dio cuenta también el sobrino
de esta y jesuita Antonio de Araoz. Cuando le llegaron noticias del probable
fallecimiento de su tía se lo comunicó a Ignacio de un modo ciertamente frío:
«Yo creo que habrá ya migrado de esta vida. Vuestra merced no es menester en
esto ser avisado ni pedir que haya de ella memoria, ni a todos esos señores. El
señor don Diego [de Eguía] y micer Esteban de su caridad sé que serán
movidos» 150 .
Pero volviendo a la infancia de Ignacio, lo que sí parece verosímil es que
saliese de Azpeitia con pocos años, como afirma Ribadeneira: «Pasados, pues,
los primeros años de su niñez, fue enviado de sus padres Ignacio a la corte de los
Reyes Católicos» 151 .
La presencia de Ignacio entre los servidores de la princesa Juana en calidad
de paje, al menos en 1503 y 1504, mientras la corte se hallaba en Medina del
Campo y en Tordesillas, parece demostrada. Sebastián de Olano, tras ser
nombrado secretario de la princesa Juana, y debido a su vinculación con los
Loyola por el matrimonio de su hijo, habría propiciado ese traslado de
Ignacio 152 .
Después de partir Juana rumbo a Laredo, en abril de 1504, Ignacio habría
entrado al servicio del contador mayor de Hacienda, Juan Velázquez de Cuéllar,
quizá en 1505, cuando este recibió la alcaldía de Arévalo, o bien dos años
después, tras la muerte de su padre.
La villa de Arévalo había servido de residencia y retiro de no pocas mujeres
de la realeza: desde la reina Leonor, tras separarse de su marido Carlos III de
Navarra; pasando por doña Blanca, heredera de Navarra, que el 23 de abril de
1431 dio allí a luz al malogrado Príncipe de Viana; hasta llegar a doña Isabel de
Portugal, que se instaló en Arévalo tras enviudar de Juan II de Castilla, y allí
acabó sus días, desequilibrada mentalmente, el 15 de agosto de 1496. También
su hija, la futura reina Isabel la Católica, residió, junto a su hermano Alfonso,
desde los 3 años y hasta cumplidos 10 en la pequeña corte de Arévalo 153 . Esa
misma condición de villa-corte permitió que en Arévalo confluyesen notables
personajes, llamados, por diversas circunstancias, a desempeñar un papel
importante en la reforma monástica, como sería el caso de Beatriz de Silva,
dama portuguesa que acompañaba a la reina Isabel de Portugal y luego
fundadora de la Orden de la Inmaculada Concepción, bajo la regla del Císter,
con ayuda de la propia Isabel la Católica, en 1489 154 . Asimismo, el hecho de
que la educación de los niños Alfonso e Isabel en Arévalo fuese encargada, en
parte, a Gonzalo de Illescas, prior del monasterio de Guadalupe y verdadero
director de los jerónimos —de donde procedía también Hernando de Talavera,
futuro confesor de la reina—, propició que fueran los integrantes de esta Orden
los que aglutinasen posteriormente el empuje de una gran reforma 155 .
Ignacio desempeñó al lado de Juan Velázquez las tareas propias de los
oficiales de quitaciones, que eran los encargados de entregar las cartas/células de
quitación a sus destinatarios, en concepto de pago por sus servicios, por lo que se
trataba de un cargo de la máxima confianza. Se sabe que en septiembre de 1509
fue el portador de una carta de quitación de 30.000 maravedíes firmada en
Valladolid para el alguacil de corte Juan de Bolívar, que era prestamero de
Vizcaya. Asimismo, en mayo de 1510, recogió en Madrid otra carta de quitación
de 80.000 maravedíes que debía entregar en Salamanca al cronista real Antonio
de Nebrija, que por entonces era profesor en la prestigiosa universidad de esa
ciudad 156 .
El contador mayor gozaba de grandes privilegios. La reina Isabel la Católica
había premiado el buen servicio y la fidelidad de Juan Velázquez de Cuéllar —
virtudes que la madre de este, Catalina Franca, y su padre, Gutierre Velázquez de
Cuéllar, ya habían demostrado hacia la Corona de Castilla 157 — haciéndole
depositario de su testamento, pero no corrió la misma suerte años después,
cuando, fallecidos Isabel y Fernando, cayó la desgracia sobre su casa y sobre su
familia. Antes de que eso sucediera, María de Velasco, la esposa de Juan
Velázquez, que había sido dama de Isabel la Católica 158 , estableció una
verdadera relación de amistad con la reina Germana de Foix, segunda esposa de
Fernando el Católico, hasta el punto de que en los últimos años la había
agasajado organizándole banquetes y fiestas. Incluso se llegó a decir que,
estando la corte en un palacio de recreo en Carrioncillo, localidad próxima a
Medina del Campo, en 1513, María de Velasco fue una de las damas que, tras
consultar con prestigiosos médicos árabes, le aconsejó a la reina que le diese a su
marido Fernando —deseoso de tener sucesión masculina— «ciertos condimentos
para estímulo sensual», es decir, un potaje frío afrodisíaco, en el que había
polvos de cantárida y turmas de toro 159 . El uso de esos bebedizos para activar la
potencia sexual masculina era habitual en la época; además, no hay que olvidar
que Fernando tenía más de 50 años cuando se casó con Germana, que tenía 18.
Sin embargo, algunos cronistas de la época afirmaron que esa pócima había
deteriorado la salud del rey hasta provocarle la muerte, acaecida el 23 de enero
de 1516. La maledicencia sembraba la sospecha de un supuesto envenenamiento
del monarca o, como mínimo, de una imprudencia femenina, y sumaba un
elemento más a la antipatía que algunos sintieron hacia la joven reina
extranjera 160 .
Para comprender los trágicos acontecimientos que se sucedieron después y
que podrían haber influido en la partida de Ignacio de Arévalo —si es que por
entonces aún seguía junto al contador real—, hay que retroceder algunos años.
Fernando el Católico había dejado en herencia a Germana de Foix la cantidad de
30.000 ducados anuales mientras esta viviese, diez mil de los cuales debían salir
de la ciudad siciliana de Zaragoza, en el reino de Nápoles. Sin embargo, tras la
muerte de Fernando, la ocupación de aquella ciudad por los sicilianos obligó al
heredero de la Corona, el joven Carlos I, aconsejado por el cardenal Cisneros, a
compensar esa cantidad situándola sobre las villas de Arévalo, Madrigal y
Olmedo. Juan Velázquez, al ver perjudicados sus intereses en Arévalo, y
advirtiendo que no acababan de satisfacerse sus reiteradas apelaciones —aun a
pesar de las respuestas tranquilizadoras del rey Carlos—, se atrincheró a
principios de noviembre de 1516 en su fortaleza con gente armada y artillería.
No hay que olvidar que en ello se jugaba mucho el contador mayor: su
privilegiada posición le había permitido fundar en 1514 un mayorazgo, cuyos
bienes equivalían a 14 millones de maravedíes, a favor de su primogénito
Gutierre Velázquez, casado con María Enríquez, que era la hija del Almirante de
Castilla, Fadrique Enríquez. Finalmente, Juan Velázquez hubo de ceder y
entregar la plaza, en junio de 1517, no sin continuar las gestiones para ver
restituidos sus privilegios, aunque por poco tiempo 161 .
El contador murió en agosto de aquel año de 1517 sin ver colmadas sus
expectativas, pero, además, sus hijos sufrirían las consecuencias de aquel
desacato a la monarquía, ya que algunos vieron truncadas sus prometedoras
carreras al servicio de la realeza. Algo mejor parada salió su esposa, María de
Velasco, que fue requerida, en 1524, por la duquesa de Denia para servir como
camarera mayor de la infanta Catalina de Austria. Esta se hallaba en el palacio
de Tordesillas, junto a su madre, la reina Juana I de Castilla, y permaneció allí
hasta finales de 1524. Luego, María de Velasco acompañaría a Lisboa a la
infanta después de que esta contrajera matrimonio, en febrero de 1525, con Juan
III de Portugal. Fue allí donde María de Velasco murió a principios de mayo de
1540.
El enroque de Juan Velázquez de Cuéllar no fue secundado por todos en
Arévalo. Hubo regidores, caballeros e hidalgos que se pusieron en su contra
porque consideraban que se estaba gastando mucho dinero tanto en el envío de
mensajeros a Flandes y a la corte de Madrid como en las obras de fortificación, y
manifestaron que los gastos debían correr a cargo de quienes se habían anclado
en aquella posición de fuerza contra la corona. En este sentido, vale la pena
señalar que entre los firmantes de un memorial dirigido al Consejo Real por el
cual se desmarcaban de aquellas acciones lideradas por el contador mayor,
afirmando que no las aprobaban, aparecen dos personajes apellidados Montalvo:
Luis de Montalvo y Gonzalo de Montalvo 162 . Si ambos pertenecían al mismo
linaje que Alonso de Montalvo, que había sido paje del contador y compañero de
Ignacio con igual cargo, cabría preguntarse qué papel debió desempeñar en
aquellas circunstancias tan críticas. Lo cierto es que la carrera de Alonso de
Montalvo no se vio mermada. Por ejemplo, en 1520 era contino de la Casa Real
—oficio que combinaría con otros cargos—; entre 1538 y 1543 fue nombrado
contador mayor de la Artillería del Principado de Cataluña, Rosellón y Cerdeña,
cargo que, al parecer, ejerció hasta 1546; en 1547 empezó a administrar el
patrimonio de María de Mendoza, viuda del poderoso secretario real Francisco
de los Cobos —uno de los hombres más ricos de la época—; en 1561 recibió el
oficio de receptor general del arzobispado de Toledo, aunque en el desempeño de
estas funciones debió cometer alguna infracción importante, porque en 1573
fueron confiscados sus bienes y lo llevaron a prisión durante dos años. Murió en
Arévalo el 11 de agosto de 1578. Su testamento da cuenta de los muchos bienes
que dejó, a pesar de haberse visto reducidos considerablemente por el oscuro
asunto toledano 163 .
En cuanto a Ignacio de Loyola, la mayoría de los historiadores jesuitas lo
sitúan en casa del contador en aquellos momentos aciagos. Siguiendo un
supuesto testimonio de Alonso de Montalvo, Juan Velázquez abandonó este
mundo sin haber podido «ponerle después en la casa real» a Ignacio. Asimismo,
este partió de Arévalo con «quinientos escudos y dos caballos» que le habría
entregado María de Velasco, a pesar de la enorme deuda que dejó por pagar el
marido —16 millones de maravedíes—, y se fue a servir al duque de Nájera 164 .
Cuando Ignacio ya era prepósito de la Compañía de Jesús se refirió con
agradecimiento a Juan Velázquez de Cuéllar por el tiempo que estuvo a su
servicio en Arévalo:
De la memoria del señor Juan Velázquez [hijo] me he consolado en el Señor nuestro; y así
vuestra merced me la hará de darle mis humildes encomiendas, como de inferior que ha sido, y es
tan suyo y de los señores su padre [el contador Juan Velázquez de Cuéllar] y abuelo [Gutierre
Velázquez de Cuéllar] y toda su casa, de lo cual todavía me gozo y gozaré siempre en el Señor
nuestro 165 .

No obstante, son muchas las dudas que se plantean, a la luz de lo que


sabemos acerca de las andanzas del joven Ignacio en aquel momento. Aun así,
los años que van desde 1517, cuando tenía unos 26 años, hasta 1522, momento
en que dejó atrás para siempre a su familia, aparecen siempre teñidos de una
violencia subyacente o explícita. Uno de esos episodios llevaron a Ignacio a ser
reclamado por la justicia laica, y a su hermano Pero López, ante la justicia
eclesiástica, y cabe preguntarse si Ignacio logró zafarse de la «persecución» del
corregidor, allá por marzo de 1515, con tiempo suficiente para estar presente en
los preparativos que realizaba Juan Velázquez para resistir en Arévalo, iniciados
en noviembre de 1516. Cabe también la posibilidad de que Ignacio ya no se
encontrase al servicio del contador Juan Velázquez en esas fechas. Lo cierto es
que la fama de Ignacio como hombre de armas, violento y pendenciero, la
esbozaron solo someramente sus primeros biógrafos, sin explicitar nada. Hubiera
sido difícil concretar aquellas «cualidades» de Ignacio —sobre todo, teniendo en
cuenta la trayectoria hagiográfica que luego se le atribuyó—, de no haberse
encontrado algunos documentos que avalan su truculenta trayectoria.
ÍÑIGO DE LOYOLA, UN JOVEN VIOLENTO Y PENDENCIERO

Es probable que Ignacio aprendiese a leer y escribir con muy buena letra
durante su estancia en Arévalo, aunque esto no le supuso un dominio de la
lengua castellana, como demuestran algunos de sus primeros escritos
conocidos 166 . Allí aprendería también a montar a caballo y a manejar la espada,
así como a desenvolverse en la vida cortesana y caballeresca. Así lo contó el
jesuita Luis González de Cámara en la Autobiografía de san Ignacio de Loyola,
escrita «al dictado» de Ignacio y cuya narración, que obviaba cualquier dato
anterior de la vida del santo, se inicia de este modo: «Hasta los 26 años de su
edad fue hombre dado a las vanidades del mundo y principalmente se deleitaba
en ejercicio de armas con un grande y vano deseo de ganar honra» 167 .
Corroboró esa trayectoria juvenil el biógrafo Pedro de Ribadeneira, al
abundar en que, como no podía ser menos, Ignacio pronto habría empezado a
volcarse en el manejo de las armas:
Y comenzando ya a ser mozo, y a hervirle la sangre, movido del ejemplo de sus hermanos, que
eran varones esforzados, y él, que de suyo era brioso, y de grande ánimo, diose mucho a todos los
ejercicios de armas, procurando de aventajarse sobre todos sus iguales, y de alcanzar nombre de
hombre valeroso, y honra y gloria militar 168 .

Aunque no entraron en detalles, algunos de los más cercanos colaboradores


de Ignacio también certificaron su turbulenta juventud. Según escribió Juan de
Polanco, Ignacio no vivía conforme a la fe que supuestamente profesaba, ni se
guardaba de pecados, era jugador y mujeriego, y andaba siempre metido en
revueltas y cosas de armas 169 . Diego Laínez, por su parte, al explicar pasajes de
la vida de Ignacio a Polanco desde Bolonia en una carta, en 1547, decía:
Porque principalmente temía no ser vencido en lo que toca a la castidad, en el mismo camino
hizo voto de ella, enderezándolo a Nuestra Señora, porque le llevaba muy especial devoción, y bien
que no procedía muy secundum scientiam, todavía Dios Nuestro Señor, [...] mostró aceptar aquel
sacrificio y lo tomó debajo de su protección, de modo que habiendo sido antes hasta aquella hora
combatido y vencido del vicio de la carne, después siempre le ha dado el don de la castidad, y esto,
según creo, en muy gran perfección 170 .

El testimonio de Jerónimo Nadal remite a una indiscutible promiscuidad


sexual de Ignacio, aunque pone el límite en el voto de castidad que este hizo,
supuestamente, camino de Montserrat. Sin embargo, esa «muy gran perfección»
en el cumplimiento del voto sería puesta en duda inmediatamente después por
algunos vecinos de Manresa.
Asimismo, al parecer, Francisco Manrique de Lara, el que fuera obispo de
Salamanca entre 1556 y 1560, le contó a Antonio de Araoz, provincial de la
Compañía en España, que en una ocasión, en Pamplona, había visto a Ignacio
cometer una bravuconada: «Que porque iba por una calle una hila de hombres y
toparon con él y le arrimaron a la pared, echó mano a la espada y dio tras ellos
una calle abajo, que si no hubiera quien le detuviera, o matara algunos de ellos o
le mataran» 171 . No sabemos la fecha en que sucedió esto, pero, en cualquier
caso, Ignacio transgredía así la prohibición de llevar armas, transgresión que tan
cara le salió a su hermano.
Todos estos comentarios de los primeros jesuitas demuestran que conocieron
detalles de la vida de Ignacio que luego ellos mismos ocultaron. No hay que
olvidar que si esbozaron esos juicios de valor fue con el fin de que sirviesen para
demostrar que, como había hecho Ignacio, era posible dar un gran salto hacia
delante y superar un pasado pecaminoso. La nueva coyuntura de la Iglesia,
amenazada por la marea protestante, necesitaba adalides en los que pudieran
mirarse y encontrar ejemplo los descarriados y apuntalar sus convicciones los
más devotos católicos. Pero, además, la Compañía de Jesús no quería dar alas a
los muchos enemigos que desde su fundación se hallaban vigilantes y al acecho
frente a cualquier duda que pudieran suscitar aquellos primeros jesuitas, y
especialmente Ignacio, blanco predilecto de los ataques.

Carnavales de 1515: «exceso y crimen» de Ignacio y Pero López en Azpeitia

Es conocido un episodio delictivo en el que Ignacio aparece como uno de los


principales acusados. Los hechos se produjeron durante los carnavales de 1515
(el 20 de febrero fue martes de Carnaval, y el 21, miércoles de ceniza) en
Azpeitia, y contradicen la imagen idílica de los hermanos Loyola como «varones
esforzados» que proyectaba Ribadeneira, ya que también se halla implicado Pero
López de Loyola. Poco importaba que este fuese párroco de San Sebastián de
Soreasu, la iglesia insignia de Azpeitia desde tiempos remotos. Es más, todo
apunta a que esa circunstancia pudo ser determinante para la consecución del
delito.
El comportamiento delictivo de los miembros de la Iglesia era hasta cierto
punto tolerado en función de quienes fueran los actores, a pesar de que desde
dentro de la institución eclesiástica algunos intentaban combatir cualquier tipo
de transgresión. Aun así, el proceso judicial iniciado contra Ignacio y Pero
López indica que, en este caso, habían sobrepasado esos límites.
Una serie de documentos judiciales sugieren que «algo grave» sucedió, sin
explicitarlo 172 .
Al parecer, Íñigo, ante los graves cargos que se le imputaban, alegó que había
sido tonsurado, es decir, que era clérigo. Eso significaba que no podía ser
procesado por la justicia civil, porque todos los delitos concernientes a los
miembros de la Iglesia entraban dentro de la jurisdicción eclesiástica y, por
tanto, debían ser juzgados ante un tribunal diocesano. Lo curioso es que aquella
alegación de Ignacio fue admitida por el juez de la diócesis de Pamplona, a la
que pertenecía la parroquia de Azpeitia, donde se había cometido el delito. Sin
embargo, cuando el corregidor de Guipúzcoa, máximo representante de la
justicia real, requirió las pruebas pertinentes, Ignacio no pudo demostrar su
condición de clérigo.
El corregidor de Guipúzcoa dio una carta de poder, el 1 de marzo de 1515, al
escribano real de San Andrés de Eibar, Juan Pérez de Ubilla, para que actuara en
su nombre ante el obispo o el vicario general de Pamplona. En ella apelaba a la
bula de Alejandro VI «sobre el hábito y tonsura que los coronados han de traer
para gozar de privilegio clerical» y concluía que este debía ser revocado en el
caso de Ignacio, por no haber llevado nunca corona, «ni haber guardado el dicho
hábito y tonsura, y no ser hábil para gozar del dicho privilegio clerical» 173 . La
condición de clérigo era otorgada por un obispo mediante la tonsura, es decir,
practicándole la llamada «corona abierta», que consistía en cortar el pelo de la
coronilla de forma circular y «del tamaño como el sello de plomo que suele venir
en las bulas apostólicas, y no menor», como señalaba el obispo de Córdoba en
1494. Sin embargo, saltaron las alarmas cuando empezaron a ser nombrados
clérigos todos los que lo solicitaban, previo pago de lucrativas cantidades,
probablemente para liberarse de la jurisdicción secular, sin que ello comportase
luego una vida acorde con la religión 174 .
El 6 de marzo, Ubilla presentaba ante el vicario general y el oficial
diocesanos la pesquisa del corregidor «contra don Pero López de Loyola,
capellán, e Íñigo de Loyola, su hermano, habitantes de la villa de Azpeitia, sobre
cierto exceso, por ellos dice que el día de carnestolendas últimamente pasado
cometido e perpetrado, el tenor del cual dicho requerimiento es del tenor que
sigue: “Ante los R.dos señores etc.”» 175 . Así lo explicaba el notario diocesano,
pero no copió el texto donde se recogían los pormenores del delito cometido. No
se conoce, de momento, ninguna otra copia del proceso, a pesar de que debieron
hacerse varias, tanto para el corregidor como para el juez diocesano y los propios
implicados 176 .
La referencia al delito, calificándolo de «cierto exceso», ganará más adelante
posiciones al ser denominado «exceso y crimen», apelativos que remiten
directamente a una acción delictiva considerada muy grave, dado que en textos
legales o doctrinales se utilizaban esos términos para referirse a acciones como
la bigamia, el adulterio, el homicidio o el hurto, entre otras 177 .
Íñigo de Loyola reaccionó con una declaración en la que se ratificó en su
condición de «clérigo» 178 , y mediante la cual su procurador solicitó a través del
tribunal diocesano que el corregidor dejara de actuar en la causa y suspendiera el
proceso contra su defendido.
Los deseos de Ignacio fueron transmitidos al representante del corregidor,
cuya reacción no se hizo esperar, y volvió a insistir con renovada firmeza ante el
tribunal diocesano para que fueran obedecidas las bulas papales y no se emitiera
carta monitoria alguna contra la justicia real «sin que primeramente el clérigo
pruebe enteramente que por cuatro meses antes que cometiese el delito trajo
continuamente el hábito y tonsura decente, conforme a las dichas bulas y
declaraciones». Además, Ubilla, tras afirmar que esa circunstancia no había sido
probada, dijo que Íñigo de Loyola, «lego» —por si había alguna duda—, «es
público y notorio que siempre ha traído armas y capa abierta y cabello largo, sin
traer corona abierta», y, con contundencia, ordenó que «no se entremetan a
impedir al dicho señor corregidor la justicia real de su Alteza» 179 . Y es
precisamente en este momento cuando podemos intuir la gravedad de los delitos
que se les imputan a los hermanos Loyola: «[...] e los delitos que cometió [Íñigo]
son calificados y muy enormes, por los haber cometido él y Pero López, su
hermano, de noche, y de propósito, y sobre habla y consejo habido sobre
acechanza, y alevosamente, según parece por esta pesquisa que le presento; e
que les pido e requiero que manden prender al dicho Pero López de Loyola,
clérigo, e le den pena condigna al dicho delito, y al dicho Íñigo de Loyola
remitan al dicho señor corregidor, para que le dé la pena que fallare por derecho,
pues es de su fuero y jurisdicción» 180 .
Es sorprendente que Pero López siguiese en libertad aun con los cargos que
pesaban sobre su persona, mientras que Ignacio, al parecer —y dado que no se
reclamó su detención inmediata—, estaría preso en las cárceles diocesanas en
Pamplona. Por otro lado, sorprende también que el vicario o juez eclesiástico
hubiera accedido a admitir que Ignacio había sido tonsurado, cuando, en
realidad, la tonsura no podía ser probada.
Tres semanas después de que sucedieran los hechos, Ubilla había sido
sustituido como representante del corregidor por Miguel Vernet, que seguirá la
misma línea tenaz de su predecesor y no dará el brazo a torcer ante la resistencia
del juez diocesano a entregar a Ignacio a la justicia real. Vernet aporta también
su granito de arena a la hora de describir al acusado:
[...] el mencionado Íñigo de Loyola, en el tiempo que cometió dicho exceso y crimen, y mucho
tiempo antes, no solo durante cuatro meses, sino durante muchos años y años andó en hábito de
hombre de armas, con la cabeza cubierta, y la barba y los cabellos abundantes y largos, y no con
tonsura, sino más bien con armas y vestimenta no de clérigo de orden sagrada y decente 181 ...

Es más, Vernet añadía ahora que Ignacio no aparecía matriculado como


tonsurado en el libro de registro de la diócesis de Pamplona —al parecer, lo
había comprobado—, en contra de la obligación establecida en una constitución
del sínodo diocesano pamplonés de 1499: en el libro debían constar las órdenes
recibidas, el nombre del interesado, y el mes, día y año de la matrícula 182 . Y, por
tanto, se consideraba que la única prueba que podía eximirlo de ser juzgado ante
el corregidor no existía. Decía también que iba «armado de loriga y coraza,
dardos, ballestas y toda clase de armas, y abandonada toda señal de la milicia
celeste, se viste con las ínfulas de la milicia secular» 183 . Y también describía, en
castellano —aunque todo el documento está en latín—, cómo debían ir vestidos
los clérigos:
Y la vestidura o hábito decente sea, que traigan continuamente, exceptuando en los caminos,
loba, o manto, o capuz, o tabardo, o gabardino cerrado o abierto, y tan larga que con un palmo y
cuatro dedos más pueda llegar al suelo; y que la tal loba, o manto, o capuz, o tabardo, o gabardino,
no sea colorado, ni azul, ni verde, ni claro, ni amarillo, ni de otra color deshonesta; y que no sea
bordado, rayado ni entretallado; ni traigan calzas ni bonete colorado en público 184 .

La conclusión a la que llegaba el enviado del corregidor se expresaba más


adelante e intentaba sentar jurisprudencia, es decir, pretendía establecer la base
legal para que esas resistencias por parte del vicario general diocesano no
volvieran a repetirse:
Y por las presentes exhortamos y encargamos al dicho Johan de Santa María, oficial, y
cualesquier otros oficiales y vicarios generales del dicho obispo, que al presente son o por tiempo
serán en la dicha ciudad y obispado de Pamplona, que si desde en adelante alguno, llamándose
clérigo de corona, no estando escrito y matriculado en el dicho libro y registro, y no siendo
beneficiado, se fuere a la cárcel del dicho señor obispo, y se presentare en ella, y hubiere recurso a
nos o al dicho oficial o cualesquier otros oficiales o vicarios generales o sus tenientes, por gozar del
dicho privilegio clerical expidiere monición, inhibición contra la justicia y jueces seculares, que no
sea admitido ni defendido por la Iglesia 185 ...

Es probable que Ignacio, en verdad, hubiera sido tonsurado, como lo


demostraría el hecho de que en la dispensa papal, dada en Roma en 1523, para
que pudiera peregrinar a Jerusalén, se especifica que era «clérigo de la diócesis
de Pamplona» 186 . Sin embargo, no cabe duda de que su comportamiento no iba
acorde con esa condición. Además, queda patente la protección que desde el
obispado de Pamplona se prestaba a los Loyola. La función que desempeñaba el
señor de la casa y solar como patrono de las iglesias y ermitas de Azpeitia y el
consiguiente mantenimiento de una cohorte de beneficiados contaba a la hora de
imponer condiciones en los pleitos, pero también debían tener su peso específico
los sobornos, una práctica habitual en diócesis como la de Pamplona, donde el
absentismo de los obispos se consolidó como mal endémico desde finales del
siglo XV hasta bien entrado el siglo XVIII 187 .
Por otra parte, los datos que se desprenden de estas diligencias sirven para
aproximarnos desde otro ángulo a las escasas noticias que se tienen acerca de la
juventud de Íñigo. Pero esta vertiente violenta del personaje no es excepcional
en una sociedad basada en el ejercicio de la autoridad y la demostración de la
fuerza. Sobre todo si ese comportamiento aparece contextualizado dentro del
marco en el que actuaban los parientes mayores 188 . Desde mediados del siglo XV
y, en concreto, desde el destierro del abuelo de Ignacio y de otros parientes
mayores, estos empezaron a perder privilegios y fuerza jurídica frente a los
concejos. Poco a poco, dejaron de ser los «señores» con justicia propia,
generalmente basada en la presión y en la violencia, para ser uno más de la
comunidad, pero conservando algunas prerrogativas que el poder real les había
otorgado, como, por ejemplo, el patronato de las iglesias. Aunque, más adelante,
también ese ámbito les iba a ser cuestionado tanto desde los concejos como
desde la Iglesia 189 .
El misterio de los hechos delictivos cometidos por los hermanos Loyola quizá
no fue tal si tenemos en cuenta, como señalaron varios historiadores jesuitas, que
en aquel momento había en Azpeitia dos facciones enemigas que se disputaban
el curato de la parroquia de San Sebastián de Soreasu. Por una parte estaba el
rector Juan de Anchieta, antiguo cantor de la Capilla Real, y, por otra, el párroco
Pero o Pedro López de Loyola, apoyado por sus familiares y partidarios. Este
último consideraba que el curato de esa parroquia le pertenecía por derecho, y la
noche del 20 de febrero de 1515, martes de Carnaval, habría intentado, con la
ayuda de Ignacio, convencer de ello por la fuerza a Juan de Anchieta 190 .
Curiosamente, unos hechos similares a los que probablemente llevaron a los
hermanos Loyola ante la justicia fueron la causa de que dos hijos del contador
mayor Juan Velázquez de Cuéllar —su primogénito Gutierre Velázquez y Arnao
de Velasco— fuesen denunciados también en 1515: el obispo de Ávila, fray
Francisco Ruiz, los acusó de encastillar unas iglesias en Arévalo y cometer actos
violentos para impedir que un clérigo tomase posesión de un beneficio
eclesiástico del cual era titular 191 .

Seroras, freilas y beatas en la Azpeitia del joven Ignacio

Ignacio, en sus años de juventud, tuvo oportunidad de conocer la institución


de las freilas o seroras, que eran mujeres que se encargaban de cuidar las
iglesias, las ermitas de las zonas rurales y los objetos de culto, con aprobación
del obispo diocesano. Así como en otros lugares de la geografía hispana estas
fueron desapareciendo porque su presencia le resultaba molesta a la Iglesia, en el
País Vasco se mantuvieron en activo debido a su consolidado prestigio social.
Las seroras o freilas desempeñaban aquellas labores con la autoridad que
históricamente, en los primeros tiempos del cristianismo, se había concedido a
las diaconisas, viudas o benitas. Dado que las mujeres no tenían derecho a
reunirse con los hombres en los actos religiosos y celebraban sus ceremonias en
un apartado, el matroneum, una de las misiones de las diaconisas, de las viudas o
de las vírgenes era custodiar la entrada de dicho lugar reservado a las mujeres,
presidir esas reuniones, catequizarlas antes del bautismo, ungirlas con el Santo
Crisma excepto en la cabeza, visitar a las mujeres en las prisiones e incluso, en
ocasiones, llevarles la sagrada comunión. También acompañaban a las mujeres
en la ceremonia del matrimonio y lavaban y amortajaban los cadáveres para el
sepelio 192 .
Por otra parte, Azpeitia fue donde tuvo origen el primer convento franciscano
de Guipúzcoa, el de las monjas de la Purísima Concepción, y era también la
localidad con más beatas terciarias de toda la provincia, después de Bilbao. La
oposición de los Loyola a este cenobio se prolongó en el tiempo con diversos
recursos judiciales, pero también con violencia cuando vieron amenazados sus
ingresos económicos. La pugna se desató entre las facciones de los Loyola y los
Anchieta, que se disputaban el poder en la localidad, pero las religiosas tuvieron
que tomar partido para intentar defender sus intereses. El propio Ignacio aparece
como testigo en un documento de conciliación entre la casa de Loyola y el
convento femenino de la Purísima Concepción, en 1535, en su última visita a
Azpeitia.
En 1495-1496, dos seroras de la ermita de San Pedro de Elormendi, en
Azpeitia, hicieron voto de obediencia, pobreza y castidad y adoptaron el hábito
de la tercera Orden de San Francisco. Una de aquellas dos mujeres era prima
carnal de Ignacio y se llamaba María López de Emparán, hija de Juan Martínez
de Emparán y Catalina de Loyola (hermana de Beltrán de Oñaz). La otra, Ana de
Uranga, era hija legítima de Pedro Martínez de Uranga y Catalina de Surola. En
su nueva condición de beatas terciarias, pasaron a vivir recogidamente en una
pequeña casa de Azpeitia. Crearon un reducido oratorio con la dote aportada por
Ana de Uranga y algunas limosnas, y luego no tardaron en unirse a ellas otras
dos mujeres. En 1505, la casa de las religiosas quedó destruida por un incendio y
fueron acogidas en el piso superior de la casa de los señores de Emparán. Un año
más tarde consiguieron levantar una casa más grande en unos terrenos próximos
y la pusieron bajo la advocación de la Purísima Concepción. Aquel paso hacia
delante de las terciarias franciscanas puso en alerta al señor de Loyola y a los
clérigos de Azpeitia, e incluso al concejo y al rector de la iglesia de San
Sebastián de Soreasu, Juan de Anchieta 193 .
Juan de Anchieta era hijo de Martín García de Anchieta y de Hurtaizaga de
Loyola (hermana del abuelo de Ignacio), y había nacido hacia 1462 en el lugar
de Urrestrilla, en Azpeitia 194 . Estudió en la Universidad de Salamanca en los
años en que era profesor de música Diego de Fermoselle, el hermano mayor del
célebre poeta, músico y autor teatral Juan de Fermoselle, más conocido como
Juan del Encina. A partir de febrero de 1489, Juan de Anchieta figura en la
nómina de la corte de los Reyes Católicos como capellán y cantor con un sueldo
de 20.000 maravedíes anuales, que en 1493 fue elevado a 30.000 maravedíes 195 .
Desde entonces viajó constantemente siguiendo a la corte (Isabel se desplazó en
quince ocasiones entre 1491 y 1503). En 1495, Juan de Anchieta fue nombrado
maestro de capilla del infante don Juan, de 17 años, cargo que ostentó tan solo
hasta 1497, cuando sobrevino la muerte del príncipe. Pero su permanencia en la
corte contribuyó, sin duda, a la suma de otros privilegios: en 1499 fue designado
beneficiado, en ausencia, en Villarino, en la diócesis de Salamanca, y en 1500
era nombrado rector de la parroquia de San Sebastián de Soreasu, en Azpeitia.
Después del fallecimiento de la reina Isabel la Católica, en 1504, pasó al servicio
de su hija, la reina Juana I de Castilla. Así fue como pudo visitar Flandes y
contactar con los principales compositores de la Grande Chapelle de Felipe el
Hermoso. De regreso a España, en enero de 1506, la flota real se vio obligada a
atracar durante casi cuatro meses en Inglaterra, donde Anchieta tuvo la
oportunidad de conocer la música de la corte de Enrique VII. Se sabe que
también realizó ese viaje Ochoa Pérez de Loyola, otro de los hijos de don
Beltrán y hermano de Ignacio, porque así dejó constancia de ello en su
testamento en 1508. Entre otras cosas, Ochoa Pérez de Loyola manifestaba haber
dado poderes a Juan de Anchieta para que cobrara en su nombre 200 ducados de
oro que le debía la reina: «[...] por los servicios que a su alteza le hice, así en el
condado de Flandes, como cuando desde [allí] vino para estos sus reinos». A
pesar de la brecha que se abrió entre Juan de Anchieta y los Loyola, finalmente
aquel entregó la citada cantidad a Martín García, el hermano de Ochoa, en 1512.
Entre 1507 y 1516 el sueldo de Juan de Anchieta como capellán y cantor de
la reina Juana en el palacio de Tordesillas se cifraba en 45.000 maravedíes. El
año 1519 supuso su «jubilación» oficial como cantor y músico de la corte,
porque Carlos I prescindió de sus servicios, aunque le mantuvo el sueldo anual
que venía percibiendo. Tenía el músico en torno a 57 años. Un año antes había
obtenido el nombramiento de abad de Arbas 196 . El 23 de octubre de 1520
aparece registrado dicho pago en el libro de gastos de la corte, aunque se
describe a Anchieta como «viejo y enfermo en su casa en Azpeitia» 197 .
A pesar del desempeño de sus funciones en la corte de los Reyes Católicos,
Juan de Anchieta no había roto los lazos con Azpeitia en ningún momento. Así
se desprende de la casa de estilo mudéjar que mandó construir en la villa y de
diversos documentos. Algunos de estos, al mismo tiempo, indican que las
fricciones mantenidas con el señor de la casa de Loyola arrancan de la época en
que empezó a acumular un patrimonio considerable gracias al sueldo que recibía
como cantor de la corte y a otros privilegios. Se sabe también, por su testamento,
que tuvo al menos dos hijos naturales, uno llamado Martín García de Anchieta, y
el otro, llamado Juan de Anchieta. Este último aparece citado en el testamento
como hijo de María Martínez de Esquerrategui, mujer «suelta», es decir, soltera,
y vecina de la villa de Azpeitia. Quizá la omisión del primero se deba a que
había fallecido en el momento de redactar sus últimas voluntades 198 .
El señor de Loyola venía ejerciendo, por antiguo privilegio real (desde 1394,
dado por Enrique III a Beltrán Ibáñez de Loyola) 199 —y, por tanto, como
administrador de unos bienes de la Corona—, el patronazgo de la parroquia de
San Sebastián de Soreasu y de sus iglesias sufragáneas. Esto le permitía
administrar los suculentos donativos y rentas que de ello se derivaban. En
realidad, la mayor parte de la fortuna de los Loyola provenía de los diezmos
eclesiásticos (por ejemplo, en 1569 las rentas eclesiásticas aportaban 1.000
ducados, mientras que el total de los ingresos era de 1.700 ducados), por lo que
no estaban dispuestos a ver disminuido ese privilegio 200 . Además, en general,
las freilas que se ocupaban de las iglesias y ermitas debían entregar una dote y a
cambio recibían un pequeño salario que les permitía vivir dignamente (aunque
algunas también se veían obligadas a mendigar para poder subsistir). El
privilegio de su nombramiento recaía en el patrón de la parroquia y tomaban
posesión ante los alcaldes con cierta solemnidad, lo cual garantizaba el control
de aquellos «destinos» 201 .
Por su parte, el concejo de Salvatierra de Iraurgi (Azpeitia) había recibido de
la Corona el encargo de custodiar y velar por el buen cumplimiento del
patronato, y, poco a poco, fue ganándole terreno a los Loyola en ese sentido,
apelando, por ejemplo, al mal uso que estos hacían del reparto de los diezmos
que percibía la iglesia, pues los dedicaban a mantener a los suyos. Sin duda, en
nada les favorecía la instalación de un convento femenino franciscano en
Azpeitia, eximido del pago de la mayoría de los impuestos debido a los
privilegios eclesiásticos 202 .
Finalmente, Juan de Anchieta, como rector, aunque se hallaba ausente,
también vio amenazados sus privilegios.
Pronto se trazó la senda que a todos convenía: Anchieta envió al vicario
general de la diócesis de Pamplona la petición de que excomulgara a cualquier
vecino de Azpeitia que no se confesara con un cura de la parroquia y que no
hubiera comulgado a lo largo del año en la iglesia de San Sebastián de Soreasu.
El vicario general Juan de Santa María, quizá por la amistad que le unía con los
Loyola, accedió a la petición. Por supuesto, se trataba de un dardo envenenado
dirigido a las terciarias de Azpeitia, que se confesaban y comulgaban con un
franciscano del convento de Sasiola (fundado en 1503). Pero las religiosas
desoyeron la carta monitoria del obispado. Finalmente, el domingo 10 de mayo
de 1506, Domingo de Mendizábal —que realizaba las funciones del rector de
Soreasu en ausencia de Juan de Anchieta—, después de manifestar ante la
feligresía que María López de Emparán, Ana de Uranga, María de Acharán,
Gracia Martínez de Iraeta y María Marquesa de Oliso no se habían confesado en
la parroquia en el último año, según demostraban los registros, declaró que todas
ellas quedaban excomulgadas: «[...] por cuanto notoriamente las susodichas
habían sido rebeldes y contumaces [...] publicaba y denunciaba, y publico y
denuncio por inobedientes, y excomulgadas a las susodichas...» 203 .
Pero las religiosas, que habían asistido a la misa dominical y se encontraban
en aquel momento en la iglesia, estaban preparadas para frenar la embestida:
habían pedido a Juan Pérez de Eizaguirre, «escribano de sus altezas y de las del
Número de la dicha villa de Azpeitia», y a varias personas que debían actuar
como testigos, que las acompañasen. Entonces, a petición de las religiosas, el
notario se dispuso a tomar nota de lo que iban a decirle en público a Domingo de
Mendizábal:
[...] las dichas beatas dijeron que ellas no estaban excomulgadas, por cuanto ellas estaban
confesadas legítimamente por religioso dado por confesor de ellas por sus prelados, provincial,
custodio y guardián, y que esto les era a ellos notorio por el maremagnum que a ellos, en su favor de
ellas, estaba presentado por el guardián de San Francisco de Sasiola, en cuya obediencia ellas
estaban, así como por mí el dicho escribano parecía, y que ellas protestaban de eso, que por ante
quien y como el derecho debieran, como de transgresores de los mandamientos apostólicos, pues les
echaban de la iglesia por fuerza como si no fuesen cristianos, y que esto era lo que pedían por
testimonio a mí, escribano, de lo cual son testigos los susodichos Pero Pérez Zabala y Juan Ibáñez
de Garagarza y Juan Ibáñez de Acharán vecinos de dicha villa 204 ...

Sin embargo, esta sorprendente reacción de las beatas franciscanas de


Azpeitia no amilanó, ni mucho menos, al clero secular, que continuó con su
política de extorsión y amedrentamiento.
Aquel mismo mes de mayo de 1506, un grupo de clérigos de la parroquia de
Soreasu, con el rector en funciones Domingo de Mendizábal a la cabeza,
irrumpieron en el oratorio de las beatas en medio de la misa y ordenaron al
franciscano oficiante que la suspendiese, a lo cual este se negó. Entonces, los
clérigos derribaron el altar y lo destrozaron ante la mirada atónita de las
religiosas y del propio fraile terciario 205 .
Los franciscanos de Sasiola, bajo cuya protección se hallaba el oratorio
femenino de Azpeitia, denunciaron los hechos ante un juez nombrado para tal
efecto y este excomulgó al vicario diocesano Juan de Santa María por haber
obligado a las monjas a confesarse y comulgar con clérigos seculares. Entonces
el vicario general buscó el apoyo de todos los rectores y clérigos de las
parroquias de Guipúzcoa y recurrieron la sentencia ante el papa Julio II. Este, en
agosto de 1506, designó una comisión de tres arcedianos para que investigaran el
asunto y mediaran entre las partes, pero, al parecer, no se derivó de ello ninguna
acción judicial. Aun así, en octubre de ese mismo año, los franciscanos
decidieron conciliarse con el vicario general de Pamplona, y se acordó con los
clérigos azpeitiarras que los frailes franciscanos de Sasiola podían, en adelante,
confesar y dar la comunión únicamente a las beatas en su oratorio 206 .
Así pues, tanto el señor de Loyola como los clérigos beneficiados de San
Sebastián de Soreasu y el propio Juan de Anchieta habían creado un frente
común ante la amenaza que suponía para sus intereses la implantación de un
núcleo franciscano femenino en Azpeitia. Sin embargo, enseguida empezaron a
revelarse ambiciones personales que se hallaban aletargadas.
El reparto de los diezmos correspondientes a la iglesia ya había sido fuente de
graves problemas. En 1474 fue asesinado el abad de Loyola, Juan Pérez de
Loyola, hermano bastardo de Beltrán de Loyola y tío carnal de Ignacio, por
haber intentado que el entonces rector Martín de Anchieta, nombrado por aquel
en 1451, repartiese entre los clérigos beneficiados un cuarto de los diezmos y la
mitad del pie del altar. El asesinato lo habían cometido, por mandato del rector,
uno de los hijos naturales de este y un sobrino. Como consecuencia de ello,
Martín de Anchieta huyó con sus hijos y fue privado de la rectoría y desposeído
de su casa de Egusquiza para pagar las costas del proceso, mientras que su
sobrino fue degollado en Azpeitia. Posteriormente, Beltrán de Loyola se
reconcilió con uno de los hijos de Martín de Anchieta y le devolvió la casa de
Egusquiza 207 .
Otro punto de inflexión en la dinámica del patronato de la iglesia de San
Sebastián de Soreasu se produjo hacia 1505, cuando Juan de Anchieta reivindicó
para sí, ante el Consejo Real, la cuarta parte de los diezmos de la villa de
Azpeitia y su jurisdicción, y la mitad del pie de altar, y el derecho de proveer y
presentar los clérigos que servían en la iglesia, y de poner freilas y beatas para
servir en otras basílicas anexas, que, según decía, estaba usurpándole el señor de
la casa de Loyola 208 . Sus demandas iban en contra de los privilegios reales
concedidos por sucesivos monarcas, desde Enrique III hasta los Reyes Católicos,
y ratificados por el papa Benedicto XIII. Acogiéndose a esos privilegios habían
ejercido el patronato Juan Pérez de Loyola y Beltrán de Loyola, y ahora, por
herencia, Martín García de Oñaz, el hermano de Ignacio. En la sentencia de 17
de agosto de 1509, el presidente y los oidores de la Chancillería de Valladolid —
donde finalmente había sido remitido el pleito— absolvieron a Martín García de
las demandas que había puesto Juan de Anchieta en contra del ejercicio del
patronato.
La lucha del poder real por mantener apartada a la Iglesia de aquellos asuntos
que concerniesen a la justicia laica pudo más en este caso que el currículum de
Juan de Anchieta como servidor en la corte.
Precisamente gracias a este largo proceso, rico en datos que aportaron los
testigos, es posible ahondar en el perfil de los rectores y clérigos beneficiados
que se ocupaban de la cura de almas en la iglesia de San Sebastián de Soreasu
entre finales del siglo XV y principios del XVI. El balance no es nada halagüeño si
damos crédito a los testimonios de las declaraciones. Los testigos de cargo
presentados por Juan de Anchieta se quejaban de la arbitrariedad de que hacía
gala el patrono de la iglesia al escoger tanto a la clerecía como a las freilas entre
sus allegados o partidarios. A su entender, esa era una de las principales causas
de que la mayoría de los clérigos no supieran apenas leer ni pudieran explicar el
Evangelio, centrando su actividad únicamente en decir misa: «Muchos de los
clérigos... son muy inhábiles, que apenas aciertan a leer en el libro», decía uno;
«En esta iglesia no hay ningún clérigo que sea letrado», afirmaba otro. Incluso
uno de los beneficiados llamado a testificar admitía que «a causa de no haber en
Azpeitia clérigos letrados que supieran corregir y gobernar a los pueblos en las
cosas tocantes a sus conciencias, han causado que se levanten algunas de las
brujerías e cosas que se han levantado de poco tiempo acá contra la fe
católica» 209 . A este panorama desolador desde el punto de vista de la praxis
eclesiástica se unía la ambición por aumentar los ingresos, cada clérigo según
sus posibilidades, lo cual desembocaba a menudo en una verdadera pugna que
podía acabar en un baño de sangre. Aun así, hasta entonces, el verdadero
vencedor había sido el señor de la casa y solar de Loyola, quien, como una
muestra más de su poder, daba de su propia mano la primera oblada a cada
nuevo beneficiado.
Es fácil adivinar cuáles debieron ser los sentimientos de Juan de Anchieta tras
el proceso judicial, pero aquella sentencia no significó, ni mucho menos, una
rendición definitiva del músico de la corte ante el señor de Loyola. Así pues, en
1516 volvió a ser necesaria la intervención de la Corona, esta vez, de la reina
Juana y su hijo Carlos, quienes expidieron una real provisión para que el
corregidor de Guipúzcoa impidiera que el cargo de rector de la iglesia de San
Sebastián de Soreasu fuese ocupado por García López de Anchieta, sobrino de
Juan de Anchieta. El empeño de este por dejar en manos de un familiar directo la
rectoría, tras su renuncia, acabó en tragedia, porque el 15 de septiembre de 1518
era asesinado García López de Anchieta, «dándole ciertas cuchilladas que le
dieron en su cabeza e cuerpo». La agresión se produjo en Azpeitia, en la «pelea e
encrucijada entre las calles de Emparán e de Medio, de noche». Los asesinos,
Juan Martínez de Lasao y Pedro de Oñaz, «menor en días», ambos escribanos
reales y vecinos de la villa, huyeron. Posteriormente, en abril de 1530, serían
perdonados por los señores de Loyola y por todos los familiares de la víctima
que tuvieran relación de consanguinidad hasta el cuarto grado. Al parecer, los
asesinos no guardaban ninguna relación de consanguinidad con el señor de la
casa de Loyola, pero eso no quiere decir que este no se hallase detrás del acto
criminal, como instigador 210 .
Es casi obligado aquí regresar a los hechos criminales de los carnavales de
1515 que les fueron imputados a Ignacio y a su hermano Pero López de Loyola,
porque es muy probable que formasen parte de esa sucesión de enfrentamientos
entre los Loyola y Juan de Anchieta. Pero, además, habría que añadir otro dato,
sin duda importantísimo, que abona esa hipótesis: Pero López aspiraba a ser
rector de San Sebastián de Soreasu.
En ese sentido, el año 1518 fue decisivo para el señor de la casa y solar de
Loyola, y para sus acólitos, porque el 5 de marzo, en Valladolid, se expidió la
licencia real para que Martín García de Oñaz procediese a instaurar el
mayorazgo en su hijo Beltrán de Oñaz. Y es también ese mismo año cuando los
Loyola consiguieron despejar el camino hacia el control definitivo de la
codiciada rectoría, que ocuparía Pero López de Loyola.
No obstante, en los dos años siguientes se sucedieron algunos
acontecimientos que parecen interponerse en el camino de los Oñaz-Loyola.
El 4 de mayo de 1519, el emperador ordenó por cédula real que el corregidor
de la provincia de Guipúzcoa abriera una investigación para determinar si un tal
Pero de Oñaz y un tal Pedro de Arteaga, vecinos de Azpeitia, que «mataron a
dos clérigos a traición» y se entregaron en calidad de «clérigos de corona» al
vicario y oficial del obispado de Pamplona, no habían falseado su condición 211 .
No cabe duda de que los Oñaz-Loyola tenían buenos aliados en el tribunal
diocesano de Pamplona, porque estas muertes, como las probables agresiones de
los hermanos Loyola, no pueden ocultar la mano vengadora del clan, con el
señor de la casa y solar al frente 212 .
Por su parte, Pero López de Loyola tampoco debió tener fácil la toma de
posesión de la rectoría, como lo demuestra un documento del 27 de febrero de
1520, por el que los siete beneficiados de la iglesia de Azpeitia convenían
ayudarle económicamente porque volvía a estar en aprietos:
[...] a nuestra noticia ha venido que a vos don Pero López de Oñaz, rector de la villa de Azpeitia y de
la dicha iglesia os han puesto en cierto intervalo y enojo impetrándoos la dicha rectoría, y porque
ello nos toca en parte a nos los susodichos beneficiados y a vos el dicho rector, queriendo nos y cada
uno de nos, por la íntima hermandad y amistad que entre vos el dicho rector y nos los dichos
beneficiados hay, y queriéndoos, de nuestra propia, libre, franca y espontánea voluntad ayudar con
parte de nuestras haciendas y bienes, por tocar como a todos nos toca lo susodicho, queremos [...]
dar para ayuda y remuneración de costa la parte que nos, y cada uno de nos, tiene del diezmo del
año venidero 213 ...

Del documento podría deducirse que el rector Pero López había sido apartado
provisionalmente («vos han puesto en cierto intervalo y enojo») y cuestionado al
frente de la rectoría («impetrando vos la dicha rectoría»), por lo que los
beneficiados se mostraban dispuestos a cederle una parte de sus ingresos, como
no podía ser de otra forma, tratándose del hermano del patrón de la iglesia,
Martín García de Loyola.
Es probable que esta y las otras situaciones tuviesen algo que ver con las
presiones de Juan de Anchieta para recuperar la rectoría. Sin embargo, años
después tanto Pero López como el señor de Loyola y sus partidarios acabarían
venciendo al que se había convertido en su mayor enemigo.
Pero aún no había llegado ese momento, porque el «viejo» Juan de Anchieta
no se amilanó ante la arrolladora determinación del señor de la casa de Loyola y
esto volvió a poner en un aprieto al beaterio femenino de terciarias franciscanas
de Azpeitia. El caso es que Anchieta se propuso construir una capilla funeraria
adyacente a la iglesia de San Sebastián de Soreasu, donde erigiría su tumba y
serían enterrados sus parientes, para lo cual compró unos terrenos anexos.
Quería dotarla de ocho capellanes, un primer capellán y un sacristán, lo cual
supondría la creación de un grupo de clérigos no dependiente del patrón de la
iglesia. La nueva capilla iba a estar enfrente de la que servía de sepultura a los
Loyola, que se hallaba en el lado más privilegiado, el del Evangelio. Para
mantener tanto fasto, Juan de Anchieta pretendía asignar a esta capellanía el
beneficio de Villarino. Pero la oposición que encontró entre los propios clérigos
le hizo desistir de este empeño y desplazar el centro de atención hacia un nuevo
proyecto que beneficiaba claramente a las franciscanas de Azpeitia 214 .
En el testamento que Anchieta dictó el 19 de febrero de 1522 retomó parte de
la idea concebida sobre su sepultura y expresó su deseo de ser enterrado en la
iglesia del convento femenino de la Purísima Concepción de Azpeitia:
Porque así quiero, y así mando, porque ello es así mi final determinación, y por la devoción que
yo tengo en la dicha iglesia y monasterio, donde con autoridad apostólica, por vía de resignación he
dado, y puesto el beneficio, y préstamo que yo tengo en el lugar de Villarino, con sus anexos, que
son el Obispado de Salamanca para las obras y edificios del dicho monasterio, alimentos y
sustentamiento de las dichas beatas, y padres capellanes religiosos que residen en dicha iglesia y
monasterio, para que ende cada día digan misas y Nuestro Señor sea servido y su culto divino
aumentado 215 .

Anchieta no cesaba de añadir eslabones a su particular cadena de


encarnizados desafíos a los Loyola. Y al poner por escrito sus últimas voluntades
demostró que por nada del mundo iba a permitir que estos se beneficiasen de sus
rentas en el futuro. Para ello recurrió al recién elegido papa, Adriano VI, quien el
27 de abril de 1522 dirigió una carta a una serie de autoridades eclesiásticas
encargándoles que no permitieran que fuesen revocadas las voluntades del
testador ni por el obispo de Pamplona ni por su vicario general ni por Martín
García de Oñaz ni por el rector o los beneficiarios de Azpeitia u otras personas,
bajo pena de excomunión y con el compromiso de acudir a la justicia secular si
fuese necesario. En esa relación aparecían todos los enemigos de Anchieta que
potencialmente podían hacer tabla rasa de su herencia 216 .
Ahora, para el señor de Loyola, las beatas franciscanas estaban claramente
alineadas en el bando enemigo y, más que nunca, debido a la creciente
acumulación de poder económico, empezaban a amenazar su supremacía. Así las
cosas, en abril de 1523 se sucedieron una serie de acontecimientos que sirvieron
de excusa para amedrentar a las religiosas. Una de las funciones que las
franciscanas desempeñaban en Azpeitia era la de enseñar a algunas niñas de
familias bien aposentadas los rudimentos básicos de la religión. Se dio el caso de
que dos de estas niñas, una de 9 años y otra de 12, manifestaron su deseo de
tomar el hábito de la Tercera Orden franciscana. La reacción furibunda de los
padres de ambas niñas no se hizo esperar y acusaron a las beatas de querer
aprovecharse de sus respectivas fortunas: «Y esto ha de creer de todos los
vecinos de esta villa... por solo adquirir los bienes de las dichas muchachas
porque las dos son únicas y también sabe que los bienes así adquiridos [...] no
pagarían diezmos ni primicias algunas a la dicha iglesia [...] porque de los que
ahora tienen tampoco pagan» 217 .
Ambas niñas eran hijas únicas y, por tanto, herederas universales de todos los
bienes familiares (unos 4.000 ducados en cada caso). Pero, además, una de ellas,
María Nicolasa de Oyanguren, era sobrina del señor de Loyola, cuyo auxilio
buscó la madre de la niña para que pusiese remedio a la situación. Fue una
excelente excusa para que Martín García de Oñaz, su hermano el rector Pero
López, el alcalde y otros beneficiados de la iglesia de San Sebastián de Soreasu
se dirigieran armados hacia el convento de las beatas franciscanas. Después de
insultarlas y amenazarlas con entrar a buscar a María Nicolasa, intentaron
quemar la casa conventual. Finalmente, unos días más tarde, por mediación del
superior franciscano de Sasiola, se impuso la calma: María Nicolasa fue
entregada a su madre el 28 de abril de 1523.
Dos meses más tarde, el capítulo provincial de los franciscanos, reunido en
Burgos, determinó las condiciones que debían prevalecer en la relación entre las
beatas y los Loyola: las beatas no denunciarían al señor de Loyola por todo lo
acaecido, y este, a su vez, acudiría a la misa del convento y pediría perdón a las
beatas. A cambio, María Nicolasa sería desprovista del hábito franciscano y
entregada en custodia a una persona honesta, de modo que la propia niña pudiese
elegir libremente. Además, entre otras cosas, se establecía que las beatas tenían
la obligación de «diezmar a la iglesia parroquial, de donde el dicho Señor de
Loyola es patrón», es decir, de pagar la décima parte de los bienes anuales 218 .
En realidad, el interés de Martín García de Oñaz en aquel asunto tenía otra
ramificación no menos importante: María Nicolasa de Oyanguren había sido
elegida para ser la esposa de uno de los hijos predilectos del señor de Loyola
(pues así lo expresó este en su testamento). Ese aspecto despeja todas las dudas
acerca de la supuesta libertad de elección de María Nicolasa, abocada
irremisiblemente al matrimonio con Martín García de Oñaz, el vástago del señor
de Loyola. El matrimonio se llevó a cabo, efectivamente, después del
fallecimiento de este en 1538 219 .
Probablemente, el músico Juan de Anchieta tuvo que mantenerse al margen
de aquellos acontecimientos debido al avanzado estado de su enfermedad,
porque, en realidad, falleció muy poco después, el 30 de julio de 1523. Sin
embargo, ni siquiera su muerte sirvió para aplacar el odio que le profesaban sus
enemigos, sino todo lo contrario. El expreso deseo de Juan de Anchieta de ser
enterrado en el beaterio femenino franciscano y el consiguiente cumplimiento de
esa voluntad encendió de nuevo la llama del rencor entre sus adversarios. Las
religiosas, junto con un grupo de franciscanos, se dirigieron a la casa de Juan de
Anchieta para disponer de sus restos mortales. Lo mismo hicieron Pero López y
otros clérigos de San Sebastián de Soreasu (probablemente, los mismos que le
cedieron parte del diezmo parroquial). Una vez reunidos todos ante el cadáver, el
rector exigió a los franciscanos congregados que le entregasen tanto el
testamento de Juan de Anchieta como las bulas papales que había solicitado para
garantizar que sus últimas voluntades serían cumplidas. Mientras no fuese
examinada dicha documentación, el cuerpo de Juan de Anchieta sería enterrado
en la iglesia de San Sebastián de Soreasu. Los franciscanos y las franciscanas
intentaron oponerse a esas intenciones, pero el rector y los beneficiados eran
mayoría y consiguieron arrebatarles el cadáver y arrastrarlo por las calles, con
gran estrépito, para evitar que fuese enterrado en el convento de la Concepción.
Además, los alborotadores, con Pero López a la cabeza, echaron a Ana de
Anchieta, que era menor de edad, de la casa de su tío y se apoderaron de los
bienes que le había dejado en herencia. Para condenar este atropello, su tutor
reclamó justicia en la chancillería de Valladolid y llegó a Azpeitia el juez
corregidor de Guipúzcoa y el vicario general de Pamplona, según se había
ordenado en una Real Provisión firmada por Carlos I en Valladolid el 22 de
agosto de 1523. Pero las cosas se complicaron para las franciscanas.
Si bien el clero parroquial no obtuvo del papa el apoyo esperado, puesto que
este pidió que fuese la justicia laica la que interviniera, en realidad la inhibición
del corregidor, probablemente pensando que no debía inmiscuirse en un caso en
el que todas las partes estaban bajo la jurisdicción eclesiástica, acabó
favoreciendo al bando loyolista. El corregidor ni siquiera tuvo en cuenta la
condición laica de Ana de Anchieta, que por aquel tiempo se había casado con
Juan López de Ugarte (aunque en 1524 quedó viuda y entró en el convento de la
Purísima Concepción). En los primeros meses de 1524 las cosas fueron a peor
para las franciscanas de Azpeitia: el papa Clemente VII nombró juez del caso al
obispo de Trípoli, Pedro de Lizaola —de la órbita de los Loyola—, quien anuló
por completo las últimas voluntades de Juan de Anchieta y humilló a las beatas
prohibiéndoles la celebración de misas cantadas, la exposición del Sagrado
Sacramento, tener agua bendita, el repique de campanas y la posibilidad de
enterrar a sus religiosas en el convento, aduciendo, además, que la iglesia de la
Purísima Concepción no había sido consagrada; lo cual, por otra parte, era
cierto. La tenaz resistencia de las franciscanas y su perseverancia en busca de
justicia hizo que aquel pleito y otro que inició contra ellas el señor de Loyola se
prolongase en el tiempo e incluso obligase al rector Pero López de Loyola, el
hermano de Ignacio, a viajar a Roma para buscar una justicia favorable a sus
intereses. De allí llegaron tres sentencias contra las beatas de Azpeitia: el cuerpo
de Anchieta debía quedar enterrado donde estaba; nadie podía ser enterrado en la
iglesia del convento mientras no fuera consagrada, y las monjas estaban
obligadas a pagar 420 ducados por los gastos del pleito. Aun así, uno de sus
mayores enemigos, Pero López, no tuvo tiempo de compartir la victoria con los
Loyola, pues, una vez concluido el juicio en Roma, al parecer murió en
Barcelona, en el viaje de regreso a Azpeitia. La fecha de su muerte es incierta,
pero debió ocurrir hacia 1529, porque en 1530 se encuentra ejerciendo de rector
en Azpeitia un sobrino suyo, Andrés de Loyola 220 .
Fue precisamente el 11 de abril de 1530 cuando se redactó una escritura de
perdón en favor de Pero de Oñaz y Juan Martínez de Lasao, los asesinos de
García López de Anchieta. La firmaban los señores de Loyola y todos los
familiares de la víctima que tuvieran relación de consanguinidad y afinidad hasta
el cuarto grado. Y fue también ese mismo año, entre finales de abril y principios
de mayo, cuando las Juntas Generales celebradas en Zumaya mandaron
investigar a los asesinos de Anchieta (¡doce años después!). A partir del informe
que se entregó —cuyo contenido exacto desconocemos— las Juntas decidieron
lo siguiente:
Este día en la dicha Junta mandaron que el alcalde de la Hermandad de Motrico, a quien le
mandaron ir a Azpeitia a hacer pesquisa contra los receptadores que mataron al Abad Anchieta y
tenía presas a ciertas personas que habían hallado culpables, los suelte sobre fiadores que volvieren
a la cárcel cuando les mandare y que sobre ello ha hecho lo lleve o envíe a la Junta de Tolosa 221 .

El hecho de que en estas actas se diga que la víctima fue el «Abad Anchieta»
—título que ostentaba Juan de Anchieta y no su sobrino asesinado, García López
de Anchieta—, unido a la actitud benevolente de las Juntas al ordenar que fuesen
liberados los culpables, demuestra una clara negligencia por parte de los
procuradores de las villas y las autoridades de la provincia que las integraban.
Por otra parte, no sabemos si dicha investigación fue consecuencia directa de la
decisión de perdonar a los asesinos tomada por los Loyola, aunque sería
probable, debido a la proximidad temporal de ambos hechos.
Por su parte, las monjas consiguieron que la iglesia fuese bendecida en una
ceremonia celebrada el 11 de marzo de 1533, pero perdieron el derecho a recibir
las rentas del beneficio de Villarino, cedidas por Juan de Anchieta. Martín
García de Oñaz no estaba dispuesto a ceder lo más mínimo, como queda
demostrado en el proyecto de concordia con las beatas. El señor de Loyola
reclamaba para sí el patronazgo del convento y que las beatas acogiesen a una de
sus hijas, fuese natural o legítima, sin necesidad de que esta llevase dote alguna
ni de que constase por escrito en el acuerdo. A cambio, Martín García se ofrecía
a cederles unos terrenos anexos al convento, y a perdonarles la deuda de los 420
ducados, y consentía que enterrasen en su cementerio —pero no en la iglesia—
el cuerpo de Juan de Anchieta, e incluso sugería que podían intentar recobrar el
beneficio de Villarino. La firma de la concordia se llevó a cabo el 18 de mayo de
1535, e Ignacio firmó como testigo, dado que ese acto coincidió con su regreso y
última visita a Azpeitia 222 .

Amenazas de muerte contra Ignacio: ¿un asunto de amoríos?

En ese período difuso en la biografía de Ignacio, que abarca la época de su


juventud hasta la herida de Pamplona en 1521, se sucedieron una serie de hechos
que, por su dimensión jurídica, han dejado desigual rastro en la documentación.
Hemos visto cuáles podrían haber sido las circunstancias de lo sucedido en los
carnavales de 1515 en Azpeitia y el clima de tensión que se vivía en el entorno
del clan de los Oñaz y Loyola con respecto a la defensa de sus intereses y
privilegios. Parte de esa tensión la generaba la propia dinámica social, en la que
la venganza privada era un hábito muy arraigado y a menudo acababa
desencadenando una espiral de violencia que podía implicar a muchas
personas 223 .
Otro episodio que conocemos de la vida de Ignacio está relacionado con una
afrenta cuya naturaleza no ha sido aclarada. Sabemos que un hombre llamado
Francisco de Oya, que era criado de Inés Enríquez de Monroy, condesa de
Camiña 224 , había herido a Ignacio cuando todavía estaba al servicio del contador
mayor Juan Velázquez de Cuéllar. Al parecer, las amenazas de muerte fueron
reiteradas y no había posibilidad de reconciliación. Por ello, Ignacio remitió una
primera petición al rey para que le fuera autorizado llevar armas, que fue vista
por el Consejo Real en Zaragoza el 20 de diciembre de 1518, cuando Carlos I se
encontraba en esa ciudad para ser jurado rey por las Cortes de Aragón.
Posteriormente, Ignacio realizó otras dos peticiones, que fueron contestadas el
10 de noviembre de 1519 y el 5 de marzo de 1520, respectivamente, por los
señores del Consejo Real, en las que se le autorizaba a llevar armas y a ser
escoltado por un hombre —Ignacio había pedido que fueran dos—, aunque era
el corregidor de Valladolid el que debía corroborarlo 225 .
La reiteración de la solicitud en fechas sucesivas significa que Ignacio hubo
de convivir con la amenaza de Francisco de Oya durante mucho tiempo: como
mínimo, desde 1517 hasta 1520. Además, el hecho de que la primera solicitud
fuese cursada en Zaragoza, donde se celebraban Cortes, indica que Ignacio se
encontraba allí, acompañando al segundo duque de Nájera, a cuyo servicio entró
en fecha indeterminada, tras la muerte del contador mayor. Por otra parte, es
fácil comprender las vinculaciones que llevaron a Ignacio a ponerse a su
servicio.
El segundo duque de Nájera, Antonio Manrique de Lara, juró su cargo de
virrey, gobernador y capitán general de Navarra el 22 de mayo de 1516 en
Pamplona, tras ser nombrado por Cisneros, y estableció allí su residencia
obligado por las circunstancias críticas por las que atravesaba el reino. El reino
de Navarra había sido incorporado a la Corona de Castilla en 1512 para formar
una sola Corona, pero conservando cada reino su condición, y bajo el
compromiso, por parte de Castilla, de respetar los Fueros navarros. Se saldaba
así, momentáneamente, una difícil trayectoria en la que habían intervenido otros
intereses enfrentados: los del rey Luis XII de Francia y los de los reyes navarro-
franceses Juan de Albret y Catalina de Foix 226 .
Antonio Manrique de Lara, al igual que su padre —fallecido en 1515—,
como conde de Treviño, era protector del bando oñacino —donde militaban los
Loyola— que defendía los intereses de los beamonteses navarros, los cuales, a
su vez, eran favorables al partido castellano. Frente a ellos se hallaban los
gamboínos, que simpatizaban con los agramonteses, favorables a la dinastía
navarro-francesa y cobijados bajo el paraguas de Íñigo Fernández de Velasco,
condestable de Castilla. El propio Ignacio vestía en la defensa de Pamplona el
«bonete rojo» característico de los beamonteses, según quedó constancia de ello
en el proceso azpeitiano de 1515 227 .
Cuando llegó Carlos I a Valladolid, el 18 de noviembre de 1517, lo esperaban
su hermano menor Fernando (nacido en Alcalá en 1503), junto con los Grandes
de España y la nobleza hispana integrada por duques, marqueses y condes, entre
los que estuvo presente el segundo duque de Nájera. Este participó en las
celebraciones que se organizaron por Navidad en Valladolid para agasajar al rey.
Así lo contaba el cronista Prudencio de Sandoval en 1634:
Hubo justas y torneos, con nuevas invenciones y representando pasos de los libros de caballerías.
En algunas de estas entró el príncipe rey. Sobre todo se hizo una grande y maravillosa justa en la
plaza mayor, donde entraron sesenta caballeros en sus caballos encubertados con arneses de guerra y
lanzas con puntas de diamantes, y treinta con treinta se pusieron en los puestos para encontrarse en
sus hileras. Y como tocaron las chirimías y trompetas, arrancaron con tanta furia, topándose con las
lanzas, otros cuerpo con cuerpo, que fue negocio muy peligroso. Los que más se señalaron en estas
fiestas fueron el Condestable de Castilla, el Condestable de Navarra, los Duques de Nájera, Alba,
Béjar... y otros 228 .

El 2 de febrero de 1518 se reunieron las Cortes en el monasterio de San Pablo


de Valladolid y se prolongaron hasta casi mediados de marzo. Fue entonces
cuando Martín García de Oñaz obtuvo licencia real para instaurar el mayorazgo
en su hijo Beltrán de Oñaz, probablemente aprovechando la presencia del duque
de Nájera, su protector, en las Cortes. ¿Estaba Ignacio en Valladolid por esas
fechas? No lo sabemos, pero es muy probable que acompañara al duque. Lo que
sí parece verosímil es que viviera allí entre 1519 y 1520, a juzgar por las dos
últimas peticiones para poder llevar armas. La narración documental de los
hechos es bastante explícita acerca de lo que le estaba sucediendo a Ignacio:
Sepades que Yñigo de Loyola nos hizo relación que viviendo con Juan Velázquez, nuestro
contador mayor difunto, Francisco del Oyo [léase: de Oya], gallego, criado de la condesa de
Camiña, le quiso tratar mal, y le hirieron; y que, allende de lo susodicho, le han enviado a decir que
le han de matar; y, poniéndolo por obra, había pesquesado el dicho Francisco del Hoyo dónde
posaba el dicho Yñigo de Loyola, y concertó con una mujer que le daría ciertos dineros porque
tuviese manera cómo le pudiese herir y matar; la cual le avisó de ello, y él se teme y recela que de
hecho pondrá por obra su mal propósito; a causa de lo cual él tiene necesidad y justa causa de traer
armas para defensión de su persona, y dos hombres andando con él; por ende, que nos suplicaba y
pedía por merced le mandásemos dar licencia para ello, y proveyésemos en ello como la nuestra
merced fuese 229 .
Esta nueva aventura del joven Ignacio añade elementos inéditos a su
particular trayectoria y, aunque deja las puertas abiertas a múltiples
especulaciones, vuelve a poner en evidencia que los puntales sobre los que se
apoyaba su vida eran las armas, las amenazas de muerte, las agresiones y las
heridas. Un perfil que, por otra parte, era propio de la soldadesca de la época.
Su hermano Martín García también había sufrido las consecuencias años atrás
por desobedecer la prohibición de llevar armas que había impuesto el concejo de
Salvatierra de Iraurgi: 6.000 maravedíes de multa y un año de destierro. Así que
no es extraño que Ignacio insistiese en solicitar un permiso explícito, a pesar de
que, en esa época, la mayoría de los hombres solían ir armados, contraviniendo
todas las prohibiciones legales 230 .
Por otra parte, hay algunos puntos oscuros en esos hechos. Aquella petición
de un permiso para llevar armas y escolta no parece que provenga de alguien que
se sienta respaldado por un Grande de España como lo era el duque de Nájera,
sino más bien de una persona que lleva una vida errática y hasta cierto punto
anónima. ¿Por qué, si no, Francisco de Oya hubiera tenido que «pesquesear», es
decir, realizar pesquisas o investigar dónde «posaba» o se alojaba Ignacio?
Además, es posible que Ignacio mantuviera relaciones, esporádicas o estables,
con la mujer que le advierte de que han intentado sobornarla para que lo hiera o
lo mate. En cualquier caso, su enemigo, Francisco de Oya, acabó estando bien
informado acerca de sus movimientos.
Ignacio, al mismo tiempo que pedía las armas podría estar advirtiendo a las
autoridades de que, si cometía un homicidio, este debía ser considerado en
«legítima defensa», es decir, un «homicidio justo». Es un matiz importante,
puesto que cometer un homicidio en una pelea estaba castigado con la pena de
muerte 231 .
Nada sabemos de la resolución del conflicto con Francisco de Oya. Sí consta
la decisión que el Consejo de Castilla transmite al «corregidor o al juez de
residencia de la villa de Valladolid» acerca de las peticiones de Ignacio:
Vos mandamos que hayáis información si el dicho Íñigo de Loyola tiene necesidad e justa causa
de traer las dichas armas e dos hombres andando con él, y, si por ella hallares ser así, que, dando
primeramente fianzas que no ofenderá con ellas a persona alguna e que solamente las traerá para
defensión de su persona, e le deis licencia e facultad para que por término de un año primero
siguiente pueda traer las dichas armas e un hombre andando con él, que, dándole vos la dicha
licencia, nos por la presente se la damos... con tanto que no las pueda traer en nuestra corte 232 .

Un año más tarde Íñigo fue herido durante el asedio de la fortaleza de


Pamplona por las tropas francesas cuando se encontraba ya al servicio del duque
de Nájera.

La herida de Pamplona: una minusvalía para toda la vida

Aprovechando la conflictiva situación hispana provocada por los


movimientos de las Germanías en Valencia (1519-1522) y de las Comunidades
en Castilla (mayo de 1520-abril de 1521), el rey Francisco I de Francia, en apoyo
del pretendiente al trono navarro Enrique de Albret, decidió invadir Navarra en
mayo de 1521.
En septiembre del año anterior, el virrey Antonio Manrique de Lara sofocó el
levantamiento comunero en la ciudad Nájera, donde los rebeldes habían
saqueado casas y se habían atrincherado en la fortaleza ducal. Ignacio estuvo
allí, a juzgar por las palabras del que fuera su secretario, Juan de Polanco:
[...] antes de la intrusión de los franceses, habiéndose levantado en armas la ciudad de Nájera contra
su Duque, con el cual se hallaba entonces Ignacio, entró dicho Duque con su ejército en la ciudad; y
en castigo de su rebelión la entregó al saqueo de los soldados; y aunque Ignacio había luchado
valerosamente entre los primeros para recobrar la ciudad y hubiera podido obtener copioso botín, no
quiso ni tocarlo, juzgándolo acción deshonrosa y poco digna de su persona 233 .

No parece verosímil esa inhibición de Ignacio, por entonces un mercenario


más, ante el saqueo, sobre todo teniendo en cuenta que aquellas acciones se
realizaban «según uso de guerra», es decir, por derecho y sin que nadie pudiera
negárselo a los combatientes, como el propio duque admitía en una carta a
Carlos I cuando le contaba lo sucedido en Nájera en 1520 234 . Aquella revuelta
antiseñorial que iba en contra de los abusos del duque fue sofocada por este de
manera sangrienta. Sin embargo, solo se trató de uno de los muchos episodios en
los que los duques de Nájera, verdaderos «señores de horca y cuchillo», hicieron
uso de la fuerza contra sus propios vasallos najerinos desde el sometimiento de
la ciudad de Nájera y sus aldeas a vasallaje en 1466, sin arredrarse a la hora de
acudir a la delación falaz y el asesinato para frenar a sus detractores o a
cualquiera que intentara llevarlos ante la justicia. Por ejemplo, en 1521 algunos
vecinos de Nájera interpusieron un pleito contra el segundo duque, Antonio
Manrique de Lara, por los abusos de que habían sido objeto en septiembre de
1520, después del levantamiento de la ciudad 235 .
Pero, volviendo al sitio de Pamplona, ante el ataque inminente de los
franceses, el virrey y duque de Nájera salió de aquella ciudad hacia Segovia el
17 de mayo de 1521 con la intención de buscar los refuerzos reiteradamente
reclamados: es probable que fuera consciente de que, tarde o temprano, la
ciudadela, frágil en su construcción, caería si no era auxiliada por más tropas.
Aparte de la amenaza exterior, en la propia ciudad hubo vecinos francófilos que,
quizá ese mismo día, se levantaron contra las tropas del virrey, saquearon su
palacio y robaron y mataron a los partidarios que hallaron desprotegidos. En la
fortaleza había quedado como alcaide el capitán Miguel de Herrera, y al mando
de las milicias, Pedro de Beamonte, aunque este último es probable que
abandonara también el recinto antes del 21 de mayo para dirigirse a Logroño con
sus fuerzas.
Parece ser que Ignacio no estaba en la fortaleza de Pamplona en esos
momentos críticos. La prueba es que no se ha encontrado su nombre en las listas
de integrantes y de pagos de la guarnición que se conservan desde agosto de
1520 236 . Ignacio, según contó Jerónimo Nadal, habría llegado a Pamplona
formando parte de las tropas que mandaba su hermano Martín García de Oñaz.
Este, ante la partida de Pedro de Beamonte, se habría ofrecido a tomar el
gobierno de la ciudad para defenderla, pero las autoridades ciudadanas, pro
francesas, se mostraron en contra de la propuesta. Martín, despechado, ni
siquiera quiso entrar en la ciudad y se retiró con sus hombres. Y es aquí donde
—si creemos a Nadal— adquiere protagonismo Ignacio: «Juzgó entonces
Ignacio ignominioso que también él se marchara, e impelido juntamente por su
grandeza de alma exaltada ante tan difícil empresa, y por el anhelo de la gloria,
dejó a su hermano, y picando espuelas a su caballo, se metió en la ciudad.
Siguiéronle unos pocos» 237 .
Todo esto habría ocurrido antes de la ocupación de la ciudad por los franceses
el 19 de mayo. Aunque la narración épica de Nadal es, cuando menos,
sospechosa por apologética, es probable que, efectivamente, Ignacio llegase a la
fortaleza después de la salida del duque 238 .
Aun así, esta versión de los hechos se contradice con el testimonio de Esteban
de Zuasti. Vale la pena retener este nombre, ya que Esteban era primo del futuro
jesuita y santo Francisco Javier, dado que la madre del primero, María de Jaso,
era hermana del padre del segundo, Juan de Jaso. Y, además, los Jaso eran
parientes de los Eguía, algunos de cuyos miembros, como el impresor alcalaíno
Miguel de Eguía y los hermanos de este y futuros jesuitas Diego y Esteban,
mantuvieron una estrecha amistad con Ignacio, compartieron inquietudes
«alumbradas» y acabaron en las filas de la Compañía de Jesús 239 .
Siguiendo con los acontecimientos de Pamplona, el caso es que Esteban de
Zuasti fue acusado de conspirar contra el emperador junto con dos primos suyos
agramonteses y de haber expresado satisfacción por la invasión francesa. En el
proceso al que fue sometido, declaró en su defensa lo siguiente:
Me hallé en hacer bien por los servidores de vuestra Majestad, y estando en la obediencia de los
franceses y después que el duque dejó esta ciudad y reino, hice y he hecho tales servicios a vuestra
Majestad. Especialmente que el Señor de Loyola a una con cincuenta o sesenta hombres de pie y de
caballo llegó en mi casa con harto temor que tenía de ser maltratado con su gente, y yo por hacer
servicio a Vuestra Majestad recogiéndolos en mi casa y dándoles lo que habían menester luego los
acompañé hasta los poner en salvo y libres y sin peligro alguno los puse en su tierra 240 ...

La narración de Esteban de Zuasti sugiere un giro muy distinto de los


acontecimientos: el señor de Loyola, Martín García, habría pedido ayuda en su
huida ante el temor de salir malparado por los partidarios de los franceses 241 .
A partir de ahí, los primeros biógrafos jesuitas coinciden en la heroica
oposición de Ignacio a rendir la fortaleza y en la herida que le hicieron. El
primero que lo contó fue Luis González de Cámara:
Y así, estando en una fortaleza que los franceses combatían, y siendo todos de parecer que se
diesen, salvas las vidas, por ver claramente que no se podían defender, él dio tantas razones al
alcaide, que todavía lo persuadió a defenderse, aunque contra parecer de todos los caballeros, los
cuales se conhortaban con su ánimo y esfuerzo. Y venido el día que se esperaba la batería, él se
confesó con uno de aquellos sus compañeros en las armas; y después de durar un buen rato la
batería, le acertó a él una bombarda en una pierna, quebrándosela toda; y porque la pelota pasó por
entrambas las piernas, también la otra fue mal herida 242 .

Efectivamente, Ignacio cayó herido de las dos piernas, pero Ribadeneira dice
que fueron las piedras del muro derribado las que le provocaron las heridas,
precisando que en la izquierda le «desmenuzó los huesos de la canilla», mientras
que Polanco manifiesta que un tiro le quebró una pierna «en muchas partes», y
en la otra «le hizo también daño en la carne, pero no le quebró el hueso» 243 . Eso
debió suceder el día 20 de mayo, aunque no se sabe con seguridad, como
tampoco es segura la fecha de rendición de la fortaleza a los franceses, que
algunos sitúan el 23 o 24 del mismo mes 244 .
La narración de lo que luego sucedió ofrece una visión benévola de los
invasores franceses, al señalar que «trataron muy bien al herido, tratándolo
cortés y amigablemente», según González de Cámara; o que «sabiendo quién
era, y viéndole tan mal parado, movidos de compasión, le hicieron curar con
mucho cuidado», según Ribadeneira. Este buen trato es atribuido a que,
supuestamente, Ignacio estuvo presente en las negociaciones con Andrés de Foix
previas al asalto y que hubiesen supuesto la rendición de la fortaleza. Después, al
ser reconocido Ignacio, habría recibido un trato de favor. Sin embargo, no hay
pruebas suficientes que confirmen esos hechos.
Pasados doce o quince días, Ignacio fue liberado y transportado en unas andas
hasta un lugar seguro, según alegó Esteban de Zuasti como una prueba más de su
lealtad al emperador: «Y así bien a un hermano del Señor de Loyola, el cual fue
herido en esta fortaleza, le tomé en unas andas, [y] a él y a otros ocho
compañeros que se me encomendaron les acompañé y los llevé a Larraun hasta
les poner a salvo» 245 .
Quizá fuera Larraun la aldea donde la comitiva se detuvo ocho días 246 .
Después, según manifestó Juan de Ozaeta en el prosceso de beatificación de
Ignacio en Madrid, en 1595, la ruta que habrían seguido quienes transportaban
herido a Ignacio pasó por Oñate y Anzuola, pero ello suponía dar un enorme
rodeo 247 . Desde Larraun, el camino más derecho, y menos accidentado, hacia
Azpeitia pasaba por Tolosa, condicionado por la sierra de Aralar, que quedaba a
la izquierda, con montañas de entre 1.300 y 1.400 metros.

Las operaciones en la pierna derecha

La escasez de noticias sobre la juventud de Ignacio contrasta con la gran


cantidad de detalles con que fue adornada su particular «Pasión» —que algunos
quisieron equiparar a la de Jesucristo— a causa de la herida de Pamplona. Sin
duda, Ribadeneira —abundando en lo que González de Cámara había dejado
escrito— buscaba atrapar a sus lectores potenciales con un asunto que llamaba la
atención y acabaría causando un fuerte impacto, destinado a despertar
sentimientos piadosos: compasión hacia el enfermo y admiración por su
resistencia al dolor. El acople, en este caso, de la resistencia de Ignacio con el
código del caballero, que obliga a soportar en silencio el dolor de las heridas, es
evidente.
El episodio de la herida de Ignacio habría atravesado, según sus primeros
biógrafos, por tres fases de sufrimiento, a cual más terrible. La primera sería la
de las improvisadas curas iniciales (a pesar de que primero se dirá que los
franceses lo curaron con mucho cuidado) y el traslado del herido hasta Azpeitia.
Debido a la improvisación o el descuido de los primeros cirujanos, o incluso al
propio movimiento provocado por el trasiego de las andas en las que yacía
Ignacio, los huesos de la pierna rota «estaban fuera de su juntura y lugar, y era
necesario volvérselos a él, y concertarlos para que se soldasen» 248 .
Una vez en Azpeitia, varios «médicos y cirujanos» habrían procedido a
desencajar los huesos de la pierna y colocarlos en su lugar:
Hízose así con grandísimos tormentos y dolores del enfermo, el cual pasó esta carnicería que en
él se hizo, y todos los demás trabajos que después le sucedieron, con un semblante y con un esfuerzo
que ponía admiración; porque ni mudó color, ni gimió, ni suspiró, ni hubo siquiera un ay, ni dijo
palabra que mostrase flaqueza 249 .

Aun así, Ignacio estuvo al borde de la muerte, hasta el punto de que,


consciente de su situación, confesó sus pecados y recibió la extremaunción. Los
médicos pronosticaron que su muerte era irremediable «si hasta la media noche
de aquel día no hubiese alguna mejoría». Sin embargo, Ignacio no hizo
testamento, como era preceptivo en tales casos. En ese momento, se habría
producido el milagro de la salvación por mediación de san Pedro, de quien
Ignacio era devoto, y el enfermo empezó a recuperarse.
Pero aún le faltaba superar una última y extrema prueba de resistencia:
Librado ya de este peligroso trance [de la muerte], comenzáronse a soldar los huesos y a
fortificarse; mas quedábanle todavía dos deformidades en la pierna. La una era un hueso que le salía
de la rodilla feamente. La otra nacía de la misma pierna, que por haberle sacado de ella veinte
pedazos de huesos, quedaba corta y contrahecha, de suerte que no podía andar ni tenerse sobre sus
pies [...]. Preguntó primero a los cirujanos si se podía cortar, sin peligro de la vida, aquel hueso que
sobresalía con tanta deformidad; y como le dijesen que sí, pero que sería muy a su costa, porque
habiéndose de cortar por lo vivo, pasaría el más agudo dolor que había pasado en toda la cura; no
haciendo caso de todo lo que para divertirle se le decía, quiso que le cortasen el hueso 250 .

A pesar de todo, los médicos no pudieron evitar que Ignacio tuviera cierta
minusvalía en su pierna derecha. El propio Ribadeneira, incluso después de
realizar una caracterización de Ignacio más propia de un superhombre que de un
mortal, debe reconocerlo: «Pero, por mucho que la desencogieron y retiraron [la
pierna], nunca pudo ser tanto que llegase a ser igual al justo con la otra» 251 . De
distinto parecer fue Juan de Polanco, el que sería su secretario, quien intentó
disimular la minusvalía de Ignacio y manifestó que al final de su vida casi no se
le notaba 252 .
Hasta entonces Ignacio tenía algunos privilegios por su ascendencia hidalga
—a pesar de que ese estatus no era equiparable al de la nobleza titulada—, pero
ni tan solo era el primero entre los de su familia, en sus servicios a la Corona,
posición que ocupaba el señor de la casa y solar de Loyola. Además, en el
momento en que fue herido, su futuro se tornó incierto.
La tradición jesuítica dice que Ignacio permaneció en la casa de Loyola
durante su convalecencia, y así lo constataron sus primeros compañeros y
biógrafos. Allí lo habría visitado Alonso de Montalvo y allí habría tomado
contacto, por primera vez, con un libro que contenía la vida de Jesucristo escrito
por Ludolfo de Sajonia y un Flos sanctorum, es decir, un libro de biografías de
santos, probablemente el de Santiago de la Vorágine, y habría quedado marcado
para siempre por aquellas vidas ejemplares, a falta de otros libros de
entretenimiento, como las novelas de caballerías, que él acostumbraba leer y
pidió, pero no tenían ninguna en la casa. Aquellos libros devotos habrían sido el
germen de la llamada «conversión» de Ignacio a una vida de santidad.
Sin embargo, al margen de esa supuesta predestinación que le atribuyen
muchos de sus biógrafos jesuitas, antiguos y modernos, es difícil de creer que
antes no hubiera procesado una serie de saberes acerca de una religiosidad
singular que al poco tiempo manifestaría en Montserrat y Manresa.

EL AMOR DE SU VIDA: GERMANA DE FOIX, LEONOR O CATALINA DE AUSTRIA

A partir del siglo siglo XV los libros de caballerías se encargaron de difundir


los ideales del caballero, entre los que sobresalía el amor sublime y espiritual
hacia una dama, generador del amor cortés, que luego se podía convertir en amor
carnal. El ideal del amor cortés, desarrollado en las canciones de trovadores, era
el amor exclusivo, total y apasionado, que un joven caballero profesaba a una
dama de un rango más elevado que el suyo y que a menudo se hallaba casada
con su propio señor. Se trataba, por tanto, de un amor en buena medida secreto,
pues contravenía las normas sociales y religiosas 253 .
Quizá en consonancia con la vida caballeresca que los primeros jesuitas
quisieron atribuir a Ignacio, González de Cámara escribió que este había estado
enamorado idealmente de una mujer de superior estado:
Y de muchas cosas vanas que se le ofrecían una tenía tanto poseído su corazón, que se estaba
luego embebido en pensar en ella dos y tres y cuatro horas sin sentirlo, imaginando lo que había de
hacer en servicio de una señora, los medios que tomaría para poder ir a la tierra donde ella estaba,
los motes, las palabras que le diría, los hechos de armas que haría en su servicio. Y estaba con esto
tan envanecido, que no miraba cuán imposible era poderlo alcanzar; porque la señora no era de
vulgar nobleza: no condesa, ni duquesa, mas era su estado más alto que ninguno de estas 254 .

La conclusión a la que se llega ante una «descripción» tan explícita de la


condición social de la supuesta amada de Ignacio es que se trata, por
eliminación, o bien de una reina o bien de una infanta. Todo parece encajar en el
esquema: el joven Íñigo es retratado como un noble caballero, y su más digna
dama debe tener su origen en elevada cuna. Dicha dama se encontraría lejos, por
lo que Ignacio pensaría en «los medios que tomaría para poder ir a la tierra
donde ella estaba». Además, Íñigo, para exhibir su fuerza y valentía y adquirir
fama de caballero, se proponía realizar «hechos de armas» al servicio de su
dama, es decir, que pensaba triunfar con las armas probablemente en un torneo,
como podría haber visto hacer a verdaderos caballeros, quizá en Valladolid en
las celebraciones de las Navidades de 1517, con motivo de la llegada de Carlos I
a la Península. Y precisamente los torneos eran campo abonado para exponer las
divisas y «motes», que eran frases cortas con fines lúdicos o políticos, como el
«Tanto monta» de Isabel la Católica o el «Moi tout seul» [«Solo yo»] que su hija
Juana utilizó para expresar que era la única dueña del corazón de su marido
Felipe el Hermoso 255 .
El pensamiento obsesivo y persistente de Ignacio en una mujer es creíble, e
incluso podemos dar crédito a las palabras que su biógrafo y compañero jesuita
dedica a los propósitos del joven guerrero, siempre que los interpretemos como
fruto de una imaginación incendiada por los libros de caballerías o por la fama
mítica de los caballeros andantes. Sin embargo, el argumento se desvanece en el
instante en que el biógrafo quiere hacernos creer que, efectivamente, Ignacio
llevaría a cabo sus intenciones si no fuese porque existe un impedimento
insalvable: la elevada condición social de la dama. En este caso, el ejercicio
hagiográfico de González de Cámara choca contra la aplastante lógica que
impone una aproximación más realista al personaje.
Podría pensarse que un tema tan recurrente, y morboso, como este ha dejado
indiferentes a los biógrafos jesuitas de Ignacio en el último siglo. Nada más lejos
de la realidad. Quien sí lo obvió fue Ribadeneira, en aplicación de una censura
que allanase el camino hacia la beatificación del fundador de la Compañía, pero
en esto apenas fue secundado a posteriori, quizá porque resultaba hasta cierto
punto «rentable» elevar al joven Ignacio a la categoría de noble caballero con tan
alta meta. Sin embargo, es probable que en ningún otro episodio de la vida de
Ignacio se haya fabulado tanto como en este de la «dama de sus pensamientos»,
hasta el punto de rozar lo grotesco.
Entre las candidatas a «dama de los pensamientos» de Ignacio han recibido
desigual atención algunas mujeres de la corte como Leonor Mascareñas, dama
de la emperatriz Isabel y aya de Felipe II; o María Enríquez, prima carnal de
Fernando el Católico, e incluso una de las dos hijas ilegítimas de este que vivían
en el monasterio de Santa Clara de Madrigal, en Ávila 256 . Sin embargo, debido a
la escueta descripción que supuestamente hizo Ignacio, se ha llegado a la
conclusión de que solo podía tratarse de aquellas princesas o reinas que de una
manera u otra acaso coincidieron con Ignacio en algún momento anterior a 1521.
En este sentido, la lista queda reducida a tres nombres: la reina Germana de Foix
(1488-1538) y las infantas Leonor (1498-1558) y Catalina de Austria (1507-
1578) 257 .

La reina Germana de Foix

En 1505, Germana de Foix se casó por poderes, en París, con Fernando el


Católico en cumplimiento del tratado de Blois, y entró en Castilla el 14 de marzo
de 1506. Cuatro días más tarde se celebraría en Dueñas la ceremonia de las
velaciones con Fernando, y el 22, en Valladolid, este firmó los acuerdos de
Blois. Ese mismo año, los reyes viajaron a Italia y llegaron a Nápoles en
noviembre. Regresaron al año siguiente, en 1507, tomando tierra en Cadaqués el
11 de julio, y el 20 llegaban a Valencia. El rey salió hacia Castilla dejando a
Germana como lugarteniente general en Valencia hasta octubre de ese año, en
que esta se reunió con Fernando en Burgos y desde allí pasaron a Arcos y
visitaron a la reina Juana (su marido, Felipe el Hermoso, había fallecido en
octubre del año anterior). En julio de 1508 los reyes se desplazaron a Córdoba y
en octubre llegaron a Sevilla. El 3 de mayo de 1509, Germana dio a luz, en
Valladolid, a Juan, que murió a las pocas horas de nacer. Luego, Germana
adquirió protagonismo político en representación del rey en múltiples ocasiones:
presidió las cortes generales de 1512 en Monzón, las cortes aragonesas de
Calatayud en 1515, y las de Cataluña, celebradas en Lleida, en 1516. De aquí
partió hacia Madrigalejo, donde el rey murió el 23 de enero, poco después de su
llegada. La reina Germana de Foix tenía 28 años a la muerte de su marido,
Fernando el Católico.
El tratamiento poco condescendiente que recibió la reina Germana de Foix
por parte de algunos cronistas, sobre todo en la época de su viudez, parece haber
contagiado la historiografía contemporánea, impidiendo situar al personaje
críticamente en su contexto. La actividad política que desarrolló Germana de
Foix al lado de Fernando el Católico debería bastar para desmontar el mito de la
reina irresponsable, pero no ha sido esta la tendencia predominante.
Algunos de los historiadores jesuitas que defendieron a Germana de Foix
como «dama de los pensamientos» de Ignacio, apelaron exclusivamente a que
este pudo haberla visto cuando servía al contador mayor en Arévalo. Por su
parte, los argumentos de los detractores de Germana se centran, básicamente, en
dos aspectos.
El primero es el relativo a la enemistad que se generó entre la reina viuda y
los miembros de la familia del contador mayor de Castilla, Juan Velázquez.
Como vimos, Fernando el Católico había dejado 30.000 ducados anuales, y de
por vida, en herencia a su esposa Germana de Foix. Sin embargo, Carlos I,
aconsejado por Cisneros, para que se cumpliese el testamento tuvo que
compensar las rentas que dejó de generar la ciudad de Zaragoza en Sicilia, tras
ser ocupada por los sicilianos, y las situó sobre las villas de Arévalo, Madrigal y
Olmedo. La pérdida de la villa de Arévalo provocó la ruptura de los antiguos
lazos de amistad entre los Velázquez y la reina Germana de Foix, y este hecho
habría impedido que Ignacio tuviera a esta como «dama de sus pensamientos»,
dada su afinidad y agradecimiento hacia la familia del contador mayor.
Si estos acontecimientos desfavorables a Juan Velázquez y María de Velasco
pudieron contagiar a Ignacio la animadversión hacia Germana de Foix es algo
que pertenece al terreno de la especulación, y no basta con apelar a que «los
rasgos más firmes e inmutables [de Ignacio] son la gratitud y la lealtad» 258 . Por
otra parte, en los diez años que Germana vivió junto a Fernando el Católico, no
se tiene constancia de que pasara por Arévalo. Lo único seguro es que María de
Velasco, la esposa del contador mayor Juan Velázquez, estuvo a su servicio
como dama y se convirtió en confidente y amiga de la reina, organizándole
festejos y banquetes. Y, precisamente por esa proximidad, se cree que fue una de
las mujeres que aconsejaron a Germana que le diera a Fernando el tónico para
potenciar su virilidad cuando la corte se hallaba en Carrioncillo, cerca de Medina
del Campo.
El segundo argumento que han esgrimido los historiadores en contra de la
posibilidad de que Germana de Foix fuera la «dama de los pensamientos» de
Ignacio se refiere, sorprendentemente, a su aspecto físico, basado en las
impresiones que, entre otros, dejó escritas Pedro Mártir de Anglería, que no le
tenía demasiado aprecio y la calificaba en una de sus cartas de «gordinflona y
bebedora». Incluso el historiador jesuita Ricardo García-Villoslada añade, como
un dato más en apoyo de su argumento descalificador de Germana, y sin ir más
allá —entre otros comentarios capciosos y verdaderamente misóginos—, que el
segundo esposo de esta, el marqués de Brandemburgo, «a menudo la trataba
violentamente» 259 .
Esas valoraciones no solo carecen de sentido, sino que ponen en evidencia el
reduccionismo al que han estado sometidas la mayoría de las biografías de
Germana de Foix. Poco o nada se ha tenido en cuenta que el empeño de
ridiculizar a Germana por su físico, como signo de desprecio, no se encuentra en
otros casos de la familia real. Precisamente, en general, a las reinas, por el hecho
de serlo, se les atribuían virtudes y admirables características físicas aunque no
las tuvieran 260 .

La infanta Leonor de Austria

Leonor había nacido en Lovaina en 1498, y era hija de la reina Juana de


Castilla y Felipe el Hermoso. Pisó suelo hispano por primera vez en septiembre
de 1517 acompañando a su hermano Carlos I, que llegó para ser jurado rey. Las
fiestas y torneos celebrados aquellas Navidades en Valladolid, y que se
prolongaron hasta el 15 de enero de 1518, pudieron servir, a juicio de algunos
historiadores, de escenario para que Ignacio, suponiendo que asistiera, se fijase
en la joven infanta. El hecho de que Carlos I pensase en algún momento en
casarla con Enrique de Labrit para solucionar el problema navarro podría
también haber contribuido a que reparase en ella el duque de Nájera y, por
afinidad con este, Ignacio 261 .
Al lado de estas razones más o menos lógicas, ha sido invocada toda una serie
de justificaciones inadmisibles —por no decir desvaríos— en cualquier estudio
serio. Sirvan de ejemplo algunas frases entresacadas de un texto de 1941 firmado
por un miembro de la Real Academia de la Historia:
La misma desemejanza de las dotes que entre ellos [Leonor de Austria e Ignacio] repartió la
naturaleza, ejercería el extraño influjo que suele anudar simpatía entre los contrarios. Si Leonor era
rubia, Ignacio era moreno; si ella metidilla en carnes, él enjuto; si candorosa y franca la infanta,
reservón y picardeado el hidalgüelo [...]. Tal vez la sencillez de la flamenca dio, inocentemente,
ocasión de acercarse al vasco [...]. Si pudo, pues, ser marido de la hermosa Leonor un duque
cualquiera de los contornos belgas, con bajar solo un par de escalones más ya estaba al alcance de
Íñigo la mano de su adorada [...]. Mucho más fácil era ser marido de Leonor de Austria en Castilla
que Fundador en Roma y Santo en la Gloria 262 .

Para otros biógrafos de Ignacio, la mención de Leonor se debe más a su


condición de infanta que a una verdadera creencia de que pudo ser la «dama de
sus pensamientos». A pesar de que las fechas de su nacimiento y muerte
coinciden, más o menos, con las de Ignacio, la cronología de su vida obligaría a
descartarla como candidata 263 .

La infanta Catalina de Austria

Catalina de Austria parece haber sido erigida, con cierta unanimidad, en


«dama de los pensamientos» de Ignacio. Sin embargo, los argumentos que se
esgrimen merecen escasa credibilidad, sobre todo porque carecen de rigor al
basarse en unos datos biográficos que en muchos de sus puntos no se apoyan en
una mínima base documental.
Cuando murió Felipe el Hermoso a finales de septiembre de 1506, la reina
Juana I de Castilla estaba embarazada y, después de ser enterrado su esposo,
mandó exhumar el cadáver y se mantuvo aferrada al sarcófago que lo contenía
deambulando por Castilla 264 . Catalina nació el 10 de enero de 1507 en
Torquemada, y en 1509 llegó con su madre al castillo de Tordesillas. Allí las
visitaron, el 4 de noviembre de 1517, los otros dos hijos de la reina Juana recién
llegados de Flandes, el rey Carlos y la infanta Leonor de Austria, que ya no
recordaban a su madre ni a su hermana. El abandono de la reina Juana y de la
infanta Catalina en el vestir causó una fuerte impresión en Carlos y Leonor, hasta
el punto de que, por orden del rey, en la noche del 12 al 13 de marzo de 1518
uno de los ayudantes de cámara de la reina sacó a la infanta Catalina del castillo
sin que Juana pudiese impedirlo. Finalmente, ante el creciente malestar de la
reina, Catalina hubo de regresar a Tordesillas acompañada por su propio
hermano Carlos. Pero este convenció a su madre de que, para evitar
murmuraciones de los Grandes de España, era necesario introducir en palacio
jóvenes de distinguida condición que distrajesen a la infanta Catalina y dar
mayor libertad a esta para entrar y salir del palacio, a todo lo cual accedió la
reina. Después, madre e hija quedaron a merced de los Comuneros, que
ocuparon Tordesillas hasta la conquista por las tropas reales en diciembre de
1520. Catalina solo abandonaría Tordesillas para casarse con el rey de Portugal,
como moneda de cambio en la política de alianzas entre ambas Coronas 265 .
Cuando Catalina de Austria fue a Lisboa para casarse con Juan III de
Portugal, en 1524, la acompañó María de Velasco, la viuda del contador mayor
Juan Velázquez. Más adelante, demostró Catalina tener un enorme afecto hacia
la Compañía de Jesús.
Precisamente, cuando Catalina era regente del reino portugués, quiso cumplir
el deseo del rey fallecido y encomendar la educación de su nieto don Sebastián a
Luis González de Cámara, confidente de Ignacio (que ya había fallecido) y autor
de su primera biografía. Aun así, no le fue fácil convencer al entonces prepósito
general de la Compañía, Diego Laínez, de que le enviase a González de Cámara.
Por entonces, este formaba parte del grupo de cuatro asistentes escogidos por los
provinciales de la Compañía para apoyar y aconsejar al prepósito general y solo
ellos podían decidir la exención de dichas funciones. Finalmente, ante la
insistencia de la reina, Luis González de Cámara tuvo que acudir, en 1559, a la
corte portuguesa 266 .
Se ha conjeturado que Íñigo pudo haber conocido a la infanta Catalina en ese
estado de dejadez, cuando acompañaba al contador mayor Juan Velázquez a
cumplir con sus funciones al lado de Fernando el Católico, que visitó a la reina
Juana en varias ocasiones. Asimismo, se dice que Íñigo también podría haber
entrado en el palacio de Tordesillas junto a María de Velasco, por ser familiar de
esta —lo cual no ha sido probado—, y haber caído rendido ante la candidez de
aquella niña desvalida. «La imagen de aquella princesita desgraciada no se le
borrará jamás de la memoria [a Ignacio], y desde entonces meditaría el modo de
libertarla, como hacían los caballeros andantes del tipo de Amadís, con las
doncellas cautivas», escribió el historiador jesuita Ricardo García-Villoslada 267 .
Anteriormente, Catalina había sido descartada como «dama de los
pensamientos» de Ignacio aduciéndose la incompatibilidad existente entre las
edades de ambos: suponiendo que el joven guipuzcoano la hubiese visto en
algún momento en 1517 (por ejemplo, en Valladolid), por aquellas fechas
Catalina apenas contaba 11 años, mientras que él tendría ya 26. Tal diferencia de
edad restaría fuerza incluso a la hipótesis de una precoz atracción amorosa 268 .
Para otros, sin embargo, esa diferencia de edad no importaría, dado que el
enamoramiento de Ignacio no tenía como horizonte el matrimonio, pues su
fuerte atracción era movida por «todas las prendas naturales y espirituales,
hermosura, amabilidad de carácter, bondad, nobleza, dignidad, elevación de
espíritu», cualidades que poseería Catalina 269 .
En definitiva, en este asunto de la biografía de Ignacio, como en otros, da la
impresión de que se haya urdido con el tiempo una cadena de conjeturas,
apoyada más en un intento de magnificación del joven Ignacio, al asociarlo
siempre con mujeres de la casa real, que en un acercamiento a la realidad
histórica.

LOS HIJOS DEL SANTO

La existencia de uno o varios hijos o hijas naturales de Ignacio de Loyola,


que este habría tenido durante su juventud, antes de su salida de Azpeitia en
1521, podría ser uno de los secretos mejor guardados por la Compañía de Jesús.
Sin embargo, hoy por hoy, no se dispone de una prueba definitiva que confirme
ese extremo. Aun así, el hecho de que esa suposición forme parte de una
tradición oral soterrada pero difundida entre los círculos jesuitas quizá signifique
que hay algo de cierto en ello. Sobre todo teniendo en cuenta que se conoce la
existencia de un documento que lo corroboraría de no haber desaparecido del
Archivio Romano dei Gesuiti después de que lo consultara el historiador jesuita
Hugo Rahner.
En el ambiente social y familiar en que vivió Ignacio, abundaban los hijos
naturales y los ilegítimos. Su abuelo Juan Pérez de Loyola tuvo dos hijos
naturales con Doña Hermosa —quien probablemente era de origen judío— y un
hijo ilegítimo; y don Beltrán, el padre de Ignacio, del total de sus trece vástagos
que citan las fuentes históricas, tuvo entre tres y cinco hijos ilegítimos: dos de
ellos fueron María Beltrán y Juan Beltrán de Loyola, que fue asesinado en 1509
por Juan Martínez de Urrategui (aunque se desconoce la causa, en la sentencia
condenatoria del asesino se dice que este actuó con premeditación, a traición y
con crueldad, «por haberle dado las cuchilladas e golpes en su cabeza y
cara») 270 . También el rector Pero López, hermano y compañero de «fatigas» de
Ignacio, dejó varios hijos naturales —quizá hasta cuatro—, entre ellos,
Beltrancho, citado en el testamento de su tío Martín García en 1538, y
Potenciana de Loyola, que debió nacer hacia 1522 o 1521, justo después de que
su padre fuese nombrado rector de Soreasu, y declaró en el proceso de
beatificación de su tío Ignacio, realizado en 1595 en Azpeitia, cuando ella tenía
en torno a 74 años. También Juan de Anchieta, el que fuera rector de la iglesia de
San Sebastián de Soreasu en Azpeitia y cantor de la Capilla Real de los Reyes
Católicos y de la reina Juana, dejó dos hijos naturales 271 . Asimismo, Martín
García, el hermano mayor de Ignacio, tuvo dos hijos naturales, como manifestó
en su testamento: «Declaro que yo tengo y dejo dos hijos naturales, que son
Pedro García e Marina Sáez de Loyola e non tengo otros hijos y hijas, que sean
fuera de los legítimos...». También ordenó que le fuesen entregados 130 ducados
a Isabel de Araoz, sobrina de su esposa Magdalena de Araoz y hermanastra del
jesuita Antonio de Araoz, ya que había nacido de una relación extramatrimonial
del padre; dicho dinero serviría como dote para que entrara en el monasterio de
las clarisas de Azpeitia 272 . Por su parte, Beltrán de Oñaz y de Loyola, el mayor
de los hijos legítimos de Martín García y Magdalena de Araoz, que heredó de su
padre el título de señor de Loyola, tuvo cuatro hijos naturales antes de casarse
con Juana de Recalde en 1536, tal y como afirmó en su testamento: «[...] tengo y
dejo cuatro hijos naturales, que son Martinico y Chope [Lope] y Julián y
Margarita de Loyola» 273 .
No era esa promiscuidad un patrimonio exclusivo de los Oñaz y Loyola, si
bien es cierto que las relaciones extraconyugales se practicaban con especial
intensidad en determinados medios. Por ejemplo, los nobles usaban y abusaban
de las sirvientas, sumando así la agresión sexual al ejercicio del poder político.
Los datos de ilegitimidad que se conocen para la Guipúzcoa de mediados del
siglo XVI, comparados con los de otros lugares de la Península Ibérica y otros
países de Europa, arrojan una cifra bastante alta: los bautizados ilegítimos
guipuzcoanos suponen casi un veinte por ciento del total 274 .
El nombre de las madres de esos vástagos cuyo padre pertenecía a la familia
Loyola solo aparece citado en la documentación cuando se trata de hijos
naturales, es decir, cuando han sido concebidos siendo la madre y el padre
solteros. Por ejemplo, en un documento fechado a 13 de febrero de 1523, en
Valladolid, los reyes legitimaban y habilitaban a Pero García de Loyola, vecino
de la villa de Azpeitia, fruto de la relación entre Martín García de Oñaz,
«soltero, no obligado a matrimonio ni religión alguna» —por tanto, antes de
casarse con Magdalena de Araoz en 1498—, y Domenja de Urberoaga, «siendo
asimismo soltera», para que pudiese disfrutar de los mismos derechos que
cualquier hijo legítimo 275 . Tanto los hijos como las hijas, fueran naturales o
ilegítimos, tenían derecho a la parte correspondiente de la herencia, según
diversas leyes de los reinos hispanos, incluido el de Navarra. Pero, además, si el
padre moría, era habitual que los hermanos de este se hicieran cargo de sus hijos
hasta que fuesen mayores, como sucedió, por ejemplo, con dos de los hijos del
rector Pero López de Loyola, que quedaron bajo la protección de Martín García.
Es fácil constatar que las relaciones entre hijos legítimos e ilegítimos fueron
de total fraternidad. Así lo demostró Ochoa Pérez de Loyola, un hermano de
Ignacio, en su testamento, en 1508: «[...] mando que sea dada a mi hermana la
freyra una saya de blanqueta e una capa de mujer, porque ruegue a Dios por mi
ánima». La hermana freila a la que se refería era María Beltrán, hija natural de
don Beltrán de Loyola. Asimismo, a su hermano «borte» —nacido ilegítimo—
Juan Beltrán de Loyola le dejaba en herencia «la otra mi espada o el otro mi sayo
e las mis calças negras». Aun así, es algo diferente el apartado que Ochoa le
dedica a su hermana legítima Sancha Ibáñez de Loyola, quien hereda 20 ducados
de oro «por algunos cargos que della tengo», es decir, por obligación, pero
añadiendo al final: «[...] e porque es mi voluntad de se los mandar para sus
necesidades, por el amor que le tengo» 276 .
La posibilidad de que Ignacio hubiera tenido hijos, apenas ha sido admitida
abiertamente. Y, sin embargo, en su agitada juventud caben esa y probablemente
otras muchas posibilidades que no han podido ser explicitadas. Polanco lo
expresó en su Vita de forma muy clara cuando dijo que Ignacio llevaba «una
vida completamente al margen de lo espiritual, como sucede a menudo a los
jóvenes cortesanos, entregados a las cautividades militares, permitiéndose
bastante amplitud en el amor a las mujeres, en el juego y en los duelos
verificados por razones de honor» 277 . Más recientemente, se ha hablado incluso
de que el proceso judicial al que fueron sometidos Ignacio y su hermano Pero
López, en 1515, podría haber estado relacionado con una violación 278 , quizá por
el hecho de que los delitos de los que se les acusa se produjeron durante los
carnavales de Azpeitia, una fiesta en la que se mezclaban el desorden y la
ruptura con las normas morales o la exaltación de acciones consideradas
«viciosas», como la del juego. Aun así, hay que tener en cuenta que la sociedad,
sobre todo el pueblo llano, practicaba las relaciones extraconyugales de forma
abierta, sin los condicionantes que mediaban en las clases más poderosas, cuyos
varones a veces abusaban de la condición servil de algunas mujeres.
La aparición del nombre de «María de Loyola» en el testamento de Aldonza
Manrique de Lara, hija del segundo duque de Nájera, hizo pensar que podía
tratarse de la tan buscada descendiente de Ignacio:
Ítem, digo que por cuanto María de Loyola, que por otro nombre se llama Villarreal, me ha
servido por siete u ocho años, y en ellos me ha hecho muy buen servicio, mando que se le dé a dicha
María de Loyola en el año de mi fallecimiento doscientos ducados en dineros y una cama de ropa,
que tenga tres colchones de los mejores que hubiere en mi casa y seis sábanas de roan buenas y una
manta colorada buena y una colcha de holanda buena y cuatro almohadas labradas de las mejores
que hubiere en mi casa... y un jubón de raso negro que tuve de mi señora la duquesa doña María, lo
cual mando que se le pague por el dicho servicio que me ha hecho y por descargo de mi conciencia
por deuda que le debo, y en aquella vía y forma que mejor hubiere lugar de derecho...
Ítem, mando que se dé a doña Francisca de Zaldívar y a María de Albelda y a María de Villarreal
y Aldonza de Salazar y a Juana de Zarratón y María Palomo, mis criadas, [...] mantos y tocas de
tafetán, y a Beatriz y a Constanza de Zaldívar y María de Bravo [...] paño [...] para un manto, y si las
dichas mis criadas y criados quisieren más en dineros el valor de lo que montase el paño, que a cada
una se le manda, mando que se le dé en dineros [...] porque tengan a cargo de rogar a Dios por mi
alma 279 .

Del texto se deduce que María de Loyola, o María de Villarreal —como


también se la conoce—, sirvió durante siete u ocho años a doña Aldonza. Por el
privilegiado trato que recibió en el reparto de la herencia, según la primera
cláusula citada, debió ser una de sus más fieles criadas o, más que criada, dama
de compañía. Aparte de heredar la abundante ropa y los preciados colchones,
María de Loyola heredó 200 ducados de doña Aldonza, una cifra elevada para la
época, aun teniendo en cuenta que era pagada en concepto de los servicios
prestados durante siete u ocho años 280 .
El testamento de doña Aldonza fue dictado en Nájera el 23 de agosto de
1562. Suponiendo que Ignacio hubiese entrado al servicio del duque en 1517,
habrían pasado cuarenta y cinco años hasta esa fecha. Este es uno de los
argumentos que cuestionarían la vinculación de Ignacio con María de Loyola, ya
que esta, cuando falleció doña Aldonza en 1566, acababa de casarse con Diego
de Vergara: incluso si hubiera nacido dos o tres años después de 1517, María
seguiría siendo demasiado mayor para contraer matrimonio.
Por otra parte, es probable que la citada María de Loyola fuera hija de Pedro
de Villarreal de Loyola, por lo que habría sido bautizada en 1529 en Pedroso y se
habría casado con su primo carnal Diego de Villarreal en 1565. Ambos tendrían
entonces 37 y 29 años, respectivamente. Del matrimonio nacerían, en 1566, una
niña llamada María, que murió al poco de nacer; en 1569, otra niña, bautizada
Elena; y hacia 1571, un niño, llamado Lucas de Vergara Gabiria (gobernador de
Las Molucas entre 1617 y 1620). El problema que plantean las desiguales edades
de los contrayentes sería salvable teniendo en cuenta que podría tratarse de un
matrimonio de conveniencia entre dos primos, cuyas respectivas familias habrían
estado dilatando la espera, antes de la ceremonia, hasta que se produjera el cobro
de la dote: los 200 ducados heredados de doña Aldonza por María. Sin embargo,
el hecho de que el último de los hijos naciera cuando María tenía alrededor de 42
años obliga a plantearse, como mínimo, ciertas reservas acerca de si la María de
Loyola nacida en 1529 es la misma que sirvió a doña Aldonza.
En cualquier caso, son tantas las incógnitas que rodean a María de Loyola,
que parece prudente descartarla como hija de Ignacio mientras no se aporten
pruebas más concluyentes. Pero eso no significa que deba desecharse la
posibilidad de que Ignacio tuviera uno o varios hijos.
Quizá en un futuro no muy lejano la opacidad que sigue existiendo en torno a
la infancia y juventud de Ignacio quede despejada, acaso por el encuentro
fortuito, o no, de documentos cuya existencia ha sido probada y hoy se hallan,
por azares del llamémoslo «destino», en paradero desconocido.

52 Don Juan Sánchez de Cepeda, padre de santa Teresa, había tenido, de un matrimonio anterior, un hijo y
una hija. Véase Teresa de Jesús, Obras completas, 3 vols., edición y notas de Efrén de la Madre de Dios y
Otilio del Niño Jesús, Madrid, BAC, 1951, vol. 1, págs. 179-180. Véase también Rosa M.ª Alabrús y R.
García Cárcel, op. cit., 2015.

53 José A. Marín Paredes, «Semejante Pariente Mayor»: parentesco, solar, comunidad y linaje en la
institución de un Pariente Mayor en Gipuzkoa: los señores del solar de Oñaz y Loyola (siglos XIV-XVI),
San Sebastián, Diputación Foral de Gipuzkoa, 1998, pág. 19.

54 La propuesta de interpretación del historiador Marín Paredes puede resumirse en la frase: «El Pariente
Mayor, por tanto, respondía al trato social generado desde el solar de un linaje a través del uso del
parentesco en el seno de la convivencia en una comunidad». Véase J. A. Marín Paredes, op. cit., pág. 25.

55 Ibíd., pág. 45.

56 Ildefonso Gurruchaga, «Notas sobre los Parientes Mayores: treguas y composiciones de la Casa de
Loyola. Documentos», Revista Internacional de Estudios Vascos, tomo 26 (1935), páginas 481-498.

57 Para comprender el porqué de ese desbroce crítico de la genealogía de los Oñaz y Loyola, véase J. A.
Marín Paredes, op. cit., págs. 141 y ss. Asimismo, este planteamiento pone en cuarentena el árbol
genealógico «oficial» de la famila Oñaz y Loyola que ofrecía Cándido Dalmases en MHSI, Font. doc.

58 Ibíd., págs. 76-77 y 104.


59 Ibíd., pág. 78.

60 MHSI, Font. doc., pág. 737. Los datos los daba Francisco Pérez de Yarza en su Memorial de 1569, sin
embargo, no son fiables los nombres de las personas a las que atribuye el protagonismo en esa gesta, según
ha demostrado J. A. Marín Paredes, op. cit., págs. 153-154.

61 Al parecer, entre los siglos XIV y XVI, el río Urola era conocido mayoritariamente con el nombre de
Legazpia o «río mayor de Legazpia», por su nacimiento, según apunta Luis Miguel Díez de Salazar,
Ferrerías guipuzcoanas: aspectos socio-económicos, laborales y fiscales de Guipúzcoa (siglos XIV-XVI)
(edición preparada por María Rosa Ayerbe Iribar), San Sebastián, Instituto «Dr. Camino» de Historia
Donostiarra, 1997, pág. 315.

62 Diego López de Zúñiga (o Estúñiga, o Stúñiga) (h. 1350-1417) pertenecía a una familia noble,
descendiente de los primeros reyes de Navarra. Estaba casado con Juana García de Leiva, señora de
Villabaquerín, hija de Sancho Martínez de Leiva (vasallo de los reyes de Castilla y de Inglaterra) y de la
princesa Isabel (hija del rey Eduardo III de Inglaterra). Diego tuvo siete hijos legítimos con Juana, y otros
tres bastardos fruto de otras relaciones. La trayectoria política de Diego López de Zúñiga revela su cercanía
a la Casa real castellana como consejero y la confianza que depositaron en su persona los monarcas
castellano-leoneses Juan I, Enrique III y Juan II. Recibió a cambio privilegios como el de poder fundar
mayorazgos (1378) y donaciones de villas (Pesquera, en 1385). A la muerte de Juan I (1390), fue nombrado
corregente de Castilla y León durante la minoría de edad de Enrique III, quien luego lo nombró Justicia
Mayor de Castilla (1395), en cuyo cargo puso fin (1410) a la redacción del código de leyes de las Siete
Partidas que había iniciado Alfonso X el Sabio. Con las huestes de Enrique III participó en diversos
enfrentamientos contra los árabes en Málaga, Cádiz y Huelva. Se ocupó también de la custodia del niño rey
Juan II, tras fallecer el padre de este, Enrique III, y formó parte del Consejo del Regente, el príncipe
Fernando de Antequera (coronado rey de Aragón en 1414). Diego López de Zúñiga falleció en Valladolid
en 1417.

63 J. A. Marín Paredes, op. cit., pág. 170.

64 R. García-Villoslada, op. cit., pág. 36, n. 122. Este historiador jesuita, después de confirmar que «en no
pocos de sus miembros [del linaje de los Loyola], tan hábiles en la diplomacia como valerosos en la guerra,
se advierten deslices morales que ellos mismos declaran sin tapujos en sus testamentos», puntualiza a modo
de justificación: «Recuérdese que estamos en la época europea de los bastardos» (ibíd., pág. 38).

65 Luis Suárez, Los Reyes Católicos, Barcelona, Ariel, 2005, pág. 108.

66 MHSI, Font. doc., págs. 112-113.

67 J. A. Marín Paredes, op. cit., pág. 43.

68 Ibíd., págs. 43-44, 133-134, n. 1272, y 136.

69 Véase, ibíd., pág. 135, n. 1276, y pág. 136, n. 1278.

70 J. Zunzunegui, El reino de Navarra y su Obispado de Pamplona durante la primera época del Cisma de
Occidente, San Sebastián, Pax, 1942, págs. 360-367. Véase también J. A. Marín Paredes, op. cit., págs. 169-
170.

71 P. Leturia, op. cit., págs. 34-35.

72 Gabriel Henao, Averiguaciones de las Antigüedades de Cantabria, Salamanca, Eugenio Antonio García,
1691, libro 3, cap. 33, pág. 340 (hay una versión digital de 1689 en:
http://cisne.sim.ucm.es/record=b1956428).

73 J. A. Marín Paredes, op. cit., págs. 117 y 172-175.

74 MHSI, Font. doc., pág. 48.

75 R. García-Villoslada, op. cit., pág. 40.

76 MHSI, Font. doc., págs. 100-101.

77 J. A. Marín Paredes, op. cit., pág. 216, n. 1189.

78 La primera parte del texto, hasta los primeros corchetes, aparece en la MHSI, Font. doc., páginas 55-59.
El resto del texto, donde se explicitan las consecuencias del cartel emitido por los parientes mayores, lo
aporta Miguel Vilalta en la edición crítica a la obra de Gabriel Henao, Averiguaciones de las antigüedades
de Cantabria, nueva ed. corregida por M. Vilalta, Tolosa, 1894, vol. 6, págs. 334-335.

79 MHSI, Font. doc., págs. 60-63.

80 A. Coster, op. cit., pág. 49.

81 Citado por J. A. Marín Paredes, op. cit., pág. 218, n. 1198.

82 Rafael Floranes, Luchas entre tierra llana y villas, Madrid, 1920, pág. 238, n. 11. Citado por Ildefonso
Gurruchaga, art. cit., págs. 482-483, n. 11.

83 Véase el interesante artículo de Carlos Barros, «Rito y violación: derecho de pernada en la Baja Edad
Media», Historia Social, 16 (primavera-verano, 1993), págs. 3-17.

84 G. Henao, op. cit. (1691), libro 3, cap. 33, pág. 340. Parte del texto del indulto, en J. A. Marín Paredes,
op. cit., pág. 220, n. 1203.

85 J. A. Marín Paredes, op. cit., pág. 239, n. 1254.

86 Véase el contrato matrimonial en MHSI, Font. doc., págs. 79-90. El expediente (Archivo Foral de
Navarra, «Expedientes de hidalguía», Escribano Juan de Suescun, 1572: Sala 2.ª, Est. 6.ª izq., b 13) lo ha
estudiado y transcrito por primera vez el historiador Antonio Unzueta Echevarría, «La rama alavesa de los
Loyola: procedente de Juan Pérez de Loyola, abuelo de S. Ignacio, y de la vitoriana Doña Hermosa»,
Sancho el Sabio: Revista de Cultura e Investigación Vasca, 5 (1995), págs. 259-284.

87 R. García-Villoslada, op. cit., pág. 44 y n. 38.

88 Véase A. Unzueta Echevarría, art. cit., pág. 274.

89 Así, por ejemplo, Lorenza de Oñaz —de la cual Ignacio era tío abuelo porque era hija de Beltrán de
Loyola, que, a su vez, era hijo de Martín García de Oñaz (hermano de Ignacio) y de Magdalena de Araoz—,
confirmó en 1551 la relación de parentesco entre Juan Pérez de Loyola, su tatarabuelo por vía legítima, y
Diego Vélez de Loyola, un nieto también por la citada vía ilegítima: «[...] y que ella así bien tiene al dicho
licenciado Diego Vélez por nieto del dicho Juan Pérez, por lo que así del dicho su padre oyó y vio al dicho
su padre y a los otros deudos y parientes del dicho su padre tratar al dicho licenciado Diego Vélez por
deudo y pariente suyo y por nieto del dicho Juan Pérez de Loyola» (citado por A. Unzueta Echevarría, art.
cit., pág. 260).

90 Archivo Foral de Navarra, «Expedientes de hidalguía», Escribano Juan de Suescun, 1572: Sala 2.ª, Est.
6.ª izq., b 13. Documento transcrito y citado por A. Unzueta Echevarría, art. cit., páginas 262-263.

91 Fidel Fita, «El mayorazgo de Loyola: escrituras inéditas», Boletín de la Real Academia de la Historia,
tomo 22 (1893), págs. 545-578 (hay versión digital: http://www.cervantesvirtual.es).

92 Es Polanco quien habla de la respuesta que dio Ignacio en Alcalá acerca de sus supuestas prácticas
judías: «Al décimo séptimo día, comiénzale a examinar el vicario Figueroa, haciéndole, entre otras
preguntas, esta: si hacía guardar el sábado; y le respondió que el sábado tenía devoción a nuestra Señora:
que no había otras fiestas, ni en su tierra había judíos». Véase Juan de Polanco, «Sumario de las cosas más
notables que a la institución y progreso de la Compañía de Jesús tocan», en MHSI, Font. narr., I, pág. 174.
Además, en la mal llamada Autobiografía, la primera biografía oficial del santo, redactada por Luis
González de Cámara, hay una breve frase referida a esos hechos: «Diecisiete días estuvo en la prisión [de
Alcalá], sin que le examinasen ni él supiese la causa de ello; al fin de los cuales vino Figueroa a la cárcel, y
le examinó de muchas cosas, hasta preguntarle si hacía guardar el sábado» (Autobiografía..., VI:61; la
cursiva es mía); referencia que luego Pedro de Ribadeneira suprimió en la Vida de Ignacio de Loyola.
También el historiador y archivero Manuel Serrano y Sanz escribió que Ignacio había negado, en los
procesos de Alcalá, tener o haber tenido en su familia miembro alguno de sangre judía: «Cuentan algunos
biógrafos del Santo, por más que no consta en el Proceso [de Alcalá], que el Vicario hizo a San Ignacio el
cargo de judaizar, una vez que aconsejaba la observancia del sábado, a lo que respondió que no lo hacía por
rito mosaico, mas por devoción a la Virgen, añadiendo al mismo tiempo que descendía de una raza que no
había mezclado su sangre con la israelita» (San Ignacio de Loyola en Alcalá de Henares: estudio histórico,
Madrid, Imp. de Juan Iglesia, 1895, pág. 25). No hay que olvidar que la Inquisición española se empleó a
fondo, y de manera brutal, contra los judíos desde sus orígenes, en la penúltima década del siglo XV, hasta
1530. De hecho, apenas dos años antes de la entrada de Ignacio en Alcalá en agosto de 1526, morían en la
hoguera, en el auto de fe del 9 de septiembre de 1524 en Valencia, la abuela materna y el padre del teólogo
laico Juan Luis Vives, junto a otros familiares y amigos acusados de judaizantes (véase Ricardo García
Cárcel y Doris Moreno Martínez, Inquisición: historia crítica, Madrid, Temas de Hoy, 2000, págs. 209-
210).

93 Eusebio Rey, «San Ignacio de Loyola y el problema de los cristianos nuevos», Razón y Fe, 153 (1956),
págs. 189-190. Este autor, y James W. Reites, «St. Ignatius of Loyola and the Jews», Studies in the
Spirituality of Jesuits, 13, 4 (septiembre, 1981), págs. 1-48, son quienes mejor han estudiado la actitud de
Ignacio ante la cuestión de la limpieza de sangre. Véase también una síntesis del tema en Francisco de Borja
Medina, «Ignacio de Loyola y la “limpieza de sangre”», en Robert A. Maryks, Ignacio de Loyola y su
tiempo (Congreso Internacional de Historia, 9-13 de septiembre de 1991), Bilbao, Mensajero-Universidad
de Deusto, 1992, págs. 579-615.

94 F. de Borja Medina, art. cit., págs. 606-607.

95 Ibíd., pág. 600.

96 MHSI, Epist.-Instr., VI, «Carta de Ignacio a Diego Mirón (Roma, 5 de abril de 1554)», pág. 569. Véase
también F. de Borja Medina, art. cit., pág. 591.

97 J. A. Marín Paredes, op. cit., págs. 206 y 209.

98 Véase Cándido de Dalmases, «Genealogía de la familia Oñaz-Loyola en los siglos XII al XVII»,
Manresa, 50 (1979), pág. 308. El documento en el que aparece citada doña Marina como difunta es:
«Información de don Martín García sobre su nobleza (Azpeitia, 6-7 de mayo de 1508)», en MHSI, Font.
doc., pág. 199.

99 Ribadeneira escribió a Jerónimo Nadal para que acatase la orden dada por Francisco de Borja acerca de
que se retirasen las copias de la Autobiografía: «Vuestra Reverencia procure de ejecutar lo que ya Nuestro
Padre ha mandado, y, a lo que creo, escrito a los provinciales, etc., y es que recojan buenamente lo que
escribió el Padre Luis González o cualquiera otro escrito de la vida de Nuestro Padre y lo tengan ellos y no
permitan que se lea ni ande por las manos de los nuestros ni de otros, pues siendo cosa imperfecta, no
conviene que estorbe o disminuya la fe de lo que más cumplidamente se escribe. Y en esto se ha de usar la
diligencia y prudencia que Vuestra Reverencia entiende que es menester para que no se haga ruido, etc.»,
MHSI, Epist. Nadal, III, «Carta de Pedro de Ribadeneira a Jerónimo Nadal (Frascati, 29 de junio de 1567)»,
pág. 490.

100 Pedro de Ribadeneira, op. cit. (1595), libro I, cap. I. La primera edición en latín de esta obra data de
1572, y no se tradujo al castellano hasta 1583.

101 «Información de don Martín García sobre su nobleza (Azpeitia, 6-7 de mayo de 1508)», en MHSI,
Font. doc., pág. 199.

102 El historiador Ricardo García-Villoslada (op. cit., pág. 46) escribió al respecto: «Don Beltrán parece
que falleció el 23 de octubre de 1507, el mismo día en que hizo su testamento, cuyo paradero —conocido
por el padre Léonard Cros a fines del siglo XIX— hoy día se ignora».

103 El testamento de Juan Pérez de Loyola se halla en MHSI, Font. doc., pág. 140; las escrituras del
mayorazgo las recogió Fidel Fita, «El mayorazgo de Loyola: escrituras inéditas», ed. cit. (hay versión
digital: http://www.cervantesvirtual.es); mientras que las declaraciones de Martín García, del testigo y del
notario pueden consultarse en MHSI, Font. doc., págs. 196-201.

104 Aparece citada una María de Recarte en las escrituras de creación del mayorazgo por Martín García.

105 Véase MHSI, Font. doc., págs. 143-144. La idea de que la citada Ysabel es otra concubina de Juan
Pérez de Loyola la expuso el historiador P. Dudon, op. cit., pág. 613.

106 El historiador Enrique García Hernán, el más reciente de los biógrafos del santo, afirma al respecto (op.
cit., págs. 28-29): «Pero [Ignacio] apenas habló de su vida familiar, nunca hizo referencia a su madre —algo
en verdad sorprendente— ni mencionó el lugar exacto de su nacimiento; todo ello provocó serias dudas
acerca de su familia. Asombrosamente, tampoco en los documentos familiares abundan las referencias a él.
En ninguno de los pocos testamentos que se conservan de su familia hay una evocación directa de su
persona, excepción hecha del de su hermano Martín, en cuya relación de bienes se menciona su renuncia a
la legítima; pero eso es todo. Llama la atención que, por ejemplo, no aparezca ni siquiera su nombre en los
testamentos de sus hermanos Juan Pérez de Loyola, Ochoa Pérez de Loyola y Martín de Oñaz de Loyola,
pese a que estos sí mencionan a otros hermanos (si bien es cierto que no a todos)».

107 MHSI, Scripta, II, págs. 757-758.

108 Si esto fuese realmente así, quedaría cuestionada la declaración que hicieron las Juntas Generales de
Guernica en 1680 (ratificada por Inocencio XI en 1682), por la cual san Ignacio fue considerado patrono del
Señorío de Vizcaya al determinarse que era hijo legítimo de Marina Sáenz de Licona, y esta de Martín
García, de la casa de Licona, sita en la villa vizcaína de Ondarroa.

109 R. García-Villoslada, op. cit., págs. 745-747.


110 Véase la carta que envía este último a Ignacio, en MHSI, Litt. Quadr., págs. 490-495.

111 Regesta Borgiae Hispaniae, 1570-1573, pág. 79; citado por A. Astrain, op. cit., tomo 1: San Ignacio de
Loyola, 1540-1556, Madrid, 1912 (2.ª ed.), págs. 7-8, n. 11.

112 R. García-Villoslada, op. cit., pág. 746.

113 El texto original escrito por Juan de Polanco se halla en latín: «Aliqui anno a nativitate Domini 1491
natum Ignatiun censuerunt, qui eius nutricis sententiam secuti videntur; sed si eidem Ignatio de vitae suae et
de conversionis annis credendum est, potius (ut ego quidem sentio), natus est ille anno Domini 1495...».
Polanco, aun así, se contradijo cuando afirmó: «En lugar de 63 años, como yo calculaba [que Ignacio tenía],
la nodriza, sin embargo, añadía dos [años] más» [Vixit autem annos, prout ipse computabat, sexaginta tres;
nutrix tamen eius duos [annos] addebat]. Véanse MHSI, Chronicon: VI, pág. 44; y I, pág. 9,
respectivamente.

114 Así lo constata R. García-Villoslada, op. cit., pág. 58.

115 P. Leturia, op. cit., pág. 44.

116 MHSI, Epist. Nadal, II, pág. 28 (la cita original está en latín).

117 Citado de «Lamentación de la Paz», en Erasmo de Rotterdam, Obras, Madrid, Gredos, 2011, pág. 394.

118 Citado de «De cómo los niños precozmente y desde su mismo nacimiento deben ser iniciados en la
virtud y en las buenas letras de manera liberal», ibíd., pág. 349.

119 Citado de «Coloquios», ibíd., pág. 581.

120 Citado de «Coloquios», ibíd., págs. 581-582.

121 MHSI, Font. doc., pág. 144.

122 MHSI, Font. doc., pág. 160.

123 Véase lo que dice al respecto el jesuita R. García-Villoslada, op. cit., pág. 61.

124 P. Leturia, op. cit., pág. 44, n. 192. La cita literal de Leturia es: «El nombre de la nodriza en fondo
Cros».

125 P. Dudon, op. cit., 1934. El historiador jesuita Miquel Batllori elogió en su momento esta biografía, que
hoy se considera algo anticuada, según se reseña en la entrada «Dudon, Paul», en Charles E. O’Neill y
Joaquín M.ª Domínguez (dirs.), Diccionario histórico de la Compañía de Jesús, 4 vols., Madrid,
Universidad Pontificia de Comillas, 2001.

126 Así lo interpretó Juan María Pérez Arregui, San Ignacio en Azpeitia, Madrid, Razón y Fe, 1921, págs.
34-35; y también Pedro Leturia siguió los argumentos críticos de este.

127 MHSI, Scripta, II, págs. 191-192.

128 MHSI, Scripta, II, pág. 232.

129 J. M. Pérez Arregui, op. cit., págs. 34-35.


130 P. Leturia, op. cit., pág. 45 (la cursiva es mía).

131 MHSI, Font. doc., págs. 225-229.

132 Véase una lista de las ferrerías guipuzcoanas en el interesante artículo de Luis Miguel Díez de Salazar,
«La industria del hierro en Guipúzcoa (siglos XIII-XVI): aportación al estudio de la industria urbana», En
la España Medieval, 6 (1985), pág. 263. Esto desmiente la confusión creada al respecto por el historiador
Ignacio Tellechea Idígoras, quien en su, por otra parte, muy meritoria biografía Ignacio de Loyola: solo y a
pie, se preguntaba: «¿Y el caserío de Eguíbar, tan cercano a su casa [de Ignacio], donde vivía Errasti, el
herrero y su mujer María Garín, la que amamantó a él de niño?».

133 L. M. Díez de Salazar, op. cit., pág. 357. Este libro, publicado póstumamente, constituye una parte de
la tesis doctoral de Luis Miguel Díez de Salazar, Ferrerías de Guipúzcoa (siglos XIII-XVI): aspectos
históricos e institucionales, 4 vols., Barcelona, Universidad de Barcelona, 1981. Es posible recorrer en un
viaje relámpago virtual los alrededores de Azpeitia mediante Google Earth para comprobar las ubicaciones
de la casa de Loyola (hoy basílica), la casa de Eguíbar (muy próxima a la anterior, ofrece la posibilidad de
leer el letrero que recoge la tradición —en mi opinión errada— de que Ignacio vivió allí) y el caserío de
Errazti (bastante alejado, en el barrio de Nuarbe y junto al río Urrestrilla).

134 L. M. Díez de Salazar, art. cit., págs. 251-276.

135 La propiedad del caserío de Errazti aparece en la lista de los caseríos que Juan Pérez de Loyola —el
abuelo de Ignacio— se reserva para su usufructo mientras viva, y que está citado en el contrato matrimonial
entre Beltrán Yáñez y Marina Sánchez de Licona, firmado el 13 de julio de 1467. Sobre el mayorazgo,
véase Fidel Fita, «El mayorazgo...», ed. cit., págs. 545-578. Todos los datos referentes a la ferrería de
Errazti y a sus moradores se hallan bien documentados en el libro de L. M. Díez de Salazar, op. cit., págs.
357-358, notas 62-76 y pág. 373.

136 Ignacio Tellechea-Idígoras (op. cit., pág. 59) afirma que el esposo de la nodriza (a quien identifica bajo
el nombre de María Garín) era Martín de Errazti, asociando equivocadamente —o, al menos así lo creo, ya
que su autor no cita la fuente— el nombre del hijo de la nodriza con el del marido de esta, a no ser que se
refiera al ferrón Martín Pérez de Errazti, aunque esto no despeja las dudas acerca de la fuente documental
en la que se obtuvo el dato.

137 MHSI, Scripta, II, pág. 192.

138 MHSI, Scripta, II, pág. 192.

139 MHSI, Scripta, II, págs. 205 y 233, respectivamente.

140 L. M. Díez de Salazar, art. cit., pág. 274.

141 L. M. Díez de Salazar, op. cit., págs. 151-152.

142 Otro hijo de estos, y hermano de Magdalena, fue el licenciado Juan de Araoz, alcalde de los hijosdalgo
de la Real Chancillería de Valladolid, que tuvo, a su vez, por hijo a Antonio de Araoz (Vergara, 1516-
Alcalá, 1573), el que sería comisario general de la Compañía de Jesús. La genealogía completa de la familia
Araoz se halla en Esteban de Garibay y Zamalloa, «Ilustraciones genealógicas de los linajes vascongados
contenidos en las “Grandezas de España” compuestas por Esteban Garibay fielmente copiadas... y anotadas
con adiciones por Juan Carlos de Guerra», Revista Internacional de Estudios Vascos, 14.1 (1923), págs.
411-412.
143 MHSI, Scripta, II, págs. 434-435. El testimonio lo ofrecía en 1598 el jesuita Balduino de Angelo con
motivo del proceso de beatificación de Ignacio. Curiosamente, Balduino, siendo todavía novicio en la casa
de los jesuitas en Roma, estuvo a punto de abandonar sus intenciones de entrar a la Compañía debido a «un
amor indiscreto, e inconsiderada vehemente ternura hacia un sobrino suyo. Ese ardid diabólico le inclinaba
a volver al Mundo», pero Ignacio hizo que cambiara de idea (Francisco Javier Fluviá, Vida de San Ignacio
de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, 2 tomos, Barcelona, Pablo Nadal, 1753, tomo 1, libro IV,
cap. X, pág. 353).

144 El afecto de Ignacio hacia Magdalena lo defiende el historiador jesuita H. Rahner, op. cit., vol. 1, pág.
193.

145 Jean Lacouture, Jesuitas, 2 vols., Barcelona, Paidós, 1993, vol. 1, págs. 232-233.

146 MHS, Scripta, II, pág. 188.

147 MHS, Font. doc., págs. 462-465.

148 MHS, Scripta, II, pág. 193.

149 MHS, Epist.-Instr., I, «Carta de Ignacio a Magdalena de Araoz (Roma, 24 de septiembre de 1539)»,
págs. 151-152. El hermano de Ignacio había fallecido el 29 de noviembre de 1538.

150 MHS, Epist. Mixt., I, «Carta de Antonio de Araoz a Ignacio (Zaragoza, 30 de octubre de 1539)», pág.
35.

151 Pedro de Ribadeneira, Vida de Ignacio de Loyola, en Obras escogidas del padre Pedro de Rivadeneira,
de la Compañía de Jesús; con una noticia de su vida y juicio crítico de sus escritos, edición de Vicente de
la Fuente, Madrid, Atlas, 1952, pág. 13.

152 E. García Hernán, op. cit., págs. 34-35.

153 Véanse las anotaciones que hace al respecto el marqués de Cruilles (Vicent Salvador i Monserrat),
Noticias y documentos relativos a doña Germana de Foix, última reina de Aragón (1892), edición y estudio
introductorio de Ernest Belenguer, Valencia, Universitat de València, 2007, pág. 134, n. 1149. Para
profundizar en los años que pasó la reina Isabel la Católica en Arévalo, veáse Luis Suárez, op. cit., págs. 16-
21.

154 La fundación de la Orden de las Concepcionistas y su dificultosa trayectoria posterior, por los intentos
franciscanos de someter a esta comunidad a su obediencia, desvirtuando así el proyecto original, ha sido
estudiada por María del Mar Graña Cid en numerosos trabajos, entre ellos: Mujeres, espiritualidad
franciscana y feminismo en la Castilla renacentista, Salamanca, Universidad Pontificia de Salamanca,
2003; Beatriz de Silva (ca. 1426-ca. 1491), Madrid, Ediciones del Orto, 2004; y «Sacralización femenina y
experiencia mística en la prerreforma castellana», Duoda, 34 (2008), págs. 55-65.

155 L. Suárez, op. cit., pág. 17.

156 Estos datos, de extraordinaria relevancia, los ha aportado el historiador E. García Hernán, op. cit., págs.
45-50.

157 Gutierre Velázquez de Cuéllar formó parte del Consejo Real de Juan II, y fue gobernador y mayordomo
mayor de la casa de Isabel de Portugal, madre de Isabel la Católica, acompañándola en el desempeño de
estas funciones en Madrigal y Arévalo. Su esposa, Catalina Franca, sirvió también a Isabel de Portugal
durante muchos años. Véase Máximo Diago Hernando, «El contador mayor Juan Velázquez de Cuéllar:
ascenso y caída de un influyente cortesano en la Castilla de comienzos del siglo XVI», Cuadernos de
Historia de España, 83 (2009), pág. 163.

158 Cuando murió Isabel de Portugal, en 1496, Isabel la Católica ordenó que le entregasen a Catalina
Franca todos los vestidos y enseres de la reina para que los custodiase en su casa y, tras su fallecimiento, los
legase a su nuera María de Velasco. Véase M. Diago Hernando, art. cit., pág. 163.

159 Luis Fernández Martín, «Nuevas aportaciones históricas acerca de la juventud y la familia de san
Ignacio de Loyola», en Quintín Aldea (ed.), op. cit., pág. 129. Véase, también, marqués de Cruilles, op. cit.,
pág. 133.

160 El primer autor que lanzó esas acusaciones fue Pedro Mártir de Anglería, el cual estuvo en aquel
tiempo en Medina del Campo. Véase la cita textual en marqués de Cruilles, op. cit., pág. 123, n. 1119.
Véase también Rosa E. Ríos Lloret, Germana de Foix: una mujer, una reina, una corte, Valencia, Biblioteca
Valenciana-Generalitat Valenciana, 2003, págs. 64-83.

161 Véanse marqués de Cruilles, op. cit., págs. 132-134; Telesforo Gómez Rodríguez, «Levantamiento de
Arévalo contra su dación por Carlos V en señorío a doña Germana de Foix y primera campaña militar de
San Ignacio de Loyola», Boletín de la Real Academia de la Historia, tomo 19 (1891), págs. 5-18 (hay
versión digital: http://www.cervantesvirtual.es). Véase también la interesante puesta al día de la trayectoria
del contador que lleva a cabo Máximo Diago Hernando, art. cit., págs. 157-185.

162 M. Diago Hernando, art. cit., págs. 175 y 176, n. 167.

163 Fidel Fita Colomé, «Alonso de Montalvo y san Ignacio de Loyola», Boletín de la Real Academia de la
Historia, 18 (1891), pág. 77. Véase también la reconstrucción de la biografía de este personaje en Luis
Fernández Martín, «Alonso de Montalvo, amigo íntimo de Íñigo de Loyola», Archivum Historicum
Societatis Iesu, 59 (1990), págs. 75-94.

164 La información que aportó Antonio Láriz, después de que Alonso de Montalvo se la transmitiera, debe
tomarse con cautela. Fue reseñada por un autor anónimo en la Historia del Colegio de Arévalo —centrada
en el colegio jesuita que, por otra parte, fue fundado por el propio Láriz en 1580—, a partir del texto que
originalmente aparece en un tomo titulado Historia castellana y enviado a Roma en 1599: «Los Reyes
Católicos, D. Fernando y D.ª Isabel [...] viviendo lo más ordinario en esta parte de Castilla la Vieja, tenía
por su contador mayor a un caballero de los más nobles y ricos de esta villa, el cual tenía mucha amistad
con el señor Beltrán Yáñez de Oñaz y Loyola, progenitor de nuestro Padre [Ignacio], y así le pidió uno de
sus hijos, para criarle en su casa como propio y ponerle después en la casa real. Fue para esto enviado Íñigo
de Loyola, el cual, pasados aquí algunos años, hasta que murió el contador Juan Velázquez, deseó mucho
seguir la soldadesca, y la mujer del dicho contador le dio quinientos escudos y dos caballos, con que fuese a
visitar al duque de Nájera, con cuya casa tenía deudo; y de allí se partió a Pamplona, cabeza del reino de
Navarra, donde le sucedió lo que de él cuenta su historia. Esto contó al Padre Láriz, cuando vino aquí a la
misión, un caballero muy noble y rico de esta villa, llamado Alonso de Montalvo, que fue paje del dicho
contador mayor de los Reyes, y gran amigo de Íñigo de Loyola mientras aquí estuvo. Y cuando supo
después que estaba en Pamplona, le fue a visitar y le halló enfermo de la pierna y le vio curar de ella,
mostrando aquel grande ánimo que se refiere en su historia, lo cual contaba acá el dicho Alonso de
Montalvo, antes que la historia saliese a luz, a los hombres más antiguos de este lugar que le podían haber
conocido aquí» (citado por A. Astrain, op. cit., tomo 1, págs. 8-9, n. 11).

165 MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Ignacio a Juan del Mercado (Roma, enero de 1548)», pág. 705.
166 Véanse al respecto el artículo de Plácido Mújica, «Reminiscencias de la lengua vasca en el “Diario” de
San Ignacio», Revista Internacional de Estudios Vascos, 27 (1936), págs. 53-61; y James Brodrick, San
Ignacio de Loyola: años de peregrinación, Madrid, Espasa-Calpe, 1956, pág. 29.

167 Luis González de Cámara, Autobiografía..., I:1.

168 Pedro de Ribadeneira, op. cit., libro I, cap. I.

169 La cita textual dice así: «Hasta este tiempo, aunque era aficionado a la fe, no vivía nada conforme a
ella; ni se guardaba de pecados; antes era especialmente travieso en juegos y cosas de mujeres, y en
revueltas y cosas de armas». Véase A. Astrain, op. cit., tomo 1, pág. 13, n. 13 y pág. 14.

170 MHSI, Scripta, I, pág. 98.

171 Véase la cita y su origen en A. Astrain, op. cit., tomo 1, pág. 16.

172 Los documentos, que se conservan en el Archivo Histórico de Loyola, se hallan transcritos en MHSI,
Font. doc., págs. 229-246, y su cronología es la siguiente: I) Azpeitia, 1 de marzo de 1515; II) Pamplona, 6
de marzo de 1515; III) Pamplona, 6 de marzo de 1515; IV) Pamplona, sin fecha; V) Pamplona, 13 de marzo
de 1515 (escrito en latín, recoge las conclusiones del documento anterior).

173 MHSI, Font. doc., págs. 232-233. La bula Romanum decet, del 27 de julio de 1493, fue dada por
Alejandro VI (hubo otra del 15 de mayo de 1502 que la ratificó) a petición de los Reyes Católicos para
poner remedio a la concesión indiscriminada de la tonsura eclesiástica en los reinos peninsulares.

174 Véase Tarsicio de Azcona, «Reforma del episcopado y del clero de España en tiempo de los Reyes
Católicos y de Carlos V (1475-1558)», en Ricardo García-Villoslada (dir.), Historia de la Iglesia en
España, vol. 3.1: La Iglesia en la España de los siglos XV A XVI, Madrid, La Editorial Católica, colección
Biblioteca de autores cristianos, 18, 1980, págs. 166-168.

175 MHSI, Font. doc., pág. 235.

176 Este requisito procesal nos lo recuerda el propio notario cuando dice: «Y leído así el dicho
requerimiento, y bien así el dicho trasunto y declaraciones y pesquisa, luego los dichos señores vicario
general y oficial pidieron traslado de las dichas escrituras, y dijeron que, habidas y vistas aquellas, darían su
respuesta y harían lo que de derecho debían» (MHSI, Font. doc., pág. 235).

177 Francisco Tomás y Valiente, El derecho penal de la Monarquía absoluta (siglos XVI-XVII-XVIII),
Madrid, Tecnos, 1969, pág. 212.

178 MHSI, Font. doc., pág. 236. La expresión latina que utiliza es aserti clerici, que podría traducirse como
«verdadero clérigo».

179 MHSI, Font. doc., pág. 237.

180 MHSI, Font. doc., pág. 238.

181 MHSI, Font. doc., pág. 241.

182 MHSI, Font. doc., pág. 243.

183 MHSI, Font. doc., pág. 244.


184 Ibíd.

185 Ibíd.

186 El documento fue descubierto en 1953 por el carmelita Adrián Staring; véase una reproducción
fotográfica del mismo, y su transcripción, en Braulio Manzano Martín, Íñigo de Loyola, peregrino en
Jerusalén (1523-1524), Madrid, Encuentro, 1995, pág. 38.

187 José Goñi Gaztambide, Los navarros en el Concilio de Trento y la reforma tridentina en la diócesis de
Pamplona, Pamplona, Seminario Diocesano, 1947, págs. 135-145.

188 Tiempo atrás, en 1507, Martín García, hermano de Ignacio y heredero de la casa y solar de Loyola
(precisamente es en ese año cuando se cree que murió su padre), había sido condenado al pago de 6.000
maravedíes y al destierro de la provincia por un año debido a que había desoído las disposiciones del
concejo de Salvatierra de Iraurgi por las que se prohibía llevar armas. Las circunstancias en las que esos
hechos se produjeron no están claras, pero Martín García podría haberse resistido a que el concejo le quitara
las armas o a que hiciese ostentación de ellas. Parece una prueba más de fuerza de los Loyola —en este
caso, fallida— por demostrar que seguían disfrutando de ciertos privilegios. Véase MHSI, Font. doc., págs.
167-168.

189 Véase J. A. Marín Paredes, op. cit., págs. 237-240.

190 A esta conclusión llegó el historiador Pietro Tacchi Venturi tras consultar los Documents ignatiens de
Léonard Cros (una vez más, aparece mencionada esta documentación inédita que apenas un puñado de
historiadores jesuitas tuvieron ocasión de consultar). Según Tacchi Venturi, este episodio de la vida de
Ignacio, «ignorado u olvidado por los biógrafos, fue diligentemente reconstruido por Cros gracias a las
minuciosas y exitosas búsquedas que realizó en los archivos de Guipúzcoa» (op. cit., vol. 2.1, pág. 10). Por
tanto, donde la mayoría de los biógrafos dicen desconocer el motivo por el que Ignacio y su hermano Pedro
López fueron juzgados, habría la posibilidad de leer, junto a Léonard Cros, Pietro Tacchi Venturi y Adolphe
Coster —quien hizo suyas las conclusiones de sus predecesores—, que el verdadero motivo fue el intento
de agresión a Juan de Anchieta, acaso con la intención de asesinarlo.

191 E. Cooper, Castillos señoriales en la Corona de Castilla, Valladolid, Junta de Castilla y León, 1991,
pág. 198.

192 Véase J. A. Lizarralde, op. cit., pág. 6; y José Antonio Azpiazu, «Las seroras en Gipuzkoa (1550-
1630)», Cuadernos de Sección. Antropología-Etnografía, 13 (1995), págs. 41-66.

193 Véase P. Dudon, op. cit., págs. 35-42.

194 Básicamente, los datos biográficos de Juan de Anchieta que manejo provienen de The New Grove
Dictionary of Music and Musicians, Londres, Macmillan, 1980, vol. 1, pág. 604; y Rafael Domínguez
Casas, Arte y etiqueta de los Reyes Católicos, Madrid, Alpuerto, 1993, págs. 198-199.

195 Para relativizar esta cantidad hay que tener en cuenta que, por ejemplo, Juan Velázquez de Cuéllar
recibía, en 1505, un sueldo anual de 290.000 maravedíes, otorgados por Fernando el Católico, por la
tenencia de la fortaleza realenga de Arévalo.

196 Se ha especulado mucho acerca de esta titulación que acompañó a Juan de Anchieta a lo largo de su
vida, llegando a confundir «Arbas» con Arbós (Tarragona) —atribuido por Coster, op. cit., pág. 112— y
Herbás. Sin embargo, Luis Fernández Martín ya apuntó que se trata de la abadía de Arbas, que se
encontraba en lo alto del puerto de Pajares, en León. El caso es que Juan de Anchieta añadió a su
testamento un codicilo en el que confirmaba haber cobrado ciertos créditos y pagado algunas deudas que
mencionaba en sus últimas voluntades, y añadía otras partidas que ciertas personas le habían quedado a
deber, entre las cuales citaba a un tal «Jorge de Valderas, vecino de León», quien cobraba en su nombre las
rentas que le proporcionaba su título de abad de Arbas. Al parecer, uno de los males endémicos de la abadía
de Santa María de Arbas hasta finales del siglo XVI fue la reiterada ausencia de los abades, atribuida
probablemente al mal tiempo que reinaba en la zona (ocho meses de nieves perpetuas, según testimonios de
la época). Véanse, al respecto, Luis Fernández Martín, «Los señores de la casa de Loyola, patrones de la
iglesia de San Sebastián de Soreasu», Boletín de la Real Sociedad Vascongada de Amigos del País, 43
(1986), pág. 498; y Vicente García Lobo, Santa María de Arbas: proyección social, religiosa y cultural de
una canónica, León, Fundación Hullera Vasco-Leonesa, 1987.

197 Samuel Rubio, Historia de la música española, vol. 2: Desde el «ars nova» hasta 1600, Madrid,
Alianza Editorial, 1983, pág. 117.

198 El testamento de Juan de Anchieta se halla publicado íntegramente en A. Coster, op. cit., págs. 287-
291.

199 El documento lo recoge íntegro, en un apéndice, A. Coster, op. cit., págs. 259-261.

200 A. Coster, op. cit., pág. 85. Véase también J. A. Marín Paredes, op. cit., pág. 295.

201 A. Coster, op. cit., pág. 82.

202 Véase esta argumentación en J. A. Marín Paredes, op. cit., págs. 240-241.

203 J. A. de Lizarralde, op. cit., pág. 86.

204 Ibíd., pág. 87.

205 Ibíd., pág. 88.

206 Ibíd., págs. 88-89.

207 L. Fernández Martín, «Los señores de la casa de Loyola...», ed. cit., págs. 516-518.

208 Este hecho desacredita la opinión del historiador jesuita Pedro Leturia, que afirmaba que ninguna
enemistad se interpuso entre el señor de Loyola y Juan de Anchieta antes de 1518, y que, por tanto, no pudo
haber relación alguna entre el pleito de 1515 contra los hermanos Loyola y un intento de agresión a Juan de
Anchieta. Véase P. Leturia, op. cit., págs. 94-95.

209 Las declaraciones de los testigos en el proceso de Juan de Anchieta contra Martín García están
resumidas en L. Fernández Martín, «Los señores de la casa de Loyola...», ed. cit., págs. 502-509.

210 Los hechos aparecen relatados en la carta de perdón de los asesinos de Martín García de Anchieta,
transcrita en MHSI, Font. doc., págs. 367-373. La prueba de que los asesinos de García López de Anchieta
no eran familiares del señor de Loyola la aporta J. A. Marín Paredes, op. cit., página 254, n. 1302.

211 Así se lo encargó el rey Carlos I al corregidor de Guipúzcoa: «[...] y porque soy informado que los
títulos de corona que se presentaron son falsos y yo quiero saber la verdad de ello, os ruego y encargo que
luego os informéis cómo pasó lo susodicho, y si los títulos de corona que los dichos Pedro de Oñez y Juan
de Arteaga presentaron ante los dichos vicario y oficial de Pamplona son falsos, y quién se los dio, y qué
tanto tiempo ha, y de dónde se hicieron, y averiguada la verdad, enviadme la relación de ello para que yo lo
mande castigar a las personas que dan los títulos de corona falsos, porque si esto no se remedia, cada uno
tomará atrevimiento de hacer y cometer semejantes delitos...» (MHSI, Font. doc., págs. 262-263). La cédula
real fue dada en Barcelona y recuerda vivamente los trasiegos de Ignacio en su empeño por evitar caer en
manos de la justicia laica. Por otra parte, según los historiadores J. A. Marín Paredes (op. cit., pág. 254, n.
1302) y Cándido de Dalmases (MHSI, Font. doc., pág. 262, n. 12), el tal Pedro de Oñaz es el mismo que
asesinó a Martín García de Anchieta.

212 Asimismo, un año más tarde, en las actas de la Junta General de Guipúzcoa, celebrada en Villafranca
entre abril y mayo de 1520, aparece una demanda criminal contra el señor de Loyola y ciertos clérigos, cuya
naturaleza exacta no se especifica. Se realizaron pesquisas en Azpeitia y el señor de Loyola hubo de
presentarse en la Junta. A continuación, se ordenó que siguiera el proceso en el obispado de Pamplona.
Véase José Luis Orella Unzué y Javier Gómez Piñeiro (dirs.), Las juntas en la conformación de Gipuzkoa
hasta 1550, San Sebastián, Juntas Generales-Diputación Foral de Gipuzkoa, 1995, pág. 213.

213 Archivo Histórico de Loyola (AHL), 1-1-1 doc. 11.

214 A. Coster, op. cit., págs. 126-127.

215 Testamento de Juan de Anchieta, que transcribe íntegro A. Coster, op. cit., págs. 287-291.

216 J. A. de Lizarralde, op. cit., pág. 107.

217 Ibíd., págs. 110-111.

218 Ibíd., pág. 110.

219 De este matrimonio nació Martín García (h. 1549-1598), quien se casó con la princesa inca Beatriz
Clara Coya (h. 1556-1600), quienes a su vez tuvieron a Ana María Loyola Coya (fallecida en 1630), la cual
acabaría casándose con Juan Enríquez de Borja. Véase MHSI, Font. doc., «Tabula I: Genealogía de la
familia Oñaz-Loyola».

220 Así consta en la mencionada carta de perdón de los asesinos de Martín García de Anchieta, en MHSI,
Font. doc., págs. 367-373.

221 Registro de las Juntas Generales por la M. N. y M. L. Provincia de Guipúzcoa en la Villa de Zumaya
del 30 de abril al 10 de mayo de 1530, San Sebastián, 1927, págs. 24-26. Citado por A. Coster, op. cit., pág.
121, n. 11.

222 MHSI, Font. doc., págs. 392-436. Véase también J. A. de Lizarralde, op. cit., págs. 106-133.

223 F. Tomás y Valiente, op. cit., págs. 46-47.

224 Inés Enríquez de Monroy, condesa de Camiña, había sido camarera mayor de Isabel la Católica y fue
asesinada por orden de su hijo el 1 de junio de 1518 en la parroquia gallega de Arbo.

225 Los tres documentos fueron hallados, en 1975, en el Archivo General de Simancas, por el historiador
jesuita Luis Fernández Martín, quien los analizó en: «Un episodio desconocido de la juventud de Ignacio de
Loyola», Archivum Historicum Societatis Iesu, 57 (1988), págs. 131-138.

226 Véase el intrincado proceso de incorporación en L. Suárez, op. cit., págs. 830-834.

227 MHSI, Scripta, I, pág. 595.


228 Prudencio de Sandoval, Historia de la vida y hechos del emperador Carlos V, Madrid, Atlas, 1955-
1956, pág. 122.

229 Citado por Luis Fernández Martín, «Un episodio desconocido de la juventud de Ignacio de Loyola»,
Archivum Historicum Societatis Iesu, 44 (1975), pág. 137.

230 F. Tomás y Valiente, op. cit., pág. 48.

231 Así lo determinaba una ley de Alfonso XI, de 1348. Véase, ibíd., pág. 335.

232 Citado por L. Fernández Martín, «Un episodio desconocido...», ed. cit., pág. 137.

233 MHSI, Chronicon, I, pág. 13.

234 En dicha carta, entre otras cosas, decía el duque, en tono justificativo: «[...] yo los mandé combatir y
así por fuerza de armas se entró en la ciudad en poco espacio de tiempo y luego desampararon las dos
fortalezas que me tenían, y sin poderlo yo excusar fue saqueada la mayor parte de ella según uso de guerra,
sin ningunas muertes, y fueron presos los principales inventores y fabricadores de la maldad, y luego mandé
ahorcar cuatro de ellos»; extraído de M. Danvila, Historia crítica y documentada de las Comunidades,
varios volúmenes, Madrid, Academia de la Historia, 1897-1899, vol. 2, págs. 154-155.

235 Véase al respecto el interesante estudio de Demetrio Guinea y Tomás Lerena, Señores de la guerra,
tiranos de sus vasallos: los duques de Nájera en La Rioja del siglo XVI, Logroño, Piedra de Rayo, 2006.

236 Véase Pedro Leturia, «Datos inéditos sobre la acción militar de Íñigo de Loyola en Pamplona», Revista
Internacional de Estudios Vascos, 21.2 (1930), págs. 431-441.

237 La defensa de la argumentación de Jerónimo Nadal, así como las citas de sus textos traducidas del
latín, las realizó P. Leturia, «Datos inéditos sobre la acción militar...», ed. cit., págs. 431-441.

238 Véase toda la argumentación en R. García-Villoslada, San Ignacio de Loyola..., ed. cit., págs. 144-147.

239 Véase José Goñi Gaztambide, «El impresor Miguel de Eguía, procesado por la Inquisición (c. 1495-
1546)», Hispania Sacra, 1 (1948), págs. 1-54.

240 Citado por J. M. Recondo, «El proceso de Esteban de Zuasti», Príncipe de Viana, 22 (1961), pág. 8.

241 Véase R. García-Villoslada, San Ignacio de Loyola..., ed. cit., págs. 144-147.

242 MHSI, Font. narr., I, págs. 364-366.

243 MHSI, Font. narr., I, pág. 157.

244 Véase R. García-Villoslada, San Ignacio de Loyola..., ed. cit., págs. 150-152.

245 Citado por J. M. Recondo, art. cit., pág. 8.

246 Así lo anotó en su diario Jerónimo Nadal, en 1554, que realizó un viaje por Guipúzcoa y recorrió los
caminos que había transitado Ignacio camino de Azpeitia, después de caer herido en Pamplona. MHSI,
Epist. Nadal, II, pág. 28, n. 132.

247 Es de la misma opinión J. M. Recondo, art. cit., pág. 8, n. 18.


248 Pedro de Ribadeneira, op. cit., libro I, cap. 1.

249 Ibíd., libro I, cap. 1.

250 Ibíd., libro I, cap. 1.

251 Ibíd., libro I, cap. 1.

252 Citado por A. Astrain, op. cit., tomo 1, pág. 24.

253 Jean Flori, La caballería, Madrid, Alianza Editorial, 2001, págs. 136-137.

254 Luis González de Cámara, Autobiografía..., I:6.

255 Véase R. Domínguez Casas, op. cit., págs. 685-687.

256 Véanse las consideraciones que hacen al respecto Félix de Llanos y Torriglia, «El Capitán Íñigo de
Loyola y la dama de sus pensamientos», Razón y Fe, 124 (septiembre-diciembre, 1941), págs. 44-45; y E.
García Hernán, op. cit., págs. 103-104.

257 La candidatura de Germana de Foix ha sido defendida, entre otros, por los historiadores jesuitas
Adolphe Coster y Paul Dudon; la de Leonor de Austria, por Félix de Llanos y Torriglia; mientras que
Catalina de Austria ha recibido el mayor crédito por parte de Pedro Leturia, Ricardo García-Villoslada y el
escritor, también jesuita, Pedro Miguel Lamet, cuya novela El caballero de las dos banderas: Ignacio de
Loyola está narrada en primera persona desde la voz, precisamente, de esta infanta que acabaría siendo
reina.

258 Pedro Leturia, «Notas críticas sobre la dama del capitán Loyola», Archivum Historicum Societatis Iesu,
5 (1936), pág. 87.

259 R. García-Villoslada cita de una fuente secundaria, cuyo autor (J. García Mercadal, La segunda mujer
del rey católico: doña Germana de Foix, última reina de Aragón, Barcelona, Juventud, 1942, pág. 140), a
su vez, no señala documento alguno que justifique esa afirmación.

260 Para una visión crítica de la trayectoria histórica de esta reina y un intento por superar las biografías
descalificadoras de Germana de Foix, véase R. E. Ríos Lloret, op. cit., 2003.

261 Véase F. de Llanos y Torriglia, art. cit., págs. 57-60; P. Leturia, «Notas críticas sobre la dama...», ed.
cit., pág. 87.

262 F. de Llanos y Torriglia, art. cit., págs. 58-60.

263 R. García-Villoslada, San Ignacio de Loyola..., ed. cit., págs. 802-803.

264 L. Suárez, op. cit., pág. 108.

265 R. García-Villoslada, San Ignacio de Loyola..., ed. cit., págs. 126-129.

266 Así lo explica Pedro de Ribadeneira en su Vida del padre maestro Diego Laínez, libro II, cap. 7.

267 R. García-Villoslada, San Ignacio de Loyola..., ed. cit., pág. 165.

268 F. de Llanos y Torriglia, art. cit., págs. 46-47.


269 R. García-Villoslada, San Ignacio de Loyola..., ed. cit., pág. 163.

270 El caso de este hermano «borte» de Ignacio lo estudió Luis Fernández Martín, «Final desventurado de
un hermano de san Ignacio», Archivum Historicum Societatis Iesu, 57 (1988), págs. 331-339.

271 A. Coster, op. cit., págs. 161-162, n. 11.

272 Fidel Fita, «Testamento, inédito, de D. Martín de Loyola, hermano mayor de san Ignacio», Boletín de
la Real Academia de la Historia, 19 (1891), págs. 543 y 553-554.

273 Citado por R. García-Villoslada, San Ignacio de Loyola..., ed. cit., pág. 390.

274 Lola Valverde, «Algunos aspectos de la ilegitimidad en Guipúzcoa durante la Edad Moderna», en
Congreso de Historia de Euskal Herría, vol. 4: La crisis del Antiguo Régimen, San Sebastián, Txertoa,
1988, págs. 187-189. Véase también Ángel Rodríguez Sánchez, «La natalidad ilegítima en Cáceres en el
siglo XVI», Revista de Estudios Extremeños, 30.1 (1979), págs. 123-164.

275 MHSI, Font. doc., págs. 286-287. El documento era muy explícito respecto a la habilitación de Pero
García de Loyola: «[Para que pueda] haber y tener cualesquier oficios reales o concejiles y gozar de las
honras, gracias, mercedes, franquezas y libertades, exenciones y prerrogativas, inmunidades y de todas las
otras cosas que los de legítimo matrimonio nacidos pueden haber y tener y gozar y les deben ser guardadas,
o como la vuestra merced fuese [...]. Y nos de nuestra cierta ciencia y propio motu y poder real absoluto,
como reyes y señores, os hacemos legítimo, hábil y capaz para todas las cosas susodichas, y alzamos y
quitamos de vos toda infamia, mácula y defecto que por razón de vuestro nacimiento os pueda ser opuesto
en cualquier manera, así en juicio como fuera de él».

276 MHSI, Font. doc., págs. 190-191.

277 MHSI, Chronicon, I, pág. 10 (el original, en latín).

278 Así lo sugiere, entre otras posibilidades, Josep Maria Rambla, El pelegrí: autobiografia de sant Ignasi
de Loiola, Barcelona, Claret, 1983, pág. 32.

279 El testamento se halla en el Archivo del Convento de Clarisas de Nájera. Citado por J. Martínez de
Toda, art. cit., págs. 325-326.

280 El caso de María de Loyola ha sido investigado y dado a conocer por J. Martínez de Toda, art. cit.,
págs. 325-360.
CAPÍTULO II

Las yñigas de Manresa y el misterio de Inés Pasqual

Cuando Ignacio salió de Azpeitia, entre finales de enero y principios de


marzo de 1522, con la intención, al parecer, de llegar al puerto de Barcelona para
embarcarse hacia Jerusalén, era un hombre desahuciado y derrotado por la mala
fortuna. Llevaba la pierna derecha vendada y el pie descalzo debido a la
hinchazón, e iba a lomos de una mula. Lo acompañaron, aunque no por mucho
tiempo, uno de sus hermanos —probablemente Pero López de Loyola, rector de
San Sebastián de Soreasu y cómplice de oscuros sucesos— y dos criados.
Es del todo verosímil que la nueva situación de Ignacio, provocada por su
minusvalía, con la consiguiente limitación de sus plenas aptitudes físicas para
continuar al servicio del segundo duque de Nájera, le llevara a reconducir su
horizonte de futuro. Sin embargo, el proceso de transformación interior que
aparece en las fuentes documentales solo a partir de entonces, debió de ser fruto
de una suma de las experiencias vividas, abonadas por su relación con
determinadas personas, de las que aprendió que había una nueva forma de
entender la religiosidad. La lectura de la mal llamada Autobiografía de González
de Cámara lleva a pensar que a Ignacio, durante su convalecencia por la herida
de Pamplona, le fue revelado el «camino de la salvación», un camino sin retorno
y, sobre todo, casto. El signo más evidente de ese hito sería la supuesta visión
que Ignacio tuvo de la Virgen y el Niño Jesús: «Estando una noche despierto, vio
claramente una imagen de nuestra Señora con el santo Niño Jesús, con cuya vista
por espacio notable recibió consolación muy excesiva, y quedó con tanto asco de
toda la vida pasada; y especialmente de cosas de carne, que le parecía habérsele
quitado del ánima todas las especies que antes tenía en ella pintadas». Por tanto,
la conclusión que debía extraerse era inequívoca: a partir de ese momento,
Ignacio habría mantenido impoluta su castidad: «Así desde aquella hora hasta el
agosto de [15]53 que esto se escribe, nunca más tuvo ni un mínimo consenso en
cosas de carne; y por este efecto se puede juzgar haber sido la cosa de Dios,
aunque él no osaba determinarlo, ni decía más que afirmar lo susodicho» 281 .
Pero biógrafos posteriores del santo, aunque coincidieron en que Ignacio
«temía mucho la flaqueza de su carne» 282 , mostraron su desacuerdo a la hora de
establecer el momento en que este hincó el mojón que marcó el inicio de ese
supuesto aparcamiento definitivo de su sexualidad. Mientras que unos creyeron
que se produjo en el camino de Aránzazu a Montserrat, otros opinaban que había
sido entre Navarrete y Montserrat. Tanto para los que defendían que eso sucedió
antes de salir de Azpeitia como para quienes pensaban que se había producido
inmediatamente después, era muy importante esclarecer aquel aspecto de la
biografía de Ignacio, ya que, posteriormente, se vería mezclado en turbios
episodios en los que se puso en duda su observancia de la moral sexual católica.
Junto a esa insistencia en hacer borrón y cuenta nueva en la vida sexual de
Ignacio, hubo también un interés por señalar una serie de actitudes violentas e
incluso criminales del biografiado, que se explicarían, asimismo, por la
necesidad de separar un antes «pecador» y un después «santo» en su vida 283 . Y
es que el soldado azpeitiarra, en su convalecencia, habría soñado con realizar
grandes hazañas que le proporcionaran honra y fama, y alternaría esos
pensamientos mundanos y caballerescos con otros no menos ambiciosos pero de
carácter piadoso: imitar a los santos —aunque solo en su comportamiento
externo o en sus acciones—, como santo Domingo o san Francisco, cuyas
hagiografías le habrían impactado profundamente.
Al mismo tiempo, este súbito interés habría llevado supuestamente a Ignacio
a iniciarse en la redacción de un libro donde, a modo de diario, habría recogido
«algunas cosas en breve más esenciales de la vida de Cristo y de los Santos», y
también de la Virgen, puesto que Ignacio escribía «las palabras de Cristo de tinta
colorada; las de nuestra Señora de tinta azul»; todo ello, en papel bruñido y
rayado, con «buena letra, porque era muy buen escribano» y a lo largo de «casi
trescientas hojas todas escritas de cuarto». Esta práctica, de ser cierta, podría
explicar cómo adquirió Ignacio parte de sus primeras, aunque rudimentarias,
nociones religiosas de carácter ejemplar o aleccionador. Aun así, ninguno de los
primeros jesuitas que hablaron de dicho libro afirmaron haberlo visto nunca.
El primer objetivo que al parecer se marcó Ignacio, una vez que se hubo
recuperado de la operación de la pierna, fue peregrinar descalzo a Jerusalén. En
el camino se alimentaría de hierbas y haría «todos los demás rigores que veía
haber hecho a los santos», es decir, aplicarse disciplinas, ayunar, abstenerse de
tratos carnales... Esta voluntad encajaba bien con unas prácticas que venían
siendo habituales desde los primeros tiempos medievales. Su promesa o voto de
peregrinación, como la de muchos otros que tomaron esa determinación, quizá
buscaba contrapartidas, como obtener las gracias infinitas del Cielo.
Según el historiador medievalista Georges Duby, el peregrinaje podía
responder a tres intenciones. Por un lado, el peregrino quizá deseaba acercarse a
un punto determinado de la tierra, del que se sabía que emanaba un poder
sobrenatural, debido a que quizá allí descansaban los restos de un santo, el cual
concedía favores a quienes le visitaban, como «sacarles de apuros de manera
milagrosa, sobre todo curándoles el cuerpo». En segundo lugar, peregrinar podía
responder a «una prueba, un esfuerzo sobre sí mismo, con el objetivo de elevarse
en la perfección, de llegar a ser mejor» a través del martirio; por lo que partir y
alejarse del recinto protector de la casa y la familia, «caminar entre los peligros
como los hebreos cuando avanzaron hacia la Tierra Prometida, era ganar
personalmente los favores del Todopoderoso». En tercer lugar, el peregrinaje
también podía suponer una forma voluntaria de expiación de los pecados del
pasado o bien el cumplimiento de un castigo grave que le infligía la autoridad
eclesiástica —por ejemplo, por delitos como el homicidio o haber herido a
alguien—, de modo que «el peregrino se veía arrancado de su marco vital, de su
medio social: colocado en un ordo, el orden de los penitentes, hasta que purgara
su crimen» 284 .
Por tanto, la intención de Ignacio de realizar ese viaje a Tierra Santa podría
enmarcarse en la línea de una tradición que venía de lejos. Incluso se ha dicho
que quizá calculó que iba a ser un viaje de ida y vuelta, ya que, según consta en
la Autobiografía escrita por Cámara, «a un criado de casa, que iba a Burgos,
mandó que se informase de la regla de la Cartuja, y la información que de ella
tuvo le pareció bien» 285 .
No obstante, la realidad sugiere que o bien Ignacio cambió sus objetivos a
posteriori, o bien que al lado de esas intenciones había otras relacionadas con
aspectos de tipo más espiritual y que encajarían mejor con los movimientos de
renovación religiosa con los que habría tenido contacto Ignacio antes de iniciar
su peregrinaje.
En ese sentido, según señaló Duby, ya desde el siglo XII se fue imponiendo un
modelo de peregrinación que buscaba más una renovación personal mediante la
ascesis, «el equivalente temporal de la conversión espiritual en un monasterio, el
equivalente también de la aventura solitaria del caballero errante tal y como se
presentaban los primeros espejismos trazados por la literatura profana en el
mundo cortés» 286 . En definitiva, el viaje de Ignacio se inscribe mejor en esa vía
de indagación.

LAS BASES ESPIRITUALES DE IGNACIO Y LA HERENCIA DE LOS ALUMBRADOS

Después de dejar atrás Azpeitia, es muy plausible que Ignacio y su pequeña


comitiva hiciesen noche en la ermita de Nuestra Señora de Aránzazu antes de
dirigirse a Oñate, al parecer, para visitar a una hermana (aunque solo se tiene
constancia de que su hermana Magdalena vivía en Anzuola, próxima a Vergara).
Ello suponía tomar un camino tortuoso hasta la cumbre donde se hallaba el
santuario, para luego tener que retroceder. Sin embargo, aunque este itinerario va
en contra de toda lógica, Aránzazu era ya un lugar que seguramente encajaba en
el interés de Ignacio por quienes llevaban una vida apartada. Allí había adquirido
fama de estar dotada de espíritu de profecía una mujer llamada Juana de
Arriarán, hasta el punto de haber sido llamada a la corte por Isabel y Fernando
antes de convertirse en reyes, «por conocerla y aun consultarla», y a quienes
profetizó la conquista de Granada. Juana era serora de la ermita de Santa Marina,
en Oñate, y se trasladó a Aránzazu cuando se difundió la noticia de la aparición
de la imagen de la Virgen. Creó en el lugar una comunidad de beatas terciarias,
edificó una humilde ermita, un albergue y el convento originarios. Juana de
Arriarán había estado casada con Juan Sánchez de Oñate, y su hijo, Pedro de
Arriarán, fue el primer religioso que hubo en la ermita de Aránzazu, donde
estableció la Orden de Nuestra Señora de la Merced de la Redención de
Cautivos. No obstante, cuando Ignacio visitó el santuario, los mercedarios ya
habían abandonado su custodia por parecerles un lugar «áspero, frigidísimo y
solitario», y el propio Pedro de Arriarán desde 1514 había decidido crear una
comunidad de terciarios franciscanos —después de pleitear con los dominicos,
que también se interesaron por el lugar—, y pronto logró del papa que
concediese perdones e indulgencias a los peregrinos que llegaran hasta allí 287 .
Quizá fue este otro de los motivos por los que Ignacio se desvió del camino
más corto, con el añadido de que, para entonces, el santuario era también lugar
de devoción para los «mareantes» o navegantes, que consideraban a la Virgen de
Aránzazu su protectora. Por ejemplo, Juan Sebastián Elcano y Miguel López de
Legazpi recordarían en sus mandas y legados el santuario.
Después, Ignacio habría continuado su camino únicamente con los criados
hasta Navarrete, donde se hallaba en ese momento, en su residencia, don
Antonio Manrique de Lara, segundo duque de Nájera. El propio Ignacio le
comunicó a su hermano mayor esta parada obligada, antes de partir de Azpeitia:
«Señor, el duque de Nájera, como sabéis, ya sabe que estoy bueno. Será bueno
que vaya a Navarrete». El motivo que condujo a Ignacio a Navarrete parece
verosímil, al menos en parte. Ignacio necesitaba cobrar una cantidad que el
duque le debía por sus servicios y la distribuyó entre «ciertas personas a quienes
se sentía obligado», donando otra parte «a una imagen de nuestra Señora, que
estaba mal concertada, para que se concertase y ornase muy bien» 288 .
Esta visita se ha querido mostrar como la despedida definitiva de Ignacio de
un modo de vida cuyos últimos pasos los habría dado al servicio del duque de
Nájera. Sin embargo, la significación que adquiere la villa de Navarrete en la
trayectoria personal de Ignacio se debe a varios motivos.
Por un lado, cabe la posibilidad de que una de esas personas a quienes
Ignacio «se sentía obligado» a la hora de repartir el dinero que había cobrado en
Navarrete fuera la madre de una hija que algunos han identificado como María
de Loyola. Esta aparecerá años después entre las sirvientas de la hija del segundo
duque de Nájera, y ello ha hecho suponer que podría tratarse de una hija del
santo. Aun así, faltan datos que lo avalen definitivamente.
Pero la visita a Navarrete adquiere otra relevancia especial debido a que uno
de los personajes acusados de alumbradismo y que más alarma suscitó entre los
inquisidores de varios tribunales peninsulares en aquellos años era natural de
Navarrete y, al igual que Ignacio, protegido del segundo duque de Nájera. Nos
referimos al cura Antonio de Medrano. De entrada, resulta inevitable relacionar
a Medrano con Ignacio, y, por añadidura, a este con toda una serie de acusados
de alumbradismo con los que Medrano mantuvo contactos. Sin embargo, lo más
importante no es discernir si Ignacio y Medrano llegaron a conocerse —a pesar
de que la respuesta podría ser afirmativa sin forzar demasiado los argumentos—,
sino constatar que el «peregrino», antes de llegar a Montserrat y Manresa, e
incluso, probablemente, antes de ser herido en el sitio de Pamplona, ya había
entrado en contacto con algunas de las nuevas formas de entender la práctica de
la religión, desde una perspectiva más espiritual, que se venían gestando en el
territorio peninsular desde los inicios del siglo XVI.
Una de esas formas era el dejamiento, que propugnaba «dejarse al amor de
Dios», es decir, que Dios era el único que podía infundir en los hombres un amor
digno de Él o que el hombre no podía hacer nada por sí, aparte de someterse a
Dios. Otra era la mística del recogimiento, que floreció entre los franciscanos
reformados de Castilla la Nueva por las medidas de Cisneros, y que proponía
dejar a un lado el pensamiento en Dios y en toda cosa creada con el fin de que el
alma buscara a Dios y se uniera a Él en su propio seno, para lo cual los maestros
franciscanos habían enseñado cómo lograrlo mediante la oración, arrodillándose
primero durante un instante y sentándose después en un rincón con los ojos
cerrados para recogerse mejor 289 . El papel clave que estaban desempeñando los
franciscanos reformadores en ese proceso no debía serle extraño a Ignacio,
puesto que en su tierra natal fueron miembros de esta Orden los primeros en
fundar conventos y en mostrar un modo de vida más austero y próximo a la
feligresía, que contrastaba con las veleidades de muchos párrocos y beneficiados
de las iglesias.
Antonio de Medrano había nacido en 1486 en Fuenmayor —localidad
próxima a Navarrete— y se sospecha que su padre pudo haber sido converso 290 .
Hacia 1501, con 15 años, llegó a Salamanca, donde se ordenó sacerdote y luego
se graduó de bachiller en cánones. Allí gastó su pequeña hacienda y parte de la
de sus hermanos y vivió pobremente hasta 1517, año en que conoció a la beata
Francisca Hernández, que ejercía cierta influencia en los círculos franciscanos en
los que se movía y que, además, y también al igual que Ignacio, había sido
protegida del contador Juan Velázquez de Cuéllar 291 . Desde ese momento,
Francisca y Antonio, si hemos de creer los detalles que aparecen en los procesos
inquisitoriales a los que este fue sometido, mantuvieron una verdadera
convivencia pasional. Para Francisca esa libertad sexual no era nueva, puesto
que ya mantenía relaciones con varios clérigos, en particular, con Bernardino de
Tovar. Este, Medrano y el franciscano Diego de Villarreal siguieron a Francisca
a Valladolid en 1519, cuando fue llamada a declarar por el Santo Oficio, y es allí
donde el reducido grupo adquirió una dimensión mucho más amplia a través de
las personas que frecuentaban. Por ejemplo, se reunían asiduamente con el
obispo franciscano Juan de Cazalla, el antiguo capellán de Cisneros al que tanta
importancia se le atribuyó en el movimiento alumbrado español y que luego
incluso predicó en Navarrete 292 . No en vano, Francisca se hallaba alojada en
casa de Pedro de Cazalla, contador de la Real Hacienda y hermano del obispo.
También María de Cazalla, hermana de Juan y Pedro, sería procesada en 1529
bajo la acusación de dirigir el grupo de «alumbrados» que frecuentaban el
palacio de los duques del Infantado en Guadalajara. Uno de los devotos
admiradores de esta fue el propio Bernardino de Tovar, tras alejarse de Francisca
Hernández y Antonio de Medrano (con quienes acabaría enfrentado) hacia 1522,
por la insistencia de su medio hermano Juan de Vergara, el humanista y profesor
de griego en la Universidad de Alcalá que, asimismo, sería procesado en 1531
acusado de erasmista.
Diego de Villarreal también acabó apartándose de la beata Francisca
Hernández y años más tarde fue acusado por Medrano de alumbrado, aunque su
proceso no prosperó. De igual forma, otro de los íntimos seguidores de la beata,
el franciscano Francisco Ortiz, fue juzgado por el Santo Oficio por haber
participado en las reuniones clandestinas de los alumbrados de Pastrana.
Añadamos, de momento, que los Cazalla, Tovar y Ortiz, al igual que muchas
otras personas acusadas de alumbradismo, eran conversos.
Hasta aquí la lista provisional de personajes que, de una forma u otra, tenían
conexiones con Antonio de Medrano, el cura de Navarrete. Es cierto que la
mayoría de ellos estuvieron en el punto de mira de la Inquisición acusados de
erasmistas o alumbrados, cuando las fronteras entre ambas calificaciones no
acababan de estar bien definidas en las mentes de los inquisidores. Pero no es
menos cierto que aparecieron como exponentes de nuevas formas de entender y
practicar la religión 293 . Marcel Bataillon dijo de esta nueva corriente del
alumbradismo: «[...] podrá ser cualquier cosa, menos una aberración espiritual o
una doctrina esotérica para uso de unos pocos círculos de iniciados. Es un
movimiento complejo y bastante vigoroso, análogo a los movimientos de
renovación religiosa que se producen en todas partes, y no solo en
Alemania» 294 . El nuevo movimiento se reveló desde 1511 en múltiples
expresiones, con sus similitudes y sus contradicciones, por lo que la definición
de Bataillon se ajusta perfectamente a esa polisemia de nuevas actitudes
religiosas que discurre bajo el paraguas del término «alumbrado», incluso si sus
protagonistas no fueron nunca condenados por la Inquisición, como le sucedió
—por poco— a Ignacio. Sobre él también planearon las sospechas y acusaciones
de alumbradismo, no sin razón, incluso cuando se hallaba lejos de España.
Se puede decir que Ignacio tuvo conocimiento tempranamente de algunas de
las ideas y de las prácticas que fueron alimentando el «movimiento» de los
alumbrados, aunque a través de las biografías que nos dejaron sus compañeros
jesuitas solo podamos confirmarlo a partir de 1526, cuando fue interrogado en
Alcalá como sospechoso de vestir con sayal y reunir a su alrededor a una serie
de personas a las que instruía en los «rudimentos» de la religión católica.
Quienes han negado que Ignacio participara de esta nueva corriente lo han
argumentado basándose en unos criterios demasiado ceñidos a las conclusiones a
que llegaron los propios inquisidores en los más famosos procesos contra los
alumbrados. Sin embargo, precisamente una de las principales características de
ese movimiento fue que no hubo una «secta» de los alumbrados, organizada y
con una doctrina uniforme, como pretendió el Santo Oficio 295 , sino una serie de
grupos e incluso de personas que actuaban individualmente pero que compartían
la misma inquietud de buscar nuevos caminos de religiosidad, cómo entrar en
contacto con la divinidad despojándose de toda o parte de la parafernalia que
rodeaba al culto oficial de las iglesias y del boato que exhibían en esa época los
mediadores de Dios en la tierra. E incluso entre quienes poseían un
conocimiento profundo de la Biblia y quienes apenas dominaban los rudimentos
básicos de la religión cabía una amplia gradación de filiaciones —que a veces
entraban en contradicción— con lo que se ha dado en llamar «iluminismo» o
«alumbradismo».
El origen de los elementos aglutinantes del alumbradismo, como de las otras
formas de revolución religiosa, llámense erasmismo o luteranismo, pueden
buscarse en la devotio moderna de finales de la Edad Media, que, basándose en
toda una tradición de interioridad religiosa que tiene como eje la literatura
mística, propugnaba, entre otras cosas, la conexión personal con Dios y las
muestras activas de amor hacia Él 296 . Sin embargo, más que la doctrina en sí, lo
que distinguió a unos alumbrados de otros fue la manera en que eso se llevó a
cabo, es decir, las formas de imagen y representación que adoptaron 297 .
Puede decirse que Ignacio, empujado por la deriva de los nuevos e
inesperados acontecimientos que se produjeron en su vida, y tras haber adquirido
cierto bagaje —probablemente por un contacto previo con personas que serían
consideradas «alumbradas»—, optó por una aventura de búsqueda individual de
una espiritualidad, es decir, por lo que podríamos denominar, siguiendo a Julio
Caro Baroja, una «bohemia religiosa» 298 , que implicaba apartarse del orden
establecido. Aun así, aunque su trayectoria primigenia fue errática, y su
evolución, a veces lineal y a veces paradójica, esto no le impidió consolidar
relaciones con otras personas que sintonizaban con las nuevas corrientes de
espiritualidad que se manifestaron en su tiempo.
Por tanto, quizá el motivo que llevó a Ignacio a pasar por Navarrete no fue
tan trivial como quisieron hacernos creer sus primeros biógrafos jesuitas; quizá
buscaba el beneplácito de su valedor, el duque de Nájera, o de personas cercanas,
antes de iniciar su «peregrinación» o huida hacia delante. Y es que el segundo
duque de Nájera, al igual que hicieron otros poderosos señores de la época —
como su amigo y protector el Almirante de Castilla don Fadrique Enríquez
(incluso, el duque acabaría casándose con una nieta de este); o el segundo
marqués de Villena, don Diego López Pacheco y Portocarrero; o los duques del
Infantado, los Mendoza de Guadalajara 299 —, se hizo eco de las nuevas
corrientes espirituales y abrió su fortaleza de Navarrete a personas tan alejadas
por su condición social, pero tan próximas en sus inquietudes religiosas, como
Antonio de Medrano y el obispo Juan de Cazalla, del que se sabe que predicó en
esa villa al menos una vez, probablemente hacia 1525 300 . Quizá en ello influyó
el hecho de que entre los criados que formaban parte de la casa del duque,
muchos de ellos procedentes de la nobleza media de la zona, había numerosos
oficiales, sobre todo mayordomos y contadores, que eran conversos. Así, al
servicio del primer duque de Nájera estuvo como contador Martín de Gante,
acusado de criptojudaísmo y al que la Cámara Real confiscó los bienes en 1496,
aunque en 1499 regresó junto al duque y permaneció a su lado hasta 1504 301 . Es
probable que, incluso, en algún momento del pasado, Ignacio conociera
personalmente a Antonio de Medrano, a quien el propio segundo duque de
Nájera, haciendo valer sus poderosas influencias, acabaría eximiendo en 1537
del cautiverio que le impuso el Santo Oficio en el monasterio de Jesús de la
propia villa 302 . Aun así, como ya señaló Marcel Bataillon, está claro que no era
lo mismo simpatizar e incluso alentar nuevos aires de libertad religiosa desde las
altas instancias del poder, entre cuyos miembros se podían encontrar reyes y
señores e incluso dignidades eclesiásticas, que hacerlo desde una condición
social inferior.
Pero aún queda otro cabo por atar en Navarrete, acaso el más significativo de
todos, ya que conduce directamente a Inés Puyol (o Inés Pasqual, por el apellido
de su segundo esposo, según es mayoritariamente conocida en la historiografía
jesuítica, y una de las personas clave para comprender el devenir de Ignacio
tanto en Manresa como en Barcelona), antes de que, en teoría, Ignacio tuviera
conocimiento de su existencia. No puede ser fruto de la casualidad que la esposa
del segundo duque de Nájera fuera Juana Folc de Cardona, y que Antonio Puyol
—el hermano de Inés— estuviera al servicio de Pedro Folc de Cardona,
arzobispo de Tarragona y lugarteniente de Cataluña 303 . Llama la atención que
esa muy probable conexión entre Inés e Ignacio a través de dos miembros —
sobrina y tío— de la poderosa familia Cardona, no se mencione en las
narraciones biográficas de los compañeros de Ignacio, cuando, se mire por
donde se mire, parece fundamental. En este mismo sentido, otro dato llamativo
—aunque referido a una época bastante posterior— es que la hija de Juana y del
segundo duque de Nájera, María Manrique de Lara Folc de Cardona, sería años
después la fundadora del Colegio de Belén de Barcelona, primera casa y colegio
de la Compañía de Jesús que hubo en España 304 . ¿Se trató simplemente de un
cúmulo de casualidades?
Después de salir de Navarrete, Ignacio continuó por el camino real en
dirección a Zaragoza. Pero antes de llegar a esa ciudad, en una población
llamada Pedrola, vivió un episodio singular. Ignacio, al parecer, se encontró con
un «moro» (nombre que entonces se daba a los moriscos), y ambos se
enzarzaron en una discusión acerca de la inmaculada concepción de la Virgen.
Lo que le sucedió después, según cuenta González de Cámara, habría sido más
propio de una aventura quijotesca que de un episodio de la vida de un futuro
santo:
Pues yendo por su camino le alcanzó [a Íñigo] un moro, caballero en su mulo; y yendo hablando
los dos, vinieron a hablar en nuestra Señora; y el moro decía, que bien le parecía a él la Virgen haber
concebido sin hombre; mas el parir, quedando virgen, no lo podía creer, dando para esto las causas
naturales que a él se le ofrecían. La cual opinión, por muchas razones que le dio el peregrino, no
pudo deshacer. Y así el moro se adelantó con tanta priesa, que le perdió de vista, quedando pensando
[Íñigo] en lo que había pasado con el moro. Y en esto le vinieron unas mociones, que hacían en su
ánima descontentamiento, pareciéndole que no había hecho su deber, y también le causan
indignación contra el moro, pareciéndole que había hecho mal en consentir que un moro dijese tales
cosas de nuestra Señora, y que era obligado volver por su honra. Y así le venían deseos de ir a
buscar el moro y darle de puñaladas por lo que había dicho; y perseverando mucho en el combate
destos deseos, a la fin quedó dubio, sin saber lo que era obligado a hacer. El moro, que se había
adelantado, le había dicho que se iba a un lugar, que estaba un poco adelante en su mismo camino,
muy junto del camino real, mas no que pasase el camino real por el lugar 305 .

En ese momento, en el reino de Aragón abundaban los moriscos en una


proporción muy alta y, por tanto, a priori, sería verosímil tal encuentro. La
reacción violenta de Ignacio no sería extraña teniendo en cuenta que se trata de
un soldado dominado aún por el espíritu de la cruzada y, si se quiere, con
mentalidad de caballero andante. El propio Cervantes constató en el Quijote, de
modo caricaturesco, la imposible conciliación entre la moral cristiana y la moral
caballeresca 306 . Sin embargo, por otra parte, sorprende una vez más la
insistencia del biógrafo González de Cámara en demostrar la ferviente devoción
que Ignacio tenía hacia la Virgen a través de una serie de gestos. En este período
de «transición» en su vida se dirá que la Virgen se ha aparecido a Ignacio cuando
se halla convaleciente de la herida de Pamplona; luego, el peregrino hará vigilia
en el santuario de Nuestra Señora de Aránzazu; después, donará cierta cantidad
para que se repare una imagen de la Virgen en Navarrete; ahora, aparece
defendiendo la inmaculada concepción de la Virgen, y un poco más adelante lo
encontramos en la supuesta vela de armas frente a la Virgen de Montserrat. El
culto a las imágenes de las iglesias y a las reliquias fue algo que reprobaron tanto
los alumbrados como los erasmistas y luteranos, porque consideraban que los
fieles, de ese modo, no seguían el camino real de la salvación, consistente en
amar a Cristo sobre todas las cosas y en poner en él toda la esperanza 307 . Por
ello, nos queda la duda de si el interés de González de Cámara y del fundador de
la Compañía por contar estos episodios en 1553 no tuvo como objetivo
convencer de lo que pensaba este último acerca de esos gestos externos en las
primeras décadas del siglo XVI, cuando las nuevas corrientes de religiosidad los
rechazaban, más que narrar una serie de experiencias vividas realmente por
Ignacio en aquel momento. Pero, además, el propio González de Cámara insistía
en que Ignacio no miraba «a cosa ninguna interior, ni sabiendo qué cosa era
humildad, ni caridad, ni paciencia, ni discreción para reglar ni medir estas
virtudes, sino toda su intención era hacer de estas obras grandes exteriores». En
realidad, ¿no estaría ya Ignacio por entonces mirando a su interior y
despreciando los signos superfluos de la práctica del culto católico como
preconizaban los adalides de una nueva espiritualidad? No es improbable que
Ignacio tuviera cierta idea, quizá superficial y asimilada de manera muy
subjetiva, acerca de las heterodoxas prácticas de los llamados «alumbrados»
cuando avistó en el horizonte las montañas de Montserrat.

IGNACIO EN MONTSERRAT: UNA VISITA NO TAN EFÍMERA

Se cree que Ignacio llegó al monasterio benedictino de Nuestra Señora de


Montserrat en la última quincena de marzo de 1522 308 . En aquel momento,
teniendo en cuenta de dónde venía y hacia dónde acabaría dirigiéndose el
azpeitiarra, Montserrat había de ser una parada obligada en el camino por su
extendida fama como centro de peregrinación, el más importante en territorio
hispano junto con el monasterio de Guadalupe, aunque siempre por debajo de
Santiago de Compostela. Sin embargo, probablemente Ignacio iba en busca de
algo más.
En Montserrat fue donde se originó el primer libro importante en suelo
peninsular sobre la práctica metódica de la oración mental, el Exercitatorio, que
salió a la luz en 1500 y cuyo autor, García de Cisneros, era abad de aquel
monasterio. Paralelamente, apareció otro libro de similares características, el
Carro de dos vidas, que un sacerdote de Toledo dedicó a doña Beatriz de Silva,
del convento de la Madre de Dios de esa ciudad 309 .
Sin el marco del humanismo renacentista no puede entenderse esa práctica de
la oración mental metódica, ya que en Europa se generalizó el uso de métodos
renovados en todos los campos del saber y también en la espiritualidad. La
oración mental metódica había sido introducida en España por los benedictinos
de Valladolid y por los franciscanos de la reforma llevada a cabo por Pedro de
Villacreces (llamados villacrecianos) en el siglo XV. Por su parte, García de
Cisneros era un gran admirador de Juan Gerson, principal promotor de la devotio
moderna, que centraba su atención en la reforma de los sistemas de oración y en
la práctica de una vida interior. Libros similares anteriores, como por ejemplo la
Imitación de Cristo de Tomás de Kempis, habían surgido con la voluntad de
ahondar en un ideal de vida evangélica frente a una crisis eclesiástica
caracterizada por la división de la Iglesia con motivo del cisma y la decadencia
moral del clero. Hacia 1500, el nuevo movimiento de religiosidad interior
empezó a interesar a algunas personas de los estamentos superiores, por ejemplo,
los grupos influidos por el programa de reforma individual promovido por los
monjes de Montserrat, que contrastaba con el ideal de vida renacentista que
practicaba gran parte de la nobleza 310 .
Esta es una de las claves que podría explicar el comportamiento «anómalo»
de Ignacio de Loyola en su periplo como «peregrino». No en vano, dos décadas
después de la publicación de aquellos libros, el propio Ignacio comenzó a gestar
sus Ejercicios espirituales, que tanto les deben a esos libros pioneros 311 .
El monasterio de Montserrat estaba, además, imbuido del ánimo reformista
de los Reyes Católicos. Uno de los ermitaños de la montaña de Montserrat, el
lulista Bernal Buyl, acompañó a Cristóbal Colón en su segundo viaje y fue
nombrado primer vicario apostólico de las Indias Occidentales por Alejandro VI,
siguiendo las directrices de Fernando el Católico y el cardenal Francisco
Jiménez de Cisneros. Y es que el franciscanismo se encontraba también en el
pensamiento del filósofo y sabio medieval Ramón Llull. En este sentido, Ignacio
estaría cumpliendo, en esta etapa de su peregrinaje, con uno de los objetivos que
explicarían algunas de las claves de su evolución interior.
Por otra parte, la información que ofrecieron los compañeros de Ignacio y
algunos testigos de los procesos de canonización acerca de la estancia del futuro
santo en Montserrat demuestra que, a unos y a otros, en algunos detalles les
fallaba la memoria (o la voluntad de ejercerla con sinceridad). Por ejemplo,
González de Cámara y Ribadeneira dijeron que, en Navarrete, Ignacio despidió a
los dos criados que lo acompañaban y partió solo en su mula hacia Montserrat,
donde dio sus vestidos a un pobre y veló sus armas durante una noche ante la
imagen de la Virgen y luego se marchó; según Gabriel Perpiñá, quien era mozo
de 12 años al servicio de Joan Guiot, vicario de Prats del Rei, Ignacio llegó a
caballo, con un buen caballo, acompañado de dos criados, e iba muy ricamente
vestido a modo de soldado 312 ; y Francisco Capdepós oyó decir a su padre
Ramón Capdepós, carpintero, y a Pedro Caldoliver, sobrestante primero en la
obra del monasterio, que Ignacio quiso dar la cabalgadura y cuanto tenía al
convento, pero solo le aceptaron el caballo en depósito 313 .
La entrada al recinto del monasterio de Montserrat se realizaba entonces por
un portal en arco, y lo primero que encontraban los peregrinos en su interior era
un claustro gótico de forma trapezoidal. De frente se hallaba la capilla de la
Virgen, a la izquierda se alzaba el convento, a la derecha había un comedor para
los pobres, y detrás, franqueando el portal, unas dependencias donde se vendían
algunos alimentos para el sustento de los peregrinos en el tiempo que
permaneciesen en el monasterio, que, según el reglamento de la abadía, no podía
sobrepasar los tres días 314 .
Era tanta la afluencia de gentes de toda condición que, unas cuantas décadas
después de la visita de Ignacio a Montserrat, se decidió que la iglesia antigua
debía separarse en dos partes con una reja que la recorriera a todo lo largo hasta
coincidir con las puertas de entrada. Se pretendía con ello que hombres y
mujeres accedieran por separado a la iglesia y permanecieran así durante el
culto, de manera que un celador controlara «que en ninguno de los puestos haya
cosa deshonesta ni descompuesta, ni se canten cantares profanos que muevan a
risa, reprehendiendo semejantes cosas con mucha gravedad y reconociendo a
menudo toda la iglesia con un báculo por insignia, que traiga en las manos» 315 .
Si esta situación, que la nueva norma pretendía rectificar, era un vivo reflejo de
las condiciones en las que Ignacio visitó el monasterio, es difícil pensar en que
los peregrinos pudieran utilizarlo como lugar de recogimiento. Más bien
sucedería lo contrario. Y más teniendo en cuenta que, probablemente, la llegada
de Ignacio a Montserrat coincidió con la víspera de la fiesta de la Anunciación
de María, que se celebra el 25 de marzo. Si Ignacio siguió la frecuente y antigua
práctica de pasar la noche anterior velando la imagen de la «Virgen morena»,
tuvo que compartir espacio con una multitud, pues mientras en días normales la
media de peregrinos en la iglesia era de cuatrocientas personas, en fechas tan
señaladas se podían alcanzar cifras de entre tres mil y cinco mil fieles 316 . A
juicio de los hagiógrafos de Ignacio, fue entonces cuando este «se vistió las
armas» de Cristo y abandonó las suyas propias, emulando así, como
supuestamente venía haciendo, las prácticas caballerescas que había leído en la
novela de caballerías Amadís de Gaula.
En teoría, pasados los tres días preceptivos de estancia máxima permitida en
Montserrat, el peregrino Ignacio de Loyola habría seguido su camino. Sin
embargo, esto es cuestionable, como se encargó de advertir el jesuita Antonio de
Araoz cuando le preguntaron qué juzgaba que se podía poner en el libro de la
vida de Ignacio. Araoz, mano derecha del fundador de la Compañía de Jesús
para los asuntos peninsulares, había estado en el monasterio de Montserrat y allí
recogió los testimonios de personas que conocieron a Ignacio.
Sorprendentemente, Araoz dijo que este llegó a Montserrat con la intención de
entrar en el monasterio «pero como era tan mozo, no le quisieron admitir los
monjes de aquella santa casa», y decidió permanecer una temporada en la
montaña, donde vivía en una concavidad debajo de una peña como eremita.
También dijo que, de vez en cuando, Ignacio descendía al monasterio para
confesarse y comulgar, pedía limosna en la portería con los demás pobres y se
sustentaba con algún trozo de pan que le daban y con raíces de plantas.
Entonces, llegó a oídos del abad que había un eremita que parecía hombre de
buena familia pero estaba loco, refiriéndose a Ignacio, por lo que fueron a
buscarlo un monje del monasterio y un médico guiados por un mozo. El monje
advirtió a Ignacio del peligro que corría de ser atacado por alguna fiera y este —
según el testimonio de Araoz—, tras escuchar sus argumentos, contestó «por
orden las cosas que le había dicho, con grande prudencia y cordura», de lo cual
quedaron admirados y regresaron al monasterio para contarle al abad lo que
había sucedido. Y a partir de entonces, cada vez que bajaba Ignacio al
monasterio, los monjes, que antes no le hacían caso, «comenzáronle a hacer
mucha cortesía y honra» 317 .
Por otro lado, de no admitirse esa prolongada estancia de Ignacio en
Montserrat, no se explicaría que, pasados unos años, en 1539, el propio Araoz
enviara a Ignacio por carta recuerdos del ermitaño de la abadía Martín de Ubilla.
Ignacio debió de mantener con él una relación que iría mucho más allá de los
tres escasos días a los que se ha querido constreñir su permanencia en
Montserrat 318 .
No obstante, si el 25 de marzo de 1522 Ignacio emprendió el camino hacia
Barcelona, incumplió de nuevo su propósito inicial, pues finalmente se dirigió a
Manresa, que estaba a seis horas a pie desde Montserrat. Dice su biógrafo
González de Cámara que Ignacio cambió su ruta inicial para evitar que le
«conociesen y honrasen»:
Y en amaneciendo se partió por no ser conocido, y se fue, no el camino derecho de Barcelona,
donde hallaría muchos que le conociesen y le honrasen, mas desviose a un pueblo, que se dice
Manresa, donde determinaba estar en un hospital algunos días, y también notar algunas cosas en su
libro, que llevaba él muy guardado, y con que iba muy consolado.

No sabemos a qué se debe ese empeño por cubrir con un halo de


clandestinidad este primer tramo del camino de Ignacio.
Es posible que Cámara quisiera ocultar que Ignacio, tras caminar apenas una
legua, se encontró con un grupo de mujeres entre las que estaba Inés Pasqual, ya
que cabe la posibilidad de que dicho encuentro no fuera una simple casualidad.
No es aventurado afirmar que Ignacio ya conociera a Inés por mediación de
Juana Folc de Cardona, esposa del segundo duque de Nájera y familiar del
arzobispo tarraconense, al servicio del cual se hallaba el hermano de Inés.
La peste que asoló Barcelona en 1522 no puede esgrimirse como argumento
para justificar el hecho de que Ignacio se desviase hacia Manresa, ya que la
primera disposición que dieron los magistrados de la ciudad para prevenir la
peste data del 5 de mayo, e Ignacio ya iba camino de Barcelona dos meses
antes 319 .
Sea como fuere, hay motivos para pensar que el encuentro con Inés Pasqual
iba a ser determinante para que Ignacio cambiara la opción de Barcelona por la
de Manresa. El hijo de Inés, Juan Sagristà Pasqual (en adelante, Juan Pasqual)
contó posteriormente, en 1578 y 1582, a diferentes personas muchos detalles de
la relación de Ignacio con su madre que los primeros hagiógrafos del santo no
narraron 320 .
El misterio que envolvió a Inés Pasqual en su relación con Ignacio es algo
que difícilmente puede escapar a una lectura atenta de las cartas que ambos
intercambiaron y los testimonios que ofreció su hijo. Sin embargo, las
conclusiones que de todo ello se desprenden no han merecido la suficiente
atención por parte de los historiadores jesuitas, quizá porque, por un lado,
extienden una sombra de duda sobre las argumentaciones desarrolladas en torno
al previo voto de castidad que supuestamente hizo Ignacio, y, por otro, levantan
ciertas sospechas sobre la «casualidad» de aquel encuentro. Puede decirse que la
intensidad de la relación de Ignacio con Inés Pasqual fue proporcional al empeño
que pusieron algunos compañeros y hagiógrafos de este en ocultar esa misma
relación. Quizá por ello, desde el primer momento, los jesuitas buscaron
desprestigiar la voz de Juan Pasqual, a pesar de haber sido testigo de excepción
en un momento decisivo de la vida del futuro santo, aunque ciertamente
confundió algunos nombres y calculó mal ciertas fechas. Pero, aun así, si
cruzamos los datos que aportó, con las turbaciones que minaron la conciencia de
Ignacio durante su estancia en Manresa —incluido un intento de suicidio 321 —,
el personaje prefigurado por las hagiografías aparece despojado del halo
premístico que se le ha querido atribuir, para mostrarlo invadido por los más
comunes sentimientos humanos. Sin que ello desmerezca su anhelo de búsqueda
interior y de una nueva manera de entender la religión, que estaban en sintonía
con corrientes como la del alumbradismo, que empezaban a minar el territorio
hispano en las primeras décadas del siglo XVI.

IGNACIO EN MANRESA: LA YÑIGA INÉS PUYOL-SAGRISTÀ-PASQUAL

Inés Puyol se casó en primeras nupcias con Pedro Sagristà, en una fecha que
desconocemos 322 . Su padre, Pedro Puyol, tenía por oficio el de sazonador o
curtidor, que se complementaba con el de blanquero que llevaba a cabo el
hermano de este, Bernardo Puyol. Cuando la madre de Inés, llamada Margarida,
hizo testamento en Manresa en 1511, su padre ya había fallecido, pero Pedro
Sagristà, que también era blanquero, seguía vivo 323 .
Los blanqueros eran los encargados de la limpieza, lavado, depilación y
descarnado de las pieles para reblandecerlas en vasijas con agua y cal. Era el
primero de los tres profesionales diferentes que intervenían de modo sucesivo en
el laborioso tratamiento de las pieles de animales hasta convertirlas en cuero.
Luego, los sazonadores o curtidores compraban a los blanqueros las piezas de
piel limpias e iniciaban el proceso de transformación en cuero, que duraba varios
meses, ya que había que darles un tratamiento tánico con sustancias vegetales o
curtientes disueltos en agua, antes de entrar en la fase de acabado, que implicaba
el zurrado, el engrasado y el teñido. Finalmente, diversos artesanos —zapateros,
guanteros, pergamineros-libreros, chapineros, coraceros correeros...—
transformaban el cuero en piezas de indumentaria, correajes, pergaminos,
complementos de herramientas o de armas, etc. Debido al intenso mal olor que
generaba el proceso de limpieza y curtido de las pieles, y a que era necesario que
hubiera cerca una acequia con agua abundante, estos artesanos solían tener sus
obradores en lugares marginales y a veces incluso alejados del núcleo urbano 324 .
En Manresa la industria del cuero venía siendo la más importante de la ciudad
desde el siglo XIV. Los obradores que procesaban la materia prima se distribuían
entre una pellejería superior —dentro de las murallas de la ciudad e integrada
sobre todo por sazonadores o curtidores— y otra inferior —extramuros, donde se
concentrarían los blanqueros—, ubicadas en el curso del torrente Mirábile, que
hoy se conoce, curiosamente, como torrente de San Ignacio. Ello fue posible
porque allí desembocaba uno de los ramales de la acequia de Manresa. Esta se
construyó entre mediados y finales del siglo XIV y fue una obra de canalización
de gran envergadura que tuvo un enorme impacto en la ciudad, porque
contribuyó a la mejora del abastecimiento de agua básicamente destinada al
regadío pero también a otros usos, como cubrir las necesidades de algunas
industrias artesanales 325 .
Fue en ese ambiente artesanal de las pellejerías en el que nació Inés Puyol, y
donde vivió sus años de juventud al lado de su primer marido Pedro Sagristà y
tuvo a su hijo Juan. Tradicionalmente, esos oficios del cuero —que, dicho sea de
paso, provocaban la repulsa social por sus perjuicios contaminantes del aire y del
agua y sus malos olores— fueron en el siglo XIV propios, mayoritariamente, de
los niveles medios y bajos de la comunidad judía en muchos núcleos urbanos de
la Corona de Aragón, hasta que las medidas antijudaicas de los Reyes Católicos
irían dejándolos en manos de conversos y cristianos 326 . No sería, por tanto,
demasiado arriesgado considerar el probable origen judeoconverso de la familia
Puyol 327 . Sin embargo, para ello habría que encontrar, por ejemplo, los lazos
genealógicos de unión entre el apellido de esta familia y su originario judío 328 .
Esto explicaría algunos de los comportamientos del grupo de mujeres
manresanas que apoyaron a Ignacio, con Inés Puyol a la cabeza, e incluso la
reacción adversa de una parte de la población tanto hacia Inés como hacia el
propio «peregrino», y permitiría atar muchos cabos que aparecen sueltos en los
meses que Ignacio vivió en la ciudad que se alzaba por encima del río Cardoner.
Pero no toda la familia de Inés trabajaba en el procesado de las pieles. Uno de
los hijos de Pedro y Margarida, cuyo nombre era también Pedro, fue
probablemente labrador, pues recibió de sus padres, al concertar matrimonio con
Juana Cortés en 1497, un trozo de tierra de labor colindante con la acequia de
Manresa, una viña plantada y dos mulos que habrían comprado a un tal Carlos
Sagristà, acaso familiar del entonces marido de Inés Puyol. De otro hermano de
esta, llamado Francisco, a quien su madre nombrará heredero universal,
desconocemos la profesión; mientras que otro, Mauricio Puyol, era canónigo de
la seo de Manresa, lo cual indica que la familia no estaba mal situada en la
escala social del pequeño núcleo urbano.
La familia de Pedro Pasqual, el segundo marido de Inés Puyol, tampoco se
dedicaba al acondicionamiento de las pieles, pero sí a otro oficio que
tradicionalmente iba asociado a las comunidades judeoconversas: el de pelaire.
Vivían en la población de Igualada, cercana a Manresa, y su trabajo consistía en
comprar la lana de oveja y lavarla, emborrarla —es decir, darle la segunda carda
—, peinarla, etc., antes de que fuese tejida y convertida en telas y paños. Aun
así, cuando Inés contrajo matrimonio en segundas nupcias con Pedro Pasqual 329 ,
este desempeñaba en Manresa otro oficio relacionado con el artesanado textil, el
de algodonero, es decir, comerciante de algodón. Quizá para entonces Pedro
Pasqual ya poseía una habitación y tienda en Barcelona, en la esquina de la calle
Princesa con Cotoners (en castellano, Algodoneros; actual calle de San Ignacio),
aunque no la mencionó cuando, a mediados de 1521, hizo testamento y nombró
administradores de sus bienes a su esposa Inés y al hermano de esta llamado
Francisco 330 . Sorprendentemente, tampoco se dice nada en ese documento
acerca de Juan Sagristà Pasqual, el hijo que Inés tuvo con su primer marido, a
pesar de que se supone que allí debía figurar la obligación de añadir a su apellido
legítimo el de Pasqual, según manifestó Juan a los jesuitas que, en el curso de
unas primeras indagaciones con vistas al proceso de canonización de Ignacio, lo
interrogaron acerca de la estancia de este en casa de Inés, en Barcelona. Quizá
hubo una segunda declaración de últimas voluntades por parte de Pedro Pasqual,
y es ahí donde dejó constancia de esas supuestas últimas voluntades, pero en
cualquier caso debió de morir antes de marzo de 1522, que es cuando Ignacio
conoció a Inés, ya viuda.
Precisamente, fue muy cerca de Manresa donde la tradición jesuítica dice que
Ignacio se encontró a Inés cuando esta regresaba de Montserrat en compañía de
sus ahijados y aprendices Juan Torres y Miguel Cañellas, y de otras tres mujeres,
viudas como ella: Paula Amigant, Catalina Molins y Jerónima Claver, esta
última hospitalera del hospital de Santa Llúcia (o Santa Lucía) de Manresa. El
hecho de que este encuentro se produjera en sábado, el día de la semana en que
el grupo de mujeres manresanas solía acudir a Montserrat, sugiere la tentadora
idea de que estas seguían la tradición judía de guardar fiesta en sábado y que, por
tanto, podrían ser identificadas como conversas, algo que plantea todavía
interrogantes, pero que sería razonablemente posible 331 .
Ignacio habría salido al paso del grupo de mujeres manresanas a la altura de
la capilla de los Apóstoles, que se halla a las afueras del monasterio de
Montserrat. Fue Juan, el hijo de Inés, quien transmitió una viva imagen de aquel
encuentro:
[...] les salió al encuentro un pobre vestido todo de sarga, como romero, no muy alto, pero blanco y
rubio, y de muy buena cara y grave, y sobre todo de gran modestia en los ojos, que apenas los alzaba
de tierra, y venía muy cansado y cojeando de la pierna derecha, que según él mismo dijo después y
mostró, era de un arcabuzazo que en la guerra, siendo soldado, le habían pegado en la rodilla, del
cual golpe lo tenía tan maltratado que la nuez de la dicha rodilla la tenía girada fuera de su lugar, a
un lado, y vivía atormentadísimo del dolor que le producía siempre que llovía o cambiaba el
tiempo 332 ...

Es indudable que quienes vieran por vez primera a Ignacio se sorprendieran


por las consecuencias de la herida de Pamplona, mal operada y mal curada. La
deformidad de la rodilla, con un hueso salido; los dolores, primero constantes y
luego intermitentes debido a los cambios de tiempo; así como su minusvalía,
contrastarían con el, hasta cierto punto, «pulcro» peregrino. Ignacio ejerció solo
de soldado mercenario ocasional, y no había atravesado por las penalidades a las
que muchos de sus iguales contemporáneos se habían visto abocados: no
pertenecía a la nobleza, pero tampoco era un mendigo; no poseía fortuna, pero
había vivido al lado de personas que le habían garantizado el sustento, a cambio
de un trabajo entregado pero no extenuante. Y fue en esas circunstancias,
precisamente, cuando su suerte cambió. Había truncado la vinculación con su
familia; y, en realidad, nada le quedaba por hacer en Azpeitia, pues nada podía
hacer, como les había sucedido a la mayoría de sus hermanos o hermanastros.
Estos, sin derecho a la fortuna paterna, más allá de la «legítima», se habían visto
empujados a servir con las armas o con la cruz, unos más cómodamente e
incluso con mayor suerte que otros, pues alguno había encontrado la muerte en
empresas bélicas muy arriesgadas.
Según Juan Pasqual, cuando Ignacio preguntó al grupo de mujeres
manresanas si había un hospital de acogida en algún lugar del camino donde
poder recogerse aquel día, fue Inés quien le habló del hospital de Santa Lucía, en
Manresa. Ni siquiera respondió la mujer que, precisamente, desempeñaba el
oficio de hospitalera. Esta circunstancia se justificaría por el hecho de que Inés
Puyol cuando vio la «honrada y buena cara [de Ignacio], con la cabeza un poco
calva, lo miró y la movió su presencia a devoción y piedad». Pero, además,
según relata el hijo de Inés, fue esta quien desde el primer momento decidió
hacerse cargo de Ignacio: «[...] y así, le dijo que, el [hospital] más cercano de allí
era el que había a tres leguas de donde estaban, en la ciudad de Manresa, de
donde era y adonde iba; que si gustaba de ir en su compañía y seguirla, que ella
lo acomodaría y regalaría en ella lo mejor que pudiese, pues era apropiada la
dicha ciudad para hacerlo». El peregrino agradeció con «palabras honradas y
cristianas» el ofrecimiento, y decidió seguir al grupo, que caminaba lentamente
en atención a su cojera, ya que Ignacio rechazó montar en un asno que las
mujeres llevaban.
Se da la circunstancia de que el hospital de Santa Lucía se hallaba en el
suburbio o arrabal de la ciudad y lindando por poniente con el torrente
Mirábile 333 , donde estaban situadas las pellejerías y, por tanto, quizá cerca de
donde Inés vivía cuando estaba casada con su primer marido, el blanquero Pedro
Sagristá, o incluso donde aún residía, lo que habría facilitado que la primera
noche pudiera enviarle a Ignacio la comida que ella tenía preparada para la cena.
Aunque cuestionemos el carácter fortuito del encuentro con Ignacio, la
intensidad del relato de Juan Pasqual es indiscutible y transmite veracidad:
Ella, antes de entrar en la ciudad, fue del parecer de que no entrase junto con ellas el dicho Padre
Ignacio, para no dar ocasión de murmurar al malicioso vulgo de la ciudad, por ser ella viuda, y él,
hombre de buena cara y joven, y así lo envió delante para entrar en compañía de Hierónima Clavera,
viuda y hospitalera del hospital de Santa Lucía de dicha ciudad, con orden de que ella lo acomodase
bien de cama y aposento en dicho hospital, y mirase por él, que en lo demás del comer y regalo
suyo, ella lo proveería con cuidado desde su casa los días que fuese menester; y así fue que, en
llegando a su casa la dicha mi madre, aquella misma noche envió al hospital para dicho Padre
Ignacio la cena que para sí misma encontró ella preparada, que según decía era gallina con una
buena cantidad de caldo, para ir como iba de mala gana. Lo mismo hizo los días siguientes que
estuvo él en el hospital, que fueron cinco, donde desayunaba siempre con gran rigor 334 .

Aun así, las atenciones que tuvo Inés para con el peregrino contrastan con sus
propios temores ante el qué dirán, quizá porque no era habitual agasajar a un
desconocido, por muy piadoso que pareciera, de una manera tan entregada como
ella lo hizo. Pero cabe también la posibilidad de que hubiera otras razones de
peso que desconocemos. Por otra parte, la comida que ofreció Inés a Ignacio
lleva a pensar en una tradición judía del Sabbat, de tomar primero una sopa y
después carne (excepto tocino, cerdo, liebre o conejo) y verduras, preparado todo
en la noche anterior, en una cocción muy lenta.
La detallada descripción de Juan encuentra difícil parangón, sin embargo, con
la narración de González de Cámara, quien narró el periplo de Ignacio entre
Montserrat y Manresa con suma parquedad:
Y en amaneciendo se partió [de Montserrat] por no ser conocido, y se fue, no el camino derecho
de Barcelona, donde hallaría muchos que le conociesen y le honrasen, mas desviose a un pueblo,
que se dice Manresa, donde determinaba estar en un hospital algunos días, y también anotar algunas
cosas en su libro, que llevaba él muy guardado, y con que iba muy consolado 335 .

Las instrucciones que dio Inés acerca de cómo debía ser tratado Ignacio, más
que improvisadas, parecen premeditadas, planeadas con anterioridad. ¿Es
posible imaginar, si no, al antes soldado y ahora penitente convencido aceptando
de repente las decisiones de una mujer desconocida y dispuesta a ocuparse de
que se sintiera cómodo y a proveerle de alimentos? ¿Sería eso factible
precisamente cuando Ignacio acababa de decidir que iba a llevar una vida de
mortificaciones? La hipótesis de que el encuentro entre Ignacio e Inés no fue
fortuito cobra más sentido a la luz del testimonio de Juan Pasqual.
Los términos que el hijo de Inés empleó para referirse al peregrino, en un
lenguaje llano y sincero, desprovisto de artificios moralistas o cautelares,
traspasan las fronteras de lo puramente formal para situarse en un terreno más
próximo y entrañable. Su voz narrativa, sus palabras, poseen tanta fuerza que no
dejan indiferente a quien las lee:
[El Padre Ignacio] dormía muy poco y este poco, de ordinario, por tierra y poyos. De ahí dio
orden mi madre, por la mala comodidad que tenía allí para hacer ejercicios y quietud, de ponerlo en
una casa honrada, para que estuviese con más descanso y cómodo, que ya lo había tomado como un
hijo, enamorada de sus virtudes y paciencia; y porque no se atrevía a ponerlo en casa por la nota de
sus parientes propios con los que pleiteaba, trató con una gran amiga suya, viuda, llamada Juana
Serra, que le diese un secreto aposento en su casa, que ella lo proveería de ropa y del comer y todo
lo demás que hubiese menester, y así se hizo, y estuvo en esta casa hasta nueve o diez meses que fue
todo lo que él estuvo en Manresa, que nunca llegó al año 336 ...

Es sorprendente la insistencia de Inés en colmar de atenciones al peregrino,


aun poniendo en riesgo la fama de su propia virtud; la de su amiga, también
viuda, Juana Serra, y la de Ignacio, como, en efecto, sucederá. Nueve o diez
meses es demasiado tiempo para mantener un secreto como el que Inés pretendía
guardar. Manresa era entonces más parecida a un pueblo grande que a una
pequeña ciudad, a pesar de que en ambos espacios resultaría difícil ocultar la
presencia de una persona en una casa, sus entradas y salidas, las visitas que
recibiera, su profusa actividad caritativa... y más difícil aún si poseía la
«notoriedad» y el «atractivo» que son atribuidos a Ignacio:
[...] se llevaba los ojos de todo lo mejor de la ciudad, y en particular de mujeres honradas, casadas y
viudas, que de noche y de día se iban tras él con la boca abierta, muertas por oír las pláticas y
palabras espirituales que siempre decía, y por ver las buenas obras que hacía, así en el hospital,
donde acudía siempre a servir a los enfermos y a lavarles las manos y pies, como en los demás
pobres y huérfanos que había en dicha ciudad, para los cuales pedía él limosna de puerta en puerta y
la repartía en la puerta de la casa, donde estaba a ciertas horas del día, secretamente 337 .

Aunque algunos de los aspectos de la narración de Juan Pasqual deban ser


puestos en cuarentena por las sospechas de exageración que sobre él gravitan,
tienen enorme valor ciertos detalles que, sin duda, no pudieron ser inventados.
Juan destila admiración por Ignacio, pero el suyo no deja de ser un testimonio
laico para honrar la memoria, no ya únicamente del fundador de la Compañía de
Jesús, sino también, y sobre todo, de su madre, Inés Puyol; aunque, en
ocasiones, consiga el efecto contrario con su lenguaje sincero y comprometedor.
Así lo entendieron los propios jesuitas que buscaban enaltecer sin mácula las
virtudes de Ignacio en su proceso de canonización, por lo que los testimonios de
Juan Pasqual no fueron incorporados al informe final, que sí recogía otras
muchas declaraciones de testigos tomadas en Montserrat, Manresa y Barcelona.
Las preguntas que surgen ante la sorprendente declaración de Juan Pasqual
son muchas, pero hay una del todo ineludible: ¿por qué se aferraron Inés e
Ignacio a la idea de mantener en secreto una relación que, aparentemente, no iría
más allá de la pura amistad piadosa, sobre todo teniendo en cuenta que ambos
eran activistas de la caridad y, además, residían en casas distintas? En la
respuesta, sin duda, se halla lo que podría considerarse una de las piedras
angulares de la intermitente pero larga e intensa convivencia que mantendrían
Inés e Ignacio después en Barcelona. Aun así, no es una respuesta fácil, puesto
que más allá de que llegaran a formar una «inusual familia» en la casa de Inés en
Barcelona, debe tenerse en cuenta otro factor clave: Ignacio, efectivamente, es
probable que buscara ya en la religión el camino de su salvación, aunque no de
la forma en que la mayoría de sus biógrafos jesuitas, antiguos y modernos, han
planteado. Y es probable, asimismo, que tomara contacto con Inés Pasqual
precisamente por la coincidencia con ella en ese empeño de búsqueda. Sin duda,
esta circunstancia cobraría fuerza si se demostrase, como se ha sugerido, que
Inés vivía al amparo de una comunidad judeoconversa en Manresa.
No obstante, aunque parezca una obviedad afirmarlo, Ignacio, antes, durante
y después de su estancia en Manresa, seguía siendo «humano», como revela el
testimonio de Juan Pasqual. Y, por tanto, sería ingenuo pensar que una doble
moral no pudo haber sido practicada por el futuro santo con toda naturalidad.
Aun así, los hagiógrafos de Ignacio han querido borrar toda huella que señalase
en esa dirección al atribuirle una temprana predestinación a la santidad. Lo más
probable es que Ignacio, cuando llegó a Manresa, tuviera ya formada una idea,
siquiera vaga, de cómo sentir y practicar la religión de acuerdo con unos
parámetros en los que era posible abandonarse a los instintos. Sin llegar al
extremo de algunos alumbrados que consideraban el comportamiento sexual
desinhibido como el camino hacia el éxtasis religioso, quizá Ignacio actuó por
esa época de acuerdo con la máxima de la corriente espiritual del dejamiento,
que propugnaba «dejarse al amor de Dios», lo cual, entre otras cosas, llevaba en
muchos casos a consentir en las tentaciones sin oponer resistencia. Acerca de
esta identificación que se da en algunos alumbrados entre sensualidad y
misticismo, Julio Caro Baroja puntualizó que «de una doctrina más o menos
erudita del “Amor de Dios” parece posible partir para llegar a prácticas
amorosas, carnales o no, pero siempre más humanas. La espiritualidad y la
carnalidad del amor no se hallan bien deslindadas en muchas conciencias, y esto
ya lo hace ver Platón en su banquete o simposio» 338 .
Pero Ignacio no fue aceptado por todos los manresanos, como demuestra el
hecho de que los niños se burlaran de él con escarnio cuando iba por las calles de
la ciudad, vestido pobremente, y le increparan llamándole «¡home del sac!» (es
decir, hombre del saco) 339 . Algunos dirían a posteriori que, en realidad, lo
llamaban «lo sant home» (o el hombre santo). La comparación de ambas
expresiones evoca cierta homofonía, que, por otra parte, no deja de ser
sospechosa. Y es que Ignacio y las mujeres manresanas que lo protegían fueron
objeto de murmuraciones y recelos, y de nada sirvieron las precauciones que
Inés había tomado para preservar su fama y honra.
Juana Serra, que acogió al peregrino temporalmente en su casa, y la propia
Inés estuvieron en boca de las «malas lenguas» manresanas y así seguirían
durante bastante tiempo, incluso cuando Ignacio hubo abandonado la pequeña
ciudad. Asimismo, Francisca Salt, que había proveído a Ignacio de comida y
otras cosas para que las repartiera entre los pobres del hospital de Santa Lucía de
Manresa, y formó parte del grupo de mujeres que lo tenían por guía espiritual,
hubo de soportar las burlas de su marido, que le decía: «¿De dónde venís? ¿De
ver al hombre del saco?». En 1551, cuando el hijo de Francisca, llamado
Mauricio Vinyes, escribió a Ignacio expresándole sus deseos de ingresar en la
Compañía de Jesús, delegó en el portador de su carta la tarea de informar al
destinatario acerca de quién era. Hasta entonces, la misma petición, dirigida al
jesuita Antonio de Araoz, había recibido una respuesta dilatoria: «[...] hasta que
se mueva en Barcelona mayor fervor del que ahora hay». Pero Mauricio insistió
porque estaba seguro de que Ignacio no dudaría en aceptarlo en la Compañía al
tener conocimiento de que era hijo de una de sus benefactoras manresanas 340 .
Una de las causas de esos comentarios perniciosos contra Ignacio es posible
rastrearla en el relato de Juan Pasqual, cuando se detiene a explicar lo que le dijo
su madre acerca del peregrino, antes de que se lo presentara: «[...] que quería que
lo tomase como padre y lo respetase como tal». Las palabras de Inés podrían
equipararse a las que cualquier persona diría a su hijo para anunciarle que
alguien muy querido iba a compartir con ellos su vida. Asimismo, la escena que
describe Juan Pasqual evoca, con cierta nostalgia, la ternura de su madre:
Y yendo yo paseando una tarde con mi madre por las afueras de la ciudad de Manresa un día
después de haber llegado con mi tío, ella me iba hablando de la santidad del Padre Ignacio y cómo
lo tenía por un apóstol por sus claras virtudes y que se lo quería llevar a su casa de Barcelona, por lo
cual me había llamado a mí y a mi tío para que nos lo llevásemos, pues entendía haría mucho bien
por sus oraciones nuestro Señor a sus bienes y casa, a mí y a su alma, y deseaba que yo lo viese y
conociese, que aún no lo había visto nunca por ir todo el día entre pobres y hospitales e iglesias él, y
que quería que lo tomase como padre y lo respetase como tal; yendo, en fin, ella diciéndome estas
cosas de él, casi con lágrimas en los ojos de devoción, ya que llegábamos al puente cerca de la
ciudad nos salió él al encuentro con una modestia, gravedad y compostura de un ángel, vestido todo
de romero, con unas alforjas al cuello, donde llevaba pan y otras cosas que había recogido de
limosna para dar a los pobres y venía rezando con unas horas, y un rosario en el cuello llevaba
grande colgando 341 .

Después, Inés presentó a su hijo a Ignacio y le dijo que deseaba que le


obedeciese en todo. Ignacio lo abrazó «con mucho amor, diciendo que se
holgaba de que tuviese tan bonito hijo ella, y él, hermano», y se comprometió a
hablarle de las «cosas de la salud verdadera del alma».
El tratamiento de «hijo» o «hija» entre dos personas, sin ser familia, denotaba
en la época un vínculo y afecto mutuo especial. Curiosamente, en el proceso
inquisitorial al que se vieron sometidos la beata Francisca Hernández y Antonio
de Medrano, quienes mantenían una relación más que afectuosa, este último
trataba a Francisca de «hija»: «[...] y muchas veces comían juntos y le guisaba
de comer y se lo daba el dicho Medrano y le decía: “Come, mi hija, entrañas
mías y mi alma”; y se conversaban y trataban con mucho amor y siempre la
llamaba hija» 342 .
La llegada a Manresa de Antonio Puyol, el hermano clérigo que acudió en
ayuda de Inés Pasqual, cobra en esa situación una importancia inusitada. La
aparente marginalidad en la que se supone que se movía Ignacio queda borrada
de repente con la intervención en el asunto de este personaje que se hallaba al
servicio de Pedro Folc de Cardona, arzobispo de Tarragona y lugarteniente de
Cataluña, y que por tanto debió de estar en contacto con poderosas
personalidades de la sociedad de la época. Este acontecimiento es fundamental
porque aporta una nueva dimensión tanto al contexto en el que se movió Ignacio
en Manresa como al que encontraría en Barcelona.
Pero, antes de abordar la etapa barcelonesa de Ignacio, conviene que nos
aproximemos al contenido de las prácticas primigenias de su religiosidad en
Manresa desde un punto de vista exento de tintes hagiográficos.

VISIONES, REVELACIONES Y PRÉDICAS A MUJERES

Cuando Ignacio llegó a Manresa, ya había desarrollado cierta capacidad para


cautivar, por medio de un discurso aleccionador, a algunas personas, que en su
mayoría eran mujeres, y reunirlas a su alrededor. Pero algo de aquella música
debía de sonar extraño a oídos de quienes estaban acostumbrados a una melodía
más repetitiva. ¿Qué les diría Ignacio a aquellas mujeres para que sus palabras
fuesen tachadas por sus detractores de «invenciones» y «novedades», como
afirmó Juan Pasqual?
Eran tiempos en los que primaba la escasa formación letrada en materia de
religión, no solo del pueblo llano sino también de los propios clérigos, y se había
impuesto cierta libertad creativa a la hora de interpretar el dogma. A ello se unía
un sentimiento de desencanto hacia lo religioso, cultivado por algunos sectores
de la sociedad, que incluso los Reyes Católicos, con el cardenal Cisneros como
paladín, habían intentado atajar con la puesta en marcha de una reforma de las
órdenes religiosas y otras medidas tendentes a mejorar la credibilidad de los
mediadores de Dios en la tierra y también el control de un estamento que era
sumamente influyente y poderoso 343 . A la relajación de las normas en conventos
y monasterios masculinos y femeninos se unía el hecho de que en las parroquias
no se predicaba con el ejemplo. Basta con recordar a la prole del hermano
clérigo de Ignacio, Pero López de Loyola, o a la del propio abad y músico de la
corte Juan de Anchieta —más interesados en los beneficios económicos que
generaba la parroquia de San Sebastián de Soreasu que en los beneficios
apostólicos que conllevaba su cargo— para concluir que pocos pastores de la
Iglesia católica se ocupaban de mantenerse alejados de lo que se consideraba los
pecados más mundanos, aunque, en general, su halo de autoridad ponía veto a
las censuras de la sociedad, y tampoco solían ser perseguidos por sus superiores
diocesanos.
No obstante, todo parece indicar que lo que decía y hacía Ignacio en ese
momento no era bien visto por ciertas personas de Manresa, y no precisamente
porque siguiera la estela de la mayoría de los religiosos de la época, sino más
bien por su aproximación a personas que seguían caminos novedosos en materia
de religión, como los acusados de alumbradismo. Hay que tener en cuenta, sin
embargo, que uno de los principales escollos que podrían objetarse a la hora de
comparar a Ignacio con los primeros hombres acusados de alumbradismo por la
Inquisición de Castilla es que la mayoría de estos pertenecían al estamento
eclesiástico, y algunos, como Antonio de Medrano, incluso poseían cierta
formación, mientras que Ignacio, si bien había leído algunos libros piadosos, no
era versado en cánones. Aun así, pueden incluirse bajo la denominación de
«alumbrado» múltiples personas con inquietudes religiosas paralelas, lo cual no
significa que fueran comunes. Además, aunque Ignacio, probablemente, antes de
llegar a Manresa no mantenía una relación regular con ningún grupo en el que
hubiera un líder que ocupara un lugar similar al de la beata Francisca Hernández,
lo cierto es que, años más tarde, él mismo reconoció —como explica su biógrafo
González de Cámara— haber tenido contacto allí con una mujer visionaria que
le causó una profunda impresión:
Había en Manresa en aquel tiempo una mujer de muchos días y muy antigua también en ser
sierva de Dios, y conocida por tal en muchas partes de España; tanto, que el Rey católico la había
llamado una vez para comunicalle algunas cosas. Esta mujer, tratando un día con el nuevo soldado
de Cristo, le dijo: «¡Oh! Plega a mi Señor Jesucristo que os quiera aparecer un día». Mas él
espantose desto, tomando la cosa así a la grosa; ¿Cómo me ha a mí de aparecer Jesucristo?

Aquella mujer fue considerada por Ignacio una consejera espiritual


irrepetible:
Mas ni en Barcelona ni en Manresa, por todo el tiempo que allí estuvo [Ignacio], pudo hallar
personas, que tanto le ayudasen como él deseaba; solamente en Manresa aquella mujer, de que
arriba está dicho, que le dijera que rogaba a Dios le apareciese Jesucristo: esta sola le parescía que
entraba más en las cosas espirituales. Y así, después de partido de Barcelona, perdió totalmente esta
ansia de buscar personas espirituales.

La misteriosa identidad de esta mujer ha generado todo tipo de


especulaciones. Quizá la hipótesis más plausible sea la del historiador Enrique
García Hernán, quien afirma que pudo tratarse de sor María de Santo Domingo,
la beata del Barco de Ávila 344 . Esta, efectivamente, a partir de 1507, con sus
predicaciones, éxtasis y revelaciones proféticas, y por la austeridad que
practicaba (dormía sobre una tabla) en reivindicación de un mayor rigor en la
vida monástica, recibió el favor de Fernando el Católico, pero también fue
investigada por la Inquisición para probar su ortodoxia religiosa, aunque superó
todas las pruebas debido a la protección del arzobispo Francisco Jiménez de
Cisneros y del duque de Alba. Asimismo, fue recibida por el cardenal Adriano
de Utrecht en Zaragoza en mayo de 1521, cuando este iba camino de Tarragona
para embarcarse hacia Roma, donde sería investido papa bajo el nombre de
Adriano VI. Se cree que, desde Zaragoza, la beata pudo haberse dirigido a
Manresa, donde Ignacio la habría conocido, aunque no se han encontrado
pruebas documentales que lo confirmen.
Sea cual sea la identidad de aquella mujer espiritual, resulta verdaderamente
significativo que su advertencia profética imprimiera una huella tan honda en
Ignacio. El profetismo visionario al que la propia sor María de Santo Domingo
demostró ser tan adepta —como después lo serían los alumbrados, aunque ella
fue una de las pioneras en su difusión en Castilla—, tuvo probablemente su
origen tanto en las doctrinas de Savonarola (profecía de la reforma de la Iglesia)
como en las obras de Ramon Llull (profecía de la conversión del islam) 345 .
Quizá no fuese fruto de la casualidad que Ignacio mantuviera luego una estrecha
relación con algunos de los miembros del reducido círculo lulista de Barcelona,
que eran amigos íntimos de Inés Pasqual y familiares de otra de las fieles
seguidoras que le proporcionaron un apoyo incondicional: Isabel Roser. Como
tampoco debió ser un hecho aislado el que él mismo profetizara el futuro de Juan
Pasqual, si creemos el testimonio de este.
Pero, además, esa inquietud por buscar a personas espirituales con las que
compartir experiencias o aprender fue una constante en la vida de Ignacio
durante mucho tiempo, y probablemente se la había comunicado a sus más
íntimos amigos y compañeros. La prueba está en que en 1536 —después de
haber conseguido el título de Maestro en Artes en París y haber estado en
Azpeitia— escribía una carta desde Venecia al futuro obispo de Barcelona, Jaime
Caçador (obispo, 1545-1561), agradeciéndole que le hablara de una beata a la
que deseaba que conociera y de cuyas virtudes Ignacio ya había sido informado
ampliamente:
Decís cómo a la beata escribisteis, y deseáis que allá nos viésemos, con pensamiento que,
descubriéndonos, asimismo nos gozaríamos. Cierto hallo, y regla general es para mí, que cuando me
junto con alguno, aunque mucho pecador, para comunicar las cosas de Dios Nuestro Señor, yo soy el
que gano, y hallo en mí provecho; cuanto más cuando con personas siervas y elegidas de Dios
Nuestro Señor, yo soy el que ganar debo con mucha parte en todo. Así cierto, después que el doctor
[Juan] Castro de ella me informó largo, y en saber que de vuestra mano la tenéis, siempre la he sido
muy afectado, dando gloria a Dios N. S. por lo que en ella así obra, en quien espero, si de ello ha de
ser servido y alabado, y mayor provecho para nosotros, nos juntará bien presto 346 .

Ignacio no vio cumplidos sus deseos de conocer a la beata, puesto que ya


nunca regresó a Barcelona ni a España. Sin embargo, a través de sus cartas
sabemos que por esa época él mismo ya se había convertido en un referente de
una nueva espiritualidad para muchas personas, que le pedían consejo y
reclamaban su presencia.

Dejamiento o prácticas judaicas

Otras noticias que tenemos acerca de la actitud de Ignacio en Manresa


tampoco ayudan a apartarlo de esa vía de búsqueda e identificación con una
religiosidad más espiritual e interior, sino al contrario.
En ese sentido, es inevitable señalar un comportamiento de Ignacio en
Manresa que podría ser calificado de extraño o, como mínimo, de curioso, tal
como nos ha llegado a través de la pluma de su biógrafo González de Cámara:
Y él demandaba en Manresa limosna cada día. No comía carne, ni bebía vino, aunque se lo
diesen. Los domingos no ayunaba, y si le daban un poco de vino, lo bebía. Y porque había sido muy
curioso de curar el cabello, que en aquel tiempo se acostumbraba, y él lo tenía bueno, se determinó
dejarlo andar así, según su naturaleza, sin peinarlo ni cortarlo, ni cubrirlo con alguna cosa de noche
ni de día. Y por la misma causa dejaba crecer las uñas de los pies y de las manos, porque también en
esto había sido curioso.

Esa manera de actuar —en la que se reiterará más adelante, aún en Manresa,
negándose a comer carne durante un largo período—, tan contraria a las
costumbres al uso, quizá no solo supuso un sacrificio mediante el rechazo de
pequeños placeres de la vida, porque es posible que tuviera que ver con un
sentimiento religioso más profundo.
Por otra parte, no deja de sorprender el paralelismo que existe entre esa forma
de actuar y una de las fiestas judías más señaladas, y es que en el mes de Ab
judío (que abarca parte de julio y parte de agosto), el noveno día está prohibido
comer, beber, cortarse el cabello, lavarse, calzar zapatos o tener relaciones
sexuales desde que sale el sol hasta que cae la tarde. ¿Quiere esto decir que
Ignacio seguía ritos judíos? No lo sabemos con certeza, pero no parece
arriesgado establecer la relación de esas prácticas con una religión que había
sido perseguida en la Península Ibérica y cuyo testigo no solo lo habían recogido
los conversos, sino también, probablemente, quienes tuvieron algún contacto con
estos o con seguidores de los alumbrados. Y es que entre los acusados de
alumbradismo había muchos conversos. Para Marcel Bataillon, esta coincidencia
se debió a que los conversos representaban en el seno del cristianismo «un
elemento mal asimilado, un fermento de inquietud religiosa» 347 . Pero aquella
inquietud incluía tanto la búsqueda de una fe interior como el rechazo de todo
ceremonialismo, algo que estaba muy asimilado en una sociedad cuyo grado de
cristianismo se regía por la repetición mimética de gestos como santiguarse,
mover los labios en el rezo, inclinarse o arrodillarse. No es extraño, por tanto,
que muchos de los conversos que fueron acusados por la Inquisición como
alumbrados, aun sin haber podido demostrarse que mantenían hábitos de
alimentación o practicaban ritos judaicos, coincidían en ese desprecio hacia todo
signo de exteriorización de la fe. Como también había quienes se sentían unidos
en el rechazo hacia la Iglesia —una institución que se había convertido en
represiva de los cristianos nuevos por medio del Santo Oficio— y quienes
defendían las propuestas que preconizaban la igualdad entre los cristianos viejos
y los cristianos nuevos 348 .
Cuando Ignacio cayó en la desesperación al verse acosado en Manresa por las
habladurías y la incomprensión hacia su comportamiento atípico, según
González de Cámara, «ni hallaba gusto en el rezar, ni en el oír la misa, ni en otra
oración ninguna que hiciese». Pero, además, si creemos a su biógrafo y
compañero Pedro de Ribadeneira, en una ocasión expresó su deseo de «venir de
linaje de judíos» porque así «podía ser pariente de Cristo Nuestro Señor
secundum carnem» (literalmente, «según la carne», es decir, por vía genética).
Esta declaración lleva a pensar que estaba familiarizado con una espiritualidad
que buscaba no solo la relación directa con Dios, sin mediación, sino también, en
última instancia, llegar a fundirse en uno con el Creador. Años más tarde, fray
Luis de Granada, en su Guía de pecadores (1556-1557), donde se hacía eco del
erasmismo y las nuevas corrientes espirituales, expresó esa misma idea cuando
dijo que la gracia «es la mayor dádiva de cuantas Dios puede dar a una pura
criatura en esta vida; porque no es otra cosa gracia sino una forma sobrenatural
que hace al hombre, si decir se puede, pariente de Dios, que es consorte y
participante de la naturaleza divina» 349 .

Visiones de una sexualidad reprimida, escrúpulos y ciencia infusa

Fueron, por tanto, tiempos de luces y de sombras en el ánimo interior de


Ignacio, no exentos de sensaciones que traspasaban el ámbito de la razón y que,
en muchos sentidos, no se ajustaban al ideal erasmista, tan contrario a los signos
paranormales asociados a la religión. Y es que Ignacio tuvo extrañas y reiteradas
visiones, como la de una serpiente fantástica, que un psicoanalista jesuita ha
interpretado, siguiendo a Freud, como «el regreso de lo reprimido», es decir, el
resurgimiento de los impulsos libidinosos que se hallaban reprimidos en las
profundidades de su inconsciente 350 . Quizá no le faltaría razón, a juzgar por la
descripción de González de Cámara:
Estando en este hospital le acaeció muchas veces [a Ignacio] en día claro ver una cosa en el aire
junto de sí, la cual le daba mucha consolación, porque era muy hermosa en grande manera. No
divisaba bien la especie de qué cosa era, mas en alguna manera le parecía que tenía forma de
serpiente, y tenía muchas cosas que resplandecían como ojos, aunque no lo eran. Él se deleitaba
mucho y consolaba en ver esta cosa; y cuanto más veces la veía, tanto más crecía la consolación; y
cuando aquella cosa le desaparecía, le desplacía dello.

También admitía Ignacio haber visto, innumerables veces, «con los ojos
interiores unos como rayos blancos que venían de arriba» y se dirigían a la hostia
consagrada; además de la Santísima Trinidad materializada en una figura de
«tres teclas», o «la humanidad de Cristo, y la figura, que le parecía era como un
cuerpo blanco, no muy grande ni muy pequeño, mas no veía ninguna distinción
de miembros». Por si no bastase como prueba, Ignacio afirmaba haber tenido
estas revelaciones tanto en Manresa como en Jerusalén y en Padua, y, según
González de Cámara, les otorgaba un alto valor de cotización en el mercado de
la fe: «Estas cosas que ha visto le confirmaron entonces, y le dieron tanta
confirmación siempre de la fe, que muchas veces ha pensado consigo: si no
hubiese Escritura que nos enseñase estas cosas de la fe, él se determinaría a
morir por ellas, solamente por lo que ha visto».
En esa misma línea, Ignacio invocó a voz en grito, en un momento de
desesperación y después de haber comprobado que fracasaban los consejos de su
confesor, la necesidad de buscar respuestas a sus inquietudes donde Dios le
indicase, incluso aunque se viera obligado a «ir en pos de un perrillo», ya que ni
en los hombres ni en ninguna otra criatura hallaba «ningún remedio».
Asimismo, la obsesión de Ignacio por demostrar cuán enorme era su
acercamiento a Dios le llevó también a aseverar que poseía una ciencia infusa, es
decir, que había adquirido una gran masa de conocimientos comunicada por la
divinidad: «Y estando allí sentado se le empezaron a abrir los ojos del
entendimiento; y no que viese alguna visión, sino entendiendo y conociendo
muchas cosas, tanto de cosas espirituales como de cosas de la fe y de letras; y
esto con una ilustración tan grande que le parecían todas las cosas nuevas». Esta
enseñanza, a juicio del historiador Enrique García Hernán, la pudo haber
recibido en sus contactos con la beata sor María de Santo Domingo 351 . No
obstante, en el momento de narrar ese prodigio, Ignacio fue incapaz de recordar
en qué consistía todo aquel acervo intelectual que le proporcionó «una grande
claridad en el entendimiento» y que «le parecía como si fuese otro hombre y
tuviese otro intelecto, que tenía antes».
Aquellas supuestas «iluminaciones» de algunos de los símbolos de la religión
y de su praxis, así como la posibilidad de prescindir de las Escrituras o de
cualquier consejo de su confesor, y la reivindicación de unos conocimientos
adquiridos por la vía de la gracia divina habrían bastado para que el Santo Oficio
condenase a Ignacio por heterodoxo. Pero no fue así, porque, a diferencia de los
alumbrados que corrieron peor suerte, supo guardar sus visiones para explicarlas
únicamente a sus más allegados, incluso pasados muchos años después de tener
aquellas vivencias interiores. Por ejemplo, entre 1549 y 1552 —es decir, más de
veinticinco años después— la Inquisición procesó al teólogo Juan Gil, el
llamado «Doctor Egidio» —condiscípulo de Ignacio en Alcalá, seguidor de las
enseñanzas de Juan de Valdés y canónigo magistral de la catedral de Sevilla—,
al igual que haría con fray Bartolomé de Carranza en 1559 por defender, entre
otras ideas, que las personas iluminadas por el Espíritu Santo, o «el que tiene a
Dios», no necesitaban más guía ni ayuda terrena para encontrar el camino de la
salvación 352 .
No obstante, por aquellos mismos años, Ignacio tampoco quedó al margen de
las sospechas inquisitoriales. Cuando en 1553 el arzobispo de Toledo, Juan
Martínez Silicio —conocido bajo el nombre de cardenal Silíceo—, puso en
manos de algunos religiosos del monasterio de Santo Domingo el libro de los
Ejercicios espirituales de Ignacio, recibió una respuesta contundente de uno de
ellos, conocido como fray Tomás de Pedroche. Este emitió un juicio muy
negativo, que al igual que el de otros críticos hacia la Compañía de Jesús, como
el teólogo Melchor Cano, iba a perjudicar gravemente a la nueva congregación.
Entre otras cosas, Pedroche manifestó claramente cuál era su opinión acerca de
la «unción del Espíritu Santo» que Ignacio afirmaba haber tenido el privilegio de
sentir, y, sin ambages, lo acusaba de «dejado» y «alumbrado»:
Ítem más, se ha de notar, y ponderar, que más de la experiencia interior de su pecho, y de la
interior unción del Espíritu Santo, que no de los libros, sacó y compuso el dicho Ignacio, o Íñigo,
estos ejercicios y documentos espirituales. Lo cual sabe, y no poco, a la fuente de los dejados y
alumbrados. Los cuales, dejado y pospuesto lo revelado en los libros, se remiten y entregan a lo que
el espíritu les dice dentro de su pecho, y tienen por cosa infalible que siempre les habla el espíritu de
Dios. Lo cual con todo va contra aquello: «No creáis cualquier espíritu, sino probad el espíritu si es
de Dios» (1Jn 4:1) 353 .

Igual de interesante desde el punto de vista terrenal es la mención que en la


Autobiografía escrita por Cámara se hace de los «escrúpulos» que, al parecer,
sintió Ignacio en Manresa. Los escrúpulos están en la nómina de las llamadas
enfermedades espirituales y se manifiestan por un desasosiego excesivo de la
conciencia debido al temor, injustificado desde la propia óptica católica, de
haber ofendido a Dios. El sujeto que los padece conoce las normas y es capaz de
explicarlas y aconsejar a los demás, pero se convierte en un juez inmisericorde
cuando se autoexamina y puede discernir entre lo que es pecado y lo que no lo
es. Asimismo, el escrupuloso no suele aceptar con facilidad los consejos del
director espiritual. Esta especie de «cuadro clínico», que los psiquiatras asocian
a una profunda depresión, se podría atribuir a una de las crisis por las que
Ignacio atravesó en Manresa y que, como no podía ser menos, superó con éxito.
Tanto si se trataba de probar una vez más el favor divino de que gozaba
Ignacio («[...] quedó libre de aquellos escrúpulos, teniendo por cierto que
nuestro Señor le había querido librar por su misericordia»), como si se pretendía
liberar definitivamente al futuro santo del peso de su pasado o incluso justificar
—como sostenían algunos alumbrados— lo innecesario de la confesión («[...] y
así se determinó con grande claridad de no confesar más ninguna cosa de las
pasadas»), el caso es que en Manresa aún le acosaban ciertas inquietudes
antiguas, y quizá también otras que no lo eran tanto.
Ignacio, en aquel tenso compás manresano, incluso llegó a ahuyentar en
múltiples ocasiones al demonio con un bordón o palo cuando se le aparecía —
siempre, según su primer biógrafo.

Las prédicas a mujeres en Manresa

Quizá fuesen esas las experiencias que Ignacio transmitió a las personas que
más cerca de él estuvieron en Manresa. Pero es importante destacar que, según
certifican tanto el testimonio de Juan Pasqual como la Autobiografía escrita por
González de Cámara, aunque hubo algunos hombres en ese círculo, fueron
especialmente mujeres las que arroparon a Ignacio, bien por compasión hacia el
herido y desarrapado peregrino, bien por la curiosidad o atracción que sus
palabras suscitaban o quizá por la mezcla de ambos aspectos u otros que
desconocemos.
Juan Pasqual habla de Paula Amigant, Catalina Molins y Jerónima Claver,
como de las personas que acompañaban a su madre, Inés Pasqual, cuando
conocieron a Ignacio. Luego, a estas mujeres se sumarían otras que seguirían a
Ignacio y le ayudarían en todo momento en Manresa. O al menos esto es lo que
se deduce del proceso de canonización de 1606, donde la mayoría de los testigos
no habían conocido personalmente a Ignacio, pero habían oído hablar de él a
familiares y otras personas manresanas. Por esas declaraciones sabemos que la
nómina de benefactoras de Ignacio incluía también a Brianda de Brihuega y de
Peguera, señora de Olost y de Vilanova de l’Aguada (casada con Pere Joan de
Peguera, que obtuvo el privilegio de nobleza y era descendiente de una saga de
veguers y batlles de Manresa, partidarios del rey Joan II), y a Ángela de Peguera
(esposa de Berenguer de Peguera).
Asimismo, Ángela Amigant (de soltera Ángela Seguí) mantuvo una estrecha
relación con Ignacio en Manresa. Estaba casada con el mercader Pedro Amigant,
que tuvo el cargo de clavari o cajero en el concejo de la ciudad entre el 1 de
mayo de 1521 y el mismo día y mes de 1522. Ángela ya era viuda en 1527 y
falleció en 1579, cuando su heredero tomó inventario de la casa. Según la
tradición historiográfica jesuítica, los Amigant acogieron a Ignacio en su casa en
dos ocasiones en que cayó enfermo 354 .
A ese círculo de mujeres del que recibió especial apoyo Ignacio, también
perteneció Violante Canyelles, que probablemente era esposa de Jaime
Canyelles, miembro del concejo de la ciudad, y quizá con vínculos familiares
que la unían a Inés Pasqual, ya que uno de los ahijados de esta se apedillaba
también Canyelles 355 . Asimismo, de Damiana Fabres y Juana Dalmau dijo un
testigo del proceso de canonización que eran «muy devotas» de Ignacio y que,
en una ocasión, al advertir que hacía muchos días que no lo veían, fueron a
buscarlo a la iglesia de Viladordis y lo hallaron haciendo penitencia, «flaco y
macilento» por no haber tomado nada en muchos días, y lo llevaron al hospital
de Santa Lucía y allí le hicieron caldos y le dieron alimentos para que recobrase
las fuerzas 356 .
Fueron mujeres, por tanto, las que estuvieron a su lado para proveerle de
alimentos y ropa, y para cuidarle, como cuando «se enfermó de una enfermedad
muy recia» durante el invierno que pasó en Manresa. A cambio recibieron
únicamente las prédicas de Ignacio, según explica Cámara:
[...] por la devoción que ya tenían con él muchas señoras principales, le venían a velar de noche. Y
rehaciéndose de esta enfermedad, quedó todavía muy debilitado y con frecuente dolor de estómago.
Y así por estas causas, como por ser el invierno muy frío, le hicieron que se vistiese y calzase y
cubriese la cabeza; y así le hicieron tomar dos ropillas pardillas de paño muy grueso, y un bonete de
lo mismo, como media gorra. Y a este tiempo había muchos días que él era muy ávido de platicar de
cosas espirituales, y de hallar personas que fuesen capaces de ellas.

El discurso de Ignacio en materia de ortodoxia religiosa debió ser poco


maduro, porque el camino por el que había transitado nada tenía que ver con las
sesudas reflexiones teológicas que conducirían a otros alumbrados a ser juzgados
por el Tribunal del Santo Oficio.
En este sentido, es muy ilustrativa la carta que, desde Barcelona, pasados dos
años, es decir, el 6 de diciembre de 1524, Ignacio escribió a Inés Pasqual, que se
hallaba en aquel momento en Manresa. Esta carta, que el historiador jesuita
Hugo Rahner calificó, sin más explicaciones, de «oscura en alguno de sus
pasajes» 357 , es la primera de la que se tiene constancia entre los miles que
Ignacio escribió, y resulta muy significativo que su destinataria fuera
precisamente Inés. Ignacio comenzaba así su carta:
Esto me ha parecido escribiros por los deseos que en vos he conocido en el servicio del Señor; y
creo ahora, así por la ausencia de aquella bienaventurada sierva, que al Señor ha placido llevarla
para sí, como por los muchos enemigos e inconvenientes, que para el servicio del Señor en ese lugar
tenéis, y por el enemigo de natura humana, que la su tentación nunca cesa, creo que os veréis
fatigada. Por amor de Dios Nuestro Señor, que miréis siempre de llevar adelante, huyendo siempre
de los inconvenientes; que si vos huís, la tentación no podrá tener fuerzas algunas contra vos, lo que
siempre debéis hacer, anteponiendo la alabanza del Señor sobre todas las cosas. Cuanto más, que el
Señor no os manda que hagáis cosas que en trabajo ni detrimento de vuestra persona sean, mas antes
quiere que en gozo en él viváis, dando las cosas necesarias al cuerpo. Y vuestro hablar, pensar y
conversar sea en él, y en las cosas necesarias del cuerpo para este fin, anteponiendo los
mandamientos del Señor adelante; que él esto quiere y esto nos manda. Y quien esto bien
considerare, hallará ser mayor trabajo y pena en esta vida el [...] [sigue texto ilegible] Un peregrino
que se llama Calixto está en ese lugar, [y] con quien yo mucho querría comunicásedes vuestras
cosas; que en verdad puede ser que en él halléis más de lo que en él parece 358 .

Una lectura atenta de estas palabras conduce, sin duda, más allá de las vagas
interpretaciones que la carta ha merecido, quizá porque quienes se han limitado a
considerar que esta tiene puntos «oscuros», en realidad están viendo luces que
alumbran el camino de la heterodoxia por el que Ignacio ya se había adentrado
en aquellos tiempos. Y es que este explica a Inés que solo de ella depende poder
establecer una conexión íntima con Dios, hasta el punto de que «en gozo en él
viváis» —le dice—, desoyendo cualquier otra voz o mandamientos que no sean
los de Dios, para lo cual deberá conceder a su propio cuerpo «las cosas
necesarias». Ni mediadores ni sacrificios superfluos, el camino hacia Dios está
en el individuo, viene a decir Ignacio; y no solo eso, sino que sus palabras
sintonizarían con el saludo de «vos sois Dios e Dios es vos» que —según declaró
la beata Francisca Hernández ante los inquisidores—, a voz en grito,
intercambiaban el grupo de apóstoles alumbrados de Juan López de Celain 359 .
Es significativa también la advertencia de Ignacio acerca de la confianza que le
merece uno de sus acólitos de entonces, Calixto de Saa, en quien Inés debía
hallar, sin duda, el apoyo y los consejos espirituales que el propio Ignacio le
daría de estar a su lado.
Pero Ignacio no se inventó esa idea de espiritualidad, sino que bebió de
fuentes doctrinales anteriores. Y no es casual que se hallen ecos de la misma en
el pensamiento de un poeta converso del siglo XV como Juan Álvarez Gato —
amigo de Hernando de Talavera, probablemente también converso y detractor de
los ceremoniales en religión—, cuando, por ejemplo, afirma que el cristiano
debe permitir que su alma «se pueda remitir toda entera a su Hacedor en todas
sus obras hasta darle el libre albedrío», y, asimismo, debe hacer «renunciación
del amor del mundo y de la carne y de la propia voluntad, y remitido el libre
arbitrio por amor de Dios, hasta transformarse en él haciéndose con él una sola
cosa» 360 .
Pero también hay otro rasgo del comportamiento de Ignacio en Manresa que
es más propio de los llamados «alumbrados» que de un eremita que pasa los días
solo y al abrigo de un peñasco con vistas al río Cardoner, aunque esto último
quizá fue consecuencia de lo primero. En este período es cuando recaen sobre
Ignacio las primeras sospechas como líder religioso de pequeños grupos
integrados mayoritariamente por mujeres. Lo puso de manifiesto Juan Pasqual
en su relato de 1582, donde, por primera vez, tenemos noticia de los
resentimientos y recelos que provocó la actitud de Ignacio, no solo en lo que se
refería a su aspecto exterior, sino, y especialmente, en lo concerniente a su
acción, digámoslo así, pastoral:
No faltaban envidiosos y maliciosos que, públicamente, contradecían y murmuraban de estos
ejercicios santos [de Ignacio] y del hacedor de ellos y de sus secuaces, en particular de Juana Serra,
en la casa de la cual estaba recogido, y sobre todo se murmuraba de mi madre, Agnés Pasquala [Inés
Pasqual], diciendo que ella era la inventora de estos alborotos y novedades y su fomentadora, pues
había llevado al autor de ellas a aquella ciudad y lo sustentaba y amparaba en ella; y fueron tan
públicas estas murmuraciones, y con tanto detrimento de la honra del Padre Ignacio y de otras
mujeres honradas y sobre todo de mi madre, que se vio forzada a enviar a Tarragona a llamar a su
hermano y tío mío llamado Antonio Puyol, que como he dicho estaba al servicio del arzobispo, y así
vino él deprisa y yo en su compañía a la ciudad de Manresa; y lo primero que le dijo ella fue cómo
se había encargado de amparar a un santo hombre, que si bien era forastero, era muy principal y
noble, como se conocía en su trato y aspecto; le contó cómo lo había encontrado y adónde, y cómo
hacía diez meses poco más o menos que lo sustentaba en Manresa, donde se empleaba en obras de
mucha caridad, devoción, oración y limosnas; pero que por haber ya, sobre tratado tanto con ellas y
mujeres como hombres con frecuencia cosas de la salvación del alma y camino del cielo, muchas y
desatinadas murmuraciones en aquella ciudad, por ser tan pequeña y la gente maliciosa y grosera,
determinaba que él lo llevase a su casa en Barcelona, donde lo podría ella más a salvo de su honra
valerle y ampararlo y que por eso, de que él mismo lo llevase, lo había enviado a llamar.
Así pues, según Juan Pasqual, el foco de las murmuraciones en Manresa no se
centró en las posibles relaciones pecaminosas de Ignacio con alguna de aquellas
mujeres —como temía la propia Inés Pasqual—, sino en ciertos «ejercicios
santos» de este y sus «secuaces», que —en palabras que Juan pone en boca de su
madre— se limitarían a la plática sobre «cosas de la salvación del alma y camino
del cielo».
Hubo, además, otro testigo del proceso de canonización cuya original
declaración confirma lo anterior. Se trata de Pedro Corrons, mercader de
Manresa que, en 1606, manifestó que había oído decir a otras personas «que el
padre Ignacio para huir y evitar conversaciones e inquietudes se retiraba en esta
ciudad a la soledad, y por eso se iba a la dicha cueva y a la iglesia de Nuestra
Señora de Viladordis...» 361 . Después, este mismo testigo añadía, ahora sí, como
habían hecho otros, que Ignacio allí rezaba con mayor tranquilidad, practicaba
ayunos y llevaba una vida austera. Sin embargo, la primera parte de su
testimonio es del todo original y exclusiva, y nos muestra la otra cara de Ignacio,
la que no aportan sus biógrafos ni la mayoría de las declaraciones que pueden
leerse en el proceso de su canonización, bien orientadas y casi declamadas al
dictado. Pero, además, el propio Pedro Corrons, cuando se refirió a la mal
llamada cueva de Manresa —pues no era una cueva, sino un abrigo rocoso—,
dijo que se trataba de una cavidad «muy áspera, de rocas, bosque, zarzales y
granados». Esta descripción coincide con la de otro testigo, Mauricio Cardona,
sobrino del que fuera propietario de los terrenos en los que se encontraba la
cueva, que en el momento de la declaración ya había heredado, y cuyas
explicaciones rememoraba: «[...] y estaba toda cubierta de zarzas y cosas
espinosas, y que [Ignacio] hacía oración en dicha cueva a Dios, y otras veces,
por un agujero de aquella, a Nuestra Señora de Montserrat, que de allí se veían
las montañas» 362 .
Es decir, la mal llamada «cueva» de Manresa era, sin duda, un lugar de
recogimiento, elevado y alejado de los caminos transitados, como es evidente si
se observa su ubicación in situ. Pero era también un lugar perfecto para
ocultarse, casi inaccesible, apartado y a salvo de las miradas indiscretas. ¿Fue
por ese motivo por el que Ignacio nunca mencionó —al menos eso es lo que se
deduce de la biografía de González de Cámara— la «cueva» de Manresa? La
escasa importancia que Ignacio atribuyó a la cueva pone en entredicho una
tradición que ha concedido al lugar unas atribuciones que parecen responder más
a un exceso de mitificación que a lo que realmente representó durante su
estancia en Manresa.

MANRESA, ¿CUNA DE LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES?

Es posible que Ignacio empezara a realizar anotaciones de sus reflexiones en


Azpeitia, a raíz del trauma que supuso verse convaleciente de una herida en la
pierna que iba a provocarle para siempre una minusvalía. González de Cámara,
en 1555, escribió que el propio Ignacio así se lo había explicado tras preguntarle
acerca del origen de los Ejercicios espirituales.
También fueron los primeros jesuitas los que confirmaron que Ignacio había
empezado en Manresa a impartir los Ejercicios a algunas personas, sin duda, las
mujeres que tanto le ayudaron y que se ganaron el calificativo despectivo de
«yñigas». Pero esto debe entenderse como una transmisión de unas experiencias,
lecturas y reflexiones que, no obstante, serían poco metódicas y contendrían una
doctrina muy básica. Como señaló el jesuita Jerónimo Nadal, se trataría de las
«meditaciones de pecados, infierno y juicio [universal], en las cuales [Ignacio]
sentía dolor y contrición y lágrimas de sus pecados» 363 . También el propio Juan
de Polanco matizó la importancia de aquellos Ejercicios primigenios diciendo
que Ignacio «con el progreso del tiempo, todo esto lo llevó a mayor
perfección» 364 . En la culminación de ese proceso debieron tomar parte tanto las
personas con las que trató Ignacio sobre asuntos de espiritualidad como los
propios compañeros de este. Existe una versión manuscrita —e inédita—
realizada por el jesuita Pedro Fabro en torno a la fecha en que hizo los Ejercicios
bajo la dirección de Ignacio (1543) y que contiene todas las partes
fundamentales de la versión «definitiva» 365 , pero se desconoce el paradero del
texto original escrito por Ignacio. Probablemente, de haber llegado ese texto
hasta nuestros días tal como este lo fue escribiendo, constituiría un documento
extraordinario para conocer la cronología y la deriva de su espiritualidad
heterodoxa en aquellos años. Sin embargo, a pesar de las sucesivas enmiendas y
readaptaciones a que debieron de ser sometidas las ideas plasmadas en los
Ejercicios espirituales, es fácil adivinar que su cuna está estrechamente
relacionada con la búsqueda de una nueva forma de entender la religión que
Ignacio compartió con los llamados «alumbrados». Las acusaciones de que
fueron objeto los Ejercicios, antes de su publicación en latín en 1548, dicen
mucho al respecto. Tampoco deja de sorprender el hecho de que la primera
edición impresa del texto en castellano date nada menos que de 1615 (casi
setenta años después de aparecer la edición latina). Dicha edición, que estaba
basada en una copia realizada probablemente entre 1544 y 1548 por un
amanuense anónimo, y que tenía 32 anotaciones de puño y letra de Ignacio, iba
precedida de una introducción que escribió Bernardo de Angelis, por entonces
secretario de la Compañía de Jesús 366 .
Los Ejercicios espirituales, en su versión final, debían realizarse en cuatro
semanas, aunque en realidad no formaban un corpus metódico, y adolecían de
una gran ambigüedad en muchos de los aspectos que abordaban. Se iniciaban
con una primera fase «purgativa» que tenía como objetivo guiar a los pecadores
para salir de sus errores (uno de los aspectos que tanto preocuparon a Ignacio). A
esta seguiría otra fase llamada, significativamente, «iluminativa», dedicada a
imitar las virtudes de Cristo. Y, finalmente, se acometería la fase «unitiva», en la
que se produciría la unión con Dios. Dicho así, no hay uno solo de esos aspectos
que aleje a Ignacio de las doctrinas alumbradas, además de establecer ciertos
paralelismos con otros libros, como el Arte de servir a Dios del padre Alonso de
Madrid —obra impresa en Alcalá por Miguel de Eguía, el impresor al que la
Inquisición investigó y amigo de Ignacio 367 — o el Art de contemplació de
Ramón Llull, un hecho que es digno de ser tenido en cuenta.
El lulismo siempre se había difundido en ambientes nobles y urbanos, más
piadosos que cultos, y no clericales, ambientes en los que no faltaban las
mujeres. La vertiente interior de la espiritualidad luliana traspasó las fronteras de
la Edad Media y penetró en plena Edad Moderna debido, en parte, a su presencia
en varias corrientes espirituales de una nueva religiosidad que se desarrolló
desde finales del siglo XV y durante la centuria siguiente. A este influjo no
escaparon los Ejercicios espirituales de Ignacio, en los que están presentes las
tres potencias del alma que señalaba Ramón Llull: memoria, entendimiento y
contemplación; esta última —entendida como espiritual y sensitiva— sería la
más importante de todas para conseguir el amor de Dios y para amarlo y
servirlo. Precisamente Ignacio fue investigado por la Inquisición en Alcalá
debido a que incitaba a gente iletrada a practicar la oración mental, y de todos
los métodos de rezo que él mismo había probado, el más sencillo era el de las
tres potencias 368 .
Por otro lado, Bernardo de Angelis dijo, con respecto a la última fase de los
Ejercicios, que solo se daba un esbozo de cómo acometerla, con el fin de que
«apenas lo entendiesen los que, después de mucha práctica de oración, se hallan
en aquel estado en que la misma experiencia les declara estos secretos» 369 .
Quizá sea esta una de las mejores pruebas de que el «iletrado» Ignacio tuvo
mucho que ver en su composición.
Son también muy interesantes, desde ese mismo punto de vista de la
experiencia de Ignacio, las recomendaciones que se daban en los Ejercicios para
realizar las llamadas «penitencias externas», que no eran otra cosa que las
mortificaciones físicas del cuerpo mediante la aplicación de cilicios:
[...] las penitencias externas principalmente se hacen por tres efectos: el primero, por satisfacción de
los pecados pasados; segundo, por vencer a sí mesmo, es a saber, para que la sensualidad obedezca a
la razón y todas [las] partes inferiores estén más subyectas a las superiores; tercero, para buscar y
hallar alguna gracia o don que la persona quiere y desea, así como si desea haber interna contrición
de sus pecados, o llorar mucho sobre ellos, o sobre las penas y dolores que Cristo Nuestro Señor
pasaba en su Pasión, o por solución de alguna dubitación en que la persona se halla 370 .

Los pecados pasados, la contención ante las tentaciones sexuales y las dudas
formaron parte del via crucis personal de Ignacio en determinados momentos de
su vida, y no es de extrañar que incluyese en los Ejercicios su particular método
para superarlos. Algo que también transmitió a sus seguidoras, como prueba el
hecho de que a Inés Puyol, cuando murió, «halláronle tres cilicios» 371 .
Pero en ese marasmo de propuestas desordenadas que conforman los
Ejercicios, también se incluyen ideas más amables, como cuando se aborda la
experiencia del amor, que en los Ejercicios queda definida sorprendentemente
para ser aplicada al amor entre dos personas, aunque más adelante será
extrapolada —si bien de manera forzada— al «amor divino» o amor hacia Dios:
Contemplación para alcanzar amor. Primero conviene advertir en dos cosas: la primera es que el
amor se debe poner más en las obras que en las palabras. La segunda: el amor consiste en
comunicación de las dos partes, es a saber, en dar y comunicar el amante al amado lo que tiene, o de
lo que tiene o puede; y así por el contrario el amado al amante. De manera que si el uno tiene
ciencia, dar al que no la tiene, si honores, si riquezas; y así el otro al otro 372 .

El exjesuita Miguel Mir, a principios del siglo XX, puso en duda la novedad
de las propuestas de Ignacio, y restó originalidad y trascendencia a los
Ejercicios. Aun así, Mir reconoció otros valores: «En la dirección, en la
dirección directa y personal, especialísima, está todo el misterio de los
Ejercicios: allí está principalmente su eficacia; allí están también los graves
peligros que encierran» 373 .
Ciertamente, sería deseable que los datos de que disponemos acerca de la
composición de los Ejercicios espirituales por parte de Ignacio fuesen más
precisos, porque ello permitiría rastrear cuáles fueron sus primeros pasos en la
búsqueda de una nueva religiosidad y hasta qué punto le ayudó el hecho de que
las primeras personas con las que estableció una relación de reciprocidad en sus
prácticas espirituales fueran mujeres. Aun así, no cabe duda de que los Ejercicios
espirituales tuvieron un éxito inmediato entre las personas ajenas a la Compañía
de Jesús que los pusieron en práctica incluso en su versión más reducida, como
ha quedado reflejado en infinidad de casos en la correspondencia ignaciana y
jesuítica.

281 Luis González de Cámara, Autobiografía..., I:10.

282 P. de Ribadeneira, Vida de Ignacio de Loyola, libro I, cap. 3. Al voto de castidad de Ignacio han
dedicado especial atención todos los biógrafos jesuitas.

283 Hay otros ejemplos de soldados de los siglos XVI-XVII en cuyas biografías se redime su pasado
violento y «acaban en frailes [...] a los que sus hermanos de orden pintan en biografías ampulosas», como
señaló Julio Caro Baroja, Las formas complejas de la vida religiosa (siglos XVI y XVII), Madrid, Sarpe,
1985, págs. 455-456.

284 Georges Duby, «Peregrinación a Santiago», El Urogallo, 39-40 (1989), págs. 22-23.

285 Luis González de Cámara, Autobiografía..., I:12.

286 G. Duby, art. cit., pág. 25.

287 Esteban de Garibay, Compendio historial de las crónicas y universal historia de todos los reinos de
España, Amberes, Christophoro Plantino, 1571, libro XVII, cap. XXV.

288 Luis González de Cámara, Autobiografía..., I:13.

289 Marcel Bataillon, Erasmo y España, Madrid, FCE, 1979, págs. 166-175. Véase también Ricardo García
Cárcel y Doris Moreno Martínez, op. cit., págs. 262-263.

290 Angela Selke de Sánchez, «El caso del bachiller Antonio de Medrano, iluminado epicúreo del siglo
XVI», Bulletin Hispanique, 58.4 (1956), pág. 395, n. 14. Véase también Javier Pérez Escohotado, Antonio
de Medrano, alumbrado epicúreo: proceso inquisitorial (Toledo, 1530), Madrid, Verbum, 2003, pág. 464:
«[Antonio de Medrano] fue, como tantísimos otros, el resultado de una mezcla de converso y vástago de
caballeros. Pero Díez, su padre, era converso, los “de Pero Díaz”, y había conseguido por pleito su carta de
hidalguía. Su madre, Toda Hurtado de Medrano, descendía de caballeros señores de vasallos, los “de
Medrano”; mezcla histórica que, en principio, podía dar lugar a dos actitudes: la voluntad de incorporación
social intentando ocultar su ascendencia conversa —que fue lo que Antonio de Medrano hizo al evitar el
apellido de su padre— o, en mayor o menor grado, la conducta judaizante. El primer caso solía dar personas
relevantes y movedizas que, vistas ahora en sus procesos o en sus obras literarias, constituyen el colectivo
más crítico y creativo de la España del siglo XVI».

291 E. García Hernán, art. cit., pág. 196.

292 Juan de Cazalla participó en la conquista de Orán al lado de Cisneros y fue nombrado obispo auxiliar
de Ávila en 1517.

293 M. Bataillon, op. cit., págs. 176-190. Véase también R. García Cárcel y D. Moreno Martínez, op. cit.,
págs. 256-266.

294 M. Bataillon, op. cit., pág. 185. La historiadora Stefania Pastore comparte esa visión amplia de
Bataillon acerca de los alumbrados en su libro Una herejía española: conversos, alumbrados e Inquisición
(1449-1559), Madrid, Marcial Pons, 2010, pág. 36, donde dice: «La categoría de “alumbradismo” debe ser
entendida en un sentido lato [...]. Comparto plenamente, a este respecto, la idea de Bataillon cuando
considera el alumbradismo español como una suerte de herejía difusa, como un pecado original destinado a
aflorar periódicamente para dar forma a una religiosidad que rechaza la mediación eclesiástica, reclama la
inspiración individual y acoge en su seno una aspiración tan vieja como el hombre y tan
extraordinariamente viva y presente en la espiritualidad española del siglo XVI: el llegar a ser Dios».

295 M. Bataillon, op. cit., págs. 166-167.

296 Ibíd., pág. 185.

297 Esta idea la exponen R. García Cárcel y D. Moreno Martínez, op. cit., pág. 264.

298 El concepto de «bohemia religiosa» lo acuñó Julio Caro Baroja, op. cit., págs. 483-503. Agradezco a
Ricardo García Cárcel que me indicara la importancia del capítulo de dicho libro «¿Hay una bohemia
religiosa?», como modelo aplicable a algunos alumbrados y a Ignacio de Loyola. Los rasgos definitorios de
quienes podrían incluirse en el ámbito de una «bohemia religiosa», en palabras de Caro Baroja, serían: «La
bohemia puede ser una situación de tránsito o de “pasaje”. Casi ritual. Varias veces, los que están dentro, no
saben darle fin. Otras sí. Los bohemios fracasados no cuentan en la historia de las artes. Pero cuando la
religión domina sobre cualquier otro elemento de la vida, los que quieren vivirla de modo que podría
llamarse bohemio, o viven en la oscuridad, como puede ocurrirles a cientos y cientos de peregrinos y
romeros, santeros, ermitaños, etc., o caen estigmatizados, como los alumbrados mismos u otros vagabundos
y simuladores de piedad, beatas visionarias, legos milagreros, etc., que en un momento excitan la piedad y
admiración de gentes sencillas».

299 M. Bataillon, op. cit., págs. 182-184.

300 J. Pérez Escohotado, op. cit., pág. 529.

301 E. García Hernán, op. cit., pág. 70.

302 A. Selke de Sánchez, art. cit., pág. 410, n. 124. Puede consultarse el documento que firmó de su puño y
letra el segundo duque de Nájera, para eximir al cura Antonio de Medrano de su cautiverio, en el texto del
proceso transcrito por J. Pérez Escohotado, op. cit., págs. 416-417.

303 Pedro Folc de Cardona era hijo bastardo de Juan Ramón Folc, tercer conde de Cardona. Era arzobispo
de Tarragona (1515-1530) y lugarteniente de Cataluña (1521-1523) en el momento en que Ignacio llegó a
Barcelona, y había sido obispo de Urgell (1472-1515) y presidente de la Generalitat de Cataluña (1482-
1485). Su hermanastro, Juan Ramón Folc de Cardona, se había casado, en 1467, con Aldonza Enríquez, tía
de Fernando el Católico, y de este matrimonio nació Juana Folc de Cardona Enríquez, a quien acabamos de
referirnos por su matrimonio con el segundo duque de Nájera.

304 I. Puig, op. cit., pág. 102.

305 Luis González de Cámara, Autobiografía..., II:15.

306 J. Caro Baroja, op. cit., pág. 444.

307 Esta era la opinión, por ejemplo, de Alfonso de Valdés (1490-1532), uno de los humanistas que mejor
representaron el erasmismo español. Véase M. Bataillon, op. cit., pág. 377.

308 J. Creixell, op. cit., pág. 66.

309 Melquíades Andrés, «Pensamiento teológico y vivencia religiosa en la Reforma española (1400-
1600)», en R. García-Villoslada (dir.), Historia de la Iglesia..., ed. cit., vol. 3.2, págs. 333-340.

310 Pierre Vilar (dir.), Història de Catalunya, vol. 3: Carme Batlle, L’expansió Baixmedieval (segles XIII-
XV), Barcelona, Edicions 62, 1988, pág. 449.

311 M. Andrés, art. cit., en R. García-Villoslada (dir.), Historia de la Iglesia..., ed. cit., vol. 3.2, págs. 333-
340.

312 Citado del proceso de beatificación (1605) por J. Creixell, op. cit., pág. 73.

313 Citado del proceso de beatificación (1605) por J. Creixell, op. cit., pág. 73.

314 J. Creixell, op. cit., pág. 65. Véase también la interesante monografía de Anselm M. Albareda, op. cit.,
en especial las págs. 75-100, donde el autor defiende la idea —en contra de la mayoría de los historiadores
que han abordado el tema— de que Ignacio ultrapasó los tres días de estancia en Montserrat pero viviendo
durante un tiempo como eremita en una de las muchas cuevas que había en la montaña.

315 El texto, de intención correctora, pertenece a las actas de la visita apostólica realizada por Juan de
Cardona, obispo de Vic, en 1586. Citado por J. Creixell, op. cit., pág. 67.

316 R. García-Villoslada, San Ignacio de Loyola..., ed. cit., pág. 198.

317 El testimonio de Araoz lo pusieron por escrito los jesuitas del colegio que la Compañía de Jesús tuvo
en Madrid. Véase MHSI, Scripta, I, págs. 731-733.

318 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Antonio de Araoz a Ignacio (Zaragoza, 30 de octubre de 1539)», pág.
35; Font. narr., III, 219. La larga estancia de Ignacio en Montserrat la defiende, entre otros historiadores, A.
M. Albareda, op. cit., págs. 80-77. Véase también el debate que esto ha generado, en R. García-Villoslada,
San Ignacio de Loyola..., ed. cit., pág. 202, n. 33.

319 A. M. Albareda, op. cit., págs. 76-77.

320 El relato de 1578 fue recogido por el padre Gil, quien se lo entregó al padre Villar, provincial de la
Corona de Aragón, para que lo presentase al obispo de Barcelona; se encuentra transcrito en MHSI, Scripta,
II, págs. 77-79. Por otra parte, el relato de 1582 fue recogido por fray Onofre de Requesens, de la Orden de
Predicadores de Barcelona, que «se tiene por sobrino de la condesa de Benavente» y a quien Joan Sagristà
Pasqual tuvo en su casa desde muy niño; se puede leer una copia del mismo en MHSI, Scripta, II, págs. 80-
96.

321 Así lo explica González de Cámara en la Autobiografía de san Ignacio de Loyola: «Estando en estos
pensamientos, le venían muchas veces tentaciones con grande ímpetu para echarse de un agujero grande
que aquella su cámara tenía, y estaba junto del lugar donde hacía oración. Mas conociendo que era pecado
matarse, tornaba a gritar: “Señor, no haré cosa que te ofenda”; replicando estas palabras, así como las
primeras, muchas veces» (III:24).

322 Si damos crédito al relato de Juan Sagristà de 1582 (MHSI, Scripta, II, pág. 80), donde afirma que, en
1522, cuando conoció a Ignacio en Manresa, tenía 15 años, y que sus padres, Inés Puyol y Pedro Sagristà,
solo estuvieron casados 13 meses debido al fallecimiento de este, quiere decir que estos debieron contraer
matrimonio, como muy pronto, en 1505, y que Juan habría nacido hacia 1507. Sin embargo, en el
testamento dictado en 1511 por Margarida Puyol, la madre de Inés, esta aún no era viuda, lo que obliga a
retrasar la fecha de fallecimiento de Pedro Sagristà y, por tanto, también la de su matrimonio, además de
desacreditar en ese aspecto la memoria de Juan.

323 Los datos de la madre, el padre y los hermanos de Inés Puyol los he obtenido en: AHPM, Escribanía
Pública de Manresa, siglos XIII-XVI: Testamentos, vol. 4.126: «Testamento de Margarida Puyol (18 de
mayo de 1511)», fols. 587-588; y Capítulos matrimoniales, vol. 4.123: «Capítulos matrimoniales de Joana
Cortés y Pere Puyol (23 de enero de 1497)», fols. 102-105. Hay que decir que la madre de Inés no nombra
en su testamento a Antonio Puyol, de quien Juan Sagristà Pasqual dirá que es su tío y hermano de su madre,
y al que tanta importancia le atribuyó a la hora de conducir a Ignacio a Barcelona.

324 Véase el interesante estudio de María Martínez Martínez, «Oficios, artesanía y usos de la piel en
indumentaria (Murcia, siglos XIII-XV)», Historia. Instituciones. Documentos, 29 (2002), págs. 237-274.

325 Jordi Piñero Subirana, «La Sèquia de Manresa: un canal d’irrigació construït el segle XIV per
iniciativa del Consell de la Ciutat», en Flocel Sabaté i Curull y Jesús Brufal (coords.), Arqueologia
medieval: la ciutat, Lleida, Pagès, 2014, págs. 443-468.

326 J. Hinojosa Montalvo, «La sociedad y la economía de los judíos en Castilla y la Corona de Aragón
durante la Baja Edad Media», en II Semana de Estudios Medievales (Nájera, 5 al 9 de agosto de 1991),
Logroño, Instituto de Estudios Riojanos, 1992, págs. 79-109.

327 Así lo ha sugerido el historiador Kevin Ingram, aunque asociando el oficio de algodonera,
tradicionalmente en manos de judeoconversos, heredado por Inés Puyol de su segundo marido, dado que
Ingram desconocía la dedicación de la familia de esta y de su primer marido al procesamiento y curtido de
las pieles. Véase K. Ingram, Secret lives, public lies: the conversos and socio-religious non-conformism in
the Spanish Golden Age, tesis doctoral inédita, Universidad de California en San Diego, 2006, págs. 91-93
(hay versión digital: https://escholarship.org/uc/item/6270j25z).

328 Sin pretender establecer conexión alguna con estos Puyol de Manresa, sirva como ejemplo un
documento notarial de 1393, generado por la compraventa de una casa en el call o barrio judío de
Barcelona, donde aparece un tal Guillem Puyol, converso de la ciudad y antes llamado Juceff Vidal
(Biblioteca de Catalunya, Perg. 565).

329 En los capítulos matrimoniales de Inés Puyol y Pedro Pasqual no se consignó la fecha, pero debieron
firmarse entre 1511 y 1513, que son los años en que se concertaron los que aparecen antes y después en el
libro de protocolos donde quedaron registrados: AHPM, Escribanía Pública de Manresa, siglos XIII-XVI.
Capítulos matrimoniales, vol. 4.123: «Capítulos matrimoniales de Agnès Puyol y Pere Pasqual (sin fecha)»,
fols. 671-673.
330 AHPM, Escribanía Pública de Manresa, siglos XIII-XVI: Testamentos, vol. 4.126: «Testamento de
Pere Pasqual (9 de octubre de 1521)», fols. 327-329.

331 Así lo ha expresado el historiador Kevin Ingram, op. cit., pág. 92, n. 176. Ingram toma como ejemplo
comparable el caso de los habitantes conversos de Medina del Campo, el gran centro mercantil castellano.

332 MHSI, Scripta, II, pág. 83.

333 Los datos aparecen consignados en una escritura notarial de 1601 donde se certifica la compra de los
terrenos que había ocupado el hospital de Santa Lucía, llevada a cabo por el Concejo de la ciudad. Véase
Joaquín Sarret y Arbós, San Ignacio de Loyola y la ciudad de Manresa, Manresa, A. Montaña y Alsina,
1956, págs. 18-20.

334 MHSI, Scripta, II, pág. 84.

335 Luis González de Cámara, Autobiografía..., II:18.

336 MHSI, Scripta, II, pág. 85.

337 MHSI, Scripta, II, pág. 85.

338 J. Caro Baroja, op. cit., pág. 491.

339 Archivo Histórico de Protocolos de Barcelona (AHPB), 506/30 (notario Juan Pareja, «Procés per a la
canonització de Sant Ignasi de Loiola, 1606»), fol. 191.

340 MHSI, Epist. Mixt., II, «Carta de Maurici Vinyes a Ignacio (Gerona, 9 de octubre de 1551)», págs. 605-
606 (la información acerca de la identidad de Maurici Vinyes procede del padre Gabriel Álvarez, Historia
manuscrita de la Provincia de Aragón de la Compañía de Jesús, cuyo original se halla en Roma).

341 MHSI, Scripta, II, pág. 87.

342 Véase Manuel Serrano y Sanz, «Francisca Hernández y el bachiller Antonio de Medrano: sus procesos
por la Inquisición (1519 a 1532)», Boletín de la Real Academia de la Historia, 41 (1902), pág. 125 (hay
versión digital: http://www.cervantesvirtual.es).

343 José García Oro, «Conventualismo y observancia», en R. García-Villoslada (dir.), Historia de la Iglesia
en España, ed. cit., págs. 280-290.

344 E. García Hernán, op. cit., págs. 120-125.

345 Vicente Beltrán de Heredia, Miscelánea Beltrán de Heredia, vol. 2, Salamanca, OPE, 1972, págs. 524-
530.

346 MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Ignacio a Jaume Caçador (Venecia, 12 de febrero de 1536)», págs. 96-
97.

347 M. Bataillon, op. cit., pág. 181.

348 Véase al respecto S. Pastore, op. cit., págs. 171-181.

349 Citado por M. Bataillon, op. cit., pág. 600.


350 W. W. Meissner, Ignacio de Loyola: psicología de un santo, Madrid, Anaya & Mario Muchnik, 1997,
págs. 107-109.

351 E. García Hernán, op. cit., pág. 125.

352 Véanse al respecto S. Pastore, op. cit., págs. 300-301; y M. Bataillon, op. cit., págs. 710-711.

353 Jerónimo Nadal, «Apología de los Ejercicios del padre Ignacio contra la censura de Tomás de
Pedroche», traducción del latín, introducción y notas por Miguel Lop Sebastià, Ignaziana, 2007, pág. 7.

354 J. Sarret y Arbós, op. cit., págs. 98-99.

355 Ibíd., pág. 13.

356 Archivo Histórico de Protocolos de Barcelona (AHPB), 506/30 (notario Juan Pareja, «Procés per a la
canonització de Sant Ignasi de Loiola, 1606»), fol. 174.

357 H. Rahner, op. cit., vol. 1, pág. 281.

358 MHSI, Epist.-Intr., I, «Carta de Ignacio a Inés Pasqual (Barcelona, 6 de diciembre de 1524)», págs. 71-
72.

359 José Manuel Carrete Parrondo, Movimiento alumbrado y Renacimiento español: proceso inquisitorial
contra Luis de Beteta, Madrid, Centro de Estudios Judeo-Cristianos, 1980, pág. 89; citado por S. Pastore,
op. cit., pág. 198.

360 Véase S. Pastore, op. cit., págs. 163 y 177; esta historiadora remite a las citas originales recogidas en
Francisco Márquez Villanueva, Investigaciones sobre Juan Álvarez Gato: contribución al conocimiento de
la literatura castellana del siglo XV, Madrid, Real Academia Española, 1960.

361 Archivo Histórico de Protocolos de Barcelona (AHPB), 506/30 (notario Juan Pareja, «Procés per a la
canonització de Sant Ignasi de Loiola, 1606»), fol. 188.

362 Archivo Histórico de Protocolos de Barcelona (AHPB), 506/30 (notario Juan Pareja, «Procés per a la
canonització de Sant Ignasi de Loiola, 1606»), fols. 191 y 198.

363 MHSI, Font. narr., II, pág. 190.

364 MHSI, Font. narr., II, pág. 527.

365 Véase Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, introducción, texto, notas y vocabulario por Cándido
de Dalmases, Maliaño (Cantabria), Sal Terrae, 1985, pág. 31.

366 Véase Ignacio de Loyola, Ejercicios..., págs. 18-20.

367 M. Mir, op. cit., pág. 516.

368 Miquel Batllori, De l’Humanisme i del Renaixement, varios volúmenes, Valencia, Tres i Quatre, 1995,
vol. 5: «Cenacles lul·lians i cenacles erasmistes a la Barcelona del Renaixement», páginas 177-183. Véase
también, del mismo autor, el artículo: «Lulismo y combinatoria», en Charles E. O’Neill y Joaquín M.ª
Domínguez (dirs.), Diccionario histórico de la Compañía de Jesús, ed. cit., págs. 2241-2242.

369 Ignacio de Loyola, Ejercicios..., págs. XXXVIII-XXXIX.


370 Ignacio de Loyola, Ejercicios..., pág. 82.

371 MHSI, Scripta, II, pág. 79.

372 Ignacio de Loyola, Ejercicios..., pág. 134.

373 M. Mir, op. cit., vol. 2, pág. 517.


CAPÍTULO III

El círculo femenino barcelonés: todas con Ignacio

En 1522, Inés Puyol (apellidada Pasqual por su segundo matrimonio) seguía


viuda y residía habitualmente en su casa de Barcelona, en cuyos bajos estaba la
tienda donde ejercía el oficio de algodonera. En la época, a las mujeres viudas se
les permitía desempeñar trabajos que a las solteras y casadas les estaban vetados.
Con ello se pretendía que ocupasen el lugar dejado por el marido difunto, para
evitar que ellas y sus hijos cayeran en la miseria 374 .
La tienda de Inés la regían, en su ausencia, Pedro Pinós, sobrino suyo, y
Jaime Agramunt, quienes, al parecer, después fueron mercaderes. Pero Inés
también administraba las propiedades que su primer marido, Pedro Sagristà,
tenía en Manresa, por lo que viajaba allí a menudo.
Para que Antonio Puyol, el hermano de Inés, se desplazara hasta Manresa y
accediera a acompañar a Ignacio hasta Barcelona, debió de haber motivos de
verdadero peso.
El propio Juan Pasqual daba algunas pistas al respecto cuando afirmaba que
Ignacio iba a Barcelona «por ser ciudad más populosa y más acomodada para los
Ejercicios y para tratar con más llaneza y seguridad cosas tocantes a la salud de
las almas de los próximos, que era lo que solo él [Ignacio] deseaba». Esas
palabras podrían parecer desconcertantes si no se sitúan en el contexto
manresano en que Ignacio se desenvolvía: si necesitaba ir a una ciudad más
poblada para pasar desapercibido y hablar «con más llaneza y seguridad» con
sus «próximos», es decir, con personas de confianza, eso podría significar que en
Manresa no solo se vio en aprietos frente a quienes desaprobaban su extraña
conducta, seguramente considerada sospechosa, sino que quizá también tuvo
problemas con las jerarquías eclesiásticas manresanas. Ello explicaría, además,
que Inés, para salvar tan grave situación, acudiera a una persona influyente y
discreta, que nadie encarnaba mejor que su propio hermano, pues era confesor y
maestro de ceremonias de Pedro Folc de Cardona, en ese momento, arzobispo de
la provincia episcopal tarraconense y a punto de ser nombrado lugarteniente de
Cataluña (el 10 de abril de 1521) 375 . Por otra parte, dado que Ignacio había
estado al servicio del duque de Nájera y la esposa de este era sobrina del
arzobispo y, por tanto, pertenecía al linaje de los Cardona, era lógico que quien
acudiera en ayuda del azpeitiano fuera un estrecho colaborador de tan destacado
miembro de aquella poderosa familia 376 .
La estancia de Ignacio en Barcelona fue breve, de poco más de veinte días en
total, hasta que tomó un barco a mediados de marzo. Sabemos que en aquellos
días previos a su partida conoció a algunas de las mujeres que más le ayudarían
en años posteriores, tras su regreso de Jerusalén, aunque las circunstancias en las
que esto sucedió no las conocemos con la suficiente nitidez. Pero no hay duda de
que se instaló en casa de Inés Puyol, probablemente el 17 de febrero de 1523, un
día muy lluvioso después de una larga sequía, según aparece anotado en el
dietario del Consell de Cent (Consejo de Ciento) de la ciudad.
La Barcelona a la que llegó Ignacio poco tenía que ver con la floreciente
ciudad que había sido unas décadas atrás. A finales del siglo XV, la ciudad entró
en un período de recesión de la actividad comercial al mismo tiempo que el
tráfico marítimo catapultaba a ciudades como Sevilla, Lisboa, Amberes y
Ámsterdam. A partir de entonces y, sobre todo, en la primera mitad del siglo XVI,
esa recesión llevó a la vieja burguesía comercial barcelonesa a buscar ingresos
en las rentas inmobiliarias, mediante la compra de tierras y casas que luego
arrendarían. Los ingresos se redujeron, pero eran regulares porque quedaron
alejados de las fluctuaciones del comercio de mercancías. El historiador Pierre
Vilar vio en esta tendencia un rasgo de modernidad, dado que se inició en plena
Edad Media: la burguesía, ahora rentista, se sintió empujada hacia la nobleza o
seminobleza de los ciutadans honrats y empezó a sentirse cómoda ocupando
cargos al servicio de la Corona 377 . Fue entre los miembros de esos estratos
sociales, con un especial protagonismo de las mujeres, donde parece haber
arraigado el interés por las nuevas formas de religiosidad, como demuestra el
hecho de que Ignacio encontrara ahí a sus mayores valedoras.
La historia jesuítica oficial ha repetido hasta la saciedad la versión de
Ribadeneira, según la cual una mujer llamada Isabel Roser se fijó en un Ignacio
literalmente «iluminado» —en el rostro— y del todo desconocido para ella
cuando escuchaba un sermón en una iglesia. De ahí habría nacido el interés de
Isabel por el «peregrino», hasta el punto de que, más adelante, lo invitó a comer
a su casa, después de consultarlo con su marido, que era ciego. Luego, Isabel
incluso habría insistido en que Ignacio no tomara un bergantín que, según
pudieron saber más tarde, acabó naufragando, con lo cual logró de manera
imprevista salvarlo de una muerte segura. La propia Isabel Roser se lo habría
explicado así a Ribadeneira en Roma. Vale la pena recoger la narración que, por
otra parte, suscita múltiples preguntas:
La manera con que se estorbó la embarcación del bergantín que se perdió fue que una señora que
se llamaba Isabel Roser (a lo que ella me contó en Roma), oyendo un día un sermón, vio a nuestro
padre (que también le oía) sentado entre los niños en las gradas del altar, y mirándole de cuando en
cuando le parecía que le resplandecía el rostro, y que sentía en su corazón una voz que le decía:
«Llámale, llámale», y aunque por entonces disimuló, quedó tan movida que en llegando a su casa lo
dijo a su marido, que era ciego, y persona principal como ella. Buscaron al peregrino luego,
convidáronle a comer, comió, y después les hizo una plática espiritual, de que quedaron asombrados
y aficionados a él, y supieron que aguardaba pasaje para Italia, para donde partía también un obispo
pariente de aquel caballero, y aunque estaba ya concertado de ir en el bergantín, y tenía no sé qué
librillos en él, hicieron tanto que se lo estorbaron, y el bergantín partió, y se perdió a vista de
Barcelona.

En esta particular situación en que Isabel supuestamente habría conocido a


Ignacio, llama la atención que declarara explícitamente que lo miraba «de vez en
cuando» en medio del sermón de la misa, acción poco ortodoxa —aunque
probablemente no inusual— en la praxis católica e incluso considerada
pecaminosa tratándose de una mujer, dado que a estas les era exigido el mayor
de los recatos. Pero más llamativos aún son el resplandor del rostro de Ignacio y
la voz interior que escucha Isabel, signos, ambos, que podríamos identificar
como propios de alguien iniciado en los códigos que la Inquisición más tarde
consideró que manejaban los acusados de alumbradismo. Aun así, hay otra
versión de ese «primer descubrimiento» de la persona de Ignacio, aunque no les
resta importancia a los elementos supletorios de la versión atribuida a Isabel
Roser.
El 20 de abril de 1601, el padre Antonio Clar escribió a Ribadeneira una carta
desde Barcelona donde le decía que, según sus indagaciones, la persona que en
realidad contempló el rostro de Ignacio resplandeciente fue Ana de Rocabertí. Y
podría deducirse que esta se lo contó a otras personas, acaso entre ellas a su
amiga Isabel Roser, quien habría hecho suya la experiencia. La carta del padre
Clar a Ribadeneira decía así:
A sor Estefanía [de Rocabertí], priora del monasterio [de Santa Teresa de Barcelona] de las
monjas [carmelitas] descalzas pregunté si cuando le dijo la señora doña Ana de Rocabertí, su madre,
que el rostro de nuestro Padre fue visto así resplandeciente, que parecía representar a Jesucristo, si
fue así visto de su señora madre, Ana de Rocabertí, o solamente de Isabel Roser. Respondió que su
madre Ana de Rocabertí le solía decir que ella era la que le había visto así resplandeciente, que
parecía otro Jesucristo en la tierra, y que era tan grande el concepto que formó del padre Ignacio,
que a todos cuantos hablaba aficionaba a nuestro Padre 378 .

Ana de Rocabertí (de soltera, Ana de Gualbes) era una niña cuando Ignacio
llamó a la puerta de la casa de su abuela Eleonor Sapila —en la señorial calle
Ancha, o carrer Ample, de Barcelona— para pedir limosna, y, al abrir,
encontraron a un hombre que iba descalzo y vestido con un saco como los
penitentes. Quizá fue ese el momento que recordaba Ana de Rocabertí; sin
embargo, Eleonor Sapila quedó impresionada por signos más terrenales, pues le
pareció que el aspecto físico de Ignacio era propio de una persona «bien nacida»,
y su «buena cara y las carnes de las manos regaladas» la indignaron tanto que
reprendió al mendigo: «Vos debéis ser algún gran perdido, que vais así por el
mundo; bien, sería mejor que volvieseis a casa de vuestros padres, de la cual por
ventura habéis huido, y vais así divagando por el mundo en forma de perdido».
Ignacio reaccionó de manera sosegada y, con humildad, le agradeció los consejos
y admitió que era un gran pecador. La paciencia de Ignacio conmovió tanto a
Eleonor que esta le dio limosna y provisiones de pan, vino y otras cosas para
llevar al barco que debía tomar, y desde entonces lo tuvo por un «hombre santo».
Así fue como Estefanía de Rocabertí, que era hija de Ana y biznieta de Eleonor,
narró este episodio en el proceso de canonización de Ignacio en Barcelona 379 .
Pero quizá no sea tan importante demostrar que las versiones de aquellas
mujeres acerca de la primera impresión que les causó Ignacio eran
contradictorias, como evidenciar que sus recuerdos denotan una voluntad de
reivindicar la parte de protagonismo que les correspondía: fueron ellas las que
trataron con el futuro santo cuando apenas nadie en Barcelona lo conocía, y
también fueron ellas las que le ayudaron para que pudiera llevar a cabo su viaje a
Jerusalén. Pero, además, hay que tener en cuenta que a la presencia física de
Ignacio iba asociada una prédica —o «plática espiritual», como la llamó Isabel
Roser— cuya esencia compartían.
Por otra parte, parece incuestionable que Eleonor Sapila, Ana de Rocabertí e
Isabel Roser fueron las primeras personas con las que Ignacio contactó cuando
llegó a Barcelona, aparte de la familia Puyol-Pasqual. Y es evidente que esos
encuentros no fueron casuales, sino que existió un vínculo previo, ya que estas y
otras mujeres, entre ellas, la propia Inés Puyol, estaban unidas por estrechos
lazos de amistad, y también de parentesco, lo cual deja poco espacio para un
encuentro fortuito.
No hay que olvidar que se trata de mujeres que pertenecían a las clases
sociales privilegiadas, en las que se mezclaban ricos comerciantes, notarios,
banqueros, funcionarios reales, gestores de la administración local... en una
ciudad que rondaba los 25.000 habitantes y en la que la endogamia interclasista
servía para crear alianzas de poder, sumar privilegios, afianzar o aumentar
fortunas, y también para compartir inquietudes religiosas, como estaba
sucediendo en otros lugares peninsulares.
Por ejemplo, Eleonor Sapila e Isabel Roser pertenecían a la misma familia.
Por tanto, es muy probable que Eleonor le contara a Isabel la impresión que le
había causado Ignacio, seguramente porque, antes, alguien de su círculo de
conocidos se lo había presentado. Esa persona bien podría haber sido Antonio
Puyol o la propia Inés, con quienes los Sapila mantenían una estrecha amistad.
Sea como fuere, a partir de ese momento, todas aquellas mujeres iban a ser
determinantes para el futuro de Ignacio, porque sin ellas, sin sus influencias, sin
su apoyo y sin su dinero, acaso la vida del «peregrino» hubiera tomado otro
rumbo. Es probable que a todas les empujara a prestar esa ayuda la necesidad de
compartir inquietudes espirituales y de sentirse seguras en una búsqueda que no
siempre hallaba comprensión entre los ministros de la Iglesia.
Especialmente en lo que respecta a Eleonor Sapila y su nieta Ana de
Rocabertí, esa inclinación puede deducirse de lo que sabemos acerca de su
interés por el lulismo, o sus conexiones familiares con el gran erasmista
barcelonés Miguel Mai. También Isabel Roser desempeñó un papel decisivo,
porque fue una de las personas que más animó a Ignacio a iniciar sus estudios en
Barcelona y a continuarlos luego en París y quien, más adelante, lo seguiría
hasta Roma con el propósito de crear una rama femenina dentro de la Compañía
de Jesús. Pero la persona más próxima y que más ayudó a Ignacio en todos los
sentidos en Barcelona, como lo había hecho anteriormente en Manresa y aun
posteriormente dejaría en él la huella más intensa, no fue Isabel Roser, sino Inés
Puyol, contrariamente a lo que la historiografía jesuítica ha sugerido.

LA CASA DE LOS PASQUAL: IGNACIO COMO «ESPOSO Y PADRE»

Mientras Ignacio se dirigía a Barcelona en febrero de 1523 acompañado por


Antonio Puyol, la hermana de este, Inés Pasqual, permaneció en Manresa con su
hijo porque debía hacer frente a unos pleitos que tenía con los familiares de su
difunto segundo esposo. Pero la separación de Ignacio e Inés duró muy poco
tiempo, según explica Juan, pues pasadas tres semanas desde que el «peregrino»
tomara rumbo a Barcelona, «sintió de tal manera ella su ausencia, y tuvo tan
gran deseo de comunicar con tan santa alma, que dejando todos sus negocios por
este, se vino aquí mismo [a Barcelona] de Manresa con no poca incomodidad de
sus pleitos, y pérdida de sus intereses y bienes, que fue tal que hasta ahora
[marzo de 1582] no se ha cobrado parte de ellos, que por aquella arrebatada
venida dejó entonces ella sin esclarecer» 380 . Quizá supo Inés de la partida
inminente de Ignacio hacia Tierra Santa y quiso despedirse de él, pero, en
cualquier caso, esa premura es una muestra más de la estrecha relación que se
había establecido entre ambos.
Es muy probable que Ignacio durante su estancia en Barcelona, antes de partir
hacia Jerusalén, se mostrase más cauto de lo que se mostró en Manresa a la hora
de manifestar sus ideas acerca de la orientación de su religiosidad. Su círculo de
amistades debió de ser, al menos en un principio, bastante reducido. Aun así, en
ese tiempo buscó en las ermitas que había esparcidas por la montaña de San
Genís dels Agudells en Horta —a las afueras de Barcelona 381 —, en el entorno
del monasterio de los jerónimos del Valle de Hebrón, a personas que le
orientaran en su camino espiritual, como la mujer que tanto le había
impresionado en Manresa, pero no halló a nadie digno de ese cometido. En ese
municipio, precisamente, tenía una casa y tierras el marido de Isabel Roser 382 , y
fue allí donde ella pasó algunas temporadas, con la voluntad de alejarse de todo
lo que la rodeaba en Barcelona, antes de partir hacia Roma, según expresó en
una de sus cartas a Ignacio. Esta coincidencia no puede ser casual, e indica que
quizá Isabel Roser y su marido pusieron en conocimiento de Ignacio la
existencia de aquellos eremitorios.
Por otra parte, es también muy significativo que Ignacio indagase
precisamente entre los monjes jerónimos. Desde el nacimiento oficial de la
Orden en 1373, las experiencias de sus miembros, muchos de los cuales eran
laicos, habían pasado por la práctica del retiro eremítico combinada con el
estudio de la Biblia y el trabajo manual, siempre con la idea de que podía
buscarse a Dios y rogar ante Él en cualquier lugar. En su vertiente
contemplativa, la Orden jerónima había conocido un éxito fulgurante en Castilla
en el siglo XV. Pero el modelo que adoptó tras la reforma de su regla, haciéndola
más rígida, fue el de san Jerónimo peregrino, penitente y estudioso de las
Sagradas Escrituras, por lo que posteriormente los polemistas protestantes
elogiaron a estos monjes —concretamente, a los del monasterio jerónimo
reformado de San Isidoro, en Sevilla— por su espíritu evangélico e inspirador de
su devoción cotidiana. Ignacio ya debía de conocer bien la particular
idiosincrasia de la Orden de San Jerónimo, puesto que algunos miembros de su
familia colaboraban anualmente —entregando ciertas cantidades de dinero— en
el mantenimiento del monasterio jerónimo de Guadalupe, muchos de cuyos
integrantes eran legos. Y, probablemente, tampoco escapó a su observación la
peculiaridad de que fuera la Orden por excelencia de los conversos, a quienes se
les abrió la puerta explícitamente en el Capítulo celebrado en 1437 383 . Más
adelante se interesó también por las religiosas jerónimas.

El viaje de Ignacio a Jerusalén

Ignacio descuidó los preparativos del viaje a Jerusalén hasta el último


momento, por lo que cabría pensar que esa decisión no la habría tomado de
modo tan prematuro como indican la mayoría de sus biógrafos 384 . Para ir a los
Santos Lugares necesitaba el permiso del obispo de su diócesis y no lo tenía;
además, primero peregrinó a Roma, aunque no era preciso que pasara por allí
para viajar a Jerusalén, pues podría haberse dirigido directamente a Venecia.
¿Era Roma el destino final que Ignacio había pensado en un principio? Esto
explicaría que cuando una señora a la que Ignacio había pedido un «bizcocho
para mantenerse» 385 insistió en saber adónde se dirigía, él le respondiera que iba
a Roma. Esta contestación, al parecer, generó una sorprendente reacción: «¿A
Roma queréis ir? Pues los que van allá, no sé cómo vienen». Aquella mujer no
dudó en reprender al peregrino por la opción que había escogido, al considerar
que —según se recoge en la Autobiografía de González de Cámara— «se
aprovechaban en Roma poco de cosas de espíritu» 386 .
Pero otro dato que justificaría el viaje de Ignacio a Roma es el de la obtención
de una dispensa papal para visitar el Santo Sepulcro en Jerusalén, una especie de
blindaje para su futuro, ya que en dicho documento, además de especificarse que
era «clérigo de la diócesis de Pamplona», se certificaba «la absolución de
cualquier pena o censura eclesiástica en la que el peticionario hubiera podido
incurrir» 387 .
Por su parte, el jesuita Pedro de Ribadeneira intentó justificar la
clandestinidad de Ignacio en esa época, antes de embarcarse, lo cual podría
considerarse un indicio de que algo sabía que no quiso explicitar: «En este
tiempo [Ignacio] era muy atormentado de la tentación de la vanagloria, de suerte
que ni osaba decir quién era, ni de dónde era, ni descubrir adónde iba, ni cómo
vivía, ni qué pretendía, por no desvanecerse y ser llevado del aire popular y
buena reputación en que por ventura otros le tendrían» 388 .
Pero si nos centramos en la cronología y en los hechos narrados por esos
primeros biógrafos, nada justificaría dicha actitud, ya que entre la herida de
Pamplona, en mayo de 1521 —cuando Ignacio todavía actúa como mercenario
del duque—, y su llegada a Montserrat, en marzo de 1522, apenas habían pasado
diez meses, y en ese período nadie da cuenta de su supuesta fama. ¿Es posible
que Ignacio huyera de la justicia o intentara por algún motivo que desconocemos
evitar ser reconocido? No disponemos de ningún dato que explique ese
comportamiento.
El periplo naval de Ignacio por diferentes puertos mediterráneos —Gaeta,
Venecia (previo paso por Roma) y Chipre— para, finalmente, llegar a Jerusalén
no estuvo exento de contratiempos y anécdotas, si es que así pueden llamárselos,
y tampoco faltan las zonas oscuras para los historiadores. Sus explicaciones al
respecto fueron escasas, sobre todo en lo referente a los viajes que tuvo que
realizar en barco.
Se embarcó en Barcelona el 20 de marzo de 1523 después de que «a unos que
le mucho instaban» que fuese acompañado, él respondió que «aunque fuese hijo
o hermano del duque de Cardona, no iría en su compañía». Quizá Ignacio se
estaba refiriendo al propio Antonio Puyol, tan cercano a los Cardona, porque se
ofreció, a petición de su hermana, a acompañarlo en el viaje. Sea como fuere
viajó solo, atracó en el puerto de Gaeta cinco días más tarde y tomó el camino
hacia Roma. En Italia había en aquel tiempo una epidemia de peste.
Acaso para evitar toda referencia al contacto de Ignacio con mujeres en su
viaje, Ribadeneira obvió el encuentro del peregrino —que sí explicó Cámara—
con una mujer y su hija que viajaba disfrazada de muchacho, y otro mozo,
cuando caminaba desde Gaeta hacia Roma. Como este grupo también
mendigaba, se unieron a Ignacio. Al llegar a un caserío, donde había muchos
soldados en torno a una gran fogata, estos les invitaron a comer y a beber vino,
pero en un momento dado los separaron, y llevaron a la madre y a su hija a una
habitación de la casa, y al peregrino y al mozo los acomodaron en el establo. A
media noche, Ignacio se despertó al oír unos gritos y salió al patio, donde la
madre y la hija lloraban y se lamentaban de que las habían querido violar.
Ignacio empezó a gritar: «¿Esto se ha de sufrir...?», y nadie osó enfrentarse a él,
así que los tres empezaron a caminar de nuevo, dado que el mozo había huido.
Como no les dejaron entrar en una ciudad, durmieron en una iglesia extramuros.
Al día siguiente, la madre y la hija siguieron su camino, pero él se quedó en la
ciudad porque estaba enfermo, y llegó a Roma dos días más tarde. Allí visitó los
lugares preceptivos y obtuvo del papa la dispensa para viajar a Tierra Santa.
Luego, cuando la epidemia de peste aún no había cesado, se dirigió por Padua
hacia Venecia.
Del siguiente periplo marítimo dice Ribadeneira: «Hallé en un papel escrito
de mano de nuestro padre Ignacio que a los 14 del mes de julio, del año de 1523,
se hizo a la vela, y salió de Venecia, y el resto del mes de julio, y todo el mes de
agosto gastó en su navegación. De manera que el postrer día del mes de agosto
llegó a Jaffa, y a los cuatro de septiembre, antes de mediodía, le cumplió nuestro
Señor su deseo y llegó a Jerusalén» 389 . Según sus biógrafos, visitó los Santos
Lugares y expresó el deseo de permanecer para siempre en Tierra Santa, pero
esto no le fue permitido y hubo de regresar.
El viaje de vuelta estuvo lleno de dificultades. Hizo primero escala en Chipre,
luego tocó puerto en la provincia de la Pulla en el reino de Nápoles y llegó a
Venecia, de modo que estuvo en el mar los meses de noviembre y diciembre de
1523, y parte de enero de 1524. Después, Ignacio continuó hasta Génova, donde
se encontró con el vizcaíno Rodrigo Portuondo, «que era entonces general de las
galeras de España, y había sido su conocido en la Corte de los Reyes Católicos.
Este le amparó y le dio orden para que se embarcase en una nave que pasaba a
España: adonde aportó llegando a Barcelona, con grandes peligros de corsarios y
enemigos, viniendo a acabar su navegación en el mismo lugar donde la había
comenzado» 390 .

Ignacio regresa a Barcelona

Después de su viaje a Jerusalén, Ignacio podría no haber regresado nunca a


Barcelona, ya que aparentemente nada ni nadie lo ataban a aquel lugar, y, sin
embargo, encontró una razón lo suficientemente poderosa para volver. Y esa
razón tuvo que ser la familia Puyol-Pasqual. En su casa halló el afecto, la
comprensión y la intimidad que hasta entonces probablemente no había
experimentado con nadie. Inés se convirtió en un referente en la vida de Ignacio.
González de Cámara dice que este, desde Jerusalén, «empezó a escribir cartas
para Barcelona para personas espirituales» 391 , por lo que debía referirse a Inés y
a su hijo, porque lo único que se sabe con certeza es que, durante su
peregrinación a Tierra Santa, Ignacio solo les escribió a ellos. Y que fueron
largas cartas en las que explicaba todas las vicisitudes del viaje, haciendo gala de
una elocuencia y una sinceridad que en el futuro sería inusual en él. Así lo
recordaba Juan Pasqual: «Acabó su peregrinación, y de regreso en Roma me
escribió todo el camino y suceso de ella y de la alegría que tenía de encontrarnos
vivos a mí y a mi madre» 392 . También Oriente e Inés, las hijas de Juan Pasqual,
transmitieron con profunda emoción la impronta que aquellas cartas habían
dejado en la familia, cuando declararon en el proceso de canonización de
Ignacio, en 1606. Recordaban que su abuela Inés y su padre leían a menudo en
presencia de otras personas la «carta de tres hojas» que Ignacio les envió y otras
muchas, y que «cuando las oían los movían a grandes lágrimas» 393 .
Desafortunadamente, se desconoce el paradero de aquellas cartas dirigidas a
Inés y a su hijo —si es que aún existen—, que habían sido guardadas
celosamente durante décadas por este último y luego entregadas a los jesuitas de
Barcelona por ser consideradas «reliquias», a pesar de que Ignacio aún no había
sido canonizado. Su contenido arrojaría, sin duda, más detalles tanto del viaje de
Ignacio a Jerusalén como de la relación que este mantuvo con Inés 394 .

La relación con Juan Pasqual

Inés Puyol, Juan e Ignacio convivieron en la misma casa durante los más de
dos años que este permaneció en Barcelona. Ignacio ocupaba una habitación
muy pequeña 395 que se encontraba en la parte más alta de la casa, y se sentaba a
la mesa con la familia Puyol-Pasqual. Juan, movido por el cariño que Ignacio le
profesaba, acudía a su habitación en muchas ocasiones a hablar con él, dormía a
su lado, recibió los Ejercicios espirituales y continuas enseñanzas sobre la
religión y de cómo debía respetar a su madre: «[...] me aconsejaba —contó Juan
Pasqual— la frecuencia de los Sacramentos, el amor y temor a la ley de Dios y a
la voluntad de mi madre» 396 . En este sentido, Juan no hizo otra cosa que
obedecer los deseos que su madre le había expresado en Manresa, cuando le dijo
«que quería que lo tomase [a Ignacio] como padre y lo respetase como tal» 397 .
En 1578, cuando Juan contó a los jesuitas Maffei y Gil lo cercana que había
sido su relación con Ignacio, estos le preguntaron «cómo él solo no se había
aprovechado de su conversación, habiéndose otros hecho mónacos» 398 . Juan
contestó que se había limitado a seguir los designios de Dios, que Ignacio le
había comunicado a través de una profecía:
A mí me profetizó toda mi vida y todo lo que en ella había de pasar; profetizó que era la voluntad
de nuestro Señor fuese casado, y así lo había de ser; y que había de tener una mujer muy cristiana y
gran cantidad de hijos e hijas y con ellos infinitos trabajos y pérdidas de bienes, los cuales me había
de dar nuestro Señor por quererme mucho, y para remisión y purgatorio de mis culpas, pues me
había de ver pobre, pero que no sería sino para gloria de Dios y provecho espiritual del alma, cosas
que han sido todas verdades al pie de la letra 399 .

Según confirmó el propio Juan Pasqual, la profecía se cumplió, pues siendo


un rico menestral, perdió en un año más de 900 ducados, y pasó por otras
penalidades, y ya nunca se recuperó. Pero, al margen de la valoración que
podamos hacer de ese testimonio, el relato nos remite al mensaje profético que
aquella mujer de Manresa —acaso la beata sor María de Santo Domingo—
reveló acerca del propio futuro de Ignacio, y nos pone sobre la pista de las
prácticas espirituales de este durante su estancia en Barcelona, las mismas que
iban a convertirse en un signo inequívoco de alumbradismo a juicio de los
inquisidores.

Inés e Ignacio

Inés Pasqual mantuvo con Ignacio un grado de intimismo que iba más allá de
la relación que podría suponerse entre un inquilino y su patrona. Por ejemplo,
cuando la enfermedad mermó la salud de Ignacio —como tantas y tantas veces
le sucedió a lo largo de su vida adulta—, durante la convalecencia, en el
recogimiento de la casa, fue Inés quien estuvo a su lado, quien le hacía «buenos
caldos» y tenía «un gran trabajo para hacérselos tomar». Y fue también Inés,
según el relato de su nieta Inés, quien le oía decir: «Déjame sufrir este cuerpo
seco para salvar las almas»; quien «le llevaba ropa y almohada a la cama, y él
decía que no quería nada, y aunque se lo pusiese no lo utilizaba»; quien sufría
porque «el Padre Ignacio era de carne muy delicada y regalada, y quería usar de
tanta penitencia y abstinencia que ella siempre tenía miedo no se le muriese
entre las manos» 400 .
Juan Pasqual explicó el lamentable estado en que quedó Ignacio cuando
recibió una paliza a las afueras de Barcelona, y cómo lo cuidó Inés, asumiendo el
papel que cualquier esposa se hubiera sentido obligada a desempeñar:
[Ignacio] vino tal, que ya lo lloraba mi madre como a muerto, estuvo en una cama cincuenta y
tres días sin poderse mover; y con unas toallas lo alzaban y giraban para hacerle la cama. Lo
pusieron para que volviera en sí, en unas sábanas todas rociadas con vino dos o tres veces. Sufrió
mucho de esta enfermedad y grandes dolores en todo el cuerpo, y particularmente de su pierna
derecha mala [...]. En esta enfermedad lo cuidó mi madre y sirvió con la caridad que si hubiera sido
su hijo o un ángel visible, muchas noches quedando sin ponerse en la cama, contra la voluntad de él,
pero muy conforme a la del amor y respeto con que lo amaba [...]. Por esta enfermedad, el padre
Diego de Alcántara su confesor y mi madre lograron que [Ignacio], contra su voluntad, se quitara un
saco grande y muy áspero que llevaba de cáñamo en todo momento, el cual tomé yo y guardé como
reliquia, y como tal la guardo hasta hoy 401 ...

No es extraño que todo el relato de Juan Pasqual acerca de lo que recordaba


sobre Ignacio fuera rechazado por los jesuitas para que sirviera de prueba en su
proceso de canonización. Su contenido, muy comprometedor, ha llegado hasta
nosotros debido a que se hicieron varias copias, y algunas acabaron depositadas,
por azar, en archivos que estaban fuera de la jurisdicción no solo jesuítica, sino
eclesiástica. Aun así, para evitar todo género de dudas acerca de la «nulidad» del
relato, una de esas copias aparece censurada por alguien que escribió en los
márgenes repetidamente la palabra «falso» 402 . Sin embargo, el relato de Juan,
aunque pueda tener imprecisiones —por ejemplo, dice erróneamente que Ignacio
vivió seis años en Barcelona—, posee una fuerza realista innegable. Los
indisimulados detalles que aporta a la hora de narrar la estrecha relación que
hubo entre su madre e Ignacio nos devuelven una imagen de este más humana y
más creíble y acorde con una época en la que los comportamientos morales eran
muy difusos y más bien laxos a la hora de amoldarlos a la ortodoxia católica.
Es probable que Inés también colaborase con Ignacio en su labor apostólica,
pues —según explicaba su nieta Oriente que le había contado su padre— lo
acompañaba «por las calles y por las casas donde había vicios y mujeres que no
viviesen bien, exhortándolos a que amasen la piedad y frecuentasen los
sacramentos y dejasen aquellos pecados, componiendo diferencias entre maridos
y mujeres y otras personas, tomando con estos los Ejercicios» 403 . Quizá esas
experiencias junto a Inés sirvieron de base a Ignacio para idear su proyecto de
fundación, en Roma, de la Casa de Santa Marta, una institución para redimir a
«mujeres pecadoras», cuya gestión encomendaría a Isabel Roser y sus
compañeras aspirantes a jesuitas.
De la confidencialidad que hubo entre Inés e Ignacio da cuenta la breve carta
que este envió el 3 de marzo de 1528, al poco tiempo de llegar a París. En ella —
la primera que envió a Barcelona desde su partida—, Ignacio despliega todo el
afecto que una persona sería capaz de demostrar por escrito y que raramente se
observa en su correspondencia:
Considerando la mucha voluntad y amor, que en Dios Nuestro Señor siempre me habéis tenido, y
en obras me lo habéis mostrado, he pensado escribiros esta, y por ella haceros saber de mi camino
después que de vos me partí. Con próspero tiempo y con entera salud de mi persona, por gracia y
bondad de Dios N. S., llegué a esta ciudad de París a dos días de Hebrero, donde estoy estudiando
hasta que el Señor otra cosa de mí ordene 404 .

Las palabras de Ignacio expresan un profundo agradecimiento hacia Inés,


sumado a ese ambiguo «haceros saber de mi camino después que de vos me
partí», que es susceptible de ser interpretado en clave de separación entre dos
personas que han estado excepcionalmente unidas.
Pero, además de esa demostración de afecto, esta carta aporta un dato
singular. Se trata de la única mención que en ella hace Ignacio a un asunto que
va más allá de lo personal: «Mucho querría me escribiésedes si respondió
Fonseca a la carta que escribistes y qué, o si le hablastes» 405 .
El hecho de que Ignacio nombre a Alonso (o Alfonso) de Fonseca y Ulloa
(1476-1534) es verdaderamente significativo porque permite deducir hasta qué
punto Inés estuvo al corriente de todo lo que Ignacio había hecho en los meses
previos a su partida de España, cuando anduvo por Alcalá, Valladolid y
Salamanca, incluidos los problemas que había tenido con la Inquisición.
Alonso de Fonseca y Ulloa era hijo natural de Antonio de Fonseca, arzobispo
de Santiago, y de María de Ulloa, y su padre lo había impulsado en una carrera
vertiginosa hasta lograr que fuese nombrado arzobispo de Toledo —
anteriormente lo había sido de Compostela— el 31 de diciembre de 1523. Este
nombramiento convirtió a Alonso de Fonseca en Primado de las Españas y, por
tanto, en el representante de la jerarquía eclesiástica que más poder tenía después
del papa y en alguien muy cercano al emperador. Desde su privilegiada
situación, Alonso de Fonseca se convirtió en un firme defensor de Erasmo, y se
rodeó de figuras relevantes del erasmismo español, como Juan de Vergara, a
quien nombró su secretario personal, y Miguel de Eguía, el navarro que sucedió
a Arnao Guillén de Brocar como impresor de la Universidad de Alcalá y que se
sintió arropado por el arzobispo en su labor difusora de los libros de Erasmo,
aunque luego sería investigado por la Inquisición 406 .
Después de que Ignacio fuera interrogado en Alcalá por el vicario diocesano
y los inquisidores, en 1526 y 1527, debido a las sospechas de alumbradismo que
recayeron sobre él y su reducido grupo de seguidores y seguidoras, decidió
viajar a Valladolid, quizá para solicitar su protección a Alonso de Fonseca y
Ulloa. Según González de Cámara, «el arzobispo le recibió muy bien, y [dijo]
que también en Salamanca tenía amigos y un colegio, todo le ofreciendo; y le
mandó luego, en se saliendo, cuatro escudos» 407 .
Hubiera sido imposible para Ignacio aproximarse al arzobispo de no haber
tenido ambos algún amigo en común o no haber mantenido previamente una
amistad. Es posible que Ignacio lo hubiera conocido en la corte —según sugiere
el historiador Enrique García Hernán—, porque, cuando estaba al servicio del
contador Juan Velázquez, este compartió la Contaduría Mayor con uno de los
miembros de aquella poderosa familia: Antonio de Fonseca 408 .
Por la carta que Ignacio envió a Inés desde París podría deducirse que,
después de aquel encuentro, algún asunto quedó pendiente con Alonso de
Fonseca, pero solo le fue confiado a su más íntima amiga. Esta quizá conocía al
arzobispo, pues Ignacio presupone que, si no le ha escrito, podría haberle
hablado personalmente. Pero, en cualquier caso, que Ignacio demostrara tanto
interés en saber «qué [había respondido]» quizá signifique que se trataba de un
asunto que le concernía directamente.
Lamentablemente, nada se sabe de la respuesta de Inés a esta carta de
Ignacio. En realidad, hay que decir que no tenemos ni una sola carta de Inés
dirigida a Ignacio, de las muchas que debió de escribirle. Ni una. Lo cual obliga
a preguntarse cómo es posible que hayan podido perderse.
En 1534, en otra carta, la segunda y última que ha llegado hasta nosotros de
las que Inés recibió de Ignacio desde París, este alude precisamente a esa
constante e incansable ayuda que ella le prestó en los años precedentes, una
ayuda que no fue solo económica. Ignacio le decía a Inés:
Agora hace un año que recibí una carta vuestra, con el doctor Benet, que en gloria sea, cuando
me trujo limosna y provisión de allá. Por vuestra carta conocí, y por la información que acá me
hicieron, la mucha diligencia, que en mis cosas pusisteis, con voluntad muy entera, como siempre en
mí mostraste; asimismo para adelante os ofrecíades mucho para poner diligencia y solicitud en ello:
parece me tenéis no solo echado en cargo por lo pasado, mas aun por todo lo porvenir queréis que
yo sea ligado. Plegue a Dios nuestro Señor, que aquel Señor verdadero, por cuyo amor y reverencia
lo hacéis, os lo pague 409 .

El tiempo transcurrido no logró apagar la llama del afecto que les había unido
ni diluir la entrega con la que Inés se prestaba a seguir ayudando en el futuro a
Ignacio. Este no deja indiferente al lector cuando escribe: «[...] mas aun por todo
lo porvenir queréis que yo sea ligado», porque atribuye a Inés el deseo de seguir
manteniendo un vínculo afectivo que, sin duda, él compartía.
Eso mismo es lo que se deduce de lo que explicó Juan Pasqual acerca de otras
cartas de Ignacio que no conocemos. Juan dijo que cuando Ignacio partió hacia
París «escribía a mi madre y a mí a menudo con gran devoción y
agradecimiento, diciendo que Dios se la había dado a él [refiriéndose a Inés],
como la otra viuda que sustentaba al santo Elías, para que sin ayuda de su sangre
ni de [ninguna otra] cosa pudiera pasar esta miserable vida en servicio suyo,
desierto y desterrado por su amor de su casa y tierra». Asimismo, Juan hablaba
de las importantes sumas de dinero que Inés envió a Ignacio durante los años que
estuvo en París—«cien ducados cada año para libros, para su gasto y para su
gusto»—, y que lograba reunir gracias a la colaboración de otras mujeres
barcelonesas 410 .
También en las cartas que recibió Inés desde París, Ignacio dio muestras del
cariñoso recuerdo que guardaba de Juan Pasqual. En la carta de 1528 anotaba:
«A Juan me encomendad mucho, y decidle que a sus padres [sic] siempre sea
obediente, guardando las fiestas; que, así haciendo, vivirá mucho sobre la tierra,
y también sobre el cielo» 411 . Seis años después, esa intensidad no había
disminuido lo más mínimo:
De Juan, vuestro hijo, mi antiguo amigo y en amor verdadero hermano en el Señor, que para
siempre nos ha de juzgar, deseo mucho que me escribiésedes cómo le va, pues sabéis que de su bien
no puedo sino alegrarme, y de lo contrario dolerme. Plegue a Dios nuestro Señor que le dé gracia,
para que a sí mismo enteramente conozca y a su divina majestad dentro en su ánima sienta, porque,
preso de su amor y gracia, sea suelto de todas las criaturas del mundo. Ceso rogando a Dios nuestro
Señor por la su bondad infinita, tales en esta vida os hagan cuales hizo a aquella bienaventurada
madre y a su hijo Agustín 412 .

Cuando, en 1543, Isabel Roser, Francisca de Cruylles e Isabel de Josa fueron


a Roma con el convencimiento de que Ignacio aceptaría crear una rama
femenina de la Compañía de Jesús, al parecer le propusieron a Inés Pasqual que
las acompañara, pero esta no aceptó. La cerrazón y el enfado de Ignacio con que
toparon estas mujeres en sus aspiraciones de convertirse en jesuitas, después de
haber recibido de ellas una imprescindible ayuda anímica y económica durante
años, contrasta con el recuerdo que el fundador de la Compañía de Jesús seguía
teniendo de Inés. Juan Pasqual lo expresó muy bien cuando explicó que en esa
ocasión «dijo nuestro padre [Ignacio] que más se holgara de ver a la Pasquala [es
decir, a Inés Pasqual] que a las [otras] dos» 413 , refiriéndose a Isabel Roser e
Isabel de Josa, aunque Juan contó mal, pues habían ido tres.
Después de la partida de Ignacio de Barcelona, al cabo de un tiempo Inés y
Juan Pasqual estuvieron residiendo en la corte, en Valladolid, por deseo de
Beatriz de Melo, camarera real de la emperatriz Isabel de Portugal, esposa de
Carlos V y madre de Felipe II. La amistad entre ambas mujeres se debió, al
parecer, a que Ignacio le habló de Inés a doña Beatriz, con tanto afecto que esta
quiso conocerla cuando se encontraba acompañando a la emperatriz en
Barcelona. Esta había llegado el 28 de marzo de 1533, junto con el príncipe
Felipe —de 5 años—, para esperar a su esposo que venía de Italia, y
permanecería en la ciudad más de tres meses. Pero Juan y su madre tuvieron que
regresar de Valladolid a Barcelona al cabo de diez meses debido a que Inés
enfermó 414 .
Las últimas noticias acerca del estrecho vínculo que Ignacio e Inés
mantuvieron están relacionadas con el fallecimiento de esta. Ignacio no se
hallaba presente a la hora de su muerte, pero tan pronto supo de la gravedad de
su enfermedad, envió al padre Araoz, su más estrecho confidente para los
asuntos hispanos, a visitarla. Y fue este quien la asistió hasta el final y en cuyos
brazos murió, el 9 de abril de 1548, significativamente en la misma habitación y
en la misma cama que Ignacio había ocupado durante su estancia en la casa 415 .
Antes de que eso sucediera, Araoz celebró allí una misa con el permiso explícito
de Jaime Caçador, obispo de Barcelona y amigo y protector de Ignacio. Después,
Inés tomó un crucifijo entre sus manos y, según cuenta Juan Pasqual, el padre
Araoz, al tiempo que le daba la bendición, le preguntó: «Madre, ¿cómo se
llama?»; a lo que ella contestó: «Inés Pasquala», y acto seguido expiró. Al
amortajarla le hallaron tres cilicios que mortificaban su cuerpo. Araoz informó
de la muerte de Inés a Ignacio, y este le contestó que, antes de que tomase la
pluma, él ya sabía que «la madre Pasqual estaba en el cielo» 416 . Este último
testimonio acerca de las prácticas proféticas del futuro santo lo certificaron tanto
Juan Pasqual en 1578 como su esposa Ángela, ya viuda, en el proceso de
beatificación ignaciano de 1595, al hablar de las circunstancias que rodearon la
muerte de Inés. La narración de esos hechos denota una gran emotividad,
probablemente parecida a la que debió provocar en Ignacio el intenso recuerdo
de los años que pasó al lado de Inés.

ISABEL ROSER: ERASMISMO Y PASIÓN IGNACIANA

Isabel Ferrer —que adoptó el apellido Roser al casarse— fue, junto con Inés
Puyol, la mujer que más fielmente siguió a Ignacio desde la llegada de este a
Barcelona hasta el rechazo papal definitivo de las mujeres jesuitas, ya en Roma,
en 1547.
Isabel Ferrer pertenecía a una familia de comerciantes barceloneses de larga
tradición que también participó en el gobierno de la ciudad y algunos de cuyos
miembros estuvieron relacionados, en el siglo XV, con el humanismo luliano.
La madre de Isabel se llamaba Catalina, y el padre, Francisco. Este tenía la
categoría de ciutadà honrat (o ciudadano honrado), dado que, probablemente su
dedicación al comercio a gran escala le permitió acceder a ese estamento
privilegiado por nombramiento de los consellers (consejeros) de la ciudad. Los
Ferrer tenían, que sepamos, otro hijo, también llamado Francisco, que era vecino
de Mallorca y fraile de la Orden de San Juan de Jerusalén. Aunque Inés no había
tenido descendencia, sí la tuvo su hermano clérigo por partida doble. Francisco
procreó, con una mujer cuyo nombre desconocemos, una hija llamada Isabel,
que en 1559 ingresó en el convento de Santa María de los Ángeles de Barcelona,
y un hijo al que llamó Francisco, que fue doctor en ambos derechos 417 y se
convirtió en el defensor de los intereses de su tía Isabel Roser en Roma, cuando
ya era irreversible la ruptura de esta con Ignacio y los jesuitas.
El hecho de que Araoz, en 1546, comunicara por carta a Ignacio la muerte de
Miguel Mai, jurista, vicecanciller del Consejo Supremo de Aragón desde 1533
—un puesto de máximo poder que únicamente tenía por encima al emperador
Carlos V— y eminente erasmista barcelonés, y que aclarara que este era
«pariente de Isabel Roser», nos pone sobre la pista de la relación genealógica de
los Ferrer con las poderosas familias de los Mai, los Setantí y los Sapila (o
Çapila) 418 .
Los vínculos familiares de Isabel Ferrer con Miguel Mai provenían del
matrimonio de este, en 1511, con Eleonor Setantí Sapila, en cuya línea paterna
aparecía el linaje de los Ferrer. El padre de Eleonor fue Franci Setantí, el
heredero universal de Guillermo Setantí Ferrer: ciudadano honrado en el
Consejo de Ciento (1444), cónsul y administrador en la Taula de Canvi (1445) y
tesorero del duque Juan de Lorena. Por otro lado, si retrocedemos un peldaño
más en la genealogía paterna de Eleonor, encontramos a su bisabuelo, Jaime
Setantí, que había contraído matrimonio con Juana Ferrer y había sido uno de los
más ricos comerciantes de Barcelona (dictó testamento en 1439).
La madre de Eleonor se llamaba Ángela Benet Sapila, y un hermano de esta,
Bernat Sever Sapila —personaje influyente en la corte, dado que fue conseller
en cap del Consejo de Ciento, síndico de Barcelona y mensajero de la reina
María—, estaba casado con Eleonor Ferrer, mientras que otra hermana, cuyo
nombre desconocemos, había contraído matrimonio con el doncel Ramón Ferrer
(m. 1423). Es probable que estos Ferrer —Eleonor y Ramón— fueran parientes,
acaso hermanos, pero no tenemos prueba documental de ello.
Siguiendo el linaje del doncel Ramón Ferrer, encontramos a su hijo Juan
Ramón Ferrer, el gran jurista y humanista, cuya inclinación hacia los estudios de
Derecho le fue estimulada por sus tíos Pedro Ferrer (que era su tutor) y Bernat
Sever Sapila, junto con el arzobispo de Zaragoza, Pedro de Urrea, personaje
polémico que presidió la archidiócesis de Tarragona entre 1445 y 1489 y que se
posicionó a favor de Juan II durante la guerra civil, hasta el punto de que
presidió el Consejo de Ciento con sede en Tarragona durante la capitalidad
accidental de esta ciudad. Se da la circunstancia de que Juan Ramón Ferrer fue
muy amigo del humanista mallorquín Fernando Valentí, defensor de Ramón
Llull en una época en que este no era bien visto tras haber sido censurado por la
Inquisición 419 .
Si tenemos en cuenta esas vinculaciones familiares de Isabel Ferrer (futura
Isabel Roser) podemos deducir que, como mínimo, no debió de ser ajena, antes
de conocer a Ignacio, a las inquietudes religiosas e intelectuales de las que
participaban algunos miembros de su linaje.
En el momento en que Ignacio llegó a Barcelona, Isabel Ferrer era la esposa
del comerciante Pedro Juan Roser. Sin embargo, este ya había estado casado en
primeras nupcias con Jerónima Benet Dams, hija también de un mercader (Jaime
Benet Dams) y que cuando contrajo matrimonio en 1500 aportó la generosa
cantidad de 12.000 sueldos barceloneses (es decir, 600 libras) en concepto de
dote. Pero en los capítulos matrimoniales de ese primer casamiento, Pedro Juan
Roser hubo de comprometerse a que su madre, por entonces ya viuda, pudiera
ocupar una de las habitaciones de la casa familiar —la misma en la que luego
viviría Isabel Ferrer y que se hallaba frente a la iglesia de los Santos Justo y
Pastor, en Barcelona—, así como a entregar 400 libras a su hermana Isabel
(«mayor de veinte años y menor de veinticinco») de acuerdo con las condiciones
de la herencia paterna. Curiosamente, Isabel Ferrer, la segunda esposa de Pedro
Juan Roser, al adoptar por matrimonio el apellido de este, acabó «llamándose»
igual que su cuñada: Isabel Roser.
Las cantidades que se manejaron en aquellos primeros capítulos
matrimoniales eran muy elevadas y denotan la solvencia económica de los Roser
en el recién estrenado siglo XVI. No en vano, Bartolomé Roser, el padre de Pedro
Juan, había sido también mercader de Barcelona, mientras que otro hijo de aquel
—llamado asimismo Bartolomé— era presbítero beneficiado de la catedral,
destino que solo estaba al alcance de las familias más influyentes de la
ciudad 420 .
Desconocemos las actividades comerciales de Pedro Juan Roser, aunque es
muy probable que sea el mismo que en 1487 había fletado un barco en el puerto
italiano de Gaeta, con destino a Sevilla y lleno de tártaro emético. Esta sal era
muy utilizada entonces como mordiente, para que los tintes penetraran mejor en
las madejas hiladas que luego se usaban para tejer 421 . Posiblemente, también se
trate del «Pedro Juan Rosés, mercader» elegido por insaculación, en noviembre
de 1510, para ejercer de conseller (junto con otros cuatro) durante todo el año
siguiente, como era costumbre en Barcelona 422 .
No sabemos el año en que Pedro Juan Roser enviudó de su primera esposa ni
cuándo ni cómo se quedó ciego, ni el momento en que se casó con Isabel,
aunque esta última circunstancia sucedió antes de 1522, fecha en la que Ignacio
se instaló en Barcelona y conoció a los Roser-Ferrer.

La conexión erasmista en Barcelona: Antonio Puyol, Isabel Roser, Jerónimo


Ardévol

El encuentro de Ignacio con Isabel Roser no pudo ser providencial si nos


atenemos a las conexiones que existían entre la familia Puyol-Pasqual y la de los
Cardona, o si consideramos las relaciones que estas familias mantenían con
algunos parientes y amigos de Isabel Roser. Del mismo modo, no cabe duda de
que existió una sintonía entre la religiosidad subjetiva de Ignacio y la de Inés
Puyol o la de Isabel Roser, como la había, sin duda, con la del confesor y
maestro de ceremonias arzobispal Antonio Puyol. No en vano, este e Ignacio
enseguida «se hicieron muy amigos», según manifestó su sobrino Juan Pasqual.
Y a ello se suma que Antonio Puyol se mostró comprensivo con Ignacio aun
siendo consciente del rechazo que este sufrió en Manresa. Además, esa actitud
hacia Ignacio pudo venir avalada por la buena predisposición de Antonio Puyol
hacia sus «desconcertantes» prácticas espirituales, acaso debido a la familiaridad
de este con el grupo erasmista que se reunía en el palacio-residencia del
arzobispo Pedro Folc de Cardona, y abierto, por tanto, a las nuevas corrientes de
renovación religiosa.
La biblioteca que tenía en su palacio-residencia de Barcelona el arzobispo fue
uno de los centros intelectuales más activos de la ciudad en aquellas primeras
décadas del siglo XVI. Allí coincidieron relevantes defensores de las obras de
Erasmo, como Vicente Navarra —canónigo de la catedral y futuro vicario
general del obispo Juan de Cardona—, que fue quien reunió la excelente
biblioteca del arzobispo cuando trabajaba a su servicio como secretario y
bibliotecario; y Martín Ivarra, quien desempeñó un importante papel en la
difusión de la gramática latina de Nebrija y posteriormente sería maestro de
griego en el Estudio General de Barcelona. Pero, sin duda, el más importante de
los miembros de aquel grupo fue el gran humanista Miguel Mai, que por aquel
entonces, y desde 1519, era regente del Consejo de Aragón, el máximo órgano
consultivo y administrativo del emperador para los reinos catalanoaragoneses.
Mai poseía en su casa una biblioteca de casi dos mil volúmenes, que incluía
textos de jurisprudencia, filosofía, teología, gramática, crónicas, arte, literatura,
ciencia, y, por supuesto, numerosas obras de Erasmo, con quien trató asuntos de
la corte en 1521, coincidiendo con el viaje de Carlos V por Alemania.
La amistad entre todos estos personajes puede confirmarse a través de un
epigrama que Martín Ivarra dedicó al arzobispo en 1512 donde loaba la labor de
Vicente Navarra como bibliotecario 423 , y de otro que dedicó a Mai en 1514.
Ignacio pudo haber conocido a Miguel Mai por estar emparentado con Isabel
Roser, pero, además, debe tenerse en cuenta que un hermano de aquel, llamado
Juan Mai, fue abad del monasterio de Sant Benet de Bages, muy próximo a
Manresa, en el momento en que Ignacio vivía en esa ciudad 424 . Otros detalles
posteriores de la biografía del erasmista barcelonés Miguel Mai confirman una
vinculación más cercana con Ignacio y los jesuitas: uno de los colaboradores de
Mai en Roma, el doctor Pedro Ortiz (procurador imperial en Roma para todo lo
relacionado con el pleito de divorcio entre Enrique VIII de Inglaterra y Catalina
de Aragón, tía de Carlos V), se convirtió en protector de Ignacio 425 ; y poco antes
de morir Mai, en 1546, este fue asistido por el jesuita Antonio de Araoz 426 .
Por otro lado, que Antonio Puyol —calificado por su sobrino de «hombre
muy docto»— fuera maestro de ceremonias de Pedro Folc de Cardona y que ese
cargo le obligara a mantener un estrecho contacto con las personas que se
hallaban en el entorno del arzobispo, eleva las probabilidades de que participara
de las reuniones y las ideas de aquel grupo de intelectuales.
A la confirmación de esos indicios contribuiría también la circunstancia de
que, en la casa que Inés Pasqual tenía en Barcelona, Antonio Puyol disponía de
una biblioteca que el propio Juan, su sobrino, calificó de «muy copiosa, curiosa
y rica» 427 e incluso afirmó que Ignacio la había utilizado para ampliar sus
conocimientos. Los adjetivos dedicados a dicha biblioteca denotan una
extraordinaria singularidad tanto en la cantidad de obras como en el contenido de
estas, y demuestran que Antonio Puyol dedicó tiempo y esfuerzos a los libros,
como lo hicieron los citados intelectuales del cenáculo erasmista barcelonés.
Quizá fue ese ambiente humanista, preocupado por profundizar en el
conocimiento de los textos antiguos que empezaban entonces a proliferar en
nuevas y más certeras traducciones, lo que movió a Ignacio, que tenía ya 33
años, a interesarse por el estudio del latín. Para ello encontró un apoyo
incondicional en Isabel Roser y probablemente también en su amigo el sacerdote
Juan Pujalt, quien debió ponerlo en contacto con el maestro Jerónimo Ardévol.
Isabel se ofreció a aportar lo necesario para el sustento de Ignacio, mientras
que Ardévol, que no obtuvo la cátedra de Gramática hasta el curso de 1525-
1526, pudo enseñar a Ignacio en privado con la categoría inferior de bachiller, y
«de balde», es decir, sin coste alguno, pues como maestro en el Estudio no podía
cobrar nada, ya que la enseñanza allí era gratuita. Ignacio tuvo como compañero
a Antonio Montserrat Bergadá, por entonces un niño, que en 1556 entró en la
Compañía de Jesús —conocido como Montserrat Bergado o Antonio Montserrat
—, en el Colegio de Nuestra Señora de Belén de Barcelona, y que acompañó a
González de Cámara a Portugal. Pero, además, al parecer también ayudó a
Ignacio en sus estudios un tal Nicolai, sacerdote de la iglesia de Santa María del
Pino. Otro testimonio de ese aprendizaje de Ignacio lo aportó Ana de Rocabertí,
quien dijo que lo veía «muchas veces ir a la escuela de esta ciudad descalzo...
quitadas las suelas de los zapatos» 428 .
Cuando Ignacio empezó a estudiar gramática latina, ya no se utilizaba el
Doctrina puerorum de Alejandro Villa Dei, un libro usado durante tres siglos
para ese cometido en toda Europa occidental. Desde la nueva ordenación de
1508, por la que se erigieron los Estudios Generales de Barcelona, se habían
implantado las cátedras de Lógica, Filosofía Natural, Filosofía Moral y
Gramática, con sus correspondientes materias y textos. Así, para la de Gramática
se estableció el uso de las modernas Introductiones in linguam latinam de
Antonio de Nebrija, publicadas en la misma ciudad 429 .
Ignacio quizá rememoró, mientras intentaba trabajar los textos de aquel libro,
el momento en que conoció a Nebrija, allá por el año 1510, cuando siendo
ayudante del contador Juan Velázquez, en Arévalo, hubo de llevar y entregarle al
entonces cronista real y profesor de la Universidad de Salamanca una carta de
quitación de 80.000 maravedíes 430 .
Teóricamente, Ignacio dedicó dos años al estudio con el maestro Ardévol,
pero hubo de superar grandes dificultades para seguir adelante. De lo que
cuentan sus primeros biógrafos y quienes fueron testigos de su tortuoso proceso
de aprendizaje, se deduce que la elección de estudiar se volvió incompatible con
sus propias turbaciones internas.
Quizá Ignacio sospechó que eso iba a suceder, porque antes había
manifestado el deseo de visitar a un fraile que había conocido en Manresa
—«hombre muy espiritual», dice González de Cámara, sin ponerle nombre—,
para proponerle que le enseñara, «y para poderse dar más cómodamente al
espíritu, y aun aprovechar a las ánimas». Pero Ignacio se enteró de que había
muerto y hubo de aceptar la oferta de Barcelona, no sin que esto ocasionara
graves perjuicios en su rendimiento:
Mas ido allá [a Manresa] halló que el fraile era muerto; y así, vuelto a Barcelona, comenzó a
estudiar con harta diligencia. Mas impedíale mucho una cosa, y era que, cuando comenzaba a
decorar, como es necesario en los principios de gramática, le venían nuevas inteligencias de cosas
espirituales y nuevos gustos; y esto con tanta manera, que no podía decorar, ni por mucho que
repugnase las podía echar.
Y así, pensando muchas veces sobre esto, decía consigo: «Ni cuando yo me pongo en oración y
estoy en la misa no me vienen estas inteligencias tan vivas»; y así poco a poco vino a conocer que
aquello era tentación 431 .

La zozobra que había invadido a Ignacio durante su estancia en Manresa —


antes de viajar a Jerusalén—, regresaba de nuevo y no le dejaba avanzar en sus
estudios. Quizá el maestro Ardévol le advirtió que en esas circunstancias no
podía seguir enseñándole, e Ignacio hubo de reaccionar de inmediato para que
no se viera interrumpido su propósito, como continúa explicando González de
Cámara:
Y después de hecha oración [Ignacio] se fue a Santa María de la Mar, junto a la casa del maestro
[Ardévol], habiéndole rogado que le quisiese en aquella iglesia oír un poco. Y así sentados, le
declaró todo lo que pasaba por su alma fielmente, y cuán poco provecho hasta entonces por aquella
causa había hecho; mas que él hacía promesa al dicho maestro, diciendo: «Yo os prometo de nunca
faltar de oíros estos dos años, en cuanto en Barcelona hallare pan y agua con que me pueda
mantener». Y como hizo esta promesa con harta eficacia, nunca más tuvo aquellas tentaciones 432 .

Resulta difícil acomodar a la realidad los argumentos que supuestamente dio


Ignacio a su maestro como justificación de su escaso rendimiento, puesto que
tenía asegurado el alojamiento en casa de Inés Pasqual y la ayuda para el
sustento por parte de Isabel Roser. Y es más difícil aún considerar como
definitiva la «solución» al problema, porque, en verdad, Ignacio aprovechó muy
poco aquellas enseñanzas. Al acabar su estancia en Barcelona y partir hacia
Alcalá tenía 36 años y, cuando llegó a París, en febrero de 1528, antes de entrar
el curso siguiente en la universidad, «púsose en una casa con algunos españoles,
iba a estudiar humanidad a Monteagudo. Y la causa fue porque, como le habían
hecho pasar adelante en los estudios con tanta prisa, hallábase muy falto de
fundamentos; y estudiaba con los niños, pasando por la orden y manera de
París». Así lo dejó por escrito su primer biógrafo, sin considerar la contradicción
en la que incurría, y lo confirmó también Juan de Polanco.
Probablemente, fue el maestro Antonio Ardévol la primera persona que
conminó a Ignacio a que leyese a Erasmo. En 1532, seis años después de que
Ignacio partiera hacia Alcalá, Ardévol se asoció con otros tres profesores para
fundar una especie de academia particular de estudios humanísticos, y uno de
aquellos maestros era el erasmista Martín Ivarra, quien, asimismo, había
dedicado a Miguel Mai la segunda edición barcelonesa del vocabulario de
Nebrija en 1522 433 .
González de Cámara no recogió opinión alguna de Ignacio sobre las obras de
Erasmo en la mal llamada Autobiografía, aunque sí lo hizo en un Memorial para
referirse a una primera, y última, lectura de un texto erasmista en Alcalá:
Él mismo [Ignacio] me contó que, cuando estudiaba en Alcalá, le aconsejaban muchas personas,
e incluso su propio confesor —que entonces era el Padre Meyona [Manuel Miona], portugués,
natural del Algarve, que después entró y murió en la Compañía, y que ya en aquel tiempo era tenido
por hombre de gran virtud—, que leyese Enchiridion militis christiani de Erasmo; pero no lo quería
hacer, porque había oído a algunos predicadores y personas de autoridad reprender ya antes a este
autor; y respondía a los que se lo recomendaban, que algunos libros habría de cuyos autores nadie
dijese nada malo, y que esos quería leer 434 .

Ignacio estuvo en Alcalá probablemente desde marzo de 1526 hasta junio de


1527 435 , y allí fue su confesor Manuel Miona, amigo y discípulo de Bernardino
de Tovar, «alma del grupo erasmizante de Alcalá», según lo definió Bataillon.
Sin embargo, hay argumentos en contra, como mínimo, de esa reacción tan
adversa de Ignacio ante la obra de Erasmo que sugiere Cámara. El propio
Bataillon se preguntaba que, si Ignacio escogió a Miona como confesor, ¿no
habría, como mínimo, simpatizado con sus ideas erasmistas? Y no solo eso: años
más tarde, Miona acabó uniéndose al grupo ignaciano en París, y, en su relación
epistolar con Ignacio, este se dirigía a él «como hijo a padre espiritual» (1536),
hasta que, en 1545, Miona entró en la Compañía de Jesús 436 .
Por su parte, Ribadeneira ubicó en Barcelona la deriva erasmista de Ignacio:
Prosiguiendo pues en los ejercicios de sus letras, aconsejáronle algunos hombres letrados y píos,
que para prender bien la lengua latina, y juntamente tratar de cosas devotas y espirituales, leyese el
libro de Milite Christiano (que quiere decir de un caballero cristiano) que compuso en latín Erasmo
Roteródamo, el cual en aquel tiempo tenía grande fama de hombre docto, y elegante en el decir. Y
entre los otros que fueron de este parecer también lo fue el confesor de Ignacio. Y así, tomando su
consejo, comenzó con toda simplicidad a leer en él con mucho cuidado, y a notar sus frases y modos
de hablar. Pero advirtió una cosa muy nueva y muy maravillosa, y es que en tomando este libro (que
digo) de Erasmo en las manos, y comenzando a leer en él, juntamente se le comenzaba a entibiar su
fervor, y a enfriársele la devoción. Y cuanto más iba leyendo, iba más creciendo esta mudanza. De
suerte que, cuando acababa la lección le parecía que se le había acabado y helado todo el fervor que
antes tenía, y trocado su corazón, y que no era el mismo después de la lección que antes de ella. Y
como echase de ver esto algunas veces, a la fin echó el libro de sí, y cobró con él y con las demás
obras de este autor tan grande ojeriza y aborrecimiento, que después jamás quiso leerlas él, ni
consistió que en nuestra Compañía se leyesen, sino con mucho delecto y mucha cautela 437 .

El hecho de que en esta cuestión Ribadeneira no siguiera el dictado de su


predecesor quizá significa que, realmente, confirmó con Ignacio los hechos y
aportó la verdadera versión 438 .
En otro orden de cosas, hay una diferencia considerable entre admitir que
Ignacio leyó a Erasmo en Barcelona o lo hizo en Alcalá. Si lo hizo en Barcelona,
aunque Ribadeneira no lo mencione, el confesor que le habría recomendado la
lectura de Erasmo sería el franciscano Diego de Alcántara. De este dice Juan
Pasqual: «[Ignacio] Confesaba con un padre de San Francisco, que vivía en el
Jesús, monasterio de franciscanos que está en las afueras de Barcelona;
llamábase fray Diego de Alcántara, gran siervo de Dios, el cual confesaba
también a mi madre» 439 .
Que fuera el mismo confesor el encargado de absolver los pecados a Inés
Puyol no debe ser pasado por alto, ya que esto abona la idea de que la anfitriona
de Ignacio en Manresa y Barcelona compartía con este sus secretas inquietudes
espirituales, que solo podrían ser comunicadas a un reducido círculo de personas
de confianza. Quizá por ese mismo motivo, cuando Ignacio supo en Roma de la
enfermedad de Inés, envió al padre Antonio de Araoz a Barcelona y fue este la
última persona con la que su íntima amiga y protectora habló en confesión. Este
modo de actuar, probablemente para que todo quedara «en casa», se repitió como
si de una constante se tratara en personas que de una manera u otra estuvieron
cerca de Ignacio en momentos críticos.
Pero Ignacio también aplicó un criterio similar a la hora de admitir a muchos
de los que pasaron a formar parte de la Compañía de Jesús. Quizá estas personas,
sabedoras del impulso de reforma espiritual que movía a Ignacio y a sus más
estrechos seguidores, eligieron adherirse a su causa. Aunque hay otro factor que
debe tenerse en cuenta: Ignacio, poco a poco, fue tejiendo una red clientelar que
le hizo sentirse cada vez más seguro frente a los ataques de sus más acérrimos
enemigos. Esa especie de aura de inmunidad es posible que también le ayudase a
ganar adeptos.
Sea donde fuere el lugar, en Alcalá o en Barcelona, en que Ignacio tomó
contacto con la obra de Erasmo, es evidente que sus primeros biógrafos
quisieron dejar claro que no mostró ningún interés por sus propuestas, lo cual es
a todas luces, como mínimo, discutible. Otra cosa muy diferente es afirmar con
rotundidad que Ignacio era un erasmista. Y es que uno de los aspectos más
difíciles de encajar en la deriva espiritual de Ignacio fue su potencial filiación
con el erasmismo; aunque no sin apostillar que a esa dificultad se añade la de
definir el propio concepto de «erasmismo español». Este problema básico se
multiplica cuando surge la pregunta de si hubo un único erasmismo español o
debe hablarse de un erasmismo castellano paralelo a otros erasmismos
periféricos, como los erasmismos «valenciano» o «catalán» 440 .
Es cierto que el mensaje de las obras de Erasmo había calado en personas que
lo difundían sin ambages, más allá de las polémicas intelectuales como la que
llevó a cabo Diego López Zúñiga en Alcalá, en 1519-1520, en su crítica de la
Vulgata (la traducción erasmiana de la Biblia), a la que se refería Vicente
Navarra en una cariñosa carta que en 1528 escribía a su amigo el gran erasmista
Alfonso de Valdés (escritor y secretario de cartas latinas de Carlos V). En ella le
informaba sobre el interés que despertaban los libros de Erasmo en los medios
eclesiásticos barceloneses, sobre todo, entre franciscanos y dominicos:
Estoy esperando la Apología, aquí todos los días (porque me ven tan afecto y adicto a Erasmo)
algunos franciscanos y dominicos me piden sus disputas, me demandan sus apologías; pero yo,
como sabes, no tengo más que la apología de Stúñiga [o Zúñiga]; por lo que quisiera saber si hay
algunas de venta entre vosotros. Si tal fuese tu voluntad, me hubieras podido honrar al menos con la
apología con que Erasmo destruyó las objeciones de los frailes castellanos. Sé que estás
imprimiendo muchos ejemplares. Nuestro Mai adornará en grande tu biblioteca con libros italianos.
Cuida de pasarlo bien. Saludarás a los comunes amigos y protectores con sus correspondientes
calificativos.

En la misma carta, Vicente Navarra también explicaba a Alfonso de Valdés


las controversias que suscitaban las obras de Erasmo, y, en concreto, la
encendida discusión que se había producido con el prior de San Jerónimo de la
Murtra (el famoso monasterio de Badalona donde, según se especula, Colón
podría haber comunicado a los Reyes Católicos el descubrimiento del Nuevo
Mundo a su regreso del primer viaje a América, en abril de 1493), cuando el
propio Navarra, junto a Miguel Mai, un criado de este llamado Rafael y otros
acompañantes visitaban ese monasterio. La defensa de Erasmo y el sentido del
humor que se desprende de la narración de Vicente Navarra denotan hasta qué
punto estaban convencidos estos erasmistas de la razón y modernidad de sus
propuestas:
Pero, hola, tú que me obligas a escribir aun con alabanzas, oye una fábula, no dorada, como dice
Plinio, sino encogollada. Visitando Mai los Conventos que hay en nuestros alrededores, llegamos
por acaso al de San Jerónimo, llamado de la Murtra; estaban con nosotros algunos amigos, no menos
sabios que prudentes. El Prior de este Convento es hermano carnal de nuestro Vice-Canciller, a
quien juzgo bastante conocido tuyo, al menos por la amistad antigua. Allí, pues, celebrado el
Sacrificio según costumbre, pasamos a un aposento bastante lindo, precedidos del hermano, y al fin
llegamos a la biblioteca. Junto a la pared había extendidos unos doscientos Códigos; vimos con
claridad la antigüedad de unos pocos; y lo alabamos todo según el gusto de cada uno.
Entonces el Prior, como si fuera un oráculo, con poética hipérbole encareció el asunto, pues dijo:
«Tiempo llegará, sin duda alguna, en que la Iglesia Católica dará a conocer a todo el mundo con
estos ejemplares la verdad de los Evangelios y, a la vez, la de ambos Testamentos, y con la
sinceridad de estos Códigos fortalecerá la fe de los cristianos y vendrá a ser esta biblioteca el asilo
de la verdad y de la fe cristiana, al paso que los Calcógrafos lo pervierten todo».
Oímos todos sin chistar aquel colérico hervor, pues teníamos que ir a comer a una villa algo
distante, donde nos esperaban de convidados. Nuestro dichoso Rafael pidió el Testamento nuevo
trasladado por Erasmo: el Prior, como picado por un áspid: «¿Y cómo habíamos de tener nosotros en
este tan Santo Tabernáculo de Cedar los libros de los heréticos? Lejos de nosotros tanta infamia,
antes más bien, ¿no sabéis —dijo—, cómo aquel heresiarca, condenado en Burgos por el Santo
Concilio, se escapó huyendo por salvarse la vida? De otro modo los santos Padres hubieran
quemado al Luterano» (como si Erasmo tuviese que ver algo con Lutero).
El criado de Mai, tu paisano, comenzó a decir por lo bajo no sé qué cosa de Valladolid; «Calla —
le dije yo entonces—, ¿quién te ha metido a procurador de ese monstruo?». Por segunda vez tomó la
palabra Rafael y dijo: «Padre no santo, he oído decir muchas veces a aquel héroe, el Archi-Canciller
[Gattinara]: “El que habla mal de Erasmo, o no ha visto sus libros, o no le entiende”». Y volvió a
decir el colérico: «Jamás tendremos tal peste: “El Canciller —dice—, cuide de sus propias acciones
y déjenos obrar como nos plazca”».
Entonces, mediando la tardanza de Favorino, dijo nuestro Mai: «Más valiera, Reverendo Padre,
que no solo tuvieses, sino que leyeses a menudo y comprendieses los libros del de Roterdam,
columna firmísima de la Iglesia; tú y tus compañeros andaríais más acertados; estás muy equivocado
en la cuestión de Erasmo, y del Concilio de Valladolid te han contado una patraña».
Sosegado ya el hombre (porque ya la cólera se había disipado), la emprendí con él de nuevo y le
dije: «¿Por qué dijiste, tan en absoluto, que teníamos que venir aquí para hallar la verdad de las
Escrituras? Concedamos que estos Códigos estén lindamente escritos y pintados; empero ¿no yerran
nunca los Copistas? ¿No has sabido lo que de ellos y de los Epigramáticos dice Policiano, es a saber,
que cuanto más aventajados son en el arte, tanto menos lo son en la erudición? Sean, como
sostienes, los más correctos; ya nuestra cuestión se concretaría a los libros de autores latinos, pero
para los libros de autores griegos y hebreos, en realidad habría que recurrir a la fuente».
El hermano empezó a destruir este razonamiento con distinciones: «En el hecho —dijo— de estar
trasladados por Jerónimo, los tenemos por bastante aprobados» (como que lo creía así respecto del
Nuevo Testamento). Entonces, yo: «¿Estás persuadido —le dije— que este Nuevo Testamento ha
sido trasladado por Jerónimo?». «Lo creo —dijo—, y estoy persuadido firmísima y católicamente.»
Viendo yo la ignorancia del hombre, «Toma —le dije—, muy Reverendo Prior, este pequeño
premio de tu trabajo: ten entendido que este Nuevo Testamento que usamos, no ha sido trasladado,
sino corregido por Jerónimo; lee su carta al Sumo Pontífice Dámaso, que se halla al frente de los
Evangelios, y por ella podrás remediar fácilmente tu ignorancia. Pásalo bien». Nos retiramos llenos
de risa dispuestos para comer.
Ya ves, mi amigo Valdés, cómo se entienden aquí las cosas de Erasmo. Si tuviéramos abundancia
de libros quizá no quedaría sin regalar tu Carvajal.
A Dios. Pásalo bien una y mil veces; cansado hace bastante tiempo con tantos escritos, corrige a
tu antojo mi celeridad, e inconsideración 441 .

Esa polémica, que oscilaba entre la crítica textual aplicada a las Sagradas
Escrituras que defendían los erasmistas en su versión más humanista y la defensa
de los textos al uso, fue constante en una época en la que la proliferación de los
estudiosos del latín y, sobre todo, del griego, daban paso a traducciones más
rigurosas desde el punto de vista filológico. Y, al mismo tiempo, empezaban a
brillar con luz propia nuevas interpretaciones de materias religiosas que hasta
entonces se habían considerado incuestionables. Según apuntó Marcel Bataillon,
tanto en las universidades como en los cabildos catedralicios de toda la geografía
hispana debió de haber personas interesadas en los libros de Erasmo que
simpatizaban con la renovación de la enseñanza cristiana 442 .
Todo esto sucedía en 1528, apenas tres años después de que Ignacio
abandonara Barcelona, por lo que cabría suponer que, de algún modo, estuvo al
corriente del empuje que habían tomado las obras de Erasmo. Sobre todo si
pensamos en una más que probable relación, por vía de Inés Pasqual e Isabel
Roser, con el grupo erasmista barcelonés: desde Antonio Puyol hasta Miguel
Mai, pasando por Mantín Ivarra y Vicente Navarra. Por otra parte, es
significativo que, a finales de 1536, cuando los compañeros de Ignacio
abandonaron París con el fin de reagruparse en Italia, se detuvieran en Basilea
para rezar ante la tumba de Erasmo, recién fallecido tras una larga
enfermedad 443 .

El lulismo en Ignacio y el papel de las mujeres

La inmersión de Ignacio en la sociedad barcelonesa coincidió con la


presencia en la ciudad de un ambiente humanista reducido pero muy activo
desde el punto de vista intelectual, donde se conocían y admiraban las ideas de
Erasmo y había un interés por las nuevas corrientes de espiritualidad. En ese
tejido también tenían una presencia relativamente importante las ideas
filosóficas y teológicas de Ramón Llull, sobre todo sus propuestas acerca de la
oración interior, que tanto influirían en las nuevas formas de entender la
religiosidad en la Edad Moderna.
A través de la familia Sapila (o Çapila), protectora de Ignacio en Barcelona,
es posible relacionar de nuevo a este con Miguel Mai y, al mismo tiempo, con el
círculo de seguidores, estudiosos y difusores de las obras y doctrinas de Ramón
Llull, en el que muchas mujeres desempeñaron un papel relevante.
Los orígenes del renovado interés por el lulismo en Barcelona se remontan a
finales del siglo XV, aunque la filosofía y la teología de Ramón Llull habían
despertado tanto admiración como repulsa en otras zonas de la Península y más
allá de nuestras fronteras desde la muerte del sabio mallorquín. Desde el siglo
XIV los reyes peninsulares autorizaron a determinadas personas a impartir las
enseñanzas de la filosofía y la ciencia acumulada en los libros de Ramón Llull,
aunque sus tratados de teología fueron prohibidos. De esta manera, la ciencia
luliana se extendió por toda la Europa bajomedieval y llegó a impartirse en
universidades como las de París y Bolonia.
Ya en aquellos primeros pasos del lulismo fueron varias las mujeres que
participaron activamente con su apoyo económico y contribuyeron a la difusión
de sus propuestas. En Barcelona, el primer edificio para la escuela lulista, que
estuvo frente a la iglesia del Carmen, lo donó Juana Margarita Safont de Pere por
testamento, en 1433. Esta mujer era hija del notario barcelonés Jaime Safont y
esposa de Juan Pere, quien, a su vez, era hermano de un jurisconsulto famoso,
Bonanat Pere, embajador y consejero de Alfonso V de Aragón. Además, Juana
Margarita cedió a la escuela lulista todos los libros que poseía de Ramón Llull,
excepto los que se hallaban escritos en romance, que debían entregarse a sor
Brígida —hija de un ciudadano de Barcelona y monja del convento de Santa
Margarida— para que los conservase hasta su muerte, momento en el que debían
pasar también a dicha escuela 444 .
Asimismo, la dama barcelonesa Beatriz de Pinós se trasladó a Mallorca para
dotar la primera cátedra que hubo allí de estudios lulianos (1484) y legó sus
bienes para la escuela lulista, mientras que la segunda cátedra fue dotada por
doña Isabel de Quint.
Fernando el Católico otorgó un privilegio el 21 de febrero de 1503 a favor de
la doctrina luliana, y el propio cardenal Jiménez de Cisneros hizo acopio de
varias obras de Ramón Llull. Esta admiración la compartió Cisneros con el
círculo reformista francés de Lefèvre d’Étaples, y creó una cátedra lulista —
aunque personal e intransferible, ya que no tuvo continuidad— en la Universidad
de Alcalá.
Lefèvre d’Étaples, cuando a finales de 1505 estaba trabajando en la edición
de las obras de Llull con el apoyo del cardenal Jiménez de Cisneros, contaba
entre sus discípulos con Charles de Bovelles, que viajó a la Península y pudo
comprobar personalmente la intensidad y decisión con que Cisneros se había
propuesto acometer su cruzada contra el islam. El recuerdo que dejó Bovelles en
casa del arzobispo de Toledo, siendo su huésped, no plantea dudas acerca de cuál
fue la huella que imprimió en aquellos personajes la doctrina lulista, imbuida de
misticismo, contemplación y tintes proféticos y ocultistas. No en vano, Bovelles
—que se convertiría en uno de los grandes humanistas del Renacimiento
europeo— escribió una breve biografía de Llull titulada Doctor Illuminatus, que
dedicó a Raymond Boucher, jurisconsulto, amigo y colaborador de Lefèvre
d’Étaples y gran conocedor de la obra luliana 445 .
Fue fray Juan de Cazalla quien explicó a Cisneros en una carta, en 1512, es
decir, siete años después de la visita de Bovelles, que este se hallaba poseído por
«imaginaciones casi locas», porque había profetizado la reconquista de Jerusalén
en un plazo de doce años, además de una reforma total de la cristiandad y de la
Iglesia, y la extensión de la doctrina a los confines de la Tierra, empresa que
supuestamente iba a ser llevada a cabo por hombres espirituales, apostólicos y
admirables, movidos por la omnipotencia de Dios 446 .
Pero también la animadversión hacia el lulismo tuvo un largo recorrido, con
un origen muy anterior, pues las obras de Ramón Llull habían sido
reiteradamente perseguidas por el inquisidor Nicolás Eymerich y por la
Universidad de La Sorbona en el siglo XIV, y por Juan Gerson, canciller de la
Universidad de París, en la centuria siguiente, y desde principios del siglo XVI
fueron incluidas en todos los índices prohibidos que se publicaron antes del
Concilio de Trento. Sin embargo, ello no impidió que entre finales del siglo XV y
principios del XVI también surgieran cenáculos donde se estudiaban sus obras, en
Mallorca, Valencia y Cataluña, además de Castilla, especialmente en la
Universidad de Alcalá de Henares, y en Salamanca de la mano de los
franciscanos, o que en 1526 el propio emperador Carlos V confirmara el
privilegio de su padre, el rey Fernando, a favor de la doctrina de Ramón Llull 447 .
Los cenáculos lulianos aparecieron en Barcelona a raíz de la publicación en
Valencia, en 1521, de la primera edición del Blanquerna de Ramón Llull en
lengua catalana, que incluía además su Arte de contemplación o Libro de
oraciones y contemplaciones. El traductor de dichas obras, a partir de dos
manuscritos en latín del propio Ramón Llull, fue Juan Malbec, que había
cambiado su apellido malsonante —Malbec significa «mal pico» en catalán—
por el más poético Bonllavi —«buen labio»—, y era natural de Rocafort de
Queralt (Tarragona) y maestro en sagrada teología. Bonllavi llegó aquel mismo
año a Barcelona y mantuvo hasta su muerte, en 1526, una estrecha amistad con
Galcerán Llull, familiar descendiente del sabio y promotor de la escuela lulista
de la ciudad, a la cual fueron a parar las 62 obras lulianas de su copiosa
biblioteca (compuesta por 204 libros impresos o manuscritos).
Se da la circunstancia de que el propio Bonllavi encargó a su mecenas,
Gregorio Genovart —canónigo de Mallorca—, que enviase ejemplares de la
obra a los matrimonios que formaban Bernardo Sapila con Eleonor Sapila 448 , y
Estefanía de Gualbes (hija de estos) con Federico de Gualbes. Dado que Eleonor
Sapila era pariente de Isabel Roser y tía de Eleonor Antonia Sapila, quien, en
1511, había contraído matrimonio con el erasmista Miguel Mai, cabe pensar que
todas estas personas mantuvieron una estrecha relación de amistad con Ignacio
durante la segunda estancia de este en Barcelona, entre 1524 y 1526. También
cabe la posibilidad de que fuera Inés Puyol quien se los presentase a Ignacio,
pues se tiene constancia de que Federico de Gualbes y Estefanía de Gualbes, en
años posteriores, pedirían a su buena amiga Inés que mediara para que Ignacio
fuese padrino de bautismo de una de sus hijas 449 . Más adelante, también la
familia Gualbes-Sapila ayudó a Ignacio económicamente para que continuara
sus estudios en París, e incluso, posteriormente, en 1544, participó en la
fundación de la primera residencia de jesuitas en Barcelona 450 .
Los lazos familiares y sociales que unían los linajes de los Sapila, Ferrer —
del cual formaba parte Isabel Roser— o Gualbes, entre otros, permiten
establecer, con grandes probabilidades, dónde estuvieron los cenáculos lulistas
barceloneses en el tercer decenio del siglo XVI, momento en el que Ignacio se
hallaba en Barcelona. El lulismo piadoso que practicaban aquellas personas tuvo
su paralelismo en París, donde no había contradicción entre lulistas y erasmistas,
e incluso los más importantes lulistas eran también erasmistas 451 .
Que algunos miembros de las familias Sapila y Gualbes participaran de la
corriente lulista o, como mínimo, tuvieran conocimiento de sus bases
doctrinales, no quiere decir que Ignacio compartiese con sus miembros el apego
al lulismo. Sin embargo, es muy probable que este tuviera contactos con esta
corriente de pensamiento en su estancia en Arévalo, dado que el cardenal
Cisneros la introdujo en la corte castellana, y que de ahí le viniera a Ignacio la
idea de peregrinar a Tierra Santa e incluso de quedarse para luchar por el ideal
lulista de la conversión del islam. Llama la atención —si creemos al biógrafo
ignaciano González de Cámara— que cuando Ignacio llegó a la ciudad de Belén,
manifestó a las autoridades su deseo de quedarse para siempre visitando los
Santos Lugares y «ayudar a las ánimas», aunque «esto a ninguno lo decía».
A todo ello debe añadirse que la persona que más impactó a Ignacio desde el
punto de vista espiritual fue una mujer —probablemente, sor María de Santo
Domingo— que, en Manresa, le transmitió su visión profética, siendo el
profetismo otra de las características propias del lulismo. Pero también la idea
del conocimiento revelado por la Gracia que declaró haber tenido Ignacio en
Manresa, Venecia y Jerusalén, o los paralelismos entre sus Ejercicios espirituales
y el Arte de contemplación de Ramón Llull, abonan la hipótesis de la orientación
lulista de Ignacio en ciertos aspectos.
Por último, tampoco es desdeñable el dato de que tanto la Universidad de
Alcalá como la de Salamanca tuviesen una orientación luliana y que Ignacio,
precisamente, frecuentara esos ambientes durante su estancia allí; aunque fue en
Alcalá, sobre todo, donde retomó la versión más extrema de su militancia
heterodoxa, que demostró en la práctica del proselitismo, entre su círculo de
seguidoras y seguidores, y en su parca vestimenta.
Por otra parte, la relación de amistad de Ignacio con los Ferrer-Roser y los
Sapila-Gualbes alenta más, si cabe, la idea de que, cuando llegó a Barcelona, ni
encontró por casualidad a todas aquellas personas interesadas por una nueva
manera de entender la religiosidad ni estaba «solo» en su búsqueda.
Aun así, a pesar de esos probables contactos de Ignacio con las nuevas
corrientes intelectuales de espiritualidad, podría decirse que su nivel de
conocimiento acerca de algunos aspectos del erasmismo y el lulismo no era
culto, o al menos no procedía exclusivamente de los libros. En su religiosidad
pesaba mucho su propia experiencia y lo aprendido por boca de otras personas a
las que admiraba y que lo habían guiado o aconsejado en ciertos momentos,
aunque ellas sí hubiesen profundizado en las obras y enseñanzas de aquellos
hombres sabios. Por ello, resulta difícil encorsetar a Ignacio en la corriente
erasmista, en la lulista o en la de los «alumbrados», in stricto sensu.
Las piezas que forman parte del puzle ignaciano en su etapa de Montserrat,
Manresa y Barcelona —yñigas, lulistas, erasmistas, alumbrados...— encajan en
una coyuntura en la que ganaba terreno la idea de la libertad humana que, sin
negar la supremacía de Dios, apelaba a una vivencia interior del cristianismo,
reivindicaba la palabra sencilla en religión frente a la parafernalia verbal de la
doctrina catequística y rechazaba las ceremonias y las reglas en el culto. Esta
nueva espiritualidad que empezó a consolidarse en el tránsito del siglo XV al XVI
vino también marcada por la oración mental metódica y el recogimiento, y,
estando amparada por el humanismo renacentista, tendió a su universalización,
es decir, que se proyectó más allá del ámbito conventual para llegar a hombres y
mujeres, independientemente de sus estados, edades y ocupaciones 452 .
La diversidad de ese movimiento de renovación en el que Ignacio participó
impide colgarle una etiqueta determinada que, por otra parte, no lo definiría por
completo.

374 Véanse algunos ejemplos medievales del trabajo desempeñado por las viudas en Cristina Segura
Graiño, «¿Son las mujeres un grupo marginado?», en María Desamparados Martínez San Pedro (coord.),
Los marginados en el mundo medieval y moderno (Almería, Jornadas del 5 al 7 de noviembre de 1998),
Almería, Instituto de Estudios Almerienses, 2000, págs. 107-118.

375 Manual de novells ardits, vulgarment appellat Dietari del Antich Consell Barceloní, vol. 3 (1478-
1533), pág. 311.

376 Los Cardona dieron a la Corona hispana, entre 1509 y 1609, todos sus gobernadores generales de
Cataluña (de los cuales dependían veguers y sots-veguers), además de gran cantidad de lugartenientes
generales, arzobispos, obispos, abades, senescales y almirantes de Nápoles y Aragón. En el palacio de los
Cardona, en Barcelona, se hospedaron el rey Carlos I (1520), el papa Adriano IV (1522), el rey Francisco I
de Francia (1525) y el canciller Mercurio Gattinara (1527). Véanse Pierre Vilar (dir.), Història de
Catalunya, vol. 4: Núria Sales, Els segles de la decadència (segles XVI-XVIII), Barcelona, Edicions 62,
1989, pág. 69; y Jaume Sobrequès, Història de Barcelona, Barcelona, Random House Mondadori, 2011,
pág. 123.

377 Pierre Vilar, Cataluña en la España Moderna, 3 vols., Barcelona, Crítica, 1987, vol. 1, pág. 264. Véase
también Ricardo García Cárcel, Historia de Cataluña (siglos XVI-XVII), 2 vols., Barcelona, Ariel, 1985,
vol. 1, págs. 264-265.

378 MHSI, Scripta, I, págs. 573-574.

379 Archivo Histórico de Protocolos de Barcelona (AHPB), 506/30 (notario Juan Pareja, «Procés per a la
canonització de Sant Ignasi de Loiola, 1606»).

380 MHSI, Scripta, II, pág. 86.

381 La deducción de que se trataba de la parroquia de Sant Genís dels Agudells de Horta la estableció
Miguel Lop Sebastià, Recuerdos ignacianos en Barcelona, Barcelona, Cristianisme i Justícia, 2005, pág. 18.

382 AHPB, notario Francesc Sunyer, Primus liber testamentorum (1527-1559), «Testamento de Isabel
Roser, 17 de diciembre de 1549», fol. CII.

383 Véase S. Pastore, op. cit., págs. 52-62.

384 Esta posibilidad también la apunta E. García Hernán, op. cit., pág. 139.

385 Se llamaba «bizcocho» al pan que se cocía dos veces (de ahí su nombre, que remite a la bi-cocción),
para que se enjugara y durara mucho tiempo, y con el cual se abastecían las embarcaciones para alimentar a
las tripulaciones.

386 Luis González de Cámara, Autobiografía..., III:36.

387 Documento reproducido en el ensayo de Braulio Manzano Martín, Íñigo de Loyola, peregrino en
Jerusalén (1523-1524), Madrid, Encuentro, 1995, págs. 37-38.

388 Pedro de Ribadeneira, op. cit., libro I, cap. X.

389 Ibíd., libro I, cap. XI.

390 Ibíd., libro I, cap. XII.

391 Luis González de Cámara, Autobiografía..., IV:46.


392 MHSI, Scripta, II, pág. 93.

393 La declaración es de Oriente Pasqual, hija de Juan Pasqual y nieta de Inés Puyol. Archivo Histórico de
Protocolos de Barcelona (AHPB), 506/30 (notario Juan Pareja, «Procés per a la canonització de Sant Ignasi
de Loiola, 1606»), fol. 50v.

394 MHSI, Scripta, II, «San Ignacio en Manresa y Barcelona. Narración de Juan Pasqual (9 de marzo de
1582)», págs. 92-93.

395 El cubículo era verdaderamente claustrofóbico, pues tenía «trece pies de ancho y quince de largo, y una
altitud de veinte palmos», MHSI, Scripta, II, pág. 78, n. 15.

396 Del testimonio de Juan Pasqual, MHSI, Scripta, II, pág. 90.

397 MHSI, Scripta, II, pág. 87.

398 MHSI, Scripta, II, pág. 79, n. 11.

399 MHSI, Scripta, II, pág. 92.

400 Archivo Histórico de Protocolos de Barcelona (AHPB), 506/30 (notario Juan Pareja, «Procés per a la
canonització de Sant Ignasi de Loiola, 1606»), fols. 52v. y 62r.

401 MHSI, Scripta, II, págs. 91-92.

402 MHSI, Scripta, II, pág. 80, n. 11.

403 La declaración es de Oriente Pasqual, hija de Juan Pasqual y nieta de Inés Puyol. Archivo Histórico de
Protocolos de Barcelona (AHPB), 506/30 (notario Juan Pareja, «Procés per a la canonització de Sant Ignasi
de Loiola, 1606»), fol. 52v.

404 MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Ignacio a Inés Pasqual (París, 3 de marzo de 1528)», pág. 74.

405 MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Ignacio a Inés Pasqual (París, 3 de marzo de 1528)», pág. 75.

406 M. Bataillon, op. cit., págs. 159-165.

407 Luis González de Cámara, Autobiografía..., VI:63.

408 E. García Hernán, op. cit., págs. 43-52. Ha sido este historiador quien ha demostrado que,
efectivamente, Ignacio trabajó en la corte como paje y como oficial de quitaciones al servicio de la
Contaduría Mayor, algo que hasta ahora ningún biógrafo de Ignacio había probado documentalmente.

409 MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Ignacio a Inés Pasqual (París, 13 de junio de 1534)», página 90. La
fecha que escribió Ignacio en realidad fue el 13 de junio de 1533, que, según el calendario cristiano
moderno, corresponde al 13 de junio de 1534.

410 MHSI, Scripta, II, pág. 93.

411 MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Ignacio a Inés Pasqual (París, 3 de marzo de 1528)», pág. 75.

412 MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Ignacio a Inés Pasqual (París, 13 de junio de 1534)», pág. 93.
413 Así lo explicó Juan Pasqual en su relato al padre Gil, contado por Maffei (MHSI, Scripta, II, pág. 79).

414 Una vez más, la información la aporta Juan Pasqual. Véase MHSI, Scripta, II, págs. 93-94.

415 H. Rahner, op. cit., vol. 1, pág. 90.

416 MHSI, Scripta, II, pág. 79.

417 AHPB, notario Baltasar Puigjaner, Prim. (bis) lib. testament., 1555-1585, 379/93.

418 La relación entre los Ferrer, Mai, Sapila y Setantí puede comprobarse en los estudios de: Cristian
Cortés, Els Setantí, Barcelona, Fundación Vives Casajuana, 1973; y Joan Bellsolell Martínez, Miquel Mai
(c. 1480-1546): art i cultura a la cort de Carles V, tesis doctoral inédita, Girona, Universitat de Girona,
2011.

419 Véase Antoni Cobos, Joan Ramon Ferrer, De pronominibus suisque natura (1477): edició crítica
acompanyada d’una breu aproximació biogràfica, tesis doctoral inédita, Barcelona, Universidad Autónoma
de Barcelona, 1998.

420 Los datos sobre los capítulos matrimoniales entre Pedro Juan Roser y Jerónima Benet Dams pueden
consultarse en: Biblioteca de Catalunya, Fons de l’Arxiu de l’Antic Hospital de la Santa Creu, perg. 525. En
el Archivo de la Catedral de Barcelona, Esposalles, vol. 9 (1499-1501), fol. 45v, aparece la obligada
donación, de 8 sueldos, que hicieron los contrayentes el jueves 8 de agosto de 1500.

421 El documento donde aparece esta información podría haber formado parte de los papeles de la causa
pía que el padre de Isabel Roser instituyó en el Hospital de la Santa Creu de Barcelona y que luego ella
continuó (Biblioteca de Catalunya, Fons de l’Arxiu de l’Antic Hospital de la Santa Creu, perg. 536).

422 Dietari de l’Antic Consell Barceloní, vol. III (1478-1533), Barcelona, 1894, pág. 226.

423 El epigrama en cuestión aparece después de los comentarios que el propio Ivarra hizo a la obra de
Michele Verino, De puerorum moribus (Barcelona, 1512). Un ejemplar de esta obra puede consultarse en la
Biblioteca de la Universidad de Barcelona (sign. B-58/7/2).

424 Curiosamente, hasta 1515, el abad del monasterio de Sant Benet de Bages había sido Pedro Folc de
Cardona, que se convirtió en mentor de Juan Mai para que ocupara ese cargo. Véase la interesante tesis
doctoral de J. Bellsolell Martínez, op. cit. Del mismo autor: «Miquel Mai y Antonio Sebastiano Minturno
en la Corte de Carlos V», Studia Aurea, 4 (2010), págs. 29 y 139-178.

425 M. Batllori, De l’Humanisme i del Renaixement..., ed. cit., vol. VI, pág. 86.

426 Así se lo contó Araoz a Ignacio por carta desde Barcelona. Véase también Eulàlia Duran, Història de
la cultura catalana: Renaixement i Barroc, Barcelona, Edicions 62, 1997, pág. 132.

427 MHSI, Scripta, II, pág. 89.

428 Véanse M. Lop Sebastià, op. cit., págs. 27-28; J. Creixell, op. cit., págs. 248-249.

429 Cándido de Dalmases, El padre maestro Ignacio: breve biografía ignaciana, Madrid, Editorial
Católica, 1979, pág. 73.

430 E. García Hernán, op. cit., págs. 49-50.


431 Luis González de Cámara, Autobiografía..., VI:54.

432 Ibíd., VI:55.

433 En 1535, Ardévol contrajo matrimonio con Margarita Mestre, prima hermana de Cosme Mestre, otro
de sus socios. Ardévol falleció en 1551. Véase C. de Dalmases, El padre maestro Ignacio..., ed. cit., págs.
73-74.

434 MHSI, Font. narr., I, pág. 585 (he traducido el texto original, en portugués).

435 No obstante, Cándido de Dalmases advierte que este arco cronológico quizá debería acortarse en dos o
tres meses; así lo expone en su obra El padre maestro Ignacio..., ed. cit., pág. 79.

436 M. Bataillon, op. cit., pág. 213, n. 116.

437 Pedro de Ribadeneira, op. cit., libro I, cap. XIII.

438 Marcel Bataillon interpretó la versión de Ribadeneira como menos fidedigna que la de González de
Cámara y le atribuyó un intento de justificar la posterior prohibición de las lecturas de Erasmo entre los
miembros de la Compañía de Jesús. Véase M. Bataillon, op. cit., pág. 213, n. 115. Véase también el largo
comentario que dedica el historiador jesuita Miquel Batllori a este episodio, al hilo de lo que el propio
García Villoslada opina al respecto: M. Batllori, Humanismo y Renacimiento, Barcelona, Ariel, 1987, págs.
164-166.

439 MHSI, Scripta, II, «San Ignacio en Manresa y Barcelona. Narración de Juan Pasqual (9 de marzo de
1582)», págs. 89-90. El convento franciscano de Santa María de Jesús, en Barcelona, se hallaba en el
mismo lugar en el que después se construyó el convento para religiosas de Nuestra Señora de la Enseñanza,
en la calle de Aragón.

440 Véase, en este sentido, el interesante estudio de Francisco Pons Fuster, Erasmistas, mecenas y
humanistas en la cultura valenciana de la primera mitad del siglo XVI, Valencia, Institució Alfons el
Magnànim, 2003.

441 Carta de Vicente Navarra a Alfonso de Valdés, en Barcelona a 25 de octubre de 1528 (fuente:
Academia de la Historia. Cartas de Erasmo y otros, fol. 55). La transcripción de la carta completa original,
en latín, y su traducción en castellano aparecen recogidas en Fermín Caballero, Alonso y Juan de Valdés
(colección Conquenses ilustres, tomo 4), Madrid, 1875, págs. 395-399 (aun así, he corregido la puntuación
de la carta, y donde Caballero ponía «Mayo» he escrito «Mai» para hacer justicia al apellido original de
Miquel Mai en lengua catalana). Véase el comentario que hizo, al respecto, M. Bataillon, op. cit., págs. 317-
318.

442 M. Bataillon, op. cit., págs. 91-96.

443 E. García Hernán, op. cit., pág. 253.

444 Véase Francisco de Bofarull i Sans, «El testamento de Ramón Llull y la Escuela luliana en Barcelona»,
Memoria de la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona, 5 (1896), págs. 437-478.

445 Joseph M. Victor, Charles de Bovelles, 1479-1553: an intellectual biography, Ginebra, Librairie Droz,
1978, págs. 18-19.

446 Carta a Cisneros de noviembre de 1512. Ms. de la Biblioteca de Derecho, Universidad Central, Madrid,
Cartas al Cardenal Cisneros, núm. 102, fol. I v.º (la cita es de M. Bataillon, op. cit., pág. 55, n. 114). Véase
también S. Pastore, op. cit., pág. 129.

447 M. Batllori, Humanismo y Renacimiento..., ed. cit., págs. 16-17. Véase también Rafael Ramis Barceló,
«Un esbozo cartográfico del lulismo universitario y escolar en los reinos hispánicos», Cuadernos del
Instituto Antonio de Nebrija, 15.1 (2012), págs. 61-103; así como la imprescindible «Base de Dades Ramón
Llull», que puede consultarse en red y ha sido elaborada por el Centre de Documentació Ramón Llull de la
Universidad de Barcelona.

448 En la documentación de la época, el apellido Sapila aparece escrito también, indistintamente: Çapila o
Zapila.

449 Así lo afirma, aunque sin aportar fuente documental alguna, J. Creixell, op. cit., pág. 297, n. 11.

450 Véase el artículo de M. Batllori, «Lulismo y combinatoria», en Charles E. O’Neill y Joaquín M.ª
Domínguez (dirs.), Diccionario histórico de la Compañía de Jesús, ed. cit., págs. 2241-2242.

451 M. Batllori, «Cenacles lul·lians i cenacles erasmistes a la Barcelona del Renaixement», en De


l’Humanisme i del Renaixement..., ed. cit., vol. 5, págs. 176-184.

452 M. Andrés, art. cit., en R. García-Villoslada (dir.), op. cit., vol. 3.2, pág. 333.
CAPÍTULO IV

Acólitas alcalaínas y valedoras de Ignacio en el exilio


parisino

Desde que Ignacio comenzó el viaje que lo llevaría en peregrinación a


Jerusalén, encontró en las mujeres a sus principales e incondicionales adeptas,
pero también aprendió mucho de ellas. En sus prédicas, en sus conversaciones o
cuando les enseñaba el método de los Ejercicios espirituales, ganó experiencia y
seguridad mientras caminaba hacia un futuro incierto. Luego fueron también
mujeres las que lo apoyaron económicamente para que pudiera estudiar con
holgura en París, un hecho decisivo para la posterior fundación de la Compañía
de Jesús.
Más adelante, las sospechas que despertaron los jesuitas en su trato con
mujeres llegaron a convertirse en un arma arrojadiza para los detractores de la
Compañía. Pero probablemente esa persecución tenga mucho que ver con la
fama que precedía a Ignacio. Topó con los primeros escollos en Manresa. Luego,
en Barcelona, es posible que el hecho de vivir en casa de Inés Puyol lo obligara a
mantener una actitud más discreta. Pero fue en Alcalá donde, que sepamos, las
autoridades inquisitoriales y eclesiásticas se interesaron especialmente por sus
conventículos. Ignacio reunía a sus acólitas de casa en casa, pero también en una
pequeña estancia o camarita del hospital de Antezana, donde se alojó por un
tiempo. Ese comportamiento, rodeado de cierto secretismo, levantó sospechas y
fue por ello denunciado. Por otra parte, mientras estaba en prisión recibió la
visita de dos importantes mujeres próximas a la corte imperial, Leonor
Mascareñas y Teresa Enríquez, pero rechazó sus ofrecimientos de ayuda.

LOS CONVENTÍCULOS FEMENINOS DE ALCALÁ

Ignacio llegó a Alcalá a mediados de febrero de 1526. No se sabe con


exactitud por qué tomó la decisión de abandonar Barcelona, pero debió de haber
motivos de mayor peso que el de continuar sus estudios en la facultad de Artes
de Alcalá, como se narra en la Autobiografía escrita por Cámara, ya que ni en
Barcelona aprovechó las clases de latín del maestro Jerónimo Ardévol, ni en
Alcalá podría haberse matriculado en la universidad, debido a que no hubiera
superado el examen de gramática latina preceptivo para entrar, por el bajo nivel
de conocimientos que tenía. Además, de haber sido oficialmente estudiante, las
autoridades eclesiásticas que lo interrogaron y detuvieron temporalmente lo
habrían tratado como tal, es decir, recluyéndolo en la cárcel universitaria y no en
la diocesana, y en la sentencia le habrían obligado a vestir como estudiante, y no
como «a los naturales de estos reinos» 453 . Si bien es cierto que debió de tomar
algunas clases particulares al margen de las aulas universitarias, el jesuita Juan
de Polanco cuestionó el progreso de Ignacio en sus estudios en los meses que
permaneció en Alcalá, «en los cuales entre tantas ocupaciones y embarazos
todavía pregustó la lógica y filosofía natural y dos o tres libros de Sentencias,
bien que no era posible que fuese muy fundado» 454 .
Por otra parte, ahora sabremos que Ignacio en Barcelona ya contaba con un
reducido grupo de acólitos, que, al poco tiempo de su partida, lo seguirán a
Alcalá. Este grupo, que se autodenominaba «Compañía» —casi veinte años
antes de que se consumara la primera aprobación papal de la Compañía de Jesús,
el 2 de septiembre de 1539, en Tívoli— y cuyos miembros se llamaban entre
ellos «compañeros», lo completaban Calixto de Saa, Lope de Cáceres y Juan de
Arteaga y Avendaño. Es importante tener en cuenta la procedencia y el origen
social de estos personajes para mesurar la importancia que ya por entonces
Ignacio daba a su proyecto, aunque lo que sucedería primero en Alcalá y después
en Salamanca abocó al grupo al desmantelamiento y obligó a su líder a empezar
de cero.
Calixto de Saa y Lope de Cáceres habían formado parte del entorno de la
corte barcelonesa del virrey Fadrique de Portugal. No se trataba, por tanto, de
personas desarraigadas como las que pedían limosna a la puerta de las iglesias.
Calixto pertenecía a una familia de comerciantes portugueses, mientras que Lope
era miembro de un prominente clan de comerciantes conversos que había tenido
una importante participación en la rebelión de los comuneros de Castilla de
1521. Es probable que Ignacio hubiera mantenido contactos, durante su estancia
en Arévalo, con la familia Cáceres y con el propio Fadrique Enríquez, obispo de
Segovia entre 1508 y 1511 y uno de los firmantes del testamento de Isabel la
Católica 455 .
Ya en Alcalá, se les uniría Juan Reinalde o Reynauld —a quien Ignacio
llamaba Juanico—, un joven francés que había sido paje de don Martín de
Córdoba, virrey de Navarra. Según cuenta la tradición jesuítica, cuando Juanico
pasó por Alcalá lo hirieron y fue llevado al hospital de Antezana para que lo
curaran, y allí es donde lo reclutó el grupo de «compañeros».
En Alcalá, los cinco miembros de la primigenia «Compañía» empezaron a
vestir unos hábitos «pardillos claros» y largos hasta los pies, que los hacía
llamativos. Ignacio, quien además llevaba los pies descalzos, se comportaba
como cabecilla de aquel grupo de laicos que obraban como si fueran
«apóstoles». A todo ello se sumó el hecho de que llevaran a cabo reuniones con
cierto halo de secretismo en las que participaban sobre todo mujeres, por lo que
debieron de ser denunciados, y entre el 19 y el 21 de noviembre de 1526, Miguel
Carrasco —confesor del arzobispo de Toledo, Alonso de Fonseca, exrector de la
universidad y por entonces catedrático de Teología en Alcalá— y Alonso Mejía
—canónigo de Toledo— tomaron declaración a varios testigos acerca de los
comportamientos y prédicas de Ignacio y sus cuatro compañeros. A partir de
esas pesquisas, y aun a pesar de las mutilaciones y manipulaciones de que fueron
objeto los extractos que se hicieron de los procesos a que fue sometido Ignacio,
se revela un mundo que en su periplo manresano y barcelonés no se había
manifestado con tanta nitidez 456 .
Carrasco y Mejía investigaban desde abril de 1526, por encargo del inquisidor
Alonso Manrique, a sospechosos de alumbradismo en la zona de Toledo y
Guadalajara. Su intervención no andaba errada en el caso del grupo de Ignacio.
El primer testigo interrogado, Hernando Rubio, fraile franciscano, explicó
que un día iba preguntando por las casas quién podía prestarle un celemín —
medida de capacidad usada en Castilla—, y cuando llegó a la casa de Isabel
Sánchez —probablemente beata porque era apodada «la Rezadera»—, al
asomarse a la puerta, vio que en un patio interior estaba uno de aquellos
apóstoles sentado en una silla, y alrededor de él, sobre una esterilla, «hincadas de
rodillas, dos o tres mujeres, puestas las manos a manera de estar rezando,
mirando hacia el dicho mancebo». La Rezadera salió a decirle que estaban
ocupadas, y el testigo no pudo oír lo que hablaban. Por la tarde, la misma mujer
fue hasta la casa del testigo y le dijo que no se escandalizase de lo que había
visto, porque aquel hombre era «un santo». El «santo» que se encontraba en casa
de Isabel Sánchez era Ignacio.
Las preguntas de los inquisidores al fraile franciscano incidieron en los
hábitos de aquellos «apóstoles», en busca de comportamientos heréticos. Así
supieron que se reunían «a cierta hora del día en el hospital de Nuestra Señora,
que está en la calle Mayor, y que allí platican los susodichos, y los van a oír
hombres y mujeres»; que no vivían juntos, sino cada uno por separado; que no
eran letrados pero algunos recibían clases de «principios de gramática y lógica»,
aunque no en el Estudio General ni en la universidad, sino que «particularmente
los enseñan»; que se desconocía su procedencia y si eran «conversos o cristianos
viejos». Finalizada la testificación de Hernando Rubio, le exigieron que guardara
secreto.
Luego los inquisidores llamaron a declarar a la beata Beatriz Ramírez. Esta
confirmó que uno de los dichos apóstoles era un tal «Íñigo, que ha oído decir que
es caballero». Beatriz había acudido un día a casa del panadero Andrés Dávila, y
halló a este y a su esposa, junto al tal Íñigo, en la habitación donde se alojaba
otro de los sospechosos. Dos días antes, Ignacio la había invitado a que acudiera
allí, porque le dijo que iba a hablar de los mandamientos. Además, en la casa se
encontraban también la ya citada Isabel Sánchez; una mujer llamada Ana del
Vado que era ama de un tal fray Bernardino; una moza de 14 años, hija de Juana
de Villarejo; otra mujer llamada Luisa, hija de Francisco de la Morena, y un
hombre que era viñadero, entre otras personas que la testigo no recordaba. Era,
por tanto, un nutrido y variopinto grupo. La testigo declaró además algo
sorprendente: al terminar la reunión se sintió afligida porque nada de lo que
había oído decir al tal Íñigo eran cosas novedosas, sino ya sabidas. Finalmente,
nombró uno por uno a los compañeros de Íñigo y dijo dónde vivían,
demostrando así que los conocía muy bien. Es más, ella misma había mediado
para que «algunas dueñas ricas [...] diesen para el dicho Íñigo unas cuatro varas
de paño para el vestido que trae ahora, y un colchón dado y otro prestado»,
además de una almohada rellena de lana para dos de sus compañeros. Pero hay
otro dato muy importante que debe tenerse en cuenta: Beatriz Ramírez era
hermana de Manuel Miona, de origen portugués y natural del Algarve, que
ejercía como profesor en la universidad, reconocido erasmista que fue confesor
de Ignacio en Alcalá y luego lo seguiría a París. Por tanto, es probable que
Beatriz Ramírez manifestara cierto distanciamiento de Ignacio para no levantar
sospechas y evitar así que los inquisidores pensaran que el grupo estaba más
articulado de lo que en principio daban a entender.
También María y su esposo, el hospitalero Julián Martínez, encargado del
hospital de Antezana, en Alcalá, dijeron en sus declaraciones que entre las
personas que iban a visitar a Ignacio también había estudiantes y frailes. Dos de
las mujeres que acudían, apenas tenían 17 años, una de ellas era hija de Isidro
Alcabalero, y la otra, hija de Juan de la Parra. Pero, según Julián, a veces se
juntaban diez o doce, y no las recordaba a todas. Asimismo, dijo que buscaban a
Ignacio sobre todo en días de fiesta pero, como este no quería que lo molestasen,
encargó al hospitalero que les impidiese el paso, porque necesitaba tiempo para
estudiar. En ocasiones las mujeres acudían tapadas, y llegaban incluso al
amanecer o de noche. Se sabía que una de ellas había sido «mujer de mundo»
antes de casarse, y otras dos habitaban en pueblos próximos a Alcalá. Esto
demuestra la divulgación que se estaba dando a las experiencias vividas en el
entorno del conventículo ignaciano.
Después de escuchar a todos los testigos, los delegados inquisitoriales
concluyeron que no había peligro alguno de herejía, y ordenaron a Íñigo y al
resto de sus compañeros que «dentro de ocho días primeros siguientes dejen el
dicho hábito y manera de vestir y se conformen con el hábito común que los
clérigos y legos traen en estos reinos de Castilla». Esto sucedía el 21 de
noviembre de 1526.
Sin embargo, tres meses después, el 6 de marzo de 1527, miércoles de
Ceniza, era el vicario diocesano Juan Rodríguez de Figueroa quien tomaba
declaración a una nueva testigo, Mencía de Benavente. Esta nombró, una por
una, a varias mujeres que frecuentaban la compañía de Ignacio. Algunas
pertenecían a la familia de Mencía y todas eran de extracción humilde. Se trataba
de Mari Díaz, esposa de Francisco Tejedor, y una hija suya; un ama de Fernando
Díaz que era viuda y «está parida», y había sido criada de Loranca Capellán de
Santiuste; Inés de Benavente, hermana de la testigo, que era criada de Luis
Arenas; María, criada de Luisa Velázquez, «que vive en el horno de la de
Flores»; María, que estaba en casa de Ana Díaz y era vecina de la testigo;
Marina Díaz de Ocaña, que era viuda y una vez la testigo «le quitó el cordel del
pescuezo» porque se quiso ahorcar; Ana, hija de la propia testigo; y Leonor, a
quien Mencía enseñaba a tejer. Estas dos últimas, que tenían entonces 16 años,
también fueron llamadas a declarar.
El modelo que Ignacio había acuñado en Barcelona en su relación con las
mujeres parecía repetirse en Alcalá, aunque, a tenor de lo que conocemos, con
alguna diferencia fundamental. A pesar de que en ambas ciudades recibió ayudas
que provenían de mujeres bien situadas en la escala social, en Alcalá parecía
estar volcado a desarrollar su prédica también en estratos sociales bajos: beatas,
amas de frailes, esposas de peones del campo, criadas, exprostitutas... Pero había
otra práctica en la que probablemente Ignacio tenía ya bastante experiencia: las
reuniones en grupos de hasta diez o doce mujeres para desarrollar sus prédicas;
aunque, en ocasiones, también hablaba con ellas por separado y a solas.
Acerca de lo que Íñigo trataba con aquellas mujeres, también había dado
cuenta Mencía de Benavente, quien manifestó que les enseñaba «los
mandamientos y los pecados mortales, y los cinco sentidos, y las potencias del
alma: y lo declara muy bien; y lo declara por los Evangelios, y con san Pablo, y
otros santos; y dice que cada día hagan examen de su conciencia dos veces [...]
trayendo a la memoria en lo que han pecado ante una imagen, y les aconseja que
se confiesen de ocho en ocho días, y reciban el sacramento en el mismo tiempo».
Curiosamente, a pesar de esas menciones explícitas de san Pablo —cuya
doctrina no era vista con buenos ojos por algunos sectores de la Iglesia— y de la
confesión semanal —una periodicidad del todo inusual en la época, al igual que
sucedía con la comunión 457 —, el vicario diocesano no encontró nada de
sospechoso o peligroso en las enseñanzas de Ignacio, excepto que provenían de
un grupo de personas que presentaba indicios de transgresión en sus
comportamientos y manera de vestir.
Entre el viernes 10 de mayo y el sábado 1 de junio de 1527, el vicario
diocesano Figueroa llevó a cabo el segundo proceso ordinario con vistas a
esclarecer las actividades del extraño grupo liderado por Ignacio en Alcalá. Ello
se debió a la insistencia del doctor Pedro Sánchez Ciruelo —profesor de la
universidad, antierasmista y partidario de los comuneros—, que tenía amistad
con dos de las mujeres que participaban en los conventículos de Ignacio y habían
desaparecido. En esta ocasión se llamó a declarar a María de la Flor, que era
sobrina de Mencía de Benavente y había abandonado la prostitución desde que
frecuentaba al grupo de Ignacio. La testigo describió en su declaración el
procedimiento que Ignacio seguía a la hora de dar los Ejercicios, pero también
proporcionó una versión más prosaica, aunque no menos interesante, acerca de
lo que aquellas mujeres hallaban en las conversaciones con su guía espiritual:
«Dijo que lo que sabe del Íñigo es que esta [testigo] lo veía muchas veces entrar
en casa de Mencía de Benavente, que es tía de esta que declara; y hablaban en
secreto muchas veces; y esta preguntaba a su tía y a su hija qué les hablaba y a
otras mujeres; y le decían las penas que tenían y las consolaba».
Mientras duraban los Ejercicios espirituales que Ignacio enseñaba a hacer a
las mujeres, los estados de ánimo de estas oscilaban entre una especie de euforia
y una gran tristeza. Las ejercitantes, por su parte, debían aprender a controlarlos,
ayudadas por Ignacio u otro compañero, quienes las orientaban siempre a
fortalecerse «en el servicio de Dios», a asumir cualquier estado de ánimo «por
amor de Dios». Por eso María declaraba que solo se sentía reconfortada cuando
hablaba con ellos. En ese proceso a veces también se producían situaciones de
arrobamiento. Por ejemplo, María de la Flor vio en una ocasión a Mencía
«amortecida en el suelo» de su casa, junto con su hija, y llamó a Calixto de Saa
para que las levantara del suelo.
María de la Flor también hizo alusión a ese halo de secretismo que envolvía a
Ignacio. Este le había dicho que, lo que hablase con él o sus compañeros, «no
había necesidad de decirlo a los confesores». Ignacio tenía sobrados motivos
para advertir a sus seguidoras de ese peligro, a juzgar por las declaraciones de
María de la Flor: «[...] y que ha oído decir al Íñigo y al Calixto que ellos han
hecho voto de castidad; que seguros estaban, aunque durmiesen cualquiera de
ellos con una doncella en una cámara, que estaban seguros que no pecarían; y
aun de cualquier pensamiento malo estaban seguros que no les vencería».
Estos mismos argumentos también fueron puestos en boca de Antonio de
Medrano, cura beneficiado de Navarrete y admirador entregado y amigo íntimo
de la beata Francisca Hernández, en los diversos procesos diocesanos e
inquisitoriales a los que fue sometido entre 1524 y 1530 por ser sospechoso de
alumbradismo. Medrano, según declaró un testigo, manifestaba que «quitaba las
tentaciones de la carne con besar y abrazar» y que «se echaba con mujeres y aun
encima de mujeres desnudo para mostrar que tenía gracia de castidad y de
vencer todas las tentaciones de la carne», y eso sucedía porque Dios así lo había
proveído. Medrano era, no debe olvidarse, descendiente de conversos por parte
de padre, y de «caballeros y señores de vasallos» al servicio del duque de Nájera,
por parte de madre 458 , lo que lleva a pensar que Ignacio pudo haberse
relacionado en algún momento con él o haber vivido en el ambiente en que
germinaron esas propuestas.
Pero no quedaba ahí el asunto. María había manifestado sus deseos de
retirarse a un yermo para imitar a santa María Egipcíaca, y le había propuesto a
Calixto de Saa, acólito de Ignacio, que la acompañara. Calixto le había
contestado que, al tratarse de un buen pensamiento, si era eso lo que deseaba,
«como ella quisiese y de la manera que quisiese, se haría». También Ignacio lo
había aprobado, ya que «cuando él se había salido [de su tierra], no se había
aconsejado con ninguno, dándole a entender que para aquello no había menester
consejo». El hecho de que María consultara con su confesor aquellas
orientaciones, le valió una reprimenda de Ignacio.
Además, María de la Flor expuso las advertencias de Ignacio y Calixto acerca
de la violencia sexual a la que se exponían ella y su prima Ana de Benavente. No
obstante, insistieron en que, si eran violadas, no incurrirían en pecado:
Y [declaró] que cuando hablaban en irse con el Calixto esta y Ana su prima, hija de la de
Benavente les dijeron el Calixto e Íñigo que si por el camino alguno les quisiese hacer algunas
descortesías de fornallar [o fornicar], que no lo hiciesen ellas por su albedrío; y que si se hiciese que
alguno las forzase sin su voluntad, que esto era sin pecado; y que así merecerían más y servirían a
Dios; y que tan vírgenes se quedarían así como así, pues no lo hacían de su voluntad.

Las relaciones de Ignacio y Calixto con el grupo de mujeres que acudían en


busca de formación espiritual y consuelo fueron atípicas. Aunque los límites de
esas relaciones son difíciles de precisar a partir de las declaraciones de las
testigos, debieron producirse con unos niveles de afectividad e intimidad
intensos.
A las dificultades de valorar el grado de subjetividad de las mujeres que
habían escuchado las prédicas y conocido la manera de proceder del grupo de
Ignacio en Alcalá, o fueron objeto de sus amonestaciones o sus orientaciones
espirituales, se añaden otras situaciones singulares que declararon haber
experimentado algunas después de visitarlos, como desmayos, bascas o ansias en
el estómago, trasudores y pérdida momentánea del habla y de la consciencia.
Según Ana de Benavente, hija de Mencía y prima de María de la Flor, los
desmayos le vinieron porque había estado pensando «cómo se había apartado del
mundo, así en el vestir como en otras cosas de murmurar y jugar, [y] le tomaba
una tristeza que se desmayaba; y algunas veces le tomaban desmayos y perdía el
sentido; y dos veces le tomaron unas bascas del corazón que se revolcaba por el
suelo, y la tenían otras personas, y no podía sosegar y la duraba una hora, y otras
veces, más o menos». Ignacio y Calixto le decían que no se preocupase por ello,
que no era nada y «que se esforzase con Dios».
El psicoanalista e historiador jesuita W. W. Meissner señala que no es casual
que las alcalaínas que sufrieron estos desmayos fueran viudas o adolescentes de
16 o 19 años, y no mujeres casadas, porque Ignacio y sus compañeros, al
impulsarles a revelar sus más recónditos deseos, esperanzas, fracasos y pecados
—sexuales y de otro tipo—, en una interacción íntima, profundamente personal
y confiada, generaron en ellas «un apego libidinoso al progenitor del sexo
opuesto», figura que, en este caso, los propios «apóstoles» ignacianos, en su
papel de guías espirituales, encarnaban 459 .
No cabe duda de que la sexualidad debió estar muy presente en las
conversaciones de las mujeres que acudían a los conventículos de Alcalá. Al
menos esto es lo que se desprende de las declaraciones de las testigos. Una
promiscuidad sexual consentida u obtenida por violencia derivada del contexto
universitario masculino, como sucedía en otras ciudades, sumada a la juventud
de algunas de las seguidoras del grupo de «apóstoles», apuntarían en esa
dirección. Aunque eso no quiere decir que todas las mujeres que asistían a los
encuentros mantuvieran relaciones sexuales con los integrantes del grupo
ignaciano, como sí había sucedido en el grupo vallisoletano liderado por la beata
Francisca Hernández.
Una vez tomada declaración a las testigos, el sábado 18 de mayo de 1527, le
llegó el turno a Ignacio, que tuvo que responder a las preguntas de los jueces
eclesiásticos en la cárcel donde se hallaba preso. Lo primero que el vicario
diocesano Juan Rodríguez de Figueroa le recriminó fue que había desobedecido
su orden, dada en la Navidad anterior, por la que le prohibía hacer
«ayuntamiento de gente, que se dice conventículo, para enseñar y adoctrinar a
nadie». Ignacio se defendió, pues entendía que eso se le había mandado «no en
vía de precepto» sino «a manera de consejo», y que por ello había continuado
reuniendo a gente. Acerca de los desmayos de las mujeres, dijo Ignacio que se
los provocaban la «repugnancia que sentían dentro de sí», debido a que dejaban
de pecar y de tener tentaciones tanto del demonio como de parientes. Ignacio
hablaba con conocimiento de causa en lo referente a las tentaciones, no así en lo
de los desmayos, pues, según su propio testimonio, nunca los había
experimentado. Por último, el juez diocesano se interesó por el asunto de la
supuesta injerencia de Ignacio y Calixto de Saa en las funciones atribuidas a los
confesores. De nuevo, Ignacio negó haber adoptado un papel de intermediario y
censor entre sus seguidoras y los confesores de estas, algo que resulta difícil de
creer, puesto que es improbable que las mujeres alcalaínas se lo inventaran.
A continuación, fue Luisa Velázquez quien testificó. Por la Cuaresma había
ido a Jaén, «a ver la Verónica», y a Nuestra Señora de Guadalupe con su madre,
María del Vado, y una criada de esta llamada Catalina, esposa de Francisco de
Trillo. Quedó demostrado que la iniciativa de peregrinar había salido de su
madre, y eso salvó a Ignacio de una condena en firme, dado que el doctor
Ciruelo lo había denunciado precisamente por esos hechos.
En cuanto a las ocasiones en que Luisa Velázquez se había visto con Ignacio
y sus compañeros, la testigo manifestó haber estado con ellos en varias casas y
en el hospital, lo que demuestra la gran movilidad de los conventículos. Su
madre, María del Vado, declaró lo mismo, sin mostrar tampoco ningún tipo de
aversión hacia Ignacio, sino más bien al contrario.
La sentencia resultante de los procesos informativos del vicario se dictó el
sábado 1 de junio de 1527, cuando Ignacio y sus cuatro compañeros estaban
libres, después de haber permanecido presos durante casi un mes y medio. El
vicario ordenaba a Ignacio que dejara definitivamente de vestir el hábito largo a
partir de los diez días siguientes; que durante tres años no reuniese a personas, ni
en público ni en secreto, ya fueran hombres o mujeres de cualquier estado o
condición, para enseñar ni adoctrinar, y que no hablase de nada tocante a los
mandamientos o a cualquier tema de la fe católica. Pasados esos tres años, solo
la autorización expresa del juez ordinario o vicario general de la diócesis en la
que se encontrara podrían facultarle para enseñar la doctrina. De no cumplir con
lo ordenado, sería condenado a la pena de excomunión y destierro perpetuo de
los reinos de Castilla, y ello se hacía extensible al resto de los compañeros.
González de Cámara aportó un dato que, sospechosamente, no aparece en los
extractos procesales de Alcalá (¿quizá porque fueron «censurados» a
posteriori?): el vicario le preguntó a Ignacio directamente si guardaba el sábado
—es decir, si consideraba el sábado fiesta de guardar—, en clara alusión a si
seguía la ley mosaica (o ley de Moisés, del antiguo pueblo de Israel, plasmada en
la Torá). El biógrafo pasó por encima de esta cuestión y hay que acudir a las
anotaciones de Juan de Polanco para encontrar la supuesta respuesta de Ignacio:
«Respondió que el sábado tenía devoción a Nuestra Señora; que no sabía otras
fiestas, ni en su tierra había judíos...» 460 .
La pregunta del vicario vendría al caso porque se sospechaba de los
judeoconversos y se les relacionaba con quienes buscaban nuevas formas de
expresión religiosa, más afectivas y espirituales, y por tanto con los llamados
«alumbrados». En el propio contexto alcalaíno, la presión inquisitorial formaba
parte de la cotidianeidad tanto para los cristianos nuevos como para el resto de la
comunidad en general, expuesta a la denuncia indiscriminada por rencillas de los
vecinos. Por ejemplo, ese mismo año de 1527 fue procesado en la ciudad por la
Inquisición el sastre Diego de Alcalá, acusado de sacrificar una res a la manera
de los judíos: abriendo las piernas del animal de arriba abajo, sacando la
landrecilla y tirando esas sobras. Por otra parte, el hecho de que Ignacio reuniera
a sus seguidoras y seguidores de Alcalá en diferentes casas, también podía
interpretarse como una práctica judaizante, ya que se hallaba extendida entre los
judíos la costumbre de visitarse y reunirse para rezar juntos o con motivo de
celebraciones, y se sospechaba que los conversos hacían lo mismo secretamente.
Ya había precedentes de esa persecución inquisitorial en Alcalá. En 1508, el
alcalaíno Gómez de la Torre, de oficio cambiador, había sido inculpado, entre
otros delitos heréticos, por asistir a reuniones comunitarias donde hacía
«endechas y endechaban y cantaban y daban palmas como judíos» 461 .
Cámara escribió, asimismo, que Ignacio cuando llegó a la ciudad «tomó
conocimiento con don Diego de Guía [o de Eguía]», que vivía en casa de su
hermano, el impresor Miguel de Eguía, junto con su otro hermano Sebastián.
Diego le ofreció no solo alojamiento, sino también ayuda económica,
entregándole varios «paramentos de lechos de diversos colores, y ciertos
candeleros y otras cosas semejantes» para que los vendiera y obtener así un
dinero del que los Eguía no disponían en metálico. Habría sido en casa de estos,
según cuenta Cámara, donde Alonso Mejía mandó a buscar a Ignacio y sus
compañeros, quienes ya estaban en boca de la gente y eran conocidos como
«ensayalados» o «alumbrados». No es descabellado pensar que los Eguía
también asistían a los conventículos que reunía Ignacio. Ese rastro, si es que
existió, ha desaparecido de los extractos de las pesquisas llevadas a cabo en
Alcalá. Sin embargo, las estrechas relaciones de los hermanos Eguía con
personas que exploraban los caminos de una nueva espiritualidad apuntarían en
esa dirección.
Miguel de Eguía condujo el taller de imprenta alcalaíno que tenía su suegro,
el gran impresor Arnao Guillén de Brocar, a partir de 1523. Esta imprenta, de
cuyas prensas había salido la Biblia políglota encargada por Cisneros, pronto se
convirtió en un foco de difusión de las obras de Erasmo. Miguel se había casado
en 1518 con la hija de Brocar, María, y es casi seguro que aprendiera el oficio
con su suegro 462 .
Los hermanos Eguía procedían de una familia de comerciantes rica y
poderosa de Estella, en Navarra, del bando beamontés, al igual que los Loyola.
Por ello, cuando en 1512 el rey Fernando invadió una parte de Navarra, los
Eguía se alinearon al lado de las tropas castellano-aragonesas, en las que había
una fuerte presencia guipuzcoana. Luego, debido a los vaivenes de la guerra, la
familia Eguía se trasladó a Logroño. La madre de los hermanos Eguía, Catalina
Pérez de Jaso, estaba emparentada con María de Jaso, que era madre de Esteban
de Zuasti, quien acompañó a Ignacio en unas andas hasta ponerlo a salvo tras ser
herido en Pamplona, y también era tía del futuro jesuita y santo Francisco Javier.
Por tanto, cabe pensar que los miembros de la familia Eguía eran viejos
conocidos de Ignacio.
A raíz del proceso inquisitorial del cura alumbrado Antonio de Medrano se
sabe que Miguel de Eguía llevó cartas de parte de aquel a la beata Francisca
Hernández en Logroño. Esta había sido procesada, en 1519, por el vicario
diocesano en Salamanca, y luego, diez años después, la Inquisición volvería a
procesarla en Valladolid (donde había vivido entre 1520 y 1527). Por tanto, si
Ignacio conocía a Francisca Hernández desde su paso por Arévalo, y tuvo
relación con Medrano en Valladolid, es posible que en algún momento
coincidiera también con Miguel de Eguía y compartieran inquietudes
religiosas 463 .
Miguel de Eguía figuraba asimismo en la lista de «apóstoles» que, en 1525,
elaboró Juan López de Celaín por encargo del Almirante de Castilla don
Fadrique Enríquez —también probable viejo conocido de Ignacio— para
acometer un proyecto de evangelización de sus estados con la promesa de
pagarles 20.000 maravedíes anuales, aunque el proyecto finalmente no se
materializó. El Almirante en Medina de Rioseco, al igual que su cuñado el
marqués de Villena, don Diego López Pacheco en Escalona, o los duques del
Infantado en Guadalajara, se interesaron por las corrientes de espiritualidad que
eran difundidas en predicaciones laicas y cuyos artífices fueron tachados por la
Inquisición de «alumbrados». Ninguno de estos personajes notables fue tocado
por el Santo Oficio, al contrario que sus protegidos. De todos ellos, se llevó la
peor parte Juan López de Celaín, uno de los pocos alumbrados condenado a
morir en la hoguera. Antes de eso, López de Celaín había sido detenido en
Granada el 23 de diciembre de 1528, y hacia febrero de 1530, después de fugarse
de la cárcel, es probable que se hallara en casa del impresor alcalaíno 464 .
Algunos de aquellos hombres y mujeres alcalaínos que se relacionaron con
Ignacio aparecieron, en 1532, en la lista de personas denunciadas ante la
Inquisición de Toledo por el maestro humanista Diego Hernández como
participantes activos en el movimiento alumbrado de Alcalá. También Beatriz
Ramírez, Luisa Velázquez y su madre, así como Luisa Arenas, la hermana de
esta y su criada estaban en dicha lista. Alonso de la Cruz, esposo de Ana Díaz,
había sido identificado en 1527 por el inquisidor de Toledo como uno de los
alumbrados relacionado con Isabel de la Cruz y Pedro Ruiz de Alcaraz, los
líderes de los conventículos alumbrados de Guadalajara, detenidos por la
Inquisición en 1524 y condenados en 1529 a prisión perpetua 465 .
También Miguel de Eguía y Miguel de Torres —vicerrector del Colegio
Trilingüe de la universidad (probablemente, nada tiene que ver con el Miguel de
Torres que luego sería jesuita y confesor de la reina de Portugal) 466 — serían
denunciados por Diego Hernández. Este, asimismo, dijo de Manuel Miona que
era amigo íntimo de Bernardino de Tovar —reconciliado como alumbrado por la
Inquisición en aquellos años—, y que había aprendido de él sus herejías
alumbradas y se las había transmitido a su amigo Alonso Garzón. Otro personaje
que sufrió la persecución inquisitorial fue el aragonés Mateo Pascual, doctor en
ambos derechos, que había sido sacerdote en Tarragona y tenía el cargo de rector
del Colegio Trilingüe y del colegio de San Ildefonso de Alcalá.
No es extraño, por tanto, que entre finales de 1529 y finales de 1530 se
produjera una desbandada de clérigos y humanistas de la pequeña ciudad
universitaria. Mateo Pascual partió hacia Roma, mientras que Miona y Torres se
instalaron en París. Miguel de Eguía sería interrogado por los inquisidores en
1530, encarcelado en otoño de 1531 y liberado probablemente a principios de
1534 467 . No tuvieron esa suerte Alonso Garzón y Juan del Castillo, dos buenos
amigos de Miona, ya que murieron quemados en la hoguera inquisitorial.
Fueron algunos de estos disidentes que lograron escapar quienes acabaron
ingresando en las filas de la Compañía de Jesús, y no los compañeros
«apóstoles» de Ignacio que lo siguieron desde Barcelona hasta Alcalá. Es
curioso cómo el destino quiso que un, por entonces, poco letrado Ignacio fuera
capaz de seducir a tan cultos personajes y atraerlos hacia su causa, mientras que
sus primigenios y fieles compañeros tomaron caminos separados.
Ignacio intentó que Calixto de Saa estudiara también en París, pero
necesitaba una ayuda económica que, una vez más, buscó entre las mujeres que
lo habían apoyado. Escribió a la dama portuguesa Leonor Mascareñas —aya del
príncipe Felipe, a la que debió conocer en Alcalá o en Valladolid— pidiéndole
que utilizara sus influencias en la corte del rey de Portugal con el fin de obtener
para Calixto una beca que le permitiera estudiar en el colegio parisiense de Santa
Bárbara. Los reyes de Portugal habían tenido, desde los orígenes medievales de
este colegio, una especial inclinación a enviar grupos de hasta cincuenta jóvenes
alumnos becados. La propia Leonor ofreció a Calixto como ayuda «una mula y
el precio del viaje». Sin embargo, el beneficiario de aquellas ayudas, finalmente,
no siguió la estela de Ignacio, sino el camino que tiempo atrás había sugerido
María de la Flor. En 1531, Calixto se unió a un grupo de beatas sospechosas ante
la Inquisición y con ellas pasó a México. Entre esas mujeres se encontraba
Catalina Hernández, vecina y amiga de la beata Francisca Hernández. Una vez
en tierras americanas, Calixto fue obligado a apartarse de la beata y a dedicarse a
la conversión de indios, pero en 1540 estaba de regreso en Salamanca, tras haber
amasado una fortuna como comerciante 468 .
Cáceres abandonó por completo el tipo de vida que compartió con el grupo
alcalaíno, mientras que Juanico ingresó en la Orden franciscana. Bien distinta
fue la suerte del licenciado Juan de Arteaga, quien entró en la Orden de Santiago
y en 1540 fue nombrado obispo de Chiapas, en México. Sin embargo, años
antes, en 1533, Arteaga había sido escogido como ayo y maestro de Luis de
Requesens, que era hijo de doña Estefanía de Requesens y Juan de Zúñiga y
Avellaneda (nombrado, a su vez, en 1535, ayo y preceptor del príncipe Felipe),
cuando estos acababan de trasladarse a Madrid. Esa relación de Arteaga con los
Requesens remite a la amistad que el propio Ignacio había mantenido con una de
las destacadas integrantes de este linaje en Barcelona, Estefanía de Requesens
(como certificó Juan Pasqual en su largo memorial). Además, el palacio de los
Requesens se hallaba unido por detrás a la casa de los Roser. No es de extrañar,
por tanto, que Ignacio, en 1533, en una de sus cartas a Isabel Roser le hablara
con una gran familiaridad de Arteaga: «En Arteaga con muchas personas de
Alcalá y Salamanca veo mucha constancia en el servicio y gloria de Dios
Nuestro Señor, a quien sean infinitas gracias por ello» 469 . Por otra parte, los
Requesens se interesaron por las nuevas formas de entender la religión y
mostraron admiración hacia personajes como Ignacio o fray Tomás de Guzmán,
que formó parte del grupo de clérigos reclutados por el sacerdote vizcaíno Juan
López de Celaín. En varias cartas enviadas desde Madrid, en 1535, por el
matrimonio Requesens a Hipólita Ruiz de Liori, la madre de Estefanía, se
elogiaba el carácter de este personaje 470 , con quien, además, tenían lazos de
parentesco.
Esos vínculos y afinidades entre Ignacio, Arteaga, Celaín y el matrimonio
Requesens cobran mayor significado si tenemos en cuenta que la petición a
Celaín venía del Almirante de Castilla, Fadrique Enríquez, cuya hija, Aldonza,
había contraído matrimonio en 1467 con un hermanastro de Pedro Folc de
Cardona —a cuyo servicio estuvo Antonio Puyol, el hermano de Inés—; y cuya
nieta, Juana, nacida de ese matrimonio, estaba casada desde 1503 con el duque
de Nájera, el valedor de Ignacio.
Por otra parte, a finales de 1536, Diego de Eguía, ya sacerdote, y su hermano
Esteban, viudo, se unieron a Ignacio en Venecia e ingresaron en la Compañía de
Jesús. Diego fue confesor de Ignacio durante muchos años, y es significativo,
aunque nada extraño, que este depositara su confianza en él, aun a pesar de la
fama de alumbrado que le persiguió durante largo tiempo. Precisamente, el
cardenal Enio Filonardo, tío del jesuita Juan Jerónimo Doménech, puso reparos a
que su sobrino estuviera en la Compañía de Jesús «con buena conciencia»
porque habían aceptado a personas como Diego de Eguía, pues sabía, según
afirmó, que «ha estado con [la beata] Francisca Hernández» 471 .

LAS MUJERES ALCALAÍNAS AYUDAN A LA COMPAÑÍA DE JESÚS

Contrariamente a lo que les sucedió a mujeres como María de Cazalla, Isabel


de la Cruz o a la propia Francisca Hernández, que ejercieron el liderazgo en sus
respectivos grupos de espiritualidad y fueron procesadas por la Inquisición bajo
la acusación de alumbradas, las mujeres interrogadas en Alcalá no fueron
perseguidas más allá de las declaraciones que prestaron en las investigaciones
sobre el grupo de los llamados «ensayalados» dirigido por Ignacio. Ni se
consideró que estos habían incurrido en herejía —y por tanto no eran peligrosos
—, ni de ellas se pensó que podían convertirse en agentes de «contagio» para
otras personas. Sin embargo, la huella que dejó el cabecilla del grupo en Alcalá
perduró no solo alimentada por los hombres que lo habían ayudado y
permanecieron allí o regresaron al cabo de un tiempo —como fue el caso de los
hermanos Miguel y Diego de Eguía—, sino también y sobre todo por las mujeres
entre las que Ignacio se erigió como líder y guía espiritual.
En 1541, pasados catorce años desde los interrogatorios, Ignacio recibió
noticias de algunas de aquellas mujeres por carta del jesuita Pedro Fabro, a quien
probablemente encargó que las visitara. En la narración epistolar de Fabro, a
modo de respuesta, queda demostrado que ellas tampoco habían olvidado a
Ignacio:
Desde Guadalajara vinimos a Alcalá, donde hemos estado obra de diez días; allí yo visité y
comuniqué todas nuestras cosas al doctor Sánchez, el cual muy mucho se holgó; asimismo, la
Beatriz Ramírez y la Mencía de Benavente; la María, conocida de estas dos, no estaba en la villa;
todas están muy buenas en espíritu, aunque enfermas algunas de ellas del cuerpo; de otra me decía la
Mencía que también ha siempre perseverado, que es la mujer de Alonso Pardo, y la cual merece que
de aquí adelante no esté fuera de vuestros memoriales. La Beatriz Ramírez, viéndose pobre y ya
medio tullida, y por otra parte no con tanto espíritu para poder perseverar en ayudar a otras personas
y buscar malas mujeres, etc., ha entrado en un hospital de San Juan de la Penitencia, no para servir a
los pobres, mas para tener alguna más comodidad de ser ayudada en sus enfermedades. Todavía
acordándose del bien que hacía [en] el tiempo de más libertad, no reposa del todo con su espíritu,
diciendo que si el padre Íñigo le dijese ser mejor llevar a cuestas su cruz por las calles, trabajando
por el prójimo, que no estarse dentro del hospital, ella haría cuanto le mandase; y si otra cosa
pareciese, asimismo que ella con su palabra reposara. Por eso será bien que le escriba un renglón el
padre Íñigo 472 .

Las palabras de Fabro dan cuenta de las tareas que estas mujeres habían
realizado en el ámbito asistencial y de redención de «malas mujeres» con
libertad de movimientos, recorriendo las calles, y su aversión a permanecer en
una institución como podía ser el hospital, aunque allí se acogiese a pobres.
Asimismo, en abril de 1543, esas mismas mujeres, a pesar de su humilde
condición, desempeñaron un importante papel de mecenazgo cuando ayudaron a
introducir la Compañía de Jesús en Alcalá. Lo contó Cristóbal de Castro en su
Historia inédita del Colegio Complutense: «Luego que [el padre Francisco de
Villanueva] entró en Alcalá, preguntó por estas mujeres, y les habló dándoles
cuenta de su venida y de todo lo que quisieron preguntar de Ignacio y de su
Compañía. Desde allí le encaminaron a una cámara vacía, en unas casas del
maestro Losado su vecino, a la puerta de Santiago, que le dieron de limosna» 473 .
Tres años más tarde, Ignacio encargó también por carta al doctor Torres que
visitara a Beatriz Ramírez y Mencía de Benavente, y Araoz informó a Ignacio
acerca de cómo sus devotas seguidoras seguían haciendo los Ejercicios
espirituales: «Cuando fui allí [a Alcalá], hallé a Mencía de Paz en casa de
Mencía de Benavente, haciendo enferma los Ejercicios...» 474 . Para entonces,
Manuel Miona, el hermano de Beatriz Ramírez, ya había ingresado en la
Compañía de Jesús.
La gran diferencia con respecto a los tiempos en que Ignacio anduvo por
Alcalá estaba en que ahora los jesuitas predicaban en las iglesias ante numerosos
y entregados fieles, y eran recibidos calurosamente por los más altos
representantes de las instituciones, ya fuera el obispo o el vicario diocesano (que
tan afectuosamente había acogido a Fabro), o por las infantas que estaban al
cuidado de doña Leonor Mascareñas, hasta el punto de que la infanta María
quiso que la plática que les hizo el jesuita Araoz se la pusiera por escrito.
Leonor Mascareñas, siendo dama de la emperatriz, ofreció ayuda a Ignacio
cuando se encontraba preso, pero él la rechazó. Como también rechazó el
ofrecimiento de la ya anciana doña Teresa Enríquez, prima hermana del rey
Fernando el Católico, antigua dama de la reina Isabel de Castilla y viuda del
contador Gutierre de Cárdenas. Ignacio había conocido a doña Teresa cuando era
oficial de la Contaduría Mayor de Cuentas en Arévalo y esta, por algún motivo,
se acordaba de él.
No es casualidad que estas dos damas de la corte se implicaran en apoyo de
Ignacio. El liderazgo de ambas en arriesgadas empresas, relacionadas con una
práctica ascética de la religión con rasgos propiamente femeninos y alejada de
los convencionalismos de la época, demuestra que sus propias inquietudes en ese
terreno se asemejaban a las de Ignacio. Si bien las manifestaron en momentos
diferentes, sus caminos acabaron entrecruzándose.
Leonor Mascareñas había nacido en Portugal, el 24 de octubre de 1503, y era
hija de Isabel da Veiga y Fernando Martínez Mascareñas. Cuando murió su
padre, ella y su hermana Beatriz fueron acogidas en la corte por el rey Manuel
como damas de su segunda esposa, la reina María, hermana de la reina Juana de
Castilla. En 1526, cuando la infanta Isabel se casó con el emperador Carlos V,
Leonor, que era de su misma edad, la acompañó a Castilla. Leonor, al parecer,
había aceptado ir a Castilla para evitar ser obligada a casarse por su familia y se
interesó por la vida austera y de mortificación, con ayunos y penitencias, para
expresar su religiosidad. En la corte imperial, Leonor se hizo amiga íntima de
otra joven dama, Leonor de Castro, quien tres años más tarde se casaría con
Francisco de Borja. Desde entonces, Leonor Mascareñas compartió con este —
que había de convertirse en general de los jesuitas— una amistad fraternal.
Al nacer el príncipe Felipe, en mayo de 1527, le pusieron como aya a Inés
Manrique, viuda del Adelantado de Castilla, pero era muy anciana y entonces
eligieron para sustituirla a Leonor Mascareñas, que tenía entonces 24 años. Y
cuando nació el príncipe Carlos de Austria, el 8 de julio de 1545, del matrimonio
entre el príncipe Felipe y su prima hermana María de Portugal, que murió a los
pocos días del parto, Leonor fue nuevamente la encargada de la misión más
difícil: hacer las veces de «madre» del potencial heredero. Felipe ordenó que
todos los servidores de la casa de don Carlos siguieran las instrucciones de
Leonor en lo referente al atuendo y la alimentación del príncipe.
Una anónima biógrafa de Leonor Mascareñas escribió que, mientras esta
servía a los reyes, practicó la caridad con los más desfavorecidos, cuidó
enfermos y acogió en su casa a prostitutas hasta que lograba que se casaran o se
arrepintieran, aunque a veces no lo conseguía. Acabó retirándose a un cuarto que
el rey le dio en el monasterio de San Jerónimo de Madrid y allí llevó durante un
tiempo una vida de clausura, poco menos que como si fuera una emparedada,
vistiendo un saco tosco y áspero de angeo crudo y durmiendo en un jergón de
paja y haciendo ayunos. El rey decidió después que pasase a vivir en una casa
próxima al palacio para tenerla más cerca, y allí Leonor Mascareñas cambió su
hábito para vestir de negro, de acuerdo a su edad y estado. Recibía visitas de la
reina y los príncipes, así como de legados y nuncios que llegaban a España en
misión diplomática, debido a su extendida fama. En 1563, una vez finalizada la
construcción del convento de franciscanas de Santa María de los Ángeles, doña
Leonor lo dotó con 3.000 ducados de renta y pasó a residir en un cuarto anexo.
Frecuentaba diariamente a las religiosas, que en un principio fueron nueve —
algunas de ellas, sobrinas suyas, y otras, hijas de los criados de los reyes—, y
asistía a la misa desde una tribuna privada de la iglesia, a la que accedía por una
puerta de la que solo ella poseía la llave. Fue amiga de Teresa de Ávila y
colaboró en la fundación del monasterio de carmelitas descalzas de Alcalá.
También mantuvo amistad con Catalina de Cardona, mujer que vivió y murió en
un yermo con el hábito de los carmelitas 475 .
El modelo de fundadora laica de conventos femeninos que caracterizó a
Leonor Mascareñas había tenido precedentes en otra dama portuguesa, Beatriz
de Silva, cuya obra acabaría siendo culminada por Teresa Enríquez.
Beatriz de Silva había llegado en 1447 a la corte castellana acompañando a
Isabel de Portugal, prima hermana del rey Alfonso V de Portugal, para casarse
con el rey Juan II de Castilla. Y, según cuenta la tradición, fue acusada de
mantener relaciones con el rey y la recluyeron en un arca durante tres días. En
esas circunstancias habría tenido una visión de la Virgen, y pronto se retiró al
monasterio de dominicas de Santo Domingo el Real, donde permaneció treinta
años, pero sin perder su condición de laica.
La amistad entre Beatriz, de 60 años, e Isabel I de Castilla, de 33, las llevó a
proponer la fundación en Toledo de un monasterio femenino bajo la advocación
de la Inmaculada Concepción, un misterio que entonces era objeto de
controversia y aún no había sido reconocido por la Iglesia. Finalmente, a pesar
de que la propuesta de fundación había sido aceptada por el papa Inocencio VIII
en 1489, acabó por desvirtuarse la esencia del proyecto concepcionista, que
apostaba por mantener una gran autonomía, contrariamente a lo que sucedía con
los conventos adscritos a una Orden determinada.
El fallecimiento de Beatriz y la puesta en marcha de la reforma religiosa por
los Reyes Católicos obligó a las monjas de la Inmaculada Concepción de Toledo
a someterse a la obediencia de los franciscanos observantes, empeñados en ese
momento en ampliar su poder dentro de la Orden. Los conflictos que generó esta
incorporación, al igual que sucedió en el convento de Santa Clara de Barcelona
—donde adquirieron especial protagonismo las religiosas Teresa Rajadell y
Jerónima Oluja, fervientes seguidoras de Ignacio— y en otros muchos
monasterios femeninos peninsulares, llevaron a buena parte de la comunidad
concepcionista a enfrentarse con los reformadores franciscanos e incluso a
abandonar el convento llevando consigo el cadáver de Beatriz de Silva.
Después de una serie de avatares, la comunidad concepcionista logró gestar
una nueva regla que las convirtió, tras arduas negociaciones con los
franciscanos, en fundadoras e integrantes de una nueva Orden, aprobada por
Julio II en 1511. En ese proceso habían recibido ayuda económica de doña
Teresa Enríquez, quien contribuyó a hacer nuevas fundaciones y les costeó un
breviario propio.
La recuperación del cadáver de Beatriz de Silva para la comunidad supuso la
reivindicación de su figura como fundadora del instituto y la culminación de su
empeño, a pesar de que las religiosas tuvieron que ceder buena parte de su
autonomía y atribuciones 476 .

LEONOR MASCAREÑAS, VALEDORA DE IGNACIO Y LOS JESUITAS

Después de que Ignacio partiera hacia París, tuvo la oportunidad de ver de


nuevo a Leonor Mascareñas en 1535, en la corte de Madrid, en su último periplo
peninsular. El propio Felipe II le recordó a Ribadeneira en Amberes, el 20 de
febrero de 1556, aquel encuentro entre Leonor e Ignacio, en el que había estado
presente.
Una vez fundada la Compañía de Jesús, Ignacio recibió noticias de Leonor
Mascareñas a través de los jesuitas que frecuentaron la corte castellana, como
cuando Araoz le informó «del buen recibimiento de doña Leonor y de las otras
señoras», y de su encuentro con las infantas 477 .
El fervor que Leonor sentía hacia Ignacio lo expresó en 1542 en una carta
enviada a Fabro —poco después de haberlo conocido—, donde le decía que lo
que más deseaba era «serviros a vos y a Íñigo, que es la cosa que yo de mejor
voluntad hiciera, si fuera hombre, mas como sea mujer, tan pecadora y sin
provecho, no merezco pensar ni hablar en cosas buenas, cuanto más en las de la
Compañía de Íñigo» 478 . En realidad, Leonor estaba expresando su deseo de
entrar a formar parte de la Compañía de Jesús, como supo apreciar muy bien,
tres años después, Antonio de Araoz al tener conocimiento de que junto con otra
dama portuguesa, Guiomar Coutinho, planeaban reunirse en «una casa que fuese
de la Compañía» 479 .
Fabro calificó su encuentro con Leonor Mascareñas de «muy intenso y de
raíz» 480 . Poco después, Fabro explicó a Ignacio la evolución de Álvaro Alfonso
y Juan Aragonés, los dos capellanes de las infantas que le habían encomendado
en la corte doña Leonor y el conde de Cifuentes, para que lo acompañasen
durante un año con el fin de «bien aprender estos Ejercicios espirituales y todo lo
demás de que nosotros usamos en aprovechamiento de las almas, para que
después ellos puedan bien enseñar el todo, cuando ellas no pudiesen tener por
allá alguno de nosotros o de nuestra Compañía» 481 .
Leonor Mascareñas e Ignacio mantuvieron durante años una fluida relación
epistolar. Sin embargo, solo se han conservado algunas cartas enviadas por este
desde Roma. Aun así, sabemos que Leonor en la correspondencia fue
desgranando sus sentimientos y vivencias personales en la corte, prueba de la
amistad que la unía con Ignacio. Por ejemplo, le informó puntualmente de lo
halagada que se sentía después de que el príncipe Felipe le confiara la educación
del príncipe Carlos de Austria, o sus deseos de retirarse a un convento cuando
finalizara su responsabilidad en esos menesteres. Ignacio, en ese sentido, fue
mucho más parco en sus respuestas, limitándose a dar muestras de afecto más
contenidas y casi siempre con fórmulas despersonalizadas, al tiempo que trataba
asuntos de muy diversa índole, la mayoría centrados en la mediación para
atender favores solicitados desde la corte castellana a Roma, o viceversa.
Por ejemplo, Leonor pidió a Ignacio que consiguiera una dispensa para una
mujer de la nobleza, cuyo verdadero nombre se escondía bajo el seudónimo de
Beatriz de Paz. Pretendía esta que le fueran conmutados los votos de monja por
la condición de beata de la tercera regla de san Francisco. Ignacio realizó las
gestiones oportunas ante el penitenciario mayor de la curia romana, el cardenal
Roberto Pucci, en abril de 1545. Aunque, en su respuesta a Leonor, expresó la
incomodidad con que recibía el encargo —«[...] en general yo deseo en mayor
perfección y profesión ser movedor a más ligar que soltar con Cristo Nuestro
Señor»—, lo asumió y cumplió plenamente las expectativas de Leonor dos
meses más tarde. El cardenal Pucci autorizó y dio potestad apostólica a Ignacio
para que obrara en el asunto de acuerdo con su propio criterio, es decir, con
plena libertad. E Ignacio conmutó los votos. La nueva condición de beata de la
peticionaria le permitía estar tanto en un monasterio como en una casa privada
«con honesta compañía», a la espera de que su padre fundara un monasterio de
clausura en el que pudiera entrar 482 .
Aquella laxitud de principios demostrada por Ignacio contrasta con la
aspereza que por esas mismas fechas estaba aplicando a Teresa Rajadell y
Jerónima Oluja por sus rebeldías ante los superiores franciscanos empeñados en
someter el convento de Santa Clara de Barcelona a la obediencia de la Orden.
Otro de los problemas transferidos por Leonor Mascareñas fue el que planteó
el dominico fray Bernardino de Minaya. Este pretendía erigir en Valladolid una
institución para acoger a prostitutas que quisieran redimirse, y llamarla San
Felipe de la Penitencia, siguiendo el modelo de la Casa de Santa Marta fundada
en Roma por Ignacio. Para dirigirla, necesitaba la dispensa de la obediencia de
sus superiores inmediatos. El príncipe Felipe había gestionado a través de
Ignacio la petición en Roma, y este envió rápidamente a Valladolid un indulto de
exención. Sin embargo, el propio príncipe solicitó lo mismo a Roma por la vía
jerárquica, es decir, a través de los dominicos, y ellos se negaron a dar la
autorización.
Entonces, Leonor le pidió a Ignacio que procurara desenredar el embrollo,
como este efectivamente hizo, no sin advertirle, en un tono falto de cordialidad:
«[...] yo tendría por mejor que, ofreciéndose algunos negocios espirituales, no
me diésedes coadjutores, porque algunas veces lo que uno hace otros deshacen, y
así se impide y dilata el negocio y el servicio de Dios Nuestro Señor» 483 . Pero
Ignacio no se estaba refiriendo solo a la doble baza del príncipe Felipe en esta
cuestión, sino también a la misma estrategia seguida por la propia Leonor en el
asunto de Beatriz de Paz.
El caso es que Leonor Mascareñas, por su parte, había realizado gestiones en
favor de la misteriosa dama escribiendo al embajador imperial en Roma, Juan de
Vega, y a su esposa Leonor Osorio. Esas gestiones, sin embargo, no habían dado
los frutos esperados y, al parecer, Leonor Mascareñas se había sentido molesta.
Ignacio, después de la sutil «reprimenda», le escribió pidiéndole que se
conciliara con Leonor Osorio: «Por su amor y reverencia muy encarecidamente
demando la queráis escribir y consolar con vuestras letras, mostrando aquel amor
y caridad que soléis a semejantes personas así allegadas al servicio divino; que a
todo mi juicio, según que siempre de ella oyendo y hablando de vuestra persona
he podido entender, su alma tiene muy especial amor y aflicción a la vuestra en
el Señor nuestro» 484 . Leonor Osorio tenía como confesor a Ignacio y a este no le
podía interesar de ningún modo que dos de sus mejores valedoras, en la corte
castellana y en Roma, respectivamente, estuvieran enfrentadas.
Fabro, en marzo de 1546, unos meses antes de su fallecimiento, informó a
Ignacio de que algunas personas de la corte habían dado dinero para pagar los
estudios de varios estudiantes en Alcalá. Entre dichas personas, que entregaron
30 ducados por estudiante, se encontraban la infanta María; Isabel de Silva,
hermana del conde de Cifuentes; María de Velasco, condesa de Osorno, y
Leonor Mascareñas 485 . De la inclinación que esta demostraba hacia los jesuitas
dio cuenta Araoz cuando dijo de ella que era «toda afectada a la Compañía» 486 .
Sin embargo, en esa relación entre Leonor Mascareñas y los miembros de la
Compañía de Jesús, hubo también altibajos. El propio Araoz constató las
malquerencias entre Leonor y el jesuita Francisco Villanueva, instalado en
Alcalá: «De ella [doña Leonor] no sé qué escriba, más de que, si hubiese de
escribir los descontentamientos o tentaciones que de ella tiene el buen
Villanueva, no sé cómo lo podría hacer» 487 .
Pero Ignacio por las mismas fechas pedía a Leonor Mascareñas que utilizase
todos los recursos a su alcance, incluido el de su influencia sobre el príncipe,
para que pusiera «algunos medios de toda concordia y paz entre el señor
arzobispo de Toledo y la universidad [de Alcalá]» 488 . Y, en ese sentido, Leonor
desempeñó un papel importante en el apoyo y defensa de los jesuitas. El
problema llegó a su punto de máxima tensión cuando, en 1551, el arzobispo de
Toledo, Juan Martínez Silíceo, envió al vicario diocesano de Alcalá un edicto
por el que se prohibía a los de la Compañía de Jesús predicar o confesar, así
como decir misa, so pena de excomunión y 5.000 maravedíes, si no fuese con
expresa licencia suya y después de haber sido examinados.
La reacción de los jesuitas no se hizo esperar. Villanueva, antes de que el
edicto fuese leído en público al domingo siguiente, fue a ver al vicario para
notificarle que la Compañía de Jesús estaba autorizada a ejercer los oficios que
el arzobispo les prohibía. Con ello evitó la difusión pública y el consiguiente
daño para los miembros de la Compañía. A continuación, se dirigió a la corte
para entrevistarse con el nuncio papal y logró que el Consejo Real certificara las
bulas con que contaban los jesuitas para presentarlas como auténticas ante
cualquier prelado. Entonces, Villanueva, con las bulas en la mano, y con cartas
del nuncio y de Leonor Mascareñas —que era, según Miguel de Torres, «muy
devota del señor arzobispo», con quien había coincidido en la corte cuando este
empezó a ejercer de preceptor del príncipe Felipe a partir de 1534— se dirigió a
Toledo para intentar deshacer el enredo. Aun así, nada logró Villanueva, pues el
arzobispo Martínez Silíceo decidió que iría a hablar personalmente con el
nuncio.
Paralelamente, Torres escribía a Ignacio instándole a que pidiera al papa que
frenara al arzobispo o, mejor aún, al inquisidor mayor, pues, según decía, «por
aquí, más temor tienen a la Inquisición que al Papa» 489 . En el fondo de esa
animadversión del arzobispo estaba la sospecha de que algunos de la Compañía
eran «confesos», es decir, judíos conversos:
El arzobispo ha hablado claro en esta segunda vez que fuimos yo y el doctor Torres a le hablar.
Por ventura pensó que yo tenía raza de confeso, que así los llama él, y a mí no se declaró, aunque
bien veía yo que, pues él no se satisfacía con las razones que yo hacía a sus dudas, que cojeaba de
otra parte. En fin, queriéndole intimar las bulas, digo pidiéndole licencia para ello, comenzó a decir
que nos quemaría a todos, etc. 490 .

Silíceo, no obstante, había publicado en su archidiócesis, en 1547, un edicto


por el que se establecía la limpieza de sangre para los curas y beneficios
eclesiásticos. Estos, por tanto, no podían ser conversos y pretendía extender esa
prohibición a toda la Iglesia hispana.
La radiografía de Francisco Villanueva acerca de la realidad social de su
época ponía en evidencia la hipocresía de Martínez Silíceo, quien no podía ser
desconocedor de la misma:
A mí no me toca esto; pero si en la Compañía se hace algo de lo que el arzobispo pretende, creo
se perderá más por otras partes que se ganará por la suya, y que se pondrá gran obstáculo para que
las almas huyan de se llegar a los de la Compañía, y ser aprovechados de ellos con ejercicios y
confesiones, porque así como los apartan, así se separan ellos; no estante que el día de hoy hay
pocos grandes en Castilla que no estén mezclados. Es muy gran lástima que a estos pobrecitos no
parece que les querían dar lugar en la tierra, y yo querría tener fuerzas para me hacer procurador de
ellos, máxime que vemos el día de hoy en ellos más virtuosos que en los viejos ni hidalgos 491 .

El edicto del arzobispo contra los jesuitas fue finalmente publicado en las
iglesias de Alcalá, lo cual provocó un gran prejuicio a la incipiente Compañía.
La buena reputación de sus miembros, ganada a pulso lentamente después de
unos antecedentes poco memorables y muchos titubeos, estaba de nuevo en
cuarentena. El debate acerca de la aceptación o el rechazo de conversos en la
Compañía de Jesús quedó abierto, aunque Ignacio, mientras vivió, ganó la
batalla por la inserción. Distinto rumbo tomarían las cosas posteriormente,
cuando empezó a imponerse la limpieza de sangre en la Compañía.
Hubo un momento en que la amistad entre Ignacio y Leonor Mascareñas
también se enfrió. El origen de ese distanciamiento parece estar en la falta de
respuesta por parte de Ignacio a las cartas enviadas por Leonor, como le sucedió
con otras personas. Quienes cultivaban la amistad con ella insistieron a Ignacio
en que la complaciera escribiéndole, tanto por el afecto que esta demostraba
hacia los miembros de la Compañía como por sus «continuas obras de presente y
para lo futuro», como afirmaba Diego Carrillo desde Madrid, en abril de 1556.
Hacía poco que Leonor había superado una grave dolencia, y en aquel trance,
viéndose a las puertas de la muerte, testó generosamente a favor de los
jesuitas 492 .
La última carta de Ignacio a Leonor Mascareñas lleva fecha de 19 de mayo de
1556, y es también la última de que tenemos noticia que va dirigida a una mujer.
Se trata de una despedida velada (Ignacio murió el 31 de julio de ese mismo
año), y fue escrita con gran esfuerzo, según testimonio de su secretario Juan de
Polanco. En ella, Ignacio rememoró la impresión que dejó en su «alma» la
primera vez que conoció a Leonor, avivada ahora por las noticias recién llegadas
de su puño y letra, donde, a pesar de sus 53 años, le transmitía el sufrimiento
físico que padecía. Leonor, asimismo, pedía a Ignacio opinión acerca de si debía
continuar como aya del príncipe Carlos o ingresar en un convento, como sería su
deseo. Ignacio no dudó en la respuesta: debía permanecer en la corte mientras no
se le ordenase lo contrario. Aun así, se comprometió a escribir al rey y exponerle
sus argumentos en favor de ese retiro claustral que ella tanto deseaba, pero debía
ser este quien decidiera; la voluntad de Leonor quedaba, así, supeditada a la
intermediación de Ignacio y la voluntad de Felipe II. Por último, Ignacio le
comunicó que junto a su carta iban diez Agnus Dei —unos discos de cera con la
figura impresa de un cordero, bendecidos por el papa y considerados objetos de
devoción—, para que los empleara como mejor considerase. Pero Ignacio
convirtió ese regalo en el símbolo de su adiós definitivo cuando expresó su
deseo de que los Agnus Dei sirvieran para demostrar «cómo vuestro recuerdo
permanece y permanecerá en lo más profundo de mi alma, más profundamente
aún, si se me permite forzar mi expresión» 493 .
Probablemente, Leonor Mascareñas supo de la muerte de Ignacio por
Francisco de Borja, quien recibió la noticia desde Flandes por el jesuita
Ribadeneira. Luego, Leonor pidió «con gran sentimiento» que le enviaran alguna
cosa que hubiera pertenecido a Ignacio, y Borja dijo a Laínez que le remitieran
una pieza de ropa o cualquier otro objeto 494 .
Leonor Mascareñas vivió hasta 1584, por lo que sobrevivió a Ignacio casi tres
décadas. Su aprecio primero hacia Ignacio y luego hacia la Compañía de Jesús la
llevaron a dar soporte a los jesuitas en momentos muy difíciles y a extender su
influencia tanto en la corte española como en la portuguesa. A la muerte de
Ignacio, siguió favoreciendo económicamente y apoyando las fundaciones de los
colegios jesuitas, como el de Madrid o el de Mesina. También se relacionó con
destacados miembros de la Compañía, como Francisco de Borja —elegido
prepósito general en 1565—, con quien mantuvo una intensa correspondencia.
El historiador jesuita Hugo Rahner, al establecer las diferencias entre los
intercambios epistolares de Leonor Mascareñas con Francisco de Borja y con
Ignacio, respectivamente, dijo de Borja que estaba «lleno de sentimiento y de
unción, y siempre dispuesto a las exhortaciones ascéticas», frente a un Ignacio
en cuyas cartas se mostraba «cortésmente reservado, lacónico, circunspecto e
incluso seco» 495 . También es significativo que en el caso de la correspondencia
con Borja, sí se conserven las cartas escritas por Leonor, contrariamente a lo que
sucede en el caso de Ignacio.
La repentina muerte del príncipe Carlos, el 24 de julio de 1568, provocó en
Leonor Mascareñas un inmenso dolor que compartió con Francisco de Borja con
gran intensidad emocional. El general de los jesuitas siguió a través de su hijo,
Juan de Borja y Castro, la enfermedad y progresiva enajenación mental del
príncipe. Juan de Borja había sido nombrado custodio de don Carlos después de
que Felipe II decidiera mantenerlo encerrado en palacio bajo vigilancia por las
amenazas de muerte que había proferido contra su persona. Casi un año más
tarde, en una carta del 6 de junio de 1569, Francisco de Borja aún compartía con
Leonor el recuerdo de don Carlos cuando le prometía «rogar en los sacrificios
por el alma del príncipe nuestro señor» en el santuario italiano de Loreto 496 .
De los últimos años de vida de Leonor Mascareñas se conserva un retrato en
el convento de franciscanas de los Ángeles de Madrid, en el que se lee la
inscripción, que circunda por dentro el marco: «Doña Leonor Mascareñas, aya
del rey don Felipe II y del príncipe don Carlos su hijo, fundadora del monasterio
de Santa María de los Ángeles la Real de Madrid». Leonor aparece sosteniendo
entre las manos un libro en el que ha introducido, a modo de marcapáginas, el
pulgar izquierdo, como si hubiera sido sorprendida en medio de la lectura y
pensara reanudarla de inmediato. Su rostro, con la piel tersa de nariz hacia arriba
y arrugada en torno a la boca, y con la mirada de soslayo, muestra una severidad
contenida, que se ve acentuada por su indumentaria: una toca blanca cubre toda
su cabeza, bajo la cual se intuye una abundante cabellera, y se prolonga en caída
libre hasta la cintura. Por encima de los hombros, una prenda de tela oscura,
entre la cual surgen sus brazos mostrando el único signo de «ostentación»: unos
puños con encajes.

IGNACIO CAMINO DEL EXILIO PARISINO, POR VALLADOLID, SALAMANCA Y BARCELONA

Después de lo sucedido en Alcalá, con la prohibición de enseñar la doctrina


cristiana y orientar a personas que deseaban indagar en una religiosidad más
interiorizada a través de los Ejercicios espirituales, Ignacio dudó acerca de lo
que debía hacer. No era ajeno a que los avisos dados por parte de las autoridades
eclesiásticas que habían investigado su comportamiento iban en una dirección
peligrosa. A pesar de que no había sido hallada heterodoxia alguna en sus
enseñanzas, estaba en el punto de mira de quienes rastreaban cualquier indicio
de alumbradismo. Podría decirse que los pasos que dio fueron sin retorno y
finalmente acabó por exiliarse en París. Muchas de sus amistades alcalaínas
siguieron también, al poco tiempo, el camino del exilio porque la situación se
hizo insostenible, o al menos así lo percibieron quienes se sintieron perseguidos
y vieron truncadas sus expectativas intelectuales y su modo de sentir y practicar
las creencias religiosas.
Ignacio decidió ir a Valladolid, donde llegó probablemente el 22 de junio de
1527, aunque no se sabe muy bien el motivo de ese viaje. Quizá se debió a que
el arzobispo de Toledo, Alonso de Fonseca, se hallaba en la ciudad para asistir al
bautizo del príncipe Felipe. El caso es que Ignacio se entrevistó con Fonseca,
para lo cual tuvo que mediar probablemente alguna de las personas cercanas a la
corte con las que Ignacio había trabado amistad anteriormente. Acaso su antiguo
mentor, el duque de Nájera, o Leonor Mascareñas. Por esas mismas fechas,
Fonseca se disponía a presidir la junta que juzgaría las obras de Erasmo (reunida
del 27 de junio al 13 de agosto), en la que iban a participar miembros tanto de la
Universidad de Alcalá como de la Inquisición, entre ellos, los doctores Pedro
Ciruelo —acérrimo antierasmista— y Miguel Carrasco, con quienes Ignacio se
había visto las caras en los procesos alcalaínos. Las noticias del saqueo de Roma
y el secuestro del papa Clemente VII por las tropas imperiales el 7 de mayo, o la
peste que empezó a asolar Valladolid a finales de agosto, fueron otros
acontecimientos que sucedieron en aquellos momentos de tránsito en la vida de
Ignacio.
Según escribió el biógrafo González de Cámara, el arzobispo Fonseca
«recibió muy bien» a Ignacio, le ofreció apoyo para estudiar en su colegio de
Salamanca, fundado en 1521, donde dijo que tenía buenos amigos que le
ayudarían, «y le mandó luego, en se saliendo, cuatro escudos». Si Ignacio no
había conocido al arzobispo previamente, durante su etapa en la Contaduría, no
cabe duda de que quien le facilitó aquella entrevista era una persona muy amiga
o alguien sumamente importante de la corte. Incluso Ignacio se atrevió a llamar
al arzobispo de «vos», tuteándolo como al parecer hacía con todo el mundo.
Luego Ignacio se dirigió a Salamanca, pero también se desconoce el motivo
de ese desplazamiento. No debía tener intención de estudiar en la universidad, ya
que, de haber sido así, hubiera aceptado la propuesta de Fonseca.
Recién llegado a Salamanca, Ignacio protagonizó un episodio insólito, a
juzgar por lo que narra González de Cámara. Una mujer creyó reconocer a
Ignacio en una iglesia —acaso por su minusvalía—, le preguntó por su nombre
para cerciorarse y lo condujo a la casa donde se alojaban sus compañeros. Lo
sorprendente del caso es que aquella mujer declaró que era «devota de la
compañía», a pesar de que los compañeros alcalaínos de Ignacio habían llegado
a Salamanca apenas unos días antes, por lo que no habrían tenido tiempo de
formar un grupo de adeptas. Quizá, en realidad, la mujer que contactó con
Ignacio ya lo conocía y sabía de sus poco ortodoxas «inclinaciones» religiosas,
pero no lo sabemos con certeza.
Cuando aún no habían transcurrido dos semanas desde su llegada a
Salamanca, Ignacio fue invitado al monasterio dominico de San Esteban para
«tratar de temas espirituales», o al menos esto es lo que cuenta la tradición
jesuítica. En ese momento era prior fray Diego de San Pedro, quien se había
decantado por la reforma de la Orden dominica y defendía una vida conventual
austera y entregada a la penitencia y a la vida espiritual, influido por sor María
de Santo Domingo, la llamada beata de Piedrahita. Precisamente en el convento
de esta localidad había ejercido también como prior hasta 1525. Entre los
dominicos había por entonces un clima de división que fomentaban los
partidarios de una reforma leve de la Orden frente a los que querían una reforma
radical. Y, por otro lado, las consecuencias de la revuelta de los Comuneros,
aplastada en Villalar en 1521, todavía eran palpables. Las acusaciones dirigidas
hacia los conversos como atizadores de la revuelta y la supuesta inquina de estos
hacia la Orden de Santo Domingo por haberla combatido estaban llevando a
algunos sectores de los dominicos a plantar cara ante cualquier tipo de
movimiento en el que los conversos tuvieran una presencia sospechosa, como
sucedía en el caso de los alumbrados.
El convento dominico de San Esteban de Salamanca era un caso
paradigmático, que reflejaba bien esas diatribas. Dentro convivían posturas
enfrentadas. El anterior prior, fray Juan Hurtado de Mendoza, había sido un
profundo anticomunero, reformista partidario de la estricta observancia de la
Orden y perseguidor de la heterodoxia. Se da la circunstancia de que hacia 1517
había conocido a un Antonio de Medrano poco versado en materia religiosa y le
había recomendado estudiar en Salamanca, y allí fue donde este bachiller entró
en contacto con la beata Francisca Hernández y su círculo de amistades
«alumbradas». Luego Medrano, en el proceso diocesano a que fue sometido en
1524 en aquella misma ciudad, recibió acusaciones por parte de algunos
dominicos del propio convento de San Esteban, donde moraba su antiguo
valedor. Uno de aquellos frailes fue Nicolás de Santo Tomás, quien participó en
la elaboración del edicto inquisitorial promulgado el 23 de septiembre de 1525
contra los alumbrados y que también interrogaría a Ignacio. Así estaban las
cosas antes de la irrupción de este en Salamanca, y probablemente no era ajeno a
lo sucedido.
Ignacio, acompañado de Calixto de Saa, acudió a su cita en el convento de
San Esteban el domingo 18 de julio de 1527, en ausencia del prior, fray Diego de
San Pedro. El hecho de que su confesor perteneciera a aquel convento debió
tener mucho que ver en la invitación. Fueron fray Nicolás de Santo Tomás y
otros dos frailes quienes conversaron con los dos «invitados».
Es muy probable que otro de los frailes presentes en ese encuentro fuera
Melchor Cano, quien por entonces se hallaba en San Esteban. Cano, al cabo de
un tiempo, una vez fundada la Compañía de Jesús, se convirtió en uno de los
más acérrimos enemigos de los jesuitas 497 .
El caso es que las cuestiones que los dominicos plantearon a Ignacio y
Calixto iban encaminadas sobre todo a averiguar qué predicaban y de dónde
provenían sus conocimientos acerca de la doctrina católica. Ignacio precisó que
era el único que había estudiado, de todos sus compañeros, pero que aquellos
estudios habían sido muy limitados «y con cuán poco fundamento». Además,
dijo que ellos no predicaban, sino que «con algunos hablamos familiarmente
cosas de Dios [...] cuándo de una virtud, cuándo de otra, y esto alabando; cuándo
de un vicio, cuándo de otro, y esto reprendiendo». Ante la insistencia de sus
interlocutores, Ignacio quiso zanjar aquella especie de interrogatorio en que se
había convertido la charla de sobremesa diciendo que «no era menester hablar
más de estas materias». Entonces uno de los dominicos le recriminó su negativa
a esclarecer su postura en tono de amenaza: «Pues ahora que hay tantos errores
de Erasmo y de tantos otros, que han engañado al mundo, ¿no queréis declarar lo
que decís?». La disputa estaba enconada e Ignacio se negó a responder a más
preguntas. Antes de llegar a ese extremo, explicó lo que les había sucedido en
Alcalá y las órdenes que les habían dado. Finalmente, los dominicos se
levantaron airados y les impidieron salir del convento, cerrando sus puertas.
Nicolás de Santo Tomás conocía muy bien las explicaciones que había dado
en su momento el cura Antonio de Medrano a los inquisidores acerca de las
personas que, sin haber estudiado, eran capaces de responder cuestiones
doctrinales debido a la «revelación divina». Quizá por ello, en la conversación
con Ignacio, insistieron tanto en averiguar si este se consideraba una de aquellas
personas «alumbradas» por la gracia divina, lo cual en ese momento era
especialmente perseguido.
Los dominicos retuvieron durante tres días a sus huéspedes a la espera de la
determinación de los jueces ante los que habían sido denunciados. En ese
período Ignacio y Calixto tuvieron oportunidad de hablar con algunos frailes del
convento que se les acercaron y, según explica González de Cámara, «entre ellos
había como división, habiendo muchos que se mostraban afectados».
Ignacio y Calixto fueron llevados a la cárcel civil, no a la inquisitorial, e
interrogados por el bachiller en leyes Sancho González de Frías acerca de sus
compañeros. Luego encarcelaron también a Arteaga y Cáceres. Ignacio entregó
los Ejercicios para que fuera examinado su contenido. El interrogatorio a Ignacio
siguió parecidos derroteros a los que había tomado la conversación con los
dominicos. Finalmente, después de explicarle al juez cómo entendía el primer
mandamiento y la diferencia entre el pecado venial y el pecado mortal respecto a
los pensamientos, Ignacio quiso dejar claro que lo que más le importaba era que
se juzgara si lo que decía estaba dentro de la ortodoxia católica o no, más allá de
considerar el mayor o menor grado de sus conocimientos académicos. Ignacio y
sus compañeros permanecieron unos días más en prisión, a la espera de la
sentencia.
Entre tanto, recibieron varias visitas, una de ellas por parte de Francisco de
Mendoza y Bobadilla, que era entonces estudiante, pero que se convertiría en
gran humanista de tendencias erasmistas, cardenal y obispo de Burgos, y en el
futuro llegaría a ser buen amigo del fundador de la Compañía de Jesús 498 .
Pero Ignacio también habló con una mujer cuyo nombre se desconoce,
aunque la conversación que mantuvieron encajaría perfectamente con el perfil de
los alumbrados. Al parecer, cuando dicha mujer se dirigió a Ignacio con palabras
de compasión por verlo en la cárcel, este le dijo que solo «por amor de Dios» se
hallaba preso. Precisamente, la definición que los inquisidores daban de la
doctrina del dejamiento de los alumbrados en la proposición IX del edicto que
elaboraron en 1525 hablaba de esto mismo: «Que el amor de Dios en el hombre
es Dios, y que se dejase a este amor de Dios que ordena a las personas de tal
manera que no pueden pecar mortal ni venialmente...» 499 . Esa idea la expresó
también Ignacio en la primera carta que escribió a Inés Puyol desde París. No es
extraño, pues, que despertara sospechas por sus argumentaciones en Salamanca.
Al parecer, Ignacio y sus compañeros tuvieron la oportunidad de escapar de la
prisión una noche en la que todos los presos se evadieron, pero ellos optaron por
quedarse. Este episodio probablemente fue amplificado en la Autobiografía para
sustantivar la inocencia de Ignacio y los suyos ante las sospechas de los jueces.
Pero difícilmente podría aceptarse que, después de aquello, les dieran, como
escribió Cámara, «todo un palacio, que estaba allí junto, por prisión».
A los 22 días de encarcelamiento les fue leída la sentencia, por la que fueron
eximidos de toda sospecha de herejía, como había sucedido en Alcalá. Por lo que
respecta a Ignacio, se le prohibió predicar hasta pasados cuatro años, en la
suposición de que cursaría estudios que le facultaran para ello. Su reacción,
aunque nos llegue a través del filtro hagiográfico, revela lo que debió sentir en
aquellos momentos en los que el cerco en torno a su manera de pensar y actuar
se estrechaba cada vez más. Ignacio manifestó que acataba la sentencia mientras
permaneciera en la jurisdicción de Salamanca, pero cuando saliera de allí nadie
podría hacerle callar, «pues, sin condenarle en ninguna cosa, le cerraban la boca
para que no ayudase a los prójimos en lo que pudiese», escribió Cámara. Es
probable que Ignacio, antes de los sucesos de Salamanca, se hubiera planteado
abandonar el territorio hispano, pero el caso es que en aquellos momentos
críticos tomó la decisión de ir a estudiar a París.
Ignacio todavía permaneció en Salamanca hasta mediados de septiembre de
1527, cuando partió hacia Barcelona, «llevando algunos libros en un asnillo».
Allí buscó la ayuda económica de Inés Puyol e Isabel Roser, quienes, a su vez,
recabarían entre sus amistades el dinero suficiente que le permitiera estudiar en
París. Han quedado numerosas pruebas de que esas ayudas se materializaron.
Ignacio debió de estar en Barcelona hasta pasadas las Navidades. Cuando
partió hacia París estaba a punto de estallar la guerra que enfrentó al emperador
Carlos V contra Francia, después de que, en agosto, los franceses entraran en
Italia a raíz del saqueo de Roma por las tropas imperiales.

LAS «BECAS» DE LAS MUJERES BARCELONESAS PARA IGNACIO

Ignacio llegó a París a principios de febrero de 1528 —como sabemos por la


carta que le envió a Inés Puyol— y permanecería allí, al menos, hasta marzo de
1535, es decir, siete años. De esa etapa se conocen noticias segmentadas y con
no pocas lagunas acerca de sus andanzas no solo en París, sino también en los
viajes ocasionales que realizó a los Países Bajos e Inglaterra.
En París había entonces más de 3.000 alumnos de múltiples nacionalidades,
matriculados en las cuatro facultades universitarias: Teología, Derecho,
Medicina, y Artes o Filosofía. Todos los alumnos de las facultades mayores
pertenecían a la Facultad de Artes hasta que lograban el título de Doctor en su
ramo, por lo que esta acogía a los estudiantes más jóvenes y era la más
numerosa.
Ignacio no tenía los conocimientos de gramática latina necesarios para
estudiar Artes en la universidad parisina, lo cual abona la idea del escaso
aprovechamiento de las oportunidades que tuvo en Barcelona y Alcalá de
obtenerlos y desmitifica también su supuesto «paso» por la universidad hispana
por excelencia, la de Salamanca. Probablemente no pudo matricularse hasta
octubre en el colegio parisino de Montaigu (o Monteagudo), donde compartía
clase con niños que, desde los 10 años, se iniciaban en el aprendizaje del latín.
En esa fase preuniversitaria, en un momento dado, al parecer, se quedó sin
dinero —pues el que llevaba lo malgastó un compañero al que se lo había
confiado— y se vio obligado a instalarse en el hospital de peregrinos de Saint
Jacques. Esto, de nuevo, supuso un impedimento para sus progresos, debido a
que el hospital se hallaba a unos tres kilómetros del colegio, y al estar regido por
un estricto horario, Ignacio no podía asistir a la primera y la última clases del
día. No fue la única ocasión en la que su ya madura trayectoria estudiantil se vio
interrumpida en París.
Algunos estudiantes entraban al servicio de un amo para poder pagar sus
estudios, e Ignacio también lo habría intentado, pero no encontró a nadie que lo
aceptara. Acaso su edad —37 años— y su minusvalía fueron un impedimento.
Quizá por ello se decidió a probar suerte viajando a Flandes por la Cuaresma, tal
y como le había aconsejado un fraile, para así recabar dinero que le permitiera
seguir adelante. O al menos esto es lo que dejó escrito González de Cámara. En
Amberes y Brujas, o en Inglaterra, donde viajó en 1530, contactó con algunos
comerciantes que le ayudaron 500 . Probablemente, además, Ignacio también
aprovechó esas escapadas desde París para tomar el pulso a lo que estaba
sucediendo en los Países Bajos en el ámbito religioso. Pronto allí se iniciaría una
persecución sistemática contra los judíos y contra cualquier atisbo de
luteranismo.
Pero Ignacio no había dejado de lado las ideas que le habían movido a salir de
la Península. En París comenzó a dar los Ejercicios espirituales de nuevo a
estudiantes españoles. Y ese fue uno de los motivos por los que, a los quince
meses de su llegada, lo denunciaron por primera vez ante la Inquisición.
El denunciante fue Pedro Ortiz, regente del colegio de Monteagudo, y lo hizo
ante el inquisidor de la facultad de Teología, Mateo Ory. Uno de los españoles
que había recibido los Ejercicios era Pedro de Peralta, que en 1529 obtuvo el
grado de maestro en Artes en el mismo colegio en el que estudiaba Ignacio.
Ortiz observó que Peralta, a quien le unía un vínculo familiar y de amistad, había
cambiado de vida, y lo mismo había sucedido con el burgalés Juan de Castro,
matriculado en la Sorbona, y con Amador López de Elduayen, del colegio de
Santa Bárbara. Los tres entregaron todo lo que tenían a los pobres y vendieron
sus libros, y ahora pedían limosna por la ciudad.
Entre tanto, Ignacio había viajado a Ruán en busca del compañero enfermo
que iba camino de España, el mismo que malgastó su dinero en París y con el
que, sin embargo, se había reconciliado. Se cree que podría tratarse de Juan
Reynalde, Juanico, el joven compañero alcalaíno de Ignacio, pero no hay
pruebas documentales de ello.
Aquella salida precipitada de París es difícil de interpretar. A juzgar por los
ataques de pánico que invadieron a Ignacio en esas fechas, quizá en un principio
pensó en huir pero luego recapacitó y decidió regresar. El caso es que encontró a
su amigo, le entregó cartas para los antiguos miembros de su primigenia
«Compañía» —Calixto, Arteaga y Cáceres—, que se hallaban en Salamanca, y
partió de nuevo camino de la gran urbe francófona.
Ignacio explicó a González de Cámara que, a su vuelta en París, cuando se
enteró de la denuncia de que había sido objeto, fue a ver al inquisidor Ory, recién
doctorado en Teología y con quien tenía intención de estudiar el curso de
Filosofía. Finalmente, Ory le dijo que no seguiría adelante con la investigación
que había iniciado y todo quedó en un susto para Ignacio.
En octubre de 1529, Ignacio se matriculó en el colegio de Santa Bárbara para
estudiar Artes. Allí compartió habitación con Pedro Fabro y Francisco Javier,
dos de los futuros cofundadores de la Compañía de Jesús. Ambos tenían 23 años,
frente a los 38 de Ignacio, y estaban a punto de obtener el título de maestro en
Artes. Los dos se sintieron fascinados por la palabra madura y experimentada de
aquel nuevo compañero. Pedro Fabro —que en 1525, con 19 años, había llegado
a París para estudiar— contó en su Memorial, que era una especie de
autobiografía, la suerte que tuvo al coincidir con Ignacio, «por venir él a ser mi
maestro en las cosas espirituales, dándome forma y modo para subir al
conocimiento de la divina voluntad y de mí mismo» 501 . Fabro manifestó
también que, gracias a los Ejercicios espirituales, logró vencer sus escrúpulos y
tentaciones carnales:
Los escrúpulos eran sobre el temor de no haber en mucho tiempo bien confesado mis pecados,
que me daba tanta pena, que para hallar remedio me fuera a un desierto para siempre comer hierbas
y raíces. Las tentaciones que entonces sentía eran sobre malas y feas imaginaciones de las cosas
carnales por sugestión del espíritu de fornicación, el cual entonces yo no conocía por espíritu sino
por letras 502 .

Sobre el llamado «espíritu de fornicación» ya había prevenido Juan Casiano


—un sacerdote y asceta de los siglos IV-V— diciendo que, al ser tan precoz en los
hombres y de presencia tan longeva, «no es suficiente el ayuno para conseguir la
perfecta castidad. Es necesario añadir tanto una quebrantada penitencia del
espíritu como una oración perseverante contra este repugnante espíritu (pasión
de fornicación)». Y recomendaba, además, leer las Sagradas Escrituras, meditar
acerca de Dios, alternar esto con el «trabajo físico y artesanal» y, sobre todo,
tener una profunda humildad.
Fabro pasó cuatro años confesando y comulgando cada semana, y
manteniendo continuas conversaciones con Ignacio y con otros compañeros para
profundizar en lo que sucedía en su interior, hasta que, finalmente, hizo los
Ejercicios espirituales.
Por su parte, Francisco Javier, años más tarde, ya instalado en Roma junto a
Ignacio, se vería implicado en un caso que pone en duda el cumplimiento
estricto de su voto de castidad, cuando fue acusado de haber dejado encinta a
una mujer a la que visitaba ocasionalmente para confesarla y «tratar de cosas
espirituales». El propio Ignacio fue quien contó a González de Cámara lo
sucedido, para puntualizar a continuación que «quiso el Señor que se descubriese
el que había hecho el mal», del mismo modo que justificó otra acusación similar
dirigida contra el jesuita Juan Coduri con respecto a «una hija espiritual suya»,
que luego «fue encontrada con un hombre». Los problemas de algunos de los
primeros jesuitas en materia de castidad recuerdan los que Ignacio tuvo aun
después de iniciar su propio camino en busca de una nueva espiritualidad.
Los estudios de Artes o Filosofía que inició Ignacio tenían una duración de
tres años y medio, y a su vez esto implicaba el paso por tres grados. En los dos
primeros se estudiaba, respectivamente, Súmulas o Lógica menor, y Lógica
aristotélica en su versión latina. A continuación, después de haber superado dos
pruebas —consistentes en exámenes y disputas— que otorgaban al estudiante el
título de bachiller en Artes, el tercer grado consistía en el estudio de la Física, la
Metafísica y otros libros de Aristóteles, y era coronado por dos exámenes que
permitían obtener la Licencia, y que se celebraban a partir del mes de febrero.
Quienes aprobaban tenían que acudir a un acto solemne en la abadía de Santa
Genoveva, donde vestirían capa negra nueva, y no prestada, para recoger la
Licencia. Ignacio obtuvo la suya el 13 de marzo de 1533, con 42 años. Ahora
solo le faltaba dar un último paso: conseguir el título de Maestro. Se trataba de
un mero trámite, pero que representaba gastar un dinero del que no disponía.
Debía comprar ropa nueva, pagar al rector, a los regentes, a los examinadores y a
los bedeles, y celebrar un banquete. Quizá por ello Ignacio tuvo que esperar
hasta poder sufragar los gastos 503 .
Una vez obtenido el título, Ignacio podía ordenarse sacerdote y conseguir
algún beneficio eclesiástico que supusiera una entrada de dinero regular. Por
ejemplo, su hermano Pero López había recibido las órdenes sacerdotales al
amparo del patronato de la parroquia de San Sebastián de Soreasu, que
fiscalizaban los Oñaz-Loyola. Sin embargo, no era ese el objetivo de Ignacio,
que había decidido ordenarse haciendo voto de pobreza. Aunque eso no era
posible sin ingresar en una Orden religiosa ya existente, algo que,
probablemente, ya estaba lejos de sus intenciones.
En su última etapa parisina, Ignacio conoció a Diego Laínez, Alfonso
Salmerón y Jerónimo Nadal, y cuando abandonó la ciudad contaba con catorce
compañeros, muchos de los cuales habían hecho los Ejercicios espirituales,
aunque no todos acabaron siguiéndole posteriormente.
Según la tradición jesuítica, fue en la abadía benedictina de Montmartre
donde, el 15 de agosto de 1534, se celebró una misa presidida por Pedro Fabro
—ya ordenado sacerdote— en la que Ignacio y su grupo de seguidores hicieron
votos de pobreza y castidad, así como de peregrinar a Jerusalén y predicar y
administrar los sacramentos de la eucaristía y la confesión sin cobrar nada por
ello y ponerse a las órdenes del papa. Sin embargo, Ignacio no mencionó dicho
voto en la llamada Autobiografía ni habló de ello en ninguna de sus cartas,
aparte de las dudas que plantea el hecho de que diera ese paso sin haber sido
ordenados sacerdotes ni él ni la mayoría de los miembros del grupo 504 . Todo
parece indicar que este comportamiento gregario, que giraba en torno a los
Ejercicios y no se parecía en nada al modus vivendi de otras órdenes religiosas,
fue el detonante de la denuncia ante el inquisidor Mateo Ory en 1535.
Entre las acusaciones estaba la de introducir «novam sectam» e interesar a
muchos estudiantes por su especial religiosidad. A la pregunta del inquisidor de
si había sido denunciado en alguna otra ocasión ante el Santo Oficio, Ignacio
contestó que en la Universidad de Alcalá lo habían interrogado sobre el nuevo
modo de vida religiosa que llevaba, sin embargo nada dijo de lo sucedido en
Salamanca. Los otros miembros de la incipiente Compañía también fueron
interrogados. El inquisidor Ory no encontró sospechas de herejía en el
comportamiento de Ignacio y sus «compañeros», pero les prohibió introducir un
nuevo modo de vida sin el consentimiento del papa. Fue en ese momento cuando
Ignacio salió de París con la intención de regresar a la Península y dirigirse a
Azpeitia. Era el mes de marzo de 1535 y aún no había terminado sus estudios de
Teología 505 .

Cartas parisienses a Inés Puyol e Isabel Roser

De la intensa relación epistolar que Inés Puyol e Isabel Roser mantuvieron


con Ignacio durante la estancia de este en París, solo han aparecido hasta el
momento tres cartas escritas de puño y letra por el que luego sería fundador de la
Compañía de Jesús.
En noviembre de 1533, Ignacio agradecía a Isabel los 20 ducados que le
enviaba junto con tres cartas por medio del doctor Benet 506 . Isabel le había
transmitido las disculpas de sus adeptas en Barcelona y las suyas propias por no
haber podido aportar más dinero. Ignacio las excusaba con sumo
agradecimiento: «[...] los días que yo viviere, no podré que no las deba; más bien
pienso que después que saliéramos de esta vida serán bien pagadas por mí». Por
otro lado, a Isabel le manifestaba su gratitud de modo muy especial diciéndole
que a su muerte, y en función de los méritos acumulados, Dios repartiría dádivas
a las personas que lo habían favorecido en vida, «a cada uno según en su servicio
me ha ayudado, máxime a vos, que os debo más que a cuantas personas en esta
vida conozco». Pero Ignacio elevaba su gratitud a cotas aún más altas, como,
probablemente, nunca volvería a hacer con tanta sinceridad: «Así, pensad que de
ahí [en] adelante vuestra voluntad tan sana y tan sincera por mí será recibida tan
lleno de placer y gozo espiritual, como con todo el dinero que enviarme
pudiérades; porque más Dios Nuestro Señor nos obliga [a] mirar y amar al dador
que al don, para siempre tenerle delante de nuestros ojos, en nuestra ánima y en
nuestras entrañas» 507 . Para Isabel, en años posteriores, debió resultar muy difícil
de asumir la nueva actitud de Ignacio, tan reacia a su persona, frente al recuerdo
de esta desbordante y apasionada adulación con una promesa implícita de
perpetuidad.
Acerca de futuras ayudas, y en respuesta a la sugerencia de Isabel Roser para
que escribiera a las «otras hermanas nuestras y mis bienhechoras en Cristo
Nuestro Señor para me ayudar en adelante», Ignacio pasaba el testigo de nuevo a
manos de Isabel y le pedía que intermediase: «Eso quisiera yo determinar, [más]
por vuestro parecer que [por] el mío. Aunque la Cepilla [Çapila o Sapila] se me
ofrece en su carta, y muestra tener voluntad para ayudarme, por ahora no me
parece escribirla para ayudarme para el estudio; porque no tenemos seguro si
llegaremos de aquí a un año...» 508 .
Ignacio también se mostraba preocupado por el estado de salud de Isabel, que
después de superar una larga enfermedad aún tenía fuertes dolores de estómago:
«[...] os deseo toda la bonanza y prosperidad imaginable...», escribía, no sin
apelar a las virtudes que atribuía al dolor físico para que las personas «más nos
conozcamos [...] y más enteramente pensemos cuán breve es esta nuestra vida,
para adornarnos para la otra que siempre ha de durar» 509 .
Sin embargo, Ignacio relacionaba esa enfermedad con las preocupaciones de
Isabel por las habladurías que había soportado en Barcelona: «En la tercera decís
cuántas celadas, malicias y falsedades os han cercado por todas partes».
Desconocemos a qué se refería Ignacio porque no se ha encontrado la carta de
Isabel; y una vez más surge la pregunta: ¿es posible que Ignacio fuese tan
descuidado con la correspondencia de sus más cercanas amigas y bienhechoras?
Aunque en su carta no concretaba los hechos que pudieron causar aquellas
«acusaciones», es probable que guardaran similitud con las que sufrió Inés Puyol
en Manresa y provocaron la salida precipitada de Ignacio de la ciudad.
De cualquier modo, Isabel, al hablar de esas dificultades, introdujo un
elemento no contemplado en las biografías ignacianas. Esos hechos debieron
tener una gran importancia, ya que Ignacio no pasó por alto la preocupación de
Isabel. Hay que tener en cuenta que era una mujer casada, y su marido era ciego,
lo cual pudo acentuar las conjeturas sobre su cercana relación con Ignacio. Y si
esa parece la hipótesis más probable es porque Ignacio, para intentar calmar el
desasosiego de Isabel, aludió a una de las Florecillas de san Francisco, que
mencionaba el episodio de una niña disfrazada de hombre que se hizo monje. La
joven había logrado ingresar en un monasterio franciscano masculino, burlando
así la voluntad de los frailes. Al cabo de un tiempo, había sido acusada —
teniéndola por monje y sin que nadie sospechara su condición femenina— de
dejar embarazada a una moza que había pasado una noche en dicho monasterio.
A consecuencia de ello, y sin que el falso fraile desmintiera nada, había sido
expuesto a la burla en las puertas del monasterio hasta que, gracias a la
benevolencia del guardián, fue perdonado y regresó a su vida monástica. Al
morir, «como le descubriesen para enterrarle, halláronle que era mujer y no
hombre», por lo que fue alabada la virtud de la muchacha por su «inocencia y
santidad».
La intención ejemplarizante de Ignacio es indudable, y por ello la historia no
pudo ser escogida de modo aleatorio. Ante las sospechas acerca de la moralidad
de Isabel y las injurias vertidas contra ella en Barcelona, Ignacio contestó
intentando convencerla de que debía resistir:
[...] pluguiese a la madre de Dios, con tal que en vos fuese entera paciencia y constancia, mirando
las mayores injurias y afrentas [...]. Y si esta paciencia no hallamos, más razón tenemos de
quejarnos de nuestra misma sensualidad y carne, y en no estar nosotros tan amortiguados ni tan
muertos en las cosas mundanas como deberíamos, que no de los que nos afrentan; porque ellos nos
dan materia para nosotros ganar mayores mercaderías 510 .

Quizá esa situación crítica de Isabel erosionó con el tiempo su resistencia


ante la presión social, hasta desembocar años después en una crisis que la
llevaría a intentar pasar página mediante la huida hacia delante que supuso su
entrada en la Compañía de Jesús.
Ignacio se despedía en su carta a Isabel enviando un saludo para el marido de
esta y no olvidaba dejar constancia de que escribía también a algunas de sus
benefactoras barcelonesas, como ella misma le había indicado, con el fin de que
le siguiesen ayudando: «Como me lo mandáis, así escribo a la Gralla [Jerónima
de Hostalrich, esposa de Francisco de Gralla] sobre la paz, y la carta va en la de
la Pasquala [Inés Pasqual]; y también a la [Eleonor] Sapila» 511 .
Unos meses después, Ignacio escribió a Inés Puyol (o Pasqual), de la que no
había tenido noticias desde hacía un año. Ese espaciamiento cada vez mayor en
la correspondencia de Ignacio con sus seguidoras barcelonesas es un síntoma del
paulatino desplazamiento de sus centros de interés, a medida que sus
aspiraciones de crear la Compañía de Jesús, largamente maduradas, fueron
tomando forma hasta hacerse realidad.
Ignacio envió dos cartas a Inés Puyol, de las cuales solo conocemos una,
fechada en junio de 1534. En ella reiteraba sus agradecimientos por todo lo que
Inés había hecho por él:
Por vuestra carta conocí, y por la información que acá me hicieron, la mucha diligencia que en
mis cosas pusiste, con voluntad muy entera, como siempre en mí mostraste; asimismo, para adelante
os ofrecíais mucho para poner diligencia y solicitud en ello: parece que no solo me tenéis echado en
cargo por lo pasado, mas por todo lo porvenir queréis que yo sea ligado 512 .

En la Cuaresma de ese año Ignacio había logrado el título de maestro en


Artes, para lo cual solo debía gastar una elevada suma de dinero en las
obligaciones que ello traía consigo: «[...] gasté en cosas inexcusables más de lo
que pedía mi autoridad, y podía; así he quedado muy alcanzado...», le explicaba
a Inés. Con ese trámite daba por finalizados sus estudios, pero su situación
económica era crítica y no dudó una vez más en apelar a su bondadosa «familia»
femenina de Barcelona:
Por tanto yo escribo a la Sapila, la cual en gran manera se me ofreció, por una carta que me
escribió, para favorecerme intensamente, y [donde me decía] que la escribiese de lo que tuviese
menester.
A Isabel Roser escribo, mas no sobre esta demanda, porque ella me escribió una carta, en que se
declaraba no me maravillase yo porque más no me proveyese, como ella quisiera, por las muchas
necesidades en que se veía; y cierto creo, y, si se puede decir justamente, digo que más ha hecho por
mí de lo que ha podido, y así la debo más de lo que la podré pagar. Paréceme que no la debéis hablar
para no darla a sentir ninguna necesidad mía, porque no se entristeciese por no poderme proveer.
Cuando de allí partí, la de mosén Gralla se me ofreció mucho para favorecerme mucho en el estudio,
y así lo ha hecho siempre. Asimismo, se ofreció doña Isabel de Josa, y doña Aldonza de Cardona, y
esta así me ha favorecido. A estas tres no las escribo, por no me mostrar inoportuno; mandármelas
habéis mucho encomendar, que de la Gralla siempre pienso que informándola querrá comunicar en
la limosna que en mí se hiciese. En ella y en todas las otras haréis como mejor os parecerá, que
aquello tendré por mejor hecho, y siempre quedaré contento, porque siempre debo; y no puede ser
adelante que sin deuda no quede 513 .

Ignacio confiaba plenamente en Inés Puyol y en sus gestiones con el círculo


de mujeres más dispuestas a ayudarle económicamente, excusando al mismo
tiempo a Isabel Roser por los problemas económicos que en ese momento tenía.
Pero es probable que esas mujeres de las clases influyentes fueran solo una
pequeña parte del grupo que Ignacio aglutinó en su entorno más cercano durante
su estancia en Barcelona. En aquella misma carta, Ignacio aludió a otras mujeres
que quizá integraron unos conventículos similares a los que creó en Alcalá: «En
vuestra vecindad, [a las] conocidas y amadas en Cristo Nuestro Señor me
mandaréis mucho encomendar». Es la última carta conocida de las enviadas por
Ignacio a Inés Puyol, a pesar de que su relación se mantendría hasta la muerte de
esta, el 9 de abril de 1548. Es de suponer que al final de su último viaje a la
Península, Ignacio pasó por Barcelona, donde visitaría a Inés y a sus fieles
protectoras.
LAS INCÓGNITAS DEL RETORNO DE IGNACIO A AZPEITIA Y EL ADIÓS DEFINITIVO

Desde París, en 1533, Ignacio escribió una carta a su hermano Martín García
de Oñaz cargada de significado, ya que había roto toda relación con su familia
desde el momento en que salió de Azpeitia, once años atrás, tras ser herido en
Pamplona. Y fue en el ámbito de esa privacidad epistolar —como cuando le
escribía a Inés Puyol— donde reveló con nitidez sus creencias e inclinaciones
doctrinales y donde podemos intuir los motivos de ese distanciamiento tan
radical de su familia 514 .
Su hermano le había escrito hacía poco para recabar información acerca de la
conveniencia o no de enviar a un hijo suyo a estudiar a París, sobre cuál sería la
mejor opción para embarcarse en el estudio y cuánto dinero le costaría... Ignacio,
en su carta de contestación, recomendó a su sobrino que estudiara mejor teología
que cánones, alabó la fama de la universidad parisiense en esa rama, y se mostró
dispuesto a tomarlo bajo su protección, no sin señalar que para cubrir todos los
gastos el joven estudiante necesitaría 50 ducados al año. Esta era la cantidad que
Ignacio, por propia experiencia, sabía que garantizaría la continuidad en los
estudios y que le evitaría tener que preocuparse por otras necesidades ajenas a
las exigencias de la universidad, como a él le había sucedido.
Pero en su carta Ignacio también arrojaba algo de luz acerca de las
circunstancias en las que se había producido su partida de Azpeitia. Ahora, al
referirse a su nueva actitud por recuperar las relaciones familiares, hacía un símil
con la forma en que curaban las heridas: «Decís que os habéis mucho holgado
por pareceros que he dejado la manera que con vos he tenido en no os escribir.
No os maravilléis: a una gran llaga para sanarla aplican luego en el principio un
ungüento, otro en el medio, otro en el fin; así al principio de mi camino una
medela me era necesaria; un poco más, más adelante, otra diversa no me daña;
saltem si sintiese que me daña, cierto no buscaría segunda ni tercera».
Sin embargo, la verdadera clave de esa metáfora la ofrecía cuando, para
justificar el proceso de cicatrización de heridas no físicas, comparaba sus
vivencias con las de san Pablo, convertidas luego en doctrina en el Nuevo
Testamento.
Ignacio venía a decir que, al igual que el apóstol después de ser convertido, él
también había tenido dudas —«Y para que la grandeza de las revelaciones no me
exaltase desmedidamente, me fue dado un aguijón en mi carne, un mensajero de
Satanás me abofeteó» (Corintios 12:7)— y sufrido tentaciones sensuales
—«Pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente,
y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros» (Romanos
7:23); «Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es
contra la carne» (Gálatas 5:17). Y era tal su agitación interior que llegó incluso a
perder el control de sus actos —«Porque lo que hago, no lo entiendo, ni hago lo
que quiero; antes bien, lo que aborrezco, eso hago» (Romanos 7:15)—, para
concluir que el verdadero sentido de la vida estaba en el amor de Dios, es decir,
en la unión con Cristo, al margen de cualquier signo terrenal, como también
había afirmado san Pablo: «Por lo cual estoy convencido de que ni la muerte, ni
la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni
lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá apartar del amor de
Dios, que es en Cristo Jesús, Señor Nuestro» (Romanos 7:38-39) 515 .
Por tanto, Ignacio habría renunciado a seguir manteniendo todo contacto con
su familia en pro de esa comunión con el Ser supremo, como también expresaba
explícitamente, más adelante, en la carta a su hermano: «Viniendo a propósito,
bien ha cinco o seis años, que frecuentemente os escribiera si no me obstaran dos
cosas: la una, impedimentos de estudios y muchas conversaciones, mas no
temporales; la otra, en no tener probabilidad o conjeturas suficientes para pensar
que mis cartas podrían causar algún servicio y alabanza a Dios Nuestro señor, y
descanso alguno a mis deudos y parientes secundum carnem, para que también
secundum spiritum lo fuésemos, simul nos ayudásemos en las cosas que para
siempre nos han de durar. Porque es así verdad: tanto puedo en esta vida amar a
persona, cuanto servicio y alabanza a Dios Nuestro Señor se ayuda». Ignacio
demostraba así un desprecio por el linaje genético, carnal, al que pertenecía, y
también por las cosas superfluas que la sociedad de su tiempo ensalzaba, citando
de nuevo otra carta de san Pablo: «El tiempo es corto; resta, pues, que los que
tienen esposa sean como si no la tuvieran, y los que lloran, como si no llorasen;
y los que se regocijan, como si no se regocijasen; y los que compran, como si no
poseyesen; y los que disfrutan las cosas de este mundo, como si no las
disfrutasen, porque la forma actual de este mundo es pasar» (Corintios 7:29-31).
Es difícil no sorprenderse ante estas afirmaciones, dadas las sospechas
inquisitoriales que recayeron sobre Ignacio acerca de sus posibles conexiones
con el judaísmo.
Es importante destacar las similitudes de esos argumentos con los que expuso
el maestro Juan de Ávila —cuyo padre era judío converso— en su obra más
importante, Audi, filia, que quizá empezó a escribir mientras estuvo en la cárcel
de la Inquisición de Sevilla, en 1532, pero que no se publicó hasta 1556, en
Alcalá y sin permiso del autor, siendo tres años después incluida en el Índice de
libros prohibidos. Juan de Ávila aconsejaba, en varios capítulos, a la persona a
quien destinaba el libro —una muchacha de Écija llamada Sancha Carrillo que le
pidió consejo espiritual y a la que fue dando pliegos donde desgranó lo que él
entendía por cristianismo—, y a todos sus lectores, que huyeran de las honras del
mundo y no sufrieran por la deshonra recibida de sus semejantes, en una clara
alusión a la división social que existía entre cristianos viejos y cristianos nuevos,
y que consideraba el primer y gran mal de la época 516 .
Precisamente en ese momento la doctrina de san Pablo, el paulinismo, que
había sido objeto de un vivo debate en el siglo XV, era aclamada por las nuevas
corrientes de espiritualidad y renovación de la Iglesia, ya que abogaba por la
experiencia del hombre iluminado por la fe, y, además, sostenía que esta
iluminación divina igualaría a todos los cristianos, incluidos los conversos 517 .
De los conocimientos rudimentarios que Ignacio había transmitido a sus
seguidoras y seguidores, según se desprende de los procesos y averiguaciones a
los que había sido sometido en Alcalá, Salamanca y Valladolid, pasó a una
argumentación fundamentada en unas lecturas acaso más sosegadas de lo que
hasta entonces habían sido sus incursiones teológicas. Pero no es que sus años de
estudio en París le hubieran ayudado a encontrar la justificación de su bagaje
espiritual en el paulinismo, pues Ignacio ya había demostrado que conocía las
cartas de san Pablo cuando recomendaba a Inés Puyol que abandonase la propia
voluntad para hacer vivir en su lugar a Cristo, o cuando realizaba sus pláticas en
Alcalá, según el testimonio de algunas mujeres, como el de Mencía de
Benavente.
Pero la idea que Ignacio estaba comunicando a su hermano, acerca del
desprecio por el linaje genético, había servido de motivación también a Isabel de
la Cruz, líder del conventículo de alumbrados de Guadalajara, Isabel de la Cruz,
para decidirse a abandonar a su familia y dedicarse de forma plena a profundizar
en un sentimiento religioso más introspectivo.
Isabel de la Cruz, cuyos ancestros eran judíos, estaba tan segura de que había
logrado su unión con Dios que rechazaba los consejos de cualquier mortal,
incluida su madre. Según su testimonio, las palabras de Cristo expresadas en el
Nuevo Testamento, esta vez transmitidas por san Mateo —«El que ama al padre
o a la madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama al hijo o a la hija más
que a mí, no es digno de mí» (Mateo 10:37)—, contribuyeron a convertirla en
una hija rebelde, llevándola a renunciar a vivir en el hogar familiar. Dado que se
consideraba una verdadera sierva de Cristo, y era del todo consciente de las
imperfecciones humanas de su madre, así como de las de sus hermanos y
hermana, decidió marcharse de casa para ir donde pudiera entregarse a la
reflexión mística y adoctrinar a otros para que encontrasen el camino de la
perfección espiritual 518 .
El propio Juan de Ávila había empezado su libro con una cita del Antiguo
Testamento que conecta con la idea de Isabel de la Cruz y de Ignacio acerca de
la necesidad de abandonar todo lo mundano, incluida la familia, para ir al
encuentro de Cristo: «Oye, hija, y ve, e inclina tu oreja, y olvida tu pueblo, y la
casa de tu padre. Y codiciará el rey tu hermosura» (Salmos 44). No cabe duda de
que esa llamada al desapego de la carne que se hereda de los padres —el
secundum carnem al que se refería Ignacio—, al desprecio del origen y del linaje
transmitidos de generación en generación, significaba una invectiva contra
quienes defendían la limpieza y pureza de su sangre para diferenciarse de
quienes acababan de convertirse al cristianismo. Porque entre los cristianos,
incluidos quienes tenían sangre judía, no podía haber diferencia ni
discriminación alguna. Y, siguiendo a san Pablo, añadía Juan de Ávila:
«Convirtamos el linaje de la carne al linaje del espíritu, la generación a la
generación del espíritu, y veremos qué es lo que movió al evangelista de
contarnos el linaje de Jesucristo, qué es el linaje espiritual de Jesucristo» 519 .
Quizá no es exactamente en este mismo contexto donde deberían enmarcarse las
palabras de Ignacio cuando, en una ocasión, expresó su deseo de «venir de linaje
de judíos» porque de ese modo —como transcribió su biógrafo Ribadeneira—
«podía ser pariente de Cristo Nuestro Señor secundum carnem». No hay que
olvidar que, antes de que Juan de Ávila escribiera su Audi, Filia, para defender
la idea de que todo el género humano desciende de Adán y Eva, y que por tanto
no hay diferencias entre los hijos de Dios aunque provengan de distinto linaje, ya
Teresa de Cartagena, que era de origen judeoconverso, se había negado a aceptar
el significado literal del mismo Salmo 44:11 (usando la Vulgata) en su obra
Arboleda de los enfermos. Teresa de Cartagena pensaba que no debía olvidarse
la casa paterna, porque ello supondría negar al padre, con lo que estaba
señalando que no quería renunciar a su linaje ni a su origen judío 520 . Es evidente
la influencia que ejerció el libro de Teresa de Cartagena en Juan de Ávila, y estas
obras reflejan el contexto histórico en el que fueron formuladas las respectivas
propuestas. La de Teresa de Cartagena se enmarca en un momento en el que
todavía no existe un rechazo frontal contra las personas de origen judío
convertidas al cristianismo, mientras que el texto de Juan de Ávila refleja ya el
peligro que supone defender eso mismo cuando se ha iniciado la persecución de
los cristianos nuevos. De cualquier modo, resulta difícil dejar de pensar en una
conexión más estrecha de Ignacio con las costumbres judías, acaso debida a las
relaciones con sus familiares ligados a la rama judía de su abuelo o a otras
vinculaciones que hoy por hoy desconocemos.
Los motivos del regreso de Ignacio a la Península no están claros. Sus
hagiógrafos adujeron múltiples razones. Entre otras, que tenía necesidad de
tomar los aires de su tierra natal como medida sanadora, o que fue para
desmentir la mala fama adquirida desde su partida, o que debía visitar a los
familiares de sus compañeros para tratar diversos asuntos. Pero deben ponerse en
cuarentena frente a otras tesis menos amables con la biografía del futuro santo.
Es posible que su partida se debiera a una huida en toda regla o a un pacto
con el inquisidor Mateo Ory, a cambio de salvar al resto de los compañeros, que
quedaron bajo la dirección de Fabro hasta pasados dos años, cuando se produjo
la reagrupación. Hay que tener en cuenta que, en aquel momento, el rey de
Francia, Francisco I, había mandado quemar a muchos herejes (lo cuenta
Polanco) en el affaire des placards. Pero incluso estas causas no parecen
suficientes para justificar el viaje de retorno a sus orígenes. Es cierto que las
relaciones de Ignacio con su familia, pasados trece años desde su salida de
Azpeitia, habían sido retomadas por la vía epistolar, pero Ignacio a su llegada y
durante su estancia en su villa natal mantuvo una actitud distante.
Según contaron algunos testigos azpeitianos en el proceso de beatificación
ignaciano de 1595, Ignacio, antes de llegar a Azpeitia a lomos de un burro, se
instaló en la venta de Iturrioz (a unos 11 kilómetros) y luego abandonó los
caminos más transitados —«vino por montes y rodeos, habiendo bajado a las
casas de Erarriçaga»— hasta entrar en el hospital de Santa María Magdalena
—«que es cerca de una legua de esta villa»—, como hacían los pobres o los
clérigos que iban de paso. También se dijo que hizo todo eso para que sus
familiares no le obligaran a hospedarse en la casa de Loyola. Sin embargo, su
cuñada se esforzó para que recapacitara, hasta lograr que pasara allí una sola
noche. Acerca de este episodio se contaron varias versiones.
En una de ellas, Ignacio habría pasado la noche encerrado en una habitación
—aunque sin acostarse en la cama que le tenían preparada— junto con la
«manceba» de su hermano Martín, o acaso de su sobrino Beltrán de Oñaz y de
Loyola —porque no está claro a cuál de los dos se refiere la narración—,
evitando de ese modo que los amantes siguieran encontrándose a escondidas. Así
se lo contó a Antonio de Araoz el jesuita Pedro de Tablares, que lo supo por boca
del propio Ignacio: «Él [Ignacio] la aguardó una noche, y topó con ella y la dijo:
“¿Qué queréis vos aquí?”. Ella respondió lo que pasaba. Él la llevó y metió en su
aposento, y la guardó allí, para que no fuese a pecar, hasta la mañana que la
echó, que hasta entonces no había por dónde». Tablares explicó también que
manifestó a Ignacio su extrañeza acerca del hecho de haber pasado la noche a
solas con aquella mujer, diciéndole: «Eso no hiciera yo». A lo que Ignacio
respondió: «Yo sí que sabía que lo podía hacer». Pero, al momento, reaccionó
añadiendo: «Dios os perdone, que me habéis hecho decir lo que no quisiera» 521 .
El comentario de Ignacio demuestra la precaución con que trató sus
relaciones con mujeres. El hecho de que algunos acusados de alumbradismo
hubieran manifestado que no era pecado acostarse con mujeres para demostrar
que «tenían las pasiones muertas», significaba que cualquiera que apuntase en
esa dirección se convertía en sospechoso ante la Inquisición. Ignacio y algunos
de sus seguidores ya habían sido considerados sospechosos de esas prácticas e
investigados en Alcalá. Pero también un personaje tan relevante como el
dominico Melchor Cano dijo al respecto que «en la Compañía de esta Orden se
confirmó la Compañía de las Religiosas de la condesa de Guastalla [Luisa
Torelli], que paró en acostarse juntos para ver si tenían las pasiones muertas» 522 .
Ninguno de los primeros biógrafos de Ignacio mencionó aquellos hechos de
Azpeitia, y en cambio sí insistieron en otras actuaciones de redención de
hombres y mujeres concubinarios. Se dijo, por ejemplo, que Ignacio había
contribuido a reconciliar a dos matrimonios cuyos maridos vivían en
concubinato, o que había logrado que algunas mujeres de Azpeitia que convivían
con clérigos u otros hombres, y se tapaban la cabeza como era costumbre en las
esposas, abandonaran esa práctica después de que él convenciera al gobernador
de que las castigara si perseveraban. Asimismo, se dijo que había exorcizado a
una mujer que trajeron de Vizcaya: «[...] y le lanzó los demonios, de los cuales
fue vejada y fatigada en cuatro años o más tiempo» 523 .
Algunos testigos azpeitiarras del proceso de canonización, recordaban a
Ignacio como un hombre flaco que vestía de pardo, llevaba un modesto calzado,
y «tenía la voz delgada y sus palabras eran penetrativas y eficaces». Predicó en
la iglesia de San Sebastián de Soreasu y en Nuestra Señora de Elosiaga, en cuyos
aledaños hizo lo mismo cinco años después Antonio de Araoz ante cuatro mil
personas 524 .
Ignacio aparece, junto a otras personas, como firmante de un documento por
el que llegaban a un acuerdo conciliatorio el señor de Loyola y las monjas
clarisas del convento de la Purísima Concepción de Azpeitia. Estas veían
peligrar su autonomía y se habían negado a pagar el diezmo exigido. El conflicto
se había iniciado muchos años atrás, siendo párroco de la iglesia de San
Sebastián de Soreasu, aledaña al convento femenino, el hermano de Ignacio,
Pero López de Loyola, quien incluso viajó a Roma para intentar que la sentencia
del pleito con las monjas le fuera favorable. Probablemente, esa intervención de
Ignacio debió obedecer a un simple formalismo, y no a una actuación decisiva,
como quisieron interpretar sus hagiógrafos.
Pero al margen de la actividad que desarrolló Ignacio en Azpeitia hay un dato
significativo relacionado con su estancia, y es el hecho de que se alojara en el
hospital de la Magdalena. En ese momento eran los administradores doña Milia
de Goyaz y su esposo Pero López de Garín, cuyo segundo apellido remite a la
que fuera nodriza de Ignacio, María Garín. Si se confirmase la existencia de una
relación de parentesco entre ambos, quizá ese dato aportaría nuevas claves
acerca del nacimiento y la infancia de Ignacio. No olvidemos que en esos cinco
meses que este permaneció en Azpeitia también tuvo tiempo de ocuparse de uno
de los hijos de su nodriza, Martín de Errazti, a quien, como ya vimos, quizá
ayudó para que se convirtiera en clérigo.
En cualquier caso, sea como fuere, Ignacio permaneció en Azpeitia unos
cinco meses, movido por algún asunto más importante que los declarados por
sus hagiógrafos 525 , y ¿acaso relacionado con la familia de su «verdadera
madre»?
Cuando dejó atrás Azpeitia, Ignacio viajó por la geografía hispana para tratar
diversos asuntos relacionados con sus compañeros. Visitó, camino de Pamplona,
al hermano de Francisco Javier en Obanos, donde intentó recabar dinero; luego
estuvo en Almazán con la familia de Laínez, cuyos miembros se encargarían de
enviar a Roma la cantidad recogida; después viajó a Sigüenza, aunque se
desconoce lo que hizo allí, aparte de entregar algunas cartas; posteriormente se
desplazó a Madrid para ver a Leonor Mascareñas, y fue donde el príncipe Felipe,
con 8 años, se fijó en él, como recordaría años más tarde; de allí se trasladó a
Toledo, donde vio a la familia de Alfonso Salmerón, y luego pasó a Segorbe y
permaneció ocho días en la Cartuja de Vall de Cristo con Juan de Castro, con
quien mantendría una estrecha amistad que quedó reflejada en un fluido
intercambio epistolar 526 .
Durante su estancia en Valencia, el comportamiento de Ignacio debió de
llamar la atención de la gente que lo conoció, ya que, diez años después, entre
las acusaciones que se vertieron contra los primeros jesuitas allí establecidos —
según contó el propio obispo de la ciudad a Antonio de Araoz—, se dijo que, al
igual que Ignacio, entraban mucho en casas particulares y «comunicaban» con
mujeres, y que se hacían «señores de las casas» donde conversaban, y que la
recomendación de guardar silencio y secreto acerca de lo que hablaban con sus
acólitos era algo propio de alumbrados 527 . Tales acusaciones remiten de nuevo a
lo que le había sucedido a Ignacio en Alcalá, así como a los deseos de
peregrinación que despertó en algunas mujeres en esa misma ciudad y también
después de predicar en Azpeitia 528 .
Ignacio estaba próximo a poner en práctica una nueva forma de abordar su
«apostolado», pero aún no lo había hecho, ni en su aspecto externo ni en su
manera de actuar con sus seguidoras y seguidores. Hasta entonces había
considerado que era vital el acercamiento a las personas de una manera física, y
no solo a través de las palabras. Pero quizá los de su «compañía» no siempre
supieron interpretar cuáles eran los límites que debían imponerse en sus
funciones clericales. A Ignacio también le había llevado su tiempo contener las
pasiones.
Desde Valencia se dirigió por barco a Génova, y probablemente hizo escala
en Barcelona. Aunque hay informaciones contradictorias al respecto, sería
extraño que hubiera dejado pasar la oportunidad de volver a encontrarse con
personas con las que mantenía vínculos tan estrechos y que tanto le habían
ayudado. A la mayoría de ellas, no volvería a verlas nunca más. Ese viaje
peninsular fue el último que haría a tierras hispanas. A partir de entonces serían
otros compañeros los encargados de bregar con los asuntos que dejaba atrás, o
estaban por venir, tras la aprobación definitiva de la Compañía de Jesús.
Después de que su barco atracara en el puerto de Génova, se dirigió a
Bolonia, donde estuvo ocho días enfermo, y a finales de 1535 llegó a Venecia.
Allí no cesó de dar los Ejercicios, mantuvo su correspondencia con los
compañeros que se encontraban dispersos y con muchas de las personas afines,
sobre todo de Barcelona: de nuevo recibió ayuda económica de Isabel Roser para
continuar sus estudios —probablemente sin asistir a clases— hasta la época de
Cuaresma. Pero también fue objeto de una investigación inquisitorial acerca de
su comportamiento y actividades, quizá entre octubre y diciembre de 1536,
aunque el proceso no empezó hasta julio del año siguiente. Fue acusado, una vez
más, de alumbradismo y de haber escapado de España y Francia a la persecución
de los inquisidores, y haber sido «quemado en efigie». No obstante, Ignacio se
apresuró a buscar personas influyentes que acreditaran su ortodoxia y,
finalmente, las acusaciones no prosperaron.
Asimismo, en ese tiempo, Pedro Contarini, regente del Hospital de los
Incurables, quiso que Ignacio conociera a una beata llamada Marietta, que tenía
fama de santidad. Ambos mantuvieron una conversación con ella porque quería
ser religiosa. Lo sabemos porque al cabo de tres años Ignacio todavía la
recordaba y preguntó a Contarini si aquella mujer había perseverado en sus
deseos de ser monja 529 .
Contarini fue también muy amigo de la poeta Vittoria Colonna, marquesa de
Pescara, a quien le dedicó su obra De libero arbitrio. Ambos estaban en contacto
con clérigos italianos que buscaban en la espiritualidad una nueva forma de
entender la religión, en la línea de lo que los llamados «alumbrados» estaban
haciendo en territorio hispano. No es extraño, por tanto, que Ignacio contactara
pronto con ellos.
El 15 de noviembre de 1536, los nueve compañeros de Ignacio que habían
quedado en París partieron hacia Venecia, donde él los esperaba. En ese viaje
atravesaron Alemania, donde muchas ciudades eran ya luteranas o zuinglianas, y
se detuvieron en la ciudad suiza de Basilea para rezar en la catedral ante la
tumba de Erasmo de Rotterdam, que había fallecido en julio de ese mismo año.
Llegaron a Venecia pasada la Navidad, y allí se repartieron por el hospital de San
Juan y San Pablo, y en el de los Incurables.
Desde Venecia, los compañeros se dirigieron a Roma sin Ignacio —que por
precaución permaneció en la ciudad de los canales— con el fin de solicitar el
permiso de peregrinación a Tierra Santa para todos, un objetivo que finalmente
no llevarían a cabo. Sin embargo, los que todavía no eran sacerdotes obtuvieron
del papa la facultad de ser ordenados por cualquier obispo y se les entregó dinero
para el viaje. De regreso a Venecia, a principios de mayo, Ignacio recibió con
gran satisfacción la noticia de aquella acogida papal. Y al mes siguiente
renovaron todos el voto de pobreza que habían hecho en la capilla de
Montmartre, en París, en 1534, y se ordenaron sacerdotes a título de «missionis»
—es decir, como misioneros— los que aún no lo eran, incluido Ignacio.
A partir de ese momento, estaban, pues, facultados para ejercer como
sacerdotes misioneros pobres, sin pertenecer a Orden alguna, pues la Compañía
de Jesús no había sido ni reconocida por el papa ni siquiera presentada por
Ignacio como tal. Aun así, los integrantes del grupo ignaciano no fueron los
primeros «clérigos regulares», sino que tuvieron varios antecesores.
En 1524, Cayetano de Thiene y Juan Pedro Carafa —futuro cardenal, en
diciembre de 1536— fundaron los Clérigos Regulares, llamados «teatinos» por
ser Carafa entonces obispo de Chieti (en latín, Teate). Eran los primeros
sacerdotes no diocesanos que se sometían a una regla —de ahí que se conocieran
como «regulares»—, hacían votos y vivían en comunidad sin pertenecer a una
Orden monástica tradicional, como podía ser la benedictina, la dominica, la
franciscana o la carmelita. A estos les siguió, en 1530, la fundación de la
Compañía de los Siervos de las Obras, llamados «somascos», creados por
Jerónimo Emiliani; y en 1533, los «barnabitas» fundados por Antonio Maria
Zaccaria. En la Italia en la que vivió Ignacio, el término compagnia significaba
«sociedad», «congregación» o «confraternidad», de ahí que hubiese muchos
institutos piadosos o hermandades que llevaran este nombre (como lo llevaría la
futura Compañía de la Gracia, fundada en Roma por Ignacio para acoger a las
llamadas «mujeres arrepentidas»).
Desde el principio se confundió a los jesuitas con los teatinos, ya que su
aspecto externo era muy parecido: vestían un sencillo hábito clerical —nada que
ver con la ampulosidad de la indumentaria de otros monjes y frailes— y su
forma de andar y hablar eran modestas. Y es muy probable que Ignacio se
inspirara en estos a la hora de configurar la futura Compañía de Jesús. De
cualquier modo, el Concilio de Trento (1545-1563) en sus inicios ya adelantó la
calificación de «presbíteros reformados» para los clérigos regulares, que es en lo
que se convertirían al poco tiempo también los integrantes de la Compañía de
Jesús 530 .
Hay que decir que tanto Cayetano de Thiene como Antonio Maria de
Zaccaria tuvieron como consejero espiritual al dominico fray Battista de Crema.
Este, que falleció en 1534, proponía que los sacramentos fueran recibidos con
frecuencia y abandonó el convento para ir a residir en casa de la condesa de
Guastalla. Fray Melchor Cano —perseguidor enconado de Ignacio y los jesuitas
— dijo que Battista de Crema era alumbrado, y años después de su muerte
contribuyó a que sus obras espirituales fueran condenadas y quemadas en la
hoguera. La condesa de Guastalla, por influjo de Crema, fundó las angélicas, que
serían, asimismo, prohibidas por Melchor Cano 531 .
A mediados de octubre de 1537, después de que Ignacio y los suyos pasaran a
Vicenza —donde, significativamente, estaba prevista para el 1 de noviembre la
inauguración del que luego se conocería como Concilio de Trento—, se
separaron para distribuirse por diversas ciudades italianas —Padua, Ferrara,
Bolonia y Siena— e impartir lecciones de teología en sus universidades. Ignacio,
Fabro y Laínez se dirigieron, a finales de mes, a Roma. Fue entonces cuando
Ignacio ganó para su causa al doctor Pedro Ortiz, que ocupaba una cátedra de
Biblia en Salamanca y había desconfiado del propio Ignacio en París. Ortiz se
hallaba en Roma en calidad de representante del emperador para evitar el
divorcio de Enrique VIII y, después de entrevistarse con Ignacio, aceptó hacer
los Ejercicios espirituales durante cuarenta días. Para ello se retiró al priorato de
Santa María de Albaneta, próximo al monasterio de Montecassino, donde,
significativamente, se halla el sepulcro de san Benito.
Tras el nuevo reagrupamiento de los compañeros ignacianos en Roma, en
abril de 1538, y la imposibilidad de viajar a Jerusalén —debido al amarre
indefinido de la nave peregrina por causa de la declaración abierta de guerra
entre la alianza imperial con el papa y los venecianos contra los turcos de
Solimán el Magnífico dos meses antes—, acordaron predicar por todas las
iglesias de la ciudad. Entre tanto, cambiaron de residencia varias veces, morando
siempre en casas alquiladas, y volvieron a ser objeto de graves acusaciones de
herejía por parte de Miguel Landívar y otros españoles ante el gobernador
general de Roma, Benedetto Conversini.
Ignacio quiso llevar a juicio el asunto, pidió ayuda al papa y, finalmente,
logró que se publicara su inocencia en noviembre de 1538. Habían contribuido a
ello también las declaraciones de los jueces que investigaron las andanzas de
Ignacio en Alcalá, Venecia, París y Vicenza, y que por entonces se hallaban en
Roma.
En una larguísima carta que Ignacio escribió a Isabel Roser en diciembre de
1538, explicó con todo detalle lo que les había acontecido, a él y a los de su
Compañía, desde que habían puesto los pies en Italia. Dicha carta es también una
prueba extraordinaria de la confianza que Ignacio había depositado hasta
entonces en Isabel y demuestra hasta qué punto la hizo partícipe de su proyecto y
le dio motivos para pensar que era una pieza fundamental en la culminación del
mismo. La carta se revela como un importante documento autobiográfico que
destila agradecimiento, amistad y confidencialidad con su bienhechora
barcelonesa, y contiene algunas de las claves que ayudan a comprender el grado
en que Ignacio alentó la futura vocación de Isabel Roser como jesuita:
La gracia y amor de Cristo Nuestro Señor sea siempre en nuestro favor y ayuda.
Bien creo que estaréis asaz con cuidado, y no menos maravillada, por no me haber frecuentado
en escribiros, como yo quisiera y deseaba; porque, si me olvidase de lo mucho que a nuestro Señor
yo debo por vuestras manos, con tan sincero amor y voluntad, pienso que su divina majestad de mí
no se acordaría, pues tanto por su amor y reverencia en mí os habéis siempre empleado. Así, la
causa de mi tardanza en escribir ha sido porque estábamos en confianza de despachar un negocio
nuestro de día en día, o de mes en mes, para haceros más cierta de nuestras cosas de acá. El negocio
ha sido tal, que durante ocho meses enteros hemos pasado la más recia contradicción o persecución
que jamás hayamos pasado en esta vida. No quiero decir que nos hayan vejado en nuestras personas,
ni llamándonos en juicio, ni de otra manera; mas habiendo rumor en el pueblo, y puniendo hombres
inauditos, nos hacían ser suspectos y odiosos a las gentes, viniendo en mucho escándalo; de manera
que nos fue forzado presentarnos delante del legado y del gobernador de esta ciudad (que el papa era
ido entonces para Niza), por el mucho escándalo que se causaba en muchas personas; comenzamos a
nombrar y llamar algunos, que contra nosotros se desenvolvían, para que dijesen delante de nuestros
mayores los males que en nuestra vida y doctrina hallaban. Y porque en alguna manera se entienda
más la cosa desde el principio, daré alguna inteligencia de ello.
Más ha de un año que tres de la Compañía llegamos aquí en Roma, como me acuerdo haberos
escrito. Los dos comenzaron luego a leer gratis en la escuela de la Sapienza, el uno Teología positiva
y el otro Escolástica, y esto por mandado del papa; yo me di todo a dar y comunicar Ejercicios
espirituales a otros, así fuera de Roma como dentro. Esto concertamos por haber algunos letrados de
nuestra parte, o principales, o por mejor decir, de la parte, honor y honra de Dios Nuestro Señor,
pues la nuestra no es otra que alabanza y servicio de la su divina majestad, porque en los mundanos
no hallásemos tanta contrariedad, y después pudiésemos más líberamente predicar su santísima
palabra, oliendo la tierra ser tan seca de buenos frutos y abundosa de malos. Después que por los
tales Ejercicios (Dios Nuestro Señor obrando) ganamos algunos en nuestro favor y sentencia, y
personas de muchas letras y de mucha estima, al cabo de cuatro meses de nuestra venida, pensamos
juntarnos todos los de la Compañía en esta misma ciudad; y comenzando de llegarnos, pusimos
diligencia en sacar licencia para predicar, exhortar y confesar, la cual nos dio el legado muy copiosa,
aunque en este medio dieron muchas malas informaciones de nosotros a su vicario, estorbando la
expedición de la tal licencia. Después de habida, comenzamos cuatro o cinco a predicar en las
fiestas y en los domingos en diversas iglesias; asimismo a mostrar a los muchachos los
mandamientos, los pecados mortales, etcétera, en otras iglesias; continuándose siempre las dos
lecciones en la Sapienza, y confesiones por otra parte. Todos los otros predicaban en lengua italiana,
y yo solo en la española; y para todos sermones había asaz concurso de gentes, y sin comparación
más de lo que pensábamos que hubiera, por tres razones: la primera, por ser tiempo inusitado,
porque nosotros comenzamos luego pasada la Pascua de Resurrección, cuando los otros
predicadores de la Cuaresma y fiestas principales cesaban, y en estas partes solamente es costumbre
predicar en las cuaresmas y advientos; la segunda, porque comúnmente, pasando por los trabajos y
sermones de la Cuaresma, muchos después, por nuestros pecados, se inclinan más a los descansos y
placeres mundanos que a otras símiles o nuevas devociones; la tercera, porque no tenemos juicio
que elegancias y primores nos acompañan, y con todo esto tenemos juicio, por muchas experiencias,
que el Señor nuestro, por la su infinita y suma bondad, no nos olvida, y a otros muchos por nosotros,
tan bajos y sin ninguna cuenta, ayuda y favorece.
Pues así nosotros presentados, y como dos fuesen llamados y nombrados, y el uno de ellos se
hallase delante de los jueces muy al contrario de lo que pensaba hallarse, los otros, a quien
nombramos para ser llamados, quedaron tan temerosos que, no queriendo ni osando parecer,
haciendo inhibiciones a nosotros, para que delante de otros jueces procediésemos en la causa: y
como fuesen personas, quién de mil ducados de renta, quién de seiscientos, y quién aun de más
autoridad, todos curiales y negociadores, revolvieron tanto con cardenales y con otras muchas de
estado en esta curia, que nos hicieron andar mucho tiempo en este combate. Al cabo de ello, los que
se hacían más principales, siendo llamados, parecieron delante del legado y del gobernador, y
dijeron que ellos habían oído nuestros sermones y lecciones, etcétera; y hallaron en todo, así en la
doctrina como en la vida, en justificación entera de nosotros. Con tanto el legado y el gobernador,
teniendo mucha buena estima de nosotros, querían que, así acerca de estos como acerca de otros,
quedase la cosa en silencio. Nosotros pedíamos según que sentíamos ser justo, y por muchas veces,
que pareciese por escritura el mal o el bien que nuestra doctrina fuese, para que el escándalo del
pueblo se levantase; lo cual de ellos nunca pudimos alcanzar, ni por justicia ni por derecho. Ya de
aquí adelante, con el terror que se pudo de la justicia, no se hallaban contra nosotros las cosas que
primero, a lo menos así en público. Y como nunca pudiésemos acabar que se diese sentencia o
declaración de nuestra cosa, habló un amigo nuestro al papa, después que vino de Niza, suplicándole
para que se diese declaración de la cosa; y dado que el papa le otorgó, como no viniese en este
efecto, asimismo le hablaron dos de nuestra Compañía; y como luego después se partiese de Roma
para un castillo que está en las Comarcas, yendo para allá, hablé a su santidad en su cámara a solas,
bien al pie de una hora, donde hablándole largo de nuestros propósitos e intenciones, le narré
claramente todas las veces que contra mí habían hecho proceso en España y en París; asimismo, las
veces que había sido preso en Alcalá y Salamanca; y esto a fin que ninguno le pudiese informar más
de lo que yo le he informado, y para que fuese más movido a hacer inquisición sobre nosotros, para
que en todas maneras se diese sentencia o declaración de nuestra doctrina. Finalmente, como a
nosotros fuese muy necesario para predicar y exhortar tener buen odor, no solamente delante de
Dios Nuestro Señor, mas aun delante de las gentes, y no ser sospechosos de nuestra doctrina y
costumbres, supliqué a su santidad, en nombre de todos, mandase remediar, para que nuestra
doctrina y costumbres fuesen inquiridos y examinados por cualquier juez ordinario que su santidad
mandase: porque si mal hallasen, queríamos ser corregidos y castigados; y si bien, su santidad nos
favoreciese. El papa, dado que había lugar para sospechar (con lo que yo le dije), lo tomó a mucho
bien, alabando nuestros ingenios, y aplicados a buenas cosas; y así, después que un rato habló
exhortándonos (y cierto con palabras como de verdadero y derecho pastor), mandó con mucha
diligencia al gobernador, que es obispo y justicia general de esta ciudad, así en lo eclesiástico como
en lo seglar, que luego entendiese en nuestra causa. El cual, haciendo proceso de nuevo y puniendo
diligencia, y el papa viniendo en Roma, y como hablase en público muchas veces en favor de
nosotros, y delante de la Compañía, porque de quince en quince días acostumbran de ir a disputar al
comer de su santidad, ha dado fuga mucha parte de nuestra tempestad, y cada día se introduce más
bonanza, de manera que, a mi juicio, las cosas van mucho como las deseamos, en servicio y gloria
de Dios Nuestro Señor; y somos ya mucho infestados de unos perlados y de otros para que en sus
tierras (Dios Nuestro Señor obrando) fructificásemos. Nosotros estamos quedos para esperar mayor
oportunidad.
Ahora ha placido a Dios Nuestro Señor que nuestra causa ha sido sentenciada y declarada; sobre
la cual acaeció aquí una cosa no toda fuera de admiración, es a saber: que como de nosotros se había
dicho, o publicado aquí, que éramos fugitivos de muchas tierras, y especialmente de París, de
España y de Venecia (para el mismo tiempo que se había de dar la sentencia o declaración de
nosotros) se hallaron aquí en Roma, nuevamente venidos, el regente Figueroa, el cual me prendió
una vez en Alcalá, y hizo proceso dos veces contra mí; y el vicario general del legado de Venecia, el
cual también hizo proceso contra mí (después que comenzamos a predicar en la Señoría de Venecia);
y el doctor Ory, que, asimismo, hizo proceso en París contra mí; y el obispo de Vicenza, donde
algún poco de tiempo predicamos tres o cuatro de nosotros; y así, todos estos dieron testimonio de
nosotros. Asimismo, las ciudades de Siena, de Bolonia y de Ferrara enviaron sus testimonios
auténticos aquí; y el duque de Ferrara, además de enviar testimonios, tomando muy a pechos la cosa
por el deshonor que a Dios Nuestro Señor se hacía en nosotros, escribió a su embajador y a la
Compañía nuestra diversas veces tomando por suya la cosa, viendo el fruto que en su ciudad se
había hecho, y así en las otras ciudades por donde hemos andado (que en esta no ha sido poco
sabernos guardar y perseverar). Y de esto hacemos gracias a Dios Nuestro Señor que, después que
comenzamos hasta el punto presente, nunca han faltado dos o tres sermones en cada fiesta;
asimismo, cada día dos lecciones; otros ocupándose en confesiones, y otros en Ejercicios
espirituales. Ahora, que es dada la sentencia, esperamos de crecer en sermones y también en mostrar
muchachos; y dado que la tierra sea estéril y seca, y la contradicción que hemos tenido, tan grande,
no podemos decir con verdad que nos haya faltado qué hacer, y que Dios Nuestro Señor no haya
obrado más de lo que nuestro saber ni entender puede alcanzar.
De particulares no me extiendo, por no me alargar tanto; en lo universal, Dios Nuestro Señor nos
hace ser muy contentos. Solo diré que hay cuatro o cinco que están determinados de ser en la
Compañía nuestra, y ha muchos días y muchos meses que en tal determinación perseveran. Nosotros
no osamos admitir, porque este era un punto entre otros de los que nos ponían, es a saber, que
recibíamos a otros, y que hacíamos congregación o religión sin autoridad apostólica. Así, ahora, y si
no somos juntos en el modo de proceder, todos somos juntos en ánimo para concertarnos para
adelante; lo cual esperamos en Dios Nuestro Señor, que presto dispondrá cómo en todo sea más
servido y alabado.
Pues habéis entendido nuestras cosas en qué términos están, por amor y reverencia de Dios
Nuestro Señor os pido, nos hayamos con mucha paciencia, deseando, lo que más en su gloria y
alabanza sea, quiera obrar en nosotros; que cierto las cosas están al presente en mucha importancia y
peso. Yo os daré aviso más a menudo de lo que pasa; que sin dudar os digo, si os olvido, pienso de
ser olvidado de mi Criador y Señor. Por tanto, no tengo tanto cuidado en cumplir o regraciar con
palabras; mas que de esto seáis cierta que ultra que delante de Dios Nuestro Señor vive todo lo que
en mí habéis hecho por su amor y reverencia, que en todas cosas que su divina Majestad fuese
servido obrar por mí, haciéndolas meritorias por su divina gracia, todos los días que viviere seréis
enteramente participante, como en su divino servicio y alabanza me habéis siempre ayudado y tan
especialmente favorecido. En todas personas, vuestras conocidas y mías, sanas y devotas en santa
conversación, y coadunadas en Cristo Nuestro Señor, pido mucho ser visitado y encomendado.
Ceso rogando a Dios Nuestro Señor, por la su infinita y suma bondad nos quiera dar su gracia
cumplida para que su santísima voluntad sintamos, y aquella enteramente la cumplamos.
De Roma, 19 de diciembre de 1538.
De bondad pobre,
Íñigo
[Postdata:] Esta escribiendo, el Papa ha mandado proveer por vía del gobernador, para que se dé
orden a la ciudad cómo, juntándose las escuelas de los muchachos, les instruyamos en la doctrina
cristiana, como antes lo comenzamos a hacer. Plega a Dios Nuestro Señor, pues la cosa es suya, nos
quiera dar fuerzas para su mayor servicio y alabanza. Al archidiácono Caçador envío (porque está en
latín) la misma declaración que acá se dio de nosotros, el cual os la comunicará 532 .
Podría parecer paradójico el hecho de que Ignacio, por entonces un idealista
convencido de ser portador de una nueva semilla dentro de la Iglesia católica,
recibiera un espaldarazo decisivo precisamente de un papa que todavía
representaba unos valores tan alejados de los suyos. Sin embargo, por un lado,
en realidad ambos eran fruto de la misma época y, por otro, la moral que la
doctrina católica quería imponer a sus fieles no contaba ni para la jerarquía
eclesiástica ni para quienes, como en el caso de Ignacio, buscaban ser
favorecidos por esta. Cuando Ignacio, antes de iniciar su peregrinación a
Jerusalén, fue advertido por una mujer barcelonesa de que Roma era un lupanar,
no sintió turbación alguna. Como tampoco debió sentirla cuando estuvo —como
explica en su carta a Isabel Roser— durante una hora ante el papa, a los pocos
días de que este celebrara en familia la boda de su nieto.
La primera aprobación oral del Instituto de la Compañía se produjo el 2 de
septiembre de 1539, en Tívoli, después de que Pablo III leyera los cinco
capítulos fundacionales redactados por Ignacio tras deliberar con sus
compañeros. En esos capítulos se encontraba ya recogido el nombre de
«Compañía de Jesús», la obediencia absoluta al papa, la autoridad vitalicia del
prepósito de la congregación, el objetivo de predicar los Evangelios a fieles e
infieles, la obligación de cada miembro de decir misa individualmente y el voto
de perpetua pobreza.
La bula de confirmación de la Compañía de Jesús, dada por el mismo papa,
llegó un año más tarde: el 27 de septiembre de 1540. Nada de todo aquello
hubiera sido posible sin la estrecha colaboración de Ignacio con las mujeres que
tanto le ayudaron en los momentos más difíciles de su vida. A partir de ahora,
sin embargo, el prepósito de la recién creada Compañía de Jesús empezaría, si
bien lentamente, a dar un giro de ciento ochenta grados en esas relaciones.

453 E. García Hernán, op. cit., pág. 155.

454 MHSI, Font. narr., I, pág. 175.

455 Véase Francisco de Borja Medina, «Íñigo de Loyola y los mercaderes castellanos del norte de Europa:
la financiación de sus estudios en la Universidad de París», Hispania Sacra, vol. 51, 103 (1999), págs. 183-
186.

456 Solo se han conservado extractos o resúmenes de las informaciones recogidas por las distintas
instancias, eclesiásticas e inquisitoriales, que investigaron los comportamientos sospechosos de Ignacio y
sus compañeros en Alcalá. El primero que los publicó, suprimiendo las partes poco favorables a Ignacio,
fue M. Serrano y Sanz, op. cit., 1895. Luego los presentó, en su versión íntegra, Fidel Fita: «Los tres
procesos de san Ignacio de Loyola en Alcalá de Henares: estudio crítico» y «San Ignacio de Loyola en
Alcalá de Henares: discusión crítica», Boletín de la Real Academia de la Historia, 33 (1898), págs. 422-461
y 512-536 (hay versión digital: http://www.cervantesvirtual.es). Posteriormente, también se publicaron en la
MHSI, Scripta, I, «Processus Complutensis prior contra Ignatium ejusque socios», «Processus
Complutensis alter contra Ignatium ejusque socios», «Processus Complutensis tertius contra Ignatium
ejusque socios», págs. 598-623.

457 M. Bataillon, art. cit., pág. 214.

458 J. Pérez Escohotado, op. cit., págs. 57 y 89.

459 W. W. Meissner, op. cit., págs. 308-309.

460 MHSI, Font. narr., I, pág. 174.

461 Ejemplos citados (AHN, Inquisición: 131, exp. 4, y 187, exp. 17) por Pilar Bravo Lledó, «Las
costumbres judeoconversas en Alcalá de Henares», texto destinado a la actividad «Escenas cervantinas»,
titulada Las costumbres judeoconversas, para el Museo Casa Natal de Cervantes de Alcalá de Henares
(2012), pág. 6.

462 Julián Martín Abad, La imprenta en Alcalá de Henares: 1502-1600, 3 vols., Madrid, Arco Libros,
1991, vol. 1, págs. 75-80.

463 J. Pérez Escohotado, op. cit., pág. 140, n. 1129. Véase también E. García Hernán, op. cit., págs. 108-
109 y 160-161.

464 M. Bataillon, op. cit., págs. 182-184. Véase también J. Pérez Escohotado, op. cit., pág. 140, n. 1129.

465 John E. Longhurst, Luther’s ghost in Spain (1517-1546), Kansas, Coronado Press Lawrence, 1964,
págs. 105-106.

466 Véase lo que apunta al respecto E. García Hernán, op. cit., págs. 130 y 499, n. 134.

467 Véase M. Bataillon, op. cit., págs. 475-476.

468 E. García Hernán, op. cit., pág. 185.

469 MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Ignacio a Isabel Roser (París, 10 de noviembre de 1533)», pág. 88.

470 «[Fray Tomás de Guzmán] es buen predicador y buen fraile, y su hermano mayor [está] casado con una
prima mía», escribía Juan de Zúñiga el 17 de marzo de 1535. Véase la carta íntegra en José María March,
Niñez y juventud de Felipe II, 2 vols., Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores, 1942, vol. II, págs. 138.

471 MHSI, Fabri, «Carta de Pedro Fabro a Pedro Codacio y Francisco Javier (Roma, 4 de diciembre de
1539)», pág. 16.

472 MHSI, Fabri, «Carta de Pedro Fabro a Ignacio y Pedro Codacio (Madrid, 27 de octubre de 1541)»,
págs. 128-129.

473 Citado por F. Fita, «Los tres procesos de San Ignacio de Loyola...», art. cit., pág. 461, n. 12.

474 MHSI, Fabri, «Carta de Pedro Araoz a Pedro Fabro (Madrid, 21 de mayo de 1546)», pág. 432.
475 Véase José María March, «El aya del rey don Felipe II y del príncipe don Carlos, doña Leonor
Mascareñas», Boletín de la Sociedad de Excursiones, Arte, Arqueología, Historia, 46 (1942), páginas 202-
219.

476 Véase M. del Mar Graña Cid, «Sacralización femenina...», art. cit., págs. 55-65.

477 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Antonio de Araoz a Ignacio (Vergara, 4 de julio de 1540)», pág. 45.

478 MHSI, Fabri, «Carta de Leonor Mascareñas a Pedro Fabro (Ocaña, febrero de 1542)», pág. 143.

479 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Antonio de Araoz a Ignacio (Évora, 3 de marzo de 1545)», pág. 201.

480 MHSI, Fabri, «Carta de Pedro Fabro a Ignacio (Barcelona, 1 de marzo de 1542)», pág. 150.

481 MHSI, Fabri, «Carta de Pedro Fabro a Ignacio (Espira, 27 de abril de 1542)», pág. 164.

482 MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Ignacio a Leonor Mascareñas (Roma, 28 de junio de 1545)», págs.
307-309. Al final de la carta, Ignacio adjuntó la autorización para la misteriosa Beatriz de Paz.

483 MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Ignacio a Leonor Mascareñas (Roma, 28 de junio de 1545)», pág. 308;
«Carta de Ignacio a Leonor Mascareñas (Roma, 24 de septiembre de 1545)», pág. 320.

484 MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Ignacio a Leonor Mascareñas (Roma, 19 de enero de 1546)», págs.
356-357.

485 MHSI, Fabri, «Carta de Pedro Fabro a Ignacio (Madrid, 6 de marzo de 1546)», pág. 398.

486 MHSI, Fabri, «Carta de Antonio de Araoz a Pedro Fabro (Madrid, 21 de mayo de 1546)», pág. 428.

487 MHSI, Epist. Mixt., V, «Carta de Antonio de Araoz a Ignacio (Vergara, finales de 1546)», pág. 645.

488 MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Ignacio a Leonor Mascareñas (Roma, 10 de septiembre de 1546)»,
pág. 414.

489 MHSI, Epist. Mixt., II, «Cartas de Miguel de Torres a Ignacio (Toledo, 15 de noviembre de 1551)»,
págs. 621-623 y 624-625.

490 MHSI, Epist. Mixt., II, «Carta de Francisco Villanueva a Ignacio (Toledo, 15 de noviembre de 1551)»,
pág. 625.

491 MHSI, Epist. Mix., II, «Carta de Francisco Villanueva a Ignacio (Toledo, 15 de noviembre de 1551)»,
pág. 626.

492 MHSI, Epist. Mixt., V, «Carta de Diego Carrillo a Ignacio (Madrid, 28 de abril de 1556)», pág. 301;
véase también, en el mismo volumen, «Carta de Antonio de Araoz a Ignacio (Valladolid, 13 de enero de
1556)», pág. 164.

493 MHSI, Epist. Mixt., XI, «Carta de Ignacio a Leonor Mascareñas (Roma, 19 de mayo de 1556)», págs.
415-417.

494 MHSI, Chronicon, VI, pág. 665.


495 Véase H. Rahner, op. cit., vol. 2, págs. 248-252.

496 MHSI, Borgia, V, «Carta de Francisco de Borja a Leonor Mascareñas (Roma, 6 de junio de 1569)»,
pág. 99.

497 Véase E. García Hernán, op. cit., págs. 177-179.

498 Ibíd., págs. 181-182.

499 AHN, Inquisición, libro 1.299, «Edicto de los Alumbrados de Toledo, de 1525», fol. 552. Citado por
Angela Selke, «Algunos datos nuevos sobre los primeros alumbrados: el edicto de 1525 y su relación con el
proceso de Alcaraz», Bulletin Hispanique, 4 (1952), pág. 133.

500 F. de Borja Medina, «Íñigo de Loyola y los mercaderes castellanos...», págs. 159-206.

501 MHSI, Fabri, «Memorialis B. Petri Fabri exemplum hispanicum», pág. 858.

502 Ibíd., pág. 858.

503 R. García-Villoslada, San Ignacio de Loyola..., ed. cit., págs. 322-342.

504 Véanse las dudas que plantea al respecto E. García Hernán, op. cit., págs. 217-225.

505 Ibíd., pág. 224.

506 MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Ignacio a Isabel Roser (París, 10 de noviembre de 1533)», págs. 83-
89.

507 MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Ignacio a Isabel Roser (París, 10 de noviembre de 1533)», pág. 85.

508 MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Ignacio a Isabel Roser (París, 10 de noviembre de 1533)», pág. 83. Se
desconoce el paradero de la carta a la que hace referencia Ignacio, donde Eleonor Sapila le ofrece dinero
para que continúe sus estudios.

509 MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Ignacio a Isabel Roser (París, 10 de noviembre de 1533)», pág. 85.

510 MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Ignacio a Isabel Roser (París, 10 de noviembre de 1533)», págs. 86-
87.

511 MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Ignacio a Isabel Roser (París, 10 de noviembre de 1533)», pág. 89.

512 MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Ignacio a Inés Puyol (París, 13 de junio de 1534)», pág. 90.

513 MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Ignacio a Inés Puyol (París, 13 de junio de 1534)», págs. 90-92.

514 MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Ignacio a Martín García de Oñaz (París, finales de junio de 1533)»,
págs. 77-83.

515 Las citas del Nuevo Testamento que Ignacio recoge en latín en su carta las he sustituido aquí, para una
mejor comprensión, por su equivalente en castellano siguiendo la traducción de la Biblia que realizó
Casiodoro de Reina en 1569 y que luego revisó Cipriano de Valera en 1602, hoy conocida como Biblia de
Reina-Valera (hay varias ediciones en línea).
516 Véanse los comentarios de Juan Ignacio Pulido Serrano, «Juan de Ávila: su crítica a la limpieza de
sangre y su condición conversa», Sefarad, 73.2 (2013), págs. 353-355.

517 Véase al respecto S. Pastore, op. cit., págs. 176-181.

518 John E. Longhurst, op. cit., págs. 92-93.

519 Véanse la argumentación y las citas en J. I. Pulido Serrano, art. cit., págs. 354-360.

520 Véase esta interpretación en Rita Ríos de la Llave, «Mujeres conversas e identidad en la Castilla
medieval (1449-1534): del orgullo por el linaje judío al disimulo de los orígenes», Anuario de Estudios
Medievales, 42.2 (julio-diciembre, 2012), págs. 826-829.

521 MHSI, Scripta, I, págs. 566-567. Este testimonio corrió de boca en boca entre los primeros jesuitas,
pues Tablares también se lo contó a Gil González, y este, a su vez, a Cristóbal de Castro.

522 Citado por E. García Hernán, op. cit., pág. 342.

523 Esta declaración la hizo la sobrina de Ignacio, Potenciana de Loyola, de unos 74 años e hija de su
hermano clérigo Pero López. MHSI, Scripta, II, pág. 192.

524 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Antonio de Araoz a Ignacio (Vergara, 4 de julio de 1540)», pág. 47.

525 Así lo ha considerado también E. García Hernán, op. cit., pág. 229.

526 Para más detalles sobre el periplo ignaciano, véase E. García Hernán, op. cit., págs. 232-235.

527 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Antonio de Araoz a Jerónimo Doménech (Valencia, 26 de enero de
1546)», pág. 257.

528 Así lo manifestó Ana de Anchieta en el proceso de canonización azpeitiano en 1595. MHSI, Scripta, II,
pág. 205.

529 MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Ignacio a Pedro Contarini (Roma, 18 de diciembre de 1540 y 7 de
marzo de 1541)», pág. 169.

530 R. García-Villoslada, San Ignacio de Loyola..., ed. cit., pág. 414.

531 E. García Hernán, op. cit., págs. 235-236.

532 MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Ignacio a Isabel Roser (Roma, 19 de diciembre de 1538)», págs. 137-
144.
CAPÍTULO V

Mujeres en la Compañía de Jesús y otras aspirantes a


jesuitas

Una vez fundada la Compañía de Jesús, hubo varios intentos por parte de
diferentes grupos de mujeres para entrar en la nueva congregación. Quienes más
cerca estuvieron de conseguirlo fueron las mujeres barcelonesas que,
básicamente desde una posición laica, intentaron demostrar que serían útiles en
el campo asistencial, concretamente en la redención de prostitutas, pero también
en el apostolado entre las mujeres conversas. Por otro lado, desde algunos
monasterios femeninos se insistió incesantemente en la necesidad de pasar a la
obediencia del prepósito de la Compañía y adoptar las Constituciones de esta
nueva congregación. Por último, algunas mujeres que se destacaron en el apoyo
a los jesuitas para el establecimiento de casas o colegios en diversas ciudades
italianas reclamaron, en un momento dado, asumir mayor protagonismo bajo el
paraguas de la Compañía de Jesús.
Todas aquellas mujeres comprendieron que la Compañía ofrecía la gran
oportunidad de participar en un proyecto diferente y más consecuente con los
fundamentos del cristianismo. Para muchas de ellas, aquella congregación
apostaba más por una nueva forma de religiosidad, por el apostolado y por la
creación de colegios para la enseñanza de los jóvenes aspirantes a jesuitas, que
por una estructura monacal a la vieja usanza, como se estilaba en las diferentes
órdenes monásticas.
Isabel Roser fue, junto con Inés Puyol, una de las personas que, desde
Barcelona, más ayudaron anímica y económicamente a Ignacio durante su larga
estancia en París. Asimismo, ambas mantuvieron con este, de modo
ininterrumpido, unos estrechos vínculos de amistad por carta durante muchos
años. Las continuas palabras de agradecimiento de Ignacio y un alto grado de
intimidad epistolar prolongado en el tiempo contribuyeron a mantener viva una
llama que en el caso de Isabel Roser desembocó, una vez aprobada la creación
de la Compañía de Jesús, en su firme determinación de convertirse en jesuita.
Los inicios del apasionado ímpetu que puso Isabel Roser en esa empresa
coincidieron con el fallecimiento de su esposo y el legado económico que este le
dejó para que lo empleara libremente. La siguieron en ese empeño otras dos
mujeres barcelonesas, Francisca de Cruylles e Isabel de Josa, y una cuarta de
origen italiano, Lucrecia Bradine, alentada también, sin duda, por el propio
Ignacio, aunque no todas acabarían entrando en la Compañía.
Sin embargo, repentinamente, se produjo el truncamiento definitivo de la
rama femenina de los jesuitas, que tuvo más que ver con la marcha atrás dada
por Ignacio que con los acontecimientos turbulentos que provocaron algunos
miembros del entorno familiar de Isabel Roser.
Pero la semilla sembrada por Isabel Roser y sus compañeras, aun sin haber
dado el fruto que ellas hubieran deseado, fertilizó en otras muchas mujeres que
quisieron seguir su mismo camino de convertirse en jesuitas. Eran mujeres que
Ignacio había conocido en Barcelona o que habían tratado con los jesuitas en
otras ciudades hispanas, pero también muchas otras que estos fueron reclutando
para su causa en Portugal o en las ciudades italianas donde se establecieron. A
pesar del empeño que pusieron, ninguna de ellas logró finalmente su objetivo.
Sin embargo, años más tarde, Ignacio no puso traba alguna al ingreso de la
princesa Juana de Austria, hija del emperador Carlos V y hermana del rey Felipe
II, en la Compañía de Jesús, bajo cuya «obediencia» permaneció, secretamente,
hasta su muerte.

LAS JESUITAS EFÍMERAS: ISABEL ROSER, FRANCISCA DE CRUYLLES Y LUCRECIA


BRADINE

Desde que Ignacio partió de Barcelona camino de París a principios de 1528


hasta que el papa entregó la bula de confirmación de la Compañía de Jesús en
1540, mantuvo una intensa relación epistolar con Isabel Roser, aunque apenas se
conocen un puñado de esas cartas. Esa vinculación tan directa de Isabel con
Ignacio, a pesar de ser una mujer casada, probablemente fue posible debido a
que su marido Pere Joan (en castellano, Pedro Juan) era ciego desde hacía
muchos años, una circunstancia que ocultaron Ribadeneira y otros biógrafos
jesuitas ignacianos, acaso por temor a que se malinterpretasen aquellas
relaciones 533 .
Aun así, es indudable que para Isabel Roser fue determinante el fallecimiento
de su esposo, ya que, al cabo de poco tiempo, se propuso ir a Roma con el fin de
ponerse bajo la obediencia de Ignacio, para entonces ya convertido en prepósito
de la Compañía de Jesús. No obstante, hubo de esperar todavía el tiempo
prudencial que imponía su estado de viudedad; aproximadamente, un año y
medio.
Pedro Juan Roser falleció el 8 de noviembre de 1541. Un día antes de morir, a
la hora de comulgar, le habían asistido doce presbíteros, y cuando llegó la hora
de su entierro estuvieron presentes otros ochenta. Tan elevado número de
clérigos asistentes a las exequias fúnebres era proporcional a la capacidad
económica del difunto. Además, en su testamento, Pedro Juan Roser pidió la
celebración «extraordinaria» de un trentenario, es decir, de treinta misas durante
el mes que seguía al óbito. Asimismo, como era costumbre en estos casos, su
esposa, Isabel Roser, instituyó una misa anual de aniversario que se celebraría en
la iglesia de los Santos Justo y Pastor, la parroquia que estaba situada enfrente de
su casa. La misa coincidiría con la fecha de la muerte de Pedro Juan, aunque no
fue enterrado en ese templo, sino en el convento de San Agustín de
Barcelona 534 .
A partir de entonces, Isabel se ocupó de dejar bien atadas las últimas
voluntades de su marido y de administrar su fortuna y sus fuentes de ingresos,
para lo cual Pedro Juan le había otorgado por testamento plena libertad. Esta
decisión pesó considerablemente en el curso de los acontecimientos, como
demuestra el hecho de que Isabel, en diferentes ocasiones, a la hora de tomar
decisiones trascendentales para su futuro, hiciera constar que su marido lo había
dispuesto de ese modo. Así sucedió cuando ella dictó su propio testamento o se
embarcó en la aventura de formar parte de la Compañía de Jesús, pero no sin que
la atenazasen las dudas, como cuando le escribió a Ignacio desde Barcelona en
octubre de 1542: «[...] y aunque [el] derecho de heredera me da mucha parte de
los bienes, soy tan escrupulosa que siempre me parece que no lo hago
bien...» 535 .
De las operaciones que Isabel llevó a cabo en la gestión del patrimonio
familiar ha quedado constancia en sus libros de cuentas, donde un escribano fue
anotando las entradas y salidas de dinero 536 . Los primeros pagos de Isabel se
derivaron del testamento de su marido y los realizó a diversas personas, entre
ellas, su cuñada Isabel, que estaba casada con el notario barcelonés Andreu
Benet Calvo. También se hallaba en esa lista de entregas de dinero Teresa
Rajadell, monja del convento de Santa Clara, «por el legado [de 5 libras] hecho a
ella por su marido», de lo que se deduce que la amistad de esta religiosa con
Isabel Roser venía de lejos y, por tanto, no es extraño que posteriormente
quisiera imitarla y entrar bajo la obediencia de Ignacio y la Compañía de Jesús.
Isabel Roser no olvidó tampoco las retribuciones a otras dos monjas del
monasterio barcelonés de Pedralbes, sor Ángela Cornera y sor Teresa de
Cardona y Enríquez —prima hermana del rey Fernando el Católico—, «por un
oficio celebrado [en el dicho monasterio] por el alma de mi marido». Teresa de
Cardona había sido elegida abadesa en 1521 y desempeñó ese cargo hasta su
muerte en 1562. Ambas religiosas aparecen en una crónica de la Orden
franciscana como beneficiarias de las facultades sanadoras, «milagrosas», de una
monja llamada sor Delfina de su mismo monasterio. Teresa de Cardona se curó
tras sufrir la rotura de una vena del ojo, mientras que Ángela Cornera se salvó a
las puertas de la muerte siendo aún muy joven. Según la tradición, cuatro años
después de morir sor Delfina, se comprobó que su cuerpo se hallaba
incorrupto 537 . Sin duda, ese ambiente de religiosidad subjetiva convivía en
muchos conventos barceloneses con otro menos fervoroso, de relajación en la
regla claustral, como Ignacio tuvo la oportunidad de comprobar.
Finalmente, Isabel Roser pagó las prometidas misas para la salvación del
alma de su marido en el monasterio de San Agustín o en el de San Jerónimo de
la Murtra, entre otros.
En el año y medio que Isabel permaneció en Barcelona después del
fallecimiento de su esposo, bajo el epígrafe de «gastos propios de casa» se
sucedieron las compras de cántaros de miel, diversas cargas de vino tinto de
Alella —localidad muy próxima—, velas y carbón; así como adquisiciones de
telas y pagos al tejedor, al carpintero, al candelero o al cuchillero; y compras de
censales (de hasta 1.000 libras). También quedaron anotadas las múltiples
aportaciones caritativas, recogidas como «abonos por causas pías»: para las
obras de ampliación del Hospital de la Santa Cruz (la elevada cifra de 356 libras
en 1542), la Cofradía de la Sangre (17 sueldos) o la Casa de Niños Huérfanos. El
monto total de los gastos, así como las sustanciosas entradas de dinero denotan
la solvencia económica de Isabel Roser en esa época, pero también sus
preferencias a la hora de gestionar personalmente su fortuna, así como una
inclinación hacia las obras de caridad en la que se enmarcarían sus ayudas
primero a Ignacio y, más tarde, a la Compañía de Jesús.
Desde el momento en que Isabel partió hacia Roma, fue su hermano, fray
Francisco Ferrer, quien se encargó de supervisar sus cuentas. En esa época
también se movió bastante dinero, destinado, sobre todo en su etapa final, a
pagar los gastos del proceso judicial en el que se embarcaron Isabel Roser y sus
sobrinos contra la Compañía de Jesús, una vez fueron expulsadas ella y sus
compañeras por expreso deseo de Ignacio.
Isabel Roser, después del último viaje de Ignacio a España, en 1535, estuvo
informada hasta el mínimo detalle acerca de los avatares de este y de los de su
reducido grupo de compañeros. Ignacio la hizo partícipe en todo momento de su
proyecto de fundación de la Compañía antes de que se materializara, como lo
demuestra la carta que esta recibió desde Roma en diciembre de 1538. Se trata
de uno de los más claros ejemplos de la alta consideración en que Ignacio la
tenía. Pero también sirve para entender la determinación con la que, más
adelante, Isabel llevó a cabo su objetivo de convertirse en jesuita. No es extraño,
por tanto, que los compañeros de Ignacio compartieran esa estima hacia Isabel
cuando la conocieron, sobre todo porque ellos mismos fueron testigos, y
beneficiarios, de su voluntad para ayudar en lo que fuese necesario a la causa
ignaciana y jesuítica.
El jesuita Pedro Fabro, en marzo de 1542, apenas unos meses después de la
muerte de Pedro Juan Roser, comunicó a Ignacio la predisposición de Isabel
Roser de entregar una importante cantidad de dinero para la construcción de la
que sería la sede oficial de la Compañía en Roma, la iglesia del Gesù, y de paso
transmitirle las intenciones de ella y de su amiga barcelonesa Isabel de Josa de
iniciar su propia experiencia jesuítica:
Hablando con la señora Isabel Roser, me dijo que para esta Pascua entre ella y otra persona
proveerían de algunos dineros para la fábrica de la iglesia [del Gesù] de Pedro Codacio, y que
trayéndole dineros, poco a poco ella proveería todo lo más que pudiese, y solamente está esperando
el parecer del maestro Íñigo, con el compañero que viene, para saber la resolución de su vida, y que
ella está aparejada, si así parecer le diere el padre Íñigo, de irse a Roma, por más servir a Dios
nuestro Señor, y más libremente, y llevar consigo hasta unos tres mil y ochocientos ducados, para
disponer de ellos en aquello que la aconsejarán. Doña Isabel de Josa también tiene grandes
agitaciones de dejar a Barcelona, e irse a Roma. No sé qué se hará 538 .

Hacia finales de 1540, Pedro Codacio, el primer italiano que entró en la


Compañía, había obtenido el beneficio parroquial de la pequeña iglesia de Santa
Maria della Strada en Roma, y al año siguiente el papa se la concedió
oficialmente a los jesuitas para que tuvieran un lugar donde celebrar los oficios y
atender a sus seguidores. Isabel Roser se mostró interesada en apoyar
económicamente el proyecto. Sin embargo, la «primera piedra» de la iglesia del
Gesù no se puso hasta finales de 1550 o principios de 1551, aunque luego el
proyecto se detuvo y volvió a reanudarse en varias ocasiones, hasta que en 1568
se llevó a cabo la última y, ahora sí, definitiva colocación de la primera piedra.
Pero Isabel también fue objeto de sinceros elogios y agradecimientos que
provenían de los jesuitas que la visitaban de paso hacia otros destinos o residían
en Barcelona. Este fue el caso de Martín de Santa Cruz, que dijo de ella: «[...]
donde está la señora Isabel Roser, madre de los pobres, que tan bien lo ha hecho
con nosotros, no es menester más largo [donativo]», refiriéndose a su negativa a
aceptar el dinero que había ofrecido a los jesuitas Leonor de Castro, esposa de
Francisco de Borja, por entonces virrey de Cataluña y futuro prepósito de la
Compañía de Jesús 539 .
El propio Araoz, que, después de su ordenación sacerdotal en Roma el día de
Navidad de 1541, había regresado a Barcelona con el encargo de ocuparse de los
asuntos de la Compañía en España, manifestó su sorpresa ante la celeridad con la
que reaccionaba Isabel cuando le llegaban noticias de Ignacio: «Isabel Roser
estaba en la torre [o casa de campo], que es fuera de la ciudad; y como ha visto
las letras [provenientes de Roma], lo ha sentido tanto, que esta noche vendrá,
dejando todo lo de allá» 540 .
Pero antes de la llegada de Araoz, Ignacio escribió a Isabel Roser para que lo
acogiera en Barcelona. En realidad, le anunció la llegada desde Roma de un
miembro de la Compañía —sin nombrarlo—, «diez días antes o diez días
después que hiciéremos un bautismo de una hebrea», y manifestó que era
persona muy querida y de grandes dones. Araoz tenía la misión de reactivar la
reforma de los conventos femeninos barceloneses, pero Ignacio seguía
necesitando a Isabel para que le ayudara en ese y otros asuntos: «Y
pareciéndome que nuestras letras no son entendidas con el mismo espíritu que
son escritas...», decía Ignacio, y le pedía a Isabel que entregara en mano la
correspondencia que ahora enviaba a su amigo el arcediano Jaime Caçador y a
otros eclesiásticos. Hasta ese punto confiaba en ella y en la influencia que ejercía
en Barcelona. Ignacio finalizaba su carta pidiéndole que lo encomendara «en
todas vuestras y mías en el Señor nuestro hermanas», consciente del efecto que
aquellas palabras provocarían en las receptoras del mensaje cuando Isabel leyera
la carta en su presencia 541 .
Ignacio consideró a Isabel Roser como a una especie de delegada de la
Compañía de Jesús en Barcelona, alguien en quien se podía confiar plenamente,
en unos momentos en que Araoz aún no había tenido tiempo de estrechar lazos
de amistad con personas afines en la ciudad. Por ello, ambos mantuvieron una
intensa actividad epistolar, como puede deducirse de lo que Isabel escribía a
Ignacio a finales de 1542:
La gracia y amor de Cristo nuestro Señor sea siempre en nuestro favor y ayuda.
Carissimo padre. Una vuestra recibí de 19 de junio, copia de otra que dice había enviada por
tierra, y supo las habían tenidas en Francia, y en vuestra carta una, capítulo de 19 de agosto,
dándome aviso [de que] había recibidas unas mías, y que por la prisa que le daba la posta, y porque
ya me teníades escrito vuestro parecer, y que os parece bastara lo escrito hasta tener de mías 542 ...

Lamentablemente, la gran mayoría de esas cartas a las que se hace referencia


se han perdido o no han aparecido. Probablemente, la confianza que Ignacio
depositó, a través de la correspondencia, en Isabel, contribuyó a que esta tomase
la decisión de viajar a Roma, sin que ninguna atadura material la detuviese para
lograr ese propósito:
[...] y por estar en mi torre y hacer coger las uvas, porque hogaño con la gracia del Señor Dios haré
fin en ello, y la quiero dar en el sobrino de M.° Roser, a quien toca después de mí y de la hermana
del dicho M.° Roser, con algún partido que me dé de mi vida, y así mismo a mi cuñada; que no veo
la hora de serme ya despedida de todo, según el aborrecimiento y poca afición [que] tengo en
ninguna de estas cosas, y esto solo por gracia de Dios nuestro Señor 543 .

En Isabel pesaba el trabajo de gestión de la hacienda familiar —incluida la


vendimia de sus propios viñedos— frente a sus deseos de repartir entre sus
familiares más allegados una parte de sus bienes, pasar página e iniciar una
nueva vida. Y aunque daba muestras de impaciencia ante la indefinición de
Ignacio a la hora de llamarla a Roma, no ocultaba un tono que transmitía su
firme determinación:
Lo de las jerónimas, como ya os tengo escrito, no ha habido lugar, porque no quieren la
reformación, y mi espíritu se ha enfriado en porfiar, como querían la duquesa de Cardona y la
marquesa. Yo no estoy sino en recoger mis cosas, y plegar [«cerrar»] casa, y vender la mayor parte
de los muebles, salvo una arca o dos de ropa de lienzo, quien toallas por altares, quien ropa de
servicio de casa, que quería lavar aquí y enviarlas por vía de Civitavecchia, y querría me
escribiésedes a quién se podrían remitir, por hacer vuestra voluntad de ellas. Yo hago cuenta de
retraerme en Santa Clara, en la habitación de Ragadella [Teresa Rajadell], y así lo tengo dicho a mi
hermano [Franci Ferrer], porque no se maravilla de vender la ropa de casa; y estaré en dicho
monasterio hasta que Dios Nuestro Señor me haya dado lugar para pasar [a Roma], teniendo vuestra
licencia y bendición que ya os tengo escrito, que en otra manera yo no haré cumplida determinación,
porque no quiero que el enemigo de la quietud me traiga al delante que he hecho mi propia voluntad,
y no con licencia y obediencia de vuestra persona, como a servidor de Jesucristo Nuestro Señor. Y
por poco que me viniese al contrario de mi intención, me parecería que lo causaría mi presunción de
irme sin licencia 544 .

El escaso fruto que dieron las gestiones mediadoras que Isabel llevó a cabo
para que se materializara la reforma del convento de las jerónimas de Barcelona
la hizo renunciar a aquella empresa, que por otra parte excedía cualquier
voluntad por muy elevado que fuese el rango social de su origen. Además, por
pasiva, Isabel venía a confirmar la laxitud de la clausura del convento de Santa
Clara —algo, por otra parte, nada extraño y muy generalizado en los cenobios de
clausura—, puesto que ella, una persona laica, estaba dispuesta a compartir la
celda de Teresa Rajadell a la espera de una respuesta de Ignacio. Aun así, nunca
llegó a hacerlo. Sin embargo, Isabel Roser, en lo tocante a Roma, quería llevar
sus deseos hasta las últimas consecuencias, como efectivamente hizo, a pesar de
que tuvo que esperar unos seis meses antes de partir:
Cuanto a lo que dice, que yo misma puedo conocer si es espíritu bueno o malo, y que el bueno
siempre trae fortaleza y quietud, paz y esperanza; y lo malo, temor, inquietud, riña y poca fe y
mucho temor, ya os tengo escrito qué me parece, y así lo siento, y es todo lo de acá tenerlo muy
olvidado, y sin sentir ninguna afición, y teniendo una gran pesadumbre en haber entender en la
despedida de todas las cosas de acá; porque me pesa cómo no se puede hacer más presto, que creo
será bien menester hasta la Cuaresma; y por entonces, si Dios nuestro Señor nos hace merced de
paz, que por tierra se pudiese ir, no me pesaría despender trescientos ducados por el camino, porque
a mi costa habría de andar. Doña Isabel de Josa, que me ha prometido que, si yo voy, que irá, y por
mi servicio llevarme la madre de Suyent sillero que tenéis aquí, y pienso me llevaré un criado, que
es lo mismo sirviente que ha siete años que está en mi casa, y es sobrino de Damián. Es verdad que
es mancebo; y yo querría llevar algún hombre de rostro y de edad, que fuese versado de ir por el
mundo, y don Diego me ha dicho que Esteban de Guía, su hermano, sería propio, y que ha recibido
una carta del dicho Esteban de Guía, que dice que una señora principal tiene gran gana de pasar a
Roma; y que por eso le parecería yo debería escribirle, porque todos fuésemos juntos. Yo en esto no
oso determinarme de le escribir, que primero no tenga el parecer y licencia de V. R. Así que, por
amor de Dios nuestro Señor, a quien debéis, y a mí con tanta voluntad y fe que os tengo, y porque
más descansada y quieta, y seguridad de mi conciencia, yo me pueda ir, os suplico que más
claramente me habléis lo que Dios nuestro Señor os da a entender, y qué compañía de hombre tengo
de llevar; y si por tierra no le podía pasar, y hallo oportunidad de buen pasaje hasta Génova, no
dudaré en ponerme por la mar, y con mucha alegría, teniendo vuestra bendición y licencia. Acá yo
no lo oso razonar a nadie, porque no hay quien me lo aconsejase, ni clérigos, ni religiosos; que de
hermanos y parientes no me maravillaría, porque son en sangre.
El Licenciado [Antonio de Araoz] me ha hablado algún poco. Piensa siga vuestra obediencia, y
no me quiere decir nada, más de haberme mostrado hará poco ha el memorial que V. R. le había
dado sobre ese caso.
Yo le había escrito de acá de mi torre lo que verá por la misma, y la respuesta [que] él me hace; y
por la pasión de Cristo os torno a reiterar no me habléis oscuro, que con vuestra licencia yo me iré
tan contenta y descansada, que me parece que cosa de este mundo no me podrá dañar. Y si licencia
me daréis, lo que tengo invertido en renta acá, dejaré ordenado un testamento, y querríame llevar en
contantes con cédulas dos mil ducados.
Querría que por no tener algún escrúpulo sobre esto, que me encargo del hospital, que mirase por
él, y diese la mayor parte de sus bienes; y eso me dijo de palabra, que, andándome yo por allí, y
dejándolos entre su hermano de su vida y dicho hospital dos mil libras esmersadas en rentas sobre la
ciudad, y trescientos ducados que ya he dados al dicho hospital, Su Santidad me absolviese que
[diese] la otra parte de los bienes, yo con buena conciencia los pudiese dar o tener, como en lo
testamento está muy larga la libertad; y aunque [el] derecho de heredera me da mucha parte de los
bienes, soy tan escrupulosa, que siempre me parece que no lo hago bien. Por amor de Dios nuestro
Señor perdóname la prolijidad de mi escribir, pues no puedo descansar con otro.
De las hermanas de Santa Clara yo pienso que el Licenciado os dará más cumplida razón, porque
de hoy a ocho días estoy en la torre.
La partida del Licenciado no queda, sino por no haber pasaje, por el gran deseo tiene de cumplir
la obediencia: ya una vez eran partidos con una barca, que yo pague seis ducados, y no hallaron las
galeras.
A todos los hermanos presentes y ausentes y a mi cordial Milian [Emiliano de Loyola] mandaréis
dar mis encomiendas en el Señor nuestro. Una carta tengo escrita a Milian; no sé si la habrá
recibido. Por amor de Dios no os olvidéis en vuestros sacrificios de mi alma, pues veis cuánta
necesidad tiene de la ayuda de Dios y vuestra. Ceso rogando a su divina majestad que su santa
voluntad sintamos, y aquella enteramente cumplamos.
De la torre, primero de octubre 1542.
La más mínima de bondad y inútil servidora,
Isabel Roser 545

Como se deduce de sus palabras, Isabel reflexionó detenidamente acerca de


lo que se disponía a hacer. Además de las consecuencias emocionales que
suponía tomar la decisión, no descuidó ningún aspecto práctico del viaje. Los
razonamientos y previsiones que expuso a Ignacio demuestran su grado de
implicación en el proyecto, así como la credibilidad que tenía ante personas de la
talla intelectual de su íntima amiga Isabel de Josa, dispuesta a seguirla allí donde
fuese. No obstante, Isabel Roser fue sincera al afirmar que no daría el paso
definitivo sin la autorización de Ignacio, a quien llegó a suplicar reiteradamente
que le hablara «claro». Quizá pensaba en aquellos momentos en la constante
ayuda económica que había prestado a Ignacio y a la Compañía, porque no
olvidó mencionar la astronómica cantidad de «dos mil ducados» que llevaría
consigo. En cualquier caso, esta carta es un documento excepcional por cuanto
se trata de una verdadera declaración de intenciones de una mujer del siglo XVI
resuelta a ver culminado un proyecto de vida, una vez sopesadas sus ventajas e
inconvenientes.
Por otra parte, la familiaridad con que Isabel menciona a los hermanos Diego
y Esteban de Eguía (o Guía), también aporta a su carta una dimensión acorde
con el grado de amistad que mantenía con Ignacio. Los vínculos de este con los
Eguía, de origen navarro, eran anteriores a la relación que mantuvo con ellos en
Alcalá, y la nómina de los problemas que los Eguía tuvieron con la Inquisición,
unida a la gran labor de introducción de las obras de Erasmo en España por parte
del gran impresor Miguel de Eguía, otro de los hermanos, dan cuenta de hasta
qué punto Isabel compartía inquietudes no solo espirituales sino también
intelectuales con Ignacio.
Pero incluso la confianza que Isabel parece tener con el sacerdote Diego de
Eguía apunta en una dirección como mínimo llamativa, ya que este había sido
señalado públicamente como alumbrado por su amistad con la beata Francisca
Hernández, y, de todos los miembros primigenios de la Compañía, quizá fue,
objetivamente, uno de los más cercanos a ese «colectivo» que tantas sospechas
levantó ante el Santo Oficio. Isabel Roser debía ser, sin duda, conocedora de su
pasado.
Diego había estado junto a Ignacio en París y permanecía allí todavía en
1540, donde realizó una labor de acercamiento a personas notables ejerciendo de
confesor, mientras esperaba poder reunirse con el resto del grupo ignaciano en
Italia 546 . Después pasó a la Península y fue quizá entonces cuando lo conoció
Isabel. En cualquier caso, esta debió compartir con Diego de Eguía sus ideas
acerca de la manera que tenía de entender la espiritualidad y quedó prendada de
su persona, al igual que demostró su especial afecto por Araoz, a juzgar por lo
que Isabel sintió cuando ambos abandonaron Barcelona camino de Roma para
recibir instrucciones de Ignacio. Isabel no pudo ocultar una recriminación
contenida hacia este por haber llamado a su lado a los dos jesuitas, dejando así
desvalidas, en su opinión, a las personas que se beneficiaban de la labor
apostólica que estos llevaban a cabo en su ciudad.
En la carta enviada por Isabel a Ignacio, en noviembre de 1542, la última de
la que tenemos constancia antes de su partida a Roma, una vez más revelaba su
prodigalidad epistolar y demostraba una sinceridad poco común a la hora de
manifestar su descontento hacia Ignacio, al que consideraba su guía espiritual:
La suma gracia y amor de Cristo nuestro Señor sea siempre en nuestro continuo favor y ayuda.
Carísimo Padre: En pocos días os tengo escrito cuatro o cinco letras. De la partida de Araoz y
don Diego ya os tengo dado aviso. Ha doce días que están en Palamós, que por cumplir con la
obediencia son idos antes que yo quisiera, por la grande falta que hacen en esta ciudad; y en verdad
que es tanta, que no se podría escribir. Y Dios os lo perdone, por haberlos sacado de aquí; que ahora
que se conocían, y la gente iba tras ellos, quien por vía de confesiones, quien por vía de ejercicios,
quien por consejos, era tan grande el fruto que se hacía, así en religiones de monjas y seculares, así
de calidad como de otros, que pienso que, si hubiesen estado por algún tiempo más acá, esta ciudad,
quien tiene tanta necesidad, se pudiera decir cristiana.
Ahora los que quedan, así los principiantes como los que están fundados, sienten tanto su
ausencia, que de cada día vienen aquí suspirando la mucha falta que les hacen.
Yo no lo oso decir lo que siento, sino que ahora me parece enviudar de nuevo, hallándome tan
sola de compañía, más angélica que humana. Espero en Dios N. S. que os acordaréis que todos
somos próximos, y algunas personas de calidad escribirán a Su Santidad, demandándole que lo torne
a enviar, porque, siendo conocido acá, le tienen mucha devoción.
Por amor de Dios nuestro Señor que vos antes nos ayudéis que lo estorbéis, y acordaos de
Barcelona. A todos los Hermanos en el Señor nuestro, así presentes como ausentes, os pido deis mis
encomiendas. Ceso rogando a Dios nuestro Señor que su santísima voluntad sintamos, y aquella
enteramente cumplamos.
De Barcelona, seis de noviembre de 1542.
Isabel Roser
En otras escribí como mi determinación sea de irme a Roma y veros antes que muera. Creo será
mi partida en fin de este febrero que viene, con vuestra bendición. Aquí se siente mucho la partida
de estos hermanos; Dios os perdone, que si supieseis el fruto que hacían, no creo los mandaseis ir.
Lo que yo siento no lo puedo escribir; mas con esperanza de irme luego tras ellos, me da
esfuerzo 547 .

La postdata de Isabel no deja lugar a dudas acerca de su determinación de ir a


Roma, a pesar de que se sentía incómoda sin una respuesta explícita de Ignacio.
Por otra parte, Antonio de Araoz, antes de partir hacia la Ciudad Eterna,
recibió instrucciones de Ignacio acerca de la estrategia para gestionar el viaje de
Isabel Roser y sus acompañantes, en caso de que se produjera:
Si Isabel Roser se determina de venir acá, y piensa de publicar de venir a Roma, mirad si sería
bien que dijese que viene a ver estos lugares santos, y después para ir a Jerusalén, o quedar aquí, o
tornar a Barcelona, pudiéndose también decir verdad. Yo para conmigo me persuado a creer, si ella
entrare en Roma, que será para mayor perfección de su ánima; mas no digo esto porque vos hagáis
más de la instrucción que llevaste; por ser mejor que ella misma elija la una parte o la otra. También
en su salida, si saliere, no sé qué vía podrá tomar, o cuándo y con quién podrá venir que sea sin
escándalo, aunque pasivo, y sin desedificación. Dios os ayude. Amén.
Si no fuese con contentamiento de todos, no sé si convendría veniros juntos. Dios os quiera
gobernar y regir en todo. Si por otra parte no pusiere su divino remedio, cuando vinieres, bien
querría que la ciudad o el virrey escribiese de vos al cardenal de Santa Cruz, buscando alguna calor,
o porque nos tiene como en protección, o porque os lleva para Nápoles.
Ítem si la Roser ha de venir acá, no sé si sería más conveniente que vos y don Diego [de Eguía]
vinieseis (que él no es para quedar allá solo) antes del invierno, como está dicho, y ella después del
invierno, que no parezca que vosotros la traéis, y con verdad: videte in Domino; que lo que os
pareciere, a mí me parecerá mejor 548 .

Ignacio no manifestó explícitamente una oposición frontal al viaje de Isabel


Roser; es más, pensaba que su llegada a Roma iba a contribuir a una «mayor
perfección de su ánima». Pero quería, por encima de todo, que cualquiera que
juzgase ese viaje lo viera como una decisión libre de Isabel, que pudiera
justificarse como un viaje de peregrinación para «ver estos lugares santos, y
después para ir a Jerusalén». En cualquier caso, las precauciones de Ignacio
acerca de lo que debía darse a entender demuestran su convencimiento de que
Isabel finalmente viajaría a Roma. Y demuestran también sus vacilaciones entre
la aceptación de ese hecho y el temor a que otras mujeres siguieran el ejemplo de
Isabel e incluso a posibles malas interpretaciones que, a su juicio, podían
perjudicar la ya de por sí maltrecha fama de la Compañía de Jesús.
Esta postura tan reticente es un síntoma del cambio de actitud que empezaba
a experimentar Ignacio. Poco a poco fue aplicando un sentido práctico y
selectivo en todos los ámbitos de actuación, incluso a la hora de escoger a
quienes podían hacer los Ejercicios espirituales: había que cimentar la Compañía
de Jesús a través de la influencia de personas de renombre que iban a ser
ganadas por esa vía. Y pronto decidiría que no iba a arriesgar más, lo cual
perjudicó a muchas de las mujeres que tanto habían contribuido a su causa.
Aun así, la carta que esperaban Isabel Roser e Isabel de Josa, con el
consentimiento de Ignacio para que viajaran a Roma, llegó entre finales de 1542
y principios de 1543. Si bien desconocemos su contenido exacto, la reacción a
ella de Isabel de Josa, tan expresiva como insólita —ya que hasta entonces tan
solo había puesto su firma en una carta escrita por Isabel Roser para Ignacio—,
demuestra que el ya por entonces prepósito de la Compañía de Jesús (elegido en
abril de 1541), por fin, les había transmitido que las esperaba con los brazos
abiertos. Esto es lo que se deduce de las palabras de Isabel de Josa dirigidas a
Ignacio: «Vuestra carta, creedme, me ha complacido enormemente; demuestra
que vos no experimentaréis menos alegría si las dos partimos [hacia Roma].
Creo que no tardaremos mucho, si el Señor nos da salud» 549 .

Las futuras jesuitas barcelonesas, en Roma

En septiembre de 1541, un año después de la fundación de la Compañía de


Jesús, vivían en Roma ocho jesuitas, y otros veinte estaban repartidos por
España, Portugal, Francia y otros lugares. La congregación era, por tanto, muy
poco numerosa. Sin embargo, a partir de 1542, hubo nuevas incorporaciones
coincidiendo con los éxitos que estaban teniendo las propuestas de la Compañía
entre personas próximas al papa y otras muy bien situadas en la escala social.
Aquellos primeros años, Ignacio empezaba a verse sobrepasado por la ingente
cantidad de cartas y asuntos que debía tratar como prepósito de la Orden.
Además, observaba con cierta desesperación cómo los jesuitas que se
encontraban en lugares alejados de Roma no siempre actuaban como él quería, o
descuidaban, a su modo de ver, las obligaciones de informar puntualmente
acerca de las actividades que desarrollaban. Para ello, Ignacio intentó, entre otras
medidas, imponer una norma a la hora de escribir las cartas para que, de paso,
pudieran ser copiadas y enviadas al resto de sus compañeros, e incluso pidió que
los asuntos más delicados fueran escritos en clave. Todo resultó inútil, hasta el
extremo de que, a finales de 1542, Ignacio llegó a decir que «en esta parte a
ninguno os puedo alabar» 550 .
Isabel Roser, con su criada Francisca de Cruylles e Isabel de Josa iniciaron su
viaje a Roma en el mes de abril de 1543. Previamente, sabemos que, al menos en
el caso de Isabel Roser, había enviado sus «arcas y ropas» por barco hasta
Génova, con una persona de confianza —Juan Pablo Borrell—, que después las
transportó a Roma.
Una anciana religiosa llamada Micaela Spuny, que conoció muchos años
después a Isabel Roser en el convento de Jerusalén de Barcelona, explicó que
esta le había contado cómo había reaccionado Ignacio cuando las vio recién
llegadas a Roma. Según esta monja, Ignacio se llevó las manos a la cabeza y
exclamó sorprendido: «¡Válgame Dios! Roser, ¿aquí estáis? ¿Quién os ha
traído?». A lo que Isabel habría contestado: «Dios y vos, Padre mío» 551 . No
resulta difícil adecuar esta declaración a la realidad, a la vista de los
acontecimientos que precedieron al viaje.
Las tres barcelonesas, a su llegada a Roma —probablemente, no antes del
verano de 1543—, se alojaron de forma provisional en una casa particular, y
durante los casi dos años que estuvieron allí, Esteban de Eguía, que había
entrado como coadjutor en la Compañía y era ya un anciano, fue el encargado de
asistirlas en todo lo que necesitaban, para lo cual se mudó a dicha casa.
Asimismo, a juzgar por lo que manifestaron algunos jesuitas, Esteban también
las acompañaba a la iglesia, e incluso a veces barría la casa o llevaba los
chapines —unos zapatos femeninos de suela gruesa de corcho— cuando
montaban a caballo 552 . Una vez más, aquel gesto demostraba tanto la confianza
de Ignacio con los Eguía como la proximidad de Isabel Roser con esta familia, a
cuyos miembros, aun años después, continuaría teniendo muy presentes en sus
cartas.
La llegada de las mujeres barcelonesas a Roma coincidió con un momento
clave para la Compañía de Jesús, porque allí todo estaba por hacer. Quizá
precisamente por ello Ignacio aceptó de buen grado sus aportaciones
económicas, que sin duda ayudarían al avance de la congregación. En el caso de
Isabel Roser, sus generosas donaciones, la mayoría a fondo perdido,
contribuyeron de inmediato a «vestir» tanto la residencia de los jesuitas como la
iglesia de Santa Maria della Strada. Este fue el primer templo en el que los
jesuitas pudieron ejercer su ministerio espiritual y cuyos beneficios revertirían en
la Compañía, por aprobación del papa Pablo III. Entre otras cosas, nada más
llegar a Roma, Isabel había enviado a Santa Maria della Strada un completo
ajuar compuesto por doce manteles grandes y nuevos, de lino y algodón; seis
manteles pequeños para mesa redonda, de la misma calidad; doce toallas de lino
para secarse las manos; tres docenas de servilletas nuevas de lino y algodón; seis
pares de sábanas nuevas, cuatro de lino casi fino, y los otros más gruesos, todo
ello valorado en 35 escudos. Se entiende que todo esto iba destinado al uso
personal de los jesuitas. Además, había entregado a Pedro Codacio, para ayudar
en las obras de la casa anexa a la iglesia, 50 doblones de oro, más otros 25 que
luego este le devolvió. También Jerónimo Doménech había recibido de Isabel, en
dos partidas, 150 escudos de oro, en cuyo concepto el jesuita expidió dos
albaranes que esta rompió «por haber servido el dinero para la dicha casa».
Asimismo, cuando, en 1544, llegaron a Roma desde París algunos miembros de
la Compañía, Isabel les entregó 4 escudos de oro en dos pagos y los aposentó en
su casa durante unos días —ella estaba entonces ya en la Casa de Santa Marta—,
para lo cual compró, por valor de 3 escudos de oro, siete colchoncillos que luego
se llevaron junto con otras ropas a la casa de la Compañía. También para Manuel
Miona —profesor que lideró el grupo erasmista de Alcalá y fue confesor de
Ignacio allí y en París— compró Isabel una manta blanca, casi nueva, que se
llevó luego a su casa y valía 2 escudos. Además, para abastecer a la iglesia de los
ornamentos necesarios para decir misa, Isabel compró «un frontal para el altar de
satén blanco, bordado con letras de oro con flecos de oro y seda, más una casulla
de lo mismo, con cruces de trenzas de oro; y estola y manípulo de lo mismo
guarnecidas de oro y seda; y unas albas y ámito de cortina delgada, guarnecido
con satén blanco y trenzas de oro y seda con el cordón de color blanco y
amarillo; más un mantel de más de una cana, de tafetán blanco con trenza y
flecos de oro y de blanco; más un paño de cáliz del mismo tafetán, guarnecido de
trenza de oro ancha, con una cruz en medio, de oro; y un corporal de tela delgada
con su alma bien guarnecido y su purificador y palia para el corpo Domini, de
tafetán blanco, guarnecido con trenza y flecos de oro y seda; más un pabelloncito
para la custodia, de satén blanco, guarnecido de trenzas de oro y seda, barrado;
más una caja para dichos ornamentos». Todo esto le costó a Isabel 60 escudos de
oro. A ello se añadieron otros 70 escudos para comprar: «otra casulla de algodón
xemellot leonado con cruces de lista blanca y grana con su estola, manípulo y
alba y ámito de cortina; más un frontal pequeño de algodón xemellot con un
frontal y lados de satén amarillo guarnecido de flecos blancos y su cordón
blanco; más otro frontal blanco de lino fino con cinco barras anchas de redecilla
bordadas de hilo blanco guarnecido de flecos blancos; más otro frontal de lo
mismo con cuatro barras de la misma clase para encima de las escaleras del altar;
más tres manteles grandes, uno de ginesta delgada, nueva, de diez palmos de
ancho, y dos de lino fino, ya blanqueados; más unas cortinas de lino algodón
nuevas para el altar: son cuatro piezas, cada pieza son tres telas y media, de largo
de diecisiete o dieciocho palmos de Barcelona cosidas con randas anchitas con
sus dos servilletas, cosidas del mismo modo, guarnecidas de fleco ancho; más
siete corporales, y los más guarnecidos con sus almas de cortina delgada; y siete
purificadores; y un velo de lino delgado, guarnecido de trenza blanca y de grana,
para encima de la cruz del altar» 553 . Los más de cuarenta ornamentos nuevos y
de excelente calidad comprados por Isabel, y aceptados por los jesuitas,
representaban una verdadera exhibición de ampulosidad para una iglesia
modesta como Santa Maria della Strada, que Juan de Polanco calificó en sus
inicios de «estrecha, húmeda y ruinosa». El valor total de lo comprado por Isabel
ascendía a 465 escudos de oro, una pequeña fortuna.
En ese tiempo, las tres mujeres barcelonesas tuvieron acogidas en su casa,
temporalmente, a «tres y cuatro o cinco mujeres de mala vida para ponerlas en
servicio de Dios Nuestro Señor, y otras veces [otras] tantas judías para hacerlas
tornar cristianas», cuya manutención corría a cargo de la Compañía de Jesús.
Según dijeron luego los jesuitas, habrían sido ellos los encargados de abastecer
de comida y camas aquella casa, aunque dando a entender que era Isabel Roser
quien estaba llevando a cabo la buena obra, como ellos procuraban difundir con
el fin de salvaguardar así su honra 554 .
Otras noticias de Isabel Roser en sus dos primeros años en Roma las
proporcionaron algunos jesuitas al referirse a ella en sus cartas. Así lo hizo el
clérigo Juan Pujalt a los pocos meses de la partida de Isabel desde Barcelona,
mientras le comunicaba a Ignacio sus deseos de que regresara pronto, o Antonio
de Araoz, que demostró un aprecio sincero hacia Isabel Roser, a quien incluso le
confió asuntos que debía tratar con Ignacio, sin olvidarse de mencionar a
Francisca de Cruylles o Isabel de Josa. En su carta, Araoz decía:
Carissima hermana: Aun en esta habéis siempre de tener prendas del amor que mi alma a la
vuestra ha tenido, y en el Señor tiene. Vuestra letra mucho me consoló; doy gracias a nuestro Señor
por todo. Yo creo, cuando esta llegue a vuestras manos, que ya habréis sabido de las cosas de Santa
Clara. De la intención que han tenido, no pienso que hay necesidad [de] hablar, y de la poca
ambición que hay en sus almas; y en ese caso particular lo sé yo muy bien desde la primera vez que
estuve en Barcelona. Informad a nuestro Padre, para que les haga responder; porque, si es cosa que
se puede remediar, creo que se haría un gran servicio a nuestro Señor, porque sería algún principio
de reformación. Pues son y han sido siempre tan vuestras, consoladlas en lo que sintieres que es
gloria del Señor, pues esa les mueve a ellas. Al señor Velliu yo visité y hablé muy largo, y según me
dijeron, fue muy provechoso. A la hermana Cruylles me encomiendo en sus oraciones. Nuestro
Señor os tenga siempre en su santo amor. A la señora doña Isabel [de Josa], pues yo le soy siempre
tan buen predicador y protector por acá, pedid que no me olvide en sus santas oraciones.
Perdonadme, hermana [Roser] 555 .

Araoz, como puede deducirse de esta carta, se mostró siempre partidario de


que Ignacio aceptase las peticiones de otras mujeres, como las monjas Teresa
Rajadell y Jerónima Oluja, del convento de Santa Clara de Barcelona, que iban
en la línea de lo que por entonces estaba a punto de conseguir Isabel Roser:
entrar en la Compañía de Jesús.
Sin embargo, no todos los jesuitas fueron tan benevolentes con la presencia
de Isabel Roser en Roma. Jerónimo Nadal, cuando servía en la cocina como
parte de sus ejercicios de noviciado, decía que aun siendo tan pobres tenían que
preparar todos los días almuerzo y cena para Isabel Roser, algo que le irritaba
enormemente. Más adelante, incidiendo en esas mismas fobias, escribió:
«Cuando Ignacio por orden del papa Pablo III había recibido tres mujeres bajo
su obediencia, estas nos tenían constantemente en vilo a los que por entonces
estábamos en Roma» 556 .
Ese fue el clima que Ignacio iría propiciando entre los jesuitas a medida que,
con el tiempo, creció su animadversión hacia Isabel Roser.

El proyecto asistencial femenino ignaciano: la Casa de Santa Marta

Se calcula que en 1500 había unas 6.000 prostitutas en Roma, algunas de las
cuales mantenían estrechos vínculos tanto con aristócratas como con miembros
del alto clero. Las había que tenían una holgada posición económica y contaban
con su propio séquito, pero la mayoría de ellas se veían empujadas a la
prostitución por su situación de marginalidad social, a menudo derivada de la
separación del marido o la viudedad y no disponer de ingresos, a lo que solía
añadirse el hecho de tener hijos a su cargo. Ya en 1520 el papa León X había
autorizado la fundación de una institución destinada a acoger exclusivamente a
las mujeres que quisieran abandonar la prostitución y entrar en religión,
conocida por el nombre de Casa de Santa María Magdalena 557 .
Desde su llegada a Roma, Ignacio venía proyectando la puesta en
funcionamiento de una casa dedicada a la redención de prostitutas en la ciudad,
pero ampliando el abanico de posibilidades de abandonar aquella vida, más allá
de la vía monástica. Aun así, el acento no se ponía en los proxenetas o en
remediar las causas que empujaban a las mujeres a la prostitución, sino en el
control de las propias damnificadas de una sociedad extremadamente piramidal y
que se mostraba impasible ante la pobreza femenina.
Ignacio buscó apoyos económicos para llevar a cabo su proyecto, y con la
colaboración de unas 170 personas de elevada posición social creó la Compagnia
della Grazia —es decir, la Compañía de las mujeres convertidas a la Gracia— en
la iglesia de Santa Marta, en Roma. Pablo III otorgó la bula Divina Summaque
Dei bonitas, por la cual quedó fundada oficialmente la llamada Casa de Santa
Marta en febrero de 1543 558 .
En los primeros meses de 1545, Isabel Roser, Isabel de Josa y Francisca de
Cruylles pasaron a ocuparse de la Casa de Santa Marta, a la que Ignacio llamaba
«casa de pecadoras». Este cometido parecía la consecuencia lógica de la labor
asistencial iniciada por ellas a su llegada a Roma.
La fundación de la Casa de Santa Marta había sido promovida sobre todo por
Pedro Codacio con la ayuda de algunas mujeres, entre las que se destacaron
Margarita de Austria y Leonor Osorio, esposa de Juan de Vega, por entonces
embajador del emperador en Roma. Pedro de Ribadeneira destacó el interés que
puso Ignacio desde los inicios en la institución:
Yo me acuerdo que al tiempo que en Roma se fundaba la Casa de Santa Marta, si algunas
meretrices distinguidas querían salir de su torpe negocio y recogerse a llorar sus culpas en saludable
retiro, solía Ignacio acompañarlas por las callejuelas, no rebañegamente, sino ahora una y después
otra. Y era un espectáculo hermosísimo ver al santo anciano, como delantero que va abriendo la
marcha a una muchacha joven, hermosa y vagueante, procurando arrancarla de las fauces del más
cruel tirano y ponerla en las manos de Cristo. Las acompañaba al monasterio recientemente
construido o a la casa de alguna dama principal en donde poco a poco se amansasen y se habituasen
a imitar el ejemplo de ellas 559 .

En principio, para las mujeres que eran acogidas en la Casa de Santa Marta se
trataba de una reclusión temporal que, de acuerdo con la ideología católica de la
época, tenía por finalidad vigilar la salvaguarda de su honestidad mientras no se
produjera el regreso al hogar conyugal, en el caso de las esposas separadas que
estuvieran «en grave pecado de fornicación y adulterio»; la elección de entrar en
religión o contraer matrimonio, en el caso de las solteras allí acogidas, o, en
menor número, pasar a servir en casas de la aristocracia. Entre tanto, de acuerdo
con los estatutos de la Casa de Santa Marta, las ocupaciones de aquellas mujeres
acogidas debían consistir básicamente en realizar trabajos manuales —como
hilar lino o lana, tejer o coser—, asistir a los oficios religiosos y leer libros
espirituales. Además, tenían prohibido hablar con personas ajenas a la casa sin el
consentimiento expreso de la congregación o de alguno de los presidentes, y
tampoco podían salir sin autorización de la Compagnia della Grazia y sin su
explícita licencia. En caso contrario, estas mujeres perderían la ropa que dejasen
dentro y serían consideradas «fugitivas de la casa que habían de ser castigadas
públicamente y expulsadas a voluntad de la congregación de Roma» 560 .
La casa de acogida dependía de un cardenal protector o presidente. Había
también dos presidentes inferiores, un secretario y un tesorero, y un sacerdote
que decía la misa a diario y administraba los sacramentos. Por debajo de esa
superestructura administrativa exclusivamente masculina, había una gobernadora
que debía ser elegida por la comunidad y se encargaría del gobierno tanto de las
religiosas que hubiera en la casa como de las mujeres allí acogidas, que en
noviembre de 1545 eran unas cuarenta. El cargo de gobernadora sería,
precisamente, el que ocuparía Isabel Roser, y estaba bien definido en los
estatutos de la Casa de Santa Marta:
Además se establece y ordena que una mujer hábil y experta sea gobernadora del dicho
monasterio y monja, la cual sea elegida con el consenso del reverendísimo protector y de toda la
congregación, la cual sea presidenta de todas las hermanas que se hallen dentro, a fin de que todas
las otras religiosas vivan según sus preceptos; y que los dos presidentes, pudiendo y no pudiendo,
eligiendo uno de la compañía de los más maduros y honestos, puedan entrar en el lugar y visitar
tanto a la gobernadora como a las otras hermanas, y hacerlas castigar, si fuera necesario, y ordenar e
investigar la mente de cada una, según la prudencia y arbitrio suyo, excepto si la gobernadora o
alguna hermana hubiera de ser expulsada; que entonces no se haga nada que no sea llamada la
congregación y con el beneplácito del reverendísimo protector 561 .

En una ocasión, en el cumplimiento de esa función, Isabel Roser escribió una


carta a Margarita de Austria en la que le pedía ayuda para solucionar un
problema que estaba poniendo en peligro la institución. Algo no funcionaba bien
en la estructura diseñada para la gobernabilidad la Casa de Santa Marta, cuando
Isabel hubo de recurrir a la persona que, si bien había participado en su
fundación, era la que podía tener un acceso más directo al poder papal, e
imperial, en ese momento. La carta de Isabel decía así:
Muy excelente y mi señora:
La suma gracia de Jesu Cristo nuestro señor sea siempre en la custodia y favor de vuestra
Excelencia.
No sé si sabe que, por servicio de Dios mi Señor y por dar alguna consolación soy venida a estar
en este monasterio de Santa Marta, adonde me deseaban mucho, pensando ser yo parte de sus
descansos y rogándome que por la pasión de Jesu Cristo no las desamparase y que quisiese estar con
ellas. Viendo tanta voluntad me fue forzado de cumplir con ellas, acordándome que Dios nuestro
Señor quiso enviar su único hijo por la salvación de las almas, y siendo yo tan mísera y débil de
virtudes y confiando de la majestad divina que me daría su favor y gracia por que todas le
pudiésemos servir, soy venida a estar con ellas; y, cierto, muy contenta en ver que todas se esfuercen
en servir la suma majestad, y estar con tanta paz y amor, y hacer la obediencia, que es por dar
alabanza a Dios.
Mas como el demonio envidioso y sembrador de males haya puesto su poder en M. Matías [de
San Casiano], el cual nos da mucha molestia y afrentas entre las cuales hay que es venido en la
iglesia, y ha sacado por fuerza al confesor [Diego de Eguía] del confesionario, que confesaba a una
de ellas, diciéndole mil perrerías, que no son para escribir, y lo mismo dice de todos los que tiene
cuidado de esta casa, y dos veces vino ayer jueves al torno llamando a la tornera y diciendo muchas
maldades y bellaquerías, y que se da a mala suerte que la que ha sido su amiga esté en tan bellaco
monasterio, y que él podrá poco o la sacará o arruinará el monasterio, y veolo tan sin temor de Dios
y vergüenza del mundo que dudo no haga algún escándalo, porque muchas veces al día viene en una
casa de una mala mujer, que está junto con el monasterio, y podría hacer mucho daño y escándalo; y
no permita Dios por mis pecados que yo tal viese, antes me dé la muerte.
Y porque después de Dios no tengo a quién acudir, sino a Vuestra Excelencia, humildemente le
suplico por las cinco llagas de Jesu Cristo que en defensión de esta casa nos quiera muy afavorecer
en decir alguna palabra a Su Santidad que lo mande remediar, y en tanto Vuestra Excelencia se
quiera dignar de decir al barajel [o cuadrillero de la ronda] que quiera estar mucha parte de las
noches por estos barrios, al menos hasta la Pascua, porque esta Semana Santa ese hombre tan
tentado no hiciese algún escándalo. Y suplique a Vuestra Excelencia me perdone el atrevimiento
que, como esclava y sierva, me echo a sus pies, y que me quiera remediar como mi señora,
quedando siempre y rogando a la Santísima Trinidad la vida y estado de Vuestra Excelencia
acreciente por su santo servicio.
Del monasterio de Santa Marta, hoy viernes del Oliva.
De Vuestra Excelencia, Humilde servidora que pies y manos le besa,
Isabel Roser 562

El problema que, según explicaba Isabel Roser, habían tenido con el maestro
de postas pontificio Matías de San Casiano revela la tragedia que vivían muchas
de aquellas mujeres, obligadas a doblegarse ante las exigencias de los proxenetas
o de quienes las presionaban para que se prostituyesen en contra de su voluntad.
Pero la carta demuestra también que Isabel Roser había asumido plenamente
la dirección de la Casa de Santa Marta. Es importante tener en cuenta este dato
porque en meses inmediatamente posteriores empezó, aparentemente, a
resquebrajarse la confianza de Ignacio en ella, y no precisamente por su mala
gestión al frente de aquella institución.

Las jesuitas en la Compañía de Jesús

Isabel Roser conocía muy bien cuáles eran los pasos a seguir para alcanzar lo
que se había propuesto, y los acontecimientos se precipitaron en los últimos
meses de 1545. La suplicación que envió al papa con el fin de que instase a
Ignacio a que le tomase el voto solemne y la aceptara en la Compañía de Jesús
no lleva fecha, aunque por los datos que aportó Bartolomé Ferrón, debió cursarla
en noviembre. La suplicación de Isabel Roser al papa decía así:
Beatísimo Padre: humildemente suplico a vuestra santidad se quiera dignar darme su bendición y
absolución a todos mis pecados. Santísimo Padre: tres peticiones querré decir a vuestra santidad.
La primera: santísimo Padre, soy una mínima mujer de Barcelona que hará [...] años soy venida a
ver un gran siervo de Dios que se llama maestro Ignacio de Loyola, que ha veinte y dos años que
con su gran penitencia conocí; y soile devota, y en ser viuda y con libertad, lo he venido a buscar,
[porque me] encaminase en el mayor servicio de Dios mi señor; y platicando con [él], y viendo
tantas virtudes y perfecciones así en maestro Ignacio como [en los] de su congregación, hice voto de
estar debajo de su obediencia [y] voto de la castidad y pobreza: habiendo satisfecho la [voluntad] de
mi marido, de los otros bienes tener aquella pobreza que [de] mi prelado me será mandado.
Suplico humildemente a [vuestra] santidad me querrá hacer de la misma congregación de Jesús, y
mandar a maestro Ignacio me tome el voto solemne en sus [ma]nos, y que tenga cuidado de mi alma
todo el tiempo de su vida, [como] de los suyos propios, y me conceda los méritos y gracias que por
[vuestra] santidad los es otorgado; y humildemente pido se querrá dignar mandar que uno venga a
conmigo, que de parte de vuestra santidad [diga] a maestro Ignacio me conceda la gracia, y done
crédito en todo esto [que] pido a vuestra santidad.
Más le suplico: que esto mismo se digne c[onceder] a una mi criada, porque las dos estemos
debajo de obediencia.
La otra es, santísimo Padre, que tengo letras de Barcelona de c[ómo] había alegado uno de la
Compañía de Jesús, que con sus predicaciones y santas doctrinas hacía gran fruto en [la] ciu[da]d, y
que había retraídas a bien vivir algunas [...] y muchos seglares; los cuales me escriben que de su
[parte] suplicase a vuestra santidad mandase a maestro Ignacio que lo dejase e[star allá por algún
tiempo, por el bien de las almas] de aquella ciudad.
La otra petición fue de otro negocio espiritual que toca a muchas almas; y su santidad muy
benignamente [me] ha escuchado, y concedido todo lo que le he pedido 563 .

Debemos deducir que el papa oyó los ruegos de Isabel Roser e instó a Ignacio
a que la admitiera en la Compañía de Jesús, porque el día de Navidad de 1545
esta hizo —en lengua catalana— sus votos. Este fue el texto que leyó:
Yo, Isabel Roser, viuda, prometo y hago voto solemne a Nuestro Señor Dios Omnipotente, en
presencia de la Santísima Virgen María, mi Señora, y del glorioso San Jerónimo y toda la corte
celestial del Paraíso, y ante los aquí presentes, y ante vos, reverendo padre maestro Ignacio,
prepósito de la Compañía de Jesús, Señor Nuestro en el lugar de Dios, teniendo perpetua pobreza
según que por vuestra reverencia me será mandada, y castidad y obediencia según la forma de vivir
que por vuestra reverencia me será mandada. Hecho en Roma, en la iglesia de Santa Maria della
Strada, el día de la Natividad de Jesucristo Señor Nuestro, en el año mil quinientos y cuarenta y
cinco. Yo Isabel Roser, viuda 564 .

Desconocemos lo que debió de sentir Isabel en aquel momento, pero


podemos imaginar que rozó la más suprema felicidad. Junto a ella, también
hicieron sus votos la criada de Isabel, Francisca de Cruylles, tal y como su
señora lo solicitó al papa, y Lucrecia Bradine, a quien Isabel no mencionaba en
su suplicación.
Lucrecia Bradine, que tenía fama de beata y era conocida como la Capuchina,
había sido gran admiradora en otro tiempo del también jesuita Francisco Javier y
estaba bajo la dirección espiritual de Ignacio desde 1538 en Roma. Pertenecía a
la familia Ochino, con la que los primeros miembros de la Compañía
contactaron cuando daban sus primeros pasos en Italia. El jesuita Francisco de
Estrada conoció a Bernardino Ochino, hermano de la Capuchina, en
Montepulciano, cuando este enarbolaba un crucifijo al frente de una procesión
de unos trescientos niños que se disciplinaban fervorosamente. Bernardino había
sido franciscano observante hasta que se hizo capuchino en 1534. Fue elegido
vicario general de la Orden en 1538 y en 1541, y tuvo fama de gran predicador.
Quizá de su estrecha amistad con Juan de Valdés nacieron muchas de las ideas
valdesianas que vertió en sus sermones. Pero después se hizo luterano. Al igual
que Valdés, Bernardino Ochino había frecuentado el círculo cultural de la poeta
Victoria Colonna, marquesa de Pescara, que conocía bien a los jesuitas ya desde
la llegada a Ferrara de Claudio Jayo y Simón Rodrigues en 1537. Ignacio, en
1545, intentó secretamente, a través de Jayo, ganar a Bernardino Ochino de
nuevo para el catolicismo, pero no lo consiguió. Bernardino predicó en Ginebra,
Basilea, Estrasburgo y Augsburgo, estuvo en Inglaterra y luego fue párroco en
Zúrich en 1555. Murió en Moravia hacia 1565 565 .
El caso es que el jesuita Francisco de Estrada escribió a la Capuchina para
pedirle que aceptara en su «compañía» a una mujer que deseaba vivir en pobreza
—«Si Madona Lucrecia es contenta que vaya, escribidme dónde es su casa, para
que derecho se pueda ir allá» 566 —, pero no obtuvo respuesta de ella. Por eso, en
1539, rogaba encarecidamente a Ignacio en varias cartas que convenciera a la
Capuchina de que aquella mujer le sería «en todo obediente», lo cual demuestra
que Lucrecia Bradine se hallaba al frente de una comunidad femenina y que
Ignacio ejercía sobre ella cierta influencia. Este dato es especialmente
significativo porque, si Ignacio no hubiera querido que Isabel Roser y Francisca
de Cruylles entraran en la Compañía de Jesús, tampoco hubiera «invitado» a
Lucrecia a formar parte de la congregación, como efectivamente debió de
suceder. Por otra parte, todo hace pensar que ni Isabel Roser ni sus otras
compañeras conocían a Lucrecia Bradine antes de que Ignacio promoviera la
creación de una rama femenina de la Compañía de Jesús.
Precisamente, respecto a Lucrecia Bradine, el jesuita Pedro Fabro, ya en
marzo de 1540, pidió a Francisco Javier desde Parma: «Maestre Francisco,
hermano, no faltéis de decir a la Lucrecia [Bradine] que no venga en ninguna
manera en parte donde seamos nosotros» 567 . Desconocemos el motivo de esa
reacción, aunque quizá fuera solo una medida para prevenir las habladurías de la
gente o para que no los relacionaran con ella.
Por su parte, Isabel de Josa no llegó a entrar en la Compañía de Jesús cuando
lo hicieron sus «hermanas en Cristo» barcelonesas, Isabel Roser y Francisca de
Cruylles, en aquellas Navidades de 1545. Al menos no aparece en ninguno de
los actos relacionados con el proyecto y la realización de la emisión de los votos
solemnes. Aun así, por esas fechas es posible que todavía permaneciera muy
cerca de Isabel Roser, como se deduce de la carta que Araoz le envió a esta a
finales de diciembre de aquel año, donde se despedía encareciéndole que «A la
señora doña Isabel [de Josa], [...] pedid que no me olvide en sus santas
oraciones» 568 .
Con respecto a los tres votos de pobreza, castidad y obediencia que hicieron
las mujeres jesuitas hay algunas cuestiones importantes que deben ser tenidas en
cuenta. Los primeros jesuitas que formaron parte de la Compañía de Jesús al ser
aprobada esta en 1541, hicieron además un cuarto voto de obediencia al sumo
pontífice, y en un quinto voto se comprometieron a la enseñanza de los
rudimentos de la fe a los jóvenes (lo que justificaría la creación de los colegios).
Ninguno de estos propósitos se incluyó en la fórmula que leyeron las tres
jesuitas. Pero, además, en palabras de Ignacio, estos votos implicaban que la
«profesión fue condicionada y no íntegra» 569 , probablemente en referencia a que
su cumplimiento estaba supeditado a lo que él, como prepósito de la Compañía
de Jesús, mandase a las jesuitas —«[...] según la forma de vivir que por vuestra
reverencia me será mandada...». No obstante, de habérselo propuesto Ignacio,
ninguna de esas ausencias o matizaciones hubieran sido impedimento para seguir
adelante con la consolidación de la rama femenina de la Compañía de Jesús.
La obediencia directa de las mujeres jesuitas a Ignacio significaba, por
defecto, acatar tanto las Constituciones de la Compañía como el mandato
supremo del papa. Ignacio, entre sus compañeros, fue el primero en hacer este
voto, y en una fórmula por separado. En realidad, el voto había sido incluido
pensando en las misiones que los jesuitas iban a llevar a cabo por todo el mundo
(especialmente por los territorios más desconocidos, en América y Asia), algo
que en el caso de las mujeres no estaba contemplado. Y en referencia al
cometido de enseñar los rudimentos de la doctrina católica, lo cierto es que las
tres jesuitas ya lo habían practicado entre las mujeres acogidas en la Casa de
Santa Marta.
Por otro lado, también debe tenerse en cuenta que desde el principio el propio
Ignacio estableció que hasta pasado un año, una vez hechos los cinco votos, los
jesuitas no estaban obligados a cumplir las Constituciones de la Compañía 570 , un
precepto que hace más arbitrarios, si cabe, los apelativos de «condicionada y no
íntegra» atribuidos a la profesión de Isabel Roser, Francisca de Cruylles y
Lucrecia Bradine. Finalmente, al igual que los miembros masculinos de la
Compañía, las tres jesuitas habían pasado un período de «probación de vida»
superior al año y tres meses que establecían las Constituciones antes de hacer los
votos 571 .
No cabe duda de que hubo un antes y un después en cuanto a la opinión de
los jesuitas acerca de Isabel Roser, una vez que esta se decidió a tomar la vía
papal para lograr su objetivo. Al menos esto es lo que se deduce de la opinión
cambiante de un testigo de excepción como lo fue el jesuita de origen portugués
Bartolomé Ferrón (o Ferrâo), secretario de Ignacio en Roma por esos años. Solo
un mes antes de que Isabel Roser, Francisca de Cruylles y Lucrecia Bradine
hiciesen sus votos de entrada en la Compañía de Jesús, Bartolomé Ferrón,
transmitiendo la opinión del propio Ignacio, mientras por una parte consideraba
que el funcionamiento de la Casa de Santa Marta era todo un éxito —«la casa de
arrepentidas [...] procede también con aumento, así en el espíritu como en el
número de las que se recogen, que llegan a cuarenta, todas cierto muy
frecuentes, así en las confesiones y comuniones como otros espirituales y
cotidianos ejercicios, con deseos de quedar en la religión perpetuamente...»—,
por otro lado manifestaba el enojo con Isabel Roser, aunque sin nombrarla, por
haberse atrevido a acudir al papa con el fin de presionar a Ignacio:
Y muévanos a este servicio suyo el fervor de las flacas mujeres, que procuran de todo entregarse
a él, como son algunas aquí de Roma, personas de calidad, y de fuera de ella, que con suma
instancia han procurado someterse a la obediencia del padre Ignacio, y en ella vivir en pobreza
voluntaria, y también actual; mas, no consintiendo en ello nuestro Padre, lo han por muchas
importunaciones alcanzado del papa, y ahora está una señora apostada a hacer lo mismo por sí y por
otras que lo han rogado; bien que al Padre le parece no ser conveniente que la Compañía, que es
ordenada para atender al bien público de las ánimas por todo el mundo, se ocupe aquí tan en
particular en el gobierno de mujeres singulares, principalmente con la exacción con que nuestro
Padre ahora lo hace con estas en todo lo que a su perfección pertenece, por ser su costumbre esta en
todas las cosas que a su cargo toma 572 .

Sin embargo, sorprendentemente, cuatro meses después, el propio Bartolomé


Ferrón manifestaba su gran admiración por Isabel Roser, sin cuestionar en
ningún momento el paso dado por esta y sus compañeras, sino, más bien, todo lo
contrario. Las elogiosas palabras que dedicó a la recién admitida jesuita, en una
carta enviada al provincial de la Compañía de Jesús en Portugal, demuestran,
además, la colaboración de Ignacio, codo a codo, con Isabel Roser en la Casa de
Santa Marta:
Y pues hablé en esta casa [de Santa Marta], no dejaré de decir como, haciéndose los días pasados
la congregación, que cada año se hace, de los señores presidentes y regidores de ella, en presencia
de cardenales y del vicario del papa y el duque y el embajador, y mudando los oficiales y personas
que le gobiernan, solamente dejaron al padre Ignacio el cargo antiguo de su provecho espiritual,
respondiéndole el cardenal protector a las excusaciones con que él por sus muchas ocupaciones se
quería librar de esta, no ser esto cosa expediente. Va esta obra con sumo hervor y devoción aquí en
Roma, como parece de las muchas limosnas que ahora se hacen para la fábrica de la casa, que solo
de personas nobles y devotas, que de nuevo se han ajuntado a la congregación y cofradía de ella, se
han cogido al pie de setecientos escudos.
Ni es de menos edificación lo que la señora Roser en esta obra [de la Casa de Santa Marta] ha
hecho; la cual, impetrando por sí misma del papa que ordenase a nuestro Padre cómo la recibiese en
su obediencia, y haciendo con otras juntamente su profesión, ha después de esto para mayor gloria
divina tomado el cuidado espiritual de las tales mujeres arrepentidas a su cuenta; y hízolo con tanta
consolación de ellas y ejemplo de todos, que el cardenal protector y [los] más señores de la
Congregación han mucho deseado verla dentro encerrada con ellas, para que así con más provecho
suyo llevase adelante lo comenzado, lo que ella, por el amor de aquel que da ciento por uno, aun en
esta vida, a los que bien le sirven, con mucha consolación de su ánima ha hecho, imitando en ella a
nuestra Señora, que se dice madre de huérfanos; y así le comienza nuestro Señor a pagar con las
muchas que después de su entrada han venido, entre las cuales fue una noble doncella y rica, que la
marquesa de Pescara [Victoria Colonna] tenía como depositada en su casa, la cual, deseando huir al
mundo, era muy combatida y afligida de los hijos del príncipe de las tinieblas, tanto que ni S. E.
osaba de librarla; mas sabiéndolo nuestro P. Ignacio, por vía de la misma marquesa la hizo llevar en
una mañana, acompañada de algunos gentiles hombres del señor embajador, a Santa Marta, no
dándole nada por las injurias y calumnias que a eso se siguieron, donde ahora está con gran
satisfacción y consolación suya espiritual, por ser como presa libre de boca del lobo.
De esta manera parece quiere nuestro Señor que se acaben las cosas de su servicio con
semejantes dificultades; lo que también ha experimentado el Padre micer Ignacio en la expedición
de un otro caso, que a su cargo tomó, con gran solicitud de en ello complacer a la divina bondad,
aunque al humano parecer era la conclusión tan imposible que, hablando el padre en ello a
cardenales y otros señores, todos se han retirado, diciendo que hable él al papa, y que después ellos
ayudarán en ello 573 .

Aun así, paradójicamente, estas opiniones acerca de Isabel Roser coinciden


en el tiempo, como se verá, con la primera maniobra que en secreto llevó a cabo
Ignacio ante el papa con el fin de revocar los votos solemnes de las jesuitas.

El último legado económico de Isabel Roser a la Compañía

El 24 de diciembre, día de los votos solemnes, Isabel Roser «no forzada ni


engañada, sino de propia voluntad [...] hizo donación, cesión y traslación» de
todos sus bienes al jesuita Miguel de Torres. En la carta de donación, firmada
ante notario y con la presencia de dos testigos —el médico Íñigo López y el
jesuita Esteban de Eguía—, añadía la condición, sin embargo, de que fuese
Ignacio, como prepósito de la Compañía de Jesús y «prelado y superior de la
dicha señora Isabel», quien decidiera el modo en que esa cesión debía ser
aceptada y en qué debía ser empleada 574 .
En la época se consideraba que las viudas debían garantizar la correcta
transmisión de los bienes familiares. La supuesta libertad que el estado de
viudedad facilitaba a las mujeres estaba bien delimitada por las leyes
precisamente con esa finalidad, por lo que su situación fue tratada en manuales
de moralistas y legisladores. Sin embargo, en el caso de Isabel Roser existía una
cláusula testamentaria del marido según la cual ella, como esposa, disponía de
total libertad para destinar los bienes heredados de este allí donde más le
conviniese. Este hecho, por insólito, lo abordaron varios doctores en leyes en
Roma: «[...] el procurador general de los dominicos, que ahora es general de
toda la religión; el tercero, el doctor Torres, procurador de la Universidad de
Alcalá; el cuarto, fray Barbarán, de la orden de los franciscos». Aquellos
expertos determinaron que Isabel era una mujer «libre»; eso sí, por voluntad de
su difunto esposo, según las siguientes conclusiones: «Primero: Que por las
palabras que el marido le dijo no es obligada a seguir la voluntad del marido.
Segundo: Hallando otro lugar distinto de los señalados por su marido, donde más
servicio de Dios sea, sin escrúpulo de conciencia puede dejar el tal lugar.
Tercero: No hallándose tal lugar, siempre es mejor dispensar en lo señalado por
su marido» 575 . De ahí que Isabel tuviera derecho a entregar toda su hacienda a la
Compañía de Jesús.
Pero la reacción de Ignacio no se hizo esperar: al día siguiente, también ante
notario, obligó a Miguel de Torres a que, «sin ninguna dilación ni obstáculo,
retrocediese y renunciase, y refutase dicha donación a él hecha en la dicha
señora Isabel [...] y que, como su prelado y superior, dispensaba con ella para
que pueda tener y poseer los dichos bienes así y de la manera y con los vínculos
y condiciones que los tenía antes de la dicha donación, como si nunca la hubiera
hecho ni los hubiera dejado...» 576 .
Hay que decir que desde un principio los jesuitas debatieron el modo en que
la Compañía debía aceptar donaciones y cómo justificar sus propiedades,
necesarias para el mantenimiento de sus colegios, residencias, iglesias, etc.,
teniendo en cuenta que habían hecho voto de pobreza y que esto lo enarbolaban
como uno de los pilares necesarios para la reforma de las órdenes religiosas
tradicionales.
Quizá por ese motivo, antes de que Isabel hiciera los votos, Ignacio le había
sugerido la posibilidad de que entregara 200 escudos «para la obra de los
muchachos» en Barcelona. Asimismo, después de rechazar la hacienda de Isabel,
Ignacio le pidió que destinase esa misma cantidad a la Casa de Santa Marta, con
estas palabras: «Supósito que yo, ni la casa, ni la Compañía nuestra de vuestra
hacienda no ha de tomar cosa alguna, os diré lo que me parece al presente, y es
que, por las muchas necesidades que veis en Santa Marta, y que tanto se
edificarían de vuestra persona, diésedes hasta 200 escudos a esas pobres
convertidas» 577 .
Esa debió de ser la última ocasión que tuvo Ignacio de pedirle a Isabel una
aportación económica para alguna de las muchas obras caritativas o apostólicas
en cuya gestión participaba directamente la Compañía de Jesús. Porque, a partir
de entonces, las relaciones entre Ignacio e Isabel se fueron deteriorando hasta
acabar en un enconado enfrentamiento.

Isabel Roser se enfrenta a Ignacio


Por esos días llegaron a Roma dos sobrinos de Isabel Roser. Uno de ellos,
Francisco Ferrer, era hijo ilegítimo del hermano franciscano de esta y había
acudido a la llamada de su tía porque, al parecer, y según la tradición jesuítica,
quería presentarle a una mujer con la que podía ser conveniente que se casara 578 .
La cronología de los acontecimientos que se sucedieron es confusa. Sabemos
que los sobrinos de Isabel se indignaron al conocer que esta había realizado
donaciones de elevadas cantidades de dinero a la Compañía de Jesús y que ello
generó sendos procesos judiciales. Sin embargo, es probable que esa indignación
fuera consecuencia de una carta muy amarga enviada a Isabel por el padre
Poncio Cogordan —que había entrado en la Compañía de Jesús en París, en
1541, siendo ya sacerdote—, y que soliviantó también a sus compañeras de la
Casa de Santa Marta. En la carta, Cogordan recriminaba a Isabel su solicitud al
papa con el fin de que forzara a Ignacio a que la admitiera en la Compañía de
Jesús. Además, Cogordan daba a entender que el propio Ignacio había
supervisado y aprobado el contenido de su misiva 579 .
De ese malestar se hizo eco desde Valencia el propio Antonio de Araoz, que
percibió algo extraño en el hecho de que Isabel no respondiera a sus cartas: «De
mi carísima Isabel Roser, ¿que diré?, pues parece que o no me ama como solía, o
que ya no me conoce. Yo determinado estoy de amarle en el Señor aunque no me
ame, y de quererla aunque no me quiera, y de escribirle aunque no me responda.
Nuestro Señor la haga sentir y conocer la perfección y paz que mi alma a la suya
desea» 580 .
Por la misma época, Isabel había estado entregada a los cuidados de un
Ignacio enfermo y postrado en cama. Lo explicaría años más tarde Francisco
Palmio —que por entonces acababa de entrar en la Compañía de Jesús—, no sin
apostillar que Ignacio tuvo que escucharla pacientemente todos los días y
apaciguar sus quejas y sus escrúpulos 581 .
Aquellos hechos sirvieron de detonante para el estallido de una situación que
Ignacio ya consideraba insostenible, por no decir inaceptable para sus proyectos.
La prueba de que llevaba tiempo madurando la posibilidad de invalidar los votos
de las jesuitas, y romper así el vínculo de estas con la Compañía, es la entrevista
que mantuvo con el papa a principios de abril de 1546. Escogió la misma vía
reivindicativa elegida por Isabel Roser y, como en el caso de esta, acabó dando
sus frutos, ya que obtuvo la autorización verbal del pontífice para anular los
votos hechos por las tres mujeres jesuitas.
Por su parte, Isabel Roser, aún desconocedora de esta maniobra, un mes
después escribió a su amigo el obispo de Barcelona, Jaime Caçador,
comunicándole que regresaría pronto a la ciudad, como jesuita. El propio
Caçador se lo explicó a Ignacio en una carta que llegaría cuando los
acontecimientos ya se habían precipitado pendiente abajo: «Recibí hace poco la
carta de la señora Roser del mayo pasado, cómo había sido admitida en su
fraternidad, y que con licencia regresaría a esta ciudad, lo que muchos desean,
porque su presencia hará utilidad a muchas cosas, y tenemos necesidad de
supuestos parecidos» 582 . Poco podía imaginarse el gran amigo común de Isabel
e Ignacio que el enfrentamiento entre ambos ya estaba teniendo graves
consecuencias.
Durante el verano de 1546, Ignacio expuso el caso de las jesuitas al cardenal
Nicolás Ardinghelli, y este rogó al papa, que se hallaba en Orvieto, que lo
resolviera cuanto antes. Tanto el propio cardenal como el vicario manifestaron,
repitiendo los argumentos del propio Ignacio, que no convenía a la Compañía
«tener mujeres en obediencia» porque iba «contra su profesión», para
recomendar finalmente que los jesuitas dejaran por escrito que nunca más
aceptarían a mujeres en la congregación 583 .
Ignacio contaba de ese modo con el respaldo que necesitaba de las instancias
superiores de la Iglesia. Sin embargo, una discusión que se desencadenó en casa
de Leonor de Osorio, esposa del embajador imperial en Roma, el día de San
Jerónimo (30 de septiembre de 1546), entre Isabel e Ignacio y en presencia de
algunos jesuitas, como Pedro Codacio, y otras personas fue la gota que colmó el
vaso. Isabel mantuvo lo que había dicho en otro lugar: que había entregado a los
jesuitas una elevada suma de escudos. Mostró también su testamento, que había
sido rechazado por Ignacio, y se procedió a valorar los objetos donados por
Isabel a su llegada a Roma. La conclusión fue sorprendente: «[...] que mirando
todas datas y todos gastos, que ella [Isabel Roser] nos queda a deber [a la
Compañía de Jesús] más de ciento cinco ducados». La reacción de los presentes
no se hizo esperar, según la versión de Ignacio: Isabel dijo que si ya la habían
condenado, solo faltaba que la ahorcaran, y pidió a su compatriota Juan Bosch
que pagase en su nombre lo que decían los jesuitas que les debía; por su parte,
estos, rechazaron el dinero, mientras que Leonor de Osorio incitaba a Ignacio a
que «echase a todas estas mujeres» o se «apartase de ellas, para no las tener en
obediencia». En un momento dado, Isabel, desesperada, llegó a decir que no
daría los 200 ducados prometidos para Santa Marta si la Compañía la echaba de
su seno, a lo que Ignacio contestó tajantemente que «por el su dar o no dar, no
mudaría propósito en lo que le pareciese más a gloria divina». Al final, después
de tres horas de acalorada discusión, todos «se partieron» cada uno para su
casa 584 .
Al día siguiente sucedió lo irremediable. Cuando apenas habían transcurrido
tres meses desde que Isabel Roser, Francisca de Cruylles y Lucrecia Bradine
fueran aceptadas en la Compañía de Jesús, Ignacio entregó una carta a Jerónimo
Nadal por la que comunicaba a su hija espiritual que se liberaba de la
responsabilidad de tenerla bajo su obediencia. El prepósito de la Compañía de
Jesús prefirió poner fin a su larga relación de profunda amistad con Isabel a
través de una tercera persona que, además, no era precisamente muy afín a esta.
La carta decía así:
Es verdad que yo deseo a mayor gloria divina satisfacer a vuestros buenos deseos y tenerlos en
obediencia, como hasta ahora habéis estado en algún tiempo, poniendo la diligencia conveniente
para la mayor salud y perfección de vuestra alma; tamen, para ello no hallando en mí disposición ni
fuerzas cuales deseo, por las mis asiduas indisposiciones, y ocupaciones en cosas, por las cuales
tengo principal obligación a Dios Nuestro Señor y a la santidad de Nuestro Señor en su nombre;
asimismo, viendo, conforme a mi conciencia, que a esta [mínima] Compañía no conviene tener
especial cargo de Dueñas con voto de obediencia, etiam según que hará medio año que a Su
Santidad expliqué largo, me ha parecido, a mayor gloria divina, retirarme y apartarme de este
cuidado de teneros por hija espiritual en obediencia, mas por buena y piadosa madre, como en
muchos tiempos me habéis sido a mayor gloria de Dios Nuestro Señor. Y así por mayor servicio y
alabanza y gloria de la su eterna bondad, cuanto yo puedo (salva siempre toda autoridad superior) os
remito al prudentísimo juicio, ordenación y voluntad de la santidad de Nuestro Señor, para que
vuestra alma en todo sea quieta y consolada a mayor gloria divina. En Roma, 1 de octubre de
1546 585 .

Nadal leyó el escrito cuatro veces en presencia de Isabel y de numerosas


personas, pero se negó a entregarlo a su destinataria, a pesar de los numerosos
ruegos que ella le hizo. A continuación, Isabel envió a otra persona a que le
pidiera a Ignacio una copia del escrito porque necesitaba saber «cómo ha de
vivir», pero este volvió a negarse, y la remitió al vicario pontificio: «[...] y yo los
he remitido al vicario de Su Santidad, y que cuando yo daré firma de mi mano,
será conforme a mis superiores», según le explicó a Miguel de Torres 586 . Ignacio
también había pensado en cómo abordar la situación de Francisca de Cruylles y
Lucrecia Bradine, quienes, a su juicio, nada habían tenido que ver con el
enfrentamiento entre la Compañía e Isabel Roser: «Maestre Miona me dice que
Cruylles no hace sino llorar, y que ella no quiere otra cosa sino vivir y morir en
obediencia de esta Compañía. Con Lucrecia yo tengo concertado pacíficamente
de meterla en un monasterio, y así pienso a Cruylles de pacificar y consolar en
alguna manera». En las últimas palabras dedicadas a Isabel, en la misma carta
dirigida a Miguel de Torres, se hace evidente la radical e insalvable desafección
de Ignacio:
La otra señora [Isabel Roser], si no se baja, tendrá que hacer en llevar patente de mí cual ella
desea, es a saber, que nosotros no la repudiamos por sus faltas, mas porque nosotros no podemos
atender a tantas partes.
Creo que tanto escándalo era en Roma sobre esta mujer, parte por lo que ella hablaba, y mucho
más por los sus allegados, y tanto, que en la misma casa del embajador, donde tanto nos aman, había
una persona principal que decía públicamente a banderas desplegadas mal de nosotros, diciendo:
«¡Oh, Roma, que tal cosa sufre!», etc. De modo que todo esto ha sido muy necesario a nuestro
parecer, porque la verdad tenga su lugar; y así, por gracia de Dios Nuestro Señor, hasta ahora no
sentimos ninguno de los que nos conocían desedificados de nosotros; antes ha parecido que
divinamente hemos procedido y procedemos en esta materia.
La Roser salió de Santa Marta enferma, y fue a casa de mosén Joan Bosch, pensando partirse
desde allí para Barcelona con mi licencia, y ahora está allá sana, y así, después de su salud, se han
hecho las fiestas que se han dicho 587 .

El 3 de noviembre de 1546, Isabel Roser y Francisca de Cruylles recibieron la


carta pontificia en la que les eran cambiados sus votos solemnes por los de
obediencia al obispo diocesano, aunque ello no suponía que la Compañía de
Jesús rompiera totalmente los vínculos con ellas, puesto que podrían
beneficiarse, de por vida, de los «bienes espirituales» de aquella 588 . Al menos
eso fue lo que se decidió momentáneamente.
Pero Isabel Roser, después de abandonar la Casa de Santa Marta y
contrariamente a lo que preveía Ignacio, permaneció en el domicilio romano de
Juan Bosch durante más de cuatro meses. Allí fue donde decidió dar la última
batalla contra Ignacio y la Compañía de Jesús, y llevar el caso ante la
jurisdicción eclesiástica. Aunque todo fue inútil y las cosas se complicaron aún
más.
Isabel Roser se vio obligada a declarar ante notario que «nunca he dado
dinero ni ropa a los padres de la Compañía de Jesús de Roma por subordinación
a ellos, ni importunación ni inducción; y si algo he dado, lo he dado por amor de
Dios, y de mi libre voluntad; y que la infamia, que la gente dijo o podrá decir
que yo he hecho o dicho contra ellos, no es cierta. Y por la verdad, hago esta,
infrascripta de mi mano» 589 . Ese mismo día, 12 de febrero de 1547, también
contestó a las preguntas del juez, y declaró que su llegada a Roma había sido
debida a la devoción que tenía hacia Ignacio, y que este no la había llamado; y
que Ignacio le había dicho que no legase sus bienes ni nada a la Compañía.
A lo largo del proceso testificaron los jesuitas que más cerca estuvieron de
Isabel en Roma. Pero, ahora, los mismos que habían elogiado su bondad y
generosidad fueron los encargados de fiscalizar los gastos que supuestamente
había ocasionado a la Compañía. Por ejemplo, Pedro Codacio sería el encargado
de presentar el coste de los alimentos y de otros servicios de los que se habían
beneficiado Isabel Roser, Francisca de Cruylles e Isabel de Josa. Por su parte,
Esteban de Eguía también testificó acerca de la manutención de Isabel: «Yo creo,
y tengo por cierto que los gastos, que han sido realizados por la señora Isabel de
la Compañía, ascienden a lo que se contiene en la cédula e incluso a mucho más,
porque en aquel tiempo la ropa y los víveres eran muy caros, y nosotros le
dábamos siempre buena vida» 590 .
En ese contexto de enfrentamiento, el sobrino de Isabel Roser, Francisco
Ferrer —que era doctor en derecho civil y derecho canónico—, en una discusión
que mantuvo el 27 de marzo de 1547 en Roma, en casa de Giovanni Battista
Bizoni, lugarteniente del vicario del papa, acusó a Ignacio de haber querido
robar la ropa de su tía para luego añadir que era «un hipócrita, y así es ahora bien
conocido por la mayor parte de la gente» 591 . En la época, el término
«hipocresía» era utilizado en un sentido religioso y denotaba el fingimiento
vicioso de la piedad católica 592 , por lo que cabe preguntarse si Francisco Ferrer
estaba acusando a Ignacio de fingir que profesaba la fe católica. Lo cierto es que
aquellas palabras, viniendo de alguien que mantenía una relación tan estrecha
con Isabel Roser, que era una de las personas que mejor conocían a Ignacio
desde sus oscuros inicios en Manresa y Barcelona, no cayeron en saco roto y
tuvieron una respuesta inmediata. Sobre todo, teniendo en cuenta los momentos
tan sumamente críticos por los que atravesaba la fama de Ignacio y de la
Compañía de Jesús, que se veían atacados por varios flancos.
Por todo ello, la reacción de Ignacio no se hizo esperar, y denunció a
Francisco Ferrer por injurias. La sentencia —dictada el 2 de junio— obligó al
sobrino de Isabel Roser a no decir palabras ofensivas contra el prepósito de la
Compañía de Jesús, a admitir que había mentido y a solicitarle de rodillas el
perdón 593 .
La prueba de hasta qué punto preocupó a Ignacio aquella acusación está en
que, un mes antes de conocerse la sentencia, escribió a Barcelona procurando
dejar bien claro, entre otros hechos de los acaecidos, que Francisco Ferrer era un
mentiroso: «Porque vuestra merced vea y pondere cuánto crédito se debe dar a
los que así hablan fácilmente, diré una miseria o cosa tan baja acaecida sobre
esta demanda. Un día el doctor Ferrer, sobrino de la señora Roser, diciendo
mucho mal de mí y de la casa nuestra delante del mismo juez y de mosén
Gasparo [de Doctis] y de don Silvestro [Landino], el nuestro, el cual don
Silvestro respondiéndole que se acordase de lo que había dicho, que le sería bien
demandado, el cual Ferrer después de muchos coloquios, con el temor que tuvo
se desdijo y confesó dos veces, delante de los mismos, que él había mentido en
lo que había dicho». Ignacio pretendía con ello, claramente, contrarrestar lo que
en Barcelona pudiera haberse sabido acerca de ese episodio por vía de Isabel
Roser o de sus sobrinos, pero advirtiendo al mismo tiempo al destinatario de la
carta, Miguel de Torres, que no hablase del caso con nadie excepto en dos
supuestos: si «alguno estuviese escandalizado de nosotros [los jesuitas]» y «en
defensión de la verdad» 594 .
Después de conseguir la declaración de Isabel Roser que exculpaba a los
jesuitas de cualquier deuda para con ella, Ignacio quiso poner fin de una vez por
todas a la rama femenina de la Compañía y cercenar cualquier posibilidad de
resurgimiento o similares aspiraciones por parte de otras mujeres. Para ello
solicitó al papa Pablo III que liberara a su congregación de la carga de almas de
mujeres que estuvieran bajo cualquier forma de comunidad en una misma casa y
quisieran ponerse bajo la obediencia de los jesuitas 595 .

El regreso definitivo de Isabel Roser a Barcelona

Antes de partir de Roma con destino a Barcelona, Isabel se había confesado


con Ignacio en la iglesia de Santa Maria della Strada, y le había manifestado su
voluntad de ingresar de manera inmediata en un monasterio. Probablemente
Ignacio, en aquel encuentro, ya no percibió en ella una actitud lo suficientemente
receptiva hacia los asuntos de la Compañía, y así lo manifestó. De cualquier
modo, fue la última vez que ambos estuvieron frente a frente.
Al llegar a Barcelona, Isabel Roser todavía tardó un tiempo en llevar a cabo
el deseo expresado a Ignacio, porque antes pasó una larga temporada en la Casa
de Huérfanos, que ella había contribuido a revitalizar antes de su partida para
establecerse en Roma.
El momento del regreso de Isabel a Barcelona lo narró el propio Ignacio de
modo lacónico, pero resumió a la perfección lo que realmente pensaba acerca de
la presencia de mujeres en la Compañía de Jesús, y su convencimiento de que la
decisión tomada había sido inequívocamente acertada: «La señora Roser va allá;
cómo va, Dios Nuestro Señor lo sabe; que yo quisiera y deseaba de otra manera;
mas contra este mi querer y desear me era la razón muy contraria, considerando
el mayor bien universal y ordenando a mayor gloria divina» 596 .
Es admirable el modo en que Isabel afrontó aquellos acontecimientos tan
dolorosos, como se deduce de la carta que envió a Ignacio pasados unos meses
tras su llegada a Barcelona. Isabel Roser escribió:
Muy Reverendo y virtuosísimo Padre:
El amor y caridad de Jesús Cristo nuestro Señor sea en nuestras almas.
Considerando la grande miseria y poquedad mías y imperfecciones, no me osaba atrever de
escribir a Vuestra Paternidad; y siendo yo tan deudora por los tantos beneficios espirituales recibidos
de V. P. y de todos los otros de su casa, y de los tantos trabajos, penas y fatigas, que por mí han
sentidas y pasadas, los suplico por reverencia de la Pasión de Jesús Cristo nuestro Señor, y por su
preciosa sangre me perdonéis, y así en esta humildemente os pido perdón, confesando mi
imperfección y miseria, no sabiéndome aprovechar de la virtud de la humildad y paciencia, antes
confieso mi poca mortificación, y con ella considerando muchas cosas, venía cerca de perder el
seso; mas la misericordia y bondad de Dios mi Señor es tanta, que no ha mirado mis pecados y
flaquezas, antes como Padre amantísimo me ha guardada y traída en esta ciudad para ser huésped de
los huerfanitos, que los que hoy tenemos en casa son veintinueve, sin los que han puesto con amos,
y por no tener lo necesario de la bula y gracias, no hay quien mire por ellos, sino mosén Casselles.
Nuestro Señor les dé personas que se acuerden de ellos, que en verdad tienen mucha necesidad.
Lo Señor nuestro los cumple de su gratia, y aunque yo no merezco que Vuestra Paternidad se
acuerde de mí en sus sacrificios y oraciones, la su caridad se extenderá en ello, y así lo suplico, y lo
mismo pido a los suyos, que, aun tan miserable y pecadora como soy, no me olvido de rogar a Dios
siempre que lo veo en manos del sacerdote por V. P. y por los de su casa, que no menos amor y
afición les tengo que en otro tiempo. Dios nuestro Señor me es testigo de ello: y quedo besando las
manos de V. P., y rogando la Majestad divina que nos deje vivir y morir en su santo amor y servicio.
De Barcelona a 10 de diciembre, 1547.
De V. P. indigna e inútil servidora,
La viuda Isabel Roser 597

Si bien Isabel Roser se autoinculpaba de los conflictos que se generaron en


Roma y pedía perdón, ello no le impidió escribir a Ignacio para solicitar que
consiguiera la autorización papal necesaria para oficializar la Casa de Huérfanos
de Barcelona como institución caritativa, dotándola, por tanto, de las bulas y
gracias necesarias. Asimismo, la vinculación de los jesuitas de Barcelona con la
Casa de Huérfanos y con Isabel Roser demuestra que la fama de esta no se había
visto afectada entre los miembros de esa comunidad de jesuitas, a pesar de los
efectos que debieron causar aquellas noticias. El propio Antonio de Araoz se
expresó escandalizado: «Bendito sea nuestro Señor por lo que de la señora Roser
se escribe...» 598 . Pero lo cierto es que el comportamiento de los jesuitas
barceloneses se ceñía a la lógica de la Compañía de no entrar en conflictos que
pusieran en riesgo su propio prestigio en las ciudades donde tenían casa o
colegio. Sea como fuere, la carta de Isabel surtió efecto, porque Ignacio solicitó
al papa las bulas necesarias para la Casa de Huérfanos de Barcelona, aunque
tardarían tiempo en llegar 599 .
Finalmente, Isabel decidió iniciar una nueva vida religiosa en comunidad,
dentro los parámetros permitidos a una mujer viuda como ella y acordes con su
estatus económico y social. A principios de enero de 1549 entró en el convento
de Santa María de Jerusalén, en Barcelona. Antes de que la propia Isabel se lo
comunicara a Ignacio, la noticia le había llegado a este por vía de Antonio de
Araoz, que en aquel momento se hallaba en Barcelona: «Isabel Roser entró
monja en Jerusalén, que es un monasterio observante de franciscas: dice que se
halla consolada, hizo distribución de su hacienda, y quitó de cuidado a los que
escrupulaban si tomarían de ella, en caso que quisiere dar para la compra de la
casa, porque no ha tenido tal devoción, antes me han dicho que decía no daría
nada, porque no lo debía a la Compañía. Dele Jesucristo nuestro Señor su santo
conocimiento, pues no puede negar no deba mucho a Dios nuestro criador y
señor» 600 .
La visión materialista de Araoz, cuando se refiere a la renuncia de Isabel a
entregar dinero a la Compañía para la compra de una casa para los jesuitas en
Barcelona, contrasta con el contenido de la carta de su antigua y devota amiga,
muy transparente a la hora de explicar cómo iba a llevar a cabo el reparto
definitivo de sus bienes y deseosa de pasar página de todo lo sucedido. No en
vano, Isabel dedicó buena parte de su carta a mostrar su voluntad de
reconciliación con Ignacio, pidiéndole indirectamente que le escribiera. Aunque
no tenemos noticia de que esa respuesta llegara. La carta de Isabel, la penúltima
conocida que envió a Ignacio, decía así:
El dulcísimo Jesús Señor nuestro sea siempre loado, servido y amado. Amén.
Muy reverendo señor:
Habiendo recibido tantos beneficios y mercedes de Vuestra Paternidad, y estando convencida de
que se alegrará de mi asiento, con esta le aviso de que, como por agrado de nuestro Señor, estando
los niños huérfanos asentados y teniendo administradores que miren por ellos, y no haciéndoles yo
falta en estar con ellos, determiné, con la ayuda de Dios, darles mil libras en renta, para que tengan
cincuenta cada año, y lo restante que tenía partirlo entre el hospital, al que he hecho heredero, y los
cautivos cristianos, además de ayudar a parientes pobres de mosén Roser y de otros pobres
vergonzantes por abjutorio de colocar sus hijas cierta renta; y a Ana [Francisca] Cruylles de su vida
para que no pase necesidad y sirva a los enfermos del hospital, y yo por gracia de mi señor
Jesucristo no he deseado ni puesto pie en la casa nativa sino que he pensado en retirarme en una
religión como dije a Vuestra Paternidad, un sábado después de haberme confesado en la capilla de
Nuestra Señora della Strada, si bien he alargado el tiempo que dije, pero la atención no, y la divina
Majestad por su acostumbrada clemencia me ha hecho entrar en este monasterio de Jerusalén no
siendo yo merecedora. La reverenda abadesa es sor Isabel Durall y besa las manos de Vuestra
Paternidad, y le es muy afectada: entré y tomé el hábito en el día de Nuestra Señora de Esperanza
hace un año: somos cincuenta y dos monjas con tanto amor y caridad que es de dar gracias a nuestro
señor Dios. He tomado el velo negro en el día de los tres Reyes. Ya hice invitar a mosén Queralt y a
los otros que están aquí de la Compañía: no sé si le han escrito; y porque de Gandía me escribieron
recomendándome que me dirigiese a quien esta carta lleva, y por ser persona de confianza, me ha
parecido pediros licencia para escribir a Vuestra Paternidad suplicándolo por las llagas de Jesucristo
Señor nuestro, que en sus sacrificios y oraciones no se olvide de mí, y lo mismo mande a los de la
Compañía, que él certifica y es así verdad, que cada día oyendo misa, teniendo el presbítero el Señor
nuestro en las manos, le suplico y rezo por V. P. y por toda su Compañía. Aunque soy tan pecadora e
indigna, espero en su acostumbrada misericordia me hará merced de oírme, y así le plazca. Por no
merecer respuesta no oso atreverme a pedirla, porque sería gran consolación para mí.
Al maestro Miona y a todos los de la Compañía os pido deis mis saludos, y perdonadme la
prolijidad, que nunca se puede olvidar la voluntad. Y nuestro señor Dios nos dé gracia para que en
esta vida lo sirvamos y en la otra gocemos contemplando su Majestad; y queda besándole las manos.
De Jerusalén, a 5 de febrero de 1550.
De V. P. afectada y devota,
Sor Isabel Roser 601

La fundación del convento de Santa María de Jerusalén en Barcelona,


escogido para su retiro por Isabel, se remontaba a mediados del siglo XV, cuando
una mujer llamada Rafaela Pagès, después de peregrinar a Tierra Santa, concibió
la idea de fundar un monasterio de terciarias franciscanas. Con ese propósito, en
1453 viajó a Roma y obtuvo del papa la bula fundacional, y de regreso halló la
complicidad en Pisa de otra beata terciaria de la Orden de San Francisco, que la
acompañó a Barcelona. Ambas recibieron el permiso del obispo y de los
canónigos agustinos de la colegiata de Santa Ana para levantar su monasterio
sobre las ruinas de otro abandonado hacía años por las monjas dominicas de
Monte-Sión. Vestidas con el hábito de franciscanas, las dos mujeres empezaron a
pedir limosna para recabar fondos, y en 1462 ya ocupaban el nuevo recinto, a
pesar de que las obras aún no habían concluido. Su rigurosa observancia de la
vida monástica atrajo pronto a otras mujeres que buscaban la perfección
religiosa, y se vio reconocida con el apoyo de las instituciones de la ciudad y la
protección de la reina Juana Enríquez, a cuya muerte recogería el testigo su hijo
Fernando el Católico. Este, que inicialmente había dotado al monasterio con
4.000 sueldos en moneda barcelonesa, añadió a esa cantidad otros 2.000 sueldos
en 1495 con la intención de ampliarlo y que ostentase el título de «real». Su hija
Juana y su nieto Carlos siguieron esa misma estela, que fue cumplimentada por
infinidad de gracias e indulgencias de papas y obispos a lo largo de los siglos 602 .
En el momento en que Isabel Roser ingresó en el monasterio, era abadesa
Isabel Durall (o Dussai), que pertenecía a una familia de la nobleza. Esta solía
reunir en una capilla a unas once religiosas, escogidas entre lo más granado de la
oligarquía catalana y que incluía a Isabel Roser 603 . Sin embargo,
paradójicamente, el propio Felipe II fue testigo de la «pobreza y gran necesidad»
en que se encontraba el monasterio cuando visitó a las monjas a su paso por la
ciudad a mediados del siglo XVI, lo que dio pie a la abadesa a solicitar que se
hicieran donaciones anuales de trigo para cubrir la subsistencia de las sesenta
religiosas y poder crear «una enfermería para las enfermas, que son muchas a
causa de ser la casa muy malsana» 604 .
Pocos meses antes de morir, Isabel Roser envió una última carta a Ignacio, al
que seguía considerando su guía espiritual. Sus palabras denotan una profunda
emoción y parecen escritas a modo de despedida, probablemente debido a que
era consciente de las graves consecuencias de la enfermedad que padecía. Pero
también demuestran hasta qué punto Isabel había asumido como propios algunos
de los principios sobre los que Ignacio, originariamente, había basado su forma
de vivir la religión —como la ruptura con la familia y el rechazo de los bienes
materiales—, y cómo había asimilado el papel de difusora de la labor de la
Compañía de Jesús en las Indias o el de transmisora de novedosas prácticas
religiosas que Ignacio recomendaba ya a las mujeres de Alcalá, como el hecho
de comulgar cada domingo. En su carta, Isabel decía así:
Jhs. María
El divinal amor de Cristo nuestro señor nos dé su gracia, porque con puro corazón lo sirvamos.
Amantísimo Padre:
Los tantos beneficio[s] y mercedes recibidos de vos y de la Compañía, y mi ingratitud y
desconocimiento, no sé cómo oso atrever de escribirle el perdón; mas siendo tan cierta de la caridad
y benignidad suya, y por reverencia de las llagas y sangre preciosa de Jesucristo nuestro Dios y
señor, por quien le pido el perdón, no me será negado; y con esta fe vivo, y conozco que no se es
olvidado en sus sacrificios de mí, por las mercedes que su divinal majestad me hace, siendo tan
grande pecadora y digna del infierno; tener por gracia suya tan aborrecido este mundo y olvidados
parientes y propiedades, que nunca pensé poner pie en ellas, sino estar con los huerfanitos y tener la
casa cerca [de] este monasterio por apartarme de conversaciones sino con estas madres.
La reverenda abadesa y vicaria tan llenas de caridad, que siempre me rogaba me entrase con
ellas, y así, con la gracia [de] Dios nuestro señor, lo determiné, pues [parecía una] necesidad. A los
huérfanos diles una caridad, y una mañana de Nuestra Señora de la Esperanza, tres horas antes del
día, acompañada de los niños entré en esta religión santa: que no lo supo hermano ni pariente, ni sus
lágrimas me movieren a compasión; y esto no lo merecieron mis pecados ni flaquezas: solo la
misericordia de mi Dios y señor por intercesión de los sacrificios y oraciones de vuestra paternidad.
Así le suplico no lo deje de hacer hasta el fin de mis días, y me dé gracia de vivir y morir en su santo
amor como verdadera religiosa: y sea cierto que así, indigna y mísera como soy, lo hago yo muchas
veces al día por vuestra reverencia y por toda la Compañía; y mi señor Jesucristo me ha dado la
reverenda madre abadesa tan devota y afectada a vuestra paternidad y a la Compañía, que lo tengo a
gran consolación mía; y como vemos cartas de lo que el Señor obra en las Indias por los de la
Compañía, las hace leer en el refectorio, y manda a todas que rueguen a Dios nuestro señor por toda
la Compañía. Y diciéndole como recibía el santo sacramento todos los domingos, y lo [que] vuestra
paternidad lo alababa, me dijo: aunque la nuestra regla no lo manda, por vuestra consolación y mía
hagámoslo las que por devoción lo querrán hacer: y así comenzamos su reverencia y cinco o seis, y
ahora por la gracia de nuestro Señor somos dieciséis hasta veinte. Loores a Dios. La reverenda
madre pienso que le escribe, remítome a su carta. Solo por caridad mande escribirme una letra de lo
que tengo de hacer por muy bien servir a mi señor Jesucristo.
Estoy muy fatigada del pecho y todo el cuerpo lleno de dolores, que no puedo caminar sino de la
silla al coro y, por necesidad, muy tarde al parlador y con quien me ayuda a bajar. Gracias sean
dadas a su divina majestad de la merced [que] me hace de castigar el cuerpo, pues fue causa que el
alma desirviese a su creador y redentor. Sea siempre alabado y servido para siempre.
Perdóneme vuestra paternidad mi prolijidad, que es esto de gran descanso mío darle cuenta de lo
pasado, y certificándole que muy a menudo mi espíritu habla con el suyo. Pluguiese a la divina
bondad que así lo hiciese el suyo, que bien iría mi alma. Ceso, sin cesar, pidiéndole la firma de su
mano, por más quietud de mi conciencia. Al padre maestre Laínez y Salmerón y Miona mande dar
mis encomiendas, y [a] todos los otros; y a vuestra paternidad beso las manos y pido su bendición.
Ceso rogando [a] nuestro señor Jesucristo que cumplamos en esta vida su santa voluntad, y en la
eterna en la gloria nos veamos, adonde para siempre alabemos su divinal majestad.
Del monasterio de Jerusalén a 20 de abril, 1554. De vuestra paternidad muy afectada e indigna
sirvienta,
Sor Isabel Roser 605

Isabel Roser falleció el 8 de agosto de 1554, es decir, antes de las diversas


fechas que algunos historiadores jesuitas calcularon como más probables 606 . Se
desconoce el momento en que Ignacio tuvo noticia de su muerte, pero apenas
dedicó a la memoria de Isabel unas escuetas palabras cuando, seis meses
después, escribió a Antonio de Araoz: «De la madre Rosel también habíamos
sabido y hecho de nuestra parte el oficio de la caridad. Requiescat in pace» 607 .
Tan breve mención contrasta radicalmente tanto con los sentimientos que su
antigua hija espiritual y benefactora le había transmitido en sus últimos meses de
vida, como con las muestras de infinito agradecimiento del propio Ignacio dos
décadas atrás, cuando le dijo: «[...] os debo más que a cuantas personas en esta
vida conozco» 608 . Porque para entonces, Isabel Roser ocupaba ya un recóndito
lugar en la mente del fundador de la Compañía de Jesús.

UNA MUJER SABIA A LAS PUERTAS DE LA COMPAÑÍA: ISABEL DE JOSA


Isabel de Josa nació en 1490 en Lérida y su nombre de soltera, Isabel Juana
Orrit y Pagès, remite a una de las familias leridanas que tuvieron una
participación importante en el gobierno de la Generalitat de Cataluña 609 .
Isabel era hija de Miquela Pagès y Vicente Orrit, quien en 1501 fue escogido
para formar parte del grupo de ocho doctores en derecho que integraban el
Consejo Real. Por los diversos cargos que desempeñó en la Administración real,
mantuvo una estrecha relación con Pedro Folc de Cardona y con el funcionario
real y erasmista Miguel Mai, muy cercano al círculo familiar y de amistades de
Isabel Roser e Inés Pasqual. Cuando falleció Vicente Orrit, en 1525,
desempeñaba los cargos de doctor de la Rota y del Consejo de Aragón y de
abogado fiscal 610 .
Isabel de Josa, aunque, sorprendentemente, apenas se ha dedicado atención a
su biografía, fue considerada una de las mujeres más cultas de la sociedad
barcelonesa de su época, hablaba latín con fluidez y tenía conocimientos de
hebreo y griego, así como de filosofía y teología. Se desconoce dónde adquirió
su elevada cultura, aunque en la época existía la posibilidad de que una joven
perteneciente a una familia bien situada en la escala social pudiera contar con un
preceptor privado, asistir a un convento femenino o a la casa de una maestra que
enseñaba a un grupo de niñas. Este fue el caso de Juana de Aragón, hija ilegítima
de Fernando el Católico, que estudió junto a otras siete u ocho niñas en casa de
la maestra Estefanía de Carrós y de Mur 611 .
Isabel contrajo matrimonio con Guillem Ramon de Josa y de Cardona en
1509, por lo que emparentó con uno de los linajes que más poder ostentó a lo
largo del siglo XVI en Cataluña y algunos de cuyos miembros mantuvieron
cercanos contactos con Ignacio. De este enlace nacieron dos hijas y un hijo:
Maciana, en 1510; Guillem Ramon, en 1515, y Anna, en 1517, cuyo nacimiento
será posterior a la muerte de su padre, que se producirá ese mismo año. Así pues,
Isabel de Josa se quedó viuda con tan solo 26 años y tres hijos a los que cuidar,
pero también tuvo tiempo para ejercer de maestra de niñas, administrar los
bienes y posesiones propios y los pertenecientes por herencia a sus hijos tras la
muerte de los abuelos paterno y materno, o ejercer como señora jurisdiccional en
diversos actos antes de que su hijo adquiriese la mayoría de edad 612 .
El lugar preeminente que ocupaba la familia Josa en la sociedad de la época
permitió que, como mínimo, una hija y el hijo de la viuda Isabel pudieran
contraer matrimonio de modo muy satisfactorio. Así, Maciana se casó con Luis
de Senesterra (o Sinisterra) y de Santa Eugenia, señor de la baronía de Ullestrell,
Monells y Ciurana. Mientras que su hermano, Guillem Ramon, se casó con
Elena de Cardona, hija de Luisa de Blanes y de Sentmenat y Juan de Cardona,
quien después de enviudar fue obispo de Barcelona (1531-1536) y tuvo como
vicario general al erasmista Vicente Navarra. De la hija menor, Ana, se
desconoce si contrajo matrimonio 613 .
Isabel de Josa no fue testigo del destino trágico que esperaba primero a su
nuera y luego a su hijo, porque para entonces ya había fallecido, sin embargo,
probablemente estuvo al corriente de su convulsa vida. Y es que el historial
delictivo de Guillem de Josa venía de lejos, y ejemplifica claramente la difícil
tarea de la justicia de la época a la hora de atajar los delitos que provenían de
personas muy bien situadas en la escala social.
En noviembre de 1548, Guillem de Josa asesinó a Miguel de Senesterra, al
presbítero Jaime Sunyer y a su propia esposa, Elena de Cardona. El triple
asesinato se produjo en la casa que había pertenecido al obispo de Barcelona y
padre de Elena, Juan de Cardona, que estaba situada en la calle Ancha. Por esos
crímenes, el marqués de Aguilar de Campoo, virrey de Cataluña, separó de paz y
tregua a Guillem y a su criado cómplice, llamado Pau o Paulet, y ordenó su
detención y que nadie en ningún lugar les ofreciera «favor y ayuda». Pero todo
fue en vano.
Cuatro años después, en 1553, el príncipe Felipe reiteraba la orden para la
captura de Guillem de Josa, acusándolo esta vez de un crimen de lesa majestad
por haber dado socorro, favor y ayuda al rey francés, «pasando muchos caballos
a Francia y entrando y saliendo en aquel reino diversas veces y dándole avisos
de lo que en las tierras de su majestad se hacía». La eliminación del contrabando
de caballos y el bandolerismo, fueron dos de los objetivos prioritarios del
príncipe en aquellos años, y con ese propósito nombró virrey de Aragón a Diego
Hurtado de Mendoza, que tomó posesión de este cargo el 22 de mayo de 1554,
aunque sus actuaciones generaron conflictos, como el que se produjo por la
ejecución del contrabandista de caballos Insausti. El asesinato por Guillem del
alguacil Gerónimo Malars en 1555 generó, asimismo, una nueva orden de busca
y captura, esta vez con el añadido de una recompensa de 1.000 ducados de oro
para quien lo hiciera preso y lo entregara vivo, y de 600 ducados de oro si era
entregado muerto 614 .
Quizá por ello al verdugo de Guillem de Josa no le tembló el pulso, ni lo
detuvo la afluencia de gente, aquella tarde del 11 de junio de 1568, cuando este
fue asesinado de un tiro de pedreñal que recibió en la cabeza mientras paseaba a
caballo por la plaza de Santa Ana de Barcelona en compañía de su sobrino
Guillem de Senesterra, gobernador del Rosselló, y otras personas. Guillem de
Josa se hallaba de paso por la ciudad, donde había llegado para embarcarse en
las galeras camino de Nápoles, y fue sorprendido por un hermano del alguacil
real Gerónimo Malars 615 .
Dos hijas de Guillem de Josa habían entrado en 1562 como beatas en la casa
o monasterio de Santa Isabel en la calle del Pie de la Cruz, que su abuela Isabel
de Josa había fundado y donde se acogía a las mujeres que se arrepentían de sus
pecados en Jueves Santo 616 . Corrió peor suerte otro nieto de Isabel e hijo de
Macana, llamado Guillem, a quien en 1550 le abrieron un pleito por haber
insultado a un eclesiástico y en 1577 fue excomulgado por el obispo de Elna,
Pedro Mártir de Coma 617 .
Isabel de Josa fue elogiada por fray Benito Jerónimo Feijoo, figura clave de
la Ilustración española, en una breve nota biográfica. Feijoo la calificó de
«doctísima» y subrayó que había predicado en la catedral de Barcelona «con
pasmo de innumerable concurso que la escuchó», no sin dejar de considerar la
excepcionalidad de esa circunstancia tratándose de una mujer: «Supongo que el
prelado que se lo permitió hizo juicio de que la regla del Apóstol [san Pablo],
que en la primera epístola a los Corintios prohíbe a las mujeres hablar en la
iglesia, admite algunas excepciones; como las admite la prohibición de que
enseñen la primera epístola a Timoteo; pues de hecho Priscila, compañera del
mismo Apóstol, enseñó e instruyó a Apolo Póntico en la doctrina
evangélica...» 618 . También se sabe que Isabel de Josa escribió Tristis Isabella,
obra incluida entre los manuscritos del Escorial (citada, asimismo, bajo el título
Fidei orthodoxae antidotum) pero que, en la actualidad, se halla perdida 619 .
También Estefanía de Requesens, que estuvo en el círculo femenino
ignaciano en Barcelona, se refirió a Isabel de Josa, teniéndola por su amiga, en
una carta dirigida a su madre Hipólita Rois de Liori desde Madrid, en noviembre
de 1534. En esa carta decía que Isabel acababa de regresar desde la corte a
Lérida porque no la habían escogido para el cargo de maestra de la infanta María
—una de las hijas del emperador Carlos V—, y que iba a entrar en un
monasterio para cumplir su voto, «no sé de qué orden», concluía, aunque se
trataba del monasterio de Santa Isabel, también conocido como Santa Clara de
Lérida, de monjas franciscanas 620 . No cabe duda de que aquel episodio debió
consternar a la candidata Isabel de Josa, sin embargo, es una muestra más de su
valía intelectual, ya que muy pocas mujeres de la época habrían podido aspirar a
ocupar tal cargo. Finalmente se le encomendaría aquella misión a Guiomar de
Melo.
Dos años después, Isabel se encontraba en Barcelona, donde lideró la
refundación y reforma de los estatutos de la Archicofradía de la Purísima Sangre
de Jesucristo, que había sido creada en la ciudad a principios del siglo XV. Esta
institución caritativa estuvo posteriormente dedicada al acompañamiento
espiritual de los condenados a muerte por la justicia. Isabel, con autorización del
obispo Juan de Cardona y el apoyo de Enrique de Centelles, caballero de la
Orden de Santiago; el valenciano Gaspar Garro, y Benito Montagut, ciutadà de
Barcelona, instituyeron en 1536 las ordenaciones y capítulos de la archicofradía.
Para entonces, Isabel de Josa residía en una casa de la calle del Pie de la Cruz (o
Peu de la Creu, en lengua catalana), donde, junto con otra beata, acogían a niños
huérfanos y probablemente también a mujeres «arrepentidas». Y fue
precisamente allí donde empezó a reunirse la refundada Archicofradía de la
Purísima Sangre 621 . En 1542, por donación de otro de los miembros del linaje de
los Cardona, Pedro Folc, en ese momento virrey de Cataluña, la archicofradía
obtuvo una casa situada en la plaza del Pino, que se convirtió en palacio de la
congregación. Isabel se ejercitó a menudo como predicadora en la llamada
capilla del Capítulo de la iglesia de Santa María del Pino, y a partir de 1547 fue
establecida allí canónicamente la Archicofradía de la Sangre.
Es importante tener en cuenta el papel que desempeñó Isabel de Josa en esa
institución caritativa en los años previos a su partida hacia Roma, porque
demuestra que tanto ella como Isabel Roser llevaban consigo un bagaje en el
ámbito asistencial que se ajustaba perfectamente al proyecto ignaciano de la
Casa de Santa Marta, donde el prepósito de la Compañía de Jesús las destinó, así
como el de otras instituciones caritativas que paralelamente iniciaron su
actividad en la ciudad.
Por otra parte, Isabel de Josa estaba ya combinando en Barcelona su doble
condición de viuda y terciaria franciscana, pero sin someterse a la clausura
propia de los conventos y siendo consideraba «abadesa» —título que se le
atribuía entonces— en las casas del Pie de la Cruz, donde acogía a los niños
huérfanos junto con otra mujer. Esa privilegiada situación, dotada de gran
autonomía, aunque no era inédita, debió servirle de modelo durante su
experiencia en Roma, razón por la cual quizá no se decidió a dar el paso que sí
dieron sus otras dos compañeras de viaje, Isabel Roser y Francisca de Cruylles, a
la hora de optar por someterse a la obediencia de la Compañía de Jesús.
Ignacio había conocido a Isabel de Josa durante su estancia en Barcelona, y
según Juan Pasqual —el hijo de Inés Puyol—, fue la persona que más lo visitó
mientras se hospedaba en casa de su madre, e incluso lo cuidó estando muy
enfermo: «Isabel de Josa [dijo] que con cuchara de plata no podían abrirle los
dientes [a Ignacio] para echarle alguna sustancia», escribiría posteriormente
Araoz 622 . En esa relación, Ignacio debió sentirse abrumado por la formación
cultural de Isabel, y no es extraño, por tanto, que buscara también su compañía.
Habló de ella con toda familiaridad en una carta que le envió a Inés Puyol en
junio de 1534, incluyéndola en el grupo de mujeres barcelonesas que estaban
ayudándole económicamente mientras estudiaba en París, y entre las que se
encontraba también Aldonza de Cardona, emparentada con la nobleza castellana
por parte de padre y de madre, y casada con su primo hermano Luis de
Beaumont, conde de Lerín, condestable y canciller de Navarra.
El propio Antonio de Araoz, en su corta estancia en Barcelona, en octubre de
1539, se reunió con los seguidores y seguidoras ignacianos, entre los que
también se hallaba Isabel de Josa, para informarles de que las acusaciones de
herejía vertidas contra Ignacio habían sido desestimadas por los jueces
competentes en Roma y que el mismo papa así lo había confirmado. Araoz
escribió a Ignacio explicándole la alegría que la noticia había causado entre los
presentes. Sin embargo, el jesuita puso especial interés en que conociese con
todo detalle cómo había sido su encuentro con Isabel de Josa, e hizo alusión a su
inteligencia y saberes, algo de lo que con toda probabilidad ya había sido
previamente informado por Ignacio:
Con doña Isabel de Josa me consolé mucho, la cual, ut moris habet [«como tiene por
costumbre»], con su solita benignidad me narró su vocación y vida desde niña, y en presencia de
algunos que se hallaron presentes, de vuestra merced publicó grande estima y valor y grande
consolación en nuestro Señor Jesucristo de todo lo sucedido, y platicamos muchas cosas de cómo
Sathan in angelum lucis transfiguratur [«Satanás se disfraza como ángel de luz»], a cuya causa ella
dijo no ser dada a revelaciones, immo incrédula [«más bien incrédula»]. Yo por la cualidad de la
plática, condescendiendo con ella en cuanto buenamente pude, moví nueva materia, y así creo que
algo satisfecha, genibus flexis [«arrodillada»], con humildad crecida me pidió la bendición delante
de muchas personas de cualidad, a cuya humildad yo correspondí en lo que pude, y así nos
despedimos.
Quedó muy afectada, a lo que yo sentí, para en todo emplear su posibilidad 623 .

El énfasis que puso Araoz en la escasa capacidad de autosugestión de Isabel


en cuanto a las revelaciones era un asunto que debió interesar a Ignacio. No
olvidemos su propia experiencia al lado de la beata de Manresa que tan honda
huella le dejó. La humildad extrema, combinada con la sabiduría, también
formaba parte del modelo esperado de una mujer que, además, se hallaba bien
posicionada social y económicamente, por lo que seguía siendo útil a los
intereses de los jesuitas. Araoz se encargó de advertirlo en su minuciosa
descripción cuando sugería aquel «[...] para en todo emplear su posibilidad», es
decir, para disponer de su caudal o hacienda en todo lo necesario.
El cronista Jerónimo Pujades escribió a principios del siglo XVII acerca del
recuerdo que algunos barceloneses tenían sobre Isabel de Josa y, aunque incurre
en algunas imprecisiones —como cuando dice: «Era yo muy niño cuando ella
vivía...»—, sí parece creíble que en ese tiempo Isabel fuera con una alforja al
cuello pidiendo limosnas por las calles y puertas de la ciudad, para luego
repartirlas a los pobres. Al parecer, esto incomodó a sus familiares, que se
sentían ofendidos por el hecho de que una de las de su linaje realizara tales
acciones y mostrara tanta humildad, e Isabel se decidió a salir de Barcelona y se
estableció en Italia 624 . Quizá fue ese el momento en que Isabel de Josa se
decidió a viajar a Roma.
Por otra parte, en 1542, Pedro Fabro dijo a Ignacio que Isabel de Josa tenía
«grandes agitaciones de dejar Barcelona, e irse a Roma» junto con Isabel Roser.
«No sé qué se hará», añadía prudentemente Fabro 625 .
Isabel de Josa apenas se carteó con Ignacio, como ella misma confirmó por
escrito. Pero precisamente la única carta suya que se conserva, escrita en latín y
sin fechar, debió ser enviada junto con el correo de Isabel Roser en noviembre de
1542, poco antes de partir juntas hacia Roma, en compañía de Francisca de
Cruylles. Isabel de Josa firmaba anteponiendo a su nombre la palabra «sor», que
indicaba su condición de beata terciaria en la casa de la calle del Pie de la Cruz.
La importancia de esta carta, apenas reseñada por los historiadores jesuitas, es
doble. Por un lado, sugiere que en un principio es posible que le sedujera la idea
de formar parte de una rama femenina de la Compañía de Jesús, algo que
después ha quedado diluido por el protagonismo que le fue atribuido a Isabel
Roser, especialmente para destacar lo negativo de su frustrada experiencia
jesuítica. Y, por otra parte, pone de manifiesto que Ignacio, en algún momento y
por carta, les comunicó, a Isabel de Josa e Isabel Roser, su explícito deseo de que
viajaran a Roma. Este testimonio de Isabel de Josa se contrapone a las
reticencias que el propio Ignacio sembró acerca de dicho viaje en sus «diálogos»
epistolares con Antonio de Araoz. Por tanto, objetivamente deja a Ignacio en mal
lugar. La breve pero significativa carta de Isabel de Josa decía así:
Por la gracia del Señor, tengo ante mis ojos vuestra carta, que me ha tranquilizado acerca de
vuestra salud. Por mi parte, debo admitirlo, perezosa y descuidada, nunca os he escrito: una vez
solamente he añadido mi firma a una carta de mi señora y hermana en Cristo, [Isabel] Roser. Veréis
que, siendo dos corporalmente distintas, solo tenemos una única y misma alma, ya que es uno el
amor. El alma, de hecho, está más presente allí donde ella quiere que allí donde da forma a un
cuerpo. Por ello he resuelto que, en lo que empecé con ayuda divina, todavía quiero seguir adelante,
si Dios quiere. Vuestra carta, creedme, me ha complacido enormemente; demuestra que vos no
experimentaréis menos alegría si las dos partimos [hacia Roma]. Creo que no tardaremos mucho, si
el Señor nos da salud. El viaje se hará en compañía de un hombre muy apreciado por Vuestra
Paternidad, instruido por el licenciado Araoz, que es doctor y posee una ciencia notable.
No quiero prolongarme más escribiendo, pues espero más con obras que por escrito manifestar a
Vuestra Paternidad cuánto ansío gozar de su presencia.
Beso las manos de Vuestra Paternidad,
Sor Isabel de Josa 626

El mensaje que envió Isabel de Josa a Roma parece una declaración de


intenciones acerca de la firme voluntad de Isabel Roser, y de ella misma, de
unirse a Ignacio para compartir con él la aventura de la recién fundada
Compañía de Jesús y demostrar «más con obras» ese propósito. Todo indica que
una respuesta tan entusiasta no podía deberse solo al hecho de poder viajar a
Roma y encontrarse con su antiguo amigo y guía espiritual. Pero también indica
que el propio Ignacio, de forma explícita, las animó efusivamente a que dieran
ese paso.
Aun así, Isabel de Josa, finalmente y por motivos que se desconocen, no entró
en la Compañía de Jesús. A pesar de ello, algunos historiadores han pensado que
la cuarta mujer que abandonó la Compañía de Jesús, a la que se refirió el jesuita
Benito Palmio, sin citarla, podría tratarse de Isabel de Josa 627 .
Sin embargo, Isabel sorprendió a muchas personas en Roma por su
inteligencia y conocimientos a la hora de predicar públicamente las doctrinas de
san Pablo y santo Tomás, y de los teólogos Duns Escoto y Pedro de Palude 628 .
Aunque la fuente de la que provienen estos datos plantea dudas en algunos
detalles, ilustra la diversidad de actitudes que se daban en la época ante las
mujeres sabias. Al parecer, aquellas predicaciones de Isabel generaron una
disputa entre doctores en Derecho Eclesiástico después de que llegaran quejas al
papa para que no las consintiese, solo porque venían de una mujer.
En contra de Isabel de Josa, el doctor Juan de Arce, auditor de la curia, citó
las palabras de san Pablo: «Las mujeres deben guardar silencio en la iglesia»; así
como un concilio cartaginense, donde se decía: «La mujer, aunque sea docta, no
presumirá de enseñar a los hombres en la Asamblea». El papa quiso conocer
también la opinión de personas más próximas a Isabel. El «doctor Moratell», de
Lérida, sostuvo: «Que predicar no podía la mujer, pero que leer bien podía»;
mientras que el jurista Filippo Decio alegó que, con una dispensa papal podían
predicar las mujeres, al igual que el diácono podía predicar en presencia del
obispo si este lo dispensaba. La resolución del papa al respecto, sin ser del todo
opuesta a que Isabel de Josa hablara en público, puso limitaciones: «Voglio que
todos se aprovechen de su doctrina, y no quiero que predique, sino que lea». Sin
embargo, para no transgredir la orden abiertamente, Isabel optó por abrir un libro
y dar palmadas sobre él, simulando que leía mientras predicaba, cuando en
realidad solo se limitaba a guardar las formas que le habían impuesto 629 .
El benedictino ilustrado Benito Feijoo añadió otro dato acerca de la estancia
de Isabel en Roma: «Pero lo que más la ennoblece es haber convertido en
aquella capital del Orbe gran número de judíos a la religión católica». Este dato
quizá habría que asociarlo con la primera casa que ocuparon Isabel Roser,
Francisca de Cruylles e Isabel de Josa en Roma, pues allí acogieron a mujeres
judías para convertirlas al catolicismo, aunque es posible que esta última
también desempeñara ese mismo papel en la Casa de los catecúmenos que
Ignacio, con la ayuda decisiva de la duquesa Jerónima Orsini, promovió en
Roma en 1543 para adoctrinar a los judíos conversos. En esa empresa colaboró
estrechamente Margarita de Austria, hija ilegítima de Carlos V.
Cuando, en mayo de 1547, Isabel Roser inició el camino de regreso a
Barcelona, algunas fuentes italianas mencionan la circunstancia de que al llegar
a la ciudad piamontesa de Vercelli, en el ducado de Saboya, iba acompañada por
Isabel de Josa y otra mujer, supuestamente Francisca de Cruylles. Es probable
que Isabel Roser y esta siguieran su camino al poco tiempo, pero Isabel de Josa
se quedó en dicha ciudad italiana, donde probablemente ya había estado junto a
sus compañeras barcelonesas camino de Roma en 1543 —como lugar de paso de
peregrinos que era—, dado que era conocida y estaba muy bien considerada por
la población. Los motivos que la llevaron a Isabel de Josa a permanecer en
Vercelli podrían están relacionados con las facilidades que encontró para llevar a
cabo el ejercicio de la caridad, algo que entraba dentro de su inclinación por una
religiosidad práctica, que, por otra parte, habría quedado frustrada en Roma. La
ciudad amurallada, en medio de una región afectada por continuos conflictos
bélicos con los franceses, fue escogida como refugio por muchas personas con
escasez de recursos, lo que generó una importante masa de población sumida en
la más absoluta pobreza. El papel que Isabel de Josa iba a desempeñar ahora
tenía mucho que ver con su experiencia barcelonesa en la acogida de huérfanos,
ya que puso en marcha una cofradía dedicada al cuidado de las niñas huérfanas
que tuvieran entre 7 y 12 años. Según un testimonio, Isabel habría contribuido
con sus exhortaciones, en su anterior paso por Vercelli, en 1543, a la fundación
de la cofradía de Betania que debía ocuparse de los niños y niñas huérfanos. Sin
embargo, finalmente, las niñas habrían quedado desvalidas. Ahora, en 1556, en
el nuevo proyecto de Isabel de Josa, que se prolongaría durante seis años, se dio
forma legal a una cofradía ya existente a la que daría el nombre de Confraternità
del Glorioso Patriarca San Giuseppe Sposo della Santissima ed Immacolata
Vergine y a un colegio para las niñas huérfanas pobres de la ciudad. Isabel consta
como primera gobernadora del colegio, mientras que una de las dos
subgobernadoras era Magdalena Borromeo, tía paterna de Carlos Borromeo,
futuro gran reformador católico postridentino y santo. Entre las obligaciones de
la gobernadora, según constaba en las Constituciones, estaban que tenía que
vivir en el colegio con las huérfanas, debía encargarse de la dirección económica
de la casa, distribuir la comida y la ropa y asignar las tareas domésticas a las
internas, así como llevar un control de las entradas y salidas de personas del la
casa. El colegio se sustentaría económicamente gracias a las donaciones y a las
limosnas que las propias niñas pedían en fechas señaladas. En su ausencia, una
de las dos subgobernadoras ejercería sus funciones 630 .
Sin embargo, hay que añadir que, mientras se ponía en marcha esa
institución, Isabel de Josa viajó a Milán, donde, paralelamente, llevaría a cabo la
fundación de otra congregación caritativa, esta vez, estrechamente relacionada
con la misión que cumplía la Casa de Santa Marta en Roma. Como había
sucedido en Vercelli, la fama le precedía y se le pidió que realizase una prédica
en el exterior de la iglesia ante una audiencia muy numerosa, que una monja
clarisa calificó de «bellísima». Así, en noviembre de 1555, dos años después de
su llegada a Milán, nacía la Casa de Santa Maria del Soccorso delle Anime 631 .
Esta institución ofrecía asilo temporal tanto a las mujeres solas y con
dificultades económicas o las mujeres separadas del marido que no podían o no
querían entrar en un monasterio, como a las que deseaban apartarse de la
prostitución y contraer matrimonio o entrar a servir en alguna casa. La propia
Isabel de Josa probablemente dictó una carta, en la que no figura el destinatario
ni la fecha, donde demuestra que conocía con todo detalle los problemas que
atenazaban a las mujeres milanesas más desprotegidas:
[...] pobres salidas de los hospitales que no tienen donde andar y por preservarlas que no tornen a
pecar; asimismo, muchas pobres hijas que de sus madres son prostitutas, y otras por guardarlas que
no caigan en error; muchas huérfanas, dándoles remedio honesto y, a saber, de casarlas o meterlas
monjas, o las que son casadas reconciliarlas con sus maridos y volverlas en propias casas a las que
son extranjeras a sus padres y a sus madres 632 .

Una empresa de estas características exigía reunir una serie de apoyos


políticos y eclesiásticos, además de económicos, que Isabel se encargó de
gestionar. La nueva institución venía a complementar, como había sucedido en el
caso de la de Santa Marta en Roma, otros establecimientos caritativos femeninos
de Milán, como Santa Valeria y Santa Maria Egiziaca, donde las mujeres
«irregulares» ingresaban para permanecer a perpetuidad 633 .
A finales de 1564, Isabel tuvo que regresar a Vercelli para solucionar algunos
problemas surgidos en el orfanato, y ya nunca regresó a Milán. Falleció, a la
edad de 73 años, en la ciudad piamontesa el 5 de marzo de 1564 y fue enterrada
en la iglesia de Santa Maria de Loreto, junto al orfanato de Vercelli.
Isabel de Josa, a diferencia de Isabel Roser, culminó su vida después de haber
sido fundadora de dos instituciones asistenciales que, a posteriori, tendrían un
largo recorrido en el tiempo. Su elevada cultura y su experiencia personal en ese
ámbito, que en parte traía de Barcelona y en parte había adquirido en la Casa de
Santa Marta en Roma, unidas a su demostrada inteligencia, le sirvieron para
consumar dos proyectos propios, aun estando en tierras ajenas a sus orígenes.
Probablemente, en esa tarea desempeñaron un papel importante sus facultades
oratorias en el momento de la predicación, una aptitud que en absoluto se
esperaba de una mujer y que era bastante inusual aun entre los clérigos, quienes
oficialmente estaban destinados a llevar a cabo ese cometido.

DOS CLARISAS DE BARCELONA, ASPIRANTES A JESUITAS: TERESA RAJADELL Y


JERÓNIMA OLUJA
Después de la aprobación de la Compañía de Jesús por el papa Pablo III en
1540, algunas monjas que habían mantenido una estrecha relación con Ignacio y,
por tanto, conocían sus inquietudes religiosas, interpretaron la fundación de la
nueva congregación como un camino pleno de oportunidades. Aquellas mujeres
fueron conscientes de que habían contribuido al éxito de Ignacio y que su apoyo
y, en algunos casos, su gran esfuerzo, les daba el derecho a tener la posibilidad
de seguir siendo partícipes de su destino, pero ahora con la legitimidad que
habían otorgado al proyecto ignaciano las más altas instancias pontificias e
imperiales. En este caso, la propuesta de incorporación a la Compañía de Jesús
por parte de las religiosas iba en la línea de someterse a las Reglas de la nueva
congregación, pero sin abandonar la clausura. Se pretendía, por tanto, adaptar a
la vida conventual el nuevo espíritu que había movido la creación de la
Compañía de Jesús, para superar, de paso, los problemas que atenazaban a los
cenobios femeninos y, por qué no, aprovechando incluso la implicación de
Ignacio en su reforma. Sin embargo, Ignacio, en su nueva posición como
prepósito de la recién creada Compañía de Jesús, abandonó el papel de guía
espiritual para adoptar solamente el de reformador bajo las órdenes del
emperador y, sobre todo, del papa. La distancia a la que se encontraban muchas
de sus benefactoras e hijas espirituales parecía exigirlo así, pero el camino
elegido pudo haber sido otro, como lo demuestra el hecho de que los jesuitas que
vivían en Barcelona y seguían manteniendo contacto con aquellas religiosas
estuvieran convencidos de que era oportuno y necesario acogerlas en el seno de
la Compañía.

Ignacio y la reforma de los conventos femeninos: una gestión fracasada

Durante el siglo XVI, al igual que sucedía en otros muchos conventos


femeninos de la geografía hispana, en los de Barcelona se producían continuas
entradas y salidas de las religiosas, así como de personas ajenas a la comunidad.
Tanto los edificios de las iglesias como los recintos conventuales eran
considerados por los feligreses como espacios públicos, donde se prolongaban
las actividades cotidianas. Aquel tránsito de gente, poco a poco, se fue
convirtiendo en una verdadera obsesión para las instituciones laicas y
eclesiásticas, porque se consideraba un comportamiento escandaloso y nada
edificante en una sociedad que vigilaba especialmente el cumplimiento del voto
de castidad de las religiosas, pero también porque aquellas mujeres, en gran
medida, conservaban su independencia con respecto a las autoridades de las
órdenes a las que estaban adheridas, y ello se consideraba una amenaza para el
poder de la Iglesia, en lo económico y en lo pastoral.
En muchas ocasiones, los contactos de las religiosas con el exterior iban
estrechamente ligados a su actividad asistencial, a la necesidad de procurarse el
propio sustento para la supervivencia cotidiana o a exigencias de tipo práctico
para el buen funcionamiento de la vida monacal. Así como nunca se abandonó la
batalla de la jerarquía eclesiástica masculina por imponer la clausura en las
comunidades religiosas femeninas, por el contrario, fue prácticamente nula su
preocupación por asegurar el mantenimiento económico de estas, lo cual generó
unos contrasentidos difíciles de conjugar sin que las monjas salieran
perjudicadas 634 . Pero, además, a esos problemas se añadieron otros de carácter
interno, como las luchas de poder dentro de la comunidad, en no pocas ocasiones
mediatizadas por las familias de las monjas, empeñadas en asegurar una plaza
conventual y que esta fuera acorde con sus privilegios sociales.
La complejidad y los reiterados fracasos de la misión imposible de
reformación de los conventos femeninos en Cataluña, iniciada en tiempos de los
Reyes Católicos, llevaron a los más interesados en la empresa a buscar apoyos
diversos, y una de las miradas fue puesta en la Compañía de Jesús, ya que
Ignacio había conocido de cerca aquella realidad.
La reformación de las monjas catalanas era vista desde distintos ángulos, en
función de múltiples intereses. Por una parte estaba la monarquía hispánica; por
otra, las autoridades eclesiásticas; en tercer lugar, se hallaban las órdenes a las
que pertenecían los monasterios, y, finalmente, también mediaba la postura
reformista de algunas religiosas.
En una posición diametralmente opuesta se encontraban la mayoría de las
religiosas de las comunidades y sus familias, a menudo bien situadas en la escala
social y con poder para resistirse a los posibles cambios que les pudieran
perjudicar. Estos afectaban, básicamente, a la libertad de movimientos de las
religiosas, al exigirles la estricta clausura, y a su gobierno interno, al prohibir
que las familias manejaran los hilos del poder de la comunidad mediante el
nombramiento y la destitución de las abadesas.
Pero había más frentes abiertos. Los derechos de jurisdicción episcopal sobre
algunos conventos chocaban con la pretensión de la Corona de que estos pasaran
a depender de sus órdenes respectivas. También los intereses de las propias
religiosas podían ser contrapuestos. Por ello se sucedieron pleitos de toda índole:
entre las propias integrantes de la comunidad, entre estas y las curias
eclesiásticas, entre los superiores de las congregaciones y las religiosas... e
incluso entre órdenes que se disputaban la autoridad sobre un convento femenino
determinado.
Durante sus dos primeras estancias en Barcelona, Ignacio conoció muy de
cerca la realidad de los conventos femeninos porque frecuentó como mínimo tres
de los que había entonces en la ciudad: el de las jerónimas de San Matías, el de
las dominicas de Nuestra Señora de los Ángeles y el de las benedictinas de San
Antonio de Padua, conocido luego como convento de Santa Clara 635 . Según
explicaron algunas religiosas, su relación con ellas se basó, fundamentalmente,
en la obtención de limosnas y en la conversación acerca de temas espirituales.
Paradójicamente, Ignacio pudo tener trato con las monjas debido a que no
cumplían con la estricta clausura, una arraigada costumbre a la que en ese
momento él mismo ya se oponía. En años sucesivos, la reforma de los conventos
femeninos barceloneses sería uno de los caballos de batalla de Ignacio, aunque
acabó fracasando en su empeño.
En las visitas casi diarias que realizó Ignacio al convento barcelonés de las
jerónimas de San Matías, antes de partir hacia Jerusalén, mantuvo contactos con
varias religiosas. Una de ellas, sor Mariana Edo, declararía años más tarde en el
proceso de canonización de Ignacio que este iba a consolarlas «con
conversaciones espirituales», y muchas veces lo vieron en la capilla de Sant
Macià rezando y «puesto en tanta devoción que le parecía que tenía la cara y el
entorno de su cuerpo resplandeciente como un ángel». Ignacio también trató con
una joven monja del convento, llamada Antonia Estrada, originaria de Gerona,
que profesó el 30 de diciembre de 1521 y a la que a su regreso de Tierra Santa le
trajo un cofrecillo de madera con reliquias: piedrecillas, astillas y flores,
rotuladas en lengua francesa 636 .
El origen del convento de las jerónimas de San Matías de Barcelona se
remontaba hasta mediados del siglo XIV, cuando una joven de la burguesía
barcelonesa se retiró a una casa que su padre le había donado. Es probable que
esta joven fuera una mujer conocida como doña Sança, que habría vivido en
Roma con santa Brígida y era depositaria del cilicio, las disciplinas y otros
objetos penitenciales de esta. Quizá por ello gozó de una autoridad espiritual
entre los barceloneses de la época, hasta el punto de que la reina Violant la
favoreció económicamente, y su marido, el rey Joan I, le concedió un «privilegio
real». Pasado un tiempo, en 1418, cuando había fallecido sor Sança, la joven
Brígida Terrer se incorporó a la pequeña comunidad de Santa Margarida —como
era conocida la casa conventual— junto con una criada suya. Estas mujeres
vivían de forma autónoma, sin ningún tipo de vinculación institucional, es decir,
al margen de cualquier estructura laica o eclesiástica, y dedicadas a la vida
espiritual y a trabajos asistenciales, como el cuidado de los leprosos, enterrar o
hacer enterrar los restos de los condenados a la horca o la enseñanza a niñas
pobres. El hecho de que Brígida heredara 4.000 sueldos permitió aumentar más
esa autonomía. A su muerte, sin embargo, los familiares de Brígida lograron que
la renta anual de 36 libras que dejó por testamento al cenobio quedara reducida a
24 libras. En aquel momento, la comunidad había decidido adherirse a la Orden
jerónima con autorización papal. No obstante, a pesar de aquella nueva filiación
jerónima, seguían la regla de san Agustín, debido a que era una de las reglas que
ya habían sido aprobadas por la Iglesia y, al ser menos rígidas sus normas, se
adaptaba mejor a la forma de vida que habían llevado hasta entonces como
beatas. Con la incorporación de otras mujeres a la comunidad en 1475 —entre
ellas, Violant Ferrer y Caterina Ferrer, la que sería su priora, acaso familiares de
Isabel Ferrer (luego Roser)—, se inició una serie de peticiones a la ciudad para
ocupar una casa junto al hospital de Sant Macià y poder así atender con mayor
comodidad a los pobres que allí se refugiaban algunas noches. Finalmente,
lograrían su traslado en 1484 637 .
La clausura que exigía su condición de monjas jerónimas no se consumó en el
convento barcelonés en toda la primera mitad del siglo XVI. Como se ha visto
más arriba, en la carta que envió Isabel Roser a Ignacio en 1542 decía que las
jerónimas no habían aceptado someterse a la clausura. Pero, además, en 1551 el
obispo Jaime Caçador —el cual profesaba una verdadera admiración por Ignacio
desde hacía años— amonestó a la priora y a las religiosas, instándolas a que
«ninguna de vosotras permita ni consienta, en ninguna manera [que] en dicho
monasterio entre ni entrar haga hombre alguno salvo aquellos que por necesidad
del dicho monasterio y por el bien de aquel de derecho pueden y acostumbran de
entrar» 638 . Aun así, aquellas personas que entraban y salían del convento no
tenían por qué poner necesariamente en duda la ejemplaridad de la vida religiosa
de las monjas, ya que en ocasiones se trataba de los propios familiares que iban a
visitarlas o de personas que simpatizaban con la Orden e iban a realizar
donaciones piadosas o acudían en busca del consejo y el apoyo espiritual que
podían ofrecer algunas religiosas.
Antes de partir hacia Jerusalén, Ignacio también visitó los eremitorios
barceloneses que los jerónimos del Valle de Hebrón tenían en la montaña de San
Genís dels Agudells en Horta, con el propósito de buscar a personas espirituales
que pudieran guiarlo en su propia búsqueda, pero no encontró a nadie. Ignacio
conocía las inclinaciones de los jerónimos hacia una religiosidad más interior,
presidida por el ascetismo, el estudio de las Sagradas Escrituras y el
antiintelectualismo, una dirección que él mismo había tomado, y la
predisposición a acoger en sus filas a laicos que mantendrían la condición de
hermanos legos dentro de la Orden 639 .
Un ejemplo significativo de las nuevas formas de espiritualidad que brotaron
en las filas de la Orden de San Jerónimo lo encontramos en el convento de las
jerónimas de Palma de Mallorca y, concretamente, en la persona de Elisabet
Cifre. Esta mujer, nacida en 1467 en Palma, dotada de una gran inteligencia y
con una amplia cultura, dirigió en su ciudad natal una escuela para niñas que,
después de su muerte, perduraría en el tiempo hasta bien entrado el siglo XIX.
Elisabet estuvo vinculada a las jerónimas de Palma, pero como beata,
manteniendo así su autonomía y sin llegar a profesar. Atendía a los enfermos y a
mujeres en el momento del parto y ejercía un influjo sobre su confesor, en una
clara inversión de los roles habituales que se presuponían en un director
espiritual; también mantuvo una actitud crítica hacia los eclesiásticos de su
tiempo, a los que calificaba de corruptos e incompetentes. Conocemos su forma
de entender la vida espiritual a través del relato biográfico que de ella dejó por
escrito su confesor, Gabriel Mora. Así, sabemos que practicaba diariamente la
oración mental y meditaba cada día, especialmente, sobre la muerte y las almas
del purgatorio; también manifestaba que en sus visiones mantenía un coloquio
interior con Dios, que era quien la guiaba sin mediadores en su vida y le
proporcionaba los conocimientos necesarios para guiar a otras personas; además,
experimentaba éxtasis que le permitían ver y comunicarse con la divinidad y
sabía latín sin haberlo estudiado: «Nuestro Señor me ha hecho otra gracia, que
entiendo el latín», decía. El propio confesor reconoció lo mucho que le había
aportado aquella relación con Elisabet: «[...] y cada día soy beneficiado por su
benevolencia hacia mí, y en lugar de enseñarle yo a ella, ella me enseña a mí, y
la veo que está muy instruida en la sagrada escritura, pues si ella hubiera
estudiado en la sacra Teología no creo que hablase más altamente de las cosas
divinas...». Elisabet Cifre, como escribió Vicente Mut, uno de sus biógrafos, en
1655, «era escuchada y respetada por todos», debido a su elevada
espiritualidad 640 . El propio Jerónimo Nadal, después de haber estado en París
con Ignacio, pasó siete años en Mallorca, dedicado a la vida contemplativa en
Miramar y en la cartuja de Valldemosa, con el eremita fray Antonio de
Castañeda, después de hacer una confesión general, enfervorizado por la muerte
de sor Elisabet Cifre en 1542 641 .
En 1505, la priora del convento de las jerónimas de Palma de Mallorca —
fundado bajo la inspiración del cenobio femenino de Barcelona— era Catarina
Llull 642 , cuyo apellido remite al sabio mallorquín Ramón Llull, inspirador de
una nueva religiosidad que ganaba adeptos en la Barcelona que pisó Ignacio.
No es extraño, pues, que Ignacio frecuentase los conventos jerónimos en un
momento en que a muchos de ellos les precedía la fama de haberse convertido en
aglutinadores de una intensa vida espiritual, muy en la línea de lo que él mismo
estaba experimentando en materia de religiosidad.
Ignacio también visitó con frecuencia el convento de religiosas de Santo
Domingo, llamado, hacia finales del siglo XVI, Convento de los Ángeles Viejos,
o Àngels Vells, para diferenciarlo del nuevo Convento de los Ángeles. El origen
de esta comunidad hay que buscarlo en la segunda mitad del siglo XV, en un
grupo de mujeres piadosas que residía en Caldes de Montbui. En 1485 el grupo
de beatas se trasladó a Barcelona para ocupar la capilla de Nuestra Señora de los
Ángeles, y en 1497 fueron autorizadas por el general de la Orden de los
dominicos para pasar a ser religiosas de «velo negro», o monjas profesas, bajo la
regla de san Agustín 643 .
Allí, al decir de la gente, algunas monjas llevaban una vida relajada y —
según explicó Juan Pasqual— «se murmuraba en la ciudad acerca de sus tratos y
conversaciones, por las demasiadas pláticas y devociones que con algunos
seculares tenían, con nota y escándalo de su hábito y santo estamento». Aquella
actitud contravenía la regla que habían adoptado. Sin embargo, en 1515, dos
monjas del convento recibieron autorización del Consejo de Ciento de la ciudad
para salir al exterior con el fin de «captar y procurar limosnas para sustentación
y subvención de las monjas del dicho monasterio, las cuales están en continuo
servicio de Nuestro Señor y viven por la mayor parte de las limosnas y caridades
que las personas devotas les dan y han acostumbrado dar en dicho
Principado» 644 . Cuatro años después, en 1519, el papa puso a las dominicas de
Barcelona bajo la obediencia del obispo y las separó de la de los frailes de su
Orden.
Ignacio, al parecer, se decidió a visitar diariamente a las monjas para
«predicarles y hacerles algunas pláticas espirituales», con el fin de que
regresaran a la estricta clausura. Según Juan Pasqual, las monjas «despidieron a
sus devotos, causa de sus desórdenes y de la inquietud de su convento». Pero no
todo habría salido bien, porque los hombres que entraban a visitar a las monjas
quisieron vengarse de Ignacio:
Enfadados y enojados algunos de ellos, y ciegos de su propia pasión, conociendo que la causa de
tal mudanza eran las pláticas y persuasiones del padre Ignacio, se determinaron de matarlo o
maltratarlo mucho; y así hicieron que un esclavo lo esperara una tarde entre el dicho monasterio,
donde estaba, y el portal de San Daniel, y viniendo él rezando para mi casa, le salió delante el
esclavo, y maltratándole de palabra pasó a las manos y a las obras, que fueron tales que de los
golpes, bofetadas y bastonazos que le pegó, hasta no poder más, con un junco de buey, lo dejó por
muerto en tierra 645 ...

Al esclavo lo había enviado un mercader llamado Rivera (o Ribera), el cual


dijo luego que nunca pensó en llevar las cosas tan lejos, pues lo que pretendía
era simplemente asustar a Ignacio. Este no denunció los hechos, a pesar de la
gravedad de sus heridas. Fue Inés Puyol quien lo cuidó mientras se recuperaba.
El hijo de esta manifestó, significativamente, que por aquel entonces Ignacio ya
era «conocido y estimado como un apóstol», y en su casa lo visitaron «lo mejor
de Barcelona, así de damas como de caballeros y le regalaron infinito todos [...]
y, más que ninguna, doña Isabel de Josa» 646 . El comentario merece ser tenido en
cuenta, puesto que define a Ignacio como guía espiritual de un grupo formado
sobre todo por mujeres pertenecientes a las clases privilegiadas de la sociedad
barcelonesa del primer cuarto del siglo XVI.
En 1557, siendo Jerónima de Rocabertí —de la casa de los condes de
Perelada— priora del convento de Santo Domingo, las monjas prometieron
guardar clausura perpetua ante el obispo Jaime Caçador. Tanto Jerónima como el
obispo habían sido viejos conocidos de Ignacio, quien había fallecido el año
anterior.
El hecho de que los procesos de transformación de los beaterios en conventos
de clausura se vieran mediatizados por las instituciones locales o por las
jerarquías eclesiásticas es sintomático del recelo que despertaron unas
comunidades femeninas que pretendían llevar a cabo una vida independiente sin
estar sometidas a los dictados de los superiores de las órdenes monásticas.
Precisamente mientras mantuvieron esa independencia, algunas de aquellas
mujeres pudieron explorar nuevos caminos de espiritualidad, en solitario o en
compañía de otras personas de dentro o fuera de su comunidad. Todo esto
cambió cuando aumentaron las presiones para que se aislaran del exterior y
cumplieran estrictamente unas normas que les venían impuestas por las
jerarquías de la Orden a cuya obediencia estaban obligadas 647 .
Otro de los conventos barceloneses que frecuentó Ignacio fue el de San
Antonio de Padua, llamado así oficialmente porque las monjas consagraron su
iglesia monástica a dicho santo, canonizado en 1232, poco antes de la fundación
de este cenobio. El convento nació de un beaterio o un grupo de semirreligiosas
que probablemente se habría creado en los años treinta del siglo XIII acogiéndose
a la Orden de San Damián. Tras la canonización de Clara de Asís, en 1255, esta
comunidad pronto demostraría su apego a la rama femenina de los franciscanos.
Sin embargo, dado que el Concilio de Letrán había prohibido fundar nuevas
reglas religiosas, las monjas se acogieron a la de san Benito 648 . Por tanto, el
cenobio de Barcelona se convirtió en el primer convento de clarisas en tierras
catalanas y el cuarto de la Península Ibérica.
El camino de la comunidad no estuvo exento de conflictos con sus superiores
franciscanos, y las monjas se enfrentaron a ellos a lo largo del siglo XV y
principios del XVI en defensa de sus privilegios e intereses. En 1495 fue
excomulgada la abadesa, Margarida de Rajadell, por el papa Alejandro VI
debido a su resistencia ante la visita de los frailes (sería absuelta en 1498);
mientras que en 1513 corrió la misma suerte Constança de Vilatorta, también
abadesa (aunque siguió siéndolo hasta 1519), por negarse a la obediencia y a la
visita por parte de los superiores franciscanos. Estaban en juego importantes
intereses económicos, ya que el convento de San Francisco recibía de las clarisas
anualmente una suma nada despreciable. Dado que a los franciscanos les estaban
prohibidas las rentas en cumplimiento de su regla, usufructuaban numerosas
rentas de las monjas; por ejemplo, en 1450 recibieron 1.228 libras barcelonesas
en concepto de aniversarios celebrados a lo largo del año.
En la época en que Ignacio las visitó hacía muy poco que se había producido
uno de los acontecimientos más singulares en la historia de los conventos
femeninos peninsulares. Las monjas habían dejado de formar parte de la familia
franciscana como clarisas para estar al abrigo de la Orden benedictina. El
detonante decisivo fue un breve apostólico firmado por el papa León X el 25 de
junio de 1513, que generó toda una serie de gestiones al más alto nivel, por parte
de franciscanos y benedictinos, así como de Fernando el Católico o de las
instituciones eclesiásticas diocesanas. Ese proceso, sin embargo, lejos de haberse
consumado definitivamente en 1518 —como sugieren algunos historiadores 649
—, iba a dar paso, con el tiempo, a una larga serie de convulsiones internas, a
pesar de que implicaba más una formalidad que un cambio esencial en la forma
de vida de las monjas. Ignacio, por su amistad con algunas de las religiosas,
vivió aquellos sucesos más de cerca de lo que probablemente hubiera deseado,
aun encontrándose ya muy lejos de Barcelona y en pleno proceso de
consolidación de la Compañía de Jesús.
En una carta que en 1549 enviaba la monja Jerónima Oluja a Juan de
Polanco, por entonces secretario de Ignacio, analizaba con agudeza los orígenes
del conflicto que aún persistía en el seno de la comunidad de religiosas de Santa
Clara, como popularmente fue conocido ese convento femenino en Barcelona a
lo largo del siglo XVI. En dicha carta, Jerónima expuso una interpretación
histórica de aquel breve de 1513 que resulta esclarecedora:
Sea para su servicio, y nos dé gracia no sea ofendido, como hay tanto que temer en tanta revuelta
y división; y esta me parece estar, parte de ella, en los fundamentos de la casa, porque ya empezó
división en la mudanza que se hizo en la regla, y también hubo pleito y se remitió la causa ahí en
Roma hará XL años, poco más o menos, y creo se hallarían hartos. No se hizo declaración en ello,
quedándose así con una licencia o breve que sacaron de Su Santidad [que] visitasen esta casa los
presidentes de San Benito, en tanto que durara el pleito y no se innovase nada; y así, pasando el
tiempo, me parece los frailes dejaron el pleito, siendo aconsejados [que] no parecía bien pleitear con
mujeres: y así nos quedamos con las dos reglas, habiendo harto quehacer en cumplir con la una: con
lo que los de San Benito han añadido con lo que no había nada de su regla hemos estado hasta aquí
entremezcladas, y no hemos merecido ver claridad, deseando tener la regla que hemos prometida: a
lo menos la supiésemos 650 .

Por añadidura, las instituciones eclesiásticas y civiles de la ciudad


denunciaron continuamente el incumplimiento de la clausura por parte de las
religiosas. En medio de esas dificultades, Ignacio, aunque alejado ya de la
Península, intentó de nuevo sin éxito hacer valer su influencia sobre algunas
monjas para que se sometieran a la clausura. Ese propósito se prolongó en el
tiempo, pero cuando tuvo la posibilidad de intervenir de forma decisiva, optó por
inhibirse del problema y abandonarlas a su suerte. El deseo de entrar a formar
parte de la Compañía de Jesús, expresado por algunas monjas, acabó por
distanciar cada vez más a Ignacio.
Los hechos aparecen narrados en la correspondencia que Ignacio mantuvo
con Jaime Caçador (futuro presidente de la Generalitat y obispo de Barcelona),
las monjas Teresa Rajadell y Jerónima Oluja, Isabel Roser, Antonio de Araoz,
Pedro Fabro y otros jesuitas que en ese momento se hallaban instalados en la
casa de la Compañía de Jesús en Barcelona. Aunque también hubo cartas del
emperador y la emperatriz Isabel, del entonces aún príncipe Felipe o del virrey
de Cataluña, Francisco de Borja, cuyos propósitos excedieron el ámbito temporal
y concreto en el que se enmarca la reforma del convento de Santa Clara.
Los antecedentes más inmediatos de esa empresa en la que se vio implicado
Ignacio los encontramos en una carta de 1531 de la emperatriz Isabel, como
regente en ese momento en ausencia de su esposo Carlos V. En ella instaba a
Luis de Cardona, obispo de Barcelona, a la «reformación de las casas y
monasterios de mujeres de este obispado». El propio emperador insistió, en
1539, en la clausura estricta de las monjas dirigiéndose al entonces virrey de
Cataluña, Francisco de Borja, que informó de que los conventos que dependían
del obispo de Barcelona habían obedecido, no así los que estaban bajo la
custodia de otros prelados.
A estas dificultades se añadió por esos años una bula de la Santa Cruzada en
la que el papa permitía a las monjas abandonar la clausura para ganar el jubileo,
lo cual provocó la reacción airada de Borja, que le escribió a Carlos V para
quejarse 651 .
Unos años antes, en febrero de 1536, Ignacio enviaba una carta al por
entonces arcediano barcelonés Jaime Caçador, donde se mostraba indignado por
la actitud de las monjas de Santa Clara y, en concreto, por una de ellas, sin
nombrarla:
Cierto, mucho quisiera hallarme entre esas religiosas [de Santa Clara], si en alguna manera
pudiera calar el cimiento de sus ejercicios y modo de proceder, mayormente, de aquella que se ve en
tanta angustia y peligro. Porque yo no fácilmente puedo creer que una persona, andando en placeres
mundanos, o menos dada a Dios N. S., y en su seso y juicio, que por más servidor y allegarse al
Señor nuestro, se permita que aquella venga en tanto caso de desesperación. Yo, que soy humano y
flaco, si alguno viniese para me servir, y por amarme más, si en mí fuese y fuerzas tuviese, no le
podría dejar venir a tanto desastre; cuanto más Dios N. S., que, seyendo divino, se quiso hacer
humano, y morir, solo por la salvación de todos nosotros 652 .

Sin duda, «aquella que se ve en tanta angustia y peligro» era Teresa Rajadell
(cuyo apellido también aparece escrito en la documentación de la época como:
Rejadell o Rejadella).
Ignacio conoció a Teresa Rajadell durante su segunda estancia en Barcelona
(1524-1526), quizá por mediación de Isabel Roser y su marido, Pere Joan Roser.
Este la mencionó en su testamento en 1541, mientras que Isabel mantuvo con
Teresa una larga amistad. Del contenido de algunas de las cartas que Ignacio
escribió a Teresa se deduce que esta entabló con él una estrecha relación cuando
todavía se hallaba en Barcelona.
El poder que detentó la familia Rajadell en el convento de Santa Clara se
refleja en los nombres de varias abadesas de la segunda mitad del siglo XV y todo
el siglo XVI: Serena de Rajadell (1447-1458); Elionor de Rajadell (1459-1463),
hermana de la anterior; Margarida de Rajadell (1493-1503), que entró con 5 años
y era sobrina de Serena 653 ; Elionor de Rajadell (1519-1522), y Brígida de
Rajadell (1594-1596). Asimismo, encontramos a otro miembro de esta familia,
Miquel de Rajadell, al frente del monasterio de Sant Benet de Bages, próximo a
Manresa, como abad (1429-1436). Las familias que tenían una presencia tan
relevante en las comunidades religiosas solían alternarse en los puestos de mayor
poder, lo cual otorgaba autoridad a sus miembros en aquella sociedad piramidal
y les permitía controlar la deriva conventual interna. No obstante, en este caso,
Teresa Rajadell no se hallaba al frente de la comunidad.
La carta que Ignacio envió a Teresa desde Venecia, el 18 de junio de 1536, es
el escrito espiritual más largo entre toda la correspondencia que mantuvo con
mujeres 654 . Su contenido sigue las directrices de los Ejercicios espirituales,
incluida la doctrina de las intervenciones del buen espíritu y del malo, pero
Ignacio también muestra una severidad brusca y autoritaria bajo una apariencia
comprensiva: «Así mismo me pedís intensamente os escriba lo que el Señor me
dice, y determinadamente diga mi parecer; yo lo que siento en el Señor, y
determinado, diré de mucha buena voluntad; y si en alguna cosa pareciere ser
agrio, más seré contra aquel que procura turbaros que contra vuestra
persona» 655 . Se trata solo del preámbulo a la corrección de la liberalidad con que
Teresa se estaba tomando la clausura, para lo cual le decía que uno de los
primeros escollos con el que se encuentran quienes «quieren y comienzan a
servir a Dios» es responder adecuadamente a la pregunta: «¿Cómo has de vivir
toda tu vida en tanta penitencia, sin gozar de parientes, amigos, posesiones, y en
vida tan solitaria sin un poco de reposo?». A eso Ignacio añadía una segunda
dificultad: la vanidad de quien cree que posee «mucha bondad o santidad», pero
que en realidad está «en más alto lugar de lo que merece», y que «debemos mirar
mucho, y si el enemigo nos alza, bajarnos, contando nuestros pecados y
miserias; y si nos abaja y deprime, alzarnos en verdadera fe y esperanza en el
Señor» 656 . Para Ignacio, las palabras de Teresa daban testimonio de una
«extrema y viciada humildad», y argumentaba esa apreciación: «Porque después
que narráis algunas flaquezas y temores, que hacen al propósito, decís sois una
pobre religiosa, “paréceme deseosa de servir a Cristo N. S.”, que aún no osáis
decir “soy deseosa de servir a Cristo N. S.”, o “el Señor me da deseos de
servirle”; mas decís “paréceme ser deseosa”». Finalmente, conminaba a Teresa a
rectificar su actitud: «Así, debemos mirar mucho, y si el enemigo nos alza,
bajarnos, contando nuestros pecados y miserias; si nos abaja y deprime, alzarnos
en verdadera fe y esperanza en el Señor, y numerando los beneficios recibidos, y
con cuánto amor nos espera para salvar, y el enemigo no cura si habla verdad o
mentira, mas solo que nos venza» 657 . Ignacio finalizaba su larga carta con la
advertencia de que mirase muy bien con quién compartía lo que él le estaba
comunicando. Debía considerar quiénes eran las personas apropiadas para ello y
buscar el momento más adecuado, e incluso reservarse para sí algunas de ellas:
«Materias se han movido que no se pueden así escribir, a lo menos sin muy
crecido proceso, y aun con todo quedarían cosas que mejor se dejan sentir que
declarar, cuánto más por letra [...]. Y pues en todo me decís os escriba lo que en
el Señor sintiere, digo seréis bienaventurada si lo que tenéis sabéis guardar» 658 .
Todas las precauciones eran pocas, según Ignacio. Su opinión al respecto no
había variado desde los tiempos en los que anduvo por Alcalá, cuando esa
misma recomendación de evitar comunicar según qué asuntos a los confesores,
que Ignacio hizo a varias mujeres, fue objeto de sospecha y amonestación por
parte de las autoridades eclesiásticas e inquisitoriales.
Probablemente, en los años inmediatamente posteriores a esa carta, Teresa e
Ignacio siguieron escribiéndose, pero no ha quedado constancia de ello. Aun así,
es significativo que en agosto de 1542, Joan Pujals (o Pujalt), desde Barcelona,
suplicara a su amigo Ignacio que contestara las cartas que le llegaban de allí, ya
que la gente se sentía ofendida, y añadía que «todos no tienen la humildad de la
señora Rejadella, que escribe dos y tres veces sin respuesta» y que «los otros
piensan que no se los quiere escribir, ni consideran muchas cosas que sería bien
de considerar» 659 .
Pero los problemas continuaban en la comunidad de Santa Clara, aunque
pronto cambiaron de signo. De la preocupación por mantener la autonomía con
respecto a franciscanos o benedictinos, las monjas de Santa Clara pasaron a la
división en dos bandos y el enfrentamiento interno. En una carta fechada en
noviembre de 1543, Ignacio todavía le dice a Teresa que no es la regla de una
Orden determinada —ya sea la de san Benito, la de san Francisco o la de san
Jerónimo—, o estar bajo la autoridad pontificia, lo que lleva o no a pecar 660 . Sin
embargo, la primera noticia de que las cosas han cambiado en el convento la
proporciona Antonio de Araoz, que informa a Ignacio de la elección de nueva
abadesa —aunque no especifica lo que eso supone— y cuál es la verdadera
intención de algunas monjas y de muchas otras mujeres: entrar en la Compañía
de Jesús. Araoz había pisado por vez primera Barcelona en 1539, y volvería a la
ciudad en varias ocasiones, permaneciendo en ella por temporadas de modo
irregular. En su carta decía así:
Ya Vuestra Reverencia habrá sabido las cosas de Santa Clara, donde está la Rejedella, sobre la
elección de la Abadesa. Ella y otras desean mucho, atento que no tienen cierta regla, como sabe la
hermana Roser, poder ellas o toda la casa estar a la obediencia de la Compañía, y de este propósito
hay por estas partes muchas señoras y de calidad, que no poca envidia (y con razón) tienen a la
hermana Roser y sus consortes 661 .

Isabel Roser en aquel momento se hallaba en Roma y acababa de ingresar en


la Compañía de Jesús junto con Lucrecia Bradine y Francisca de Cruylles. Sin
embargo, faltaba muy poco para que Ignacio se entrevistara con el papa y le
pidiera la revocación de los votos de las únicas tres mujeres que ya eran jesuitas.
Por ello, resulta especialmente significativo que Araoz hablase a Ignacio con
tanto entusiasmo acerca de la admiración que despertaban entre muchas mujeres
las nuevas integrantes de la Compañía, y el deseo que todas tenían de seguir ese
mismo camino. Ignacio se había opuesto desde el principio a que ingresaran
mujeres en las filas de la nueva congregación, aunque no lo manifestó a sus más
estrechos colaboradores. O, al menos, no a todos. Pero ni fueron solo mujeres de
Barcelona las que pidieron en años sucesivos la entrada en la Compañía, ni fue
Araoz el único jesuita que mostró sus simpatías por la creación y consolidación
de una rama femenina de la Compañía de Jesús, aun a pesar del rechazo
definitivo que tuvieron Isabel Roser y sus compañeras en mayo de 1547 (las tres
habían hecho votos solemnes el día de Navidad de 1545).
La reforma de los conventos femeninos de Barcelona seguía estando en el
punto de mira de las más altas instancias del poder, pero las luchas intestinas en
el seno de la propia Iglesia provocaron que todas las gestiones cayeran en saco
roto, manteniéndose activas para alimentar el laberinto burocrático.
En febrero de 1546, el príncipe Felipe, regente en ausencia del emperador,
encargó a Ignacio que convenciera al papa de que la reforma de las monjas de
Cataluña necesitaba recibir un nuevo empuje por su parte:
El príncipe. Devoto y amado nuestro. A Juan de Vega, del Consejo de Su Magestad y su
Embajador, escribimos particularmente lo que deseamos la reformación de los monasterios de
monjas del principado de Cataluña, y las causas porque se ha dejado de efectuar hasta ahora, y lo
que parece que se debe suplicar de nuevo a Su Santidad de nuestra parte. Y porque yo querría
mucho que allá se mirase algún buen medio para ello, porque se pusiese en efecto, por el gran bien
que dello se seguiría, y por el servicio que a Dios nuestro Señor se haría, os encargo mucho, que
particularmente toméis este negocio a pechos para solicitarlo con toda diligencia y cuidado,
informando al Embajador de lo que en ello os pareciere, y hablando a las personas que él os dijere,
haciendo lo que soléis en las cosas de tanto servicio de nuestro Señor como esta, y lo que de vuestro
buen celo y religión se debe esperar; que en ello me haréis mucho placer 662 .

La reacción de Ignacio fue inmediata y, además de entregar las cartas de


Felipe al papa y entrevistarse con los cardenales de la curia romana, escribió a
Francisco de Borja para preguntarle en qué habían quedado sus gestiones al
respecto, antes de que dejara el puesto de virrey para retirarse a Gandía. Borja le
contestó que otros asuntos del emperador habían ido relegando el de la reforma,
pero que finalmente el visitador real de los tribunales del Santo Oficio del
Principado de Cataluña, Fernando de Loazes, había ido personalmente a todos
los monasterios femeninos y mandado «que ninguna abadesa hubiese licencia
para dejar entrar a ningún hombre, ni dejar salir ninguna monja», bajo amenaza
de excomunión, apelando así, en palabras del propio Borja, a la «obediencia y el
temor». Y añadía que las personas más adecuadas para llevar a cabo la reforma
en ese momento eran Juan de Zúñiga, comendador mayor de Castilla desde
1532, y su esposa Estefanía de Requesens 663 . Sin embargo, nada de aquello
había tenido el efecto esperado, ya que el propio inquisidor había dejado de
ocupar ese cargo para pasar a ser obispo, primero de Elna y luego de Lérida.
Las gestiones posteriores de Miguel de Torres y Antonio de Araoz en la corte
y las del propio Ignacio en Roma no dieron el resultado esperado, por dejadez de
quienes fueron llamados a acometer la reforma y por el consiguiente abandono
progresivo de esa empresa por parte de los jesuitas. El papa, a través del
embajador imperial Juan de la Vega, había conminado al príncipe Felipe a que
enviara las bulas de reforma a los obispos de Barcelona y de Alguer. Ignacio, a
propósito de esas instrucciones, también escribió a don Felipe al respecto en
diciembre de 1546. Sin embargo, el Consejo de Castilla convenció al príncipe de
que esas bulas debían ser dirigidas al arzobispo de Sevilla e Inquisidor General,
Fernando de Valdés, para que él las cursara, por tener una autoridad superior a la
de los obispos. Había, por consiguiente, que desandar todos los pasos y pedir a la
Curia romana que enviara los breves al inquisidor con el pretexto de que la
reforma de los conventos femeninos abarcara más diócesis, como mínimo, a
todas las del reino de Cataluña.
Así se lo comunicó el príncipe a Ignacio por carta, el 18 de agosto de 1547.
En esta ocasión fue la Curia la que decidió tomar un camino intermedio: envió al
príncipe breves por duplicado para que decidiera si quería remitirlos solo al
arzobispo de Sevilla —«porque no suena acá el nombre de Inquisidor para esta
empresa», argumentaba Ignacio por carta a Borja— o, simultáneamente, también
al arzobispo de Valencia, fray Tomás de Villanueva. Fue finalmente este el
encargado de llevar a cabo la reforma en Cataluña, pero, debido a sus achaques y
a su desgana, el príncipe acabó delegando la misión en el jesuita Antonio de
Araoz, como explicaba a Polanco en enero de 1549: «Yo me he detenido en esta
ciudad más de un año, así por mis frecuentes enfermedades, como por haberme
mandado venir aquí el príncipe a tratar de la reformación de los monasterios de
monjas de este reino: en lo cual ahora casi impensadamente ha movido nuestro
Señor algunos medios que parecen principio de lo que se deseaba. Hágalos el
Señor eficaces a gloria suya» 664 . Sin embargo, erraba Araoz en tan optimistas
apreciaciones.
El asunto de la reforma se posponía una y otra vez, mientras las cartas iban y
venían entre el príncipe e Ignacio, entre este y Araoz, entre Polanco y Andrés de
Oviedo, por entonces en Valencia... sin visos de solucionarse. El Consejo de
Ciento de Barcelona también decidió intervenir y, en febrero de aquel año de
1549, los consellers, en virtud del patronato que habían ejercido desde antiguo
sobre los conventos de la ciudad, realizaron una gira de advertencia. Así,
visitaron los cenobios de Junqueras, San Pedro de las Puellas, Santa Clara,
Valldonzella y Monte-Sión. La acogida fue buena en todos excepto en el de
Santa Clara, donde los problemas internos estaban lejos de solucionarse 665 . Sin
embargo, la reforma esperada de los conventos femeninos no se materializaría.
La irreductible voluntad de Teresa Rajadell y Jerónima Oluja

Las monjas de Santa Clara que habían buscado el apoyo de los jesuitas
lograron convencer a algunos de estos de la necesidad de crear una rama
femenina en la que ellas podrían tener cabida. En enero de 1549, Juan Queralt
pedía a Polanco desde Barcelona que apoyara los deseos de las religiosas ante
Ignacio. Pero iba más allá, atreviéndose a considerar la conveniencia de que
«hubiese alguna casa o monasterio de mujeres de la Compañía, o regidas por
ellos, acá entre estos monasterios». Queralt pensaba en numerosas personas de
las mejores familias barcelonesas que se retirarían a ese convento, y que en ese
momento no sabían qué hacer, «viendo cuán poco espíritu hay en los
monasterios que hoy tenemos» 666 .
Araoz también se dirigió a Polanco convencido de que la Compañía de Jesús
podría tener bajo su obediencia y administración a las monjas de Santa Clara que
optaran por abandonar el convento, aun a pesar de los graves problemas que
seguían teniendo las monjas, con divisiones y enfrentamientos internos debido a
que la abadesa había sido elegida tras sobornar a algunas religiosas para que la
votaran. «A mí me lo ha dicho un caballero de los principales de esta ciudad, que
él dio unas piezas de plata para que se diesen en prendas a la religiosa que se
había de votar, hasta que le diesen los dineros», escribía Araoz, misteriosamente,
sin revelar sus fuentes de información, como, por otra parte, era habitual en la
correspondencia jesuítica de los primeros años 667 .
Las cartas que llegaban a Roma desde Barcelona no cesaron en ese mismo
empeño. Mateo Sebastián de Morrano, aconsejado por Araoz, escribía a Ignacio
un mes más tarde con entusiasmo:
Parece ser que como [las monjas de Santa Clara] han tenido mucho trato con los Padres de la
Compañía desde el primer día que aquí entraron, hanse aficionado tanto a su instituto que desean en
todo caso del mundo estar debajo de él, por riguroso que sea. Y a la verdad estando ya en efecto,
porque sus santos ejercicios y su espíritu y hervor no es otra cosa sino el de estos benditos Padres
[...]. Que pues algún día es fuerza que V. P. admita a su santo instituto el sexo femíneo, como todas
las otras religiones aprobadas, quizá tan alto principio pasará muchos días que no se ofrezca, porque
son cinco religiosas las que lo piden, cuyos nombres son: Jerónima Oluja, Teresa Rejadella, que son
dos estrellas en la tierra, la Villalonga, Mariana Sevilla, Copones; son religiosas de Santa Clara de
Barcelona, de la orden de San Benito 668 .

Por esos mismos días, Jerónima Oluja informaba a Ignacio de su


preocupación por el hecho de que el asunto de Santa Clara acabara en un pleito:
«Yo le digo con toda verdad que solo el pensamiento de pleito me tiene más
afligida que lo demás: y cuando me dicen [que] ha de ir adelante, cada vez es
nueva aflicción. Para mi alma son dos causas: la una, lo que es contra mi
condición haber de contradecir; la otra, lo que causa tanta indignación, y lo que
van creciendo las rencillas y pasiones» 669 . Esta carta iba acompañada de otra
escrita por Teresa Rajadell, donde los sentimientos de desesperación y la
autohumillación van de la mano en un intento por ablandar el corazón de
Ignacio, aunque no sin cierto reproche por su indiferencia:
Si fuese posible enviar lágrimas en lugar de carta, estoy más para llorar que para escribir nuestros
deseos: aunque muchas veces los he escrito y dicho, no me parece haya dicho nada, aunque vuestra
caridad pienso me ha entendido mejor que yo misma. [...] y así le suplicamos por las llagas de
Jesucristo nuestro Señor en todo nos favorezca y acepte por hijas, y a mí por esclava mil veces
mercada, y por más que dineros [...]. Con esto tengo atrevimiento de osar desear y pedir lo que
conozco no merezco ni soy para tanto bien, aunque el Señor nuestro es benigno y ha puesto en V. P.
tanta caridad, que da mucho ánimo 670 .

Pero, aun así, Jerónima y Teresa no cejaron en su empeño, y siguieron


insistiendo a través de cartas que enviaban por pares, a veces firmadas
individualmente; otras, con las dos rúbricas al pie. Apenas habían pasado diez
días, y regresaban a la tarea. Temían que se perdieran por el camino o que los
destinatarios pospusieran su lectura. Por eso eran tan prolíficas escribiendo. De
nuevo, más apremiantes si cabe que en ocasiones anteriores, se dirigían a Juan
de Polanco:
Hasta ahora nunca de Vuestra Reverencia ni del Reverendo Padre Maestro Íñigo respuesta
ninguna tenemos, y porque, después acá, nuestros trabajos han sido tantos que nos han causado
tantas turbaciones, que por mucho que hayamos deseado reescribir a V. R. hemos sido casi
imposibilitadas de lo hacer, por causa que habiendo el presidente [...] restituido la abadesa sin
defensión ni examen de sus culpas, nos ha la abadesa tanto oprimido por forzarnos a prestarle la
obediencia, que ni a nuestros parientes no dejaba hablar. Y porque nosotras, por causa que las
monjas que a ella obedecen, siendo descomulgadas, van al coro, no queremos ir allá, nos ha quitado
las porciones de pan y otras cosas que el monasterio por nuestra sustentación corporal nos suele dar,
y no pudiendo acabar lo injusto por esta vía, temimos no nos pusiese en la cárcel, y para esto
demandó favor a los oficiales seglares, y no pudiéndolo acabar, trabajó de sacarnos del monasterio y
habiendo ella dado cargo a la una de nosotras antes del priorado, por esto de hecho la ha
revocado 671 .

La percepción del problema por parte de los jesuitas en Barcelona se tornaba


pesimista por momentos, como demuestran los comentarios de Queralt: «Los
negocios de las monjas de Santa Clara están con tanta confusión, que es lástima.
Plega a nuestro Señor se apiade de estas casas de religión, y encamine lo de la
reformación porque cierto es grande pestilencia de esta tierra» 672 . Pero de nada
servía insistir a Ignacio, directamente o a través de Polanco. Araoz encomendaba
esa tarea a todo el mundo. «Nuestro Padre Araoz pide a Vuestra Reverencia por
amor de nuestro Señor, en cuanto pudiere, procure de consolar las monjas de
Santa Clara de Barcelona», escribía Andrés de Oviedo 673 .
Al mes siguiente, las monjas elevaban el tono en una nueva carta a Ignacio.
Manifestaban que no daban crédito a lo que les sucedía y expresaban su temor a
que las cartas se hubieran perdido. Retóricamente, se preguntaban si Ignacio las
consideraría «temerarias» por «pedir lo que nuestros deseos nos hacen pedir» y
si en pago por ello les «respondería callando». Pero, inmediatamente y siguiendo
una estrategia calculada para captar la atención de Ignacio, añadían que no era
posible que una persona tan caritativa como él las ignorara: «[...] y tenemos por
cierto que a lo menos por desengañarnos habría de responder». Temían,
asimismo, ser excomulgadas, porque, además la abadesa contaba con el apoyo
del inquisidor y el virrey. Finalmente, decían también que se sentían
abandonadas por Araoz: «Al padre licenciado [Araoz] tenemos escrito por
muchas, y ha mucho que no tenemos respuesta, ni sabemos nada de su persona.
Podemos decir que los que nos estaban cerca, están lejos, y los que trabajan
contra nuestras alas, nos tienen cercadas y nos hacen violencia. Buscamos quien
nos consuele, y no lo hallamos» 674 .
Ese silencio de Araoz se explicaría en parte por las recriminaciones que
recibió de Polanco. Este consideraba que Araoz había sido demasiado indulgente
con las monjas de Santa Clara y había creado en ellas falsas expectativas acerca
de su entrada en la Compañía de Jesús. Araoz, en un ejercicio de estrategia
diplomática poco creíble, se defendió diciendo que cuando había aconsejado a
las monjas que escribieran al príncipe y a personas influyentes para lograr de
Ignacio que las aceptase, era porque una negativa por parte de este se
consideraría definitiva y quedaría así zanjado para siempre el asunto. Y añadía:
Porque, no pidiéndolo nadie, todavía se podría pensar que, si no tenían tal superintendencia, era
antes por faltar súbditas que por faltar pretensión o voluntad. Pues, habiendo quien lo pida con
instancia, y la Compañía no aceptándolo, prueba muy a propósito su intención, porque la
experiencia muestra que para informar de algunas cosas se ha de esperar tiempo, lugar, y
propósito 675 ...

El papel que Araoz desempeñó como interlocutor visible entre la Compañía y


las monjas no debió de ser fácil. A las constantes presiones del príncipe Felipe,
de Polanco, de Ignacio y de las monjas, se sumaba la delicada salud que le
obligaba a frenar o suspender por completo sus actividades durante largos
períodos.
No cabe duda de que aquellas mujeres se sentían con autoridad suficiente
para mantener un trato cercano con Ignacio y el resto de los miembros de la
Compañía. Quizá el hecho de haber conocido personalmente a Ignacio en unas
circunstancias muy diferentes les hacía pensar, especialmente a Teresa Rajadell,
en la persona próxima que había sido. Por otro lado, es sorprendente su
capacidad de resistencia ante la adversidad y, aún más, la constancia con la que
defendieron su postura a pesar de la inferioridad de condiciones en la que se
encontraban.
En abril de 1549, Ignacio contestó, por fin, las cartas de Teresa y Jerónima.
Pero con su respuesta iban a sentirse profundamente decepcionadas. Ni les
ofreció ayuda para solucionar los problemas internos de Santa Clara ni las
acogió en la Compañía de Jesús. Solo les brindó, para expresarlo en dos
palabras, compasión y consuelo. Sus argumentos fueron que Dios les estaba
dando la ocasión de practicar las virtudes que por su divina bondad les habían
sido comunicadas y probar así su firmeza. Venía a decirles que las dificultades
son precisamente las que llevan a experimentar verdaderamente el progreso
espiritual. Esto era, según Ignacio, lo que se esperaba de ellas. En cuanto al
ingreso en la Compañía, Ignacio dio una respuesta taxativa: «[...] aunque en
nuestra Compañía [...] haya toda voluntad de consolar y servir conforme a
nuestra profesión a vuestras mercedes, la autoridad del vicario de Cristo ha
cerrado la puerta para tomar ningún gobierno o superintendencia de
religiosas» 676 . Aunque, en realidad, no había sido el papa el responsable de
cerrar las puertas a la entrada de mujeres en la Compañía de Jesús, sino el propio
Ignacio, que convenció al pontífice de que revocase la ordenación de las
primeras jesuitas.
Aun así, la decepción de las religiosas no dio paso a la parálisis. Teresa
Rajadell y Jerónima Oluja continuaron adelante con su estrategia de seguir
llamando a todas las puertas al máximo nivel, sin descartar a los propios jesuitas.
Por supuesto, su relación con Ignacio ya no volvió a ser la misma. Habían
partido de la más absoluta veneración hacia él para llegar a una resignación
contenida ante los desaires del prepósito de la Compañía, después de pasar tanto
por la autohumillación como por el reproche.
Jerónima Oluja explicaba a Polanco a finales de ese mismo año que la
abadesa —que entonces era Eleonor Desprat (abadesa, 1535-1553) 677 —, aun
habiendo sido suspendida de su cargo hasta que se solucionaran las querellas,
continuaba imponiendo su autoridad:
El día de Todos Santos y de los Muertos ella quiso hacer el oficio y estar en la silla, y con toda la
ceremonia [que] se acostumbra, nosotras diciendo y rogándola no lo hiciese; no pudiéndolo hacer, ni
nosotras obedecerla en ello, no quiso sino pasar adelante, como otras veces lo a hecho en los días
más principales, no quedando sino cinco monjas y tres o cuatro escolanas con ella por decir los
oficios, y ellas lo hacen todo: digo estos días que tocan a la señora abadesa con tanto ánimo y
fortaleza, y en lo que pueden, que nos tienen atemorizadas y medio desmayadas horas ha; y por
mucho que seamos la mayor parte, estando ellas tan indignadas y las condiciones que les aluden, y
con los favores [que] tienen en la Real Audiencia y en los más de la ciudad y más principales, y con
los que tienen los negocios tan diligentes, que nunca paran buscando todos los medios y remedios
por todas partes. Ahora trabajan que se quite el secuestro; no sabemos lo que será, ni qué hacer en
vida, que parece no se puede vivir sino por la misericordia del Señor que lo permite, y da las fuerzas
para pasarla 678 .

Ellas, de momento, obedecían el mandato del comisario apostólico. Sin


embargo, su actividad política no cesaba. Jerónima Oluja explica cómo tomaban
decisiones después de tratar entre ellas los asuntos que les preocupaban —«Esto
digo por lo que pensamos y tratamos con nosotras mismas muchas cosas...»—, y
cómo elaboraban propuestas concretas que dirigían luego a las personas que
podrían inclinar la balanza a su favor. Ignacio era visto como persona influyente
y próxima al papa, por lo que pusieron en marcha todos los mecanismos a su
alcance para que se implicara en su batalla personal. No le pedían que buscara
una salida para su problema, se la ofrecían en bandeja, meditada y acorde con
sus intereses. Le exponían su disconformidad con el abad de los franciscanos
—«[...] habría harto que decir según la razón [que] hay en no estar contentas de
él...»— y su voluntad de salir definitivamente del convento, pero no para
regresar junto a sus familias, un camino que algunas iban a tomar si el problema
no se remediaba, sino para obtener «licencia de salir a otra casa o iglesia». Para
empezar de nuevo, Jerónima Oluja sugería que podrían obtener una cuarta o una
sexta parte de las 1.200 libras de renta que poseía el convento, «entendiendo esto
estar encerradas y con toda la observancia que se podría» 679 .
Teresa Rajadell escribió a Ignacio, en enero y abril de 1550, expresándole
temores semejantes a los de cartas anteriores acerca de la futura elección de
nueva abadesa, pero ya no insistía en que las aceptase en la Compañía de
Jesús 680 . En los dos años siguientes o no hubo intercambio de cartas entre los
jesuitas y las monjas de Santa Clara o, si lo hubo, se han perdido. Sin embargo, a
juzgar por la solución que propuso Teresa a Ignacio en junio de 1552, nada
parece haber cambiado. Insistía en el proyecto de reunir a las monjas que así lo
desearan en una nueva casa, separadas de la comunidad conventual. Las
dificultades que Teresa planteaba dan muestra nuevamente de las diferencias de
parecer que existían entre las religiosas. Mientras unas deseaban mudarse a un
nuevo convento, otras temían perder con ello la libertad de la que ahora
disfrutaban, y algunas que antes estaban decididas a dar el paso, ahora se habían
retractado. También se refería Teresa a tres sobrinas suyas que de ninguna
manera iban a dejar el convento —«De ser encerradas no se les puede dar a
entender»—, y expresaba sus temores respecto a los peligros que comportaba,
incluso para las más veteranas, mantenerse donde estaban:
Las libertades de esta casa son no solo para bien tentar, mas para hacer dejar de ir a perfección, ni
desearla; y parece [que] lo mismo nos la ha de hacer desear procurar a nosotras; y más para ellas,
que tienen menos experiencia y más peligro en parte. Hay más, aunque no cierto; que una religiosa
se cree que, saliendo nosotras, saldría con breve para estar en casa de sus parientes, aunque
honrados; podría ser que efectuándose, todas se irían, al más seguro 681 .

Al año siguiente, en 1553, Jerónima Oluja y sus seguidoras vieron cumplidos,


en parte, sus deseos, ya que esta fue elegida abadesa 682 . Teresa Rajadell moría a
principios de julio de ese mismo año. El jesuita Joan Queralt la asistió en sus
últimos momentos de vida.
Cuando, en 1559, el rector del colegio jesuita de Barcelona informó al padre
Diego Laínez, sucesor de Ignacio en el gobierno de la Compañía, sobre el estado
del asunto de la clausura de las monjas de Santa Clara, la reforma estaba todavía
por materializarse. Al parecer, luego se buscaron nuevas estrategias hasta que
empezó a circular un rumor que apuntaba al cierre del convento por orden
pontificia, y las monjas se sometieron a la obediencia de los superiores 683 .
Se podría pensar que en medio de tantas complicaciones era imposible que
Ignacio accediera a acoger a las monjas bajo la obediencia de la Compañía.
Estaría además el agravante de las dificultades que había para convencer a los
detractores de los jesuitas, cuando incluso todavía se cuestionaba el nombre de la
Compañía de Jesús o sus miembros eran acusados de pertenecer a la «secta» de
los alumbrados 684 . Sin embargo, no hay que olvidar las difíciles circunstancias
en que el propio Ignacio se encontraba cuando recibió apoyo en Manresa,
Barcelona, Alcalá... de tantas personas conocidas y desconocidas. O el hecho de
que todavía en 1545 los jesuitas recibieran ayuda económica de manos de una
mujer de la poderosa familia de los Gralla para pagar el alquiler de la nueva casa
que iban a ocupar frente a la iglesia del Pino en Barcelona, así como dinero para
los muebles, objetos y ropas necesarias por parte de las monjas de Santa Clara:
Por ayudar mejor a los demás, pareció a los nuestros sería bien dejar la posada ajena, que era la
casa de micer Boquet y tomar casa propia; y así alquilaron una delante de la Parroquia del Pino,
pagando el alquiler doña Jerónima de Gralla y proveyendo de las alhajas necesarias las monjas de
Santa Clara [...]. A esta casa se mudaron el año 1545 [...]. Se recibieron en la Compañía de los
sacerdotes que la pedían, cuatro; y fueron el padre Juan Queralt, Montserrat Soler, Luis Cistero y
Bernardo Casellas, todos de nación catalanes, los cuales se aplicaron luego a ejercitar los ministerios
de la Compañía 685 .

Ignacio, en realidad, se resistió a participar en la resolución del problema de


Santa Clara, aun a pesar de las súplicas que desde Barcelona recibió de personas
de tanta confianza como Araoz. El entonces prepósito de la Compañía de Jesús
decidió desentenderse del asunto, no arriesgar. Por entonces, Ignacio ya
consideraba Barcelona como una fuente constante de molestias y problemas
inesperados, que no supo asimilar o renunció a darles solución, y eso lo distanció
de sus más fervientes seguidores y seguidoras. La ruptura con Isabel Roser debió
pesar enormemente en esa desafección suya hacia las amistades barcelonesas y
de estas hacia él. Un claro síntoma de esa quiebra de la confianza en Ignacio es
el panorama desolador que dibujó Joan Queralt a Polanco a principios de 1551,
acerca de la situación en que se hallaban los jesuitas que quedaban en Barcelona.
Además de que su popularidad en la ciudad había ido declinando, estaban
pasando incluso hambre. Solo la estancia de Francisco Estrada en la ciudad y los
sermones que predicó lograron devolver una atención momentánea hacia los
jesuitas. Sin embargo, Estrada se llevó consigo a Santacruz, uno de los aspirantes
más válidos que se hallaban en la casa haciendo las labores de comprador y
cocinero. Así lo explicaba por carta a Ignacio, revelándole además la necesidad
que había tenido de cambiarle su nombre «oscuro» para ocultar el verdadero
origen:
Aquí en Barcelona había tres Padres, los dos enfermos, y el uno, Queralt, superior; así que
ninguno de ellos pude llevar conmigo: había además dos hermanos que los servían, y de ellos yo me
llevo el uno, por la comisión que de V. R. tengo. Este es un mancebo catalán, que será de hasta 25 o
26 años, ya barbado: entró en Barcelona en la Compañía, el tiempo que yo predicaba allí a la ida
para Roma. Ha estado hasta ahora comprador y cocinero, y en todo ha servido a los Padres con
edificación. Quédales a los Padres otro que les sirve, y ellos no quieren más, ni aun tanto, según lo
poco que para comer les dejó el polaco. Este mancebo tenía mucha voluntad y deseo de irse
conmigo, y los Padres también muy contentos que se fuese, por no haber ellos tres menester, y ver lo
mucho que yo le tenía para no ir solo por estos caminos. Oliva, que es el que yo pensaba traer, no
estaba en Barcelona, porque le habían ya enviado al estudio de Gandía: así que, con la voluntad de
V. R. y de los Padres de Barcelona y del mismo mancebo y mía, él va conmigo. Sabe latín, y artes ha
estudiado: es bueno para sacerdote coadjutor: llamábase Cuzola, mas, por ser nombre oscuro, y por
tener memoria del difunto, le hemos mudado el nombre, y se llama ahora Santa Cruz, y su nombre
propio, Juan 686 .

Algo había sucedido en tan poco tiempo para que llegara a decirse que los
jesuitas no podían acoger a más aspirantes «hasta que se mueva en Barcelona
mayor fervor del que ahora hay» 687 . ¿Dónde se encontraban para entonces las
familias de la aristocracia barcelonesa que tanto habían ayudado a Ignacio? ¿Es
probable que el cambio generacional no se tradujera en un relevo de los afectos
hacia la recién fundada Compañía? Habían pasado más de veinte años desde la
partida de Ignacio hacia París, pero probablemente las cosas hubieran sido muy
diferentes de haber tratado con mayor cuidado a Isabel Roser, convertida tras su
entrada en la Compañía en un referente para muchas personas de la ciudad,
como revelan las informaciones de los jesuitas que le llegaban a Ignacio sobre
los asuntos peninsulares.

LAS MUJERES DE VALENCIA Y GANDÍA TAMBIÉN QUIEREN SER JESUITAS

Desde Valencia y Gandía, varias mujeres pertenecientes a las clases


privilegiadas pidieron a Ignacio que las acogiera en la Compañía de Jesús. Sin
embargo, Ignacio, en un ejercicio de verdadera diplomacia, hizo una
contrapropuesta disuasoria: crear «compañías de señoras».
Aquellas vocaciones jesuíticas femeninas se produjeron en un momento en el
que en Valencia se habían difundido rumores acerca de la dudosa legitimidad de
la Compañía de Jesús. Los recelos penetraron de lleno en la familia ducal, hasta
el punto de que Germana de Foix, duquesa de Calabria —la que fuera segunda
esposa de Fernando el Católico—, manifestó a Araoz su interés por ver «la
sentencia que se dio en Roma»; mientras que los inquisidores también hicieron
sus pesquisas, aunque en ese terreno ya se había avanzado con anterioridad: «[...]
porque los Inquisidores me han oído, y son muy míos, muy de veras,
especialmente que el uno fue Visitador de la Inquisición de Barcelona, y allí
inquirió mucho de las cosas de la Compañía y de mí en forma de juez» 688 . El
dato que aporta Araoz es importante, puesto que revela que los primeros jesuitas
que se instalaron en Barcelona fueron investigados por la Inquisición, a pesar de
la supuesta «fama de santidad» que habría dejado Ignacio tras su paso por la
ciudad y de los muchos apoyos que tuvo de numerosas personas bien situadas en
la escala social.
La dama valenciana Sebastiana Eixarch tuvo la oportunidad de leer las cartas
—en la actualidad perdidas— que Ignacio le escribió a su amigo Juan de Castro,
antiguo compañero de estudios en París, que por entonces era cartujo en el
monasterio de Vall de Cristo, cerca de Segorbe, y quedó impresionada por su
contenido espiritual 689 . La admiración de Ignacio por la vida de los cartujos la
había demostrado tempranamente, estando aún convaleciente de la herida de
Pamplona, y quizá resultó proverbial acabar manteniendo tan estrecha relación
con un miembro de aquella Orden que, para más datos, provenía de una familia
de ricos comerciantes burgaleses de origen converso.
Sebastiana Eixarch había contraído matrimonio con un rico mercader llamado
Francisco y de quien había tomado el apellido. Es probable que Francisco fuera
familiar de otro Eixarch contemporáneo suyo llamado Luis Bertrán y Eixarch.
Este dominico ingresó en el monasterio de Llombai en 1547, tres años después
de su fundación por Francisco de Borja, y luego pasó a Nueva Granada, donde
ganó fama de predicador, para regresar de nuevo a Valencia. Allí falleció en
1581, y años después sería canonizado.
El hecho de que Sebastiana conociera a Araoz en la fugaz visita que este hizo
a Valencia en 1544, alimentó en ella la idea de adherirse también a la recién
creada rama femenina de los jesuitas en Roma. Sin embargo, sería Diego Mirón,
que llegó a Valencia en julio de ese mismo año para fundar allí un colegio de la
Compañía, quien la alentaría, convertida ya en su discípula espiritual, a seguir el
camino de las mujeres jesuitas de Roma. Una vez realizados los Ejercicios
espirituales, en su modalidad más completa, Sebastiana Eixarch hizo voto de
obediencia a su confesor jesuita, quien, para no contrariarla, le dio a entender
que de ese modo era realmente recibida en el seno de la Compañía. Todo ello se
llevó a cabo de espaldas al marido de Sebastiana, que había ayudado a los
primeros jesuitas a establecerse en Valencia pero no compartía el fervor de su
esposa. Mirón ponía a Ignacio al corriente de lo sucedido:
Doña Sebastiana Eixarch, mujer de don Francisco Eixarch, es mujer de mucho talento. A ella y a
su marido confieso. Hele dicho que no puede dar obediencia a nadie sin licencia de su marido; y
aunque yo confieso a su marido, sé que no está en disposición para venir a eso. Díceme ella que, sin
saber nada su marido, puede ella cumplir con mérito lo que yo le dijere, y más lo que ha de hacer en
obediencia de su marido. En fin, por no exacerbarla, yo le dije que escribiese a Vuestra Reverencia
que tiene mi voluntad, y que, siendo contento Vuestra Reverencia, era yo satisfecho, tanto al poder
cuanto al si conviene; y que no sabía más de esto que le dije, que de mi parte estoy muy
aparejado 690 .

Como anunciaba Mirón, Sebastiana Eixarch escribió una larguísima carta a


Ignacio expresándole su deseo de entrar a formar parte de la Compañía de Jesús.
Entre otras cosas, aportaba argumentos casi irrebatibles, en un intento por evitar
que cuestiones tan arduas como la de estar planeando su futuro a espaldas de su
marido se le volvieran en contra:
Por amor de Dios, os ruego que no consideréis la miseria de mi estado de mujer, sino la
misericordia del Señor al haber querido poner su deseo en un vaso tan lamentable y de poco valor
como el mío [...]. Si bien, padre y señor mío, yo espero en Dios que un alma tan sierva suya, como
la de Vuestra Reverencia, no negará esta caridad a la mía, en la que tanto deseo el Señor ha puesto
para servirlo. Y aunque yo pida esto sin saberlo mi marido, no es por no ser él gran siervo del Señor,
[sino porque Dios] no se lo ha dado a entender, y yo, para no perturbar su alma, no he querido
decirle nada, ya que sin él puede hacerse. Yo sé que el Señor es tan bueno que, aunque me había
obligado al yugo del matrimonio, no por ello dejará de darme gracias por poder servirlo
perfectamente.
Por lo tanto, Padre y Señor mío, os ruego por la dulce pasión de Nuestro Señor Jesucristo, no
rechacéis mi humilde súplica a los pies de Vuestra Reverencia antes de haberme concedido y de
haberme aceptado al mismo tiempo en la santa Compañía de mi dulcísimo señor Jesucristo, al que
mi alma desea servir y seguir todos los días de su vida 691 .

Pero en los planes de Sebastiana Eixarch también entraba otra mujer, íntima
amiga suya, llamada Juana de Cardona. Esta había enviudado por el asesinato de
su marido y durante años se había dedicado a pedir que se hiciera justicia, para
lo cual no había escatimado en viajes a la corte, allí donde esta se encontrase:
Valladolid, Sevilla, Monzón, Madrid... Es precisamente en esta última ciudad
donde, en 1541, conoció al jesuita Pedro Fabro, quien la orientó por un camino
de búsqueda interior de la religiosidad.
El fervor contagioso de Sebastiana Eixarch y Juana de Cardona, y sus deseos
de entrar bajo la obediencia de la Compañía, lo expresó Mirón con una
comparación que no pudo dejar indiferente a su destinatario: «Sienten tanto este
punto de obediencia, que pluguiese a Dios muchos religiosos la mitad lo
sintiesen» 692 . Estas palabras debieron de parecer un exabrupto a los ojos de
Ignacio, radicalmente opuesto ya a la presencia de mujeres en la Compañía tras
ser consideradas —también a sus ojos— verdadera fuente de problemas, como
no tardaría en poner por escrito. Sin embargo, Mirón sabía muy bien de lo que
hablaba, puesto que de los tres compañeros que llevó desde el colegio de
Coimbra, donde era director, a Valencia para fundar el nuevo colegio de la
Compañía de Jesús, ninguno de ellos perseveró 693 . Este dato dice mucho acerca
de los dudosos criterios de selección utilizados por los primeros jesuitas para
nutrir la Compañía, donde podían coincidir, como sucedió en esos años en
Valencia, personas de la valía de González de Cámara con otras no tan válidas
como un milanés llamado Jacobo, a quien Araoz calificó de «mochachonazo
muy simple y falto de discurso natural» 694 .
Frente a aquel panorama un tanto desolador, llama la atención, más si cabe, el
posicionamiento de Ignacio ante estas mujeres de elevada cultura, que optaron
sin embargo por mantener una actitud serena y sumisa, aunque infatigable, para
intentar lograr sus propósitos. La carta que Juana de Cardona envió a Ignacio
junto con las de Diego Mirón y Sebastiana Eixarch es una muestra más de la
sensibilidad y absoluta entrega que movía sus firmes voluntades:
Muy Reverendo señor y Padre en Xpo. Jesucristo.
Como el Señor nos enviase en esta tierra a estos siervos suyos y discípulos de Vuestra merced
para la salud de nuestras almas, yo, como aquella que más necesidad que ninguna otra tenía, luego
llegué a poner la mía en manos de mi Padre maestro Mirón; y aunque no le conocí luego, como
después de la primera hora levantó el Señor en mí una afición muy grande con muy crecida fe, tanto
que empecé a desear que todas mis operaciones fuesen ordenadas y guiadas por él; y sabiendo que
daban unos ejercicios, que convenían mucho para la salud del ánima, supliquéle me los diese. No me
los otorgó, antes me los hizo desear mucho tiempo, hasta que, viendo mis lágrimas y de la manera
que Dios me lo daba a sentir, constriñéndole la caridad, otorgómelos, y me los dio la semana de
Pasión, donde me dio el Señor a sentir las que en mi ánima había en ofensa suya, y desear curarlas.
Abrió mi entendimiento y mostróme el verdadero camino que había de tomar; sintiendo en mí que
este me había enviado el Señor en su lugar, pues no somos dignos de tratar con su divina Majestad
sino por medio de terceros, que más siervos suyos sean, como podemos ver por el bienaventurado
san Pablo, que le dio al profeta Ananías. Y en la obediencia en lo más recio, aunque fuera sacrificar
mis hijos, la fe grande que en ella me ha dado el Señor esforzaría mi flaqueza, y vencería el amor
maternal para hacerlo muy libremente, teniendo todo aquello que por la santa obediencia me fuere
mandado por verdadero servicio delante del Señor; pues él obedeció hasta la muerte y muerte de
cruz, no parar hasta morir con él, tomando la cruz; y como la que nosotros podemos tomar sea esta
abnegación de nosotros mismos, y restituir nuestra voluntad en la de quien nos la dio libre por
tercero siervo suyo, justo es poner todas sus fuerzas hasta alcanzarlo, y no temer el enemigo ni sus
tentaciones, aunque el mundo y esta su vanidad y flaqueza nuestra le ayudasen, permitiéndolo el
Señor por probarme. Confío tanto de su divina bondad, que será todo para más servirle; y visto mi
Padre de la manera que el Señor me daba a sentir la perfección de la obediencia, acompañada de los
otros dos votos, pobreza y castidad, y viendo la abundancia de mis lágrimas, porque si me detuviese
entrar en servir al Señor con lo que más podía, reconociendo mi vida pasada, cuanto le había
ofendido cada ora, y viendo que en la que me quedada podía dar alguna recompensa al Señor, no
como debía, mas como más podía, pues le daba todo lo que tenía, concediómelo, reservándose la
voluntad de V. md. se lo concedía con dispensación del Padre santo. Esta fácil será de haber, y la
voluntad de V. md. tengo yo muy gran confianza en el Señor y en la caridad de V. md. que [no] me
será negada; y así suplico a V. md. que, acabada de leer esta, me vea echada a sus pies con toda la
humildad y lágrimas que tengo y puedo, pidiéndole esto delante del Señor por caridad, para más
servir al Señor hasta la muerte; y pues esta nunca faltó en V. md. para nadie, no faltará para mí. Y
asimismo le suplico y pido me reciba en esta santa Compañía y religión del santísimo y dulce Jesús,
porque desde mi niñez que comencé a reconocer, se imprimió este santísimo nombre de Jesús en mi
corazón y entrañas, y nunca supe llamar al Señor en medio de mis tribulaciones, sino con este
durísimo nombre de Jesús, y a su sacratísima madre por su santa concepción. Y siempre esperé por
estos medios alcanzar grandes mercedes; y así lo muestra su santísima Majestad, pues hasta ahora,
que hay siervos y religiosos de su santo nombre, no me ha dado a sentir cómo le había de servir y no
ofenderle; habiendo mucho tiempo que me da muy grandes afectos, todo paraba, hasta que llegó mi
Padre maestro Mirón en esta tierra, siendo de la santa Compañía de mi señor Jesús; y no había dos
meses que yo era vuelta a esta tierra, que hacía seis años que estaba fuera siguiendo la corte con
pleitos, y hijos pequeños, y trabajos grandes, que había en ellos para más que mujer. Y entre los
otros el que más desatinada me llevaba y más apartada del servicio del Señor era el de mi viudez y
la causa de ella, porque me mataron a mi marido en esta ciudad de Valencia, donde él y yo éramos
naturales; y con esta pasión salí de ella para pedir justicia, y con esta misma pasión volví a ella para
vender todo lo que tenía, y irme y nunca más volver a ella. Y con la venida de mi Padre mudólo el
Señor de tal manera, que ahora lloro, y lloro porque no supe llorar. Así que, pues de su voluntad
deben [tener firmeza] sus obras en mí, y las de sus siervos de V. md., como más siervo suyo, y señor,
y Padre, y cabeza, y prepósito de esta santa Compañía y de todos los que de ella deseamos ser,
esfuerce [V. md.] la mía para restituirla en la del Señor por medio de mi Padre maestro Mirón,
estando la suya y la mía debajo la obediencia de V. md., y dejando yo hijos, deudos y amigos, y el
mundo, aunque de él me viese señora, y negando a mí misma y todo por el todo, y darme por
muerta, y resucitar en servicio del Señor. Y no tema V. md. flaqueza de mujer, porque, donde el
Señor pone la mano, de lo flaco hace fuerte; y cuando la alza, lo fuerte se hace flaco. Confío en el
Señor que criará en mí nuevo y limpio corazón, y espíritu recto dentro de mis entrañas; y que,
aunque se esconda de mí el Señor, no esconderá a mí de sí, ni sus santas inspiraciones no se las
detendrá, antes no[s] las tornará con gozo y gracia del Espíritu santo a todos sus siervos y a todos los
que deseamos ser siervos de sus siervos. Tornándome a representar delante de V. md. de rodillas, y
poniendo mis lágrimas en su conspecto [«presencia»], le suplico, cuanto humilmente puedo, me
otorgue esto y me dé su bendición, y niegue al Señor por mí, y que se haga su santa voluntad en mí,
pues de hoy más tiene V. md. obligación para ello, pues le tomo por verdadero Padre y señor en la
tierra. Y por no dar pesadumbre a V. md. con más larga carta, acabaré con la mano lo que he deseo
no acabará hasta la muerte; y suplicaré siempre al Señor por su santa vida, para que con ella lleve a
muchos a la eterna. Así plegué al dulcísimo Jhs.
De Valencia, de la humildísima servidora de V. md.,
Doña Juana de Cardona 695

La persistencia de Juana de Cardona para llegar a culminar sus deseos la


percibió muy bien Araoz, que en tono de aviso rayano con el alarmismo se la
transmitió a Ignacio: «Ahora acabo de hablar a una señora, que el padre maestro
Fabro conoce, doña Juana de Cardona, y está tan puesta en imitar a Isabel Roser,
nuestra hermana, que no será poco detenerla, aunque está de camino para Alcalá,
a hablar a doña Leonor Mascareñas, y de ahí a Valencia» 696 . Quizá por ello
Ignacio, unos meses después, envió al doctor Torres a Valencia con la misión de
tratar de disuadir personalmente a Juana de Cardona, algo que, aparentemente,
consiguió: «Entendió [el doctor Torres] con mucha prudencia en los negocios de
V. R. [Jerónimo Doménech] y del padre Ignacio para con doña Juana de
Cardona, de modo que [esta] ha quedado de él muy satisfecha acerca de lo que
pedía» 697 .
Sin embargo, Juana de Cardona volvería a insistir a Ignacio, como prepósito
de la Compañía, en sus deseos de hacerse jesuita. Para ello, se empleó a fondo en
la redacción de su nueva carta, que destila una energía extraordinaria, fruto
probablemente, como su propia autora sugiere, de la lucha llevada a cabo en la
corte para que se hiciera justicia por el asesinato de su esposo:
Muy Reverendo señor y mi carísimo Padre en Jesucristo.
La gracia y paz del Espíritu Santo sea en nuestras almas.
Amén.
El que con verdadera fe pide, aunque le nieguen, no por eso cesa su petición; y así haré yo,
carísimo Padre mío y señor; que, aunque muchas veces haya escrito a V. md. y ahora he habido su
respuesta, no por eso he desconfiado de su caridad, antes se ha encendido más mi deseo, y crecido
tanto mi fe, que me hace sentir en mí que, así como el Señor, apretándole machos en la turba, sintió
quién tocaba la fimbria de su ropa, así, carísimo Padre mío y señor, sentiréis de mí que llego a tocar
la vuestra. En fianza de esta supliqué a mi padre maestro Mirón me acabase de dar los ejercicios, y
así me los dio con mucha caridad; y en ellos ni fuera de ellos, en tentación ni desconsolaron, ni en
desolación ni oscuridad, no he sentido ni siento en el Señor que me llame a otro cabo, sino debajo de
esta bandera y amparo de la Compañía del nombre de Jesús; y así, está aparejado mi corazón,
carísimo Padre mío y señor, aparejado está mi corazón, humillado y echado a vuestros pies, donde
nunca se levantará, dando voces como la Cananea, hasta que me sea otorgada la salud para mi alma,
que esta es la verdadera hija, pues no con menos necesidad pido, ni con menos fe espero. Por esta
[a] los otros hijos he dejado los bienes, de todo desposeída, parientes y amigos, apartándome de
ellos, y aún más lo querría estar, pues no son sino amigos de la carne y enemigos del ánima.
Recogida estoy sirviendo a los pobres de Jesucristo, empezando a poseer el tesoro de la pobreza,
estando indiferente en todo para que la voluntad del Señor se cumpla en mí por medio de V. md. Y si
en Roma me quiere, allá me terna; y si no soy digna de verme en su presencia y recibir su bendición,
y a las Indias me mande ir o quedar aquí, o donde quiera que V. md. mandare, le obedeceré hasta la
muerte; que quien ha ido más de mil leguas con pasión desordenada pidiendo justicia, no se
espantará de ir otras tantas, y aun todo lo que me queda de la vida, en peregrinación, buscando la
misericordia, con amor y por amor de aquel que es poseedor de ella y de todo, y por el todo lo dejo
todo. Y pues esas entrañas llenas de caridad se han abierto para recibir a otras, carísimo padre mío y
señor, no las cierre V. md. para recibir a mí, aunque indigna sierva de los siervos de Jesús; y en
confianza de este dulcísimo Señor y de vuestra piedad esperaré la respuesta de V. md.; la cual le
suplico, cuan húmilmente puedo, sea lo más presto que fuere posible. Y por no dar más pesadumbre,
acabaré, suplicando a nuestro Señor lo guarde con todos los de la Compañía, y ensalce en su santo
servicio.
De Valencia
Jesús. Indigna sierva de los siervos de Jesús.
La pobre viuda,
Doña Juana de Cardona 698
Tanto la predisposición de Juana para viajar a las Indias o donde fuese
preciso, como el resto de sus argumentos, iba claramente dirigido a neutralizar
las principales alegaciones de Ignacio utilizadas como revulsivo de otras
aspirantes a jesuitas.
Aun así, de nada sirvieron los ruegos de Sebastiana Eixarch y Juana de
Cardona. Ambas llegaron al final de sus días sin obtener una respuesta positiva a
sus deseos. Al cabo de los años, el marido de Sebastiana continuaba ayudando
activamente al colegio jesuita de Valencia, una «afición» que ella le inculcó, al
igual que la inusual costumbre de comulgar cada domingo, tan difundida por los
jesuitas, como escribió Diego Mirón: «[...] doña Sebastiana pienso que ha tres o
cuatro años que confiesa todos los domingos y comulga, y trujo a su marido a
que hiciese lo mismo» 699 .
De Juana de Cardona quedó en la memoria de quienes la conocieron un vivo
recuerdo que expresó muy bien el jesuita Andrés de Oviedo:
Estando aquí, murió la señora doña Juana de Cardona, a 13 de marzo, con tanta buena fama, que
ha dejado fama de una santa, habiéndole tanto ayudado para su alma el conocer al padre maestro
Mirón, y a la Compañía, de que tanto era ella; y de su parte tiene hecho voto de ser de ella, si la
recibieran, y voto de pobreza y castidad, y había hecho mortificaciones públicas, y muchas
penitencias, y servido a los pobres del hospital, donde ella, como pobre, murió, y era muy devota de
besar las llagas a los pobres, y esto no mediocriter [«medianamente»], sino como quien en todo
busca a nuestro Señor, y dice mucho de cuanto era dada a la santa oración. Bien creo nos favorecerá
en el cielo 700 .

No cabe duda de que Juana de Cardona se sintió jesuita hasta el final, aun a
pesar de no haber sido aceptada como tal por Ignacio. Hizo el voto de
pertenencia, libremente y a la espera de una respuesta satisfactoria que nunca
llegó, y vivió sus últimos días como Ignacio había vivido en diferentes
momentos, ayudando a los pobres.
Paralelamente a aquellas peticiones, otra mujer, Juana de Meneses, esta vez
desde la vecina Gandía, también comunicó su voluntad de entrar en la
Compañía.
Juana de Meneses era hija de don Álvaro de Castro e Isabel de Meneses
Barreto —de quien siempre tomaba el apellido—, y, por tanto, hermana de
Leonor de Castro, la esposa del duque de Gandía, Francisco de Borja.
Juana había conocido la labor de los jesuitas en Barcelona, adonde se trasladó
junto a su hermana cuando a Francisco de Borja lo nombraron virrey de
Cataluña. Pero fue en 1545 cuando su nombre apareció por vez primera en una
carta de Ignacio a Francisco de Borja, al hilo del interés de este, junto con su
esposa y su cuñada, por fundar un colegio de la Compañía en Gandía.
En enero de 1546, Araoz comunicó a Ignacio que Juana de Meneses «iría de
muy buena gana a Roma» para conocerlo 701 . En la mente de Juana estaba la
fundación de una casa donde se reunieran mujeres dedicadas a llevar una vida
ascética y bajo la obediencia de la Compañía de Jesús. Algo nada extraño si
tenemos en cuenta que Juana había conocido a Isabel Roser en Barcelona y sabía
que esta había sido aceptada bajo la obediencia de la Compañía. Pero la
respuesta de Ignacio fue negativa.
Ante aquellos intentos de alimentar una rama femenina de jesuitas con
familiares o personas próximas al círculo de Francisco de Borja en Valencia y
Gandía, Ignacio se vio obligado a plantear una alternativa, que en nada
comprometía a la Compañía de Jesús. La propuesta de Ignacio, incluida en el
largo memorial que dedicaba comentarios a los diversos asuntos que concernían
a la Compañía de Jesús en varias ciudades hispanas, decía así:
A Mirón, a Rojas y a doña Juana de Cardona, a quien escribo, movedlos a hacer compañía de
dueñas [en Valencia], así como en Gandía se pretende.
Cerca hacer algún monasterio de monjas en Gandía, dedicadas y sujetas a la Compañía de Jesús,
por ahora en ser principio desta mínima religión, y con tantas contradicciones y con tanta penuria de
compañeros que hay en ella, hasta que crezca ella in Domino no nos podemos persuadir que sea
conveniente. 2.º, porque esta Compañía tiene voto expreso de ser in motu a la voluntad del sumo
pontífice, para discurrir de una parte en otra del mundo. 3.ª, para en Gandía, siendo monasterio tan
bueno y santo de las más conjuntas deudas del señor duque, en hacerse monjas, como el pueblo no
sea tan grande, siempre parece que sería algún daño por diversas concurrencias al un monasterio, o
al otro, o a los dos. 4.ª, cuando acá nos puede parecer en el señor nuestro es de hacer a la Compañía
libre para poder discurrir por las mayores necesidades, no ligándonos a las particulares; que a la
postre si nosotros vamos in viam Domini, hemos de pensar y estimar de nosotros, que aún no somos
dignos de desatar la correa de los zapatos de los bienaventurados san Francisco y santo Domingo; y
como vemos que en sus religiones son tantos embarazados y turbados de las querellas de los
monasterios de monjas, como in dies vemos acá in curia romana, hemos de pensar que in posterum
no menos contradicciones y escándalos pasarán los nuestros por tomar cargo especial y en
obediencia a mujeres; que aun de tres, tomadas por especial comisión de Su Santidad, esperamos
alcanzar gracia, si de ellas nos podremos librar, como está al cabo de todas las particularidades que
acá pasan. Y por tanto me persuado que para cumplir las intenciones del señor Duque y de la señora
doña Joana [de Meneses], para ganar más ánimas y para que más universalmente Dios nuestro Señor
sea servido de todos y de todas en mayor provecho espiritual, nos persuadimos que será un bueno y
santo medio de hacer una compañía de señoras y de otras que les parecieren justas y santas en el
Señor nuestro, según que en una memoria va con esto, como mejor haya en el Señor nuestro se
juzgare 702 .

La alternativa planteada por Ignacio de crear una «compañía de señoras» o


«compañía de dueñas» se basó, probablemente, en el modelo que él mismo había
aplicado en la creación de la Compagnia della Grazia, como paso previo a la
puesta en funcionamiento de la Casa de Santa Marta en Roma. Por tanto, la
vinculación de los jesuitas con la «compañía de señoras» se ceñiría a ejercer la
función de gestores y confesores de las mujeres dedicadas a desempeñar una
función asistencial, sin que mediaran votos de obediencia a la Compañía, aunque
no se conocen las instrucciones concretas que envió al respecto a Gandía.
Por otro lado, las justificaciones desplegadas por Ignacio en el memorial son
contradictorias, ya que si bien en un principio alegaba la necesidad de que
creciera la Compañía antes de poder hacerse cargo de mujeres, a continuación
desgranaba una serie de puntos con los que les cerraba definitivamente las
puertas: la gran movilidad de los jesuitas sujeta a la voluntad del papa; no desear
entrar en competencia con otro monasterio de Gandía ni con otras órdenes
monacales que incluían una rama femenina, como las de Santo Domingo y San
Francisco, ni seguir los escabrosos pasos que habían llevado a algunas de estas
órdenes a enfrentarse con los monasterios femeninos; para terminar, esta vez sí,
con una cruda experiencia vivida: la de las tres jesuitas que estaba a punto de
expulsar de la Compañía, «si de ellas nos podremos librar», apostillaba Ignacio.
En este sentido, además, su intransigencia se basaba en argumentos misóginos al
considerar que los monasterios femeninos eran una fuente de problemas —como
si los monasterios masculinos estuvieran exentos de ellos—, y atribuir una
incapacidad congénita de las mujeres para vivir en comunidad. Sin embargo,
también se puede deducir de esa actitud que Ignacio, a raíz de su propia
experiencia con los monasterios de monjas barceloneses, pensaba que era muy
difícil gobernar a las religiosas precisamente porque sabían defender sus
intereses ante los superiores masculinos de la Orden a la que pertenecían y, en
consecuencia, que los jesuitas no serían capaces de someter a las mujeres a su
voluntad, por lo que debían desestimar la entrada de estas en la Compañía.
La respuesta de Juana de Meneses ante la negativa de Ignacio la expresó en
forma de una generosa donación para la creación del colegio de la Compañía en
Gandía: pagaría 40 ducados para que pudieran estudiar en Alcalá o Salamanca
dos alumnos, y una vez acabados sus estudios, la renta quedaría para el colegio.
A continuación se sucedieron unos años de desasosiego para Juana, primero
por la caída en desgracia de su cuñado Francisco de Borja en la corte y su
obligado exilio a Gandía, y luego por la muerte de su hermana Leonor de Castro,
el 27 de marzo de 1546. Juana hubo de compartir con su cuñado el cuidado de
sus sobrinos y sobrinas y las preocupaciones por casarlos en las mejores
condiciones, de acuerdo con su estatus. Finalmente, el 31 de mayo de 1550,
Francisco de Borja comunicó a Ignacio que había revelado oficialmente a su
cuñada y a su primogénito Carlos que era jesuita 703 . A finales de ese mismo año,
Juana de Meneses fue llamada a la corte de Valladolid para entrar al servicio de
la infanta María de Austria (regente desde 1548 en ausencia de su padre el
emperador Carlos V). En ese momento la infanta estaba embarazada y su
marido, Maximiliano de Austria, se disponía a regresar a Alemania. Cuando
nació el pequeño archiduque, llamado Fernando, fue Juana de Meneses quien se
encargó de su crianza. Por ese tiempo, Ignacio le envió a esta una carta donde le
agradecía su proximidad a la Compañía de Jesús y el hecho de haber expresado
el deseo de llevar consigo a un jesuita a la corte. Asimismo, la hacía partícipe de
uno de los privilegios que los jesuitas concedían a sus más estrechos valedores,
enviándole «una patente que contiene la comunicación de los sufragios y méritos
de la Compañía» 704 . El fallecimiento prematuro del pequeño Fernando al año
siguiente de nacer precipitó los acontecimientos. La infanta María, reina de
Hungría y Bohemia, partió hacia Viena, y Juana de Meneses regresó a Gandía.
Allí, tras su muerte el 15 de agosto de 1564, fue enterrada en la iglesia del
colegio de los jesuitas 705 .

LAS «JESUITAS» PORTUGUESAS

La temprana aceptación de los miembros de la Compañía de Jesús en la corte


de Portugal, y su intensa presencia en ella, generó en ese país no pocas
vocaciones jesuíticas, tanto masculinas como femeninas. Pero quizá ninguna tan
destacable como la de Guiomar Coutinho, hija de Fernando Coutinho, mariscal
del reino de Portugal. La estrecha amistad que mantuvo Guiomar con Leonor
Mascareñas llevó a ambas a planear retirarse a una casa junto con otras mujeres
para ponerse bajo la obediencia de la Compañía de Jesús. Cuando todavía
faltaban nueve meses para que Isabel Roser, Francisca de Cruylles y Lucrecia
Bradine hiciesen sus votos de entrada en la Compañía, Araoz le escribía a
Ignacio:
Yo creo Vuestra Reverencia terna ya información de una Señora de mucho talento y calidad que
está en palacio, de Sus Altezas muy querida y acreditada, tía de nuestro don Gonçalo [da Silveira],
non nupta [«soltera»]. Es a V. R. en el Señor muy afectada y a la Compañía, mostrándolo con muy
continuas y liberalísimas obras; afectadísima y tal, que hace profesión de ello, no solo teniéndose
por tal, mas deseando ser tenida en tal título. Querría escribir a V. R.; y aunque la bondad que
nuestro Señor le ha dado y su buen ejemplo sean más verdaderos intercesores, hame pedido que yo
escribiese a V. R. Lo que en esto puedo decir y siento es que diligit gentem nostram, y desea mucho
que doña Leonor [Mascareñas] y ella con otras hiciesen una casa que fuese de nuestra Compañía,
para en ella estar, y paréceme que desafía a doña Leonor: son loables deseos. Con letra de V. R., no
solo será muy consolada, mas aun animada, según tiene los deseos, para crecer en más servir al
Señor. Esta es en este reino otra Isabel Roser en Barcelona y doña Leonor [Mascareñas] en Castilla;
y si no fuese por lo que a todas en el Señor amo, y por no hacer comparaciones, me extendería más
[...]. La señora que digo se llama doña Guiomar Coutinho, la cual, no solamente con los de acá, mas
con nosotros se muestra propicia y muy providente 706 .

Es significativo que Guiomar Coutinho, al igual que otras mujeres deseosas


de pertenecer a la Compañía de Jesús, antes de que fuesen aceptadas ya se
consideraban jesuitas. Quizá sintieron que los miembros de la Compañía podían
ser tratados en una relación de cierta igualdad, como demuestra el hecho de que
incluso algunas sugirieran a Araoz que las acompañara en su peregrinación a
Guadalupe. Así lo explicaba el propio jesuita: «Escribí a doña Guiomar
[Coutinho] y le envié aquel tratado del duque de Gandía [Francisco de Borja]. La
condesa de Osorno [María de Velasco] querría traerla a Castilla; irán a
Guadalupe; querría que yo fuese con ellas; mas tengo tantos Guadalupes, que
dudo poderlo hacer» 707 .
Sin embargo, a pesar de aquella familiaridad, las relaciones de Guiomar
Coutinho con Ignacio se agriaron al cabo de los años como consecuencia del
enfrentamiento de este con Simón Rodrigues, uno de sus primeros compañeros
en París y que había sido enviado a ejercer como provincial de los jesuitas en
Portugal.
La fuerte personalidad de Rodrigues enseguida había atraído a nuevos
adeptos a la Compañía de Jesús en la corte portuguesa, sin embargo al cabo de
un tiempo algunos jesuitas empezaron a cuestionar su comportamiento y le
acusaron de que promovía las prácticas ascéticas extremas, como la
autoflagelación por las calles; que tenía demasiado apego a favores y
comodidades, así como un trato excesivamente cercano a nobles y cortesanos.
Pero, además, Rodrigues empezó a dejar a un lado la obediencia a sus
superiores. Todo ello generó cierto escándalo y división entre los propios jesuitas
portugueses. Cuando esto llegó a oídos de Ignacio, Rodrigues fue removido de
su cargo y nombrado provincial de Aragón en 1552. Aun así, este intentó
oponerse a las órdenes del prepósito de la Compañía, y en un principio se
resistió a salir de Portugal, apelando a la protección de los reyes portugueses.
Precisamente en medio de esa resistencia de Simon Rodriges debe
contextualizarse la carta de Guiomar Coutinho a Ignacio, escrita en defensa del
provincial portugués y una de las más duras que el prepósito de la Compañía de
Jesús había recibido hasta entonces 708 :
Yo he escrito a V. R. algunas veces como nuestro Señor en estos reinos favorecía a esta
Compañía, llamada de Jesús; pero como el demonio vio el fruto que producía, puso todas sus
fuerzas para destruirla. La cosa sucedió de este modo, según dicen muchos que de la Compañía se
han salido, y lo que vemos los que estamos fuera: que algunos de esta casa escribieron a V. R. lo que
quisieron. Lo que fue, V. R. lo sabrá. Pero el resultado es que esta casa dejará de existir y que la
gente acabará creyendo lo que siempre han pensado: que esto no era cosa que había de durar. Por
donde parece que la causa sería mala, pues tales efectos se seguirán: porque cerca de la mitad de los
que pertenecían a la Compañía se han salido, y muchos eran de los más importantes, los cuales eran
de mucho provecho en la Iglesia de Dios, y otros están por salirse, según dicen, y cada día se salen
algunos, por lo que vieron que se le hizo al padre maestro Simón, y lo que oyen decir cada día de él.
Y esto parece más odio que caridad por descargarlo de su culpa, pues él ha sido difamado
públicamente, tanto dentro de la casa como fuera de ella, él que ha dedicado tanto amor y trabajo, y
ha trabajado tanto en la Compañía, lo que supone un gran escándalo para la gente que lo conoce,
siendo tan virtuoso, como toda la corte lo ha considerado siempre, y así está claro que tenía todas las
virtudes que quería para sus hijos, y ellos todo lo contrario.
Ciertamente, tantas novedades en esta Compañía tan nueva causan un gran escándalo y parece
que la cosa esté próxima a su fin. Que nuestro Señor la tenga de su mano, porque retiraron a los
hermanos del estudio y los mandaron a un monasterio a cavar, y si no querían cavar, se les privaba
de comer; y enfermos y sanos los mandó trabajar, diciéndoles mil perrerías, una cosa nunca vista en
la Compañía, y muy escandalosa: y muchos o casi todos se han marchado, y van diciendo cosas de
los de la Compañía, que retiran su confianza los que antes tenían buena opinión de ella.
En el colegio de Coimbra acontecieron tantas novedades, que no son para contarlas: solamente le
digo que han perdido la fama que tenían, y hay muy pocas personas que conserven una buena
opinión de ellos, cosa que da mucha pena a los que antes eran devotos de la Compañía. Y sepa V. R.
que el día que retiraron el oficio a maestre Simón para dárselo a Mirón, que fue el día de la
Invención de la Santa Cruz, cayó un rayo del cielo en una torre del colegio de Coimbra, y derribó
parte de ella, y esto fue interpretado como un signo misterioso, pues ellos demolieron la torre que
sostenía a la Compañía, y yo por un signo misterio lo tengo, según lo que se vio y cada día se ve de
ella.
Sé que la poca caridad que usaron con él, cuando lo expulsaron de su oficio, dio tanto que hablar
a la gente, que soy incapaz de decirlo. Incluso contra un moro tratado según las leyes humanas no se
podría haber usado tanta crueldad. Si V. R. lo viera, yo creo que lo sentirá mucho, y acabará por
reconocer la virtud de tan buen hijo, viendo la paciencia y la suavidad con que lo ha soportado todo,
según dicen los que fueron testigos, pues él no ha querido informar a nadie de lo que sucedió, según
creo, por ocultar a los hombres las faltas que veía. Creo que mejor pago tendrá él en el cielo de lo
que tiene en la tierra por parte de sus hijos, por quienes tanto tiene padecido, y de V. R.; mas si esto
es lo que sucede entre religiosos, de los que todos esperaban ejemplo, no es mucho lo que habrá en
el mundo. Lo que pido a V. R. es que, por amor de nuestro Señor, ponga remedio a tanto mal, ya que
vos fuisteis la causa de ello. Porque yo no sé cómo se puede reparar la infamia que vertieron contra
el padre maestro Simón, ni la reputación de V. R.
Que nuestro Señor esté en nuestras almas.
Doña Guiomar Coutinho 709

Las recomendaciones de Guiomar Coutinho no fructificaron, ni tampoco su


larga trayectoria como benefactora de los jesuitas, porque Ignacio no cambió de
actitud. Ni siquiera cuando Guiomar escribió al cardenal Giovanni Ricci de
Montepulciano, que había sido nuncio del papa en Portugal, hubo reacción
alguna por parte de Ignacio: «Que no se hará nada por haberle escrito al cardenal
de Montepulciano doña Guiomar», ordenaba en abril de 1553 710 . Finalmente, el
problema se resolvió cuando Simón Rodrigues accedió ese mismo año a viajar a
Roma, donde sus actos fueron juzgados por un comité de jesuitas y se le
prohibió regresar a su país de origen, una prohibición que cumplió, en un
principio, solo a medias, aunque acabaría por someterse a la disciplina de la
Compañía de Jesús.
La frustración de Guiomar Coutinho al no ver cumplidas sus expectativas de
entrar en la Compañía contrasta, sin embargo, con los logros que, en ese mismo
sentido, obtuvieron otros miembros masculinos de su linaje. Por ejemplo, su
sobrino Gonçalo da Silveira —hijo de una hermana de Guiomar, llamada
Beatrice— entró en la Compañía de la mano de Diego Mirón en 1543, y doce
años después sería nombrado Provincial de la India con el beneplácito de
Ignacio, poco antes de la muerte de este. Todavía en 1557, Gonçalo da Silveira
transmitía desde Kochi el deseo de que le fuesen agradecidos a su tía Guiomar
Coutinho los cumplimientos que había tenido con los jesuitas de la India al
enviarles ciertas reliquias, disculpándose al mismo tiempo por no escribirle 711 .
No era la primera vez que la incansable generosidad de una benefactora de
los jesuitas chocaba con el descuido incluso de las pequeñas atenciones por parte
de estos hacia ella.

LAS MUJERES ITALIANAS AFINES A LA COMPAÑÍA DE JESÚS

Los jesuitas que se establecieron en diversas ciudades del norte de Italia y


empezaron sus predicaciones a partir de 1537-1538 contaron siempre con
seguidoras incondicionales, sobre todo mujeres que ocupaban posiciones de
privilegio en la escala social, que entregaron importantes cantidades de dinero,
fundaron o ayudaron a fundar colegios o mediaron para conseguir favores y
privilegios.
Pero los primeros miembros de la Compañía recogieron también el testigo de
Ignacio en su empeño de reforma de los monasterios femeninos italianos para
que se sometieran a la estricta clausura. Por ejemplo, en junio de 1540, en
Parma, Diego Laínez, Jerónimo Doménech y Paolo d’Achille habían dado ya los
Ejercicios en el monasterio de monjas benedictinas, así como a otras religiosas
de diversas órdenes, y deseaban hacer extensiva esa misión a todos los
conventos femeninos sujetos a la jurisdicción del obispo. Laínez le explicó
puntualmente a Ignacio las dificultades que habían tenido para llegar a las
monjas más ancianas frente al interés que habían mostrado las más jóvenes,
deseosas de experimentar los Ejercicios espirituales 712 .

Faustina Jancolini, primera benefactora de la Compañía en Roma

En Roma también ganó Ignacio para su causa a mujeres dispuestas a


ayudarle. Apenas pasados cuatro meses de la aprobación oral de la Compañía
por Pablo III, la viuda romana de familia noble Faustina Jancolini hizo donación
testamentaria de su casa para que pudiera servir como sede de los jesuitas,
convirtiéndose así en la primera benefactora de la Compañía de Jesús en Roma.
Al parecer, el único hijo que le quedaba, Vincenzo, había sido asesinado en
noviembre de 1539, por lo que, ya sin descendencia, dejó por escrito que,
cuando ella falleciera, su casa debía ser «para uso y continua habitatione de los
pobres sacerdotes de Jesucristo, esto es de los llamados y nombrados
“reformados”, los cuales en el presente habitan en el distrito de Campitello, en la
casa donde ya solía habitar micer Antonino Friapane con su familia». Pero,
además, entre las condiciones que puso Faustina, destacaba el expreso deseo de
que en aquella casa nunca entrara mujer alguna: «Ítem, quiere, ordena y
expresamente manda que, después de la muerte de esta testadora, en la dicha
casa nunca en ningún tiempo a perpetuidad, por cualquier causa que sea, pueda
ni deba entrar ni estar mujer alguna de cualquier grado, estado y condición que
sea, tanto anciana como joven, ni pobre, ni rica, ni religiosa y en cualquier
condición y calidad que tenga, prohibiendo ex nunc [“desde ahora”]
expresamente a todos y singuli [“cada uno” de los] sacerdotes supraescritos y a
cualquier otro, bajo pena de perder dicha casa, el uso y conversación de mujeres
en dicha casa, por cualquier motivo, sea el que sea» 713 . La insistencia de
Faustina Jancolini es un indicador de la conciencia reformadora de las mujeres
que estaban participando activamente en que las cosas cambiaran en el seno de
la Iglesia católica, donde tanto los miembros de la jerarquía como los clérigos o
los frailes estaban acostumbrados a transgredir sistemáticamente la norma del
voto de castidad.
Ignacio debía de conocer bien a Faustina Jancolini, ya que esta, cuando se
hallaba en Roma con motivo del traslado del cadáver de su hijo desde Verona,
estuvo con el jesuita Francisco Javier, que iba camino de Portugal para
embarcarse hacia las Indias. Francisco Javier, desde Bolonia, escribió el 31 de
marzo de 1540 una carta a Ignacio y a Pietro Codacio, donde les explicaba su
encuentro con Faustina y les pedía que continuaran la labor de consejeros
espirituales que él había iniciado: «Recomendadme a Faustina Ancolina
[Jancolini]; decidle que he celebrado una misa por su y mi Vincenzo; que
mañana celebraré otra por ella; y tenga por cierto que yo no la olvidaré jamás, ni
siquiera cuando esté en la India. Y vos, maestro Pietro [Codacio], queridísimo
hermano mío, recordadle de mi parte que mantenga la promesa, que ya me hizo,
de confesar y comulgar, y que me haga saber si lo ha hecho y cuántas veces.
Decidle también en mi nombre que, queriendo complacer a Vincenzo, suyo y
mío, perdone a quien le mató el hijo, porque Vincenzo reza mucho por estar en
el cielo» 714 .
Faustina falleció el 17 de julio de 1556, pocos días antes que Ignacio, pero su
casa no fue aceptada por la Compañía de Jesús como donación testamentaria, y
pasó a la nueva Confraternidad de Santa Maria della Pietà dei Pazzi. Para
entonces la Compañía tenía como sede consolidada la iglesia de Santa Maria
della Strada.

Julia Zerbini y Jacoba Pallavicino, aspirantes a jesuitas en Parma

Los primeros jesuitas, a imitación de su líder espiritual, se habían acercado al


mundo de las beatas italianas desde los primeros tiempos de la Compañía de
Jesús, aun sin que esta tuviese plena carta de legalidad. En ese sentido, Fabro y
Laínez desempeñaron un papel importante en Parma. Esta ciudad era la capital
del ducado que pertenecía a los Farnesio, la familia del papa, y en ella
encontraron a varias mujeres nobles que pronto se mostraron deseosas de entrar
a formar parte de la Compañía, después de ver incentivadas sus aspiraciones por
los propios «apóstoles» ignacianos.
Así, Fabro informó desde Parma, en diciembre de 1539, a Pietro Codacio y
Francisco Javier, que se encontraban en Roma, que había conocido a una mujer
que «desde los cinco días de julio nunca ha comido ni bebido cosa de este
mundo, ultra el Santísimo Sacramento; es moza, casada y enfacturata
[“favorecida”], y ya gran parte de los Ejercicios ha hecho, los cuales le da aquel
que se es ejercitado apartadamente, que es su confesor» 715 . Fabro se refería a
Julia Zerbini, que había hecho los Ejercicios espirituales con el jesuita Jerónimo
Doménech, y que luego tuvo como consejero espiritual a Juan Bautista Pezzana,
que entró en la Compañía en 1547.
Julia Zerbini asimiló muy bien el método de meditación ignaciano y empezó
a enseñar a usarlo a un grupo de amigas suyas de Parma. Estas, a su vez, iban de
casa en casa visitando a otras mujeres jóvenes y adultas que no podían asistir
asiduamente a la iglesia, para instruirlas en las obligaciones de la vida cristiana.
Sin embargo, con el tiempo se dijo que Julia había caído en ilusiones diabólicas,
y hubo de abandonar aquel modo de vida.
Entre aquellas mujeres piadosas seguidoras de Julia Zerbini se hallaba Jacoba
Pallavicino de Zibello, hija del marqués Bernardino Pallavicino de Zibello, que
había sido asesinado por algunos de sus parientes el 16 de octubre de 1536.
A Jacoba también le había dado los Ejercicios el padre Doménech y
pertenecía, asimismo, al círculo de amistades de Pedro Fabro. En 1540, Fabro
comunicó a Ignacio que Jacoba estaba dispuesta a favorecer generosamente a la
Compañía: «Una señora Jacoba, viuda y sola, tiene una entrada de quinientos
escudos, ultra la sua dote: está dispuesta a expender todo lo suyo y a sí misma en
lo que yo le hubiera mandado para cualquier obra pía» 716 .
Julia Zerbini y Jacoba Pallavicino intentaron por todos los medios que Fabro
no se marchara de Parma en septiembre del mismo año, cuando el emperador
Carlos V le encargó que, en calidad de teólogo, acompañara al doctor Pedro
Ortiz a Worms, donde iba a celebrarse uno de los frecuentes encuentros en los
que se debatían cuestiones religiosas. Jacoba apeló a los senadores de Parma y
estos dirigieron una carta a Constanza Farnesio, hija del papa y madre del
cardenal Guido Ascanio Sforza, con el fin de que apoyase la solicitud, sin que
esa maniobra causara efecto alguno.
No sería la última vez que aquellas mujeres reclamaran a Ignacio la presencia
de un jesuita en Parma para que las dirigiera espiritualmente, como tampoco
dejarían de insistir, a partir de entonces, para que fuese creado un convento
femenino bajo las Reglas y Constituciones de la Compañía. Desde hacía tiempo,
estas mujeres habían tomado la iniciativa de «ir de casa en casa, enseñando
doncellas y otras mujeres, las cuales no pueden ir con libertad fuera; y siempre
ante omnia [“todas”] les dan los diez mandamientos, siete pecados mortales, y
después lo que es para la confesión general» 717 .
Todos esos intentos vendrían avalados por personas muy bien posicionadas en
la escala social, como fue el caso de Margarita de Austria, hija ilegítima del
emperador Carlos V y casada desde 1538, en segundas nupcias y por intereses
geopolíticos, con Octavio Farnesio, uno de los nietos del papa. Jacoba
Pallavicino la mencionó cuando, en diciembre de 1550, pidió a Ignacio que la
aceptara bajo la obediencia de la Compañía. A pesar de la negativa de Ignacio,
Jacoba demostró una voluntad inquebrantable a lo largo de los años en ese
propósito, como puede comprobarse en el contenido de dicha carta, donde sus
ruegos admiten, sin embargo, pocas concesiones:
Si V. R. considera que no soy digna, Jesucristo bendito, nuestro maestro, ha enseñado a llamar
tanto a los malos como a los buenos, y con su santa ayuda, espero pasar de ser una pecadora a ser
una buena sierva. Es cierto que sería conveniente que Su Excelencia Señora [Margarita de Austria]
os pidiese cuanto nuestro Señor Jesucristo le ponga en el corazón que os pida: vos lo haréis, y
también mejores obras. Pero Cristo, señor mío, quiere que vos vengáis y no quiere que los príncipes
puedan impedir vuestras buenas obras. Pero yo estoy sola, soy viuda, tengo una casa y Dios no
dejará de ayudarnos. Yo le pido de rodillas se digne otorgármelo, si no quiere que se pierda el alma y
el cuerpo de quienes tienen buenas intenciones. Por no ser ayudados en el espíritu, podemos perder
lo uno y lo otro. Por ello, he hecho siempre, sobre todo hoy antes de escribir, una ferviente y
ardiente plegaria; y con corazón fuerte y valiente he escrito esta carta. Yo espero en Dios, y que V.
R. no me rechazará ni me hará esperar más tiempo, por ser yo no apta y débil de salud, yo que
deseo, más que la salud corporal, la salud de mi alma y la de muchos otros. Y dicho esto, me
encomiendo a Vuestra Reverencia pidiéndole, como hija suya, su bendición 718 .

Ignacio dio un no por respuesta a Jacoba Pallavicino, como venía haciendo


desde que consiguiera del papa la revocación de los votos hechos por Isabel
Roser, Francisca de Cruylles y Lucrecia Bradine.
Por otra parte, es posible que Fabro y Laínez, a cambio de la oferta que
Jacoba había hecho en 1540, le sugirieran a esta la posibilidad de entrar en la
Compañía de Jesús. En julio de 1553, en una carta enviada por Jacoba a Ignacio,
le «recordaba» que hacía «más de trece años que yo fui llamada de Dios por
boca de Maestro don Pedro [Fabro] y de Maestro don Diego [Laínez] de vuestra
santa Compañía», e iba firmada, llamativamente: «Jacoba, de la Compañía de
Jesús». Esto confirma que entre los miembros de la incipiente Compañía existía
en los años cuarenta una más que buena disposición para crear una rama
femenina de la congregación liderada por mujeres de la nobleza que dispusieran
de una gran solvencia económica 719 .
Jacoba Pallavicino agradecía también en 1553 a Ignacio el haberle enviado,
después de mucho insistirle, al jesuita Elpidio Ugoletti para que fuera su
consejero espiritual. Pero, además, Jacoba le proponía la fundación de un
monasterio de monjas jesuitas: «[...] bajo el gobierno de vuestra Compañía, y
sometido a vuestras Reglas y Constituciones y obediencia, y no puedan disponer
en el momento de su entrada más que para su alimento y vestimenta, según el
modo y la forma que serán fijados por la Compañía». Jacoba deseaba entrar
también como monja en dicho convento, pero estaba obligada a dotar a una
sobrina, por lo que ponía como condición que, si ella moría antes de que eso
sucediera, las religiosas jesuitas se encargaran de casarla y dotarla. Terminaba
Jacoba su carta a Ignacio reafirmándose en su propósito de continuar en la
obediencia de la Compañía, sin dejar de recordarle su responsabilidad como
«pastor» para con sus fieles seguidores: «Los verdaderos pastores cuidan de sus
ovejas y no las dejan al cuidado de otros pastores, y yo no cambiaré nunca de
opinión, y siempre que oigáis decir lo contrario de esto que escribo ahora, será
falso; porque siempre seré perseverante y firme sierva de Cristo, yo, Jacoba
Pallavicino de la Compañía de Jesús, y obedeceré al más humilde miembro de la
Compañía de Jesús, sea cual sea, que me sea dado, y a todos los demás» 720 .
Pero de nada sirvió la arrolladora declaración de Jacoba Pallavicino. Ignacio
para entonces hacía tiempo que había decidido no aceptar mujeres en la
Compañía, al menos de manera oficial, y desestimó de inmediato la propuesta de
Jacoba apelando a las Constituciones. Por otro lado, amonestó a Elpidio
Ugoletti, por su evidente complicidad con Jacoba, en una carta enviada solo
veinte días después. Este jesuita, por su parte, a la hora de argumentar su defensa
apeló tanto a la voluntad irreductible de Jacoba como al peligro de quedarse sin
la vital ayuda económica —por ser la única recibida— que esta les
proporcionaba a los jesuitas en Parma: «Acerca del monasterio de mujeres, yo ya
le había dicho a la señora [Jacoba Pallavicino] que no se podría conseguir tal
petición, pero Su Señoría me rogó mucho que le escribiera a Vuestra Reverencia,
y según su deseo lo he hecho. Y en cuanto a estas mujeres, dice Su Señoría que
maestro Joan Batista Pezzana le dijo cuando estaba en Roma que podía hacer
promesa de ser de la Compañía de Jesús, porque había otras mujeres bajo la
obediencia de la Compañía, etc. Enseguida, cuando llegó la carta, se la llevé a la
señora Jacoba Pallavicino, y ella, habiéndola leído, se mostró muy turbada,
porque no había sido concedida su demanda, la cual parecía en todos los sentidos
haber sido aceptada. Nosotros estamos en casa de maestro Pre Otto, como el otro
día escribí, y vivimos de lo que la señora Jacoba Pallavicino envía» 721 .
La reacción de Jacoba Pallavicino tampoco se hizo esperar, aunque se sintió
decepcionada, convencida como estaba de que Ignacio accedería a su petición.
Sin rendirse del todo, Jacoba mantuvo su oferta económica para que Ignacio
dirigiera su dinero hacia donde mejor le pareciera, y le pidió, una vez más, que la
admitiera bajo su obediencia, no sin que dejara aflorar un poso de amargura en
sus palabras:
[...] os suplico que me consideréis como aceptada, ya que Maestro don Bautista [Pezzana] me ha
dicho que en Roma muchas otras os rinden obediencia. Yo haré voto, como os prometo actualmente,
de castidad, de obediencia hacia vos y hacia todo miembro de vuestra santa Compañía que vos
comandáis, y después de vos, a quien os sucederá [...]. Sabed, Padre mío, que no quise entrar en las
paulinas, que todavía me piden que vaya con ellas, porque el Padre me aconsejó, en Parma, que sería
bueno que sirviera a Cristo, cuando ellos comenzaron con la iglesia [?], y nunca he olvidado lo que
me escribió. Y si os parece que no soy apta para someterme a vuestra obediencia, haced lo que Dios
os inspire. Yo estaré en la puerta, para llamar y pedir humildemente, en la esperanza de que Cristo
hará que me atiendan sus servidores 722 .

Cuando Ignacio murió, en 1556, aún no se había materializado ninguno de los


deseos de Jacoba Pallavicino en Parma. Jacoba falleció en 1575.

El apoyo de Constancia Cortesi y de Jerónima y Barbe Pezzani a los jesuitas en


Módena

Constancia Cortesi, apodada la Cavaliera, a principios de los años cincuenta


del siglo XVI se aproximó en Módena a los jesuitas mientras desarrollaba su
propia actividad piadosa en el convento de las Arrepentidas. El jesuita Silvestre
Landini le pidió ayuda para crear una especie de congregación femenina
dedicada al cuidado de los enfermos pobres, a «apaciguar las diferencias entre
mujeres» y a la custodia de las jóvenes cuya virtud se presuponía que estaba en
peligro. El proyecto tuvo tanto éxito que el obispo de la diócesis encargó al
padre Landini que reuniera a las mujeres de la nobleza de Módena en una
comunidad concebida bajo el modelo de la cristiandad primitiva para una
práctica activa de la beneficencia. Dicha comunidad debía estar bajo la dirección
de Constancia Cortesi.
Más adelante, cuando se planteó en Módena la creación de un colegio de la
Compañía de Jesús, volvió a ser Constancia Cortesi quien, ante las reticencias de
algunos prohombres de la ciudad, ofreció elevar su contribución económica y
hacerse cargo del coste de la manutención de diez jesuitas. Asimismo, quiso
velar personalmente por el mobiliario y la ropa de cama del colegio. Sin
embargo, el edificio escogido para albergar la nueva institución no reunía las
condiciones adecuadas para acoger a los más de cien alumnos que desde el
principio se presentaron. En agosto de 1553, debido al calor y las deficientes
condiciones higiénicas, los diez jesuitas llegados a Módena para enseñar cayeron
enfermos. Ignacio ordenó que los miembros de la Compañía abandonaran el
edificio y, por tanto, quedó suspendida la institución pedagógica.
El entusiasmo inicial despertado en Módena por la creación del colegio de la
Compañía se disipó al poco tiempo. Solo Constancia Cortesi continuó fiel a los
jesuitas. Se reiniciaron las lecciones en el colegio, pero las iniciativas personales
de Constancia no siempre eran bien vistas por los jesuitas. Juan de Polanco, con
cierta ironía, se lamentaba de que en el colegio de Módena fueran aceptados
niños que no sabían escribir para tomar lecciones sobre Cicerón y Virgilio. Aun
así, Ignacio accedió a enviar a un nuevo maestro para el colegio a petición de
Constancia, dado que otro que había llegado, con apenas 25 años, se consideró
que poseía una esbelta constitución física y un rostro tan expresivo que ejercía
un sensible atractivo sobre las mujeres piadosas 723 .
Una vez más, la aportación de 300 libras en moneda de Ferrara por parte de
varias mujeres, entre ellas, Barbe Pezzani y Laura Pallavicini, y de 100 escudos
de la propia Constancia Cortesi, contribuyeron a la creación del nuevo colegio
de la Compañía de Jesús en Módena en 1556.
De esa intensa colaboración de Constancia Cortesi con los jesuitas desde la
llegada de estos a Módena en 1551 —después de un intento fallido llevado a
cabo ocho años antes— dan cuenta las numerosas cartas de agradecimiento que
Ignacio le envió 724 .
No es extraña la generosidad de aquellas mujeres si tenemos en cuenta que
Ignacio, en su papel de líder espiritual de la recién fundada Compañía de Jesús
—que, no hay que olvidarlo, pronto se convirtió en modelo de virtud para
muchas personas—, puso especial cuidado en sus relaciones con quienes, de
algún modo, estaban ayudando a los jesuitas. Este fue el caso de Barbe Pezzani,
que hizo los Ejercicios espirituales con los primeros jesuitas llegados a Módena,
que la calificaron de «una dama de las más distinguidas de la ciudad» 725 . Las
dudas que tuvo Barbe Pezzani cuando intentó, sin éxito, transmitir su
experiencia a algunos miembros de su familia, la llevaron a pedir a su confesor,
el jesuita Felipe Leernus, que consultara a Ignacio, pero este declinó responderle
directamente apelando a la mala salud que por entonces ya tenía, aunque quiso
que le hicieran saber que: «[...] yo pido por ella en algunas santas misas y
plegarias ofrecidas con esta intención. Si aun así os apercibís de que ella espera
una respuesta escrita, se la daré, aunque tengo muy poca salud» 726 . Aun así,
Barbe Pezzani quiso agradecer a Ignacio por carta sus buenas intenciones:
Muy Reverendo y bendito Padre y Señor nuestro.
He comprendido todo cuanto dice V. R. haber hecho por mí, pobre indigna, y confieso haber
sentido el rápido efecto y el fruto de esas oraciones y santos sacrificios: he aquí mis llagas, que han
quedado más al descubierto. Me ha sido dado un conocimiento más claro y particular de mis
grandísimos errores y fallos, hasta el punto de que veo claramente que he sido siempre una ilusa en
todos los actos y obras mías, y que Satanás se ha transfigurado en ángel de luz, haciéndome creer
que era moza de buen espíritu para hacer oficios que no me eran propios, esto es, querer convertir
almas: y esto no solo con oraciones —lo que hubiera sido un mal menor—, sino también con
palabras, exhortaciones, cartas, y mil otros modos inútiles e inconvenientes. Y lo que tendría que
haber hecho por mí misma, nunca lo hice: esto es, mortificar mis pasiones, y abnegar la voluntad,
adquirir humildad y otras virtudes. Sin embargo, contrariamente a ello, no solo no he convertido
nunca a nadie, sino que he hecho tanto daño a mi alma, que me es imposible incluso decirlo. Pues
bajo el pretexto de ganar a mis próximos consanguíneos, hermanos, sobrinos, y otros, no me he
apartado nunca del mundo, ni de la carne, y he vivido y he estado junto a ellos, y no les he sido
nunca de ninguna utilidad. Parece, por el contrario, que cuanto más tiempo pasa, más incapaces se
sienten de hacer bien alguno. A causa de mis pecados, cada día pierdo más la esperanza, y no
obtengo sino dolor y tristeza de esta vida a su lado, y otros muchos males. Pero por no conocer la
voluntad de Dios, ni sobre esto ni sobre lo otro, no sé qué es lo que yo debo hacer, ni hacia dónde
volver. Y aparte de esto, mi pena aumenta más si cabe por haber, a medida que pasan los años,
perdido totalmente la confianza. Yo he visto claramente verificarse en mí no solo la palabra que
dice: «Cuando multipliquéis las oraciones, yo no oiré» [Isaías 1:15], sino también muchas otras
palabras de este capítulo. Esto es lo que me hace pedir vuestra caridad, reverendo y venerado Padre:
que no ceséis en vuestras oraciones, hasta tanto hayáis inclinado hacia mí la divina misericordia, que
el Señor se haya reconciliado conmigo y que me hayáis perdonado las injurias y los gravísimos
errores, por algún signo manifiesto que me lo muestre. Y con esta única respuesta me basta, porque
no necesito otra que la divina gracia y reconciliación de Dios.
De Módena, a 7 de diciembre de 1554.
De V. R. sierva e hija en Cristo,
Barbe Pezzani 727

La profunda admiración y respeto de Barbe Pezzani hacia Ignacio, no fue


impedimento para que, en un momento dado, ella misma, sin esperar
autorización alguna, decidiera transmitir a su propia familia los conocimientos
que había ido adquiriendo a lo largo del tiempo y que habrían culminado con el
apostolado recibido de los jesuitas a través de los Ejercicios espirituales.
Pero antes de que eso sucediera, Barbe había leído probablemente el
Beneficio de Cristo, el libro escrito por Benedetto Fontanini y revisado y
ampliado por Marcantonio Flaminio, quien lo publicó en 1543 sin autorización
del autor y tuvo un fulminante y extraordinario éxito en Italia. Este libro recogía
ampliamente la influencia de los textos de Lutero, Melancton y Calvino, pero
también se hacía eco del pensamiento de Juan de Valdés y del movimiento de los
espirituales. Al parecer, a Barbe Pezzani le llegó por donación del que sería
obispo de Módena, y luego cardenal, Giovanni Morone, quien también estuvo
muy cerca de las propuestas de los jesuitas 728 . El Beneficio de Cristo empezó a
ser ferozmente perseguido en 1544 y se ordenó la destrucción de todas las copias
que circulaban, en total, unas diez mil.
El fracaso de Barbe Pezzani en la empresa de convertir a su familia llevó a
Ignacio a corregirla, ante lo cual Bárbara Pezzani se autoinculpó, por un lado,
para intentar echar tierra sobre su atrevimiento, que como mujer no le era ni
permitido ni reconocido, y, por otro lado, para seguir manteniendo sus lazos de
amistad con Ignacio, tan apreciado por ella, no sin casi «obligarlo» a que
continuara rezando hasta que ella sintiera algún signo de que la salvación de su
alma estaba asegurada.
Entre las aliadas que Constancia Cortesi tuvo en Módena como favorecedoras
de la Compañía, también se destacó Jerónima Pezzani. Pero esta fue más allá en
su aproximación a los jesuitas. Para llevar a cabo su labor redentora y asistencial
a las llamadas «mujeres arrepentidas» solicitó a Ignacio que hiciera de mediador
para crear una institución conventual que estaría apoyada económicamente por
un mecenas llamado Giovanni Castelvetro y basada en el modelo de la Casa de
Santa Marta. Una vez conseguida la autorización del papa, Jerónima decidió dar
un paso más y entrar a formar parte de la Compañía de Jesús, pero, esta vez, de
una manera muy diferente.
Contrariamente a lo que había sucedido con otras aspirantes a jesuitas, que
habían esperado una respuesta de Ignacio a su petición, Jerónima Pezzani lideró
a un grupo de siete mujeres que, unilateralmente, hicieron los tres votos, de
pobreza, castidad y obediencia a Ignacio como prepósito de la Compañía.
Aquella insólita demostración de «autoridad» fue formulada en estos términos:
Señor mío en nuestro Señor:
Yo, Jerónima Pezzani, indigna superiora de las Convertidas de Módena, hago perpetuo voto de
pobreza, y castidad, y obediencia, con las infrascritas hermanas.
Santísima e Indivisa Trinidad, Padre e Hijo, y Espíritu Santo, delante de mi señor Jesucristo y su
santa Madre bendita, siempre Virgen, y la corte celestial, bajo la obediencia de Vuestra Reverenda
Señoría, superior y padre de la Compañía de Jesús de Roma, ilustrísima en todo el Universo
mundo... Recibidnos en el corazón de Jesús y no queráis dejar que nos perdamos, pues sin Vuestra
Señoría somos despreciadas por muchos. Estamos aún más motivadas por monseñor nuestro
reverendísimo obispo [Egidio Foscarari], que ya se halla bajo la obediencia de Vuestra Reverenda
Señoría. Nosotras sabemos que nos concederéis la gracia.

Módena, 18 de enero de 1552

Yo, Jerónima Pezzani, su sierva indigna, (firmado)


Yo, sor Paula, sierva indigna, (firmado)
Yo, sor Isabel, sierva indigna, (firmado)
Yo, sor Angélica, sierva indigna, (firmado)
Yo, sor Catalina, sierva indigna, (firmado)
Yo, sor Magdalena, sierva indigna, (firmado)
Yo, sor Lucía, sierva indigna, (firmado)
Yo, sor María, sierva indigna, (firmado)

Al Ilustrísimo señor Ignacio de Loyola de la Compañía de Jesús, superior, mi señor en nuestro


Señor. Santa Maria della Strada, Roma 729 .

Pero Ignacio no las aceptó. «Los votos de Jerónima Pezzani, la superiora, y


las otras religiosas que habían hecho voto de obediencia al Padre Ignacio, no
fueron aceptados por este», escribirá Joan de Polanco, aun admitiendo la «gran
labor edificante» que aquellas mujeres estaban desempeñando entre la gente, así
como la «vida religiosa y espiritual» que llevaban en el convento 730 . Sin
embargo, fueron los jesuitas quienes asumieron la dirección espiritual del grupo
de mujeres, mientras que ellas se encargarían de cuidar a los de la Compañía que
cayeran enfermos y lavarles la ropa de cama, además de darse habituales
muestras de ayuda y amistad mutua.
Por su parte, Jerónima Pezzani siguió dirigiéndose por carta a Ignacio. En
ocasiones se quejaba de los continuos cambios de jesuitas que había en Módena,
sobre todo de la mudanza de confesores en el convento, pero también ejerció
cierto control sobre lo que les sucedía a los miembros de la Compañía de Jesús
instalados en la ciudad.
En una ocasión, Jerónima Pezzani transmitió a Ignacio el mal ejemplo que, a
su modo de ver, pero también a los ojos de otras personas, daba Juan Bautista
Viola, provincial de la Compañía de Jesús para el norte de Italia. Este jesuita, al
parecer, no había gozado de buena salud años atrás y el propio Ignacio lo había
instado a que se cuidara, pero él había llevado esa recomendación a un extremo
impropio de quien debía dar especial ejemplo de pobreza. La preocupación de
Jerónima por la imagen que Viola estaba dando de la Compañía no causó efecto
alguno en Ignacio, sino todo lo contrario, y la respuesta de este fue taxativa:
«[...] si tengo que decir lo que pienso, Vuestra Caridad ha tenido semejantes
ideas por tentación del diablo, si proceden de vos, o semejantes sugerencias, si
proceden de otros; por lo que pienso que son tentaciones muy contrarias a la
caridad, aunque revestidas de una apariencia de espiritualidad. A esta persona la
conocemos más nosotros que quienes la han juzgado, y por consiguiente, como
la consideramos apta para ejercer el cargo que le ha sido confiado, con la ayuda
de Dios, parece de estricta justicia que se nos crea más que a ellos. Sobre este
punto no tengo nada más que decir» 731 . Un mes antes, Ignacio había escrito al
propio Viola para tranquilizarlo: «A nosotros, esta carta [de Jerónima Pezzani]
no nos ha impresionado en absoluto...» 732 .
Aun así, Jerónima Pezzani ayudó de modo decisivo a la fundación del colegio
de la Compañía de Jesús en Módena. La preocupación que demostró Ignacio por
que progresara dicho colegio contrasta con su escaso interés por la institución
que dirigía Jerónima 733 .

Margarita de Austria, una princesa cercana a la Compañía

Otra de las mujeres que más ayudó a Ignacio desde los primeros años de la
Compañía en Roma fue Margarita de Austria, o de Parma. Había nacido fruto de
una relación fugaz del emperador Carlos V con Juana van der Gheynst. Esta era
hija de un fabricante de tapices de la ciudad de Nukerke y trabajaba como
sirvienta del gobernador de Audenarde, donde el joven emperador se alojó entre
octubre y diciembre de 1521 mientras se libraba la guerra contra Francia.
El emperador enseguida reconoció a Margarita como hija y esta fue separada
de su madre y conducida a Bruselas, donde su tía abuela Margarita, hermana de
Felipe el Hermoso, se hizo cargo de ella. En febrero de 1536, cuando Margarita
de Austria apenas tenía 14 años, fue casada con Alejandro de Médicis, que sería
asesinado al año siguiente. La joven princesa, viuda, volvió a estar situada en el
tablero estratégico imperial y fueron barajadas dos nuevas opciones de
matrimonio: Cosme de Médicis y Octavio Farnesio. El primero no consiguió
ganarse la confianza del emperador y quedó descartado, casándose luego con
Leonor de Toledo, hija del virrey español de Nápoles, Pedro de Toledo, y con la
que Ignacio mantuvo una estrecha relación, a veces no exenta de tensiones. Por
su parte, el candidato Octavio Farnesio tenía todo a su favor: su padre, Pedro
Luis Farnesio, era hijo del papa Pablo III. La ostentosa boda entre la hija natural
del emperador y el nieto del papa se celebró el 4 de noviembre de 1538 en el
palacio del Vaticano. Solo dos semanas después, Ignacio y sus compañeros
obtuvieron de aquel mismo pontífice ayuda para desmentir las acusaciones que
habían sido vertidas contra ellos en Roma.
Margarita de Austria estuvo muy próxima a la Compañía de Jesús desde sus
inicios. Fue la primera princesa que escogió a un jesuita, el padre Codure, como
confesor. Este sería sucedido primero por Diego Laínez, quien en septiembre de
1541 acompañó a Margarita a Lucques para recibir a su padre el emperador, y
luego por el propio Ignacio, quien acabó ejerciendo sobre ella una gran y fatal
influencia. Fue precisamente Ignacio quien la obligó a consumar el matrimonio
con su marido, Octavio Farnesio, hacia el cual Margarita sentía una total
repugnancia. También Ignacio administró los sacramentos a Margarita antes de
que esta diera a luz, permaneció en la puerta de su estancia hasta que nacieron
sus dos gemelos el 27 de agosto de 1545, y bautizó tres días después a uno de
ellos, Alejandro —futuro gobernador de los Países Bajos y héroe de Lepanto—,
mientras que el otro fue cristianado por la comadrona nada más nacer, debido al
peligro que existía de que muriese, como sucedió al cabo de pocos meses 734 .
En la cercanía que hubo entre Margarita de Austria y los jesuitas nunca
faltaron las entregas reiteradas de importantes cantidades de dinero a la
Compañía, de hasta 200 y 300 ducados, o la petición de favores de todo tipo por
parte de sus miembros. El propio Ignacio solicitó a Margarita, en agosto de
1543, que mediara ante el papa para que un fraile dominico —al que no
nombraba—, después de pasar tres años en la cárcel, fuera indultado. También
pedía que se le permitiera a este seguir ejerciendo los oficios clericales, aunque
«no celebrando en aquella misma tierra donde fue el delito, mas en otras partes,
en público o secreto, según su superior y Orden juzgase ser más a gloria de Dios
N. S., y a Su Santidad será mucho más fácil y grato de así dispensar y consolar
esta ánima» 735 .
Fueron muchos los jesuitas que calificaron de «poco común» la especial
entrega y el entusiasmo de Margarita de Austria en todas las empresas que inició
la Compañía de Jesús. En Roma, encabezó la lista de las mujeres que apoyaron
desde el principio a Ignacio en la fundación de una Casa de Catecúmenos,
dedicada a acoger a los judíos conversos que se preparaban para recibir el
bautismo, e incluso fue la madrina de uno de ellos. También se destacó en la
fundación de la llamada Casa de Santa Marta para acoger en Roma a mujeres
«arrepentidas» que estuvieran dispuestas a regresar con sus esposos después de
una separación o a retomar una vida alejada de la prostitución.
Después de que la princesa se instalara definitivamente en Parma, siguió
intercambiándose cartas con Ignacio, en las que trataban cuestiones muy
diversas, y en las que en algún momento afloró también la disensión. Así
sucedió en 1555, cuando Margarita pidió a Ignacio que obligara a regresar a casa
a un estudiante que había ingresado en un colegio de la Compañía en contra de
la voluntad de su padre. Ignacio se negó apelando a la firme decisión del joven
de profesar, no sin dar a la princesa toda clase de detalles acerca del caso.
Cuando supo de la muerte de Ignacio por una carta de Polanco, Margarita de
Austria le respondió manifestando la «profunda emoción» que había sentido al
conocer la noticia. Margarita falleció en Ortona, Italia, el 18 de enero de 1586.

La generosidad condicional de la duquesa Leonor de Toledo en Florencia

También en Florencia fue una mujer, Leonor de Toledo, la que desempeñó un


papel fundamental en la consolidación de la Compañía de Jesús. La casaron en
junio de 1539 con Cosme de Médicis, duque de Florencia, después de que este
quedase descartado por el emperador como pretendiente de su hija natural
Margarita de Austria. Leonor compró en 1549 el palacio Pitti de Florencia y lo
transformó, así como los jardines Boboli, en una residencia principesca que se
convirtió en el centro de la vida intelectual de la ciudad, y fue la responsable de
que la política florentina se impregnase de una orientación netamente hispano-
austriacista 736 .
A juzgar por las noticias que de Leonor de Toledo dieron algunos de sus
contemporáneos, su fortuna alcanzaba los 40.000 ducados, y, al parecer, no era
precisamente una mujer dada a frecuentar iglesias u otros lugares de oración. Sin
embargo, su padre, que ejerció el cargo de virrey de Nápoles entre 1532 y 1553,
pronto había sentido interés por los jesuitas. Curiosamente, en 1539 hizo ir a
Nápoles al padre Bobadilla para combatir el peligro que se percibía debido a la
introducción de las ideas de la Reforma difundidas por Juan de Valdés. En 1543,
fue Antonio de Araoz quien visitó Nápoles y pudo comprobar personalmente ese
apego del virrey a la Compañía de Jesús, por el buen recibimiento que tuvo.
Tres años más tarde, Ignacio envió a Polanco a Florencia con el fin de tantear
la introducción de la Compañía en el ducado florentino. Tras solicitar una
entrevista con los duques, la duquesa Leonor de Toledo pidió a Polanco que
pusiera por escrito lo que iba a decirle, y este desplegó su argumentación a modo
de espejo de príncipes, haciendo alusión a la Ética de Aristóteles y a Suetonio,
así como a los ejemplos de los emperadores Trajano y Tito, para terminar con
una exhortación a llevar una vida sencilla en la corte. Pero aquello no gustó nada
a Ignacio, y le recriminó a Polanco su atrevimiento por alentar la mala fama de
manipuladores que tenían los jesuitas, a quienes se acusaba, en palabras del
propio Ignacio, de «desear gobernar el mundo entero» 737 . Polanco fue entonces
llamado a Roma y en su lugar llegó a Florencia, el 18 de junio de 1547, el padre
Laínez. Pero, aunque Leonor de Toledo lo tomó inmediatamente como confesor,
convirtiéndolo además en su confidente para alivio de las penas de su alma,
Laínez pronto descubrió que ese entusiasmo no era compartido por el duque, y
los proyectos de fundar un colegio jesuita en la ciudad se difuminaron. Hubo que
esperar cinco años y, entre tanto, mover influencias y realizar numerosas
gestiones, para que el colegio jesuita de Florencia, más modesto de lo que en
principio se esperaba, fuese una realidad.
Aun así, las relaciones de Ignacio con la duquesa Leonor de Toledo se vieron
enturbiadas en varias ocasiones. En 1553, esta intentó convencerlo de que debía
mediar para que un joven llamado Tarquinio Reinaldi, que deseaba entrar en la
Compañía y había viajado a Roma, regresara al lado de su padre, quien se oponía
radicalmente a que su hijo entrara en religión. Ignacio apeló a la voluntad del
joven novicio y lo envió a España, contrariando así a la duquesa.
En 1555, sin embargo, Ignacio cedió a las presiones de Leonor. Laínez había
salido de Florencia con permiso de la duquesa a condición de que no tardara más
de dos meses en regresar. Excedido ese tiempo, Leonor amenazó a Ignacio con
que, si Laínez no volvía de inmediato, cerraría el colegio de los jesuitas.
Pero quizá el punto culminante de ese tira y afloja entre Leonor de Toledo y
el prepósito de la Compañía de Jesús se produjo cuando el papa eligió a Laínez
para que acudiera, junto con Nadal, a la Dieta de Augsburgo de 1555. De nuevo,
Ignacio hubo de poner toda la maquinaria a trabajar para que Leonor consintiera,
y el papa tuvo que remitirle por escrito la petición. La carta que Ignacio escribió
a Leonor demuestra hasta qué punto era capaz de renunciar a imponer su
autoridad en favor de los intereses económicos de la Compañía, imprescindibles
para llevar adelante el colegio de Florencia: «Por lo que me concierne, y también
al maestro Laínez, vuestra señoría sabe bien que estamos a vuestras órdenes. Por
ello [a su regreso], si la voluntad del papa no cambia, el padre [Laínez] hará lo
que vos le mandéis, tal como yo deseo hacer en Nuestro Señor» 738 . Apenas tres
días antes, Ignacio había escrito a Araoz confirmándole la noticia de la muerte
de Isabel Roser, con la que no tuvo tantos miramientos a la hora de expulsarla de
la Compañía de Jesús, a pesar de haber sido aceptada por voluntad del papa, y
cerrar así cualquier intento de crear una congregación femenina paralela.
Pero aquellas «concesiones» interesadas de poco sirvieron cuando Laínez
recibió la orden papal de permanecer en Roma. Para calmar la «ira de esta
persona», en palabras de Ignacio, refiriéndose a Leonor, fue enviado como
sustituto el jesuita Diego de Guzmán. Este hubo de ganarse el afecto de la
duquesa y, al igual que sus predecesores, aceptar la pasión de esta por el juego
mientras realizaba las tareas propias de un confesor. Que Leonor en una noche
pudiera perder hasta 10.000 ducados, mientras las gentes humildes de la Toscana
morían de hambre, era algo para lo cual Ignacio solo tenía una respuesta:
contentar a la duquesa y llevar a buen puerto con su ayuda la fundación
definitiva de un colegio tan importante como el de Florencia. De ella diría
Laínez: «La duquesa tiene un talento excepcional, pero es presa del demonio del
juego».
A pesar de todas aquellas condescendencias, Ignacio no llegó a ver
materializado el proyecto del colegio florentino como le hubiese gustado. Isabel
de Toledo falleció el 8 de diciembre de 1562, unos meses después de que su hijo
preferido, el cardenal Juan, muriera asesinado probablemente por el hermano
mayor de la duquesa, aunque la versión oficial dijo que había sido a
consecuencia de un lamentable accidente de caza 739 .

María Frassoni del Gesso, la verdadera fundadora del colegio jesuita de


Ferrara

María Frassoni del Gesso desempeñó un papel muy activo en la


consolidación de la Compañía de Jesús en Ferrara. María era hija de los condes
de Frassoni y se había casado en 1524, a la edad de 20 años, con Lanfranco del
Gesso, que ostentaba el cargo de fattor generale, es decir, primer ministro, del
duque Hércules II de Ferrara. La muerte de Lanfranco en 1550 dejó a María —
apodada la Fattora— viuda y sin hijos, pero con una excelente posición en la
corte, donde mantenía muy buenas relaciones con la duquesa Renata de Francia,
hija de los reyes Luis XII de Francia y Ana de Bretaña.
La llegada de los jesuitas a Ferrara fue muy temprana, y desde el principio se
vio impulsada por la presencia en la ciudad, a partir de 1537, de Victoria
Colonna, quien los introdujo en la corte ducal de Hércules II. Por ese tiempo,
Victoria proyectaba peregrinar a Tierra Santa en compañía de un grupo de
mujeres y de un monje capuchino; un viaje que nunca llegó a realizar, como les
sucedió a los jesuitas compañeros de Ignacio llegados desde París. En 1541,
Victoria Colonna se retiró durante tres años al convento de Santa Catalina, en
Viterbo. Allí leyó la carta en la que su amigo Bernardino de Ochino —hermano
de Lucrecia Bradine— le comunicaba su apostasía de la Iglesia católica, y
también allí recibió la visita del jesuita Antonio de Araoz, a quien le confió su
malestar por las desavenencias de su hermano con Juana de Aragón, su esposa.
A partir de ese momento, y después de que Victoria Colonna se estableciera en
Roma, los vínculos de esta con los jesuitas se estrecharon, hasta el punto de que
se convirtió en una colaboradora muy activa de la Casa de Santa Marta. Tras su
fallecimiento, el 25 de febrero de 1547, Miguel Ángel, uno de los muchos
artistas y escritores con quienes se relacionó, dijo de ella: «La muerte me ha
arrebatado una gran amiga» 740 .
El duque Hércules II, que era hijo de Lucrecia Borgia, pronto se prestó a la
reforma de la Iglesia de la mano de los jesuitas, con quienes estableció vínculos
de amistad, y contribuyó en 1540 a obtener del papa la confirmación definitiva
de la Compañía de Jesús. El duque de Ferrara también ofreció a Ignacio la
posibilidad de que la Compañía obtuviera la capellanía del monasterio femenino
de Santa María de la Rosa, fundado por su madre. Pero Ignacio había rechazado
ya cualquier responsabilidad espiritual concerniente a los monasterios de
monjas. Sin embargo, como «contrapartida» propuso la fundación de un colegio
de la Compañía de Jesús en la ciudad. Con ese cometido, a principios de los años
cincuenta del siglo XVI llegaron a Ferrara siete jesuitas comandados por el padre
Juan Pelletier, el tercer francés enviado por Ignacio —primero estuvo Claudio
Jayo [o Jay] y luego Pascasio Broët— por deferencia hacia la duquesa. Desde
entonces, la corte ducal empezó a asistir a todas las ceremonias religiosas de los
jesuitas.
Las clases del colegio jesuita se iniciaron en locales modestos, pero con la
asistencia inicial de más de cien alumnos. Fue a partir de ahí cuando María
Frassoni del Gesso tomó las riendas de la gestión del proyecto del colegio de la
Compañía en Ferrara. Además, ella y otras nueve mujeres que estaban a su
servicio hicieron los Ejercicios espirituales. Asimismo, se encargó de
proporcionar el dinero suficiente para la manutención de los jesuitas establecidos
en la ciudad. Ignacio, a cambio, también en este caso concedió ciertos favores.
Por ejemplo, permitió que entrara en la Compañía el mayordomo de María,
Bartolomé Castaldo, pero a condición de que esta circunstancia se mantuviera en
secreto (como ya sucedía con Francisco de Borja, duque de Gandía). María, al
parecer, quería que el mayordomo conservara su empleo y permaneciera a su
lado, algo que, debido a su estado de viudedad, podía despertar suspicacias.
Asimismo, Ignacio le comunicó por carta que la haría partícipe de «todas las
gracias y de todos los méritos de nuestra Compañía, extendida por todo el
mundo», un privilegio reservado solo a sus principales benefactores para que
conocieran «lo que hacen o sufren los nuestros, o lo que se encuentran» 741 .
Pero el precio que iba a pagar María Frassoni por esa entrega total a la
Compañía iba a ser más alto todavía. Sus problemas cardíacos se vieron
agravados por las reticencias y el acoso continuado de sus parientes, que veían
cómo la potencial fortuna que podían heredar iba a parar a manos de los jesuitas.
Por otra parte, a medida que la salud de María empeoraba, esta reclamaba la
presencia del padre Pelletier con mayor asiduidad. Las largas visitas de este
despertaron murmuraciones en la ciudad a las que, cuando llegaron a oídos de
Ignacio, no tardó en poner freno. En consecuencia, dio órdenes de que, si no se
agravaba el estado de la enferma, no recibiera de su confesor más de dos visitas
por semana. Pero no solo eso. Polanco fue el encargado de transmitir una severa
reprimenda a Pelletier. El tono áspero de su carta y las prohibiciones que le
fueron impuestas a Pelletier remiten, inevitablemente, a las acusaciones que
habían recibido muchos jesuitas por los estrechos vínculos que establecían con
mujeres. Polanco advertía a Pelletier de los peligros que entrañaba visitar con
tanta frecuencia la casa de María —a quien se refería como «la señora
Fattora»—, y daba órdenes muy precisas e incuestionables en nombre de
Ignacio:
Como servidores de Dios, debemos siempre tener en cuenta dos cosas, nuestra buena conciencia
y la opinión de aquellos cuya edificación estamos obligados a llevar a cabo. En cuanto al primer
punto, nuestro Padre está totalmente seguro de las buenas, puras y rectas intenciones tanto de
Vuestra Reverencia como de las de la señora Fattora. En cuanto al segundo punto, debemos
«procurar hacer las cosas con honestidad no solo delante del Señor sino también delante de los
hombres» [2 Corintios 8:21]. También considera nuestro Padre que es necesario ser extremadamente
circunspecto en este caso, más circunspecto de lo que Vuestra Reverencia lo ha sido hasta el
presente. Porque, efectivamente, de diferentes partes ha llegado a sus oídos que las constantes idas y
venidas a esa casa no producen precisamente un efecto edificante, sino todo lo contrario. Y no
siendo suficiente con tener el testimonio de la conciencia propia —la cual, como se ha dicho, nadie
pone en duda—, es necesario evitar dar, de forma efectiva, cualquier pretexto a los que quieran
difamarnos. Y si nuestro Padre ve que Vuestra Reverencia no se ajusta a lo que se le pide al
respecto, lo obligará a abandonar Ferrara sin concesiones hacia nadie 742 .

Por último, se advertía también a Pelletier de que, en sus visitas a María


Frassoni, «en ningún caso y bajo ningún pretexto vaya solo a su casa, sino
siempre acompañado de otro padre, a la usanza de la Compañía, de modo que se
puedan siempre ver el uno al otro».
Pero, al poco tiempo, el agravamiento del estado de salud de María dio al
traste con la rigidez de aquellas normas. Los médicos pronosticaron que
cualquier excitación emotiva pondría su vida en peligro. E Ignacio cedió en sus
reticencias y escribió a María una carta en la que, además de consolarla y
conminarla a que aceptara el sufrimiento que padecía como un don divino, le
transmitía un mensaje enormemente tranquilizador: «He escrito a nuestro
hermano Juan [Pelletier] para que, a pesar de que su nueva ocupación le obliga a
estar cerca de otras personas, no deje de visitaros como lo hacía» 743 .
María experimentó una rápida y sorprendente mejoría: «La visita de Vuestra
Paternidad con su carta me ha dado la vida al despejar la duda que causaba mi
enfermedad...», escribía el 15 de febrero de 1554, además de confirmar la
continuidad del colegio de la Compañía y persistir en la búsqueda de una casa
más grande para establecer allí la sede definitiva. Pero además, dos días después,
María envió a Roma una letra de cambio emitida por la banca Baldassare Olgiati
y Sucesores, por la que prestaba a los jesuitas, a un interés del cuatro por ciento,
una cantidad de dinero que sirvió para superar uno de los peores momentos
económicos por los que atravesaba la Compañía de Jesús. «Agradezco
infinitamente a Vuestra Señoría su gran caridad, en el nombre de todo el colegio
y en el mío propio», fue la respuesta inmediata de Ignacio. Posteriormente ya no
hizo mención alguna al comportamiento «anómalo» de Pelletier. Sino, más bien,
todo lo contrario. Ignacio parecía haberse resignado a aceptar lo que consideraba
inaceptable. Las Navidades siguientes, después de recibir una muestra más de la
generosidad de María Frassoni —un paquete que contenía «camisas, toallas,
bonetes, pañuelos y calcetines»—, Ignacio enviaba a Pelletier un mensaje más
condescendiente: «¡Quiera Dios a cambio otorgar a la Fattora una verdadera y
sólida virtud!» 744 .
En los meses posteriores, el tesón y la entrega de María Frassoni a la causa de
la Compañía dio sus frutos. El 30 de mayo comunicó a Ignacio que había
comprado para establecer el colegio una casa, ubicada en el centro de la ciudad,
por 5.000 libras en moneda de Ferrara, y que los jesuitas ya se habían instalado
en ella. No olvidaba elogiar la infatigable labor del padre Pelletier y le pedía a
Ignacio que dijera una sola misa por el alma de su esposo, añadiendo: «Y a pesar
de la necesidad que también tengo yo, no le pido que rece por mí, pues estoy
segura de que ya lo hace por su gran corazón; por los favores que Vuestra
Paternidad me ha hecho, me ha asegurado que soy amada por Jesucristo y que
desea el bien de mi alma» 745 . Ignacio no pudo decir aquella misa debido a que
ya pasaba largas temporadas postrado en cama por el avance paulatino de su
enfermedad. Ni siquiera firmaba muchas de las cartas que Polanco escribía en su
nombre.
Pero no hubo broche de oro en la relación entre Ignacio y María Frassoni. En
el momento de reconocer la contribución de María a la creación y consolidación
del colegio de la Compañía en Ferrara —lo que se consideraba un «colegio
cumplido», para diferenciarlo de los que iniciaban el proyecto sin llevarlo hasta
el final—, Ignacio aplicó su sentido más práctico y alejado de la bondad que
aconsejaba a los demás como modelo de virtud. De acuerdo con las
Constituciones de la Compañía, las personas reconocidas como fundadoras
recibían, en una ceremonia ritual, un diploma que las acreditaba como tales y un
cirio encendido, con las armas o devociones del fundador, en señal de
reconocimiento. Los méritos de fundación en este caso correspondían a María,
pero Ignacio decidió otorgárselos al duque de Ferrara, una medida puramente
estratégica o, si se quiere, política, pero, en cualquier caso, muy alejada de la
humildad y el sincero agradecimiento que caracterizó a Ignacio en otro tiempo.
Se buscaron eufemismos que pudieran compensar el agravio hacia María, como
«fundadora en cuanto al mérito» o «fundadora secreta», pero la candela de cera
le sería entregada solamente al duque. María acató la decisión de Ignacio y este
le envió, en junio de 1554, una carta como muestra de gratitud. Posteriormente,
en octubre de 1555, Ignacio pidió a Pelletier que buscara ayuda económica para
el Colegio Romano, a un interés moderado, en el palacio ducal y, de nuevo, en la
persona de María Frassoni.
Fue Laínez el encargado de comunicar a María el fallecimiento de Ignacio, a
finales de julio de 1556. Junto a la carta, envió también un rosario y una imagen
de san Juan Evangelista que habían pertenecido al prepósito de la Compañía. La
cercanía de María a los jesuitas no cesó. Estuvo presente, el 15 de febrero de
1580, en la primera misa que se dijo en la iglesia del Gesù adyacente al colegio
de Ferrara, celebrada por Carlos Borromeo. Fue allí donde la enterraron a su
muerte, el 4 de marzo de 1590, a la edad de 86 años, al lado de su esposo.
Actualmente una placa reconoce a María Frassoni como «Fundadora de este
colegio de Ferrara» 746 .

El altruismo caritativo y fundacional de Margarita Gigli y Violante Gozzadini en


Bolonia

Desde el primer momento en que Francisco Javier y Nicolás Bobadilla


llegaron a Bolonia, en octubre 1537, contaron con la ayuda de dos mujeres de la
nobleza, Violante Gozzadini y Margarita Gigli, aunque la total implicación de
ambas en sus proyectos llegaría unos años más tarde.
Violante Gozzadini fue calificada por los primeros jesuitas de «noble y
magna matrona piadosa» o «la querida madre del colegio de Bolonia». Violante
había nacido en 1498 y pertenecía a la familia noble de los Casali. En 1531 se
quedó viuda de Camille Gozzadini, con quien tuvo seis hijos. Tras la muerte
prematura de uno de ellos, en 1554, Ignacio se dirigió a Violante por carta para
darle el pésame, sabedor de la intensa labor que estaba desempeñando en ayuda
de la Compañía. Al año siguiente Violante unió fuerzas con Margarita Gigli para
protestar enérgicamente por el proyectado traslado de los jesuitas de Bolonia a la
parroquia de San Andrés, abandonando así la de Santa Lucía porque se hallaba
en un estado casi ruinoso, para lo cual ambas escribieron una carta a Ignacio. No
se ha conservado esta misiva ni la que luego envió Violante para insistir en la
petición. Sin embargo, se conoce la respuesta de Ignacio, en la que intentó
convencer a Violante de la imposibilidad de dividir a los jesuitas entre ambas
parroquias y le prometió que enviarían a uno de ellos los días de fiesta o incluso
entre semana si fuera necesario a la parroquia de Santa Lucía, añadiendo:
«Desde el principio, Vuestra Señoría ha sido benefactora tan favorable a nuestra
Compañía, y deseosa del mayor servicio divino en ella, que no dudo de que se
contentará con esta resolución» 747 .
Cuando a Violante le llegó el momento de hacer testamento no dudó en
dejarle todo a la Compañía de Jesús. Sin embargo, su familia empezó a poner en
duda el hecho de que esa decisión hubiera sido tomada libremente y pronto se
extendieron por la ciudad habladurías que incluso cuestionaban la moralidad de
las relaciones de Violante con los jesuitas o ponían en evidencia la voracidad de
estos con las viudas ricas. En ese sentido, se divulgó en Bolonia una caricatura
que representaba a un jesuita con cara de lobo, subido en el púlpito y con birrete
en la cabeza, mientras que, sentadas a sus pies, una serie de damas levantaban
devotamente hacia él sus cabezas de corderas 748 . Pero esa imagen, demasiado
recurrente y victimista, no reflejaba toda la realidad de las relaciones de los
jesuitas con las damas nobles de Bolonia, que eran mucho más complejas porque
estas consideraban fundamental su participación en la consolidación y el
progreso de la Compañía de Jesús y, normalmente, en privado, recibían a cambio
el reconocimiento de los miembros de la congregación y de buena parte de la
sociedad.
Violante murió en octubre de 1556 sin haber testado en favor de la Compañía,
dejando, por el contrario, a su hijo eclesiástico como único heredero; aunque en
el lecho de muerte, al parecer, le comunicó su última voluntad en forma de
legado para el futuro: «Yo te nombro padre y protector del colegio de
Bolonia» 749 .
Al lado de Violante Gozzadini en su apoyo a la Compañía de Jesús se alineó
Margarita Gigli, de quien se dijo que era «la más amable madre de la Compañía
de Jesús» en Bolonia. Debió de ser hacia 1544 cuando Margarita empezó a
implicarse activamente en los proyectos de los jesuitas, pues en su testamento de
1559 escribió que hacía quince años que se encontraba al servicio de la
Compañía de Jesús 750 .
La relación de los Gigli con Ignacio se fue estrechando poco a poco, debido,
sobre todo, a los constantes apoyos de un hermano de Margarita, monseñor
Tomás Gigli (o Giglio), que era el administrador de los bienes del cardenal
Alejandro Farnesio en Roma y que, entre otros asuntos, ayudó a que la
Compañía obtuviera del papa Pablo III una bula de privilegios que sería
publicada el 18 de octubre de 1549 751 .
En 1547, los jesuitas ya contaban en Bolonia con un grupo de personas muy
volcadas en ayudarlos. Por ejemplo, habían comprado dos pequeñas casas que se
hallaban junto a la iglesia de Santa Lucía para que se instalaran. Esto fue posible,
sobre todo, y según explicaron los propios jesuitas, «gracias al impulso de
algunas damas piadosas que nos son devotas» 752 . Esas mismas mujeres habían
creado la Congregación de la Caridad, que tenía como objetivo hacerse cargo de
jóvenes muchachas que la sociedad de la época consideraba en peligro de caer
en la prostitución, de modo parecido a como funcionaban otras instituciones
femeninas creadas en Roma y Ferrara.
En 1551, el proyecto de la creación de un colegio de la Compañía en Bolonia
comienza a tomar cuerpo y Margarira Gigli es una de sus principales
promotoras, mientras que los jesuitas establecidos en la ciudad viven en
condiciones de pobreza. La intención de Ignacio de trasladar a Francisco Palmio
y Pascasio Broët a Ferrara generará cierta inquietud entre la alta sociedad
boloñesa, y Margarita se decidirá a escribir al prepósito de la Compañía
quejándose del abandono en que se encuentran los miembros de esta en la
ciudad. La respuesta de Ignacio es inmediata, desmintiendo que los jesuitas
necesiten más de lo que tienen y justificando el desplazamiento de sus dos
mejores representantes de la Compañía en la ciudad, aunque Palmio, finalmente,
no abandonará Bolonia. Unos meses más tarde, a finales de 1551, se abre el
colegio jesuita, instalándose las clases en la casa de Santa Lucía, a las que
asisten 130 alumnos. Paralelamente, las mujeres de la Congregación de la
Caridad colaboran en la obtención de ropa, harina y pan para repartir entre los
pobres, así como en las visitas a los enfermos en sus casas. Margarita pide a
Ignacio, primero a través de su hermano y luego directamente, que envíen a otro
jesuita para que ayude a Palmio, que se ve sobrepasado por el trabajo. La
respuesta de Ignacio será muy diplomática pero negativa.
Años más tarde, a finales de 1555, después de que se sucedieran toda una
serie de avatares relacionados con el mal estado de la casa de los jesuitas, con un
final feliz debido al dinero que aportó Tomás Giglio, Ignacio envió a este y a su
hermana Margarita una carta en la que les felicitaba las Navidades y el Año
Nuevo, al tiempo que ambos eran saludados como fundadores del colegio de la
Compañía en Bolonia. Esto no debió de sentar bien a Margarita, que, con razón,
se consideraba la principal benefactora del colegio. Palmio recibió de Roma el
consejo acerca de cómo debía tratar el asunto: «La intención de la hermana de
monseñor Giglio parece ser muy santa; no obstante, la cuestión de saber quién es
o no fundador, difícilmente podrá ser resuelta si no se le da a entender que nadie
ha dado más que ella» 753 .
Margarita Giglio volvió a protagonizar uno de los episodios que más
trascendencia tuvieron para el establecimiento de los jesuitas en Bolonia cuando
declaró que Ignacio, tras su muerte aquel mismo año, se le había aparecido y le
había dicho: «Mira, Margarita, como ves, estoy muerto, yo te encomiendo los
niños de nuestra Compañía». Esta enardecida declaración, que fue utilizada en el
proceso de canonización de Ignacio, sirvió también para que aumentaran las
donaciones a los jesuitas de la ciudad. En abril de 1559, la propia Margarita
cedió por testamento todas sus posesiones al colegio de Bolonia y prometió una
entrega total y absoluta, como por otra parte ya venía haciendo, a la Compañía
de Jesús: «Dejo todos mis bienes presentes o futuros al colegio de Bolonia. Y mi
deseo será perseverar hasta el final de mis días en el servicio y el sacrificio de mí
misma a la Compañía de Jesús, como lo he hecho con la gracia de la divina
majestad desde hace catorce o quince años» 754 .

Belotta Spinola y Lucrecia de Storento, benefactoras y fundadoras del sur de


Italia

Belotta Spinola, tras quedarse viuda, se propuso culminar la fundación de un


colegio jesuita en Nápoles junto con su hijo Jerónimo Spinola, por lo que hizo
donación de 500 escudos y de su propia casa a la Compañía de Jesús. Además
renunció a todas sus riquezas para hacerse terciaria franciscana y vivir como
peregrina en Roma, Loreto y Asís. En la Ciudad Eterna, donde llegó en marzo
1554, mantuvo un estrecho contacto con Ignacio, que a partir de entonces no
dejaría de elogiarla en sus cartas. Dos meses más tarde, Belotta Spinola iniciaría
su peregrinación a Loreto, por lo que Ignacio escribió a Everardo Mercuriano,
que se hallaba en Perugia, para que la acogiera: «Esta dama está muy unida a
nuestra Compañía», le decía. No faltaron tampoco ayudas económicas puntuales
por parte de los jesuitas que conocían las dificultades por las que atravesaba
Belotta Spinola, aun después de fallecido Ignacio. La casa donada por Belotta
fue vendida en 1568 por 2.600 ducados en beneficio del colegio de Nápoles, que
para entonces se hallaba en plena reforma constructiva para convertirse en la
primera mitad del siglo XVII en un complejo monumental que incluía dos grandes
patios y una iglesia 755 .
Un poco más al sur, en la Calabria, se destacó en su labor de admiración hacia
los jesuitas Lucrecia de Storento, una dama de la nobleza que pasaba el invierno
en Nápoles y allí frecuentaba la iglesia del colegio de la Compañía. La petición
de Lucrecia para que se creara un colegio en sus tierras fue entregada por un
conocido suyo a Ignacio. Este respondió que no era posible crear un colegio de
la Compañía con menos de catorce jesuitas y eso, en aquel momento, parecía
muy difícil de llevar a cabo, por lo que le ofreció la posibilidad de enviar a uno
para que de-sempeñara una labor pastoral de modo temporal. Pero Lucrecia no
se conformó e insistió en que fuesen enviados un padre y dos hermanos de la
Compañía de Jesús. Todo esto sucedía en los primeros meses de 1556, y en
mayo salía una carta firmada por Ignacio hacia San Marcos de Calabria, la
población donde residía Lucrecia, en la que insistía en que había una gran
cantidad de aspirantes que aún no habían terminado sus estudios. La existencia
de tres colegios sicilianos, en Mesina (primer colegio, del mundo, enteramente
para alumnos no jesuitas, fundado en 1548), Palermo (1549) y Bivona (1556),
fundados con la ayuda del virrey de Sicilia, Juan de Vega, contrastaba con la
inexistencia de cualquier misión jesuita en el sur del territorio continental
italiano, donde, por otra parte, hubiera resultado difícil reunir fondos suficientes
para iniciar una empresa de esas características, algo que para Ignacio y sus
colaboradores era fundamental.

La duquesa humanista Juana de Aragón, y la nefasta injerencia de Ignacio en su


divorcio

Juana de Aragón, nacida en 1502, era hija de Fernando de Aragón, duque de


Montalto, y Catalina Folc de Cardona, por lo que estaba emparentada con la
familia real de la Corona de Aragón, y con las familias Folc de Cardona y
Requesens, pues su madre era hija de Ramón de Cardona, conde de Olivito, e
Isabel de Requesens. Ignacio mantuvo en Barcelona una estrecha vinculación
con algunas personas de ambos linajes, a través de Inés Puyol e Isabel Roser.
El retrato que Rafael pintó de Juana de Aragón en 1518 ha servido para que
esta haya sido calificada por algunos historiadores como «la mujer más bella de
su siglo». Este apelativo ha sido también utilizado a menudo para relegar a un
segundo plano otras virtudes, menos condescendientes con una puesta en valor
del papel desempeñado por mujeres como ella, que fue parte activa en todos los
ámbitos de la sociedad, desde la cultura o la religión hasta la política. Por
ejemplo, Juana de Aragón, junto con su amiga y cuñada Victoria Colonna
(casada con Francisco Fernando de Ávalos en 1509), formaron parte del círculo
de poetas y sabios humanistas que se reunían en Ischia convocados por
Constanza de Ávalos, duquesa de Francavilla, de quien se ha dicho que podría
tratarse de la Gioconda del cuadro pintado por Leonardo da Vinci.
Juana de Aragón fue también una gran benefactora de los jesuitas, hasta el
punto de que donó el terreno, en Roma, sobre el cual fue edificado el primer
colegio de la Compañía de Jesús, donde actualmente se encuentra la iglesia de
Sant’Andrea al Quirinale.
La unión matrimonial, en 1521, entre Juana de Aragón y Ascanio Colonna,
príncipe de Tagliacozzo, fue consecuencia de la estrecha vinculación que los
Colonna mantenían con la política de España en Nápoles, donde Juana de
Castilla y su hijo Carlos fueron proclamados soberanos en 1516. El matrimonio
—concertado ya en 1518— había sido forzado para asegurar la fidelidad del
linaje de los Colonna en la corte pontificia, pero las relaciones de la pareja se
truncaron por los continuos ataques de cólera de Ascanio y la manera en que
despilfarraba el patrimonio común 756 .
Después del nacimiento del último de sus seis hijos, en febrero de 1535,
Juana se retiró a la isla de Ischia, tras haber intentado por segunda vez, en vano,
retomar la vida en común con su marido en el palacio de los Colonna en Marino.
Desde allí se trasladó a Nápoles, donde junto con un círculo de damas nobles
asistió a las conferencias de Juan de Valdés sobre la Biblia, que luego, en 1539,
fueron consideradas como heréticas. Precisamente por esa época, el jesuita
Nicolás Bobadilla fue enviado a Ischia, por voluntad del papa, para intentar que
la duquesa Juana de Aragón se reconciliase con su marido 757 .
Bobadilla coincidió en esa visita con Catalina de Badajoz, a quien Ignacio
había conocido en Roma en noviembre de 1537, y que en ese momento era dama
de la duquesa Juana de Aragón. Catalina, que por entonces tenía 13 años,
adquirió fama posteriormente en la Universidad de Alcalá por su saber
humanista y sus composiciones poéticas en latín. Después de aquel primer
contacto con Ignacio, le escribió una carta en un tono de profunda admiración:
«[...] que si no temiese de enojarle, de continuo iría en pos de Vuestra merced,
como la Cananea en pos de Jesucristo Señor mío». Asimismo, le pedía de nuevo
consejo espiritual: «De todo lo que en otro tiempo me mandó no he puesto nada
en olvido, porque, en cierto, sus palabras no son de olvidarlas; mas siempre me
hallo descontenta y tengo la muerte delante de los ojos. Suplico a Vuestra
merced me haga merecedora de me escribir qué es lo que deba de hacer» 758 . Su
emotiva mención de Fabro y los hermanos Diego y Esteban de Eguía demuestra,
asimismo, que se relacionó con los miembros de la primigenia Compañía
probablemente en Venecia o en Roma. Catalina murió en Guadalajara en 1553, a
la edad de 27 años.
En 1541, en vista de que las gestiones de Bobadilla no daban el resultado
esperado, y aprovechando que Antonio de Araoz había sido enviado por el
cardenal Cervini a visitar una abadía en Nápoles, Ignacio le confió a este una
carta para Ascanio. En ella le invitaba a discutir seriamente con Araoz sus
problemas de conciencia. Conocedora de ese encargo, Juana de Aragón escribió
a Ignacio una carta de agradecimiento, fechada el 1 de septiembre de 1543,
aunque, finalmente, tampoco esa visita fructificó en un cambio de actitud de
Ascanio. Años más tarde, la propia Juana de Aragón devolvería el favor a los
jesuitas ayudando a conseguir que Laínez y Salmerón se embarcaran en Nápoles
para dirigirse a Palermo, donde tenían intención de crear una nueva provincia de
la Compañía de Jesús, aun a pesar de haber solicitado a Ignacio la venida de uno
de ellos a su lado 759 . En esa ocasión, fue Ignacio quien se disculpó y agradeció
las facilidades dadas por Juana, mientras que le confirmaba la llegada de
Bobadilla, respondiendo así a su petición.
En años posteriores, el enconado enfrentamiento por motivos no esclarecidos,
aunque probablemente de carácter político, entre Ascanio y su hijo Marco
Antonio, llevó a Juana de Aragón a ponerse del lado de este último. Nadie podía
pensar, para entonces, que fuera posible el regreso de Juana al lado de su marido
y, sin embargo, Ignacio, a principios de noviembre de 1552, después de
entrevistarse con el duque Ascanio en Roma, decidió ir al encuentro de la
duquesa. Es probable que la estancia de Ignacio en la fortaleza del conde Alvito,
en el reino de Nápoles, donde residía entonces Juana de Aragón, durara poco
más de dos días, pero el caso es que logró un principio de acuerdo para volver a
unir a los esposos bajo ciertas condiciones. Esto dio lugar a un memorándum de
Ignacio en el que reprodujo la doctrina misógina que decía que las esposas
debían someterse a la voluntad de sus maridos, a pesar de que la propia Iglesia
consideraba —como quedaría más tarde establecido en el Concilio de Trento—
que tanto la violencia del esposo como el malgasto de los bienes matrimoniales
eran motivos suficientes para conceder una «separación del lecho y la
cohabitación», sin que se anulara el vínculo matrimonial. Dicho memorándum
de Ignacio comenzaba así:
Mi señora en el Señor nuestro.
Aunque de palabra haya avisado a V. E. del medio de concierto con el señor Ascanio, que yo
siento en el Señor nuestro sería más conforme a su divina voluntad, y que más que ningún otro
convendría a V. E., tirándome la afición, que su bondad infinita me ha dado para el servicio y toda
perfección de V. E., no dejaré, aunque fuera de mi costumbre, de poner por escrito las razones que a
ello me mueven, para que, mirando en ellas y ponderándolas algunas veces con la buena y santa
intención que Dios N. S. le ha dado, y principalmente con su gracia, podría mudar el parecer y
voluntad con que V. E. al presente se halla.
Digo, pues, señora, que el medio mejor que yo siento, todas cosas miradas, es que V. E. se
dispusiese con un ánimo grande, y confiado en el Señor, de ir a casa del señor Ascanio, poniéndose
en su poder enteramente, sin buscar otras seguridades, ni hacer otros pactos algunos, sino
libremente, como la mujer suele y debe estar en poder de su marido; y las razones que a esto me
mueven son estas.
La primera, porque si la concordia se ha de hacer entera y perfecta, no hay otra vía, sino ganando
el amor y corazón todo del señor Ascanio, y esto no se hará andando con pactos, y buscando
seguridades, sino con mostrar amor, humildad y confianza en él, como en marido, y esto se hace en
el modo arriba dicho.
La segunda. Este modo mostraría más perfección de humildad en V. E. que otro. A la verdad, si
una de las dos partes no se doblega y humilla, no se puede hacer concierto, donde queden sentadas
las entrañas; pues si uno de los dos se ha de doblegar y humillar, cuánto más razón es que en la
humildad se señale la mujer [antes] que el marido, y cuánto menos excusa tiene ella delante [de]
Dios y los hombres, si por no se humillar deja de hacerse la unión debida entre ella y su marido 760 .

Continuaba Ignacio sus «alegaciones» —numeradas, hasta completar un total


de veintiséis— en apoyo del sometimiento de la voluntad de Juana a las
imposiciones de su marido, apelando a la mayor perfección ante Dios que ese
doblegamiento supondría para su alma; o a las doctrinas que dicen «que no
aparte el hombre los que Dios junta», o que «la cabeza de la mujer es el marido,
y que las mujeres sean sujetas a sus maridos». Asimismo, le advertía de que
peligraba su virtud por el hecho de estar separada de su esposo y que sería más
caritativo por su parte que a este «le diese en su espíritu paz y contentamiento y
buena vejez, a la cual está vecino, pues ya tiene sesenta años, acabando la vida
en unión y amor con su mujer e hijos». Por otro lado, Ignacio culpaba a Juana de
los pesares que tenían los familiares y amigos que se habían visto implicados en
la separación del matrimonio. Finalmente, la impelía a que cediera su dinero a su
marido, porque de ese modo «le queda esclavo el señor Ascanio», ya que así
dotaría a sus hijas, saldaría las deudas y ella «sería señora de cuanto él tiene, y
todo lo gobernará, como yo tengo entendido del señor Ascanio».
En sus argumentos, Ignacio no tenía en consideración los riesgos que podían
derivarse del regreso a la convivencia de la pareja. Y, por otro lado, sorprenden
por el paternalismo de ánimo condescendiente con Juana de Aragón, quien fue
mecenas cultural y mantuvo en su palacio napolitano de Tagliacozzo una corte
literaria y poética, y posteriormente desempeñaría un papel primordial en la
hábil defensa de los intereses del emperador Carlos frente al papa Pablo IV,
enemigo acérrimo de los Colonna que declaró la guerra a Nápoles, con quien se
enfrentó en varias ocasiones. De hecho, Pablo IV, como castigo, prohibió a Juana
de Aragón cuando enviudó que casara a sus hijos sin el expreso consentimiento
pontificio, para evitar así que se establecieran alianzas entre familias contrarias a
los intereses pontificios.
El memorándum de Ignacio no tuvo un efecto inmediato, si bien en una carta
de agosto de 1553 este informaba a Araoz de que el regreso a la convivencia de
Ascanio y Juana parecía inminente: «Por una letra que aquí va del padre maestro
Andrés verá V. R. cómo aquella dueña de Nápoles está aparejada y deseosa de
vivir con su marido, aunque querría que el marido viniese a Nápoles para vivir
allí algún tiempo o llevársela a España» 761 . Sin embargo, la reconciliación de
Juana con Ascanio no debió producirse nunca, a juzgar por el testamento de este,
en el que vertía graves acusaciones contra su esposa, atribuyéndole la
responsabilidad del fracaso de su matrimonio, y desheredaba a su hijo Marco
Antonio «porque excitado por un espíritu diabólico ha cometido contra su padre
numerosos actos de ingratitud. Asimismo, ha osado mantener con la esposa del
testador relaciones impuras. Mientras que esta, contrariamente a todos sus
deberes conyugales, era insumisa, hostil y rebelde hacia su esposo» 762 . Es
posible que la dureza de esas palabras tuvieran también mucho que ver con las
posturas políticas muy encontradas de ambos cónyuges. Mientras que Ascanio
era partidario del papa Pablo IV, Juana de Aragón se había alineado en todo
momento del lado de la política imperial española. Por ello, después de que en
octubre de 1555 el papa ordenara que detuvieran al secretario de la duquesa y
confiscó todos sus documentos, Juana de Aragón empezó a pensar en la huida,
que llevó a cabo el 31 de diciembre, disfrazada de campesina y con una barba
postiza. Juana solo pudo regresar a Roma en 1560, después del fallecimiento de
Pablo IV, cuando, además, le fueron restituidas a la familia Colonna todas sus
propiedades, que habían ido a parar a manos de los sobrinos del pontífice 763 .
Para entonces, hacía cuatro años que Ignacio había fallecido, pero Juana de
Aragón mantuvo su amistad con los jesuitas que lo sucedieron al frente de la
Compañía, tanto con Laínez como con Francisco de Borja, de cuya relación se
conservan algunas cartas.
Juana falleció el 11 de septiembre de 1575 y, en su tumba, en Paliano, puede
leerse un epitafio que hace tabla rasa de la rebeldía que mantuvo frente a las
imposiciones de su marido: «Juana de Aragón, nieta del rey Fernando de
Nápoles, hermana del duque de Montalto, noble mujer, esposa amante, digna de
todo elogio de castidad» 764 .

533 Así lo hizo notar M. Mir, op. cit., vol. 2, pág. 178, n. 11.

534 El 11 de julio de 1542, Isabel Roser instituía en la parroquia de San Justo y Pastor de Barcelona una
serie de misas en memoria suya y para salvación de su alma, para lo cual dejaba los beneficios que le
proporcionaba un censal de 3 libras y 10 sueldos sobre dos casas que tenía alquiladas en las Ramblas a la
altura de la calle San Pablo a dos nietas del notario Antonio Balaguer. Arxiu Històric de la Parròquia de
Sant Just i Pastor (AHPSJP), Llibre de funerària, tomo 58 (1541-1542), s. f. [7]; Llibre de Testaments i Pías
institucions, tomo 1, fol. xviiii [19]. Véase también J. Creixell, op. cit., pág. 290, n. 11.

535 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Isabel Roser a Ignacio (Barcelona, 1 de octubre de 1542)», pág. 113.

536 Estos documentos, inéditos, se hallan en la Biblioteca de Catalunya, Fons de l’Arxiu de l’Antic
Hospital de la Santa Creu, 956/1. El hecho de que se encuentren dentro de la documentación perteneciente
al Hospital de la Santa Creu se debe a que el padre de Isabel Ferrer (de casada, Roser) fundó, por
testamento, una causa pía para el mantenimiento de una de las habitaciones de dicho hospital.

537 Fray Marcos de Lisboa, Cronichi degli ordini instituiti dal P. S. Francesco, Nápoles, Nomelo de Bonis,
1680, pág. 121.

538 MHSI, Fabri, «Carta de Pedro Fabro a Ignacio (Leiden, 22 de marzo de 1542)», pág. 156.

539 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Martín de Santacruz a Ignacio (Barcelona, 26 de junio de 1542)», pág.
93.

540 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Antonio de Araoz a Ignacio (Barcelona, 6 de julio de 1542)», pág. 95.

541 MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Ignacio a Isabel Roser (Roma, 1 de febrero de 1542)», páginas 86-87.

542 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Isabel Roser a Ignacio (Barcelona, 1 de octubre de 1542)», págs. 109-
110. Este es solo el comienzo de la carta que en párrafos sucesivos cito, en el orden en que fue escrita, hasta
completarla.

543 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Isabel Roser a Ignacio (Barcelona, 1 de octubre de 1542)», págs. 109-
110.

544 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Isabel Roser a Ignacio (Barcelona, 1 de octubre de 1542)», págs. 110-
111.

545 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Isabel Roser a Ignacio (Barcelona, 1 de octubre de 1542)», págs. 110-
111.

546 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Francisco de Rojas a Ignacio (París, 16 de septiembre de 1540)», pág.
51.
547 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Isabel Roser a Ignacio (Barcelona, 6 de noviembre de 1542)», págs.
116-117.

548 MHSI, Epist. Mixt., I, pág. 112, n. 11; y MHSI, Epist. Mixt., XII, págs. 216-217.

549 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Isabel de Josa a Ignacio (Barcelona, noviembre de 1542)», pág. 125.

550 Citado por E. García Hernán, op. cit., págs. 329-338.

551 MHSI, Scripta, II, «Declaración de Michaela Spuny en el proceso de canonización de Ignacio
(Barcelona, 1606)», pág. 696.

552 MHSI, Epist.-Instr., I, «Declaración de la declaratoria sobre la señora Roser, por Miguel de Torres
(Roma, 3 de mayo de 1547)», pág. 491.

553 MHSI, Scripta, I, «Cuentas de Isabel Roser, de lo aceptado por la Compañía», págs. 648-651. El
documento original está escrito en catalán y se trata de un inventario incluido en el proceso de Isabel Roser
contra la Compañía de Jesús.

554 MHSI, Epist.-Instr., I, «Aclaración al margen de lo que se toca en la declaratoria sobre la señora Roser,
por Miguel de Torres (Roma, 3 de mayo de 1547)», pág. 492.

555 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Antonio de Araoz a Bartolomé Ferrón, con una postdata para Isabel
Roser (Valencia, 22 de diciembre de 1545)», pág. 247.

556 Véanse MHSI, Epist. Nadal, I, pág. 22 («Offendit me in culina, quod ex nostra paupertate ferebatur
prandium et coena ad Rosseram»); y Jerónimo Nadal, Scholia in Constitutiones et declarationes S. P.
Ignatii nunc primum in lucem edita, pág. 139.

557 N. Blázquez, «San Ignacio y la marginación femenina», en Julio Caro Baroja (dir.), Ignacio de Loyola,
Magíster Artium en París, 1528-1535, San Sebastián, Caja Guipúzcoa, 1991, págs. 135-145.

558 Véanse las primeras noticias del proyecto de Ignacio en MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Ignacio a
Francisco Javier (Roma, 24 de junio de 1543 / 30 de enero de 1544)», pág. 271; y «Carta de Ignacio a
Margarita de Austria (Roma, 13 de agosto de 1543)», pág. 271. Véase también P. Tacchi Venturi, op. cit.,
vol. 1.2, págs. 284-288.

559 MHSI, Font. narr., II, «De actis Patris nostri», pág. 346.

560 Véanse los «Estatutos y ordenaciones de la casa y monasterio de las mujeres convertidas a la Gracia,
en el monasterio vulgarmente llamado de las Convertidas de Santa Marta, en la ciudad de Roma», en P.
Tacchi Venturi, op. cit., vol. 1.2, págs. 288-294.

561 Citado por P. Tacchi Venturi, op. cit., vol. 1.2, pág. 292 (en italiano el documento original).

562 P. Tacchi Venturi, op. cit., vol. 1.2, págs. 307-309. Es Tacchi Venturi quien da a conocer la carta y
propone su datación: 27 de marzo de 1545.

563 MHSI, Scripta, II, «Suplicación de Isabel Roser al Papa (Roma, 1545)», págs. 11-13.

564 El texto se halla en el Archivo Romano SJ. Cod. Italiano, folio 11. He traducido directamente de la
reproducción fotográfica de este documento que se halla en H. Rahner, op. cit., vol. 2, pág. 161. Hay otra
versión en castellano del mismo documento, menos ajustada al original, en Rogelio García Mateo, «Mujeres
en la vida de Ignacio de Loyola», Manresa, 66 (1994), pág. 349, n. 133.

565 E. García Hernán, op. cit., págs. 338-341. Véase también Karl Benrath, Bernardino Ochino, of Siena: a
contribution towards the history of the reformation, Londres, Nisbet, 1876 (hay versión digital:
https://archive.org/details/bernardinoochino00benr).

566 MHSI, Epist. Mixt., I, «Cartas de Francisco de Estrada a Ignacio (Montepulciano, junio de 1539; Siena,
25 de septiembre de 1539)», págs. 20 y 29. Véase también H. Rahner, op. cit., vol. 2, pág. 53.

567 MHSI, Fabri, «Carta de Pedro Fabro a Pedro Codacio y Francisco Javier (Parma, 4 de diciembre de
1539)», pág. 23.

568 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Antonio de Araoz a Isabel Roser (Valencia, 22 de diciembre de
1545)», pág. 247.

569 MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Ignacio a Miguel de Torres (Roma, 9 de octubre de 1546)», pág. 439.

570 MHSI, Const. S. I., I, «Constitutiones, anni 1541», pág. 45: «Ítem, queremos que las Constituciones no
tengan fuerza de ser guardadas sino cumplido un año entero, después que hiciéremos voto de obediencia,
pobreza y castidad, y voto al papa, y voto cerca mostrar muchachos».

571 MHSI, Const. S. I., I, «De collegiis et domibus fundandis, 1541, 1544 (?)», pág 60: «De modo que
quien ha de ser en nuestra Compañía, quier de una manera quier de otra, ha de pasar por un año y tres meses
por experiencias y probación de vida. La causa que nos ha movido a hacer mayores experiencias y a tomar
más tiempo que en otras congregaciones acostumbran tomar, es que si alguno entra en monasterio bien
ordenado y bien concertado, estará más apartado de ocasiones de pecados, por la “mayor” clausura, quietud
y concierto, que en nuestra Compañía, la cual no tiene aquella clausura, quietud ni reposo, mas discurre de
una parte en otra.
Ítem, uno que tenga malos hábitos y sin perfección alguna, basta perfeccionarse en monasterio así
ordenado y concertado; mas en nuestra Compañía es necesario que primero sea alguno bien experimentado
y mucho probado antes que sea so admitido; porque después discurriendo ha de conversar con buenos y con
buenas, y con malos y con malas, para las cuales conversaciones se requieren mayores fuerzas y mayores
experiencias, y mayores gracias y dones de nuestro Criador y Señor».

572 MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Bartolomé Ferrón a Simón Rodríguez (Roma, 21 de noviembre de
1545)», págs. 329-330.

573 MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Bartolomé Ferrón a Simón Rodriques (Roma, 12 de abril de 1546)»,
págs. 371-373.

574 MHSI, Scripta, I, «Carta de donación de Isabel Roser a Miguel de Torres (Roma, 24 de diciembre de
1545)», págs. 11-13.

575 MHSI, Scripta, I, «Dudas de Isabel Roser solucionadas por hombres doctos (s. f.)», pág. 651.

576 MHSI, Scripta, I, «Carta de renuncia de Miguel de Torres a la cesión de Isabel Roser (Roma, 25 de
diciembre de 1545)», págs. 647-648.

577 MHSI, Scripta, I, «Dudas de Isabel Roser solucionadas por hombres doctos (s. f.)», pág. 652.

578 El hermano franciscano de Isabel Roser, encargado de administrar los bienes de esta en su ausencia,
había tenido dos hijos: Isabel, que fue monja en el monasterio de los Ángeles de Barcelona, y Francisco,
que era doctor en ambos derechos y fue quien viajó a Roma. Véase AHPB, notario, Baltasar Puigjaner,
Prim. (bis) lib. testament., 1555-1585, 379/93, fols. 149v a 151r.

579 El resumen de los hechos puede leerse en un texto, sin fecha, recogido por P. Tacchi Venturi, op. cit.,
vol. 1.2, págs. 255-256.

580 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Antonio de Araoz a Jerónimo Doménech (Valencia, 26 de enero de
1546)», pág. 256.

581 P. Tacchi Venturi, op. cit., vol. 1.2, págs. 251-253.

582 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Jaume Caçador a Ignacio (Barcelona, 9 de noviembre de 1546)», pág.
292.

583 MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Ignacio a Miguel de Torres (Roma, 9 de octubre de 1546)», págs. 437-
438.

584 MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Ignacio a Miguel de Torres (Roma, 9 de octubre de 1546)», págs. 438-
439.

585 MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Ignacio a Isabel Roser (Roma, 1 de octubre de 1546)», págs. 424-425.

586 MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Ignacio a Miguel de Torres (Roma, 9 de octubre de 1546)», pág. 440.

587 MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Ignacio a Miguel de Torres (Roma, 9 de octubre de 1546)», págs. 440-
441.

588 El breve está en Acta sanctorum, varios vols., París-Roma, 1868, t. 7 (Julii), pág. 499.

589 MHSI, Scripta, I, «Sobre el negocio de Isabel Roser (Roma, 12 de febrero de 1547)», páginas 652-653.

590 MHSI, Scripta, I, «Sobre el negocio de Isabel Roser (Roma, 12 de febrero de 1547)», páginas 654-655.

591 MHSI, Scripta, I, «Controversia de don Silvestre con el doctor Ferrer (s. f.)», pág. 657. Apenas nueve
años después, el historiador protestante Lucas Oleander escribiría: «Ignacio de Loyola, el hipócrita de los
hipócritas, ha bajado al infierno en este año [de 1556]»; citado por M. Batllori en el artículo «Lulismo y
combinatoria», en Charles E. O’Neill y Joaquín M.ª Domínguez (dirs.), op. cit., vol. 1, pág. 179.

592 La apreciación es de Jacques Bos, «The hidden self of the hypocrite», en Toon van Houdt et alii, On
the edge of truth and honesty: principles and strategies of fraud and deceit in the Early Modern period,
Leiden-Boston, Brill, 2002, pág. 67; citado por Diego Rubio, «La taqiyya en las fuentes cristianas: indicios
de su presencia entre los moriscos», Al-Qantara, 34.2 (2013), págs. 529-546.

593 MHSI, Scripta, I, «Sentencia contra Francisco Ferrer (Roma, 2 de junio de 1547)», pág. 658.

594 MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Ignacio a Miguel de Torres (Roma, 3 de mayo de 1547)», págs. 489-
490.

595 H. Rahner, op. cit., vol. 2, pág. 60.

596 MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Ignacio a Juan Boquet (Roma, mayo de 1547)», pág. 373.
597 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Isabel Roser a Ignacio (Barcelona, 10 de diciembre de 1547)», págs.
449-450.

598 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Antonio de Araoz a Ignacio (Madrid, 25 de mayo de 1547)», pág. 256.

599 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Antonio Gou a Ignacio (Barcelona, 1 de marzo de 1548)», pág. 481.

600 MHSI, Epist. Mixt., II, «Carta de Antonio de Araoz a Juan de Polanco (Barcelona, 15 de enero de
1549)», pág. 54.

601 MHSI, Epist.-Instr., XII, «Carta de Isabel Roser a Ignacio (Barcelona, 5 de febrero de 1550)», págs.
398-399 (he traducido del original, en catalán).

602 Antoni Paulí Meléndez, El Reial Monestir de Santa Maria de Jerusalem de Barcelona, Barcelona,
Tipografía Empurium, 1970, págs. 17-18.

603 Ibíd., pág. 20. Este autor, citando la crónica manuscrita que dejó del monasterio de Jerusalén un
franciscano, aporta los nombres de la mayoría de las mujeres que formaban aquel privilegiado grupo:
Juliana Albanell, las hermanas Isabel y Jerónima de Gualbes, Dorotea Gràcia, Oròssia Oms, las también
hermanas Elionor y Angèlica Jovells, Clara Valls, Angelina Guimerà, Lucrècia Savall e Isabel Roser.

604 BN, Mss/7904/205-206, «Cartas de la abadesa del monasterio de Santa María de Jerusalén de
Barcelona al Cardenal Granvela (1552)».

605 MHSI, Epist. Mixt., IV, «Carta de Isabel Roser a Ignacio (Barcelona, 20 de abril de 1554)», págs. 148-
150.

606 La fecha de fallecimiento de Isabel Roser he podido precisarla gracias a varios documentos de la causa
pía que instituyó en el Hospital de la Santa Creu de Barcelona. Isabel ordenó en su testamento que se
pagasen 3 libras anuales al monasterio de San Jerónimo de la Murtra para que se celebrara una misa de
aniversario coincidiendo con el día de su muerte. A través de los siglos, debido a las sucesivas
actualizaciones de la causa pía, así como los varios requerimientos por parte del monasterio a sus
administradores, se fue generando una documentación que, tras cruzar sus datos, nos ha proporcionado
dicha fecha. AHSCSP: Causes pies (1648-1758), vol. VI, inv. 6, carpeta 17/5/2, fol. s. n.; Causes i plets
judicials (1634-1635), vol. I, inv. 7, Causes judicials, carpeta 8/6, fol. s. n.; Causes pies, vol. VI, inv. 6,
Carpeta 17/5/4 (5-Documentació diversa sobre la causa pia, 1830-1848 i s. d.), fol. s. n.
Según los cálculos que hicieron Juan Creixell (op. cit., pág. 292) e Ignacio Puig (op. cit., pág. 90), Isabel
Roser debía haber muerto entre 1556 y 1557; sin embargo, R. García-Villoslada (San Ignacio de Loyola...,
ed. cit., pág. 238) adelantó esas fechas para establecer el año de la muerte de Isabel a finales de 1554.

607 MHSI, Epist.-Instr., VIII, «Carta de Ignacio a Antonio de Araoz (Roma, 28 de enero de 1555)», pág.
343.

608 MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Ignacio a Isabel Roser (París, 10 de noviembre de 1533)», pág. 85.

609 Agradezco al profesor Ricardo García Cárcel el haberme facilitado la consulta del trabajo de
investigación, inédito, de M. Ángeles Sáez García, Isabel de Josa: una insòlita dona catalana del segle xvi,
realizado en el marco del Màster d’Història de Catalunya 2014-2015 (Universitat Autònoma de Barcelona,
Departament d’Història Moderna i Contemporània-Departament d’Història de l’Antiguitat i de l’Edat
Mitjana), y presentado en septiembre de 2015. En este estudio, muy bien documentado, su autora aporta
numerosos datos biográficos de Isabel de Josa hasta ahora desconocidos, como las fechas de su nacimiento
y de su muerte o la fecha en que contrajo matrimonio, además de otros aspectos de su vida sumamente
interesantes (actualmente puede consultarse en línea:
https://ddd.uab.cat/pub/trerecpro/2015/hdl_2072_256889/Saez_Garcia_M.A._TFM.pdf).

610 Véase Dietari de la Generalitat de Catalunya, Barcelona, Generalitat de Catalunya, 1994, volumen 1
(1411-1539), págs. 290, 299, 301, 302, 353 y 354. La meteórica carrera de Vicenç Orrit la detalla M.
Ángeles Sáez García, op. cit., págs. 16-21.

611 M. Ángeles Sáez García, op. cit., págs. 22-23.

612 Todos estos datos, inéditos, los aporta M. Ángeles Sáez García, op. cit., pág. 33.

613 Los capítulos matrimoniales de Guillem de Josa (hijo) y Elena de Cardona se firmaron el 13 de mayo
de 1535 (Archivo particular del Marqués de Villapalma, caja 5, leg. 3, fol. 27). Citado por J. Creixell, op.
cit., pág. 293, n. 13. Acerca de Juan de Cardona, véase Francisco José Morales Roca, Prelados, abades
mitrados, dignidades capitulares y caballeros de las órdenes militares habilitados por el brazo eclesiástico
en las Cortes del principado de Cataluña: dinastías de Trastámara y de Austria, siglos XV Y XVI (1410-
1599), 2 vols., Madrid, Hidalguía, 1999, vol. 1, pág. 137.

614 Biblioteca de Catalunya, AH Caja 2: «Crides contra Guillem de Josa». El dato inédito del asesinato de
Elena de Cardona a manos de su marido, Guillem de Josa, se deduce del documento citado.

615 Contrariamente a los datos que aparecen en el Dietari de la Generalitat de Catalunya (Barcelona,
Generalitat de Catalunya, 1994, vol. 2, 1539-1578, pág. 21), el asesinato de Hierònim Malars no se produjo
diez días antes del asesinato de Guillem de Josa, en el mismo año de 1568, sino en 1555. Véase Biblioteca
de Catalunya, AH Caja 2: «Crides contra Guillem de Josa».

616 Dietari de la Generalitat de Catalunya, Barcelona, Generalitat de Catalunya, 1994, vol. 2 (1539-1578),
pág. 119.

617 El dato lo aporta M. Ángeles Sáez García, op. cit., pág. 48.

618 Benito Jerónimo Feijoo, Teatro crítico universal, tomo 1, discurso XVI, n. 110. Citado por Juan
Creixell, op. cit., pág. 295, n. 11.

619 Benigno Fernández, Antigua lista de manuscritos latinos y griegos inéditos del Escorial, Madrid, 1902.
Citado por Manuel Serrano y Sanz, Apuntes para una Biblioteca de escritoras españolas, varios vols.,
Madrid, Atlas, 1975, vol. 2 (segunda parte), pág. 651.

620 Eulàlia de Ahumada Batlle (ed.), Epistolaris d’Hipolita Rois de Liori i Estefanía de Requesens (segle
xvi), Valencia, Universitat de València, 2003, pág. 60. Véase también M. Ángeles Sáez García, op. cit., pág.
38.

621 Véase J. Creixell, op. cit., pág. 294, n. 11.

622 MHSI, Scripta, I, «Censura Ignatiae Vitae Patris Ribadeneirae, auctore P. Araozio. Lo que falta en este
libro de la Vida de Nuestro Padre, de Santa memoria», pág. 726.

623 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Antonio de Araoz a Ignacio (Zaragoza, 30 de octubre de 1539)», pág.
31.

624 Jerónimo Pujades, Crónica universal del Principado de Cataluña, escrita a principios del siglo XVII,
varios vols., Barcelona, Imprenta de José Torner, 1831, vol. 7, págs. 129-130.
625 MHSI, Fabri, «Carta de Pedro Fabro a Ignacio (Leiden, 22 de marzo de 1542)», pág. 156.

626 Una copia de la versión original en latín de la carta de Isabel de Josa puede consultarse en MHSI,
Epist. Mixt., I, pág. 125. La traducción al francés de la misma la realizó H. Rahner, op. cit., vol. 2, pág. 69.
Otra versión en castellano de la carta, ligeramente distinta a la que aquí presentamos, puede leerse en J.
Creixell, op. cit., pág. 328, n. 11. Véase también la traducción de la carta al catalán, lengua en la que se
expresaba Isabel de Josa, en M. Ángeles Sáez García, op. cit., pág. 46.

627 La cita de Benito Palmio, más explícita, dice: «Pontius sacras domesticorum confessiones excipiebat et
tyronum erat magister. Is ad unam ex iis quatuor mulieribus litteras dedit, quae votis se sodalitatis nostrae
obligarant» [«Poncio hacía sagradas confesiones domésticas y era maestro de novicios. Este entregó una
carta a cuatro mujeres, cuyos votos nos obligaron a aceptar»]. Citado por P. Tacchi Venturi, op. cit., vol. 1.2,
pág. 255.

628 Duns Escoto, teólogo del siglo XIII, defendía que la voluntad, por ser una potencia natural,
proporcionaba mayor perfección que el entendimiento, algo que algunos alumbrados en cierto modo
hubieran suscrito, aunque estos llevaban esa máxima al extremo. Su contemporáneo Pedro Palude trabajó al
lado del papa Bonifacio VIII y se destacó como defensor de la tesis de la teocracia pontifical, es decir, la
autoridad suprema del papa sobre todos los cristianos, un tema que volvió a estar de actualidad en el siglo
XVI. En esa defensa coincidió con otros coetáneos suyos como Dante, Marsilio de Padua o Guillermo de
Ockham.

629 F. J. Sánchez Cantón, «Floreto de anécdotas y noticias diversas que recopiló un fraile dominico
residente en Sevilla a mediados del siglo XVI», en Memorial histórico español, varios vols., Madrid, Real
Academia de la Historia, 1948, tomo 48, págs. 164-165.

630 La actividad de Isabel de Josa en Vercelli ha sido estudiada por M. Ángeles Sáez García, op. cit., págs.
54-62.

631 Giulia Castelnovo, «Malefemmene»: onore perduto, peccato espiato, corpi ammansiti. Indisciplinate,
prostitute, malmaritate rinchiuse nei conservatori per convertite francesi e italiani tra xvi e xvii secolo,
tesis doctoral inédita, Grenoble, Université de Grenoble; Milán, Università degli Studi di Milano, 2014,
págs. 92-101. La autora dedica un apartado a la actividad de Isabel de Josa en Milán, como fundadora de la
Casa de Santa Maria del Soccorso delle Anime. Véase también M. Ángeles Sáez García, op. cit., págs. 62-
63.

632 Archivio di Stato di Milano, Culto p. a., 1922. Documento citado por Giulia Castelnovo, op. cit., pág.
100.

633 Giulia Castelnovo, op. cit., págs. 99-101.

634 Véase el análisis de las causas que hacían que no se cumpliera estrictamente la clausura en los
monasterios femeninos, en Ángela Atienza López, «Lo arreglado y lo desarreglado en la vida de los
conventos femeninos en la España Moderna», en Manuel Peña (ed.), La vida cotidiana en el mundo
hispánico (siglos XVI-XVIII), Madrid, Abada, 2012, págs. 445-465.

635 C. de Dalmases, op. cit., pág. 76.

636 Este cofrecillo desapareció en la quema del convento durante la Semana Trágica de 1909. Por otra
parte, en la carta por la que hizo los votos sor Antonia Estrada se dice que era «hija de Marturià Strada,
perayre, y de Salvia, difuntos» y originaria de Gerona, y como no sabía escribir debieron firmar dos monjas
por ella, una de la cuales se llamaba «Cecylya Roses». Esta mujer bien podría haber estado emparentada
con el marido de Isabel Roser, cuyo apellido también aparece escrito como «Roses» en la documentación de
la época. Véase J. Creixell, op. cit., págs. 227-228 y 228, nota 2.

637 Los datos sobre el monasterio de las jerónimas y sus orígenes proceden de Elena Botinas i Montero,
Julia Cabaleiro i Manzanedo y Maria dels Àngels Duran i Vinyeta, Les Beguines: la Raó il·luminada per
Amor, Barcelona, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 2002, págs. 83-94; véase también el acuerdo al
que llegan las jerónimas con Joan Bernat Terrer en 1481, cuyos capítulos están transcritos en la pág. 166 del
libro citado.

638 ADB, Registra Communium 64, fol. 6v. Citado por E. Botinas i Montero et alii, op. cit., págs. 90-91.

639 S. Pastore, op. cit., págs. 52-62.

640 Los datos sobre Elisabet Cifre y las citas las aportan E. Botinas i Montero et alii, op. cit., páginas 95-
108.

641 Miquel Batllori, «Jerónimo Nadal y el Concilio de Trento», Boletín de la Sociedad Arqueológica
Luliana, 714-715 (septiembre-diciembre, 1945), pág. 383.

642 Así consta en la carta de profesión de Maria Sunyer transcrita en el libro de E. Botinas i Montero et
alii, op. cit., pág. 166.

643 Ibíd., págs. 76-77.

644 El documento íntegro está transcrito en: ibíd., pág. 167.

645 MHSI, Scripta, II, págs. 90-91.

646 MHSI, Scripta, II, pág. 92.

647 E. Botinas i Montero et alii, op. cit., pág. 74.

648 La adhesión a una u otra regla es aún motivo de controversia. Núria Jornet Benito ha escrito al
respecto: «Las primeras clarisas de Barcelona habrían seguido la regla de Hugolino, protector de la orden y
futuro Gregorio IX, que acogía la comunidad bajo los preceptos benedictinos —referentes a los tres votos
básicos—, si bien en un contexto nuevo, el espíritu franciscano, tal como la posterior regla de Inocencio IV
del año 1247 se encarga de subrayar ante esta “dualidad”. Con el pontificado de Urbano IV se dispone que
la orden hasta entonces denominada de San Damián fuera llamada de Santa Clara y prescribió una nueva
regla o adaptación de las anteriores, para que las comunidades pudieran disponer de propiedades. La
historiografía, aun así, duda a la hora de integrar nuestro monasterio en la disciplina urbanista, y apuesta por
su mantenimiento en la regla de Gregorio IX» («Agnès de Peranda i Clara de Janua: dues figures
carismàtiques o la fundació del monestir de Sant Antoni de Barcelona», Duoda, 22 [2002], págs. 46-47).
Véase también, de la misma historiadora, El monestir de Sant Antoni de Barcelona: l’origen i l’assentament
del primer monestir de clarisses a Catalunya, Barcelona, Publicacions de l’Abadia de Montserrat
(colección Scripta et documenta, 76), 2007, págs. 51-54 y 153-154.

649 Los antecedentes históricos de esa mudanza fueron estudiados por Tarsicio de Azcona, «Paso del
monasterio de Santa Clara de Barcelona a la regla benedictina (1512-1518)», Collectanea Franciscana, 38
(1968), págs. 78-134. El autor describe detalladamente todo el proceso hasta 1518, año en el que los
benedictinos habrían tomado las riendas del convento de Santa Clara y, supuestamente, desbancado
definitivamente a los franciscanos. Pero los acontecimientos posteriores revelan que estos no renunciaron a
sus privilegios con respecto al cenobio femenino.

650 MHSI, Epist. Mixt., II, «Carta de Jerónima Oluja a Juan de Polanco (Barcelona, 3 de noviembre de
1549)», págs. 304-305.

651 J. Creixell, op. cit., págs. 358-359.

652 MHSI, Scripta, I, «Carta de Ignacio a Jaume Caçador (Venecia, 12 de febrero de 1536)», págs. 97-98.

653 N. Jornet Benito, op. cit., pág. 177.

654 H. Rahner, op. cit., vol. 2, pág. 115.

655 MHSI, Scripta, I, «Carta de Ignacio a Teresa Rajadell (Venecia, 18 de junio de 1536)», pág. 101.

656 MHSI, Scripta, I, «Carta de Ignacio a Teresa Rajadell (Venecia, 18 de junio de 1536)», pág. 101.

657 MHSI, Scripta, I, «Carta de Ignacio a Teresa Rajadell (Venecia, 18 de junio de 1536)», pág. 102.

658 MHSI, Scripta, I, «Carta de Ignacio a Teresa Rajadell (Venecia, 18 de junio de 1536)», págs. 106-107.

659 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Joan Pujals a Ignacio (Barcelona, 13 de agosto de 1543)», pág. 117.

660 MHSI, Scripta, I, «Carta de Ignacio a Teresa Rajadell (Roma, 15 de noviembre de 1543)», págs. 274-
275.

661 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Antonio de Araoz a Ignacio (Madrid, 6 de marzo de 1546)», pág. 263.

662 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta del príncipe Felipe a Ignacio (Madrid, 22 de febrero de 1546)», págs.
260-261.

663 Véase J. Creixell, op. cit., págs. 364-367.

664 MHSI, Epist. Mixt., II, pág. 37.

665 Para más detalles acerca del proceso burocrático de reformación de los conventos barceloneses en la
primera mitad del siglo XVI, véase J. Creixell, op. cit., págs. 375-384.

666 MHSI, Epist. Mixt., II, «Carta de Juan Queralt a Juan de Polanco (Barcelona, 14 de enero de 1549)»,
pág. 49.

667 MHSI, Epist. Mixt., II, «Carta de Antonio de Araoz a Juan de Polanco (Barcelona, 15 de enero de
1549)», pág. 51.

668 MHSI, Epist. Mixt., II, «Carta de Mateo Sebastián de Morrano a Ignacio (Barcelona, 3 de febrero de
1549)», págs. 64-65.

669 MHSI, Epist. Mixt., II, «Carta de Jerónima Oluja a Ignacio de Loyola (Barcelona, 21 de febrero de
1549)», págs. 80-81.

670 MHSI, Epist. Mixt., II, «Carta de Teresa Rajadell a Ignacio de Loyola (Barcelona, 21 de febrero de
1549)», pág. 82.
671 MHSI, Epist. Mixt., II, «Carta de Teresa Rajadell y Jerónima Oluja a Juan de Polanco (Barcelona, 3 de
abril de 1549)», pág. 163.

672 MHSI, Epist. Mixt., II, «Carta de Joan Queralt a Juan de Polanco (Barcelona, 27 de marzo de 1549)»,
pág. 139.

673 MHSI, Epist. Mixt., II, «Carta de Andrés de Oviedo a Juan de Polanco (Gandía, 3 de abril de 1549)»,
pág. 159.

674 MHSI, Epist. Mixt., II, «Carta de Teresa Rajadell y Jerónima Oluja a Ignacio de Loyola (Barcelona, 14
de mayo de 1549)», págs. 202-206; «Carta de Antonio Gou a Juan de Polanco (Barcelona, 17 de mayo de
1549)», pág. 208.

675 MHSI, Epist. Mixt., II, «Carta de Antonio de Araoz a Juan de Polanco (Madrid, 5 de noviembre de
1549)», págs. 309-310.

676 MHSI, Epist.-Instr., II, «Carta de Ignacio a Jerónima Oluja y Teresa Rajadell (Roma, 5 de abril de
1549)», pág. 374.

677 Ernest Zaragoza Pascual, Catàleg dels monestirs catalans, Barcelona, Publicacions de l’Abadia de
Montserrat, 1997, págs. 34-35.

678 MHSI, Epist. Mixt., II, «Carta de Jerónima Oluja a Juan de Polanco (Barcelona, 3 de noviembre de
1549)», págs. 304-305.

679 Ibíd.

680 MHSI, Epist. Mixt., II, «Carta de Teresa Rajadell a Ignacio (Barcelona, 10 de enero de 1550)», págs.
349-350; «Carta de Teresa Rajadell a Ignacio (Barcelona, 11 de abril de 1550)», págs. 378-379.

681 MHSI, Epist. Mixt., II, «Carta de Teresa Rajadell a Ignacio (Barcelona, 20 de junio de 1552)», pág.
731.

682 E. Zaragoza Pascual, op. cit., págs. 34-35.

683 C. de Dalmases, op. cit., págs. 77-78.

684 Por esas mismas fechas, Araoz informa a Polanco de lo mal que suena a muchos en Salamanca lo de
«Compañía de Jesús» y que mejor sería llamarla «orden» o «religión», y de que hay opiniones encontradas
acerca de ellos, llegándolos algunos a acusar de «dejados» o «alumbrados». Véanse MHSI, Epist. Mixt., II,
«Carta de Antonio de Araoz a Juan de Polanco (Valencia, 24 de febrero de 1549)», pág. 88; y «Carta de
Antonio de Araoz a Juan de Polanco (Gandía, 10 de marzo de 1549)», pág. 112.

685 Así quedó recogido en el manuscrito de Gabriel Álvarez, Historia de la provincia de Aragón de la
Compañía de Jesús. Citado en MHSI, Epist. Mixt., I, pág. 235, n. 14.

686 MHSI, Epist. Mixt., II, «Carta de Juan Queralt a Juan de Polanco (Barcelona, 28 de febrero / 22 de
marzo / 1 de abril de 1551)», págs. 517 y ss.

687 MHSI, Epist. Mixt., II, «Carta de Mauricio Vinyes a Ignacio (Gerona, 9 de octubre de 1551)», pág.
605.
688 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Antonio de Araoz a Ignacio (Valencia, 26 de enero de 1546)», pág.
253.

689 Véase MHSI, Epist.-Instr., XII, «Carta de Sebastiana Eixarch a Ignacio (Valencia, 16 de junio de
1545)», pág. 367.

690 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Diego Mirón a Ignacio (Valencia, 16 de junio de 1545)», pág. 216.

691 Véase MHSI, Epist.-Instr., XII, «Carta de Sebastiana Eixarch a Ignacio (Valencia, 16 de junio de
1545)», pág. 370.

692 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Diego Mirón a Ignacio (Valencia, 16 de junio de 1545)», pág. 218.

693 A. Astrain, op. cit., vol. 1, págs. 369-373.

694 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Antonio de Araoz a Ignacio (Monzón, 3 de agosto de 1547)», pág.
392.

695 MHSI, Epist.-Instr., XII, «Carta de Juana de Cardona a Ignacio (Valencia, 16 de junio de 1545)», págs.
371-374.

696 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Antonio de Araoz a Ignacio (Madrid, 22 de mayo de 1546)», págs.
281-283.

697 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Diego Mirón a Jerónimo Doménech (Valencia, 12 de noviembre de
1546)», pág. 326.

698 MHSI, Epist.-Instr., XII, «Carta de Juana de Cardona a Ignacio (Valencia, finales de 1546)», págs. 377-
379.

699 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Diego Mirón a Ignacio (Valencia, 16 de junio de 1545)», pág. 218.

700 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Andrés de Oviedo a Ignacio (Valencia, 20 de marzo de 1547)», pág.
350.

701 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Antonio de Araoz a Ignacio (Gandía, 16 de enero de 1546)», pág. 250.

702 MHSI, Epist.-Instr., XII, «Carta-memoria de Ignacio a Miguel de Torres (Roma, 10 de septiembre de
1546)», págs. 421-422.

703 MHSI, Borgia, II, «Carta de Francisco de Borja a Ignacio (Gandía, 31 de mayo de 1550)», pág. 573.

704 MHSI, Epist.-Instr., III, «Carta de Ignacio a Juana de Meneses (Roma, 1 de junio de 1551)», pág. 528.

705 H. Rahner, op. cit., vol. 1, pág. 211.

706 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Antonio de Araoz a Ignacio (Évora, 3 de marzo de 1545)», págs. 200-
201.

707 MHSI, Fabri, «Carta de Antonio de Araoz a Pedro Fabro (Madrid, 21 de mayo de 1546)», pág. 430.

708 H. Rahner, op. cit., vol. 2, pág. 91.


709 MHSI, Epist. Mixt., II, «Carta de Guiomar Coutinho a Ignacio (Lisboa, octubre de 1552)», págs. 792-
794 (he traducido del original, en portugués).

710 MHSI, Epist.-Instr., V, «Carta de Ignacio a Manuel Godino (Roma, 18 de abril de 1553)», pág. 29.

711 MHSI, Doc. Indica, III, «Carta de Gonçalo da Silveira a Gonçalo Vaz de Melo (Kochi, enero de
1557)», pág. 336.

712 P. Tacchi Venturi, op. cit., vol. 2.1, págs. 239-240.

713 Las fuentes documentales acerca de Faustina Jancolini, en P. Tacchi Venturi, op. cit., vol. 2.1, págs.
324-328.

714 MHSI, Epist. Xaver., I, «Carta de Francisco Javier a Ignacio y Pietro Codacio (Bolonia, 31 de marzo de
1540)», pág. 209.

715 MHSI, Fabri, «Carta de Pedro Fabro a Pedro Codacio y Francisco Javier (Parma, 4 de diciembre de
1539)», págs. 18-19.

716 MHSI, Fabri, «Carta de Pedro Fabro a Pedro Codacio e Ignacio (Parma, 1 de septiembre de 1540)»,
pág. 34.

717 Ibíd., pág. 33.

718 MHSI, Epist. Mixt., II, «Carta de Jacoba Pallavicino a Ignacio (Parma, 10 de diciembre de 1550)»,
págs. 480-481 (traducida del original, en italiano).

719 MHSI, Epist. Mixt., III, «Carta de Elpidio Ugoletti a Ignacio (Cremona, 3 de julio de 1553)», págs.
380-381 (he traducido del original, en italiano).

720 MHSI, Epist. Mixt., III, «Carta de Jacoba Pallavicino a Ignacio (Cremona, 2 de junio de 1553)», págs.
334-335 (he traducido del original, en italiano).

721 MHSI, Epist. Mixt., III, «Carta de Elpidio Ugoletti a Ignacio (Cremona, 3 de julio de 1553)», págs.
380-381.

722 MHSI, Epist. Mixt., III, «Carta de Jacoba Pallavicino a Ignacio (Cremona, 7 de julio de 1553)», págs.
382-383 (traducida del original, en italiano).

723 H. Rahner, op. cit., vol. 1, págs. 317-326.

724 MHSI, Epist.-Instr., V, págs. 400-401, 556; VI, págs. 6-7; VIII, pág. 32.

725 MHSI, Chronicon, IV, pág. 107.

726 MHSI, Epist.-Instr., VIII, pág. 30.

727 MHSI, Epist. Mixt., IV, «Carta de Barbe Pezzani a Ignacio (Módena, 7 de diciembre de 1554)», págs.
475-476 (he traducido del original, en italiano).

728 E. García Hernán, op. cit., pág. 316.

729 MHSI, Epist.-Instr., XII, págs. 421-422 (he traducido del original, en italiano). Morone se había
enfrentado a Salmerón por una cuestión teológica en 1543, y se opuso en un principio a colaborar en la
fundación del colegio jesuita de Módena, impulsado por Constancia Cortesi, pero luego cambió de idea,
quizá debido a sus contactos con Laínez y Nadal en agosto de 1554, cuando coincidió con ellos en la Dieta
de Augsburgo. Giovanni Morone levantó sospechas por sus intentos de conciliar a católicos y protestantes y
fue detenido por orden del papa Pablo IV en 1557, acusado de herejía luterana. Fue juzgado pero no se halló
prueba alguna que demostrara esas acusaciones. Sin embargo, se negó a abandonar la cárcel hasta que el
papa no reconociera su inocencia, algo que no se produjo, por lo que Morone hubo de esperar a que el
pontífice muriera en 1559. El nuevo papa, Pío IV, lo enviaría años después a que participara en el Concilio
de Trento. Morone falleció en 1580.

730 MHSI, Chronicon, II, págs. 449-450.

731 MHSI, Epist.-Instr., VI, «Carta de Ignacio a Jerónima Pezzani (Roma, 2 de diciembre de 1553)», págs.
8-10.

732 MHSI, Epist.-Instr., V, «Carta de Ignacio a Juan Bautista Viola (Roma, 11 de noviembre de 1553)»,
pág. 685.

733 H. Rahner, op. cit., vol. 2, pág. 107.

734 Las circunstancias en las que dio a luz Margarita de Austria están narradas con detalle en una carta de
Ribadeneira dirigida —siguiendo instrucciones de Ignacio— a Fabro y Araoz, que se encontraban en
España. MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Pedro Ribadeneira a Pedro Fabro y Antonio de Araoz (Roma, 29
de agosto de 1545)», págs. 315-318.

735 MHSI, Epist.-Instr., I, «Carta de Ignacio a Margarita de Austria (Roma, 13 de agosto de 1543)», págs.
271-272.

736 H. Rahner, op. cit., vol. 1, págs. 169-170.

737 Ibíd., vol. 1, pág. 162.

738 Carta de Ignacio a Leonor de Toledo (Roma, 2 de febrero de 1555). Citado por H. Rahner, op. cit., vol.
1, pág. 171.

739 H. Rahner, op. cit., vol. 1, págs. 178-182.

740 Ibíd., vol. 1, págs. 214-219.

741 «Carta de Ignacio a María Frassoni (Roma, 7 de enero de 1553)», citado por H. Rahner, op. cit., vol. 1,
pág. 302.

742 MHSI, Epist.-Instr., V, «Carta de Juan de Polanco a Juan Pelletier (Roma, 2 de septiembre de 1553)»,
págs. 430-432.

743 MHSI, Epist.-Instr., VI, «Carta de Ignacio a María Frassoni (Roma, 20 de enero de 1553)», págs. 223-
225.

744 Véase H. Rahner, op. cit., vol. 1, págs. 308-311.

745 MHSI, Epist. Mixt., IV, «Carta de María Frassoni a Ignacio (Ferrara, 30 de mayo de 1554)», págs. 222-
223 (he traducido del original, en italiano).
746 H. Rahner, op. cit., vol. 1, págs. 315-316.

747 MHSI, Epist.-Instr., IX, «Carta de Ignacio a Violante Gozzadini (Roma, 25 de mayo de 1555)», pág.
74.

748 P. Tacchi Venturi, op. cit., vol. 2.2, pág. 249.

749 MHSI, Chronicon, VI, pág. 183.

750 H. Rahner, op. cit., vol. 1, págs. 329-330.

751 Ibíd., vol. 1, págs. 327-328.

752 MHSI, Chronicon, I, págs. 276 y ss.

753 MHSI, Epist.-Instr., XI, «Carta de Ignacio a Francisco Palmio (Roma, 2 de mayo de 1556)», pág. 317.
Es probable que esta carta ya no la escribiera Ignacio, que para entonces se hallaba muy enfermo, aunque,
sin duda, contiene la respuesta que él hubiera dado.

754 Citado por H. Rahner op. cit., vol. 1, págs. 338-339.

755 Ibíd., vol. 1, págs. 347-348.

756 P. Tacchi Venturi, op. cit., vol. 2.1, pág. 263, nota 2.

757 H. Rahner, op. cit., vol. 1, págs. 221-222.

758 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Catalina de Badajoz a Ignacio (Nápoles, 23 de marzo de 1539)», págs.
17-19. Véase también H. Rahner, op. cit., vol. 1, págs. 239-242.

759 H. Rahner, op. cit., vol. 1, págs. 223-226.

760 MHSI, Epist.-Instr., IV, «Carta de Ignacio a Juana de Aragón (Roma, noviembre de 1552)», págs. 506-
511.

761 MHSI, Epist.-Instr., IV, «Carta de Ignacio a Antonio de Araoz (Roma, 4 de agosto de 1553)», pág. 334.

762 Citado por H. Rahner, op. cit., vol. 1, pág. 235.

763 Ibíd., vol. 1, págs. 237-238.

764 Véase, ibíd., vol. 1, pág. 239.


CAPÍTULO VI

La princesa Juana de Austria, jesuita: la excepción a la


regla

La incorporación de Juana de Austria —hija de Isabel de Portugal y del


emperador Carlos V— a la Compañía de Jesús se llevó a cabo en el más
absoluto secreto y con el beneplácito de Ignacio y un reducido círculo de
jesuitas. Por otro lado, no existe, que se conozca, documento alguno donde la
princesa admitiera que había entrado a formar parte de la nueva congregación,
como tampoco lo confirmaron explícitamente por escrito ni Ignacio de Loyola ni
ningún otro jesuita. Sin embargo, lo que en 1547 parecía ya imposible, una vez
cerradas a cal y canto todas las puertas a la creación de una rama femenina de la
Compañía de Jesús, apenas siete años después se hizo realidad.
Las claves del porqué una mujer fue admitida, contra todo pronóstico, en la
Compañía de Jesús deben buscarse en la rentabilidad que ello comportaba para
ambas partes: a grandes rasgos, para Juana suponía un beneficio espiritual,
mientras que para los jesuitas era de tipo político y económico.
Pero también resultó esencial el hecho de que Juana, desde muy temprana
edad, tomara contacto con los primeros jesuitas, a lo que se sumaría la relación
de amistad que luego mantuvo con Francisco de Borja, antiguo y fiel servidor de
la familia real. Incluso podría decirse que, de no haber existido ese vínculo,
quizá las cosas hubieran sucedido de otro modo. Aunque no puede obviarse que
los éxitos cosechados por la primigenia Compañía de Jesús en los territorios
hispanos, materializados en una asistencia masiva de feligreses que acudían a
escuchar los sermones de los jesuitas, contribuyeron también al favor que la
Corona otorgó a la nueva congregación 765 .

LA FAMILIA IMPERIAL

La infanta Isabel de Portugal contrajo matrimonio con Carlos I de España el


11 de marzo de 1526 en los Reales Alcázares de Sevilla. Al ser primos carnales,
necesitaron una dispensa de Roma.
Las relaciones de ambos reinos estuvieron desde los tiempos de los Reyes
Católicos basadas en la entrega de esposas hispanas a la Corona portuguesa,
siguiendo una política de alianzas que acabaría pasando factura a sus
descendientes por problemas de consanguinidad. Cuatro años antes, en 1522,
Catalina de Austria, la hermana menor del emperador, había contraído
matrimonio con Juan III de Portugal, hermano, a su vez, de Isabel.
El primero de los hijos de Isabel de Portugal y Carlos I fue el príncipe Felipe,
nacido el 21 de mayo de 1527. A este le siguieron en años sucesivos, con escaso
margen para el descanso de la madre, primero María, nacida el 28 de junio de
1528, y luego Fernando, que nació el 22 de noviembre de 1529, pero que falleció
a los pocos meses. Luego vino un largo período de continuos viajes del
emperador, en cuyas largas ausencias la reina ejerció de gobernadora.
El 24 de febrero de 1530, día de San Matías y del trigésimo cumpleaños de
Carlos, se celebró la coronación del emperador en Bolonia. Pasados los fastos de
la ceremonia, Carlos V se dirigió a Alemania y en Innsbruck se encontró con su
hermana María —reina viuda de Hungría y luego gobernadora de los Países
Bajos a la muerte de su tía Margarita de Austria— y con su hermano Fernando.
Cuando, en la noche del 23 al 24 de junio de 1535, pasadas las doce, nació la
infanta Juana en las dependencias del viejo Alcázar de Madrid, donde se ubicaba
la corte de la reina, su padre se hallaba ausente. Seis días más tarde fue bautizada
por el cardenal de Toledo, Juan Pardo Tavera, que en esos momentos presidía el
Consejo de Estado castellano en ausencia del emperador. Este se había puesto al
frente de una flota y se dirigía hacia Túnez para combatir a los turcos
comandados por el almirante mayor Barbarroja, nombrado por Solimán.
Uno de los padrinos de la infanta Juana fue su hermano el príncipe Felipe, de
tan solo 8 años, mientras que sus madrinas fueron la condesa de Osorno y la
marquesa de Lombay, Leonor de Castro Mello e Meneses, esposa del caballerizo
mayor de la reina, Francisco de Borja, el que llegaría a convertirse en jesuita, en
amigo íntimo de la princesa Juana y en prepósito de la Compañía de Jesús.
Cuando el emperador se reencontró con la reina Isabel y con su madre Juana
en Tordesillas, el 19 de diciembre de 1536, allí vio por vez primera a la infanta
Juana, que ya tenía dieciocho meses. Carlos V acababa de asistir, en Nápoles, a
la boda de su hija natural Margarita de Austria con Alejandro de Médicis, duque
de Florencia e hijo no legitimado del papa Clemente VII. Las nefastas
consecuencias de aquella unión forzosa fueron objeto de la máxima
preocupación para el emperador, que mantenía una difícil relación con el
papado. La futura intervención de Ignacio en el asunto, en un intento de mediar
para obligar a Margarita de Austria a reconciliarse con un marido que la
maltrataba, debe calificarse, como mínimo, de nefasta.
La reina Isabel falleció en el palacio de los condes de Fuensalida, en Toledo,
el 1 de mayo de 1539, unos diez días después del parto del sexto de sus hijos,
que nació muerto (aunque, según algunas fuentes, se trató de un aborto de pocos
meses de gestación). Un año antes, Isabel había perdido a otro niño, el infante
que fue bautizado también, al igual que este último, con el nombre de Juan.
El cadáver de la reina fue trasladado a Granada, donde llegó el 16 de mayo en
avanzado estado de descomposición. Según la tradición historiográfica, el
impacto que provocó en Francisco de Borja la visión de una reina desfigurada,
prácticamente irreconocible, condicionó su futura entrada en religión tras la
muerte de su esposa. Sin embargo, los testimonios del propio Borja trasladan esa
fuerte impresión al mismo día del fallecimiento de la reina 766 .

Francisco de Borja: de la corte a la Compañía de Jesús

El hecho de que Francisco de Borja se hallara tan próximo a la familia del


emperador y de que tuviera una fulgurante carrera dentro de la naciente
Compañía de Jesús se explica por sus orígenes familiares. Nacido en 1510, era
hijo de Juan de Borja y Enríquez de Luna, tercer duque de Gandía, barón de
Lombay, y de Juana de Aragón y Gurrea. Su padre era nieto del papa Alejandro
VI y su madre, hija de Alfonso de Aragón, arzobispo de Zaragoza y virrey de
Aragón, quien, a su vez, era hijo natural de Fernando el Católico.
En 1522, cuando Francisco de Borja apenas tenía 12 años, fue llevado al
palacio de Tordesillas, donde vivía apartada del gobierno la reina Juana I de
Castilla. Francisco de Borja sirvió allí como paje de la infanta Catalina, y en
1526 dejó Tordesillas para formarse al lado de su tío el arzobispo de Zaragoza.
Sin embrago, en años posteriores tuvo ocasión de reencontrarse varias veces con
la infanta en la corte portuguesa, cuando se convirtió en reina de Portugal por su
matrimonio con Manuel III y demostró su apoyo constante a la Compañía de
Jesús.
Aun así, la inmersión definitiva de Francisco de Borja en la corte hispana se
debió a su matrimonio con la portuguesa Leonor de Castro Mello e Meneses, que
era amiga íntima de la emperatriz Isabel y en aquel momento desempañaba las
funciones de camarera mayor y de caballerizo mayor, un cargo atípico en la
época para una mujer, puesto que suponía ocuparse de las monturas, los
carruajes, las literas y todo lo concerniente a la impedimenta necesaria en los
viajes de la reina.
Leonor era hija de Álvaro de Castro, capitán general de África al servicio de
Manuel I de Portugal, y de Isabel de Mello Barreto e Meneses. La unión de
Leonor y Francisco vino apadrinada por el propio emperador Carlos V y fue
gestionada por el cardenal Pedro González de Mendoza. La boda se celebró en
1529 en el Real Alcázar de Madrid y ese mismo año el emperador nombró a
Borja caballerizo mayor de la reina. Este cargo, el mismo que ya había
desempeñado su esposa, exigía que estuviera presente en la cámara de estrado,
donde la reina concedía las audiencias y un lugar reservado solo para unos pocos
varones, además de la supervisión de los viajes y la obligación de ayudar a la
emperatriz a montar y desmontar de los carruajes. Un año más tarde, el
emperador elevó el título de barón de Lombay que ostentaba Francisco de Borja
a la categoría de marquesado. Del matrimonio de este con Leonor de Castro
nacieron cinco hijos y tres hijas.
El mismo año en que murió la emperatriz, Carlos V nombró virrey de
Cataluña a Francisco de Borja, que en ese momento tenía solo 29 años. Esto
suponía el alejamiento del centro de poder que representaba la corte, pero
también el acceso a uno de los cargos restringidos a la oligarquía nobiliaria que
monopolizaba el ejercicio del poder en la España de los Austrias desde la guerra
de las Comunidades de Castilla hasta finales del reinado de Carlos II 767 .
Por otra parte, el emperador había puesto trabas a que Leonor de Castro
pasara a ejercer el cargo de aya de las infantas María y Juana. Según se deduce
de algunas cartas, quizá esto se debió a que la consideraba demasiado ambiciosa
y ello generaba no pocas desconfianzas en el entorno cortesano. Sin embargo,
parece un tanto arriesgado concluir que la desgracia de Borja en su progresión
ascendente en la corte se debió al hecho de que Leonor tuviera un carácter poco
sumiso y contrario a los cánones exigidos en una camarera mayor, debido a que
mostraba iniciativa propia y había ejercido una gran influencia sobre la reina.
A la muerte de Leonor de Castro, el 27 de marzo de 1546, Francisco de Borja
renunció a sus títulos y posesiones en favor de sus hijos y se dirigió a Roma,
donde solo unos meses más tarde, en junio del mismo año, fue aceptado en la
Compañía de Jesús (aunque en secreto, ya que no hizo profesión pública hasta
1551). Aquel hecho añadiría posteriormente un plus de prestigio a la Compañía
de Jesús por lo que representaba Francisco de Borja en la sociedad de la época.
Años más tarde, en 1552, esa «comunión» entre los Borja y la Compañía volvió
a repetirse, pero con un signo muy distinto, cuando Juan de Borja y Castro —
hijo de Francisco de Borja y Leonor de Castro— y Lorenza de Loyola —sobrina
de Ignacio— contrajeron matrimonio. Esta unión no la aceptó con agrado
Ignacio, sobre todo cuando supo que había sido interpretada por algunos como
fruto de una maniobra suya. Sin embargo, las ventajas de tener a Francisco de
Borja en la «familia jesuítica» ya eran evidentes para entonces, por lo que
aceptar la entrada de otro Borja en su familia consanguínea supuso únicamente
una pequeña contrariedad, que pronto superaría. La propia Juana de Austria se
alegró enormemente de ese matrimonio y pudo celebrarlo con las hermanas del
novio —Isabel, condesa de Lerma, y Juana, marquesa de Alcañices—, que
entonces servían a su lado como damas 768 .

Infancia y juventud de las infantas María y Juana y del príncipe Felipe

La situación de las infantas María y Juana y de su hermano el príncipe Felipe


empezó a cambiar después de la muerte de su madre. En 1542, Felipe, con 16
años, se convirtió en regente de los reinos y comenzó a presidir las reuniones de
Estado en ausencia de su padre, el emperador. Al año siguiente, el 12 de mayo,
se celebró su boda por poderes con la infanta María de Portugal, aunque ambos
tendrían que esperar a conocerse prácticamente hasta el día de la boda religiosa,
celebrada el 14 de noviembre de 1543. Aun así, su convivencia no llegó a dos
años, porque María falleció el 12 de julio de 1545, cuatro días después de dar a
luz a su primer hijo, el infante Carlos. Fue la joven Juana precisamente quien,
desde entonces, más cuidados deparó a su sobrino.
Poco tiempo después, las infantas Juana y María, que a menudo estaba
aquejada de alteraciones cutáneas, y el pequeño Carlos, también de salud
delicada, se trasladaron a Alcalá, cuyo clima era considerado más sano por los
médicos de la corte. El palacio arzobispal fue el lugar escogido para residir y en
él se concentró un amplio séquito de damas y consejeros.
En ese mismo palacio fue donde, en julio de 1540, las infantas conocieron y
escucharon predicar al jesuita Antonio de Araoz. Este escribió a Ignacio para
informarle del buen recibimiento que le habían dado Leonor Mascareñas y otras
mujeres devotas, así como de su encuentro con las infantas 769 . También Pedro
Fabro estuvo el mismo año en la corte y tomó bajo su tutela a dos capellanes de
las infantas para que aprendiesen bien el modo de hacer los Ejercicios
espirituales y después pudieran darlos en ausencia de los jesuitas 770 . Estos
primeros contactos de María y Juana con dos integrantes de la naciente
Compañía de Jesús, así como la amistad de Ignacio con algunas mujeres de la
corte, expresada a menudo a través de la correspondencia, contribuyó sin duda a
potenciar los vínculos que más tarde establecieron las infantas con los jesuitas.
La inevitable separación entre las infantas se produjo con vistas a la
preparación de la boda de María, de 19 años, con su primo hermano el príncipe
Maximiliano —archiduque de Austria y futuro emperador del Sacro Imperio
Romano Germánico—, de 21, que se llevaría a cabo en el mes de septiembre de
1548, en Valladolid, por expreso deseo de Carlos V. La princesa Juana, con 13
años, hizo de madrina de la novia.
Aquel casamiento provocó la disolución de la Casa de las Infantas y la
consiguiente renovación de cargos en el servicio a la princesa Juana, hasta
constituirse su nueva Casa en 1549, integrada por más de cien personas, algunas
de las cuales servían también al infante Carlos, que vivía con ella 771 .
Las damas portuguesas Guiomar de Melo —que tenía el título de camarera
mayor de la reina Isabel de Portugal y lo sería también de la infanta Juana— y
Leonor Mascareñas, o Juan de Zúñiga y Estefanía de Requesens, fueron algunas
de las personas que más cerca estuvieron de Juana de Austria en su juventud y
que tuvieron relación con Ignacio de Loyola o se sintieron atraídas por la
naciente Compañía de Jesús. Todas ellas también se relacionaron de modo
íntimo con el príncipe Felipe. La propia Estefanía, ya viuda, hospedó a este en su
palacio de Barcelona en 1548. No en vano, su esposo, Juan de Zúñiga,
comendador mayor de Castilla y uno de los hombres más cercanos al emperador
desde que este era niño, había sido escogido también para desempeñar las
funciones de ayo y mayordomo mayor del príncipe Felipe.
Felipe viajó hasta Bruselas y permaneció al lado del emperador, durante el
invierno de 1549 a 1550. Luego, ambos partieron hacia Augsburgo, donde se
celebró la asamblea o dieta en la que había de decidirse la sucesión del Imperio.
Entre tanto, María y Maximiliano actuaron como regentes de los reinos hispanos
desde la corte establecida en Valladolid —aunque este últmo pronto viajaría
también a Augsburgo para defender sus intereses—; mientras que la infanta
Juana y el infante Carlos habían sido trasladados a Aranda de Duero, pequeña
ciudad apartada del trasiego de la corte.
La relación de Juana con su sobrino fue de absoluta cercanía. Poco a poco,
Juana adoptó una actitud maternal hacia el pequeño, aquejado constantemente de
diversos problemas de salud, con momentos de recuperación y recaídas. Por otra
parte, en Aranda siguió esperando Juana el destino que le tenía preparado el
emperador: su casamiento con el príncipe heredero de Portugal, Juan Manuel; a
pesar de que aún tardaría unos años en materializarse la boda. Juan Manuel era
hijo de Catalina, hermana menor del emperador y, por tanto, tía de Juana. Así
pues, los futuros contrayentes, que eran primos hermanos, tenían por abuela a la
reina Juana I de Castilla, que seguía confinada en Tordesillas, donde Catalina
había residido hasta los 16 años.
Los traslados de Juana de Austria continuaron en los años inmediatamente
posteriores. En diciembre de 1550 pasó a residir a Toro, junto con su inseparable
sobrino Carlos, donde recibió la visita de su hermana María, que la echaba de
menos. Aquel encuentro de las hermanas duró apenas dos meses, y fue la última
vez que se vieron, porque María partió con su esposo Maximiliano hacia
Alemania. La despedida definitiva se produjo en Tordesillas, donde ambas, junto
con el infante Carlos, acudieron a visitar a su abuela Juana. Después, los dos
jóvenes infantes, tía y sobrino, regresaron a Toro.
Desde allí, en noviembre de 1551, Juana requirió la presencia de Antonio de
Araoz para que predicara 772 . No cabe duda de que, una vez más, como había
sucedido diez años atrás, Leonor Mascareñas tuvo mucho que ver en esa visita,
la cual, significativamente, también compartieron dos de las hijas de Francisco
de Borja que eran damas de la infanta: Isabel, de 19 años, y Juana, de 16; para
entonces ambas ya estaban casadas, la primera, con el marqués de Denia, y la
segunda, con el marqués de Alcañices 773 .

El matrimonio de Juana de Austria

Desde el 1 de diciembre de 1542 estaban firmados los capítulos


matrimoniales entre la infanta Juana y el príncipe Juan Manuel. Dado su
partentesco, un año después se obtuvo la dispensa papal. Sin embargo, como en
ese momento ella tenía 7 años y él solo 5, la boda se pospuso. Cuando Juana
hubo cumplido los 16, se consideró que era el momento de casarla con el
heredero de la Corona portuguesa. El matrimonio por poderes entre Juana de
Austria y Juan Manuel se llevó a cabo en Toro el 11 de enero de 1552, en
presencia del príncipe Felipe y del obispo de Osma, como máximos
representantes por la parte hispana, y del embajador Lorenzo Pérez de Tavora,
por la parte portuguesa. Las celebraciones en presencia de la contrayente, muy
lujosas, duraron varios días, entre arcos triunfales y luminarias nocturnas, y con
danzas y justas reales en las que participó el príncipe Felipe. A finales de ese
mismo mes se produjo en el palacio real de Lisboa la boda por poderes de la otra
parte, en presencia del contrayente y de sus padres, el rey Juan III y la reina
Catalina de Austria. Tampoco allí faltó la pompa ceremoniosa y la fiesta.
La salida de Juana hacia Lisboa, primero prevista para abril y luego para
agosto, se fue posponiendo debido a diferentes factores, entre ellos, las
dificultades económicas por las que atravesaba el emperador. Esto condicionaba
la adquisición de los bienes materiales, desde ropa hasta animales de carga, que
debía llevar la princesa en su traslado. Otro escollo era la servidumbre que la
acompañaba, casi doscientas personas, que suponían un quebradero de cabeza
para la corte portuguesa debido a los elevados gastos que ello comportaba.
Juana de Austria, en el contexto previo a su partida hacia Portugal, tuvo a
Francisco de Borja como consejero espiritual. El 10 de abril de 1552, sin haberse
cumplido un año desde la ordenación sacerdotal de este en Oñate, dio a Juana los
Ejercicios espirituales, en su forma abreviada. Para tal propósito, y con el fin de
aconsejarla, Francisco de Borja estuvo reuniéndose con ella dos horas por la
mañana y dos por la tarde durante varios días en Toro. Los jesuitas dieron suma
importancia a esas reuniones, como puso de manifiesto Ignacio al mencionarlas
en una de sus cartas informales a un amigo 774 .
Luego, Juana viajó a Tordesillas para despedirse de su abuela. Curiosamente,
en el viaje de regreso a Toro la acompañó, entre otros, Juan Esteban Manrique de
Lara, duque de Nájera, a cuyo padre había servido como soldado Ignacio de
Loyola. Entre los días 21 y 24 de octubre de 1552 la infanta Juana y el príncipe
Carlos, de 7 años, convivieron en aquella pequeña villa por última vez. El dolor
de ambos por la separación definitiva quedó recogido en las cartas que su
mayordomo mayor, Luis Sarmiento de Mendoza, envió al emperador: «[...] a la
partida fue cosa grande su dispidimiento del infante, que duró tres días el llorar
del uno y del otro» 775 .
La entrega de Juana de Austria por parte de la comitiva castellana al séquito
enviado por la Corona portuguesa, que la esperaba en la frontera con Badajoz,
no se produjo hasta el 24 de noviembre, después de diez largos días de
discusiones entre ambas delegaciones por cuestiones protocolarias, pero sin la
participación de la princesa.
Nada más llegar a Lisboa, la infanta Juana de Austria fue casada con el
príncipe Juan Manuel por el cardenal don Enrique en el palacio de la Ribera, y al
día siguiente, el 6 de diciembre, se celebró en la catedral la ceremonia solemne
de la unión.
En aquel contexto que conllevaba una enorme carga emocional para la
infanta, se produjo un acontecimiento de muy distinto signo pero no por ello
menos impactante a los ojos de la recién llegada. A los pocos días de la boda,
cuando la familia real portuguesa al completo se hallaba asistiendo a misa en la
Capilla de la Reina, el calvinista inglés William Gardiner arrebató la hostia de
manos del sacerdote y la troceó antes de arrojarla al suelo junto con el vino
consagrado. Pronto fue juzgado, condenado por herejía y ejecutado.
Por otra parte, el deterioro físico del príncipe Juan Manuel, que se hallaba
afectado por una diabetes mal tratada, era ya evidente en aquel tiempo y, sin
embargo, la historiografía tradicional edulcoró el encuentro de la pareja y una
supuesta inmediata sintonía. Al parecer, sí hubo una inclinación pasional y
sexual del príncipe hacia Juana, como se encargaron de constatar los médicos de
la corte, que ante la deteriorada salud de Juan Manuel recomendaron que
limitara sus encuentros con la princesa. Aun así, Juana no le correspondió más
allá de las obligaciones que se consideraban propias de una esposa. Disgusto,
altivez, desdén o infelicidad son algunos de los rasgos del carácter que se
atribuyeron a Juana mientras permaneció en la corte portuguesa.
A mediados de 1553 el embarazo de la infanta empezó a hacerse evidente, y
en ese estado fue cuando, a finales de agosto, recibió la visita de Francisco de
Borja, un viejo conocido también de los reyes portugueses. Borja había viajado
hasta allí para restablecer el prestigio de la Compañía de Jesús, después de los
problemas ocasionados por Simón Rodrigues, que se había resistido a abandonar
su cargo de provincial. La llegada de Borja supuso para Juana un mayor
acercamiento y la consolidación de sus vínculos de amistad. Además, el jesuita
dio continuidad a sus funciones de director espiritual de la infanta durante el mes
que permaneció en Lisboa.
En una carta que envió Bartolomeo Bustamante a Ignacio, una vez terminada
la visita de Francisco de Borja a Lisboa, explicaba que la infanta Juana había
experimentado al ver al jesuita una alegría inusual en ella desde su llegada a
Portugal. Borja dio los Ejercicios espirituales tanto a la infanta Juana como a sus
damas, que, además, adquirieron la costumbre de confesar una o dos veces cada
quince días y de profundizar en la meditación y el recogimiento:
[...] y entrar en aquel palacio, después que el padre Francisco [de Borja] trataba en él, era entrar en
una casa de religión, que a unas hallaba confesando, a otras rezando, y a otras platicando en cosas de
nuestro Señor, y todas tan deseosas de servirle, que era para alabar a la divina magestad. Porque,
puesto caso que en mujeres haya mutabilidad más que en los hombres, todavía la continuación de
instruirlas da buena esperanza de perseverar, y así el padre no se contentó en comenzar la labor, sino
con dejar ordenado cómo quedase en su lugar quien la llevase adelante; y concertó con la princesa
que un padre de la Compañía fuese todos los domingos y fiestas en las tardes a enseñar y declarar la
doctrina cristiana a las damas y a todas las otras mujeres de casa, y lo mismo quedó concertado con
la reina para sus damas y otras criadas, y así en el un palacio como en el otro, se comenzó esto
algunos domingos y fiestas antes que el padre Francisco partiese de Lisboa, y todas venían a la
doctrina de harto mejor gana, a lo que mostraban, que solían ir a las fiestas; y todas parece que
lloraban el tiempo que habían estado sin gozar de la doctrina de los padres de la Compañía. Y es
cosa de alabar la afección que les han tomado. Haga su divina magestad que sea para gran
aprovechamiento espiritual de los operarios y de la miese 776 .

Bustamante explicó también que Francisco de Borja había instado a que la


infanta y sus damas dejaran de lado los juegos de cartas en el palacio que
ocupaban, y por ello la reina pidió que les propusiera otro entretenimiento. Borja
encargó un juego con cuarenta y ocho cartas: en veinticuatro de ellas hizo
escribir una serie de virtudes, todas diferentes, junto con «una sentencia donde se
alababa y declaraba aquella virtud»; mientras que en las otras veinticuatro
figuraban los vicios, y en cada una «se decía una abominación y amenaza contra
aquel vicio, y se ponía una mortificación que tenía que hacer la persona a quien
le cupiese». Las jugadoras se agrupaban de seis en seis o de diez en diez y a cada
cual se le entregaba una carta. Perdía el grupo que más cartas de vicios
acumulaba, y quienes estuvieran en posesión de ellas debían hacer allí
públicamente las mortificaciones 777 .
No cabe duda de que el talante jesuítico que Ignacio pretendía inculcar en los
miembros de la Compañía quedaba en evidencia ante tal propuesta, sobre todo,
partiendo de un jesuita «ejemplar». Aun así, el comentario al respecto de
Polanco fue tibio, pero complaciente, ya que apenas dejaba entrever cierto tono
irónico cuando atribuía a Borja un don especial para tratar con las personas de
«condición» o para insuflar energía a sus inspiraciones, en referencia al invento
del juego de cartas: «[...] todo ayudará, en especial en los lugares y personas para
quienes ello se ha escrito, dándose con viva voz la energía que suele el padre
Francisco [de Borja] dar a sus conceptos» 778 .
Que la atención prestada por Borja a Juana fue especial en su dirección
espiritual por aquella época lo demuestra el hecho de que escribiera para ella, en
septiembre de 1553, el breve texto «Amonestación para la sagrada comunión»,
aunque también dedicó otro similar a las infantas María (prima de Juana) e
Isabel (hija del cuarto duque de Braganza) de Portugal 779 .
Un mes después de la partida de Borja hacia tierras cordobesas, la salud del
príncipe Juan Manuel empeoró. Su deterioro físico fue en aumento hasta que,
finalmente, se precipitó su muerte. Era el 2 de enero de 1554 y le faltaban seis
meses para cumplir los 17 años. Juana dio a luz un varón el día 20 del mismo
mes, y fue entonces cuando, al parecer, se le comunicó que su esposo había
fallecido. El día 28 de enero bautizaron al recién nacido con el nombre de
Sebastián 780 .
Ese nacimiento fue proverbial para la Corona portuguesa. Del matrimonio de
los reyes Juan III y Catalina de Austria habían nacido nueve hijos, pero todos
habían muerto. Por tanto, el primero en la línea sucesoria del reino portugués, en
el caso de que Juan Manuel muriera sin descendencia, era el infante Carlos, el
hijo de Felipe II y María de Portugal. Que la Corona de Portugal cayese en
manos castellanas era un temor extendido en la sociedad portuguesa de la época,
por lo que el nacimiento del infante Sebastián fue muy celebrado.
Sin embargo, es posible que para entonces Juana pensara ya en su regreso a
Castilla. No deja de ser curioso un escrito que envió Luis Sarmiento de Mendoza
al emperador, después de la muerte del príncipe Juan Manuel pero antes del
nacimiento del infante Sebastián, donde le rogaba que encomendara a la princesa
el gobierno de los reinos hispanos en su ausencia 781 . Los reyes portugueses
querían que Juana siguiera en la corte, pero las capitulaciones matrimoniales
habían dejado la puerta abierta a que, en caso de enviudar, Juana volviera a su
reino, como así sucedió.

JUANA DE AUSTRIA, REGENTE DE LOS REINOS HISPANOS

En ausencia del emperador y ante la inminente partida del príncipe Felipe


hacia Inglaterra para contraer matrimonio con María Tudor, Juana fue llamada a
Castilla para ocuparse de la regencia. Su padre el emperador mostró, no
obstante, algunas reticencias a que ocupara el cargo, y puso ciertas condiciones
que transmitió al príncipe Felipe:
Y pues conocéis que la Princesa es más activa [que su hermana María], y entonces [cuando
gobernó esta] hubo tales desórdenes, mirad que dejéis expresamente proveído que no solo ella se
temple en lo que ha de proveer, para los del Consejo que se lo ha de consultar [...]. Y miraréis si
conviene que estuviese cerca de su persona alguna mujer principal de edad y buen exemplo [...]. Y
dejad señalado el número de damas que ha de tener por que no le importunen 782 .

La partida de Juana de la corte portuguesa no estuvo exenta de dificultades.


Por un lado, abandonaba a su hijo de menos de cuatro meses, Sebastián, al que
nunca más vería, y, por otro, crecía la antipatía de los reyes hacia ella. La
decisión de Juana de viajar por caminos escasamente transitados, con discreción,
abona la idea de que sus deseos de salir de Portugal eran mayores de lo que a
priori podría parecer 783 .
Finalmente, el 15 de mayo de 1554 se despidió de su tía la reina Catalina, y
partió camino de Castilla. Viajaba en litera y el rey y el infante don Luis la
acompañaron en diversos tramos, pero quienes la entregaron en la frontera
fueron dos altos mandatarios de los soberanos portugueses. Desde allí, con el
nuevo séquito, ya castellano, se dirigió a Alcántara, donde su hermano el
príncipe Felipe la esperaba para viajar juntos a Tordesillas, a visitar a su abuela
Juana, cuyo deterioro físico era ya patente.
El príncipe Felipe había escrito al emperador expresándole el sentido de aquel
encuentro con su hermana, «[...] comunicarle algunas cosas que convendrá
advertirla...», antes de encomendarle la regencia, y de su propia partida hacia
Londres 784 .
Desde ese momento, Juana de Austria asumió la misión de gobernadora de
los reinos de Castilla, incluidas las Indias, como la autorizaba un documento
firmado en Bruselas por el emperador el 31 de marzo de 1554. Sería la
representante directa del poder del emperador, aunque tutelarían sus actuaciones
los miembros del Consejo de Estado.
Paralelamente, Juana inició un rápido proceso de acercamiento a la Compañía
de Jesús, a partir de su estrecha relación con Francisco de Borja. Cuando la
princesa aún se encontraba en Tordesillas, lo citó y le pidió que fuera su director
espiritual. Borja dejó constancia de ello en su Diario, el 10 de junio de 1554. El
propio príncipe Felipe había encargado a Borja ese cometido.
Unos días más tarde, Juana volvió a requerir la presencia de Borja estando ya
ambos en Valladolid, y se reunieron por espacio de unas horas. Luego, el jesuita
Antonio de Araoz, ante la inminente partida de Borja, quedó encargado de
atender a la infanta, siempre que esta lo necesitase.
Se sabe que la infanta Juana, después de la muerte de su esposo, había hecho
voto para formar parte de la Orden de San Francisco. Sin embargo,
probablemente fue en aquellos meses del verano de 1554 cuando comunicó a
Borja sus deseos de entrar en la Compañía de Jesús, aunque no ha quedado
testimonio alguno de esa petición.

Muerte de la reina Juana I de Castilla

A finales de marzo de 1555, ante la gravedad de Juana I de Castilla, la infanta


pidió a Francisco de Borja que visitara a su abuela en Tordesillas 785 . Quizá a la
hora de tomar esa decisión pesó en Juana de Austria, entre otras cosas, el hecho
de que Borja hubiera vivido de forma tan próxima e intensa la muerte de la
madre de la infanta. El caso es que Borja llegó a Tordesillas el 29 de marzo,
pero, tras consultar con los médicos y obtener por respuesta que la reina, dentro
de su enfermedad irreversible, aún no moriría, se dirigió a Valladolid, donde lo
recibió la propia Juana. Sin embargo, no tardó mucho en regresar al lado de la
reina, donde, esta vez sí, la acompañó en sus últimos días de vida. No obstante,
las delicadas circunstancias que se dieron supusieron un reto difícil para Borja.
La reina Juana de Castilla había demostrado animadversión hacia todo lo
relacionado con la religión católica. Por ese motivo, Borja llegó a consultar en
Salamanca con los catedráticos de teología fray Domingo de Soto y fray Pedro
de Sotomayor si era conveniente, o no, administrarle el sacramento de la
eucaristía y la extrema unción, y estos habían determinado la inconveniencia de
hacerlo. Sin embargo, es posible que la presencia de Borja hiciera que la actitud
de la reina en ese sentido cambiara. No debe olvidarse que la reina Juana de
Castilla fue una de las primeras personas de la familia real a quien Borja tuvo
oportunidad de tratar desde muy joven, y que la madre de este era, por parte de
padre (uno de los hijos naturales de Fernando el Católico), sobrina de la propia
reina. No sabemos si esas circunstancias fueron o no determinantes. En su
momento, los jesuitas hablaron de milagro. El caso es que Francisco de Borja,
ante los gestos de la reina abrazando y besando el crucifijo y la imagen de la
Virgen, y pidiendo que dijese el credo, decidió volver a consultar con los
catedráticos salmantinos la posibilidad de cambiar su decisión. El propio fray
Domingo de Soto viajó rápidamente a Tordesillas y determinó que «a lo menos
se diese el sacramento de la extrema unción, porque sobre la santa eucaristía no
daba lugar a deliberar la alteración de estómago que Su Alteza tenía, por la cual
lanzaba la sustancia que le daban, y al tiempo que podían traer el santísimo
sacramento para que le adorase, estaba sin vista ni sentido» 786 . Sin embargo,
todo hace pensar que se trató de una excusa fabricada en el último momento.
El médico personal de la reina, el doctor Santacana, comunicó al emperador
que esta «hizo confesión general y pidió perdón a Dios por sus pecados,
conociendo haberle ofendido». Fray Domingo de Soto le escribió al secretario de
Carlos V para comunicarle que «[la reina Juana] me ha dicho a solas palabras
que me han consolado...»; aunque añadió: «Su Alteza no está para el sacramento
de la eucaristía, pero me parece se le dé el sacramento de la extrema unción» 787 .
Lo mismo hizo el marqués de Denia, que le habló de «la muerte verdaderamente
católica» de su madre 788 . También Francisco de Borja dio su versión al
emperador, remarcando que «sus postreras palabras, pocas horas antes que
falleciese, fueron “Jesucristo crucificado sea conmigo”» 789 .
La reina Juana I de Castilla murió la mañana del 12 de abril de 1555, Viernes
Santo, después de haberse improvisado una solución que quiso ser complaciente
frente a la mudanza de su anterior disidencia religiosa, pero que, a todas luces,
resultó incompleta.
Era la segunda reina a la que Borja asistía en el momento de la muerte, con
una diferencia de apenas dieciséis años. Y no debe soslayarse este hecho porque
ayuda a comprender la relación que el jesuita había tenido, tenía y tendría con la
infanta Juana, con su hermano Felipe y con el propio emperador. Tanto la madre
de Juana de Asutria como su abuela habían desempeñado un papel muy
importante en la vida de la joven princesa, aunque quizá más por lo que
representó su obligado alejamiento de ambas que por el afecto que pudieron
ofrecerle.

Juana de Austria pide entrar en la Compañía

El porqué de la petición de Juana para entrar en la Compañía de Jesús solo es


posible deducirlo de la trayectoria vital de la propia infanta. Su tendencia al
recogimiento no era extraña en una mujer viuda que acababa de dejar atrás, en
otro país, a su hijo de apenas cuatro meses. Desde su regreso a Castilla, según
algunos testigos, empezó a llevar una vida «monástica», aunque no vivía aislada
en una celda, ya que, para quien había tomado las riendas de los reinos de
Castilla, las exigencias sociales eran absolutamente innegociables, y Juana lo
sabía. Incluso salía de caza y compartía ratos de ocio con sus damas. Su actitud
era la de alguien entregado al cumplimiento de un canon católico exigente
aunque adecuado a su condición de princesa y regente. Sin embargo, como
excepcionalidad reseñable, estaban sus inclinaciones hacia un ambiente de
religiosidad novedoso, más introspectivo; algo que no era ajeno tampoco a su
padre, el emperador, como demostraría ese mismo año, cuando abdicó del trono
y cedió la corona de los reinos hispánicos, Sicilia y las Indias a su hijo, para unos
meses más tarde retirarse al monasterio de Yuste con el fin de llevar una vida
apartada.
En esa actitud de acercamiento de la infanta a las nuevas corrientes de
religiosidad debe enmarcarse su interés por la lectura de la Biblia en lengua
vulgar. Ese rasgo humanista y erasmista debió adquirirlo bajo la influencia de
Francisco de Borja, a juzgar por las fechas en que Juana solició la bula que la
autorizara a leer el texto sagrado en castellano, que por entonces estaba
prohibido sin expreso consentimiento del papa.
En 1551, la Inquisición española había incluido en su Índice de libros
prohibidos toda una serie de biblias latinas sospechosas, además de «la Biblia en
romance castellano o en cualquier vulgar lengua». Pero el remate llegaría con el
Índice de 1559, año en que se prohibieron drásticamente las traducciones de las
Sagradas Escrituras en lengua vulgar, aunque se tratara solo de partes 790 .
Aquella prohibición se prolongó hasta que el propio Tribunal del Santo Oficio la
anuló en 1782.
Fue Ignacio quien se encargó de tramitar en Roma dicha bula a finales de
1554 y quien transmitió a Borja la buena nueva: «Para la serenísima princesa se
pidió a Su Santidad aquella licencia de leer la Biblia vulgar; y concediola muy
de voluntad; mas porque algunas translaciones son poco fieles, dijo que se
mirase que la que usase Su Alteza fuese de las buenas. Bien creo tendréis de ello
el cuidado que conviene». Poco después, Ignació añadió la advertencia de que la
Biblia en lengua vulgar que leyera la infanta «no fuese de las interpretadas en
Ferrara» 791 . Ignacio se refería a la traducción de la Biblia publicada en 1553 en
el ducado italiano de Ferrara y que los conversos que habían regresado al
judaísmo en alguna de las comunidades sefardíes europeas tomaron como texto
canónico, por estar escrita en un lenguaje arcaico, el ladino, que muchos
interpretaron como el reencuentro con la vieja tradición judaica 792 .
Ignacio sabía por experiencia que aquel era un terreno peligroso, de ahí su
insistencia en que no debía recomendarse aquella versión 793 . Su viejo amigo, el
impresor Miguel de Eguía, había colaborado estrechamente en la difusión de
traducciones y comentarios de textos bíblicos en castellano, como el Diálogo de
doctrina cristiana de Juan de Valdés, y por ello sería encarcelado por la
Inquisición en años inmediatamente posteriores. Esa edición de la obra de
Valdés, publicada en Alcalá en enero de 1529, en plena efervescencia del
erasmismo alcalaíno, empezó a ser perseguida dos años más tarde por la
Inquisición con especial saña, y el propio autor se vio obligado a exiliarse de
España.
La polémica entre los defensores de la prohibición de la Biblia en lengua
vulgar y los partidarios de su difusión estuvo viva a mediados del siglo XVI, pero
estos últimos fueron perseguidos y tachados de erasmistas, en la convicción de
que la interpretación de las Escrituras no podía estar al alcance de todos 794 .
Pero ¿qué Biblia traducida al castellano se suponía que debía leer Juana? La
respuesta es incierta. Para entonces solo existía una traducción completa del
Nuevo Testamento realizada por Francisco de Enzinas e impresa en Amberes en
1543, aunque había sido inmediatamente prohibida, por considerarse sospechosa
a causa de ciertas anotaciones al margen. Además, Enzinas usó el Nuevo
Testamento editado por Erasmo para realizar su traducción al castellano, como
antes había hecho Lutero. Pudo ser esta la edición que leyó Juana o quizá otras
que circulaban en manuscritos o traducidas por diferentes autores como Juan de
Valdés, quien desde su exilio en Nápoles, bajo la protección del propio Carlos V,
siguió dedicándose a las traducciones y comentarios de diferentes partes de la
Biblia.
Solo con posterioridad aparecieron otras ediciones de la Biblia en castellano,
la primera de las cuales, con el texto completo, data de 1569.

LA JESUITA JUANA DE AUSTRIA


El caso es que Ignacio había podido comprobar, a partir de los testimonios de
Araoz y Borja, hasta qué punto Juana de Austria era afecta a los jesuitas.
Asimismo, también veía al príncipe Felipe como garante del progreso de las
obras apostólicas de la Compañía de Jesús, según se lo expresó al jesuita
Jerónimo Nadal 795 . Pero, aparte de esas afinidades, le hubiera resultado
imposible dar un no por respuesta a la petición de la infanta. Es evidente que
Juana de Austria no era Isabel Roser.
Sin embargo, el «problema» que se planteó, si es que así puede llamársele, no
fue aceptar a la infanta en la Compañía de Jesús por el hecho de ser mujer y en
contra de lo que decían las Constituciones de la congregación. Lo único que
verdaderamente preocupó a Ignacio fue que Juana, con anterioridad, hubiera
hecho votos para entrar en la Orden franciscana. Es extraño, pero fue así. Quizá
Ignacio confió en que nunca se sabría la identidad de la postulante, pero se
aseguró de que, llegado el caso, nadie pudiera acusar a la Compañía de Jesús de
haber entrado en competencia con una Orden monástica tan consolidada, y tan
fuertemente arraigada, como la de los franciscanos.
Por ello quizá también quiso que sus compañeros más próximos asumieran
como propia una decisión tan trascendental. Así pues, Ignacio los convocó para
determinar el modo de admitir a alguien que reunía tan especiales características,
sin que conocieran la verdadera identidad de Juana de Austria. Dado que era
necesario tratar el asunto de modo absolutamente secreto, Ignacio empezó a
referirse a Juana por el pseudónimo de «Mateo Sánchez», al menos hasta finales
de 1556, cuando empezó a ser llamada «Montoya».
Es necesario precisar que el único documento conocido que permite
desentrañar las claves del «quién es quién» en la asociación de la identidad
ficticia de Mateo Sánchez con el nombre de Juana de Austria es una carta que
envió Francisco de Borja a Diego Laínez, cuando este era vicario general de la
Compañía, tras la muerte de Ignacio. En dicha carta, fechada el 28 de diciembre
de 1556, Borja daba cuenta de los encuentros que acababa de mantener, los días
19 y 22, en Jarandilla de la Vera, con el emperador Carlos V, cuando este se
hallaba a la espera de que se acabaran las obras de la que sería su residencia
definitiva en Yuste. Para deducir esa asociación de nombres hay que tener en
cuenta que en la carta solo aparecen nombres ficticios. Así pues, «el padre de
Mateo Sánchez» es el emperador Carlos V, mientras que «Rafael de Saa» es el
propio Francisco de Borja, es decir, quien escribe la carta a Laínez. En ella se
decía:
Muy Rdo. Padre nuestro en Christo, Pax Christi, etc. Porque ha pocos días que escribí a Vuestra
Reverencia, en esta no haré más que dar aviso de lo que después acá se ha ofrecido, y es, que su
padre de Mateo Sánchez envió a mandar al señor Rafael de Saa que le visitase; y, aunque estaba
lejos, luego Rafael obedeció, y le informó muy particularmente de las cosas de la Compañía, en que
no tenía tan buena opinión, por siniestras informaciones que le habían dado; y quedó de todo en todo
tan satisfecho, que ni réplica ni contradicción halló a cuanto le fue propuesto. Yo lo echo esto a la
gran fuerza que Dios tiene puesta en la verdad y simple llaneza. Mostró su padre, de Mateo Sánchez,
quedar muy contento, y admirado de los que osaron decirle en contra de tales cosas, etc. Acogió al
que le fue a ver con más amor que nunca, y estuvieron en algunas pláticas de cada tres horas en
cosas del servicio de nuestro Señor, al cual el padre de Mateo Sánchez se aficiona mucho, y da
grandes señales de ser inspirado y llamado de la divina dignación, para ocuparse todo en servicio del
que es omnia in omnibus. Dio parte de todas sus cosas al señor Rafael de Saa, y de sus propósitos,
estado, casa, parientes, pleitos, y de la paz que en todo desea hallar con su Señor. Désela Dios por
quien es, que yo, por lo que le amo y amé siempre, se la deseo, y se lo suplico al que es poderoso
para ello. Quedó que Rafael le escribiese muchas veces, y que le enviaría algunas a llamar. Si el
padre de Mateo lo manda, creo yo que Rafael no podrá excusar la ida, aunque sea trabajo; pero
como sea en servicio de nuestro Señor, y por la afición que a la Compañía tiene, Dios le dará fuerzas
a Rafael, y le dará palabras que hable en aquella hora. Otro tiempo quizá habrá más comodidad de
dar de esto cuenta en particular 796 .

Pero volviendo al asunto del cónclave jesuítico que Ignacio convocó para
tratar el tema de la excepcional admisión de Mateo Sánchez —es decir, de la
princesa Juana de Austria— en la Compañía de Jesús, una vez terminado este,
fue redactado un memorial con fecha de 26 de octubre de 1554:
Información sobre la aceptación de una persona en la Compañía y sobre la manera de realizarla.
Juntándose el doctor Nadal, el doctor Olave, el doctor Madrid, el padre Luis Gonçalves y maestro
Polanco por orden de nuestro padre maestro Ignacio para tratar del modo de admitir a Mateo
Sánchez en la Compañía, por virtud de una bula de Penitenciaría que le conmuta el voto de la
religión de San Francisco, simple, en la nuestra; mirando de una parte las Constituciones nuestras
que vedan tal admisión, y el privilegio de nuestras bulas, que no podemos ser forzados a tomar tal
cargo... etc., nos resolvimos en lo siguiente, y es:
Que podía ser admitida esta persona, y convenía que se admitiese, al modo que se reciben los
escolares de la Compañía a probación, declarándole que por dos años (y más, si al Superior
paresciese) es lo ordinario estar en probación, hasta el cual término las Constituciones nuestras no
obligan a hacer voto ninguno, pero si los hace por su voluntad antes de ese tiempo... lo hace de esta
forma:

«Dios mío y Criador mío, Padre eterno y Señor de todos, yo N..., aunque en todo me hallo
indignísimo de parecer y presentarme delante de vuestro divino acatamiento, viendo vuestras
infinitas misericordias, con deseo de serviros (mediante vuestra santísima gracia), siempre, sin fin,
hago voto y promesa a vuestra sacratísima y divina Magestad, en presencia de la gloriosísima Virgen
María y de toda la celestial corte, de entrar en la religión de la Compañía de Jesús, para vivir y morir
en ella, en la cual prometo perpetua pobreza, castidad y obediencia, todo entendiendo según las
Constituciones de la dicha Compañía, y suplicando a vuestra divina clemencia me acepte en grato
sacrificio por la sangre de Cristo Nuestro Señor, y se digne darme gracia de cumplir lo que se dignó
hacerme desear y ofrecer. En tal parte, tal mes y año. Y el que tiene tal voto es religioso de la
Compañía, como en la VI parte se ve» 797 .

La admisión de la princesa Juana de Austria por un plazo de dos años —el


mismo que se aplicaba a los aspirantes a jesuita— planteaba una provisionalidad
solo aparente, ya que podía ser prorrogable sine die a criterio del Superior. La
partida V (y no la VI como dice equivocadamente el memorial) de las
Constituciones de la congregación permitía hacer los votos a los postulantes,
pero a diferencia de lo que ocurría en el resto de las órdenes religiosas, que
dejaban en manos de los interesados el mantenerlos o no, Ignacio había
introducido una variante: la Compañía se reservaba el derecho de revocar los
votos por causas justificadas 798 . Aun así, Ignacio sabía que aquel formulismo, en
realidad, no impedía la consideración de Juana como jesuita con plenos
derechos.
Una prueba de las facilidades que dio Ignacio a Juana de Austria se halla en
la rapidez con que se habían precipitado los acontecimientos desde el regreso de
esta a España, que contrasta con los largos y tortuosos intentos similares, y
fallidos, de las clarisas barcelonesas Teresa Rajadell y Jerónima Oluja, o de
Isabel Roser y de tantas otras mujeres afectas a la Compañía de Jesús y deseosas
de pasar a formar parte de ella.
El propio Ignacio solicitó y obtuvo del papa, bajo el más absoluto secreto, la
conmutación del voto franciscano para Juana, como informó a Borja en
noviembre de ese mismo año por carta: «Para aquella persona, de la cual
escribiste, sub sigillo secreti, que se procurase conmutación de un voto que hizo,
de ser religioso de San Francisco, en los de la Compañía, se hubo del Papa
gracia; y aun los que la negociaron no saben para quién haya de servir» 799 .
Además, según añadirían los firmantes del memorial de aceptación de Mateo
Sánchez —es decir, de Juana de Austria—, este no tenía que «mudar hábito, ni
casa, ni dar demostración alguna de lo que basta que tenga entre sí y Dios
nuestro señor»; solamente alguien de la Compañía debía «tener cuenta con su
ánima», lo cual más que obligar a la infanta, obligaba a los jesuitas. El único
impedimento práctico que Ignacio le puso a Juana fue el secreto en que debía
mantener su nueva condición, «porque, sabiéndose, no fuese ejemplo para que
otra persona tal diese molestia a la Compañía» 800 . Se refería al asunto del voto
franciscano, pero indudablemente llevaba implícito el hecho de que se
mantuviera en secreto su identidad femenina.
Los deseos de satisfacer la petición de Juana de Asutria eran tales que nada se
había dejado a la improvisación. La princesa estuvo desde el primer momento
avisada de las condiciones en que iba a entrar en la Compañía de Jesús 801 .
Ignacio, en ese empeño, mantuvo a Borja al corriente de todos los pormenores
del proceso para que, a su vez, informara a la infanta acerca de las decisiones
que iban a tomarse y, sobre todo, para tantear su opinión, con el fin de no
contrariarla. Por ello, antes de comunicarle a la propia interesada cuál había sido
la fórmula escogida para su aceptación en la Compañía, Ignacio, entre otras
cuestiones, quiso que Borja le preguntara su parecer acerca de las decisiones
tomadas. Esta es la carta de Ignacio a Borja, donde, nuevamente, la infanta Juana
de Austria aparece bajo la falsa identidad de Mateo Sánchez:
La suma gracia y amor eterno de Cristo nuestro señor sea siempre en nuestro favor y ayuda
continua.
Por otras [cartas] se os escribe de otras cosas. Esta es para decir que, en el negocio que tan
encarecidamente me encomendaste de Mateo Sánchez, se hubo del papa la conmutación de voto que
vuestra letra pedía. Después, entendiendo del maestro Nadal qué persona era, pareció para más
cumplimiento haber de la Penitenciaría una bula, la cual exprime más particularidades, y va con
esta, y por más secreto se ha procurado que no quede registro, y solamente quede la suplicación
original en nuestra mano, para, si se perdiese esta bula, expedir otra; y esto, no tanto por lo que toca
a la persona de Mateo Sánchez, como por lo que a nosotros, porque no conste que tal persona se ha
admitido.
Del modo de admitir escribo en una información que aquí va, lo que ha parecido a cinco
personas, que en ella se nombran, bastaría para satisfacer a la obligación de Mateo Sánchez, y sin
cargarse nuestra conciencia. Si otra cosa él quisiese, avisadme, que procuraremos hacer lo que
podremos por satisfacer a su devoción. Aunque mirando el bien universal que podría seguirse por
ventura del matrimonio algún día, y que para tener su hacienda no cumplía, no convenía en ninguna
manera hiciese confesión, sino con dispensación y ad tempus, como hizo el que sabéis, creo que no
se hallará mejor modo que el que está tocado.
Denos a todos Cristo nuestro señor su gracia de sentir siempre y cumplir su santísima voluntad.
De Roma, primero de enero de 1555 802 .

Ignacio era consciente de que, por encima de cualquier otra circunstancia,


aquella maniobra solo culminaría con éxito si se mantenía el secreto acerca de la
verdadera identidad de Mateo Sánchez. Por ello, también Jerónimo Nadal, una
vez puesto al corriente de que se trataba de la infanta, consideró que todas las
precauciones eran pocas. No hay que olvidar que Nadal, cuando todavía era
novicio y servía en la cocina en la casa de los jesuitas de Roma, fue uno de los
que más molestos se sintieron con la presencia de Isabel Roser. De ahí que los
jesuitas no registraran en sus archivos el documento de la bula expedida por la
Penitenciaría de Roma, y dejaran constancia únicamente de la «suplicación
original», de modo que si aquel documento se perdía pudieran solicitarlo
nuevamente en caso de necesidad. También se contemplaba la posibilidad de que
en un futuro no muy lejano la joven Juana, por entonces de tan solo 19 años,
contrajera matrimonio y, por tanto, dejase de estar vinculada a la Compañía.
Aun así, Ignacio insistió en que harían todo lo que estuviera en sus manos
para satisfacer a Juana de Austria, en caso de que esta pusiera algún reparo al
procedimiento que ellos planteaban.
Dos días después, ultimados todos los detalles, Ignacio escribió a la princesa
para comunicarle, en clave, que había sido aceptada en la Compañía de Jesús:
Mi señora en el Señor nuestro:
La suma gracia y amor eterno de Cristo nuestro Señor salude y visite a Vuestra Alteza con sus
santísimos dones y gracias espirituales.
Por una letra del padre Francisco de Borja entendí cuánto sería servida Vuestra Alteza que
tuviésemos forma, como los píos y santos deseos de cierta persona fueran cumplidos. Y aunque en el
negocio hubiese dificultad no pequeña, pospúsose todo a la voluntad que todos debemos y tenemos
al servicio de Vuestra Alteza en el Señor nuestro.
Y porque el padre Francisco hablará de lo particular de que Vuestra Alteza querrá ser informada,
remitiéndome a cuanto dirá de mi parte, no diré yo otro, sino que suplico a Vuestra Alteza
humildemente [que] a todos nos tenga por cosa muy suya, pues lo somos en el Señor nuestro; y a la
divina y suma bondad, que a todos nos dé su gracia cumplida para que su santísima voluntad
siempre sintamos y enteramente la cumplamos.
De Roma, 3 de Enero de 1555 803 .

Aquella «cierta persona» a la que se refería Ignacio no era otra que la propia
Juana de Austria, a quien, hábilmente, le comunicaba las dificultades que
entrañaba cumplir la petición para, a continuación, transmitirle el mensaje nítido
de que ante sus deseos nada podía «posponerse». La resistencia de Ignacio a
ceder en situaciones que pudieran comprometer a la Compañía de Jesús había
quedado diluída frente a la sorprendente solicitud de la princesa. Con tan solo
ocho palabras resumía Ignacio su posición ante la nueva jesuita: «a todos nos
tenga por cosa muy suya».
Juana era ya la única mujer que había logrado vencer todas las barreras que
Ignacio levantó para evitar la creación de una rama femenina de la Compañía de
Jesús después de frustrar los intentos de Isabel Roser y sus compañeras. La
nueva jesuita debía guardar en secreto su condición, sí, pero a partir de entonces
tuvo la oportunidad de demostrar a Ignacio que era merecedora de su
excepcional inclusión en la Compañía, haciendo gala de una fidelidad extrema,
mientras que por otra parte quiso reivindicar en numerosas ocasiones, sin romper
el secreto, su pertenencia a la congregación.
Los favores y dádivas económicas de Juana a la Compañía

Ignacio y sus más estrechos colaboradores previeron la importancia que iba a


tener la incorporación de Juana de Austria a la Compañía, por el apoyo que
podía prestarles desde las más altas instancias del poder y porque era,
potencialmente, una fuente de recursos económicos excepcional. En su
correspondencia dejaron constancia de las estrategias que fueron diseñando para
conseguir favores, mediaciones y donaciones de la princesa, incluso en los
meses inmediatamente anteriores y posteriores a que se convirtiera en jesuita.
Antes de ser admitida en la Compañía, Juana de Austria había donado 3.000
ducados que fueron destinados a ayudar en la obra del colegio jesuita de
Valladolid. Pero, en una carta de Polanco a Borja, donde se hace referencia a
dicha donación, se advierte la discreción con que los jesuitas querían que fueran
tratados los asuntos económicos para no generar enemigos: «La limosna de la
princesa de los 3.000 ducados parece vino muy bien para esa obra de Valladolid.
Si deba tomarse más [dinero] de su alteza para adelante, o no, considérelo
vuestra reverencia, a quien tocarán más que a nadie los golpes, si algunos
hubiere» 804 .
En la misma carta, Polanco, en nombre de Ignacio, expuso algunas de las
líneas tácticas que Francisco de Borja debía seguir para lograr la mediación
diplomática de la princesa con el fin de conseguir ciertos favores:
Parécele a Nuestro Padre [Ignacio] que sería bien que moviese allá a la serenísima princesa para
escribir a Su Santidad sobre el jubileo de nuestra Señora de Aránzazu, cual el padre ministro de
Cantabria le pide para la reparación de aquel tan devoto lugar. Junto con este jubileo podría Su
Alteza pedir otro, o indulgencia plenaria, para sí, un día que se confesase, y para toda su casa, a
quien hiciese una confesión general, porque Su Santidad, a lo que se ve, huelga con semejantes
demandas devotas; y con esto podría Su Alteza pedir algunas avemarías benditas [...]. Podría
también escribir una letra a Nuestro Padre [Ignacio] para que pidiese esto a Su Santidad; y si hay
algún inconveniente o respeto, por el cual no parezca que Su Alteza haya de escribir a Su Santidad,
podría bastar que escribiese a Nuestro Padre para que lo procurase, etc. 805 .

Ignacio no había olvidado sus orígenes y la inclinación que tuvo en su


juventud hacia el santuario de Aránzazu, por lo que pedía que fueran destinados
fondos para mejorarlo. Para ello, los jesuitas no dudaron en buscar la
intermediación de la infanta ante el papa, sin olvidar ningún detalle acerca de la
estrategia que se debía seguir: tenía que añadir otras demandas que complacieran
al Santo Padre, como las indulgencias por la confesión particular o general, y,
preferiblemente, escribir una carta a Ignacio donde le pidiese su mediación ante
el papa para lograr esos «favores». Se trataba de que el papa viese a Ignacio
como persona de confianza de Juana de Austria, con lo que ello representaba
para ensalzar la imagen de la Compañía de Jesús en Roma.
De forma parecida procedió Ignacio cuando pidió a Araoz que consiguiera de
la princesa, y del Consejo que ella presidía como regente, cierto favor para una
persona que se hallaba bajo la protección de Juan Bautista Cícada, cardenal de
San Clemente. Ignacio insistió en que le informase de los efectos que habían
tenido las gestiones realizadas al respecto: «[...] y así mucho os encomiendo que
con Su Alteza y con el Consejo le favorezcáis como en cosa en que yo deseo en
el Señor nuestro se vea la eficacia de mi encomienda: y si fuera menester
también podréis decir una palabra de mi parte a la serenísima princesa, y
respondereisme con la primera oportunidad lo que habréis hecho en esta
parte» 806 . Junto a esta carta iba otra de Polanco con el mismo asunto, donde este
aclaraba que esa atención hacia el cardenal era debida a que «nos es muy
benévolo y señor, y así sómosle deudores de mucha afición en el Señor
nuestro» 807 .
Pero quizá la mayor empresa reservada al empuje de la princesa fue la
introducción de la Compañía de Jesús en Flandes. Con anterioridad, Juana ya
había escrito al emperador para promover la creación de un colegio de la
Compañía en Lovaina. Ahora, una vez hechos los votos como jesuita, volvió a
insistir a su padre y a su hermana María para que se acelerase el cumplimiento
de ese objetivo.
La elección del nuevo papa, Pablo IV, el 23 de mayo de 1555, generó no
pocas dudas acerca del futuro de la Compañía, dada la desconfianza de este
hacia Ignacio y su congregación. Por ello, Ignacio, en diferentes ocasiones y a
través de Francisco de Borja, solicitó la ayuda de la princesa Juana de Austria.
Uno de los mejores testimonios de las gestiones de esta en pro de los jesuitas fue
la carta que envió a su primo, Fernando Ruiz de Castro, marqués de Sarria, que
en ese momento era embajador del emperador en Roma:
Ilustre marqués, primo, del consejo de Su Majestad y su embajador en Roma. Ya sabéis la cuenta
particular que se tiene en estos reinos con los religiosos de la Compañía del nombre de Jesús, que en
ellos residen, por el grande ejemplo que con su buena vida, recogimiento y doctrina han dado y dan
siempre, y la razón que hay para que ellos y sus cosas sean favorecidas. Y como quiera que las que
hasta aquí se les han ofrecido en esa corte lo han sido de vos, según he entendido, por [lo] que os
doy muchas gracias, todavía, por la buena voluntad y devoción que tengo a esta santa Compañía, he
querido escribiros la presente, y rogaros y encargaros mucho, que en todo lo que se les ofreciere y
tocare de aquí adelante, los amparéis, favorezcáis y ayudéis, así con Su Santidad, como con los que
más fuere menester, que, allende el servicio que haréis en ello a nuestro Señor, yo recibiere mucho
placer y contentamiento de ello 808 .

Era la mejor recomendación que podían tener los jesuitas en un momento en


el que no cesaron de aparecer enemigos que intentaban frenar la progresión de su
influjo tanto en el seno de la Iglesia católica como en la política.
Ignacio también vio en el nuevo papa una oportunidad para quitarse una de
las espinas que más hondamente tenía clavadas: la reforma de los conventos de
religiosos y religiosas claustrales, en la que él había fracasado reiteradamente en
Barcelona. Para ello pensó en la mediación de Juana de Austria, quien debía
escribir a Pablo IV expresándole aquella «necesidad». Pero, una vez más y como
parte de su estrategia de aproximación al poder papal, solicitaba que la princesa
le dirigiera otra misiva a él mismo, pidiéndole expresamente que tratase del
asunto con el pontífice. Así se lo manifestó Polanco a Borja:
[...] parece a Nuestro Padre [Ignacio] que hay buen aparejo para procurar este servicio de Dios N. S.
y bien universal de la reformación destos religiosos y religiosas claustrales; y para ese efecto, que
convendría mucho que la serenísima princesa escribiese a Su Santidad una letra, suplicándole diese
orden a la reformación de dichos religiosos de España, cometiéndolo a quien Su Santidad juzgase
que haría bien el tal oficio; y si escribiese Su Alteza a nuestro Padre [Ignacio] una letra para que
tratase de su parte esto con el papa, tomará el asunto de buena voluntad. Vuestra Reverencia mire en
ello, y, pareciéndole será más servicio divino, podrá procurarlo 809 .

Una jesuita muy activa

Se desconoce el momento preciso y las circunstancias en que Juana de


Austria hizo los votos para formar parte de la Compañía, una prueba más del
secretismo con que se desarrollaron aquellos acontecimientos. Debió de ser a
principios de 1555, y ello comportó un cambio de actitud de Juana en la corte.
Según el jesuita Bartolomé Bustamante, una de las primeras cosas que hizo
Juana fue alejar a sus damas de los entretenimientos cortesanos —«solían
intentar de ser servidas de los caballeros y galanes»— y las impelió a
preocuparse más por «cómo servirán mejor a Dios» 810 . Asimismo, en una
ocasión, Francisco de Borja ofreció a la princesa un pan y un poco de tocino de
lo que daban en limosna a los jesuitas en Valladolid, y esta lo recibió «como si le
dieran una ciudad».
Pero aquella transformación de su estado la llevó a considerar que tenía tanto
los mismos derechos como las mismas obligaciones que los jesuitas a la hora de
proteger los intereses de la Compañía. Así, de regreso de Tordesillas, tras visitar
a su abuela Juana I de Castilla antes de que muriera, la infanta quiso pernoctar en
la casa que los jesuitas habían ocupado en Simancas, previamente a su traslado:
[...] se fue a nuestra casa y dijo que allí quería estar, y así fue, viola toda muy particularmente, y
preguntó que cuál había sido el aposento del padre Francisco [de Borja], y otras particularidades,
con mucho gusto. Envió ciertos regalos para enfermos, y a preguntar si los había, ofreciéndose a
proveer todo lo necesario para ellos [...] y dio muestras de la gran devoción que tiene a la Compañía,
diciendo que las cosas de la Compañía tiene Su Alteza por propias, y otras muy favorables
palabras 811 .

Poco antes de que falleciera Ignacio, ante la noticia de que Borja y Araoz
iban a ser llamados a Roma, Juana de Austria reaccionó con una carta dirigida al
prepósito de la Compañía de Jesús. En ella demuestra que su condición de
jesuita no era meramente simbólica, sino que había asumido plenamente que
formaba parte de la Compañía de Jesús y que su entrega al progreso de la misma
merecía ser reconocida. De ahí sus peticiones a Ignacio, de una cordialidad
imperiosa, como por otra parte no podía ser menos, viniendo de la máxima
autoridad en el gobierno de los reinos hispánicos:
Devoto Padre. Una carta vuestra me dio el padre Nadal, con que holgué mucho, porque, por lo
que en ella me decís, se me dobla la razón que tengo para favorecer a la Compañía, pues no queréis
que la ida del padre Francisco sea sin mi voluntad, lo cual os agradezco mucho, que es el mayor
contentamiento que me podéis dar, porque no podía dejar de sentir mucho la falta que acá hiciera. Y
cierto, me parece que no haría lo que debo, si le dejase ir, porque las cosas andan acá de manera que
en parte hará más provecho acá un hombre como ese, y es más menester, que en esas partes; y lo
mismo siento del doctor Araoz, y así les he mandado que en ninguna manera vayan. Bien creo que,
entendiendo vos esto y el contentamiento que en ello me daréis, no queréis otra cosa, y así os lo
ruego mucho. Y porque estos dos Padres no puedan hacer ningún camino sin mi licencia, me habéis
de dar poder sobre ellos, para que se lo mande por obediencia, que en ello me haréis muy gran
placer.
Y porque sé el cuidado que en toda la Compañía se tiene de encomendar a Dios a sus majestades
y a nosotros, [no] vos lo quiero tornar a pedir, sino que vos le tengáis particular de mí, para que
nuestro Señor se sirva de me hacer su sierva.
De Valladolid a 7 de febrero [de 1556] 812 .

Unos meses después, la princesa se dirigió de nuevo a Ignacio con el fin de


pedirle que intercediera ante el papa en nombre de Pedro Luis Galcerán de
Borja, Gran Maestre de la Orden de Montesa y hermano de Francisco de Borja,
para que le fuera concedida una dispensa que anulara sus votos de celibato. Este
deseaba casarse con la portuguesa Leonor Manuel, primera dama de la corte de
Juana. Tanto Pedro como Leonor eran adeptos a la Compañía de Jesús. Por otra
parte, es sorprendente que no fuera el propio Francisco de Borja quien se
dirigiera a Ignacio para realizar tal petición. Quizá Borja consideró que sería más
prudente dejar el asunto en manos de la princesa y no mediar en un caso que era
totalmente contrario a la opción de vida que él había escogido. Esto es lo que le
decía Juana a Ignacio:
Devoto Padre. Ya tenéis entendido que se trata casamiento entre el Maestre de Montesa, hermano
del padre Francisco [de Borja], y doña Leonor Manuel, de cuyas calidades y buenas partes, y de lo
mucho que yo deseo hacerle merced, ya debéis también de estar avisado del padre Francisco y del
provincial, por la mucha devoción que les tienen y a toda la Compañía, y por eso no lo diré yo en
esta. Y porque todo lo demás está concertado, y del efecto se espera gran servicio a nuestro Señor,
por ser medio para aplacar las pasiones, que ya debéis saber, no falta sino la dispensación de Su
Santidad para el Maestre, que se llama don Pedro de Borja, por ser caballero de la orden de Montesa
y de san Jorge. Y aunque soy cierta que Su Santidad, siendo informado de las causas justas que hay,
lo hará con facilidad, y su nuncio se lo suplica de mi parte, he querido que vaya con todas las
bendiciones, y que vos, tomándolo muy de veras, como os lo merece mi devoción, lo activéis y
supliquéis a Su Santidad, y lo tratéis también de mi parte, si os pareciere, y que de la vuestra lo
encaminéis con la prudencia que Dios os ha dado, de manera que se haga con brevedad; que por esto
os he querido dar este trabajo, sabiendo la voluntad con que vuestra caridad lo hará.
Yo no lo escribo a Su Santidad, por haberlo tratado con su nuncio. La brevedad de este negocio
os encomiendo mucho, porque lo deseo terriblemente, y conviene así, para que esto se efectúe
mejor.
Os ruego mucho os acordéis en vuestras oraciones de encomendallo muy de veras a nuestro
Señor, y también os pido que en este tiempo os acordéis de mí.
De Valladolid, a 28 de mayo [de 1556].
La princesa 813

Aquellos esfuerzos de Juana por favorecer a los dos enamorados no tuvieron


los efectos inmediatos que ella deseaba. El asunto se prolongó más allá de la
muerte de Ignacio y únicamente pudo solucionarse en 1558, cuando lejos de
obtenerse la tan ansiada dispensa papal, el Gran Maestre se acogió a una bula de
dispensa matrimonial dada en 1543 por Pablo III a la Orden de Calatrava. El
«razonamiento» fue que esta se hallaba en los orígenes de la Orden de Montesa.
Sin embargo, si por algo se caracterizó Juana en su papel como jesuita fue por
su defensa de la Compañía de Jesús. Lo demostró en varias ocasiones, haciendo
valer la autoridad que le confería el hecho de pertenecer a la familia imperial.
Los ataques del teólogo y obispo dominico Melchor Cano contra la Compañía
de Jesús, cuando este visitó la corte de Valladolid en febrero de 1555, no fueron
bien recibidos por la princesa Juana, que mostró su disgusto. Araoz transmitió a
Ignacio la actitud de la princesa: «[...] esta será solo para avisar a Vuestra
Paternidad cómo el obispo Cano, que vino 15 días ha a esta corte (y es ya
vuelto), en muchas partes, y especialmente en la mesa del presidente del Consejo
Real, habló muy contra la Compañía, y ha levantado algún rumor, aunque el
mayor ha sido contra sí. La princesa mostró mucho disgusto de ello, y otros,
pareciéndoles grande su temeridad» 814 .
Por otra parte, Juana de Austria intervino decisivamente en la solución del
conflicto que se originó en 1555 cuando el arzobispo de Zaragoza, Fernando de
Aragón —que era tío de Francisco de Borja—, a instancias de varias iglesias de
la ciudad y del prior de los agustinos, así como su vicario general, el abad del
monasterio benedictino de Veruela, fray Lope Marco, se opusieron a la creación
de una iglesia y un colegio jesuita en aquella ciudad. La actividad de los
miembros de la Compañía de Jesús en Zaragoza venía de lejos pero había nacido
teñida de conflictividad. En 1547, con la llegada de los jesuitas a la ciudad para
establecerse, Juan González de Villasimplez, uno de los altos funcionarios de la
Corona, consejero secreto de Carlos V y conservador del real patrimonio en
Aragón, ofreció a la Compañía una casa y una pequeña iglesia, destinadas en un
principio a la erección de un colegio de doncellas que no logró la autorización
pontificia. Los jesuitas aceptaron la donación pero al año siguiente murió su
benefactor, y uno de sus hijos, como heredero, puso un pleito alegando que esos
bienes eran suyos. No fue de la misma opinión una hermana de este, Aldonza
González, que inició una batalla judicial para que se cumpliera la voluntad de su
padre. En ese tiempo, Aldonza mantuvo una intensa relación epistolar con
Ignacio, en la que se aprecia su firme convicción a la hora de defender lo
estipulado por su padre y sus propios derechos, más allá, incluso, de los intentos
por parte de los jesuitas de encontrar una solución pactada con sus otros
hemanos pero alejada de las intenciones primigenias del fundador. En una de
esas cartas decía Aldonza González:
Yo no haré nada hasta que sepa si este negocio de este colegio está negociado conforme a la
intención del fundador [Juan González de Villasimplez]; porque, si es así, yo en ninguna cosa
querría ir contra ella, ni siento en mi alma otra cosa que deba hacer, aunque el padre Rojas me
quiere hacer aflojar en esto, con decir y darme a entender que los que lo han negociado no lo han
entendido; y con eso le ha parecido hacer ahora otra información de nuevo, para dárselo a entender.
Y si hasta ahora no está entendido este negocio con las diligencias que mi padre hizo, en enviar toda
la claridad que convenía, según que le habían aconsejado los que bien lo entendían, de los cuales era
el uno el doctor Torres, no pienso que con su información estará más claro el negocio, porque va
toda fundada sobre parecerle que se debe de hacer concierto entre la Compañía, y mis hermanos, y
yo; y para esto persuádeme con decirme que cree que no tengo nada de lo que cumple a mi derecho
en lo que está hecho por Roma 815 .

Seis años duró el proceso, que unido a las reticencias que encontraron los
jesuitas entre determinados sectores de la sociedad zaragozana, ralentizó la
consolidación de la Compañía en la ciudad, donde en ese tiempo apenas
residieron dos o tres de sus miembros 816 . Finalmente, a pesar de que los jesuitas
pudieron ocupar la casa largamente disputada, como era tan pequeña tuvieron
que adquirir otra que era muy vieja y tenía unos corrales adyacentes en un lugar
llamado Callizo de la Traición. Fue en ese momento cuando estalló la
persecución implacable a los miembros de la Compañía de Jesús en Zaragoza.
Las acusaciones que las altas instancias eclesiásticas zaragozanas dirigieron
contra los jesuitas eran las mismas que estaban a la orden del día en otros
lugares, aunque en esta ocasión había intereses económicos de por medio, así
como la defensa de ciertos privilegios exclusivos. Por ejemplo, una de las
parroquias que más se oponía al establecimiento de la Compañía era la de la
Magdalena —en cuyas proximidades se hallaba la casa de los jesuitas—, y
precisamente su vicario era el sobrino del abad de Veruela 817 .
Los argumentos en defensa de los jesuitas zaragozanos por parte de la
princesa Juana de Austria no dejan dudas acerca de su fidelidad hacia la
Compañía de Jesús:
Y porque esto procede de alguna envidia y mala voluntad que a los dichos religiosos [jesuitas]
tienen, viendo el fruto que hacen en servicio de Dios Nuestro Señor y acrecentamiento de nuestra
santa fe, así en estos reinos, como en Roma, Italia, las Indias y otras diversas partes y provincias, y
como la voluntad de su majestad es que no sean molestados, ni maltratados, sino favorecidos,
amparados y respetados, como es razón, nos ha parecido avisaros y escribiros, como a tan principal
oficial y ministro en ese reino, y encargaros con mucho encarecimiento que, en todo lo que tocare a
los dichos religiosos, deis el favor que convenga, para que conforme sus bulas, indultos y privilegios
ellos puedan libremente residir en la dicha casa que tienen en la dicha ciudad, y servir a Dios en ella,
sin impedimento ni contradicción de persona alguna, que, allende será obra muy justa y en servicio
de Dios y su majestad, él y yo lo recibiremos muy grande en que así se haga, por la gran devoción
que a la dicha Compañía tenemos 818 .

En Zaragoza los jesuitas también recibieron el apoyo de otras mujeres bien


situadas en la escala social. Poco después de que la Compañía comprara la casa
donde había de fundarse el colegio, se habilitó una pequeña sala en la planta baja
para que hiciera las veces de capilla. Las ropas para vestir el altar y todo lo
necesario para decir misa lo donaron Esperanza y Ana de Gurrea, que eran
hermanas del gobernador de Aragón, Juan de Gurrea, y muy entregadas a las
obras de la Compañía de Jesús. Fueron estas mismas mujeres las que acogieron
al jesuita Juan Queralt cuando, a su llegada a Zaragoza en el verano de 1555,
comprobó horrorizado que los «iñiguistas» habían sido expulsados de la ciudad
y le advirtieron de que su vida corría peligro si alguien lo identificaba como
miembro de la Compañía 819 .
La mayoría de los jesuitas tuvieron que abandonar Zaragoza y refugiarse en
Pedrola, en el palacio de Luisa de Borja, hermana de Francisco de Borja,
mientras que otros se ocultaron en la ciudad, en casa de personas adeptas a la
Compañía. Precisamente en Pedrola los jesuitas pudieron cumplir con la misión
de predicar a los moriscos convertidos al cristianismo, largamente solicitada por
Luisa de Borja 820 . Esta, por otra parte, atravesaba una difícil situación
matrimonial, ya que su esposo, el conde de Ribagorza, después de estar con el
ejército imperial en Flandes cinco años, entre 1547 y 1552, regresó con una
mujer a la que convirtió en su concubina. Esa situación solo terminó al cabo de
unos años por la actitud enérgica de Luisa de Borja, que obligó a la concubina
del conde a ingresar en el convento de dominicas de Zaragoza 821 .
La princesa Juana de Austria intentó que las aguas volvieran a su cauce en el
asunto de la persecución de los jesuitas en Zaragoza y, para ello, dio
instrucciones muy precisas al regente de Aragón:
Y después que hubiéredes hablado al arzobispo, hablareis a fray Lope Marco, abad de Veruela,
como de vuestro, y podeisle decir que se tiene entendido que él es el que da calor y espaldas en este
negocio y que está en su mano remediarlo; que luego a la hora 6 dentro del término de tres días haga
que se cumplan los indultos apostólicos, concedidos a la dicha orden y Compañía de Jesús y los
ejecutoriales de ellos, y revoque lo contra ellos hecho, dándole a entender que, si no lo hiciere,
creeremos que es por culpa suya, y que podría verse en ello con trabajo, con lo demás que os
pareciere que se les debe decir a entrambos, a este propósito; y si todo no aprovechare, y viéredes
que no lo cumplen, luego, sin dilación ni excusa alguna, daréis las cartas, que con esta se os envían,
al dicho abad, que es de llamamiento, tomando por auto la presentación de ella por ante escribano y
testigos, y de la misma manera las otras que van con esta al mismo efecto, para los rectores de san
Miguel, y vicario de la Magdalena, y prior de san Agustín, y guardián de san Francisco, y copia de
los dichos autos en pública forma. Por estos nos enviaréis, para que mandemos proveer lo que en
esto se hiciere y tratare, y nos daréis particular aviso por carta vuestra 822 .

Sin embargo, pasado un mes, aún no se había solucionado el problema, por lo


que la princesa, después de haber expulsado a un canónigo del Pilar enviado por
el arzobispo de Zaragoza, ordenó al abad de Veruela que, a la mayor brevedad
posible, acudiera a la corte. En palabras de uno de los jesuitas zaragozanos, la
«indignadísima» princesa logró que, por fin, con aquella nueva amenaza, los
autores de las graves acusaciones contra los jesuitas les restituyeran la buena
fama. Y no solo eso, sino que, además, el regreso de los jesuitas desde su exilio
fue celebrado con una gran acogida por todas las autoridades zaragozanas: el
justicia de Aragón, los jurados de la ciudad, el virrey, los inquisidores... y, por
supuesto, también el abab de Veruela. Aun así, los agustinos zaragozanos
mantuvieron su animadversión hacia los jesuitas 823 .

Los jesuitas opinan sobre Juana de Austria

Entre tanto, las opiniones acerca de la princesa por parte de los jesuitas no
podían ser más favorables. El propio Ignacio ratificaba las informaciones
enormemente positivas que le había trasladado Araoz desde la corte: «Del
ejemplo que da la Serenísima princesa, de su mucha cristiandad y virtud en esos
reinos, redunda muy buen odor en estas partes. El que comenzó perfeccione en
Su Alteza sus dones, y la remunere, especialmente de la gracia hecha a la casa
[de la Compañía de Jesús] de Valladolid» 824 . A la complacencia de Ignacio por
el cumplimiento de la princesa con lo que se esperaba de ella, tras ser incluida en
la nómina de la Compañía de Jesús, se sumaba una indisimulada satisfacción por
sus aportaciones económicas para la fundación de colegios jesuitas.
Juan de Polanco, quien conocía el secreto de los votos jesuíticos de Juana de
Austria, compartía esas opiniones, aunque más centradas en los beneficios que
de ella se podían esperar que en sus actitudes religiosas, como dejó escrito en
1555 en anotaciones personales: «La princesa gobernadora de España tiene a la
Compañía tanta afición, que de ninguna persona de grande o pequeño estado se
piensa tenga más; y lo muestra en favorecer en todo lo que ocurre con muy
especial amor, y en la comunicación muy íntima y confianza con que trata con
los Padres de ella» 825 .
En 1558, tras la muerte de Ignacio, la fama de Juana continuaba inamovible,
a juzgar por lo que manifestaba Borja: «Crece de cada día [doña Juana de
Austria] en espíritu y en devoción de la Compañía, y así creo es una de las
personas que entiende el instituto de ella, y con verdad tiene voluntad a todas
nuestras cosas. Vuestra Paternidad la haga encomendar al Señor, que bien es
menester, en este tiempo especialmente más que en otro, por los particulares
trabajos que le han venido estos días» 826 . El comentario de Francisco de Borja
acerca de los malos momentos que atravesaba la princesa Juana de Austria hacía
referencia a las pérdidas por fallecimiento de algunos miembros cercanos de su
familia. En febrero de aquel mismo año había fallecido Leonor de Austria, reina
de Portugal y Francia, hermana del emperador y tía de la princesa; a finales de
septiembre moría en Yuste el padre de la princesa, Carlos V, y apenas un mes
después, su tía, María de Austria, reina de Hungría y Bohemia.
Casi diez años después, en 1567, ratificaba el propio Borja la entrega de
Juana de Austria a la vida religiosa, esta vez, citada por el sobrenombre de
«Montoya», aunque parece sugerir que se estaba planteando volver a conmutar
los votos hechos en la Compañía de Jesús por los de la Orden franciscana:
«Montoya está ahora tan devoto o más que nunca. Háblase en quedar con el
mismo oficio que tenía la otra vez: no sé en qué parará» 827 .

LA SUPUESTA RELACIÓN AMOROSA DE FRANCISCO DE BORJA CON JUANA DE AUSTRIA

A pesar de la indudable simbiosis entre la princesa Juana de Austria y la


Compañía de Jesús, hubo momentos críticos que pusieron a prueba la confianza
mutua entre los jesuitas y los Austrias. Paradójicamente, fue Francisco de Borja,
el más estrecho colaborador y amigo de Juana, quien llegó a convertirse en el
principal escollo.
Después de que, en diciembre de 1559, Borja saliera de España camino de
Portugal para, aparentemente, entrevistarse con el arzobispo de Évora, corrieron
rumores en la corte de Valladolid de que el jesuita había estado amancebado con
la princesa Juana de Austria. Luego, a esos rumores se añadiría otro: que Borja
iba a ser asesinado por algún agente oculto enviado por el rey Felipe II. Por otra
parte, en el Índice de libros prohibidos de aquel año, elaborado por el inquisidor
Valdés, habían sido incluidas las Obras del cristiano, escritas por Francisco de
Borja e impresas en 1550 en Alcalá.
Las causas de aquellos ataques pueden buscarse en la animadversión hacia
Borja que habían ido alimentando algunos personajes de la corte, como el
confesor del rey, Bernardo de Fresneda, y el propio inquisidor Fernando de
Valdés. La confianza de la regente Juana de Austria con Francisco de Borja, a
quien conocía desde niña, la habían llevado a consultarle continuamente asuntos
de Estado. Sin duda, aquello implicó una participación excesiva de Borja en el
gobierno y despertó muchas animadversiones hacia su persona 828 .
El caso es que, hasta septiembre de 1560, Borja permaneció en Portugal,
viajando de una ciudad a otra, allí donde había colegios de la Compañía de Jesús
o donde estaban por fundarse. Los jesuitas no podían ofrecerle suficientes
garantías de seguridad en caso de que decidiera regresar a la corte, ya que ni el
rey ni la Inquisición se habían pronunciado acerca de su persona. Tras un primer
intento de regresar, frustrado por su enfermedad, fue requerido en Roma por Pío
IV, como parte de una estrategia diseñada por los jesuitas y aceptada por el papa.
Pero Borja no se movió de Portugal. En marzo de 1561 fue a verlo Nadal,
nombrado visitador de toda la Compañía de Jesús en Europa, y con él acordó,
después de muchos titubeos, partir hacia Roma, donde llegó el 7 de septiembre
de 1561. La polvareda que había levantado el viaje de Borja desmoralizó a los
jesuitas que quedaron en España, pues ese paso hacia atrás se interpretó como
una huida. Nadie hubiera dicho entonces que acabaría siendo elegido general de
la Compañía de Jesús a la muerte de Laínez, en 1565.
A partir de entonces, desde España, los jesuitas, con Araoz a la cabeza,
trabajaron para la restitución de la fama de Borja ante el rey. Luego, la
monarquía y una parte de la nobleza vieron el nombramiento de Francisco de
Borja como general de la Orden con buenos ojos por tener el apoyo del papa, lo
cual podía traducirse en el logro de valiosas influencias, como en realidad
sucedió.
A pesar de todo lo ocurrido, Francisco de Borja nunca dejó de contar con la
amistad de la princesa Juana de Austria; de Diego de Espinosa, presidente del
Consejo de Estado e inquisidor general —desde 1566—; de Gómez Suárez de
Figueroa, duque de Feria, consejero de Estado, o de Ruy Gómez de Silva,
príncipe de Éboli y duque de Pastrana. Todos ellos, junto con Antonio de Araoz,
mantuvieron viva la llama de la amistad con Francisco de Borja aun en los
peores momentos de su vida 829 .

ANTONIO DE ARAOZ, CONSEJERO ESPIRITUAL DE JUANA DE AUSTRIA

Antes de que Borja cayera en desgracia y se viera obligado a alejarse de la


corte y, por tanto, abandonara su papel de guía espiritual de la princesa, Antonio
de Araoz, quien estaba destinado a sustituirlo, ya tenía una presencia importante
en la vida de Juana de Austria. Esta lo había conocido cuando todavía era una
niña, y las largas estancias de Araoz en la corte habían permitido consolidar su
amistad. Por ejemplo, en 1555, fue Araoz quien predicó en presencia de Juana de
Austria el día de San Sebastián (20 de enero), el santo de su hijo, sobre las
virtudes de los príncipes 830 .
Sin embargo, el papel desempeñado por Antonio de Araoz en la corte hasta su
muerte, en 1573, no fue valorado positivamente por algunos historiadores
jesuitas, quienes juzgaron que su comportamiento había ido ganando en
frivolidad, por descuidar su entrega a la cura de las almas, contrariamente a lo
que se exigía a un miembro de la Compañía de Jesús. Del tiempo que Araoz
desempeñó el oficio de comisario general, entre 1562 y 1565, dijo Antonio de
Córdoba que «pasaban años y meses sin acudir a su oficio, y que apenas le veían
sus súbditos, ni los comunicaba ni aun por cartas, ni aun hacía el oficio que un
simple sacerdote debía hacer de los que en la Compañía hay, que es cosa de que
se ofenden todos» 831 . Asimismo, en 1568, el padre Saavedra decía que no
quedaban en la corte duques, condes, marqueses y miembros del Consejo de
Estado que no fueran a verlo, y añadía, sin ocultar cierta compasión: «Yo le he
lástima. Vuestra Paternidad se la habría de ver lo que padece. Come de ordinario
a las dos; de las cenas y colaciones no podemos dar testimonio, porque ya los
nuestros duermen [desde hace] dos horas» 832 .
El año anterior, una decisión tomada por Araoz había puesto en una situación
muy comprometedora a la Compañía de Jesús. El caso es que antes de fallecer
una mujer rica, dejó escrita una cláusula en su testamento que atañía a Araoz de
modo un tanto misterioso: «Que para cierta cosa que tiene comunicada con el
padre doctor Araoz, le den lo que pidiere». Los jesuitas de Valladolid fueron
acusados de querer quedarse con la hacienda de la fallecida. El padre Porres fue
quien advirtió a los jesuitas de Roma acerca del peligro que aquello
representaba: «[...] dicen de nosotros otras muchas cosas que nos son harta
ocasión de humillarnos y acudir a Dios como a Padre. Ha llegado la cosa a tanto,
que unos parientes de la hija han reclamado y pedido que les compete la
curaduría, y han puesto pleito, y el presidente y oidores, en acuerdo, mandaron
llevar a la niña a un monasterio de monjas, para que ninguno de la Compañía le
pudiese hablar, y que de allí ella nombrase curador a quien quisiese. Está el
pueblo medio escandalizado» 833 . Nada hicieron al respecto los jesuitas,
supuestamente porque era muy grande el poder de Antonio de Araoz en la corte,
pues tenía de su parte a Ruy Gómez de Silva y al propio Felipe II. Pero, en
realidad, Araoz no cruzó ninguna línea roja que no hubieran cruzado antes otros
jesuitas, incluido el propio Ignacio, empeñados en recabar fondos por cualquier
medio, y especialmente de sus incondicionales seguidores y seguidoras, para que
no se detuviese la maquinaria de la Compañía de Jesús.
JUANA DE AUSTRIA FUNDA LAS DESCALZAS REALES

Juana de Austria había dejado de ejercer las funciones de regente tras la


llegada a España de su hermano Felipe II en 1559. A partir de entonces se volcó
en realizar un viejo proyecto del que incluso Ignacio había tenido conocimiento:
la fundación de un convento de clarisas coletinas o descalzas. Esta rama
conventual que apostaba por el rigor de la pobreza, el ayuno y la vida religiosa
había realizado la reforma conventual femenina desde dentro, mientras que la
observancia fue un movimiento que, a partir del siglo XV, intentó imponerse a las
religiosas desde la jerarquía masculina de la Orden. El propio Ignacio abogó por
esta segunda opción, aun cuando algunas religiosas, como las barcelonesas
Teresa Rajadell y Jerónima Oluja, le suplicaron una y otra vez que las guiara en
lo espiritual y denunciaron las intromisiones de los superiores franciscanos.
El convento promovido por Juana de Austria empezó a hacerse realidad justo
al lado del palacio madrileño donde ella misma había nacido, y, aunque
oficialmente se llamó Nuestra Señora de la Consolación, sería conocido
popularmente como las Descalzas Reales. Francisco de Borja, que estaba muy
implicado en el proyecto desde el principio, colaboró con Juana de Austria para
que las primeras monjas a las que diera cabida su fundación procedieran de
Gandía, donde se hallaba la primera casa de clarisas descalzas de la Península
Ibérica. No en vano, fue su tía Isabel de Borja la encargada de coordinar ese
desembarco, pero no pudo culminar su empresa porque murió en 1557.
Finalmente, fue Juana de Borja, hermana de Francisco de Borja, quien acompañó
como abadesa, bajo el nombre de sor Juana de la Cruz, a las monjas pioneras de
las Descalzas Reales. Así, el 15 de agosto de 1559, las religiosas procedentes de
Gandía hicieron su entrada en el nuevo convento de clausura, a pesar de que
todavía faltaban cuatro años para que terminaran las obras. El patronazgo de los
Austrias pronto se tradujo en el ingreso de mujeres de la familia real y de la alta
nobleza.
Juana de Austria pasó largas temporadas en el convento, en unas
dependencias construidas ex profeso para ella, pero sin llegar a convertirlo en su
residencia permanente. Cuando falleció en El Escorial, el 7 de septiembre de
1573, solo tenía 38 años. En su testamento había expresado la voluntad de que su
cuerpo fuera enterrado en las Descalzas Reales, «en una como capillita que me
sirve ahora viviendo de oratorio» 834 .
En el balance final de la pertenencia de Juana de Austria a la Compañía de
Jesús, al margen de su indiscutible defensa de la Orden y de su fidelidad
incontestable, así como de los beneficios mutuos logrados —políticos, en ambos
casos; espirituales, en el suyo propio, y específicamente económicos, en el de la
congregación—, no puede decirse que el hecho de ser mujer marcase un
precedente para futuras aspiraciones femeninas similares, simplemente porque
fue un asunto que se mantuvo en el más absoluto secreto. En realidad, el modelo
que siguieron otras comunidades femeninas en muchos casos fue el de mujeres
menos famosas pero más activas en la sociedad de la época, como Isabel Roser y
sus otras compañeras jesuitas. Pero no tanto por querer imitar el logro de haber
hecho los votos en la Compañía, sino por haber demostrado que una comunidad
femenina podía estar al lado de los jesuitas y lograr unos objetivos, por la vía de
la práctica asistencial, educativa y caritativa, que respondían a unos intereses
comunes y reconocidos por la Iglesia. De hecho, posteriormente se crearon
comunidades de beatas que calcaron casi las Constituciones de la Compañía de
Jesús, a menudo con la ayuda de un jesuita, para intentar dedicarse a esos
mismos cometidos y sin estar sometidas a una Orden religiosa determinada.

Reflexiones finales

La ausencia de mujeres en la Compañía de Jesús continúa siendo motivo de


controversia y suscitando interés en el siglo XXI, y más cuando los jesuitas
vuelven a estar en el centro de todas las miradas, desde que, por primera vez en
la historia de la Iglesia católica, uno de ellos ha sido elegido Sumo Pontífice.
Pero, incluso hoy, ante la pregunta: «¿Por qué no se admiten mujeres en la
Compañía de Jesús?», los jesuitas desvían la mirada hacia otro aspecto de su
relación con las mujeres, situándose, curiosamente, a la defensiva: «Dicho así,
parece que tenemos una especial manía contra las mujeres... Aprendemos mucho
de ellas, y como Compañía lo hemos reconocido públicamente, reivindicando la
igualdad de géneros» 835 . Se refieren a que en su Congregación General de 1995,
además de denunciar la discriminación de las mujeres por el hecho de ser
mujeres y condenar la violencia ejercida contra ellas, o de asumir su propia
responsabilidad al estar dentro de una tradición eclesial que ha contribuido
históricamente a esa situación, se comprometieron a considerar la solidaridad
con las mujeres como parte integrante de su misión: «Sabemos que un
compromiso consciente y sostenido para llevar a cabo esta reconciliación solo
puede provenir del Dios del amor y la justicia, que reconcilia a todos y promete
un mundo en el que “no habrá ya distinción entre judío y griego, esclavo y libre,
varón y mujer”, tomando las palabras de san Pablo a los Gálatas (Gal 3:28)» 836 .
Esta afirmación, que fue hecha en el año declarado por la ONU «Año de la
Mujer» e incentivada por las pautas que desde el Vaticano dictó el entonces papa
Juan Pablo II, por un lado, llegó muy tarde y, por otro, obvió la propia tradición
jesuítica que se remonta a las primeras propuestas de Ignacio cuando todavía era
prácticamente un desconocido. Por ello, en cierta manera, tampoco puede
considerarse ni una novedad ni un logro, si consideramos la historia de la
congregación. Los mismos argumentos, con base también en la doctrina paulina,
fueron los que llevaron a Ignacio tanto a defender la igualdad de los
judeoconversos con respecto a los cristianos viejos en el seno de la Iglesia
católica como a acoger a mujeres de toda condición social en los primeros
grupos que lideró ejerciendo de guía espiritual en Manresa, Barcelona, Alcalá,
Salamanca o París antes de hacerse sacerdote, aunque posteriormente, en este
último aspecto, cambió radicalmente de postura.
No está claro por qué Ignacio reunió especialmente a mujeres devotas en
pequeños grupos en los que se llevaban a cabo pláticas con las que él transmitiría
su particular religiosidad, como paso previo a la experiencia de los primigenios
Ejercicios espirituales. Pero probablemente esa preferencia se debe a una
combinación de factores.
Antes de que Ignacio sufriera la herida de Pamplona que truncó sus
posibilidades de futuro al servicio del duque de Nájera, conoció a personas que
estaban indagando nuevos caminos de religiosidad, a las que pronto se atribuiría
el nombre de «alumbrados» y entre las cuales estaban teniendo especial
protagonismo las mujeres, mayoritariamente de origen judeoconverso. Este
hecho se halla íntimamente relacionado con nuevos planteamientos religiosos
que abogaban, entre otras prácticas, por la oración mental, con el fin de ayudar a
recorrer un camino que debía conducir, de modo natural y sin intermediarios, a
la unión con Cristo. Tampoco es descartable que miembros de la propia familia
Oñaz-Loyola o de los círculos cortesanos en los que Ignacio se movió en sus
primeros años de juventud tuvieran una vinculación directa con el mundo
judeoconverso.
Sabemos muy poco acerca de la infancia de Ignacio, hasta el punto de que ni
siquiera hay datos que avalen con total fiabilidad el hecho de que doña Marina
Sáenz de Licona fuera su madre. Apenas se ha hablado en las biografías
ignacianas del hecho de que Ignacio probablemente pasó sus primeros años fuera
del hogar paterno y junto a su nodriza, cuya identidad es todavía confusa,
aunque se sabe que era la esposa de un herrero. Por tanto, Ignacio se habría
criado con el sonido de fondo del trabajo de la herrería, algo que se menciona ya
en la Autobiografía escrita por Cámara y que pone en entredicho, por ejemplo, el
papel que supuestamente desempeñó en su infancia el caserío de Eguíbar, muy
próximo a la casa-torre de Loyola. Así, a las dudas sobre el nacimiento de
Ignacio, se unen las del entorno en el que dio sus primeros pasos y las de las
primeras personas con las que compartió hogar.
Por otro lado, que su abuelo paterno, Juan Pérez de Loyola, había vivido con
una mujer de origen judío llamada «Doña Hermosa» antes de casarse con Sancha
Pérez de Iraeta y que los hijos habidos en ambas relaciones —uno de ellos, el
padre de Ignacio— convivieron en la casa de Loyola es del todo plausible a la
luz de los documentos hallados. Ignacio debió tener un contacto directo con esas
personas o con sus descendientes, lo cual podría ayudar a explicar la opinión
positiva que tuvo siempre acerca de los conversos y de los judíos. ¿Hasta qué
punto pudo influirle esto en su trayectoria posterior? No es descartable que
futuras investigaciones revelen nuevos datos sobre la estrecha filiación de
Ignacio con el mundo judeoconverso, algo que, de momento, solo es posible
intuir a través de esos vínculos familiares y de su íntima amistad con personas
relacionadas con ese ámbito: desde los «alumbrados» con los que contactó antes
de iniciar su periplo que lo llevaría a realizar un viaje de ida y vuelta a Tierra
Santa, pasando por la familia Puyol-Pasqual, hasta muchos de sus primeros
compañeros jesuitas. Entre estos, por ejemplo, eran de origen judío Diego
Laínez, el que llegaría a ser sucesor de Ignacio como general de la Compañía de
Jesús, y el mallorquín Jerónimo Nadal, que incluso, antes de entrar en la
Compañía, fue propuesto por la comunidad hebrea de Aviñón para hacerlo su
gran rabino, debido a sus grandes dotes intelectuales y a que conocía muy bien el
hebreo 837 .
Además, el hecho de que el patronato de la iglesia y del monasterio de San
Sebastián de Soreasu perteneciera a los Oñaz-Loyola, así como el de otras
ermitas de los territorios que controlaban, pudo poner en contacto a Ignacio de
forma muy directa con una realidad más evidente en Guipúzcoa que en otros
lugares de la Península: el prestigioso papel que desempeñaban las freilas y
seroras en el cuidado y vigilancia de esos lugares sagrados. Quizá tomando
como modelo a esas mujeres, a menudo hijas legítimas o ilegítimas del señor del
solar o de sus familiares y acólitos, aprendió Ignacio a no establecer diferencias
a la hora de acercarse a todo tipo de personas, sin distinción de sexo, para
transmitir sus primeras prédicas o, más tarde, dar los Ejercicios espirituales.
Luego vendría su periplo truculento de juventud, en el que probablemente
añadió a su currículum particular un intento de asesinato, sin que faltaran
asuntos de amoríos que le comportaron graves problemas, puesto que incluso fue
amenazado de muerte y por ello solicitó permiso para llevar armas, ni su
probable paternidad, como pudo comprobar un historiador jesuita en el Archivio
Romano dei Gesuiti, antes de que desaparecieran los documentos que lo
probaban. Y, mientras tanto, pudo incluso disfrutar de cierta vida cortesana al
lado del contador real Juan Velázquez durante su estancia en Arévalo, donde
ejerció como oficial de quitaciones y conoció a algunas de las personas que le
ayudarían a fraguar sus ideas primigenias acerca de una nueva forma de entender
la religión.
Aun así, podría decirse que el conocimiento de Ignacio acerca de corrientes
de base filosófica como el erasmismo y el lulismo, que estaban en el sustrato de
lo que proponían los llamados «alumbrados», no era culto o, como mínimo, no
procedía exclusivamente de los libros. En su religiosidad interior pesaba mucho
su propia experiencia y lo aprendido por boca de otras personas a las que
admiraba y que lo habían guiado o aconsejado en ciertos momentos, aunque
ellas sí hubiesen profundizado en las obras y enseñanzas de aquellos hombres
sabios. Por otro lado, cuando Ignacio se hallaba en plena experimentación y
búsqueda de una religiosidad más interior, se había visto beneficiado por la guía
espiritual que le había transmitido una beata visionaria en Manresa, como él
mismo declaró. Por ello, resulta difícil encorsetar a Ignacio en la corriente
erasmista, en la lulista o en la de los «alumbrados» porque de todas se puede
encontrar algún rasgo en él y porque ni siquiera quienes más se identificaron o
fueron asociados con esas formas de pensar o actuar se ciñeron estrictamente a
ellas.
Una de las primeras personas que entró de lleno en la vida de Ignacio cuando
este se hallaba en plena deriva interior fue precisamente una mujer: Inés Puyol.
Ella fue la persona más próxima y que más ayudó a Ignacio en todos los sentidos
en Manresa y Barcelona. Probablemente, Inés e Ignacio ya se habían conocido
en el monasterio de Montserrat antes de que, con toda familiaridad, ella lo
«invitara» a instalarse en el hospital de Manresa. Y es posible también que esa
toma de contacto no fuera casual, debido a la relación que existía entre el duque
de Nájera, a cuyo servicio había estado Ignacio, y los Cardona, de quienes se
hallaba tan próximo Antonio Puyol, el hermano de Inés que ayudaría a Ignacio a
salir de Manresa después de que este se viera en dificultades por las
«habladurías» de las gentes y por la incomodidad de las autoridades eclesiásticas
con sus conventículos femeninos. Pero, además, las profesiones tanto del padre
de Inés como de los dos esposos que esta había tenido, relacionadas con la
limpieza y el curtido de las pieles y con el cardado de la lana antes de ser tejida,
respectivamente, apuntan a un hipotético origen converso, dado que eran muchos
los conversos que todavía se dedicaban a esos oficios en Manresa. Aunque no
disponemos de pruebas documentales que lo confirmen, sería verosímil esa
vinculación. Quizá eso explicaría también el hecho de que Ignacio llegara a
mantener con Inés un elevado grado de intimidad, teniendo en cuenta la
constante de aquellos años, que indica la implicación mayoritaria de conversos
en los nuevos movimientos de renovación religiosa. Pero, además, el vivo
recuerdo de Ignacio acerca de las tentaciones carnales que le asaltaron en
Manresa apunta en esa dirección y despliega una sombra de duda sobre las
argumentaciones de los historiadores jesuitas en torno al cumplimiento del voto
de castidad que supuestamente había hecho Ignacio.
Posteriormente, en Barcelona, Ignacio vivió en la casa de Inés durante más de
dos años, compartiéndolo todo. Inés lo cuidó después de que recibiera una paliza
que lo postró en una cama durante casi dos meses; ella le curaba las heridas, lo
aseaba, le daba de comer... Asimismo, juntos recorrieron las calles de la ciudad
intentando convencer a mujeres que habían caído en la prostitución de que
dejaran esa vida, o fueron por las casas en las que había matrimonios
desavenidos para que retornasen a la convivencia, aunque sin ofrecerles ninguna
alternativa a unas y a otros. E Inés fue la única persona que recibió noticias
puntuales de Ignacio acerca del viaje a Jerusalén y la primera destinataria de una
carta suya desde París, al poco tiempo de su llegada, en la que despliega todo el
afecto que una persona sería capaz de demostrar por escrito y que raramente
volvería a aparecer en su correspondencia. Así como Ignacio había tenido en
Barcelona, significativamente, el mismo confesor que Inés, también cuando supo
en Roma de la gravedad de la enfermedad de esta, envió a Barcelona a uno de
los jesuitas de mayor confianza, el padre Antonio de Araoz, que fue la última
persona con la que su íntima amiga y protectora habló en confesión. Era el
método que Ignacio venía aplicando con el fin de que todo quedara «en casa».
Por otra parte, tanto Inés Puyol como Isabel Roser contribuyeron a que
Ignacio contactara en Barcelona con su círculo de amistades de la pequeña
aristocracia local, reducido pero incondicional, y en el que se hallaban sobre
todo mujeres, cuyas inquietudes religiosas conectaron con su deriva espiritual
interior, pero que también estuvieron dispuestas a ayudarle en sus acciones
caritativas o en la reforma de los conventos femeninos barceloneses.
Al poco tiempo de crearse la Compañía de Jesús, esta fue considerada por
algunas mujeres devotas —que habían enviudado o elegido una opción diferente
de la de la carga del matrimonio y la reproducción— como una oportunidad para
intervenir de modo activo en la sociedad de su tiempo, ya fuera realizando una
labor asistencial, educativa y caritativa, junto a los enfermos o en sectores
marginados como el de la prostitución o el de los niños y niñas huérfanos sin
recursos, o participando en la transmisión de una nueva forma de sentir y vivir la
religión, sumado a un alto grado de independencia, si conseguían hacerse un
lugar en su seno.
Dos de las mujeres que más cerca habían estado de Ignacio en unos años
verdaderamente difíciles de su vida, como Isabel Roser e Isabel de Josa, fueron
las primeras en considerar esa posibilidad y en proponerse llevarla a término.
Tampoco puede obviarse el hecho de que ambas pertenecieran a familias bien
posicionadas socialmente y estrechamente relacionadas con los círculos
humanistas y erasmistas de Barcelona, muy dispuestas a aceptar los nuevos
postulados religiosos que irradiaban esas corrientes. En apariencia, la postura de
Ignacio acerca de esas aspiraciones podría parecer ambigua si nos centramos
únicamente en las prevenciones cautelosas que le transmitió al jesuita Antonio
de Araoz, por entonces en Barcelona, acerca de cómo debía darse a entender
que, ante el viaje inminente a Roma de sus antiguas benefactoras, él no las
estaba llamando a su lado, sino que iban por su propia voluntad. Sin embargo,
parece evidente que, sin su consentimiento, Isabel Roser, Francisca de Cruylles e
Isabel de Josa nunca hubieran viajado a la Ciudad Eterna ni, por supuesto, se
hubieran colocado al frente de la Casa de Santa Marta, el gran proyecto
«femenino» ignaciano. Las palabras que Isabel de Josa le dirigió a Ignacio poco
antes de partir son bastante definitorias acerca de la postura de este: «Vuestra
carta, creedme, me ha complacido enormemente; demuestra que vos no
experimentaréis menos alegría si las dos partimos [hacia Roma]. Creo que no
tardaremos mucho, si el Señor nos da salud» 838 . No cabe duda de que la
confianza y la amistad que había entre ellos, forjadas a lo largo de muchos años,
eran sólidas. Por otra parte, tanto la propia Isabel de Josa como Isabel Roser
habían entregado durante años considerables cantidades de dinero para ayudar a
Ignacio, primero para que acabara sus estudios en la Universidad de París y
luego para dar empuje a la Compañía de Jesús en sus inicios. Pero, además,
ambas debían de ser conocedoras de los secretos mejor guardados de Ignacio, al
menos en lo referente a sus inclinaciones hacia una nueva forma de
espiritualidad, tan cercana a la de los alumbrados, en ese camino de búsqueda
que había emprendido. Si no hubiera sido así, resultaría llamativa, por ejemplo,
la relación de amistad y admiración que Isabel Roser profesaba hacia Diego de
Eguía, a quien precedía la fama de haber sido considerado sospechoso de
alumbradismo y luteranismo ya en 1533, y a quien Ignacio habría conocido
mucho antes incluso de su llegada a Alcalá (no en vano, luego,
sintomáticamente, sería su confesor en Roma, entre 1543 y 1555).
El grupo de mujeres barcelonesas llegó a Roma hacia el verano de 1543, pero
tuvieron que pasar dos años hasta que, finalmente, Ignacio aceptara, obligado
por el papa, que Isabel Roser, Francisca de Cruylles y Lucrecia Bradine —una
mujer devota italiana, reclutada por el propio Ignacio— hicieran sus votos de
entrada en la Compañía de Jesús, el día de Navidad de 1545. Los desencuentros
que se sucedieron después, hasta culminar en un duro enfrentamiento judicial de
Isabel Roser con Ignacio, fueron fruto de la cerrada oposición de este a la
permanencia de mujeres jesuitas en la Compañía. El 1 de octubre de 1546, la
jesuita Isabel Roser recibió de manos de Jerónimo Nadal la carta por la que
Ignacio le comunicaba que se liberaba de la responsabilidad de tenerla bajo su
obediencia como prepósito de la Compañía de Jesús, y lo mismo hizo con sus
otras dos compañeras. En ese momento, Ignacio cerró las puertas a aceptar
mujeres en la congregación.
Es cierto que los motivos alegados por Ignacio sobre su falta de salud y de
fuerzas, o sus excesivas ocupaciones, respondían a la realidad que el prepósito
de la Compañía vivía en ese momento. También añadió el argumento de que la
misión apostólica que la Compañía de Jesús iba a desempeñar en territorios tan
lejanos como la India impedía a los jesuitas admitir mujeres por su imposibilidad
de «ocuparse» de ellas. Pero, por detrás de esas alegaciones sobre la no
conveniencia de que la congregación tuviera a su cargo mujeres bajo su
obediencia, gravitaron, asimismo, las acusaciones que les llovían a los jesuitas
acerca de un «inusual» trato con las mujeres, que en ocasiones fueron
justificadas.
No obstante, ninguno de esos pretextos, argüidos por pasiva, hubieran
bastado para borrar la presencia de mujeres en la Compañía de Jesús si Ignacio
se hubiera mostrado receptivo. La prueba está en que el propio papa había dado
el visto bueno, pero, además, muchos de los compañeros de Ignacio aceptaban
de buen grado la existencia de una rama femenina de la Compañía. Tampoco hay
que olvidar que cuando se trató de admitir en secreto a la princesa Juana de
Austria en la Compañía de Jesús, todo fueron facilidades por parte de Ignacio,
convirtiéndose así en la única mujer jesuita que perduró en el tiempo, si bien no
fue precisamente su ejemplo el que siguieron numerosas mujeres a la hora de
solicitar entrar a formar parte de la congregación, sino el de otras predecesoras,
como Isabel Roser.
Puede decirse que Ignacio negó a las mujeres la esencia de lo que los mismos
jesuitas defendían en lo referente a su modo de vida, cuando propugnaban la idea
humanista del monachatus non est pietas frente al modelo monástico, y se
inclinaban por la práctica del sacerdocio y de la vida religiosa como algo
apostólico, activo e itinerante. A las mujeres implicadas con los postulados de la
Compañía de Jesús les fue negada la posibilidad de poner en marcha una
congregación paralela que, a imitación de la rama masculina de los jesuitas,
hiciera votos solemnes, estuviera liberada de la jurisdicción del obispo y solo
tuviera por encima al general de la Orden y al papa. Pero, sobre todo, se les
impidió disfrutar de absoluta movilidad para ejercer su apostolado y una serie de
funciones asistenciales y educativas sin la obligatoriedad de la clausura,
ineludible para las órdenes femeninas. Este hubiera sido un punto crucial en el
camino hacia una cierta autonomía de las mujeres dentro de la estructura de la
Iglesia católica.
Posteriormente, Ignacio siguió rechazando las múltiples peticiones de otras
mujeres en ese sentido, lo que llevó a algunas de ellas incluso a tomar la
iniciativa de considerarse a sí mismas «jesuitas», forzando al prepósito de la
Compañía de Jesús a manifestarse reiteradamente en contra de la creación de una
rama femenina. A su muerte, sin embargo, se sucedieron toda una serie de
iniciativas de mujeres que escogieron el modelo de la Compañía de Jesús para
aplicarlo a una comunidad femenina.
Muchos jesuitas participaron activamente como cofundadores o fundadores
de institutos religiosos femeninos o como directores espirituales de religiosas
fundadoras, o colaboraron en la redacción de constituciones de conventos
femeninos. El caso de las carmelitas descalzas es paradigmático: en once de los
diecisiete conventos que fundó santa Teresa, esta contó con el soporte de
jesuitas 839 .
No sucedió lo mismo con las ursulinas, ya que, cuando estas pasaron a
Francia, a pesar de que los jesuitas apreciaban su singular dedicación a la
educación de niñas, los miembros de la Compañía contribuyeron a la clausura de
su comunidad de París. Una paradoja más en la trayectoria de la Compañía de
Jesús, ya que ambas congregaciones compartieron en sus orígenes el mismo
clima de renovación espiritual, y no solo eso, sino que, además, las ursulinas se
habían adelantado a los jesuitas con su original propuesta educativa. La
Compañía de Santa Úrsula fue fundada por Ángela de Mérici en la ciudad
italiana de Brescia, oficialmente, el 25 de noviembre de 1535, con la ayuda de
un grupo de mujeres pertenecientes a la Tercera Orden de San Francisco, aunque
ya existía como comunidad desde 1532, mientras que Ignacio y sus compañeros
pronunciaron los primeros votos en Montmartre el 15 de agosto de 1534. Por
otra parte, Ángela de Mérici no concibió su Compañía como una Orden religiosa
al uso, ya que había eliminado el hábito, la clausura y los votos canónicos, y
tenía como misión la actividad asistencial y educativa, una especificidad
novedosa en la época. Sin embargo, todo ello impidió la prosperidad de la
congregación, que se vio truncada por las reticencias con que las autoridades
eclesiásticas locales veían a la comunidad femenina. A pesar de que en 1544 la
Compañía de Santa Úrsula fue aprobada por el papa Pablo III, doce años
después, otro papa, Pío V, las obligó a enclaustrarse. No todas siguieron ese
camino, pero aquellas medidas ralentizaron su expansión 840 .
El ejemplo de todos esos intentos, incluido el de las primeras mujeres
jesuitas, a pesar de haberse visto frustrados, perduró en el tiempo hasta que,
siglos después, otras mujeres reinventaron la manera de ejercer una labor
pedagógica o asistencial fuera de los claustros, inspirándose a veces en la
Compañía de Jesús pero al margen de sus filas. Muchas mujeres vieron en esa
fórmula la manera de integrarse de modo activo en la estructura de la Iglesia,
que solo concebía su labor desde el punto de vista meramente virtuoso y
devoto 841 .
Dos de esos proyectos femeninos más importantes fueron los que llevaron a
cabo, por separado, Juana de Lestonnac y Mary Ward, ambas en Francia, más de
medio siglo después del rechazo frontal de Ignacio a la creación de una rama con
las jesuitas.
Juana de Lestonnac, tras quedarse viuda, fundó en 1607 la Orden de la
Compañía de Nuestra Señora, la primera Orden femenina, entendida como tal,
dedicada a la docencia, y cuando falleció, en 1640, estaban en funcionamiento
más de treinta conventos-escuela en Francia 842 . Había nacido en Burdeos en
1556 y pertenecía a una familia muy bien situada en la alta sociedad bordelesa.
Su padre, Ricardo de Lestonnac, era consejero del rey en el Parlamento de
Burdeos, y su madre, Juana Eyquem de Montaigne, por el lado materno,
provenía de una familia de comerciantes judíos españoles —la abuela se llamaba
Antonieta de Louppes (López)— que habían comprado el señorío de Montaigne
en 1477. Juana Eyquem, que era hermana del famoso escritor Michel de
Montaigne, poseía una amplia cultura y dominaba el griego y el latín.
Si bien la familia de Juana de Lestonnac era católica, su madre Juana
Eyquem, poco a poco, se fue decantando por el calvinismo, hasta el punto de que
esa disensión religiosa provocó una ruptura definitiva del matrimonio. La propia
Juana de Lestonnac tuvo la oportunidad de tomar contacto con los calvinistas en
casa de un tío suyo en Beauregard, hasta que su padre la reclamó a su lado,
advertido por un familiar de que se estaba produciendo ese acercamiento.
En 1573, Juana de Lestonnac, con 17 años, contrajo matrimonio con el barón
Gaston de Montferrant-Landiras y abandonó Burdeos. Del matrimonio nacieron
dos hijos y tres hijas. En sus veinticinco años de casados, hasta la muerte de su
marido en 1597, Juana desarrolló una labor asistencial entre los enfermos de
peste y los vagabundos de la región. Una vez que sus hijas e hijos eligieron su
camino —un hijo se casó, mientras que dos de sus hijas decidieron tomar los
hábitos—, anunció que iba a ingresar en un monasterio cisterciense. Pero al cabo
de seis meses cayó enferma y se vio obligada a abandonarlo, por la dureza de las
condiciones en que se vivía la clausura. Tras superar esa crisis, fue cuando
decidió fundar una nueva Orden.
Apoyada por los jesuitas de Burdeos, gracias a la intermediación de uno de
sus hermanos, Roger de Lestonnac, que había entrado en la Compañía de Jesús
en 1589, Juana de Lestonnac redactó las Reglas y Constituciones de su futura
congregación, la Orden de la Compañía de Nuestra Señora. Estas Reglas seguían
el modelo de las Constituciones de los jesuitas, con añadidos de textos de los
Ejercicios espirituales, pero adaptándolo todo a su Orden femenina. El objetivo
de la nueva congregación era la educación de las jóvenes mediante una
formación integral, religiosa pero también referida a «todo lo que una joven
educada debe saber: leer y escribir correctamente, coser, hacer labores, contar,
calcular...» 843 . Las religiosas se llamarían «Hijas de Nuestra Señora». La
solicitud de aprobación de la nueva Orden fue elevada al cardenal de Sourdis,
arzobispo de Burdeos, el 7 de marzo de 1606. Sin embargo, el arzobispo propuso
a Juana de Lestonnac unir su proyecto a otro que ya estaba en marcha, la
fundación en Burdeos de una comunidad de ursulinas. La decepción de Juana no
le impidió contestar al arzobispo de modo taxativo: «El cielo me ha inspirado
siempre la fundación de otra Compañía, con otro nombre y otra Regla» 844 . El
cardenal acabó cediendo a las peticiones de Juana, y la Orden fue aprobada ese
mismo mes y año. La autorización del papa llegó en abril del año siguiente.
Desconocemos si lo que cuenta la historia de la Orden acerca de esa aprobación
papal es verídico o simplemente se usó para calmar los ánimos de algunos
jesuitas, pero no deja de ser significativo porque recuerda, en cierto modo, lo que
le sucedió a Ignacio cuando se vio forzado por el papa a aceptar a Isabel Roser
en la Compañía de Jesús. El caso es que poco tiempo después, en un encuentro
del jesuita Claudio Acquaviva, prepósito general de la Compañía de Jesús, con
Pablo V, este le habría dicho: «Acabo de asociaros sin haber pedido vuestro
consentimiento». A lo que Acquaviva respondió: «¿A quién, Santo Padre?». «A
unas virtuosas religiosas —añadió el papa— que quieren prestar a la Iglesia, en
las personas de su sexo, los mismos servicios que ustedes prestan a toda la
cristiandad». Sorprendido, Acquaviva habría dicho: «No merecemos que nos
tomen por modelos; pero ya que se nos quiere imitar, intentaremos mantener esta
condición» 845 .
De cualquier modo, la Orden de la Compañía de Nuestra Señora se convirtió
en la primera Orden religiosa docente femenina que fue aprobada como tal por la
Iglesia, con la particularidad de que debían compaginar la vida contemplativa
con la vida activa, pero habiendo realizado los votos de pobreza, castidad,
obediencia y vida en clausura. Para llevar a cabo esa misión, totalmente
novedosa en el mundo claustral femenino, las religiosas debían subordinar el
oficio del coro a las funciones de la enseñanza de las jóvenes.
Juana tenía en ese momento 52 años y su primera comunidad estaba formada
por otras cuatro religiosas, que se instalaron en una casa pequeña a las afueras de
Burdeos. Cuando abrieron sus puertas a las primeras alumnas de modo gratuito,
en 1609, su éxito fue tal que debieron pensar en el traslado y la construcción de
un edificio adaptado a las necesidades de la comunidad: un convento-escuela. La
propia Juana de Lestonnac concibió los planos del nuevo edificio, que más
adelante serviría de modelo a otras comunidades similares que irían fundándose
primero en las ciudades vecinas de Burdeos y luego en más lugares donde,
preferentemente, los jesuitas estuvieran asentados. Apenas seis años después, la
comunidad bordelesa contaba ya con más de cuarenta religiosas.
Juana de Lestonnac se vio inmersa en una serie de intrigas y exclusiones de
su propia comunidad durante unos años, hasta que las aguas volvieron a su cauce
y fue de nuevo reconocida como Madre Fundadora. Su intención de extender la
Orden a España no prosperó, y solo diez años después unas religiosas de
Béziers, a petición del jesuita Guillermo de Josa, fundaron la primera casa de la
Compañía de Nuestra Señora en Barcelona, desde donde la Orden se expandió al
resto de España y América.
Después de pasar unos años en Pau, uno de los bastiones del calvinismo,
Juana de Lestonnac regresó en 1634 a Burdeos para preparar la impresión
definitiva de las Reglas y Constituciones de la Orden fundada por ella. Y allí
falleció el 2 de febrero de 1640, dos años después de que aquella publicación
viera la luz.
Pude decirse que la trayectoria de Mary Ward fue paralela a la de Juana de
Lestonnac, aunque sus proyectos no convergieron.
En 1611, Mary Ward, una religiosa de origen inglés pero establecida en
Francia, inspirándose también en la organización de la Compañía de Jesús, y al
mismo tiempo desafiando las consignas de los jesuitas, contrarios a su postura,
decidió que debía crear una congregación femenina que apostara por su
dedicación al cuidado de enfermos, la asistencia a sacerdotes y la educación de
mujeres, y rechazara la clausura. En 1610, Mary Ward había abierto en Saint-
Omer la primera escuela para niñas inspirada en su proyecto, con el apoyo del
obispo y de Isabel Clara Eugenia, gobernadora de los Países Bajos y duquesa de
Borgoña. Asistían doce niñas, de variada condición social, y pronto sumarían,
contando a las profesoras, una comunidad de cincuenta mujeres. Fue al año
siguiente cuando Mary Ward decidió tomar como modelo la Compañía de Jesús,
para aplicarlo a su nuevo instituto. En 1612 ideó las líneas generales de su
congregación, en las que no incluyó la clausura. Pero, además, consideraba que
las mujeres podían realizar su personal aportación para reconducir la situación
de disidencia religiosa de Inglaterra: «[...] dadas las condiciones, las mujeres
deben y pueden aportar algo más que lo corriente en relación con esta necesidad
espiritual general. Debemos esforzarnos según nuestra pequeñez en dar al
prójimo servicios de caridad cristiana que no pueden desempeñarse en la vida
monástica» 846 . La aprobación del Instituto de la B. Virgen María y la
Congregación de Jesús quedará encallada en Roma poco después de ser
entregada, en 1616, y aun a pesar de que el papa de entonces había dado su visto
bueno. En años sucesivos, Mary Ward, mientras esperaba la aprobación papal de
su congregación, no dejó de fundar centros y colegios en Bélgica, Alemania,
Italia, Austria o Eslovaquia, entre otros países. Después de muchas vicisitudes, y
tras conseguir el apoyo del emperador, del Príncipe Elector y del propio papa, y
de ser detenida por la Inquisición acusada de herejía, cisma y rebelión, y luego
liberada sin cargo alguno, la congregación fue suspendida definitivamente, el 13
de enero de 1631, por una bula de Urbano VIII. Aun así, Mary Ward siguió
manteniendo su congregación en Múnich con la ayuda de Maximiliano I, y
algunas de las casas fundadas por ella continuaron funcionando, aunque de modo
precario, después de su muerte en York, en 1645. Pero, además, las fundaciones
no se detuvieron. La culminación de todo este proceso hubo de esperar hasta
1877, cuando el papa Pío IX reconoció el instituto religioso femenino creado por
Mary Ward, y esta fue rehabilitada íntegramente 847 .

765 Michele Olivari, Entre el trono y la opinión: la vida política castellana en los siglos XVI y XVII,
Valladolid, Junta de Castilla y León, 2004, págs. 146-147.

766 Jorge Sebastián Lozano, «Francisco de Borja, de criado a maestro espiritual de las mujeres
Habsburgo», en Ximo Company y Joan Aliaga (dirs.), San Francisco de Borja, Grande de España: arte y
espiritualidad en la cultura hispánica de los siglos XVI y XVII (catálogo de la exposición realizada en la
Casa de la Cultura Marqués de González Quirós, Gandía, del 4 de noviembre de 2010 al 9 de enero de
2011), Lleida, Universidad de Lleida, 2010, págs. 67-90.

767 Joan Reglà, Els virreis de Catalunya, Barcelona, Vicens-Vives, 1980, pág. 41.

768 Véase la carta en la que Araoz explica cómo se concertó el matrimonio y sus consecuencias
inmediatas: MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Antonio de Araoz a Ignacio (Valladolid, 25 de noviembre de
1552)», págs. 848-851.

769 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Antonio de Araoz a Ignacio (Vergara, 4 de julio de 1540)», pág. 45.

770 MHSI, Fabri, «Carta de Pedro Fabro a Ignacio (Espira, 27 de abril de 1542)», pág. 164.

771 Véase la larga lista de servidores de la casa de la infanta Juana en: Antonio Villacorta Baños-García, La
Jesuita: Juana de Austria, Barcelona, Ariel, 2005, págs. 145-154. Por otra parte, a lo largo de todo el
capítulo, he utilizado esta biografía de Juana de Austria como guía.

772 MHSI, Epist. Mixt., II, «Carta de Antonio Gou a Ignacio (Medina del Campo, 19 de noviembre de
1551)», pág. 628; y «Carta de Antonio de Araoz a Ignacio (Madrid, 14 de enero de 1552)», pág. 654.

773 H. Rahner, op. cit., vol. 1, pág. 97, nota 4.

774 MHSI, Epist.-Instr., IV, «Carta de Ignacio a Gaspar de Dotti (Roma, 10 de septiembre de 1552)», págs.
428, n. 14, y 429.

775 Citado por A. Villacorta Baños-García, op. cit., págs. 162-163, nota 29.

776 MHSI, Epist. Mixt., III, «Carta de Bartolomé Bustamante a Ignacio (Córdoba, 20 de octubre de 1553)»,
pág. 546.

777 Ibíd., pág. 547.


778 MHSI, Epist.-Instr., VIII, «Carta de Polanco a Bartolomé Bustamante (Roma, 3 de enero de 1555)»,
pág. 228.

779 Véase el texto íntegro dedicado a Juana de Austria, y el dedicado a las infantas María e Isabel, en San
Francisco de Borja, Tratados espirituales, Barcelona, Juan Flors, 1964, págs. 272-274 y 275-277,
respectivamente.

780 A. Villacorta Baños-García, op. cit., págs. 173-174.

781 «Escrito de Luis Sarmiento de Mendoza a Carlos V (Lisboa, 16 de enero de 1554)», citado por A.
Villacorta Baños-García, op. cit., págs. 184-185.

782 «Escrito de Carlos V a Felipe (Bruselas, 30 de abril de 1554)», citado por A. Villacorta Baños-García,
op. cit., pág. 197.

783 Ibíd., págs. 198-199.

784 «Escrito del príncipe Felipe al emperador (Valladolid, 11 de mayo de 1554)», citado por A. Villacorta
Baños-García, op. cit., págs. 201-203.

785 MHSI, Epist. Mixt., IV, «Carta de Bartolomé Bustamante a Ignacio (Valladolid, 29 de abril de 1555)»,
págs. 612-613.

786 MHSI, Epist. Mixt., IV, «Carta de Bartolomé Bustamante a Ignacio (Valladolid, 29 de abril de 1555)»,
págs. 614-615.

787 MHSI, Epist. Mixt., IV, pág. 615, n. 11 y 12.

788 H. Rahner, op. cit., vol. 1, pág. 245.

789 MHSI, Borgia, III, «Carta de Francisco de Borja a Carlos V (Valladolid, 19 de mayo de 1555)», pág.
210.

790 Citado de varios documentos inquisitoriales por M. Bataillon, op. cit., págs. 46 y 552, n. 12. Para
profundizar en el tema de la censura de textos y su efectividad en los siglos XVI y XVII, véase el libro de
Manuel Peña Díaz, Escribir y prohibir: Inquisición y censura en los Siglos de Oro, Madrid, Cátedra, 2015.

791 MHSI, Epist.-Instr., VIII, «Carta de Ignacio a Francisco de Borja (Roma, 23 de noviembre de 1554)»,
pág. 87; y «Carta de Ignacio a Francisco de Borja (Roma, 28 de diciembre de 1554)», pág. 194.

792 Harm den Boer, «La Biblia de Ferrara y otras tradiciones españolas de la Biblia entre los sefardíes de
origen converso», en Introducción a la Biblia de Ferrara: actas del Simposio Internacional sobre la Biblia
de Ferrara, Sevilla, 25-28 de noviembre de 1991, Sevilla, Universidad de Sevilla, 1994, págs. 251-252.
Véase también Francisco Javier del Barco, «Las formas verbales en las biblias de Alba y Ferrara: ¿fidelidad
al texto hebreo?», Sefarad, 64 (2004), págs. 243-267.

793 Sobre el control del contenido de los libros que se usaban en los colegios de la Compañía de Jesús y en
las universidades, y la opinión de Ignacio y de otros jesuitas al respecto, véase M. Peña Díaz, Escribir y
prohibir..., ed. cit., págs. 45-47.

794 M. Bataillon, op. cit., págs. 550-551.


795 La carta de Ignacio a Nadal es de julio de 1554. Véase H. Rahner, op. cit., vol. 1, pág. 100.

796 MHSI, Borgia, III, «Carta de Francisco de Borja a Diego Laínez (Plasencia, 28 de diciembre de
1556)», págs. 271-272.

797 MHSI, Epist.-Instr., VII, págs. 685-688.

798 H. Rahner, op. cit.., vol. 1, págs. 104-105.

799 MHSI, Epist.-Instr., VIII, «Carta de Ignacio a Francisco de Borja (Roma, 8 de noviembre de 1554)»,
pág. 21; «Carta de Ignacio a Francisco de Borja (Roma, 23 de noviembre de 1554)», página 88. En la
primera carta Ignacio dice que la gestión está en marcha, mientras que en la segunda confirma su
cumplimiento, tal como expresa en la cita.

800 MHSI, Epist.-Instr., VII, págs. 685-688.

801 MHSI, Epist.-Instr., VIII, «Carta de Juan de Polanco a Francisco de Borja (Roma, 28 de diciembre de
1554)», pág. 198.

802 MHSI, Epist.-Instr., VIII, «Carta de Ignacio a Francisco de Borja (Roma, 1 de enero de 1555)», págs.
219-220.

803 MHSI, Epist.-Instr., VIII, «Carta de Ignacio a Juana de Austria (Roma, 3 de enero de 1555)», pág. 235.

804 MHSI, Epist.-Instr., VIII, «Carta de Juan de Polanco a Francisco de Borja (Roma, 28 de diciembre de
1554)», pág. 199.

805 Ibíd., págs. 196-197.

806 MHSI, Epist.-Instr., VIII, «Carta de Ignacio a Antonio de Araoz (Roma, 26 de febrero de 1555)», pág.
487.

807 MHSI, Epist.-Instr., VIII, «Carta de Juan de Polanco a Antonio de Araoz (Roma, 24 de febrero de
1555)», pág. 483.

808 MHSI, Epist. Mixt., V, «Carta de Juana de Austria a Fernando Ruiz de Castro (Valladolid, 10 de febrero
1556)», pág. 186.

809 MHSI, Epist. Instr., X, «Carta de Juan de Polanco a Francisco de Borja (Roma, 28 de noviembre de
1555)», págs. 220-222.

810 MHSI, Epist. Mixt., IV, «Carta de Bartolomé Bustamante a Ignacio (Valladolid, 29 de abril de 1555)»,
págs. 618-619.

811 MHSI, Borgia, III, «Carta de Jerónimo Ruiz del Portillo a Ignacio (Simancas, 4 de mayo de 1555)»,
págs. 225-226.

812 MHSI, Epist. Mixt., V, «Carta de Juana de Austria a Ignacio (Valladolid, 7 de febrero de 1556)», págs.
184-186.

813 MHSI, Epist. Mixt., V, «Carta de Juana de Austria a Ignacio (Valladolid, 28 de mayo de 1556)», págs.
335-336.
814 MHSI, Epist. Mixt., IV, «Carta de Antonio de Araoz a Ignacio (Valladolid, 14 de febrero de 1555)»,
págs. 547-548.

815 MHSI, Epist. Mixt., II, «Carta de Aldonza González de Villasimplez a Ignacio (Zaragoza, 22 de marzo
de 1549)», pág. 137. Para más detalles sobre la correspondencia entre Aldonza González e Ignacio, véase
H. Rahner, op. cit., vol. 1, págs. 353-374.

816 A. Astrain, op. cit., vol. 1, págs. 440-441.

817 MHSI, Epist. Mixt., IV, «Carta de Alfonso Román a Ignacio de Loyola (Zaragoza, 13 de agosto de
1555)», págs. 800-801.

818 MHSI, Epist. Mixt., IV, «Carta de Juana de Austria a Juan de Lanuza (Valladolid, 28 de junio de
1555)», págs. 703-705. En parecidos términos dirigió otras cartas al arzobispo de Zaragoza, al abad de
Veruela, al virrey de Aragón y al obispo de Huesca: ídem, págs. 706-715.

819 MHSI, Epist. Mixt., IV, «Carta de Juan Queralt a Francisco de Estrada (Zaragoza, 3 de agosto de
1555)», págs. 767-775.

820 «En el lugar donde residimos después de la salida de Zaragoza, que es lo más de él de moriscos,
vinieron muchos de estos a nuestra posada a pedir se les enseñase el camino del cielo un día de trabajo,
dejando sus eras, y se les dijo volviesen después de algunas horas, porque no había comodidad entonces de
les predicar. Volvieron el mismo día en mayor número, y se les hizo una plática, de que se dice quedaron
consolados; y después se instó que les hiciesen los nuestros doctrina (esto fue estando yo los días pasados
aquí escondido sobre estos negocios) y por ver tales deseos en gente tan nueva, y de quien se tiene
comúnmente muy mal concepto, dándome aviso los Padres, nos pareció al Padre Tablares y a mí, que se
hiciese lo que pedían» (MHSI, Epist. Mixt., IV, «Carta de Alfonso Román a Juan de Polanco [Zaragoza, 29
de agosto de 1555]», págs. 829-830).

821 H. Rahner, op. cit., vol. 1, pág. 204.

822 MHSI, Epist. Mixt., IV, «Carta de Juana de Austria a Gaspar Camacho (Valladolid, 27 de julio de
1555)», págs. 744-745.

823 MHSI, Epist. Mixt., IV, «Carta de Alfonso Román a Ignacio (Zaragoza, 17 de septiembre de 1555)»,
págs. 849-853.

824 MHSI, Epist.-Instr., VIII, «Carta de Ignacio a Antonio de Araoz (Roma, 28 de enero de 1555)», págs.
344-345.

825 MHSI, Pol. Compl., I, «Información sumaria de la Compañía de Jesús (1555)», pág. 114.

826 MHSI, Borgia, III, «Carta de Francisco de Borja a Diego Laínez (Valladolid, 25 de octubre de 1558)»,
págs. 405-406.

827 MHSI, Epist. Nadal, III, «Carta de Francisco de Borja a Jerónimo Nadal (Roma, 22 de marzo de
1567)», pág. 414.

828 Enrique García Hernán, Francisco de Borja, Grande de España, Valencia, Institució Alfons el
Magnànim, 1999, págs. 165-175. Véase también A. Astrain, op. cit., vol. 2, págs. 109-127.

829 E. García Hernán, Francisco de Borja..., ed. cit., págs. 219-220.


830 MHSI, Chronicon, V, pág. 459. Véase H. Rahner, op. cit., vol. 1, pág. 103.

831 MHSI, Epist. Hisp., IX, pág. 666. Citado por A. Astrain, op. cit., vol. 2, pág. 486.

832 MHSI, Epist. Hisp., XII, pág. 54. Citado por A. Astrain, op. cit., vol. 2, pág. 487.

833 MHSI, Epist. Hisp., X, pág. 126. Citado por A. Astrain, op. cit., vol. 2, pág. 488.

834 Véase A. Villacorta Baños-García, op. cit., pág. 527. El autor publica el texto íntegro del testamento
(págs. 525-562).

835 Citado del apartado «Preguntas y respuestas», sección «Ser jesuita», de la página web de la Compañía
de Jesús en España: http://jesuitas.es.

836 Congregación General 34 de la Compañía de Jesús (1995), «Decreto 14: Los jesuitas y la situación de
la mujer en la Iglesia y en la sociedad». Citado por J. Burrieza Sánchez, «La percepción jesuítica...», art.
cit., pág. 115.

837 E. García Hernán, «El ambiente alumbrado...», art. cit., pág. 198.

838 MHSI, Epist. Mixt., I, «Carta de Isabel de Josa a Ignacio (Barcelona, noviembre de 1542)», pág. 125.

839 Alison Weber, «Los jesuitas y las carmelitas descalzas en tiempos de san Francisco de Borja: amistad,
rivalidad, recelos», en Enrique García Hernán y María del Pilar Ryan (eds.), Francisco de Borja y su
tiempo: política, religión y cultura en la Edad Moderna, Valencia, Albatros; Roma, Institutum Historicum
Societatis Iesu, 2011, págs. 103-113.

840 «Institutos religiosos femeninos ligados a la Compañía de Jesús», en Charles E. O’Neill y Joaquín M.ª
Domínguez (dirs.), Diccionario histórico de la Compañía de Jesús, ed. cit., vol. 3, págs. 2050-2051.

841 Véase la opinión al respecto de Silvia Mostaccio y Sabina Pavone, «Une histoire de longue durée: le
modèle ignatien par les hommes et par les femmes», en Silvia Mostaccio et alii (eds.), Échelles de pouvoir,
rapports de genre: femmes, jésuites et modèle ignatien dans le long xix siècle, Lovaina, Presses
Universitaires de Louvain, 2014, pág. 6.

842 La vida de Juana de Lestonnac ha sido reseñada por Colette Codet de Boisse, «Juana de Lestonnac
(1556-1640)», en Urbano Valero Agúndez (coord.), Mujeres ignacianas, Santander, Sal Terrae, 2011, págs.
15-36 (hay versión digital: http://es.scribd.com/doc/139837601/Mujeres-Ignacianas-pdf#scribd), cuyo texto
he utilizado aquí ampliamente.

843 Citado por C. Codet de Boisse, art. cit., pág. 26.

844 Citado por C. Codet de Boisse, art. cit., pág. 27.

845 Citado por C. Codet de Boisse, art. cit., pág. 28.

846 Citado por Ana Gimeno, «Mary Ward (1585-1645)», en U. Valero Agúndez (coord.), op. cit., pág. 44.

847 Véase Henriette Peters, Mary Ward: a world in contemplation, Leominster, Gracewing, 1995. Véase
también A. Gimeno, art. cit., págs. 37-58.
Bibliografía

ABREVIATURAS DE LA MHSI

A lo largo del libro he utilizado los numerosos volúmenes de la Monumenta


Historica Societatis Iesu (MHSI) 848 , una recopilación de documentos de la
familia, escritos y cartas de Ignacio de Loyola y de los primeros jesuitas, así
como de documentos que se generaron en los orígenes históricos de la Compañía
de Jesús. Para citar las series documentales de la MHSI, en su mayoría impresas,
he usado las siguientes abreviaturas:

Bob. Bobadillae Monumentae (1 vol.)


Borgia Epistolae et Scripta S. Francisci de Borgia (7 vols.)

Broëti Epistolae Paschasii Broëti, Claudii Jaji, Joannis Codurii et Simonis Rodericii (1 vol.)

Chronicon Vita Ignatii et rerum Societatis Iesu Chronicon, de Juan de Polanco (6 vols.)
Const. S. I. Constitutiones et Regulae Soc. Iesu (4 vols.)

Doc. Indica Documenta Indica (3 vols.)

Epist. Hisp. Epistolae Hispaniae (varios vols., inéditos)


Epist.-Instr. Epistolae et Instructiones (12 vols.)

Epist. Mixt. Epistolae Mixtae ex variis Europae Locis (5 vols.)

Epist. Nadal Epistolae P. Hieronumi Nadal (6 vols.)

Epist. Xaver. Epistolae San Francisci Xaverii (2 vols.)


Exer. Spir. Exercitia Spiritualia et Directoria (2 vols.)

Fabri Fabri Monumenta (1 vol.)

Font. doc. Fontes documentales de Sancto Ignacio (1 vol.)

Font. narr. Fontes narrativi de Sancto Ignacio (4 vols.)

Lain. Mon. Lainii Monumenta (8 vols.)

Litt. Quadr. Litterae quadrimestres ex universis... (7 vols.)


Pol. Compl. Polanci Complementa (3 vols.)
Ribadeneira Petri de Ribadeneira, Confessiones, epistolae... (2 vols.)

Salm. Epistolae Salmeronis (2 vols.)

Scripta Scripta de Sancto Ignatio de Loyola (2 vols.)

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Edición en formato digital: 2017

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© J. Martin / Anaya

© Antonio Gil Ambrona, 2017


© Ediciones Cátedra (Grupo Anaya, S. A.), 2017
Juan Ignacio Luca de Tena, 15
28027 Madrid
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ISBN ebook: 978-84-376-3672-6

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